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Spanish; Castilian Pages 462 [460] Year 2011
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Silke Hensel (coordinadora) Constitución, poder y representación. Dimensiones simbólicas del cambio político en la época de la independencia mexicana
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TIEMPO EMULADO HISTORIA DE AMÉRICA Y ESPAÑA La cita de Cervantes que convierte a la historia en «madre de la verdad, émula del tiempo, depósito de las acciones, testigo de lo pasado, ejemplo y aviso de lo presente, advertencia de lo porvenir», cita que Borges reproduce para ejemplificar la reescritura polémica de su «Pierre Menard, autor del Quijote», nos sirve para dar nombre a esta colección de estudios históricos de uno y otro lado del Atlántico, en la seguridad de que son complementarias, que se precisan, se estimulan y se explican mutuamente las historias paralelas de América y España.
Consejo editorial de la colección: Walther L. Bernecker (Universität Erlangen-Nürnberg) Elena Hernández Sandoica (Universidad Complutense de Madrid) Jaime Contreras (Universidad de Alcalá de Henares) Clara E. Lida (El Colegio de México) Rosa María Martínez de Codes (Universidad Complutense de Madrid) Pedro Pérez Herrero (Universidad de Alcalá de Henares) Jean Piel (Université Paris VII) Barbara Potthast (Universität zu Köln) Hilda Sabato (Universidad de Buenos Aires) Nigel Townson (Universidad Complutense de Madrid)
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Silke Hensel (coordinadora) en colaboración con Ulrike Bock y Katrin Dircksen
CO N STI TU C I Ó N , PO D ER Y REPRES EN TA C I Ó N . DIMENSIONES SIMBÓLICAS DEL CAMBIO POLÍTICO EN LA ÉPOCA DE LA INDEPENDENCIA MEXICANA
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Este tomo es resultado de los estudios que se llevaron a cabo en el Centro de Investigación “Comunicación simbólica y valores sociales desde la Edad Media hasta la Revolución Francesa” (Sonderforschungsbereich 496 “Symbolische Kommunikation und gesellschaftliche Wertesysteme vom Mittelalter bis zur Französischen Revolution“) de la Universidad de Münster. El Centro de Investigación lo mandó imprimir con los fondos que le fueron facilitados por la Deutsche Forschungsgemeinschaft (Fundación Alemana de Investigaciones).
Derechos reservados © Iberoamericana, 2011 Amor de Dios, 1 – E-28014 Madrid Tel.: +34 91 429 35 22 Fax: +34 91 429 53 97 [email protected] www.ibero-americana.net © Vervuert, 2011 Elisabethenstr. 3-9 – D-60594 Frankfurt am Main Tel.: +49 69 597 46 17 Fax: +49 69 597 87 43 [email protected] www.ibero-americana.net Iberoamericana Vervuert Publishing Corp., 2011 9040 Bay Hill Blvd. Orlando, FL 32819 USA Tel. (407) 217 5584 Fax. (407) 217 5059 Bonilla Artigas Editores S.A. de C. V., 2011 Cerro Tres Marías 354, Colonia Campestre Churubusco ISBN 978-84-848489-565-7 (Iberoamericana) ISBN 978-3-86527-610-0 (Vervuert) ISBN 978-607-7588-36-8 (Bonilla Artigas) Depósito Legal: Diseño de cubierta: Carlos Zamora Este libro está impreso íntegramente en papel ecológico sin cloro.
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ÍNDICE
PRÓLOGO . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
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Introducción: Constitución, poder y representación . . . . . . . . . . . . Silke Hensel
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Comunicación simbólica en la época premoderna. Concepto, tesis, perspectivas para la investigación . . . . . . . . . . . . . . Barbara Stollberg-Rilinger
33
LA CONSTITUCIÓN DEL ORDEN SOCIAL DE LA MONARQUÍA A LA REPÚBLICA Sueños de púrpura. Modelos artísticos e imágenes simbólicas del mito imperial en el México independiente . . . . . . . . . . . . . . . . . . Víctor Mínguez/Inmaculada Rodríguez Moya
81
Solemnizar el nuevo orden. Las proclamaciones de la Constitución en la Ciudad de México, 1812 y 1820 . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Katrin Dircksen
121
El significado de los rituales para el orden político: la promulgación de la Constitución de Cádiz en los pueblos de indios en Oaxaca, 1814 y 1820 . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Silke Hensel Festejos por decreto: los aniversarios de la Constitución en el siglo XIX . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Verónica Zárate Toscano
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LA TRANSFORMACIÓN DEL ORDEN: ACTORES Y ESTRATEGIAS Población indígena y ayuntamientos constitucionales durante la crisis imperial. Una reflexión desde la intendencia de México . . . Claudia Guarisco
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El ayuntamiento de San Luis Potosí durante la crisis monárquica. Expectativas y realidades (1808-1814) . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Graciela Bernal Ruiz
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Negociaciones del orden territorial. Las ciudades en Yucatán, 1786-1821 . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Ulrike Bock
277
Viejas y nuevas prácticas políticas en Oaxaca: del constitucionalismo gaditano al México republicano . . . . . . . . . . Carlos Sánchez Silva
311
LA POLIVALENCIA DE LOS SÍMBOLOS: DISCURSOS Y PRÁCTICAS POLÍTICAS La bandera blanca de San Ignacio de Loyola en la guerra por la independencia mexicana . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Martha Terán
339
Símbolos, retórica e ideología en la coyuntura de la independencia . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Marco Antonio Landavazo
351
Insurgentes y realistas en pos de la igualdad tributaria. Nueva España, 1810-1821 . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . José Antonio Serrano Ortega
409
¿Soborno, fraude, cohecho? Los procedimientos políticos en las primeras elecciones del México independiente . . . . . . . . . . . . María José Garrido Asperó
431
SOBRE LOS AUTORES . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
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PRÓLOGO
Con el presente tomo se espera adelantar la discusión sobre la independencia mexicana y el proceso de la formación de un Estado independiente y nacional integrando una perspectiva cultural. A partir de la segunda mitad del siglo XVIII, México vivió un período de cambios transcendentales que desembocaron en derogar el Antiguo Régimen y establecer un Estado nacional. En este proceso de una transformación política profunda las actuaciones y representaciones simbólicas desempeñaron un papel fundamental. Para poder discutir el impacto de los símbolos y representaciones organicé un taller titulado “Las dimensiones simbólicas de los procesos de transformación política. México, 1786-1824”, llevado a cabo en la Universidad de Münster, Alemania, el 3, 4 y 5 de julio de 2008. Tuve la fortuna de contar con la participación de distinguidos historiadores de México, España y Alemania. Los excelentes trabajos presentados y los comentarios fructíferos sentaron las bases para debates estimulantes y mostraron algunos caminos nuevos para la investigación. Quienes participaron han revisado sus trabajos para la publicación a la luz de dichos debates. Además, algunas contribuciones de este tomo se agregaron después porque los colegas no pudieron venir a Alemania en aquel momento pero comparten una perspectiva semejante en sus trabajos. La reunión y este volumen le deben mucho a varias personas e instituciones. Agradezco a mis colegas en el Centro de Investigación “Comunicación simbólica y valores sociales” de la Universidad de Münster por su respaldo y su interés en integrar la historia de América Latina en el Centro. El encuentro de historiadores de varios países
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y continentes fue posible gracias a los fondos generosos del Centro de Investigación y por ende de la Deutsche Forschungsgemeinschaft (Fundación Alemana de Investigaciones). Ulrike Bock y Katrin Dircksen, ambas investigadoras en el proyecto de investigación “La constitución simbólica de la nación: México en la época de las revoluciones (1786-1848)”, me asistieron en la organización del taller y en la edición de los trabajos. Antonia Averbeck nos soportó con las miles de cosas necesarias en la organización del taller. Además, Barbara Rupflin y David Grewe se mostraron invaluables en la preparación de los trabajos para la publicación. Finalmente, quiero agradecer a Klaus Dieter Vervuert, director de la editorial Iberoamericana/Vervuert, y a los coordinadores de “Tiempo Emulado. Historia de América y España” por incluir este volumen en tan destacada serie. Silke Hensel Münster en febrero de 2010
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INTRODUCCIÓN: CONSTITUCIÓN, P O D E R Y R E P R E S E N TA C I Ó N 1 Silk e He n se l
En años recientes, la investigación sobre la independencia mexicana ha experimentado un auge importante, tendencia que no en último lugar está vinculada con el bicentenario de esta época decisiva en la historia mexicana. Pese a la ocasión —la conmemoración festiva de la fundación del Estado nacional—, el marco interpretativo de los estudios recientes no se caracteriza por ser nacionalista en el sentido de que indujera a la ratificación de la evolución inexorable de un “pueblo mexicano” ya existente, a una nación soberana2. En años recientes se ha presentado, más bien, un cambio en lo que respecta a las perspectivas y a los acentos en la historiografía. En lo relativo a la temática puede percibirse una disminución del énfasis que solía ponerse en el asunto de la lucha insurgente contra la supremacía española3, para trasladarse éste hacia el proceso constitucional y hacia la transformación política, que tuvieron su origen en la crisis de la monarquía española de 1808. Tan 1
Agradezco a Nathalie Schwan la traducción de este texto. Cfr. la crítica que realizaron Alfredo Ávila y Virginia Guedea relativa a estudios anteriores sobre la independencia, en Ávila/Guedea, “Independencia”, 2007, p. 265. 3 La excepción más importante a esta tendencia forma, sin duda, el estudio monumental de Eric Van Young, Other, 2001. Sin embargo, la investigación realizada por Van Young no puede equipararse con la historiografía anterior sobre los insurgentes, puesto que él no se concentra en los líderes de la rebelión, sino, de manera muy innovadora, en las grandes masas de los insurgentes. Visto en una perspectiva comparativa latinoamericana y ante la particularidad del caso mexicano de que en casi ninguna otra región se registró una participación tan masiva –bajo la conducción de Miguel Hidalgo el ejército insurgente alcanzó un número de entre 80.000-100.000 hombres– una investigación de tal índole llegó tarde en realidad. 2
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sólo el hecho de que se haya dejado de considerar el año de 1810 como aquel que marcó el inicio del movimiento de independencia —idea que se manejó por mucho tiempo— y que ahora los acontecimientos de 1808 en Europa, que inauguraron la crisis de la monarquía española, sean los que cumplen esta función permite mirar la época desde una perspectiva nueva4. Relacionado a lo anterior está la inclusión del proceso de la independencia mexicana en lo que suele denominarse la era de las revoluciones atlánticas. La separación de la madre patria española ya no es considerada el motivo principal y desencadenante de las disputas políticas desde su inicio sino, se sostiene más bien, que éstas se debían primordialmente a las demandas de autonomía y a la reelaboración del pacto existente entre la Corona y sus súbditos5. La dominación por parte de la Corona española no era lo que estaba en juego desde el comienzo; las controversias iniciales giraban en torno al orden político predominante y a la influencia que los actores novohispanos podían ejercer sobre sus propios asuntos. Sin cuestionarse entonces directamente la pertenencia del virreinato al imperio español, a partir de 1808 la élite se percató, por una parte, del peligro de que el poder fuese entregado a los franceses, y, por otra, de la oportunidad para participar en la resistencia española contra la usurpación del trono por parte de los franceses y así, cambiar las relaciones de poder político. La rebelión que comenzó en 1810 y en la que participaron asimismo miembros de las clases sociales bajas, tampoco fue motivada por la aspiración de lograr la independencia de la Corona española; al menos los insurgentes indígenas aspiraron a la protección y al restablecimiento de sus instituciones locales tradicionales; según Van Young, a ellos les interesaba primordialmente conservar el orden social existente6. Aun cuando la práctica social de los diferentes grupos sociales ocasionaba 4 El gran peso que se atribuye al año de 1808 se refleja, entre otras cosas, en la reciente publicación de un libro dedicado exclusivamente a los acontecimientos ocurridos en este año y sus consecuencias: Ávila/Herrero (eds.), Experiencias, 2008. Esta publicación fue el resultado de un congreso llevado a cabo con ocasión de la conmemoración de los 200 años de la crisis de la monarquía española, la cual, sin embargo, también en España es considerada el inicio del proceso constitucional liberal. En el mismo año de 2008 tuvo lugar una serie de otros congresos en conmemoración de 1808, como, por ejemplo, el XV Congreso Internacional de AHILA llevado a cabo en Leiden, Países Bajos en 2008. Cfr. las actas Wiesebron/Buve/Ruitenbeek (eds.), “Actas”, 2009. 5 Cfr. Rodríguez, Independencia, 1996. 6 Cfr. Van Young, Other, 2001.
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que éstos persiguieran intereses divergentes, la discusión giraba en torno a la constitución de la sociedad novohispana en su conjunto, y no sólo a la cuestión de la dominación española. Tal como indica el título de este tomo, el concepto de Constitución no sólo se refiere al código constitucional en cuanto fundamento normativo de un orden político, sino también —y aun mucho más— al tejido institucional y político de la sociedad en un contexto premoderno cuando todavía no había una Constitución escrita; pues aun sin la codificación en un solo texto que establecía los fundamentos del sistema político, las sociedades premodernas disponían de una institucionalidad de lo político. Esto quiere decir que su pretensión de validez debía explicarse y hacerse valer recurriendo a otros medios distintos que el texto constitucional. En las sociedades premodernas, los actos rituales y simbólicos desempeñaban un papel muy destacado en la constitución y en el mantenimiento del orden social. La dimensión simbólica del orden colonial tardío constituye el tema central de las contribuciones reunidas en este libro, ya que puede ayudarnos a explicar la coherencia social que trasciende los grupos sociales. Ésta se manifestaba en la época de la guerra de independencia, por ejemplo, cuando las partes enfrentadas en el conflicto empleaban los mismos símbolos. Si bien en la época moderna la política no está libre de una dimensión simbólica y no sólo consiste en actos racionales para lograr determinado fin, en el Estado moderno constitucional la función conformadora de dominación de los rituales ha perdido peso, dado que el orden sigue siendo visible en la Constitución, más allá del acto de su instrumentación. A diferencia de lo que por mucho tiempo se ha sostenido en las ciencias políticas, en esta obra la política simbólica no se considera —tampoco al tratarse del Estado moderno constitucional— un enmascaramiento de la realidad o una transmisión de representaciones, que buscaría ejercer sobre todo un efecto integrador sobre una masa impotente7. Aquí se pretende remarcar más bien la postura de aquella vertiente reciente en las ciencias políticas que hace hincapié en la suposición de que la función instrumental de la Constitución, en cuanto estatuto del orden para la regulación del proceso político, debe su eficacia a lo significativo de su dimensión simbólica8. Dicho de otro modo, la 7 8
Cfr., por ejemplo, Edelman, Symbolic, 1985. Gebhardt, “Verfassung”, 2001, p. 588.
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dimensión simbólica de la Constitución representa un elemento constitutivo del orden político. La Constitución, en calidad de arreglo codificado del orden, promueve la cohesión interna y la identidad de una sociedad, es decir, encierra funciones orientadas al ordenamiento político y proporciona estabilidad a la sociedad al determinar las instituciones. Así y todo, una Constitución puede desplegar ese efecto estabilizador solamente cuando es aceptada como tal y es considerada legítima por un número suficiente de ciudadanos9. Las interrogantes de cómo —en el marco del proceso constitucional en la Nueva España, después, México— el nuevo orden institucional debió obtener validez y de si logró anclar la Constitución en la sociedad como un símbolo de la autoridad otorgada por ésta, forman el hilo conductor del presente tomo. A principios del siglo XIX, la sociedad mexicana se encontró en un periodo de transición. La Constitución —entendida en la concepción amplia antes esbozada— estuvo sujeta a fuertes cambios, por lo que las relaciones vigentes de poder y dominación cambiaron también. Max Weber formuló la definición del poder (Macht) de la siguiente manera: “...la probabilidad de imponer la propia voluntad, dentro de una relación social, aun contra toda resistencia y cualquiera que sea el fundamento de esa probabilidad”10. En cambio, según Weber, por dominación (Herrschaft) debe entenderse “la probabilidad de encontrar obediencia para un mandato de determinado contenido entre personas dadas”11. Esto quiere decir que el ejercicio del poder, cuando logra institucionalizarse en prácticas sociales duraderas, se cristaliza en la dominación. En la medida en que los patrones de comportamiento político se consolidan o se institucionalizan, la dominación está siendo reconocida como legítima por los dominados12. La Constitución establece las expresiones institucionales de las relaciones de poder en una sociedad, y con ello determina los fundamentos de la legitimación de la dominación. El reconocimiento del ejercicio del poder no puede considerarse de forma aislada de la cultura política de esa sociedad. En la época colonial, la cercanía al rey y la representación de una transferencia 9
Vorländer/Melville: “Geltungsgeschichten”, 2002. Weber, Economía, 1984, p. 43. 11 Ibid. 12 Lüdtke, “Einleitung”, 1991, p. 9. Sobre la institucionalización del poder, cfr. Popitz, Phänomene, 1992, pp. 233-260. 10
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de la autoridad oficial por parte del propio monarca desempeñaban un papel central en la legitimación de los derechos políticos. Por eso los cabildos, al ser los únicos órganos representativos existentes, pretendían justificar su importancia frente a otros alegando la cercanía de sus ciudades a la Corona española. No obstante, pese a la importancia del rey en su calidad de vínculo unificador entre las corporaciones que integraban la sociedad, de ninguna manera todas las leyes y todos los decretos dictados desde arriba fueron aceptados o hechos efectivos sin objeciones. Esto se manifestó claramente en el caso de la Ordenanza de Intendentes de 1786, como se ilustrará a continuación: en muchas provincias, los intendentes se toparon con obstáculos al ejercer sus funciones y se vieron forzados a imponerse a las corporaciones locales en repetidas ocasiones. Un papel particular desempeñaron los cabildos de las capitales de las intendencias, que antes de dicha ordenanza habían pretendido representar a toda su provincia. Se vieron afectados en el ejercicio de su poder por la presencia de los intendentes, quienes representaron un nuevo tipo de funcionario13. Es decir, desde antes de la entrada en vigor de la Constitución de Cádiz, la estructura institucional de la Nueva España había sufrido cambios profundos. En las disputas que se produjeron entre los distintos órganos políticos a raíz de estos cambios, no sólo estuvo en juego la negociación concreta sobre las competencias de los órganos políticos, sino también la cuestión del alcance territorial de sus pretensiones de gobernar. En algunos ensayos de esta obra estos conflictos constituyen el punto central. Debido a la Constitución de Cádiz y a las subsecuentes constituciones mexicanas, los fundamentos para la legitimación de la dominación se transformaron. Una vez introducido el principio de la soberanía popular, las elecciones en cuanto expresión de la voluntad de los ciudadanos adquirieron la función de asegurar la legitimidad. En la investigación reciente se ha adjudicado una importancia central al papel desempeñado por las elecciones en el proceso político, llevadas a cabo primero a partir de 1809 según las prácticas de antaño, y después de la proclamación de la Constitución gaditana en 1812 según los nuevos procedimientos14. Las elecciones no sólo determinaron quiénes serían los 13
Para la reforma de intendentes, véase Pietschmann, Reformas, 1996. Benson, “Contested”, 1946; Guedea, “Primeras”, 1991; Annino, “Cádiz”, 1995; Warren, Vagrants, 2001; Rodríguez, “Instituciones”, 2008; Hensel, “Cambios”, en prensa. Cfr. asimismo otros trabajos sobre las elecciones en comunidades indígenas. 14
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representantes de la nación, sino representaron —es decir, simbolizaron— a la vez la nueva legitimación de la dominación. Esta simbolización se manifestó, en primer lugar en la participación casi ilimitada de la población adulta varonil, y, en segundo, en el procedimiento en sí, que ya no se efectuaba a puertas cerradas, sino de manera pública. Ahora bien, dichos procedimientos nuevos permitieron que todo desacuerdo fuera del conocimiento público. Lo anterior contrasta notablemente con las elecciones de la época colonial, puestas en escena siempre de tal modo que hacia afuera parecía que predominaba el consenso. Por este motivo, las elecciones realizadas según los nuevos procedimientos suscitaron las críticas de sus contemporáneos a principios del siglo XIX; en cuanto fueron instrumentadas se iniciaron también las disputas por su aceptación, que se reflejaron en los frecuentes debates y propuestas orientados a mejorar dichos procedimientos. De esta manera, la forma institucional estipulada en la Constitución liberal para legitimar la dominación encerraba una falla en su entramado, que tendría repercusiones para la estabilidad política, pues en el ejercicio de su mandato los representantes de la nación no siempre podían apoyarse en una legitimidad universalmente aceptada. El término de representación suele entenderse, en primer lugar, por un mandato basado en la delegación de facultades políticas a un integrante de la sociedad15. Si bien es cierto que a partir de 1812 la modificación introducida en el proceso de designación de estos representantes mostró un cambio en la forma de legitimar la dominación —ya no más provista por Dios sino basada en la voluntad de la nación—, la elección de representantes ya se había iniciado en 1809, cuando la Junta General decretó que los territorios americanos enviaran representantes a España, y en 1810 siguieron las elecciones para representantes a las Cortes, aunque cabe añadir que estos procesos electorales se realizaron según los patrones tradicionales y conocidos. La Constitución de 1812 estableció nuevos y modernos procedimientos en el sentido de que a partir de ese momento ya no sólo las corporaciones locales —es decir, los cabildos— tenían derecho a voto, sino la mayor parte de la población masculina adulta. El nuevo procedimiento pretendía, ade-
15 El significado de la problemática de la representación en el proceso de la independencia lo recalcan, además de Rodríguez en Independencia, 1996, sobre todo Guerra/Demélas-Bohy, “Hispanic”, 1996.
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más, dar a conocer de inmediato los resultados de la voluntad popular, mientras que el procedimiento antiguo de 1809 dejaba que la suerte decidiera entre tres candidatos. Estas llamadas “ternas” debían expresar que, en última instancia, la voluntad de Dios decidía el resultado electoral. El procedimiento concreto en el caso de las elecciones para representantes significaba, por tanto, una concepción distinta de la representación, y con esto se plantea la segunda acepción de este término, que también quiere decir “simbolización”, tal como se indicó en párrafos anteriores. En el uso de los símbolos y en los actos simbólicos se representan valores políticos, y estas representaciones orientan, a su vez, las prácticas políticas. Ambas acepciones del concepto de la representación tienen un lugar central en algunos de los ensayos de este volumen, por ejemplo, al tratarse el asunto de cómo los nuevos órganos políticos expresaban las pretensiones de su vigencia tanto frente a otros portadores del poder como frente a los dominados. Con frecuencia, los asuntos de pretensiones conflictivas de competencia se disputaban en el plano simbólico. Al entrar en vigor la Constitución de Cádiz, los representantes de la nación se elegían de iure sólo en el ámbito nacional, pero los integrantes de las diputaciones provinciales y de los ayuntamientos constitucionales se consideraban de facto también representantes de las respectivas corporaciones territorialmente circunscritas, pese a que la Constitución confería funciones estrictamente administrativas a estos órganos regionales y locales. En los primeros años se registraron numerosos conflictos en torno al orden político entre estos órganos, en particular en torno a su expresión concreta. La mayor parte de los textos aquí reunidos es producto de un coloquio llevado a cabo en 2008 como parte del proyecto “La constitución simbólica de la nación mexicana”, del centro de investigación (Sonderforschungsbereich) sobre “La comunicación simbólica y los sistemas de valores sociales”, de la Westfälische Wilhelms-Universität en Münster, Alemania. Un objetivo de este centro, en el que colaboran investigadores de diferentes disciplinas, es “despertar la conciencia de que los rituales desempeñan un papel vital en el orden de una sociedad y que el poder político sin ‘espectáculo’ resulta sencillamente inimaginable”16. El ensayo de Barbara Stollberg-Rilinger se concibió a partir de este 16
Stollberg-Rilinger/Althoff, “Spektakel”, 2008, p. 15.
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enfoque; en su texto se ocupa de manera orientadora de la cuestión de cómo el análisis de la actuación social simbólica puede beneficiar a los historiadores y a los estudiosos de las ciencias sociales. En primer lugar, analiza a conciencia la evolución de los estudios de la cultura, en particular la antropología, primera disciplina en considerar que la elaboración de símbolos es una facultad distintiva de los seres humanos, que posibilita la cultura como tal. A continuación, profundiza en los conceptos de comunicación y comunicación simbólica, y por último tematiza la relación que existe entre las simbolizaciones y los valores sociales. Stollberg-Rilinger da realce al potencial que posee la comunicación simbólica para estabilizar el orden. Asimismo destaca que las formas simbólicas desempeñan un papel importante en los conflictos, que giran con frecuencia en torno a la cuestión de quién posee el poder de imponer sus interpretaciones. Este enfoque es imprescindible para el proyecto “La constitución simbólica de la nación. México en la época de las revoluciones (1786-1848)”. En la primera parte, intitulada “La constitución del orden social, de la monarquía a la república” se estudian los actos simbólicos que se realizaron a fin de imponer y legitimar al mismo tiempo un orden social y político; asimismo se analiza la iconografía política empleada para tal objetivo. Para llevar a cabo su instalación, la Constitución de Cádiz, la independencia mexicana, el imperio y la república necesitaban actos simbólicos, que permitieran que los nuevos valores y las nuevas normas de las formas de dominación se presentaran a la población. Las ceremonias del juramento a la Constitución o al soberano servían para facilitar que la población se sintiera comprometida con el nuevo orden. El Estado y la nueva forma de dominación tenían que legitimarse también mediante imágenes y representaciones simbólicas. Esto significa que cuando se trataba de la legitimidad política —en el sentido de la aceptación de las relaciones de poder por parte de la población—, estas expresiones culturales formaban parte integral de la política, puesto que ejercían influencia sobre la manera en que se interpretaba la Constitución y las formas de dominación. Las investigaciones consagradas a la representación simbólica del emperador Agustín I, así como a las ceremonias constitucionales llevadas a cabo desde 1812 hasta mediados del siglo XIX, demuestran que algunos elementos se tomaban prestados del pasado y/o de otros contextos geográficos. Si bien se pretendía cimentar las pretensiones de validez al
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hacer esta referencia al pasado, al mismo tiempo, ésta parecía obstaculizar la transformación del orden político. Víctor Mínguez e Inmaculada Rodríguez se ocupan de la iconografía del Primer Imperio Mexicano. Determinados elementos de dicha iconografía se remontaron a las representaciones del imperio y del emperador tal como fueron creadas en la antigüedad romana y en el Renacimiento, pero se retomaron también otros recientes desarrollados durante la época de Napoleón Bonaparte en Francia. Llama la atención que las representaciones francesas influenciaron la puesta en escena del emperador en México, tomando en cuenta que la movilización política iniciada en 1808 se interpretaba sobre todo, también en la Nueva España, como una lucha contra Napoleón y los franceses. Más allá de esta influencia francesa, mitos genuinamente americanos con su referencia al pasado prehispánico imprimieron también su sello en la iconografía del Imperio Mexicano. En el corazón de las explicaciones ofrecidas por Mínguez y Rodríguez se encuentra el propio emperador Agustín I. Al retomar elementos simbólicos de la noción europea del imperio además de incluir símbolos mexicanos, el emperador reclamó una pretensión de validez mediante la cual —haciendo referencia a una larga historia—, pretendió brindar legitimidad al recién fundado imperio y consolidar su dominio sobre éste, objetivo que no logró en el largo plazo. En su contribución, Katrin Dircksen se enfoca en las ceremonias de la promulgación de la Constitución de Cádiz en la Ciudad de México. Estudia la promulgación ceremonial de la Constitución de 1812 y la contrasta con el análisis de los speech acts (actos de habla) realizados en el marco de las ceremonias que se volvieron a llevar a cabo a propósito de la reinstalación de la Constitución. A partir de esta contextualización, Dircksen llega a la conclusión de que habrá que rectificar la tesis de la supuesta continuidad entre las ceremonias monárquicas y las liberales, en la que se argumenta un anclaje defectuoso de las ideas liberales en la sociedad novohispana. Los numerosos discursos, poemas y sonetos brindados a lo largo de las festividades por el párroco o por otra persona encargada de hacerlo paralelamente a las dilucidaciones oficiales sobre la Constitución, y que fueron publicados además en 1820, contribuyeron a la divulgación de los nuevos valores. A decir de Dircksen, es, por ese motivo, muy probable que la ostensible continuidad de las festividades no sea interpretada como tal, ya que
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debido a los elementos discursivos los símbolos sufrieron una resignificación. La instrumentación de la Constitución de Cádiz ocupa, asimismo, un lugar central en el ensayo de Silke Hensel, quien hizo en el estado sureño de Oaxaca —caracterizado por un fuerte sello indígena— un estudio comparativo entre, por una parte, los actos ceremoniales correspondientes al juramento constitucional realizados en la capital española de la provincia y, por otra, los actos equivalentes en las comunidades indígenas. La cuestión de los efectos causados por el nuevo orden en las comunidades indígenas ha ganado importancia en los años precedentes, pero hasta la fecha dichas ceremonias constitucionales no han sido investigadas de manera sistemática en cuanto actos políticos centrales. A diferencia de los cabildos españoles, las repúblicas de indios no habían participado en el proceso constitucional hasta ese momento. En las proclamaciones ceremoniales no sólo se enteraron de la existencia de la Constitución, sino allí también se determinó en alto grado cómo la recibieron. La mayoría de las veces las escenificaciones de la promulgación y del juramento a la Constitución, pasaban por alto los nuevos valores de la soberanía popular y de la igualdad entre los ciudadanos españoles e indígenas. Los funcionarios locales de la Corona fueron en gran medida responsables de esa situación, por lo que ellos, según Hensel, deberían ser tomados en cuenta al investigar el cambio político de esta época. Verónica Zárate Toscano analiza la conformación de la memoria de la independencia y la manera como se representó la Constitución vigente en los actos públicos. Comprueba que hubo una gran continuidad entre las escenificaciones de las ceremonias nacionales y las de las festividades monárquicas del Antiguo Régimen. Cabe destacar, según Zárate, un continuo afán de sacralizar el nuevo orden, afán que sólo a mitad del siglo XIX empezó a menguar. Una parte de dicha continuidad consistía precisamente en la acentuación de los valores religiosos por encima de los civiles en la escenificación de las ceremonias constitucionales y las fiestas monárquicas del Antiguo Régimen. En su colaboración, Zárate demuestra cómo el gobierno y algunos de sus integrantes pretendían anclar el nuevo orden político en la conciencia de la población mediante repetidas conmemoraciones festivas de las proclamaciones constitucionales, además de esforzarse en la creación de nuevos de símbolos nacionales. Con todo, a unos decenios de la
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independencia esto no resultó particularmente exitoso, lo que se reflejó asimismo en la relativa austeridad de las ceremonias. La autora señala la necesidad de mayor investigación de esta temática. En la segunda parte, que lleva por título “La transformación del orden: actores y estrategias”, los actores locales y regionales están en el centro de la atención. Resultan de gran importancia porque los cabildos españoles e indígenas de la época colonial eran las instituciones políticas originarias y porque constituían los únicos órganos representativos durante la época colonial17. En esta temática, el punto medular lo constituyen las relaciones locales de poder y las formas en que la población y cada uno de los órganos manejaban la transformación del orden social. En primer lugar, Claudia Guarisco analiza las comunidades indígenas de la intendencia de México y su reacción ante los principios liberales de la Constitución gaditana y comprueba que se registró una respuesta positiva con respecto a las instituciones recién instaladas. La asimilación de los nuevos procedimientos políticos en las prácticas tradicionales de la población indígena tuvo que ver con el hecho de que su cultura política de la época colonial se caracterizaba por contener algunos elementos que favorecieron el cambio. Gracias al comercio tanto local como regional ya existía una tradición más larga de interacción entre, por una parte, los indios y, por otra, españoles y mestizos. Los integrantes de estos grupos, diferentes entre sí, respondían en parte de manera conjunta, en caso de, por ejemplo, protestar contra un aumento de impuestos ordenado por el subdelegado en los días de mercado. Otra razón que influyó en su respuesta positiva fue que en las nuevas condiciones —en las cuales un texto escrito pretendía uniformar todos los órganos en el ámbito local—, después de todo, los funcionarios locales seguían negociando, igual que antes, con la población indígena sobre la ejecución concreta de las nuevas normas, que se adaptaban al menos parcialmente a las necesidades locales. De esta manera surgió un orden político local que no representaba una ruptura drástica con el Antiguo Régimen, sino más bien una mezcla entre el antiguo y el nuevo. Carlos Sánchez Silva se dedica a procesos de más largo alcance al estudiar en su ensayo el hecho de que —si bien en la literatura sobre 17 Cfr. Rodríguez, “Naturaleza”, 2005. El significado de las ciudades en cuanto entidades políticas originarias en Hispanoamérica lo recalca también François-Xavier Guerra en “Identidad”, 1995, pp. 212 ss.
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la Constitución de Cádiz se le atribuye gran importancia como fuerza que desencadenara cambios inmediatos— cuando se trata de la evolución de las comunidades indígenas se adjudican procesos a la Constitución que, en realidad, pueden observarse a lo largo de todo el siglo XVIII. Asimismo, este autor advierte sobre el peligro de atribuir un potencial de cambio social excesivamente grande a la Constitución de Cádiz; por lo que es necesario contemplar el contexto en el que ésta se hizo valer. En cierto modo, sus argumentos apuntan en la misma dirección que los de Guarisco al señalar que una parte de los cambios aparentemente desencadenados por la Constitución, ya podían encontrarse en la época colonial tardía. Si sus ideas se extienden más, cabe suponer que en el caso de Oaxaca se llegara a conclusiones parecidas a las que Guarisco formuló para la intendencia de México. Graciela Bernal Ruiz investiga cómo el cabildo de San Luis Potosí intentó preservar su posición destacada frente al resto de la provincia y frente a los funcionarios estatales superiores que desempeñaban sus funciones en la localidad. Dicho cabildo seguía considerándose el representante de toda la provincia, aunque ésta fue transformada en una intendencia en 1786; estas pretensiones del cabildo generaron conflictos con el intendente. Recurriendo a las disputas relacionadas con el juramento a Fernando VII en 1808, la autora demuestra que los actos simbólicos, como estas ceremonias, eran de suma importancia para los actores, pues en ellos el orden social y la jerarquía se exhibían en su conjunto. Si el cabildo podía sostenerse aquí en una posición superior frente a las demás autoridades en la ciudad, reivindicaba con ello al mismo tiempo su posición sobresaliente en la estructura regional del poder. Asimismo, Bernal Ruiz analiza la reacción del cabildo ante los acontecimientos en España desde 1808 y, cómo éste, se esforzaba por sacar adelante los intereses de la provincia frente a las recién establecidas autoridades en España. La declarada lealtad al rey no implicaba que el cabildo acatara sin más todos los órdenes procedentes de España y de la Ciudad de México; más bien aprovechaba la situación política para negociar las relaciones de poder en la provincia. Lo anterior se demostró con las instrucciones que el cabildo envió a la Junta Central en 1809, aunque se manifestó también con claridad en el establecimiento de los ayuntamientos constitucionales y de la diputación provincial, ambas instituciones producto de la Constitución de Cádiz.
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En su contribución, Ulrike Bock pasa revista a la cuestión del orden territorial y los cambios que sufrió desde las reformas borbónicas hasta la Constitución de Cádiz. Para este fin compara la posición de las ciudades y villas españolas entre sí, y con respecto los órganos jerárquicamente superiores en el estado de Yucatán. Su trabajo se concentra en la representación simbólica de los respectivos privilegios y en las pretensiones de elevar el estatus, ocasiones en que se manifestaba la rivalidad prevaleciente entre las ciudades de Campeche y de Mérida. Los conflictos entre ambas ciudades, al igual que los existentes entre éstas e instancias superiores —como, por ejemplo, los intendentes y la diputación provincial en el orden gaditano— esbozados por Bock, demuestran que los órganos urbanos, por una parte, se aferraban a la representación tradicional de su destacada posición en la provincia, mientras que por otra sabían aprovechar las nuevas disposiciones para sus asuntos. De esta manera se llegó a la conformación de una mezcla muy particular de elementos antiguos y otros nuevos en lo que respecta al orden territorial. La tercera y última sección, llamada “La polivalencia de los símbolos: discursos y prácticas políticas” se refiere, por un lado, a los distintos y a veces enfrentados actores políticos que empleaban los mismos símbolos, con lo que se apunta a su polivalencia. Ésta no representa necesariamente una desventaja, pues cabe pensar que represente un factor de unidad, siempre y cuando se erija una “fachada de consenso” sobre un mismo símbolo. Por el otro, en las distintas contribuciones de esta sección se estudia la dimensión simbólica de las instituciones. Haciéndose eco de la reciente investigación de las instituciones, que concibe la noción de “institución” sobre todo como un conjunto de prácticas duraderas, cabe subrayar que los esfuerzos de consolidación institucional surten efecto por medio de la representación simbólica de los principios del orden. En la época estudiada, la institucionalización de ámbitos de la sociedad que antes no solían contemplarse en relación directa con el orden social —tal como el sistema de impuestos—, pudo tener un efecto destabilizador para el Antiguo Régimen, dado que dejó de simbolizar su orden social. Es posible también que estas institucionalizaciones tuvieran su origen en las acciones de protagonistas que impugnaban el nuevo orden. Martha Terán se enfoca en su ensayo en el origen de las banderas blancas que se utilizaban durante las luchas de independencia como
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símbolo de identidad común. Señala los antecedentes religiosos de este símbolo, que remontan a los ejercicios espirituales de San Ignacio de Loyola. Se tiene noticia de indígenas de antes de la guerra de independencia que empleaban la bandera blanca no sólo como símbolo de la pureza de María, sino también del orden sociopolítico que estaban dispuestos a defender ante las temidas acometidas de los franceses. La historia olvidada de la bandera blanca y su significado, que Terán desarrolla aquí, resulta además interesante porque contribuye a la mejor comprensión del “menaje” simbólico de la sociedad novohispana a finales de la época colonial. Si bien ofrece una pieza hasta ahora faltante del rompecabezas que representa el uso de los mismos símbolos por ambos lados en la guerra de independencia, este texto demuestra que las poblaciones indígenas y de origen español tenían algo en común, como, por ejemplo, la referencia compartida de los símbolos. Lo que precede también se hace evidente en la contribución de Marco Landavazo, quien indaga acerca de una figura retórica utilizada en la lucha por la independencia tanto por parte de las fuerzas realistas como por parte de los insurgentes. Se trata de la consigna frecuentemente empleada: “Viva Dios, viva el rey y viva la patria”. Landavazo sostiene que la fórmula, utilizada por ambos bandos, servía para legitimar fines políticos y para ganar seguidores para las respectivas causas. En su investigación de los diferentes significados de la consigna, puede demostrar de modo ejemplar la polivalencia de los símbolos, que a su vez es un aspecto importante para el efecto que dichos símbolos producen. Más allá de esto, su colaboración apunta a que el lenguaje y los conceptos encierran una dimensión simbólica. La trinidad de “Dios, rey y patria” reunía en sí las concepciones del orden social; al utilizarla públicamente, los realistas invitaban a defender el orden existente. En este sentido, el rey representaba el eslabón entre Dios y la patria, por lo que respetarlo y acatar sus leyes significaba a la vez defender a Dios y a la patria. Los sentimientos patrióticos se expresaban por medio de los dos siguientes actos simbólicos: en primer lugar, mediante el juramento ceremonial al monarca Fernando VII y, en segundo lugar, mediante las donaciones voluntarias de dinero a la Corona, que representaban una aportación financiera a la defensa de España. Sin embargo, también los insurgentes hacían de la conexión entre Dios, el rey y la patria su causa, aunque a diferencia de los realistas, la ligaban
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estrechamente con representaciones políticas que provenían de la tradición pactista y que consideraban la soberanía del rey una autoridad que Dios sólo otorgaba de manera indirecta. José Antonio Serrano Ortega señala en su artículo un aspecto de la dimensión simbólica de las instituciones que es menos evidente, pero no por eso menos importante: se ocupa del régimen fiscal a finales de la época colonial. Su análisis abarca el periodo que va de los últimos años del Antiguo Régimen a la transformación del sistema tributario dentro del orden liberal de la Constitución de Cádiz y de los insurgentes. Serrano Ortega llega a la sorprendente conclusión de que la igualdad, considerada un valor que hasta el momento sólo se atribuía al orden liberal y a los objetivos de los insurgentes, determinaba asimismo las políticas tributarias de la época borbónica tardía en Nueva España. Las necesidades de la guerra en España, ante todo, obligaron a las Cortes a exigir de la población el pago de contribuciones directas. Tras la suspensión de la Constitución en 1814, la recaudación de las contribuciones se mantuvo tal como fue establecida durante el régimen liberal, y su cobranza funcionaba con aún más eficacia que antes. Si bien es cierto que esta política tributaria realista fue determinada por las necesidades surgidas por la lucha contra los insurgentes, abrogó parcialmente el antiguo orden, en el cual prevalecía la desigualdad en el sentido de la existencia de privilegios y obligaciones entre los distintos grupos poblacionales. Con esto, los realistas servían de mediadores del postulado de la igualdad, contra el cual, en realidad, luchaban. No sólo el régimen liberal (1812-1814) y los realistas recaudaban el tributo según el principio de la “generalidad impositiva”, es decir, el principio de que todos los contribuyentes estaban obligados a pagar los mismos impuestos sin importar sus privilegios, fueros y calidades, sino también los insurgentes buscaban establecer, después de una falta inicial de claridad, establecer el mismo principio, puesto que suspendieron las distinciones entre los diversos grupos étnicos. Serrano Ortega recalca que los diferentes sistemas tributarios se influían el uno al otro, sin importar que fueran instituidos por grupos enemigos y que, por consiguiente, se iban asemejando determinados elementos del orden institucional, independientemente de la orientación política de los gobernantes. Con su trabajo sobre las elecciones efectuadas inmediatamente después de la independencia, María José Garrido Asperó estudia a
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conciencia una problemática que como tal se hace presente en la actualidad mexicana. La discusión sobre la legislación electoral, su tema central, surgió a raíz de las quejas de manipulación y fraude, que estuvieron directamente vinculadas a los nuevos procedimientos políticos. La crítica contemporánea demuestra que los procedimientos políticos, que en teoría debían servir para la legitimación del nuevo orden, no cumplían completamente esta función; en cambio, numerosas manipulaciones presuntas o reales condujeron a la petición de reformas. Garrido investiga tres propuestas concretas, formuladas por José Joaquín Fernández de Lizardi, José Eustaquio Fernández y Antonio Mateos en los primeros años de la independencia mexicana. Los autores de las propuestas de las reformas electorales no sólo se sintieron motivados por las quejas del supuesto fraude electoral, sino también porque tenían sus dudas respecto del sistema electoral indirecto, introducido por la Constitución de Cádiz y adoptado por los nuevos gobernantes una vez consumada la independencia. Garrido sostiene que, para la comprensión del sistema electoral de la época, que ya cumplía una función importante en la legitimación del poder, no sólo hace falta investigar las votaciones concretas, pero también las observaciones hechas por contemporáneos al igual que las discusiones públicas sobre la legitimidad de los comicios. Esto constituye una pista importante para los estudios electorales, dado que las elecciones que sí cumplieron con las normas de “limpieza” electoral tampoco consiguieron cumplir con su función legitimadora cuando grupos relevantes de la población las tachaban públicamente de manipuladas. En este sentido, la cuestión de la aceptación del orden liberal y de que las elecciones de principios del siglo XIX con tanta frecuencia se consideraban fraudulentas, se plantea desde otra perspectiva. Todos los ensayos reunidos en este tomo versan, cada uno desde un ángulo diferente, sobre la etapa de la transformación brusca que se vivió durante la independencia en México. Todos llaman la atención sobre continuidades así como sobre rupturas en la conformación de la sociedad, que necesitan ser investigadas en el futuro. Por una parte queda manifiesto que el orden simbólico de la época colonial tardía y el de los primeros años del México independiente estuvieron vinculados de múltiples maneras. Mínguez y Rodríguez demuestran, además, que los nexos transatlánticos de la evolución política se aplican también a aspectos que hasta la fecha no han recibido mucha atención,
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como por ejemplo la legitimación de la dominación del primer emperador mexicano. Por otra, en el caso de los símbolos ostensiblemente iguales se registraron, al menos de manera parcial, cambios en su interpretación. Precisamente este último aspecto es el que necesita ser analizado más en detalle. Algunos de los textos destacan que la Nueva España, pese a las disputas políticas que se luchaban hasta la muerte, constituía un espacio de comunicación política en el que la gama existente de símbolos era empleada por parte de los distintos bandos. Muchos símbolos se utilizaban sin importar las fronteras sociales, étnicas y políticas existentes. La polivalencia de los símbolos tenía, en cierto modo, un efecto unificador, pues podía sugerir un consenso aun allí donde no existía, tal como Terán lo demuestra recurriendo al empleo de las banderas blancas por parte de los indios y de los insurgentes criollos. Los primeros pretendían mostrar de esta forma su participación en la lucha contra los franceses, en tanto que los insurgentes querían expresar más cosas, porque, tal como Landavazo elucida, invocaban asimismo el pactismo y expresaban otra concepción de la soberanía del rey, que no dimanaba directamente de la transferencia divina, sino que pasaba por el pueblo. Los aspectos religiosos que desempeñaban un papel en las disputas políticas de la época se trabajan de diversas maneras en las investigaciones sobre las fiestas constitucionales, además de lo que Terán y Landavazo escriben al respecto. Estos últimos explican cómo los contemporáneos veían el orden religioso en relación directa con el político; y llaman la atención sobre el hecho de que la representación de los franceses como herejes resultó una imagen importante en la Nueva España en 1808 y 1809. El temor por una victoria francesa no sólo se sintió en España, sino que en América impulsó de modo significativo la participación en la lucha por la independencia, visto que se creyó que los altos funcionarios de la Corona serían capaces de rendir el virreinato a los franceses. También las ceremonias con motivo de la proclamación de la Constitución de Cádiz, al igual que las consecutivas constituciones mexicanas, poseyeron su dimensión religiosa. Los actos solemnes otorgaban al nuevo orden una dimensión sacra; el juramento a la Constitución tenía lugar durante la celebración de una misa y la pronunciación de la fórmula de juramento se efectuaba delante de Dios y sobre los Evangelios. Zárate da realce, además, a los intentos de sacralización del orden republicano a partir de 1824.
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Una veta interesante para la investigación surge de la transformación del orden monárquico al republicano y de la cuestión de cómo este nuevo orden pudo integrarse en construcciones colectivas de sentido. En primer lugar, los motivos para las ceremonias y fiestas debían ser forzosamente otros, pues ya no era posible rendir homenaje a un soberano en concreto, aunque el rey nunca hubiese estado físicamente presente. Las fiestas monárquicas, que hacían referencia al propio soberano, se celebraban en función de acontecimientos recurrentes —aunque de manera irregular—, como la muerte del rey o la subida al trono de su sucesor; en cambio, la nación se vio obligada a celebrarse en días conmemorativos, como por ejemplo las fiestas en conmemoración de la proclamación constitucional. Sin embargo, mientras no se conseguía consenso sobre el ordenamiento ideal de la sociedad, que incluía a más personas que un grupo relativamente pequeño de seguidores, las concepciones colectivas del mundo y de la propia sociedad, representadas en las ceremonias, no podían ser particularmente duraderas. Tal como Zárate demuestra, las ceremonias reflejaban, en la austeridad de su ejecución, sólo construcciones de sentido rudimentarias, y con ello ejercían influencia sobre la imagen de la unidad nacional, aunque no lograban proyectar una imagen colectiva fuerte de sí mismas. Las ceremonias con ocasión de la instalación de la Constitución de Cádiz tal vez ofrecen los primeros indicios de la pérdida de una sólida construcción colectiva de sentido que concierne a toda la sociedad. Tal como Dircksen demostró, se conservaron varias fuentes primarias de ambas ocasiones en 1812 y en 1820. En el caso de la primera proclamación predominan las descripciones de las ceremonias, en tanto que de la segunda ocasión se conservaron también numerosos testimonios discursivos, entre ellos oraciones y artículos de periódicos que elogiaban la Constitución, pero también sonetos, canciones, obras de teatro y catequesis políticos. La diferencia en las características de las fuentes no puede adjudicarse sólo —por la poca diferencia en años entre una proclamación y la otra— a la casualidad. Al menos, es posible que la situación de 1820 merezca una explicación especial. Tras años de guerra civil, el monarca restableció un orden, que había estado vigente una vez, pero que había sido abrogado por él mismo por medio de actos altamente “deslegitimadores”. Cuando el rey volvió a promulgar la Constitución, desde el punto de vista de los actores, los viejos símbo-
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los ya no eran suficientes para representar adecuadamente el nuevo arreglo político y su significado. Además, sucedió que la lucha entre los insurgentes y los realistas en los años de 1814 a 1820 contribuyó de manera sorprendente a que valores vigentes en un bando se hicieron válidos por prácticas adoptadas por el otro bando, aunque no con la misma intención. Lo anterior lo demuestra de una manera particular el texto de Serrano Ortega cuando se refiere a la imposición de la igualdad tributaria por parte de Félix Calleja, uno de los adversarios más convencidos de los insurgentes, para quien la indispensable financiación de la guerra resultó más importante que mantener la diferenciación entre los contribuyentes a la Real Hacienda de acuerdo con las normas del Antiguo Régimen. Esto constituye sin lugar a dudas un dato significativo. Un sistema que se apoya en los privilegios y al mismo tiempo impone el principio de la igualdad en un asunto tan central como la recaudación de los impuestos, a la larga ineludiblemente tendrá problemas de legitimidad. Hacen falta más investigaciones para averiguar si en otras áreas de la estructura institucional existía también este tipo de entrecruzamientos que socavaban el Antiguo Régimen y que ayudaban a implantar el nuevo orden, en tanto que en el caso de la igualdad tributaria simbolizaban la igualdad ciudadana y tenían el potencial para constituirse como factor orientador en lo que a los valores sociales respecta. Las contribuciones de Serrano Ortega, Terán y Landavazo se concentran en las coincidencias existentes entre las fuerzas oponentes de realistas e insurgentes. Al hacerlo demuestran, por un lado, que el concepto de la cultura política es útil, pues comprueban que la población novohispana, a pesar de las múltiples diferencias sociales y étnicas, compartía determinadas ideas en torno a la legitimidad de la dominación y del orden sociopolítico. Por otro, sus textos sugieren que es cuestión del tiempo vincular la tendencia más antigua de la historiografía nacional mexicana —que se concentraba en la lucha de la independencia como mito fundador de la nación y en los líderes Hidalgo y Morelos como héroes nacionales—, así como la coyuntura actual de una concentración en el cambio político impulsado por los acontecimientos en España, e investigarlos en conjunto. En estos ensayos, al igual que en los de Guarisco, Sánchez Silva, Bernal Ruiz y Bock, llaman la atención aquellos procesos de mediano plazo que comprueban que la solidificación institucional de los imaginarios
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respecto del orden social, y patrones de comportamiento derivados de ahí, pudieron perdurar más allá de las coyunturas políticas. Guarisco y Sánchez Silva prestan atención especial a las continuidades que se manifestaron entre el Antiguo Régimen y el orden sociopolítico que surgió después de la promulgación de la Constitución de Cádiz, que no sólo estaban relacionadas con los actos ceremoniales en los que se celebraba el poder supremo sino también en la estructura institucional. Por tanto, abogan por no interpretar la Constitución de Cádiz como una ruptura completa con el viejo orden. De sus reflexiones puede desprenderse un programa de investigación que analice la cuestión del constitucionalismo indigenizado de corte mexicano. Aquí, investigaciones como las de Garrido Asperó sobre los procedimientos electorales y sobre el cambio de la legislación electoral deberían representar un aspecto central. El hecho de que las críticas sobre el proceso electoral se hicieran oír inmediatamente después de la realización de las primeras elecciones en 181218, y que desde entonces estuvo presente en los debates políticos de las siguientes décadas, indica que las constituciones, en lo que respecta a sus pretensiones de validez y su puesta en efecto, dependían de actitudes complacientes de los ciudadanos. Durante los últimos años del virreinato y los primeros de vida independiente quedó claro que tal requisito no se cumplió, lo que condujo a continuas disputas en torno al orden constitucional; en primer lugar, por procedimientos políticos específicos codificados en la Constitución, y más adelante en los años 1823 y 1824, al igual que en 1835, por la propia Constitución. Se trata, entonces, de investigar el arreglo normativo del orden de la Constitución codificada en el contexto de la práctica política y de preguntar por la interacción recíproca. En el presente libro se desea mostrar que en esto no debe menospreciarse la dimensión simbólica, cuya formulación y fundamentación teóricas son aclaradas por Stollberg-Rilinger en su contribución. Los actos simbólicos ejercen influencia sobre las observaciones de los actores históricos y los orientan, lo que, a su vez, influye en la formación concreta del orden político. 18 Cfr. para este asunto los artículos tempranos de Nettie Lee Benson, en los cuales interpreta el alegato de fraude por parte de observadores contemporáneos como un alegato motivado por razones políticas. Benson, “Contested”, 1946. Asimismo Guedea, “Primeras”, 1991.
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SIMBÓLICA EN LA
ÉPOCA PREMODERNA.
CONCEPTOS,
T E S I S , P E R S P E C T I VA S
PA R A L A I N V E S T I G A C I Ó N 1 B a r b a ra St o l lb e rg - Ril i n g e r
Hoy por hoy, lo poderoso de los ritos y sus accesorios simbólicos se hace patente cotidianamente a todo el mundo. Pañuelos, crucifijos y fórmulas de juramento se encuentran en el corazón de conflictos vehementes sobre valores sociales fundamentales; incluso las guerras se hacen, no en último lugar, por medio de símbolos y sobre símbolos; al mismo tiempo, en nuestra condición de consumidores de los medios de comunicación estamos expuestos a un flujo incontrolable de imágenes y signos que se sustraen a toda interpretación definitiva. Todo símbolo, por respetable que sea, corre el riesgo de ser creativamente resignificado, invertido, parodiado, caricaturizado o aprovechado con fines comerciales. La autoimagen de la modernidad, por mucho tiempo segura del desvanecimiento de lo simbólico y confiada en el aumento de la racionalidad discursiva, se ha visto afectada duraderamente por ello. A estas alturas parece apenas plausible sostener que la vigencia de normas se apoya más en el discurso basado en la inteligencia y en la razón que en el poder sugestivo de lo simbólico2. Por otra parte, con la omnipresencia y la diversidad de los símbolos y la discrecionalidad de sus interpretaciones ha crecido también la distancia reflexiva para con ellos; en 1
Este ensayo se publicó originalmente en: Zeitschrift für historische Forschung 31 (2004), pp. 489-527. Para su traducción se omitieron algunas referencias bibliográficas de la literatura en alemán que se pueden consultar en la versión original. Agradezco a Nathalie Schwan la traducción de este texto. 2 Habermas, “Symbolischer”, 2001.
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otras palabras, los símbolos parecen haberse vuelto más poderosos y más débiles al mismo tiempo. En parte influidas por tales experiencias las ciencias históricas han cambiado, sobre todo aquellas que se ocupan de la época premoderna; desde hace un tiempo su atención se ha volcado hacia el poder de lo simbólico. Desde que se ha hecho notable que la comunicación escrita está siendo sustituida por la visual y la oral, y desde que en los medios la imagen ha ido adquiriendo la preferencia sobre la palabra y el símbolo sobre el discurso, se arroja una nueva luz sobre los siglos premodernos3. Resulta aplicable a la Edad Media y a la época premoderna —de manera más evidente que a la modernidad— que la organización sociopolítica se caracterizaba y se estabilizaba, pero también era atacada y se equilibraba de nuevo mediante la comunicación simbólica. Las ciencias culturales deben su comprensión del potencial fundamental de lo simbólico para la organización del mundo social a una larga serie de conceptos teóricos procedentes de distintas disciplinas, que van de la fenomenología4 hasta la etnología5, pasando por la semiótica6, la antropología cultural7y la sociología. Todos estos enfoques tienen en común que definen la cultura a partir de la capacidad que posee el ser humano de elaborar símbolos. Como decía Weber, “el hecho de que signos ‘exteriores’ sirven de ‘símbolos’ es uno de los prerrequisitos constitutivos de todas las relaciones sociales”8. En ello, el carácter dialéctico de la relación simbólica con el mundo resulta esencial por la siguiente razón: por un lado, la cultura como “universo del sentido” está dada a los individuos mediante sistemas colectivos de signos y objetivaciones materiales; preconfigura sus posibilidades para percibir y para actuar. Por el otro, los individuos, a la inversa, se la apropian, la reproducen y la modifican subjetivamente una y otra vez. Los 3
Cfr. también Rehberg, “Institutionenwandel”, 1997, p. 108. Ante todo, Schütz, Sinnhafte, 1993; en la misma tradición Berger/Luckmann, Construcción, 2003, refiriéndose al interaccionismo simbólico de G. H. Meads. 5 Principalmente Durkheim, Formas, 1968; Bourdieu, Esquisse, 1972; Geertz, “Thick”, 1973; Turner, Ritual, 1969. 6 Cassirer, Filosofía, 1971; Saunders, Semiotische, 2000; Saussure, Cours, 1993; Eco, Segno, 1980. 7 Gehlen, Anthropologie, 1990. 8 Weber, Gesammelte, 1988, p. 332. El concepto weberiano de la “acción subjetivamente significativa” entró nuevamente en juego para la historia cultural vía la etnología, sobre todo la de Clifford Geertz. 4
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historiadores (entiéndase aquí como todos los estudiosos de la cultura que se dedican al análisis del pasado) dedujeron de ahí que los fenómenos históricos no pueden comprenderse independientemente de los patrones de observación, las categorías de ordenamiento y las atribuciones de significados que hicieron los actores históricos. El problema hermenéutico fundamental de la distancia entre el historiador y el sistema de significados que pretende reconstruir se perfila con una renovada claridad. El llamado “giro culturalista” mostró a los historiadores una “mirada etnológica”, que en el fondo no es otra cosa que una radicalización de la mirada histórica: es decir, todos los fenómenos culturales son percibidos ante todo y primordialmente como extraños y necesitan una interpretación9. El efecto fundamental ejercido por lo simbólico en la configuración de la estructura social está actualmente en el corazón de diversos enfoques de investigación en Alemania. Desde principios del año 2000, el Sonderforschungsbereich (centro de investigación) 496 en Münster se ocupa de la cuestión de cómo los sistemas sociales de valores se manifestaron, visualizaron, perpetuaron y transformaron mediante la comunicación simbólica. Su trabajo se concentra en la Europa premoderna, desde la temprana Edad Media hasta la Revolución Francesa, es decir, un periodo en cuyo transcurso las formas de comunicación evolucionaron considerablemente. Además de tener diferencias metodológicas y de mirar desde perspectivas distintas, los representantes de las disciplinas involucradas —que incluyen ahora la historia medieval y moderna, la filosofía, la historia del arte, la filología alemana, el latín medieval, la etnología europea, la historia eclesial y la del derecho— comparten la convicción de que las diferentes formas de comunicación simbólica proporcionan una clave para la comprensión de las sociedades premodernas, de su racionalidad específica y de sus cambios. Punto de partida para el trabajo colectivo10 ha sido la tesis que plantea que estas formas simbólicas se empleaban de forma muy calculada y que desempeñaban un papel específico en el funcionamiento de estas sociedades. El bosquejo de investigación que se presenta a continuación pretende ser una especie de resumen provisional:
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2000.
Cfr. Raphael, Geschichtswissenschaft, 2003. Para el programa de la propuesta inicial, véase Althoff/Siep, “Symbolische”,
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una precisión de los conceptos utilizados, la clasificación de éstos en el paisaje teórico y la formulación de los resultados encontrados hasta ahora y de las preguntas que quedan aún abiertas.
I. COMUNICACIÓN ¿Cómo podríamos entender el concepto “comunicación”? En el fondo, cabe interpretar como comunicación todo acto y toda conducta humanos en tanto que se consideran a partir del aspecto del “hacer saber”11. Desde esta perspectiva, todas las fuentes históricas, es decir, además de textos, también los artefactos, las imágenes, las obras de arte, etcétera, pueden entenderse como elementos de un acontecimiento comunicativo del pasado y, al mismo tiempo, del presente. En este ensayo, nuestro punto de partida es un concepto de comunicación que define todo acto comunicativo elemental como una unidad; a la vez distingue entre la información, la transmisión del mensaje o la notificación y la comprensión12. En la comunicación, no se trata de enviar un mensaje del punto A al punto B, tal y como sugirió el antiguo modelo de comunicación inspirado en la metáfora del telégrafo, sino de una relación recíproca entre personas. Ésta se logra cuando las tres acciones siguientes ocurren de manera consecutiva: primero, debe existir alguna información; segundo, ésta se transmite y tercero, la información transmitida se entiende como mensaje. La distinción entre información y notificación es esencial: una información sin calidad de notificación es sólo un signo que no tiene valor expresi-
11
Una perogrullada de la teoría de la comunicación reza: “No se puede no comunicar”. Cfr. el ensayo procedente de las ciencias sociales de Watzlawick/Beavin/Jackson, Pragmatics, 1967, que a pesar de no ser de reciente publicación sigue siendo muy relevante. Actualmente, las teorías comunicativas más influyentes, al menos en Alemania, sin lugar a duda son las de Habermas, Teoría, 1991 y las de Luhmann, “Was”, 1995, pp. 113-124; Luhmann, Sistemas, 1998. 12 En relación a Luhmann, “Was”, 1995; Luhmann, Sistemas, 1998, pp. 140 ss.; este concepto de comunicación es sostenible y útil, aun cuando no se comparte todo el instrumental de la teoría de sistemas. Teóricos de la comunicación más antiguos hicieron distinciones similares, a saber —al menos en lo que respecta a las acciones lingüísticas—, las distinciones entre representación, expresión y apelación (Bühler, Teoría, 1950, pp. 35 ss.); o la distinción entre el acto locucionario, ilocucionario y perlocucionario (Austin, Cómo, 1982).
