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Spanish Pages 349 Year 2019
Reservados todos los derechos © Pontificia Universidad Javeriana © Luis Alberto Suárez Guava Primera edición Bogotá, D. C. , abril de 2019 ISBN : 978-958-716-xxx-x Hecho en Colombia Made in Colombia Editorial Pontificia Universidad Javeriana Carrera 7. a n.° 37-25, oficina 1301 Edificio Lutaima Teléfono: 3208320 ext. 4752 www.javeriana.edu.co/editorial Bogotá, D. C. Corrección de estilo: Sebastián Montero Vallejo Diagramación: Margoth de Olivos Diseño de cubierta: Claudia Patricia Rodríguez Conversión ePub: Lápiz Blanco S.A.S. Pontificia Universidad Javeriana, vigilada Mineducación. Reconocimiento como Universidad: Decreto 1297 del 30 de mayo de 1964. Reconocimiento de personería jurídica: Resolución 73 del 12 de diciembre de 1933 del Ministerio de Gobierno.
Pontificia Universidad Javeriana. Biblioteca Alfonso Borrero Cabal, S. J. Catalogación en la publicación Suárez Guava, Luis Alberto, 1974-, autor, editor académico Cosas vivas : antropología de objetos, sustancias y potencias / Luis Alberto Suárez Guava [y otros catorce]. -- Primera edición. -- Bogotá : Editorial Pontificia Universidad Javeriana, 2019. (Colección Diario de campo). Incluye referencias bibliográficas. ISBN : 978-958-781-369-2 1. Antropología 2. Antropología de los objetos 3. Teoría antropológica 4. Antropología social 5. Antropología cultural 6. Etnología I. Pontificia Universidad Javeriana. Facultad de Ciencias Sociales CDD 306 edición 21 inp 10/04/2019 Prohibida la reproducción total o parcial de este material, sin autorización por escrito de la Pontificia Universidad Javeriana. Llevaban todo lo que podían soportar y un poco más, incluyendo un silencioso temor por el terrible poder de las cosas que llevaban . TIM O’BRIEN Tabla de contenido Tránsitos de este libro, a manera de presentación La vida de las cosas y las formas del conocimiento: desafíos para hacer otras antropologías
Luis Alberto Suárez Guava Preferiblemente objetos Vasijas envidiosas de Aguabuena: un ensayo etnográfico sobre la vida del mundo material Daniela Castellanos Del tambor al picó: objetos de poder en las redes festivas artesanales y técnicas en el Caribe colombiano Mauricio Pardo Los santos del rayo: apuntes sobre illas y objetos con fuerza en el ritual andino Juan Sebastián Anzola Rodríguez No es candela ni es oro Daniel Torres Mansilla Sombreros vueltiaos y otras “cosas” afines * América Larraín Motivos prácticos y consideraciones simbólicas: la fabricación del cacurí entre los cotiria del bajo río Vaupés Kenny Javier Calderón Preferiblemente sustancias Entrar y salir de la tierra. Eventos y lugares de la fuerza reproductora en el suroccidente andino colombiano* Laura Guzmán Peñuela Natalia Martínez Quijano Sangre vertida en sangre: remedio y castigo en el cuerpo de los nasa Andrés Felipe Ospina Enciso De lo “floriado” a lo marchito. El sistema del enrollamiento y la voluntad del barro en Aguabuena, Colombia Laura Holguín “Le dieron algo”: la mecánica de los dones ocultos y la brujería en La Primavera, Vichada Adriana Bolaños Gómez
Sangrenegra: correspondencias entre la sangre, los crímenes y la vida de un bandolero Catalina García Acevedo La gente de antestiempo: persona, pinta y montaña en Tununguá, Boyacá Laura Chaustre Fandiño Edward González Quiñones Nos habita y nos golpea. Persecución de la sangre en La Aguadita Luis Alberto Suárez Guava Tránsitos de este libro, a manera de presentación Los estudios contenidos en el presente volumen tuvieron una primera versión en tres simposios del XV Congreso de Antropología en Colombia, que se realizó en Santa Marta en el año 2015: Objetos de Estudio: Repensando los Vínculos entre Personas y Cosas, organizado por Daniela Castellanos y Kenny Javier Calderón; Antropología de los Objetos y de las Sustancias, y Antropologías del Juego y de la Fiesta, organizados por el Grupo de Estudios Etnográficos. El apoyo del Departamento de Antropología de la Pontificia Universidad Javeriana, la generosidad de los organizadores del primer simposio y la dedicación de quienes colaboraron con sus estudios hicieron posible este conjunto de artículos. Presentaré algunos tránsitos, algunos de ellos apenas abiertos por los ejercicios etnográficos y las apuestas de escritura. Por supuesto, esta es apenas una lectura, un recorrido que las más de las veces toma los desechos , esos atajos que comunican, de forma expedita y sin mucha carga, con lugares a los que de otra forma solo puede llegarse por carretera. Los caminos anchos son los que estas investigaciones declaran. Uno de los recorridos es el que vincula a la etnografía con la arqueología, particularmente en los trabajos de Kenny Javier Calderón, Daniela Castellanos y América Larraín. En cada caso, sin embargo, se trata de una experiencia distinta. Kenny Javier Calderón propone una discusión acerca de las razones prácticas y los significados simbólicos. Se plantea la pertinencia de mantener una “visión estándar” de los objetos que usan los grupos indígenas amazónicos en su vida diaria, visión según la cual cierto tipo de “cultura material” es estática, un producto pasivo, “un mecanismo para enfrentar las condiciones físicas del entorno”. A partir de una exposición del proceso de fabricación del cacurí (una trampa para peces) entre los cotiria del Vaupés colombiano, argumenta la necesidad de una visión “contextual y relacional de lo técnico y la tecnología”. Encuentra que entre los wanano no hay disociación entre los objetos y sus artífices, que estas “relaciones íntimas” ocurren entre las personas, el medio, los materiales y las operaciones técnicas. Pero también que el trabajo que produce el cacurí “incorpora –en el artífice y en la trampa– una suerte de conducta moral que [...] vincula de manera causal a cada hombre con la suerte de su trampa”. En consecuencia, y siguiendo a Alfred Gell, la elaboración de la trampa es un tipo de producción social “tan técnica como mágica”, y no es posible
hacer una “distinción taxativa entre lo práctico y lo simbólico”. Esta conclusión, tan seriamente respaldada por el seguimiento etnográfico del trabajo que produce al cacurí, no solo impugna las visiones pragmáticas del trabajo técnico, según las cuales las cosas que produce el trabajo material se explican por las necesidades técnicas de la producción y el entorno, sino también las visiones exclusivamente simbólicas del universo, según las cuales lo propio de lo humano es la capacidad para producir pensamiento. Calderón propone que ya que el trabajo reciente sobre las sociedades amazónicas argumenta “la continuidad esencial entre los seres vivos”, es necesario extenderla “también a sus creaciones materiales”. Y es a partir de esa incomodidad con la tiranía del significado y lo simbólico en la antropología que Daniela Castellanos asume el estudio de las vasijas envidiosas de Aguabuena. Inspirada por el llamado de Henare, Holbraad y Wastell a “pensar a través de las cosas”, la autora se aleja de la supuesta existencia de “telones de fondo que le dan sentido al comportamiento humano” (Geertz), y se ocupa de “las cosas mismas y sus posibilidades”. Castellanos se plantea una serie de preguntas a propósito de la constatación de una realidad que declara Helí Valero. ¹ Las preguntas que se hace la autora ante la afirmación de que algunas vasijas son envidiosas quieren mantenerse en el mundo de los fenómenos: “¿cómo es la envidia de las vasijas?, ¿por qué las vasijas envidian y cómo es su envidia?, y ¿de qué nos habla esta experiencia a propósito de la relación entre humanos y objetos?”. Castellanos muestra que en Aguabuena la envidia involucra a otros no humanos, como las vasijas, la Virgen, las mangueras o el Diablo; que el barro con el que se producen las vasijas tiene cierta “conductividad”, por lo cual la envidia circula a través de él; que esa “hidráulica de la envidia” se manifiesta también en que las mangueras a ras de tierra son susceptibles de sufrir daños por la envidia, mientras que por el aire no; y que el flujo de la envidia ocurre en múltiples direcciones, debido a que la envidia existe en el mundo, como constata cualquiera que vea sus consecuencias sin que la explicación de su origen para un caso particular sea la definitiva. ² Este trabajo constituye un llamado de atención al universo de los fenómenos en sí mismos, al centrar su atención en “la vida que ya ostentan las cosas”. ³ Esa vida de las cosas adquiere, en el presente volumen, varias formas. América Larraín analiza el sombrero vueltiao o, mejor, un símbolo con vida social y política gracias a diversos factores. Entre ellos lo que Wade Davis llamó “el calentamiento musical” de Colombia durante la segunda mitad del siglo xx y la efervescencia del paramilitarismo durante la primera década del presente siglo. La influencia paramilitar es sugerida por hechos tales como que una senadora condenada por paramilitarismo, Eleonora Pineda, fuera la impulsora del proyecto de ley que declaró al sombrero vueltiao patrimonio de la nación. Pero también que la ministra de Cultura de la época, María Consuelo Araújo, quien firmó la ley que designa el sombrero como símbolo cultural de la nación, terminara renunciando a su puesto debido a que su padre y su hermano tuvieron vínculos demostrados con los paramilitares de la Costa norte colombiana. Partiendo de que podemos “apreciar no solo los efectos de las cosas [...] sino también a las cosas como efectos de prácticas materiales”, el estudio de Larraín explora “las transformaciones y la mutabilidad de este objeto”, y argumenta que
El Sombrero Vueltiao solo existe porque existen múltiples sombreros vueltiaos, cuyos usos y significados apuntan a distinciones, fracturas y continuidades de consenso entre lo que es, para qué sirve y los contextos en los que él o sus imágenes pueden ser activados. Larraín muestra, entonces, varios sombreros: el símbolo local, un objeto ancestral de la cultura zenú validado por el conocimiento experto (el de la arqueología) que hace al museo; el símbolo nacional y de cierta colombianidad expuesta en diferentes escenarios; y el símbolo, al mismo tiempo expuesto y oculto, del ascenso y la consolidación del proyecto paramilitar. La autora da cuenta así de la confluencia de actores diversos, entre los cuales incluye al sombrero o a los sombreros mismos, así como a las “interferencias e interpretaciones que son posibles entre ellos”, para concluir que el sombrero vueltiao es un objeto “inestable” que a su paso crea sentidos y afectos. Y de sentidos, afectos y afectaciones está conformado uno de los desechos de este volumen. Otros objetos que crean afectos y son efectos ellos mismos son el tambor y el picó . Mauricio Pardo presenta la emocionante historia del tránsito, en el Caribe, de unas redes festivas artesanales a otras eminentemente técnicas, haciendo gala de un profundo conocimiento del pasado y el presente de las redes locales tanto como de las transnacionales. Pardo propone un alucinante recorrido que empieza caracterizando las fiestas populares durante el siglo XIX como un producto de cierta “geografía del tambor”, y a continuación explora las posibles fuentes africanas de los tambores que llegaron al territorio colombiano. El autor se refiere a una “fuerza centrípeta del tambor como concepto y como texto”, responsable de “la configuración particular de lo caribeño en Colombia”. Luego, da cuenta de la forma en que los medios técnicos –materialización de las redes multinacionales de la industria discográfica– opacaron la fiesta instrumental en vivo, de tal manera que la fiesta popular empezó a depender de la presencia de radios, victrolas y amplificadores (picós). El picó es el sistema de amplificación del sonido y también las empresas de venta de servicios de amplificación musical que Pueden vender sus servicios por contrato a una persona o entidad o pueden cobrar entradas y vender licor al público en un local o caseta , o en una caseta provisional resultante de cercar un lote o una porción del espacio público, un parque o una calle. Los picós empezaron a importar músicas de contrabando y a insertarlas en las zonas populares en la década de los sesenta, dando inicio a un complejo proceso de independización respecto a las redes legales de distribución que representaban las emisoras y las disqueras reconocidas. Algunos incluso se convirtieron en disqueras ilegales en las que surgiría, como producto de diversos entrecruzamientos favorecidos por el contrabando, la champeta. Pardo muestra una paradoja muy propia de la supervivencia de las formas populares: el picó parece ser la claudicación de las fiestas populares (aquellas acompañadas por los tambores y las palmas) ante el avance de la lógica del capitalismo y la tecnología, pero también es el lugar de una saga de prácticas contrabandísticas que conserva la fiesta en las calles populares, con una independencia relativa de las redes festivas nacionales. Pero el picó
es más que eso, como señala Pardo hacia el final de su recorrido: el picó es “pura potencia”. Los picós más importantes de Cartagena y Barranquilla alcanzan los 50 000 vatios, es decir, lo requerido para los conciertos en los estadios más grandes, y este poder lo dota de una enorme “intensidad sensorial y afectiva”. Y desde el afecto y las afectaciones presenta su estudio Daniel Torres: no tiene por qué ser claro para quien lee que se trata de una indagación sobre el tejo en Boyacá y mucho menos que se trata de afectaciones, porque el juego que propone Torres es particular. Allí aparecen las otras cosas que afectan a los jugadores de tejo: la música “borrosa” que despiden los parlantes viejos, las carreteras veredales, las farolas de la Virgen del Carmen, las canastas de cerveza, los camiones, las Kenworth o las colectivas, las ruanas, las mechas de pólvora, la ambición, las luces en el cerro, la arcilla, la mano de Rogelio, los volcanes, la plata. Pero no se trata de un listado estéril o de las viñetas analíticas de Power Point que justifican argumentos prefabricados, sino de un montaje vívido que de manera incluso desapasionada presenta una noche terrible en las vidas de esas personas mutuamente afectadas. Nos hemos preguntado en el Grupo de Estudios Etnográficos qué responder a las múltiples voces que comprensiblemente preguntan si eso es antropología. Algunas de esas voces declaran, condescendientes, que, “como la etnografía son cuenticos”, hasta puede valer como un ejercicio menor. Entre las respuestas maleducadas y las respuestas apasionadas por “una antropología sensible”, mi opción es recordar que, siempre, incluso cuando nos refugiamos en el objetivismo o en la corrección política, estamos jugando entre géneros. El género testimonial y el interpretativismo desinfectado de las peores versiones de la etnografía geertziana pueden ser tan inútiles como cualquier otro género para dar cuenta de las formas que adquiere la vida en cualquier contexto. El estudio de Daniel Torres es efectivo: plantea las paradojas culturales con el tamaño y la fuerza de estas cuando ocurren. Este estudio es así mismo transgénero: no nace en las certezas de los géneros difusos , como se llama el influyente artículo que dio rienda suelta a la imaginación textual de mi generación en los tardíos años noventa de la antropología colombiana, sino como un refugio que se atiene a contar lo que para el etnógrafo es necesario. No presenta, ciertamente, un análisis. Pero tampoco puede decirse que un trabajo como este puede nacer, silvestre, del puro encantamiento del autor por la literatura decimonónica o por el juego del tejo en Boyacá. Si no es antropología, es antropología transgénero. No es producto de una búsqueda constructivista por su lugar en el mundo. Es parte de lo que algunos terminamos haciendo una vez descubrimos que otros géneros nos hacen violencia.
Roberto Bolaño, el aclamado y malogrado escritor chileno, dice en una entrevista, poco antes de su muerte, que la literatura no habla de la realidad sino de la literatura. Las novelas hablan con otras novelas en ese juego de resonancias constitutivas que es la literatura. En este conjunto de estudios, están las resonancias que justifican la presencia de los textos raros. Solo que la antropología sí está obligada a creer que puede hablar de la realidad o de las realidades. Algunos incluso creemos que las realidades nos obligan a hacer diferente para lograr pensar diferente. Apropiamos así la idea de las resonancias constitutivas del compromiso de José María Arguedas con la realidad. El estudio de Juan Sebastián Anzola sobre los objetos con fuerza en el ritual andino parte de la búsqueda de una definición del concepto illa para comprender las particularidades de algunos santos del rayo que el autor ha encontrado en el suroccidente de Colombia. Anzola propone un recorrido juicioso a través de fuentes etnográficas, fuentes históricas y de la revisión de un amplio cuerpo de la literatura antropológica pertinente. La pregunta que se hace por las illas deviene en una serie de hallazgos, en sentido estricto, propiciados por el concepto. El texto es una pesquisa teórica, como muchos de los estudios aquí reunidos. No supone esa indagación (como cuando emprendemos tareas informadas por una u otra teoría), sino que asume la propia. Es posible que, después de hacer una lectura que busque resonancias en el oro, la candela y otros misterios que aparecen en el texto de Torres, se comprenda que algunos géneros se necesitan . Anzola plantea preguntas ocultadas tanto por el estructuralismo convencido de que el pensamiento silvestre es una ciencia falsa como por los posestructuralismos que con la razonable intención de deshacer los efectos de verdad propios de la dominación deshicieron también la necesidad de comprender en sus propios términos las vidas al margen. ¿Qué tal si en lugar de dejarnos engañar por las categorías nativas, aceptamos su fuerza explicativa y asumimos la necesidad de comprenderlas como parte de las teorías de mundo? ¿Qué tal si eso que de manera aséptica llamamos creencias son conceptos que hacen al mundo? ¿Deberíamos entonces dejar de hacer desaparecer la fuente del conocimiento tras nombres de pila genéricos y a veces manifiestamente inventados y empezar a reconocer que, al menos en ciertos casos y para ciertos temas, nuestros maestros son maestros y no informantes? ¿Qué tal si citamos tan respetuosamente las elaboraciones teóricas de los campesinos e indígenas como las de autores y autoras que, además, debemos seguir leyendo?
Las circunstancias benditas por las que llegamos al suroccidente de Colombia se deben a la generosidad de la antropóloga indígena María Inés Reina, quien, junto con María del Pilar Rivera, nos permitió iniciarnos en el estudio de lo andino y ampliar el rango de referencias en la tarea de comprender los lugares-evento, como Armero. Ellas dos compartieron en sus trabajos seminales –realizados durante 2009– todas las sendas que luego continuó un buen número de tesistas de la Universidad Nacional de Colombia, magistralmente guiados por el profesor Carlos Páramo Bonilla. Incluso algunos que no continuaron trabajo de campo en el suroccidente encontraron en ese lugar la excusa para ingresar en una antropología preocupada por las categorías campesinas que, gracias al trabajo de ellas y a las sucesivas temporadas en campo durante varios años, se nos antojaron eminentemente andinas. El estudio de Natalia Martínez y Laura Guzmán es una cuidadosa reelaboración etnográfica y teórica de la fiesta de San Francisquito en el resguardo Pastás de Aldana (Nariño). Las autoras argumentan que en el suroccidente de Colombia la tierra se muestra con voluntad y personalidad en eventos y lugares de una fuerza reproductora que transita gracias a la forma juca del mundo. Se trata de un estudio denso que, de manera meticulosa, desgrana las manifestaciones concretas de la fertilidad, subrayando constantemente el contradictorio juego del santo y frente al santo, que termina siendo una excusa para que se muestre la fuerza reproductora de la tierra. Así, música, chapil , lluvia, tierra, comida, semen, infieles , vahos, humos, sangre, espantos, yerbas y mal aire, fungen como sustancias mediante las cuales se manifiesta dicha fuerza. Es más, esta entra y sale de la tierra, como el propio San Francisquito, gracias a las vías subterráneas de comunicación entre lugares críticos, como el Cerro Gordo, La Laguna, la Ciénaga Larga, o gracias a lugares cotidianos caracterizados como potencialmente pesados: las zanjas y los aljibes. Más aún, esa forma juca del mundo permite que el pasado y el presente se relacionen de manera ambigua, propiciando un intercambio necesario según la teoría indígena del mundo. Este estudio da inicio a la sección sobre sustancias de nuestro libro. Y, adelantando el argumento de Laura Chaustre y Edward González Quiñónez, la sustancia que hace a las personas en Tununguá (Boyacá) es la montaña. En un texto atrevido que no se atiene a un solo género, Chaustre y González Quiñónez muestran y auscultan las aseveraciones provocadoras de sus maestros tunungüenses: los primates fueron cristianos que no se dejaron conquistar. Cierto tipo de frutos esconde todavía el rostro de los cristianos que fueron. El texto constituye un esfuerzo por demostrar la lógica de las relaciones sociales en Tununguá a partir de cierta teoría social tunungüense vertida en nociones como enseñarse, pinta, gallada, baile, careo, taya, toriado, jullería y antestiempo. Chaustre y González Quiñónez tienen la virtud de identificar la continuidad sociológica entre el juego del trompo, la riña de gallos, la vida política y las relaciones con la montaña. Establecen, además, un diálogo fructífero con las obras de Geertz, Mauss, Páramo-Rocha, Leenhardt, Páramo Bonilla y Viveiros de Castro, pero sobre todo con la tesis de pregrado de Natalia Gamboa Virgüez, quien los llevó a ese lugar casi desconocido de la geografía colombiana. Otra forma de enunciar el argumento sería decir que el personal en Tununguá es el conjunto de las pintas posibles, y las pintas posibles siempre salen de la
montaña o se esconden en la montaña. Queda pendiente, en Tununguá y otros lugares en los que se emplea la noción de pinta (como en el universo del yagé), una especie de teoría antropológica de las pintas, aunque es probable que, de cierta forma, toda antropología sea de las pintas: esas fulguraciones constitutivas que se ven alrededor de la gente y que se alargan de modo misterioso hasta su ser más hondo y que terminan siendo, si eso es posible, las sustancias de las que estamos hechos, y que unas veces nos hermanan con otros no humanos y otras nos hacen hijos de la tierra, como ocurre con la gente salida de las zanjas. Algo así como lo implícito en los dramáticos eventos descritos y analizados por Andrés Ospina. Cuando ocurre un asesinato en la sociedad nasa, “el asesino tiene que cargar al muerto sobre sus hombros en un largo trayecto que inicia en el sitio del asesinato y va hasta la tumba en el cementerio de la población”. El muerto se vacía o se voltea sobre el agresor en una acción ritual que descarga y limpia la culpa. La sangre de la víctima borra la mácula del asesino. Contra todas las teorías de la sangre derramada contaminante, esta sangre, derramada de tal forma, es purificadora. Evidentemente, se está hablando de un sistema jurídico del cual Ospina encuentra la clave en un relato que también puede leerse como geológico: habla de un abrazo que le dio forma al mundo, un abrazo tan fuerte que de él manaron la sangre y el agua que, una vez secas, produjeron el verde, y cuando el agua se hundió en la tierra, permitió que emergieran las montañas y las peñas. Ospina redescubre argumentos viejos de las luchas indígenas según los cuales la sangre de los indios y su territorio son una y la misma cosa. También que la sangre se siembra y, en consecuencia, que los muertos se siembran. Más que respuestas definitivas, este texto, como la mayoría de los que reúne esta colección, abre preguntas que requieren, cómo no, más trabajo, no solo porque la antropología necesita campo, siempre quiere más campo, sino porque los argumentos que encuentra deben estar, como intuye el autor en sus consideraciones concluyentes, al servicio de las sociedades con las que ha preferido trabajar, aunque esta sea, aquí, una afirmación que puede lucir intempestiva. Y si la sangre de los nasa se muestra como potencialmente sanadora y justa y proveniente de un evento cosmológico, la de Sangrenegra (Jacinto Cruz Usma), en el Tolima, está pervertida y contamina al mundo de forma siniestra en las constantes transgresiones rituales de la Violencia, como muestra Catalina García. La autora propone leer la memoria oral y escrita de la vida y la muerte del bandolero a la luz de las ideas acerca de la sangre. Esto constituye una propuesta de análisis relevante acerca de la violencia en Colombia. Y los resultados son sobrecogedores. Nos enteramos de que su sangre se volvió negra porque bebió su sangre en una copa aguardentera; de que en ese camino lo guio Almanegra; de que nació en El Bosque y cayó a manos de un batallón comandado por el coronel Matallana, gracias a la traición de su hermano; de que un ritual terrible de exposición de su sangre y un entierro sin misa fueron el final de su vida; de que un comandante de las desmovilizadas Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (Farc) reclama ser su hijo; de que hay muertos que duran más muertos que vivos, como concluye García. Intuimos que la sangre es lo que dura. La sangre busca y huye, se muestra y se esconde. Tiene su propio camino, porque, como dicen, la sangre jala : tiene sus razones, sabe para dónde va.
Aunque es probable que ese camino sea un cierto acuerdo con otras sustancias, como el barro en Aguabuena. Según el argumento de Laura Holguín, en este lugar, la voluntad del barro es manifiesta en las exigencias del material para la producción de cerámica. Holguín se concentra en una descripción del trabajo con el barro que le sigue la pista al material mismo. En ese proceso, identifica un conjunto de categorías referidas a procedimientos, formas y estados del barro en los talleres alfareros. La autora enfatiza en la necesidad práctica que tienen los iniciados en el oficio de untarse o tocar el barro para lograr el “conocimiento del barro”, el cual supone una forma particular de concebir el tiempo, que “oscila entre lo floriado y lo marchito ”. Algunas de las categorías que identifica y explora se refieren a las formas y al procedimiento que las produce, como en el caso de los chutacos , que encuentra referidos, como forma y procedimiento, también en los Andes peruanos. Holguín explora otra dimensión de la noción de punto, identificada y expuesta, con otros énfasis, por Daniela Castellanos. Los puntos, en este caso, marcan los compases de la existencia rítmica del barro. Se trata de una teoría en la que la vida se expresa como la voluntad misteriosa de una sustancia con voluntad rítmica, una voluntad oculta que se comunica gracias al contacto. Y un asunto que se insinúa en algunos de los estudios de este volumen es la brujería. Es extraño, porque un cierto tipo de entrenamiento que podríamos llamar preetnográfico nos ayuda a evitar referirnos a ese tema u obviar las conversaciones en las que se mencionan casos de brujería. ⁴ Lo paradójico es que en todos lados y a propósito de cualquier asunto de relevancia social, en Colombia, se habla de brujería. Y a diferencia de lo que nos pasa a los intelectuales, a la gente normal sí que le gusta relatar y relatar casos y casos de brujerías. Narran desde los muchos en los que no creen hasta los terribles que sufrieron familiares o conocidos. Y siempre queda en el aire la sospecha de haber sido víctima o de, sin querer , haber embrujado. El breve y profundo estudio de Adriana Bolaños Gómez sobre la mecánica de la brujería en La Primavera (Vichada) arroja luces sobre todas las brujerías. Bolaños argumenta dos tesis: 1) la brujería viaja en dones ocultos y 2) logra su cometido usando restos de procesos fisiológicos que nunca logran devolverse. Propone una sociología elemental de la brujería en la que los personajes del drama son la bruja, los chismosos y los embrujados (la víctima y el favorecido). Caracteriza a las brujas mediante las mañas , y a los chismosos como personajes afectados por una envidia que los obliga a convertirse en narradores de la brujería que, de forma retorcida, mantiene embrujadas a las víctimas. A partir de una cuidadosa relectura de Marcel Mauss y de Tamati Ranaipiri, Bolaños plantea que los dones que no viajan ocultos pueden devolverse y en consecuencia sirven para dar continuidad a relaciones de reciprocidad. Los dones que embrujan, en cambio, son los que se ocultan en otros dones: “Le dieron algo”, como se titula el artículo, es lo que suelen decirles los chismosos a quienes se sospechan víctimas de brujería. Los regalos ocultos devoran a las víctimas. Esos regalos no se pueden devolver simplemente porque no se sabe que fueron recibidos. La gracia de todos los que venden servicios de desembrujamiento radica en su capacidad para mostrar en dónde está el regalo para devolverlo .
Del don expuesto de este volumen, para usar la terminología de Bolaños, no me corresponde hablar. Lo único relevante aquí es decir que nada esconde. Y, por supuesto, que se reclama como antropología. Toda clasificación es parcial y arbitraria. He optado por la simplicidad y conformé dos grupos de artículos: “Preferiblemente objetos”, “Preferiblemente sustancias”. Preferiblemente , porque los artículos no solo tratan con objetos o sustancias o potencias. Tal vez lo primero que desafían los artículos de este volumen sea la idea misma de la clasificación. En todos los casos, nos enfrentamos a transgresiones de las fronteras de la razón o de lo social, de lo político o de lo jurídico, de la moral o de lo simbólico, de los géneros de pensamiento, incluso de aquellas fronteras que separan tan flagrantemente la teoría de la etnografía. Nos encontramos con gente que bebe (su) sangre y la trastoca en el mismo acto. O con montañas que paren gente y con gente que resbala por la montaña en juegos suicidas. O con muertos que se desocupan sobre sus asesinos y con regalos ocultos en regalos sonrientes. O con objetos poderosos que “ponen a temblar hasta los huesos” y con fuerzas que brillan temblorosas y provocan temblores. Con trampas en medio de los ríos y con ríos traicioneros que tienden trampas en remolinos. Con artículos extensos que explican con suma dedicación todo lo posible y con artículos breves que piden mucho tiempo para ser digeridos. Hay santos que bailan y santos que se desplazan ocultos, unos hacen surcos y otros, zanjas. Hay gallos y bandoleros, indios y guaqueros, tambores y museos, danzantes y trompos, alfareros y políticos, sombreros y picós. Muchas provocaciones. Cosas vivas. Desde las vasijas envidiosas de Aguabuena hasta la tecnología mágica de las trampas para peces de los cotiria, los artículos de la primera parte aceptan la atribución de características que hasta ahora hemos considerado preferiblemente humanas a cosas que hemos tratado preferiblemente como objetos. De forma análoga, la segunda parte explora pintas , barros, vahos, sangres, aguas y montes como sustancias fundamentales que vinculan, en parentescos tanto o más complejos que los que producen las ciencias médicas y estéticas contemporáneas, a personas que a priori podrían considerarse como pertenecientes a distintos órdenes. La juiciosa lectura y el entusiasmo de Cristóbal Gnecco Valencia y Daniel Ruiz Serna contribuyeron en partes iguales a la depuración del material final y a la convicción con que acometimos esta empresa. La gestión de la dirección del Departamento de Antropología, primero gracias a Carlos Luis del Cairo y luego gracias a Luisa Sánchez, así como el riguroso trabajo editorial de la Facultad de Ciencias Sociales y Humanas hicieron posible esta publicación. Quien quiera sumergirse in media res en el volumen puede hacerlo ahora, obviando la discusión introductoria. Quien quiera acompañarme en un chapuzón por la pregunta acerca de Cosas vivas , puede continuar en la siguiente página. El editor
1 Se trata de un alfarero excepcionalmente dotado para describir la naturaleza de las cosas (ver “La vida de las cosas y las formas del conocimiento...”). 2 O, como dice la canción, “porque existe la envidia ¡de tal manera!”: que es sorpresa por todas sus formas. 3 Con esta idea damos título al volumen y abrimos la discusión planteada en la siguiente sección. 4 Puede que se deba a que los intelectuales, sobre todo cuando escribimos, debemos parecer gente que no se enamora. La vida de las cosas y las formas del conocimiento: desafíos para hacer otras antropologías * Luis Alberto Suárez Guava En memoria de Roberto Gómez y Helí Valero Este artículo introductorio plantea que la antropología ha tenido sus grandes momentos cada vez que volvió a descubrir que las cosas adquieren vida, pero que las recientes formas de estudiarla (giro ontológico o giro material) corren el riesgo de no asir lo fundamental, dado que no se plantean un cambio en la forma de acercarse a esa vida. Para argumentarlo, presento, en la primera parte, un breve análisis de la forma en que Marx y Tylor estudiaron la vida de las cosas. En la segunda parte, expongo someramente algunos problemas y algunas virtudes del llamado giro ontológico en antropología, con la aclaración de que no es la reciente notoriedad de esta escuela la razón por la que se conformó este volumen. En la tercera parte, propongo que el ambiente cultural para la emergencia de la renovada sensibilidad por la vida de las cosas se encuentra prefigurado en cierto cine de efectos especiales; sostengo que los efectos especiales del cine dejaron de ser especiales y del cine, y son ahora efectos ordinarios que nos constituyen. En otras palabras, que la sensibilidad de los giros materiales parece fetichista y no laboral . En la cuarta parte, introduzco una discusión sobre la vida y la muerte de la riqueza a partir de algunas enseñanzas de Roberto Gómez y Helí Valero. Al final, presento una apuesta en proceso que aspira tanto a tejer una práctica etnográfica con las manos sucias , y no violenta, como a labrar una práctica etnográfica teórica. Algunos de los textos incluidos en el presente volumen se plantean ese tipo de trabajo, pero ninguno es producto de un cambio tal en la forma de hacer etnografía. Pensamos con cosas: las cosas en Tylor y Marx La antropología se ha enfrentado desde sus inicios a la afirmación de la vida de objetos, animales, plantas, piedras o accidentes del paisaje en diferentes sociedades. Parte de lo que se espera de quienes hacen antropología es que provean una “explicación”, académica o disciplinar, de las afirmaciones nativas, pero sobre todo del entramado de las relaciones sociales en las que se involucran. No solo porque las cosas pueden ser vistas como el referente material de las relaciones sociales entre personas (Larraín, Pardo y
Castellanos, en este volumen), sino porque eventualmente las cosas son personas con “vida interior y con intención” (Gell, 1998; Torres, Holguín y Calderón, en este volumen). Y las personas a veces ocupan cuerpos humanos y a veces otros cuerpos (Anzola; Calderón; Chaustre y González, en este volumen). Muchas cosas-persona existieron antes que nosotros y seguirán existiendo luego de la desaparición de los humanos, afectándose unas a otras y conformando el reino por excelencia de las causas (Chaustre y González; García; Ospina, en este volumen). Desde que Tylor, en 1871, propuso resolver los orígenes del pensamiento en la idea del alma como la base sobre la cual han evolucionado todas las grandes religiones, nos hemos venido encontrando con la evidencia de que, en contra de todas las aspiraciones por privilegiar la agencia humana o las decisiones racionales, las cosas parecen reclamar una importancia mayúscula en la conformación de la sociedad y en la configuración del mundo. Según Tylor, el pensamiento humano funciona según las mismas leyes en todos los tiempos; postula que en el pasado lejano de la historia humana existió “una rama filosófica salvaje” a la que llama animismo . La idea de alma está en el principio del pensamiento humano, y la idea de idea es una evolución de la idea de alma. Pese a que empieza por mostrar cómo en sociedades distintas a la suya ocurre la creencia de la existencia de las almas (y eso no fastidia al lector moderno, quien también cree en su alma individual), Tylor aborda las formas más extrañas del fenómeno cuando documenta la creencia en las almas de los objetos. Las primeras anotaciones se refieren a los objetos que acompañan a las apariciones fantasmales en diferentes sociedades: por ejemplo, la ropa y las cadenas de los condenados que se aparecen en los caminos, o las velas y las campanas de las procesiones de las ánimas. El autor concluye que estos objetos serían los fantasmas de los objetos y, por ende, las almas de las cosas. Tylor argumenta que la teoría de los espíritus de los objetos estaría en cercana relación con “una de las más influyentes doctrinas de la filosofía civilizada”: la teoría de la percepción y el pensamiento según Demócrito, que ve desarrollada en la teoría epicúrea de la percepción (1958 [1871], pp. 80-81). ¹ Según Demócrito, las cosas siempre están emanando imágenes ( eidola ) que viajan por el aire y se van deformando en dicho viaje. Estas imágenes serían especies de membranas que afectarían al ojo humano, de tal manera que este las percibe como reales, más o menos de la misma forma y tamaño que las cosas de las que se desprenden. Otros tipos de emanaciones afectarían a los demás sentidos. De esta manera, el pensamiento sería formado por las impresiones que dejan esas emanaciones sobre ellos. La materia prima del pensamiento serían las emanaciones que se desprenden del mundo y se van deformando hasta afectar los sentidos (Tylor, 1958 [1871], pp. 81-82; Stanford Encyclopedia of Philosophy , 2014). Otra forma de decirlo es que las cosas son la materia prima del pensamiento. Tylor no cree que esta teoría sea obra de Demócrito y, al contrario, postula que es una derivación de “la doctrina salvaje de los objetos-alma” (1958 [1871], p. 81). La teoría epicúrea de las emanaciones, expuesta por Lucrecio en La naturaleza de las cosas (1999, IV , VV . 49-101), explica:
que existen cuerpos a quien llamo Simulacros, especies de membranas, Que, de las superficies de los cuerpos Desprendidos, voltean por el aire Al azar, de continuo, noche y día, Y el espíritu agitan con terrores, Nos hacen ver figuras monstruosas Y espectros y fantasmas horrorosos Que el sueño nos arrancan muchas veces… Pues de la superficie de los cuerpos Digo salir efigies y figuras De gran delicadeza, que llamamos Membranas, o cortezas, porque tienen La misma forma y la apariencia misma Que los cuerpos de donde se separan Para andar por los aires esparcidas. […] Y puesto que sucede lo que digo, Debe la superficie de los cuerpos Enviarnos imágenes iguales. Aunque sutiles; porque de otro modo No se puede explicar cuál es la causa De que existan figuras tan groseras, Más bien que las sutiles y delgadas, Siendo la superficie de los cuerpos De infinitos corpúsculos compuesta, Los que apartados pueden conservarse En el orden y la forma que tenía, Y arrojarse con tanta ligereza
Cuanto menos obstáculos se oponen, Por ser tan delicados y sutiles Y estar en superficie colocados. Se colige entonces que, según los epicúreos, nuestra experiencia del mundo es producto de las emanaciones de las cosas, que viajan por el aire para afectarnos bajo la forma de cáscaras o membranas o pieles que tienen “la misma forma y la apariencia misma” de las cosas. Allí, Tylor ve el origen de “la doctrina de las ideas”. Explica que el término idea , que en principio se refería a “la forma visible” o a “las formas abstractas o a la especie de los objetos materiales” (Tylor, 1958 [1871], p. 82), y que era cercana a la noción de simulacra e imagen, se transformó en el agente por excelencia del pensamiento. No hay gran distancia entre decir que pensamos con ideas y decir que pensamos con simulacros o imágenes. Dicho de otra manera, la noción de idea encubre la noción de fantasma o la noción de alma. En la misma línea argumental de Tylor, tendríamos que afirmar que, para cierta “doctrina filosófica salvaje”, las ideas que tenemos acerca del mundo, o son producto de las mismas membranas o son esas membranas o simulacros de las cosas. Más aún, nuestro pensamiento, el pensamiento humano, sería el conglomerado de las emanaciones de las cosas . Pero eso ya no aparece en Tylor, sino que es un fantasma argumental que estuvo a punto de ser dicho por diferentes pensadores, aunque es posible que no sean los pensadores los más indicados para entenderlo. No deja de ser relevante el hecho de que durante los mismos años se gestó la obra cumbre de Karl Marx. La tesis doctoral de Marx se llamó Diferencia entre la filosofía de la naturaleza de Demócrito y la de Epicuro , y data de 1841. En ella, demuestra que mientras el primero era escéptico, el segundo era dogmático. Las emanaciones de las cosas dan forma al pensamiento, pero el pensamiento no puede saber si eso que sabe es correcto, según Demócrito. Epicuro, en cambio, cree que los sentidos son heraldos de la verdad; es un empirista. Es la duda de Demócrito lo que aprecia Marx, quien sospechará de la forma inmediata que adquieren las cosas (Marx, 1971 [1841]). El Capital empieza por un análisis de las mercancías. Para el caso, podríamos llamarlas simulacros o fetiches, jugando el doble juego de ver los simulacros o fetiches como heraldos de la verdad y como una impresión engañosa. En cualquier caso, las mercancías son la forma más simple de la riqueza. Si se desvela la naturaleza de las mercancías, se desvela la lógica del funcionamiento del modo de producción capitalista. El Capital (2010 [1872]) se fundamenta en un análisis de los objetos que garantizan la reproducción de las sociedades mercantiles. El carácter bifacético de la teoría del valor vertida en las mercancías hace de ellas, mucho más que quimeras, monstruos con dos cabezas de dos rostros. Una cabeza, la que supone un valor de uso y un valor de cambio. Otra cabeza, la que oculta el origen del valor, el trabajo humano abstracto, en la forma absoluta de valor, que es el dinero. En la forma dinero ha desaparecido la referencia a cualquier tipo de materialidad como fuente de riqueza. En la medida en que el valor de uso desaparece en la vida social de las mercancías, lo que queda es el valor de cambio. Pero en el valor de cambio ya no hay trabajo humano
concreto: la riqueza aparece como una característica inherente de las cosas que son riqueza. El origen de la riqueza parece ser la riqueza misma. Yo creo que la misma operación de ocultamiento es la que supone que el origen del conocimiento es el conocimiento mismo. El valor de cambio es la sustancia de las mercancías. De las mercancías ha desaparecido su condición material. Son puro valor, pura riqueza. Las mercancías no se relacionan con ninguna necesidad concreta o material. Para saber qué son, como explica Marx (2010 [1872], pp. 45-46), las mercancías se comparan con otras mercancías, se relacionan entre ellas como si su base material no existiera. Se relacionan entre ellas como si tuvieran una vida ajena al trabajo humano que las produjo. Los poseedores de mercancías se relacionan como representantes de las mercancías. Los compradores satisfacen los deseos, los antojos, los caprichos de esas cosas que existen para ser consumidas en el acto mercantil, que es un intercambio de valores de cambio. La compra que es venta y la venta que es compra son los eventos para los cuales existe la mercancía. En esos fugaces instantes, se realiza la sustancia de las mercancías. El deseo de las mercancías es ser intercambiadas por la forma equivalencial del valor, nunca quieren ser usadas; el uso no es más que la huella cada vez más borrosa de la compra. Todo está tan encubierto que los deseos de las mercancías se vuelven deseos de los humanos. Los humanos vamos al mercado a encontrarnos con nuestros deseos, que viven libres de nosotros intercambiándose entre ellos. En ese intercambio realizado al unísono, encuentran su razón de ser. Así superan las crisis existenciales propias de los simulacros que son. El uso no agota a la mercancía, porque una vez sale del mercado, deja de existir en esa materialidad: emana de ella para posarse en otras mercancías. Es mucho más perverso que el ejemplo del vendedor de linos que transforma su dinero en biblias y que el vendedor de biblias que transforma su dinero en aguardiente. La Biblia encuentra su valor en el lino y el aguardiente en la Biblia, pero todas ellas miran al dinero como quien se busca en el espejo. Las mercancías se relacionan como personas mientras que las personas nos volvemos objetos de los caprichos de su circulación. Las mercancías son voluntades que necesitan de otras voluntades para existir, pero las voluntades no existen objetivamente en los seres humanos sino en las otras mercancías: el zapato pide media y la media pide zapato. En realidad, las mercancías se convierten en la suma de las expectativas humanas, creando con sus emanaciones de valor puro los deseos, los pensamientos y los límites del conocimiento de los seres humanos . Tylor y Marx, desde preguntas distantes, recorrieron caminos paralelos. El primero, con una pregunta acerca de la naturaleza del pensamiento humano (que caracteriza como fundamentalmente religioso); y el segundo, con un análisis del modo de producción capitalista (el cual requiere que las mercancías operen como fetiches religiosos). Podría leerse la obra de Tylor como una teoría materialista de los objetos y la obra de Marx como una teoría religiosa de las mercancías. Salvo que para el primero la materialidad se expresaría en almas y para el segundo el culto al dinero sería la práctica de la religión capitalista. Por supuesto que ambos descreen de los fenómenos que se encuentran. Tylor parece no creer en el alma de los objetos y Marx no parece un devoto del dinero. No obstante, dado que en Tylor el alma de las cosas es el origen del pensamiento y en Marx las
mercancías son voluntades que constituyen al pensamiento, ambos autores concuerdan en que las cosas dan forma al pensamiento. Ambas teorías oscilan entre la materia y la sustancia: hablar del alma de los objetos o del fetichismo de las mercancías es hablar de objetos y sustancias, de lo evidente y de lo oculto. Marx y Tylor encuentran que el pensamiento humano, sea occidental o no, tiene la forma de las cosas: los objetos para el primero, las mercancías para el segundo. Más aún, el alma y la vida de las cosas son lo que se hace preciso estudiar. Contra el sentido común de la ciencia, habría que iniciar pesquisas acerca de la vida de las cosas, sea a través de la búsqueda de almas o a través de la búsqueda de fetiches. Todos los estudios de la segunda parte de este volumen constituyen pesquisas por almas o fetiches. Por supuesto que pocos antropólogos reconocerán en El Capital algo del origen de la disciplina; y aunque la formación profesional supone un rechazo tajante del evolucionismo, muchos afirman que los argumentos de Tylor fueron superados. En esos casos ya será más fácil enumerar los textos que desde el siglo XIX han redescubierto la vida de las cosas. La rama dorada (1890-1922), que también pudo llamarse El sacerdote asesino y rey , resulta del hallazgo de prácticas salvajes en el seno mismo de la civilización occidental. Prácticas que, sea porque lo semejante produce lo semejante o porque lo que estuvo en contacto permanece en contacto, redundan en la afirmación de que objetos y sustancias se afectan y esa afectación generadora nos constituye (Chaustre y González Quiñones; García; Holguín; Ospina, en este volumen). Los argonautas del pacífico occidental , que bien pudo llamarse El anillo del kula , según la lectura de Mauss, persigue la sinuosa existencia de collares y brazaletes que viajan en canoas y se acompañan de ñame y otros productos de trueque. “Sobre algunas formas primitivas de clasificación” (1901-1902) descubre y deja pendiente el estudio de la lógica doméstica y sentimental que vincula a los grupos de humanos con los grupos de cosas (García; Guzmán y Martínez; Chaustre y González Quiñones, en este volumen). El alma primitiva (1927) y Las funciones mentales de las sociedades inferiores (1910) dedican numerosas páginas a la vida de las piedras, los ríos y las montañas, y proponen la noción de cosaconcepto, tan relevante para algunos de los artículos de este volumen (Anzola; Torres, en este volumen). El Ensayo sobre los dones (1923-1924) puede ser leído como un estudio sobre la fuerza de los regalos y se ocupa deliberadamente de la confusión entre personas y cosas, que inspira de modos muy distintos los trabajos de Castellanos, Bolaños y de Guzmán y Martínez, en este volumen. Mitológicas (1964-1971) estrictamente parece considerar un extenso cuerpo de mitos sobre la vida de las cosas. Hijos del aroiris y del agua (1998) manifiesta desde el título los vínculos primordiales de los misak y ha sido un lugar de reflexión metodológica fundamental para algunos de los estudios de este libro. La historia de nuestra disciplina es un gravitar constante alrededor de cosas que, al parecer, no quisiéramos que tuvieran fuerza, alma, sustancia o agencia. Pero ellas se sobreponen a nuestro espíritu y se muestran poderosas. Hemos querido domesticarlas a través de conceptos como símbolo o representación social; o las ponemos como telón de fondo de la actividad humana; o las ocultamos detrás de las teorías racionales de la
acción; o las convertimos en narrativas que alimenten las teorías del poder de los discursos. También las invocamos en el pasado reciente pero las conjuramos al condicionar la modalidad de su ingreso. Es lo que hicieron dos textos famosos que aceptaron el reto de abordar la vida de las cosas. El más conocido, editado por Arjun Appadurai en 1986 (1991), quiere ser la excusa para que dialoguen historiadores y antropólogos alrededor de las mercancías y muestren las formas en que las cosas pueden ingresar y salir de diferentes regímenes de valor. Pero para no ser tildadas de fetichistas, estas aproximaciones a las mercancías le pusieron apellido a esa vida y la llamaron social. Fue la forma que encontraron los autores para tomar distancia en relación con quienes también viven en el mundo de las mercancías, pero no las estudian. Tres de esos artículos lucen a la distancia como influyentes en desarrollos posteriores del estudio de la vida de las cosas: “La biografía cultural de las cosas: la mercantilización como proceso”, de Igor Kopytoff, el cual resultó ser una pista metodológica muy influyente en diferentes partes; “Mercancías sagradas: la circulación de las reliquias medievales”, de Patrick Geary, que señala el descuido con el que los antropólogos hemos estudiado el Occidente histórico y que se presenta como una especie de antecedente del Baudolino de Umberto Eco; y “Los recién llegados al mundo de los bienes: el consumo entre los gondos muria”, de Alfred Gell, en el cual se nos recordaba que las mercancías siguen teniendo vida por fuera del mercado y que el consumo tiene efectos localizados y formas localizadas. El segundo volumen es más reciente. Editado por Fernando Santos-Granero, The Occult Life of Things. Native amazonian theories of materiality and personhood , se concentra en tres cuestiones principales: primero, la “vida subjetiva de los objetos”; segundo, la “vida social de las cosas”, entendida como las diversas formas en las que se relacionan los seres humanos y las cosas; tercero, la “vida histórica de las cosas” (2009, p. 3). Resulta especialmente indicativa la perspectiva constructivista desde la que se entienden esas “visiones de mundo” por parte del editor y los colaboradores. Dos características de los objetos sobresalen en el planteamiento de la cuestión desde la perspectiva constructivista. Los antropólogos “saben” que los grupos amazónicos “creen” que los objetos son gente o partes de gente y, en consecuencia, interpretan que las cosas “incorporan relaciones sociales” (2009, p. 6). Las certezas de los indios son concebidas como construcciones que deben ser interpretadas por los antropólogos. Otra forma de referirse a la vida oculta de las cosas o a la vida social de las cosas pudo ser la falsa vida de las cosas. Un título semejante hubiese sido políticamente incorrecto, pero habría ilustrado el espíritu con que se planteaba la aproximación analítica a las aseveraciones de las sociedades sobre las que se hicieron dichas investigaciones. La misma inconformidad ha sido expuesta por diferentes autores. Voy a señalar dos posiciones distantes por su origen y sus imperativos sobre la antropología. Mientras para Holbraad hace parte de un problema fundamentalmente académico (2012, pp. 18-32) que a la postre debería transformar la teoría antropológica, para Vasco (2002) es un problema político que resulta del lugar subordinado que han ocupado las sociedades estudiadas por la antropología y del carácter
siempre colonial de la práctica antropológica. Por ende, para el primero, basta con elevar a la altura de conceptos las categorías indígenas. Para el segundo, las formas indígenas de conocimiento obligan a los antropólogos a transformar el trabajo de campo, la escritura, la relación con las teorías de moda y la dirección de los resultados. Más adelante volveré sobre la teoría vasquista. Redescubrimientos: problemas y virtudes del giro ontológico Una parte de la antropología metropolitana con origen en Francia y Brasil ² y buena acogida y difusión en el Reino Unido ha venido a conocerse como giro ontológico . Se trata de ese conjunto de indagaciones que juntan a Descola, Viveiros de Castro y Latour y del que se desprenden publicaciones ya casi canónicas, como Thinking Through Things (Henare, Holbraad y Wastell, 2007), la colección de artículos cuyo título fue la primera puntada visible del redescubrimiento de algunos de los argumentos que le dieron forma a la antropología; How forest think (2013), la etnografía sobre aquello que es más que humano, de Eduardo Kohn; o Truth in Motion (2012), la pesquisa sobre la verdad y el polvo en las religiones afrocubanas, de Martin Holbraad. El conjunto de cosas ha venido a denominarse como lo no humano y otras veces como lo más-que-humano (Kohn, 2015; Holbraad, 2016), e incluso se ha propuesto la noción de antropología poshumana, para referirse a aquella en la que los humanos dejan de ser el centro de atención (Whitehead, 2009, p. 2). La antropóloga América Larraín (en comunicación personal) llamó mi atención sobre el hecho de que en diferentes países “los marcos jurídicos y las legislaciones han ampliado sus fronteras y han reconocido como sujetos de derecho a animales y cosas”: en Bolivia, los derechos de la madre tierra; en Francia, los derechos de las mascotas; en Nueva Zelanda, los derechos del río Whanganui. Uno diría que manifestar, tan entrado el siglo XXI , que los objetos, los animales, las plantas, las piedras o los accidentes del paisaje tienen vida no debería sonar escandaloso, pero sigue ocurriendo. Es más, mientras lo escribo me parece que los objetos sí pueden tener vida, pero no estos que son objeto de mi agencia, sino los de los demás. Es como si la actitud misma de objetivar o de pensar (no olvidemos que el pensamiento puede ser producto de las afectaciones del mundo de las cosas) el asunto desde la personificación de académico me obligase a considerarme exento de esas ilusiones. Esa es una de las paradojas de intentar acercarse a la vida de las cosas. Mucho más fácil es intentar dilucidar a mano alzada los antecedentes ideológicos de esa renovada sensibilidad por la vida de las cosas. Yo creo que ese tipo de antropología puede leerse como una escapatoria de ciertas formas de investigación que se estuvieron practicando desde la década de los ochenta y que parecían señalar el fin mismo de la antropología y de la etnografía. Por un lado, la realización exacerbada de la antropología llamada posmoderna, en la que la suprema subjetividad de investigadores e investigados redundó en textos escépticos que tendieron a refugiarse en la enunciación de la imposibilidad de comprensión y que llevaron al límite la idea geertziana de la antropología como textos sobre textos (Tyler, 1991). Una de las más perversas entre dichas certezas fue la máxima según la cual no es posible entender al otro en sus propios términos (Geertz, 1973). Eso tenía un telón de fondo más oscuro: era imposible que el otro fuera como
uno. Ese uno , hay que decirlo, era un antropólogo metropolitano, aunque también hay que decir que cierto efecto de blanqueamiento y distinción hace que la lectura de la antropología metropolitana, tal vez por contagio o por el fetichismo del libro-mercancía, genere la ilusión, en los antropólogos de las nuevas colonias, de que están leyendo y escribiendo su antropología en Central Park; al negarse la posibilidad de comprensión, se salva el mundo de los antropólogos de la invasión de la barbarie... Otro tipo de investigación de la que escapa el giro ontológico es aquella que, de la mano de la teoría de la dependencia y su reencauche en ideas –la del sistema-mundo o la aldea global–, aceptó, no sin alacridad, al capitalismo como la última y más acabada realidad cultural. Allí se acuñó la misma máxima geertziana de imposibilidad y se abandonó el trabajo de “representación etnográfica”, por cuanto la etnografía, una “técnica” en la que no vieron posibilidades de transformación política ni epistémica, delataba una “práctica colonial”. Comprometidos en una lucha contra el capitalismo (y por la distinción), un buen número de antropólogos ya no hicieron etnografía, lo cual los obligó a refugiarse en la teoría política o en los estudios culturales en busca de estrategias de investigación que partían de una parcial lectura de Marx, según la cual toda vida en las cosas es engañosa. Esto deja como paradoja la certeza, practicada al unísono, de que la naturaleza es capitalista: de los mismos realizadores de la libre competencia en el mercado, la supervivencia del más apto. Así que frente al fin de la antropología pregonado por posmodernos y estudiosos de la cultura y contra el fin de la etnografía, que fue rápidamente reemplazada por todas las variaciones posibles de los análisis de discurso, surgió esta antropología sorprendida por viejas noticias de la disciplina. Los representantes del giro ontológico redescubrieron que la oposición entre naturaleza y cultura no ocurría en otras sociedades y parte de su evidencia residió en que muchas etnografías clásicas, tanto como algunas del presente, demostraron que las cosas tienen vida. Aparecieron los objetos, los animales, los accidentes geográficos, las sustancias, etcétera, que ahora devienen agentes (Gell, 1998), seres (Viveiros, 1998, 2010; Kohn, 2013), fuerzas (Holbraad, 2012), factiches (Latour, 2010) o almas (Descola, 2005), y que llegaron para salvar a la antropología de la desaparición, como manifestara Marshall Sahlins (2013) en el prólogo a la edición en inglés de Descola. Ya ha sido señalado que el llamado giro ontológico en antropología tiene varios problemas. Bessire y Bond (2014) argumentan que al no objetivar las diferencias y las desigualdades de las que participa la vida material en el presente, no parece tener un posicionamiento político claro. Bartolomé (2015) se preocupa por la lectura acrítica que en la antropología centroamericana conduce a la aplicación del mismo modelo de pensamiento para todas las sociedades indígenas, lo cual supone una de las tres ontologías no modernas (animismo, totemismo, analogismo), a la manera de Descola. Alcida Rita Ramos (2012) cree que el perspectivismo, a la manera de Viveiros de Castro, tiene consecuencias políticas perversas, al reducir en la práctica toda la variabilidad amerindia al modelo de una cultura y muchas naturalezas. Parece idealizarse un tipo de relaciones entre humanos y no humanos que pudo ocurrir en las sociedades indígenas del pasado, pero que no parece demostrado de forma contundente para el presente. Es más, el
recurso a la sofisticada comparación etnológica parece rehuir la revisión juiciosa de las condiciones materiales de existencia, que son políticas y que se encuentran atravesadas por lógicas en disputa, de las que participa la vida de humanos y no humanos en contextos concretos y contemporáneos (Bessire y Bond, 2014). No hay que dejar de mencionar la posibilidad de que dicho giro obedezca al hecho flagrante de que los objetos probablemente nunca cobren una voz propia que les permita falsear los argumentos de los antropólogos. De este modo, podría decirse que el estudio de los objetos en la nueva versión metropolitana busca reclamar el lugar de la objetividad definitiva al tiempo que, al menos en las versiones canónicas de Descola (2005), Kohn (2013) y Holbraad (2012), logra cierto incómodo silenciamiento de las voces de los agentes humanos que interactúan con el poder de las cosas. No obstante, y pese a las críticas que se han formulado, el giro ontológico parece ir viento en popa. Lo demuestran los numerosos artículos de revisión que dan cuenta de la puesta al día de nuestras antropologías periféricas (Bartolomé, 2015; González, 2015; González-Abrisketa y Carro-Ripalda, 2016; Ruiz Serna y Del Cairo, 2016; Tola, 2016). Algunos se limitan a señalar los temas y la bibliografía, otros hacen críticas más o menos fuertes y otros parecen colincharse ³ al bus de la ontología, o porque encuentran en estas propuestas una antropología más satisfactoria, o porque la lectura estratégica parece señalar que ese bus va para El Triunfo, La Gloria o La Perseverancia. ⁴ No es extraño que esto ocurra. Muchos de los artículos contenidos en este volumen, en cambio, hacen caso omiso de estas discusiones. Pese a tal circunstancia, resultan aportes significativos a la etnografía que vislumbra, y retrata con sorpresa, la vida de las cosas. Pero no todo son problemas en el giro ontológico. La primera gran virtud que tienen estas discusiones es la recuperación del trabajo etnográfico como principal fuente del conocimiento antropológico. El llamado explícito del volumen editado por Amira Henare, Sari Wastell y Martin Holbraad (2007) a pensar a través de las cosas supone un retorno a los materiales con los que nos encontramos quienes hacemos etnografía. Este no es un logro menor. Si es cierta la afirmación de Miguel Bartolomé (2015) de que en México la etnografía no se ha actualizado en los últimos treinta años, las cuentas para la mayoría de los contextos en Colombia resultan más que escandalosas. Y no es porque seamos pocas las personas con título de antropología. Así que si resulta un buen número de trabajos etnográficos de relevancia, algo se habrá sacado del giro ontológico. Otra virtud del giro ontológico es la implícita necesidad de replantear las teorías. Viveiros de Castro (1998), primero, y luego su discípulo Martin Holbraad (2007; 2012) enfatizan en la necesidad de tomar en serio las afirmaciones, muchas veces incomprensibles a primer oído, que hacen las personas con quienes trabajamos. Tomarlas en serio supone abordarlas como conceptos de la misma naturaleza que aquellos con los cuales trabaja la antropología y que nos ayudarían a “extender nuestra imaginación teórica” (Holbraad, 2007, p. 190). Sin embargo, Holbraad sigue la crítica que hiciera Lévi-Strauss de la inclinación que tenía Mauss a usar los conceptos indígenas como descriptores de fenómenos generales. LéviStrauss (1979 [1950], p. 33) afirmaba que Mauss se habría dejado engañar
(aunque quería decir mistificar) por “una teoría neozelandesa”, cuando el cometido de una ciencia debería ser construir conceptos que abarquen a las teorías indígenas. Por tanto, Holbraad está frente a la alternativa única de proponer neologismos que comprendan a las categorías indígenas (p. ej., ontografía recursiva en lugar de etnografía). El camino fácil sería lo que hace la mayoría de los seguidores profesionales, que es usar los conceptos, recién comprendidos, que han propuesto las figuras visibles de un giro . Un riesgo que corremos es que, como ocurrió con Lévi-Strauss, con Foucault o con Bourdieu, los trabajos de campo empiecen a producir demostraciones ex post facto y resultemos descubriendo, como ya viene ocurriendo en Brasil, España, Argentina y México, que nada escapa a la imaginación teórica de Descola, Viveiros de Castro o Latour. Este movimiento hacia una etnografía con intenciones teóricas supone una inclinación previa de la sensibilidad etnográfica. Tal vez el mayor logro del giro ontológico en antropología sea el intento por recuperar la posibilidad de que el mundo sea un lugar encantado o vivo (Kohn, 2013). Solo asumiendo esa posibilidad puede el trabajo de campo replantearse como una práctica en la que es posible el asombro. El prolongado escepticismo que creó la penumbra del poder y que compartieron los giros lingüísticos y las teorías de la práctica no daba cabida a la posibilidad de que existieran otros mundos u otras formas del mundo. Recuperar el asombro y el encanto supone también la posibilidad de que la experiencia de quien investiga ocurra y se pueda compartir a escala humana, biográfica y corporal. No solo asumir que la mirada también puede ser cercana, sino aceptar que el mundo puede lucir descomunal y trabajar menos con mapas y más con recorridos o, mejor, con siembras y recolecciones. Recuperar el asombro implica también volver a leer a los autores que a principios del siglo XX delinearon las teorías y las metodologías clásicas, desempolvando esos temas extraños, con nombres casi étnicos, acerca de los cuales la antropología ya no tenía nada que decir: alma, totemismo, mana, fuerza, espíritu, hau , etcétera. Con todo, este nuevo giro, como ocurre con las propuestas teóricas que ganan momentum , rima con movimientos afines del mundo contemporáneo. Juguetes, zombis y realidades virtuales-aumentadas: efectos especiales o pretextos para giros místico-materiales Se puede dibujar otra hebra de tan renovada sensibilidad hacia los objetos como un movimiento propio del capitalismo postardío (o de la neonoche de las mercancías vivientes) en el cual los objetos-mercancía han venido ocupando el lugar de las personas o porque son, en la práctica, la suma de toda subjetividad o porque las relaciones entre objetos-mercancía son las relaciones fundamentales. En este apartado, quiero argumentar que los efectos especiales de la tecnología (no solo cinematográfica) se han vuelto efectos cotidianos que dan forma a la experiencia y al pensamiento. Detrás de los objetos-mercancía acaso se notan las sombras de los agentes humanos que los inspiraron. Podríamos ubicar unos antecedentes ideológicos en el hecho de que ya no es tan claro para nosotros que los objetos sean inanimados e insustanciales ni que los seres humanos estén dotados de alma y sustancia. Habría que dudar de que el avance del
capitalismo haya conseguido aclarar las relaciones sociales que perpetúan la reproducción de la riqueza; el carácter fetichista de las mercancías ya no es una realidad que sea necesario ocultar, ni siquiera por pudor, sino que es el motor de toda vida en el mundo contemporáneo. No será necesario poner en discusión el desdibujamiento de la personalidad artística gracias a la reproductibilidad técnica de la obra de arte, como lo hizo Benjamin (1989 [1972]), porque el mundo contemporáneo nos presenta el arte como cosa a la mano y cualquiera puede acceder, o por lo menos creer que accede, a la condición de artista. Más interesante es la redefinición del lugar de las mercancías y su relación con los consumidores. Habría que revisitar el cine de masas y la televisión durante las tres últimas décadas para poner en evidencia los rasgos de una sensibilidad renovada hacia la vida de las cosas. No creo que nos convenzan tanto los argumentos de los científicos sociales como las dudas bien construidas por el cine y todo el aparato de efectos especiales que hacen parte de la realidad contemporánea. Propongo, a mano alzada y como sugestión para un estudio que debería hacerse, un trazo que considere Toy Story , Matrix y las sucesivas sagas de zombis (desde Resident Evil hasta The Walking Dead ), para reconsiderar las preguntas fundamentales acerca de las relaciones entre humanos y no humanos. Probablemente, Blade Runner sea el arquetipo de estas preocupaciones, pero me interesa indagar en la producción audiovisual de la generación que se ve expuesta al encanto de las cosas en su consumo cotidiano y que termina alimentándose de las propuestas teóricas del giro ontológico. ¿Qué puede decirse de la historia de los juguetes que ocultan su vida mientras son vistos por los humanos? Ocultan su vida mientras viven la vida falsa de la que los dotamos en el juego. ¿Desde qué perspectiva estamos siendo partícipes de la tragedia de los juguetes? Toy Story plantea la posibilidad de que los juguetes tengan una intensa vida social cuyas jerarquías estarían marcadas por las preferencias de su dueño. Y luego, salimos a buscar Woodys y Buzz Ligthyears para coleccionar. Podríamos considerar, como sugiere Sebastián Anzola (en comunicación personal), cada acto de colección como una nueva realización, en miniatura, del proceso de acumulación originaria de mercancías. Cada una de nuestras vidas reproduciendo el evento originario del capitalismo. Si es así, tendríamos que admitir que ya no existen los productores de mercancías como una personalidad posible, sino que lo único que existe son poseedores de mercancías. Deberíamos entonces detenernos en el proceso de adquisición del juguete, mucho más misterioso cuando ya no nace de la necesidad de jugar y por ende no es la adaptación de un palo que se vuelve caballo (Gombrich, 1968), sino que aparece oculto bajo el árbol de Navidad o es un deseo postergado que espera su realización para ingresar en nuestro arsenal de deseos, en donde se objetiva lo que somos. Sin historia o con esa falsa historia que oculta su “verdadero origen”, que es la falsa historia de las maquilas, como ocurre con Buzz. Buzz Lightyear aparece , como tiene que ser, convencido él mismo de su particularidad en el universo, tan perfecta mercancía que no se sabe mercancía. Buzz es cada uno de los que nos sentimos únicos y que consumimos Star Wars y todas sus tragedias familiares. Pero es, también, un juguete, y la suya, una tragicomedia. Lo cual no deja de ser problemático o de habitar de forma problemática algún
intersticio mental. Toy Story no solo trata de juguetes como personas, sino de personas como juguetes. Claro que la clave cómica de la historia nos salva y nos quedamos con el veneno de la compra por realizar. Pero el daño ya está hecho y en adelante la vida de Pixar es llevar la paradoja de Disney a un nuevo lugar. Una exacerbación de la confusión. Infraobjetos que se vuelven personas. En Matrix , no se trata de juguetes tragicómicos sino de máquinas y engaños y destinos improbables. Los humanos son menos que juguetes; son pilas para mantener la vida de las máquinas. La Matrix es un superobjeto que contiene para siempre en ese útero infernal a los cuerpos-cosa que la habitan y viven en un sistema operativo. Si en Toy Story los juguetes tienen una posición subordinada que se invierte por un instante al final de la primera película, en Matrix todos los seres humanos ocupamos una posición subordinada en relación con el superobjeto contra el que no podríamos revelarnos sin dejar de existir. Los espectadores no somos Neo ni cualquiera de sus acompañantes, somos quienes escuchan la llamada telefónica al final de la primera película. La máquina es la inteligencia pura y la agencia total. Por supuesto, podríamos buscar antecedentes en Terminator o en el Gólem , pero lo perturbador de Matrix es la idea de la conexión a una red para existir o para garantizar una existencia engañosa. La conexión, que es la garantía de que existimos, es también la evidencia de la sujeción. En el universo distópico de Matrix ocurre la subjetivación total, pero no es el único ni el más logrado ejemplo de distopía. Por fortuna, las dos películas que siguieron a la saga no se propusieron continuar el juego de los conejos blancos ni la cotidiana sensación de déjà vu , ni se propusieron describir los días dentro de Matrix , y nos salvamos de llegar a considerar que nuestras vidas en la red pudiesen llegar a compararse con la anodina existencia de Thomas Anderson. Si en Toy Story los objetos son personas y los espectadores, versiones de la subjetividad de los juguetes, en Matrix las personas son objetos de objetos y los espectadores, potencialmente, los objetos mudos o silenciados, como Thomas Anderson en la escena del grito mudo. No es mera coincidencia que uno de los androides del libro clásico de Philip K. Dick en el que se inspiró Blade Runner tenga una iluminación terrible frente al conocido cuadro de Munch y divague sobre su condición, que recién descubre, y entienda que el grito es el de un androide que recién descubre que no es humano. En WhatsApp, el mismo grito es un efecto de sorpresa cotidiana y una sorpresa terriblemente trivial esperando a ser pulsada. La efervescencia de las sagas de zombis es otra de las marcas de nuestra época. Puede considerárselas como una variación sobre el motivo del fin del mundo. Pero son también evidencia de una inquietud generalizada acerca de lo que podemos llegar a ser. Lo fundamental de las sagas de zombis en relación con nuestro problema es el descubrimiento de una naturaleza inhumana en nosotros. No es difícil enumerar las características del comportamiento social de los zombis: el canibalismo (que se cumple a cabalidad cuando los zombis devoran a sus consanguíneos), el desplazamiento en hordas, la ausencia total de conciencia y de memoria, el movimiento normalmente contrahecho del zombi, la iconografía del salvaje absoluto que Occidente ha reactualizado en todas las otredades posibles. En suma, la completa objetificación de los seres humanos (los animales también
suelen aparecer en versión zombi, por lo cual el estado zombi no es el de animalidad), quienes son víctimas de algún virus producto de experimentos científicos fallidos. La enfermedad de los zombis emana de tubos de ensayo en algún laboratorio de la corporación x , y o z . Pero los objetos no tienen una versión zombi, y, además, las armas y los alimentos acumulados en supermercados devienen aliados en la lucha por la supervivencia de los falsos protagonistas de las sagas. Los verdaderos protagonistas son los zombis, pero ante su incapacidad para la articulación de sentido, se cuenta la historia de unos extras elocuentes que huyen o se pelean en medio de las hordas. Lo más interesante es la ambigüedad del estado zombi, esa nueva modalidad del ser: no están muertos y no están vivos. Son muertos que caminan, según uno de los títulos canónicos. Son muertos vivientes, según otro. En todos los casos, son contrahumanos: se alimentan de carne humana y son seres humanos invertidos. Seres humanos que exhiben sangre, intestinos, ojos colgantes y emiten un sonido desesperanzado, doliente y sin sentido. Lo paradójico es que nuestra época se ha esforzado por realizar, en los disfraces de los seres humanos actuales, su versión zombi; y hay hordas de zombis (disfrazados) que asolan las ciudades de todo el mundo. Allí, los muertos que caminan ponen en escena el sentimiento contemporáneo acerca de la otredad extrema en uno mismo. En una época en la que la otredad luce como un asunto del pasado, la experiencia del horror, ese descubrimiento que hace Kurtz del salvaje en él, se refugia en la ambigua figura de los zombis. En las sagas de zombis, los humanos devienen en objetos con una vida ambigua o con una muerte ambigua, y los espectadores posibles, en actuantes de la marcha zombi. En estas tres películas es tan dudoso que los objetos sean inanimados e insustanciales como que los seres humanos estén dotados de alma y sustancia. La confusión entre objetos y personas que emergió de las formas arcaicas del intercambio según Mauss o que propició la solución tyloriana del animismo como la forma más primitiva de la religión o la pregunta por la naturaleza de las clasificaciones primitivas de la escuela francesa, vuelve a plantearse con inusitada actualidad en el consumo cultural contemporáneo. Más aún, en las renovadas subjetividades vueltas objetos, que son lo mismo que la masa gigantesca de objetos para reservar subjetividades, todas estas distinciones colapsan. El iPhone (que no es más que un yo ), el iPad, la tablet , el pc o el Android (que no es menos que ¡un androide!) resultan tanto o más visibles que los sujetos casi fantasmales gracias a los cuales –¿o para los cuales?– se originaron. La escena por excelencia de la socialización contemporánea ocurre entre dispositivos inalámbricos interconectados. Esos dispositivos alumbran los rostros ansiosos de sus usuarios, quienes parecen creer que manipulan o dan su voz a esos avatares que crean avatares. Los “teléfonos inteligentes” lanzados a finales de 2017 y comienzos de 2018 prometen realidad aumentada y avatares más parecidos al usuario. También se habla de un “internet de las cosas” y una “inteligencia de las cosas”. No es solo gracias a las películas que la sensibilidad acerca de la vida de las cosas inunda las ciencias sociales. Es que la tecnología contemporánea distribuye nuestras vidas en un sistema de cosas que nos consumen mientras las consumimos, incluso desde cuando las deseábamos. Eso, sin embargo, no es un fenómeno de los últimos treinta años. Estuve tentado a usar el argumento de que la mercancía perfecta es fetichismo puro, o valor
desprovisto de cualquier materialidad, y referirme a la conexión o a la cobertura (eso que es internet). Pero en realidad toda mercancía es valor puro, lo mismo que vale por fetichismo puro. De tal forma que existen las condiciones materiales para que emerja una sensibilidad mística hacia las cosas. La confusión entre personas y cosas hace tiempo dejó de ser monopolio de los textos que fundaron la antropología o de las sociedades en las que la antropología aprendió sus argumentos. Los efectos especiales del cine dejaron de ser especiales y del cine, y son ahora efectos ordinarios que nos constituyen. Adenda sobre la muerte o la eternidad de la riqueza Salvo los artículos de Pardo y Larraín, al grueso de este volumen no parece interesarle un acercamiento a la vida de las cosas en el marco del capitalismo y, en esa medida, la disquisición sobre juguetes, zombis y realidades aumentadas, así como la tozuda referencia de este texto a ciertos análisis del capitalismo, parecen sobrar. Esos dos artículos son los que menos se inclinan a dotar de agencia a los objetos o a las cosas y, en cambio, son los más dispuestos a privilegiar la agencia de los actores humanos involucrados. Es posible que la conciencia de los fetichismos del capitalismo impida aceptar la convicción nativa de la vida de las cosas, incluso, y sobre todo, en el seno de las relaciones sociales capitalistas. Otros ejemplos de esa duda están en el mismo Alfred Gell (1998), quien sospecha que la agencia de las obras de arte reside, en últimas, en la abducción de la intencionalidad por los usuarios, o en Goody (1999), quien hace de la contradicción la otra cara de la representación. El exotismo de la antropología más clásica tiende a desaparecer cuando objetiva a las sociedades capitalistas, y en esos casos desaparecen los fetichismos detrás del uso de un lenguaje racionalizado para describir las relaciones sociales, excluyendo a las mercancías. Pareciera que lo incomprensible del capitalismo no se objetiva o que en el capitalismo todo es comprensible, sobre todo si usamos el lenguaje del modo de producción, que por obvias razones tiende a ocultar lo fundamental. En mi opinión, eso se debe a que la mitología del mundo contemporáneo es el capitalismo. Algunos autores sobradamente reconocidos han argumentado que la ciencia es el mito de Occidente. Lo hacen desde la convicción, profundamente anclada en la modernidad, de que el conocimiento es producto del pensamiento. No es raro que los santos de la modernidad sean siempre teóricos. Es la misma certeza según la cual lo humano ocurre como producto del desarrollo del cerebro. Una verdad de la cual no dudamos por un instante y que rima con la seguridad de que el pensamiento proviene del pensamiento y de que el conocimiento es producto del conocimiento: por eso en las universidades nos refugiamos bajo las sombras del conocimiento como si ese abrigo fuera a producir más conocimiento. Con la misma convicción afirmamos que la plata produce plata y oro el oro. Las relaciones con la materia –la más fundamental de las cuales es el trabajo– nunca son origen del pensamiento y menos del conocimiento. Lo necesario para pensar es el tiempo libre, es decir, excluirse de la producción. La ciencia no produce los convencimientos de Occidente, es un campo de batalla por el monopolio de la razón. El capitalismo, por otra parte, produce las verdades objetivas con arreglo a las cuales actuamos y, por ende, produce convicciones. El
pensamiento es otro producto del modo en que se producen las mercancías; uno y otras comparten la ambición y la esperanza de nunca tener contacto con el trabajo del que provienen. Las mercancías por excelencia son aquellas en las que la materia ha desaparecido: el software es puro pensamiento en potencia; las mercancías son deseos cumplidos o postergados; la razón pura y la pura lógica, desprovistas de materia (tanto como lo están las representaciones y el discurso), son la aspiración de las formas más acabadas del pensamiento en el mundo contemporáneo, tienen la misma pureza inquebrantable del dinero. Contra la ética hipócrita de la opinión pública, no existe el dinero sucio. Todo dinero es limpio: nadie bota un billete porque caiga en el fango. Todo dinero es valor inquebrantable e inmortal. Helí Valero y Roberto Gómez, en Ráquira y Murillo, dos pequeñas poblaciones de las cordilleras andinas colombianas, entendieron que la riqueza vertida en oro y esmeraldas tiene un misterio. Lo dijo el primero de ellos en un artículo poco leído (Valero, 2008) y el segundo nos lo repitió generosamente tantas veces a mí y a muchos estudiantes de antropología en los cafés del norte del Tolima. Ambos estaban seguros de que esas riquezas pican al que las toca. Y sus charlas estaban repletas de asuntos que entonces poco o nada calaron en nuestra forma de entender la realidad. Nos decían convencidos que el río era traicionero o que los armadillos encuentran las guacas (acumulaciones de riqueza y mucho más que eso) o que los lugares misteriosos se aparecen en los sueños o que ciertos objetos saben cuando la envidia se aproxima y se van o se quiebran. Helí Valero, con su bigote encanecido y los sombreros maltrechos de una recién desaparecida bonanza, iba en las noches con la guitarra destemplada a cantarnos en la cocina de su hermana con esa voz oscurecida por efecto de los incontables cigarrillos Caribe. Y entre una y otra canción, hacía lo posible por que entendiéramos que el mundo está lleno de misterios. Roberto Gómez era hijo del páramo. Soñaba con lugares en los que brillaban diamantes y calaveras. En las noches, sabía encontrar la cama de pajas que había en la tierra generosa y se quedaba mirando el cielo helado y lleno de fulguraciones. Sabía que los ríos llevan fiestas porque la riqueza hace fiestas. Sabía que el agua emboba y marea. Sabía que el mundo está sostenido por vigas de oro, pero sospechaba incluso de las cosas que sabía y apostaba que eso que llaman oro es, al fin de cuentas, agua pura. Atesoraba una máquina de escribir para escribir los pleitos de las luchas campesinas que lideró y que le dejaron un montón de papeles amarillos que nos mostró en su cuarto frío y arrendado. Emergió del frío en una noche que empezaba entre la neblina de Murillo y nos enseñó a jugar billar y que el universo es unidiverso . Era sensible a todas las cosas que se precipitan. Sabía que el mundo seguiría vivo después que él mismo y que la mejor comida es con hambre. Ambos sabían que la riqueza vertida en oro y esmeralda puede morir, ya que está viva. Y que ese vaho que sale del oro es un yelo que daña, que mata lentamente. En el mundo real de Valero y de Gómez, la riqueza se pudre y pudre a quien la atesora; algo que no le ocurre al dinero en el mundo plenamente capitalista. David Harvey (2014, pp. 49-50), siguiendo al comerciante y teórico Silvio Gesell, ha propuesto que una alternativa para evitar la plutocracia campante es hacer que el dinero tenga fecha de
vencimiento, de tal manera que deba ponerse en circulación y no se acumule, que el dinero no utilizado se desvanezca al cabo de un tiempo. O, como decía Gesell, que se oxide. A ese óxido del oro, una especie de lama verde, lo conocen en Cumbal y en Aldana, al sur de Colombia, como Solimán. Roberto Gómez nos mostró una tarde de noviembre de 2011 al hombre que en el norte del Tolima se había encontrado una romana de oro pero no podía cambiarla; le decían el loco. Tenía que bañarse una llaga de su pierna, producida por el contacto con el oro, con infusión del mismo objeto que lo hacía rico. Haberse encontrado ese tesoro le produjo la herida purulenta, que se mantenía de un tamaño tolerable con infusiones del oro que se pudre. Y tenía ataques de locura en los que lanzaba fajos de billetes, como si la acumulación de trabajo humano le alterara la conciencia. En las convicciones de Valero y Gómez se cumple parte de la aspiración revolucionaria de Harvey. Es potencialmente más justo (o más real) un mundo en el que la riqueza se pudre. Y así como con ellos, nos hemos encontrado con otros maestros y maestras en lugares distantes. De unas y otros aprendimos la incomodidad con las formas en que los académicos nos hemos venido relacionando con indios y campesinos y obreros y otras gentes que trabajan. Helí Valero y Roberto Gómez, y muchos otros que citan los artículos de este libro, nos enseñaron a hablar de las cosas y con las cosas. Hemos llegado a afirmar, y hemos querido aprender a practicar, que sería justo y deseable relacionarse con el mundo como gente que trabaja más que como gente que piensa; y nos gustaría afirmar que el trabajo nos ha enseñado o que, como dice el habla popular en Cumbal refiriéndose a las cosas materiales o a los procesos productivos, “nos hace entender, nos hace ver”. Por una etnografía con las manos sucias , no violenta y con aspiraciones teóricas La motivación fundamental de este intento por llamar la atención de quienes hacen antropología es proponer un replanteamiento del ejercicio de la etnografía. Las experiencias que inspiran este cometido son tres: la lectura del trabajo de Luis Guillermo Vasco, al cual él llamó antropología vasquista; el aprendizaje, en campo, de una parte del conocimiento campesino e indígena en el centro de Colombia y en el sur de Nariño; y la experiencia docente y editorial en diferentes universidades. El replanteamiento de la etnografía tiene, por ahora, dos brazos: uno intenta tejer una práctica etnográfica con las manos sucias y no violenta, de la que heredamos, como quien hace uso de un bien común, una parte y otra la tenemos en obra; el otro intenta labrar una práctica etnográfica teórica. Mi interés, cuando empecé a participar en el Grupo de Estudios Etnográficos desde 2014 y de la propuesta de los simposios en congresos de antropología en Colombia desde 2007, ha sido el de propiciar lugares para hablar de una etnografía humilde. Me ha interesado reiterar un llamado para que algunas de nuestras investigaciones volvieran al terreno y se ocuparan de asuntos que han venido siendo invisibles; nuestra antropología me parecía, y me sigue pareciendo, corta de trabajo etnográfico. Ha perdido el gusto por las palabras y las labores de los que no parecen tener poder. Ha abrazado metodologías de atajo que prometieron resultados en corto tiempo
y que tienen nombres más políticamente correctos. Creo que en la medida en que tuviésemos más contacto con el “mundo material”, entenderíamos mejor cómo ocurre el mundo, o qué mundos ocurren, en los contextos sobre los cuales investigamos. He supuesto también que en el proceso nos veremos obligados a pensar y hacer de modo diferente la antropología misma. No es tan fácil como se dice. Daré algunas puntadas, para caracterizar a esa etnografía con las manos sucias , no violenta y con aspiraciones teóricas que quisiéramos construir. Debemos asumir que el trabajo de campo es una prolongada instauración de relaciones que tienen un punto de partida en la desigualdad social que caracteriza a la sociedad en la que trabajamos y de la cual somos parte, incluso si trabajamos en otro país –y sobre todo si trabajamos en otro país–. Recién graduado y como profesor principiante, yo actuaba como si no existiesen las desigualdades, con el propósito explícito de no hablar de lo que no podía cambiar. Pensaba que mi mera intención y el buen corazón que pide toda iniciación eran cierta garantía contra los abusos de las normas clásicas, que entendí, con el resto de mi generación, de Renato Rosaldo. Confiaba en que si hacía mi trabajo de escritor de manera honesta, sobre todo enfatizando la imposibilidad de cualquier certeza, podía llegar a interpretar las paradojas de la cultura, aunque con la lejana esperanza de que eso que escribía pudiese ser usado en beneficio de las gentes de las que hablaba. No advertía que este modo de proceder encubría las razones materiales de mi poder de investigador (concedido a esta persona por las clases), incluso en los autocomplacientes momentos de flaqueza en los que me reconocía como cronista o escritor porque lo mío era, a lo sumo, una entre muchas lecturas; es decir, hacía uso de mi posición dominante para hacerme del lado de las relaciones dominantes, creyéndome, como gritaba mi generación con Fito Páez, “al lado del camino”. Y obviando lo evidente, que yo podía pasar mi tiempo especulando acerca de razones simbólicas o de discursos modernos de orden profundo porque podía vivir entre paréntesis de dos formas: 1) de espaldas al trabajo del que participaban los que yo trataba como informantes pese a que los llamaba amigos; 2) de espaldas a la gente de la que hago parte porque mi educación me enseñó a parecer el intelectual de tradición que no soy. Me han hecho ver, como es notorio que a otras personas también entre las que escriben en este volumen, que las formas de proceder reproducen formas de pensar y que es necesario cambiar el procedimiento para cambiar al pensamiento (Vasco, 2002). Por tanto, debemos esforzarnos en plantear conjuntamente actividades del trabajo de campo que no reproduzcan esas desigualdades. Por supuesto, no se trata de poner nuestro corazón en clave incluyente y no clasista, tratando de soportar esas “razones culturales” o esas “creencias” de quienes son objeto de nuestra intervención. He propuesto a mis colegas y estudiantes, inspirado por las críticas de Bourdieu y de Vasco, que nuestros trabajos abandonen, en la medida de lo posible, los salones de las escuelas, los talleres que sacan a las personas de sus actividades productivas o lúdicas, ciertas formas de cartografía social arrancada en sesiones que devienen en la enseñanza de la geografía escolar y los grupos focales en los que la participación se convierte en una pugna por la ostentación de capital lingüístico entre los asistentes más escolarizados. En mi opinión, estas
estrategias replican la situación de escuela ejerciendo todas las formas de violencia simbólica, al poner a nuestros conocidos en la triste condición de informantes dispuestos en el laboratorio académico para ser inspeccionados por la crítica textual, el análisis de discursos, la confrontación de sus memorias con la historia, de sus mitos con la ciencia o de su etnicidad con las políticas del Estado. El conjunto de objetos que portamos en esos escenarios es al mismo tiempo el arsenal armamentístico y la evidencia de la violencia que ejercemos. Podríamos intentar involucrarnos de forma serena y sensible con sus vidas; no solo aquellas que ocurren en las reuniones de las organizaciones de distinto tipo, sino tratando de entender las vidas desde las contradicciones propias de cada día. Esto en un diálogo honesto y abierto. Tal vez debamos renunciar a la estrategia de los espías y a las entradas tipo vigilante de centro comercial en los diarios de campo. Como dice Luis Guillermo Vasco (2002, p. 472), Cuando uno mismo vive esta vida y sus dificultades y problemas, y trabaja junto con los indígenas en busca de su solución, a medida que se van recogiendo los conceptos y se van confrontando en la discusión con los conceptos propios de Occidente […] las concepciones de uno mismo se van modificando, va transformándose su manera de pensar y por su puesto de actuar, o mejor dicho, en ese recoger los conceptos en la vida, uno va viviendo distinto y de una manera metodológica, o sea, deliberada, va pensando de otra manera, en un proceso en el que uno retoma muchos elementos del pensamiento indígena para hacerlos suyos. Esto implica que uno va haciéndose como ellos y, no podía ser de otro modo, que aquellos con quienes uno vive y trabaja van haciéndose como uno. Sin temor a exagerar, puede afirmarse que si uno sale del trabajo con los indios, tanto en su manera de vivir como de pensar, igual a como llegó, perdió la parte fundamental de su trabajo. Recientemente, desde una sensibilidad totalmente distinta, Tim Ingold (2014) ha vuelto a enfatizar en ese compromiso a largo plazo que supone el trabajo de campo. Ese es el primer llamado. Ciertamente, uno de los placeres egoístas que procura el trabajo de campo de largo aliento es la posibilidad de encontrar relaciones inusitadas, y parecer inteligente. Ese tipo de hallazgos suele ser fértil resorte para propuestas teóricas. Una forma perversa de entenderlo es postular que el compromiso es con un tema o con la individualidad del investigador. Más bien, un trabajo de largo aliento enseña respeto. Ese conocimiento no ocurre como la iluminación de una subjetividad bendecida por la razón o por la magia, sino que suele ser reiterado por las prácticas más triviales o por los dichos a simple vista desinteresados. El trabajo de largo aliento supone también que las investigaciones mismas empiecen a cobrar sentido para todos los involucrados luego de que uno ha vuelto dos o más veces. Luego de eso, la investigación tiene sentido en la medida en que su objetivo deviene una lucha por el reconocimiento de un mundo, una lucha sellada por la amistad que surge entre quien hace etnografía y la sociedad que le enseña. Como hacer trabajo de campo es, entre otras muchas cosas, aprender a hablar, es también el conjunto de relaciones que enseña las preguntas de toda investigación. El procedimiento intelectualista supone, al contrario, que los
investigadores llevan sus preguntas a un campo y, por lo general, esas preguntas permanecen tan inalteradas como las relaciones de poder de las cuales se desprendieron. Una de las razones de este fenómeno es que este tipo de trabajo tiene como motivación única el cumplimiento de un requisito que garantiza el ascenso social de quienes investigan de esta forma. ⁵ Lo que puedo decir de los trabajos con potencial teórico que conozco es que su fertilidad es producto de la evolución de las relaciones que los produjeron. El trabajo de campo es trabajo del mundo en quien acepta la pesquisa antropológica como un asunto propio que involucra una lucha –que nunca es individual y tampoco suele ser nueva– por el reconocimiento y el respeto de quienes no han sido ni reconocidos ni respetados. No es un producto eximio de la labor ejemplar de quien “se compromete”: un buen trabajador de campo, a lo sumo, es un medio por el cual se expresa el mundo o los mundos que ya existen y que seguirán haciéndolo sin ese cronista. Ese trabajo del mundo requiere, sin embargo, cierta disposición. Un brujo le enseñó a Ana María Palomo (2010), en San Bernardo del Viento, que el que sabe mucho aprende poco. Tal vez el principio de todo trabajo de campo. Hay cosas que no sabemos y corremos el riesgo de encontrarlas, o no, en el trabajo de campo. Incluso Malinowski recomendaba poner entre paréntesis el saber teórico para lograr escuchar lo que se está diciendo en esos lugares en los que vivimos y a los que volvemos. Pero no solo debemos llevar una ignorancia sensata al campo. También los brazos y la disposición para ayudar en lo que se esté haciendo. Una parte relevante de la vida social en todas partes, constituyente de la condición de persona, es el trabajo. A Juan Sebastián Anzola (2017) se lo enseñaron en Sucre, Cauca. Lo llaman trabajo material: aquel que se hace con machetes, azadones o palines , o que recoge la cosecha o que carga los racimos de plátanos por las laderas mientras se rodea el campo. Aníbal Vega lo condensa en dos sentencias: “el trabajo que se ve” y “el trabajo que lo hace a uno” (Anzola, 2017, pp. 45-75). Esa disposición para trabajar, resumida por Ángel Quinayás, es “humanarse a trabajar”: “empezar a ser persona a través del trabajo” (p. 8), explica Anzola. Por donde se le dé vueltas a lo que dice Quinayás parece que nuestra alternativa es trabajar. Humanarse, andar con las manos sucias y recibir con carcajadas las ampollas o las raspaduras. Humanarse, dejar de ser la cosa que nos mira y empezar a ser los amigos que ayudan e incluso empezar a ser la cosa que trabaja. Humanarse, advertir el crecimiento, el verdor y cargar parte de la cosecha como cosa propia. Humanarse hasta confundirse con las herramientas o con los canastos de recolecta que se humanan gracias al trabajo que ayudan a realizar. Humanarse, pasar la vergüenza de no saber ni caminar y afinar o, como dicen en el Gran Cumbal, endurar . Humanarse, aprender a reír y a decir los chistes que dan vueltas en las fincas de los amigos. Humanarse es volverse como el otro, cuya humanidad está garantizada por el trabajo. El trabajo material es una oportunidad para des-narrativizar la experiencia etnográfica. Pese a que las narrativas, del tipo que fueren, son siempre buena ocasión para aproximarse al conocimiento, la atención exclusiva sobre lo narrativo puede llevar a creer que las vidas son meros relatos. En muchas narrativas es evidente que sus vidas son contables porque han trabajado y han sido afectadas por el mundo de forma mucho más que narrativa. Si nos quedamos solo con las narrativas, las vidas produciendo al
mundo y siendo producidas por él desaparecen impunemente. La vida de las cosas, como muestran algunos de los artículos de este libro, es también transformaciones materiales que duran más tiempo que los objetos y las personas (Holguín, Calderón y García, en este volumen). Los objetos mismos constriñen nuestra vida y nos obligan a trabajar o a padecer la fuerza del mundo de formas que no podemos contar (Guzmán y Martínez, en este volumen). Y muchas veces el trabajador de campo que ha trabajado, o porque está trabajando, debe guardar silencio, un silencio que puede llegar a ser prolongado, para conseguir comprender. En esos silencios también ocurre la vida. No todo lo que el trabajador de campo escribe ha sido dicho en narrativas. También suenan la leña o el río o la emisora en el radio o las motos trepando las carreteras destapadas o las borrascas que van con ese rumbo decidido de todo lo que se sabe fuerte. Y no lo hacen de forma narrativa. A veces lo hacen con ruidos que los textos antropológicos no deben despreciar. A veces en tonadas que los indios y campesinos sí que oyen y disfrutan. Por lo mismo, intentamos practicar saberes no enunciados y saberes no humanos. En Aldana y en Cumbal, el fogón sabe ponerse necio. Y el cerro sabe ponerse bravo. Y el agua de ciertas quebradas sabe ser sabrosa. Y los cutes, unas herramientas que se dan en los árboles de madera fina, saben criarse, y bien criados saben trabajar. Esas sabidurías deben ser también nuestra preocupación: eventualmente debemos intentar ponernos del lado del cerro, del fogón, del agua o de los cutes. Pero también pasa que nuestros maestros humanos no saben cómo enseñar con palabras lo que saben hacer con el cuerpo. Por eso también toca llevar el cuerpo al campo. A veces aprendemos eso indecible pero no nos conformamos. Es posible que nuestra enunciación sea un triste remedo, pero es mejor que la completa ignorancia de esos saberes. Aceptamos una posición subordinada por cuanto nuestro saber del trabajo material, tanto como de los materiales y herramientas de la vida diaria, suele ser escaso o nulo. Eso empareja un poco las cargas de la relación. No tanto para la gente que ya sabe que los antropólogos suelen ser un tanto inútiles, sino para la persona que se va de campo, quien empieza a perder su importancia irreflexiva. Si nos relacionamos con las mismas cosas con las que se relacionan las personas que nos enseñan, empezamos a comprender que las cosas saben y enseñan . Y es peor para los antropólogos locuaces constatar que las cosas saben cosas y guardan silencio. Es posible que, por ese camino, aprendamos a trabajar con conceptos y a pensar con cosas. Finalmente, es posible que salgamos de ese trabajo viviendo y pensando distinto: reconociendo al otro en uno y a uno en el otro, y aceptando la necesidad de transformar la práctica de la antropología, no solo en campo. Si todo eso o la mayor parte ocurre, estaremos listos para aceptar que el trabajo de campo es una empresa teórica que requiere trabajo material. También será necesario aceptar que los sistemas de conceptos que iremos comprendiendo son difusos y sucios y en tensión: productos de relaciones sociales y productores de relaciones sociales, productos de mundo y productores de mundos, pero con aspecto de herramientas embarradas, utensilios de cocina, intervenciones técnicas, accidentes del paisaje o configuraciones atmosféricas. Esos conceptos, que son cosas, permiten
pegar o amasar o fermentar los argumentos etnográficos, pero no para demostrar que nuestras preocupaciones antropológicas están actualizadas, sino porque creemos que este camino es el necesario para la comprensión de los mundos y para intentar constituir una práctica académica transformadora porque trabaja. La vida de las cosas supone los conceptos. Podemos aprender algunos conceptos a costa de aceptar nuestra ignorancia, porque “el que sabe mucho aprende poco”. Y nos veremos obligados a aprender a hacer porque en el proceso es que las cosas enseñan. En vez de sacar a nuestros conocidos de sus vidas para que nos expliquen sus vidas con nuestras palabras, tendremos que aprender a vivir sus vidas para comprenderlas con todas sus cosas . La dimensión teórica empieza a abandonar lo puramente conceptual para transformarse en trabajo. No solo pensar con cosas, sino aprender a trabajar con cosas. Es posible que nuestros textos se arrumen en una colección de esas que poco leemos. Lo que queda de nosotros es lo que resulta realmente valioso: el trabajo que nos humana. Entre junio y julio de 2016, estuvimos en un paraje de la Sierra Nevada de Santa Marta y como agradecimiento y pago por habernos recibido un año antes, dimos nuestro trabajo material en un caserío de indios ik u . Unos trabajaron más, otros trabajamos menos. Y cuando nos encontramos meses después con los amigos de la Sierra nos explicaron que en los frutos de ese trabajo nos veían, porque al parecer no nos habíamos ido y ya era cierto que volveríamos, incluso antes de decir que queríamos volver. Eso que dijeron puede obedecer a las extrañas creencias de los indios ik u . O puede que los mejores frutos del trabajo que trabaja puedan prescindir de la antropología. No solo explorar la posibilidad de que pensemos con cosas, como se desprendía de los análisis de Tylor y de Marx, sino explorar la posibilidad de que “las cosas lo trabajen a uno”, como concluyó el antropólogo Felipe Becerra en una discusión sobre un manuscrito previo de esta introducción. Eso nos llevaría a considerar que la forma de nuestra vida pudo ser forjada por la vida de las cosas. Menos importante, pero más relacionada con esta introducción, las cosas vivas podrían cambiar las formas del conocimiento antropológico. Referencias Anzola Rodríguez, J. S. (2017). “Uno hace la finca y la finca lo hace a uno”. Trabajo, conocimiento y organización campesina en Sucre, Cauca (tesis de pregrado). Pontificia Universidad Javeriana, Bogotá, Colombia. Appadurai, A. (Ed.). (1991 [1986]). La vida social de las cosas. Perspectiva cultural de las mercancías (Trad. A. Castillo). Ciudad de México: Grijalbo. Bartolomé, M. (2015). El regreso de la barbarie. Una crítica etnográfica a las ontologías “premodernas”. Trace , 67 , 121-149. Benjamin, W. (1989 [1972]). La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica. En Discursos interrumpidos I. Filosofía del arte y de la historia (pp. 15-60). Buenos Aires: Taurus.
