Construyendo sidentidades : estudios desde el corazon de la pandemia 9788432308918, 8432308919


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Spanish; Castilian Pages [286] Year 1995

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Construyendo sidentidades : estudios desde el corazon de la pandemia
 9788432308918, 8432308919

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CONSTRUYENDO SIDENTIDADES Estudios desde el corazón de una pandemia por

R i c a r d o L la m a s (comp.) A ct U p, L. Bersani, D. Bergm an, J. Butler, M. Celse, R. Llamas, P. M angeot, S. W atney, J. Weeks

m sigto veintiuno editores M É X IC O ESPAÑA

siglo veintiuno editores, sa CERRO DEL AGUA, 248. 04310 MEXICO, D.F.

siglo veintiuno de españa editores, sa

a PLAZA, 5. 28043 MADRID. ESPAÑA

Primera edición, junio de 1995

© SIGLO XXI DE ESPAÑA EDITORES, S. A. Calle Plaza, 5. 28043 Madrid © Los autores

DERECHOS RESERVADOS CONFORME A LA LEY Impreso y hecho en España Printed and made in Spain Diseño de la cubierta: Pedro Arjona Fotografía de la portada: Andrés Senra ISBN: 84-323-0891-9 Depósito legal: M. 22,006-1995 Fotocomposición: EECA, S. A. Parque Industrial «Las Monjas». C / Verano, 38 28850 Torrejón de Ardoz (Madrid) Impreso en Closas-Orcoyen, S. L. Polígono Igarsa Paracuellos de Jarama (Madrid)

ÍN D IC E

PRESENTACIÓN..................................................................................................................

IX

PRIMERA PARTE CONSTATANDO UN ESTADO DE COSAS

EL ESTADO N O ES INOCENTE .......................................................................

3

La Radical Gai: «El Ministerio tiene las manos manchadas de sangre», 6. Radical Moráis: «Diez años de cárcel», 7. LAS INVERSIONES SEXUALES, Judith Butler............................

9

I. LA VIDA, LA MUERTE Y EL PODER..................................................... II. EL SEXO Y LA SEXUALIDAD................................................................... III. LA IDENTIDAD CONTEMPORÁNEAEN LA ERA DE LA EPIDE­ MIA

12 16 20

LA SOCIEDAD QUIERE ESPECTÁCULO ..........................................

29

Radical Moráis: «Mil putas», 31. Radical Moráis: «4 lesbianas», 32. EL ESPECTÁCULO DEL SIDA, Simón Watney...........................

I. II. III. IV.

33

LA «VERDAD» SOBRE EL SIDA............................................................... EL GOBIERNO DEL ÁMBITO DOMÉSTICO........................................ EL CUERPO HOMOSEXUAL................................................................... EL ESPECTÁCULO DEL SIDA..................................................................

33 38 44 47

CELEBRAMOS LOS SACRIFICIOS ........................................................

55

Radical Moráis: «Ciclo de la solidaridad», 58. Radical Moráis: «Causa de muerte», 59. EL SIDA Y SUS FICCIONES, Philippe Mangeot..........................

61

SEGUNDA PARTE

BUSCANDO NUEVOS LENGUAJES

DEJAMOS DE CONTAR MENTIRAS .............................................................

73

Radical M oráis: «¿Lo sabe tu médico?», 76. La Radical Gai: «C uadrados de látex», 77.

¿ES EL RECTO UNA TUMBA?, Leo Bersani................................

79

CÓMO MOTIVAROS SIN REGAÑAROS .............................................

117

La Radical Gai: «¡Tú eliges!, 120. La Radical Gai: «La P rim era Revolución!», 121.

LARRY KRAMER Y LA RETÓRICA DEL SIDA, David Bergman..

123

«EL CUERPO N O TIENE LA CULPA DE NA» (MARTIRIO)........

147

N exus: «28-junio-1993», 150. Lesbianas Sin D udas: «l-diciem bre-1994», 151.

LA REC O N ST R U C C IÓ N DEL CU ERPO HOM OSEXUAL EN TIEMPOS DE SIDA, Ricardo Llamas....................................

I. LA REDUCCIÓN AL CUERPO COMO PRINCIPIO DE SUJE­ CIÓN.............................................................................................................. II. LOS PRECEDENTES DEL CUERPO HOMOSEXUAL....................... III. LA PROLIFERACIÓN DE NUEVOS CUERPOS................................. IV. LA CONSTRUCCIÓN DE UN “CUERPO HOMOSEXUAL” ........... V. LOS EFECTOS PERNICIOSOS DE LA REDUCCIÓN AL CUERPO.. VI. EL SUJETO QUE TRASCIENDE EL CUERPO..................................... VII. LA CONTAMINACIÓN HOMOSEXUAL DEL CUERPO CON SIDA............................................................................................................... VIII. LA SUBJETIVIDAD DESDE EL CUERPO PARA ACABAR CON EL SIDA...............................................................................................................

153

153 154 156 159 166 170 174 185

TERCERA PARTE

REDEFINIENDO EL PACTO

RESTABLECEMOS EL PLURALISMO, RECONOCEM OS LA DIFERENCIA ............................................................................................. K.ulic.il Moráis: «Drogas N O », 196. ( . .iy Mcn’s Health Crisis: «Homophobia Kills», 197.

193

VALORES E N U N A ERA DE IN C ER TID U M B R E, Jeff rey Weeks.................................................................................................

199

SOBRE LOS DIFERENTES ENFOQUES DE LA SEXUALIDAD........ SENSACIÓN DE FINAL............................................................................. IDENTIDAD Y SOCIEDAD, UNA VEZ MÁS......................................... POR UNA ÉTICA DEL PLURALISMO MORAL....................................

203 208 214 217

CONSTR UIMOS LA COM UNIDAD ..............................................................

227

I. II. III. IV.

Radical Moráis: «Casos de sida según la práctica de riesgo», 230. Act Up-París: «Die In», 231. SIDA: LUCHAR CONTRA LA HOM OFOBIA, Michel Celse...

233

I. UNA CONSTATACIÓN DE DESIGUALDAD ANTE EL IMPERA­ TIVO DE ADOPCIÓN DE UN MODO DE VIDA SEGURO................ 235 II. EL GUETO INVISIBLE DE LOS MARICAS QUE SE IGNORAN O QUE SE DETESTAN...................................................................................... 242

ACTUAMOS DE MANERA COLECTIVA .........................................

249

Act Up-París: «Sida: 750 000 muertos. La Iglesia quiere más», 253. Act Up-París: «El entierro político de Cleews Vellay», 253. U N A N UEVA IDEA DE LU CH A C O N TR A EL SIDA, Act

Up-París....................................................................................................................

255

I. ENTRE ACTIVISMO, GRUPO DE PRESIÓN Y MILITANCIA........... II. EL COMBATE POR LAS COMUNIDADES............................................ III. EN TORNO A LA LUCHA CONTRA EL SIDA......................................

261 264 267

EPÍLO G O Q U IN C E MEDIDAS DE EM ERGENCIA C O N TR A EL SIDA,

Act Up-París..................................................................................................................

BIBLIOGRAFÍA

273 283

PRESENTACIÓN

Este libro no suscribe esos postulados obscenos según los cuales, al­ ternativam ente, el sida habrá contribuido a la excelencia artística de creadores m ás bien m ediocres, carentes hasta la llegada del v ih de esa dim ensión vertiginosa que la posible inm inencia de la m uerte inspira, o bien habrá im pulsado la investigación sobre los retrovirus y la in ­ m unología, y habrá hecho avanzar la ciencia básica a velocidades im ­ pensables hasta hace poco m ás de una década, o bien, entre otros m uchos argum entos, habrá logrado que los hom osexuales se cuestio­ nen u n estilo de vida frívolo y u n abandono irresponsable a placeres inm orales y accedan, por fin, a una posición socialm ente respetable y a u n estatuto ju rídico condescendiente con su “diferencia”. Efectivamente, el sida nos habrá ayudado a arrojar algo de luz so­ bre los oscuros vínculos que existen entre la enferm edad y la m uerte, po r u n lado, y la m iseria, el desarraigo y la opresión, p o r otro lado. O las siniestras relaciones entre la investigación científica y la moral. O entre la epidem iología y la política. En lo que a m í respecta, la com prensión de dichas conexiones no responde a una inquietud inte­ lectual, sino a u n im perativo ético. C ualquier reflexión sobre el sida y cualquier actuación al respecto deben establecerse com o objetivos la contención de la expansión del v i h , la mitigación de los efectos del vi­ rus en las personas que lo portan y la consecución de una victoria fi­ nal sobre la pandem ia, es decir, una curación y una vacuna universal­ m ente accesibles. Y, al revés, tales objetivos deben im pulsarnos a la reflexión y a la actuación en cu alq u ier ám bito de nu estra com p e­ tencia. En el m om ento en que escribo esta presentación, el Estado espa­ ñol tien e la tasa de in cid en cia relativa de sida m ás alta de to d a Europa (com unitaria o ex socialista, rica o pobre, occidental u orien­ tal, católica o p ro testan te...). U na tasa de más de 750 casos por m i­ llón de h ab itan tes, p o r encim a de países con u n a incidencia alta,

como Suiza (555), Francia (529) o Italia (400), y muy lejos de las ci­ fras de los Países Bajos (203), Portugal (199), Bélgica (165), Reino Unido (162), Alemania (141), Irlanda (113), Grecia (92), Noruega (91), Hungría y Croacia (15)..., cifras de la Organización Mundial de la Salud a 30 de junio de 1994. Estamos hablando de 29 520 casos acumulados hasta el final de ese año. De ellos, 4 657 (el 15% aproxi­ madamente) se declararon ese mismo año; más de 12 nuevos casos de sida cada día» No olvidemos una particularidad exclusiva del sistema de recuento de casos de sida, que consiste en agrupar en una sola ci­ fra a las personas con sida (es decir, que viven con sida) y a las perso­ nas muertas de sida. Entre unas y otras, estadísticamente (y, quizás simbólicamente) no se establecen diferencias. Si en Europa tan sólo en Francia se ha dado un número de casos superior al registrado en España, a nivel mundial, los países con cifras absolutas más altas y con una velocidad de progresión más alarmante pertenecen al continente americano (Brasil y Estados Unidos) y al continente africano (Uganda, Tanzania, Malawi, Kenia, Zambia y Zimbaue). En conferencias internacionales se señala también que la “ex­ plosión asiática” está aún por llegar. Estas comparaciones no preten­ den señ alar u n a p a rtic u la rid a d española “te rc e rm u n d ista ” con respecto al usual marco de referencia histórico, económico o cultural, aunque determ inados factores de “diferencia” (quizás más absoluta que comparativa) serán apuntados cuando ello sea relevante, sino que, fundamentalmente, pretenden poner de manifiesto la mayor gra­ vedad que, en contextos de pobreza, presenta la situación, así como la ineludible responsabilidad de los países ricos en la contención de la pandemia a nivel mundial. Dos breves reflexiones acerca de los datos estadísticos que acabo de presentar. Una. Estos datos provienen de organismos oficiales, a menudo acusados por asociaciones de base de maquillar las cifras a la baja, bien sea por razones de imagen a nivel internacional o por cues­ tiones internas de trascendencia política o electoral. La fiabilidad de los datos que presentan los países más pobres es particularm ente cuestionable, tanto por la inexistencia de medios adecuados para el establecimiento de un diagnóstico preciso, como por la falta de datos y el retraso en la notificación de éstos; factores que se añaden a los ya m encionados. En totlo caso, el núm ero de personas posiblem ente portadoras del vil i responde en todos los países a puras especulacio­

nes, y es aquí donde las estimaciones de unas y otras fuentes difieren de manera más significativa. Dos. Todas las personas muertas, todas las personas enfermas, to­ das las personas portadoras deben estar presentes en cualquier refle­ xión. Ahora bien, es necesario constatar la celeridad con que las esta­ d ístic a s se q u e d a n o b so le ta s. Ello no su p o n e q u e las cifras mencionadas deban ser relegadas al estatuto de datos en vías de cadu­ cidad, y por lo tanto ignoradas y sustituidas por las últimas disponi­ bles. Tenemos, claro está, que conocer y utilizar los datos más recien­ tes, pero conviene, sobre todo, ponerlos en relación con los que teníamos antes. Espero que al cotejar los datos que teníamos con los que aquí recojo, o éstos con los que ya les suceden, se haga más evi­ dente la urgencia del problema. Y ello pese a que los efectos del sida en cuanto a dolor, impotencia o rabia son, desde el primer caso, in­ conmensurables y, en todo caso, más que suficientes. De cualquier modo, contra la precaria vigencia de las cifras, este libro pretende esta­ blecer la pertinencia de los análisis compilados. Unas reflexiones que, desgraciadamente, no veremos caer en la obsolescencia a corto plazo. En todo caso, para ilustrar este último punto y para acabar ya con las cifras, a 31 de marzo de 1995, el número total de casos en España (y son datos siempre provisionales) asciende a 31 221, y la Lasa por millón se siLúa en 805,8. Dicha Lasa sube a 1 604,8 / millón en Ma­ drid, donde se concentra el 25,2% de Lodos los casos de sida. La úl­ tima acLualización de las cifras correspondientes a 1994 eleva el nú­ mero tolal de casos regisLrados ese año a 5 686, es decir, 15 nuevos casos cada día. Aunque parezca paradójico, considero que el vértigo que producen las cifras debe enLenderse como una conminación al desarrollo de una reflexión suficienLemenle seria y pausada como para llevarnos a un grado de compromiso Lan acLivo como razonado. De lo que no cabe duda alguna es de que en nueslro enLorno exisLe un problema de sida, y que es un problema importante, y que va a serlo cada vez más. Algo que, en cierto modo, ya se ha compren­ dido incluso en muchos lugares donde las perspecLivas son menos desalenLadoras. La escasez de iniciaLivas polílicas decididas de lucha conira la pandemia, la práctica ausencia de reflexión y un cocktail de indiferencia y vergüenza generalizadas, resultan en España particularmenLe alucinantes. Aquí no ha habido ni Rock Hudson, ni «Magic» Johnson, ni Freddie Mercury, ni Michel Foucault, Jean Paul Aron, Nu-

