Disidentes, rebeldes, insurgentes: Resistencia indígena y negra en América Latina. Ensayos de historia testimonial 9783865278203

Basado en testimonios directos de rebeldes indios y negros, el libro busca, trasladando los principios de la historia or

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Spanish; Castilian Pages 164 Year 2008

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Table of contents :
Índice
Presentación
Advertencia
El llano en llamas: nota acerca de la ilustración de cubierta
Introducción
I. ¿Quiénes son éstos que nos deshacen y perturban y viven sobre nosotros? El juicio inquisitorial contra don Carlos Ometochtzin Chichimecatecuhtli, principal de Tezcoco (México 1539)
II. Ya a los españoles se les acabó su tiempo. El levantamiento de Juan Santos Atahualpa (Perú 1742-1755)
III. La estaca de quita y pon. Cimarronaje negro en los bayous de la Luisiana española (1789)
IV. Agrestes e irreligiosos. Los cimarrones negros del maniel de Neiva (Santo Domingo 1785-1794)
V. El esclavo es un ser muerto ante su señor. Autobiografía del esclavo Juan Francisco Manzano (Cuba 1835)
VI. La carta y el cuerno mágico. Raíces ideológico-culturales de la insurgencia negra en las plantaciones del Caribe y de Brasil (c. 1790-1840)
Bibliografía
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Disidentes, rebeldes, insurgentes: Resistencia indígena y negra en América Latina. Ensayos de historia testimonial
 9783865278203

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Disidentes, rebeldes, insurgentes

Resistencia indígena y negra en América Latina Ensayos de historia testimonial Martín Lienhard

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Colección nexos y diferencias Estudios culturales latinoamericanos

E

nfrentada a los desafíos de la globalización y a los acelerados procesos de transformación de sus sociedades, pero con una creativa capacidad de asimilación, sincretismo y mestizaje de la que sus múltiples expresiones artísticas son su mejor prueba, los estudios culturales sobre América Latina necesitan de renovadas aproximaciones críticas. Una renovación capaz de superar las tradicionales dicotomías con que se representan los paradigmas del continente: civilización-barbarie, campo-ciudad, centro-periferia y las más recientes que oponen norte-sur y el discurso hegemónico al subordinado. La realidad cultural latinoamericana más compleja, polimorfa, integrada por identidades múltiples en constante mutación e inevitablemente abiertas a los nuevos imaginarios planetarios y a los procesos interculturales que conllevan, invita a proponer nuevos espacios de mediación crítica. Espacios de mediación que, sin olvidar los nexos que histórica y culturalmente han unido las naciones entre sí, tengan en cuenta la diversidad que las diferencian y las que existen en el propio seno de sus sociedades multiculturales y de sus originales reductos identitarios, no siempre debidamente reconocidos y protegidos. La Colección nexos y diferencias se propone, a través de la publicación de estudios sobre los aspectos más polémicos y apasionantes de este ineludible debate, contribuir a la apertura de nuevas fronteras críticas en el campo de los estudios culturales latinoamericanos.

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Directores

Consejo asesor

Fernando Aínsa Lucia Costigan Frauke Gewecke Margo Glantz Beatriz González-Stephan Jesús Martín-Barbero Sonia Mattalia Kemy Oyarzún Andrea Pagni Mary Louise Pratt Beatriz J. Rizk

Jens Andermann Santiago Castro-Gómez Nuria Girona Esperanza López Parada Kirsten Nigro Sylvia Saítta

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Disidentes, rebeldes, insurgentes

Resistencia indígena y negra en América Latina Ensayos de historia testimonial

Martín Lienhard

Iberoamericana • Vervuert • 2008

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Bibliographic information published by Die Deutsche Bibliothek Die Deutsche Bibliothek lists this publication in the Deutsche Nationalbibliografie; detailed bibliographic data are available on the Internet at .

Este libro fue publicado con el apoyo de la Academia Suiza de Ciencias Humanas y Sociales.

Reservados todos los derechos © Iberoamericana, 2008 Amor de Dios, 1 – E-28014 Madrid Tel.: +34 91 429 35 22 Fax: +34 91 429 53 97 [email protected] www.ibero-americana.net © Vervuert, 2008 Elisabethenstr. 3-9 — D-60594 Frankfurt am Main Tel.: +49 69 597 46 17 Fax: +49 69 597 87 43 [email protected] www.ibero-americana.net ISBN 978-84-8489-349-3 (Iberoamericana) ISBN 978-3-86527-376-5 (Vervuert) e-ISBN 978-3-86527-820-3 Depósito Legal: Diseño de cubierta: W Pérez Cino Ilustración de cubierta: Vue des 40 jours d’incendie des habitations de la plaine du Cap Français. Grabado de cobre realizado hacia 1795 por Jean-Baptiste Chapuy a partir de una pintura de J.-L. o P. Bocquet (o Boquet). Reproducción gentilmente autorizada por el Musée d’Aquitaine © Mairie de Bordeaux, photo JM Arnaud Impreso en España The paper on which this book is printed meets the requirements of ISO 9706

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Ín d ic e



Presentación.................................................................................................... 9



Advertencia....................................................................................................11



Introducción...................................................................................................15

I.

¿Quiénes son éstos que nos deshacen y perturban y viven sobre nosotros? El juicio inquisitorial contra don Carlos Ometochtzin Chichimecatecuhtli, principal de Tezcoco (México 1539)...........................29

El llano en llamas: nota acerca de la ilustración de cubierta........................13

II. Ya a los españoles se les acabó su tiempo. El levantamiento de Juan Santos Atahualpa (Perú 1742-1755).................................................51 III. La estaca de quita y pon. Cimarronaje negro en los bayous de la Luisiana española (1789).......................................................................71 IV. Agrestes e irreligiosos. Los cimarrones negros del maniel de Neiva (Santo Domingo 1785-1794).........................................83 V. El esclavo es un ser muerto ante su señor. Autobiografía del esclavo Juan Francisco Manzano (Cuba 1835)..............113 VI. La carta y el cuerno mágico. Raíces ideológico-culturales de la insurgencia negra en las plantaciones del Caribe y de Brasil (c. 1790-1840)...............................................................................................127

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Bibliografía..................................................................................................155

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A Beatriz, Marina y Pablo

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Pr e s e n t a c ió n

De una manera u otra, la rebeldía indígena ha estado presente en mis investigaciones desde hace mucho tiempo, especialmente en La voz y su huella (primera edición en 1990) y Testimonios, cartas y manifiestos indígenas (1992). En los años 1990, mis primeros contactos con Cuba y mi reencuentro con Brasil me incitaron a interesarme también en los movimientos de resistencia protagonizados por esclavos negros. Dediqué el tercer capítulo de O mar e o mato (primera edición en 1998) y varios artículos al estudio de algunos de esos movimientos, basándome en documentos ya publicados por investigadores como Benjamín Nistal-Moret (Esclavos, prófugos y cimarrones), João Luiz Duboc Pinaud (Insurreição negra e justiça) y Gloria García Rodríguez (La esclavitud desde la esclavitud). En 2002 dediqué meses a reunir, más sistemáticamente, documentos de archivo sobre movimientos de resistencia y de insurgencia de los esclavos negros en América Latina y el Caribe. Con estos y otros materiales acometí las investigaciones que desembocaron, por fin, en los ensayos que componen este libro. Se notará que he privilegiado los documentos en La introducción, el capítulo 2 (Ya a los españoles se les acabó su tiempo), el capítulo 3 (Agrestes e irreligiosos) y el capítulo 5 (El esclavo es un ser muerto ante su señor) son estudios rigurosamente inéditos. Los demás capítulos retoman elementos de trabajos ya publicados, pero ninguno de ellos ha sido editado previamente bajo la forma que tiene aquí. El capítulo 1 (¿Quiénes son éstos que nos deshacen y perturban y viven sobre nosotros?) es una nueva versión de «Los indios novohispanos y la primera Inquisición: el juicio contra don Carlos Chichimecatecuhtli, principal de Tezcoco (1539)», publicado en La otra Nueva España. La palabra marginada en la Colonia, coord. de Mariana Masera, México, UNAM; Barcelona, Azul, 2002. El capítulo 4 (La estaca de quita y pon) retoma, aunque con importantes modificaciones, una parte de «Cimarronajes e ‘historia oral’: de la Luisiana española a Puerto Rico», publicado en Verónica Salles-Reese (ed.), Repensando el pasado, recuperando el futuro. Nuevos aportes interdisciplinarios para el estudio de la América colonial, Bogotá, Editorial Pontificia Universidad Javeriana, 2005. El capítulo 6 (La carta y el cuerno mágico) se construyó a partir del núcleo central de «Bases ideológico-culturales de la rebeldía esclava: Caribe y Brasil, 1790-1840» (Iberoamericana, Nueva Época, no. 12, diciembre de 2003), pero incorpora también –además de varias secciones inéditas– una  

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los cuales «hablan» los propios rebeldes, «dialogando» –en obvia situación de desventaja– con sus jueces u otros representantes de la autoridad; lo hice porque me interesaba descubrir el universo intelectual y las estrategias políticas de los individuos o los colectivos rebeldes. Esta elección me hizo descubrir o redescubrir, de paso, textos de gran interés narrativo y dramático (como el proceso inquisitorial contra don Carlos Ometochtzin). En tanto aprendiz y practicante ocasional de historia oral, intuí que tales textos podían ser leídos, con las debidas precauciones, como los testimonios orales que uno puede escuchar, hoy, en las diferentes periferias sociales de América Latina y el Caribe. Aunque la preparación de este libro fue un trabajo más bien solitario, quedo endeudado con muchos amigos y colegas que me brindaron, gracias a sus amables invitaciones, la oportunidad de discutir aspectos de mi proyecto con ellos, sus alumnos y sus colegas. Pienso en particular en un amigo prematuramente fallecido, Roberto Ventura (São Paulo), en Jeferson Bacelar (Salvador da Bahia), Silvia Hunold Lara (Campinas), Antonio Melis (Siena), Catherine Poupeney (Montréal), José Antonio Mazzotti (Cambridge), Araceli Tinajero (New York), Mary Louise Pratt (Stanford y New York), Julio Ortega (Providence), Veronica Salles-Reese (Georgetown), Ivette Hernández-Torres (Irvine), José Prats Sariol (Puebla), Bernard Grunberg (Reims) y Virgílio Coelho (Luanda). Los encuentros con José Carlos Sebe Bom Meihy y sus alumnos en Rio de Janeiro estimularon mi reflexión sobre la historia oral. En Santo Domingo, Carlos Esteban Deive me aconsejó una serie de lecturas útiles. Me alentó también, en los últimos años, el interés manifestado por Michael Zeuske (Köln). Para la revisión final del manuscrito, tuve la suerte de poder contar con la cooperación siempre eficiente de mis colaboradoras Annina Clerici y Marília Mendes. A Klaus Vervuert le agradezco que haya aceptado, en el acto, mi propuesta de publicar este libro en Iberoamericana, y a Ariadna Allés el cuidado que puso en su edición. Un libro que hubiera sido imposible escribir sin el afecto y la paciencia de Beatriz, Marina y Pablo.

parte de «África na senzala latino-americana. Utopias de escravos rebeldes: Brasil e Cuba, década de 1830» (Studia Africana, Porto, no. 5, 2002).

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A d v e r t e n c ia

Para facilitar su lectura, los numerosos fragmentos testimoniales citados han sido modernizados en cuanto a su ortografía y su puntuación. Se optó, sin embargo, por conservar la ortografía original de los nombres propios, los topónimos, los términos en lenguas amerindias o africanas y las grafías que sugieren alguna particularidad fonética. Las citas procedentes de artículos o libros publicados en otras lenguas han sido traducidas al español por el autor de este libro. En algunos casos se reproduce, a pie de página, la versión original. Al final de las citas procedentes de documentos publicados, se indica, entre paréntesis, el apellido del autor o editor, el año de publicación y la(s) página(s) correspondiente(s). Las signaturas de los documentos inéditos aparecen en las notas a pie de página; en los paréntesis que siguen a los pasajes citados sólo se indica el número de folio. Para no sobrecargar el texto, las citas procedentes de documentos breves (publicados o inéditos) vienen sin indicación de página o folio.

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El

l l a n o en l l a m a s :

n o t a a c er c a d e l a il u s t r a c ió n d e cu b ier t a

Realizado hacia 1795 por Jean-Baptiste Chapuy a partir de una pintura de J.-L. o P. Bocquet (o Boquet), el grabado en cobre de la cubierta de este libro es una apocalíptica «Vista de los 40 días de incendio de las plantaciones de la llanura del Cap Français». El incendio –histórico– de los cañaverales del Cabo Francés, ciudad ubicada en el norte de la parte francesa de la Isla Española, fue la respuesta de los esclavos de Saint-Domingue al terrorismo desencadenado por los colonos blancos contrarrevolucionarios. Este incendio se produjo, como lo recuerda la leyenda del grabado, el 25 de agosto de 1791. El día 23 de ese mes, los esclavos de la región se habían reunido en el Bois-Caïman que cubre la Morne Rouge, donde, arrastrados por la poderosa retórica del jamaicano Boukman, decidieron pasar a la acción. En cuatro días, las llamas acabaron con las plantaciones de los colonos. Los cuarenta días del incendio del CapFrançais, según la leyenda que acompaña el grabado, recuerdan los cuarenta días que duró, si damos crédito al Antiguo Testamento, el diluvio universal. Es significativo que en la imagen de Boquet/Chapuy no aparezcan los autores del incendio. Una serie de hogueras paralelas iluminan el llano, la ciudad y su puerto: las enormes columnas de humo se juntan en un cielo inmenso con las nubes iluminadas, a su vez, por la luna llena. Chapuy se hizo famoso por una serie de grabados espléndidos, realizados en base a dibujos de Alessandro d’Anna, que muestran las erupciones nocturnas del Etna en 1766 y del Vesuvio en 1779. Su «Vista de los 40 días de incendio» retoma el mismo lenguaje plástico, aludiendo, al mismo tiempo, a la destrucción por el fuego de Sodoma y Gomorra. El incendio causado por los esclavos toma, así, la apariencia de un castigo divino. Visión que parece coincidir con la que la tradición haitiana atribuye a Boukman : «Dios que es tan bueno nos ordena la venganza». En 1889, casi un siglo después de que los esclavos haitianos iniciaran la guerra contra los colonos blancos, el abolicionista francés Victor Schoelcher comentó

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la violencia de la insurgencia haitiana con dos frases lapidares : «Esa antorcha con la cual los esclavos incendiaron la llanura fue prendida por la crueldad del régimen servil. La barbarie del amo es la que cabe acusar de la barbarie del esclavo» (Schoelcher 1982: 31). El grabado de Chapuy muestra, pues, lo que puede suceder cuando el «esclavo», rechazando el «orden humillante de su amo […] se precipita de repente en el Todo o en la Nada» (Camus 1951: 29). Desde luego, la mayoría de los movimientos de rebeldía indígena y negra que se produjeron a lo largo de la historia de la América Latina colonial/esclavista quedaron lejos de alcanzar la dimensión apocalíptica que caracterizó la insurrección de los esclavos de Saint-Domingue. Aún así, la pesadilla de un apocalipsis provocado por las masas negras o indígenas nunca dejó de inquietar las noches de quienes las mantenían en un estado de servidumbre o esclavitud.

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I n t r o d u c c ió n

We have the record of kings and gentlemen ad nauseam and in stupid detail; but of the common run of human beings, and particularly of the half or wholly submerged working group, the world has saved all too little of authentic record and tried to forget or ignore even the little saved. W. E. B. Du Bois (1951)

¿Qué puede haber de común entre la guerrilla de Juan Santos Atahualpa en el Perú alto-amazónico (1742-1755), la conjura de los esclavos negros del Rio Atibaia en Brasil (1832) y la insurgencia de los esclavos en las plantaciones cubanas en las décadas de 1820 y 1830? ¿Entre las aventuras de los cimarrones Luis y Enrique en la Luisiana española (1789) y la epopeya de una aldea cimarrona en el sur de la isla de Santo Domingo (1788-1794)? ¿Y qué sentido tiene relacionar estas historias con la de d. Carlos Ometochtzin Chichimecatecuhtli, cacique mexicano condenado a muerte por el Santo Oficio en 1539, y la de Juan Francisco Manzano, esclavo cubano que escribió, hacia 1835, un patético texto autobiográfico? Lo que todas estas historias tienen en común es la rebeldía –más o menos radical– contra el sistema político-social que las dos grandes potencias ibéricas (España y Portugal) habían comenzado a instaurar hacia 1500 en buena parte del continente americano: un sistema que se apoyaba en la servidumbre de los autóctonos transformados en indios y en la esclavitud de negros importados de África y sus descendientes criollos. Ese sistema siguió reproduciéndose durante más de tres siglos, y tardó en extinguirse aun después de que las élites criollas proclamaran la independencia de los países que componen, hoy en día, Los términos «indio» y «negro» remiten a categorías creadas por el sistema colonial/esclavista, contexto al cual se refieren todos los ensayos de este libro. No podemos, pues, sustituirlos.  

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América Latina y el Caribe. En las áreas y los períodos enfocados, los indios y/o los negros constituían la mayoría de la población económicamente activa y, a menudo, la mayoría demográfica absoluta. Los casos de rebeldía indígena y negra que discutiremos en este libro son, pues, fragmentos de –y para– la historia de las mayorías «subalternas». Todos los protagonistas de estas historias fueron, en tanto indios o esclavos negros, víctimas del sistema colonial/esclavista que las potencias ibéricas implantaron en América. La naturaleza y la intensidad de la opresión que les tocó experimentar no fue, sin embargo, la misma para todos ellos. No era lo mismo, en efecto, sufrir la opresión colonial/esclavista desde la posición de un indio noble (como d. Carlos Ometochtzin), la de un indio común (como lo fueron los seguidores de Juan Santos Atahualpa), la de un esclavo doméstico (como Juan Francisco Manzano) o la de un esclavo de plantación (como lo fueron los cimarrones y los insurgentes negros que animan varias de nuestras historias). La diversidad de las posiciones que los futuros rebeldes ocupaban en el entramado de sus sociedades respectivas explica, por lo menos en parte, la diversidad de las formas de su rebeldía. Muchos otros factores, sin embargo, contribuyeron a hacer, de cada movimiento de rebeldía, un caso particular: motivaciones y objetivos específicos de los rebeldes; tamaño y composición sociocultural de los colectivos rebeldes; condiciones económico-sociales locales; peso de determinadas tradiciones culturales, religiosas e ideológicas; actitudes y decisiones de los órganos políticos locales o metropolitanos, etc. Deliberadamente ambiguo, el título de este libro –Disidentes, rebeldes, insurgentes– alude a la diversidad de las formas de rebeldía y sugiere, al mismo tiempo, su contigüidad. Concepto central es la rebeldía; la disidencia remite, según el caso, a un «antes» de la rebeldía abierta o a una rebeldía en estado latente, mientras que la insurgencia, «estado supremo» de la rebeldía, remite a sus manifestaciones más radicales.

  La permanencia de la esclavitud y/o de la servidumbre indígena delata, a las claras, la reproducción de estructuras de tipo «colonial». En varios países hispanoamericanos, por ejemplo en el Perú y en Bolivia, la servidumbre indígena siguió existiendo hasta bien entrado el siglo x x . La abolición de la esclavitud solía formar parte de los programas políticos de los movimientos de emancipación, pero tardó, en varios países, en concretarse (Colombia: 1851; Ecuador: 1852; Venezuela: 1854). En Cuba, la voluntad de conservar el régimen esclavista contribuyó a demorar el proceso de emancipación; decretada por la corona española, la abolición no se materializó sino en 1886. En Brasil, la abolición de la escravatura (1888), decretada más de seis décadas después de la «emancipación» (la proclamación del Império do Brasil), abrió por fin el camino a la instauración de un régimen republicano.

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Introducción

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Más allá de su temática, lo que conecta los diferentes estudios de este libro es el tipo de documentación que se privilegia, la manera de procesar los documentos y el modo de exponer los resultados de la investigación. Los documentos que se han privilegiado son los que ofrecen –además de la exposición del punto de vista de la autoridad– testimonios directos o indirectos de los propios rebeldes o de otros individuos que tuvieron la oportunidad de conocerlos: procesos, informes oficiales y una autobiografía (la de Juan Francisco Manzano). Aunque siempre «cautivos», los testimonios rebeldes que aparecen en tales documentos constituyen, a condición de ser sometidos a una lectura adecuada, una materia prima inapreciable e insustituible para alcanzar la meta a que apuntan estos ensayos: captar, en sus contextos respectivos, el «discurso» de los rebeldes. Entendemos aquí por «discurso» la manera específica en que un colectivo –o uno de sus miembros– se sitúa en el mundo, la historia y la sociedad. En tanto fenómeno que puede manifestarse a través de todo tipo de medios y representaciones mentales, el «discurso» no puede ser dicho, sino tan sólo aludido por medio de la palabra. Este libro, en suma, pretende estudiar una serie de historias de rebeldía indígena y negra que se desarrollaron, en el marco del sistema colonial/esclavista, en América Latina y el Caribe. El análisis se focaliza en los universos intelectuales y las estrategias políticas de los colectivos rebeldes, tomando en cuenta la manera en que lograron articular saberes y prácticas de origen diverso. A raíz de la atención particular que la investigación otorga a los testimonios de los rebeldes, sus simpatizantes o sus adversarios, opté por calificarla como historia testimonial. Disidencia, rebeldía, insurgencia Al comienzo de su famoso libro L’homme révolté (‘El hombre rebelde’), Albert Camus (1951) busca explicar en qué consiste, en términos generales, la rebeldía: ¿Qué es un hombre rebelde? Un hombre que dice ‘no’. Pero al decir ‘no’, no renuncia: desde su primer movimiento, él es también un hombre que dice ‘sí’. Un esclavo que ha recibido órdenes a lo largo de su vida juzga inaceptable otro mandamiento más. ¿Cuál es el contenido de ese ‘no’? A veces significa que «las cosas ya han durado demasiado», «hasta aquí sí, pero más allá no», «ustedes van demasiado lejos» o, todavía, «hay un límite que ustedes no ultrapasarán». En suma, ese ‘no’ afirma la existencia de una frontera (…). Así, el movimiento de rebeldía se apoya, al mismo tiempo, en el rechazo categórico de una intrusión que se juzga intolerable

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y en la confusa certidumbre de un derecho, o más exactamente la impresión, por parte del rebelde, que «tiene el derecho de…».

Los esclavos del cafetal El Carmen en Güira de Melena (Cuba),que atacaron, al anochecer del día 23 de octubre de 1827, a un mayoral que se ensañó con uno de sus compañeros, el joven y melancólico congo Pomuceno, manifestaron con su acto de rebeldía que «todo tenía sus límites». Pomuceno, acorralado por el mayoral, se había precipitado a un pozo. Con su protesta y su movilización inmediata, los esclavos y algunos negros libres no expresaron, sin duda, una disconformidad general con el sistema esclavista, ni tampoco, probablemente, un repudio general de la práctica del castigo. Lo que provocó su indignación fue la excesiva crueldad que el mayoral reveló al castigar duramente a un muchacho que todos sabían depresivo. Desde la perspectiva de los negros, el mayoral –brazo derecho del dueño– había contravenido uno de los principios que regulaban, tácitamente, las relaciones entre amos y esclavos. El «¡eso no!» de los esclavos se fundaba en su «confusa certidumbre» (Camus) de que ellos –pese a su condición de cautivos– no dejaban de gozar de ciertos derechos. Según Camus, el «esclavo», al pasar a la acción, deja de ser lo que fue y se transforma en un ser nuevo: El esclavo, a la hora de rechazar el orden humillante de su superior, rechaza al mismo tiempo la propia condición de esclavo. El movimiento de revuelta lo lleva más lejos que la simple negación. [El esclavo] supera incluso el límite que le fijaba a su adversario, exigiendo ahora ser tratado de igual a igual. Lo que fue, al principio, una resistencia irreductible del hombre, se transforma, entonces, en el hombre entero que se identifica con ella y se resume a ella. Esa parte de sí mismo que él quería hacer respetar, él la coloca ahora por encima de lo demás y la proclama preferible a todo, hasta a la vida misma. Ella deviene, para él, en el bien supremo. Instalado

  «Qu’est-ce qu’un homme révolté? Un homme qui dit non. Mais s’il refuse, il ne renonce pas: c’est aussi un homme qui dit oui, dès son premier mouvement. Un esclave, qui a reçu des ordres toute sa vie, juge inacceptable un nouveau commandement. Quel est le contenu de ce ‘non’? Il signifie, par exemple, que ‘les choses ont trop duré’, ‘jusque-lá oui, au-delà non’, ‘vous allez trop loin’, et encore, ‘il y a une limite que vous ne dépasserez pas’. En somme, ce non affirme l’existence d’une frontière (…). Ainsi, le mouvement de révolte s’appuie, en même temps, sur le refus catégorique d’une intrusion jugée intolérable et sur la certitude confuse d’un bon droit, plus exactement l’impression, chez le révolté, qu’il est ‘en droit de…’» (Camus 1951: 27).   Este caso se discute más detalladamente en el capítulo VI de este libro.

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Introducción

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en una situación de compromiso, el esclavo se precipita de repente («ya que así son las cosas…») en el Todo o la Nada. La conciencia surge con la revuelta».

Camus se refiere aquí a un momento crucial: al instante –momento de «éxtasis»– en que el «esclavo» se precipita, de cuerpo entero (y de alma entera), a una lucha cuyo desenlace no puede ser sino su liberación o su muerte. Al estudiar casos concretos de rebeldía no siempre es posible determinar cuándo, cómo y en qué medida alguien rompe con su condición de «esclavo». Lo que provoca la rebeldía abierta son, a menudo, hechos relativamente banales, pero inesperados. El brusco cambio de las reglas del juego puede llevar a un colectivo subalterno aparentemente «pacífico» a pasar a la rebeldía abierta. Camus afirmó que «la conciencia surge con la revuelta». En algunos de los casos discutidos, por ejemplo el del levantamiento espontáneo de los esclavos de Güira de Melena, esto parece rigurosamente cierto. Prefiero, sin embargo, pensar la rebeldía como un proceso que se extiende en el tiempo. En este proceso, la «revuelta» propiamente dicha no constituye ni el comienzo ni el punto final. Aún cuando parece surgir de la nada, la revuelta supone, sin duda, una toma de conciencia previa. Ahora bien, ¿qué causas defendían los rebeldes que protagonizan nuestras historias? Dada la diversidad de las situaciones, cualquier generalización resulta discutible. Varios de los protagonistas de este libro –entre ellos el esclavo doméstico Juan Francisco Manzano– no aspiraban, en el fondo, sino «a que los dejaran en paz». Otros pretendían negociar sus «derechos» con sus amos o los dueños del territorio. Otros más habían resuelto a «precipitarse en el Todo o la Nada» para hacerse libres en otro lugar (los esclavos de Banes y de Matanzas) o para revolucionar toda la sociedad (Juan Santos Atahualpa). Todos anhelaban, en última instancia, la «libertad», pero ¿en qué medida era la misma la libertad a la que aspiraban don Carlos Ometochtzin en Tezcoco (1539) o Juan Francisco Manzano en Matanzas o La Habana (1835) que la que perseguían los cimarrones Luis y Enrique en Mobile (1789), los del maniel de Neiva en el sureste de   «L’esclave, à l’instant où il rejette l’ordre humiliant de son supérieur, rejette en même temps l’état d’esclave lui-même. Le mouvement de révolte le porte plus loin qu’il n’était dans le simple refus. Il dépasse même la limite qu’il fixait à son adversaire, demandant maintenant à être traité en égal. Ce qui était d’abord une résistance irréductible de l’homme devient l’homme tout entier qui s’identifie à elle et s’y résume. Cette part de lui-même qu’il voulait faire respecter, il la met alors au-dessus du reste et la proclame préférable à tout, même à la vie. Elle devient pour lui le bien suprême. Installé auparavant dans un compromis, l’esclave se jette d’un coup (‘puisque c’est ainsi…’) dans le Tout ou Rien. La conscience vient au jour avec la révolte» (Camus 1951: 29).

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Santo Domingo (fines del siglo x v iii) o los esclavos conjurados o insurrectos en Brasil y en Cuba (años 1830)? En más de un caso, la «libertad» que anhelaban ostentaba el rostro de un orden antiguo (prehispánico) o distante (africano), del cual ellos mismos –o sus antepasados– habían sido expulsados por sus opresores: el «orden nahua» (para d. Carlos Ometochtzin), el «orden incaico» (para Juan Santos Atahualpa) o el «orden yoruba» (para los esclavos insurgentes de Banes). Este orden antiguo o distante algunos todavía lo habían experimentado en su niñez, su adolescencia o incluso como adultos (los insurgentes negros de origen africano); otros, como el «Inca» Juan Santos Atahualpa, sólo conocían de oídas el sistema político-social al cual se refería su propaganda. Para todos ellos, sin embargo, el orden al cual pretendían «volver» no era en realidad sino una «utopía». Mas no todos los rebeldes predicaban el «retorno» a algún paraíso perdido. Para muchos rebeldes negros, la «libertad» significaba más que nada vivir lejos de sus amos (y de los blancos en general). En 1838, en el Brasil imperial, los dirigentes de una fuga insurreccional de esclavos en el medio Paraiba (provincia de Rio de Janeiro) declararon que su intención había sido ir a «um lugar aonde nunca mais haviam de ver seu senhor». También los cimarrones del maniel de Neiva manifestaron más de una vez que lo que más les importaba era vivir fuera del radio de acción de los blancos. Lo mismo decían algunos de los líderes de la insurrección de Banes al confesar que su objetivo había sido instalarse en una «tierra de negros». A pesar de actuar décadas después de la revolución de los «jacobinos negros» de Haití (cfr. James 1980), ellos no perseguían la libertad y la igualdad de y para todos que habían propugnado Rousseau y la Revolución francesa; la «libertad» a que aspiraban era, básicamente, su «autonomía». Algunos movimientos indígenas y negros sí acusaron, aunque quizás más en sus proclamas que en su práctica, el impacto del pensamiento ilustrado europeo (anterior o posterior a la Revolución francesa). Es el caso, por ejemplo, de la gran insurrección andina que dirigió, en 1780-1781, el cacique quechua José Gabriel Condorcanqui Tupac Amaru, y de la conjura de los esclavos negros del Rio Atibaia en la provincia de São Paulo (1832).

Esta fuga insurreccional no se discute en este libro. Le dedicamos un breve estudio en O mar e o mato (Lienhard 2005: cap. III).   A esta insurrección se alude brevemente en el capítulo 2, dedicado a la guerrilla de Juan Santos Atahualpa.  

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Historia testimonial La historia testimonial, método histórico que deseo poner a prueba a lo largo de este libro, se inspira, en cuanto a su orientación básica y sus objetivos, en la historia oral. ¿Qué es, cómo trabaja y a qué aspira la historia oral? «Más que una herramienta y menos que una disciplina», la historia oral, en pocas palabras, es un método de investigación que permite suplir, en base a testimonios orales, la falta de fuentes escritas. Uno de sus grandes terrenos ha sido –y sigue siendo– la historia de las sociedades «ágrafas» (cfr. Vansina 1977). Hoy en día, sin embargo, su terreno principal es la vida de grupos o poblaciones enteras –no necesariamente ágrafas– que la historia oficial se obstina en olvidar o descuidar. Su fuente principal es la memoria colectiva, tal como se manifiesta en los testimonios individuales. Por eso mismo, lo que la historia oral propicia es un acercamiento máximo a la vida y al «discurso» de grupos de tamaño relativamente reducido. Al preferir el close-up a la panorámica, la historia oral delata su parentesco con la antropología, que viene a ser la madrina de su alumbramiento. En la historia de las Américas, los «huérfanos» u «olvidados» por excelencia son, evidentemente, los indios y los negros: poblaciones que pasaron por una larga experiencia colonial/esclavista y cuyo presente, para muchos de sus sectores, sigue estando marcado por múltiples discriminaciones. Entre los antecedentes modernos10 de la historia oral en las Américas cabe mencionar el Federal Writers Project de la WPA (Work Projects Administration), un proyecto muy vasto que desembocó, entre 1936 y 1938, en la recolección de más de 2000 testimonios de ex esclavos norteamericanos. Este proyecto fue precedido, Louis Starr, citado por José Carlos Sebe Bom Meihy (2002: 41). En las Américas, uno de los antecedentes de la historia oral es un proyecto que Manuel Gamio, pionero de la etnología mexicana, impulsó, con la ayuda de su colega Robert Redfield, en Estados Unidos: la recolección de «historias de vida» de inmigrantes mexicanos. Este proyecto desembocó en el libro The Life Story of the Mexican Immigrant: Autobiographic Documents collected by Manuel Gamio. En otro libro, Mexican Immigration to the United States. A Study of Human Migration and Adjustement, el mismo Manuel Gamio (1930), apoyándose en esas «historias de vida», presentó una reflexión más sistemática sobre el fenómeno migratorio. Pese a su enfoque básicamente etnológico, el hecho de considerar las dimensiones históricas del fenómeno estudiado y de publicar los testimonios individuales de los migrantes acerca este trabajo al de los futuros historiadores orales. 10  El antecedente antiguo de mayor envergadura es la compilación de todo el saber y la historia de los nahuas del México central que realizó –en náhuatl y con traducción al español– el franciscano fray Bernardino de Sahagún a partir de mediados del siglo x v i . El manuscrito más completo de su trabajo es el famoso Códice Florentino (1575-1579). Véase Sahagún 1979.    

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desde 1929, por los trabajos pioneros de la Southern University de Louisiana y la Fisk University de Tennessee. Coordinador de esos trabajos fue John B. Cade. Como lo evidencia el título de uno de sus artículos, «Out of the mouths of ex-slaves» (Cade 1935), se trataba explícitamente de «darles la palabra» a los propios ex esclavos: de ofrecerles la oportunidad de evocar, desde su propia perspectiva y con sus propias palabras, los últimos años del régimen esclavista y la experiencia –por lo general decepcionante– de las primeras décadas de vida «libre». En el pasaje que se reproduce a continuación, George P. Rawick (1972: XIX), editor de una gran colección de «historias de vida» de ex esclavos norteamericanos, ofrece una excelente síntesis de los conocimientos que puede proporcionar el estudio de las narraciones y las entrevistas de los ex esclavos del sur de Estados Unidos: El valor de tales narraciones y entrevistas no reside, generalmente, en la descripción de grandes acontecimientos históricos (…). Esos relatos revelan, más bien, la vida cotidiana de la gente, sus costumbres, sus valores, sus ideas, esperanzas, aspiraciones y temores. Podemos derivar de ellos una imagen de la sociedad esclavista, su estructura social y la interacción de negros y blancos. Podemos descubrir en ellos el rostro de la comunidad de esclavos, esa red de sistemas de comunicación que permitió a la gente seguir viviendo. A través de ellos podemos, en una palabra, estudiar el desenvolvimiento de la comunidad11.

Si nos atenemos a las observaciones de Rawick, la investigación oral no permite sólo un acercamiento a la historia, la «vida» y el universo intelectual y afectivo de una comunidad, sino que también auspicia, en base a la experiencia narrativizada de la propia comunidad, una visión totalizante de la sociedad. El close-up no excluye, pues, la «macrohistoria», pero obliga a desarrollarla desde abajo, desde la perspectiva de la «comunidad». La historia oral fue creada con vistas a investigar, en base a los recuerdos de testigos aún vivos, situaciones y sucesos de «apenas ayer», o de un pasado relativamente reciente. ¿Qué hacer si nos interesa encarar, con un enfoque similar al de la historia oral, situaciones y sucesos de un pasado más remoto?

«The value of such narratives and interviews does not generally lie in their descriptions of great historical events (…). Instead, they reveal the day-to-day life of people, their customs, their values, their ideas, hopes, aspirations, and fears. We can derive from them a picture of slave society and social structure and of the interaction between black and white. We can see in them the outlines of the slave community, that network of communicaction systems whereby people were enabled to live. And we can study through them the development of the community» (Rawick (1972: XIX). 11 

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Al no existir la posibilidad de interrogar directamente –oralmente– a los testigos de los sucesos por investigar, la única opción que nos queda es recurrir a los testimonios que fueron recogidos por otros en la época en cuestión. Casualmente, la represión de la rebeldía indígena y negra en la América Latina colonial/esclavista suscitó la redacción de un gran número de documentos muy diversos, que contienen abundantes testimonios de los propios rebeldes y de testigos que presenciaron actos de insubordinación. Ahora bien, estos testimonios suscitan ciertas dudas. La primera es la de su «autenticidad». Al historiador oral le consta la autenticidad de sus materiales: él mismo, en efecto, los va recogiendo «de la boca» de sus informantes. No tiene la misma suerte el historiador que se apoya en testimonios recogidos por otros, en otro tiempo y con propósitos distintos de los suyos. Ante el testimonio de un reo o testigo que aparece, transcrito, en el auto de un proceso criminal o en una probanza, el investigador, pese a las múltiples garantías legales que parece ofrecer el ritual jurídico, no tiene cómo saber en qué medida lo reproducido corresponde a lo que realmente dijo el declarante. No todos los testimonios del pasado, además, nos llegan autentificados por un ritual jurídico. Hay muchos, en efecto, que figuran en informes, cartas o diarios de campaña de índole tal vez oficial, pero que fueron redactados –fuera de cualquier control– por militares, eclesiásticos u otros funcionarios cuya integridad y autonomía intelectual está por demostrar. En el contexto de la insurgencia indígena se dispone, de vez en cuando, de cartas-testimonios redactados por los propios líderes12, algo que no sucede en el caso de la insurgencia negra. El único testimonio disidente que haya sido escrito por un esclavo negro en América Latina es, hasta dónde sabemos, la «autobiografía» del esclavo doméstico cubano Juan Francisco Manzano (véase el capítulo 5 de este libro). Tales son, a grandes rasgos, los materiales de que disponemos para acometer una historia testimonial de la rebeldía indígena y negra en la América Latina colonial/esclavista. Para acercarnos al «discurso» de los rebeldes indígenas y negros, lo primero que nos toca hacer es reconstruir, en la medida de lo posible, el contexto en el cual sus testimonios fueron enunciados y luego transcritos13. En un libro famoso En mi libro Testimonios, cartas y manifiestos indígenas (Lienhard 1992) se reproduce un buen número de escritos de este tipo. 13  En un trabajo ejemplar, Rituels et conflits: hispano-créoles et araucans-mapuches dans le Chili colonial (fin du 17ème siècle), Jimena Paz Obregón Iturra (2003) investiga todos los aspectos del «ritual» de un proceso. Centrado en un juicio contra un grupo de mapuches en el Chile colonial, Obregón analiza con extremo cuidado el auto correspondiente, la actuación y las biografías de todos los protagonistas del proceso (jueces, escribanos, reos, testigos) y el contexto sociohistórico, geográfico, cultural e ideológico de los sucesos. 12 

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publicado bajo el nombre de V. N. Volochinov, El marxismo y la filosofía del lenguaje, Bajtin (1977: 124) recuerda la importancia que el contexto de enunciación tiene –en cualquier circunstancia– sobre el contenido y la forma de los enunciados: Los enunciados están determinados en primer lugar y de manera inmediata por quienes, cercanos o lejanos, participan en el acto de palabra, en relación con una situación muy precisa; esta situación moldea los enunciados, les impone tal resonancia y no tal otra (…). La situación y los participantes más inmediatos determinan la forma y el estilo ocasional de los enunciados. Las capas más profundas de su estructura están determinadas por la coacción más sustancial y más duradera a que está sometido el locutor14.

Estas afirmaciones de Bajtin adquieren particular relevancia cuando la coacción a la cual está sometido el locutor es ejercida por un aparato represivo. Ya sabemos que buena parte de los testimonios en que se basan los ensayos de este libro fueron pronunciados en el marco de procesos criminales. En un contexto semejante, los supuestos rebeldes y los demás testigos indios o negros se hallaban, en tanto miembros de grupos «subalternos» y discriminados, sometidos a presiones de todo tipo. Parecidos a guiones teatrales, pero redactados en base a intercambios verbales reales, los autos de un proceso criminal recogen –además de los párrafos que cumplen la función de «acotaciones escénicas»– los «parlamentos» de un diálogo asimétrico: aquel que se instaura entre el juez y los reos. A diferencia de lo que sucede en el diálogo ficticio de un drama literario, el juego de preguntas y respuestas no se moldea según la voluntad o el capricho de un «autor», sino en función de la relación de fuerzas que se va creando, a lo largo del proceso, entre el juez (y los demás miembros de su «bando») y los reos (y sus cómplices o simpatizantes). En los juicios contra indios o negros insubordinados, los jueces –o quienes asumen su papel– suelen representar el poder contra el cual se rebelaron los reos. En medio de una puesta en escena de esta índole, los indios o los negros acusados de rebeldía se encuentran, obviamente, a la defensiva. No tienen ningún interés en declarar la verdad –su verdad–. De todas maneras, el juez no suele darles la oportunidad de expresarse a sus anchas. Lo que desea oír de su parte es, más que nada, la confesión de su culpabilidad y los nombres de sus cómplices. En las declaraciones transcritas no encontraremos, entonces, la expresión libre y sincera de lo que sabe, piensa o cree un reo, sino más bien una argumentación destinada a neutralizar los cargos de la acusación. A no ser que 14 

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Me ha parecido más pertinente traducir «l’énonciation» por «los enunciados».

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estén confabulados con el juez, los indios o los negros que hacen de testigos tampoco suelen mostrarse muy locuaces: el menor descuido, en efecto, puede valerles su transformación en reos. Nótese incluso que a veces la puesta en escena incluye una variante particularmente violenta de coacción: la tortura15. En este caso, más aún que en un interrogatorio «normal», los reos, lejos de decir «la verdad», buscan ante todo abreviar su sufrimiento. Paralela a su puesta en escena, la puesta en texto –la transcripción– de los interrogatorios contribuye a modificar y a mutilar las declaraciones de los indios o los negros procesados. Por lo general, los escribanos transforman el discurso directo de los reos y los testigos en discurso indirecto («el reo –o el testigo– declaró que…»), lo reducen a lo que consideran «esencial» y le imponen la retórica y el léxico que se estila en su contexto16. A esta cadena de mutilaciones que sufren todas las declaraciones que se presentan en un proceso, pero que afectan en particular a los testimonios de los reos indios o negros, hay que añadir todavía las posibles inexactitudes generadas por problemas de comunicación. Cuando los reos o los testigos son indios hablantes de una lengua nativa, los tribunales suelen recurrir a intérpretes profesionales. No sucede lo mismo cuando se trata de esclavos bozales (hablantes de una lengua africana); en este caso, los jueces recurren, a lo sumo, a esclavos ladinos (hablantes del español o el portugués) que pertenecen a la misma «nación» que el reo y entienden, por lo tanto, su lengua. Cabe sospechar que en muchos de los juicios que se instruyeron contra esclavos insurgentes de origen africano, el diálogo entre el juez y los reos se realizó, de hecho, en base a algún pidgin. En los autos procesales no se encuentran, sin embargo, rastros significativos de tales lenguajes. Reflejo directo de las relaciones sociales existentes, la asimetría que caracteriza, en un proceso criminal, el «diálogo» entre los representantes del poder colonial/esclavista y los reos rebeldes se manifiesta también en los demás contextos que auspician la producción de testimonios de rebeldes indios o negros. 15  En el proceso de los conjurados del Rio Atibaia (São Paulo, 1832, Cfr. capítulo 6 de este libro), uno de los hacendados admite haber recurrido a cierta violencia –castigos– para obtener las confesiones de sus esclavos rebeldes. Casos más contundentes y mejor documentados de tortura contra indios o negros rebeldes se discuten en Jiménez Obregón (2003) y en Naipaul (2001 [1969]: 165-203). 16  Alcir Pécora, en su libro Máquina de gêneros, enfatiza que un documento burocrático, igual que un texto de «ficción», debe estudiarse en primer lugar en función del género retórico al que pertenece y al cual remiten «sus recursos de lenguaje, sus matrices letradas, sus estrategias de evaluación de mérito, sus ámbitos institucionales de vigencia o las condiciones de su performance» (Pécora 2001: 14).