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vo, lo que sucede, por ejemplo, con el humo producido por una fogata, sin ser señal de humo. Una información se observa, una notificación se entiende. Si bien esta definición del concepto comunicación no sólo se aplica al entendimiento lingüístico, el lenguaje tiene algunas ventajas en comparación con otras formas de comunicación. Por un lado, permite mensajes más complejas y más abstractas que, pueden desprenderse, además, fácilmente de las situaciones concretas; por el otro, tiene la ventaja de que por lo general la intención del mensaje se manifiesta abiertamente. En este sentido, los actos de la comunicación no verbal son más propensos a causar malentendidos; por ejemplo, si alguien hace un guiño, para quien lo ve, no está siempre claro si se trató de un mensaje intencionado o no, pero si interpreta el guiño como un mensaje y a continuación responde a él por medio de su conducta, se habrá puesto en marcha un proceso comunicativo. En caso contrario —que el guiño haya sido un mensaje intencionado pero no haya sido interpretado como tal por la persona que lo vio y, en consecuencia, no haya reaccionado ante él— no se da ninguna comunicación. Por lo visto, la comprensión del mensaje es igualmente constitutiva para la comunicación que la transmisión de éste. De acuerdo con esta definición, por ende, la reciprocidad es un principio indispensable en todo proceso comunicativo, cuyo éxito puede comprobarse en la medida en que lleve a una comunicación correspondida. La comunicación es siempre un suceso recíproco entre dos o más actores que se refieren el uno al otro y a sí mismos al mismo tiempo: es decir, el remitente suele anticipar de qué manera el destinatario del mensaje lo entenderá mientras le está comunicando algo. Sin embargo, el que exista un acto comunicativo de ninguna manera quiere decir que el receptor le dé a éste exactamente el mismo significado que el que el remitente pretendía transmitir, o bien, que el receptor acepte el significado del mensaje y le haga caso. Sólo quiere decir que lo recibió e interpretó como un mensaje enviado a él, y que responde con una comunicación de su parte, aunque ésta puede ser negativa. En todo momento, la comunicación es un fenómeno colectivo. Presupone que existan ciertas reglas, convenciones y estandarización constitutivas que comparten los participantes entre sí y con los integrantes de otros grupos. El lenguaje verbal representa el código comunicativo más complejo, que se domina en gran parte de manera
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consciente, pero en parte también de manera inconsciente e implícita13. Por tanto, la comunicación nunca es un suceso sin presuposiciones, sino que tiene siempre sus raíces en determinado contexto social, en una communio; en este sentido, tiene inevitablemente un carácter histórico. Sus reglas no son rígidas ni inamovibles, sino que pueden sufrir cambios en actos comunicativos individuales. El estudio de los fenómenos históricos como procesos comunicativos no es trivial u obvio en absoluto, sino que permite apreciar estos fenómenos bajo una nueva luz. La contradicción aparente que existe entre la acción individual y las estructuras supraindividuales, en la teoría de la comunicación se resuelve por medio de la reciprocidad: por un lado, las estructuras se presentan siempre al individuo como algo que objetivamente ya está dado, y, por el otro, tras cada acto comunicativo éstas deben justificarse y hacerse valer subjetivamente de nuevo. Tal hincapié en el acto de comunicación, que se actualiza cada vez, también está en la base de la “carrera” del concepto de performance en varias disciplinas que estudian la cultura. Aquí —más allá de los matices que el concepto adquiere en los diferentes contextos teóricos— el supuesto fundamental de la teoría de la comunicación se hace manifiesto de la siguiente manera: que “significado [...] sin excepción no se produce sino hasta el momento de mostrar, representar y ejecutar”14. El concepto del performance contiene, además, la premisa constructivista de que la realidad social de los actores se reelabora cada vez, y esto es precisamente lo que ocurre en los actos “performativos” de comunicación, es decir, se trata de acciones que por su propia cuenta producen lo que significan idiomáticamente o representan en escena. Las consecuencias de esta perspectiva, que es influida por la teoría de la comunicación, son profundas para los historiadores: lo que alguna vez describieron como hechos “objetivos”, ahora resulta ser un entramado de relaciones comunicativas; lo que 13 De ahí que el lenguaje verbal sirva por lo general como paradigma en la teoría de la comunicación; pero los conceptos desarrollados por lingüistas, psicólogos sociales y semióticos a raíz de y para la comunicación verbal, mutatis mutandis pueden ser muy útiles también al estudiar otras formas de comunicación; por ejemplo, los conceptos de Bühler y Austin. Más fácil de generalizar es la distinción lingüística saussureana entre langue y parole (cfr. Saussure, Cours, 1993); asimismo, cabe mencionar la distinción que ya hizo Von Humboldt entre el lenguaje como ergon y el lenguaje como energeia (Humboldt, Schriften, 1988). 14 Según Martschukat/Patzold, “Einleitung”, 2003, p. 10.
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antes parecía ser una institución sólida se diluye en prácticas comunicativas; donde antes los motivos y las consecuencias de la acción (por ejemplo, de la firma de un tratado, una elección, etcétera) representaban el foco de la atención, ésta se centra ahora sobre los actos en sí15. De la reciprocidad, la colectividad y la “performatividad”, características de la comunicación, se desprende que los actos comunicativos suelen ser también actos constitutivos de determinado grupo que promueven su autocomprensión. A partir de dichos actos pueden reconstruirse las reglas que subyacen a ellos y se aplican al definirse un grupo. Esto los convierte en el objeto principal de estudio para aquellos historiadores que desean averiguar sobre las representaciones de los valores, las normas de acción y las categorías organizativas de estos grupos y su transformación. Así y todo, los historiadores no suelen trabajar directamente con los actos comunicativos del pasado, sino con las fuentes que dan testimonio de ellos. Éstas, por su parte, no deben analizarse sólo en calidad de reflejos de los actos comunicativos, sino también como componentes autónomos de los procesos comunicativos del pasado; al mismo tiempo cabe observarlas como elementos de los procesos comunicativos del presente, que el propio historiador establece con ellas. Por consiguiente, unas de las ventajas del enfoque de la teoría de la comunicación para la disciplina histórica reside en el hecho de que no admite un positivismo epistemológico ingenuo en el manejo de las fuentes.
II. COMUNICACIÓN
SIMBÓLICA
La comunicación es siempre un fenómeno simbólico, en el sentido de que se transmiten mensajes mediante símbolos (entendidos aquí como signos en su sentido más amplio) sean signos lingüísticos (hablados o escritos), sean signos no verbales como gestos, imágenes, objetos, conductas, etcétera. En el fondo, todo lo que se vincula a un contenido de significado y a una intención de transmisión de mensaje y se entiende de esa manera, puede convertirse en un signo. Según Ernst
15 Esto se aplica sin duda también para los conceptos de poder y dominación; Cfr. Stollberg-Rilinger (ed.), Was, 2005. Sobre la teoría de las instituciones, véase Göhler et al. (eds.), Institution, 1997; Rehberg, “Institutionen”, 1994.
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Cassirer, una forma simbólica es “toda energía del espíritu en cuya virtud un contenido espiritual de significado es vinculado a un signo sensible concreto y le es atribuido interiormente”16. De una manera similar, San Agustín ya definió signa como el enlace entre un res que se puede percibir sensorialmente y una representación en la conciencia17. En esta amplia acepción, el simbolismo precede invariablemente a toda percepción humana de la realidad. Según Cassirer, “nos hallamos aún presos en un mundo de ‘imágenes’, pero no se trata de imágenes tales que reproduzcan algún mundo de ‘cosas’, existente en sí, sino de mundos de imágenes cuyo principio y origen hay que buscarlo en una creación autónoma del espíritu mismo. Sólo a través de ellos vemos y nos apropiamos de aquello que llamamos la ‘realidad’”18. Las formas simbólicas “se introducen entre nosotros y los objetos” y “crean también la única mediación adecuada posible y el medio a cuyo través cualquier ser espiritual empieza por hacérsenos concebible e inteligible”19. A partir de este proceso elemental de simbolización se construyen todos los sistemas simbólicos complejos, como son el lenguaje, el arte, la mitología y la ciencia. Decía Cassirer que la evolución cultural nos conduce a la creación de mundos mentales simbólicos cada vez más abstractos en cada uno de estos ámbitos; los signos se alejan cada vez más de su similitud perceptible y de la afinidad con los significados. “La forma de la expresión intuitivo—compacta va cediendo cada vez más ante la forma de la expresión analítico—conceptual”20. En el último escalón están los signos completamente arbitrarios que ya no representan nada sensorialmente perceptible, sino que ordenan y controlan la experiencia por medio de la concatenación de relaciones entre sí. Si se asimila “lo simbólico” al signo en este amplio sentido cassireriano, entonces la expresión “comunicación simbólica” es una tautología; cada acto comunicativo es un proceso simbólico. Para la pers16
Cassirer, Filosofía, 1971, pp. 50-60; Cassirer, “Concepto”, 1975, la cita es de la
p. 163. 17 Agustín, Doctrina, 1957, p. 113: “El signo es toda cosa que, además de la fisonomía que en sí tiene y presenta a nuestros sentidos, hace que nos venga al pensamiento otra cosa distinta”. Cfr. para la actualidad del concepto agustiniano del signo Staubach, “Signa”, 2002. 18 Cassirer, Filosofía, 1971, p. 57. 19 Cassirer, “Concepto”, 1975, p. 164. 20 Cassirer, “Concepto”, 1975, pp. 183 s.
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pectiva culturalista de la historia, una acepción tan amplia del carácter simbólico es fundamental. A fin de restringir más el alcance del objeto de estudio y de precisarlo más, de acuerdo a lo que el SFB 496 en Münster entiende por “comunicación simbólica”, habrá que desarrollar una acepción más estrecha de “símbolo” y habrá que deslindar la comunicación simbólica, por una parte, de la actuación instrumental y, por otra, de la comunicación discursiva y abstracta. Continuemos con la diferencia entre la actuación simbólico-expresiva y la instrumental. La segunda persigue un objetivo determinado, en tanto la simbólica genera sentido y no se agota en alcanzar una meta determinada21. La instrumental consiste en perseguir un objetivo determinado que está fuera de la propia actuación y la orienta. El sentido de la simbólica—expresiva, en cambio, está en la consumación de la propia actuación. Este tipo de actuación remite a algo más allá de sí misma por medio de signos y evoca una representación, si bien es cierto que sólo se hace comprensible en el contexto de un sistema de significados colectivo. Para dar un ejemplo: desde la perspectiva instrumental, el hecho de portar un arma hace posible que una persona se defienda con violencia, y este objetivo orienta la elección del medio, es decir, pone ciertos requisitos instrumentales a esta arma. Por su parte, desde el punto de vista simbólico—expresivo, portar un arma sirve para establecer la identidad social del portador como miembro de un grupo o como persona que desempeña un papel, como la expresión de determinado habitus, etcétera. Este significado ya lo confiere el propio hecho de portar el arma, y no exclusivamente cuando de verdad haya sido empleada después de haberse cumplido el objetivo instrumental. A decir verdad, la distinción conceptual entre la operación simbólica y la instrumental no sirve para la clasificación de dos operaciones diferentes. Más bien, toda acción social, desde los buenos modales en la mesa hasta el acto legislativo, por lo general, muestra ambas dimensiones, y es cuestión de perspectiva cuál de las dos se percibe. Un ejemplo: se arroja una nueva luz sobre un grupo de políticos de alto nivel encargado de tomar decisiones cuando no se investiga exclusivamente su función instrumental —la elaboración de determinadas decisiones políticas—, sino que también se toman en 21 Cfr. para la contraposición entre variables simbólico-expresivos por un lado, e instrumentales por el otro: Luhmann, Legitimação, 1980, pp. 181 ss.; Luhmann, Fin, 1983, en particular pp. 137 ss.
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cuenta las funciones simbólico-expresivas, tales como la representación de su propia competencia en la toma de decisiones, la exhibición de determinada jerarquía, etcétera22. Adicionalmente, la comunicación simbólica en un sentido estricto puede delimitarse de la comunicación conceptual abstracta y discursiva. No debe confundirse esta contraposición con la existente entre la comunicación verbal y la no verbal, aunque toda comunicación conceptual abstracta está relacionada con el lenguaje. A la inversa no es así: la comunicación lingüística —sea oral o escrita— cuenta con múltiples dimensiones para transmitir mensajes y no exclusivamente con los enunciados conceptual abstractos. Una serie de teorías lingüísticas modernas, en particular para la teoría de los actos de habla, se caracteriza precisamente por relegar a segundo plano lo que a primera vista es la función principal del lenguaje, o sea, enunciar algo sobre el mundo y darle más importancia a otras funciones comunicativas23. Existen numerosos contextos de acción, en que la pronunciación explícita objetiva de una enunciación lingüística, su contenido proposicional, retrocede completamente ante el mensaje implícito sobre la relación entre los actores, piénsese, por ejemplo, en el intercambio de “cumplidos” en la temprana época moderna. No obstante, por lo general puede decirse que absolutamente ninguna enunciación lingüística sólo se deja reducir a su expresión conceptual abstracta, sino que en todo caso posee también una dimensión simbólica en un sentido estricto. Mientras que la comunicación conceptual y discursiva se produce en secuencias de enunciados cronológicas —por lo que posee, literalmente, un carácter “procedimental”— y posibilita la emisión de enunciados sumamente abstractos y complejos gracias a unas reglas sintácticas de interconexión así como busca fundamentalmente la univocidad, la comunicación simbólica, en cambio, se compacta más bien en un breve lapso, produce sentido, así como es ambigua y poco precisa24, y 22 Por mucho tiempo, los historiadores no se dieron cuenta de la dimensión simbólico-expresiva en los procedimientos para fijar normas y de toma de decisiones políticas. Cfr. Stollberg-Rilinger (ed.), Vormoderne, 2001; Schlumbohm, “Gesetze”, 1997; Kindermann, “Symbolische”, 1988; Neves, Symbolische, 1998. 23 Cfr. Austin, Cómo, 1986; o bien Bühler, Teoría, 1934; algo parecido sucede con la diferencia entre el aspecto del contenido y el de la referencia de una enunciación en Watzlawick/Beavin/Jackson, Pragmatics, 1967. 24 De manera similar puede entenderse la distinción entre la comunicación análoga y la digital que hace P. Watzlawick (Watzlawick/Beavin/Jackson, Pragmatics, 1967, pp. 60-67).
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por tanto, deja más libertad para las distintas asociaciones y atribuciones de significados25. El término de comunicación simbólica refiere aquí entonces a la comunicación mediante símbolos en un sentido estricto26; los símbolos se entienden como una especie de signos particulares de índole verbal, visual, figurativa o gestual, tales como metáforas lingüísticas, imágenes, artefactos, gestos, secuencias de acciones complejas como rituales y ceremonias, pero también relatos simbólicos como mitos, etcétera. Los símbolos no sólo se distinguen de los signos en un sentido amplio por la “motivación” (es decir, la existencia de alguna relación metonímica o de similitud entre el significante y el significado, en contraste con el signo completamente arbitrario27), por ser visibles y por su carácter gráfico y ambiguo, sino también por la gama de estructuras referenciales posibles y de concatenaciones asociativas, por así decirlo, por “el intersimbolismo” complejo. Permítaseme dar sólo un ejemplo muy conocido: si el cuerpo simboliza a la sociedad, entonces pueden establecerse todo tipo de relaciones análogas (el rey se relaciona con los súbditos como la cabeza con los miembros; el político se relaciona con la sociedad como el médico con el cuerpo, etcétera); todas las características posibles del significante pueden ser transmitidas al significado y viceversa (las anomalías políticas aparecen como enfermedades; un cuerpo monstruoso con dos cabezas puede relacionarse con la lucha por el poder entre las autoridades eclesiales y las seculares, una Hidra con un régimen desunido y multicéfalo, etcétera). Diferentes analogías pueden enlazarse entre sí y a su vez formar cadenas infinitas (la cabeza se relaciona con el cuerpo como Cristo con la Iglesia, como el novio con la novia, 25
Cassirer, en “Concepto”, 1975 concibe esta distinción como la sucesión de diferentes niveles de desarrollo simbólico; en relación a esto cabe mencionar: Habermas, “Symbolischer”, 2001. 26 El concepto “símbolo” en un sentido más amplio pero más “magro” en contenido (el término “símbolo” para todo tipo de signos convencionales inclusive los signos lingüísticos) fue representado, por ejemplo, ya por Aristóteles y, en la época moderna, por Peirce. (A los símbolos en sentido estricto, Peirce los llama símbolos icónicos.) Goethe y los románticos representaron los conceptos de “símbolo” más restringidos pero más ricos en contenido, y en la época moderna ha sido sobre todo Saussure quien define los símbolos como signos no arbitrarios sino dotados de sentido (“motivados”). Sobre la historia del concepto de símbolo: Meier-Oeser, Spur, 1997. 27 Para la distinción entre signos de referencia y símbolos de presencia que no sólo significan sino también participan o son precisamente lo que significan, véase mas abajo.
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como el hombre con la mujer, etcétera). El significante y el significado son intercambiables; los distintos elementos de la relación simbólica se proveen recíprocamente con evidencia: el cuerpo simboliza la sociedad y la sociedad el cuerpo. Al mismo tiempo, los símbolos de carácter mediático diverso —o sea, metáforas, artefactos, textos, imágenes, gestos, acciones— entran en múltiples relaciones referenciales entre sí. De esta manera, la metáfora lingüística del corpus politicus puede transformarse en la representación gráfica de una sociedad como cuerpo, y éste, a su vez influye en la percepción de un cuerpo real y físico, por ejemplo el del rey28. Las imágenes, los textos u objetos, empleados en una acción simbólica y ritual compleja confieren su significado a esta acción y viceversa. Los niveles simbólicos son, por las representaciones mediáticas, muchas veces “potenciables”: los símbolos, a su vez, son simbolizados. Por ejemplo, en términos simbólicos un ritual puede duplicarse o triplicarse en una representación gráfica y en una descripción narrativa, como puesta en escena en el teatro o en una parodia ficticia. En síntesis: las simbolizaciones se unen en universos simbólicos complejos, que, por un lado, funcionan como la reserva simbólica objetivada para una cultura, y por el otro, se actualizan de muchas maneras en contextos de comunicación concretos y una y otra vez sugieren nuevas referencias, asociaciones y conexiones entrelazadas a diestra y siniestra. No menos importante es el hecho de que la comunicación simbólica produce efectos emocionales y afectivos. Evoca y reafirma representaciones de normas y valores no de una manera argumentativa y explícita, sino apelativa e implícita (en el ejemplo mencionado del cuerpo político podría ser la unanimidad, la prioridad del todo sobre las partes, unidad en la diversidad, armonía mediante la disparidad etcétera). En este contexto, los rituales en su condición de formas complejas de la actuación simbólica merecen nuestra especial atención. La oferta de definiciones es tan variada como la gama de disciplinas que se ocupan de los fenómenos rituales29. En lugar de una acepción amplia del 28 El ejemplo se ha vuelto paradigmático para el análisis de símbolos políticos: Kantorowicz, King’s, 1957; cfr. para el corpus politicum por ejemplo también Schmitt, “Staat”, 1936/37; Hofmann, Repräsentation, 1974; Melzer/Norberg (eds.), Royal, 1998. 29 Cfr. Belliger/Krieger (eds.), Ritualtheorien, 1998; Wulf/Zirfas (eds.) Rituelle, 2003; Wulf/Zirfas (eds.), Kultur, 2004; Caduff/Pfaff-Czarnecka (eds.), Rituale, 1999; Turner, Ritual, 1969; Kertzer, Ritual, 1988; Muir, Ritual, 1997; Bell, Ritual, 1997; por
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concepto que engloba toda forma de “ritualización”, incluyendo las simples rutinas cotidianas, habría que darle la preferencia aquí a un concepto más selectivo. Esto significa que se entenderá como ritual una secuencia de acciones simbólicas que consiste de varios elementos, que es formalmente regularizada y que posee una eficacia específica. Permítame aclarar esto último. En primer lugar cabe mencionar que la forma exterior de los rituales está normada, es decir, los rituales obedecen a determinadas reglas. Toda forma de “ritualización” exime de la necesidad de elegir entre una gama infinita de posibles modos de conducta y de acción, o dicho de otro modo, la ritualización reduce la complejidad y brinda “previsibilidad”. A los rituales subyacen las convenciones sobre las cualidades requeridas en los actores y sobre la propiedad formal de los gestos, de las palabras y de la ceremonia. Aunque los rituales pueden variar considerablemente de una cultura a otra dependiendo del grado de rigor formal que se exija para su realización correcta y exitosa, las formas indudablemente requieren cierta constancia, y en cambio los actores tienen un poco más de libertad para modificarlas dentro de determinados límites. En segundo lugar, los rituales inciden en el cambio de una situación, sea ésta social, política o espiritual (por ejemplo: cambio de estatus, transubstanciación, etcétera). Los rituales tienen un carácter “performativo”: no sólo dicen algo, sino que también hacen algo; ocasionan lo que significan, y comprometen a los participantes a comportarse en consecuencia en el futuro. Además, los rituales tienden a ser no intencionales en el sentido de que su efecto se produce independientemente de la intención, de la convicción interna o la opinión de los que los llevan a cabo, y su eficacia se basa primordialmente en la ejecución exterior correcta. En tercer lugar, los rituales tienen un carácter teatral. Éstos se efectúan en un momento especial, aislado de la rutina cotidiana, y exhiben su carácter simbólico (por ejemplo, mediante la vestimenta y otros atributos de los actores, demarcación espacial del lugar donde el ritual se lleva a cabo, letreros para señalar el principio y el fin, la pronunciación de determinadas formulas, etcétera). La ejecución de rituales no puede dejarse en
último Dücker, Rituale, 2007. Cfr. también la crítica de Buc, Dangers, pp. 161 ss.; Buc, “Rituel”, 2001; Buc, “Political”, 2000; Según Buc, las teorías del ritual de la etnología moderna son fundamentalmente incompatibles para los fenómenos premodernos.
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manos del azar o ser improvisada, sino que éstos son cuidadosamente escenificados y, por lo general, se celebran en público de manera demostrativa y con un espíritu solemne. En el concepto de solemnidad se articulan ese rigor formal, el aspecto de celebración y la eficacia. Por último, los rituales son simbólicos en el sentido de que su significado va más allá que ellos mismos y suelen evocar mayor orden y coherencia de lo que simbolicen y al mismo tiempo fortalecen (y esto los distingue de las simples rutinas). Es exclusivamente este aspecto del mayor orden y coherencia lo que otorga la validez a las convenciones de un ritual y autoriza a las personas indicadas para llevarlo a cabo. Al mismo tiempo, en términos temporales los rituales van más allá que el momento del presente del acto: por un lado, al pasado, y, por el otro, comprometen las acciones por venir30. Sobre la delimitación conceptual de ritual y ceremonia puede discutirse. Comúnmente se utiliza el término ceremonia como variante secular del ritual, que más bien refiere a los actos sacro-mágicos, siguiendo así una tendencia en la historia conceptual que data de la temprana época moderna31. Sostener que los rituales se distinguen por un carácter sacro-mágico implica que su efecto es ocasionado porque mediante determinados actos regularizados los participantes provocan la intervención de un poder supranatural y espiritual32. Un concepto tal de ritual tiene la desventaja de que excluye a los rituales sociales y políticos seculares, en los que el efecto se basa en las convenciones sociales en lugar de en las influencias supranaturales, pero que funcionan de una manera idéntica en todos los demás aspectos33. Por esta razón, no utilizaremos aquí una acepción restringida tal del concepto ritual, sino que le daremos prioridad a otra distinción entre ritual y ceremonia: las ceremonias son también secuencias de actos simbólicos altamente estereotipados, que representan y constituyen a la vez un determinado orden, pero no ocasionan un cambio de estatus34. 30
Fundamental en este aspecto es Althoff, Spielregeln, 1997; Althoff, Macht, 2003. Cfr. Vec, Zeremonialwissenschaft, 1998; Cfr. también Tänzler, “Ritual”, 2003; Buc, Dangers, pp. 164 ss. 32 Según la definición de Hahn, “Kultische”, 1977. 33 Bourdieu, “Rites”, 1982. Bourdieu habla aquí metafóricamente de “magia social”. 34 Véase, por ejemplo, Paravicini, “Zeremoniell”, 1997; aquí es de interés la p. 14, en referencia a Karl Leyser. Esta delimitación conceptual se aleja del uso común y no diferenciado del término, con el que una coronación o una entronización se llaman también ceremonias. 31
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III. COMUNICACIÓN
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SIMBÓLICA, SISTEMAS DE
VA L O R E S Y C O N F L I C T O S D E VA L O R E S
Las simbolizaciones estructuran la percepción empírica del mundo social, dotan de sentido y orientan la acción, estabilizan las expectativas normativas y representan los valores colectivos35. Es difícil distinguir los valores —en el sentido de lo que debe ser—, y las normas, — en el sentido de lo que se debe hacer— y, además, diferenciarlos de la percepción empírica de éstos. Las normas no son independientes de los valores que subyacen a ellas, y las valoraciones no son independientes de las descripciones empíricas de un mundo valioso36; a la inversa, la percepción empírica incluye siempre experiencias de valores que la influyen. Los valores abstractos y colectivos (tales como el honor, el orden jerárquico, la justicia etcétera) fuera de su sistema de referencia cultural, no poseen forma ni significado37, por lo que su realización simbólica desempeña un papel fundamental. Cada sociedad se asegura permanentemente de la vigencia de sus valores y de la estabilidad de sus normas, en el pasado, el presente y en el futuro y lo lleva a cabo mediante la actuación simbólica, que permite presentar los valores y normas en una forma compacta y sensorialmente perceptible. En la práctica simbólica las categorías del orden social, a la vez, pueden percibirse de manera empírica y experimentarse como vigentes en términos normativos. El poder de lo simbólico, por medio del cual un orden existente se muestra siempre ante los individuos, crea en el sujeto vínculos afectivos y convicciones sobre valores, que preceden toda justificación racional-discursiva38. Las distinciones
35
Cfr. Schütz, Sinnhafte, 1993; Berger/Luckmann, Construcción, 2003; además Wuthnow, Meaning, 1987; Cohen, Symbolic, 1989; Kertzer, Ritual, 1988; Melville (ed.), Institutionalität, 2001; Schlögl/Giesen/Osterhammel (eds.), Wirklichkeit, 2004. 36 Esto lo subraya una ética “holística”, en contraste con una ética universalista, que deduce las normas a priori de principios universales; cfr. Siep, Konkrete, 2004, pp. 19 ss., 127 ss., 186 ss. Sobre la inseparabilidad de la percepción empírica y la valoración normativa, cfr. también, Berger/Luckmann, Construcción, 2003. 37 Según Hülst, Symbol, 1999, p. 357. 38 Habermas, “Symbolischer”, 2001, sigue a Cassirer en el sentido de que parte de un proceso histórico de desarrollo, en cuyo transcurso las formas más arcaicas y simbólico-rituales de la comunicación son sustituidas cada vez más por explicaciones conceptuales-abstractas, respectivamente, al dejar de funcionar como fundamentación de las normas, por lo que deben ser sustituidas por procedimientos y “buenas razones”.
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fundamentales subyacentes a un determinado orden social (por ejemplo, los papeles de los géneros, la distinción entre nobles y no nobles, etcétera) por lo común no se reflejan como tales, sino que tienen una presencia natural y nadie las cuestiona. En la teoría sociológica de los símbolos se insiste en este carácter prerreflexivo, implícito y “latente” de las categorías de percepción simbólicamente elaboradas y de las estructuras de orden, que los rodea de un “aura de necesidad” y los libera de ser tema de discusión39. Sin embargo, en absoluto quiere decir que las formas simbólicas en las que se manifiestan estas distinciones, eluden por definición un uso más pensado. En realidad, las luchas por el poder social pueden describirse más bien como luchas por el “poder simbólico”, es decir, por el poder de hacer algo visible simbólicamente y de nombrarlo40. Entonces, uno debe preguntarse siempre qué actores en qué circunstancias, con qué motivos y con qué efecto llevan los actos simbólicos a la discusión, los cuestionan, atacan o renegocian, y todavía quedaría por preguntar si aquello ocurrió de manera discursiva o, nuevamente, simbólica. No debe interpretarse como una carencia de la comunicación simbólica que trae a la memoria y confirma valores y normas sin detallarlos explícitamente mediante un discurso y justificarlos con argumentos, aunque pueda parecerlo desde la perspectiva moderna. En comparación con la comunicación conceptual abstracta, ésta es mucho más imprecisa, y esto posibilita que, aunque las diferencias entre los participantes en el acto comunicativo sean considerables, puedan permanecer invisibles. Precisamente ahí radica un potencial específico de la comunicación simbólica, indispensable para erigir las estructuras estables del orden social41. En los rituales políticos puede mostrarse unanimidad, aun cuando en realidad apenas exista, y de esta manera se garantiza la capacidad de acción colectiva42.
39
Cf. Bourdieu,“Espace”, 2001, p. 302 (el carácter práctico, prerreflexivo e implícito de los esquemas de la interpretación del mundo). 40 Sobre el concepto del “poder simbólico” cfr. Bourdieu, “Espace”, 2001, pp. 307 ss. 41 Cfr. por ejemplo Kertzer, Ritual, 1988, pp. 67 ss. (“the virtue of ambiguity”, “solidarity without consensus”); Rehberg, Institutionenwandel, 1997, p. 102 (“Synthese von Widersprüchlichem”), p. 106 (“Einheits- und Eindeutigkeitsfiktionen”); igualmente Mergel, “Überlegungen”, 2002, (“Integration durch Undeutigkeit”). 42 Cfr. al respecto, Althoff/Witthöft, “Pouvoir”, 2003.
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La capacidad de la comunicación simbólica para estabilizar el orden —sin duda fundamental— sólo representa una cara de la moneda. En la otra cara está el hecho de que las formas simbólicas constituyen al mismo tiempo puntos de cristalización para la manifestación de conflictos. Podemos distinguir dos tipos de lucha en nombre de los símbolos y por medio de los símbolos: por una parte, se manifiestan conflictos en torno a la cuestión de quién, en el contexto de un orden colectivo vigente, puede ocupar determinadas posiciones simbólicas y reivindicar el monopolio de interpretación de éstas exitosamente. Por otra parte, todo el orden en sí y sus valores pueden ser objeto de conflicto también. En este caso, o bien se ataca y se destruye (también literalmente) activamente el simbolismo vigente, o bien se le descalifica como una formalidad hueca y así se le despoja de su eficacia. Ambas opciones involucran, sobre todo, medios que pertenecen a la comunicación simbólica. El valor fundamental de la jerarquía nos sirve de ejemplo para ilustrar lo anterior. No cabe duda de que el orden jerárquico basado en los rangos fue de suma importancia en el sistema de valores de la época premoderna43, y que fue lo que más claramente lo diferenciaba del sistema de valores de la época moderna. Si bien la armonía social y la unidad en la diversidad sólo eran concebibles dentro del conjunto de la creación en términos de una jerarquía —por lo menos en el mundo terrenal—, también en el más allá se encuentra la analogía cosmológica de esta representación plasmada en la jerarquía de los ejércitos celestiales. Por una parte, toda la vida cotidiana estaba estructurada mediante una red de reglas simbólicas que día tras día reproducían la jerarquía. En cada acto comunicativo, los respectivos rangos de los participantes en la comunicación estaban siempre presentes: en su vestimenta y sus atributos, en la organización espacial de los desfiles, en las posiciones al estar parados o sentados, en la forma de titular y en las fórmulas de saludo, los ademanes, etcétera44. Por otra, la jerarquía social se reproducía mediante ritos solemnes de transición y de iniciación que no sólo indicaban el nuevo lugar de cada cual en ella, sino que, al mismo tiempo, representaban y perpetuaban todo el
43 44
Cfr. fundamentalmente Luhmann, Sociedad, 2007, pp. 538 ss. Cfr. Blockmans/Janse (eds.), Showing, 1999.
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orden, en el que los individuos tenían su sitio: bautismo, nupcias, sepelio, investidura, homenaje, juramento, promoción, instalación en un cargo, etcétera45. Un orden ficticio inequívoco, de carácter lineal jerárquico y que atribuía un lugar indiscutible a cada persona, dictaba —supuestamente— la conducta de todos los involucrados. En la práctica social este orden resultaba, no obstante, de todo menos rígido y unívoco, más bien era objeto de una negociación permanente. Sin importar el lugar donde se reuniera un grupo numeroso de personas en público, las distintas reivindicaciones de autoridad existentes podían entrar en competencia; ante ello solía buscarse una solución tácita o el asunto derivaba en una disputa pública. Como es sabido, en la época premoderna los conflictos relativos a la manifestación simbólica del rango de individuos o grupos fueron omnipresentes y objeto de exhaustiva reflexión discursiva y jurídica46. Para los historiadores esto tiene la ventaja de que en tales conflictos, lo deliberado y la eficacia de la comunicación simbólica se hace asequible en toda su amplitud. En caso de conflicto se muestra que las formas simbólicas tenían un significado constitutivo; en otras palabras, que la jerarquía social de ninguna manera era una realidad objetiva, sino que consistía en un entramado relacional de reivindicaciones y de rechazos de autoridad simbólicos. Quién podía obligar a quién a aceptar de manera perdurable y exitosa su versión en tales conflictos e imponer sus reivindicaciones simbólicas de autoridad, dependía parcialmente de la constelación social del poder, de la disponibilidad de recursos económicos, del apoyo social, etcétera47. Los propios conflictos podían transcurrir de manera simbólica —por ejemplo, mediante la expulsión del contrincante de su lugar, negándole el saludo o profanando su escudo—, pero también podían ser tras-
45 Bourdieu, “Rites”, 1982; Cfr. Darnton, “Culture”, 1985; Wilentz (ed.), Rites, 1985; Holenstein, Huldigung, 1991; Chiffoleau/Martines/Paravicini (eds.), Riti, 1994. 46 Vec, Zeremonialwissenschaft, 1998; Stollberg-Rilinger, Wissenschaft, 2002. En este proceso de “cientificación” se incluyen también, además del Ius praecedentiae, la genealogía, la heráldica, la ciencia de las ceremonias, etcétera. 47 El concepto bourdieuano de los tipos de capital, que deben transformarse en “capital simbólico” a fin de desplegar su efecto ofrece una llave para investigar a fondo estas relaciones de intercambio complejas entre estos factores: Bourdieu, “Espace”, 2001; Bourdieu, Sens, 1980, pp. 191 ss.
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ladados a otro nivel de comunicación y disputarse discursivamente, por ejemplo, en el tribunal en la temprana época moderna48. Incontables ejemplos concretos pueden ilustrar esto, pero particularmente instructivos son aquellos casos en los que se trataba del trazo exacto de las fronteras simbólicas entre los grupos corporativos y cuyo resultado pudiese tener consecuencias materiales para los involucrados, abriendo o cerrando el acceso a prebendas, corporaciones, círculos para contraer matrimonio (Heiratskreise), herencias, etcétera. Así pues, si un hombre de una dinastía de la alta aristocracia, casado con una mujer no proveniente del mismo estrato social, peleaba su derecho a una herencia o una sucesión y apelaba al tribunal para poner en claro si su esposa e hijos tenían estatus de nobles, la naturaleza de las formas simbólicas de respeto que le habían mostrado o no sus pares, valían como un argumento pertinente en el juicio49. Cuando estaba en tela de juicio la nobleza de los herederos varones de Münster50o la pertenencia de los condes del imperio al círculo de matrimonio del principado51, era admisible verificar si a los interesados se les habían enviado o no los signos ceremoniales correspondientes de pertenencia. Cuando se trataba del pleno reconocimiento de los príncipes electores o de las repúblicas en el círculo de sujetos soberanos del derecho internacional en Europa, las ceremonias con las cuales las grandes cortes recibieron a sus enviados desempeñaban un papel absolutamente determinante52. E incluso para llegar a aclarar la cuestión de si un príncipe del imperio de menor envergadura tenía o no soberanía sobre ciertas personas y corporaciones en su territorio, era de suma importancia saber cuáles signos exteriores de sumisión le habían sido manifestados, y cuáles no. No obstante, en este tipo de conflictos relativos al reconocimiento o a la negación de las pretensiones de estatus mediante formas ceremoniales, el modo de funcionar del orden social en cuanto tal y el principio del rango jerárquico se confirman como valores fundamentales. Estamos ante un tipo de conflictos simbólicos muy diferentes cuando se impugnaba el sistema de valores en su conjunto. El princi48 49 50 51 52
Dinges, “Ehrenhändel”, 1993; Stollberg-Rilinger, “Rang”, 2001. Cfr. Sikora, Mausdreck, en prensa. Cfr. Dierkes, Streitbar, 2007. Stollberg-Rilinger, “Grafenstand”, 2002; Asch, Europäischer, 2008, pp. 14 ss. Stollberg-Rilinger, “Höfische”, 1997; Stollberg-Rilinger, “Honores”, 2002.
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pio de la jerarquía de rangos nunca había estado por completo exento de rivalidad en la Europa cristiana de la época premoderna, pues siempre había estado en una confrontación más o menos latente con el ideal cristiano de humilitas53. No obstante, se supo diluir esta competencia sobre los valores de manera simbólica y discursiva; por ejemplo, por medio de la imagen en la que miles christianus usan hábitos debajo de su armadura. En los conflictos de rango se insistía siempre en que el diligente afán por la debida demostración de respeto concordara enteramente con modestia y humilitas, ya que no se actuaba por vana ambición personal sino por compromiso con el orden de la comunidad. A pesar de todo, la lucha por los valores entre la jerarquía social y la igualdad cristiana estallaba de vez en cuando abiertamente. Del radicalismo de la Reforma54 hasta la Revolución Francesa55, corrientes igualitarias arremetieron contra el orden institucional dominante, luchando contra sus símbolos y sus rituales, deconstruyéndolos en escenificaciones espectaculares y, a su vez, simbólicas, y desproveyéndolos de su eficacia al descalificarlos como apariencias vacías y falsas. El desprecio, la ridiculización y la destrucción de los símbolos dejaban ver el carácter artificial del orden social y lo despojaba de su “aura de imprescindibilidad”, hasta que dejó de existir, porque al final era percibido como algo sólo existente en el pensamiento (bloßes Gedankending, Kant) y en lo que ya nadie creía56. Sin embargo, también cuando el ataque contra el mundo jerárquico pretendía ser esencialmente iconoclasta, hostil a los símbolos y antirritualista —“democracy has no monuments [...] Its very essence is iconoclastic”57—, y se luchaba en nombre de la verdadera esencia y 53
Cfr. Althoff, “Humiliatio”, 2007. Los reformadores radicales enseñaban, por ejemplo, que la proclamación del Evangelio no tenía que ver con el estamento, el rango o el honor, y abogaban por la abolición del conjunto de signa honoris del clero, de los ornamentos sacerdotales y hasta de la promoción teológica, a fin de cuestionar no sólo el orden institucional del estamento clerical sino también el conjunto de gradus honoris en nombre de una espiritualidad auténtica. Cfr. Muir, Ritual, 1997; Karant-Nunn, Reformation, 1997. 55 Sobre la Revolución Francesa como una revolución de símbolos: Hunt, Politics, 1984. 56 Cfr. Rehberg, “Fiktionalität”, 1998; Rehberg, Institutionenwandel, 1997; Koschorke et al. (eds.), Kaisers, 2002. 57 Trad. de la cita: “La democracia no tiene monumentos [...] su mera esencia es iconoclasta” [N. de la tr.]; por ejemplo, John Quincy Adams, citado por Bush, Dream, 1977, p. 19. 54
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la espiritualidad, la autenticidad y la naturalidad, el establecimiento de un nuevo sistema de valores no podía renunciar a la simbolización, sino más bien al contrario. También el nuevo valor hegemónico de la igualdad, antes de convertirse en un valor “natural” tenía que ser escenificado y visualizado58.
I V. C A M B I O S E N L A C O M U N I C A C I Ó N S I M B Ó L I C A LA EDAD MEDIA A LA ÉPOCA MODERNA. TESIS
DE
A estas alturas es obvio, tal como se sugirió al principio, que la época moderna tampoco puede prescindir de sus simbolizaciones. A diferencia de la época premoderna, esto contradice su propia imagen, tan marcada por una evolución que se caracteriza por un continuo incremento de la racionalidad abstracta y de la reflexividad discursiva, “del mito al logos” por así decir59. Entre tanto, se ha estado tomando distancia de esta (auto)descripción de la modernidad, de sus “grandes relatos”; la concepción del SFB en Münster también se ha guiado por dicho distanciamiento60. Este centro de investigación pretende examinar una serie de ideas relativas a la transformación de la relación entre la comunicación discursiva y la simbólica de la edad media a los tiempos modernos, sin negar que se ha dado una transformación profunda y que no es posible comprenderla a fondo sin aplicar categorías que dan coherencia a la noción de transformación. Las preguntas centrales son las siguientes: ¿cómo han cambiado las formas y los modos de funcionamiento de la comunicación simbólica de la temprana Edad Media hasta los inicios de la época moderna?, ¿qué efecto específico tenía la comunicación simbólica en las sociedades premodernas? y, por último, ¿qué pensaban los contemporáneos al respecto? A continuación se ofrecerán algunos resultados, tesis y perspectivas para la investigación, relativos a esta temática. 1. Antes que nada cabe constatar que el repertorio de elementos simbólicos básicos es relativamente limitado y que permaneció sorpren58 Thamer, “Wiederkehr”, 2004; Scholz/Schröer (eds.), Représentation, 2007; Friedland, Political, 2002. 59 Blumenberg, Legitimität, 1966; Habermas, “Symbolischer”, 2001. 60 Althoff/Siep, “Symbolische”, 2000.
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dentemente estable a lo largo de varios siglos, si bien podían hacerse combinaciones muy variadas y se empleaba creativamente. Un ejemplo muy conocido para ilustrarlo es el siguiente: el lenguaje de gestos y de la lógica ritual de la mortificación, la sumisión y la reconciliación se ha situado en los dominios litúrgico y profano desde la Edad Media temprana (que ésta a su vez adoptó de la Antigüedad tardía) hasta la modernidad, pasando por la temprana época moderna61. Sólo resulta interesante comprobar lo anterior si para cada periodo y cada contexto pueden reconstruirse diferencias específicas en el uso flexible de la base colectiva de signos y en su actualización. Cambios significativos pueden apreciarse, por ejemplo, en la relación entre el uso sacro y el profano de los mismos símbolos. No se trata de establecer el repertorio simbólico completo de cada época como fin en sí mismo, sino de que un inventario tal ofrece más bien la base a partir de la cual puedan hacerse comparaciones útiles, que trascienden las distintas épocas. Una comparación de esta índole muestra que el “vocabulario” básico de lo simbólico en ciertas circunstancias se ramificaba y se refinaba cada vez más. Ejemplo de esto es el manejo siempre muy artificial y variado de las formas rituales de sumisión desde la temprana hasta la alta Edad Media62. Otro ejemplo es la refinación extrema de los códigos ceremoniales en las relaciones diplomáticas en los siglos XVII y XVIII, que permitía la transmisión de mensajes políticos más precisos y matizados así como mayor control de la comunicación política en tiempos de creciente interrelación internacional y de constelaciones de alianzas muy cambiantes63. Un motivo más para la precisión cada vez mayor de los códigos ceremoniales radicaba en los mecanismos de sobrepujamiento que se daban cuando grupos o individuos en ascenso reivindicaban el mismo rango, lo que a su vez requería que los que ocupaban un rango superior y querían permanecer en él, a menudo inventaran nuevas y más sutiles distinciones simbólicas. Y esta dinámica conducía a una devaluación inflacionaria de los rangos, títulos y signos de honor hasta el quiebre de todo el sistema. De tal forma, la 61 En el acto de la genuflexión –desde la Antigüedad hasta la genuflexión de Willy Brandt en Varsovia– esto es evidente y se ha investigado exhaustivamente; Cfr. Althoff, Macht, 2003; más referencias bibliográficas en Stollberg-Rilinger, “Knien”, 2004; además, Rüther, “Macht”, 2004. 62 Althoff, Macht, 2003. 63 Stollberg-Rilinger, “Höfische”, 1997; Stollberg-Rilinger, “Wissenschaft”, 2002.
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renuncia purista a todas las formas de distinciones exteriores se convirtió en la forma de distinción más sutil y visible64. Un motivo típicamente premoderno para la creciente elaboración de los códigos simbólicos se percibe en el hecho de que en las sociedades tradicionales no abolían simplemente las estructuras obsoletas y caducas, sino que las dejaban arrumbadas o que se asimilaran a otras. De esta manera puede mostrarse que el ceremonial del viejo imperio, aparentemente anquilosado en formas tradicionales, en el siglo XVIII ofreció un margen de maniobra más que suficiente para que se generaran nuevos mensajes políticos mediante detalles sutiles65. 2. No cabe la menor duda de que las sociedades premodernas, en comparación con las modernas, tenían una necesidad de simbolización muy grande y que se caracterizaban por ser culturas más demostrativas que verbales. ¿Qué motivos estructurales pueden aducirse para esta “conducta demostrativa”?66, ¿cómo se podría describir este cambio? En las sociedades premodernas, la integración comunitaria ocurría en gran medida por medio de la interacción, es decir, de la comunicación personal entre los presentes. Dado que muy pocas normas se habían establecido por escrito y que sólo había un grado precario de organización gubernamental, la coherencia del conjunto requería una y otra vez una actualización demostrativa67. En las condiciones de una vigencia normativa preponderantemente consuetudinaria, las reivindicaciones de prelación se desmoronaban rápidamente, si no se hacían visibles en la práctica con frecuencia. “La escenificación compromete”; los rituales producen lo que significan. La participación personal en un acto solemne y público compromete a sostener la relación demostrada, también en el futuro68. Ex negativo (de manera inversa) las implicaciones de la asistencia personal se muestran en el hecho de que es posible eludir el efecto comprometedor al ausentarse o, por lo menos, pretender que la ausencia anule el compromiso. Por esta razón, representaba comúnmente un problema para las asambleas 64
Ejemplos de ello en Weller, Theatrum, 2006; Füssel, Gelehrtenkultur, 2006. Stollberg-Rilinger, Kaisers, 2008. 66 Althoff, Spielregeln, 1997, pp. 229-257; Wenzel/Ragotzky (eds.), Höfische, 1990; Rehberg, “Institutionenwandel”, 1997, pp. 105 ss. 67 Fundamental Holenstein, Huldigung, 1991. 68 Althoff, Macht, 2003. 65
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corporativas premodernas extender a los ausentes el carácter de obligatoriedad de las decisiones tomadas de manera colectiva69. Si se contraía una obligación de manera simbólica ritual y no discursiva, como en el caso de la inmixtio manuum, un homenaje, una genuflexión, la prestación de servicios simbólicos, etcétera, esta obligación en concreto permanecía difusa, amplia y ambigua, por un lado; pero por el otro, no había duda alguna de que se contraía un compromiso70. Sin duda la función de las formas simbólicas de comunicación y la necesidad de la presencia personal para el ejercicio del poder cambiaron con el creciente uso de la escritura. Con el incremento del grado de organización del poder y de la complejidad social, la presencia pública se iba haciendo, por un lado, indiscutiblemente cada vez menos relevante para el ejercicio del poder, y, por el otro, menos necesario. Investigaciones recientes sobre el proceso de formación del Estado, de la ciudad y de la corte señalan que la interacción personal no se sustituía de modo tan lógico ni tan deliberado por una organización burocrática formal, tal y como suponía la teoría clásica de la modernización71. Es seguro que a lo largo de los siglos premodernos el ritual perdía, paulatinamente su efecto performativo y constituyente, en beneficio del derecho codificado, de la ley positiva y del orden establecido. Así y todo, este proceso no ocurría de forma tan fluida y lineal como suele suponerse; la escritura no se hizo de inmediato ni en todos los sentidos superior al ritual. Si bien la forma de expresión escrita tenía la ventaja de que los contenidos significativamente más difíciles podían formularse de manera más precisa, el carácter escritural de esta comunicación, que borraba las limitaciones del tiempo y del espacio, generaba también problemas que no existían en la interacción personal72. La interacción concreta entre la escritura y el ritual así como la transformación de esta relación en el largo plazo merecen nuestra atención especial. A diferencia de la tradicional historia del derecho y de la Constitución, que consideraba los textos jurídicos como abstractos y sólo se 69
Cfr. fundamental Hofmann, Repräsentation, 1974. Althoff, Macht, 2003. 71 Para la nueva perspectiva sobre la formación del Estado, cfr. Asch/Freist (eds.), Staatsbildung, 2005; Brakensiek/Wunder (eds.), Ergebene, 2005; Holenstein (ed.), State (2009). 72 Luhmann, Sistemas, 1998, pp. 158 ss. 70
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fijaba en el contenido del escrito, la investigación reciente interpreta los textos como objetos a partir de su materialidad física y analiza cómo se inscribían en una interacción concreta. De ahí se desprende que la escritura no inspiraba espontáneamente la confianza de los participantes en la validez de lo escrito, tal como los actos públicos de interacción simbólica lo hacían al tratarse de la validez de las obligaciones contraídas demostrativamente. La escritura no pudo liberar así como así la comunicación de su anclaje en el espacio y el tiempo73. Los pergaminos, los códigos de derecho, etcétera, justamente necesitaban el marco de un acto de comunicación simbólica; la escritura precisaba la autorización y la autentificación que otorgaba el ritual. De esta forma se comprendía la vigencia de la norma abstracta como un compromiso personal “traducido al lenguaje del honor”. En el caso de los textos constitucionales de las revoluciones burguesas en Estados Unidos, en Francia y en otras partes, se aplica que en tanto objetos materiales estaban arraigados en rituales fundacionales y puestos en escena mediante actos simbólicos, con el fin de desdoblar su efecto integrador de lo político74. Por mucho tiempo la comunicación escrita se caracterizó por una falta de credibilidad; no sólo dependía de la mediación de la interacción personal, sino que también se guiaba por las formas de la interacción personal e imitaba sus estrategias simbólicas. Mientras que por un lado se escenificaba la escritura ritualmente, por el otro se ponían los rituales por escrito —sea con intención normativa o descriptiva, esto resulta por lo general difícil de distinguir—; así pues, surge la pregunta acerca de qué consecuencias tuvo esto en su forma y su eficacia. A partir de la Edad Media tardía, y sobre todo en las ciudades, se empezaron a anotar y a archivar meticulosamente los antecedentes ceremoniales con la intención de poder recurrir a estos documentos en caso de necesidad. La colección descriptiva de eventos pasados poco a poco se transformó en una guía prescriptiva para los 73 Lo mismo que es válido para la historia del derecho y de la constitución, se aplica también a la historia de la religión. También aquí, la relación de escritura y rito fue notablemente más compleja y multifacética de lo que sugieren los modelos unidimensionales de desarrollo, que parten de una tendencia a la espiritualización y a la eticización de la religiosidad por la creciente predominancia de la escritura. Sobre las interacciones entre rito y texto y sobre la tensión entre ritualismo e intencionalismo en la historia de la liturgia, cfr. Angenendt, “Verschriftlichte”, 1997. 74 Cfr. para la constitución norteamericana como símbolo textual, Gebhardt, “Verfassung”, 2001; Heideking, “Celebrating”, 2001.
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futuros; la fuerza normativa de lo fáctico hacía que cualquier variación fuese cada vez más difícil75. Cómo se manejaba esto en casos particulares y en qué medida se hacía uso de la posibilidad de esas memorias escritas, es ahora objeto de investigación. Dos preguntas, por ejemplo, son: ¿hasta qué punto se observa mayor rigidez en las formas simbólico-rituales en la temprana época moderna, en comparación con la Edad Media?, ¿qué salidas había para tener en cuenta las exigencias comunicativas cambiadas como, por ejemplo, cómo desviar, resignificar o vaciar de su sentido a los rituales anquilosados? Otro hallazgo es la difusión masiva que se daba en los medios impresos a los rituales de dominación en la temprana época moderna, con frecuencia impulsados y orientados e incluso utilizados para fines propagandísticos por los propios gobernantes, aunque eso parece haber tenido efectos más bien negativos. La reproducción de la escenificación simbólica de la dominación mediante la publicidad terminó por contribuir al desencantamiento del ritual76. 3. Sin duda, el escaso grado de organización del orden político y las pequeñas diferencias de poder que se registraban entre los distintos gobernantes fueron factores esenciales para la particular eficacia de las formas simbólicas de comunicación en las sociedades premodernas. En caso de una organización débil del Estado, la falta de un monopolio del uso de la violencia y, por tanto, de pocos mecanismos de coacción y una fuerte inclinación hacia la búsqueda del consenso entre los actores políticos, la comunicación simbólica desempeña un papel de singular importancia. Esto puede demostrarse en distintas áreas; por ejemplo, cuando por las razones mencionadas la vigencia de ciertas normas sociales no pudo garantizarse adecuadamente contra infracciones, es decir, porque no pudo sancionarse efectivamente cada infracción como fue debido —lo que en las circunstancias de la dominación premoderna generalmente no era posible ni deseable—, la confianza en la vigencia perdurable de las normas debió afianzarse de otra forma. Para esto servía que aquéllos que habían infringido la norma, la confirmaban de manera simbólica. En lugar de sancionar y aislar al 75 Sobre la creciente textualización de la ceremonia del adventus (la entrada del príncipe), cfr. Schenk, Zeremoniell, 2003; sobre el significado de la textualidad en la relación ceremonial entre las ciudades del imperio y los territorios, Krischer, Reichsstädte, 2006. 76 Cfr. Gestrich, Absolutismus, 1994; para Inglaterra, Sharpe, Reading, 2000.
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infractor, para beneficio de la estabilización del orden podía resultar más eficaz obligarle a una sumisión simbólica, con el fin de reintegrarlo a la comunidad posteriormente. Se revela que este modo de proceder tiene su precedente en el principio de la composición y la sanción en la cultura del derecho en la sociedad de la temprana época moderna, así como también en la práctica de la conciliación amistosa de conflictos entre actores políticos en la temprana y alta Edad Media77. En las sociedades premodernas, en las que predominaba la comunicación cara a cara, había una fuerte presión para llegar a un consenso, algo que no sólo fue consecuencia de las pocas posibilidades de coacción de que disponían los actores. El consenso se consideraba también un valor de suma importancia por la facilidad con que los conflictos podían agravarse. Esto se demuestra en el papel que desempeñaba el honor, valor que estaba en el corazón del principal código social que orientaba la conducta en la época premoderna. La investigación reciente ha subrayado el potencial para generar conflictos en torno al honor, que fácilmente salieran de control78. Los conflictos relacionados con determinado asunto no podían manejarse de manera aislada, como es posible en las sociedades más diferenciadas y dominadas por la escritura, sino que se consideraba que en ellos estaba implicado el honor de toda la persona y de tal forma se dirimían. Dado que en una sociedad caracterizada por la comunicación cara a cara la reputación social —el “prestigio”— se apoyaba en la visibilidad pública y se equilibraba por medio de la comunicación simbólica, cualquier signo manifiesto de rechazo ponía en riesgo la respetabilidad del afectado, y era necesario que él pudiese defenderse pública y visiblemente. En un conflicto abierto, todo el prestigio social del afectado y de su círculo social directo estaba en riesgo; no sólo tenía que reaccionar él mismo, sino que también debía buscar el apoyo de su entorno social. En la investigación contemporánea, el honor aparece ante todo como un vehículo para la declaración de conflictos. Empero, en la otra cara de la moneda está el hecho de que la estructura de la comunicación relativa al honor incluye también ciertas estrategias para precisamente evitar o disfrazar conflictos. La conciencia de la posible 77 Cfr. para los rituales premodernos para la terminación de conflictos: Althoff, Spielregeln, 1997; Althoff, Macht, 2003; Eriksson/Krug-Richter, Streitkultur(en), 2002. 78 Dinges, “Ehrenhändel”, 1993; Walz, “Agonale”, 1992; Schreiner/Schwerhoff (eds.), Verletzte, 1995; Backmann et al. (eds.), Ehrkonzepte, 1998.
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escalada de las ofensas al honor demandaba que los actores se trataban el uno al otro de tal modo que nadie perdiera la calma79. Una característica particular de la comunicación simbólica es que posibilita lo anterior, en tanto que disfraza el desacuerdo y simula consenso. Su vaguedad eminente permite que los participantes actúen como si todos le adjudicaran el mismo significado al mismo acto colectivo, sin que en realidad haya una revisión discursiva. Una característica de los actos simbólicos-rituales es que consiguen ocultar posibles interpretaciones divergentes de una situación tras una fachada de consenso. Quien participaba en un ritual colectivo demostraba con su participación personal que aceptaba el carácter obligatorio del ritual, independientemente de lo que sentía o pensaba en su interior y sin que se precisaran las intenciones y sus efectos con exactitud. Cuanto más alta era la presión para lograr un consenso, más importante era la función de tales actos simbólicos. Por tanto, los ejemplos medievales y de la temprana época moderna de consensos de buena voluntad ficticios y de aparentes consensos son numerosos. En la Edad Media se daba el caso de que duques u otros personajes poderosos le llevaran las insignias de soberanía al rey o le sirvieran la mesa precisamente en un momento en que estaba en duda su lealtad, y esto era una manifestación de compromiso que difícilmente hubiesen hecho de manera verbal80. Y en la temprana época moderna, en las asambleas estamentales se realizaba un acto simbólico de concordia y de acuerdos voluntarios entre el señor y los estamentos en el momento de despedirse, cuando en realidad se habían suscitado conflictos considerables81. No obstante, habrá que tomar en cuenta que tales consensos simbólicos aparentes eran el resultado de constelaciones de poder y, por lo general, eran el precedente de las luchas por el poder de la interpretación social. Como es posible imaginar, tales ficciones de consenso no se generaban espontáneamente, sino que solían requerir una planeación meticulosa. Para la temprana época moderna pueden reconstruirse muchos casos hasta en los más insignificantes detalles, porque con frecuencia 79 Fundamental en esta aspecto Goffmann, Interaction, 1967 (“la poca tolerancia al desacuerdo” en la interacción personal). En tales ficciones de consenso y de voluntariedad se trata de lo que Pierre Bourdieu llamaba la práctica del “desconocimiento institucionalizado”, Bourdieu, Sense, 1980, pp. 191 ss. 80 Althoff/Witthöft, “Pouvoir”, 2003. 81 Stollberg-Rilinger, Vormoderne, 2001.
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los acuerdos y arreglos correspondientes se discutieron y se pusieron por escrito con anticipación; la correspondencia de los enviados a la Paz de Westfalia, por ejemplo, está repleta de ello. En cambio, para la temprana y la alta Edad Media, las fuentes rara vez revelaban algo sobre el carácter teatral simbólico de un acto, sino que más bien pretendían que parecieran acontecimientos dramáticos espontáneos. Descripciones historiográficas de rituales, mensajes oficiales sobre ceremonias y demás son ya escenificaciones simbólicas de segundo orden que permitían que los procedimientos de negociación desaparecieran, también, tras una fachada de consenso como sucedía con el propio acto. Rara vez puede echarse un vistazo al otro lado de esta fachada; los casos de escenificaciones fracasadas y de conflictos relacionados con éstas son reveladores de este aspecto82. De cualquier modo, pareciera ser una característica de la práctica política premoderna el que los acontecimientos se llevaran a cabo en el escenario, por un lado, y entre bastidores, por el otro83. Los propios contemporáneos utilizaban, se sabe, la misma metáfora teatral para describir esta situación. La confección confidencial, secreta, controversial y discursiva de una decisión correspondía a una representación pública, escenificada, unánime y simbólica de su resultado84. A partir de ahí se han distinguido distintos tipos de ejercicio del poder político —burgués-democrático vs. dominante-autocrático—, con la intención de esclarecer si lo que visualizaban públicamente eran los procedimientos políticos de decisión o bien el ejercicio del poder85. No deja de ser cuestionable afirmar que las formas premodernas de dominio encajan fácilmente en una tipología tal; los procedimientos de toma de decisión se hicieron invisibles y los resultados visibles, y esto 82
Cfr. Buc, Dangers, 2001. Cfr. fundamental para la teatralidad como modelo cultural Goffmann, Presentation, 1959; Fischer-Lichte, “Performance”, 2003. 84 Althoff, Spielregeln, 1997, pp. 157-184; Stollberg-Rilinger, “Einleitung”, 2001. 85 Cfr. Münkler, “Visibilität”, 1995. De acuerdo con Münkler, el desarrollo de la época moderna se caracterizaba por no demostrar ya el poder político de manera directa –como en los grandes rituales de dominación– sino que éste se acumulaba y se atesoraba invisiblemente a fin de que los detentores del poder dispusieran de él como les placiera, lo exhibieran cuando quisieran o no, lo que a su vez invocó la existencia de un público crítico que buscó desenmascarar el poder. La distinción que hace Münkler coincide parcialmente con la de Habermas, a saber, entre el carácter público representativo y el burgués-discursivo (Habermas, Historia, 2002). 83
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solía aplicarse a los sistemas de consejos urbanos republicanos, al igual que a los consejos de deliberación monárquicos. Sin embargo, esta contraposición sí nos ayuda, ya que dirige nuestra mirada a lo que debe distinguirse muy bien con respecto a la visibilidad pública del poder político y sus efectos: esta visibilización tenía el efecto de reforzar o de limitar el poder, dependiendo de qué se hacía visible públicamente y cómo. Como es sabido, el espacio público moderno, crítico, característico de la sociedad burguesa, emergió a finales del siglo XVIII con la pretensión de “des-cubrir”, por una parte, los procedimientos invisibles y misteriosos de la práctica de dominación, y por otra, develar que las puestas en escena eran “pura apariencia”. Cabe incluir en esta tradición determinados conceptos de las ciencias políticas contemporáneas que —comprensible en el contexto de la experiencia actual de los medios— entienden la “política simbólica” sobre todo como un enmascaramiento de los procesos políticos “verdaderos” y pretenden revelarlos con un fin crítico e ideológico86. Sin embargo, aquí se sostiene expresamente el punto de vista de que en la época premoderna los elementos invisibles y visibles, instrumentales y simbólicos de la actuación política se complementaban fundamental e indispensablemente. Si bien esto no excluye que en ciertas circunstancias la relación existente entre ellos era tirante o que la simbolización invadía completamente el lado instrumental de lo político, sin la presencia de ambos lados el orden sociopolítico simplemente no funcionaba; no existía una política “verdadera” más allá de toda simbolización. En muchos casos, encubrir el desacuerdo con una ficción de concordia simbólica y escenificada, como veremos, era algo que interesaba a todos los actores. En todo caso, la imprecisión de los mensajes simbólicos, tras la cual las distintas interpretaciones de la situación desaparecían, con frecuencia posibilitaba la acción colectiva. 4. Una característica de la comunicación premoderna era que el derecho, la política, la religión y la economía no se diferenciaban como sistemas sociales independientes con una función específica cada uno87. Es decir: en cada puesta en escena pública, siempre se evocaba simbólicamente todo el orden social. Si en alguna ciudad del imperio, 86 87
En este sentido, sobre todo Edelman, Symbolic, 1964. Por último, Luhmann, Sociedad, 2007.