reyev, Perkins, Collard, Mapplethorpe, Ricky Wilson, Derek Jarman, Brad Davies, Reinaldo Arenas, Severo Sarduy... Salvo testimonios ex­ cepcionales como los de Alberto Cardín, Pepe Espaliú y Manuel Piña, y los incansables alegatos contra la m arginación y el estigma que desde los Comités Ciudadanos Anti-siDA se lanzan periódicamente, diríase que en España nadie ha tenido o tiene sida. Por lo demás, vo­ ces distorsionadas y rostros ocultos en la penumbra. El poderoso im ­ perativo de anonimato y silencio no ha sido aún desafiado por perso­ nas portadoras o enfermas de sida, ni cuestionado por los medios de comunicación. Como decía en 1992 un grupo madrileño de libera­ ción sexual y de lucha contra el sida, La Radical Gai, esta enfermedad parece ser «el mal de los fantasmas». Personajes influyentes y populares de la academia y la política, del m undo financiero, judicial o de cualquiera de las artes, por no hablar de vecinos, colegas o amistades próximas, aunque desconocidas por la mayoría, mantienen un discreto silencio para evitar los escabrosos sobrentendidos del sida y a menudo mueren rodeados del mismo secretismo, «a consecuencia de una larga enfermedad», por citar tan sólo uno de los muchos eufemismos al uso. Tras su muerte, el mismo silencio es mantenido por allegados o familiares, como si hubiera que m antener “limpia” la memoria de los muertos, a costa, si es preciso, de confirmar la clandestinidad de las causas del fallecimiento. El otro efecto de esta ignominia en que se emplaza el sida en España es la proliferación del comentario malicioso, del rum or a gritos, de la iro­ nía y las medias palabras o de la sospecha que despiertan unas ojeras, una tos, unas fiebres o una falta de apetito que quieran ser interpreta­ das como signos de un destino trágico. Sospecha de sida, pero, sobre todo, sospecha de otros secretos “aún más inconfesables”. Y, sin embargo, debería parecer evidente que pensar el sida y ex­ poner públicamente dicha reflexión, abrirla para que pueda enrique­ cerse de una pluralidad de opiniones, es un requisito imprescindible para que así algunas claves de comprensión puedan estar disponibles; para determinar nuestra capacidad de actuación y de modificación de un estado de cosas intolerable; para poder cambiar en nuestras inter­ pretaciones las causas sobrenaturales por responsabilidades concretas (propias y ajenas); para poder tomar nuestra vida en nuestras manos, al margen de nuestro estado de salud o condición serológica. El carác­ ter evidente de la necesidad de esta reflexión se hace aún más patente

a la luz de la incierta progresión (en todo caso poco favorable al entu­ siasmo) de los datos epidemiológicos y de las desalentadoras perspec­ tivas de futuro que se nos abren por delante. Las estimaciones oficiales en España (prudentes, es decir, conser­ vadoras) sugieren tasas de seroprevalencia por encima de cien mil personas portadoras del v ih , susceptibles en su mayoría de desarrollar procesos de inmunodeficiencia. Hace ya tres años, a principios de 1991, el Comité C iudadano Anti-siDA de M adrid ya estim aba en 150 000 el número de personas seropositivas. Hasta agosto de 1994, en los laboratorios de la Comunidad Autónoma de Madrid se habían dado 47 084 resultados positivos a pruebas de detección de anticuer­ pos. Si en nuestros territorios regionales, nacionales o estatales las es­ timaciones son alarmantes, a nivel mundial, las cifras adquieren pro­ porciones que pudieran calificarse (no sin ironía) de bíblicas. La investigación científica, por su parte, oscila entre el anuncio de resul­ tados prometedores, que generan esperanzas y ansiedades (y quizás notoriedad y financiación), y los francos reconocimientos de sucesi­ vos callejones sin salida. Y en este contexto, cuando la prensa y las asociaciones ya anun­ cian la posibilidad de colapso de los sistemas de cobertura sanitaria, los estudios que se realizan (excepcionalmente aquí; sobre todo en otros lugares) confirman que los gais más “concienciados” se acaban cansando del imperativo del sexo seguro, que las personas con prácti­ cas heterosexuales siguen despreocupadas, como si con ellas no fuera la cosa, que faltan catálogos de sexo seguro para las lesbianas, que los y las jóvenes, incluso conociendo los riesgos, no se protegen; y que a falta de preservativos (por ser éstos caros o por ser difícilmente accesi­ bles), se renuncia a la protección, pero no al sexo; que a quienes usan drogas les importa más la dosis que la forma en que ésta se adminis­ tra; que aún hay quien cree que el amor protege tanto como el látex, que se acaba constatando que las infidelidades secretas en el seno del irreprochable matrimonio acaban por llevar el virus de inmunodefi­ ciencia al seno mismo de la familia más tradicional... Así, día a día, se siguen produciendo transmisiones de v ih . Esa falta de reflexión que hace aún más sombrío el panorama (que impide a m ucha gente com prender por qué había de sucederles lo que les sucede), no puede considerarse generalizada. Vislumbrar ex­ plicaciones plausibles no permite, efectivamente, salvar la vida o ali­

viar el dolor, pero creo que sí puede contribuir a dar ánimos y a afrontar la realidad. Si bien en el espacio institucional en que se de­ senvuelve nuestra vida no parece haber demasiada inquietud respecto al sida (yo mismo presenté un proyecto de investigación que fue re­ chazado por el Ministerio de Educación y Ciencia, con fecha 8/8/94, por cuestiones de “prioridad científica”), en otros lugares, sí se han hecho cosas. En muchos países ha habido inquietud, ganas de traba­ jar, medios para hacerlo y apoyo institucional o comunitario en grado suficiente para dar lugar a propuestas interesantes. Una parte de estos trabajos es la reunida en la compilación que aquí presento. Pienso que estas reflexiones desarrolladas en el extranjero resultan en nuestro entorno absolutamente pertinentes, y es en función de esa adecuación a la realidad en que vivimos que las presento ahora en un solo volumen para exponerlas a la consideración de las lectoras y lec­ tores. Ello tiene quizás más significación si tenemos en cuenta que son reflexiones que provienen de espacios geográficos, ámbitos teóri­ cos o momentos cronológicos diversos; de Francia, Gran Bretaña o Estados Unidos; de crítica literaria, asociacionismo de base o filosofía; de 1988, 1991 ó 1994... La iniciativa de reunir en un volumen textos de muy diversos orí­ genes requiere quizás una explicación. Es evidente que la pluralidad de sujetos y de contextos pone de manifiesto estrategias particulares que dan a cada artículo una especificidad. A partir de esta particulari­ dad única de cada texto, podría aventurarse una radical extranjería del resultado aquí expuesto, no sólo desde el punto de vista del ori­ gen preciso de cada elemento, sino por el hecho mismo de que los textos compilados no fueron concebidos para integrarse en una obra única. Es más, las aproximaciones a la realidad del sida que aquí pre­ sento no estaban, en un principio, destinadas a integrarse en una es­ tructura precisa y en un orden no aleatorio que pretenden darles una unidad. De este modo, es preciso reconocer que mi propio proyecto viene a sumarse a las intenciones de cada autor o autora de los artículos y las propuestas visuales o iconográficas reunidas. Este libro (como cualquier otra compilación) deja entrever las intenciones de quien re­ coge propuestas diversas, las junta y las traslada a otro idioma, a otro momento y a otra realidad cultural. Si bien es cierto que podemos apreciar determ inados lazos entre los textos (en ocasiones se citan

unos a otros; o bien rebaten los mismos postulados, o reconocen pun­ tos de referencia coincidenies...), ello no significa que no se hubiera podido poner el acento en las diferencias que los separan. No es éste, sin embargo, mi objetivo. Trataré de incidir en los elementos coincidentes y trataré de mos­ trar cómo realidades cotidianas equiparables en nuestro entorno más inmediato pueden servirse de las reflexiones surgidas en otros ámbi­ tos. Y ello se debe a una razón fundamental: efectivamente sí existe una coherencia manifiesta de todos los textos en torno a unos pocos principios básicos (el sida es un escándalo sobre el que es necesario reflexionar; a través de la pandemia se canalizan y se manifiestan pro­ cesos de muy diferente índole, y en particular, procesos de exclusión; el sida no es — irónicamente— inmune a nuestra actuación; los prin­ cipios de su evolución no responden sólo a imponderables epidemio­ lógicos; las soluciones a la crisis sanitaria no podrán ser sólo científi­ cas...). Pues bien, estos principios no son (en el momento presente y en el contexto en que aparece esta obra) una evidencia. Y considero que si (como con ingenuidad decía una campaña institucional) «va­ mos a parar el sida», lo mejor será empezar a tener en cuenta este tipo de argumentos. De este modo, si cada uno de los textos, en las condiciones en que fue publicado originalmente, está encuadrado en una historia precisa (aunque no por ello pueda decirse que estén superados), en nuestro entorno adquieren una actualidad y una relevancia muy parti­ culares. Actualidad porque apenas acabamos de empezar a desarrollar iniciativas intelectuales para abordar el sida. Actualidad porque los instrumentos de análisis que nos permitan afrontar la pandemia son imprescindibles, y esta necesidad está siendo señalada desde cada vez más ámbitos. Relevancia porque el sida ya ha golpeado en demasiados lugares como para considerar que los análisis sobre la pandemia sólo tengan un lugar marginal. Relevancia porque los análisis sobre sida apuntan también a cuestiones esenciales que atraviesan los modelos de organización de la vida en sociedad, porque abordan cuestiones clave del pensamiento actual (procesos de exclusión, movimientos so­ ciales de protesta, desarrollo de identidades colectivas, sistemas de protección social, responsabilidad y legitimidad política...). Los estudios sobre cuestiones “íntimas” como la enfermedad o la sexualidad tienen en nuestro entorno una tradición escasa. Sepulta­

dos con frecuencia bajo un mismo tabú, el sexo y el sida son afronta­ dos abiertamente en esta obra, no para confirmarlos como realidades intercambiables o intrínsecamente relacionadas, sino, al revés, para interrogar el régimen que (real o simbólicamente) los relaciona. Algu­ nos de los artículos propuestos parten de un universo teórico o artís­ tico quizá no cercano, pero sí al menos reconocible. Así, Judith Butler y Jeffrey Weeks hacen referencia a Foucault, mientras que Philippe Mangeot abtfrda la producción literaria am pliam ente traducida de Hervé Guibert... Sin embargo, en otros casos, esto no es así. David Bergman cuestiona la estrategia literaria y política de Larry Kramer, fundador de las asociaciones de lucha contra el sida más relevantes de los Estados Unidos, tanto la asistencial Gay Men’s Health Crisis como la reivindicativa Act Up, y, sin embargo, prácticamente desconocido en España. Otro tanto podríam os decir de las alusiones que hace Leo Bersani a propósito del debate pro-anti pornografía en el seno del pensamiento feminista norteamericano, o sobre los clubes sadomasoquistas popularizados en el ambiente gay de San Francisco o Nueva York, o de las investigaciones llevadas a cabo en Noruega comentadas por Michel Celse. Pese a que, efectivamente, habrá referencias que resulten descono­ cidas al lector o lectora, ello no significa que carezcan de interés o re­ levancia en nuestro contexto inmediato. Al contrario, considero que revisten un especial interés. Por un lado, porque son cuestiones que, sin haber sido abordadas críticamente, están muy cerca (aquí hay sexo aunque a nadie se le haya ocurrido hacer un estudio como el de Noruega; aquí ha habido y hay unos pocos artistas que hablan de sida en primera persona; aquí hay clubes sadomasoquistas y hay porno­ grafía y asociaciones con un discurso político de lucha contra la pan­ dem ia...). Por otro lado, una vez constatado esto, necesario es reco­ nocer el interés de iniciativas que han tenido lugar y que continúan surgiendo en otros lugares, por cuanto a partir de éstas podremos abordar con más facilidad (o, quizás, menos pudor) nuestro propio entorno. A nadie habrá de sorprender que esta colección de textos resulte “muy homosexual”. Entiéndase, en primer lugar, que cualquier apro­ ximación al sida debe ser comunitaria. El v ih se transmite a través de unas prácticas determinadas, y éstas ponen de manifiesto colectivida­ des precisas, construidas, reconocidas y reivindicadas como tales, o

establecidas desde fuera, definidas y estigmatizadas. O ambas cosas a la vez, pero en diversos grados y nunca de manera universal o uná­ nime. Éste es el caso de la “comunidad gai” occidental, diezmada por el sida desde 1981, suficientemente estructurada frente a la “crisis de salud” como para dar respuesta a cuestiones de absoluta urgencia, como la inexistencia de atención médica, de tratamientos disponibles, de información o de material preventivo; que ha trascendido la op­ ción o la práctica sexual como único elemento común, y que, al ha­ cerlo, ha establecido redes de solidaridad, principios de autoafirmación y estrategias de supervivencia. Una comunidad “ejemplar”, como a menudo se reconocerá tomando las debidas distancias. O, al menos, así ha sucedido en buena parte de nuestro entorno occidental. Las frágiles comunidades gais de los países y regiones es­ pañolas se han caracterizado durante muchos años más por la des­ confianza (el sida es un invento de la homofobia) y por la negación de lo evidente (el sida no atañe particularmente a los gais) que por un compromiso resuelto de afrontar la crisis. En todo caso, es más de lo que han podido hacer o de lo que se ha permitido a las precarias y dispersas seudocomunidades de usuarios y usuarias de drogas, o a las amenazadas e inestables comunidades de inmigrantes y minorías étni­ cas o a las trabajadoras del sexo, vilipendiadas por las instancias bienpensantes en tanto que mujeres, “putas” y, con frecuencia, además, “yonquis” y extranjeras. Y es más también de lo que ha hecho la masa indeterminada, carente de estigmas, desprovista de elementos que la estructuren simbólicamente, parapetada en una “norm alidad” teórica­ mente universal, incapaz, por lo tanto, de desarrollar una reflexión sobre el sida en términos comunitarios. Así, considérese, en segundo lugar, que los principios reflexivos de la comunidad gai pueden resultar, si no absolutamente aplicables, sí al menos válidos en lo que se refiere a sus aspectos formales. Del mismo modo que el orgullo y la visibilidad gai y lésbica son bases po­ sibles de defensa de la comunidad de gais y lesbianas frente al v ih , también el Black Power puede proteger a la población negra, y otras formulaciones específicas pueden proteger a las demás comunidades étnicas minoritarias, y la reivindicación feminista puede proteger a las mujeres, y así sucesivamente. Muchos discursos de oposición, de rei­ vindicación, de autoestima, de dignidad, de convivencia, de solidari­ dad, de supervivencia y de afirmación de la vida faltan aún por desa­