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Un gran número de tales testimonios aparecen, transcritos o recreados, en los informes, las cartas o los diarios redactados por militares, eclesiásticos u otros funcionarios encargados de alguna misión en un territorio rebelde. Por lo general, los autores de este tipo de documentos prescinden de precisar el contexto –la puesta en escena– de los interrogatorios pertinentes. En cuanto a la puesta en texto de los testimonios, los autores no suelen acogerse a las normas rígidas – y por eso mismo fáciles de identificar – que se estilan en el espacio de los tribunales. Todo esto no constituye ningún motivo para descartar tales testimonios, a menudo más «ricos» que los que se encuentran en las actas de un proceso, pero obliga a leerlos con mayores precauciones. En nuestra documentación, el testimonio autobiográfico escrito por el esclavo cubano Juan Francisco Manzano parece constituir un caso aparte: se trata de un texto redactado y firmado por el propio Manzano. Nada, a primera vista, nos impide leerlo como la expresión directa y libre del pensamiento y de la sensibilidad de su autor. Aun así, sin embargo, es indispensable reconstruir sus condiciones de producción. Con su testimonio escrito, Manzano respondió de hecho a las expectativas de quienes le habían encargado la tarea de escribir la historia de su vida: Domingo del Monte y otros miembros de su tertulia. Este grupo de literatos cubanos «liberales» deseaba obtener un relato que mostrara, desde la perspectiva de un esclavo, la monstruosidad del sistema esclavista. Manzano cumplió –a su manera– con esta tarea, pero sin olvidar nunca su posición subalterna. En su carta del 25 de junio de 1835, le escribió a Del Monte: «acuérdese su merced cuando lea que yo soy esclavo y que el esclavo es un ser muerto ante su señor» (Manzano 1972: 85-86). Igual que los rebeldes interrogados por sus jueces, Manzano era consciente, pues, de la «subalternidad» de su posición. No hay humo sin fuego Exceptuando tal vez al adolescente Juan Francisco en la Autobiografía de Manzano, los personajes disidentes, rebeldes o insurgentes que emergen de mi investigación no ostentan el espesor biográfico, ideológico y psicológico de los personajes rebeldes que pueblan las novelas de Dostoievski. La precariedad de la documentación existente no lo permite. Recogidos por jueces al servicio del régimen colonial/esclavista, los testimonios de rebeldes indios o negros resultan, por lo general, esqueléticos y truncos. Por eso los personajes que pueblan este libro semejan a veces figuras fantasmales. Resistí a la tentación de otorgarles, como tiende a hacerlo cierto tipo de «historia testimonial»

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actualmente en boga, un dudoso espesor novelesco17. Melton A. McLaurin, autor de una interesante y bien documentada obra de este tipo –Celia, a slave (2002)–, ha defendido su opción alegando que sólo así el historiador logra «entablar un diálogo significativo con un público más amplio» (McLaurin 2002: VII). Puede ser. A mi modo de ver, el problema de tales «docunovelas» está en que crean la impresión de que gracias a la fundamental «veracidad» de las fuentes históricas, el historiador puede «resucitar» el pasado. Esto –conviene enfatizarlo– es rigurosamente imposible: lo que expresa un documento (un testimonio, por ejemplo) no es la «realidad histórica» sino, básicamente, aquello que a sus autores les convenía decir –o dejar de decir– en un contexto determinado. La historia testimonial que se se pone a prueba en este libro no parte de la idea de una fundamental «veracidad» de las fuentes utilizadas, sino más bien de la convicción de que lo que cuenta más en un documento –especialmente en un testimonio– no es, forzosamente, lo que dice o lo que parece decir. A menudo es mucho más importante, de hecho, lo que trata de ocultar. Inútilmente, por cierto: las operaciones de ocultamiento, por suerte nuestra, suelen dejar huellas imborrables. En un libro reciente, el historiador italiano Carlo Ginzburg (2000: 46), al responder a una famosa frase de Derrida («il n’y a pas de hors-texte»), afirmó que «l’hors-texte, es decir, lo que queda fuera del texto, está también dentro del texto, anida en sus pliegues: hace falta descubrirlo, hacerlo hablar». Por mucho que se cuestione la referencialidad de un texto (o de todos los textos), es difícil negar que cualquier texto remite, aunque no a modo de «reflejo», al contexto que lo originó. Para decirlo de otra manera, no hay humo sin fuego. Así, la mera existencia de un auto procesal (el «humo») no sólo atestigua el hecho de haberse realizado un proceso, sino también la existencia de una tensión o de un conflicto lo bastante grave (el «fuego») como para justificar la movilización de un tribunal. Los autos, en tanto textos dialogales y «dialógicos»,revelan siempre más que la suma de las preguntas y las respuestas transcritas. Independientemente del grado de «veracidad» que se pueda atribuir, en un auto, a las declaraciones individuales, el diálogo que se establece entre unas y otras en el texto termina desvelando ciertas verdades sobre la sociedad en la cual se realizó el juicio. Si tomamos como ejemplo el proceso inquisitorial contra d. Carlos Ometochtzin 17  Ejemplos de este tipo de historia son, entre otros, Celia, a slave, de Melton A. McLaurin (2002), y The search of the promised land. A slave family in the old South (2006), de John Hope Franklin y Loren Schweninger. Ambas obras se refieren a las últimas décadas del régimen esclavista en el sur de Estados Unidos. Cabe reconocer que estos relatos novelados se apoyan en una documentación mucho más densa que la que existe para el espacio-tiempo y los personajes que estamos contemplando aquí.

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Chichimecatecuhtli (1539), la «verdad última» del caso se descubre menos en las declaraciones de los testigos de la acusación o en las del acusado que en la actitud manifestada por el Santo Oficio: su «sordera» ante las protestaciones de inocencia del acusado y la «descarada» incoherencia de la argumentación que utilizó para probar el «crimen» principal –el proselitismo «herético»– del cacique. Esta actitud –la verdad inscrita en los «pliegues» del auto– delata a las claras la voluntad de acabar como fuera con Chichimecatecuhtli, uno de los últimos descendientes de los señores prehispánicos del área central de México. Una actitud que al mismo tiempo revela los temores que la nobleza indígena, insuficientemente asimilada, seguía inspirando a las autoridades coloniales. Para éstas, el auto procesal era la pieza que autorizaba la «liquidación» de d. Carlos. Para la historia testimonial, el mismo documento, leído «a contrapelo», es una pieza que denuncia un asesinato legal. «Cepillar la historia a contrapelo»: he aquí –como lo recordó Carlo Ginzburg– la tarea que Walter Benjamin asignó, en la época de auge del fascismo, a los «materialistas históricos»18. El filósofo alemán cuestionaba así la historia de los vencedores, oponiéndole una historia otra, basada en la «tradición de los oprimidos». La historia oral, si la entendemos como una manera de practicar la «contra-historia», es sin duda una de las formas que puede adoptar la historia otra sugerida por Benjamin. La historia testimonial que estamos ensayando en este libro permite, en cierto sentido, ampliar el radio de acción de la investigación oral y conectar, así, las «resistencias» del pasado remoto con las del pasado reciente y el presente. Éste ha sido, por lo menos, el propósito que ha guiado este trabajo.

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Walter Benjamin (1976: 696-697); Carlo Ginzburg (2000: 47).

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I ¿Qu ié n e s

s o n é s t o s qu e n o s d e s h a c e n y pe r t u r b a n y v iv e n s o b r e n o s o t r o s ?

E l j u ic io in qu is it o r ia l c o n t r a C h ic h im e c a t e c u h t l i, pr in c ipa l

C a r l o s O m e t o c h t z in T e z c o c o (M é x ic o 1539)

don de

Introducción ¿Quiénes son éstos que nos deshacen e perturban e viven sobre nosotros, e los tenemos a cuestas y nos sojuzgan? Pues aquí estoy yo, y allí está el Señor de México Yoanize, y allí está mi sobrino Tezapille, Señor de Tacuba, y allí está Tlacahuepantli, Señor de Tula, que todos somos iguales y conformes y no se ha de igualar nadie con nosotros; que ésta es nuestra tierra y nuestra hacienda y nuestras alhajas y nuestra posesión, y el señorío es nuestro y a nós pertenece, y ¿quién viene aquí a sojuzgarnos? Que no son nuestros parientes ni de nuestra sangre, y se nos igualan, pues aquí estamos, y no ha de haber quien haga burla de nosotros.

Tales fueron, según el historiador Luis González Obregón (1910: XIII), las palabras que le costaron la vida a don Carlos [Ometochtzin] Chichimecatecuhtli, hijo de Nezahualpiltzintli (o Nezahualpilli), el octavo señor del reino de Tezcoco. Don Carlos fue condenado a la pena capital tras un arbitrario proceso En la «Relación de la ciudad y provincia de Tezcoco» de Juan Bautista de Pomar (1986), el mismo d. Carlos aparece con el nombre de «d. Carlos Ometochtzin» (46). Don Carlos –como se nos explica– era hijo de Nezahualpiltzintli, rey de la ciudad y la provincia de Tezcoco. La escasez de la información que existe sobre d. Carlos Ometochtzin se debe, al parecer, al terror que las campañas del obispo e inquisidor Juan de Zumárraga inspiraron a los principales de Tezcoco; para evitar que fuesen acusados de idolatría, quemaron –afirma Pomar– todos sus archivos (ibíd.). En el «Calendário índico» de Fray Francisco de las Navas (1984), texto que forma parte de la «Descripción de la ciudad y provincia de Tlaxcala» de Diego Muñoz Camargo (1581-1584), el autor alude a la «justicia que se ejecutó en d. Carlos», pero en vez de relatar el caso, sólo dice que «pudiéramos hacer relación» de tal asunto (278). Otra referencia a d. Carlos se halla en la séptima de las Relaciones originales de Chalco  

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inquisitorial impulsado y dirigido por Juan de Zumárraga, primer obispo de México. La sentencia fue ejecutada el día 30 de noviembre de 1539 en la ciudad de México. Al final de su prólogo a la edición del proceso inquisitorial contra don Carlos, González Obregón exclama: ¡Grito doloroso e impotente, digno de la altivez y rebeldía del representante de una raza desgraciada y muerta, sólo redimida por él de la potestad del Santo Oficio; pero grito que resuena bien en estos instantes en que toda la Nación hace la apoteósis de los que iniciaron nuestra independencia! (1910: XIV).

«Estos instantes» remiten a la celebración porfirista del centenario de 1810. González Obregón establece una continuidad más que dudosa –demagógica– entre la actuación de un miembro de la nobleza nahua colonial, la lucha independentista de los criollos de 1810 y el porfiriato. De hecho, los sectores criollos que tomaron el poder a comienzos del siglo x ix , lejos de devolverles el poder a los descendientes de los grandes señores prehispánicos, aumentaron todavía la opresión que sufría la población nativa desde la conquista. Bajo el porfiriato, la marginación de los indios alcanzó niveles aún más preocupantes. Una de las preguntas que suscita la lectura del proceso inquisitorial es si don Carlos pronunció realmente el «grito» citado por González Obregón. ¿Será cierto, además, que el principal de Tezcoco lideró –según insinuaron en 1539 los testigos de acusación– un movimiento de resistencia radical contra los españoles? La escasez de documentos sobre el caso nos obliga, si queremos saberlo, a escudriñar más a fondo las actas del juicio inquisitorial de 1539. A mi modo de ver, esas actas, a condición de ser sometidas a un análisis cauteloso, no sólo permiten plantear mejor estas preguntas, sino también captar algo de la «política» –nada homogénea ni simple– que adoptaron los indios del área de Tezcoco ante la ocupación española. En su ensayo «La conquista espiritual: puntos de vista de los frailes y los indios», Miguel León Portilla (1976: 63-91) analizó certeramente los puntos decisivos de la argumentación que las actas de 1539 atribuyeron a don Carlos. El problema está en que no sabemos si don Carlos Amaquemecan de Chimalpahin (1982: 259). Al hablar del año 8-caña, 1539, el historiador nahua indica que ese año d. Carlos, hijo de Nezahualpilli Acamapichtli, fue quemado por orden del obispo Zumárraga. Chimalpahin refiere además que d. Carlos «gobernó Tetzcuco Acolhuacan durante 8 años».   Con fecha del 27 de junio de 1535, el obispo Juan de Zumárraga fue nombrado Inquisidor Apostólico por el arzobispo Alonso Manrique, Inquisidor General de España (González Obregón 1910: VII-VIII).

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fue realmente el «autor» de esa argumentación. Para desentrañar los hechos, estudiaremos la dinámica interna y externa del juicio al cual la Inquisición sometió a don Carlos a partir de junio de 1539. El proceso inquisitorial duró varias semanas, por no decir –si incluimos su epílogo– varios meses. Se realizaron interrogatorios en México, en Tezcoco y en otros lugares. Intervinieron numerosos testigos, casi todos indígenas, algunos de ellos hasta en tres sesiones diferentes. Hay que enfatizar que el espacio del tribunal no era una torre de marfil aislada de su contexto. Al contrario, la efervescencia social y religiosa que había contribuido a suscitar la intervención de la Inquisición interfirió constantemente en la actuación de todos los implicados. Si nos interesa saber qué pudo haber dicho don Carlos y entender por qué, para qué, cómo y cuándo lo dijo, tenemos que someter las actas del juicio a una lectura «arqueológica», atenta no sólo a las preguntas de los miembros del Santo Oficio y a las respuestas correspondientes de los indios, sino también a lo que unos y otros dejaron de decir. Una lectura de este tipo no ofrecerá, probablemente, respuestas categóricas a las preguntas que formulamos más arriba, pero permitirá, aclarando las estrategias y las tácticas de los diferentes actores, llegar a entender mejor cómo los indios de México central reaccionaron ante la ocupación española. La reconstitución del juicio contra don Carlos supone, en primer lugar, su ubicación en el tiempo y el espacio. Contexto general es la implantación del sistema colonial en México central y las campañas que desarrolla, con vistas a forzar la sumisión ideológica de los indios, la Inquisición del obispo Zumárraga; nótese que no hay relación directa entre esta temprana «Inquisición», destinada ante todo a reprimir las «idolatrías» indígenas, y la institución homónima fundada en 1572, que perseguiría la heterodoxia de la población no nativa. A partir de su sede en México, Zumárraga y el tribunal se desplazan, sucesivamente, a los lugares más significativos para la «historia» que pretende investigar. Eminentemente teatral, el proceso se desarolla como un drama en el cual don Carlos hace el papel de víctima expiatoria. Zumárraga, autor exclusivo del «guión», es también el autoritario director de su puesta en escena. Actores principales son el propio inquisidor apostólico, Zumárraga, sus colaboradores e intérpretes, el acusado y numerosos testigos indígenas, reclutados entre la nobleza indígena de los lugares visitados. Estos datos, sin embargo, resultan insuficientes para entender cabalmente lo que sucedió a lo largo del juicio. Nos consta, en efecto, la identidad de los actores, pero no conocemos de antemano la naturaleza precisa de las relaciones que existen entre ellos, la lógica de los papeles que están desempeñando y los propósitos particulares que los animan. Las actas del juicio no ofrecen información explícita sobre estos particulares. De hecho, es la propia

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Señoríos del Valle de México hacia 1519 (tomado de Hodge 1984)

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dinámica del proceso que irá revelando, poco a poco, los «detalles» decisivos. A continuación me centraré en la secuencia de las «jornadas» que pautan el drama de don Carlos. El proceso: secuencia dramática 22 de junio de 1539. La «admonestación» de d. Carlos a su sobrino El domingo 22 de junio de 1539, en la iglesia de Santiago de Tlatelolco de la ciudad de México, Francisco Maldonado, indio letrado de Chiconautla, denuncia ante el inquisidor Zumárraga a su tío «Don Carlos, principal e vecino de Tezcuco, casado, que por otro nombre se dice Chichimecatecotl». Sus declaraciones son traducidas por los nahuatlatos fray Antonio de Ciudad Rodrigo, fray Alonso de Molina y fray Bernardino [de Sahagún] y luego transcritas por el escribano Miguel López. Según el joven, su tío don Carlos, «puede haber veinte días», se burló de las procesiones y rogativas que la Iglesia había organizado en Chiconautla para propiciar, en un período de sequía, la lluvia; en presencia de otros testigos (don Alonso, cuñado de don Carlos, don Cristóbal y otros dos principales de Tezcoco), el cacique –siempre según Francisco– le endilgó además una plática en la cual le reprochaba, tratándolo de muchacho ignorante y simple, su fe en lo que decían los frailes, el virrey y el obispo: «por eso quítate de eso y no cures de ello, sino mira por tu casa y entiende en tu hacienda». Francisco, si admitimos la veracidad de su testimonio, le contestó a su tío con una profesión de fe: «yo tengo e creo lo que la Iglesia tiene y cree, porque es santo y bueno» (González Obregón 1910: 1-3). Más tarde, don Carlos se habría juntado con su cuñado don Alonso y la mujer de éste, hermana suya,

  Maldonado y su familia desempeñan, como veremos, un papel crucial en este juicio. Curiosamente, la «Relación de Chiconautla y su partido» (Paso y Troncoso 1979: 167-177) no la menciona, ni se refiere al juicio. En los años 1550, Francisco Maldonado aparece como juez encargado de apreciar una queja de tres comunidades indígenas (Xoloc, Cuauhtlapan y Tepoxaco) contra la ciudad de Tepotzotlan, acusada de exigirles tributos excesivos. Los agravios muy serios que Maldonado cometió en esta ocasión contra las tres comunidades constan en un amate «redactado» por sus autoridades (véase Brotherston 1995: 195-176).   Bernardino de Sahagún y Alonso de Molina se harán famosos, posteriormente, por sus investigaciones sobre la historia, la cultura y la lengua mexica. Sahagún será el autor de la Historia de las cosas de Nueva España (1956, 1959); Molina (1944, 1945), el de sendos trabajos sobre el léxico y la gramática de la lengua mexicana. Ambos participan como intérpretes en la fase inicial del proceso contra don Carlos.

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insinuándoles «que debían de matar a éste que declara [Francisco] y otros dos hijos de d. Alonso» (3). La denuncia de Francisco Maldonado desencadena un drama que culminará, meses después, con la ejecución de su tío. «Auto cabeza del proceso», el primer testimonio del joven aparece como la matriz de todos los testimonios ulteriores sobre el caso. Notemos que la «plática» que atribuyó a su tío tuvo, según todos los testigos, un carácter privado. Don Carlos la pronunció –si es que la pronunció– en casa de su cuñado, en medio de una reunión de familia; sus admonestaciones, «de tío a sobrino», no se dirigían sino al joven Francisco. Nótese además que el discurso de don Carlos, tal como su sobrino lo «recuerda» el día 22 de junio en México, no se caracteriza (todavía) por las fórmulas muy «subversivas» que justificarán oficialmente, semanas después, la inapelable sentencia del tribunal. ¿Qué hará el Santo Oficio para obtener una versión más conforme a sus propósitos? Para empezar, suspende el proceso durante unos 10 días.

2 de julio. Un indio de Chiconautla confirma y amplía el testimonio de Francisco En Chiconautla, Cristóbal, «indio, natural e vecino del dicho pueblo de Chiconabtla», confirma, imprimiéndole un sesgo algo más «subversivo» a la «plática» de don Carlos, las declaraciones de Francisco. Como intérprete funge ahora el padre Joan González, «clérigo, intérprete e visitador de su Señoría [el inquisidor Zumárraga]». González se señalará más adelante por una actitud eminentemente hostil hacia don Carlos. Según Cristóbal, don Alonso les dijo aquella tarde fatídica a sus invitados «que fuesen a ver al dicho Don Carlos [hospedado en su casa], que les buscaba». Esos invitados eran «dos principales de Tezcuco, que se dicen Zacanpatl y Coaunochtezi, y otro indio que se dice Poyoma, de Tezcuco (…) y el dicho Francisco y este testigo [Cristóbal] y Melchior Aculnauacatl, principal de Chiconautla, y otros dos indios del dicho pueblo». Antes de ponerse a hablar, don Carlos –siempre según Cristóbal– se

Sólo uno de los muchos testigos del juicio, una hermana de don Carlos casada con Antonio de Pomar, pretende haber «oído decir a algunas indias», aunque sin acordarse «a quién se lo oyó decir» (33), que don Carlos nutría deseos asesinos contra quienes se le oponían. El discutible testimonio de esta hermana de don Carlos tiende claramente a agravar la situación de este último ante el Santo Oficio. Nótese que ninguno de los demás testigos confirma los deseos homicidas del acusado.   Cristóbal, detalle interesante, fi ma su declaración. Junto con Francisco Maldonado, es uno de los pocos indios letrados que aparecen en este proceso.  

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hizo certificar la calidad de principal (noble) de don Melchior e hizo salir a los dos indios apenas mencionados «porque no eran muy principales» (4-7). De las declaraciones de Cristóbal se desprende que don Alonso le brindó a don Carlos la oportunidad para expresar su disidencia ante un grupo muy selecto de principales de Tezcoco y Chiconautla. ¿Lo haría por complicidad con él o, más bien, para hacerlo caer en una trampa? Lo veremos a su tiempo. Para el Santo Oficio, las declaraciones de Cristóbal eran, por lo visto, la «prueba» que necesitaba para dar el paso siguiente: dos días después, el 4 de julio, Zumárraga decreta la prisión de don Carlos (7).

4 de julio. ¿D. Carlos idólatra? La Inquisición confisca todos los bienes de d. Carlos. En la casa que él –en compañía de su esposa doña María– ocupa en Oztuticpac (Tezcoco) se hallan «cuatro arcos de palo y diez o doce flechas y un libro o pintura de indios que dixeron ser la pintura o cuenta de las fiestas del demonio que los indios solían celebrar en su ley» (7). En otra casa «se hallaron dos adoratorios que dixieron ser de ídolos», y en un pilar, figuras de Quezalcoatl, Xipe, Coatle, Teocatl, Tecoacuilli, Cuzcacoatltli, Tlaloc, Chicomecuatli, Cuatl, Cuanacatl y otras «que los indios dixieron que no saben cómo se decían ni las conocían» (7). A través de una serie de interrogatorios, Zumárraga, después de hacer constar sus hallazgos, busca en vano demostrar la supuesta idolatría de don Carlos: todos los testigos interrogados al respecto la niegan categóricamente. Pedro, un viejo criado suyo, admite que «antes que vinieron los cristianos, era aquella casa casa de oración, y allí se juntaban a hacer sus fiestas y a rogar a sus dioses lo que querían, pero que después que vinieron los cristianos, nunca más lo han hecho» (11). Lorenzo Mixcoatlaylotla, vecino de Tezcoco, declara que fue Tlalchachi, tío de don Carlos y antiguo dueño de la casa, quien puso esos ídolos hace 17 años: «... no los puso sino de burla, como eran de piedra y a falta de piedra» (27). Ya antes, Bernabé Tlalchachi había afirmado lo mismo, diciendo que el ahora difunto Tlalchachi Coatecoatl los había puesto «jugando» a la hora de la destrucción de los ídolos (13). Para la Inquisición se trataba desde luego de un «juego prohibido», pero al haberse realizado en un año tan lejano como 1522, sólo un año después de la victoria de los españoles sobre los mexicas, no demostraba de ninguna manera que el sobrino de Tlalchachi, en 1539, siguiera practicando la religión de sus   Transcribimos estos nombres siguiendo la ortografía del documento publicado por González Obregón (1910).

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antepasados. De todas maneras, como lo puntualizaría con cierta elegancia el propio acusado el 15 de julio, él sólo visitaba esa casa supuestamente embrujada «porque era su casa aquélla, y que andaba por toda ella y cortaba algunas rosas» (57). Al terminar esta serie de interrogatorios, el Santo Oficio, pese a todos sus esfuerzos, no dispone todavía de ninguna prueba fehaciente para demostrar la idolatría de don Carlos.

5 de julio. El culto a Tlaloc Las semanas que precedieron el juicio contra don Carlos fueron, en la zona que nos ocupa, de terrible sequía. Ofreciéndole sacrificios a Tlaloc, el dios de la lluvia, los indios trataron de obtener lluvias. En Chiconautla, la Iglesia organizó procesiones con el mismo objetivo; casualmente, lo que parece haberle reprochado don Carlos a su sobrino fue, precisamente, su participación en una de esas rogativas católicas. Una representación de Tlaloc se hallaba en el Tlalocatepetl, un cerro cerca de Tezcoco. Según la «Relación de la ciudad y provincia de Texcuco», escrita en 1582 por Juan Bautista de Pomar, el «ídolo y estátua llamado Tlaloc es [el] más antiguo en esta tierra, porq[ue] dicen q[ue] los mismos culhuaq[ue] le hallaron en esta tierra (Pomar 1986: 60). Don Antonio, principal y alcalde de Tezcuco por Su Majestad, explicará quiénes, por qué y cuándo acudían a ese ídolo: «cuando no llovía e había necesidad de agua, iban a la dicha sierra a ofrescerle al dicho Tlaloc, así de México como de Tezcuco, Chalco y Guaxocingo, Chilula [Cholula] y Tascala e de toda la comarca» (González Obregón 1910: 21). La multiplicación de los sacrificios a Tlaloc por motivo de la sequía le permitió al Santo Oficio encontrar un camino para salirse del callejón sin salida en que se había enfrascado el proceso contra don Carlos. Si no se podía probar su idolatría, por lo menos se podía demostrar la de los indios comunes de la región. Incitados sin duda por la Inquisición, grupos de indios van de Tezcoco al Tlalocatepetl y regresan con objetos rituales manchados de sangre. ¿Quiénes son los fautores de tales sacrificios? Interrogado sobre el particular, don Lorenzo de Luna, gobernador de Tezcoco, admite que hace unos 40 días, «vieron cierto humo en la sierra que se dice Tlalocatepetl». Enviado por él mismo para investigar el caso, un alguacil encontró –dice– «un ídolo e copal y papeles de sacrificio con sangre e plumas». Unos indios de Guatinchan y de Chiautla encargados por él de descubrir a los autores de esos sacrificios volvieron a encontrar objetos semejantes, pero «no supieron quién lo[s] había puesto» (16-17). Otro testigo, Lorenzo Huyzanavaltlaylotla, principal de Tezcoco, se desentiende del asunto

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alegando que «oyó decir» que hubo sacrificios en la sierra, pero que «no lo vido ni sabe quién lo hizo» (19). Más esclarecedoras son las informaciones que brindan los testigos siguientes. Don Hernando de Chávez, «alcalde de Tezcuco por Su Majestad», declara, en efecto, que «ha oído decir a algunos indios de Tezcuco, tratantes, que en México y en Chalco, y en Guaxocingo y Tascala, le reprehenden e riñen porque quebraron al dios Tlaloc los de Tezcuco» (19). Don Antonio, «principal y alcalde de Tezcuco por Su Majestad», confirma este detalle al declarar que según oyó decir, los indios de Tlaxcala y de Huejotzingo iban diciendo «que por los de Tezcuco no llovía porque habían quebrado al dios Tlaloc, dios del agua, y que por su causa todos morían de hambre» (21). El mismo testigo agrega luego: «como oyeron decir esto, ellos [las autoridades de Tezcuco] inviaron personas secretamente a Tascala, y a Guaxocingo, a ver lo que se decía y fueron allá, y cuando volvieron, dixieron que no se decía cosa ninguna, mas que habían visto que los de Guaxocingo tenían los caminos limpios como lo tenían por costumbre de hacer antiguamente para sus sacrificios». Sin mostrarse demasiado locuaces, todos estos testigos dan a entender que todos los pueblos realizaban ofrendas a Tlaloc, enfatizando que ellos, los tezcocanos, estaban tratando de impedirlo. El mismo día, en una declaración colectiva ante el inquisidor, «el gobernador don Lorenzo e don Francisco y don Hernando y don Lorenzo, principales del dicho pueblo de Tezcuco» revelan la que podría ser una de las claves para entender lo que iba sucediendo en la región, manifestando que «en el tiempo de las guerras antiguas entre Guaxocingo y México y Tlascala y Tezcuco, los de Guaxocingo, para hacer enojo a los de México, habían quebrado el dicho ídolo Tlaloc en la dicha sierra»; quien luego lo «adobó» fue Auizoca, tío de Montezuma y señor de México (22). En su reunión con Zumárraga, los principales de Tezcoco presentan el ídolo «adobado con hilo de alambre y con hilo de oro y de cobre, y juntadas las piezas por donde se parescía que había sido quebrado y tornado a adobar» (23). Si los indios de Tezcuco se estaban encarnizando contra el Tlaloc de los huejotzingos era, sin duda, para vengarse de una afrenta análoga   En la «Relación de Tezcoco», Juan Bautista de Pomar narra otra historia. Para «mejorar al ídolo de piedra», Nezahualpiltzintli –dice– «mandó hacer otro mayor de piedra negra, y más dura y pesada, de la grandeza y estatura de un cuerpo humano, y quitar el antiguo y poner [a éste] en su lugar». Ocurrió, sin embargo, que «fue hecho pedazos por un rayo q[ue] dio en él. Y, atribuyéndolo a milagro, tornaron a poner el otro antiguo, desenterrándolo de donde lo tenían enterrado cerca de allí. Y a éste hallaron, en tiempo de don fray Ju[an de] Zumárraga, primer arzobispo de México, pegado el un brazo con tres gruesos clavos de oro y uno de cobre, q[ue], haciéndolo pedazos por su mandado, se los quitaron» (Pomar 1986: 60-61).

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sufrida décadas atrás, antes de la irrupción de los españoles. Al destruir unos santuarios paganos, ellos podían, además, congraciarse con la Inquisición. Lo que sugiere toda esta historia bastante enredada es la permanencia oculta, bajo el régimen colonial, de ciertas rivalidades antiguas, prehispánicas. Paralelamente a la investigación interminable sobre el culto a Tlaloc, se van desenterrando, al pie de las cruces, «cosas de sacrificios». Interrogado por el Santo Oficio, don Francisco, indio principal de Tezcoco (no hay que confundirlo con Francisco Maldonado, indio de Chiconautla) dice que «cree (…) que aquello debía de estar puesto de cuando se pusieron las cruces, agora quince años» (18). Don Hernando de Chávez, alcalde de Tezcoco por Su Majestad, apoya esta opinión (19-20). Las autoridades de Tezcoco, dice, «platicaron desciendo que algunas de las cruces que estaban puestas por el campo o en los caminos se habían puesto y estaban en lugares donde solían ser altares de idolatrías» (20). Al elegir los lugares sagrados prehispánicos para colocar sus propios emblemas u edificios, la propia Iglesia había aceptado, pues, el riesgo del «mestizaje» de las dos religiones. Todo esto, como se desprende de varios testimonios, era de conocimiento común entre los indios y los españoles. Consciente de que el culto a Tlaloc no tenía que ver directamente con el caso de don Carlos, el Santo Oficio nunca afirmó una relación directa entre la «idolatría» de Carlos y las prácticas «paganas» –ampliamente demostradas– de

A fray Bernardino de Sahagún le preocupaban enormemente los efectos nefastos que podía surtir esta práctica. «Cerca de los montes hay tres o cuatro lugares donde [los indios] solían hacer muy solemnes sacrificios, y que venían a ellos de muy lejas tierras. El uno de éstos es aquí en México, donde está un montecillo que se llama Tepeácac, y que los españoles llaman Tepeaquilla, y ahora se llama Ntra. Señora de Guadalupe. En este lugar tenían un templo dedicado a la madre de los dioses que llamaban Tonantzin, que quiere decir Nuestra Madre. Allí hacían muchos sacrificios a honra de esta diosa, y venían a ello de muy lejas tierras, de más de veinte leguas, de todas estas comarcas de México, y traían ofrendas; venían hombres y mujeres, y mozos y mozas a estas fiestas; era grande el concurso de gente en estos días, y todos decían ‘vamos a la fiesta de Tonantzin’; y ahora que está allí edificada la Iglesia de Ntra. Señora de Guadalupe también la llaman Tonantzin. De dónde haya nacido esta fundación de esta Tonantzin no se sabe de cierto, pero esto sabemos de cierto que el vocablo significa de su primera imposición a aquella Tonantzin antigua, y es cosa que se debía remediar porque el propio nombre de la Madre de Dios Señora Nuestra no es Tonantzin, sino Dios y Nantzin; parece ésta invención satánica, para paliar la idolatría debajo la equivocación de este nombre Tonantzin, y vienen ahora a visitar a esta Tonantzin de muy lejos, tan lejos como de antes, la cual devoción también es sospechosa, porque en todas partes hay muchas iglesias de Nuestra Señora, y no van a ellas, y vienen de muy lejas tierras a esta Tonantzin, como antiguamente» (Bernardino de Sahagún 1956 [hacia 1570], Historia de las cosas de Nueva España, Libro XI, Apéndice).  

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los indios de la región. Al incorporar todo lo referente al culto de Tlaloc al expediente contra don Carlos, el Inquisidor insinuaba que las dos causas no constituían, en el fondo, sino una sola. La disidencia de don Carlos terminó contaminada, así, por las prácticas «diabólicas» de los indios comunes.

8 de julio. ¿Don Carlos polígamo? El día 8 de julio, con la transparente intención de acusar a don Carlos de poligamia, el Santo Oficio interroga a algunas mujeres parientes del cacique. Doña María, esposa de don Alonso y hermana de don Carlos, le atribuye a su hermano un discurso en defensa de la poligamia tradicional («lo que nuestros antepasados solían hacer»), pero admite al mismo tiempo, restándole valor a su testimonio, que no sabe gran cosa de él, que «no ha conversado con él ni le ha visto en su vida sino dos o tres veces, ni en su vida [don Carlos] ha venido a Chiconabtla después que ella está allí, si no fue aquella vez [que defendió la poligamia]». Doña Inés, sobrina de don Carlos, admite tener dos hijos de su tío, pero, según ella, se trata de frutos de una relación anterior al matrimonio de don Carlos. Después de casarse, don Carlos –dice– «se ha echado con ésta que declara solas dos veces, e no más» (15). Interrogado más tarde sobre este particular (15 de julio), el cacique no niega el amancebamiento que tuvo –y a lo mejor todavía tenía– con su sobrina. Además de su relación con doña Inés, el Santo Oficio pretende también achacarle a don Carlos un adulterio cometido con doña María, la viuda de su hermano Pedro, antiguo señor de Tezcoco. Testimoniando ante el Santo Oficio, doña María narra con abundancia de detalles el acoso que sufrió por parte de su cuñado. Reproduciremos aquí algunos pasajes de su relato: El dicho don Carlos su cuñado le envió a ésta que depone presentes de xúchiles [flores] dos o tres veces, y que ésta que depone no los quiso rescebir (…). Otra noche adelante, el dicho don Carlos volvió (…) a su posada desta que depone, desciendo que quería veer y hablar a ésta que declara, y los tapias [guardianes] (…) le dixieron: ‘¿qué has de hacer con ella?’, y que el dicho don Carlos les respondió: ‘haré lo que mis padres solían hacer con sus cuñadas’ (…). Una noche, casi a la media noche, estando ésta que depone durmiendo con otras mujeres, sintió pisadas en la cámara donde dormía, y parescía que alguna persona andaba por allí, y llamó a una india que estaba con ella y le mandó que encendiese un ocote [tea], (…) y ésta que depone le mandó que mirase todas aquellas casillas que estaban por allí, si había alguna cosa; y la india, andando a buscar con el ocote en una casilla de aquellas, halló al dicho don Carlos, que estaba arrimado a la pared, y le preguntó qué hacía allí a tal hora y qué quería, y el dicho don Carlos le dixo que venía a hablar con su

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cuñada –que era ésta que depone – porque la quería hablar en secreto (…). Y de allí salieron una vieja e otras indias e fueron adonde estaba el dicho don Carlos a decir que si había vergüenza de andar a tal hora en casa ajena (…), y el dicho don Carlos les dixo que él era cuñado de doña María, que bien podía entrar y estar con ella (…). Ésta que depone no sabe por dónde entró, mas de que no podía entrar sino por las paredes, porque estaban cerradas las puertas para poder entrar donde entró, las cuales abrieron para echarle fuera (…).

Interrogado el 15 de julio sobre la segunda de estas aventuras nocturnas, don Carlos, sin hacerse rogar mucho, reconoce que entró a la casa de su cuñada, pero puntualiza inmediatamente que «no entró a echarse con ella» (60). En resumen, las declaraciones femeninas obtenidas por el Santo Oficio atestiguan el desenfreno sexual de don Carlos, pero no acreditan la tesis de su poligamia. Resumiendo los resultados de los interrogatorios precedentes, podemos constatar que el 8 de julio de 1539 el Santo Oficio está todavía lejos de disponer de los elementos necesarios para formular una acusación contundente e irrebatible contra el descendiente de los «reyes» de Tezcoco. Hasta aquí, los testimonios coinciden ciertamente en atribuir a don Carlos unos cuantos sarcasmos contra los eclesiásticos españoles, pero no permiten calificarlo –como haría ulteriormente el Santo Oficio– de «hereje dogmatizador». Ningún testigo confirma siquiera su «idolatría». En cuanto a su «poligamia», lo que revelan los testimonios de las señoras convocadas por el Santo Oficio no rebasa, en cuanto a su gravedad, lo que sin duda hacían otros señores de su clase. En una palabra, las graves imputaciones que le hará más tarde el acusador no tienen todavía asidero alguno.

11-12 de julio. La versión revisada de la «plática» de don Carlos Entre el 11 y el 12 de julio se produce el «golpe de teatro» que acabará con esa situación relativamente «indecisa» desde un punto de vista jurídico. El 11 de julio, Francisco Maldonado entrega una versión escrita «en lengua de indios» [en náhuatl] de la amonestación de don Carlos. Ya en su primera declaración, Maldonado había anunciado que «las cuales dichas pláticas éste que declara dará por escripto (3). Nadie ignora que es imposible recordar textualmente una alocución relativamente larga que se ha escuchado una sola vez. La versión escrita de la admonestación de don Carlos era, en el mejor de los casos, el resultado de un trabajo de recreación y, como tal, inservible como prueba; en el peor, un falso que servía de instrumento para una maquinación siniestra. Al otorgarle a este documento dudoso un papel central en el proceso, al enfocarlo

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como si se tratara de un manifiesto (público) escrito por el propio cacique, el Santo Oficio contraviene, claramente, las normas más elementales de la justicia. El documento original entregado por Maldonado no parece haberse conservado, pero las actas del proceso presentan la transcripción de la traducción oral al español que de él hizo el intérprete, Juan González. Si comparamos la nueva versión de la «plática» de don Carlos con la más «espontánea» que Maldonado había ofrecido unos veinte días antes, constatamos que ocupa, en las actas del juicio, un espacio cuatro veces mayor. Además de ofrecer un relato más detallado de las circunstancias en que se produjo, el texto contiene un desarrollo notable de los argumentos teológicos y políticos del cacique, en particular en cuanto al carácter ilegal de la ocupación española: «no se ha de igoalar nadie con nosotros» (43). También se encuentra, en esta nueva versión de la «plática», una apología intransigente de la poligamia. Pero lo que contribuye todavía más a alargar la versión «revisada»son las explicaciones tendenciosas que le agrega Juan González, el fraile traductor10. Todas ellas tienden, claramente, a enfatizar la naturaleza subversiva o conminatoria del discurso de don Carlos. He aquí una de las frases que las actas atribuyen al cacique: «mi agüelo y mi padre miraban a todas partes, atrás y adelante». Traicionándola, el traductor explica: «como si dixiese [que] sabían lo pasado e por venir y sabían lo que se había de hacer en largos tiempos y lo que se hizo, como dicen los padres e nombran los profetas» (40). Con su glosa seudofilológica, González insinúa que don Carlos atribuye a sus antepasados facultades propias de los profetas bíblicos. Apoyándose sin duda en esta glosa, el acusador llegaría más tarde a afirmar, rotundamente, que el cacique iba proclamando que «su padre y agüelo habían sido muy grandes profetas» (64). Muchos otros comentarios del fraile apuntan a hacer del acusado un «hereje». Otros, centrados más bien en el tono de su plática, lo muestran como un individuo exaltado. Según las actas, don Carlos, a cierta altura, exclamó: «¡comamos y bebamos y tomemos placer y emborrachémonos como solíamos hacer, mira [dirigiéndose a don Alonso] que eres señor, y tú, sobrino Francisco, mira que rescibas y obedezcas mis palabras, que allí están el señor de México, Yoanizi, y mi sobrino el señor de Tacuba, Tezapilli !». El intérprete aclara que don Carlos profirió estas palabras «poniéndole [a su sobrino] temor con ello y dándole a entender que si otra cosa hacía, que le costaría caro y aún la vida le podría costar; y esto entendió y sintió este testigo de las dichas palabras» (43). Lo que insinúa es, pues, que el cacique adoptó, al hablarle a su sobrino, una actitud amenazante: una «precisión» que no figuraba en el primer testimonio de Francisco. Como se ha podido notar, la nueva versión de la «plática» resulta 10 

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Personaje que justifica mejor que nadie el estereotipo de traduttore-traditore…

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eminentemente «teatral». Se citan los apóstrofes con que el orador pauta su arenga («oye», «oid», «mira», etc.), se especifia el tono de su voz («con sospiro dixo»), se señala a quién o a quiénes está dirigiendo sus palabras («enderezando a dicho testigo las dichas palabras») y se acotan sus ademanes («mostrándolos» [a los españoles ausentes]). Tales acotaciones escénicas otorgan a la «plática» de don Carlos una (falsa) apariencia de «autenticidad». Inmediatamente después de la presentación del documento entregado por Francisco Maldonado, don Alonso, su padre, ofrece a su vez una nueva versión de la amonestación del cacique de Tezcoco. A pesar de repetir, a veces casi textualmente, lo que consta en la versión escrita de su hijo, don Alonso finge citar de memoria lo que dijo –según él– su cuñado. Para explicar los fallos de su memoria, confiesa que esa tarde memorable en Chiconautla había bebido y no había prestado toda su atención a lo que iba diciendo su cuñado (47). Como si esta confesión no bastara para restarle todo valor a su testimonio, puntualiza todavía que «se remite [para todo lo que concierne la plática incriminada] a lo que el dicho Francisco [su hijo] dixiere» (46). Con esta frase, don Alonso se anula a sí mismo como testigo y demuestra –probablemente sin querer– que en todo este asunto, su hijo y él mismo persiguen los mismos intereses. El testimonio siguiente es el de Cristóbal, un indio de Chiconautla que ya había declarado al comienzo del juicio. Cristóbal admite de entrada que «su Señoría [el Inquisidor] le había mandado recorriese a su memoria acerca dello, y que él así lo ha hecho y ha pensado en ello» (48). Revelación de peso, porque permite imaginar cómo se las arreglaba la Inquisición para obtener unos testimonios que correspondieran, punto por punto, a sus intereses. Al hacérsele escuchar su testimonio anterior, Cristóbal lo confirma y agrega los pormenores que «su memoria le restituyó» después de su primer interrogatorio, veinte días antes. No sorprende demasiado que los «recuerdos» rescatados coincidan sustancialmente con las fórmulas que constan en la versión escrita de la «plática» incriminada. El último testigo llamado a repetir su testimonio es Melchor Aculnahuacatl (12 de julio). Melchor define el género discursivo empleado por don Carlos en su admonestación: el cacique –dice– profirió «una plática segund la costumbre antigua de sus antepasados, encareciendo mucho lo que quería decir y diciéndoles que era cosa grande» (52). Su definición coloca la «plática» de don Carlos en la tradición prehispánica de los huehuetlatolli: admonestación grave que un viejo dirige a un joven11. Además de confirmar las declaraciones de los testigos 11  Véase el prólogo de Salvador Díaz Cíntora (1995) a su transcripción y traducción de los siete huehuetlatolli que figuran en el libro VI de la monumental enciclopedia nahua de

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precedentes (Francisco y don Alonso), Melchor declara haber espiado una conversación particular entre don Carlos y Poyoma, «un indio de Tezcuco», en la cual el acusado habría exclamado: «hermano, hermano, papel hemos menester» (51). Lo oído –dice el testigo– le pareció cosa del diablo. ¿Por qué? En una fase anterior del juicio, varios testigos se habían referido a los «papeles con sangre» (20, 23) que se encontraron en los adoratorios indígenas de Tlalocatepetl. Aparentemente, Melchor buscaba comprometer a don Carlos con los sacrificios a Tlaloc que se venían realizando en la sierra desde el mes de junio. La manera cómo «evoluciona» el huehuetlatolli de don Carlos a lo largo del proceso suscita graves dudas en cuanto a la buena fe de los testigos o a la espontaneidad de sus declaraciones. León Portilla, en el trabajo ya mencionado, parece considerar que las coincidencias entre los diferentes testimonios tienden a confirmar su veracidad. A mi modo de ver, habría que distinguir entre las coincidencias que hay entre los testimonios –relativamente espontáneos– de la primera fase del proceso y los de la segunda, todos inspirados en la versión escrita por Francisco Maldonado. En la primera fase, los testigos se limitan básicamente a acusar a don Carlos de haber proferido, en privado, unas cuantas observaciones sarcásticas sobre los eclesiásticos católicos. En esta fase, el huehuetlatolli atribuido a don Carlos no ostenta todavía el carácter subversivo que adquirirá en su «versión definitiva»; no contiene, todavía, elementos suficientemente graves como para justificar la condena a muerte del cacique. En la segunda fase, las coincidencias en cuanto al contenido de la «plática» del cacique se hacen tan evidentes que sólo podemos explicarlas a partir de la hipótesis de una matriz común. Esta matriz fue, obviamente, la propia versión escrita que presentó Francisco Maldonado. Fruto sin duda de un cuidadoso trabajo realizado entre la primera y la segunda fase del proceso, la versión escrita del huehuetlatolli de don Carlos y las declaraciones coincidentes de don Alonso y Melchor Aculnahuacatl hacen del acusado un defensor acérrimo de los valores ancestrales y el dueño de un discurso diabólicamente coherente que cuestiona, punto por punto, la legitimidad de la conquista y la colonización española. Llama la atención que en esa segunda fase del juicio, los testigos llamados a pronunciarse sobre la «plática» de don Carlos sean exclusivamente indios principales de Chiconautla; ellos mismos admiten, de hecho, que tres indios principales de Tezcoco también asistieron a la reunión en casa de don Alonso. ¿Por qué el Santo Oficio no llamó a declarar a ninguno de los tezcocanos? Sin duda porque Zumárraga sabía que desmentirían, por convicción o por solidaridad con don Carlos, las declaraciones de los chicofray Bernardino de Sahagún.