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por ejemplo, recibían al emperador para homenajearlo, en ese acto no sólo se representaba la relación política entre la burguesía y los gobernantes citadinos, sino también la estructura corporativa interna de la ciudad, y en ésta tampoco podían separarse los papeles políticos, religiosos, económicos y sociales; de ahí que en los actos de comunicación simbólica estaba siempre en juego toda la vida social de las personas y toda la estructura del orden. Como ya se mencionó, esto hacía que la comunicación tendiera a ser fuente de conflictos y explica la omnipresencia de problemas relacionados con el ceremonial, que se presentaron así en la interacción personal como en la comunicación escrita. Los propios actores solían sentirse agobiados como resultado de la carga que representaban para ellos los signos, sin que se pudiesen liberar de ellos. En este sentido, la temprana época moderna desempeña un papel importante como periodo de transición. Muchos de los conflictos en torno a los símbolos, y esto es un rasgo particular del siglo XVII, pueden explicarse si se considera que el viejo orden jerárquico se oponía por completo a una diferenciación de sistemas funcionales autónomos, con el fin de que las distintas lógicas sociales chocaran entre sí. Podemos ilustrarlo con un ejemplo: en las asambleas estamentales de principios de la época moderna se trataba de tomar las decisiones políticas colectivamente y también, y sobre todo, de la representación pública del prestigio social y del estatus de aquellos que tenían voz y voto ahí. El orden de los procedimientos y el ceremonial no podían separarse uno de otro. Los procedimientos siempre habían tenido, al mismo tiempo, una plusvalía simbólica considerable88. Sin embargo, se puede ver que, por ejemplo, en el caso de la Dieta (Reichstag) del siglo XVI, la gestión del emperador y de sus consejos de sabios para liberar de esos signos sociales al procedimiento y hacerlo más eficiente como instrumento de toma de decisiones políticas, fracasó por la lógica de acción tradicional de los grandes príncipes del imperio, guiada por el estatus personal. Los Reichstage nunca —ni al final del imperio— consiguieron autonomía política; en el ámbito del imperio, lo político nunca constituía un sistema social funcional autónomo. Muchos procedimientos políticos premodernos —del concilio hasta 88
Stollberg-Rilinger, “Zeremoniell”, 1997; Stollberg-Rilinger, “Einleitung”, 2001; Sikora, “Sinn”, 2001.
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la Landtag (Dieta de un Land), pasando por la elección del obispo— tenían en común que sus funciones eran simbólicas, que no era primordial que legitimaran las decisiones tomadas en los procedimientos, sino reforzar el orden social en su conjunto, de cuyas estructuras dependía en alto grado el procedimiento. Otros ejemplos se encuentran en los conflictos de prelación que se mencionaron anteriormente, que en el transcurso del siglo XVII llegaron a un máximo cuantitativo y de ninguna manera fueron exclusivos de la élite alrededor de la corte sino que se presentaban en todos los niveles de la sociedad estamental. El origen de estos conflictos solía ser la rivalidad entre las distintas jerarquías, fuesen comunales, territoriales, eclesiales, militares o académicas. Diversos conflictos pueden explicarse a partir de la creciente integración política de las ciudades en los territorios y la concomitante incapacidad de la jerarquía comunal. Mientras perduraba la intención de manifestar simbólicamente todo el orden jerárquico de la comunidad, por medio de actos solemnes públicos, era inevitable que los distintos criterios de prelación entraran en conflicto. Estos conflictos sólo empezaron a disminuir cuando los distintos ámbitos funcionales y los roles sociales correspondientes se distinguieron unos de otros y siguieron su propia lógica jerárquica. Los juristas de la época buscaban alentar esta diferenciación, permitiendo que la misma persona pudiera ocupar diferentes rangos en diferentes circunstancias. Este argumento subrayaba la autonomía de los distintos ámbitos sociales, con sus propias jerarquías funcionales y sus propias reglas simbólicas, y liberaba a los actos públicos del compromiso de representar siempre el orden en su totalidad. Una argumentación de esta índole sólo podía evitar los conflictos de prelación exitosamente cuando los distintos roles sociales que desempeñaba una persona se desvinculaban realmente, cosa que en las condiciones de la organización señorial premoderna sólo muy rara vez fue el caso. El proceso de diferenciación y diversificación sociales no condujo a una pérdida de formas simbólicas de comunicación sino más bien a una multiplicación de ellas. Subsistemas y subculturas sociales construían su propio lenguaje simbólico y se delimitaban mutuamente. Es probable que en la medida en que cada quien deba procurarse un lugar en mundos simbólicos cada vez más diversos, se desarrolle una distancia reflexiva y la conciencia de su disponibilidad a voluntad, y a la
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inversa su compromiso empezaría a menguar. Por otro lado, y existen también fuertes indicios de ello, al parecer crece asimismo la necesidad de un simbolismo fuerte y unificador, del que se espera que supere esta diversidad y la posibilidad de opciones89. 5. Más allá del nivel de la propia comunicación simbólica, finalmente debemos dirigir nuestra mirada al nivel de la metacomunicación, en lo que refiere a la teoría semiótica de la época premoderna. Desde la teoría hermenéutica de San Agustín, la élite cristiana erudita tenía una comprensión muy sofisticada de los signos. En el transcurso de la Edad Media y de la temprana época moderna, la reflexión en torno a la teoría de los símbolos y de los rituales gozaba de un muy vivo y siempre creciente interés: desde la lucha por la Última Cena en el siglo XI, hasta el giro semiótico del cartesianismo y el discurso de la autenticidad de la Ilustración tardía y la Revolución, pasando por la doctrina de los signos de la alta escolástica, el neoplatonismo del Renacimiento y los debates sobre los Sacramentos en la Reforma90. Ni siquiera es posible esbozar rudimentariamente esta compleja evolución histórica teórica, aquí sólo es preciso remitir al contexto que hacía que movimientos fundamentalmente críticos de las instituciones, tales como la Reforma o la Ilustración, tenían siempre rasgos marcadamente antirritualistas espiritualistas y, por tanto, estimularon la reflexión fundamental sobre los signos de manera esencial. Una y otra vez plantearon la cuestión de la relación entre los signos materiales y los significados inmateriales, por ejemplo, en cuáles circunstancias una acción simbólica como el propio sacramento adquiere efectividad —efficit quod figurat—, y si la intención de los que actuaban o de los que recibían era un requisito. Los reformadores radicales de ninguna manera fueron los primeros en alegar que los efectos mentales sólo se obtuviesen mediante acciones corporales. Ya la doctrina de los signos de San Agustín encerraba una tensión entre la comprensión subjetivista-espiritualista de los signos, y la institucional-realista, que emergió de las controversias sacramentales del siglo XI al igual que del siglo XVI91. Suponer, entonces, 89
Cfr. Thamer, Wiederkehr, 2004; Reichardt/Schmidt/Thamer (eds.), Symbolische,
2005. 90
Cfr. Rosenfeld, Revolution, 2001; Foucault, Palabras, 1988, pp. 63 ss. Wenz, “Sakramente”, 1998, aquí en particular las pp. 666 ss.; Angenendt, Geschichte, 1998, en part. pp. 378 ss. y 451 ss. Sobre el cambio dialéctico entre las com91
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una evolución lineal de lo arcaico-mágico a la comprensión moderna de los signos sería un error. Empero, tiene sentido distinguir entre distintos tipos de simbolismo que corresponden a diferentes culturas del uso de los símbolos. En la investigación reciente, se han opuesto dos conceptos de tipo ideal, a saber: los signos de referencia (Verweisungszeichen) y los símbolos de presencia (Präsenzsymbole)92. Los símbolos de presencia ocasionan lo que significan, participan en lo que representan o lo son exactamente; los signos de referencia o de representación, en contraste, son signos arbitrarios y convencionales, que remiten a un objeto de referencia fuera de sí mismo. Puede asociarse al signo de presencia la comprensión antigua de la presencia real de la Última Cena, y al signo de representación la interpretación que hizo Ulrico Zuinglio de una cena conmemorativa y que promovía el espíritu comunitario, a la que simplemente se refería mediante un signo93. Es tentador interpretar esta oposición inmediatamente en el sentido de la evolución de una comprensión premoderna de los signos a una moderna (cartesiana): o sea, que con la separación racional de materia y espíritu, el orden del mundo se hubiese separado del orden del signo. La representación de un universo simbólico de divina creación, con su densa red de relaciones de similitud naturales que revelan estructuras coherentes y abren posibilidades mágico-rituales para influir, en esta versión se ha sustituido por una comprensión racionalista, en la que los signos solamente se constituyen en el proceso de la comprensión del conocimiento94. La oposición del símbolo mágico-ritual y la comprensión moderno-racionalista del signo, y la oposición de ahí derivada de “culturas de la presencia” premodernas y “culturas de la representación” modernas, si bien resulta seductora a primera vista, tiende a ocasionar que se malinterprete la época precartesiana en un sentido arcaizante. Más allá de esto, es válido que lo que se comprendía como símbolo de presencia, en esencia corresponde a la comprensión prensiones institucionalistas y las espiritualistas de la Iglesia en la Edad Media, cfr. von Moos, “Krise”, 2001. 92 Gumbrecht, “Ten”, 2001. 93 Cfr. sobre la Reforma como inicio de la teoría moderna de los rituales también Buc, Dangers, 2001. 94 Así Foucault, Palabras, 1988, pp. 63 ss. Igualmente también Cassirer, “Concepto”, 1975.
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romántica del símbolo de la época de Goethe95. La oposición debe entenderse, por lo visto, no tanto como un modelo de evolución histórica, sino como una distinción conceptual que agudiza la mirada para los distintos modos de uso de los signos y con interrelación con diferentes estilos de comunicación dentro de una y la misma cultura. De esta manera cabe preguntarse de manera general, ¿en qué circunstancias crecía la distancia reflexiva frente al actuar simbólicoritual?, ¿qué factores favorecían un manejo artificial, fríamente calculado, también lúdico o paródico de los símbolos y rituales?96, ¿en qué se basaba la creciente desconfianza ante las expresiones rituales, descalificándolas simplemente como “pura apariencia vacía”?, ¿en qué circunstancias se abrió la brecha entre lo manifestado exteriormente y lo pensado interiormente?, ¿qué circunstancias históricas favorecían la espiritualidad antirritualista? El apogeo de la formalización ceremonial de la comunicación parece haber contribuido a elevados índices de desconfianza hacia los signos. En un contexto de estricto conformismo exterior, creció la obligación para disimular, ya fuese en el aspecto religioso con la presión de la confesionalización97, o en el ámbito político por la presión de un código de conducta sumamente ceremonial y la competencia en la corte por el favor del príncipe98. Tales culturas, que se caracterizan por tener una elevada sensibilidad en lo que respecta al manejo de los símbolos, evidentemente han estimulado mucho la reflexión teórica sobre los signos. A la inversa, existían y existen culturas de la espiritualidad y del pathos de la autenticidad, que tienden a desconocer sistemáticamente sus propios códigos de conducta simbólico-rituales99. Con esto llegamos de nuevo al punto de partida de estas reflexiones. Por mucho tiempo, tanto la cultura científica como la cultura política 95 Cfr. la crítica de Müller, “Visualität”, 2003, p. 119 y de Staubach, “Signa”, 2002, pp. 21 ss.; Rehberg, “Weltrepräsentanz”, 2001, pp. 23 ss. 96 La literatura medieval ya ironizaba y caricaturizaba el simbolismo social de muchas maneras; cfr. Althoff, “Spielen”, 1999; Witthöft, Ritual, 2004. 97 Sobre el fenómeno del nicodemismo, la disimulación exterior en la práctica religiosa bajo la presión de la adaptación a un mundo hostil y con otra creencia, y sobre la dissimulatio como norma de conducta religiosa cfr. Zagorin, Ways, 1990; StollbergRilinger, Knien, 2004. 98 Sobre la dissimulatio como norma de conducta política en la corte: Beetz, Frühmoderne, 1990; Winterling, “Hof”, 1997; cfr. también Geitner, Sprache, 1992. 99 Por ejemplo, el movimiento de la Ilustración o del 68; cfr. Douglas, Natural, 1970.
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de los siglos XIX y XX apenas tenían conciencia de su propia dimensión simbólica-expresiva. Reivindicaban para sí mismas la discursividad y racionalidad de sus objetivos, relegando todo simbolismo y ritualidad a épocas arcaicas, culturas primitivas y pueblos ignorantes. Esta situación ha cambiado sustancialmente. Asimismo, como la omnipresencia de las imágenes, los signos y los símbolos de hoy ha despertado el interés por la época premoderna, la investigación de la comunicación simbólica premoderna puede contribuir al desarrollo de una mirada más aguda sobre el papel que desempeña lo simbólico en la actualidad.
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LA
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CONSTITUCIÓN DEL ORDEN SOCIAL
D E L A M O N A RQ U Í A A L A R E P Ú B L I C A
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DE PÚRPURA.
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MODELOS
A RT Í S T I C O S E I M Á G E N E S S I M B Ó L I C A S DEL MITO IMPERIAL EN EL
MÉXICO
INDEPENDIENTE Ví c tor Míng u ez e Inma culada Rodr íg u ez Moya
En 1821 México alcanza su independencia política. No obstante, los victoriosos insurgentes ofrecen el trono de la nueva nación al monarca derrotado, Fernando VII, o, en su defecto, a un infante español. Al rechazar la casa real española esta posibilidad —pues no reconoce la pérdida de su ex colonia—, y no encontrar a ningún príncipe europeo dispuesto a aceptar el trono para evitar conflictos con la antigua metrópoli, surge el proyecto de establecer —o restablecer— un imperio mexicano. El militar Agustín de Iturbide, no sin cierta falta de legitimidad, asume el liderazgo del nuevo poder, siendo proclamado emperador poco tiempo después. Comenzó entonces todo un proceso de recuperación y de imitación de las formas de representación, de la iconografía del poder y de las ceremonias características de este tipo de gobierno, que aunaba referencias y elementos simbólicos propios del Imperio Romano, el azteca, el español y el más contemporáneo, el napoleónico. Como consecuencia se creó un imaginario imperial complejo y singular, con referencias al pasado y al presente, plasmado en muy diferentes soportes, que es el objeto de estudio del presente trabajo.
EL
MITO IMPERIAL
En la Roma antigua, Imperator era el título destinado a quien ejercía la suprema autoridad del mando militar, y se concedía a los generales victoriosos. Octavio Augusto lo adoptó como prenombre, y sus sucesores lo heredaron simbolizando con él su poder supremo. La república
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se convirtió en imperio, entendiéndose éste como un dominio personal ejercido sobre extensos territorios, que se caracterizaron por tener gran diversidad étnica y cultural. La fortaleza del Imperio Romano llevó, asimismo, a identificar el concepto de imperio con el ejercicio hegemónico del poder en una amplia área del planeta. Las invasiones bárbaras pondrían fin a esta realidad política en Occidente, pero el Imperio Romano de Oriente pervivió mil años más, ofreciendo un modelo a lo largo de la dilatada Edad Media, además de establecer el recuerdo y los vestigios de la Roma vencida. En el siglo VIII se produciría la Renovatio Imperii, o renovación del imperio: aprovechando la descomposición de la monarquía merovingia, Pipino el Breve se haría con el poder mediante un golpe de fuerza y se proclamaría emperador por derecho divino, siendo ungido con los santos óleos. Se establece de esta manera un nuevo modelo imperial basado en la alianza entre el poder político y la Iglesia, representada por el papa Esteban II. La antigua figura del princeps clásico, que concentraba el poder político y el religioso y que llegó a ser divinizado, se escinde en dos papeles complementarios, el del pontífice y el del emperador. A partir del año 751 había, por lo tanto, dos emperadores en Europa, uno bizantino y otro carolingio. Carlomagno, hijo de Pipino, alcanzó el máximo prestigio cuando, en la Navidad del año 800, fue coronado por el papa León III, emperador de todos los romanos, convirtiéndose así en el soberano de toda la cristiandad y en el protector de la Iglesia. En el año 919, la dignidad imperial recae en Enrique I el Pajarero, jefe de la casa de Sajonia. Su hijo Otón I fue coronado en Aquisgrán en 936. Se constituye entonces lo que con el tiempo será llamado Sacro Imperio Romano Germánico, provocando la translatio imperii, que desplaza el centro del poder hacia el este de Europa. Se sucederán varias dinastías hasta que, en el año 1273, tras el “Gran interregno” que dura cinco lustros, es coronado, aunque sin ser proclamado emperador, Rodolfo I de Habsburgo, hasta ese momento un insignificante conde. A partir de ese momento y hasta el fin de sus días, el imperio quedaba vinculado en mayor o menor medida a la casa de Austria y alcanzó su cenit ya con la cultura del humanismo, cuando Carlos V, nieto del emperador Maximiliano I de Austria, heredó de sus padres los estados de Borgoña, y las Coronas de Aragón y Castilla, además de las inmensas posesiones americanas pertenecientes a este último reino. Partiendo de estos dominios, el nuevo César, coronado
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emperador por el papa Clemente VII en Bolonia en 1530, soñó con la construcción de un imperio planetario cristiano, que se extienda por el Atlántico, el Pacífico, África y Tierra Santa. El cisma de la Iglesia y las guerras de religión arruinaron este proyecto y en 1555 Carlos V cedió en Bruselas la corona imperial a su hermano Fernando. A partir de ese momento su hijo Felipe II, rey de España, estableció la monarquía católica con una dimensión geográfica universal que la convirtió en un imperio efectivo y hegemónico, aunque carente de tal título. En la Europa de las monarquías absolutas, el Imperio Romano Germánico pervivió como institución, aunque su influencia y su prestigio se desmoronaron progresivamente en el nuevo teatro geopolítico. La Revolución Francesa inició en 1789 un tiempo nuevo, del que emergió un autoproclamado imperio francés: el 18 de mayo de 1804, tras un plebiscito popular, el Senado eligió como emperador al general y cónsul vitalicio Napoleón I, quien se coronó a sí mismo en presencia del papa y de toda la corte en Notre Dame el 2 de diciembre de ese mismo año. Precisamente será Napoleón el que en el año 1806 declare disuelto el viejo Imperio Romano Germánico. Su último emperador, Francisco II, se convirtió entonces exclusivamente en emperador de Austria, con el nombre de Francisco I, y en 1810 casó a su hija María Luisa con el emperador de Francia. El primer imperio francés desapareció en 1815 tras la derrota francesa en la batalla de Waterloo, y el imperio austriaco, en 1918, tras su derrota en la Primera Guerra Mundial.
LA
ICONOGRAFÍA IMPERIAL
El Imperio Romano nos dejó en la arquitectura, la estatuaria, las gemas y la numismática numerosos ejemplos de la representación de la dignidad imperial de los césares, imágenes que sirvieron de referencia durante siglos a los posteriores imperios surgidos en Occidente. El retrato de Augusto de Prima Porta (Museos Vaticanos, 20 a.C.), se erige en modelo indiscutible: la presencia en la estatua del Cupido y del delfín es la referencia al origen divino de emperador1. Ceremonias tales como el triunfo o la apoteosis quedaron vinculadas al mito imperial, y 1
Los miembros de la casa Julia alegaban descender directamente de la diosa Venus. Respecto a la iconografía de Octavio Augusto véase Zanker, Augusto, 1992.
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la alegoría, la astrología y la mitología fueron lenguajes usados de modo propagandístico en la construcción iconográfica de los emperadores. Se trata, en definitiva, de ritos y símbolos que serían recuperados siglos después durante el Renacimiento. El águila, ave jupiterina y emblema de las legiones, será la insignia más característica del Imperio Romano. Del imperio de Carlomagno quedó el recuerdo de su coronación imperial en Roma. Ahora las insignias más importantes eran la corona, la espada, el globo terráqueo y el cetro. El imperio carolingio desarrolló su propia puesta en escena cortesana, destacando la construcción de la capilla palatina de Aquisgrán, de planta octogonal y con un cuerpo de tribunas adecuado para las ceremonias imperiales. Por su parte, Otón III, coronado como rey en Aquisgrán y como emperador en Roma, valoró la posesión de una reliquia como la Santa Lanza, que le permitió subliminalmente compararse con Constantino el Grande. Mientras sucedía todo esto en Occidente, en Constantinopla, la púrpura, usada ya por los romanos como signo de dignidad, se convirtió en distintivo del título imperial. Siglos después, los Habsburgo incorporaron a las enseñas imperiales dos nuevos elementos, uno heráldico dinástico —el águila bicéfala— y otro caballeresco —el collar de la Orden del Toisón de Oro—, además de recurrir habitualmente a dos lenguajes simbólicos: uno renovado, la alegoría, y otro novedoso, la emblemática, propio de la triunfante cultura humanista —este último manifestado especialmente mediante las divisas particulares de cada emperador, como la granada de Maximiliano I o las columnas hercúleas de Carlos V. Muchos de los distintivos y motivos imperiales surgidos desde la Antigüedad hasta el Renacimiento serán recuperados y actualizados en los inicios del siglo XIX por Napoleón I, emperador de Francia, como es el caso de las águilas, el collar, el laurel, el cetro, la capa, el trono, etcétera. Sin embargo, la fabricación visual de este emperador posrevolucionario presenta aspectos novedosos dignos de tener en cuenta. Frente a los códigos simbólicos de las representaciones artísticas de los reyes europeos del Antiguo Régimen, basados fundamentalmente en la legitimidad dinástica y divina, la construcción iconográfica de Napoleón, primero general, después primer cónsul y luego emperador, debe entenderse desde dos circunstancias contrapuestas y paradójicamente complementarias. Por un lado, Bonaparte, hijo de la revolución que ha cambiado el mundo para siempre, es la imagen de un hombre que se ha hecho a sí mismo en el campo de batalla, carente de
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los privilegios de clase de la aristocracia decadente y que ha alcanzado el trono de Francia gracias sólo a sus virtudes y cualidades personales. Por otro lado, Napoleón buscará su legitimidad y la de su familia estableciendo nexos con el pasado histórico: es un genio militar similar a Aníbal o Alejandro, se coronará con la corona de Carlomagno y en presencia del papa, se casará con una princesa de la rancia casa de Habsburgo, etcétera. Es un hombre nuevo y a la vez heredero de la historia. Así y todo, tras su coronación en 1804 la ceremonia imperial se establecerá siguiendo modelos del Antiguo Régimen. La etiqueta se vuelve aún más formal tras la Paz de Tilsit en 1807, cuando Napoleón conoce personalmente al zar Alejandro I. El mariscal Duroc será el responsable de la organización de la nueva corte imperial. El lienzo La Coronación de Jacques-Louis David (Museo del Louvre, 1807), representa el boato imperial y la alianza con la Iglesia romana. Como buena pintura propagandística, idealiza al personaje y falsea lo sucedido: el papa no bendijo la ceremonia de coronación —que tuvo lugar en Notre Dame el 2 de diciembre de 1804—, a la que tampoco asistió Letizia Ramolino, madre del emperador, aunque ambos detalles aparezcan representados en el lienzo; la corona de Carlomagno que se usó en la ceremonia era, en realidad, una falsificación. Encontramos el mismo boato deslumbrante en otro lienzo de David, la Distribución de las Águilas (Museo Nacional del Palacio de Versalles, 1810), ceremonia que tuvo lugar en París en el Campo de Marte el 5 de diciembre de 1804. Constituye una verdadera apoteosis militar que evoca las legiones romanas, pero también las ceremonias públicas de jura de lealtad a los Borbones recién coronados. Asimismo, resulta de particular interés el análisis de las efigies napoleónicas imperiales, estudiadas por Albert Boime2. Los retratos oficiales de Bonaparte se suceden y corresponden, sucesivamente a los distintos puestos que desempeñara en el gobierno de Francia. Después de los austeros retratos consulares pintados por Gros o Appiani, llegan la pompa y el ornato que descubrimos en el retrato que Ingres pinta de Napoleón cuatro años más tarde, Napoleón I en el trono imperial (Hôtel des Invalides, 1806), en el que el nuevo emperador, entronizado y divinizado como un Júpiter todopoderoso, nos abruma 2
Boime, Arte, 1996. Sobre la iconografía de Napoleón Bonaparte véase también el libro de Porterfield/Siegfried, Staging, 2006.
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con su despliegue de insignias del poder: collar, cetros, capa, espada, águila, corona de laurel y carta astrológica. La transformación es asombrosa, y su mirada frontal en contraste con la más esquiva y discreta de los retratos de Gros acentúa el cambio iconográfico. En la misma línea podemos situar el retrato de Napoleón el día de su coronación, realizado por François Gérard —como Gros, discípulo de David—, que se inspira iconográficamente en el famoso retrato de Luis XIV de Rigaud (Louvre, 1700), al igual que el que Antoine-François Callet pintó de Luis XVI el mismo año en que se inició la revolución (Museo Bargoin, Clermont-Ferrand, 1789). Y de iconografía parecida al de Gérard es también el retrato imperial de Napoleón que pinta Anne-Louis Girodet en 1812 (Museo Girodet, Montargis).
LOS
ORÍGENES DE LA IDEA DEL IMPERIO EN
MÉXICO
Por una parte, como hemos mencionado antes, la opción imperial a la hora de constituir el Estado mexicano surgió de una necesidad ante la imposibilidad de convencer a algún miembro de las casas reales europeas de inaugurar una monarquía americana. Por otra, las dimensiones del antiguo virreinato de la Nueva España, su complejidad social y su variedad racial encajaban mejor con la idea del imperio que con la de la monarquía. Además, tal como en la Antigüedad clásica y en la Francia posrevolucionaria, el Estado mexicano se construyó en torno a la figura de Iturbide, un militar que había alcanzado su prestigio en el campo de batalla. Finalmente, desde la figura colosal de Napoleón, y aunque el Antiguo Régimen de los Borbones había sido restaurado en Francia tras la batalla de Waterloo, los imperios estaban de moda, al pervivir en Europa el austriaco y el ruso, y al despegar sin título pero con un nuevo imperio planetario en realidad, el británico. Lo mismo ocurría en América: al año siguiente de constituirse el Imperio Mexicano, Brasil se autoproclamó imperio también, siendo Pedro I el primer emperador de la nueva nación amazónica, y en las Antillas tuvieron lugar varias proclamaciones de emperadores, pero la división y la inestabilidad hicieron fracasar a estos efímeros imperios. Más allá de estas razones que podemos calificar de pragmáticas y circunstanciales, México tenía en su pasado su propio mito imperial, construido a partir de dos realidades políticas contrapuestas: por un
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lado, la convicción de la grandeza de la sociedad novohispana y su articulación dentro del imperio español atlántico; por otro lado, el recuerdo y la recuperación histórica del esplendor del imperio azteca prehispánico, poder que dominaba a varios pueblos a la llegada de los españoles. Estas dos referencias políticas resultan esenciales para comprender la apuesta mexicana por la opción imperial: hasta el día de la victoria insurgente, México había formado parte de un gran imperio europeo; en su remoto pasado precolonial, que los criollos contraponían con orgullo al dominio español, había sido cabeza del gran imperio mexica, cuyo nombre fue adoptado por la nueva nación independiente. La vastedad del territorio del antiguo virreinato de la Nueva España fue asunto importante en la fundación del Imperio Mexicano, pues a la altura de 1821 éste resultó todavía algo difuso, debido a las ansias separatistas de algunas provincias y a la indefinición de su amplitud. Si bien es cierto que en un principio las provincias centroamericanas —sobre todo Guatemala—, aunque proclamadas independientes, se sumaron a la unión con el imperio, esta federación fue en realidad más nominal que real y duró poco tiempo. En ocasiones se hacía referencia a todo este territorio, en panfletos y en la documentación, como el Anáhuac. Como en el caso de los imperios romano y español, la vastedad y la diversidad de los territorios, etnias y culturas de México justificaban la adopción del título imperial. El Imperio Mexicano se concibió de esta manera como una nación más, que gobernaba un amplio territorio y que ejercía su dominio sobre otras naciones cercanas y subyugadas a él. Este imperio debe entenderse dentro del contexto de los poderes occidentales del siglo XIX, con el referente de los imperios europeos, y equiparable al español, del que se acababa de separar y al que en un principio se manifestaron lazos de amistad eternos. La idea de transformar la Nueva España en un imperio surgió del propio Agustín de Iturbide. Recordemos aunque sea brevemente su trayectoria vital: había nacido en Valladolid, la actual Morelia, el 27 de septiembre de 1783, y como hijo de un rico hacendado español y de una criolla fue, desde muy joven, administrador de la hacienda de su padre. Comenzó su carrera militar en las milicias provinciales y a los 22 años fue ascendido a teniente alférez en el Regimiento de Infantería Provincial de Valladolid. Ese mismo año se casó con Ana María Huarte, hija de uno de los hombres más ricos de la región. Con el estallido de la revuelta de Hidalgo, Iturbide entró a formar parte de
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los ejércitos realistas a fin de combatir a los insurgentes. El propio Hidalgo, en su entrada a Valladolid, trataría de convencer al joven realista para que se uniera a su revuelta. Su carrera comienza un ascenso meteórico tras la batalla del Monte de las Cruces, que le valió su ascenso a capitán. A partir de ese momento se ganó la fama de militar con éxito, aunque en parte debido a su crueldad, pues fusilaba a cuanto insurgente caía en sus manos. Tenía prestigio de militar de acciones rápidas. Otros rasgos que facilitarían su éxito eran su gran ambición y su codicia, por lo que no tenía reparos en saquear haciendas y cajas reales para pagar a la tropa. A partir de 1814 se hizo acreedor de reconocimientos militares y es probable que entonces hubiera comenzado a germinar en su cabeza la idea de conseguir la independencia uniendo a insurgentes y realistas. Su fama se vio ensombrecida en 1816, al verse envuelto en un escándalo de corruptelas. En 1818 compró una hacienda en las cercanías de la Ciudad de México, renunció a la jefatura del Ejército del Norte y se dedicó a la vida disipada en la capital, donde acudió a partidas de cartas y frecuentó la compañía de mujeres. Para cuando el gobierno virreinal decidió acabar con los insurgentes y mandar a Iturbide a combatirlos, éste ya tramaba la mejor forma de independizarse del dominio español. La Constitución de Cádiz, que se había vuelto a imponer en 1820, no era bien acogida por los insurgentes ni tampoco por muchos criollos, que deseaban un autogobierno y el reconocimiento de la ciudadanía a las castas. Iturbide supo unir a todos los descontentos. Estableció contacto con Vicente Guerrero, el cabecilla insurgente al que iba a reprimir, pero con la intención de pactar con él. Iturbide redactó el Plan de Iguala, y en el conocido abrazo de Acatempan se unió a Guerrero para conseguir la independencia. Los Tratados de Córdoba firmados por O’Donojú consumaron Iguala y dieron la independencia a México. Ante la negativa de España de reconocer a México como nación independiente, y enviar a un miembro de la casa real para que gobernara, el único monarca posible parecía ser Iturbide. De tal forma, los militares más afectos a él consiguieron, junto con una masa del populacho, nombrarlo emperador y obtener la sanción favorable del Congreso. Todo el país pareció acoger al nuevo emperador con felicidad, pero como sabemos, pronto las desavenencias con el Congreso lo llevaron a disolver la cámara, con el argumento de que algunos diputados conspiraban contra el gobierno,
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además de la inoperancia de éste. Lo anterior, unido al hecho de que el ejército todavía permanecía en la capital pues no le pagaban los sueldos, creó inseguridad y las impopulares medidas económicas que tomó para intentar salvar de la ruina a la nación, más otras circunstancias, provocaron las continúas quejas contra quien ahora llamaban “tirano”. En diciembre de 1822, se produjo finalmente el levantamiento de Santa Anna en Veracruz, al que se unió Guadalupe Victoria, proclamando el Plan de Casa Mata. Más adelante se les unirían también Vicente Guerrero y Nicolás Bravo. En su desesperación Iturbide restituyó el Congreso, pero el 19 de marzo de 1823 se vio obligado a abdicar y se exilió a Italia. Allí escribió sus Memorias, en las que trató de justificar su actuación y afirmó incluso que jamás quiso aceptar la corona, pero que de no haberlo hecho la anarquía se hubiera impuesto en la nación. Viajó a Inglaterra en 1824, y ante las noticias de que amenazas internas y externas acechaban México, decidió volver para mediar e intentar salvar a la patria. En abril de 1824 se publicó un decreto por el que se le proscribió y se le condenó a muerte en caso de pisar suelo mexicano. Iturbide, ignorante de esta medida, desembarcó en Soto la Marina, donde inmediatamente fue detenido y encarcelado en Padilla. Allí se le informó de su condena y fue fusilado el 19 de julio de 1824. Esta azarosa vida de Iturbide, que contiene algunos paralelismos con la de Napoleón, hizo surgir rápidamente las comparaciones entre ambos. Así, por ejemplo, Simón Bolívar escribió en septiembre de 1823 a José de la Riba Agüero, presidente de Perú, que “Bonaparte en Europa e Iturbide en América, son los dos hombres más prodigiosos, cada uno en su género, que presenta la historia moderna”3. En abril de 1823 el posible regreso de Iturbide a México fue incluso discutido y comparado con el de Napoleón desde Elba, pues se temía que el ex emperador mexicano pudiera contar con la ayuda del ejército napoleónico, diseminado por Italia. No obstante, no pueden equipararse las gestas militares de ambos, infinitamente superiores en el caso de Napoleón; tampoco cabe comparar el triste final de Iturbide, fusilado por sus compatriotas, con el del corso, que se extinguió poco a poco hasta morir enfermo. Ahora bien, volvamos a la cuestión de cómo se gesta y se consuma la idea de un imperio mexicano. Desde febrero de 1821 la correspondencia de Iturbide revela que tenía la idea de establecer un imperio en 3
Mestas, Agustín, s. f., p. 7.
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México. En el Plan de Iguala se concibió esta idea de la independencia de México, que debió realizarse mediante la fundación de una nueva nación, la América Septentrional, con una monarquía constitucional moderada, llamada Imperio Mexicano. El referente expresado en la proclama que acompañó al documento no fue otro que el Imperio Romano; tanto que, al reclamar como monarca a Fernando VII, lo denominaba emperador. Establecía, asimismo, que en caso de que Fernando VII no acudiese a la Nueva España, la Junta o la Regencia mandarían en nombre de la nación, mientras se resolvía qué emperador —siempre de sangre real— debía coronarse. O’Donojú sancionó el nombre de la nación en los Tratados de Córdoba, en los cuales se establecía también que si los llamados a aceptar el trono de México no aceptaban, el Congreso mexicano designaría a un emperador, aunque no fuese una persona de la dinastía española. Éste es un cambio sustancial y en él se ha querido ver la ambición de ambos firmantes, tanto la de Iturbide como la de O’Donojú, por ser coronados4, aunque quizá sea más probable en el caso del primero. Pero ¿qué valor tiene para ambos la palabra “imperio” en estos momentos? Desde luego, sólo nombrarla despertaba grandes ambiciones. Tal vez, como hemos afirmado, significaba simplemente el dominio sobre un vasto territorio por parte de un monarca y, por supuesto, el prestigio de la soberanía sobre varios pueblos y de un título lleno de resonancias históricas y de poderío. Recordemos que lo que se plantea desde 1810 hasta 1821 es que México se gobierne a sí mismo, tanto cuando se refiere a independencia como a autonomía, con poderes ejecutivos y legislativos propios, siempre conforme el sistema de una monarquía constitucional o de una federación en la que Fernando VII sería el protector o el monarca supremo, y en la que México y otras naciones americanas podrían tener a un miembro de su familia como gobernante5. No fue sino hasta el momento de la negativa de Fernando VII de ir él mismo o de 4
Arenal, Agustín, 2002, p. 89. Ya los ministros de la monarquía española de Carlos III había planteado esta especie de federación de monarquías, ante la inminente amenaza de independencia de los virreinatos con el ejemplo norteamericano; véase: Teruel, “Monarquías”, 20052006. La monarquía mexicana estaría conformada en estos proyectos también por la capitanía general de Guatemala. Para las discusiones durante el constitucionalismo gaditano esta cuestión está excelentemente desgranada en Frasquet, Caras, 2008. 5
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enviar a un miembro de su familia como monarca mexicano —y aún menos de reconocer la independencia—, cuando se pensó en un monarca propio; en ese momento Iturbide se sintió llamado como cabeza de la Regencia y presidente de la Junta Provisional Gubernativa, y, por supuesto, gestor de la independencia. Poco tiempo después de la entrada del Ejército Trigarante en la Ciudad de México, Iturbide parecía tener ya clara su intención de ser proclamado emperador y daba los primeros pasos. La senda parecía consistir en concentrar en su persona el mayor número de poderes posibles. Y ¿qué utilizó Iturbide para conseguir su proclamación? Pues la vieja tradición romana de la proclamación militar —y popular— o contione, y para ello necesitó, desde luego, de la propaganda6. Pero eso sería un año después. Mientras, este concepto de imperio será asumido rápidamente para definir a la nueva nación que surgió a raíz de estos acontecimientos. Todo el acto de jura de la independencia de México que tuvo lugar en la Plaza Mayor de la capital poco después de la entrada triunfal del Ejército Trigarante, estuvo plagado de referencias al Imperio Mexicano, representado también mediante componentes simbólicos e iconográficos. Una vez la Junta comenzó a legislar, la palabra imperio pasó a formar parte de todas las fórmulas para nombrar sus actos, sus entidades o sus leyes. Como ha afirmado, en efecto, Ivana Frasquet, se usaron las fórmulas tradicionales de la monarquía hispana para los juramentos de la nueva nación —aunque el valor era diferente, pues ahora se trataba de un imperio—. Así lo explica esta investigadora: “la necesidad de la monarquía como fuente legitimadora del poder era insistentemente evidente”7.
EL
IMPERIO DE
ITURBIDE:
LEGITIMIDAD
Y CEREMONIA
Para que la aclamación de Iturbide se llevara a cabo fue necesario todo un proceso de construcción de su imagen heroica en clave apoteósica. A partir de 1821 se empezó a labrar su representación como el hombre que 6 7
Rodríguez, “Deo”, 2004. Frasquet, Caras, 2008, p. 124.
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había salvado México de la tiranía hispana, como el autor de la independencia y de la unión de todos los habitantes de México. La construcción de esta imagen fue promovida claramente por el propio Iturbide; de los testimonios de sus contemporáneos se deduce que tenía un carácter ambicioso, despilfarrador, tiránico. Se le lisonjeará hasta el paroxismo, se le llamará “padre de la patria”, “varón de Dios”8, “columna de la Iglesia”, “benjamín idolatrado”, “héroe original sin ejemplo en la historia”, se le verá casi como a un semidiós, pues incluso en algunos discursos panegíricos se le compara con Salomón, David y Tobías9. Desde octubre de 1821 ya corrían por la capital algunos impresos en los que se proclamaba emperador a Iturbide. A los pocos días de la entrada triunfal, José Joaquín Fernández de Lizardi escribió en un panfleto: “Si no es Vuestra Excelencia el Emperador, maldita sea nuestra independencia”. Lizardi, conocido como “el pensador mexicano”, sería precisamente uno de los escritores que por medio de sus escritos satíricos auparían a Iturbide. En 1821, un “americano” dedicó un poema laudatorio al Ejército Imperial Trigarante y a su “dignísimo jefe el excelentísimo señor Don Agustín de Iturbide”10. En él, por supuesto, se hace referencia a la grandeza del imperio de Anáhuac, a su liberación después de trescientos años de penas y al Imperio Mexicano destrozado por la guerra, en tanto Agustín de Iturbide es presentado como “otro nuevo Alejandro Americano [...] ínclito Caudillo sin segundo”: A ti se te ha debido Destrozar la melena al Leon Hispano, Tu has tremolado al viento los Pendones, De nuevos Mexicanos escuadrones Tu prudencia, tu zelo, Tu virtud, tu constancia y tu firmeza, Son dones con que el cielo Te honró, para concluir tan grande empresa.
8 Se buscó un significado latino a su apellido descompuesto “Tu Vir Dei” o “Varón de Diós”. 9 Belaunzaran, Discurso, 1837. En el discurso se señala a Iturbide como el libertador de la Ciudad de México, comparada con Jerusalén, y sobre todo que los imperios se construyen sobre la religión, pues es Dios quien los erige. 10 Un americano, 1821.
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¡Eterno loor tribute todo Indiano, A tu valiente, y triunfadora mano! Tú la frente orgullosa Del déspota opresor has abatido.
Finaliza el texto exclamando la famosa proclama del Ejército Trigarante: “Religión, Libertad, Unión y Muerte”. El texto remite también a imágenes simbólicas claramente entendidas por la población, como el león en referencia a España. Por supuesto, esta exaltación de Iturbide tuvo sus manifestaciones artísticas e iconográficas, que recuperaron todo el lenguaje simbólico de los imperios históricos. Éste fue un periodo difícil para las artes académicas en México, pues la Academia de San Carlos estaba cerrada desde 1821 y no se abriría hasta 1824 —con un intento de reapertura por parte de la Junta Soberana del imperio en 1821—. Por ello, gran parte de las producciones fue realizada por talleres gremiales y en ellas se nota cierta ingenuidad y falta de calidad, pero no dejan de ser un testimonio histórico y visual de primera mano. En primer lugar, se creó una serie de imágenes que recogieron el ciclo de consumación del Imperio Mexicano y de la apoteosis de su Héroe de Iguala. En el contexto del Ejército Trigarante y de sus principales gestas se destacaba la figura de Iturbide, como el héroe que obtuvo la independencia y el responsable de la unión entre los insurgentes, mostrándolo como un elegante caudillo militar aclamado por las masas. También se recogían los gestos, y eso es importante señalarlo, pues en toda creación de una imagen heroica o regia, los pequeños actos pueden tener gran importancia. Resultan ser imágenes de más valor histórico que artístico, de composiciones con numerosos personajes y fondos urbanos y arquitectónicos. Entre ellas se encuentran obras tales como la Entrevista de los señores generales O’Donojú, Novella y don Agustín de Iturbide (Museo Nacional de Historia, México), que se representó en la Hacienda de La Patera el 13 de septiembre de 1821, día en el que Novella terminó por abandonar la defensa de México, así como las diversas imágenes que muestran la entrada del Ejército Trigarante. Ésta tuvo lugar el 27 de septiembre, día del cumpleaños de Iturbide, cuando las tropas reunidas en Chapultepec, con su general vestido de civil a la cabeza, entraron por las calles de México, y en la de San Francisco le fueron entregadas
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al caudillo las llaves doradas de la ciudad por el alcalde Ormaechea. Enseguida se dirigió al palacio virreinal, donde le esperaba O’Donojú, y juntos contemplaron el desfile de las tropas. Este acontecimiento está representado, por ejemplo, en la acuarela anónima Entrada del Ejército Trigarante en México (Museo Nacional de Historia, México) realizada sobre seda, y que forma un conjunto con otras en las que se ve la entrada por la garita de La Piedad, la proclamación y la coronación. La imagen muestra, además, el arco de triunfo levantado en la antigua calle de Los Plateros, frente al convento de San Francisco y a la casa de los azulejos. En esta arquitectura efímera se colocaron escenas con alegorías en las que Iturbide era el protagonista, por ejemplo, al entregar la corona a una personificación de la América, o a caballo, al romper las cadenas que unían a ambos mundos. Esta entrada triunfal es un testimonio de la pervivencia de estas paradas desde las épocas romana y medieval, pasando por las entradas regias en la monarquía hispánica y por las virreinales en el propio México11. Otras dos obras muestran esta misma escena: la primera, una cabecera de cama de autor anónimo (Col. Museo del Risco, Centro Cultural Isidro Fabela, San Miguel), donde Iturbide encabeza el ejército, jaleado por la multitud; la segunda, otra seda anónima, igualmente, del siglo XIX (Col. Juan Manuel Gómez Marín), que representa la entrada del ejército por la garita de La Piedad, como reza en la inscripción: “Entrada triunfante de Yturbide en México con el exersito trigarante en 27 de sep. de 1821”. Tras esta escena, un autor anónimo plasmó la Jura solemne de la Independencia en la Plaza Mayor de la Ciudad de México, en una seda con acuarela (Museo Nacional de Historia, México). En esta ceremonia, la estatua ecuestre de Carlos IV realizada por Tolsá y ubicada en el centro del zócalo capitalino fue ocultada para levantar un pequeño templete con un arco del triunfo en su centro, adornado con alegorías que representaban la independencia de la América Septentrional y con el águila imperial mexicana, así como elementos alusivos a la monarquía: trono, cetro, corona, etcétera12. También el grabado recogió la idea de Iturbide como el responsable del renacimiento del Imperio Mexicano. Podemos citar como
11 Sobre las entradas triunfales en la Nueva España véase: Morales, Cultura, 1991; Mínguez, Reyes, 1995; Chiva, Entradas, 2005. 12 Acevedo, “1821-1843”, 1987, p. 37.
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ejemplos: Una alegoría de la Independencia (anónimo, siglo XIX, José F. Gómez A. C., Instituto de Artes Gráficas de Oaxaca), en el que Iturbide, con la bandera de las Tres Garantías, libera al Imperio Mexicano personificado en una mujer. Asimismo, La resurrección política de América (anónimo, 1821), obra en la que Iturbide ofrece una corona a la personificación de la América, mientras el águila emprende el vuelo; al fondo amanece y los rayos del sol llevan la inscripción: “Todo renace”. Visto de esta manera, Iturbide es el libertador de una América indígena, representada conforme a la codificación de Ripa, que resucita. La grandeza de México queda también reforzada por esa alusión al águila y al Sol, pues dicho animal representaba la apoteosis del emperador, la divinización, y las más grandes virtudes, pues era el único que podía mirar al astro diurno13. La exaltación de la figura de Iturbide continuó durante el invierno de 1821. La Junta Constituyente le cubrió de honores: lo declaró generalísimo almirante de las armas, le dio tratamiento de alteza y le asignó un alto sueldo. En la primavera, España no reconoció la independencia de México y las tensiones entre el Congreso y el caudillo se acrecentaron, especialmente por la posibilidad de que se creara la milicia nacional, que restaría poder al ejército que él controlaba, pero también por la cuestión de la soberanía, que el Congreso se había otorgado y que restaba poder a la Regencia. El 17 de mayo de 1822 el Congreso aprobó la creación de una milicia nacional y limitó el tamaño del ejército. Al día siguiente, una turba de gente, con algunos oficiales y nobles al frente, proclamó emperador por la ciudad a Agustín I. En apariencia, Iturbide rechazó tan grande responsabilidad, pero luego lógicamente la aceptó, pues todo podría haber sido promovido por él. El día 19, el Congreso, que, como se sabe, albergaba dudas sobre la falta de representatividad, lo nombró emperador constitucional, concediéndole el título de majestad imperial, aunque Iturbide comenzó a titularse Por la divina Providencia y por el Congreso de la Nación, primer emperador constitucional de México14. El 21 de mayo juró como emperador en el Congreso. A partir de ese momento, Iturbide promovió que se fijasen leyes de sucesión hereditaria, que a los
13 Sobre el significado político del águila y del Sol en el México colonial e independiente véase Mínguez/Rodríguez, “Imperios”, 2006; Mínguez, Reyes, 2001. 14 Véanse los documentos reproducidos en Cuevas, Libertador, 1947.
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miembros de su familia se les nombrase príncipes del imperio y que se les asignasen rentas, además de otros poderes omnipotentes judiciales y ejecutivos. La obra Es proclamado Iturbide primer emperador de México, anónima, de hacia 1822 (Museo Nacional de Historia), recoge el momento en el que, en la mañana del 19 de mayo, un grupo de personas —de evidente extracción social baja— y el ejército de Iturbide, acuden al Palacio de Jaral y Berrio que el emperador ocupaba mientras se arreglaba el palacio virreinal, para nombrarlo emperador. La acuarela es de factura fina, la perspectiva arquitectónica está trabajada, y de nuevo los personajes se reducen a pequeñas figurillas que exageran su gestualidad para expresar la inmediatez del momento. El gesto de Iturbide en el balcón es de perplejidad, pues abre los brazos para expresar la sorpresa de su nombramiento. El ambiente de madrugada, con esas nubes amenazantes sobre el cielo de la ciudad, no presagia un buen final. Fue con la proclamación y la coronación del caudillo militar como emperador cuando la nación mexicana dio realmente el primer paso para prescindir absolutamente de España. Con ello se desechaba por completo la idea de llamar a un Borbón, si es que, en realidad, Iturbide alguna vez había considerado seriamente esta posibilidad, pues es posible que conociese, por medio de los diputados americanos en España, la total oposición de Fernando VII a esta solución. El modelo para la nueva monarquía fue sin duda la dinastía napoleónica15. Una vez sancionado por el Congreso, el paso siguiente era la celebración de un acto solemne de coronación. En ella, los pequeños gestos que traslucían las tensiones tuvieron gran significación, no sólo en su momento sino también en el trágico futuro. Iturbide, no contento con su proclamación constitucional, trató, según Carlos María de Bustamante, de que se le ungiera del mismo modo que a los antiguos reyes o a Napoleón Bonaparte, y para ello se estudiaron las ceremonias religioso-políticas tradicionales16. La ceremonia de coronación no fue desde luego el tradicional acto de transmisión del poder de la monarquía española, puesto que no formaba parte de su tradición
15 Así lo indicaba Manuel Terán, diputado del Congreso, según Frasquet, Caras, 2008, p. 201. 16 Bustamante, General, 1826.
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sucesoria17. Incluso se tradujo del latín y se publicó un texto de Andrés Castaldo en el que se recogía la ceremonia tradicional de coronación18. El Congreso preparó a partir de él un proyecto de ceremonial que en gran parte fue el que se siguió19; lo había preparado Manuel de Campo y Ribas y toda la sociedad mexicana estaba expectante porque llegara el día. Pero este ceremonial anunciaba la tragedia de Iturbide, pues al no ser coronado por el arzobispo —representante del poder divino y máxima autoridad religiosa en esas tierras, que había huido—, sino por el presidente del Congreso, quedó claro que era el pueblo el que lo nombraba emperador. Además —como es sabido— el presidente aprovechó la ocasión para recordarle que su poder tenía por límite la Constitución y las leyes, y según algunos cronistas de la época, incluso para soltar un chascarrillo sobre si sería capaz de sostener la corona en su cabeza. La ceremonia tuvo lugar el día 21 de julio de 1822, y en algunos aspectos se asemejó a la coronación imperial de Carlos V en Bolonia y a la de Napoleón Bonaparte20. Aquí las tensiones sobre cuál era el poder preeminente no estuvieron entre el emperador y el papado, sino entre Iturbide y el Congreso, como hemos explicado. Ese día se adornó toda la ciudad con banderolas con los tres colores de la bandera del Ejército Trigarante, y los edificios mostraron en sus balcones colgaduras e iluminaciones. La catedral y el palacio también se adornaron especialmente. Las columnas de la catedral se recubrieron con colgaduras de damasco rojo, se colocaron dos tronos, uno más grande para Iturbide junto al presbiterio, y otro más pequeño junto al coro. Los tronos estaban cubiertos por doseles de terciopelo, y bajo ellos se colocaron sillones para la familia imperial. Los diputados del Congreso se situaron también bajo otro dosel, pero en 17 Recordemos que los monarcas españoles no se coronaban sino que eran proclamados y jurados. 18 Castaldo, Ceremonias, 1822. 19 Proyecto, 1822. 20 Un pequeño folleto de Fernández de Lizardi titulado Chamorro y Dominiquín, 1821, hace burla de la confusión del pueblo sobre cuál iba a ser el ceremonial usado, si el ritual antiguo o como lo habían determinado las Cortes. El texto es interesante porque resume el origen del ritual, y hace referencia expresa al de Carlos V y Napoleón como los modelos más cercanos. Más interesante es por cuanto desmonta la idea de que los emperadores deban recibir el poder de los papas, y equipara la autoridad de un monarca y de un emperador, vaciando de significado tanto la ceremonia como el título.
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el lado de la epístola, donde se ubicó la silla de presidente del Congreso, que realizaría la ceremonia. Muy temprano se formó la comitiva, que recorrió las calles de la ciudad en dirección a la catedral. Un cortejo formado por diputados recogió a los emperadores en el palacio de Iturbide y los condujo a la catedral, acompañados por una compañía de caballería y otra de infantería con la bandera imperial. Tras ellos iban los representantes de las principales corporaciones de la nación, y el séquito de la emperatriz, formado por tres generales que portaban el anillo y la corona sobre almohadones y el manto en un cesto. Le seguía la comitiva del emperador, también con tres generales que portaban sus divisas sobre cojines: corona, cetro y anillo. Tras él iban su padre y su hijo, los miembros de la Casa Imperial, ministros, generales y escoltas. Una litografía de Hesiquio Iriarte, Coronación de Iturbide, reproduce el cortejo que conducía al emperador hacia la catedral bajo el toldo que se disponía para las grandes procesiones. Su entrada en la catedral la hizo bajo palio hasta llegar al coro, donde le esperaba el trono. En ese momento se cantó el Veni Creator, mientras las insignias eran entregadas al presidente del Congreso. Se comenzó la misa y se procedió a la ceremonia de coronación siguiendo “el Pontifical en consonancia con la Constitución Vigente, es decir, que son la Religión y la Constitución las que Consagran al Emperador, la Constitución en nombre de su representante el Presidente del Congreso”21. Para ello se ungió a los emperadores, se bendijeron las insignias y se entregaron a Rafael Mangino, presidente del Congreso, quién pronunció unas palabras recordando al emperador que el poder que se le otorgaba era para conservar el bien y la felicidad de la nación, para proteger a sus súbditos, pero siempre limitado por la Constitución y las leyes; en caso contrario, la nación podría reclamarle el poder omnipotente que se le entregaba. Como acto de entrega de ese poder, Mangino coronó a Iturbide, y éste a su vez coronó a su esposa, Ana María —siguiendo el ritual que había establecido Napoleón—. La indumentaria para la emperatriz fue diseñada por un modista francés, siguiendo también la moda de la coronación napoleónica22. Tras ello se lanzaron vivas al emperador, se entonó un Te Deum y desde un 21 22
Rodríguez, “Agustín”, 2003, p. 215. Robertson, Iturbide, 1968, p. 184.
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estrado que había en la puerta de la catedral, los reyes de Armas lanzaron monedas conmemorativas a la multitud. El proyecto del ceremonial había previsto la realización de entre 2500 y 3000 monedas, puesto que no sólo se lanzaban al pueblo, sino que debían enviarse también a las cortes extranjeras, a los ayuntamientos y a los diplomáticos. Tras finalizar la misa, el obispo de Puebla, Antonio Joaquín Pérez, pronunció un sermón y los emperadores realizaron su ofrenda en forma de cirios, un pan de oro y otro de plata y un cáliz. Una vez finalizada la ceremonia de nuevo se vitoreó a los emperadores, se anunció al pueblo mediante salvas y repiques de campanas, y se arrojaron más medallas. Toda la comitiva se dirigió al palacio, donde la pareja imperial se asomó por el balcón central para recibir nuevos vítores del pueblo, y se lanzaron más monedas y medallas. Una acuarela sobre seda semejante a las anteriormente comentadas representa el solemne momento de la coronación (anónimo, 1822, Museo Nacional de Historia). En la franja inferior, entre las dos águilas mexicanas, la inscripción anuncia el acontecimiento. La perspectiva nos ofrece la vista de la nave principal de la catedral de México, bajo cuya cúpula está el antiguo ciprés. Frente a él el presidente del Congreso mexicano corona a Agustín I, que, con capa de armiño —recogida por dos muchachos— se arrodilla ante él. Se aprecian los dos doseles: bajo el izquierdo está sentada Ana María de Huarte con sus hijos y los padres del emperador, bajo el derecho están de pie los miembros del Congreso. Rodean la escena miembros de las principales corporaciones e instituciones mexicanas: doctores de la universidad, militares, obispos y ciudadanos. En primer plano un pendón tricolor cuelga de una de las arcadas. El artista ha empequeñecido a los personajes hasta ser irreconocibles, para dar mayor importancia a la perspectiva. Esther Acevedo cree que quizás este grupo de acuarelas fue realizado en la década de los años treinta, cuando se revaloró la figura de Iturbide23. En su afán por asemejarse a los emperadores europeos, Iturbide incluso había pretendido ser coronado con una corona esplendorosa, formada por las joyas guardadas en el Montepío de las Ánimas. Finalmente no lo consiguió. Y un mes antes de la ceremonia, en junio, Manuel López Bueno y Granda había presentado un diseño de corona y escudos imperiales; la primera seguía el diseño de la corona tradi23
Acevedo, “Símbolos”, 2001, p. 76.
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cional, formada por una diadema de oro con florones, con un bonete en su interior en forma de pequeña mitra, ceñido por otras dos diademas y una tercera que estaba rematada por una bola y una cruz. El escudo era el águila imperial coronada sobre fondo dorado, con un marco tricolor adornado con flechas. Tanto las formas como los colores y los elementos del escudo tenían un significado simbólico que López Granda explicó con detalle24. Como los monarcas y los emperadores europeos, el recién inaugurado Imperio Mexicano acuñó sus propias medallas conmemorativas y monedas. La iconografía de las medallas solía incluir en el anverso, o bien el busto de Iturbide, o bien el de Iturbide y su esposa, o el águila imperial, o las insignias imperiales —espada, cetro y corona—, o incluso elementos alusivos a las Tres Garantías y la independencia —tres anillos enlazados sobre dos mundos con las cadenas rotas. En el reverso, por supuesto, una inscripción alusiva, por lo general en castellano pero también en latín; este recurso pudo tener doble intención: por un lado remitir a la tradición imperial romana, pero por otro usar una lengua que toda Europa pudiera entender. Muy pronto comenzaron a surgir las voces disonantes en contra del emperador —algunos historiadores consideran que fueron promovidas por Estados Unidos ante el peligro de que México se convirtiera en una gran potencia—. No obstante, los partidarios de Iturbide continuaron promoviendo su exaltación; así, el 15 de diciembre de 1822, José Antonio de Andrade, capitán general y jefe político superior, en una proclama a los americanos25, aludía a Iturbide como el gran hombre que había dominado el Anáhuac, en un texto en el que denostaba la infidelidad de algunos americanos por postrarse ante los españoles, así como a aquellos que pedían una república. También exaltaba la monarquía moderada y constitucional como la mejor forma de gobierno para México, sancionada incluso por el cielo, pues había hecho “que recaiga la diadema en el hijo mas digno de este suelo privilegiado”. Consideraba el gobierno de “S. M. I.” que “no puede ser más justo ni paternal. Jamás monarca alguno se ha desvelado con mas amor y eficacia por la prosperidad particular y general de sus pueblos”. E incluso iba más allá y
24 Diseño para la corona y escudo de las armas imperiales, en Cuevas, Libertador, 1947, p. 87. 25 Andrade, Capitán, 1822.
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depositaba en “el cuidado y vigilancia de nuestro muy amado Emperador” las esperanzas de futuro, pues: la Providencia ha dotado de excelentes cualidades para gobernar un Pueblo. Su persona llena de gracia y de atractivo en la suprema autoridad; su carácter siempre igual, la cultura de sus modales, su expresión insinuante, su corazón abierto, sincero y generoso; su calma, moderación y cordura en sus proyectos; su dignidad en público, su exactitud y precisión en sus respuestas; su circunspección y solidez en sus decisiones; su dulzura y equidad con sus enemigos; su vasta capacidad y acierto en material políticas; su respeto a las leyes, a la moral pública y pureza de costumbres; su horror al vicio, al escándalo y a la discordia; su veneración a la iglesia, a la santidad del culto y a sus ministros; su amor ardiente a los pueblos, a su seguridad y bien estar; su estimación al mérito, virtudes y talentos distinguidos; su laboriosidad infatigable, su valor denodado, su sangre fria en el peligro; su robustez, actividad y pericia militar; su sed insaciable de gloria y preponderancia de la patria; su profunda sabiduría en saberse vencer y moderar el ascendiente de su genio elevado; su tino en hacerse amar, respetar y temer; virtudes tan sublimes, admirables y raras forman el gran carácter de nuestro AGUSTÍN I.
