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Spanish Pages 118 [108] Year 2020
CUANDO PAPÁ LASTIMA
Rayo Guzmán
Cuando papá lastima Reconstruyendo la capa del superhéroe El sueño del héroe es ser grande en todas partes. Víctor Hugo Con amor y admiración para Roberto. Para todos los padres del mundo que por ignorancia, inconsciencia, amor o desamor lastiman a un hijo, a veces sin darsse cuenta. –¿Has empleado todas tus fuerzas? –le preguntó el padre. –Sí –respondió el niño. –No –replicó el padre–. Aún no me has pedido que te ayude. Bruno Ferrero Durante los últimos cinco años de mi vida me he dedicado a contar historias a través del relato breve. El ejercicio literario ha dado a luz tres libros que lograron conectar emocionalmente con sus distintos públicos. Regalos para toda ocasión (MileStone 2012), se ha convertido en el libro de experiencias femeninas al que acuden las lectoras para resucitar la llama de la esperanza, motivarse y creer en sus talentos y virtudes cuando sienten desfallecer. Tú princesa y yo sapo (MileStone, 2013), mi libro tributo al género masculino, donde han quedado plasmadas las vivencias emocionales de muchos varones que se atrevieron a abrir su corazón y nos permitieron conocer qué sucede con ellos después de que besan a la princesa. Cuando mamá lastima (MileStone 2015) llegó a ser la cereza del pastel de mi colección de relato breve y las miles de historias recolectadas en el campo de la vida real, compartidas generosamente por personas que confiaron en mí y se arriesgaron a convertirse en personajes de mis libros, ahora son esos personajes entrañables que nos conducen desde la lágrima a la sonrisa caminando entre los senderos del amor incondicional, el amor de la madre. Sin embargo, cuando recorrí todos los rincones posibles del país con la conferencia del mismo nombre, «Cuando mamá lastima», con frecuencia comencé a estuchar la siguiente pregunta: «¿Y Cuando papá lastima, lo vas a
escribir?» También comenzaron a llegar mensajes a las redes sociales y, lo más importante, testimonios de cientos de personas que, conmovidas por la lectura de Cuando mamá lastima, estaban entusiasmadas y decididas a compartir su experiencia y entregarla a mi vocación para escribir una historia inspirada en ellos. A todos ellos mi gratitud y mi admiración eternas. La convocatoria que acostumbro realizar en redes sociales lanzado una pregunta, hizo posible la recepción de cientos de historias más. «¿Qué hace (hizo) tu papá que te lastima?» era la pregunta, y las respuestas se fueron acumulando. El resultado es este libro, escrito en el formato de mi colección de relato breve, ya que también he escrito una narración larga, mi primera novela La mujer de ceniza y el hombre que no podía escribir (Selector, 2017). Así que he seguido la misma fórmula: las historias reales que leo y escucho, después las utilizo para narrar en primera persona, a manera de testimonios, lo que emergió de la realidad. Así construyo personajes que se parecen a los que me regalaron su testimonio pero no son ellos. Al convertirse en personajes dejan de ser una voz individual y comienzan a hablar por muchos otros. El dolor como la experiencia de la que surge el crecimiento humano es una de las premisas de vida que he tenido. Dicen mis amigos médicos que el dolor es una sensación que se detona por el sistema nervioso central y que puede ser constante o intermitente, puede ser agudo o puede ser espantosamente sordo, lacerante. Sin embargo, y sin ser médico, estoy totalmente de acuerdo con ellos en una cosa: el dolor avisa y ayuda a diagnosticar algún problema más profundo. Por eso los títulos de mis libros, porque es ahí, donde te duele, donde hay herida, donde tienes lastimado un trozo de tu corazón, es precisamente ahí donde es posible que encuentres la maravillosa oportunidad de sanar males más profundos o añejos y donde te convertirás en una mejor persona. Mis amigos médicos también me han dicho que existen dolores crónicos. Son dolores a los que incluso te llegas a acostumbrar. Los extrañas cuando se van. Ya viven contigo. Así tienden a ser las heridas provocadas por nuestros padres, porque son antiguas, algunas a veces las negamos, otras las escondemos tras vendajes (algunos muy bien elaborados alimentados por el ego; otros no tanto, alimentados por un victimismo inútil), y tratamos de
fingir que todo se ha superado y que forma parte de un pasado. Hay quienes convierten esos dolores en rencores enfermizos o resentimientos que dañan no solamente su vida emocional, sino que llegan a somatizarse y convertirse en serias enfermedades acompañadas también de dolores físicos. Y sí, efectivamente, papá es una figura que a veces lastima. La figura paterna es muy importante para el conveniente desarrollo de un ser humano. Sin embargo, considero que al ser la figura de la madre una figura tan poderosa en lo biopsicosocial, el rol del padre en determinados entornos socioculturales se ha desvalorizado. Las mujeres hemos luchado durante años por nuestros derechos, por el reconocimiento de nuestros talentos y posibilidades humanas y por conseguir espacios de desarrollo distintos a la cocina o a amamantar a un crío. Considero que todo esto también ha tenido un efecto inesperado y tal vez colateral: mientras se iluminaba lo femenino se ensombrecía lo masculino. Es el precio a pagar por tanto tiempo de dominación masculina. De este modo, podemos constatar que en la actualidad el varón se siente desubicado al pretender conquistar a una mujer del siglo XXI que en nada se parece a su madre, ni a su abuela, y que en distintos discursos cotidianos dice directa o indirectamente: «Yo no necesito de un hombre para ser feliz». La palabra «padre» proviene del latín pater, patris, cuyo significado es patrono, protector, defensor, y tenemos que reconocer que la influencia que tiene la figura paterna en la construcción psíquica de un ser humano es innegable. Un padre transmite identidad, disciplina y vitalidad a la personalidad de un hijo. El padre contemporáneo tiene características que tal vez para sus antecesores serían del mundo femenino (como colaborar en las labores domésticas), e incluso algunas penosas (como que la mujer tenga un mejor puesto laboral o ingresos económicos mayores que los del varón). Algunas veces podemos encontrar en el discurso de lo familiar que la figura del padre es intercambiable: «Mi hijo no necesita un padre porque tiene mucha madre». La sensación de que el padre es prescindible, la idea de que en el fondo no es tan necesario para el adecuado desarrollo del niño, se dispersan entre lo social e incluso en teorías que hablan de que el núcleo familiar está constituido por la relación madre-hijo. Y así, madres solteras, abandonadas, separadas o divorciadas crían hijos abrazando la infundada creencia de que con su amor basta y que sus hijos pueden crecer
perfectamente sin un amor paterno. Sin embargo, a pesar de que aparentemente el hijo(a) ha crecido adecuadamente sin la presencia de un padre, los testimonios delatan que, en las profundidades del corazón de esos seres, la ausencia paterna ha calado. Como acostumbro en mis libros, relato historias inspiradas en experiencias reales. Esto significa que los nombres de los personajes y muchas de las circunstancias son inventados. Mi escritura se convierte en la voz de personajes que representan a cientos de personas que abrieron sus corazones y me mostraron sus heridas. A través de la ficción testimonial, sin juicios, sin moralejas, sin pretensiones de aconsejar a nadie, simplemente cuento sus vidas. Son estas historias que a continuación compartiré las que arrojan revelaciones profundas desde las heridas de esos hijos lastimados, como el hecho de que la influencia de un padre sobre sus hijos es irremplazable. El padre, el primer amor de las hijas, el primer superhéroe de los hijos, el que espanta los fantasmas por las noches y simula ser caballo por el día, cabalgando con el crío sobre los hombros, la figura que se utiliza como amenaza cuando la autoridad de la madre se vuelve débil. El que atemoriza y protege a la vez, el que se convierte en el ideal del hombre para la niña que cuando crece se enamora y busca en otro varón las características del progenitor. Cada uno de los relatos nos permite constatar de lo importante que es el padre en la vida de un hijo. La figura paterna se amalgama en el desarrollo del individuo con los conceptos de autoridad, protección, seguridad, liderazgo, iniciativa y audacia. Por otro lado, los conceptos de infantilismo e inmadurez crónica están relacionados con la ausencia de la figura paterna. Sin embargo, los seres humanos somos posibilidad permanente. Cualquier herida en nuestros corazones puede ser sanada y transformada en la fuente de fortaleza y de inspiración para una mejora continua de nuestra calidad como personas. El sendero del perdón se transita cuando se comprende, porque la comprensión en una de las manifestaciones más luminosas del amor, ese amor que todo sana, que todo cura, que alimenta lo mejor de nosotros mismos.
1. CON ELLA No es la carne y la sangre, sino el corazón, lo que nos hace padres e hijos. Friedrich Schiller
Lo que voy a contar lo he tenido escondido debajo de mis resentimientos más profundos y de mis recuerdos más dolorosos. No obstante, he decidido sacarlo de ahí y ponerlo en palabras porque es una manera de limpiar ese espacio sucio de mi corazón. Donde hay herida sin sanar se corre el riesgo de heredar ese dolor y ahora que nació mi hija he decidido liberarme de ese peso para que ella no reciba de mí sentimientos inútiles que le hagan recorrer el camino de la existencia con cargas que no le pertenecen. Por eso hablaré de él. De mi padre. Hace ocho años lo enterré vivo en mi memoria. No quise volver a saber de él. Han sido ocho años de llorar bajo la regadera para que nadie me escuche, de caminar por las mañanas acompañada de mi perro mientras lágrimas inconscientes resbalan por mis mejillas. Ocho años de preguntarme una y otra vez por qué hizo lo que hizo y con quien lo hizo. Por eso he decidido dar fin a todo esto, porque tener en mis brazos a mi bebé me ha cimbrado y me he dado cuenta de la gran responsabilidad que es invitar a habitar este mundo a un ser humano, al que no solo le debo dar las condiciones físicas adecuadas para su desarrollo, sino un entorno emocional sano que le permita crecer feliz. Hace treinta y dos años mi padre, Mauricio Grajales, me tomó en sus brazos por primera vez. Soy hija única, producto de su matrimonio de veinticuatro años con Elena Montiel, mi mamá. Veinticuatro años permanecieron juntos y vivimos una historia familiar típica, aparentemente normal. Mi papá es un reconocido cirujano especializado en columna. Vivimos siempre en una casa heredada de mi abuelo paterno, en una de las colonias de clase alta de la capital del país. Estudié en colegios caros y vestí ropa fina. No supe lo que era un «no» de su parte. Mis caprichos o antojos eran cumplidos. Era su consentida. Su muñeca, como él me decía. Crecí sentada sobre sus piernas mientras escuchaba música clásica en su despacho o en su consultorio. Caminando por los pasillos del hospital privado del cual era socio, sintiéndome la princesa del doctor Grajales, la dueña del mundo y creciendo bajo el manto protector de ese hombre guapo, talentoso y admirado. Mi madre es una mujer que dedica hasta el día de hoy mucho tiempo a su cuidado personal y es activa en la sociedad. Su vida pasa entre la peinadora y los desayunos altruistas, con sus amigas, la mayoría esposas de médicos conocidos por mi padre. Nuestro mundo era poco complicado, había un padre
que era excelente proveedor y exitoso, y una madre sofisticada y educada para ser la compañera de un hombre como él. Reconozco que fui una niña mimada y que mi padre era mi superhéroe. Todos los adjetivos positivos posibles para describir a un hombre los usé para describir a mi papá: guapo, fuerte, inteligente, decidido, sabio, cariñoso, protector, elegante, talentoso, trabajador, dedicado, amoroso, consentidor, juguetón y más. Obviamente se convirtió en mi prototipo de hombre. Crecí aspirando a conocer un príncipe parecido a mi papá y al primer defecto que encontraba en mis pretendientes los descartaba. El hombre que se ganara mi amor tendría que ser igual a papá. Cuando el ídolo se volvió de carne y hueso y sus vestiduras de santo se rasgaron, mi mundo se derrumbó con él. En la secundaria conocí a Ernestina Mendívil. Nos volvimos inseparables. Ella es hija de médico y yo también. Vivía a cuatro cuadras de mi casa en la misma colonia, y compartía conmigo el gusto por la comida japonesa y por la natación. Seguimos juntas en el bachillerato y, en el momento de decidir carrera, las dos teníamos muy claro que queríamos estudiar medicina como nuestros padres. Y así fue, nos inscribimos en la misma escuela de medicina en una reconocida universidad privada y nos enfocamos en fabricar nuestro futuro. Viajamos juntas a campamentos en Francia y en Alemania. Compartimos departamento durante un verano en Seattle cuando fuimos a cursar unas materias del bachillerato. Éramos confidentes y en varias ocasiones lloramos juntas nuestras decepciones amorosas. Las dos nos convertimos en jóvenes atléticas y glamorosas que vestíamos al último grito de la moda y asistíamos a fiestas y conciertos. Ernestina pasaba mucho tiempo en mi casa, veíamos series de televisión y escuchábamos música o cocinábamos juntas comida asiática con ayuda de tutoriales de YouTube o recetarios que bajábamos de internet. Mi madre llegó a considerarla una hija más. Ernestina llegaba a mi hogar y abría el refrigerador o asaltaba la alacena como si estuviera en su propia casa. Cuando salía de viaje con mis padres, mi mamá siempre le compraba un regalo y se lo daba a nuestro regreso. Los padres de Ernestina hacían lo mismo conmigo. Me estimaban mucho y yo también me sentía una hija más en casa de ellos. Nunca me percaté de que dejamos de ser dos adolescentes que corrían por el jardín correteando mariposas mientras mi padre tomaba un coctel junto a la alberca. Nunca me percaté de que ya éramos dos mujeres tomando en sol en bikini mientras mi
padre tomaba su trago ahí a un lado de nosotras. Entramos a la universidad y algo comenzó a cambiar entre Ernestina y yo. Comenzó a alejarse de mí y a poner pretextos para no acompañarme a algún evento o para estudiar conmigo por las noches en mi casa. A veces le mandaba mensajes de texto o por WhatsApp y no los respondía, ni siquiera los veía. Eso era muy raro entre nosotras. Lo atribuí a la carga pesada que comenzamos a tener en la escuela, a las tareas y a las actividades distintas que abatieron nuestras nuevas vidas como estudiantes de medicina. Antes de entrar a la universidad decidimos tomar todas las clases juntas. Sin embargo, para el segundo semestre ella decidió tomar materias con otros profesores o en horarios distintos a los míos, como si no quisiera estar mucho tiempo conmigo. Lo seguí atribuyendo a que tal vez había llegado la hora anunciada y cada una buscaría encontrar su futuro a su manera. Seguíamos tomando café o saliendo a algún bar una vez por semana, ya no era a diario como antes, pero la vida había cambiado y las rutinas también. Yo confiaba en que nuestra amistad era indestructible y que persistiría a lo largo del tiempo y resistiría todo. Todo... menos eso. Eso que sucedió lo relato con un nudo en mi garganta y un dolor en el vientre. Ese mismo nudo que se deshace en lágrimas bajo la ducha y se convierte en colitis por las noches. Ese nudo que quiero deshacer y ese vientre que quiero liberar del dolor escribiendo esto. Una noche que salimos juntas a un bar comenzamos a hablar sobre los hombres. Recuerdo que yo le hablé de un par de pretendientes que andaban detrás de mí y ella me escuchaba a medias, porque la mitad de su atención estaba constantemente en su celular. Le pregunté si ella estaba saliendo con alguien y me dijo que había un hombre del que sentía se estaba enamorando profundamente. Cuando le pedí que me enseñara una fotografía se puso nerviosa y me dijo que prefería hacerlo después, cuando ya se concretara algo con él, además de que no quería que yo la criticara porque se trataba de un hombre mayor. Me sorprendió que saliera con alguien mayor y que además me dijera que no me burlara de ella, puesto que entre nosotras jamás había existido ningún tipo de burla, y menos cuando se trataba de nuestros sentimientos por algo o por alguien. La misma situación se repitió dos semanas después, cuando salimos otra vez a cenar. Ella escuchándome a
medias y la otra mitad de su atención concentrada en revisar su celular periódicamente. Esa noche me dijo que tenía que irse. Dejó su parte de la cuenta sobre la mesa y salió del restaurante apresurada. Ya era tarde y me pareció extraño que tuviera que ir con urgencia a alguna parte a esas horas. Pero no pregunté más. Pensé que ya tendríamos la oportunidad más adelante de hablar con calma sobre su comportamiento tan raro de los últimos meses. –Ernestina ya nos tiene olvidados –comentó mi madre mientras los tres cenábamos en la cocina un sábado por la noche. –¿Sí, verdad?, ha estado rara últimamente –respondí tratando de compartir con mi madre mi preocupación por su alejamiento. –¿A dónde van a querer ir en Semana Santa de vacaciones? –preguntó mi papá, dándole inesperadamente un giro a la charla, como si quisiera evitar hablar de mi amiga. –¿Tú no la has visto, Mauricio? –insistió mamá. –No, ¿por qué tendría que verla?, debe de estar ocupada con la escuela. Estudiar medicina demanda mucho tiempo, ¿o no, Samantha? –dijo mi padre con un tono de voz que intentó restar importancia a la pregunta de mi madre. Asentí con la cabeza y me levanté de la mesa. Estaba cansada y tenía sueño. Esa noche no pude dormir bien. Algo se había instalado en mis entrañas, como si mi sexto sentido me hubiera inoculado un misterioso temor, una enigmática sospecha se había incrustado en mi vientre. Un par de semanas después vi en el Facebook de Ernestina una selfie que se tomó en el interior de un vehículo. Me llamó la atención el respaldo del auto. Era idéntico al respaldo del automóvil de mi padre. Y ese auto era único. Se trataba de un Audi TT que él mismo mandó tapizar con la armadora. Piel gris con un remache rojo en las orillas. Algo poco común. La sospecha se alimentó de golpe y me puse a stalkearla. Entonces me di cuenta que tenía a mi padre agregado entre sus contactos. Se me hizo muy extraño eso porque mi padre usaba poco el Facebook y tenía agregados en su mayoría a colegas o familiares. Pero a mis amigos no acostumbraba tenerlos en su red social. Seguí buscando y me di cuenta de que a mi madre no la tenía, y hubiese sido más normal que los tuviera a los dos. Mi madre usaba más el Facebook que mi padre. Me pareció muy raro. Cuando le pregunté a Ernestina se puso nerviosa y me explicó que lo hizo porque tenía que preguntarle de emergencia algo de una tarea y creyó que sería más fácil por ese medio. Le dije que me hubiese llamado para preguntarle por teléfono o yo le hubiera
proporcionado su correo electrónico. Pero cambió el tema y evadió las preguntas que le hice. Entonces la sospecha se convirtió en obsesión y comencé a buscar. Y dicen que el que busca, encuentra. Decidida a sacar esa espina llena de duda de mi corazón, falté a clases y me dediqué a vigilar a mi amiga desde lejos. Sin importarme las consecuencias en la escuela, decidí dedicar más allá de mi tiempo libre para seguirla y observarla desde lejos. Constaté que pasaba mucho tiempo en el celular. Que salía de clases y no se iba con sus compañeros a ninguna parte. Subía a su auto y se iba en dirección contraria a su casa. Entonces decidí seguirla. Y la duda se desvaneció. Se detuvo afuera de un edificio de departamentos en la colonia Roma. Un edificio que yo conocía a la perfección porque dos de los departamentos eran propiedad de mi papá. Tuve que irme de ahí, pero me di a la tarea de llegar al fondo del asunto. Deshacer la madeja de interrogantes que agobiaron mi cerebro desde esa tarde. Llegué a casa y me puse a buscar las llaves del edificio. Encontré también copias de las llaves de los dos departamentos que eran propiedad de mi familia. Así fue como los descubrí. Tres días después, volví a seguirla hasta el edificio y entré después de ella. Por el número de piso en el que se detuvo el elevador supe a cuál de los dos iba. Subí y los encontré. Desnudos y en la cama. Revolcándose encima de mi dolor, de mi confianza, de mi amor por los dos. Mauricio Grajales cayó del pedestal donde lo puse. El ídolo se derrumbó. Al superhéroe se le cayó la capa. El dolor fue profundo y lacerante. Mi padre destruyó mis recuerdos felices de infancia, de adolescencia. Destruyó mi amistad con Ernestina. Hoy que escribo esto no sé si realmente pueda llamar amiga a alguien que hace lo que ella hizo. No tuvieron tiempo de vestirse antes de que yo saliera de ahí con el corazón desgarrado. Vagué por la ciudad durante horas en el auto. Llorando sin consuelo y sin rumbo. No quería llegar a mi casa. No quería ver a mi madre. Imaginaba el sufrimiento de ella al enterarse de lo que había entre Ernestina y mi padre. –Me enamoré –nos dijo con voz llena de determinación. Mi madre y yo estábamos sentadas frente a papá en el salón principal de la casa. Por primera vez en mi vida vi a mi madre perder la compostura y dar gritos llenos de dolor insultando a mi padre con palabras que desconocía que ella usara. Jamás la había escuchado utilizar semejantes expresiones. Desde «poco hombre» hasta «hijo de puta». Fue una noche oscura, en la que en la
penumbra de esa sala vimos desbaratarse la historia de la familia perfecta y observamos a mi padre como una bestia que sucumbía ante los mandatos del deseo y de la carne. Con ella. Con mi mejor amiga. La mansión Grajales se vendió y mi madre se fue a vivir a un pent-house en Las Lomas. Yo me fui a terminar mi carrera al extranjero. Ernestina abandonó la universidad y se casó con mi padre. Y la vida siguió. Porque así es la vida, no se detiene y el tiempo es su aliado más valioso, ese que diluye los hechos y convierte en imágenes borrosas los recuerdos dolorosos. Pero los recuerdos habitan en la memoria del corazón. Mientras hacía el internado conocí a Juan Pablo, un argentino amable y con agallas. Decidido a convertirse en un gran cirujano pediatra. Yo me incliné por la medicina interna. Decidimos casarnos al año de noviazgo y hasta el momento siento haber tomado una de las mejores decisiones de mi vida. Ha sido Juan Pablo el que me ha hablado de lo importante que es para mí perdonar a mi padre. Ahora que nació nuestra hija, siento que ha llegado el momento de escribir nuevos capítulos en el libro de mi alma. Mi niña tiene el derecho de conocer a su abuelo. Y a ella. A Ernestina. Porque aunque me duela, es la mujer que mi padre eligió para reinventarse. Ahora que soy esposa, entiendo que tal vez la relación con mi madre no era tan buena como ellos aparentaban. O tal vez es una historia más del hombre maduro que cae rendido ante la carne joven. No lo sé. Solo ellos saben en el fondo qué había en las entrañas de su matrimonio. Y solo mi padre sabe lo que lo llevó a elegirla a ella, precisamente a ella... a mi mejor amiga. Con el paso de los años, nos hemos enterado por otras personas o por familiares de que llevan un matrimonio feliz. Ernestina dio a luz a un varoncito hace cuatro años. Se la pasan juntos y ella acompaña a mi padre a todas partes. Ella es la que ha estado a su lado cuando ha recibido reconocimientos o cuando ha estado enfermo. Juan Pablo me dice que si fue mi amiga tantos años no debe ser mala persona, y que mi padre tampoco. Que así son las historias inesperadas del destino, y que aunque haya dolido, así tenía que ser. Mi madre también ha empezado a rehacer su vida. Tiene un novio alemán que la ha vuelto a hacer sentir como una adolescente. Se ha pintado el cabello y ha regresado al gimnasio. Ha vuelto a sonreír. He sido yo la que me he estado meciendo en el columpio del rencor todos estos años. Y ha llegado el momento de bajarme. Me abrió la puerta Ernestina. Vestía un traje sastre blanco de lino y con el cabello corto. Se le llenaron los ojos de lágrimas cuando me vio. Me dio un
temeroso abrazo, al que respondí con recelo. Y detrás de ella apareció él. Con más años, con más canas, más delgado, igual de guapo, con la misma sonrisa encantadora que mataba mis miedos por las noches cuando le tenía miedo a la oscuridad. Me abrigó en un abrazo en el que sentí una mezcla de ternura y dolor, como si en ese silencioso contacto físico me dijera: «Yo también sufrí, a mí también me ha dolido». Detrás de mí, Juan Pablo cargando a nuestra hija. Entonces vi a mi padre dirigir la mirada hacia ellos. Y los ojos se llenaron de agua, los abrazó en uno solo para después pedirle a mi esposo que le cediera a la niña. Tomó a mi hija en sus brazos y se sentó en el sillón. La besó mil veces en un minuto. Como si en cada beso quisiera recuperar a su propia hija, esa que la traición alejó de su corazón. Lo vi mirarla como el feligrés que observa con devoción a Jesucristo. Con su amor desmesurado de abuelo. Y entonces se desbarató mi rencor. Lo escuché sollozar y repetir una y otra vez: «Gracias, hija, gracias, gracias... gracias.» Maura hoy cumple seis meses y su abuelo viene a verla cada semana. A veces viene solo y en otras lo acompaña Ernestina. La puerta de mi casa estará siempre abierta para mi padre y su nueva familia, porque le he cerrado la puerta al rencor. Porque quiero ser libre de espíritu para criar a mi hija en el amor. Mi madre lo ha comprendido porque ella se ha vuelto a enamorar y también vive una época de reconciliación con la esperanza. He podido convivir con Ernestina en paz, sin intercambiar frases de reproche, siendo cordial. Nuestra amistad nunca se recuperará de algo así pero la he perdonado, aunque sé que jamás volveremos a ser las amigas que un día fuimos. Ese día que mi padre tomó entre sus brazos a mi hija y vi el amor desbordarse hacia ella en sus ojos, recordé también lo mucho que mi padre me ama. Y ese día vi con mis ojos limpios de resentimiento cómo mi superhéroe recuperó su capa.
2. EN LA TELEVISIÓN Creo que en lo que nos convertimos depende de lo que nuestros padres nos enseñan en los ratos perdidos, cuando no están tratando de enseñarnos. Estamos formados por pequeños trozos de sabiduría. Umberto Eco
Cuando escuchaba el motor de su automóvil mi corazón se aceleraba. Una mezcla de temor y de tranquilidad se apoderaba de mi cuerpo entero. Temor porque mi padre representaba todos los castigos posibles y tranquilidad porque sí había vuelto a casa. Mi madre utilizaba todos los días la figura de mi padre para atemorizarnos a mí y a mis hermanos. Cuando sentía su autoridad debilitada ante nosotros acudía a la imagen de mi padre. «Esto lo va a saber su padre y cuando llegue los va a castigar», «Si su padre un día se va de la casa será por su culpa». Es por eso que los recuerdos de mi infancia están plagados de temor. Muchos años creí que mi padre era una especie de capataz y estaba segura de que cada tarde, cuando regresaba a casa, le pedía un informe de nuestra conducta a mamá para entonces ejercer su autoridad y, según la gravedad de la falta, otorgar el castigo a quien lo merecía. Me llamo Pamela y soy la mayor de los tres hijos de Fabiola Larios y Gustavo Mondragón. Gustavo, dos años menor que yo, y Fabio dos años menor que Gustavo, por ser varones disfrutaron más de la convivencia con mi padre. A ellos los llevaba a clases de fútbol soccer desde que cumplieron los cinco años. Los sábados salían muy temprano de la casa con sus maletines y sus uniformes y regresaban al atardecer. Mi padre era americanista de hueso colorado, como acostumbraba decir, y mis hermanos heredaron su pasión por ese equipo. Mis sábados eran destinados a acompañar a mi madre al supermercado y a visitar a la abuela. Recuerdo que alguna vez le pedí a mamá que me dejara ir con ellos al partido de fútbol pero no me dejo ir porque eso era «asunto de hombres». Estoy convencida de que tuve un padre presente pero ausente en gran medida debido a la dinámica familiar que de alguna manera estaba determinada por las creencias y costumbres de mi madre. La separación por géneros en el interior de mi familia hizo que durante toda mi infancia conviviera muy poco con mi padre. Tal vez por eso jugaba a idealizarlo, a imaginar cómo era. Siempre sentí mucha curiosidad por saber cómo sentía en realidad, cómo pensaba, y me cuestionaba si en verdad era el ser humano que nos describía mi madre. Con los años he constatado que cada hijo puede desarrollar su propio concepto de unos padres porque aunque hayan sido los mismos cada uno tiene una imagen particular de ellos. Cuando entre hermanos hemos llegado a platicar sobre nuestro padre me ha quedado claro que cada uno conoció a un Gustavo distinto. Mi padre nació en un pueblo oaxaqueño llamado Tuxtepec. Creció en el seno
de una familia numerosa. Ocho hijos. Cuatro varones y cuatro mujeres. Él era el mayor de todos. El Papaloapan mojó sus pies durante la infancia. Durante las reuniones familiares, que era cuando se tomaba sus copas de mezcal, acostumbraba contar sus aventuras a la orilla de ese río. En esas ocasiones hasta llegué a escucharlo reír a carcajadas. Mi abuelo había sido un padre rígido con sus vástagos y además murió joven, a los cuarenta y siete años, dejando a la abuela con la carga de la familia sobre sus hombros y una viudez que la convirtió en una mujer taciturna y amargada. La amargura caló en los corazones de sus hijos, que abandonaron la casa materna tan pronto pudieron. Se fueron uno a uno y se esparcieron por todo el territorio mexicano. Mi padre tiene hermanos y hermanas esparcidas por diferentes regiones, desde la zona del Itsmo de Tehuantepec hasta la ciudad fronteriza de Tijuana. Unos que se casaron, otros que se fueron buscando fortuna o siguiendo a una novia. Desconozco los detalles, solo cuento lo que sé. Mi padre tenía veinticinco años cuando murió el abuelo y asumió por un par de años el rol del hijo mayor y protector del clan, pero al ver que cada uno iba en busca de su propio destino, y agobiado por el carácter de la abuela, decidió también emigrar y encontró un trabajo en la ciudad de Puebla. Allá en Tuxtepec se quedó la abuela y se dice que murió de amargura a los tres años de quedar viuda. Siempre que preguntábamos a nuestros padres sobre su noviazgo y el día de su boda, tengo que admitir que era mi madre la que tomaba la palabra y se ponía a describirnos la tarde en que mi padre la conoció en la fiesta de cumpleaños de una amiga y que fue amor a primera vista. También nos decía que a mi padre se le estaba yendo el tren. Fue directo con ella y a los seis meses le pidió que fuera su esposa. Mi padre tenía treinta años y mi madre veintidós. Se sumergieron en un matrimonio aparentemente estable y tradicional. Mi padre trabajaba en una fábrica de cerámica, de la cual llegó a ser socio con el paso de los años. Mi madre dedicada al hogar y al cuidado de los hijos. Sin embargo, siempre tuve un padre ausente. Era una ausencia presente. Es decir, ahí estaba don Gustavo, viendo la televisión los domingos y todos alrededor suyo. Pero él y sus pensamientos conformaban un mundo propio que solo era interrumpido por el gol de algún jugador estrella o por la voz de mi madre pidiéndole que nos llamara la atención por alguna travesura que cometíamos. Mi padre obedecía, sí, esa es
la palabra. Obedecía y nos decía «¡Compórtense!» o «¡Tranquilos!». Si lo que habíamos hecho ameritaba algún tipo de castigo se levantaba para encerrarnos en nuestra habitación o dictaminar que nos quedaríamos sin postre o dinero durante la semana. Después regresaba a su mundo. Ese mundo que estaba entre el televisor y su cuerpo y que desconocíamos todos. Incluso mi madre. Con mis hermanos no era cariñoso. Su amor lo demostraba comprándoles pelotas, bicicletas y llevándolos de campamento cada verano. Yo era la afortunada de vez en cuando. Entre nosotros había instantes secretos y sutiles en los que afloraba una ternura inédita de su mirada y me acariciaba el cabello o me apretaba las mejillas. Si valoro un recuerdo de mi niñez es esa tarde en que mi madre había salido con unas amigas y mis hermanos estaban haciendo tarea en el estudio. Mi padre estaba sentado en la sala viendo su acostumbrado partido de fútbol y yo llegué y me senté al lado suyo. Cuando vio que yo llevaba en mis brazos mi cuaderno de dibujo me lo pidió y comenzó a hojearlo. Le gustó una jirafa pastando que dibujé con crayolas y me dijo que era toda una artista. Me sentí importante. El reconocimiento de un padre es un bálsamo maravilloso sobre el corazón de un hijo. Yo tenía siete años. Hoy tengo cuarenta y no lo he olvidado. Pasaron los años, los hijos fuimos creciendo y nuestros padres haciéndose viejos. Mi hermano Gustavo salió de casa para irse a vivir a Monterrey y estudiar Mecatrónica. Fabio se hizo vegano, le dio por la meditación y se fue a vivir a la India con una novia que conoció en un encuentro espiritual. La más alterada ante las decisiones de mi hermano menor fue mi madre. Mi padre solo atinó a decirle: «Es tu vida, ya eres mayor de edad, solo te pido que seas independiente y no nos pidas que comulguemos con tus ideas.» Con el paso del tiempo se hizo más evidente el mundo alterno en que vivía mi padre. Un mundo inaccesible para nosotros. Mi madre se puso a estudiar la Biblia y se dedicó a hacer un sin fin de actividades religiosas con su nuevo grupo de amistades. Mi padre se compró un televisor inteligente y con esfuerzos aprendió a dominar sus funciones, luego se dedicó a acampar frente al aparato durante tardes enteras. El negocio ya no demandaba tanto su presencia y pasaba más tiempo en casa. Estaba en casa, pero en su mundo personal, presente pero ausente.