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institucionales locales. En Latinoamérica, esta perspectiva de análisis teórico tiende a llenar parte del lugar de tendencias que lucen menos robustas que en el pasado cercano (p. ej., posmodernos, estudios culturales y estudios poscoloniales). Habría que señalar que la otra gran fuerza teórica de la actualidad está constituida por los autodenominados estudios decoloniales. De hecho, ya existen ontologías decoloniales . 3 Colincharse es una voz colombiana que se refiere a la práctica en desuso de subirse a un automotor sin la anuencia del conductor, generalmente colgándose en el parachoques trasero para transportarse sin pagar pasaje. 4 Se trata de barrios populares y periféricos que quedan sobre los cerros de Bogotá. Sus nombres no hacen más que describir ciertos principios de la ética colonial. 5 Y como el conocimiento antropológico es una mercancía, y una mercancía depreciada por la pérdida de la voz pública de la antropología (a lo cual responde Ingold), no hay quien pague por el tiempo necesario para hacer trabajos prolongados, pero tampoco hay impulso ni ganas para hacerlos. Nuestras carreras están renunciando a formar conciencias y sucumben por las razones que sea (que siempre pueden ser comprensibles dado que las relaciones objetivas son siempre económicas) a formar firmadores del requisito ( antropólogo o social ), de tal manera que para todos (docentes, administrativos y estudiantes) resulta una pérdida de tiempo hacer trabajo de campo. Mucho menos tener algún compromiso que desborde las razones prácticas de tesistas y directores de tesis. No obstante, siempre y en todos lados hay gente intempestiva. Preferiblemente objetos Vasijas envidiosas de Aguabuena: un ensayo etnográfico sobre la vida del mundo material Daniela Castellanos Universidad Icesi Helí Valero, a sus más de sesenta años, contaba sin exaltarse que “los boteros ¹ son muy envidiosos” y no se les pueden poner vasijas cerca porque “las chitean”. ² Metido en la bóveda del horno, hablaba apilando de manera cuidadosa y metódica la loza cruda, cerciorándose de dejar buen espacio entre los boteros, y entre estos y las demás vasijas. Mientras, afuera, su hijo y esposa hacían una cadena de manos que conducía otras vasijas crudas desde distintos rincones de la enramada del taller hasta la puerta del horno. Su comentario desprevenido fue el punto de entrada en mi trabajo de campo a la posibilidad de que las cosas y no solo las personas fueran envidiosas: ¿cuál es este mundo en el que los boteros pueden ser envidiosos? ¿Hay otras cosas-materia aparte de las vasijas con estos atributos-vicios? ³ Y a propósito de esto, ¿qué hay de la vida que ostenta el mundo material? ( figuras 1 , 2 y 3 ). Sobre la(s) envidia(s) en Aguabuena he escuchado muchas historias. ⁴ Por ejemplo, que la gente de Aguabuena es la más envidiosa de Ráquira , un
hecho incuestionable incluso para los habitantes de Aguabuena (Castellanos, 2015); que la envidia de los vecinos, a veces transformados en brujas nocturnas, rompe las vasijas mientras se cuecen en el horno (Castellanos, 2007); que a los artesanos los enferma su propia envidia o la de sus prójimos (Castellanos, 2012), entre otras más. La afirmación de Helí, sin embargo, presentaba otra perspectiva a propósito de la exacerbación de la envidia en este mundo: ya no eran las personas sino también las cosas las que envidiaban; era esta una especie de gran conspiración de todos contra todos. En lo que sigue, quiero explorar la envidia como un problema de las vasijas y no solo de las personas: ¿cómo es la envidia de las vasijas?, ¿por qué las vasijas envidian y cómo es su envidia? y ¿de qué nos habla esta experiencia a propósito de la relación entre humanos y objetos? A continuación, presento algunos datos etnográficos que nos darán pistas al respecto. Para respondernos estas preguntas, más que partir de una definición de envidia por fuera de la experiencia misma de quienes la viven, propongo, en cambio, aproximarnos a las manifestaciones que esta tiene en el mundo material. Los alfareros no cuestionan la saturación que de la envidia hay en su mundo, y más bien lo que les preocupa son sus afectaciones. Por eso, si pretendemos entender lo que hace posible esta experiencia, debemos mirar su desenvolvimiento en el mundo, sus potencialidades, sus resonancias; todas estas manifestaciones concretadas en los cuerpos: la envidia sale del cuerpo, se encarna en el cuerpo, se lanza hacia otro cuerpo que así lo siente y necesita de cuerpos (humanos o no: nótese que las vasijas también tienen una anatomía que implica un cuerpo) que sepan reconocer sus improntas. Los siguientes datos etnográficos e imágenes nos darán pistas al respecto. Primero: la envidia no es solo cosa de humanos La envidia es uno de los siete pecados capitales, y entre estos, el más insidioso y sutil (Epstein, 2003, p. 2). Una historia más general, la de la cristiandad, nos dice que Satán, siendo Luzbel, sintió envidia y fue despojado de su condición celestial para pasar a una infernal. En otra historia mucho más local, el Diablo, escondido en el monasterio del desierto de La Candelaria fue sacado a empujones, incluso a puños, por la Virgen, escondiéndose luego en lo alto de un cerro y haciendo de la gente del lugar (esto es, Aguabuena) objeto de permanentes “niguas, pulgas y envidias” (Moreno, 2001; Castellanos, 2012). ⁵
Figura 1. Terminando de cargar el horno, Helí trae un tipo de vasija cuya forma es la apropiada para los espacios que debe llenar en la bóveda. Ninguna de las vasijas que se observan es un “botero”. ¿Acaso su envidia es también con el lente fotográfico? Foto: Daniela Castellanos. Tomada en el taller de Helí Valero en 2006.
Figura 2. Afuera y parado en frente de la entrada del horno, Jonathan le pasa al Mono, que está adentro, una matera tipo columna de tamaño pequeño Foto: Daniela Castellanos. Tomada en el taller de Helí Valero en 2006.
Figura 3. En el umbral del horno, Helí da un último vistazo a la loza apilada antes de cerrar la puerta del horno Foto: Daniela Castellanos. Tomada en el taller de Helí Valero en 2006.
Figura 4. Virgen de la Candelaria en el muro interior de una habitación. ¿Este descuido de la imagen es otra muestra de las faltas mutuas en las relaciones entre divinidades y seres humanos?
Foto: Daniela Castellanos. Tomada en el interior de la habitación de Lilia Bautista en Aguabuena en 2009. La imagen está ubicada al frente de su cama. Ahora, no es novedad que el Diablo sea envidioso, esa es tal vez la fuente de su mal; sin embargo, que deidades como la Virgen y otros santos de la religiosidad popular de Aguabuena lo sean, sí lo es ( figura 4 ). En principio, siendo la envidia un vicio, podría reñir con lo sagrado, ser su opuesto, pero en Aguabuena su relación es de continuidad. De hecho, la Virgen, según dos alfareras vecinas, Rosa y Flor, es envidiosa. Ella hace que la loza de los que no le rezan se rompa en el horno cuando se está quemando. Así lo cuenta Rosa, católica, de Flor, evangélica (y quien obtuvo su castigo por decirles a los otros que no adoraran a la Virgen). Flor también lo cree así, y por eso, si bien siguió recibiendo al pastor de la iglesia en su casa, también fue vista en la iglesia del monasterio de Nuestra Señora de la Candelaria (Castellanos, 2012). Otra historia confirma cómo la envidia puede ser un atributo que no impide ir al cielo. “Santa Mónica es una santa muy envidiosa”, contaba Natividad en una tarde. El día que murió y fue al cielo, se encontró con una mujer muy flaca y hambrienta: Santa Mónica tenía un canasto con comida pero solo le dio una cebolla larga. Ambas murieron, la mujer flaca fue al cielo y Santa Mónica al Purgatorio. En el Purgatorio Santa Mónica vio a la mujer arriba y le pidió ayuda. Ella le alcanzó la cebolla larga pa’ que trepara pero las llamas [del Purgatorio] la quemaron [esto es, la cebolla]. Al rato Dios mandó ángeles y ellos cargaron a Santa Mónica al cielo, mientras las otras almas se le pegaban a la falda de Santa Mónica, pero ella se sacudía para que se cayeran. (Castellanos, 2012, pp. 38-39)
Figura 5. Horno de Aguabuena Fuente: Tomado de entrevista a Natividad en febrero de 2010.
Lo anterior sirve para ilustrar cómo la envidia es algo de lo que participan seres no humanos y no se restringe a los alfareros, sino que abarca otros aspectos que son significativos de su mundo. Así, vasijas y deidades –además de las personas– componen un conjunto de entidades que envidian, por lo cual la envidia, se puede decir, es un fenómeno de gran flexibilidad. Segundo: lo natural también es envidioso, pero no todo Otro elemento que se relaciona con la envidia (y que podemos añadir a la lista de arriba) es la arcilla. En un mundo de alfareros, es obvio que uno de los rasgos materiales imprescindibles de la vida diaria, fuente de vida para las vasijas, es la arcilla. Pero en Aguabuena son pocos los alfareros que tienen minas de arcilla en sus predios. La mayoría compra la materia prima a otros no alfareros que traen el barro de minas ubicadas en otras veredas o incluso en municipios aledaños. Terrones de arcillas grises, blancas y amarillas son traídos en volquetas para después ser mezclados con agua en molinos de tracción animal y obtener una mezcla plástica que después será amasada en rollos grandes (llamados chutacos ; ver Laura Holguín, en este volumen), a partir de los cuales se manufacturarán las vasijas. A la mezcla no se le añade ningún desgrasante, pues las vasijas producidas hoy no cumplen ninguna función aparte de la decorativa. El barro es voluble, según la gente. “Hay barro que merma y otro que no merma”, decía Doris, refiriéndose a lo maleable y en cierto modo caprichosa que resulta la arcilla al contacto con el agua. La razón, aunque no es clara, sí depende de las personas y no tanto de las cualidades intrínsecas del material. El humor desempeña un papel en esto. Por ejemplo, según Doris, y otros alfareros así lo confirmaron, las múltiples hornadas perdidas de Helí fueron a causa de su mal humor y envidia. De la misma manera razonaba Helí, pero con direccionalidad distinta, pues para él se debió, esa vez, sí a la envidia, pero de sus familiares y vecinos ( figura 6 ). Doris: Alguna vez le dimos regalado un material a Helí pa’ que trabajara. Como tenía tantas pérdidas pues se lo regalamos. Pero ese hombre no hacía sino maldecir, a toda hora de mal genio, la loza se le chitiaba en el horno, el barro no le crecía. Pero es que uno no debe maldecir al material con el que trabaja porque de esto es lo que come. Helí: Doris me dio una arcilla pero estaba llena de piedras, ¡qué material pa’ malo! Yo que trabajo rápido, no, eso no, me demoraba el doble y era saque y saque piedras… a lo que armaba la loza después mermaba y otra se charrusquiaba [torcía], en ese tiempo no tuve sino pérdidas.
Figura 6. Doris empuja con la mano que está adentro la barriga de la vasija, mientras que con la mano que está afuera controla la fuerza de sus movimientos. Su atuendo, limpio, es deliberado para esta foto Foto: Daniela Castellanos. Tomada en la enramada del Taller de Evelio Bautista, padre de Doris, en el 2007. Los fragmentos anteriores fueron extraídos de conversaciones que tuve en días distintos con Doris y Helí, pero están conectados pues se refieren a un mismo evento (Castellanos, 2012). Ambos dan cuenta de los infortunios de Helí a causa de la conductividad del barro , que adquiere una valencia que casi siempre es negativa. Aunque también hay historias en que la arcilla (y por ende las vasijas) toma las virtudes de quien la amasa. De hecho, en otra de mis estancias en Aguabuena, la hermana de Helí, Josefa, contaba que para hacer una vasija “primero hay que consentir el barrito, sobarlo y luego
durante la hechura hay que pensar cosas bonitas pa’ que las ollitas salgan bien” (Castellanos, 2007, p. 43). Lo anterior pone de relieve que el vínculo entre la arcilla (como materia prima o producto terminado en forma de vasija) y su alfarero es muy fuerte en varios sentidos. El barro es el medio de sustento de las familias de Aguabuena y trae prosperidad o escasez a las familias. Es un oficio que imprime identidad cultural a los artesanos pero también carga con un estigma. Por un lado, hay un reconocimiento del valor patrimonial que tiene esta labor, promovido en parte por la identidad de Ráquira como un pueblo de olleros , pero también por las políticas impulsadas por entidades como Artesanías de Colombia, la Gobernación de Boyacá, el Ministerio de Comercio, entre otras, que desde hace varios años vienen desarrollando distintos planes productivos en el municipio. Por otro lado, los alfareros reconocen que es un oficio que enferma (por la alternancia de la arcilla, que es fría, con el calor del horno; por la contaminación por el humo que expiden los hornos, entre otros factores) y que hace que sus cuerpos, sus casas y en general todo el lugar esté impregnado de una suciedad que es física pero también moral. ⁶ La polución del lugar se expresa en los cuerpos, no solo impregnándolos, sino también moldeándolos. En ese sentido hay una suciedad inherente a la persona envidiosa como un rasgo corrosivo de la subjetividad que además mina sus relaciones sociales. Hay otro nivel más micro, individual. Una vasija es el calco de la anatomía de quien la hizo y esto se aprecia a su vez en detalles anatómicos de la vasija, como la boca o jeta (borde), la barriga (cuerpo), el culo (base) o la oreja (asa), que copian la anatomía del alfarero (Castellanos, 2007). Por ejemplo, Elisa decía de Tránsito que sus vasijas le salían “así como tiene la jeta”, o Doris apelaba a una diferencia de género para hablar de por qué sus vasijas eran más redondas que las de su hermano, incluso cuando ambos habían aprendido el oficio de la misma persona (esto es, su madre), o Helí daba una definición del estilo de hacer vasijas de cada quien al considerarlo como “la huella dactilar” (Castellanos, 2007) ( figura 7 ).
Figura 7. La paila de Tránsito Foto: Daniela Castellanos. Tomada en el taller de Tránsito Vergel en 2006. De vuelta al tema de la sección, si el elemento tierra conduce o conecta la envidia (entre una fuente y un receptor), el aire, en cambio, no lo hace. Para explicar mejor este punto, hay que desviar la atención de las vasijas (rotas o completas) que dominan el paisaje de Aguabuena y detallar, en cambio, otro rasgo igual de importante pero menos llamativo: las mangueras que trasportan agua desde las quebradas hasta las casas en un entramado que conforma un acueducto artesanal. Aguabuena, pese a su nombre, es un lugar con poca agua, más árido que fértil y en donde los alfareros conviven con la carencia de servicios sanitarios. A falta de un acueducto oficial, funciona uno improvisado. Metros
y metros de mangueras conectadas o desconectadas deliberadamente conducen o no el agua desde las fuentes hídricas (básicamente, dos quebradas) hasta los tanques de las casas. Hay mangueras principales, más gruesas y largas, que conforman una red primaria, y otras más cortas y de menor grosor, que son las redes secundarias y que se conectan a las mangueras principales en ramificaciones variadas y cambiantes según las alianzas o conflictos de las unidades familiares. Así, es usual que entre varias casas se asocien para comprar metros de manguera gruesa de la que saldrán varias ramificaciones, dependiendo de las casas involucradas. Pasar el agua es como se le llama a esta acción que crea una relación de solidaridad entre un responsable que pasa el agua y sus beneficiarios. Sin embargo, es usual que a causa de peleas familiares las mangueras se desconecten de un nodo principal o que presenten el flujo de agua interrumpido por huecos hechos intencionalmente o piedras colocadas encima que torpedean el flujo. En últimas, las mangueras, cuales vasos comunicantes de ramificaciones varias, mantienen en circulación (o pasan) no solo agua, sino también envidia, a través de una red que es cambiante en su composición y direccionalidad (a veces quien pasa agua se convierte en beneficiario de alguien más): los alfareros se agregan o disgregan mientras la red se contrae o expande y cambia de orientación. “Por envidia la gente troza las mangueras” dicen los alfareros de manera unánime, lo que hace que el agua se pierda, no llegue o llegue en pocas cantidades. Paradójicamente, estas mangueras que resisten la aridez de esa tierra, contribuyen, a veces, a empeorarla (Castellanos, 2015). En tierra, las mangueras se envidian, pero no es así cuando van por el aire. Así lo explicaba Teresa mientras me contaba cómo su sobrino y ahijado, y quien le pasaba el agua, había tenido que poner por encima de los techos metros de manguera para conectar sus casas usando soportes de madera, cual postes, para que “volaran” como los cables eléctricos de las ciudades. ¿Y qué es lo especial del aire que hace que no pase la envidia?, pregunté a Teresa, quien mencionando lo del aire como una sentencia sin espacio para dudas, ignoró mi cuestionamiento. En mis varias visitas a Aguabuena, nunca escuché de otros elementos del mundo que fueran envidiosos. Ni bosques, quebradas o piedras, ni animales de tenencia (como vacas o cabras), ni otros rasgos del mundo material (casas, hornos para quemar cerámica, etc.) fueron referenciados de tal modo. El que las mangueras sí lo fueran puede deberse (tal vez) a su relación con la tierra, que es el medio físico en el que se encuentran frecuentemente. El barro conduce envidia, ya lo veíamos líneas arriba, esto por el contacto con los alfareros. Del mismo modo, la tierra en la que yacen las mangueras (a veces sepultadas varios metros para que no sean pisoteadas por camiones o carros pesados a su paso por las carreteras o en superficie) sería ese medio potenciador según una hidráulica de la envidia, que no funciona así cuando el medio es aéreo. Tercero: muchas direcciones Generalmente, la envidia se ha definido como una relación de tres: alguien que envidia (sujeto), otro que es envidiado (rival) y un rasgo, posesión, capacidad o estado psicológico que el sujeto envidia en el rival (objeto)
(D’Arms, 2002; Celse, 2010). En esto hay una direccionalidad clara, ya que siempre habrá un blanco, una víctima (Schoek, 1970, p. 7). Pero ¿qué pasa cuando hay muchas víctimas?, es decir, ¿hay una reciprocidad de forma tal que quien envidia es a su vez envidiado y, más aún, cuando no hay distinción clara entre el sujeto, el rival y el objeto de envidia? Los datos hasta aquí mostrados desdibujan la transitividad de la envidia como acto o, mejor, crean múltiples transitividades. Existe una exacerbación o, como lo dirían en Aguabuena, cadenas que relacionan personas, objetos, deidades y tierra. Y los elementos físicos que participan de este conjunto son en cierto modo transformaciones propiciadas por los mismos alfareros, son sus ensambles. Los boteros de Helí envidian a las otras vasijas que no son como ellos (y acaso también envidien al mismo Helí). Helí no especifica la fuente de su envidia, como nadie en Aguabuena lo hace (Castellanos, 2015). Allí, es incuestionable que existe(n) la(s) envidia(s), pero nadie se pregunta qué es lo que se envidia. Un modelo clásico ( the limited good model ) pone la escasez de los recursos y por consiguiente la competencia que se deriva como explicación. Así, en sociedades con bienes limitados –como las campesinas, alfareras o pesqueras–, la envidia aparece como mecanismo nivelador, asegurando que nadie quiera sobresalir, pues sería blanco de brujería (Foster, 1961, 1965, 1972; Bennett, 1966; Kennedy, 1966). Si bien Aguabuena es un mundo de recursos escasos (piénsese en el agua) y, por ende, una explicación como esta tiene cabida, desde lo etnográfico parece más provechoso preguntarse por las posibilidades que mantienen y actualizan un mundo saturado de relaciones envidiosas. En otras palabras, más que las causas, me interesa la experiencia en sí misma, y las condiciones materiales que la hacen posible, o sea su medio y por ende sus vehículos y catalizadores (físicos o no), o lo que la mantiene en movimiento. La indiferencia por las causas de la envidia contrasta con un sinnúmero de manifestaciones o síntomas que, en cambio, sirven para denotarla (fracturas en vasijas cocidas, delgadez en las personas, aridez de la tierra y huecos en las mangueras son solo algunas). En Aguabuena, importa su performatividad más que su origen (Castellanos, 2015), pues siendo la envidia constitutiva de las relaciones sociales, siempre está fluyendo, así como el agua que transportan las mangueras. El flujo –que, como vimos, es en muchas direcciones– asegura a su vez este gran dinamismo. De vuelta a los boteros, podemos aventurar varias explicaciones. Por ejemplo, pensar que son envidiosos porque Helí es envidioso. Así lo describen Doris y otros, pero esto es solo una cara. Otra cara es que las vasijas también envidien, además de a las otras vasijas, al mismo Helí. De hecho, hay siempre una falta de confianza o sospecha de los alfareros no solo hacia otros alfareros, sino también respecto a sus vasijas. Nunca se está seguro de los resultados de una hornada. El barro, el horno, el hornero, ⁷ el alfarero y, de manera importante, las vasijas conspiran en contra del éxito de un taller. Y, como si fuera poco, una vez superada la quema vendrán otros riesgos: por ejemplo, el intermediario que no viene, bien sea por el camino polvoriento que en época de lluvia no es transitable, o bien porque no quiere volver a causa de las vasijas que pudieron romperse en su tránsito a los
mercados, entre otras razones. Como sea, siempre habrá una responsabilidad que recae en la cerámica misma: hay por lo tanto un campo de acción propio de las vasijas. ⁸ Cierre Pensar a través de las cosas es la propuesta metodológica de un grupo de autores para hacer de los objetos una estrategia analítica que los aborda en sus propios términos (Henare, Holdbraad y Wastell, 2007). Inspirada en estas ideas, he querido tomar los datos etnográficos como lente analítico. Así, he asumido las cosas como conceptos para no concebir su significado como algo añadido o separado de las cosas mismas (p. 3). Desde esta perspectiva, el interés no ha sido por las creencias o sentidos que a manera de telón de fondo están detrás de los objetos o les sirven de contexto (Strathern, 1990; Ingold, 2000), sino por las cosas mismas y sus posibilidades. ⁹ Para mi caso, esto implica desviar la atención de las explicaciones del origen o la causa de la envidia en las cosas y, en cambio, partir de que en Aguabuena hay de por sí cosas envidiosas, para luego explorar las posibilidades de ser que tienen dichas cosas o sus realidades, por ejemplo, sus comportamientos, los actos que realizan, los medios en que están presentes, etcétera. Este interés en lo concreto me ha llevado a interesarme por una física de la envidia. ¹⁰ Y es que la envidia, más que una abstracción, se vive de manera concreta, tanto que incluso tiene atributos físicos, es material. Otra forma de verlo es que la envidia es siempre una experiencia netamente corporal, tiene una anatomía. El cuerpo de un alfarero o de una vasija o de un terrón de barro o de una manguera, incluso de una deidad (como se veía en la sección dos), es la expresión, el medio de este mal . ¹¹ Esto contrasta con una visión de la envidia como emoción y, por ende, la tendencia a verla como un fenómeno del mundo de las ideas opuesto al de los cuerpos, perspectiva que incluso puede ser más radical al pensarla como una fuerza irracional o inconsciente (Schoeck, 1970; Rorty, 1980). ¹² Es claro que el camino elegido reclama una forma distinta de ver las relaciones entre alfareros y vasijas, y, de manera más general, entre personas y objetos. Y algunas de estas preocupaciones no son para nada nuevas. En su ensayo sobre el don, Mauss (1990 [1950]) no asume que el hau de los taonga fuera un asunto de superstición o animismo, sino que lo reconoce como un problema teórico –cuya base es etnográfica– relacionado con la identidad que los maoríes establecen entre las personas y las cosas que hace que los taonga sean hau . Los resultados de esta forma de abordar el problema, como todos conocemos, llevarían al desarrollo de una teoría – todavía hoy influyente– sobre la obligación social basada en la reciprocidad. Siguiendo estas ideas, he querido que lo dicho por mis conocidos de Aguabuena no tenga un mero valor discursivo que haga de sus narrativas un problema epistemológico para el antropólogo. Esta orientación me llevaría a usar conceptos familiares para explicar situaciones no familiares, por ejemplo, pensar la agencia que tienen las vasijas para dar cuenta de su envidia, desde una teoría animista o una aproximación marxista (entre otras posibles). Otro recurso sería problematizar el contexto como estrategia para
darle sentido a lo expresado por los alfareros (Dilley, 2002). Así, explicaciones por fuera del fenómeno mismo, más englobantes, entrarían a mediar (Castellanos, 2015). De nuevo la escasez de recursos y la precariedad de la vida en Aguabuena, como se discutía líneas arriba a propósito de la teoría del “bien limitado”, o las dificultades que enfrentan para competir en el mercado de artesanías serían algunas de las opciones. Como se ha visto ya a lo largo del artículo, he optado en cambio por hacer de la descrita por Helí, Doris y Teresa una situación no familiar y desde allí elaborar una relectura de la envidia como fenómeno (Henare, Holbraad y Wastell, 2007, p. 18). ¹³ Con tal propósito, he enfrentado una dificultad adicional que tiene que ver con la familiaridad del lenguaje que hay entre los alfareros y yo (el español) y la naturalización de la envidia como experiencia. ¹⁴ De hecho, desde mis primeras visitas a campo, la envidia fue un tema recurrente del que hablaban mis conocidos, pero se convirtió en objeto de estudio solo cuando fue referida como causa del rompimiento de las vasijas en el horno (Castellanos, 2004; 2007). Ese interés me llevó posteriormente a replantear la envidia en sí misma y a aventurar una reformulación de lo que implica como fenómeno (Castellanos, 2015). Al hacerlo, he asumido otros compromisos y, por ende, otros riesgos, uno de los cuales ha sido el de evitar (pero inevitablemente contribuir, depende desde donde se mire) exotizar a las personas con quienes trabajé. Si bien lo expresado por ellas puede resultarnos fabulesco e incluso inverosímil, y en ese sentido las construye como unos otros distintos, el propósito no es meramente enfatizar en sus diferencias. Al respecto, cabe señalar que por más condenable que sea, la envidia es ante todo un asunto de humanidad (Benfell, 2007). El propósito más bien ha sido usar el caso de Aguabuena para, desde un escenario muy local, dialogar y cuestionar ideas más universales señalando también sus vacíos (Castellanos, 2015). Si reconocemos que la envidia es un asunto de los seres humanos, el que las vasijas, entre otras cosas, sean también envidiosas, las hermana y emparenta con nosotros (tanto que son el espejo del alfarero). Retomando las ideas de Gell (1998) sobre la agencia de las obras de arte y usándolas en nuestro caso, podríamos decir que la capacidad de actuar de las cosas en Aguabuena está dada en cuanto inciden en las relaciones sociales de los individuos. Con esta premisa, la agencia es primordialmente un asunto humano. Pero ¿qué pasa si reconocemos la envidia como un asunto también de las vasijas? Es decir, ¿y si la problematizamos también como un vicio de las cosas en sí mismas? Al respecto, el punto de entrada del capítulo es de nuevo diciente, como ya lo señalaba al cierre de la sección tercera. Por más que Helí sea para el resto de alfareros uno muy envidioso, el que sus vasijas también lo sean es un problema. Y literalmente, un problema para el propio Helí, que sufre por la envidia de sus vasijas, y de paso para aquellas otras vasijas que no son como los boteros , pero también para nosotros que debemos dar cuenta de esto. Una salida es preguntarnos por qué tan cerca están las vasijas de los humanos –y en esa medida la envidia de las vasijas sería una experiencia compartida o no con los alfareros–. Al respecto, es impensable no reconocer el nexo fuerte que hay entre una vasija y su alfarero, al punto de ser, a la vez que el resultado, una extensión de su cuerpo: al parecer de Clotilde, el sudor
del alfarero junto con el calor de sus manos hacen que la arcilla sea más fácil de trabajar, en otras palabras, es su vitalidad la fuente de la vitalidad del material (Ingold, 2000; Castellanos, 2007). A propósito de esto último, son ilustrativos los ejemplos de otros estudios etnográficos que abordan las relaciones de sujetos que transforman la materia con el trabajo corporal. Por ejemplo, en el caso de los mineros de Potosí, como lo ilustran Nash (1979) y Absi (2005), la mina o “el Tío” de la mina toma vida de los mineros muertos dentro de la mina misma. Otro tanto revelan los estudios de Leitch (1996; 2010) con trabajadores del mármol en Italia, al considerar su oficio como un trabajo incorporado que muestra la relación intersubjetiva entre los trabajadores y el material, entre las minas y su trabajo, y que al tiempo que transforma el material, transforma también a los trabajadores. Llevando esta última idea a nuestro caso, por ejemplo, la transformación física y el detrimento de salud que sufren los alfareros a causa de su oficio (siendo los problemas de artritis o respiratorios los más comunes) son un dato ilustrativo de la modificación que propicia la arcilla en el alfarero mismo, por poner solo un ejemplo que, como en el caso de los mineros, nos habla de lo paradójico de que un material adquiera vida a costillas de la vitalidad menguada de quien lo trabaja. Si asumimos esta intersubjetividad, entonces es impensable tomar la vasija o al alfarero por separado, como entidades discretas o mundos analíticos aparte. Y de hecho no lo son para los alfareros mismos que, por ejemplo, al ver una vasija terminada y cocida, la remiten al alfarero que la hizo sin importar si quiera que las formas en Aguabuena (y en Ráquira en general) estén bastantes homogenizadas por tipos de vasijas. Ciertamente esto necesita de ojos, pero también de manos, nariz y oídos sincronizados y entrenados en el mundo de los detalles mínimos de la materia. Así, además de ver diferencias, los alfareros las palpan, pero también las escuchan y huelen. Esto también es cierto para la envidia, que implica una agudeza de los cuerpos y los sentidos potenciados. Por ejemplo, así como el rugir del horno es un indicativo de que ya es tiempo de “dejarlo”, es decir, que no se debe añadir más combustible, o el sonido agudo de la cerámica cocida al ser golpeada nos habla de una vasija “bien hecha” (Castellanos, 2007), también el sonido del agua que llega o no a través de las mangueras nos habla de los actos de envidia de los vecinos (Castellanos, 2012). Lo anterior pone en el centro del debate, además de la forma como construimos nuestras categorías, la forma en que concebimos el campo donde hacemos nuestras observaciones, o, en otras palabras, problematiza eso que es asumido como dado, como externo a quien observa (Candea, 2007). En ese mismo sentido, varias de las relaciones que propongo líneas arriba, incluso las preguntas de partida del escrito, son impensables a priori y solo surgen a partir del trabajo etnográfico (Henare et al ., 2007). Así, desde la experiencia de la gente de Aguabuena (y de mi propia experiencia haciendo trabajo de campo), la envidia de las vasijas importa porque de por sí la envidia ya existe, remitiéndonos a la envidia múltiple y multiplicadora de las personas y de la materia que ellas transforman y que las transforma. Por eso, más que sobre vicios o inmoralidades de objetos en sí, la atención reside en la vida que ya ostentan las cosas, en este caso las vasijas, y que las vincula permanentemente y de muchas maneras con los humanos, así
nosotros, los analistas, no estemos dispuestos a reconocerlo o sea un hecho que pase desapercibido. Vasijas y ceramistas no son las orillas opuestas de una relación, no existen por separado, sino que están al tiempo, son un continuum , una categoría conjunta. Asumirlo así, de entrada, nos sitúa de manera distinta frente a lo que observamos. Es claro que es una construcción, una escogencia del analista. Sin embargo, la envidia de los boteros es real tanto para Helí que la padece como para el resto de sus vasijas, que pueden o no romperse. Y este hecho, de entrada, merece toda nuestra atención. Referencias Absi, P. (2005). Los ministros del diablo. El trabajo y sus representaciones en las minas de Potosí . La Paz: PIEB , IRD , IFEA , Embajada de Francia. Benfell, V. S. (2007). “Blessed Are They that Hunger After Justice”: from vice to beatitude in Dante’s Purgatorio. En R. Newhauser (Ed.), The seven deadly sins: from communities to individuals (pp. 185-206). Boston: Brill. Bennett, J. (1966). Further Remarks on Foster’s Image of the Limited Good. American Anthropologist , 68 , 206-210. Candea, M. (2007). Arbitrary Locations: in defence of the bounded field-site. Journal of the Royal Anthropological Institute , 13 (1), 167-184. Castellanos, D. (2004). Cultura material y organización espacial de la producción cerámica en Ráquira, Boyacá. Un modelo etnoarqueológico . Bogotá: Fundación de Investigaciones Arqueológicas Nacionales. Castellanos, D. (2007). Huellas de la gente del Cerro. Detalles etnográficos sobre estilo, ritos de paso y envidia en la formación de un contexto arqueológico (tesis de Maestría). Universidad de los Andes, Bogotá, Colombia. Castellanos, D. (2012). Locations of Envy: an ethnography of Aguabuena potters (tesis doctoral). University of St Andrews, Saint Andrews, Escocia. Castellanos, D. (2015). The Ordinary Envy of Aguabuena People: revisiting universalistic ideas from local entanglements. Anthropology and Humanism , 40 (1), 20-34. Celse, J. (2010). Sketching Envy from Philosophy to Psychology. Document de Recherche , 22 , 1-42. Université de Mompellier: Lameta. Recuperado de http://www.lameta.univ-montp1.fr/Documents/DR2010-22.pdf Csordas, T. (1990). Embodiment as a Paradigm for Anthropology. Ethos , 18 (1), 5-47. D’Arms, J. (2002). Envy. En E. N. Zalta (Ed.), The Stanford Encyclopedia of Philosophy (Spring 2017 Edition). Recuperado de http://plato.stanford.edu/ entries/envy Dilley, R. M. (2002). The Problem of Context in Social and Cultural Anthropology. Language and Communication , 22 , 437-456.
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habitantes se dedican principalmente a la producción artesanal de vasijas. Desde el año 2001 y hasta hoy, he venido realizando allí varios trabajos de campo, el más largo comprendido entre septiembre de 2009 y septiembre de 2010. Los datos e imágenes recogidos en este artículo provienen de distintas temporadas en campo a lo largo de estos años de investigación. 5 El monasterio del desierto de La Candelaria fue construido por la orden de los Agustinos Recoletos a finales del siglo XVI y es uno de los más antiguos de Suramérica. Desde allí se orquestó buena parte de la evangelización de las comunidades indígenas de la región en la época colonial (Ayape, 1935). 6 Es frecuente que la gente excuse la falta de limpieza de sus casas en el contacto permanente con la arcilla o que las nuevas generaciones quieran buscar otras labores por considerar que no quieren vivir “siempre cochinos” como sus padres y abuelos (Castellanos, 2012). 7 Responsable de cocer las vasijas, generalmente es un hombre. 8 Al respecto, otro dato etnográfico interesante. Una vez iniciada una vasija, hay unos ritmos de trabajo que los dicta la vasija misma y que no dependen más de los tiempos del alfarero. Así, una vez empezada una olla, el alfarero debe terminarla pronto, pues la arcilla pierde maleabilidad. Es igual para otras etapas del proceso de manufactura, como el raspado, en el cual se alisan las paredes de la vasija con un instrumento con filo y para cuya ejecución el alfarero no debe esperar mucho tiempo. 9 Al respecto, es interesante la discusión de Tim Ingold (2000) a propósito del término cultura material , pues según el autor el concepto tiene implícita la idea de que el significado es abstracto y “cuelga” de la materia (p. 340). 10 El interés en la envidia desde sus dimensiones concretas o físicas es también un interés por sus afectaciones. Esto conecta el argumento con un campo vasto de discusión en el que hay varias interpretaciones y escuelas: estudios de los afectos y, en particular, la antropología de los afectos (Lutz, 2017). De las discusiones recientes en el tema rescato el foco que le dan algunas reflexiones al asombro y vitalidad de las fuerzas materiales como locus para pensar el mundo desde posibilidades a medida que se van dando. Más que representaciones, símbolos o estructuras abstractas, importan el qué y cómo pasan las cosas en el momento (Stewart, 2017, p. 94). Si bien varios puntos señalados por autores influyentes del affective turn resuenan en mi trabajo, quiero también poner de presente que mi enfoque no parte de un trabajo o interés en las emociones (como sí parece ser una de las razones que motivan este giro), sino, en cambio, de una trayectoria personal que hizo que la arqueología modelara mis elecciones metodológicas, en el sentido de dedicarme a la tarea de encontrar huellas o correlatos materiales de relaciones y procesos a veces imponderables desde el registro arqueológico (Castellanos, 2007). Por ejemplo, ¿cómo puedo saber, como arqueóloga, qué fragmentos de vasijas son envidia? 11 Contraria al oculocentrismo, que tiende a primar cuando se define la envidia, argumento que esta experiencia involucra a todo el cuerpo y por lo tanto compromete todos los sentidos, sin privilegiar necesariamente los ojos.
12 La antropología de las emociones ha intentado reversar esta tendencia al proponer las emociones como socialmente constituidas y constitutivas a su vez de los sujetos dentro de un orden moral que expresa elementos sobre sus intenciones, acciones, relaciones sociales y políticas de la vida diaria (Rosaldo, 1980, 1983, 1984; Levy, 1984; Lutz and White, 1986; Lutz y AbuLughod, 1990). Pese a su papel más activo, algunos autores han señalado que las emociones siguen conceptualizándose como fuerzas mediadoras entre un reino ideal y otro fáctico, de tal modo que se refuerzan –pese a querer superarlas– las tensiones entre individuos y estructura social, por un lado, y entre mente y cuerpo, por el otro (Csordas, 1990; Leavitt, 1996). 13 Algunos autores llaman a esta orientación –que se interesa por las realidades de los grupos con quienes trabajamos como mundos posibles que nosotros, como antropólogos, si bien no compartimos, debemos esmerarnos en entender– el giro ontológico (para ver los postulados sobre este enfoque: Viveiros de Castro, 2004; 2014; Henare et al ., 2007; y críticas de este enfoque: Ramos, 2012). 14 El uso de la envidia como verbo, además de su empleo como sustantivo, despertó mi curiosidad por este fenómeno y la necesidad de verla como una acción concreta en el mundo. Del mismo modo, el uso recurrente de este vocablo incluso para describir situaciones que a mi modo de ver no necesariamente se referían a la envidia me hizo preguntar por su lugar privilegiado en el léxico local (Castellanos, 2012; 2015). Del tambor al picó: objetos de poder en las redes festivas artesanales y técnicas en el Caribe colombiano Mauricio Pardo Universidad de Caldas En el Caribe colombiano, las fiestas patronales, los carnavales y, en general, la fiesta, a través de sus protagonistas artefactuales musicales y técnicomusicales, han sido factor principal en la configuración de los lazos comunitarios y la identidad local y regional. Las crónicas del siglo XIX señalan que en todos los poblados y barrios eran reiteradas las fiestas públicas y familiares, llamadas fandangos , merengues , bundes , palos de cumbia o cumbiambas , todas ellas desplegadas bajo patrones similares alrededor de los tambores. Los tambores, desde aquella época, se establecieron como agentes poderosos que integraban un libreto musical, coreográfico, ritual y festivo que ocupaba un lugar central en la vida social del Caribe. Más adelante, la radio y la discografía reemplazaron y debilitaron las interpretaciones de los músicos locales e inscribieron las festividades y sus músicas en los circuitos corporativos internacionales de las industrias musicales. Desde mediados del siglo XX , los equipos de sonido o picós se fueron configurando como actores centrales en los eventos festivos y desarrollaron una dinámica propia de estructura, forma y contenido por fuera de la circulación de esos conglomerados empresariales del entretenimiento. La
fiesta de picó y su música de champeta, que establecen una red social, técnica y musical, con sus propios circuitos económicos restringidos a la región caribeña, convocan un importante número de seguidores en las barriadas de ciudades y poblados de la Costa y se han constituido y adaptado, alrededor del picó, como agentes focales de gran poder simbólico y social. Además, se han ido transformando e innovando a partir de los patrones vernáculos de la festividad caribeña al tiempo que han incorporado elementos de las músicas afro populares internacionales contemporáneas, africanas, del caribe francófono y anglófono y norteamericanas, entre otras, resultando en un fenómeno socio-técnico-musical de características únicas. Gente, no humanos, cosas, máquinas El antropocentrismo de las narrativas occidentales, tanto desde el saber lego como en el discurso científico, es una de las concepciones más arraigadas y menos cuestionadas. Aun desde la antropología, la disciplina que supuestamente está más próxima a modos de pensamiento no occidentales, la complejidad de los ensamblajes entre humanos y otros seres era leída no como una complejidad material entre diversos agentes, sino como una proliferación de representaciones, de sujetos cognoscentes. La investigación antropológica devino principalmente en un conocimiento sobre los conocimientos, sobre la diversidad de modos de conocer que se denominan culturas , las cuales interpretan en variaciones sin fin una naturaleza exterior regida por leyes inmutables. En las últimas tres décadas han surgido discusiones que apuntan a revisar esos supuestos occidentales sostenidos en unas oposiciones entre cosas y conceptos, personas y entes no humanos, materia y significado, representación y realidad. Criticaron la suposición según la cual las cosas son accesorias, exteriores, silenciosas, pasivas, meramente ilustrativas de los sistemas sociales, de estructuras significantes o de ensamblajes (Wagner, 1981; Strathern, 1990; Descola, 1994; Gell, 1998; Viveiros de Castro, 2012 [1998]). Seguidores de esta corriente criticaron la suposición de que las cosas son accesorias, exteriores, silenciosas, pasivas, meramente ilustrativas de los sistemas sociales, de estructuras significantes o de ensamblajes semióticos. Proponen que las cosas, tal como son pensadas y habladas en las sociedades en las que existen, son sus significados mismos, los cuales deben ser tomados en serio en lugar de ser necesariamente decodificados o interpretados (Henare, Holdbraad y Wastell, 2007). No es que haya muchas representaciones del (uni)mundo, sostienen estos autores, sino muchos mundos en los que las relaciones entre esas cosas con los humanos no son solamente mentales, simbólicas o representaciones, sino que son materiales y reales: son mundos que deben ser abordados a través de su puerta de entrada posible, o sea, que deben ser pensados a través de las cosas, de las cosas-significados que integran esos mundos. Desde otro ámbito, diferente e incluso inesperado, el de los estudios de ciencia y tecnología ( ECT ), unos años antes, se venía problematizando tanto el supuesto conocimiento objetivo de la naturaleza a través de las ciencias físicas y naturales como la separación, en esferas esencialmente diferentes, de la naturaleza y la sociedad . Desde los ECT se planteó que los
científicos son constituidos por sus objetos científicos, así como estos últimos son construidos por los científicos (Law y Lodge, 1984; Latour, 1987). Estas tendencias de los ECT plantean que humanos, máquinas, otros organismos vivos, desarrollos tecnológicos, seres inertes y otras “cosas” se relacionan dentro de redes complejas en las que todos ellos son actores-red , provistos de agencia y poder, que se influencian mutuamente (Law, 1991, p. 13; Latour, 2007). Pero desde la posición de los agentes humanos, dentro del capitalismo, sostienen algunos de estos analistas, no todos se sitúan en la red en pie de equidad para relacionarse con otros seres-cosas, y esas diferencias de poder resultan en desigualdades en la distribución (Law, 1991, p. 18). Callon (1991), uno de los notables y seminales proponentes de esta tendencia de los ECT , plantea que si se hace énfasis en la distribución, esas redes pueden ser vistas como redes tecnoeconómicas que se organizan en torno al polo científico que produce conocimiento, al polo técnico que desarrolla los artefactos y al polo del mercado en el que se busca satisfacer demandas o necesidades. Propone que los actores se definen unos a otros en la interacción a través de intermediarios que ellos mismos ponen en circulación y que se asignan roles mutuamente. Esos intermediarios son de cuatro tipos: textos, artefactos, habilidades y dinero. En las situaciones concretas, muchos de los intermediarios son híbridos entre dos o más de estos tipos, y pueden ser también híbridos entre humanos y no humanos. Los intermediarios, híbridos o no, humanos o no, asignan roles a los actores participantes y a otros intermediarios. Las redes así configuradas pueden ser leídas en las inscripciones que marcan los intermediarios (Callon, 1991). Hay entonces una notable convergencia entre el análisis propuesto por los sociólogos de los ECT desde finales de los años ochenta y el de los antropólogos multinaturalistas o de la nueva escuela etnográfica, para describir las redes sociotécnicas o tecnoeconómicas de los primeros y los diferentes mundos que proponen los segundos. En las páginas que siguen, trataré de mostrar cómo la población del Caribe colombiano, y, hoy en día, especialmente en Cartagena y Barranquilla, ha hecho parte de manera importante de redes socioartefactuales y sociotécnicas festivas y musicales, entre cuyos actores se destacan como cosas poderosas el tambor –hasta comienzos del siglo XX –, vitrolas y radios –en la primera mitad del siglo XX – y especialmente los picós, desde esa época hasta la actualidad. Al considerar dichas redes festivas musicales, la observación y el análisis pueden enfocarse en los géneros musicales, en las organologías específicas, en las trayectorias de músicos particulares, en las transformaciones de las mediaciones tecnológicas y en muchos otros aspectos (Piekut, 2014). Pero si se mira el fenómeno festivo-musical y su importancia en la constitución y reproducción del grupo social, el actor artefactual-musical o tecnológico-musical aparece como objeto poderoso, que determina buena parte de las dinámicas de la red, y cuyas propiedades de localización, agencia e identificación lo hacen un protagonista visible que organiza a su alrededor las acciones de otros actores, humanos, musicales de variado orden, tecnológicos y económicos. De forma interesante, aparece que tambores y aparatos de sonido no son solo potentes artefactos-agentes dentro de redes sociotécnicas a la manera en que lo plantean los
investigadores de los ECT , sino que son también agentes cargados de impetuosas valencias sociales, emotivas y afectivas en un sentido análogo al atribuido a los distintos actores no humanos que pueblan los multiversos que han sido señalados dentro del mencionado reciente giro etnográfico. La red de tambores configuró el Caribe colombiano La documentación existente señala que en el Caribe colombiano, ya desde el siglo XVIII , entre las clases bajas descendientes de africanos e indígenas, y de los mestizajes entre ellos y los europeos, los acontecimientos sociales más importantes y concurridos eran las fiestas de baile y canto alrededor de los tambores. Desde esa época, son mencionados bailes cantados denominados fandangos , currulaos , bundes , merengues , cumbiembas o cumbiambas , en los que la gente bailaba alrededor de un grupo de músicos de tambores, animados por cantos y palmas, en los que un coro generalmente de mujeres respondía a una solista (Escobar, 1985; González, 1988). A principios del siglo XIX , todavía se reportaban fiestas alrededor de grupos interétnicos de negros con tambores y de indígenas con gaitas (Gosselman, 1981 [1979]; Posada Gutiérrez, 1920-1921; Solano y Bassi, 2004). Ya para finales de ese siglo, esas festividades y bailes eran el núcleo del acontecer festivo a lo largo y ancho de la región caribeña, desde el golfo cenagoso de Urabá hasta la península desértica de La Guajira (González, 1988; 1989). Si algo delimita la región del Caribe colombiano es la geografía del tambor; lo que marca la extensión espacial de la caribeñidad es el alcance de las celebraciones del tambor, que da la pauta para la danza, el canto, las comparsas y para los carnavales. Lo costeño, lo caribeño, va hasta donde se extiende el tambor; una configuración regional que se formó en los tiempos coloniales, integrando las poblaciones locales subalternas a pesar de las separaciones que la segregación racial y espacial colonial trataba de imponer. La sociabilidad de los dispersos asentamientos por las costas, sabanas, ciénagas, serranías, ríos y desiertos de la heterogénea geografía caribeña estuvo marcada por las festividades, las cuales se articulaban por el tambor o, mejor, por el conjunto de tambores que se extendía performativamente a los músicos con otros instrumentos. ¹ Hay áreas del Caribe con mayor o menor ancestro y presencia fenotípica indígena, o afro, o mestiza, y hay variaciones intrarregionales en diferentes aspectos, pero todas ellas son parte del entramado de sociabilidad festiva marcada por los tambores. La vida pública en el Caribe, en ciudades, poblados y áreas rurales, se configuró entonces, desde los tiempos coloniales, como una red de celebraciones musicales, un calendario festivo marcado por el panteón católico de santos patrones y santas y vírgenes patronas. A esto se sumaban las ritualidades del ciclo vital: bautizos y funerales se marcaban también por la música, el canto y la danza. Después de la independencia, surgieron fiestas de efemérides patrióticas y otras celebraciones cívicas. Este calendario festivo permitió que se decantaran y se refinaran continuamente unos estilos musicales, organológicos y dancísticos, pero todos ellos variaciones de un patrón básico fuertemente relacionado con la organización social local.
En Cartagena, por ejemplo, a finales de la Colonia, en la fiesta de la Candelaria, los cabildos de nación de los afrodescendientes desfilaban en comparsas ida y vuelta hasta el cerro de la Popa (Posada Gutiérrez, 1920-1921; Gutiérrez Sierra, 2000). Después de la Independencia, en Cartagena, que hasta comienzos del siglo XX continuó siendo el principal centro económico y administrativo de la región Caribe, en las fiestas cívicas, especialmente en las de la Independencia del 11 de noviembre, en un comienzo abundaban las danzas y los tambores de la gente negra y mulata que había tenido importante protagonismo en la gesta anticolonial, pero progresivamente las prácticas festivas de los afrodescendientes fueron estigmatizadas por la élite blanca-mestiza como muestras de barbarie y atraso, y fueron retiradas de las celebraciones oficiales. Al margen de la programación gubernamental, en las fiestas desfilaban grupos de danzantes y cantantes al ritmo de tambores, y en los barrios pobres, todos de mayoría afrodescendiente, siguieron existiendo los cabildos, en esta época ya no como asociaciones étnicas, sino como organizaciones carnavalescas de barrio (Gutiérrez, 2000, p. 133). Emirto de Lima, notable profesor, compositor y director musical, quien estudió en distintos conservatorios europeos y vivió en Barranquilla en la primera mitad del siglo XX , escribió un libro sobre las músicas rurales del Caribe colombiano, basado en un excepcional y extenso trabajo de campo, en las décadas de 1920 y 1930, y señaló la generalización e importancia de las celebraciones musicales con tambores en la región: En las plazas principales de todas las poblaciones (y esto ocurre hasta en los villorrios más pobres) [...] se reúnen en ardoroso espectáculo [...] grupos del pueblo que, fieles a la tradición, manifiestan su júbilo, a través de las danzas, llamadas Cumbiambas, Porros, Chicha Maya, Puya, Mapalé, Currulao, Merengue, y Bailes de Gaita Indígena. (De Lima, 1942, p. 68) De entre la multitud de instrumentos musicales africanos de sus pueblos de origen, ² solamente se generalizó, entre los esclavizados de la Nueva Granada, un tipo particular de tambor, de rara ocurrencia en el resto de África, venido de la región aledaña al puerto esclavista de Calabar, en el suroriente de la actual Nigeria y en el occidente del actual Camerún (Pérez, 1986; D’Amico, 2007; 2017; Miller, 2012).
Los africanos esclavizados embarcados en el puerto de Calabar fueron llamados genéricamente carabalíes y conformaron la mayoría de los que llegaron a Cartagena en el último periodo de la trata entre 1740 y 1811 (Colmenares, 1979; Del Castillo, 1982; Nwokeji, 2010; D’Amico, 2017). Dentro de dicha región africana, está el área del río Cross, ³ ocupada por numerosos grupos diferentes aunque emparentados cultural y lingüísticamente, en los que está presente la institución de las sociedades del leopardo, compuestas por hombres que comparten conocimientos secretos, las cuales se ocupaban de varios asuntos públicos y de gobierno de las aldeas. En la actualidad, estas sociedades tienen un papel eminentemente ceremonial. En estas poblaciones, son notables los rituales de hombres disfrazados y enmascarados, animados por tambores de cuñas. También existen asociaciones y rituales femeninos que son acompañados por los tamboreros de las sociedades masculinas del leopardo (Ruel, 1969; Leib y Romano, 1984, pp. 94-95). El tipo de tambor en cuestión es ligeramente cónico, de entre 30 y 60 centímetros de largo y entre 20 y 30 centímetros de diámetro, con un parche de piel de animal templado con lazos y cuñas alrededor del cuerpo del instrumento. ⁴ Generalmente, se trata de una pareja de tambores, uno mayor y uno más pequeño. En el Caribe de Colombia, el tambor de mayor tamaño es llamado hembra , alegre , repicador o currulao , y efectúa variaciones e improvisaciones sobre el ritmo; el menor es llamado macho o llamador , y marca sin variaciones el ritmo central. Alrededor de uno solo, o de la pareja de tambores, se organizan los conjuntos musicales vernáculos de la región del Caribe colombiano. En algunas áreas, los tambores de cuñas fueron reemplazados por instrumentos de percusión europeos, como en las bandas sabaneras, o tuvieron variaciones, como es el caso del tambor caja de los conjuntos de acordeón. Es muy posible que la llegada a Cartagena de cantidades importantes de gentes africanas embarcadas en Calabar, en la segunda mitad del siglo XVIII , quienes portaban en su memoria y en sus destrezas la importancia de la construcción y ejecución de tambores, como parte de una compleja red política, social y ritual en su sociedad de origen, haya influido en el resto de la población esclavizada cartagenera, y haya aportado y generalizado elementos importantes de la actividad festiva. Este elemento organológico coadyuvó a la configuración del complejo ritual, oral y musical, con elementos de las distintas etnias de origen de los esclavizados. Configuración que se facilitó gracias a la reedición en Cartagena de los cabildos de lengua y nación ⁵ africanos que se habían iniciado en España desde el siglo XIV , a la legislación colonial que permitía a los esclavos llevar a cabo sus fiestas de tambores y danzas los fines de semana, y a las reiteradas celebraciones del calendario festivo del santoral católico, en las que los cabildos festejaban públicamente por las calles de la ciudad con grupos musicales y comparsas. Paulatinamente, este texto se diseminó por todos los caseríos y veredas de la región, en donde las gentes de todos los colores , los pobres libres de todas las razas y mestizajes fueron haciendo sus particulares aportes y adaptaciones. Las conexiones de los elementos de la red se hicieron durables con las técnicas implicadas en la fiesta de tambores: la fabricación y ejecución de
los tambores, los cantos y danzas. Estos complejos festivos, con sus cumbiambas alrededor de un poste central, sus desfiles por las casas de los poblados, su escalamiento en la época de carnaval, se constituyeron, junto con los saberes y habilidades, en mediadores vigorosos entre los actores centrales de estas dinámicas sociales: los individuos, los conjuntos de tambor y las distintas agrupaciones de gentes que integraban la fiesta. Los textos precursores se fueron modificando y fortaleciendo simultáneamente, trasmitiendo de un sector a otro, a través de las mediaciones, o, según el concepto propuesto por Latour (1988), se iban traduciendo progresivamente. De las memorias remotas del ritual africano a los cabildos de esclavizados en América, a las fiestas patronales católicas, a las celebraciones sincréticas en alejados palenques y rochelas, a los cruces en todas estas situaciones con elementos españoles o indígenas, el texto festivo se tradujo incesantemente. Traducción que produjo las variaciones y matices locales, pero que también consolidó un complejo distintivamente regional: en los bullerengues del golfo de Morrosquillo, las chalupas de la zona del Dique, las gaitas y puyas de los Montes de María, las tamboras del Magdalena, los fandangos y porros de las sabanas cordobesas y sucreñas, los merengues y paseos del Cesar y La Guajira, la música del Caribe colombiano tiene una serie de elementos específicos comunes que han permitido la continua polinización cruzada entre las distintas variantes y su convergencia, como en el caso del Carnaval de Barranquilla. ⁶ A partir del patrón nodal se dieron variaciones en las sucesivas épocas y se desarrollaron y consolidaron las diferencias locales y subregionales en la medida en que las festividades y sus rituales se iban configurando en la región Caribe como un aspecto central de la organización social, la vida pública y los procesos de identificación ( figura 1 ).
Figura 1. Músicos y sus tambores en el barrio Pescadito en Santa Marta Foto: Mauricio Pardo. En la red festiva, se influenciaron mutuamente una heterogeneidad de textos a través de los cuales se desplegó la agencia de los distintos actores: los libretos rituales; las prescripciones de los géneros y estilos musicales; las destrezas de artesanos, músicos, danzantes y participantes; y las normas sociales y religiosas en las que se inscribieron las fiestas. Pero el actor imprescindible, alrededor de cuya agencia y significado se organizó el resto de la red festiva desde el último siglo de la Colonia, fue el tambor. El tambor y sus dinámicas sociomusicales estaban por supuesto situados dentro del marco de los regímenes colonial, primero, y republicano, después. Esos mundos existían de diferentes maneras en otros modos de interacción en los márgenes del régimen colonial y de sus presupuestos de
raza, clase y género. La peculiaridad de la región caribeña, con toda su diversidad interna, se configuró desde los sectores subalternos con sus redes musicales ceremoniales, a pesar de las élites y su régimen racista, segregacionista y explotador, que solo veía en las festividades de las castas inferiores muestras de procacidad y salvajismo. Las celebraciones de los afrodescendientes y demás castas subalternas eran toleradas paternalistamente por las autoridades coloniales y por los esclavizadores, pero fueron surgiendo y creciendo redes complejas de personas, objetos, músicas, textos y destrezas con considerable nivel de autonomía frente a los actores hegemónicos de la sociedad colonial. Tanto, que se extendieron territorialmente por toda la región, configurándose como catalizadores de la vida social de la población subalterna en los campos, los caseríos y poblados y en las barriadas pobres. La acción combinada aleatoriamente, reconstituyéndose continuamente, de los instrumentos, las localidades, las configuraciones performativas de las celebraciones, los formatos de los conjuntos musicales, los pobladores, las coreografías, los artesanos, los ritmos y tonadas de las piezas musicales, las liturgias sincréticas, los textos de las canciones, los mapas de los recorridos musicales y dancísticos, los canales de circulación del evento festivo y sus componentes, marcó las configuraciones de mundos particulares. Universos propios celebrados en las piezas musicales, con los diferentes actores no humanos, las entidades sobrenaturales de las creencias locales, los animales silvestres y domesticados, los paisajes, las interacciones en las labores del campo y en las relaciones afectivas. Este heterogéneo ensamblaje se plasmó en la gran variedad de situaciones locales, variedad contenida por la fuerza centrípeta del tambor como concepto y como texto, lo que resultó en la configuración particular de lo caribeño en Colombia y sus continuidades con otras regiones y países del gran Caribe. Los medios técnicos opacan la fiesta instrumental en vivo Las tecnologías de la reproducción, la radiodifusión, la discografía, las victrolas y los picós empezaron a opacar progresivamente los conjuntos musicales tradicionales. Las primeras emisoras del país fueron La Voz de Barranquilla, fundada en 1929, y La Voz de Cartagena, en 1933, pero los radiorreceptores solo estuvieron disponibles comercialmente unos años más tarde. La radio comercial, como tal, se consolidó a partir de 1935, con Emisoras Unidas, en Barranquilla, y Emisora Fuentes, en Cartagena ( El Tiempo , 7 de abril de 1997; Bozzi, 20 de octubre de 2009; Vélez, 2011).
En las ciudades más grandes, hacia la década de 1930, con la progresiva implantación de la electricidad (Vélez, 2011), iban proliferando los locales comerciales en los que se amplificaba música grabada. Las nacientes empresas del entretenimiento actuaban simultáneamente en la industria discográfica, en la radiodifusión y en los radioteatros con sus orquestas de planta, lo cual provocó transformaciones significativas en las dinámicas festivas de la región. La afición musical de las gentes iba abandonando a las tradiciones y a sus representantes musicales, y se volcaba progresivamente hacia la música comercial, y las fiestas de todo tipo prefirieron paulatinamente la música amplificada por los nuevos medios. En la medida en que la electricidad se expandía, en las ciudades más pequeñas y en los pueblos se llevó a cabo una transformación análoga. En los asentamientos rurales, los lugares de origen de la mayoría de los músicos y compositores, en adelante la aspiración de los artistas se dirigió hacia los centros urbanos para figurar en los discos y la radiodifusión y así obtener ingresos monetarios a partir de lo que hasta entonces eran oficios artísticos solo escasamente remunerados por la reciprocidad de los anfitriones festivos. El surgimiento de los artistas populares, ungidos por la fama de la radiodifusión y la discografía, minusvaloró aún más a los músicos en las localidades. En las ciudades y, progresivamente, en las zonas rurales, los conjuntos de tambores, los coros y las palmas dejaron de ser el centro de la fiesta, y la generación de las dinámicas festivas –anteriormente disgregadas por la región– pasó a depender de la producción tecnificada urbana, centrada en Cartagena y Barranquilla, y esta última gradualmente absorbió los carnavales locales hasta centralizar los remanentes de las músicas vernáculas de la región en el Carnaval de Barranquilla. Las músicas locales languidecieron paulatinamente y la ejecución de los conjuntos vernáculos se limitó a unas pocas ocasiones en las fiestas más notables. Los procesos de aprendizaje de la confección y ejecución de instrumentos, del canto y el baile decayeron en cuanto parte protagónica de la sociabilidad local, y se confinaron progresivamente a un número de individuos cada vez menor. Las redes socioartesanales, con el tambor como centro de la fiesta, se debilitaron poco a poco, pero la centralidad de la fiesta como factor primordial de la sociabilidad se mantuvo, transformándose con la adopción de las nuevas mediaciones musicales. El carácter de la fiesta cambió así sustancialmente. El centro de la festividad pasó a ser el aparato reproductor de música. Las ejecuciones en vivo de los artistas y conjuntos de la música comercial, aunque importantes, eran excepciones restringidas a eventos en teatros u otros escenarios, en los que el público se había convertido de participante en espectador. La fiesta colectiva, bailable en los espacios urbanos, pasó a ser la mayoría de las veces animada por equipos de amplificación. Estos aparatos se iban convirtiendo en el sine qua non de la fiesta popular. En el Caribe colombiano, como en otras regiones del país, y como ya había ocurrido en Norteamérica y en Europa, se configuraron extensas redes
sociotécnicas comerciales musicales, lideradas internacionalmente por compañías como Columbia, Brunswick y RCA , las cuales acumulaban grandes cantidades de plusvalía generada por los trabajadores técnicos, los artistas, los empresarios y los administradores de emisoras, de casas disqueras, de radioteatros, de comercializadoras de discos y de aparatos fonográficos y de radio. Estas multinacionales fabricaban los aparatos de radio y fonográficos, dominaban la fabricación de discos y la distribución de todos estos productos en Latinoamérica. En el nivel microlocal, los eventos festivos habían pasado a girar alrededor de los dispositivos de reproducción, recepción y amplificación: fonógrafos y radiorreceptores. Pero la dinámica de la red que se tejía desde lo global hasta lo local se centraba en la acumulación de capital por parte del entramado corporativo multinacional, que desde entonces ha dominado la economía del entretenimiento musical. En las ciudades caribeñas colombianas, las extensiones de esa red operaban gracias a los empresarios regionales, propietarios de disqueras, emisoras y radioteatros, y a los comercializadores de aparatos musicales, y en los extremos de este complejo sociotécnico musical, se ubicaban los pequeños empresarios de estaderos, casetas y animadores de fiestas, y las familias que poseían sus propios aparatos de sonido domésticos. Todos ellos comercializando y consumiendo la música popular, en su mayor parte internacional, producida y distribuida por las corporaciones, y dentro de la cual solo una fracción reducida estaba conformada por artistas locales que habían logrado entrar en tales procesos comerciales. La irrupción del picó ⁷ En los barrios cartageneros, un invento estaba creciendo: el picó ( pickup ), ⁸ un sistema de amplificación de gran potencia. Desde finales de 1930, en Cartagena, y luego en Barranquilla, se habían comenzado a adaptar ortofónicas para darles mayor volumen para animar bailes domésticos y públicos (Muñoz Vélez, 2003a). ⁹ Se configuró así un tipo de actividad festiva bailable en la que uno de estos equipos animaba con su alto volumen al público, que pagaba por la entrada y por el consumo de licor en establecimientos como estaderos y casetas, llamados a veces clubes. Equipos de menor potencia animaban fiestas en las calles de los barrios. Con los aparatos de amplificación o picós, se consolidó el gusto popular regional, en el que, junto a los temas dominicanos, puertorriqueños o cubanos en boga, se escuchaban los porros de las bandas y orquestas, y los paseos y merengues de tríos de guitarras o de conjuntos de acordeón.
Un picó es una empresa de venta de servicios de amplificación musical. Sus dueños pueden vender sus servicios por contrato a una persona o entidad o pueden cobrar entradas y vender licor al público en un local o caseta , o en una caseta provisional, resultante de cercar un lote o una porción del espacio público, un parque o una calle. Desde sus comienzos, ha habido unos picós principales, famosos y más potentes tecnológicamente, y otra serie de picós más pequeños, que también ofrecen sus servicios al público, en espacios o eventos más reducidos. El modo festivo popular fue migrando hacia la forma generalizada de la amplificación de grabaciones en la caseta o el estadero, y a tener sus momentos estelares en la presentación de grupos musicales foráneos que interpretaban los éxitos discográficos y solo muy ocasionalmente con la presentación de las auténticas estrellas de la radio y los discos. Estos procesos que ocurrían en las barriadas de las grandes ciudades tenían su correspondencia a lo largo y ancho de la Costa en los pueblos y áreas rurales. Hasta finales de 1960, los picós eran uno más de los varios medios a través de los cuales se daba salida a los productos comercializados de las empresas musicales internacionales y nacionales. El picó era específicamente una actividad económica cuyo atractivo consistía en la habilidad y conocimiento de sus dueños para entretener al público bailador con éxitos de la música disponibles en el mercado, dominado por las industrias internacionales y nacionales de la reproducción musical. El picó importador de música insertado en las zonas populares Pocos años antes, a mediados de la década de los sesenta, había comenzado a formarse lo que se conocería como el exclusivo , una dinámica particular de los picós, ya no solamente para reproducir a gran volumen los éxitos radiales y discográficos, sino para amplificar música que no estaba disponible en el mercado nacional. En un principio, fue la música bailable cubana y puertorriqueña, así como la de ese origen que por aquella época comenzaba a configurarse como salsa en Nueva York. En ese momento, surgió una dinámica en la que el público comenzó a buscar los picós que tuvieran música no conocida, y los picós a su vez comenzaron a competir por conseguir esos éxitos inéditos. Para ello recurrían a viajeros que importaban pequeñas cantidades de esos discos. Entre esas grabaciones importadas llegaron algunos LP haitianos y congoleses de pop eléctrico antillano y africano, los cuales tuvieron buena acogida entre el público. En un principio, tan solo engrosaron el repertorio, pero después de que se regularizó el mercado legal de discos de salsa a comienzos de 1970, sobre todo a raíz de la actuación de Richie Ray en el Carnaval de Barranquilla en 1968, los picós buscaron exclusivos de música antillana anglófona, francófona y africana. Además del compás y el mini jazz haitianos, comenzaron a llegar discos de soca de Trinidad, zouk martiniquense y kadans de Guadalupe. De África llegaban grabaciones sobre todo del soukous del Congo, pero también del highlife y el juju de Nigeria, del makossa de Camerún y posteriormente se traería también mbganga de Suráfrica.
Mientras las élites habían creado sus espacios y gustos festivos ligados al consumo, a la esfera mediática y al turismo, los picós se localizaron en los barrios de menores ingresos y fueron ganando seguidores, y así la música de origen antillano y africano derivó en dinámicas de identificación y de espacialización entre esas clases bajas en Cartagena y Barranquilla. Como los picós operan físicamente en localidades concretas mediante venta de taquilla, están localizados en áreas específicas de la ciudad, pero no simplemente como la ubicación de locales comerciales sino ligados a la dinámica de lugar de esas áreas y a sus habitantes. La lógica y los procesos de circulación del picó y la champeta no son los de venta de un producto (como un disco o una grabación), no circulan en medios como la radio o la televisión, de acuerdo con la oferta y la demanda flexibles de sectores sociales. La difusión por radio y televisión, y la circulación de cintas, de discos, de CD , de DVD y en internet han sido subsidiarias, dependientes y manejadas desde los picós. La champeta ha estado durante la mayor parte de su historia, y en cuanto a sus espacios de difusión, ligada a los picós. Solo hasta tiempos muy recientes la champeta se ha manifestado significativamente en las presentaciones en vivo de los artistas o en la comercialización de grabaciones. Estás dinámicas espaciales de la circulación hicieron que, desde finales de 1980, la champeta y los picós se consolidaran alrededor de las casetas , en ciertas áreas de la ciudad, en ciertos barrios y para ciertos grupos sociales. El picó y la champeta son los aglutinadores de los fenómenos sociales que comprenden las casetas o lugares habituales donde se presenta el picó, el público que se distribuye en grupos de seguidores de los principales picós, y los exclusivos que configuran el repertorio propio de cada picó. Aunque de hecho los grandes picós se presentan en otros municipios de la región e incluso en Venezuela, en funciones privadas, o en donde sean contratados por sus servicios, sus posibilidades de continuidad económica gravitan en torno a sus presentaciones semana tras semana ante su grupo de fanáticos en los locales acostumbrados en los barrios, según sea el caso en Cartagena o en Barranquilla. Esta es una dinámica que tratan de reproducir los picós de menor tamaño, pero solo unos pocos logran conformar conjuntos de seguidores y la mayoría representa una actividad económica secundaria para sus dueños. Cartagena y Barranquilla presentaron diferencias en cuanto a las geografías del giro antillano-africano de los picós. En Cartagena, este giro se escenificó en los vecindarios pobres, mayormente negros, del suroccidente de la ciudad, a comienzos de 1980, en las casetas La Dinámica –en el barrio Olaya–, la Subway y El Colonial –en el barrio La Quinta–, y la Súper Casa –en Torices– (Martínez, 2003; Muñoz Vélez, 2003a). El picó El Conde, uno de los más exitosos de Cartagena en 1980, frecuentemente operaba en la población de Palenque, poblado descendiente de cimarrones de la Colonia, y con notable actividad musical. Los palenqueros implementaron bailes característicos y fueron los primeros en intentar hacer música de ese tipo, desde 1978, con el grupo de danzas y cantos folklóricos Son Palenque. La primera generación de cantantes de
champeta estaba conformada por palenqueros y algunos de ellos aún están activos. Los barrios de palenqueros, como Nariño, en Cartagena, y Nueva Colombia, en Barranquilla, han sido unos focos muy dinámicos de ejecución y de difusión de la champeta. En Barranquilla, la expansión y ejecución de los picós tuvo un carácter más transversal en el tejido urbano; cubrió tanto amplios sectores juveniles de las clases medias como las barriadas populares de los estratos más pobres, y se articuló con espacios preexistentes de amplio reconocimiento social, como el Carnaval y los estaderos. Los picós organizaban fiestas en los barrios, desde entonces llamadas con el término verbenas , sobre todo por las épocas de carnaval, y más esporádicamente el resto del año, con todo tipo de música. A comienzos de 1970, era principalmente salsa, y hacia el final de la década fue creciendo la música africana en la caseta Los Patios, en el barrio Valle; en la Ripití Ripitá, en el barrio San Felipe; y en las casetas Los Pinos y Calypso, en el barrio Nueva Esperanza, a las que iban muchos palenqueros, hasta que más tarde los mismos palenqueros organizaron la caseta Son Palenque, en el barrio Nueva Colombia (Martínez, 2003; Giraldo, 2016; Ossa, 2016). Antes de que el Carnaval de Barranquilla se trasladara, en 1991, a la vía 40, las comparsas desfilaban en el centro, por la avenida Olaya Herrera, por la 43 y por el Paseo Bolívar, y en 1980 se instalaron algunas casetas con picós a lo largo de la vía del Carnaval. Continuó así ligada la actividad verbenera a las fechas carnavaleras. Muchos barranquilleros recuerdan con nostalgia que hace solo tres décadas los bailes en las verbenas picoteras a lo largo de la vía del Carnaval o en los barrios eran uno de los eventos favoritos de la temporada carnestoléndica. Aunque en Barranquilla predominaron unos seis picós principales –de manera similar a Cartagena–, allí la cantidad de picós medianos fue mayor, con operación continua y fanaticada en los barrios; aunque en los barrios de población venida de Palenque y de Cartagena se genera un circuito peculiar, a la manera del modelo cartagenero (Ossa, 2016). El picó genera redes festivas específicas Aunque los picós existían desde los años de 1940 y ocupaban un espacio importante en las actividades festivas bailables en Cartagena y Barranquilla, eran sobre todo un medio técnico de amplificación de las grabaciones de los éxitos musicales producidos por las casas disqueras y la radio. Con el surgimiento de la dinámica del exclusivo, desde finales de los años 1960, los picós se empiezan a transformar al ofrecer de forma exclusiva música importada, lo cual desencadenó afiliaciones e identificaciones del público con determinados picós. La peculiaridad de esas músicas con respecto a la predominante ofrecida por los medios genera también maneras peculiares de bailar y otros rasgos de subculturas festivas. Al especializarse los picós en música africana, los anteriores procesos se intensificaron aún más. En las barriadas urbanas, se implementaron espacios físicos y simbólicos de convergencia y congregación, y se elaboraron códigos semióticos específicos en el gusto musical y en la danza. Al no figurar en los medios de comunicación ni provenir de la industria musical, en las barriadas
pobres fue tomando forma una tendencia identificatoria que contrastaba con los sectores elitistas y empresariales de la ciudad y con sus clases medias y altas. La configuración de escenas y comunidades musicales (Straw, 1991) enraizadas en los sectores populares e integradas en sus diferentes eslabones por personas de esos niveles sociales le da al picó-champeta características diferentes a las de la circulación musical de emisiones radiales, grabaciones o casetas, con las que la población se relaciona principalmente como consumidora. El picó es un negocio, una pequeña empresa, pero es un negocio que provee un servicio que articula procesos de identificación, que redimensiona espacialidades locales, que origina y refuerza dinámicas afectivas y corporales, y que genera estilos musicales y de baile. En otras palabras, a diferencia de las industrias musicales que venden productos, el picó ofrece a sus clientes, semana a semana, la inmersión en la fiesta, y la participación en esos eventos festivos en las barriadas dinamiza las relaciones sociales y dota de un carácter musical festivo los sentidos de lugar. No quiere esto decir que los dueños de los picós, o los productores musicales o los cantantes, ofrezcan un servicio festivo como su objetivo último de manera deliberada. Por el contrario, los actores de los picós han tratado de distintas maneras de avanzar en la senda establecida de los negocios y ganar dinero mediante el estrellato de productos musicales y su consumo masivo. Pero una y otra vez el éxito por esa vía ha sido efímero y, con la excepción de algunos cantantes de champeta que desde hace unos cinco años han logrado el éxito nacional incorporándose a la llamada corriente urbana, la mayoría ha regresado a las dinámicas centrales del fenómeno picó-champeta: la asistencia reiterada de sus grupos de seguidores alimentada por la incesante renovación de la música ofrecida y por el valor simbólico del exclusivo. Los pequeños empresarios de picó salieron del circuito de las grandes empresas internacionales del entretenimiento y sus ramificaciones en el Caribe, dejaron de reproducir como producto central la música comercial de las disqueras y las emisoras, y paulatinamente establecieron una red independiente constituida por otros procesos de producción y circulación basados en productos no ofrecidos por las corporaciones. La búsqueda de su propio capital simbólico había conducido al surgimiento y consolidación de la dinámica del exclusivo, músicas desconocidas para el público costeño y no disponible comercialmente, y de esta forma se generó por fuera del circuito económico musical corporativo una red sociotécnica musical centrada en el picó. La emisión de música africana y antillana anglófona y francófona situó al conjunto de picós como un espacio musical único no disponible en ningún otro medio de amplificación y reproducción de la región. Y al ser esta música importada de contrabando, también se escindió de los entramados comerciales que las producían en sus lugares de origen. Se creó y se fue extendiendo la afición por este tipo de música, y el fenómeno del exclusivo alineó a los aficionados a esta música con picós específicos. La ligazón entre el picó y sus propios exclusivos le dio a estos aparatos una individualidad característica y una centralidad emotiva frente a los participantes del
circuito técnico festivo y los configuró como el actor más prominente de la red. El picó y las canciones más emblemáticas desplegaron su propia agencia, ocasionando afiliaciones y comportamientos entre los aficionados, tales como las formas de bailar, y se fueron conformando las características de movilidad del picó y las características de los locales en los que se llevan a cabo los bailes. Desde entonces, el picó es un agente sociomusical que se mueve por barrios y poblados, extendiendo su caudal de seguidores y ejerciendo la competencia y rivalidad con los otros picós (Sanz, 2012). En la medida en que la afición por esta música se fue extendiendo, se generaron diferentes y sucesivas traducciones. Desde el punto de vista de la gente caribeña en Colombia, música antillana no hispanófona y música africana se homologaron en un mismo género musical, al cual se le fueron incorporando diferentes expresiones verbales y visuales originadas en la ejecución del picó, las cuales también circulaban en los case-tes que se comercializaban en los mercados de Bazurto, en Cartagena, y El Boliche, en Barranquilla, y demás sectores populares. Los dueños y artesanos de los picós los dotaron, valiéndose de su propia estética, con vistosos íconos y decoraciones sobre el aparato mismo. El conjunto de la red gira y se renueva a través del picó: sus dueños, los comerciantes y los trabajadores, los técnicos y los artistas gráficos que lo intervienen, todos se esmeran en reforzar las características acústicas, visuales y performáticas del picó. Y al ponerse a circular su música y el picó mismo, se amplía y se complejiza la red con el público, se inician programas de radio sobre esta música y se generan circuitos de mercado con los casetes que contienen las piezas musicales que han lanzado los picós. El picó y la champeta: innovación en negocios y tecnología A finales de 1970, técnicos barranquilleros impusieron la conversión de los picós de tubos a los de transistores, y de los bafles simples a las torres de parlantes. Por esa misma época, artistas costeños desde dentro o fuera del circuito de los picós trataron de posicionar en el mercado grabaciones de música de estilo africano. Abelardo Carbonó, de Barranquilla, y Son Palenque, localizado en San Basilio, con actividad en Cartagena, fueron algunos de los pioneros. Luego, el sello Fuentes, con la orquesta de Fruko y Joe Arroyo, grabó un par de discos con covers de hits del pop africano, pero no se lograba desencadenar consumos masivos de esta música. Desde 1982, durante quince años, se llevó a cabo anualmente el Festival de Música del Caribe, en Cartagena, con la participación de varios de los músicos locales que estaban aproximándose a la música africana y antillana, y así se generaron ligazones imaginarias y estéticas con esta clase de pop. Dentro de este clima, algunos de los comerciantes-productores de discos pasaron a publicitar la música afroantillana local como terapia (Muñoz Vélez, 2003a). Después, a mediados de 1980, varios palenqueros conforman grupos con la nueva música y, entre ellos, exmiembros de Son Palenque fundan el grupo Anne Swing y en 1987 logran vender 60 000 ejemplares de su primer disco, muy influenciado por la soca de Trinidad, pero ya para el segundo lp las ventas cayeron drásticamente (Abril y Soto, 2004, p. 39).
Mientras tanto, los picós continuaban consolidando sus grupos de seguidores e incluso se inicia en Cartagena la ampliación de la audiencia de la música africana en la radio dentro de programas que la alternaban con la salsa (Martínez, 2003) ( figura 2 ).
Figura 2. Picó de tamaño mediano en una calle de Barranquilla Foto: Mauricio Pardo. Algunos empresarios relacionados con la importación de esas músicas para los exclusivos comenzaron a editar acetatos con música africana, usaban nombres castellanizados para las canciones y no divulgaban los nombres de los artistas ni de los discos originales, pero, para finales de 1980, ese negocio de discos piratas de acetato se desplomó ante la piratería sobre la piratería: la invasión en los mercados urbanos de casetes grabados de esos
mismos discos. Hacia 1990, se había agotado la rentabilidad y novedad de la importación y reproducción pirata de música africana y ya algún sello comercial africano había intentado una demanda. El picó más exitoso de Cartagena, el Rey de Rocha, emprendió entonces el plagio total, o sea, la grabación de covers de temas africanos enteramente con músicos y cantantes locales. Durante tres años, este picó y luego otros estuvieron grabando sus propios exclusivos y vendiendo CD , y aunque la novedad se iba agotando en la medida en que se plagiaban los principales éxitos africanos, ese tiempo operó como un prolongado ensayo para estos negocios de muy escaso capital en las técnicas de producir y grabar canciones a muy bajo costo. En 1993, músicos y productores vinculados con el Rey de Rocha transformaron esa manera de operar para por primera vez crear, producir y grabar piezas de estilo africano originales, con música y letra propias. Fue el nacimiento de la champeta criolla, y durante los siguientes siete años, el Rey de Rocha –principalmente– y otros picós mayores y productores estuvieron grabando y vendiendo discos de champeta criolla original, y durante esta época una parte de los ingresos se derivó de la venta de entre 5000 y 10 000 discos mensuales, con cinco o seis canciones cada uno. Esta modalidad fortaleció la asistencia a la fiesta de picó, vigorizó a las fanaticadas y ocasionó el surgimiento de toda una generación de cantantes de champeta y la reivindicación de los pioneros, quienes se sumaron a la exitosa ola. Ante el éxito de la champeta criolla, una de las corporaciones musicales transnacionales, la Sony, lanzó en 2001 un disco con varios de esos cantantes, del cual vendió más de 60 000 ejemplares, y en 2002 contrató por tres años a tres de los principales artistas, y Codiscos, la mayor disquera nacional, contrató a otro de estos cantantes. Pero un segundo lanzamiento de la Sony solo vendió 15 000 discos, y luego múltiples desacuerdos con los artistas echaron por tierra con esas contrataciones (Abril y Soto, 2004). Para esta época, la facilidad en la copia de CD y la consiguiente piratería habían arruinado para los picós la rentabilidad del negocio de los discos. La incursión en ese limitado mercado llegó a su fin y una vez más el picó Rey de Rocha reorientó su estrategia económica hacia el reforzamiento de la fiesta de picó. En 2003, pasó a financiar las grabaciones de los cantantes con la condición de tener total control sobre el producto. Así, los cantantes conciben una idea básica, una melodía y una letra, y graban un demo elemental. Si el picó lo aprueba, financian la producción y la grabación. Luego, lanza el tema en la fiesta de picó. Si la canción “pega”, la sigue promocionando como un exclusivo exitoso durante varias semanas, luego entrega algunas copias de la canción –con placas grabadas alusivas al picó– a las emisoras y a los piratas, y de esta forma se acrecienta la difusión y el prestigio del picó en cuestión. En los últimos cinco años, de nuevo algunos cantantes han alcanzado el favor del público más allá de los seguidores habituales de los picós, gracias a la difusión en internet, a la incursión en algunos medios y a haberse logrado posicionar, junto con el reggaetón y el rap, dentro de la corriente musical global en ascenso llamada urbana , y han alcanzado audiencias
entre sectores de las clases medias y en las grandes ciudades del país (Castro, 2017). También han surgido grupos de jóvenes con formación musical académica que se mueven en los circuitos nacional e internacional de músicas independientes y alternativas que tienen elementos de la champeta y de los picós en sus repertorios, aunque es difícil pronosticar cómo podrán estos movimientos influenciar la champeta en los sectores populares costeños. Por lo pronto, es cierto que tras cada intento de incursionar en la corriente principal de los negocios musicales, los picós han vuelto a reforzar su característica central: ofrecer semana a semana en sus barrios de influencia los bailes de champeta con novedosos exclusivos. En respuesta, sus grupos de seguidores mantienen su entusiasmo, erigido sobre las tramas sociales de los barrios populares. Hace ya quince años que los picós se sostienen en esta última etapa, produciendo sus propios éxitos, manteniendo dentro de su circuito regional el fervor de su fanaticada y proveyendo el espacio festivo por excelencia para los barrios populares. La escena y la comunidad de la champeta constituyen una red técnico-socialmusical que se extiende por la región del Caribe, con sus centros preponderantes en las ciudades de Cartagena y Barranquilla. Dentro de esta red, distintos actores y mediadores se posicionan con variadas intensidades y centralidades de agencia, pero entre todos ellos la preponderancia es la del picó, que se ha ido consolidando como un actor con agencia e identidad sobresalientes, hasta el punto de que la escena musical es percibida como una competencia de picós. Factor que se refuerza por mediaciones notables, como la de los DJ afiliados al picó, las fanaticadas y los exclusivos, todos ellos orientados a fortalecer los distintos capitales de cada picó, sean estos económicos, simbólicos, culturales o sociales. La trayectoria temporal de esta música ha configurado, extendido y transformado continuamente un texto que integra los aspectos musicales, tecnológicos, dancísticos, rituales, performáticos y económicos de este fenómeno social. Este texto complejo establece el libreto que formula los comportamientos y procesos de los diferentes actores, los empresarios, los productores, los compositores, los músicos, los cantantes, los DJ , los técnicos, los públicos, pero también de una serie de actores no humanos, como el picó mismo y sus partes técnicas, como amplificadores, parlantes, luces, y otros elementos, como los discos, los materiales digitales y su consignación y circulación en internet, los videos y DVD y los materiales publicitarios. La concreción en acciones de este texto heterogéneo y dinámico se hace posible por el desarrollo y ejercicio de distintas habilidades que permiten a los diferentes actores relacionarse: humanos con humanos, y humanos con no humanos. Las destrezas técnicas, estéticas, económicas y comunicativas también se transforman y encadenan continuamente, manteniendo la vigencia de la red, expresada sobre todo en la potencia de los picós como agentes. Estos distintos actores fluctúan, de acuerdo con su agencia, entre el rol más central y el de mediadores, en el despliegue de las diferentes acciones que
acometen. Son los picós, como objetos poderosos, con sus requerimientos de manejo técnico y sus efectos sonoros, los que estabilizan, crean órdenes dentro del posible caos y marcan las diferentes trayectorias dentro del infinito de posibilidades. La red del picó y la champeta cobra el sentido y la fuerza de su acción en los despliegues performativos, que son en últimas a los que se orienta la red: principalmente, la fiesta de picó, en donde convergen todos los actores, pero también en una serie de performances parciales en los distintos aspectos de acción en la producción de las músicas: la circulación, la distribución y la comercialización. Aspectos estos en los que intervienen centralmente diferentes agentes no humanos, entre los que descuella el picó como actor central, el cual a su alrededor ha configurado esa red compleja de negocios abiertos e informales; de expertos técnicos y sus tecnologías correspondientes; de performances que abarcan el canto, el baile y estéticas corporales y de vestuario relacionadas; de medios de comunicación locales y regionales que abarcan la radio, los canales de televisión, la circulación de DVD y sobre todo el internet; y de los artistas y productores musicales. El poder del picó: técnica, corporalidad e identificación colectiva Birenbaum (2005) señaló que en la estética del picó, además de los factores usualmente mencionados –como su particular carácter popular, en ocasiones leído como resistencia, sus ecos panafricanos y la dinámica del exclusivo–, se deben señalar la personalización, la encarnación de roles de género y la tecnofilia. Un picó es, así, una individualidad marcada por su decoración, su ícono emblemático y su potencia tecnológica: “inmenso, poderoso hasta sacudir los huesos, bautizado con nombre e incluso apodo, el picó es el poder tecnológico antropomorfizado y fetichizado” (p. 208). Mellström (2004), en un análisis sobre mecánicos en Malasia e ingenieros en Suecia, indica que en distintas actividades las relaciones con máquinas son antropomorfizadas y la destreza de su manejo presenta muchos rasgos afectivos, los cuales incluso se incrementan con la complejidad técnica. Poder, corporización y placer, además de las construcciones de género, de identificación y subjetividad, son elementos que erigen a las máquinas como potentes agentes que desencadenan dinámicas propias. Sanz (2012) plantea que en la vitalidad de la fiesta de picó en sectores populares urbanos operan elementos centrales, como el efecto corporal de la potencia auditiva y la conjugación de tecnología de sonido, configuración rítmica y sexualidad, los cuales se mezclan para dotar al picó de una personalidad social, para constituirlo en una “fuente de agencia”, una “máquina corporeizada, vehículo físico de una sonoridad almática” (p. 123). A pesar de ser empresas económicas relativamente pequeñas, los picós son tecnológicamente muy potentes en términos de aparatos de amplificación de sonido. Los picós mayores en Cartagena y Barranquilla, y por lo tanto los de mayor fanaticada, poseen la mayor potencia tolerable para una ejecución pública de música: 50 000 vatios, equivalente al sonido requerido en conciertos en los estadios de mayor tamaño del mundo. La articulación de todos los factores anteriores –plasmados en la intensidad sensorial y afectiva de la fiesta de picó, de las fanaticadas, de la
identificación entre los participantes de las comunidades y las escenas de la champeta– resulta en la existencia de los picós como actores poderosos dentro de la red sociotécnica y musical en la que se inscriben. Piekut (2014) subraya que la música, como fenómeno social, existe inevitablemente como redes de actores humanos individuales y grupales, y de actores tecnológicos, discursivos y materiales, que se traducen continuamente para operar juntos. Esos actores se despliegan en campos asimétricos, tienen distintos niveles de agencia y de potencia dentro de la red (p. 195). Dentro del fenómeno del picó-champeta, el picó sobresale como el actor más potente, por sus características estéticas, sensoriales y técnicas, que lo dotan de una singularidad y de unas dinámicas propias más allá de la voluntad de los actores humanos individuales. Referencias Abello, A. (Ed.). (2016). Sitios de memoria de la esclavitud en Cartagena de Indias . Cartagena: Ministerio de Cultura, Universidad Nacional, Unesco, Ruta del Esclavo. Abril, C. y Soto, M. (2004). El futuro económico y cultural de la industria discográfica de Cartagena: entre la champeta y la pared. Aguaita , 9 , 23-44. Africolombia (8 de mayo de 2010). Champeta Criolla & Afro Roots in Colombia 1975-91 [Entrada en un blog]. Recuperado de http:// acbia.wordpress.com/2010/05/08/champeta-criolla-afro-roots-incolombia-1975-91/ Barriosnuevo, D. (5 de octubre de 2015). Confirmado, el picó es un sistema de sonido de origen barranquillero [Entrada en un blog]. Recuperado de http://fukafra.blogspot.com.co/2015/10/el-pico-es-la-ingeniosa-contribucionde.html Bernal Restrepo, A. F. (2012). El picó champeta: estructura de sentimiento multisituada (trabajo de pregrado). Universidad del Rosario, Bogotá, Colombia. Birenbaum Quintero, M. (2005). Acerca de una estética popular en la música y la cultura de la champeta. En Colombia y el Caribe . XIII Congreso de Colombianistas (pp. 202-215). Barranquilla: Ediciones Uninorte. Botero, C., Ochoa, A. M. y Pardo, M. (2011). Economías informales en la música de las ciudades de Cartagena, Barranquilla y Santa Marta en Colombia . Manuscrito inédito. Fundación Getulio Vargas, IDRC, Universidad del Rosario, Bogotá, Colombia. Bozzi Anderson, S. M. (20 de octubre de 2009). Los pioneros de la radio en Cartagena. El Universal . Recuperado de http://www.eluniversal.com.co/ opinion/columnas/los-pioneros-de-la-radio-en-cartagena Brown, D. H. (2003). The Light Inside: Abakuá society arts and Cuban history . Washington D.C.: Smithsonian Institution.
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Habría sido importado desde el norte de los actuales países de Benin, Togo y Ghana, área distante al occidente del área de origen de los tambores de cuñas (List, 1994, pp. 45-47). 3 El río Cross nace en Camerún, corre hacia el oeste y entra a Nigeria y luego fluye hacia el sur a desembocar cerca de Calabar. Esta es un área poblada por numerosos pueblos hablantes de subgrupos de la familia lingüística benue-congo: abibio en el suroeste y efik en el sureste, ibo hacia el noroeste y ekoi en el noreste. A estos grupos pertenecen pueblos como los oron, los igbo, los efik propiamente dichos, los isanguele, los ejagham, los boki y, más hacia el noreste en Camerún, los banyang. Este abigarrado conjunto de grupos diferentes comparte las sociedades del leopardo llamadas ekpé entre los efik, ngbé en lenguas ekoi, y obé entre los isanguele, en la costa sur en Camerún (Leib y Romano, 1984, pp. 94-95; Miller, 2012, p. 99). 4 “Este tipo de tambor cónico de un solo parche, con sistema de tirantes de cuerdas y cuñas presenta [también] interesantes semejanzas estructurales […] con ciertos tambores panameños (pujador, llamador y repicador), venezolanos (chimbangueles), brasileños (atabaques: rum , rumpi y lê ) y con los tambores cubanos ( enkomo ) […]”. En el sudeste de Nigeria “los tambores ekomo son de diferentes tipos y tamaños: ekpiri ekomo (‘pequeño tambor’), ekomo ayara (‘tambor macho’) y ekomo uman (‘tambor hembra’)” (D’Amico, 2017, p. 11-13). En Cuba, la música y rituales del leopardo del área limítrofe Nigeria-Camerún fueron reconstruidos por los afrodescendientes de estas áreas en la forma de las sociedades secretas abakuá, en las cuales hay conjuntos de tambores de cuñas profanos y rituales con nombres de origen de lenguas efik e ibo: bonkó, enkomó, ekué, kankomó (Brown, 2003; Truly, 2009, pp. 27-38). En el Pacífico sur colombiano también son centrales en la música afro los tambores de cuñas, que son llamados cununos , también macho y hembra, y son algo diferentes de los del Caribe, pues mientras los primeros tienen una forma cónica, en estos últimos el cuerpo es más cilíndrico y solo la porción inferior se reduce cónicamente; las cuñas van atadas más abajo en el cuerpo del tambor que en los del Caribe, y en la base inferior se hace un pequeño orificio y no se abre totalmente como en el tambor caribe. 5 Los africanos arrancados de sus lugares originarios y traídos a las Américas, y a Colombia en particular, vinieron de diferentes áreas de África occidental en distintas épocas. Los esclavizadores los agruparon bajo nombres genéricos que se derivaban de algunas de las etnias mayoritarias de las regiones de origen o de los puertos de embarque en África. Entre 1553 y 1580, provenían del área de Guinea. Los de las regiones costeras fueron llamados genéricamente guinea , quienes eran personas de etnias yolofo, fulopo, bran, zape, balan, entre otras; las gentes de tierra adentro fueron llamados mandinga , generalización a partir de los mandinga y fula de habla mande del área del reino de Malí. Entre 1580 y 1640, llegaron gentes bantú de la región de Congo-Angola, llamadas genéricamente congo , luango o angola . Desde mediados del siglo XVII , se dio la entrada de los ewefon, de lo que hoy es Benin, conocidos como arará (debido a la ciudad de Ardra) o jojó . Durante el XVIII , fueron mayormente akán y ashanti de Ghana, a quienes denominaron mina a causa del puerto esclavista de
Elmina. En esta época, también se trajeron gentes de Nigeria, del grupo igbo, a quienes se llamó carabalí (a causa del puerto de Calabar); también de los yoruba, quienes fueron conocidos como lucumí , debido a una región llamada Ulkumi en el siglo XVI ; y gentes de la meseta central, quienes fueron denominados chalá , generalizando a partir de unas gentes de esa área (Law, 2005). De acuerdo con la documentación colonial, en Cartagena existieron diferentes cabildos africanos de nación en distintas épocas. A finales del siglo XVII , se informa de cabildos arará, mina y angola (Borrego Pla, 1973, p. 96). Según algunos autores, del censo de 1777 se infiere que en Cartagena había cabildos luango, arará, jojó, congo, mandinga, mina, chalá y carabalí (Muñoz, 2007, p. 121; Abello, 2016, p. 35). Posada fue testigo a finales del siglo XVIII de cómo los cabildos que desfilaban en la fiesta de la Candelaria eran carabalí, mandinga y congo (Posada Gutiérrez, 1920-1921, p. 195). 6 Desde la primera mitad del siglo XX , diferentes expresiones festivas musicales de distintas áreas del Caribe colombiano fueron integrándose al Carnaval de Barranquilla, lo cual convirtió a este evento en el principal polo regional de convergencia de tales expresiones. 7 Una parte importante de los datos de campo sobre el fenómeno del picóchampeta que informan este artículo proviene de los datos recogidos por María Alejandra Sanz, Andrés Bernal, Rafael de la Ossa, Jorge Giraldo y Nicolás Castro, auxiliares de investigación del proyecto “Economías informales en la música de las ciudades de Cartagena, Barranquilla y Santa Marta en Colombia” (Botero, Ochoa y Pardo, 2011). Los auxiliares de investigación extendieron sus indagaciones y las plasmaron en sus tesis de pregrado y posgrado: Bernal (2012), Sanz (2012), De la Ossa (2016), Giraldo (2016) y Castro (2017). 8 Desde esa época, estos aparatos, consistentes en un tocadiscos eléctrico de la época (llamados ortofónicas, sucesoras de los tocadiscos mecánicos de cuerda que eran llamados victrolas, ambos inventos de la compañía Víctor) con un amplificador extra de tubos, fueron llamados picós (singular ‘picó’), una castellanización del término en inglés pickup , o cartucho de amplificación en el que va la aguja del tocadiscos. Por extensión, en inglés corriente se suele denominar al tocadiscos en su conjunto como pickup . 9 Según el fallecido periodista y cronista de la cultura popular currambera Markoté Barros, los primeros picó en Barranquilla se remontan al año de 1939. El primero pertenecía a un Club Social y luego, en 1942, pasó a manos de los hermanos Juan B. y Juan A. Sarmiento, en la calle Murillo. Los otros picós pioneros de aquel año fueron el de Domingo Rodríguez, en el Barrio Chino, y el del peluquero Félix Ruíz, que sonaba diagonal al parque Almendra Tropical (Africolombia, 8 de mayo de 2010; Barriosnuevo, 5 de octubre de 2015). Muñoz Vélez (2007, pp.199-201) entrevistó en 1993 a Enrique Carmelo Franco Viola, quien le relató que hacia 1945, junto con Aurelio “Yeyo” Franco y Lino Bernett Franci, comercializaba estos aparatos en el Pasaje Boca del Toro en el Barrio San Diego. Muñoz Vélez publica una foto del primer pickup que funcionó en Cartagena que reza “Pick-up de la Simpatía” (2007, p. 201).
Los santos del rayo: apuntes sobre illas y objetos con fuerza en el ritual andino Juan Sebastián Anzola Rodríguez Corporación Ensayos Grupo de Estudios Etnográficos Estas cuartillas presentan diversos caminos de investigación que han buscado comprender un concepto andino: la illa . La primera parte se dedica al análisis de tres definiciones que guían esta pesquisa y que la caracterizan como un concepto relacionado con las fuerzas de reproducción y destrucción, con la vida y la muerte. La segunda aborda el vínculo entre el rayo y la illa, que en la literatura etnográfica e histórica relaciona el concepto con deidades del rayo como Illapa, Tunupa o Libiac, capaces de hacer llover, granizar y tronar. En el sur de Colombia hay santos como San Francisquito de La Laguna, San Bartolomé de Córdoba y Santa Bárbara, que se comportan como estas deidades, son bravitos y alrededor de ellos se hacen veladas , lumbranzas y fiestas ( figura 1 ). La última parte de este escrito aborda, desde una perspectiva etnográfica, los rituales que honran a estos santos y tres objetos que son indispensables en su desarrollo: la pólvora, los espejos y las velas. Este artículo propone un argumento: los tres santos del rayo son illas, los objetos por medio de los cuales las personas se relacionan con ellos comparten algunas de sus características fundamentales y, por lo tanto, tienen fuerza y hacen cosas sobre el mundo: tientan, voltean y secan.
Figura 1. La fiesta de San Francisquito de La Laguna Foto: Galo Naranjo. Aldana, Nariño, 2014. Luces, piedras y señales: las definiciones de las illas Pero esto ya está muy desenvuelto. Las definiciones más lúcidas que tenemos sobre las illas se basan en trabajos de campo prolongados, establecen relaciones emanadas de la vida y el trabajo de las personas y buscan transcender el ámbito de la representación. La primera, del antropólogo peruano José María Arguedas, ve en la illa una voz amplia que denomina gran variedad de fenómenos; la segunda, del andinista japonés Hiroyasu Tomoeda, la concreta en un objeto ritual lleno de fuerza; por último, la antropóloga argentina Lucila Bugallo indaga por las señales y marcas de las illas en el espacio y las personas. Escuchamos la voz de Arguedas desde Abancay, la de Tomoeda desde Caraybamba, las dos en el departamento de Apurímac, en la sierra peruana que corona la gran cordillera y que se extiende hasta la puna del Jujuy, desde donde escuchamos a Bugallo. La illa nos exige recorrer los tres caminos y recoger
fragmentos de tiempos y lugares distantes que, como el Inkarri, ¹ se pueden juntar en un nuevo tiempo. Invoquemos primero la definición entrañable de Arguedas volcada en Los ríos profundos , una novela apasionante escrita en primera persona y publicada originalmente en 1958. Ernesto, el protagonista, mastica los recuerdos de su infancia huérfana en Abancay, tan frustrante como feliz, que se debate entre escribir cartas de amor o cantar huaynos quechuas. Sin embargo, hay momentos en que otra voz interrumpe el flujo de la narración. Esa voz trata de explicarle al lector, con complicidad, aquello que está en quechua y no entiende. Como la simple traducción es imposible, intenta abrir la flor de conceptos fundamentales del mundo andino, de su forma de hacer, de pensar. En el capítulo llamado “Zumbayllu”, el autor dedica algunas páginas a intentar asir el concepto de illa. Después de tres asteriscos tipográficos le devuelve la palabra a Ernesto. La crítica literaria ha visto en este paralelismo de voces el ejemplo de una transtextualidad que rompe la incomunicación del autor e incluso la semilla del resonado diálogo intercultural (Borgoño, 1998; Garcés Velázquez, 2006). Pero más allá de esta interpretación, lo que sugiere la intervención del antropólogo en la narración es la relevancia que tienen estos conceptos para la comprensión del mundo andino y, por ende, de la novela misma. Para poder sentir con Ernesto la fuerza, el sonido y el brillo del trompo zumbayllu hay dos opciones, sentir el movimiento de los trompos con los que aún juegan los niños y las niñas en varios lugares de los Andes ( figura 2 ) o seguir el trazo que nos plantea el etnógrafo al intentar mostrarnos lo que contienen estos conceptos.