rrollarse. Cada comunidad amenazada deberá luchar por establecer el suyo, sobre todo si se constata que nadie moverá un dedo por hacerlo en su lugar. Aunque más eficaz (y no mucho más difícil) sena el esta­ blecimiento de plataformas comunitarias que lanzaran un mismo dis­ curso de las minorías oprimidas y amenazadas. Esto constituye un reto que el sida hace, hoy por hoy, particularmente trascendente. Que no se entienda este libro como un instrumento para abrir he­ ridas, para remover miedos o para reavivar penas. Ni como uno de esos elementos positivos que, a pesar de “todo”, nos ha traído el sida. Ni siquiera como un útil para conjurar fantasmas. Considérese, eso sí, como una propuesta que ayude a percibir un ritmo rico y diverso subyacente al estruendo monocorde que sólo en fechas muy señala­ das se deja oír; considérese también, sobre todo, un arma para rom­ per el silencio cotidiano, para quebrar el aislamiento, para encarar ta­ búes, para descubrir alianzas solidarias, para excitar la imaginación, para causar escalofríos o pesadillas a las conciencias intranquilas, para provocar hilaridad ante la impúdica estulticia de muchos, para sorpren­ der ante la incontenible ignorancia de otros, para soliviantar, por úl­ timo, ira y rabia frente a los agentes de la exclusión, el odio y la muerte. En cierto modo, todas y todos tenemos un papel (menos modesto de lo que mucha gente piensa) en las historias de sida que aquí apare­ cen reunidas. Esos papeles se reinterpretan día a día. No sólo descri­ ben qué hemos estado haciendo desde 1981 en un contexto de pro­ gresiva amenaza a la salud, sino que también permiten entrever qué vamos a hacer (qué podemos hacer) a partir de ahora, a más de una década desde su inicio. De manera consciente o quizás sin quererlo, vamos a seguir desempeñando el mismo papel o, al contrario, vamos a cambiar de personaje. El espectador estupefacto puede volverse airado activista, la inconsciente puede convertirse en agente improvi­ sado de educación sexual, social y sanitaria; el portador de lazo rojo puede pasar a ser portador de v ih ; la prudente portadora, enferma si­ lenciosa; el cómplice, acusado; la solidaria, traidora; el avergonzado, orgulloso... Este vodevil, como ya se ha repetido hasta la náusea, “es cosa de todos”. Esta expresión debe entenderse literalm ente, y no como una mera fórmula estilística. Es cierto que la solución definitiva (en términos médicos) a la cri­ sis que el sida representa en la actualidad no puede llegar por otro ca­ mino que el que marcan las líneas de investigación de los equipos

científicos y la garantía pública y universal de la mejor atención sani­ taria posible. Es responsabilidad ética y política de los centros de in­ vestigación y de las administraciones sanitarias llegar cuanto antes a curar a las personas enfermas y vacunar a las no portadoras. Hasta que ello sea posible (sin dejar de señalar principios económicos o mo­ rales como determinantes de dicha investigación; exigiendo lo último de lo último en tratamientos, información y acceso a protocolos de in­ vestigación para quien lo solicite o requiera...), es responsabilidad ética y política de gobiernos, asociaciones partidistas, sindicales, con­ fesionales, movimientos sociales, etc., poner todos los medios necesa­ rios para evitar la extensión del v ih al alcance de quienes lo necesiten. Sin embargo, la dimensión médica no soluciona todos los proble­ mas. Desde este punto de vista, la declaración que hacía el Comité Ciudadano Anti-siDA en 1991 («Siempre hemos pensado y seguimos pensando que el s id a debería ser tratado desde un punto de vista ex­ clusivamente sanitario») resulta, hoy por hoy, insuficiente. A nosotras y nosotros nos corresponde hacer justicia y devolver la dignidad a quienes el v ih se ha llevado por delante. Y nos corresponde, sobre todo, luchar por defender nuestras vidas. No podemos, pues, ignorar la dimensión social y política de la pandemia, ni renunciar a afrontar nuestra capacidad de reflexión y de actuación en los espacios en que se desenvuelve nuestra cotidianidad. Quede claro que este libro no propone más soluciones que aque­ llas que, eventualmente, y con el esfuerzo de cada lectora o lector, puedan derivarse de una nueva aproximación a los pequeños proble­ mas y las pequeñas inquietudes a las que, día a día, hacemos frente.

Este libro puede utilizarse de diferentes modos. Acaso lo más sencillo sea plegarse al convencionalismo, seguir el orden establecido por el compilador que, como ya se ha dicho, no es fruto del azar, y empezar consecuentemente por el principio para, a partir de ahí, progresar pau­ latinamente hasta el final. No obstante, otros modos de leerlo, mirarlo, apropiárselo, consumirlo o digerirlo son también posibles. Una perspectiva general de su espíritu y del contenido general es fácilmente accesible a través de los textos que, a modo de introduc­ ción, preceden cada uno de los artículos reunidos. En dichos textos no sólo se exponen algunas inquietudes tratadas más extensamente en

los artículos que siguen, sino que, además, se mencionan casos y se citan informaciones periodísticas que ilustran el alcance en nuestras sociedades más cercanas de los temas considerados. Cada artículo, al margen de los epígrafes bajo los que aparecen aquí publicados, m an­ tiene su especificidad e independencia, unos frente a otros, y todos ellos frente al esquema utilizado para su exposición. Una aproximación más inmediata a algunos postulados que apa­ recen detallados en uno u otro momento puede establecerse a partir de la imágenes reproducidas entre cada uno de los artículos. La selec­ ción de este material responde a dos inquietudes fundamentales. Por un lado, en términos positivos, se trata de reproducir propuestas ico­ nográficas acordes con el espíritu de los textos y, en general, con las aspiraciones de este volumen. Así, se presentan carteles o fotografías desconocidas o inusuales, que se caracterizan por establecer diferen­ cias radicales de forma y de fondo con respecto a las habituales imá­ genes del sida, inscritas en un régimen de representación coherente. Por otro lado, en términos negativos, se trata, precisamente, de evitar imágenes que han sido abundantemente representadas, y que han lle­ gado a constituir un imaginario preciso. Este imaginario y este régi­ men de representación pretenden ser desafiados desde las palabras y los argumentos; no desde la complicidad con la reproducción de sus signos fundamentales, sino desde la propuesta de otros alternativos. A partir de estas dos aproximaciones, además, pueden estable­ cerse polos de especial interés que establezcan un orden de lectura particular para cada lector o lectora. No existe, pues, más que un or­ den convencional; cada cual puede encontrar el suyo. Todos los artí­ culos, los textos de presentación y las imágenes mantienen un diálogo entre sí, y es mi intención que entre éstos y el lector o lectora se esta­ blezca el mismo diálogo. Gracias por el diálogo (y por tantas otras co­ sas) a mis amigas y amigos de Lesbianas Sin Dudas, La Radical Gai y Act Up. Las imágenes que ilustran este libro han sido cedidas por las asociaciones mencionadas y, además, por Gay Men's Health Crisis, The Ñames Project, Radical Moráis y Andrés Senra. Gracias también a quie­ nes han conocido a Cleews, de Act Up-París, y a Fernando, de La Ra­ dical Gai, ambos muertos de sida en 1994, porque entenderán el tra­ bajo y la rabia que hay en estas páginas.

R ic a r d o L l a m a s

PRIMERA PARTE

CONSTATANDO UN ESTADO DE COSAS

EL ESTADO NO ES INOCENTE

Los derechos fundamentales y las libertades civiles; los principios en que se basan los ordenamientos de las sociedades democráticas, los conceptos de ciudadanía e incluso de salud pública, camuflan, bajo una apariencia honrosamente respetable y difícil de cuestionar en tér­ minos morales, un sistema tanatocrático, en el que el poder se ex­ presa a través de la regulación, la gestión, la administración, la dosifi­ cación y la asignación de la muerte. Entre la defensa del derecho a la vida y la ejecución sumaria existe un espacio muy amplio en el que la actuación institucional es posible. Más aún: ese espacio permite no sólo diversos grados de intervención, sino, lo que es mucho más decisivo en este caso, niveles variables de inacción institucional, desidia administrativa, despreocupación parti­ dista, ignorancia personal, “prudencia” política... Investigar, sacar a la luz, denunciar los insidiosos mecanismos que permiten que bajo una apariencia benévola se practique o se consienta la m uerte masiva, constituye, entonces, no sólo una exigencia ética sino, sobre todo, un imperativo de supervivencia. El único caso de responsabilidad administrativa reconocida por Tribunales de justicia y por instancias gubernamentales españolas es la transm isión de v ih por transfusión de productos sanguíneos en centros sanitarios públicos del Insalud. 1 147 seroconversiones (casi la mitad de las personas hemofílicas) entre 1983 y 1985. Los Tribunales, estableciendo responsabilidades pero no culpabilidades, concedieron indemnizaciones en la resolución de varios procesos. Al final, y de forma colectiva, «la administración ha hecho lo que debía: no escurrir el bulto frente al drama de los hemofílicos contagiados de sida» (El País, editorial titulado «Reparación debida», 13/3/93). La recepción de indemnizaciones implicaba un compromiso de renuncia a estable­ cer procesos judiciales contra la administración sanitaria. Un hemofílico declaraba: «Me dan diez millones por mi vida y mi silencio» (El

Mundo, 30/4/93). Tras varios meses de escándalo por la “sangre conta­ minada”, el silencio, efectivamente, quedó restablecido. Y, sin embargo, muchos casos de transmisión de v ih producidos en el interior de otros espacios tutelados por los poderes públicos, si­ guen siendo considerados como pertenecientes a un ámbito distinto del orden de la responsabilidad institucional. «Pilar García Calleja, de 38 años, es la superviviente de una leyenda penitenciaria, la del ex­ plosivo departamento 10 de la cárcel de Yeserías. Un férreo espacio en el que, a mediados de los años ochenta, una sola jeringuilla sembró la muerte. Una matanza lenta que se propagó desde la punta de una aguja en la que jugueteaba el éxtasis con el sida. “Creíamos que la en­ fermedad era una mentira para no chutarnos”, rememora Pilar. Desde allí, por la vena y con gusto, se embarcaron en el último adiós reclusas como La Loca, siempre gritona; La Mati, que se beneficiaba a las más guapas, o la propia Pilar, la más rebelde. Ahora todas han muerto y Pilar, la yonqui de la plaza del Dos de Mayo, se apaga con su re­ cuerdo del turbulento departamento 10» (Jan Martínez Ahrens, «La aguja rota. Testimonio crepuscular de la última superviviente de una leyenda carcelaria», El País Madrid, 9 de octubre de 1994). Las presas fueron embarcadas en el sida por una creencia que nadie se molestó en desmentir. Un engaño del que, aún hoy, se consideran únicas res­ ponsables. Los espacios penitenciarios han sido, quizás, los más devastados. «4 000 presos con sida terminal fueron excarcelados en 1991. El 20% de los reclusos son seropositivos» (El País, 9/4/92). Las tasas de seroprevalencia en las cárceles son objeto de controversia. Lo que plantea pocas dudas es la desidia que ha caracterizado la promoción de la sa­ lud y de las prácticas preventivas, no sólo en los espacios vigilados di­ rectamente por administraciones públicas (hospitales, cárceles, escue­ las...), sino, en general, en todo el espacio social. «España ha bajado la guardia frente ai sida, critican especialistas de la c e y afectados» (id. 5/3/93). «En 1984 propusimos a España que adoptara un programa de prevención similar al que iban a aplicar otros países, pero las auto­ ridades se negaron: “España no tiene un problema de sida”, nos dije­ ron» (André Baert, responsable del programa biom édico de la c e , ibid.). Los efectos de esta desidia son también evidentes. La responsabilidad de velar por la salud de la ciudadanía forma parte de las obligaciones que el ordenamiento legal asigna a las adm i­

nistraciones públicas. Constitución española, artículo 43.2: «Compete a los poderes públicos organizar y tutelar la salud pública a través de medidas preventivas y de las prestaciones y servicios necesarios». Dos carteles ilustran estos argumentos. Uno, de La Radical Gai, anuncia una concentración de protesta ante el Ministerio de Sanidad que tuvo lugar el I o de diciembre de 1994. El segundo, titulado «Diez años de cárcel», pertenece a la colección de Radical Moráis, expuesta en bares de Madrid a finales de ese mismo año. El artículo de Judith Butler examina, a la luz de las tesis de Foucault, esa presencia de im­ pulsos mortíferos en el seno de los sistemas de organización de la vida social.

EL MINISTERIO DE SANIMD

TIENE LAS MANOS

MANCHADAS DE SANGRE

CONCENTRACION frente al Ministerio de Sanidad el jueves Io de diciembre a las 12.00h

LAS IN V ERSIO N ES SEXUALES

JUDITH BUTLER

En honor y a la memoria de Linda Singer

Probablemente, para algunas personas, lo escandaloso del prim er vo­ lumen de la Historia de la sexualidad de Foucault sea su afirmación de que no siempre hemos tenido un sexo. ¿Qué implicaciones puede tener esta idea? Foucault propone una ruptura histórica decisiva en­ tre un régimen sociopolítico en el que el sexo constituía un atributo, una actividad, una dimensión de la vida humana y un régimen, más reciente, en el que el sexo se redefine y se configura como identidad. Este escándalo característico de la modernidad implica que, por pri­ mera vez, el sexo no constituye un rasgo de identidad contingente o arbitrario sino, más bien, que no puede haber identidad sin sexo, y que, precisamente, somos inteligibles en tanto que humanos por estar sexuados. De manera que la afirmación de que no siempre hayamos tenido un sexo es parcialmente incorrecta. Q uizá el escándalo histó­ rico radica en que no siempre hemos sido nuestro sexo y en que el sexo no siempre ha ejercido un poder capaz de caracterizar y consti­ tuir una identidad (posteriorm ente tendremos oportunidad de p re­ guntarnos por las exclusiones que condicionan y sostienen el “noso­ tr o s ” fo u c au ltia n o , pero de m om ento nos cen trarem o s en este “nosotros”, aunque sólo sea para contemplar sus limitaciones). F ou­ cault destaca, acertadamente, que el sexo ha pasado a caracterizar y unificar no sólo funciones biológicas y características anatómicas, sino también actividades sexuales y una especie de núcleo psíquico que nos da las claves de una identidad esencial, o de su significado úl­ timo. U na persona no sólo pertenece a un sexo, sino que, además, tiene relaciones sexuales, y en este tener se supone que debe m ostrar el sexo que “es”, incluso a pesar de que el sexo que “es” tiene una na­ turaleza psíquica m ucho más compleja e inescrutable de lo que el Publicado originalmente bajo el título «Sexual Inversions» en el volumen compilado por D om na C. Stanton, Discourses o f Sexuality. From Aristotle to AIDS, A nn A rbor (Michigan), The U niversity of Michigan Press, 1992. Traducción de Olga Abásolo Pozas.