LA
IMAGEN IMPERIAL DE
ITURBIDE
A la par que se producía esta exaltación de Agustín I, se construía todo un imaginario en torno a su persona, en el que se rodeaba de toda la parafernalia y las simbologías propias del imperio, siguiendo el modelo napoleónico, mediante la realización de retratos áulicos por parte de los pocos artistas académicos activos, los talleres gremiales y por encargo de muchas corporaciones municipales o eclesiásticas. A pesar de que en su momento Napoleón fue considerado en México un pérfido traidor que había apresado a los monarcas españoles, a principios de la tercera década del siglo se había convertido en el modelo de monarca contemporáneo, al menos, en cuanto a representación artística se refiere. Una de las primeras obras en las que se le exalta como emperador es un pequeño cuadro titulado Alegoría de la coronación de Iturbide, realizado por José Ignacio Paz en 1822 (Museo Nacional de Historia, México). Agustín I aparece entronizado, portando el cetro y una rama de olivo. Una alegoría de América y Hércules lo coronan. Tras ellos se
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representa a Minerva. El emperador se halla rodeado de otros personajes simbólicos, como alegorías de la Libertad, la Religión, la Monarquía y la Caridad. También representaciones del Tiempo, la Unión, Mercurio, la Esperanza, la Historia y, por supuesto, el águila mexicana destrozando al león hispano. En lo alto, la Fama y angelillos portan los símbolos de la Justicia y la Constitución Política del Imperio Mexicano. Así, todo el cuadro muestra las virtudes de la nueva nación, su gloria, su libertad, sus virtudes y las esperanzas puestas en el gobierno monárquico de Iturbide. Como Napoleón, Agustín I se representará en varias ocasiones con la indumentaria de emperador en retratos de factura un tanto popular, pues no pudo contar con el magnífico elenco de artistas que se ocuparon de plasmar la imagen apoteósica del corso. El Héroe de Iguala comenzó a mostrarse con todo el esplendor monárquico y todos los elementos propios de esta dignidad, incluso retomando la composición clásica de este tipo de imágenes. Las imágenes resultarán, por tanto, de una notoria rigidez. Muchos de estos retratos áulicos fueron encargados por distintas corporaciones, pues como en el Antiguo Régimen, la imagen de Iturbide debía presidir los salones de gobierno de municipios, cabildos, etcétera. Hasta en Guatemala se conserva uno de ellos, pues como hemos recordado antes, este territorio formó parte en algún momento del imperio. Entre otros muchos podemos citar también al ayuntamiento de Veracruz, que en 1822 colocó el retrato de Agustín de Iturbide en el salón de sesiones con motivo de su proclamación como emperador. La corporación manifestó lealtad a su nuevo monarca: El entusiasmo patriótico de esta corporación al ver el Augusto retrato de su primer emperador constitucional, no se satisfizo sólo con colocarlo en el magnífico Dosel de esta Sala Capitular bajo las solemnidades de estilo, sino que quiso dar público testimonio de su amor reverente hacia la persona de S. M. I., y al mismo tiempo satisfacer los deseos de este heroico y fiel vecindario, que ansiaba por tener la satisfacción de ver por primera vez el retrato de su amado emperador26.
Para satisfacer, pues, este entusiasmo, el ayuntamiento celebró el 19 de septiembre de 1822 una función, adornando las galerías de las
26
AGN, Gobernación, vol. 33, exp. 5.
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casas consistoriales y el dosel con el retrato en el centro. Se sucedieron vivas y aplausos, una triple salva de artillería, repique de campanas y se tiraron al pueblo monedas. Hacía las diez de la noche se descubrió el retrato, con orquesta e iluminaciones. José María Vázquez era uno de los pocos artistas académicos en activo en esos momentos. En 1822 realizó sendos retratos de la pareja imperial (en colección particular), vistiendo manto púrpura y armiño y túnica. Aunque no son las mejores obras de este artista, de notable calidad en cuanto al retrato se refiere, Justino Fernández consideraba que probablemente fueron realizadas del natural27. Sendos retratos anónimos de la pareja imperial haciendo pendant, se conservan en el Museo Nacional de Historia de México; son de medio cuerpo y de calidad pictórica y técnica destacables, por lo que podrían ser de un pintor académico. Ambos personajes aparecen sobre un fondo oscuro, ante el trono imperial y la mesa con la corona. La pose es elegante y bastante natural, el rostro luminoso y de carnalidades realistas, y de apariencia noble y expresiva. Los tejidos son de magnífica factura, y los colores son brillantes y de composición equilibrada. Por supuesto, los emperadores visten la indumentaria propia de su dignidad y portan los emblemas de su poder. Son los mejores retratos de la pareja y quizá modelos para otros muchos. La misma fecha tiene un par de retratos imperiales, realizados estos por José Arias Huerta (Col. Museo de Arte de Filadelfia, EE. UU.). Éstas son, quizá, las imágenes de más calidad de la pareja imperial, aunque no dejan también de tener esa factura un tanto popular. El colorido es cálido, el fondo neutro como suele corresponder a este tipo de imágenes, sólo destaca una pequeña mesa cubierta de terciopelo rojo donde descansan las coronas imperiales de ambos, representadas con mucho detalle y según el diseño realizado, aunque notablemente enriquecidas por perlas y otros detalles. Vemos las dieciséis puntas de la diadema, con estrellas y águilas sobre un tunal en sus extremos, la pequeña mitra, las tres diademas que la ciñen cubiertas de perlas, el orbe y la cruz. Están vestidos con sus ropajes imperiales: túnica blanca bordada con estrellas de seis puntas, el águila sobre el nopal y los anagramas A. I. (Agustín I o Agustín Imperator o Ana I, todas las lecturas son posibles por feliz coincidencia). La estrella de 27
Fernández, Arte, 2001, t. I, p. 26.
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seis puntas, y no de ocho, remitía a la bandera de las Tres Garantías, en la que Iturbide quiso representar este tipo de estrellas pues duplicaba el número de las tres conocidas bases sobre las que se asentaba el imperio28. En su indumentaria esta estrella funcionaría a manera de divisa dinástica, como la flor de lis para los Borbones o las abejas para Napoleón. Sobre la túnica visten la capa imperial forrada de púrpura y de armiño y bordada con los nuevos elementos simbólicos del Imperio Mexicano: el águila sobre el nopal, el anagrama, el carcaj y una especie de estilización de la corona imperial. Sobre la capa, la muceta de armiño. Agustín I ciñe en su cintura la espada, descansa una de sus manos sobre el libro de la Constitución de América y porta en la otra el bastón de mando, símbolos del poder imperial. Ana María lleva un abanico en su mano y destacan su velo y las ricas joyas en su cabeza. De nuevo se representó a la pareja, aunque en pie, en sendos retratos anónimos (en colección particular). La composición apenas se diferencia de cualquiera de los retratos de los monarcas españoles. Los emperadores están en una estancia palaciega, con cortinaje, columna, mesa con cojín y corona, y una rica alfombra en el suelo. En ellos podemos contemplar por completo la indumentaria imperial: túnica, manto, muceta y sandalias. En estos retratos Agustín I ya porta el collar de la Orden de Guadalupe, pues recordemos que, como cualquier monarca o emperador europeo, también Iturbide fundó una orden religioso-militar pocos meses después de su coronación, de la que fue nombrado gran maestre. Este retrato podría ser por tanto un poco posterior a su coronación. También en 1822 retrataba Antonio Serrano al emperador, en un lienzo de pequeño tamaño (colección particular), en pie en un interior, con una composición absolutamente áulica: alfombra, mesa cubierta de terciopelo azul sobre la que descansa la corona, el trono, y una ventana cubierta con un cortinaje que permite ver el Castillo de Chapultepec. Un espejo nos permite contemplar la coronilla y la espalda de Iturbide, un rasgo singular y simpático, sin duda. La pose no es nada natural y la calidad es mediana, pero sin duda la obra tiene 28 La estrella de seis puntas era también el símbolo clásico del gobernante divinizado, usado para los emperadores muertos que se convertían en dioses. Éste era el emblema de la gloria inmortal. Sería arriesgado afirmar que Iturbide conocía el significado de este símbolo, pero no puede ser descartado.
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una cierta gracia popular, pues la factura cuidada propia del academicismo parece haberse perdido. Viste la indumentaria imperial y de nuevo el collar de la Orden de Guadalupe. Otros muchos retratos de Agustín I se conservan en el Museo Nacional de Historia, anónimos del siglo XIX, de mediana factura y bastante idealización; o en la Casa del Alfeñique de Puebla y otras ciudades. El retrato de Puebla tiene una calidad destacable; lo representa casi de manera frontal, con la indumentaria imperial, abrazando con una de sus manos la corona —perfectamente representada— y con la otra sosteniendo el bastón de mando. Lleva igualmente el collar de la Orden mexicana y la fisonomía parece ser realista. Bajo el manto asoma una banda tricolor. En 1823 José María Uriarte realizó por encargo del Consulado de Guadalajara un retrato de cuerpo entero del emperador (catedral de Guadalajara, México). Desde luego no fue realizado del natural sino copiado de alguno existente, por lo que la calidad es mediana y la figura resulta rígida. El artista representó al emperador de pie, sobre un fondo neutro con cortinaje y columna, y junto a él una mesa de estilo neoclásico con el cojín y la corona imperial. Viste la indumentaria imperial y sostiene el bastón y la capa de púrpura, bordada con águilas y coronas. Toda la representación, por tanto, trata de destacar los elementos simbólicos imperiales, que nos hablan de su dignidad, por encima de cualquier naturalismo o realismo fisonómico y anatómico. La imagen imperial de Agustín I se reflejó a partir de ese momento en muy variados soportes. Por ejemplo, en la propia cristalería y vajilla del emperador. Las botellas y copas reproducían la efigie del emperador. Se realizaron miniaturas-retratos con Iturbide, o bien con la pareja imperial. Estos objetos, como es sabido, eran una muestra de fidelidad hacia el emperador y son de preciosa factura y colorido luminoso. Otras obras reflejaron momentos solemnes o ceremonias durante los escasos meses que duró el imperio. Un lienzo de Octaviano d’Avilmar, un diplomático europeo que primero apoyó al imperio pero luego se unió a los rebeldes contra él, realizó una vista de la Plaza Mayor de México, que recoge la fiesta frente a la catedral y el palacio virreinal, que tuvo lugar precisamente el día de la institución de la orden. El artista plasmó el carruaje del emperador cruzando a toda prisa la plaza en dirección al palacio virreinal, donde le esperaba la sociedad mexicana.
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EPÍLOGO:
EL FIN DEL
PRIMER IMPERIO
Ya por el mes de marzo de 1823 las diferencias entre el Congreso y el emperador eran abismales y éste decide disolver la cámara. Tras la disolución, Iturbide trató de acumular el mayor número de prerrogativas posibles, controlar los poderes e intentar censurar la prensa, al menos la de México, pues en las provincias resultaba imposible. Por supuesto, de manera automática surgieron pasquines en contra de su tiranía y en favor de la república. En marzo abdicó definitivamente de la corona imperial y se exilió a Italia. La razón principal de su abdicación había sido su enfrentamiento con el Congreso, su falta de legitimidad política, pero no cabe desdeñar el clima de hostilidad que desde el mismo día de su coronación se había creado hacia un monarca sin legitimidad genealógica ni dinástica, lo que hacía de él una figura propensa a la sátira. La visión negativa sobre su persona se reforzó después de su abdicación cuando algunos diputados del nuevo Congreso mexicano realizaron duros discursos contra él, como Servando Teresa de Mier, quien ni siquiera lo consideraba héroe, reclamaba para él la horca y lo llamaba ladrón. Lo secundaban Carlos María de Bustamante y Agustín Paz. Como en el periodo de su exaltación, la aparición de coplas en contra de Iturbide después de su caída fue inmediata: ITURBIDE A Bolivar no imitaste a Washington no seguiste, la libertad oprimiste, los juramentos violaste, sin pudor te coronaste, disolviste el gran Congreso, los diputados has preso y absoluto ahora te estás dinos, ¿no merecerás que te corten el pescuezo?29
Todavía no se había cumplido un mes de su abdicación, y el 11 de abril el ayuntamiento de la Ciudad de México expedía un aviso al 29
En Frasquet, Caras, 2008, p. 155.
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público para que se quitasen todos los retratos de Iturbide y su esposa como emperadores que se habían colocado, y se borrasen sus nombres con este título en los lugares y parajes públicos30. Por decreto de 27 de septiembre de 1823 se declaraba traidores a aquellos que cooperasen o escribiesen en favor del regreso de Iturbide. Esta prohibición se mantuvo incluso después de su de Iturbide, pues existían descendientes que podrían reclamar la corona. El 23 de septiembre de 1823, Agustín de Iturbide publicaba sus Memorias escritas desde Liorna31. En ellas, por supuesto, justificaba sus actuaciones políticas y morales. Explicaba su acceso a la corona imperial por tener “la condescendencia, o llámese debilidad de permitir que me sentasen en un torno que crié destinándole a otros”32. Se declaraba autor exclusivo del Plan de Iguala, y desmentía a aquellos que lo atribuían a un grupo que se reunía de La Profesa33. Gracias a él la Nueva España se transformó “de colonia a grande imperio”, sin sangre, y gracias también a un acuerdo con España, el firmado en Córdoba con O’Donojú. Justificaba su aclamación como emperador por la negativa de España a no reconocer el Tratado de Córdoba y la ineficacia del Congreso para establecer el aparato administrativo, así como la oposición de éste a Iturbide por ser militar y contar con el apoyo del pueblo y del ejército. Iturbide explicaba su aceptación de la aclamación por temor a no desairar al pueblo y por el apoyo del ejército y de la regencia, a pesar de tratarse de una gran responsabilidad. Los hechos subsiguientes que creaban el sistema imperial los justificaba Iturbide mediante el Congreso, que fue quien decidió dar el título de príncipe del imperio a su hijo, príncipe de la unión a su padre, princesa de Iturbide a su hermana. También hizo el reglamento de inauguración. Finalmente justifica su abdicación porque así la nación se lo pidió y su misión había terminado, pues México ya no corría peligro ni por naciones extranjeras ni por ella misma. 30 AHDF, Gobierno del 31 Iturbide, Memorias, 32
Distrito Federal, Leyes y Decretos, Caja 94, f. 43. 1973.
Ibid., p. 6. Las teorías más recientes sostienen que el plan fue elaborado por el criollismo, especialmente en reuniones como las que tenían lugar en casa de María Ignacia Rodríguez de Velasco, y determinado históricamente, y que Iturbide quizá se limitó a ponerlo sobre el papel, incluso pidiendo la participación en la redacción definitiva de personajes destacados del clero, el ejército y la política. Véase: Frasquet, Caras, 2008, pp. 78-81. 33
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Como sabemos, Iturbide volvería a México en 1824 desde Londres con la intención de ayudar a la nación ante un posible ataque de la Santa Alianza. Ignorante del decreto de proscripción y muerte, fue fusilado a los pocos días de su desembarco. La tragedia de Iturbide fue recogida y narrada en diversos textos. Por ejemplo, en 1826 se publicó un texto traducido del francés y titulado Catástrofe de D. Agustín de Iturbide, aclamado emperador de México el 18 de mayo de 1822, y del inglés Últimos suspiros de D. Agustín de Iturbide, escrito por el coronel polaco Carlos Beneski, quién lo había acompañado en su regreso a México. La tragedia también fue recogida poco después en algunas obras de arte, a pesar de la inicial prohibición. Por ejemplo, un lienzo del siglo XIX de Antonio González Orozco titulado el Fusilamiento de Iturbide (Museo Nacional de Historia), mostraba el momento de su muerte. En 1828 un autor anónimo pintó un Retrato del general Agustín Iturbide (Museo Soumaya, México), aunque aquí aparece representado como militar. No obstante, la exaltación de Iturbide por parte de sus partidarios llegó a extremos inauditos, incluso después de muerto. Esto fue posible ya a partir de la década de los años treinta. Al mismo tiempo se recuperaba ya sin tanto temor su iconografía, pero cabe señalar que no la imperial, sino la del Héroe de Iguala, y esto es significativo, pues se recuperaba su valía como prócer de la patria en cuanto consumador de la independencia, pero se obviaba su breve veleidad imperial. El 26 de noviembre de 1831 se publicó en México un pequeño folleto firmado por un anónimo, llamado “El pacífico observador”, quien dedicaba el texto al Sr. D. Mariano Rivera, mecenas de Iturbide. El folleto titulado Iturbide en Roma. Se ha declarado por Santo34, recoge la noticia de que Morales y Sarabia, delegado en Roma de la diócesis de México, tenía por misión promover la beatificación de Agustín de Iturbide y sus compañeros. En opinión de éstos, Iturbide estaba coronado por las más altas virtudes teologales, había sido un mártir que murió, “no en el suplicio de los tiempos [...] sino en las aras de la opinión”. E incluso solicitaba para promover esta causa que se retratase a Iturbide, “para colectar los gastos de su beatificación, hincado delante de Nuestra Señora de Guadalupe, renunciando a los pies de esta emperatriz soberana, el mando, el cetro y la imperial coro34
Iturbide, 1831.
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na”. Acompañaba al breve texto una relación de las virtudes que son necesarias para beatificarlo, y que Iturbide demostró: virtudes en grado heroico, es decir, prudencia y fortaleza. De 1834 se conserva un lienzo anónimo titulado Alegoría de la Independencia (Museo Casa Hidalgo, Dolores Hidalgo, Centro INAH, Guanajuato). En éste, la personificación de América está siendo coronada por Hidalgo e Iturbide. Hidalgo y un águila atacan a un español. Para esa fecha sabemos también que del salón de cabildos del ayuntamiento de México colgaba ya un retrato del ex emperador. El perdón había llegado, siempre que no se recordara su ambición áulica. En 1838 los restos de Agustín de Iturbide fueron trasladados por decreto del Congreso General a la catedral de México. La descripción de este solemne acto escrita por José Ramón Pacheco es sumamente interesante35, pues trata sus cenizas como reliquias, y nos relata que la presencia de éstas en México suscitó un cambio en la opinión pública: inmediatamente empezaron a aparecer de nuevo retratos y efigies suyas en grabados, litografías, pinturas, bustos, miniaturas, representándole al natural, como coronel, primer jefe, generalísimo, emperador, representado en Iguala, en la entrada del ejército, en el trono y en la catástrofe de Padilla36. La publicación incluye litografías muy reveladoras de esta especie de santificación, como el dibujo de una especie de lápida, un retrato como general y las imágenes del catafalco levantado en San Francisco, de la procesión que trasladó las cenizas y del catafalco levantado en la catedral. Así, todavía después de su muerte, Iturbide no sólo fue tratado como un monarca al celebrar tan solemnes pompas por el traslado de sus restos, sino casi como un santo. En los años cuarenta los partidarios de Iturbide realizaban anualmente, el 28 de septiembre, una misa en la capilla de la catedral donde estaban depositados sus restos. En 1849 un grupo de estos partidarios organizó unas pompas fúnebres, para lo que se levantó un sencillo y elegante túmulo y don Manuel Moreno y Jove pronunció un emocionado sermón37. Olvidando su episodio imperial, este texto exalta el carácter de héroe de la independencia, que desgraciadamente no tuvo una muerte de manos de sus enemigos, sino de los propios mexicanos.
35 36 37
Descripción, 1849. Ibid., p. 24. Moreno, Oración, 1850.
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Por entonces se le tildaba de “autor de la Independencia”, “campeón de la Independencia”. En esta década y la siguiente también se proyectaron las primeras esculturas conmemorativas del héroe, como por ejemplo las que Manuel Vilar diseñó en 1849 y 1857, y la documentación de la Academia de San Carlos recoge noticias de la realización de algunos retratos. La normalidad hacia la imagen de Iturbide y su aceptación en cuanto héroe de la independencia había llegado. Ésta quedaría sancionada, y aún se recuperarían algunos de los elementos de su iconografía como emperador, durante el segundo episodio imperial en México. En 1863 se instauraba el imperio de Maximiliano en México. El nuevo emperador mostró gran interés hacia la recuperación del Primer Imperio Mexicano, como medio de legitimación del suyo propio, y hacia las producciones artísticas. En 1865 ordenó la creación de una galería de retratos de los héroes, en la que incluyó a un Iturbide retratado por Petronilo Monroy (Palacio Nacional, México), vestido con su uniforme militar del ejército de Celaya, pero con una magnífica capa de armiño y terciopelo azul, acompañado de dosel, trono, mesa con almohadón donde descansan la corona imperial y el cetro38.
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Rodríguez, “Galería”, 2004.
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Fig. 1.- Augusto de Prima Porta (20 a.C., Museos Vaticanos).
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Fig. 2.- Carlos V y el Furor (Leone y Pompeo Leoni, 1551-1553, Museo del Prado, Madrid).
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Fig. 3.- Napoléon 1er sur le trône impérial (Jean-Auguste-Dominique Ingres, 1806, óleo sobre tela, 260 x 163 cm, Musée de l’Armée, Hôtel des Invalides, Paris).
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Fig. 4.- Entrada del ejército Trigarante a México (Anónimo, 1821, acuarela sobre seda, Museo Nacional de Historia, INAH, Ciudad de México).
Fig. 5.- Jura solemne de la Independencia en la Plaza Mayor de la ciudad de México (Anónimo, 1821, óleo sobre tela, 82 x 122 cm, Museo Nacional de Historia, INAH, Ciudad de México).
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Fig. 6.- Solemne coronación de Iturbide en la Catedral de México (Anónimo, hacia 1822, acuarela sobre seda, 49 x 63,5 cm, Museo Nacional de Historia, INAH, Ciudad de México).
Fig. 7.- Alegoría de la Coronación de Iturbide (José Ignacio Paz, 1822, óleo sobre tela, 68 x 51 cm, Museo Nacional de Historia, INAH, Ciudad de México).
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Fig. 8.- Agustín de Iturbide (Josephus Arias Huerta, atrib., 1822, óleo sobre tela, Col. Philadelphia Museum of Art, Philadelphia, USA).
Fig. 10.- Agustín de Iturbide (José María Uriarte, 1823, óleo sobre tela, 200 x 110 cm, Catedral de Guadalajara, Jalisco).
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Fig. 9.- Agustín de Iturbide (Antonio Serrano, 1822, óleo sobre tela, 55,5 x 40,5 cm, Colección particular).
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Descripción de la solemnidad fúnebre con que se honraron las cenizas del héroe de Iguala, Don Agustín de Iturbide, en octubre de 1838. La escribió por orden del Gobierno Don José Ramón Pacheco y su publica a disposición del Exmo. Sr. Presidente, General Don José Joaquín Herrera (1849). México: Imprenta de Cumplido. [BNE.] FERNÁNDEZ DE LIZARDI, José Joaquín (1821): Chamorro y Dominiquín. Diálogo, sobre la coronación del Emperador de México. [BNE, Sala Cervantes.] FERNÁNDEZ, Justino (2001): Arte moderno y contemporáneo de México. Tomo primero: El arte del siglo XIX. México: Universidad Nacional Autónoma de México-Instituto de Investigaciones Estéticas. FRASQUET, Ivana (2008): Las caras del águila. Castellón: Universitat Jaume I. Iturbide en Roma se ha declarado por Santo (1831). [BNE, Sala Cervantes.] ITURBIDE, Agustín de (1973): Memorias escritas desde Liorna. México: Editorial Jus. MESTAS, Alberto de (s. f.): Agustín de Iturbide. Barcelona: Editorial Juventud. MÍNGUEZ, Víctor (1995): Los reyes distantes. Imágenes del poder en el México virreinal. Castellón: Universitat Jaume I. — (2001): Los reyes solares. Iconografía astral de la monarquía hispánica. Castellón: Universitat Jaume I. MÍNGUEZ, Víctor/RODRÍGUEZ, Inmaculada (2006): “Los imperios del águila”, en: Frasquet, Ivana (coord.): Bastillas, cetros y blasones. La independencia en Iberoamérica. Madrid: Fundación Mapfre, 245-281. MORALES FOLGUERA, José Miguel (1991): Cultura simbólica y arte efímero en la Nueva España. Sevilla: Junta de Andalucía. MORENO Y JOVE, Manuel (1850): Oración fúnebre del señor don Agustín de Iturbide, pronunciada en la Santa Iglesia Metropolitana de México el 28 de septiembre de 1849. México: Imprenta de la calle de la Alcaicería. [BNE.] PORTERFIELD, Todd B./SIEGFRIED, Susan L. (2006): Staging empire: Napoleon, Ingres and David. University Park: Pennsylvania State University Press. Proyecto del ceremonial que para la inauguración, consagración y coronación de su majestad el Emperador Agustín Primero se presentó por la comisión encargada de formarlo al soberano congreso en 17 de junio de 1822 (1822). [BN, BNE.] ROBERTSON, William Spence (1968): Iturbide of Mexico. New York: Greenwood Press. RODRÍGUEZ MOYA, Inmaculada (2003): “Agustín de Iturbide, ¿héroe o emperador?”, en: Chust, Manuel/Mínguez, Víctor (eds.): La construcción del héroe en España y México, 1789-1847. Valencia: Universidad de Valencia. — (2004): “‘A deo coronato’. La proclamación imperial en el arte”, en: Heimann, Heinz-Dieter/Knippschild, Silke/Mínguez, Víctor (eds.): Ceremoniales, ritos y representación del poder. Castellón: Universitat Jaume I, 205-245.
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SOLEMNIZAR EL NUEVO ORDEN. LAS PROCLAMACIONES DE LA CONSTITUCIÓN EN LA CIUDAD DE MÉXICO, 1812 Y 18201 Kat r in D irckse n
La transicion de un gobierno á otro ha sido en todos los paises época muy delicada. Los que tenian su suerte enlazada con el gobierno antiguo, desean su restablecimiento: los que esperan bienes del nuevo, desean su conservacion. Hay divergencia de ideas: hay lucha de intereses: corre tiempo, y es preciso que corra para uniformar los sentimientos y dar á la opinion el carácter de unidad2.
En las postrimerías del verano de 1812, llegó al virreinato de Nueva España la primera Constitución escrita, la Constitución liberal de Cádiz, redactada en conjunto por diputados españoles y americanos de las Cortes. En la Ciudad de México, luego de recibir la noticia de la promulgación constitucional en Cádiz, comenzaron los preparativos para las celebraciones constitucionales de varios días de duración. No bastó con el código escrito para que la Constitución de Cádiz obtuviera la difusión popular necesaria para su implementación y cumplimiento. Para ello, las constituciones necesitaron, generalmente, de formas de representación simbólica, por medio de las cuales la población 1
Este trabajo se elaboró en el contexto del proyecto “La constitución simbólica de la nación. México en la época de las revoluciones (1786-1848)” del Sonderforschungsbereich 496 de la Westfälische Wilhelms-Universität, Münster, Alemania. Le agradezco a la Deutsche Forschungsgemeinschaft el financiamiento otorgado para realizar esta investigación. [Traducción de Margarita Álvarez Monroy.] 2 Por el ministro de Estado y del Despacho de Relaciones interiores y exteriores, Circular de José Antonio de Andrade, 10 de marzo de 1823, AGN, Gobernación sin sección, vol. 59/2, exp. 41, f. 1r.
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pudiera ver y comprender los nuevos contenidos políticos. Vorländer afirma que no pueden separarse funcionalidad y simbolismo constitucional, puesto que la funcionalidad del texto legal se basa, a fin de cuentas, en su representación simbólica. Sin embargo y pese a su importancia constitutiva para la validez del texto legal, la dimensión simbólica de las festividades constitucionales se dejó de lado por mucho tiempo3. Por medio de sus actos simbólicos, las festividades constitucionales cumplieron una función informativa importante para la implementación del nuevo orden en la población4. Ésta, a su vez, expresaba la aceptación del respectivo orden a través del juramento constitucional y de su participación y júbilo durante el acto festivo. El acto performativo del juramento cumplió una función importante en las fiestas constitucionales, ya que los participantes en el acto contraían, de forma simbólico-ritual, la obligación de guardar la Constitución. Con ello confirmaban, al mismo tiempo, el nuevo orden que regiría en adelante para los participantes5. La influencia de la crisis monárquica de 1808 y de la Constitución de Cádiz sobre el proceso de transformación del virreinato de Nueva España en República de México, con su desarrollo institucional y político, es algo que no se pone en discusión en la investigación reciente. En ella, no sólo se le atribuye un desarrollo propio al proceso constitucional en el mundo hispano, sino que también se destaca la importante participación de los diputados americanos de las Cortes en la elaboración de la Constitución y el conocimiento existente en América a principios del siglo XIX acerca de las ideas ilustradas de libertad e igualdad, así como también de gobiernos representativos y derechos civiles6. Ya en el primer capítulo, la Constitución establece la soberanía de la nación, que es, en consecuencia, la única a la que le corresponde el derecho de dictar sus leyes fundamentales. En la Constitución, se define a la nación española como una unión de todos los españoles de ambos hemisferios, los que son libres e independien3
Vorländer, “Integration”, 2002, pp. 18-20. Butrón, “Fiesta”, 1995, p. 439. 5 Sobre la importancia del juramento constitucional, véase: Prodi, Sacramento, 1992; Stollberg-Rilinger, “Verfassung”, 2003. 6 Rodríguez, “Introduction”, 2005, pp. 1-13. Sobre la influencia de los diputados americanos en la elaboración de la Constitución de Cádiz, véase sobre todo los capítulos correspondientes en Rieu-Millan, Diputados, 1990; Chust, Cuestión, 1999. 4
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tes, y que también están excluidos de cualquier tipo de dominación extranjera. Todas las provincias españolas serían, en adelante, iguales ante la ley y sus ciudadanos poseerían igualdad de derechos. A esto, se suma la libertad de expresión y de prensa declarada por la Carta Magna. Como sistema político, se establece una monarquía constitucional con separación de poderes, en donde el rey ocupa el ejecutivo y, en conjunto con las Cortes, legisla. Los miembros de las instituciones políticas, que desde ese momento actuarían como representantes de la nación soberana, ya no serían designados por el rey, sino que serían elegidos por los ciudadanos a través de elecciones indirectas. Los ciudadanos, esto es, todo habitante masculino, con excepción de la población descendiente de africanos, criados, criminales y deudores del sector público, obtienen el derecho de voto activo. Además de esto, las Cortes decretaron la abolición de la inquisición y del pago de tributo indígena7. Gracias al derecho amplio de voto, a los conceptos de soberanía popular, a la igualdad de derechos de los ciudadanos y de los territorios hispanos, así como también al resguardo de las libertades civiles, se considera a la Constitución de Cádiz como una de las más liberales de su tiempo, incluso se la ha calificado como revolucionaria y radical respecto del orden corporativo del Antiguo Régimen8. Esto último se refiere, sobre todo, a la introducción de la división de poderes, al establecimiento de la soberanía y a la integración de los territorios españoles a la nación, con derechos político-administrativos igualitarios. Supuso, por tanto, una transformación fundamental en el orden de dominación de España y sus territorios. En el centro de la actual investigación sobre la Constitución de Cádiz, se encuentra la importancia de las nuevas instituciones del gobierno representativo (Cortes, diputaciones provinciales y ayuntamientos constitucionales) para la participación política de los ciudadanos, a nivel local
7
“Constitución Política de la Monarquía Española”, Colección, 1813, t. II, títs. I y pp. 104-109. “Se extiende á los Indios y castas de toda la América la exêncion del tributo concedida á los de Nueva-España: se excluye á las castas del repartimiento de tierras concedido à los Indios: se prohibe á las Justicias el abuso de comerciar con el título de repartimientos”, Colección, 1811, t. I, pp. 89-90. “Abolicion de la Inquisicion: establecimiento de los tribunales protectores de la Fe”, Colección, 1813, t. III, pp. 199-201. 8 Rodríguez, “Introduction”, 2005, p. 13; Chust/Serrano, “Liberalismo”, 2008, pp. 45-53.
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y regional, y para la formación del sistema federal9. Serrano/Chust expresan la necesidad de prestar mayor atención a la percepción de la Constitución liberal por parte de las clases populares10. Este ensayo debe situarse en una tendencia investigativa dirigida a la comprensión de la cultura, en la cual los conceptos políticos de la Constitución fueron definidos, pensados y retrotraídos11. Después de todo, sólo a condición de que sus ideas se consolidaran en la élite política y, sobre todo, en la población, la experiencia con la Constitución liberal pudo ser decisiva para el posterior desarrollo político e institucional de Nueva España y, más tarde, de la República Mexicana. En la difusión de los nuevos conceptos políticos de la Constitución de Cádiz, no sólo la prensa y los folletos desempeñaron una función relevante, sino también, como se menciona de entrada, las fiestas políticas y las ceremonias12. Los trabajos existentes hasta ahora sobre las fiestas constitucionales en la Ciudad de México, se concentran en el aspecto de continuidad de los actos ceremoniales de la proclamación de los reyes españoles respecto de las celebraciones constitucionales de 1812 y 1820, y ven en ellos un indicio de la insuficiente difusión del ideario liberal en Nueva España13. El presente ensayo indaga 9
A modo de ejemplo, se nombran aquí sólo los siguientes: Ortiz/Serrano, Ayuntamientos, 2007; Annino, Historia, 1995; Rodríguez, “Instituciones”, 2008; Warren, “Elections”, 1996; Guedea, “First”, 1997; Hensel, Entstehung, 1997. 10 Chust/Serrano, “Liberalismo”, 2008, pp. 54-55. Como ejemplo para la Ciudad de México, debe nombrarse aquí el trabajo de Richard Warren, que se concentra en el aumento de la participación política de la clase baja y su percepción por parte de la élite urbana. Una focalización especial se dedica a las elecciones, como indicador importante de la aceptación de la constitución gaditana y sus conceptos de soberanía popular, ciudadanía e igualdad política. Warren, Vagrants, 2001. 11 Galante, “Revolución”, 2007, p. 102. 12 Terán, “Nación”, 2008, p. 126. 13 Morelli afirma que los legisladores en Cádiz no quisieron llevar a la práctica ningún concepto innovador, sino, más bien, una constitución que representara un “producto del constitucionalismo histórico español”. De ahí resulta, también, el recurso a los actos ceremoniales tradicionales en los festejos de la constitución. En general, el proceso de la constitución no habría originado ningún tipo de cambio en el imaginario social. Morelli, “Publicación”, 1997. Frasquet objeta esta declaración, puesto que destaca las aspiraciones reformistas de los diputados de las Cortes. A fin de cuentas, la constitución, en la práctica, habría construido un marco normativo completamente nuevo, que implicaría un notorio cambio del orden legal y socioeconómico del Antiguo Régimen. Frasquet afirma que, en las distintas ceremonias de 1810-1824, entre las cuales se encuentran también las fiestas constitucionales de 1812 y 1820, se conservaron los mismos símbolos y actos ceremoniales, con la intención de lograr legitimidad para los respectivos cambios de poder. Naturalmente, el significado de los símbolos habría sido completamente dife-
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esta interpretación, mediante el examen de las formas de representación simbólica de los textos constitucionales gaditanos en las celebraciones constitucionales de 1812 y 1820 en la Ciudad de México. Al fin y al cabo, hasta ahora se ha realizado, frecuentemente, una descripción del transcurso de las celebraciones constitucionales y no tanto un análisis sistemático de la representación del orden político en actos ceremoniales, así como en textos literarios e imágenes elaborados con motivo de las celebraciones. Sin embargo, el estudio de las formas de representación simbólica, en cuanto hacen visible el nuevo orden y atribuyen significado a varios conceptos nuevos, puede proporcionar una idea de cómo los contemporáneos interpretaron los nuevos contenidos políticos y los transmitieron simbólicamente. A continuación, no sólo se analizarán los actos ceremoniales, como procesos de comunicación no verbal previamente regulados en cuanto a la representación del monarca en el sistema constitucional y los nuevos contenidos del mismo, sino también metáforas de la Constitución en poemas o en discursos oficiales. El análisis sigue entonces la premisa de que, con este contexto político de fondo, la imposición de las nuevas concepciones de orden en Nueva España se realizó paso a paso y que, en la práctica, representó un proceso complejo de transmisión y adopción de líneas normativas.
LA
POSICIÓN DEL MONARCA.
¿RUPTURA
O CONTINUI-
DAD DEL ANTIGUO ORDEN?
Si bien es cierto que con la adopción de la Constitución de Cádiz se debilitó, en general, la posición del rey, el proceso constitucional no se puede catalogar, en modo alguno, como una reacción contra la monarquía, sino que debe entenderse en el contexto de la detención rente conforme a las circunstancias. Frasquet, “Alteza”, 2004. En su ensayo, Cárdenas Gutiérrez tematiza los símbolos jurídico-políticos de las fiestas constitucionales de 1812 y 1820 en Nueva España y destaca, por el contrario, una continuidad ceremonial entre la proclamación del rey y la de la constitución, que se habría mantenido hasta los tiempos de la República Mexicana (Cárdenas, “Juras”, 1998). Garrido Asperó sostiene, por el contrario, que tanto las fiestas constitucionales de 1812 y 1820 en la Ciudad de México como sus aniversarios habrían representado este quiebre profundo con el absolutismo y el despotismo. Ella asevera, además, que las festividades habrían reproducido el acto de constitución de un nuevo orden sociopolítico con los conceptos de soberanía nacional y de superioridad del poder legislativo (Garrido, Fiestas, 2006).
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de Fernando VII y de la defensa española de su territorio contra la invasión francesa14. A través de las festividades constitucionales planificadas para el otoño de 1812 en la Ciudad de México, la población de la ciudad entraría en contacto por primera vez con el nuevo orden liberal. En el encabezado del ceremonial, que se acordó luego de consultar al cabildo, al virrey, al Real Acuerdo y al cabildo de la Santa Iglesia Metropolitana, se decía: CEREMONIAL que, con arreglo á lo practicado en las últimas Juras de Nuestros Soberanos y á lo que se refiere en la Gaceta de Regencia de 21 de marzo del año presente, habrá de observarse para solemnizar la publicación de la Constitución política de la Monarquía Española15.
En el encabezado, ya se puede reconocer la intención de situar el ceremonial de promulgación de la Constitución en la línea tradicional de las proclamaciones reales. En la mañana del 30 de septiembre de 1812, se invitó a las autoridades religiosas, políticas y militares al palacio virreinal para presenciar el juramento del virrey y del Real Acuerdo, a realizarse después de la lectura preliminar completa de la Constitución por parte del secretario honorario de su majestad. Cuando el secretario dio lectura al encabezado de la Constitución, los dignatarios reunidos se levantaron al ser mencionado el nombre de Fernando VII, como si éste hubiese entrado en la sala y las autoridades se alzasen como testimonio de reverencia. Tras la lectura de la Constitución, el secretario se dirigió hacia una mesa ubicada bajo un dosel, sobre la cual se encontraba un Evangelio y una cruz. Sin embargo, el juramento no se realizó sólo ante estos objetos de culto religioso, sino tam14
Quijada, “Constitución”, 2008, p. 19. “El Ayuntamiento propone, el Virrey aprueba el ceremonial para la publicación de la Constitución y éste lo comunica al Real Acuerdo y al Cabildo de la Santa Iglesia Metropolitana” (en Alba, Constitución, 1912, t. I, p. 17). En un borrador de la carta del cabildo de la Ciudad de México al virrey relativa al ceremonial, con fecha del 22 de septiembre de 1812, se expresa claramente qué acto ceremonial de las proclamas reales sólo se reemplazaría: “[...] que el decoro y magnificencia pueden uniformarse à lo que se practica en las Juras de nuestros Soberanos, por ser estos exemplares los mas analogos à la publicacion de la constitucion, con la diferencia de que en lugar de levantar pendones, y hacerse proclamacion, se lea la constitucion [...]” (“Sobre la publicacion de la Constitucion”, en AHDF, Ayuntamiento Gobierno del Distrito Federal, Historia, Constituciones, vol. 2253, exp. 5, s.f.). 15
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bién ante Fernando VII, cuya imagen se encontraba colocada sobre un sitial, el estrado de importantes dignatarios, ubicado a la cabecera del salón que sólo estaba destinado a las más altas autoridades. De este modo, el rey, físicamente ausente, se hacía presente para los participantes en el juramento a través de su retrato en el sitial16. Sin embargo, el rey no sólo estaba presente a través de su imagen, sino también en la misma fórmula del juramento: “¿Juráis por Dios y por los Santos Evangelios guardar la Constitución política [...], y ser fieles al Rey?”17. Con el juramento, las autoridades se comprometían, por lo tanto, ante Dios y ante el Evangelio no sólo a guardar la Constitución, sino también a serle fiel al rey. El fin del acto de juramento en el palacio fue hecho escuchar a la población por medio de disparos de salva y del repique de campanas en todas las iglesias de la ciudad. Simultáneamente, vieron cómo las autoridades se dirigían a la catedral decorada festivamente. En ella, primero se cantó un Te Deum como alabanza y agradecimiento a Dios; luego, se celebró una misa de acción de gracias con una alocución y se concluyó con la entonación de una Salve18. Si bien los actos ceremoniales arriba mencionados, con la reproducción de las jerarquías sociales y la presencia del monarca, apuntan a la continuidad del antiguo orden, en el relato sobre la fiesta de proclamación constitucional hecho por la Gaceta del Gobierno del 3 de 16 Sobre la presencia simbólica de Fernando VII de 1808-1822 en Nueva España, véase en detalle: Landavazo, Máscara, 2001. A continuación, se detallan otros ejemplos relativos a la presencia de su imagen en las celebraciones. Además de esto, existen otras múltiples representaciones simbólicas del monarca. Así, sólo para el juramento del cabildo de la Ciudad de México, se construyó un balcón sobre el cual se podía observar una imagen de Fernando VII bajo un dosel. En las descripciones de la fiesta, llama la atención respecto de la imagen del monarca, la de la parcialidad indígena de San Juan, cuyos participantes en la celebración marcharon de iglesia en iglesia con la imagen de Fernando VII, como en una procesión. (“Documentos oficiales referentes á algunas ceremonias de la publicación, verificadas por corporaciones de la capital”, en Alba, Constitución, 1912, t. I, pp. 61-62). 17 “Bando en que se transcribe la parte del Real Decreto de 18 de marzo, referente á la publicación y juramento de la Constitución en las parroquias”, en Alba, Constitución, 1912, t. I, pp. 38-39. 18 Sobre el ceremonial realizado el 30 de septiembre de 1812, véase la descripción del secretario del cabildo, José Calapis Matos: “Expediente formado sobre la publicacion y juramento fecho de la Constitucion politica de la Monarquia Española”, en AHDF, Ayuntamiento Gobierno del Distrito Federal, Historia, Constituciones, vol. 2253, exp. 4, fs. 32r-33r. “Publicacion de la Constitucion de la Monarquia Española”, en Gaceta del Gobierno de México, 3 de octubre de 1812, pp. 1038-1042.
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octubre de 1812, son interpretados como el principio de una nueva época de libertad. Aquí, la Gaceta compara la proclama de la Constitución en la Ciudad de México con la liberación de Grecia por Roma. A causa de circunstancias similares, se habría celebrado en la Ciudad de México la proclamación de la Constitución de Cádiz, puesto que ésta restituiría a la población, como parte integral de la monarquía, tanto su libertad como los derechos liberales de un ciudadano español. El artículo acerca de la solemne proclama constitucional comenzó, entonces, con una comparación en la que España no sólo era situada al mismo nivel que el Imperio Romano, sino que también se equiparaba el motivo y el día de la proclama con la liberación de Grecia de la tiranía. Se agradeció a las Cortes por los conceptos contenidos en la Constitución, de los cuales se explicitaron aquellos característicos de una sociedad sabia, justa, liberal y creyente: protección de la propiedad, seguridad y libertad del individuo, así como también la libertad de expresión garantizada por la libertad de prensa. El informe terminó con un llamado para agradecer a Dios por guiar las capacidades de las Cortes. Además, quedaría en manos de Dios completar la felicidad del pueblo a través de la liberación de Fernando VII. Aquí se efectuó, por tanto, una referencia al comienzo de una nueva era y a la conducción divina del obrar de los diputados de las Cortes, lo que brindaría una legitimación religiosa a la Constitución. En vez de valorar la Constitución como una obra de las Cortes, en cuanto representantes del rey y de la nación, nuevamente se recurrió aquí a la idea absolutista de un Dios dador de orden19. En recuerdo de la solemne instauración del nuevo orden político, debía celebrarse anualmente el 19 de marzo como el aniversario de la proclamación, así como debía cambiarse el nombre de la plaza principal por “Plaza de la Constitución” y dotarla de una lápida conmemorativa20. Sin embargo, las actas de cabildo de la Ciudad de México 19
Ibid., p. 1038. “Se manda notar en el almanak el aniversario del dia en que se publicó la Constitucion”, en Colección, 1813, t. II, p. 216. “Bando por medio del cual el Virrey Calleja da á conocer el decreto en que la Regencia del Reino había ordenado que la plaza de cada población en que se hubiese prestado ó se prestase el solemne juramento, se llamase “Plaza de la Constitución”, en Alba, Constitución, 1913, t. II, pp. 91-93. Alba informa que, en las actas de cabildo de la Ciudad de México de 1813, no pudo encontrar ningún indicio relativo a una instalación solemne de la lápida. En este sentido, él señala que la fijación se habría efectuado sin la solemnidad correspondiente. 20
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informaron, el 21 de marzo de 1814, sobre la instalación aún pendiente de la lápida. Con todo, a la lápida le fue atribuido un notable significado, ya que debía ser elaborada por Manuel Tolsá, el importante escultor que había creado, entre otras, la estatua ecuestre de Carlos IV erigida en la plaza principal. Sobre su creación, sólo se dijo que era de mármol y que llevaba la inscripción de “Plaza de la Constitución”21. Dos años después de la fiesta de instauración de la Constitución de Cádiz, se produce, con la vuelta de Fernando VII al trono español, la restauración del orden absolutista. En mayo de 1814, el monarca derogó la Constitución de Cádiz, catalogándola como obra de representantes ilegítimos de las provincias y anunciando la amenaza de una revolución como tuvo lugar en Francia22. No obstante, en el año 1820, Fernando VII se vio obligado a introducir nuevamente la Constitución gaditana a causa de la rebelión de Riego. A fines de julio de 1820, se publicó un escrito de Fernando VII en la Ciudad de México, en donde declaró haber legitimado y jurado la Constitución a pedido general del pueblo de ambos continentes. Con la Constitución, según el monarca, se habrían establecido las obligaciones recíprocas del rey y la nación; el hasta entonces inestable gobierno, se consolidaría ahora sobre la base de la libertad y del crédito público. Además, la Constitución velaría tanto por una estabilidad permanente como por la consistencia de las instituciones. A los americanos, que según su opinión se habrían desviado del camino, Fernando VII les comunicó que su separación sólo habría conducido al dolor, al hambre, al horror y a la destrucción. En lugar de eso, los hombres de ambos hemisferios debían llegar a entenderse, pasar de enemigos a amigos, ya que se encontraban unidos por una lengua, una creencia, las mismas costumbres, virtudes y leyes. En un punto de su escrito, Fernando VII tematizó la igualdad de ambos hemisferios. En él, prometió que los diputados de las Cortes enviados por los americanos serían recibidos con los brazos abiertos en la península española,
21
“En la Ciudad de Mexico à veinte y uno de marzo de mil ochocientos catorce”, en AHDF, Actas de Cabildo originales de sesiones ordinarias, vol. 133ª, 21 de marzo de 1814, f. 55v. 22 En México, se derogó finalmente la Constitución por medio del bando de Calleja del 15 de septiembre de 1814. “Bando del Virrey Calleja con la Real Orden de 24 de mayo de 1814 y Real Decreto de 4 del mismo mes, referentes á la abolición de la Constitución y al restablecimiento del absolutismo”, en Alba, Constitución, 1913, t. II, pp. 148-157.
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para discutir con sus pares las posibles soluciones para la madre patria y, especialmente, para el continente americano. Este manifiesto de Fernando VII es interesante en múltiples aspectos, ya que el monarca intentó vincular sus territorios americanos (y, aquí, ante todo a los insurgentes) nuevamente a la madre patria española. Lo hizo, por una parte, tematizando el aumento histórico de las semejanzas entre España y América. Por otra, prometiendo estabilidad política, progreso económico y ventajas para la población americana a través de la participación de sus representantes en las Cortes. Como alternativa a los logros garantizados por la Constitución, él sólo menciona la guerra civil, la anarquía y la dominación extranjera. Fernando VII atribuyó el restablecimiento de la Constitución a dos factores: a los ruegos del pueblo español y americano y a su propia convicción. Con ello, encubrió la restauración forzada de la Constitución como consecuencia de la revuelta liberal de las tropas españolas23. Anna califica las disculpas, que en el manifiesto hiciera el monarca respecto de la abolición de la Constitución en el año 1814, como un gesto que habría llevado dudar de la gracia divina del monarca español24. En 1820, Fernando VII exigió una nueva proclamación constitucional y un juramento correspondiente, conforme al ceremonial decretado del 18 de marzo y 23 de mayo de 181225. Para garantizar una idén23 “Circular expedida por el Virrey Apodaca con la Real Orden y Manifiesto de Fernando VII á los habitantes de las provincias españolas ultramarinas, en que les participa el restablecimiento del régimen constitucional”, en Alba, Constitución, 1913, t. II, pp. 180-183. 24 Así, dice, por ejemplo: “[...] y viendo el voto común de la Nación [...], me he adherido á sus sentimientos, identificándome sincera y cordialmente con sus más caros deseos, que son los de adoptar, reconocer y jurar [...], la Constitución formada en Cádiz [...]. Nada en tan plausible acontecimiento puede acibarar mi satisfacción, sino el recuerdo de haberle retardado; el regocijo universal que le solemniza irá disminuyendo tan desagradable memoria; y la heroica generosidad del pueblo, que sabe que los errores no son crímenes, olvidará pronto las causas de todos los males pasados” (“Circular expedida por el Virrey Apodaca con la Real Orden y Manifiesto de Fernando VII á los habitantes de las provincias españolas ultramarinas, en que les participa el restablecimiento del régimen constitucional”, en Alba, Constitución, 1913, t. II, p. 181. Anna, Fall, 1978, p. 179). Sobre la interpretación del manifiesto, véase también: Landavazo, Máscara, 2001, pp. 282-284. 25 “Circular expedida por el Virrey Apodaca con las Reales Ordenes y Real Decreto referentes al juramento de la Constitución, que hizo Fernando VII la tarde del 9 de marzo de 1820 y que deben hacer todas las autoridades, corporaciones, oficinas y ciudadanos del Reino”, en Alba, Constitución, 1913, t. II, pp. 179-180.
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tica ejecución de los actos ceremoniales, se adjuntaron copias de la ceremonia establecida de 1812, mejor dicho, se reimprimieron algunos decretos relevantes de 1812 en los bandos de 1820. El virrey de Nueva España, Apodaca, decretó satisfacer el deseo del rey de realizar una nueva proclamación y juramento de la Constitución y, simultáneamente, de convocar nuevamente a las instituciones del sistema constitucional. Además de esto, anunció, inmediatamente después de la publicación del bando, que juraría la Constitución de Cádiz junto con el Real Acuerdo y las demás corporaciones26. El cabildo, al recibir la noticia el 31 de mayo de 1820, decidió formarse y marchar bajo mazas al palacio virreinal, para prestar el juramento con el virrey, la Real Audiencia y los tribunales en ese lugar27. Para la población, a causa de la marcha del cabildo bajo mazas hacia palacio virreinal, fue notorio que algo especial tenía que haber acontecido. En 1820, a diferencia de 1812, las distintas corporaciones de la ciudad no juraron la Constitución el mismo día de las fiestas de proclamación ni tampoco en los días siguientes. El juramento se realizó inmediatamente después de recibir la noticia de la restauración, con lo cual se mostró una directa adopción y sumisión al sistema gaditano por parte de las diversas corporaciones participantes, políticas y religiosas28. Dos semanas más tarde, el 9 de junio de 1820, se llevó a cabo la proclama constitucional en la capital de Nueva España, lo que puede interpretarse como una señal de la urgencia y relevancia que las autoridades asignaban a la celebración de reinstauración constitucional, a fin de que el pueblo la legitimara y aceptara. También en 1820, Fernando VII estuvo presente por medio de imágenes en los lugares centrales de festejo. En un soneto publicado en el Noticioso General del 12 de junio de 1820, con ocasión del juramento constitucional de Fernando VII, el autor exigió el regreso a la tierra del Macedonio —refiriéndose a Alejandro el Grande— para presenciar el dominio de Fernando VII, pues sólo este último sería digno de ser llamado el 26 “Bando del Virrey Apodaca en que, por haber recibido noticias de que Fernando VII había jurado la Constitución, participa que la jurará (31 de mayo de 1820) con las corporaciones é individuos á quienes toca”, en Alba, Constitución, 1913, t. II, pp. 176-178. 27 “Sobre el solemne Juramento de la constitución politica de la Monarquía Española”, en AHDF, Ayuntamiento Gobierno del Distrito Federal, Historia, Constituciones, vol. 2253, exp. 12, fs. 3r-4v. 28 Las certificaciones correspondientes al juramento de la corporación se encuentran en ACD, Serie General, leg. 87, núm. 112.
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“grande”: “¡Grande! FERNANDO, cuyo Señorio sobre hombres libres, perpetuó la gloria de la CONSTITUCION que jura pio!”29. La noticia del juramento de Fernando VII ante las Cortes el 9 de julio alcanzó la Ciudad de México a fines de agosto y fue celebrada en la ciudad con actos tradicionales como disparos de salva, luminarias y decoraciones festivas de tres días de duración, besamanos, así como con una misa de acción de gracias que contó con la presencia de las autoridades30.
DEFENSA
Y DIFUSIÓN DE LA
CONSTITUCIÓN
Pasado el medio día del 30 de septiembre de 1812, se efectuó la solemne proclamación constitucional para la población. Ésta se realizó sucesivamente en tres tablados erigidos en el zócalo, de modo similar a las pasadas proclamas reales. A lo largo de los tres tablados, marchó un paseo compuesto por las autoridades importantes de la ciudad, a cuya cabeza se encontraba una unidad de caballería, encargada de velar por que el desfile transcurriera sin interferencias, así como también una orquesta. Los cuatro reyes de armas vestidos de fiesta eran seguidos, desde las Casas Capitulares, por los maceros de la ciudad, por el cabildo y por algunas unidades militares. El virrey y otros dignatarios políticos se unieron al desfile en el palacio virreinal. El paseo se trataba de un desfile corporativo, tanto encabezado como cerrado por soldados que, de esta manera, separaron a la población de los dignatarios. El desfile reprodujo, de este modo, la jerarquía social tradicional de la ciudad, en lugar del nuevo concepto de igualdad y de soberanía popular. Sobre cada tablado se encontraba, como en las pasadas proclamaciones reales, una imagen del rey Fernando VII bajo un dosel 31 . Estas imágenes fueron vigiladas el día entero,
29 “Encomio. A nuestro Rey el Señor Don Fernando Septimo, por haber jurado la Constitucion de la Monarquía”, en Noticioso General, 12 de junio de 1820, p. 4. 30“Sobre felicitar el solemne juramento que hizo el Rey de la Constitucion en el Congreso de Córtes el dia 9 de julio de este año”, en AHDF, Ayuntamiento Gobierno del Distrito Federal, Historia, Constituciones, vol. 2253, exp. 10, s.f. 31 También se le otorgó gran importancia a la presentación de contenidos en los tablados. Cuando el tesorero de la ciudad, Bruno Larrañaga, una semana antes de la proclamación constitucional, presentó una propuesta al cabildo respecto de la presentación de los epigramas y sonetos sobre los tablados, el proyecto fue rechazado por los
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como si el monarca en persona figurara en los sitios importantes de la proclamación constitucional. Sobre el tablado del palacio virreinal, ubicado junto a la estatua ecuestre de Carlos IV y, por tanto, en inmediata cercanía de una imagen central del gobernante, fue colocado un libro con el título La historia escribe lo que el tiempo desenvuelve. Los otros dos tablados fueron levantados en el palacio arzobispal y ante las Casas de Cabildo respectivamente. Mínguez ya ha hecho referencia a la importancia de la ubicación de los tablados, puesto que estos se encontraban junto las instituciones más importantes de la cuidad32. En cada tablado, un rey de armas leyó el texto constitucional completo al pueblo reunido. Los organizadores de la festividad concedieron gran importancia a esta lectura. Después de todo, ya se habrían generado discusiones acerca de la duración de la lectura durante la organización de la proclama constitucional, pero, de ningún modo, fue debatido el leer la Constitución sólo en fragmentos o sobre un único tablado. En lugar de eso, se manifestó la propuesta de anticipar el comienzo de la lectura33. El acto de lectura de la Constitución se concluyó con el repique de campanas de todas las iglesias de la ciudad, con disparos de salva y con el lanzamiento de monedas por parte del intendente como un gesto de caridad del gobierno. En la tarde, la ciudad se llenó de luminarias y tocaron orquestas en los tres tablados34. En la segunda proclamación constitucional de 1820, se repitió este acto de lectura solemne y se descubrió, en recuerdo de la proclama, una nueva lápida escrita en dorado ubicada entre las puertas principales del siguientes motivos: “[...] nó hay tiempo para el exãmen que Vuexcelencia justamente tiene por combeniente se haga de unas producciones que pueden influir en el credito de la ilustracion de esta Capitál, y que por tanto deben ser antes revisadas detenidamente y aprovadas por los inteligentes” (“En la Ciudad de Mexico à veinte y quatro de Septiembre de mil ochocientos doce”, en AHDF, Actas de Cabildo originales de sesiones ordinarias, vol. 131ª, f. 159v). 32 Mínguez, “Reyes”, 1998, p. 25. 33 “Reales Ordenes de 10. de Mayo, y 8 de Junio últimos, con que se acompaña la constitución politica de la Monarquia Española, para que se publique, jure y circule en este Reyno”, en AGN, Historia, vol. 402, exp. 1, fs. 37r-46r. 34 “Expediente formado sobre la publicacion y juramento fecho de la Constitución politica de la Monarquia Española”, en AHDF, Ayuntamiento Gobierno del Distrito Federal, Historia, Constituciones, vol. 2253, exp. 4, fs. 34r-34v. “Publicacion de la Constitucion de la Monarquia Española”, en Gaceta del Gobierno de México, 3 de octubre de 1812, pp. 1038-1042.
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palacio virreinal35. Precisamente, en la segunda proclamación de la Constitución de Cádiz se puede constatar, fundamentalmente, un mayor trabajo de divulgación y de consolidación del texto legal en la población36. Con la restauración de la Constitución, se intentó volver a vincular estrechamente con la madre patria española a Nueva España, quebrantada por la guerra civil, en la que desde hacía diez años se expresaba la necesidad de autonomía. La Constitución de Cádiz gozó de un amplio apoyo entre los defensores de la autonomía, especialmente de la élite criolla, así como entre los seguidores de la monarquía constitucional. Para contrarrestar abusos de la Constitución y mantener la promesa ligada a ello de que esta vez el sistema constitucional fuera estable y permanente, Fernando VII ordenó la disponibilidad de suficientes ejemplares de la Constitución, así como también que las instrucciones de los nuevos derechos y obligaciones fueran encargadas a personas honorables. Estas instrucciones sobre las ventajas del sistema constitucional no tenían que efectuarse solamente en las parroquias los días domingos y festivos, sino también en todas las escuelas de primeras letras, en un lenguaje claro y entendible para los estudiantes. Con esto, se tenía la intención de familiarizar a los estudiantes, lo más pronto posible, con la lectura de la Constitución y su interpretación. Además, el monarca exigió anunciar, en periódicos y carteles, las fechas para la instrucción de la Constitución en las universidades, seminarios y conventos, de modo que los interesados externos también pudieran tomar parte en ellas37. Con motivo de las elecciones de los diputados de las Cortes ad portas, debió explicarse nuevamente en las iglesias las ventajas de la 35 “Publicacion solemne de la Constitucion de la Monarquia Española en esta capital”, en Suplemento al Noticioso General, 14 de junio de 1820, pp. 1-2. 36 En este contexto, también cabe mencionar dos decretos del 27 de agosto de 1820 y del 15 de noviembre de 1820. El primero indicaba que todos los funcionarios gubernamentales que se negaran a rendir el juramento de la constitución debían renunciar a sus cargos. El segundo decreto ordenaba retirar de los edificios públicos todo signo del régimen absolutista que estuviera en contradicción con la proclamación de la soberanía popular. Según Anna, si bien estas disposiciones ya habrían existido en 1812, habrían sido llevadas a efecto con frecuencia por primera vez en 1820 (Anna, Fall, 1978, pp. 197-198). 37 “Circular del Virrey Apodaca con la Real Orden y Real Decreto que manda que los curas, maestros de escuela y catedráticos de leyes y de filosofia moral en las Universidades y Seminarios enseñen á sus feligreses y discípulos la Constitución”, en Alba, Constitución, 1913, t. II, pp. 185-187.