Yo me convertí en una coleccionista de penas de amor. Nunca me gustó la escuela y apenas terminé el bachillerato me dediqué por completo al comercio. Con ayuda de mi padre abrí una tienda de artesanías en el centro de Puebla. Todo parecía ir bien hasta que conocí a Julián, un bajista que tocaba con un grupo en un bar de moda. Me enamoré y le entregué mi alma, mi cuerpo y mi estabilidad económica porque nunca traía un peso encima y encontró en mí una prestamista sin intereses ni plazos. Cuando terminó la relación también mi negocio estaba en la quiebra. Otra vez mi padre me rescató, me llevó con él a su negocio y me dio trabajo como secretaria del gerente. Ahí conocí otra cara de mi padre, me di cuenta de que era un hombre admirado y respetado por sus trabajadores y que tenía fama de honesto y justo. El hombre castigador e injusto de mi infancia que me había construido mamá con sus discursos no era el que trabajaba ahí desde hacía más de veinte años. A través de otros comencé a conocer más de mi padre. Descubrí que tenía un sentido del humor que rayaba en lo sarcástico y que tenía en su escritorio una colección de poemas de Neruda. Supe por parte de varios trabajadores la anécdota del perro Solovino. Mi madre nunca nos dejó tener perros como mascotas, a lo más que llegó su benevolencia fue a permitirnos un par de peces japoneses que murieron a escasos dos meses de que Fabio los llevó a casa. Por eso fue conmovedor enterarme de que mi padre encontró una noche en la bodega a un cachorro lastimado y lleno de pulgas al que levantó de entre los trozos de barro y maderas viejas para llevarlo al veterinario y al que cuidó hasta verlo sano y fuerte. Entonces decidió llevarlo a la perrera para adopción, lo dejó ahí solo una noche. Al día siguiente volvió por él y los empleados lo vieron llegar a la fábrica con el perro que ya portaba una correa de cuero y una cadena y les dijo que sería el nuevo vigilante. Lo llamó Solovino y durante siete años fue el más fiel de los veladores del negocio. ¡Vaya sorpresa! Mi padre no solo veía televisión y trabajaba como negro, también tenía sentimientos y le gustaban los perros. Una de las empacadoras me dijo que cuando murió Solovino debido a un virus que lo dejó en los huesos por tanta diarrea, mi padre se encerró en su oficina y más de uno de los trabajadores lo vio con los ojos llorosos por la partida de su fiel amigo. «Lo llevó con más de tres veterinarios pero no pudo salvarlo y eso le dolió mucho», me dijo la empleada. Ni mi madre ni mis hermanos supimos nunca de eso. Cuando le pregunté a mi padre por qué nunca nos había hablado de Solovino me respondió que eran sus cosas, y que mi madre se hubiera molestado de saber que andaba recogiendo animales callejeros. Lo
dijo en tono indiferente, restándole importancia, pero en su mirada pude encontrar marcas de incomprensión. En ese tiempo que trabajé con él en la fábrica me enredé sentimentalmente con Horacio. Llegó a entregar unos paquetes a la oficina y su carácter efusivo y su manera tan colorida de conversar me embaucó y caí enamorada. Otra relación desastrosa. A los cuatro meses me enteré de que era casado cuando llegó la esposa a la fábrica y me armó un lío entre gritos y ofensas y me exigió que dejara en paz a su marido. Ahí me sorprendió la actitud de mi padre otra vez. Me llamó a su despacho y me dijo: –Pamela, deja de ver a ese hombre y aquí no ha pasado nada. Medita sobre este asunto y pasa unos días en casa, regresarás al trabajo cuando lo crea prudente. Y a tu madre de esto ni una sola palabra. Recuerdo perfectamente su mirada al decirme eso. Era una mirada comprensiva y compasiva. Una mirada que delataba una responsabilidad propia en mi falta. Como si al fallar yo fallara él. Lo abracé con fuerza y con mucho cariño. Ese fue el inicio de una nueva relación con mi papá. Todos esos mensajes recibidos de mamá acerca de que mi padre era un hombre duro, exigente, castigador, justiciero, estricto y sin sentimientos se fueron diluyendo poco a poco al conocer a mi papá más y más. Decidí ir a terapia porque no podía seguir teniendo relaciones tan efímeras y poco saludables con el sexo opuesto. Me sentía perdida caminando en el túnel de la vida pero, al parecer, comenzaba a percibir luz al final de ese trayecto. Papá cayó enfermo con problemas coronarios. Estuvo en el hospital internado un par de ocasiones y permanecí al lado de su cama sin separarme ni un minuto. A mis hermanos les extrañó mi nueva cercanía con mi viejo y a mi madre le importó lo mínimo, sólo atinó a imaginar que era porque yo prefería estar ahí que trabajando en la fábrica. Así de distantes son a veces los mundos interiores de quienes viven bajo un mismo techo. Mi padre me mandaba mensajes de gratitud en su mirada y esos los llevo en mi corazón para siempre. Mi psicóloga me insistía en que el avance que veía en mi terapia era debido a que mi relación con papá era cada día mejor y más cercana. Ya no me sentía huérfana de padre. Mi papá ya era una presencia en mi vida y no una ausencia.
Durante su segunda estancia en el hospital conocí a Rodrigo, un joven médico internista originario de Morelia. Me abordó en el elevador de una manera amable y respetuosa. Mi espíritu ya estaba abierto a percepciones más sanas emocionalmente y eso dio paso a una relación distinta a todas las que tuve antes. Cuando mi padre volvió a casa, Rodrigo insistió en visitarlo para dar seguimiento a su recuperación. Era obvio que quería algo en serio conmigo y eso me llenó de júbilo. Mis ojos brillaban y entonces sucedió algo inesperado. –Pamela, hija, necesito hablar contigo –me dijo mi padre una tarde en que mi madre estaba en sus estudios de Biblia y nos encontrábamos los dos a solas. –Dime, papá, soy toda oídos –dije intrigada. –El brillo de tus ojos me confirma que estás enamorada. –Sí, papá, estoy muy enamorada de Rodrigo. –Cásate, hija, así enamorada como estás es como se debe llegar al matrimonio –sentenció en un tono tan profundo que me estremecí. –Sí, papá, Rodrigo y yo ya hemos hablado de boda, estamos esperando a que te recuperes para darle la noticia a la familia. –Conmigo o sin mí, hija, defiende tu felicidad, estoy seguro que Rodrigo es tu compañero de vida. Esto último lo dijo con tristeza. Y fue ahí cuando me enteré del más grande secreto de mi padre. Abrió su corazón y me contó de Mayela, el gran amor de su vida. La conoció a los dieciocho años. Sus casas estaban separadas por un par de calles. A sus corazones los separaban las rencillas entre familias. Como Romeo y Julieta tuvieron que esconder su amor rechazado por sus parentelas, que padecían odios de antaño. Escondidos tras los manglares se juraron amor eterno y en las tardes calurosas de verano recorrían la ribera del Papaloapan descalzos, comiendo cocos y jícamas con chile. Se contaron sus sueños y se impusieron metas comunes, se visualizaron con hijos y con sus vidas entrelazadas. La ambición de «llegar a ser alguien» tomaba sentido en compañía de Mayela y hacía que las aspiraciones de papá crecieran para brindarle un futuro digno a su novia amada. Sin embargo, la rigidez de las ideas de mi abuelo y la intransigencia de los padres de Mayela terminaron por separarlos. Después de varios días de no poder comunicarse con ella, mi padre se enteró por un vecino que la habían enviado a casarse a Oaxaca, la capital del estado, con el
hijo de un conocido de la madre de Mayela. Eran otros tiempos, otras costumbres, otras ideas. Mi padre me habló de su cobardía, de cómo se quedó inmóvil y no hizo nada por ir y arrancar de los brazos de aquel hombre a su querida mujer. «Es algo con lo que he vivido hija, y es algo con lo que me voy a morir encajado en la conciencia». Después murió el abuelo, mi papá llegó a Puebla y conoció a mi mamá. Ese «amor a primera vista» del que hablaba mi madre en las reuniones familiares no era otra cosa que lo que mi padre puso en palabras como «una buena mujer con la que podría tener hijos y formar una familia». Esa tarde entendí que mi padre veía en la televisión no el partido de fútbol, sino los manglares y el Papaloapan, a Mayela corriendo a su lado tomada de su mano y ese mundo que se quedó levitando en el hubiera. Entendí entonces el temor permanente de mi madre de que él no regresara a casa, y que nos contagiaba a mí y a mis hermanos inconscientemente. Seguramente ella sabía que en mi padre habitaba ese silencioso anhelo de irse a buscar en su pasado a saldar una cuenta pendiente. Comprendí que mi padre se había quedado divagando en lo que pudo ser y no fue y se limitó a conducirse con inercia por una vida prefabricada por los conceptos y paradigmas escritos por la sociedad. Haciendo lo que se debe, cuando no se luchó por lo que se quiere. Es tan fácil juzgar a los padres desde la ignorancia de ser hijo cuando no se tiene la comunicación honesta y abierta con ellos. Papá murió tres meses después de entregarme en el altar. Y no se equivocó. Rodrigo y yo hemos sido hasta la fecha un par de enamorados criando a nuestros tres hijos. Mamá aún vive y sigue leyendo la Biblia y hablando de papá como el amor de su vida, el padre ejemplar, trabajador y esposo fiel. Mis hermanos lo recuerdan como el hombre exigente y duro que los obligaba jugar futbol cada sábado. Yo lo llevo en mi corazón como el que recogió a Solovino de la calle y el que me enseñó a reconocer el amor de un buen hombre. Y ahora, aunque físicamente no está conmigo, lo siento presente. Agradezco al destino que me dio la oportunidad de conocerlo más a fondo, de comprenderlo y sin juicios amarlo profundamente.
3. SENTADA EN LA BANQUETA Tener hijos no lo convierte a uno en padre, del mismo modo en que tener un piano no lo vuelve pianista. Michael Levine
De niña me sentaba por las tardes en la banqueta esperarlo. Cuando veía su tráiler dar la vuelta en la esquina al acercarse a casa me ponía de pie y brincaba levantando las manos. Mi padre estacionaba con destreza su inmenso vehículo y descendía de él para acariciarme la cabeza y preguntarme: «¿Cómo está la luz de mis ojos?» Con mis cinco años a cuestas esas palabras eran las más hermosas que podían escuchar mis infantiles oídos y me hacía sentir la más importante de sus hijos. Luz es mi nombre y dice mi madre que mi padre lo escogió porque así se llamaba la tía que lo cuidó de niño cuando quedó huérfano de madre. Yo no conocí a esa tía porque murió mucho antes de que mis padres se encontraran. Soy la menor de seis hermanos, cuatro hombres y dos mujeres y en ese orden de nacimiento. Ser la menor en una casa donde habitábamos ocho personas tenía sus ventajas porque de alguna manera todos me cuidaban. Mis hermanos se sentían mis protectores, sobre todo Julio, el mayor, que en aquel entonces tenía diecisiete años. Sin embargo, para mí el mejor lugar del mundo eran los brazos de mi padre. Me sentaba sobre sus piernas y me mecía, después me abrazaba fuerte y me cantaba canciones de Vicente Fernández. Cuando mi padre salía de viaje con su tráiler y pasaban varios días sin que volviera a casa, mi consuelo era escuchar en la radio la estación local de música ranchera que transmitía canciones de esas como las que a él le gustaba cantarme. No éramos ricos. Yo me daba cuenta porque vivíamos en una colonia alejada del centro de la ciudad, donde apenas estaban instalando el drenaje y el pavimentado, pero no faltaba que comer, todos íbamos a la escuela pública siempre con un emparedado bajo el brazo y con algún dinerito para gastar. Mi madre se dedicaba por completo a nosotros y los domingos vendía afuera de la iglesia tamales preparados por ella. Como buena mujer de un trailero, tenía su cuarto lleno de santos de esos que acompañan a los viajeros en sus recorridos y nos sentaba a mi hermana Eulalia y a mí con ella por las tardes a rezar dos o tres misterios del rosario para que Dios trajera con bien a casa a nuestro señor padre. Nunca los escuchamos pelear delante de nosotros. Nunca. Ellos siempre fueron cuidadosos y arreglaban sus diferencias cuando nosotros dormíamos o no estábamos en casa. O tal vez lo hacían a gritos pero lejos del hogar, en algunas de sus salidas a solas y sin hijos, que por cierto no eran muy frecuentes. Tal vez por eso lo que pasó después fue tan doloroso
para todos, por lo sorpresivo y fulminante. Mi padre no era cariñoso con todos sus hijos, mis hermanos mayores dicen que jamás les demostró su amor, pero yo sí tengo recuerdos amorosos de su parte, y tal vez es porque fui la más pequeña, o tal vez porque me puso el nombre de su tía adorada, o tal vez yo le supe sacar lo bueno de su corazón. No obstante, a pesar de su frialdad o rigidez en los tratos, era buen proveedor y cuando estaba en casa se dedicaba a nosotros. Nos llevaba al parque y nos compraba helados, nos traía ropa, sobre todo cuando hacía viajes a la frontera y podía comprar bultos enteros, con lo que venía en ellos nos vestía a toda su tribu en un dos por tres. Si el difunto era más grande mi madre se encargaba de cortar, coser o ajustar vestidos, blusas, sacos, pantalones y asunto resuelto. Había pan en la mesa y un techo bajo el que nos cobijábamos. Había una madre que nos inculcaba respeto por ese hombre, aunque he de decir que muchas veces ella misma nos lo alejaba cuando nos pedía que lo dejáramos dormir porque venía cansado de tanto manejar y entonces pasábamos horas lejos de su habitación para no molestarlo. Reitero, todo en apariencia era normal, y nunca los vimos pelear delante de nosotros. Tampoco lo vimos borracho ni agresivo. Mis hermanos y yo jamás recibimos un coscorrón de su parte. Las nalgadas y los gritos provenían de mamá. Jamás imaginamos que mi padre nos golpearía con el tiempo de la manera en que lo hizo. Sus golpes no fueron físicos. Las heridas que nos provocó no dejaron moretones en el cuerpo pero sí profundas llagas en nuestros corazones. Una tarde de agosto me quedé sentada en la banqueta esperándolo. Acababa de pasar mi cumpleaños número seis. Mi papá me compró un pastel color rosa con sabor a vainilla y me cantaron las mañanitas. Ese fue el último cumpleaños en el que me cantó una de Vicente Fernández. Se hizo de noche y al ver que yo seguía sentada en la banqueta, mi madre salió y me dijo: –Luz, entra ya, tu papá no volverá. –Dijo que hoy lunes llegaba, aquí me quedo –dije emberrinchada. –No, niña. No volverá hoy ni nunca. Y entró a casa llorando. Fue entonces que mi corazón de niña se exaltó y corrí detrás de ella. Mi madre se había dejado caer en el sillón que estaba frente al televisor y veía al aparato con ojos perdidos en la nada mientras las lágrimas escurrían por sus mejillas.
Me senté a su lado y ahí me quedé dormida. Al día siguiente todo normal, levantarnos temprano, ir a la escuela, regresar, sentarnos a comer. A veces me pregunto cómo fue posible seguir con la rutina de la vida cuando la vida se había roto. Pasaron los días y ni el tráiler ni mi padre regresaron. Había tanto silencio entre nosotros respecto al tema que sentía que cuando alguno de nosotros decía algo se escuchaba en forma de eco, como si habláramos dentro de una caverna vacía. Como a las dos semanas recuerdo que ya no pude con la angustia que se había instalado en mi infantil pecho y abrí la boca durante la comida: –Mamá, ¿mi papá está muerto? –pregunté con inocencia. –No, hija, pero para mí es como si lo estuviera –respondió mi madre con la mirada metida en su plato de frijoles. –Se fue con otra –dijo Julio, mi hermano mayor, también mirando su plato. Y yo mirando las caras de todos y todos mirando hacia sus platos. –¿Con otra qué? –pregunté con más inocencia. –Con otra mujer –volvió a responder Julio, como queriendo evitar a mi madre el dolor de la respuesta. Y así salió nuestro padre de nuestras vidas y entró la miseria a nuestra casa. Se me salió la luz de mis ojos. Dicen que mi mirada ávida y despierta se volvió entristecida. Se metió a nuestra vida el hambre, la enfermedad, la soledad, y a mí un vacío en el corazón tan inmenso que solo puede ser provocado por la ausencia del amor de ese a quien creíste tu héroe. En mi alma de niña de seis años eso es incomprensible y además increíble. Me llevó mucho tiempo convencerme de que mi padre no iba a regresar a casa. Seguí sentándome en la banqueta por las tardes a esperarlo. Meses. Ahí sentada en la banqueta vi a mi madre sacar en cajas sus pertenencias para entregárselas a un compadre que se las haría llegar a papá. Mi madre empezó a vender tamales todas las noches y mis hermanos a trabajar haciendo mandados o limpiando zapatos. Julio el mayor dejó la escuela y se puso a trabajar en el mercado de abastos cargando bultos. Nuestra familia quedó mutilada de una forma dolorosa y ese dolor dio paso a resentimientos muy profundos que nos han acompañado durante toda nuestra vida.
Mi padre Raymundo, ese que un día me dejó sentada en la banqueta, nació en un rancho de cien habitantes al oeste del estado de Jalisco. De andar rápido y erguido, alto para el hombre promedio de la región, acostumbrado a cantar rancheras y a conducir casi desde niño. Hijo de trailero, en trailero se convirtió y se casó con Juventina mi madre a la edad de veintidós. Ella recién cumplidos los dieciocho, un par de jóvenes educados para formar familia y tener retoños. Sin aspiraciones complicadas, gente sencilla y de ascendencia humilde. Sus familias conocidas y del mismo rumbo. Se asentaron en Guadalajara a los dos años de casados y con Julio el primogénito de brazos. Después llegarían Juventino, Melquiades, Fabricio, Eulalia y por último yo, la luz de los ojos de mi padre. Quedó huérfano de madre muy chico, lo crió una hermana de su padre, la famosa tía Luz, y se hizo vago desde los doce que salió a manejar con el abuelo y mostró tanta habilidad que a esa temprana edad logró dominar el portentoso vehículo de doble caja. Solo sabía hacer sumas y restas y apenas juntar las letras para leer el periódico, pero nadie le ganaba sentado al volante. Se hizo de fama en el gremio y trabajó duró para hacerse de su propia unidad con ayuda de un crédito. Dicen que no supo de otros cariños que los de la tía Luz, que mi abuelo era duro y mandón. Cuentan los que lo conocieron en aquellos años que se hizo coqueto y cantador, aunque jamás bebedor, pero si adicto al café y a la aspirina. Le gustaba levantar muchachas en la carretera y a más de una le pagó el aventón con besos y algo más. Cuentan, dicen, eso es lo que he recolectado a lo largo de los años de boca de conocidos y parientes. Los retazos de su historia los he tenido que coleccionar poco a poco y a veces con miedo, porque asomarse al pasado da temor, aunque ayuda a comprender mucho de lo que sucede en nuestras vidas. Raymundo fue un hombre reservado con sus cosas, eso me ha quedado claro, pues ni a Melchor su compadre y mejor amigo le llegó a contar secretos que con el paso de los años salieron a flote. Melchor fue quien se enteró por azar de que tenía otra mujer, otra familia y otros hijos. Fue a él a quien le dijo que estaba muy enamorado y que había decidido abandonar a Juventina e irse a vivir con Susana. Y sorprendió a Melchor, a Juventina y a todos. Sobre todo a mí, que seguía sentada en la banqueta esperándolo sin saber que tenía dos medios hermanos, uno que solo me llevaba un par de
meses y que cumplía años en junio, cuando yo los cumplía en agosto. Susana era de Puebla, y la conoció en una cafetería al pie de la autopista en donde ella trabajaba de mesera. Ahora que soy mayor pudiera decir que tal vez fue un flechazo, o eso que llaman amor a primera vista, y eso lo puedo comprender, pero lo que me ha costado entender es la manera tan cobarde de su abandono. ¿Qué pasaba por la mente de don Raymundo cuando se fue sin decirnos adiós? ¿Acaso se le olvidó de súbito que la Luz de sus ojos lo esperaba sentada en la banqueta? Cuando fui creciendo y me di cuenta de la magnitud de su conducta pasé noches enteras preguntándome cómo fue capaz de irse sin decirme nada, cómo se olvidó de mí como quien olvida un saco sobre el respaldo de una silla en un restaurante y le da pereza volver a recogerlo. Lloré noches completas su ausencia. Y hasta hoy en día cada vez que veo pasar un tráiler, no puedo evitar pensar aunque sea involuntariamente en mi papá. Mi hermano Julio tomó su lugar y ayudó a mi madre varios años a mantener económicamente a la familia. Mi hermano Melquiades enfermó de leucemia y murió a los diecisiete años, dos años después de que mi padre se hubiera ido. Había tanta pobreza, dolor y desolación entre nosotros que a veces pienso que mi hermano se dejó morir y se fue rápido para no hacer más denso nuestro sufrimiento. Todos creíamos que don Raymundo se aparecería el día de su entierro, pero no fue así. Solo hizo llegar con su compadre Melchor un sobre con unos cuantos billetes que mi madre recibió en contra de su dignidad pero obligada por la miseria. Eulalia, mi hermana mayor, salió embarazada a los quince y se fue a vivir con el padre de su hijo a un rancho lejos de la ciudad, allá por los Altos y la vemos muy poco. Julio se enamoró de una buena muchacha y se casó, tuvieron gemelos, dos niños regordetes y rositas de la piel, y entonces le dijo a mi madre que ya no iba a poder ayudarnos como siempre porque ya ahora él tenía que ver por su propia familia. Los que nos quedamos con mi madre aprendimos a hacer tamales, y ampliamos el menú con corundas, tacos de papa y frijol al vapor y un buen día quitamos la sala de la casa y pusimos mesas y sillas y convertimos el primer cuarto de nuestra humilde vivienda en una cenaduría. Entre todos atendíamos cada noche a los clientes y poco a poco fuimos teniendo fama en la colonia hasta que tomamos la decisión de rentar un localito en la esquina y lo nombramos Cenaduría Juve. De ese negocito producto de nuestra necesidad por subsistir pudo salir lo suficiente para que yo estudiara. Otra vez el privilegio de ser la menor me benefició y por ser lista pude cursar la
secundaria, el bachillerato y luego conseguí una beca en la escuela de enfermería. Me titulé y comencé a trabajar en una clínica privada. Mi madre ya había ampliado el local con ayuda de todos sus hijos y tenía hasta dos empleadas. Nos emocionaba verla sentada detrás de la caja registradora dedicada a cobrar y ya lejos de los hornos y de las ollas. Envejecida de su piel y arrugada de su corazón, al que clausuró por siempre para el amor de otro hombre. Juventino se casó y se quedó a vivir con nosotros, sus dos hijos se convirtieron en la alegría de la casa y en la adoración de la abuela. Fabricio se fue a Estados Unidos invitado por un primo lejano y allá se hizo de una novia norteamericana. Le va bien y hasta el día de hoy no deja de mandar dólares para lo que puedan servirnos. Cada uno a su manera digirió la ausencia de don Raymundo. Julio por ejemplo lo mató y jamás volvió a mencionar su nombre, cuando alguien le preguntaba por su padre, les respondía que estaba en el panteón enterrado. Los demás fuimos menos duros con el recuerdo de nuestro progenitor, no lo dimos por muerto, pero tampoco por vivo. Simplemente acumulamos la vida y crecimos e hicimos nuestros propios juicios y conjeturas. A mi madre nunca la agobiamos con preguntas, bastante tuvo que cargar a cuestas con la traición de su compañero y la muerte de un hijo. Los rumores no faltaron, y a la cenaduría llegaban a cuentagotas pero llegaban. Que habían visto a mi padre cerca de la casa, que iba con Susana y dos muchachos, bien vestidos y en un coche de modelo reciente. Que lo habían encontrado en el bautizo del hijo de fulano y que se veía viejo y que ya le había dado por tomar tequila. Que mis medios hermanos se parecían a nosotros. Historias, decires de la gente acomedida para llevar y traer chismes. Yo escuchaba pero evitaba engancharme con esa información. Me bastaba con sentarme un rato en la banqueta para volver a revivir su abandono y ponerme de pie con la decisión de seguir adelante a pesar de él. No me fue sencillo, sobre todo en lo amoroso. Rehuí a los noviazgos durante toda la secundaria y hasta mi madre llegó a preguntarme si era marimacha. No era que no me atrajeran los hombres, lo que no me atraía era la idea de enamorarme de un hombre para que después me abandonara. Mi hermana Eulalia se hizo adicta a las pastillas para dormir y creo que su adicción es producto de ese mismo miedo a ser abandonada por su esposo, al que vigila en exceso y con quien pelea por todo, aunque la veo muy poco es evidente que su vida emocional no es saludable. Hasta el día de hoy consume medicamentos para los nervios y sigue en un matrimonio inestable. Yo tuve
mi primer novio a los veinte y lo conocí en el hospital en el que entré a hacer prácticas cuando comencé a estudiar enfermería. Se llamaba Joel y era un muchacho decente que trabajaba en el departamento de contabilidad. Sin embargo con una vez que llegó una hora tarde a una cita lo mandé a volar. Así de poca tolerancia a esperar padecí por mucho tiempo. Me hacía recordar esa banqueta y ese abandono que he descrito. Hasta que cumplí los veinticuatro y después de dos años de terapia con un psicólogo y de horas charlando con un sacerdote pude comenzar a comprender a don Raymundo. Y lo hice por mí, por liberar mi espíritu de semejante peso. No se puede vivir bien con el alma cargada de rencor y de tristeza. Se tiene que regalar uno mismo la paz que brinda comprender y perdonar a quien comete algo equivocado, aunque cuando se trata de un padre es un proceso doloroso y a veces lento. En el consultorio de mi psicólogo conocí a Francisco, mi esposo. Llegó a entregar unas cajas con documentos porque trabajaba en una empresa de paquetería y nos pusimos a platicar no recuerdo si del clima o si me preguntó la hora. Lo que sí recuerdo es que su sonrisa sincera y mi nueva disposición de abrir mi corazón se conjugaron y me esperó en la puerta del edificio para acompañarme a mi casa. Desde esa tarde no nos hemos separado, llevamos juntos siete años y tenemos dos hermosos hijos varones, José Francisco de tres años y Benjamín de uno. Y así iba la vida, con sus mareas altas, sus olas que revuelcan a uno de vez en cuando y sus mareas bajas. Mi madre en la colonia con su cenaduría y su caja registradora. Mis hermanos en sus vidas y yo en la propia. Y como siempre cuando uno ya no hace preguntas porque cree conocer todas las respuestas, la vida te sorprende y te vuelve a ofrecer una lección. Me tocó el turno vespertino en la clínica y llegué esa tarde directo a urgencias porque me dijeron que acababa de llegar un accidentado. Entré a la sala y tomé la tablilla del expediente, y antes de leer el nombre ahí escrito corrí la cortina para descubrir en la camilla un rostro familiar. Leí la tablilla: Raymundo Montes. Ahí estaba mi padre, víctima de un accidente automovilístico. Con el rostro ensangrentado, hematomas en el rostro y las dos piernas deshechas. Traumatismo craneal severo, fracturas y dolor en todo su cuerpo. No pude atenderlo, me paralicé y en ese instante entró el médico de guardia a dar instrucciones de traslado. Tuve que pedirle a una compañera que me supliera porque no me sentía bien. Cuando salí de la sala de urgencias y recorrí el pasillo pude por fin conocer a la tal Susana. Supe que era ella porque se dirigió a la camilla donde llevaban a mi padre rumbo al quirófano.
Lloraba desconsolada. Mis medios hermanos no tardaron en presentarse. Y yo ahí, detrás del mostrador de enfermeras observando todo, con un temblor de manos y piernas que no podía controlar con nada. Mis compañeras de trabajo se dieron cuenta y me recomendaron irme a casa. Tampoco pude hacer eso. Algo me sucedió que no quería estar ahí pero tampoco irme. Quería saber cómo estaba mi padre, estar enterada de su estado clínico y sentí miedo de que muriera. Sí, así de ilógico, de irónico, de extraño, pero así fue. Sería la sangre o sería el recuerdo, pero cuando supe que había salido de la operación a la que fue sometido, sentí el impulso de ir a verlo. Y lo hice. Era media noche, y una pequeña luz de luna se colaba por la ventana de la reducida habitación. Por la puerta se coló la Luz de sus ojos. Y ahí, sabiendo que él seguía inconsciente, de pie al lado de su cama le dije: «Papá, soy Luz, tu hija». Al escuchar tal declaración, Susana, quien dormitaba sentada en la penumbra en el sillón junto a la cama, encendió la lámpara y me dijo: –Así que tú eres la famosa Luz, a la que tanto ha extrañado tu padre, la que cada que veía a una niña sentada en una banqueta le sacaba el llanto por los ojos. Lo demás se dio porque así estaba escrito. Susana y yo salimos de la habitación y nos sentamos en la cafetería del hospital a charlar durante más de tres horas. –Tu padre nunca volvió a buscarlos porque tu madre se lo impidió siempre. Nunca le perdonó que hubiese formado otra familia conmigo, y te he de decir que cuando yo me enamoré de tu padre no sabía que era casado, y cuando lo supe ya estaba embarazada y más enamorada que nunca. Yo estaba dispuesta a ser siempre la otra, nunca le exigí a tu padre que los dejara, pero tu madre no le dio otra opción que alejarse de sus vidas. Si un pecado ha cometido tu padre, Luz, ha sido ser cobarde, porque muchas veces le dije: «Ve y búscalos, son tus hijos y mis hijos son sus hermanos», pero él me decía que ya había dejado pasar mucho tiempo, que le daba vergüenza aparecerse así como si nada, y entonces, Luz, se nos pasó la vida. Así de simple y de complicado, así de incomprensible y de doloroso. Incomprensible y doloroso. Por eso comprender ayuda, libera y aligera el peso de un corazón con huellas de abandono. La noche siguiente murió mi padre. Se fue de este mundo con todos sus errores y defectos, con todos sus temores y debilidades. Me tocó estar
presente, como enfermera y como hija. Nunca recobró la consciencia, pero a mí me gusta imaginar que sí se dio cuenta de que yo estuve presente en esa habitación y que sintió que con mi mano bajé sus párpados para cerrar sus ojos por última vez mientras le decía al oído: –Papá, espérame en la banqueta hasta que yo llegue. Y así quiero imaginar que será. Que el día que me toque reunirme con él voy a poder llegar hasta él y que me estará esperando para abrazarme, sentarme sobre sus piernas y cantarme. Que me dará las gracias por esperarlo en la banqueta con ilusión, que todo eso que le dijo a Susana me lo dirá a mí de frente, me contará cómo lloró por mí noches enteras recordando a la Luz de sus ojos esperándolo en la banqueta. Porque me gusta y me hace bien pensar bien de mi padre, porque ya me hice mucho daño pensando mal de quien hizo lo que hizo porque no supo hacer otra cosa. De todos mis hermanos solamente Fabricio me acompañó al funeral. A mi madre no le pedí explicaciones porque ya a mi edad debo aprender a comprender a los dos, y dejarles su universo de pareja intacto y concentrarme en mi corazón de hija. Eso es sano para mí, me hace mucho bien y le hace bien a mis hijos, a quien les quiero heredar memorias saludables. Sigo sentándome en la banqueta por las tardes cuando puedo, y si veo un tráiler pasar elevo mi mirada al firmamento y lanzo besos al infinito, porque haciendo esto es como he podido recuperar la luz de mis ojos.