“y o ” que lo habita puede siquiera imaginar. Por lo tanto, este “sexo” parece apelar a una serie de disciplinas capaces de ahondar indefini­ damente en sus matices aparentemente indescifrables. ¿Qué elementos han condicionado la introducción en la historia de esta concepción del sexo como algo absoluto que abarca la propia identidad? Foucault plantea que, en el transcurso del siglo XVIII, el hambre y las epidemias comienzan a desaparecer de Europa y que el poder, anteriorm ente guiado p o r la necesidad de evitar la m uerte, pasa a centrarse en la producción, el mantenimiento y la regulación de la vida. La categoría del sexo se establece precisamente en el trans­ curso de este proceso de regulación de la vida. N aturalizado como heterosexual, se asigna al sexo la función de regular y garantizar la re­ producción de la vida. El establecimiento de un sexo verdaderamente ajustado a un destino biológico y a una heterosexualidad natural, se convierte entonces en el objetivo esencial del poder, entendido ahora como la reproducción disciplinada de la vida. Para Foucault, la inci­ piente Europa moderna está gobernada por el poder jurídico. El po­ der, en su dimensión jurídica, opera negativamente, imponiendo lími­ tes, restricciones y prohibiciones; por decirlo de alguna manera, el poder reacciona a la defensiva, para conservar la vida y la armonía so­ cial, por encima y en contra de la amenaza de la violencia o de la muerte natural. Así, según su análisis, una vez restringida la amenaza de muerte durante el siglo XVIII, las leyes jurídicas se transform an en instancias del poder productivo, lo que implica que el poder genera eficazmente los objetos que debe controlar, elaborando toda suerte de objetos e identidades que garanticen el incremento de los regíme­ nes científicos reguladores K La categoría de “sexo” se construye como un “objeto” de estudio y de control, que participa en la elabo­ ración y justificación de los regímenes del poder productivo. Parece como si, una vez superada la amenaza de la muerte, el poder dirigiera su fútil atención hacia la construcción de objetos de control. O, me­ jor dicho, como si el poder ejerciera y articulara su control mediante la formación y la proliferación de objetos que garantizaran la conti­ nuación de la vida. (Más adelante analizaré brevemente la acepción del concepto de poder en el texto de Foucault, su tendencia a perso­ nificarse y las relaciones que las modalidades jurídicas y productivas mantienen entre sí.)

1 Véase Michel Foucault, Historia de la sexualidad. Madrid, Siglo XXI, 1978.

ber,

Volumen 1: La voluntad de sa­

Quisiera plantear dos cuestiones de diferente índole en este en­ sayo. Una se refiere a la problemática historia que Foucault intenta narrar, y a las razones por las que ésta no parece adecuada a la luz del desafío planteado por la reciente emergencia de la epidemia de sida. I ,a otra cuestión, en este caso subordinada, gira en torno a la catego­ ría “sexo” y la supresión de la diferencia sexual que a través de ella se establece. C on toda seguridad, cuando Foucault publicó el prim er volumen de la Historia de la sexualidad en 1976, desconocía la poste­ rior emergencia de una epidemia en el seno del propio ámbito de ac­ tuación del poder m oderno tardío; una epidemia que pondría en tela de juicio los términos de su análisis. La categoría “sexo” no sólo se construye al servicio de la vida o de la reproducción, sino que tam ­ bién, y esto puede ser un corolario lógico de lo anterior, se construye al servicio de la regulación y dosificación de la muerte. En algunos de los últimos intentos discursivos de índole médico-jurídica destinados a producir el sexo, la m uerte se instala com o un rasgo form ativo esencial de ese mismo sexo. El varón homosexual es representado, de forma consistente, como alguien cuyo deseo está, de alguna manera, estructurado por la muerte, y ello se manifiesta bien a través de un deseo de morir, bien a través de un deseo que está sometido, por defi­ nición, al castigo de la muerte (Mapplethorpe). Paradójica y doloro­ samente se ha dado el mismo proceso en la representación post mortem del propio Foucault. En el contexto del discurso médico-jurídico que ha surgido para gestionar y reproducir la epidemia de sida, el po­ der jurídico y el poder productivo convergen en el establecimiento del sujeto homosexual como portador de muerte. Se trata de una ma­ triz de poder discursivo e institucional que adjudica cuestiones de vida y m uerte m ediante una construcción de la hom osexualidad como categoría del sexo. En los términos de esta matriz, el sexo ho­ mosexual es “invertido”, de forma que se le vincula a la muerte. Y el deseo del invertido sexual, por su parte, también se convierte en un deseo dirigido por la muerte. Llegados a este punto, cabría plantearse si el discurso público hegemónico calificaría tan siquiera de sexo a la sexualidad lésbica. La pregunta: «Pero ¿qué es lo que hacen?» podría interpretarse como «¿Seguro que hacen algo?». A lo largo de este artículo me centraré, sobre todo, en el plantea­ miento histórico desarrollado por Foucault sobre el cambio que atra­ viesa el poder, y en cómo debe reescribirse dicho planteamiento a la luz del régimen de poder/discurso que actualmente regula el sida. Para Foucault, la categoría de “sexo” sólo emerge una vez que han

sido abolidas las epidemias. Pero, entonces, ¿cómo podríamos inter­ pretar ahora, vía Foucault, la elaboración de la categoría de sexo den­ tro de los términos que establece esta epidemia? Por otra parte, cuestionaré este concepto de “sexo”, en singular. ¿Es acaso cierto que el “sexo” puede entenderse como categoría his­ tórica, al margen de los sexos o de la idea de que existe una diferencia sexual? ¿Están los conceptos de “m asculino” y “fem enino” igual­ mente so m etid o s^ una concepción m onolítica del sexo? ¿O acaso nos encontramos aquí frente a una eliminación de la diferencia que impide una comprensión foucaultiana de “el sexo que no lo es” ? 2.

I. LA V ID A , L A M U E R T E Y E L P O D E R

En la última parte del prim er volumen, «Derecho de muerte y poder sobre la vida», Foucault describe un “acontecim iento” que tuvo lugar durante el siglo XVIII y que supuso un cataclismo: «nada menos que la entrada de la vida en la historia» (1978: 171). Podría parecer que lo que significa realmente este suceso es que el estudio y la regulación de la vida se convierten en objeto de interés histórico; es decir, la vida se convierte en el emplazamiento para la elaboración del poder. Con anterioridad a esta “entrada” sin precedentes de la vida en la historia, parece que la historia y , aún más im portante, el poder, se implicaron en el combate de la muerte. Foucault escribe: [...] la presión de lo biológico sobre lo histórico, durante milenios, fue extre­ madamente fuerte; la epidemia y el hambre constituían las dos grandes for­ mas dramáticas de esa relación que permanecía así colocada bajo el signo de la muerte; por un proceso circular, el desarrollo económico y principalmente agrícola del siglo XVIII, el aum ento de la productividad y los recursos más rá­ pido aún que del crecimiento demográfico al que favorecía, permitieron que se aflojaran un poco esas amenazas profundas: la era de los grandes estragos del hambre y la peste, salvo algunas resurgencias, se cerró antes de la Revolu­ ción francesa; la muerte dejó, o comenzó a dejar, de hostigar directamente a la vida. Pero al mismo tiempo, el desarrollo de los conocimientos relativos a la vida en general, el mejoramiento de las técnicas agrícolas, las observacio­ nes y las medidas dirigidas a la vida y supervivencia de los hombres, contri2 Véase Luce Irigaray, The Sex which is not One, traducción, Catherine P orter y C arolyn Burke, Ithaca, C ornell University Press, 1985.

huían a ese aflojamiento: un relativo dominio sobre la vida apartaba algunas inminencias de muerte (1978: 171-172).

Este intento por narrar la historia, delimitándola en épocas defi­ nidas, puede parecemos sospechoso por razones obvias. Parece que Foucault pretende señalar el acontecimiento de un cambio histórico, marcado por el abandono del concepto de la política y de la historia como ámbitos constantemente amenazados por la muerte y guiados por el objetivo de franquear esta amenaza, en favor de una política que puede presumir, hasta cierto punto, la continuidad de la vida y, por ende, dirigir su atención hacia la regulación, el control y el cul­ tivo de ésta. Si bien es cierto que Foucault no ocultaba el carácter curocéntrico de su planteamiento, ello no lo altera en absoluto: (...] esto no significa que la vida haya sido exhaustivamente integrada a téc­ nicas que la dom inen o adm inistren; escapa de ellas sin cesar. Fuera del mundo occidental, el hambre existe, y en una escala más im portante que nunca; y los riesgos biológicos corridos por la especie son quizá más gran­ des, en todo caso más graves, que antes del nacimiento de la microbiología (1978: 173).

Q uizá sólo quepa interpretar la narrativa histórica de Foucault como una construcción ilusoria: la muerte ha sido expulsada efectiva­ mente de la modernidad occidental, dejada atrás como una simple posibilidad histórica, y superada o echada a un lado como si se tratara de un fenómeno ajeno a Occidente. ¿Acaso tienen todavía sentido es­ tas exclusiones? ¿Hasta qué punto la caracterización que Foucault nos hace de las postrimerías de la modernidad requiere la exclusión de la amenaza de la muerte, y hasta qué punto la instituye? Parece que Foucault se ve obligado a contar una historia fantasmagórica para poder liberar de la muerte a la modernidad y al poder produc­ tivo y abrir paso al sexo en su lugar. En la medida en que la categoría “sexo” se construye en el contexto del poder productivo, lo que se narra es una historia en la que el sexo parece superar y desplazar a la muerte. Si admitimos el carácter históricamente problemático de esta na­ rración de los hechos, ¿podemos al menos aceptarla en términos lógi­ cos? ¿Es posible que podamos defendernos de la muerte sin que, al hacerlo, generemos una determinada versión de la vida? Y, en este sentido, ¿puede constituir el poder productivo un correlato lógico del poder jurídico? “La m uerte”, considerada como un fenómeno

previo a la m odernidad, como algo que se rechaza y se deja atrás, o como una amenaza existente dentro de otras naciones premodernas, siempre será la muerte, el final de una form a de vida específica; y la vida que debe salvaguardarse siempre constituirá una forma de vida normativamente construida de antemano, es decir, no son la vida y la muerte, pura y simplemente. Por lo tanto, ¿tiene sentido entonces re­ chazar la idea de que la vida fue introduciéndose en la historia a me­ dida que la muerte la fue abandonando? Por un lado, ninguna de las dos se introcfujo en la historia, y ninguna la abandonó, ya que una es sólo la posibilidad inmanente de la otra; por otra parte, la vida y la muerte pueden construirse como un ir y venir incesante, caracterís­ tico de cualquier ámbito del poder. Q uizá no nos estemos refiriendo ni a un cambio histórico ni a un cambio lógico en la formación del poder. Incluso cuando el poder se centra en la exclusión de la muerte, sólo puede hacerlo en nombre de alguna forma de vida específica, e insistiendo en el derecho de producir y reproducir esa forma de vida. A la luz de esta reflexión, la distinción entre el poder jurídico y el po­ der productivo parece desvanecerse. Sin embargo, Foucault acepta el advenimiento de este cambio, y ello le lleva a defender con convicción la introducción del “sexo” en la historia, en las postrimerías de la modernidad, hasta convertirlo en un objeto que el poder productivo formula, regula y produce. Al convertirse el sexo en un ámbito del poder, necesariamente pasa a ser objeto de los discursos legales y reguladores; el poder lo cultiva en sus diversos discursos e instituciones, en los términos de su propia estructura. N o se trata de que el “sexo” sea atendido por una ley so­ brevenida; el mero hecho de que el poder conceda atención al sexo, y que ejerza control sobre él, implica una labor de construcción; el sexo está siendo producido como algo susceptible de ser controlado e intrínsecamente regulable. El sexo experimenta un desarrollo de ca­ rácter normativo, según el cual determinadas leyes serían inherentes al propio sexo. El proceso inquisitorial que se ocupa de ese desarrollo de tipo legal, finge meramente descubrir en el sexo las leyes que él mismo le ha atribuido. La regulación del “sexo” no deja ni un ápice de sexo fuera de su regulación; la regulación produce el objeto que regula; el acto de regulación produce el objeto que acaba regulando; se regula anticipadamente aquello que de manera deshonesta acabará siendo tratado como objeto de regulación. El régimen regulador ge­ nera el propio objeto que pretende controlar, para así ejercer y elabo­ rar su propio poder.