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Constitución. El arzobispo de la Ciudad de México vio, en el cumplimiento de la disposición real respecto del juramento y la defensa de la Constitución, una obligación tanto ciudadana como religiosa. En su circular dirigida al clero y a los fieles de su diócesis con motivo de las elecciones, el arzobispo definió los conceptos de libertad civil e igualdad política que los sacerdotes debían elucidar adecuadamente a la población, para evitar cualquier tipo de abuso de estos conceptos. De acuerdo a la interpretación del arzobispo, si bien es cierto que con la nueva Constitución los ciudadanos estarían subordinados a la ley y no podrían actuar como quisieran, también estarían libres de cualquier tipo de arbitrariedad e imputaciones injustas. Según el prelado, existiría igualdad política en cuanto a derechos y obligaciones. Sin embargo, esta no sería absoluta ya que, por ejemplo, no está permitido quitarles nada a los ricos para establecer una igualdad material con los pobres. Agrega, además, que sólo podría hacerse una diferenciación de los hombres según sus vicios y virtudes. La igualdad se refería aquí a la igualdad ante la ley, es decir, la acción individual debía ser recompensada y castigada en igual medida. Sin embargo, la Constitución, como cualquier otra ley, sería inútil si el pueblo no acatara el principio de la caridad, no venerara a Dios ni esperara la venida de Jesús. Ella no produciría ni felicidad individual ni colectiva si, en vez del trabajo, se buscara el ocio y la tentación inmoral, o si los padres no se preocuparan de la educación de sus hijos. Los sacerdotes debían prevenir estos obstáculos para la efectividad de la Constitución con la ayuda de Dios, tanto a través del propio ejemplo como en el marco de los sermones y la administración de los sacramentos38. El catecismo político Cartilla ó Catecismo del ciudadano constitucional publicado en 1820 también apuntó al cumplimiento y defensa de la Constitución. Este incluía, como un catecismo relativo a la enseñanza de la fe cristiana, el credo y la confesión, los diez mandamientos, así como también los pecados mortales. El autor anónimo del texto destacó que no habría copiado ni el concepto y ni las expresiones del catequismo para atacar a la fe cristiana, sino, antes bien, para hacer entendible al lector los principios constitucionales. Como introducción, el catecismo comprometía al lector a creer de todo corazón en la 38
“Circular del arzobispo de México, Don Pedro José de Fonte, México, 18 de julio de 1820”, en AHAM, Base Colonial, caja 175, exp. 49, s.f.
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Constitución que, a fin de cuentas, habría liberado a los hombres de sus enemigos, y exigía la señal de la cruz, la cual no simbolizaba aquí la filiación a la Iglesia, sino que exhortaba al lector a no ofender ni atacar al texto legal. Luego, siguió el Decálogo, cuyo primer mandamiento estipula el amor a Dios y a la Constitución por sobre todas las cosas. El credo siguiente llamó, en su primer artículo, a creer únicamente en la Constitución, a la que se denominó “madre”, “criadora”, “salvadora” y “glorificadora”39. A él, le siguieron otros artículos que acentuaban la sacralidad del texto legal, en los que se declaraba como sagrados el fin y el espíritu de la Constitución y se la describía como salvadora de las almas de los “buenos ciudadanos”40que, en cautiverio, habrían esperado su llegada. Aquí puede observarse un paralelo con el Antiguo Testamento, en donde el pueblo de Israel, cautivo de los egipcios, habría esperado su salvación y al que finalmente Moisés, que más tarde recibiría de Dios los Diez Mandamientos en el monte Sinaí, habría conducido fuera de Egipto. De acuerdo al catecismo, la tarea de la Constitución sería juzgar acerca del bien y el mal, donde “bueno” y “malo” dependía de si la Constitución se había respetado o no. El credo presentaba, además, al patriotismo de la nación como origen de la Constitución y la ubicaba al lado derecho del gobierno nacional –en alusión al lugar que Jesús ocupa a la diestra de Dios–. El desacato, la burla y la negación de la Constitución eran considerados aquí, entre otros, como los siete pecados capitales, que en el catecismo de la iglesia Católica conducen al infierno. A continuación, fueron enumerados los tres enemigos de la Constitución, a saber, el despotismo, el “mundo ignorante y engañado”41y la megalomanía. Como las siete virtudes, el autor señaló, por el contrario, la fe y la esperanza en la Constitución, la caridad, la prudencia, la justicia seca, que no contempla ni la parcialidad ni el engaño, así como también fuerza ante los adversarios de la Constitución y un proceder moderado. La Constitución traería a los hombres tranquilidad y paz, libertad e igualdad, un “buen gobierno”, “continencia” y “sabiduría”42. A esto se suman las bienaventuranzas, que prometen reconocimiento y honor a los fieles a la Constitución, a los que tienen sed de justicia, a los pacíficos y a 39 40 41 42
Cartilla, 1820, pp. 1-2 Ibid., p. 2. Ibid., p. 3. Idem.
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aquellos que fueran caritativos respecto de los ciudadanos constitucionales. El catecismo terminó con la confesión de un ciudadano español que se declaraba culpable ante la nación, la Constitución y los héroes patrios –aquí frente a los diputados de las Cortes García Herreros, Martínez de la Rosa y López Cepero–, de haber actuado en contra la Constitución y que, al mismo tiempo, pedía perdón a la patria, a la Constitución, a los defensores de las leyes y a los ciudadanos43.
LA
IGUALDAD DE LOS CIUDADANOS Y DE LOS
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La Constitución de Cádiz fundó un Estado unitario con igualdad de derechos y de representación. A todos los españoles que, en adelante fueron titulares de soberanía, les fue garantizado, con el artículo 4, la protección de la libertad civil, de la propiedad y otros derechos. Naturalmente, los derechos políticos sólo eran válidos para los ciudadanos44. En lo antes mencionado, acerca de las proclamas constitucionales en los tablados y los juramentos corporativos que les precedieron en el palacio virreinal, se constató que, en el acto simbólico, la igualdad no fue expuesta como un tema central. Por el contrario, predominó la presentación de una sociedad jerárquicamente estructurada. Sin embargo, cuatro días después de la proclamación, se exhortó a la población de la Ciudad de México a jurar la Constitución en las catorce parroquias. El cabildo reguló de antemano, por sorteo, qué miembro del consejo municipal y qué escribano debía atestiguar la exactitud del acto en la correspondiente parroquia. El cabildo catedralicio determinó dónde se sentarían los representantes políticos. Esto es, el miembro del cabildo debía tomar ubicación en una silla junto al Evangelio en el presbiterio, un espacio en realidad reservado para el clero. En el marco de una misa de acción de gracias, fue leída la Constitución completa ante el ofertorio por un párroco o una persona designada por él, que debía poseer “buena inteligencia y voz”45. Los documentos 43
Ibid., pp. 3-4. Quijada, “Constitución”, 2008, pp. 21-23. 45 “Cordillera a los curatos, sobre la solemnidad que se ha de observar en el juramento de la constitución política de la monarquía española”, en AGN, Bienes Nacionales, vol. 729, exp. 30, s.f. 44
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informaron que esto aconteció desde el púlpito, a saber, un lugar desde donde se anuncia e interpreta la palabra de Dios durante la liturgia cristiana. De este modo, también a continuación de la lectura del texto legal, se efectuó una breve exhortación respecto de la proclamación constitucional. Como hicieran las autoridades políticas el 30 de septiembre, al término de la misa del 4 de octubre de 1812, la población reunida realizó el juramento de defender la Constitución y, a la vez, de ser leal al rey. En las parroquias, los presentes prestaron juramento al mismo tiempo, sin ninguna subdivisión en corporaciones46. Con esta ausencia de jerarquías sociales en el acto performativo del juramento, se pudo simbolizar el nuevo concepto de igualdad y unidad de la población. El juramento en la iglesia fue muy importante para la identificación de la población con el nuevo orden político. Por una parte, ésta fue informada por el párroco sobre los nuevos derechos y obligaciones obtenidos. Por otra, el pueblo pudo reconocer una continuidad con el anterior orden, a través del énfasis constante en la lealtad de la Ciudad de México a España y al monarca, así como en el estrecho vínculo de la Constitución y Fernando VII. Además, así como sucedió en el juramento de los dignatarios el 30 de septiembre, en el acto ceremonial de juramento a la Constitución por parte del pueblo, también puede comprobarse la evidente inclusión de la religión y de la iglesia como institución. El párroco tenía como tarea no sólo leer la Constitución, sino también informar sobre su contenido en la misa. En resumen, puede confirmarse la función legitimadora de la religión y de la iglesia durante la jura constitucional del pueblo, en el sentido de que el juramento fue prestado en la iglesia y ante Dios con el compromiso de la defensa de la fidelidad al rey47. Con motivo del juramento constitucional de la Junta de Policía y Tranquilidad Pública de la Ciudad de México el 4 de octubre de 1812, su presidente destacó el concepto de igualdad y libertad en su discurso, en donde la libertad civil constituiría la base de toda virtud heroica. Como ejemplos, el orador nombró a las figuras históricas de Bruto, Ca46 De este modo versa el correspondiente decreto de las Cortes: “Que el clero y el pueblo presten á una voz, y sin preferencia alguna [...] el juramento de guardar la Constitución política [...]” (“Circular del Ministro de Gracia y Justicia de la Regencia del Reino y decretos referentes á la publicación solemne y á las formalidades para el juramento de la Constitución”, en Alba, Constitución, 1912, t. I, p. 5). 47 Frasquet, “Alteza”, 2004, pp. 261-262.
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tón, Pelayo y Guzmán, quienes habrían luchado por una patria libre. Con la Constitución, se habría alcanzado la libertad y también la total igualdad jurídica de los ciudadanos, algo que ahora podrían exigir para sí y para los demás. En lo sucesivo, ya no habría ninguna diferencia entre sabinos, romanos, criollos o gachupines, pues todos serían hijos, con igualdad derechos, de exactamente la misma madre. La igualdad y los vínculos fraternales sustituirían cualquier tipo de diferencia, rivalidad y discordia extendidas por todo país hasta la fecha. Además, la Constitución fue interpretada como un regalo de Dios, cuya transmisión a las siguientes generaciones sería el deber de cada entidad política48. Aparte de eso, con respecto a la representación de la igualdad, es interesante el contenido de la Canción Nacional de un autor anónimo. En la canción, se presentó a la Constitución como otorgada por Dios y decidida por Fernando VII, con lo que se negó la contribución de las Cortes. A continuación, se tematizaron los contenidos de la Constitución como libertad e igualdad. Una metáfora introdujo aquí cada una de estas conquistas políticas. De este modo, la estrofa que se refería a la libertad de prensa comenzó con la metáfora de una planta que, en medio de una pradera, sólo habría mostrado su botón, pero que ahora estaría en plena flor. Esto puede interpretarse como una referencia a la segunda proclamación de la Constitución de 1820 donde, en comparación con 1812, sí se llevarían a la práctica los contenidos constitucionales. La nueva igualdad obtenida significaría que nadie más podría surgir a costa de otro. Por el contrario, todos gozarían de los mismos derechos y, quien mejor trabajara, recibiría también una remuneración acorde. Además, cada cual podría cosechar los frutos de su propio trabajo. Con esta declaración, se estableció una referencia a las demandas centrales de los insurgentes sobre la abolición del sistema de tributos y de la esclavitud49. Aquí, el autor relacionó la 48
“Cómo juraron la Constitución en la capital algunas Corporaciones religiosas, civiles y militares, según el relato publicado en la Gaceta de México”, en Alba, Constitución, 1912, t. I, pp. 44-46. 49 Así dice, por ejemplo, un bando de Hidalgo: “Desde el feliz momento en que la valerosa nacion americana tomó las armas [...], uno de sus principales objetos fué extinguir tantas gabelas con que no podian adelantar en fortuna [...].” “Bando del Sr. Hidalgo aboliendo la esclavitud; deroga las leyes relativas á tributos; impone alcabala a los efectos nacionales y extranjeros; prohibe el uso del papel sellado, y extingue el estanco de tabaco, pólvora, colores y otros” (en Hernández y Dávalos, Colección, 1968, t. II, núm. 145, pp. 243-244).
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igualdad, por una parte, con la abolición de los numerosos privilegios que eran otorgados con el nacimiento y con la obtención de los derechos civiles, lo que abrió a los indígenas nuevas posibilidades de acceder al ejército y a las universidades. Por otra parte, el autor se refirió a la igualdad económica que, entre otros, acompañó a la anulación del pago de tributos por parte de los indígenas50. Durante el juramento de la Constitución del Real Colegio de Indios de San Gregorio, el oidor Pedro de la Puente pronunció un discurso en donde calificó a la proclamación constitucional como un acontecimiento memorable. Explicó que, antaño, España habría tenido leyes fundamentales; que éstas, sin embargo, a causa del despotismo, habrían sido desintegradas y luego clasificadas en diversos códigos separados, lo que finalmente habría conducido a que las leyes cayeran en el olvido. La Constitución de Cádiz se trataría de un texto legal basado en las antiguas leyes fundamentales, con lo que se tematiza el aspecto continuista de la Constitución. Precisamente, la Constitución —a diferencia de leyes anteriores— habría sido discutida por legítimos representantes de toda la monarquía, perfeccionada con los cambios necesarios, sistematizada y, finalmente, provista de expresiones claras y correctas. Este completo y coordinado código protegería, por un lado, de intervenciones tiránicas y garantizaría, por otro, tanto la libertad e independencia de la nación, como la libertad civil e individual. El discurso del oidor resulta sobre todo interesante por haber tematizado, ante la misma presencia de los indígenas, la igualdad de derechos civiles, de españoles e indígenas, garantizados por la Constitución. El orador se dirigió a los alumnos del colegio, que provenían de la clase alta indígena y que también habían prestado juramento como españoles o ciudadanos españoles. Él llegó aún más lejos, al referirse a ellos como “[...] los hijos predilectos de la gran casta del pueblo español [...]”51. A diferencia de todas las otras colonias, en donde las personas en altos cargos provendrían de la metrópolis, los alumnos tendrían ahora la posibilidad de votar, así como también de obtener todas las dignidades y los cargos de la monarquía.
50
Canción, 1820 (?), pp. 1-3; Quijada, “Constitución”, 2008, p. 32. “Cómo juraron la Constitución en la capital algunas Corporaciones religiosas, civiles y militares, según el relato publicado en la Gaceta de México”, en Alba, Constitución, 1912, t. I, p. 47. 51
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Pero todo era nada para lo que ahora habéis conseguido. Sabed que se os eleva á la más alta jerarquía. Sois ya ciudadanos españoles con voz activa y pasiva, y con opción á todas las dignidades y empleos de la monarquía; ninguno es más que vosotros, y quien os iguale llegó á lo sumo52.
Con esto, el orador abordó la abolición de las diferencias étnicas y la igualdad obtenida entre los ciudadanos españoles y americanos, las que se manifestaron, consiguientemente, de forma concreta en las posibilidades de asenso53.
LA
UNIDAD DE LA NACIÓN
En su primer artículo, la Constitución de Cádiz define a la nación española como “[...] la reunión de todos los españoles de ambos hemisferios”54 y, por consiguiente, a los diferentes territorios españoles como una unidad territorial. En este sentido, la integración a la nación española fue de gran relevancia para Nueva España, para que las antiguas colonias dispusieran de una equiparación política con la madre patria. Esto no sólo contenía una largamente reñida igualdad de representación y una cierta autonomía de las provincias americanas, sino que también cambió de estatus a sus habitantes de súbditos en ciudadanos y les garantizó órganos representativos a nivel local. En los actos ceremoniales, se expuso repetidamente la unidad entre España y América producto de la Constitución, la que, en el marco de la guerra civil en Nueva España y de la debilitación de Fernando VII como símbolo, debía lograr la cohesión de la monarquía española. Aquí se mencionan ejemplos de las celebraciones constitucionales de diferentes corporaciones políticas y militares así como de centros de enseñanza, los que, además de las autoridades y el pueblo, estaban igualmente
52
Ibid., p. 48. Ibid., pp. 46-49. La concesión de los derechos civiles a los indígenas y, con ello, la igualdad establecida entre la población indígena y española, expuso una singularidad de la Constitución gaditana, que la diferenció de otras de su tiempo. Sobre las peculiaridades de la Constitución de Cádiz con respecto a las francesas de 1789-1812 y la estadounidense de 1787, véase: Quijada, “Constitución“, 2008. 54 “Constitución Política de la Monarquía Española”, en Colección, 1813, t. II, tít. I, cap. I, art. 1, p. 104. 53
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convocados a prestar juramento a la Constitución. En los periódicos de octubre y noviembre de 1812, se describieron festividades de diversas instituciones, como por ejemplo, del Colegio Mayor de Santos. A diferencia de la breve descripción aparecida en el periódico acerca del acto festivo en sí del Colegio, la del tablado ocupó gran espacio. En el centro de la parte superior del tablado de dos cuerpos, estaba colocada, bajo un dosel, una estatua de Fernando VII. Al lado derecho, se encontraba personificada España y, al lado izquierdo, América, cada una de las cuales se hallaba sobre un globo terráqueo. Entre ambas, se encontraba representada la Constitución, como un libro, que unía a América y España con sus “dulces lazos de amistad y dependencia”55. Otros símbolos fueron, por una parte, un barco que señalaba las actividades comerciales de España y, por otra, en el lado americano, el cuerno de la abundancia, que vertía sobre la tierra frutos de sus dos reinos, mineral y vegetal. Sobre esta alegoría estaba colocada la sentencia “Aunque la mar las separa, la Constitución las une”56. Aquí se representó a la Constitución como un vínculo entre América y España que, junto con eso, velaba por las actividades comerciales y la riqueza de ambos territorios. Además de la unión de ambos continentes, en el tablado no se encontró ninguna otra referencia al contenido conceptual de la Constitución; en lugar de ello, ésta fue retratada con la forma de un libro57. La unidad entre España y América se destacó también en el informe de la celebración Amor, lealtad y union del Esquadron Urbano de México en la jura de Constitucion. A éste, le fue añadida una imagen de dos globos terráqueos que, por debajo, eran aproximados por tres leones coronados, símbolos de la monarquía española. Además, por arriba, estos globos terráqueos estaban unidos por una gran corona montada, con un águila azteca sentada encima. La ilustración tenía por título los conceptos de amor, lealtad y unión, designados por el autor como las virtudes relevantes del Escuadrón Urbano. El mismo título llevó también el gran templete que, con motivo de la celebración, fue colocado en la plaza junto al cuartel. En la parte delantera del templete, se encontraba retratada una heroína escribiendo la ley
55 56 57
Diario de México, 24 de octubre de 1812, p. 486. Ibid., p. 486. Ibid., pp. 485-486.
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fundamental en un libro que, a su vez, reposaba sobre los hombros de una representación del tiempo. Junto a ella había, a cada lado, un globo terráqueo que simbolizaba a América y a España, respectivamente. Además, cuatro columnas sostenían un pabellón chino que elevaba un trono celeste con la imagen de Fernando VII. Aparte de eso, había 14 figuras de yeso, cada una de las cuales sostenía una tarjeta en la mano con una frase acerca de la Constitución, que serviría de enseñanza al pueblo. Algunas tarjetas tematizaban la protección a los inocentes por parte de la Constitución o, mejor dicho, que nadie podría ser encarcelado sin un respectivo proceso. Aparte de eso, es de considerar que, bajo el retrato de Fernando VII, habían sido colocados los bustos de Marte y Cortés. Ambos se encontraban como símbolos del valor del Escuadrón Urbano que, como Marte y Cortés, estaría dispuesto a defender a la patria, al rey y a la religión. Luego de leer la Constitución y prestar el juramento ante el templete, el capitán concluyó el acto apelando nuevamente a la defensa de la religión, del rey y la patria, hasta la última gota de sangre. A continuación, se efectuó el saludo a la bandera. Después de eso, se llevó la bandera a la parroquia de San Pablo, donde fue colocada en el altar principal junto a la imagen de Fernando VII. Hasta bien entrada la noche, se tocaron serenatas y se realizó un baile en el cuartel, en un salón especialmente decorado para la celebración, en cuya cabecera se encontraba otra imagen de Fernando VII. El informe destacó que la puerta que daba al salón habría estado abierta a todas las clases sociales de la población y afirmó: “Allí se convenció prácticamente una agradable Union, un Amor comedido, y una Lealtad seguramente inexpugnable. La nobleza de las señoras disimulaba la importunidad de algunas que no lo eran”58. A causa del gran número de asistentes, el banquete tuvo que extenderse a otros dos edificios, para que todos “sin excepcion de alguno, y sin otra distincion ó etiqueta”59 pudieran participar en la comida. Mientras que la primera cita hizo referencia, además de a la unidad, también a las diferencias sociales, la última destacó que, durante el banquete, se prescindió de las formalidades y las jerarquías. La celebración de la Constitución del Escuadrón Urbano debe interpretarse dentro del marco de la constante 58 59
Amor, 1812, p. 18. Ibid., p. 18.
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guerra civil. A causa del mal equipamiento y de la situación financiera del ejército, que llevaron al retraso en los pagos del salario de los soldados, el peligro de la deserción amenazó a las unidades reales. En contraposición a esto, las tropas rebeldes se fortalecieron desde mediados de 1812 y pudieron proseguir sus éxitos militares, los que culminaron en la toma de Oaxaca en noviembre de 181260. A través de la declaración de lealtad y unidad con España, se intentó fortalecer a los soldados (siempre insuficientes en las tropas reales) en la lucha contra los insurgentes y por la unidad de la nación española. La unidad entre América y España también se representó gráficamente en el tablado que, en 1812, había sido levantado con motivo del juramento constitucional de los empleados de la Real Lotería. Sobre él, junto a los dos vigilantes que protegían el trono con la imagen de Fernando VII, también se habían colocado algunas representaciones alegóricas. Una de estas reproducciones mostraba a la nación española con la forma de una matrona que escribía la Constitución sentada sobre un globo terráqueo. Con ello, se tematizó la soberanía de la nación otorgándose a sí misma una Constitución. La escena llevaba la sentencia “Unus jam sufficit Orbis”61, la que, más abajo, se explicó en español como sigue: “Antes no te bastaba un solo mundo, hoy mandas uno, pero sin segundo”62. Aquí, nuevamente se expresa de forma clara a los presentes que España y América forman una sola nación gracias a la nueva Constitución63. Otro acto festivo, que en 1812 destacó en especial medida la unidad de América y España, fue el del Batallón Primero Americano, que tuvo lugar en un ejido. En este lugar, que la Gaceta describió como “teatro de la publicacion de nuestra libertad”64, se encontraba una horca como símbolo del antiguo orden, la que fue derribada públicamente por instrucción del virrey con el aplauso de los allí reunidos. Tras la misa y la lectura de la Constitución, tuvo lugar un banquete de 60
Archer, “Politicization”, 1993, p. 24. “Cómo juraron la Constitución en la capital algunas Corporaciones religiosas, civiles y militares, según el relato publicado en la Gaceta de México”, en Alba, Constitución, 1912, t. I, p. 49. 62 Ibid., p. 49 63 Ibid., pp. 49-50. 64 “Continuan las relaciones de los juramentos de la Constitucion prestados por los tribunales y cuerpos de esta capital”, en Gaceta del Gobierno de México, 12 de noviembre de 1812, p. 1201. 61
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celebración que dio comienzo con distintos turnos de brindis. Curiosamente, además del brindis por la patria, la libertad de Fernando VII, los diputados de las Cortes, la Constitución y el virrey, los hubo también por los conceptos políticos del nuevo orden, como la unidad de la nación y la libertad de prensa que, con un uso moderado, aportaría a la explicación de la religión y las ciencias65. Como último brindis, el arcediano de la catedral, que allí estaba presente, hizo venir “[...] á un soldado de América europeo, y á un dragón de España americano [...]”66, y les entregó una copa de vino tinto y blanco respectivamente. Ambos vertieron juntos el vino, bebieron la mezcla y luego gritaron: “Viva la union de ambas Españas”67. En 1820, la representación de la unidad de los españoles de Europa y América cumpliría, especialmente para los militares, la importante función de reforzar el vínculo con el ejército real en la lucha contra la sedición y la amenaza de separación de la madre patria española. Finalmente, la restauración de la Constitución se efectuó en un momento en que Nueva España se hallaba destruida por diez años de constante guerra civil y en que las tropas reales se encontraban, con motivo de su mala situación financiera y déficit de personal, al borde de la caída de su posición de poder68. En este contexto, la restauración de la Constitución ofreció un nuevo intento de alcanzar una cohesión en el interior de la monarquía española, el cual había fracasado a causa de la restauración del régimen absolutista bajo Fernando VII69. Con motivo del juramento constitucional de 1820, se redactó, para una representación en el Teatro de México, el melodrama La gloria de la nacion por su rey y por su union de José María Villaseñor Cervantes70. En la primera escena, se representó un diálogo entre el genio de 65
Frasquet, “Cádiz”, 2004, pp. 41-42. “Continuan las relaciones de los juramentos de la Constitucion prestados por los tribunales y cuerpos de esta capital”, en Gaceta del Gobierno de México, 12 de noviembre de 1812, p. 1202. 67 Ibid., p. 1202. 68 Archer, “Politicization”, 1993, pp. 42-43. 69 Warren, Vagrants, 2001, p. 49. 70 Villaseñor Cervantes fue contador general de la Renta de Lotería de Nueva España. Con motivo de las celebraciones constitucionales de 1820, redactó también las Poesias que para el plausible dia en que la nobilísima Ciudad de Mexico juró solemnemente la constitucion política de la monarquia española, las que presentan una amplia obra literaria compuesta de odas, pareados, sonetos y octavos. En la primera página, se encontraba nuevamente la dedicatoria a la Santísima Trinidad, a los autores de la constitución 66
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la España Antigua y el de la Nueva España, ante una escenografía lóbrega y triste y un dramático acompañamiento musical. Ambos genios se lamentaban de los pasados años de terror, llanto y luto, y de la patria moribunda amenazada por los enemigos. Ellos representaban a la nación como un pueblo escogido por Dios, como una nación resultante de Guzmanes, Laynez y Pelayos y, por tanto, de importantes protagonistas cristianos y padres de órdenes religiosas. Imploraban a Fernando, amado padre y digno monarca, que escuchara la voz del pueblo y atendiera la tristeza y la miseria de los dos mundos. A este sombrío escenario, entraron entonces súbitamente la sabiduría y el valor para anunciar que Fernando vivía, que el tirano había muerto, que la justicia había triunfado y que la nación había renacido. Fernando había sido liberado por la sabiduría y el valor y había subido nuevamente al trono. Luego, acompañado de tiros de salva y estrepitosos gritos de júbilo, aparece un ostentoso trono sobre el escenario, sobre el cual se sienta el monarca que, según la descripción, reuniría en sí mismo al genio de la paz y al de la unión. Su cetro reposaba sobre el documento de la Constitución, simbolizando la legitimidad del poder del rey de España. A sus pies, se hallaban América y España que, por medio de una cinta, estaban ligadas entre sí y al corazón del monarca. Comparsas americanas le ofrecían en compensación sus tesoros y armas, y cantaban en conjunto una canción de alabanza a la Constitución, al rey y al valor de la nación. Luego, se le pusieron palabras de agradecimiento en la boca a Fernando VII, después de que el pueblo, en un esfuerzo heroico y conjuntamente con la divina providencia, lo hubiera liberado de la opresión. Finalmente, habría sido la voz de todo el pueblo de España la que habría pedido la restauración de la Constitución por el monarca. En un diálogo final, los genios de la nueva y antigua España realzaron la unión de ambos continentes, que formarían una sola España con las mismas leyes. La representación de los oscuros y miserables años de España y América no se refería a la fase absolutista de 1814-1820, sino al tiempo en que Fernando VII estuvo en prisión. Aquí, además, en el motivo de la institución constitucional se y al legislador supremo. Luego prosigue una dedicatoria a Fernando VII, que da la bienvenida al rey en interés del reino y, simultáneamente, le advierte sobre el castigo de las leyes, lo que indica la limitación de su poder por la constitución. En una oda a Fernando VII, España es presentada como garante de los derechos y, el rey, como aquel que protege esos derechos.
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encontraba la argumentación oficial que aducía Fernando VII sobre su proceder. Esto significaba que Fernando VII, tras su regreso al trono de España, había implantado nuevamente la Constitución a pedido de su atormentado pueblo, lo que por lo tanto falseaba el hecho de que, tras su liberación, el monarca había depuesto con su puño y letra el orden constitucional. El tiempo del régimen absolutista de Fernando VII, con el restablecimiento de la inquisición y sus medidas represivas para con los liberales y rebeldes fue, de este modo, negado. En cambio, el monarca siguió siendo reverenciado como salvador de la nación española, acentuando el futuro de bienestar y la unidad de la nación gracias a la coexistencia de la Corona y la Constitución71. En el periódico El Conductor Electrico por el Pensador Mejicano de Fernández de Lizardi, cuya portada incluía la cita de Cicerón “Salus Populi suprema lex esto”72 y, por consiguiente, remitía al bienestar público como única meta del texto legal, apareció en 1820 el soneto Viva la union. En su parte preliminar, el soneto se refirió al pasado en el que habría surgido enemistad y maldad entre los hombres de toda la monarquía española, en el que la tiranía habría causado el derramamiento de sangre en el continente americano. Como expresión de su unidad y concordia, América y España se tendieron la mano y entonaron juntos una canción de alabanza a la libertad, a la unidad, a Fernando VII y a la Constitución. La imagen respectiva, que llevaba el título de La sabia constitucion asegura nuestra union, mostraba a España, con el símbolo del león y una espada, y a América, con el cocodrilo y una flecha, sosteniendo en sus manos la Constitución coronada en forma de un libro. Aquí, por consiguiente, se representó a la Constitución, en primer lugar, como vínculo de unión entre ambos continentes y, en segundo lugar, la imagen, por medio del texto constitucional coronado, mostró la coexistencia de la Corona y el texto legal73.
71
La Gloria, 1820, pp. 3-14. El Conductor Electrico por el Pensador Mejicano D.J.J.F.L., 1820, s.p. Con respecto a la portada del periódico, cabe mencionar que, el año de publicación de 1820, contenía el suplemento “Primero de la restauracion de la Constitucion, y por lo mismo el mas feliz para la Monarquía Española”, en donde ya es visible la opinión positiva del autor del periódico, Fernández de Lizardi, sobre la restauración de la Constitución de Cádiz. En 1814, se detuvo a Lizardi por defender la constitución gaditana. Checa, Historia, 1993 73 El Conductor Electrico por el Pensador Mejicano D.J.J.F.L., 1820, s.p. 72
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INSTITUCIONES DEL NUEVO ORDEN POLÍTICO. E L AY U N TA M I E N T O C O N S T I T U C I O N A L Como un perceptible regreso al orden constitucional, el Noticioso General informó, el 16 de junio de 1820, que en todos los pueblos debían realizarse elecciones de los ayuntamientos constitucionales74. Pocos días después, el 22 de junio de 1820, se estableció el ayuntamiento constitucional. Tras prestar el juramento a la Constitución, el alcalde de primer voto del cabildo traspasó la vara, y por tanto la autoridad, al alcalde del ayuntamiento constitucional, el que a continuación se presentó al virrey y luego al arzobispo. Según las actas, el desfile del ayuntamiento fue acompañado por la población con aplausos y por los gritos de “Viva la Constitucion viva el Ayuntamiento Constitucional”75. Con motivo de la restauración del ayuntamiento constitucional, se redactaron los dos impresos, Salutacion al nuevo Ayuntamiento Constitucional y Gratulatoria al Ayuntamiento de México. El último tematizó que, si bien la Constitución traía nuevas e importantes tareas a los miembros de los ayuntamientos, éstos también tendrían más posibilidades de poner en práctica sus proyectos. Además, como estarían dispuestos a sacrificar, en lo sucesivo, su tranquilidad e incluso su vida por la dicha del pueblo, su espíritu de sacrifico los asemejaría al hijo de Dios, que habría estado dispuesto a abandonar el camino de su padre para traer verdad, salud y vida a los hombres. El redactor animó a los mandatarios de la ciudad; después de todo, Dios los habría escogido para el cargo. Éste los presentó, por tanto, no como representantes electos por el pueblo, sino como servidores de Dios: Poned toda vuestra confianza en ese Dios de bondad que con singular providencia os ha escogido entre los innumerables beneméritos ciudadanos de esta populosa ciudad, para ser sus primeros Padres constitucionales, y los instrumentos animados de que quiere servirse para derramar sobre su dilecto pueblo mexicano las mas abundantes lluvias de bendiciones temporales76. 74
“Bando publicado en esta capital el dia 14 del corriente junio”, en Suplemento al Noticioso General, 16 de junio de 1820, pp. 1-3. 75 “En la Ciudad de México à la una de la tarde del veintidos de junio de mil ochocientos veinte”, en AHDF, Actas de Cabildo impresas, vol. 669ª, p. 5. 76 Gratulatoria, 1820, p. 3.
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El segundo impreso, titulado Salutacion al nuevo Ayuntamiento Constitucional, tematizó la obra de Dios como en la felicitación arriba mencionada. A él, como “Supremo legislador de los hombres”77, se le agradeció por la restauración de la Constitución, la que se habría gestado en el interior divino y que, en adelante, debía constituir la norma de todo actuar. La Constitución aseguraría, por una parte, el imperio de Fernando VII. Por otra, devolvería a los españoles de ambos hemisferios lo que la razón y la justicia conceden a todo hombre. El texto describía la fundación del ayuntamiento constitucional, el que se basaba en la elección por parte de los ciudadanos como el acto más importante de la libertad política. Si bien Dios fue presentado al principio como el más alto legislador, aquí sin embargo, a diferencia de la felicitación antes mencionada, la legitimidad de los mandatarios de la ciudad se fundamentó en la elección por parte de los ciudadanos y no en una selección de Dios. Más adelante, en el texto de felicitación, el autor tematizó el pasado tiempo de discordia, devastación y muerte que habría impedido la dicha de la sociedad. Además, éste se refiere al cabildo anterior que, en el sistema precedente, no pudo llevar a la práctica su patriotismo por sobre los intereses personales. Esto puede calificarse como una referencia a la anterior práctica de compra de funcionarios, por lo que se les imputó a los miembros de los cabildos un interés personal en el ejercicio de sus cargos. El autor declaró aquí que el patriotismo sólo podría revelarse si se superponía el bien de la nación al interés personal. A la pregunta acerca de qué podría hacer el ayuntamiento constitucional por los ciudadanos, le siguió una larga lista con tareas, encabezada con el establecimiento de medidas para la seguridad personal y seguida con la protección contra la opresión y los esbirros que, contra las leyes, habrían humillado al prójimo. Como tareas siguientes, el autor mencionó el equipamiento de un amplio espacio de asistencia sanitaria para los ciudadanos y la limpieza del barrio. Además, el ayuntamiento debía regular los altos impuestos exigidos a la población, que habrían aumentado la pobreza, así como también intensificar los avances en la agricultura y el comercio. Finalmente, el autor expuso la que, según su opinión, era la tarea más importante del ayuntamiento, a saber, el fomento de la educación pública “[...] como primera base de la felicidad nacional, y 77
Salutacion, 1820, p. 1.
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sin la cual no es posible progresar en ningun sistema benéfico á los pueblos [...]”78. Luego, el autor citó el artículo correspondiente de la Constitución, que exigía la fundación de escuelas de primeras letras, con la finalidad, por una parte, de enseñar a leer, a escribir y a contar; pero también, por otra, con la intención de instruir el catecismo católico y las obligaciones ciudadanas. De esto se derivaría, entonces, que con la ilustración tanto en la moral cristiana como en la educación humana, el ciudadano se convertiría otra vez en un servidor de la patria: “Porque el que no sabe leer no puede saber lo que es Constitucion; si no lo puede saber, no la puede amar, y si no la sabe amar, menos la sabrá defender”79.
CONCLUSIÓN El presente análisis de la representación del nuevo orden político ha evidenciado tanto continuidades como rupturas con el antiguo orden. En ambos festejos constitucionales, la legitimación religiosa de la Constitución desempeñó un papel importante y siguió dominando la concepción de un Dios dador de orden. En comparación con trabajos anteriores relativos a las fiestas constitucionales, aquí se debe destacar que, si bien los actos festivos siguieron principalmente la ceremonia tradicional de las proclamas reales, tuvieron la significativa excepción del novedoso juramento constitucional del pueblo. Considerando los diferentes textos literarios, se puede constatar, además, que se proclamó la ruptura con el antiguo orden y el comienzo de una nueva era. Como otros indicios del nuevo orden político, cabe mencionar, sólo a modo de ejemplo, las fiestas anuales decretadas con motivo de la proclamación constitucional, así como también el retiro de cualquier tipo de símbolo de vasallaje de los edificios públicos. Además, inmediatamente después de los festejos constitucionales, se realizaron elecciones, las que pueden interpretarse como expresión de la conquista de la soberanía, de la nueva legitimidad y participación política80. A pesar de la pretensión de continuidad en el ceremonial, se informó acerca del cambio del orden político a los participantes de la pro78 79 80
Ibid., p. 3. Ibid., p. 4. Thamer, “Wiederkehr”, 2004, p. 580.
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clamación pública de la Constitución, a través de tres lecturas del texto constitucional y de explicaciones inmediatamente posteriores al servicio religioso, así como también por medio de publicaciones y otros artículos sobre las fiestas. De este modo, las celebraciones constitucionales y las representaciones de las nuevas ideas políticas asociadas a ellas, ayudaron, ciertamente, a la difusión de los conceptos liberales en la población de la Ciudad de México. En lugar de partir de la base de una mera continuidad ceremonial de las proclamaciones reales y, con ello, de una transmisión carente de nuevos conceptos políticos, se debería hablar más bien de una incorporación simbólica y discursiva del ideario liberal en un ceremonial predominantemente tradicional. En cuanto a la cita introductoria de este artículo, debe mencionarse que las autoridades, a causa de la situación política de 1812 y 1820, apostaron conscientemente por la función generadora de consenso y comunidad de las fiestas. La adopción del ceremonial conocido, la representación de la coexistencia del monarca con la Constitución en el sistema de soberanía, así como la reiterada insistencia en la unidad de España y América, fueron, seguramente, el resultado de la situación política en España y de la guerra civil en Nueva España, y persiguieron la finalidad de reforzar el vínculo con la madre patria española así como legitimar y estabilizar el orden. En el contexto de la continua guerra civil y del debilitamiento desde 1814 de Fernando VII como símbolo, los llamados a defender la Constitución y a ampliar su difusión, como también las promesas de la futura estabilidad política, se pueden interpretar como un intento de unificar a las distintas agrupaciones nuevamente bajo la Constitución y, de este modo, erradicar el peligro de separación de la madre patria. De ahí que, en los textos y actos, también se realizara una evocación de un futuro pacífico y mejor bajo la guía de la Constitución y del monarca, así como una negación sistemática de la crisis política. Warren y Morelli plantean la pregunta acerca de la percepción pública de la evidente discrepancia entre la Constitución liberal y el ceremonial predominantemente tradicional81. Para abordar esta interrogante, también parece útil examinar sistemáticamente el sinnúmero de textos literarios y analizarlos en busca de la representación y
81
Warren, Vagrants, 2001, p. 166; Morelli, “Publicación”, 1997, pp. 175-176.
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difusión de los nuevos conceptos políticos, como los de soberanía popular, derechos de participación y libertades civiles, y mostrar diferentes interpretaciones.
ARCHIVOS ACD AGN AHAM AHDF BN-FR, LAF
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SIGNIFICADO DE LOS RITUALES
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CONSTITUCIÓN PUEBLOS DE
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CÁDIZ EN LOS INDIOS EN OAXACA, DE
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¿Qué factores brindan cohesión a las sociedades y cómo se logra la institucionalización del orden sociopolítico que permite su consolidación? Estas cuestiones resultan fundamentales para la investigación de la historia social. En la teoría de las instituciones políticas, la capacidad de ordenamiento y de orientación de la sociedad es de primera importancia. Las instituciones crean orden y ofrecen orientación, por una parte, al conducir los procesos políticos conforme las reglas establecidas y, por otra, al contribuir a la integración social por medio de simbolizaciones2. Estas capacidades adquieren una connotación especial en tiempos de un cambio político fundamental. En los albores del siglo XIX, todo el imperio español se encontró en una etapa de transición política3. Debido a la ocupación francesa de la Península Ibérica, España se vio inmersa por completo en la coyuntura de la guerra napoleónica. Como ninguna de las tres imposiciones de Napoleón —la abdicación de Carlos IV, la renuncia a la Corona española de Fernando VII y el 1 Agradezco el apoyo generoso del Sonderforschungsbereich 496, financiado por la Deutsche Forschungsgemeinschaft (Fundación Alemana de Investigaciones), a la realización de esta investigación en México, asimismo agradezco a Nathalie Schwan la traducción de este texto. 2 Blänkner, “Integration”, 2002; Gebhardt, “Verfassung”, 2001; Rehberg, “Institutionenwandel”, 1997; Vorländer, “Integration”, 2002. 3 Para una interpretación de los movimientos independentistas hispanoamericanos como consecuencia de la crisis, en la cual, desde 1808, se encontraba todo el imperio español, cfr. Adelman, Sovereignty, 2006.
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ascenso al trono de José Bonaparte— fue reconocida en España ni en la América española, en la monarquía “acéfala” a ambos lados del Atlántico surgió la pregunta de dónde radicaba la soberanía. Las disputas en torno a este asunto constituyeron el punto de arranque de las aspiraciones de autonomía y de los movimientos independentistas en América. Aquellos territorios americanos que no se separaron, al menos de facto, con relativa velocidad de la Corona española —como fue el caso del virreinato de la Nueva España— se vieron involucrados en el proceso de gestación de la Constitución que se inició al convocarse las Cortes extraordinarias en 1810, y que tuvo su primer momento culminante cuando se proclamó la Constitución de Cádiz en 1812. El orden político codificado en la Constitución gaditana se basó en una legitimación nueva del poder político y representó una ruptura fundamental con el Antiguo Régimen4. Esto ya se reflejaba en las propias Cortes: ya no se integraban de acuerdo con el antiguo principio estamental, sino que su composición correspondía a una única asamblea nacional y, con eso, a un parlamento en el sentido moderno de la palabra5. Más allá de eso, la Constitución establecía una monarquía constitucional, en la cual debía respetarse el principio de la separación de poderes al igual que el de la igualdad entre todos los ciudadanos. Este último incluía también a la población indígena en los territorios americanos, reflejándose esto en un sufragio amplio, que le concedía a la mayor parte de la población masculina adulta el derecho activo a votar. De la misma manera, el derecho fiscal ya no hacía distinciones según criterios étnicos o corporativos, y requería el pago de impuestos de todos por igual6. Asimismo, implicaba la anulación de la separación entre la república de españoles y la de indios, vigente en la época colonial. 4 Para un análisis del significado de la Constitución de Cádiz en una perspectiva comparativa internacional y contemporánea, cfr. Quijada, “Constitución”, 2008. 5 Sin embargo, cabe señalar, que la asamblea constituyente no se elegía según los mismos principios en España como en América. Mientras que se elegía un diputado por cada 50.000 habitantes, las disposiciones electorales estipulaban que los cabildos de las capitales de las provincias tenían que elegir los diputados a Cortes. En América, además, se mantenía de momento el carácter corporativo de la comunidad política. Véanse las disposiciones electorales del consejo de la regencia para los diputados españoles del 1 de enero de 1810, y para los diputados americanos del 14 de febrero 1810, en Fernández, Derecho, 1992, t. II, pp. 574-590 y pp. 594-600. Cfr. Rieu-Millan, Diputados, 1990, pp. 2 ss. 6 Para la Nueva España, cfr. Serrano, Igualdad, 2007, pp. 32 ss.
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Los nuevos valores de soberanía popular y de igualdad, tal y como estaban establecidos en la Constitución, representaban postulados abstractos, aspecto que caracterizaba también a la propia Constitución. Para poder reivindicar su vigencia, no sólo debía hacerse dicha Constitución visible y tangible a la población, sino que, más allá de eso, este nuevo orden también debía hacerse preceptivo a los sujetos del rey de España, que habían pasado a ser ciudadanos de la nación española7. Esto se llevaba a cabo mediante rituales políticos, es decir, mediante una secuencia de actos simbólicos y formalmente regularizados, que poseía un particular poder eficaz8. Los rituales se distinguen de la cotidianeidad por los actos simbólicos y se realizan de manera demostrativa ante un público. Al participar la población en los rituales, surge un acuerdo entre los actores y el público sobre lo representado en el ritual, por lo que los rituales fomentan la concordia e implican un compromiso para el futuro9. Esto resulta particularmente importante cuando el ritual pretende hacer efectivo un cambio en el poder, o, incluso, la transición a un nuevo orden político, como fue el caso de la Constitución de Cádiz en el imperio español. La elaboración del texto constitucional formaba el fundamento para un cambio político, pero, sin los rituales de instauración no habría adquirido validez y, por lo tanto, no podría haber tenido eficacia alguna. La promulgación solemne de la Constitución representó un acto simbólico, dado que su significado se proyectó más allá del acto en sí, y debió garantizar en la futura práctica política la implementación el arreglo institucional recién codificado. Al mismo tiempo buscó lograr la lealtad de los nuevos ciudadanos para con este nuevo orden. Según la tesis propuesta en este ensayo, el arreglo en sí de las fiestas constitucionales influenciaba la percepción del nuevo orden y de su continuidad o discontinuidad respecto del Antiguo Régimen. La proclamación de la Constitución debía verificarse en cada ciudad y en cada pueblo del imperio español; esto quiere decir que la Constitución y los valores postulados en ella estaban sujetos a interpretaciones 7 Para un esclarecimiento del significado de las ceremonias en la cultura política de la Nueva España, cfr. Guerra, “Forms”, 2003, pp. 8 ss.; Lempérière, “República”, 2003; Beezley/Martin/French (eds.), Rituals, 1994. Cfr. los artículos de Verónica Zárate y Katrin Dircksen en el presente tomo. 8 Stollberg-Rilinger, “Comunicación”, en el presente tomo. 9 Cfr. Dücker, Rituale, 2007.
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diferentes, debido a la variación en las representaciones que los distintos actores hacían de ellos. En la historiografía reciente sobre la independencia mexicana las tres cuestiones siguientes han representado puntos clave, a saber: en primer lugar, ¿hasta qué punto las disposiciones normativas de la Constitución de Cádiz ejercieron influencia en la cultura política novohispana?; en segundo lugar, ¿de qué forma ocurrió esto?, y por último, ¿cambiaron las relaciones entre las autoridades y la población y entre los distintos grupos poblacionales? Respecto de ello, hasta el momento se ha dirigido la mirada ante todo hacia la transformación de lo que antes constituía la república de españoles, y más en concreto, hacia los nuevos procedimientos políticos relacionados con las elecciones a llevarse a cabo para los órganos representativos a los niveles local, regional y nacional10. Sin embargo, bajo la influencia de las reflexiones hechas en la literatura a partir de la corriente historiográfica de los “Estudios Subalternos”, en años pasados se han realizado también algunos estudios sobre el impacto que tuvo el orden liberal sobre las repúblicas de indios11. Algunos autores opinan que se produjo un cambio fundamental inmediatamente después de la proclamación de la Constitución. Su argumentación descansa sobre todo en la introducción de órganos representativos a nivel local, los llamados ayuntamientos constitucionales, cuyos integrantes se determinaban en elecciones generales y quienes disponían en términos jurídicos de mayores facultades ante las instancias superiores de la administración estatal; al entrar en vigor estos reglamentos nuevos las repúblicas de indios habrían visto aumentar notablemente su autonomía local12. A decir de Annino y de otros13, esta tendencia se reforzaba por el repen10
Guedea, “Primeras”, 1991. Ávila, Nombre, 2002, pp. 114-132; Rodríguez, “Instituciones”, 2008; Warren, Vagrants, 2001. 11 Arrioja, Pueblos, 2008; Ducey, “Indian”, 2001; Ducey, “Village” 1999; Escobar, “Gobierno”, 1996; Escobar, “Pueblos”, 2002; Guarisco, Indios, 2003; Guardino, Time, 2005; Güemez, Mayas, 2005; Ortiz/Serrano (eds.), Ayuntamientos, 2007. Mendoza, Poder, 2005. 12 El representante principal de este punto de visto es Annino, que lo refleja en muchos de sus artículos. Cfr. por ejemplo, Annino, “Soberanías”, 1994; Annino, “Cádiz”, 1995. 13 Por ejemplo, Florescano, Etnia, 2000, p. 196. Jaime Rodríguez observa también este aumento, sin embargo, no remite a Annino. La base de Rodríguez consiste en las listas de los recién establecidos ayuntamientos constitucionales de 1820 /1821, que se encuentran en AGN, Ayuntamientos, vol. 120. Rodríguez, “Constitution”, 1993, p. 76.
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tino incremento del número de municipios que contaban con sus propios órganos representativos14. Annino interpreta esta federalización del imperio español ocurrida a raíz de la Constitución de Cádiz ante todo como un proceso que continuaba tendencias ya existentes, en tanto que Rodríguez, por ejemplo, recalca la ruptura que se produjo con el antiguo orden. Así y todo, en la obra de estos autores, al igual que en la mayor parte de la literatura sobre el cambio político a principios del siglo XIX, no se responde a la pregunta de cómo se logró en sí que el nuevo orden se hiciera vigente. Ésta es la cuestión que me propongo analizar a continuación, poniendo especial énfasis en el análisis de la instalación ceremonial de la Constitución y del juramento a la nueva Carta Magna por parte de la población. A diferencia de los pocos estudios existentes consagrados al análisis sistemático de las fiestas constitucionales15—y los que hay se han enfocado en las ceremonias en las ciudades españolas— se realizará un estudio sobre Oaxaca, provincia sureña que tiene un fuerte sello indígena. Los rituales simbólicos de la instalación del nuevo orden tal como se llevaban a cabo en Antequera, la capital española de Oaxaca, deben compararse con los de las comunidades indígenas. Además de dicha comparación, las cuestiones de quién era representado como soberano en las ceremonias y qué significados se atribuían a las escenificaciones de la nueva igualdad jurídica entre los ciudadanos españoles e indígenas recibirán atención especial. Pero primeramente es preciso exponer los rasgos principales del orden social en Oaxaca antes de 1812.
14 Recurriendo al ejemplo de Oaxaca, Annino afirma poder señalar una tendencia tal. Sostiene que en la época colonial tardía había en Oaxaca 90 cabeceras (población principal de las comunidades indígenas donde está la sede del cabildo. Los llamados sujetos, poblaciones de menor tamaño, pertenecían en términos político-institucionales a las cabeceras) con un ayuntamiento propio, y lo contrasta con la elección de más de 200 ayuntamientos constitucionales inmediatamente después de la reinstalación de la Constitución en 1820. No obstante, estos números no son correctos. En la época colonial tardía, tan sólo en los dos distritos más densamente poblados y más grandes de Oaxaca, Teposcolula y Villa Alta, se eligieron más de 200 cabildos indígenas, frente a 173 en 1820 y 232 ayuntamientos constitucionales en 1821. Cfr. para información detallada, Hensel, “Cambios”, en prensa. 15 Frasquet, “Cádiz”, 2004, pp. 31-37. Frasquet considera las fiestas exitosas en lo que respecta a la transmisión de nuevos valores, pese a que comprueba a la vez la continuidad con el ceremonial de las fiestas monárquicas barrocas. Cárdenas, “Juras”, 1998; Garrido, Fiestas, 2006. Cfr. Katrin Dircksen en este tomo.
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El sur del virreinato de la Nueva España se distinguía de las grandes y escasamente pobladas regiones del norte y central —con su población numerosa y heterogénea— en lo que a su estructura étnica se refería, pues el sur contaba con un alto porcentaje de población indígena entre sus habitantes. A finales del siglo XVIII , los habitantes indígenas constituyeron la mayoría étnica en la provincia, al ascender a un 88% del total de la población16. Entre las ciudades oaxaqueñas sólo había una de mayor tamaño que poseía el fuero español y en la cual lo anterior repercutía políticamente17; se trataba de Antequera, la capital de la provincia, cuya población contó 18.000 habitantes a finales del siglo XVIII, de los cuales el censo de 1792 clasificó escasamente al 39% como de origen español18. El resto de la población se distribuía entre los pueblos y algunas villas más pequeñas en un total de veinte distritos. El norte, donde se situaban los distritos de Villa Alta, Teotitlán del Camino y Teutila, estaba densamente poblado y tenía, con un 98,5%, el mayor porcentaje de población indígena. Si bien la Mixteca, que abarcaba el distrito de Teposcolula, estaba también densamente poblada, aquí el porcentaje de población indígena correspondía con la 16 Sin embargo, cabe tener en cuenta que la categorización de “indio” representaba una estandarización de la población indígena, que sólo surtía efecto como tal en determinados contextos. Esto se aplica en particular en lo que respecta a las relaciones entre, por un lado, la población indígena y, por el otro, las autoridades y el clero. En estos casos, la categoría de “indio” implicaba una determinada situación jurídica. Asimismo, existía relativa uniformidad en lo que respecta a las instituciones políticas locales, constituidas según el ejemplo español; cfr. para esto las referencias mencionadas más adelante en esta nota (11). En cambio, en términos culturales no es posible hablar de la población indígena como si fuera un grupo homogéneo. Tan sólo en Oaxaca había una gran cantidad de grupos indígenas, cada uno con su propia lengua, representaciones religiosas, mitos fundacionales y otras características culturales. Los grupos más grandes los constituían los mixtecos y los zapotecos. Sobre los diversos grupos indígenas en Oaxaca, cfr. varios artículos en Dalton (ed.), Oaxaca, 1990, t. I. Carmagnani (Regreso, 1988) pudo demostrar que la pertinencia a determinado grupo indígena influía asimismo la estructura política de las comunidades indígenas. 17 Además de la ciudad de Antequera, también Villa Alta disponía, en el distrito del mismo nombre, en el norte de Oaxaca, del fuero de villa, pero desde 1640 ya no se había logrado constituir un ayuntamiento español. Cfr. Chance, Conquest, 1989, p. 45. 18 Para el censo y la distribución étnica de la población, cfr. Chance/Taylor, “Estate”, 1977. Ambos autores comprueban en su análisis que a finales del siglo XVIII la adscripción étnica había perdido importancia en relación al estatus social, viéndose sustituida por la actividad laboral.
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media de la provincia e incluía unos pueblos con una población étnicamente mixta; entre ellos estaban Teposcolula, Juxtlahuaca, Huajuapan y Tlaxiaco19. En Tlaxiaco había, incluso, un mayor número de habitantes no indígenas, 1.850 en total frente a 1.250 habitantes indios20. Aparte, en el distrito de Tehuantepec y en la costa del Pacífico vivían relativamente muchos españoles y mestizos21. En Tehuantepec y en el distrito de Jamiltepec, igualmente cerca de la costa, radicaba, además, un gran número de mulatos, quienes en aquellos poblados donde alcanzaban un número suficiente disfrutaban los mismos derechos políticos que las comunidades indígenas y elegían a sus propios cabildos22. Antequera fue el centro económico, religioso y —desde la reforma de intendentes de 1786— administrativo de la provincia de Oaxaca. Como intendencia constituía por primera vez una unidad administrativa23. En la capital residían el intendente, que era el funcionario de más alto rango de la Corona, y el obispo, que encabezaba la Iglesia. Asimismo los mercaderes radicados aquí organizaban el comercio de ultramar del colorante rojo que se extraía de la cochinilla, producto que después de los metales preciosos representaba la mercancía de exportación más importante en el siglo XVIII24. Estos mismos mercaderes ejercían una influencia determinante en la política local. La mayoría de los regidores del cabildo, cuyos puestos en su mayor parte fueron otorgados por vía hereditaria, pertenecían a este gremio. Sólo los dos alcaldes fueron elegidos anualmente del círculo de consejeros. Además, debido a una reforma promovida por José de Gálvez, a partir de 1781 se autoampliaba el cabildo de Antequera cada año mediante la elección de dos regidores honorarios25. Las reformas administrativas hacia finales del siglo XVIII (y aquí, en particular, la reforma de intendentes) provocaron considerables críticas en la élite oaxaqueña de origen español. Esto tenía que ver, por una parte, con el
19
Sánchez, Indios, 1998, pp. 76 ss. Tanck (ed.), Atlas, 2005. 21 Villaseñor, Theatro, 1992, p. 394. 22 Cfr. para este asunto Hensel, “Cambios”, en prensa. 23 Sobre la reforma de intendentes en general, cfr. Pietschmann, Reformas, 1996. Para el caso de Oaxaca cfr. Hensel, Entstehung, 1997. 24 Cfr. Hamnett, Politics, 1971. 25 Hensel, Entstehung, p. 93. 20
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hecho de que con la llegada del intendente había un funcionario de mayor rango in situ, que acotaba la influencia ejercida por los mercaderes sobre los asuntos de la provincia. Por otra parte, las instrucciones de servicio del intendente incluían una prohibición del comercio de repartimiento26, que para los comerciantes de ultramar había sido siempre un importante mecanismo para aprovechar la riqueza producida por la población indígena27. Este negocio dependía de una relación estrecha entre los comerciantes y los subdelegados españoles, pero, con la entrada en vigor de la reforma de intendentes, a estos últimos se les prohibió llevar a cabo este tipo de negocios en sus respectivos distritos jurisdiccionales28. Pese a las fuertes críticas exteriorizadas por la élite española de la provincia a finales de la época colonial respecto de la reforma de intendentes, el asunto no llevó a un cuestionamiento de la monarquía en sí; no se criticaba al rey, sino a sus consejeros y funcionarios. Particularmente Manuel Godoy, primer ministro y político con liderazgo en la Corte de Carlos IV al igual que protegido del rey, se convirtió en el símbolo del mal gobierno. Es decir, la idea de la pertenencia a la monarquía española, estrechamente vinculada con la fe católica, siguió poniendo su sello en los imaginarios de la época29. El número relativamente bajo de habitantes de origen español en Oaxaca está relacionado con la historia de la región a partir de la conquista así como también con las oportunidades económicas. En la época colonial temprana, los conquistadores españoles mostraron poco interés en asentarse en la región, entre otras cosas, porque no existían mayores yacimientos de metales preciosos. Esto dio lugar a que la población indígena pudiera asegurar sus tierras mediante títulos españoles, y contribuyó a que las estructuras indígenas se conservaran con mayor éxito que en muchas otras regiones de la Nueva España30. En el 26
Art. 12 de la Real Ordenanza para el establecimiento e instrucción de intendentes de ejército y provincia en el reino de la Nueva España, 1786, en Real, 1786. 27 Cfr. Hamnett, Politics, 1971; Sánchez, Indios, 1998. 28 No obstante, la prohibición publicada en la Ordenanza de Intendentes no pudo ser puesta en práctica. En la época después de 1786 hubo recurrentes quejas de parte de la población indígena pero también de parte de comerciantes, que se topaban con el hecho de que los subdelegados les obstaculizaban en el desempeño de sus trabajos. Cfr. Arrioja, Pueblos, 2008, cap. V; Hensel, Entstehung, pp. 67-70. 29 Guerra, “Identidad”, 1995, pp. 221 s. 30 Cfr. Taylor, Landlord, 1972.
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siglo XVI la Corona española ordenó la segregación de la población española y la indígena y estableció que hubiera dos repúblicas separadas a fin de lograr los objetivos siguientes: por un lado, organizar a la población indígena en comunidades de acuerdo al ejemplo español y con ello someterla a la reglamentación de los asuntos locales impuesta por el orden hispano31; por el otro, proteger a la población indígena de la extinción total, puesto que la medida implicaba asimismo la prohibición a españoles y mestizos de establecerse en los pueblos de indios. Si bien es cierto que éstos conservaban el derecho de arreglar sus propios asuntos internos, la segregación de las repúblicas hacía que la orientación política de la población indígena se restringiera al nivel local, pues no disponían de una representación más allá del nivel local o de órganos políticos propios a un nivel superior que el local32. A diferencia de las ciudades españolas, en las repúblicas de indios se elegía cada año un cabildo, que no sólo se encargaba del orden interno de la comunidad, sino que asumía también el papel de intermediario entre los habitantes del pueblo y los funcionarios de la Corona, como también en el contacto con foráneos en general33. El vínculo con el rey representaba un punto central tanto para la cohesión social entre ambas repúblicas —la española y la de indios— como para la cohesión entre los distintos grupos indígenas y las comunidades. Debido a la ausencia física del monarca —ningún rey español pisó alguna vez el territorio de las colonias americanas— este nexo tenía que restablecerse y consolidarse una y otra vez por medio de rituales y ceremonias34. Por esta razón, por ejemplo, se celebraba la coronación de un nuevo monarca no sólo en las ciudades españolas, sino también en los pueblos en el campo35. Las ceremonias de investidura de los cabildos, llevadas a cabo cada año, expresaban también este nexo con el rey. A pesar de que todos los miembros del cabildo emanaban de las elecciones anuales, en las cuales los funcionarios
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Menegus, “Destrucción”, 1991, p. 30. Para el carácter de la representación durante la época colonial en su conjunto, cfr. Rodríguez, “Naturaleza”, 2005. 33 Cfr. Aguirre, Formas, 1953. Para los encargos de los cabildos indígenas, cfr. también Tanck, Pueblos, 1999, p. 57. 34 Cfr. sobre este tema Osorio, “King”, 2004. 35 Cfr. más adelante una ceremonia de este tipo en relación a la entronización de Carlos IV en 1789, que se celebró con actos ceremoniales en la Nueva España en 1790. 32
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actuales, sus antecesores y por lo general los principales del lugar decidieron sobre la composición del nuevo cabildo, se entendía que su autoridad provenía del rey. Con la entrega ceremonial del bastón de mando al cabildo entrante, el funcionario de la Corona en el distrito transfería simbólicamente la autoridad oficial de parte del rey a los nuevos titulares de las curules36. La percepción de que los funcionarios recibían sus atribuciones oficiales de parte del rey se manifiesta muy claramente en la afirmación siguiente que hizo el alcalde Jayacatepec, Oaxaca, en un conflicto con el maestro del pueblo: Pues me parece no sea justo que un individuo levante la mano para un justicia, aun sin embargo de ser yo un pobre indio, pues el fuero de esta vara [...] que a nombre del rey nuestro señor (QDG) se me dio [...] del real nombre de su Majestad, por quien obtengo este empleo37.