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nautlecos. La dinámica del proceso revela, pues, una «alianza» inconfesada –e inconfesable– entre el Santo Oficio y el «clan de Chiconautla». Tal como lo van «restituyendo» los testigos chiconautlecas, el huehuetlatolli atribuido a don Carlos no pasa, probablemente, de ser apócrifo. La historia de su fabricación debe de haber sido, más o menos, la siguiente. Una tarde de junio, en Chiconautla, se desarrolló una reunión festiva en casa de don Alonso, cuñado de don Carlos. En ella participaron la esposa y el hijo del anfitrión, don Carlos y algunos de sus amigos o parientes respectivos. En algún momento, don Carlos, al percibir el entusiasmo que los eclesiásticos le inspiraban a su sobrino, le dirigió un huehuetlatolli: una «plática a la manera de los antepasados». Los demás presentes, al no ser los destinatarios directos del mensaje, no le prestaron demasiada atención. Se hallaban, además, en un estado de ebriedad avanzada. ¿Por qué, entonces, todos ellos la «recordaron» con tanta exactitud, sobre todo en la audición del 12 de julio? Aunque Maldonado afirmó que «cree (…) que el dicho d. Carlos habrá dicho esto mismo en otras partes» (44), ninguno de ellos la había escuchado en otra oportunidad. La primera parte de mi hipótesis es que por motivos que trataremos de esclarecer más tarde, el «clan de Chiconautla» se preparó, probablemente desde antes del inicio del juicio inquisitorial, para llevar a don Carlos al tribunal. Francisco, el «letrado» del grupo, resultaba probablemente la persona más indicada para formular una denuncia contra don Carlos. Amigo de los misioneros y familiarizado con su discurso, reunía las mejores condiciones para atribuirle a su tío los argumentos que necesitaba la Inquisición para condenarlo. El hecho de que ya desde el inicio del proceso anunciara la entrega de una versión escrita de su «testimonio» confirma el carácter premeditado de todo el asunto. Todo esto, sin embargo, todavía no explica suficientemente la relativa «exactitud» con que los testigos recordaron, aún en sus testimonios relativamente espontáneos del comienzo, ciertos pasajes de la «plática» de don Carlos. La segunda parte de mi hipótesis es la siguente: los chiconautlas no necesitaban haber escuchado la «plática» de don Carlos para saber qué contenía. Al definirla como «plática al estilo de los antiguos», Melchor Aculnahuacatl enfatiza su carácter «tradicional». Probablemente, la plática atribuida al cacique de Tezcoco no fue sino la reformulación –más o menos tendenciosa según la personalidad del testigo y la dinámica del proceso– de un huehuetlatolli disidente. El huehuetlatolli –admonestación que un viejo dirige a un jóven– ofrecía sin duda una forma particularmente adecuada para expresar el malestar que los «viejos» –los que habían nacido antes de la conquista española– sentían ante las actitudes de sus hijos educados al estilo español.

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15 de julio. Interrogatorio de don Carlos El 15 de julio, el Santo Oficio interroga por fin al propio acusado, pidiéndole contestar punto por punto los argumentos que contiene la versión definitiva de su admonestación. Don Carlos contesta sistemática y monótonamente que «no», que «nunca dijo tal», que «nunca dijo tal a nadie» (55-61). En rigor, don Carlos no niega –ni admite– haber proferido, en junio, alguna plática en Chiconautla. Lo que afirma es que nunca dijo las palabras o fórmulas que le hace escuchar el tribunal. Es obvio que a don Carlos no le convenía, forzosamente, decir la verdad, pero al mismo tiempo, nada permite descartar del todo la veracidad de sus respuestas: todo lo que sabemos conduce a pensar, en efecto, que las fórmulas que le presenta el tribunal, inspiradas en la «versión definitiva» de su «plática», no correspondían –o no correspondían del todo– a lo que dijo en Chiconautla. Comoquiera que sea, el Santo Oficio ignoró sus respuestas.

5 de agosto. Acta de acusación En su discurso de acusación, Cristóbal de Canego, nuncio y fiscal del Santo Oficio, afirma –sin pruebas de ninguna especie– que [don Carlos] ha idolatrado y sacrificado y ofrescido a los demonios; dicho, publicado e hecho y defendido y aprobado muchas herejías (…). Asimismo ha impedido y perturbado que no se predique ni enseñe la dotrina cristiana, desciendo y afirmando que toda ella es burla (....), persuadiendo que ninguno fuese a la iglesia a oir la palabra de Dios (...) y que no amasen a Dios (...), que era pecado hacer creer a los indios esta ley de Dios, porque su padre y agüelo habían sido muy grandes profetas y que habían dicho que la ley que ellos goardaban era la buena y que sus dioses eran los verdaderos, domatizando publicamente como hereje, queriendo introducir la seta de sus pecados y volver a la vida perversa y herética que antes que fuesen cristianos solían tener (...), persuadiendo asimismo que cada uno había que vivir en la ley que quisiese, y que no era pecado tener muchas mujeres y mancebas, ni emborracharse» (63-64).

Resumiendo los diferentes puntos de la acusación, a don Carlos no sólo se le reprochaba el rechazo de los valores, los saberes y las prácticas que habían introducido los españoles, sino también la propagación de sus «herejías»: los valores, los saberes y las prácticas ancestrales12. El hecho de que el Santo OfiEl historiador nahua Chimalpahin (1992: 259), hacia 1620, hará suyas las acusaciones del Santo Oficio contra don Carlos: «(...) así [en el cadalso] terminó [d. Carlos] su carrera de idólatra porque, según se sabe de fijo, él no abandonó el culto a los dioses antiguos, sino 12 

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cio haya ignorado olímpicamente las respuestas de don Carlos demuestra una vez más que estamos frente a una maquinación perfectamente programada y orquestada, destinada a liquidar a un personaje incómodo que representaba, por su alta jerarquía, un peligro potencial para la corona española. Don Carlos, en efecto, era descendiente del «rey» de un señorío que había desempeñado, en el México precortesiano, un decisivo papel político.

El desenlace del drama A partir de este momento, el proceso se encamina inexorablemente hacia su previsible desenlace fatal. En las semanas siguientes, el Santo Oficio rechazará todas las iniciativas tomadas por el defensor oficial de don Carlos. Se negará, en particular, a oír los testigos de defensa propuestos por don Carlos. Confirmará, en cambio, los testimonios de acusación. Al final, hará aprobar la sentencia inquisitorial por el virrey. Considerado a menudo como un representante particularmente ecuánime de la monarquía española, Antonio de Mendoza no opuso ningún reparo a la maquinación del Santo Oficio (81-82). En noviembre, después de un auto de fe público realizado en la ciudad de México, don Carlos será entregado al «brazo seglar» y llevado al cadalso. ¿Quién se sirvió de quién? Todo lo anterior revela que para liquidar a don Carlos el Santo Oficio, órgano de la monarquía, hizo todo lo posible para presentarlo como «hereje» y abanderado de un movimiento «restauracionista». Por sí sola, la «herejía» –entiéndase aquí la práctica de una religión autóctona– no hubiera sido un motivo suficiente para condenarlo a muerte. En México, las religiones locales seguían vivas. El propio rey español sabía que «pocos de los [indios] mayores han dejado de corazón sus sectas, ni dejan de tener muchos de ellos ídolos escondidos» (García 1982: 424). Como autoridad suprema de una monarquía cristiana, ese rey se sintió obligado a exigirle al virrey la destrucción de todos los adoratorios paganos, pero, consciente de los riesgos que esto implicaba, le pidió hacerlo «sin que resulte escándalo entre los naturales» (ibíd.). En el «terreno», la libertad de culto podía ser objeto de negociación casi comercial. Lo muestra una anécdota que, por el contrario, siguió prestando adoración a los diablos que cada uno de ellos estaba dentro de un envoltorio (...). Dicen también que a todo alrededor de su huerta había puesto en hilera estas siniestras y antiguas figuras».

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narrada por Gerónimo de Pomar, testigo en el proceso contra don Carlos. Pomar observó actividades sospechosas –«diabólicas»– en una casa de Guaxutla y las denunció a Pedro, señor de ese pueblo. Éste no se dio por aludido y Pomar, según sus decires, terminó olvidándose del asunto. Un día, al hacerse presente el obispo Zumárraga por esos rumbos, los indios, asustados, «enviaban a decir [a Pomar] que ellos lo tenían por padre y por hermano», que «curase de decir nada de aquello al Señor Obispo». Le sugirieron, para remunerar su silencio, que sacara los objetos [de valor] que quisiese de esa casa o que los avisara para que ellos mismos lo hiciesen (30-31). Aunque Pomar, si damos crédito a sus palabras, no aceptó esa oferta, su historia sugiere que no era imposible, en aquel entonces, «comprar» el derecho de seguir practicando las religiones locales. Lo confirma una queja que Zumárraga envió en 1538 al Consejo de Indias: «Y allende de lo dicho, acaece que los españoles consienten a los indios rust[r]os [‘lustros’] gentílicos y cultos de idolatría, por el interés que de ellos esperan; y ésta es la cosa que más desmaya a los religiosos» (García 1982: 411). En medio de este panorama, el huehuetlatolli de don Carlos no debe de haber constituido un escándalo extraordinario. Otros fueron, sin duda alguna, los motivos que llevaron a su asesinato. En parte, la eliminación del cacique obedecía, sin duda, a consideraciones políticas: eliminar a tiempo a un personaje que representaba un peligro potencial. No conviene olvidar, por otra parte, que muerto don Carlos como «hereje», la corona española iba a heredar sus riquezas y disponer de todo el oro que contenían los santuarios indígenas. Para poder condenarlo, el Santo Oficio preparó un plan que se apoyaba, en parte, en rivalidades entre don Carlos y otros señores locales. Lo que parece haberle atraído a don Carlos la animosidad de ciertos principales del lugar fue su pretensión de suceder a su hermano don Pedro en el cargo de señor de Tezcoco. Probablemente sea cierta la interpretación del propio acusado sobre este asunto: todo aconteció por la «mala voluntad e odio que me tienen e porque [para que] yo no sea señor del dicho pueblo y gobernador» (González Obregón 1910: 67). Una de las hermanas de don Carlos, doña María, casada con un indio principal, califica a don Carlos de «loco» y lo acusa de haber querido siempre «señoriar y mandar a todos por fuerza» (32). Son ésta y otras mujeres –como su otra hermana María, casada con don Alonso, señor de Chiconautla (54-55)– quienes también le reprochan, con razón o sin ella, su comportamiento sexual. Sin embargo, los testigos que desde el comienzo se ensañan con don Carlos son, exclusivamente, los del «clan de Chiconautla». Durante el proceso, los testigos masculinos de Chiconautla y los de Tezcoco aparecen como dos bandos antagónicos. Los primeros acusan a don Carlos de «hereje» o «polígamo», mientras que los segundos enfatizan la inocencia del

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cacique. ¿Cuáles pueden haber sido las causas del antagonismo entre el «clan de Chiconautla» y el de Tezcoco? ¿La solidaridad con sus líderes respectivos? Propongo buscarlas en una antigua rivalidad –recreada en el contexto colonial– entre Tezcoco y Chiconautla. En la época prehispánica, Chiconautla pagaba tributo a los señores de Tezcoco (Paso y Troncoso 1979: 173-174). No es difícil imaginar que al producirse la ocupación española, los representantes de Chiconautla hayan decidido aprovechar la nueva situación para hacerle pagar la opresión de antaño al descendiente más conspicuo de esos señores. Esto suponía, obviamente, que ellos «quedaran bien» con los españoles. Don Alonso mostró su buena disposición al dejar a su hijo Francisco al cuidado de los misioneros. Su adversario, en cambio, parece haber mantenido a su hijo (Antonio) alejado de la Iglesia (González Obregón 1910: 37-38). Apoyados por la Iglesia y el Santo Oficio, los chiconautlas iban viento en popa. Los lazos de sangre que existían entre don Carlos, su hermana y su sobrino terminaron rompiéndose al embate de esa «santa alianza». En resumen, el trágico fin del cacique de Tezcoco no fue la consecuencia directa de algo que haya dicho o que no. Sus diferentes «delitos» –desde el rechazo del catolicismo hasta la poligamia– eran, probablemente, más o menos comunes entre los miembros de su sector. En la «Relación de la ciudad y provincia de Tezcoco», Juan Bautista de Pomar apunta que muchos principales tezcocanos poseían manuscritos antiguos, pero que el desenlace del proceso contra don Carlos los indujo a destruirlos. Y agrega lo siguiente: «hoy día lloran sus descendientes con mucho sentimiento, por haber q[ue]dado a oscuras, sin noticia ni memoria de los hechos de sus pasados» (Pomar 1986: 46). De hecho, no hay ningún indicio serio que permita ver en don Carlos algo más que un disidente. No es probable que haya sido el abanderado de un movimiento radical de resistencia, encaminado a derribar el poder español. Todo sugiere, más bien, que él y sus pares estuvieran defendiendo ante todo sus prerrogativas de «señores». Recuérdese a este propósito que según un testigo (Cristóbal), don Carlos, antes de iniciar su huehuetlatolli, se aseguró de que sólo estuvieran presentes indios principales. Lo que en definitiva le costó la vida al hijo de Nezahualpilli habrá sido, en una palabra, la convergencia –tal vez pasajera– de los intereses del virrey, la Iglesia y ciertos grupos nativos, básicamente chiconautlecas. Huella de una investigación eminentemente arbitraria, las actas del proceso contra don Carlos no nos permiten, infelizmente, penetrar a fondo en su pensamiento ni en el de sus amigos verdaderos o falsos. Lo que sí revelan los papeles del juicio es la «confusión» que provocó la ocupación española –y la «extirpación de las idolatrías»– en el terreno de las relaciones entre individuos, sexos, familias y clases sociales. Las actas del juicio contra don Carlos Ometo-

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chtzin Chichimecatecuhtli representan, en su conjunto, un testimonio que ilustra de manera muy vívida y concreta lo que un historiador como Nathan Wachtel (1976), refiriéndose a la colonización española, calificó de «destructuración / reestructuración» de las sociedades nativas.

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II Ya

a l o s e s pa ñ o l e s s e l e s a c a b ó s u t ie m po J u a n S a n t o s A t a h u a l pa 1742-1755)

e l l e v a n t a m ie n t o d e

(pe r ú

Introducción: un héroe sin partida de nacimiento ni acta de defunción «El año de cuarenta y dos [1742] se levantará un monstruo abominable con el título de coronarse Rey de todo este Reino del Perú, el que pondrá en grandes trabajos» (Loayza 1942: 153). Si damos crédito a fray José de San Antonio, comisario de las misiones de infieles del Cerro de la Sal, Jauja, Huánuco y Cajamarquilla, esta profecía fue lanzada por el padre fray José Vela «muchos años antes» [de 1739] en el Cusco. Como pasa a menudo con las profecías, la del padre Vela sólo se dio a conocer después de haberse cumplido... El «monstruo abominable» al que se refería José de San Antonio en el oficio que dirigió al rey en junio de 1750 era, en sus propias palabras, «el escandaloso apóstata y fingido Rey Juan Santos Atahualpa, Apu Inca, Huayna Capac, indio cristiano de la ciudad del Cuzco» (Loayza 1942: 153). ¿Quién fue este personaje? Famoso y enigmático al mismo tiempo, a Juan Santos Atahualpa se lo conoce por haber dirigido una guerrilla indígena que inquietó, desde mayo de 1742 hasta mediados de la década siguiente, la ceja de selva de las provincias peruanas de Jauja, Tarma y Huánuco. En esa zona, en aquel entonces «frontera» del Perú español con los territorios de los indios «bárbaros», los franciscanos habían instalado, desde el siglo anterior, sus conversiones (misiones). A partir de 1743, las autoridades españolas locales organizaron varias entradas para, como reza el diario de campaña del gobernador de Tarma, don Benito Troncoso de Lira y Sotomayor, «oprimir y aprehender al intruso Inca que, fingiéndose Rey en las Montañas del Cerro de la Sal, el año de 1742, por el mes de junio, tiene inquieta y a su devoción y obediencia toda aquella miserable gente chuncha [‘indios selváticos’] y a muchos serranos

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[indios quechuas] que se le han agregado» (15 de octubre de 1743). Pero las expediciones españolas, algunas de ellas de gran envergadura, nunca alcanzaron su objetivo. El «Inca» permaneció invisible. Para los soldados españoles que iban tras él en el infierno selvático y fluvial, las esporádicas apariciones de sus secuaces tenían algo de irreal y sonaban, además, a burla: «[…] luego que íbamos bajando a la pampa del Pajonal o Baquería vimos una tropilla de serranos y chunchos corriendo, saltando y brincando con sus cushmas o camisetas y sus flechas a las espaldas» (26 de octubre de 1743). Chunchos era –y sigue siendo– un nombre despectivo con que se designa, en el Perú serrano, a los indios de la ceja de selva y de la selva (amazónica). Cada vez que las tropas españolas regresaban, frustradas, a sus cuarteles serranos, las guerrillas del «Inca» reocupaban las aldeas abandonadas y volvían a desplegarse en todo el territorio. Durante más de una década, las autoridades coloniales, renunciando de hecho a imponer su autoridad sobre la selva central, se limitaron a proteger la «frontera» contra las incursiones de los «chunchos». Más que un ser de carne y hueso, Juan Santos parece un espejismo. No se le conoce partida de bautismo ni acta de defunción. Sobre su lugar de nacimiento, su ascendencia, su edad e incluso su nombre de pila sólo hay especulaciones. Según fray Isidoro de Cala, religioso aventurero que un día del año 1750 apareció en la corte de Madrid sin las debidas licencias, se llamaba «Pablo Chapi» (Loayza 1942: 180). En el ya mencionado diario de campaña de Benito Troncoso, gobernador de los «Andes y fronteras de Tarma y Jauja», se les hace decir a unos testigos no identificados, sin duda seguidores del «Inca», que «son sus nombres los de los Santos Reyes: Melchor, Gaspar y Baltazar» (23 de octubre de 1743). En otras páginas del mismo diario, «un chuncho y una chuncha» capturados por una expedición militar española informan que «el Levantado se llama ya otro nombre, que es Don Juan Santos Guaynacapac Apuynga» (26 de octubre de 1743); por desgracia, se les olvida recordar su nombre anterior. Otro informante, un indio serrano (quechua), lo llama taita Inca o taita Inga (23 de octubre). Los españoles, en la correspondencia oficial, suelen referirse a Juan Santos con expresiones como «el Indio», «un Indio que, denominándose Inca, intenta coronarse Rey», «el Rebelde de la Montaña», «el Enemigo» o «el Chuncho». Redactado sin duda por un escribiente o secretario al servicio del gobernador, este diario ocupa las páginas 19-48 de la documentación de Loayza (1942). Se trata de un relato bastante vívido, con detalles como los siguientes: «Las cargas no han llegado, ni la cama del señor gobernador y durmió en un pellón y sin tener qué cenar. Este día le dió la mula de d. Pedro un par de coces muy buenas, pues lo trajeron sin pulsos ni habla» (21 de octubre). El manuscrito se conserva en la Biblioteca Nacional de Lima, sección de manuscritos, tomo n° 250, ff. 309-322.  

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Pero más que nada, Juan Santos es «el Levantado» por antonomasia. El día 8 de octubre de 1745, en un documento oficial que recoge los interrogatorios que ese día realizó Benito Troncoso, se le atribuye –no sabemos si por primera vez– el nombre que se volvería común: Juan Santos Atahualpa (Loayza 1942: 85). Con pocas excepciones, los autores de los informes y las cartas que componen la documentación sobre el «Levantado» no llegaron a conocerlo personalmente. La mayoría de los documentos hablan, pues, de un hombre casi invisible, de un personaje que sólo se conoce «de oídas». Es cierto que en algunos de esos documentos figuran testimonios de indios –serranos (quechuas) o «chunchos»– que tuvieron contactos más o menos prolongados y entrañables con el «Levantado», pero a menudo, lo que dicen los testigos –o lo que los autores de los informes les hacen decir– parece «puro cuento». Los archivos, en suma, no nos ofrecen el perfil y el espesor de un personaje histórico, sino los contornos de un fantasma; un fantasma, cabe no olvidarlo, que logró movilizar a miles de indios durante más de una década. ¿Quién era Juan Santos? ¿Qué objetivos perseguía? Muy diversas y bastante contradictorias son las respuestas que los estudiosos han dado, hasta ahora, a tales preguntas. Sin tener en cuenta la naturaleza precaria de la documentación existente, muchos de ellos optaron por privilegiar los «datos» que se avenían mejor con sus objetivos, hipótesis o deseos, ignorando –o descalificando– los demás. En 1942, Francisco A. Loayza, editor de la documentación básica sobre Juan Santos (Loayza 1942) y primer estudioso del tema, hizo del «Rebelde» un héroe «invencible», «patriota», «católico» y «precursor de la independencia». Por eso mismo, descalifica sistemáticamente los testimonios que ponen en duda la ortodoxia católica de Juan Santos. El mismo año el antropólogo suizo Alfred Métraux presentó a Juan Santos como una de esas figuras mesiánicas que pueblan la historia de los lowlands tropicales de Sudamérica (Métraux 1967: 39-40). Stefano Varese (1973) explica la guerrilla de Juan Santos a partir de la religiosidad de los indios alto-amazónicos, y la convierte así en movimiento básicamente «étnico». Poco después, Simeón Orellana (1974) le atribuye a Juan Santos un proyecto revolucionario análogo al de Túpac Amaru: «social» y «separatista». Scarlett O’Phelan (1988), en su importante libro sobre las «rebeliones anticoloniales» en el Perú y Bolivia entre 1700 y 1800, no le dedica sino unos cuantos renglones: atípica, la guerrilla de Juan Santos cuaja mal, en efecto, con su esquema explicativo de la insurgencia anticolonial. Recordando el trabajo pionero de Métraux, Alberto Flores Galindo (1986: 65-66) atribuye   El testimonio de los religiosos Mauricio Gallardo y Juan de Dios Fresnada, quienes sí tuvieron la oportunidad de ver y oír a Juan Santos, se discutirá más adelante.

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Sierra central y ceja de selva del Perú, 1791 (tomado de Zarzar 1989)

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el éxito del movimiento de Juan Santos a su cohesión ideológica, favorecida por su composición social relativamente homogénea: «todos eran indios o nativos igualmente pobres». Alonso Zarzar (1989) postuló la pluralidad ideológica y el carácter evolutivo del movimiento de Juan Santos: milenarismo cristiano, mitología amazónica, utopía andina. Según este investigador, la utopía andina ocupa, con el paso de los años, un puesto cada vez más central en el pensamiento de Juan Santos. Fernando Santos (1992), por fin, se dedicó ante todo a explicar los motivos sociales (reparto, obrajes, mita) y religiosos que tuvieron los indios alto-amazónicos para incorporarse al movimiento. En las páginas que siguen no buscaremos «reubicar» una vez más a Juan Santos y su movimiento. Lo que proponemos es un acercamiento algo diferente a la documentación existente. Los diversos testimonios sobre la orientación y la ideología de Juan Santos y/o su movimiento presentan evidentes contradicciones y parecen, a menudo, poco atendibles. Para Zarzar (1989: 19), Juan Santos resulta una «evocación fantasmagórica en la percepción de aquellos que no estuvieron directamente involucrados en el movimiento, sean Indios, negros, mestizos o españoles y de quienes, lamentablemente, provienen algunos de los informes de la rebelión». Esto es rigurosamente cierto, pero, considerando que la mayoría de los informes presentan esos rasgos «fantasmagóricos», habrá que preguntarse si éstos no traducen, de hecho, cierta verdad histórica. A mi modo de ver, los rasgos «fantasmagóricos» del personaje no pueden atribuirse sin más a la percepción equivocada de «aquellos que no estuvieron directamente involucrados», sino que cabe también relacionarlos con la peculiar estrategia comunicativa de Juan Santos. Para decirlo más claramente, sospecho que esa imagen «fantasmagórica» era uno de los recursos de que se valía Juan Santos para atraer a la población local e impresionar, al mismo tiempo, a sus adversarios. En vez de preguntarnos quién era realmente Juan Santos, trataremos de entender cómo se presentó a sus contemporáneos y cómo fue percibido por ellos. Juan Santos: fragmentos de un «autorretrato» El documento más cercano al inicio del «levantamiento» de Juan Santos es el primero de la recopilación de Loayza: una carta con fecha del 2 de junio de 1742 que fray Domingo García, futuro mártir, dirigió al comisario fray José Gil Muñoz (Loayza 1942: 1-8). Fray Domingo afirma haber oído hablar de  

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AGI, Audiencia de Lima, legajo 541.

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«un indio que decía ser Inca, que llamaba a todas las gentes de la Montaña». Firmada por tres franciscanos, una posdata a esta carta traduce el pánico que sentían los padres franciscanos: «La gente de todos los pueblos» – dicen– «está toda levantada, pues sin hacer caso de lo que los Padres les mandan, se bajan desalados, llevándose sus mujeres e hijos en busca de su nuevo Rey o Inca». Para saber «la verdad de todo» –explica fray Domingo– «vine a este pueblo de Pichana». Ahí se encuentra con su colega Manuel del Santo y los negros Congo y Francisco, que acaban de llegar del Pajonal con «las noticias y las novedades que el Inca les dijo para que hablasen». Según los negros, el «Inca», ostentando un crucifijo de plata, había insistido en que «no añadiesen ni quitasen de lo que él decía». Aunque no podemos saber si los negros trasmitieron fielmente el mensaje del «Inca», lo que los eclesiásticos dicen haber oído «de la boca de los negros» configura a todas luces una especie de autorretrato que el «Inca» pretendía trasmitirles. Según el testimonio de los negros, el «Indio» es «Inca del Cuzco», ciudad donde dejó a un hermano mayor y dos menores. «Enviado» por sus hermanos, fue «traído por el río por un curaca [‘señor local’ en quechua] simirinchi que se llama Bisabequi». Tiene unos treinta años, «su casa se llama Piedra» y su asiento actual está en Quisopango, en los territorios del cacique –campa– Santabancori. En cuanto a los objetivos que persigue, Congo y Francisco declaran que «su ánimo es, dice, cobrar la corona que le quitó Pizarro y los demás españoles, matando a su padre y enviando su cabeza a España». Según los negros, el «Inca» afirma que «ya a los españoles se les acabó su tiempo, y [que] a él le llegó el suyo (…); [que] ya se acabaron obrajes, panaderías y esclavitudes». Para el «Inca», explican sus mensajeros tal vez involuntarios, «no hay más que tres Reinos [en este mundo]: España, Angola y su Reino». Los negros y los españoles «son todos unos ladrones que le han robado su corona (…), y que él no ha ido a robar a otro su reino». El «Inca», precisan los negros, «estuvo y viene de Angola y de los Congos». A pesar de colocar a los negros en el bando de sus enemigos, el «Inca» se opone, según Congo y Francisco, a que sus indios, que «dicen mil cosas contra españoles y negros», los maltraten.

  Esta frase suena a traducción de rumi wasi, ‘casa de piedra’, un topónimo muy frecuente en la sierra quechuahablante.   Según Santos (1992: 248), Santabancori era campa (o asháninka). El 16 de agosto de 1744, el virrey Villa García le comunica al rey que este cacique, «que gobernaba allí [en Quisopango] por el Rebelde», murió (antes del 9 de noviembre de 1742) en una refriega con las tropas del gobernador Benito Troncoso (Loayza 1942: 66).

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La ropa que usa el «Inca» –dicen los negros a los franciscanos– es la cushma: un camisón que los campa o asháninka siguen ostentando hasta ahora. La cushma, al parecer, era como la bandera de los secuaces de Juan Santos. El 11 de agosto de 1752, en Concepción, casi exactamente 10 años después del encuentro de los negros Congo y Francisco con el «Inca», Juan Bautista Coronado, un mestizo de Huancayo que estuvo en el asedio del pueblo de Andamarca, evoca en un testimonio formal el valor simbólico de esta prenda. Al pasar al bando del «Rebelde» –dice– los habitantes serranos (quechuas) de Andamarca se despojaban inmediatamente de los ponchos y pellejos. A un tal Juan Campos, agrega, «le pusieron cushma, que es su traje» (Loayza 1942: 204). En primer lugar, el «Inca» pretendía, pues, rescatar la corona incaica. Muchos de sus adeptos, sin embargo, pertenecían a grupos indígenas que los Incas históricos nunca habían conseguido incorporar plenamente a su Estado. Según el mensaje transmitido por los negros Congo y Francisco, Juan Santos movilizaba a «todos los indios Amajes, Andes, Cunibos, Sepibos y Simirinchis, y ya los más los tiene juntos y obedientes a su voz». Todos estos grupos se movían en lo que había sido, en la época de los Incas, el antisuyu: el cuadrante oriental del tawantinsuyu que poblaban los anti (o ‘andes’), indios alto-amazónicos que los Incas, a pesar de considerarlos súbditos suyos, nunca llegaron a dominar del todo. En su mensaje (indirecto) a los franciscanos, el «Inca» subraya su interés en que los padres evangelicen a «sus indios», agregando –con cierta malicia– que éstos siguen «clamando que no quieren padres, que no quieren ser cristianos». Al presentarse ante los padres como un heroico defensor del cristianismo en medio de una población reacia a la conversión, Juan Santos demuestra, más que una hipotética convicción cristiana, su interés en mantener cierto diálogo con los misioneros. Así, refiriéndose por lo visto a la campaña «anticocalera» de los franciscanos, puntualiza que la hoja de coca, pese a lo que dicen los viracochas [‘blancos, españoles’], no es de brujos, sino «yerba de Dios». Según el testimonio de los negros, África ocupa un lugar destacado en la cosmología de Juan Santos. Con España y su propio reino, el de los Incas, Angola sería uno de los tres reinos que existen en el mundo. Sospechamos que ese discurso de un mundo tripolar se destinaba principalmente a los negros locales, en su mayoría procedentes de «Angola y los Congos» (= África central). Yo mismo pude constatarlo en una visita a la zona (1975). En sus «Consideraciones», el cronista quechua Felipe Guaman Poma de Ayala (1980 [c. 1615]: 929) también se refiere a un mundo tripolar: «Que aués de conzederar que todo el mundo es de Dios y ancí Castilla es de los españoles y las Yndias es de los yndios y Guenea    

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No es casual, sin duda, que la única referencia a ese discurso provenga de una fuente «negra». Varios negros participaron en la guerrilla de Juan Santos. Según el cronista franciscano José Amich (1988: 169), un negro –Antonio Gatica– hacía de «segunda persona» del comandante militar, Mateo Assia. Dos testigos «chunchos» le aseguraron al gobernador Troncoso que tres de los cuatro allegados del «Inca» eran negros (véase más adelante); según ellos, el «Apu-Inca», que «tenía sus hijos indios y mestizos», los había comprado «con su plata» (168). El mito de Juan Santos Tales son, en suma, los elementos que podemos considerar, en este documento temprano, como partes del «autorretrato» que Juan Santos destinó, a través de los negros Congo y Francisco, a los misioneros franciscanos. Hay varios otros documentos sobre Juan Santos que recogen testimonios –o «rumores»– de tenor análogo. El diario de la entrada que organizó el gobernador Benito Troncoso en octubre-noviembre de 1743 se hace eco de toda una serie de anécdotas casi hagiográficas sobre Juan Santos. Narradas por informantes mayormente anónimos, tales historias formaban parte, sin duda, del «mito» que Juan Santos iba fomentando deliberadamente entre sus secuaces y, también, entre sus adversarios. Elementos centrales de este «mito» son la supuesta ascendencia incaica de Juan Santos, las profecías que anticiparon su levantamiento y su fervor católico. En el diario de Troncoso se lee, en la nota que corresponde al 27 de octubre de 1743, la anécdota siguiente: El Indio levantado, cuando se levantó dicen que estaba en el colegio de los indios que está al cuidado de los padres de la Compañía (…). Estando éste [en] una ocasión recostado en un escaño o tarima, pasaría un padre de la misma Compañía, en compañía de otro, y dicen que dijo: «vean aquí a quien pertenece el Reino del Perú, por no haber otro más cercano al Inca del Perú ; éste está a pique de levantarse con el Reino algún día». Y que así en esta ocasión el Levantado fue [a] hacerse más dormido, y entre sí decía: «Luego a mí me toca este Imperio; veremos, veremos cómo estamos; a mí, a mí me toca, ¿qué hago que no lo ejecuto?

es de los negros». En otro lugar de su crónica, sin embargo, Guaman Poma, apoyándose en la idea del tawantinsuyu incaico, presenta la utopía de un mundo gobernado por un «monarca sin jurisdicción» (Felipe III) y cuatro reyes: el rey cristiano (o de Roma), el rey de los moros (o de Gran Turco), el rey de las Indias y el rey de Guinea (963).

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Muy teatral y sumamente inverosímil, esta anécdota sirve claramente al propósito de apuntalar, a través de la palabra autorizada de un padre jesuita, las pretensiones dinásticas del «Inca». Su procedencia impersonal («dicen que…») sugiere que se trata de una «tradición», pero es probable que sea, más bien, un «rumor» difundido con el objetivo de alcanzar el oído de los españoles. En otro trecho del mismo diario, se lee que El Indio levantado, según voces de algunos, no quiere que en su tratamiento lo traten de Señor, que ese nombre de Señor es bueno para Dios, Nuestro Creador, y que no le digan sino ¡Ave María!, y esto dos veces al día no más, porque este tan grande nombre no ha de andar siempre en la boca, ni cada instante (29 de octubre).

Estas «voces de algunos» representan, a mi modo de ver, voces perfectamente instruidas por el «Inca». A veces se identifican las voces que difunden los rumores creados por Juan Santos. Es el caso de la anécdota siguiente, puesta en boca del «negro Simón, criollo de Trujillo»: El Levantado quiso salir a la Sierra cuando halló el pueblo de Quimiri sin ninguna gente, y decía el Indio levantado a sus serranos y chunchos, ‘ya veis cómo me han dejado libre mi pueblo’, y esto repitiéndolo a sus secuaces muchas veces, y acababa diciendo, ‘todo lo permite mi Señor Jesucristo y su Santísima Madre, porque ya es tiempo que nos restituyan el Imperio de nuestro Inca’ (diario de Troncoso, 26 de octubre de 1743).

Lo que insinúa el rumor es que la reivindicación del trono incaico por Juan Santos no es capricho suyo, sino que obedece a un plan divino, cuyos ejecutores son Jesucristo y la Virgen. A este mito fomentado sin duda por el propio «Inca» se oponen algunos de los testimonios producidos por sus adversarios. Uno de los relatos que apuntan a desmitificar la figura de Juan Santos aparece en una declaración jurada del maestre de campo José Bermúdez ante el gobernador (diario de Troncoso, 8 de octubre de 1745). En su declaración, Bermúdez repite lo que a él, en su función de justicia mayor, le contó Basilio Huaman, un indio huantino preso por considerársele cómplice de Juan Santos. Según el maestre de campo, lo que le refirió Huaman se basaba en la experiencia de un tal Juan Cosco, un indio –probablemente ficticio– a quien Huaman supuestamente conoció al internarse en la selva: En el diario del gobernador Troncoso se insinúa que lo que dice este negro es –o puede ser– «enredo» (Loayza 1942: 32).   Ms. en BNL, sección mss., tomo no. A. 5.  

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[Juan Santos] venía fugitivo de la ciudad del Cuzco, por haber muerto a su amo, que fue un religioso de la Compañía de Jesús, y que considerando que en ninguna otra parte que no fuese en aquellas montañas estaría seguro y tendría la estimación y aprecio de descendiente legítimo de los antiguos Incas de este reino, se había retirado a ellas.

Siempre según Bermúdez, Basilio Huaman le refirió que se internó con Juan Cosco en la montaña que servía de refugio a Juan Santos. Ahí supo que En el concurso de su viaje comunicó el referido Juan Santos a un cacique cristiano de aquellas Conversiones, de cuyo trato se originó el que se apellidase Inca. Con cuyo nombre llegaron a los pueblos de Simaqui y Quisopango, donde congregadas las naciones bárbaras de aquellos contornos le dieron la obediencia, como a tal Inca. Y con este séquito salió hasta Quimiri la primera vez que se dejó ver en aquel pueblo.

Obviamente inverificables, las declaraciones de Basilio Huaman, en parte basadas en la experiencia de otro indio (sin duda ficticio), «confirman» el origen cusqueño de Juan Santos, pero indican, como motivo de su viaje al Cerro de la Sal, un asesinato cometido por el futuro «Inca». Juan Santos no abandonó el Cusco a raíz de la profecía de un jesuita, sino para escapar de la justicia. No se hizo «Inca» por su hipotética ascendencia incaica, sino porque se lo sugirió un cacique alto-amazónico. Ni más ni menos plausible que las demás, esta versión de la «investidura» incaica de Juan Santos difiere radicalmente, pues, de la que parecen haber difundido el propio «Inca» y sus propagandistas abiertos u ocultos. Juan Santos y la nobleza neoinca El papel central que la ascendencia supuestamente incaica de Juan Santos desempeña en la mitología generada en torno a él nos obliga a referirnos al prestigio que auroleaba, en el Perú del siglo x v iii , a los Incas. Desde tiempo atrás, la nobleza indígena peruana venía desplegando, en rituales públicos (procesiones) o familiares (matrimonios), un gran fasto «incaico». La iconografía que existe al respecto, por ejemplo los cuadros atribuidos a Basilio de Santa Cruz Pumacallao, que representan la procesión del Corpus en el Cusco hacia 1670-1678 (Millones 1997), muestra que para lucirse en tales oportunidades la nobleza neoinca vestía ropa con un atractivo diseño «incaico». Con el despliegue de tales lujos exóticos buscaba, ante todo, recordar su status y defender

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sus prerrogativas. En una carta al rey (24 de setiembre de 1750), el virrey peruano, conde de Superunda, explica que «en los públicos regocijos por las reales proclamaciones, matrimonios o nacimientos de príncipes, (…) los indios [hacen] su celebridad en cuerpo separado, y la reducen a una representación de la serie de sus antiguos reyes, sus trajes, estilo y comitiva, cuya memoria los entristece, y no deponen algunos sin lágrimas las vestiduras e insignias de sus primeros monarcas» (Loayza 1942: 176). Para Superunda, estas celebraciones no eran meras manifestaciones de nostalgia. Sospechaba que «cuando (…) duran separadas las naciones, no faltando jamás vasallos mal contentos ni genios malignos, queda muy expuesta la dominada a los deseos de evadir la que mira como opresión de su libertad» (Loayza 1942: 176). Al virrey no le faltaba razón. En diferentes lugares del Perú, grupos de la nobleza indígena habían publicado plataformas políticas reformistas. La reivindicación básica que sustentaban era el acceso de los nativos al aparato político, administrativo y eclesiástico del virreinato. El virrey sabía perfectamente que a estos grupos se les hacía «insufrible no ser admitidos aún a los oficios y dignidades», pero consideraba peligroso ceder a sus ruegos, porque «sería entregarles la dominación, o elevarlos al estado de que, con más alientos y proporciones, intentasen recuperarla» (Loayza 1942: 176). Según John Rowe (1976), toda esta efervescencia política que se desarrollaba en ciertos sectores de la nobleza indígena colonial traducía la existencia de un «movimiento nacional inca». En rigor, este «movimiento» abarcaba o patrocinaba una multitud de acciones colectivas de orientación muy variable. Al ver que no iban a alcanzar sus objetivos por la vía del diálogo con la corona española, algunos grupos intentaron pasar a la acción directa. En 1750 se produjeron sendas conspiraciones en Lima y en Huarochirí. ¿En qué medida la guerrilla alto-amazónica de Juan Santos mantenía vínculos con los movimientos neoincas básicamente urbanos de Lima y Huarochirí? En los testimonios procedentes de la ceja de selva de Tarma o Jauja, nada indica la existencia de contactos directos entre el «Levantado» y los conspiradores de Lima o Huarochirí. En la capital virreinal, Juan Santos no era, sin embargo, un desconocido. Según las actas del juicio a que se sometió a los conjurados de Lima, algunos de ellos eran «de dictamen de coronar al indio chunchón por Rey (…), pero otros no querían a éste por Rey» (O’Phelan 1988: 113). Aunque no sabemos quién apodó a Juan Santos de esta manera despectiva, sospechamos que el «Inca», para buena parte de la aristocracia indígena limeña, no pasaría de ser un chuncho pretensioso. No es mucho más halagador el retrato del «Inca» que aparece en un texto «neoinca» famoso, la Exclamación de los indios americanos de 1749:

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Cierto es, Señor [este texto se dirige al rey español], que en la sublevación que en estos años hizo un indio o mestizo no conocido por nosotros en las montañas del Cerro de la Sal y conversiones del orden de San Francisco, siendo quienes causaron estos ruidos los mismos españoles, corregidore[s] y soldados con sus exorbitantes molestias y faltas de caridad discreta para portarse con unos bárbaros incultos y recién convertidos con ponderada prudencia, no habiendo pasado este escándalo de la montaña para fuera a las serranías, valles y costas habitadas y pobladas en tantas ciudades, villas y lugares por muchísimos millares de indios. Estos todos, sin el menor susto ni pequeña novedad, se han mantenido sosegados y pacíficos, sin dejar sus pueblos, sus oficios, ejercicios, repartimientos, obrajes, tareas, minas, manadas, mitas y servicios de los españoles en todo el Perú y reinos donde ha sonado el estruendo del indio que llaman levantado, que más ha sido ponderación o miedo de los españoles o abultada de propósito para calificar los crecidos inconsiderados gastos que han causado a vuestra hacienda real (…). Y llegado a ver lo que es, no es otra cosa que unos indios recién convertidos, de vida bestial, sin conocimiento racional de lo que hacían, fastidiados o de las molestias de los corregidores o de las instancias de los conversores a vivir como racionales. Se remontaron a lo escabroso de las breñas, y queriéndolos sacar los padres y españoles, como experimentados y amedrentados de sus rigores se resistieron y por fin mataron a algunos y se ocultaron en lo más interno de los bosques, adonde se les ocurrió el indio o mestizo nombrado Santos Huayna Cápac, diciéndoles ser él descendiente de sus Incas y que él los defendería. Y se mantienen con los fugitivos indios y algunos negros también en lo escabroso de los montes (como en Sierra Morena y en otras partes de Europa suelen los bandidos encasillarse y ser piratas en tierra), adonde sin duda perecerán (Osorio 1993: 71-72).

Esta Exclamación se suele atribuir a fray Calixto de San José Túpac, religioso que nació en Tarma hacia 1710 y que –según sus propias declaraciones– era descendiente, por línea materna, del Inca Túpac Yupanqui. Se barajan también otras autorías posibles; según una carta del propio fray Calixto, él se presentó en Madrid ante el rey en tanto emisario de varios caciques, curacas y gobernadores indígenas del Perú10. Comoquiera que sea, el autor o los autores del texto se muestran bastante bien informados sobre el levantamiento de Juan Santos, pero relativizan su importancia y atribuyen su existencia a la «barbarie» de unos «indios incultos». Reformista y diplomático, el grupo neoinca que se expresa en la Exclamación se desolidariza, pues, de la guerrilla de Juan Santos.

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Carta del 14 de noviembre de 1750 al Cabildo indio de Lima (AGI Lima 983).

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El «Inca»: testimonios de sus secuaces Como ya sabemos, Troncoso, unos 16 meses después del inicio del levantamiento de Juan Santos, parte de Tarma con unos 500 soldados para «oprimir y aprehender al intruso Inca». El 23 de octubre logran apresar a un indio serrano que hacía de espía a favor de Juan Santos: Pedro José (alias) Pulipinche, natural de Tarma. Ese mismo día, como se lee en su diario, Troncoso lo interroga «en lengua quichua, que la habla muy bien el señor gobernador»11. Realizada en español, la transcripción del interrogatorio que aparece en el mismo diario da la impresión de reproducir con cierta fidelidad lo que declaró Pulipinche, un testigo excepcionalmente locuaz. Su testimonio ofrece una nueva versión de la historia del origen del «Inca» –«les dice es natural de Cajamarca»– y, sobre todo, datos abundantes y de apariencia veraz sobre la organización, el estado y los movimientos de la guerrilla de Juan Santos. «El indio levantado –dice respondiendo a una pregunta no transcrita– se había ido a Huancabamba, quien les dijo a todos los compañeros del que declara que eran el número de 50, comandados por Gaspar Aguirre, a quien el indio o cholo rebelde hizo cacique, y que acompañaba a éstos hasta 30 bocas de fuego». Los rebeldes –sigue Pulipinche citando al parecer a Juan Santos– «fortificarían el pueblo de Quimiri, por ser de mucha cuenta su haber real, y después pasarían a Jauja a donde tendrían todos de su parte». La guerrilla, pues, iba viento en popa. El «Inca», seguro de su poderío militar, estaba a punto de lanzar una ofensiva hacia el densamente poblado valle del Mantaro. Disponía de armas de fuego, de mucho ganado y de productos locales que se podían trocar por pólvora y balas. Interrogado acerca de sus pertenencias, Pulipinche declara que «esta cushma le dio el indio rebelde, y achiote y diez costales de coca para que comprara pólvora y balas». Entre los soldados y espías del «Inca» había, si damos crédito a Pulipinche, indios chunchos, simirinches y algunos conivos, pero también numerosos serranos [quechuas] y serranas: «Mujeres serranas dice el declarante que hay 52 y dos viudas. La samba que es de doña Ana, la de Tarma, capitanea las mujeres; su marido también es serrano». La guerrilla iba eliminando a los hacendados españoles que se habían instalado en la ceja de selva: «Cuando taita Inca mandó matar a Suárez [un hacendado], dijo ‘para qué me viene a inquietar en mis tierras, mátalo, mátalo y remátalo’». En suma, la imagen que Pulipinche ofrece del movimiento de Juan Santos es la de una guerrilla en pleno auge que se mueve entre la ceja de selva y la sierra (quechua). 11  Este pasaje muestra que no es el propio Troncoso quien habla en su diario, sino su secretario.