Figura 2. Trompo de madera o zumbayllu Foto: Camila Camacho. Aldana, Nariño, 2014. Escuchemos, por lo pronto, la voz de Arguedas: Yllu representa en una de sus formas la música que producen las pequeñas alas en vuelo; música que surge de los movimientos leves. Esta voz tiene semejanza con otra más vasta: illa. Illa nombra a cierta especie de luz y a los monstruos que nacen heridos por los rayos de la luna. Illa es un niño de dos cabezas o un becerro que nace decapitado […] es también illa una mazorca cuyas hileras de maíz se entrecruzan, forman remolinos o en cuyo color regular aparece un islote de color muy distinto; son illas los toros míticos que habitan en los lagos solitarios […]. Todas las illas, causan el bien o el mal, pero siempre en grado sumo. Tocar una illa, y morir o alcanzar la resurrección, es posible. Esta voz illa tiene parentesco fonético y cierta comunidad de sentido con la terminación yllu. (Arguedas, 2002 [1958], p. 100) El autor recuerda que en Ayacucho hubo un danzante de tijeras legendario que se llamaba Tankayllu y su traje era de piel de cóndor ornada de espejos. Se escucha también en su descripción el sonido de unas quenas gigantes que se tocan en las fiestas comunales, llamadas pinkuyllu (2002, p. 102). Y sigue:
La terminación yllu significa la propagación de esta clase de música, e illa la propagación de la luz no solar. Killa es la luna, e illapa el rayo. Illariy nombra el amanecer, la luz que brota del filo del mundo, sin la presencia del sol. Illa no nombra la fija luz, la esplendente y sobrehumana luz solar. Denomina la luz menor: el claror, el relámpago, el rayo, toda luz vibrante. Estas especies de luz no totalmente divinas con las que el hombre peruano antiguo cree tener aún relaciones profundas, entre su sangre y la materia fulgurante. (p. 103) Se sigue entonces que la illa es cierta especie de luz vibrante, que en ocasiones se relaciona con un sonido que se propaga. Pero la illa también es lo extraordinario, lo extraño. No es la luz directa, es un reflejo, un eco. Se presiente en la naturaleza de los rayos y las lagunas, en el toro y el maíz, en el fulgor de los danzantes y las fiestas comunales. Pero sobre todo las illas son esa especie de luz con la que la gente puede establecer relaciones profundas; siempre causan el bien o el mal, pero en grado sumo, si son tocadas es posible morir y resucitar, pueden quitar y dar; resuena en el fondo de ellas el carácter sagrado de las cosas que no se pueden tocar impunemente (Durkheim, 2012 [1912], p. 93). Pero es precisamente esa posibilidad de la vida exacerbada o la muerte repentina en lo que se basa la relación profunda de la que habla Arguedas, que es, en palabras de Rudolph Otto (2008 [1936], pp. 25 y 31), una relación afectiva no explicitable en conceptos, sino indicada en el sentimiento que provoca en el ánimo de quien la experimenta, una relación basada en el misterio de lo tremendo, aquello que no se presta a interpretaciones maniqueas, que es maravilloso y horrífico, que provoca ira y excitación, que es digno de temor y adoración: de nuevo, lo sagrado. Dos décadas más tarde, en 1978, Hiroyasu Tomoeda llegó al Perú, donde luego realizaría tres décadas de trabajo de campo en Cuzco, Ayacucho y Apurímac como investigador del Museo Etnológico Nacional de Japón (Amat, 2008, p. 2; Millones, 2013, p. 16). En su tesis de maestría, titulada El toro y el cóndor , dedica un capítulo a la descripción etnográfica de una serie de ritos llamada “fiesta de los animales domésticos”, en la cual los pastores les rezan a los espíritus de la tierra y las montañas, les entregan una ofrenda y señalan a los animales, deseando su reproducción y su sano desarrollo. En estos ritos, son infaltables las illas o enqaychus , utilizadas desde la época incaica, que son figuras de piedra negra o blanca con forma de toros y vacas, que a veces están amarradas con una soguilla alrededor del cuerpo. Estas figuras siempre están bien envueltas y tocarlas repentinamente es peligroso ( figura 3 ) (Tomoeda, 2013 [1981], pp. 103 y 142). Para discutir el concepto de reproducción entre los pobladores andinos, el etnógrafo japonés describió con detalle la fiesta de la herranza del ganado en Caraybamba, un pueblo ubicado en el medio de un valle a 3400 metros de altura. Este rito se divide en cuatro momentos: la víspera, la herranza, el juego y el entierro de señales.
Figura 3. Illa de toro Fuente: foto tomada de Tomoeda (2013, p. 139). La noche anterior a la herranza ocurre la víspera. En la casa del dueño del ganado, se reúnen las personas alrededor de la mesa quepi , una tela de alpaca donde está la manopla de fierro con la que se realiza la herranza, un cuchillo, una aguja gruesa, bolsas con coca, incienso y maíz, y la mencionada figura de piedra illa. Durante toda la noche, se hacen ofrendas, libaciones, se chaccha coca y se canta. La primera parte de la víspera se denomina punta tinka , allí se queman qumpus (ofrendas hechas con tres tipos de maíz, que son las ofrendas de comida) y se hacen tinkas (libaciones de chicha o trago de caña, a razón de tres veces por persona) para las diecinueve montañas de la zona circundante a donde pastorea el ganado de la familia. La segunda parte se llama mesa tinka , en la que se ofrenda a los objetos de la mesa quepi. Es importante resaltar que a la figura illa se le ofrendan qumpus y tinkas como a las montañas, al resto de objetos solo se les ofrecen tinkas (2013, pp. 106 y 113). En la herranza, se trabaja el ganado mientras se canta y se toma un poco más de chicha. Al toro derribado, se le cortan pedazos de ambas orejas, se esparce polvo de llampu (maíz molido) en la herida, se pasa una cinta de lana por cada oreja con una aguja, se corta la punta de la cola y se vierte en la panza del toro un poco de agua y otro poco de chicha. Sobre la zona mojada se dibujan con un trozo de arcilla tres líneas que apuntan en diferentes direcciones y con la illa “empleada como instrumento mágico” se frota la panza del toro y calcan las líneas trazadas (la illa es manipulada con cuidado por una sola persona y transportada en cada ocasión desde la mesa quepi ubicada al otro extremo del corral), tras lo cual el dueño marca al toro en el lomo con la manopla caliente (2013, p. 116). Al día siguiente, la gente que trabajó en la herranza participa de una gran comida, juegan con los toros, que son personas disfrazadas, cantan y rezan el samay al ganado para que se mantenga saludable y se reproduzca. En el cuarto y último día, se hace el entierro de las señales. Un grupo de personas, encabezado por el dueño del ganado, escalan la montaña hasta encontrar un manantial, empiezan a cavar un hueco mientras fuman tabaco, hasta que del hueco empieza a brotar agua, donde se hacen ofrendas de chicha y coca. En ese puquial , que también llaman fuente , se depositan los pedazos de orejas mientras se reza el samay y se hacen más tinkas. Luego se desciende un poco la montaña y se cava un hueco seco donde, con las debidas ofrendas, se entierran los pedazos de colas cortadas, un paquete de desechos y una piedra que simboliza al toro (pp. 132 y 138). A partir de este ritual y algunas descripciones más fragmentarias de ritos agrarios en zonas aledañas, Tomoeda concluye que dichos ritos llevan lo que él denomina “fuerza de reproducción mística” al mundo de los humanos donde se hace posible su utilización. Agrega que, para los pobladores andinos, esa fuerza de reproducción deriva de una fuerza subterránea, divinizada en la tierra, las montañas, las lagunas y las fuentes de agua. La misma fuerza de la Pacha Mama y Taita Orqo, identificados en algunos lugares con las imágenes de la Virgen María y el Santo Santiago,
respectivamente. Ahora bien, el hecho de que a la illa se le hagan las mismas ofrendas que a los apus de las montañas y que en otras poblaciones andinas se entierren las illas con las señales en las fuentes húmedas conduce al autor a proponer su propia definición: “La illa es la fuerza fundamental que se relaciona con la reproducción de los animales domésticos y que en la forma concreta de estos animales manifiesta la fuerza del mundo subterráneo místico” (2013, pp. 140 y 145). Tomoeda nos dice que las figuras illa del rito materializan esa fuerza que promueve la reproducción de los animales, e intenta definir el tipo de fuerza a la que se refiere: “Esta fuerza de la illa, según la gente del pueblo, es illa munayniyoq . Munay significa deseo, anhelo, exigencia, por eso se cree que la illa es una fuerza que dispone de voluntad propia”. Por lo cual, “si no hacen la limpieza y la ofrenda para la illa, los animales adelgazan, se mueren y en el peor de los casos, la illa se come los corazones del brujo y de los otros” (2013, p. 150). Por último, cuenta que existe una relación entre las illas y las leyendas que se cuentan entre los pastores de “animales místicos”, casi siempre sementales toros o carneros que preñan a las hembras en días de fiesta. Estos aparecen en los lagos, relacionados por el autor con las fuentes en donde se entierran las illas, a veces desaparecen y otros se convierten en piedras, que son las illas mismas. ² Concluye reiterando que la fuerza de estos animales illas puede ser reproductiva o destructiva (2013, p. 150). Las definiciones de Arguedas y de Tomoeda se encuentran en varios lugares. La amplitud semántica que nos reportaba el peruano se concreta en un objeto ritual en la definición del japonés. Sin embargo, esta última dejaba de lado la relación que hay con cierto tipo de luz. Arguedas apenas menciona la relación entre illa e Illapa, y Tomoeda menciona fugazmente a Santiago Apóstol. Vuelta, veinte años más tarde, otra investigadora, la argentina Lucila Bugallo, se deslumbraría con los misterios de las illas y en 1998 emprendería su trabajo de campo en los pueblos del departamento de Cochinoca, en la puna del Jujuy, donde encontraría, de la mano de las pastoras de llamas, otros aspectos relevantes para la comprensión de las illas, fundamentalmente su relación con los rayos, la lluvia, la producción, los rituales y la muerte (Bugallo, 2009, p. 178). La autora cuenta cómo, en una conversa con la abuela Panta de Tinate, le preguntó si en su unkuñero (bolsa tejida, similar a la mesa quepi descrita por Tomoeda) tenía illas o animales de piedra, y que la mayor le había respondido que no tenía wak’a de oveja, ni wak’a de vaca. Años después, en la señalada de las llamas (un ritual agrícola de fertilidad y reproducción similar a la herranza), la autora se dio cuenta que la abuela tenía una wak’a de llama hecha de arcilla, pero que su anhelo era conseguir una de piedra (Bugallo, 2015a, p. 115). En primer lugar, se encontró con los objetos con fuerza que habían descrito Tomoeda (2013 [1981]) y Flores Ochoa (1974) en otros lugares de los Andes centrales. Al indagar en los unkuñeros de otras familias de la puna, se dio cuenta que en muchos de estos se guardaban entidades como los wayruros , que son semillas tropicales, las ayantillas , que son las piedras bezoares de las llamas, y las illas o wak’as , las cuales describe como: “animales de piedra esculpidos que tienen la particularidad de ser muy pequeños, además suelen tener varios años y transmitirse entre
generaciones como reliquia o tesoro” (Bugallo, 2015a, p. 138). Agrega que estos envoltorios están bien escondidos durante todo el año en las casas, y que en algunos lugares de la sierra boliviana son enterrados en el corral de las llamas. Cuando llega el tiempo de la señalada, en agosto, las illas salen de sus corrales tejidos y se les coloca en el mojón , que es una montaña de piedras superpuestas de forma cónica de aproximadamente un metro de alto, ubicada cerca del corral de las llamas y en la que se confecciona un pequeño corral con ramas y lana kunti ( figura 4 ). En este corral se colocan las illas y “se les da nuevo pasto”, se les alimenta como a seres vivos, poniéndoles coca y libándolos con chuya , un derivado ritual de la chicha (Bugallo y Tomasi, 2012, p. 215; Bugallo, 2015a, pp. 138 y 141). La autora cuenta que en otras regiones a las illas se les llama enqas y enqaychus y que son encontradas en ciertas épocas y lugares. Según Flores Ochoa (1974, p. 251), a las enqas se les encuentra el primero de agosto, en los lugares más altos –donde ya hay nieves perpetuas– o en los manantiales y sitios en los que hay agua. Enqa es el principio generador y vital, el animu de los animales que posibilita el bienestar y la abundancia, las illas son entonces “piedras vivificantes que fulgen en la noche y al hacerlo infunden su aliento a los rebaños […] piedras que contienen de manera concentrada una potencia germinativa, que intercede en la multiplicación de la tropa y en la generación de abundancia” (1974, p. 251). El pequeño corral de piedra del mojón lleno de illas marca el comienzo de un ciclo en el cual la tropa de llamas se multiplicará y en la hacienda se llenará el corral (Bugallo, 2015a, p. 140).
Figura 4. Mojón de señalada donde pastan las illas Fuente: foto tomada de Bugallo y Tomasi (2012, p. 139). Ahora bien, esta primera definición de Bugallo coincide con la mayor parte de los elementos de la definición de Tomoeda; sin embargo, el universo de sentido de la illa se amplía nuevamente cuando la autora se da cuenta del papel que cumplen otros mojones que no son domésticos, como los de la señalada. En el andar trabajando de las pastoras de llamas, se da cuenta de que el espacio de la puna está señalado por “marcas del rayo” (2009, pp. 177-178). Y fue la misma abuela Panta quién abrió ese universo de indagación al decir que necesitaba encargar unos chuyeros de oveja porque los que tenía los había tenido que enterrar con chuya y coca en el lugar en el que Quipildor le había matado varios animales. Y prosigue: Allí donde caen los animales muertos por el rayo, tienen que ser enterrados y florados como se hace en la señalada y se debe levantar un mojón de piedras donde hay que ch’allar con chuya, con incienso, con tola, hay que hacer ofrendas de comida y bebida por lo menos durante tres años, para que no se enoje el Quipildor. El rayo había señalado a los animales y el lugar donde murieron. La autora explica que “al tocar, el rayo convierte o destruye, y estas superficies y seres cambian su condición; se entretejen la potencia destructora y fecundadora” (Bugallo, 2009, p. 178). El rayo marca la reproducción exacerbada o la muerte fulminante, el bien o el mal en grado sumo, como decía Arguedas. Se hace necesario decir que la relación entre el rayo y las illas es rastreable históricamente desde las informaciones recopiladas en documentos coloniales y que, como muestran varias etnografías, esta relación ha permanecido y se ha trasformado en la cotidianidad de los pobladores andinos. Para seguir esta ruta, es necesario irnos al tiempo de antes y abrir el espectro espacial-etnográfico. Illapa, Quipildor y Santiago: los nombres de las illas Durante las primeras décadas que siguieron a la conquista española, llegaron al Perú numerosos inmigrantes peninsulares. Entre estos estaba Cristóbal de Albornoz, un visitador eclesiástico cuya última pretensión siempre fue llegar a ser obispo de Cuzco. Se han encontrado en los archivos varios documentos alrededor de su persona, y los más destacados son las “informaciones de servicios” que realizó a partir de 1569, en las cuales se autodeclara como el descubridor de la idolatría del taqui onqoy , en la cual los indios predicaban el tiempo del retorno de las guacas (Guibovich, 1990, pp. 23 y 32). Albornoz creía firmemente que parte de su misión evangelizadora era perseguir y extirpar las apostasías de los indios, quienes luego de olvidar el culto a las guacas y abandonar sus adoratorios estarían en disposición de ser bautizados en la fe cristiana. Por esta razón, redactaría en 1583 la Instrucción para descubrir todas las guacas del Pirú y sus camayos y
haziendas , un documento que debía servir como hoja de ruta para todos los funcionarios eclesiásticos en la destrucción de los santuarios que habían dejado los incas. La Instrucción presenta la polisemia del término guaca y sus múltiples manifestaciones. Uno de los géneros de guacas que determina son las illapas , que agrupan a los cuerpos muertos embalsamados, los lugares donde caen rayos del cielo, los niños géminos que salen dos o más de un vientre – considerados hijos del rayo–, y todas las criaturas que nacían con alguna monstruosidad o diferencia. También menciona como otro género a las illas, que eran unas piedras brillantes de “grandor y peso” que aparecían en el interior de las llamas (Duviols, 1967, p. 19). En 1621, Pablo Joseph de Arriaga, otro perseguidor de idolatrías, daría otros matices al concepto del que se ocupa este trabajo. Cuando se acerca al vocablo quechua ylla , nos cuenta que los indios, además de adorar al sol, la luna y algunas estrellas, como las siete cabrillas, adoraban al rayo, que en la sierra tomaba el nombre de Yllapa o Libiac. El último vocablo se refiere en quechua a la luz, a algo resplandeciente que luce como piedra preciosa o ilumina como relámpago. Por su parte, Yllapa, en los diccionarios quechuas de esa época, aparecía como trueno, rayo, arcabuz y artillería (Arriaga, 1999 [1621], pp. 18 y 27). Este padre jesuita menciona, alrededor de la relación entre el rayo y la illa, un par de datos más: dice que cuando nacían dos niños de un vientre, si morían chiquitos los metían en ollas y los guardaban en la casa como cosa sagrada, porque uno de los dos era hijo del rayo. A estos cuerpos embalsamados los llamaban cuerpos curi . Cuando habla de los ministros de idolatría, dice que cuando algún herido del rayo sobrevive, queda divinamente elegido para el ministerio de las guacas. Por último, el suyo es uno de los primeros documentos que plantea la asociación que ocurría entre el rayo y el apóstol Santiago, ya fuera por el estruendo que producían los disparos de los arcabuces o por la creencia en que cuando tronaba estaba pasando el caballo de Santiago por el cielo (pp. 39, 44 y 64). Estos documentos coloniales, de finales del siglo XVI y principios del XVII , esbozan algunos motivos que reiteradamente surgen alrededor de las illas. Primero, tienen que ver con una clase de luz resplandeciente propia de las piedras preciosas y con un tipo de estruendo sonoro propio de los truenos o los arcabuces. Segundo, son capaces de señalar lugares y personas sagradas. Tercero, a través de ellas se puede establecer un vínculo entre el rayo, los muertos y las lluvias fertilizadoras. Por último, son aquello que debió ser uno y son dos, como los mellizos, lo que les otorga un carácter ambivalente frente al bien y el mal. Examinemos cada uno de estos motivos. Las illas se corresponden de varias maneras con las características de las deidades andinas del rayo. Ya vimos que el resplandor del rayo es el mismo que el de las piedras preciosas, dando nombre a Libiac y su derivado Liviacancharco. La antropóloga Natalia Ortiz, en un artículo que explora a profundidad la fascinante relación entre Santiago Apóstol e Illapa, persigue con agudeza los puntos de encuentro entre el culto europeo y el andino, y recopila las diversas denominaciones que tiene el dios del rayo en los Andes
(2009, p. 275). En el norte de la sierra, aparece como Yllapa, con sus derivaciones Chuquilla, Catuilla e Intillapa; en la sierra central, se llama Libiac o Catequil; mientras que en el sur aymarahablante de los Andes se conoce como Tunupa. Aunque sus atributos variaban levemente de un lado a otro, todas sus descripciones confluían en que estas deidades eran capaces de controlar el trueno, el relámpago, la lluvia y el granizo. En la zona cercana al Cuzco, Illapa era representado tradicionalmente como un hombre que estaba en el cielo con una honda o huaraca y una porra, y tenía el poder de hacer llover, granizar y tronar, además de dominar todo lo que pertenecía a la región del aire donde se hacen los nublados (Rostorowski, 1988, p. 40). En el departamento de Oruro, en Bolivia, algunos relatos de los chipayas presentan a Tunupa como el señor de las aguas terrestres y del fuego celestial, siendo quien envía y detiene el rayo, la nieve y el granizo; a un tiempo curandero milagroso y despiadado destructor, que lanza piedras desde el cielo con su huaraca (Wachtel, 2001, p. 509 y 522). Esta iconografía contagiaría las representaciones de algunos inkas memorables, como el caso de Pachacuti Yupanqui, a quien en el Códice Murúa se le muestra maniobrando una huaraca con un proyectil esférico que tiene el nombre de chuquirumin o piedra del rayo, que es el rayo mismo ( figura 5 ) (Cruz, 2009, p. 62).
Figura 5. Pachacuti Yupanqui con huaraca Fuente: tomado de Ossio en Cruz (2009, p. 62). El dios del trueno incaico sufrió un cambio iconográfico radical después de la invasión española. La iconografía incaica del hombre que llevaba el mazo y una honda para romper el cántaro de la lluvia se trasforma en una figura hispanizada sobre un caballo blanco, de resplandecientes vestiduras y que siempre porta una espada. Los rasgos de las deidades prehispánicas y el apóstol Santiago se funden en una imagen en la que varios elementos lo hacen identificable con Illapa: el ruido de los cascos sugiere el sonido del trueno y el fulgor de la espada asemeja la esplendente luz del rayo (Gisbert, 2008 [1980], p. 29). Se dice que el probable primer momento de esa transmutación fue el episodio conocido como el milagro de la batalla de Sacsahuamán , ocurrido en 1536 y relatado por Garcilaso de la Vega y Guamán Poma de Ayala unas décadas más tarde. Cuenta el relato que cuando los conquistadores fueron sitiados por Manco II, de repente apareció en frente de sus disminuidas tropas el apóstol Santiago encima de un caballo blanco y “empuñando una espada, que parecía relámpago, según el resplandor que echaba de sí”. Los cronistas cuentan que, al ver esto, los indios decían: “¿quién es el viracocha que tiene la illapa en la mano?” y “que el señor Santiago como un trueno muy grande, como rayo cayó del cielo sobre el inca Sacsa Huaman y los indios se habían asustado porque había caído Illapa a favor de los cristianos y que venía con gran destrucción” (Gisbert, 2008 [1980], p. 28; Ortiz, 2009, p. 270; Páramo Bonilla, 2009, p. 279). Habíamos dicho, siguiendo al cura Arriaga, que la palabra Libiac respondía tanto al trueno como al sonido de los arcabuces, y que cuando los españoles solían disparar el arcabuz gritaban “Santiago” o “con Santiago y a ellos”. El solapamiento de Illapa no solo fue posible por la correspondencia entre el resplandor del rayo o las piedras preciosas y el de la espada, la armadura o el caballo blanco; también por la relación entre el sonido del trueno y el de los arcabuces y los cascos de plata del caballo ( figura 6 ). La luz brillante y el sonido estruendoso son una y la misma cosa, las piedras del rayo y las balas se vinculan en el segundo motivo que nos propusimos explorar, retomando informaciones etnográficas en diversos lugares de los Andes: la capacidad que tienen las illas de sacralizar personas y lugares. En su descripción de la fiesta del Corpus Christi en San Marcos, al norte del Potosí, en Bolivia, el antropólogo Tristan Platt (2010) muestra cómo el juego, el baile y la pelea colorean ese lienzo helado que es la puna (p. 302). Cuenta que algunos indígenas se cargan los costales de las llamas o se enjalman con pieles de corderos y cabras, otros se convierten en yuntas de bueyes y aran la tierra. Los mestizos se disfrazan de zorros y pumas, que juguetonamente atacan a los indígenas e intentan robarles sus animales domésticos. También hay unos danzantes muy particulares que encarnan las fuerzas naturales, estos son en su mayoría hacendados o mestizos dominantes. Actúan como señores del relámpago y del trueno, se dice que cabalgan entre las nubes con bocados de freno y estribos hechos de plata, disparando sus armas y sus arcabuces. Las balas que disparan estos danzantes caen en la tierra como
rayos, sacralizando lugares y propiciando la iniciación de chamanes y parteras en las artes de su oficio.
Figura 6. Procesión de Santiago Foto: Luis Alberto Suárez. Cuzco, Perú, 2014. Al sur del mismo país, Joseph Bastien (1985 [1978]) cuenta cómo Ambrosio y Sarito Quispe, los sabios qollahuayas del monte Kaata, habían sido cogidos por un rayo lanzado por Intuillapa, señor del aire que lanza granizo con su honda y riega la lluvia desde sus lanzaderas. El haber sido paralizados por el rayo no solo fue reconocido por los habitantes de la comunidad como señal inequívoca de sus poderes de adivinación y curación; esto además los hacía descendientes de un linaje divino y les daba la habilidad de controlar el granizo y la lluvia (p. 55). Un poco más al sur, en la puna jujeña, el rayo también señala a los curanderos finos, a los adivinos de hojas de coca. Cuentan en Orosmayo, que El rayo está dividido en dos, la luz que cae vertical con una piedra color violeta que mata los animales y a la gente y la centella que es una bola de fuego que anda y persigue y que cuando agarra a una persona, si no es vista por nadie, las partes del cuerpo que han sido desparramadas se vuelven a juntar y la persona resucita siempre a las veinticuatro horas teniendo poderes de médico. (Bugallo, 2009, p. 183) Resuena la frase de Arguedas: es posible tocar una illa, morir y alcanzar la resurrección. Pero, como vimos con los quipildores que mencionamos en el apartado anterior, las illas no solo señalan a las personas, también a los animales y los lugares. Se dice que cuando a una tormenta le sigue una calma fuera de lo común es porque el poder transformador del rayo Mandó su macana y se retiró, mató a gente o animales y hay que salir a señalar, se van las nubes y la lluvia, el cielo queda despejado, por eso hay que salir a señalar, porque los cadáveres no han sido enterrados y la Pacha pide al cielo que no llueva hasta que sean enterrados. (Bugallo, 2009, p. 188) Los cadáveres no enterrados soplan la lluvia, alejan la fertilidad. Por eso, ahí donde caen los animales se les entierra y se les levanta el quipildor, que “hay que visitar tres años seguidos en la fecha que haya caído y todos los años en la fiesta de San Santiago para ofrendarle chuyeros llenitos de chuya y coca, corpachada y tijtincha , para calmar la ira del rayo” (p. 194). Bugallo se detiene en la clase de ofrendas que se la hacen al quipildor y se da cuenta de que esa misma palabra es utilizada en algunos lugares de la puna para referirse a los huesos de animales que se dan de comer a la Pachamama en la corpachada del 1° de agosto y a San Santiago, el 25 de julio. Apunta que la tijtincha de la que se habla es una comida ritual ofrecida a los seres tutelares desde el tiempo antiguo, compuesta de maíz seco, habas secas y carne seca con huesos enteros. El rayo agarra al mejor animal o a varios animales al tiempo y hay que enterrarlos “enteros” para traer la lluvia de vuelta, luego cada año hay que llevarle tijtincha , más carne seca y huesos enteros (2009, p. 189). Cuando Quipildor agarra y mata a una
persona que no queda señalada, allí se levanta una piaña , también llamada calvario, que es visitada y floreada el día de todos los santos ( figura 7 ).
Figura 7. Calvario o quipildor del rayo Fuente: foto tomada de Bugallo (2015b, p. 1). Los quipildores y los calvarios recuerdan dos características que Albornoz (en Duvoils, 1967) mencionaba sobre las guacas llamadas illapas: los cuerpos embalsamados y los lugares reverenciados donde caen rayos del cielo. Tanto los curanderos como los quipildores quedan señalados, sacralizados. Los lugares deben ser marcados y visitados para que no afecten los ciclos vitales y productivos, para no ahuyentar la abundancia y para alejar la enfermedad. En el altiplano boliviano, Fernández Juárez documenta que la gente distingue entre dos tipos de rayo: los rayos olvidados o ñanqha rayu, que “marcan lugares pesados, son codiciosos y como su apetito no es saciado enferman y arrebatan el ajayu de quienes pasan cerca”; los otros rayos son los pacha rayu , debidamente recordados y reconocidos en calvarios (1995, p. 179). Las libaciones y los rituales de ofrenda que se hacen a los quipildores buscan modificar el desequilibrio que ocasiona cambios en el comportamiento meteorológico, intentan traer de vuelta las lluvias, indispensables para las cosechas y las pasturas del ganado. De manera análoga, pero buscando días secos y soleados, Llanos Layme (2004) cuenta que la gente de Charazani, al norte del lago Titicaca, “exhuma los restos de los antepasados antiguos quemados por el sol, se desentierran los huesos de la gente chullpa , para hacer descansar la lluvia” (p. 170). Estos rituales están interrelacionados y se vinculan con la esfera más amplia de propiciar la fecundidad y la multiplicación de las especies. Los muertos y sus restos están asociados a la regeneración de la vida. Los rayos y las illas conforman las relaciones entre lo que se gesta y germina en los ciclos ocultos de lo subterráneo y lo que determinan los ciclos visibles de lo celeste (Bugallo, 2009, p. 199). Bastien (1985 [1978], pp. 153 y 178) también propone que los rayos pueden ser la forma en que los ancestros se comunican cuando están inconformes con la actuación de sus parientes vivos, y que la fiesta de los muertos, celebrada en noviembre, coincide con el cambio a la estación lluviosa. Esa relación entre el rayo, la lluvia y los muertos se puede rastrear desde el documento de Arriaga donde dice que a principios de las aguas de Navidad, en noviembre, se le solía ofrecer una fiesta al trueno y al rayo para que enviaran lluvias para las cosechas, planteando un vínculo necesario entre Illapa y el agua fertilizadora de suelos de cultivo y pastales (1999 [1621], p. 59). Este camino es recorrido años después por el investigador Huascar Rodríguez (2007), quien, al preguntarse por los “usos de la mitología andina”, retoma algunas palabras del sabio amauta boliviano Policarpio Flores, que decía “que por el rayo se vive en el campo, porque si no hubiera rayo que mojara y sacudiera toda la tierra no podría haber cosecha ni fruto de la papa” (p. 234). Pero la fertilidad que provocan las illas no se agota en las lluvias que estas pueden mandar. Las informaciones de Arriaga y Albornoz nos remiten a esos cuerpos embalsamados que eran guardados en las casas como cosas sagradas y que igual que las piedras brillantes que se encontraban en el
interior de las llamas y otros objetos extraños eran conservadas como conopas , que eran dioses penates propios del hogar o comunidad, a las que se reverenciaba y adoraba donde había ganados y tierras porque traían suerte y prosperidad. Otros documentos coloniales, como la Crónica moralizada de Calancha, cuentan que “en las idolatrías incas de altura, como el cerro de Quiquixana, se ofrecían holocaustos a idolillos de plata en forma de carnerillos pequeños, hallándose frente a ellos cenizas y huesos quemados” (citado en Cruz, 2009, p. 62). Diversos etnógrafos andinos, como Flores Ochoa, Ortiz Rescaniere, Rivera Andía y, por supuesto, también Tomoeda y Bugallo, encuentran hoy en día en las figuras illas utilizadas en los rituales de la herranza y señalada las conopas protectoras del ganado del siglo XVII , cuyo uso apropiado daría como resultado la reproducción del ganado (Ortiz, 2009, pp. 278, 283 y 297). Recordemos la relación que establece Tomoeda entre las illas y la fuerza subterránea –que es el mundo místico de abajo– y que puede ser tan reproductiva como destructora. Las momias de niños mellizos muertos y las figuras de piedra que son illa tenían y tienen la misma capacidad de traer fertilidad y desgracia, porque, si seguimos a Sabine MacCormack en los Andes, el relámpago y los muertos resumen el desequilibrio cósmico tendiente a la generación o a la destrucción (citado en Páramo Bonilla, 2009, p. 176). Es posible que ese desequilibrio cósmico resuelto por el rayo y sus fenómenos aledaños tenga que ver con el último motivo que exploramos: las illas son eso que es uno y puede ser dos, como los mellizos, creando la ambivalencia entre el bien y el mal que trae consigo la illa, ya advertida antes en la definición de Arguedas. El Manuscrito de Huarochiri nos dice que en el vientre de una mujer, que durante el embarazo sufre un gran susto por las tormentas o los rayos, el niño se puede dividir en dos o puede nacer con labio leporino, confirmando la división del cuerpo en mitades. Estos niños son hijos de las divinidades del rayo y las mujeres que paren mellizos tienen la capacidad de maldecir a los otros. Si los mellizos son del mismo sexo, se interpreta como un presagio de malos tiempos; en cambio, sí son un hombre y una mujer, se considera como una buena señal, ya que en ellos se consuma el modelo ideal de la unidad entre sexos, incluso se dice que deberían casarse entre ellos sin importar la prohibición del incesto (Platt, 1986 [1978], p. 246). Así, las parejas de mellizos dependen de la complementariedad sexual para convertirse en buen o mal presagio. Estos hijos del rayo pueden ser interpretados como castigos a las parejas que los conciben o, como ya vimos, pueden convertirse en objetos de adoración al ser momificados y conservados en urnas. Esta ambivalencia, que más parece ambigüedad, es patente también en el análisis que hace el profesor Carlos Páramo Bonilla, siguiendo a Kuon Arce y Flores Ochoa, sobre el carácter doble que tiene el apóstol Santiago en el departamento peruano de Apurímac. Allí se enfrentan dos representaciones, el P’unchaw Santiago o Santiago de Día, asociado a la derecha y lo positivo, y el Wak’a Santiago o Santiago Loco, zurdo, vengativo, borracho y malvado. Razón por la cual la gente trata de mantener buenas relaciones con el Wak’a Santiago, ofreciéndole ceremonias y pagos
especiales. Cuando alguien muere alcanzado por un rayo, dicen que Santiago lo ha quemado (Páramo Bonilla, 2009, p. 179). El especial fervor que se profesa por este último tiene que ver con que la relación que establecen las personas con él se basa en el temor ante lo desasosegante de su fuerza, de su poder. Esta fuerza, que permite la reproducción y destrucción del mundo, perturba los límites de aquellos que ignoran lo “tremendo” y solo reconocen lo “divino” en la bondad, la dulzura y el amor (Otto, 2008 [1936], pp. 29 y 32). Santiago reproduce la vida con la lluvia y los rayos, pero también la puede quitar. Invoquemos de nuevo a don Policarpio Flores –que ya nos había dicho que sin rayo no hay fruto de la papa–, quien afirma que cuando el Tata Santiago manda un rayo se le debe ofrecer incienso y pedirle, con las siguientes palabras: “no nos vas a mandar ningún rayo, con tu q’urawa [que quiere decir honda o huaraca], te los vas a amarrar”, aclarando que es para que no caigan encima de las personas, y por eso es obligatorio cumplir en su día, porque tiene una honda de fierro y con ella manda los rayos (Flores citado en Rodríguez, 2007, p. 235). Pero este poder no solo lo ejerce la deidad o el santo. Recordemos que Tomoeda nos decía más arriba que si la illa no se lavaba u ofrendaba bien, esta podía hacer que se vinieran encima las desgracias y la muerte. Santiago es a un tiempo la ira del rayo y el regalo de las lluvias. Es un motivo recurrente en los Andes centrales que se le tenga como un santo colérico, que se enoja y al que se le teme. Según Bugallo, en Santa Catalina, las mayoras cuentan que, cuando el rayo a veces se lleva una ovejita o una llama, “San Santiaguito está enojado porque no le hemos pagado la misa, y hay que rezarle la novena para no temer por los otros animales” (2009, p. 184). Ahora bien, este carácter no solo se le atribuye a Santiago. Fernández Juárez cuenta que los especialistas rituales aymara tratan con el mismo temor y respeto a otros santos ecuestres, como San Gerónimo y San Felipe (1995, p. 177). Por su parte, Cruz (2009) muestra que es un motivo recurrente en los Andes encontrar a los tres santos juntos, formando una trinidad asociada al rayo (p. 67). En la iglesia de Santiago de Chaquí, al norte de Potosí, el etnógrafo encontró una triada compuesta por San Felipe, San Gerónimo y, en lugar de Santiago, Santa Bárbara, quien también ha sido asociada al rayo por su hagiografía, por portar una espada en algunas de sus representaciones, y por ser patrona de los mineros, los artilleros y los arcabuceros. Además, los depósitos de pólvora y municiones de los galeones españoles se llamaban santabárbaras. ³ Estas triadas de santos asociados al rayo pueden corresponder al carácter tripartito de la divinidad del rayo prehispánica, mencionada anteriormente y compuesta por Chuquilla, Intillapa y Catuilla (p. 67). Por demás, en esa población, el 25 de julio, se celebra la gran fiesta de Santiago, en la que concurre gran cantidad de devotos provenientes de toda Bolivia. El evento principal es una gran procesión cuya protagonista es una illa, en la que confluyen varios de los motivos aquí expuestos. Se trata de una piedra de aproximadamente 50 centímetros que encarna y donde se puede apreciar la imagen de Santiago a caballo ( figura 8 ). Por la noche, la
iglesia-santuario ubicada al pie del cerro de San Gerónimo recibe la visita de médicos, curanderos, amautas, paqos y jampiris , señalados por el rayo, quienes detrás de la sacristía ofician sus ritos de ofrenda (2009, p. 69).
Figura 8. Illa con imagen de San Santiago Fuente: foto tomada de Cruz (2009, p. 69). Todos estos motivos fulgieron como huellas etnográficas útiles para la comprensión de pistas aisladas que Cruz había encontrado en campo sobre este concepto. En otros lugares de los Andes, me encontraba, sin habérmelo propuesto, escuchando y anotando con atención las historias que contaban sobre los rayos. Seguir los resplandores en los vestidos de los danzantes era la mejor excusa para asistir a las fiestas y procesiones que se ofrecen a los santos. Sus nombres, sus milagros y sus castigos siempre estaban presentes
en las conversas que ocurren mientras se trabaja en la melga, donde se reproduce la vida. Estos encuentros con las illas, en la vida y en los libros, me condujeron en este escrito a especular –en el sentido de poner un espejo– sobre las illas en las montañas del Tolima, Nariño y Cauca, en Colombia. San Francisco, San Bartolo y Santa Bárbara: las manifestaciones de las illas En campo, las cosas se le presentan a uno. Eso es de suerte, pero también, y sobre todo, de atención, de paciencia y de escucha. Yo creo que las illas se me acercaron poco a poco. Se me presentaron en su forma más contundente, como rayos o chispas, en el norte del Tolima, y me fui a perseguirlas al sur de Nariño, donde las vi transformarse. Trabajando en el Cauca, y esta vez sin buscarlas, aparecieron de nuevo. Ahora bien, algunos de los caminos que recorre este trabajo han sido abiertos por otros etnógrafos, de quienes tomo, con respeto y agradecimiento, algunos datos, descripciones e interpretaciones. Esta última parte toma apuntes de lo que la gente cuenta sobre el rayo en los Andes colombianos, describe sucintamente las veladas y fiestas que se le ofrecen a tres santicos que comparten algunas características con las deidades del rayo, la lluvia y el granizo, y se enfoca en el uso que les dan las personas a tres objetos que tienen características de las illas y que son imprescindibles para estos rituales: la pólvora, los espejos y las velas. Hace ya varios años, caminando por la vereda La Gloria, del municipio de Murillo, ubicado en el norte del Tolima, muy cerca del Nevado del Ruiz, Jesús Gonzáles, el Rolo, contaba cómo en la casa donde descansábamos habían caído unas chispas (rayos) que saltaron los tacos de la luz, rompieron un vidrio de la cocina y reventaron dos horcones de la cerca. Enseñando el recorrido de la chispa, mostraba los huecos que había formado en el potrero el impacto del rayo, explicando que las chispas traían una piedra en la punta que uno podía buscar con detector de metales. Días después, mientras jugábamos billar en el café Manizales, don Roberto Gómez, torrente de pura sabiduría, explicaba el contenido de lo que había dicho el Rolo. Afirmaba que las nubes bajaban a coger agua en el río Lagunilla y cuando quedaban muy cargadas se volvían como piedras, que al chocar unas con otras sacaban las chispas de rayo. Con paciencia y lucidez, revelaba que los rayos en sí mismos están compuestos de tres cosas: la chispa, que es la luz centelleante; el trueno, que es el sonido que produce el choque; y una piedra preciosa de oro o plata que va entre los dos. ⁴ Cuando cae la chispa, la piedra que lleva por dentro se entierra siete metros y cada año sube un metro hacia la superficie. Es imposible sacarla de otra forma. Hay que señalar el lugar y esperar los siete años para sacar la piedra de oro y enguacarse. Al otro extremo de la cordillera de los Andes, en el resguardo indígena Pastás Aldana, del departamento de Nariño, los rayos también se entierran como las chispas en Murillo. Mientras mudábamos las vacas y recogíamos un huango de yerba para los cuyes, doña Tulia Piarpuzán, con quien aprendí el valor del trabajo y de la palabra, trataba de explicarme lo que es el chutún . Una cosa llevo a la otra y terminó contando las historias de los rayos. Me
decía que el chutún está en los lugares pesados, en el hueco, en las enramadas. Que cuando ella todavía era guagua se fue a coger unos tauzos grandototes cerca de la casa y que se había fijado en que en la enramada del tauzo había un cuy blanco, grande como perro, y que había ido a avisarle al papá. Él le había dicho que eso era el chutún, que se alejara porque si le pegaba se enfermaba y que donde estaba el chutún caían los rayos. A Jaime Clavijo (2012) le contaron esta y otras historias similares, por lo cual define el chutún como “un espíritu del monte que enferma y que suele encontrarse en forma de animal entre los montes con frutos, como entre las matas de mora de las zanjas” (p. 64). Doña Tulia cuenta que, cuando pega, el chutún no lo deja dormir a uno, lo hace soñar pesadillas, le salen granos, le duele la cabeza y le da picazón. María del Pilar Rivera (2010) muestra que es en estos lugares pesados, como el monte y las lagunas, donde aparecen los espantos y se pegan los malos aires (p. 28). Los lugares pesados –donde está el chutún–, las enramadas y las lagunas son atractivos a los rayos. Así dicen. Pero también se dice, de manera reiterativa, que los rayos son como una bola de candela, que cuando cae estalla (por eso truena duro), y que son atractivos a las guacas: “donde cae el rayo hay guaca, no es sino empezar jurgar”. A este punto llegaron en conversa doña Tulia, doña Esperanza Reina, don Gonzalo Piarpuzán y don Antonio Reina, mientras tomábamos el café. Doña Tulia volvió a tomar la palabra para contar que a la finada Isaura Chalapud, que trabajaba en la casa de ellos, le había caído cerquita el rayo. Que ella estaba haciendo la estera de totora cuando en la otra habitación se había entrado el rayo por la tijera del techo, que había pegado en el fogón y que luego se salió por la culata, dejando todo quemado. Decía que la Isaura conversaba que había alcanzado a ver una bola naranjada y que no se acordaba de más porque había quedado desmayada. Si hubiera estado más cerca, la hubiera matado. Y que en esos días le decían al papá que si levantaban el fogón había de haber guaca, pero que nadie se atrevió. Cuenta también que en una peonada de la hacienda en la que estaba trabajando el finado Marcos, su esposo, se había largado a llover durísimo, por lo que se fueron a descampar en la casa de la hacienda. Cuando disque había caído un rayo durísimo que después de quebrar el techo, cayó en todo el centro de la sala, en una paila de cobre que quedó hecha pites. Y que don Marcos le conversaba que dentro del susto había visto al rayo y que era como bola de candela que reventaba y que adentro era de puro oro, que el que la agarraba se llenaba de oro, pero que había que ser resulto para meterle la mano a eso.
Así como a la Isaura –sigue doña Tulia– les había pasado a dos peones que estaban arando en el hueco que queda cerca a la quebrada que pasaba por donde los Piarpuzán. Habían estado arando con bueyes desde la madrugada y que cuando se había empezado a llover, y que qué tronera. Por lo que se fueron a descampar en la zanja, pero habían dejado la yunta amarrada y que cayó el rayo y se acabaron los toritos. Ni la carne sirvió porque había quedado toda negra, carbonizada. Precisando que el rayo los había quemado porque los cachos son atractivos a los rayos, pero sobre todo porque estaban amarrados. Razón por la cual, cuenta doña Tulia, es costumbre cuando empieza a llover desamarrar la yunta. Que las yuntas de toros sean atractivas a los rayos es interesante en la medida que complejiza el motivo de las illas, que son una y dos cosas a la vez; una yunta y dos toros, que cuando están juntos, amarrados, atraen los rayos. Recordemos que Tomoeda nos cuenta que las piedras illas, en ocasiones, se encuentran en pares amarradas con una soguilla. Jaime Clavijo (2012) se detiene en las yuntas para relacionarlas con el concepto de vuelta y la cosa-concepto que lo resume, el cute (p. 43). Don Herman Piarpuzán, dueño de una yunta, le contaba al autor que esta se compone de dos toros, uno negro y otro pintado; que al primero le ponían nombres como Moreno , Negro y Español , y al segundo nombres como Brillante , Castillo y Granizo ( figura 9 ). Estos últimos nombres sugieren una estricta relación con las illas. A unas tres horas de Aldana, en el resguardo indígena de Males, en Córdoba, mientras andábamos por un camino de la vereda Muesmuerán Alto, don José Elías Guancha hablaba de los rayos porque en Cali, en esos días, un rayo había matado a un soldado. Empezó a contar que debajo de la casa de él una vez le había caído un rayo a un toro y que lo había dejado quemadito no más. Que sabían decir los mayores que donde cae el rayo ha habido guaca. Que ese candelazo es fuertísimo, que cuando cae va dejando un hueco como de aljibe y que cuando cae en las tolas es como si el arado hubiera revolcado la tierra. Por supuesto, que cuando cae es de escarbar porque ahí ha habido oro. Los saberes sobre rayos de don Roberto, doña Tulia y don José Elías tienen varios puntos de confluencia: donde cae un rayo hay guaca y por eso hay que esperar, jurgar y escarbar, según el caso; se puede pensar que los rayos señalan el lugar de la riqueza o que forman en su caída el tesoro mismo; también que caen de preferencia en lugares pesados y que hay cosas que son atractivas a los rayos, como el fogón, las pailas de cobre brillante y los toros, preferiblemente en yunta.
Figura 9. Yunta de bueyes de don Herman Piarpuzán Fuente: foto tomada de Clavijo (2012, p. 43). En Sucre, en el sur del Cauca, Leonairo Zúñiga cuenta que en los lugares donde caen los rayos aparecen las cayambas , que son unos hongos comestibles que se hacen en sancocho o en guiso. Las cayambas son muy apreciadas porque en el tiempo de antes, cuando no había carne, eran lo que comían los antiguos, lo que les daba fuerzas. Hoy en día, todavía se ve cómo los mayorcitos salen a buscar cayambas después de las tormentas ( figura 10 ). Quizás esta comida fortuita sea otra forma de riqueza.
Figura 10. Cayambas en tronco quemado por el rayo Foto: Juan Sebastián Anzola. Sucre, Cauca, 2016. Pero quién manda el rayo, preguntaba yo ingenuamente. Pues qué será, el taitico (Dios), quién será que los manda, cómo sabe uno eso, me decía la señora Esperanza. Pero en Aldana lo que sí se sabe es que el que manda el agua es San Francisquito de La Laguna, el taitico del resguardo. Según las palabras de María Inés Reina, antropóloga a quién tanto debemos los que hicimos campo en Aldana e hija de doña Esperanza, San Francisco es considerado patrono de los indígenas, protector de la naturaleza, dador de alimentos y dueño de los animales y de las plantas. Por él es que se tiene el alimento diario. De allí sale la expresión popular “San Francisquito bendito, que alcance para todos”, que se escucha cuando se siembra o se reparte la comida (Reina, 2010, p. 42).
Pero María Inés también lo caracteriza como Taita-Guaca, ya que fue encontrado en una zanja por don Ricardo Quitiaquéz, mientras sacaba la raíz de un árbol. En un sueño, el Pachito se le había presentado diciendo que él era San Francisco de Asís y que quería que le hicieran la fiesta cada año, y así fue, porque donde apareció enterrado, en la vereda La Laguna, ahí le hicieron la capilla y los 4 de octubre se le hace la fiesta, para que traiga las lluvias, para que crezcan las plantas de la siembra de agosto (2010, pp. 37, 39 y 76). La autora, al hablar de la relación de San Francisquito con las lluvias de cosecha, vincula al santo con Catequil, que era dios del rayo entre los incas, pero no avanza sobre esto (p. 76). En la fiesta de San Francisquito de La Laguna, celebrada la última semana de septiembre o la primera de octubre, se hace el ritual de la siembra y la cosecha de alimentos. En este se le ruega al santico para que “traiga l’agua” para los cultivos y así se dupliquen las cosechas. Durante el ritual de las fiestas, aparecen los danzantes, bailando y divirtiendo a quienes asisten. Son seis los personajes que bailan: dos toros (en yunta), dos negros, un ángel y un San Isidro, acompañados por una banda compuesta por una flauta, un bombo y un redoblante. La misma tonada, los mismos pasos, dando vueltas. Los toros, Veneno y Grano di’Oro, bailan entre ellos y juegan con la gente; son pareja, al igual que el San Isidro y el ángel, que son la otra pareja, mientras los negros orbitan a su alrededor, casi sin ningún orden ( figura 11 ) (Reina, 2010, p. 41; Guzmán, 2014, p. 42; Martínez, 2014, p. 78). Al taitico se le vela en la casa de los síndicos los nueve días anteriores a la fiesta, pero como es bien andariego, también se le hacen veladas durante todo el año en las casas de sus fieles. A veces, se encuentra con otros santicos, como el San Pablito de Chapuesmal o el Niño Jesús de Chitaíra. María Inés Reina (2010) hace énfasis en que para la celebración tanto de las veladas como de la fiesta son muy importantes la comida que se brinda a los visitantes y fieles del santo, los cuetes (cohete, volador), los castillos de pólvora que se encenderán el día de las vísperas y el de la fiesta, la vaca loca (que también es de pólvora) y el baile después de la celebración. Tampoco pueden faltar el chapil que se reparte para festejar al taitico y, por supuesto, el agradecimiento a los síndicos y los fiesteros por la realización de la fiesta (p. 37).
Figura 11. Los danzantes de San Francisquito Fuente: foto tomada por Camila Camacho, Aldana, Nariño, 2014. Pero San Francisquito, así como es bien milagrosito y trae la lluvia y la comida, también es bien bravito. La gente cree en el santo por sus milagros, pero también le teme por sus castigos. Cuando una persona le pide algo, él le da, pero a cambio debe asistir a su fiesta con devoción y no debe ser soberbio, de lo contrario, tendrá castigo (Reina, 2010, p. 43). Laura Guzmán (2014) refiere la historia del accidente de don Manuel Erira, uno de los danzantes históricos de la fiesta, que le fue narrada por su primo, el otro negro, don Segundo Chalapud: Él es bravito oiga, San Francisco, cuando esté así rebelde que no vaya a bailar, lo castiga y lo hace caer por ahí. El primito, él un año estuvo rebelde, que ya que lo vela, ya que no. Vuelta el otro año ya que quiere bailar ya que no, y lo había hecho caer y le había sacado las costillas. (p. 41) Mientras tomaban el café en el día de la víspera, don Tobías Piarpuzán y doña Tulia contaban que el Pachito sabía ser bien bravito, que no ve cómo había castigado al Fabio Chalapud, que andaba de soberbio. Decían que el Fabio le había rogado al San Francisquito para salir de pobre y que se le
creció una vaquita que le empezó a dar quince litros de leche al día. Entonces el Fabio no hacía más sino la conversa de que la vaca de los quince litros y que no sabía para dónde floriar tanta plata. No más sino la conversa porque andaba de rebelde y miserable, que ni a la mamita Laura (la mamá de él) le llevaba un litrico. Entonces que el Pachito lo había castigado y le había mandado el rayo y ahí se acabó la vaca de los quince litros. Esta historia resume el carácter ambivalente y tremendo que tenían algunas deidades del rayo y las illas en sí mismas: San Francisquito puede traer la abundancia exacerbada y la muerte fulminante, el bien o el mal en grado sumo. Otro santo que es bien bravito y al que también le hacen veladas es San Bartolomé de Córdoba, patrono del resguardo de Males, así dice doña Esperanza Reina que es bien devota del Bartolito. Nury Villarreal y Octavio Collazos (2011), en un proyecto de recuperación de la historia oral del resguardo, dicen que él viene del Valle del Guamuez, en el Putumayo, y que los indios lo tuvieron que traer varias veces a juetazos desde la selva hasta que le construyeron su capilla en Córdoba (p. 13). Se le celebra la fiesta el 25 de agosto, que va acompañada de diversos ritos agrarios, representados en castillos de productos agrícolas, ya que la fecha coincide con los tiempos de cosecha y, según los campesinos e indígenas, una buena fiesta garantiza la abundancia en la próxima cosecha. En su fiesta también baila un grupo de danzantes que tienen coronas de espejos –los danzantes de Males–, acompañados de un negro y la Banda de Yegua. Don José Elías dice que para acabarle bien la fiesta a San Bartolomé hay que quemar mucha volatería (pólvora) en la víspera, que sin cuetes no hay fiesta al día siguiente. Doña Fabiola Villarreal, hija del último síndico de San Bartolomé, cuenta que, así como es bien milagroso el San Bartolo, tiene su carácter y hay que saberlo tener cuando lo van a velar, porque puede traer desgracias. San Bartolomé tiene un libro en su mano izquierda y un gran cuchillo en su mano derecha, viste todo de rojo, con capa, sombrero y ruana (a veces le ponen corona en vez de sombrero), y no soporta el color azul ( figura 12 ). Doña Fabiola dice entre risas que es el gran liberal, y que lo del azul es en serio. Que estaban llevando en andas a San Bartolomé hasta la iglesia y que un niño le había puesto flores en un baldecito azul que había quedado bien escondido. Entonces se había puesto a granizar y a caer truenos toda la mañana, hasta que encontraron el balde, lo botaron y se volvió a despejar. Así mismo había pasado en una casa donde lo estaban velando y un señor que venía de otro lado le había prendido una cera azul en el altar que le habían armado. Que no fue sino voltear a ver y todo el salón se estaba quemando, se había formado un incendio del que el santo salió intacto.
Figura 12. Velada de San Bartolomé Foto: Juan Sebastián Anzola. Córdoba, Nariño, 2014. Doña Omaira Arteaga dice que San Bartolomé es curandero milagroso, pero que cuando se pone bravo se desquita con los animales y los cultivos, mandando granizo. Don José Elías Guancha contaba que el toro que había quemado el rayo debajo de su casa era de un vecino que nunca le acababa la fiesta al Bartolito. Estas imágenes nos recuerdan claramente las deidades del rayo del siglo XVII que mandaban rayos y granizo con su huaraca. Gisbert (2008 [1980]), por su parte, anota brevemente una asociación entre las imágenes de Tunupa y el apóstol San Bartolomé durante la Colonia (p. 40). Pero hay otra historia que cuentan en Córdoba que permite ahondar en esta asociación. Dice doña Omaira Arteaga que en la Guerra de los Mil Días tenían rodeado al general de la parcialidad indígena de Córdoba miles de hombres en un puente que queda cerca de Tequis. Y que entonces se nubló todo y apareció el Bartolito, que tenía alzado el cuchillo y ese resplandor no dejaba ver a los enemigos bien. Estos empezaron a ver como si hubieran llegado muchos a ayudar al general y que se veía como crecía y crecía el ejercito del general hasta que les dio miedo y se retiraron. Este episodio nos conduce necesariamente a asociarlo con el milagro de Sacsahuamán, donde se juntaron Illapa y Santiago. Otra característica en la que coinciden las descripciones de Santiago con las de San Francisquito y la de San Bartolomé es que son santos andariegos. Natalia Ortiz (2009) muestra que la conversión de Santiago a infiel, protector de indios y guacas, fue posible también por la identificación de la errancia de los conquistadores, los pastores y de los médicos viajantes, hijos del rayo (p. 265). Los santicos que manejan la lluvia y el rayo se la pasan andando, nunca se los encuentra en su capilla. Es muy común que los síndicos digan que “hoy anda en Pambarrosa” o que “hoy está por allá en una velada en Muesmuerán Bajo”. Santa Bárbara, que tiene su templo en el resguardo yanacona homónimo de La Vega, Cauca, también es andariega y su recorrido por otros municipios del Macizo Colombiano dura meses. Don Libio Macías, el síndico encargado de Santa Bárbara, dice que donde más la alumbran ⁵ es en Sucre, el municipio donde me la encontré mientras trabajaba en una casa de la vereda Santa Inés. Santa Bárbara es una virgen que se remaneció en una laja, en el tiempo en que todo por ahí era una laguna ( figura 13 ). Entonces los antiguos, los primeros que la encontraron, le querían hacer una capilla en el alto, en lo que ahora se llama La Cumbre, pero ella siempre se devolvía a la piedra donde se había remanecido, así que les tocó hacerle la capilla ahí. Cuentan que para hacerle la capilla vino gente de todos lados, de Almaguer, de Pancitará y de Sucre, y cuentan que una vez un temblor fuertísimo tumbó los horcones del techo y aunque todo se cayó, ella quedó intacta.
Figura 13. Laja donde se remaneció Santa Bárbara Foto: Juan Sebastián Anzola. La Vega, Cauca, 2016. El 4 de diciembre es la fiesta de Santa Bárbara y se celebra al lado de la piedra donde ella se apareció. Dice don Libio que vienen chirimías de los otros resguardos del Macizo y viene gente de lo caliente, hasta de Nariño y el Ecuador. Santa Bárbara tiene fama de milagrosa y de curandera, y el 4 de diciembre es la única fecha en la que se encuentra en su casa, de resto “anda en correría” de alumbranza en alumbranza. A Sucre llega los primeros días de septiembre y se va a mediados de octubre. Estas fechas coinciden con las siembras de maíz y fríjol, cultivos que necesitan el comienzo de las lluvias de octubre. Se sabe que ya llegó la Virgencita porque todos los días empiezan a sonar los voladores de pólvora, que anuncian la salida de una casa y la llegada a otra. La virgen de Santa Bárbara sí es brava, cuenta doña Dolores Pérez, no ve que ella tiene el rayo en la mano, ella le da ejemplo a los soberbios. Mientras arreglábamos las semillas de guandul para las siembras de octubre, doña Lola contaba que su familia vivía en un filo más allá de la Trompa del Diablo y que uno de los sobrinos de la mamá, que era bien devoto a Santa Bárbara, la había llevado a la casa para hacerle la alumbranza, pero cuando llegaron no había nada listo. Porque en esos tiempos en las alumbranzas se daba sancocho con doble presa de gallina, mote y guarapo, y, como no había nada todavía, la dueña de casa había dicho: “para qué se ponen a traer a esa virgen, viendo que no hay nada listo”. Y que entonces la Santa Bárbara se encerró en la urna en que la andan y empezó a temblar y a tronar, y que los truenos les habían volteado varios naranjos y que del temblor se les volteó el fondo donde estaban cocinando y se habían quemado. Ella es qué brava, cuenta doña Josefina Vega, no ve la finada Margarita que se volvió evangélica y por andar renegando de la virgencita, ella la quemó con el rayo y ahí se acabó la Margarita. Ahora bien, ella no solo trae desgracia, ya vimos que trae las lluvias de octubre y que es curandera, pero además, en las alumbranzas de antes, que como vimos se caracterizaban por la abundancia de comida que se ofrecía, era costumbre hacer la rifa de Santa Bárbara. En las cosechas de maíz, si aparecía una mazorca con un grano de maíz negro, se decía que esa era la suerte de Santa Bárbara y se guardaba la mazorca en la casa. Un islote de color muy distinto señala la definición de illa de Arguedas. El día de la alumbranza, se desgranaba esta mazorca y los granos se metían en una chuspa, los asistentes se inscribían en la rifa y cada número correspondía a un grano de maíz. Se sacaban los granos y la persona que obtenía el grano negro se ganaba los pollos, los cuyes o los marranos que le habían ofrecido a la virgen. La suerte de Santa Bárbara es una tradición que se conserva, pero se ha transformado: ya no se rifan animales, sino imágenes bendecidas de la santa. Las historias de San Francisquito, San Bartolomé y Santa Bárbara son, en cierto sentido, similares y sus caracteres se encuentran en varios puntos: son tan milagrosos como bravitos, por lo que sus acciones oscilan entre la
abundancia y la desgracia, la reproducción y el desastre, entre la vida y la muerte. Todos vienen de lugares pesados, el uno de una zanja, el otro de una selva y la otra de una piedra de laguna. Como vimos, pueden mandar las lluvias y el rayo, y por esto a todos se les hacen veladas y fiestas. Todas estas características nos llevan a decir que en el estricto sentido son illas, y las personas se relacionan con ellas de maneras similares a las descritas en la primera parte de este ensayo, por medio de rituales. Rituales en los que ciertos objetos son indispensables: no hay vísperas ni procesiones sin volatería o pólvora, no hay danzantes de las fiestas sin espejos y, por supuesto, no hay velada sin velas ( figura 14 ).
Figura 14. Procesión de la víspera de San Francisquito Foto: Camila Camacho. Aldana, Nariño, 2014. Cuetes, espejos y ceras: consideraciones sobre las illas Sin necesidad de que en los Andes colombianos haya una cosa a la que se llame illa, estos apuntes finales tratan de poner sobre la mesa que los santos del rayo y los objetos fundamentales para la consecución de sus rituales hacen parte del universo de sentido que se ha ido formando en este escrito, ya que aúnan aspectos de las definiciones abordadas: en este sentido, los objetos también son illas por provenir o estar en contacto con las illassantos. La illa es un concepto que recorre las descripciones históricas y
etnográficas de los Andes centrales desde los tiempos de la conquista; todas sus definiciones han sido polisémicas, relacionales, mágicas. La ambigüedad, como vimos, es inherente a ellas. Lo que nos conduce a plantear que hacen parte de un tipo de conceptos que trascienden la lógica racional e instrumental. La historia de la antropología ha estado llena de estos conceptos, intraducibles, como maná o hau , siempre puestos en letras inclinadas. Las illas pueden ser luces fulminantes, piedras mágicas o deidades poderosas; pueden ser todas esas cosas a un tiempo. El hilo que entreteje sus múltiples sentidos es la fuerza que proviene de ellas, fuerza subterránea y celestial, productiva y destructiva, cíclica y circunstancial; fuerza volante del mundo andino desde el tiempo de los antiguos. Siguiendo a Lévy-Bruhl (1947 [1910], pp. 19 y 33), podría tratarse como un concepto con fuerza mística, en el sentido de que se esperan cosas de él y hasta se le teme porque de su ser emanan influencias y acciones dichosas o nefastas. Estos conceptos se concretan en piedras, plantas, animales u objetos que están cargados del principio y la potencia de esta fuerza mística ejercida sobre la vida de las personas, de allí que estas intenten conciliar y encausar esa fuerza relacionándose con ella a través de ritos en que los conceptos son también sus antepasados, la fuente vital de sus sociedades (pp. 19 y 46). En este sentido, Durkheim y Mauss (1996 [1903]) también plantean que algunos conceptos son capaces de ejercer un poder sobre el espíritu de la gente que les permite contemplar un conjunto de actos, signos y cosas de acuerdo con relaciones establecidas en una lógica doméstica, propia del parentesco (p. 38). Mauss y Hubert (1979 [1950]), al describir la fuerza mística arquetípica, el maná, dicen que es al unísono una sustancia, una cualidad, un estado y una acción (un sustantivo, un adjetivo y un verbo). Por esto es intraducible en términos abstractos e inseparable de los estados afectivos a partir de los cuales las personas se relacionan con esta fuerza (p. 123). Veíamos con Arguedas que la principal característica de su definición sobre las illas era que la gente podía establecer relaciones profundas con ellas. Lévy-Bruhl, Mauss, Hubert y Otto coinciden en que las buenas relaciones con las fuerzas que reproducen, transforman y destruyen la vida se basan en un principio de afectación recíproco. Como vimos antes, para don Roberto Gómez, doña Tulia Piarpuzán, don José Elías Guancha y doña Dolores Pérez, esto es una certeza y a partir de allí se relacionan con los rayos y sus santos. De lo que se sigue que hay conceptos con los cuales la gente establece relaciones y de los cuales se esperan acciones. El hecho de que pertenezcan a una lógica doméstica conlleva la posibilidad de su materialización, ya que en la existencia concreta de estos conceptos se manifiesta su fuerza, su capacidad de agencia en y sobre el mundo. Así lo plantea Santos-Granero (2009) cuando afirma que los objetos tienen una vida oculta, aclarando que su ser no siempre supone la existencia de alma, así como no toda agencia que emerja de ellos supone voluntad o intencionalidad (p. 15). Por lo tanto, hay algunos objetos dotados de alma propia y que son agentes de acciones significativas y otros objetos que no actúan por su cuenta y requieren de la intervención humana para activar su
agencia y su posibilidad de desatar acciones. Ahora bien, el autor deja claro que todos los objetos con algún grado de subjetividad son seres sociales, en la medida que se pueden establecer con ellos relaciones de afectación, comunicación, reciprocidad y contagio mágico. El uso cotidiano o ritual de ciertos objetos, que materializan la fuerza de los conceptos, transforma y reproduce el mundo social. Lo que nos conduce a poner en tensión las nociones de conceptos con fuerza y las de objetos con vida con la propuesta de cosas-conceptos de Vasco (2002, p. 449), quien aprendió con los embera y los guambianos que se puede pensar con cosas, con objetos. Lo que significa que los resultados de los procesos de abstracción y conocimiento indígena revisten formas concretas, porque entre ellos el saber es saber-hacer y el conocimiento lo es para vivir. Víctor Daniel Bonilla y María Teresa Findji (1986, p. 17) agregan que la materialidad que impregna los relatos y las cosas revela una forma distinta de hacer teoría a partir de la realidad. El profesor Suárez Guava añade otra vuelta de tuerca, al proponer que la materialidad de todas las cosas que se describen como contenedoras de fuerzas es capaz de inaugurar eventos o sucesos, de ahí que sean cosas-sucesos-conceptos capaces de cambiar el destino y que su seguimiento pueda develar elementos de una teoría de mundo (Suárez Guava, 2009, p. 402; 2013, p. 42). Estas concepciones rechazan explícitamente la existencia de una escisión entre objeto e idea. Las ideas están cargadas de materia, al tiempo que la actividad material también está cargada de ideas. Por eso teoría y práctica no están separadas y es posible pensar con cosas. Las cosas-conceptos están constituidas por elementos concretos que existen en la vida cotidiana, razón por la cual el conocimiento puede existir objetivamente fuera de las mentes privilegiadas. Lo que hay que hacer es verlo, relacionarse con él a través de los sentidos y el pensamiento, de ahí la metodología de recoger los conceptos en la vida (Vasco, 2002, p. 463). Más allá de los juegos retóricos, las cosas-conceptos, al tiempo que hacen, manifiestan y transmiten conocimiento. La afirmación de estas capacidades debe hacer caso omiso de la tradición disciplinar que las rotula como procesos de metaforización o simbolización y ve en ellas un simple sustrato “bueno para pensar” (Dagua, Aranda y Vasco, 1998, p. 68; Vasco, 2002, pp. 408 y 464). Ni símbolos ni metáforas; son conceptos con los cuales la gente se relaciona, piensa y actúa en concordancia con ellos. A este mismo punto llega Bugallo cuando plantea que las antiguas wak’as no eran representaciones de deidades, sino que el lugar y la materialidad misma de la wak’a era lo que se veneraba. En este sentido, los objetos e imágenes incluidos en las urnas de santos, los mojones o los unkuñeros no solo representan lo sagrado, sino que su forma concreta es la presencia de lo sagrado. Santiago contiene la entidad rayo y las piedras son illas porque son la fuerza del mundo subterráneo (Bugallo, 2009, p. 184; 2015, p. 119). Los rituales que se hacen con las piedras-illas o con los quipildores del rayo en los Andes centrales muestran que la de las personas con las illas es una relación que se debe alimentar con frecuencia para posibilitar la vida, la reproducción y la abundancia. Por supuesto, esta relación implica el riesgo
de consecuencias por su evasión o su realización inadecuada. Los sentimientos de devoción, agradecimiento y temor que caracterizan las relaciones que establecen varias comunidades andinas con los santos asociados al rayo hacen parte de un universo de sentido que revela su conocimiento sobre lo sagrado en los ciclos climáticos, productivos y rituales, en suma, su conocimiento sobre el mundo. El uso en espacios rituales de los objetos de los que se ocupa este escrito da cuenta de una concepción que va más allá del pragmatismo. Se sugiere que en los objetos protagonistas de las veladas y las fiestas se manifiesta el concepto andino de la illa. Considerándolos objetos con fuerza, se hace énfasis en la forma en que estos actúan; considerándolos cosas-conceptos, retomamos la idea de que son también aquellas cosas que se crean y recrean en la acción del pensamiento, inscritas en un sistema de objetos que es por supuesto un sistema de conceptos, donde se relacionan manifestaciones naturales –como los rayos–, objetos presentes en el culto, santos y personas. Cuando se vela o se alumbra a un santico, se le debe sacar de la iglesia o de la casa del síndico y transportarlo en procesión hasta donde se va a velar. Cuando llega a su destino, se hecha un cuete para anunciar la llegada y cuando se va se echan tres cuetes para despedirse. En la noche, los cuetes son resplandores fulminantes, pero lo que más importa de ellos es el sonido. Doña Fabiola Villarreal sabe decir que cuando es el tiempo de fiesta en Córdoba y se quema volatería buena, de la que truena harto, el Bartolito se pone contento y el año es de buenas siembras. Tanto en la fiesta de San Bartolo como en la de San Francisquito, se les ofrendan castillos de pólvora y castillos de comida, pues los dos señalan la abundancia. En la fiesta de San Francisquito de 2015, antes de que los toros empezaran a arar para el ritual de la siembra, pusieron un horcón en la mitad de lo que sería el sembrado, en el cual colgaron un cuete que estalló segundos después. Don Diego Pastás, que estaba a mi lado en ese momento, dijo que era para que sonara como rayo, y se pudiera sembrar lo del guaico. Doña Tulia, al otro día, diría que eso eran como balas porque antes se cuidaban los sembrados así, a balazos. La primera acepción de la illa –esa especie de luz acompañada de un sonido que se propaga en el aire– puede verse en la pólvora. Además, los rayos y la pólvora parecen dos caras de una misma cosa. Los voladores o cuetes no solo caben en la definición tripartita de rayo de don Roberto Gómez, pues tienen la luz, el sonido y la piedra –que estallan–, sino que pueden verse como rayos invertidos, como lo sugirió Luis Alberto Suárez en una conversa en El Bosque, corregimiento del municipio de Murillo. Don Arturo Castellanos cuenta que, en épocas de sequía, los vecinos se ponen de acuerdo y mandan a comprar dos viajes de pólvora a Santa Isabel, los cuales reparten entre las fincas, y se ponen de acuerdo para que a las seis de la tarde se quemen todos los voladores ( figura 15 ). A esto le llaman tentar el cielo y su efectividad para producir lluvia es indudable. Si nos arriesgamos un poquito más en las relaciones, los disparos también podrían encajar en esta configuración, lo que explicaría por qué en las fiestas se echan tiros al aire.
Figura 15. Don Arturo echando voladores Foto: Felipe Becerra. El Bosque, Murillo, Tolima, 2013. Quemar pólvora puede tentar el cielo para hacer llover y contentar al santo para que no haya tormentas o granizadas. En la misma clave, doña Esperanza Yanalá y doña Esperanza Reina explican que cuando hay una tempestad muy fuerte, se queman los ramos del primer domingo de Semana Santa y así se van calmando los rayos, hasta que seca el tiempo. Aquí vale la pena pensar que lo que se quema para apaciguar la tormenta son los ramos benditos en la conmemoración de una gran muerte. En las alumbranzas de Santa Bárbara, en las que estuve en Sucre, siempre me desconcertó una caja que ponían debajo de la urna. Allí depositaban los cabos de las velas que se consumen durante la noche en presencia de la virgen. Doña Josefina Vega me explicaba que esos cabos los guardan como “las reliquias de Santa Bárbara”, y que cuando caen esas tormentas durísimas, que en tiempo de cosecha tumban los granos de café, es costumbre sacar las reliquias y quemarlas en el fogón para que pasen los rayos y se calme el tiempo. La pólvora, los ramos y las velas se constituyen como objetos que median la relación con los santos y que posibilitan, como habíamos visto con algunos rituales de los Andes centrales, llamar la lluvia y calmar las tormentas. El clima se convierte en el reflejo de esas relaciones que la gente entabla con lo sagrado, relaciones que conocen desde antes del tiempo y les permiten manejarlo. No es inocente que la gente hable de reliquias, ya que, como muestra Geary (1991 [1986]) a propósito de las reliquias medievales, los restos mortales de los santos o las prendas que estuvieron en contacto con ellos eran los santos viviendo entre la gente, fuentes directas de un poder sobrenatural causante del bien y del mal, y el contacto con ellas era una forma de participar de ese poder (p. 219). Esta tesis corresponde con lo que plantean Mauss y Hubert al decir que las propiedades místicas de las cosas se confieren cuando entran en contacto con lo sagrado (1979 [1950], p. 120). De la misma manera en que las piedras se convierten en illas al ser tocadas por los torosillas y en que las personas se convierten en curanderos al ser tocados por el rayo, los cabos de vela se convierten en reliquias, en objetos con fuerza para detener las tormentas, porque se consumieron ante la santa que puede desatarlas. Los objetos que aquí se tratan se vuelven illas al entrar en contacto con la fuerza de las illas contenida y desatada en los santos del rayo. El reflejo de la luz y el eco del sonido hacen parte de los misterios de las illas. En la víspera de la fiesta de San Francisquito, tuve un sueño en el que el Pachito mismo se me presentaba y me decía: “fijarase en los espejos”. Al otro día, no me lo podía sacar de la cabeza, la fiesta había comenzado y los danzantes portaban los espejos en las mascaradas de toros ( figura 16 ). Platt (1986 [1978], p. 247) dice que los espejos en los Andes no duplican simplemente un objeto, sino que lo invierten poniendo a la izquierda lo que iba a la derecha, volviendo dos lo que era uno. Vale la pena plantear que esa inversión es vuelta y que por lo tanto los espejos voltean, transforman (Clavijo, 2012; Guzmán, 2014; Guzmán y Martínez, en este volumen). Los
dos toros, que son la yunta para la siembra, grano de oro y veneno, en vez de ojos tienen espejos. Durante la fiesta, corretean y juegan burlescamente con los asistentes. Corretean a los hombres y si los alcanzan los voltean, se los culean. Si el perseguido se alcanza a ver en los ojos del toro, ya fue demasiado tarde, ya lo habrán dejado “llenito de veneno” y le habrán dicho “anotará la fecha”.
Figura 16. Los toros danzantes de San Francisco Foto: Camila Camacho. Aldana, Nariño, 2014. Es muy significativo que los toros sean los portadores de los espejos, si se piensa en que un motivo recurrente cuando se habla del rayo son los toros. Ya sea porque recuerdan los toros míticos que salen de las lagunas o los pastizales y que preñan a los rebaños o porque, como vimos en algunos relatos, los cachos, los toros y sobre todo las yuntas son atractivos a los rayos. Los danzantes de Males, que bailan en la fiesta de San Bartolomé, también tienen espejos en la corona. Don Ángel María Cueltán, danzante mayor, dice los espejos son el reflejo de las lagunas, el agua que atrapa la
luz solar (Villarreal y Collazos, 2011, p. 62). Las lagunas son espejos de agua y, como los espejos de los danzantes, pueden invertir, transformar: lo que entra siendo uno sale siendo otro. Las lagunas tienen fuerza y también pueden crear el bien o el mal en grado sumo. En Cumbal, Nariño, don Segundo Paguay explica que el agua de la laguna es juerte y por esto no se mezcla con la de las quebradas ni con la de los criaderos de trucha; además, tiene carácter y cuando la torean hace que se baje la neblina, llueva y granice. La laguna puede dar suerte a las personas, excusa para los cómicos forcejeos que protagonizan los chumados en la orilla, o puede ahogarlas, si se enamora de ellas. También puede sacralizar y purificar, como cuenta don Reinaldo Artiaga, en Chiles (municipio de Nariño), a propósito de la laguna del Colorado, lugar de donde el mítico Juan Chiles salía convertido en toro o jaguar y donde todos los años se realiza la inmersión ceremonial del nuevo gobernador del cabildo. Aquí debe recordarse el énfasis que hacían algunas definiciones en la asociación de las illas con el mundo subterráneo, de donde salía su fuerza y su capacidad de reproducción y transformación. Como hemos visto a lo largo de este escrito, las illas manifiestan una fuerza telúrica y celestial que es capaz de mediar oposiciones entre la vida y la muerte, lo de arriba y lo de abajo: característica que se consume en el papel de las velas en el ritual andino. Los adoratorios del rayo del siglo XVII , donde se guardaban las piedras bezoares, se llamaban illahuasi , y se encontraban en ellos circuitos de lozas donde se escondían carbones encendidos y cebos de llamas (Ortiz, 2009, p. 278). En el sur del país, las velas, que son las últimas illas que se proponen, están muchas veces hechas de cebo (cuando no, de todas maneras se les llama ceras) y son imprescindibles en las veladas y las procesiones. Uno puede llegar a pensar que las velas son la ofrenda máxima que se les da a los taiticos, su alimento, ya que son grasa, de la misma manera que se les ofrecen qumpus que se consumen en el fuego a las illas de piedra que nos describe Tomoeda. La luz de las velas puede ser la luz vibrante de la que habla Arguedas, esa con la que uno puede establecer relaciones cercanas y que también puede producir el bien o el mal en grado sumo. La clave está en comprender las veladas ( figura 17 ).
Figura 17. Ceras, luz vibrante y reflejo Foto: Galo Naranjo. Ipiales, Nariño, 2014. Para invitar a un vecino a la velada de un santico, va y se le deja una cera en la casa. Doña Tulia cuenta que a los santos que no están en la iglesia principal de Aldana los están velando en las veredas, que saben salir a andar por los caminos y vuelta de un año regresan. Añadiendo con lucidez que se vela a los recién muertos durante nueve días para que no se pierdan mientras recogen los pasos, pero que también se vela al vivo que se quiere secar. ⁶ Don Arquímedes Taimbud cuenta, por otra parte, que si uno en semana santa se queda de las procesiones o camina por la noche solo, se puede encontrar con la procesión de la otra vida, que en vez de ceras traen en la mano canillas de finado encendidas, lo que nos recuerda los huesos quemados de las tijtinchas , los chullpas y la relación de las illas con los muertos. Doña Tulia también cuenta que antes los caminos de la vereda Chitaíra estaban cundidos de maloras, ⁷ ánimas en pena que si lo cogen a uno en mala hora lo pierden y lo entundan ; que al finado Marcos Reina y a ella misma se les habían presentado como dos veces, pero que cuando los vecinos empezaron a velar a los taiticos y estos empezaron a caminar por
Chitaíra ya casi no aparecían. Se puede pensar entonces que la velada toma partido o media en la relación antagónica que se puede establecer entre los taiticos y las maloras. Las velas, los santos y las ánimas; las illas, el bien y el mal. La lógica concreta y doméstica del concepto de illa permite que al mismo tiempo que los cuetes, los espejos y las velas estén ejerciendo su fuerza y cumpliendo su papel en el ritual, la gente pueda, a través de estos, relacionarse con los santicos que dominan el rayo, las lluvias y el granizo, los que permiten que hayan cosechas y que al fin y al cabo la vida alcance para todos. Es a partir de estas relaciones que la gente configura un conocimiento complejo que pone en relación su entorno, sus prácticas cotidianas y sus momentos rituales. Lo que confiere el carácter de illa son los rituales públicos donde ocurren relaciones sociales basadas en la afectación recíproca entre personas, santos y objetos; allí adquieren su sentido pleno en las vísperas, las fiestas, las alumbranzas y las veladas (Geary, 1991 [1986], p. 222). Estos apuntes sobre los objetos en el ritual andino pretenden ser una consideración. Considerar, en estricto sentido, es ver en conjunto las estrellas. Por separado, cronistas y etnógrafos han informado sobre las illas. Arguedas, en la lucidez que garantiza el conocimiento que sale de las entrañas, situó la illa en un vastísimo mundo de sentido. Tomoeda, Bugallo, Flores Ochoa y muchos otros lo concretaron en esas piedras que eran a la vez conceptos y objetos que sintetizan de manera simbólica la relación que hay entre los pastores y los mundos natural y sobrenatural que forman parte de su medio ambiente. Las personas del Tolima, Nariño y Cauca, a las que este trabajo les debe todo, esbozaron nuevas e insospechadas relaciones en sus prácticas cotidianas y rituales. Este escrito plantea un argumento sencillo dentro de la complejidad y la anarquía de sus informaciones. Más allá de lo simbólico y lo metafórico, en el sentido práctico la gente se relaciona con las illas porque tienen fuerza y por tanto repercuten sobre el mundo, lo transforman. Los rayos fertilizan y queman, enguacan y matan, quitan y dan; la pólvora tienta el cielo y truena; los espejos voltean y encantan; las velas limpian caminos y secan personas. Si creemos, con Vasco, que todo sistema de objetos es un sistema de conceptos, y con Suárez Guava, que todo sistema de conceptos puede ser una teoría de mundo, el universo en el que se encuentran rayos, luces, piedras y santos sugiere que las illas contienen una teoría sobre el mundo andino. Referencias Amat, H. (2008). 50 años de la misión arqueológica japonesa a los Andes. Un recuerdo y un homenaje . Discurso pronunciado el 2 de septiembre de 2008. Universidad Nacional Mayor de San Marcos, Lima, Perú. Recuperado de http://es.calameo.com/read/000116093dd6b9224b4cd Arguedas, J. M. (2002 [1958]). Los ríos profundos . Buenos Aires: Losada. Arguedas, J. M. (2005 [1941]). Yawar Fiesta . La Coruña: Ediciones del Viento.
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respondió que tuviera cuidado, que no me burlara. Luego me explicó la diferencia. Existe una nutrida literatura etnográfica sobre las alumbranzas a los santos y vírgenes remanecidas en el Macizo Colombiano (Zambrano y López, 1993; Nates, 2001). 6 Los trabajos de brujería afectan a las víctimas “secándolas”, haciendo que pierdan la grasa corporal, “aflacándolas”. 7 En su reflexión sobre el mal aire, el antropólogo Michael Taussig define la mala hora como el momento o momentos del día en que nadie está seguro de nadie, ni de acuerdo con nadie, cuando los muertos vagan por las calles y los espacios públicos para acosar a los vivos (2002 [1987], p. 446). Don Jaime Córdoba, en la vereda Nasate, del municipio de Chiles, nos dijo: “si a uno lo coge un rayo, no es el rayo lo que lo mata, es la raya”, explicando que la raya es ese momento certero y definitivo de la muerte. La muerte y el espacio-tiempo se condensan de manera enigmática en la malhora y la raya. No es candela ni es oro Daniel Torres Mansilla No es candela ni es oro, le dice Gilberto a Rogelio, el hijo de don Mariano, el de dieciséis, el que hasta hoy encuentra su peso y es un tejo grande, de dos y media. No hay brillo en el cielo descubierto del paisaje boyacense. En la cancha suena Julio Jaramillo por unos parlantes de computador ubicados en una de las esquinas de lo que solía ser una bodega. El sonido es borroso. Gilberto es el siguiente en lanzar. Trata de enseñarle a Rogelio cómo es que se juega. Gordo y bajito. Con una ruana marrón en los hombros que le cuelga hacia atrás. El pantalón tiene un dobladillo amplio, bota original. Cuando lanza se le alborota la ruana en el hombro y en las botas se ven las arrugas por el uso. Esa tarde, Rogelio y su padre se encuentran con Gilberto y Pedro Julio, que trabajan pavimentando la vía que comunica el pueblo con la autopista. Pedro Julio recién recibió quincena, y como es el cumpleaños de Rogelio los invitó a jugar en la cancha de doña Carmenza. Gilberto llegó de Tunja en un bus, dejó su camión en un taller porque se le gastaron las pastillas de los frenos bajando la línea y la transmisión está jodida. Ya llevan jugando toda la tarde y media noche. Van perdiendo, tres a dos partidos. Si ganan este último, empatan y se van a otro más, otro canasto de cerveza más, otro par de horas más. La cancha cierra a las doce, pero la tienda con rocola de al lado no cierra en toda la noche. No en puentes como este. Si quedan con ganas de seguir tomando, van para allá. QUÉ LABIOS MAL … DECIDOS . Es el siguiente grito, a dúo con los parlantes. La pólvora responde a los doce metros. ¿Sí ve?, son balazos, chino. Tiene que soplarlos, no totearlos. Gilberto casi que grita para hacerse entender, agitando su botella de cerveza light cada que quiere decir algo.
Siguen otros dos tiros, los de Campo Elías y Ricardo, vecinos de Rogelio y don Mariano. Cuando llegaron pidieron un canasto de cerveza, para los seis que llegaron a jugar. De ese quedan tres cervezas y quieren pedir otro. Rogelio vacía la botella que tiene en la mano y se levanta. Le toca lanzar. Está cansado y prendido. El día ha sido largo: pastear el ganado, hachar madera para el fogón, agarrar a un chivo que se soltó, ir a Tunja a traer a su papá del hospital y regresar al pueblo antes del mediodía. Ya lo ha hecho toda la tarde, pesar el tejo en la mano, cubrirse las manos de tierra para hacerlo resbalar, mirar hacia dónde va a caer, tomar impulso y lanzar. Todos dicen que tiene buena mano, que el tejo le planea parejo, que si sigue así lo llevarán a campeonatos. Allá cae, no suena nada, pero sí se ve salpicar agua. Moñona, dicen que fue. A mí sí me gusta como juega el Rogelio, dice Campo Elías, quien está destapándole otra botella con la esquina de la banca en donde están sentados. Es sencillito el chino. No le tira a la moñona pero siempre se lleva sus manitos. Rogelio se sienta al lado, recibe la botella y toma otro sorbo. Ese Gilberto se la pasa diciendo que eso no es como el oro pa’ que no la busque, dice Rogelio, y que no es canela, que no le corra. Así es, responden Campo Elías y Ricardo, que están sentados al lado. Pasa otra hora. Cada quien en su turno lanzando y acabándose las cervezas mientras se sientan en alguna de las bancas que separan las líneas de tiro. Para hablar con alguien en la línea del frente toca gritar para hacerse escuchar entre las mechas que estallan, los gritos de dolor o de victoria, y la música. Que no tengo más plata, ¿no me oyó?, le grita don Mariano a Pedro Julio. Terminemos de tomar el canasto y nos vamos. Al Rogelio y a yo nos toca agarrar a pie. Se acaban las mechas para jugar: la cancha está cerrando. Rogelio esperaba pasar toda la noche tomando. Su casa está sola y quiere despertar tarde mañana sábado. Dormir en esa casa le sienta mal. Las últimas noches ha dormido en Tunja, en el pueblo o en Sora. Las últimas noches son desde que su mamá se murió. Todo le recuerda a ella, empezando por cocinar. El último tiro, ahí como para saber quién gana. Gilberto está parado en la línea, con su tejo en la mano. Lanza. El tejo cae en la arcilla y se queda ahí. Gilberto agarra su cerveza y se sienta en la banca. Ricardo está negociando con Campo Elías los turnos de ruta. Ambos manejan una colectiva azul que hace rutas entre Tunja y el pueblo. Rogelio está callado, mirando al piso, con la botella entre la ruana. Don Mariano y Pedro Julio están pagando. Esa mano que usted tiene es talento, le grita Gilberto a Rogelio desde la banca del frente, una buena mano no se consigue en ningún lado. ¿Me oyó? En ningún lado.
Rogelio solo levanta la mirada. ¿Usted cómo aprendió a jugar?, pregunta mientras agarra la cerveza con las dos manos. Yo aprendí a jugar cuando trabajaba para el Ataulfo, responde Gilberto, el de la finca grande de allá abajo. Antes no arriscaba nada. Fue cuando empecé a arriar ganado pa’ arriba y pa’ abajo que se me puso güena la mano. Eso después salía planeando lisito y planitico el tejo. Usted sí nació pa’ esto, vea no más como le vuela y hasta hoy le da por tirar parejo. Cualquier cosa me avisa y lo llevo a Bogotá a campeonatos, pero de los güenos. ¿Cuánto puede ganar alguien en uno de esos?, pregunta Rogelio, que se sentó en el borde de la banca para escuchar bien. Eso lo que hay es plata, como de a cinco o seis millones si le va bien. Pero es que eso son los grandes, los nacionales. Si lo llevo va a ser a campeonatos chiquitos, pero güenos. Si se gana uno usted llega acá con doscientos o trescientos. ¿Si no ve que con el tejo yo completé la cuota inicial de la mula esa que me compré? Usté con esa mano se puede ganar más. Rogelio se calla un rato. Las palabras le suenan mejor que la música del fondo. Si todo sale bien, podría mudarse con su tío en Bogotá, conseguirse un trabajo, ayudar a pagar los recibos, hacerse algún curso y vivir lejos de este pueblo. Era un plan que Rogelio consentía desde que se graduó del colegio, cada vez que escuchaba sobre Bogotá. Ahora le suena más sabiendo que podría vivir del tejo. Es un trabajo, aunque gane poco, viviría en la capital. El único problema es su papá. Dejarlo viviendo solo, sin familia, con trabajo por hacer, enfermo y con deudas. Es como matarlo. Son casi las doce de la noche, pero ellos no son los únicos en la cancha. Otros dos grupos están acabando cervezas. Doña Carmenza ya se puso la piyama a cuadros rosas y morados y está recogiendo la plata de los últimos. También espera los gastos de última hora: hacia la otra salida de la cancha hay una tienda y un restaurante. Un paquete de cigarrillos, un algo para el guayabo o alguna compra de último momento. Pedro Julio y don Mariano ya pagaron. Se sientan entre la línea de tiro con unas sillas de plástico que encuentran en la entrada. Empiezan a dividirse la cuenta con Gilberto, Campo Elías y Ricardo. Rogelio tiene la mirada perdida. Sueña despierto. Recogen las últimas dos cervezas para el camino, se despiden de doña Carmenza y salen de la cancha. El frío les acomoda las ruanas, las mangas de las camisas y hasta la voz. ¿Venga, no tiene su mula ahí parqueada? Ricardo, soplándose las manos, le pregunta a Gilberto. Está en el taller, en Sora. ¿Y la moto, nadie se vino en moto?, le pregunta Ricardo a Pedro Julio. Nadie, a pie tocó, responde Pedro Julio. Rogelio había llegado en el bus de Campo Elías con su papá. Pedro Julio venía con ellos desde Tunja. Gilberto estaba en el pueblo desde por la
mañana. La buena noticia es que Gilberto vive cerca y tiene una moto en su casa, que es de su cuñado. La mala noticia es que tienen que caminar al menos una media hora entre el frío de media noche. Camine a su casa y hacemos dos viajes en la moto y mañana se la llevamos, dice Campo Elías, pensando en que todos, exceptuando a Pedro Julio, viven en la misma vereda. Que el Pedro Julio se quede en su casa y mañana arrancha pa’ Chíquiza. Gilberto dice que bueno, que caminen. El frío a esa hora es penetrante. Rogelio siente los pies dormidos, hormigueando. Menos mal no hace niebla o nos emparamamos, se escucha decir al lado de ellos, en el camino. Don Pedro, vecino de Gilberto, va caminando hacia la salida del pueblo. Don Pedro tiene al menos unos ochenta años. Su sombrero viejo, las hilachas de su ruana amarilla y sus zapatos parecen tener la misma edad. Él también estaba en el campo de tejo. Todos lo siguen. Es el único camino hacia la carretera que lleva a la mayoría de las veredas del norte. La carretera está oscura. Retiraron el alumbrado público desde que prometieron una doble calzada. Al fondo, en donde termina el camino y empieza la carretera, se ve una sola luz. “La Virgen del Carmen bendice este camino”, dice tanto en placa como en presencia. El vidrio que protege el altar está empañado desde adentro. Mientras van pasando, Gilberto traza una cruz entre su frente y hombros. Una de las muchas farolas que acompañan a la Virgen le salvó la vida en un viaje a la Costa. Rogelio la reconoce por la pintura azul rey que salpica la pasta que cubre el bombillo de la farola. Esa niebla jijueputa casi me mata. La otra farola se me dañó y sólo quedó prendida esa, decía Gilberto el día que la puso en el altar. Todas las farolas que estaban en ese altar eran de algún camión, mula, bus o carro que sobrevivió a algún accidente: una era de una mula que se había caído por un barranco. El conductor sobrevivió cuando, del golpe, la carrocería se dobló hacia el frente, desviando de su cabeza un pedazo de vidrio que le atravesó el brazo. Otro camión se estrelló con una vaca suelta: el conductor salió volando por el panorámico; no tenía cinturón y cayó en la carretera; se rompió un brazo, muchas costillas y una pierna; pero sobrevivió. Cada farola contaba un milagro y el altar contaba con unas cincuenta farolas. Dicen que la Virgen del Carmen es la virgen del camino porque guía a las almas en el camino del purgatorio al cielo. La bendición que todos se están dando, cuando pasan junto a ella, busca la protección en el largo camino que tienen en frente. Dicen que en estos días están robando por la carretera. La quincena no fue hace mucho y hoy es puente. Los ladrones también tienen horario de trabajo.
Borrachos no están. Solo prendidos. Todos, incluyendo a don Pedro. Pero el frío no les deja hablar. Callados andan en línea. Cada quien pensando en sus propias cosas. Rogelio todavía piensa en Bogotá. Su última novia fue a estudiar allá. Cuando ella volvió a visitarlo en una Semana Santa él le cantó una canción de Jorge Velosa. Ahora que se pone a pensar, la mayoría de sus amigos se fueron a Bogotá o a Tunja. Únicamente queda él. Sin estudio. Sin amigos. Sin dinero. No le espera nada bueno en el pueblo. No hasta que su papá se muera. Rogelio nunca tuvo hermanos, ni primos, ni tíos. Su mamá era de lejos. Cuando estaba viva recibían visitas desde Bucaramanga cada fin de año. Entonces él tenía primos y tíos y hasta abuelos. Pero no volvieron después del funeral, el último septiembre. Hoy solo está su padre: hijo único, como él. Sus abuelos paternos murieron en Sotaquirá; él de un mal de los riñones y ella de un mal del estómago. Para Rogelio solo queda su papá. Sin amigos de su edad y sin familia. Su tío de Bogotá es una opción. Un tío materno que lo recibiría en su casa. Pero a su papá no lo quieren allá. Rogelio se siente solo. Tiene a los amigos que lo acompañaban hoy caminando. La luna es menguante, pero brillante. Al fondo se ve el cerro, gigante. De pronto don Pedro señala al monte. ¿Eso es un volcán? Una luz, como la de una casa, está en la cima del cerro. Nadie vive por allá y las luces de las casas no se mueven. Todos se quedan viendo la luz que se mueve en el cerro. Siete, todos en ruana, parados ahí, mirando. Lo que parece lento al principio, después se vuelve rápido. Solo pasan unos segundos y la luz de la cima se baja, viene con agua, tierra y quién sabe qué más cosas. Un olor a azufre penetra duro con el frío. Rogelio es el primero en darse cuenta dónde cae. Bajó por la quebrada de Riobajo, no muy lejos. Pero dicen que en esa quebrada no se puede pasar en menguante porque el río baja con esmeraldas y las esmeraldas bajan con más cosas. Cosas a las que se les corre. Todos se miran cuando Rogelio señala el tierrero. Yo voy, dice Pedro Julio. ¿Pa’ qué?, responde don Mariano, el papá de Rogelio. Eso es plata, dice Gilberto. Imagínese el dineral que debió bajar con eso. Olía a puro azufre. Don Mariano da media vuelta y se va caminando rápido, dejándolos a todos atrás. Esos tesoros son pal que le tocan, no pal que los quiere, grita desde lejos. Bien maricas si se meten por allá. Venga Rogelio, camine. ¿Y si a uno le tocan qué? Todos vimos donde cayó. Eso era pa’ todos nosotros, responde Pedro Julio.