4. CUENTOS PARA NO DORMIR El problema con el aprendizaje de ser padres es que los hijos son los maestros. Robert Brault Mi madre lo conoció en un bar una de esas noches en las que sus amigas de la oficina la convencieron de que después de una larga jornada de trabajo se merecían un par de tragos para relajarse y olvidarse un poco de los números. Ella trabajaba en un despacho contable y se la pasaba sentada en un escritorio durante ocho horas seis días a la semana. Su vida era tan rutinaria que dejarse llevar hasta un bar cuando lo que más anhelaba era quitarse los zapatos y el sostén para dejarse caer sobre su cama era algo tan impensable como lo era
algún día teñirse el cabello de rosa. Sin embargo, así como sucede lo inevitable, eso que ya está escrito desde antes de nacer, mi madre asistió a la cita con su destino. Cuenta que lo vio llegar vestido de negro. Camiseta de cuello de tortuga y un pantalón ceñido que revelaba su atlético cuerpo. Lo primero que pensó fue: un dandy ochentero que seguramente se cree sacado de un sueño. Pero la sorprendió desde el momento en que clavó la mirada de sus negros ojos en las pupilas de mi madre, y después, al sonreír y ver esos dientes alineados y sinceros, ella cayó rendida y supo desde ese instante que algo iba a suceder en ese encuentro. Y así fue, una amiga en común los presentó y lo demás fue sencillo, fluyeron en una charla que transitó por los libros, las playas mexicanas y las metas y sueños personales. Agustín Corona conquistó a Mariana Jiménez. Y ese día mi madre eligió al hombre que sería mi padre. Ella contadora de números y él contador de historias. A lo largo de los años Agustín Corona se ganó el apodo del «cuentacuentos». Así nos decía mamá, porque según ella desde que su vida se unió a la de él, las mentiras y el engaño fueron parte de lo cotidiano. No obstante, ahora que soy una veinteañera de profundos ojos negros, herencia de don Agustín, puedo entender perfectamente a mi madre. Era inevitable enamorarse de un hombre tan encantador y simpático como mi papá. Los recuerdos de mi infancia están invadidos de sus chistes e historias sobre marcianos y duendes que rondaban debajo de mi cama por las noches y de los que obviamente él me rescataba. Los monstruos más inverosímiles, como caballos cabezones con piel de cocodrilo y dientes de conejo o bolas peludas con ojos saltones, rebotaban sin parar en mitad de historias cuyo objetivo era darme miedo para que inevitablemente corriera a su regazo y le dijera: «Papito, quédate a mi lado, no te vayas». Así es, en mi infancia no faltaron cuentos por las noches antes de dormir, ni ocurrencias durante la sobremesa (que por lo general ridiculizaban a la maestra que me había regañado ese día en la escuela, o incluso sobre alguna conducta dramática de parte de mamá), tampoco faltaron juegos de mesa ni canciones inventadas durante el trayecto en automóvil cada mañana cuando papá me llevaba a la escuela. Pero de cuentos no vivíamos, y mi madre poco a poco tuvo que hacerse responsable de las cuentas de la casa. Había historias pero no dinero para pagar la electricidad, ni para comprar la leche y los pañales de mi hermano menor que nació justo tres semanas después de que yo cumplí cuatro años. Más gastos, más historias. Más cuentas y más cuentos. Mi padre
no solo inventaba historias para divertir a sus críos. También inventaba historias para que el casero aguantara un par de semanas más para recibir el pago del alquiler, o al carnicero para que le diera un kilo de bisteces a crédito, o al sastre para que le zurciera los pantalones sin cobrarle. Don Agustín Corona pasaba de un trabajo temporal en el que duraba tres meses a otro de medio tiempo en el que apenas ajustaba la quincena. Cuando comencé a crecer y tuve consciencia de mis calcetas rotas y de mi ropa interior remendada, las historias de papá dejaron de ser divertidas. En repetidas ocasiones, con la oreja bien pegada a la puerta, pude escuchar las discusiones entre mi madre y mi padre. Discutían cuando creían que mi hermano y yo ya dormíamos. Lo que llegué a escuchar era una lista de reclamos de mamá por la conducta irresponsable de mi papá. Ella usaba adjetivos como «holgazán», «mantenido», «mediocre», incluso la escuché llamarlo «poco hombre». Yo me negaba a aceptar que mi padre fuera una persona que mereciera tales calificativos. Sin embargo, conforme pasaban los años y aumentaban las carencias mi corazón me decía que mi protector anti monstruos era en el fondo un cobarde que se escondía bajo las faldas de mi madre para enfrentar la vida. Qué duro es cuando la persona que crees que te va a cuidar y a procurar que no te falte nada, resulta ser un niño más que habita el hogar y en quien poco a poco dejas de confiar cuando descubres que es más fácil que tú lo cuides a él que él a ti. Mi madre se convirtió en una madre ausente y tuvo que trabajar doble turno para mantenernos a sus tres hijos. Y sí, el mayor era don Agustín, ese que un día la enamoró con sus historias y su sonrisa. Ese hombre que ahora era como un hijo más que exigía alimento y cuidados al igual que mi hermano menor y yo. En dos ocasiones mi madre lo corrió de la casa, las mismas que volvió a los dos días para arrodillarse ante ella y lloriquear su perdón. Se fueron acabando poco a poco las oportunidades que ella le daba, inundando de desilusión nuestros corazones. Tener un padre sin carácter acorta la infancia. Yo no pude quedarme sin hacer nada y meramente observar a mamá trabajar como desquiciada para poder sostener el hogar, y tan pronto cumplí quince años conseguí un trabajo de medio tiempo como mesera en un restaurante de comida rápida. Uno de los momentos más incómodos que he vivido fue cuando un sábado por la noche, mi padre entró a mi habitación para pedirme prestado dinero, y dárselo a mi madre para pagar el teléfono. ¡Don Agustín Corona, el cautivador, pidiéndole prestado dinero a su hija adolescente! Eso fue demasiado. No supe si lo que estaba sintiendo por mi padre era lástima o vergüenza. ¿Cómo se inutiliza un
hombre de esa manera? La respuesta estaba en mi abuela. Cuando él hablaba de su madre y de cómo lo sacó adelante ella sola (fue madre soltera y mi padre hijo único), podía darme cuenta del vínculo codependiente y enfermizo que existía entre ellos. Conforme acumulaba años iba comprendiendo mejor el porqué de su comportamiento. Mi abuela le describió un mundo de fantasía en el cual mi padre era el rey y solo tenía que pedirle a sus súbditos lo que necesitara. Como es obvio, su primer súbdito fue su propia madre que vivió para cumplirle cada uno de sus caprichos. Prefería cambiarlo de escuela que cambiar su conducta y llamaba «locas» a cada una de las profesoras de mi padre que osaron llamarle la atención o exigirle el cumplimiento de reglas o deberes. Así llegó a la universidad a estudiar filosofía, donde solo permaneció dos semestres «porque los maestros estaban locos y no reconocían su brillantez». Desertor de carrera, de escuelas, de compromisos, haciendo trampas y contando cuentos para salir de embrollos, cubriendo sus temores con la máscara de la simpatía y escondiendo su inseguridad en su rol de cautivador. Trabajó lo mismo de periodista que de barman, como supervisor de calidad en una embotelladora y también de representante artístico. Mil disfraces laborales para esconder su inutilidad, llamando a todo esto su «búsqueda personal» o «exploración de talentos». Lo más triste era su inconsciencia. Mi padre llegó a creerse sus propios cuentos, a convertirse en personaje de sus propias historias, que con el correr del tiempo pasaron de historias divertidas a ser historias de horror. El príncipe se convirtió en mendigo, el sapo se transformó en piojo y la bruja se comió a los enanos. Decepción. Esa es la palabra que resume este cuento. Mi hermano y yo crecimos decepcionados, con un padre sin autoridad, negligente, sin aspiraciones. Mi madre se puso a mi padre sobre el lomo y lo cargó durante toda su vida. Ella murió primero, a consecuencia de una influenza que se transformó en neumonía justo tres meses antes de que naciera mi primer hijo. Hoy tengo treinta y siete años, quince de casada con un hombre que me lleva quince años de edad. Era esperarse. Dice mi terapeuta que a la hora de la elección de pareja mi inconsciente emergió con desenfreno en búsqueda del padre de reemplazo y que además fuera una persona seria. Es decir, que no me contara cuentos, ni me hiciera reír con historias fantásticas para luego hacerme llorar con la realidad. Soy feliz en mi matrimonio y amo a mis dos hijos. Sin embargo, hasta hace tres años aún evitaba visitar a mi padre. No podía con su falta de carácter (a la que él llama optimismo), no podía con su
conformismo (a lo que él le llama no ser materialista), no soportaba su forma irresponsable de observar la vida (a lo que él llama vivir relajado y sin estrés). Simplemente me rebasaba la convivencia con él. Me daba vergüenza que mis hijos lo conocieran a fondo y miedo de que terminaran como yo decepcionados de él. Prefería que lo idealizaran en la distancia. Mi esposo insistió en que sanar esa herida me iba a dar una paz que merecía y que comprender a mi padre iba a eliminar mis zonas grises. Estoy en ese camino, transitando ese proceso y poco a poco intentando soltar el rencor y el resentimiento que su manera de conducirse como padre sembró en mi corazón de hija. Tengo que confesar que llegué a negarlo, a cruzarme de acera cuando en una tarde cualquiera me lo topaba caminando por la calle, para evitar tener que escuchar sus cuentos infinitos. Me declaro culpable de ello y siento una tristeza profunda en mi corazón ser como he sido con mi papá. Seguiré en terapia el tiempo que sea necesario, y debo reconocer mis pequeños logros. He dejado de sentir ese temor exagerado ante los problemas económicos, he logrado conservar mi empleo actual como diseñadora de modas (carrera que yo me pagué a mí misma trabajando como mesera), he logrado ser más estable en mi relación con mi esposo. He dado pequeños avances y he logrado dirigirme hacia la zona de la autoconfianza y volver a creer en el amor. Tener un padre como el mío tuvo su lado positivo e integró en mi personalidad un aliento de perseverancia que me hace terminar lo que empiezo, desde un libro hasta un proyecto laboral. No me gustan las cosas a medias y aprendí a tomar el toro por los cuernos y a no correr ante la adversidad. Por eso hace tres meses decidí ir a buscarlo y pedirle perdón. Me enterneció su inconsciencia permanente (ya no me exasperó) y lo abracé con cariño cuando me dijo: –¿Por qué me pides perdón, Mariela? Tú siempre has sido buena hija, y mi mejor maestra. Se le escurrieron unas lágrimas imprudentes sobre la ajada piel de sus mejillas. –¿Qué pude haberte enseñado yo papá? –dije con voz estrujada por un nudo en la garganta. –Me enseñaste cómo se cumplen las metas, aquí sentado he visto cómo logras lo que te propones, me has puesto el ejemplo y mira... –hizo una pausa, sacó de un cajón un puño de hojas engargoladas y lo puso en mis manos. Eran cien cuentos para niños, escritos durante su vida entera que vivió a
medias. –Por fin he terminado un libro de cuentos que empecé a escribir cuando nació tu primer hijo. Y mi primer hijo cumplió doce años el mes pasado. –Lo envié a una editorial y les ha parecido fantástico. Esperé un año la respuesta pero por fin han decidido publicarlo. El nudo en la garganta se transformó en un río. Mis lágrimas de esa tarde lavaron mi resentimiento y mi culpa. Besé a mi padre en la frente y me felicité en silencio por haberme atrevido a comprenderlo a tiempo. Por regalarme la dicha de reconciliarme con él en un abrazo y no ante una tumba. Tres meses después entró a mi casa con su libro de cuentos recién salido de la imprenta, con una amorosa dedicatoria para la familia y firmado así: «Agustín Corona, cuentacuentos». En ese libro estaban los monstruos de mi infancia. Mi papá los sacó de debajo de mi cama y los encarceló entre sus líneas para que jamás se escapen y me dejen en paz de una vez y para siempre.
5. PARA QUE NO SE ME OLVIDE La decisión de tener un hijo es trascendental. Es decidir para siempre que vas a tener tu corazón caminando fuera de tu cuerpo. Elizabeth Stone Dicen que todos somos ejemplo para alguien, que nada es inútil en la economía espiritual. Que unos servimos de ejemplo a seguir y otros como ejemplo a evitar. Esto último ha sido mi padre para mí. Mi propósito como padre es no ser como mi propio padre. Por eso soy un papá que intenta caminar al lado de sus hijos y no llevándolos a empujones por el camino ni desesperado con su lento andar de niños. Trato de ser paciente con ellos y de respetar su individualidad. Dejarlos ser lo que son, y que no sientan que están obligados a ser como yo. En tres palabras: aceptarlos como son. Tengo dos hijos, Martín, hoy de ocho años, y Felipe de seis. Dos varones que alumbran mi camino con sus sonrisas y deshacen mis estructuras mentales con sus travesuras, que a veces son inofensivas y otras tantas en el momento temerarias, pero que terminan con el paso del tiempo convirtiéndose en anécdotas que relato una y otra vez durante reuniones familiares. Carlos Durán fue mi papá. Un hombre del campo e hijo tercero de una
familia de doce hijos. Mis abuelos eran campesinos de la zona de los altos de Jalisco. Cuando tuvieron una sucesión de malas temporadas de cosecha decidieron abandonar el rancho y se fueron a Guadalajara buscando una fuente de ingreso que les permitiera alimentar a su numerosa prole. Tal vez por eso sus hijos, aunque tenían un techo donde pasar la noche, se criaron en las calles, entre mercados y avenidas vendiendo cosas para ayudar a llevar comida a la mesa. Nunca conocieron un hogar. De esos doce cinco eran mujeres. Mis tías, todas casadas a edad temprana y con sujetos foráneos que se las llevaron lejos. A dos de ellas a Colima, a otras dos a la capital del país. La otra no recuerdo a dónde se fue después de casarse pero, según se cuenta, murió joven en un accidente automovilístico. Parentela que nunca conocí sino por fotos color sepia, intemporales y borrosas. Los hombres (entre ellos mi padre, se forjaron en las calles de Tlaquepaque o de Tonalá, a donde los mandaban los abuelos a vender fruta, cubetas de peltre o trapos de hilo para limpiar el piso. De los siete machos tres emigraron a Estados Unidos tras el sueño americano. Uno murió en el desierto intentando cruzar. Dos se quedaron del otro lado, trabajando en las yardas, manteniendo impecables los jardines de los americanos mientras ellos vivían hacinados en departamentos diminutos junto a salvadoreños y ecuatorianos. Se hicieron adictos a la mariguana y a la hamburguesa. Mandaban dólares cuando podían y con eso subsistieron los abuelos hasta morir. Uno detrás del otro. Así como compartieron la miseria, la ignorancia y las creencias, del mismo modo compartieron la muerte. La abuela murió un martes y el abuelo ocho días después. En mi trabajo de reconstrucción interior tuve que recopilar los pedazos del rompecabezas de mi genealogía emocional para acomodarlos buscando la comprensión que me diera la paz que tanto anhelaba mi alma llena de rencores hacia mi papá. Saber todo esto que les cuento me hizo entender más de Carlos Durán y de por qué fue conmigo tan duro. El «macho» típico, ese que presume la cantidad de alcohol que puede beber sin perder la consciencia, ese que se lía a golpes con otros hombres a la menor provocación solo para hacer alarde de su habilidad para pelear o de su alto umbral de dolor. Ese era mi padre. Ese que sin consideración ni vergüenza hablaba del sexo ocasional con varias mujeres (sin importarle incluso que sus hijos estuviéramos presentes). Con poca consciencia moral y exagerado en la imagen que tenía de sí mismo. Rudo con nosotros sus hijos. Meloso con cualquier mujer que no fuera mi madre. Testarudo y presuntuoso.
Impaciente con sus hijos y condescendiente con extraños. Besaculos con la gente rica y altanero con los más pobres que él. Su autoridad estaba sostenida en la violencia de su lenguaje y en su fuerza física. El cinturón fue su gran aliado a la hora de sembrar disciplina o de poner orden en la casa. Lo usó con mi madre. Lo usó con mis hermanos y conmigo. Violencia y temor amalgamados. A eso le llamaba amor, y nos decía que era su forma de preocuparse por nosotros y por nuestra educación. ¿Qué esperar de quien creció sin la brújula del afecto? Sin embargo dolió. Dolieron esas palabras expulsadas sin piedad: «Eres un imbécil», «no llores, que pareces marica», «me da vergüenza que seas mi hijo», «te voy a dar unos buenos golpes para que llores por algo», «ni pareces mi hijo», etc. Mi padre nunca soportó que sus cuatro hijos estuviéramos de parte de mi madre durante las discusiones. Todavía recuerdo las noches que pasé encogido sobre el catre tapándome los oídos para no escuchar las ofensas que borracho le decía a mamá durante las madrugadas. Insultos que hoy día me parecen aberraciones. Frases irrepetibles que siguen lastimando no solo mis oídos, también mi alma. A los cuatro hermanos nos urgía crecer para enfrentarnos a él y defender a mamá. Tres veces mi hermano Héctor, el mayor, se lió a golpes con mi padre, dos salió victorioso y una quedó bañado en sangre cuando Carlos Duran se quitó el cinturón y con la hebilla del mismo le golpeó el rostro. Mis dos hermanas menores se fueron con los primeros tipos que pasaron. Las dos se casaron sin haber cumplido los dieciocho. Eulalia, la mayor, cuando toma tequila se pone brava y jura que nuestro padre llegó a tocarla por las noches cuando tenía doce años y que le miraba los senos que empezaban a crecerle. No sé si por vergüenza o por temor nunca lo dijo, hasta ahora que han pasado muchos años. Mi madre envejeció más rápido que él a pesar de ser dos años más joven. La tristeza surcó su rostro como si el maltrato de ese hombre al que ella eligió como compañero, se dibujara en su rostro en forma de arrugas. Se enfermó de todo. De la columna, de la cadera, de los ovarios, de la tiroides, del corazón. Hasta que una embolia reventó en mil imágenes su cerebro y su espíritu se elevó hacia el firmamento, lejos del alcance de mi padre, allá donde no la seguirían arañando sus celos ni su menosprecio. No había cumplido cuarenta días de muerta mi madre cuando don Carlos Durán ya se había comprometido con una mujer veinte años menor que él. Una mesera de una cantina que acostumbraba frecuentar. Me dio coraje, pero después repensé el asunto y me dije a mí mismo que era mejor que tuviera a
alguien con quien entretenerse y así dejaría de molestarnos a mis hermanos y a mí. Sin embargo no dejó de doler otra vez su comportamiento. A los nueve meses nació nuestro medio hermano y Carlos Durán se convirtió en el padre cariñoso y consecuente que nunca tuvimos. Lo vimos cargar y besar a su nuevo hijo y presumir sus gracias con toda la colonia. De haber sido posible hubiera llamado a algún periodista para que le hiciera un reportaje sobre su nuevo retoño y todas las cualidades que ese niño tenía. Lo vimos prodigarle los besos y las caricias que nos fueron negadas a nosotros. Mi hermano Héctor me decía que era porque para ese bebé no era padre sino abuelo, debido a la edad en que lo engendró. Sin embargo dolía, sobre todo porque cuando fueron naciendo sus nietos a ninguno le hizo fiesta ni caso, de hecho a algunos los conoció ya pasado el año de nacidos. Por eso desde el día que conocí a Giovanna, la que hoy es mi esposa, y visualicé un futuro con ella formando una familia, me puse como propósito no ser como mi padre. Para muchos su padre es un ejemplo a seguir, un hombre a imitar. Para mí es un ejemplo de lo que no quiero ser y un hombre al que perdonar para liberarme de esa carga emocional que lacera mi alma. Soy creyente y mi Dios me permitió tener la oportunidad de vaciar todo ese dolor. Gracias al padre Miguel, el encargado de la parroquia de mi barrio, pude en confesión expulsar mis más tristes y oscuros sentimientos hacia mi papá. El sacerdote, con amplios conocimientos de psicología y una vocación espiritual maravillosa, pudo conducirme por el sendero del perdón y de la comprensión. Dejé de juzgar a mi padre y comencé a entender que alguien como él, que nunca recibió cuidados ni afecto, creció como un discapacitado emocional ofreciendo lo que había recibido, es decir, repitiendo moldes de conducta y hábitos desafortunados de convivencia familiar. Ese trabajo interior me ayudó mucho, sobre todo cuando una tarde llegó la esposa de mi padre a buscarme y me dijo que había decidido acudir a mí porque estaba muy preocupada. Mi padre llevaba meses teniendo conductas extrañas. Encontraba su cartera en el refrigerador y cuando ella le preguntaba por qué la había puesto ahí mi padre se desconcertaba y con enojo le decía que él no había hecho eso. Olvidaba sus compromisos de trabajo, no acudía a sus citas y una ocasión tuvo que ir a buscarlo a una colonia alejada porque una persona lo encontró caminando y tuvo que revisar su identificación para localizarla y decirle que mi padre estaba con la mirada extraviada y sin rumbo, caminando por aquellas calles sin saber quién era ni hacia dónde se
dirigía. En otra ocasión, cuando un vendedor ambulante lo detuvo en la calle para ofrecerle escobas, mi padre le compró una y en un arranque le regaló todo el dinero que traía en la cartera ante la mirada atónita y furiosa de su mujer. Me contó que empezó a dejar de frecuentar la cantina y a sus amigos, que comenzó a aislarse y permanecía horas frente al televisor, incluso ignoraba a su hijo pequeño (que por entonces tenía ocho años). Dejó de jugar con él, de ir a misa, de acompañarla a hacer las compras al mercado y la pérdida de la memoria se fue acentuando. Estar fuera de la casa lo alteraba, se ponía ansioso y de mal humor. Despertaba y no sabía qué día era e incluso en ocasiones no sabía en dónde estaba, y cuando ella le decía: «Carlos, estás en tu casa, en tu cama», volteaba a verla entre enojado y asustado. Sus problemas de atención y de orientación se acentuaron. Pero sobre todo la pérdida de la memoria. El diagnóstico fue fulminante: Alzheimer. Hablamos con mis hermanos y entre todos decidimos no abandonarlo (a pesar de que cada uno de nosotros teníamos nuestras heridas y resentimientos), y junto con la esposa buscamos todos los recursos posibles de apoyo médico y asistencia. Sin embargo mi padre se fue poco a poco caminando día tras día a ese lugar llamado olvido. Se fue directo hacia ese sitio donde no existe el tiempo y donde los rostros pierden su nombre. Hacia la inmovilidad y la penumbra. Respirando sin existir. Se le olvidó su existencia. Se le olvidó todo el daño que nos hizo. Se le olvidó todo el daño que recibió su alma y que lo convirtió en ese hombre sin consciencia que creyó que podía hacer y deshacer a su antojo con sus seres queridos. Y para que no se me olvide, decidí perdonarlo, trascenderlo y agradecer la fortaleza que trajo a mi espíritu el tener un padre como él. Para que no se me olvide día a día le digo a mis hijos cuánto los amo y a mi mujer lo valiosa que es para mí, me repito una y otra vez que comprender quién fue mi padre me ayuda a no ser como él. –Tu papá ha olvidado todo –me dijo su esposa bañada en llanto. –Pero yo no –respondí y la abracé, agradecido con esa mujer a quien le tocó cuidarlo hasta el último día de su olvido. Ma. del Rayo Guzmán Centeno
6. SIN AGALLAS
Todos los consejos que los padres dan a la juventud tienen por finalidad impedir que sean jóvenes. Francis de Croisset Se supone que un padre es protector y te enseña a defenderte. El mío no. Mi padre es un hombre temeroso que practica la preocupación como deporte. La consecuencia de su conducta ha sido que tengo que admitir que soy un inútil que va caminando por la vida cargando un costal lleno de miedos y esperando que otros resuelvan mis problemas porque no tengo iniciativa y me da pavor el conflicto. Al menos eso dice mi actual terapeuta. He pasado por los divanes de varios psicólogos, he deambulado por especialistas de varias corrientes psicológicas y he consumido ansiolíticos y antidepresivos durante largos periodos de mi existencia. Todos me dicen los mismo, que me faltó orientación y guía de parte de papá, que me sobreprotegió y que por eso aprendí que el mundo es un sitio peligroso además de haber mutilado mis talentos y mis capacidades. Lo hizo por amor, pero me lastimó inconscientemente. No jugué futbol porque la segunda vez que me llevó a un partido en la escuela me caí y me raspé las rodillas, entonces mi padre decidió que ese era un deporte peligroso. No aprendí karate porque me podían lastimar. No soy un hombre musculoso porque en los gimnasios se corre el riesgo de alguna lesión que, según mi papá, me podía llevar al hospital. No ingiero comida picante porque me puede irritar el estómago y mi padre decía que eso provocaba cáncer de colon. Mi madre es una mujer abnegada y educada para obedecer a su marido, así que nunca cuestionó las decisiones de mi papá relacionadas con mi educación. Fui el hijo mayor y conmigo mostraron su ignorancia y sus miedos y me sobreprotegieron sin mesura. Mi hermana menor tuvo la suerte ser mujer y crecer más apegada a mi mamá, ya que, en el pensamiento de mi padre, los hombres crecen cerca del padre y las mujeres de la madre. Creo que eso ayudó a mi hermana a padecer un poco menos de la asfixiante conducta de papá. Ella es más segura y se rebeló a muchas de sus decisiones. Por mi mente nunca pasó la idea de no hacer lo que mi padre me decía. Puedo hacer una extensa lista de las cosas que dejé de hacer por los temores de mi padre. No fui a ninguna excursión de la escuela porque en los bosques hay animales peligrosos. No sé nadar porque las albercas son peligrosas y
puedo ahogarme (aunque la alberca tenga menos profundidad que mi estatura). Sigo solo porque las mujeres son malas (excepto mi madre, mi abuela, mis tías y mi hermana), y me pueden romper el corazón. Además era confuso en su disciplina, por un lado no me dejaba hacer muchas cosas, pero por otro me permitía muchas otras, como permanecer horas frente al televisor dejando de lado mis deberes, (los que luego me ayudaba a hacer por las noches), o me compraba lo que yo quería (siempre y cuando no representara ningún peligro para mi integridad personal) y no me ponía límites en situaciones que según los especialistas debió hacerlo. Tal vez lo hizo porque él creció con un padre ausente y se enfrentó a problemas difíciles desde temprana edad, tuvo que trabajar desde los catorce años y además forjarse un futuro él mismo. Empezó vendiendo tornillos y tuercas en una ferretería y con el paso de los años se hizo de sus propio negocio, que expandió abriendo varias sucursales en distintas ciudades del país. Cualquiera pensaría que don Esteban Garza, mi papá, iba a heredarle a su hijo las agallas para lograr sus metas en la vida y su capacidad de tomar buenas decisiones en los negocios. Sin embargo, cuando se convirtió en padre hizo exactamente lo contrario. Me resolvió la vida basado en la premisa de «no quiero que pases por lo que yo pasé». Por eso mi vida se convirtió en una estancia pasiva y cómoda en este planeta. Lo más triste de todo es que vivo sin agallas, la valentía está ausente de mi vida y el miedo se apodera de mí con mucha facilidad. Lo mismo siento miedo de iniciar un negocio y fracasar que de invitar a una chica a salir. El miedo es parte de mi psicología y de una manera enfermiza me cobija a pesar de mis intentos por zafarme de sus garras. Mis amigos me han puesto los apodos típicos de alguien como yo: gallina, maricón, miedoso, nenita y demás. Sin embargo, reconozco que en mi zona de confort la vida se me pasa fácil, huyo al conflicto y le doy la vuelta a discusiones o enfrentamientos. Si un color definiera las personalidades humanas, seguramente el mío sería el gris. Y así deambulo por mi destino, ese que se estructuró con temores y con mucha precaución, ese destino que no sé si me pertenece o si murió el día que don Esteban Garza falleció. Tengo treinta y ocho años y hace dos que mi padre murió de un infarto. Entre divanes y terapias me aferro a la esperanza de que un día, al abrir los ojos, la mente me muestre un nuevo recorrido donde el panorama sea menos cobarde. Mañana será un día especial, iré a mi primer campamento a un maravilloso lugar que se llama Huasca de Ocampo, en el Estado de Hidalgo, su nombre
en nahua significa «lugar de la alegría o del regocijo», y haré algo a pesar de todos mis miedos ahora que papá no está: me deslizaré a mil metros de altura por la tirolesa de ese lugar, y espero que aferrado a ese sistema de cables y poleas pueda llegar a recuperar mi valentía y dejar de sentirme un inútil. Me prometo a mí mismo no cerrar los ojos, no escuchar mis vocecillas internas que susurran mis temores y lanzar al vacío la sobreprotección de papá, y aferrarme a su recuerdo con amor, con respeto, recuperando sus cualidades y abandonando sus temores infundados. Y así como mi padre con amor me hizo un inútil, con este acto de amor a mí mismo recuperar mis agallas.