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Al terminar su declaración, Pulipinche enfatiza –como los negros Congo y Francisco– el fervor cristiano del «taita Inca»: Tocante al culto divino, dice este declarante que lo miran con mucho respeto y que lo han compuesto. Y que cuando estuvo enfermo en unos ranchos que forma cerca del pueblo de Quimiri, clamó mucho para que lo trajeran a este dicho pueblo, y que Dios y sus santísimas imágenes permitían que estuviera enfermo por haberles dejado desamparados. Dice este mismo declarante que el rebelde y sus parciales no quieren religiosos franciscanos, sino de la Compañia [de Jesús], y que luego hará paz.

¿Cómo explicar que el «Inca» se dijera dispuesto a acoger a los jesuitas? Si damos crédito a Pulipinche, lo que el «Rebelde» decía a este respecto no era sino «cuento», pero no se puede descartar que los jesuitas, para Juan Santos, constituyeran realmente una alternativa aceptable o un mal menor. Si el «Inca», como lo insinuaban varios rumores, se había formado con los jesuitas, podía haberse dado cuenta de que los jesuitas solían mostrar mayor tolerancia ante las reinterpretaciones nativas del ritual cristiano que los franciscanos. Juan Santos sabría, pues, cómo entenderse con ellos. En cuanto a los franciscanos, tenía motivos más que suficientes para querer alejarlos. Además de haberse comportado como una vanguardia de la penetración española en la ceja de selva, los franciscanos se habían singularizado por su enérgica persecución de la poligamia nativa. Acusados de poligamia, don Mateo de Assia y su hermano Bartolomé habían sido azotados por Domingo García, el fraile franciscano que viajó en 1742 a Pichana para conocer «la verdad» del levantamiento de Juan Santos. Don Mateo de Assia, además de curaca principal de Eneno, era cuñado y lugarteniente del «Inca»12. Fue sin duda a raíz de la humillación sufrida por él que los indios acabaron martirizando a Domingo García13. La escena del castigo de Assia figura en el testimonio del capitán español Ignacio Correa, recogido por Troncoso el 8 de octubre de 1745 (Loayza 1942: 93). Assia, según una carta que el virrrey Villa García envió al rey el 16 de agosto de 1744, era cuñado de Juan Santos y comandante de su guerrilla (Loayza 1942: 57). 13  «Y habiéndose embarcado los dos [Domingo García y José Cabánez][en una balsa], luego que llegaron los indios que la gobernaban a lo más peligroso y rápido de las corrientes, la volcaron, y queriendo los pobres religiosos salir a nado, desde la orilla y márgenes de dicho río, todos los indios empezaron a flecharlos (…). El Padre fray Domingo García, aunque cubierto de flechas, salió a la orilla de dicho río y allí, hincado de rodillas, puestas las manos y levantando los ojos al cielo, le acabaron de matar a palos, y cortándole la cabeza, la enterraron en la iglesia de dicho pueblo [Cerro de la Sal]». Oficio del padre José Gil Muñoz, Guatemala, 12 de setiembre de 1745 (Loayza 1942: 78). 12 

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Como consta en su diario (26 de octubre), Troncoso, tres días después del interrogatorio de Pulipinche, tuvo la oportunidad de interrogar a «un chuncho y a una chuncha». El testimonio de esta pareja está lleno de detalles interesantes y únicos. Juan Santos –dicen– pasó a Huancabamba e «iba a prevenir a aquel cura de aquel pueblo lo asentara en sus libros del tiempo que ya iba gobernando, y que a los demás curas previniese lo mismo, y que los españoles lo reconocieran por su señor de estos reinos: y esto es para él como un género de investidura». El deseo de Juan Santos de figurar en los «libros de los curas» parece traducir el impacto que tuvo entre los indios el «fetichismo de la escritura» que ellos observaron, desde el primer momento de la conquista, en los intrusos. Los españoles conquistaron América blandiendo sables, pero también la Biblia y otros escritos –en particular el requerimiento– que «representaban», en un sentido casi mágico, los grandes poderes: Dios, el Papa y el Rey14. Para llegar a «existir» de verdad, Juan Santos necesitaba, pues, obtener la inscripción de su nombre y su reinado en los «libros de los curas». En el testimonio de los chunchos, Juan Santos –a quien atribuyen el título de «Don Juan Santos Guaynacapac Apuynga» y una edad de unos 28-30 años– aparece como un hombre de gran severidad consigo mismo y con los demás. El «Levantado» –declaran– come poco, se abstiene de carne los viernes y los sábados, es «muy parco en el uso de la coca» y «huye del trato de las mujeres que trae en su compañía». Al mismo tiempo, «se hace pagar sus mitas [períodos de trabajo obligatorio] como tal Inca, a cada uno como le toca». Sólo a los chunchos –agregan– les reduce la carga laboral. En cuanto a su atuendo, los chunchos declaran que «el traje que trae es [en] el interior una cushma o camiseta negra, y en el exterior otra pintada». Al cuello trae «una cruz de chonta [madera local] con un Santo Cristo con unos casquillos de plata». En un fardito «dice traer (…) su camiseta real con sus insignias reales de los emperadores incas». Según el retrato de la pareja de chunchos, su atuendo combina, pues, evidentes referencias a tres tradiciones culturales diferentes: la cristiana (cruz, Santo Cristo), la incaica (insignias reales) y la alto-amazónica (cushma). Los chunchos refieren otros detalles curiosos: «su ministro» –dicen– «es un viejo que aún la coca le mascan; es natural de Huamanga y tendría edad de 130 años; y el indio rebelde le obedece mucho». No sabemos si este personaje existió o no, pero al atribuirle a Juan Santos un mentor procedente de un área histórico-cultural bien distinta del área cusqueña, los chunchos enfatizan la naturaleza plural de su movimiento. Confirmando la importante presencia de 14 

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Para el «fetichismo de la escritura», véase Lienhard 2003 (cap. I).

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los negros en la guerrilla, agregan todavía que los «allegados [de Juan Santos] son cuatro, que son los negros y el cacique d. Mateo Luis Sánchez»15. Juan Santos: líder mesiánico El 16 de agosto de 1744, el virrey peruano Villa García le escribe al rey español diciendo que Juan Santos no es sino «un impostor que persuade a los bárbaros que domina sobre los elementos; que infaliblemente morirán los que le persiguen, que puede convertir las piedras en oro y metales preciosos, que a su Imperio temblará la Tierra, por ser enviado del Cielo, para establecer el de los Incas, y expeler a los españoles» (Loayza 1942: 67). Desde luego, el retrato que el virrey hace de Juan Santos resulta tendencioso, pero otras fuentes, más atendibles, parecen otorgarle cierta consistencia. Una de ellas es un testimonio escrito que dos frailes, Mauricio Gallardo y Juan Fresnada, redactaron el 11 de agosto de 1752 «como a petición del Señor D. Francisco Centeno y Orozco, Capitán de Caballería, y el Señor d. Bonifacio de Torres y Esquivel, Maestre de Campo de esta provincia de Jauja y Coronel de estas fronteras» (Loayza 1942: 214-217). Durante dos días, ellos, en tanto prisioneros de Juan Santos, tuvieron –si damos crédito a sus palabras– la oportunidad de escuchar directamente la buena nueva del «Inca». Juntamente con los negros Congo y Francisco, el indio quechua Pulipinche, la pareja de chunchos y Pedro de Torres, mestizo de Apata de quien se hablará a continuación, ellos forman parte del reducido grupo de testigos conocidos que tuvieron ese privilegio. Resulta evidente, en la declaración de los dos frailes, la hostilidad que los anima, pero la precisión de su alegato sugiere cierta veracidad. Según ellos, su anfitrión se hace creer que es hijo de Dios Sacramentado (…). Dice también que es el Espíritu Santo, que sólo él tiene potestad en la América, de quien es Dios absoluto. Dice que nuestro Redentor Jesucristo pecó; y es dicho común de los suyos, sobre aquellas palabras de San Pablo (como nosotros oímos, estando en presencia del mismo Rebelde): omnes in Adán peccaverunt. Y que su Dios Inca, aunque hombre, no ha pecado. Niega a María Santísima, y dice que él es hijo de la virgen Zapa Coya. Del apóstol Pedro blasfema y de los demás santos; por lo cual algunas imágenes de Cristo Redentor nuestro y otros santos fueron conculcados por ellos en este Pueblo. De los sacerdotes y santo sacrificio de la Misa, no es para oído entre cristianos el desprecio que hace y los improperios que dice. Hace irrisión de todos los santos sacramentos, y especialmente del de la sagrada extremaunción, de quien dice que 15 

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Sin duda otro nombre d. Mateo Assia, el cacique de Eneno.

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con él matan los sacerdotes a los que él llama sus hijos. Dice que es poderoso para hacer temblar la tierra y hacer milagros, como detener el Sol para tomar venganza de los españoles que tienen tiranizadas sus tierras.

Pedro de Torres, un mestizo de Apata (valle del Mantaro), narró el 11 de agosto de 1752 ante el marqués de Cassatorres, «Corregidor y Justicia Mayor por Su Majestad» (Loayza 1942: 194), la prisión de Fresnada y Gallardo. Reproduciremos su relato porque permite vivir como en directo la conquista de un pueblo quechua por el «Inca»: El jueves temprano [Juan Santos y algunos centenares de combatientes suyos fueron] al pueblo de Andamarca, adelantando primero un indio mensajero de Runatullo, enviando a decir que si lo recibían o no como a su Inca, con paz o con guerra, cuyo mensajero no volvió. Y se arrojó el Rebelde a entrar, en que no hubo resistencia, porque sólo dos tiros de escopeta oyó [el testigo], y con una voz que dio un indio de Andamarca, diciendo ‘nuestro Inca es, vénganse para acá’, y entonces lo dejaron entrar. Y habiendo llegado a la plaza, empezó a reñir con un padre [fray Mauricio Gallardo] y lo hizo prender y a su compañero [fray Juan Fresnada] (Loayza 207-208).

Lo que Torres declara acerca del discurso «teológico» del «Inca» coincide, en buena cuenta, con lo que afirmaron los frailes: [Juan Santos] les recibió [en Metraro] tratándoles de hijos, con algunas proposiciones heréticas como son: «Vengan acá, hijos ; que yo soy dueño de todas estas tierras, y el hijo del Dios Verdadero. Que oyéndole con otras semejantes herejías, se contristaba este declarante, y llamaba a María Santísima, y que no sería con la voz tan baja que no lo dejó de oir el Rebelde, y le reprendió, queriéndole matar con una macana de chonta, diciéndole que para qué se afligía, que esa María estaba en España, y que no la mentase, y sólo en él creyese, que era el omnipotente Dios, dueño absoluto de lo creado ; y que a todos les ordenó que le adorasen y besasen los pies, diciéndole las siguientes palabras: Apo Capac Huayna, Jesús Sacramentado (Loayza 1942: 207).

El personaje que emerge de los testimonios de Torres y de los dos frailes no es ya un «Inca» cristiano, autor de una reinterpretación andina del cristianismo. Como el propio Jesucristo, Juan Santos reivindica un origen sobrenatural: su padre es Dios, su madre una sapa quya [‘esposa principal del Inca] virgen; él mismo es el Espíritu Santo y «Dios absoluto» de América. Con un discurso de este tipo, Juan Santos rebasa nítidamente la frontera que separa la mera adaptación local del cristianismo de la creación de una religión nueva, construida a

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partir de reminiscencias del cristianismo (la Trinidad, la Virgen) y la tradición incaica. Una religión que no predica la resignación, sino que promueve la lucha por el restablecimiento del orden antiguo. Este discurso delata la orientación mesiánica que Juan Santos dio –o acabó dando– a su movimiento. El mesianismo, según Isabel Pereira de Queiroz, se afirma, en primer lugar, «como una fuerza práctica, y no como una creencia pasiva e inerte de resignación y conformismo» (Queiroz 1977: 29). Sus rasgos más característicos son, como expone Alfred Métraux en su estudio clásico sobre los mesianismos amerindios, «la creencia en un hombre-dios, el desarrollo de una acción que tiende a precipitar el retorno de la edad de oro, la reacción social y cultural contra la civilización blanca y también, a menudo, la formación de una nueva religión sincrética» (Métraux 1967: 13). Todos estos rasgos están presentes en el movimiento de Juan Santos. El propio líder hace de hombredios; la edad de oro que se pretende restaurar es el Imperio de los Incas; la nueva religión combina motivos tomados de la tradición cristiana, la incaica y la alto-amazónica. En cuanto a la orientación antioccidental –o antimoderna– del movimiento, la percibimos, por ejemplo, en una anécdota que refiere – el día 8 de octubre de 1745– el capitán don Ignacio Correa, dueño de una hacienda en Sayria, cerca del pueblo de Quimiri: El primer destrozo que se experimentó en el pueblo –piro16 – de Sabirosqui que está en el Pajonal, fue haber mandado [Juan Santos] a los chunchos matar a flechazos los puercos que había, diciendo que eran animales nocivos a la salud y que los llevaban los religiosos conversores porque comiéndolos, se murieran ellos (Loyza 1942: 92).

El mesianismo de Juan Santos se apoya, sin duda, en la noción andina del pachakuti (‘revolución cósmico-social’). Para la población andina tradicional, la «historia» consta de una sucesión de cataclismos que restablecen, después de un período de crisis, el orden acostumbrado. La invasión española, como se colige de una observación del famoso cronista quechua Felipe Guaman Poma de Ayala en su Nueva coronica y buen gobierno, fue percibida por ella como un pachakuti (Poma de Ayala 1980 [c. 1615]: 925). Para Guaman Poma, la situación creada por la colonización española era un «mundo al revés»; se sobreentiende que habrá de producirse otro vuelco que vuelva a colocarlo «en sus pies». La idea de que el tiempo de los españoles será clausurado por el retorno del Inca se manifiesta repetidas veces a lo largo de los siglos coloniales y republicanos. 16 

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Precisión que ofrece Fernando Santos (1992: 248).

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Ya a los españoles se les acabó su tiempo

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Su formulación más conocida, hoy en día, es el «mito de Inkariy», un relato –muy difundido en las comunidades quechuas– que anticipa, de diversas maneras, la vuelta del Rey Inca. A diferencia de Guaman Poma y los ancianos que narran, hoy, el «mito de Inkariy», Juan Santos no se contentó con decretar la inevitabilidad de un pachakuti que acabase con el dominio español, sino que se encargó de ponerlo en marcha. Al proceder de esta manera, Juan Santos se oponía radicalmente a la prédica cristiana que sólo proponía, a los indios colonizados, la resignación. Por su orientación inocultablemente mesiánica, la sublevación de Juan Santos se distingue notablemente de los movimientos protagonizados, a lo largo del siglo x v iii , por la nobleza incaica «institucional». José Gabriel Condorcanqui Túpac Amaru, líder de la gran insurrección andina de los años 1780-1781, rubricó ciertamente sus cartas y sus manifiestos con el nombre de «Don José Gabriel Tupa Amaro Inca de la sangre real y tronco principal de los reyes17», pero, a diferencia de Juan Santos, nunca reivindicó –por escrito– la «corona» o el «trono» de los Incas. Se presentó, eso sí, como «el más distinguido» de «los naturales de estas provincias» y, por ende, como quien debía hacer cesar los constantes «agravios» que los indios sufrían por parte de los «corregidores europeos»18. Al inscribirse en la cultura letrada, «circuito» hegemonizado por el poder español, Túpac Amaru no hubiera podido presentarse como líder mesiánico. Al perseguir a sangre y a fuego a los corregidores y otros miembros corruptos de la administración española, Túpac Amaru sólo pretendía actuar en el nombre de Dios y del rey español. El líder cusqueño exigía obediencia y anunciaba represalias contra los desobedientes –«en este caso experimentarían sus habitadores todo el rigor que el día pide sin reserva de ninguna persona, y con más particularidad contra las de Europa, mirando en esto a que cesen las ofensas a Dios»19–, pero lejos de atribuirse un origen sobrenatural, se cuidaba de aparecer como una figura mesiánica. No se puede descartar, desde luego, que haya sido percibido como tal por los indios «comunes», pero consta que él mismo, miembro de un sector indígena ilustrado y perfectamente consciente de las normas que regulaban el ejercicio de la escritura en un país colonizado, nunca dio pábulo, en sus misivas, a interpretaciones mesiánicas de su movimiento. 17  J. G. Condorcanqui era descendiente por línea materna de Tupaq Amaru, Inca rebelde descuartizado en 1572 –época del virrey Toledo– por los españoles. 18  Carta del 15 de noviembre de 1780, transcrita en Durand Flórez 1980-1982: t. III, 99100. 19  Véase la nota anterior.

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A diferencia de Túpac Amaru, Juan Santos, profundamente inmerso en un universo nativo predominantemente oral y poco tocado –si acaso– por la Ilustración, sí optó por una vía mesiánica. Según Métraux, «la agitación mesiánica (…) expresa la desesperación más o menos consciente que se apodera de las sociedades arcaicas que se sienten amenazadas en sus tradiciones más entrañables y en su propia existencia» (Métraux 1967: 12). Es verosímil que esto mismo lo hayan experimentado, a partir del siglo x v ii , las microsociedades alto-amazónicas. El «secreto» de Juan Santos consistió, sin duda, en haber identificado en el área alto-amazónica uno de los puntos débiles del sistema de dominación colonial en el Perú de aquel entonces. Pese a lo que insinúan, entre otras, las declaraciones de Pedro Torres, mestizo de Apata, el «Inca» no conseguiría, en cambio, movilizar plena y definitivamente las grandes comunidades quechuas –huancas– del valle del Mantaro: acostumbrados a negociar sus derechos con las autoridades españolas desde los años 1530 y relativamente autónomos, los huancas no tenían, sin duda, gran interés en sumarse a la aventura mesiánica de Juan Santos.

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III L

a e s t a c a d e qu it a y po n C im a r r o n a j e

n egr o

e n l o s b a y o u s d e l a l u is ia n a e s pa ñ o l a

(1789)

A comienzos de la década de 1780, los desmanes de un nutrido grupo de cimarrones negros preocuparon seriamente a las autoridades de la Luisiana española. Estos cimarrones, si damos crédito a Don Estevan Miró, «Coronel del Regimiento de Infantería fixo de la Luisiana y Comandante encargado del Gobierno Político y Militar de esta Provincia», habían sido el terror de los hacenderos, «pues no había días que no encontrasen rastro de reses muertas en una u otra casa de campo, llegando [los blancos] hasta a temer por sus vidas por haber cometido [los cimarrones] seis asesinatos en dos partidas de viajantes». En 1784, Miró logró por fin capturar a 103 cimarrones, entre ellos al famoso líder Saint-Malo. Lo que más le había ido preocupando al coronel era que «tomasen estos levantados tal incremento que llegasen a formarse un palenque, como el de Jamayca; pues el paraje en que se hallaban es por su situación capaz de ser   Creación francesa, la Luisiana, ancha faja de tierra que atravesaba en diagonal buena parte de América del Norte y que incluía, entre otros territorios, los actuales estados sureños de Luisiana, Alabama y la Florida, fue española entre 1763/1769 y 1803. En 1803, los españoles la vendieron a Napoleón, quien la revendió casi inmediatamente a los Estados Unidos de América del Norte.   Carta de Estevan Miró con fecha de 31 de julio de 1784, Nueva Orleans, AGI Santo Domingo, 2549, n° 127.   A raíz de sus grandes comunidades cimarronas y la guerra intermitente entre blancos y cimarrones, Jamaica aparecía, en el siglo x v iii , como la tierra cimarrona por excelencia. Véase el informe redactado por Bryan Edwards a fines del siglo x v iii , «Observations on the disposition, character, manners, and habits of life, of the maroon negroes of the Island of Jamaica» (Edwards 1996) y el estudio de Orlando Patterson (1996), «Slavery and slave revolts: a sociohistorical analysis of the first Maroon War, 1665-1740». El «palenque de Jamaica» se menciona repetidas veces en documentos españoles de la época.

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defendido por quinientos hombres contra cualquier número. No hay más entrada que la de un estero que da al Lago Borgne, y de él salen varios ramos en que por estrechos no puede ir más de una piragua tras otra estando los contornos anegados, lo que basta para concebir cuan fácil es que pocos [cimarrones] detengan a muchos [perseguidores blancos]». Siempre, en cualquier área latinoamericana o caribeña donde existiera la plantación esclavista, hubo esclavas y esclavos –o grupos de esclavos– que abandonaron definitivamente la hacienda que les había tocado para buscar una vida mejor en algún paraje inaccesible. Esta práctica –que llamaremos cimarronaje de ruptura– era la forma más radical de todo un abanico de prácticas de evasión. La aventura del «gran cimarronaje» iba precedida, a veces, por un movimiento insurreccional. Una forma menos radical era el cimarronaje intermitente: la fuga –ocasional, repetida– para escapar a un castigo inminente, para reunirse con su pareja o como medio de presión para obtener mejores condiciones laborales. Con el nombre de cimarronaje disimulado o encubierto designaremos, por fin, ciertos actos de resistencia que los esclavos, sin dejarse descubrir, cometían casi diariamente en las plantaciones o sus alrededores: reuniones religiosas o «políticas», viajes nocturnos, robos, comercio clandestino, etc. El cimarronaje encubierto contribuye a explicar no sólo la sobrevivencia –o mejor, la recreación– de prácticas culturales «africanas» en las plantaciones, sino también la existencia de formas de autoorganización de los esclavos. Las fronteras entre las diferentes formas de cimarronaje no resultan siempre nítidas. Según las circunstancias, el cimarronaje encubierto o intermitente podía dar paso al cimarronaje de ruptura. La historia que evocaremos a continuación, la de Luis y Enrique, dos cimarrones negros de Movila (Luisiana española), permite entrever la continuidad que de hecho existe –o que puede darse– entre estas diferentes formas de cimarronaje. Es una «historia mínima» cuyo interés principal está en sus detalles.

  En su muy importante y ricamente documentado libro Africans in Colonial Louisiana, Gwendolyn Midlo Hall (1992: cap. 7) evoca largamente la vida y la resistencia de los negros cimarrones –entre ellos Saint-Malo– que vivían, en la proximidad de las haciendas, en los bayous y los cipresales del bajo Mississippi, cerca de Nueva Orleans.   Práctica que los esclavistas franceses, en las Antillas, calificaban de grand marronnage (Gabriel Debien 1974: 412-422).   Véase a este respecto el capítulo 6 de este libro.   Es, a grandes rasgos, el petit marronnage tal como lo definió Gabriel Debien (1974: 422-424).

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El Proceso criminal contra los negros simarrones Luis y Enrique Entre el 9 y el 17 de marzo de 1789, Vicente Folch, comandante políticomilitar de Movila (hoy Mobile, Alabama), plaza recién incorporada a la Luisiana española, instruye un proceso criminal contra los negros cimarrones Luis y Enrique. Para Folch, el cimarronaje de los esclavos negros no constituía ninguna novedad. Unas dos semanas antes, a fines de febrero de 1789, había organizado una expedición para capturar a un grupo de negros que se escondía en los bayous (‘esteros’) cercanos. Punto de partida del proceso contra Luis y Enrique fue un parte oral de Joseph Hardage, protestante de 45 años y habitante10 de Movila, quien acusó a uno de los cimarrones, Enrique, «de haber disparado tres tiros de fusil sobre los blancos que los prendieron» (230r.). Este suceso tuvo lugar en la habitación de Cornelius Macurtin11. De hecho, Enrique no mató ni hirió a nadie, pero desde la perspectiva de los blancos esclavistas, había cometido, al dirigir su arma contra uno de ellos, un delito grave. Las actas del juicio correspondiente están redactadas en español, la lengua oficial del territorio. Para los interrogatorios, Folch recurrió a los servicios del «intérprete de la lengua Proceso criminal contra los negros simarrones Luis y Enrique (1789). AGI Cuba, 172 A, folios 229-245. Los cuatro testigos blancos interrogados son, sucesivamente, Joseph Hardage (f. 230v.-232v.), Michel Lefl (232v.-234v.), Daniel Lyons (235r.-237v.) y Juan Donovan (237v.-239v.). Nótese que dos de ellos, Lefló y Donovan, no sabían firmar. Los cimarrones, que tampoco firmaron, son Luis (237v.-242r.) y Enrique (242r.-244v.). Todos los testimonios que se citan en este capítulo provienen de este documento, motivo por el cual nos limitaremos a indicar, después de cada cita, el folio –o los folios– pertinentes.   David A. Bagwell, «Working History of Hal’s Lake» (documentos en internet). 10  Meros préstamos del francés habitant y habitation, los términos habitante y habitación adoptan en este proceso el significado que tienen en el mundo colonial francés: «dueño de plantación» y «plantación». 11  Según el censo español de 1786 del distrito de Movila (Hicks / Griffin 1999 : documentos en internet), Cornelius McCurtin tenía (en 1786) 34 años, y su esposa –sin nombre– 36. David A. Bagwell (Working history of Hal’s Lake, documentos en internet) afirma que «Cornelius McCurtin was an Irishman who came to West Florida about 1769 and, under the Spanish government, became an officer in the Spanish militia at Pensacola and Mobile. In 1789 he was 37 years old, and lived on a corn and chickpea plantation in the Tensaw area with his wife Eufrosine P. Bausage. He also owned property on Dauphin Street in Mobile». Estos datos resultan interesantes, pero hay que corregirlos en cuanto a la identidad de la esposa de McCurtin. En el proceso se menciona la presencia de una tal Margarita Macurtin, de hecho la primera esposa de Cornelius McCurtin. Margarita (LeFlore) era hija de Jean Baptiste LeFleau (Versailles, 1720) y hermana de Michel Lefló o LeFlore (Thompson 2006 : documentos en internet). Cornelius McCurtin no se casó con Eufrosine Bausage (o Bousage, Bosarge) sino en 1806, en segundas nupcias (Treon 1999: documentos en internet).  

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inglesa de esta plaza» (230r.), Santiago [sic] de la Saussaye: los reos (oriundos del Sur de Estados Unidos) y la mayoría de los testigos blancos eran, sin duda, anglófonos. De la Saussaye fungió también de escribano. Para hacerse una idea precisa de los sucesos mencionados por Hardage12, Folch convoca al propio Hardage y a otros tres testigos blancos: Michel Lefló [sic], joven natural de Movila y, a todas luces, cuñado de Macurtin13; Juan Donovan, irlandés, mayordomo de la habitación de Macurtin; y el irlandés Daniel Lyons, presente en el momento de los sucesos «por una casualidad» (235r.). Al final, el «juez» interrogará todavía a los dos reos, Luis y Enrique. Los testimonios de los blancos son como «variaciones» sobre el mismo tema: cada uno de ellos cuenta la historia a su manera y con detalles que le son propios, pero en cada versión se reconoce un núcleo común. Los sucesos que provocaron la denuncia de Hardage fueron, a grandes rasgos, los siguientes. Al anochecer del día 6 o 7 de marzo (Lyons: 235r.), en la habitación de Mr. Cornelius Macurtin, una negra sin nombre avisó que el negro Luis acababa de penetrar en la cocina. Esclavo de Macurtin, Luis se había evadido pocos días antes del fuerte donde se hallaba preso. Dos de los hombres presentes lo conocían: el irlandés Donovan, mayordomo de la hacienda, y el joven Lefló. Corriendo inmediatamente a la cocina, Donovan se traba en una lucha de titanes con el negro que tiene, dice Hardage, «el fusil en la mano y un cuchillo a cada lado» (231r.). Dos de los blancos presentes, Lefló y el irlandés Lyons, ambos jóvenes, acuden para liberar al mayordomo. Mientras amarran al cimarrón, oyen, desde más allá del fondo del jardín, dos disparos sucesivos. Interrogado por los hombres que acaban de capturarlo, Luis confiesa que no ha venido solo, sino con un compañero, Enrique. Lyons y Lefló parten inmediatamente en busca del otro cimarrón. En un bayou que queda a espaldas de la casa, a una milla o media milla, descubren una piragua. Se emboscan entre las cañas hasta oír los pasos del otro cimarrón. Lyons le dispara sin avisar. El negro –Enrique– le responde con otro disparo. Los blancos lo persiguen. Al alcanzarlo, Lyons lo golpea dos veces con un cuchillo, aunque sin herirlo, porque al fugitivo lo protegen su sombrero y la manta que lleva en la espalda. El cimarrón se lanza al río, pero, al oír las amenazas de sus adversarios, acaba por entregarse. 12  El escribano le atribuye a veces el patrónimo Hardrige, pero si nos atenemos a su firma, su apellido era Hardage. 13  Michel LeFlore, nacido el 30 de octubre de 1767 en Movila, era hijo de Jean Baptiste LeFleau. En 1789 tenía, pues, 20 años. En 1790 se casó con la india Achuka, de nación choctaw (Thompson 2006: documentos en internet).

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Interrogados por Folch, los dos cimarrones confirman, a grandes rasgos, la versión de los testigos blancos. Por motivos bastante obvios, Enrique niega haber disparado contra sus perseguidores: «Preguntado por qué hizo tan viva resistencia a los blancos que lo prendieron, responde que fue sólo por intimidarlos, y que el tiro que tiró a uno de ellos lo dirigió hasia un lado para no hacerle daño» (244r.). La irrupción de dos negros cimarrones debe de haber sido un acontecimiento memorable para los blancos, hombres y mujeres, que esperaban la hora de la cena en la habitación de Mr. Cornelius Macurtin, aparentemente ausente, pero para la «gran historia» no se trata sino de una peripecia irrelevante. Desde mi perspectiva, el mismo episodio no es ni lo uno ni lo otro, sino la punta del iceberg de una realidad por investigar. Rara vez el historiador tiene la oportunidad de «ver» o de «escuchar» a un cimarrón, a uno de esos esclavos fugitivos que inquietaban o amenazaban, de una manera u otra, la aparente paz de las sociedades esclavistas. Nómadas al margen de la ley, los cimarrones se movían bastante libremente a través del espacio geográfico y social, relacionándose con las personas más diversas y provocando desórdenes de varia índole. Al arrojar cierta luz no sólo sobre el fenómeno del cimarronaje, sino también sobre la sociedad esclavista en general, las historias de cimarrones, aún cuando, como en este caso, sean de envergadura modesta, constituyen un objeto de investigación fascinante. Para los cimarrones Enrique y Luis, los sucesos del 6 ó 7 de marzo de 1789 no eran sino un episodio de una historia mayor: la de su larga marcha hacia la libertad. Esa otra historia no se narra directamente en el proceso criminal. Como en otros casos análogos, el juez que hace de «historiador oral» (véase la introducción de este libro) no se interesa, en efecto, sino por los «crímenes» cometidos por los reos: en primer lugar, el de haberse atrevido a dispararles a unos hombres blancos; accesoriamente, el de haber cometido una serie de robos. Para nosotros, hoy, estos «crímenes» no tienen importancia. Lo que nos interesa es más bien el contexto que les permitió a los cimarrones cometerlos. Irse ¿Cuáles fueron –o cómo se explican en el proceso– los motivos que incitaron a Luis y a Enrique a alejarse del espacio de los blancos? Interrogado por el juez a este respecto, Luis, esclavo de Cornelius Macurtin, alega que «se escapó del fuerte porque un negro llamado Enrique le dijo que había oido decir a su amo que lo queria maltratar» (240r.). El hecho de que Luis, en vez de trabajar en la

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habitación de su amo, estuviera en el fuerte bajo vigilancia militar, sugiere que hubo, anteriormente, desavenencias de cierta gravedad entre el esclavo y su amo. Enrique, al ser interrogado acerca de los motivos que tuvo para irse, alega que fue «sedusido por el negro llamado Luis» (242v.). Respuesta que deja perplejo al juez: «¿Por qué conducto lo sedujo, pues que el otro negro se hallaba preso en el fuerte?» (242v.). A esto, Enrique responde sin vacilar «que dicho Luis lo envió a llamar por un forçado14 llamado ‘el Poblano’, y le propuso irse simarron con él» (242v.). Aunque sea imposible comprobar esta afirmación, el éxito inicial de la fuga de los dos esclavos demuestra, por sí solo, la existencia de eficientes conductos de comunicación entre esclavos teóricamente incomunicados. Todos los testigos blancos aluden al arrojo y la fuerza hercúlea de Luis. Lefló, por ejemplo, afirma que «Luis, viéndose habido por dicho Donouan [el mayordomo], salió de la cosina llevándolo en peso, a cuyo tiempo ocurrieron a su socorro el que declara y Lyons» (233r.). Lyons pretende que el cimarrón lo amenazó con su fusil y que lo hirió en la mano con un cuchillo. Tanto Lefló como Lyons enfatizan el trabajo que les costó amarrar –junto con el mayordomo– a Luis. Trocando los nombres de uno de los blancos y atribuyéndose a sí mismo un papel protagónico, Hardage, en su declaración, afirma esencialmente lo mismo. Pero ¿cómo hizo Luis para escapar del fuerte? Interrogado al respecto, Luis dice –con la mayor naturalidad– que «salió por la puerta». El juez le hace observar que «falta a la verdad diciendo que salió por la puerta cuando ésta se sierra poco después de puesto el sol. Y aunque quedan los postigos abiertos, el rastrillo exterior queda siempre serrado y nadie puede entrar ni salir sin que la centinela la abra» (240r.). Sin tomar en cuenta los argumentos del juez, Luis vuelve a afirmar simplemente que salió por la puerta. A la misma pregunta del juez, Enrique, su compañero, contesta que «la primera vez [Luis] le dijo que había saltado por la muralla, [y] que la segunda le dijo que había salido por la puerta» (242v.). En cualquiera de las hipótesis, cabe reconocerle a Luis grandes habilidades. Si saltó por la muralla, demostró notables aptitudes acrobáticas; si salió por la puerta, una evidente facilidad para granjear complicidades. Es verosímil que Luis, hombre de unos treinta años, experimentado e intrépido, haya sido el motor de la empresa común. En varias de sus respuestas, su compañero menor, Enrique, un joven de 19-20 años, pretende haber sufrido presiones por parte de él. Así, al preguntársele «por qué tuvo atrevimiento de tirar a los blancos que estaban prendiendo a Luis» (243v.), responde «que Sin duda lo mismo que forçat en francés: «condenado a trabajos forzados». A juzgar por su apodo, El Poblano podría haber sido de Puebla (México): ¿indio, negro, mestizo, blanco? 14 

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estaba ebrio y que por eso tiró, y que aunque el negro Luis le había dicho que si no hacía fuego a los blancos que quisieren prenderlo lo mataría indefectiblemente. No obstante, los tiros que tiró, los disparó al aire» (243v.-244r.). Se podría sospechar que Enrique, al atribuir a Luis la responsabilidad «intelectual» de los disparos contra los blancos, busca más que nada salvar su pellejo. Las declaraciones del irlandés Lyons tienden a confirmar, sin embargo, que el joven no extremó su resistencia contra los blancos. Según Lyons, en efecto, Enrique, al recibir de él la segunda cuchillada, se tiró al río. Ahí, «el declarante [Lyons] dijo al negro que si lo obligaba a meterse al agua lo haría miajas a cuchilladas, a lo que añadió Lefló [el otro blanco] que si no salía a tierra en el momento, le hacía saltar la tapa de los sesos» (236v.-237r.). A esto, siempre según el irlandés, «el negro vino para tierra y lo cogieron el declarante y Miguel, y viéndose ya preso, les dijo que él no les haría mal, pero que había otro negro a quien debían temer. Pero conociendo el declarante que su expresión se dirigía a intimidarles, le respondió que aunque hubiere dies negros, no dexaría por eso de ir preso» (237r.). Solo frente a dos blancos que parecían resueltos a prenderlo como fuera, Enrique prefirió, pues, abandonar toda resistencia. ¿Cómo habían llegado a conocerse Luis y Enrique? El juez, curiosamente, no se lo preguntó a ninguno de los dos. Quizás su amistad tuviera algo que ver con el hecho de haberse criado ambos en la misma área: Luis dijo ser natural de «Charlestown» (239v.) y Enrique de «la Carolina» (242r.)15. Pero no eran esclavos del mismo dueño. Tampoco es probable que se hayan conocido en una iglesia: para nuestra sorpresa, no sabemos si también para la de Folch, Enrique confiesa no haber sido bautizado ni tener religión alguna. ¿Dónde, entonces, se conocieron? Todo, en realidad, sugiere la existencia más o menos subterránea de redes de comunicación y de espacios que propiciaban encuentros entre esclavos de diferentes plantaciones y, sin duda, con negros libres. Para decirlo de otra manera, lo que sustenta la historia de Luis y Enrique es sin duda la existencia de una black community local (Cfr. Rawick 1972). El esclavo y su pareja Algo que no deja de sorprender en este proceso es que a ninguno de los testigos blancos se le haya ocurrido aclarar o preguntarse por qué Luis, alcan-

Por lo visto, ambos esclavos se vieron involucrados en la Second Great Migration (Berlin 1998: xxiii-xxvi): un desplazamiento general de la cultura de plantación hacia el oeste que comenzó un poco antes de 1800. 15 

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zada ya su libertad, se arriesgó a volver –y sin tomar grandes precauciones– a la habitación de su amo (aparentemente ausente en el momento de los sucesos). Lyons, cuyo testimonio resulta más detallado que el de los demás blancos, afirma que «habiéndose encontrado en la habitacion de Mr Macurtin por una casualidad, segun le parece el seis o siete de este mes, oyó que una negra decía a su ama que el negro Luis había entrado en la cosina, y que le había amenasado con su fusil diciéndole que lo había de seguir, a lo que respondió la negra que se estuviese quieto, que oía venir alguno, para con esto ganar tiempo para dar aviso» (235r.). Según Lyons, el cimarrón había vuelto, pues, por una mujer. Interrogado a este propósito por el juez, Luis lo reconoce puntualizando que «fue con el fi de ver a su mujer y saber de ella qué es lo que decía su amo de él» (241v.). La negra no era, pues, una negra indiferente, sino la mujer o la esposa de Luis. Para el juez, lo que Luis pretendía con su visita era «inducir a su mujer de que se fuese simarrona con él, amenazándola de matarla en caso de resistirse» (241v.). Luis – no sabemos si refiriéndose al primero o al segundo alegato del juez - contesta diciendo que «no hizo tal cosa». Si damos crédito a Lyons (y a Hardage), la mujer de Luis no sólo se mostró reacia a seguir a su marido, sino que se apresuró a delatarle a su ama la presencia de su hombre. La actitud aparentemente traicionera de esta esclava sin nombre exige un breve comentario. A raíz de su situación laboral relativamente privilegiada y las relaciones entrañables que a menudo mantenían con sus amas, las esclavas domésticas no solían acoger con gran entusiasmo la idea de acompañar a los hombres –ni siquiera a sus maridos– hacia un paraje desconocido. Menos aún cuando tenían hijos: la casa hacienda ofrecía sin duda condiciones mucho mejores para el cuidado de su prole que un palenque16. Por eso mismo son frecuentes, en los procesos, las alusiones a la resistencia que las esclavas domésticas oponían a los planes de fuga de sus hombres o maridos. En el juicio instruido en 1833 contra los esclavos insurrectos de Banes (Cuba), la esposa de uno de los dirigentes narra el altercado violento que tuvo con su marido por no querer irse con él al monte; ambos, casualmente, eran africanos (véase el capítulo 6 del presente volumen). En otro juicio, realizado en 1838-1839 contra el insurgente Manoel Congo en el interior de la provincia de Rio de Janeiro, varias esclavas domésticas afirmaron haber sido llevados a la selva contra su voluntad (Lienhard 2005: cap. 3). Lo que sugieren tales «detalles» es una divergencia fundamental de intereses entre esclavas del servicio doméstico y esclavos de plantación. Es significativo, en el caso que nos ocupa aquí, que ninguno de los dos testigos que decían conocer a Luis –Michel Lefló y el mayordomo Donovan– mencionara 16 

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Genovese (1976: 648-649) constata lo mismo para el Sur de Estados Unidos.

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la relación que existía entre el cimarrón y la esclava de la cocina. Su silencio al respecto delata el hecho de que en el mundo de la plantación esclavista, las relaciones matrimoniales o familiares de los esclavos eran a menudo, en los dos sentidos principales de la palabra, ignoradas por los blancos. Agréguese a esto que de manera general, las mujeres, aun cuando se tratara de las blancas, contaban poco en el mundo patriarcal de la plantación17. En el proceso que estamos comentando, sólo Hardage alude a que varias señoras (blancas) presenciaron los sucesos del anochecer del 6 o 7 de marzo: «despues que dicho negro Luis quedó bien amarrado entró una negra [a] avisar que había oido hablar indio, cuya noticia amedrentó las señoras que se hallaban allí, y se oponían a que los hombres salieren en busca del que había tirado los dichos tiros» (231r.-231v.). Estas señoras asustadizas –nótese el estereotipo– eran, como revela luego el mismo Hardage, Margarita Macurtin (la esposa del dueño18) y su amiga María Josefa Juzan (232r.). Ninguno de los demás testigos alude a la presencia de estas señoras. El comandante que hizo de juez no se tomó, huelga decirlo, el trabajo de interrogarlas. Tampoco interrogó a la esclava sin nombre. El cimarronaje de ruptura El proceso criminal contra Luis y Enrique evidencia que los dos esclavos habían decidido abandonar definitivamente el espacio de la plantación; habían preparado su viaje con gran circunspección, sabían adonde iban y disponían de los recursos necesarios: medio de transporte, armas, herramientas, enseres domésticos, alimentos. Según la confesión de Luis, «cuando salieron de la La mejor imagen de ese mundo patriarcal es sin duda la que aparece en Casa-grande e senzala de Gilberto Freyre (1933). 18  Algunas fuentes genealógicas aseguran que Margarita (LeFleau) McCurtin murió en 1787 al dar a luz a un hijo que tampoco sobrevivió. Si esto fuera cierto, ¿quién sería la Margarita Macurtin que se menciona en este proceso? ¿Un fantasma? De hecho, Margarita McCurtin-LeFleau debe de haber muerto unos años después. Lo sugieren los datos siguientes. El 20 de febrero de 1793, una Marguerite McCurtin representó, en el bautizo del hijo de Adam Hollinger & Marie Joseph Juzan, a una de las madrinas («Marriages…», documentos en internet). Marie Joseph Juzan, como sabemos, es el nombre de la otra señora que asistió, juntamente con Margarita Macurtin, a la captura de Luis y Enrique. Un año antes, el día 11 de abril de 1792, Cornelius McCurtin había hecho de de testigo en la boda de la pareja Adam Hollinger & Marie Joseph Juzan (ibíd.). Si consideramos que Marguerite McCurtin y Cornelius McCurtin apadrinaron, ambos, a esa pareja, y que la esposa de Cornelius se llamaba Marguerite, resulta evidente que la Margarita Macurtin de nuestro proceso era la esposa –viva– de Cornelius McCurtin. 17 

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Movila fueron hasia los Apalaches y de allí se dirigieron hasia la habitacion de Bouffller, donde cogieron una piragua, y con ella se dirigieron hasia al bayú que cay a las espaldas de la habitacion de su amo» (240v.). Enrique completa el testimonio de su camarada agregando que «el negro Luis llevaba una pagaia [‘remo’, del francés pagaïe] consigo, y que robaron otra a unos indios que estaban a las inmediaciones del río» (243r.). Antes los cimarrones se habían hecho de un fusil, decomisándolo a uno de los vaqueros del difunto Juan Bautista Lussér (Luis: 240v.). Al irse de Movila la primera vez, se llevaron del almacén de Miguel Eslava19, amo de Enrique, «dos cubiertas, tres pavos, cuatro carrotas de tabaco, una botija de aguardiente de caña, cuatro cuchillos, unas veinte balas, una poca de pólvora y seis panes» (Luis: 243r.). Regresando a Movila robaron todavía «cuatro o cinco botellas de aguardiente de caña, dos de vino, tres pavos, cuatro gallinas, dos calderos y dos hachuelas» (Luis: 241 r.). Enrique, en su confesión, duplica el número de botellas de aguardiente y de vino y agrega el arroz y los frijoles: comida típicamente afroamericana. Según Luis, su camarada tenía «una estaca de quita y pon por donde entraba siempre que queria robar algo de dicho almacén» (241r.). En suma, los cimarrones disponían de todo para lanzarse a la aventura del «gran cimarronaje»: una piragua con sus remos, frazadas, armas, herramientas y enseres de cocina, abundante comida y una reserva apreciable de alcohol (recuérdese que Enrique declaró haber estado ebrio en el momento de los sucesos investigados). Luis, además, iba sin duda a llevarse a su mujer. La estaca de quita y pon En muchos testimonios de esclavos se entrevé que ellos, aún cuando se hallaban sometidos a los rigurosos horarios laborales de una plantación, solían arreglárselas para crearse –a espaldas del administrador o, más raramente, en sus mismas narices– espacios o momentos de libertad relativa20. Los momen19  Unos 15 años más tarde, el día 29 de noviembre de 1804, Miguel Eslava, «militia captain, warehouseman and minister of the Royal residence in this place», apadrinó a Louise Hollinger, hija de la consabida pareja Adam Hollinger & Marie Juzan («Marriages…», documentos en internet). El mundo blanco de Movila o Mobile era, sin duda, un pañuelo. 20  En su libro Moments of freedom: anthropology and popular culture, Johannes Fabian (1998: 139), considera que la llamada «cultura popular», lejos de implicar una actitud constante de resistencia por parte de sus practicantes, debe ser vista más bien como un «proceso permanente» a lo largo del cual «el poder es sucesivamente establecido, negado y restablecido». Los momentos en los cuales triunfa una actitud de creación y negación son

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tos más propicios para actuar con cierta libertad eran, obviamente, las horas nocturnas: from sundown to sunup21. En la historia que estamos discutiendo, la plantación se encontraba rodeada de esteros (bayous), todo un paisaje acuático en el cual se deslizaban, en sus piraguas, los indios y los negros cimarrones. Desde los bayous llegaban, inquietantes, voces y gritos nocturnos de los indios: «oyeron» – declara Lefló en el proceso– «otro tiro hasia la banda de afuera de la barrera, y seguidamente gritar del modo que hacen los indios cuando hacen alguna muerte» (234r.)22. De un bayou emergieron Luis y Enrique cuando hicieron irrupción en la hacienda de los Macurtin. Para los blancos, este universo acuático resultaba casi inaccesible. Folch, en un oficio del 7 de marzo de 1789 –poco anterior, pues, al proceso de Luis y Enrique– narra las dificultades que él y sus hombres tuvieron para capturar, en esos parajes, a un grupo de 13 cimarrones23. Prácticamente fuera del control de los blancos, el espacio de los bayous abrigaba sin duda parte de la «vida secreta», del cimarronaje encubierto de los esclavos (Cfr. Hall 1992: 202). Pero momentos de «vida secreta» podían surgir también en el propio espacio de las plantaciones. La alusión a la «estaca de quita y pon» que permitía a Enrique, cada vez que se le antojaba, acceder a los depósitos del almacén, sugiere que los esclavos no sólo se habían aprovisionado ahí cuando se fueron de cimarrones, sino también, sin duda, en otras oportunidades. Esa estaca era una puerta que se abría, de modo intermitente, a un mundo donde abundaban la comida y otras cosas deseables. A los esclavos los perseguía, por motivos obvios, el sueño de acceder a un país donde había de todo. Según el coronel Miró, hacia 1784, Saint-Malo y sus cimarrones habían encontrado, en los alrededores de la Nueva Orléans, una tierra que permitía la «cosecha de maíz, siendo a más tierra propicia al mantenimiento humano por las patatas, que silbestres se encuentran en gran abundancia, de mucha pesca y mariscos y de abundantísima casa»24. calificados, por Fabian, de «momentos de libertad». En tanto práctica cultural, el cimarronaje podría, sin duda, estudiarse a partir de la sugestiva propuesta de Fabian (discutida por Juan Flores en su libro From bomba to hip-hop. Puerto Rican culture and Latino identity). 21  Título sugestivo de un importante libro que George P. Rawick (1972) dedicó al surgimiento de la black community en el universo esclavista del Sur de Estados Unidos. Su investigación se basa en testimonios orales de ex esclavos estadounidenses, recogidos en las décadas 1920 y 1930. 22  En 1790, Michel LeFlore/LeFleau se casó, como ya se dijo, con una india choctaw. Es probable, pues, que sabía, al referirse a prácticas nativas, de qué hablaba. 23  Bagwell 1998 (documentos en internet). 24  Carta de Estevan Miró, 31 de julio de 1784, AGI Santo Domingo, 2549, n° 127, f. 547 r.