No le enseñe al Rogelio a ser ambicioso. Camine que esos van a resultar jodidos, grita desde lejos, deteniéndose cuando se da cuenta de que Rogelio no lo siguió. El chino ya es grande. Además, esas cosas ya no son pal que le tocan. ¿Usted no sabe cómo se volvió rico el Ataulfo? Pedro Julio sigue gritando desde lejos. Don Mariano se regresa. Sí, pero eso es que eran la misma familia, la misma sangre. Acá en los que vamos si nos sale algo, qué va a saber usted si es pa’ usted o no. Rogelio conocía al tal Ataulfo Cárdenas. Ellos habían trabajado para él. El tipo tenía una casa gigante en el pueblo, se había mudado a Tunja, pero había dejado unas parcelas que se trabajaban solas. Pagaba bien el jornal y daba buena comida. En las ferias era el que tomaba whisky fino y llegaba con una caravana de camionetas enormes. Las dos tractomulas Kenworth de la Montaña que todos los miércoles traían cargas de madera desde Villa de Leyva eran de él. Rogelio piensa que el tipo siempre había sido rico, de plata. ¿Y luego cómo consiguió plata el Ataulfo?, pregunta Rogelio a Gilberto, que está al lado suyo. ¿Y usted no sabe?, Gilberto responde. Después le cuento, más bien dígale a su papá que no sea cobarde, que eso es lo que nos va a joder, más bien. Don Mariano, de ruana marrón, se acerca con rabia a Rogelio, cojeando. Camine. Lo agarra del brazo y lo hala con fuerza. No, dice Rogelio. Si consigo algo nos va a servir. Vaya para la casa si no arrisca. Don Mariano levanta la mano y suelta un golpe. La cara de Rogelio se vuelve roja. Usted me hace caso y no jode. Camine. Rogelio se queda callado. Mira a don Mariano y camina hacia Riobajo. Déjelo. El chino no es bobo, dice don Pedro, y usted no es tan viejo. Igual queda más cerca la casa del Gilberto y ese se le nota que va a ir a mirar. Camine, no hay otra opción: o ir con ellos o caminar dos o tres horas. Don Mariano está cansado, cojea de un pie y el corazón a veces le molesta. Respira hondo y camina hacia Riobajo. A su lado va don Pedro. A Rogelio lo alcanza Gilberto. Don Ataulfo mandaba a los hijos a traer agua de un pozo que le quedaba al lado de la casa, vivía por allá por Sora. Resulta que los chinos empezaron a escuchar como chapoteos en el pozo, pero les daba miedo mirar. Cuando iba el Ataulfo a mirar pues no salía nada. Un día le llegaron con el cuento de que eran unos niños de oro que se metían a jugar en el pozo. La esposa del Ataulfo los mandaba siempre con un pucho de sal, que tenían que lanzarles apenas los vieran. Una noche los vieron jugar, pero entonces ya no estaban en el agua, estaban en un plancito hacia arriba de la casa. Cuando los vieron eso agarraron a
acercárseles para verlos, que eran boniticos así chiquitos y de oro. Uno de los chinos del Ataulfo, el mayor, le dio fue por agarrar a uno. Tenga que se le metió el oro, quedó bobo y se echó al piso. Mientras tanto el otro les echó el pucho de sal y se fue corriendo a la casa. A lo que llegó el Ataulfo se encontró al hijo mayor en el piso tragando pasto y tierra. Al lado estaba lo que lo volvió rico: una pechera de oro, de esas que dicen que usaban los chichas. El tipo vendió la pechera por Bogotá. Hace rato el Banco de la República compraba oro. El Gobierno le dio mucha plata. Imagínese usted, como ganarse la lotería. Ese se compró una casa, tres mulas, un camión. Como treinta cabezas de ganado y ese lote grande que tiene en Riobajo. Todo lo puso a trabajar. Eso sí empezó a buscarle dotor al chino que quedó bobo. Pero que no, que eso no tenía nada. Pasó como por casi veinte dotores allá en Bogotá, pero que nada, que estaba bien. Cómo que bien, si mírelo todo espabilado, ta bobo, cuál que sano, eso les gritaba el Ataulfo siempre que le llegaban los resultados de los exámenes. Pero que nada. Por allá fue como que un indio que le dijo que eso era que se le metió el oro, pero que eso no tenía cura. Yo sí creo que eso es lo que pagó por ambicioso. Rogelio no dice nada, solo sigue caminando. Él ha escuchado historias de volcanes que bajaban con oro, que dejaban el oro descubierto por donde bajan, de personas que habían conseguido mucho dinero con el oro que se encontraban. Mucho dinero significa muchas cosas para Rogelio. El resto del camino sigue en silencio. Ya no se siente frío: ahora se siente prisa. La quebrada está grande y suena mucho. Trae piedras y tierra. Es entre las piedras y la tierra que ven algo. Debajo del agua se ve un brillo. Campo Elías prende una linterna de bolsito y el algo brilla. Pedro Julio coge una rama y antes de acercarla el río se lleva el algo. Llegan a un lugar en donde la quebrada suena mucho más fuerte, en donde se encuentra con un río. Los escombros se ven en el costado del cerro. Cruzan el río por un puente hecho de tablas en el que se dejan unos anzuelos para pescar. Los anzuelos están amarrados al puente. Las puntas bajo el agua. Reposando porque no tienen carnada. En cada punta de los anzuelos brilla una luz verde. Pedro Julio, Campo Elías y Gilberto saltan a recoger los anzuelos pero cuando los sacan no hay nada en la punta de ellos. Son tres, póngale cuidado a la otra, dice don Pedro. Rogelio no entiende, piensa que se trataba de los anzuelos. Se pone a buscar otra línea de nylon. Se da cuenta de que todos están buscando entre el camino de escombros. Pedro Julio resulta con una cerveza en la mano; la había estado guardando bajo la ruana desde que salieron de la cancha. La cerveza tiene sal, piensa Rogelio. Sigue caminando por entre el rastro del deslizamiento. Empieza a subir el monte hasta que se encuentra solo. El
corazón le palpita de guardarse el algo para él. Sigue subiendo cuando ve que arriba, a unos diez metros, brilla oro. Un sudor frío acompañado de una especie de emoción se apodera de Rogelio. Sube con más prisa. Ya ni escucha a nadie, ni ve a nadie cerca. Un venado chiquito, pero todo de oro, se para en la pendiente. Está a dos, tal vez tres pasos largos. Rogelio se queda quieto. Mide cada movimiento posible. Abajo se oyen gritos que lo llaman. En un segundo espesa saliva y escupe al venado, que sale corriendo monte arriba. Rogelio lo sigue, hasta que se pierde de vista. Ya se estaba imaginando todo: vender el montón de oro en Tunja y mudarse a Bogotá. Comprar dos camiones para que trabajen solos. Dobletroque. Todo lo que pudiera sacarlo del pueblo y darle una mejor vida. Corre y persigue el rastro del venado hasta que se encuentra con una piedra cuadrada, de oro. Se acerca despacio. La mira por todos los lados. ¡No la coja!, escucha de atrás. Espere a que lleguen todos, eso toca echarle sal. Es Gilberto que trae barro en sus botas, hasta las rodillas. Yo ya le eché, por eso está así. Vea, déjeme agarrarla que usted no sabe. Yo le doy un algo de lo que salga, dice Gilberto. ¿Un algo? Rogelio no necesita un algo . Él la necesita toda. No, es mía, yo la seguí, yo me la encontré, es para mí. No sea marica, usted no sabe agarrarla. Déjeme. Y entonces qué se necesita. Dígame y yo le doy un algo a usted, que yo la vi primero. Rogelio no piensa perderla. Vea chino, eso no es oro, es candela. Si usted la agarra, lo pica, como la candela. Vea déjeme cogerla, si no me deja, no la puedo coger. Rogelio se lanza sobre la piedra. Agarrarla y correr. Pero apenas la toca, desaparece. Un dolor se pasea desde su mano hasta el pecho y termina en el estómago. Quema todo lo que toca. Al frente suyo ya no hay nadie. Únicamente el olor a azufre que acompaña al oro. No encontraron a Rogelio en toda la noche. A don Mariano se le olvidó que estaba cojo después de la primera hora buscando a su hijo, desesperado. Todos gritaron, pero nadie respondió. Subieron al cerro, hasta la misma punta, siguiendo el rastro del volcán, pero no vieron a nadie. Solo fue hasta el otro día que lo encontraron. De madrugada lo vieron en uno de los cauces del río. Estaba enconchado. Tenía la mirada perdida y no decía una sola palabra. Resultó loco. La mano derecha, con la que jugaba, estaba recogida.
Don Pedro después decía, cuando le preguntaban sobre lo que pasó, que la ambición se comió todo lo que tenía por dentro. Pero que su mano, con la que jugaba tan bien, se la llevó el diablo para cambiarla por un pacto. Sombreros vueltiaos y otras “cosas” afines * América Larraín Universidad Nacional de Colombia, sede Medellín Objetos de estudio y la definición de un campo investigativo El llamado giro material , presente en reflexiones antropológicas recientes, da cuenta de la complejidad implicada en las distinciones y categorías a partir de las cuales hemos establecido nuestro campo de estudio. La ciencia del hombre , cuyas pretensiones se han transformado de forma drástica desde sus orígenes, se enfrenta hoy a la redefinición de su propio objeto: lo humano se confronta con hallazgos etnográficos que revelan cómo ontologías diversas, inclusive occidentales, operan bajo lógicas que no delimitan estrictamente los ámbitos de la sociabilidad, es decir, que, en muchos sentidos, estamos sujetos a redes de relaciones entre humanos y no humanos, objetos, animales y otras cosas que constituyen nuestro entorno. En ese sentido, quisiera iniciar este artículo con una breve referencia a la introducción del libro Hand Book Of Material Culture Studies (Hicks y Beaudry, 2010). Allí, Hicks menciona que el campo de investigaciones sobre materialidad se desarrolló a partir de la emergencia de la idea de cultura material , en el segundo trimestre del siglo XX , especialmente en museos, como un contrapunto a la antropología de Durkheim. El surgimiento de la idea de estudios de cultura material habría sido una forma de reunir estructuralismo y abordajes interpretativo-semióticos, en la década de 1970. Por otro lado, el proceso que él llama giro material , habría sido una solución provisoria para conciliar relativismo y realismo, especialmente por medio del uso de la teoría de la práctica de Bourdieu y Giddens. Hicks argumenta que estudiar los vínculos de las cosas en procesos históricos, o de sus efectos sobre la vida humana, pone en cuestión la idea del investigador como sujeto y a su vez objeto de erudición. La consecuencia inmediata de tal movimiento, según señala el autor, es un desplazamiento de la idea de que las cosas son algo de menor interés y están de por sí subordinadas por los humanos, revelándonos que ha sido nuestra mirada sesgada (antropocéntrica) la que las ha dispuesto en ese lugar. De esta forma, insiste en la necesidad de una consciencia de la contingencia y de la parcialidad de nuestro conocimiento del mundo. De igual modo, reflexiones recientes, como las de Viveiros de Castro (2002), Latour (2008) o Goldman (2016), entre otros, han aportado datos inmensamente valiosos que evidencian la necesidad de pensar que los procedimientos que caracterizan las investigaciones son conceptualmente del mismo orden que los procedimientos investigados. Esto ha sido llamado en algunos ámbitos antropología simétrica .
En un sentido más o menos próximo, Hicks observa que, respecto a los temas relacionados con la llamada cultura material , ha sido necesario para muchos investigadores superar las prioridades del giro lingüístico o cultural, pues estas preocupaciones tienen un carácter marcadamente antropocéntrico. Cambiar de enfoque para estudiar las cosas ha implicado indagar más allá de los significados o de la importancia de la cultura material, indagar más allá del uso que las personas hacen de los objetos en las relaciones sociales, buscando establecer conexiones con las transformaciones de larga duración. Así, inspirada por perspectivas como las señaladas, en el presente artículo busco establecer una reflexión que permita apreciar, no solo los efectos de las cosas (en este caso sombreros), sino también las cosas como efectos de prácticas materiales (económicas, políticas, etc.). En esa medida, y siguiendo a Hicks, la cultura material que me ocupa aquí no sería un simple objeto de indagaciones a la procura de nuevos vocabularios de interpretación o de teorización abstracta, sino que, tomando en serio la crítica a cualquier distinción a priori entre sujeto y objeto, estaría buscando construir en un escenario más próximo de aquel esbozado por Latour cuando evoca las ontologías planas (2008), es decir, un escenario de investigación donde el investigador está incluido, en un lugar equiparable al de los otros sujetos y objetos, sean estos humanos o no humanos. Dicho esto, propongo discutir en este artículo datos de mi tesis de doctorado, en la que a partir del sombrero vueltiao exploro las transformaciones y la mutabilidad de este objeto, es decir, su polisemia. Busco mostrar que las características y atribuciones que se le adjudican no están necesariamente vinculadas a su objetividad empírica , no son intrínsecas al propio objeto, sino que dependen siempre del contexto en el que estos sombreros interactúan y, por lo tanto, están sujetas al punto de vista del otro, a las relaciones que pueden establecer con otros actores. Además, intento construir un relato que evidencie la agencia de este objeto y la manera como, a partir de esas múltiples formas de ser y estar, el sombrero ha mode-lado y configurado un escenario propicio que garantiza su visibilidad y proliferación. Posándose sobre ciertas cabezas literal y metafóricamente, se erigió como símbolo cultural de la nación. Así, mi propuesta es mostrar que el sombrero vueltiao solo existe porque existen múltiples sombreros vueltiaos, cuyos usos y significados apuntan a distinciones, fracturas y continuidades de consenso entre lo que es, para qué sirve y los contextos en los que él o sus imágenes pueden ser activados, pues esto sería siempre resultado de una suerte de relaciones e interferencias particulares en escenarios donde el propio sombrero modela, facilita y transforma las dinámicas. Introducción El sombrero vueltiao es un tipo de sombrero artesanal producido a partir del trenzado de las fibras de caña flecha ( Gynerium sagitatum ) por los indígenas zenú, que habitan principalmente en los departamentos de Córdoba y Sucre, en la región Caribe, en el norte del país. Se trata de un
objeto artesanal declarado por ley, en 2004, símbolo cultural de la nación, y cuyo proceso de fabricación describo detalladamente en otros trabajos (Larraín, 2009; 2012). Me interesa resaltar que se trata de un objeto que remite estética e ideológicamente al Caribe, a la música y a la danza de esta región, y, por extensión, a una imagen reciente del país, que tiene en el Caribe una importante fuente de inspiración (Wade, 2002; Figueroa, 2009). Es imposible recorrer los caminos del resguardo indígena zenú San Andrés de Sotavento ( RIZ ) sin notar la omnipresencia del trenzado en caña flecha como parte de la vida cotidiana de la población que allí reside. Niños, adultos, jóvenes y ancianos de ambos sexos pueden ser vistos en las puertas o patios traseros de las casas ejecutando con gran maestría la labor de intercalar con ritmo y geometría las fibras de caña flecha. En ciertas localidades, como Tuchín (Córdoba), se tiene la sensación de que todo lo que allí ocurre está literalmente tejido al trenzado en caña flecha, profunda y vitalmente ligado a la existencia del sombrero. La fabricación de este objeto ocurre en diferentes lugares del RIZ , desde las veredas y villas más aisladas hasta las zonas urbanas de municipios como Tuchín y Sampués (Sucre). Algunos artesanos tienen en sus terrenos pequeños cultivos de caña flecha y otros deben comprar la materia prima que es traída de otras regiones, pues la producción local no satisface la demanda. Existen diversos tipos y calidades de sombrero, cuyas características son definidas, grosso modo , por el número de pares de hilos que son empleados en su confección. Puede decirse, de forma general, que los sombreros se dividen en finos y bastos (Larraín, 2012). La fabricación de determinado tipo de sombrero tiene muchas variables, como la destreza particular de cada artesano, la presencia de personas de una misma familia especializadas en diferentes tipos de trenza y la localización geográfica del artesano en relación con el centro de concentración y comercio que es Tuchín. Según los artesanos locales, todos los sombreros realizados a partir del trenzado de la caña flecha y posteriormente ensamblados mediante vueltas de la trenza, llevan el nombre de sombrero vueltiao . Sin embargo, en la región llaman tradicional ( figura 1 ) a aquel en el cual son empleados usualmente dos colores (beige-natural y negro) y que tiene columnas en su copa, formadas por diseños geométricos, llamados pintas . En general, se reconocen las variedades de sombrero por el número de pares de hilos de fibra que se utilizan para tejer la trenza, siendo 11 (o basto) la más simple, seguida por 15, 19, 21, 23 y 27, que sería la más fina. Los sombreros hechos utilizando más de un tipo de trenza reciben el nombre de machembriaos .
Figura 1. Sombreros vueltiaos tradicionales en Tuchín Foto: América Larraín. Tuchín, 2009. Teniendo en cuenta el contexto descrito, me interesa mostrar algunas dinámicas alrededor de la producción y comercialización local de este tipo de artesanía, ¹ así como la forma en que estos objetos actúan modelando las relaciones entre la población indígena local y los actores que componen el escenario interétnico del Caribe colombiano, donde el sombrero adquiere y articula diversos valores y sentidos conforme el interlocutor y el interés de su enunciación. Me explico: son los indígenas zenú quienes casi de forma exclusiva se dedican a la preparación de la materia prima y a la elaboración de los sombreros. Algunos usan el sombrero en su vida cotidiana, muchos otros no, sin embargo, existe un consenso más o menos generalizado que reivindica el sombrero como objeto ancestral y parte fundamental de su identidad étnica. Por otra parte, son generalmente residentes locales no indígenas quienes articulan regionalmente las redes de comercialización. Algunos de ellos usan el sombrero, así como una parte de la población rural del Caribe. Sin embargo, en general, atribuyen al sombrero un origen sabanero ² o costeño , ³ localizando al objeto como algo emblemático del Caribe colombiano.
Finalmente, son casi de forma exclusiva grandes comerciantes paisas ⁴ del interior del país quienes dominan la intermediación a nivel regional y nacional, además de ser dueños de casi todos los establecimientos en el área del RIZ , entre los que se encuentran almacenes de artesanía, panaderías y tiendas de abarrotes. Algunos de ellos utilizan eventualmente el sombrero, pero su relación con él, según pude percibir en varias entrevistas, es mucho más instrumental, enfocada de forma casi exclusiva en el lucro económico. Podría decirse que cualquier persona, sin importar su procedencia, es idónea para usar un sombrero vueltiao, sin embargo, se comparte de forma tácita y explícita la idea según la cual este hace parte de nuestro legado común: es verdaderamente reconocido como un ícono nacional caribeño y sus imágenes son enunciadas en contextos tan dispares como los distintos niveles de identificación que es posible establecer a partir del uso o enunciación del sombrero. ⁵ El sombrero vueltiao sirve para identificar a los indígenas, a los sabaneros, a los costeños y a los colombianos en ámbitos distintos, funcionando hasta cierto punto como las agregaciones segmentarias descritas por Evans-Pritchard (1974), entre los nuer, ya que se trata de definiciones reversibles que operan siempre con respecto a otros segmentos del grupo. Investigadores especialistas en la región, como Fals Borda (2002 [1986]), Serpa (2000) y Puche Villadiego (2001), relacionan los orígenes de este objeto con la agricultura del maíz, que implicaba la exposición al sol durante largos periodos. La protección en la cabeza se habría hecho necesaria para llevar a cabo esa labor. La evidencia de su antigüedad es corroborada a partir de piezas precolombinas de orfebrería que retratan figuras humanas usando sombreros o gorras cuya apariencia es muy similar al trenzado de la caña flecha. Vale la pena mencionar que dicha información fue corroborada por la curaduría de 2006 del Museo del Oro Zenú, en Cartagena, sobre la cuál hablaré con más detalle adelante. En este punto, tal vez sea pertinente mencionar que las investigaciones realizadas en esta región, particularmente las arqueológicas, han sido determinantes en las dinámicas de reivindicación de este grupo indígena, ya que los zenú cuentan con numerosas pesquisas así como un vasto acervo de piezas y vestigios que incluyen cerámica, orfebrería y construcciones de ingeniería hidráulica (Plazas y Falchetti, 1990). Esto, sin duda, ha dado un importante soporte a sus reclamaciones como moradores ancestrales del territorio de las sabanas del Caribe, fortaleciendo la apropiación que han hecho de su legado e historia oficial. Quisiera llamar la atención aquí sobre el tema de la arqueología y las interferencias y contactos que han ayudado a establecer y formular dicha historia oficial. Lejos de suponer que se trate de la verdad , pero sin pretender de modo alguno cuestionar la legitimidad de las reivindicaciones zenú, es llamativo percibir cómo confluyen, en un mismo escenario, pasado, presente y futuro, conectados a través de los finos hilos de la experticia que supone una práctica científica como la arqueología. Por ejemplo, cuando visité en 2009 el Museo del Oro Zenú, ubicado en Cartagena, y que hace parte de la red de museos del Banco de la República,
la curaduría de la exposición hacía un gran énfasis en la trenza de caña flecha y en el sombrero, en lo que parecía un intento por mostrar la continuidad de la artesanía zenú a partir de los tiempos prehispánicos hasta nuestros días. Desde las piezas de orfebrería con detalles en filigrana hasta los rollos cerámicos de grabado, que al parecer eran utilizados para imprimir figuras en el cuerpo y en tejidos ( figura 2 ), la exposición enfatizaba en la semejanza y continuidad con las figuras de la trenza de caña flecha con que son hechos los sombreros vueltiaos. Esa aproximación tendía un puente y explicaba un objeto como continuidad de otro, en el mismo sentido apuntado por Carneiro da Cunha (2009), sobre la forma en que se hace de la tradición un mito, en la medida en que elementos de la cultura material se tornan otros (en este caso, cerámica por trenzas) mediante el arreglo y la simplificación a los que son sometidos, precisamente para tornarse diacríticos. Al interpelar a la curadora en lo tocante a este aspecto, manifestó que el montaje de la exposición había sido un proceso largo y que la idea de relacionar la filigrana de la orfebrería y los canales, había comenzado a materializarse en el Museo del Oro en Bogotá, en parte gracias a las crónicas del siglo XVI sobre la región que hacían referencia a tejidos como sombreros, mantas, hamacas, entre otros, que junto con la clasificación arqueológica habrían demostrado la contemporaneidad del desarrollo de la orfebrería y del sistema hidráulico de los canales. Simultáneamente, fue mencionado el hecho de que, tanto en la orfebrería como en muchas piezas de oro zenú, hay una alusión directa al uso de sombreros o tocados, tiaras y otros tipos de adornos para la cabeza ( figura 3 ).
Figura 2. Rollos cerámicos y orfebrería zenú Foto: América Larraín. Museo del Oro Zenú, Cartagena, 2009.
Figura 3. Panel Museo del Oro Zenú Foto: América Larraín. Cartagena, 2009. Considero oportuno mencionar que, a pesar de las evidencias arqueológicas a las cuales se apela para crear una narrativa de continuidad, la forma actual del objeto es claramente una transformación influenciada por la forma de otros sombreros que circulan en el país e incluso en el mundo. De hecho, es posible observar una diferencia notable entre el actual sombrero y aquel que aparece en fotografías de mediados del siglo XX . Los sombreros vueltiaos de hoy, con sus alas levantadas simétricamente hacia los lados, se parecen mucho a los sombreros de cowboy; mientras los más antiguos mantenían su base recta, como es posible observar en las figuras 4 y 5 .
Figuras 4 y 5. Calazán González, mantero, Flechas, 1920, y Andrés Teherán, músico, La Esmeralda, 2009 Fotos: América Larraín. Pienso en los datos presentados aquí como un ejemplo de lo que Carneiro da Cunha (2009) menciona sobre los elementos que son depurados y revestidos como símbolos de una identidad étnica. En este caso, me parece que el vínculo entre la filigrana, los rollos de cerámica y la trenza del sombrero es un intento de hacer pasar lo otro por lo mismo, el sombrero por la filigrana, los rollos y otras piezas arqueológicas por la trenza de caña flecha , todo como parte de un montaje estético que pasa por la selección de trazos considerados pertinentes para la construcción de una determinada narrativa. De esta forma, elementos que cuentan con el prestigio de investigaciones que demuestran su antigüedad, consagran al sombrero vueltiao como símbolo, legitimándolo como objeto ancestral de la cultura zenú y de la nación. En este escenario, vemos cómo confluyen actores muy diversos: objetos (sombreros contemporáneos, piezas arqueológicas prehispánicas), instituciones (museos), imágenes y especialistas de distintos campos, componiendo una red de conexiones que construyen versiones y sentidos a partir de las mutuas interferencias e interpretaciones que son posibles entre ellos.
La eficacia de las imágenes A partir del momento en que fue declarado símbolo cultural de la nación por el Congreso, hubo una significativa proliferación de las imágenes del objeto en los más diversos contextos: del souvenir (camisetas, gorras, mochilas, etc.) con su imagen impresa, pasando por publicidad de todo tipo, hasta arquitectura (monumentos) en varios lugares de la región Caribe (Larraín, 2010; 2012). Como ya fue mencionado, la antigüedad del sombrero es reivindicada con frecuencia, incluso en estos ámbitos, como un elemento que fundamenta su valor ancestral para las poblaciones nativas y, por extensión, para la población regional y nacional. Hoy, los escenarios en los cuales el sombrero y sus réplicas están presentes son muy diversos, al tiempo que sus imágenes aparecen ligadas o a la dimensión artística local: música, danza y festividades del Caribe colombiano, o como emblemas regionales y nacionales, operando de manera eficaz como marcador étnico, al establecer distinciones y marcar niveles de cohesión en un país que comparte una imagen de la región Caribe como predominantemente afro, y que a su vez establece diferencias entre las diversas localidades que la componen. Es posible observar un caso ejemplar de esta situación en lo que coloquialmente llaman en la región pintura costumbrista: escenas y bodegones donde aparecen sombreros vueltiaos junto con otros objetosíndices del Caribe rural y sus festividades ( figuras 6 y 7 ), componiendo escenarios que podrían ser considerados campos semánticos, por contener objetos que dialogan entre sí y que guardan trazos de similaridad dados por su coexistencia en un mismo cuadro, obedeciendo a un criterio de clasificación que asocia y determina los significados posibles. Fuera de los cuadros, cuando la imagen del sombrero aparece, generalmente está acompañada de frases que explicitan su significado, relacionando el objeto a una determinada procedencia: un municipio, una ciudad, un departamento, una región o la propia nación: tuchinero , sabanero , costeño o colombiano, por ejemplo ( figuras 8 y 9 ). Esto evidenciaría la forma en que el sombrero adquiere diversos significados conforme a las configuraciones y los intereses de su enunciación. Él transforma lo que toca, al tiempo que es transformado y moldeado según el mensaje que se pretenda construir teniendo su imagen como signo.
Figuras 6 y 7. Cuadros costumbristas en restaurante de Sincelejo Fotos: América Larraín. Sucre, 2010.
Figuras 8 y 9. Imágenes del sombrero en la región Caribe Fotos: América Larraín. Región Caribe, 2009. Retomando lo dicho, es pertinente indagar y cuestionarse por la eficacia de la enunciación de una misma imagen para emitir discursos y formular posiciones distintas. El sombrero vueltiao ya ha sido usado públicamente por personalidades de la política nacional (Alfonso López Michelsen, Juan Manuel Santos), por reconocidos intelectuales (Gabriel García Márquez), por visitantes ilustres (Bill Clinton, Juan Pablo II, Steven Tyler) y, claro, por
reconocidos artistas y deportistas nacionales (Miguel Happy Lora, Carlos Vives, Shakira y varios atletas olímpicos). En todos los casos referidos, el mensaje o la referencia a la que se alude mediante el uso del sombrero se remite, de una u otra forma, a la nación y su identidad costeña . Sin embargo, los significados de aquello que está entre líneas y las especificidades de cada aparición pública con este sombrero denotan sentidos definidos por el conjunto de los otros actores (humanos y no humanos) que puedan componer el lugar de enunciación de este objeto. Inestabilidades, flujos y “contra-sentidos” Al margen de las evocaciones étnicas y regionales que recurren al sombrero en el plano nacional, es bastante llamativo que, incluso en la región donde se produce, no exista un consenso claro frente a sus tipos y denominaciones, pues si bien se habla genéricamente de sombreros vueltiaos, estos pueden tener características distintas, como ya fue dicho ( figura 10 ).
Figura 10. Venta de sombreros vueltiaos a la orilla de la carretera principal de Tuchín Foto: América Larraín.
Dependiendo de la persona con quienes se interactúe, las descripciones del sombrero y los detalles de sus características pueden variar. La falta de consenso no es solo local, pues en ciudades como Bogotá existen incluso denominaciones que no hacen parte de las categorías presentes en la tierra indígena zenú. Además, vale mencionar que existe una fluctuación de precios que no corresponde necesariamente a una lógica mercantilista, pues la fabricación de un sombrero casi nunca es lucrativa en términos de plusvalía. Por ejemplo, a pesar del trabajo adicional que significa el teñido de las fibras, el precio de los sombreros en general depende de la calidad del tejido (número de pares) y no de los colores empleados. Cuando pregunté a algunos artesanos sobre ese aspecto, ellos manifestaron que preferían teñir las fibras porque así el trabajo no era “tan aburrido”, pues con los hilos de las fibras de diferentes colores podían crear diseños y dibujos, lo que no ocurre cuando son todos del mismo color. De esta forma, a pesar de existir condiciones de explotación muy serias en la actividad artesanal, y a pesar de que la rentabilidad de este trabajo sea muy baja o casi nula, hay en el trenzado y en la fabricación de artesanía en general un proceso creativo a partir del cual quien lo realiza puede reproducir o transformar una idea. Usar diferentes colores hace el trabajo menos aburrido, pero simultáneamente lo convierte en un espacio de creatividad, ya que es a partir de la mezcla de colores que es posible hacer figuras y pintas (Larraín, 2009; 2012). En ese sentido, Douglas (2007) insiste en que la ciencia económica debería tomar en consideración la función comunicativa de los bienes como algo básico. A partir de ese abordaje teórico, las necesidades sociales estarían presentes al mismo tempo –o antes– que el confort físico. La autora propone que, en lugar de una tabla de necesidades básicas que comienza con las físicas y termina con las sociales y simbólicas, lo opuesto funcionaría mejor. Por su lado, Sahlins (2003) manifiesta que el campo de la economía política construido sobre los valores de uso e intercambio debe ser reanalizado para incluir la producción del valor de intercambio simbólico, así, los símbolos no serían superestructurales en relación con la producción material. De la misma forma, en su teoría de la acción, Bourdieu (1997) se manifiesta contra las perspectivas que encaran las acciones humanas como si estuvieran siempre antecedidas por algún tipo de interés , explicando todo acto como algo motivado por el aspecto económico . Bourdieu propone que el principio que motiva las acciones humanas debe ser buscado en el habitus , es decir, en las disposiciones adquiridas que hacen que una determinada acción tenga sentido en un contexto específico. En esa medida, habla del juego como metáfora para pensar las dinámicas sociales, donde los jugadores, una vez han interiorizado las reglas, actúan conforme a ellas sin reflexionar sobre las mismas ni cuestionarlas, poniéndose al servicio del propio juego. Las tres perspectivas teóricas mencionadas son pertinentes para pensar las dimensiones de transformación y continuidad del llamado conocimiento tradicional , así como su carácter artístico y político, a partir del cual la
innovación y la permanencia apuntan a la subsistencia económica, pero también a la persistencia cultural, en fin, a la política entendida como forma de reivindicar un lugar en el mundo (en la polis ). Mejía (2003), a partir de su perspectiva como politólogo y también como nativo zenú, señala que el sombrero vueltiao representa la herencia cultural de este grupo indígena y es símbolo de su cultura, congregando a su alrededor diversos discursos sobre la etnicidad. El autor señala que, a pesar de que el sombrero y otras artesanías sean realizados con fines de comercialización, tienen una importante función simbólica en términos de identificación colectiva, trascendiendo el ámbito económico. El sombrero simbolizaría el trabajo y la sobrevivencia de quien lo produce, al tiempo que representaría la tradición y la memoria colectiva, funcionando en muchos contextos, según añade, como un carné de identificación de los zenú. ⁶ Un caso similar es descrito por Guss (1989), quien relata que, entre los yekuana, en Venezuela, existe una categoría para los objetos hechos a mano ( tidi’uma ), que son considerados artefactos colectivos de la cultura. Esta cultura es entendida como algo creado en el cotidiano mediante las intervenciones de todos los miembros del grupo. Tal descripción se aproxima bastante a la formulada por Mejía (2003) –y otros interlocutores zenú– sobre la existencia de un sistema de objetos y prácticas característicos del ser zenú –o de la cultura zenú–. Dentro de este sistema se encontrarían, además del sombrero vueltiao, la cestería en iraca, comer babilla, ⁷ beber masato, usar “abarcas tres puntá”, ⁸ etcétera. Podríamos generalizar aseverando que la conciencia de diversos grupos humanos en relación con la existencia de un sistema de objetos y prácticas constituyentes de su cultura permitiría establecer los límites de lo propio y de la alteridad. Es pertinente, a este respecto y en lo que tiene que ver con grupos indígenas, lo que destaca Guss (1989) al señalar que Occidente se ha caracterizado por usar el criterio de la función para clasificar objetos, consolidando una idea y un concepto de arte donde la función debe ser excluida como fin último, pues se pretende que el verdadero arte no es utilitario, es decir, debe distinguirse de otro tipo de creaciones, como la artesanía. Sin embargo, añade Guss, Occidente siempre ha examinado el arte de otros pueblos a partir del criterio de la función. Preguntas como ¿ para qué sirve? , ¿ cómo es usado? , o ¿ qué significa? parecen ser las más frecuentes a la hora de aproximarse a las producciones estéticas de grupos no occidentales, mientras en nuestro contexto preguntas de ese tipo resultarían insultantes para cualquier artista. ⁹ El sombrero vueltiao, como mencioné atrás, es reconocido y reivindicado como artesanía, pese a que algunos de los más reconocidos artesanos se describan a sí mismos y sean considerados por sus pares como artistas. La dicotomía arte-artesanía acaba siendo otro escenario posible de observación de esos diferentes sentidos que pueden atribuirse a objetos y a otras entidades en el plano de un conjunto de relaciones, donde unas cosas entran en contacto con otras, transformándolas y acomodándolas a las
lógicas que de esa relación emergen. En esa medida, ser arte o ser artesanía no es jamás función de un atributo fijo del objeto, y sí de una serie de aspectos que trazan límites invisibles y, sin embargo, altamente eficaces. Un ejemplo paradigmático de los sentidos que se construyen como parte de relaciones es que mientras el sombrero vueltiao es descrito por gran parte de los indígenas zenú como símbolo de su identidad, simultáneamente fue apuntado por otros actores en campo como elemento que caracteriza a los empresarios ganaderos de la región. Uno de mis interlocutores indígenas mencionó en una entrevista que, antes de su designación como símbolo cultural de la nación, en 2004, el sombrero habría sufrido una gran estigmatización, debido a que su uso estaba asociado a miembros de grupos paramilitares que actuaban en la región. Hubo incluso algunas autoridades locales que sugirieron que la exaltación del sombrero vueltiao estaría relacionada con un intento del Estado por depurar dichas asociaciones. Sin duda, el hecho de que el sombrero haya sido designado símbolo cultural por el Congreso estuvo permeado por el interés de las élites políticas del Caribe vinculadas al paramilitarismo. No se trató de una elección democrática ni de un sondeo de opinión, como el realizado por la revista Semana en el año 2006. Quien formuló y tramitó ante el Congreso el proyecto de ley fue Eleonora Pineda, conocida nacionalmente por sus vínculos estrechos con grupos paramilitares del departamento de Córdoba, por los cuales fue destituida de su cargo en 2006 y recluida en la cárcel para mujeres del Buen Pastor, en la ciudad de Bogotá. Así mismo, la ministra de Cultura que firmó la ley que designa el sombrero como símbolo cultural de la nación fue María Consuelo Araújo, quien acabó retirándose voluntariamente de su cargo público debido a los vínculos comprobados de su familia con grupos paramilitares (Larraín, 2009; 2012). Aún más, es importante mencionar que de manera casi simultánea a la designación del sombrero en 2004, surgieron en el país iniciativas empresariales importantes de comercialización de artesanía indígena, en particular zenú, con énfasis en sombreros vueltiaos. Una de las más reconocidas fue SalvArte, que pertenece a los hijos del entonces presidente, Álvaro Uribe Vélez, también acusado por vínculos con el paramilitarismo. A modo de cierre (temporal) Durante la realización del trabajo de campo, fue sorprendente que no existiera un consenso explícito frente a los tipos de sombrero, y que, dependiendo de la persona con quien interactuase, los detalles del objeto variaran. La falta de consenso no ocurrió solo en el RIZ , pues observé, en las tiendas de objetos étnicos en Bogotá, sombreros que yo reconocí como 19 siendo vendidos como 21 –o incluso como 18, una denominación que ni siquiera existe donde son fabricados–. ¹⁰ Los mismos productores a veces hablan del basto como 15, pues dicen que el 15 de verdad solo lo hacen por encargo. Además, hay una fluctuación de los precios a nivel local, que no necesariamente corresponde a una lógica comercial, como se mencionó anteriormente: hacer un sombrero casi nunca es rentable en términos de plusvalía.
Suponiendo que los sombreros vueltiaos existan como unidad de algún tipo, parece que se resistieran a ser vistos como objetos estáticos: ellos son dinámicos, se mueven. Los sombreros y los universos de relaciones que constituyen serían a menudo simplemente inclasificables, y definirlos como esto o aquello nunca mostraría las transformaciones y mutaciones que tienen lugar allí y que parecen apuntar a la versatilidad y carácter ambiguo de estos objetos, así como a la creatividad y plasticidad de sus fabricantes y del escenario en que convergen. Así, de acuerdo con Simmel (2005 [1900]), la idea del sentido de verdad que las personas dan a sus construcciones está relacionada con la forma en que sobre un objeto surgen significados que se comparten solo de forma superficial. El sombrero puede ser tomado como un todo o un consenso que no se lleva a cabo, que no se realiza, pues simplemente es una potencia. ¹¹ Se trataría de una relación entre las personas, del conocimiento y de las percepciones que son apropiadas de diferentes maneras. Así, se podría decir que el sombrero vueltiao es polisémico, no solo por su condición de múltiples significados de acuerdo con el contexto, sino por su propia potencia polisémica. ¿Cómo pensar entonces la potencia y la eficacia del sombrero, sus imágenes y sus réplicas? Pienso que una parte de estas se encuentra en la dimensión formal y estética propiamente dicha, es decir, en las líneas beige y negras que esbozan una circunferencia acompañada por diseños geométricos que insinúan su forma. Así, podría decirse que la idea de sombrero vueltiao es el resultado de las copias y múltiples imágenes que lo constituyen. De igual forma, el nombre sombrero vueltiao sería también resultado de la diversidad de significados que abarca y no de algo que lo antecedería. El sombrero vueltiao se presenta como un objeto inestable , al no ser fácilmente abarcable desde una única perspectiva; es fluido, transita por diversos escenarios creando sentidos y afectos a su alrededor. Contraría nuestra lógica economicista: no necesita ser rentable en términos de plusvalía para existir y proliferar; ni necesita un consenso que justifique su eficacia, pues nos muestra cómo los significados se transforman en objetos, mientras los objetos adquieren significados. Al intentar describir y entender un fenómeno que desborda dicotomías como personas-cosas, material-inmaterial, se hace evidente que es preciso construir una perspectiva de la producción de objetos que no los reduzca a sus condiciones económicas –en términos de subsistencia material–, sino que dé cuenta de los procesos y flujos que constituyen la creación, circulación y significación de objetos, y la forma en que todo esto se articula como motor de la sociabilidad –en el caso aquí expuesto– del Caribe colombiano y de la nación. Referencias Barcelos Neto, A. (2011). A serpente de corpo repleto de canções: um tema amazônico sobre a arte do trançado. Revista de Antropologia , 54 (2), 981-1012.
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vueltiao. En algunos centros educativos del RIZ , los alumnos deben tejer un sombrero para graduarse del colegio. 7 Comer babilla es visto en la región como un trazo típico de la población indígena. 8 Un tipo de sandalia en cuero muy común entre los habitantes de las zonas rurales del RIZ . 9 Reflexiones similares se encuentran en los trabajos de Overing (1991), Price (2001), Lagrou (2007) y Barcelos Neto (2011), en lo que tiene que ver con la visión de Occidente sobre las manifestaciones de los llamados pueblos “primitivos”. 10 Recuerde el lector que estos números se refieren al número de hebras que se utilizan para hacer la trenza base del sombrero, y que, contando los rombos intercalados en la trenza horizontalmente, es posible conocer la verdadera denominación del sombrero. 11 Según Ferrater Mora (1981), fue Aristóteles, en la Metafísica , quien utilizó por primera vez el concepto de potencia para explicar las acciones, el movimiento y el dinamismo. Este concepto ha adquirido un carácter sinónimo de la idea de posibilidad. Potencia sería el poder de una cosa para generar un cambio en otra, o incluso para convertirse en otra cosa. Según Aristóteles, no sería posible decir que X se convierte en Y, sin admitir que existe alguna condición de X que posibilitará Y. Motivos prácticos y consideraciones simbólicas: la fabricación del cacurí entre los cotiria del bajo río Vaupés Kenny Javier Calderón Introducción En los últimos años, la etnografía amazónica ha mostrado un renovado interés en las producciones materiales de los pueblos indígenas. Este foco local, aunque desde luego derivado de una revitalización de los objetos en un ámbito disciplinar mayor, parte de reconocer que en el pasado etnográfico de la Amazonia prevaleció una suerte de indiferencia por las técnicas y sus correlatos materiales (Santos-Granero, 2009, p. 1). Paradójicamente, este abandono se produjo después de una sobrexposición que el mundo tecnológico tuvo en la temprana antropología y etnografía de la región. En efecto, para los primeros exploradores y etnógrafos que se adentraron en la selva, uno de sus principales intereses fue la documentación y recolección de objetos. Sin embargo, esta labor –análoga en método al trabajo de los científicos naturales de la época– fomentó excesivamente una imagen de la tecnología como un inventario de instrumentos y técnicas, algo que parece haber desestimulado el desarrollo de aproximaciones alternativas y complementarias. Refiriéndose a este mismo tema, Stephen Hugh-Jones (2009) añade que la insensibilidad que se generó hacia el universo material indígena también se debe a la relevancia que otros asuntos adquirieron en el discurso antropológico de la Amazonia
(p. 33). Estudios sobre organización social, chamanismo y el lugar prominente de animales y seres sobrenaturales en las cosmologías amerindias, por ejemplo, parecen haber sido materias de trabajo más llamativas que un dominio –el de los objetos– aparentemente inanimado e instrumental. Con todo, hablar de un desinterés por el mundo material indígena en el contexto de los estudios amazónicos parece requerir de una consideración adicional. Seguramente, también es pertinente afirmar que cuando la práctica etnográfica en la Amazonia ha reparado en los objetos, la mirada se ha dirigido de modo preferencial a un número muy puntual y selecto de estos. Flautas sagradas, máscaras, adornos corporales, parafernalia ritual, bancos de madera, estructuras arquitectónicas, además de otros elementos utilizados por los chamanes, han estado regularmente presentes en los estudios sobre la región. A estos bienes (ceremoniales o rituales, si se quiere) se les ha tendido a reconocer su carga simbólica y sus profundas implicaciones sociológicas para la vida indígena. Lo mismo no puede ser dicho de los materiales e instrumentos que estos grupos utilizan en su cotidianidad. Con algunas excepciones (Pineda, 1975; Reichel, 1976; C. Hugh-Jones, 1979, pp. 169-234; Reichel-Dolmatoff, 1985; Rival, 1996; Chaumeil, 2001; Erikson, 2001; Van Velthem, 2001; Walker, 2009), este último conjunto de objetos –entre los que se encuentran enseres domésticos o instrumentos de caza y pesca– ha sido referenciado y descrito en el terreno de la subsistencia. En este dominio, lo que con regularidad se valora son sus atributos técnicos y su eficiencia funcional. Son comunes las aserciones que señalan las habilidades técnicas involucradas en la elaboración de estos objetos y la destreza que demuestran aquellos que los utilizan. Dicho énfasis ha comportado una imagen de esta clase de objetos como algo estático, un producto directo y pasivo de una conducta que solamente es pensada como un mecanismo para enfrentar las condiciones físicas del entorno. Pfaffenberger reconoce en esta postura algunos de los elementos de lo que llama una “visión estándar de la tecnología” (1992, pp. 495-497). En este artículo, quiero explorar, a partir de la exposición de algunos aspectos relacionados con la fabricación del cacurí entre los cotiria del bajo río Vaupés, una lectura alternativa a esa visión estándar . ¹ El cacurí ( wahiro en lengua indígena) ² ( figura 1 ) es una trampa fija de pesca utilizada por distintos grupos que habitan el noroeste amazónico, en Colombia, y el alto río Negro, en Brasil. Aunque descrita y referenciada en varios relatos tempranos de viaje y en algunas de las etnografías hechas en el área (Verissimo, 1895, pp. 112-117; Rice, 1910, p. 695; Stradelli, 1929, pp. 389-390; Wallace, 1992 [1853], p. 377; Koch-Grünberg, 1995 [1909], pp. 45-47), hasta el momento no se ha intentado una reflexión acerca de las diferentes dimensiones de la vida social de las que esta trampa participa (Reichel-Dolmatoff, 1985; Chernela, 1987; 1993, pp. 87-109).
Figura 1. El cacurí ( wahiro ). Raudal de Naná ( Sane Wapa Poaye ), bajo río Vaupés (Colombia) Foto: Kenny Javier Calderón. Para los indígenas del bajo río Vaupés, la fabricación del cacurí obedece a un rango amplio de consideraciones, no solamente a variables de orden práctico, ambiental y adaptativo. Primero, argumentaré que el armado de la trampa remite a una forma particular de construir socialmente el espacio. En seguida, quiero destacar que su importancia y valor social derivan también de su naturaleza subjetiva –en tanto la trampa es construida como una extensión de su artífice–, así como del papel que le corresponde en la elaboración conceptual y práctica de sus relaciones sociales. En la parte final del documento, esbozaré algunas de las implicaciones de esta manera de percibir y relacionarse con los objetos.
Mi acercamiento al cacurí simpatiza con una noción contextual y relacional de lo técnico y la tecnología, una perspectiva en la que parecen converger varios autores (Gell, 1988; Lemonnier, 1992; Pfaffenberger, 1992, p. 504; Ingold, 2000, pp. 341-346). No propongo una lectura de la trampa centrada únicamente en el artefacto. Me interesan las acciones, creencias y relaciones que se manifiestan entre materiales, gente y objetos durante su proceso de manufactura y uso. Es en este dominio de lo performativo que los objetos tienen sentido y se pueden discernir los significados culturales y las representaciones sociales que un grupo humano hace de su mundo material. Como trataré de mostrar con respecto al cacurí, su eficacia y la fuente de su poder , parafraseando a Alfred Gell (1992), emergen de su “becoming rather than their being” (p. 42). Los cotiria Los cotiria son uno de los grupos pertenecientes a la familia lingüística tukano-oriental. Habitan a lo largo de la parte baja del río Vaupés, sobre sus dos márgenes ( figura 2 ), en el lado colombiano y brasilero de la frontera. ³ En la literatura etnográfica, se les conoce comúnmente por la denominación wanano . Su historia mítica, aunque incorpora interesante particularidades, se liga con la de los otros grupos tukano-oriental y con el recorrido de una canoa-anaconda ( Pinono B u saca ) a lo largo del eje que traza el río, partiendo desde el este, para emerger en los sitios de raudal, buscando el territorio ancestral de cada grupo y la culminación de su proceso de creación (Andrello, 2004, pp. 329-409; Calderón, 2011, pp. 161- 175).
Figura 2. Localización de los asentamientos cotiria sobre las márgenes del río Vaupés Fuente: elaboración de Andrea Méndez y Kenny Javier Calderón C. La organización social cotiria descansa en una agrupación de categorías que comportan diferentes niveles de asociación. ⁴ La pertenencia al grupo se da por la línea del padre –de quien se hereda la lengua comúnmente utilizada–, mientras que el casamiento se dispone con integrantes de otras agrupaciones que, preferiblemente, deben hablar otra lengua. Internamente, los cotiria están divididos en un número específico de clanes o sibs , ordenados jerárquicamente. En el pasado, la vivienda tradicional de los cotiria era comunal, en grandes casas de planta rectangular (malocas) que servían de eje para la vida cotidiana y ritual de cada grupo. Hoy, la vivienda tiende a ser unifamiliar. La subsistencia de este grupo se centra en el consumo de alimentos derivados del cultivo de la yuca brava y de los recursos obtenidos de la pesca diaria. Para esta última, los indígenas han desarrollado y adoptado un inventario amplio de estrategias: venenos de origen vegetal y técnicas móviles y fijas son utilizados de acuerdo con el periodo del año y el lugar del río donde se realice la actividad (Chernela, 1987, pp. 243-246; Cabalzar et al ., 2005, pp.
305-320; Barra y Dias, 2012). Entre los métodos fijos de captura se encuentra el cacurí. Los lugares “propios” de la trampa El cacurí ( wahiro ) es una trampa fija de pesca que se instala en las márgenes de las áreas de raudal o cachivera ( poaye ). Estas zonas son lugares donde la corriente del río se encuentra con afloramientos de roca que interrumpen bruscamente la relativa monotonía de su cauce. En estos sectores, la acústica del río se hace más vehemente, la corriente se enturbia y la navegación se vuelve peligrosa, cuando no imposible. Para los indígenas del Vaupés, las cachiveras son hitos de su cartografía física y simbólica. Estos lugares marcan límites territoriales entre grupos; también son fronteras biogeográficas que fijan la distribución de los peces en la región. Los raudales son considerados sitios sagrados, malocas o parte de estas. Fue en ellos donde se dio, en tiempos ancestrales, el nacimiento y transformación de los antepasados de cada grupo. También hoy son vistos como las casas de la gente pez ( wahi masa w u h u ). De hecho, cachiveras y trampas son una misma cosa. Entre los cotiria , como entre otros grupos indígenas del Vaupés y amazónicos, existe la percepción de que las cachiveras son las trampas naturales de los peces y de la propia gente. Koch-Grünberg ya había ilustrado este punto (1995 [1909], p. 64). Contando sobre su paso por la aldea uanána llamada Matapý, ubicada en las márgenes de un área de raudal, señaló que su nombre provenía de la presencia de una cavidad en la roca (un “ matapí natural”) en el que los peces podían entrar, pero no salir. Para los yukuna –un grupo arawak que habita sobre las márgenes del río Caquetá en el Amazonas de Colombia– los chorros y cachiveras fueron las barreras y trampas creadas por los seres mitológicos durante sus gestas y confrontaciones heroicas (Van der Hammen, 1992, p. 93). Finalmente, los curripaco –vecinos al norte de los grupos tukano– sostienen que los raudales que hoy se ven en los ríos fueron trampas (cacures, justamente) colocadas por Iñapirríkuli, uno de sus héroes mitológicos, quien buscaba atrapar al güio Omavali (Romero Raffo, 2003, pp. 233-234), o vengarse de los peces, según se cuenta en otra versión de la misma historia (Ortiz y Pradilla, 2002, p. 9). Los cotiria , por su parte, advierten las trampas en las cachiveras – particularmente el cacurí–, así no estén instaladas. Esto es posible porque la piedra del raudal está marcada. El cacurí, además de ser una estructura de madera que se prepara durante la transición entre el verano y el invierno, también es la serie de cavidades en la roca donde se empotran sus palos. Estos agujeros han estado allí desde siempre. En efecto, durante mi primer recorrido, recién al llegar al raudal de Naná ( Sane Wapa ), lo que los indígenas me mostraron fueron estos sitios. Sobre ellos me decían de manera muy natural: “aquí hay un cacurí”, mientras me invitaban a verlos sin que yo acabara de entender lo que me estaban señalando. Es la presencia de estos orificios lo que hace que el lugar sea propio para armar la estructura. Esta idea de lo propio define, en el caso de las trampas, una categoría que expresa una relación adecuada con el espacio y con su uso. En cualquier sitio no se puede levantar un cerco o una empalizada para la pesca de invierno. El espacio está ordenado desde tiempos ancestrales, por lo que
también existe una forma prescrita para habitarlo. Para los grupos del bajo Vaupés que tienen sus asentamientos sobre las márgenes de las cachiveras, el cacurí es uno de los marcadores espaciales y sociales que los identifica respecto a otras unidades que ocupan distintos ambientes sobre el mismo río. Según los indígenas, todos los sitios de cacurí en la cachivera son igual de buenos para atrapar peces. Sin embargo, su ubicación es un asunto importante que marca tanto la urgencia para su armado como sus cualidades para atrapar peces. Así, los sitios que se encuentran hacia los sectores del raudal que –con la entrada del invierno– se cargan primero de agua son sobre los que hay que estar más atento para levantar la estructura. Una o dos lluvias fuertes pueden cubrirlos rápidamente hasta un punto en que las actividades de armado se vuelven irrealizables. Durante mi permanencia en Naná, este fue el caso del sitio al que llaman b u c u ma wahiro (“cacurí de cruce antiguo”), que luego de un día entero de lluvias quedó en medio de un corrental que imposibilitó su acceso como lugar de trabajo. Estos lugares, si alcanzan a ser equipados, son los primeros en suplir peces y, con la entrada plena del invierno, van a proveer los animales acuáticos de mayor porte. Los cotiria señalan que los peces siguen sus propios caminos dentro del río. ⁵ Mientras que los peces pequeños (p. ej., sardinas) remontan el río por sus márgenes más tranquilas, los más grandes tienen senderos que coinciden con sectores turbulentos del raudal. B u c u ma wahiro es, por ejemplo, una trampa propia en donde se captura payala, guaracú y algunos surubíes, todos estos considerados peces adultos o mayores. Cada cacurí construido embosca entonces el camino que recorren ciertas clases de peces. De tal suerte, en la instalación de las trampas también se puede presumir una relación especial –propia– con la especie que se captura. Materiales, acción técnica y dietas: la identidad entre los hombres y la trampa Los indígenas del bajo Vaupés perciben el armado del cacurí como una actividad dura, de mucha responsabilidad y seriedad. Para ellos, el grupo de labores asociadas con este trabajo supone mucho más que la combinación diestra de palos, varas de palma y tiras de bejuco. La forma final del wahiro , así como su funcionamiento, se deben también al seguimiento de un grupo de reglas y restricciones que orientan la acción técnica de cada hombre. De su práctica o de su inobservancia deriva el comportamiento correcto o desviado de la trampa. Esta última –más que un objeto desprovisto de vitalidad– subjetiva y reproduce las conductas de su artífice. El proceso de fabricación del cacurí muestra entonces que no hay una distancia que separe al indígena de sus elaboraciones materiales; ambos están íntimamente ligados: el cacurí es una extensión de quien lo fabrica. Durante el desarrollo de la trampa, son varios los escenarios donde se puede advertir la identidad entre el cacurí y su artífice. En este apartado, recojo algunas de las creencias, disposiciones y actividades que los cotiria practican cuando elaboran sus trampas y que, posiblemente, informan sobre dicha continuidad. Este grupo de observaciones permite componer de manera aproximada lo que, siguiendo a Kopytoff (1991 [1986]), se puede
denominar la “biografía cultural del cacurí” (Calderón, 2011, pp. 45-93). Por cuestiones de espacio, dejo al margen alguna información sobre las tareas de montaje y, mayormente, sobre el uso y mantenimiento de la trampa. Con todo, la información presentada ofrece una visión contextual acerca del proceso del cacurí y permite entrever que la elaboración del wahiro es una producción social. En el bajo río Vaupés de Colombia, las actividades relacionadas con el armado del cacurí empiezan cuando en el cielo se observa un grupo de estrellas que los cotiria llaman Dasiroa Puhiro (Invierno de Camarón). Su aparición marca el inicio de la temporada de lluvias, tiempo en el que cambian varias de las dinámicas de los indígenas y también el comportamiento de algunos animales. Durante la transición verano-invierno, por ejemplo, inicia el sembrado de la chagra y se incrementa la cosecha de algunas pepas silvestres. De manera similar, luego de las primeras precipitaciones, la vida animal se vuelve más intensa: en el cielo se ven volar distintas clases de aves, como los chupacacao negro ( nahñ u ) y los gavilanes tijereta ( pichõ sehê ), las hormigas o bachacos se elevan fuera de sus hormigueros y, en el río, los peces empiezan sus recorridos contra la corriente para buscar sus lugares de desove y aprovechar nuevos hábitats ricos en alimentos. ⁶ Para la percepción indígena, estos comportamientos de los animales, como los suyos propios, tienen un sustrato social: hormigas y peces son gente ( masa ); al igual que los humanos, se reúnen durante este tiempo y celebran. Para ellos, la lluvia es su chicha. La observación de estos signos naturales y el aumento en el nivel del río señalan que es momento para empezar con las labores en torno al armado del cacurí (Cabalzar et al ., 2005, p. 309). La consecución de las materias primas es un trabajo individual: el hombre responsable de cada trampa se provee lo necesario para garantizar que cada una de las etapas de montaje sea lo más expedita posible. Aquí también media la preferencia personal, pues mientras algunos prefieren el acopio de todos los insumos requeridos antes de iniciar con los trabajos en el río, otros empiezan a construir cada parte de sus trampas conforme van consiguiendo los materiales. Sobre esto no hay un consenso. En lo que sí parece haberlo es en la responsabilidad y el rigor asociados con el trabajo que se realiza. Quien se adentra en el monte a buscar los materiales para armar el wahiro debe aceptar seguir una serie de restricciones alimenticias y sexuales, además de unas reglas de comportamiento que –según la opinión de los indígenas– permiten el buen funcionamiento de la trampa. Los cotiria llaman a estas disposiciones dietas .
Entre los materiales, la consecución del bejuco (para los amarres y tejido) y de las varas de palma que van a formar el cercado es lo que reviste mayor compromiso y presión sobre cada hombre. La búsqueda de bejuco ( misi da ), por ejemplo, se da temprano en la mañana, luego de ingerir una comida muy ligera y, sobre todo, desprovista de condimento o ají picante (Brüzzi da Silva, 1994, p. 40; Cabalzar et al ., 2005, p. 309). En el pasado –cuentan los cotiria – los viejos realizaban esta labor desde la madrugada y en completo ayuno. Los días anteriores a la salida al monte también se debe evitar cualquier tipo de encuentro sexual. Como medida preventiva, también se hace alguna curación para evadir el desagradable encuentro con alguna culebra venenosa. De ocurrir esto último, el indígena no deberá matarla. Cuando acompañé a Adelmo Santacruz a conseguir el bejuco para su cacurí, nos desplazamos más de dos horas selva adentro ( figuras 3, 4, 5 y 6 ). Los lugares para la consecución de este material se encuentran cada vez más lejos de los asentamientos, sobre todo si se trata del utilizado para tejer las esteras ( cahsaa ) y hacer los amarres de la trampa. A esta liana la llaman yaré ( Heteropsis flexuosa ) y la consideran el bejuco propio entre las distintas clases que los indígenas identifican y utilizan. Para esta tarea, un hombre penetra en la selva equipado únicamente con su machete bien afilado. Jalar el bejuco para desprenderlo de donde se lía en lo alto de los árboles es una operación peligrosa, pues con la tira también se puede descolgar y venir abajo algún palo o rama gruesa. Extraña un poco, por lo tanto, que cada hombre prefiera hacer esta labor sin compañía. Sin embargo, aquí hay una más de las exigencias para la búsqueda de materiales, pues la actitud mesurada y discreta es otra de las condiciones que se impone en esta etapa y, en general, en todo el trabajo para armar la trampa.
Figuras 3, 4, 5 y 6. Adelmo Santacruz buscando y jalando bejuco para los amarres de la trampa Fotos: Kenny Javier Calderón. Durante la excursión en procura de los materiales, también se evita el contacto y el ruido hecho por ciertas aves, como el chupacacao de vientre blanco ( cã u ) o los loros quina-quina ( s u c u ). Los indígenas dicen que estas aves son muy maliciosas y son proclives a armar alboroto cuando sienten la presencia de la gente. Según Adelmo y otros indígenas cotiria y desana, los gritos de estas aves alertarán a los peces para no entrar al cacurí. De hecho, se asume que si uno utiliza rollos de bejuco recogidos en una jornada en la que se presentó uno de estos pájaros haciendo su bullicio, el cacurí mismo es el que va a gritar, espantando a todos los peces. Algo parecido sucede con los enjambres de avispas ( tiroa ) y con las colonias de
hormigas majiña ( emoa ). A estos insectos se les evita no solo porque su picada es excesivamente dolorosa, sino porque utilizar un material recolectado en un viaje en el que el indígena fue picado supone que la trampa que luego arme también va a picar. Este último también es el motivo por el que los cotiria están dispuestos a pasar del ají en sus comidas previas a la recolección de materias primas, y, posiblemente, más allá del peligro evidente, por esta razón se practican una curación contra la mordedura de alguna serpiente antes de dirigirse hacia el monte. Finalmente, cuando un hombre ya ha acopiado todo el bejuco que sabe necesario para su trabajo y ha vuelto a su asentamiento, tiene una precaución adicional. Los rollos son almacenados lejos de la influencia del llanto de los niños, del latido de los perros y de los ruidos de la casa. Preferiblemente, son sumergidos en algún sector del río. Allí evitarán malograrse, pues, además de conservar su elasticidad y humedad, no incorporarán –como en el caso de la exposición a aves, avispas y majiña– los atributos que terminarían por perjudicar el funcionamiento de la trampa. La búsqueda de los palos con los que se formará el cacurí sigue iguales disposiciones y prohibiciones que en el caso del bejuco. Esta, sin embargo, es una tarea más rápida, pues no requiere de largos desplazamientos para encontrar los materiales. La consecución de postes y otras varas se realiza en los rastrojos ubicados en cercanía a las áreas de vivienda, a no más de dos o tres minutos de camino. Allí, el indígena –de nuevo equipado únicamente con su machete– tala y limpia muy rápidamente el número de maderos necesarios para su trabajo. Más allá de optar por una especie de madera en particular, lo que cada hombre busca son palos compactos y de alta densidad, que preferiblemente “no se balseen” o floten. Su transporte se puede dar por diferentes medios, dependiendo del lugar donde se encuentre la trampa. Físicamente, esta es una de las actividades que también se percibe como dura y peligrosa, pues son varios viajes los que hay que hacer cargando la madera a cuestas y, en ocasiones, es preciso atravesar partes del raudal llevando todo ese peso ( figura 7 ).
Figura 7. José Murillo cargando, a través de la cachivera, los palos para armar su trampa Foto: Kenny Javier Calderón. En lo que a las dietas se refiere, el cacurí y su artífice están vinculados de manera íntima. Cada trampa es la extensión de su autor y del comportamiento que ha tenido durante todo el proceso de elaboración. La búsqueda de los materiales para el cacurí muestra que es la acción del indígena la que va a determinar tanto la personalidad de la trampa como su funcionamiento. Siguiendo o transgrediendo una serie de disposiciones y reglas de conducta, cada hombre concreta la operación propia o desviada de su producción. En este último sentido, dietar ( siora ) es parte de la actividad técnica, y la manufactura de la trampa es la producción social de una entidad dotada de vitalidad. El comportamiento del cacurí es una
consecuencia de la agencia de quien lo arma: la trampa subjetiva –además de su conocimiento experto– su comportamiento correcto o su indisciplina, incluso su infortunio. También es un reflejo de lo que ingiere y de lo que deja de ingerir, de lo que hace y de lo que se abstiene de hacer. Lo anterior parece indicar que la fabricación del wahiro es afín a la producción de las personas en el contexto amerindio: ambos son manufacturados intencionalmente a través de la combinación de una serie de influencias, substancias y prescripciones (C. Hugh-Jones, 1979; Cayón, 2009; Mahecha, 2004). De la obtención de los materiales también empiezan a ser legibles las condiciones que permitirán la operación propia de la trampa o, lo que es lo mismo, el establecimiento de una relación con los peces. Estos términos son, en sentido amplio, extensivos a cualquier forma de pesca: lo picante no es bueno, tampoco el ruido. A este último se opone una disposición sobria y discreta, muy particular también a cada hombre cuando sale a pescar con su vara. En estas circunstancias los indígenas cotiria advierten que van a pasear , ni siquiera expresan en voz alta sus verdaderas intenciones. Esta actitud calmada y fría de quien colecta los materiales para el wahiro –como de cada pescador– se contrapone de igual forma con lo picante, algo que también es asociado regularmente con lo caliente. A diferencia de la búsqueda de las materias primas, el trabajo de armado del cacurí es un oficio de dos personas. Con regularidad se trata de padre e hijo, hermano mayor y hermano menor, o suegro y yerno. En la construcción de un cacurí se advierten tres fases bien definidas: el montaje de la estructura principal en forma de V (hecha a base de amarres entre palos y bejucos), el tejido e instalación de varias esteras elaboradas con listones de palma y, finalmente, la construcción de las extensiones laterales del cacurí. Esta última tarea es completada con la manufactura de un cerramiento (hecho también con varas de madera) que se coloca en la parte superior de cada trampa; es por allí por donde entra y sale quien se zambulle en su interior. Estas etapas no siguen en todos los casos un único orden, ya que –como más arriba se señaló– en la secuencia de cada trampa importan la preferencia y el gusto individual, así como las exigencias que impone el río con su aumento y descenso de nivel. Entre la consecución de los materiales y el armado total del cacurí pueden transcurrir aproximadamente de cinco a seis días. Las restricciones seguidas durante el inicio del montaje del armazón de la trampa guardan continuidad con las tomadas en cuenta durante la fase de preparación de los materiales. La abstinencia sexual y el ayuno de comidas picantes se mantienen. Sin embargo, lo que se cuida con más celo durante esta primera parte del trabajo en la cachivera es el silencio y la mesura. Mientras los hombres se encuentran levantando el trampeo, existe una suerte de disposición sobria que se vuelca completamente sobre el trabajo y lleva al mínimo los intercambios de palabras. Los indígenas trabajan en silencio, cada uno siguiendo el hacer del otro en una acabada coordinación que, de manera eventual, se apoya en una instrucción o tal vez un gesto. En consonancia con el mantenimiento de un ambiente libre de ruido, el área de
trabajo del cacurí durante esta fase también se encuentra vedada para la presencia de los niños y sus juegos. El resultado final de la primera etapa de trabajo es una estructura que, vista desde arriba, tiene forma de V o de Λ doble, una dentro de la otra. Esta se apoya en una pirámide formada por tres pesados postes, los cuales están encajados y asegurados en las cavidades de la cachivera. La trampa se levanta en la dirección contraria en la que corre el río. De este primer momento de confección resulta también la abertura por donde van a ingresar los peces al cacurí, un espacio –no mayor a 10 centímetros– delimitado por dos postes verticales, paralelos uno del otro. Los cotiria se refieren a este resquicio como la puerta de los peces . José Verissimo, describiendo la anatomía de la trampa, señaló que a esta abertura también se le llama “lingua do cacuri” (1895, p. 116), mientras que Cabalzar et al . (2005, p. 309) aluden a ella –en una primera instancia– como la boca de la trampa ( figura 8 ).
Figura 8. Vista lateral y superior de la estructura de postes de un cacurí
Fuente: David Ocampo y Kenny Javier Calderón De las fases de manufactura, la más delicada y celada es la del tejido de la yaripa. Con listones de esta palma, también llamada paxiúba o pachuba (Brüzzi da Silva, 1962, p. 237; Reichel-Dolmatoff, 1985, p. 89; KochGrünberg, 1995 [1909], p. 45; Cabalzar et al ., 2005, p. 309), y bejuco yare se tejen las esteras que se colocan dentro del cacurí. Estos cercos envuelven la trampa, cubriendo la estructura externa y la interna para formar el encierro que va retener a los peces. A estas esteras se les denomina cahsaa en wanano o pari en idioma geral (ver también Stradelli, 1929, p. 592). Los hombres consideran el trabajo con la yaripa como algo difícil y de mucha seriedad, debido a todas las restricciones a las que están sujetos: abstinencia sexual, ayuno de carne, sal y picante, evasión de ruidos domésticos, y las demás que se relacionan con las amenazas y alertas de los animales del monte. El bejuco y la yaripa son los materiales de los que depende el éxito de la trampa, lo cual impone una presión mayor para su consecución y trabajo sin sobresaltos. Adicionalmente, la búsqueda de los materiales y el tejido de las varas se acostumbran a hacer en un solo día, algo que también contribuye a la tensión impuesta a quien está construyendo un cacurí. En el pasado, el lugar del tejido solía ser el mismo donde se extraían y preparaban las varas de la palma. Para el caso de las trampas cuyo proceso pude acompañar, esta actividad no se realizó monte adentro, pero sí lejos de la mirada de cualquier curioso (incluyéndome) y del ruido generado por mujeres, niños y animales. En este sentido, tejer ( seera ) –una actividad predominantemente masculina– guarda alguna equivalencia con el alumbramiento de los infantes, un hecho que antiguamente también sucedía lejos de los sitios habitados, en un ambiente reservado y vedado a la observación directa (C. Hugh-Jones, 1979, p. 123; S. Hugh-Jones, 2001, p. 255; Mahecha, 2004, p. 202). Tejer es para los grupos tukano un buen ejemplo de lo que Marcel Mauss llamó una “técnica corporal” (1979, p. 342). Existen maneras y disposiciones tradicionales que el cuerpo adopta cuando se teje. De hecho, un hombre realiza esta actividad con todo su cuerpo, aunque puedan ser sus manos las que aparentemente más emplea. En el caso del tejido de las esteras para la pesca, los brazos y palmas del indígena son las escalas con las que se calculan proporciones y distancias. Sus uñas son empleadas para ayudar a cortar el bejuco y para marcar en las varas los sitios por donde debería ir la puntada. La boca asiste constantemente en sostener la tira de liana que alternativamente se urde. Finalmente, tronco, piernas y pies son empleados como contrapeso para mantener fijos los listones que se han tejido, al tiempo que se avanza grácilmente a lo ancho de la rejilla emergente. Vista desde esta perspectiva, una estera empleada para la pesca es un modelo del cuerpo de quien la manufactura (Gell, 2006, pp. 226-227). La apariencia final de estos tejidos es una versión de la forma y desenvolvimiento físico de quien los hace. Se puede decir entonces que quien teje se representa a sí mismo: en el caso de los cercados para la pesca, lo hace a través de tiras de bejuco y varas de palma entrelazadas.
Pero, para los Tukano, tejer también es una disposición intelectual y espiritual tanto como una técnica corporal. Su práctica liga a todos los hombres con su origen mítico y con las disposiciones (físicas y mentales) del ejercicio creador que allí se suele narrar. Tejer es una de las actividades a través de las cuales se ha instituido la vida desde su mismo origen. El mundo Tukano, de hecho, es un grupo de esteras superpuestas que fueron creadas –en la versión desana de la historia– por U mur ĩ Ñekh ũ , el Abuelo del Universo (Pãrõkumu y Kẽhíri, 1995, pp. 25-27; Diakuru y Kisibi, 1996, pp. 19-21). Ya que, desde la perspectiva indígena, la creación fue un acto fundamentalmente de pensamiento y aprendizaje (Århem, Cayón, Angulo y García, 2004, pp. 479-483). También es viable advertir que cuando un hombre teje se ejercita en una forma particular de meditación y formación. Al respecto, Stephen Hugh-Jones (1979, p. 86; 2009, pp. 46-47) ha documentado que los jóvenes bara-sana, durante sus ritos de iniciación, se entrenan simultáneamente en el aprendizaje de los mitos de origen, de los cantos rituales y de las artes del tejido. Todo esto en un ambiente aislado, siguiendo estrictas dietas y restricciones. Luis Cayón (2010, pp. 148-149) describe una práctica muy similar en el contexto de los rituales de paso makuna, otro de los grupos tukano-oriental. Esta continuidad y afinidad entre prácticas sugiere que los objetos tejidos son la forma concreta y tangible de conceptos que también son enunciados a través de otros discursos narrativos. Su aprendizaje y ejercicio marca la inminencia de la vida adulta de los jóvenes tukano y sitúa a quien teje en el lugar de un demiurgo cuyos actos materializan gestos técnicos, así como intenciones morales y disposiciones intelectuales. En la sociedad tukano, lo ha señalado S. Hugh-Jones, las aptitudes técnicas y simbólicas no son divisibles (2009, pp. 48-49). Una estera de yaripa es tejida con nueve líneas de bejuco que se urden de forma paralela, aproximadamente 20 centímetros una de la otra. La puntada empleada durante el tejido de cada línea es sencilla. Berta Ribeiro llama a esta técnica trançado torcido vertical (1987, p. 319). En Naná, los cotiria me decían: “una arriba, una abajo”, para explicarme el modo en el que van trenzando las hebras de bejuco que enlazan cada vara. También comentaban que durante el tejido de las esteras un hombre cuida con atención que la puntada de su trama se mantenga derecha y bien apretada. Para ello, evita poner la mirada en el vuelo de ciertas aves, en particular los pájaros carpinteros ( corê ), pues se cree que el trazado del tejido puede perder continuidad y volverse ondeante como los movimientos del ave. Una puntada recta es un buen tejido, algo también muy apreciado y comentado entre vecinos y viajeros que observan las esteras ya instaladas. En caso contrario, también es frecuente escuchar bromas y burlas; todas ellas dirigidas a quien elaboró la estera o la trampa. En este último contexto, el de las observaciones y la sanción social, el cercado tejido e instalado es también un signo que sustituye y representa a su artífice. El trabajo de instalar las esteras se da poco tiempo después de finalizar su tejido. Puede ser inmediatamente o al día siguiente. Dos personas intervienen en la actividad, y nuevamente se hace con mesura y en silencio ( figura 9 ). En este momento, al parecer, las dietas se dan por terminadas. Sin embargo, por hábito general, los hombres también buscan privacidad cuando realizan las últimas etapas de la factura del cacurí. La realización de
estas últimas labores, las extensiones laterales de la trampa y su cerramiento, señalan la inminencia de los recorridos de los peces.
Figura 9. Adelmo y su hijo Richard instalando las esteras de yaripa Foto: Kenny Javier Calderón. Las extensiones laterales de la trampa –un nuevo grupo de varas tejidas con bejuco que se colocan a lado y lado de la estructura principal– son uno de los rasgos formales que más se han resaltado en los escritos de viajeros y etnógrafos cuando aluden al cacurí. Son estos apéndices los que obstruyen el trayecto de los peces conduciéndolos directamente a la entrada de la trampa ( figura 10 ). Su manufactura se realiza en el mismo puerto, trenzando filas de palos cortos para formar varias rejillas. La longitud final de estos cercados no es la misma para cada wahiro , depende del lugar
donde esté instalado y del trecho del río que sea necesario interceptar. Estas prolongaciones le dan una apariencia alada al cacurí, algo que ya había sido notado en la primera descripción que existe de la trampa (Wallace 1992 [1853], p. 377) y también, más recientemente, en la que propuso Janet Chernela (1993, p. 102). ⁷
Figura 10. El recorrido de los peces hacia la trampa Fuente: David Ocampo y Kenny Javier Calderón. La última actividad en el montaje de la trampa corresponde a un cerrojo que, según los cotiria , busca prevenir o, por lo menos, dificultar el hurto de los peces que allí han entrado. Este abuso parece ser frecuente. Incluso en otros lugares de la región es referido como uno de los motivos para abandonar la manufactura de estas trampas (Cabalzar et al ., 2005, p. 309). El arreglo de los palos que forman el cerramiento se hace, como prácticamente todas sus partes, a la medida del cuerpo de quien arma el wahiro . Entre los travesaños más altos de la estructura y las esteras de yaripa instaladas se cruzan y amarran varios maderos. Cuando el dueño del cacurí o algún pariente va en las mañanas a recoger los peces, simplemente desata y desliza los palos justos para zambullirse dentro de la trampa. El seguro del cacurí y los robos son de gran interés, pues remiten a aspectos que son difíciles de percibir únicamente atendiendo a los elementos más
formales de la trampa. De una parte, los indígenas creen que quienes revisan sus cacurí y toman sin permiso los peces vienen de comunidades donde estos dispositivos no pueden ser instalados. Esta sospecha se puede relacionar con las diferencias en la jerarquía social de los grupos y con los derechos que cada uno tiene para habitar y acceder a ciertos sitios y recursos (ver supra ). Por otro lado, los cotiria enfatizan que la posibilidad de tener peces durante el periodo de invierno genera sentimientos de envidia y dis-gusto entre los indígenas. Esta desdicha, además de traducirse en robos, también puede manifestarse en brujería y daños sobre la trampa y su dueño. La gente de Naná comenta que cualquier persona “maldadosa” puede rezar un cacurí para que el pescado no entre más, o para que quien se zambulle dentro sufra algún accidente o enfermedad. Por resentimientos, quienes roban pueden estropear una trampa ajena a través de yerbas y rezos, haciendo que los peces se percaten de su presencia y la esquiven. Untándole o frotándole algunas matas al cacurí, también se puede hacer que una persona “se maree y ponga mal” luego de que entre a recoger el pescado. La observación de estos hechos permite afirmar que al wahiro , como a la gente, le pueden hacer mala seña , y que ambos pueden enfermarse. Aquí, nuevamente, la trampa es tratada como un sujeto. Por contagio o continuidad, la suerte de personas y cacurí es la misma, pero esta vez en sentido inverso (de trampa a indígena), con respecto a las dietas y a las prescripciones que en algún momento sigue o no cada hombre. Discusión A partir de la narración del conjunto amplio de actividades y creencias involucradas en el armado del cacurí, es posible empezar a esbozar varias consideraciones. Para los propósitos del texto, quiero explorar dos de ellas. La primera se relaciona con la manera en la que los cotiria perciben la trampa. La segunda tiene que ver con algunas de las implicaciones que se derivan de esta forma de relacionarse con los objetos.
Para los wanano del bajo río Vapués, no hay una distancia que disocie los objetos de sus artífices. La percepción que se tiene de la trampa enfatiza las relaciones íntimas que las personas guardan con el medio, con los materiales utilizados y con las operaciones técnicas de armado, tejido y uso. La trampa es una transformación material del conocimiento y de los comportamientos de la gente durante cada una de estas fases. Pero lo anterior, no alude únicamente a un proceso mecánico, a una serie de pasos pautados que en una secuencia aditiva van dando forma al dispositivo. Para los cotiria , la labor del cacurí también incorpora una suerte de conducta moral que, además de orientar respecto a lo que es y no es conveniente durante el armado, también vincula de manera causal a cada hombre con la suerte de su trampa. Esto está prescrito a partir de las dietas o restricciones a las que se debe comprometer anualmente quien levanta el cacurí. Abstinencia sexual, ayuno de alimentos picantes y eludir ciertos ruidos son las condiciones deseables que un hombre busca cumplir. La trampa, en su éxito o fracaso, pasa a ser de este modo una manifestación de la voluntad y compromiso de quien la ha armado. El wahiro es así una extensión de su artífice. La trampa va a ser productiva para los humanos e invisible para los peces si se han seguido las dietas, lo cual supone que dietar es también una manera de potenciar sus aptitudes y habilidades. En caso contrario, va a picar, llorar, gritar o latir, y va a ser poco atractiva por su apariencia babosa. La continuidad entre la gente y sus wahiro va más allá de las acciones por las que cada quien puede responder. Hombre y trampa también están unidos por los infortunios que le suceden al primero durante y luego de las actividades de armado. En estos casos, la trampa incorpora características de las situaciones que le han ocurrido a quien trabaja en ella: puede picar como las majiñas o las abejas, puede hacer alboroto como el chupacacao y la quina-quina o, en el caso del tejido, este puede volverse discontinuo en virtud del vuelo de los carpinteros. Todo lo anterior permite suponer que el cacurí es, en un sentido amplio, una extensión del cuerpo y de los sentidos de la persona que lo construye. Tan es así que, en caso de rezos o de la maldad de alguien, la trampa, como quien se zambulle en ella, puede enfermar o malograrse. Siguiendo a Gell (2006), se puede proponer que el cacurí –la trampa– es un “modelo en funcionamiento” de su autor (p. 207). Finalmente, la imagen de la trampa como un cuerpo se encuentra reafirmada explícitamente en la propia anatomía de la estructura armada. La puerta del cacurí (ver supra ), por donde los peces ingresan, es percibida como una vagina, el bejuco es cabello, las esteras tejidas de yaripa son costillas, uno de sus postes es la columna vertebral. Para los wanano y los wahi masa , la trampa no es una trampa, es una mujer. Aunque este tema (el de la conmutación del cacurí en una joven) no ha sido objeto de tratamiento en este texto, ⁸ de momento es relevante para subrayar que entre los cotiria la naturaleza animada se extiende a los objetos. Ahora, es necesario reconocer que el cacurí y la percepción que se tiene de él no aparecen en el vacío. El contexto de esta trampa, como del resto del inventario material vinculado con la pesca, ⁹ prefigura una continuidad entre los seres humanos y el resto de los seres vivos que habitan esta tierra. Para los cotiria , como para otros grupos tukano del Vaupés o amazónicos, ¹⁰ los animales en general y los peces en particular también son gente ( wahi masa
). Como los grupos humanos, los peces viven en casas y están organizados en comunidades donde hay adultos y niños. Tienen sus capitanes y jefes, sus chagras y sus caminos para ir a ellas. Hacen fiestas en las que toman chicha, tocan sus instrumentos y bailan. Las comunidades de peces tienen voluntad y toman decisiones respecto a su relación con la sociedad de los hombres. Como las personas siguen el comportamiento de los peces en el río, estos últimos están atentos a los acontecimientos de aquellas en la tierra. Los peces, con sus armas, pueden ser peligrosos para los hombres, como los hombres lo son para los peces. Así como la gente puede atrapar los peces con sus trampas, los peces y su abuelo (el güío) pueden hacer lo mismo: ahogar a la gente y llevarla a sus casas. La manera en la que los cotiria han construido su visión de los peces es recíproca a la forma como se piensan a sí mismos y a sus otros vecinos humanos. Esto implica, por una parte, que en este ámbito no se presenta la disociación que Occidente ha tendido a acuñar entre naturaleza y cultura (Descola y Pálsson, 1996, pp. 2-9), y que las relaciones que la gente establece con su entorno no enfatizan una superioridad respecto a él. Sin embargo, el hecho de que hombres y peces estén organizados de manera análoga implica también que los vínculos que se trazan entre estos grupos son de carácter social, no solo predatorios. Si lo anterior es de esta manera, es viable suponer que un grupo de lineamientos debe guiar estas relaciones. En relación con este último aspecto, en el ámbito de la etnografía amazónica hay por lo menos dos visiones. Van der Hammen sostiene, en relación con el caso yukuna, que la interacción que los hombres establecen con la gente pez guarda semejanza con los intercambios matrimoniales y de alianza, pero precisando que estos vínculos son conflictivos y difíciles (1992, p. 247). Århem cree, por su parte, que, aunque los makuna utilizan el referente de los intercambios matrimoniales para dar cuenta de los lazos entre hombres y animales, este modelo no aplica para explicar la relación entre seres humanos y peces (1996, p. 193). Para este autor, no hay ningún principio que se pueda pensar como elemento propio de intercambio, pues aunque a los dueños de los peces (en contraste con los dueños de los animales que se cazan) se les hacen ofrendas generalizadas y continuas, no se les pide permiso cada vez que se pesca. ¹¹ Con todo, la información recuperada entre los cotiria se acerca más a la perspectiva planteada por Van der Hammen: la pesca y los elementos involucrados en ella remiten constantemente a imágenes que perfilan la manera ideal en que los diferentes grupos se asocian entre sí. El cacurí es una parte importante de este complejo. Entre los cotiria , la pesca es una actividad que, además de estar encaminada a la subsistencia de los seres humanos, también revela una forma particular de relacionarse con los peces (también percibidos como gente). El cacurí, como los demás instrumentos y técnicas de pesca empleados a lo largo del año, es el elemento que medía y sirve de puente en este vínculo. Reparar en los objetos con los que se pesca únicamente en virtud de sus atributos técnicos y funcionales es, de acuerdo con esta forma de percibir el mundo, algo muy estrecho. Durante su proceso de elaboración, los objetos son constituidos como una extensión del conocimiento técnico y del compromiso moral de sus artífices. Esto hace que la relación se establezca de forma recíproca: humanos y peces son gente,
por lo que dotar de vitalidad (humana o animal) a los objetos viene a ser una parte complementaria de este sistema animista. La elaboración de la trampa evidencia que su producción social es tan técnica como mágica. La distinción taxativa entre lo práctico y lo simbólico es difícil de sostener en su proceso de armado y uso. Un grupo de influencias materiales e inmateriales le da forma y es el que determina su operación. El cacurí es continuo a las acciones e intenciones de su artífice, subjetiva sus comportamientos y, en algunas circunstancias, lo sustituye. La percepción de la trampa como un ser animado, con atributos humanos, hace parte de un sistema de representación del mundo que asume la continuidad entre todos los seres del cosmos. Este último atributo de los sistemas de pensamiento amazónico ha sido reiterado recientemente. Sin embargo, con pocas excepciones, los objetos y las relaciones que los indígenas establecen con ellos han permanecido al margen de las síntesis que se han hecho sobre la manera como estos pueblos construyen y guían su relación con su mundo social y natural . El proceso del cacurí revela que este modelo puede ser ampliado para advertir y empezar a comprender cómo la continuidad esencial planteada entre los seres vivos se extiende también a sus creaciones materiales. Agradecimientos Quiero agradecer a Alberto Suárez por la invitación a participar en esta publicación. Andrea Méndez realizó el mapa, mientras que David Ocampo preparó las ilustraciones restantes que acompañan el escrito. A ellos agradezco su trabajo, pero sobre todo su buena disposición. Este escrito y el trabajo de grado del que se deriva son el resultado de la paciencia, el interés y la amistad de los habitantes de Naná y de la familia Santacruz, en Mitú. Toda mi gratitud y estima para Adelmo Santacruz y para don Manuel Santacruz. Referencias Andrello, G. (2004). Iauaretê: Transformações sociais e cotidiano no rio Uaupés (alto rio Negro, Amazonas) (tesis doctoral). Universidade Estadual de Campinas, Sâo Paulo, Brasil. Animación y Lucha del Bajo Vaupés (Alubva). (2008). Plan integral de vida indígena de la zona de Alubva , Departamento de Vaupés, Colombia . Århem, K. (1993). Ecosfia makuna. En F. Correa (Ed.), La selva humanizada (pp. 109-126). Bogotá, Colombia: ICAN -Fondo FEN -Cerec. Århem, K. (1996). The cosmic food-web: human-nature relatedness in the Northwest Amazon. En P. Descola y G. Pálsson (Eds.), Nature and Society, Anthropological Perspectives (pp. 185-204). Londres: Routledge. Århem, K., Cayón, L., Angulo, G. y García, M. (2004). Etnografía Makuna: tradiciones, relatos y saberes de la gente de agua. Acta Universitatis Gothenburgensis, (17).
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partir, nacer). Ver, al respecto, Verissimo (1995, pp. 107-108) y Stradelli (1929, pp. 602), entre otros. Los cotiria dicen en su lengua wahi turĩna . 7 Los cotiria de Naná me comentaron que el nombre en lengua wanano que daban a esta parte del cacurí era cja . Palabra que traducían justamente como ala. Esto –junto con las alusiones ya referenciadas– me sugirió entonces que la importancia de esta sección de la trampa no se limitaba a su función, sino que su presencia remitía también a una asociación simbólica que vincula a instrumentos de pesca y pájaros. Esta correlación ya ha sido propuesta en otros contextos etnográficos (Van der Hammen, 1992, pp. 251-259). Que el cacurí tenga alas puede suponer que evidentemente es percibido como un ave. Sin embargo, debido a mi todavía incipiente conocimiento de la lengua, debo plantear esta idea como una conjetura que vale la pena examinar. 8 Al respecto, véase Calderón (2011, pp. 94-125). 9 Esto incluye las técnicas y objetos introducidos desde hace varios años por el contacto con el mundo occidental. 10 Véase, por ejemplo, para los grupos makuna, Århem (1993; 1996) y Århem, Cayón, Angulo y García (2004); para los yukuna, Van der Hammen (1992) y Rodríguez y Van der Hammen (1996); y para los tukano y tuyuca del alto río Tiquié brasilero, Cabalzar (2005). 11 “The image of exchange between men and fish is different. Fish are the prototypical animal-food for human beings. The proper relationship to fish involves a generalised and continuous offering of spirit foods to the Fathers of the Fish. But there is no active element of negotiation, no asking for permission. The shamanic interaction with the Spirit Owners appears to be modelled on the principle of generalised rather than balanced reciprocity. Indeed, this may be indicative of the ‘prescriptive’ food-status of fish. In myths, fish are generally presented as a by-product of the gods creative works, while game animals appear as avatars of the gods themselves, powerful co-actors in the drama of creation. Forest animals figure in myth and shamanic discourse as individuals or individualised species; rarely are they treated as a generic class or compounded into a shamanic foodcategory such as that of the fish. Game animals, in short, appear as active agents, the equals of gods and men; they are ‘persons’, and therefore dangerous to kill and consume. In order to become proper food for humans, slain animal-persons have to be deprived of their ‘humanity’ through food shamanism” (Århem, 1996, p. 193). Preferiblemente sustancias Entrar y salir de la tierra. Eventos y lugares de la fuerza reproductora en el suroccidente andino colombiano * Laura Guzmán Peñuela Grupo de Estudios Etnográficos Natalia Martínez Quijano
Grupo de Estudios Etnográficos En el suroccidente andino de Colombia, la tierra manifiesta su voluntad y su carácter en eventos y lugares de fuerza reproductora que transita gracias a la forma juca del mundo. Esos eventos y lugares, en el caso del resguardo indígena de Pastás, en Aldana, son de tres tipos: el monte, los lugares y las cosas que parecen contener alguna sustancia o fuerza y, por último, el tiempo de antes . Estos eventos y lugares, así como los personajes y sustancias que los atraviesan, delatan una forma juca del mundo. Lo juco es, al mismo tiempo, lo hueco y el hueco por el que transita una fuerza . El mundo juco de Pastás contiene fuerzas que se mueven de adentro hacia afuera, de arriba hacia abajo y del pasado al presente. El mundo juco de Pastás está vinculado con un pasado generoso en alimentos, agua, monte y relaciones solidarias entre vecinos. Ese pasado eminentemente indígena se encuentra enterrado y está amenazado por los cultivos extensivos, los potreros, la tala de árboles y la preeminencia del dinero como mediador de las relaciones sociales. En este texto, demostraremos esa forma juca del mundo, así como la existencia de una fuerza reproductora que circula a través de ella, mediante una etnografía de la fiesta de San Francisquito, en la vereda La Laguna. Los principales elementos de la celebración –el santo, el toro y el trago– han salido de dentro de la tierra. Ellos transitan y permiten el tránsito de una fuerza contenida en la tierra. Esta fuerza los dota de voluntad y les otorga cualidades específicas dirigidas a la reproducción y a la multiplicación. También se pone en juego un denso entramado de relaciones sociales, caóticas a simple vista, de las que participan el monte, los animales, los santos, los cerros, los alimentos, el agua, la sangre, el semen y el chapil (aguardiente artesanal). Para los aldanenses, el mundo no es el telón de fondo de sus actividades, sino que, junto con los santicos, los toros, los espantos y otras personas, es un participante más de la vida social. En la primera parte, describimos las características reproductivas y multiplicadoras de la fiesta. En la segunda parte, rastreamos la relación de esas fuerzas con el monte y describimos la relación actual y pasada con esta entidad. En la tercera parte, recapitulamos la lógica y las fuerzas que juegan en el mundo juco de los indígenas pastos. La fiesta de la multiplicación: alianzas, duplicaciones y juegos sexuales alrededor de un santo
“¡Qué rico toro! ¡Ese toro está bien toro! ¡Cogelo, cogelo!”, decía una mayor divertida viendo a los dos toros jugar con la multitud de la fiesta. Personas de todas las edades eran perseguidas, tumbadas, embestidas y montadas por el par de ejemplares, como los llama el negro, su domador. La gente entre eufórica y asustada les rehuía, hasta que vencida por la fuerza del toro terminaba cayendo sobre la hierba, acorralada en una cerca o contra un grupo de personas. Los espectadores, en lugar de detener el ataque, se hacían a un lado para ver con detalle la escena y alentar al toro: “picalo, picalo”. Acto seguido, el ejemplar corneaba a sus víctimas en medio de abrazos, apretones, montadas por la espalda y movimientos pélvicos que desataban las carcajadas del público. En medio de la multitud se escuchaba, “¡anote la fecha!”. Esta escena cómica, lasciva y, de algún modo, aterradora, hace parte de la fiesta patronal que cada año, a finales de septiembre o comienzos de octubre, reúne a los devotos de San Francisco de Asís en la vereda La Laguna del municipio de Aldana. Año tras año, festejan al santo que envía las lluvias haciendo que sus cultivos prosperen y se aumenten. La primera parte de la celebración ocurre en la capilla del santo, también llamada capilla de La Laguna; una pequeña edificación pintada de amarillo pálido, construida frente al cuerpo de agua casi extinto que le da el nombre a la vereda. La fiesta comienza con una misa después del mediodía. Algunos devotos se adelantan a la eucaristía apostándose dentro y en los alrededores del pequeño templo desde temprano; esperan el inicio de la celebración bebiendo aguardiente, comiendo golosinas y conversando, hasta que aparece San Francisco seguido por los danzantes. El segundo momento de la celebración tiene lugar frente a la escuela de la vereda, una vez ha concluido la misa. Allí, los danzantes, un grupo de cinco hombres adultos y un niño, interpretan a dos toros corneadores y sementales, dos negros domadores de los bovinos, un San Isidro y un ángel que imponen un poco de orden entre los anteriores personajes; siempre acompañados por tres músicos tocando bombo, flauta y redoblante o caja. Después de la danza, los seis deben ejecutar su acto final: la siembra y cosecha instantánea de varios surcos, también llamados melgas , de alimentos propios y de tierras cálidas o guaicos . Durante los tres años en que participamos de la Fiesta de San Francisco de Asís vimos permanecer constantes la misa, los danzantes y el ritual de la siembra y la cosecha. Tampoco faltaron los músicos ni el chapil. Y, sobre todo, siempre llegó la lluvia anhelada, benéfica y refrescante. Como todos los santos de Aldana, San Francisco es velado durante nueve noches. En la novena noche, se celebran las vísperas , una ceremonia que anticipa lo que ocurrirá al día siguiente. En 2011, los bailes fueron iniciados por niños danzantes ( figura 1 ). Los chiquillos entre ocho y diez años realizaron la misma danza de los adultos. En este caso, el ángel fue interpretado por una niña. Posteriormente, los danzantes mayores hicieron su actuación después de la misa de las siete de la noche. Todos, menos el ángel y San Isidro, tomaron y repartieron chapil a los asistentes, atacaron y cornearon por la espalda a varios hombres del público, particularmente a uno de los profesores de antropología, quien al principio toreó a los ejemplares con su ruana y después pareció agobiado por el acoso de los borrachos toros
danzantes. El público estaba animado y algunas parejas de lugareños, junto a otras de danzantes y estudiantes, bailaron las cumbias ecuatorianas que sonaron en un parlante maltrecho. A eso de las diez de la noche, se acabó la fiesta. San Francisco, los devotos y los danzantes partieron a la última velada en casa de algún fiestero. En 2012, la fiesta fue llamada por el cabildo, de manera oficial, Coya Raymi; ¹ sin embargo, para los devotos, fiesteros y todo el público, siguió siendo la Fiesta de San Francisco. Representantes de los cabildos indígenas de la región fueron invitados. El día anterior, los enviados hicieron intercambio de semillas y de productos propios de sus lugares de origen. Y, en la noche, después de la usual misa de las vísperas, en lugar de baile y aguardiente, el cabildo de Pastás proyectó cortometrajes de realización local. Al igual que el año anterior, los devotos en procesión se dirigieron hacia la casa donde se realizaría la última novena.
Figura 1. Niño danzante en la víspera de la Fiesta de San Francisco de 2011 Foto: Laura Guzmán. La ruidosa procesión es dirigida por el dueño de la casa que ofrece la última novena, San Francisco, los danzantes y los músicos. En el camino, algunos hombres van anunciando el paso del santo quemando voladores en los costados de la carretera, mientras el resto de acompañantes ilumina los oscuros caminos aldanenses con velas. Al llegar al lugar de la velada, el santo ocupa su altar, ambientado del mismo modo que los pesebres decembrinos. Frente al altar se rezan los misterios gozosos del Santo Rosario, mientras los anfitriones ofrecen confites, café y galletas. Más entrada la noche, empieza el festín. Abundantes cantidades de comida agasajan a quienes rezan a San Francisco. Los anfitriones sirven los platos en el siguiente orden: el champús, ² generalmente preparado en la casa; caldo de pollo; un plato rebosante con arroz, papa y una presa de cuy asado; un plato de puerco hornado, ³ con mote ⁴ y ensalada; finalmente, sirven un postre que puede ser torta con vino espumoso o gelatina con leche condensada y galletas. Aunque en la Fiesta de San Francisco hay eucaristías, rosarios y rezos, no es estrictamente lo que dicta la religiosidad católica. Lo señaló con vehemencia el sacerdote que ofició la misa en 2011. Al mediodía del domingo de la siembra, el cura y su acólito entraron en la capilla, los fieles los siguieron hasta que no cupo un alma más en la pequeña construcción. Muchos otros permanecieron afuera hablando, riendo, comiendo y tomando chapil, entre ellos, los danzantes, quienes se burlaron del sacerdote mientras intentaba abriese paso entre la gente. Uno de los negros dijo: “no haber saludado al taita curita”, a lo que la gente contestó con risas. El párroco amenazó con no volver a celebrar la eucaristía para el santo como reprimenda a quienes asumen las festividades religiosas como una juerga, los que toman trago y los danzantes que “solo hacen teatro”, aseguró. En 2013, la relación entre los danzantes y el párroco había cambiado. En aquella ocasión, los danzantes entraron bailando a la capilla, entregaron las ofrendas y permanecieron durante casi toda la misa. En 2012, el sol de las alturas andinas, que agobiaba a la población desde hacía meses, brillaba con intensidad. Sin embargo, Fernando Reina, un joven aldanense, aseguró que dentro de poco llovería. Una vez en el descampado frente a la escuela, acomodaron a San Francisco y a su nonagenaria síndica frente al grupo de danzantes. Estos se preparaban para iniciar su actuación bebiendo chapil de las cantimploras que los negros llevan terciadas; también lo repartieron entre los fieles, ofreciéndolo como aguasal . En efecto, como en otros años, vimos caer la misma llovizna tímida en medio de la fiesta, después de la siembra. Fercho, satisfecho, dijo: “así es todos los años, San Francisquito manda un poco de agua para demostrar que sí está”.
Figura 2. Danzantes bailando antes del arado en la Fiesta de San Francisco de 2013 Foto: Edward González. Un año después, en 2013, los danzantes empezaron a uniformar su indumentaria. Los dos toros, llamados Veneno y Grano di’Oro, vistieron camisa roja, chaqueta de paño y pantalón negro ( figura 2 ). Los elementos constantes de otros años permanecieron: varias hileras de chilindrines o cascabeles amarrados en las pantorrillas y una cabezada para los toros, sombreros para los negros y San Isidro, y alas y vestido blanco para el ángel. La cabezada es una especie de máscara que cubre toda la cabeza y el rostro de los danzantes, quienes pueden ver y respirar a través del orificio que hace de hocico. Está hecha de cuero de vaca y forrada con tela de flores. La adornan collares de cuentas doradas puestas sobre la tela,
cuernos con papel dorado, dos espejos como ojos y unas cintas con los colores del arcoíris desprendiéndose de la parte atrás. Los dos negros llevaban la cara pintada de negro con betún, un sombrero blanco, una guasca o cuerda, una cantimplora llena de chapil y un chucur ⁵ o una raposa ⁶ disecados. San Isidro vestía pantalón claro, camisa blanca, una capa vino tinto y un sombrero negro del que se descuelgan cintas blancas, rojas y verdes. La primera vez que lo vimos, en 2011, el sombrero tenía un sol de ocho puntas, que en la región denominan sol de los pastos , hecho en papel dorado; en 2012, el sol había trocado en un espejo que permaneció después. Finalmente, el angelito, durante las dos primeras fiestas que vimos, tenía un vestido blanco y largo hasta los tobillos, de los mismos que usan las niñas para recibir la primera comunión, y una corona dorada; en 2013, el niño que interpretaba al ángel fue reemplazado por un niño menor de la misma familia y el vestuario dejó de ser el vestido femenino para convertirlo en un pequeño soldadito romano de atuendo blanco y dorado. La danza ocurrió del mismo modo todos los años. Los dos toros bailaban en pareja, como el ángel y San Isidro, mientras hacían círculos en su sitio y se entrelazaban. Los negros los rodeaban girando a su alrededor, gritando vivas que animan la danza, diciendo chistes y haciendo bromas al público ( figura 3 ). Por ejemplo, acercaban la sonrisa disecada del chucur y la raposa a la boca de las personas desprevenidas, o a los bajos de los hombres; los animalillos ladrones terminaban dando un beso horroroso a los fieles de la fiesta de la abundancia.
Figura 3. El Negro, don Manuel Erira, en la Fiesta de San Francisco de 2012 Foto: Natalia Martínez. Comadreja y yerno se expresan en quechua con la misma palabra: qatay . Muy similar al negro de la celebración de San Francisco es el yerno (también llamado hijastro), que aparece en las fiestas para la multiplicación y bienestar del ganado en Caraibamba, departamento de Apurímac, en los Andes peruanos. El antropólogo japonés Hiroyasu Tomoeda (2013 [1981], p. 114) explica que el yerno debe hacer reír a la gente haciendo bromas e ironizando sobre los asistentes a la fiesta; debe usar la guaraca (una especie de honda andina) como si fuese un látigo simulando azotar a quienes no cantan o bailan sin ánimo. Tomoeda señala la condición inferior del yerno dentro de la fiesta y la atribuye al hecho de ser ajeno a la familia. Sin embargo, su categoría social, la de yerno o hijastro clasificatorio, advierte que es un potencial aliado y que con todo potencial aliado rigen las relaciones burlescas (Radcliffe-Brown, 1974 [1952]). Lo mismo se puede decir del negro entre los pastos. Los chucures en el gallinero o la cuyera suponen una relación igualmente tensa entre las casas y el monte de donde provienen. Pese a que pueden tener el don de la reproducción, comadrejas y yernos son también sustractores que amenazan la integridad del gallinero, las primeras, y de las familias, los segundos. La presencia de negros y chucures en la fiesta de la abundancia señala la contradicción fundamental de la familia, que consiste en la necesidad de establecer alianzas, de todas las formas posibles y con todos los seres posibles, para poder persistir ( figura 4 ).