7. A TRAVÉS DEL CRISTAL No crecen los niños. Los padres también lo hacen. Por mucho que observemos qué hacen nuestros hijos con sus vidas, ellos también observan qué hacemos nosotros con la nuestra. Joyce Maynard Me gusta mucho ver a través de las ventanas, pero solo cuando los cristales son limpios y no se distorsiona lo que hay del otro lado del cristal. Es una fijación poco común, pero es de los residuos que me han quedado después de una infancia en la cual de manera recurrente contemplé lo que sucedía a mi alrededor a través del cristal de una botella. Me recuerdo de cuatro o cinco años, con mi estatura apenas saliendo unos centímetros de la mesa del comedor, de pie observando la cara de mi padre a través de su botella. Su rostro se distorsionaba con la curvatura del cristal, o a veces la contemplaba verdosa porque ese era el color del vidrio que contenía el líquido que tomaba. A veces era brandy, otras veces mezcal, y su preferido era el ron. Cuando la economía de la familia mejoraba compraba botellas más finas, pero cuando las vacas eran flacas, lo que el bolsillo le permitiera. El alcohol acompañó su vida y embriagó nuestras infancias. Uno de los recuerdos más dolorosos fue precisamente el que observé ahí de pie con mis centímetros de niño de cuatro años a través de una botella cuya etiqueta decía: Tequila Cuervo. Del otro lado del cristal mi madre llorando con los codos sobre la mesa y sus lágrimas empapando sus mejillas. Mi padre con su botella frente a él y un vaso en su mano, medio lleno, que bebía de un solo trago y le perforaba el cerebro. Bebió un vaso, dos, y después arrojó el vaso y lo estrelló contra la pared. Yo corrí a esconderme a mi recámara y busqué protección debajo de mis cobijas. Después los gritos de ambos, el llanto de mi madre y luego golpes. Sí, golpes
sobre el rostro y la espalda de mi madre. Y yo, con mi consciencia de niño, sintiendo miedo de que a mí también me golpeara, y al mismo tiempo ganas de arrojarme sobre él y de una patada alejarlo de mamá. Pero me quedé ahí, enroscado en mi cama y tapado con mi cobija de osos azules. Llorando como se llora a los cuatro años, sin comprensión de lo que sucede pero lleno de temores y de tristeza. Las cosas no mejoraron con los años, el alcohol se convirtió en el pan de cada día para mi padre, quien al despertar se abrazaba a su botella como el náufrago se abraza a un madero suspendido sobre el mar. Fuimos tres los hijos de Casimiro Muñoz, un hombre nacido en la ciudad de Puebla que emigró a la capital del país buscando fortuna y la encontró en el ramo restaurantero. Puso un restaurante popular llamado La Joya y le fue tan bien que al paso de los años se transformó en un restaurante elegante de comida internacional. Ahí conoció a mi madre, quien trabajó para él de cajera y luego se convirtió en su compañera de ruta y de dolor. Yo nací a los tres meses de que ellos se casaron en una iglesia del barrio de Coyoacán, pues mi madre ya estaba embarazada. Mis hermanos llegaron años después, Catalina, la que me sigue tres años después, y Jacinto, cinco años mayor que yo. Tal vez mi madre esperó tres años después de mi nacimiento como presagiando que las cosas no salieran bien con don Casimiro, pero le ganó el amor y al parecer esos tres primeros años no fueron tan devastadores como los que siguieron, pues mi padre bebía pero no en exceso. Como dicen por ahí, «bebedor de fines de semana». Pero así como la familia creció, también del mismo modo creció la necesidad de mi padre por beber, hizo de la botella su compañera cotidiana y desde que tengo uso de razón lo recuerdo con una en la mano o a su lado en espera de ser ingerida. Su «fiel compañera», como la llamaba. Mi madre, Liliana Cázares, es ocho años menor que mi padre, una mujer paciente y tolerante porque a pesar de todo permaneció a su lado hasta su muerte. Lo enterró en un ataúd al lado de sus borracheras y sus botellas para luego convertirlo en un esposo ejemplar y quedar como viuda mártir, algo que hasta la fecha no logro comprender, solo mi madre sabe por qué después de vivir semejante infierno lo llora y lo extraña. Yo no extraño a mi papá. Es duro hacer tal afirmación pero es la verdad. Prefiero saberlo difunto que rondando por ahí tambaleándose e insultando a sus hijos. A mí mi padre me avergonzaba, me causaba temor y rechazo. Cuando mis amigos iban a visitarme sentía un miedo exagerado y una ansiedad extrema de pensar que
mi padre llegara embrutecido por el alcohol y que mis amigos se dieran cuenta de ello. Miedo a que me insultara frente a mis amigos o que incluso llegara a insultarlos a ellos también. Muchas veces me dijeron: «Vi a tu padre salir de tal cantina, o vimos a tu padre en su restaurante discutiendo con otra persona y estaba ebrio». Yo quería decirles: «¡Ese no es mi padre!» Sí, lo admito, me avergonzaba y crecí con miedo a ser rechazado por los demás y culpable al mismo tiempo de la conducta de mi papá. Observándolo a través del cristal de su botella, sin acercarme, sin conocerlo. Nunca hubo diálogo con él, sus escasas neuronas despiertas se lo impedían. Nos buscaba a sus hijos solo cuando necesitaba mandarnos a la tienda de la esquina a comprarle un par de antiácidos o aspirinas. Ni los llantos de mi madre, ni los llantos de sus hijos, ni los llantos de su propia madre lograron que rompiera su idilio amoroso con el alcohol. Cuando alguien osaba señalarle que tenía un problema con su manera de beber se convertía en una bestia salvaje dispuesto a atacar con sus garras al que tuviera tal atrevimiento. Defendió su enfermedad hasta la muerte. Las consecuencias de vivir con un padre alcohólico son devastadoras. La familia vive en zozobra, llena de angustia y con problemas económicos y existenciales. Yo me convertí en un niño taciturno e introvertido, con el paso de los años perdí la habilidad para hacer amistades por vergüenza y temor de que supieran quién era mi padre. El negocio de don Casimiro tuvo etapas de gloria y por añadidura su manera de beber se hizo copiosa. Cuando llegaron las épocas difíciles sin embargo no dejó de beber, lo único que hizo fue cambiar de marca y abastecerse con menos dinero. Pero no paró. Todo se hizo un círculo vicioso y codependiente. Mi madre pasaba del llanto y los golpes al amoroso cuidado de su borracho preparándole comida y sirviéndole cerveza para que se curara la cruda. Yo crecía lleno de impotencia, muchas veces quise gritarle a mi madre: «¡Déjalo que se muera!» Esos sentimientos de odio se almacenaron en mi corazón y a veces hasta la fecha me provocan culpa. Dicen que los hijos de un alcohólico pueden repetir su patrón o rechazarlo. Yo fui de los segundos, a mí me dio por ser abstemio y odio hasta el olor del líquido. Sin embargo no sucedió igual con mis hermanos. Catalina buscó su dosis de padre y se enredó con un novio alcohólico, salió embarazada y se casó con él. Está por demás decir que mi hermana vive un infierno semejante al de mi madre. Con Jacinto, el menor, se cumplió el presagio de que el hijo de padre alcohólico puede terminar haciendo
exactamente lo mismo que se rechaza. Jacinto rechazó y criticó a mi padre hasta el cansancio, pero la genética emocional que se hereda de un adicto es poderosa y mi hermano se convirtió en alcohólico como papá. Ha estado tres veces en centros de rehabilitación sin éxito. Sale y vuelve a beber, incluso sospecho que también combina el alcohol con algunas drogas. Hasta el día de hoy mi madre lo llama «su cruz» y lo recibe en su casa cada vez que su esposa lo corre por borracho e irresponsable. La viuda del borracho no ha terminado su labor, ahora con el hijo menor sigue alimentando su codependencia creada al lado de papá. Así que soy el abstemio, pero no por eso he estado a salvo. El alcoholismo es una enfermedad que permea el corazón de los seres queridos del enfermo, sobre todo de sus hijos y de su cónyuge. Mi vida ha sido un camino de tocar puertas. Puertas de grupos de apoyo, puertas de iglesias buscando explicaciones en la fe, puertas de hospitales tratando de que la medicina me explique las razones, puertas de brujos que me liberen del mala suerte de ser hijo de un hombre como mi padre. Y tocando esas puertas es que he comprendido un poco de todo y he logrado disminuir el nivel de angustia que carcome mi corazón, sobre todo ahora que soy papá. Porque tengo miedo de llevar ese gen en mis emociones y terminar por dañar a mis hijos de manera inconsciente por no poner en paz mis resentimientos y culpas. Porque he llegado al convencimiento de que nada es permanente si desde lo más profundo del espíritu se libera el dolor y se transforma en fortaleza y enseñanza. Mi padre me enseñó un camino que no quiero caminar y yo quiero enseñarles a mis hijos un camino que estén orgullosos de recorrer tomados de mi mano. Por eso perdono a Casimiro Muñoz y les hablo de su abuelo lo poco bueno que ha quedado en mis recuerdos de infancia. O convierto recuerdos dolorosos en armoniosos para que ya no me lastimen. Poner en paz el corazón no es tarea sencilla, requiere de decisión, de voluntad y de comprensión. Comprendí que mi padre fue el resultado de una crianza sin rumbo, en la que solo importaba hacer dinero y demostrar a los demás que se era muy hombre, y que el alcohol ha estado culturalmente ligado al machismo de nuestro país. Un hombre que sabe beber es muy hombre, y el alcohol se ha convertido en la droga socialmente aceptada que deambula por los hogares, restaurantes, eventos de todo tipo y en todos los escenarios como Juan por su casa. Sin limitaciones. En el supermercado tiene un lugar preferente y en los anuncios por los distintos medios de comunicación un
espacio especial. Se ha convertido en una industria que genera mucho dinero y el dinero mueve al mundo. Mi padre creció con la consigna de ser hombre de dinero, y eso para él representó beber y trabajar para conseguir dinero, su vida se limitó a su restaurante y a su botella. La familia se convirtió en un artículo decorativo de su imagen, la descendencia como emblema de su virilidad. Y así de simple fue su historia. Una historia sin amor, porque al no saber darlo tampoco supo recibirlo. Nos apartaba de un empujón cuando queríamos sentarnos a su lado o sobre sus piernas. No estuvo presente en eventos escolares ni en momentos especiales de nuestras vidas. A muchas de nuestras fiestas de cumpleaños llegó borracho y en lugar de sentirnos bien por su presencia nos poníamos nerviosos y llenos de angustia. Hoy cumplí siete años en mi grupo de apoyo para hijos de alcohólicos, subí a la tribuna y dije: «Soy Casimiro y soy hijo de un padre alcohólico. Nunca he bebido ni pienso hacerlo, y cada día es para mí una oportunidad nueva para sanar mi alma, para sembrar amor y para estar cerca de los que amo. A mi padre lo perdono, lo libero de mi vergüenza y de mis resentimientos, he decidido caminar más ligero y sin tanto dolor en mi corazón. Amar y respetar a mis hijos y a mi esposa, quienes ahora son mi familia y con quienes anhelo compartir lo mejor de mí. Verlos de frente y sentirme digno de ellos cada día de mi vida. Que me vean a los ojos y jamás a través del cristal de una botella.» Y quiero cumplirlo porque me hace bien pensar que mi padre no fue un ser malo, sino confundido, inmerso en una adicción y sin conocer lo que es amar y ser amado. Quiero con el perdón y la comprensión ir borrando poco a poco esas imágenes que tengo de mi padre a través del cristal, y verlo en mi memoria con claridad, como un ser humano que, además de darme su nombre, me dio la vida. Ana Esther, mi esposa, Fernando y Miguel, mis dos hijos, me acompañaron esa noche a cenar después de mi participación en mi grupo de apoyo. –Papá, mi abuelo era muy guapo –dijo Miguel, el menor, al ver una fotografía de mi padre que llevo en mi cartera. –Sí, hijo, era un hombre apuesto –respondí. –Y tenía el pecho ancho, papá, seguro tenía un gran corazón pero no supo que estaba ahí adentro –dijo señalando la foto de don Casimiro.
Se me hizo un nudo en la garganta y abracé a mi Miguel con fuerza. Dicen que los hijos son maestros, y es verdad. A través de mis hijos estoy aprendiendo a comprender a mi padre y a observar la vida a través de mi ventana, que cada día tiene los cristales más limpios porque ellos me ayudan a desempañarlos con su amor.
8. TRES VECES No creas lo que te dicen tus ojos. Todo lo que muestran es limitación. Mira con tu entendimiento, encuentra lo que ya sabes y verás la forma de volar. Richard Bach Me llamo Sonia y tengo cuarenta y dos años. Me casé hace catorce años con Horacio Villafaña y tenemos dos hijas, Lupita de doce y Valeria de ocho. Me dedico a la docencia, soy maestra universitaria en Durango, donde nací, donde siempre he vivido. Mi esposo es originario de Toluca y llegó a estas tierras desde que era un niño, traído por su padre, quien era ingeniero en minas; su hijo estudió medicina y se especializó en ginecología. Esta historia que te cuento puede parecer de ensueño, una familia típica y normal donde el hombre y la mujer procrean sus retoños y son felices para siempre. Pero no. Debajo de esta inocente descripción están ocultos escabrosos secretos de familia. Empezando por mis celos enfermizos que detonan escenas demoniacas debido a que pierdo el control y abuso del amor de mi marido incluso en presencia de mis hijas. Hay otros más y los relataré para de una vez por todas vaciar este costal lleno de miseria emocional que carcome mis entrañas y me enferma de la mente y del corazón. Esta historia de secretos familiares es la historia de Gabriel Barrón, mi padre. Un hombre guapísimo y culto, hijo de una familia de hacendados arraigados en Durango y provenientes de Sonora. Con el paso de los años los Barrón se hicieron querer por toda la región como empresarios ganaderos y agrícolas, reconocidos por el buen trato a sus trabajadores, y adquirieron alcurnia y prestigio. Mi padre era su primogénito y lo mandaron a estudiar al extranjero. Estudió Derecho en la capital del país, para luego irse a hacer un posgrado en Harvard y después un par de diplomados en Londres y en Madrid. Cuentan que era el soltero más guapo y codiciado en sus años mozos. Culto, decente, de abolengo, y además guapo. ¿Qué más se podía pedir como mujer? Eso
repite mi madre, Fabiana Casas, cuando nos sentamos juntas en la terraza de su casa a platicar. Mi madre cayó de rodillas ante semejantes virtudes y se sintió afortunada al ser la elegida por Gabriel Barrón para preservar su linaje y formar con ella una familia ejemplar. Nací justo a los nueve meses después de su boda. Primogénita mujer y además la consentida de papá. Mis recuerdos de infancia tienen que ver con visitas a Disney montada sobre los hombros de mi padre. Hay fotografías que dan fe de eso, cientos de fotografías donde la familia perfecta se manifiesta. Nosotros tres viajando por el mundo y yo, su niña adorada, con gorros de Mimí o del Pato Donald y muñecas que movían los ojos y sacudían la cabeza al apretarles un botón en la panza. Juguetes, viajes, dulces, todo lo que una niña puede pedir de unos padres, y sobre todo un papá juguetón y protector que me acompañaba a la escuela cada mañana. Nació mi hermano Jaime, dos años después que yo y vino a ponerle sabor a la convivencia, pues me encantaba pelear con él para que me empujara o me agrediera y entonces yo llamaba a papá con voz quejosa para que llegara en mi rescate y le diera un coscorrón a mi Jaime. –Eres el hombre y debes proteger y cuidar a tu hermana –sentenciaba papá mientras yo, con una sonrisa pícara, me abrazaba a su cuello. Repito, aquí la historia es esplendorosa. Como la que describí al inicio de mi relato: una mujer y un hombre que procrean dos hermosos hijos y que aparentan ser felices para siempre. Pero no. Mamá también guardaba sus secretos. La primera sospecha llegó a tocar el corazón de mi madre cuando encontró una nota en un saco de papá que decía: «Noches sin ti, no son noches». La nota iba firmada solo por unas iniciales: M.S. Guardó la nota y esperó una oportunidad adecuada para hablar con mi padre al respecto. Mi papá le dijo que no tenía idea, que tal vez alguien en el despacho usó su saco por equivocación y dejó eso ahí. Para ese entonces el despacho de abogados que mi padre estableció con un compañero de universidad ya se había posicionado como uno de los mejores del estado y le iba económicamente muy bien. Vivíamos en una casa con lujos, choferes y nanas. Y aquí va la historia uno, la nana Martina. Martina era una mujer de veinticinco años que llegó a la casa recomendada por una amiga de mi madre. Venía de Guadalajara y necesita empleo, y como había estudiado un poco de
pedagogía mi madre tuvo la ocurrencia de contratarla como nana de mi hermano Jaime. Además de estar pendiente de su escuela y travesuras, le ayudaba con las tareas y lo cuidaba cuando mis padres salían de viaje. Yo tuve otra nana, que se llamaba Josefa, pero ella era una mujer mayor, rondaba los cincuenta y cinco y tenía muchos años trabajando para la familia de mi padre. Así que de Josefa solo tengo buenos recuerdos. Regresemos a Martina. Mi padre siempre fue bueno con sus empleados, sin embargo con Martina de pronto comenzó a tener muchas consideraciones, como decirle a mi madre que le comprara ropa cuando iban a San Antonio, Texas, o comprarle regalos especiales en su cumpleaños. Nosotros pequeños y mi madre segura de ser la señora Barrón. Nada que temer. Mi padre era un hombre ejemplar y amaba a sus hijos. Cuando mi madre narra esta parte de la historia familiar inevitablemente se siente estúpida, porque recuerda muchas señales que no vio. Indicios de que algo sucedía y que ignoró. Tal vez por el amor desmesurado hacia mi padre, o tal vez por sus temores internos de romper su burbuja de cristal en donde habitaba con su familia feliz. Pero dos años después intempestivamente Martina entró al salón donde mi madre leía y le dijo: –Señora, estoy embarazada y su esposo es el padre de mi hijo. Así de directo, breve y contundente fue el discurso de la nana Martina que hizo que mi madre cayera en el hospital con una depresión fulminante. La nana Josefa tuvo que hacerse cargo de nosotros dos, porque mamá comenzó a pasar días enteros encerrada en su habitación con las cortinas cerradas y tomando té de tila y antidepresivos. Perdimos a mamá por un par de años. Y mi padre trató de suplir su ausencia abducida por el dolor de su traición llevándonos a Disney y comprándonos juguetes. La nana Martina se fue de regreso a Guadalajara con un robusto cheque expedido por el Despacho Barrón y cargando a su crío. Todo lo sucedido se fue enterrando bajo las alfombras de nuestra mansión, ahogándose en el fondo de la alberca y ocultándose entre las gardenias del inmenso jardín. Jaime y yo nunca supimos nada. Jaime lloró un par de semanas la ausencia de su nana y luego se acostumbró a Josefa, que además era más cariñosa y consentidora. Llegó el día en que mi madre salió de su depresión y abrió las ventanas y la
puerta de su cuarto. Salió de la oscuridad pero ya no fue la misma. La luz que emanaba de sus pupilas se había ensombrecido. No obstante, dignamente retomó su lugar de «señora de la casa» y comenzó a salir con mi padre otra vez a eventos y a acompañarlo en sus viajes. Otra vez la familia feliz, y nosotros ya en la primaria, creciendo y convencidos día a día de que teníamos al mejor padre del mundo. Llegó el momento de contar la historia número dos. A mi padre le nació el amor por el tenis. Mis padres siempre fueron deportistas e iban a un club deportivo privado. Nosotros asistíamos a clases de natación y jugábamos en los campos. Jaime jugaba fútbol y yo me divertía con mis amigas haciendo picnic en los jardines. Mi padre se metió a clases de tenis y resultó ser todo un campeón. Acumuló trofeos que ponía en el librero de su despacho y presumía con sus clientes. Mi madre intentó pero no se le dio y decidió seguir haciendo sus ejercicios acostumbrados en el gimnasio y corría por las mañanas. Sin embargo la nueva afición de mi padre los llevó por el mundo a ver torneos, desde el abierto de Australia hasta el Roland Garros; desde pistas duras, de césped o ladrillo. Ahí iban los dos y mi madre, aunque no era muy fanática de ese deporte, lo acompañaba con entusiasmo. Y apareció Daniela Farías, una tenista uruguaya que llegó a dar clínicas de tenis al club deportivo de la ciudad. Mi padre se inscribió con ella e incluso participaron como compañeros de dobles en varios torneos del lugar. Se hizo una invitada cotidiana en las fiestas de casa. Mi madre se hizo su amiga y en varias ocasiones fueron juntas de compras a Estados Unidos. Daniela era una mujer de unos treinta y dos años, opulenta de senos y con una cintura mínima. Las piernas de tenista las mostraba en el trabajo y en la calle. La recuerdo siempre con vestidos cortos que le permitían mostrar la dureza de sus muslos por todos lados. Con una cabellera negra y lacia hasta la cintura que, cuando jugaba tenis, amarraba con una cinta de color rojo. Hermosa a fin de cuentas. Mi madre la presentó y la recomendó con varias de sus amigas como profesora de tenis para sus hijos. A mí me dio un par de clases pero desistí porque eso de pegarle a una pelota nunca me ha llamado la atención y mi hermano Jaime tampoco le hizo mucho caso a la uruguaya y prefirió quedarse en su cancha jugando soccer. Y entonces comenzaron a llegar rumores a la casa. Que mi padre era visto por todos lados con la uruguaya. Casi siempre eran rumores llevados por amigas o conocidas que también frecuentaban el club deportivo. Mi madre comenzó a acosar a mi padre con preguntas. Mi
memoria ya está más lúcida en este punto porque yo tenía doce años y Jaime diez. Los escuché varias veces discutir en su habitación. Mi padre decía que era mentira, que solo era una amiga, que la gente tenía lengua de víbora y demás. Mi madre lloraba desconsolada y comenzó otra vez a encerrarse en su habitación con las cortinas cerradas. Médicos empezaron a desfilar por nuestra casa para administrarle medicamentos y tomarle la presión arterial. Mi padre decidió mandarla a Mazatlán, a una clínica de lujo a la orilla del mar, donde trataban pacientes con depresión y otros problemas emocionales. Josefa se quedó con nosotros. Y aquí es donde cuento recuerdos de los más dolorosos que conservo sobre mi padre, porque mientras mi madre estaba internada en la playa, mi hermano y yo vimos cómo Daniela Farías día a día llegaba a nuestro hogar y se besuqueaba con mi papá por todos lados. Los descubrimos en la cocina, en el salón de té, junto a la alberca. Mi padre estaba enloquecido con la uruguaya. Jaime y yo los veíamos pero nos escondíamos y luego juntos llorábamos. Nunca le dijimos: «Papá, te vimos besando a la tenista», porque creo que nos daba más vergüenza a nosotros que a él hablar del tema. Lo he platicado con mi hermano y Jaime coincide en que era una manera de proteger a mamá, ocultándole la verdad porque sabíamos que se pondría más enferma y eso invadía de temor nuestros corazones de hijos. Pero la verdad salió a flote y mi madre volvió de la playa restablecida para encontrarse con la noticia de que tanto Josefa como Hilario el chofer querían su liquidación y dejar sus empleos. Cuando mi madre les preguntó sus razones los dos dijeron lo mismo, que no estaban contentos con lo que sucedía en su ausencia y terminaron por confesar la conducta indecorosa de mi padre. Y aquí sucedió lo inesperado. Mi madre confrontó a un Gabriel Barrón enamorado que admitió todo y que además le dijo que se iba a vivir con Daniela a un departamento de lujo que había comprado en una colonia nueva de la ciudad. Mi madre le dijo que no le concedería el divorcio y lo vio partir quedándose otra vez sumergida en la oscuridad de su habitación. A Jaime lo mandaron a Irlanda a un internado y permaneció allá durante tres años. Mi madre y yo lo visitábamos con frecuencia y el día de su graduación nos topamos con mi padre en Dublín. Asistió solo. Todos esos años, mi padre me buscaba muy poco, su niña consentida pasó a ser su responsabilidad de cada mes, cuando salía con él a tomar un helado o a comer y hablábamos de todo menos de su pareja y de mi mamá. Ese tema era prohibido. En Dublín se nos hizo raro haberlo visto solo, y creímos que lo había hecho por respeto a mi madre y a nosotros. Quiero pensar que en parte
fue eso, pero la realidad era que Daniela estaba en Uruguay dando a luz a su hija. Así es, el segundo de los hijos de mi padre fuera del matrimonio. Yo ya estaba por terminar el bachillerato y deseaba largarme lejos. Me incliné por los idiomas y me fui a Londres un par de años a estudiar letras inglesas. En Durango se quedó mi madre, que solo comenzó a salir de su habitación para meterse en el recién inaugurado casino de la ciudad. Se convirtió en una mujer callada, depresiva y ludópata. Jaime regresó de Irlanda y se fue después a Estados Unidos a estudiar. Mi hermano y yo optamos por poner tierra de por medio entre el dolor y nosotros. De lejos ardía menos el rencor en nuestras entrañas. Mi padre y su par de uruguayas, la madre y la hija, se instalaron en un departamento más amplio en una torre de condominios de lujo de la ciudad. Y volvió a suceder lo inesperado. Cuenta mi madre que una noche regresó del casino a la casa y al entrar, en la penumbra del salón pudo distinguir una figura sentada en un sillón. Al encender las luces se sorprendió de ver a mi padre. Con mangas de camisa arremangadas y ojeras de días sin dormir y voz tenue le dijo: –Fabiana, perdóname –y se dejó caer de rodillas ante ella. Mi madre estaba estupefacta y no supo si estaba siendo víctima de una alucinación provocada por los cinco vodkas que se tomó en el casino o si era una escena dramatizada producto de su mente adolorida. Pero no. Gabriel Barrón estaba arrodillado ante ella queriendo regresar al hogar. Y mi madre sucumbió a sus súplicas, no sé si por ese amor desmesurado e inconsciente, o por venganza hacia la uruguaya, o para recuperar la dignidad y reafirmar su sitio de catedral ante las capillas. Lo perdonó y mi papá regresó a casa y retomó las riendas de la familia. Ahí dio inicio a una etapa de mi vida de relativa paz. Jaime y yo volvíamos a casa en el verano y disfrutábamos de unos padres tranquilos que compartían la mesa y se tomaban otra vez de la mano cuando caminaban por la calle. La uruguaya regresó a su país, donde después descubrimos que había dejado un amor inconcluso que se había reactivado cuando ella había viajado allá a dar a luz a la hija que tuvo con mi padre. Así que el gran abogado Barrón había recibido una sopa de su propia olla y había sido traicionado. Otra vez lo sucedió se volvió a ocultar debajo de las alfombras de la casa, entre los rincones del jardín y en el sótano. Como otro de los secretos de familia acumulados encima de montones de rencor y
de desconfianza. Es tan fácil construir apariencias y estamos tan acostumbrados a hacerlo que no es complicado fingir la felicidad. Yo estaba por terminar la universidad en Londres y mi hermano regresó a México a estudiar Administración a Monterrey cuando la tercera historia tuvo lugar. Esta historia fue breve pero contundente. Sucedió en un viaje que mi padre hizo a Madrid con unos socios del despacho. La conoció en el lobby del hotel, una mujer de Tampico que se encontraba haciendo turismo, de nombre Rosa, y trajo espinas a nuestras vidas. Los ahí presentes insisten que ella se le insinuó a mi padre, quien no pudo evitar caer encima de semejantes caderas. Voluptuosa, de labios carnosos y grandes dientes. Tenía una boca enorme y no quiero ni imaginar lo que le hizo a mi padre con ella. Demasiada información pasa por mi imaginación. Los dos vivieron una pasión de dos semanas y regresaron a sus ciudades como si fueran unos extraños. Todo parecía que se había tratado de un simple devaneo, de un amor de turistas. Los dos casados, los dos en sus mundos. Pero la tal Rosa se presentó en la casa un año después, divorciada y cargando un bebé al que llamó Gabriel y afirmando que era hijo de mi padre. Esta vez hubo análisis de ADN y resistencia de parte de mi padre para reconocer al niño, sin embargo los resultados favorecieron su paternidad y no le quedó otra que ayudar a la mujer con la educación del niño. En medio de la historia uno, de la dos y de la tres, tengo que contarles que esos hijos concebidos por mi padre con esas mujeres fueron creciendo y comenzaron a hacerse presentes en la casa. Carlos, el hijo de Martina, Madeleine, la hija de la uruguaya y Gabriel, el hijo de la de Tampico, buscaron a su padre. Mi madre, declarando con tono mártir que «los hijos qué culpa tenían», los recibía y hasta les daba de comer y les compraba ropa para luego entregárselos a sus respectivas madres. Todos crecimos. Los rencores también. Yo nunca recuperé la relación amorosa que alguna vez tuve con mi padre. Siendo la primogénita crecí sintiendo que los intrusos invadían mi espacio vital. Cuando llegué a tener contacto con los hijos de esas otras mujeres algo en mis intestinos se endurecía. Tal vez era odio, decepción o una mezcla de ambos. Coraje. Sentía mucho coraje. Mi madre se hizo adicta a las pastillas y creo que fue su manera de vivir y convivir con todo eso. Mi
padre envejeció guapo, y sigue guapo. Exitoso, acumuló fortuna y reputación. Es tan fácil que un hombre sea reconocido como más hombre por tener muchas mujeres mientras que a nosotras las mujeres, si tenemos varios hombres, nos llaman putas. Es injusto. Y aquí viene mi historia. Me volví celosa y posesiva, tuve un par de relaciones amorosas plagadas de escenas de gritos e incluso agresiones verbales y físicas. Me volví obsesiva y absorbente con mis parejas. Soy insegura y en el fondo vivo con una angustia encajada en el pecho. Con eso vive mi esposo, con eso viven mis hijos, con esta angustia que me carcome y que me hace ser una mujer llena de resentimientos que explota por cualquier cosa y que siente que el mundo es un lugar peligroso lleno de gente que traiciona. No tengo amigas a las que quiera de verdad, siempre estoy temerosa de que me traicionen o al primer gesto amable hacia mi marido estallo en celos presagiando escenas posibles de infidelidad entre ellos. Sí, me porto como una loca. Vivo para trabajar, mi trabajo como profesora de literatura y gramática en la universidad es mi espacio de fuga, ahí solo existen las palabras y sentimientos que otros han expresado en libros que yo estudio, mientras mis propios sentimientos los tengo atorados por mi cuerpo entero. La otra noche, mientras tomaba un té de manzanilla y revisaba mis redes sociales, grité de coraje al ver que mi padre había subido a su Facebook fotografías de Madeleine, su hija, la que tuvo con la uruguaya. ¿Por qué lo hace? ¿Por qué es tan inconsciente para seguir lastimándonos así a mi madre y a sus verdaderos hijos? Mi esposo dice que no puedo decir eso, que todos somos sus hijos de verdad, que ninguno es de a mentiras, sin embargo a mí me ayuda pensar que Jaime y yo somos sus hijos legítimos. Mi madre y él siguen juntos en Durango, en esa inmensa casa en la que sus nietos corren cada domingo. Debajo de las alfombras siguen los secretos escondidos. Nunca se habla de lo que mi padre hizo. Allá en el jardín están ocultas, para que nadie juzgue mal a mi papá y para que mi madre siga viviendo su farsa de señora digna y feliz. Pero no. Mi madre sigue tomando pastillas y mi padre envejeciendo guapo y distinguido. Tres veces lo perdonó mi madre, pero... ¿cómo no caer rendida ante un hombre como él? Lo mismo me pasa a mí cuando, a pesar de todo, se acerca y me dice: –Sonia, eres mi hija favorita –y sonríe.
Y yo por unos segundos le creo, y me abrazo a su cuello. Tres veces repito su nombre, y tres veces le pido al cielo conceda paz a mi corazón y me libere de mis rencores, mis inseguridades y mis celos, porque ya no quiero una familia feliz en apariencia, sino de fondo. Porque a pesar de todo es mi padre, y no hay hombre más guapo que él sobre la faz de mi planeta.