En el transcurso de la época colonial, en la población indígena se había desarrollado la idea de un pacto hecho entre sus comunidades y el monarca español. Debido a ello recibían, como contrapartida del tributo pagado al rey, la garantía de los títulos de sus tierras y la protección de sus comunidades. Este consenso fundamental, que reconocía de manera implícita la soberanía del monarca, encerraba también la aceptación de la administración española. En el campo, el nivel administrativo de menor rango lo representaban los funcionarios de distrito, llamados “subdelegados” a partir de la reforma de intendentes. En Oaxaca su demarcación jurisdiccional abarcaba distritos más o menos extensos, en los cuales les tocaba vigilar a la población indígena, resolver las disputas entre las distintas comunidades, hacerse cargo de la jurisdicción de primera instancia y recaudar los impuestos. Los conflictos que surgían entre la población indígena y los funcionarios no solían girar en torno a un rechazo generalizado a la dominación española, sino más bien trataban de situaciones concretas, percibidas 36 Sobre las elecciones en las comunidades indígenas durante la época colonial, cfr. Aguirre, Formas, p. 45. Aguirre Beltrán señala que habitualmente no se llevaba a cabo una votación en el sentido actual de la palabra, sino que los electores se comunicaban sobre la composición del cabildo. Para las elecciones en la época colonial tardía y la transición a los cabildos nuevos, existe una serie de investigaciones, cfr. la literatura citada en la n. 11. 37 Citado en Tanck, Pueblos, p. 44.
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como abusos. En estos casos, la población indígena solía recurrir a una amplia gama de formas de resistencia38. Con la entrada en vigor de la Constitución de Cádiz, las relaciones entre el gobernante y los gobernados cambiaron en lo tocante a la dimensión normativa. Los anteriores súbditos —obligados a obedecer al monarca soberano— ahora convertidos en ciudadanos, formaban parte del sujeto soberano. Relacionado con esto hubo otro cambio fundamental, engendrado asimismo por la Constitución, a saber, la anulación de la distinción jurídica que existía entre los españoles y la población indígena. Durante el Antiguo Régimen, la población española, considerada la “gente de razón”, había disfrutado sus propios derechos y prerrogativas, mientras que los indios no poseían la misma situación jurídica, aunque se les consideraba súbditos libres. Gracias a esta situación jurídica, los españoles ocupaban una posición superior a la población indígena en el orden social. Al estipular el principio de la igualdad, la Constitución tenía potencialmente efectos también sobre la relación que había entre los funcionarios administrativos locales y los ciudadanos. Pues de acuerdo con el orden constitucional, en adelante los funcionarios debían rendir cuentas a aquellas personas que anteriormente habían ocupado un rango jerárquico inferior a ellos. Esto concernía sobre todo a aquellos funcionarios que gobernaban distritos donde residía una población mayoritariamente indígena. Al mismo tiempo, fueron estos funcionarios, amenazados con perder poder bajo el nuevo régimen, los que se encargaban de realizar el acto de la proclamación de la Constitución. Por este motivo resulta particularmente interesante estudiar cómo planeaban y escenificaban la ceremonia de la proclama a fin de poder comprender los efectos surtidos de manera inmediata por la entrada en vigor de la Constitución.
LA
PROMULGACIÓN CONSTITUCIONAL EN
OAXACA
En Oaxaca, a diferencia de la mayoría de los otros territorios del virreinato de la Nueva España, se pudo proclamar la Constitución sólo hasta 1814, dado que la provincia estuvo ocupada por insurgentes desde finales de 1812 y las tropas realistas necesitaron más de un 38
Cfr. por ejemplo Taylor, Drinking, 1979; Castro, Nueva, 1996.
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año para culminar la reconquista militar39. Por eso, si bien es cierto que a partir de 1812 la población indígena de la provincia se involucró intensamente en las disputas políticas en la Nueva España, esto ocurrió en primera instancia en forma de enfrentamientos armados entre los seguidores del movimiento independentista iniciado en 1810 como un levantamiento social, y las fuerzas que eran leales al rey. Después de que el ejército realista, encabezado por el comandante Melchor Álvarez, tomara la capital de Antequera el día 29 de marzo de 1814, siguió una breve etapa en la que la provincia se vio involucrada en el proceso constitucional que abarcó todo el imperio español. Del día 12 al día 14 de abril de ese año se llevaron a cabo en Antequera las fiestas constitucionales, incluyendo la proclamación y el juramento público a la Constitución. En meses consecutivos, lo mismo ocurrió en las comunidades indígenas de la provincia. Si bien es cierto que en agosto de 1814 Fernando VII volvió a ocupar el trono y revocó la Constitución, la restauración del Antiguo Régimen fue frágil y en 1820, tras la revolución liberal llevada a cabo en España por miembros del ejército se vio compelido a reinstalar la Constitución gaditana. En esta ocasión, la proclama tuvo lugar inmediatamente después de la recepción de los decretos, tanto en la capital como en la provincia oaxaqueña. El día 19 de marzo de 1812, sólo un día antes de la proclama solemne en la ciudad de Cádiz, las Cortes emitieron un decreto, en el que ordenaron que en todos los lugares de la monarquía se efectuaran la promulgación y el juramento a la Constitución. Los funcionarios responsables en cada lugar, en común acuerdo con su respectivo cabildo, tenían que fijar una fecha apropiada para celebrar la ceremonia y publicar este acuerdo en los lugares indicados. Este día se tenía que organizar de manera solemne el acto conforme a las posibilidades del lugar. El decreto preveía la lectura pública y en voz alta del texto constitucional y, al terminar la ceremonia, se debían repicar las campanas y disparar salvas, además de que todas las casas tuvieran una iluminación festiva. Al día siguiente —día festivo— los vecinos de cada lugar tenían que reunirse en la iglesia con los funcionarios de la jurisdicción y del cabildo. Entre la misa de acción de gracias y el ofertorio, se leía nuevamente el texto de la Constitución, y el párroco, o una persona 39
Sobre la lucha por la independencia bajo José María Morelos, quien encabezaba las tropas insurgentes cuando tomaron Oaxaca, cfr. Guedea, José, 1981, pp. 107-170.
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designada por él, daba un discurso. Seguía el juramento a la Constitución de los ahí presentes, acto mediante el cual se representaba el compromiso de los ciudadanos a respetarla. Los funcionarios que tenían un encargo en la jurisdicción debían jurar, asimismo, que vigilarían la observancia de la Constitución por los demás. Mediante un Te Deum se terminaba el acto solemne. El decreto no sólo mencionaba a los ciudadanos que debían prestar el juramento a la Constitución, sino también a todas las corporaciones y oficinas de la administración en las cuales se debía prestar el juramento. Para el tercer día y a modo de conclusión, el decreto preveía una visita a la cárcel, en que todos los presos no condenados a castigos corporales serían puestos en libertad. La sacralización de Constitución se consiguió mediante su inclusión obligatoria en la misa, y se reforzó por medio de la fórmula del juramento, que rezaba: “¿Jura por Dios y los Santos Evangelios respetar la Constitución de la monarquía española decretada por las Cortes extraordinarias y serle fiel al Rey?”. Más allá de esto, la expresión de lealtad al rey encerrada en el juramento vinculaba la Constitución con el monarca. Sin embargo, tal como lo demuestran las descripciones de las ceremonias constitucionales de Oaxaca, no siempre se seguía este decreto al pie de la letra y, al comparar las fiestas constitucionales de las ciudades españolas con las de las comunidades indígenas, no sólo se notan diferencias en la organización de unas y otras, sino también entre los distintos distritos.
LAS
F I E S TA S C O N S T I T U C I O N A L E S E N L A C I U D A D
Fue Melchor Álvarez, comandante de las tropas realistas e intendente de Oaxaca desde la invasión en Antequera, quien el 9 de abril de 1814 ordenó la proclamación solemne de la Constitución. Un anuncio al respecto, colocado en los lugares indicados en la ciudad, señaló que las festividades debían destacar el carácter solemne de la ocasión. Según decía el anuncio, al entrar en vigor la Constitución, los habitantes alcanzaban la anhelada libertad como ciudadanos españoles. El 12 de abril, la ceremonia constitucional se inició con la promulgación en cuatro sitios distintos en la ciudad. Se erigieron tablados en la plaza principal frente al cabildo, así como también en las afueras de los tres templos más importantes después de la catedral. El tablado principal,
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situado en el centro de la ciudad, lucía un dosel suntuosamente adornado bajo el cual colocaron una imagen de Fernando VII. Además de Álvarez, algunos miembros del cabildo tomaban asiento en esta plataforma. Álvarez entregó al secretario del cabildo un ejemplar impreso de la Constitución, que a continuación fue leída por el secretario ante un público numeroso, sobre el que el informe mencionó que había oyentes de ambos sexos. Lo mismo sucedía en los otros tablados en la ciudad, donde en cada uno algunos miembros del cabildo hacían acto de presencia. Una vez concluida la lectura en cada una de las plataformas, hubo repique de campanas en toda la ciudad. El informe destaca que se percibió gran alegría entre los ciudadanos por haber alcanzado las garantías de su libertad individual y de su propiedad. Al día siguiente, Álvarez se dirigió “bajo de mazas” a la catedral, donde él y los ciudadanos distinguidos de la ciudad tomaron los asientos que les fueron asignados, junto con un gran grupo de ciudadanos de Antequera sobre el que no se tiene mayor información. Tras una misa se dio nuevamente lectura a la Constitución y el decano ofreció un discurso. Enseguida tuvo lugar el juramento a la Constitución, tomado por un secretario de la ceremonia en el orden que se detallará a continuación: a los dignatarios eclesiales de mayor rango ahí presentes, al intendente y a los consejeros del cabildo así como a los funcionarios con cargos en la jurisdicción. Dicho juramento se hizo ante Dios y los Santos Evangelios, y al final, se efectuó el juramento del pueblo. El acto concluyó con un Te Deum, descargas de salvas y repique de campanas40. Tan sólo cinco días después de la promulgación de la Constitución, se llevó a cabo la primera ronda electoral para el nuevo ayuntamiento constitucional41. La brevedad del lapso transcurrido entre la entrada en vigor de la Constitución y las elecciones reforzaba el significado que ésta tenía para el orden político. Por esta razón es preciso incluir las elecciones en el análisis que se desarrollará a continuación. 40
AGN, Historia, vol. 403, fs. 292r-296r. La Constitución estipulaba que las elecciones para los ayuntamientos constitucionales constituían de tres etapas. La primera etapa tuvo lugar a nivel parroquial y abarcaba el proceso de designación de los electores por parte los ciudadanos, quienes a continuación elegían los electores de la parroquia. Por lo común, en la Nueva España se acortaba esta etapa, mediante la designación de electores de la parroquia por parte de los ciudadanos. En la siguiente etapa, los electores elegían los miembros del ayuntamiento. Cfr. Art. 34-103 y Art. 313 de la “Constitución política de la monarquía española”, en Colección, 1813, t. II, pp. 110-121 y 153. 41
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La ciudad se dividió en cuatro distritos electorales. En el primer distrito, que abarcó el centro, residía una gran cantidad de personas. La elección de los ocho electores, elegidos por un total de 902 personas, tomó todo el día y concluyó hasta caer la noche. El resultado de los comicios se reunió con los resultados de los otros distritos electorales y se hizo público. Nueve días después se llevó a cabo la segunda y última etapa, en la cual se designó a los nuevos consejeros del ayuntamiento42. La elección casi inmediata de un ayuntamiento constitucional presentó de manera muy directa a la población citadina una consecuencia del nuevo orden político. Si anteriormente sólo se efectuaba a puerta cerrada una auto ampliación anual del cabildo, que en su mayor parte constaba de regidores propietarios, ahora se designaron todos los consejeros mediante unas elecciones generales, en las cuales, además, tras hacer públicos los números de votos obtenidos, la competencia entre los candidatos quedó manifiesta. La proclama constitucional y el juramento constitucional adquirieron una connotación especial en Antequera, debido a que se acentuaba el vínculo existente entre la libertad de los ciudadanos y su seguridad. De este modo, los responsables del acto establecieron una conexión con la ocupación de la ciudad y la provincia, llevada a cabo por las tropas insurgentes de José María Morelos y que había terminado poco antes. Precisamente aquellas personas que estaban en condiciones de formular públicamente su interpretación de la Constitución, —entre ellas, el intendente, pero también miembros del cabildo viejo y miembros del alto clero— habían perdido sus posesiones durante la ocupación de la ciudad o, por lo menos habían temido perderlas, pues los insurgentes habían expropiado a todos los españoles peninsulares y habían amenazado a todos los que no apoyaban su causa. El resultado electoral para el ayuntamiento constitucional indicaba asimismo el gran significado que se atribuía a los conflictos con los insurgentes. A diferencia de la mayoría de las otras ciudades novohispanas, en Antequera no se presentaron conflictos entre peninsulares y criollos en las elecciones, pues terminaron con una distribución equitativa en el ayuntamiento entre ambos grupos43. Este balance entre
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AGN, Historia, vol. 403, fs. 296v-301r. A diferencia de lo que afirma Cunniff (“Mexican”, 1966, p. 78), este resultado no fue la consecuencia de una manipulación por parte del intendente Álvarez, sino que fue 43
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regidores peninsulares y criollos fue muy probablemente el resultado de un procedimiento informal de los electores, quienes esquivaron el nuevo procedimiento de las elecciones generales para el ayuntamiento, codificado en la Constitución. El significado que se atribuía a la concordia entre peninsulares y criollos al interior de la élite urbana se manifestó asimismo en las ceremonias para la reinstalación de la Constitución en 1820. Fueron organizadas de manera idéntica a las de 1814, salvo que la lectura pública de la Constitución se llevaba a cabo ahora en cuatro tablados, situados en diferentes esquinas de la plaza principal, y que se colocaba en el edificio del ayuntamiento una placa con el texto: “Plaza de la Constitución, jurada en Oaxaca el 7 de junio de 1820”44. Desde un día antes del inicio de las festividades, el ayuntamiento mandó hacer un folleto, en el cual se interpretó la Constitución de la siguiente manera: Ya veis en sus sanciones las tres bases, en que apoya toda su concistencia; tanto mas apreciables, y dignas de atencion, quanto son interesantes, y sagrados los fines á que se dirigen. Tales son, proteger la Religion, defender, y respetar al Monarcha; conservar y salvar los ultrajados derechos del hombre45.
El autor, o los autores, anónimo(s), que pertenecía(n) al ayuntamiento, escribieron, además, que la Constitución hubiera podido prevenir los problemas ocasionados por Manuel Godoy, al igual que la captura del monarca. El llamamiento, muy probablemente leído durante las festividades y/o publicado en los otros sitios indicados para las notificaciones oficiales, no destacaba entonces el carácter innovador del orden constitucional, sino su capacidad de remediar problemas del Antiguo Régimen. El ayuntamiento, y por medio de él la élite de origen español, tuvo una participación considerable en la planeación y en la organización de las fiestas constitucionales en Antequera. Si bien es cierto que no se más bien debido a una costumbre de la élite oaxaqueña que se mostró en los regidores honorarios en el cabildo del Antiguo Régimen. Cfr. Hensel, Entstehung, pp. 135 ss. 44 ACD, Serie General, leg. 88, núm. 7. La fecha en la placa se explica por el juramento hecha por el ayuntamiento a la Constitución, que fue prestado de inmediato en la sesión del 7 de junio, cuando el intendente Francisco Rendón informó que el rey hubiese reinstaurado la Constitución. 45 AHMCO, libro de acuerdos 1820.
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conservaron las actas del ayuntamiento de 1814, la presencia de los miembros del ayuntamiento en los tablados desde los cuales se leía el texto de la Constitución lo demuestra. Los speech acts (actos verbales) relacionados con los rituales festivos de instalación de 1814 y 1820 y por medio de los cuales se pretendió dilucidar la Constitución, destacaron en 1814, al igual que los volantes y el llamamiento, ante todo, la diferencia entre el orden constitucional y el régimen de los insurgentes. En 1820, la Constitución parecía ser, más bien, la garantía de los valores sociales vigentes. A diferencia de la soberanía de la nación y la igualdad de los ciudadanos, la fe católica y el monarca merecieron mención especial en estos actos. La élite española representada en el ayuntamiento pretendía con ello establecer la Constitución como factor de unidad entre la península y la Nueva España, y entre los peninsulares y los criollos.
LAS
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DE INDIOS
A diferencia de las fiestas constitucionales en Antequera y otras ciudades españolas, en las comunidades indígenas las corporaciones no participaban, o muy poco, en la planeación de los actos festivos. Aquí eran más bien los funcionarios de la Corona los que desempeñaban un papel primordial y ordenaban y planeaban las ceremonias, una vez que recibían por la vía oficial las indicaciones y el texto de la Constitución. De los informes se desprende que los subdelegados involucraban habitualmente a los párrocos de los pueblos y, a veces, a otros funcionarios de la Corona en la planeación y realización de dichas ceremonias. En la provincia de Oaxaca, al igual que en Antequera, las ceremonias constitucionales transmitían por medio de su escenificación sobre todo la continuidad con el orden antiguo. Gracias a la existencia de fuentes al respecto, esto se demuestra claramente en el caso del Tehuantepec. La proclamación constitucional solemne que se llevó a cabo ahí en 1814 era muy parecida al ceremonial barroco de las fiestas monárquicas de una entronización46. Las ceremonias de 1814 comen46 El informe del subdelegado sobre las festividades se encuentra en el AGN, Historia, vol. 430, fs. 336r-v. Sobre Tehuantepec en la época colonial tardía, cfr. Machuca, Haremos, 2008
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zaron con una procesión, siguiendo de esta manera el ejemplo del desfile festivo de la coronación de Carlos IV de 179047. De la casa real, donde el subdelegado tenía su despacho, él y el militar de mayor rango afincado ahí, acompañados por los ciudadanos honorables del lugar —quienes en este caso deben haber sido españoles y mestizos48—, con los cabildos de los cuatro pueblos de indios más cercanos y una escolta militar, llevaban la imagen de Fernando VII a la plaza principal del lugar, donde la colocaban sobre un tablado adornado. Desde este lugar, el subdelegado leyó la Constitución, que —según la descripción— no se puso al lado de la imagen del rey. Al día siguiente se celebró una misa festiva y siguió el juramento a la Constitución, prestado por cada una de las corporaciones, pero también por “una multitud de gente de toda clase”. Con esta referencia ya se vislumbra el concepto del “pueblo”, aunque la especificación “de toda clase” parece remitir al mismo tiempo a la jerarquía existente durante la época anterior entre los diferentes grupos sociales. Esta referencia a la participación de personas que no pertenecían a las corporaciones de los pueblos de indios se debe, sobre todo, al hecho de que en Tehuantepec, que bajo el Antiguo Régimen pertenecía oficialmente a la estructura organizativa indígena, vivían, de hecho, relativamente muchos españoles y miembros de otros grupos étnicos, debido al peso de la villa como centro comercial. Estos españoles sólo obtuvieron el derecho de participación formal en los asuntos políticos locales a partir de la proclamación constitucional, aunque los miembros de la élite local de origen español habían participado en las fiestas monárquicas, ocupando posiciones distinguidas, ya desde la época colonial tardía. Las festividades constitucionales en Tehuantepec coincidían en gran medida con la fiesta monárquica de la entronización de Carlos IV, sólo que las primeras resultaron ser menos pomposas que las segundas, lo que es notable en la duración de las fiestas. En tanto que en 1790 se apartaron ocho días para las celebraciones, la proclamación constitucional y el juramento sólo ocuparon dos. La participación fue también menor en 1814 que en 1790. Mientras que en 1814 sólo los representantes de 47
La descripción de esta fiesta monárquica se reprodujo en “Festejos”, 1993. Agradezco a Laura Machuca que me haya proporcionado este documento. 48 Tehuantepec desempeñaba un papel importante en el comercio con Guatemala, razón por la cual tenía una población relativamente numerosa de españoles y mestizos. Cfr. Machuca, Haremos, 2008.
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cuatro pueblos de indios participaron en la procesión, en 1790 todas las 28 repúblicas del distrito de Tehuantepec tomaron parte en la procesión, es decir, un número de 476 indios. Hubo, además, en las festividades extensas de 1790 un sinnúmero de elementos festivos que no volvieron a aparecer en 1814, a saber: la merienda compartida, los bailes por la noche, las obras de teatro y la lucha de toros hicieron que en 1790 el acto se distinguiera de la rutina de la vida cotidiana, con lo que elevaron su significado. Lo mismo que en Tehuantepec —donde las festividades apuntaron más bien hacia la continuidad con el orden antiguo y, al mismo tiempo, le restaron importancia al evento en sí en comparación con el evento del cambio de monarca— pasó en Villa Alta en 1814. En este lugar, la realización de la proclamación constitucional remarcó aún más cómo perduró el orden social tradicional49. Por indicación del subdelegado Julián Nieto Posadilla, los cabildos del distrito se reunían en la plaza central de la cabecera. En el balcón de la casa real, adornado con la imagen de Fernando VII, se encontraban, aparte de los subdelegados, otros representantes de la administración de la Corona. El subdelegado leyó la Constitución desde este lugar y tomó posteriormente el juramento a las corporaciones presentes. La ubicación espacial de los participantes en la ceremonia simbolizaba la posición superior de los funcionarios españoles de la Corona frente a las comunidades indígenas. Lo mismo se aplica al hecho de que el propio subdelegado no prestaba el juramento, sino sólo lo tomaba a los presentes. A continuación había tres días de bailes y música por la noche; al tercer día se celebraba una misa solemne, en la cual, sin embargo, no se mencionaba la Constitución, a pesar de que las Cortes lo habían indicado de otro modo. La Constitución no desempeñaba papel alguno en la representación simbólica. Por medio de una imagen, se destacaba a la figura del rey Fernando VII; la Constitución en sí no fue presentada de manera solemne. Mediante estas festividades sencillas, el significado de la Constitución se menguó considerablemente por el propio acto. Si bien con ocasión de la reinstalación de la Constitución de Cádiz en 1820, el informe del subdelegado de Villa Alta fue tan escueto como en 1814, —aunque no se trató del mismo funcionario—, sí hubo 49
AGN, Historia, vol. 403, fs. 338r-339r.
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diferencias entre las festividades de 1814 y las de 182050. Según el informe, en la cabecera del distrito se reunieron todos los vecinos, no los ciudadanos, de los que hablaba la Constitución51. Mediante esta formulación se acató el decreto de las Cortes del 18 de marzo de 1812, en el que se estipuló la proclamación solemne de la Constitución52. En la ceremonia de 1820, se leyó la Constitución en la iglesia y enseguida el párroco brindó un breve discurso. Al incluir la Constitución en la misa, adquirió una mayor importancia que en 1814. Cabe destacar que en esta ocasión el subdelegado también prestó el juramento, con lo que mostró su disposición de someterse al nuevo orden. Pese a ello, en 1820 el subdelegado tampoco hizo mayor esfuerzo por solemnizar la ceremonia de la proclamación de la Constitución, y con ello disminuyó su importancia. Aparte del acto en la iglesia no hubo más festividades, y éste concluyó después de un Te Deum. La escueta descripción y la ceremonia poca ostentosa muestran nuevamente que el subdelegado, aparentemente, no le atribuía mayor importancia a la Constitución en su distrito. A diferencia del proceder previsto por las Cortes, que indicaba la celebración de festividades diversas, pero también a diferencia de cómo se procedió en otros distritos oaxaqueños, no hubo actos festivos fuera de la iglesia. Esto es relevante también, porque en Villa Alta se dio lectura a la Constitución una sola vez, mientras que en otros lugares se hacía dos veces; escuchar dos veces un texto largo hace más factible que la gente se grabe más elementos de éste53. A diferencia de las festividades austeras de Villa Alta, las realizadas en el distrito de Zimatlán en 1820 se extendieron por tres días e incluían distintos elementos festivos. Aquí, tal como estipulaba la Constitución, el subdelegado, ya en calidad de “juez de primera instancia” y apoyado por el párroco, el cabildo de la cabecera y los “vecinos distinguidos”, se reunieron en la adornada plaza principal. Una vez que todos tomaran asiento, desde una plataforma se dio lectura a la Cons50
Cfr. la descripción en ACD, Serie General, leg. 87, núm. 112, 1820. El concepto de “vecino” refería, en la época colonial, a los habitantes de un lugar que poseían la ciudadanía plena, o sea, los jefes de familia masculinos. Sin embargo, la Constitución de Cádiz asimismo vinculó la ciudadanía al estatus de “vecino”. Cfr. Irurozqui, “Cómo”, 2005. 52 Decreto CXXXIX, 18 de marzo de 1812, en Colección, 1813, t. II, pp. 173-175 53 De la descripción de la proclamación constitucional en Antequera se desprende que la lectura de la Constitución tomaba alrededor de dos horas. AGN, Historia, vol. 403, f. 295r. 51
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titución, la que fue recibida con repiques de campana y regocijo. Por la noche, todas las casas estuvieron iluminadas y hubo más festividades. Al día siguiente, todos se juntaron otra vez en las casas nacionales, para partir de ahí rumbo a la iglesia junto con el párroco, llevándose el busto de Fernando VII. Una vez en la iglesia, cada uno se sentó en el lugar que le correspondía, es decir, aquí la jerarquía social tradicional se reflejó nuevamente. Antes del ofertorio, se dio lectura a la Constitución y el párroco ofreció un breve discurso. Al terminar la misa, la comunidad en calidad de corporación prestó el juramento, al igual que los demás presentes. Un Te Deum concluyó la misa y los participantes al acto regresaron a las casas nacionales, llevando consigo el busto del monarca, que a continuación colocaron bajo un dosel. Las festividades duraban lo que restaba del día y toda la noche. Al día siguiente, se realizó la visita a la cárcel y todos los presos —que por motivo de su delito no merecían castigos corporales— fueron puestos en libertad. Las fiestas constitucionales en Teutila en 1820 transcurrieron de una manera muy similar54. En contraste con los otros informes, aquí el subdelegado hizo referencia al hecho de que, apoyándose en un intérprete, explicó el contenido de la Constitución a las comunidades, y de que repartió copias de los capítulos referentes a las elecciones para ayuntamientos constitucionales. Al entregar sólo las partes del texto que él consideraba relevantes para la población indígena (y no el texto completo), el funcionario restringió fuertemente el significado de la Constitución, y continuó la política de acotar la población indígena políticamente al nivel local, práctica predominante durante el Antiguo Régimen. En los pueblos en la provincia, los rituales de instalación de la Constitución por lo común no representan la promulgación como una ruptura con el orden existente, sino que tendían más bien a señalar continuidades. A continuación quisiera profundizar más en este aspecto y analizar las fiestas enfocándome en los dos siguientes aspectos: por un lado, es preciso abordar con más detalle el tema de la soberanía y cómo se representaba, y, por el otro, hace falta analizar a conciencia si el asunto de la igualdad de los ciudadanos tenía importancia en los actos correspondientes a la instalación de la Constitución, y, si éste fuera el caso, cómo esto se manifestaba. 54
ACD, Serie General, leg. 87, núm. 112.
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SOBERANÍA La Constitución atribuyó la soberanía exclusiva a la nación y, por tanto, ésta poseía el derecho exclusivo de dictar las leyes55. Con ello transfirió la soberanía del rey a la nación, que a su vez constaba de todos los españoles de ambos hemisferios. Por consiguiente, el nuevo sujeto soberano se compuso de ciudadanos iguales. Ni las distinciones jerárquicas jurídicamente codificadas ni las corporaciones dotadas de privilegios debían seguir estructurando a la sociedad. La incorporación de los individuos en el nuevo orden sociopolítico debió llevarse a efecto mediante nuevas formas de representación56. En Oaxaca, la instalación de la Constitución de 1814 ocurrió, como se mencionó anteriormente, justo en el momento en que los insurgentes, quienes igualmente habían atacado la soberanía del rey, tenían que retirarse de la provincia ante las tropas realistas. Con este trasfondo, surge entonces la pregunta sobre qué se ponía en escena en las fiestas constitucionales. El monarca no dejaba de ser el símbolo central de la escenificación. En las procesiones, la imagen de Fernando VII, o su busto, se llevaba de la plaza principal del poblado a la iglesia y de regreso, y se colocaba en la plataforma desde la cual se hacía la lectura de la Constitución57. El juramento a la Constitución implicaba al mismo tiempo un testimonio de lealtad al rey. La propia Constitución no recibió un carácter simbólico. En ningún momento formaba parte de las procesiones solemnes, esto es, el texto no era llevado por las calles como lo hacían con la imagen de Fernando VII, ni se encontraba como símbolo en los tablados. Más bien recibía, con la lectura pública, un trato parecido a los documentos que antes enviaba el rey, aunque el juramento por parte de la población la distinguía de los decretos y ordenanzas 55
Art. 3 de la “Constitución política” en Colección, 1813, t. II, p. 105. Cfr. para esto también Quijada, “Nación”, 2008. 57 Desafortunadamente, todavía no me queda claro cómo llegaba la imagen o el busto a los pueblos. Cabe mencionar que cada pueblo disponía, aparentemente, de una representación del monarca. Quedan las preguntas de quién realizaba este trabajo, si se hacía en la Ciudad de México o en Antequera y si utilizaban ejemplos traídos de España y quién lo hacía, cuánto costaban y cómo llegaban a cada uno de los pueblos. Se sabe que en la Academia de Bellas Artes de San Carlos, en la Ciudad de México, se producían tales imágenes. Las actas de los ayuntamientos pueden posiblemente brindar información de cada uno de los pueblos, al mencionar el gasto por la imagen o el busto hecho, al llegar un nuevo monarca. 56
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reales. En algunos distritos, los funcionarios adoptaron los nuevos nombres para designar, por ejemplo, los edificios oficiales: en lugar de hablar de las “casas reales” ahora se hablaba de las “casas nacionales”; este cambio en el nombre remite a la nueva determinación del soberano. Hace falta investigar hasta qué punto esto quedaba claro a la población. Estos cambios de nombre, al igual que llamar “Plaza de la Constitución” a la plaza en la cual se llevó a cabo la proclamación constitucional, constituyen los únicos recuerdos duraderos del cambio político ocurrido, si es que el cambio de nombre ocurriera. Solamente en Tlacolula, en el distrito de Teotitlán del Valle, se conmemoró la ocasión mediante una pirámide que se erigió en la plaza central, en cuya inscripción se leía: 1a. Heroes españoles! El Pueblo de Tlacolula admira vuestro heroico valor y celebra vuestros triunfos sobre el Monstruo usurpador de la Europa. 2a. Se erigió esta piramide bajo el nuevo gobierno del pacificador de la Nueva España el Exmo. Señor Don Felix Calleja siendo gobernador intendente de esta Provincia el Señor Don Melchor Alvarez. 3a. En prueba del amor inalterable que el vecindario de Tlacolula ha jurado a sus hermanos los Españoles Europeos. 4a. Se publicó la nueva Constitución de la Monarquia española en este pueblo de Tlacolula el dia 13 de junio de 1814.58
No obstante, aquí se menciona la Constitución hasta el final, y ni siquiera se hace referencia a los conceptos nuevos más importantes, a saber: la nación, la ciudadanía y la libertad. La inscripción recuerda sobre todo a los héroes españoles que luchaban en España contra los franceses, así como conmemora a Félix Calleja y a Melchor Álvarez, comandantes de las tropas realistas en la Nueva España y en Oaxaca,
58 AGEO, Real Intendencia, leg. 29, exp. 6 (1993). (Esta signatura estaba vigente en 1993, cuando trabajé en el AGEO por primera vez. Desgraciadamente, a partir de entonces, a causa de varias reorganizaciones del fondo de la “Real Intendencia” con cambios de clasificación, se cambiaron las signaturas varias veces. El mismo fondo fue nuevamente reorganizado desde finales de 2007 hasta principios de 2008, bajo las mismas condiciones, es decir, sin dar pistas para averiguar a cuál clasificación nueva se fueron los documentos. Esto implica un gran problema para los investigadores que trabajan con este fondo. En adelante citaré el año de mi consulta de los expedientes, al final de la cita.) También se erigió una pirámide en Teotitlán del Valle, la cabecera del distrito.
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y a los líderes en la lucha contra el movimiento independentista. De esta forma, se sugiere que se atribuyó mayor importancia a los éxitos militares que a la Constitución, que sólo se menciona con la fecha de su proclamación en Tlacolula. Además, antes de mencionar la Constitución, se hace referencia al juramento a la unidad con los españoles peninsulares, cosa que no sólo se plasmó en la pirámide, sino que fue recalcado especialmente también por el subdelegado en el discurso que pronunció con ocasión de la proclamación59. En Antequera se dejó un recuerdo duradero de la proclamación constitucional mediante la placa colocada en el ayuntamiento, pero la Constitución en sí tampoco representó aquí un elemento central en las escenificaciones, ya que no fue puesta físicamente al lado de la imagen de Fernando VII. Esto sólo sucedió en el juramento decretado por las Cortes, en el cual se nombró a la Constitución y al rey juntos. Los actos solemnes de la promulgación constitucional destacaban, ante todo, que predominaba la continuidad con el antiguo sistema, ya que representaban al rey en una posición sobresaliente, en ninguna parte se nombraba a la nación como soberana y rara vez tematizaban el concepto de ciudadano. Cuando se mencionaba la libertad, era más en el sentido tradicional de la libertad de una dominación arbitraria. Otro elemento decretado por las propias Cortes que remitía a la continuidad fue la sacralización del nuevo orden mediante el juramento constitucional ante Dios y los Evangelios. Esta vinculación de la Constitución con la religión como fundadora del orden se vio particularmente remarcada en Antequera en 1820, en el impreso que hizo el ayuntamiento, en el que se representó al monarca como el verdadero soberano. Como se mencionó antes, la soberanía nacional implicaba un cambio de estatus de los novohispanos, que se habían convertido de súbditos en ciudadanos, aunque este cambio no fue aceptado por todos. El subdelegado de Villa Alta fue muy contundente en su rechazo a un cambio de estatus de la población indígena, cuando, en la ceremonia de 1814, se representó a sí mismo como la autoridad superior. En su escenificación de la ceremonia, los indios se encontraban en la posición de súbditos, a quienes el subdelegado tenía que comunicar una noticia. 59 Ibid. Aquí sólo se conservaron ambos manuscritos de los discursos. La descripción de la proclamación constitucional en Teotitlán del Valle brinda información sobre el autor. AGN, Historia, vol. 403, f. 340. Aquí, el subdelegado Castillejos mencionó que en ofreció un discurso en Tlacolula y en Teotitlán del Valle.
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Esto puede explicarse al mirar más de cerca las relaciones vigentes en el distrito y la actitud del subdelegado ante la población indígena. Salvo algunos españoles, la población del distrito consistía en un 99% de indígenas. La economía dependía fuertemente del repartimiento de mercancías, en el cual, el subdelegado desempeñaba una función importante. La relación entre la población indígena y los representantes locales de la Corona se caracterizaba tradicionalmente por ser muy conflictiva60. Difícilmente le iba a interesar al subdelegado alterar su relación con la población indígena. Asimismo, la correspondencia que sostenía con el intendente Melchor Álvarez sobre la investigación de unos reclamos hechos en su contra demuestra que el subdelegado tenía un fuerte sentimiento de superioridad frente a los indios. Creía que les beneficiaba ir a votar en las elecciones para el ayuntamiento, en la cabecera del distrito, al menos una vez al año, puesto que con frecuencia era la única ocasión para ellos de ver a la “gente racional”; por lo demás, opinaba que los indios seguían en la misma condición de barbarie que en los días del paganismo61. Finalmente —y esto lo enfatizó Nieto Posadillo— consideraba que los indios sólo aceptaban la soberanía del rey por razones del desempeño oficial del subdelegado, porque habían desaparecido los pagos de tributo. Entonces, el subdelegado se representó aquí como el guardián del dominio español en Villa Alta. Su actitud relativamente radical tenía que ver, probablemente, no sólo con la jerarquía tradicional en el distrito, sino también con el hecho de que fue encarcelado por los insurgentes durante 16 meses62.
IGUALDAD Una transformación decisiva de la sociedad colonial novohispana consistió en la disposición respecto de la igualdad de los ciudadanos, estipulada en la Constitución. Para una sociedad en la cual eran constitutivas las fronteras sociales existentes entre los descendientes de los conquistadores españoles y los americanos conquistados, al igual que las representaciones de la diferencia fundamental de los indios, esta 60 61 62
Cfr. Arrioja, Pueblos, 2008; Guardino, Time, 2005; Yannakaki, Art, 2008. AGEO, Real Intendencia, Intendente, Juicios, leg. 15, exp. 34 (1993). AGN, Subdelegados, vol. 29, exp. 7, fs. 77-89.
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equiparación constituyó una ruptura esencial63. Con el postulado de la igualdad, la Constitución suprimió asimismo las diferentes formas de organización política que había en las repúblicas española e indígena64. Sin embargo, la igualdad de los ciudadanos rara vez desempeñaba un papel de importancia en las festividades constitucionales; más bien, llama la atención su ausencia simbólica. Así y todo, hubo una excepción significativa a la que quisiera pasar revista primero. El distrito de Teotitlán del Valle fue gobernado por el abogado criollo Mariano Castillejos, oriundo de Tehuantepec, al sur de Oaxaca, que antes había vivido por mucho tiempo en la capital de la provincia. Su descripción de la proclamación constitucional de 1814 se completa con el texto del discurso que pronunció en Teotitlán del Valle y en Tlacolula, los dos poblados más grandes del distrito. De acuerdo con su informe, las festividades duraron tres días. Conforme a la representación tradicional de una estructura local corporativa, Castillejos escribió que la Constitución fue acogida con mucho interés por ambos “pueblos”, esto es, refiriéndose a ambas comunidades y no al “pueblo” en singular. Con la Constitución las comunidades se sintieron convencidas de que su libertad y su propiedad estaban garantizadas, y que con ello les esperaba un mejor futuro. Los elementos de la celebración constaron de una misa con un Te Deum, en la cual se dio lectura a la Constitución. Tras otra lectura pública de la Constitución en la plaza principal del lugar, Castillejos dio un discurso sobre su significado. Después de él, el párroco tomó la palabra para hablar de la Constitución, y lo hizo no sólo en español sino también en zapoteco, el idioma de la mayoría de los habitantes indígenas del distrito. A continuación, las comunidades prestaron su juramento. En sus dos discursos, el subdelegado hizo referencia a la situación de antes de 1808, pintando una imagen sorprendentemente crítica del monarca español de entonces. Pues habló de Carlos IV como una persona miedosa e incompetente, transfiriendo con ello directamente al 63 Sin embargo, la Constitución no era consecuente en la medida en que no suspendió todas las distinciones jurídicas basadas en criterios étnicos ni todos los tratos discriminatorios; por ejemplo, la población africana no recibió la ciudadanía. 64 Existe un amplio debate sobre la cuestión de si esta equiparación fue aprovechada por la población indígena o por la española radicada en las comunidades indígenas. Además de la literatura en las notas a pie de página 11 de este texto, cfr. como literatura pionera Pastor, Campesinos, 1987.
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rey las atribuciones que antes de 1808 le habían tocado a Manuel Godoy. Criticó, además, la representación de la doctrina del derecho divino, que en su opinión había llevado a la corrupción, la represión y al empleo de funcionarios incompetentes. No queda muy claro si la población ya conocía esta postura crítica respecto de la legitimación de la dominación monárquica del Antiguo Régimen, pero existe la posibilidad de que los insurgentes hubiesen intentado asimismo ganar seguidores con argumentos similares. La crítica dirigida a los oficiales incompetentes ciertamente sonaba familiar, pues en caso de conflictos con los oficiales de la Corona, la población indígena alegaba con frecuencia que los oficiales los reprimían y que eran ineptos. Castillejos se extendió más sobre los acontecimientos en España desde 1808 con las siguientes palabras: Mientras los Heroes guerreros de nuestra España manejaban tan diestramente la espada en el campo de honor, otra clase de ciudadanos no menos ilustres se ocupaban en promover la prosperidad y bien de la Nación por medio de la presente constitución, la obra mas noble que ha producido el entendimiento humano y la mas preciosa para vosotros; por que en ella os vereis igualados con estos grandes Españoles, honor de la especie humana y admiración de la Europa. Ella sacandoos de la oscuridad en que yaciais y protegiendo vuestra libertad, y propiedades os concede para lo primero la libertad de la palabra, este don precioso que os distingue de las bestias, y para lo segundo prohibe que aun el mismo soberano pueda privaros de su goze por su antojo [...]65.
La equiparación de la población española y la indígena mediante la Constitución fue interpretada de manera ambigua por Castillejos. A sus ojos, debió considerarse la Constitución como el mérito exclusivo de los españoles, y se dirigió a su auditorio llamándolo directamente “mis hijos, antes que mis súbditos”, lo que a final de cuentas tenía la connotación de la continuación de una jerarquía entre el subdelegado y la población. En su segundo discurso, se explayó más: Si, hijos mios, todos somos ciudadanos. El Indio nacido en Tepititlán, Tlacolula o Mitla es de la misma condición que el Europeo nacido en Madrid, quedando desterrada para siempre la funesta rivalidad, que cau65
AGEO, Real Intendencia, leg. 29, exp. 6 (1993).
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saba la diversidad de clases y calidades. En prueba de esta verdad se mandó abolir en Real orden de 22 de enero de 1812 el paseo del estandarte que se hacia en toda esta America en testimonio de su lealtad y como un Monumento de la conquista de estos paises, por cuanto la grande, la generosa, la justa Nación de la Europa deseosa de afianzar los vinculos de la fraternidad que deben enlazar a los Españoles Europeos y Americanos, conoció que estos actos de inferioridad debian desaparecer66.
E hizo un llamamiento a su auditorio: Ea, pues fidelisimos vasallos del mayor de los Monarcas, celebrad con festivas aclamaciones la empresa mas grandiosa que nos han presentado los siglos desde al creacion del mundo y correspondiendo a una magnanimidad que no ha tenido ni tendrá acaso exemplar en los tiempos venideros, exforsaos a merecer el honor que se os ha dispensado [...]67.
Mediante estas palabras, reflejándose a sí mismo como el jefe paternal, y —a pesar de la soberanía de la nación— hablando de los vasallos del rey, Castillejos no se apartó de una relación jerárquica entre españoles e indígenas, y entre dominadores y dominados, a pesar de la mencionada igualdad. Este subdelegado se refirió a los indígenas exclusivamente como receptores de las bondades españolas. Vacilaba entre, por un lado, la percepción tradicional de los indios como súbditos con menos privilegios y con un estatus social inferior al de la población de origen español, y por el otro, su equiparación como ciudadanos. De cualquier modo, al menos aludía a la norma liberal. El hecho de que Castillejos profundizara en el asunto de la igualdad necesita una explicación. Él fue un subdelegado fuera de lo común en lo que respecta a su origen y su educación: nació en una familia de comerciantes de origen español radicada en Tehuantepec y estudió leyes en la Ciudad de México. Las ideas ilustradas, o liberales, ciertamente le habían marcado, y no fue el único en su familia. Su hermano Julián, también abogado, entró en la mira de las autoridades ya desde 1809. Fue acusado de haber participado en un llamamiento a la independencia de la Nueva España y tuvo que abandonarla68. Maria66 67 68
Ibid. Ibid. Cfr. AGN, Criminal, vol. 79, exps. 9 y 10
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no, asimismo, se involucró en un conflicto en Antequera, en el cual algunos miembros peninsulares de la élite le reclamaron haberse negado a prestar el juramento a Fernando VII69. No obstante, no estaba del lado de los insurgentes, sino que había encabezado las tropas realistas en el distrito de Teotitlán del Valle, razón por la cual Melchor Álvarez le había propuesto a él como subdelegado del distrito70. De ahí se explica el énfasis que puso en su discurso y en la inscripción de la pirámide en los líderes y en los logros militares realistas, al igual que el llamamiento a la unidad entre españoles peninsulares y criollos. En cambio, en los otros distritos, no sólo no se mencionaba el asunto de la igualdad, sino que se rechazaba tajantemente. La organización de las ceremonias, en las que el subdelegado y el párroco subrayaron su posición destacada, lo muestra con claridad. En las festividades de Villa Alta en 1814 descritas anteriormente, en las cuales el subdelegado Nieto Posadillo leyó la Constitución desde el balcón de las casas reales y tomó el juramento a los representantes de las comunidades indígenas presentes, se remarcaban en el “escenario” la diferencia y las distintas posiciones jerárquicas entre los miembros de los grupos españoles e indígenas en lugar de que se representara su igualdad; pues al lado del subdelegado, en el balcón, se encontraban los ciudadanos distinguidos del lugar. En su disputa con el intendente, Nieto Posadillo, en relación al asunto de la ciudadanía para la población indígena, expresó su negativa a reconocer a los indios como tales, más aún, en su opinión ni siquiera poseían el potencial para llegar a tal estatus algún día. Nieto Posadillo escribió al respecto: “Pocos seran señor los indios (hablo de este partido) que gocen del derecho de ciudadanos, como proviene la Constitucion politica de la Monarquia por la ciencia de leer y escribir que ignoran”71. Aunque la Constitución no imponía restricciones al ejercicio de los derechos ciudadanos para indígenas o analfabetos, el subdelegado se negó a reconocer que la población indígena fuese a formar parte de la nación soberana con los mismos derechos que los españoles. La actitud ante la población de este funcionario se reflejó en la organización del juramento constitucional.
69 70 71
Cfr. para esto para mayores detalles Hensel, Entstehung, pp. 109 ss. Ibid., p. 388 AGEO, Real Intendencia, Intendente, Juicios, leg. 15, exp. 34 (1993).
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Ambos ejemplos representan los casos más contundentes en los cuales el tema de la igualdad fue tratado en las festividades constitucionales. En las fuentes se encuentran indicios de que en los otros distritos los subdelegados tampoco aceptaron el nuevo concepto, y seguían pensando y actuando de acuerdo con los viejos esquemas de desigualdad. Así, la descripción de las festividades en Teutila de 1820 distinguió entre los “vecinos” y los “naturales” del lugar, refiriéndose con los “naturales” evidentemente a los indios72. Resumiendo puede deducirse que, en las comunidades indígenas, los subdelegados poseían el poder de interpretación sobre la Constitución y sus efectos. Esto se denota claramente a partir de una diferencia entre la ciudad y el campo: las festividades fueron de dimensiones mucho mayores en la ciudad que en el campo, porque, además de los actos públicos que involucraban a toda la comunidad citadina, las corporaciones realizaban cada una por su cuenta otra ceremonia de juramento. Esto se aplica asimismo para Antequera, donde además del juramento los cabildos secular y eclesiástico, los distintos segmentos de la burocracia y los conventos dejaron constancia de más actos semejantes73. En las comunidades indígenas tuvo lugar un solo acto solemne común. A simple vista esto parece un dato trivial, pero en realidad de ninguna manera lo es. En las ciudades, muchas corporaciones hicieron gastos considerables en la representación simbólica del cambio político74. Se arreglaban las fachadas de las casas y se exhibían representaciones gráficas y esculturas con mensajes políticos. Estas variadas formas de expresión simbólica podían contener muy diferentes interpretaciones del orden político, principalmente porque para los representantes de la autoridad controlar a la multitud durante los actos solemnes en la ciudad fue menos sencillo que en el campo. Por eso, la diferencia más importante entre la ciudad y el campo radicaba en el papel que los representantes de la autoridad española desempeñaban en las festividades. En las comunidades indígenas, los subdelegados y no las repúblicas determinaban cómo sería la puesta en escena de la solemne proclamación y del juramento, en tanto que
72
ACD, Serie General, leg. 87, núm. 112. Cfr. AHMCO, Libro de Actas de 1820; AHAO, Actas del Cabildo, 1813-1823; ACD, Serie General, leg. 88, núm. 7. 74 Dircksen en este tomo. 73
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en las ciudades españolas, los cabildos y las demás corporaciones tenían una participación importante en la realización de los actos festivos.
CONCLUSIÓN De este estudio de las fiestas constitucionales en la capital, así como en los pueblos indígenas, cabe desprender que en ambos casos, aunque por razones distintas, prevaleció el aspecto de la continuidad que había entre el antiguo y el nuevo orden. Las experiencias de la guerra, que duró de 1812 a 1814, seguramente fueron muy importantes en ese sentido en la ciudad y en la provincia. Aparte de eso, en la ciudad de Antequera el contraste entre los peninsulares y los criollos no llegó a ser tan grande como era el caso en otras ciudades de la Nueva España. Ante la poca población de origen español en proporción al total de la población de la provincia y ante los intereses comerciales compartidos, pudieron registrarse aquí más bien características en común, que resultaron en estrategias políticas comunes, del mismo modo que en otras partes de la Nueva España los conflictos entre criollos y españoles se manifestaron por medio de la política75. En la provincia, sobre todo los subdelegados y en menor medida los párrocos, se adjudicaron mucha influencia en la realización de las festividades, y con ello, en la mediación del nuevo orden. No sólo dependían la duración y la magnitud del evento de los órdenes del subdelegado, sino precisamente este funcionario de la Corona poseía también el poder de la interpretación. La continuidad del orden existente representaba un mensaje importante en los distritos. Las festividades tal como las previeron las Cortes correspondieron más al ceremonial barroco de las fiestas monárquicas, salvo que la proclamación constitucional resultó ser menos pomposa. Sin embargo, las ceremonias que se llevaron a cabo eran con frecuencia claramente austeras. Con todo, en relación a la cuestión de la legitimación y la vigencia del nuevo orden, codificado por medio de la nueva Constitución, cabe reconocer que los valo75 Cabe mencionar que al referir a “criollos” y “españoles” no sólo se alude al origen de determinados grupos (y sus contemporáneos también lo consideraban así), sino que el vínculo a la colonia o a la patria era muy importante. Cfr. Guedea, “Primeras”, 1991.
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res liberales fueron apenas representados, y con ello casi no se transmitían las nuevas posibilidades de actuar en el ámbito político que ofrecía la Constitución. Ni la soberanía de la nación ni la igualdad de los ciudadanos fueron temas que recibieron énfasis en las fiestas constitucionales en Oaxaca. En las representaciones simbólicas, la Constitución, que debió constituir el nuevo soberano, fue relegada a un segundo plano ante el antiguo soberano, el monarca. Éste y la religión ocupaban los espacios primordiales. El juramento a la Constitución siguió al ceremonial tradicional, y con ello implicó el carácter de un contrato entre el dominador y el dominado, en el cual lo sagrado del compromiso político tuvo mucho peso. En el primer plano no se encontraba el ciudadano libre, sino que, a menudo, los subdelegados exigían “obedecimiento y cumplimiento”, es decir, pretendían obligar a la población a ser obediente; el juramento ante Dios y los Santos Evangelios sólo remarcaba esta obligación de obediencia. La acentuación de la continuidad también se mostró en el uso frecuente de los conceptos antiguos. Si bien es cierto que la Constitución y los decretos emitidos por las Cortes buscaban la introducción de nuevos conceptos, a fin de conseguir que el cambio se hiciera patente también en términos del lenguaje, los nuevos conceptos aparecen sólo muy esporádicamente en las descripciones oaxaqueñas. Sólo el cambio de nombre de algunos edificios oficiales, por ejemplo, de “casas reales” a “casas nacionales” se registra un par de veces, al igual que el cambio de la “plaza principal” a la “plaza de la Constitución”. Con excepción del discurso de Mariano Castillejos de 1814, nadie utilizó el concepto de “ciudadano”, sino que más bien algunos subdelegados diferenciaban la población en “vecinos” y “naturales”, con lo que conservaban la antigua separación de españoles e indios. También el nuevo procedimiento, estipulado por la Constitución en relación a las elecciones para los órganos representativos no se verificó con la misma rapidez en todas partes. En tanto que en Antequera el cambio político se hizo patente y tangible mediante las elecciones que seguían inmediatamente después de la instalación de la Constitución, lo mismo no se aplicaba a las comunidades indígenas, donde los subdelegados solían retrasar las nuevas elecciones hasta finales del año, a fin de hacerlas coincidir con los plazos regulares76. 76
Cfr. Hensel, “Cambios”, en prensa.
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El afán de los subdelegados por mantener el statu quo se debe, probablemente, por un lado, a su disposición negativa hacia la población indígena, y por otro, a la vinculación de intereses personales con su cargo oficial. A ellos les parecía normal exigir obediencia a los súbditos del rey, y que no siempre recibieran a cambio la obediencia que demandaban, no cambiaba en absoluto sus expectativas. Además, ocupaban la posición más alta en la jerarquía social en sus distritos, y por lo común derivaban intereses económicos de su posición. Estos resultados me han llevado a pensar que el proceso constitucional en la Nueva España debe interpretarse con más cautela, sobre todo cuando se trata de los efectos que tuvo para la población indígena. Me parece poco probable que el cambio llegara al campo para establecerse de inmediato. En cambio, parece indispensable que, al realizar el análisis político, se atribuya un papel más importante a aquellos funcionarios de la Corona que funcionaban como mediadores importantes al interior de las estructuras del poder. Mediante sus actos, eran capaces de ejercer mucha influencia en la observancia y la conversión de la Constitución. La investigación realizada aquí en torno a los actos simbólicos mediante los cuales se representaba la Constitución, ha demostrado que, a pesar del cambio fundamental del orden político planteado por la Constitución, semejante cambio no se tradujo instantáneamente en una práctica política, sino que los valores antiguos y las opciones para actuar que se deducen de estos, seguían teniendo efecto por más tiempo. Para la historia constitucional, y no sólo la de México, esto significa que al lado de las normas escritas, deben analizarse las significaciones simbólicas y sus efectos, puesto que la percepción contemporánea de las normas y valores codificados en la Constitución, ejercían influencia en la conversión concreta del orden constitucional77.
ARCHIVOS ACD AGEO AGN AHAO AHMCO 77
Archivo del Congreso de los Diputados, Madrid. Archivo General del Estado de Oaxaca. Archivo General de la Nación, Ciudad de México. Archivo Histórico del Arzobispado de Oaxaca. Archivo Histórico Municipal de la Ciudad de Oaxaca.
Cfr. Stollberg-Rilinger, “Verfassung”, 2003.
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POR DECRETO:
LOS ANIVERSARIOS DE LA
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EN EL SIGLO XIX
Ve rónica Z á rate Toscano
PRELIMINAR Desde los albores de la república independiente, los gobiernos mexicanos establecieron algunos días festivos para conmemorar los sucesos históricos relevantes que habían contribuido al nacimiento de la nueva nación. Una de esas festividades estaba destinada a recordar la firma de las Constituciones. Así, en la primera mitad del siglo XIX, ya en el México independiente, se estableció el 4 de octubre como el aniversario a recordar a partir de la firma del código de 1824. Sin embargo, con la sucesión de distintos regímenes, se decretaron otros códigos que tuvieron una existencia efímera, hasta llegar a la Constitución de 1857 firmada el 5 de febrero y conmemorada el resto del siglo. El objetivo de este texto es analizar las características de algunas festividades en torno a las Constituciones de 1824 y 1857 y su utilización, por parte de los gobiernos en turno, para contribuir a la formación de una memoria histórica. Las conmemoraciones se convirtieron en uno de los mecanismos más efectivos para reafirmar una identidad propia del nuevo país y son una muestra de los usos políticos que se pueden hacer de la historia. El apoyo en el pasado, sea remoto o inmediato, es un mecanismo utilizado para justificar el haber llegado a un determinado presente1. En algunas de las acciones analizadas también reconocemos la conciencia de estar formando parte de un momento importante, de un hito de la historia, elementos de identidad.
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Véase en particular a Carreras/Forcadell, Usos, 2003.
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En el marco de las representaciones, nos interesa reconocer las pervivencias y también los cambios introducidos en las ceremonias del México independiente, como un reflejo de la transición política de un sistema monárquico y uno imperial hasta llegar a un republicano de representación limitada. El ensayo de diversos regímenes y tipos de gobierno es un ejemplo de los fracasos del nuevo país al momento de nacer y que va a repercutir en muchos aspectos de la vida independiente, entre ellos las festividades. Los actos simbólicos pueden considerarse como mediadores culturales, ya que transmiten una serie de valores y conceptos encaminados a formar un imaginario que la población pueda asimilar y reconocer como parte de la identidad nacional. Estos actos públicos que buscaban legitimar el orden político, intentaban igualmente crear una conciencia colectiva homogénea. Así pues, los símbolos tradicionales se rescataban pero al mismo tiempo se buscaba dotarlos de un nuevo significado. Para poder entender el alcance de las dimensiones simbólicas, sería pertinente ver cómo se fue enraizando y constituyendo uno de los elementos de la dimensión festiva durante el primer siglo de vida del México independiente, precisamente a partir de 1824. Al realizar esta investigación, tomé muy en consideración el hecho de que la fase posterior a la consumación de la independencia fue una etapa de reiterados intentos por consolidar un nuevo país, independiente pero con raíces muy profundas que, anclando en el pasado, también miraba hacia el futuro. Así pues, la construcción de una nación independiente implicaba la fabricación de un imaginario acorde con el mito fundacional, y dentro de él jugaban un papel primordial las leyes. Si bien es cierto que la Constitución de 1824 no era absolutamente original y novedosa, por haber abrevado de la tradición del derecho hispano, las Leyes de Indias, y de la Constitución de Cádiz2, con todas sus virtudes y sus defectos, se elevaba al estatus del corpus básico del nuevo país y la reiterada conmemoración de su firma intentaba consolidar su vigencia. Desde luego que la discusión de la nueva legislación no fue tarea fácil ni inmediata y el logro de llegar a un consenso que permitiera suscribir las leyes sí que era algo digno de conmemorar. En términos estrictos, la Constitución era la verdadera acta de nacimiento del nue2
Gantús/Gutiérrez/Hernández/León, Constitución, 2008, p. 9.
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vo país. Apoyándome en la prensa del momento, en documentación del Archivo Histórico del Distrito Federal, en el diario de un personaje contemporáneo a los sucesos y en algunos impresos, analizaré las acciones emprendidas por las autoridades en turno para reafirmar la vigencia de la Constitución a través de la conmemoración de la fecha de su promulgación a lo largo de varios años y los tropiezos que enfrentó el naciente país en la primera mitad del siglo XIX.
EL
P R I M E R E S L A B Ó N C O N M E M O R AT I V O
Después de diez meses de arduo debate, el lunes 4 de octubre de 1824, los legisladores aprobaron la Constitución y, cumpliendo con un protocolo recientemente acordado, aunque basado en añejas costumbres virreinales, procedieron a entregarle al Poder Ejecutivo un ejemplar manuscrito de la Constitución firmado por los diputados3. Todos ellos tenían clara conciencia de protagonizar un acontecimiento digno de memoria al momento de jurar la Constitución. Este sentimiento quedó plasmado en las palabras del diputado Tomás Vargas4, que encabezaba la comisión nombrada para tan honrosa acción: “La posteridad, por tanto, agradecida, pronunciará vuestros nombres con una dulce emoción y con el sentimiento más vivo de gratitud”5. Las esperanzas para el nuevo país estaban cifradas en el código y cabe señalar que en los discursos se percibe que el documento se blandía como un arma efectiva frente a los enemigos. Serviría, decían, para demostrar el grado de avance, civilidad, cultura y solidez que tenía la naciente nación frente a los enemigos. La principal preocupación era el concepto que tendrían en Europa sobre la Constitución Mexicana 3 Carlos María de Bustamante escribió en su Diario Histórico que “Cuando se firmó la Constitución de Cádiz se hizo con pluma de oro; aquí no se guardó esta solemnidad. El licenciado Bustamante llevó la suya de alcatraz tajada, y dijo a varios diputados: ‘he traído esta pluma para jubilarla y guardarla en un cañón de hoja de lata porque con ella he firmado la sentencia de muerte de mi patria’”. Bustamante, Diario, 2001, miércoles 6 de octubre de 1824. 4 Diputado por San Luis Potosí y doctor en Teología. Gantús/Gutiérrez/Hernández/León, Constitución, 2008, p. 173. 5 “Descripción del ceremonial con que la comisión nombrada para entregar la Constitución al Supremo Poder Ejecutivo, cumplió su encargo”, 4 de octubre de 1824, en: Alba/Rangel, Primer, 1924, pp. 271-272.
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y, claro, se esperaba que, al ver sentadas firmemente las bases del gobierno, el resto de los países se apresuraría a reconocerlo e incluirlo entre el creciente grupo de naciones independientes. Como piedra angular para la circulación y reconocimiento del código, el 6 de octubre se hizo público el ceremonial a seguir para la Jura de la Constitución, el cual se asemeja bastante a la jura de cualquier monarca de Antiguo Régimen. En la circular que lo acompañaba, se incluían las siguientes frases, por demás significativas: La puerta de la felicidad está ya abierta: el camino por donde debe llegarse, está trazado en esa ley constitutiva: los pueblos no pueden apetecer más libertad que la que ella les concede; pasar de esta línea, sería precipitarse en la anarquía y acarrearle los horrores que le son inherentes. [...] los mexicanos nada más necesitan para llegar al destino a que los llama la Providencia, que obedecer y, ceñir su conducta a la Constitución que con tanta satisfacción pone hoy en sus manos6.
Con el inicio de esta cita, no podemos menos que recordar las célebres palabras de Agustín de Iturbide, “Ya sabéis el modo de ser libres, a vosotros os toca señalar el de ser felices”, pronunciada el día de la consumación de la independencia, el 27 de septiembre de 1821, es decir, tras escasos tres años que no habían dado precisamente muestras de esa anhelada felicidad. Insistimos en que los pasos del ceremonial respondían a la más acendrada tradición al solemnizar la publicación del bando que lo daba a conocer con el recorrido que hacían las autoridades de los ayuntamientos “bajo de mazas, con el escribano que ha sido de costumbre” (artículo 1º). A continuación se estipulaba que la artillería haría las “salvas” prevenidas en las ordenanzas para los actos de mayor solemnidad, se iluminarían y adornarían calles y edificios públicos por tres días, se realizarían los paseos, diversiones públicas y repique de campanas. En el segundo día, se efectuaría un Te Deum al que asistirían todas las autoridades y corporaciones civiles, militares y eclesiásticas, después de la ceremonia religiosa, prestarían su juramento, como también lo haría “el pueblo” (artículo 2°). Todos estos rituales apenas significaban alguna novedad y ruptura respecto a los protocolos efectuados durante el período colonial. 6
“Jura de la Constitución de 1824”, en: Alba/Rangel, Primer, 1924, pp. 285-292.