Figura 4. La Santa Chucurita en la Fiesta de San Francisco de 2012 Foto: Natalia Martínez. Los negros también tienen la tarea, engañosa, de domar a la yunta de bueyes danzantes. Pero lo cierto es que terminan incitando a los toros para que derriben a los fieles. Los ejemplares empiezan a correr provocando la risa aterrada del público que ya es parte del escenario y la actuación de la fertilidad. Enlazados a sus domadores, Veneno y Grano di’Oro hacen que la gente tropiece y caiga rodando por el suelo. “¡Más aguasal para mis toros!”, gritan los negros en medio de la algarabía de quienes tratan de escapar. El chapil pasa, en el mismo recipiente, por muchas bocas, no solo las de los toros. El juego dura hasta que San Isidro, capitán de los danzantes y verdadero domador de los ejemplares, da la orden de empezar la siembra y la cosecha. La fiesta de 2014 sería la última de don Miguel Erira, mayor que
interpretaba al santo con solemnidad, el único danzante que no consumía chapil durante la celebración, y que murió trabajando una noche helada de enero cuando fue atacado por ladrones que pretendían robar las vacas que él cuidaba ( figura 5 ).
Figura 5. El Ángel y San Isidro, Miguel Erira, en la Fiesta de San Francisco del 2012 Foto: Laura Guzmán. La misma fiesta ritual de la siembra y la cosecha con danzantes, comida, trago y juego ocurre en la vereda Macas Centro, del vecino municipio de Carlosama. Celebran la fiesta el segundo domingo de mayo para rogar por el cese de las lluvias y la duplicación de las cosechas. Rezan diciendo: “San Isidro labrador, quítanos las lluvias y mándanos el sol”. Doña Rosa, la síndica del santo, contó que Isidro trabajaba labrando la tierra de un tenedor de España; que era un buen samaritano y compartía la mitad del pago y la cosecha con otras personas menos afortunadas de la comunidad. También era muy religioso, tanto, que por estar yendo a la eucaristía todos los días no realizaba sus tareas, o eso era lo que le decían sus compañeros de trabajo al patrón. Este quiso comprobar si eran ciertos los rumores y se fue al campo a la hora de la misa. Cuál no sería su sorpresa al encontrar, en lugar de su trabajador, a un ángel que, sosteniendo un pañuelo blanco en la mano, guiaba a la yunta de bueyes; un enviado de Dios para proteger y ayudar a su fervoroso creyente Isidro. Las cosechas de este labrador se duplicaron con el fin de que siguiera compartiendo con las personas que lo necesitaban. Con el paso del tiempo, Isidro se convirtió en santo, pues no solo se le reconocía la multiplicación de las cosechas, sino que se le atribuyen milagros relacionados con la aparición de corrientes de agua en lugares muy secos. San Isidro siempre aparece acompañado por una yunta de bueyes y un ángel, mientras en sus manos lleva una hoz y una rama de trigo ( figura 6 ), iconografía que se repite en el personaje de los danzantes.
Figura 6. San Isidro Labrador en la capilla de Macas Centro Foto: Natalia Martínez.
Figura 7. Veneno montando a su presa, Fiesta de San Francisco del 2013 Foto: Edward González. El papel de los toros dentro de la danza y en el juego con el público consiste en provocar miedo, según nos dijera Gerardo Guancha, Veneno. Corretean a la gente buscando en el público a las víctimas de sus embestidas, hombres en su mayoría. Todos huyen procurando evitar la montada que acarrearía las burlas de todo el mundo. Cuando las bestias alcanzan a alguno, lo cornean hasta tumbarlo. Entonces se escuchan carcajadas, gritos de emoción y de burla: “¡Picalo, picalo!” o “¡Anote la fecha!” ( figura 7 ). Cuando San Isidro da la orden, los dos toros son capturados y amarrados al yugo por los negros. El ángel (pañuelo blanco en la mano) junto con el santo campesino guían a los toros para hacer el arado ( figura 8 ). Los negros van uno adelante capitaneando la yunta y el otro atrás sosteniendo la mancera. Conforme los danzantes aran la tierra, las fiesteras ⁷ de San Francisco arman las melgas, compuestas por naranjas, panela, maíz, papas, ollocos, cebollas, zanahorias, repollos, piñas, plátanos, habas y fríjol. Antes de repartirlas, San Isidro y el ángel bendicen las cuatro esquinas del cultivo. A los danzantes les corresponden dos melgas como compensación por el esfuerzo y la devoción. Los asistentes se pueden llevar una con el compromiso de devolver dos el año siguiente.
Figura 8. El arado, Fiesta de San Francisco de 2012 Foto: Laura Guzmán. En los alrededores de la cancha de la escuela, se instalan chozas y castillos. Son estructuras de madera cargadas de remesa, ⁸ dinero, dulces, chitos, ollas, herramientas y cuyes asados vestidos con ruana y sombrero ( figuras 9 y 10 ). Mientras los castillos son grandes y contienen más variedad de elementos, las chozas son más pequeñas y por lo tanto menos surtidas. Del techo de la entrada de la capilla cuelgan baldes ⁹ de todos los colores y canastos con plátanos, galletas, remesa o incluso aguardiente; su contenido está oculto. Cualquier devoto que resuelva llevarse consigo melgas, castillos, chozas, canastos o baldes, adquiere el compromiso de presentarse al año siguiente con su contenido aumentado o duplicado. Así, los alimentos son multiplicados por el fiel como si de San Francisco se tratara. Con el paso del
tiempo, el surtido de alimentos ha disminuido, según los mayores, quienes recuerdan con nostalgia las fiestas de antes, en las que las melgas eran verdaderamente fantásticas y se notaba con más profusión la abundancia de alimentos. Ahora las personas tienen la opción de llevarse los artículos ofrecidos en la celebración pagando un precio un poco más elevado que en el mercado, librándose de la deuda de duplicación. En efecto, durante el tiempo en que asistimos a la fiesta, vimos disminuir el tamaño de las melgas año tras año.
Figura 9. Choza, Fiesta de San Francisco del 2012 Foto: Laura Guzmán.
Figura 10. Los cuyes vestidos de la choza, Fiesta de San Francisco del 2012 Foto: Laura Guzmán. Más avanzada la fiesta, cuando la lluvia ha humedecido el terreno y comienza la acción fertilizadora de San Francisco, cobijados por las sombras del atardecer, toros, negros y músicos se confunden entre el público que baila, brinca y reparte y recibe traguito al son de la música ecuatoriana. La fiesta de 2012 fue animada por un grupo de violines proveniente de Otavalo. La música y el aguardiente fueron desencadenantes de una euforia excepcional que nos tuvo a todos los asistentes bailando en bomba por
varias horas. Se baila en grupos y haciendo rondas. Saltamos, corrimos, gritamos, reímos y esa noche todos fuimos compañeros de baile. Por los parlantes gritaban vivas a San Francisquito, pidiendo que duplicara las cosechas y que mandara l’agüita. La celebración del 2011 había tenido menos concurrencia. Entonces no hubo música en vivo, ni las mismas cantidades de chapil; por lo tanto, no fue tan animada. Después de la siembra y la cosecha, la gente empezó a dispersarse y solo quedaron algunos hombres bebiendo aguardiente frente a los restos de la fiesta. Pero las dos celebraciones tuvieron los mismos efectos. Como en todos los eventos donde hay licor, hubo peleas entre los borrachos, y los enamorados chumados , presas de los efectos del chapil, escaparon rumbo a las zanjas o potreros, queriendo duplicarse también. Es común escuchar que en la yerba y en las zanjas se hicieron buena parte de los aldanenses de hoy en día; las bromas al respecto abundan en las reuniones, en los cultivos o en cualquier lugar donde amerite mención. Las zanjas resultan un tema obligado en diversas ocasiones, pues son los linderos más notorios en Aldana. Pero son más que linderos. Las zanjas son excavaciones de dos a tres metros de anchura, más o menos dos metros de profundidad y tan largas como las propiedades que separan; con el tiempo, se llenan de vegetación nativa y pueden ser caminos de agua y de gente (ver infra ). Para explicarnos a las bogotanas, un aldanense propuso una definición: “más antes, los moteles del pueblo eran las zanjas”. En los límites de la propiedad, que son lugares huecos, ocurre el aumento de la familia. Así como hay hijos e hijas de las zanjas, también existen los del chapil. Es bien sabido en Aldana que carnavales, fiestas, comuniones, bautizos, grados, campañas políticas y paros son tiempos de enamorados . Tienen en común ser eventos propicios para el encuentro de los amantes, ya que convocan a diferentes veredas. Los padres, hermanos o acompañantes de los enamorados estarán distraídos cuando estos se pierdan en las zanjas con la complicidad de la noche; y, sobre todo, siempre hay chapil, el único antídoto contra el frío nocturno y principal responsable de que las mujeres terminen “patas arriba en la yerba”, como sabe bromear doña Esperanza. La misma importancia social de los negros y las raposas (sublimaciones de la figura del yerno) se verifica en la relevancia social de las zanjas que, de forma ambigua, limitan el aumento de la propiedad, pero son la oportunidad para que crezcan la familia y la propiedad. Pero, para llegar a las zanjas, es necesario el chapil que chuma y da el ánimo (el calor y la decisión) para meterse a las zanjas o desafiar el frío de la yerba nocturna y las prohibiciones de los consanguíneos. Los aldanenses aseguran que las decisiones bajo el efecto del chapil son irracionales. Y saben que las decisiones que aumentan la familia también lo son. En general, los tiempos de enamorados son ocasiones irracionales marcadas como cumbres de la vida social. La Fiesta de San Francisco es, por tanto, tiempo de enamorados que podría aumentar la familia. Habría que indagar por la relación entre San Francisco, las zanjas y el chapil. San Francisco no es un santo común: él proviene de dentro de la tierra. Décadas atrás, fue encontrado en una zanja, enterrado bajo las raíces de un árbol. El hombre que lo halló pensó que se trataba de un muñeco y lo dejó
allí. Supo que era un santo cuando se le presentó en un sueño y lo instó a ocuparse de él, convirtiéndolo en su síndico. Desde entonces, San Francisco ha estado en custodia de la misma familia. Sus miembros han sido responsables de cuidarlo, y de construir y mantener la capilla que erigieron en el patio de su casa. El santo tiene barba, viste ruana de lana y usa sombrero. Como cualquier cristiano, recorre los caminos del resguardo yendo de una casa a otra cuando sus fiesteros lo velan. Es difícil encontrarlo en su capilla. “San Francisquito sabe ser andariego” o “San Francisquito anda por Aldana [el casco urbano], o por Pambarrosa, o por Chitaíra [veredas del municipio]”, dicen cuando preguntamos por su paradero. También es generoso. El día de su fiesta, en medio de la música de banda y los voladores, se escuchan vivas al santo y las súplicas que a todos convocan en La Laguna: “San Francisquito bendito, mándanos l’agüita” y “San Francisco bendito, duplica los cultivos”. Los mayores cuentan que su acción benéfica se remonta al tiempo en que el “Taitico Dios” había designado que las personas comieran solamente una vez al día, y fue gracias a la intercesión de San Francisco que hoy los aldanenses comen en promedio cinco veces diarias. Así, cuando en los hogares están a punto de servir la comida y existe la sospecha de que no es suficiente, las mayores saben invocar al santo diciendo “San Francisquito bendito, que alcance para todos”. En Aldana encontramos un segundo San Francisco. Tiene también una capilla edificada por su síndico, así como su propia celebración, realizada una semana después de la Fiesta de La Laguna, aunque mucho menos concurrida. Es conocido como el San Francisco de arriba , porque para llegar a él hay que subir una pequeña cuesta que comunica a la vereda La Laguna con la vereda Chapuesmal. Este San Francisco, el de arriba, es un santo limosnado . No fue encontrado, sino que su síndico lo compró con ayuda de los vecinos en Ipiales. Aunque en ambos casos se trate de San Francisco, el de La Laguna y el de arriba no son el mismo. Cuando visitamos la capilla de arriba, al día siguiente de la Fiesta de La Laguna, el síndico puso en evidencia que su santo no recibía la misma atención e inversión para la celebración que el de La Laguna. Dio a entender que esta diferencia se debía a que la legitimidad del de abajo residía en su origen subterráneo, encontrado y no comprado. Sin embargo, sentenció que para él “todos los santos han sido limosnados”. Para María Inés Reina (2010), San Francisco, el de La Laguna, es un “Taita Guaca” o “Santo Guaca”: santos y santas que no viven en la iglesia del pueblo, sino en sus propias casas o capillas en las veredas de Aldana. Estos fueron encontrados por azar del destino de su síndico o síndica. Se comunican con ellos a través de sueños y resultan un miembro más de su familia al ser sabios que protegen, aleccionan e interceden ante el “Taita Dios”. En Carlosama, municipio vecino, recorrimos tres veredas: San Francisco El Socorro, San Francisco de Arellanos y San Francisco Montenegros. En cada una veneran a un santo de bulto, en cada caso festejado por sus milagros y vestido, como cristiano, con ruana y sombrero. En una de esas capillas, una síndica nos mostró el ajuar de San Francisco: ruanas, sombreros y túnicas que sus devotos le han regalado. Sacó unos sombreritos diminutos y después unos más grandes, y lo mismo hizo con las
ruanas, y nos explicó que el santo se había “criado” desde el momento en que llegó a la vereda hasta el presente. No fue la primera vez que escuchábamos la historia de algún santo que creciera: a Vírgenes, Niños Jesús, Santa Anas y otras personalidades sagradas las han visto criarse a lo largo del tiempo. Crecen como cualquier miembro de la familia. María Inés Reina también identifica en San Francisco algunas características de las riquezas enterradas bajo el suelo del resguardo, también llamadas guacas : fue hallado bajo tierra; es motivo de fortuna y desgracia, pues sus portadores se vuelven objeto de la envidia de los vecinos y amigos; puede moverse de un lugar a otro, eligiendo en dónde quiere permanecer y a quiénes favorecer; y, finalmente, con el fin de obtener sus favores, las personas deben establecer una relación de intercambio con él (2010, p. 74). Reina también asegura que “Pacho” –al ser el santo que da el alimento, duplica las cosechas y cuida los animales– no sería otro que el masculino de Pacha Mama; es decir, que es la misma naturaleza (p. 75). María del Pilar Rivera, quien realizó su trabajo de campo simultáneamente con María Inés Reina, también desarrolla la relación entre santo y guaca en el resguardo indígena de Pastás. Ambas coinciden en que los santos son ambivalentes: portadores de desgracia y fortuna, y, a la vez, depositarios o mediadores de “naturaleza” y “cultura”. Según Rivera, Un Santo es la inversión de una Huaca. Ya que si una Huaca es una persona que se vuelve monte, un Santo en el resguardo indígena de Pastás es un monte que se vuelve persona. En el primer caso es la naturalización de la cultura, en el otro es la culturalización de la naturaleza o en otras palabras, el primer caso es la pérdida de la dominación sobre un espíritu, y en el caso siguiente es la dominación de lo salvaje. (2010, p. 31) En oposición a su tamaño –mide no más de 30 centímetros de altura– San Francisco es muy poderoso. Las personas se refieren a él en diminutivo: “El santico, San Francisquito, es bravito, es milagrosito”. Sobre este pequeño personaje, salido de la tierra, con las ropas ajadas de tanto andar, recae la enorme responsabilidad de las lluvias y la prosperidad de los cultivos y pastos de la comunidad. Milagrosito y generoso, al mismo tiempo bravo, así como da por partida doble, puede quitar; quien lo burle o lo irrespete tendrá un castigo seguro. A propósito de la contradicción entre el tamaño y el poder del santo, es pertinente el argumento de Suárez Guava (s.f.) sobre el uso de las terminaciones illa o illo . Suárez encuentra que, en las inmediaciones del nevado del Ruiz, las acumulaciones de agua son tan pequeñas que no alcanzarían el nombre de lagunas, por lo cual los españoles del siglo XVI utilizaron el diminutivo lagunilla para referirse a ellas. La motivación de los españoles para nombrar estos torrentes fue la constante búsqueda de oro. Suárez Guava propone que los sustantivos aillados o illados fueron utilizados para referirse a versiones más pequeñas, juguetonas, cercanas, bromistas, pero no caricaturescas, del sujeto de origen. Lo aillado sirve para clasificar lo desconocido a partir de lo conocido, en este caso, domesticando elementos geográficos que solo podrían ser nombrados a través de la comparación. Consideramos que las terminaciones ito o ita , en el suroccidente nariñense, empleadas para referirse a los santos, las personas,
los animales o las cosas, tendrían un uso similar al de los sustantivos aillados. Estos sufijos sugieren un intento por domesticar elementos caracterizados por ser poco dóciles o con fuerzas terribles que se ocultan tras una apariencia tierna, inofensiva y pequeña. Así, las personas acercan lo extraño al tiempo que muestran un profundo respeto y temor. De modo que los diminutivos asiduamente usados para referirse a San Francisco constituyen un esfuerzo por apaciguar su poderosa voluntad, acercándolo a sus fieles. Acerca de la terrible voluntad del santo, hay incontables narraciones. Segundo Chalapud nos contó acerca de su primo, Manuel. Como Segundo, él también había sido negro en el grupo de danzantes, hasta que tuvo un accidente durante una de las presentaciones, en la que fue embestido por los toros con tal fuerza que quedó lisiado: Él [San Francisco] es bravito, oiga. Cuando uno esté así rebelde que no vaya a bailar lo castiga y lo hace caer por ahí. Mire el primito, él un año estuvo rebelde, que ya lo vela, ya que no. Vuelta el otro año, ya que quiere bailar, ya que no. Y lo había hecho caer [a don Manuel] y le había sacado las costillas. (Guzmán Peñuela, 2014, p. 39) También cuenta que estuvo a punto de faltar a la danza un año, pero San Francisco lo hizo ir. Ya sería el mediodía de un domingo de fiesta y don Segundo aún dormía la chuma de las vísperas. De repente, un hombre se le acercó, ordenándole que se levantara. Cuando don Segundo despertó, recordó que era el día de la fiesta y que posiblemente sus compañeros ya lo estarían esperando. Quien lo despertó fue San Francisquito, pues no quería que faltara a la fiesta, asegura don Segundo. Una o dos veces al año, el santo visita las veredas del resguardo, limosnando o recogiendo dinero para arreglar la capilla. Recorre los caminos del resguardo acompañado de un pequeño cofre de madera donde se recolectan las ofrendas. San Francisquito camina por una vereda en brazos de los vecinos; como sucede en su fiesta, la pequeña estatuilla siempre está de mano en mano. En cada uno de los hogares es recibido con felicidad. Lo alzan y lo besan. Estas cortas visitas son aprovechadas para hacer peticiones especiales al santo, cuya intercesión se asegura a través de la pisada a los fieles. Las personas se postran ante él con un ruego en la mente, mientras que otra persona les pone a San Francisco, con mucho cuidado, sobre la cabeza y los hombros. El santo pisa a sus creyentes, y sus peticiones, para asegurar su favor y su gracia. San Francisco manifiesta su voluntad de un modo u otro. También vienen de él las temporadas secas y las granizadas inesperadas que imparte por razones que a veces desconocen incluso los mayores. Como viene de la tierra y fue hallado en una zanja, es claro que San Francisquito tiene relación con el monte y eventualmente su voluntad es la misma del monte. A continuación, caracterizamos el monte según lo conciben en Aldana. “Si es pesado, es porque ahí hay algo”: la voluntad del monte y las cosas ocultas en Aldana
Doña Tulia Piarpuzán, recia y trabajadora, incansable a sus más de ochenta años, como muchos otros mayores de Aldana, suele decir que ahora todo es diferente al tiempo de antes. La memoria que tienen las personas de su generación es que a nadie le faltó el trabajo. El jornal se pagaba con papas, trigo, cebada o el alimento que se cosechara en el momento, y en menor medida con dinero. La comida abundaba y las relaciones solidarias entre vecinos, compadres y patrones eran más estrechas. Cuando doña Tulia era joven, “tanto el patrón como el peón iban descalzos a trabajar la tierra”. Se comía mejor, pues los cultivos no eran “funegados” (fumigados) y cultivaban gran variedad de especies, gracias a que no existían los monocultivos. “Las papas eran como las naranjas de hoy día, de vez en cuando había tres o cuatro”, asegura la mayor. El morocho, la cebada y la quinua se encontraban en las chagras de cada familia junto con tubérculos andinos como ocas ( Oxalis tuberosa ), majuas ( Tropaeolum tuberosum ) y ollocos ( Ullucus tuberosus ). Los montes, profusos de animales de cacería, le aportaban carne al fogón, mientras los campos eran abundantes en frutos silvestres, como los chochos ( Lupinus mutabilis sweet ), leguminosa andina, y los mortiños ( Vaccinium meridionale ), unas pequeñas bayas que los niños recolectaban en los caminos, o callumbas, setas que nacían donde el rayo hubiera hecho contacto con la tierra y que asadas en la brasa sabían a “sungo”. ¹⁰ Estos alimentos daban más aguante para el trabajo, a diferencia de los que hoy en día se compran y consumen ampliamente, como el arroz y el pan. Según don Luis Gonzalo Erira, la irrupción del dinero en la vida de Aldana y de cultivos como la papa es la directa responsable del amanse del monte, del fin de la abundancia alimentaria, de la pérdida del agua y de la actual mezquindad de los familiares y vecinos. En la huerta de su casa, conserva maíz, calabazas, repollos y otros frutos de la tierra, de los que se consumían en el tiempo de antes. En sus conversaciones, recuerda cuando se trabajaba al día “prestado”, se hacían mingas a las que cada trabajador llevaba ocas, majuas, papas, habas o lo que tuviera en su chagra para el almuerzo; arroz no, porque solo era para los ricos. Asegura que la abundancia se acabó debido a que la gente prefiere vender sus cosas antes que comerlas: “como ahora todo es negocio y todo es vendido, los que tienen vacas le ofrecen a la visita el café negro, la leche no les recibe, dicen”. Cuando no había dinero de por medio, los productos, el agua, la madera o el trabajo se regalaban o intercambiaban con familiares y vecinos. Doña Tulia y don Luis Gonzalo también aseguran que el clima ha cambiado. Antes, se podía tener certeza de cuáles serían los tiempos de lluvia y de sequía, por lo cual había dos temporadas de siembra al año. Solía hacer mucho frío, tronar durísimo, caer rayos que quemaban las reses, temblar muy seguido y caer granizo morado del cerro Gordo. Antes, había mucha más agua de la que hay ahora. Con las chorreras y quebradas, han ido desapareciendo la Vieja, la Viuda, los Duendes, y otras “tentaciones y cucos del Monte”. También se cortaban menos árboles, cuyas ramas impedían el acceso de la luz, apareciendo en la oscuridad como brazos de hombres estirándose hacia a los caminantes nocturnos, dice doña Esperanza. Los caminos eran más “pesados”: el mundo era un lugar más miedoso.
Don Germán Rosero, de la vereda Chaquilulo, cuenta que, durante su niñez, la ciénaga Larga perteneció a la comunidad. Entonces era conocida como la ciénaga de Jaucadilla. ¹¹ Era visitada por quienes se bañaban en la Chorrera de la Virgen, de donde salía agua tibia. Fue un lugar pesado hasta que unos tenedores se apropiaron del terreno para poner vacas y prohibieron el acceso. La chorrera disminuyó y se enfrió y la ciénaga se secó. La apropiación privada de la tierra es, para don Germán, la causa de la pérdida del agua: el fin de la ciénaga y de esa propiedad mágica debido a la cual brotaba agua tibia. En “el tiempo de antes” había más lugares pesados y bravos porque no existían los grandes cultivos ni los potreros con los que se fue desplazando al monte, al agua y esos lugares en los que la tierra podía manifestar su voluntad. El mundo era lo que tenía que ser y las personas respetaban los límites que él imponía. Los lugares pesados lo son porque tienen contenido, “son pesados porque ahí hay algo”, definió para nosotras doña Esperanza Reina. El cerro Gordo es el lugar pesado por excelencia en Aldana. Cuando se hacía ruido o la gente gritaba en sus inmediaciones, caía un granizo morado que quemaba los cultivos. Aunque aún conserva algo de encanto, su voluntad se ha visto disminuida desde que lo amansaron instalando una antena de telecomunicaciones tapando la boca de la que manaba granizo. El cerro, como la ciénaga Larga, se ha secado y sus aguas ya no alimentan La Laguna, que se sabe conectada con el cerro; ya ninguno es tan pesado como alguna vez lo fue. Don Gonzalo Piarpuzán explica cómo la tierra se “enflacó” desde que introdujeron los árboles de “ocalito” (eucalipto) al resguardo. El eucalipto absorbe la humedad del suelo, vaciándolo. Un lugar seco es al mismo tiempo flaco, por lo que difícilmente podría ser pesado. En contraposición, don Gonzalo explica que la tierra gruesa, más apretada, densa y oscura, fértil por su contenido de agua, tiene los nutrientes que favorecen el crecimiento de los alimentos y, por lo tanto, da buenas cosechas. Esta tierra negra, que hoy en día se encuentra sobre todo en las zanjas, es buena porque se pega en las manos, “es amañadora y sabe viciar”. Se trata de tierra que “sabe criar cualquier cosa”, ya que lo vicioso es “vigoroso y fuerte, especialmente para producir” (Clavijo Salas, 2012, p. 73). Por lo mismo, tiene la capacidad de transmitir sus propiedades a los alimentos, haciendo a las papas más gruesas, fuertes y bonitas; no como las papas de ahora, que al limpiarlas (pelarlas) y pedaciarlas resultan jucas o huecas en el centro y carecen de sustancia (Ortiz Hernández, 2016, p. 103). En la actualidad, el temor de la gente al andar sola por los caminos aldanenses se relaciona más con las historias de ladrones, violadores o eventuales apariciones de actores armados que han ocurrido en las veredas, que con los espantos. Los caminos, según dicen las personas, ya no son tan pesados, ni tan miedosos, debido a que ya no tienen mucha rama. Sin embargo, todavía quedan unos pocos lugares pesados en donde, como dice don Gonzalo Piarpuzán, “la piel se pone de gallina, baja frío por el pescuezo y los pelos de la cabeza se ponen de punta haciendo que se levante el sombrero”; lugares en los que pega el mal aire y la Vieja, la Viuda o el Duende pueden “entundar” a los desprevenidos caminantes nocturnos.
Entre estos lugares pesados se encuentran los parajes de monte –donde ha muerto gente–, los cerros, las fuentes de agua y las zanjas. Estas hendiduras de la tierra son largas, pueden ser estrechas o anchas, surcos profundos elaborados con el fin de delimitar las propiedades. En ellas, las familias saben criar los árboles que sirven para leña (pinos, eucaliptos, pumamaques). Son huecos oscuros, tenebrosos, húmedos y fríos por los que fluyen pequeños hilos de agua, se crían plantas silvestres (moras, tausos o curubas, ají y “brujerías” hierbas, como el marco, guanto, frutos de la vieja, ruda y plantas de remedio), raíces y animales temidos (el chucur, la raposa y el cuscungo). ¹² Son lugares sólidos , poco transitados, caracterizados por ser fértiles o propiciar la fertilidad (ver supra ). Estas cavidades tienen como función resguardar y separar los predios, manteniendo a los animales grandes de los vecinos alejados de los cultivos, y dificultar el paso de los ladrones. Joanne Rappaport (2005 [1994]) propone en su investigación sobre las luchas indígenas por la recuperación de las tierras en Cumbal, que la permanencia en el tiempo de las zanjas las hace testimonios del pasado familiar y lo trasciende, “adquiriendo un significado comunal mediante la acción política” (p. 138), pues su construcción es una actividad que además “restablece los procesos históricos en tierras que han estado fuera del flujo temporal del resguardo” (pp. 142-143). En Aldana, las zanjas también tienen una función histórica. En este caso, no se trata de indígenas recuperando las tierras que les pertenecían, sino del monte intentado recuperar un poco del espacio que ha perdido. En este sentido, son las fronteras de los cultivos, los potreros y la civilización, y en ellas sobrevive lo silvestre, mediando con ese mundo tenebroso de antes que aún pervive. En las zanjas, el monte se resiste a ser acabado, tumbado o secado, “porque, en últimas, las zanjas son una replicación del monte, aunque zanjando se acabe con él” (Ortiz Hernández, 2011, p. 36). En los montes, la tierra que aún no ha sido cultivada conserva su carácter salvaje o primigenio y, por lo tanto, es brava , pesada y sólida . Los cuerpos de agua y el monte inevitablemente estarán asociados, puesto que ellos lo alimentan y él los propicia (Reina, 2010; Rivera Morato, 2010; Galindo Orrego, 2012). En el monte, se conjugan el viento de la montaña, el agua – que lo transita– y la vegetación –que lo compone–; viento, agua y vegetación son los vehículos por los que circula y enferma el monte (Rivera Morato, 2010, p. 3). Las personas saben si un lugar es pesado o bravo gracias a la experiencia. Al miedo o al escalofrío les siguen los síntomas de lo que María del Pilar Rivera (2010) denominó males de monte : el conjunto de afecciones que pegan o se pegan al irrumpir en esas partes malas o aires pesados que son monte y contienen al monte: ¹³ las zanjas, los bordos, el aljibe, el fogón, el cementerio, los sitios donde han ocurrido muertes, los entierros, las matas de ají, las matas de uvilla, las ramas de los árboles, los cerros, las lagunas, las chorreras y otros lugares poco frecuentados. Estos males son una serie de sanciones que el monte impone a quienes no conoce o lo recorren sin precaución. Sus síntomas característicos se resumen en la expresión “andar (o estar) sin poder”: un agotamiento extremo asociado al sobreesfuerzo, a trastornos del sueño y disminución del
apetito que tiene como consecuencia la pérdida de sangre, haciendo anémico a quien los padece. Los males del monte también producen el enfriamiento de cuerpo , que se manifiesta con fuertes dolores y retortijones estomacales, cuando no vómito o diarrea. Son azotes de vientos o aires fríos que penetran el torso, afectando, secando o vaciando las vísceras-órganos (corazón, pulmones, riñones, hígado, matriz e intestinos), conocidas, como sungo , bofe o cuajo . En ellas se concentran la energía y las sustancias vitales; son el reservorio de la fuerza de las personas (Ortiz Hernández, 2016, pp. 53-54). Por lo tanto, al no ser tratados de forma adecuada, los males del monte pueden causar la muerte. El tratamiento de los casos más leves es aguardiente (preferiblemente chapil) o agua extraída directamente de la tierra, tabaco y brujerías (ver infra ), mientras que los más severos requieren la atención de expertos conocedores, como las parteras, las mamitas o los sebondoyes , indios curanderos del valle de Sibundoy (Reina, 2010; Rivera Morato, 2010; Ortiz Hernández, 2011). El mal aire “es por excelencia el mal del Monte, y es común que se nombre al resto de los males como mal aire […]. Como si el mal aire las contuviera a todas, y al mismo tiempo hubiera otra enfermedad más específica que se llama mal aire” (Rivera Morato, 2010, p. 39). Doña Tulia y doña Esperanza, al verse bostezando constantemente y sin justificación, tienen por cierto que les ha pegado mal aire. Este produce una sensación de sueño, un persistente dolor de cabeza y ardor o enrojecimiento de los ojos que las hace sentirse desanimadas para hacer cualquier tarea. Cuando tienen sospecha de haber contraído el mal, en las noches, antes de irse a acostar, se barren, con una ramita de ruda, de la cabeza hacia el suelo, pasándola por los ojos y las partes del cuerpo que sientan particularmente afectadas. Luego entierran la ramita en las cenizas todavía calientes del fogón y ven cómo totea el mal aire que huye despavorido en el humo que sale por la puerta de la cocina. De no barrerse, es imposible conciliar el sueño y uno se encuentra “toda la noche refriegue y refriegue el culo en la cama”. El mal aire también puede contraerse con facilidad durante las maloras o malas horas: las seis de la mañana, la seis de la tarde y la media noche. En esos momentos, el aire frío baja de las montañas, se siente el rocío que acompaña la llegada de la noche o la mañana y deambulan por los caminos los espíritos de la otra vida. Al paso de la malora, las vacas y los perros empiezan a latir : mugir, ladrar o aullar. ¹⁴ Las enfermedades del monte tienen su cura en el monte mismo (Rivera Morato, 2010, p. 69), así como otras afectaciones hallan su cura en la causa del mal. Doña Tulia fue testigo de la llegada de los carros al pueblo, pero el novedoso medio de transporte les provocaba mareos y náuseas a los lugareños. Como contra para la incómoda sensación, mordían una de las llantas del carro o ingerían una gota de gasolina antes de iniciar el viaje. Es así como para aliviar el mal aire se requiere humo, aguardiente (en su defecto agua del aljibe, de alguna quebrada o río) y matas del monte: son vehículos por los cuales el monte circula y enferma, pues son el viento, el agua y las plantas (Rivera Morato, 2010, p. 3; Ortiz Hernández, 2016, p. 42). En las casas aldanenses siempre se encontrarán cigarrillos Pielroja o tabaco, un trago de remedio verdoso (una combinación de chapil con brujerías ), y ruda para barrerse, soplarse o limpiarse (Rivera Morato, 2010). Las matas
de remedio o brujerías (arrayán, marco, chilca negra, tarta negra, tarta blanca, cueche, romero, gallinaza y ruda) son las mismas del monte y sirven como contra para los efectos de lo pesado. Si el monte es pesado, es porque contiene algo. Se trata de un algo oculto . En principio, podría ser agua, animales o plantas que crecen sin control, pero también espíritus o el conjunto de características que llaman monte . Este conjunto tiene la capacidad de enfermar, al mismo tiempo que cuida o protege, pero también está asociado a la abundancia y la reproducción y, aún más, a un pasado en el que, si bien el mundo producía miedo, había más agua y mejor alimento. Evidentemente, San Francisco viene del monte o, como explica Reina (2010), es una personificación de la fuerza generativa de la tierra. Y como el monte, el santo contiene una fuerza peligrosa y generativa. Esa fuerza se incorpora en las sustancias corporales por excelencia (la sangre y el semen), a través de las sustancias sociales por excelencia (la comida y el chapil). Pero es una fuerza que también se encuentra depositada en los toros. En Aldana, el ganado vacuno es bravo o jodido por voluntarioso. Para arrear las vacas “no es de andar dándoles con el perrero”, pues lo que se conseguirá es que se empecinen más en hacer su voluntad. Para transar con el ganado hay que hacerlo en sus propios términos e intercambiando un poco de agua y sal que lo amansa y ayuda a mantener, a cambio de su obediencia. A su vez, el ganado amansa la tierra, pues favorece la reproducción de los cultivos y el aumento de los potreros, despojando a los parajes de su carácter pesado. Para Veneno y Grano di’Oro, el efecto del aguardiente, que en el contexto de la fiesta se denomina aguasal, es el contrario. Animados por los negros, que les reparten constantemente el líquido de sus cantimploras, los toros se van volviendo cada vez más temibles, debido a que la chuma por la ingesta de chapil desata y restablece su fuerza. Según Gerardo Guancha, el toro Veneno, Eso [el chapil] pues nos sirve a todos, uno se siente cansado y se toma un traguito y ya le pasa ¿no? [...]. En la corrida se necesita un estado bueno de físico. Antes me sabía tomar mis tragos, sabía fumar cigarrillo, bastante, y eso a uno lo detiene bastante también. A mí sinceramente me daban ganas de renunciar a veces. Es que a uno le toca correr bastante. Ahora ya no me cansa tanto. Yo soy el que más brinco […]. (Guzmán Peñuela, 2014, p. 48) Así como el chapil les quita el cansancio a los toros, que necesitan suficiente fuerza para desempeñar su papel, la relación entre aguardiente y fuerza aparece en otras festividades de la región. En Muesmuerán Bajo, vereda de Córdoba, se celebra la Fiesta de la Virgen de las Lajas el mismo fin de semana de la Fiesta de San Francisquito. El último día del festejo se realiza el tire de gallos . Este consiste en el enterramiento hasta el pescuezo de un gallo vivo, que es decapitado por una niña o un niño con los ojos vendados. Le asesta un fuerte golpe con el machete que lo deja agonizante, y termina de morir mientras es desenterrado de su tumba prematura. Enseguida el síndico llama a dos personas del público, quienes deben tirar del gallo. Cada una coge un ala y una pierna, halando hasta desmembrarlo. Tirar del gallo
es una danza en la que se da vueltas en pareja con movimientos sincronizados al ritmo de los gritos y festejos de los asistentes. Debido al agotador esfuerzo de los bailarines, cada tanto el síndico los detiene para darles chapil de color rosado y sabor dulzón, diciéndoles: “tome la fuerza, tómese uno para que tenga fuerza”. Cuando el gallo es desmembrado, los bailarines bien chumados persiguen a los fieles, quienes corren despavoridos para no ser manchados con la sangre del gallo. El bailarín que logra quedarse con la mayor parte del animal, se lo lleva a su casa. El chapil, como San Francisquito, sale del interior de la tierra, desencadenante de la ferocidad de los toros y del estado salvaje de las personas. Durante el tiempo del chancuco en Aldana, se hizo aguardiente de forma artesanal en las casas. Se le llamaba chancuco porque era ilegal debido a la manera en que se preparaba y porque implicaba el delito de contrabando, al ser distribuido por buena parte de la exprovincia de Obando (Ortiz Hernández, 2011). Por esto, en su proceso de fermentación se escondía bajo tierra de los guardias, que lo buscaban como quien busca los entierros de infiel: jurgando el suelo con unas varas metálicas, hasta dar con la olla de barro (p. 18). El chancuco era un secreto cocinándose bajo la tierra. Aunque en la actualidad ya no se produce chapil en Aldana –o por lo menos no tenemos noticia de ello–, sí se consume uno proveniente de los guaicos : poblaciones como San Diego, Ricaurte, Samaniego o Ancuya, donde cultivan y muelen la caña para destilar el licor, que llega a las tierras frías escondido en grandes cantinas dentro de los camiones de carga. Aunque ya no es de origen subterráneo, el chapil proviene del interior de las montañas andinas. A los guaicos también les llaman huecos y sabemos que, por lo menos para los frianos , son lugares pesados. Incluso en Ipiales, donde se supone está amansada la tierra debido a la urbanización, al pasar por sectores que implican un descenso y están rodeados por elevaciones de tierra, pega el mal aire. El trago que anima a Veneno y Grano di’Oro en las fiestas tiene las facultades de lo pesado y lo salvaje, provocando en los danzantes su expresión más jodida. Según doña Rosario, doña Erminia y doña Esperanza Yanalá, “las fiestas de San Francisco sabían ser miedosas porque sí que eran bien peliaringos esos hombres y terminaba alguno muerto”. En aquel tiempo, estos andaban con el perrero –o las pistolas– a la cintura, por lo cual si dos enemigos se encontraban “¡era de miedo!” y, por tanto, “era bien feo ir a las fiestas”. Las rencillas eran seguras cuando en las celebraciones se aparecían vecinos del municipio de Pupiales, pues ellos “se creían mejores y no se creían indígenas”, porque “eran bien blanquitos” y se burlaban del color oscuro de los aldanenses. Hoy, las fiestas de Aldana son menos miedosas, aunque casi siempre terminan en pelea. Nadie conoce el motivo que las origina, pero lo que sí es seguro es que hacia el final un par de borrachos, o más, terminan envueltos en una debacle de palabras balbuceantes, puños y patadas, cuando no machetazos o botellazos. Todo enfrentamiento es potenciado por la ingesta de traguito, no en vano a la chicha que está fuerte, la que emborracha, se le llama chumadora o pelladora , “porque cuando se chuman no piensan, no les da miedo nada”, nos explicó don Miguel Chapuez, síndico del Señor de los Milagros en Pupiales.
El mismo don Miguel Chapuez explica que la chicha chumadora “se prepara con maíz nacido que mastican los niños para después fermentarla en una olla forrada con cuero de vaca” (Galindo Orrego, 2012, p. 47). Se dice que las mejores ollas para conservar el ají o madurar la chicha brava eran las de infiel, porque ellas conservaban la esencia del indio, de lo salvaje, del monte (Ortiz Hernández, 2016, p. 74). Aunque hoy en día ni la chicha ni el chanchuco se elaboran como “adelante”, siempre tendrán algo del monte. ¹⁵ Cuando las personas se chuman con chicha bien madura o con aguardiente – cualquiera de sus variables–, se tiene por cierto que se “voltean”, se embrutecen, se vuelven salvajes, se hacen bravas y hasta “olvidan el nombre”, se olvidan del bautizo haciéndose “aucas” (Clavijo Salas, 2012, p. 79; Galindo Orrego, 2012, p. 47; Palacios, 2013, p. 98). Los aucas son niños sin bautizar botados o abandonados en el monte (en los potreros o en las zanjas). Pero aucas también son los infieles, “indios que no conocían la cruz”, aquellos indígenas antiguos, bravos, recios y buenos trabajadores de la tierra, que prefirieron enterrarse, o escaparse al monte y a los páramos para no ser encontrados por los españoles (Clavijo Salas, 2012; Palacios, 2013). La chuma es una vuelta, pues, y eso sabe ponerse a buscar pelea y todo. Con chicha o con chapil que traen de San Martín, Mayasquer y los guaicos, también se chuma. Ese chapil es bien bravo también. Eso quita los nervios para todo: lo saben tomar cuando van ahí a las fiestas de Cumbal, de la Virgen del Carmen, es que es, que hay corridas de toros y chumados pues la gente se les tira para voltearlo de los cachos. Siempre saber haber muerto allá. Y es que al chapil bien le dicen allá en Cumbal que es agua de cuca porque lo pone a hacer diabluras. Como esos cucos son demonios que espantan en la semana santa al que no cree y saben andar por las casas y lugares pesados. [...] Y como el chapil da fuerza entonces eso lo vuelve a uno como auca, como indio bravo, como los de más antes: esos sí que eran bien duros para trabajar la tierra: los propios indios, pues eran. (Palacios Palacios, 2013, p. 98) Preso de una fuerte chuma, a Jaime Clavijo Salas (2012) el mundo le dio “vuelta”: la puesta del sol se le convirtió en amanecer y la noche en mañana, y así llegó a las seis de la tarde a casa de doña Tulia con ansias de desayunar (p. 79). Con cada sorbo de traguito, los toros danzantes se vuelven más bravos, se voltean tornándose en los verdaderos animales; en medio de los juegos embisten, abrazan y montan a otros hombres de forma recurrente, cuando lo “más evidente sería embestir a las mujeres” (Gerardo Guancha, citado en Guzmán Peñuela, 2014, p. 50). Estando chumados, los hombres se vuelven más salvajes, irascibles, impredecibles y peliaringos , o sacan sus sentimientos y terminan llorando las penas (Martínez, 2014; Ortiz Hernández, 2016). Cuando en Aldana alguien se ha excedido con el aguardiente, no es extraño escuchar decir que “la chuma ya lo hacía rodar”. Lo contrario de la fuerza de la chuma es la debilidad. En Aldana, una persona está débil cuando no puede hacer satisfactoriamente las tareas que requieren esfuerzo físico, que en el campo son la mayoría, perdiendo la voluntad de hacer las labores que le corresponden, y se disminuye el deseo de comer. Es un refrán común: “una persona que no sirve ni para comer,
mucho menos sirve para trabajar”. Como remedio, se prescriben platos que no suelen consumirse a diario y que son de alimento . En los casos más leves, funciona el jugo de zanahoria con naranja y alfalfa, o la infusión de geranio negro, y para casos más graves, el caldo de cuy guagua (bebé), el caldo de cuy negro o la carne de algunos animales del monte, como la raposa y la zorra. Se trata de alimentos difíciles de conseguir. Una alternativa para recuperar las fuerzas perdidas es consumir los huevos del toro , haciendo un jugo. Si los toros pierden fuerza con la castración, resulta apenas lógico que las personas puedan llegar a adquirir un poco de fuerza al consumirlos. El tolay , que es el pene del toro, también se recomienda como cura de la debilidad. Para prepararlo se debe pedaciar y cocinar en la olla a presión, haciendo un caldo que restablece a los débiles. La palabra tolay deriva de tola , como llaman a las elevaciones de tierra menores en Aldana. Es un quechuismo que en Ecuador y la costa pacífica suroccidental de Colombia significa “montículo funerario de la época precolombina”. En Chile, tola se refiere a “trozo o apéndice alargado de una cosa o de una sustancia”, y en Costa Rica, a “testículos” (Asociación de Academias de la Lengua Española, 2010). Tola es una prominencia en la superficie de la tierra y los apéndices de los cuerpos masculinos que permiten la reproducción. Debido a que los verbos en el quechua terminan en y , no es descabellado tomar tolay como una acción, la de crear una elevación. De hecho, cuando en Aldana sirven los platos de comida, se espera que sea bien tolados , es decir, con forma de monte rebosante. Hablaríamos, entonces, de la capacidad que tienen los toros para hacer una tola en el vientre de las vacas: de preñar. Tola en los diccionarios quechua-español remite a la palabra tula , que en quechua ecuatoriano quiere decir “estaca” (Sepdi, 2009, p. 139), y en inga peruano, “bastón o palo puntiagudo para abrir hoyos en el terreno donde se depositan las semillas” (Wise, 2002, p. 233). Un palo que se introduce en la tierra, la estaca, en el primer caso y, en el segundo, uno especializado para enterrar semillas. Las definiciones del palo de madera que se introduce en el suelo cobran sentido en la medida en que los toros no solo fertilizan a las hembras de su especie, sino que, al voltear la tierra en yunta, con ayuda del arado, crean los surcos donde se depositan las semillas. “La acción de voltear la tierra también es conocida como tolar” (Mamián Guzmán, 2004, citado en Ortiz Hernández, 2016, p. 158). En Aldana, cada vez hay menos toros destinados a la labor agrícola, pues arar los campos con un tractor toma menos tiempo y resulta más económico. Sin embargo, los mayores aún sostienen que es deseable trabajar la tierra con animales. Don Arquímedes le explicó a Jaime Clavijo (2012) que mientras los tractores abren el suelo, dañándolo, “los toros sí sabían trabajar la tierra”, pues ellos no solo van sacando la tierra negra de abajo, mientras van poniendo la tierra mala adentro, dándole la vuelta con el arado, sino que el vaho de su aliento al contacto con ella le da fuerza, haciendo que los alimentos se críen bien (p. 16). Fuerza indómita que imprimen en la tierra a través del trabajo y que, en principio, proviene de sus bajos o de lo bravo que pervive en el ganado vacuno, aunque, como ya hemos señalado, con el ganado y el trabajo se amanse la tierra.
San Francisco proviene del subsuelo, mientras la yunta penetra la tierra con el arado para voltearla. Vuelta es en el mundo de los pastos el principio fundamental de la regeneración de la vida. El santo y los animales tienen la virtud de aumentar el potencial reproductor de la tierra; el primero con la lluvia y los segundos con el vaho de su aliento y con la fuerza que le imprimen al arado. Al mismo tiempo, son bravos y jodidos, causan estragos y, sobretodo, niegan la posibilidad de la abundancia. El carácter jodido del santo y los toros proviene de la cercanía con un tiempo de antes , de los infieles, quienes tuvieron cola y no se dejaron dominar, permaneciendo aucas. Antoinette Molinié (2003) denomina toro indio al resultado de la adopción de los bovinos, provenientes del viejo mundo, por la mitología de los pueblos andinos de Perú y Bolivia, en donde también se les atribuyen orígenes subterráneos, normalmente asociados a una laguna. En Aldana, nos encontramos con dos danzantes que bailan, juegan y que, imbuidos de chapil, se convierten en toros bien toros que revelan en la iconografía de sus trajes la relación inexorable con las mitologías andinas del toro, como propone de manera intuitiva María Isabel Galindo (2012). La primera relación que Molinié sugiere entre el toro andino y su ancestro hispánico es la asociación con la virilidad, tanto en la simbología de las corridas de toros como en la siembra. En el norte de Potosí, durante el ritual de paso de la juventud a la adultez, “los hombres usan una máscara de piel y en parejas simulan un arado en el que ellos serían los toros y […] después salen a corretear a las muchachas y a montarlas” (2003, p. 20). Así mismo, en la Fiesta de la Herranza, en Perú, cuyo propósito es pedir por el crecimiento del ganado vacuno y su abundante reproducción, hay un día para el juego en el que los humanos reemplazan a los animales en los corrales mientras estos se encuentran dispersos en los campos (Tomoeda, 2013 [1981]). Las personas beben chicha con profusión y “a veces el hombre que imita al toro intenta subirse a la espalda de la mujer que hace de vaca […] viendo a las mujeres jóvenes que chillan, los espectadores comentan –esa vaca seguramente va a tener crías otra vez–” (p. 126). Tomoeda también registró fiestas patronales o cívicas donde se celebra con corridas de toros y se da un momento llamado “runa toro (hombre toro) porque el hombre simula al toro, cornea a otros asistentes. Las mujeres imitan a las vacas, realizando juegos con sentido sexual” (p. 228). “¡Esos toros están bien toros!”, grita el público de la fiesta mientras algunos de ellos son embestidos por el par de ejemplares. Sementales tremendamente efectivos, o como dirían en Aldana, “padrones” grandes, bonitos y “enteros”, no por nada les gritan la sentencia “¡anote la fecha!” a quienes son embestidos durante la fiesta. Cuenta Veneno que don Manuel Erira, uno de los negros, decía: A la vaca que la agarra le deja tres, cuatro terneros [risas], eso es el Veneno, decía, el Grano di’Oro, antes era el vapor de leche [fuerte carcajada de don Gerardo]. Y ya llegaba el año otra vez y decía: bueno ahora sí me tienen que pagar por las crías que son buena raza. Y cómo fregaba el hombre. (Guzmán Peñuela, 2014, p. 51)
Con la complicidad entre el negro y los toros, estos dan muestra de su esencia, que no es otra que: saberle jugar, o sea, ¿cómo le digo? Que tenga la gente siquiera ánimo de correr. Pues como de temor ¿no? Se puede decir que no se atreve a veces a torearnos la gente ¿no? Y a veces como que la gente tiene miedo… Hay unas personas, entre todos los de la ciudad, que le tienen un miedo y a los que más les gusta pues lo torean a uno y uno les sigue la jugada y entonces ahí se vuelve una fiesta… Antes era más, se robaba a los niños y a las señoritas. Por decir usté estaba con su novio, iba el toro y se la robaba, entonces esa era la esencia. Y si me paga tanto se la devuelvo si no pues qué pena y entonces eso cría como esa adrenalina se puede decir… Hay gente que no le gusta, pero es juego, es como un carnaval. (p. 51) José María Arguedas y Francisco Izquierdo Ríos (2009 [1947]), en su recopilación de cuentos y leyendas peruanos, encuentran que Amaru, una serpiente monstruosa proveniente de los lagos, fue sustituida en las leyendas “La laguna de las campanas” y “El cerro encantado”, del departamento de Ayacucho, por el toro. En la primera, se le llama Amarua a un toro, mientras que en la segunda hace referencia a una montaña, en la que habita un toro encadenado a una sirena. De esta forma, los autores aseguran que: El toro convertido en Amaru pierde los atributos de ferocidad, de monstruo maligno, del antiguo Amaru; por el contrario se le concibe ahora, en general, como un illa benéfico; o como un ser misterioso, un hermoso monstruo domeñable encadenado por una sirena o una niña; y a lo sumo como una fiera solitaria y huraña que habita el fondo de las lagunas de las altas punas y que devora enfurecido a las otras bestias que se aproximan demasiado a las orillas de las aguas que le sirven de morada. (2009, p. 141) Molinié (2003) argumenta que, en el mundo andino, los cerros son divinidades que se veneran y los toros se asocian a ellas como sus representantes en la tierra o, en ocasiones, como la encarnación misma del cerro. Los pueblos andinos adoptaron al animal dentro de sus mitologías y situaron su origen en el interior de la tierra, dentro de un cerro o una laguna, convirtiéndolo en otro miembro más de ese pasado andino que se encuentra bajo tierra. Durante las faenas de toros, “la sangre vertida en la corrida andina va dirigida a estas potencias que habitan el paisaje andino” (p. 31). Acerca del toropujllay , corrida ritual en la que el toro lleva un cóndor encima, dice Molinié: El toro está relacionado con el mundo telúrico de los incas y con el mundo hispánico de dominación propio de los mistis […]. El toro lleva sobre sí, a la vez, el espacio y el tiempo indio. En él se superponen el inframundo donde yace el pasado indígena y el mundo domesticado presente del pueblo donde lo encierran para correrlo. (p. 32) A pesar de que en Aldana no hay corridas de toros, la danza ha sido comparada con ellas cuando los negros bromean con el público, como cuenta Gerardo Guancha acerca de un danzante que engañaba a la gente invitándola a ver toreo en las fiestas de San Francisquito:
Llegaba en caballo, al revés todavía, al pueblo invitando a la gente, que vayan a la fiesta, que va a haber toreo y un resto de vainas y la gente pues al principio se había comido el cuento ¿Toreo en la Laguna? Y eso que se vía lleno allá. Cuando salen los danzantes. ¡Negros bandidos! [...] Una vez que fuimos a Cumbal, como que’ra, dice vea señores pasa que va a haber un toreo, se quedaron oyéndolo y dice, traigo unos toros importados, dice ¿no? Y esos toros son muy peligrosos y todos calladitos ahí ¿no? Si quieren verlos ahorita mismo los traigo, los vendo de pronto. Y él los vendía y le tenían que dar alguna cosa. Y ahora le traigo al buey, y son de los bien peligrosos, de los grandotes. (Guzmán Peñuela, 2014, p. 51) María Isabel Galindo se refiere a la vestimenta de los toros de la fiesta: “Los bueyes tienen en las patas cascabeles, serpientes. Es un toro-serpiente” (2012, p. 27). De sus cabezadas dice que por ojos tienen un par de espejos, “pueden ser ojos de agua puestos, como los toros, sobre los cerros. Los cerros serían los toros” (p. 34). Coincide en todo con las observaciones referidas de Tomoeda, Molinié y Arguedas e Izquierdo. Todos los cerros son jucos y contienen algo en su interior, siempre agua y, en ocasiones, otras sustancias, nos explicó don Miguel Cáliz. El juco es un tubo del largo de un brazo usado para soplar las brasas del fogón. Se dice que son jucos todos los objetos que son huecos. La forma juca de los cerros les permite conservar dentro algún contenido –azufre, granizo o agua– que sale al exterior por medio de sus cavidades: ojos de agua o bocas de granizo , como ocurre en el cerro Gordo. Tierra y agua posibilitan la vida de las plantas, los animales y la gente. De ambos elementos también se componen los cerros, así como el lodo o barro que, según los diccionarios dekichua de Ecuador (Sepdi, 2009, p. 140) e inga del pastaza en Perú (Wise, 2002, p. 236), se dice “turu”; en el diccionario quechua-español de la Academia Mayor de la Lengua Quechua del Cusco, traduce “t’uru” como barro o lodo (2005, p. 675); y en el Diccionario Geológico (Dávila Burga, 2011, p. 810), que incluye quechuismos, se define lodo o barro como turo o tturo . ¹⁶ En el mundo andino, la relación entre el toro y el barro –o el lodo o los aluviones– se realiza en eventos de avalanchas y guacas que se pueden rastrear desde Colombia hasta Bolivia (Suárez Guava, 2013). La famosa canción “El toro barroso”, compuesta en ritmo de san juanito por Luis Alberto Valencia, presenta una imagen familiar para los aldanenses, pues aparece con frecuencia en la Voz de los Pastos, la emisora indígena. Barroso es una de las pintas oficiales de los toros de lidia. Esta canción presenta a uno de estos ejemplares, ciertamente un toro bravo destinado al ruedo, al frente del ganado que desciende del cerro, acaso como una avalancha. La manada bajando del cerro con el toro barroso adelante, ya regresa a la hacienda, y el perro va cuidando el rebaño adelante. Como ya se había establecido, Amaru puede ser serpiente o toro. Carmen Salazar-Soler, en su etnografía sobre los mineros de Huancavelica, habla
sobre las avalanchas producidas por corrientes de agua subterráneas o serpientes. Estas traían a rastras un toro monstruoso con ellas: [La serpiente Amaru] es a veces considerada como la representación animal de la divinidad de la mina, otras veces como su compañera y, en algunos casos, como un mensajero que sale del interior de la tierra causando accidentes […] para recordar a los mineros que han olvidado llevarle ofrendas o para castigar a aquellos que están en la mina sin pedir su autorización. (1997, p. 424) En los Andes del centro de Colombia, también hay registro de avalanchas que bajan comandadas por un toro. Luis Alberto Suárez (2008) transcribe la conversación de una pareja de alfareros de Ráquira que relata cómo un rico del pueblo agarró una yunta de bueyes de oro que arrastraba una borrasca que bajó por el río (p. 264). Encuentra, según la versión de un habitante del norte del Tolima, que cuando se vino el volcán que formó la represa del Sirpe en 1985, en él bajaba un toro de oro. También cita en pie de página al cronista Cieza de León, que asegura haber leído acerca de provincias en los Andes peruanos donde tenían por Dios a lo que parecía ser un toro (p. 276). El pasado subterráneo de los infieles no está encerrado de forma hermética, sino que emerge cada tanto a la superficie, manifestándose en los huecos, las zanjas, los cuerpos de agua, los cerros y sus cavidades, que unas veces son ojos y otras bocas. Todos estos son lugares pesados y lo son, como hemos explicado, debido a que contienen algo. Agua, por lo menos, pero también otras sustancias y, sobre todo, un carácter ambiguo que enferma y protege, que tiende a la abundancia y también la niega, según la ocasión. Los lugares pesados son también la evidencia de la forma juca del mundo. Por esos jucos subterráneos circulan las fuerzas básicas que ayudan y afectan la vida de los aldanenses. Siempre papas, pero no las mismas El aporte teórico y metodológico que Luis Guillermo Vasco (2002) hizo a la antropología con su propuesta de recoger los conceptos en la vida parte de plantear que, contrario al pensamiento occidental, que considera el conocimiento como una creación humana, para las sociedades indígenas este existe objetivamente, fuera de la gente, y se encuentra en la realidad material. Es decir, que las cosas son también conceptos. Ahora bien, existe una lógica con arreglo a la cual entran en relación estos conceptos y que en términos de Suárez Guava (2013) sería una teoría del mundo o el marco de referencia que da cuenta de un mundo particular: su forma, su funcionamiento y las posibilidades de acción que les ofrece a los humanos. Estas teorías surgen del mundo mismo, de la experiencia y práctica humana en él. En Aldana, hubo un tiempo en que el mundo fue un lugar miedoso, no por impredecible, sino porque tenía unas normas rígidas que le daban un limitado margen de acción a la voluntad humana. Para poder vivir, las personas debían negociar con la tierra y sus seres. Tras la introducción del dinero, de los cultivos extensivos y la proliferación de los potreros, la producción de alimentos dependió del uso de funegantes , abonos y otro tipo de presiones que se aplican sobre una tierra sobreexplotada y enflaquecida
. Ahora solo es necesario transar con aquello que conserva en alguna medida su estado salvaje y que se sabe pesado o bravo, es decir, con los reductos de monte en las zanjas, los cerros, los cuerpos de agua y en todo lo que ha estado en contacto directo con la tierra y que conserva un contenido oculto y una fuerza particular. Las experiencias del monte, que en el pasado ocurrían casi a diario, son equiparables a las que ocurren actualmente en presencia del santo y el toro; fuerzas multiplicadoras y salidas de la tierra. El santo y los danzantes (quienes son otra forma del ganado) son depositarios de una fuerza que los hace bravos y jodidos, o generosos y serenos, o serenos y bravos y generosos y jodidos. Las personas se saben a merced de la voluntad de ellos y buscan constantemente la forma de ganar sus favores; fascinadas frente al bello e imponente toro bravo o de rodillas bajo la imagen del pequeño San Francisquito, que los pisa cuando recorre el resguardo recogiendo limosnas. Con el traguito las personas logran ponerse en contacto con lo esencial de un mundo del pasado, que permanece enterrado, haciendo que los toros sean bien toros, que los hombres vuelvan a un estado salvaje y permitiéndoles transar con todo lo pesado y bravo. Durante la Fiesta de San Francisco, las personas mismas se vuelven generadoras de la duplicación, cuando deciden llevar consigo una olla encantada, una melga o un castillo, y también cuando escapan hacia las zanjas para reproducir al pueblo pasto. Del trago, originario de los huecos, en diferentes sentidos, proviene también la fuerza, aquella que lleva a los hombres a pelear y a los toros a jugar, y también la necesaria para el trabajo, pues en tiempos de minga la chicha, al igual que la comida, debe ser abundante: cuando se ha consumido licor, aún más chapil, el cansancio no se siente. No en vano, en el suroccidente nariñense, se tiene por cierto que, para trabajar la tierra, ya sea con animales o con el cute, “toca ser bravo. Eso es duro: llevar la yunta, guachar para sacar el adobe voltiado, remover la tierra” (Palacios, 2013, p. 99). La fuerza se obtiene en el transcurso de la vida, mientras las personas se van enseñando o habituando a vivir en un lugar (Ortiz Hernández, 2016, p. 48), y se imprime a través del trabajo de la tierra, como le dijera doña Esperanza a Jaime Clavijo Salas: “Así saben decir, que el que toca la tierra es más fuerte, es más alentado; no ve que la tierra alienta, envejece, pero alienta” (2012, p. 33). Pues, esencialmente, “la tierra es el lugar de la fuerza porque la inculca al tiempo que la exige”, solo a través del trabajo se logra cosechar los alimentos que posteriormente darán la fuerza para realizarlo, “en un ciclo ad infinitum ” (Ortiz Hernández, 2016, p. 64). Los buenos trabajadores se reconocen porque su cuerpo es grueso, producto de su buena alimentación, pues “el que no sirve para comer no sirve ni para trabajar”, y porque han vuelto el cuero bravo o se han endurado a través del trabajo de la tierra; y los mejores trabajadores fueron los infieles de antes. La Fiesta de La Laguna es un evento de la reproducción en Aldana. En esa celebración, ocurrida año tras año en un lugar pesado (hueco y con agua), se conjugan personajes, sustancias y acciones que resultan en un modelo de las relaciones que reproducen a los alimentos, a las personas, a los animales, a los montes y a la abundancia en el resguardo. Para ello es necesario traer a
la superficie esa fuerza indómita que aún contiene y que en principio tiene la capacidad de reproducir. La acción del santo y los toros se centra en penetrar la tierra, aprovechando y creando a un tiempo la forma juca del mundo. El santo con la lluvia y el toro con el arado y el vaho de su aliento permiten los tránsitos de la fuerza y la regeneración de la vida, un continuo que no termina, que va de un estado a otro, entre arriba y abajo, adentro y afuera, pasado y presente, y que transforma la semilla en fruto, el fruto en alimento y vuelta semilla a la tierra. Aunque siempre sean papas, nunca son las mismas. Referencias Academia Mayor de la Lengua Quechua. (2005). Diccionario Quechua Español Quechua (2 a ed.). Cusco: Gobierno Regional Cusco. Arguedas, J. M. e Izquierdo Ríos, F. (2009 [1947]). Mitos, leyendas y cuentos peruanos . Madrid: Siruela. Asociación de Academias de la Lengua Española. (2010). Diccionario de americanismos . Recuperado de http://www.asale.org/recursos/diccionarios/ damer Clavijo Salas, J. (2012). Las vueltas que da la vida: el cute; una herramienta y un concepto en el sur andino colombiano (trabajo de pregrado). Universidad Nacional de Colombia, Bogotá, Colombia. Dávila Burga, J. (2011). Diccionario Geológico . Recuperado de http:// www.geoss.com.pe/docs/DICCIONARIO%20GEOLOGICO.pdf Diccionario de mitos y leyendas . (s.f.). Las Cuatro fiestas más importantes de la cultura andino-amazónica. Recuperado de http://www.cuco.com.ar/ cosmovision_andina.htm Galindo Orrego, M. I. (2012). Perdida en el monte encantado: santos, infieles y tundas . Un camino entre los Andes y el mar (trabajo de pregrado). Universidad Nacional de Colombia, Bogotá, Colombia. Guzmán Peñuela, L. (2014). Mansos y jodidos: animales y cristianos en el sur andino de Colombia (trabajo de pregrado). Universidad Nacional de Colombia, Bogotá, Colombia. Martínez Quijano, N. (2014). ¡Anote la fecha! Cuentos de enamorados, vuelta algunas formas de suerte en Aldana-Nariño (trabajo de pregrado). Universidad Nacional de Colombia, Bogotá, Colombia. Molinié, A. (2003). Metamorfosis andinas del toro. Revista de Estudios Taurinos , 16 , 19-34. Ortiz Hernández, N. (2011). Chancucho, aguardiente y trampa. Una etnografía de Aldana (Resguardo Indígena de Pastás) (trabajo de pregrado). Universidad Nacional de Colombia, Bogotá, Colombia.
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resguardo indígena de Pastás, en Aldana, municipio del suroccidente de Nariño, en la frontera con Ecuador, con el fin de desarrollar nuestros trabajos de grado en Antropología de la Universidad Nacional de Colombia. Llegamos a Aldana sin saber exactamente hacia dónde nos dirigíamos en septiembre de 2010, gracias a María Inés Reina, Carlos Páramo y Luis Alberto Suárez. Regresamos por lo menos una vez por semestre, en lapsos de una semana o un mes, hasta 2014, con la única certeza de que para escribir debíamos hacer trabajo de campo. Nuestras reflexiones y el aliento para producir este escrito se nutrieron de la lectura y discusiones del Grupo de Estudios Etnográficos de la Pontificia Universidad Javeriana, que por un tiempo ha meditado sobre el trabajo de campo y el quehacer antropológico en Colombia. 1 Fiesta andina de la fecundidad y la feminidad realizada el penúltimo o el último fin de semana de septiembre, tiempo del segundo equinoccio del año. El Colla, Coya, Koya o KillaRaymi celebra el fin de la preparación de los campos y el inicio de la siembra de los cultivos propiciada por la temporada de lluvias que fertilizan la tierra. Se pide a la Pachamama que abra sus entrañas, reciba las semillas y las germine con el fin de que se multipliquen los sembrados. También es un homenaje y reconocimiento a las cualidades femeninas para el sostenimiento físico y espiritual de las comunidades andinas ( Diccionario de mitos y leyendas , s.f.). Aunque reconocemos que el traslape entre la celebración de San Francisco y la del Coya Raymi no puede ser gratuito, consideramos que tanto el santo como los elementos de su celebración en Aldana entrañan sentidos profundos cuya comprensión implica tener en cuenta mestizajes, negociaciones y resistencias que, para nosotras, no son una simple trasposición de un elemento indígena por un santo, que así mismo se puede volver a remover. Prueba de ello es que ninguno de los pobladores de Aldana, fiesteros o visitantes, dejaron de llamarle “Fiesta de San Francisquito”. 2 Es una mazamorra fría de almidón de maíz fermentado y aromatizado con ramas de arrayán. Una preparación a mitad de camino entre una bebida y un alimento sólido, pues tiene un poco de líquido donde flotan numerosas pepas de mote cocinadas por varias horas. El champús se endulza con abundante melado de panela justo antes de servir. Su preparación es compleja. Dicen que cuando se está cocinando las mujeres embarazadas no pueden acercarse a la cocina porque corre el riesgo de dañarse. Aunque normalmente es hecho para homenajear a los santos en sus fiestas o veladas, algunas mujeres suelen prepararlo para vender los domingos después de la misa en el parque central del municipio o los lunes frente al cementerio cuando las personas visitan a sus familiares o conocidos muertos, pues el primer día de la semana es el festejo a las ánimas. 3 Puerco adobado y cocinado al horno de leña. Lo particular de la preparación nariñense es que la carne del cerdo es pedaciada y puesta de nuevo dentro del cuero para que se cocine en sus propios jugos. Es ofrecido durante las fiestas de los santos, bautizos, grados y comuniones. 4 “Grano entero y bien cocido del morocho. Por lo general, se cocina con ceniza y plantas como el marco (altamisa) para ablandarlo” (Ortiz Hernández, 2016, p. 178).
5 Mustela frenata , o comadreja andina, es un pequeño y delgado mamífero. Son temidos y repudiados en el suroccidente colombiano por comerse el cerebro de los cuyes a través de un pequeño orificio que hacen en su cráneo. 6 Didelphis albiventris , otro mamífero poco apreciado por comerse los cuyes y las gallinas; tiene la cabeza grande, el cuerpo alargado, de color blanco y negro. Particularmente, estos animalitos son buscados por los aldanenses, pues preparado en caldo cura los granos en la cara o acné. 7 Fiesteras y fiesteros son los devotos de santos patronos y vírgenes del resguardo. Anualmente, pagan una cuota para celebrar al santo en su día y durante la fiesta son identificados con una cera blanca. A lo largo del año, fiesteras y fiesteros toman turnos para velar al santo de su devoción en su hogar. Invitan a familiares, amigos y vecinos, a quienes ofrecen comida y bebida, después de que han acompañado a rezar algunos rosarios y novenas al santo, de manera muy similar a lo que se acostumbra en los funerales. 8 La remesa es un mercado básico de productos empacados, como granos, pasta, arroz, aceite y panela. La remesa se compra en los días de mercado. 9 En los tiempos de antes, los baldes y canastos eran vasijas de barro llamadas ollas encantadas ; escondían algún tesoro comestible. Doña Tulia Piarpuzán recuerda que jugaban a romperlas mientras todavía estaban colgadas, como si fueran piñatas. Sabemos que las ollas encantadas eran como los infieles (vasijas de barro con las que se enterraron los indígenas a la llegada de los españoles en el siglo XVI ) que hoy adornan algunas de las casas de quienes fueron guaqueros. Siendo así, se trata de tesoros misteriosos que cuelgan en la capilla del Taita Guaca por excelencia (ver infra ). 10 En principio, se entiende que el sungo es el hígado, pues así se llama en el cuy, rescatado con el fin de asarlo en fogón y disfrutarlo con maicenas (crispetas) o con maíz tostado. María Inés Reina (en conversación personal) nos aclaró que el sungo puede ser también el corazón o, mejor aún, el conglomerado de las tripas: corazón, pulmones, riñones, hígado e intestinos. 11 Presumimos que Jaucadilla es el nombre del fundador primigenio del resguardo referido por María Inés Reina (2010, p. 9). Lo que hoy es llamado resguardo indígena de Pastás sería fundado hacia el año de 1728 por los caciques indígenas Antonio Jauja Illa y Narcisa Quiscualtud, a quienes los dioses revelaron el lugar elegido para levantar el caserío a través del canto de un gallo. 12 Así es conocido el búho, cuyo canto en las noches es presagio de muerte. 13 Suárez Guava (2009) propone una explicación para entender las guacas como conceptos objetivamente vividos que sirven como ordenadores del mundo y que nosotras trasladamos a la relación que las personas establecen con lo pesado, el monte, y que se manifiestan en las experiencias del monte. “Una guaca es, en principio, ‘una riqueza’ [...] que se encuentra oculta, pero se muestra ocasionalmente [...]. Si recordamos el cerro de Juan Díaz, a las lagunas y los nevados, podríamos ampliar la definición y decir que una guaca es una cosa oculta dentro de otra, y a la vez es una cosa que cubre a
la primera. Es contenido y continente, ambos preciosos y terribles. Una guaca es una cosa que es dos y es dos cosas que son una. Es una cosa dentro de sí misma y la misma cosa fuera de ella [...]. Es una fuerza que no cesa, que provoca lo que ocurrió y lo que sigue ocurriendo. La guaca es el toro y lo que el toro guarda, y el cerro con el toro encima, y el nevado en la laguna llena de oro y yelo. Una guaca es Juan Díaz que es Juan Ruíz, y es el nevado y el encanto, es el cerro y el hombre [...] (pp. 391-392). 14 Una noche, al estar nosotras merendando en casa de los Reina Piarpuzán, los perros comenzaron a latir más que en otras ocasiones. Doña Esperanza dijo: “ese debe ser don Tomás que ya está recogiendo los pasos”. Don Tomás era un vecino de la vereda que llevaba cerca de un año enfermo. Apenas doña Esperanza terminó la frase, recibió la llamada de una vecina que le avisaba la muerte del mayor. 15 Según Galindo Orrego (2012), “Con maíz se hace chicha y champús: la chicha emborracha –si es chumadora– y el champús se toma en las fiestas de los santos. De los santos (como San Francisco) que han sido encontrados en el monte y que median entre este y los hombres. Moliendo caña se hace guarapo, el guarapo puede ser viche o chapil emborrachadores. La tunda, como Juan Chiles –hermano de la moledora–, tiene la capacidad de parecer cualquier cosa: aparece como persona o como animal o como rama. La tunda se presenta como la madre, la novia, la tía, la hermana, una guagua […] Juan Chiles podía convertirse en toro, en ave, en rama […] pueden transformarse, ser otra cosa. Son monte. Juan Chiles se manifiesta, a veces, en la furia del cerro; la tunda se despide tormentosamente” (p. 86). 16 La coincidencia entre turu y toro no nos parece gratuita, más aún en los Andes peruanos, en donde se intercambian, en ocasiones, otros pares de palabras cercanas: “[…] es similar a la que expone Hiroyasu ‘La palabra waka que la gente utiliza para denotar el ganado vacuno, proviene de vaca en castellano; sin embargo, la palabra waka también ha existido originalmente en quechua, cuyo significado abarca el concepto muy amplio de lo sagrado, objetos sagrados y deidades. Cuando los campesinos bajan al pueblo arreando toros y gritando ‘huaca’ quizá podrían sentir a través de la coincidencia del sonido lo sagrado y el toro’” (Tomoeda, 2013 [1981], p. 213). María del Pilar Rivera (2010), en su pesquisa bibliográfica, encuentra otros nombres que recibe “la Vieja del monte”. Llama la atención Turumama, pues la palabra turu estaría relacionada con el concepto de monte que, como habíamos señalado, tiene la característica de contener agua, como la zanja o el cerro. Sangre vertida en sangre: remedio y castigo en el cuerpo de los nasa * Andrés Felipe Ospina Enciso Universidad Pedagógica y Tecnológica de Colombia ( UPTC ) Entrada
En la justicia indígena del pueblo nasa, el cuerpo es el objeto de decisiones y acciones que buscan castigar a un infractor, remediar la culpa, así como restablecer el equilibrio roto en la comunidad cuando un crimen, una agresión o un daño han tenido lugar en el territorio ancestral. Un caso dramático a la vez que complejo es lo que la justicia tradicional hace con el cuerpo cuando ocurre un asesinato en la sociedad. Tanto el cuerpo de la víctima como el del victimario sufren un severo tránsito a la hora del castigo, que los nasa también llaman remedio. Como parte de la condena y la limpieza ritual que se acostumbra, el asesino tiene que cargar al muerto sobre sus hombros en un largo trayecto que inicia en el sitio del asesinato y va hasta la tumba, en el cementerio de la población. En ese trayecto, el cuerpo del muerto se vacía o voltea sobre el cuerpo del agresor, como una forma de descargar y limpiar la culpa por medio de la sangre que vierte la víctima sobre su asesino. Esta limpieza y remedio de sangre escenifica maneras distintas a las biomédicas e higiénicas de valorar las sustancias corporales. En este caso, la sangre vertida no es un agente de desorden o contaminación, por el contrario, su vertimiento sobre otro cuerpo es la manera de apaciguar el malestar y el desborde social producto de un crimen. Sin embargo, cuando la sangre vertida no circula de una forma recíproca y el orden no se reestablece, las tensiones sociales aumentan, causando nuevos conflictos. De cómo la sangre es un remedio o una afrenta en un sistema jurídico tradicional, y de cómo esta se proyecta en el ordenamiento social y territorial, este artículo quiere dar cuenta. Los eventos Los habitantes de Nasa Wesx, una de las comunidades nasa que se encuentran en el sur del departamento del Tolima, en el flanco oriental de la cordillera central, recuerdan que entre los castigos más duros está el que recibió Gonzalo ¹ , uno de los comuneros, quien, en una desafortunada noche de fiesta, cometió uno de los delitos más graves para los nasa según su justicia tradicional. En el recuento de Jhon Capaz, otro de los comuneros, esto fue lo que aconteció: Había un hombre en el caserío del que la gente decía que tenía un pacto con el Demonio. Al hombre no se le veía trabajar y sin embargo salía con plata todas las veces que bebía. Veían cómo despegaba con cuidado las etiquetas de las botellas de cerveza, las frotaba con sus manos y apenas lo volvían a ver, salía de las manos del hombre un billete todo nuevo. Pagaba las rondas de trago y si hacía falta dinero repetía la operación. Por esa razón y otras de su temperamento y frialdad la gente decía que estaba ligado con el Demonio. Una noche de fiesta en la comunidad, Gonzalo, que era un muchacho que no tenía problema con nadie y a quien la gente siempre ha visto como alguien muy trabajador y de casa, coincidió en la celebración con el hombre de los billetes. Cuenta la gente que Gonzalo fue hasta la barra del chongo, ² y pidió una bebida, para pagar tenía un billete de los más grandes. Cuando el otro hombre vio que Gonzalo pagaba con un billete de esos se le acercó y le dijo “¿usted me va a ofender con ese billete porque cree que tiene plata? Usted no tiene nada, pobre indio”, y le quitó el billete de la
mano y se lo destrozó. Luego se le burló por ser indio pobre. Sin decir nada Gonzalo se fue apartando de la fiesta, no reclamó, no buscó disputa. Salió para su casa, pero al rato volvió a la fiesta. Tenía entre el brazo un envuelto de papel periódico. Entró de nuevo a la fiesta, buscó a quien lo ofendió, del atado de periódico sacó un cuchillo de cocina, lanzó este sobre la pierna del otro. Le lanzó un piquetazo, pequeño, en el muslo, no buscó más, pero el pique cayó en una vena y el hombre se fue vaciando, y allí mismo murió. Gonzalo no corrió, no hizo más pelea o forcejeo. Allí mismo los del cabildo lo agarraron. Lo hicieron mover el cuerpo de aquel que había matado. A ese cuerpo lo tuvo que recostar, quitarle las ropas, lavarlo palmo a palmo, quitarle toda esa sangre que quedaba prendida a la piel. Luego él mismo tuvo que volver a vestirlo, ya con la ropa blanca con que suelen enterrar a los nasa. A la mañana, con la mirada de toda la comunidad encima, Gonzalo comenzó el largo camino hacia el Alto del Lucero [la punta de un cerro en la que queda el cementerio de la comunidad Nasa Wesx]. Sobre su espalda tuvo que cargar al finado por cada uno de los metros del camino, y por cada una de las 14 curvas empinadas que llevan a la entrada del cementerio. Para la justicia de los nasa quien mata debe cargar al finado, como uno de los castigos que recibe para cumplir con lo que exige la autoridad y remediar el crimen. Tiene que hacerlo solo, paso a paso y sin ayuda, bajo la mirada de todos los comuneros que ven como el hombre se carga a su muerto. Si el que mató se cansa de cargar, los del cabildo están detrás para darle fuete, para que siga. El caso de Gonzalo fue muy triste, y dirán otros, desagradable, pues cuando fue cargando a su finado, el cuerpo yacente comenzó a derramar la sangre y otros fluidos sobre el cuerpo de Gonzalo con lo que su cara quedó completamente bañada en esa sangre espesa de un matado. En ese baño de muerte, Gonzalo llegó al cementerio, abrió la sepultura [que para los nasa es una cámara lateral honda, de cerca de tres metros de profundidad]. Cuando escurrió al muerto hubo silencio y no el tradicional ruido que hace la gente en un entierro, cuando salen a comer sancocho, o a beber chicha, o con los cánticos e himnos, como hacen ahora los evangélicos. La gente se quedó en silencio como Gonzalo, y es verdad, Gonzalo casi no habla, tampoco volvió a tomar, y recién pasó eso por un largo tiempo tampoco volvió a dormir. Cada vez que dormía, Gonzalo veía cómo aparecía la cara de su muerto y cómo le empezaba a llover sangre encima de su cara. Que el que no duerme se vuelve loco dicen los indígenas. Bueno, es la hora en que Gonzalo sigue callado y a veces, sin poder dormir. (Tomado de diario de campo en Nasa Wesx n.° 5, octubre 16 de 2013) Por el lado del difunto, este quedó perdido de su cuerpo, según el mismo Jhon sigue contando:
Al tercer día los que fueron a visitar al difunto encontraron que este ya no estaba en la tumba. En la misma había un hueco que parecía más un revolcado, entonces ahí mismo fue Diablo, lo cargaron, completico. Fue el Diablo el que dispuso todo eso, él ya estaba esperando el alma del hombre, pasando sobre la de Gonzalo. Es que parecía que el Demonio le había dicho que a cambio de todos los beneficios y gustos que le daba, lo que quería a cambio era cargarse con una de sus hijas, pero el hombre no cedía, no entregaba por las buenas, porque no le quería cumplir ni al Diablo. Entonces el Diablo se lo tuvo que llevar, completico en alma y cuerpo, dejando no más ese hueco negro y hondo. (Tomado de diario de campo en Nasa Wesx n.° 5, octubre 16 de 2013) Una actuación de estas da cuenta de la crítica mediación entre formas de voluntad y control que componen el juego de relaciones entre la acción de los sujetos y el ordenamiento social. Tal juego se sostiene en prácticas severas que reivindican, desde el ejercicio de la autoridad y la justicia tradicional, el poder que tiene el castigo o la reprensión para remediar un hecho social punible y reestablecer el orden o la conducta alterada. Dicen los gobernadores o los encargados de impartir justicia en la comunidad que cada vez que se va a hacer castigo lo que de verdad se hace es impartir remedio. Y tiene que pasar por el cuerpo, se tiene que sentir, para que vaya pasando por la persona, pero también por el cuerpo de la comunidad y haga efecto. Puede ser esta las razón para que todos los castigos presentes en el marco jurídico de las poblaciones nasa tengan como objeto el cuerpo tanto de víctimas como de inculpados. El esfuerzo para que el cuerpo quede en tensión y fijado en la escena del castigo es notable. Cuando se discute entre el cabildo y la asamblea ³ una cepiada , ⁴ la gente hace corrillo en torno al cepo, que por lo habitual queda al lado de la sede del cabildo, o junto al lugar de las reuniones grandes. Alrededor de este cepo pueden clavarse cientos de ojos que esperan a ver la naturaleza y la forma de los castigos, y aguardan para ver la pena, las caras que hace el castigado, las caras de los que piden justicia y de los que quieren castigo. En ocasiones, la autoridad llama la atención sobre lo lamentable pero necesario de estos trabajos, en especial para que los comuneros, que todavía están aprendiendo sobre lo que se debe o no se debe hacer, pongan cuidado y aprendan. Así, el castigo puede hacerse para dar una enseñanza, para que sepan qué no se debe hacer, para no tener que sufrir esta suerte de castigos, y para que la pena que puede sufrir el compañero que van a colgar ⁵ sea el impedimento para futuros delitos, penas y castigos. Por eso los cabildantes dicen que el trabajo más duro es el de resolver ese tipo de problemas. La gente queda muy cargada, y hay que tener cuidado, porque si la gente siente que no se obra bien, que no se da la justicia adecuada, quedaría lanzado un problema más grande a futuro. Al empezar una colgada, todos los ojos se prenden del palo del cepo, los oídos retienen la intensidad de los gritos. Después del castigo, hay un corrillo habitual que comenta si el colgado gritó o no gritó demasiado, si se acordó de Dios y de sus padres, si pidió perdón o si le encargó a sus
hermanitos no hacer lo que él hizo, o si gritó que era inocente. Hay una atención especial en la respiración, pues la gente sabe que si el resuello no se escucha es porque el colgado se puede estar desmayando o ahogando. En estos casos, la autoridad lo debe bajar, de lo contrario el castigado se les puede morir. En la tradición de los primeros cabildos que existieron en los orígenes en Tierradentro, varias son las historias que cuentan cómo caciques feroces acostumbraban colgar a los enemigos de los dedos de las manos por largo tiempo para que muriesen asfixiados y desprendidos, de modo que el resto de los comuneros le temiera a la autoridad. ⁶ La gente de Nasa Wesx reconocen que el de hoy ya no es ese tiempo, sin embargo, sí se necesita que un castigado sienta, para que el remedio funcione. Con el cepo también vienen las marcas. Hay una relación entre el tiempo que el castigo dura y cómo queda el cuerpo después del flagelo. Los tobillos y las canillas (estas últimas son otra del cuerpo que tiene un gran significación en la vida espiritual del nasa) ⁷ dan cuenta de la marca de la presión de las tablas de madera del cepo sobre la piel, de los vasos sanguíneos explotados y de los tendones desgarrados. Además, ofrecen la impresión evidente de no poder caminar y de tener que ser llevados por otros, desde que el castigo es ejecutado hasta que puedan reincorporarse y tornar a lo que es su cuerpo. Pero, como en el caso de Gonzalo –la persona que carga con el castigo en la narración con que comienza este escrito–, las marcas de un castigo quedan en profundidades más hondas que las laceraciones, estas son: las del recuerdo y el sueño. Para la comunidad, son imborrables los detalles y las condiciones especiales en que cada uno de los castigos se ha hecho, más aún cuando, por las fuertes relaciones locales, todos los comuneros conocen a los castigados. No es extraño que por una u otra razón la gente de Nasa Wesx hayan pasado al menos una vez a visitar, por alguna clase de sanción, el cepo o el fuete. Al mismo tiempo, completamente enmarcado en la relación cuerpo-castigo está el cuerpo de la víctima, que puede considerarse desde dos dimensiones. Por un lado, está el cuerpo de quien es afectado, herido o muerto por las circunstancias de un delito; por el otro, está el cuerpo social que contiene a quien ha sido objeto de daño. Para la forma en que operan los vínculos entre los nasa, el cuerpo social del afectado se concentra en la vereda, división política y territorial de la zona rural donde se desarrollan las actividades vitales más esencial y donde sus habitantes fulgen como vecinos, como gente que se encuentra a diario. Además de la vereda, se encuentra la familia del afectado, quien negocia lo concerniente a los castigos o reparaciones que ordene el cabildo. Tanto familia como vereda son quienes hablan y demandan en nombre de la víctima. Esto genera dos formas de intervenir y reparar: una en el cuerpo individual y otra en el cuerpo social. Cuando la afectación implica que la persona queda herida o impedida, quien cometió la falta debe suplir las tareas que correspondían al afectado. Esto se resume en dos cosas: dinero y trabajo. Si el afectado no puede trabajar, el acusado deberá entonces trabajar en lo que hacía el afectado, o incluso el acusado deberá pagarle al afectado por el trabajo que dejó de hacer o por la ganancia que al dejar de trabajar dejó de percibir, reemplazando con su fuerza de trabajo lo que el afectado debía acometer en su parcela, vereda o comunidad.
Por otro lado, si producto del daño la persona muere, la reparación se traslada al cuerpo social que contenía a la víctima. Los de la vereda o la familia del finado exigirán el pago del muerto, pero en este caso la reparación ya no se puede medir únicamente en dinero o trabajo. Aquí, la deuda es una deuda de vida, que pone en tensión específicamente la vida del sindicado. Es este quizá uno de los momentos de más tensión que puede haber en la comunidad, porque, a decir de los mayores, lo que ocurre es que la gente se calienta y las cosas se empiezan a desordenar. Si el castigo o remedio no se da de manera que se reestablezca el equilibrio, las cosas pueden quedar mal curadas y eso traerá muchos problemas a futuro, pues el cuerpo social buscará reparar el daño produciendo un daño igual o mayor en el cuerpo del sindicado o en el cuerpo social que lo contiene. En este orden de eventos, lo que una autoridad social teme y busca prevenir, es que la justicia se dé a la manera de una vendetta que implique el cubrimiento de la sangre derramada con el derramamiento de otra (en este caso, la del sindicado y la gente de su familia o su vereda), produciéndose un temible cobro de deudas de sangre entre uno y otro lado de la afectación. Por eso el remedio de la justicia debe servir para refrescar la temperatura social y llegar, por medio del castigo, al enfriamiento de los problemas, en últimas, a un acuerdo. Para ello hay que mediar en la forma en que se puede cubrir el daño de la sangre que se ha derramado. Paradójicamente, la fórmula ritual que los nasa han encontrado para equilibrar estos vaciamientos de sangre es con un nuevo derrame de la sangre de la víctima, pero esta vez sobre el cuerpo de su verdugo, y así evitar más vertimientos. Para el victimario, cargar con su muerto por las faldas de los cañones de cordillera hasta llegar al cementerio, quedarse en el camino con las impresiones de la gente que a la vera lo mira –pero que por ley no le colabora con su carga–, sentir los ojos que acompañan y después describen con lujos de detalle lo que ocurre en la triste marcha, y otras difíciles pruebas del castigo tienen una consecuencia: cuando otros son testigos del castigo entonces la pena se empieza a descargar. El de llevar al muerto y en veces dejarse lavar con su sangre es uno de los primeros castigos con que se empieza a cobrar el muerto. Para el caso mencionado arriba, quedar con la cara lavada por la sangre del muerto trae, además del dolor y la carga social, un reconocimiento del sindicado como alguien que se está cubriendo con la sangre de su muerto –la que él derramó– pero que, a su vez, en cierto modo, se está limpiando con ella. Es cierto que Gonzalo o cualquier otra persona que pase por estas difíciles pruebas de la justicia propia va a quedar señalado como aquel que en esta u otra circunstancia participó de la muerte de alguien; sin embargo, luego de cargar al “finado” a cuestas, y de hacer su tumba y enterrarlo, también quedará señalado como aquel que hizo todo lo que las circunstancias imponían para pagar, asumir y retornar el orden social que con una muerte violenta se había fracturado. Dicen los mayores que imparten justicia que lo que se busca como medio de estos castigos es evitar que luego del asesinato de una persona los muertos sean dos o más, y que con el remedio que se le aplique al sindicado la comunidad también encuentre de a poco la armonía.
Después de que el victimario pasa por la vergüenza y siente el peso de otro cuerpo sobre su cuerpo, después del cubrimiento de su persona con las sustancias del otro yerto, lo que sigue es el pago del muerto. Este ocurre mediante otras materias que poco a poco restablecen el lugar del sindicado en la comunidad. Luego de un asesinato, el sindicado queda en una situación similar a la del muerto, es decir, con su cuerpo y su persona fuera del cuerpo de la vida social, y la reparación del muerto es un proceso paulatino en que el sindicado retorna a la vida con los suyos. Vienen con el castigo algunos acuerdos, como el encierro y el trabajo que determina el cabildo, para medir tanto la conducta como las acciones reparadoras de un sindicado. Lo primero que debe cubrir el sindicado son los costos que acarrea el entierro. Debe buscar una res –que es lo que se acostumbra ofrecer para comer en una velación–, hacer el hoyo, poner el cuerpo del finado en tierra y taparlo. Todo bajo la mirada de los deudos, la comunidad y el cabildo, que supervisan lo que el acusado hace o deja de hacer con su muerto. Luego, el acusado también debe sentir en su propio cuerpo los azotes del fuete y el peso asfixiante de la colgada en el cepo. Para los casos de asesinato, se dan las penas más largas de colgada en cepo, que pueden durar desde 40 minutos hasta más de una hora. Igual pasa con el número de azotes que se dan justo después de que el sindicado sea retirado del cepo. Durante el terrible castigo sobre el cuerpo del sindicado, las autoridades repiten que esto se hace para que los demás comuneros no hagan nada lesivo y para que con ese remedio se arreglen las diferencias. A quien esté recibiendo castigo se le recluye en una finca para que trabaje allí a nombre y ganancia del cabildo y de los familiares del finado, proveyendo lo que en otras circunstancias el difunto hubiera ofrecido para su comunidad y su familia. Además, en el tiempo que cumpla con estas labores, debe estar dispuesto a colaborar con todos los trabajos comunitarios, como las mingas o las vueltas de mano, pero haciendo las partes más desgastantes o pesadas, y a ninguna de esas tareas puede rehusarse, pues con el fruto de su trabajo aporta a lo que convenga a la comunidad y comen la familia de su muerto y su propia familia. En estos trabajos, no hay una guardia que se encargue específicamente de su custodia o seguridad, los cabildantes le dicen que cualquier cosa que haga para evadir la responsabilidad de su remedio le pesará a su consciencia o a su familia, por si decide escapar. Además, no sobra señalar que el orden de una comunidad pequeña en su extensión hace que todos los ojos puedan estar encima de las prácticas de la gente. Esa sanción de la mirada permanente, y de merodear por las cosas que los vecinos hacen o dejan de hacer, se convierte en un aparato de vigilancia bastante fuerte y, en cierto modo, eficaz. Algo visible en estos sistemas de pena y reprensión es que lo que habla y decide por encima de los cuerpos implicados en todo proceso judicial es la movilización eficaz ⁸ de un aparato social, así como la misión colectiva de una justicia que procura ratificar un deber ser de los comuneros y pone el énfasis en el tratamiento del sujeto individual y su pena como un asunto público, demostrable –de allí que sean muy importantes las marcas del castigo infligido– y manejado por los estamentos de la comunidad. Así pues,
un poder público –la justicia– es un ordenador de los asuntos personales en torno al mantenimiento de ciertos órdenes y pautas que se establecen como máximas de procedimiento que deben modelar e instruir los comportamientos y actitudes de la gente. Si de una u otra manera estos órdenes son quebrados o incumplidos, es la misma idea de justicia la que debe procurar mecanismos de ajuste y reordenamiento para corregir, de manera pública, comportamientos que no concuerdan con formas de ser y hacer convenidas socialmente. Los alcances de la justicia y sus derivaciones: funcionamiento, creencia y orden territorial Todo modelo de justicia u ordenamiento social pretende una consistencia, descrita en el caso presentado. No obstante, hay que reconocer que, a pesar del desarrollo de una estructura social que condiciona modos de actuar, hay un juego de acciones y decisiones individuales o de sectores que desafían la pretendida eficacia de este modelo de justicia. En las conversaciones que he podido mantener con los comuneros sobre otros asuntos, es frecuente la queja sobre la inoperancia de las tareas jurídicas de algunos cabildos, y son frecuentes los comentarios sobre los casos en que un gobernador indígena no decide o no ejecuta, las acusaciones según las cuales el cabildo en ocasiones tiene la mano blanda, o la reprobación a la gente que se burla de este o aquel gobernante porque no tiene suficiente autoridad. Es frecuente escuchar que los sindicados en algún problema a veces no cumplen con las sentencias y que los que fueron víctimas del problema se sienten burlados. En temas difíciles, como la influencia del conflicto armado en el territorio indígena, se critica en ocasiones la falta de autonomía de un cabildo para evitar que los actores armados influyan en la comunidad. También se cuestiona la falta de esfuerzos para hacer respetar los acuerdos firmados con los actores armados. ⁹ Además, problemas sociales como pobreza, abandono del territorio, falta de oportunidades laborales y secuelas de pasadas violencias influyen en la forma como opera y ejecuta la autoridad indígena, así como en la forma en que la comunidad la percibe. En el caso de las autoridades indígenas, son muchos los cargos que se encomiendan y pocas las herramientas que se tienen para ejecutar. No obstante, un sentido de lo colectivo establece formas de hacer que de uno u otro modo son compartidas y crean un universo local de sentido, de entendimiento común y de operatividad social del que se espera un mínimo nivel de funcionamiento. Como todo modelo, el de la autoridad jurídica es una idealización, pero una idealización que, puesta en práctica, genera dinámicas de identificación y correspondencia que, a su vez, producen la tensión permanente entre estructuras y actores: la bien conocida praxis social. Desde la perspectiva de los pueblos indígenas, por encima del modelo jurídico se encuentra una narrativa histórica y moral que dirige y condensa una lógica y un sentido del mundo, y de estos se derivan un sistema de conocimiento y unas normas que los pueblos indígenas reconocen como el derecho mayor . En este se encuentran la función y los alcances de la autoridad tradicional – el gobierno de los pueblos ancestrales– y los principios rectores de
autonomía, justicia y gobierno propio, autodeterminación y jurisdicción territorial que rigen la participación política y social en estas comunidades. Dicho marco de referencia se reafirma en personajes, espacios y tiempos ideales, y, sin embargo, no carece de cuestionamientos o vacíos. El mismo derecho mayor intenta resolver toda inconsistencia por medio del mantenimiento de una narrativa, de una historia de origen que tiene fines morales y aleccionadores en la vida práctica. El punto de partida de este derecho no es histórico, al menos en el canon de la historiografía, y se sitúa en un tiempo antes del tiempo. En este origen, los seres cosmológicos organizaron el mundo y establecieron unos valores, unas formas de ser, a los que los nasa deben acogerse (aunque la evidencia dice que no siempre) para mantener un orden y un equilibrio de lo cósmico y de lo social. La presencia de esta historia cumple una función explicativa necesaria en todo tiempo, más cuando la ley se incumple, se desobedece y el orden social es amenazado. Dentro de las historias que se cuentan y recuentan en las reuniones, asambleas y espacios públicos de formación política e identidad propia, hay una narración sobre “El surgimiento de la Casa Grande” que habla de la forma del mundo y de la gente que lo habita. Esta historia ofrece elementos clave para pensar la relación entre justicia tradicional y reordenamiento social. El relato de la Casa Grande cuenta cómo los Newhe –los espíritus grandes– les recuerdan a los nasa, a la gente, lo mal que se han portado y cuál es el tipo de cosas que deben hacer para lograr su armonía, su casa: ¡Ah! Ustedes no parecen ser mi gente. Ustedes me dan vergüenza, miren cómo se comportan, miren cómo se pisan los corazones. Ahora, si quieren tener una casa deben abrazarse, deben quererse. Ahora, van a formar una casa grande y yo estaré pendiente de todos porque la casa es una sola para todos. Por más que se oculten en los más recónditos lugares nosotros los estamos mirando. Inmediatamente todos los seres se abrazaron hasta formar una sola masa, como un solo puño y así se formó Kiwe, la “tierra”, la casa de todos, Kiwe la mujer. Por efecto de la presión del abrazo, la tierra empezó a brotar agua y sangre. En esa medida la tierra se fue consolidando, el agua y la sangre iban secando y embelleciéndose, se fue cubriendo como de un manto verde, el agua parecía sumergirse en el mismo cuerpo, la tierra cada vez se hacía más joven, cada vez más bella. Conforme se desaparecía el agua se fueron formando los picos de las altas montañas, sus peñazcos [sic], su cuerpo cada vez se maduraba. (Consejo Regional Indígena del Cauca [ CRIC ], 2002)
De la masa o el abrazo del que se formó la tierra brotaron sangre y agua que se fueron consolidando, que le dieron forma a las montañas y al hogar del nasa. Esa sangre, que los nasa asocian con el movimiento y la presencia de la vida, es la que han vertido los comuneros combatiendo en muchos lances, en las guerras de resistencia contra otros indígenas, contra el español o contra aquellos que se han entrado a afrentar su territorio. Esa sangre es también la que circula en cada cuerpo nasa y la que se hace sentir en el pulso donde está presente el espíritu, donde se sabe el estado y el equilibrio del cuerpo. Para los pulseros –las personas que se encargan de reconocer el estado de los pacientes por medio del pulso sanguíneo–, saber cómo se mueve la sangre ofrece un conocimiento de quién es una persona, su intención y su malestar. Siguiendo el movimiento de la sangre, la manera en que funciona un cuerpo también se corresponde con el funcionamiento de la comunidad, la justicia y el territorio. La Casa Grande es producto del fuerte abrazo de los seres del que manó sangre, agua y tierra. Por eso la sangre carga con la vida del nasa y tiene una fuerte raigambre con la tierra, con las corrientes del agua, con un paisaje cargado de imágenes que refrendan la articulación entre actores sociales y motivos cosmológicos. Esto sugiere un modelo de prácticas en que el flujo de la sangre explica cómo los nasa producen un juego de órdenes y lógicas espirituales, sociales y terrígenas, en el que por “pisarse los corazones”, y estar a medio camino entre tensiones y conflictos de adentro y afuera, han tenido que mediar entre rupturas y recomposiciones que ponen en tensión las lógicas del orden y la autoridad, generando situaciones que se afirman en el ámbito jurídico, así como en otros marcos explicativos, cosmológicos y rituales. En el castigo de Gonzalo hubo un restablecimiento del orden con un remedio aplicado en la forma de un castigo para hacer justicia. Pero además de esta, hay otras situaciones que no se resuelven solo con un correctivo y que escapan a la injerencia de la justicia indígena. Estas situaciones se nutren de otras explicaciones con diferencias de orientación y práctica en torno a qué posición tomar frente a un hecho punible, ya no solo desde el marco de la justicia indígena, sino también (y con mayor alcance explicativo) desde el conjunto de creencias y prácticas que establecen los Nasa Wesx con seres espirituales y referentes cosmológicos. La siguiente descripción puede ofrecernos más luces. Doña Elvira Paya recuerda que de niña se impresionó mucho una noche, cuando vio, desde el portal de su casa, a un lado del camino, a alguien que estaba sostenido sobre un palo y hacía gestos y ruidos como si estuviera vomitando. No era común ver a alguien a esas horas, entonces ella se guardó en casa y le contó lo que vio a su abuela. La abuela le dijo que eso era ánima, y dice Elvira que así fue, porque a la mañana siguiente, cuando pasó por el sitio encontró un charquito de vómito que cuando palparon con la punta de un machete vertió sangre. La abuela decía que ese era el vómito del ánima, y que era un ánima que iba a padecer mucho porque cuando vomita sangre es que la muerte que le viene es violenta. Bien recuerda doña Elvira que dos semanas después de ver el vómito de ánima se produjo en una vereda cercana lo que los nasa recuerdan como la masacre de Los
Mangos, una acción perpetrada en la década de 1980 en la que ocho indígenas fueron cruelmente asesinados en una finca del municipio de Planadas, al parecer por crudas retaliaciones y problemas de posesión de tierras. Así las cosas, la sangre vertida en tierra antecede el vertimiento de más sangre, en una premonición hecha por la sustancia que expele un ánima o espíritu tiempo antes del vertimiento de sangre del cuerpo. Además del aviso, de la prevención de que algo muy malo está por venir, el vertimiento de la sangre en tierra conlleva una incontinencia que es también una limpieza, una deposición de contenidos que transforma el carácter de los continentes. Expliquémoslo en esta secuencia. El vómito del ánima es la antesala de un evento futuro, el vertimiento de sangre por una violencia extrema que dejará al cuerpo de esa ánima vaciado y sin vida. El vaciamiento de sangre del ánima, mediante el vómito, indica una expulsión convulsiva que deja en la tierra una sangre que –según dice un comunero sobre un episodio parecido– puede secarse y endurecerse hasta que se confunde, y ya se vuelve tierra. Cuando la sangre no es ya del cuerpo, ni del ánima, sino de la tierra, esta cobra otra forma al fundirse en otro continente, y es en ese recambio de contenedor que operan las transformaciones dramáticas, como la muerte violenta que riega en sangre un suelo, dejando sin vida al ocupante de esa tierra y sembrando con esa sangre la posesión de otro ocupante. No tengo autoridad para sugerir conclusiones en medio de un caso tan dramático para la gente de Nasa Wesx como fue la masacre de Los Mangos, más aún cuando el mismo hecho hasta el momento no ha sido objeto de alguna causa judicial interna o externa concluyente, y algunas de las personas que sobrevivieron a la masacre, o familiares de las víctimas, se encuentran bastante inconformes y con muchos dolores y temores por reparar. A pesar de todo ello, sí quiero sugerir el hecho de que algunos comuneros que hablan sobre este terrible episodio dicen que de por medio hubo un problema de tierras, en específico, una disputa por el aprovechamiento de terrenos en una región donde la presión por la escasez de la tierra productiva ha generado conflictos por el acceso a los zonas de cultivo.