9. SIN TU APELLIDO Exigir a los progenitores, para respetarlos, que estén libres de defectos y que sean la perfección de la humanidad, es soberbia e injusticia. Silvio Pellico He vivido observándolo de lejos, o viendo su fotografía en algún periódico o en internet. Ser hija del segundo frente de mi padre me ha condenado de por vida a vivir conservando una distancia prudente. No llevo su nombre. No puedo acercarme a su vida ni a su entorno. Cuando fui consciente de mi circunstancia de vida sentí un enorme resentimiento hacia mi madre, después hacia mi padre, y luego hacia la vida. Muchas veces preferí no haber nacido que nacer sin haber sido deseada. Desde el vientre de mi madre debí sentir su rechazo, pues al darse cuenta de que ella estaba embarazada también se alejó de su lado. Nos rechazó a las dos y nos condenó a vivir en la ignominia. He crecido sintiéndome menos que los demás, desconfiando de mí misma y de los que me rodean, temerosa de la vida y sus designios. Martín Landeros es mi padre, un reconocido político del norte del país. Su carrera política lo ha llevado a ocupar puestos en el gobierno que demandan de una imagen intachable y de una vida decorosa. Se casó con una mujer de ascendencia española con linaje y se cuenta mucho que su matrimonio fue por conveniencia. En aquellos años eso se acostumbraba, el amor no era un requisito para unir a dos personas. La unión con esa mujer le aseguraba la multiplicación de su fortuna y además le daba entrada a círculos sociales selectos. Para Martin Landeros, un hombre que emergió de la clase media y que gracias a su inteligencia y empeño se hizo de un nombre y una fortuna, cuidar no descender peldaños en la escalera del éxito era muy importante. Con esa mujer de nombre Estela procreó cuatro hijos. Dos mujeres y dos
hombres. Una de sus hijas es de mi edad. La segunda y que casualmente lleva mi mismo nombre: Marlene. Así se llamaba la madre de mi papá. Una abuela a la que pude visitar un par de veces y por petición de ella y no de mi padre. Recuerdo que mi madre me bañó y me puso un vestido verde de olanes que me había comprado en el mercado. Me peinó cuidadosamente y me puso de su perfume, luego me dijo: «Vamos a ir a conocer a tu abuela». La señora Marlene nos recibió en una casa de techos altos y con grandes ventanales. El salón estaba lleno de muñecos de porcelana y de tapetes persas. Ella se me quedó viendo y después me dijo: –Así que tú eres Marlene, la hija natural de mi hijo. Esa frase se me quedó grabada en mi memoria de siete años. Después recurrí a los libros y descubrí que se les llama «hijos naturales» a los hijos nacidos fuera del matrimonio. Y poco a poco fui entendiendo más y más la ausencia de mi padre. Las preguntas no salían de mi boca, emanaban de mi corazón y atacaban los oídos de mi madre continuamente. Cuando era más pequeña ella me explicaba todo con un simple «Está de viaje». Hasta que llegó mi pubertad y con ella la necesidad de confrontar a mi madre. Ella ya no pudo ocultar la identidad de mi papá y por primera vez, a los trece años, pude tener en mis manos una fotografía de mi progenitor. Y entonces lo busqué. Sin decirle nada a mi mamá, busqué la dirección de su oficina en el directorio telefónico y me presenté. Martín Landeros me recibió, no tuvo opción, pues llegué enfundada en mi uniforme de la secundaria pública para decirle a su secretaria que su hija natural lo quería ver. Su mirada de rechazo jamás se borrará de mi memoria, ese «¿Qué quieres?» que me dijo tan frío y desinteresado. Le dije que lo único que quería era conocerlo, saber cómo era mi papá. Me sacó del edificio por la escalera de servicio y me subió a su carro. Le pidió a su chofer que nos llevara a una cafetería lejana del centro y ahí me dijo: –Marlene, no le digas a nadie que soy tu padre, eres muy joven para entenderlo pero yo tengo una familia, una esposa y otros hijos y no es conveniente que se enteren de tu existencia. Cuando quieras verme llámame a este teléfono y veremos qué podemos hacer. Sin expresión en el rostro, observando su costoso reloj y sin emoción alguna
al verme. Así fue ese encuentro y con el teléfono anotado en una tarjeta me dejó en la esquina de mi casa para no verlo otra vez hasta después de varios meses. Siempre a escondidas. Siempre en su oficina o en alguna cafetería remota. Allá donde nadie lo reconociera, y con esa actitud de rechazo hacia mí que hasta la fecha me congela el alma. Crecí sintiéndome inferior, no aceptando mi cuerpo ni mi circunstancia. Llena de rencor hacia mi madre por haberse enamorado de ese hombre casado. Anhelando arrancarme la ignominia de mi piel. Aprendí a rechazarme a mí misma. Crecí sintiéndome culpable por un delito que yo no cometí. Encarcelada en mis resentimientos. Mi madre se volvió a casar cuando yo cumplí los dieciocho. En ese tiempo terminé la preparatoria y me metí a estudiar a una universidad pública. La biología siempre me atrajo y me entregué a los estudios que a la vez sirvieron de terapia para olvidarme de mi desventura. Pero mi padre seguía su exitosa carrera y salía en la televisión y con frecuencia lo entrevistaban en la radio. Me topaba con su foto en carteles y en anuncios de internet. Irónicamente, de todos sus hijos, soy la que más me parezco a él. Por las revistas me enteraba de que mis medios hermanos crecían y se iban a estudiar al extranjero o veía sus fotografías en las redes sociales compartiendo sus viajes a Francia o sus vacaciones en las playas del Caribe. Mientras tanto, yo trabajaba en una farmacia por las mañanas y por las tardes asistía a la universidad. Mi padre hacía una transferencia a mi cuenta cada tres meses. Pero pasaban años sin verlo. Yo le llamaba a ese dinero el depósito culposo. Creo que su culpa es lo único que lo movía a ayudarme económicamente, porque cariño de su parte nunca he tenido. A lo largo de los años he tenido un sueño recurrente. Sueño que mi padre y yo caminamos tomados de la mano por una playa, que él voltea a verme y que sus ojos me miran con amor. Yo aprieto su mano y luego el sueño se convierte en pesadilla. Mi padre suelta mi mano y se aleja corriendo. Me abandona en esa playa y me arrodillo a llorar sobre la arena. Siempre despierto sudorosa y temblando. Mi madre a veces me pide perdón, pero ahora que he madurado he comprendido que a veces en el corazón no se manda y que ella debió haberlo amado mucho. Y quiero pensar que mi padre también la amó pero que su condición de hombre casado y reconocido socialmente le impedía consumar
su amor. O tal vez nunca la amó y solo fue una relación pasajera para él. No lo sé, pero la primera versión es la que me ayuda a calmar mis rencores. Terminé la universidad con honores y lo primero que hice fue escanear mi título universitario y enviárselo por correo electrónico a mi papá. «Soy una Landeros aunque me hayas destinado a ser una hija sin tu apellido», le escribí. No obtuve respuesta. Mi parecido físico es innegable. La forma en que camino, la manera en que me rasco la oreja cuando estoy nerviosa, la forma en que la comisura de mis labios se arquea cuando sonrío, todo eso es mi padre en mí. Y su rechazo me llevó a rechazarme a mí misma, a no aceptar mi cuerpo. Me encuentro defectos frente al espejo y no valoro mis logros. A veces siento que soy mi peor enemiga. Sin embargo, debo aceptar que no existen los seres humanos perfectos, que mi padre es un ser humano y que no tengo porque exigirle pureza en todos sus actos. Hoy que soy mayor de edad, mi madre me dice que lo busque, que le exija que me dé su apellido y que me reconozca. Yo le digo que si ella no lo hizo en su momento, yo no tengo que forzarlo a amarme ni a aceptarme. Martín Landeros sabe que soy su hija, que deambulo por el mismo mundo que él, que respiro el mismo aire y que contemplo la misma luna que él durante las noches. Yo ya he ido muchas veces hacia él y lo que he encontrado es su rechazo. Si en el corazón de mi padre nace buscarme, que lo haga. Yo estaré como siempre, esperando que lo haga, para abrazarlo y decirle que lo he extrañado toda la vida. Pero estoy convencida que no hay que ir a donde no eres bienvenida, ni asistir a lugares a donde no has sido invitado. Y permanezco en la distancia, aprendiendo a diluir mis resentimientos poco a poco. Comprendiendo que yo no tuve la culpa de haber sido concebida por un hombre que estaba casado. Ser hija del segundo frente me destinó a vivir bajo un nombre incompleto. Sin embargo, y aunque duele, he aprendido a vivir con esto. Asisto a terapia dos veces por mes y asisto a una asociación que da apoyo a hijos de madres solteras. Gracias a eso me he dado cuenta de que muchos somos hijos naturales y que vivimos sin apellido. Que somos hombres y mujeres que con nuestro propio esfuerzo nos hacemos de un hombre de respeto y entero. Y ya no lo culpo, sus razones son válidas desde su trinchera. Simplemente es un hombre que cayó presa de sus deseos y que después del pecado se inclinó por regresar al hogar y fingir que nada había pasado. Decidió rechazar el fruto de su debilidad, como si al hacerlo nunca hubiera sido débil.
Hace un año me lo encontré en una ceremonia de graduación de la universidad donde ahora soy profesora. Lo saludé y le di un beso en la mejilla. Olía rico e iba vestido con un traje verde olivo. Mi padre apretó mi mano con fuerza y me dijo: «Marlene, que gusto verte». Mis piernas temblaron y tuve el deseo de abrazarlo pero me contuve. Lo vi alejarse rodeado de otros hombres y luego escuché sentada en una butaca del auditorio su breve discurso para los graduados. De alguna manera ese día comprendí por qué mi madre se enamoró de él. Salí de ese lugar con el corazón un poco liberado, como si comprender las causas me hiciera aceptar las consecuencias sin tanto pesar. Lo único que aún suplico al destino es que si la vida no le ablandó su corazón de padre conmigo, se lo ablande como abuelo, que cuando yo sea madre mis hijos puedan conocerlo y saber quién es su abuelo. Sin esconderse, sin sentirse rechazados. Pero esa será otra historia, mientras tanto, yo recorro mis recovecos internos buscando cada una de mis heridas para sanarlas con paciencia y amor. Quiero ser una madre sana para mis hijos y darles la oportunidad de un padre que se sienta orgulloso de ellos y que les entregue su amor y su apellido. Porque si ha sido difícil vivir sin el apellido de mi padre, más doloroso ha sido vivir sin su amor. Anoche que estuve en el centro de apoyo a hijos de mujeres solteras, uno de los psicólogos dijo que la comprensión es uno de los procesos más importantes para la mente humana, que la interpretación que demos a la realidad que nos rodea dependerá de este proceso, y yo quiero reinterpretar mi vida, crearme un autoconcepto más amoroso y mejorar mi autoestima. Dejar de rechazarme y de juzgar a mi papá por su abandono. He comprendido que no existe nadie perfecto y que es más importante mi crecimiento espiritual que mi apellido. Respiré profundo y acepté que a Martín Landeros lo llevaré en la sangre para siempre, y que ya no quiero llevar rencores ni un minuto más en mi corazón.
10. SECUESTRADOS La paz no puede mantenerse por la fuerza; sólo se puede lograr mediante la comprensión. Albert Einstein Estábamos en un cuarto de hotel a las afueras de la ciudad de Chihuahua. Mi padre fumaba un cigarrillo tras otro mientras realizaba una llamada por su
celular. Mi hermana Mayela de tres años y yo, Darío, de seis en ese entonces, lo observábamos acostados sobre la cama. En la televisión transmitían caricaturas de los Power Rangers. No comprendíamos por qué mi papá nos había llevado a ese lugar, pero como estábamos con él no hicimos muchas preguntas. Se supone que un padre cuida de sus hijos y los protege, así que aunque la situación era por demás extraña para nosotros, nos limitamos a estar ahí a su lado esperando no sé qué. Porque en nuestros cuerpos de niños se había instalado una angustia que disminuimos comiendo dulces y masticando chicle. Mi padre lo hacía fumando y caminando de un lado a otro por toda la habitación. Esta escena que acabo de describir visita mis sueños hasta el día de hoy. Tengo cuarenta años y padezco insomnio crónico y pesadillas recurrentes. Vivo esclavo de los ansiolíticos y he pasado algunas épocas de mi vida consumiendo mariguana o tachas. Todo lo que sea un evasivo útil me funciona para aplacar la ansiedad que se anidó en mi interior para siempre. Mi padre nos secuestró a mi hermana y a mí y durante cinco años estuvimos vagando por todo el país. Cambiábamos de domicilio de manera repentina y los cientos de preguntas acerca de nuestra madre obtuvieron cientos de respuestas distintas durante todos esos años. Mi padre comenzó diciéndonos que nuestra madre se había enfermado y tuvieron que llevarla a un hospital, para después terminar con historias de padecimientos mentales e historias tan disparatadas como que mi madre nos quería llevar a un orfanato porque no nos quería y él nos había rescatado de sus demoniacos intentos por deshacerse de nosotros. A final de cuentas el resultado era el mismo, hacernos creer que nuestra madre no nos amaba, que nos había rechazado y que no quería saber nada de Mayela ni de mí. Sin embargo, el tiempo que no perdona y explica todo se encargó de derramar la verdad sobre nuestros ojos. Lucila Padilla, mi madre, conoció a Ulises Montoya en un baile del pueblo. Un pueblo de pocos habitantes sumergido en la sierra de Chihuahua. Se enamoraron y se la robó a los dos meses. Creo que aquí fue el primer indicio de que mi padre estaba acostumbrado a tomar lo que quería y no a pedirlo. Luciana y Ulises se fueron a la capital del estado y comenzaron un negocio. Pusieron una boutique de ropa para dama. Ulises cruzaba la frontera cada mes y regresaba con la camioneta cargada de pacas con ropa americana que
re etiquetaban y exhibían en la tienda. Se hicieron de clientes y pudieron comprar una casita de tres recámaras con jardín en una colonia popular de la ciudad. Primero nací yo y a los tres años mi hermana Mayela. Mi padre siempre fue de carácter impulsivo e impetuoso. Celoso y posesivo con mi madre. Ella tenía que vestir recatada y sin maquillaje para no echar a andar la imaginación de mi papá, que siempre estuvo seguro de que mi madre lo traicionaría con el primero tipo que se fijara en ella. Era un hombre inseguro pero impulsivo y eso lo convertía en un ser humano impredecible porque lo mismo se comportaba como un niño dócil que pedía para todo la aprobación de mi madre, que en una bestia enloquecida que rompía platos y aventaba lo que tuviera al alcance en un arranque de ira. Todo se complicaba cuando bebía, pues el alcohol y sus neuronas no hacían una buena combinación. Cada vez que se metía un trago de vino mi madre tenía que soportar sus escenas de celos, sus ataques de furia y sus insultos. Eso se acentuó con los años pues, para su pesar, mi madre, a la que se robó cuando ella tenía diecisiete años, se convirtió en una mujer bellísima llegando a los veintes, con un cuerpo bonito que a pesar de cubrirlo con ropas holgadas, dejaba ver lo deseable que era su anatomía para los otros varones. Esto enfurecía a mi padre, que terminó por contratar empleadas para la tienda y obligó a mi mamá a quedarse encerrada en la casa. Llegó al extremo de ir por nosotros a la escuela para que ella no tuviera motivos para salir. Sus celos se hicieron cada vez más enfermizos y mi madre cada día más rebelde. Así que Lucila empezó a enfrentarse a Ulises y llegaron hasta los golpes. Ella a veces salía de la casa a escondidas para visitar a sus familiares o amigas, y cuando mi padre se enteraba ardía Troya. Un par de ocasiones llegaron hasta el ministerio público al ser denunciados por vecinos que escucharon su pelea. Se mezclaron los celos dañinos de mi padre con la rebeldía impetuosa de mi madre y aquello se convirtió en un infierno. Recuerdo que yo tomaba de la mano a mi hermanita y nos encerrábamos en mi cuarto a ver la televisión. Subía el volumen para que no escuchara los gritos ni los golpes y esa habitación fue el refugio para los dos durante tardes o noches consecutivas en que nuestros progenitores perdían el control y se daban hasta con la cazuela. Una tarde nuestra abuela materna llegó a la casa y empacó algunas de nuestras pertenencias, de la mano nos llevó hasta la central de autobuses y nos fuimos al rancho con ella. Ese fue el hecho que detonó la granada en la cara de mamá.
Mi madre había decidido mandarnos a pasar un par de semanas con nuestra abuela. Era verano y yo estaba de vacaciones de la escuela. Lo hizo con la intención de que estuviéramos lejos del territorio de guerra en que se había vuelto el hogar, además de que serían unas vacaciones para nosotros corriendo por el campo y montando burros. Pero lo que imaginó como una buena idea, terminó siendo una pesadilla que duró varios años de nuestra existencia. A pesar de que mi madre le insistió en que lo habían platicado y que él había estado de acuerdo, mi padre no entró en razón y terminó mandando a mi madre al hospital. Los golpes que le prodigó le afectaron la visión del ojo derecho y le abrieron el labio inferior, además de provocarle un sangrado intestinal interno. Mi madre estuvo en el hospital varios días y levantó cargos contra mi padre, quien huyó de la ciudad y comenzó su deambular como fugitivo de la justicia. Cuando regresamos a casa, la abuela permaneció con nosotros hasta que mamá se recuperó. Un periodo de paz llegó, pues con la ausencia de nuestro padre al menos no había gritos. No obstante, mi padre nos llamaba por teléfono y mi madre, que a pesar de todo algún tipo de amor debió sentir aún por él, nos pasaba sus llamadas. Él le pedía que retirara los cargos, pero mi madre no lo hizo. Tenerlo lejos le daba paz y libertad. Ella retomó la tienda y la abuela materna se instaló en nuestra casa por una temporada que se extendió más allá de Navidad. Así pasaron los meses. Mi padre llamando por teléfono y nosotros ignorando su paradero. Mi madre aferrada a no levantar cargos y mi padre con restricciones legales para acercarse a nosotros. Mi madre se asesoró con abogados y estaba lista para demandar divorcio por abandono de hogar. Y así, cuando más valiente se sentía Lucila Padilla, dispuesta a liberarse del yugo de su opresor, sucedió lo incomprensible. Mi padre preparó el terreno, en las últimas llamadas que hizo a la casa mi madre lo escuchó comprensivo y flexible. Dispuesto a firmar el divorcio sin resistencia e incluso hablando de que si retiraba los cargos podía visitarnos cada mes si ella se lo permitía. Parecía que por fin Ulises Montoya estaba doblando las manos y decidido a recuperar el contacto con sus hijos de buena manera. Se ganó un poco de confianza de mamá y llegó por nosotros. Se trataba de una simple visita. Mi madre estuvo de acuerdo y vio llegar a mi
padre cargado de regalos para nosotros. Lo recibió con desasosiego, pero lo dejó pasar. Dos años sin verlo habían pasado. Lo encontró más musculoso, y Ulises le dijo que estaba haciendo pesas y comiendo sano. Había dejado de fumar y de tomar vino. Trabajaba en Monterrey en una fábrica y se ofreció a preparar café. Él mismo había llevado la bolsa con café de regalo y la abrió ahí en la cocina y se dispuso a prepararlo. Después le sirvió una taza a mi madre y siguió platicando con nosotros. Mayela le contaba de sus amigas de la escuela y yo siempre un poco más introvertido me limité a comer los bombones que me dio de regalo. Entonces mamá repentinamente se sintió mal y dijo que se iba a acostar un rato. Lo que sucedió después lo recuerdo como una película en cámara rápida y con confusa. Mi padre que nos pide ir por chamarras y un poco de ropa y que nos sube con él a su camioneta. Nos dice que nuestra madre está enferma y que iremos a buscar un doctor. Y ahí comenzó la cadena interminable de mentiras que escucharíamos de su boca. Cuando la abuela regresó del rancho seis horas después, encontró a mi madre deshecha. La policía encontró un potente somnífero en la taza de café. Mi padre la había engañado, no iba a firmar la pipa de la paz. Había ido a secuestrar a sus propios hijos. Nos llevó a un hotel de paso a las afueras de la ciudad, ahí pasamos la noche y al día siguiente muy temprano nos trepó a su camioneta e iniciamos una travesía que duraría casi cinco años. Pueden imaginarse los cuidados que un hombre como mi padre tuvo para una niña de tres años y un niño de seis. Nos bañaba una vez por semana y nos dejaba encargados con sus amigas. Al pueblo en que llegábamos de inmediato se buscaba una novia y nunca faltaba la que caía conmovida con la historia del hombre abandonado por su mujer con todo e hijos y entonces nos dejaba al cuidado de esas mujeres. Trabajaba en empleos temporales en mercados o como chofer con nombres falsos. A veces escuchaba que le decían Manolo, otras veces Vicente. Vivimos nuestra infancia caminando detrás de sus demonios, escuchando de su parte mentiras sobre mamá. Tantas que llegamos a creerlas y mi hermana y yo lloramos muchas noches abrazados sobre catres de casas extrañas y ajenas extrañando a nuestra madre. Mi hermana por su edad se adaptaba más a las circunstancias y hasta llegó a encariñarse con más de una de las mujeres con las que mi padre nos hizo convivir. Cuando estuvo en edad de escuela Mayela comenzó a ir a un kinder en un pueblo del estado de Tlaxcala. Ahí tuvo una maestra que le tomó mucho cariño y que fue la primera en
sospechar que algo no estaba bien con nosotros. Yo asistía a la primaria de esa misma escuela y una ocasión, a la hora de la salida, me mandó llamar. Se llamaba Lupita y tenía una melena oscura y rizada muy bonita. Me preguntó por nuestra madre y yo no supe qué responder. En eso llegó mi papá y también a él le preguntó. La maestra escuchó un tanto incrédula su respuesta, que por cierto era la misma de siempre: que mi madre estaba enferma en un hospital de Chihuahua porque tenía padecimientos mentales y que él había tenido que buscar trabajo en otro lado y tuvo que cargar con nosotros. Esa maestra no se quedó conforme con la explicación y comenzó a alimentar mis dudas cuando me dijo: «Darío, ¿y no tienen más familiares?, ¿por qué no van a visitar a su mamá?» Aquellas preguntas se quedaron en mi mente aún infantil y comencé a dudar de la palabra de mi padre. Un año después nos llevó a un pueblo llamado Purísima del Rincón en el estado de Guanajuato. Ahí conoció a Sandra Bañales, una buena mujer que fue la que tuvo el corazón menos duro y la inteligencia más clara y que daría un giro a nuestra historia de nómadas. Sandra y mi padre comenzaron una relación amorosa y nos fuimos a vivir con ella. Era viuda y tenía un hijo de siete años. Yo casi estaba por cumplir los once y mi hermana Mayela los ocho. Su hijo se llamaba Luis Ángel y lo recuerdo como un niño callado y tímido con el que me gustaba jugar futbol en la calle por las noches. Esta mujer fue la que a pesar de haberse enamorado de mi padre se dio cuenta que algo no estaba bien. Comenzó a platicar mucho con mi hermana y conmigo cuando mi papá no estaba. Nos preguntaba por nuestra madre y yo, ya con el corazón envenenado, le respondía lo que mi padre me había dicho hasta convencerme: que mi madre nos había abandonado y se había ido con otro hombre porque estaba loca. Mayela tenía otra percepción. Mi hermana menor prefirió responder que mamá estaba en un hospital y que no pudo cuidarnos. Creo que cada uno en su interior se inventó una realidad con la cual poder sobrevivir. Sin embargo Sandra se dio a la tarea de investigar. Era secretaria en una oficina de gobierno y con ayuda de personas de su trabajo se dio a la tarea de llegar más lejos. Encontró a mamá con ayuda de un amigo que trabajaba en una oficina de censos y que tenía acceso a información nacional. Entonces descubrió todo. Meticulosamente y sin que nos diéramos cuenta, dio con el paradero de mi madre, quien siguiendo la recomendación de su corazón no cambió de casa ni de teléfono ni de trabajo durante todos esos años con la esperanza de que si ella no nos encontraba, nosotros
recordáramos el camino de regreso. Y con todo el dolor de su corazón se dio cuenta de que había vivido con un hombre enfermo que llegó al extremo de secuestrar a sus hijos y de vivir en la mentira y el delito sin tocarse el corazón. Por eso le viviremos agradecidos a esa mujer. Ella murió hace dos años víctima de un cáncer de seno y Mayela y yo acompañamos a Luis Ángel en su funeral. También mi madre estuvo presente. Nunca olvidaremos esa tarde de un tres de junio en el que vimos descender de una camioneta a una mujer vestida de blanco, con el cabello largo y bañada en llanto. Era Lucila Padilla, nuestra madre. Iba acompañada de agentes federales, quienes esposaron a mi padre y lo metieron a la fuerza en otro vehículo. El secuestro de un hijo por su padre es una experiencia devastadora y deja cicatrices para toda la vida. Mi padre hizo que mintiera sobre mi nombre y sobre quién era y de dónde venía, hizo que dudara del amor de mi madre, me hizo sentir incluso que lo que pasaba era normal, porque no estaba siendo secuestrado por un extraño, sino por alguien a quien amaba... mi propio padre. Por ser mi padre llegué a pensar que tenía derecho a hacer lo que estaba haciendo con mi hermana y conmigo. Nunca imaginas en tu corazón de niño que tu propio padre vaya a hacerte daño. Lo que iba a ser un paseo con papá se convirtió en una travesía de años que impregnó mi corazón de rencores, miedos y que dañó mi psicología para siempre. Me trastornó la infancia, no me dejó echar raíces ni hacer amigos. Apenas comenzaba a adaptarme a un lugar cuando me llevaba a otro. Deambulé entre extraños mientras los otros niños de mi edad conocían la gente que los rodeaba y eran amados por sus seres queridos. A veces siento que no he terminado de crecer, y que esa infancia que me faltó se hace presente en mi vida adulta, una inmadurez incomprensible se adueña de mis actos y no logro establecer relaciones duraderas. Tengo desconfianza de todos y padezco de insomnio y de angustia. Regresar a casa con mamá tampoco fue sencillo. Mi madre se había convertido en una mujer llena de amargura y desconfianza. No nos tenía paciencia y nos gritaba con frecuencia. Mayela y yo terminamos de crecer arañados por el dolor que provoca el haber confiado en un padre y haber sido traicionados. Durante esos cinco años mi hermana y yo crecimos y
cambiamos mucho físicamente, lo que hizo difícil nuestra búsqueda porque ya no nos parecíamos a los niños desaparecidos del cartel que mi madre repartió por todos lados. Y tampoco nos parecíamos emocionalmente a esos hijos que habían salido tomados de la mano de su padre aquel día infortunado. Mi hermana sufre depresiones severas y sigue sola, sin poder rehacer su vida y con problemas de piel y otros trastornos de origen nervioso. Mi madre con su amor lastimado intentó rehacer una relación con nosotros pero ya jamás fue lo mismo. A pesar de estar felices de encontrarla y de volver a su lado la convivencia no fue fácil. Ha transcurrido el tiempo y hasta el día de hoy mis demonios habitan debajo de mi piel, debajo de mis cicatrices de infancia. Ahí donde el secuestro de mi padre los dejó instalados para siempre. Para mí hasta el día de hoy sigue siendo incomprensible que un padre para vengarse de su esposa utilice a sus hijos y los arranque de su lado. Espero con la ayuda de la psicología, de la medicina y del tiempo poder comprender la conducta de papá. Ulises Montoya murió en la cárcel dos años después de que mi madre se reencontró con nosotros. Un derrame cerebral según el dictamen del médico. Fuentes informales dicen que fue un suicidio, que ingirió droga hasta morirse. Creo que ahí encerrado esperando ser sentenciado se dio cuenta de la gravedad de lo que nos hizo y quiero pensar que su dolor fue tan profundo como el nuestro, tan insoportable que la muerte fue lo único que lo liberó. En mi corazón quedan poco recuerdos gratos a su lado, de ellos me agarro cuando siento que caigo de nuevo en el oscuro abismo de la depresión. Trato de comprender su personalidad frágil y temerosa, que era lo que alimentaba su odio y su frustración ante mi madre y lo llevo a cometer lo que hizo. Intento encontrar la paz en fotografías de mi temprana infancia, cuando éramos una familia feliz y mi madre lo amaba. Acudo a las imágenes más remotas de mi existencia donde hay un pasado con unos padres amorosos que habitaban juntos y que nos engendraron con amor. Porque para sanar las heridas de las que he hablado, solo el amor es el bálsamo curativo y no pierdo la esperanza de algún día encontrar la paz que tanto anhela mi espíritu.
11. SIN CONOCERME El verdadero amor nace de la comprensión. Buda Soy una chica simpática, pelirroja, pecosa y con una sonrisa que me abre puertas que para otros permanecen cerradas. Me gusta luchar por lo que anhelo y canto bonito. Me veo en el espejo y me caigo bien. No es un arranque de soberbia ni de presunción de mi parte el que se desborda en estas líneas. Simplemente me describo con cariño, sin comprender por qué si soy una buena persona mi padre no ha querido conocerme. Mi madre lo conoció en la escuela. Él cursaba el cuarto semestre y ella el segundo. Ambos estudiaban arquitectura. Comenzaron a salir y se dieron cuenta de que tenían gustos similares. Los dos escuchaban canciones de banda a escondidas y en público de U2. Los dos amaban el cine de comedia y visitar los museos de cera. A los dos les atraían los lugares desérticos llenos de cactus y tenían miedo a la oscuridad. Ante tales afinidades lo que siguieron fueron los besos y una relación que duró cuatro años y tres meses, tiempo en el que mi padre se graduó y comenzó a estudiar un posgrado y mi madre terminó la universidad y se metió a trabajar a una reconocida empresa constructora de la región. Ambos originarios de Monterrey, y de familias de clase media, conservadoras, que estaban felices de ese noviazgo. A mi padre comenzó a irle muy bien en el posgrado, incluso se hizo gran amigo de un profesor que era un reconocido arquitecto que daba clases por el placer de compartir sus conocimientos con los jóvenes. Lo invitó a sumarse a su equipo de talentosos arquitectos para desarrollar proyectos en diferentes países. Mi padre comenzó a tener aspiraciones desmedidas y se veía en un futuro trabajando para grandes firmas internacionales. Mi madre por su parte y a su propio ritmo iba haciendo una carrera más modesta pero consistente. Y entonces aparecí yo en el vientre de mamá. Inesperada y sorpresiva. Mi madre se llenó de júbilo y en su corazón enamorado habitaba la seguridad que le proporcionaba un noviazgo estable de tantos años, por lo que le dio la noticia a mi papá sin temor alguno e incluso con alegría. Se topó con el hermetismo de mi padre, quien de inmediato y sin dudarlo puso sobre la mesa la posibilidad de un aborto. La desilusión se apoderó del corazón de mamá, y defendió su decisión de tener a su bebé con su apoyo o sin él. Entonces mi padre desapareció para siempre.