Hemos llegado al punto crucial del razonamiento: la cuestión no os que el régimen regulador ejerza primero su control sobre el objeto para producirlo posteriormente, ni que lo produzca en prim er lugar para luego controlarlo. N o hay un intervalo temporal entre la pro­ ducción y la regulación del sexo; ambas se dan simultáneamente, ya que la regulación siempre es generativa; produce el objeto que afirma haber descubierto o hallado en el campo social en el que opera. C on­ cretamente, esto significa que no sólo existe una discriminación se­ xual; el poder es aún más insidioso: la discriminación puede estar in­ corporada en la formulación misma de nuestro sexo, o puede que la liberación sea, precisamente, el principio formativo y generativo del sexo de otros. Esta es la razón por la que, para Foucault, el sexo nunca puede liberarse del poder: la formación misma del sexo consti­ tuye una declaración del poder. En cierto sentido, el poder actúa so­ bre el sexo de forma mucho más incisiva de lo que pensamos, no sólo como coacción o represión externa, sino como principio formativo de su propia inteligibilidad. Podemos considerar que en el centro del poder, en la estructura misma del poder, ha tenido lugar un cambio o una inversión porque, lo que en un principio pudiera parecer que es una ley que se impone sobre el “sexo”, entendido éste como un objeto hecho, o una pers­ pectiva jurídica del poder como coacción o control externo, responde en realidad a la ejecución de un ardid del poder completamente dife­ rente; el poder que ya es productivo, va formando, sigilosamente, el objeto idóneo para ser controlado y, posteriorm ente, en un acto que reniega efectivamente de esa producción, declara haber descubierto ese “sexo” fuera de los márgenes del poder. Por lo tanto, la categoría “sexo” resulta ser exactamente lo que el poder ha producido para te­ ner un objeto de control. Este planteamiento sugiere, obviamente, que no se ha dado un cambio histórico del poder jurídico al poder productivo, sino que el poder jurídico es una especie de poder productivo disimulado o en­ cubierto desde el principio, y que el cambio, la inversión, yace en el seno del poder, y no entre las dos formas de poder histórica o lógica­ mente diferenciadas. La categoría “sexo”, que según Foucault es comprensible tan sólo como el resultado de un cambio histórico, se crea, en realidad, por decirlo de alguna manera, en medio de este cambio. Es la propia ca­ pacidad de cambio del poder la que produce anticipadamente las ins­ tancias que posteriorm ente subordina. N o se trata de un cambio de

una versión coactiva o restrictiva del poder a una versión productiva de éste, sino de una producción que al mismo tiempo es una coacción; una coacción anticipada de quienes posteriorm ente serán calificados como errónea o apropiadamente sexuados. Esta producción coerci­ tiva opera vinculando la categoría del sexo con la de identidad; existi­ rán dos sexos, distintos y uniformes, y se expresarán y evidenciarán a través del género y de la sexualidad, de tal forma que cualquier alarde social de una falta de identidad, de una discontinuidad, o de incohe­ rencia sexual'será castigado, controlado, condenado al ostracismo y reformado. Por lo tanto, al configurar el sexo como una categoría de identidad, es decir, al definir el sexo como uno u otro sexo, ,se inicia su regulación discursiva. Tan sólo después de que este proceso de de­ finición y producción ha tenido lugar, el poder adopta una postura, emplazándose como algo externo al objeto —el “sexo”— que halla. De hecho, ejerce su control sobre el objeto desde el momento en que lo define como un objeto idéntico a sí mismo; la identidad de sí, que se supone inm anente al propio sexo, es precisamente el indicio de esta instalación del poder, indicio que es simultáneamente borrado, o encubierto, por un determinado posicionamiento del poder como ex­ terno a su objeto. ¿De dónde proviene este ímpetu del poder? Desde luego, no de los sujetos humanos, precisamente porque son efecto y motivo del poder, y receptores de sus decretos. Parece que, para Foucault, en la modernidad el poder se esfuerza por incrementar su ámbito de vigen­ cia, de igual forma que lo hacía la vida antes de la modernidad. El po­ der actúa como mandatario de la vida, asumiendo su función, reprodu­ ciéndose siempre en exceso, y más allá de las necesidades, deleitándose en su explicación de sí mismo, una vez que la inmanente amenaza de muerte ha dejado de suponer un obstáculo. Así, según Foucault, el po­ der se convierte en el lugar de acogida de un cierto vitalismo despla­ zado; el poder, concebido como productivo, es la forma que adopta la vida cuando ya no necesita salvaguardarse de la muerte.

II II. SI'.XO Y LA SEXUALIDAD

¿r.n qué medida afecta la inversión de los térm inos del poder a lo I. i i jm) de la modernidad, a la discusión que Foucault aporta sobre una nueva inversión: la que se da entre el sexo y la sexualidad? En el len-

I’,naje común, hablamos en ocasiones, por ejemplo, de ser de un dem minado sexo, y de practicar una determinada sexualidad e, incluso, presuponemos que nuestra sexualidad deriva de ese sexo, y que es quizá expresión de ese sexo, o incluso que está parcial o plenamente (,tusada por él. Entendemos que la sexualidad proviene del sexo, lo «pie equivale a determinar el lugar biológico del “sexo” en y sobre el i uerpo, como fuente originaria de la sexualidad, la cual, de alguna manera, fluye desde ese espacio, permanece inhibida allí, o está en «ierto modo orientada con respecto a ese lugar. En cualquier caso, se .isume que el “sexo” antecede lógica y temporalmente a la sexualidad v que si acaso no es una causa fundamental de ésta, sí opera como su precondición necesaria. Sin embargo, Foucault invierte esta relación y afirma que la p ro ­ pia inversión está correlacionada con los cambios del poder m otlcrno. Para el autor, «mediante diferentes estrategias, la idea “del sexo” es erigida por el dispositivo de sexualidad» (1978: 187). Desde este punto de vista, la sexualidad sería una red de placeres e intercam­ bios corporales discursivamente construida y extremadamente regu­ lada, producida mediante prohibiciones y sanciones que literalmente ilan forma y dirigen el placer y las sensaciones. En semejante red o régimen, la sexualidad no emerge de los cuerpos como si fueran éstos su causa primera; la sexualidad toma los cuerpos como instrumentos y como objetos, pasando a ser el escenario en el que dicho régimen se consolida, allí donde despliega sus redes y donde extiende su poder. I,a sexualidad como régimen regulador opera fundamentalmente in­ vistiendo a los cuerpos con la categoría del sexo, es decir, convirtiendo a los cuerpos en portadores de un principio de identidad. Declarar que los cuerpos son de uno u otro sexo parece, a simple vista, una afirmación puram ente descriptiva. Sin embargo, para Foucault esta .i Urinación implica la legislación y la producción de los cuerpos. Es una exigencia discursiva, por así decirlo, que los cuerpos sean produ­ cidos como femeninos o masculinos, de acuerdo a unos principios de coherencia e integridad de signo heterosexual y sin que ello deba ser causa de conflicto. Al considerarse el sexo com o un principio de identidad, se le está incluyendo en el ámbito de dos identidades mulu ámente excluyentes y plenamente exhaustivas; un cuerpo es mascu­ lino o femenino, nunca ambas cosas a la vez, y nunca ninguna de ellas. [...] la noción de sexo aseguró un vuelco esencial; permitió invertir la repre­ sentación de las relaciones del poder con la sexualidad, y hacer que ésta apa­

rezca no en su relación esencia y positiva con el poder, sino como anclada en una instancia específica e irreductible que el poder intenta dom inar como puede; así, la idea de ‘sexo’ permite esquivar lo que hace el ‘poder’ del poder; permite no pensarlo sino como ley y prohibición (1978: 188).

Para Foucault, el sexo, ya sea femenino o masculino, opera como un principio de identidad que impone una coherencia y una unidad ficticias sobre una serie de funciones biológicas, sensaciones y place­ res, que de ®tra manera serían fortuitas e inconexas. Bajo el régimen del sexo, todo placer se convierte en síntoma del “sexo”, y el “sexo”, en sí mismo, no es meramente una base biológica, ni causa del pla­ cer, sino que determina su orientación, es un principio teleológico, un destino, y es también un núcleo psíquico reprimido, que p ro p o r­ ciona las claves para la interpretación de su significado últim o. El sexo, com o una im posición ficticia de uniform idad, es un “punto im aginario” y constituye una “unidad artificial”, pero, aun siendo ficticia y artificial, esta categoría ejerce un enorme poder 3. Aunque Foucault no lo afirma exactamente, la ciencia de la reproducción produce un “sexo” inteligible, im poniendo una heterosexualidad obligatoria sobre los cuerpos que describe. Es decir, desde este punto de vista, el sexo se presenta de acuerdo con una morfología heterosexual. La categoría de “sexo” constituye así un principio de inteligibili­ dad para los humanos, lo que equivale a decir que ningún ser humano puede considerarse como tal, no puede ser reconocido como humano, si no está plena y coherentemente marcado por el sexo. Sin embargo, si nos limitamos a afirmar que los humanos están marcados por el sexo, y que por ello son inteligibles, no estaremos captando adecua­ damente el sentido de las palabras de Foucault; él es aún más contun­ dente: para ser considerado como legítimamente hum ano, hay que estar coherentemente sexuado. La incoherencia del sexo es, precisa­ mente, lo que separa a los abyectos y a los deshumanizados de los que son reconocidos como humanos. Creo que Luce Irigaray llevaría este planteamiento aún más lejos, hasta volverlo contra Foucault, centrando su discurso en el hecho de

’ «l'.n efecto», escribe Foucalt, «es por el sexo, punto imaginario fijado por el dis­ positivo de sexualidad, por lo que cada cual debe pasar para acceder a su propia inteli­ gibilidad (puesto que es una parte real y amenazada de ese cuerpo y constituye simbó­ licamente el todo), a su identidad (puesto que une a la fuerza de una pulsión la singularidad de una historia)» (1978: 189).

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«¡Exclusiva! Liberace y un amigo que murió de sida»

"nuestros” propios hijos. Sin duda, el anterior planteamiento lleva implícita una verdadera amenaza que tan sólo sirve para poner de manifiesto hasta qué punto el ámbito doméstico es, ha sido y será un emplazamiento privilegiado para la generación y proliferación de inicusas fantasías sexuales. Lo inenarrable que acecha en el seno mismo ilc “la familia” no es tanto el peligro real de un posible acoso hacia los niños desde el exterior, sino una posibilidad más radical de reco­ nocer que el cuerpo de los niños y las niñas es, invariablemente, obicto de deseo de padres y madres y, aún más im portante, que el niño 0 la niña no sólo resulta deseable, sino que es, a su vez, un sujeto de­ scante. Las manifestaciones favorables a la imposición de una cuaren­ tena a las personas infectadas por el VIH, o que defienden la realiza1¡ón o b lig ato ria de análisis de anticuerpos a todas las personas agrupadas bajo las categorías extrafamiliares, como los homosexuales 0 los inmigrantes, derivan obviamente de esta compulsión previa e inconsciente, que exige la censura y la expulsión del ámbito doméslico de todo signo de diversidad sexual, y que siempre se expresa desde un supuesto punto de vista infantil. La identificación con la in­ fancia permite al “buen” padre, o a la “buena” madre, protegerse de los trastornos conflictivos propios de las identidades adultas; prote­ gerse en la proyección de una fantasía de “inocencia” infantil que bo1ra, significativamente, todo rasgo sexual de las partes implicadas. La flagrante violencia implícita en los reportajes sobre sida pone de ma­ nifiesto el considerable potencial expresivo de estos aspectos sexuales reprimidos, así como las formas de histeria, de identificación histéi ica, responsables del inmovilismo inducido de la unidad familiar, imbuida de comportamientos rutinarios rígidos y estereotipados, con los que se asegura la “respetabilidad” doméstica. Desde esta perspectiva podemos atisbar el inconsciente político implícito en la representación visual establecida por los reportajes so­ bre sida y que podría resumirse en la constitución de un díptico. En un panel se nos muestra el retrovirus que conocemos como VIH (des­ crito erróneamente una y otra vez como “virus del sida”) que apa­ rece, gracias a la microscopía electrónica o al grafismo informático, como un enorme asteroide en tecnicolor. En el otro panel, podemos contemplar a la “víctima del sida”, habitualmente hospitalizada y físi­ camente debilitada, “de rostro marchito, arrugado, repugnante”; el auténtico cadáver de Dorian Gray 15. Este es el espectáculo del sida, 15 O scar W ilde, El retrato de Dorian Gray, Madrid, Anaya, 1989.

que se constituye en un régimen de imágenes brutalmente sobredeterminadas, sensibles tan sólo a los valores de la “verdad” familiar dominante del sida y a los “conocim ientos” proyectivos de ese espec­ tador idealmente interpelado, que se supone “ya sabe de antemano todo lo que tiene que saber” sobre la homosexualidad y el sida. Este espectáculo se centra principalm ente en garantizar una “correcta” identificación del sida que excluye, efectivamente, cualquier posibili­ dad de identificación positiva o comprensiva con las personas con sida. El sida se consolida como un drama ejemplar y adm onitorio que se difunde representado ora a través de imágenes que demuestran la milagrosa autoridad de la medicina clínica, ora en la representación de las caras y los cuerpos de los individuos que revelan claramente los estigmas de la culpa. El principal objetivo de esta perspectiva sá­ dica y punitiva es el cuerpo del “homosexual”.

III. EL C U E R P O H O M O S E X U A L

El psicoanálisis contempla la identificación como un proceso psicoló­ gico a través del cual el sujeto «asimila un aspecto, propiedad o atri­ buto de los otros, transformándose total o parcialmente, de acuerdo al modelo que los otros le aportan». Aún más, «la personalidad se constituye y adquiere un carácter específico a través de una serie de identificaciones» 16. Pero el proceso esencial de identificación opera de dos formas: una transitiva de identificación del yo en relación con la diferencia del otro y una reflexiva de identificación del yo en una relación de semejanza con el otro. El cuerpo homosexual es un ob­ jeto que sólo puede hacerse visible “públicam ente” a través de la pri­ mera forma, la transitiva, bajo la imposición de una condición estricta según la cual cualquier posibilidad de identificación con éste es recha­ zada escrupulosamente. El cuerpo homosexual, en lo que se refiere a la elección del objeto, evidencia ineludiblemente una diversidad se­ xual que constituye la “función” ideológica a restringir. En su dim en­ sión relativa al registro del género, pone de manifiesto la imposibi­ lidad de todo este proyecto. El cuerpo hom osexual, fem inizado despectivamente, hace más que evidente la misoginia “heterosexual” masculina. Masculinizado, sencillamente deja de existir; desaparece. 16 J. Laplanche y T. B. Pontalis, The Lanvuave o f Psycho-Analysis, Londres, The H ogarth Press, 1983, p. 205.