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A la entrada de esa tierra de la abundancia, que bautizó de Terre Gaillarde, Saint-Malo «clavó su hacha en el primer árbol diciendo Malheur au blan[c] qui passera ces bornes ! Gracias a la «estaca de quita y pon», Luis y Enrique, sin necesidad de irse de cimarrones, habían encontrado la manera de acceder, de vez en cuando, a su propia «terre gaillarde». Mas ¿por qué no se contentaron con esos momentos de libertad relativa? Por un lado, obviamente, porque la experiencia de la libertad condicional provoca, casi inevitablemente, el deseo de ampliarla, de tornarla definitiva e incondicional. Por otro, si damos crédito a las palabras de Luis, porque «Enrique le dijo que había oido decir a su amo que lo quería maltratar» (240r.). Comoquiera que sea, lo que permite entender la historia de Luis y Enrique es que la frontera entre el cimarronaje encubierto y el de ruptura podía ser muy tenue y –en ciertas condiciones– transitable. Podía no haber sino un paso entre los «momentos de libertad» que propiciaba el cimarronaje encubierto y la libertad definitiva que prometía el grand marronage.

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IV AGRESTES E IRRELIGIOSOS L d e l m a n ie l d e

o s c im a r r o n e s n e g r o s

N e iv a (s a n t o

d o m in g o

1785-1794)

Maniel: palabra que nos significa una congregación nefanda compuesta de individuos agrestes e irreligiosos. Joaquín García, gobernador de Santo Domingo, 1790

El maniel de Neiva: antecedentes históricos El cimarronaje –todo un abanico de diferentes prácticas de resistencia de los esclavos negros– fue un fenómeno endémico durante los tres o cuatro siglos que duró el sistema esclavista en las Américas. Su forma tal vez más conocida era la fuga colectiva de grupos más o menos nutridos de esclavos, seguida de su instalación en un refugio más o menos permanente. Según el caso, tales refugios recibieron nombres como quilombos, mocambos, cumbes, rochelas, manieles o palenques. En lo que sigue pretendo acercarme a un momento de la historia de uno de esos refugios de esclavos, el «maniel de Neiva». Situado en las montaAGI Santo Domingo 1102, sub. n° 32, parte 3, 25r. La grafía actual es Neiba. Preferí adoptar la que predomina en los documentos consultados: Neiva.   Fue sólo después de terminar este capítulo que tuve la oportunidad de tomar conocimiento de la monografía que el historiador dominicano Carlos Esteban Deive dedicó, en 1985, a la historia de este maniel: Los cimarrones del maniel de Neiba. Historia y etnografía. Me la obsequió –se lo agradezco aquí– José Alcántara Almánzar, director del Departamento Cultural del Banco Central de la República Dominicana. En su trabajo sólido y pionero, Deive narra, basándose en una documentación muy extensa, toda la historia del maniel. El apéndice de su libro ofrece, además, la transcripción de algunos de los documentos más    

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ñas de Baoruco, en un territorio fronterizo situado entre la parte española y la parte francesa de la isla de Santo Domingo, este maniel fue probablemente uno de los refugios más duraderos en la historia del cimarronaje americano. No se conoce su fecha de fundación, pero considerando que en 1783 Santiago, uno de sus integrantes, afirmó haber sido capturado por los hombres del maniel 45 años antes (Moreau de Saint-Méry 1984 [1797]: 1133-1134), podemos conjeturar que se remonta a la primera mitad del siglo. En 1794, aunque ya abandonado por una parte de sus habitantes, el maniel de Neiva todavía seguía existiendo. En 1785, según un censo oficial, el maniel contaba con unos 130 habitantes: más de diez veces menos que los 1800 que la imaginación de los colonos franceses les había atribuído (Moreau de Saint-Méry 1984 [1797]: 1135), pero más, sin duda, que la mayoría de los palenques caribeños que nacieron en el último siglo del régimen esclavista. Lo que justifica un estudio particular de esta comunidad es el hecho de que se trata de uno de los pocos refugios de esclavos sobre los cuales existen testimonios oculares relativamente consistentes y atendibles. Por lo común, los únicos forasteros que lograban penetrar en alguna aldea cimarrona eran los cazadores de esclavos (ranch(e)adores en Cuba, capitães-de-mato en Brasil). Casi nunca, sin embargo, tuvieron la oportunidad de observar la vida cotidiana de los cimarrones, porque éstos, al llegar sus enemigos, solían hacerse humo. Es lo que se desprende, por ejemplo, de la relación Encontrando quilombos del conquistador Inácio Correia Pamplona (1769) o del diario del rancheador cubano Francisco Estévez (1837-1842) que fue editado, hacia 1884, por el novelista Cirilo Villaverde (1982). En estos relatos encontramos, ciertamente, unos cuantos datos sobre el habitat, el número, la disposición de las viviendas y los enseres domésticos abandonados por los cimarrones, pero poco o nada sobre la organización, la política, la economía y la cultura de las microsociedades cimarronas.

importantes. El objetivo que persigue mi ensayo es más específico. De acuerdo a la orientación general de este libro (véase la introducción), traté ante todo de captar la «voz» –y las actitudes– de los cimarrones en su diálogo con los demás actores –o interlocutores– de esta historia. Por eso mismo, como en todo este libro, las voces y las fórmulas empleadas por los dialogantes, no menos significativas para la historia que los propios «hechos», ocupan un espacio importante en mi argumentación. Cabe precisar todavía que mi estudio privilegia los años 1790-1791, período álgido en las negociaciones entre los cimarrones y las autoridades de la isla.   Véase el informe del arzobispo de Santo Domingo, AGI Santo Domingo 1102, sub. n° 35, 11 de junio de 1794.   AGI Santo Domingo 1102, n° 20, 14 de julio de 1785.

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En virtud de los acuerdos firmados entre España y Francia en 1777, cada uno de los dos Estados que compartían la isla de Santo Domingo se comprometía a devolverle al otro los esclavos que habían cruzado la frontera entre la parte francesa y la parte española. Desde el siglo x v ii , la parte española –en particular la sierra de Baoruco– servía de refugio a numerosos esclavos de la parte francesa. La cuestión de su devolución ocasionaba negociaciones casi constantes entre las autoridades francesas y españolas (Deive 1980: 501-543). Más de una vez, como admite el funcionario francés Moreau de Saint-Méry en su Description (…) de la partie française de l’isle Saint-Domingue, los franceses, ante la evidente inercia de los españoles, intentaron rescatar sus esclavos por cuenta propia (Moreau de Saint-Méry 1984 [1797]: 1131-1136). Refiriéndose a una incursión en las montañas de Baoruco que los franceses realizaron en 1761, Moreau escribe: «Apostados detrás de un rellano, los negros desafiaban bailando a sus adversarios. Éstos, furiosos, se arrojaron a unos hoyos cuyo fondo estaba lleno de puntas de madera de pino, recubiertas de lianas y yerbas rastreras; 14 mulatos, que formaban aproximadamente la mitad de los atacantes, quedaron lisiados» (1130). El reducto cimarrón disponía, pues, de un sistema de defensa muy eficaz. A lo largo de los años 1770, siempre según el mismo consejero francés, los cimarrones del Baoruco seguían «asesinando, saqueando y secuestrando negros» en la región de Grands-Bois, Fond-Parisien y Sale-Trou (1132). En los años 1776-1777, una muy costosa expedición francesa, dirigida por M. de Saint-Vilmé, representante del rey francés en Mirebalais, termina en desastre. En 1778, los españoles, gracias a la traición de la esclava cocinera Anne, a esa altura cautiva de los cimarrones, logran apresar a Kebinda, dirigente del maniel y pretendiente de la cocinera (11321133). Aunque calificado por Moreau de Saint-Méry de «criollo de la selva», este personaje bien podría haber sido, como su nombre lo sugiere, africano de origen cabinda. En 1782, un colono francés, M. de Saint-Larry, realiza, gracias a la mediación de cuatro españoles (Jean López, Simon Silvère y los «cuarterones libres» Diègue Félis y Antonio Félis), un encuentro con una delegación de 14 cimarrones (1133). Los jefes de la delegación cimarrona son Santyague, «negro español, criollo de la Banica, prisionero de los cimarrones desde hacía 45 años», y Philippe, «criollo de la selva» (1133-1134), personajes que conoceremos luego como dirigentes del maniel de Neiva. El 3 de mayo Tanto en éste como en los demás textos citados la ortografía y la puntuación sigue las normas actuales. Se optó, sin embargo, por conservar la ortografía original para los nombres propios, los topónimos, los vocablos no castellanos y las palabras cuya grafía parece delatar una pronunciación local o particular.  

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Plano ideal del valle en el que estaban acampados los esclavos desertores de España y Francia en las montañas de Bauruco a mediados de este año Explicación 1. Cordellera de montaña muy elevada, áspera y montuosa 3. 4. Barrancos profundos también sembrados de bosque espeso 5. 6. 7. Aduar o maniel de dichos esclavos alojados en malas chozas, construidas de ramaje [y] divididas en ranchos. 2. Rancho en una pequeña loma, que ellos le dan el título de La Vigia, de la cual se ve la mar. Santo Domingo, 16 de noviembre de 1785. Antonio Ladron de Guevara Plano de las montañas de Bauruco que en el partido de la Villa de Neyba sirven de abrigo a los esclavos desertores de España y Francia en esta Isla Española de Barlovento Descripción Las mencionadas montañas de Bauruco tienen de circunferencia 46 leguas, sus faldas por el N terminan en el valle y laguna de Enriquillo, cuatro leguas al S de la Villa de Neiva, por el E en la embocadura y bahía de su nombre, por el O en el río Pedernales y límites de ambas Coronas, y por el S se avanzan a la mar en porción circular unas diez leguas. Son sumamente elevadas y escarpadas y sembradas de montes vírgenes, e inexpunables por naturaleza, como la experiencia lo ha hecho demostrable en las diferentes empresas que se han intentado contra aquellos fugitivos, sin fruto alguno, haciendo burla de nuestras tropas, a pesar de no omitir las mas activas y eficazes providencias y ardides para ver de dominarlos en tan asombrosas asperezas. La realidad de su constitución bien lo manifiesta el Diario, no obstante de haber procurado los prácticos conducir por los terrenos menos escabrosos a los Señores Comisionados de España y Francia al valle en donde en aquellos días se hallaban acampados todos aquellos individuos que anhelan reducirse a vida civil y cristiana. Aunque siempre unidos, es un aduar a similitud del de los africanos, sin establecimiento seguro, y así sus alojamientos son unas malas chozas de enramadas, que la frondosidad de los bosques los franquea para su abrigo en los sitios que mas les acomoda à sus ideas. En el día 14 de septiembre (segun el Diario), éstos van acampados en el paraje A, cuatro leguas al N del Puerto del Aujero [sic] Chico, y dos al O de las playas que llaman de Agustín, en las que desemboca el arroyo de Nisau. Santo Domingo y noviembre 16 de 1785 Antonio Ladron de Guevara (Archivo General de Indias, Sevilla: Santo Domingo 515-516)

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de 1783, la Cámara de Agricultura de Port-au-Prince considera, que «se debía dar la libertad a estos negros y recibirlos, a condición de que se establecieran en la parte francesa» (1134). Dos años después, en 1785, los dos gobiernos acordaron formar una comisión bipartita para realizar una visita al maniel de Neiva. Los cimarrones que vivían en esta población eran, en su gran mayoría, «franceses» o, más exactamente, esclavos procedentes de la parte francesa de la isla o descendientes de ellos, pero las autoridades de la parte española nunca contemplaron seriamente la hipótesis de devolverlos a la potencia vecina. En 1788, el rey español concedió el indulto a todos los integrantes del maniel que se mostraran dispuestos a acogerse a la «protección» española. En los años sucesivos se realizarán, sea en la villa de Neiva, en las Aoñamas (Auyamas) o en el propio maniel, numerosos encuentros entre cimarrones y emisarios de las autoridades españolas para discutir las modalidades de la reducción del maniel. Huellas escritas de este largo y complejo proceso de negociación se hallan depositadas en los informes de la comisión bipartita de 1785 y, luego, en la correspondencia entre diferentes órganos y funcionarios de la parte española. Una lectura cuidadosa de estos materiales permite acercarse no sólo a la realidad material de un refugio de esclavos, sino también a la «política» y el «discurso» de una comunidad de cimarrones. El maniel en 1785: instantánea El primer documento que nos interesa comentar en este contexto es la Relación y diario del reconocimiento que pudo ser practicable en la Montaña de Bauruco del 10-15 de mayo de 1785. La organización material de esta misión de reconocimiento corría a cargo del ingeniero voluntario y teniente del batallón fijo don Lorenzo Núñez. Sus participantes fueron Don Luis de Chaves y Mendoza (decano de la Audiencia de Santo Domingo), M. Jean-Marie Demarattes (capitán de dragones de las tropas nacionales de Saint-Domingue10), ambos «comisionados por sus respectivos países para la civilización de los negros», el Dr. don Juan de Bobadilla, cura de la Villa de Neiva, y Don Antonio Pérez, escribano real. El documento lleva la firma de Antonio Ladrón de Guevara. La   Término central del lenguaje del expansionismo español, reducción es la palabra clave de un campo semántico que abarca significados como ‘liquidación’, ‘neutralización’, ‘domesticación’, ‘asimilación’, ‘dispersión’, ‘colonización mental’, etc.   AGI Santo Domingo 1102, No. 62.   Cfr. AGI Santo Domingo 1102, sub. n° 20, 1r. 10  Cfr. AGI Santo Domingo 1102, sub. n° 20, 1r.

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relación empieza con una descripción detallada del camino de acceso al maniel. Para dar una idea de cómo los miembros de la comisión percibieron la difícil topografía local, transcribiremos a continuación algunos pasajes de la última etapa de este viaje (día 12 de mayo de 1785): A las 7. 15 hicimos alto donde llaman las Aoñamas [Auyamas] por hallarse en este sitio algunas plantas de éstas11, y es un valle circuido de montañas altísimas. Aquí hay tres ranchos malformados y cubiertos, fábrica de monteros [cazadores], bastante para hacer sombra a quien se acoge a ellos, pero muy débiles para el agua (…). A las 10.5 llegamos al platanal, que es un rancho de monteros como los antedichos, donde se encuentran algunas plantas de esta especie (…). Siguiendo el mismo rumbo descendimos por la parte opuesta de la loma con mucho riesgo por lo muy pendiente de ella. Seguimos por el fondo de la cañada donde encontramos muy malos pasos por ser un piso pedregoso y lodazal, senda muy estrecha y serrada con gruesos troncos que atravesaban e impedían el paso, de tal suerte que habiendo echado pie a tierra no se consiguió pasar los caballos, porque cayeron los primeros con riesgo de estropearse, y fue preciso para los que seguían abrir un picado por donde pasaron con trabajo (…). A la 1.30 paramos en una ciénega [sic] o baño de cerdos, donde mitigamos la sed que nos fatigaba con un poco de agua fangosa que recogimos de una cortísima poza que habia en una de sus orillas (…). A las 2 seguimos la marcha y sin separarnos de los rumbos S. SSE. y SSO. Repetimos las subidas y bajadas de cuatro montañas bien fragosas y pendientes en que fue preciso pasar gran parte de ellas a pie, por lo cerrado del monte y estrecho de la senda, siendo la última de tanta altura que en su descenso gastamos 50’ y en la que experimentamos muchísima fatiga y continuado riesgo, porque a la izquierda era un escarpado montuoso y a la derecha un precipicio cuyo término no alcanzaba la vista. Aquí se apuró el sufrimiento por que– aunque bajamos todos a pie sosteniéndonos de un bastón y con mucho tiento– no nos libramos de repetidas caídas, porque faltaban los pies hacia delante y rodábamos al advitrio de la cuesta, cuyo piso era lodoso y en partes poco menos que perpendicular, siendo la condución de los caballos un afán continuado, por que hacían resistencia en muchas partes, y era preciso violentarlos no sin riesgo de que se despeñasen. Al ponerse el sol llegamos al fondo de una cañada estrecha y pedregosa, término de la antecedente bajada, y principio de la subida a la altura donde está situado el maniel. Aquí fue preciso recobrar algún tanto el aliento perdido para emprender la última dificultad. Por la misma cañada habíamos de subir, y no parecía poderse empreender sin graduarlo de temeridad. Presentábase a la vista un escarpado estrecho desfiladero entre dos lomas cubiertas de bosque, y casi perpendiculares, el camino o senda un continuado precipicio de grandes piedras firmes que no podían superarse sin el auxilio de las manos y sin advitrio para desechar tan malos pasos, que sólo se 11 

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Auyama. Calabaza (cucurbita maxima).

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podían subir uno a uno, y muy separados para asegurarse los últimos del riesgo que pudiera ocasionarles la caída de los primeros. Con infinito trabajo comenzamos a repecharle con el rumbo al OSO, y a los 14’ continuando inaccesible terminamos la subida por una senda muy pendiente de lodazal que había por la derecha sin rumbo a NNO. Continuamos después de un corto terreno llano del mismo lodoso piso al SSE descabezando la cañada anterior, luego se presentó otra corta subida, pero muy pendiente que vensimos y entramos al maniel a las 7. Como ya oscurecía el día sólo tratamos de pasar la noche, que ofrecía las mayores incomodidades. Un pequeño rancho desocuparon para nuestra habitación, sin otro auxilio que una barbacoa de tablas de palma para camas12.

La idea que insinúan estos párrafos muy descriptivos –tal vez «prerrománticos»– es, ante todo, la casi inaccesibilidad del maniel. La comisión pasará en el maniel una noche, un día y otra noche. El autor de la relación, aparentemente ajeno a la misión, sólo reporta lo que se le ofrece a la vista y lo poco que le comentan unos monteros (cazadores) allí presentes sobre el hato de Christóbal. Protegidos por la topografía del lugar, los cimarrones –dice– no precisan de defensa artificial. En una loma que llaman la «Vigia» está instalado, para guardar la entrada, uno de los negros «más ágiles» (5r.). Todos ellos andan armados de fusiles o de lanzas. La aldea, calificada por el narrador de aduar (‘población de beduinos’), consta de unas 42 casas «principales» dispuestas, en función de la topografía, a manera de un anfiteatro. Algunos ranchos más suben por las faldas de la loma de la vigía. La superficie ocupada por las casas y los cultivos (batatas, caña, plátanos13) y atravesada por unas sendas muy estrechas no mide más de un tiro de fusil. El agua se saca, en parte, de un charco al fondo de una cañada relativamente distante; también se recoge en unas «canoas» el agua de lluvia que cae de los techos de las casas. En el interior de las casas, el autor del informe ve separaciones «entapizadas», camas de tipo «barbacoa» o de hoja de yagua y fuego de leña. La alimentación básica de los cimarrones consta –le dicen los cazadores– de carne de cerdo cimarrón y un tipo de tamal: una masa de batata rallada con sal que se envuelve en hojas de plátano y se cocina en el rescoldo de los braseros. El maniel, por lo visto, es una comunidad de cazadores-agricultores. Según el relator, sus habitantes sufren, sin saber curarlas, de «evacuaciones de sangre». Él mismo asiste a la agonía de un hombre afectado de este mal, pero también al nacimiento de una niña. En cuanto a las actitudes de los cimarrones hacia los forasteros, el narrador observa una desconfianza general que se transforma, al final del encuentro con los comisionados, en un 12  13 

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AGI Santo Domingo 1102, No. 62, 2r.-4r. Otros documentos atestiguan también el cultivo del maíz.

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visible descontento. Sólo el cura, que ya los había visitado con anterioridad, recibe el homenaje de los cimarrones. Aparentemente no asociado a las negociaciones e incapaz, sin duda, de comunicarse verbalmente con los cimarrones, el relator se limita a referir tales observaciones directas, pero menos de quince días después, los dos comisionados, el español Luis Chaves y Mendoza y el francés Jean-Marie Demarattes, firman un documento bilingüe que suministra una lista supuestamente completa de los habitantes del maniel14. Los datos que se desprenden de esta lista son los siguientes: — En el maniel viven 132 personas (el informe habla de 133): 78 adultos y 54 niños. Entre los adultos se constata un casi equilibrio entre hombres (41) y mujeres (37), que no puede sino favorecer la reproducción de la sociedad cimarrona. Si tomamos en cuenta que 10 de los «adultos» tienen menos de 20 años y otros 7 cerca de 20 años, podemos concluir que la población del maniel es eminentemente «joven». — Muchos de los habitantes del maniel –un refugio ya «antiguo»– nacieron en la propia comunidad. Otros provienen –no sabemos si por haberse fugado o por haber sido raptados– «del francés» (de la parte francesa de la isla). Entre los adultos masculinos, los que vienen «del francés» (unos 30) predominan ampliamente sobre los nativos del maniel (9). Entre las mujeres adultas, 15 nativas se oponen a 11 «del francés». No se indica la procedencia de las 11 mujeres restantes; suponiendo que éstas se repartan en las mismas proporciones entre nativas y «francesas», 20-21 nativas se opondrían a 16-17 «francesas». Parece obvio, pues, que el maniel se reproduce en buena parte gracias a la «inmigración» de hombres procedentes de la parte francesa de la isla. Estos datos constituyen un argumento a favor de la tesis oficial francesa según la cual el maniel constituye un foco de atracción para los esclavos de los franceses15. 14  AGI Santo Domingo 1102, n° 20. Las versión española no coincide siempre con la francesa. Nombres u otros datos difieren, a veces, de una para otra, o faltan en una de las dos. Así, por ejemplo, la mujer de uno de los dirigentes del maniel, Phelipe/Philippe, es Margarita en la columna en español y Marie en la otra. En la columa en francés, la mujer de Gabriel no tiene nombre ni edad. 15  En una carta del 9 de noviembre de 1790 al gobernador, el teniente Núñez, recordando esta tesis francesa, ofrece su propia interpretación del fenómeno: «Yo, sobre el asunto que VS. encarga de los negros que se han huido de los mulatos franceses refugiados [en la parte española], y que dicen los han amparado en el maniel: yo puedo decir a VS., según he averiguado, que ésta es pura calumnia (…). He conocido, Señor, que los infelices del maniel están

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— Hay 30 parejas en la comunidad, «mixtas» en su mayoría. 19 de estas parejas tienen hijos (42 en total). En la mayoría de las 11 parejas sin hijos (o sin hijos presentes), la mujer es mayor o, al contrario, muy joven (adolescente). — Hay 7 mujeres que viven solas. 6 de ellas tienen hijos (12 en total) y labranza. 2 de ellas son viudas. 4 de estas mujeres son, aparentemente, madres «solteras»; sus hijos más jóvenes tienen entre 2 años y 4 meses. Sólo 1 de las mujeres que viven solas no tiene hijos ni labranza; de hecho es muy joven (15 años) y proviene –quizás recientemente– «del francés». — Hay 11 hombres solos. Ninguno de ellos tiene hijos (presentes). De los 11 6 tampoco tienen labranza; tal vez sean «inmigrantes» recientes (5 vienen «del francés», 1 es holandés). Si se reúnen los datos que se desprenden de los dos documentos analizados, del testimonio ocular y la lista de habitantes, el maniel de Neiva parece una comunidad sólidamente instalada, bastante equilibrada en términos de sexos, «mixta» en cuanto al origen de sus habitantes, relativamente joven y sin duda capaz de autorreproducirse, de alimentarse y de protegerse. Casi un idilio… Las apariencias, sin embargo, no lo son todo. Los dos documentos mencionados no son, en efecto, sino una especie de «instantánea» del maniel, una imagen fija que se tratará, ahora, de poner en movimiento. Política cimarrona: ¿bajar o no bajar? El 25 de abril de 1791, el gobierno español envía a España una serie de documentos sobre la «reducción» del maniel de Neiva. Autor de una parte de ellos es Lorenzo Núñez, el teniente que organizó la misión de reconocimiento del año 178516. Ya en la primera de sus cartas al gobernador español Joaquín García (8 de abril de 1790) presenta una serie de observaciones que no aparecen en la «instantánea» de 1785. Para empezar, afirma que en el maniel existen dos «partidos»: el de los criollos y el de los bozales. En el lenguaje esclavista ibérico, bozales (o boçales en Brasil) eran los esclavos de origen africano que aún no odiados mucho del vecindario, y mucho más de los franceses, quienes con particularidad les atribuyen la culpa de la fuga de sus esclavos (…); pudiendo mejor creer que es efecto del trato que les dan, obligándoles a dar jornal, muertos de hambre y desnudés» (AGI Santo Domingo 1102, sub. n° 32, parte 1, 19r.-19v.). 16  AGI Santo Domingo 1102, sub. n° 32, parte 1. Este documento reúne toda la correspondencia sobre el traslado del maniel hasta abril de 1791, motivo por el cual, en las citas sucesivas, sólo se indicará (entre paréntesis) el folio citado.

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hablaban la lengua oficial del territorio donde se hallaban cautivos; a los bozales, en el mismo lenguaje, se oponen los ladinos, los esclavos que han aprendido a expresarse en español o en portugués. ¿Eran ladinos los «criollos del maniel»? Es poco probable: el teniente sostiene que habló a un grupo de «criollos del maniel (…) por medio de uno de ellos, que entiende medianamente nuestro idioma» (1r.). Los demás criollos del maniel no entendían ni medianamente, pues, el español17. ¿A quiénes, entonces, Núñez califica de «bozales»? ¿Acaso, simplemente, a los cimarrones procedentes de la parte francesa de la isla? ¿O a aquellos que provenían de África? Al no distinguir sino entre «criollos del maniel» y «criollos del francés», la lista establecida por los comisionados en 1785 no permite identificar claramente a los cimarrones de posible origen africano. Si partimos de los nombres recogidos, constatamos que algunos de ellos son indiscutiblemente africanos: Macuba18 (un «criollo del francés», 30 años), Musunga19 (una «criolla del francés», 28 años), Sesa20 (un «criollo francés», 60 años) y Pemba21 (mujer «del francés», 40 años). Oriundos del área CongoAngola, estos nombres no garantizan, sin embargo, la procedencia africana de sus portadores: nacido sin lugar a dudas en América, Manga22 (Mengú en la columna en francés), hijo de 4 meses de La Fortune (una «criolla del francés», 30 años), también ostenta un nombre africano. Aparentemente había, entre los cimarrones «del francés», un grupo más marcado por tradiciones culturales africanas, pero no sabemos si este grupo coincide con el «partido de los bozales» aludido por Núñez23. De todos modos, la división establecida por el teniente resulta, si consideramos el gran número de parejas «mixtas» que hay en el maniel, poco plausible. Según Núñez, los cimarrones «criollos» encabezados por Felipe se mostraban dispuestos a aceptar las propuestas españolas: el traslado del maniel a un lugar

17  La lengua que hablaban era, sin duda, algún tipo de «criollo» o créole. La necesidad de inculcarles rudimentos del castellano se menciona en diversos documentos posteriores. 18  ‘Tejidos’ o ‘mentiras’ en kikongo y en kimbundu. Véase, también para las notas siguientes, Swartenbroeck 1973 para el kikongo y Assis Júnior 1947 para el kimbundu. 19  En kikongo, nsúnga (forma moderna de musúnga), significa ‘anillo mágico’. 20  En kikongo, nsêsa es ‘penacho’ (por ejemplo el del maíz). 21  ‘Cal’ en kimbundu; también en kikongo, lengua en la cual se pronuncia mpémba. 22  ‘Prodigio’ o ‘milagro’ en kikongo. 23  De otra carta de Núñez (véase más adelante) se colige que «bozales» es lo mismo que «estampados», término que remite, sin duda, a los negros –presumiblemente africanos– que llevan incisiones o escarificaciones corporales. Si los «bozales» son africanos, ¿por qué la lista de los habitantes del maniel los califica a todos de «criollos»?

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menos apartado y más fácil de controlar por parte de las autoridades coloniales. El problema era que solicitaban una ubicación inaceptable para las autoridades de la isla: las Aoñamas (Auyamas)24. Ante los reparos formulados por el cura Bobadilla y el propio teniente Núñez, Felipe, siempre según Núñez, terminó diciendo que «por él condescendía a nuestra propuesta, pero que los bozales dificultaban lo hiciesen, porque estaban poseídos de una grande desconfianza, creyendo se les tramaba algún lazo» (2r.). Por lo que se descubre luego, la «condescendencia» de Felipe está lejos de ser incondicional. Núñez, en efecto, le explica al gobernador que los negros «ya han preguntado quién trabajaba los bogios [bohíos], quién los mantiene si ellos concurren al trabajo, quién les da cacona [recompensa25], suponiendo que en el [proceso de construcción de las nuevas viviendas] romperán la que tienen» (2r.). Para las autoridades españolas, cumplir con las exigencias que sobreentendían tales preguntas resultaba, sin duda, difícil o imposible. Es probable, pues, que los cimarrones, al plantear sus condiciones, pretendieran ante todo ganar tiempo. Al finalizar su carta, Núñez, indignado ante la intransigencia de los cimarrones, exclama que «están persuadidos son acreedores a una total condescendencia, queriendo poco menos que capitular como en estado & dar la ley» (2v.). Sin quererlo, el teniente admite así la política coherentemente «estatal» de un maniel que no sólo él, sino en general los españoles tratan siempre de presentar como un grupo heterogéneo y «bárbaro». Un mes más tarde, el día 5 de mayo de 1790, en un oficio firmado por el cura Bobadilla y el teniente Núñez, aparecen nuevos detalles acerca de la negociación entre el gobierno de Santo Domingo y los «principales» del maniel; detalles que permiten apreciar mejor la coherencia de la argumentación de los cimarrones. Conscientes de que, al aceptar su traslado, a ellos mismos les tocaría «hacer el Pueblo», contestan que aunque quisieran, no es dable, porque no pueden abandonar sus mujeres e hijos a quienes les es preciso asistir con su trabajo diario en el ejercicio de montear a caza de animales, que es lo que con miseria les da para comer, y vender alguna parte a favor de su vestuario, y que en caso de que sin esta razón fuese practicable, no lo era de ningún modo por la de que, además de que con la esperanza de su reducción a nuevo establecimiento, sólo conservan en aquel destino una escasa sementera de batatas, éstas no se podían conducir a hombros hasta el nuevo sitio en cantidad Hoy un valle fecundo entre montañas (no tan altas como dice el informe de la comisión mixta de 1785), frondoso (flamboyanes) y dedicado principalmente al cultivo del café y el banano. 25  Cacona es voz taína (). 24 

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que sufragase a la necesidad, porque ni cada uno para si son capases de sacar, por la larga distancia, lo que puedan necesitar para tres o cuatro días, si se atiende a la fragosidad del camino que han abandonado sin limpiarlo desde las ultimas tormentas, manteniendo sólo transitable con alguna libertad hasta las Aoñamas, con el objeto dicho de su salida» (4v.-5r.).

Los propios comisionados reconocen en su carta-informe que no hallaron «razones para contrarrestar esta proposición». Construida de manera que dejara sin respuesta a sus interlocutores, la lógica eminentemente práctica y perfectamente convincente de la argumentación de los manieles oculta sin duda un propósito más radical. No exactamente, como hubiera dicho Genovese (1979), el de retornar a un «modo de vida africano», sino, más simplemente, el de defender, a cómo dé lugar, la autonomía alcanzada. Conservando a pesar de todo la esperanza de llegar a un acuerdo con los cimarrones, los comisionados proponen otros lugares para la reubicación del maniel: El Naranjo o el valle del Montazo. Los cimarrones responden por la tangente: su dirigente, Felipe, se declara «enfermo, y así se retiró de esta villa al maniel conducido por otros, persuadido conseguirá allí la salud a beneficio del distinto temperamento» (7r.-7v.). Sin duda más diplomática que fisiológica, la «enfermedad» de Felipe durará varios meses. Firmada por Núñez, otra carta del 5 de mayo de 1790 relata un encuentro en territorio neutro –los hatos de Christóval– con 7 representantes de los bozales del maniel. El primer día, los bozales, encabezados por La Fortuna (o La Fortune), se niegan a discutir de su traslado a un lugar que no sea las Aoñamas, casualmente el mismo que propusieron también los «criollos» liderados por Felipe. El segundo día declaran que acatarán la decisión de Felipe. El problema está en que éste, no nos sorprende, sigue inmovilizado por fiebre en el maniel... El 26 de junio, Felipe, según una carta de Núñez, todavía sigue enfermo, «pero por un correo (…) ha ofrecido el citado bajar luego que esté bueno, con los negros destinados al trabajo del nuevo establecimiento en el Montazo, y aunque por parte de los vozales o estampados hay algún recelo o desconfianza, me persuado se disipará, luego que vean dar principio al pueblo, y que se vayan haciendo efectivas las demás gracias» (15v.). Seis semanas más tarde, el 8 de agosto, Núñez escribe que «no han bajado todavía los negros» (17v.). Un mes después, los cimarrones siguen sin dar noticias. Núñez, con carta del 11 de setiembre, le comunica al gobernador que los ha citado en las Auyamas (Aoñamas). El 9 de octubre, por fin, puede confirmarle al gobernador la realización de esa cita, triunfo sólo parcial porque Felipe, afectado «por su quebrantada salud» (17v.),

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no se ha presentado26. Otro mes más tarde, el 9 de noviembre, Núñez debe admitir, con pena, que «aún no se ha verificado la salida de los negros» (18r.). Por primera vez, el teniente reconoce que los cimarrones dilatan, con todo tipo de subterfugios, la ejecución de sus promesas. Una de las razones que tienen para no acogerse al indulto real son, dice, ciertas insinuaciones o «calumnias» del vecindario, en particular la de atribuirles los «muchos daños que [los vecinos] experimentan en la crianza de cabras» (19v.). Por eso mismo, supone Núñez, no se deciden a «bajar al Montazo, a cuyo sitio sólo ponen el defecto de estar cerca de los españoles, y que esto dará ocasión de que les acumulen delitos que no cometen, como nos dicen siempre que se ha ofrecido este asunto» (20r.). El maniel y los «alzados de la costa» No puede ser conforme a buena política que tengamos hay [ahí] un terreno aséfalo que no conosca subordinación ni jurisdicción fixa de determinado [sic] justicia27. Foncerrada, oidor-fiscal, 5 de febrero de 1791

Mientras el teniente Núñez espera inútilmente la llegada de una delegación del maniel para discutir las condiciones de su «reducción», el subteniente Vicente Tudela, «comandante de esta frontera de Neyba y su jurisdicción», realiza en la villa de Neiva dos series de interrogatorios. En la primera, Testimonio de la causa criminal seguida contra Josef Payano y Gaspar Cueto, por alzados en las Costas de Petitru [Petit-Trou], Tudela busca aclarar el asunto de la muerte –o tal vez sólo la desaparición– del capitán de un barco inglés varado en la costa de Petit-Trou: un conjunto de playas del sureste de la parte española de la isla, pobladas por aventureros –«alzados»– de diversa procedencia28. Acusados de este «crimen» están Josef Payano, un «hombre de color agrifado» (2 v.), de oficio labrador, natural de la villa de Banica y vecino de la ciudad de San Fernando de Montechristi, y Francisco de la Rosa, cuyo «legítimo nombre es Gaspar Moreno,

26  A pesar de su «quebrantada salud», Felipe, según las declaraciones de un tal Salvador Feliz (v. infra), bajó, a mediados de agosto, a la costa (AGI Santo Domingo 1102, sub. n° 32, parte 2, 48r.). 27  AGI Santo Domingo 1102, sub. n° 32, parte 1, 36r. 28  AGI Santo Domingo 1102, sub. n° 32, parte 3.

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que fue su primer amo que tuvo, y ahora lo llaman Gaspar Cueto porque es esclavo en la actualidad de Santiago Cueto vecino de la villa de Hincha» (10r.). Los interrogatorios se realizan en agosto de 1790. A Josef Payano se lo interroga nuevamente el 24 de enero de 1791. Los supuestos asesinos –aquí se descubre la conexión de este asunto con el de los cimarrones– han sido capturados por dos hombres del maniel: Andrés y Pedro. En sus declaraciones del 17 de agosto, ambos se refieren a los rumores que achacan a Josef Payano y a Gaspar Cueto el asesinato del capitán, pero sin confirmarlos. Andrés agrega que Payano «se fue a Yacomelo [Jacmel, en Haití] diciendo que iba a traer al dicho capitán, y cuando se regresó fue sin él diciendo que traía un papel que el mismo capitán inglés le había dado» (13r.-13v.). Mencionado también por otros declarantes, ese papel, redactado en francés y firmado –el 19 de febrero de 1790– por un «oficial de milicia y comandante» en las Gosigas Grandes [Grand-Gosier], termina siendo traducido el 29 de enero de 1791 por las autoridades de Santo Domingo. Su autor certifica «que el capitán Pepe Colina, americano cuya embarcación fue capturada por la guardia española en el Petit-Trou y de quien se dice haber sido asesinado por los referidos Payano y Arrieta a fin de apoderarse de su dinero, decimos ser falsa esta acusación y que dicho capitán se haya [sic] vivo aquí y no nos ha dado quexa alguna»29. Por lo visto, la investigación del «asesinato» de Colina no era sino un pretexto para acometer la liquidación de los «alzados». En la segunda tanda de interrogatorios (Testimonio del procedimiento criminal practicado contra los refugiados en las Costas del Pititrud, septiembre-octubre de 1790)30, Tudela se interesa ante todo en las actividades ilícitas –en particular el contrabando con los franceses y otros extranjeros– de los aventureros de Petit-Trou. Los pocos «alzados» que logra interrogar han sido arrestados por una patrulla española encargada de «limpiar» la costa. Esta patrulla capturó, de hecho, un gran número de hombres, pero su comandante, Salvador Feliz (Félix), un vecino de la villa de Ana, perdió, en circunstancias poco claras, a muchos de ellos en el camino... Informado de la extraña actuación de Feliz, el oídor-fiscal Foncerrada lo hará encarcelar31. Las declaraciones obtenidas por Tudela ofrecen no sólo informaciones bastante detalladas sobre los «alzados» de Petit-Trou, esos hombres que vivían, como se expresa el subteniente, «sin Dios sin Ley y sin Rey»32, sino también –y es lo que cuenta aquí– sobre las múltiples relaciones que existían entre 29  30  31  32 

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AGI Santo Domingo 1102, sub. n° 32, parte 3, 42v.-43v. AGI Santo Domingo 1102, sub. n° 32, parte 2. AGI Santo Domingo 1102, sub. n° 32, parte 2, 77v. AGI Santo Domingo 1102, sub. n° 32, parte 3, 19 r.

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ellos y los cimarrones del maniel de Neiva. Lo que se desprende de las actas correspondientes es, a grandes rasgos, lo siguiente. Pititru(d) o Petit-Trou, la comunidad de los «alzados», se componía de un número fluctuante de hombres –marineros, pescadores, labradores, un zapatero, desertores, etc.– que provenían de diversos lugares del Caribe y de España. Algunos eran vecinos de alguna ciudad de la isla. Otros provenían de La Habana, Puerto Rico, Cartagena, Maracaibo, Puerto Cabello, Curaçao y España. Dos de los «alzados», Gaspar Cueto y Carlos de Peña, eran al parecer cimarrones locales. Otro más –José Antonio– es calificado de «indio». Se trata, pues, de una población variopinta, exclusivamente masculina y diseminada en las diferentes playas de la costa. Su industria principal consistía en cortar y labrar madera de caoba. Según varios testimonios, Adrián (o Adriano) Feliz administraba, asociado con sus hermanos Antonio y Diego33, un corte de madera de caoba en el cual casi todos los «alzados» habían trabajado alguna vez. Salvador Feliz, comandante de la patrulla apenas mencionada, también parece haber sido involucrado en este comercio maderero. Al preguntarle Tudela «¿a cuántos sujetos de los que ha apresado le ha comprado maderas?», responde que «a ninguno le ha comprado maderas, pues mal se las podía haber comprado cuando eran cortadas en las tierras de su propiedad y puede tener derecho a ellas; como que las han cortado y fabricado de su autoridad sin permiso del declarante ni de otros amos de las dichas tierras del Pititru»34. Según varios declarantes, la venta de madera de caoba resultaba bastante aleatoria. Para sobrevivir, los «vagos» tenían que dedicarse también a otros oficios. El cimarrón Gaspar Cueto, por ejemplo, declara «que se exercitaba monteando, pescando, foleando [sic] o velando las playas para solicitar careyes y tortugas»35. El objetivo principal del «juez» consistió sin duda en hacerles confesar a los «alzados» actividades comerciales ilegales. Así, pregunta sin rodeos a Josef Payano si no es muy cierto que el declarante y todos los que a nominados [sic] no tienen otra exercición en aquellas costas del Pititrud que tener un comercio amplio e ilícito con la Colonia francesa, que la tienen muy inmediata, a [¿y?] las demás naciones que en barcos arriban a las dichas costas a cargar de maderas y carnes, dixo que es muy cierto que los más que reciden en dichas costas van y vienen de 33  Diego y Antonio Feliz son mencionados por Moreau de Saint-Méry (1984: 1133) como unos españoles «mal policés» que propiciaron el primer encuentro entre las autoridades francesas de la isla y una delegación del maniel, encabezada por Felipe y Santiago (1783). 34  AGI Santo Domingo 1102, sub. n° 32, parte 2, 52r.-52v. 35  AGI Santo Domingo 1102, sub. n° 32, parte 3, 11r.

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la parte francesa con carnes de las que allí montean y que también es muy cierto que arriban a las dichas costas de Pititrud algunos barcos extranjeros a hacer llerva [yerba] y leña para las mulas, que igualmente es cierto que en dichas costas se han fabricado maderas»36.