Así de simple y sin otra explicación distinta a que su exitoso futuro peligraba si se ataba a mi madre decidió irse a radicar a Panamá y diseñar maravillosos edificios que quedarse al lado de mamá a diseñar un futuro juntos. Victoria, mi mamá, hizo honor a su nombre y salió victoriosa de semejante hazaña y me ha criado sola. Tanto la familia de mi padre como la de mi madre se sorprendieron mucho de la conducta de Eugenio, mi papá. Dice mi madre que incluso mis abuelos paternos hablaron con su hijo pero nada lo hizo cambiar de opinión. Un hijo no iba a detener su vuelo. Y así fue, se mudó a Panamá, después a Argentina y fotografías de sus edificios comenzaron a circular por las revistas de arquitectura más reconocidas del mundo. Su nombre adquirió prestigio y se fue a radicar a Europa por muchos años. Mi madre me dio a luz un veinte de marzo a las cinco de la tarde y desde entonces se ha dedicado a amarme con todas sus fuerzas. A pesar de que siempre ha dicho que yo no he necesitado de un padre porque tengo mucha madre, debo confesar que eso no es verdad. Mi padre me ha hecho mucha falta. Mi abuelo materno ocupó el lugar de mi padre y me prodigó su tiempo y su cariño, me llevaba a la escuela cada mañana y me acompañaba a las juntas escolares. Crecí con mis abuelos maternos y mi madre, rodeada de cariño y sin que me hiciera falta nada. Tuve los juguetes que anhelé de niña, y me compraron los vestidos que me gustaban. Mi cabello rojo les recordaba a mi padre y les hacía inevitable su recuerdo, ya que en la familia de mi madre no hay nadie con ese color de cabello. Cada vez que mi padre visitaba Monterrey, mi madre tenía la esperanza de que la curiosidad lo venciera y tocara a la puerta para preguntar por mí. Pero tengo veinticinco años y eso no ha sucedido hasta el momento. No se cómo ha podido vivir sin mí. He sido una niña juguetona y poco enfermiza. Canto canciones de Miguel Bosé y de Shakira con una voz tan melodiosa que hasta he ganado concursos de canto en la escuela y he sido vocalista de un par de grupos musicales de la ciudad. Me gusta el cine francés y hablo perfectamente ese idioma. Como lo que me da la gana sin engordar y mis ojos son los suyos. Seguro que si me conociera es lo primero que lo sorprendería, nuestro gran parecido. He tenido que aprender karate para defenderme sola ante la ausencia de ese
ser protector que me defienda de los abusivos. Hago yoga para controlar el carácter impulsivo que me define y también soy muy amiguera. Seguro que si mi padre me conociera le caería bien. Pero no me ha buscado. Nuestros vínculos se fueron deshaciendo con el tiempo. Mis abuelos paternos emigraron a Cuernavaca por asuntos del trabajo del abuelo y desde allá me mandaban regalos o postales. Dejaron de llegar cuando el abuelo murió y la abuela enfermó de Alzheimer. Yo tenía quince años cuando tuve noticias de ellos por última vez. La dos hermanas de papá que a veces me visitaban se casaron con extranjeros y una vive en Australia y la otra en Filipinas. Dejamos de buscarnos y la acumulación de los años se encargó de lo demás. La distancia y el tiempo deshacen los vínculos, pero no la nostalgia. Y siento nostalgia por mi padre aunque solo lo conozca por medio de fotografías. Algo que agradezco a mi madre es que nunca me ocultó nada. Desde que tuve edad me habló de papá, me enseñó sus fotografías y poco a poco fue contándome la verdad de mi origen. Mamá se casó hasta que yo cumplí dieciocho años. Tuvo muchos pretendientes pero se concentró en crear un patrimonio y en darme la seguridad económica que demandaba mi crecimiento. Hoy que la veo feliz al lado de Gustavo me siento feliz yo también. Mi madre es una mujer que admiro y a la que me encanta ver sonreír. Nunca sembró en mi corazón resentimiento alguno y me llevó de la mano por el sendero de la comprensión y la empatía, algo que deberían hacer todas las mujeres cuyas parejas abandonan a sus hijos por alguna razón. Nada que dañe el espíritu de un hijo puede ser de utilidad en su futuro, mucho menos tratándose de odios inútiles. Cuando me preguntan si me ha dolido el abandono de mi padre no puedo mentir y decirles que no. Claro que ha dolido. Pero es un dolor acompañado de comprensión y en eso mi madre fue decisiva. No me transmitió su desilusión ni su desencanto sino que respetó mi origen y me ha hablado siempre de mi padre como un hombre que tiene defectos y cualidades. Y así percibo al ser humano, con sus luces y sombras. Así somos todos. Mi padre se casó hace diez años con una mujer inglesa y tiene con ella dos hijos pequeños. Radica en Berlín y dirige una firma internacional de arquitectura. Me siento orgullosa en la distancia por ser hija de un hombre tan talentoso. Si mi padre me conociera también se sentiría orgulloso de mí. No
tengo la menor duda. Egresé con honores de la universidad, estudié ingeniería industrial y diseño automóviles para una firma japonesa. Soy de las más jóvenes en el grupo de ingenieros que trabajamos en Tokio para esa empresa. Hablo cuatro idiomas y canto en todos. Soy una joven feliz y me gusta estar viva. Qué bueno que mi madre no le hizo caso y me dio la oportunidad de existir. Si mi padre me conociera le concedería el crédito y seguro le diría: «Victoria, que razón tenías, esta hija nuestra tenía que vivir». Y amo mi vida, y me siento llena de amor para dar. Si mi padre un día se acerca a mí, seguro que le aviento en la cara un puñado de este amor que tengo reservado para él en mi corazón. Pero no quiere conocerme. Hace diez años lo busqué, conseguí su número telefónico y lo llamé. –Eugenio, soy Verónica, tu hija –le dije en tono decidido pero cálido. –Está usted equivocada, señorita, yo no tengo ninguna hija –respondió en tono inexpresivo y colgó. Desde entonces no lo busco. No quiero forzarlo a nada. Si algún día la coincidencia se apodera de nuestros destinos y nos reúne en algún lugar del mundo ya veremos qué pasa. Yo lo añoro en la distancia y a través de los años. Mi madre me dice que tarde o temprano se dará la oportunidad y el momento adecuado para asumir nuestro vínculo. Tal vez sea en esta vida o más allá de esta vida. Mientras tanto yo no dejo de repetirle en voz baja y a lo lejos que se está perdiendo de algo maravilloso. De conocerme. Y me gusta pensar que en lo profundo de sus sueños me imagina, que en el abismo de sus secretos habito, con mis pecas y mis cabellos rojos, enroscada entre sus venas, porque llevo su sangre. Me observo en el espejo cada mañana y susurro: «Papá, ¿cómo puedes vivir sin conocerme?»
12. SIN TUS MANOS –¿Dónde está tu papá, Natalia? –No tengo papá. He crecido respondiendo eso. Con un dolor perseverante en mi alma. Caminando sin rumbo a ratos, sintiendo que el mundo es peligros e injusto. Sin ti, ya nada volvió a ser igual. Te fuiste tú y se quedó el miedo abrazando mi corazón de niña. Yo era tu preferida, la mayor de tus tres hijas. La que heredó tus manos. Tus uñas y mis uñas eran iguales. Tus dedos y los
míos idénticos. Se entrelazaban cuando retozaba sobre tus piernas mientras me cantabas la canción del Pato Neto. Lo que más recuerdo de ti, papá, son tus manos. Grandes y poderosas, ahuyentaban los fantasmas de mi habitación y los temores de mi pecho. Con ellas acariciabas mis mejillas mientras me decías: «Natalia, eres mi inspiración». Con ellas rasgabas las cuerdas de tu guitarra y brotaban las melodías que acompañan mis memorias a tu lado. Sin tus manos jalando mis trenzas la vida no ha sido la misma. He crecido con tu ausencia y con el dolor de tu pérdida atorado en mi garganta. A veces se transforma en llanto, otras veces en canción. Sin tus manos protectoras y cálidas el mundo se volvió un lugar gélido en donde he tenido que inventar superhéroes intrépidos que Un padre vale por cien maestros. George Herbert vengan a rescatarme de situaciones difíciles. Inventé uno al que he llamado Manotas, tiene piernas musculosas y manos como las tuyas. Sin tus manos he tenido que aferrarme a mis recuerdos contigo para sacar de ellos la fuerza para transitar por mi destino. Hace tanto que te fuiste y al mismo tiempo siento que apenas ayer estuve contigo sentada en la banca del parque comiendo manzanas. Tu existencia y tu ausencia se amalgaman y se fusionan con mi vida presente. Porque te quedaste circulando por mi sangre, derramando tu cariño entre mis venas. Te extraño con el anhelo permanente de reencontrarme contigo en la dimensión del espíritu. Allá donde habitas, donde el cuerpo no existe y el alma es eterna. «¿Dónde está tu papá, Natalia?» Está en el rojo de mi sangre, en el azul del firmamento, en el blanco de la pureza del amor que habita en mi corazón hacia su recuerdo, está en la calidez de sus manos que aún conservo sobre mis mejillas cuando me acariciaba la cara y me decía: «Hija, te amo». No tengo papá porque está muerto. Pero vive en cada latido de mi corazón y en cada suspiro. Habita en mis hijos y en mis habilidades. Permanece en mi nostalgia y en mi entusiasmo, deambula entre mis tristezas y mis alegrías. Entre canciones de Timbiriche y de Facundo Cabral, entre remembranzas memorables y anécdotas divertidas. A pesar de mis treinta y cuatro años, aún hay noches en que espero acostada sobre mi cama a que entre por la puerta y me dé un beso en la frente mientras yo finjo dormir. Aún conservo la corbata azul índigo que tanto le gustaba y su guitarra. Voy al parque con mis hijos, y
me siento en una banca a comer manzanas. Y siento sus manos sobre mis hombros. Esas manos que a los ocho años me soltaron para siempre y quedaron cruzadas sobre su pecho cuando lo observé dentro de su ataúd por última vez. Y lo voy a extrañar mientras respire, porque sin sus manos mi vida jamás volvió a ser igual, porque con mi padre se fue mi protector incondicional, el guardián de mi corazón de niña. La pérdida de un padre amoroso deja un dolor persistente en el espíritu del hijo, que solo disminuye al pensar que se tiene un ángel protector que baja cada noche a darnos un beso en la frente y a acariciar nuestro rostro con sus manos. ¿Por qué si soy tan buena me siento tan mal?
13. ENTRE LOS ESCOMBROS Hay dos cosas que los niños deberían adquirir de sus padres: raíces y alas. Johann Wolfgang von Goethe Le dije que no me iría con él, que prefería quedarme con mi madre. Se dirigió a mi habitación y comenzó a romper mis juguetes. Todos. No dejó carrito con cuatro ruedas ni superhéroe con capa. Lo vi de pie junto a la puerta destruir mi patrimonio lúdico, a mis compañeros en esas tardes solitarias cuando mi madre se encontraba en su taller cosiendo ropa ajena y él en su taller de herrería. Los destruyó todos y ni mis gritos ni mi llanto detuvieron su furia. Hoy tengo cincuenta años y cada vez que le permito a mi memoria caminar por los escombros de mi infancia vuelvo a llorar al recordar esa tarde en que mi padre abandonó nuestro hogar. Preguntarle a un hijo con quién se quiere ir en el momento del divorcio, si con mamá o con papá, es uno de los más espantosos crímenes emocionales que cometen los progenitores con sus vástagos. Un niño de cinco años está inhabilitado para tomar semejante decisión. Sin embargo yo respondí que me quedaba con mamá porque mi padre me daba miedo. Su carácter violento alteraba los latidos de mi corazón. Me sentí un niño indefenso junto a papá. No sentía protección alguna ni mucho menos amor. Muchas veces pensé que yo no era su hijo, porque lo veía sonreirle a mis primos o a hijos de sus amigos pero para mí solo tenía
críticas y frases que golpeaban mi mente infantil. Nunca me dijo que me amaba y jamás tuvo una muestra de cariño más allá de comprarme juguetes o llevarme al circo en mi cumpleaños. No obstante, me sentía una compañía no deseada a su lado. Como un estorbo. No tenía tolerancia por mucho tiempo ante mi presencia. «Lupe, llévate a Pepe», «Vete a tu cuarto», «Déjame ver la televisión», «Quítate que voy a pasar», «Hazte a un lado», y muchas frases como esas son las que recuerdo de papá. Lo escuchaba llegar a la casa y sentía miedo. Mucho miedo. A la hora de comida, permanecía en silencio a pesar de que en realidad yo era un niño jovial y parlanchín. Ante mi padre era un niño callado y que no expresaba sus emociones por temor a molestarlo. Mi presencia en su vida parecía un malestar y no una bendición. Por eso de mi boca de niño emergió esa declaración que provocó su furia y decidí quedarme al lado de mi madre. El precio que tuve que pagar por elegirla a ella y no a él fue la destrucción de mis juguetes y su abandono. Crecí al lado de Lucrecia Benítez, mi madre. Una mujer menuda y sigilosa, que caminaba encorvada como si la vida le pesara. Era de origen humilde y me dio de comer cosiendo ropa ajena. Tenía un taller de costura que poco a poco se fue llenando de clientas, sobre todo después que mi papá se fue de la casa. Vivíamos a las orillas de la ciudad y recuerdo mi caminar de niño entre calles llenas de lodo y sin pavimento. La pobreza no nos asustaba porque mi madre me daba mucho amor y a su manera supo hacérmelo sentir y no tengo quejas para ella, solo gratitud. Nunca volvió a casarse y permaneció a mi lado hasta su muerte. Yo me convertí en un muchacho deportista y musculoso. Me encantaba jugar futbol en los llanos y asistía a clases de box en un gimnasio público. El ejercicio me procuraba las endorfinas necesarias para no dejarme llevar por mi constante sensación interior de abandono. Porque es una realidad que aunque uno tenga una madre valiosa, la figura del padre es imprescindible. Cayetano Morales, mi padre, con todos sus defectos me hizo falta. He buscado respuestas a lo largo de los años para comprender cómo un ser humano llega a la edad adulta lleno de tanta furia y siendo tan violento. Me ha interesado ese tema para poder comprender a mi papá y liberarme de la frustración que dejó para siempre en mi corazón al irse de mi lado. Su rudeza y su falta de demostraciones de afecto me siguen lacerando el espíritu. Durante una época de mi vida me dio por odiarlo, como si el odio me protegiera de su recuerdo. Después me di cuenta que ese odio al que estaba afectando era a mí, y entonces pasé a un periodo en el que me incliné por
recordarlo con indiferencia, como si restándole importancia nunca hubiera existido. Pero cuando llegó Rafaela a mi vida todo cambió. Cuando tuve la intención de formar mi propia familia a su lado, algo se movió en los abismos de mi historia y comencé a extrañarlo como nunca. ¿Qué impide a un hijo perdonar a un padre? El rencor, la desilusión, el dolor de no haber sido aceptado, de no haber sido amado. Me impedía reconciliarme con mi figura paterna el tormentoso recuerdo de su paso por mi infancia. A pesar de mi adultez me retorcía en posición fetal sobre mi cama por las noches rescatando entre los escombros de mi infancia su recuerdo. Me afligía no haber tenido un padre que me enseñara a manejar un automóvil, que no me llevara a ver partidos de fútbol, que no me mostrara el camino antes de comenzar a dar mis pasos. Por más que escarbaba entre los residuos de nuestra relación, solo encontraba pedazos de su ira y mis juguetes rotos. Me casé con Rafaela y mi madre se fue a vivir con nosotros. Logré conseguir un crédito y abrí una frutería en un mercado del centro de la ciudad. Me comenzó a ir mejor económicamente. Vendimos la casa de mi madre y con eso construimos un segundo piso a la casa, porque la familia estaba creciendo. Allá en el lodazal se quedó aquella casita de dos cuartos y entre los escombros los recuerdos de mi niñez sin padre. Primero nació un varón al que llamamos como yo, Gregorio. A los dos años llegó mi princesa, Raquelita, y tres años después Federico, el menor de mis tres hijos. Con el nacimiento de cada uno de mis hijos se abalanzaba sobre mí el recuerdo de mi padre. Para colmo, Gregorio y Federico tienen rasgos físicos de mi papá, uno su frente y sus labios y el menor su complexión recia y su carácter autoritario. Es difícil escapar de la genética y más de la herencia emocional. Por eso es que busqué luz en la ciencia y en la religión, en la psicoterapia y en el deporte. Siempre alejándome de vicios y de estrategias evasivas. Tratando de ver la vida con los ojos abiertos para no cometer errores con mis hijos semejantes a los que mi padre cometió conmigo. He sido un padre cariñoso y no pasa un día de mi vida sin que les diga a mis hijos que los amo. He tratado de ser un esposo comprensivo y a pesar de esos conflictos típicos de las parejas que tienen que ver con la economía o la educación de los hijos, Rafaela y yo hemos podido conservar una relación ecuánime y amorosa. Sin embargo, debo confesar que más de tres veces esas voces que deambulan entre los escombros de mi mente regresan y me he visto en momentos
dolorosos en los que mis hijos me desesperan y he estado a punto de cometer el mismo delito que mi padre: romperles sus juguetes. He reaccionado a tiempo y corro a encerrarme en el baño y lloro. Respiro hondo y a manotazos intento alejar esas voces que regresan y que intentan que el padre que me dañó se haga presente en mí. No quiero lastimar a mis hijos de la misma manera en que Cayetano lo hizo conmigo. Una tarde fui a platicar con un sacerdote y al abrirle mi corazón me dijo que mi alma no estaría en paz hasta encontrar a mi padre y reconciliarme con él. Que el perdón no es un favor que le haría a mi papá, sino un regalo que me daría a mí mismo y que mi paz espiritual llegaría. Repasé su sugerencia mentalmente varios días con sus noches sin atreverme a llevarla a cabo. Mi madre cayó enferma por esos días y nos concentramos en su tratamiento. Sin embargo su problema de páncreas estaba avanzado y los médicos me dijeron que no había mucho qué hacer. Pasé horas acompañando a mi madre en su agonía, y la tarde antes de su muerte me dijo: –Hijo, busca a tu padre, no es bueno que un hijo guarde rencor en su corazón. –Él jamás me ha buscado –repliqué. –Es que no sabe cómo hacerlo, pero tú sí sabes, eres más bueno que él. En su lecho de muerte le prometí que lo buscaría y después de su sepelio me di a la tarea de hacerlo. Pero primero fui a ver otra vez al sacerdote y le expresé mis temores: –¿Y si me rechaza? –pregunté. –Abrázalo –respondió. -¿Y si me corre? –Dile que la puerta de tu casa siempre estará abierta para él. –¿Y si no se acuerda de mí? –Dile que tú no lo has olvidado. –¡Qué difícil hacer eso! –le dije agobiado. –Gregorio, tú eres lo que das, no lo que recibes, demuéstrale a tu padre que eres un buen ser humano, que a pesar de él y sin él, eres un buen hombre. Respuesta más contundente no pude recibir de parte de ese sacerdote y, dispuesto a limpiar los escombros de mi infancia, salí a buscar a mi papá. No fue tarea complicada porque sabía dónde vivía una de sus hermanas que de vez en cuando iba al mercado y me saludaba. Nunca fuimos efusivos uno con el otro pero los dos estábamos conscientes de ser familiares. Cuando hablé
con ella encontré resistencia de su parte para decirme el paradero de papá, pero cuando le hablé de mis intenciones positivas accedió. Cayetano Morales había vendido el taller de herrería y se había ido a vivir a una colonia al otro lado de la ciudad. Había pasado su vida trabajando como albañil y lo encontré envejecido y enfermo. Después de romper mis juguetes se había ido a destrozar su vida, le dio por la bebida y por fumar mariguana. Se unió a una mujer veinte años más joven que él con la que tuvo tres hijos y que lo abandonó al verlo viejo. Lo dejó con sus años y sin sus hijos, a los que nunca ha vuelto a ver. Lo encontré enfermo del corazón, con una arritmia y con los brazos entumecidos. Su mirada recia y vigorosa se había apagado, y lo único que pude reconocer en sus ojos fue curiosidad. Ya no había furia ni desprecio, solo una curiosidad por saber quién era yo. Me arrodillé y lo abracé, le dije que era Gregorio, su hijo. Sentí sus huesos y su cuerpo reducido. El hombre grande y poderoso convertido por el despiadado paso de los años en un cuerpo con carne pegada al hueso y de mirada triste. Con su mano retorcida por la artritis me tocó el hombro y entonces con una voz que parecía emerger desde los escombros de mi infancia dijo: –Goyito, mi Goyo... qué grande y fuerte eres. Una lágrima se derramó por los surcos de la piel de su rostro y otra por mis mejillas. ¿Cómo no perdonar a un padre que pecó y recibió la penitencia en vida? ¿Qué hijo puede juzgar a un padre? ¿Con qué derecho? Recordé las palabras del sacerdote y lo abracé con más fuerza y le dije: –Papá, me has hecho mucha falta. –Tú también a mí, Goyo –respondió mirando al piso. –¿Y por qué nunca me buscaste? –Creí que no querías volver a verme porque te rompí tus juguetes. Han pasado cinco años desde esa tarde. Mis hijos conocieron a su abuelo y mi padre hizo lo que no hizo conmigo, jugar. Jugó con mis hijos a la lotería y a las damas chinas y reía a carcajadas cuando Raquel se enojaba cuando perdía. Durante tres años pude ir por él cada dos semanas y traerlo a casa a comer y a pasar todo el domingo con nosotros. Después cayó enfermo del corazón y se murió la madrugada de un viernes santo. Tuvo tiempo de regresar a mi vida y levantar los escombros de mi infancia, limpiar todo residuo y de dejar mi corazón de hijo en paz. Creo que también él se fue en paz. Eso me gusta pensar. Me hace bien sentir que a pesar de su vida autodestructiva tuvo una muerte pacífica a mi lado. Perdonar a mi padre descansó mi mente, descansó mi espíritu. Puedo caminar dentro de mi mente
por los rincones donde están los recuerdos de mi niñez y ya no me tropiezo con los escombros. El piso está limpio y ahora solo se trata de comprarme juguetes nuevos y ponerme a jugar con mis hijos. A final de cuentas de eso se trata esta historia, de darles a nuestros hijos algo mejor de lo que hemos recibido.
14. TARDE Por severo que sea un padre juzgando a su hijo, nunca es tan severo como un hijo juzgando a su padre. Denis Lord La ceremonia de graduación sería a las seis de la tarde. Mi madre planchó con devoción mi uniforme y me peinó con moños de seda en el cabello. Estrené zapatos y me puse perfume. Llegamos al auditorio y la maestra me indicó mi lugar. Mi madre me dirigió una mirada de «todo estará bien» y se fue a sentar junto a los otros padres de familia. Esa tarde me graduaba con honores de la primaria. Obtuve el mejor promedio de mi clase y me darían una medalla al mérito académico. Tenía muchos motivos para estar feliz. Pero mi felicidad estaba incompleta. Veía que las agujas del reloj caminaban y mi corazón palpitaba aceleradamente. Con la mirada buscaba a mi madre entre la gente y veía que la butaca a su lado permanecía vacía. Mi padre no llegaba. Tenía que llegar a tiempo. Tenía que estar presente en el momento en que la directora de la escuela pusiera la medalla sobre mi pecho. Tenía que aplaudir y gritar «¡Bravo!» Pero llegó tarde. Lo único que mi padre pudo presenciar esa tarde fue el canto del coro con el que se cerraba la ceremonia de graduación. Tarde. Mi padre siempre llegó tarde a los eventos importantes de mi vida. Llegó tarde a mi nacimiento. Mi madre le pidió estar presente, pero cuando se le presentaron las contracciones mi padre se encontraba en una ciudad a tres horas de Pachuca y llegó tarde. Me conoció acostada en los cuneros del hospital. Como llegó tarde el horario de visitas había terminado y tuvo que esperar al día siguiente para poder cargarme en sus brazos. También llegó tarde a mis fiestas de cumpleaños, incluso a mi fiesta de cinco años no llegó. Se le atravesaron sus amigos y un bar y se entretuvo con ellos hasta el amanecer. En las fotografías de esa fiesta se me ve la mirada triste o siempre observando hacia la puerta, porque a pesar de que una y otra vez llegaba tarde, yo nunca perdí la esperanza de que mi papá llegara a tiempo. Marcelino Contreras es mi papá, y mi niñez está salpicada de momentos felices a su lado, no lo niego. Las vacaciones en Acapulco cada verano y los paseos en trajinera por Xochimilco son de los mejores recuerdos que
conservo de mi infancia. Me gustaba sentarme a su lado y escuchar sus historias de cuatreros y pieles rojas. Cuando crecí descubrí que las leía en una revista que se llamaba El libro vaquero, de dudosa calidad literaria. Cuando escucho cantar a Roberto Carlos o a Nelson Ned no puedo evitar pensar en mi padre. Eran sus cantantes favoritos y ponía sus casettes en el reproductor del auto cada mañana cuando me llevaba a la escuela, a la que por cierto me llevaba tarde con frecuencia. Tal vez si su hábito de llegar tarde a todas partes no hubiese estado acompañado de la copa nuestra historia sería distinta. Pero se juntó su afición por la bebida con su irresponsabilidad. Se acrecentaron ambas y mis padres terminaron divorciándose cuando cumplí quince años. Sin embargo vale la pena decir que mis padres no terminaron como enemigos, mi papá visitaba nuestra casa con frecuencia y a menudo salíamos los tres a cenar o a comer. Con el paso de los años he comprendido que mi madre nunca dejó de quererlo pero no soportó su falta de seriedad ante la vida ni su inclinación por el trago. Después del divorcio se fue a vivir a un departamento de dos habitaciones y a mí se me hizo costumbre ir cada sábado a visitarlo y aprovechaba para limpiar un poco su espacio. Siempre tenía platos sucios en la cocina y ropa tirada por todas partes. Parecía un niño viejo transitando por una vida de adulto que le pesaba sobre los hombros. Comenzó un nomadismo laboral porque llegaba tarde a su trabajo o llegaba ebrio o no llegaba. Su problema se fue acentuando con el paso del tiempo y dejó de visitarnos. La etapa del bachillerato llega a mi memoria con un sabor agridulce. Por un lado me sentí independiente porque entré a trabajar a una tienda departamental por las tardes y comencé a ganar mi propio dinero mientras estudiaba por las mañanas, aparecieron amigos en mi vida que permanecen hasta el día de hoy a mi lado y fue una época divertida, sin embargo también fueron los años en que mi papá bebió más y más, al grado de tener que internarlo en un centro de rehabilitación del que se escapó dos veces. Mi madre dejó de frecuentarlo y se encontró una nueva pareja con la que vive hasta el día de hoy, Miguel, un buen hombre que se dedica a reparar aires acondicionados y que la trata como princesa. La felicidad que llegaba a la vida de mi mamá contrastaba con la tristeza que se quedaba a vivir para siempre en la mirada de mi papá. Dejé de buscarlo porque me dolía verlo, observar en lo que se estaba convirtiendo y verlo consumirse cada día más física y emocionalmente.
Te rminé el bachillerato y lo invité a mi ceremonia de graduación. Llegó tarde, igual que a la de la primaria y que a la de secundaria. Tarde y borracho. Su relación con el alcohol era enfermiza y cambió su carácter y su forma de tratarme. Se hizo agresivo y grosero y se quejaba de todo. Se sentía víctima del mundo y que nadie lo comprendía. La amargura se desparramó por toda su piel y se fue quedando sin amigos. Comenzó a vivir en un edificio en el que le prestaban un cuarto a cambio de trabajar como conserje. Mi amor de hija me impedía abandonarlo del todo y cada semana pasaba unos minutos a verlo y le dejaba una bolsa con pan o con fruta. Ya no teníamos conversación alguna, nuestros mundos se iban distanciando uno del otro, mi padre caminando hacia el abismo y yo intentando aprender a volar. Una noche me llamó un inquilino del edificio para decirme que no veía bien a mi papá. Era medianoche y llovía. Sentí flojera, pensé: «Solo está borracho» y me volví a tapar con la cobija para continuar mi sueño. Por la mañana pasaría a verlo antes de ir a la escuela. Una hora más tarde mi teléfono volvió a sonar. Era la misma persona diciéndome que en realidad mi padre estaba mal, que si no iba a ir entonces llamaría a una ambulancia. Me levanté presurosa y tomé un taxi. Mi madre se quedó preocupada, a final de cuentas seguía sintiendo cariño por él. Cuando llegué al edificio varios vecinos estaban de pie junto a la puerta de su cuarto, con sus pijamas y cabellos revueltos me vieron llegar y me abrieron paso. Ahí estaba Marcelino sentado en su único y viejo sofá. Con la mirada perdida y su bata cubierta de un vómito amarillo que resbalaba aún por la comisura de sus labios. Lo limpié con lo que encontré a la mano y llamé a la Cruz Roja. Pero mi padre ya se estaba yendo. Con una mirada sin dirección y con el pulso apagándose apoyó su cabeza sobre mi hombro y dejó de respirar. Llegué tarde y no pude ayudarlo. Me sentí culpable. Tal vez si hubiera llegado una hora antes los médicos hubiesen hecho algo por él. Me dice mi madre que no, que su hígado estaba demasiado dañado y su espíritu se quería ir. El consuelo lo he encontrado escuchando a Roberto Carlos por las noches, recordando a papá en sus tiempos de gloria, cuando me llevaba de paseo a Xochimilco y me contaba historias que leía en El libro vaquero, repasando en mi memoria aquellos ratos de cariño que me prodigó. Tal vez mi padre nunca tuvo conciencia de lo que era el tiempo, del transcurrir de las horas y la vida se le convirtió en suspiro. Tal vez es cuestión de enfoques y de comprender que no existe el padre perfecto, y que tener a un padre como Marcelino me convirtió
en una mujer decidida y puntual, en una mujer que no toma alcohol y en una mujer que anhela formar una familia y estar presente en cada momento especial de sus seres queridos. A veces lo que un padre no te da también se convierte en un aprendizaje, y lo que dejó de hacer se convierte en un reto personal para hacerlo por ti mismo.