Si seguimos la explicación de doña Elvira –el vómito de sangre que dejó el ánima en la tierra como aviso de una futura muerte violenta–, entonces una pelea por tierras podría haber causado no solo la muerte de varias personas, sino una convulsiva limpieza para extirpar la tenencia de un terreno, para con la sangre de las víctimas vaciar la posesión. De un modo similar, los múltiples y desafortunados eventos de conflicto y desarraigo en torno al proceso de la Violencia en Colombia exponen cómo, para que unos grupos en conflicto se hagan a las tierras de otros bandos, recurren a la amenaza y a la eliminación sistemática del adversario, reclamando el derecho de posesión, por encima de la sangre y del dolor de los contrarios. En términos de la violencia política, son tristemente célebres las campañas en el centro de Colombia por conservatizar o azular la cordillera, tomando los terrenos que bajo su sangre derramada habían dejado los liberales. Aquella fue una política represiva de tierras y gentes arrasadas que en los eventos de la violencia contemporánea ha recibido el nombre de limpieza . En otro panorama explicativo, en el análisis de las luchas por mitades – entendidas como divisiones espaciales y simbólicas en las que mitades de un mismo grupo social se enfrentan entre sí– y el estilo representativo del Tinku –voz que se utiliza para hablar del “encuentro” en los Andes centrales de Bolivia (Sánchez y Golte, 2004)–, se ha tejido una discusión en torno a cómo el vertimiento de la sangre de un oponente resulta más provechoso para el victimario que para la comunidad o la tierra de la víctima. En los juegos rituales, anteriores incluso al tiempo de la Conquista, se describe cómo la sangre moja el suelo de la siembra, y cómo los muertos a causa del conflicto son allí mismo enterrados. En ese proceso, la tierra se alimenta y devuelve la fertilidad en cosechas (Topic y Lange, 1997, p. 581). En esta secuencia, el fruto de la tierra lo colecta aquel que ofreció la sangre pero no el que la derramó, pues el derecho a la tierra deriva de la conquista y destrucción de los habitantes anteriores, tomando el beneficio de otra sangre para su cuerpo. Toda guerra o confrontación tiene un interés económico, de prestigio o acumulación percibido en el valor que cobra aquello que se toma o se destruye. Lo que aquí es tomado, la vida y las sustancias, cobra su valor en su movimiento de vertimiento y transformación en la tierra. Para Arnold y Hastorf (2008), cuando se obtiene la sustancia, la sangre, la cabeza de un oponente, ¹⁰ o en términos de Mauss, el hao , se posee también el valor que contiene el objeto, en este caso, la tierra. Los alcances de un marco espiritual y sensitivo En la primera narración que referimos sobre justicia tradicional, que ocurre también en un escenario de violencia, hay una referencia adicional a la relación entre sangre, vertimiento y trasformación. Volvamos al relato de Jhon Capaz sobre Gonzalo y el desafortunado desenlace que tuvo el enfrentamiento con otro de los comuneros. Tanto en el momento en que la víctima cae muerta con el chuzo de un cuchillo como en la posterior vaciada de sangre del muerto sobre el sindicado, hay una transformación que se da con el vertimiento de la sangre de un continente a otro, de un cuerpo yerto sobre otro condenado. La sangre que emana desde el muerto es la que produce la muerte y sindica a Gonzalo. Como parte de las primeras
reparaciones o remedios, él tuvo que limpiarle al muerto esa sangre seca, bañándolo y cambiándole la ropa por unas prendas blancas y limpias para enterrarlo. Luego tuvo que cargar solo con su muerto y recibir la descarga de los fluidos restantes, en últimas, cuando Gonzalo comienza a responder por su muerto debe también cargar con las sustancias sobrantes, que lo bañan mientras paradójicamente comienza con estas a limpiarse de culpa. Pero aquí no termina la operación. Cuando el cuerpo está vaciado de sangre y vida, y es dejado en un hoyo profundo, entonces viene el Demonio por ese cuerpo y se lo carga, vaciando espíritu y tierra de una víctima que por otras razones también cargó con culpas. Recordemos quién es la víctima del acto punible. Los comuneros lo describían como un hombre mayor, bastante avaro, que por el hecho de tener dinero para mostrar y gastar podía beber todo lo que quería y humillar a un indio que no tenía tanta plata como él. Por esa ofensa que podía hacerle solo alguien con toda la plata que el Demonio podía surtirle, fue que Gonzalo respondió con el crimen. A una conducta como la del hombre avaro lo que también debería seguirle es un castigo. Este comienza con su muerte, propiciada por el Diablo, y va hasta la desaparición de su cuerpo, que se llevó el Diablo como castigo al hombre que no le había cumplido. Este relato se acoge a una suerte de lógica cristiana en la que una vida que no es llevada de la mejor manera termina con la perdición de la persona, en una suerte de castigo espiritual que es más dramático y fatal en cuanto implica el castigo o la desaparición del cuerpo, un cuerpo por demás vaciado. En esta clase de eventos, se puede creer que el monto de la deuda y la afrenta es tan grande que no basta solo con castigar el alma o la entidad de la persona, sino que además se debe arrancar y hacer partícipe del castigo a un cuerpo muerto, que no es más que una pila de restos reducidos y sustancias consumadas. Por decirlo de otro modo, al Diablo le correspondió ir por los restos de los restos. Otro elemento que interesa resaltar es cómo el acto punible para la sociedad nasa, a saber, el asesinato, es el vehículo para hacer posible otro tipo de castigo que se ejecuta sobre la víctima. En esa superposición, el acto punible es en otro nivel un acto de justicia –el castigo del avaro– en el que quien mata puede ser un mediador, un impartidor, aunque inconsciente, de justicia. Este último referente hace más compleja la participación de los actores como sujetos de ley, de orden o de castigo, pues relativiza la presunta consistencia de la ejecución jurídica al introducir otros valores que trastornan el valor inicial del orden jurídico; dígase, matar al avaro para castigar la avaricia, aunque ello implique castigar a quien ajustició, al que impartió justicia por su cuenta. En ese caso, vale preguntarse: ¿son los hombres objetos y medios de las acciones de orden y ley? En un sistema de creencias y de prácticas donde los agentes supernaturales, sean dioses, demonios o autoridad, hacen de los hombres los reproductores de sus normas (cuando las acatan o cuando las infringen), la coerción de la autoridad civil, moral o divina se hace sentir de una manera dramática, con fuerza dolorosa e incorporada. Todo poder (jurídico o espiritual) se sostiene en la sujeción de sus practicantes a un orden de acatamientos que se dirige sobre el sujeto y su plena calidad de
objeto. Este punto de vista –para nada original y mucho mejor tratado en obras clásicas, como las de Michel Foucault, George Bataille o Giorgio Agamben sobre el biopoder o la tortura inscripta en el cuerpo, y que no son el objeto de esta reflexión– deja, sin embargo, apreciar un detalle de la forma en que el orden y la sujeción trabajan: cuando un orden social quiere manifestar o reproducir sus efectos sobre personas o comunidades, son los seres espirituales los que mejor representan los procesos de sujeción y violencia, en sus formas eficaces o contrahechas. Cuando el cuadro jurídico es insuficiente para incidir en conductas punibles y supremamente violentas, como la masacre de Los Mangos, y no logra hacer objeto de su autoridad a los involucrados en tan lamentables hechos, la que condensa posibles explicaciones es la figura del ánima. En un enroque temporal, es ella quien logra explicar la gravedad del acto violento; sin ser autora ni rectora, avisa previamente qué es lo que va pasar, adelantándose por mucho a las sucesivas explicaciones que no pudieron prevenir el acto punible ni encontrar una acción de justicia o reparación posterior a los crímenes. En un manejo premonitorio del tiempo, se logra explicar un hecho punible, más cuando no hay una sólida oportunidad de resolverlo a posteriori , como le competería a un administrador de justicia. Por demás, tampoco deja de ser insinuante que el alma se vaciara en tierra por medio del vómito, anunciando que otras sangres también serían vertidas en una embestida violenta que, como tantos horrores de la guerra, podría explicarse en una cronología antes del evento, con el acento puesto en sus antecedentes más que en sus consecuencias, pues después de la masacre se han perpetrado otros actos violentos que hacen aún más ambigua una comprensión posterior, más cuando la acción violenta, como pasa con el conflicto armado y la lógica de la guerra, no ha cesado del todo. Un último actor del juego de las presiones sobre el castigo y la violencia, o sobre la composición o descomposición del orden social, es la consciencia. Detallemos qué ocurre con las atmósferas conscientes o inconscientes y el reconocimiento de los episódicos de crimen y castigo. Cuenta el relato que Gonzalo duró mucho tiempo sin dormir porque cada vez que cerraba los ojos volvía y caía sobre su cara la sangre del muerto que se había cargado. Dicen los nasa –y en general varias expresiones de la cultura popular en Colombia– que quien no duerme se enloquece, porque ya no puede saber qué es de día o qué es de noche, o no diferencia entre el lugar de su imaginación, de su memoria y de sus experiencias. Cuando se pierde la textura del límite y la vigilia remonta al sueño, entonces el sindicado queda en una situación liminal que expresa las ambigüedades presentes en un acto violento. Ni siquiera con su entierro o con el rapto de su cuerpo por parte del Diablo la víctima deja de verter sangre sobre el implicado. Hay una marca que sigue y sigue sangrando, como lo hace una advocación del Nazareno, o las aguas de Egipto tocadas por la plaga en el Éxodo. Si una y otra noche la sangre vuelve a caer es porque, ya derramada, esta no se limpia, la transubstanciación es más evidente en su mácula, acaso acometiendo las formas de su nuevo continente: la conciencia y el cuerpo castigado de Gonzalo.
En el otro caso presentado, dice doña Elvira que el ánima que vomita es la de la misma persona que va a morir. Como el ánima ya sabe qué le viene, entonces recorre los pasos y, mientras, va marcando aquellos lugares con los rastros de la persona que la contiene. En otra situación, más relativa a la vida doméstica, cuando una persona que ha trabajado en la tierra está próxima a morir, se sabe que ocurrirá porque en los campos en los que ha cultivado van a aparecer frutos o vainas recolectados, que quedan en el suelo a uno y otro lado de los surcos o tendederos, señalando que quien sabía recoger comida ahora la recoge con su ánima, porque se está muriendo. Los alcances de la justicia y la sangre Si la marca se extiende más allá del cuerpo, objeto de la muerte por el vertimiento de su sangre, tiene sentido preguntarnos por el fin último de esa sangre en otros cuerpos y cómo esa extensión de la substancia refleja la tensión entre un marco jurídico y las formas del crimen y el castigo en la comunidad Nasa Wesx. Además, si las secuelas de las acciones violentas pasan por la conciencia de los comuneros, hay que indagar también por cómo esa conciencia toma un carácter público y no es solo un registro a la sombra de juicios o consideraciones individuales. Podemos argumentar que la sangre sabe llegar hasta los fondos de la tierra de la cual salió en la ocasión en que los nasa, con un abrazo, crearon la Casa Grande. Como los nasa comparten una misma casa, el territorio, la relación entre sangre y gente es muy estrecha. Uno de los cinco principios de Juan Tama (el héroe mítico que les enseñó a los nasa la lucha por vía de las leyes para acceder a la tierra) ¹¹ es que la sangre de la raza no se debe mezclar, porque se pierde la fuerza y de paso el territorio. Por eso la extensión de la sangre en la descendencia debe permanecer en el territorio, por medio de gente que se una con gente de su misma sangre, para que la descendencia y la herencia se queden entre la misma comunidad y la tierra no se divida en quienes son distintos. Podemos decir también que, cuando se riega, la sangre se siembra, ya sea en la tierra o en los cuerpos que reciben su vaciamiento. Por eso da frutos y se reproduce. Este argumento –que es mejor explicado con la idea de fertilidad por la sangre derramada, en rituales propiciatorios en los Andes centrales– sugiere que el valor de la sangre derramada se expande y fecunda en otras sangres. Este es el caso de la sangre que sale de los cuerpos castigados en el cepo o con el fuete, pero también de la sangre que no se repara y que reclama por otra sangre para su compensación. En el contexto del conflicto armado, dicen en el sur del Tolima que la guerrilla de las Farc prefirió pelear con otro tipo de gente que no sea nasa, pues dicen que los indígenas no se olvidan de ninguno de sus muertos y por ende buscan al responsable del crimen, sin importar cuánto tarden ni la lejanía, hasta que lo encuentran y hacen justicia, en ocasiones justicia de sangre por sangre, engatillando a quien se llevó por delante a algún comunero. La sangre se “vacea” –se deposita de un continente corporal en otro continente espiritual (Ospina, 2017)– para tranzar los favores y las
obligaciones de los hombres con los espíritus o los agentes sagrados. En medio de los derramamientos de sangre, el Diablo fue por su parte, primero con la muerte del avaro, como lo cuentan los comuneros, y luego cuando fue por lo que quedó de su cuerpo. Quizás el Diablo también reclamó su parte en los terribles episodios de Los Mangos, pues en Nasa Wesx los comuneros dicen que quienes saben disparar contra la gente de manera fría tienen tanta maldad por dentro como un diablo. Finalmente, la sangre se vierte desde y sobre un ánima que en una convulsión nocturna termina hincada, sostenida en un palo, como lo hacen los borrachitos para aliviarse. En este caso, el ánima se hinca para aliviar el vómito que es su propia sangre, para soltar la vida que de una manera cruda y violenta le arrebatarán otros. Deyanira, ¹² una de las sobrevivientes de Los Mangos, recuerda cómo fueron los hechos, y también recuerda y reconoce quiénes fueron algunos de los actores de la masacre. Reconoce que uno de los dolores más fuertes con los que ha aprendido a vivir es cuando se cruza con esas personas, sabiendo lo que hicieron, y sabiéndolas también impunes, sin juicio, castigo o remedio. La sangre que aquellos nasa vertieron no se ha curado, y en su propia remanencia extiende la mácula a las autoridades, ya no solo indígenas, sino civiles nacionales que no han logrado reparar ni remediar estas afrentas de sangre que afectan el balance entre justicia, territorio y gente. Referencias Arnold, D. y Hastorf, C. (2008). Heads of the State: icons, power and politics in the ancient and modern Andes . California: Left Coast Press. Consejo Regional Indígena del Cauca ( CRIC ). (2002). La creación de la casa grande . Sin datos de edición. Ospina, A. F. (2017). Siembra de muertos, cosecha de espíritus: relaciones de vida y muerte, guerra y paz, y orden territorial en los Nasa Wesx del sur del Tolima (tesis doctoral). Universidad de los Andes, Bogotá, Colombia. Sánchez, R. y Golte, J. (2004). Sawasiray-Pitusiray, la antigüedad de concepto y santuario en los Andes. Investigaciones sociales , VIII (13), 15-29. Topic, J. y Lange, T. (1997). Hacia una comprensión conceptual de la guerra andina. En R. Varón Gabai, J. Flores Espinoza y M. Rostworowski de Diez Canseco (Eds.), Arqueología, antropología e historia en los Andes: homenaje a María Rostworowski (1 a ed.). Lima: Instituto de Estudios Peruanos. • El presente artículo hace parte de la investigación doctoral finalizada titulada Siembra de muertos, cosecha de espíritus: relaciones de vida y muerte, guerra y paz, y orden territorial en los Nasa Wesx del sur del Tolima, del Doctorado en Antropología Social de la Universidad de los Andes. 1 Nombre modificado. 2 Caseta o lugar donde se desarrolla una fiesta.
3 La comunidad completa reunida. 4 Se trata del castigo físico que se da en el cepo, en el que la persona es colgada a un travesaño de madera, y del que pende de sus brazos o piernas. El tiempo que es colgada una persona depende de la gravedad de la falta. Son varias las narraciones tradicionales de los nasa en que cuentan cómo, en los tiempos de los grandes cacicazgos de Tierradentro, el territorio de origen, algunos de los colgados llegaban a morir a causa de la asfixia o de la forma en que eran expuestos al castigo los cuerpos en el cepo. 5 Poner el cuerpo del condenado en el cepo. 6 Esto lo dice don Ovidio Paya, exgobernador del Cabildo Paez de Gaitania (el nombre legal del cabildo de Nasa Wesx), cuando explica que las relaciones entre gobernante y comunero deben ser muy finas para que las cosas no se compliquen y que por eso no se deben repetir estos episodios. 7 La canilla es el lugar donde el médico tradicional siente, mediante el pulso sanguíneo, las reacciones que la enfermedad o el remedio tienen en el cuerpo del nasa. Además puede palparse la presencia de espíritus de una u otra laya que participan del cuerpo físico y cósmico de un comunero. 8 El concepto eficacia debe aquí leerse con precaución, ya que, si bien el modelo de una justicia propia se considera indicado para esta clase de infracciones o rupturas, hay muchas situaciones en las que este modelo encuentra dificultades para definir su operatividad, alcance y jurisdicción. Como veremos más adelante, todo sistema de orden trae consigo la potencial probabilidad del desorden o la inconsistencia. 9 Entre las experiencias más valiosas pero a la vez críticas que ha tenido la comunidad Nasa Wesx de Gaitania, se ha destacado dentro y fuera del territorio el proceso de paz con el Frente Joselo Lozada de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (Farc) desde julio de 1996. El cabildo, luego de una cruda y larga lucha contra la guerrilla de las Farc, producto de los vaivenes del conflicto y de las acciones militares que han involucrado a los pueblos indígenas en la guerra, logró un acuerdo en el que reconoce que la guerra civil en Colombia no es su guerra, y recurriendo al principio de autonomía ha mantenido una lucha por impedir que los actores armados irrumpan en el territorio. Sin embargo, esta suerte de acuerdos acarrean dificultades en su desarrollo, las cuales generan tensiones dentro y fuera de la comunidad. Para identificar cómo el conflicto y también el proceso de paz han dado forma a las relaciones entre lo político, lo territorial y lo sagrado, véase Ospina (2017). 10 Según Arnold y Hastorf, en algunas de las guerras en que se disputa la tierra y la fertilidad en los pueblos de los Andes centrales, se toma la cabeza de un oponente para hacerse con el poder y la fertilidad que esta contiene. 11 Los médicos tradicionales de Nasa Wesx recuerdan que –según una de las leyendas más importantes del pensamiento nasa– en su nacimiento y formación Juan Tama fue amamantado primero con leche de doncella virgen, pero él, que era una mezcla antro-zoomorfa entre hombre y serpiente, terminó succionando la sangre de la mujer hasta secarla y matarla. Así lo
hizo con dos mujeres más, hasta que los médicos decidieron que lo amamantarían con leche de vaca, para evitar más muertes humanas. Con las reses hizo lo mismo que con las doncellas, pero, luego de acabar con la tercera de las vacas, ya estaba bien alimentado y tenía forma madura. 12 Nombre modificado. De lo “floriado” a lo marchito. El sistema del enrollamiento y la voluntad del barro en Aguabuena, Colombia Laura Holguín Universidad de Barcelona Grupo de Estudios Etnográficos En Aguabuena, el barro tiene voluntad. Según los alfareros, la arcilla se presta para el trabajo o bien da guerra en el oficio si una persona afanada no la sabe tratar. El mal genio, los malos pensamientos y las malas palabras deben evitarse conforme un alfarero manufactura una pieza, a fin de que no quede mal hecha. Puede que esto se deba a que el barro es una sustancia con historia entre los indígenas, como reconocen los alfareros. La existencia indígena del barro se colige por su procedencia de las minas de Resguardo y Comunidad, nombres que se deben a las formas coloniales de separación de los grupos indígenas en el altiplano cundiboyacense, y se manifiesta en el sistema de enrollamiento. Este sistema es un modo particular de trabajar el barro que supone una interacción entre la arcilla y el cuerpo que la trabaja. A esta interacción se le llama untarse o tocar el barro , y se la considera una manera necesaria de aproximarse al conocimiento, ya que así se aprende el oficio de la alfarería y un modo particular de concebir el tiempo. Dicha interacción oscila entre lo floriado y lo marchito , y da cuenta de relaciones místicas que dan vida o pueden derrumbar el material (el barro) durante el proceso de producción en los talleres de los alfareros de Aguabuena. La producción cerámica bajo el sistema de enrollamiento se encuentra distribuida en los meandros del cerro Furca. Una forma de llegar a tan lejanos parajes es tomando un bus desde el pueblo de Ráquira que, luego de atravesar la vereda de La Candelaria, asciende hacia el cerro. Más arriba de la vereda Pueblo Viejo se descubren las casas detrás de las cuales sobresalen chimeneas de hornos ocultos, en cuya punta se erigen una cruz y una vasija de barro, las dos negras por el hollín. Entonces se ve una zona árida debido a la tala sistemática de árboles durante el periodo colonial. Falchetti (1975) expone la posibilidad de que este proceso de desmonte haya iniciado antes de la Conquista, puesto que Ráquira y Sutamarchán eran pueblos prehispánicos especializados en la producción cerámica mediante el método de cocción al aire libre. Escondidos en algunas hondonadas de la montaña, se ocultan cubos alargados de adobe que sirvieron antiguamente como casas, con tejas de barro sobre un armazón de madera en v invertida. Suele acompañarlos un horno de leña empolvado, medio derrumbado y un poco raído, en ocasiones con basura en su interior. Se trata de hornos en
cono, con una o dos puertas dispuestas verticalmente. La de arriba, más pequeña, solía usarse para apilar las últimas vasijas. Dentro o a un costado de las casas ya deshabitadas, se puede ver el borde de una vasija enterrada que servía para guardar la miel del guarapo. Las casas recientemente construidas en cemento, todavía en obra gris, algunas en obra negra, se encuentran regadas por la cuesta. En el centro se construyó la escuela, con una cancha donde de tarde en tarde adultos y niños juegan fútbol. En algunas de las curvaturas de la carretera el bus se detiene a dejar o a recoger a los habitantes de Aguabuena, muchos de los cuales son alfareros. En sus hogares todavía existen cultivos de pancoger. Otros tienen algo de ganado, que posibilita el consumo, la venta de leche y, en ocasiones, la fabricación de quesos. Sin embargo, el trabajo del barro es la actividad principal en esta parte del cerro y de ella se derivan los mayores ingresos. Allí se encuentran las personas inmersas en el ejercicio alfarero, que en Aguabuena consiste en enrollar. El enrollado , sistema de enrollamiento o simplemente enrollamiento se utiliza en la literatura arqueológica como un concepto que describe una de las técnicas de manufactura cerámica de origen indígena. Este sistema es descrito por la antropóloga Ann Osborn (1979) entre los u’wa, un grupo indígena de la cordillera oriental de los Andes colombianos, en los departamentos de Boyacá, Santander y Arauca. Según Osborn, los alfareros sobreponen en vueltas los rollos de arcilla sobre el borde de una base de barro que fue igualmente formada por un rollo. Entre los u’wa, el rollo aparece también en las asas que se refuerzan con un rollito puesto en forma de ojal , en la unión de la misma con la pared (p. 25). En Aguabuena, a superponer los rollos de barro sobre una base para formar el cuerpo de la pieza se le llama armar o subir la vasija . El hacer en rollos o el enrollado o el enrollamiento es un proceso para producir piezas de barro que comprende un modo de preparar el material, de dar forma al barro, y unos tiempos y formas determinados de secado de las piezas antes de su cocción. Este proceso da como resultado ciertas cualidades particulares en las vasijas de barro. En Aguabuena, se produce la loza grande , la cual consiste en piezas rojizas con vetas blancas y que alcanzan a medir 60 centímetros de altura. Algunas tienen nombres como apartamenteros , las cuales son usadas por sus compradores como elementos decorativos en lobbies , pasillos y jardines de los edificios de la capital u otras ciudades de Colombia. También son conocidas como loza rústica . Los alfareros explican que al ser elaboradas de manera manual, su superficie no logra ser uniforme ni demasiado pulida. Vasijas con estas características son producidas en un proceso que tiene que ajustar sus tiempos y maneras a la naturaleza del barro. Armar las vasijas La armada es la acción de dar vuelta a los rollos de barro sobre una base con el fin de formar el cuerpo de la vasija. ¹ Daniela Castellanos explica que por armar se entiende juntar piezas, articularlas y ensamblarlas, lo cual remite a un engranaje que supone que eso que se arme posea una existencia antes de ser armado (Castellanos, 2012). Las vasijas son un engranaje de chutacos sobre bases hechas igualmente de barro. En Aguabuena, también se habla de subir vasijas y esto es debido a la manera como son elaboradas
(como se explica más adelante). Es común que se hagan primero las bases, cada una sobre un costal, y algunos de estos se ponen luego sobre las tornetas. Enseguida se hacen los rollos, y entonces quedan estos dos elementos listos para la armada ( figura 1 ). En la familia Valero Bautista, los integrantes se reparten estas actividades. Puede suceder que Carmen elabore los rollos mientras Héctor elabora las bases, o bien que Edilson haga rollos mientras su padre arma las vasijas, o que Edilson arme las vasijas mientras su madre hace los chutacos, etcétera.
Figura 1. Arepa de barro y chutacos listos para armar
Foto: Laura Holguín. Para formar las bases, también llamadas en el cerro arepas , se utiliza una torneta. Esta se parece a la arepa de harina que Marina Bautista hace. Incluso el proceso de elaboración de arepas para consumo es el mismo. A Marina, por ejemplo, le gusta combinar dos tipos de harina: una hecha a base de maíz, conocida en el mercado como Promasa, y otra que es harina de trigo. Y con agua y queso rallado las deja dentro de un recipiente de boca ancha para que crezcan. En Aguabuena, se dice que el barro debe provenir de diferentes minas para que entre ellas se sostengan; que el barro bueno para una cosa sostiene el malo para esa misma cosa, y que así se complementan; que el barro es terco si se le trabaja solo y que por ello es necesaria una familia de barros . “Hoy no quisieron ayudar”, dijo un día Marina al ver que las doce bolitas de masa que había dejado creciendo para luego asar las arepas del desayuno no habían crecido. La masa no había subido. Luego de haber roto una bolsa pasando las tijeras por un flanco para usar el rectángulo, puso cada bolita de masa sobre el plástico y la aplastó con la mano derecha mientras la izquierda giraba el plástico, dándole una forma redonda, reduciendo su grosor y consiguiendo la forma conocida de la arepa, un disco de masa y grosores variados. Luego de lograr su forma, las puso una a una en el fogón de leña a asar. Para la elaboración de las arepas de barro, sobre una vasija cerámica volteretiada (puesto el borde sobre el suelo y la base hacia arriba), se pone un costal o una cobija, con lo cual se dispone un asiento para quien vaya a trabajar en la torneta. Frente a ella, los artesanos abren sus piernas y se acercan al artefacto que carga un costal con la arepa de barro. Primero se le ha aplanado sobre un costal con los pies descalzos o calzados con alpargates. Una vez en la torneta, se gira mientras la mano que no se ocupa en la tracción aplana la arepa y le da forma al borde con los dedos. Algunas personas, como Héctor Valero, hacen un hueco en el centro de la arepa para informarse sobre el grosor y en seguida lo tapan con un pedazo de barro fresco. Luego la vuelven a centrar en el torno y con un palito de paleta cortan el borde y con ayuda del movimiento de la torneta consiguen hacerle un contorno circular casi perfecto. Para terminar, le pegan palmadas hasta encontrarla pareja y con el grosor deseado. El diámetro de la base del tipo de matera que se muestra en la figura 2 mide alrededor de 20 centímetros, mientras su grosor no alcanza a sobrepasar los 2 centímetros. Para la elaboración de los rollos existen dos maneras. Ann Osborn describe dos modos de elaborar los rollos que los u’wa utilizan para formar el cuerpo de una vasija. Los dos se practican también en Aguabuena. El primer modo consiste en disponer el cuerpo sentado y con las piernas extendidas. Los brazos hacia adelante con las manos que enrollan la masa de arcilla entre sus palmas (1997, p. 15). En el cerro, Marina Bautista lo hacía sentada con las piernas abiertas para permitirse cercanía a la torneta. Es necesario usar las manos y el suelo. La segunda forma descrita por Osborn consiste en que las indígenas se sientan frente a una tabla a enrollar la arcilla (p. 15). En Aguabuena, la tabla está a la altura de la cintura, lo que permite a una persona de pie mover su torso mientras con sus manos manufactura los chutacos: al barro se le imprime una fuerza con los huesitos carpianos mientras los pulgares se entierran en el barro, dejando dos huecos que enseguida se tapan con el barro hecho vuelta por el movimiento anterior, y
que los otros dedos ayudan a traer. Siguiendo este impulso, las palmas de las manos, con sus dedos no totalmente extendidos ni totalmente curvados, hacen presión mientras los músculos de los brazos mueven las manos hacia adelante y hacia atrás. Las palmas y el inicio de los dedos dan forma a un cilindro largo de barro cuyas dimensiones dependen de las manos de quien lo forma. Esta actividad se llama chutaquear , mientras que los rollos reciben el nombre de chutacos o sobones . La palabra sobones seguramente viene de la manera en que son elaborados, pues el barro se “toca repetidamente pasando las manos” (definición de sobar según el Diccionario de la Real Academia Española , s.f.). Por otro lado, el chutaco, como las arepas, se extiende a los dominios de la cocina. Las chutas , en el departamento de Cusco, Perú, son panes con forma de disco. En el distrito de Huaro, me encontré una chuta con apariencia de haber sido formada con un solo rollo o con varios de estos trenzados o armados. Era un pan redondo de al menos 20 centímetros de diámetro, guardado en una bolsa de plástico translúcido. Cuando una mujer que lo acababa de comprar me lo mostró, me pareció como si hubiera sido formado con los chutacos hechos en Aguabuena, o con los anillos, arus , que realizan los alfareros de Raqchi (un pueblo a tres horas en autobús desde la ciudad de Cusco), para la producción cerámica (Mohr Chávez, 1984, p. 168). Ahora bien, una panadera de Oropesa, lugar donde se considera se hacen las mejores chutas, estira una masa blanca con un rodillo para hacer panes de forma redonda y aplanada; su masa homogénea no descubre ningún rollo a la vista. Ella explica que en quechua estirar se dice chutec , palabra de la cual proviene el nombre de los característicos panes de Oropesa. Sin embargo, el Chutaco que elaboran las personas de Aguabuena es más que estirarse. En el mundo andino, se lo encuentra bajo la forma de chhutaycumuni o chhutaycutamuni , palabra recogida en el diccionario Quechua de González Holguín (2007), cuyo significado se consigna como “entrar por lo estrecho estirándose y forcejeando”. Esto describe el modo en que se elaboran los rollos en Aguabuena, en el municipio de Ráquira, en Colombia, como quedó descrito más arriba, y la manera como allí se superponen los chutacos sobre las arepas de barro, como se muestra a continuación. Al lado de las piernas, sobre un plástico y en el suelo, descansan los chutacos puestos sobre otros formando una pirámide. El cuerpo del artesano se inclina para que la mano diestra agarre de un extremo el de más encima y pueda luego irlo sobando desde el centro hasta uno de sus bordes primero y hacia el otro después. Esto para adelgazar y alargarlo si lo encuentra grueso. O puede saltarse este paso y hacerle una fuerza, con el fin de pegar su punta sobre algún punto del contorno de la arepa e ir sosteniendo el cuerpo del rollo en tanto su punta se estira con ayuda de la mano contraria, que se sostiene vertical y con la palma mirándolo y tocándolo mientras lo empuja en dirección opuesta de donde se encuentra el cuerpo del artesano. Este movimiento hace girar el barro y, al moverse el barro, se mueve la torneta. Presionándolo, las manos reducen el espacio que ocupa el chutaco, fuerza que lo obliga a estirarse entre ellas y que lo funde con el barro. De este modo, el barro entra por lo estrecho mientras se estira forcejeando, así se superpone en vueltas y con ello se arma el cuerpo de la pieza ( figura 2 ). Esta técnica realiza asimismo un movimiento en subida de los chutacos,
como también parecen concebirlo los embera-chamí en la producción de sus vasijas (Vasco, 1987). Por ello los alfareros también le llaman a esta actividad subir vasija .
Figura 2. Armando o subiendo la vasija Foto: Laura Holguín. Las chutas y los chutacos no solo comparten un aspecto formal. La materia de estas cosas está hecha con una esencia que nace de lugares consagrados por los indígenas. Pio Alfredo Jurado Harsaya, alcalde de Oropesa 2015-2019, distrito conocido por elaborar las mejores chutas, entiende que los panes tienen “una esencia” que solo se encuentra en este lugar. Es el agua que baja del Apu Pachatusan, y los niños en el pueblo reconocen que ella es “el secreto” de los panes. El Apu es una montaña venerada en donde,
se dice, yacen sus ancestros. Pachatusan es el señor que sostiene la tierra. El agua que baja de esta montaña posee una presencia indígena que da las cualidades que tanto gustan a las personas. Por esta característica condición de los panes en Oropesa, el oficio debe posponerse cuando en aquel lugar hay un fallecido, pues la presencia del muerto logra crear efectos negativos en los panes. De los chutacos y el barro que los forma sabemos que poseen una existencia indígena, no solo porque con ellos trabajaron los pueblos prehispánicos y estos transmitieron el saber del sistema de los rollos a los habitantes del cerro, como ellos lo recuerdan, sino también porque la arcilla más apropiada para su elaboración es la que yace en las minas. La voluntad del barro Las minas en el cerro son un lugar y una sustancia. Son el hueco de donde se extrae el barro y son el barro con el que se trabaja. Estas se pueden apreciar en el paisaje de Ráquira cuando el continuo de verdes y azules se interrumpe en agujeros rojos, amarillos o negros adonde los alfareros se meten en busca del barro: Son unos huecos hondísimos que interrumpen el continuo verde de las montañas gigantes del municipio. A varios kilómetros de distancia Mono (apodo de Worbal de Jesús) y yo observábamos un día unos cráteres que en lontananza uno atinaría a decir que miden varios metros de diámetro. Nos encaramamos sobre unos arrumes de barro y observamos el paisaje. Las minas más grandes que desde allí observamos fueron la de Pueblo Viejo y la de Comunidad. (Holguín, 2013-2014, nota diario de campo) Tres de estas minas son llamadas Pueblo Viejo, Resguardo y Comunidad, lo cual denota un posible asentamiento indígena en estos lugares durante tiempos coloniales. Para Florinda, una mujer adulta de Aguabuena, la mina de Resguardo es buena para el oficio de la loza porque de allí los indígenas extrajeron el barro. Según los relatos de los alfareros, los indígenas no combinaban su barro con el de otras minas y esto no les molestaba para trabajar, mientras que hoy en día los barros ya no tienen las mismas cualidades. Pese a que es frecuente escuchar que fue en tiempos de indígenas cuando existieron las mejores vetas de barros, las minas de Resguardo y Comunidad, según Worbal Velásquez y Fredy Vergel, tienen las características adecuadas para el oficio de la producción cerámica. Quizá sea esta una razón por la que en Aguabuena la mina de barro, que es un tesoro, puede enfermar a los alfareros. En Aguabuena, el barro es un material fundamentalmente indígena que puede picar, molestar o prestarse en el trabajo; es un material vivo y con voluntad. Así, las minas pueden picar a los alfareros, produciendo un salpullido que arde y para lo cual se debe comer sal. En Aguabuena, es frecuente el uso de la sal como contra, así como su utilización en la brujería. La voluntad de un hechicero o la de un envidioso por medio de un hechicero se puede contrarrestar con esta sustancia, así como la picadura del barro se contrarresta con su consumo. A la voluntad del barro las personas responden con esta contra, por medio de una relación amable (la veremos más adelante) o por medio de San Nicolás. Elisa Vergel le rezaba a este santo, conocido por tener tesoros y darlos en las noches a los necesitados, para convertirse en una artesana en el oficio del barro:
La mujer guarda en su memoria el empeño que le puso cuando joven al aprendizaje del oficio de la alfarería y la paciencia que tuvo para lograr hacer materas bonitas. Contaba que había sido gracias a San Nicolás que ella podía disfrutar en esos tiempos su destreza con el barro. Nació en otra vereda donde también se crio, viviendo su infancia y adolescencia en medio de familias que trabajaban el esparto. Pese a que no creció en Aguabuena y que los oficios que se realizaban en su tierra eran muy diferentes a la hechura de las vasijas, Elisa Vergel decidió mudarse con su esposo al cerro y aprender a hacer la cerámica representativa de allí. A los diecinueve se casó con Ubaldo Bautista y como le gustaban tanto las materitas que veía que sus nuevos vecinos realizaban, la mujer se prometió a sí misma y a San Nicolás lograr aprender a manejar el barro. En ese tiempo se hacían con arena y la técnica era la Cona. Aprendió primero a hacer las vasijas sobre un plato que todavía guarda entre sus arrumes de barro y daba forma con el puño de la mano derecha mientras la izquierda extendida le daba vueltas. Así le daban forma a un recipiente sin todavía un estilo definido hasta que se puliera y raspara. Todos los lunes, cuando aun todavía no se habían robado el santo de la iglesia, iba a rezarle al monasterio de la Candelaria, vereda que queda a pocos kilómetros de su hogar, y se devolvía con el anhelo en el corazón. “Cómo sería la gana de aprender” decía, “que en un año logré hacer bien el oficio y a los veintiuno ya armaba mi locita”. (Holguín, 2013-2014, nota diario de campo, Ráquira) Una cualidad que menciona Worbal de Jesús es que el barro es terco , y por ello debe conformarse una familia de barros porque el bueno para una cosa sostiene el malo para esa misma cosa. Es decir, que el material debe consistir en una mezcla de diferentes vetas o minas para que se preste en el trabajo. Sin embargo, hoy en día los alfareros no van directamente a las minas a extraer el barro. En Aguabuena, la arcilla se compra a los dueños de las minas, es llevada por volquetas y descargada a un costado de los talleres. En los patios se ven los arrumes de barros de diversos colores y texturas. Si una mina es muy mala y su barro ya se encuentra en los patios, el porcentaje de ese barro en la mezcla será bajo. El barro puede prestarse para armar o para secar o para cocinar. El barro débil para la armada no es elástico por ser arenoso. Por ello no aguanta el peso de los chutacos superpuestos, se abre y se cae. Puede suceder que tenga fuerza para no caerse, pero no la suficiente para evitar que se sople, infle o hinche, con lo cual se ancha la vasija, se tuerce y queda mal formada. Por igual causa se aplasta, que no es ir para los lados sino caer por presión en su centro y entonces no sube sino baja la vasija. Es posible que el barro se preste para armar pero no para secar. Siendo así, las vasijas no resisten el viento o el calor y sus paredes se rajan cuando están reposando en los talleres o cuando se les está aliñando para agrandarles la barriga. El barro puede ser bueno para las dos anteriores labores, pero malo para cocinar. En este caso, en el horno se puede desintegrar –comportándose como la yuca al cocinarse– de modo que se presentan una o varias ranuras en la vasija. O puede negrearse en el horno, y con esto las vasijas se apachurran , que es igual a aplastarse. O puede totearse , y entonces tras la pared del horno se escuchan los ¡pum! ¡pum!, un sonido que indica que las vasijas se están descascarando como las naranjas cuando se pelan, como explica Héctor. El barro es fácil de descascarar porque lo tierroso lo vuelve poroso. Incluso el
barro puede ser bueno en todos estos procesos, pero al salir del horno puede descubrirse un polvillo blanco que recubre las vasijas, al cual se le llama barro rucio, condición que se oculta hasta su cocción. Sin embargo, con jabón Rey se puede remover lo rucio y no presenta mayores problemas. Por otro lado, el barro puede traer piedras que molestan en el trabajo, que no se derriten con el agua y lentifican la hechura de las vasijas, pues hay que detenerse a sacarlas una a una. También son causantes de ranuras en las paredes o bases que se cuecen en el horno, pues saltan con el calor y su fuerza, al caer, quiebra el barro. Si la mina no sirve ni para armar, ni para secar ni para cocinar, es un barro que no se presta totalmente y con esta mina no se vuelve a trabajar. También hay barros que por un lapso de tiempo no se prestan a ciertas personas, como contó un día Mono: cuando estaba aprendiendo el oficio de la loza el barro no lo quería y le hacía hacer vasijas chuecas y feas. También puede suceder que el barro de una mina nunca se le va prestar a un alfarero y este debe dejar de trabajar con ella: Los barros no son iguales. Usted trabaja a plena seguridad de un barro y le va bien, pero hay barro que usted desde que lo vio, desde que lo pilla y decide por esa psicosis o por esa desconfianza de que no le sirve, no le sirve, y así es. (Conversación personal con Worbal de Jesús Velásquez, en 2013) En Aguabuena, la voluntad del barro se siente con las manos. Allí lo que se aprende no parte únicamente de una observación detenida ni de una medición de sus características físicas. Aunque los alfareros recurren a este tipo de métodos para conocer el barro, esta sustancia sufre procesos y tiene cualidades para las cuales este tipo de metodologías no permite una aproximación completa. Untarse de barro es un modo distinto de relacionarse con el material. En el cerro, los cuerpos y el barro se tocan, se soban, se amasan, se golpean, con lo cual se transmiten información mutuamente. La piel funge como una membrana que siente la naturaleza del barro cuando este pica, cuando da guerra en el oficio o cuando no quiere prestarse a quienes lo trabajan. Por eso, entre más horas esté el alfarero en contacto con el barro, más susceptible es de descubrir su naturaleza. Untándose , los alfareros descubren que el barro tiene voluntad, que es una entidad telúrica con la cual uno se puede relacionar con mediación de otras entidades, como San Nicolás. En otras palabras, los alfareros se embarcan en una relación mágica –que Frazer, pese a llamarle “spurious system of natural law”, se interesa en describir en su famosa obra La rama dorada (1944 [1922])– con el barro cuando por efectos de la ley de contacto o contagio los cuerpos de los alfareros se encuentran afectados y transformados. Así pues, los alfareros nos enseñan que, para conocer los materiales de la tierra, hay que untarse y trabajarlos: es lo que allí consiste, entre otras cosas, en enrollar el barro crudo. Medir la envidia y la teoría del punto en el barro En Aguabuena, aquello que abre de manera desenrollada, o desenvuelta, es un florecimiento , y allí, en el cerro, el barro florece . El florecimiento se observa en la mano de una alfarera cuando quiso mostrármelo: juntó sus dedos apuntando al cielo y entonces los fue desplegando lentamente hasta dejar la mano totalmente abierta. El barro florece con al menos dos meses de reposo en los patios de los talleres: “el barro que no ha reposado es un
barro duro”, y un barro duro es un barro recién sacado de la mina y que si se trabaja en el horno se va a fracturar (conversación personal con Worbal de Jesús Velásquez en 2013). Para saber que el barro ya abrió o floreció, los dedos cogen un trozo pequeño de los arrumes de los patios y ejercen presión, queriéndolo desmoronar. Si logran hacerlo sin demasiada fuerza, el barro ya abrió y se pueden continuar las actividades del oficio alfarero. Ya florecido, al barro debe ponérsele a esponjar , que es, dice Edilson, que le pase como al maíz cuando se hace la sopa mute . El maíz es un alimento todavía importante en Aguabuena. En el pasado reciente, sus habitantes lo consumían en mayor cantidad. Se dice que se sembraban diferentes especies. Con los desayunos u onces, se hacía en arepas para comer con aguadepanela. Pese a que hoy en día se compra en grano, con él se siguen preparando varios alimentos: mutes, envueltos, arepas y chicha. También se puede echar el grano al cuchuco, una sopa espesa hecha a base de cebada, o se come tostado con sal. Incluso se cocina la tusa y aderezada con mantequilla queda lista para su consumo. Se compra seco o tierno, de acuerdo con los alimentos que se deseen preparar o el destino que se le vaya a dar, sea para las gallinas o para el consumo de los alfareros. El mute es una sopa apetecida en la región que se hace con maíz porba , también conocido como maíz blando o como maíz de harina. Existe de dos tipos: el mute de mazorca y el de maíz. En el segundo, el grano se pela con ceniza vegetal y después de lavarlo se abre con agua hirviendo durante una noche entera, de manera que el maíz se ablanda para poderse consumir. Al día siguiente, se le echa sal, se agrega alverja y, “bien picadito”, papa, zanahoria, tallos o coles, ahuyama, papa criolla e, incluso, si hay en el hogar, carne. Se deja cocinando hasta que la sopa quede lista para el desayuno o las onces. Cuando se sirve, el maíz ya no es un grano duro y uno lo encuentra hinchado, semejante al barro cuando unos días después de reposar en el tanque con agua amanece esponjado. Como el maíz en la sopa, los alfareros ponen a ablandar el barro en un recipiente con agua. Por ejemplo, una tarde, Edilson puso en el tanque en donde se ablanda el barro una tabla inclinada que llegaba hasta el piso, de manera que él subía con la carretilla llena de barro florecido hasta la cima y la volteaba para descargar el material. El barro lo recogía normalmente del suelo al lado de los arrumes, del que se había dispersado por el piso de los patios, y luego lo transportaba con ayuda de la carretilla hasta el tanque. Repitió diligente la operación hasta casi llenarlo y enseguida vertió agua y dejó la mezcla allí unos días, hasta que el barro dejó de ser trozos de materia dura y se convirtió en una masa blanda y agrandada. Esa vez, como siempre en su hogar, lo hacía con gusto, tal como él expresaba: “a mí sí me gusta este oficio”. Al paso de tres días o hasta de una semana, el barro se encuentra esponjado, con lo cual adquiere la cualidad de dar hebra . Las hebras son rollitos que los alfareros hacen pellizcando el barro y deslizando un trocito con la fuerza del pulgar sobre la falange media del índice. Si el barro no se queda en las manos ni se parte de una vez, es porque ya tiene la cantidad justa de agua que lo hace enrollarse sobre sí mismo y “hacerse en hebritas”. Es entonces cuando el barro ya esponjado se encuentra listo para ser “destripado” por el molino, del cual sale listo para volverse chutacos y vasijas.
Figura 3. Cortadora Foto: Laura Holguín. Cuando ha florecido, se ha esponjado y se encuentra molido, el barro está listo para trabajar. Entonces se deja bajo la enramada, al lado de los tornos sobre los cuales se arman las materas. Con la cortadora ( figura 3 ) se corta un trozo del “tronco” de barro y es entonces cuando comienza lo que Castellanos llama el juego entre lo húmedo y lo seco, entre lo blando y lo duro (2007, p. 65). Si se encuentra muy húmedo, el barro se queda en las manos; si está muy seco o duro, duelen las manos de quien lo trabaja; y si está muy blandito, la vasija no se sostiene. Ni muy blanditico ni muy durito para que se pueda trabajar, suelen decir, debe estar en su punto : ² “Una pieza de arcilla alcanza su punto cuando no está ni muy blanda ni muy dura, como la masa de pan, y está lista para darle forma” (Castellanos, 2012, p. 28. La traducción es mía). El barro y las vasijas que con él se arman llegan al punto cuando presentan las características deseables para los alfareros, o cuando alcanzan un carácter amable: “en su punto, que se deje trabajar”. Al punto también se le llama tiemple , cuando los artesanos buscan el momento adecuado para trabajar sus vasijas. Worbal de Jesús habla de tiemple al decir que una vasija posee las cualidades necesarias para pulirla: “¿Sí sintió ayer cuando estaba arreglando la matera, el tiemple que tenía esta matera? Que no estaba ni muy blandita ni muy dura, sino que apenas se dejaba pulir”. El tiemple que debe tener una matera para pulir se hace con el tiempo necesario para que el agua se escape, o para que de saraza pase a blanquearse un poco. El tiemple, como el punto, es un estado moderado de las cosas, un momento de fuerzas ponderadas y de tensión constante; también es un instante que es un tiempo breve o un punto en el tiempo que corre en las sustancias. Worbal de Jesús enseña: Para usted armar el barro puede ser como sale allá, pero para aliñarlo toca dejarlo endurecer un poquito más, etcétera […]. Cada oficio, si usted va a raspar, tiene que estar así la matera, ¿sí? Que esté durita. Para armar, el barro tiene que estar así, y para aliñar tiene que estar durita. O sea, ni muy blandita ni muy durita sino que dé punto. Por ejemplo las que están adentro, ya están bonitas para aliñar, porque ya tienen su tiempo. Sobre el punto y sobre el barro que debe estar en su punto, significando que debe alcanzar una consistencia adecuada, Raúl Porras Barrenchea (2007 [1952]) explora en el quechua la palabra chaupi . Este concepto describe algo de la simetría que tanto concernía a los incas, siendo una importante figura para comprender la conciliación de opuestos. Esta actitud de morigerar que anuncia el historiador en el pensamiento andino es afín al punto que preocupa a los alfareros de Ráquira. El punto ocurre en el barro pero también en la carne o en el arroz. Los alfareros explican que se presenta cuando la sustancia no es ni lo uno ni lo otro, siendo lo uno lo blando, o lo húmedo, o lo crudo, y lo otro, lo duro, lo seco o lo quemado, porque es en medio de estos dos polos que se hace el punto. De chapui , Porras dice lo mismo, y lo propio de chay , su compañero, que quiere decir “esse o esso”, ese lugar, ese camino. Así, chayayninman simiytachachichircani ( simi , en el diccionario de González Holguín [2007] se consigna como “Boca lenguaje mandamiento ley bocado, las nueuas, la
palabra y la respuesta” [p. 22]) y se traduce: “Darle en el punto , decir, hacer o pensar al justo lo que convenía pensar o hacer” (p. 90). Entonces, el punto debe tratarse también de justicia, o de lo justo que debe ser quien trabaja las sustancias con miras a ser un buen alfarero o cocinero. Jaime Guzmán, un panadero de Bogotá, dice que los artesanos tienen como oficio prestar atención a los puntos de las sustancias, afirmando que su oficio es cuidar que la masa de pan no se le vaya “a pasar” en los diferentes procesos. En el cerro, un punto se le adelantó a Marina, como ella afirma, cuando una tarde encontró sus vasijas con cáscara. Había dejado transcurrir más tiempo del necesario y cuando se sentó a raspar las sintió ya duras. El agua en las vasijas debe escaparse gradualmente. A este proceso se le llama marchitar . Si las vasijas se secan rápidamente, puede haber daños en las piezas. Así pues, el artesano debe ser paciente durante el proceso y adecuar las condiciones para que la vasija, a su paso, se marchite. Si lo hace de manera afanada y la seca de una sola vez poniéndola al sol, por ejemplo, la vasija presentará daños en el horno; pero si la olvida y deja pasar el punto, el barro se presentará demasiado seco o duro para ser trabajado. En Aguabuena, se sabe que toda cosa lleva un curso compuesto de eventos, algunos significativos, y que por ello varios materiales que son objeto de trabajo tienen al menos un punto. Parte del conocimiento artesano supone el aprendizaje necesario para identificar el momento en que el material se presta para trabajar. En ese momento, los materiales dejan de ser objetos del trabajo; ayudan o no ayudan, y en consecuencia son agentes con voluntad en el proceso productivo. Los puntos marcan los estadios del florecer, esponjar y marchitar del barro como hitos que ensanchan o acortan los periodos que encierra. El barro tiene una existencia con ritmo y los puntos acompasan la composición de la obra, ritman el acaecimiento de la sustancia por los talleres alfareros. La serie de estos puntos es una pieza ya escrita, y cada vuelta, una variación, es decir, la vasija es un esquema de puntos comprendidos en el florecer y el marchitar con tiempos que se ajustan a cada barro que pasa por los talleres. El punto, en el cerro, es una forma de medición. Los puntos miden la duración de los procesos por los que atraviesa la materia y su medición se escapa del cronómetro. Si alguien tiene la ocurrencia de preguntar cuántas horneadas (cantidad de vasijas necesaria para llenar el horno) se hacen en un mes, las manos alfareras dirán que... quizá una o dos, pero que si en realidad se quiere saber, eso no se sabe, porque las manos lo que saben es que el proceso del barro transcurre independiente de las horas, los días o los meses. Dirán que tantas vasijas se harán ahora y tantas en la tarde, pero cuando hoy se hacen ocho, mañana se harán quizá diez o quizá seis, porque si el día quiso ser caliente, si no hubo chitiaduras y si el barro se prestó para el trabajo, pues las vasijas que se armaron ayer darán el punto para raspar mañana y, si así quieren seguir los días, en poco tiempo se tendrá una horneada. Descuidar los puntos que dan ritmo a la vida de las cosas produce infortunios, ³ sería como saltarse o adelantarse un silencio en una partitura, saliéndose de los tiempos del compás y de los compases siguientes, a menos que por medio de un artificio se arregle el error del intérprete. Otra forma
de descuidar el punto es cuando una vasija se seca de manera violenta, se arrebata , que consiste en un proceso acelerado de forma perjudicial, con fuerza y violencia, como le ocurre al arroz, según explica Héctor Valero. Cualquiera que haya hecho arroz, sabrá que después de secarse , se le debe poner a fuego bajo. Si el cocinero tiene afán y decide dejarlo en fuego alto para que se cocine rápido, no quedará sabroso, o no como normalmente se espera que quede el cereal, blando pero no mazacotudo, seco pero no crudo. El cocinero arrebata su arroz, no le tiene paciencia y lo daña. El arroz sabroso tiene un ritmo y las personas aprenden a percibirlo. El arrebatar también puede ocurrir en una carne. Un buen día, Carmen me advirtió: “Déjela marchitar”, cuando vio un trozo de carne que había puesto yo en fuego alto. Si gracias a sus advertencias no hubiera retirado la carne, esta no se habría cocinado lentamente, se habría quemado, y yo la habría arrebatado . De igual modo, el barro se arrebata cuando en el horno la llama viene de una vez, algo que deben evitar los artesanos caldeando este recinto, es decir, subiendo gradualmente su temperatura. Cuando se están armando, también se arrebatan las vasijas si se ponen bajo el sol sin antes haberlas dejado reposar en la sombra. Si se acelera el proceso de secado, la vasija se arrebata. Por otro lado, en ocasiones sucede lo contrario, cuando el agua no se escapa del centro del barro de las vasijas, y entonces se enguarapan , algo que no es visible. Cuando se arma, la vasija está verde porque todavía no ha marchitado lo suficiente, pero a medida que el trabajo de raspada y de pulimiento avanza, adquiere un tono blanco. Algunas vasijas blanquean por fuera pero dentro el barro sigue verde, ya que, como explica Héctor, el “agua sigue viva” y no quiere salir. Entonces es necesario darles un baño de sol cuando se encuentren casi marchitas. Explica que de no hacerlo, la vasija no seca lo suficiente y la viveza del agua las daña. El agua debe salir gradualmente: primero bajo la sombra, luego al calor del sol y finalmente en el horno cuando se cocina. Elisa Vergel dice que las vasijas se le aguarapan o enguarapan cuando está lloviendo: Cuando está lloviendo y se seca por fuera y por dentro queda verde porque no se alcanza a secar, porque como es gruesa queda verde por dentro. Yo pues digo que la loza se aguarapa y se seca por fuera y uno la ve seca y llega y la apila y empieza a totiar, se totea, se parte, bueno, qué no le pasa, se chitea. Cuando una vasija arrebatada o aguarapada se cuece en el horno, se chitea . Esto quiere decir que presenta ranuras ( figura 4 ). Estas pueden venir solas o acompañadas de pequeñas ramificaciones. Las hay gruesas y delgadas, largas y pequeñas, curvas y rectas, cada una con su variación de motivos. Más seco el cuerpo, más difícil su curación: cuando blando se sanan, cuando duro se ocultan. Las chitiaduras suceden cuando una fuerza altera con violencia la temperatura de la vasija: esa fuerza puede ser la del viento, la del sol, la de la llama en el horno o la de una envidia. Una mina naturalmente mala presentará un margen ancho de posibles chitiaduras.
Figura 4. Vasija chitiada Foto: Laura Holguín. Otras cosas en Aguabuena también se chitean, especialmente la piel de los humanos y los animales. Estas ranuras que aparecen en la epidermis causan malestar en los seres que han sido afectados por el viento. Por ejemplo, cuando un alfarero trabaja durante el día con el barro húmedo, armando vasijas, en la temporada de ventiscas, el aire veloz que rosa sus manos de artesano le provoca ranuras en la piel. Entonces las manos del afectado se
chitean, es decir, la piel se reseca y se crean aberturas superficiales, que arden durante uno o varios días. El viento también puede chitear los labios de una persona, para lo cual se aplica, como si fuera labial, manteca de cacao que se compra en una droguería. Inclusive los pezones de una vaca sufren este mal a causa del olor de su propia leche quemada, que el aire lleva a sus narices, y es entonces cuando no da leche. La chitiadura es infortunio. La chitiadura es lo opuesto al punto, pues se presenta cuando este último no se alcanzó. Las vidas de las vasijas en el cerro discurren a lo largo de una serie de puntos y la desviación en este esquema tendrá como resultado una o más fracturas. Los eventos infortunados (cuando no se llegó a algún punto) que chitean las cosas son producidos por causas místicas. Por ejemplo, la aparición de la chitiadura en el mundo material puede ser causada por la envidia (Castellanos, en este volumen). La chitiadura, como expresión de la envidia, al igual que el mal de ojo, es un instante, un momento preciso en el cual las cosas se atascan y les es imposible ser lo que pretendían ser. Así, el camino que les estaba dado, es desviado y retorcido. (Nota diario de campo, 2013-2014, Ráquira) Hay chitiaduras que pueden ser provocadas por un hechicero, como lo demuestra el relato que Héctor me ofreció sobre las horneadas que no llegaron a ser exitosas en el taller de un alfarero: Al principio el horno parecía marchar correctamente pero las vasijas empezaron a romperse antes de dar punto. Todo se estropeaba. Todo se destemplaba. La loza se chitiaba o salía cruda. Cuando echaban setenta juegos al horno, los setenta juegos salían dañados. Se sintieron cada vez más extraviados. Sin rumbo. Iban de aquí para allá, buscando el sendero, pero seguían oyendo los totazos en el horno. La loza se estallaba. La familia se vio perdida. Era como si después de días agotadores de arduo trabajo, se encontraran de un momento a otro en medio de altos y vertiginosos riscos. Un año anduvieron así, perdidos en el abismo. Recomenzaban con esperanza y se concentraban cada vez más en seguir el itinerario preciso que habían aprendido. Pero hasta el año, no lograron volver a conseguir el punto. Los habían echado al derrumbo . Perdida la diecisieteava horneada, los alfareros que no tenían ya dinero para comer utilizaron el último resto de barro para armar por última vez sus vasijas. Llegaron a pensar que su destino era despedirse del barro para siempre. Entonces Héctor y su familia completaron la horneada y cuando deshornaron después de mantener por más de treinta horas el fuego en el horno, de llevarlo hasta su punto y luego de soltarlo, comprobaron que habían vuelto al camino de trabajar bien. No se dañó ni una pieza esta vez. El año que estuvieron en el abismo, cuando estuvo más pesado , lo debieron a un amigo de Héctor; un envidioso quien los quería ver perdidos del camino. Ese amigo se buscó a un brujo y los descarrió. En Aguabuena quienes sufren de envidia, son al mismo tiempo quienes expresan aprecio, forjan amistad y muestran simpatía. (Holguín, 2013-2014, nota diario de campo, Ráquira; véase también Castellanos, 2012) En Aguabuena, la vida del cuerpo, tanto de los humanos como el de las vasijas e, incluso, el de los hornos, está integrada por eventos, unos
afortunados y otros infortunados. El punto es el esquema que ritma la obra de los alfareros; de no presentarse este esquema, el enrollamiento y las vasijas no tendrían existencia. Por otro lado, las chitiaduras son el instante en que un cuerpo se fractura. Son una grieta en el cuerpo que tiene lugar cuando el punto se pierde. El camino que no llegó a existir se realiza en estas ranuras a veces dolorosas. Esta inversión se logra con la envidia, con ayuda de un hechicero, por medio del mal de ojo o de las brujas. Si la envidia se manifiesta en las chitiaduras (Castellanos, en este volumen) y la magnitud de ellas es proporcional a la envidia, es posible que esta sea medida con las ranuras que sufren los cuerpos en Aguabuena. La envidia produce estas fracturas conocidas como chitiaduras en las vasijas, en las bocas, en los pezones de las vacas o en las manos de los alfareros. El enrollamiento es voluntad del barro El sistema de enrollamiento existe en el cerro y en las minas. Gracias a la voluntad del barro y debido a la necesidad de untarse , las manos descubren las exigencias del oficio del enrollamiento. Worbal dijo un día, con los ojos puestos en su interlocutor, que mirarle hacer vasijas nunca es suficiente para comprender su oficio. Para ello hay que “untarse”, “trabajar el barro” o, por lo menos, intentarlo. La alfarería se aprende con las manos y la acción coordinada del cuerpo en su relación con un material que, en Aguabuena, tiene voluntad. Los alfareros de Aguabuena logran que este material, el barro, se preste y comparta el conocimiento. Siguiendo los tiempos o puntos de las sustancias que manipulan, consiguen que se les preste para el trabajo. Para ello los artesanos deben ser amables, justos y pacientes, como lo sabe explicar Carmen Bautista: Aquí desde que el barro salga del molino bien molido, ya uno no necesita de hacerle nada más. Ni se le echa ni se le hace nada. Lo único que tiene el material es que uno debe tener paciencia para aprender. Tener paciencia para poder aprender porque uno “ya ende que sepa hacer la vasija, hágale a hacer su vasija”. Pero por ejemplo, usted quiere aprender a manejar el barro, a hacer una vasija, entones si usted tiene paciencia que llama uno para hacer cualquier trabajo, cualquier oficio, usted siente y empieza a manejar su barro con toda la paciencia a dedicarle su tiempo y el barro se le presta para trabajar… pero si usted no le tiene paciencia, no: no pudo pegar los rollos, se le fue la vasija para un lado y se le fue para el otro, o le quedó gruesa a un lado y al otro delgadito. Usted le echa mal genio y no pudo. Porque así uno aprendió con los papás. La paciencia es que uno empieza a elaborar la vasija, porque así uno aprendió con los papás, la mamá aprendió a hacer sus ollas y uno ahí a hacerle rollos también. Se ponía uno a hacer, empezaba uno a hacer ahí de la misma pila de barro, o donde fuera empezaba uno a travesiar el barro. Y uno se dedicaba ahí, se concentraba uno a hacer su vasija. Qué voy a hacer aquí, una ollita o una materita. Entonces pues no le quedaba bien hecha pero ya la mamá le arreglaba a uno esa vasija, entonces ya en de que la vasija la arreglaban y quedaba bonita, entonces ya la otra vuelva y haga otra vasijita. Eso uno empezaba a hacer, pegar unas dos vueltas y le daba a uno mal genio y que esto quedó feo y que esto no me quedó bien. ¡Ah! Entonces no, no se le prestó el barro. (Holguín, 2013-2014, nota diario de campo)
Puede pensarse entonces en la aprendiz de Héctor Valero, quien ve al maestro deslizar sus dedos sobre un terrón de barro, y se queda, en el lapso de tiempo que separa las palabras del alfarero de la operación de sus manos, mirando unos ojos ausentes. Entonces enfoca su vista en esos dedos gordos en acción coordinada que buscan, tal vez, lo que Héctor necesita saber para proceder de uno u otro modo en la preparación de la arcilla. Y lo que entiende la mano es descompuesto por el alfarero, y sintetizado lo complejo, al decir: “amarillo, tierroso y con ruyas [piedras]”. Y como supone con razón que quien lo escucha no ha experimentado el barro como él y el resto de alfareros, extiende el brazo de la mano que ocupa con el terrón para dárselo. Tome, desmorónelo. Y lo que la aprendiz entiende con las yemas de sus dedos es una experiencia que tiene origen en la relación que comienza con el barro, y con su instructor. Así podrá nombrar lo que le ocurre a la sustancia y comprenderá lo que es el florecer cuando un día cualquiera vaya a los patios a desmoronarlo. El sistema del enrollamiento y los puntos que se tejen entre lo floriado y lo marchito transmiten el conocimiento del barro a los alfareros. Referencias Castellanos, D. (2007). Huellas de la gente del cerro. Detalles etnográficos sobre estilo, ritos de paso y envidia en la formación de un contexto arqueológico (tesis de maestría). Universidad de los Andes, Bogotá, Colombia. Castellanos, D. (2012). Locations of Envy: an ethnography of Aguabuena potters (tesis doctoral). University of St. Andrews, Saint Andrews, Escocia. Falchetti, A. M. (1975). Arqueología de Sutamarchán, Boyacá . Bogotá: Banco Popular. Frazer, J. G. (1944 [1922]). La rama dorada. Magia y religión (Trad. E. y T. I. Campuzano). Ciudad de México: Fondo de Cultura Económica. González Holguín, D. (2007). Vocabvlario de la lengva general de todo el Perv llamada lengua qquichua, o del inca . Digitalizado por Runasimipi Qespisqa Software. Recuperado de http://www.illa-a.org/cd/diccionarios/ VocabvlarioQqichuaDeHolguin.pdf Holguín, L. (2013-2014). Diario de campo en Aguabuena . Manuscrito sin publicar. Mohr Chávez, K. L. (1984). Traditional Pottery of Raqch’i, Cuzco, Peru: a preliminary study of its production, distribution, and consumption. Ñawpa Pacha: Journal of Andean Archaeology , 22 , 161-210. Osborn, A. (1979). La cerámica entre los tunebo. Un estudio etnológico . Bogotá: Fundación de Investigaciones Arqueológicas Nacionales del Banco de la República.
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Este artículo presenta los resultados de la investigación que realicé entre 2008 y 2010, en el municipio de La Primavera, Vichada. Dicha investigación se ocupó de la relación entre los regalos y la brujería. Las narraciones de casos de brujería suponen un conjunto de personajes que preparan, transportan y proveen las sustancias o son víctimas de la brujería. Para ingresar en el análisis de la mecánica de los regalos en este contexto, me refiero a la fuerza del don y a la idea de don envenenado , como son abordados por Marcel Mauss (2009 [1971]). Para caracterizar la mecánica de la relación entre regalos y brujería, postulo una clasificación que distingue dones expuestos y dones ocultos. Realicé el trabajo de campo en varias temporadas con duraciones que oscilaban entre tres semanas y dos meses cada vez. La investigación se hizo mediante conversaciones sobre casos de brujería. Estas conversaciones fueron posibles gracias a la inminencia de la brujería experimentada por los habitantes de La Primavera. Se trata de un municipio de los Llanos Orientales colombianos con cerca de 15 000 habitantes. Fue fundado en 1959 y su población es producto de las olas migratorias del centro del país que se dedica casi exclusivamente a la ganadería. Pese a que cuenta con población indígena, las instancias administrativas y la gran mayoría de los habitantes del casco urbano son mestizos que se autorreconocen como llaneros. Durante todo el año, las temperaturas están siempre por encima de los 28°C. Hay dos maneras de llegar a La Primavera, y en ambas se pasa por Villavicencio, la capital del Meta que funge como capital del Llano. Una opción es viajar desde Villavicencio hasta Puerto Gaitán, por carretera. Es normal viajar en la noche, ya que la última lancha que sale de Puerto Gaitán parte a las seis de la mañana. Una vez se toma la lancha, se viaja por el río Manacacías y luego se toma el río Meta hasta llegar a La Primavera. Este recorrido dura aproximadamente ocho horas. La otra forma de llegar desde Villavicencio es en avioneta. Este recorrido dura aproximadamente hora y treinta minutos. El viaje por tierra desde Bogotá duraría unas 27 horas, pero nunca se cuenta con las condiciones necesarias, ni siquiera en verano; en invierno este viaje puede durar varios días. En mi primera salida a campo, luego de una hora de haber salido de Puerto Gaitán, la lancha chocó con un palo y se volteó. Naufragamos durante casi tres horas en el río Manacacías. Al llegar a La Primavera, era conocida como una “sobreviviente”. Este accidente fue un punto clave para entrar, porque me permitió ser tratada como una persona que llega a su pueblo y no como una persona que hace una investigación sobre su pueblo. Ese mismo fue el tono que tuvieron mis relaciones durante el trabajo de campo. En un principio, no hablaba de brujas, a menos que la gente me preguntara por mi trabajo en La Primavera. El resto del tiempo respondía sus preguntas sobre mi vida y escuchaba. Únicamente hablé con los mestizos, quienes tienen un miedo constante a la envidia y a su materialización más terrible: la brujería. Esto no quiere decir que sea común tener esas conversaciones. Pero cuando hablan de casos de brujería, se refieren a eventos que ocurrieron a los presentes en la conversación o a sus conocidos o a casos emblemáticos en la región. La brujería atraviesa todas las narrativas familiares de los habitantes de La Primavera. Cualquier persona es una posible víctima de la brujería, así como
cualquier persona tiene razones de peso que la pueden llevar a contratar los servicios de quienes, principalmente mujeres, son sospechosas de practicar la brujería. La envidia late en el pueblo todo el tiempo a través de las miradas, las preguntas y los cuchicheos. La gente dice que es mejor no comprar ni siquiera una muda de ropa nueva, porque será objeto de envidia. Es mejor no mostrar. No es bueno ser lindo ni feo; tampoco ser dulce ni amargo. En este pueblo, no se debe llamar a la envidia. La envidia es un mal deseo que las brujas ayudan a satisfacer. En este contexto de inminencia de la brujería en La Primavera, me planteo dos preguntas: ¿por qué quedan embrujadas las personas? y ¿cómo viaja la brujería? Voy a valerme del trabajo clásico de Mauss (2009 [1925]) para ingresar en la mecánica de los dones. Este artículo argumenta dos tesis: que la brujería viaja como un don oculto en los regalos que garantizarían la continuidad de relaciones sociales cordiales, y que la brujería logra su cometido, la intención del donante oculto, gracias a que se usan restos de procesos fisiológicos que nunca logran devolverse. Los personajes que componen un caso de brujería en La Primavera son: la bruja, el embrujado (o los embrujados), el favorecido (o cliente), los proveedores de sustancias, el transportador del don y los narradores (los chismosos). La bruja o el brujo es quien sabe las mañas . El embrujado o la embrujada es una persona que despierta la envidia o la pasión. El cliente o favorecido es la persona que contrata los servicios de la bruja. Los proveedores de sustancias suelen ser personas ajenas a las intenciones de la bruja y el favorecido, pero aportan los materiales de la brujería –muchas veces son personas que no se saben partícipes de la brujería – principalmente los muertos)–. El transportador del don es quien entrega el regalo con el mal (sabiéndolo o sin saberlo). Los narradores son quienes cuentan el suceso. Todos ellos se saben víctimas o generadores de la envidia. Brujas, chismosos y embrujados Mujeres de miradas oscuras y profundas que no se pueden esquivar. Mujeres delgadas y gordas, bellas y espantosas, amas de casa y trabajadoras. Mujeres que uno nunca se imaginaría y mujeres de las que todo el mundo sabe . Mujeres que juegan con el tiempo, mueven el futuro y el pasado. Mujeres que roban vidas, que juegan con la vida. Mujeres que mueven destinos, que se encuentran llenas de envidia. Mujeres que se transforman en piscos, en plantas, en gallinas. Con insaciable deseo, quieren devorar, engullir hasta la última gota de su víctima con sus manos, sus ojos, sus oídos y sus rumores. Se dice que La Primavera está plagado de estas mujeres, pero solo se reconoce como bruja a doña María. Las otras son secretos a voces. De las peores –“las que son malas de verdad”, como dice la gente–, nunca se conoce el rostro, ni se imagina. Aquellos que saben su secreto se envolverán en sus favores. Si hablan, se hundirán en la desdicha de sus males. Las brujas son temidas por sus mañas. Las mañas incluyen las habilidades, los secretos y la audacia. Estas tres caras de la maña se encuentran ligadas. La bruja debe ser una mujer que tiene habilidad antes de ser bruja y que
adquiere más a lo largo de su vida. Una vez empieza su aprendizaje, obtiene secretos con los cuales realiza sus favores. Los favores la atrapan en un círculo junto a sus favorecidos, sus víctimas, aquellos que fueron usados sin saberlo y aquellos quienes luego narran lo acontecido. Una de las preguntas más recurrentes es: ¿por qué una mujer es bruja?, o ¿por qué se convierte en bruja? “La maña”, dice la gente; es una de las respuestas que se repite una y otra vez. La maña, aunque se adquiere, también se tiene. Así como puede ser una cosa de nacimiento, se puede aprender; nacen mañosas y se vuelven mañosas. En ambos casos, la maña es una habilidad, una destreza. La maña se refiere a la forma en que se hacen las cosas. Las mañas son manipulaciones materiales que se practican a escondidas y son cosas secretas . La bruja se relaciona con espíritus, sabe cómo pedirles favores y cómo utilizarlos. Estas manipulaciones se hacen con el fin de satisfacer deseos egoístas. Es a través de las mañas que la bruja logra transformar a las personas y a las relaciones sociales. Pero la bruja también se transforma: vuela en las noches o saca raíces de sus pies y se convierte en planta. La bruja llega a ser bruja porque existen la envidia, las mañas y hay quien le enseñe. Se convierte en aprendiz de bruja y adquiere conocimientos a través de otras u otros. Empieza a saber cómo rechazar o conservar el amor, cómo meter o sacar una enfermedad y cómo alejar o atraer el dinero: las cosas básicas por las que la gente acude a una bruja. Las mañas también son secretos. Los secretos consisten en rezos y técnicas para la manipulación de sustancias. La fuerza de los secretos permite domar las acciones y los sentimientos y hacer que la naturaleza funcione antinaturalmente. Por ejemplo, la bruja puede rezar un árbol y convertirlo en otra persona para que esta engorde hasta explotar, o puede volver “arrastrada” a una persona, haciéndola perder su voluntad, al poner su nombre en los zapatos del favorecido por la brujería. El secreto es el saber acerca de un mundo al revés y es un saber que se mantiene oculto. Para los mestizos de La Primavera, todas las formas del saber indígena son brujería. “¿Usted quiere saber? ¿Usted quiere ser bruja?”, me decía el padre de un niño con dengue hemorrágico en el hospital. Antes de preguntarme, había detenido el sangrado en las encías de su hijo mediante un rezo, que tuvo que adaptar, pues, según él, de lo contrario lo habría podido matar. Cuando le pregunté “¿cómo lo hizo?”, me respondió que lo había aprendido de los indígenas, que para ello tuvo que prepararse y que si yo quería saber el secreto me convertiría en bruja. “El secreto no se puede decir porque sí”, me decía. Otra forma de referirse a la maña de las brujas es resaltar su audacia. Se atreven a pasar la escoba por el lomo de un animal brioso, con el riesgo que ello supone, para domarlo. Las brujas pueden llegar a matar, pero lo hacen de forma mañosa. La suya es una audacia oculta. Las peores manifestaciones de su audacia se dan con sus víctimas fatales y con ellas mismas. Mantienen vivas a sus víctimas; se atreven a conservar vivos a los muertos. Pero también aceptan las consecuencias perversas de sus actos y se condenan cada vez más.
Se sabe de las innumerables mañas de las brujas porque existen los narradores de la brujería. Los casos se suelen contar como otra manifestación de la envidia que marca las relaciones sociales, y ocurren en lugares privados procurando no mencionar nombres propios. Estos relatos dan cuenta de cambios drásticos, generalmente trágicos, en el destino de los embrujados. Hay placer en la narración del caso de brujería: la narración es propiciada por la envidia del narrador. Se cuenta con ganas y esas ganas de contar, tanto como las ganas de escuchar y saber y elaborar sobre el chisme un detalle no incluido pero plausible, son la envidia en efervescencia. Sin embargo, se suele justificar por la lástima que le dio al narrador lo que le pasó al embrujado: “ella era tan buena… conmigo nunca se metió... pero era tan buena, que por eso pasó lo que pasó”. La narración suele poner en duda los móviles de la brujería: “por algo sería… de pronto se metió con el marido...”. Se transforma muy rápidamente en un chisme. El chisme supone técnicas vocales y técnicas corporales. Las personas chismosas bajan la voz y en largos apartados de su relato adquieren o imitan la voz de la bruja. Hablan en primera persona aun cuando la narración supone que ellas no son brujas. Mantienen las partes más escabrosas del relato en una voz tan baja que es casi un susurro. Es una mezcla de rezo y confesión. Se percatan de que nadie más esté escuchando. Llaman la atención dirigiendo la mirada a los ojos del interlocutor. Tocan delicadamente el brazo de este para enfatizar el carácter secreto del relato, aun cuando saben que la intención del relato es ser difundido. Los chismes que perpetúan las historias de brujería no permiten que se olvide el suceso, pero su acción es mucho peor: mantienen embrujada a la víctima, la condenan a un embrujamiento eterno. Los chismes suelen trastocar y manipular los eventos a los que se refieren. En este sentido, el chisme es una forma de brujería que el narrador y quienes lo escuchan no reconocen. El chisme funciona como una iniciación en las artes de la brujería porque es este el lugar de enunciación de las mañas. Todas las mañas de las brujas se ponen en práctica para hacer favores a sus clientes, los favorecidos. Estos suelen ser personas desesperadas. Envidiosas, pero sin maña. Son gente necesitada de una vida distinta a la que tienen. Son adictos a este juego de cambiar el destino (Suárez, 2009). Los favorecidos se encuentran tan consumidos en él, que solo les queda jugar ese juego interminable e insaciable. El beneficiario de la brujería se hace don y se regala sin saberlo porque los favores se realizan en dones ocultos. Los embrujados son personas que, por alguna razón que a veces no es clara, despiertan la envidia de los otros. Los otros quieren poseerlas, quieren tener control absoluto sobre ellas, quieren su amor o su forma de vida y, si no lo consiguen, quieren que la persona envidiada no tenga nada. Son personas a las cuales les han cambiado el destino. Los embrujados deben aceptarse como embrujados, es decir, deben ser conscientes de que sus actos y sus pensamientos están siendo manipulados. Cuando aceptan esa condición, encuentran la explicación en la envidia y en algo que les dieron. El embrujado recibe al favorecido sin saberlo porque los favores se realizan en dones ocultos. La fuerza del don
Mauss buscaba la regla de derecho y de interés que hace que el don recibido se devuelva obligatoriamente. Se preguntaba por la fuerza que hace que el receptor lo devuelva. Encontró la respuesta en el hau , el espíritu de la cosa dada : Lo que obliga en el regalo recibido, intercambiado, es el hecho de que la cosa recibida no es algo inerte. Aunque el donante la abandone, esta sigue siendo una cosa propia. A través de ella, tiene poder sobre el beneficiario y como propietario de ella tiene poder. (Mauss, 2009 [1971], p. 88) ¿Por qué esta necesidad de dar, recibir y devolver? Tamati Ranaipiri, un sabio maorí, le explicó a Elsdon Best lo siguiente: Voy hablar del hau… el hau no es el viento que sopla. En absoluto. Supón que posees un artículo determinado ( taonga ) y que me das dicho artículo; me lo das sin precio establecido. No hacemos ningún negocio al respecto. Ahora bien, yo le doy este artículo a una tercera persona que, después de que ha pasado algún tiempo, decide devolverle alguna cosa a modo de pago ( utu ), me regala algo ( taonga ). Ahora bien, este taonga que él me da es el espíritu ( hau ) del taonga que yo recibí de ti y que le di a él. Yo debo devolver los taonga que he recibido por esos taonga (que tú me diste). No sería justo ( tika ) de mi parte conservar esos taonga para mí, ya sea deseable ( rawe ) o desagradable ( kino ). Yo debo dártelos a ti, pues son un hau del taonga que me has dado. Si me quedara con ese segundo taonga , podría sucederme algo malo, algo grave, incluso la muerte. Tal es el hau de la propiedad personal, el hau de los taonga , el hau del bosque. Katiena (suficiente sobre este tema). (Como se citó en Mauss, 2009 [1971], p. 87) Pues bien, el hau es el poder espiritual de la propiedad personal que la cosa dada lleva, es un vínculo espiritual entre lo que doy y mi ser. Al dar algo, no solo se da un objeto; se tiene una intención, un sentimiento. Para mí, el espíritu del don es esa mezcla de intención y sentimiento del donante. El don lleva consigo una parte del dador. Entonces, el regalo ya no es un simple objeto inerte. Es justo por este motivo que el don debe ser devuelto. En un principio, la idea de que un regalo deba ser devuelto produce contrariedad, pero, claro, no es el regalo inmediato lo que se debe devolver, o sea, la cosa entregada, sino el poder espiritual que hay dentro de él –el hau –. El don deja de ser inerte gracias a que el dador le da el espíritu y la vida, y por eso debe volver con su propietario. Se comprende clara y lógicamente que, en ese sistema de ideas, haya que devolver al otro lo que en realidad forma parte de su naturaleza y su sustancia; pues aceptar algo de alguien es aceptar algo de su esencia espiritual, de su alma. (Mauss, 2009 [1971], p. 91) Para mis cumpleaños, mis padres siempre me compraban un hermoso vestido. Me vestían igual que al ponqué que ofrecían en la fiesta y que mi madre hacía días antes. Compraban sorpresas para los demás niños que asistían y vino para los adultos. Los invitados llegaban con los regalos que yo con ansias esperaba. Muñecos, pinturas, ropa. ¡Regalos! Recuerdo especialmente uno de ellos. Mi tío Carlos llegó con su cuerpo descomunal y su sonrisa: me dio el regalo y uno de sus abrazos asfixiantes. “Si no rompes el papel, no te llegarán más regalos”. Así que tomé el papel y lo despedacé
de la forma más rápida que pude, ansiosa, en medio de risas; volaron pedazos de papel regalo por todos lados. Cuando por fin lo abrí… se trataba de un pijama que parecía una bata de maternidad. “¿Te gustó?”. ¿Cómo decirle que no a esa sonrisa de mi tío? ¿Cómo decirle “no me gusta” a algo que él escogió para mí? ¿Cómo decir que “no me gusta” algo que llevaba tanto amor, algo que llevaba una parte de él? Ese día supe que a un regalo no se le podía decir que no. Ya no podía llorar y decir de la forma más grosera “eso no me gusta”. Tampoco los invitados podrían decir que el vino que mis padres ofrecían “no era bueno”. Dos cosas nunca cambiaron en mis cumpleaños: el dar y el recibir. El dar de mis padres y el recibir de los invitados; el dar de los invitados y el recibir de mi parte. En este procedimiento hay deberes: tanto el de consumir el ponqué y el vino como el de recibir los regalos. Además, también hay derechos, en este caso el derecho a que sea retribuido el obsequio llevado. El devolver es la tercera jugada que complementa este sistema, pues cuando me regalan algo, en este caso para el día de mis cumpleaños, el día de los cumpleaños de mi tío Carlos, por ejemplo, yo siento la obligación de devolverle ese obsequio. Ahora bien, no nos ocupan los dones de cumpleaños, sino los dones en la brujería. Cuando uno traslada la dialéctica del don a la brujería, el procedimiento se complica. Mi contribución a la teoría de la brujería consiste en mostrar que para su funcionamiento es necesario que viaje en un don oculto. Nos interesa, pues, ese don esquivo. Son dones que, aunque ofrecidos, no se ven. La brujería cambia destinos gracias a la influencia de restos y emanaciones que se esconden en regalos. Las sustancias que ayudan al favorecido afectan las sustancias del embrujado, transformándolos a ambos. El favorecido se regala al embrujado, pero como este no lo sabe, no puede devolver esa vida que secretamente afecta a la suya. Solo que el favorecido no sabe empacar ese tipo de regalos: para eso necesita a la bruja, que es quien tiene la maña. Los dones preparados por las brujas deben buscarse, destaparse, desenterrarse o vomitarse. A todas estas cosas las llaman trabajo . No solo llegué a la importancia de los dones en la brujería gracias a la lectura de Mauss, sino también a un evento de campo que me puso en el camino de los dones. Los casos de brujería en La Primavera empiezan a narrarse como las fuerzas desatadas por regalos no devueltos. Regalos envenenados Una noche calurosa me encontraba tomando cerveza en una tienda llamada El Toro Rojo. ¹ Me habían advertido no hablar mucho con la dueña del lugar, doña Pati, pues era un poco chismosa y transformaba las palabras de los demás. Mi temor es que en lugar de ser una persona que iba a hacer un estudio sobre brujería sería, para ella, una bruja. Eran las once de la noche y ya se había ido la luz eléctrica en el pueblo, dejándolo bajo la luz de la luna y las velas que poco a poco empezaban a aparecer. La dueña de la tienda se acercó y preguntó si se podía sentar en nuestra mesa. ¿Cómo decirle que no? Se sentó y de inmediato se paró. Dejó una bolsa con agua ahí y al rato regresó con unas cajitas de chicles, dejándolas sobre nuestra mesa. Aunque
en La Primavera la gente es cordial, no son personas afectuosas como en otros pueblos que he conocido. ¿Por qué esta señora, dueña de una tienda, habría de darnos estos chicles gratuitamente? ¿A razón de qué? ¿Por qué habría de obsequiarme una caja de chicles cuando una de las cosas que vendía en su tienda eran chicles? ¿Qué saca ella regalándome esta caja de chicles? No pensé en que ella quería volverme una de sus clientes gracias a la buena atención. En este momento mi mente ya se encontraba en función brujeril y un poco paranoica. Pensé que esa caja de chicles escondía algo que me causaría daño. La recibí y nunca la consumí (lo cual era una manera de no recibirla). De esta forma, empecé armar conjeturas sobre el don en la brujería de La Primavera. Entonces, chicles = obsequiados + obsequio con hau = obligación + paranoia = chicles embrujados. Conclusión: un obsequio con algo más adentro que me causaría daño. Empezó a dar vueltas el concepto del don con algo más. Aunque sí seguía tratándose del hau , del intercambio de dones (Mauss, 2009 [1971], p. 46), faltaba algo para que fuera brujería. Para dar luces sobre el aspecto faltante, aquello que embruja, me remitiré al doble sentido de la palabra gift-gift en las antiguas lenguas germanas, según Marcel Mauss. Por un lado, gift comprendido como don y por el otro gift comprendido como veneno: la etimología de gift , traducción del latín dosis , que a su vez es la transcripción del griego dósis , “veneno”. Esta etimología supone que los dialectos alto-alemán y bajo-alemán habrían empleado un nombre erudito para una cosa de uso vulgar. En las antiguas lenguas germanas, explica Mauss, se sentía el peligro que representaban las cosas regaladas. En algunas ocasiones, podrían ser un don funesto ya que eran bienes envenenados. Mauss expone el caso común de la bebida-regalo más popular entre los germanos, la cerveza. El intercambio constante de esta bebida-regalo ocurría en comunidad: podría, o no, estar envenenada, y por eso las personas chocaban los vasos para que las bebidas se mezclaran: o eran don o eran un don funesto (p. 225). La pregunta que surge es si en La Primavera también existen regalos que puedan estar envenenados, o sea, gift-gift . Se puede decir que en los casos en que las personas morían repentinamente, sí. Pero la brujería no solo implica muerte; implica también desespero, locura, amor descontrolado, sonidos, idiotez, descontrol, desorden. ¿Qué es esto que embruja a la gente de La Primavera torturándolos por un tiempo hasta llevarlos a la muerte o a estar muertos en vida? Después de largas conversaciones con los primaverenses, noté que en cada una de esas conversaciones no solo estaba presente el regalo, sino que también siempre dentro de este se encontraba el mal, un mal que no era un veneno sino que en realidad era otro don. Este segundo don también se entrega y lleva consigo una intención. Fue así cómo, a través de las conversaciones, empecé a ver la respuesta a la problemática de por qué quedan embrujadas las personas en La Primavera. Una expresión repetida en los embrujados y conocedores de brujería es le dieron algo . La brujería opera a través de los regalos. “Le dieron algo, ahí iba el mal”, es lo que siempre dice la gente. Dentro de las cosas dadas va algo más, el mal. El mal es el nombre genérico de las sustancias y las emanaciones que transportan
los objetos por los que opera la brujería. Así pues, la gente en La Primavera queda embrujada a través de un regalo que contiene otro regalo. Este segundo regalo es oculto. Al desconocer su existencia, las personas no pueden devolverlo y por esto quedan embrujadas. Dones expuestos y dones ocultos Tenemos claro que el don puede tener dos matices. En un principio, se ve el don como un algo que se puede volver en nuestra contra si no es devuelto, si no se cumple con el adecuado ciclo de dar, recibir y devolver. Ahora, la intención primera no viene cargada de este mal deseo. Pero, en otros casos, el don puede ser malo, incluso recién es entregado, por la intención primaria que lleva con él. Encontramos, pues, dos clases de dones: los dones expuestos y los dones ocultos. Los primeros son aquellos que no llevan consigo una mala intención, pero que, si no se cumple el ciclo, se vuelven en nuestra contra. Los segundos son transportados por los dones expuestos y también adquieren poder sobre el receptor, lo cual es su única finalidad. Los dones ocultos son ofrecidos de diferentes formas: 1) en comidas, como le pasó al papá de Elías, a quien “le hicieron el mal en una comida. Aquí, [en La Primavera] en el tiempo de junio-julio, es la época de la cosecha del maíz. A mi papá le gustan mucho esos envueltos que hacen de maíz y en ese envuelto le hicieron el mal” (entrevista a Elías en julio de 2009). 2) En bebidas: “cogen sangre de sapo o sangre de culebra, la mezclan con hierbas, con el zumo de las hierbas, y se las dan a tomar en un tinto” (entrevista a Ómar Curvelo en octubre de 2008). 3) Con objetos, por ejemplo, a través de un árbol de ceiba: ² “les dan mancha de ceiba [extraen un jugo del árbol] y entonces a medida que la ceiba va creciendo, la persona se va hinchado hinchando hasta que se explote” (entrevista a Lorenzo en agosto de 2010). 4) En rezos, como le pasó a Carmina cuando le hicieron brujería: “eran dos mujeres. Una me había echado tierra de cementerio y la otra me estaba rezando para que me secara” (entrevista a Carmina en julio de 2010). Pero aun cuando el don cumple su ciclo –su trayectoria de ser entregado, recibido y devuelto–, las personas quedaban embrujadas. Aquello que contiene el don oculto se conoce como “el mal”. El mal se encontraba en el interior de cada uno de los dones recibidos por las personas que habían sido embrujadas: “en ese arroz con leche era que iba el mal que le habían puesto a ella” (entrevista a Carmina en julio de 2010). Al hablar del mal en La Primavera, sus habitantes siempre se refieren a enfermedad. Encontramos dos clases de mal: 1) el mal natural, que sería por ejemplo una gripe, o 2) el mal por brujería. Un cantante de joropo de La Primavera me decía “No chinita: yo en eso sí no pongo cuidado. Yo no creo en brujos, ¡pero sí los hay! Porque los hay, los hay. Ya en esa vaina es un 30 % de enfermedades que contiene Colombia”. Aunque él no cree en brujos – pero los hay–, sí habla de la brujería como enfermedad, una cosa que podría pasarle a cualquiera, una cosa normal en el pueblo. La brujería requiere que dones expuestos y dones ocultos se mezclen y se confundan, y se evita tratando de identificar dones ocultos en dones expuestos. Esto supone un estado constante de sospecha. La gente tiene
sitios específicos para comprar el pan y la carne. No reciben bebidas que no están tan calientes como deberían, como el café tibio. Por lo mismo, es peligroso recibir bebidas frías. Todo termina siendo peligroso. El círculo de personas de quienes se pueden recibir alimentos resulta limitado. Cuando no se confía en la gente, se reciben las cosas con la mano izquierda y las piernas cruzadas. La brujería viaja a través de cosas-regalo, cosas que contienen sustancias. Por lo general, la cosa regalada carece de valor: por ejemplo, la brujería que se hace con sal. Anastasia es una de las parteras y sobanderas del pueblo. Ella dijo no sentirse cómoda con el tema, pero sabía bastante. En dos ocasiones habían intentado hacerle daño a través de brujería, pero no lo lograron porque ambas veces la brujería le cayó a su hijo Vicente. En el primer intento, quedó “bloqueado el chino”, y como en La Primavera no hay quien cure, porque todas las brujas son malas, Anastasia tuvo que acudir a un brujo venezolano. En la segunda ocasión, le enterraron tierra de muerto y sales, las cuales, según Ramona, son para joder a [otra] persona o para salar la casa. Se van y consultan a la bruja. Las brujas les dicen qué tienen que hacer y ellas [los clientes] van a las partes más allegadas. Van y piden regalada [sal] a siete casas. Siete sales. Una cucharada de sal. Una de cada casa. Así por puchitos les van dando. Entonces, hasta que reúnen las siete sales. [...] Esas siete sales disque llegan y las cogen, abren un hueco en la casa donde está la persona viviendo [la víctima] y la entierran. Entonces esa persona empieza aburrirse, desesperarse, no conseguir nada, ni el sustento para la comida, ni trabajo, y se hacen aburrir. (Entrevista en julio de 2009) A Anastasia le enterraron esas sales de casas distintas a las del favorecido por la bruja en una bolsa azul en la esquina de su lote; con la mala fortuna de que al agrandar su “ranchito de palma” el mal quedó dentro de la casa: se oían cosas. De noche no se podía dormir. Corrían por encima de ese zinc, sentía uno como pasos, ¡uy horrible!, y un aburrimiento mija, pero horrible, horrible. Yo sentía ganas de irme. Y el chino se aflacó. Él [Vicente] decía “eso llegar a la casa noo”. Eso se ponía de patán conmigo, de grosero; bueno, mejor dicho. (Entrevista a Anastasia en octubre del 2008) No solo encontramos la idea que se quiere señalar, sino también su expresión retorcida y con manipulaciones adicionales. Este objeto es el resultado de la recolección de sustancias que el favorecido por la bruja ha recogido en siete casas y por la intención suya. La fuerza de ese regalo depende de esas sustancias y de esa intención. Ponerla en contacto con sus víctimas permite la manipulación del otro. El origen del don oculto es cada vez más misterioso. Esto es un embrujamiento. Veamos otro caso: Eran tres muchachas, pero bonitas. Cuando nosotros llegamos acá eran tres señoritas, bonitas. Y por la envidia le hicieron brujería a ella, a la mayor, pero fue tanta la brujería que esa niña quedó súper flaca, flaca, flaca. La llevaron al médico, nada, no resultaba con nada, todos los exámenes súper bien, ¡nada! Ellos como eran católicos no creían en eso [en brujería]. Una señora les dijo mire esa muchacha le hicieron fue brujería, llévenla, llévenla. Tanto insistieron que sí la llevaron. El papá y la mamá sin ganas y con
ganitas porque ellos eran muy católicos. La llevaron por allá arriba donde una bruja que dizque era... otra bruja que sabía las cosas buenas. “Sí, a esa niña sí le dieron brujería. Se la dieron por una tercera persona y esa tercera persona le brindó una Coca-Cola a esa niña y en esa Coca-Cola iba algo para que ella... es que a ella la tenían es que llevar a la tumba, ella la tiene que matar, pero es por envidia, porque su niña es muy bonita, muy juiciosa” y sí, “si usted quiere yo le empiezo hacer trabajo” y sí, pues a ella al final la convencieron y ellos aceptaron y empezaron a trabajarle a la niña. Le hacían exorcismos, le hacían baños, le hacían... bueno todo lo que más podía... con yerbas, rezos. Ella le hacía dizque muchos rezos, y resultó que le habían dado tierra de cementerio. A ella la purgaron y también le habían dado un crucifijo que lo habían rezado y lo tenía ahí, lo tenía [dentro del] cuerpo, pero no sabían cómo, en que momento, cómo se lo habían dado. Cuando la otra señora le empezó a dar bebedizos, al mismo tiempo vomitaba, dizque vomitó todo eso, vomitó eso y le dijo “esto era lo que su niña tenía, se lo dieron en una bebida por una tercera persona, no lo hicieron directamente” y les dijeron cuál es la bruja [y] que qué querían contra ella. Ellos dijeron “no, solo queremos que nos aliente a nuestra hija y ya. Deje las cosas ahí” porque ellos eran católicos. “Que Dios la juzgue mas no nosotros”. Y eso pasó, ¡uy no!, pero la niña era muy bonita. Pero ella que caminaba por decir una cuadra y se caía… pero seca, seca totalmente. A ellos les tocó irse de acá, del pueblo. No pudieron seguir acá porque la curaron a ella y la persona que le hizo ese mal, pensó que “ya que con ella no puedo” y quería seguir con la otra niña. Y la otra empezó lo mismo, entonces ya ellos decidieron, “no, nos vamos ya del pueblo porque la verdad es contra ellas, por salvar a nuestras hijas mejor nos vamos” y se fueron de acá. Este caso yo lo vi, lo vivimos acá. (Entrevista a Edit en agosto de 2009) Vemos aquí un ejemplo de cómo por medio de una tercera persona, que desconoce el mal que entrega, le es entregado el don a la víctima, en este caso una Coca-Cola. La tierra de cementerio contiene la sustancia de los principales proveedores de sustancias: los muertos. La Coca-Cola, aunque en apariencia es un regalo, en realidad contiene un segundo don. La CocaCola es un simple transporte para los dones ocultos (la tierra de cementerio y el crucifijo rezado), los cuales son el mal. Uno contenido por el otro. De esta manera, el sudor, la menstruación, la tierra de cementerio y los huesos humanos, que son dones de los proveedores de sustancias, forman parte de los dones. Esas sustancias que hacen mal se deben poner en contacto con las sustancias del embrujado.