Así, se constituye como una contradictio in objecto, una contradic«ion objetiva. El psicoanálisis plantea este “problem a” de forma muy diferente, ya que el cuerpo del que trata «no es externo sino algo in­ terno a la psique [...]. El psicoanálisis no concibe las percepciones i orno registros no mediados de la realidad de un cuerpo prestablei ¡do. Más bien, mantiene una teoría libidinal de la percepción» 17. Por lo tanto, el “problem a” es el propio cuerpo, radicalmente en­ mudecido, aunque considerado locuaz por las múltiples fantasías del deseo que lo rodean y que, como nos recuerda Leo Bersani, son “una defensa frenética contra el retorno, hasta la superficie misma de la conciencia, de imágenes y sensaciones peligrosas” 18. Para ser más exactos, estas «fantasías del deseo en absoluto miran únicamente ha­ da el pasado; son reminiscencias con carácter proyectivo» (ibid.A l­ lí). De hecho, la propia idea del “cuerpo homosexual” evidencia la .unbición, más o menos apremiante, de confinar un deseo dinámico bajo la apariencia de un objeto estable, calibrado por su objetivo se­ xual, y que es con sid erado com o “ una opción eq u iv o cad a”. El “cuerpo homosexual” pondría así de manifiesto una colección ficticia de actuaciones sexuales perversas, por lo que se le negará cualquier realidad psíquica y se le empujará allende las fronteras de lo social. Al fin y al cabo, ésta es la pretensión inicial con que se justificó la inven­ ción de la categoría de “el homosexual” (que, sencillamente, debemos dejar de utilizar). Así, los rasgos definitorios de la sexualidad socialmente establecidos intentan evitar de modo permanente que se come­ tan los “errores” que ponen en peligro la frágil estabilidad del sujeto heterosexual. De ahí la conveniencia inestimable del sida, reducido a una tipología de signos que garantiza la identificación del temido ob­ jeto de deseo en los últimos momentos de su aparente autodestrucción. Así, el sida pasa a racionalizar la imposibilidad del “cuerpo ho­ mosexual”, y nos recuerda las espantosas consecuencias que acarrea no lograr “olvidar” ... De ahí la necesidad social de un “cuerpo ho­ mosexual”, revelado en una composición fotográfica configurada por la antropología y la sexología penal del siglo XIX y por el periodismo actual. De ahí también el comentario de un contemporáneo patólogo inglés, ex policía, profesor en un hospital de Londres, que invitaba a sus alumnos, haciendo alarde de un estilo pedagógico cercano, casi 17 Parveen Adams, «Versions of the Body», m /f, nums. 11-12, 1986, p. 29. 18 Leo Bersani, Baudelaire and Freud, Berkeley, University of California Press,

1977, p. 129.

familiar, a identificar los síntomas físicos de la homosexualidad, espe­ cialmente, el «típico recto, queratinizado, en forma de embudo, carac­ terístico del homosexual habitual» 19. O tro de los síntomas constituti­ vos del “homosexual habitual” es un reblandecimiento del cerebro. Éste es el orden de “conocim iento” del “cuerpo hom osexual” que precede a la mayoría de los reportajes clínicos sobre el sida y que pasa a impregnar el registro doméstico a través de la mediación de los co­ rresponsales médicos que “nos” informan desde la línea misma del frente clínico y que nos remiten incesantemente al díptico del diag­ nóstico del sida. El cuerpo, inmerso en estos tableaux mourants den­ samente codificados, está sometido a niveles extremos de crueldad ca­ sual y de violenta indiferencia, com o si de un cuerpo extraño se tratara, un cuerpo que es abierto en canal ante la mirada, a la vez ate­ rrorizada y fascinada, de los aturdidos patólogos sociales. Aún así y con todo, cuando los signos de los “actos” homosexuales han sido por completo confundidos con los signos de una muerte entendida como m erecido escarmiento por una conducta depravada, todavía queda abierta alguna posibilidad para que una identificación reflexiva de la muerte como un mero acontecimiento humano, con el cuerpo humano in extremis, logre interrum pir los últimos ritos de la censura psíquica. Así, el “cuerpo hom osexual” que es el mismo cuerpo que el de “la víctima” del sida, pese a ser emplazado en el umbral clair-obscur de la propia muerte, o precisamente por ello, debe ser visible para que pueda ser humillado públicamente, arrojado en herméticas bolsas de plástico, fumigado; se le debe negar el sepulcro, por tem or a que pueda inspirar tan siquiera un resquicio de reconocimiento, por te­ m or a la más remota sensación de, pérdida. De este modo, el “cuerpo homosexual” continúa manifestándose incluso después de su muerte; no como un recuerdo de ésta, sino precisamente como su contrario, evocando una vida que debe presentarse ante todos desprovista de todo valor, desprovista de cualquier capacidad de inspirar lástima o iludo y, una última afrenta, eclipsando su existencia y siendo redu­ cido a una mera cifra estadística anónima. El “cuerpo hom osexual” se "despacha”, como si de basura se tratara, como el mismo desecho que lúe cu vida. N o obstante, como en tantos otros casos, las operaciones psíquicas que nutren esta “verdad” última del sida se exceden, y este Mcyrick H orton, «General Practices», ponencia presentada en la segunda conli icm i.i anual sobre el Significado Social del Sida, South Bank Polytechnic, Londres, noviembre, 1987.

mismo exceso adquiere un significado que, al final, supera las impli• .u iones en un principio pretendidas. Irónicamente, en estas circunsMiu ias, las consecuencias psíquicas de la salvaje organización social «I' la “sexualidad” en el mundo moderno, tan sólo pueden servir, en nliuna instancia, para la elaboración indiscriminada de instrumentos ■Ir lormento. Ya que, precisamente, esta sustitución de la epidemiolol'.i.i por una etiología moralizada de la enfermedad, que considera el .id.t como una propiedad intrínseca del “cuerpo homosexual” tal y i 0 1 no aparece representado en la fantasía, puede contribuir a una exp.msión real del VIH, al desviar la atención de los medios capaces de licuar la transmisión; unos medios de eficacia suficientemente proluila y que están a nuestro alcance. Tal atención requeriría escuchar l.e. voces de los “culpables”, y supondría aceptar el riesgo de reconoi rr que el VIH no respeta ni a las personas, ni a los cuerpos. Sin emlurgo, el espectáculo del sida sigue protegiéndonos contra semejante eventualidad espantosa, mientras nos sentamos frente a nuestros tele\ ¡sores para contemplar y celebrar cómodamente a salvo desde nuesii os gesundes Volksempfinden, desde nuestros sanos sentim ientos populares, esa maravillosa visión, largo tiempo profetizada, de los de­ generados, por fin, consumiéndose.

IV. EL ESPECTÁCULO DEL SIDA

I I espectáculo del sida, en todas sus variantes, se pone en escena con i xt remado cuidado y precisión para dar lugar a un sensacional desfile didáctico, que nos proporciona al “público en general” nuevos testi­ monios sobre la trascendencia de los peligros que nos acechan en iodo momento; unos testimonios más dramáticos, si cabe, de los que y.i conocíamos. El espectáculo del sida nos ofrece una purga ritual en l.ique podemos contemplar el castigo que reciben los portadores del mal, mientras la unidad familiar nacional, el lugar de “lo social”, se purifica y se restaura. N o obstante, Jacques D onzelot defiende que •el mismo proceso mediante el que se muestra la emergencia de “lo social” como el espacio concreto de inteligibilidad de la familia, faci­ lita a su vez que lo social aparezca como una extraña abstracción» 20. Jacques Donzelot, The Policing o f Families: Welfare Versus the State, Londres, I lutehinson and Co., 1979, p. XXVI.

Al atribuir al sida las características de una enfermedad venérea, el espectáculo reduce “ lo social” a la escala de “la familia”, desde cuya perspectiva m iniaturizada y empobrecida se desaprueban siste­ máticamente todos los aspectos de una diversidad sexual establecida de manera consensuada. Retomamos, por lo tanto, la cuestión de la “sexualidad” en el m undo moderno, pero esta vez desde un punto de vista com pletam ente distinto al m antenido p o r las anteriores campañas del siglo XX, realizadas en nombre de las “minorías sexua­ les” y basadas en los términos del derecho a la privacidad. De hecho, precisamente, el concepto de privacidad ocupa un lugar central en el familiarismo. Esta relevancia es ahora utilizada para desafiar la auto­ ridad de la tradicional distinción liberal entre lo “público” y lo "pri­ vado”, típica del enfoque consensuado de “lo social”, vigente d u ­ rante más de un siglo. Es fácil echar mano de ese consenso hoy en día 21. En cualquier caso, la categoría de “hom osexualidad” ha consti­ tuido siempre un serio “problem a” en el contexto de las leyes y polí­ ticas sociales elaboradas según una distinción, supuestamente física, entre lo público y lo privado. Legitimada, hasta cierto punto, en la esfera técnica de lo privado, adquiere tintes problemáticos en el ám­ bito público. Los reportajes periodísticos sobre el sida son un buen ejemplo de ello, en la medida en que se dirigen a una “familia” que hace las veces de “la nación”. De ahí el hecho extraordinario de que, incluso a pesar de esos 1 000 casos de sida, el Gobierno británico no se haya dignado aún a emitir la debida información, el asesoramiento y el apoyo necesarios a la comunidad más directamente afectada por las consecuencias del VIH desde el inicio de los años ochenta: los gais. Evidentemente, ello se debe a que aún no se nos reconoce como parte de “lo social”, ámbito del que paradójicamente estamos excluidos en virtud, precisamente, de nuestra posición social parcialmente legali­ zada en el ámbito “privado”. N o nos olvidemos de que estamos ha­ blando de, por lo menos, un 10% de la población total del Reino Unido. El espectáculo del sida siempre es m odificado p o r tem or a que resulte demasiado “espantoso” ante los ojos de la audiencia do­ méstica, mientras que, simultáneamente, amplifica y magnifica la “sa­ biduría” colectiva del familiarismo. Así, los reportajes sobre sida aportan una perspectiva única sobre el actual gobierno de lo domés21 Véase Simón Watney, Policing Desire:Pomograpby, polis, University of M innesota Press, 1987a, cap. 4.

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Ignorancia de quienes gestionan la pandemia. Ineficacia de ias políticas de investigación, ajenas a principios de colaboración. Inasistencia sanitaria de inmigrantes y gente encarcelada. Iniquidad del sistema de reparto de oportunidades y de riquezas. Impericia de quienes administran los raquíticos recursos oficiales para la lucha contra el sida. Indiferencia de los medios de comunicación y del star system.

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I l SIDA Y SUS F IC C IO N E S

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Este texto es para Pierre T. Se lo debo.

I )¡cz días antes de la declaración de guerra, Jean Baudrillard deploi aba en un artículo aparecido en Libération i'l estado desintensificado de la guerra, el del derecho a la guerra, surgido de 1.1 luz verde de la ONU; un lujo de precauciones, de concesiones. Es la utili­ zación del preservativo extendida al acto de guerra; como para el amor: hai ed el amor, haced la guerra, ¡pero con preservativo! En la escala de Richter, 1.1 Guerra del Golfo no alcanzaría siquiera el grado 2 ó 3 [...] es la forma .isintomática de la guerra, lo que permite no llegar nunca a conocer la gue­ rra” '.

Si hemos de creer a Baudrillard, nos encontraríamos en la actuali­ dad ante una confusión entre todos los ámbitos, una contaminación recíproca de todas las categorías. Puede que Baudrillard no contem ­ ple otra cosa que su propio método: su pensamiento en una metáfora generalizada. Es necesario cuestionar esa metáfora, tomarla a contrapelo. Si es verdad que cada categoría se insinúa en todas las demás, si es cierto que esa guerra puede interpretarse a partir del modelo del amor, en­ tonces el amor también puede ser interpretado según el modelo de la guerra. Así, «En la escala de Richter, el sexo seguro no alcanzaría siquiera el grado 2 ó 3 [...]. Es la forma asintomática del amor, lo que permite no llegar nunca a conocer el amor». Estaríamos entonces ante algo que puede parecerse al amor, pero que está desprovisto de su referente básico, de su valor, de su origen y de su destino. N o sería éste más que un amor virtual, ya que sería un amor sin violencia y sin peligro. Publicado originalmente bajo el título «Le sida et ses fictions», en la revista Cahiers de Résistances, num. 2 (junio de 1991), pp. 33-37. Traducción de Ricardo Llamas. 1 Jean Baudrillard «La guerre du golfe n ’aura pas lieu», Libération, 4 de enero, 1991.

Según parece, el deseo está obsesionado p o r la m uerte, y la muerte está siempre en el horizonte del amor. Eros y Thanatos; la vieja canción. Al parecer, el deseo enfrenta al cuerpo del otro con sus propios límites. Eso debe ser el verdadero amor para Baudrillard. Es ésta una vieja historia, hasta tal punto manida que ya nadie es­ taba del todo seguro de su vigencia. El sida ha venido a reavivarla y a confirmarla. El sida habrá aportado al menos ese mínimo de certi­ dumbre que todavía nos faltaba. N o hay más que leer los periódicos. Los amores de hoy son anoréxicos; han perdido el gusto del abandono, el vértigo del abismo y el sentido de sacrificio. H a llegado la era de la desconfianza y del simu­ lacro. N o cabe duda: los periódicos saben qué es el amor. Antes del sida, la idea del am or hasta la muerte era sólo una metá­ fora. Una ficción circunscrita a las novelas, a las crónicas de sucesos y a los manuales de psicoanálisis. Se amaban, su amor los mató. El la quería, él la mató. El no la quería, ella lo m ató... Sin embargo, el sida no es una metáfora. Efectivamente, no saber que el sexo puede ser peligroso, no protegerse, puede en la actualidad conducir a una muerte de verdad. Los admiradores de Eros y Thana­ tos, no obstante, continúan haciendo como si nada hubiera cam ­ biado, como si no existiera un hiato entre la muerte como metáfora y la muerte sin más. Debe haber, pues, una teoría del deseo hasta tal punto cierta que cualquier cambio radical, cualquier cambio de naturaleza, no sólo la deja inalterable sino que, además, la alimenta. Una teoría tan univer­ sal que lo real, cualquiera que sea su configuración, solamente consi­ gue hacerla prosperar. Una teoría de este tipo es una teoría metafísica, no empírica. Los cambios reales que el sida está produciendo en el mundo no han lo­ grado estremecerla, ni cuestionarla, ni someterla a la prueba de la falsación. Una teoría así puede dar cuenta de todo; está por completo del lado del mito y de las religiones. N o ha reflexionado nunca sobre su historicidad, no ha considerado jamás que su objeto pueda ser un código cultural, una representación. Y no una esencia del amor. A la vuelta de la Gran Guerra, había soldados que decían: «Basta de cuadros con puestas de sol». Determinados objetos, en el contexto de una realidad determinada, habían prescrito, eran obscenos. Aún hoy se continúa cantando el lazo indisoluble de Eros y Thanatos. Es más, el sida ha hecho resurgir la idea de la muerte como razón del deseo.