A los «alzados», Tudela pretende atribuirles también la venta –ilegal –de armas a los manieles. En su segunda declaración, Josef Payano explica «que después, viéndole el que declara a los negros del maniel escopetas, cuchillos y pólvora de la misma del barco [un barco inglés –o americano– varado], les preguntó cómo habían habido aquellos efectos, que ellos respondieron que [los «alzados»] Andres Arrieta y Clemente Rosado se los habían vendido; que el aguardiente lo vendieron a los mismos negros los dos nominados»37. A raíz de la mala fama que tenía la población de Petit-Trou, el juez busca además, aunque inútilmente, hacerles confesar asesinatos u otros hechos de sangre. El único delito grave que recuerdan es la «grande herida» –una herida mortal– que recibió un tal Fulgencio Gonsales, pero, como puntualiza inmediatamente Josef Payano, su causante no fue un «alzado», sino un negro del maniel, Solis38. No niegan, en cambio, las relaciones «pecaminosas» que algunos de ellos tuvieron o tienen con mujeres del maniel. El canario Bartholomé Montesino, vecino de la villa de Neiva desde hace 28 años, denuncia que «Joseph Pallano, Francisco Barbuena y Carlos de Peña mantienen ilícita amistad con las negras del Maniel, viviendo con ellas como casados»39. Todas estas declaraciones sugieren la importancia y la frecuencia de los intercambios entre el maniel y Petit-Trou, dos asentamientos de naturaleza diferente, pero ambos irregulares40. De cierta manera, cada una de las dos comunidades dependía de la otra para sobrevivir. Es lo que dirán, a su manera, el cura Bobadilla y el teniente Núñez en su carta del 25 de febrero de 1791 al gobernador41. A los extranjeros que vienen en barco –dicen– los cimarrones les venden «maderas que cortan en aquella costa, consiguiendo de este modo alguAGI Santo Domingo 1102, sub. n° 32, parte 3, 19v.-20r. AGI Santo Domingo 1102, sub. n° 32, parte 3, 22r. 38  AGI Santo Domingo 1102, sub. n° 32, parte 3, 35r. 39  AGI Santo Domingo 1102, sub. n° 32, parte 2, 12v. 40  Nótese que el oidor-fiscal Foncerrada, aparentemente desaprobando la orientación de las investigaciones de Tudela, escribe que «siendo notorio que nadie peca ni delinque sino por infracción de ley o de precepto que le esté notificado, no habiendo tal ley ni decreto que prohibiese habitar en el Pititru, ninguno ha sido delinquente por esta sola causa, ni por ella debe sufrir pena ni prisión» (AGI Santo Domingo 1102, sub. n° 32, parte 2, 3 de enero de 1791). 41  AGI Santo Domingo 1102, sub. n° 32, parte 1. 36  37 

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nos lienzos de que se visten, y otras cosas con que remedian sus urgencias, como ellos mismos lo han expresado, cuyos auxilios, que igualmente les proporciona armas y municiones, sería utilísimo impedir» (39v.). Los «vagos», agregan los autores de la carta, «se han mesclado con los del maniel, empleándose con las negras en tratos menos decentes que pecaminosos, cuya vida abandonada les debe hacer desear la libertad que aquel destino les proporciona» (39v.). En más de una ocasión, los cimarrones del maniel capturaron, a cambio de remuneración, esclavos o delincuentes prófugos. Así sucedió, por ejemplo, con Payano, supuesto asesino del capitán «inglés». Ni abolicionistas ni amigos de todos los perseguidos, Felipe y sus hombres practicaban en realidad una solidaridad selectiva. Ignorando las órdenes de Salvador Feliz, el comandante de la fuerza española encargada de «limpiar» la costa, Felipe escondió a Carlos de Peña, uno de los «alzados» más buscados. Al enterarse de la captura de Barbuena (o Balbuena) por la misma patrulla española, el mismo Felipe, olvidado de su «quebrantada salud», se presentó en el acto ante el comisionado para exigir y obtener su liberación42. Peña y Barbuena, como sabemos, estaban amancebados con sendas mujeres del maniel; Barbuena, además, cumplía en el maniel tareas de «letrado». Al mismo tiempo que capturaba cimarrones sueltos, el maniel sabía, pues, proteger y defender a sus allegados. Vuelta al maniel En noviembre de 1790, el teniente Núñez, cansado de esperar a los negros del maniel, encarga una misión exploratoria a un hombre del maniel que se encuentra, a estas alturas, en la villa de Neiva43. Como se sabrá después (30v.), este hombre es Andrés, indudablemente el mismo que intervino en la captura y el juicio de Josef Payano. Según el teniente, se trata de un negro «bastante ladino y muy deseoso, según manifiesta, del logro de su indulto y gracias concedidas» (18v.). El 30 de noviembre, Núñez le comunica al gobernador el regreso del «negro ladino» (22r.). No sabemos con qué entusiasmo Andrés defendió en el maniel las propuestas de los españoles, pero la respuesta de los cimarrones, elaborada al parecer en sucesivas juntas de los «principales», no fue nada alentadora para el teniente o las autoridades españolas de la isla. Según la transcripción que ofrece Núñez de lo que le dijo su emisario, los del maniel, en efecto, Declaración de Salvador Feliz del 4 de octubre de 1790. AGI Santo Domingo 1102, sub. n° 32, parte 2, 47v.-49v. 43  Volvemos a seguir, a partir de este punto, el documento AGI Santo Domingo 1102, sub. n° 32, parte 1. 42 

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manifestaron que «no quieren ya pueblo en ninguna otra parte, que cuando lo querían en las Aoñamas no se lo dieron, que ya no lo quieren, ni tampoco donde lo apetecían, sino quedarse en su maniel donde están, que tienen plátanos y batatas que comer» (22r.). Considerando que se trataba de una respuesta muy «categórica», Núñez comenta críticamente el hecho de que el cura Bobadilla, «engañado de su buen deseo», haya tomado la decisión inútil de enviar, para reanudar el contacto roto, otro emisario más al maniel –esta vez un «hombre formal de este vecindario». El 8 de diciembre de 1790, este «vecino racional» (38r.), Josef Joaquín [Lara], fi ma una declaración dirigida al gobernador García, en la que relata su excursión al maniel. Exenta de notaciones paisajísticas, esta relación, si la parangonamos con la de la visita de la comisión bipartita de 1785, brinda observaciones más precisas sobre las actitudes y el «discurso» de los cimarrones. El viaje de ida, realizado en compañía del «práctico» León de la Torre, dura unos cuatro días (28 de noviembre a 1° de diciembre). El centinela del maniel deja pasar a los forasteros al enterarse de que «era asunto del padre cura» (30r.), pero el pueblo cimarrón, al enterarse de su llegada, se alborota. Muchos hombres, entre ellos el propio «capitán», salen armados de fusiles. Después de regañar al centinela por haber dejado pasar a los forasteros, el capitán le ordena a Lara leer la misiva que trae del cura Bobadilla. En su texto, una «exhortación cristiana», el cura insta a los cimarrones acepten su traslado al Montazo o propongan al gobernador otro lugar de su conveniencia. En vez de pronunciarse sobre esta propuesta, el «capitán», sombrío, cambia abruptamente de tema y le exige a Lara noticias sobre el paradero de «Josef mulato» (31 r.). Al no ser gratificado de respuesta, se retira a su casa. El día siguiente reúne a todo el maniel y declara que ellos no querían ya pueblo en otra parte, ni lugar que no fuese el mismo en que se hayan [sic], donde tienen frutos que comer y un pedazo de lienzo para vestirse que les franqueaban los barcos de la costa. Que ellos sabían bien que el convidarlos con pueblo fuera de las montañas era hacerles corral para apresarlos y remitirlos al francés como hicieron con Josef mulato (…); que no les mandasen apresar a ninguno en las montañas por que no les habían pagado cosa alguna por los que habían remitido, y que así no lo executarían con otros (31r.-31v.).

Muy dura, la declaración del «capitán», que coincide casi textualmente con la que ya había reportado el negro Andrés tras su viaje al maniel, parece indicar que los cimarrones han decidido cortar la negociación con los españoles. Pero ¿quién es Josef mulato, y por qué la sola mención de su nombre provoca un tenso silencio? No se trata por cierto de Josef Payano, el mulato (falsamente) acusado

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de haber asesinado al capitán del barco inglés (o americano), ya que Payano sigue vivo –preso en Neiva –en enero de 1791, unos dos meses después de la visita infructuosa de Lara al maniel. El Josef mulato que menciona el capitán había sido capturado en la costa de Petit-Trou por La Fortuna (o La Fortune), el líder de los «bozales». La Fortune lo había puesto a su servicio. Por motivos difíciles de desentrañar, tal vez con la esperanza de hacerse de unos cuantos pesos, permitió que las autoridades se llevaran al mulato, aparentemente sin prever que éstas lo entregarían –por fugitivo– a los franceses. En su carta del 9 de diciembre de 1790, Núñez aclara que «el Josef mulato que se nombra en la relacion de Josef Joaquín [Lara] estoy informado moraba en nuestra jurisdicción hace algunos años, y antes del de ochenta y cinco en que se hizo la lista por los comisionados de los negros existentes en el maniel (en la que no estaba comprehendido), en cuya consideracion se entregó a los franceses como simarrón» (26v.-27r.). La pregunta con la cual el «capitán» cortó la lectura pública de la «exhortación cristiana» de Bobadilla no era, pues, sino una manera de protestar contra la entrega de Josef mulato –y contra la deslealtad de los españoles, «que no les habían pagado cosa alguna por los [cimarrones] que habían remitido». Al ver irremediablemente frustrada su misión, Lara decide abandonar la aldea cimarrona. Antes de salir del maniel, «a precencia de todos los negros», se le acerca el centinela, le quita su sable y le exige un «peaje» de dos pesos. Lara, sorprendido, se queja al capitán. Gracias a la intervención de un «negro español que estaba presente y dicen es de Banica» (32r.), se le devuelve su sable. No es difícil reconocer en este negro español a Santiago, el negro Santyague que en 1783, según Moreau de Saint-Méry, ya llevaba 45 años en el maniel. En la lista de 1785, se le atribuyen a Santiago unos cincuenta años, lo que significaría que llegó al maniel a los tres años de edad. En 1790, Santiago era, pues, un hombre relativamente anciano y probablemente respetado por la comunidad. Ya hacia el final de su testimonio escrito, Lara reporta todavía una conversación que dice haber sostenido en el maniel con otro individuo, «un hombre blanco, que dicen es isleño» (32r.). Concluye diciendo que el capitán del maniel le aseguró por fin que iban a «hacer el pueblo» a condición de que les devolvieran a Josef mulato, pero agrega inmediatamente que en su opinión, esta promesa no tiene valor alguno. Los cimarrones –explica– están convencidos de que a Josef mulato su amo francés lo quemó al recibirlo de vuelta (32v.). Pocos días después, el 9 de diciembre, el mismo día en que Lara firma su testimonio sobre su excursión al maniel, el teniente Núñez le envía al gobernador una carta que traduce, más que nada, la rabia sorda que siente por haber fracasado en su tarea de «reducir» a los cimarrones del maniel. Blanco de sus ataques son los «levantados de la costa» y la propia comunidad cimarrona del

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maniel. Al pésimo influjo de los primeros se debe, según él, la mala vida –o los deseos de «libertad»– de los negros del maniel (25v.-26r.). En cuanto a los cimarrones, sentencia que «la junta en éste [maniel] de todos [criollos y bozales] nunca ha producido otra cosa que errores» (25r.). Luego arremete contra el «ciego paganismo» y la «poligamia» que reina, según él, en el maniel: «cada varón –exclama– tiene tantas mujeres para su uso cuantas puede mantener, si las consigue, las desechan, y toman otras a su antojo» (25v.). La poligamia es una costumbre que se atribuye a menudo a los habitantes de cumbes, palenques o quilombos. En el caso del maniel de Neiva, la hipótesis de una poligamia masiva no resulta, sin embargo, muy plausible. La lista de los habitantes de 1785 sugiere más bien el predominio de familias monógamas. Es cierto que hay 7 mujeres «sueltas» que podrían, teóricamente, ser segundas o terceras esposas de algunos de los «maridos» censados, pero al existir también 11 hombres solos (para no hablar de los «alzados» amancebados con mujeres del maniel), no se ve cómo los hipotéticos polígamos podrían multiplicar el número de esposas. Sea como fuere, el equilibrio entre sexos no parece auspiciar, en el maniel, una práctica masiva de la poligamia. En cuanto al «paganismo» de los cimarrones, el teniente no ofrece ninguna precisión44. Además del paganismo y la poligamia, Núñez les reprocha a los cimarrones el poco arraigo que tiene entre ellos la «subordinación» (de los cimarrones «comunes» a sus líderes); en su opinión, el «capitán» se ve a menudo cuestionado o amenazado por sus (supuestos) subordinados. La historia de las negociaciones entre españoles y cimarrones no parece confirmar del todo esta acusación típica de un representante del orden monárquico. Felipe, La Fortuna y Santiago parecen investidos de una autoridad considerable. Las decisiones cruciales se toman, sin embargo, en las «juntas», procedimiento democrático sin duda poco inteligible para un militar español de 1790. En otra carta al gobernador, el día 30 de enero de 179145, Núñez, lleno todavía de resentimiento, arremete contra otro «culpable» de su fracaso: el cura Bobadilla. Según él, el cura, indiferente a la estrategia seguida por el gobierno y sólo interesado «en ver los negros poblados» (50v.), volvió a ofrecerles a los cimarrones «los citios [considerados «inútiles» por Núñez] de las Aoñamas y Lo que los españoles constatan es la casi inexistencia de la instrucción cristiana entre los habitantes del maniel. En 1790, el teniente Vicente Tudela, al interrogar a Pedro en Neiva, le pregunta «si era christiano, y respondió que sí lo era, que lo habían baptisado en Yacomelo, colonia francesa ; en cuya virtud se examinó sobre los principales rudimentos de la fe, y se encontró muy poco instruido en ellos» (AGI Santo Domingo 1102, sub. n° 32, parte 3, 16r.). Para los españoles, entonces, los cimarrones no eran forzosamente cristianos. 45  AGI Santo Domingo 1102, sub. n° 32, parte 1, 49v.-52r. 44 

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de las cabezadas del Lemba» (50v.). Su única respuesta a la crítica de Núñez fue –según el teniente– «¡ojalá los negros los quisieran todavía !» (51r.). El cura –dice– tampoco apreció que él le echara en cara su incumplimiento en cuanto a la construcción de «los dos bojíos que se han expensado a dicho Dr. Bobadilla y se suponen construidos en el elexido [sic, en vez de ejido] de esta villa para hospitalidad de los negros del maniel» (51r.); la falta de un alojamiento decente –afirma– «escarmentó los dichos negros para no haber vuelto a ella» (51v.). Más que nada, sin embargo, Núñez parece ofendido por los desaires que últimamente le ha hecho sufrir el eclesiástico con «su genio frío» (50r.), por ejemplo al sustituirle, en un nuevo encuentro con los cimarrones del maniel en las Auyamas, el subteniente Vicente Tudela. Casualmente, el propio Tudela, en carta del 29 de enero de 179146, ya había informado al gobernador sobre estos hechos. Él y Bobadilla tuvieron un encuentro con nueve negros, entre ellos La Fortuna, el comandante de los «negros estampados» (los famosos bozales). En esta reunión, los cimarrones vuelven a explicar su posición, especificando que «les parecía que el Rey no sabía nada del perdón, que sería compuesto por acá» (48 r.). Bobadilla, cruz en mano, les asegura que el perdón es verdadero, «pero nada de esto le sirvió, que ellos lo que quieren es ir dos o tres a España a hablar con el Rey» (48 r.). Tudela le explica al gobernador que a su parecer, «los negros no están– como dicen– negados enteramente, sólo si la desconfianza que tienen por parecerles que los engañan por sus delitos». Al final del encuentro, Tudela, mediante el pago de 30 pesos, obtiene de sus interlocutores la entrega de «un negro cimarrón español que hacía tres años andaba fugitivo en aquellas montañas del maniel» (48 v.). Aparentemente, las desavenencias entre Bobadilla y Núñez se explican, si prescindimos de posibles motivos personales, por sus divergencias en cuanto a la estrategia que convenía seguir con los cimarrones. Por lo visto, al cura le interesaba llegar rápidamente a un acuerdo con ellos, aún a costa de manejos y concesiones que podían no ser del gusto del gobierno, mientras que para el teniente Núñez las consignas de la autoridad política habían de acatarse en cualquier circunstancia. El 7 de febrero de 1791, el gobernador, aparentemente convencido por los argumentos que Núñez esgrimió contra la actuación del cura, le escribe a Bobadilla para exigirle la justificación inmediata de sus gestiones47. Desaprobando enérgicamente las iniciativas tomadas sin su aval, lo insta a colaborar lealmente con el teniente Núñez (53v.). Esta misiva surtió, según parece, efectos concretos. El 25 de febrero, en una carta muy extensa al goberna46  47 

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AGI Santo Domingo 1102, sub. n° 32, parte 1, 47r.-49r. AGI Santo Domingo 1102, sub. n° 32, parte 1, 53v.-55r.

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dor48, Bobadilla y Núñez proponen la realización de un nuevo encuentro con los cimarrones para restablecer la confianza perdida. Los negros del maniel –explican– creen que toda la política de negociación de los españoles es «estratagema para lograr apresarlos y mandarlos a la parte francesa» (38v.). Los autores reconocen y critican al pasar el efectivo incumplimiento de ciertas promesas oficiales que se les habían hecho a los cimarrones en el pasado, entre ellas la entrega de animales domésticos para su cría (40r.). Aludiendo luego al «pavor que les alucina» (40r.), el cura y el militar sentencian, con los habituales argumentos del discurso «civilizador», que «el carácter de los negros es inclinado naturalmente a desconfiar de los blancos» (41v.), actitud que se explica, a su parecer, por la conciencia que tienen de «sus propios crímenes», la «ferosidad de su nacimiento» y la «educación en las montañas» (41v.). Para no presentarse ante los cimarrones con las manos vacías, Bobadilla y Núñez le solicitan al gobernador tabaco, aguardiente y galletas. En su respuesta del 4 de marzo49, el fiscal del gobierno, aunque poco atraído por la idea de un «agasajo» dionisíaco, admite que tales obsequios «asegurarán lo amigable de la conferencia que se proyecta y acaso disiparán desconfianzas» (42v.). El maniel en la tormenta Hasta 1789, la situación fronteriza del maniel suponía para los españoles negociaciones diplomáticas «normales» con los franceses. En 1789, con la revolución en Francia, la parte francesa de la isla entra en un estado de efervescencia y de «anarquía» (Schoelcher 1982 [1889]: 20). Para empezar, los colonos blancos de Saint-Domingue, al enterarse de los debates en la Asamblea nacional francesa sobre el futuro de las colonias, se dividen en dos bandos: partidarios del rey y «separatistas». Los mulatos, por su lado, empiezan a reivindicar sus derechos de ciudadanos (franceses) libres. Entre fines de 1790 y comienzos de 1791, dos mulatos insurgentes se refugian en la parte española de la isla. El gobernador español, Joaquín García, los entrega a la Asamblea provincial del Cap Français, la cual los condena, sin miramientos, a morir «quebrados» y amarrados en una rueda (26). En agosto de 1791 estalla una gran insurrección de esclavos en el norte de la parte francesa. Entre sus dirigentes se encuentran Boukman, JeanFrançois y Biassou. Tras la muerte de Boukman y la derrota del movimiento revolucionario, los dos últimos organizan sendas partidas armadas. Para los 48  49 

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AGI Santo Domingo 1102, sub. n° 32, parte 1, 36v.-42r. AGI Santo Domingo 1102, sub. n° 32, parte 1, 42r.-43r.

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franceses se trata de brigands (‘bandidos’). En octubre-noviembre de 1791 se les junta Toussaint Louverture, ex esclavo francés que sería, en el futuro, uno de los grandes artífices de la independencia de Haití. En diciembre fracasan las negociaciones entre los insurgentes y las autoridades francesas: no habrá amnistía para Biassou, Jean-François, Toussaint y sus familias. Al declararse, poco después, la guerra entre Francia y España, los tres aceptan colocarse al servicio de los españoles. Directa o indirectamente, el maniel de Neiva, en estos años, se verá afectado por los acontecimientos. En España, el 15 de abril de 1791, el «Consejo en pleno de dos salas» redacta un documento en el cual se recuerda la historia del maniel de Neiva y se enfatiza la necesidad de reducirlo cuanto antes50. Los puntos más interesantes de ese documento son aquellos en que se formula la meta final de la «reducción» del maniel. Para el gobierno español no se trata sólo, en efecto, de reubicar a los cimarrones, sino de separarlos, de destinarlos a otros pueblos, de brindarles instrucción (religiosa), «para que insensiblemente se lograse verlos reducidos a vida civil, establecidos en donde más conviniese, aplicados a la agricultura y demás ramos útiles a la sociedad, con atención a las circunstancias del país». Por fin, «verificada su total reducción, cuidase de que se allanase el palenque que ocupaban a fin de que no pudiere volver a servir en lo sucesivo de asilo tan perjudicial a ambas potencias». Se trata, en una palabra, de liquidar definitivamente la orgullosa autonomía del maniel de Neiva. El Consejo considera que lo que «entorpecía el curso del asunto» era que «la parte francesa estaba hecha una anarquía, que habían decapitado un gobernador suyo hacia nuestras fronteras, deprimiendo la autoridad real de los ministros, y creado un comité nacional que todo lo disponía a su arbitrio y no sin violencia». Si estas observaciones no brillan por su exactitud, lo cierto es que la parte francesa de Santo Domingo se hallaba, en aquel entonces, en plena anarquía. Se entiende perfectamente, pues, que el gobierno español quiera liquidar cuanto antes un «pueblo fronterizo» sobre el cual no tenía ningún control verdadero. Tres años después, el 11 de junio de 1794, fray Fernando Portillo y Torres, arzobispo de Santo Domingo, presenta en una carta al rey los progresos alcanzados –y las dificultades aún no vencidas– en la «reducción» del maniel51. El prelado había sido encargado oficialmente de reiterarles a los cimarrones o ex cimarrones el irrestricto indulto real52. Su texto es más que nada el relato de un viaje a la villa de Neiva y la sierra de Baoruco. «No tengo motivo –dice 50  51  52 

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AGI Santo Domingo 1102, n° 28, 1791. AGI Santo Domingo 1102, n° 35, 24/06/1795. Real Cédula del 18 de diciembre de 1793.

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enfatizando su abnegación cristiana– de arrepentirme de haber sufrido soles ardientes, aguaceros y tormentas espantosas, faltas de cubierto y de descanso y congojas, que no es mucho causen en un europeo, al verse cercado y a punto de ser perseguido por monstruosos caimanes, plaga de sangrientos mosquitos» (2v.). Lo que vio en El Naranjo, la nueva población donde ahora vive parte de los (ex) cimarrones, lo llena –dice– de satisfacción. Ya se han construido –afirma– cincuenta bohíos; otros más se hallan en construcción. El prelado, sin embargo, tiene el «quebranto» de constatar que no se ha edificado ninguna iglesia. «Hanse aquellos pobres contentado con desmontar el sitio en que debe fundarse la iglesia, y como empezaron por este trabajo [pero sin continuarlo], ya la [lo] va inutilizando el tiempo» (3v.). El fervor católico de los ex cimarrones no parece, pues, particularmente intenso. La poca instrucción religiosa que reciben es la del «mulato Balbuena», el famoso «vago» Barbuena, el «letrado» amancebado con la hija del capitán Felipe. Desobedeciendo las órdenes del prelado, el cura Bobadilla y su sacristán Josef Moscoso, oficialmente encargados de «dar a aquellos pobres las ideas de probidad, religión y civilización, y de algo de idioma castellano»53 (4 v.), no han hecho nada para asegurar su instrucción. Portillo sospecha «algún oculto influxo [de Bobadilla] con el capitán del Naranjo, Felipe» (4 v.). Este último se había negado a recibir otro ministro eclesiástico que Bobadilla. No resulta nada improbable que Bobadilla y Felipe, después de más de diez años de encuentros, se hayan confabulado para defender ciertos intereses comunes. En su declaración del 17 de agosto de 1790 ante Tudela, Andrés, hombre del maniel, había admitido que «estuvo cuatro años fuera del maniel, viviendo como tres en la hacienda del padre cura Dr. Don Juan Bobadilla»54. Cabe conjeturar, pues, que el maniel le suministraba mano de obra a Bobadilla. Felipe protegía también al «vago» Barbuena, quien, a pesar de su vida «pecaminosa», gozaba de la confianza del cura Bobadilla. A la probable complicidad entre Felipe, Bobadilla y Barbuena se agrega la de Salvador Feliz, quien, después de arrestar a Barbuena en el marco de su operación de «limpieza» de la costa, se lo cedió a los cimarrones. Parecería, pues, que el maniel, los aventureros de Petit-Trou, el cura Bobadilla y algunos vecinos españoles estaban confabulados para defender intereses probablemente contrarios a los del gobierno español. Del informe del arzobispo Portillo y Torres se desprende que en 1794 el problema del maniel está lejos de haberse resuelto. Por un lado, constatamos El deseo de inculcar a los ex cimarrones «algo de idioma castellano» confirma, por si fuera necesario, que éstos –aun los «criollos» que seguían a Felipe– no lo hablaban. 54  AGI Santo Domingo 1102, sub. n° 32, parte 3, 15v. 53 

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que parte de los cimarrones siguen aún en el maniel y no parecen dispuestos a abandonarlo. Por otro, los que ya se han avecindado en el Naranjo no muestran gran interés en dejarse «civilizar». El prelado alude a los «graves inconvenientes y estorbos (mayores en la fantansia [sic] de los negros) que hoy los exponen a huirse por poner a seguro su libertad y vidas» (5r.-5v.)55. ¿Cuáles son estos «inconvenientes»? En primer lugar, por lo visto, los desmanes de los «antiguos dueños del Rincón» (5v.), a quienes el eclesiástico acusa de robar, vender o matar negros en El Naranjo, el nuevo establecimiento de los cimarrones ya «reducidos». Pese a los reclamos del cura Bobadilla y el capitán Ignacio Caro56, la Audiencia, según el arzobispo, nunca hizo «efectiva la separación de aquellos poseedores injustos» (6r.). Ante una situación que considera muy preocupante, fray Fernando exige providencias «tan serias como rigorosas y exemplares» (7r.), agregando que Las providencias que tomó, en vista de la delación que cito (y fue de cincuenta y dos reos con la probanza que pudo hacer en pueblo que no hay quien sepa escribir) el capitán d. Ygnacio Caro han sido contra muy pocos de ellos y tan suaves que han equivalido a un salvoconducto, pues ha tres días que salieron públicamente a caballo a perseguir a Tusen [Toussaint57] y resto de su compañía, que caminaban con los del Naranjo que vinieron a confirmarse, buscando aquéllos auxilios en la nueva población, y sabemos hasta ahora que les han muerto dos negros, y esperamos noticias de mayores desastres. Debiéndose ponderar quanto influirán estas noticias para augmentar en la Colonia la deserción de nuestros negros (7r.-7v.).

Cabe recordar que el día 29 de agosto de 1793, es decir unos nueve meses atrás, el comisario francés Sonthonax había abolido por decreto la esclavitud en Saint-Domingue (Schoelcher 1982 [1889]: 78). Se trata, vale la pena recordarlo, del primer decreto de abolición de la esclavitud en las Américas. En este contexto, parece que el buen fraile teme ante todo la deserción generalizada de los esclavos españoles y su huida a la parte francesa de la isla. Refiriéndose a continuación a un hecho espectacular que acaba de producirse, la toma de PortSeguimos de nuevo el doc. AGI 1102, sub. n° 35. Aparentemente, Caro cumple las mismas funciones que solía cumplir, en los años anteriores, el teniente Núñez. 57  «Muy distinto del general Tusen [Toussaint Louverture]», este «negro Tusen», como se lee en una carta con fecha del 30 de junio de 1794 que el arzobispo dirigió al regente Urizar, «milita[ba] en la colonia [francesa] con una compañía de 140 hombres que emigró de la colonia y se admitió y es soldado por el rey. Ha perdido 42 hombres que le robaron y vendieron (…) y hoy se halla en este pueblo, procurando hasta ahora el alimento para ellos haciéndoles vender leña y traer agua a este vecindario» (Deive 1985: 197-198). 55 

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au-Prince por los ingleses (4 de junio de 1794)58, el arzobispo sospecha que los comisarios franceses se refugiarán con sus tropas en la sierra de Baoruco para unirse con las del maniel59. Esta sospecha resultaría infundada, puesto que los comisarios, cinco días más tarde (16 de junio), se constituirán prisioneros de la Convención francesa. Resultaba cierto, sin embargo, que la situación de la parte española de la isla era muy crítica. A los ojos del prelado, un serio problema era la presencia de los «briganes franceses» (6v.). Éstos –dijo– son «peores mil veces que podrían serlo el resto de nuestros indultados [los cimarrones que siguen en el maniel], sin que todos éstos juntos pudieran expelerlos: tan grande es su multitud, y que ya los cercan en el Bouruco» (6v.). Con vistas a distender la situación, el arzobispo propone aplazar la liquidación definitiva del maniel «para cuando se restituyera a la Colonia [francesa] la paz y el orden, porque al presente, el instante de dexarlo vacío nuestros negros, sería en el que lo ocuparían los briganes franceses» (6r.-6v.). El papel que el prelado pretende atribuir a los cimarrones es, pues, el de proteger la frontera de la parte española contra los «bandidos» franceses. «Después de sosegada la tierra», dice, ellos «podrán cumplir por sí mismos, cuanto al principio y en circunstancias de paz prometieron a V. M., de perseguir, aprisionar, y entregar quantos esclavos huidos de sus amos (…) intenten buscar refugio y subsistencia en la Montaña misma» (7r.). En una palabra: el buen obispo da por sentado que los manieles colaborarán en garantizar la permanencia del sistema esclavista en la isla. Su carta termina con una invocación muy patética: «Estamos en frontera, amenazados de una sublevación intestina contra estos ladrones homicidas [los españoles del Rincón]: precisados cada uno a defender por sí mismo, y con su espada, su libertad y su vida».

Consideraciones finales Diversos en cuanto a su origen, su duración, su tamaño, su ubicación, su composición étnica y su relación con sus entornos respectivos, los refugios de esclavos que registra la historia latinoamericana y caribeña son, siempre, casos bien particulares. Una de las particularidades de la historia del maniel de Neiva es el hecho de que su extinción haya sido precedida por un proceso prolongado de negociación con las autoridades oficiales del territorio. A los altibajos de ese Esto sucedió el 4 de junio de 1794. La carta del arzobispo lleva fecha del 11 de junio del mismo año, lo que significa que esta noticia se difundió muy rápidamente. 59  Se trata de Sonthonax, Polverel y Ailhaud. 58 

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proceso se debe la relativa abundancia de documentos que permiten investigar el origen, el funcionamiento y las condiciones de reproducción de esta sociedad cimarrona. Las fuentes existentes brindan no sólo la oportunidad única de observar «desde dentro» un maniel en pleno funcionamiento, sino también la de estudiar, a lo largo de varios años, su conducta política y diplomática. En la investigación reciente sobre quilombos, cumbes o palenques, se ha venido cuestionando la supuesta autarquía de las sociedades cimarronas. Con todas sus particularidades, en particular la de haber transcurrido en la frontera entre dos potencias rivales, la historia del maniel ofrece buenos argumentos a quienes enfatizan la inserción de tales reductos en toda una red de intereses, complicidades y solidaridades. Refugio casi inexpugnable, ubicado en una zona estratégica de la isla, dotado de recursos económicos nada despreciables y por eso mismo bastante atractivo para los esclavos en fuga, el maniel de Neiva podía permitirse el lujo, sin abandonar su autonomía política, de negociar «con todo el mundo». El maniel no fue un foco de lucha contra el sistema esclavista; como se vio, participó –contra remuneración –en la captura de cimarrones sueltos. Sea con las autoridades españolas, los representantes de la Iglesia, algunos vecinos de Neiva o los aventureros de la costa marítima, las autoridades del maniel se las ingeniaron para hablar, casi siempre, desde una posición de fuerza. Base para ello fue, sin duda, su capacidad de defensa, pero no menos importante, a mi modo de ver, fue la eficacia –o funcionalidad– de su administración política y económica. Contrariamente a lo que insinúan los españoles, el maniel no era «acéfalo». En el período examinado, una especie de triunvirato –el «criollo» Felipe, el «español» Santiago y el «bozal» La Fortune– constituye el ejecutivo político. Las decisiones cruciales, sin embargo, se discuten en juntas integradas por los «principales». Gracias a la administración racional del territorio disponible y el intercambio con los «vagos» de la costa, las autoridades propician, al parecer, un «bienestar» mínimo. La integración constante de nuevos prófugos de la parte francesa y la existencia de numerosas parejas mixtas –con sus hijos– invalida el tópico blanco de una división interna basada en la procedencia «étnica» de los cimarrones. Si los mismos cimarrones esgrimen a veces el argumento «étnico», es como pretexto para no ceder a las exigencias españolas. La actuación diplomática de los «capitanes» resulta mucho más coherente de lo que dan a entender los informes españoles. Al indignarse de que los cimarrones quieran «capitular como en estado & dar la ley», el teniente Núñez, encargado de la «reducción» del maniel, da sin querer en el clavo: el maniel, en efecto, no es una partida de «forajidos», sino una entidad política autónoma que sólo acepta negociar con las autoridades españolas en condiciones de igualdad. La fuerza política del maniel se apoyaba sin duda

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Agrestes e irreligiosos

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en la existencia de eficientes estructuras de mando, pero se nutría también del conocimiento obtenido por la observación atenta de las contradicciones que existían en el seno de la sociedad española local y entre las dos potencias que se disputaban la isla. En términos de lucidez y práctica política, el maniel se muestra infinitamente superior al grupo de los «vagos» o «alzados» de la costa, un puñado heterogéneo de aventureros incapaces de unirse para impedir su aniquilación por las autoridades españolas. En términos culturales, el maniel de Neiva, comunidad «diaspórica», no ostenta las características que se esperarían de una «pequeña África» en una isla del Caribe. El «paganismo» y la «poligamia» que el teniente Núñez le atribuye no pasan de tópicos trasnochados del discurso occidental sobre cualquier sociedad «otra». La poligamia, si es que existió en esta aldea cimarrona, no constituye, sin duda, la regla. Si los cimarrones no se muestran muy interesados en asimilar la fe cristiana, tampoco hay indicios de un gran despliegue de ritualidad «africana». En resumen, el maniel de Neiva fue una comunidad de ex esclavos y de negros nacidos en su propio seno cuyo «proyecto» parece haber consistido, ante todo, en defender una autonomía que había conquistado con gran esfuerzo y que le ofrecía a sus miembros una vida relativamente llevadera. Una autonomía que el maniel estaba dispuesto a renegociar constantemente en cuanto a sus «detalles», pero no en cuanto a su principio.

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V El

e sc l avo e s u n se r mu e r t o a n t e su se ñ o r

Ju a n

A u t o b io g r a f ía d e l e s c l a v o F r a n c is c o M a n z a n o (C u b a 1835)

Las desventuras del joven Manzano En 1789 apareció en Londres el libro The interesting narratives of the life of Olaudah Equiano, or Gustavus Vassa, the African, written by himself (Equiano 1988). En esta obra autobiográfica Olaudah Equiano, un ex esclavo oriundo de Benin, narra su captura en África, las peripecias de su vida de esclavo entre las Américas y Europa y las circunstancias de su liberación. Al evocar sus primeros contactos con el mundo anglosajón, en Barbados y luego en Inglaterra, Equiano recuerda la enorme sopresa que a él, un africano, le causaron la apariencia, las actitudes, las prácticas y los conocimientos de los blancos: todo –dice más de una vez– le pareció «mágico». Así, al ver por primera vez los retratos pintados que colgaban en las casas de los blancos, sospecha que es una manera de conservar a los antepasados muertos (30). Le fascinan los libros, porque cree que si uno les «habla» en voz alta, ellos van a contestar (3435). Verdadero terror le inspiran, en cambio, unos «aparatos de hierro» que le habían puesto a una esclava, especialmente uno –era una mordaza– que llevaba en la cabeza y que le impedía comer, beber o hablar (29). Al recordar estas y otras experiencias, Olaudah recrea la mirada «ingenua» con que, al comienzo, había observado a los blancos. Esta mirada recuerda la perspectiva «salvaje» que adoptaron varios escritores-filósofos europeos del mismo siglo x v iii para observar el mundo occidental, su propio mundo, como «desde fuera»: el barón de Lahontan en sus Dialogues curieux entre l’auteur et un sauvage de bon sens qui a voyagé (1703), el barón de Montesquieu en sus Lettres persanes (1721) y Denis Diderot en su «Supplément au voyage de Bougainville» (1773). Si los procedimientos son semejantes, no lo es, sin embargo, su sentido: Lahontan, Montesquieu o Diderot, al colocarse la máscara de un hurón, de unos persas o de

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un tahitiano, están recurriendo a un «truco» literario, mientras que Olaudah, al mirar la sociedad occidental desde una perspectiva «distante», está recordando su propia historia, su otredad. Desde mediados del siglo x v iii se van multiplicando, en el mundo anglosajón, los relatos autobiográficos escritos o dictados por esclavos y ex esclavos, criollos o de origen africano. En Estados Unidos, un número relativamente grande de esclavos logró adquirir una formación letrada a través del contacto con alguna congregación protestante (cfr. Genovese 1976: 255-279). En el siglo x ix , otros esclavos o ex esclavos –mujeres y hombres–la adquirieron tras su huida a los estados del Norte que ya habían abolido la esclavitud. En sus escritos, la denuncia de la esclavitud ocupa un lugar preeminente; lo atestigua, con creces, la Documentary history of the negro people in the United States de Herbert Aphteker (1990 [1951]): una vasta compilación de cartas, textos autobiográficos, artículos periodísticos y manifiestos antiesclavistas que fueron escritos o dictados por negros libres, ex esclavos y esclavos. En la América hispánica o en Brasil se buscaría en vano una compilación semejante: poco numerosos fueron los esclavos o ex esclavos que lograron acercarse a la cultura letrada, y entre los que terminaron ocupando un lugar –modesto– en la historia de la literatura brasileña o hispanoamericana (como Gabriel de la Concepción Valdés, más conocido como «Plácido», en Cuba), el único que se inscribió –a su manera– en los debates sobre la esclavitud fue el esclavo cubano Juan Francisco Manzano. Por eso mismo, su Autobiografía (Manzano 1972 [1835-1839]) resulta una obra capital. Hasta donde sabemos, es el único texto autobiográfico de cierta envergadura que haya sido escrito

Véase, en particular, Aptheker 1990 [1951], Lester 1968, Davis and Gates 1985, Mullane 1993 y Gates and McKay 1997. Davis and Gates (1985 : 319-327) presentan una larga lista de relatos de esclavos de los años 1760-1864. El sitio internet North American Slave Narratives ofrece «all the narratives of fugitive and former slaves published in broadsides, pamphlets, or book form in English up to 1920 and many of the biographies of fugitive and former slaves published in English before 1920». En : (20/09/2006).   Me estoy basando aquí en la edición realizada por José Luciano Franco (1972 [1937] a partir del manuscrito original de Manzano. Opté por conservar la ortografía original, porque permite entender mejor la peculiar relación de Manzano con la tradición letrada. Así, al leer «Rusó» y «Vortel» en vez de Rousseau y Voltaire, se entiende que Manzano sólo conocía de oídas a estos filósofos. Para toda la cuestión de los manuscritos de la Autobiografía, véase Luis 2007 (publicado cuando el presente libro ya se hallaba en manos del editor, el de Luis ofrece, actualmente, la transcripción más cuidadosa del manuscrito autógrafo de Manzano).  

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–o dictado– por un esclavo o ex esclavo latinoamericano. A lo largo de su relato, Manzano, ya adulto, rememora los sucesos cruciales de su niñez y adolescencia, la de un esclavo doméstico especializado en trabajos de sastrería, pero al mismo tiempo un esclavo poco ordinario, poeta y artista. Al recordar estos sucesos dolorosos por medio de la escritura, el autor parece volver a vivirlos en todos sus detalles. Con este Bildungsroman Manzano inaugura, sin proponérselo, la narrativa romántica en Cuba; como en otros relatos de su especie, el narrador-protagonista alterna, constantemente, momentos pasajeros de felicidad y otros, más duraderos, de melancolía o depresión. La Autobiografía de Manzano abunda en observaciones precisas de la realidad social y cultural cubana de su época, pero su interés mayor reside, sin duda, en el retrato psicológico que ofrece de su narrador-personaje, en la teatralización de la relación de éste con su ama y en la expresión de los sentimientos, los temores, los sustos, los sueños y las alucinaciones de un esclavo adolescente. Como personaje, Juan Francisco se caracteriza no sólo por su «melancolía», sino también por su talento histriónico y su locuacidad: «decian qe. era tal el flujo de ablar qe. tenia qe. pr. ablar ablaba con la mesas con el cuadro con la pared» (12); su narración ofrece análogas cualidades narrativas y gestuales. En términos lingüístico-estilísticos, lo que la caracteriza es una sintaxis, una fonética y un ritmo de impronta «oral». La Autobiografía de Manzano es, en todos los sentidos, un texto «fuera de serie», insólito en su lugar y su tiempo. Como cualquier obra literaria que surge fuera de las tradiciones establecidas, conviene estudiarla con la máxima atención hacia sus condiciones de producción, ¿Cómo se le habrá ocurrido a Manzano acometer la historia de su vida? ¿Cómo y cuándo la elaboró? ¿A quién la destinó? Una carta que Manzano envió el 25 de junio de 1835 a su protector Domingo del Monte, fundador y animador de un círculo literario, indica que éste le había pedido «su historia» (85-86). Aparentemente, Manzano no había recibido la primera solicitud de Del Monte, pero al recordársela éste en una carta posterior, su protegido se apresuró a cumplir con el deseo de su protector: (…) en el dia mismo que reciví la de 22 me puse a recorrer el espasio que llena la carrera de mi vida, y cuando pude, me puse a escrivir crellendo que me bastaría un real de papel, pero teniendo escrito algo mas aun que saltando a veces por cuatro, y aun por cinco años, no he llegado todabia a 1820, pero espero concluir pronto siñendome unicamente a los sucesos mas interesantes; he estado mas de cuatro ocaNo tomamos en cuenta las solicitudes y los testamentos dictados por esclavas y esclavos, porque si bien contienen datos de tipo autobiográfico, no manifiestan un discurso autobiográfico.  

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ciones por no seguirla, un cuadro de tantas calamidades, no parese sino un abultado protocolo de embusterias, y mas desde tan tierna edad los crueles azotes me asian conoser mi umilde condision; me abochorna el contarlo, y no se como demostrar los hechos dejando la parte mas terrible en el tintero, y ojala tuviera otros hechos con que llenar la historia de mi vida sin recordar el esesivo rigor con que me ha tratado mi antigua ama, obligandome o poniendome en la forsosa nesesidad a apelar a una arriesgada fuga para aliviar mi triste cuerpo de las continuas mortificasiones que no podia ya sufrir mas, asi idos preparando para ber a una debil criatura rodando en los mas graves padesimientos entregado a diversos mayorales siendo sin la menor ponderasion el blanco de los infortunios (Manzano 1972: 85).

Las frases anteriores constituyen un resumen perfecto de la idea general que sostiene la «historia de mi vida» de Manzano tal como la conocemos; el período biográfico aludido –hasta 1820– también coincide con el que se narra en el relato existente. El 25 de junio de 1835, entonces, ya había comenzado a escribir –o por lo menos a idear o a esbozar– el texto que conocemos como su Autobiografía. Meses después, el 29 de septiembre de 1835, Manzano le escribe a Del Monte diciendo que me he preparado a aseros una parte de la istoria de mi vida, reservando los mas interesante [sic] sucesos de ella para si algún día me alle sentado en un rincón de mi patria, tranquilo, asegurada mi suerte y susistensia, escribir una nobela propiamente cubana: combiene por ahora no dar a este asunto toda la estension marabillosas [sic] de los diversos lanses y exenas, porque se necesitaria un tomo (Manzano 1972: 87).

Notemos que Manzano distingue, ahora, dos proyectos «literarios». Uno más urgente («parte de la istoria de mi vida») y otro a mediano plazo –por no decir utópico: el de escribir, por lo visto a partir de su propia historia, «una nobela propiamente cubana». Quien necesitaba con cierta urgencia un texto como la autobiografía que Manzano parecía capaz de escribir –o había escrito ya– era Richard R. Madden, comisionado inglés instalado desde 1837 en La Habana para vigilar, en el nombre del tribunal mixto de arbitraje, el cumplimiento de los acuerdos hispanobritánicos sobre la supresión de la trata de esclavos. Madden era amigo de Domingo del Monte y estaba muy comprometido con la abolición de la trata y la esclavitud a escala internacional. En 1840, Madden acabó publicando en Londres –en inglés y bajo el título History of the early life of the Negro poet (Manzano 1840)– una versión abreviada de la autobiografía de Manzano, a la que sólo en 1937, casi un siglo después,

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seguiría una edición cubana en español. En cuanto a la idea de escribir una «nobela propiamente cubana», se trataba de un sueño que Manzano compartía con otros de los intelectuales que se reunían en torno a Del Monte, en particular con Anselmo Suárez y Romero y Cirilo Villaverde. El público que Manzano tenía en mente al escribir su Autobiografía era, sin duda, el círculo que se reunía en casa de Del Monte y en particular, como lo demuestra la carta del 25 de junio de 1835, el propio Domingo del Monte. Considerado a veces –algo precipitadamente– como abolicionista, Del Monte vivía, por un lado, del trabajo de los cien esclavos del ingenio azucarero que su familia tenía en Cárdenas, en la provincia de Matanzas, y por otro de la renta que le hacía llegar su suegro, el gran sacarócrata Domingo Aldama (Bueno 1986: 21-22). Su protegido conocía perfectamente los códigos que regían la sociedad esclavista; sabía «darse su lugar» y no ignoraba «a quién le estaba hablando» (cfr. DaMatta 1997: 187-206): Acuérdese smd. cuando lea que yo soy esclavo y que el esclavo es un ser muerto ante su señor, y no pierda en su apresio lo que he ganado: consideradme un mártir y allaréis que los infinitos azotes que han mutilado mis carnes aún no formadas, jamás embiliserán a vuestro afectísimo siervo que fiado en la prudensia que os caracteriza se atreve a chistar una palabra sobre esta materia, y más cuando vive quien me ha dado tan largo que genir (Manzano 1972: 85-86).