15. EN LA PIEL La vida sólo puede ser comprendida hacia atrás; pero debe ser vivida mirando hacia adelante. Søren Kierkegaard Me llevaron a un cuarto de paredes blancas donde había una mesa y dos sillas. Me dejé caer en una de ellas y pocos minutos después entró una mujer delgada, con gafas bifocales de armazón rojo. Llevaba una bata blanca y un gafete que decía Dra. Susana Cuevas y el logotipo de la institución. Era mi tercera visita a ese hospital. La doctora comenzó a interrogarme. –Tania, ¿por qué intentaste hacerte daño otra vez? –preguntó en tono cálido. –Porque me quiero morir –respondí –Necesitas ayuda y no abandonar tu tratamiento y no faltar a tus terapias. –¿Y qué caso tiene? Estoy harta de lo mismo y mis ganas de desaparecer no se van. Volvimos a hablar de mis demonios. Los colocamos sobre la mesa por enésima vez y pasamos un par de horas hablando de mi juventud y de que tenía una vida por delante. Salí de ahí con las muñecas vendadas y una boleta que tenía que sellar en cada consulta con mi terapeuta. La historia de siempre. Gente queriéndome ayudar y yo que no me dejo. Vivo sola desde los dieciséis años en una casa de asistencia barata, la dueña es adicta a fumar mariguana y le vale un pepino lo que yo haga. Eso me gusta. Que nadie me moleste ni cuestione mi conducta. Sobrevivo trabajando de mesera en un restaurante de la zona y con lo poco que gano me alcanza para pagar mi renta, medio comer y medio existir. Tengo pocos conocidos y un par de amigos, tan perdidos como yo. Siempre me he juntado con los rechazados y marginales, con aquellos que tengan más problemas que yo para que los míos no sobresalgan. Personas autodestructivas nos llaman. Consumo drogas a veces y otras alcohol. Tengo sexo con desconocidos y nunca me he enamorado. Me da por rasgarme la piel con cuchillos o navajas y por eso los
médicos me canalizan con psiquiatras y terapeutas. No comprenden que es en mi piel en donde se quedó a vivir el monstruo. Por eso la corto y siento que la sangre que brota de mis heridas lava la suciedad que ahí ha quedado impregnada desde mi niñez. Mi padre abusó sexualmente de mí. A mí no me hizo daño un extraño ni un delincuente, quien me lastimó para siempre fue mi papá, el hombre que era mi héroe, el mismo que por las mañanas me cargaba sobre sus hombros para cortar manzanas del árbol del jardín y que por las noches se metía en mi cama y me tocaba. Cuando un padre lastima a un hijo de la manera que el mío lo hizo conmigo las heridas son profundas y permanecen encima de la piel, en cada rincón por donde posó sus manos que en lugar de protegerme me profanaron. Ernesto Urueta es un reconocido ingeniero, exitoso y respetado. Para disfrazar el monstruo que habita debajo de su piel se vistió con traje de lino y gafas de intelectual, se limó las uñas y se puso zapatos de marca y camina erguido por la vida como si el mundo le perteneciera. Conoció a mi madre, Katya Bejarano, en una fiesta de la industria de la construcción, la cortejó un par de meses, la convirtió en su novia y antes del año de relación le propuso matrimonio. Para mi madre lo mejor que pudo haberle pasado fue conquistar el corazón de ese hombre distinguido y con tanto futuro. La prosperidad acompañó su matrimonio y mi nacimiento tuvo lugar en uno de los mejores hospitales de Tijuana. Primogénita, mujer y cubierta con sábanas de seda. Me llamaron Tania, que significa «princesa de gran belleza». Mis recuerdos de infancia estuvieron aniquilados durante muchos años. Mi mente los bloqueó en un acto de defensa después de aquellos acontecimientos. Pero un día la caja de Pandora se abrió de la manera más insospechada y no hubo manera de recuperar la cordura. El dolor fue tan intenso que supero la fuerza de mi cuerpo físico y de la lucidez de mi mente. Literalmente, me volví loca de dolor. De pronto tuvo sentido mi conducta durante la infancia. La pasé castigada en el colegio por mi hiperactividad, padecí de enuresis y pesadillas recurrentes y vómitos matinales. Las explicaciones de maestros y psicólogos eran que estaba muy consentida y que deberían ponerme más límites, me daban pastillas para controlar mi hiperactividad y me ponían a dibujar. ¿Cómo sospechar que el causante de mis trastornos del sueño y
de mis sudoraciones nocturnas era ese hombre intachable y pulcro que salía en las revistas de sociedad cada domingo? Mis cuatro hermanos fueron naciendo uno a uno, Guillermo, Zacarías, Homero y Patricio. Hubo una diferencia de dos años entre cada uno. Pero yo seguía siendo la consentida de papá. Me compraba todo lo que yo quería, dulces, muñecas y ropa. Mi madre llegó a sentirse celosa de mí. El amor que mi padre me prodigaba tenía un precio, y el precio que tuve que pagar fue el silencio. Me amenazaba con dejar de amarme si yo le decía a mi madre o a mis hermanos lo que él hacía conmigo. Primero fueron simples caricias mientras me bañaba en la tina, introduciendo su dedo en mi vagina. Se metía por las noches a mi cama y ponía mis manos sobre su erección. Caricias, toqueteos, frotaba su pene contra mi vagina pero no me penetraba. Sin embargo, conforme pasaron los años, se fue atreviendo a hacer más cosas conmigo. A los ocho años me penetró por primera vez después de años de haberme obligado a hacerle sexo oral y a masturbarlo. Siempre buscaba oportunidades para quedarse solo en la casa conmigo. ¿Y quién podía sospechar que una hija está en peligro al cuidado de su propio padre? ¿No se supone que un padre es quien protege y cuida a sus hijos de todo mal? La primera vez que me penetró fue doloroso y tuve un sangrado vaginal. Se lo dije a solas y me llevó con un médico a las afueras de la ciudad que no recuerdo qué fue lo que me hizo, solo llegan a mi mente imágenes difusas del rostro de ese galeno de dudosa reputación. Comencé a padecer infecciones urinarias y otra vez vómitos matinales. Dejaba de comer por temporadas y comenzaron a decirme mis hermanos que era una caprichosa. Toda mi infancia mi madre se quejó de mi conducta y de mi rebeldía. El mecanismo de la mente humana es impredecible y poderoso, y esos recuerdos de abuso quedaron bloqueados por algunos años. Hasta esa tarde en que sola en la sala y haciendo uso del control de la televisión, pasaba de un canal a otro buscando algún programa que llamara mi atención. De pronto un documental sobre abuso sexual en los niños apareció ante mis ojos y las escenas que ahí se mostraban y lo que ahí decían provocó un shock en mí. Como una devastadora avalancha regresaron los recuerdos. Terminé de ver el programa con las manos sudorosas y temblando. Después subí a mi habitación, me dejé caer sobre la cama y lloré hasta quedarme dormida. Estaba segura, mi padre me había violado. ¿Cuándo dejó de hacerlo? Cuando entré a la pubertad. Dejó de buscarme
cuando mis senos empezaron a crecer y el vello apareció en mi pubis. Como si la relación entre nosotros se rompiera desde el momento en que comencé a crecer. Se alejó de mi poco a poco, hasta tratarme como a mis demás hermanos y pase de ser la princesa consentida a un miembro más sentado sobre la mesa a la hora de la comida. ¿A quién decírselo? ¿Cómo se revela un secreto doloroso y sucio? ¿Sería mi voz de adolescente de catorce años escuchada? No fue así. Acudí a mi madre porque creí que el amor de ella sería incondicional y al ser su hija me creería. Pero me equivoqué. Me tachó de loca y de rebelde, de malagradecida, y me dijo que mi padre era una persona intachable y que dejara de decir esas cosas porque metería en problemas a mi padre y a la familia entera. Me ordenó dejar de «decir mentiras». Y me callé. Me encerré en mi silencio y me alejé poco a poco de mi familia. Comencé a frecuentar lugares distintos a ellos, barrios peligrosos y a tener amistades de costumbres delictivas. Comencé a robar en las tiendas y en un par de ocasiones un policía me llevó hasta mi casa para denunciar mi conducta ante mis padres. El ser hija de Ernesto Urueta me hacía hasta cierto punto inmune a la justicia y con un buen soborno todo se solucionaba. Cuando mi padre me preguntaba por qué hacía esas cosas lo miraba fijamente, con odio, y él bajaba la vista y me decía que me fuera a mi cuarto. Mi madre se puso en mi contra y comenzó a convencer a papá de que me mandaran a un internado a Estados Unidos. Entonces me escapé de mi casa. Tenía dieciséis años. Metí en la maleta todas las joyas de mi madre que pude, las vendí en el mercado negro y después me subí en un autobús rumbo a Cancún. Me cambié el nombre y realicé trabajos de todo tipo. Abandoné a mi familia, la escuela y mis raíces intentando arrancar de la piel las inmorales caricias de mi padre y borrar de mi memoria el dolor de su abuso. Pero no ha sido posible. Dejó mi piel impregnada de cicatrices, de esas que no se ven pero que existen. Si rasgo con un cuchillo mi piel las puedo ver. Son heridas sucias de las que brota pus y llanto. La sangre las limpia. Por eso me corto, para lavarlas, aunque me duela. El dolor instalado en mi alma es tan profundo que necesito un dolor más intenso que acalle ese que permanece constante ahí donde mi padre lo colocó. Sobre mi piel, en mis entrañas. Mi padre y su dinero me encontraron un año después. Una noche al regresar a mi cuarto en esa casa de asistencia, un lujoso auto estaba estacionado al frente del edificio. Al verme llegar mi padre descendió del vehículo. Entre la penumbra lo reconocí y sentí que ese odio contenido se trepaba a mi cerebro
y me le fui encima a golpes. Ernesto Urueta no se defendió. Me dejó golpear su pecho, su rostro y patearle las piernas. Después me dijo: –Perdóname, estaba enfermo. Mi padre siempre supo por qué abandoné mi hogar. Mi madre siguió en la negación y mi padre en el silencio. Prefirieron perder a su hija que perder su reputación. Aún no se si mi madre algún día habló de esto con papá, pero su indiferencia me dejó en claro de qué lado se inclinó su criterio. Mi padre prefirió verme partir que enfrentar las consecuencias de sus actos. Y eso también me dañó profundamente. Han pasado más de doce años desde esa noche. Mi padre me pidió que volviera a casa y no acepté. Yo ya era mayor de edad y no pudo hacer nada. Mi madre le había pedido buscarme y llevarme de regreso. El silencio de mi madre se le transformó en cáncer y murió dos años después de que mi padre me encontrara. No asistí a su funeral. Mi padre y su secreto siguen allá en Tijuana. Mis hermanos regados por el mundo gastando el dinero de papá y viviendo como reyes. Yo soy la oveja negra de los Urueta Bejarano, la hija que arrastra la reputación familiar y la que no aparece en las fotografías ni asiste a las reuniones ni figura en sociedad. En la otra punta del país vivo sola y enfrentando mis demonios cada día. Me convertí en carne de diván, en visitante recurrente en las salas de urgencias en los hospitales de la zona. La que se corta la piel, la que se destruye de mil maneras, la que se quiere morir cada mañana y que recoge puñados de lastima por donde pasa. No sé qué pase conmigo, tal vez algún día llegará a mi vida un terapeuta eficiente que dé en el clavo de mi padecimiento y me ayude. Tal vez un día perdonaré a mi padre, tal vez un día mi piel dejará de darme asco y podré verme en el espejo sin sentir náuseas. Seguiré asistiendo a terapia con el gramo de esperanza que me queda, y quizás un día encuentre al profesional que me ayude a mirar hacia el frente y a dejar de retorcerme en mi pasado. Mientras tanto seguiré escondiendo mi dolor en mis manías, bañándome dos veces al día y rasgándome la piel, intentando limpiar la suciedad que mi padre derramó en mi cuerpo y en mi corazón de hija. No sé si lo perdonaré algún día, pero tenerlo lejos de mí me da paz. Desconozco si mi padre también fue abusado o qué detonó su conducta enferma, pero no quiero explicaciones, lo que anhelo es dejar de sentir este dolor. Mañana es mi cumpleaños y con el cheque que mi padre me manda de regalo cada año compraré un pastel y colocaré veintiocho velas, soplaré y pediré un deseo: que desaparezcan los demonios que caminan sobre
mi piel. Amén.
16. EL PADRE PERFECTO Buscar primero entender, luego ser comprendido. Stephen Covey Si la perfección existiera, llevaría por nombre Pablo Aragón. Mi padre es un hombre inmaculado cuyas virtudes le han concedido prestigio laboral y social y el respeto de su familia. Sin embargo ser hijo de un padre perfecto no es sencillo. Tienes que crecer intentando emularlo y llenar sus zapatos. Te comparan con él constantemente y, a pesar de la admiración que te provoca, a veces también padeces de angustia por los temores que te acosan de no dar estar a la altura y no ser digno hijo de un hombre como ese. Su carácter autoritario y sus agallas para enfrentar la vida hacen que lo respeta y le tema a la vez. Un temor mezclado con amor. Algo difícil de describir. Vivir bajo su custodia es caminar por un hogar con reglas militares, y al mismo tiempo sentirte orgulloso de formar parte de su pelotón. Amarlo y temerlo al mismo tiempo implica un sentimiento disímbolo que en diferentes etapas de mi desarrollo me ha hecho amarlo y odiarlo. Soy el hijo tercero de sus siete vástagos. Tres hombres y cuatro mujeres. Todos educados en las costumbres rígidas y bajo los preceptos de mi padre. Mi madre, Emilia López, ha permanecido los treinta años que llevan juntos almidonando sus camisas y cocinando con devoción sus alimentos. Jamás la he visto contradecirlo ni sugerirle ideas distintas a las suyas. Cualquier cosa que se salga fuera de su encuadre con el que observa el mundo contraría a mi papá. En la casa no se cuestionan sus decisiones porque siempre son acertadas y ha llevado el rumbo del barco familiar por aguas serenas tanto en lo económico como en lo educativo. Hemos asistido a colegios religiosos y a universidades privadas. Los horarios de llegada a casa nunca han sido negociables y cuando uno a uno fuimos abandonando el nido para usar nuestras propias alas, don Pablo Aragón se encargó de cortárnoslas un poco antes de arrancar el vuelo para no volar muy lejos de sus dominios. Mis hermanas se casaron con prospectos «sugeridos» y aprobados por papá. Mis hermanos y yo hicimos lo mismo. De mi parte puedo decir que me casé sin estar completamente enamorado de mi esposa, pero Ana Lilia era la chica que reunía las cualidades que papá demandaba de una mujer para aceptarla como nuera.
Nunca he sentido una pasión. Siempre me he contenido. Para seguir alguno de mis sueños primero lo sometía a la consideración de mi padre y así tuve que descartar muchos. A veces siento que solo he cumplido las expectativas que mi padre ha tenido de mí, he hecho lo que él esperaba de mi conducta para no perder su amor y seguir sintiéndome digno de ser su hijo. Mis hermanas padecen de perfeccionismo crónico, no hay una que no tenga rasgos narcisistas y compulsión por la limpieza. Mis cuñados están cortados por la misma tijera: hijos de amigos o conocidos del medio empresarial en el que se mueve mi padre y algunos de ellos amigos de la infancia, que asistieron a los mismos colegios que nosotros y que forman parte del mismo círculo social que nosotros. La apariencia pulcra y el vestir correctamente caracteriza a nuestro clan, y quien observa nuestras fotografías familiares no puede decir otra frase distinta a «Qué familia tan ejemplar». Pero más allá de la imagen se esconden comportamientos que ninguno de sus hijos ponemos en palabra. Los observamos o los disfrazamos. Evitamos temas que lo incomoden. Como que mi hermano Fernando padece una adicción a los juegos de casino y se va por largas temporadas a Las Vegas, inventando viajes de negocios para alejarse de la presión de mi padre y darle vuelo a sus debilidades. Tampoco hablamos de que mi madre consume medicamentos para dormir, ni de que su gastritis crónica tal vez se debe a su estado permanente de angustia por tratar de cumplir cada uno de los deseos de su cónyuge. Mi padre ha sido un excelente proveedor y un gran protector de sus hijos. Pero su lado autoritario y perfeccionista nos ha mutilado trozos de nuestra personalidad que nos han hecho falta. No lo podemos externar porque sería una falta de respeto de nuestra parte y entonces hemos tenido que procesarlo cada uno de nosotros a nuestra manera. Unos jugando al póker, otros bebiendo en exceso, y mis hermanas como compradoras compulsivas. Cada uno de sus hijos tenemos sueños truncados y metas irrealizables porque no están en el catálogo de actividades aprobadas por mi padre. Mi hermano Felipe, por ejemplo, siempre dibujó extraordinariamente, pero sus anhelos de estudiar diseño gráfico fueron aniquilados cuando mi padre le dijo que esa era una profesión de maricones y que los hombres estudian Administración de Negocios o Derecho. Felipe terminó en la facultad de Derecho y ejerce
como abogado, dibuja solamente sobre las servilletas de papel en los restaurantes o en alguna hoja blanca durante sus juntas de trabajo. Dinorah, una de mis hermanas, era diestra en los deportes, y le atraía mucho el futbol. Mi padre le dijo que ese era un deporte de marichas y la metió a clases de tenis. Llegó a ser campeona regional, se casó con un adicto a ver partidos de futbol por televisión y pasa horas enteras gritando instrucciones a los jugadores desde el sofá de su casa. Y yo siempre quise aprender a tocar guitarra eléctrica, pero mi papá me dijo que ese instrumento lo tocaban los peludos drogadictos y me metió a clases de piano. Su autoridad no se debía sentir amenazada con ningún tipo de rebeldía de nuestra parte. Y al no tener defecto alguno que echarle en cara no pudimos encontrar motivos para retarlo. Un padre no necesita ser perfecto para ser buen padre y creo que lo que en apariencia puede ser una virtud en exceso puede rayar en el defecto. Eso es lo que yo pienso ahora que soy padre de Sebastián, mi primogénito de seis meses. Tengo miedo de no ser un buen padre pero sé que es porque a pesar de la devota educación que me brindó mi padre, me convirtió en un hombre inseguro que necesita de algún tipo de aprobación para hacer las cosas. ¿Cómo quitarle la capa al superhéroe para sentir su lado humano? ¿Cómo hacerlo bajar de su pedestal para abrazarlo y decirle que no es necesario que sea perfecto para amarlo? Pablo Aragón así es y así se irá a su sepultura. Soy su hijo y no tengo que juzgarlo. A un padre como él se le admira y se le ama, pero considero que también se le tiene que hacer a un lado para saber qué se siente caminar sin su capa protectora. De los errores se aprende y creo que necesito equivocarme más para sentirme vivo. No se lo diré, porque no quiero a estas alturas de su vida hacerle sentir que no lo admiro o que lo rechazo, pero sí trataré de encontrar en mi hijo la oportunidad de ser más yo, de no repetir el patrón de conducta recibido y atreverme a ser más flexible de espíritu. Tal vez me tropiece en el intento pero lo haré, porque no quiero que Sebastián me tenga miedo, no quiero que mi hijo observe la vida a través de mis mirada. Quiero que se arriesgue a ser él mismo y que comparta conmigo sus verdaderos anhelos y alentar sus propios talentos. Porque no quiero ser un padre perfecto, quiero simplemente ser un buen padre, humano y sensible, y que mi hijo me respete con amor y
no con miedo. Quiero que se me acerque sin temor y que me comparta sus pensamientos e ideas sin sentirse juzgado. No quiero menospreciar sus sueños. Mi padre, Pablo Aragón, es mi origen y me dio raíces, pero mi destino no tiene que ser una réplica suya. Por más perfecto que sea no tengo que emularlo. Con gratitud amarlo y respetarlo, para después abrir mis alas y volar hacia mi propio firmamento, allá donde se permite abrazar a los hijos, donde no se educa desde el pedestal de la perfección, sino en el terreno de lo humano, ahí donde también se vale equivocarse ... y tocar la guitarra eléctrica.
17. A ESCONDIDAS No creas lo que te dicen tus ojos. Todo lo que muestran es limitación. Mira con tu entendimiento, encuentra lo que ya sabes y verás la forma de volar. Richard Bach Desde niña mi padre había sido mi héroe. El que me protegía de cualquier peligro y jugaba conmigo a las escondidas. Cuando me encontraba dentro de algún ropero o debajo de la mesa yo gritaba y él me levantaba entre sus brazos. ¿Cómo puede imaginarse una hija que su padre es capaz de hacer cosas que no sean prodigar amor, protección y juegos? Mi padre, Gildardo Luna, era ese tipo de varón dulce y meloso que me hizo imaginar que así como él, sería el príncipe que en el futuro llegaría por mí montado en su corcel blanco y me llevaría galopando hacia un hermoso destino. Los hombres rudos, machos y groseros me parecían seres abominables que emergían de entornos carentes de afecto donde solo había miseria humana y desamor. Creciendo al lado de un padre que era amoroso y juguetón, agradecía a la vida su presencia. Mi madre llevaba una relación con él un poco distante. Cuando uno es pequeño no le da importancia a eso, pero conforme fui acumulando años, pude observar que las maneras cariñosas y comprensivas de mi padre eran para mí, pero nunca para mamá. Ellos se limitaban a realizar un trabajo conjunto en la educación de los hijos y a administrar un hogar. Pocas veces los vi tener demostraciones amorosas frente a nosotros y menos en público, tal vez un beso en sus respectivos cumpleaños o un abrazo en Navidad. Lleva tiempo que los hijos aprendamos a visualizar en plenitud la calidad de la relación de nuestros padres, y más cuando entre ellos existe un compromiso de apariencia para no dañar su
imagen social. A veces pienso que al ser yo la única mujer de la familia (mis dos hermanos menores son varones), mi padre arrojó sobre mí toda esa ternura que con mi madre ya no pudo. Ella, con el paso de los años, se hizo una mujer dura, dedicada a sus hijos y a su cocina, a asistir a grupos religiosos y a hacer labores de apoyo en centros comunitarios y actividades sociales. Mi padre se convirtió en un exitoso empresario del ramo automotriz y llevó una vida discreta, escondida. Una vida oculta en el ciberespacio. Las primeras señales pasaron desapercibidas, ¿quién iba a pensar algo malo? Nadie en casa dudaba de que mi padre tenía que pasar horas enteras en su computadora realizando presupuestos y respondiendo cientos de correos electrónicos de clientes y proveedores. Era algo normal y cotidiano que después de cenar conversara con nosotros unos minutos para después recluirse en su despacho a trabajar un rato más. Mi madre lo tachaba de adicto al trabajo y de que le importaba más el dinero que su familia. Mi padre siempre guardó silencio ante sus ataques y jamás lo vimos perder el control y caer en una discusión con ella, al menos no estando sus hijos presentes. La primera señal que recuerdo, fue una noche en que entré sin avisar a su despacho, buscando apoyo de su parte porque mi computadora se descompuso y tenía que terminar un trabajo de la secundaria. Mi padre se puso muy nervioso e insistió en que le pidiera ayuda a mi hermano, y bajó de inmediato la pantalla de su equipo portátil. Me pareció exagerada su reacción. Le di un beso y acepté ir con mi hermano a buscar ayuda, pero esa noche recuerdo que se instaló en mi corazón un presentimiento muy extraño. Yo tenía quince años recién cumplidos, había otras cosas que atraían mi atención y lo dejé pasar sin detenerme mucho a analizar la conducta de papá. Mi madre se quejaba a menudo de que mi padre vivía esclavo de su celular, de que le parecía exagerado que tuviera doble código de seguridad además de huella digital para acceder a su teléfono y también le echaba en cara que pasara más tiempo frente a la computadora que con ella. Todo esto que les cuento yo lo sentía exagerado de parte de mi madre, puesto que como buenos millennials mis hermanos y yo pasábamos gran parte de nuestra existencia conectados. «Mi madre porque solo usa las redes sociales y su teléfono para platicar, ver las fotos de los hijos de sus amigas y para comprar cosas para la casa», pensé. No le presté atención profunda. Además, ¿acaso mamá no se daba cuenta de que mi padre era un hombre maravilloso, dulce y amoroso, incapaz de cualquier cosa que dañara nuestra paz? Mi arraigado y profundo
amor hacia papá me hacía tomar partido por él en todo. Cabe decir que que mi padre también tomaba partido por mí cuando me enfrentaba a mamá en alguna discusión. Mi padre siempre había tenido la capacidad de hacerme sentir su princesa, lo más importante en su vida. Hasta ese día. Estaba cursando el primer semestre de la universidad. Mi inclinación por las ciencias me hizo optar por estudiar ingeniería bioquímica. Nuevos amigos, nuevos retos, nuevos profesores, nuevos obstáculos, estrenando meta y tratando de adaptarme a esa nueva etapa de mi vida. Conocí a Ivana, una chica rubia y de grandes senos, con una blanca dentadura que mostraba al menor pretexto porque sonreír parecía su más grande talento. Tomábamos un par de clases juntas y a pesar de ser tan distintas comenzamos una amistad de esas que se dan entre aquellos que comparten un trayecto similar, el de adaptarse a un entorno completamente nuevo. Ivana era adicta a las redes sociales, todo el día estaba subiendo selfies a su Facebook o a Instagram. Twitteaba sin freno y varias veces los profesores la sancionaron por estar distraída durante las clases. Ivana me contó que además era adicta a chatear con extraños y a algunas otras «cosas más». Entre carcajadas me platicaba lo que hacía con extraños en la red, como tener conversaciones subidas de tono hasta sesiones en Skype que terminaban en orgasmos. ¡No lo podía creer! Yo la escuchaba atenta y debo admitir que eran muy entretenidos sus relatos, aunque me ponía un poco incómoda cuando me insistía en mostrarme fotografías de esos hombres. Nunca quise verlas, porque me anticipaba que eran imágenes de sus penes erectos o de ellos en la ducha o masturbándose. A pesar de que ese aspecto de Ivana me incomodaba, por otro lado su simpatía y su generosidad me hacían conservar su amistad. Yo jamás hubiera pensado en hacer algo así, mis redes sociales se limitaban a compartir frases cotidianas, fotografías de momentos familiares y de algunos viajes. Nunca hubiese pasado por mi mente desnudarme frente a un extraño escondida en los rincones clandestinos del cibermundo. Pero mi papá sí. Ese día lo recuerdo con nitidez, tal vez porque mis ojos se quedaron fijos en esas imágenes y esas imágenes fijas en mi memoria. Una tarde, saliendo de la universidad me fui al departamento de Ivana a hacer un trabajo de investigación en equipo. La tarde se nos fue navegando por Google, buscando fuentes y referencias científicas para el trabajo. Debo admitir que yo trabajaba mientras Ivana se distraía a menudo respondiendo
mensajes que saturaban sus redes. Ya había anochecido cuando terminamos y entonces Ivana me propuso encargar una pizza y cenar juntas antes de que yo tuviera que regresar a mi casa. Accedí y con una cerveza en mano y un pedazo de pizza en el plato me senté al lado suyo. Ivana estaba frente a su computadora y me dijo: –No tarda en entrar Mr. Gi. –¿Mr. Gi?, ¿y ese quién es? –pregunté curiosa. –Un tipo con el que llevo un par de años chateando y con el que tengo cibersexo a menudo –dijo mientras se acomodaba los senos en el sostén. –Creo que es hora de irme, Ivana. –¡No!, come y observa, ya es tiempo de que veas qué divertido es, además no tarda en entrar Mr. Gi, y es uno de los mejores, es un maestro en este asunto. Debo confesar que la curiosidad me dominó y masticando pizza me apoltroné junto a ella a esperar a Mr. Gi. –No te pongas tan cerca, no quiero que te vea –me sugirió Ivana–, lo puedes cohibir, sólo observa. Habían transcurrido escasos quince minutos cuando de la bocina de la computadora emergió una voz por demás conocida para mí. –Hello, baby , aquí está tu premio de esta noche –dijo la voz tan familiar. –Hola, guapo, ya te estaba esperando –dijo Ivana mientras ponía sus senos frente a la cámara al tiempo que bajaba su sostén para mostrar más de lo acostumbrado. ¡Era mi padre! ¡El que estaba del otro lado de la cámara era mi padre! El famoso Mr. Gi era ni más ni menos que Gildardo Luna, mi papá. Me temblaron las manos, las piernas, todo. Sin embargo un golpe de autocontrol inteligente me hizo guardar compostura y contener mi grito y mi llanto. Con la mirada le indiqué a Ivana que hiciera como si yo no estuviera y ella le dio rienda suelta a sus instintos y manías. Del otro lado Mr. Gi se comportó como un experto, utilizando un lenguaje cachondo y soez que jamás creí que existiera en el vocabulario de mi padre. En ese ese estado de autocontrol automático producido tal vez por el shock, permanecí detrás de la computadora de Ivana, fuera del alcance visual de su cámara, escuchando a mi padre cómo describía su erección, cómo halagaba los pezones de mi amiga y cómo gemía al tener su eyaculación. Mi imaginación cerró sus puertas, no quería imaginar, y al mismo tiempo quería pararme delante de la
cámara y gritarle mi vergüenza y mi dolor de hija. Pero no lo hice, y me quedé ahí petrificada esperando que eso terminara para hacer lo que una mujer dolida hace: obtener más información. ¿Por qué?, pues porque cuando uno recibe una verdad que lacera y lastima, busca más y más pruebas de que eso es verdadero, como si al buscar pudiese encontrar una prueba de falsedad, de que todo fue un sueño, de que nada de eso es cierto. Ivana terminó su sesión de cibersexo con mi padre y se despidió de Mr. Gi. –¿Ves? –me dijo acomodándose la ropa–. ¡Es cool! Y no tienes riesgos de quedar embarazada ni de enfermedades. –Ivana, y ese Mr. Gi, ¿desde cuándo lo conoces? ¿Solo tienen contacto por cámara? –Desde hace un par de años, lo encontré en Facebook y de ahí nos pasamos a Skype. Es un toro. Debe doblarme la edad pero no me importa, es un amigo virtual. Te aseguro que si me lo topo en la calle a la mejor ni química existe. Además debe sentirse muy solo, manda saludos y fotografías todo el día. Como que tiene un lado tierno, por eso me cae bien. –¿Fotografías? –pregunté escarbando más en mi herida. –Sí, mira. Y mi amiga desplegó ante mis atónitos ojos fotografías de mi padre acostado masturbándose, en la ducha, desnudo y acostado sobre la cama, otras sin camisa sentado frente a la computadora, simples selfies, y otras solo de su pene. Ya no soporté más. Salí del baño echándole la culpa a la pizza de mi vómito descontrolado y me fui de casa de Ivana arrastrando los pies y un dolor emocional que se esparció en todo mi cuerpo. Me pesaban las manos, las pestañas, mi boca estaba seca y mis ojos húmedos. Mi casa estaba en penumbras. Gildardo Luna dormido. Seguro lo había dejado exhausto su sesión con Ivana. Mi ídolo se había derrumbado. Qué difícil mirar de frente a quien te ha fallado. No sé qué es más complicado, si mirar a los ojos a quien le has fallado o mirar a los ojos a quien te ha fallado. Tal vez es una mezcla de desilusión y esperanza. La esperanza de obtener una explicación que aniquile tu tristeza. Ivana siguió siendo mi compañera de clases, pero evite frecuentarla en su casa y me limité a las actividades de la universidad. A los pocos meses abandonó los estudios porque reprobó cinco materias de seis y se fue a Estados Unidos con una prima a buscar trabajo de niñera y a expandir sus horizontes. Nunca le dije que Mr. Gi era mi padre. Durante más de un año no
tuve el valor de decirle a mi padre que había descubierto su secreto y me reservé el dolor para mí sola. Como una forma de negación en mi duelo. Ese duelo que viví al ver la capa de mi superhéroe tirada en el piso. La oportunidad llegó una noche en que mi padre y yo tuvimos una confrontación porque obtuve bajas notas en la universidad. Ahí algo abrió la coacla de mi resentimiento y exploté: –Tú tampoco eres perfecto, ¿acaso crees que no sé lo que haces en las redes a escondidas, Mr. Gi? Mi madre y mis hermanos no estaban en casa. Tal vez por eso me atreví a echarle en cara el secreto que guardé tanto tiempo. Mi padre se puso transparente y comenzó a sudar. Por su frente se deslizaron gotas que delataron su corazón acelerado. Se derrumbó sobre el sillón y comenzó a pedirme perdón. Le dije el nombre de Ivana y solo atinaba a decir una y otra vez: «Dios mío», mientras se cubría la cara con sus manos. El llanto no soportó en sus ojos y se salió a borbotones, entre sollozos y vergüenza me decía que estaba enfermo, que ya no lo volvería a hacer, que me pedía discreción con mi madre y mis hermanos. Entonces, mi mente se fue lejos. Se fue a recorrer los pasillos de mi infancia cuando Gildardo Luna me buscaba por toda la casa hasta encontrarme debajo de la cama para después abrazarme y besarme las mejillas. Se fue a los festivales escolares cuando Gildardo Luna estaba de pie justo frente al escenario aplaudiendo mi manera de bailar disfrazada de elefante. Se fue lejos, allá donde la infancia salva de las crisis del adulto, donde hubo temores a la oscuridad y a los diablillos y los brazos de papá que los ahuyentaban. Porque cuando se ha prodigado amor no se puede cosechar solo rencor, porque donde hay sentimiento verdadero debe existir la opción de la comprensión mutua. Mi padre comprendió mi dolor y asumió su debilidad. Y yo, lo abracé con ese amor que le tengo y le coloqué su capa otra vez en su lugar, la levanté de la ignominia y la vergüenza que me ocasionó su conducta, pero mi amor por él fue más grande que mi dolor. Mr. Gi murió. Mi padre, a escondidas de los demás miembros de nuestra familia, me abrió sus redes, sus contactos, para que yo estuviera segura de que estaba dispuesto a dejar en el pasado esos hábitos. Buscó apoyo psicológico y comenzó a practicar fútbol con mis hermanos. Hicimos costumbre salir una vez por semana a tomar café y platicar, y así como sus redes, también me abrió su corazón de hombre. Me habló de su relación insatisfactoria con mi madre, de su boda programada entre familias, de la
falta de pasión en el diario vivir. De sus deseos por mejorar y me agradeció mi cariño, mi perdón. Se refugió en nuestras charlas confidenciales, me relató cómo fue cayendo en la práctica del cibersexo, primero masturbándose viendo pornografía para luego entusiasmarse con los avances interactivos. El terapeuta le dijo que el cibersexo controlado y esporádico incluso puede ser benéfico para una pareja de mutuo acuerdo, pero cuando se pierde el control afecta la vida de la persona. Y ese era Mr. Gi. Esclavo de su adicción, y yo su hija que descubrió su secreto. Su ciberadicción sexual lo había llevado incluso a perder tiempo en la oficina, a irse de viaje de negocios para encerrarse a tener este tipo de experiencias que terminaban siempre en masturbación. Tuve que leer sobre el tema, aprender para comprender, buscar respuestas para él y para mí. No fue un proceso fácil, nada de lo que ha dejado huella en mi vida ha sido fácil, pero volver a construir ese pedestal del que cayó mi padre ha sido todo un regalo para mi crecimiento personal. Ahora así lo veo. A medida que caía información sobre el tema a mis manos, me daba cuenta que era un problema más común de lo que imaginaba y que es una adicción negada que lleva a problemas de índole familiar, emocional y al rechazo social. Todo lo que pude aprender sobre la marcha me ayudó a comprender mejor el caso de mi papá y a no darle la espalda a ese amor incondicional que existe entre los dos. A un paso estuve de caer en el abismo del resentimiento permanente, pero el amor me empujó de nuevo a los brazos de papá. Nunca creí que sería capaz de hablar de esto, pero al contárselo a la página quisiera que ayudara a quien viva una experiencia semejante a la mía, y que no se siente en el rincón del sufrimiento innecesario, donde habita el rencor y se alejan unos de otros los seres que se aman. Gildardo Luna ahora es abuelo, y a medida que pasan los años las computadoras y los teléfonos celulares pierden importancia en su vida. Los utiliza para estar en contacto con sus seres amados. No voy a mentir y decirles que la relación con mi madre se arregló, pero al menos los he visto caminar hacia su ocaso juntos y renegando menos uno del otro. Y a Mr. Gi lo veo sentado frente a su computadora repleta de fotografías de mi hijo Gil, con sus ojos llenos de ese amor que solo él sabe prodigar cuando lo hermoso que habita en su alma resplandece. Y yo soy feliz, porque papá me ha vuelto a abrazar y a ahuyentar mis miedos y mis tristezas, y ya no esconde nada.