Es así como se “les hace maldades a las personas con lo que es la misma ropa usada, ojalá que esté sudada” (entrevista a Memo en agosto de 2010). “‘Pa’ que se lo pegaran’ [refiriéndose al acto sexual], cogen esa vaina como sangrosa que botan las perras [que funcionan como proveedoras de sustancias] cuando están en calor, ¡cómo son de cochinas!, la recogen y la echan en el café o en aguapanela y se la dan a uno” (entrevista a Ramona en marzo de 2008). O, como le pasó a Ramona, utilizan tierra de cementerio y huesos humanos. “A su mujer [le decían a Delvis, esposo de Ramona] le hicieron un mal, dos viejas, esas son de aquí. Vea, le dieron hueso de muerto raspado con la tierra de muerto. Se lo dieron en una comida”. Además de estos elementos, también se utiliza el semen, la saliva, el pelo y las uñas, entre otros. Según Mary Douglas (1973), la materia contaminante es una clase específica de suciedad, la cual categoriza como “materia fuera de lugar”. La suciedad se convierte esencialmente en ofensa al orden. Primero se hallan manifiestamente fuera de lugar, constituyen una amenaza contra el orden justo, y por ende se consideran reprensibles y enérgicamente se expulsan. En esta etapa poseen cierto grado de identidad: se consideran como los fragmentos indeseables de la cosa de que proceden, pelo, comida o envoltorios. Esta es la etapa en la que pueden ser peligrosos; su semi-identidad sigue adherida a ellos y la claridad de la escena en la que se entrometen se deteriora en razón de su presencia. (p. 214) De ahí, por ejemplo, los elementos del cuerpo que deben pertenecer y ya no pertenecen, o sea las cosas que proceden de uno, del interior, pero que ahora pertenecen al exterior, que se encuentran “fuera de lugar” y, por tanto, producen repugnancia. Si nos fijamos, veremos que los elementos con mayor frecuencia utilizados son aquellos que se renuevan en vida o aquellos que dan vida, pero que sin embargo transmutan en sustancias de una vida que muere; son sustancias vivas que fuera de lugar se pudren y producen putrefacción (Suárez, 2009). Luis Alberto Suárez caracteriza las sustancias de una vida que muere como estructuralmente ligadas a las sustancias de una muerte que vive (2009, p. 400). Estos dos tipos de sustancias son fuerzas que actúan sobre las personas con las que entran en contacto. Un tinto es una bebida que, una vez recibida, se puede devolver. Ese acto de recibir y devolver garantizaría relaciones sociales cordiales. Pero si en un tinto hay un don oculto, y ese don es una de esas sustancias de vidas que mueren o de muertes que viven, ya no es posible devolver el regalo. El embrujado ha recibido un don que no puede devolver. El regalo oculto transforma a la persona que lo recibió. Altera todas sus relaciones sociales: vive un destino que no le corresponde. Deja de ser quien era. Pero en un contexto de inminencia de la brujería, para nadie es tan fácil saber quién es o si está viviendo un destino ajeno. Mi argumento, doble, es que la brujería viaja como un don oculto en los regalos que garantizarían la continuidad de relaciones sociales cordiales y que la brujería logra su cometido, crear “destinos hechizos”, gracias a que usa restos, sustancias y emanaciones que nunca logran ser devueltos. Referencias
Douglas, M. (1973). Pureza y peligro: un análisis de los conceptos de contaminación y tabú . Madrid: Siglo XXI. Mauss, M. (2009 [1971]). Ensayo sobre el don: forma y función del intercambio en las sociedades arcaicas (Trad. J. Bucci). Buenos Aires: Katz Editores. Suárez Guava, L. A. (2009). Lluvia de flores, cosecha de huesos. Guacas, brujería e intercambio con los muertos en la tragedia de Armero. Maguaré , 23 , 371-416. 1 He cambiado todos los nombres. 2 Silvia Aponte describe la ceiba como un árbol “de tronco grueso y redondo como el vientre de una mujer embarazada, de encumbrado tallo alcanzando los doseles más ambiciosos que cualquier árbol pueda soñar” (Aponte de Torres, 1936). Sangrenegra: correspondencias entre la sangre, los crímenes y la vida de un bandolero * Catalina García Acevedo Purdue University Grupo de Estudios Etnográficos El difunto, alma bendita, Dios lo tenga en su gloria, Dios me lo tenga en buena parte, Donde mis palabras no lo ofendan, Pues voy a hablar del cuerpo, no del alma, Pues vamos hablar de la cubierta, no del machete. Adagio popular pronunciado por doña Deisy Fandiño, en Murillo (Tolima) ¹ En el norte del Tolima, aun hoy, resuena la historia de un hombre célebre por la crueldad con que hizo un camino de muerte a medida que caminaba por el departamento. Formado por una época que reposa en la memoria (Halbwachs, 1968) como un tiempo durante el cual las acciones estuvieron fundamentadas en pasiones y extremismos contrapuestos a vivencias particulares y a miedos profundos. Este periodo se conoce como la Violencia (Sánchez, 2010). Fue llamado bandolero por aquellos que sintieron su cercanía y la zozobra de un posible asalto; fue reconocido así por los medios de comunicación que registraron su accionar y difundieron su imagen tenebrosa a lo largo del
país. Al ser llamado bandolero, hizo parte de un grupo de hombres singulares que vivieron entre valles y montañas como comandantes de cuadrillas. Bajo la proclama de combatir los excesos del Gobierno de turno, robaron, destruyeron, asesinaron, combatieron y murieron. Todos estos hombres tuvieron apodos alusivos a sus historias, a sus destrezas o a sus temperamentos; fueron tan efectivos los apodos que sus nombres y sus apellidos se fueron opacando, desconociendo y olvidando. Casi siempre era imposible decidir cuál era el verdadero, si su nombre de bautizo o su sobrenombre. Si bien el protagonista de este escrito no fue el único, es considerado en muchos testimonios como uno de los más violentos entre los violentos de los años de la Violencia. Él logró ser la plena manifestación del espíritu de una época. Su nombre, el que le pusieron sus padres, fue Jacinto Cruz Usma. Su otro nombre, con el que lo conocieron todos, fue Sangrenegra. Aunque sobre Jacinto, o Sangrenegra, no es poco lo que se ha escrito y las investigaciones académicas en torno a la Violencia son prolíficas, los relatos periodísticos, novelados, de crónicas o análisis sociológico se han centrado, sobre todo, en las vidas a las que se sobrepuso, prestando atención en la particular sevicia de su accionar. También se han mencionado motivaciones relacionadas con la venganza y con su personalidad. Sin embargo, hay un horizonte de análisis aún no explorado en torno al camino de transformación que llevó al campesino a ser el terrible personaje. Antes que pretender develar una verdad histórica, única y plena acerca de quién fue el bandolero y por qué actuó como lo hizo, mi interés es analizar las interpretaciones de sus contemporáneos y de aquellos que heredaron los relatos, las impresiones, las anécdotas o las afectaciones. Mostraré las más relevantes entre las diversas versiones de la vida y la muerte de Sangrenegra, haciendo hincapié en elementos recurrentes. Esta historia de Sangrenegra privilegia el análisis de un elemento protagonista tanto de su nombre de bandolero como de su historia: la sangre. Don Heriberto, oriundo del Líbano, dice que los apodos son como destinos: es decir, que si una persona se identifica con un alias a través de un hecho o de una actitud, estará obligado siempre a interpretar su apodo, tal como un actor cuando se le otorga un papel. Pero como es un destino y no podrá librarse de él, es como si el nombre, el sobrenombre, llevara a la persona, la consumiera cada vez más en esa característica; es como si la vida estuviera resumida en una palabra. Lo dijo en una conversación en la que se discutía por qué Sangrenegra fue identificado así, porqué recibió ese nombre. Don Heriberto continuó afirmando que tal sería el destino y tan fuerte su apodo, que Jacinto, literalmente, solo pudo estar rodeado de sangre (entrevista a don Heriberto, Ibagué, en octubre de 2015). En el norte del Tolima, la palabra destino tiene una doble acepción. Se refiere tanto al curso obligado y predispuesto de la vida como a los oficios pendientes del hogar, del trabajo o las tareas propias de la vida del campo. Jacinto fue un bandolero, un hombre que dedicó su vida a sobrepasar leyes, a tomar vidas y cometer crímenes. Estos que fueron sus quehaceres, sus labores propias, también podrían considerarse como destinos. Siguiendo las
palabras de don Heriberto, podría decirse que Jacinto obró de tal manera que dio origen a su nombre de bandido, pero también que fue determinado y consumido por él. Sus labores estuvieron relacionadas con la sangre, y como fue un bandolero, sus destinos fueron crímenes cometidos en contra de ella, transformando su color rojo y vivo en uno opaco y oscuro. Pero ¿qué es la sangre? ¿Qué connotaciones tiene el líquido que fluye dentro de los torrentes de nuestro cuerpo? ¿Cómo determina relaciones, realidades y comportamientos? Y, finalmente, ¿cómo se puede atentar contra ella? La historia de Jacinto Cruz Usma resulta entonces ilustrativa de las significaciones de la sangre, de las pasiones que allí reposan, de su poder y su capacidad de transformación. Este escrito será una indagación acerca de las correspondencias entre la sangre y la terrible vida del bandolero, tal como hablan de ellas algunos habitantes del norte del Tolima y los autores de relatos biográficos acerca de Sangrenegra. Vida y muerte Nunca la vida fue tan mortal para un hombre. Arango (1993) Mi búsqueda de Sangrenegra y su historia inició en Santa Isabel, un poblado cercano al nevado del mismo nombre y lleno de cuentos de brujas y espantos ambientados en el profundo frío que cala los huesos y en la neblina que oculta parcialmente el paisaje. Allí, en la casa de un campesino muy viejo, lo primero que supe del bandolero, antes que su nombre de pila, que sus andanzas o incluso antes que su muerte, fue su entierro. Luego de ser abatido en las montañas del extremo norte del Valle del Cauca, Sangrenegra fue trasladado a Ibagué y tuvo como destino final Santa Isabel. Allí, el cadáver fue puesto en un ataúd que se dejó abierto. El féretro se levantó verticalmente para que todos los curiosos que se concentraban en el parque principal pudieran ver el cuerpo sanguinolento, inclusive desde un punto lejano. No hubo misa ni rezos en su honor. El cuerpo fue exhibido para que todos, adeptos o afectados, supieran que el mítico hombre había caído y que su cuerpo y su sangre serían ofrecidos a la montaña, como una especie de pago por las vidas que segó en uno de sus peores crímenes, muy cerca del lugar donde sería enterrado. El bandolero tampoco tuvo cementerio ni campo santo, ni cruz que identificara su tumba. Así lo dijo don Pablo Forero (entrevista en octubre de 2010), ² quien en aquel tiempo, a los doce años, fue llevado por el Ejército Nacional para cavar una fosa en medio de la colina. Don Pablo dice que a pesar del concurrido personal, la labor tomó horas y que además fueron enormes las cantidades de tierra que se sacaron. La caja se enterró en el fondo profundo del pozo y se le puso una piedra encima. Otros campesinos, conocedores de este entierro, dicen que la laja pesada fue puesta para asegurarse de que nunca se volviera a levantar. Algunos afirman, en una versión menos repetida, que en los días siguientes al entierro la piedra no
estaba en su sitio: la tierra fue removida y el cadáver había desaparecido. Para ellos, fue como si Sangrenegra, por su maldad, hubiera atraído al Diablo, quien para darle castigo se lo llevó en cuerpo y alma, cobrándose el pago que habían prometido. El ofrecimiento de llevar al difunto allí provino del coronel José Joaquín Matallana, el experto y temerario militar combatiente en la Guerra de Corea, quien, por orden presidencial y convicción personal, tenía el destino de pacificar el territorio colombiano, erradicando a los bandoleros y a sus cuadrillas a lo largo país. Don Rodolfo, ³ quien prestó servicio militar bajo las órdenes del coronel, fue testigo de los vestigios de una de las últimas masacres cometidas por el bandolero. Ocurrió en la hacienda La Hermita, en el sitio conocido como Totaritos. Allí tuvo que levantar los cuerpos de los difuntos, untarlos de cera, envolverlos en telas, montarlos en mulas, llevarlos a través de un viaje de doce horas al centro del pueblo y dejarlos en las escaleras de la iglesia para que los familiares se acercaran a su reconocimiento. Matallana, al presenciar la escena, y en sintonía con los familiares de los veintiocho difuntos, entre los que se contaban hombres, mujeres y niños, encolerizado prometió, como justiciero, darle muerte a aquel hombre y traerlo ante los ojos de los afectados y enterrarlo en el mismo lugar infortunado de la masacre. Crimen y justicia En los rituales funerarios, es evidente la relación recíproca entre la vida que llevó el difunto y la muerte que merece. El destino final de los restos de aquel que murió corresponde a las relaciones que se tuvieron con él en vida, a las impresiones y los significados que causó y al legado que dejó (Goody, 1998; Ayala Santos, 2011). El bandolero recibió un entierro acorde con los actos y los vínculos que creo en vida; así lo determinaron quienes le sobrevivieron en aquella violenta época (Rozo, 2010). Sangrenegra manipuló el cuerpo de sus víctimas de tal forma que creó posturas imposibles en alguien con vida. Fue famoso por los cortes franela y bocachico realizados en torsos y gargantas. Se trataba de cortaduras generalmente hechas con machete para torturar a las víctimas mediante la modificación de partes concretas del cuerpo. Según Jiménez Becerra (2013), el corte franela o corte corbata consistía en hacer una herida transversal en la garganta por la cual la lengua de la víctima era introducida, simulando la apariencia de una corbata. El corte Bocachico era una herida hecha en el costado del cuerpo a la altura de las costillas para desangrar a la víctima, similar a la que se practicaba en el bocachico, un pescado de consumo popular en Colombia, antes de consumirse. Sangrenegra creaba escenarios sangrientos usando a los muertos como instrumentos para infundir terror; creó imágenes dramáticas y profundas con la exhibición de los cuerpos maltratados y modificados. Una práctica que también usaron los grupos paramilitares (Grupo Memoria Histórica, 2009) y sobre la cual, desde la antropología y como colombianos, hemos pensado muy poco. En sintonía con la concepción médica de la muerte, dentro de las significaciones religiosas del catolicismo la sangre también está relacionada
con la vida, dado que es fuente de sacralidad. Sin embargo, aunque en términos religiosos ocasionar muerte y derramar sangre es una conducta pecaminosa, también está asociada con la redención y la liberación a partir del sacrificio. La sangre tiene un poder purificador en virtud del cual aquellos que padecen los castigos son liberados para poder disfrutar de una vida espiritual eterna. En el cristianismo, el ejemplo emblemático se observa en la muerte y resurrección de Cristo, quien entregó su vida en un ritual de condena y maltrato en el que su sangre se derramó para liberar a los hombres y alcanzar el perdón de sus pecados. De esta manera, lo que se hizo con el cadáver del bandolero, desde que fue abatido hasta que fue enterrado en Totaritos, puede entenderse bajo la lógica del ritual. Meterlo en un cajón y darle sepultura no fue tan importante como exhibirlo de la misma forma en que él exhibía a sus víctimas. El cadáver de Sangrenegra fue utilizado como símbolo de la vulnerabilidad de los bandoleros, y ese acto igualmente atroz de exhibición de la sangre, paradójicamente, buscó inspirar tranquilidad en aquellos que le temieron. Don Heriberto dice que los difuntos no descansan en paz hasta que reciban justicia por los crímenes que contra ellos se cometieron y hasta que se sepa la verdad de sus muertes. Entonces la muerte violenta del bandolero ya no fue un crimen, sino un acto de justicia en el que el sacrificio de su cuerpo, de su sangre, quiso traer la redención y la liberación de aquellos que asesinó. Bajo esta mirada, el compromiso de Matallana tiene sentido en una aplicación terrible de la ley del ojo por ojo o, como en este caso, de la sangre por sangre. Acerca de Jacinto El Tolima, al igual que el resto país, se polarizó bajo las banderas de dos partidos políticos desde antes de la Guerra de los Mil Días: unos se llamaban liberales y otros se denominaban conservadores . Estos últimos ocuparon el poder por largos periodos, ejerciendo control sobre las instituciones militares, el Ejército Nacional y la Policía. En contraposición, los miembros notables del Partido Liberal eran considerados subversivos, aún más si su liderazgo se fundamentaba en el alzamiento de las armas y el control de un territorio (Centro Nacional de Memoria Histórica, 2013). Durante los años que siguieron al 9 de abril de 1948, ⁴ la ideología política se redujo a símbolos y asociaciones con los colores rojo y azul, por supuesto contrarios. La oposición y la pasión que la política inspiraba era argumento suficiente para que algunos buscaran la reducción del otro, a veces con tanta crueldad que en los ensañamientos de la violencia se buscó matar hasta la semilla (Uribe, 1990). La filiación política era una tradición de familia y de territorio, y así fue durante más de medio siglo, entre la Guerra de los Mil días y los años del bandolerismo (Sánchez y Meertens, 2002). El color de un partido y la pertenencia pasaban de generación en generación, heredados en los apellidos y corrían dentro de las venas. Don Timo Castellanos (entrevista en 2012), un abuelo ahora ciego oriundo de Murillo, sentado junto a mí en un andén frente a la casa donde vivió y donde también presenció los enfrentamientos entre azules y rojos, y viendo las marcas de machetes que estos dejaron en la puerta de su vivienda, me
explicó que el amor a la política, a las mujeres y a la familia eran cosas análogas. Para don Timo, todos estos amores están llenos de una pasión profunda que, a veces, no en todos los casos, ni siquiera en la mayoría, se podía volver desmedida, podía ser mal llevada y convertida en violencia. Me dijo que a los ojos de hoy eso ya no se ve, pero que, en aquellos años, actuar así era cuestión de honor, de lealtad, de pertenencia y de identidad. Los habitantes de Santa Isabel fueron de tradición conservadora. Se proclamaron a sí mismos de sangre azul. Jacinto Cruz Usma, el hijo de campesinos, fue conservador de cuna y tierra. Nació en una vereda apartada y de difícil acceso llamada El Bosque, en aquellos años perteneciente a Santa Isabel. ⁵ Don Rodolfo, el mismo que estuvo a las órdenes de Matallana, también nació en El Bosque y recuerda que, siendo un niño, conoció a Jacinto cuando trabaja como jornalero. El joven Jacinto recorría las empinadas colinas, arriaba ganado entre la vereda y el mercado central de Santa Isabel y recibía como recompensa apenas unas monedas. El padre de don Rodolfo algunas veces lo contrató, pues la numerosa familia Cruz Usma vivía en condiciones precarias. Así, jornaleando, Jacinto recorrió montañas, cañones de ríos y difíciles páramos de las altas tierras del norte del Tolima. Estuvo en Murillo, también en El Líbano y en Santa Teresa. Su piel era morena y su rostro tenía una expresión seria. Usaba ruana y el tradicional sombrero de ala ancha y con desgaste de los arrieros. Don Rodolfo, combinando sus recuerdos de niño con la vida que vio en otros y que tuvo que experimentar en la milicia persiguiendo a su vecino vuelto bandolero, lo recuerda siempre descalzo. ⁶ En esa vida campesina, las reses eran un bien preciado y fuente de compromiso. La pérdida de una cabeza o el incumplimiento de pago en una compra eran considerados una afrenta de grandes proporciones. Lo que se sabe es que por un problema de ganado un familiar muy cercano a Jacinto murió a manos de otra persona. Las versiones varían sobre quién fue el muerto. Algunos dicen que fueron sus propios padres los que desaparecieron a causa de la deuda. Otros, que había sido su hermano mayor, el que fue como un padre para él. Algunos cuentan que fue su hermano menor, para el cual Jacinto era la figura paterna. También existen relatos que dicen que se trató de un primo. Todas las historias hacen hincapié en la cercanía afectiva y familiar que él tenía con aquel muerto. Cuando cuentan que quien murió fue el hermano menor, también señalan que el propio Jacinto adquirió la deuda y que la cobranza se hizo de manera que su castigo consistiera en la pérdida de un ser profundamente querido. Aunque está presente la figura de la tragedia y el cobro excesivo en todas las versiones, en esta hay más énfasis en la muerte de un inocente, en el dolor legítimo de Jacinto y en el reclamo ante la injusticia cometida. El campesino, acongojado y lamentándose, acudió al comando de policía confiando en que por su cercanía política sería atendido y el crimen en su contra sería castigado. Sin embargo, los agentes lo recibieron con burlas, no atendieron sus peticiones y, a pesar de sus reclamos, nadie hizo nada. Jacinto se marchó preso de decepción y dolor. Su mundo comenzó a perder
sentido y la autoridad ya no fue un referente de respeto para él. Su partido y sus compañeros políticos lo habían traicionado. Siendo aún jornalero, se inmiscuyó en riñas y armó escándalos. Se volvió temerario y arrogante. Jacinto fue detenido por alterar el orden y como escarmiento lo metieron en un calabozo que don Rodolfo describe como un pozo profundo en la tierra, estrecho y enrejado en su superficie, un calabozo diseñado para que el preso fuera castigado por el inclemente frío del páramo. Jacinto fue desnudado y, así, en pura almendra, ⁷ a riesgo de morir de hipotermia, resistió la noche, sacando energía para gritar, para reclamar y cuestionar en potente voz la justicia que a él se le impartía pero que antes, siendo víctima, se le negó. Al amanecer, Jacinto salió siendo otro. Su amor hacia los conservadores se transformó en una intención de venganza: todos aquellos que fueran azules debían ser sacrificados, castigados por los agravios que infligieron en él. Cuando Jacinto abandonó el calabozo, se alejó de su casa. Incluso, cuando se fue de El Bosque, dependiendo de las palabras de quien cuente la historia y estando en sintonía con aquella transformación sufrida, lo último que dijo el campesino antes de desaparecer fue: “Hasta hoy soy bueno”. Jacinto cambió de color político y se fue a la oposición. Su sangre dejó de ser azul para convertirse en roja, pero en la roja llena de ira y levantada en armas, pues rápidamente se unió a las cuadrillas liberales y allí participó en asaltos y en tomas de tierras. Así conoció al grupo de un bandolero antiguo del que poco se tiene referencia entre los relatos, pero que juega un papel protagónico por ser el mentor de la vida delictiva de Jacinto. A este hombre se le conoció bajo el alias de Almanegra. Sangre y política El segundo crimen contra la sangre ocurre cuando se traiciona la identidad y la cohesión de grupo que ella obliga y proporciona. Es decir, que en este punto la concepción de sangre se aleja de la identificación con la posibilidad de vida biológica y la muerte física de un individuo y, por otro lado, se hace énfasis en el carácter simbólico del líquido vital dentro de una comunidad. A la sangre se le suele atribuir el poder de guardar las características propias de la personalidad de un individuo, sus más profundas creencias y sus motivaciones insondables. Gómez Cardona (2007) estudia las cargas simbólicas y las repercusiones sociales de las trasfusiones de sangre en diversas zonas de Latinoamérica, África y Asia. Resalta que en varias comunidades existe la creencia de que, cuando la sangre pasa de un cuerpo a otro en una transfusión, el receptor recibe el líquido pero también se ve influenciado por la carga emocional y los rasgos del carácter que en ella residen, causando, en ocasiones, temor al sentir que otra persona, otro carácter entrará en conflicto con la personalidad propia del individuo, alterando de tal manera a la persona que ya no se sienta la misma. La naturaleza propia de su sangre se pierde bajo la influencia dominante de otro ser. Existe un rechazo marcado a las transformaciones que pueda sufrir la sangre porque implica perder la esencia propia y ajustarse a algo externo, a ser un individuo que naturalmente no se es (Gómez Cardona, 2007).
Jacinto fue traicionado por sus copartidarios, pero él mismo se convirtió en traidor al abandonar las filiaciones políticas que hasta el momento no había cuestionado. No solo se alejó del partido, de su herencia y vocación preescrita desde la cuna, sino que inició un camino de oposición en el que su venganza implicaba la reducción no solo de los agentes de policía negligentes, sino de todos los que se proclamaran conservadores. Las traiciones padecidas y protagonizadas por Jacinto fueron fundamento de la trasformación de su carácter, de su esencia y de la negación de su vida. El campesino desapareció dejando que se sobrepusiera el bandido. Su sangre cambió por el odio y por el dolor. Inició el camino de vándalo y bandido siguiendo los pasos de Almanegra, quien al igual que Jacinto padecía de corrupción en su esencia. Los orígenes del bandolero En las zonas rurales colombianas, los habitantes de un mismo sector suelen conservar lazos de parentesco consanguíneo, es decir, que descienden de un ancestro común y se definen como familia por la sangre compartida. Las relaciones de parentesco tradicionalmente se han definido en varios grados. El primero es el que se da entre padres, hijos y hermanos. El segundo grado es aquel que se establece entre los que pertenecen a la familia extensa: los abuelos, los tíos y los primos. Sin embargo, en el campo, en regiones del Tolima y el altiplano cundiboyacense, existe la concepción de que todos son familia. Es común que cuando un desconocido se encuentra en el camino con una persona, bien sea en una carretera o una trocha, reciba un saludo por medio de una palabra o un gesto. La gente suele pensar que si la persona está ahí, que si tiene conocidos, es porque tiene familia en aquel lugar. Aun si el nombre del visitante es desconocido, en medio de una fiesta se le podrá ofrecer un plato o una bebida bajo el apelativo de primo , que puede entenderse como una palabra equivalente a pariente. Jacinto comenzó a delinquir justo en los lugares que antes recorrió como jornalero. Y aunque nunca atacó El Bosque, sí azotó veredas de Santa Isabel y El Líbano, haciéndose con propiedades ajenas. Al delinquir en un territorio cercano, no solo atentó contra los que un día pertenecieron a su mismo partido, sino contra sus parientes en un grado cercano o lejano. En el traspaso del bandido al bandolero, atacando a sus coterráneos y parientes, empezó a encontrar enemigos. Así se iniciaron las malas relaciones con su hermano mayor, Felipe, quien a sabiendas de las nuevas andanzas del joven, las desaprobó y se opuso a ellas. La rivalidad creció a lo largo de los años y solo vio su desenlace con la muerte del bandolero. Se dice que fue precisamente uno de sus primos el que buscó delatarlo para recibir la recompensa justo cuando Jacinto comenzó a ser un criminal reconocido y requerido por la justicia. En aquel momento, aún no era un líder, sino que militaba bajo las órdenes de Almanegra, de quien cuentan que ponía singulares retos a sus hombres para probar su capacidad y su temple, como hizo con Jacinto. Él y la cuadrilla abordaron al primo para castigarlo por soplón. Almanegra le ordenó a Jacinto darle muerte a su pariente a ras de machete. ⁸ El bandido, que nunca había tomado una vida con sus manos,
siguió la orden. Agarró a su primo y lo degolló. Almanegra lo retó después a que bebiera de la sangre que manaba de la profunda herida. Sin pestañear, el bandido tomó una copa aguardentera a su alcance y se sirvió de la sangre aún caliente del difunto y la bebió de un solo sorbo. Tomó cinco tragos ante la mirada silenciosa de quienes acompañaron la escena. Desde entonces, Jacinto, el campesino, desapareció. Fue bautizado en el singular ritual propiciado por un alma negra. Así nació Sangrenegra. Sangre, familia, vida y veneno La sangre es símbolo y evidencia de los vínculos de cercanía y también es argumento para la afectividad y afinidad que existe entre las personas dentro de una familia, sea en un grado cercano o lejano (Parkin y Stone, 2007). Atentar contra la sangre propia es como atentar contra el individuo en sí mismo. Esto es muchas veces aludido y exaltado en las versiones de aquellos que conocieron o que escucharon hablar de Jacinto y de Sangrenegra. Traicionó a su propia sangre. A partir de sus días de vándalo, Jacinto recorrió caminos de traiciones. Atentó primero contra los parientes lejanos, aquellos llamados primos por formalidad. Poco a poco, y a medida que su fama de criminal iba creciendo y los delitos cometidos tenían mayor gravedad, fue llegando a parientes más cercanos hasta alcanzar a su primo. Su reclamo de justicia perdió validez en el momento en que asesinó a uno de los suyos. Fue protagonista de la falta que había denunciado. El crimen y la barbarie se consolidaron en el momento en que bebió sangre de su sangre, aún tibia, en la copa aguardentera. Fue un acto de canibalismo en el que Jacinto se consumió y nació el despiadado hombre de la sangre que no es roja ni está viva, sino dañada, fría, cruel y muerta, todas estas características asociadas al color negro en la sustancia vital. Para que la sangre tenga el poder de ser existencia, identidad y legado, debe traspasarse de un cuerpo vivo a otro cuerpo vivo. Si la sangre es de muerto, el líquido tendrá un poder asociado con la muerte, la contaminación y la dominación, actuando como un veneno. El veneno, al menos en Murillo, es una herramienta recurrente de suicidio, sobre todo en los jóvenes que padecen penas provocadas por amores mal llevados. Su uso extendido se debe a los bajos costos, a la facilidad de acceso a pesticidas tóxicos que pueden corromper el cuerpo y a la tranquila muerte que ofrecen si se beben en pequeñas cantidades. Se dice que “entre menos es más obra”. En el norte del Tolima, también son numerosas las historias que hablan de la sangre de un difunto o muerto como elemento fundamental para encantos propios de la brujería. Muchas de estas historias están asociadas a la contaminación del cuerpo, a la dominación sobre la conciencia y a la degradación de una persona hasta provocar su fallecimiento, tal como lo haría un veneno. Una variación de esta idea es la creencia en que la sangre menstrual puede servir de amarre o atadura para los hombres. Son evidentes las connotaciones de vida y muerte. Si la sangre menstrual es dada en secreto, en una bebida oscura, genera sumisión y amor extremo,
ciego e incondicional. El hombre, el ser amado y deseado que probablemente no correspondía a esos sentimientos, dejará de ser él mismo y su amor desenfrenado lo llevará a hacerle daño a los cercanos y su voluntad desaparecerá, y con ella se irá apagando su vida. Si se admite el poder de la sangre proveniente de un difunto, como contraria a la vida y fuente de contaminación, veneno que corrompe el cuerpo, altera la conciencia y degrada las acciones, es posible pensar que Jacinto, al beber su propia sangre, se envenenó, condenándose a un suicidio de efecto prolongado. La sangre consumida, dosificada como pócima en una copa aguardentera, transformó la sangre de Jacinto en sangre negra. Paradojas y traición: la muerte del bandolero Diez años duró Sangrenegra siguiendo los caminos de la cordillera central, desde las altas cumbres, pasando por los escarpados cañones de ríos que descienden hasta llegar al Magdalena y luego soportando el intenso calor de las llanuras entre el Tolima y el Huila. El bandolero construyó su propio camino pero también siguió los que marcó su familia, pues tras de ellos también anduvo hasta el norte del Valle del Cauca, donde su hermano Felipe Cruz Usma y otros primos se instalaron huyendo de escenarios trágicos y poco prósperos. Así, en su andar permanente entre una localidad y otra, creciendo en fama y en crueldad a la par que en enemigos y desaprobación, acontecieron los hechos de Santa Isabel, la masacre de la hacienda La Hermita, en Totaritos. Después de esto, con la repulsión de Matallana, acompañada por el horror generalizado a nivel nacional, se desató una persecución sin tregua. Don Rodolfo recuerda haber participado durante meses en aquella campaña por los páramos y los pantanos, buscando cercar y reducir a Sangrenegra. Relata que en una vereda llamada La Estrella, resistió junto con sus compañeros una emboscada perpetrada por la cuadrilla del bandolero. Los militares lograron soportar e incluso dieron captura y muerte a algunos de los chusmeros . ⁹ Sin embargo, el cabecilla logró escabullirse por el monte, atravesar los altos y salir del Tolima para no regresar con vida. Así, sin cuadrilla y asediado, partió a El Cairo, en el Valle del Cauca, buscando refugio en cercanías del hogar de Felipe. Sin embargo, el hermano mayor, preso de deudas, buscando la recompensa ofrecida y siendo siempre contradictor de las acciones de Sangrenegra, se puso en contacto con las autoridades del pueblo, con el alcalde y los militares, y guio al grupo hasta el lugar donde se encontraba el bandolero. En algunas versiones, se dice que, durante el viaje desde el Tolima, Sangrenegra se enteró de que su hermano estaba asociado con el Gobierno para capturarlo. Entonces el motivo de su viaje ya no fue esconderse sino asesinar al mismo Felipe por su traición. Cuentan que una vez que Sangrenegra estuvo frente a la policía y su hermano, los enfrentó. El bandolero y los dos hombres que lo acompañaban se atrincheraron y poco a poco encontraron una ruta de escape. La persecución se inició en la tarde, duró toda la noche y los hombres que acompañaron a Sangrenegra cayeron, pero él logró sobreponerse, adentrarse en el monte y desaparecer ( El Tiempo , 1965).
En Murillo se dice que un policía novato y herido, que estaba en medio del asedio, fue quien logró causar una herida mortal al bandolero justo antes de caer desmayado por sus propias lesiones. En otros relatos, es Felipe quien, armado y guiando a los militares, logra disparar de tal forma que Sangrenegra cae herido. En ambas versiones, los dos tiradores no lograron ver a su objetivo caer pero sí confiaron en haberle provocado una herida mortal. Sangrenegra murió en soledad. Su agonía no fue vista por ninguno de aquellos que lo siguieron. El cuerpo fue encontrado días después de la persecución, entre los matorrales, de pie y abrazado a un fúsil. Ya se encontraba en estado de descomposición y así fue exhibido en El Cairo, en Cartago, en Anzoátegui, en Ibagué y luego en Santa Isabel, donde lo enterraron. Felipe, el hermano delator, no tuvo un buen destino. Algunos dicen que no recibió la anhelada recompensa y, que preso de las deudas y de un profundo alcoholismo, optó por quitarse la vida. Otros dicen que sí recibió el dinero, pero que lo malgastó en tragos y vicios, buscando borrar las culpas y alejarse de las apariciones constantes de su hermano, para morir en medio de la angustia y la absoluta pobreza (Claver Tellez, 2003). Una tercera versión dice que, a pesar de que recibió la recompensa y se fue para la ciudad a intentar crear una nueva vida, no tuvo buena suerte y murió en un accidente (Prado, 2009). La sangre, así como se identifica con las pasiones, con la vida y con la muerte, también puede asociarse con la violencia misma, con el temple de un violento y con un escenario cruel en el que se manifiesta un acto o en el que transcurre una vida. Los crímenes contra la sangre, su derramamiento, las traiciones, las manipulaciones que se hacen con ella y su corrupción, son violencia en sí, entendiéndola como transgresión y maltrato, un maltrato evidente, público, explícito y sobrecogedor. Sangrenegra, como dijo don Heriberto, tuvo un destino tan consumido por su sobrenombre que solo pudo estar rodeado de sangre. El bandolero murió como resultado de una exhaustiva persecución que incluyó al justiciero coronel Matallana y a los que un día fueron sus vecinos (como don Rodolfo), pero ello fue posible solo en el momento en que su sangre, vuelta contra él, lo delató, lo expuso y, según algunos relatos, le infligió la herida mortal. La muerte de Jacinto solo fue posible gracias a las acciones de su hermano Felipe, quien tuvo un destino desafortunado y murió atormentado como Judas. Jacinto fue víctima de la muerte de un familiar, su condición de terrible bandolero se consolidó cuando él mismo asesinó a un pariente, y su destino solo se selló en el momento en que su hermano terminó con su vida. La vida que se prolonga Tras la muerte de Jacinto y Sangrenegra, y la exposición pública de su caída, apareció en los periódicos de la época la breve semblanza de dos mujeres que quisieron que Jacinto tuviera una cristiana sepultura. Doña María de Jesús Usma, madre del bandolero muerto, y María Antonia Galvis, una joven mujer con un niño en sus brazos (Prado, 2009; El Tiempo , 1964).
Según su madre, Jacinto fue un hijo atento, alguien que veía en la familia algo sagrado, y por eso nunca asaltó El Bosque ni a sus vecinos, porque aquel lugar era la residencia de sus padres. Antonia fue la pareja sentimental del bandolero en sus últimos días. En aquellas épocas de la Violencia, hasta el amor parecía una cosa arrebatada, correspondiente al destino. Y el destino del bandido y María Antonia, llamada Tola o Lola, según los diferentes relatos, correspondió a esa lógica de hurto. Se trataba de una joven nacida y criada en San Pedro, una vereda cercana al antiguo Armero, que aún hoy permanece como un pequeño caserío en medio de las montañas que rodean el cañón del río Lagunilla, en las tierras tibias donde se siembra café y es posible divisar tanto el valle del Magdalena como las cumbres del Nevado del Ruiz. Fue allí donde las abuelas me contaron la historia de la joven mujer que fue raptada por un bandolero, haciendo realidad uno de los mayores miedos de aquellos años en esas zonas. Los padres temían que a sus niñas, a las jovencitas mayores de quince años, se las llevaran para hacerlas mujeres y amantes de los bandidos. Los rumores invadían San Pedro y de las mujeres que estaban inmersas en la guerra no se decía nada bueno, pues se hablaba constantemente del maltrato, de los excesos de trabajo y de la completa sumisión en la que vivían. Los padres, aterrados ante semejante perspectiva, decidían desprenderse de sus hijas y las enviaban a los pueblos del plan. Algunos las llevaban al pujante y comercial Armero de esos años. Otros a Mariquita o a Lérida, pueblos pequeños en aquel entonces pero fuertemente custodiados por soldados de los batallones Colombia y Patriotas. Algunas familias enviaban a sus hijas a conventos y centros de educación femenina en Ibagué. Allí habría mayor seguridad que en el pequeño y solitario San Pedro, en medio del camino y en el filo de la montaña. Doña Cresencia (entrevista en San Pedro, Armero Guayabal, 2012), siendo apenas una niña de diez años, vio cómo sus primas y vecinas mayores se iban y cómo las familias quedaban en medio de la zozobra. Ella supo que alguna vez por el caserío pasó Sangrenegra en uno de esos viajes entre el plan y los páramos del Tolima, y que allí conoció a María Antonia, una joven que no sobrepasaba los dieciséis años, de bello semblante y cuerpo esbelto, aunque no era muy alta. El bandolero se declaró enamorado de ella. Además de su belleza física, María Antonia era hija de hacendados, usaba bellos vestidos y tenía modales finos, todo contrastando con un carácter fuerte, un temple valiente, de mando e inconforme, que la hizo famosa en el pequeño caserío. Sangrenegra la abordó una tarde, cuando por coincidencia se la encontró en uno de los caminos cercanos a San Pedro. Después de intercambiar algunas palabras, terminó por instalarse en casa de la familia Galvis y allí quiso desmentir ante ella las noticias de prensa que lo acusaban de ser un hombre malvado. La familia y la misma María Antonia, intimidados por la presencia del bandolero, se esmeraron brindándole comida, bebidas y posada para el descanso. Sangrenegra, encantado con la figura de la adolescente, manifestó querer casarse con ella y afirmó que después de algunos días regresaría para llevarla con él. A pesar de que la familia le ofreció tierras y riqueza, Jacinto no desistió de su intención.
Tan pronto como el bandolero dejó el hogar, la familia hizo planes y buscó otros parientes para dispersarse, salir de allí y encontrar un refugio seguro para la joven mujer. María Antonia fue enviada a Lérida, el muy cálido pueblo del plan del Tolima. Cuando Sangrenegra volvió a San Pedro y no encontró a la familia, encolerizó y mandó llamar a varios de sus hombres para emprender una intensa búsqueda y hallar a María Antonia. En una noche descubrió el paradero de la joven, asaltó la casa y sin causar mayores escándalos se la llevó consigo para las montañas. Los demás miembros de la familia Galvis no recibieron amenazas después de que María Antonia desapareció, y, al sentir que no corrían riesgo, decidieron volver a San Pedro, esperando saber algo de su hija. Allí las noticias llegaron de manera parcial y poco certera, pues la muchacha enviaba postales con mensajes cortos desde diferentes pueblos del norte del Tolima, anunciando que estaba con vida y tenía buena salud. Finalmente, la joven, pasado largo tiempo, volvió a casa, pero no para quedarse allí. Quería mostrarle a su familia un nuevo descendiente, un pequeño bebé fruto de su relación con el bandolero. Se hospedó un par de semanas y luego, con la pequeña criatura terciada a la espalda, tal como se cargan los niños cuando hay que recorrer grandes distancias, se marchó de nuevo a las montañas. Se dice que la joven madre llegó a la casa familiar sola, sin escoltas, aunque se presume que el bandolero debió permanecer cerca para cuidarla. Finalmente, y después de ese regreso, las personas comenzaron a contar que María Antonia supo ganarse la confianza del bandolero, porque le correspondía el cariño que él sentía por ella. Sangrenegra la instruyó en armas, le enseñó a protegerse e hizo que lo acompañara a todas partes. En San Pedro algunos dicen que la criatura fue una niña. Otras versiones afirman que era un varón que se ve en las fotografías de la prensa después de que murió el bandolero. Casi cincuenta años después de que Jacinto muriera, fue detenido Bercelio Castro Layton, comandante del frente 41 de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (Farc), que operaba entre Huila y Caquetá. Castro Layton confesó ser el hijo del temido bandolero y en su honor tomó el sobrenombre de Águila Negra ( El Tiempo , 2007). Algunas personas conocedoras de la historia de Jacinto, de Sangrenegra y de María Antonia, señalan que Bercelio es precisamente ese niño que la joven cargaba en los días en que el bandolero murió. Aquellos que duran mucho más tiempo muertos que vivos Un día en Murillo, mientras estaba sentado cerca de la estufa de leña en la cocina, que es el lugar predilecto para las visitas, don Rodolfo me contaba historias de algunos conocidos que tuvo en su juventud. Hablábamos de jóvenes que decidieron terminar su vida por malos amores, y él hacía énfasis en las vidas cortas y se sorprendía a sí mismo recordando a esos hombres que hace más de medio siglo habían desaparecido. Recordó que cuando murió, en abril de 1964, Jacinto no tenía sino 32 años de edad. Al pensar en esos difuntos y especular acerca de cómo sus vidas se trenzaron con las de otros, dejando historias que no durarán eternamente porque la memoria se extingue con las generaciones, estos han prolongado su existencia. En todos
esos casos en que la muerte es un hecho que incentiva a hablar, a explorar la vida y las motivaciones de esos hombres. Desde esos días en que yo buscaba a Jacinto y a Sangrenegra en los relatos de algunos que lo conocieron o supieron de su vida, se han conservado en mi memoria las palabras de un poeta colombiano, contemporáneo tanto de él como de otros bandoleros. Gonzalo Arango escribió para Desquite una elegía cuando este murió. Las palabras que se escribieron para Desquite también pudieron ser para Sangrenegra –quien murió apenas unos meses después– o incluso para aquellos de los que profetiza Arango serán resurrecciones del bandolero en un país, una sociedad y un destino que no permite más. Elegía a Desquite [Fragmentos] Sí, nada más que una rosa, pero de sangre. Y bien roja como a él le gustaba: roja, liberal y asesina. Porque él era un malhechor, un poeta de la muerte. Hacía del crimen una de las más bellas artes […]. De tanto huir había olvidado su verdadero nombre. O de tanto matar había terminado por odiarlo […]. Al ver en los diarios su cadáver acribillado, uno descubría en su rostro cierta decencia, una autenticidad, la del perfecto bandido: flaco, nervioso, alucinado, un místico del terror. O sea, la dignidad de un bandolero que no quería ser sino eso: bandolero. Pero lo era con toda el alma, con toda la ferocidad de su alma enigmática, de su satanismo devastador. […] Aún después de muerto, los soldados temieron acercársele por miedo a su fantasma. Su leyenda roja lo había hecho temible, invencible. Vivió la vida que no merecía, porque vivió muriendo, errante y aterrado, despreciándolo todo y despreciándose a sí mismo, pues no hay crimen más grande que el desprecio a uno mismo. […] Dentro de su extraña y delictiva filosofía, este hombre no reconocía más culpa, ni más remordimiento que el de dejarse matar por su enemigo: toda la sociedad. ¿Tendrá alguna relación con él aquello de que la libertad es el terror ? Un poco sí. Pero, ¿era culpable realmente? Sí, porque era libre de elegir el asesinato y lo eligió. Pero también era inocente en la medida en que el asesinato lo eligió a él. Por eso, en uno de los ocho agujeros que abalearon el cuerpo del bandido, deposito mi rosa de sangre. Uno de esos disparos mató a un inocente que no tuvo la posibilidad de serlo. Los otros siete mataron al asesino que fue. […] Menos mal que Desquite no irá al Infierno, pues él ya pagó sus culpas en el infierno sin esperanzas de su patria. Pero tampoco irá al Cielo porque su ideal de salvación fue inhumano, y descargó sus odios eligiendo las víctimas entre inocentes. Entonces, ¿adónde irá Desquite? Pues a la tierra que manchó con su sangre y la de sus víctimas. La tierra, que no es vengativa, lo cubrirá de cieno, silencio y olvido […]. […] Los campesinos y los pájaros podrán ahora dormir sin zozobra. El hombre que erraba por las montañas como un condenado, ya no existe. Nunca la vida fue tan mortal para un hombre. Yo pregunto sobre su tumba
cavada en la montaña: ¿no habrá manera de que Colombia, en vez de matar a sus hijos, los haga dignos de vivir? Si Colombia no puede responder a esta pregunta, entonces profetizo una desgracia: Desquite resucitará, y la tierra se volverá a regar de sangre, dolor y lágrimas […]. (Arango, 1993, pp. 42-44) Referencias Arango, G. (1993). Obra negra . Bogotá: Plaza y Janés. Ayala Santos, A. G. (2011). Rituales Mortuorios Afroatrateños . Medellín: Mundo Libro. Centro Nacional de Memoria Histórica. (2013). ¡Basta ya! Colombia: memorias de guerra y dignidad . Bogotá: Centro Nacional de Memoria Histórica. Claver Téllez, P. (2003). La hora de los traidores . Medellín: Hombre Nuevo Editores. El Tiempo . (29 de abril de 1964). Eliminado Sangrenegra y su cuadrilla, pp. 6-7. El Tiempo . (12 de junio de 1965). Cómo han caído los más temibles bandoleros, p. 30. El Tiempo . (14 de abril de 2007). Cae hijo de Sangrenegra, era de Farc. Recuperado de http://www.eltiempo.com/archivo/documento/MAM-2445018 García, C. (2012). Los cuentos de ser cierto de los tiempos de ser mentira (trabajo de pregrado). Universidad Nacional de Colombia, Bogotá, Colombia. Gómez Cardona, L. (2007). Una perspectiva antropológica de la transfusión sanguínea (proyecto de doctorado en un contexto de diversidad sociocultural). Montreal: Banco de la República. Goody, J. (1998). El hombre, la escritura y la muerte . Conversación con Pierre-Emmanuel Dauzat . Barcelona: Península. Grupo Memoria Histórica. (2009). La masacre del salado : esa guerra no era nuestra . Bogotá: Centro Nacional de Memoria Histórica. Halbwachs, M. (1968). Memoria colectiva y memoria histórica. En M. Halbwachs, La memoria colectiva (pp. 209-219). Barcelona: REIS . Jiménez Becerra, A. (2013). El periodo de la Violencia en Colombia y el uso de las imágenes del terror, 1948-1965. Revista de Antropología Experimental , 13 , 151-165. Parkin, R. y Stone, L. (2007). Antropología de la familia y el parentesco . Madrid: Universitaria Ramón Areces. Prado, V. (2009). Bandoleros: historias no contadas . Ibagué: Lito Imagen.
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8 El machete fue un instrumento representativo de la violencia más cruel. Era utilizado para decapitar y cercenar. 9 Nombre que recibieron los pertenecientes a la chusma o cuadrillas liberales. En contraposición, a los conservadores los llamaron chulavitas , en honor a la vereda Chulavita del municipio de Boavita (Boyacá), en donde se organizaron las cuadrillas conservadoras para respaldar a la Policía y defenderse de los ataques de la chusma (Sánchez, 2010). La gente de antestiempo: persona, pinta y montaña en Tununguá, Boyacá * Laura Chaustre Fandiño Grupo de Estudios Etnográficos Edward González Quiñones Grupo de Estudios Etnográficos Cuando aún era joven y no se había casado, don Salvador Torres decidió probar suerte en el Llano. Mediaban los años cincuenta. Fue a trabajar para una hacienda en un enorme cultivo de arroz, y en sus horas de descanso solía cazar con sus compañeros, o se detenía a reposar y mirar la selva y sus habitantes: un yátaro sobrevolando, nidos sobre las ramas, un marrano de monte. “La montaña grande” era el lugar ideal para sus faenas y por estas conoció al tigre, que espera escondido para tirarse encima de uno y “echárselo a la muela”. También vio un gallo de monte que resultó ser un “gallo de oro”, con el plumaje todo amarillo, pico negro y espuelas negras. Esos animales de selva, de monte, vio don Salvador por esas tierras, a pesar de lo “ariscos” y a pesar de que poco se dejan ver. Un día, mirando los árboles, fijó su atención en unos micos que pasaban de rama en rama. Un miquito cayó de la espalda de su madre, quien se vio forzada a bajar para recoger a su cría, y cuánta gracia le causó a don Salvador observar cómo la madre castigaba al miquito, dándole palmadas en la cola por no agarrarse bien y dejarse caer. Eso nos contó en su casa, mientras compartíamos un café de los cultivos de su finca, en la que el octogenario no puede trabajar hoy, como lo hizo toda su vida hasta hace poco más de dos años, por una enfermedad que limita sus movimientos y lo ha hecho un sabio nostálgico, de bordón en mano al caminar. “Como un cristiano”, dijo sonriente, refiriéndose a la forma en que la mica regañaba a su cría. “Es que esa era gente, se volvió así para no dejarse conquistar cuando intentaron dominarlos. Es como los cachipais, si se fija, por dentro uno les ve la carita: los ojitos, la nariz, la boca”. Don Salvador sabe que los seres del monte no son distintos, son “como cristianos”. Esa mica, esos cachipais son gente. En lo que sigue se encontrará un esfuerzo por comprender los temas profundos enunciados por don Salvador Torres. La concordancia entre entidades disímiles. El cuerpo mutable de seres que mantienen la misma esencia. La resistencia a la conquista cambiando la superficie, ocultando lo elemental. Desde la antropología, la noción de persona se acerca a los temas que nos inquietan y es desde allí que partimos. El relato de don Salvador se une a otra serie de hechos etnográficos que exponemos aquí para demostrar la lógica particular que tienen las relaciones sociales en Tununguá, ¹ en lo
que a la noción de persona atañe. En ello terminamos siendo guiados por un conjunto de conceptos tunungüenses, los cuales determinan la conformación de las personas, hacia las estribaciones a veces escarpadas y a veces tenues de la montaña. Convocamos también las voces de algunos autores clásicos para poner en discusión sus teorías y categorías con los conceptos de la noción o teoría de la persona tunungüense, de la cual damos aquí un esbozo. Enseñarse En Tununguá, antestiempo ² lugar de muzos, la gente se enseña a trabajar a corta edad, siendo pollitos todavía. Los niños y niñas de Tununguá se enseñan desde temprano para el trabajo, al tiempo que para el juego, como lo hicieron don Salvador Torres, doña Fraxila Mendieta, doña Teofilde Salamanca y muchos otros mayores recorridos y andariegos que saben de la vida por sus trajines. Aprenden fuera de la escuela y, tal vez por eso, por no encontrar conocimientos sobre el campo y sus quehaceres en los temas de las clases, muchos de ellos abandonan el estudio. El trabajo enseña : “Aprende uno más quedándose acá, a trabajar”, decía Ferney Laitón, un niño de 14 años, explicando por qué no volvería a la escuela en la que debía repetir por segunda vez tercero de primaria, mientras le daba vueltas a la tierra, la cernía en una zaranda con ayuda de Pedro Pin, su primo de 16 años, para hacer su propio semillero de guanábana. Al tiempo que trabajaban, ellos jugaban. Enseñarse , afirmamos, es una facultad que se reconoce en Tununguá como fundamental para ser alguien, para ser persona . No sobra decir que allí su persona es la forma para referirse a otro, en un trato sobre todo cordial. Enseñarse, que tiene por condición la recurrencia, es aprender a hacer, saber hacer, acostumbrarse, ser criado, amañarse en un lugar o a una situación, de tal manera que se vuelva parte de su persona. “¿Su persona está enseñado a tomar café?”, “los universitarios no están enseñados a esta montaña”. La noción de persona, para el caso de Tununguá, se tratará de bosquejar y de poner en discusión con la antropología, en un principio, desde el juego y el trabajo, categorías que en ciertas prácticas se mezclan haciendo difícil su distinción. Como en muchos lugares de Colombia, en Tununguá se juega trompo. El juguete se trabaja , se hace. Lo primero es encontrar el palo indicado: un mandarino, un naranjo, un guayabo, un palo frutal. Después hay que buscarle el corazón y tallarle las costillas . Muy pocos niños hacen hoy este trabajo, prefieren comprar los trompos que venden en el pueblo, trompos de plástico, que “no aguantan ni un pique”. En el fondo, saben que para el Gallo , nombre escogido por Ferney para su marrana , ³ que fue elaborada del corazón de un naranjo, no hay contrincante ( figura 1 ). El trompo hecho, trabajado, trompo de madera, es el corazón del frutal tallado que vive al bailar. Al elaborar el juguete, se enseña a aquello que era tronco a ser trompo, y bailando, en el juego con otros trompos, es el jugador.
Figura 1. Trompo tallado por Ferney Laitón Foto: Laura Chaustre, 2013. Quienes no acostumbran a hacer trompos del corazón de frutales igual los trabajan. Cuando se compra en el pueblo, este juguete es todavía arisco , no baila a buen ritmo, se la pasa tropezándose, como dando saltos, y esto es porque no se ha bregado . ⁴ Es practicando, picando, repitiendo, que el trompo se pone sedita , plumita , se enseña a la mano del trompero y a un bailar bonito . A la punta, irrón , al igual que al pico del gallo de pelea, se le liman las irregularidades. Los gallos para riñas son gallos finos criados. ⁵ El trabajo con estos animales consiste en alimentarlos, puede ser con buen maíz, con cáscara de huevo molida, con preparados de zanahoria, trigo y leche, y, para “ponerles la
sangre caliente”, con huevo de gallina o con la cresta de su propio cuerpo. También se debe carearlos seguido con otros gallos como entrenamiento, que peleen para fortalecer su cuerpo, sin parafernalia, para prepararse, es decir, para que aprendan. Pronto dejan de ser pollitos, cuando están listos para una riña real, enseñados y criados para pelear. A estos cuidados y esfuerzos diarios se suma la preparación previa para echar el gallo al ruedo: “El pico del gallo fino hay que maquillarlo, limarlo, hacerle tratamiento, como a una uña de mujer, antes de la pelea”, mencionó Humberto González, consagrado gallero, explicando que así se evita el despique , que se quiebre el pico durante la riña. Es peluqueado : con tijeras se le quitan las plumas que su contrincante pudiera tomar con el pico para dominarlo, e inclusive la cresta es cortada con la misma intensión y, además, para dársela como alimento. Se calza : con una navaja el calzador reduce la espuela natural de las patas del gallo, ataja la sangre derramada por el procedimiento y pega con cera derretida y esparadrapo una espuela artificial, mucho más filuda para facilitar el asesinato del contrincante ( figura 2 ). Ocurre igual que con el trompo: por medio del trabajo, al Gallo se le enseña, se le cría, se le crea, lo cual lo constituye como persona, de modo que es el jugador.
Figura 2. Carlos Pichón y su hijo calzando el gallo Foto: Karen González Virgüez, 2013. Si los niños se enseñan a trabajar trabajando, los gallos a pelear peleando, el trompo a bailar bailando, entonces el trabajo enseña al niño, la pelea al gallo y el baile al trompo. La acción afecta al sujeto volviéndolo su objeto, es decir, que funde objeto y sujeto en uno mismo, aquello que se enseña , su persona . Galladas Categorías y prácticas ocurren análogamente entre humanos y otros seres, comparten atributos y los actos de unos incumben a los otros; estos y aquellos se funden en uno. Geertz ofrece una explicación de las riñas de
gallos en Bali cuyo argumento contribuye a esta discusión. Es un “juego profundo”, nos dice, en él los involucrados dejan expuesto su estatus , lo arriesgan o lo afirman y, en general, se pone de presente la matriz social o la jerarquía de prestigio . La profundidad depende, pues, de quiénes asisten, según su posición, de las apuestas que hagan, del estatus de quienes juegan, que es “la consideración pública, el honor, la dignidad, el respeto”, o del “yo” (2005 [1973], pp. 355-356). El autor no aclara a qué se refiere con esta última categoría, sin embargo, afirma que “lanzarse a semejante riesgo [el de las riñas] equivale a exponer públicamente el yo de uno de una manera alusiva y metafórica a través de su propio gallo” ( figura 3 ). Y ahonda en este predicado: “Los gallos pueden ser sustitutos de las personalidades de sus dueños, espejos animales de la forma psíquica”, y, para rematar, agrega que las riñas son una simulación de la matriz social (p. 358, énfasis nuestro).
Figura 3. Los gallos en el ruedo Foto: Nourah Percevault, 2012. Se colige que el yo es el estatus mismo, es decir, la posición ocupada por alguien en esa jerarquía de prestigio. Del estatus asevera que es la “fuerza motriz central de la sociedad”, y de la jerarquía de prestigio, que es su “columna vertebral” (p. 363). En consecuencia, si el yo es una posición, en el conjunto de vínculos (de respeto, honor, etc.) denominado estatus, que ubica a alguien en la sociedad, está implícita la naturaleza relacional de este término. El yo es, necesariamente, el conjunto de sus relaciones. Por lo tanto, cada quien vive en función de estas en cada acción social. Empero, según el autor, las riñas de gallos se mantienen en un nivel distinto al de la vida social, donde no se altera, solo se afirma el orden de prestigio. El yo no se afecta porque es una proyección de sí en una simulación de las relaciones reales; es una metáfora. El juego de gallos es “una imagen, una ficción, un modelo, una metáfora [...] un medio de expresión” (p. 364), su cualidad, concluye Geertz, es comunicativa, inclusive, pedagógica: Lo que coloca la riña de gallos en un lugar aparte en el curso ordinario de la vida, lo que la eleva por encima de la esfera de las cuestiones prácticas cotidianas y la rodea de una aureola subida de importancia es [...] el hecho de que la riña suministra un comentario metasocial sobre toda la cuestión de clasificar a los seres humanos en rangos jerárquicos fijos y luego organizar la mayor parte de la existencia colectiva atendiendo a esa clasificación. La función de la riña de gallos, si es lícito llamarla así, es interpretativa: es una lectura de la experiencia de los balineses, un cuento que ellos se cuentan sobre sí mismos. (p. 368) En el 2013, se inauguró una nueva gallera en Tununguá. Abadía remodeló su tienda, ubicada en la vereda de Palmar, añadiéndole un circo , ⁶ canchas de tejo y mesas de billar que llevó desde Bogotá. Esa noche se desarrollaban las peleas inaugurales y en los intermedios se bailaba y se echaban unos chicos de billar. Todas las noches de gallos se acostumbra ese diálogo: entre una y otra contienda, mientras se concluyen las apuestas, mientras los galleros casan a los siguientes contrincantes, se da espacio para el baile, ya sea de carranga, de merengue o de uno que otro vallenato, y, en este caso, aprovechando la novedad de las mesas, se jugaba billar. Más o menos a media noche, cuando los cuerpos contenían buenas cantidades de cerveza, guaro y chirrincho , se armó una pelea. Todo comenzó por un chico en el que, parece ser, habían sido apostados unos pesos; se desafiaban entre pintas , galanes del pueblo que ponían en juego su hombría. Cada uno estaba acompañado por dos o tres amigos, su gallada . Un jugador hizo trampa y su contrincante no se percató, pero un amigo que observaba el juego se metió a avisar sobre la jugada amañada. El tramposo se toreó y lo acusó de sapo: “sapo malparido”. Las galladas salieron del local, los jugadores enfrentados empezaron a carearse , a medirse empujándose con las costillas, mirándose a los ojos y tanteándose. Sus compañeros no participaban, pero su presencia daba ánimo y fuerza a la parte del grupo que se había ido a enfrentar. Se dieron unas cuantas trompadas pero esa riña emplazó , ⁷ se dispersaron y, por el momento, las galladas enfrentadas dejaron las cosas así. En Tununguá se producen altercados diferentes a las
riñas entre gallos: la gente riñe y se enfrenta, sobre todo en las noches de gallos; los hombres son gallos de pelea. “Cuando están acompañados con los amigos, se suben, bien gallitos, pero cuando están solos sí son bien humillados”, decía Keyner refiriéndose a unos niños de la vereda de Santa Rosa que se acercaban a juntarse mientras jugábamos en La Cabildeña, quebrada que rodea el pueblo. Poco les gusta a Keyner y a Jhonny que se arrejunten chinos de las veredas. Ellos son del pueblo y, en ocasiones, desprecian a “los del campo”. Los niños bajaban el despeñadero que conducía a la quebrada, y al oír frases de ofensa y rechazo decidieron tirarnos piedras. Keyner consideró esta actitud de gallito , pero eso sí por estar en gallada , en grupo, si cualquiera de ellos hubiera estado solo hubiera sido diferente. El profesor Carlos Páramo señaló, durante una reunión de tesistas, que lo curioso de la gallada es que se conforma de un grupo de personas, que en conjunto actúan como un gallo. Pero, irónicamente, un gallo de verdad nunca andaría con otros gallos; por su comportamiento agresivo y su instinto de territorialidad, considera rival a cualquier animal que transgreda los límites de su espacio. La gallada es un grupo de personas que reafirma la personalidad de gallo, relacionándose entre ellas, porque como individuos no llegan a ser ( figura 4 ). En el occidente de Boyacá, mundo esmeraldero en el que se enmarca Tununguá, se habla de la cuerda . Esta es la unidad básica de explotación o comercialización de las esmeraldas, conformada por el patrón y sus empleados, donde el primero, por medio de un contrato de palabra denominado plante (como también se denomina el dinero de la apuesta en las galleras), dota a los segundos de los elementos necesarios para la guaquería y les brinda protección (Páramo Bonilla, 2011, p. 38), o es “un grupo de gallos de pelea que pertenece a determinado individuo” (Uribe citado en Páramo Bonilla, 2011, p. 38). La cuerda es un conjunto de hilos que trenzados entre ellos forman un solo cuerpo. Es un amarre; un conjunto de relaciones urdidas. Es una gallada en la cual se paga y se cobra, se da y se recibe, se pide y se está dispuesto a ofrecer. Es una forma de estar juntos, de acordar reciprocidades aunque sean pasajeras (las galladas no son estáticas, se transforman según conveniencias y circunstancias). Por ella se sobrevive en la mina, se gana o se pierde en el juego, se hacen trabajos en compañía, se pueden carear otras galladas y jugar un papel en el mundo.
Figura 4. La gallada Fuente: Archivo de Nacumes, 2012. La noción de persona que tratamos de esbozar aquí coincide más bien con lo que Geertz relega a una nota al pie, en la cual explica que quienes fijan los espolones al gallo raras veces son el mismo dueño, suelen ser parientes cercanos o amigos íntimos que tienden a ser grupos más o menos fijos, y todos sin distingo llaman al animal “mío”, del mismo modo que cuando gana dicen “yo vencí a aquel”, hecho que permite afirmar al antropólogo que estas personas son “casi extensiones de la personalidad del dueño” (p. 346, énfasis añadido). A nuestro juicio, no son extensiones esas personas, sino que son una persona , o bien, un personaje . Y ese yo no se refiere a una relación metafórica con el gallo, sino que lo incluye en ese conglomerado que nos atrevemos a designar como persona.
Conglomerar, según la segunda acepción de la Real Academia Española (s.f.b), significa “Unir fragmentos de una o varias sustancias con un conglomerante, con tal coherencia que resulte una masa compacta”. Aseveramos que el gallo resulta ser el conglomerante que une a los individuos (conocimientos, estatus, apuestas, intereses) en una unidad, la gallada, en la que no se distinguen límites entre ellos, ni entre conglomerante y conglomerado. De ahí que los balineses digan “yo gané” y que los agresores de Keiner y Jhonny solo sean bien gallitos juntos. Casar los gallos antes de la riña es medirlos, calcular su tamaño, pesar los animales para que la pelea suceda en igualdad de condiciones. Una báscula determina al contrincante ideal. La pelea es casada entre galleros que han acordado el monto de la apuesta en una pequeña negociación: “Paisano, ochocientos pa’ este gallo”, le propone un hombre a su coterráneo, “Cuatrocientos”, responde, “¡No! A este gallo no lo juego por menos de quinientos”. El plante –dinero que se apuesta– proviene, además del dueño del gallo, de su círculo de personas: el calzador –que suele ser compañero de riñas de vieja data–, algunos amigos, algunos familiares e, incluso, con menos frecuencia, su mujer. Las personas, por su parte, casan peleas ya no en básculas sino en el diario vivir: con el enemigo político, con quien le tiene envidia o a quien envidia, con quien quiere quitarle el cónyuge –aquella mujer que reclamaba a otra por su infame deseo de quedarse con su casa, de dejarla sin hogar por quitarle su pareja–. Los gallos finos, criados para reñir, al igual que los trompos, trabajados para picar, están enseñados a pelear contra los que son como ellos, a lastimarlos “porque defienden lo que es suyo”, como atina a decir Humberto González. Lo suyo es lo que les atañe, la propiedad , lo que constituye a las personas, lo que las hace parte del conglomerado: el marido o la mujer, la filiación política, la casa, la tierra, los hijos, los triunfos en el juego, el reconocimiento por el trabajo, en síntesis, lo que se cela y lo que genera envidia, su persona . El gallo no es la metáfora del jugador, sino que el jugador (la gallada) está enseñado a ser gallo, son una misma cosa. Que se conglomeren individuos y relaciones en la figura del gallo, en las noches de galleras, no es un fenómeno exclusivo de este juego, no sucede aparte de las cuestiones prácticas cotidianas . Fuera de la gallera existen galladas, como la cuerda, que no funcionan solo para el juego, también para el trabajo, ⁸ la política; es decir, participan de las relaciones reales y operan en el mundo, tienen implicaciones verdaderas, no son simulación. El caso de Carlos González es bastante sugestivo. Chirrincho se le llama a la bebida alcohólica que resulta de la destilación del guarapo y actualmente está prohibida en el municipio, es mal vista. Chirrincho también fue el apodo que recibió en vida Carlos González. Después de haber sido víctima de un intento de asesinato que lo dejó cojo, a este hombre, como a muchos gallos de pelea, finalmente la muerte lo cogió en una noche de galleras. La oscuridad es amiga del desquite, es propicia para la venganza; a los gallos nunca se les apuesta con la luz del sol. Chirrincho andaba averiguando más de lo que debía, sabía más de lo que le convenía, tentó la suerte buscando lo que no se le había perdido. Para Natalia Gamboa Virgüez, él fue la “mano justiciera”; quería el bienestar de sus vecinos, de sus coterráneos, y mientras fue juez del pueblo indagó cosas
peligrosas, enredos que lo hicieron casar peleas con gentes poderosas. Su muerte es una historia contada por varias voces, pero todas coinciden en hablar en silencio de ellos, los que lo mataron, que tal vez eran del pueblo, tal vez de Florián, tal vez de Albania. Todas coinciden en no saber por qué lo hicieron, o más bien tienen claro que hay cosas que es mejor no saber. Sus asesinos no carearon, no pusieron la cara al momento de los balazos. Esa noche, como cantado en un corrido, le aventaron un tiro al gallo. Cortaron la luz de la gallera Los Pichones, el personal presente se las olió y salió corrido ⁹ para el monte. Sonaron los balazos y más de uno resultó herido. Chirrincho cayó muerto; un solo tiro certero se lo llevó. Este hombre murió como gallo en el ruedo, murió como murieron algunos animales esa noche dentro del circo. Este asesinato no fue una interpretación, una representación o una simulación, no sucedió aparte del “curso ordinario de la vida”, al contrario, fue resultado de cuestiones políticas. Las galleras no son una interpretación de un cuento que entre tunungüenses se cuentan; allí no se detiene la vida de las personas, su curso o sus prácticas; allí las cosas suceden. “Careo del uno y careo del otro”: riña de trompos y baile de gallos Los fragmentos que se conglomeran, trompos, gallos, humanos y otros seres, comparten y toman prestados, los unos de los otros, atributos y cualidades. Los trompos no rotan ni giran, ellos bailan . Además de ponerse a bailar, un trompo pica . Quien sabe jugar trompo está enseñado a picar, por eso los niños en Tununguá prueban puntería picando algún objeto que se propongan. También puede vérselos haciendo figuras cuyos nombres son igualmente explícitos: picoalaire , picoechulo , jugadas que tienen como fin dejar bailando al trompo en la palma de la mano, sin que antes toque el piso. La calle es un juego de trompos en el que se pone y se pica. Quien va perdiendo va poniendo y recibe los piques de los demás jugadores. Este juego inicia con un pique al azar: se escoge un objeto y este se pica, quien queda más lejos se pone en el piso, en el punto inicial de la calle –un espacio en línea recta determinado previamente–. Los trompos tratan de picar a quien está poniendo y empujarlo hacia el final de la calle. Si alguno no pica, es decir, no toca a quien está en el suelo, debe poner, y el que estaba poniendo entra a picar. Cuando en un pique certero el trompo que está poniendo pasa la línea final de la calle, es el perdedor. Poner puede resultar desafortunado, ya que el trompo se va dañando por los piques, pero si pierde queda en riesgo mayor: se lo castiga con quecos , cuyo número ha sido acordado antes de comenzar: una o más oportunidades por jugador. El trompo que termina la calle poniendo se expone a los quecos, es un trompo casi muerto, se le intentará descabezar. Los trompos, como los gallos, están en riesgo de ser asesinados por sus contrincantes. Los quecos se cumplen enterrando al trompo del perdedor con la punta hacia abajo, hasta la porra –la cabeza–, de donde se sostiene la pita. Esto se hace en una cuesta, ya que la inclinación del entierro facilita el ataque. Los otros jugadores toman su trompo con un amarre especial de la pita y por turnos tratan, con la punta – irrón , que hace bailar el artefacto y es lo que pica, es pico –, de quitarle la porra al perdedor, descabezarlo, dejarlo inútil, asesinarlo ( figura 5 ). Los gallos, en riña pareja, pican a su
adversario y con las espuelas artificiales que calzan le pegan tiros o balazos . ¹⁰ El perdedor que no muere resulta lisiado, en algunas ocasiones se aloca o queda como bobo –pierde la cabeza–, da vueltas desesperadas en el ruedo sin poder atacar de nuevo. De nada sirve que atajen sus heridas, tiros al corazón o a los pulmones, ni que su dueño o calzador sople dentro de su pico, son pocas las veces que el gallo perdedor sobrevive sin percances.
Figura 5. Quecos Foto: Laura Chaustre, 2013. Mientras viven bailan. El baile es un elemento fundamental de cualquier encuentro, ya que se entabla un diálogo entre cuerpos –entiéndanse hombres, mujeres, gallos, trompos–. Allí se pone en juego lo que no cabe en las palabras; los cuerpos se miden, se tientan, se amarran, se coquetean, se alardean, se carean y se retan. Mientras los gallos bailan en el circo, a las
personas se les hace circo para el baile. Cuando los mayores bailaban la música de antes, música campesina que ahora los jóvenes llaman campeche , se acostumbraba a hacer un circo, una circunferencia conformada por observadores que rodeaban a los bailarines y los aclamaban. Eran esos tiempos en los que se usaba la “pañueleta barba’e gallo”, como nos narra doña Fraxila: y baile carajo, y los hombres con una gota de pantalón arrecogida para arriba y... así jueran descalzos, al estilo campesino, no importaba, el todo era bailar. Así juera en la plaza, o era en cualquier casa, o era como juera, con su ruanita al hombro, sombrerito, bordoncito, un estilo así campesino. Muy bonito era en ese tiempo. Usaban los hombres, cuando se presentara alguna actividad... varios muchachos o viejitos, así viejantones... usaban una pañueleta barbo’e gallo, se llamaba en ese tiempo, barba’e gallo, unas pañueletazas pero grandes. Se ponían a bailar con la viejita y eso era careo del uno y careo del otro, y por aquí y por allí, y las señoras con su pañolón, con sus faldas. (Entrevista con doña Fraxila Mendieta en marzo 2012) Eso era careo del uno y careo del otro. En el baile como en las riñas se carea, se pone la cara, se pone –tal cual en la calle– en juego la persona. Y esa persona es gallo, por eso se enmascara con su barba, que le da una pinta , unos atributos. El hombre con el pañuelo en la mano atravesaba la pista haciendo ademanes para invitar a bailar. Durante el baile, lanzaba su pañuelo, envolvía, atraía y apresaba a su pareja. Para marcar el fin de la pieza, le enviaba una de las puntas de la barba’e gallo, se arrodillaba mientras la mujer pasaba haciendo contoneos con picardía alrededor de él y cacheteándolo en la cara con esa prenda. Este baile es también el coqueteo del gallo ¹¹ y las figuras del trompo. Doña Fraxila describe un personaje, con su pinta y atributos: el campesino descalzo o de alpargatas, con su bordoncito, trabajador él, de sombrero, bailando con su barba’e gallo; es gallo coqueto alrededor de su pareja, que le responde el careo con otro careo. Mientras están rodeados por las personas que hacen circo, él la amarra y la desamarra con esa pañueleta, como a un trompo bailarín. El corazón al trompo le recuerda que viene de un tronco maderable; la porra porta el sombrero, sin ella no hay vida porque no hay baile, no habría de dónde asir cuerda, ni pita, ni pañuelo; son talladas las costillas en todo trabajo; el pico se lima o se despica, y el pie baila cuando gira; el irrón pica y el pie da pataceras ; peluqueadas son las plumas, vuelan y dan un pico al aire, o vuelan y, coquetas, dan un pico al chulo; no tan coquetos son los balazos de una espuela, que descabezan y alocan ; portan la pinta los seres, de lejos se distinguen y de cerca se extrañan, o al revés. Mujeres, trompos, niños, gallos, hombres y niñas bailan, juegan, coquetean, carean, pierden –la cabeza–, ponen, se enfrentan, vuelan, ganan, mueren – asesinados o no–, son enterrados, se ponen la pinta, pican o son picados. Todas estas acciones vuelven su objeto a estos seres particulares, les enseñan, los conglomeran. El personal: distinguir o extrañar
Antes de soltarlos en el circo de la gallera, casada ya la pelea, los gallos son careados para que se distingan, y entonces los animales enfurecen y lanzan picotazos a su contrincante mientras los dueños los toman por la cola, para no dejarlos empezar la riña antes de tiempo. Es una provocación, como si identificara, uno en el otro, a un atávico enemigo. Humberto González sabe que si al momento del careo un gallo no reacciona frente al otro es porque lo extrañó y va a salir corrido , como si no hallara rencor para dañarlo. De nuevo, ocurre algo análogo entre los tunungüenses. Carearse es desafiar, alardear, incitar a la riña, provocar con palabras, gestos o acciones; medirse en el ruedo, que puede ser el circo de gallos, pero también la pista de baile, la cancha de fútbol o la calle donde se pica el trompo. Carear es entre quienes dan o ponen la cara, quienes no corren. Se distinguen a través de la cara, no extrañan, saben a qué atenerse. Como si al dar la cara al enemigo se apostara todo lo preciado, se mostrase lo que se tiene. La única respuesta válida es que el contrincante también ponga su cara, que no salga corrido. La cara, nos enseñó don Salvador al principio de este texto, es sinónimo de cristiano , de persona . ¿Qué es lo que se da o se pone con la cara? ¿Cómo es que en las riñas de gallos, en los trompos y en el baile, en apariencia solo pasatiempos, hay tanto trabajo involucrado y se pone en juego tanto como la persona misma? ¿En verdad en la cara se deja ver la persona, toda ella? Marcel Mauss escribe que entre algunos pueblos no occidentales un clan está “constituido por un determinado número de personas , en realidad de personajes”, cuyo papel es “el de configurar, cada uno por su lado, la totalidad prefigurada del clan” (1979 [1950], p. 313). Por lo general, ligados a nombres, estos personajes mantienen la vida y la propiedad de las cosas, de los dioses y de quienes heredan el nombre. En consonancia, Maurice Leenhardt (1997 [1961]) afirma que: En cada clan hay un número dado de personalidades atávicas o míticas cuyos nombres actualizan la presencia de las mismas y que son como las piezas maestras sobre las que se apoya el edificio de los clanes de la sociedad. Los nombres vuelven periódicamente, marcando el ritmo de las personalidades iniciales, que son las fuerzas del grupo. (p. 157, énfasis nuestro) El personal es una categoría comúnmente usada en Tununguá y en la que resuenan de algún modo los postulados teóricos de los dos autores franceses. Con este término los tunungüenses se refieren al conjunto de personas que acuden, se reúnen y participan de algún evento social particular. “Eso hubo mucho personal en ese entierro”. El personal es, en efecto, el conjunto total de los personajes de Tununguá: galleros, potentados, bailadores, borrachos, tayas , políticos, pichones , chirrincheros , virgüeces, obreros, patrones, jornaleras, cocineras, estudiantes, comadres y compadres con sus amistades y sus odios. El personal, en otras palabras, es el conjunto total de relaciones, de personas, que se juntan en un momento y lugar. Las personas que componen el personal, vale recalcar, no son individuos. Convienen Mauss y Leenhardt en llamar personajes a estos seres. Una primera condición responde a que estos ocupen una posición dentro de la
sociedad, por la cual se poseen derechos y funciones, en otras palabras, su función sociológica. No obstante, la noción de personaje abarca más. Leenhardt menciona cómo en Melanesia “jamás se encuentra un joven solo, sino siempre grupos de ‘hermanos’ que forman bloque y mantienen juntos, y en bloque, las mismas relaciones con los otros grupos” (1997 [1950], p. 153). Es esta la gallada de Tununguá, en donde todos son el mismo personaje: un gallo fino. El francés asevera que, para los canacos, la persona es “difusa”, es la relación y no el individuo. Gracias a la cualidad de enseñarse , los seres son relacionales, conglomerados de atributos. La definición de los seres comienza por los nombres. Las personas reciben una nominación de acuerdo con la relación en la cual están involucradas en un momento dado de la cotidianidad o de su vida. De ahí la importancia de ciertos términos de parentesco, como comadre y compadre, o de los apellidos representativos, o de calificativos sugestivos, como taya o toriado , o de los variopintos y múltiples apodos, tan elocuentes como misteriosos. Es así que una persona puede recibir varios nombres, y que un nombre puede englobar a varias personas. Una persona no es abarcada por un solo nombre, asevera Leenhardt (1997 [1961]). Ninguno de estos es capaz de contener el conjunto de posiciones y relaciones sociales (de parentesco y míticas) que lo componen: “El canaco está obligado a recurrir a tantos nombres diferentes como dominios hay, en los que establece las diversas relaciones y participaciones que conciernen a la persona, ignorándose a sí mismo” (p. 155). Por eso es posible que un individuo tenga varios sobrenombres y distintas pintas en circunstancias diversas (en las galleras, en el trabajo, en la vereda) y que pase por diferentes posiciones en el transcurso de su vida (ayudante, jornalero, minero, gallero). Un nombre contiene varias personas. Leenhardt considera que cada uno de los homónimos es una réplica . La personalidad es, según el autor, la concreción, en una persona, de algunos atributos de un personaje atávico que la hacen parte de este y la relacionan con otros personajes, concretados en otras personas, con quienes se relaciona para configurar una totalidad; y el nombre es el conjunto de relaciones y atributos totales que ha sido el personaje, atávico o mítico, del cual la persona concreta no es sino una réplica y, por tanto, una parte que no lo abarca de ninguna manera en su totalidad (p. 156), es decir, es un modelo o marco de referencia de lo que fue y podría ser, el conjunto de sus posibilidades. Nombre u homonimia es el mito, el personaje; la personalidad es el mito viviendo, la persona. Wíncharo es el apodo o sobrenombre que recibe Humberto González, quien al preguntarle qué significa dice que así le dicen. Wíncharo es como suena el canto de un pájaro, dice don Salvador Torres. “Este es el hijo de González, el Wincharito”: es la forma en que don Salvador presenta a Jhonny ante su esposa. Los de su generación reconocen ya a Jhonny como Wíncharo. Quien los vea nota de inmediato, en padre e hijo, el mismo gesto de niño sonriente, la misma pose al pararse con la espalda echada ligeramente hacia atrás, el mismo gusto por los gallos y los carros. La misma cara, dicen. El hijo de su padre, González, para los mayores; Wíncharo, la réplica, la actualización del apodo para sus contemporáneos. Todos parecieran saber, según sus
expresiones, que será como su padre, que es su destino. Incluso él mismo da muestras de sentirlo así. Admira a su padre, cuenta de sus hazañas cazando faras o tinajos en las noches junto a las quebradas, con su infalible puntería con la flecha o la escopeta, o de su fuerte remate de zurda en el microfútbol, que le ha valido goles memorables, o de sus buenos gallos ganadores en diferentes circos de la región, o de sus proezas en los negocios. Leenhardt (1997 [1961]) asegura que “el beneficio atávico no es función mágica del nombre retomado, sino de la vida asegurada a este nombre por la piedad del recién venido que lo lleva”. En la línea siguiente, el autor continúa: “es al vivo a quien le corresponde la conquista del antepasado cuando, en el altar, se transporta al dominio en el que se encuentra la personalidad de este” (p. 156, énfasis nuestro). El nombre inviste a quien lo recibe, no sin cierto grado de fatalismo, y lo hace parte del personaje. Jhonny debe corresponder a los atributos de Wíncharo, es decir, al mismo tiempo a los de un buen gallero, los de un cazador afinado, los de un rebuscador de negocios, y, de a pocos, hacerse el personaje actualizado, conquistarlo. Los cinco hijos de la Pájara , doña Fraxila Mendieta, y de don Salvador Torres, reciben el sobrenombre de los Pichones ( figura 6 ). Son un personaje: dicharachero y conquistador que gusta del trago, la fiesta y el baile, reconocido gallero, una taya para el trabajo y para el juego, un vagamundo. El apodo se extiende ya a los nietos; suele distinguirse a algún miembro de esta familia frente a otros como pichón , antes que por su nombre de bautismo. Además, dentro de los predios de la familia en la vereda de Vijagual está la gallera Los Pichones, un lugar que posibilita la expresión y manifestación de las relaciones del personal.
Figura 6. Fraxila Mendieta (la Pájara ) y Salvador Torres Foto: Laura Chaustre, 2012. Como en muchas partes de Colombia, en Tununguá, uno no conoce a alguien sino que lo distingue : “¿Su persona distingue al Diablito?”, “yo distingo a aquel hace días”. Distinguir es lo opuesto a extrañar , a la confusión, a la indiferenciación. Un gallo sale corrido si extraña, cuando se carea, como si se enfrentara a todo a la vez, o a nada. Es decir, entre una masa de personal es posible distinguir a algunos personajes por su nombre o sobrenombre; discernir su papel, su carácter, su lugar social, sus relaciones, la persona que es, que ha sido o será. Lo que puede ser. Donde más se distingue es en la “ceremonia”, al decir de Mauss, o, mejor, en los eventos sociales particulares. Allí radica nuestra insistencia en la
importancia del juego y del trabajo, indispensables para enseñarse , y de los lugares de reunión del personal, donde los personajes se hacen presentes con sus atributos específicos. Eventos que garantizan la identificación entre las personas y los personajes; en que el pasado no está atrás sino que se desdobla sobre el presente: no es tiempo de antes, sino antestiempo . Pinta Esta tensa relación entre la persona y el personaje que le ha tocado ser depende de las cuestiones prácticas más cotidianas y alcanza, en lo profundo, el anclaje mítico. Acontece una “comunión mítica”, según la da en llamar Leenhardt, en un “momento vivido en el transcurso de un acto ritual o no , durante el cual el tiempo del vivo se confunde con el del antepasado” (1997 [1961], p. 156). Según Guillermo Páramo (2011), los mitos son “actitudes cognoscitivas”, “deícticas” o “modales”, es decir, relativas al sujeto que las emite –que puede ser indudablemente un sujeto colectivo–, y que dicen , contienen, el conjunto de posibilidades para la sociedad de donde provienen, su andamiaje lógico. ¹² Compartimos la tesis de Leenhardt. Lo mítico resulta ser la lógica intrínseca de las relaciones posibles de una comunidad, y los personajes son su manifestación, los seres que viven en ese mundo particular y le dan vida. Son personajes que participan de eventos sociales particulares en antestiempo –guayabiando, ¹³ un jornalero se enseña a jornalero; jugando, un niño y su trompo se hacen uno–, y perviven en los nombres, en las propiedades compartidas y en la pinta. En similar posición a Leenhardt, Mauss cree comprender que, más allá del prestigio y la jerarquía, es la existencia misma del clan la que está en juego en el rito, el cual es garantía de su perpetuidad. El autor ilustra su proposición con esa guerra ritual que es el potlatch , donde “conquistar” algún cobre en forma de escudo, monedas, trajes o máscaras basta “para heredar sus nombres, sus bienes, sus cargas, sus antepasados y su persona en el pleno sentido de la palabra” (1979 [1950], p. 316). La persona está en cada uno de esos objetos de su propiedad, o es propiedad de sus objetos. Persona es máscara, en su sentido amplio, etimológica y, como se hace evidente, antropológicamente, según deja en claro Mauss. Y del potlatch dice lo que podríamos decir de los eventos sociales particulares en Tununguá: Esta inmensa mascarada, este drama y ballet complicado con éxtasis, concierne tanto el pasado como el futuro, es una prueba para el oficiante y una demostración de la presencia en él del nahualaku , elemento de fuerza impersonal o del antepasado o del dios personal o en cualquier caso de un poder sobrehumano, espiritual y definitivo. (p. 316) Es este elemento del pasado y del futuro o, mejor dijéramos, de antestiempo, tiempo del mito, el común denominador de los seres, que permite la conglomeración en personas y personajes, que hace indivisible la unión entre las personas y sus propiedades, nombres, máscaras y, en concreto, su pinta . Esta última categoría se une a enseñarse y conglomerarse , como aquello que le da cara a los seres, la máscara que permite distinguir a las personas en medio del personal.