Como lo sugieren las relaciones con Del Monte y otros miembros de su tertulia, Juan Francisco Manzano, antes y después de su manumisión (1836), se movía con cierta facilidad en el ambiente de los dueños de esclavos. Hacía tiempo que se lo conocía como el esclavo poeta por excelencia. Su madre, María del Pilar Manzano, había sido –como él mismo explica en su Autobiografía (3)–«una de las criadas de distinsion o de estimasion o de razon Nótese que Victor Schoelcher, abolicionista francés conocido por su biografía de Toussaint-Louverture (véase el capítulo 4 de este libro), también publicó, el mismo año, la traducción de algunos fragmentos de la Autobiografía de Manzano (Israel M. Moliner en su epílogo a la edición de 1972 de la «Autobiografía» de Manzano).   Autores, respectivamente, de Francisco; novela cubana (las escenas pasan antes de 1838) (Suárez y Romero 1880) y Cecilia Valdés o La Loma del Ángel, novela de costumbres cubanas (Villaverde 1882). Para el grupo de Del Monte y la literatura abolicionista en Cuba, véanse, entre otros, los trabajos de Salvador Bueno (1986) y William Luis (1990).   Según Susan Willis (1985), la inexistencia de un público lector («lack of tangible audience») explica la falta de lógica de su relato. De hecho, Manzano sí tenía público. En cuanto a la lógica peculiar de su relato, cabe relacionarla más bien con el papel que en ella desempeña la memoria.  

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como quiera qe. se llame» de doña Beatriz de Justiz, marquesa de Santa Ana y dueña de la hacienda El Molino (Matanzas). Esclavo también, su padre, Juan Manzano, «era algo altivo y nunca permitió no solo corrillos en su casa pero ni qe. sus hijos jugasen con los negritos de la asienda; mi madre vivia con él y sus hijos pr. lo qe. no eramos muy bien queridos» (44). Los padres de Juan Francisco hacían de todo, pues, para asimilar el estilo de vida de sus amos y no ser confundidos con los negros de la plantación. Según Manzano, el pequeño Juan Francisco llamaba a doña Beatriz –su ama–«mama mia» (5); era «el niño de su bejez» (4). Andaba –dice el narrador– «entre la tropa de nietos de mi señora trabeseando y algo mas vien mirado de lo qe. meresia» (5). Al morir en El Molino (Matanzas), doña Beatriz lo deja con sus padrinos en La Habana. El joven esclavo va y viene según le viene en ganas, «todo esto sin saber si tenía amo o no» (7). Hasta sus 12 años, aproximadamente, el hecho de ser esclavo –si nos atenemos a la Autobiografía– no parece repercutir mayormente en la vida de Juan Francisco. El esclavo y la marquesa «La verdadera istoria de mi vida» (9) comienza en 1809, cuando Juan Francisco, a los 12 años, conoce a su nueva ama, la marquesa de Prado Ameno (7-8). Desde luego, la veracidad de esa «verdadera istoria» es inverificable; no es probable que Manzano, al escribirla, se haya acogido a un «pacto autobiográfico» (Lejeune 1975). Tampoco podía proponerse, en tanto esclavo, escribir un manifiesto antiesclavista disfrazado de autobiografía. La hipótesis que deseo plantear aquí es que Manzano decidió denunciar el sistema esclavista a través de una historia que mostrara su fundamental «perversidad», su impacto desastroso en el desarrollo de las relaciones humanas. Esa historia es la de la marquesa de Prado Ameno y su joven esclavo Juan Francisco. Una historia que pudiera haber sido la de una «afinidad electiva», porque así lo sugiere la simpatía que brota inicialmente entre la señora «fina» y el joven artista, pero que termina, al ser pervertida por la relación ama-esclavo, en un drama no exento de aspectos sadomasoquistas. Esclavo al servicio de la marquesa de Prado Ameno, el joven Juan Francisco parece gozar de importantes prerrogativas. Entre otras cosas, se ponía atención –dice– en que «no me rosase con los otros negritos de la misma mesa» (8). Durante un buen tiempo, Juan Francisco disfruta de una vida de «teatros paseos tertulias bailes hasta el día y otras romerias [que] me asian la vida alegre y nada sentia aber dejado la casa de mi madrina donde solo

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resaba, cosia con mi padrino y los domingos jugaba con algunos monifaticos pero siempre solo ablando con ellos» (8). Pero cada vez más, la marquesa, por cualquier «leve maldad propia de muchacho», lo hace encerrar en la carbonera: castigo doloroso para un niño o adolescente que «tenía la cabeza llena de los cuentos de cosa mala de otros tiempos, de las almas aparesidas en este de la otra vida y de los encantamientos de los muertos, qe. cuando salían un tropel de ratas asiendo ruido me paresia ber aquel sótano lleno de fantasmas» (9). Es a raíz de tales castigos que Juan Francisco se va transformando en un joven «melancólico» o –como diríamos hoy– depresivo: «Desde la edad de tres[e] a catorse años la alegría y viveza de mi genio lo parlero de mis lavios llamados pico de oro se trocó en sierta melancolía que se me iso con el tiempo característica» (10). A lo largo de los años pasados al servicio de la marquesa de Prado Ameno, lo que ensombrece la vida de Juan Francisco no es, pues, la dureza del trabajo ni la falta de libertad, sino los constantes cambios que caracterizan su situación de «subalterno». Mientras su ama –o sus amos– lo traten bien, Juan Francisco es un «esclavo feliz». Así, hablando del período que pasó en La Habana con don Nicolás de Cárdenas y Manzano y su joven esposa Teresa, el narrador llega a decir que «con esta ama mi felisidad iva cada dia en mas aumento» (32). La «melancolía» –la depresión– lo agarra cuando se le impone, cosa frecuente en el régimen esclavista, un castigo inesperado, injusto o desproporcionado. Las relaciones entre Juan Francisco y la marquesa de Prado Ameno están marcadas, obviamente, por la diferencia de su posición respectiva en el sistema esclavista; lo que las «complica» es su dimensión afectiva. A la marquesa, dice Juan Francisco, «la amaba como a madre» (41). En tanto «guardaespaldas», la protege con una atención, una delicadeza o un celo dignos de un amante: «pr. la noche se ponía en casa de las Sras. Gomes la manigua qe. luego fue monte y yo debia al momento qe. se sentaba pararme al espaldar de la silla con los codos abiertos estorbando asi qe. los de pie no se le hechasen en sima o rosasen con el brazo sus orejas» (40). Por su lado, la marquesa –si damos crédito a Manzano– buscaba ganarse el afecto de su joven esclavo: «me mandaba a Algunas frases sugieren que esa «leve maldad propia de muchacho» era percibida, por los señores, como una forma de rebeldía. Cuando Juan Francisco todavía era muchacho, alguien le dijo «te he de matar antes de qe. cumplas la edad» (Manzano 1972 : 22). Hacia las mismas fechas, un señor que lo apadrinaba le dijo a su ama: «Mire v. qe. éste va a ser más malo qe. Rusó y Vortel [sic]» (ibíd. : 22-23). Juan Francisco afirma no haber entendido, en aquel momento ni después, el porqué de tales amenazas o profecías.   Véase, a este respecto, la historia del joven esclavo congo Pomuceno en el capítulo 6 de este libro.  

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pasear pr. la tarde sabia qe. me gustaba la pesca y me mandaba a pescar si abia maroma también» (40). Al la marquesa le gusta complacer a su esclavo predilecto, pero lo hace dando órdenes, es decir afirmando su posición de ama y señora. En los momentos de mayor «felisidad» de su esclavo, además, ella –sádica– no vacila en imponerle, por los motivos más fútiles, los castigos más terribles. El mejor ejemplo de ello es sin duda el famoso episodio del geranio triturado: (…) una tarde salimos al jardin largo tiempo alludaba a mi señora a cojer flores o trasplantar algunas maticas como engenero [¿un género?] de diversión (…) al retirarnos sin saber materialmente lo qe. asía cojí una ojita, una ojita no mas de geranio donato esta malva sumamente olorosa iva en mi mano mas ni yo sabia lo qe. llevaba distraido con mis versos de memoria seguia a mi señora (…) e iva tan ageno de mi qe. iva asiendo añiscos la oja de lo qe. resultaba mallor fragancia (24).

Al constatar el «crimen» cometido por su esclavo poeta, la marquesa, fuera de sí, encierra a Juan Francisco en una antigua enfermería donde, «apenas me vi solo en aquel lugar cuando todos los muertos me paresia qe. se levantaban y qe. vagaban pr. todo lo largo de el salon» (25). Al día siguiente, lo meten en el cepo: «mis manos se atan como las de Jesucristo se me carga y meto los pies en las dos aberturas qe. tiene también mis pies se atan. ¡Oh Dios! corramos un belo pr el resto de esta exena» (25-26). Lo que llama la atención en este caso es la absoluta disproporción entre la nimiedad del «delito» (triturar un pétalo de flor) y la dureza del castigo, que el narrador asimila a la crucifixión de Jesucristo. Al comentar este episodio, Susan Willis (1985: 210-211) sostuvo que lo que suscitó la ira de la marquesa fue el hecho de que su esclavo se atreviera a cometer un delito contra la propiedad privada, base del sistema capitalista. A mi modo de ver, la caracterización del personaje de la marquesa no autoriza esta conclusión. Se puede sostener, en cambio, que Manzano, a través de esta anécdota bastante inverosímil, muestra la absoluta arbitrariedad que caracteriza el ejercicio del poder en el régimen esclavista. En otra oportunidad, la marquesa castiga a su esclavo por el supuesto robo de un capón. Este episodio, más verosímil que el anterior, denuncia un acto flagrante de injusticia: Juan Francisco, como se revelará más tarde, no cometió el delito en cuestión. Sin averiguar el caso, la marquesa lo obliga a correr, las manos atadas, delante del caballo de un mayoral: (…) di un traspies y cai no vien avia dado en tierra cuando dos perros o dos fieras qe. les seguian se me tiraron en sima el uno metiendose casi toda mi quijada isquierda en su boca me atrabesó el colmillo asta encontrarse con mi muela el

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otro me agugereó un muslo y pantorilla isquierda todo con la mayor borasidad y prontitud cuyas sicatrices estan perpetua [sic] a pesar de 24 años qe. han pasado sobre ellas (27).

Por si fuera poco, la marquesa lo somete, todavía, a una sesión de tortura: «sinco negros me rodean a la voz de tumba dieron conmigo en tierra sin la menor caridad como quien tira un fardo qe. nada siente uno a cada manos y pieses y otro sentado sobre mi espalda» (28). Para librarse del tormento, Juan Francisco pretende explicar el asunto del robo, pero termina enredándose en un tejido inextricable de mentiras. El lector entiende que la relación entre amos y esclavos no permite que un esclavo diga la «verdad». Pasado todo, se descubre que quien se había comido el capón había sido el mayordomo. La inocencia de Juan Francisco queda, una vez más, patente. A lo largo de la «verdadera istoria» que se narra en la Autobiografía la marquesa da la impresión de buscar, constantemente, nuevos pretextos para castigar al joven. Inmotivados e imprevisibles, estos castigos delatan siempre el «sadismo» de la señora. Por momentos, Manzano parece insinuar que la marquesa actúa de esa manera para defenderse a sí misma contra la atracción que siente por su esclavo joven y lleno de talentos: (…) mi ama qe. no me perdia de vista ni aun dormiendo pr. qe. hasta soñaba conmigo ubo de penetrar algo me isieron repetir un cuento una noche de imbierno rodeado de muchos niños y criadas, y ella se mantenía oculta en otro cuarto detras unas persianas o romanas; al dia siguien [sic] por quitarme allá esta paja como suele decirse en seguida a mi buena monda me pusieron una grande mordaza (13).

La marquesa «hasta soñaba», entonces, con Juan Francisco… Haciéndole colocar una mordaza pretende impedir que su esclavo parlanchín, ignorando sus órdenes, siga fascinando a su auditorio con sus cuentos o décimas: «se dio orden espresa en casa qe. nadien me ablase pues nadien sabia esplicar el genero [‘divino’ o ‘amoroso’] de mis versos» (12). Pero, ¿por qué la marquesa, si quería mantener incomunicado a su esclavo, no interrumpió su cuento en vez de asistir, secretamente, a su performance? La respuesta a esta pregunta se encuentra, tal vez, en otro episodio. Refiriéndose a las funciones de «sombras chinescas» que solía dar Juan Francisco en casa de Don Estorino, el narrador cuenta que «concurrían algunos y algunas niñas del pueblo hasta las 10 o mas de la noche hoy son grandes señores y no me conosen» (23). Si estos «grandes señores» ya no conocen a Juan Francisco, es sin duda porque ya no pueden, desde su posición de «señores», mostrarse sensibles a la gracia histriónica de un esclavo.

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El último round del enfrentamiento entre Juan Francisco y la marquesa revela una vez más la complejidad de las relaciones que se han establecido entre la señora y su esclavo. Un día, «en el comedo o colgadiso puerta de calle» (4243), la marquesa se encoleriza al enterarse de que Juan Francisco había tomado un baño sin su licencia. Para castigarlo, ordena que le rompan las narices, le quiten los zapatos y lo «pelen» (lo dejen en cueros); luego lo manda por agua al arroyo: (…) cuando llené mi barril me alle en la necesidad no solo de basiarle la mitad sino también de suplicarle a uno qe. pasaba me alludase hecharlo al hombro, cuando subia la lomita qe. abia hasta la casa con el peso del barril y mis fuerzas nada ejersitadas faltóme un pié caí dando en tierra con una rodilla el barril calló algo mas adelante y rodando me dió en el pecho y los dos fuimos a parar a el arrollo, inutilisandose el barril (43).

Digna de un film de Buster Keaton, esta escena se desarrolla –that’s the point– ante los ojos de «una mulatica de mi edad primera qe. me inspiró una cosa qe. yo no conosia» (43). Una muchacha a quien el siempre locuaz Juan Francisco, según su propia confesión, había dicho –sin duda para poder cortejarla mejor– que era libre. El texto sugiere que la marquesa, al ordenar este castigo, pretende humillar a su esclavo ante los lindos ojos de su enamorada. Ante esta «mortificasion» y la amenaza de nuevos castigos, Juan Francisco inicia por fin un proceso de toma de conciencia que culminará en su decisión de fugarse. De esclavo a «cimarrón» Tal como Manzano presenta los sucesos, Juan Francisco, hasta ese momento, había soportado casi sin chistar los castigos inmotivados que le infligía la marquesa. Mientras aún vivía su madre, no se había esforzado por encontrar alternativas a su situación desesperada. Para curar su melancolía, su terapia habitual había sido, como lo da a entender el texto, la poesía: «(…) como la melancolia estaba en sentrada en mi alma y abia tomado en mis físico una parte de mi esistensia yo me complacia bajo la guasima cuyas raises formaba una espesie de pedestal al qe. pescaba algunos versos de memoria y todos eran siempre tristes» (12). Otra terapia consistía en un derroche extraordinario de energía física y la inmersión en los «ignoscentes» placeres que ofrecía la naturaleza salvaje: «nadien ará en dos años lo qe. yo en cuatro meses, me banaba cuatro veces al día y hasta de noche corria a caballo pescaba registré todos los montes suví todas las lomas comi de cuantas frutas abia en las arboledas en fin disfruté de

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todos los ignoscentes goses de la joventud en esta epoca pequeñísima me puse grueso lustroso y vivo» (13). Aunque solitarios, tales «momentos de libertad» recuerdan los que sabían crearse, fuera del control de sus amos, los esclavos afectados al trabajo de la plantación (véase el capítulo 3 de este libro). Sólo una vez el relato de Manzano muestra a Juan Francisco respondiendo a la violencia esclavista con un acto de rebeldía abierta. Un día los esbirros de su ama, después de castigarlo a él, agreden violentamente –y en su presencia– a su madre: «sin pudor lo [sic] cuatro negros se apoderaron de ella la arrojaron en tierra pa. azotarla». Ante su brutalidad, el joven, sin pensarlo ni calcular sus fuerzas, se les echa encima: «al oir estallar el primer fuetazo, combertido en leon en tigre o en la fiera mas animosa estube a pique de perder la vida a manos de el sitado Silvestre» (16). Rebeldía sin duda pasajera, pero que insinua que aun para un esclavo con tendencias posiblemente masoquistas, todo tiene –como dicen los rebeldes de Camus– sus límites. Al morir la madre de Juan Francisco, la relación entre el esclavo y la marquesa entra en su última fase, caracterizada por un odio aparentemente mutuo. Al decomisarle unos pagarés que su madre había acumulado para pagar la libertad de su hijo, la marquesa le dice: «en cuanto me buelbas a ablar de la erensia te pongo donde no beas el sol ni la luna; marcha a limpiar las caobas» (38). Mudo de sorpresa, el esclavo entiende que la marquesa no le devolverá nunca su libertad. «Desde el momento en qe. perdi la alhagueña ilusion de mi esperanza» –dice– «ya no era un esclavo fiel me combertí de manso cordero en la criatura mas despresia [sic] y no queria ber a nadien qe. me ablase sobre esta materia quisiera aber tenido alas pa. desapareser trasplantandome en la Habana» (38-39). Lo que precipitará su huida a La Habana será –además de la «mortificasión» que sufrió al ser castigado en presencia de su enamorada– la amenaza de ser devuelto al ingenio. Para Juan Francisco, el ingenio es el mero infierno. Lo peor de todo, sin embargo, es que su retorno forzado al campo le recordaría a él –y les revelaría a los demás– su condición de cautivo: «ya me beia atrabesando el pueblo de Madruga como un fasineroso atado pelado y bestido de cañamazo» (35). A Juan Francisco, un «mulatico fino» (43) imbuido del «amor propio del qe. esta mas serca de la grasia de su amo» (34), la perspectiva de verse rebajado a la condición de un negro o esclavo común le resulta insoportable: «me beia en el Molino sin padres en él ni aun parientes y en una palabra mulato y entre negros» (44). Por eso mismo, la frase sarcástica que le lanza un criado libre –«hombre qe. tu no tienes berguenza pa. estar pasando tantos trabajos cualquiera negro bozal está mejor tratado qe. tú» (43)– lo hiere en lo más profundo. En un joven «algun tanto en vanesido con los fabores prodigados a mis abilidades y algo alocado tambien con el aire de cortesano qe.

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abia tomado en la ciudad sirviendo a personas qe. me recompensaban siempre» (35), el hecho de ser comparado con un «negro bozal» no puede sino tener el efecto de un latigazo. Venciendo por fin su indecisión, Juan Francisco ensilla un caballo y se va. En ese instante nota la presencia –y una especie de solidaridad– de los demás esclavos: «Todos [los esclavos] me ogserbaban pero ninguno se me opuso» (45). Con este episodio termina la Autobiografía de Manzano. No se sabe si la segunda parte de la historia de Juan Francisco, anunciada en las últimas líneas de la primera, llegó a concretarse. Para concluir Anselmo Suárez y Romero, miembro conspicuo de la tertulia de Del Monte, le escribió a éste que su corazón se había «dolorido al copiar la historia de Manzano». Ya sabemos que los abolicionistas Richard Madden y Victor Schoelcher la difundieron, respectivamente, en Inglaterra y en Francia. Pero, ¿en qué medida, la Autobiografía de Manzano podía ser leída como un texto antiesclavista? La «pasión» de Juan Francisco, a fin de cuentas un esclavo privilegiado, poco tenía que ver, a primera vista, con los problemas en que se debatían, en Cuba y otros lugares, los esclavos comunes. Una sola vez en todo el texto, al evocar uno de sus períodos de trabajo forzado en El Molino, Juan Francisco se percibe a sí mismo «como uno de tantos» (29): como un esclavo más. En el resto del texto, Juan Francisco no ve a los (demás) esclavos sino por el rabillo del ojo, como por ejemplo cuando se lo acusa –claro que falsamente– de complicidad con unos criados que «se descomisaban (...) en un almasen jugando al monte» (36). Demasiado ocupado en evocar su «pasión», Juan Francisco –como si estuviera diciendo «¿y yo qué tengo que ver con ellos?»– no manifiesta la menor solidaridad con los demás esclavos. El universo al que desea pertenecer –aunque sea como esclavo– es el de los amos y de la casa grande. Herbert Aptheker, en la introducción a su Documentary history of the negro people in the United States, enfatizó la novedad de su trabajo afirmando que «here the negro speaks for himself» (Aptheker 1990 [1951]: s/p). Lo que quería decir era que en los textos reunidos por él los negros hablan sin intermediarios y en tanto clase. La Autobiografía de Manzano no autoriza, desde luego, una conclusión análoga. En su relato abiertamente subjetivo, Juan Francisco sólo habla en su propio nombre. No evoca los sinsabores de la vida de cautivo sino  

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Israel M. Moliner en su epílogo a la edición de 1972 de la Autobiografía.

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en la medida en que lo afectaron en su vida personal. Eso mismo, por paradójico que parezca, es lo que otorga una contundencia extraordinaria a su narración. Lo poco o lo mucho que la Autobiografía muestra es que en el régimen esclavista aun al más privilegiado de los esclavos le toca, independientemente de la «bondad» o la «maldad» individual de sus amos, experimentar todo el horror de un sistema basado en la apropiación del hombre por el hombre. Aunque sólo implícita, pronunciada por el texto y no por el narrador «ingenuo», la condena del sistema esclavista es inapelable. Inapelable resulta también la condena de la ideología que lo sostiene, nunca nombrada pero omnipresente como gangrena que corrompe el tejido social y que pervierte hasta las relaciones más íntimas.

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VI L R

a c a r t a y e l c u e r n o m á g ic o

a íc e s id e o l ó g ic o -c u l t u r a l e s d e l a in s u r g e n c ia n e g r a e n l a s pl a n t a c io n e s d e l c a r ib e y d e b r a s il

(c . 1790-1840)

Los movimientos de insubordinación o insurgencia jalonan toda la historia de la esclavitud «africana» en América; en ocasiones, anteceden incluso a la llegada de los cautivos a los puertos negreros americanos. En la última década del siglo x v iii , la insurrección de los negros de Saint-Domingue agrega a este panorama una dimensión nueva: el posible fin del sistema esclavista en las Américas. Nacido al calor del caos social y militar que provocó el proceso revolucionario francés en la parte francesa de la isla caribeña, el movimiento insurreccional de los esclavos haitianos tomó forma organizada en agosto de 1791. Dos años después, en agosto de 1793, Sonthonax, comisario francés de la isla, proclamó la libertad de los esclavos. La abolición de la esclavitud en todos los dominios franceses, decretada el 15 pluviôse del año II (3 de febrero de 1794), «no hizo sino sancionar y generalizar una obra ya comenzada en Saint-Domingue» (Schoelcher 1982: 78-79). Traumatizados por los sucesos de Santo Domingo, los dueños de esclavos y los gobernantes de la América esclavista empezaron a temer el estallido de movimientos insurreccionales análogos en sus dominios respectivos. En 1795, para justificar la represión sangrienta de un levantamiento de negros y mulatos en Coro (Venezuela), el Teniente Justicia Mayor enfatizó el papel que la «Ley de los franceses» había –a su modo de ver– desempeñado en el estallido de esa sublevación (Troconis 1987: 311). En Cuba, tras el susto provocado por el «atentado» o «motín» de los esclavos de la ciudad de Trinidad

  En 1798, un navegante portugués, Joseph Antonio Pereira, pretende cobrar de una compañía de seguros de Cádiz «las pérdidas, y averías que experimentó dicho buque [Nuestra Señora de la Concepción y Jesús de los navegantes] en el expresado puerto de Cabinda ocasionados con motivo del levantamiento de doscientos setenta y ocho esclavos que tenía a su bordo» [las cursivas son nuestras]. AHN, Consejos, 20257, exp. 2, 1806.

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en la noche del 25 al 26 de julio de 1798, precedido por otro en Puerto Príncipe, el gobernador de la isla, el conde de Santa Clara, condenó «las dos cabezas de motín a ser ahorcados (…) y los tres restantes a presidio». Para explicar la severidad de sus medidas, alegó que Este castigo ejecutivo y pronto contendrá sin duda a los demás negros de la provincia que tal vez pensaran en lo mismo, animados de las noticias que no ignoran del sucedido en la parte francesa de la Isla de Santo Domingo en la que han tomado mucha preponderancia sobre los blancos, y mucho más desde que evacuaron los ingleses los puestos que tenían en aquella isla. En esta plaza he notado no tener los negros todo el respeto y consideración que deben a los blancos como antes sucedía, habiéndomelo acreditado el lance ocurrido en la noche del 7. del corriente en la casa de un título de esta Ciudad en que se amotinaron capitaneados por un negro criollo, insultando la tropa que fue a sosegarlos, de lo que he mandado formar causa para la averiguación y castigo de los reos [subrayado nuestro].

Como muchos de sus iguales, el Conde de Santa Clara se había convencido de que desde los sucesos de Saint-Domingue los esclavos ya no eran los mismos. En Estados Unidos, tras la conspiración negra de Charleston (1822), Edwin Clifford Holland sería aún más explícito: No olvidemos nunca que nuestros negros son los jacobinos del país, que son los anarquistas y el enemigo doméstico: el enemigo común de la sociedad civilizada y los bárbaros que se volverían, si pudieran, los destructores de nuestra raza (citado por Genovese 1979: 96).

Para Eugene Genovese, gran estudioso de la historia de los esclavos en los Estados Unidos y el Caribe inglés, «la revolución en Santo Domingo propulsó, a lo largo y a lo ancho del Nuevo Mundo, una revolución de la conciencia negra» (1979: 96). Este movimiento, precisa, manifestó «profundos cambios en el carácter étnico de las rebeliones de esclavos». En su opinión, estos últimos habían pasado de una ideología restauracionista, ejemplificada en la creación de refugios autónomos, a una ideología democrático-burguesa (Genovese 1979: 97-98). Refiriéndose al Caribe británico, Genovese explicó que fue «la emergencia de una preponderancia criolla» la que determinó esa ruptura ideológica (1979: 100). ¿En qué medida estas tesis de Genovese son aplicables, también, a la insurgencia de los esclavos en las plantaciones del Caribe hispánico y de Brasil? En su informe sobre el motín de Trinidad (1798), el conde de Santa Clara  

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AGI, Estado, 1, n° 80, 1, 1v. y 2r.

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destaca la actuación de un negro criollo que «capitaneaba» a los amotinados; su misiva revela, sin embargo, que al menos tres de los cinco negros considerados como dirigentes del motín eran de «casta» africana (mina, gangá y arará). De hecho, tanto en el Caribe insular hispánico como en Brasil, la supuesta preponderancia de los criollos en la insurgencia de los esclavos negros resulta, como veremos a continuación, más bien dudosa. Cabe recordar que en ambas áreas, a diferencia de lo que ocurría en las áreas esclavistas anglosajonas, un altísimo porcentaje del conjunto de los esclavos negros estaba constituido, aún a mediados del siglo x ix , por esclavos recién importados de África. Además, el acceso de los esclavos hispanoamericanos y brasileños al pensamiento ilustrado (en general) o al «jacobinismo» (en particular) fue siempre más limitado que el de sus primos haitianos y anglosajones. En América Latina y el Caribe hispánico, en efecto, poquísimos esclavos lograban adquirir una formación letrada, conditio sine qua non para familiarizarse de una manera que no fuera sólo superficial con los discursos antiesclavistas. En la revolución de SaintDomingue, en cambio, varios de los líderes insurgentes eran letrados. En los Estados Unidos, a lo largo de la primera mitad del siglo x ix , se multiplicaron las tribunas políticas y los órganos de prensa desde los cuales voceros de la población negra –libertos o esclavos– exigían, públicamente, la abolición de la esclavitud. Muchos de ellos debían su formación al «compromiso» de los predicadores protestantes, defensores de la «igualdad» y, a menudo, claramente opuestos al sistema esclavista. En América Latina, la Iglesia católica, instrumento central del régimen colonial/esclavista, no solía involucrarse en las luchas de los esclavos. Los grupos abolicionistas, integrados por blancos «liberales», solían defender, sin tener en cuenta el parecer de los esclavos, una abolición gradual y compatible con los intereses de la economía de plantación. En Cuba y en Brasil, para evitar el riesgo de una abolición precipitada, el lobby de los dueños de plantación hizo todo lo que estuvo en sus manos para demorar el advenimiento de la República. Entre los años 1790 y 1840, en América Latina,   Lo que la Iglesia católica predicó a los esclavos fue la resignación. Recuérdense a este propósito las palabras edificantes que António Vieira dirigió, en 1633, a los esclavos de un ingenio en Bahia (Brasil). El ingenio, dijo el famoso predicador barroco, «é uma semelhança de inferno. Mas se entre todo esse ruído, as voces que se ouvirem forem as do rosário, orando e meditando os mistérios dolorosos, todo esse inferno se converterá em paraíso, o ruído em harmonia celestial, e os homens, posto que pretos, em anjos» (Vieira 1951-1954: 41).   La abolición de la esclavitud formaba parte, por lo menos teóricamente, del ideario republicano. Véase, por ejemplo, el «Decreto sobre la libertad de los esclavos» promulgado, en base a las proclamas de Simón Bolívar de 1816 y 1817, por el Congreso de Angostura (Grases 1988: 237-240).

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los esclavos latinoamericanos seguían prácticamente excluidos de los debates sobre el futuro de las sociedades en las que les había tocado vivir. Aunque no se debe subestimar la penetración de ideas y prácticas ilustradas o «jacobinas» en los barracones del Caribe y de Brasil, la ideología democrático-burguesa no parece haber desempeñado, en la rebeldía de los esclavos latinoamericanos de aquel entonces, un papel preponderante. ¿Cuáles fueron, entonces, sus bases o sus raíces ideológico-culturales? Según el testimonio de un criollo anglófono de Saint-Domingue que combatió en 1791 a los negros insurgentes, se hallaron, en el cadáver de un esclavo ejecutado, «panfletos impresos en Francia [reivindicando] los derechos del hombre; en el bolsillo de la chaqueta se encontró un gran paquete de yesca y fosfato de cal. En su pecho llevaba una bolsita llena de pelo, yerbas, pedazos de hueso, que llaman fetiche». El ideario de la Revolución francesa, tecnología militar occidental (armas de fuego) y el «fetichismo» africano: éstos son los ingredientes ideológico-culturales que encontraremos, en dosis variables, en muchos de los movimientos de rebeldía negra que se dan, entre 1790 y 1840, en las plantaciones del Caribe hispánico y de Brasil. Queda por esclarecer, sin embargo, lo más importante: ¿cuál fue el peso respectivo de estos «saberes» en la insurgencia de los esclavos hispánicos y brasileños, y cuáles las modalidades de su articulación? En la América española y portuguesa, el poder colonial/esclavista buscó imponer, desde el siglo x v i , sus propios valores y pautas ideológico-culturales. No desaparecieron, en este proceso, los sistemas culturales de los indios ni los que los africanos deportados –y sus descendientes– habían logrado recrear en América, pero quedaron relegados a la clandestinidad. La relación entre el sistema ideológico-cultural impuesto por los colonizadores y los sistemas que regían la vida comunitaria de los colonizados/esclavizados se fue organizando, básicamente, según un principio que hemos bautizado, en otra parte, como de diglosia cultural. El concepto de la diglosia fue creado por la sociolingüística para describir las reglas que suelen orientar la política lingüística en las sociedades donde coexisten, en el mismo territorio, una lengua de tradición escrita y otra meramente oral. La primera, calificada de «variedad alta», es la que se impone en el espacio «oficial», mientras que la segunda, «baja», se usa en la   My odyssey: experiences of a young refugee from two revolutions, by a Creole of Saint Domingue, Bâton Rouge: Louisiana State University Press, 1959: 32-34. Citado por Fick (2000: 973).   Propuse este concepto desde la primera edición (1990) de La voz y su huella (Lienhard 2003: cap. IV, apartado 3), desarrollándolo luego en «De mestizajes, heterogeneidades, hibridismos y otras quimeras» (Lienhard 1996).

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comunicación informal y, muy ampliamente, en los espacios «subalternos». Una forma particularmente «dura» de la diglosia es la que rige las políticas lingüísticas coloniales: la lengua del colonizador es la que ocupa, despóticamente, el puesto de la «variedad alta», mientras que las lenguas de los colonizados/ esclavizados, apenas toleradas o enérgicamente reprimidas, se ven relegadas a la periferia social o a la clandestinidad. Al estudiar los procesos culturales que se desarrollaron en la América española y portuguesa, se acaba descubriendo que el principio de la diglosia gobernaba no sólo las prácticas lingüísticas, sino todas las prácticas culturales políticamente relevantes. Claramente «diglósicas» fueron, en particular, las relaciones entre el cristianismo en tanto religión oficial y las religiones más o menos clandestinas de las comunidades indígenas o negras. Fue para nombrar esa «diglosia» proliferante que acuñé el concepto de diglosia cultural. Aunque ligada, en sus comienzos, a la política colonial, la diglosia cultural no desapareció –o sólo hasta cierto punto– con la emancipación. Criollos, los gobernantes de las nuevas repúblicas formalmente independientes continuaron discriminando y reprimiendo, bajo pretexto de lucha contra la «barbarie», las lenguas y los sistemas ideológico-culturales de los indios y los negros. En su primer trabajo etnográfico publicado, la antropóloga cubana Lydia Cabrera (1994 [1947]: 280) ofrece un ejemplo de cómo, décadas después de la abolición de la esclavitud, la represión de los valores y saberes «africanos» siguió vigente en Cuba: De estas negras viejas (…) de rosario y libro de misa (…) que nos hacían rezar de noche el Padre Nuestro aunque nos estuviésemos desplomando del sueño; que nos obligaban a besar el pan bendito cada vez que éste se caía al suelo (…) no hubieran podido sospechar los señores blancos (…) que eran las mismas que después de adorar en el templo católico a ‘estilo de blancos’ a la Virgen María, a Santa Bárbara o a la Candelaria, irían a derramar la sangre de los sacrificios con fervor atávico sobre las piedras que representaban a sus ojos a estos mismos santos de la Iglesia Católica, pero con las exigencias, los nombres, la personalidad puramente africana de Yému, Changó o Yansa.

 Las cursivas son mías. Al referirse a la «personalidad puramente africana» de los orishas mencionados, Cabrera cuestiona sin decirlo el discurso sobre el supuesto «sincretismo» de las religiones afrocubanas. Una observación análoga se halla en el libro de Alfred Métraux (1958: 288) sobre el vudú haitiano: «La equivalencia entre dioses [africanos] y santos [católicos] no existe sino en la medida en que los practicantes del vodú han utilizado imágenes de éstos para representar sus propias divinidades».

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En el pasaje citado, Lydia Cabrera se está refiriendo a sucesos y situaciones de su niñez: es decir, a la primera década del siglo x x . Las «negras viejas» observadas por ella nacieron, sin duda, hacia 1840-1850; se criaron, pues, en la Cuba colonial/esclavista. Aparentemente asimiladas, ellas simulan ante sus señores un catolicismo riguroso, disimulando ante los mismos el «fervor atávico» con que veneran las divinidades africanas. Melville J. Herskovits, en base a sus investigaciones en Haití, había afirmado pocos años antes que «los negros, al mismo tiempo que profesan un catolicismo nominal, participan en ‘cultos de fetiches’ [fetish cults] que se realizan bajo la dirección de sacerdotes cuyas funciones son esencialmente africanas y cuya formación sigue canales de instrucción y de iniciación más o menos bien organizados» (Herskovits 1966 [African Gods 1937]: 322). Los negros evocados por Cabrera y Herkovits eran ciudadanos teóricamente «libres», pero todavía en la década del 30 sus religiones ancestrales seguían siendo reprimidas por los poderes respectivos. Al optar por la insurgencia contra un sistema que los esclaviza, los esclavos, convirtiéndose en sujetos de una política otra, dejan de observar las reglas de la diglosia y se toman la libertad de combinar, a su conveniencia, los repertorios ideológico-culturales a su alcance. En lo que sigue, sostendré la hipótesis de que el marco ideológico-cultural en el cual se suele mover, en el período 1790-1840, la rebeldía de los esclavos en Brasil y en el Caribe hispánico se apoya en dos polos: la ideología restauracionista («retorno a África») y el pensamiento ilustrado radical. La primera se manifiesta en la práctica de crear, fuera del alcance de los blancos, refugios negros autónomos, mientras que la segunda, orientada hacia la conquista de la «libertad» y la «igualdad», se traduce en la adopción de estrategias basadas en la observación atenta de los procesos políticos nacionales e internacionales. Cabe puntualizar que el marco «bipolar» apenas esbozado no llega a explicar –o a configurar– todas las manifestaciones de la insurgencia negra en el período contemplado. Algunas de esas manifestaciones, en efecto, delatan –como veremos enseguida– motivaciones mucho más «inmediatas». Grado cero de la rebeldía: Güira de Melena (Cuba), 1827 Entre los movimientos sin marca ideológico-cultural específica están las sublevaciones efímeras y aparentemente espontáneas que surgen a raíz de determinados actos «injustos» cometidos por los dueños de esclavos o sus representantes. Tales sublevaciones representan algo así como el grado cero de la rebeldía de los esclavos. Su motor parece ser la «solidaridad natural» que los cautivos se muestran a menudo capaces de desarrollar ante la arbitrariedad de

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sus amos (o sus representantes). Ejemplo paradigmático de un movimiento «espontáneo» de este tipo es el conato de insurrección que se produjo en la tarde del 23 de octubre de 1827 en el cafetal El Carmen, en Güira de Melena (Cuba). Según el testimonio del mayoral Ramón Viera (natural de Quivicán, 25 años, soltero), todo el alboroto empezó porque al retornar a su casa, el mayoral no encontró a su esclavo cocinero Pomuceno (congo, 20 años). Al ir en su busca se encontró con Celedonia mandinga, quien le descubrió el escondite del muchacho: los altos del «lugar común». Viera «observó que estaba ajumado oliendo mucho a aguardiente». Lo bajó «cogiéndolo por una pierna» y le ordenó al contramayoral aplicarle un «bocabajo». Al intervenir el moreno libre Francisco Ruíz, «apadrinándolo», Viera soltó a Pomuceno, el cual, desesperado, se tiró a un pozo. Los negros «principiaron el alboroto, unos gritando y otros llorando», diciendo que «el mayoral era quien debía bajar al pozo a sacar a Pomuceno». Perseguido por Ventura (congo, 25 años) y Simón, ambos armados de machetes, Viera huyó abriéndose camino a machetazos para encerrarse en la «casa de vivienda», desde donde «fajó con ellos» hasta la llegada del teniente del partido. Celedonia mandinga confirma el testimonio del mayoral, agregando que los «negros varones», indignados por la caída al pozo del muchacho, gritaron en coro: «vamos a coger al mayoral, vamos a encerrarlo, vamos a meterlo en el cepo, vamos a tirarle piedras». Interrogado a su vez, el congo Buenaventura, refiriéndose al comportamiento del mayoral, afirma que «estando con su mujer comiendo funche oyó que el mayoral estaba dando cuero al negrito cocinero Pomuceno y que después le iba a dar un bocabajo». Él mismo, según su testimonio, fue quien dijo «que nadie lo sacaba [a Pomuceno] sino el mismo mayoral, que debía bajar abajo». El propio muchacho cocinero, Pomuceno, declara que el mayoral «lo cogió de un brazo dándole mucho cuero y llevándolo a un tendal lo mandó virar boca abajo para darle castigo». En esta historia, lo que llama la atención es la desproporción entre la causa de la disputa (el castigo que un mayoral pretende aplicar a su esclavo desobediente) y la reacción inmediata, masiva y violenta de toda una comunidad de negros. Lo que explica esta reacción no es, sin duda, la existencia de un plan insurreccional previo. No es probable, tampoco, que los negros se   El juicio correspondiente se halla transcrito, parcialmente, en García Rodríguez (1996: 150-153).   Fúnji –vocablo kimbundu– designa una especie de puré de mandioca, llamada foufou en el Congo. Según Joseph J. Dimock (1998: 35 y 97), ciudadano estadounidense que visitó en Cuba en 1859, el funche no era sólo uno de los platos principales de la dieta de los esclavos, sino que también figuraba en el menú de sus amos.

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alborotasen por el castigo en sí: tales crueldades formaban parte, en efecto, de su experiencia cotidiana. Del testimonio de Ventura congo, compatriota de Pomuceno, se desprende que, en un primer momento, los azotes que el mayoral le aplicó a su cocinero no suscitaron mayores reacciones. Fue cuando Viera dio órdenes para aplicarle un segundo castigo más cruel –un bocabajo– que los negros empezaron a alborotarse; la caída al pozo de Pomuceno fue lo que por fin desencadenó el conato de insurrección. Lo que otorga verosimilitud a las declaraciones de Ventura es la manera en que presenta su percepción de los sucesos: al comenzar el alboroto, él se hallaba en su bohío «comiendo funche» en compañía de su esposa. El atardecer en cuestión fue, pues, de absoluta tranquilidad; Ventura y su esposa podían ir saboreando a sus anchas ese plato ancestral. En un contexto tan «idílico», la actuación brutal del mayoral estalla como un trueno en un cielo sin nubes. Inmediata, la reacción de los negros tiene mucho que ver, sin duda, con la simpatía o la conmiseración que Pomuceno les inspira. Ventura, en su declaración, califica a Pomuceno de negrito; el muchacho, según las actas, tenía apenas veinte años. Es probable, pues, que fuera deportado cuando aún era niño o adolescente. Por eso mismo, quizás, le costaba acostumbrarse al cautiverio. Si damos crédito al mayoral Viera y a Celedonia mandinga, buscaba ahogar sus penas en el aguardiente, olvidándose de sus deberes y provocando así la cólera de su amo. Pomuceno declarará que «él no había bebido aguardiente y si olía a él era por una frotación que se había dado en el pescuezo, de donde le había rodado hacia la boca». Digna de un sainete, su explicación improvisada resulta hilarante. El hecho de que se precipitara a un pozo para evitar el bocabajo traduce, en cambio, un estado profundamente depresivo. Pomuceno lo confirma diciendo que «el pensamiento de tirarse en el pozo fue para acabar de una vez con la vida por no poder aguantar más al mayoral». Insignificante a primera vista, esta historia nos permite observar, como en cámara lenta, el momento preciso en que una comunidad negra aparentemente pacífica se transforma, de repente, en una masa amenazante y dispuesta a todo para restablecer la «justicia». Como muchos otros esclavos, los del cafetal El Carmen se acomodaban sin duda a su condición de cautivos en la medida en que les garantizaba cierta estabilidad, ciertos «derechos» y la satisfacción de algunos placeres mínimos (como el de compartir, con toda tranquilidad, un plato de funche con sus esposas). En este panorama, el acto del mayoral, injustificado y excesivamente cruel a sus ojos, los «golpea» con fuerza y los devuelve a una realidad que tal vez hubieran preferido ignorar: el horror de la esclavitud. Espontánea, su rebelión no parece implicar objetivos a largo plazo. Sólo apunta a la neutralización de aquel que la comunidad considera como el

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causante del alboroto: el mayoral. La rebelión de los negros del cafetal El Carmen se produce en un momento en que en Cuba la insurgencia negra alcanza, con la «masificación» de la esclavitud, su máxima intensidad (Zeuske s/f: 321-331). El clima insurreccional reinante favoreció sin duda la forma violenta que los esclavos dieron a su gesto de repudio. Nada, sin embargo, permite pensar que los esclavos de Güira de Melena fueran militantes de un «jacobinismo negro» de tipo haitiano; tampoco se descubre, en su respuesta colectiva, acto alguno que se pudiera relacionar con la presencia de una tradición «africana». La carta y el cuerno mágico: Rio Atibaia (São Paulo), 1832 Paradigmática desde la perspectiva que estoy planteando, la conjura de algunas decenas de esclavos del río Atibaia (São Paulo), en 1832, merece ocupar un puesto de honor10. El proceso que se instruyó a partir del 3 de febrero de 1832 en São Carlos (hoy Campinas) contra los supuestos líderes del movimiento permite reconstruir, aunque muy fragmentariamente, el «discurso» de los conjurados, sus formas de organización y la ritualidad que sustentó –o acompañó– el movimiento. Lo que desencadenó el proceso fue la denuncia del dueño de un ingenio, el Sargento-Mor António Francisco de Andrade (3 de febrero). Él mismo, junto a sus hermanos José Franco y Teodoro Francisco, hará de testigo de la acusación. Como de costumbre, el juez –José da Cunha Paes– es también dueño de esclavos. Entre el 11 y el 23 de febrero se interroga a unos 34 hombres esclavos y a 16 hombres libres. Por lo menos el 75% de los esclavos interrogados son africanos, predominando los de origen congo, cabinda y monjolo11. 10  Las actas de este juicio fueron publicadas por Suely Robles Reis de Queiroz (1974). Flávio dos Santos Gomes (1995) le dedica un capítulo en su libro Histórias de quilombolas. Hace poco, Ricardo Figueiredo Pirola (2005) presentó en Campinas una exhaustiva y muy bien documentada tesis de maestría sobre la conjura de Atibaia y su contexto. Distinto del mío, su objetivo principal consistió, como él mismo declara en su prólogo, en construir una biografía colectiva de los 32 esclavos y el liberto João Barbeiro. 11  Los «apellidos» atribuidos a los esclavos no remiten siempre al grupo étnico al que ellos pertenecían en África; a menudo aluden, más bien, al puerto africano donde se los embarcó para la travesía del Atlántico. Comoquiera que sea, Cabinda (un puerto) y el reino del Congo pertenecen a la misma macroárea cultural, localizada, en términos de geografía actual, entre el Congo-Brazzaville al norte y el norte de la República de Angola al sur. Los monjolos son, según el historiador Cadornega (1972 [1680], vol. III, p. 193), una «nação do gentio do Reino do Congo». En cuanto a rebolo, «apellido» de dos esclavos implicados en

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Según los testigos de acusación, João Barbeiro, dirigente principal de la conspiración, era un negro liberto de origen africano –probablemente monjolo– que residía en la ciudad de São Paulo. Se lo conocía como alguien que había dirigido otra tentativa de sublevación en 1830. Siempre según los mismos testigos, los esclavos habían creado un club (una especie de asociación político-militar), habían designado «capitanes» en cada ingenio y nombrado un «cajero» para cobrar las cuotas de los miembros. Un esclavo arriero (Marcelino) aseguraba la comunicación –que incluía el intercambio de cartas– entre Barbeiro y el «comandante dos escravos da beira de Atibaia»: Miguel monjolo (220). La palabra que usan los testigos –pero no los esclavos– para nombrar la estructura asociativa de los insurgentes, club, sugiere que localizaban el movimiento en la tradición jacobina. De hecho, varios de los «datos» que se refieren a la organización del movimiento pueden hacer pensar en un proyecto liberal-revolucionario. Ahora bien, ¿en qué medida habrá sido «jacobina» no sólo la estructura organizativa, sino también la inspiración ideológica de este proyecto de sublevación? ¿Hasta qué punto, estos esclavos se sabían –como sus iguales haitianos de los años 1790– parte de un movimiento mayor? De hecho, varios reos –mayormente criollos– demuestran un conocimiento bastante exacto de la coyuntura política brasileña. Francisco crioulo confiesa haberle dicho a su compañero tio Joaquim ferreiro que sería justo otorgarles la libertad a los esclavos, ya que «os negros [= los africanos] já não vêm para o Brasil» (Queiroz 1974: 215). Francisco alude aquí, sin lugar a dudas, a la reciente prohibición de la trata atlántica, impuesta a Brasil por los ingleses en 1830. Otro esclavo, el arriero Marcelino, cabinda o monjolo, había oído que en Rio de Janeiro los esclavos ya habían sido liberados (220). Aunque se trata, en este caso, de un rumor falso, es cierto que la abolición del sistema esclavista ya figuraba, en el debate político brasileño, al orden del día (cfr. Costa et al. 1988). Según un testigo blanco, Manoel da Rocha Ribeiro, el herrero Joaquim le había dicho que «os brancos todos se acham libertos, e eles pretos, por que não haviam [de] ficar [libertos]? isso era bello!» (227). Por lo visto, el esclavo aludía a la emancipación de Brasil (1822), proceso que liberó a los blancos o criollos de la tutela portuguesa, pero no a los esclavos negros del cautiverio. Interrogado directamente por el juiz, Joaquim alegó que «foi convidado por um moço branco de nome Jose Valentim de Mello, o qual lhe dizia que esta intenção [el levantamiento local] também se achava tramada em São Paulo de comum acordo com os escravos desta» (210). Según él, pues, un blanco –hijo de capitán– habría sido el ideólogo y el la sublevación, se trata sin duda de una variante de Libolo, nombre de una antigua provincia angoleña al sur de Luanda.