Quienes postulan tales teorías no han visto todo el desastre y la locura. N o han visto las vidas liquidadas, los cuerpos mutilados, a ese .miigo que pierde la razón, a ese otro que se caga y que se muere ane­ gado en su propia mierda. N o han visto a esos padres que prefieren decir que a su hijo se lo llevó una leucemia fulm inante, antes que af rontar la vergüenza del sida y de todos sus sobrentendidos. N o han visto a las chicas que no se atreven a sacar un preservativo por tem or ■i ser consideradas unas putas. N i a los homosexuales que mueren en i’l silencio de su enfermedad de maricones. O, más bien, sí que lo han visto todo, y sí que lo conocen todo, pero sólo le prestan atención a sus propios discursos, y creen recono­ cer sus propios argumentos en los demás al proyectarlos sobre ellos. Se han familiarizado con el sida; lo han acogido en el seno de su pen­ samiento, un pensamiento que lo estaba esperando, y en el que ahora ocupa un lugar demasiado bello. En lugar de confrontar su reflexión ,i la realidad del sida, han rechazado esta realidad para convertirla en una ficción. H an escamoteado la realidad del sida en beneficio de lo t|ue ésta permite decir, en beneficio de un discurso que coincide con lo que desde siempre habían estado diciendo. El sida, con su lastre de realidad, ha sobrecargado sus viejas metáforas. H a venido a represen­ tar un papel determinado en un guión prescrito. Poco im portan en­ tonces las estadísticas, las muertes de ayer y las muertes que están por venir. A condición de que estas muertes tengan un sentido. Y el sen­ tido de estas muertes y de esta enfermedad ya estaba disponible antes de que acaecieran, listo para ser pensado. H ervé G uibert tiene sida. Escribe sobre su enfermedad, y hay que estarle por ello agradecido: es prácticamente el único que lo hace. No obstante, a G uibert le gustan demasiado las fórmulas bellas como para decir que esta muerte es absurda, y que no se puede extraer de ella ningún sentido. Antes al contrario, el sida para él está saturado de sentido. Es un reflejo de su vida, de su obra, de su deseo. Es el estadio último de su proyecto. Desde hace quince años, G uibert no ha dejado en ningún m o­ mento de alimentar el gran mito del deseo y de la muerte. La muerte, la violencia y el sufrim iento como únicas verdades del sexo y del amor. En 1977 publica La m ort propagande 2. Prim er libro, prim era

2 Hervé G uibert, La mort propagande, París, Régine Deforges, 1977.

frase: «Estar en una sala de disección y descuartizar un culo. Hacer una autopsia de ese lugar de mi cuerpo en el que la penetración por una polla, la uña del dedo encallecido que escribe y que masturba, que araña deliciosamente mis paredes intestinales, la aspereza de una lengua que se endurece, me lleva a empalmarme, a correrme, a mear el esperma». En 1983 escribe, junto con Patrice Chéreau, el guión de la película L ’homme blessé. Los maricas en los urinarios. Pero, sobre todo, la historia de un hombre que sólo logra realizar por completo su am or a través del asesinato de su amante y de su propio suicidio. Por aquel entonces, G uibert y Chéreau aún hablaban de metáfora. En 1988, G uibert escribe Fou de V incent3: «Vincent me decía: tengo hongos, decía: tengo sífilis, decía: tengo piojos, y yo estrechaba su cuerpo contra el mío». En 1990, G uibert tiene sida, y publica A l amigo que no me salvó la vida 4. «Simultáneamente, cogíamos la en­ fermedad del cuerpo del otro. Hubiéram os cogido la lepra si hubiéra­ mos podido». N ada ha cambiado. Al contrario: G uibert se aplica en la tarea de su b ray ar la coherencia, los ecos, las repeticiones. Esa vida, esa muerte, son como una novela. G uibert señala todos los textos en los que se designaba el peligro anticipado del sida, textos que ya sugerían lo que él mismo llama la “prom esa”: «Había encontrado textos escri­ tos cuando tenía 20 años en los que ya se describía este espectáculo, esta enfermedad, esta desnudez» (El protocolo com pasivo5). «Sentí aproximarse la muerte en el espejo, en mi mirada en el espejo, mucho antes de que ésta hubiera ocupado verdaderam ente su lugar» (A l amigo...). Poco después, cuando recoge en su diario la evolución de la enfermedad de Michel Foucault, Guibert escribe: «No era tanto la agonía de mi amigo lo que estaba describiendo cuanto la agonía que me esperaba a mí, y que sería idéntica; ahora ya era una certeza que además de la amistad estábamos unidos por una especie de destino tanatológico común» (Al amigo...). En 1990, con motivo de la publicación de A l amigo..., G uibert se confiaba a Libération: «Para mi, el sida habrá supuesto un paradigma en mi proyecto de desnudez de sí y de enunciado de lo indecible». El

3 Hervé G uibert, Fou de Vincent, París, Les Éditions de M inuit, 1988. 4 Hervé G uibert, A l ’am i qui ne m ’a pas sauvé la vie, París, Gallimard, 1990 [Al amigo que no me salvó la vida, Barcelona, Tusquets, 1991]. 5 H ervé G uibert, Le protocole compasionel, París, Gallimard, 1991 [El protocolo compasivo, Barcelona, Tusquets, 1992].

nl.i, su sida, como a él le gusta decir, es una gramática: logra declinar un ‘.nítido que irradia toda su obra y que le otorga a ésta su coheren. i.i «Creo que ambos tenemos el sida [...]. Tenía miedo y estaba eml'i irtgado, tranquilo y perturbado a la vez. QU IZÁ S H A BÍA AL F IN AL• AN ZADO MI O B JET IV O » (Al amigo...). (Juibert recupera el sida, se lo apropia, le hace justicia; y si bien el ’iid.i le hace sufrir, tam bién el sufrim iento form a parte de su p ro ­ grama. Nos encontramos, sin embargo, ante una situación de emergen1 1 .1 . El sida es, sobre todo, una conm inación a luchar en su contra. A que tomemos en serio el momento presente, sus renuncias, su nel',.itiva a reaccionar. Pero pensar el problem a del sida no puede, en ningún caso, consistir en caminar a su ritmo y acompañar su melodía. Pensar el problema del sida sería, para empezar, considerarlo al margen de cualquier sentido. Debería ser una reflexión sobre todo .ic]uello que lo hace posible. Y ya que hablamos de amor y de ficciones, pensar el sida debería i onsistir también en cuestionar la vieja pareja formada por Eros y Thanatos, puesto que se adapta demasiado bien a la realidad del sida mino para ser honesta. Esta metafísica está manchada de sangre; no considera nunca otra realidad que la establecida por sus propios efec­ tos. Sabemos, no obstante, que un solo acto sexual puede ser fatídico. Seguir afirmando que la muerte es la verdad del amor constituye una incitación al crimen. Pensar el sida sería entonces acabar con la historia de Eros y Tha­ natos, resistir al canto de sus sirenas. C on la m ejor voluntad del inundo, Barbara canta «sidamor». Es la rima que se presenta a sí misma como pensamiento; la reflexión como producto de una simple práctica mimética del lenguaje. Este mito esconde las vergüenzas de las morales más puritanas. El gozo debe tener un precio; el cuerpo debe tener un precio; el placer debe pagarse con la muerte. Esta es una ficción del odio del placer y del cuerpo. H abrá quien me diga: lo confundes todo. Ya hace siglos que veni­ mos diciendo que no hay que tom ar las ficciones al pie de la letra. Pero, precisamente, pensar el sida debería comenzar por examinar el poder de las ficciones para estructurar lo real y producir sentido. Se me dirá: G uibert está enfermo y salva el pellejo como puede. Pensar el sida es también replantear el viejo debate de la responsabili­ dad del escritor. Y es, además, contar otras historias. Aun a riesgo de parecer ridí­

culo. A provechar que sólo tenem os una palabra para decir eros y agapé. C onsiderar que esta confusión de nuestro lenguaje entre el amor y el amor es una confusión feliz y que debería constituir para nosotros una exhortación a reunir por fin la carne (el placer) y la cari­ dad (el amor al prójimo). Pensar el sida es también recordar algo: que el verdadero amor no puede consistir en el deseo de la muerte del otro, sino en la afirma­ ción simple y ^in restricciones del deseo de que ese otro viva. Sé bien que habrá quien se ría, que estas historias de placer y de vida son irrisorias. Pero también lo son las historias de preservativos. Una fina película de caucho es todo lo que hace falta para zanjar la cuestión. El amor puede proseguir su reinado. Reconoced que todo parece demasiado simple, como todo aquello que revela un amor in­ condicional por la vida. Sin embargo, al parecer, preferimos las tum ­ bas, los cadáveres, la carnaza, el comedimiento, las lágrimas, la culpa­ bilidad, la vergüenza. N os hemos acostum brado a considerar que todo eso tenía un sentido, que todo eso era el sentido. Q ue la verdad se medía según su peso en sufrimiento. Basta con colocar la muerte al lado de cualquier cosa: el resultado acaba siempre por resultar con­ vincente. La combinación constituye un fin, establece un punto de vista desde el que todo aparece iluminado por una luz conciliadora. La muerte actúa como el emplazamiento desde donde habla el sen­ tido. Es una tautología pura. Por eso las historias de placer y de vida son demasiado sencillas; por eso resultan irrisorias. Y, además, las tumbas, los cadáveres, la carnaza, el comedimiento, las lágrimas, la culpabilidad, la vergüenza; todo lo que nos hemos acostumbrado a consumir sin decir ni una palabra, todo está orques­ tado por el sida. El sida señala el triunfo de los tanatócratas. La tanatocracia es una ideología de desprecio del cuerpo, que pre­ dica que el placer debe pagarse al elevado precio de la muerte. Pero es, sobre todo, una ideología de desprecio de la vida, que afirma que la muerte es un nuevo nacimiento, un re-conocimiento, el lugar de advenimiento del sentido. En el catálogo disponible de las rimas prácticas que se ofrecen lis­ tas para ser pensadas, está también la que empareja significación y de­ saparición (o sentido y ausencia), y la relación que de ella se deriva inmediatamente entre la muerte y la verdad. Retom em os a G uibert. En A l amigo que no me salvó la vida, Guibert reconoce «la increíble perspectiva de inteligencia que el sida abre en [su] vida». Poco después pasa a hablar de esa enfermedad que

Ir da «a la muerte tiempo para vivir, tiempo para descubrir el tiempo v tiempo para descubrir al fin la vida». Guión de la última instancia, ni el que la escena final cierra y culmina la historia, antropología mortuaria de la verdad. En la entrevista concedida a Libération, GuiIuTt citaba a Thomas Bernardt: «El hospital es un distrito incompara­ ble del pensamiento», y añadía: «el lugar en el que se elabora la coni inicia». Los finales son principios. Ese es exactamente el sentido del .11 rcpentimiento. A partir de ahí, todo viene encadenado; la muerte es loc|ue nos une al otro: «desde el día en que me puse de nuevo a vivir, «roo haber comprendido el sentido de la bondad y su necesidad en la vula» (El protocolo compasivo). «Amaba a esos niños, quizás de un modo siniestro, porque el VIH me había permitido ocupar un lugar en mi sangre, com partir con ellos este destino común de la sangre» (Al itmigo...). Hervé G uibert escribe con la muerte. La adopta de corazón con todo su rosario de conceptos fósiles. El sida en G uibert es un interi ambiador: la muerte por la vida / la vida por la muerte. N o es más • Iue un operador que permite atravesar las apariencias para encontrar la esencia de las cosas. La enfermedad en G uibert es religión. El reportaje especial de Libération dedicado a Guibert se titulaba I ,a vida sida». La entrevista concedida a 7 a Paris se abría con el timlar «Sin el sida ya estaría muerto». Y G uibert acababa A l amigo que no me salvó la vida con la siguiente frase: «Al fin he vuelto a enconirar mis piernas y mis brazos de niño». Ninguna obra consagrada al sida se habrá vendido jamás tan bien i orno los libros de Guibert. La acogida que han logrado ha sido entu­ siasta. Todo el m undo se apresuró a alabar su extremada dignidad. Yes que G uibert resulta desalentador a fuerza de dar pruebas de dig­ nidad. Por lo demás, en su último libro se burla de esos payasos que ritan su miedo y su rabia. Aunque éstos le responden con la misma moneda: saben que el sida no es el lugar de advenimiento de ningún sentido, y están dispuestos a escupir sobre todo el terciopelo visconliano que sea preciso para ser escuchados. Guibert es un m ártir con consentimiento. Es la prueba de los tanatócratas. C o n fo rta y da crédito a dos m itos: el del am or y la muerte, el de la muerte y la verdad. La lógica es perfecta. Es religiosa. Kstá el pecado (el cuerpo), la prueba (el sida), la confesión (el libro) y la revelación (la muerte/vida). G uibert es un falso mesías. El éxito de Guibert inquieta a quienes no están convencidos de la validez de su proyecto. Es necesario intentar situar el éxito de ese

proyecto en un m om ento de vacío, en ese compás de espera que su obra señala. Alrededor de un 50% de los enfermos de sida en Francia son ho­ mosexuales. H asta hace bien poco se hablaba de grupo de riesgo. A n­ teriormente también se había hablado de castigo divino. Las ficciones de los tanatólogos no dicen otra cosa. Conservan todos los elementos del discurso integrista salvo la referencia a la trascendencia. Hacen de éste un discurso laico, pero en el fondo es lo mismo. Sólo hacía falta que un homosexual se identificara con su discurso para poder vali­ darlo p o r completo. Y entonces los espectadores lloran; están con­ vencidos. M ucho más convencidos que cuando antes se planteaban tom ar o no partido por los homosexuales de form a incuestionable cuando eran injuriados. Todo parece indicar que no saldrán a la calle hoy o mañana cuando los derechos de los homosexuales estén ame­ nazados y haya que defenderlos. Algunas familias sólo se reúnen en los entierros. U n buen marica es un marica muerto. Antes del sida, una hom ofobia travestida de inteligencia y en­ vuelta en tolerancia divulgaba dos fábulas sobre la homosexualidad, fábulas que eran retomadas a su vez por un buen número de hom ose­ xuales que las acreditaban encantados. La hom o sex ualidad sería una experiencia privilegiada de la muerte. Com o es bien sabido, los maricas no tienen hijos, no asegu­ ran su inm ortalidad en la descendencia. Su amor sólo consigue subli­ marse en la transgresión. Y la transgresión suprema es la muerte. La homosexualidad estaría privada de la experiencia ética de la al­ teridad. Ya sabemos que la alteridad está en el O tro Sexo, con ma­ yúsculas. U n chico con otro chico; es juntar lo mismo con lo igual. Entonces, es pertinente sacar a relucir el narcisismo. Y recordar que la muerte es la experiencia más radical de la alteridad. El sida como el mejor programa posible para la homosexualidad. Evidentemente, quien esto escribe es un paranoico. N o obstante, se pueden observar algunos indicios: la hom ofobia está en un buen momento, y parece de nuevo dispuesta a actuar abiertamente. El sida tan sólo le habrá abierto el camino. ¿Ejemplos? En el contexto de la revisión del Código Penal, el Se­ nado acaba de adoptar dos enmiendas. La prim era pretende crim i­ nalizar a las personas seropositivas, sustituyendo la responsabilidad individual por la designación y la represión de culpables, mayoritariamente homosexuales. La segunda restablece el delito de homose-

Mialidad instaurado en 1942 por Pétain y derogado en 1982 por M it­ in rand: Enmienda al artículo 222.18 del Código Penal: «En caso de com­ portamiento im prudente o negligente de una persona consciente que provoque la diseminación de una enfermedad epidémica transmisible, Lis penas pueden alcanzar los tres años de prisión y los 300 000 frani os de multa». Enmienda al artículo 227.18 del Código Penal: «El hecho de que un mayor ejerza sin violencia, imposición, amenaza ni sorpresa un alentado sexual sobre la persona de un m enor de 15 a 18 años del mismo sexo será castigado con 3 años de prisión y 200 000 francos de multa». El 6 de mayo de 1991, la manifestación organizada para protestar contra estas enmiendas no consiguió concentrar a más de doscientas personas. I ,n alguna parte de El Gran Gatsby (que fue mi Tom Sawyer cuando tenía doce años), el joven narrador comenta que todo el mundo sospecha que po­ see al menos una de las virtudes cardinales, y a continuación dice que él cree que la suya, bendita sea su alma, es la honestidad. La mía, me parece a mí, es saber distinguir entre un relato místico y una historia de amor. Digo que es una historia de amor compuesta, o múltiple, pura y complicada 6.