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En la Ciudad de México, el domingo 10 de octubre de 1824, el recientemente electo presidente Guadalupe Victoria y el vicepresidente Nicolás Bravo prestaron el debido juramento a la Constitución en el recinto del Congreso, cuyas galerías estaban pletóricas de gente. El presidente pronunció un discurso alusivo7 y posteriormente la comitiva en pleno se trasladó a la catedral, donde se rezó un Te Deum8. A continuación se efectuó un concierto en un salón de la Dirección General del Tabaco, bajo la batuta de Mariano Elízaga, iniciado con una “pieza inventada repentinamente”9. Este músico, fundador de la primera Sociedad Filarmónica de México10, inauguraría un hecho que se volvería costumbre con el paso del tiempo: como acto complementario de las celebraciones y fiestas, se daban a conocer composiciones realizadas específicamente para las conmemoraciones. Ahora bien, en términos generales, encontramos que las diferencias entre las celebraciones y ceremonias virreinales, imperiales y republicanas son mínimas, siendo el principal cambio el objeto a conmemorar. Podríamos comparar la Jura de Carlos IV con la de la Constitución y encontraríamos básicamente el mismo protocolo11. La estructura es muy similar y en ambas están presentes los elementos de la luz y la pólvora, las diversiones y los paseos. El momento central de todo este protocolo festivo es el Te Deum efectuado en catedral, dejando la palabra a la más alta dignidad eclesiástica. Si hacemos un recuento de los cambios que se irán introduciendo en lo que podría considerarse como una etapa de ese largo y lento proceso de secularización, encontramos que los discursos cívicos irán sustituyendo a las homilías, las inauguraciones de obras públicas ocuparán un espacio cada vez mayor hasta convertirse en parte fundamental 7 “Discurso pronunciado el día 10 de octubre de 1824 por el E. S. Don Guadalupe Victoria, Presidente de los Estados Unidos Mexicanos, en el acto de prestar el juramento prevenido en el artículo 101 de la Constitución Federal, en el seno del Soberano Congreso Constituyente, y de ocupar el asiento para que ha sido llamado por los pueblos”, en: Gaceta del Gobierno Supremo de la Federación Mexicana, 10 de octubre de 1824, 3fs. 8 Bustamante, Diario, 2001, domingo 10 de octubre de 1824. 9 Anuncio y programa del concierto, en: Bustamante, Diario, 2001, anexos de octubre de 1824. 10 Para una rápida y breve biografía sobre el músico Mariano Elizaga, que requiere mayor atención por parte de historiadores y musicólogos, véase Herrera, “Mariano”. 11 Para un estudio comparativo, véase Fajardo, “Jura”, 1999.
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del programa, y también se hará evidente una mayor presencia de piezas musicales, con temas patrióticos en lugar de los cánticos religiosos. Para el caso que nos ocupa, en el programa de la jura no se mencionan los fuegos artificiales, pero dada la añeja tradición, vigente aun en nuestros días, no es improbable que formaran parte del programa festivo de la jura de la Constitución.
LOS
ANIVERSARIOS
México se convirtió en un país independiente en 1821 y la primera Constitución fue puesta en vigor tres años después, cuando se convirtió en república. La promulgación se hizo el 4 de octubre de 1824 y poco después de un mes, ya existía un decreto que consideraba ese día como fiesta cívica12. Así pues, podría esperarse que el primer aniversario fuera conmemorado con bombo y platillo pero, si hemos de creer a Carlos María de Bustamante13, la celebración no tuvo ningún rasgo digno de resaltarse, a excepción de la arenga que Guadalupe Victoria dirigió a los soldados. Así, después de asistir a la función cívica en catedral, después de la misa, se hizo pública una proclama dirigida al ejército, al que se le concedía un peso fundamental: “¡Que la Constitución, ese depósito de la soberana voluntad del pueblo, se mantenga intacta a costa de vuestras vidas e incesantes desvelos!”14 Dadas las circunstancias de inseguridad e incertidumbre ante el nuevo camino que se abría frente a los mexicanos, no resulta sorprendente que Victoria se manifestara de esta manera frente a un cuerpo que le podría brindar apoyo en caso de inconformidad interna o de amenaza externa. Resulta un poco inquietante, aunque tal vez comprensible, el hecho de que el presidente buscara el apoyo del brazo armado para la defensa del código, sobre todo en términos como “Es mi suma gloria
12
Decreto de 27 de noviembre de 1824, en: Dublán/Lozano, Legislación, 1876, t. I, núm. 442. 13 Este prolijo escritor ha generado muchas reacciones positivas y negativas hacia la manera tan visceral que tenía de tratar los asuntos que ocupaban sus publicaciones. Sin embargo, no deja de ser una fuente muy valiosa ya que describía con conocimiento de causa los momentos históricos que le había tocado vivir. Bustamante, Diario, 2001, martes 4 de octubre de 1825. 14 Ibid., anexos de octubre de 1825.
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pertenecer a las filas de los valientes. Yo os admiro. Mi corazón pertenece sin reservas a los soldados de la libertad”. Lo que interesa destacar es que la fragilidad de la Constitución comenzaba a hacerse evidente, a juzgar por las opiniones que ya se vertían e imprimían en otras latitudes del naciente país15, se reflejaban en la frialdad de los festejos y en los ataques directos que recibía. Era pues evidente que el pacto federal se resquebrajaba. Ello motivó a que en 1827 se publicaran en la prensa varios artículos, en una especie de campaña laudatoria. En El Sol se destacaba que la Constitución era el “depósito sagrado de nuestros derechos y libertades, ese gran libro donde se registran las salvaguardias públicas y las inmutables bases de la magnánima asociación anahuacense”16, o se manifestaba sorpresa por que no se “celebrase (aunque fuera de fingido) el glorioso aniversario”17. Por su parte, El Águila Mexicana afirmaba que mientras los francmasones divididos se atacaban unos a otros y se hacían mutuas recriminaciones, “nosotros, que tenemos la fortuna de estar libres de ocupaciones tan odiosas, nos entretendremos en celebrar el día de hoy, como uno de los tres que forman las épocas más gloriosas de nuestra independencia y libertad”18. Con un espíritu conciliador que evidencia que aún no se hacían tan marcadas las luchas por darle preeminencia a unas fechas sobre otras, hacía una triada interesante entre el 16 (inicio de la independencia, festejado por la facción más liberal) y 27 de septiembre (consumación de la independencia, festejada por la facción más conservadora) y el 4 de octubre, promulgación de la Constitución de 1824. La campaña por mantener vivo, no sólo el recuerdo del día en que se había promulgado, sino la Constitución misma, continuó año con año. En 1828 se cuestionaba que, una vez asegurada “la independencia conquistada con un millón de sacrificios. ¿De que nos servía, en efecto, el hecho de ser independientes [...] sin una regla segura que dirigiese nuestras operaciones?”19.
15
Al respecto puede verse El amigo, Jalisco, 1825. Según resumió Lucina Moreno Valle, en él se afirma que la Constitución de 1824 no podrá reformarse jamás en cuanto a los artículos que consagran la independencia, forma de gobierno y religión del Estado. Moreno, Catálogo, 1975, pp. 193-194. 16 El Sol, 4 de octubre de 1827 17 El Sol, 5 de octubre de 1827, comunicado firmado por L J. A. 18 El Águila Mexicana, 4 de octubre de 1827. 19 El Sol, 4 de octubre de 1828
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La primera prueba real a la independencia mexicana, llevada más allá de las amenazas, se presentó en 1829 cuando tropas españolas, al frente de Isidro Barradas, iniciaron una campaña de “reconquista” del que había sido parte del territorio español, la cual culminó con un rotundo fracaso que, por otro lado, sirvió de punto de apoyo para el intento de convertir a Antonio López de Santa Anna en el “héroe de Tampico”. Así, la capitulación del enemigo ante el militar mexicano, llevada a cabo el 11 de septiembre de 1829, se convertiría en una fiesta cívica en ciertos momentos particulares durante el siglo XIX20. Por lo pronto, el 20 de septiembre de 1829 se efectuó la primera celebración por la “victoria de Tampico” y el nacimiento de lo que se intentaría consolidar como una tradición21. Para el caso que nos ocupa, lo que interesa señalar es que la cercanía de la noticia de la “victoria” sobre el enemigo con la festividad de la firma de la Constitución se aprovechó al máximo. También vale la pena resaltar que por primera vez se utilizaron objetos materiales llenos de significado para atraer las miradas y para consolidar el sentido de las conmemoraciones. Así pues, el gobernador del Distrito Federal, José María Tornel, hizo público un bando, por instrucciones de la Secretaría de Estado y del Despacho de Relaciones, en que se decretó que “las banderas españolas de los invasores se presenten al público en el balcón principal de palacio como trofeos rendidos a la sagrada carta”22. En lenguaje contemporáneo, podríamos decir que lo que se buscaba era un “efecto mediático profundo”. Una vez más debemos recurrir a Carlos María de Bustamante para conocer los detalles de lo que él mismo llama el “espectáculo de las dos banderas”: En el balcón principal de palacio se colocó un dosel carmesí de terciopelo, bajo del cual se puso un gracioso pabellón de azul y blanco, y en su centro la tabla de la Constitución; a sus lados se pusieron dos granaderos
20 He analizado detalladamente las conmemoraciones en torno a este suceso en Zárate, “Héroes”, 2003. 21 Como ha dicho Will Fowler, con José María Tornel al mando de la capital, en su calidad de gobernador del Distrito Federal, “la victoria de Santa Anna se convirtió en un evento legendario” (Fowler, Tornel, 2000, p. 101). 22 El Sol, 4 de octubre de 1829.
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con gorras y fusil al hombro custodiándola; sobre el piso del balcón se formó un tablado saliente, en cuyo centro se colocó un gran cuadro de mosaico de pluma de colores, hecho en Pátzcuaro23 de plumas de chupamirto, que figura el escudo de armas de la República Mexicana rodeado de trofeos; herido este cuadro al medio día con los rayos del sol deslumbraba la vista. A los dos lados de este cuadro, se veían abatidas las dos banderas españolas, y sobre la azotea del mismo balcón flotaba el pabellón mexicano24.
Escudo plumario, Museo Nacional de Antropología de México, sala “Michoacán”, fotografía de Alessandra Russo.
23 Sabau, México, 1994, p. 161, cita a Francisco de Ajofrín quien, en su Diario de viaje, resalta que en Pátzcuaro “fabricaban los indios aquellas pinturas de pluma, sin entrar otro color ni barniz, valiéndose de la abundancia de aves que crían los montes, muy exquisitas en color y variedad. He visto algunas pinturas de gran primor y lustre”. Lamentaba además que ya en el siglo XVIII estuviera “olvidado este ejercicio”. Ajofrín, Diario, 1986. 24 Bustamante, Diario, 2001, domingo 4 de octubre de 1829.
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La simbología de todo este cuadro implicaría un estudio más detallado que no podemos emprender ahora. Sin embargo, sí podemos hacer algunos apuntes generales. Se hace evidente que algunos funcionarios del gobierno fueron muy conscientes de la importancia de esta imagen para consolidar al naciente país. No sólo se presentaban los pabellones españoles obtenidos por la rendición de sus tropas, sino que se sometían ante el escudo nacional, que además era una pieza de arte plumario de la más pura tradición prehispánica. En la parte superior, el medallón está rematado con hojas de laurel, que son elementos dedicados a los héroes. En la parte inferior se ve un carcaj de donde salen las plumas de unas flechas así como una parte de un arco que las dispararía, un sable y la boca de un cañón. Se aprecia igualmente la presencia de un lagarto o cocodrilo, animal que se utilizaba en las imágenes pictóricas como una representación de la América. También destaca la inclusión de los tambores de guerra que aluden inevitablemente a los combates sostenidos a fin de lograr la independencia. Además de lo anterior, se representa un gorro militar enfatizando la importancia del cuerpo castrense en la obtención y mantenimiento de la independencia y de las instituciones derivadas de ella. Respecto a esta pieza, el propio Bustamante proporcionó mayor información en otra de sus obras, al hablar del arte plumario: El más sobresaliente en este arte en estos últimos tiempos fue un José Rodríguez, el cual presentó al primer Congreso general, un cuadro con las armas de la República Mexicana rodeada de trofeos, y en remuneración de obra tan particular, el Supremo Gobierno le gratificó con ochocientos pesos, a solicitud particular mía dirigida al Congreso general.25
Las informaciones sobre la suma entregada a su autor pueden sonar un tanto exageradas, sobre todo si consideramos que, cuatro años después, para el festejo conjunto “del grito de la independencia y publicación de la constitución”, del que nos ocuparemos líneas abajo, el vicepresidente decretó que se dispusiera de un presupuesto de “hasta dos mil pesos”26. La pieza aludida, cuyo autor fue remunerado económicamente, se conserva todavía en buen estado en la Sala de Etnografía del Museo 25 26
Sahagún, Historia, 1829-1830, vol. 2, p. 397. El Fénix de la Libertad, 2 de octubre de 1833.
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Nacional de Antropología de la Ciudad de México a pesar de la aparente fragilidad de sus materiales27. Pensemos en el conjunto de objetos exhibidos en el balcón de palacio, con esa lejanía a que apelan las obras de arte para producir una empatía en el observador. El mosaico de plumas, de 118 por 91 centímetros, tenía rendidos a los pabellones y, en el centro de toda la escenografía, bajo un dosel con un pabellón, la “tabla de la constitución”. Es decir, hay que resaltar la presencia física del objeto a conmemorar. Así como en otras festividades se solía exponer en público el retrato de los reyes o de los héroes que se recordaban como los protagonistas del suceso a festejar28, en este caso se utilizaba un ejemplar de la propia Constitución, costumbre que se mantuvo en algunas celebraciones posteriores29. Cerramos este apartado ocupándonos de la ceremonia que se efectuó en 1833, ya que se revistió de una particularidad al reunir en una sola fecha las conmemoraciones del inicio de la independencia y de la firma de la Constitución. México estaba viviendo una época por demás compleja con la sucesión de Manuel Gómez Pedraza, Antonio López de Santa Anna y Valentín Gómez Farías al frente de la nación. Ante tal efervescencia política no había demasiado tiempo para organizar festejos, y tal vez por ello se decidió unir las dos conmemoraciones en una sola fecha. Las crónicas que se ocupan de ella nos indican que se rebasó el espacio festivo a que hasta ahora nos habíamos venido refiriendo. Los actos analizados anteriormente se habían efectuado en la plaza mayor de la Ciudad de México, o plaza de la Constitución30, espacio delimitado por la catedral, el palacio de gobierno y el del ayuntamiento. Sin embargo, las fiestas del inicio de la independencia tenían su propio espacio. Un lugar abierto y arbolado conocido como la Alameda, era el escenario en que se efectuaban los actos centrales del programa. Así, en 1833, los participantes y asistentes a la conmemoración debieron trasladarse de la catedral, donde hubo una misa31, a la Alameda 27
Suárez, “Colección”, 1996. Sobre la utilización de imágenes de poder véase Mínguez, Reyes, 1995. 29 Bustamante, Diario, 2001, lunes 4 de octubre de 1830, escribió: “En la diputación se puso anoche la Constitución bajo de solio”. 30 Se llamaba así desde la promulgación de la Constitución de Cádiz. Coloquialmente se le conoce como “El Zócalo”. 31 Bustamante, Diario, 2001, Viernes 4 de octubre de 1833. 28
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donde, cobijado por los árboles, se colocó un templete, en cuyo centro se veía una alegoría que representaba exactamente el cuadro de la creación y del creador: Hidalgo inspirado por la filosofía extiende su mano y a este movimiento desaparecen las tinieblas del despotismo; la América se levanta el velo que cerraba sus ojos; caen sus cadenas; el águila mexicana da sus alas al viento, los héroes se reúnen para comenzar la obra de nuestra redención bajo un cielo todo nuevo que libre de tinieblas les enseñaba el camino de la inmortalidad. Aquella misma águila que rompiendo sus cadenas ensayaba un vuelo que debía elevarla a su mayor altura, se veía en el frontispicio del templete, sacando la constitución federal de en medio de un torbellino de humo, y como librándola de la ferocidad de un ejército refractario que apuraba sus esfuerzos para destruirla.32
El otro escenario festivo estaba en el espacio donde tradicionalmente se conmemoraba la firma de la Constitución, en el corazón de la ciudad. Ahí también hubo un gran despliegue de imaginación y de adornos ya que la casa del ayuntamiento presentaba el aspecto de una galería, donde la Constitución Federal ocupaba el centro de una línea formada de todos los héroes que se conmemoraban en el día; las dos víctimas ilustres de la perfidia y la traición Hidalgo y Guerrero estaban a sus costados, y parecía que todos habían roto sus sepulcros para defender la majestad del pacto sagrado que un puñado de miserables se atreve a combatir33. En esta conmemoración, además, se registran dos actos complementarios34. Por un lado, algunos representantes del cuerpo legislativo repartieron “el producto de diez mil pesos empleados en ropa de primera necesidad” como un “alivio a la clase miserable que un azote del cielo hizo más infeliz condenándola a orfandad u viudez”, como un rasgo “propio de un gobierno popular y paternal!”35. Además de este acto que ofreció un paliativo, al menos temporal, a las necesidades materiales de una parte muy seleccionada de la población, se ofreció otro acto para el entretenimiento más general, netamente centrado en una acción lúdica: “En la tarde se echó un globo en la misma Ala-
32 33 34 35
El Fénix de la libertad, 5 de octubre de 1833, núm. 66. Ibíd. Zárate, “Conmemoraciones”, 2003. El Fénix de la libertad, 5 de octubre de 1833, núm. 66.
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meda”36. Entre los actos complementarios que más entretendría a los participantes en las festividades destaca la ascensión de globos aerostáticos. Es inevitable pensar que, al fomentar este tipo de diversiones, el gobierno estaba aplicando lo que actualmente llamaríamos “pan y circo”, es decir, la práctica de mantener entretenida a la población para ocultar hechos controvertidos o cuestionables.
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La vigencia de la Constitución de 1824 estuvo limitada por la inestabilidad misma que estaba viviendo la naciente nación. En un apretado resumen podemos decir que, entre el 23 de octubre de 1835 y el 22 de agosto de 1846, es decir, en prácticamente once años, entraron en vigor dos códigos con características distintas al código federal, ya que se establecía un sistema de república centralista: las Siete Leyes Constitucionales (promulgadas desde el 15 de diciembre de 1835 hasta el 6 de diciembre 1836)37, y las Bases Orgánicas (12 de junio de 1843). Posteriormente, el 22 de agosto de 1846 se restableció la Constitución de 1824. La conmemoración del restablecimiento vino aparejada con el regreso del presidente Santa Anna que había estado exiliado en La Habana. Así se participó a los habitantes de la Ciudad de México desde el 8 de septiembre, invitándolos a que adornaran e iluminaran sus casas “según les fuere posible, a dar el mayor lustre a dicha función”38. El militar no permaneció en México lo suficiente como para asumir el poder ejecutivo, sino que emprendió el camino hacia el norte para combatir a las tropas norteamericanas que avanzaban desde la frontera norte, invadiendo el territorio nacional. Ante lo crítico de la situación, consideró que lo más conveniente era fortalecer el pacto federal rescatando el código en el que se había originado. Según la opinión de Will Fowler, a la larga, esta medida resultó contraproducente ya que los Estados, con su recuperada “soberanía” no contribuyeron ni con hombres ni con dinero para la guerra39. 36
Bustamante, Diario, 2001, viernes 4 de octubre de 1833. Bando del 27 de Diciembre de 1836, en AHDF, Ayuntamiento Gobierno del Distrito Federal, Historia, Constituciones, vol. 2253, exp. 23. 38 Invitación, 1846. 39 Fowler, Santa, 2007, p. 259. 37
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Desde 1828 se hizo claro que la Constitución de 1824 había fallado y no había establecido un sistema político duradero adecuado a las necesidades y costumbres del pueblo mexicano. México necesitaba una nueva Constitución que no fuera contra el deseo general, no creara un contexto en que los levantamientos fueran el lugar común y tomara en cuenta habitantes, costumbres y preocupaciones de la gente40. La precaria situación del país, el estado bélico, la incertidumbre y los sentimientos encendidos, provocaron que se profirieran ataques a diestra y siniestra y se hiciera un uso político del pasado y de la historia acorde con las circunstancias del presente. En 1848, tras la derrota frente a los norteamericanos y la firma de un tratado que le costó al país la mitad de su territorio, era importante reconstruirlo. Tal vez ello explica también el tono –en cierto sentido– conciliador que se percibe en un artículo publicado en el periódico El Siglo XIX a raíz de la conmemoración del 4 de octubre: Las leyes orgánicas se deben calificar por el resultado de sus promesas, y no por las revoluciones que las acompañen, porque el legislador no puede sino a los particulares, la constitución de 24 no prohibió, no podía, la guerra y la extranjera; acusarla de estas desgracias, sería tan insensato como la causa de los temblores y de las enfermedades contagiosas41.
El culparse unos a otros no fue impedimento para que se insistiera en el fortalecimiento del código de 1824, a pesar de los defectos que había demostrado y del fracaso en reformar sus errores. La delicada situación política de México requería de un mayor esfuerzo por parte de su poder legislativo para establecer una Constitución más acorde a la realidad mexicana42. Fue necesario esperar hasta el 5 de febrero de 1857 para tener una Constitución que resultó más duradera. Por lo que respecta a la conmemoración de la fecha de su firma, el primero de enero de 186143, Benito Juárez, en su calidad de presidente interino constitucional, decretó que sería una fiesta nacional y en las celebraciones subsecuentes, por lo general, se solicitó la presencia de los firmantes de la Carta 40 41 42 43
Fowler, Santa, 2007, p. 161 El Siglo XIX, 4 de octubre de 1848, p. 3. Costeloe, República, 2000, p. 377. Dublán/Lozano, Legislación, 1878, t. IX, núm. 5186, 1 de febrero de 1861.
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Magna como una manera de rendirles homenaje por su “sabiduría” al haber elaborado tal código. Respecto a la fecha, cabe señalar que, durante el periodo virreinal, el 5 de febrero se conmemoraba el martirio del novohispano Felipe de Jesús, quien diera su vida por la religión católica en Japón en 1597. A partir del momento de su muerte se efectuaron gestiones para que fuera canonizado, la cual finalmente se logró hasta 1862. Uno de los primeros reconocimientos que se le hizo fue el de declararlo desde 1629 “Patrón y Abogado” de la Ciudad de México. Durante la primera mitad del siglo XIX, en los calendarios aparecería esta fecha como “5 de febrero: San Felipe de Jesús, de guarda política, solo en México”44. Aunque la canonización se dio hasta mediados del siglo XIX, en el sentido popular, desde siempre se le había tenido como santo. El problema fue que, con el decreto ya citado de 1861, la festividad nacional cambió de sentido. En términos políticos, se conmemoró la promulgación de la Constitución, pero entre la población se recordó al santo en el corrido, el tablado, la feria. Esta fiesta religiosa se convirtió en laica pero sin liberarse completamente de su significado simbólico45. Con la Revolución Mexicana, vino una nueva transformación de la Constitución y se escogió la misma fecha, el 5 de febrero, para promulgar la nueva Carta Magna en 1917, que sigue vigente en nuestros días. Esta decisión no fue gratuita sino que estaba cargada de un simbolismo que nos habla de rupturas y continuidades, de cambios y permanencias. El mismo día, sin perder su significado cívico original, se convirtió en el día para la conmemoración de una nueva esperanza y de la modernización del país. Sin embargo, en términos religiosos tenía otra connotación.
EPÍLOGO En cada uno de los momentos analizados, cabría preguntarse de quién era el interés por conmemorar la firma de la Constitución. En la prensa se pueden leer constantes reclamos por el hecho de que no se festejara la fecha clave y por tanto no se mantenía vivo en el recuerdo el 44 45
Calendario, 1834. Sobre este tema, véase Zárate, “Fiestas”, 2002.
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pacto firmado por los representantes de todas las regiones del país para establecer la república federal. Uno de los aspectos más importantes, recordado en varios de los discursos cívicos del periodo a que hemos tenido acceso, es la necesidad de ratificar el pacto, la Constitución. Se consideraba que, al conmemorar, se le seguía reconociendo como válida, aunque muy pronto surgieron las discusiones sobre su efectividad en distintos aspectos. Las críticas no se hicieron esperar, resaltando que había tanto enemigos externos como internos, “empeñados en impedir que se constituyese” la patria. Otra cuestión que resulta inquietante y que no se ha podido resolver por el momento es el verdadero significado que tendría la Constitución para el común de la gente. Es explicable que estuvieran dispuestos a la conmemoración de la independencia porque habría suficientes elementos de identificación, héroes, batallas, eventos concretos, mientras que la Constitución no era un ente palpable, enteramente comprensible sino una aspiración abstracta. Sin embargo, sí que había motivos para celebrar ya que implicaba el código que regiría los destinos del naciente país y al mismo tiempo implicaba la aceptación del pacto federal. Si bien este pacto podría implicar que no todos estuvieran de acuerdo con él y que hubiera descontento, era un primer paso para consolidar a la nación. Y al conmemorarlo, se estaba efectuando un ritual político que era parte del proceso de creación del México independiente. Además, con la presencia de la “tabla de leyes” como elemento central en alguno de los festejos se estaba efectuando una transformación importante ya que, en vez de rendirle homenaje a una persona –trátese de un héroe o incluso del rey– se está reconociendo el alto valor de un concepto, de una aspiración y el respeto a la normatividad. No es gratuito haber titulado este artículo como “Festejos por decreto”. Desde el momento en que se establece una ley, se está considerando que su obediencia es obligada y a la vez se deja poco espacio para la espontaneidad. Al instituir un protocolo detallado y estricto, se intentan disminuir las posibilidades de la improvisación y la innovación. Sin embargo, en lo que se refiere a otras conmemoraciones cívicas oficiales que se celebraron a lo largo de periodos más amplios, en una mediana o larga duración, es más factible encontrar variantes importantes en algunas partes del programa e incluso cierta apertura al permitir la celebración de algunos actos lúdicos no precisamente
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relacionados con el motivo de la conmemoración, como las ascensiones aerostáticas. Si bien es cierto que al revisar los programas de las fiestas encontramos que son prácticamente una calca de un año al otro, con el paso del tiempo notamos que se introducen algunos elementos distintos. Estas variaciones son producto de las circunstancias del momento y pueden incluir, por ejemplo, la participación de algunos personajes como descendientes de los héroes recordados, o veteranos de guerra o la muestra palpable de un interés comercial al convertir la festividad en una feria industrial o incluir en el programa nuevas diversiones públicas con el fin de atraer y mantener a los asistentes. Pero siempre que exista la participación de los seres humanos estará presente la posibilidad de lo heterogéneo, lo espontáneo. Pienso por ejemplo en el caso de los obreros de San Ángel quienes en 1874 quisieron tener su propia conmemoración de la independencia, separada de la decretada por la municipalidad46. Pero por otro lado, el hecho de que se insista en que el “pueblo”, como actor colectivo, debe prestar juramento al nuevo código, nos habla de que se está abriendo paso a un régimen menos corporativo, pero al que dictarle las reglas a seguir. En lo que se refiere a los festejos relacionados con la jura de la Constitución, al menos en la primera mitad del siglo, las variantes se introdujeron precisamente por la inestabilidad política que no permitió enraizar una fiesta en torno a un corpus legal que no había logrado consolidarse. El gobierno fracasó en su intento por contribuir a la identidad nacional a través de una celebración. Pese a sus esfuerzos, la inestabilidad no permitió la realización de la conmemoración de forma continuada. Para el último tercio del siglo, la “paz porfiriana” permitió una observancia más estricta de los decretos festivos. Fue precisamente a partir de la institucionalización y fortaleza del Estado que se puede asegurar una continuidad y una serie de repeticiones de las festividades para imbuirlas en la conciencia de los mexicanos. Pero al mismo tiempo, se irán incluyendo ciertas variaciones que le den vida a la fiesta. La determinación de la fecha de un acontecimiento es generalmente aleatoria, aunque existen varias excepciones. Miguel Hidalgo no escogió conscientemente la madrugada del 16 de septiembre para 46
Zárate, “Angel”, 2000.
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levantarse en armas y así dar inicio al movimiento de independencia, pero Agustín de Iturbide sí decidió esperar unos días para entrar a la Ciudad de México el día de su cumpleaños, es decir, el 27 de septiembre. Y Porfirio Díaz sacó ventaja de la coincidencia del día de su nacimiento con la víspera del 16 para darle realce al 15 de septiembre, aunque esta fecha se venía conmemorando desde 182547. Sin embargo, para el caso que nos ocupa, aparentemente no se escogió deliberadamente el 4 de octubre para la firma de la Constitución. Según el santoral, ese día se celebra a San Francisco de Asís, santo de gran arraigo en México. Los franciscanos tuvieron gran importancia y el templo de su santo patrono era de los más importantes en la ciudad capital. Tal vez la elección de la fecha no fue una simple coincidencia sino que se aprovechó el ánimo festivo y la fuerza que tenía la solemnidad religiosa para montar encima de ella una conmemoración cívica. Sin embargo, aparentemente, la celebración religiosa era más exitosa que la civil, ya que en 1827, Bustamante afirmó que “La función de San Francisco ha estado completa, no así la del aniversario de la sanción de la Constitución que estuvo desairadísima”48. El proceso de secularización todavía no avanzaba mucho a principios del siglo y la preeminencia de lo religioso sobre lo civil todavía era muy evidente. Pero siguiendo con el tema de la elección de la fecha, cuando se determinó la de la firma del nuevo código en 1857 si se buscó conscientemente hacerla coincidir con el 5 de febrero en que se conmemoraba a Felipe de Jesús, único personaje nacido en estas tierras que por ese entonces tenia un lugar privilegiado en los altares y a quien se buscaba reducir a un segundo plano tras una conmemoración de carácter civil. La información encontrada nos corrobora que la incierta situación del país dificultaba las ceremonias de confirmación de la memoria histórica. Pero a pesar de que había otras prioridades que atender, siempre que fue posible, se hizo el esfuerzo por consolidar una tradición que reconocía a la Constitución como el acta de nacimiento de México como país independiente. Y la formación de un imaginario colectivo, las representaciones simbólicas y las festividades cívicas desempeñaron un papel de suma importancia en la identidad de los mexicanos del siglo XIX. 47 48
Zárate, “Conformación”, 2004; Hernández, Fiesta, 2002, p. 34. Bustamante, Diario, 2001, jueves 4 de octubre de 1827
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INDÍGENA
Y AY U N TA M I E N T O S C O N S T I T U C I O N A L E S DURANTE LA CRISIS IMPERIAL.
UNA
REFLEXIÓN DESDE LA
INTENDENCIA DE
MÉXICO1
C laudia Guar isco
Este texto trata sobre los indios de la intendencia de México, sus tradiciones políticas, y el establecimiento de ayuntamientos constitucionales durante la crisis imperial. Este proceso se dio entre 1808 y 1821. Entonces, la intervención francesa en la Península Ibérica generó una coyuntura favorable en el imperio para la reformulación del horizonte político doctrinal del Antiguo Régimen alrededor de la novedosa idea de soberanía nacional española. Ésta recibió concreción en un régimen monárquico-constitucional, cuyas bases fundamentales fueron expuestas en la Constitución de Cádiz (1812). La Carta Magna, vigente entre 1812-1814 y 1820-1821 en esta parte del orbe, afincó la membresía a la nación en la vecindad respecto al pueblo2. Al mismo tiempo, sancionó la igualdad legal, así como la amplia participación de la sociedad en los asuntos de interés público, a través de representantes elegidos por medio del voto y a lo largo de tres arenas: localmente, en los ayuntamientos constitucionales; provincialmente, en las diputaciones provinciales; y nacionalmente, en las Cortes. Fue en los órganos de autogobierno local, como notara inicialmente Nettie Lee Benson, donde los sectores populares de la vieja sociedad novohispana
1 Algunas de las afirmaciones aquí vertidas han sido desarrolladas en mi libro Indios, 2003. 2 Ver: art. 5, núm. 1, cap. II, tít. I, “Constitución Política de la Monarquía Española, promulgada en Cádiz el diecinueve de Marzo de 1812”, en: Constituciones, 1988, p. 40.
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llevaron a cabo su primer encuentro con la ciudadanía política moderna3. De ahí la importancia de su estudio. Las experiencias inaugurales de la modernidad política entre la población nativa del México colonial se han convertido en un tópico de gran interés para historiadores como Antonio Annino, Alicia Hernández, Antonio Escobar O., José Rangel Silva, Arturo Güémez, Juan Ortiz Escamilla, José Antonio Serrano, Michael Ducey, Peter Guardino, Luz María Pérez Castellanos, Alicia Tecuanhuey, Karen Caplan y Marco Bellingeri, entre otros. Todos ellos concuerdan en señalar que aquella reaccionó, en general, de manera favorable ante la llegada de instituciones que sancionaban la amplia participación de la sociedad en el gobierno local. Las interpretaciones dadas a las motivaciones en juego, sin embargo, son variadas. Algunos consideran que la entusiasta respuesta nativa fue el resultado del influjo ideológico regionalista y de la movilización que las élites criollas ejercieron desde sus ciudades capitales. Otros autores han destacado la libertad respecto al pago de los reales tributos y las imposiciones eclesiásticas que la nueva ciudadanía prometía. Finalmente, también se ha dicho que se debió al interés de mantener el control de las tierras comunales, que las nuevas leyes desplazaron hacia los “propios” de los ayuntamientos constitucionales4. No obstante su riqueza, estos trabajos han soslayado el problema de los fundamentos de la cooperación política en aquellos pueblos donde los indios coexistían con mestizos y españoles de bajo rango; generalmente agricultores, artesanos y pequeños comerciantes sin grandes riquezas ni abolengo. Al igual que la mayor parte de las sociedades hispanoamericanas de fines de la colonia, el México de entonces no era una sociedad integrada en todo el sentido y la extensión de la palabra. Todavía se hallaba sujeta a un orden estamental y étnico que dificultaba la acción conjunta entre los miembros de los diferentes grupos que la conformaban. De ahí la relevancia de preguntarse qué 3
Benson, Diputación, 1994. Ver: Annino, “Ciudadanía”, 1999; Annino, “Cádiz”, 1995; Hernández, Tradición, 1993; Escobar, “Gobierno”, 1996; Escobar, “Ayuntamientos”, 1997; Rangel, “Cambios”, 2000; Güémez, “Emergencia”, 2007; Ducey, “Elecciones”, 2007; Guardino, “Nombre”, 2007; Hernández, “Ayuntamientos”, 2007; Pérez, “Ayuntamientos”, 2007; Ortiz, “Ayuntamientos”, 2007; Tecuanhuey, “Puebla”, 2007; Serrano, “Ciudadanos”, 2007; Caplan, “Legal”, 2003; Bellingeri, “Ambigüedades”, 1995. 4
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hizo que indios y no indios participaran en las mismas elecciones y en los mismos procesos de toma de decisión que las nuevas leyes disponían. Para dar solución a esta cuestión, utilizaré una aproximación cultural. Desde el punto de vista de interaccionistas simbólicos como Herbert Blumer y de estructuralistas como Christopher Lloyd, la cultura se define como un sistema comunicativo que provee de significados a los actores que viven en su marco, así como de estabilidad, unidad y recurrencia a sus comportamientos. Es a partir de la fuerza de los conceptos e imágenes que abriga; más allá de los condicionamientos objetivos de la realidad social, como las personas se relacionan con el mundo que les rodea y actúan ya sea para bien o para mal de sí mismos y de sus congéneres. Las estructuras y coyunturas, antes de poner en marcha la acción colectiva, pasan por esa especie de filtro que es la cultura y en cuyo seno se fabrican los sentidos que se ubican en la raíz de la praxis5. La cultura en sociedades campesinas de escaso desarrollo tecnológico, como era el caso de la Nueva España de las postrimerías de la colonia, se compone no solamente de nociones y representaciones acerca de sí mismas y del mundo que las rodea, tanto material como metafísico. Incluye, asimismo, modos de pensar analógicos. Giambattista Vico fue el primero en sugerir ese hecho, al señalar que, en sus estadios iniciales, la historia de la humanidad se caracterizó por un modo de pensamiento simbólico o metafórico. Más tarde, la antropología de Claude Lévi-Strauss, Edmund Leach, Fredrik Barth y Clifford Geertz se ha encargado de insistir en ello, aunque prescindiendo de toda implicación evolutiva-unilineal y, además, señalando que el “pensamiento salvaje” coexiste en la actualidad con el pensamiento lógico-cartesiano. Además, esos referentes se despliegan no solamente en mitos y ritos sino también en la acción cotidiana de carácter recurrente, también denominada costumbre6. La cultura se compone de elementos estables en el tiempo; los cuales, comúnmente, se engloban bajo el término de tradición. Sin embargo, no se trata de una entidad estática. Con diversas velocidades e intensidades,
5 Lloyd, Explanation, 1986; Blumer, Symbolic, 1969; Meltzer/Petras/Reynolds, “Criticism”, 1991. 6 Vico, New, 2000; Lévi-Strauss, Antropología, 1990; Leach, Culture, 1993; Barth, “Anthropology”, 2002; Geertz, Conocimiento, 1994.
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aquella incorpora nuevas unidades de información a lo largo del tiempo y deja otras en desuso. Según J. M. Balkin, la fuente más importante de estos cambios se encuentra en el pasado de la misma cultura. Eso quiere decir que la apropiación de símbolos nuevos, ya sea hablados, actuados en el ritual o implícitos en las conductas regulares requiere de la preexistencia de entidades afines7. En la cultura popular, es a través de razonamientos analógicos como las nuevas entidades se fusionan con las viejas. Ese proceso depende de la interacción. Es a través de la observación, el aprendizaje social y el diálogo como las afirmaciones acerca del mundo son interiorizadas y asimiladas por los colectivos humanos, al mismo tiempo que perpetuadas y transformadas. Visto desde una perspectiva cultural, el éxito de las primeras instituciones ciudadanas entre la población indígena de la intendencia de México que coexistía con españoles y mestizos se debió, primero, a la presencia de una tradición de gobierno en cierta medida compatible con las nociones subyacentes a las nuevas reglas de juego. Esa tradición contenía referentes tanto para la conducta política propiamente indígena, como para aquella indígena, mestiza y española en su conjunto. Segundo, el éxito también se debió a un sentido de comunidad política exclusiva y, simultáneamente inclusiva, a partir de la cual la idea liberal de nación fue reinterpretada. En lo que sigue, voy a desarrollar estas tesis, a partir de la experiencia de la población indígena de la intendencia de México; jurisdicción que entonces comprendía los actuales estados de México, Hidalgo, Morelos, Guerrero y el Distrito Federal.
LA
TRADICIÓN POLÍTICA INDÍGENA
A lo largo de casi 300 años la cultura política indígena en el centro de México se desarrolló en el marco de la república o cabildo. A finales del siglo XVIII, se denominaba de esa manera a la unidad administrativa más pequeña del Estado, la cual se erigía sobre cada uno de los pueblos de indios que formaban parte de las parroquias o reducciones que, a su vez, componían los partidos8. El gobernador estaba encarga-
7
Balkin, Cultural, 1998. Utilizo el término de Estado en su acepción antropológica, la cual señala su existencia independientemente del liberalismo. Para Morton Fried y Elman Service, por 8
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do del gobierno de la cabecera y del conjunto de barrios y parcialidades que componían el pueblo. El acceso a ese oficio le proporcionaba autoridad en los ramos de hacienda, policía y justicia, decidiendo en torno a pequeños asuntos contenciosos y castigando a los indios cuando se embriagaban o robaban. Asimismo, actuaba como un juez agrario, encargado de vigilar que las tierras estuvieran convenientemente distribuidas entre las familias indígenas. Además, podía demandar legítimamente el pago de los reales tributos. También se le reconocía la capacidad de organizar los trabajos colectivos en las tierras del común y en las obras públicas, así como de manejar los bienes de comunidad con los que el pueblo contaba. A su turno, los alcaldes debían realizar las mismas funciones que el gobernador en cada una de las subdivisiones de esos asentamientos. Para realizar su trabajo, los funcionarios indígenas contaban con el apoyo de los mayordomos de tributos y de comunidad, y de los topiles de república. Al lado de los alcaldes, y vigilando que éstos cuidaran de los intereses de los indios de cada componente del pueblo bajo su autoridad, se hallaban los regidores, a veces también llamados diputados. Finalmente, cada república tenía su propio escribano. La cultura del poder que guiaba la actuación de los funcionarios de república y de los indios sujetos a su autoridad se componía de cuatro ejemplo, toda organización política que va más allá de las bandas, tribus y jefaturas entra dentro de la categoría “Estado”. Los criterios que sirven para delimitar cada una de esas formas consisten, básicamente, en: (I) las estrategias de subsistencia; (II) la densidad y heterogeneidad de la población; (III) la estratificación social; (IV) la limitación del espacio; y (V) el grado de formalización del mando. Las bandas y tribus se caracterizan por la presencia de economías no excedentarias, por contar con poblaciones pequeñas y homogéneas organizadas a partir del parentesco, por carecer de territorios definidos y de centros de poder estables a partir de los cuales emanen sanciones regulares. Las jefaturas y el Estado, en cambio, aparecen asociados a poblaciones numerosas, sedentarias, que producen excedentes y se asientan en territorios con límites específicos. También están vinculados a centros de poder reconocidos por la población, desde los cuales se demandan impuestos, a cambio del ejercicio de las funciones gubernativas. El Estado emerge como organización política particular frente a la jefatura, en razón del mayor grado de formalización que el mando adquiere. Asimismo, en las formas estatales el poder está concentrado en un gobierno con capacidad de uso legítimo de la coacción física, el cual delega su autoridad en burocracias civiles, militares y judiciales. Esa forma de organización política, además, se enclava en contextos sociales en los que el mercado inclusive no autorregulado es una institución fundamental de la economía, y en donde existen ciudades y sectores urbanos, así como complejos sistemas de estratificación en términos de castas, estamentos o clases. Cfr. Fried, Evolution, 1968; Service, Origins, 1975.
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elementos esenciales: la costumbre de la representación territorial, el ideal de buen superior político, la práctica del voto restringido a los notables o principales, y el valor de la soberanía compartida. La representación territorial sancionaba que cada pueblo contara con tantos alcaldes como unidades lo constituían y un gobernador a cargo del conjunto. Esto es, los indios, agrupados en torno a las tierras de la cabecera y cada barrio y parcialidad en que se dividía el pueblo, esperaban contar con sus propios representantes. Así, los electores debían provenir de cada uno de los componentes del asentamiento y, a su vez, elegir oficiales de su misma cabecera, barrio o parcialidad. Por ejemplo, los indios de San Pedro y San Pablo de las Salinas (Toltitlán, Tacuba), se quejaban ante el virrey de que la elección no hubiera sido hecha por los vocales de todos y cada uno de los territorios, como era costumbre, sino solamente por “[...] los parientes y parcialidad del expresado Don Benito”9. El ideal de buen superior político restringía la selección de gobernadores y alcaldes a los notables del pueblo; es decir, a los indios más ricos que, al mismo tiempo, eran buenos cristianos que distribuían su riqueza entre los más pobres, sostenían el culto, contaban con experiencia en los asuntos de interés público, eran jueces justos y velaban por la integridad territorial de los pueblos. Todas esas cualidades eran medidas por el número de veces que hubiesen desempeñado oficios de cofradía y república. Los oficios de república y cofradía estaban relacionados de modo que el acceso a las ubicaciones más altas en la primera (gobernadores y alcaldes) implicaba haber desempeñado las más bajas en la segunda (topiles y mayordomos), así como en la misma república. Aquellas se medían, adicionalmente, por los recursos y liberalidad desplegados por los pretendientes a los cargos municipales. Los gobernadores debían ser ricos y generosos para garantizar, por lo menos teóricamente, el pago de los reales tributos y, sobre todo, para contribuir con la vida cultural. Por otro lado, la tradición disponía que el voto estuviera restringido a los principales del pueblo, también llamados notables. Este grupo estaba compuesto por los gobernadores y alcaldes que cesaban en sus funciones, así como por ancianos y caciques. Dentro de ellos se destacaba un pequeño grupo conformado por dos ancianos y el gobernador 9
AGN, Indios, vol. 64, fs. 165-167.
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saliente, quienes se encargaban de proponer la terna a partir de la cual se elegiría al gobernador. El voto en las repúblicas, no solamente no era democrático, sino que, sobre todo, no era moderno en la medida que no tenía como presupuesto a un individuo desligado de su grupo de referencia. Las opciones del electorado estaban restringidas no sólo por la terna, sino por el carácter público de aquél, lo cual tiene el efecto de promover la unanimidad, desalentar las discrepancias individuales frente a los poderosos locales y fortalecer la tradición. Finalmente, el valor de la soberanía compartida aludía a los límites que la población nativa imponía al poder real. Fue sobre todo en materia de tierras de comunidad donde aquél se manifestó. Esas tierras eran asignadas por la Corona a los pueblos con el fin de que se trabajaran colectivamente y su producto sirviera para contribuir a la paga de sus tributos en casos de esterilidad o epidemia. En ningún caso debían utilizarse para sufragar el culto, ni mezclarse con los bienes de cofradía que servían para ese fin. En la práctica, sin embargo, gobernadores y alcaldes gracias, muchas veces, a la indolencia de sus superiores, generaron justamente las costumbres inversas. Éstas consistían en asignar arbitrariamente las tierras de comunidad a las cofradías y, consecuentemente, extraerlas del fuero civil, dedicando lo que producían a las fiestas titulares, así como a la reparación, arreglo e incluso construcción de templos. El proceso se conoció en aquella época como “Espiritualización de los Bienes de Comunidad”. Tales prácticas iban acompañadas del cambio de denominación de los bienes que, siendo de comunidad, pasaban a concebirse como “de cofradía”, tierras “de santos o de iglesia”, bienes “de santos o de hermandades”, u “obra pía” o “devoción”, indistintamente. La espiritualización de las tierras de comunidad no significó que los párrocos pudieran tomar decisiones, libremente, en torno a ellas. Cuando trataron de hacerlo, la población indígena se opuso enérgicamente10. Una vez establecidas las intendencias, la burocracia colonial intentó poner fin al desorden en que se hallaban las tierras de los pueblos de indios. De acuerdo a la Real Ordenanza de 1786, intendentes y subdelegados debieron entonces elaborar reglamentos de los que debían excluirse partidas de gastos excesivas o superfluas aunque se 10
AGN, Tierras, vol. 2522, exp. 2, f. 12v; AGN, Tierras, vol. 2776, exp. 22, fs. 3334; AGN, Tierras, vol. 2776, exp. 20, f. 10.
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hallasen señaladas por antiguas ordenanzas11. Los gastos superfluos estaban relacionados, sobre todo, al culto. Lo que se ahorrara debía destinarse a la compra de fincas, imposición de rentas y al fomento de establecimientos útiles a los pueblos y sus provincias. A la luz de estas instituciones, entre 1805 y 1808 se elaboraron los manuales que establecían normas claras en el manejo de los ingresos y egresos de los pueblos. Aquéllos recortaron las partidas destinadas al culto y privilegiaron el gasto educativo12. De acuerdo con Dorothy Tanck de Estrada, la burocracia colonial tuvo éxito en su proyecto racionalizador de las finanzas de los pueblos de indios. Eso indica la disposición que ejerció sobre los sobrantes de los bienes de comunidad para atender las emergencias financieras y bélicas del imperio; a través de donativos voluntarios o inversiones en el Banco de San Carlos y en la Compañía de las Filipinas13. Sin embargo, no puede afirmarse que tal éxito fuera total en la medida que los gobernadores y alcaldes de república fueron capaces de retener parte de sus suelos excedentes en Tacuba, Ecatepec, Teotihuacán, Xochimilco, Otumba y Chalco por lo menos desde 1794 hasta 1808. La tradición de la soberanía compartida en el centro de México, aunque amenazada, siguió siendo una realidad a finales del período colonial. Ciertamente el universo cultural antes descrito no se manifestó en su totalidad a lo largo de la intendencia, sino que comportó variantes. En algunos lugares la base electoral era mucho más amplia, y en otras el turno puso en marcha representaciones étnicas asociadas a territorialidades específicas. Por el contrario, lo común a todas las repúblicas fue el faccionalismo territorial el cual, en ocasiones, desarrolló una arista generacional, como característica endémica.
ELEMENTOS
C O M PA RT I D O S
La tradición política entre los indios de México, si bien constituía un patrimonio exclusivo de los miembros de ese estamento, contenía, al mismo tiempo, algunos elementos compartidos con los mestizos y 11
Real, 1984, art. 33, pp. 41-42. AGN, Indios, vol. 78, exp. 5, fs. 111-137; AGN, Indios, vol. 78, exp. 1, fs. 1-33; AGN, Indios, vol. 76, exp. 13, fs. 327. 13 Tanck, Pueblos, 1999, pp. 116, 119. 12
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españoles que vivían en sus parroquias. Dos eran las concepciones importantes en ese sentido. Primero, la cooperación intergrupal. Segundo, la negociación frente al poder real. Esas ideas se expresaron en las prácticas desplegadas en la junta de comerciantes. Se trataba de asambleas realizadas en la cabecera parroquial, vinculadas a los tianguis o mercados volantes que se llevaban a cabo semanalmente. Durante su celebración, pequeños comerciantes de todos los estamentos y castas tenían que pagar un impuesto al subdelegado; el llamado derecho de piso, a cambio del permiso para poner mesas, canastos y toldos cuando se vendían frutas, granos y manufacturas en la plaza del pueblo. No está clara la manera en que este impuesto era recaudado por el subdelegado, ni sus bases legales. Lo que está claro a partir de las fuentes es que, a veces, los comerciantes no estaban de acuerdo con las cantidades de dinero que el administrador real les pedía. En consecuencia, los indios, a través de sus gobernadores y alcaldes, lo mismo que mestizos y españoles, se unían en torno a las juntas para negociar con las autoridades lo que consideraban la cantidad correcta de derechos de piso. Así, por ejemplo, en 1786, “[...] el señor Joseph María Estrada, por Don Antonio Alcántara, Don Eugenio Vera, y los demás indios y otras castas que conduc[ían] frutas y vituallas para su expendio en el tianguis de Chalco”, presentaron un escrito al virrey, sobre la supuesta ilegitimidad de las exacciones que “a título de puestos” se les exigía14. La figura de la junta operó, asimismo, en contextos religiosos, como por ejemplo la reparación de la iglesia parroquial y, más tarde, en la lucha contrainsurgente. Además de los referentes para el ejercicio del poder al interior de sus pueblos, al lado de mestizos y españoles y frente a las autoridades reales, la cultura entre los indios de México contenía también una concepción propia de la comunidad política. Ésta se componía de cuatro elementos. En el centro de la misma se hallaban el pueblo de indios y la parroquia. La acompañaban la población no indígena en ellos distribuidos, y un soberano percibido a través de las estructuras locales. Entre los indios, el sentido de pertenencia al pueblo no solamente era
14 AGN, General de Parte, vol. 67, exp. 77, fs. 29-30, 1786. Más evidencias sobre las juntas de comerciantes se encuentran en: AGN, General de Parte, vol. 48, exp. 409, fs. 283-283v; AGN, Indios, vol. 70, pp. 292v.-293; AGN, Ayuntamientos, vol. 141, exp. 3.
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más vigoroso que la identidad parroquial. Además, en la medida que esos asentamientos eran agregados de unidades menores, las lealtades hacia los barrios y parcialidades eran, simultáneamente, más fuertes que las proyectadas hacia aquéllos. Las fiestas patronales de las cabeceras, barrios, parcialidades y pueblos, así como las celebraciones dedicadas a los santos titulares de las parroquias constituyeron manifestaciones simbólicas de ese doble carácter fragmentario y unitario a la vez desplegado por los asentamientos indígenas. Al mismo tiempo, esas múltiples comunidades nativas estaban ligadas al componente no indígena de la parroquia a través de lazos de cooperación horizontal, y al rey mediante un vínculo de obediencia limitado por la tradición. Las tradiciones son producidas y mantenidas por los contextos sociales. Si, en el caso de los indios, éstas se componían de valores exclusivos y, al mismo tiempo, compartidos con mestizos y españoles, se debió a que se insertaban en un tejido social que, al mismo tiempo que unía a los grupos, los separaba. Estamento y comercio dieron origen a ese doble carácter de la sociedad que se proyectó en la cultura. La estamentalidad constituye una forma de estratificación social y política premoderna, definida a partir del poder soberano. Forman parte de ella una serie de comunidades endogámicas, con deberes y derechos particulares frente al monarca. Por ejemplo, a finales del siglo XVIII ser indio era tener el deber de pagar los reales tributos al rey, así como disponer del derecho de recibir tierras con las cuales procurarse la subsistencia y participar en las funciones de gobierno a través de cabildos particulares a su grupo. Esto, en contraste a los españoles, ya fueran peninsulares o criollos, que ni recibían tierras ni pagaban esos impuestos y disponían de sus propios órganos municipales. Los mestizos, en cambio, no constituían un estamento. Si bien estaban ligados a la Corona por una serie de deberes, como por ejemplo, el pago de las alcabalas, carecían de derechos particulares. Los estamentos, pues, otorgaban modos de vida específicos a sus integrantes, limitando los contactos transversales. Y, sin embargo, la cultura política indígena no constituyó un milieu cerrado. Como ya se señaló, desarrolló una serie de elementos compartidos con los demás componentes sociales. Y esto se debió a que a lo largo del siglo XVIII existieron espacios de interacción entre indios, mestizos y españoles de las parroquias. Esos escenarios fueron provistos por el comercio local. Esta fue la fuerza social responsable de unir a los parroquianos de la intendencia de México a lo largo del siglo XVIII.
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En México, la población indígena se sostenía, básicamente, del producto de las tierras que la Corona otorgaba. Al mismo tiempo, parte de sus cosechas se destinaba al intercambio, junto con algunos animales y artesanías, así como leña, sal y madera. Estos bienes eran transportados a los mercados de la Ciudad de México, ya fuera a pie, usando burros o los canales que unían el campo con la capital del virreinato. Pero, más importante, los indios participaban en el intenso comercio de las cabeceras parroquiales. Fue la antigua institución del tianguis la que les dio la oportunidad de interactuar de una manera sostenida con los mestizos y españoles de sus parroquias. Y fueron esos contactos los que dieron origen a los referentes que sancionaban la cooperación. Sin esos encuentros periódicos y vigorosos, la tradición política indígena habría permanecido cerrada en sí misma.
EL
ADVENIMIENTO DE LA MODERNIDAD POLÍTICA
El año de 1808 marcó el comienzo de una serie de transformaciones en la cultura política de la población nativa del centro de México. Como se recordará, ese año Napoleón reunió en Bayona a Carlos IV y Fernando VII y les impuso la renuncia a sus derechos. La población reaccionó ante el hecho con una serie de levantamientos que condujeron a la formación de juntas regionales, las cuales muy pronto se fundieron bajo la autoridad de una Junta Central. Más tarde, la regencia lanzó la convocatoria a Cortes. El 24 de septiembre de 1810, los diputados reunidos en la Real Isla de León proclamaron la soberanía de la nación española. Con ello la crisis política que se había iniciado unos años antes experimentó una inflexión importante. Hasta entonces la Junta Central y luego la regencia se habían erigido en depositarias de la soberanía real. Con el establecimiento de las Cortes, en cambio, un nuevo sujeto político, la nación española, se erigió como titular absoluto de la misma. Los vecinos adultos con domicilio y oficio conocidos, independientemente de su adscripción social y de que residieran en la península o en los dominios de ultramar se convirtieron entonces en los miembros de esa nueva comunidad política, emitiéndose en 1812 su primera Constitución. La Carta establecía un gobierno monárquico limitado aunque unitario, dividido en tres ramas, en las que el rey ejercería la función
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ejecutiva; las Cortes, la legislativa y una judicatura independiente, la judicial. Asimismo, y como ya se mencionó, ese documento dispuso la participación de la nación en el gobierno a lo largo de tres arenas: localmente; en los ayuntamientos; provincialmente, en las diputaciones y nacionalmente, en las Cortes. Estas últimas constituían las únicas instancias políticas, propiamente dichas. Tenían la obligación de legislar sobre todo en lo referente a los gastos de la administración pública, el ejército, las contribuciones generales y la educación. Además, tenían la función de aprobar las acciones emprendidas por las diputaciones provinciales. Las capacidades del rey, aunque esencialmente ejecutivas, implicaban también la facultad de vetar esas leyes. Las diputaciones provinciales, por su parte, debían velar por que la población se asociara en torno a los ayuntamientos y por que las prácticas emprendidas por sus alcaldes y regidores en lo que respecta al repartimiento de contribuciones, la buena administración de los propios y arbitrios, la educación y las obras públicas no se apartaran de lo establecido por las leyes. Los ayuntamientos constitucionales recibieron el encargo de cumplir con algunas funciones de gobierno, como gestionar ciertos servicios públicos, recaudar las contribuciones, mantener el orden y ejercer algunas tareas judiciales. Su establecimiento debía llevarse a cabo sobre una población variada en términos de estamento y casta, aunque semejante ante las leyes. El número de sus representantes, es decir, alcaldes, regidores y síndicos, debía ser proporcional al número de vecinos y su elección responder a un sistema indirecto en segundo grado, con participación popular en el primer nivel. Cabe señalar que esa presencia masiva de la población en los comicios no respondió a una concepción democrática de la organización política, en la medida que el voto era diferido. Siendo así, las decisiones realmente importantes quedaban en manos de unos pocos; típicamente los notables locales. Por otro lado, el advenimiento del ayuntamiento supuso, además, la abolición de las viejas repúblicas o cabildos de indios, así como la liberación de la población respecto a la función de tutelaje que hasta entonces los subdelegados habían desplegado sobre la población nativa. Las tareas de esos funcionarios reales fueron distribuidas entre los nuevos órganos de gestión local y las diputaciones provinciales, a excepción de los repartos de tierras baldías y realengas. Esta tarea quedó, exclusivamente, en manos de los diputados.
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La población indígena de la intendencia de México recibió con entusiasmo los cambios en materia política promovidos por las élites gaditanas y adaptaron esa modernidad a la tradición. Los ayuntamientos fueron establecidos sobre la población de las parroquias rurales, al mismo tiempo que cada uno de los pueblos en ellas contenidos mantuvo sus viejas repúblicas. Los procesos electorales se llevaron a cabo, en general, pacíficamente. El resultado fue el establecimiento de ayuntamientos constitucionales “mixtos”, donde la autoridad fue distribuida de acuerdo a dos modelos: el uno jerárquico, el otro igualitario. En el primero, mestizos y españoles obtuvieron las posiciones de alcaldes, mientras que los viejos gobernadores indígenas se convirtieron en regidores quienes, desde esas posiciones, representaban los intereses de los indios de sus pueblos. En el segundo, los cargos se dividieron en alcaldías y regidurías de indios, por una parte, y de españoles y mestizos, por otra. Además, cuando las leyes no dejaban espacio para que todos los gobernadores de la parroquia obtuvieran una regiduría en el ayuntamiento, su número se multiplicó. Así, por ejemplo, en Texcoco, los alcaldes primero y segundo fueron españoles o mestizos dedicados al comercio15. En el ayuntamiento constitucional de Naucalpan, erigido sobre la parroquia del mismo nombre (Tacuba), el alcalde primero fue un español al parecer hacendado, apellidado Montes de Oca. En el de Toltitlán (Tacuba), el alcalde primero fue también un español y, además, oficial miliciano (capitán)16. En Xochimilco, el alcalde primero, Juan Mata Galicia era “plebeyo” y el alcalde segundo, José Cedillo, español17. En Tacuba el alcalde primero fue un indio, ex gobernador de la república y el segundo, un comerciante español o mestizo, dueño de una tienda de comestibles18. En el ayuntamiento constitucional de San Juan Teotihuacán, el cuadro administrativo se desdobló en oficios para indios y no indios, vinculados a sus lugares de residencia. El nuevo órgano de gestión local se erigió sobre 15
AGN, Operaciones de Guerra, vols. 823 y 821. AGN, Operaciones de Guerra, vol. 505, f. 80v; AGN, Operaciones de Guerra, vol. 665. 17 AGN, Operaciones de Guerra, vol. 30, fs. 207-207v. En este documento se enumeran, separadamente, los principales que conformarían la oficialidad de la milicia, y los indios y miembros de las castas que serían sumados a la tropa. En la primera se encontraba José Cedillo y en la segunda, Juan Mata Galicia. 18 AGN, Operaciones de Guerra, 1812, vol. 505, fs. 36-45; AGN, Operaciones de Guerra, vol. 32, f. 121. 16
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la cabecera y sus sujetos: nueve pueblitos o barrios y algunos ranchos; unos de indios y otros de españoles, que distaban de la cabecera media, una, una y media y dos o más leguas. El subdelegado fue, en este caso, el encargado de promover el establecimiento del ayuntamiento19. Por el número de vecinos con que contaba, le correspondía elegir un alcalde, seis regidores y un síndico. Sin embargo, el subdelegado informaba que en esa junta, y de común acuerdo, [...] se resolvió que se nombrasen dos alcaldes, el uno español y el otro indio, distantes el uno del otro y en sus barrios de residencia; un regidor a cada uno de ellos para que supl[iesen] por ellos en ausencias y enfermedades y a cada uno de los demás barrios o pueblitos un regidor, en cada uno, para que en lo inmediato y en los casos de prontitud administr[asen] justicia en sus respectivos pueblitos o barrios, dando cuenta a los alcaldes con oportunidad; y de no [hacerlo] así [habría sido] mucho desorden y mucho más en las críticas circunstancias del día [...]20.