18. LO QUE ME CUENTAN DE TI
Un buen padre vale por cien maestros. Jean Jacques Rousseau Lo que me cuentan de ti es mi consuelo. Escuchar a mamá cuando describe tu manera de andar, tus hombros caídos y tu espalda ancha. Observar fotografías donde apareces vestido de charro con tu sombrero decorado y montando a Jacaranda, tu yegua predilecta. Desde niño entrevisto a las personas que tuvieron el placer de estrechar tu mano y les pregunto qué te gustaba comer, a dónde te gustaba ir los domingos. He crecido imaginándote y arrojando tu nombre al viento. Lo que me cuentan de ti es que tu mirada era serena, tu caminar presuroso y tus manos de dedos largos y gruesos. Que tus ojos irradiaron amor absoluto cuando pusieron entre tus toscos brazos mi regordete cuerpecito de dos kilos y medio. Me dicen que fuiste el hombre más feliz del planeta el día de mi nacimiento y que me escogiste el nombre de Horacio, en honor al personaje de Shakespeare, el íntimo amigo del príncipe y al que Hamlet confiesa sus deseos de venganza. Me cuentan que siempre hablabas de Horacio y decías: «Es el único en sobrevivir al final de la obra». Pero tú no sobreviviste, papá. Tú no eras el Horacio de Hamlet, y parece que me pusiste ese nombre para que yo aprendiera a sobrevivir sin ti. Tu muerte atravesó el corazón de la familia. Con apenas tres años no pude comprender lo que sucedía. Mi hermano Pepe tenía tres meses de nacido. Se cuenta que fue un asalto, algunos dicen que fue un ajuste de cuentas o que te confundieron con otro. Tu cuerpo apareció a la orilla de un río a pocos kilómetros del rancho de mi abuelo. Lo que me cuentan es que era aguerrido, que no te dejabas de nadie, que defendías tus convicciones ante cualquiera, pero que eras justo y generoso. Mi madre tiene su propia versión. Ella dice que eras cariñoso, cursi y que cantabas canciones de Facundo Cabral cuando la copa se posaba en tu cabeza. Ella se ha abrazado a la historia de que te confundieron con otro, porque para ella no había sobre este mundo hombre más recto y amoroso y tu recuerdo lo ha santificado. He crecido sin ti y contigo al mismo tiempo, porque el no tenerte ha encajado en mis entrañas tu ausencia como una presencia intermitente. Estás en mí porque soy tu sangre y además soy esa parte de ti que se quedó aquí, para dar testimonio de que exististe. Lo que me cuentan de ti me ha mantenido a tu lado, y esos recuerdos me han sostenido a lo largo de los años, me han dado fuerza en los momentos de debilidad y esperanza en los ratos de desilusión. Porque a pesar de tu muerte existes en mí. Tal vez has estado en mi ansiedad crónica, en mis temores al futuro, en mi miedo irracional a la muerte. O quizás en mi bajo
rendimiento escolar en la educación primaria, o en mi manía de dormir con la luz encendida durante mis periodos depresivos. Tu ausencia se convirtió en mis conductas extrañas que me convirtieron en niño de diván algunos años. Los difusos recuerdo de tu paso por mi vida tomaron forma y fuerza y despiadadamente me hicieron consciente de cuánta falta me haces. Por eso, lo que me cuentan de ti es mi consuelo, y lo que digan de mí tu herencia. Tu sangre y tu espíritu me acompañan, tu ausencia es ya una sensación endémica en mi vida. Me duele recordarte y al mismo tiempo disfruto lo que me cuentan de ti, es contradictorio pero verdadero. Cada noche consagro oraciones a tu memoria y le pido al destino que me permita caminar recto y ser un hombre de convicciones, para que cuando llegue el momento de encontrarme contigo al otro lado de la vida te sientas orgulloso de mí. Lo que me cuentan de ti es mi consuelo, y saber que me cuidas desde el cielo mi paz.
19. AHÍ DONDE DUELE Un padre no es el que da la vida, eso sería demasiado fácil, un padre es el que da el amor. Denis Lord Crecí con mi madre y siempre me pregunté por qué no tenía un padre a mi lado, mamá me respondía que era un hombre extranjero y que vivía en un país lejano. A medida que acumulaba cumpleaños la pregunta era más insistente de mi parte y ella le agregaba capítulos a la historia llena de explicaciones que inventaba y que se iba haciendo más extensa con el paso del tiempo: que lo habían mandado a trabajar a otro país, que le habían dicho que estaba muy enfermo, que hacía mucho tiempo que no se podía comunicar con él, y más argumentos que mi mente infantil capturaba como podía. Sin embargo, el vacío estaba ahí. Un padre imaginario que tomaba el rostro que yo quería ponerle. A veces lo imaginaba guapo, con barba partida y parecido al cantante Luis Miguel. Otras veces en que me dolía su ausencia, lo imaginaba gordo y barbón, con manos gruesas y dientes amarillos, como si imaginándolo de esta manera doliera menos el no conocerlo. Sin embargo, cuando cumplí los diez años caí enferma de meningitis. Mi madre en ese entonces trabajaba como asistente del director de una empresa, pero su salario no era suficiente para el tratamiento médico costoso al que tuvo que
someterme. Entonces un día llegó y me dijo que iba a ir a la casa un amigo suyo que se había ofrecido a ayudarla con el pago de mi tratamiento. Entonces apareció. Lo más extraño es que su rostro me pareció familiar. Como si mis ojos hubieran hecho un recorrido por los más remotos recuerdos de mi infancia y se lo hubieran encontrado allá, en lo más lejano de mi consciencia de niña. O tal vez fue porque vi mis ojos iguales a los suyos. Hubo un momento en que mi madre salió de la habitación y entonces el hombre me dijo: –Paulina, ¿sabes por qué tus ojos son iguales a los míos? –No –respondí temerosa pero curiosa a la vez. –Porque yo soy tu papá. Recuerdo que fue un momento incómodo y lleno de confusión para mí. Y se hizo más confuso cuando me dijo que todos esos años había vivido en la Ciudad de México, a dos horas de Querétaro, donde vivíamos nosotras, y que además a menudo le preguntaba a mi madre por mí. ¿Mi madre me había mentido todo ese tiempo?, ¿por qué?, ¿para qué? El momento se tornó más incómodo cuando mi madre entró a la habitación y tuvo que admitir que todo lo que ese hombre decía era verdad. Ese hombre era mi padre. Salí de esa enfermedad y mi padre, Pablo Fernández, comenzó a llamarme por teléfono a menudo. Un par de meses después nos invitó a visitarlo. Debo decir que la relación entre mi mamá y yo en ese tiempo se resquebrajó un poco, hasta que poco a poco le fui sacando la verdad de su corazón. Ella conoció a Pablo en una noche bohemia organizada por unas amigas, cayó fulminada ante esa mirada ojiazul y a los tres meses tuvo que informarle que estaba embarazada. Pablo le dijo que no estaba preparado para casarse ni para una relación estable porque su carrera iba en ascenso y mi madre, con su dignidad y su bebé, tomó su propio rumbo dejando que mi padre siguiera el suyo. Entonces inventó las historias del padre extranjero, lejano o enfermo que no estuvo cerca durante mi infancia. Cuando apareció en mi vida, Pablo Fernández ya era el reconocido diseñador gráfico, ganador de premios y estrella de la publicidad en el país. Google se encargó de mostrarme sus logros y su exitosa carrera. También Google me mostró sus primeras fotografías al lado de esa mujer rubia y delgada y de ese par de niñas con cabello rizado y mejillas rosadas. Cuando por fin mi madre
aceptó ir a visitarlo a la capital, Pablo le pidió que me dejara ir con él a su casa. Mi madre con cierta desconfianza aceptó y mientras ella se fue a visitar a una amiga, yo me fui con mi papá a conocer su vida. También fue en ese entonces que comprendí por qué mi madre me puso el nombre de Paulina. Esa tarde conocí la mansión Fernández. Así la llamé porque era una casa enorme con pisos de madera y muros altos. Un jardín tan grande que pensé que si yo entraba en él seguro me perdería y me costaría trabajo regresar a mi humilde casa junto a mamá. Muebles hermosos, telas finas que recubrían unos cómodos sillones en los que me dejé caer para escuchar lo que me decían las tres mujeres de la casa. Liliana, la esposa de mi padre, Julieta mi media hermana, tres años menor que yo, y la pequeña Paula, de solo dos años. Y yo con mis diez años encima, descubrí que tenía padre, hermanas de esas que llaman «medias», porque compartía con ellas el padre, mas no la madre, y de la noche a la mañana me tuve que contar una historia nueva de mi misma y de mi origen. La esposa de Pablo y sus hijas no fueron ni amables ni groseras, es decir, neutrales, poco efusivas y se limitaron a cumplir con lo que mi padre debió de pedirles (recibir en la casa a la hija no reconocida). Salí de ahí con una sensación extraña, no supe si era hoyo en mi corazón o un soplo de aire que me invadió el abdomen. Me sentí incómoda, ese es el punto. Cuando Pablo me llevó de regreso con mi mamá, tuve que subirme al auto de ella y desde ahí observar cómo discutían. Perdieron el control y ella llorando se subió al coche y arrancó hacia Querétaro. En el camino me pidió disculpas y me dijo que nunca debió permitirme ir con él a esa casa en donde yo no soy nadie. Me preguntó cómo me trataron y yo le dije que bien, pero que tampoco me recibieron con mucha efusividad. Al parecer mi padre le dijo que yo me había portado seca e inexpresiva con su familia y mi madre replicó enseguida. ¿Cómo quería mi padre que yo me portara aquella tarde? ¿Que besara y abrazara a esas mujeres que tenían lo que yo no tenía y que vivían al lado de ese padre que tanta falta me hacía? No entendí mucho, pero esa visita provocó que mi padre se alejara de mí otra vez y pasaron cuatro años sin saber mucho de él. Una postal en mi cumpleaños (diseñada por él), y algún regalo (casi siempre ropa). En navidad una llamada. Nada más allá de eso. Durante ese tiempo yo desarrollé más mi principal talento: el dibujo. Irónicamente, Pablo Fernández me heredó su habilidad con los trazos. Tomé clases en la Casa de Cultura, después con maestros particulares y me fui inclinando más y más por el diseño. Hice una
exposición de mis dibujos a lápiz en la secundaria en la que estudiaba y mi madre me apoyaba en todo. A ella empezó a irle mejor en el trabajo aunque no en el amor y seguía sin una pareja. Esos cuatro años mi madre se dedicó a impulsarme en los estudios y en darme todo lo que tenía a su alcance. Entonces volvió a aparecer mi papá. Yo estaba por cumplir los quince años, me buscó una tarde para tomar un café. Mi madre a regañadientes me dejó ir, a pesar de los pesares Pablo era mi padre. Y esa tarde mientras yo me comía un helado de vainilla y mi papá tres expresos dobles uno tras otro, me contó que se había separado de Liliana, que ella se había llevado a sus hijas a vivir a Cuernavaca y que las veía cada fin de semana. Mientras él me narraba sus penas, yo terminé mi helado y comencé a dibujar en una servilleta de papel un unicornio, con grandes alas, el cuerno con finos detalles que hacían que se viera desde lejos en tercera dimensión. Mi papá se impresionó y me dijo: –Wow, eres muy talentosa. ¡Tienes que venir a vivir conmigo! Yo levanté la mirada y me topé con la suya. Sus ojos brillaban. –¿Por qué no? –respondí con determinación. Y me fui a vivir con Pablo Fernández. Entonces conocí a mi padre. Vivir con Pablo Fernández fue conocer un mundo totalmente distinto al mío. Un mundo en el que la apariencia y el halago son importantes. En donde la hipocresía es de uso cotidiano y el negocio se busca en todo. Nada se hace gratis. Me di cuenta de sus hábitos positivos y negativos. Al despertar lo primero que hacía era servirse un whisky, o fumar mariguana. Me decía que los creativos necesitaban a veces de sustancias para relajar la tensión y trabajar mejor. También lo vi subirse cada noche a la caminadora y rigurosamente hacer una hora de trote. Contrastante y contradictorio, pero un genio. Cuando mi padre tomaba un lápiz y lo deslizaba por el papel emergían las figuras más maravillosas que mis ojos han contemplado. Lo mismo en su computadora. Se ponía a trabajar y yo lo observaba extasiada. Entonces quise ser como él. Le pedí que me inscribiera en la mejor escuela y en talleres de diseño, él accedió y me entregué por completo a mi pasión. Durante el tiempo que estuve con él recibió varios premios nacionales e internacionales de diseño. Uno de ellos se lo dieron en Francia y otro en Italia. Conocí entonces lo que era sentir orgullo por papá. Sin embargo, eso fue empañado por lo que fui descubriendo poco a poco. Sus constantes deslices amorosos. Una mujer diferente comenzó a desfilar por la casa (y por la cama) de papá cada fin de
semana. A veces hasta las confundía y les decía el nombre de otra. Por otro lado, sus hijas menores comenzaron a ponerse celosas y se encargaban de hacerme la vida difícil cuando pasaban algunos días en casa. La ex mujer aún más. Incluso en una ocasión me acusó de haberle robado una gargantilla de oro cuando se quedó a dormir un fin de semana en que fueron juntos a confirmar a las niñas. Entonces mi padre comenzó a portarse extraño conmigo, a pedirme que no les dijera a mis hermanas que él me pagaba la escuela, y un año después me dijo que ya no me la pagaría. También comenzó a embriagarse con más frecuencia y entre su afición al whisky y sus mujeres un buen día decidí solicitar una beca en la escuela, me la otorgaron porque tenía notas altas y me fui a vivir a una casa de asistencia. Por supuesto, mi madre me dirigió una de sus frases predilectas: «Te lo dije». Pablo Fernández pasó otra vez al segmento de la ausencia. Se alejó de mí nuevamente. Ya no me buscó, no me daba para mis gastos, se desatendió de mí por completo. Ya ni en mi cumpleaños me llegó una tarjeta ni una llamada. Solamente por Google o Facebook me enteraba de su vida, o lo que ahí se decía, porque yo ya conocía más a papá y sabía muy bien lo que hacía y que no salía en las fotografías. Dos años después, cuando yo estaba por entrar a la universidad, volvió a llamarme. Me dijo que quería encontrarse conmigo en el restaurante de un hotel de la Ciudad de México, en el centro. Acudí y lo encontré acompañado de una mujer y de un bebé. Era su nueva mujer y su nuevo hijo. El bebé llevaba su nombre, Pablo. Tenía apenas dos meses de nacido. Me quedé en shock. –¿Esto es lo que querías decirme? –dije con tono sarcástico. –Sí, Paulina, además quería decirte que cuando lo desees puedes regresar a la casa, le he hablado mucho de ti a Malena (así se llamaba su nueva mujer), y le ha encantado la idea de que vengas a vivir con nosotros. Te extraño. Debo confesar que ese «te extraño» fue el que me convenció y acepté. Eran tan pocas las palabras cariñosas que había recibido de su parte que esas nueve letras me calaron hasta el alma y me fui a vivir con ellos. Solo que ahora me puso reglas: respetar las decisiones de Malena fue la primera regla, y la segunda (inverosímil ahora que lo recuerdo), que lo cubriera con Malena para poder seguir viéndose con sus otras «amigas». Así tal cual, como lo estoy contando. ¿Por qué accedí? La respuesta es muy simple: quería estudiar diseño en una de las mejores universidades del país. Y me dediqué a estudiar en medio de ese infierno. Obedeciendo las ridículas reglas de Malena, que
iban desde llegar a las diez de la noche a casa, cuando a veces a esa hora empezaban las fiestas con mis amigos, o no llevar visitas jamás. Así que ninguno de mis amigos podía entrar a «mi» casa ni convivir con «mi familia». Mi madre en ese entonces conoció a Paco, un ingeniero civil trabajador y buen hombre. Comenzó un noviazgo con él, pero no se decidía a comprometerse a algo más serio. Creo que estaba esperando verme en paz y con las alas abiertas para continuar con su propio vuelo. Entre mi padre y yo la historia se repitió, y aún con un episodio peor: la convivencia con su nueva mujer provocó celos, la relación con Liliana, su ex mujer, y mis otras hermanas complicó más las cosas, y a eso había que agregar la afición de mi padre por las mujeres, que me metía en problemas cada vez más grandes. Algunas de sus amiguitas llegaron incluso a agregarme en Facebook para preguntarme por papá o para concertar citas con él a través de mí y eso me daba náusea. Sin embargo accedía porque mi padre me lo ordenaba. En una ocasión dejé mi computadora abierta y mientras fui al baño, llegó Malena y entró a ver mis cosas, mi Facebook se quedó abierto y pudo leer algunas de esas conversaciones que tuve con las amigas de mi padre. La bomba estalló. Malena me acusó de traidora y se fue de la casa con Pablito en brazos. Cuando llegó mi padre por la noche se enteró de todo me echó la culpa a mí. Me insultó. Me dijo: «Eres una idiota» y lanzó mi computadora al suelo. Me corrió de su casa y ahí se quedó vociferando y embriagándose con whisky. Tiempo después supe que Malena lo perdonó porque mi padre me echó la culpa de todo a mí y le dijo que yo era la que lo promovía con otras mujeres que, a través de mí, querían colgarse de su fama y lo buscaban. Yo tuve que pedir una beca en la universidad y pedir ayuda a mi madre, que para entonces ya se había comprometido con Paco y estaba próxima a casarse. Me fui a vivir a un departamento con una amiga de la escuela y tuve que vender empanadas, ser mesera y trabajar con un diseñador ya establecido para poder sostener mis estudios. Fue una de las épocas más dolorosas y difíciles de mi vida. Pablo Fernández se alejó de mí por completo, incluso una vez lo encontré en una exposición de pintura en un museo y actuó como si no me conociera. Evitó mi mirada y se alejó a toda prisa para no tener que saludarme. Yo tuve que ir a terapia. Caí en una depresión que hizo muy difíciles mis dos últimos años de universidad. Sin embargo, el talento heredado de papá era mi destino. Obtuve las notas más altas y me titulé con honores. El alumno superó al maestro y, aunque no llevo el apellido de mi padre, todo mundo en el
medio del diseño y de la publicidad del país sabe que soy su hija. Porque aunque no lo crean, cuando empecé a figurar en el mundo del diseño gráfico mi propio padre habló mal de mí y de mi trabajo, criticó duramente lo que yo hacía y no tuvo piedad en decirle a varios clientes que yo usaba su nombre para posicionarme y no mi talento. Sin embargo, los hechos siempre serán más contundentes que las palabras y mi trabajo tuvo voz propia. Entonces dejó de hablar mal y empezó a decir que todo lo que hago es porque heredé su talento. Así, es, han pasado los años y ahora el que dice que es mi padre es él. El que presume y se jacta de haber sido mi tutor y mi guía es Pablo Fernández. Me asocié con un compañero de la universidad y formamos un despacho de diseño integral que abastece a grandes agencias de todo el continente. He trabajado mucho para llegar hasta donde estoy. Pero sobre todo, he tenido que superar a mi padre para superar mi dolor. Mi madre rehizo su vida y reabrió sus propias alas cuando vio abiertas las mías. Se casó con Paco y vive feliz esta etapa en su vida, en paz por fin. Con los esqueletos de Pablo Fernández enterrados debajo del éxito de su hija. Y yo encontré mi propio rumbo, agradeciendo el talento y el dolor que mi padre depositó en mi corazón, porque de esos dos ingredientes estoy hecha, y el talento es el que me mueve y el dolor el que me hace crecer. El talento lo transformo en mi trabajo, que es mi pasión. Y el dolor en sabiduría, porque ahí donde duele hay una lección que aprender.
20. INVISIBLE El mejor legado de un padre a sus hijos es un poco de su tiempo cada día. Leon Battista Alberti –¿Qué dices que vas a estudiar, Manuel? –Mercadotecnia y desarrollo de nuevos proyectos. –Ah. –Es una carrera muy interesante, papá, además siempre me ha gustado mucho el estudio de los mercados y las posibilidades de emprender un negocio propio. –Ah. Pone la vista fija en el televisor. Están transmitiendo el partido final de la
Eurocopa. Esto quiere decir que una neurona de mi padre puso atención a lo que dije. Todas las demás están en el futbol. Para describir a mi padre usaré una frase muy trillada: es un hombre de pocas palabras. Tengo veintidós años y no recuerdo jamás haber tenido una conversación con mi padre que no involucrara al marcador de un partido de futbol o que tuviera que ver con otro asunto distinto de mis calificaciones mensuales. Desde que tengo memoria siento que me ignora. Como si yo fuera un mueble más en la casa o como si mi presencia para él fuera un holograma que aparece y se desvanece al momento que él posa su mirada encima. He escuchado que la figura paterna determina mucho el carácter del hijo varón. Tal vez por eso me he sentido algo perdido en varias etapas de mi crecimiento. Como si mi brújula se descompusiera a cada rato y llega mamá y es la que tiene que repararla. Mi madre ha tratado de suplir esa ausencia presente de mi padre y me dedica mucha atención, pero no ha sido suficiente para mí porque creo que mi papá sí me ha hecho mucha falta. Tal vez eso explica que haya reprobado sexto de primaria y que después de terminar el bachillerato por los pelos me quedé cuatro años perdido en el limbo. Me metí a estudiar Psicología y reprobé cuatro materias de cinco en el primer semestre y deserté. Después de un semestre sabático en el que no hice prácticamente nada más que acompañar a mi mamá al supermercado, podar el jardín y salir con mis amigos, decidí entrar a probar suerte en Filosofía y Letras. Asistí tres meses solamente porque las clases me parecieron tan aburridas que creí que iba a caer en una depresión que me llevaría al psiquiátrico. Otra vez me dediqué a ser el compañero de mamá en la casa y para fingir que era útil me puse a vender balones de futbol y camisetas que un amigo de mi padre fabrica. Así han pasado casi cuatro años en los que he hecho un poco de todo, desde aprender un poco de electromecánica en un taller del empleo que impartieron en un instituto sin prestigio de mi ciudad, hasta tomar clases de cocina mediterránea. Estoy otra vez intentando retomar metas y encontrar mi camino. Pero a mi papá parece importarle lo mismo que un pepino. –Deberías de hablar con Jaime, aconsejarle algo para que haga algo útil en su vida –le dice mamá en tono desesperado. –Que haga lo que le guste, eso es lo importante –responde papá con la vista fija en el televisor. –¡Por Dios, Ignacio! ¡Es tu hijo! ¡Necesita tu guía! –grita mamá ya con algo de furia en su voz.
–Por eso, porque es mi hijo no deseo obligarlo a hacer algo que no quiera, que haga lo que le guste –responde mi padre sin énfasis alguno. –¡Cualquier intento de hablar contigo es inútil! –grita mamá furiosa y se va. Yo observo y escucho. Nada nuevo. Escena diaria, frecuente y típica en mi hogar. Y no hablo porque sé que si a mi mamá no le responde, a mi menos. ¿En qué momento don Ignacio Linares se volvió ese ser hermético al que le interesa poco lo que le interesa a quienes ama? ¿O acaso nos ama? Me he hecho estas preguntas muchas veces pero no encuentro las respuestas. A veces pienso que siempre ha sido así, pero mi mamá insiste en que cuando lo conoció era conversador y entusiasta. No recuerdo que haya jugado conmigo a algo. Ni al futbol, porque es un deporte que ve por televisión pero que no practica. Nunca lo he visto interesado en saber qué me gusta, qué no me gusta, qué anhelo en mi vida o si he sufrido por algo. Mis penas de amores, enfermedades y conflictos siempre los he compartido con mi madre, con mi hermana mayor o con mis amigos. Mi padre ha permanecido en mi vida como un ser ajeno a todo lo que tenga que ver con mi mundo. No sabe qué música escucho ni qué tipo de mujer me atrae. –¿A dónde dices que fuiste? –me pregunta mientras observa la comida en su plato durante la cena. –A Oaxaca, papá, fui con unos amigos de la escuela a una excursión y visitamos Monte Albán, también fuimos a ver telares y a una iglesia que tenía muchos retablos de oro –respondo entusiasmado porque me pregunta algo. –Ah. Es que no recordaba –dice y vuelve a quedarse callado. Puedo irme de la casa y tal vez se dé cuenta un año después. Eso siento. Con esa sensación de que le importo menos que un pepino. A veces hasta me observo en el espejo durante horas para ver si en verdad encuentro parecido físico con él, porque a tal vez duda de que soy su hijo y por eso no me hace caso. Pero no. Tengo sus cejas, sus dientes, incluso caminamos igual y también cuando nos reímos se nos hace el mismo hoyuelo en el cachete izquierdo. Ni hablar. Sí soy su hijo. –Papá, ¿cómo te fue en tu trabajo? –pregunto yo, porque si la montaña no viene a ti tú tienes que ir hacia la montaña. –Bien –responde a secas. –¿Qué ha pasado en el banco? ¿Sigue ahí el mismo director, ese que dices que te cae mal y que se parece al Profesor Jirafales? –insisto. –Sí, ahí sigue –y enmudece.
Ignacio Linares trabaja en un banco desde antes que yo naciera. No ha cambiado de ciudad desde que nació. Nació en Morelia y se morirá aquí. No ha cambiado de trabajo en los últimos treinta años. Ha cambiado de banco pero no de ambiente. La banca mexicana y sus bemoles han cansado sus neuronas y su interés por la vida. Eso quiero creer buscando explicaciones al porqué de su apatía hacia mí y hacia su familia. Dice que no nos falta nada porque nos ha dado techo, cobija y alimento, además de apoyarnos en nuestros estudios y en algunos gustos. Gustos que él por cierto desconoce. A veces le pedimos dinero y creo que ni cuenta se da en qué lo gastamos. Escucha la misma música desde hace más de treinta años y ve el futbol en la televisión como si fuera su único interés verdadero. Parece una práctica religiosa su afición por el sofá y el televisor. Es lo único que lo he visto renovar: un nuevo sillón, o una nueva televisión. Es lo que lo he visto comprar además de sus chocolates envinados que se come a montones los fines de semana como si fueran su premio por la jornada laboral. Es un hombre silencioso y de rutinas. Como dice mi mamá, responsable como proveedor, pero emocionalmente inhabilitado para expresar sus sentimientos. Porque quiero creer que siente amor por nosotros pero no sabe cómo demostrarlo. Eso quiero creer, eso quiero pensar, pero también eso me gustaría sentir... y no lo siento. No me regaña, pero su indiferencia es dolorosa. Ha sido una forma de lastimarme silenciosa y gradual. Ha afectado mi autoconfianza y mi toma decisiones. Me ha convertido en un hombre que vive sin terminar lo que empieza. Y tengo miedo, miedo del futuro, que no veo con claridad. Tal vez me ha hecho falta caminar de la mano de mi padre y que él me vaya mostrando el camino y dando consejos de cómo esquivar los obstáculos. Trato de comprenderlo, tal vez mi padre también tiene sus propios temores y traumas. Repitiendo algo que hicieron con él. Mi abuelo había muerto cuando yo nací, pero mi madre dice que así como mi padre es conmigo, mi abuelo fue con mi padre. No lo justifico pero si lo comprendo. No puede darme lo que no conoce. Se ha dedicado a hacer lo que aprendió: a formar un hogar y a trabajar de sol a sol para sostenerlo, llevar el pan a la mesa y comprar una casa en donde habitar. Tal vez le estoy pidiendo algo que no puede darme. Y como no habla, no conozco su infancia, solo escucho las historias que mi madre me cuenta, o alguna de mis tías (porque a las hermanas de mi papá también les da por la mudez), y con esos retazos intento comprender por qué mi padre es como es.
Siento que mi padre no me ve, que no me escucha. Y cuando se percata de mi presencia no veo que en sus ojos se vislumbre algún interés en mí. Por eso cuando era niño y me preguntaban qué superpoder escogería si yo fuera un superhéroe jamás elegí ser invisible, porque ya lo era. Para mi padre soy invisible. Lo comprobé en una ocasión cuando yo tenía quince años, quise probar hasta donde llegaba mi nivel de invisibilidad con él y anduve por la casa desnudo en plena tarde y sin excusa. No dijo nada. Juro que volteó y me vio, pero no dijo nada. Y pude haberme quedado desnudo de no ser porque mi hermana llegó y pegó un grito que se escuchó hasta China. –No griten –fue lo único que dijo papá desde la sala sentado frente al televisor. Pero así es mi papá y debo admitir que, a pesar de todo lo que les cuento, lo amo. No es el héroe que me protege de los peligros de la vida, pero al menos existe y convivo con él conservando la esperanza de que un buen día salga de su mutismo y me diga todas las palabras que no me ha dicho y me cuente todas las historias que no me ha contado. Mientras eso sucede, si me preguntan hoy cuál superpoder me gustaría tener si fuera un superhéroe, respondería: convertirme en televisor. Tengo veintidós años y, aunque no tengo claro mi futuro, al menos hoy tengo claro un propósito: voy a ser paciente con mi papá, y esperaré a que se decida a hablar y a que un día me escuche con interés y me conozca. Porque yo también quiero conocerlo más, porque a pesar de que me ignore, yo no puedo ignorarlo a él, porque lo veo cada mañana en mi espejo cuando me peino, soy parte de él y lo llevo en mi sangre. Y no quiero juzgarlo sin conocerlo de verdad, no quiero dejar a medias una tarea más, y si la montaña no viene a mi iré hacia ella cuantas veces sea necesario. No quiero un día despertar y que la montaña ya no esté. –Acabo de inscribirme en la universidad, papá –le dije entusiasmado. –Ah, qué bueno, ponle interés a tus estudios –dijo sin apartar la mirada del televisor. –Me decidí por Administración de Empresas. –Bien. –También quiero decirte otra cosa, papá. –¿Qué? –Te amo. Durante un instante que me pareció eterno, se quedó inmóvil y silencioso. Luego sucedió lo insólito. Lo inesperado. Bajó el volumen del aparato y dijo:
-–Yo también.
ÍNDICE 1. Con ella ................................................................................... 15 2. En la televisión ........................................................................ 25 3. Sentada en la banqueta ........................................................... 35 4. Cuentos para no dormir ......................................................... 47 5. Para que no se me olvide ........................................................ 55 6. Sin agallas ................................................................................ 61 7. A través del cristal ................................................................... 65 8. Tres veces ................................................................................. 73 9. Sin tu apellido ......................................................................... 85 10. Secuestrados .......................................................................... 91 11. Sin conocerme .................................................................... 101 12. Sin tus manos ...................................................................... 107 13. Entre los escombros ............................................................ 111 14. Tarde .................................................................................... 119 15. En la piel .............................................................................. 125 16. El padre perfecto ............................................................... 1333 17. A escondidas ....................................................................... 139 18. Lo que me cuentan de ti ..................................................... 149 19. Ahí donde duele .................................................................. 153 20. Invisible ............................................................................... 163 Cuando papá lastima Derechos reservados © 2020, Ma. del Rayo Guzmán Centeno © VF Agencia Literaria https://www.vfagencialiteraria.com/ Diseño de portada: Mónica Huitrón Ilustración de la portada: Pedro Iván Guzmán Torres Queda prohibida la reproducción o transmisión total o parcial del contenido de la presente obra en cualesquiera formas, sean electrónicas o mecánicas, sin el consentimiento previo y por escrito del autor o la editorial. Primera edicióndigital: 2020
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