6 J. D. Salinger, Fanny y Zooey, M adrid Alianza, 1987, pp. 42-43.

SEGUNDA PARTE

BUSCANDO NUEVOS LENGUAJES

I «I | AMOS DE CONTAR MENTIRAS

V acabó la unanim idad. Ni siquiera las com unidades más sólida­ mente establecidas son coherentes. No vale todo: no valen ni cómplii es, ni quintacolumnistas, ni mártires. Ni que consciente y declarada­ mente se ejerza como tal, ni que se presente desde fuera la propia i! i nación bajo esos parámetros. Pero tampoco caben ingenuidades ni ienuncias ni imposiciones. En un contexto en que el sida, la “sangre i on sida” ha adquirido una dimensión simbólica muy particular, re■nlla imprescindible repensar las bases de nuestra retórica, cuestionar nuestros axiomas, analizar los fundamentos de nuestras creencias. La .mlocrítica se impone. Muchas mitologías deben ser cuestionadas. Por ejemplo: el verda­ dero amor se expresa a través de formas de solidaridad serológica («Una joven italiana se inyecta sangre de su novio seropositivo», El l’aís, 29/10/94). Muchas mentiras deben combatirse. Por ejemplo, la .isociación Cobra, de origen francés y con una sede en Barcelona, a cuya cabeza se encuentra Mirko Beljanski, vende desde hace años un m edicam ento milagro” llamado PB 100 (producido en Valencia). Los análisis del producto desarrollados en Francia establecen que éste «sólo tiene actividad antiviral en dosis tóxicas para las células (como el labasco o la lejía, por ejemplo)» y «Que no ataca específicamente a las células infectadas por v ih sino también a las sanas» (Mensual, num. 53, febrero, 1995). En definitiva: mucho dinero, ningún resul­ tado. «Beljanski ha sido condenado por el Tribunal de Saint-Etienne por ejercicio ilegal de la medicina, pero sin pena de cárcel». Con molivo del 1.° de diciembre, se celebró en Madrid un concierto para re­ caudar fondos para Cobra. Dicho evento “solidario” contaba con el apoyo (bienintencionado quizás, pero irresponsable e ignorante) de Radio Nacional de España. Debemos hacer frente, pues, a estrategias de la más pura intoxica­ ción informativa (el sida no tiene origen viral; lo que mata es el a z t ,

no e l v ih ; la inm unodepresión es fruto de los sudores de las saunas; las asociaciones de lucha contra el sida están compradas por el im pe­ rialismo farm acéutico...). Esta intoxicación que invade paulatina­ mente los medios “progres” (e l pop y el rock, la prensa alternativa...) se produce en medio de una absoluta falta de información sobre las terapias y los efectos de los tratamientos. Los enfoques de la medicina alternativa, despreciados y abandonados por laboratorios y autorida­ des sanitarias, se han convertido en un caldo de cultivo excelente para la confusión y para las sectas que extorsionan a las y los enfermos de sida. El descrédito de la medicina “oficial” (que aparece ahora parape­ tada en soluciones químicas de espaldas “a la naturaleza”) y de la me­ dicina “natural” (etiqueta de muchos tratamientos “milagro” que cons­ tituyen estafas cuando no peligros en sí m ism os) inciden en el descrédito de las autoridades sanitarias, incapaces de poner un poco de orden en este caos. Muchas otras instancias coinciden en estas estrategias de confu­ sión (o de ignorancia). Por ejemplo: «Un toro del encierro de Fuenlabrada se paseó im pregnado de sangre con sida» (El País Madrid, 29/10/94). Luego se nos explica que no todo el toro estaba “impreg­ nado de sangre”; tan sólo un pitón; la “sangre con sida” del titular a cuatro columnas en portada del suplemento local pasa a ser “sangre portadora de sida” (lo que sigue constituyendo una expresión erró­ nea: es el virus y no el síndrome lo que corre por las venas). Más aún: «El astado había corneado a un corredor seropositivo, según han in­ formado fuentes hospitalarias y han confirmado fuentes políticas». Aquí es donde el suceso adquiere dimensiones de orden político, lo que demuestra su gravedad “objetiva”. «Para José María Domínguez, concejal de iu, el asunto es muy serio: “un encierro es peligroso, pero con lo que ha ocurrido lo es aún más, por lo que se deben hacer in­ mediatamente análisis de sangre a todos los cogidos”». La excitación del momento saca a la luz la ignorancia del concejal: sólo con varias semanas de plazo pueden realizarse análisis fiables. Del seropositivo corneado nada se dice; otras posibles cornadas tienen más interés; a fin de cuentas, él ya recibió la suya; él ya estaba contaminado. A la prensa y a las instancias políticas les parece sumamente preo­ cupante que «un toro impregnado de sangre con sida» se pasee por la calle, a riesgo de que hiera a alguien en el escaso margen de tiempo que el virus se mantiene con vida fuera del organismo (unos veinte

minutos), produciendo además una herida que, en contra del sentido ......un, se caracterizara por dejar entrar sangre, en vez de dar lugar a im.i hemorragia. La hipótesis infinitamente más probable de que ese imo (o cualquier otro) le dé una cornada en el corazón, el cuello o el lil)’;ido a alguno de los corredores; que le patee la cabeza, o que lo eniile en sus pitones, no parecen supuestos relevantes o merecedores di atención alguna. Pero, claro está, no es lo mismo, y cualquiera tu epta de buen grado el riesgo que estos últimos supuestos represent.iii, mientras que la otra posibilidad reviste implicaciones inacepta­ bles. La instalación de m áquinas para el intercam bio de jeringuillas ii .telas por otras nuevas, la distribución de condones, la garantía, en definitiva, de que el material necesario para el desarrollo sistemático di prácticas seguras esté al alcance de quien pueda necesitarlo, son ir'.puestas a un riesgo de transmisión del v ih diferente. Un riesgo co­ tidiano, previsible, carente de connotaciones espectaculares. Unos ilcsgos de transmisión evitables, que más tienen que ver con ejerci­ cios de responsabilidad (pública y política, por un lado, pero también personal) que con paseos al borde del abismo. Unos riesgos que no interesan a nadie. Desde esta óptica, las distinciones entre lo considelado escandaloso y lo considerado irrelevante atraviesan todas las Ironteras imaginables. De la izquierda a la derecha, de la prensa a la política, de “lo hom o” a “lo hetero”, el virus tiene colaboradores. Un cartel de Radical Moráis («¿Lo sabe tu médico?») incide en el Irecuente desconocimiento de las manifestaciones patológicas asocia­ das a la inmunodeficiencia entre personas “concienciadas”, profesio­ nales de la medicina o portadores/as. El cartel de prevención referido específicamente a las prácticas sexuales entre lesbianas (La Radical (¡ai, 1993) forma parte de esa estrategia de dejar de contar mentiras, o, en este caso, de empezar a contar verdades: las lesbianas existen, tienen relaciones sexuales susceptibles de dar lugar a seroconversiones y deben, pues, conocer los riesgos y las formas de evitarlos. En su artículo, Leo Bersani critica un proyecto de redención del sexo que en ocasiones puede presentarse, incluso, bajo apariencias progresistas.

¿LO SABES TU? ¿LO SABE TU MEDICO? plasm osis sporidiosis m ega lovirus cystís carínii coma de Kaposi culosis

Buscando nuevos lenguajes

pneumo Cito to x o tuper Cnpfo so r

I h'jamos de contar mentiras

PROTEGE TU AM OR DEL SIDA UTILIZA CUADRADOS D E LATEX, SOBRE TODO DURANTE LA REGLA A lgu ie n

i» pn revención r e v e n c ió n t e n d r á que h a c e r la

E l a m o r r a d i c a l , e n l u c h a c o n t r a e l s id a

•^4J V

I S KL R E C TO U N A TUMBA?

M u Ber sani

A la memoria de Robert Hagopian

«Esa gente mantiene relaciones sexuales de veinte a treinta ve­ ces cada noche... Llega un hombre y va pasando de ano en ano y en una sola noche actuará como un mosquito, transfiriendo células infectadas en su pene. Cuando esto se practica durante un año; cuando un hombre puede tener hasta tres mil relaciones sexuales, podemos comprender fácilmente el carácter masivo que ha adquirido esta epidemia que actualmente se cierne sobre nosotros» O p e n d ra N a ra y a n

The John H opkins Medical School

«Y os dejo con una pregunta, que yo también me formulo a mí misma, a saber, por qué cuando una mujer se abre de piernas delante de una cámara, suponemos que está ejerciendo su libre arbitrio» C a t h e r in e A . M a c K i n n o n

«Le moi est haissable...» P a sc a l

l'lxiste un tremendo secreto respecto al sexo: a la mayoría de la gente no le gusta. Carezco de cualquier estadística que pueda confirm ar este dato, y dudo (pese a que, desde Kinsey, no han faltado encuestas Publicado originalmente como «Is the rectum a grave?» en la compilación de artícu­ los realizada por Douglas Crim p bajo el título AIDS: Cultural Analysis, Cultural Activism, Cambridge (Massachusetts), MIT Press, 1988, pp. 197-222. Traducción de Ricar­ do Llamas.

sobre el comportamiento sexual), que en alguna de estas encuestas se haya preguntado simplemente: «¿A usted le gusta el sexo?». T am ­ poco quiero decir que sea necesaria una encuesta de este tipo, dado que la gente probablem ente respondería como si la pregunta fuera: «¿Siente usted la necesidad de m antener relaciones sexuales a m e­ nucio?» y, precisamente, uno de mis objetivos es sugerir que éstas son dos preguntas completamente diferentes. Si, a pesar de todo, estoy bastante interesado con los resultados de esta encuesta inexistente, .inundados quizá de un modo un tanto irresponsable, ello se debe a que, sorprendentem ente, me ayudan, quizás, a hacer inteligible un abanico más amplio de puntos de vista sobre el sexo y la sexualidad que cualquier otra hipótesis. Al decir que a la mayoría de la gente no le gusta el sexo, no quiero decir (aunque, obviamente, tam poco lo niego) que los dictados más rígidamente moralistas sobre el sexo es­ condan erupciones volcánicas no manifiestas de deseo sexual repri­ mido. C uando se form ulan argum entos de este tipo, se divide el mundo en dos campos, y se da a entender, al mismo tiempo, en cuál de ellos se sitúa uno. Están, al parecer, quienes no pueden hacer líente a sus deseos sexuales (o, de manera correlativa, a la relación enire esos deseos y sus ideas sobre el sexo), y están quienes saben que esa relación existe, y que no tienen, presumiblemente, miedo de sus propios impulsos sexuales. Sin embargo, lo que aquí me interesa es olía cuestión diferente, que ambos campos tienen en común, y que puede ser una cierta repugnancia; una repugnancia que no equivale a una represión, y que puede coexistir bastante cómodamente con, por ' ¡cuiplo, la más entusiasta adhesión a los principios de una polisexualidad con parejas múltiples. La aversión a la que me estoy refiriendo se presenta tanto de Iorina benigna como maligna. En su versión maligna, ha tenido ret icntemente una extraordinaria oportunidad de manifestarse (y expo­ nerse) y de dem ostrar trágicamente su poder. Me refiero, claro está, a I r. reacciones frente al sida, o más específicamente, a la forma en que lia sillo tratada una crisis de salud pública como si fuera una amenaza .< Mial sin precedentes. Los signos y el sentido de este extraordinario desplazamiento son objeto de un libro excelente, recientemente puldn ado p o r Sim ón W atney, y titu lad o o p o rtu n am e n te Policing /VwVe1. La premisa de W atney es que «el sida no es sólo una crisis

1 Simón W atney, Policing Desire: Pornography, AIDS, and the Media, Minneápolis,

módica a una escala sin precedentes, sino que supone, además, una i tisis de representación, una crisis de la totalidad del marco de conoor la curación de las personas enfermas, los miembros de la (tardía­ mente constituida) Comisión sobre sida establecida por Reagan son particularmente incompetentes 2, y existe, además, una tendencia ge­ neral a considerar el sida como una epidemia en ciernes más que eomo una catástrofe del presente. Es más, según un médico de la ciu­ dad de Nueva York citado por W atney, «las políticas hospitalarias

University of Minnesota Press, 1987M0 MOTIVAROS SIN REGAÑAROS

Debemos encontrar una retórica movilizadora; un discurso de impliI'|mkt ser humano. [...] Que de pronto haya una serie de gente que esté I I I nulo de cuestiones tan esenciales como la vida y la muerte sin rodeos, h ...... hu’c miedo. Lo entiendo, porque es muy difícil cambiar las actitudes ti 11 i