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coordinador de un movimiento mayor que englobaba al de los esclavos del río Atibaia12. Comoquiera que sea, los testimonios que preceden sugieren que por lo menos algunos de los esclavos –¿los más «acriollados»?– eran capaces de moverse dentro de una lógica ilustrada o de servirse de ella para dialogar con sus amos y los blancos en general. Esta lógica «ilustrada» no es, sin embargo, la única que manejaron los insurgentes del río Atibaia. Un momento bastante espectacular del proceso contra los insurgentes del Atibaia fue el descubrimiento de una pintura (sobre papel) que mostraba a «um negro sentado em uma cadeira, e dous brancos, um de cada lado, coroando o negro» (testimonio de Manoel da Rocha, dueño de esclavos: Queiroz 1974: 226 y 220). ¿A qué tradición podemos adscribir esta curiosa pintura? Es cierto que circulaban, en aquel entonces, grabados que mostraban la coronación de Dessalines, en Haití, pero quienes lo coronan son negros (cfr. Hernández 2005: 271). En Brasil, la coronación de un rey negro era un rito que se podía observar en los cabildos de negros, pero también en estos casos quienes coronaban al rey solían ser otros negros13. Quien poseía la pintura en cuestión era Joaquim congo (220-221), esclavo de una plantación no implicada oficialmente en el proyecto de sublevación. Joaquim afirmó habérsela comprado a un esclavo conocido como pintor, Manoel rebolo. Estas observaciones sugieren no sólo la existencia de una pintura negra subversiva (tal vez realizada por esclavos), sino también la de un «mercado» para ella en las senzalas (‘barracones’). Relacionada o no con con el proyecto de levantamiento, la imagen del negro coronado por dos blancos indica la existencia, entre los esclavos de la región, de una «utopía negra». Una utopía cuya lógica no es la del igualitarismo «jacobino», sino, más bien, la de un «mundo al revés». Es evidente, en muchos aspectos del movimiento de Atibaia, el protagonismo de una lógica que llamaré, para simplificar, «africana». Llama la atención, para empezar con un «detalle», que el «cajero» Diogo reciba, en el testimonio del arriero Marcelino (209), el título de pai [padre], y el de mestre [maestro] en las declaraciones de Bento cassuada (218). Joaquim ferreiro, líder particularmente sospechoso de «jacobinismo», recibe el de tio en el testimonio de Francisco crioulo repite la misma historia en su segundo interrogatorio (Queiroz 1974: 217). Por otro lado, un blanco, Salvador Nunes de Brito, afirma «que ouvira dizer que José Bento [da Silva: otro blanco] tinha grande courelação e amizade com os negros em que tratavam do presente objecto da insurreição, dizendo que fizessem o levante a bem de sua liberdade, visto que agora não devia haver escravidão» (226). 13  Hoy en día, en el contexto de los congados «bantú-católicos» del estado de Minas Gerais, se puede observar a un sacerdote católico generalmente blanco coronando al rei do Congo. 12 

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Coronación de Dessalines, Haití, 1804 (tomado de Lopez Cancelada 1983 [1806]).

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Francisco crioulo ( 215). Tales títulos sugieren la existencia, en la comunidad negra, de una jerarquía político-religiosa al estilo «africano». Uno de los testigos blancos sorprendió, en una conversación entre dos esclavos, la palabra quilombo. Por lo menos desde el siglo x v ii , la creación de quilombos era una práctica corriente entre los esclavos brasileños. No sólo el nombre –kimbundu o ovimbundu– atribuido a esos refugios de esclavos, sino también su realidad de comunidades autónomas en términos militares, políticos y económicos es de inspiración nítidamente centroafricana (cfr. Lienhard 2005: cap. II). Ante el juez, el arriero Marcelino alude a un «capão de mato [pedazo de selva] onde pretendia fazer sua existência» y donde reuniría «as escravaturas [las dotaciones] dos Engenhos […] para guerrearem com os brancos» (Queiroz 1974: 220). En los quilombos, explica Genovese, los esclavos guerreaban contra los blancos para defender un modo de vida africano, no para acabar con la esclavitud. Para este investigador, la formación de ese tipo de reductos corresponde a la primera fase, restauracionista y preilustrada, de la resistencia esclava14. En el proyecto de los esclavos del Atibaia, las dos «fases» aparecen, simultáneamente, como las dos vertientes del mismo movimiento. Otros «detalles» confirman la importancia de las tradiciones «africanas» entre los conjurados del río Atibaia. Particularmente interesante, a este propósito, resulta el comercio de meizinhas (‘remedios’) que mencionan varios testigos, esclavos y blancos. Fabricadas a partir de raíces, estas sustancias servían, en las palabras de Joaquim congo, para «amançar aos brancos e livrar a eles pretos do chumbo [‘plomo’: balas] e armas dos brancos – digo do chumbo, faca, e rondas da villa e a seu salvo matarem os brancos e ficarem libertos» (Queiroz 1974: 213-214). Lejos de ser una extravagancia, este «discurso», en términos de tradición cultural, es perfectamente ubicable. Pronunciando las mismas palabras o casi, los paleros en la Cuba actual, descendientes espirituales de los esclavos de origen kongo, realizan una operación mágica que consiste en «amarrar a los blancos» (nkanga mundele15) para impedir que perturben la acción ritual16: 14  También Miguel Acosta Saignes (1984: 297-307), en Vida de los esclavos negros en Venezuela, distingue entre cimarronaje y lucha contra la esclavitud (como parte de la lucha por la independencia nacional). 15  Nkanga. Amarrar. Proviene del kikongo nkànga (‘amarrar’). Mundele. Blanco(s). Proviene del kikongo múndélé (‘europeo, blanco’). 16  Rezo de la religión afrocubana palo monte, grabado y transcrito por el autor de este trabajo en un munanzo (‘casa’) del linaje kalunga munanzambe, en la ciudad de La Habana (agosto de 1993). El léxico africano de este texto proviene del kikongo, lengua hablada hoy en día en el Congo-Brazzaville, el Congo-Kinshasa y el norte de Angola.

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Va nkangando lo mundele [Va (voy) amarrando a los blancos] Yanguilé (yandilé) Con licencia Sambianpungo17 Yanguilé (yandilé) Va nkangando to lo que estorba [Va (voy) amarrando …] Yanguilé (yandilé) Va quitando vista mala Yanguilé (yandilé) Embele18 sucio no me corta [Cuchillo sucio…] Yanguilé (yandilé) Espina larga no me hinca Yanguilé (yandilé) Cabo ronda no me ronda [Cabo de ronda…] Yanguilé (yandilé) Va si me ronda no me wiri19 [Y si me ronda no me siente] Yanguilé (yandilé)

Nkanga mundele –amarrar a los blancos– es una fórmula tradicional en la ritualidad guerrera kongo. Hacia 1660, en guerra contra los portugueses, el rey del Kongo anunció que iba a «amarrar esses brancos» (Cadornega 1972 [1680], vol. II: 209). En Saint-Domingue, al estallar la insurrección de 1791, también se escuchaba, según el funcionario francés Moreau de Saint-Méry (1984 [1797-1798]: 67), una cantilena análoga: Canga bafio té / Canga moune dé lé / Canga do ki la20: «Amarra a la gente de la costa [= traficantes] / Amarra a los blancos / Amarra a los brujos malos». En este contexto vale destacar que el mensajero Marcelino, en el río Atibaia, no sólo transportaba cartas, sino también –según el testimonio de varios esclavos anónimos– «uma boceta de chifre»: un cuerno-receptáculo (Queiroz 1974: 208). Ante el juez, sin duda disimulando, el arriero alegó que «não sabia o que vinha na boceta» (209), pero nosotros sabemos que los cuernos, en las religiones afroamericanas, desempeñan funciones importantes. En el palo monte cubano, los cuernos vititi Sambianpungo. También Sambia. Dios supremo de los paleros cubanos. Proviene del kikongo nzámbi-a-mpúngu (‘Dios todopoderoso’). 18  Embele. Cuchillo. Proviene del kikongo mbêlé (‘cuchillo’). 19  Wiri. Sentir. Del kikongo wìdì, pasado del verbo wà (‘entender, comprender, percibir sonidos u olores’). 20  En transcripción normalizada: Nkanga bafiote / Nkanga mundele / Nkanga ndoki-la. Bafiote poviene del kikongo bafiòti (‘negros’) y designa a los habitantes de la costa. Ndoki –ndòki en kikongo– nombra a los «brujos». 17 

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menso21 son un instrumento empleado en las prácticas de adivinación. Como el combatiente haitiano de 1791, Marcelino, al recurrir simultáneamente a la tecnología ilustrada (las cartas) y a la magia africana (el cuerno-receptáculo) practica una especie de bilingüismo cultural. «Bilingües» eran también, aparentemente, las reuniones nocturnas, secretas, que realizaban los insurgentes. Según el arriero, los dirigentes disfrazaban esas reuniones de sesiones de «brujería» (209). Al parecer, tales sesiones eran comunes y no suscitaban, entre los dueños de esclavos, mayores aprehensiones. Todo lo que precede concurre para sugerir que los esclavos del Atibaia habían aprendido a combinar, con cierta soltura, los dos principales repertorios culturales que tenían a su alcance. Eran, pues, culturalmente «bilingües». Brujería y rumores de libertad: Matanzas (Cuba), 1825 Hemos podido notar el papel importante que desempeñaron, en la conspiración de los esclavos del río Atibaia, ciertos rumores políticos. Volveremos a encontrar el mismo fenómeno en la vasta insurrección que estalló en 1825 en los cafetales de la provincia de Matanzas, en Cuba. Según Michael Zeuske, lo que provocó en la Cuba de aquel entonces la multiplicación de los levantamientos de esclavos fue, por un lado, la «masificación» de la esclavitud y, por otro, el ejemplo que habían dado los esclavos haitianos (s/f: 321-331). Aunque convincente, esta explicación no basta para entender del todo cómo fue que, concretamente, tales circunstancias llegaron a marcar la conciencia y el imaginario de los esclavos implicados. Una lectura en clave «oral» de las actas del juicio contra los insurgentes de Matanzas nos ofrece algunas pistas para una reconstrucción parcial de su universo ideológico-cultural22. Varios testimonios, en particular aquel de Tom o Tomás mandinga (mayor de 25 años), permiten suponer que la insurrección de Matanzas fue preparada, a lo largo de muchas semanas o tal vez meses, por esclavos de diferentes plantaciones: «Todos los domingos» –dice Tom– «[aparecía] Lorenzo de Sateliens invitándolos para que se comprometiesen en el plan que tenía de sublevarse para matar a todos los blancos, exponiéndoles que ya estaban aburridos y que no querían trabajar más». Lorenzo y Federico (del Armitage) –prosigue– «eran brujos y estaban componiendo unas brujerías para hacerles daño a los blancos Vititi menso. Cuerno que contiene un espejo mágico. Este término combina dos vocablos de origen kongo: (ki)wíti (‘arte mágico’) y mêso (‘ojos’). 22  ANC (Archivo Nacional de Cuba), Comisión Militar, I/3,4 y 5. Este proceso fue publicado, parcialmente, por Gloria García Rodríguez (1996: 199-205). 21 

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y que éstos no pudieran ofender a los negros». En sus reuniones, los dirigentes parecen haber practicado también libaciones rituales: «ese día estuvieron reunidos un rato y tomaron todos del aguardiente que traían». Otros testimonios, en particular el de Sandi quisi, insinúan que este movimiento contó con cierto apoyo, logístico o ideológico, de miembros de la clase de los dueños de esclavos. Al acercarse el día de la insurrección (dice Tom), Lorenzo y Federico –los dos dirigentes-brujos ya mencionados– ordenaron a los esclavos «que se comieran sus gallinas y demás que tuviesen, que con la guerra todo se había de perder». Se preveía, por lo tanto, una guerra a muerte entre esclavos y dueños de esclavos: varios testigos lo dicen. Es lo que terminó sucediendo. Hubo muertos en ambos bandos. Ocho dirigentes esclavos fueron fusilados al finalizar el juicio contra los insurgentes. ¿En qué medida la liquidación física de los blancos –objetivo que siempre se atribuía, en aquel entonces, a los esclavos insurgentes– formaba realmente parte de los propósitos que animaban a los insurgentes de Matanzas? Algunos esclavos, en sus testimonios, se declaran abiertamente contrarios al asesinato de los blancos. Uno de ellos es Ramón mandinga, un esclavo joven (pero «mayor de edad»). En la guerra mataron a su padrino Juan; su asesino fue, aparentemente, el propio amo del mandinga. Al sugerirle Justo, un negro lucumí23 del cafetal Carolina, «que Dios le daría la fortuna de matar a su amo», Ramón, si damos crédito a sus palabras, se negó a hacerlo alegando que «él respetaba mucho a su señor». Aunque con otra argumentación, José Luis, esclavo de Antonio Gómez (dueño del cafetal Solitario), también se declara opuesto a la liquidación de los blancos. Al decirle Federico «vamos hacer guerra para matar a los blancos, que hay mucho negro para eso», le habría contestado que él y su compañero Vicente «no se metían en eso, que no querían hacer daño a los blancos porque siempre a ellos los matarían y siempre saldrían perdiendo». Según Tom (el mandinga), el propio «capitán» Pablo de Tosca impidió, a la hora de la verdad, que se matara a su ama: «(…) cuando Pablo llegó a su casa entró haciéndose el sorprendido y subió a la casa diciéndole a su ama ‘señorita, los negros vienen a matar a los blancos’; [que] entonces la señora se escondió y encargó a Pablo no le hiciesen nada». La misma solicitud hacia sus amos –y sus bienes– es la que afirma haber manifestado el mismo declarante en el alboroto:

23  En Cuba, el término lucumí remite a los esclavos de origen yoruba y sus descendientes, así como a la lengua hablada por ellos o sus sacerdotes.

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Que en esto oyó que su ama se quejaba y habían tirado unos escopetazos, en cuyo momento corrió el que relata donde estaba su ama y vió toda la casa cubierta de negros y que ya habían matado al amo; que trató de hacerle señas a la señora para que saliese, pero era tal el tropel que no pudo la señora verlo; que en esto se pudo escapar la señora con la negra Petrona, y como los negros empezaron a registrar la casa para buscar las armas y las municiones, el que relata entró y dijo que no tocasen a los vasos y la loza como lo hicieron.

Las declaraciones precedentes insinúan que muchos esclavos, aunque rebeldes, defendían la vida –y hasta los bienes– de sus amos. Desde luego, los reos podían tener interés en exagerar ante el tribunal su simpatía hacia los amos, pero sabemos también que el sistema esclavista, patriarcal y paternalista, favorecía tales actitudes (cfr. Freyre 1978: pass.). De todas maneras, la liquidación física de los blancos no era, forzosamente, un objetivo programático del movimiento. Había otras maneras de neutralizarlos. Como ya sabemos, Tom afirmó en su testimonio que los dirigentes-brujos Lorenzo y Federico «estaban componiendo unas brujerías para hacerles daño a los blancos y que éstos no pudieran ofender a los negros». Las meizinhas que circulaban entre los conjurados del río Atibaia tenían la misma función: proteger a los negros contra el «plomo» disparado por los blancos. Si la «brujería» (africana) fue, sin duda, uno de los recursos que intervenía en la preparación de la insurrección de Matanzas, no faltan, en los testimonios de los esclavos, declaraciones que insinúan que ellos, al mismo tiempo, analizaban e interpretaban los procesos políticos nacionales e internacionales: una práctica típica del pensamiento ilustrado. Según Francisco mandinga, «un negro que le dijo que era bueyero del ingenio del señor Monet (…) le dijo (…) que el rey de los blancos y el gobernador de La Habana habían dado orden de matar a todos los negros viejos que había en esta tierra y que traería bozales; que se lo había dicho su mayoral y que así, para no morir, levantarse todos». A su vez, Sandi quisi, contramayoral de la viuda de Tomás Peiton, declara que el hijo de su ama, d. Enrique, le afirmó «que de su tierra [Inglaterra] venía un barco cargado de gente para pelear con los criollos y gente blanca a favor de los negros y que cada uno guardara sus fierros y que también le dijo eso mismo un negro libre llamado Joaquín, que vive en Caobas (…); que este negro libre le dijo al que declara que también él iría a la guerra con ellos, que también en la Vuelta Arriba estaban peleando». A primera vista, los rumores que refieren estos esclavos parecen fantásticos. ¿Cómo admitir, en efecto, que el rey de España haya ordenado que se mate a todos los negros viejos, o que los ingleses fueran a luchar, al lado de los esclavos negros, contra los criollos cubanos? Al

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estudiar estos rumores en su contexto, se entiende en seguida que se trata de interpretaciones «populares» de hechos históricos perfectamente verificables. Así, al atribuirle al rey y al gobernador de La Habana la voluntad de eliminar a los negros viejos, los autores del rumor explican a su manera un fenómeno que los esclavos no podían haber dejado de observar: la mortandad de los negros viejos y el enorme crecimiento del número de los esclavos de procedencia africana. Refiriéndose a esa época y al «tipo más brutal de plantación» que predominaba en la zona occidental de la isla, el historiador cubano Moreno Fraginals subrayó la «altísima tasa de mortalidad que obligaba a la continua importación de esclavos para sustituir a los consumidos en el trabajo» (Moreno (1995: 172). Como se desprende de una estadística publicada por Fernando Ortiz (1987 [1916]: 38), el número de los esclavos cubanos pasó en sólo seis años, de 1819 a 1825, de 216.203 a 290.000. Si tomamos en cuenta la altísima tasa de mortalidad, muchos de los 216.203 esclavos de 1819 ya habían muerto en 1825. A los 67.793 esclavos nuevos de 1825 hay que agregar, pues, un gran número de esclavos importados para ocupar los puestos de los que murieron. Fue para explicarse la desaparición acelerada de los esclavos viejos y la aparición simultánea de contingentes cada vez mayores de esclavos bozales que los esclavos «inventaron» el rumor –no tan desencaminado– del genocidio de los esclavos viejos. En cuanto al segundo rumor, es probable que aluda a las presiones ejercidas por Inglaterra para imponer la extinción de la trata atlántica. En 1817, concretamente, España e Inglaterra firmaron un acuerdo que estipulaba el cese completo y definitivo de la trata en 1820. Si bien este acuerdo no tuvo mayores efectos en Cuba, es más que probable que algunos esclavos cubanos –en particular aquellos que provenían de los países anglosajones– tuvieran conocimiento de la política atlántica de los ingleses. Casualmente, una esclava oriunda de Virginia, Lucía, figura entre los esclavos interrogados en el proceso de Matanzas. El clima social tenso que reinaba en Cuba en aquel entonces podía hacerles creer a los esclavos que se estaba entrando en un período de guerra social generalizada. Lo que no podían saber es que Inglaterra no iba a provocar una guerra para liberar a los esclavos cubanos. Igual que en el caso anterior, los rumores recogidos por los jueces a lo largo de los interrogatorios de los esclavos permiten hacerse una idea aproximada del tipo de debates que se desarrollaban, en aquel entonces, en las senzalas o los barracones. Debates que los esclavistas, obviamente, buscaban obstaculizar. En 1828, en un cafetal de Guanajay (Cuba), el mayoral prohibió a los esclavos «chupar la cachimba» (‘fumar en pipa’) y conversal a la hora del almuerzo o por la noche en sus barracones (García Rodríguez 1996: 125-130). En el contexto que estamos evocando, es fácil imaginar los motivos que tendría para tomar

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semejante decisión: no convenía, en efecto, ofrecerles a los esclavos la oportunidad de «conspirar». Casualmente, su decisión no dio los frutos esperados, sino que al contrario, los esclavos optaron por declararse en huelga y refugiarse en el monte. Para terminar este apartado, deseo aclarar que la coexistencia, en el seno de un movimiento insurreccional, de prácticas o saberes distintos (por ejemplo «occidentales» y «africanos»), no implica forzosamente que todos los integrantes de ese movimiento sean –en menor o mayor grado– «culturalmente bilingües». En un mismo colectivo pueden coexistir, en efecto, individuos o grupos más proclives a manejar pautas ilustradas y otros más apegados a alguna tradición africana. En un sugestivo estudio de la insurrección de esclavos de 1831-1832 en Jamaica, Kamau Brathwaite (2000), al indagar la coexistencia –o imbricación– de prácticas «occidentales» y «africanas» en el seno del colectivo insurgente, postula la existencia de dos grupos de mentalidad distinta: los «Ariel blacks» y los «Calibans». Tomados del drama The Tempest de Shakespeare, estos nombres simbolizan, respectivamente, a quienes aceptan y a quienes rechazan el desafío representado por los valores y la tecnología de los colonizadores esclavistas. Es probable que muchas de las contradicciones que se manifiestan en la orientación de los colectivos insurgentes en la América esclavista puedan explicarse por tensiones entre «Arieles negros» y «Calibanes». Nigeria en Cuba: Banes (Mariel), 1833 En las plantaciones cubanas, a lo largo de la primera mitad del siglo x ix , la casi totalidad de los esclavos eran de origen africano. Muchos de ellos, como ya se ha dicho, prácticamente acababan de bajar del barco que los había traído desde algún puerto africano hasta un puerto negrero de la isla caribeña. Aunque el origen africano de un esclavo o grupo de esclavos no permita, de por sí sólo, anticipar conclusiones acerca de la orientación de su práctica político-cultural en un contexto nuevo, lo cierto es que las insurrecciones lanzadas por dotaciones mayoritariamente africanas no suelen demostrar la incorporación de «modos de hacer» de inspiración ilustrada o «jacobina». Para decirlo de otra manera, el marco bipolar que propuse para el análisis de la insurgencia de esclavos en el período 1790-1840 resulta, para estos casos, más bien virtual. Quiero ilustrarlo a continuación con el ejemplo de una insurrección que revela, si nos atenemos a las actas del juicio que se instruyó contra sus líderes, una evidente «africanía». El 13 de agosto de 1833, la dotación del cafetal El Salvador en Banes, Mariel (Cuba), se alzó contra su dueño y, también, según varios testigos, contra los

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blancos residentes en la zona24. La tropa no logró dispersar el motín sino a la madrugada siguiente. Perecieron 57 esclavos, entre ellos los supuestos dirigentes Luis, Joaquín y Fierabrás. Según las actas del juicio que se celebró contra los líderes sobrevivientes, algunos de éstos, por lo visto hablantes exclusivos de una o varias lenguas africanas, necesitaban intérpretes para declarar. Es probable, pues, que llevasen poco tiempo en Cuba. Casi todos, a pesar de haber sido bautizados con nombres cristianos por sus amos, se conocían entre sí por sus nombres africanos. Es por eso mismo que las actas los introducen sistemáticamente con la frase «X en su tierra, Y aquí», o a la inversa. Uno de los reos que hablan por medio de un intérprete, Ayusó (= Guillermo), declara que cuatro esclavos, Fierabrás (= Edu), Joaquín, Agó y Bale se habían confabulado para matar a los blancos. Según su propia confesión, tal vez «interesada», los conjurados desconfiaban de él por considerarlo amigo del «señor Baquero», enfermero del cafetal. Eguiyove (= Matías), muchacho de 13-15 años, precisa que los «varones grandes», el día antes de la insurrección, apartaron a los negros chicos y a las «hembras» para poder «confabularse» mejor entre ellos. Al estallar el alboroto, agrega, dos negras del servicio doméstico y un hombre (Nicolás) se opusieron a que los rebeldes entraran a la vivienda de los señores. El muchacho admite que participó, pese a su corta edad, en la marcha de los insurrectos a Banes. Siempre según él, todos los esclavos –incluidos los chicos, las «hembras» y los enfermos– fueron obligados por los varones grandes a dirigirse, luego, hacia el cafetal La Catalina. Además de contener algunos detalles insólitos («bebieron leche que estaba ordeñada»), el testimonio de Eguiyove se singulariza por su perspectiva particular: la de un individuo todavía no identificado del todo con ninguno de los grupos en presencia. Algunas de las mujeres se opusieron –dice Eguiyove– a que los insurrectos entraran a la «casa de vivienda». Una de ellas, Margarita lucumí, refiere el violento altercado que tuvo con su marido, Joaquín lucumí, por resistirse a fugarse con él en compañía de sus dos «hijitos criollitos»25. Joaquín, según varios testimonios, fue uno de los líderes principales de la insurrección; murió antes de poder declarar. Precisando que la disputa con su marido se realizó en lucumí, lengua común de los esposos, Margarita revela que pese a su relación privilegiada con los amos, no había renegado del todo de su origen étnico. Ella explica que Joaquín no sólo le dijo que «iban a matar a los blancos» y a «ser ANC, Miscelánea de expedientes, 540/B. Los testimonios citados se encuentran en Gloria García Rodríguez (1996: 205-209). 25  No se indican en el expediente los nombres africanos de Margarita ni de Joaquín. 24 

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libres en la Vuelta de Abajo», sino que también le espetó, con sorna, «que él no era hijo de blanco». Siempre según Margarita, su marido la regañó «porque defendía a los blancos» y le vaticinó, con un sarcasmo hiriente, que «en viniendo el amo [le] daría la carta de libertad». No conocemos la versión de Joaquín, pero es probable que Margarita, igual que otras esclavas domésticas, se «encariñara» con sus amos –aunque no fuera, tal vez, sino para obtener su carta de libertad–. Extremamente interesante, el testimonio de Margarita evoca algunas de las divisiones internas que pueden abrirse, a la hora de la verdad, en un colectivo de esclavos: dirigentes (hombres) vs. «masa», hombres vs. mujeres (o madres) y «arielismo» vs. «calibanismo». Otro declarante, Ayai (= Pascual), al hacérsele reconocer la gravedad de los delitos cometidos por los insurgentes, responde –en su lengua– que la culpa fue de los ladinos: los africanos hablantes del español y relativamente bien asimilados. Lo que Ayai insinúa es que los esclavos ladinos, al no sumarse al movimiento iniciado por los esclavos bozales (‘esclavos recién llegados de África’), obligaron a éstos a cometer los actos de violencia de los que se los acusaba. Si nos atenemos a sus declaraciones, había, pues, un conflicto de intereses entre esclavos bozales y ladinos. Ésta no era, al parecer, la única tensión «étnica» que reventó a lo largo de esa jornada. Diego Barreiro, mayoral de El Salvador, declara que al comienzo de la insurrección, al verse amenazado por los esclavos insurrectos, fue salvado in extremis por tres cautivos de origen gangá. No todos los africanos estaban dispuestos, pues, a someterse a la hegemonía lucumí. Varios testimonios, entre ellos los de Fanguá (= Prudencio) y de Gonzalo mandinga, permiten hacerse una idea de los objetivos que perseguían los insurgentes. Según Fanguá, Fierabrás (= Edu) les decía a sus compañeros «que los iba a llevar a tierra de negros». Gonzalo agrega que lo que se proponían los esclavos era «irse al monte para ser libres». Declarando por medio del intérprete, el testigo siguiente, Churipe (= Romualdo), dice sustancialmente lo mismo. El objetivo de los líderes, según recuerda, era «llevar a todos a tierra de negros para ser libres» o «ponerlos en un paraje donde [los blancos] no pudieran hacerles daño». Para Chobo (= Agustín), por fin, el plan de Joaquín apuntaba a alzarse con todos los negros de la finca, reunir a los de otras inmediatas, matar a los blancos, hacerse libres y establecerse en Banes. ¿A qué lugar se referían los insurgentes al hablar de una «tierra de negros»? Para los esclavos cautivos en las Américas, la tierra de negros era, en un principio, su tierra de origen: África (cfr. Reis 200026). En las declaraciones de los insurgentes de Banes no aparece, sin embargo, el menor indicio que 26 

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Refiriéndose a Brasil, Reis habla de terra de pretos.

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permita suponer que el objetivo de sus líderes fuera llevarlos de regreso a África. La «tierra de negros» se hallaba, pues, en la propia isla. Joaquín, según las declaraciones de su esposa, la situaba en la Vuelta de Abajo. Por su topografía intrincada, la parte septentrional de esta región montañosa al oeste de La Habana era en esa época, como se colige del Diario de un rancheador [1837-1842] de Francisco Estévez, una típica tierra de palenques. Tales reductos solían ubicarse en lugares poco accesibles, en el monte, término que emplea uno de los esclavos interrogados. Todo contribuye a sugerir que los «varones grandes» del cafetal El Salvador, aún poco desafricanizados, buscaban su salvación en la recreación de una sociedad «africana» en el monte –salvaje e inaccesible– de la isla de Cuba. La orientación «restauracionista» del movimiento de Banes se confirma en las declaraciones que relatan el desarrollo del alboroto. Dos esclavos y dos empleados ofrecen una serie de informaciones aparentemente precisas sobre los movimientos y el atuendo de los insurrectos. La mayoría de sus observaciones sugieren una dramaturgia y una coreografía ritual de impronta yoruba. La sublevación, dice el mayordomo Barreiro, fue convocada con «las palabras hó=bé, que en lengua lucumí significa reunión». Su declaración insinúa, pues, la hegemonía cultural y política de los esclavos bozales de ascendencia yoruba. Según él, uno de los dirigentes, el contramayoral Luis lucumí, llevaba «por divisa un quitasol de seda colorada y abierto»27. Hablando por intérprete, Ayusó (= Guillermo), enfatizando que los «grandes varones» lo consideraban traidor por su supuesta complicidad con el enfermero Baquero, menciona los «quitasoles encarnados abiertos» que distinguían a otros dos «capitanes»: Joaquín y Fierabrás (= Edu). En Nigeria, un parasol real rojo –agboòrùn (Lawal 1996: 226)– protege a los reyes yoruba contra el sol y la lluvia; eminentemente simbólico, este parasol, según varios estudios, debe entenderse como una «plegaria» a Îyá Nlà, la «Gran Madre»28. Al señalar que «Luis se había puesto un vestido y una gorra de mujer», el muchacho Eguiyove (= Matías) contribuye con otro «dato» que vincula la coreografía de los insurgentes a la ritualidad yoruba: en Nigeria, en efecto, hombres enmascarados y vestidos de mujeres forman, en el ritual yoruba del gèlèdé, uno de los grupos centrales (Lawal 1996). Celebración del poder de la «Gran madre», el gèlèdé se realiza en determinados momentos del año, por ejemplo al caer El mismo Barreiro se atribuye el mérito de haberlo matado en el asalto a los amotinados. 28  Véase, a este respecto, las explicaciones ofrecidas por Drewal/Pemberton (1989: 39) y por Pemberton III (1996: pass.). 27 

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las primeras lluvias, pero también en situaciones de crisis de la comunidad. Es muy verosímil, entonces, que los lucumíes de Banes, en un momento de crisis aguda, hayan querido recrear un ritual de este tipo. Las declaraciones de Francisco Gutiérrez, mayoral del cafetal de Santa Catalina, parecen confirmar la marca «yoruba» de la coreografía insurreccional: [Había] un negro que fue calesero de Aguirre [dueño del cafetal El Salvador] con un plumaje de pavo real, quien representaba al rey, y una negra con una faja colorada con un negro a las ancas del animal y en las manos un muñeco con un sayón negro y según quiere hacer memoria tenía cara de blanco, trayendo el mismo rey un machete de cinta.

En Nigeria, la corona del rey yoruba suele ir rematada por la representación de un ave (Drewal y Pemberton 1989: 38). Ignoro si el «muñeco con un sayón negro y (…) cara de blanco» remite a la ritualidad yoruba, pero su mera presencia subraya el carácter ritual que ostentó, al parecer, la sublevación de Banes. Lo mismo vale para la siguiente observación de Gutiérrez: (...) en el batey se pusieron a cantar y a bailar con tres tambores y varios fotutos, que en seguida se introdujeron al gallinero y empezaron a matar aves y comerlas crudas, haciendo una cerca y paseándose dentro de él, el rey y la reina (...).

Los «tres tambores», mencionados también por Eguiyove (= Matías), recuerdan inmediatamente los tres tambores batá que se tocan, hoy, en los rituales de la santería, religión afrocubana de origen yoruba. En cuanto a la puesta en escena de la devoración de las aves de corral, también salta a la vista su naturaleza ritual. Las observaciones «etnográficas» que acabamos de reseñar pertenecen, exclusivamente, a dos empleados (Diego Barreiro y Francisco Gutiérrez), al muchacho Eguiyove y al «traidor» Ayusó. ¿Serían meros inventos de los empleados, repetidos por dos Arieles negros? No es probable. Llenas de detalles únicos, las declaraciones de Eguiyove parecen espontáneas y, por eso mismo, dignas de crédito. En cuanto a los empleados, sus observaciones, poco coincidentes, tampoco hacen pensar en un discurso premeditado. Pero, ¿por qué, exceptuando a Eguiyove y Ayusó, los testigos africanos no mencionaron los aspectos coreográficos de la insurrección? La respuesta, sin duda, es ésta: no deseaban revelar las estructuras (clandestinas) de mando que existían, sin la menor duda, dentro de la comunidad.

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Los esclavos y el jacobinismo mulato: Salvador (Brasil), 1798 No sería difícil señalar, en el marco espacio-temporal contemplado, otros movimientos de rebeldía claramente hegemonizados, en términos prácticos e ideológicos, por grupos de esclavos africanos. No parece que se pueda documentar, en cambio, ninguna rebelión de esclavos de inspiración exclusiva o predominantemente «jacobina». Si acaso, algunos esclavos participaron en movimientos urbanos «ilustrados» hegemonizados por otros grupos, como aconteció en el levante dos alfaiates o «sastres» de 1798 en Salvador da Bahia29. Entre las personas acusadas de haber participado en esta conspiración se hallan algunos sastres, pero también representantes de otros oficios manuales y varios militares profesionales. Militar era Lucas Dantas, el reo principal. En este movimiento hegemonizado por pardos (mulatos) horros o libres, los esclavos –o algunos esclavos– sólo parecen haber desempeñado un papel muy secundario. ¿Qué objetivos perseguían Lucas Dantas y sus compañeros? Un esclavo menor, José Félix, le oyó decir a Dantas que el levantamiento «é para respirarmos livres pois vivemos sujeitos, e por sermos pardos não somos admitidos a acesso algum e sendo República há igualdade entre todos» (APBa 1959: 57). Según el testimonio del soldado Romão Pinheiro, Dantas dijo que «[A cidade será reduzida] a governo democrático, em que entrarão brancos, pardos e negros, havendo igualdade entre todos, sem destinção [sic] de cores: todo o povo se reduzirá a tres classes, uma para a governança, outra para pegar armas e a outra para a cultura» –término que se refería a las actividades productivas (APBa 1959: 53). Otro de los inculpados, el pardo liberto Manoel Faustino dos Santos Lira, recuerda que un profesor de gramática de Rio de Contas, Francisco Munis Barreto, le hizo el elogio del «sistema dos franceses e do levantamento que fizeram, reduzindo toda a França a um governo republicano» (APBa 1959: 14). Objetivo principal de los conjurados fue, pues, la abolición de la discriminación racial y la creación de un estado republicano al estilo francés. Manoel Faustino, un pardo horro, menciona otro propósito central del movimiento: el abandono de la religión católica, «pois os portugueses eram fanáticos» (APBa 1959: 14). Todos estos propósitos forman parte, claramente, del ideario ilustrado de los jacobinos. No en vano, muchos de los pardos interrogados manifiestan gran respeto por Francia, la Revolución francesa y la figura de Bonaparte. ¿Y cómo enfocaban la cuestión de la esclavitud? Aunque la abolición de la esclavitud ya había sido decretada en Francia (3 de febrero de 1794), hay pocas alusiones en 29  Véase el volumen XXXV (1959) de los Anais do Arquivo Público da Bahia (APBa).

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las declaraciones de los dirigentes a la necesidad de abolirla también en Brasil. El hecho de que la libertad de los esclavos no figurara entre sus reivindicaciones centrales indica que los alfaiates no hacían gran caso de las preocupaciones de los cautivos, sus aliados potenciales. En su testimonio, Vicente gêge, esclavo nacido en Dahomey, asegura que João de Deus, uno de los dirigentes del movimiento, había afirmado públicamente que «aborrecia negros» (APBa 1959: 230). Si a João de Deus le repugnaban los negros, no era ciertamente la persona más indicada para promover la libertad de los esclavos; muchos –tal vez la mayoría– de ellos eran, en efecto, negros. Los valores ensalzados por los sublevados, la «libertad» y la «felicidad», respondían de hecho a preocupaciones típicas de los pardos libres pero «subalternos», personas marcadas por la amarga experiencia de la discriminación racial. Según las declaraciones de un esclavo, uno de los dirigentes del movimiento, Luís Gonzaga das Virgens, habría formulado su malestar del modo siguiente: «venho agoniado e capaz de morrer pela sujeção em que vivo, aturando cabos de esquadra e cadetinhos» (58). Para estos revolucionarios pequeño-burgueses y los grupos sociales representados por ellos, el problema crucial no era, pues, la esclavitud, sino la falta de posibilidades de ascenso social para ellos mismos y sus iguales. Si triunfaban los alfaiates, los esclavos no podían esperar, sin duda, gran cosa de ellos. ¿Cómo explicar, entonces, que varios o muchos esclavos se hayan dejado deslumbrar, pasajeramente, por los «sastres»? Llena de alusiones a la democracia, la igualdad, Bonaparte y la revolución continental, la propaganda revolucionaria de los «sastres» no debe de haberlos impresionado demasiado: otras eran, sin duda, sus prioridades. Además, los esclavos no podían compartir la actitud anticlerical de los conjurados; una ciudad en la cual las cofradías (irmandades) católicas constituían, desde siempre, uno de los pocos refugios para la población negra, el anticlericalismo era un lujo que los esclavos no podían permitirse. Lo único que realmente podía atraer a los esclavos era la perspectiva de su liberación. En sus declaraciones, varios esclavos mencionan los argumentos empleados por los líderes del movimiento para atraerlos. A menudo se les prometía su libertad; a veces se los encandilaba con la perspectiva de la abolición definitiva de la esclavitud. Ignácio Pires, un esclavo sin oficio particular, afirmó que Manuel Faustino le había asegurado que se iba a instaurar «um novo governo de igualdade, ficando extinto o cativeiro e tidos [os escravos] em liberdade» (195). A pesar de tales promesas, Ignácio pretendió haberse negado a participar en el movimiento. ¿Por qué? La respuesta más plausible a esta pregunta es sin duda que Ignácio, pese a su deseo de libertad, no creía en lo que decían los conjurados. Con razón, probablemente, porque éstos, en sus conversaciones secretas,

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nunca planteaban el problema de la esclavitud30. No podían, pues, contar con los «sastres» para obtener su libertad o para imponer la abolición del sistema esclavista, pero ¿tenían alguna alternativa? Si nos referimos a los esclavos que declaran en el proceso, constatamos que la mayoría de ellos eran pardos urbanos, hijos de padres que ya habían nacido en Brasil. «Desafricanizados», ellos ya no disponían, sin duda, de un saber tradicional que sí eran capaces de movilizar los esclavos rurales. Retorno a Haití Las historias que se han discutido a lo largo de este capítulo muestran a las claras que los saberes –o la combinación de saberes– en que se apoyaba, entre 1790 y 1840, la insurgencia negra en las plantaciones de Brasil y el Caribe varían mucho de un caso a otro. Una de las pocas evidencias que se desprenden de nuestro recorrido es que en ninguno de los movimientos estudiados cabe hablar de hegemonía del «jacobinismo». En su famoso libro sobre la Revolución haitiana, Black Jacobins, C. L. R. James (1980 [1938] presentó a los insurgentes haitianos de 1791 como «jacobinos», como una vanguardia revolucionaria que prefiguraba el proletariado industrial moderno (85-86). En los movimientos que se comentaron a lo largo de este trabajo, la ideología liberal-revolucionaria no parece constituir sino uno –y no el principal– de los repertorios ideológico-culturales en que solían abastecerse los esclavos rebeldes. ¿Habrá sido esencialmente diferente, más «ilustrado», el movimiento insurreccional de Saint-Domingue? Lo fue sin duda a partir del momento en que Toussaint-Louverture asumió su dirección, transformándolo en movimiento revolucionario (exitoso), pero no en sus comienzos. Al narrar la famosa noche –22 de agosto de 1791– de Morne Rouge, que precedió a la insurrección con su consabido derroche de ritualidad «africana», James (1980: 86) explica: «Vodoo was the medium of the conspiracy». ¿El vudú, sólo el medio de la conspiración? ¿Además, el medio de qué, exactamente? ¿De un mensaje «jacobino»? Hace casi cuatro décadas, aludiendo a la relación entre medio y mensaje, Marshall McLuhan dijo –algo polémicamente– que «desde siempre, la naturaleza de los medios usados por los hombres para comunicarse unos con otros contribuyó más que los contenidos

30  Muchas de estas conversaciones aparecen, bajo forma más o menos resumida, en las declaraciones de los conjurados interrogados.

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transmitidos a moldear las sociedades»31. De admitirse que el medio no impacta menos que el «contenido» de los mensajes trasmitidos, los «jacobinos negros», al servirse del vudú para movilizar a sus iguales, les trasmitieron un mensaje que asociaba, de modo sin duda ambiguo, la ideología liberal-revolucionaria del «jacobinismo» y el imaginario afroantillano. El heterogéneo bagaje del combatiente haitiano muerto en 1791, al combinar la declaración de los derechos del hombre y una «bolsita que llaman fetiche», ilustra gráficamente la manera cómo los negros de Saint-Domingue, en ese entonces, interpretaron el «jacobinismo negro» de sus dirigentes. En sus comienzos, el movimiento de Saint-Domingue no representó, pues, una improbable variedad tropical del jacobinismo francés, sino que prefiguró, con su combinación de saberes de diferente origen, varios o muchos de los movimientos insurreccionales que estallaron, en los años y las décadas sucesivas, en la América esclavista.

31  «Societies have always been shaped more by the nature of the media by which men communicate than by the content of the communication» (McLuhan 2001 [1967]: 8).

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Documentos de archivo Véase en las notas a pie de página

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