La pinta de los gallos es su plumaje, su color, su forma, lo que los distingue: los hay canagüey, coloraos, culimbos, cenizos, giros. Hoy, como en tiempos anteriores, las personas se ponen la pinta para las fiestas del pueblo, que incluyen misas, galleras, juegos deportivos y bailes. Pinta es vestido: ropa colorida escogida entre las mejores prendas, tacones, zapatos de cuero o tenis de marca, el poncho sobre los hombros, las uñas pintadas y adornadas, maquillaje y perfumes, un elegante sombrero de ala corta o llanero, relojes brillantes, cadenas lustrosas y, en contados casos, una navaja, una macheta e, incluso, un revolver para dar balazos de ser necesario. El profesor Carlos Páramo (2011) señala en una nota al pie, refiriéndose a la noción de pinta en el mundo minero, que el Diccionario de autoridades de 1737 dice de pinta: “Metaphoricamente significa la señal ó muestra exterior, por donde se conoce la calidad buena ó mala de las cosas”, hecho, señala el autor, que por supuesto comprende por igual un examen físico y espiritual (p. 86). La pinta es lo que se muestra ante los demás, lo que se deja ver, lo que caracteriza a la persona en un momento dado, la combinación de atributos y propiedades que en ella se conglomeran y pintan de un modo particular. Pinta es, también, quien es reconocido por conquistar amor fácilmente; la pinta es conquista, en la pinta está la persona. En el mismo pie de página, se cita el diccionario de la Real Academia Española, para el que una de las definiciones de pinta es “Señal que tienen los naipes en sus extremos, por donde se conoce, sin descubrirlos por entero, de qué palo son” (p. 86). Hay quienes tienen pinta de malosos, de trabajadores o de patrones; hay quienes no tienen pinta de buenos jugadores y a la hora del juego sorprenden. La pinta es máscara, que muestra, sin descubrirlos por completo, a los tunungüenses; apenas indica, mientras oculta. “A las galleras había que ir enfierrados, engallados”, cuenta Wíncharo, Humberto González, quien además de ser gallero fue minero. Estar engallado es portar una pinta vistosa, que distingue y exagera al personaje: joyas, armas, carros, motos, gallos de pelea, fajos de billetes. Estos elementos hacen que quien los porta asuma una actitud arrogante y retadora; quiere despistar con la apariencia, exagerar sobre su posición social, sus propiedades, su persona. Un gallito fino y aletozo . En Tununguá, se habla del jullero , aquel que esconde mostrando. Jullería es la cualidad de pinta. Es llamar la atención exagerando y distorsionando para mostrar y tapar lo necesario, como atrayendo y conquistando, como engañando. Designa a quien es bulloso, pero silencioso cuando le conviene; es quien alardea, aun de lo que no tiene; es quien exagera su suerte, incluso cuando es infeliz. Jullería proviene del vocablo fullería , que según la Real Academia Española es “1. f. Trama y engaño que se comete en el juego” y “2. f. Astucia, cautela y arte con que se pretende engañar”. Es un engaño estrafalario y sutil. ¹⁴ Resulta sugestivo comprobar, además, que para fullero , en su primera aparición en el diccionario en 1732, está anotado lo siguiente: “El jugador de naipes y dados, múi astuto y diestro, que con mal término y conocida ventaja, gana á los que con él juegan, haciendo pandillas y jugando con náipes y dados falsos ó compuestos”. Esta afinidad de la noción de pinta con los juegos de cartas y la trampa o el engaño es la que había observado Carlos Páramo. Cinco años después, en el mismo diccionario, se podía leer de la palabra pandilla : “Aquella liga ò unión que
hacen algunos para engañar à otros, ò hacerles algún daño”. La reiteración del juego evoca esos eventos sociales particulares que han sido mencionados, y en las definiciones de fullero y pandilla se hace explícita la naturaleza relacional que pueden tener estas categorías. Algunas mujeres dicen que después de arrejuntarse, tras la conquista, lo que en un principio prometía el pretendiente y su buen trato se merman. El pretendiente se destapa, “pela el cobre” y le da mala vida a su conyugue. Lo que en un principio pinta como fortuna, y por eso encanta, oculta la tragedia. La ambigüedad de las personas, de su carácter jullero, la incertidumbre de su pinta, se deben a la combinación de los múltiples atributos y propiedades que las conforman. La montaña De antestiempo hay al menos una certeza, alguna gente no quiso la conquista y se hizo mico o cachipay. Algunos cristianos no llevan cuerpo humano sino pinta animal o vegetal. De antestiempo sabemos que es mito. Eduardo Viveiros de Castro nos recuerda que Lévi-Strauss y Eribon definen el tiempo del mito como aquel en que hombres y animales no se distinguían (2002, p. 41). Creemos que antestiempo, en Tununguá, es tiempo de todos los tiempos, en donde humanos y montaña no se distinguen. Geertz asevera que los balineses aborrecen la animalidad o la bestialidad , lo que los lleva inclusive a evitar que sus infantes gateen, razón que suma significación a la identificación de hombre con gallo, que sería con lo que “odia” y, al tiempo, “fascina” (2005 [1973], p. 345). Aquí yace un asunto que el autor apenas enuncia y que en nuestro caso no podemos pasar por alto: cuando van a la gallera, hombres y mujeres asisten a un evento donde la animalidad se celebra. En Tununguá no existe una repulsión por lo que concierne a la montaña, que es, aparentemente, lo no trabajado: lugares enmontados o enrastrojados , animales de monte, la selva; lo no ocupado, lo no colonizado, los bordes y cabezas de las quebradas, los charcos; y, por supuesto, la mina. Yo sí me juego la vida como el gallo en los palenques, con el pico y las espuelas buscando las piedras verdes; aquí metido en la mina pa’ ver si cambia mi suerte. (“Fuego verde”, Los Rangers del Norte) En este fragmento de la canción citada por Carlos Páramo (2011) y por Julieth Natalia Gamboa Virgüez (2014), como en muchos otros corridos mentados, escuchados y vividos en el mundo esmeraldero, aparece descrita la expectativa permanente de cambiar la suerte al hallar fortuna, que es también jugarse la vida para encontrar la pinta de la piedra verde. Está, además, la montaña en la que se meten los mineros, hombres que también
son gallos de pelea, enseñados a utilizar sus espuelas y su pico para sobrevivir. En Tununguá no hay minas, pero muchos de sus habitantes se desplazaron a municipios aledaños como Pauna, Otanche, Borbur y Quípama para probar suerte y buscar fortuna, sobre todo durante los auges mineros del siglo pasado. “La mina de esmeraldas es una montaña o loma donde mineros, guaqueros, esmeralderos o simplemente obreros trabajan en la búsqueda de riqueza. En búsqueda de suerte” (Gamboa Virgüez, 2014, p. 18). La mina es montaña y también es hueco: “los niños en Mojarras hacían referencia a las minas de esmeraldas, comúnmente nombraban los túneles o huecos; algunas veces asegurando que las minas son un hueco o quedan en un hueco” (p. 18). Virgüez señala que el occidente de Boyacá, sus municipios, veredas y minas, son un hueco por su ubicación geográfica en las estribaciones occidentales de la cordillera oriental, que hace al territorio montañoso y quebrado; por la altura (Tununguá está entre los 1790 y los 900 msnm, aproximadamente); por estar en bajada, hacia la profundidad y el bochorno; y además por los problemas económicos y sociales, que los tienen en la olla . Montaña es mina, veta que pinta esmeralda, fortuna; montaña es hueco; montaña es entierro, muerte. “La esmeralda es una piedra preciosa y codiciada que se busca en las minas” (p. 20); si pinta y se consigue otorga, a su vez, pinta, riqueza, poder engallarse como cantan Los Rangers del Norte: “Me imagino yo con plata los lujos que me daría: unos treinta guardaespaldas, buenos carros, buenas chicas, buenas joyas, buenas armas, pagando y dando propina”. Sugestivo resulta para Carlos Páramo que, en la cuarta acepción del diccionario mentado, pinta “significa también fingir, engrandecer, ponderar ó exagerar alguna cosa”, y, según su atinado criterio, esto es “‘engallarse’ o al contrario despistar con la apariencia, como ocurre con las guacas” (2011, p. 86). La piedra verde promete cambiar la suerte. En esa búsqueda, se juega la vida porque la mina es lugar de muerte “por los derrumbes, deslizaderos, volcanes y la matazón”, en palabras de Johan (citado en Gamboa Virgüez, 2014, p. 48), y porque, según Páramo, “solo pocos, muy pocos, logran sortear el ciclo de la fatalidad, y estos son quienes, se espera, devengan en patrones, en caciques. Y aun así, la Fortuna pasa su cuenta de cobro. Esa es la condición de la guaca” (2011, p. 88). La esmeralda es una guaca, también es piedra, es mina, ejemplifica Virgüez por medio de Jessica, una niña que le dice: “Resulta de que acá y salió una piedra y las personas están rompiendo la piedra y una mina, aquí viene el fefe y aquí el fefe va a recoger la piedra, la mina” (2014, p. 21). La esmeralda es mina. La esmeralda, como guaca, es montaña. El occidente de Boyacá es hueco, mina, piedra y esmeralda, por eso “yo parado en la riqueza, pero andando sin un peso”, de nuevo en voz de los Rangers. La condición ambigua de la pinta es condición también de la montaña. Se vive sobre y dentro de la riqueza, pero ella, con voluntad propia, decide si se deja agarrar, si la “veta pinta bueno”, a quién se le muestra y se le presta. Un ser que es riqueza e infortunio deambula por Tununguá: la Mágica. Ser que engaña: si se oye cerca es porque está lejos, pero si se oye lejos es porque está muy cerca. Chilla como un pollo o una culecada de pollos
llamando a la madre; un ente que se oye como varios. Está enseñada a estar en el monte, los más antiguos dicen que se oye en las cañadas, en las quebradas. Se presenta como un pollo o un pisco amarillo o blanco. Persigue, da nervios, duerme o priva, pelotea, es decir, que golpea con las alas hasta dejar inconsciente a su víctima, abandonada por las quebradas. Es un “espíritu”, “un alma en pena”, un “animal”, un “biato”, ¹⁵ un “ánima”. También es llamada “el Medio Pollo”. Si se la sabe coger, da riqueza. “Enrica”, dice don Célimo Virgüez. Puede ser llamada, citada por su nombre: “Mágica, Mágica”, o arremedando su chillido. La mayoría de personas se cuidan de mentarla cuando la oyen. Si la logran coger, quienes para ello han estudiado, los brujos, luego de invocarla le dan juetazos para que suelte la riqueza, doblegando su voluntad, entonces se vuelve calavera blanca con gusanos o simplemente una “gusanera”, ¹⁶ o bien se convierte en la riqueza. Este ser mítico es un ánima, un espíritu, un alma. Las formas que toma no contradicen el hecho de que es ánima, igual que los cristianos lo son. En Tununguá, se reconoce que la Mágica, al igual que la Esmeralda, comparten una esencia con las personas; son seres de la Montaña, con ánima, con voluntad, seres que son uno y varios al mismo tiempo, que ocultan mostrando, que engañan siendo veraces. Eduardo Viveiros de Castro denomina a esta esencia común “esencia antropomorfa de tipo espiritual” (2004, p. 39). El autor postula el perspectivismo –la cosmología amerindia, particularmente amazónica, pero que encuentra etnográficamente panamericana–, que es, en apretadas palabras, la unidad de los seres o subjetividades, “dioses, espíritus, muertos, habitantes de otros niveles cósmicos, plantas, fenómenos meteorológicos, accidentes geográficos, objetos e instrumentos”, por medio de una esencia humana común y la diferenciación de los mismos por un “envoltorio” o “ropa” particular que encubre tal esencia. “Esa forma interna es el espíritu del animal: una intencionalidad o subjetividad formalmente idéntica a la conciencia humana [...] oculta bajo la máscara animal”. Pero esta ropa es “intercambiable y desechable”, no es “un atributo fijo” (2014, pp. 38-39). Como lo que integra es el alma, el “punto de vista” yace en el cuerpo, es la perspectiva de ese cuerpo “que no es sinónimo de fisiología distintiva [...] sino un conjunto de maneras o modos de ser que constituyen un habitus [...], es el cuerpo como un haz de inclinaciones y capacidades” (p. 56). Esta propuesta de Viveiros coincide en parte con la de Leenhardt (1997 [1961]), en la que el personaje equivale a lo que en el mundo melanesio se llama kamo . “Kamo corresponde a un predicado que indica vida”, ya sea animal, vegetal o mítica: El kamo es un personaje vivo que se reconoce menos por su contorno de hombre que por su forma o, podríamos decir, por su “aire de humanidad”. En esta forma, y no en el rasgo exterior, existe el personaje. Lo humano sobrepasa así todas las representaciones físicas del hombre. (pp. 45-46)
El cuerpo no existe como elemento diferenciador, ni siquiera había entre los canacos de Melanesia una palabra para denominarlo, apenas se concibe como sostén del kamo. El individuo no opera allí, sino que aquello que vive, ese aire de humanidad, la capacidad de estar en relación, ser relación, sobrepasa al cuerpo. Otros seres tienen la misma capacidad y participan de las relaciones que constituyen el personaje. Para Viveiros de Castro, el perspectivismo es un relacionalismo , es decir, que “no hay puntos de vista sobre las cosas, son las cosas y los seres los que son puntos de vista” (2004, p. 59). Son aquellos seres los que comparten esa “humanidad” común a todos, capaces de ocupar un punto de vista, una perspectiva, es decir, un modo particular, que surge del cuerpo, de relacionarse con el resto de habitantes y cosas del mundo. Sin embargo, esto no implica relatividad, sino un “intercambio de perspectivas”, una “ontología íntegramente relacional” (2004, p. 59). Las relaciones entre los seres se establecen desde el sujeto, desde sus potencias y atributos particulares. Coinciden los postulados de Viveiros de Castro y de Leenhardt, en parte, con las ideas que hemos ido formulando aquí. El cuerpo es tanto más que carne y huesos, es envoltorio de algo esencial, es pinta distintiva, intercambiable de acuerdo con los atributos que exijan las circunstancias. El mundo vendría a ser un conjunto de puntos de vista o de personajes en relación, conglomerados en la Montaña. Nuestra preocupación ha recaído en esbozar el modo en que esa conglomeración ocurre en Tununguá, sin la pretensión de dar por concluida la discusión. Cuando los indígenas, de quienes habla Viveiros de Castro, dicen que seres no humanos son gente , se refieren a que comparten la humanidad. Nos dice don Salvador que son gente los cachipais y los micos; también enseña que los animales de presa que se cazan en el monte se pueden comer porque se alimentan “como cristianos”, comen los frutos silvestres, gallinas e incluso comida de sementeras. Según Viveiros de Castro, el mito es: El punto de partida del perspectivismo, habla de un estado del ser en el que los cuerpos y los nombres, las almas y las acciones, el yo y el otro se interpenetran, sumergidos en un mismo medio pre-subjetivo y pre-objetivo [...]. La condición original común a humanos y animales no es la animalidad, sino la humanidad [...]. Los humanos son los que continuaron iguales a sí mismos: los animales son ex-humanos, y no los humanos ex-animales. (2004, p. 41) Sorprende notar cómo este autor, basado en la prolífica etnografía amazónica, llega a la misma conclusión que don Salvador Torres en la historia que abre este escrito, quien la cuenta desde su extensa experiencia y conocimiento de la vida. Las teorías de ambos coinciden. El mito explica por qué algunos seres dejaron de ser humanos y cómo se volvieron otras entidades. El mito indica la unidad esencial y originaria de los seres y, a su vez, la manera en que se distinguieron. En Tununguá, las tormentas eléctricas se llaman temeridad , y, cuando el agua abunda en el cielo, la montaña amenaza con hacer volcán, y como volcán hace la mina, tornándose avalancha. Causa temor escuchar una peña
cuando se desbarranca: “eso buhe más feo”, dice doña Elsi Virgüez, “como una vaca brava”, dice doña Yadira Peña. La montaña también es animal. Así es en Tununguá, donde el personal se sabe toriado , taya , culebra, que no huye sino que ataca. Ser taya es ser culebra, investirse con sus atributos para accionar en el mundo. Cuentan don Salvador y doña Fraxila –de nuevo– que los músicos de antestiempo, los buenos, lo eran porque le habían robado la cola a la cascabel. Después de buscar la serpiente, la apresaban con una horqueta, le sujetaban la cabeza y le quitaban los cascabeles, aquellos que resuenan cuando el animal está toreado: había entonces que correr, el animal se debía dejar vivo aunque intentara atacar, por eso había que escapar. Si se mataba la serpiente, no funcionaba el secreto , la idea era robarle su propiedad, su punto de vista , y dejarla penando. Quien lograba esconderse de la serpiente era el poseedor de los cascabeles, el músico: esta parte del animal dictaba la música. Ahora la gente no conoce este secreto, ahora se estudia, “eso es con inteligencia”, pero eso sí, en estos tiempos no hay músicos tayas como los de antes. Cuando alguien es una taya para algo es porque tiene destreza, es habilidoso en el trabajo, en el juego, en la música o en la pelea. La taya equis es una serpiente venenosa, de las más peligrosas de Latinoamérica, caracterizada por ser irascible, excitable e impredecible. Doña Teofilde Salamanca dice que la taya es la serpiente más venenosa, y le sigue la coral, pero esta nunca enfrenta, en cambio la taya es toriada y se torea. Cuando la taya ataca, su picadura se debe contrarrestar con rezos de quien conoce, y además con el encierro, para evitar que a la víctima la miren : no se le debe mirar. Esos rezos curan, son secretos de antestiempo. Es común escuchar entre los tunungüenses: “Este so serpiente”, “ay, so mala taya” o “mapaná”, para referirse a otra persona. Mapaná, pudridora o cuatronarices son otras formas de decirle a la taya, quien, como las personas, puede recibir varios nombres o sobrenombres. Lo cierto es que dentro del personal hay culebras, personas que al llegar a ser tan buenas para algo son peligrosas, impredecibles en sus acciones. La persona adquiere la intencionalidad de la culebra, se inviste de sus atributos y por eso en ciertos contextos y situaciones es una taya. Hemos insistido en que, por medio del trabajo, los seres (gallos, trompos que son árboles, esmeraldas) se enseñan de ciertas maneras, que, como se ha mencionado, no disienten de la animalidad, de lo salvaje, de lo montuno. Las quebradas, ríos y charcos son los lugares en los que habitan las tayas; son culebreros. Las riquezas también están en esos lugares, en forma de encantos: Un Encanto es una crecida muy grande que lleva riqueza. Una crecida es cuando las quebradas llevan mucha agua al llover. El encanto es toda el agua que baja, porque el agua de una quebrada se mueve en bajada, va para más abajo y a su vez la guaca que lleva. Esta crecida muy grande lleva oro o esmeraldas que pueden tomar alguna forma tal como un toro. (Gamboa Virgüez, 2014, p. 15)
Un encanto es la montaña en varias de sus formas en un mismo momento, en antestiempo ; es crecida, guaca, agua, quebrada, mina, oro, esmeralda, toro; solo puede ser encanto si es todas esas cosas, mezcladas y distinguidas, a la vez. Señala Viveiros de Castro (2004) que pocas personas son capaces de adoptar otros puntos de vista. En el contexto ritual, una persona “viste una ropa-máscara más para activar los poderes de otro cuerpo que para ocultar una esencia humana bajo una apariencia animal” (p. 63). Aquí no interesa profundizar tanto en las fecundas implicaciones del perspectivismo que inquietan al autor brasileño. Comprender a la gente de Tununguá es, en cambio, nuestra preocupación. En el contexto ritual, en los eventos sociales particulares, hay gente toro, gente taya, es decir, personas capaces de adoptar atributos de otros seres a través de la pinta, o enseñados, mejor, a tener latentes dichos atributos e investirse de ellos llegado el momento propicio. Como si no pocos fueran capaces de adoptar otros puntos de vista, o como si hacerse a varios puntos de vista fuera la forma adecuada de ser persona. Vagamundo, como se autodenominan bastantes personas en Tununguá, es aquel que vaga entre mundos, que puede ir de un mundo a otro. Para Viveiros de Castro, son los chamanes, “seres transespecíficos” (p. 39), quienes asumen el papel de interlocutores entre los seres no humanos y los humanos, al poder asumir el punto de vista de las partes y por ellos comunicarlas, para explicar “que esos no humanos situados en la perspectiva de sujeto no solo se ‘denominan’ gente, sino que se ven morfológica y culturalmente como humanos” (p. 51). Estos especialistas mencionados por el antropólogo no están tan diferenciados en Tununguá, ¹⁷ pero sí hay vagamundos, quienes saben, están enseñados y por ello se comunican y transitan entre mundos. Quesos, colaciones, panes e instrumentos musicales acompañaban los paseos a “bañarse en los charcos”, rememora doña Fraxila Mendieta. Uno llamado Charco Azul, por el color de sus aguas, era profundo, peligroso, “se hacían remolinos” porque “ahí era una mina”. Acerca de otro charco, cuenta doña Marina Morales que “se enmontó; mucho culebrero pu’allá”. Don Salvador evoca: “Éramos vagamundos... Eso era vagamundear por los caminos con comida, tiple y guitarra”. Eran andariegos que se iban a caminar la montaña, cuyos caminos hoy pocos se interesan en recorrer. Doña Yadira Peña es una mujer de cuerpo frágil, delgada y pequeña, pero de una fuerza insospechada. Don Célimo la vio un día cargando contratas de yuca, que cultiva con su marido y transporta a sus espaldas por trayectos de al menos tres horas hasta Albania, el pueblo vecino, y dijo: “ahí va esa gallina, trabaja más que burro”. Un señor cuenta que mientras él enjalmaba a su bestia, ella avanzaba con su carga usual y a su animal le costó bastante alcanzarla: “tiene físico’e perro esa chuta’e mujer”, afirma. Tal vez es la última mujer que recolecta nacumes a borde’e río , labor que muchos consideran peligrosa, que les causa miedo, por las culebras y demás animales y amenazas que se encuentran en el rastrojo del monte. Con sus ropas embarradas, la cara ennegrecida, raspones, rasguños y una maleta de lo güertiado al hombro, ¹⁸ ella asciende una empinada cuesta que va a su
casa desde el río, antecedida por una horda de perros finos, o cazadores, “secos como yo” –suele decir ella– que la acompañan cada que se adentra en la montaña. Cristianos vagamundos Debajo de Tununguá están las raíces del arizá. Es “la vida del pueblo”, el “palo santo” ( figura 7 ). De caerse este árbol, ubicado frente a la iglesia donde habita la patrona del municipio, Santa Bárbara bendita, arrastraría todo. Saben los tunungüenses que en medio de su tronco, en el corazón, hay una cruz de oro. Mientras huía de sus perseguidores, Jesucristo se escondió en los arizá, los nacumes y las calabazas. Por eso todos estos seres de monte guardan una cruz en su interior. Al partir una raíz de nacumes, en su centro, se ve clara la figura. Esto narró don Salvador Torres la misma tarde que nos enseñó que los micos y los cachipais son cristianos. Con los últimos sorbos de café, levantó su mano, señaló el horizonte y continuó rememorando antestiempo. Jesús seguía buscando escondite y alimento cuando llegó a un cultivo donde trabajaban algunos campesinos y les preguntó: ¿Qué están sembrando? Ellos contestaron: maíz. Maíz cosecharán, fue su respuesta. Mucho maíz les llegó. Siguió su camino. Ya bien lejos, dijo don Salvador y extendió más su brazo, encontró otro grupo de trabajadores cultivando. ¿Qué están sembrando?, preguntó. Trigo. Trigo cosecharán, dijo. El trigo fue abundante para ellos. Por último, se topó con unos hombres labrando la tierra. ¿Qué están sembrando? Piedras. Piedras cosecharán. Y las piedras los taparon. Aquellos vagamundos sabios, aquellas andariegas conocedoras, humildes, saben de los seres que engañaron para salvarse y que así se quedaron, engañando, haciendo creer a muchos que no son gente. Saben que las personas son gente de antestiempo. Saben que el entierro del trompo llama a la muerte, mientras la muerte convoca al entierro. Saben que en el circo baila el que pica y muere el que pone. Saben que lejos está lo que cerca se oye. En careo del uno y careo del otro, gallos y tayas toriados. Están parados en la fortuna y enterrados en un hueco. Saben que, como cantó Wíncharo, la suerte de hoy hay que gastarla, así sea en cerveza, si no, se va y no vuelve. Saben de las pintas de los gallos y las de la suerte. Saben que Jesucristo es montaña antes que deidad católica. Saben que montaña es voluntad, fuerza, monte, piedra, guaca, toro, esmeralda, taya, personal y cristiano; saben que todas las vidas y las vías, palabras homólogas en Tununguá, llevan a la montaña.
Figura 7. El arizá Foto: Edward González Quiñones, 2012. Referencias Chaustre Fandiño, L. (2014). ¡Pa’ l ruedo sin agüero! Trompos, bailes y gallos en el occidente de Boyacá (tesis de pregrado). Universidad Nacional de Colombia, Bogotá, Colombia. Gamboa Virgüez, J. N. (2014). El mundo minero: “una cosa peligrosa”. Haciendo etnografía con los niños de Mojarras en Tununguá, Boyacá (tesis de pregrado). Universidad Nacional de Colombia, Bogotá, Colombia.
Geertz, C. (2005 [1973]). Juego profundo: notas sobre la riña de gallos en Bali. En La Interpretación de las Culturas . Barcelona: Gedisa. González Quiñones, E. (2015). Hijos de la montaña: gente taya, gente jullera. Persona y personalidad en Tununguá, Boyacá (tesis de pregrado). Universidad Nacional de Colombia, Bogotá, Colombia. Layton, L. (2012). Frío, caliente y fresco: contaminación y cura en Murillo (Tolima) (tesis de pregrado). Universidad Nacional de Colombia, Bogotá, Colombia. Leenhardt, M. (1997 [1961]). Do Kamo. La persona y el mito en el mundo melanesio . España: Paidós. Mauss, M. (1979 [1950]). Sobre una categoría del espíritu humano: la noción de persona y la noción del “yo”. En M. Mauss, Sociología y Antropología (Trad. T. Rubio de Martin-Retortillo) (pp. 308-336). Madrid: Tecnos. Páramo Bonilla, C. G. (2011). El corrido del minero: hombres y guacas en el occidente de Boyacá. Maguaré , 25 (1), 25-109. Páramo Rocha, G. (1996). Mito, lógica y geometría. La cerbatana de Wma Watú y el espejo de Poincaré. En C. Gutiérrez (Ed.), El trabajo filosófico de hoy en el continente. Memorias del XIII Congreso Interamericano de Filosofía . Bogotá: Universidad de los Andes. Páramo Rocha, G. (2011). Mito, lógica y matemática [Grabación]. Mito y ciencia (curso de contexto-Universidad Central). Recuperado de https:// www.youtube.com/watch?v=j9W1MUnla2k Real Academia Española. (s.f.a). Criar . Recuperado de https://dle.rae.es/? id=BFyuWxK Real Academia Española. (s.f.b). Conglomerar . Recuperado de https:// dle.rae.es/?id=AInYgAY Real Academia Española (rae). (1732, 1737). Diccionario de autoridades. En Nuevo tesoro Lexicográfico de la lengua española . Recuperado de http:// buscon.rae.es/ntlle/SrvltGUIMenuNtlle Torres, D. (2013). Saber engañar y repetir: el tejo, el diablo y la venta en Boyacá (tesis de pregrado). Universidad Nacional de Colombia, Bogotá, Colombia. Viveiros de Castro, E. (2004). Perspectivismo y multinaturalismo en la América indígena. En A. Surrallés y P. García Hierro (Comp.), Tierra Adentro. Territorio indígena y percepción del entorno (pp. 37-82). Lima: IWGIA . • Gran parte de la información consignada en este documento proviene del trabajo de campo que dio origen a las tesis de pregrado de quienes aquí escriben, y en ellas los problemas antropológicos que serán abordados a continuación recibieron un primer desarrollo
correspondiente al enfoque particular de cada una: las galleras, el juego y el baile (Chaustre Fandiño, 2014) y la noción de persona (González Quiñones, 2015). No habrá referencias ni citas directas de ellas. Este texto fue nutrido por las discusiones suscitadas en el Grupo de Estudios Etnográficos de la Pontificia Universidad Javeriana, por lo que agradecemos a sus integrantes. 1 Tununguá es un municipio del departamento de Boyacá, Colombia, pertenece al llamado Occidente de Boyacá, conocido también como la zona esmeraldera. 2 Época de antiguos. El tiempo antes del tiempo, el tiempo sin tiempo según la concepción lineal de la periodicidad en “Occidente”: pasado, presente, futuro. No se trata, pues, del pasado, sino de lo que puede estar en todos los tiempos. 3 Trompo más grande y pesado que los demás. 4 En Tununguá, bregar refiere imprimir esfuerzo a algo persistentemente. 5 Criar viene del latín creare , de donde también se desprende crear (Real Academia Española, s.f.a). Un gallo criado es un gallo creado, con personalidad. 6 Nombre que se le asigna a la estructura donde se ubican los observadores y que contiene, en el medio, el ruedo en que se enfrentan los gallos, también llamado circo. 7 Empató. En las galleras, cuando se emplaza, ninguno de los gallos vence al otro. 8 Tanto cuerda como plante son categorías presentes en el mundo del trabajo y en el mundo del juego, lo que nos hace señalar que en las prácticas cotidianas el juego y el trabajo pueden llegar a ser indistintos. 9 Durante el careo, un gallo puede extrañar a su contrincante, al no conocerlo se retira, evita la pelea, sale corrido , es decir, corre hasta el límite del ruedo y da la espalda. 10 Las espuelas son las pistolas del gallo, nos hizo notar Luis Alberto Suárez Guava. 11 Coquetear es una palabra de origen onomatopéyico; viene de francés coq –gallo–. Coquetear es alardear en presencia de mujeres, como un gallo entre gallinas.
12 El mito es el problema de la comprensión de las lógicas de otras sociedades que, a primera vista, nos resultan incongruentes, ilógicas, prelógicas, triviales o absurdas. Esto enseña Guillermo Páramo, quien llega a demostrar que, lejos de ser triviales, los mitos abarcan lo posible y lo imposible de un mundo, su universo de posibilidades, su sentido común (2011); enseñan, por ejemplo, la forma del tiempo y del espacio del mundo, su geometría (1996). En este escrito, los mitos son transversales, imprescindibles, como lo son para las sociedades. 13 Guayabiar es como se nombra el trabajo de la recolección de guayaba. 14 Daniel Torres (2013) deja ver, en una serie de bien logrados relatos, que en el oriente de Boyacá el engaño, resumiendo muy superficialmente, es parte constitutiva de los habitantes de la región, quienes inclusive así lo afirman y lo asocian a la figura de la ruana, aseverando que son tapados , es decir, que es necesario esconder para no ser desafortunado en el juego, particularmente en el tejo, pero también en la vida en general. 15 Doña Gloria Ferro le contó a Laura Layton, en Murillo, Tolima, que fue perseguida de niña por un “beato”: “una aparición que ‘alumbra’ y ahí en donde se aparece hay una guaca” (2012, p. 35). 16 En Aldana, Nariño, doña Esperanza Reina y doña Tulia Piarpuzán le han contado a algunos antropólogos y antropólogas que cuando el ánima de un finado está recogiendo los pasos , escupe al suelo y quedan allí unos gusanos blancos. 17 Existen algunos curanderos, curanderas, brujos y brujas en la región que merecerían atención en otro espacio. En Tununguá no quedan vivos brujas ni brujos, según se dice, pero doña Fraxila Mendieta fue en sus años de juventud una reconocida partera y oficiante de funerales y otros ritos, en ausencia de cura católico por causas de la Violencia. 18 Güertiar probablemente venga de huerta, y se refiere a la cosecha de lo cultivado o a la recolección de frutos silvestres (como es el caso de los nacumes). Muy sugestivo resulta notar que recolectar frutos silvestres reciba la misma nominación que la cosecha de lo sembrado, como si los productos de la selva, nacidos sin la intervención humana, fueran también una gran huerta. Nos habita y nos golpea. Persecución de la sangre en La Aguadita * Luis Alberto Suárez Guava Universidad de Caldas Recordar fue en el siglo XVI “despertar el que duerme o volver en acuerdo”, que es volver a estar cuerdo o “volver en sí”. Así la usan los indígenas pastos de Aldana y Cumbal. Después fue sinónimo de avisar: “excitar y mover a otro a que tenga presente alguna cosa”. En La Aguadita, en el trato diario, pedimos recordarnos alguna cosa por hacer o, simplemente, que se
acuerden de nosotros. No usamos esa palabra en el primer sentido, pero a veces recordamos así; y es una forma, tal vez la única, de despertar; y volvemos a estar cuerdos de forma tan exquisita que lloramos o reímos. Monito. El agua siempre se va Cuando yo tenía cuatro años mi mamá me bañaba en un charco de aguas perdidas a la orilla de río Barroblanco, en La Aguadita, en lo profundo de una cicatriz por la que desagua el Páramo de Sumapaz. Mi mamá lo recuerda como un pozo de lavar la ropa y recuerda que por el frío yo no me sumergía, sino que pedía que me limpiara con un trapo mojado. Lo cuenta mientras las risas se vuelven carcajadas e imita la voz del niño que pedía que lo trapearan como si fuera una pared de baldosas o el piso de una cocina. Yo me recuerdo de espaldas sobre el agua helada con todo el miedo que cabe en esa edad. Un miedo intenso por ese río doméstico y salvaje. A veces me trapeaba con agua tibia que calentaba en el fogón de leña, en un costado de esa casa de tablas. Recuerdo la sensación de calor y frío por el contacto y el abandono del trapo mojado y tengo la sensación de una limpieza falsa. Como a veces me castigaba bañándome sentía, así debió de ser, que la trapeada era una forma cariñosa de hacerme lucir presentable. El baño en el pozo de aguas perdidas debió de ser un juego en el que iría perdiendo los miedos al baño y al río. Los segundos, finalmente, no se fueron. Pero también recuerdo la risa que me daba el miedo de mentiras. La risa verdadera por el miedo de mentiras. La risa que encoge los hombros y se muerde un labio con la lengua babosa y los dientes secos. La risa que aprendí de una timidez sin fondo y que manaba de una timidez sin fondo. La risa atolondrada por un espanto y esta de ahora por el niño que toreaba al agua confusa y pateaba sin fuerza las piedritas del pequeño pozo y la risa de los seres eternos que fuimos cuando niños. La risa en el pozo de agua, un hervor infantil ligeramente más grande que mi alegría. Allá todas son así, de ese tamaño incierto que agranda una pizca a la alegría. Los pozos de agua en el río son acasos del río en los que las piedras se hacen alrededor del agua o en los que el agua se junta para descansar un rato. Y por más largo que sea ese rato el agua siempre se va río abajo. Saturnino Sotelo. Esa barriga del mundo El río está lleno de piedras de todos los tamaños en que la naturaleza hizo las piedras, pero también ocurren todos los tamaños de río entre las piedras. Hay unas pequeñitas, como las del pozo de lavar, que hacían trampa para tirarme al agua. Y hay piedras grandes, como las lajas inmensas sobre las que Saturnino Sotelo hizo para mi abuelita la casa de madera. Una de ellas el patio en donde miraban la hora según la sombra y extendían, en los escasos ratos de sol, los frutos espinosos de la higuerilla. La otra era el camino hacia la casa y era también una pista de juego por la que rodábamos sin ropa o era un camino empinado desde la cueva, que fue taller de materas y porqueriza en otros tiempos y casa en los primeros tiempos o simplemente abrigo rocoso cuando el agua dejó descubierto el suelo que pisamos, hasta el patio de las higuerillas. Hay otras piedras, medianas, que sirven para refugiarse de la lluvia o para brincar de piedra en piedra cuando uno atraviesa el río. Y como son tantas las piedras, a la pobre agua no le queda otra que pasársela jugando con ellas, a veces, y otras veces se pone a pelear
y otras veces las mira de lejos y se va como cuando uno no quiere hablar. Por esos juegos y por esas peleas las piedras se van poniendo redondas y el agua a carcajadas echa espuma cada tanto y por eso el río tiene manchas blancas y las piedras y el agua viven haciendo un ruido que se vuelve el telón de fondo de todos los ruidos. Otras piedras aparecen como perdidas en los potreros, tan grandes como vacas estupefactas, víctimas de una quietud recién ganada; incluso se juntan en rebaños y pastan con esa lentitud infinita y nos ignoran como a relámpagos distantes y opacos o mejor como a fuegos fatuos y turbios, como a fuegos dañados por el hado cruel que no los deja hervir como hierve el fuego verdadero; las hay a lado y lado de los caminitos de barro que trepan las montañas, piedras disfrazadas de tierra, cubiertas de musgo y ocultas entre tantas matas, al acecho de los fulgores que las harán moverse raudas; las hay como gigantes acurrucados con la ropa en hilachas y cuando las tocamos les pesamos menos que sombras; las hay como perfiles de gente vieja o malherida por la vida, con surcos y huecos y torceduras ilegibles; las hay como huevos de criaturas inverosímiles; las hay como papas de esas que guardamos por agüero; las hay heridas y de sus heridas manan todas las aguas y por sus heridas resbalan todas las aguas; las hay heridas y en sus heridas crecen musgos, costras verdes de sangres viejas y nuevas; las hay heridas por las macetas con que quebramos al mundo para vivir, pero siempre hay más piedras debajo de las piedras; las hay que amenazan con caer desde algún abismo, que los abismos en la Aguadita son o parecen ser la distancia entre las piedras; las hay en montoneras y son como pompas de jabones de otros seres en cuyas vidas las piedras son mucho menos que instantes, pero en las que en vez de reventar en el aire por el exceso de aire que las infló, se van encogiendo hasta dejar de existir; las hay con lagunitas en el lomo y las hay con montañitas en el lomo y las hay con riachuelos en el lomo y las hay con abismos en su geografía; las hay serias y estoicas, dignas y severas, silenciosas y con ecos oscuros; las hay suicidas y para suicidas; las hay que hacen muecas; la hay para partir la panela y para moler el ají y para equilibrar las mesas y para trancar las puertas y para detener las tejas porque las tejas siempre se van; las hay para encerrar el fogón y para hacer cercas y para ser armas letales y para hacer arepas carisecas y para ser el piso de los patios y para afilar cuchillos machetes azadones y para que nos contemos historias sobre piedras y para ponerles agua a las gallinas y para recostarse a descansar del trabajo de picar piedras; las hay risueñas y juguetonas y de las que nos reímos y con las que jugamos, aunque no sean las mismas; las hay reclinadas como muebles abandonados o como gente que se estira para reclamar el sol; las hay graves; las hay como islas flotantes con selvas abrazadas a ellas con lujuria y suciedad y terror; las hay rodeadas por mierda de vaca y pellizcadas por mierda de pájaro; las hay benévolas y hospitalarias, que nos reciben para dormir y contaminan nuestros sueños; las hay tantas que las hay sin haber sido vistas por ojo humano. En las quebradas y en el río, en donde el agua ha lavado la tierra que las cubría, se ve que las piedras son el lecho del mundo y el abrigo errante del mundo. Borlas de una lana prehistórica. Miles de piedras redondeadas vienen sueltas en una procesión sosegada desde las alturas más altas hasta el fondo del río. Y las piedras paren piedras. Y viven despacio. Y no las vemos vivir. Y aunque algunos creemos que están muertas, otros, como Leovigildo Viejo, supieron que nuestro fulgor no es su fulgor y que nuestras fiestas no son las suyas. Están por todas partes las
piedras, como si en el principio todo hubiera sido un río gigante que no tenía a dónde ir, pero que se fue achicando hasta llegar a ser del tamaño del Barroblanco. El río era el sonido del mundo hasta cuando yo tenía cuatro años. Era la música de mis juegos, expediciones a la basura de la casa grande de mi abuelita, en donde buscaba y encontraba tesoros legendarios que debieron de abandonar mis tíos o mis primos mayores, pero que yo creía nacidos de la tierra, objetos que me esperaban bañados por la negrura húmeda, encantados por el sonido del agua que bajaba en torrentes blancos. El río canta el ruido monótono del río y cuando baja la voz nos asustamos porque por su promesa eterna de traición sabemos que la va a subir tanto que se llevará todo y el susurro con el que dormimos será un grito festivo y trágico en el que nos perderemos unos de otros y cada uno de los restos de sí mismo. El río sonó él cuando nos fuimos con el costalado de ropa y platos y ollas y cobijas y cucharas con que nos fuimos. Y siguió sonando él al mediodía en que volvimos, después de un suspiro, 38 años después, a caminar por el borde y sobre los puentes y luego a dormir desamparados en La Aguadita. Siguió sonando en la noche en que salí de la casa de mi tía a mirar el cielo nublado, más nublado aún por la luna casi llena, más nublado por la certeza del tiempo que enreda las nubes y por la mirada sombría de Alicia que me hizo notar lo despejada que es la mirada de Teresa. Y esa misma noche su ruido fue promesa de serenidad y me prometí dejar que el agua limpie la vida porque ninguna otra cosa puede hacerlo. Y vi, asombrado, desde el filo del pequeño abismo que separa la casa del agua, esa vida nuestra de hace tanto tiempo. A este lado del río esperaba a mi mamá, que aparecía en las tardes, camino del puente, y me enloquecía de una alegría sin nombre, mucho más que alegría y mucho menos que alegría, y corría para encontrarla en el camino y lloraba, a veces con mis lágrimas y a veces con las gotitas de neblina que me prestaba la montaña. Pero cuando la encontraba y me abrazaba y se daba cuenta de lo que yo había hecho y me hacía teteros calientes y nos acostábamos, el río y yo y mi mamá nos reíamos con toda el agua y las piedras que teníamos en el cuerpo. Todos una carcajada unánime, piedras que se saludan en la creciente y aguas que se muestran los dientes y las babas en la espuma y el absurdo el sinsentido el gesto inocente y cruel las cosquillas insoportables que hacen las piedritas en las plantas de los pies. El río era el sonido. Por eso ahora, cuando llueve, yo vuelvo a esa barriga del mundo, oscura y cómplice. Misael. Nuestra fe silvestre Yo creía que nuestros nombres habían inaugurado todos los nombres y que nuestras personas eran la cifra de todas las personas, que el resto eran copias malas de esas versiones originales e impolutas que eran los poderosos nombres de mi familia, pero no lo pensaba con esas palabras; tenía la certeza de que mi tío Cristóbal era él solo y que todos los cristóbales eran él, el descubridor y el narrador de noticias y el misterioso y bondadoso hermano de mi abuelo; que mi primo Vicente era el cantante; que mi tío Leo todos los leones o una furia masculina a punto de desordenar el mundo con la fuerza india de sus ojos enormes o un Leo Dan risueño e irresistible; que Misael era un brujo cantor que vagaba por las noches con un acordeón terciado y con una radiola palpitante en su estuche verde claro y cantaba “Los sabanales” o ponía “Los sabanales”, por lo cual yo creía que Misael se había inventado “Los sabanales”, y mi familia hacía tronar las tablas de la
casa mientras yo sentía que esa música me atravesaba como si mi pecho fuera hueco; que en el nombre de Ubaldo estaban contenidas la nariz aguilada y las canas y la joroba; que la única Adela era esa mujer morena y generosa que despedazaba el pan antes de mojarlo en el chocolate y hablaba con esos falsetes puestos al final de algunas palabras y que para escucharla uno tenía que seguirla a donde sea que fuera; que Eliseo tenía un secreto que hacía que de algún lugar de su casa saliera el chirrinche claro y perturbador y que todas las fiestas requerían velas y caminos empantanados; y que el humilde río de La Aguadita era el único y no era humilde. Pero con los años vine a enterarme de que todos nuestros nombres fueron de otros que éramos nosotros mismos: los abuelos, los tíos, los primos, los padres, las madres, las abuelas, las comadres, todos cada vez más lejanos en la bruma familiar, retorciendo una vez más el sentimiento de haber sido antes ya que no solo heredamos los apellidos, sino que caía la obligación grave de no defraudar la dignidad contenida en esos nombres. Pero como le pasa a mucha gente, los nombres, esos nombres, terminaron siendo más dignos que nosotros porque nos ganaron el pecado o las tentaciones del mundo. Más que los nombres, nos hacían el barro y el monte y el agua. La sensación constante era la de estar mojados o la de irnos a mojar o la de haber estado mojados. Pero todas esas aguas sobre el cuerpo no eran las mismas aguas. Vivíamos rodeados por el agua que corría en el río porque todas las aguas buscaban al río y todas las aguas llegaban al río. Pero entretanto mojaban distinto. La casa en la que vivíamos con mi mamá, casi a la salida del puente, era de una madera oscura, siempre mojada. Era una pieza y una cocina que miraban al camino de barro que llevaba, más arriba, a San Rafael, La Selva y Providencia, palabras que prometían agua y distancia, una especie de perspectiva acuática. Desde la casa el río y sobre las tejas de lata la llovizna, la lluvia y el aguacero. Si estábamos adentro sonaban distinto y se veían distinto y olían distinto. La lluvia era otro río que caía sobre las tejas de lata y no se oía nada más. La llovizna un rumor, como chismes del mundo. El aguacero siempre es aterrador: río bravo desde el cielo o diluvio. Si estábamos afuera era otra cosa. Vivíamos empapados por la llovizna blanquita que chispeaba tanto que a ratos ya no dejaba ver. Esa llovizna es agua en polvo, un velo que no termina de caer sobre las montañas. Casi no se oye porque parece suspendida en el aire, pero se siente en la nariz y en los pómulos como un sudor no ganado. Esa llovizna no huele. El que huele es el aguacero, pero no sé decir a qué huele. Como cae pesado sobre la tierra negra y ella se abre en cada chorro de agua, que en el aguacero son todos uno, en cualquier otro lugar podría oler a tierra húmeda pero no en La Aguadita porque allá la tierra nunca está completamente seca y no podemos notar el cambio. Las gotas gordas del principio de un aguacero suenan en todos los seres que golpean, los millones de dedos del aire nos golpean. El aguacero deja herida a la tierra; nos demoramos para volver al trabajo o para coger camino; lo vemos desde un refugio enclenque y nos reímos a carcajadas pese a que nuestro estruendo siempre es menor que el del agua. La lluvia también suena, pero no maltrata. Es como para buscar refugio, pero no de afán. Uno puede quedarse quieto y hacerle sombra a la tierra que pisa y acurrucarse debajo de un plástico hasta que pase o se transforme. O puede caminar debajo de la lluvia, con los hombros levantados hasta las orejas y las manos juntas bajo el pecho. De tan acostumbrados a veces caminamos como si no hubiese lluvia y cargamos sin pesar el agua que se queda en la ropa. Vivíamos debajo del agua prometida
por la neblina densa que envolvía, pegajosa, a esas montañas llenas de agua. Yo creía que el fin del mundo era un abismo nublado. La neblina se movía unas veces lenta y otras rápida. Subía ligera por el curso del río o bajaba, espesa, desde las montañas. Otras veces era una neblina que cubría los ojos; se quedaba quieta, envolviéndonos, fija entre nosotros y el mundo, un obstáculo de aire blanco, una pared tan gruesa y blanda como el abismo: nos miraba nos tocaba nos olía y se nos metía por las narices y se salía por las bocas y al revés; y casi casi que estábamos hechos de neblina, casi casi que éramos espesamientos negros de nube; así nos encontrábamos por los caminos nublados; nosotros caminábamos entre las nubes; entre las nubes rezábamos nuestra fe silvestre; agua de luz blanquita; humo de agua sin fuego; rezos sobre el puente que sube a la selva. Alicia. Nosotros vivíamos debajo de la montaña Hay tres puentes sobre el río. Uno de este lado de la finca, que comunica el camino de piedra y barro con el camino de barro y piedra y ese puente es el de acá. Otro es el puente de más abajo, el de la carretera que va para Bogotá. Transitado por los carros constantes que no lo dejan dormir; de tan iluminado no crio ninguna historia. El tercero, más arriba por el camino de piedra, es gemelo del que está cerca de la casa y de ahí para arriba ya es Providencia y a su vista se bajó un volcán hace poco, uno de los miles de volcanes que han dado forma a las laderas tupidas y que, víctimas del abismo, intentan resolverlo, se bajó desde la montaña agigantada al costado izquierdo del río; más allá de este puente, por el camino de piedra, vive Alicia con su hermano en medio de lo que fue un monte, así lo recuerda Teresa; y ese monte ya no es porque ahora casi todo es potrero. Los puentes gemelos son de un cemento ennegrecido y están allí desde hace más de cincuenta años; y por la costumbre de la montaña se han puesto cada vez más del color de la montaña y permiten musgos y dejan que la vegetación oculte su principio y su final; es como si por encima quisieran ser de piedra aunque por debajo tengan tripas de metal y de manguera. En el puente de acá, será por el camino de barro o por la cercanía de la montaña, hay toda clase de memorias. Unas de todos, como los ahogados de Semana Santa, manes que se tiraban al pozo que lucía inocente en la superficie, pero escondía un remolino que atrapaba a la gente y la ahogaba y la dejaba salir después, ahí mismo, ya muerta. Y con la voz bajita de las certidumbres mi familia dice que allí había un misterio. La última víctima, de hace pocos años, fue uno que bajó borracho del cerro en viernes santo, el hermano de la esposa de mi primo Jairo, no más de 20 años. Y otras memorias, de algunos, como las noticias del Diablo a caballo que en las noches aguardaba a Miguel. El Diablo era un man altísimo con sombrero alón: una sombra en la noche sobre un caballo negro, ¡y era bonitico ese putas! Los cascos del caballo del Diablo contra el cemento del puente sacaban chispas de candela. Y Miguel Galindo, que vivía de quebrar piedras sacándoles chispas con cada golpe, pasaba cerquita del demonio para llegar a la casa erguida en lo alto de una laja tan larga como el puente. Estaba acostumbrado a los espantos y los espantos a él. Más miedo le daba el agua. A veces llovían diluvios más grandes que los que cabían en el río y entonces se crecía y el agua, en remolinos monstruosos, nos llamaba como el infierno a sus pecadores. Las piedras tronaban tan fuerte que tronaban también en mi barriga aterrada. Las montañas parecían indecisas entre rendirse ante el encanto de las aguas
barrosas o quedarse expectantes a ver qué tanto podía crecer un río. Se agrandó tanto ese río que desbordó los puentes y las aguas ya no parecían aguas sino llamaradas, porque no caían desde el cielo oscuro sino que se elevaban desde esa hendidura de la tierra, justo como los fogonazos del cuadro de las ánimas. El río iba a recuperar el tamaño arcaico en el que fue de la altura del Cerro de la Cruz; iba a atraparnos en un remolino indescifrable y nos iba condenar a vivir esta vida mojada debajo del agua, enredados en un bucle en el que nuestras cocinas y nuestras velas serían seña para que una gente de arriba no osara mirar con tanto empeño a la creciente. Yo siempre miré, desde la segura orilla que era la casa de madera de mi abuelita, a ver qué tanto podía crecer un río. Mis tíos y mi mamá temían, como teme la gente grande, llegar a saber qué tanto se resiste una montaña a ese encanto. No sabíamos si la montaña podría cerrar los ojos y no marearse hasta caer sobre el agua soberbia; no sabíamos si rodaría la montaña sobre el río que la llamaba con gritos enloquecidos desde los encantados ojos de agua. Eso era temeroso. El río rugía siempre al lado de nuestra casa; rugía hasta la cima de la montaña que tenía cicatrices de piedra entre la vegetación oscura. Nosotros vivíamos debajo de la montaña, tan debajo que es como si hubiéramos vivido dentro de ella. Margarita Arévalo. La quietud aterrada de las piedras Es como si hubiéramos salido de esa tierra negra. Aunque pareció no haber sido así. Una madre de todos fue Margarita Arévalo. Mi abuelita nació en Tocaima. Había sido llevada a La Aguadita por Saturnino Sotelo, quien se robó a esa jovencita de 14 años que trabajaba como empleada doméstica. Se la llevó a vivir en una cueva que había en la finca, en donde él vivía solo, unos ochenta metros más arriba del nivel del río. Había venido de Villa de Leyva como un expatriado porque según mi tía Leonarda a él no lo quisieron los hermanos y por eso llegó a ese monte con su herencia en costales y bolsillos. Al fin, que nadie es de La Aguadita. Todos llegaron de algún lugar o se fueron a algún lugar. Ni siquiera hay cementerio. Yo me lo imagino al primer Saturnino ceñudo y de nariz aguileña, como la de mis tías y mi tío, con los ojos negros y el pelo desordenado por el humo de las hogueras solitarias que calentaron esa cueva. La montaña, generosa en cuevas, siempre dispuesta a dejarse salir y a dejarse entrar. Y los primeros no hicieron casas: entraban a la montaña para dormir y salían de ella para buscar la vida. Era una vida prehistórica, de antes de la letra escrita. Saturnino Sotelo, el aserrador, vendía el carbón vegetal en Fusagasugá, a donde llegaba con sus recuas de bestias embarradas y con la peinilla colgando y con la mirada desconfiada. Había metido en esa cueva antigua a la joven y morena Margarita y la dejaba allí empeñada en tareas silenciosas. Tengo el recuerdo prestado (que es como despertar del sueño de otro o volver en él) de un hombre hosco, recluido entre piedras, de espaldas al caserío, en un pliegue de la montaña. Pero mi abuelita se escapó de esa vida casi salvaje y se devolvió a San Gabriel, cerca de Mesitas del Colegio, a donde su padre, mi bisabuelo Humberceslao (un nombre tan improbable que debió ser cierto). Allí tuvo sus dos primeros hijos, Adela y Álvaro, que tuvieron el apellido único de su joven madre. Álvaro murió siendo un niño, el primero de los cuatro hijos muertos de mi abuelita. Adela fue de una negrura ofensiva para los gustos de su joven madre, pero por otro lado fue la favorita entre sus hijas; la más india, la más trabajadora, la que nunca
salió del campo. Saturnino tuvo que encontrar su mejor cara para ir a buscarla, a mi muy morena abuelita, para convencerla de vivir otra vez con él en la cueva que ella haría tibia. Y ella volvió y le exigió una casa de madera y le dio cinco hijos. Su primer esposo construyó la casa de madera sobre una azarosa acumulación de lajas, un algo más arriba de donde estaba la cueva que convirtieron en porqueriza. Dos piezas, cocina y zarzo. Esa casa es la Casa. Un prototipo que se levantaba sobre un fortuito conjunto de lajas nacido en lo más profundo de la tierra. La montaña nos dejó hacer la casa y nos regaló los vericuetos de piedra desde los que mirábamos al mundo sin que él nos pudiera ver. Hicieron una escalera de piedra y una cocina de piedra que con los años caería en desuso en favor de la cocina de madera que yo conocí, y desde donde salía corriendo a encontrar a mi madre. En la cueva primera nacieron Rosalbina, Leonarda y Flor. Rosalbina murió niña, pero en las historias de Margarita Arévalo conservó una belleza sin par en esa familia de mujeres de ojos y pelo negro. La Leonarda se voló con el Miguel, decían los rumores de mi infancia. Se fueron primero a Chaguaní y luego a Miraflores y desde allí a Lejanías. Se fueron durante tanto tiempo que cuando volvieron a mi abuela le tocó acostumbrarse a esa nueva cara de la hija, casi de mujer vieja pero todavía en parto. Yo la vi sonriente en el quicio de una puerta a mi tía Leonarda. Cejas y nariz sonrientes y ningún atisbo de ese mal genio con el que le tiró piedras a mi abuelita. Tuvo dieciséis hijos con Barbarroja, el apodo que de su padre heredaron mis primos pese a que en ninguno colorearon las barbas. Volvieron tan pobres como se fueron pero con la tarea de tener hijos incompleta; de tal forma que la continuaron con obstinación en la finca a donde llegara Saturnino Sotelo hacia 1940. Mi tía Flor fue seducida por el viejo Ubaldo, a quien abandonó por un amante joven que la abandonó pocos años después. Tuvo 12 hijos que se perdieron, durante temporadas desiguales, en todas las pendencias y en casi todos los vicios; pero de todos nosotros puede decirse con certeza que nos perdimos en búsquedas pendencieras por la preservación de las más caras virtudes. Los hijos de Flor, a diferencia de los demás nietos de mi abuelita, heredaron de sus padres unos ojos grandísimos y más negros todavía: en una esquina de la desigual distribución de la belleza, nacieron favorecidos. Sobre la laja, en la casa de madera, nacieron Didacio y Saturnino, quien vino a ser el cuba de Saturnino Viejo; el primero murió niño, pero legó su nombre a uno de los hijos de mi tía Flor y ese segundo Didacio sería con el tiempo un relato mítico de todo lo que no se debe hacer ni ser; por eso su nombre venía precedido por “el indio ese”, pues se voló de la casa tan pronto como pudo y se perdió en los recovecos del Sumapaz, cogiendo café, siendo ayudante de busetas, emborrachándose y metiéndose en peleas sucias que cada vez lo alejaron más de La Aguadita y ahora vive en Fusagasugá y cualquiera puede encontrarlo en la plaza de mercado en donde es dueño y señor de todas las malas palabras; y el segundo, Saturnino, heredó de su padre el nombre portentoso y el perfil recio de una divinidad pagana que conserva aún en Bogotá, en donde hace muchos años fue un vendedor de plantas exóticas que recorría los barrios del norte de la ciudad en un carro tirado por caballos que eran su bien más cuidado porque le daban el dinero que salió siempre a borbotones de sus bolsillos generosos, pero ahora es solo un hombre arruinado y envejecido por todos los soles y que gasta sus monedas postreras en Suba, en la sombra de una cantina humilde desde donde mira al mundo con el desprecio de los que rieron con los ojos pero lo olvidaron.
Saturnino Sotelo, el viejo, murió tullido y viejísimo, viejísimo y tullido; como si las piedras de la cueva en la que vivió tantos años, como si las lajas sobre las que hizo la casa para su esposa, como si las piedras innumerables que lo vieron volverse viejo en un instante le hubiesen contagiado la quietud aterrada de las piedras de La Aguadita o la serenidad telúrica de las piedras de La Aguadita. Misiá Nativa. La llamamos cerro Margarita Arévalo murió sola en la casa de Fusagasugá, 37 años después. Vivía con el menor de sus hijos y soportaba enfermedades acumuladas que había tratado con la fe y con las medicinas, pero todo se agotó. En un tiempo fue seguidora de Regina Once, esa extraña bruja política a la que llamaban Mamá Regina, y en otro tiempo fue asidua rezandera en la iglesia del pueblo, y en ese mismo tiempo aprendió a escribir su nombre con la letra insegura de todos nosotros y con números firmes llevaba las cuentas de su negocio en papeles de color cartón. A una cerveza le decía “una amarga”; y pese a todas sus creencias encontradas y a que renegaba de los borrachos en su tienda y en su familia, los domingos, después de misa, lucía sus dientes de oro en la plaza de mercado en donde las amargas se acumulaban sobre la mesa. Sostenía que Nuestro Señor Jesucristo era liberal y que la Virgen María era conservadora. Comía de todo lo que daba esa finca de la montaña: balúes, guatilas, batatas, bore; un montón de frutos de la tierra que fueron las razones materiales de su prodigioso repertorio de palabras. Y reía, para lo cual había guardado en su memoria incalculable todos los refranes, dichos y retahílas que sacaba de su estómago cada vez que le era posible. Reía con ganas en las tardes de Fusagasugá cuando doña Natividad, una viejita morenísima con el rostro atravesado por arrugas improbables, la visitaba para que hablaran de todo el mundo o la visitaba para hacerle la visita y eso era ponerse a hablar de todo el mundo; y como tenían tantos años encima o como el mundo empezaba a pasar por su lado haciéndolas espectadoras se ponían a hablar de todas las vidas y se contaban las hazañas más insólitas (mi abuelita había agarrado a palo a una bruja que solía posarse sobre un árbol de durazno en la finca y doña Nativa bajaba la voz a niveles casi inaudibles para hablar de su vida misteriosísima, atravesada por todas las envidias, y mi abuelita le recordaba lo de los gatos que se secaron por el yelo de finado que llevó mi padrino Leandro, el sepulturero, y doña Nativa se agarraba el codo del brazo izquierdo con la mano derecha, ¡y ambos brazos eran de un color negrísimo y eran tan secos y arrugados y flacos!, y mientras miraba fijamente a su pasado en el suelo de la tienda le contaba las andanzas de un hijo borracho por el que sufría y mi abuelita recordaba que esos vecinos de abajo de la casa eran unos galanes y no tenía que explicarle a doña Nativa que eso es que eran ladrones y doña Nativa se ponía a pensar que algunos de sus hijos eran o habían sido también unos galanes y se lo decía a mi abuelita con pesar y mi abuelita ahí sí que no podía más porque ninguno de sus hijos salió presentable y en todos ellos se acumulaban los desengaños, las borracheras, las traiciones, las peleas, los secretos indecibles, el olvido de su madre, los oficios innombrables, las amenazas, los robos, los hijos desjuiciados y las hijas indolentes y después ya volvían a reírse porque todos, absolutamente todos, hijos y padres e hijas y madres y también los que parecían haber caído al mundo sin sangre, tenían algún defecto cuya imitación en la inclemente actuación de mi
abuelita hacía que las dos ancianas se murieran de la risa y la una mostraba la risa de dientes falsos que luego pasarían la noche en un vaso con agua, como para que no se seque la risa, y la otra mostraba una risa vacuna, como para reír incluso después de la risa, y mi abuelita solía terminar diciendo que “eso es pa’ risas” y después se ponía seria y recordaba algún acaso como los que causan los volcanes que se vienen cuesta abajo y arrastran a las vacas y eso ya no era “pa’ risas”, sino que “hizo fiestas”, como los borrachos en sus fiestas trágicas); yo me recuerdo bien perdido en las historias que se contaban, pero ellas seguían todos los rastros, todos los dobles sentidos, en una monumental telaraña de nombres y apodos y sucesos que ocurrían entre las voces bajitas de la confidencia y esas estruendosas carcajadas en las que sus cuerpos parecían desfallecer definitivamente. Eran unas viejitas comitrágicas. Mi abuelita se complacía y se entristecía y se volvía a complacer para que su amiga se riera con esa boca minúscula sobre la que los labios se habían doblado hace tiempo y ambas reían y lloraban y pasaban de la risa al llanto tan fácilmente que parecía que no fueran las mismas mujeres o que fueran víctimas de demonios crueles que manipulaban sus rostros viejos a los que de tan arrugados, al fin y al cabo, ya les cabían todas las muecas que caben en una vida humana. Y esos demonios que persiguen a quienes han vivido tanto las ponían a transitar todas esas caras, ¡todas las caras de todas las vidas humanas que hacen a todo el mundo!, por la estrecha senda de la tarde que entraba perezosa a la tienda de mi abuelita. Pero eso ya era en Fusa. En La Aguadita atendíamos en la montaña. La montaña son tres montañas. La del otro lado del río, que está como echada de espaldas y parece adormilada. La de donde viene el río, tan lejos y tan alta que es apenas un rumor, solo desde Providencia se ve lo grande y lo escandalosa que es, como un muro que impide el paso al páramo edénico o como un acantilado o como un abismo del cual nuestra tierra es el fondo y delante del cual nuestras montañas de este lado son piltrafas. Y la montaña en la que está la finca; una montaña que parece reclinarse, plegada sobre su vientre, para mirarnos vivir nuestra vida mojada por su agua inagotable. Pero nosotros no la llamamos montaña, la llamamos cerro y le ponemos apellido como de gente importante. Se llama Cerro de la Cruz desde que a un cura le dio por ponerle nombre a esa cosa que abrumaba al caserío, como si con ese apellido dejara de ser el cerro que era, como si poniendo un misterio sobre un misterio pudiese, por fin, escribirse la historia. Cristóbal Guava. La fuente de todas las aguas En La Aguadita todos miramos al Cerro de la Cruz porque todos lo vemos desde cualquier lugar. La carretera que sube a Bogotá lo ve, después de una curva, como un obstáculo insalvable y por eso, donde está a punto de tocarlo, en el río, prefiere un puente y huye de esa gigantesca aparición, oscura entre la neblina. Esta montaña es la nuestra, este cerro, siendo de la Cruz, es el de acá. Pero es mejor decir, porque así es, que nosotros somos de esta montaña, que nosotros somos del Cerro de la Cruz, que acá todo es de él. ¿Cómo pudimos sentirnos dueños de tanta neblina condensada en las gigantescas lajas de piedra que parecen ser el esqueleto sobre el que se duerme la tierra negra y que mece a esa vegetación acuosa y arrogante? Yo la he visto luego a nuestra montañacerro, con los años, y contra toda experiencia de los grandores, como la única cosa que siguió creciendo;
delante del cerromontaña siempre seré pequeño y cada vez seré más pequeño. Cuando la muerte me llevó, hace 14 años, a dormir otra vez en su vientre, en esa noche larga de velorio en la que el frío era negro y la negrura helada, la montaña creció hasta volverse la noche misma y arropó la desazón que me cerraba la boca. Caminé a las tres de la mañana por la carretera impávida, desde el caserío hasta la finca. Abajo quedó mi tío, padeciendo el frío de un ataúd gris, y el yelo desde su sangre quieta me acompañó en la oscuridad. Yo caminé hasta el primer puente y luego me fui metiendo en la oscuridad total del monte al que volvía. Atravesé el puente angosto con los pasos firmes del estremecimiento y luego de caminar con torpeza por el angosto camino de la finca me sumergí en la cama fría con el remordimiento de haber dejado a mi tío en la soledad de su velorio, velándose a sí mismo, como si no hubiera tenido un sobrino de su propia sangre. Y fui todavía más pequeño por las deudas, así que la montañacerro me cerró los ojos y yo dormí la culpa en su vientre y el cerromontaña me meció con una dulzura grave y Eso me presenció arropado por las cobijas gastadas de todos nuestros sueños. No llora siempre La Aguadita. También ha reído hasta el dolor de barriga. Y por lo general ríe. Tiene todos los chistes de la escatología listos para decirse. Y es así porque la cueva, que fue porqueriza, que fue casa y lugar de amoríos simples y sublimes, pero sobre todo simples, también fue el lugar para exonerar el vientre. Un lugar para retirarse que podía ser reemplazado por cualquier otro que no fuera la casa y sus cercanías. Y como en La Aguadita no éramos aficionados a juntar lo que sale de los vientres, eso ocurría detrás de un arbusto, en un recoveco de la montaña, a la sombra de una piedra, sobre la tierra, en cualquier lugar en el que nos creíamos no vistos. Pero el acaso, siempre juguetón, nos hacía víctimas de las miradas de alguien. Y por eso todos reíamos. El sol de La Aguadita es una cobija vieja y liviana. El sol de La Aguadita es un breve permiso de las montañas. Yo lo recuerdo sobre las tejas de lata de la casa sobre las que resbalaban los hilos del agua constante; y lo recuerdo alumbrando las flores rojas de una mata de platanillo, un fruto delgadito del tamaño de una falange que comíamos como aperitivo de todos los juegos. En una tarde de llovizna y sol. Agua en polvo y sol en gotas caían sobre una piedra mediana en la que yo resbalaba. Tengo la memoria precisa de que no entendía palabras porque había un idioma que solo sabían los adultos. Esas palabras o la piedra o las tejas o el sol amarillo hacían que el aire fuera polvo mojado sobre el que aleteaba un arco iris. En ese rodadero elemental se estancó la tarde de la que nada más recuerdo. El sol era una tibieza apenas lograda; era un calorcito falso de colores desteñidos; era unos colores lisos y fríos como un cuchillo. El sol de La Aguadita despierta tarde en la mañana y se duerme bien pronto, antes de que anochezca. El sol de La Aguadita es un fantasma detrás del agua. Así es en Semana Santa. Arriba de la finca que fue de mi abuelo está el Cerro de la Cruz. El camino es pedregoso y angosto y rodeado por el monte. Nosotros subíamos los viernes santos en una larguísima fila india que alargaba lo que fue procesión sobre la carretera pavimentada en donde está el caserío. En algún lugar de la peregrinación estirada iba un Nazareno con una cruz de palo, pero nosotros, los demás, subíamos pequeñas cruces vegetales que amarrábamos con los restos del camino que parecía abrirse solamente ese día. Y allá, al lado de una cruz tan bien posada que era como si hubiera nacido allí, poníamos sobre la vegetación esponjada por el agua las cruces del tamaño de nuestras manos y el Nazareno aguaditense de barba postiza sembraba, por pocos
días, su cruz, que al fin y al cabo a ese Cerro de la Cruz cada cual llevaba la suya. Todas las cruces volvían al monte como regalos que nos dio el monte para dárselo al monte mismo; se quedaban, unas más derechas que otras, que se torcían por el cansancio de sus portadores y por la ineficacia de su raíz única, mirando al horizonte blanco de la neblina y la llovizna, como si estuvieran en el fin del mundo. A las tres de la tarde del viernes santo llovía esa lloviznita aguacerosa de La Aguadita. El cura hacía la misa larga del viacrucis y luego todos bajaban resbalando sobre el barroso caminito que habían hecho cuando subieron, tres horas antes. Bajaban rápido, en una competencia que volvía avalancha de gente lo que fue procesión y fila india. Y cuando llegaban al río, el agua de la lluvia mezclada con el sudor del esfuerzo santo, muchos se lanzaban al pozo, debajo del puente. Y a veces ese profundo remolino que nadie había visto, pero del que sabíamos todos, atrapaba un cuerpo joven y atrevido y lo tenía amarrado de vueltas, envuelto en gruesos lazos de agua, encantado por el sonido del mundo que gritaba debajo del agua, hasta que se ahogaba y solo entonces lo soltaba y el viernes se hacía todavía más lúgubre y la tarde se ponía negrísima cuando se llevaban el cuerpo sin la vida que había cobrado el río. El temor jocoso de la avalancha de gente embarrada en el viernes santo, el viernes santo oscuro en la montaña, se volvía lo que tenía que ser: un terror pánico de tragedia. Y la montaña, portentosa, nos arropaba con su agua y su neblina y con las ramas de sus árboles que crecían al revés, desde el cielo hasta el barro. En esos viernes, sobre todos los otros días, aprendíamos que todas esas cosas, nacidas en las grietas de la montaña, caían sobre ella y sobre nosotros por algún misterioso ardid del que éramos víctimas. Y caminábamos con pena. Fueron las primeras procesiones de las que tengo memoria. A esas procesiones nos uníamos bien arriba, muy cerca de su llegada porque estábamos al mismo tiempo por fuera de La Aguadita, pero en el centro de ella, en el Cerro de la Cruz, en la fuente de todas las aguas. Leovigildo Guaba. Esa sustancia informe del Pielroja Hubiésemos podido decir, pero eso nunca fue dicho, que la procesión pasaba por dentro de nosotros y que cuando llegaba a nosotros nos arrastraba y que nos habitaba y nos golpeaba y que cuando subían y nos llevaban ya teníamos guardada la certeza del ahogado en el río. Todo eso era culpa de los azares que llevaron a mis abuelitos a esa montaña negra y verde. Mi abuelito había llegado desde Chía, en compañía de su hermano, Cristóbal Guaba, en una empresa colonizadora que tumbaba monte y hacía carbón vegetal. Quién sabe si en esa remota época ya se llamaba así La Aguadita, o si era un solo monte sin nombre, deshabitado por los siglos, bañado por tantas aguas que caían desde el cielo oscuro o manaban desde los brillantes aposentos que le dan forma a esas montañas huecas. Con el trabajo de años compraron una finca grande, en lo alto de la montaña, pero no sabemos si el Cerro de la Cruz ya existía o solo era una aparición tenebrosa que reclamaba respeto. Mi mamá dice que andaban en busca de un tesoro que los haría definitivamente ricos; que con el finado Floro Agudelo cavaron en Pedregales un hueco profundísimo y que en un rato de descanso una piedra monumental se rodó y tapó el pozo de los buscadores de tesoros; y que de puro miedo no siguieron. Pero quedó parte del hueco. Y hay quienes lo visitan como prueba de que fue cierto. Leovigildo Viejo siempre aguaitaba su hora de suerte con tabaco y guarapo, en cuclillas para no perder el calor,
mirando a ratos al fogón y a ratos al cerro como quien descifra un enigma; servía el guarapo de un calabazo que tapaba con una tusa de mazorca y llamaba a su calabazo Marín y Marín lo emborrachaba porque tenía el secreto para enfuertar lo que debía ser fuerte; le servía guarapo al Cachirri, el perro de cacería que también se emborrachaba, y cavilaba sobre esas luces esquivas; y en los intervalos de esas meditaciones sobre la riqueza tumbaba el monte, cultivaba la tierra y talaba y quemaba los árboles gigantes de ese bosque sin fin para hacer el carbón que vendería, entre otros, al viejo Saturnino, quien vivía en una cueva generosa que le nació a la montaña. Con los años el tesoro siguió escondiéndose y mi abuelito, que nunca se resignó, le cambió su parte de la herencia de Chía a mi tío abuelo Cristóbal y se quedó a seguir tumbando monte cuando se fue a vivir con la joven viuda de la finca de abajo, al lado del río, y empezaron a nacer los Guava de Fusagasugá, a quienes les cambió el nombre un error notarial. Muchos años después de la muerte de ese abuelito al que mi abuela recordaba con tanta rabia como a su primer esposo, fui a conocer a esos Guaba de Chía, en donde se había casado mi tío Leovigildo con la hija de la hermana de su padre, juntando, como se juntan las aguas de montañas gemelas, la sangre de los Guaba con la sangre de los Guava. Mi abuelito se casó de blanco y mi abuelita de negro. Y fueron la viudez de la segunda y la ambición insatisfecha del primero mácula y pureza de una unión condenada a durar la corta vida que le quedaba a mi abuelo. Mi madre los recuerda de blanco y de negro porque se casaron cuando ella ya era mayorcita. Luego nacieron Leovigildo y Amalia. Leovigildo fue pendenciero desde niño. Todos lo atribuían a una dolencia de los nervios que lo hacía partícipe de cualquier riña; pero de todos en la familia se decía que eran “de mal genio” y que “sufrían de los nervios”. Esos malos genios se incluyen en todas “las piedras” de ese lugar. Y habrá quienes lleguen a especular que esas piedras entre las que nacieron se les habían metido en el cuerpo desde antes de nacer. Los Guava, según afirmaba convencida mi abuelita, tenemos esa vena grande que atraviesa la frente, que la heredamos de Leovigildo Viejo, como si tuviéramos una rabia a punto de deshacernos o una piedra a punto de saltar desde lo más puro de nuestra ira, un nudo de sangre que trepa como los bejucos y se tuerce en nuestra frente. Pero esos son los Guava de La Aguadita, como si algo en esa tierra agreste, fría como un páramo pero no tan alta como para criar frailejones, hubiese trastocado la sangre risueña y tímida que conservan los Guaba de Chía. Amalia murió niña. Fue la última de esos tíos muertos niños que rondaban, como promesas incumplidas, sombras juguetonas por las que nadie llora, las historias que contaba mi abuelita y que yo recuerdo largas aunque para decirlas agoto bien pronto las palabras. El cuba de esa madre, que así se llama a los hijos menores, fue mi tío Cristóbal. De él heredé la voz y el pelo y fue él quien me puso, como se pone la risa sobre el acaso, el primer apodo de una ya larga saga de máscaras en mí. Mi abuelito se murió antes de que yo naciera, así que nunca supo que iba a ser abuelo, que existiría un nieto mayor entre los Guava que por algún oscuro movimiento de las motivaciones primordiales de la existencia tendría, como él, largas meditaciones sobre la riqueza. Se murió después de varios infartos, pero nosotros los llamamos ataques al corazón, en Arbeláez, más allá de Fusagasugá. Lo enterraron dos veces. Una vez en ese lugar, tan lejos de todos, en donde lo visitábamos con mi mamá, pero no tantas veces como ella quería, y otra vez en el cementerio de Fusagasugá. Allá mi mamá y yo lo íbamos a visitar en la tumba de otra persona porque un
arreglo con el sepulturero de Fusa dejó a mi abuelito como invisible inquilino en una tumba con nombre de señora. Y a la misma tumba íbamos los deudos de dos muertos, solo que ellos no sabían que nosotros teníamos un muerto en esa tumba. Teníamos un muerto en su muerta, un entierro en su entierro. Debieron preguntarse por el origen de esas flores humildes que parecían dones a su sangre, los arreglos que llevaba mi madre cuando vivíamos en Fusa. Eran esos días soleados en que furtivamente, como cometiendo pecados, visitábamos la tumba escondida de Leovigildo Viejo y esperábamos toda la ayuda y protección que se requiere para salir triunfantes de la montaña que encantó a mi abuelo. El sepulturero de Fusa fue el tercer esposo de mi abuelita. Luego fue mi padrino Leandro, quien me alza en una fotografía viejísima, de telescopio. Mi abuelita se murió un 28 de diciembre, hace más de veinte años, antes de que yo tuviese alguna medida del valor de los refranes que salían de ella como un manantial inagotable en el que hasta hoy abrevan mis tías y mi madre. Y en el camino hacia su entierro yo sufrí todos los mareos que da esa carretera nublada del alto de San Miguel. Y en su entierro mi juventud se negó a llorar la muerte y a mirar la muerte. En La Aguadita nos detenemos largo rato delante de la muerte. La miramos fascinados. Por la ventanita de los ataúdes la contemplamos en los rostros de familiares y allegados y también en los rostros de los muertos que se nos atraviesen porque ir a un velorio es casi una ocasión. Y demoramos esa contemplación en silencio, como ingresando en un éxtasis calmado. Miramos a la muerte en la muerte de los nuestros y la muerte de los nuestros en las muertes de otros. Nos obligamos a mirarla, a hablar con el muerto casi vivo que es todo muerto. Tocamos el ataúd como tocaremos después la lápida y hablamos en la voz bajita de las confidencias que son chismes y que son rezos. Pero en ese tiempo yo padecía la rebeldía contra las costumbres y dejé pasar la ocasión de seguirme sintiendo de La Aguadita y no miré a la muerte en la muerte de Margarita Arévalo. Mi tío Cristóbal se murió cuatro años después de que se muriera mi abuelita; condenado por esa muerte a una muerte joven, murió a los 38 años, en una mañana lechosa de esas que ocurren en La Aguadita; murió atravesado sobre su catre, en esa casucha de madera que duró poco más que sus últimos días, rodeado por el ruido del agua de La Aguadita. Murió cerca del radio que ponía a todas horas, después de preparar un desayuno que no comió. Yo fui a su velorio. Fue una tarde insípida en la que esperé, junto a mis primos, la llegada del cuerpo muerto de mi tío, a quien velamos en un salón demasiado grande para los tres sobrinos que pasamos más de media noche en vela. Recuerdo, como dos punzadas de vergüenza en mi garganta, que mi tío no tenía zapatos y que su rostro de Guava sin gesto era inusitadamente indio: y mi tío tenía mi pelo y yo tengo su voz. Lo vi descalzo porque nuestros bolsillos no alcanzaron para el primer ataúd y los de la funeraria fueron y cambiaron el ataúd café que parecía un cofre por uno gris pobre que era poco más que una caja de maderas mal pintadas. Cristóbal Guava escuchaba con desesperación “Las botas de charro”. Su único amigo fue Leovigildo, su hermano, con quien buscaba pleitos en todas las cantinas de Fusa. Trabajó en la rusa todos sus años. Cuando murió mi abuelita mi tío siguió tomando derecho y fumando cigarrillo tras cigarrillo, como si de esa sustancia informe del Pielroja su vida cobrara algún sustento. Adela Arévalo. Las lágrimas debidas
Y a punta de todos los descuidos de que es víctima un hijo único con muchos hermanos, ese tío se enfermó de una enfermedad sin cura. De esas que nos dan a todos. Son padecimientos tan largos que devienen sufrimientos: hay quienes sufren del corazón y otros de los nervios, y unos sufren de dolores de cabeza y otros de adicción a las bebidas espirituosas, y unos sufren derrotas constantes que son pura mala suerte y otros sufren amores tan prolongados que parecen amor verdadero. Hace 38 años Alicia no veía a Teresa y hace los mismos años Teresa recuerda a Alicia como su única amiga de La Aguadita y recuerda que en La Aguadita todas las otras mujeres eran enemigas suyas y Alicia recuerda que nadie más que ella quería a Teresa y que las otras se la montaban con burlas crueles y Teresa recuerda que tenía que pegarle a todas esas viejas, sobre todo a Isabel, cuando se dejaban agarrar porque la mayoría de las veces solo podía tirarles piedras con la esperanza de que la torpeza de ellas o su propia puntería les sacara sangre de esas cabezas llenas de envidia y ambas, Teresa y Alicia, recuerdan, la una orgullosa y la otra convencida y neutral, que la razón fundamental de la inquina con que la miraban era la inusual belleza de la joven Teresa y que Teresa no ocultaba por la pura maldad con que a veces ostentamos la belleza o porque era de verdad una belleza inocultable y ambas hubieran querido alargar hasta las lágrimas ese abrazo de un saludo sorprendido y sonriente después de la duda tras la cual Alicia vio en Teresa a la Teresa que ella conoció y el abrazo más corto incluso de la despedida sobre el camino de piedras mojadas en el que nos dijimos un adiós que no era el adiós porque estamos convencidos de volver a vernos dentro de menos de 38 años y no alargaron los dos abrazos hasta las lágrimas porque ambas, sobre todo Alicia, se saben formales y saben que las lágrimas a estas edades son tan indecorosas como mocos saliendo de narices viejas o arrugas esperando caricias y besos o manos arbóreas tocando frutas lascivamente y esa es la misma razón por la que ambas, sobre todo Alicia, se escandalizan por la tormentosa pasión que hace como dos años obligó a mi tía Adela a escaparse con el jornalero que cuidaba las vacas y lo hizo en una mañana en la que fingió irse a vender moras a la plaza de Fusa y empacó en la buseta de mi primo Carlos un costal lleno de todo menos moras y huyó como quinceañera de setenta abriles en pos de un amor más nocturno que crepuscular por el que sus hijas e hijo fueron a denunciar un secuestro, falseado bien pronto por la partida de matrimonio que mostró el hombre anciano y sin nombre (porque ese nombre no quiere caber en nuestra memoria) que sedujo a mi tía cuando ya no es decoroso seducir o dejarse seducir, y Alicia cree que el amor a ninguna edad es buen consejero porque ella lo vivió como un privilegio de otros y lo ve como una bobería y refunfuña que eso no existe, pero Teresa hace bromas y yo la secundo y recuerdo que pese al mal genio inmemorial de toda la familia mi tía no se fue brava y Teresa se ríe porque al fin y al cabo ella sufre un amor que le ha durado como 45 años y es una prueba viviente de que el amor es posible después de la muerte porque aún siente rabia y volvería a pegarle a todas esas viejas, sobre todo a Isabel, que hace más de 38 años le querían quitar a Olimpo a su belleza y todas las miradas de los hombres que la miraban pero lo que más rabia le da es que le querían quitar a Olimpo como si importaran los catorce años que le llevaba de ventaja en este mundo y que se desvanecieron más bien pronto porque Olimpo se murió hace dieciséis años y sus hijos lo enterraron con una chaqueta de cuero que duró los cinco años que dura esta primera muerte y seguía tan intacta como la edad del muerto que ahora es dos años menor
que Teresa y Alicia no recuerda a esa Teresa enamorada, sino a una muchacha más bien perseguida y coqueta que se había quemado las piernas con gasolina y en cuya vida no había un Olimpo pero Teresa sí que lo recuerda y lo sigue queriendo como si todavía corrieran los días en que ese hombre oscuro de una oscuridad tan genuina que era llamado el Diablo arrastraba su borrachera y su bandola por el camino de barro y en la madrugada le cantaba serenatas con una voz aguda como el chorro de agua que rebosa y ella lo sigue queriendo con el amor tormentoso y verdadero y embarrado y lleno de mentiras crueles y de engaños viles y de peleas y doloroso y ebrio y a gritos y amor con que hizo al hijo que le vino a presentar a Alicia y que debía tener tres o cuatro años cuando se fue de La Aguadita pero Alicia no lo recuerda y entonces hablan de la vieja esa que se tomó un veneno por haber sido olvidada y no se murió, pero se le cayó todo el pelo, y para esconder el dolor y evitar la vergüenza se compró una peluca mona, que es lo mismo que decir rubia, con la que andaba lo más de bonita y se fue a bailar pero se encontró con el tipo que andaba con la otra y le buscó pelea pero la otra vieja la agarró de las mechas y se quedó con la peluca en las manos y ambas se parten de la risa por la desgracia de la pobre Carmenza y los tres pelos que le dejó el veneno y luego de reír casi hasta las lágrimas se ponen a hablar de los hermanos de cada una, de Alicia y Teresa, y lo hacen con chismes velados de las herencias que han sido promesas menguantes cada año y usando las caras de la edad en que se conocieron y fueron las mejores amigas se toman el tinto hirviente que preparó Alicia en cuestión de minutos para atender a esa visita ni siquiera inesperada y ni siquiera improbable que llegó a su casa en un día de la Semana Santa como llegan los espantos al monte en las noches en que se aparecen casi asustados ellos mismos porque por allá ya nada asusta y de verdad que ni Alicia ni su hermano se asustaron por ver a Teresa y a esa comitiva de desconocidos que llegaron con ella y los hicieron pasar con la resignación indiferente con que la gente ve llover y como hubo tantos guiños en esa conversación que requería menos testigos y más tintos no se pudieron poner al día y tampoco pudieron llorar las lágrimas debidas después de tanto tiempo. Leovigildo Guava. La memoria de las crecientes Muchos nos fuimos. Entre los muchos, todos los Guava. Buscadores de esa fortuna que siempre está más allá, la perseguimos en todos los negocios para los que nos preparó la vida y también en esos negocios inesperados que nos puso delante. De espaldas al Cerro de la Cruz para no tener que cargar esa cruz, salimos casi huyendo. Y no volvimos sino como por error al cerro. Yo fui en 2015. Subí una cuesta que era mucho más larga cuando era niño. Y lo mismo que hace tantos años, la gente cargó su fe humilde, esa fe popular, esa fe silvestre que crece sin cura, y las cruces se multiplicaron en una maraña maravillosa. Las cruces se hacinaron debajo de la cruz grande que ahora corona el cerro; se amarraron con restos de cabuya, con bolsas de plástico, con enredaderas del monte; se clavaron debajo de la Cruz a la espera de que la neblina cesara, pero la neblina no cesa; algunas con nombres y otras hechas en casa, con cuidado para ser llevadas a peregrinar, todas escucharon los rosarios rezados por gente sin más cargo que el de ser gente. Oleadas de peregrinos que llevaron su cruz y su ruego dicho en voces bajiticas: esa fe silvestre que cree por ahí, al desamparo: esa fe silvestre que
cree con la misma persistencia con la que las piedras esperan. Y las velamos, a las cruces, con velas de cebo y veladoras de cera. Esas llamitas no calentaron la tarde del viernes santo, pero tampoco se apagaron. Se consumieron despacito pero se consumieron. Y yo lo escribí despacio y casi con los huesos para no decir ni una mentira, que las mentiras son tan fáciles con las palabras. He encontrado mi tabla de salvación en las letras, sobre todo en las minúsculas. Pero es una tabla llena de espinas porque la gente que escribe en este mundo de los que escriben se esconde detrás de tantas fórmulas que son atajos para no escribir con los huesos, porque con los huesos duele. Es lenta y está llena de penas y de las pesadillas y los rencores gratuitos que quisieran gritar y que gritan. Otros se fueron por otros caminos, aunque parece que no hay forma de escapar. Mi tío Leovigildo se volvió albañil, pero el cemento le jugó la broma cruel de haberlo picado y al final de su vida le hizo daño a sus manos hinchándoselas en cada día de trabajo. Andaba con esas manos enmascaradas o mejor sería decir enguantadas con los guantes de una enfermedad sin nombre a la que mi tío llamaba picadura del cemento. Sus manos que fueron morenas, porque mi tío era moreno, andaban grises e hinchadas y con raspaduras de dentro hacia afuera. Como si una vida rauda que ocurriera dentro de sus manos se le estuviera comiendo la piel. Algo le salió, algo le sacó ese cemento, algo que vivía en el cemento y vivía en mi tío, y por tanto trabajo se vino a juntar en las manos de mi tío. Y por eso no podía trabajar el cemento, esa tierra maldita que se vuelve piedra gris y que a duras penas soporta la vida encima. Una tierra maldita que se priva con el agua. Lo maldijo la tierra maldita. Le puso las manos grises; las puso del color de las piedras y las volvió como de piedra. Lo hizo un parco comensal que ya no reía como en una mañana amarilla de esas de San Cristóbal cuando a sus veintipocos años trabajó de vigilante. Pero ese trabajo no duró. Solo alcanzó para que una tarde de domingo fuéramos a jugar parqués a la casa que cuidaba y allí se emborracharon todos y se pelearon, y por ese pequeño escándalo de tres hermanos y algunos niños lo echaron de ese puesto. Tuvo mujeres e hijos y promesas de fortunas definitivas en cada empresa que acometió con entusiasmo. Se fue a buscar esmeraldas, pero de allí lo desterró la amenaza de la muerte pronta. Se fue a Cambao a construir casas, pero el dinero se fue todo en borracheras apoteósicas que contaba entre heroico y arrepentido. Tuvo amistades que no describía para que conservaran el halo enigmático de esas amistades que nos ayudarán en el momento definitivo. Mi tío Leo llamaba a su hijo Javier “el indio Javier” con un tono de burla y un cariño inmenso. Fue el único en mi familia que no usó la palabra indio para decir mal de alguien. Yo también fui bendecido por su maledicencia y me llamó “el indio Alberto”. Pero luego no porque ya no y me volví “el Alberto”. Murió como señalaban las corazonadas de mi infancia que iba a morir. Por esas amistades sin nombre o con el nombre cambiado que lo acompañaron a jugar tejo en un sábado terrible, de esos mismos sábados en que cuando yo era niño se iban a jugar y se amenazaban y se ponían a punto de sacar los puñales y nosotros, pero tal vez era solo yo, nos poníamos nerviosos porque la borrachera en la tienda era certeza de traiciones como las que sonaban en la música de la tienda. Murió como Lucio Vásquez en el corrido de Lucio Vásquez. Amaneció lejos de todos los de su sangre en medio de un charco de su sangre. En una sola noche nefasta recibió todas las puñaladas que le prometieron en vida. Y su boca quedó abierta de asombro y de risa, de espanto y sorpresa, de carcajada insaciable que no
alcanza a agarrar su último aire. Un gesto tan indecible y de una voracidad tan grande que siguió ocurriendo en su boca cosida. Tan lejos de todos, rodeado por esas casas humildes que supo hacer. Maestro de lo inacabado y parcial y a medio hacer y siempre así, de esas casas que prometen otro piso u otra pieza o una pintada o una ventana o un techo o un mueble. En medio del inmenso sur bogotano, tan lejos de todos, con el bolsillo de la camisa lleno de papeles de hojas de cuaderno en los que escribió los nombres definitivos cubiertos por el exceso de sangre que le sacaron las innumerables puñaladas detalladamente contadas por Medicina Legal. Murió tan solo que duró dos días en volver a ser de alguien. Yo reclamé su muerte con la vida en vilo: así como le decían a mi tío cuando era un niño en La Aguadita y se escapaba con sus hermanos a cazar pájaros que asaban atravesados por ramitas. Quién iba a saber que ese apócope de su nombre sería la marca de su existencia: mi tío Vilo vivió en vilo; tan levantados del suelo, tan en el aire, apenas sostenidos por esas ganas de seguir vivos, tan llevados por una fuerza que apenas intuimos, como figuras de un inmenso juego de parqués, como en el borde del abismo terrible, haciendo equilibrio en una cuchilla afilada a lado y lado de la cual está la muerte. Y entretanto reímos. Algunos vivimos con Vilo y supimos de sus chistes inocentes y malpensados o pensados para pensar al revés. Tuvimos entre los dientes y saliendo de nosotros la risa de mi tío que debió ser la risa de algún Guaba perdido en las montañas que suben al Páramo de Sumapaz. Fuimos a su entierro en Chía, en donde él juntó nuestra sangre con la sangre de otros casi lejanos de nombre cercano. Buscamos en ese rostro extraño y moreno el recuerdo de la cara de los nuestros y tuvimos que buscar la huella de un acaso olvidado que marcó sus manos para saber que era él. Y entonces a tandas lloramos y averiguamos las circunstancias oscuras y las circunstancias se fueron lejos y nosotros nos quedamos con los rosarios y los dolores. Pero a la salida, en la tienda, nos quisimos tomar las cervezas que cabían en nuestro dolor y terminamos riendo y yo escuché en la boca de un Guaba de esos la siempre sorprendente historia del encanto que inunda al mundo y hace que el mundo tiemble. Y el mundo sigue temblando. Ellos, todos ellos, sí que saben o supieron algo que yo apenas intuyo. Mi abuelita lo decía con certeza. Cuando los sucesos siempre misteriosos de la existencia se presentaban en su vida y ella sabía que el asunto era más complejo de lo que parecía, se preguntaba y le preguntaba al mundo “¿Esto qué contiene?”. Porque no puede ser que las cosas sean simples, sobre todo las cosas que parecen ridículas o vanas. Algo han de contener. En esa pregunta, que no se satisface hasta avizorar lo que contienen las cosas o los sucesos y que nunca se satisface porque eso contiene algo, se muestra una preocupación por las razones fundamentales o, mejor, por los contenidos fundamentales del mundo mismo. Todo lo que vale la pena o merece ser conocido o existir contiene algo. No es una pregunta histórica o genealógica. Es una preocupación topológica como aquella otra que con risa se pregunta ¿esto de dónde salió? Eso que contienen las cosas está por dentro de ellas, pero también les da forma: las habita y las golpea: las inunda y las baña. Yo lo pude llegar a saber como conocimiento pero no fue posible y ahora solo puedo ser víctima. Hace 38 años nos fuimos con un costalado de motivos furiosos. Y durante ese prolongado lapso el río siguió corriendo su carrera a veces risueña y a veces hasta desentendida. A los cuatro años dejé de escuchar ese río. Primero nos fuimos a Fusa y poco después vinimos a Bogotá. Y mi vida, desde entonces, fue una lucha, ya no sé qué tan
inconsciente, por dejar de ser de La Aguadita. En un barrio del suroriente de Bogotá fui niño de escuela y luego estudiante de colegio público. Cuando iba a La Aguadita era un bogotano de vacaciones. Pero dejé de volver desde los trece años. Mientras estudié antropología nunca pensé en que mi vida en La Aguadita tendría algo que ver con mi vida como antropólogo. Volví hace diez años a visitar a mis tías, cuando había empezado la maestría, y tengo fotografías envejecidas por haber sido tomadas en ese lugar al que la historia tampoco llegó y por eso poco más que nada hay escrito. Ya entonces habían desarmado la casa que hizo Saturnino Sotelo sobre las piedras grandes y la rearmaron más abajo, sobre los guijarros, como si la memoria de las crecientes del río que en un tiempo mítico tocaban la cueva oscura en donde todavía no había fuego se hubiera ido con la muerte de mi abuelita. Juan Díaz. La promesa de una fiesta Esa casa con sus maderas grises ahora se posa al lado del camino de piedra, muy cerca del puente, por el que mi tía Adela vio subir al encanto. Volví otra vez para que conocieran a mi hijo y para que mi hijo los conociera. Y no he vuelto sino hasta este año. Mi vida ha pasado a raudales por varios ríos, pero todos los ríos son el mismo. Fui del río Fucha en esa infancia de nombres inventados que todos vivimos, en un lugar a donde llegábamos todos esos trasplantados, recién paridos por condiciones estructurales que no podíamos avizorar, pero agradecidos por la coincidencia que nos arrumaba en esas casas de inquilinato y nos permitía seguir practicando un idioma lleno de destino, suerte, pieza, meseras nocturnas, monte, peligro por las crecientes y los ladrones que acechan como sombras, chistes verdes, ratas que devoran dedos de niños, trancas en puertas de madera, qué me mira, chances jugados con fidelidad cada noche, locura por amor y burundanga, palomas viviendo en el techo, guaro, pólvora en abundancia inusitada cada diciembre, cuentos de serpientes aparecidas al borde de la carretera, oportunidad y fortuna por un trabajo en casa de un rico, empleadas domésticas, celadores viviendo a destiempo, fritanga, amores rotos, escuela distrital, borrachera, útiles escolares, promesas de futuro, desjuicio en el tierrero donde todos los juegos nos enseñaban a hacer un poquito de trampa y música campesina que se volvió música de cantina, juego de tejo, juego de rana, juego de parqués. A vivir al borde de la ciudad, al borde de otro río, de nuevo rodeados por montañas, de nuevo a padecer procesiones que ascienden al monte porque en San Cristóbal la virgen de la procesión se apareció en una cueva ya fuera de la ciudad y allá íbamos con la otra gente, la misma gente al fin y al cabo, a internarnos en el monte que ya no existe arriba de Aguas Claras, en donde los jóvenes también se ahogaban, pero no en Semana Santa, sino en las vacaciones calurosas de mediados de los años ochenta, de nuevo a navegar con maña la rutina de la escasez, de nuevo a comprar cigarrillos por unidad y a hacer mandados en medio de la mitad de la noche. Pero ahora escuela y colegio e inequidad y como una pega de rabia, de babas saliendo con palabras gruesas y una piedra sin memoria que volvía. Cuando el río Fucha se crecía, en San Cristóbal, la casa en la que yo vivía se ponía a temblar, pero yo ya no temblaba como poquitos años antes, sino que me sumergía en un sentimiento de espectáculo macabro, y eso lo sentíamos todos en el barrio, de ganas de ver qué tantos males hacía el río. Y fui del río Lagunilla en una adultez dispuesta a cambiarlo todo. Y todo lo cambié; como en una creciente
sin medida las fichas se pusieron en nuevos lugares y el juego de parqués volvió a mí lleno de sentido: el río Lagunilla no solo se crece. La última vez en La Aguadita mi tía Adela me preguntó si había visto a Juan Díaz con su sombrero de paja, convencida de que yo tenía que acordarme. Pero yo no me acordaba. Sentí que había dado demasiadas vueltas para volver al pozo en donde mi mamá lavaba la ropa, al lado del camino por donde el encanto subía con toda la neblina, por donde ascendía la neblina con un encanto que yo ya había olvidado. Con poco sosiego, comprendí que eso de lo que trataba la tragedia de Armero, que yo me había demorado años en desenredar medianamente, también ocurría en La Aguadita. Me hizo caer en la razón, que es un sentimiento que se remonta en las nubes blandas, por el lecho del río hasta el páramo, de algo a lo que he venido escapando, algo que he tratado como si se tratara de otros, como si no fuera de esa montañacerro, como si el cerromontaña no hubiese velado mis sueños, como si yo no fuera de donde salen todas las aguas. La finca de mi abuelita, que ahora es de su nieto mayor, Vicente, quien ya es abuelo y conserva el apellido de ella, es una fuente de agua inagotable. De ahí sale el agua que surte el caserío que crece a lado y lado de la carretera negra. Y todos están seguros de que la fuente profunda de toda esa agua es una acumulación de oro tan grande que cuando se mueva se formará una avalancha desmesurada y se acabarán esos lugares que llamamos La Aguadita y Fusagasugá. Por eso La Aguadita es también la promesa de una fiesta inmensa de la naturaleza. Una fiesta que dejará enterrada la siempre falsa superficie del mundo. La cubrirá con la tierra revuelta que dejan las avalanchas. La dejará limpia de recuerdos de muchos y de pocos. Estará lista para volver a empezar. ¹ • Este texto es uno de los productos del proyecto de investigación ID PPTA 7353 ID PROY 7527 de la Vicerrectoría de Investigación de la Pontificia Universidad Javeriana. 1 En La Aguadita cunde, como en muchos otros lugares de las montañas colombianas, la certeza de que el oro y el agua van juntos. El oro crece con el agua y el agua crece con el oro. Las acumulaciones de oro, como toda acumulación de riqueza, son llamadas guacas. Las guacas se mueven en avalanchas y volcanes. Cuando se mueven en las crecientes de los ríos, suena una música como de tiples festivos. Eso se espera que ocurra con el cerro de la Cruz. Mi abuelito no estaba desatinado cuando decidió cambiar su herencia de Chía por esa propiedad en el Cerro de la Cruz. Todos están seguros de que el cerro es una guaca, de que en el cerro hay una guaca: la vieron alumbrar en las noches de los jueves santos, la han visto manar agua helada desde siempre. Mi abuelita contaba en las noches, como contaban todos los antiguos de ese lugar tan perdido, que el Cerro estaba sostenido por una viga de oro que se unía por debajo del río a una viga de oro que sostenía al cerro de enfrente. Que cuando se descubran los cerros o se quiera ir ese oro, ¡eso va a hacer fiestas! Mi sangre materna ha buscado guacas desde hace mucho tiempo. Y uno difícilmente escapa de un cierto destino, de tal suerte que me veo ahora en una pesquisa por guacas. Como mi abuelo, tengo cavilaciones sobre luces, apariciones y eventos festivos y trágicos, fiestas lúgubres y tragedias jubilosas, riquezas predestinadas y maldiciones ocultas, asuntos que, como la sangre, nos habitan y nos golpean: guacas en los Andes colombianos.
Daniela Castellanos Doctora en Antropología Social de la Universidad de St. Andrews en el Reino Unido. Actualmente, es profesora del programa de Antropología en la Universidad Icesi. Entre sus publicaciones se encuentran: “The Ordinary Envy of Aguabuena People: Revisiting Universalistic Ideas from Local Entanglements” ( Anthropology and Humanism , 2015), y Cultura material y organización espacial de la producción cerámica en Ráquira, Boyacá. Un modelo etnoarqueológico (2004). Correo electrónico: [email protected] Mauricio Pardo Antropólogo de la Universidad Nacional Colombia, maestro de la Universidad del Estado de Nueva York y doctor por la Universidad Federal de Santa Catarina (Brasil). Ha investigado y publicado sobre lingüística y etnografía de indígenas embera; movimientos afro en el Pacífico; música y sociedad en el Caribe y estudios y políticas culturales. Ha sido profesor en varios programas de Antropología y, en la actualidad, se desempeña como profesor de planta de la Universidad de Caldas. Correo electrónico: [email protected] Juan Sebastián Anzola Rodríguez Antropólogo de la Pontificia Universidad Javeriana, con experiencia en trabajo de campo en Nariño, Cauca y Tolima. Trabaja en la Corporación Ensayos. Correo electrónico: [email protected] Daniel Torres Mansilla Antropólogo de la Universidad Externado de Colombia y especialista en Periodismo Digital por la Universidad Jorge Tadeo Lozano. Ha trabajado con la administración pública en salud y con sociedades campesinas del altiplano cundiboyacense. Su campo académico son los estudios simbólicos en antropología. Correo electrónico: [email protected] América Larraín Doctora en Antropología Social por la Universidade Federal de Santa Catarina (Brasil). Docente del Departamento de Estudios Filosóficos y Culturales de la Universidad Nacional de Colombia, sede Medellín. Sus áreas de investigación son: antropología del arte, patrimonio cultural, etnicidad y política, y sus grupos de investigación: Historia, Trabajo, Sociedad y Cultura, de la Universidad Nacional de Colombia, sede Medellín, y Arte, Cultura e Sociedade na América Latina e Caribe, de la Universidade Federal de Santa Catarina (Brasil). Entre sus publicaciones recientes se encuentran dos artículos en coautoría con Pedro Madrid Garcés: “Manifestaciones artísticas y culturales afrocolombianas. Una aproximación
al caso de Girardota (Antioquia)” ( Historia y Memoria , 2017), y “Versiones de lo afro en Antioquia. Una aproximación a las estéticas musicales de Girardota” ( Cuadernos de Música, Artes Visuales y Artes Escénicas , 2017). Correo electrónico: [email protected] Kenny Javier Calderón Antropólogo de la Universidad Nacional de Colombia, sede Bogotá, y Magister en Antropología-Área Arqueología por la Universidad de los Andes. Profesionalmente ha desarrollado estudios arqueológicos en contextos académicos y en el ámbito de consultorías. Adicionalmente, ha adelantado trabajo de campo etnográfico en la Amazonia colombiana, específicamente con los grupos cotiria (wanano) y desana del departamento del Vaupés. Sus intereses de investigación se orientan a explorar, a partir de una perspectiva interdisciplinaria, la relación entre sociedad y tecnología en el ámbito de los grupos indígenas pasados y presentes. El propósito de este énfasis es aportar a la construcción de una teoría de la materialidad indígena y a la comprensión de la construcción social de los objetos. Correo electrónico: [email protected] ; [email protected] Laura Guzmán Peñuela Antropóloga de la Universidad Nacional de Colombia y magíster en Educación y Desarrollo Humano. Docente ocasional del Instituto Tolimense de Formación Profesional (ITFIP). Ha desarrollado trabajo de campo con población campesina en el norte del Tolima y con indígenas pasto en el sur de Nariño, explorando interacciones entre humanos y animales en el contexto rural, así como las relaciones entre humanos y el paisaje. Correo electrónico: [email protected] Natalia Martínez Quijano Antropóloga de la Universidad Nacional de Colombia, vinculada con el Grupo de Estudios etnográficos desde 2015. Ha trabajado con poblaciones indígenas en el sur de Nariño y la Amazonia colombiana y con pescadores campesinos en el Magdalena Medio como investigadora y funcionaria. Sus líneas de trabajo se encuentran en el campo de la antropología de la infancia, los sentimientos y las relaciones humano-territoriales. Correo electrónico: [email protected] Andrés Felipe Ospina Enciso
Antropólogo de la Universidad Nacional de Colombia. Magíster y doctor en Antropología Social por la Universidad de los Andes. Sus investigaciones se centran en las relaciones entre vida y muerte en contextos de violencia, tragedia y conflicto social. Su trabajo de campo etnográfico se ha aproximado a poblaciones campesinas e indígenas del departamento del Tolima, donde indaga por procesos de composición y cambio cultural y territorial. Actualmente, se desempeña como docente de la Escuela de Ciencias Sociales y de la Maestría en Patrimonio Cultural de la Universidad Pedagógica y Tecnológica de Colombia, en Tunja. Correo electrónico: [email protected] Laura Holguín Antropóloga de la Universidad Nacional de Colombia, vinculada con el Grupo de Estudios Etnográficos desde 2015. Estudiante de Maestría en Antropología Social de la Universitat de Barcelona. Ha trabajado con poblaciones campesinas en el centro-oriente de Colombia. Sus temas de interés se encuentran en el campo de la antropología del tiempo, los contextos productivos artesanales y las relaciones entre seres humanos y materiales. Correo electrónico: [email protected] Adriana Bolaños Gómez Antropóloga de la Universidad Externado de Colombia e integrante del Grupo de Estudios Etnográficos. Su trayectoria laboral ha estado enfocada en el estudio de diferentes formas de pensamiento, en trabajos comunitarios sobre temas ambientales y en la investigación y desarrollo de procesos de empoderamiento y apropiación territorial entre campesinos e indígenas. Ha participado en evaluaciones de política pública, proyectos de cartografía social, formulación de proyectos productivos y etnografía para grupos sociales. Sus intereses se centran en las alternativas pedagógicas, el trabajo etnográfico con comunidades campesinas e indígenas y en las distintas elaboraciones sobre la dimensión simbólica de las prácticas humanas. Correo electrónico: [email protected] Catalina García Acevedo Antropóloga de la Universidad Nacional de Colombia. Ha trabajado con poblaciones campesinas y comunidades indígenas de Colombia y Ecuador. Ha sido funcionaria e investigadora de instituciones de carácter público y nacional como el Instituto Colombiano de Bienestar Familiar, la Organización Nacional Indígena de Colombia y la Universidad Nacional de Colombia. Con esta última desarrolló la aplicación UN_RUNASHIMI para el fomento del uso de la lengua indígena del pueblo Kichwa (2015). Sus intereses se enmarcan en campos como: memoria y tradición oral, historia social del conflicto armado, poblaciones en la ruralidad; recientemente ha enfocado sus estudios en la discapacidad cognitiva en Colombia. Actualmente, es estudiante de la Maestría en Antropología Aplicada en Purdue University (Indiana, Estados Unidos). Publicó en coautoría con Jhon
García y Sonia Monroy: Cocreación e innovación social en Vivelab Bogotá, caso comunidad indígena Kichwa: aplicación móvil como herramienta para el fomento de la preservación y el uso de la lengua runachimi ( ijkem, International Journal of Knowledge, Engineering and Managment , 2017). Correo electrónico: [email protected] Laura Chaustre Fandiño Antropóloga de la Universidad Nacional de Colombia y Magister en Investigación en Antropología de investigación en Antropología de la Facultad Latinoamericana de Ciencias Sociales ( FLACSO ). La investigación y el trabajo de campo le han permitido compartir y aprender de comunidades campesinas en Boyacá (Tununguá), Sucre (San Marcos) e indígenas camënt á en Putumayo (Valle de Sibundoy). Su interés académico se ha centrado en la antropología de la infancia, el juego y la risa. Correo electrónico: [email protected] Edward González Quiñones Antropólogo de la Universidad Nacional de Colombia. Ha adelantado trabajos comunitarios e investigaciones etnográficas en Tununguá, Boyacá – como miembro del Grupo de estudios y trabajo Nacumes (Niñez, Ambiente, Cultura y Memoria Social), de la Universidad Nacional de Colombia– y en Kankawarwa, en la Sierra Nevada de Santa Marta –como miembro del Grupo de Estudios Etnográficos–. Sus indagaciones han versado sobre la noción de persona y la organización social. Correo electrónico: [email protected] Luis Alberto Suárez Guava Antropólogo y Magíster en Antropología de la Universidad Nacional de Colombia. Tiene estudios sobre antropología del tiempo, culturas populares y grupos indígenas de los Andes colombianos y está interesado en las discusiones sobre etnografía como estrategia epistemológica de la antropología y sobre el lugar de la antropología en la mediación de los conflictos que atraviesan a las sociedades contemporáneas. Es coordinador del Grupo de Estudios Etnográficos y profesor de la Universidad de Caldas. Entre sus publicaciones se cuentan: “Una breve historia de las revistas científicas en Colombia o la maldición de ser editor” ( Universitas Humanística , 2017) y “Armero y la Sierra o el mundo que cae. Consideraciones teóricas sobre lugares pesados” (en Lugares sagrados: definiciones y amenazas. Prolegómenos a la elaboración de una política pública dirigida a los pueblos indígenas , 2018). Correo electrónico: [email protected] Este libro fue compuesto en caracteres Adobe Garamond.