Es posible que la distribución de la autoridad antes descrita fuera el resultado de reuniones llevadas a cabo con anterioridad a los comicios. En ellas se habría acordado que la población nativa diera sus votos a los mestizos y españoles con el fin de que accedieran a las posiciones más altas del nuevo órgano de gestión local, siempre y cuando sus viejos gobernadores ocuparan las regidurías. O en su defecto, que tanto las alcaldías como las regidurías se repartieran entre los dos grupos. De esa manera, los españoles y mestizos pudieron ver cumplidos sus deseos de poder. Hasta entonces no habían tenido la oportunidad de ser parte del Estado de manera formal. Los cabildos de españoles habían estado disponibles solamente para los españoles de abolengo, y los cabildos de indios eran solamente para los miembros de este estamento. Los indios, por su parte, deseaban mantener el control de las tierras de sus pueblos sin perder sus viejos referentes para la acción política y, al mismo tiempo, ser parte de la nueva forma que la organización del poder había adoptado. La tradición política indígena hizo posible la apropiación de las instituciones ciudadanas en el ámbito local, debido a las variadas coincidencias que desplegó respecto a los conceptos subyacentes a ellas. 19 20
AGN, Ayuntamientos, vol. 141, exp. 4. Ibid.
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En materia de representación, los referentes oligárquico y territorial de las viejas repúblicas se dieron encuentro con una noción liberal también oligárquica, aunque individual. El resultado fue una cultura del poder en la que los notables locales no indígenas podían ocupar los cargos más importantes en el nuevo órgano de gobierno, a condición de que se apegaran al ideal de buen superior político. En ese nuevo marco referencial, las autoridades indígenas debían seguir cumpliendo con sus viejas funciones entre los indios y, además, ser las portadoras del sentir de sus pueblos ante los niveles más inmediatos de la nueva organización política. Funcional a esa concepción de la representación, el voto popular e individual de Cádiz fue resemantizado en términos corporativos. Los viejos ideales de cooperación y negociación intergrupales sentaron las condiciones de posibilidad para esas hibridaciones entre tradición y modernidad. Por otro lado, también la comunidad imaginada nacional encontró cierto eco en las visiones nativas de la sociedad política de Antiguo Régimen, aportando el impulso emocional a las acciones emprendidas en torno al establecimiento de los ayuntamientos constitucionales. El concepto de nación gaditano difundido por curas y subdelegados fue entendido en términos de pueblos y parroquias ligados a españoles y mestizos en ellos residentes, y vinculadas a un rey lejano que, no obstante, se materializaba en un orden institucional cambiante pero, al mismo tiempo, respetuoso de la tradición. Ciertamente, la experiencia antes descrita no constituyó un fenómeno general a la población nativa de la intendencia de México. En ocasiones, ésta careció de referentes que le permitiera adoptar y adaptar los nuevos conceptos políticos liberales, y poner en marcha las instituciones a ellos ligados. También se dio el caso de que, luego de establecidos los nuevos órganos de gestión local, las autoridades mestizas y españolas perdieron legitimidad al alejarse del ideal indígena de superior político. Entonces, siguiendo una también vieja tradición en la resolución de conflictos, se optó por la creación de ayuntamientos constitucionales sobre la base del pueblo. Inclusive hubo casos en que los cambios en el sistema político incidieron en el desequilibrio de las fuerzas centrípetas y centrífugas de los pueblos, ocasionando separaciones entre cabeceras y sujetos y el establecimiento de órganos de gobierno sobre esas unidades. Asimismo, en áreas netamente indígenas, los nuevos órganos de gobierno local no enfrentaron el problema
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de la cooperación con otros componentes sociales. Finalmente, ahí donde la presencia insurgente se dejó sentir, los indios quedaron al margen del proceso de modernización de las estructuras políticas locales impulsado desde Cádiz, uniéndose, en cambio, a un programa social y político contestatario que, más tarde, se tornó en disidente. Como señala Peter Guardino, los líderes de la insurgencia lograron articular las aspiraciones de la población nativa con aquellas de pardos, trajinantes, hacendados y curas bajo los mismos objetivos, apelando a un universo cultural particular por todos ellos compartido. La visión del mundo detentada por la población del actual estado de Guerrero situaba al monarca como el guardián último de la justicia, y a la Iglesia católica como la garante de la eterna salvación. Otro elemento era el de la reversión de una soberanía conferida por Dios al monarca no directamente, sino a través del pueblo, la cual, en caso de mal gobierno o vacatio regis, retornaba al pueblo mismo. Por otro lado, la Virgen de Guadalupe fue un símbolo unificador de carácter religioso. El sentimiento antihispanista también estuvo ampliamente distribuido entre la población de la región. Éste se originó en la confluencia de dos hechos. Primero, la presencia de peninsulares en la administración del virreinato promovida por el gobierno Borbón y llevada a cabo por Manuel Godoy, quien más tarde formó parte del gobierno de José Bonaparte. Segundo, la histeria antifrancesa promovida por la propaganda oficial con ocasión de la invasión a la Península, la cual enfatizaba el ateísmo de los invasores, su herejía e impiedad. Pronto, los españoles de la Nueva España pasaron a ser vistos como aliados de los franceses y traidores al rey21. Para Peter Guardino, el giro en el programa insurgente ocurrido en 1814, que de legitimista se volvió independentista, se debió a la generalización de una percepción en la cual Fernando VII traicionaba al imperio. También incidió en ese cambio la negativa de las Cortes españolas a reconocer la autonomía de la Nueva España. En 1814, por medio de la Constitución de Apatzingán los insurgentes abrazaron los supuestos básicos del nacionalismo liberal y la soberanía popular, y lograron mantener el control sobre la región hasta 1815. En ese tiempo, organizaron un gobierno paralelo. Eso es lo que diferenció la insurgencia en esta zona de la de Hidalgo en el Bajío y en Guadalaja21
Guardino, Peasants, 1996, p. 45.
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ra. Los líderes erigieron burocracias administrativas y fiscales, nombradas y vigiladas por los congresos y jefaturas militares, así como amplios ejércitos. Muchas de las funciones antes desplegadas por los virreyes y la Audiencia quedaron en manos de los nuevos funcionarios. Por otro lado, la influencia del liberalismo gaditano se dejó ver en el establecimiento del sufragio universal masculino como método de selección de los congresistas y de los miembros del ejecutivo. El modelo municipal, sin embargo, no tuvo anclaje alguno. Luego del fracaso acontecido cerca de Valladolid, los líderes insurgentes se concentraron en mantener el territorio ganado, reforzando el sistema de guerrillas para ganar control político sobre amplias áreas de Nueva España, interrumpiendo el comercio y previniendo la recaudación de impuestos. Más tarde, Iturbide decidió consensuar entre sus líderes la decisión de independizarse de la Península. El Plan de Iguala constituye un valioso testimonio de la incorporación de las demandas insurgentes en el proyecto de Estado-nación mexicano inicialmente vislumbrado por el futuro emperador.
CONCLUSIONES Aun cuando esté lejos de ser generalizable a la totalidad de la Nueva España e, incluso, a la intendencia de México, el proceso antes descrito demuestra que la convivencia política entre grupos marcadamente diferentes, en cuanto a sus intereses y modos de vida, es posible. Esto, en la medida que exista una cultura local que, al tiempo que los cohesione internamente, separándolos del resto, también promueva sus encuentros. Fueron los valores y referentes para la acción compartidos entre indios, mestizos y españoles lo que hizo posible la apropiación de las instituciones ciudadanas implantadas desde la Península Ibérica. En el proceso, el principio integrador sobre el cual éstas se erigían fue anulado, emergiendo naturalmente otro, que articulaba en lugar de homogeneizar. En sentido estricto, tal adaptación puede considerarse prueba del fracaso de las tempranas formas de participación moderna, como muchos historiadores han señalado. Simultáneamente, sin embargo, indica su éxito parcial, en la medida que hizo posible la coexistencia, inédita hasta entonces, de diferentes componentes sociales dentro de una misma dinámica política. En ese sentido, la
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experiencia de México contradice las afirmaciones de los miembros de la Escuela de Estudios Históricos Subalternos quienes, en el debate que mantienen con Benedict Anderson, señalan la imposibilidad de la ciudadanía ahí donde la diversidad étnica campea. Los miembros de la Escuela de Estudios Históricos Subalternos cuestionan la definición cultural de la nación así como su relación con el Estado moderno, expuestas por Benedict Anderson en su influyente libro Comunidades imaginadas. Según Anderson, la nación es una representación de la sociedad política en términos de un conjunto de individuos unidos por el sentido de pertenecer a un todo. Ese sentimiento emerge del hecho de compartir ciertas creencias sobre los orígenes y el destino político. Además, constituye una poderosa fuerza de movilización colectiva. Para Anderson, tal imaginario es un producto de la modernidad, pues una condición esencial para su emergencia es la existencia del capitalismo de imprenta. Además, requiere percibir el tiempo en términos progresivos, homogéneos y seculares. Es a partir del contacto con las publicaciones periódicas cuando hombres y mujeres escapan al localismo de sus vidas para integrarse en la experiencia de pertenecer a un mundo más amplio, poblado de semejantes que, sin embargo, no pueden ver22. Sin embargo, y tomando como referente el caso de la India, Partha Chatterjee considera que la conceptualización de Anderson es aplicable solamente a las élites que encabezaron los movimientos de independencia, y que más tarde se hicieron cargo de la dirección del Estado moderno. El imaginario nacional entre las mayorías populares no se erige a partir de una perspectiva progresiva y lineal del tiempo, sino en miradas alternas en las que predominan la inamovilidad, la pluralidad y la sacralidad. De ahí que las representaciones de comunidad imaginada que se engarzan en ellas, poco tengan que ver con los individuos, el progreso, la integración y lo profano. Tales imágenes, además, recogen los atributos que caracterizan a la comunidad cultural expuesta a los discursos nacionalistas de las élites23. La posición de Chatterjee es, en esencia, compartida por Pransejit Duara, quien concibe la nación como un network de representaciones sobre la sociedad política, donde la visión de las élites se impone sobre 22 23
Anderson, Comunidades, 1997, pp. 11-101. Chatterjee, Politics, 2004, pp. 3-78.
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las populares. Éstas, aunque acalladas o excluidas, se mantienen como fuerzas latentes, esperando el momento de poner en marcha una acción colectiva encaminada a apoderarse del Estado o de crear uno alternativo. Duara afirma, además, que la nación no es un producto de los tiempos modernos y, en particular, del capitalismo de imprenta. Sostiene, por el contrario, que las naciones pueden surgir en sociedades premodernas, donde la difusión del nuevo imaginario acontece a través de tecnologías de la palabra de carácter tradicional, como por ejemplo los sermones de los sacerdotes. Lo que establece la diferencia es, más bien, la presencia de un sistema de Estados nacionales que sanciona esta forma de organización política como la única expresión legítima de la soberanía y que apoya las visiones de las élites acerca de la comunidad imaginada24. Por otro lado, para Anderson el sentido de pertenencia a la nación es prerrequisito para la existencia de individuos políticamente conscientes; es decir, condición sine qua non para el arraigo de las modernas instituciones del voto y la elegibilidad que regulan la participación de la población en el Estado. Ahí donde campea el pluralismo cultural sobreviene el caos y el desorden. En contraste, Chatterjee considera que, dada la imposibilidad de que exista una lealtad nacional que trascienda a cada uno de los grupos que conforman la sociedad, la ciudadanía política constituye una institución problemática en esencia. Según este autor, aquélla mantiene una relación conflictiva con las diferentes subcomunidades en cuyo seno se forjan imaginarios nacionales particulares. Ciertamente, la nación, en los términos que Anderson plantea no fue algo que estuviera presente entre la población nativa de la intendencia de México al momento de enfrentar las primeras instituciones ciudadanas. Sin embargo, tampoco la fortaleza de sus identidades étnicas impidió su apropiación. La presencia de una tradición compartida con los demás componentes humanos de la parroquia, así como la flexibilidad de las fronteras identitarias que la antigua práctica del comercio local aportó contribuyeron a hacer posible el acercamiento de aquélla al lugar utópico de la modernidad política, durante la crisis de la monarquía española.
24
Duara, Rescuing, 1995, pp. 3-82.
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S AN L UIS P OTOSÍ DURANTE LA CRISIS MONÁRQUICA . E XPECTATIVAS Y REALIDADES (1808-1814) AYUNTAMIENTO DE
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Es un hecho conocido que, durante la crisis de la monarquía española, los ayuntamientos citadinos fueron parte fundamental en los procesos políticos que se desarrollaron al interior de las provincias americanas. Las instituciones peninsulares en las que se depositó la soberanía en ausencia del rey recurrieron a ellos apoyados en un hecho concreto: sus integrantes eran quienes mejor conocían las circunstancias locales —al menos de las capitales de provincia—, y eran el medio por el cual se podía llegar al grueso de la población, obtener legitimidad para actuar en nombre del monarca ausente y, sobre todo, asegurarse los recursos necesarios para enfrentar la guerra contra Francia. Con esa convicción, la Junta Central se vio obligada a otorgar concesiones a estas instituciones americanas. Entre las más importantes se encuentran la elección de representantes, primero a la Junta Central y posteriormente a las Cortes, y la elaboración de las Instrucciones que éstos debían llevar para exponer en esos escenarios. Era evidente que, al responder a las concesiones otorgadas por esta y otras instituciones que se crearon posteriormente, se entraba en la dinámica de beneficios mutuos, pero ello también las llevaba a adquirir obligaciones. Si bien los ayuntamientos, a través de un representante, podían hacer las peticiones que consideraban de mayor necesidad para la prosperidad de las provincias y, en ese sentido, también se asumían como representantes de las mismas, a cambio se convirtieron en generadores y transmisores de una legitimación de urgente necesidad para las instituciones que en la Península actuaban en nombre del rey. Esto los llevaba a acatar las disposiciones
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tomadas por ellas que, como pronto se vio, no siempre fueron favorables a sus intereses. Por ejemplo, en las discusiones que tuvieron lugar en las Cortes se llegó a diversos acuerdos, que si bien beneficiaban a los americanos, afectaba a los cabildos en dos sentidos. Por un lado, la creación de ayuntamientos constitucionales, además de permitir el establecimiento de estas instituciones en diferentes zonas donde no existían, podía alterar la composición de los ya existentes, pues esta disposición daba la oportunidad a nuevos actores de ser parte de una institución que, en el caso de San Luis Potosí, había estado en manos de un grupo más o menos compacto desde finales del siglo XVIII; en este sentido, sus intereses podían verse en peligro en tanto los cabildos eran uno de los medios por los cuales esos actores influían sobre la economía local. Por otro lado, cuando la tarea de elegir diputados a Cortes se hizo extensiva a los demás partidos de la provincia, se limitó la influencia política del cabildo de la capital; dicho en otras palabras, abrió la participación política a grupos de otras zonas de la provincia que no habían tenido presencia en ella. En este texto analizamos cómo una institución local, el ayuntamiento, actuó a partir de los hechos derivados de la crisis de la monarquía española en dos puntos concretos. Primero, en la manera como hizo frente a las exigencias de las instituciones que asumieron la soberanía en ausencia del rey, al mismo tiempo que intentaba aprovechar las concesiones que éstas dieron a los americanos para presentar y justificar sus solicitudes como provincia en un período tan convulso. Segundo, de qué manera se afectaron su composición, a partir de la creación de los ayuntamientos constitucionales, y su presencia a partir de la apertura política que se generó hacia el interior de la provincia.
LA
NOTICIA EN
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En 1808 la monarquía española presenció una crisis propiciada por la ocupación francesa y la abdicación del rey a favor de Napoleón1. Estos hechos, que se difundieron de manera oficial en la capital de la 1
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Un estudio detallado de estos acontecimientos se encuentra en Artola, España,
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Nueva España a partir de julio, fueron ampliamente rechazados en todos los territorios españoles, cuyos habitantes mostraron diversas manifestaciones de apoyo a Fernando VII2. Pero si bien las reacciones coincidían en mostrar lealtad al monarca español, esto no evitó que los sucesos desembocaran en una crisis de legitimidad cuya magnitud era imposible prever. Después del descontrol inicial, en los territorios de la monarquía española surgió el debate en torno a un vacío de poder que debía ser llenado. En la península se formaron juntas que de momento reclamaron su derecho a gobernar, y se asumían como representantes de sus respectivas provincias3; aunque luego de algunos meses de debates, el 25 de septiembre concretaron el primer acuerdo con la creación de la Junta Central Gubernativa del Reino. Esta institución sería la encargada de convocar a Cortes, y de tomar una decisión trascendental para el proceso político que se iniciaba: considerar la participación americana. La decisión no fue gratuita, pues una de las medidas políticas tomadas por Napoleón Bonaparte para tratar de conseguir el apoyo de los españoles fue convocar a sus habitantes, incluidos seis americanos, a participar en las Cortes de Bayona, que se instalaron en julio de 18084. Evidentemente situaciones como ésta y el hecho de que algunas juntas como Sevilla y Asturias hubiesen enviado representantes a América con la finalidad de conseguir su reconocimiento como juntas soberanas5, debieron causar confusión y división entre las autoridades tanto en la capital como en las provincias. El caso más conocido, debido a las repercusiones que tuvo, fue el que culminó con el enfrentamiento entre el ayuntamiento y la Audiencia de 2 Para la península, véase Ávila, Nombre, 2002. pp. 63-66, y Chust, Cuestión, 1999, p. 30; para la Nueva España, Landavazo, Máscara, 2001. 3 En la península, estas juntas reunieron a las autoridades de las ciudades (ayuntamientos, representantes y agentes del rey, magistrados, clero, militares, corporaciones, etc.) para gobernar en nombre del rey, pues se basaban en el supuesto de que “Si el rey es el soberano, es en virtud del acuerdo dado originalmente por el reino. Este acuerdo se renueva cada vez que el rey convoca las Cortes para hacer jurar su heredero. De ese juramento proviene la legitimidad de los reyes. Cuando desaparece su jefe legítimo, el reino considera que la soberanía recae en sí y que tiene derecho de organizar la autoridad suprema”. Véase Hocquellet, “Reinos”, 2002, p. 25. Este supuesto sería la base del debate entre las autoridades americanas. 4 Por Nueva España asistió José Joaquín del Moral. Véase Sanz-Cid, Constitución, 1922, pp. 135-137 y Guerra, Modernidad, 2000, p. 184. 5 Landavazo, Máscara, 2001, p. 52.
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México. Sus diferencias giraban en torno al problema que se presentaba ya como esencial para el funcionamiento político en los territorios de la monarquía española: quién tenía el derecho a gobernar una vez que el rey estaba ausente. El enfrentamiento protagonizado por ambos cuerpos desembocó en la destitución del virrey Iturrigaray el 16 de septiembre. Integrantes de la Audiencia veían con recelo lo que consideraban una alianza entre el virrey y el ayuntamiento de la Ciudad de México, cuyos miembros pretendían convocar a una junta general de la Nueva España en donde se discutieran asuntos de gobernabilidad6; por lo cual, decidieron encabezar un “golpe de Estado” que garantizara su posición política y acabara con las aspiraciones de cualquier otra corporación. Esa coyuntura tendría su propia dinámica en cada una de las provincias de la Nueva España, y los sucesos que tuvieron lugar entre julio y septiembre lo muestran así. La iniciativa de integrantes del ayuntamiento de la Ciudad de México para convocar a una junta general evidenció que en las provincias también había un movimiento político importante, y que las ideas no eran homogéneas. Esto se deduce de algunas respuestas enviadas por los representantes de las instituciones provinciales al ayuntamiento de la Ciudad de México. Por ejemplo, los ayuntamientos de Veracruz, Xalapa y Querétaro secundaron a éste, mientras los intendentes de Puebla, Guanajuato y San Luis Potosí y la Audiencia de Guadalajara se opusieron7. La importancia que pudieron tener los ayuntamientos en los acontecimientos que implicaba la realización de esa junta resulta imposible de medir debido a que ésta no se llevó a cabo. Sin embargo, con las concesiones otorgadas por la Junta Central, esas instituciones tendrían una nueva oportunidad para ejercer su influencia sobre los acontecimientos políticos que se sucederían en ausencia del rey. En este contexto, ¿cuál fue la reacción del cabildo de San Luis Potosí entre agosto de 1808 cuando se dieron a conocer las noticias de la captura del rey, la ocupación francesa y la destitución del virrey de Nueva España, y abril de 1809, cuando se tuvo noticia de la participación americana en las Cortes? ¿De qué manera actuó el ayuntamiento ante la posibilidad de elegir a un representante y enviar peticiones para la “prosperidad” de su provincia? 6 7
Sobre este debate véase Rodríguez, “Súbditos”, 1997, pp. 33-69. Velázquez, Historia, 1982, t. III, p. 14.
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Además de los sucesos de la península, en las provincias de la Nueva España también se estaba al tanto de lo que acontecía en la capital del virreinato. Está claro que la reacción inmediata, y casi podríamos decir que automática, fue la muestra de lealtad al rey; pero otra cosa sería la postura ante las decisiones políticas que tuvieron lugar en la Ciudad de México, de las que en muchas ocasiones más que manifestaciones abiertas, sólo encontramos silencios. En San Luis Potosí, la noticia de la ocupación francesa se dio a conocer en la sesión de cabildo del 4 de agosto8. Después de que las autoridades reunidas expresaran el pesar que causó en el cabildo y en el vecindario la fatídica noticia de la captura del rey, aseguraban que estaban dispuestos a adquirir cualquier obligación, sin reserva de bienes ni personas, para apoyar las acciones que harían frente al ejército francés, como lo requerían las necesidades del momento. Sin embargo, la gravedad de los acontecimientos no parece haber repercutido de manera directa en la actividad política del cabildo, al menos en lo que respecta a las reuniones que tenían de manera periódica. Las actas de cabildo no registran reuniones más constantes, ni tampoco acudieron de inmediato todos los integrantes de esta institución para discutir las medidas que debían tomarse. En las primeras dos sesiones posteriores al recibimiento de las noticias que daban cuenta de los acontecimientos en la península, sólo se reunieron cuatro regidores de los 10 que integraban esta institución —algunos estaban fuera de la ciudad—, y el teniente letrado, que se encontraba presidiendo el cabildo por ausencia del intendente9. Fue en la sesión del día 9, al leerse el oficio del virrey ordenando que se hiciera la proclamación de Fernando VII, cuando se convocó al alférez real, Manuel de la Gándara, y al alcalde de la Mesta para que acudieran a la capital a celebrar nuevo cabildo con todos los integrantes10. El primero de ellos se encontraba en su hacienda de Bledos, y es de creerse que 8 Carta con carácter de reservadísima del virrey a la intendencia de San Luis Potosí, fechada el 28 de julio en la Ciudad de México, en AHSLP, Ayuntamiento, Actas de Cabildo, 4 de agosto de 1808. 9 AHSLP, Ayuntamiento, Actas de Cabildo, 4 y 9 de agosto de 1808. 10 El cabildo presenta el oficio del virrey de 1 de agosto en el cual manda se proclame al rey, en AHSLP, Ayuntamiento, Actas de Cabildo, 9 de agosto de 1808.
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estaba enterado de los hechos debido a la gravedad de los mismos y a que su hacienda se ubicaba a unas cuantas leguas de la ciudad de San Luis Potosí, pero no se trasladó a ella hasta que se le convocó. Su presencia ahora se hacía indispensable debido a que se discutiría sobre la manera de hacer el juramento del rey, en cuyo acto sería el encargado de llevar el pendón. En la siguiente sesión, de 16 de agosto, los acontecimientos en la península no parecían tema de mayor urgencia, pues primero se trataron otros asuntos. Sin embargo, cuando se pasó al tema de la proclamación del rey, ésta tomó relevancia en un momento cuando diferentes instituciones pretendían adjudicarse legitimidad ante la ausencia del rey, ya fuese para actuar en su nombre, ya para buscar la representación de alguna provincia. Pero sobre todo porque era mediante esos actos públicos como se representaba y se transmitía a la población un orden existente; un orden que, no obstante, estaba sujeto a ciertas negociaciones, y esto se evidenciaría aún más tras la coyuntura de la crisis monárquica debido a que la captura del rey dio pie a una constante definición de posturas ante los hechos que se sucedieron. En este sentido, las formas importaban, y mucho. Es por ello que el cabildo de San Luis Potosí aprovechó esa coyuntura para retomar y resolver de manera favorable a sus intereses un problema sobre el derecho a encabezar este tipo de actos públicos que se había presentado en 1790, cuando tuvo lugar la proclamación de Carlos IV. En ese momento, se desencadenó un enfrentamiento entre el entonces intendente Bruno Díaz de Salcedo y el cabildo, pues “inesperadamente”, el intendente había tomado “la voz para proclamar primero que el regidor que ocupaba el lugar de alférez real”11. Con esta acción, ante los ojos de los espectadores, el intendente no sólo se mostraba como la máxima autoridad de la intendencia, sino también de la ciudad, algo que afectaba de manera directa al ayuntamiento. El acto toma relevancia porque se insertaba en un contexto de enfrentamientos entre los integrantes de ambas instituciones, y seguramente el intendente buscaba ganar para sí la batalla en el escenario que le brindaba la proclamación del monarca.
11 El ayuntamiento de San Luis Potosí da cuenta al virrey de la forma en que hizo el juramento de Carlos IV, en AHSLP, Ayuntamiento, Actas de Cabildo, 10 de octubre de 1790. [La proclamación tuvo lugar el 8 de octubre.]
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Los enfrentamientos databan de 1787 y habían sido propiciados por la negativa del cabildo para acatar algunas disposiciones de la Real Ordenanza de Intendentes, sobre todo en un tema tan delicado como dar cuenta al intendente de los propios arbitrios de la ciudad12. Díaz de Salcedo había interpretado estas actitudes como falta de reconocimiento a su autoridad, y era algo que con toda seguridad se ventilaba en la ciudad, por lo que ya había emitido diversas quejas al virrey. Por ello consideramos que al hacer primero la proclamación, Díaz de Salcedo pretendía mostrar su preeminencia sobre el cabildo. Más aún si consideramos que ya se había tomado la decisión sobre quién haría la proclamación. A consulta del teniente letrado de San Luis Potosí, el virrey había resuelto que ante la falta de alférez real, personaje a quién correspondía la proclamación, ésta debía estar a cargo del regidor alguacil mayor, Antonio Pagola13. Esta decisión fue ratificada por unanimidad en agosto, en sesión de cabildo a la que también había asistido el intendente14; de ahí la enérgica queja del cabildo, cuya reacción no se hizo esperar. El 19 de octubre envió una representación al virrey en la que expresaba que había sido “desairado” por el intendente en un acto tan importante como la proclamación del monarca. No sólo fue el hecho de que Díaz de Salcedo “tomara primero la voz”, el cabildo también se quejaba del lugar que habían ocupado el intendente, el teniente letrado y el “regidor jurante”, pues a este último no se le había destinado el asiento que le correspondía, todo lo cual iba en contra “de los fueros y privilegios de este último y en general del cabildo”15. Sin embargo, en su contestación de 10 de noviembre, luego de valorar las 12 La Real Ordenanza de Intendentes señalaba que los ayuntamientos debían dar cuenta de ellos al titular de la intendencia, pero el de San Luis Potosí mostró una abierta resistencia a cumplir con este mandato. Las quejas presentadas por el intendente son de julio de 1788, julio, agosto y noviembre de 1790, y enero de 1792. El ayuntamiento de San Luis Potosí se niega a entregar las cuentas de propios y arbitrios, en AHSLP, Ayuntamiento, Actas de Cabildo de los años señalados. 13 Respuesta del virrey sobre la manera de hacer el juramento del rey en San Luis Potosí, en AHSLP, Ayuntamiento, Actas de Cabildo, 17 de marzo de 1790. 14 El ayuntamiento ratifica que la jura de Carlos IV debe estar a cargo del regidor alguacil mayor Antonio Pagola, en AHSLP, Ayuntamiento, Actas de Cabildo, 4 de agosto de 1790. 15 El ayuntamiento de San Luis Potosí participa al virrey los disturbios y pública discordia con que se ejecutó la proclamación del soberano D. Carlos IV, en AHSLP, Ayuntamiento, Actas de Cabildo, 19 de octubre de 1790.
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representaciones del cabildo y del intendente, y a pesar de que apenas unos meses atrás había resuelto que la jura estaría a cargo del alguacil mayor, el virrey concluía que no había habido desaire alguno, y hacía las recomendaciones para que continuara la buena armonía entre las autoridades16. ¿Por qué el virrey cambiaba de parecer? Es importante mencionar que para tomar esta última decisión, el virrey contaba con la versión de ambas partes en conflicto, algo que no sucedió en marzo, cuando se le consultó sobre quién debía hacer la proclamación, pues en ese momento el intendente se encontraba enfermo y no emitió opinión al respecto. Pero también es posible que luego de analizar el conflicto suscitado en San Luis Potosí, el virrey valorase la importancia de reforzar la autoridad de un intendente que no había podido fortalecerse luego de tres años de haber llegado a la ciudad. La situación se presentó de manera distinta en 1808, pues luego de varios años de diferencias entre el cabildo y los respectivos intendentes, el nombramiento de Joseph Ruiz de Aguirre como teniente letrado en 1804 había venido a dar una nueva dinámica a las relaciones entre los integrantes de ambas instituciones. Ruiz de Aguirre se convirtió en un hombre cercano al cabildo, por lo tanto, le resultaba un aliado contra un intendente que se ausentaba con frecuencia por problemas de salud. La muestra más clara de esa cercanía se había presentado en 1806 cuando, luego de que el entonces intendente, Manuel de Ampudia, reprendiera y encarcelara al teniente letrado, el cabildo y personajes de importancia de la ciudad lo defendieran, logrando que saliera de la cárcel de manera inmediata17. Si vinculamos este acto con la manera como actuaron los personajes políticos de San Luis Potosí al presentarse la crisis de la monarquía española, observamos un cambio respecto a la jura de Carlos IV, lo cual 16
El virrey responde a la representación del ayuntamiento de San Luis Potosí sobre la jura de Carlos IV, en AHSLP, Ayuntamiento, Actas de Cabildo, 10 de noviembre de 1790. 17 El intendente había acusado a Ruiz de Aguirre de desobediencia por no haber acudido pronto a su llamado. Entre los personajes de importancia que se unieron para defender a Ruiz de Aguirre se encontraban el rico minero y licenciado Silvestre López Portillo y el comandante de la Décima Brigada Militar Félix María Calleja. El ayuntamiento de San Luis Potosí expone los sucesos ocurridos entre el teniente letrado asesor de la intendencia y Manuel Ampudia, en AHSLP, Ayuntamiento, Actas de Cabildo, 13 de mayo de 1806.
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seguramente fue resultado de un proceso de negociación. Ese proceso fue facilitado por el hecho de que quien ejercía el cargo de intendente en 1808, aunque de manera interina, era Ruiz de Aguirre, debido a los problemas de salud de Ampudia. De esta manera, la jura de Fernando VII se convertía en un momento propicio para aclarar atribuciones y transmitirlas a la población. Al abordar el tema de quién debía encabezar la jura de Fernando VII no hubo debate. Ruiz de Aguirre en su papel de intendente interino señaló que, como el virrey nada había dicho al respecto cuando ordenó que se hiciera la proclamación del rey, no tenía inconveniente alguno en que la primera voz de la proclama estuviese a cargo del alférez real, y esto fue lo que acordaron. Observamos cómo las omisiones que existieron en las disposiciones que se tomaban por la rapidez de los acontecimientos, daban lugar a que los actores políticos hicieran diversas interpretaciones: el cabildo de San Luis Potosí, con apoyo del teniente letrado, se adjudicaba nuevamente una atribución de la que había sido despojada algunos años antes. Sin embargo, lo que extraña es la aparente poca importancia que se daba en las sesiones de cabildo a los acontecimientos de la península, así como a los intentos del ayuntamiento de la Ciudad de México por llevar a cabo una junta general de las principales ciudades de la Nueva España. En las sesiones del 26 de agosto y del primero de septiembre no se hizo referencia a ellos. No obstante, se llevó a cabo una nueva reunión tan sólo dos días después para tratar asuntos de seguridad de la provincia. El 3 de septiembre el cabildo señaló que era necesario establecer una tropa en la ciudad para aquietar cualquier síntoma de subversión. Estas medidas se creían indispensables debido a los rumores que circulaban sobre que pudieran entrar emisarios de Napoleón por el lado del norte. Según el cabildo, el peligro era real debido a que San Luis Potosí era paso de la tierra adentro. Y fue en este momento cuando empezó a dar cuenta de las reacciones que ya se habían presentado por parte de la población, quizá para que no quedara duda de su lealtad al rey: Viva nuestro amado soberano el Señor Don Fernando Séptimo. Este es el grito universal de la populosa Leal ciudad de San Luis Potosí. La religión, honor y amor así a su augusta persona y estirpe son los que reclaman los ánimos de tal manera que corriendo en tropeles se ofrecen gustosos a
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sacrificar sus vidas e intereses por el honor de la nación, por la seguridad de la patria, y por la restitución de su amado monarca […] Vencer o morir es la voz que con pasmoso entusiasmo resuena por las calles y plazas18.
Sin embargo, seguimos encontrando actitudes cautelosas sobre los acontecimientos de la Ciudad de México. Cuando el cabildo recibió noticias de la junta celebrada en la capital del virreinato sólo se declaró por enterado, así como cuando recibió la notificación del mariscal de campo Pedro Garibay de haber recaído en él el mando del virreinato. La respuesta a este último acontecimiento extraña sobremanera, pues seguramente debió merecer una postura debido a la forma en que se había hecho el relevo, y porque con ello se perdía la posibilidad de realizar una junta general con las autoridades de todas las provincias del virreinato. Las reservas, en cambio, nuevamente se hicieron a un lado cuando se dio testimonio de la ceremonia del juramento de Fernando VII, que se llevó a cabo el 29 de septiembre. En su informe dirigido al virrey, el cabildo señalaba que la ciudad de San Luis Potosí “ardía en los deseos más vivos de manifestar su fiel entusiasmo jurando a su amado rey”, y sobre todo, que en ello “no quería ser aventajada de ninguna de las de la antigua ni de la Nueva España”. Pero a pesar de estas intenciones, no dio cuenta al virrey de las manifestaciones de apoyo al monarca encabezadas por el comandante militar, que tuvieron lugar el 15 de agosto. No fue hasta después de que se hiciera el juramento encabezado por el cabildo cuando esta institución informó al virrey de esas acciones de manera más puntual, al decir que en ese entonces jóvenes voluntarios, y con aplauso del comandante, habían salido formando un lúcido cuerpo de caballería con sable en mano que custodiaba el retrato del rey: el real busto era conducido en un carro triunfal, más el que venía otro con su agradable orquesta, discursos así por todas las calles y plazas, acompañados de un inmenso pueblo formado de los ciudadanos [de todas clases] colocado sin distinción ni etiqueta19.
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El ayuntamiento de San Luis Potosí representa haber necesidad de tropa en aquella ciudad para defensa de la provincia y para aquietar todo espíritu de subversiones, en AHSLP, Ayuntamiento, Actas de Cabildo, 3 de septiembre de 1808. 19 Informe de la jura de Fernando VII en la ciudad de San Luis Potosí, en AHSLP, Ayuntamiento, Actas de Cabildo, 20 de octubre de 1808.
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¿Por qué el cabildo no informó de ello inmediatamente después de que tuvo lugar? En las actas de cabildo tampoco se menciona algo al respecto, salvo el 3 de septiembre cuando, al tocar el tema de la inseguridad existente, intentaba mostrar la lealtad de los habitantes de San Luis Potosí. El cabildo no envió un informe detallado de esos actos públicos, ni tampoco que esas acciones hubiesen sido por iniciativa del comandante. Es probable que se tratara de una razón de preeminencia, pues un día después de esas manifestaciones fue cuando se acordó la forma de hacer el juramento presidido por el cabildo. Se trataba de legitimar el derecho de esta institución a encabezar ese tipo de celebraciones, y no había escenario más eficaz para ello que la ceremonia de juramento y las muestras de lealtad al rey. La manera como fue escrito el informe así lo ratifica; el protagonista indiscutible era esa institución. No se mencionaba al intendente interino —el titular no ejercía el cargo por problemas de salud— en los actos que tuvieron lugar en la mañana, sólo en los que se celebraron por la tarde. Y si bien se indica de manera clara que Ruiz de Aguirre fungió como presidente del cabildo y en el tablado hecho para el caso tomó la silla principal, el juramento fue encabezado por el alférez real. En el informe presentado por el ayuntamiento insistía: ¿Cómo podía vacilar el Potosí tan sólo un momento sobre el partido que debía adoptar aún en la alternativa de obedecer a Fernando y vivir feliz bajo la dulce influencia de su cetro de oro, o morir gloriosamente inundada en la caliente sangre de sus hijos defendiendo a su Rey, sus altares y su patria, la perpetuidad de una dinastía poseedora, única y legítima de estos reinos, la primera de un trono bajo cuyos auspicios se fundó, se aumentó y ha respirado la aura suave de la dicha más envidiable?20.
Pero a pesar de estas incuestionables muestras de lealtad al rey, las sesiones de cabildo de los siguientes meses parecían dar muestras de que, una vez más, la actividad del cabildo no se había alterado de manera significativa, y los miembros de esta institución se cuidaron de emitir opiniones de las órdenes procedentes tanto de la península como de la capital del virreinato. Evidentemente la cautela era muy importante
20
Descripción de la jura de Fernando VII en la ciudad de San Luis Potosí, en AHSLP, Ayuntamiento, Actas de Cabildo, 20 de octubre de1808.
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ante unos acontecimientos que en muchos casos se tornaban imprevisibles, por lo que el cabildo parecía actuar como esperaban las autoridades en turno. Daba acuse de recibo de las disposiciones y las acataba sin dar mayores opiniones. Así, por ejemplo, cuando el 3 de octubre el virrey pidió auxiliar a los “hermanos de la península” con caudales para “recobrar la sagrada persona” de Fernando VII, el cabildo de San Luis Potosí recolectó entre sus miembros 1.410 pesos21. Las manifestaciones políticas y la postura sobre los hechos que se sucedían se expresaron de manera más abierta a partir de 1809, en gran medida porque a partir de este año se harían concesiones a los americanos que les permitieron cambiar esa actitud y mostrarse de una manera más abierta, además de que las instituciones que actuaban en nombre del rey empezaban a ser reconocidas en Nueva España.
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La actividad política se acrecentó cuando se dio a conocer el decreto de 22 de enero de 1809, mediante el cual, la Junta Central Gubernativa del Reino reconocía a las colonias americanas partes integrantes de la monarquía y les concedía el derecho a tener un representante por cada virreinato y capitanía general. Si bien existió una diferencia sustancial entre el número de diputados concedidos a los territorios españoles de uno y otro continente22, los americanos por primera vez tenían este tipo de derechos, y los ayuntamientos se valdrían de ese decreto para tratar de conseguir beneficios y ampliar sus jurisdicciones, en tanto estas corporaciones serían las encargadas de organizar en América las elecciones, extender los poderes para los diputados y elaborar las Instrucciones que éstos debían representar. Con ello, irremediablemente la Junta Central brindaba nuevas herramientas a estas instituciones para afianzar su poder frente a figuras como el intenden21 El virrey Garibay solicita donativos para apoyar la guerra contra los franceses, en AHSLP, Ayuntamiento, Actas de Cabildo. El ayuntamiento de San Luis Potosí hace donativo de 1.410 pesos para apoyar la guerra contra los franceses, en AHSLP, Ayuntamiento, Actas de Cabildo, 20 de octubre de 1808. 22 El reducido número de representantes americanos en comparación con los peninsulares —9 aquéllos y 36 éstos— provocó protestas por parte de los americanos (Guerra, Modernidad, 2000, pp. 185-190 y Chust, Cuestión, 1999, p. 32).
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te; las prioridades así lo exigían. Era necesario asegurarse recursos económicos y la Junta debía obtener el reconocimiento de las colonias americanas, y para ello debía dar concesiones. También se trataba de reconocer un hecho. Los ayuntamientos tenían arraigo entre la población, conocían sus territorios, sus recursos, y contaban con cierta experiencia en la celebración de elecciones, aun cuando fuese en otros ámbitos y competencias. San Luis Potosí fue una de las 14 provincias en donde se llevaron a cabo elecciones23. Estas elecciones, que han sido poco estudiadas24, tuvieron un tinte particular por ser el primer ejercicio político de este tipo que se hacía en los territorios americanos. Los ayuntamientos lo sabían y actuaron en función de la importancia de los hechos y de la oportunidad que se les presentaba para hacerse escuchar en un espacio más amplio. Es por ello que en el proceso electoral de las provincias con derecho a voto se eligió a individuos que, representando los intereses locales, tuviera posibilidades de obtener apoyo en un ámbito más allá de sus propias jurisdicciones, pues debían pasar por otro filtro: contender con individuos de otras provincias de la Nueva España. Un triunfo en esos niveles podría garantizarles mayores beneficios25. Evidentemente se apostaba mucho. En San Luis Potosí la elección se celebró el 24 de abril de 1809 y se eligió a Félix María Calleja, un individuo de conocido prestigio militar en la Nueva España, pero que no formó parte de la terna de la cual se eligió al diputado por este virreinato. En octubre, este cargo recayó en Miguel de Lardizábal y Uribe, personaje de una importancia
23 De los individuos electos en ellas, se elegiría el diputado por Nueva España (Guerra, Modernidad, 2000, p. 222). 24 Ya Nettie Lee Benson ha señalado el “olvido” en que se ha dejado este primer proceso electoral, no obstante que fue justamente el primero de estas magnitudes que se celebró en los territorios españoles. Benson, “Elections”, 2004; véase también Guedea, “Primeras”, 1991 y Ávila, Nombre, 2002. 25 Éste es otro de los puntos que consideramos necesario de un análisis profundo, pues en este primer proceso electoral en Nueva España se eligió “a los más altos personajes por su rango y sus cargos”. Los individuos electos fueron dos miembros de los Consejos Centrales de la Monarquía (Manuel y Miguel Lardizábal); tres obispos (de Guadalajara, Tlaxcala y el auxiliar de Oaxaca); un oidor (Aguirre); cinco gobernadores e intendentes titulares e interinos, un comandante de brigada (Félix María Calleja), el prebendado de la catedral de Puebla y el alférez real de Veracruz (Guerra, Modernidad, 2000, p. 197).
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indiscutible en la Corte desde hacía varios años; en el momento de la elección era miembro del Consejo de Indias, encargada de proponer la política de los territorios americanos. Una vez conocido el resultado de la elección, el ayuntamiento de San Luis Potosí le concedió poderes y le envió sus Instrucciones –como hicieron los demás ayuntamientos– y más tarde festejó su nombramiento como vocal del Supremo Consejo de Regencia26. Mientras se realizaban estas elecciones, el ayuntamiento elaboraba las Instrucciones que debía enviar al diputado electo. Estos documentos, que han sido publicados recientemente27, son de gran valor porque nos permiten conocer las aspiraciones políticas de los ayuntamientos de las capitales de provincia; aspiraciones que pretendían hacer extensivas a toda la provincia que representaban. A primera vista observamos que, si bien presentaron aspectos particulares de cada una de ellas, también tenían aspiraciones comunes, como la creación de obispados, habilitación de puertos y libertad de comercio, y un estudio en profundidad de su proceso de elaboración nos daría mayores elementos para conocer la madurez de algunas de esas aspiraciones. Quizá un indicativo general para puntualizar esta última idea pudiera ser la prontitud con que se presentaron esas Instrucciones, los temas abordados en ellas y las reflexiones que se hicieron sobre los mismos. Apoyados en estos aspectos, observamos que San Luis Potosí se encuentra entre las provincias que primero presentaron sus Instrucciones (24 de octubre), junto con Oaxaca (18 de octubre), Guanajuato (19 del mismo mes), Valladolid (1 de febrero de 1810), Guadalajara (9 de febrero), Puebla (3 de marzo) y Arizpe (28 de marzo)28. Un punto más, de entre ellas, las Instrucciones de Oaxaca, San Luis Potosí y Arizpe, provincias alejadas de la capital del virreinato, fueron las más extensas, mientras que otras provincias argumentaban que necesitaban tiempo para reflexionar sobre materias de vital importancia. Un análisis de los 12 puntos abordados en las Instrucciones de San Luis Potosí rebasa los límites de este texto, pero sí podemos enfatizar, 26 Correspondencia del ayuntamiento de San Luis Potosí con Miguel de Lardizábal sobre asuntos de interés nacional, 28 de junio de 1810, en AGN, Historia, vol. 416, exp. s.n. 27 Rojas, Documentos, 2005. 28 Los documentos señalados fueron consultados en AGN, Historia, vol. 417, exps. s.n.
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en el tono utilizado en el documento, algunas de las intenciones generales de las mismas, así como la manera como fueron presentadas. Los puntos que el ayuntamiento consideraba de vital importancia para la prosperidad de la provincia fueron: 1. Creación de un obispado con sede en la ciudad de San Luis Potosí, 2. Establecimiento de una fábrica de puros y cigarros, 3. Habilitación de un puerto en Soto la Marina, 4. Repartimiento de tierras y venta de ellas en enfiteusis, 5. Permiso para repartimiento a los subdelegados, 6. Establecimiento de una fábrica de efectos con materias primas, 7. Reformar el real derecho de pulperías, 8. Suprimir los tributos de indios, mulatos y castas, 9. Reformar el honorario de administradores y receptores de alcabalas, 10. Reconocer los méritos y servicios de los empleados americanos, 11. Que se nombrara un intendente, pues el titular del cargo estaba imposibilitado por motivos de salud, y 12. Celebración de un Concilio nacional. Observamos que, en términos generales, estas peticiones tenían la intención de generar ingresos para cubrir gastos de funcionarios locales; convertirse en un punto de intercambio comercial hacia el interior del territorio novohispano29, resolver los problemas sobre el tema de la tierra que se venían presentando desde hacía mucho tiempo, así como hacer coincidir los límites eclesiásticos con los de la provincia. La creación del obispado también tenía la doble intención de captar los ingresos que por concepto de diezmos se destinaban a las arcas de las mitras de México, Guadalajara y, sobre todo, Michoacán30. Con la habilitación del puerto de Soto la Marina, los miembros del ayuntamiento pretendían articular el comercio hacia zonas de gran afluencia, como Saltillo, en donde se realizaba una feria comercial anual que era de gran importancia para el comercio del norte de la Nueva España. Y para ello era indispensable proporcionar un punto de entrada y salida al mar de los productos comerciales, así como para dar salida al mar a ciertas zonas mineras, como Catorce –ubicada en la propia jurisdicción de San Luis Potosí–, Zacatecas y Guanajuato. Esto se evidencia al incluir en sus Instrucciones el siguiente cuadro de distancias, mediante el cual el ayuntamiento pretendía mostrar las ventajas que se obtendrían si se habilitaba el puerto de Soto la Marina; el puerto a comparar era Veracruz. 29
Bernal, “Camino”, 2009. La provincia de San Luis Potosí estaba “repartida” entre esas mitras, la parte correspondiente a la capital estaba dentro de los límites del obispado de Michoacán. 30
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CUADRO 1. Resumen de las ventajas de autorizar la apertura del Puerto Soto la Marina Leguas desde el origen
Leguas desde el origen
Fletes desde el origen
Veracruz Sotolamarina
Veracruz Sotolamarina
Veracruz Sotolamarina
A Saltillo
300
123
60 días
25 días
33 pesos
8 pesos
A Real de Catorce
250
96
50 días
19 días
27 pesos
7 pesos
Destino
A Zacatecas
250
154
50 días
31 días
27 pesos
10 pesos
A Guanajuato
180
160
36 días
32 días
21 pesos
10 pesos
A SLP
200
116
40 días
23 días
22 pesos 4r 8 pesos
Fuente: Instrucción que en cumplimiento de la Real Orden de 22 de enero del presente año de 1809, librada por la Suprema Junta Central depositaria de la autoridad Soberana el Ayuntamiento de SLP al Exmo. Sr. D. Miguel de Lardizaval, diputado representante por la Nueva España y vocal de dicha Suprema Junta, en AHSLP, Ayuntamiento, Actas de Cabildo, 24 de octubre de 1809.
Como se observa, a excepción de los rubros sobre las distancias con Guanajuato, la diferencia en los demás casos era significativa. Pero más allá de esto, el cuadro presentado por el ayuntamiento de San Luis Potosí demuestra que se trataba de un tema reflexionado, en tanto se tenían datos precisos sobre distancias, tiempo de traslado y costos de los mismos. Y es probable que al plantear este punto los comisionados para elaborar las instrucciones se hubiesen apoyado en Félix María Calleja, pues es significativo que poco más de 10 años atrás, este comandante hubiese elaborado un informe sobre la colonia del Nuevo Santander, y que entre las sugerencias presentadas para beneficiarla hubiese propuesto, precisamente, la habilitación del puerto de Soto la Marina31. Éste no es el único punto sobre el cual había reflexionado el ayuntamiento. La solicitud más reiterativa había sido la creación del obispado (al menos desde 1776), pero también se habían solicitado con anterioridad el establecimiento de una fábrica de cigarros (en 1790) y el repartimiento de tierras y venta de ellas en enfiteusis (desde la década de 1790). ¿Cómo presentó estas y otras solicitudes el ayuntamiento de San Luis Potosí en 1809? Utilizó las herramientas que le brindaba la Junta Central. En el preámbulo de las Instrucciones celebraba 31
Calleja, Informe, 1949, pp. xv y xvi, Bernal, “Camino”, 2009.
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que, a pesar de los sucesos y la prioridad de atender asuntos de gravedad, la Suprema Junta no hubiera perdido de vista “la importancia del fomento de la agricultura, Artes, Comercio, Navegación y quanto su singular sabiduría y extraordinarios conocimientos considera puedan contribuir a la felicidad de la Nación”, para lo cual, estaba seguro, seguiría “los principios de justicia y equidad”32. Pero cuando señalaba “fallos” del sistema político o hacía algunas críticas al mismo, mostraba mayor cautela en el vocabulario utilizado, antecedía siempre la falta de intencionalidad. Por ejemplo, se hablaba de la existencia de leyes inadecuadas para América, pero que quizá se debía al desconocimiento de la realidad americana o a la mala aplicación de las mismas por parte de algunos funcionarios que sólo pensaban en el beneficio propio. Es por ello que festejaba la iniciativa de la Junta de solicitar a los propios ayuntamientos que expresasen sus necesidades. Creía que era el momento de hacer justicia y aquí retomaba las concesiones otorgadas por aquella al expresar su confianza en que se atenderían sus peticiones con el interés propio que implicaba su calidad de igualdad respecto a los demás territorios del Reino, pues algunos pensaban que se estaban “dando a manos llenas todas las indulgencias justas y necesarias”33. Las instrucciones evidencian algo que ya ha sido señalado de manera amplia en la historiografía, que las provincias buscaban mayor reconocimiento y participación en la política y en la economía. En este sentido, la apuesta también era lograr una autonomía de la capital del virreinato. Las respuestas de los individuos a los que se consultó para la elaboración de las instrucciones lo demuestran de manera más explícita. Dos de ellos expresaban: tendremos la incomparable satisfacción en esta Provincia e Intendencia de ver ocupada la ociosidad de ambos sexos y floreciente la Provincia con 32 Instrucción que en cumplimiento de la Real Orden de 22 de enero del presente año de 1809, librada por la Suprema Junta Central depositaria de la autoridad Soberana el Ayuntamiento de SLP al Exmo. Sr. D. Miguel de Lardizaval, diputado representante por la Nueva España y vocal de dicha Suprema Junta, en AHSLP, Ayuntamiento, Actas de Cabildo, 24 de octubre de 1809. 33 Propuesta que presentan Ignacio de Astegui y Pedro Manuel de Castro, a nombre del Noble y Leal Gremio de la Minería, al ayuntamiento de San Luis Potosí para elaborar las instrucciones [la fecha en que fue presentada es ilegible], en AHSLP, Ayuntamiento, Actas de Cabildo, 5 de julio de 1809.
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Minas, fábrica de puros y cigarros, Intendencia, Brigada que le hace tanto honor y Casas Reales sin quedarle qué envidiar a la Metrópoli de México34.
Pero las expectativas generadas no pudieron concretarse porque se presentaron acontecimientos que evitaron que el ayuntamiento de San Luis Potosí se hiciera escuchar. Las Instrucciones elaboradas en 1809 en un primer momento no llegaron a tiempo a la península, pues en enero de 1810 fue disuelta la Junta Central y creada la Regencia del Reino. Unos meses más tarde, cuando se amplió la participación americana y San Luis Potosí tuvo derecho a elegir a un diputado, el primero de ellos que resultó electo, José Florencio Barragán, murió en septiembre de 1810, cuando se disponía a partir a la península. Casi inmediatamente, se inició el movimiento armado en Nueva España, lo cual retrasó la elección de otro diputado (el militar Bernardo Villamil) y, una vez electo, impidió que partiera a la península, primero porque se encontraba en campaña contra los insurgentes, y después por la inseguridad de los caminos. Fue uno de los diputados electos en 1813 (José Vivero) quien finalmente pudo emprender el viaje, pero a su llegada, en agosto de 1814, las Cortes había sido disueltas por el regreso del monarca. Con ello terminaban reiterados intentos por exponer en las Cortes las demandas de San Luis Potosí, aunque esto no evitó que las disposiciones emanadas de ellas se aplicaran en la provincia. Esto propició una apertura política hacia el interior, pero también aumentó las aspiraciones políticas de muchos sectores. Veamos cómo se desarrolló este proceso en San Luis Potosí y cómo actuó el ayuntamiento de la capital para adaptarse a los acontecimientos e intentar mantener su preeminencia.
LAS
DISPOSICIONES DE
CÁDIZ
Durante las primeras elecciones de diputados para las Cortes, los ayuntamientos capitalinos habían tenido el protagonismo, en tanto ellos fueron los encargados de organizarlas, de dar los poderes a los diputados y elaborar las Instrucciones que éstos debían presentar. 34 Propuesta que, a nombre del noble y muy leal gremio de minería, presentan Ignacio Astegui y Pedro Manuel de Castro al Ayuntamiento de San Luis Potosí para elaborar las instrucciones, en AHSLP, Ayuntamiento, Actas de Cabildo, 5 de julio de 1809. Las cursivas son mías.
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Pero las cosas cambiaron a partir de la promulgación de la Constitución pues, entre otras medidas, autorizaba la creación de ayuntamientos constitucionales, ampliaba la participación política al interior de las provincias al establecer que los diputados a Cortes serían electos por electores de partido, y autorizaba la creación de Diputaciones Provinciales. Esto daba otra dinámica a las relaciones hacia el interior de la ciudad y de la provincia. Por lo que toca a la creación de ayuntamientos constitucionales, esto significaba, por un lado, una nueva actividad política en aquellos lugares que, contando con las condiciones para crear ayuntamientos, lo solicitasen; en el caso de San Luis Potosí fueron 33. Por otro lado, la creación de estas instituciones daba una nueva presencia política a los pueblos que contaran con ellas, estableciéndose una nueva jerarquía territorial en la provincia35 que, sin embargo, no puede valorarse de manera amplia debido a su corta duración en este primer período gaditano. Aunque sí es importante señalar que en esa nueva jerarquía, el ayuntamiento de la capital seguía teniendo preeminencia al concedérsele mayor número de regidores: doce36; mientras que las poblaciones con mayor número de regidores después de él, contaban con ocho37. Por lo tanto, lo que debe enfatizarse aquí es la 35
Estudiado de manera puntual por José Antonio Serrano para el caso de Guanajuato (Serrano, Jerarquía, 2001). 36 Sobre el número de integrantes que tenía el cabildo de San Luis Potosí, hay cierta confusión, pues Joaquín Meade menciona que debía haber diez regidores, pero en 1767 el visitador José de Gálvez estableció que debían elegirse seis, además de un alguacil mayor y el alcalde provincial de la Santa Hermandad, los cuales a veces se mencionan como regidores. Meade, Nobilísimo, 1971; véase también Motilla, Administración, 1992, p. 42. 37 Para el ayuntamiento de la capital se designaron dos alcaldes ordinarios, doce regidores y dos ministros (Noticia de los ayuntamientos constitucionales establecidos hasta ahora en esta provincia, que se forma por la intendencia y gobierno político de ella en cumplimiento de orden del virrey de 18 de diciembre de 1813, en AHSLP, Intendencia, leg. 1814.4, exp. 13). Lo que no queda claro es que, además de los alcaldes ordinarios, regidores y ministros, estaban las figuras de alcaldes de la Mesta, alférez real, alguacil mayor, alcalde provincial y contador de menores. Indudablemente esto merece un estudio más puntual pues, al menos en el caso de San Luis Potosí, a veces estos cargos se unían a los de regidores, como sucedía en 1809, que juntos sumaban diez, pero con los ayuntamientos constitucionales todos ellos sobrepasaban el número de doce que se le habían asignado. La confusión sobre esto persiste en la historiografía. En el caso de Yucatán, por ejemplo, González Muñoz señala que, “teniendo en cuenta el hecho de que tanto el oficio de alférez real como el de alguacil mayor estaban equi-
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existencia de mayor número de ayuntamientos, lo cual restaba presencia al de la capital con respecto a la provincia, pero no la eliminaba. Desafortunadamente no contamos con información puntual de cada ayuntamiento, aunque sí una tendencia de que éstos se conformaron en gran medida por individuos con cargos militares38; lo cual resulta lógico debido a que en estos momentos, 1813, habían pasado tres años desde que se iniciara la guerra insurgente. Para los fines de este trabajo nos interesa de manera particular el ayuntamiento de la capital. Los resultados de las elecciones no muestran una sustitución significativa de individuos que encontramos en otros años. CUADRO 2. Ayuntamientos tradicionales y ayuntamientos constitucionales, 1813-1815 1813 Tradicional
1813 Constitucional
1814 Constitucional
1815 Tradicional
Alcalde ordinario primer voto
Ignacio Astegui
Miguel Flores
Miguel Flores
José Antonio Otahegui
Alcalde ordinario de 2º voto
Urbano García Malavear
Antonio Frontaura José Pulgar y Sesma
Andrés Pérez Soto
Alcalde de la Mesta
José Manuel de la Gándara
José Manuel de la Gándara
José Manuel de la Gándara
José Manuel de la Gándara
Alférez real
José Manuel de la Gándara
José Manuel de la Gándara
José Manuel de la Gándara
José Manuel de la Gándara
Alguacil mayor
Vicente María Pastor
Vicente María Pastor
Vicente María Pastor
Vicente María Pastor
Alcalde provincial de la Santa Hermandad
Juan Gorriño
Juan Gorriño
Juan Gorriño
Juan Gorriño
Regidor
Francisco Justo García
José Manuel Segovia
Félix Gorriño
Domingo de la Parda
Regidor
Ignacio Soria
Ignacio Soria
Ignacio Soria
Juan Antonio Torres Cano
Cargo
parados al del regidor y tenían derecho a asiento, voz y voto en el cabildo existe también la posibilidad de que debido a ello, se les designase como a tales regidores”. González/Martínez, Cabildos, 1989, p. 19. Véase también Castro, Revolución, 1979, y Ots, Régimen, 1937 38 Sánchez, “Nuevos”, 2007, pp. 139-141.
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CUADRO 2. (Continuación) Cargo
1813 Tradicional
1813 Constitucional
1814 Constitucional
1815 Tradicional
Regidor
Rafael Villalobos
Rafael Villalobos
José Silvestre Bohórquez
Juan de la Peña
Regidor
Julián Cosío
Ignacio Astegui
Ignacio Sánchez
Martín [Ignacio] Sánchez
Regidor
Fernando de la Serna
Luis María Luna López Portillo
Luis María Luna López Portillo
Antonio Elorza
Regidor
Mariano Lozano
Pedro de Imaz
José Ignacio Escalante
José Ignacio Escalante
Regidor
Juan Antonio Gómez
Bonifacio Arriaga
Juan Antonio Gómez
Regidor
Juan Gregorio Juárez
José María Campirano
Regidor
Fulgencio Sierra
Martín Sánchez
Regidor
Joaquín Sarmiento Tomás Álvarez
Regidor
Pedro Dávalos
Ministro
José Antonio Escalante
Mariano Machimbarrena / Mariano Lozano
Ministro/ secretario de cabildo
Juan José Domínguez Juan José
Juan José Domínguez
José María Dávalos
Juan José Domínguez
Juan José Domínguez
Fuente: AHSLP, Ayuntamiento, Actas de Cabildo de los años señalados; y Meade, Nobilísimo, 1971.
La imposibilidad de consultar las actas de cabildo de 1813 nos impide hacer un análisis más detallado de la forma en que se llevaron a cabo las elecciones39. En cambio, sí es posible señalar que, de los 14 individuos que formaban parte del ayuntamiento tradicional, se mantuvieron ocho en el constitucional; es decir, más de la mitad, la mayoría de ellos con el mismo cargo. Uno de los que no resultó electo en 1813 aparece en el siguiente año. Si nos guiamos por los nombramientos de regidores 39
Las actas de cabildo de este año no se encuentran en el AHSLP, y se están rastreando en otros acervos sin que, hasta el momento, se hallan encontrado.
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propiamente dichos en los ayuntamientos constitucionales de 1813 y 1814 sólo observamos una vacante, por lo que el problema para ocupar los cargos fue menor que en los ayuntamientos tradicionales40. Por lo que respecta a los diez individuos nuevos en el ayuntamiento constitucional de 1813, seis de ellos ya habían sido parte de esta corporación; incluso, uno (Miguel Flores) fue nombrado intendente por los insurgentes durante el tiempo que ocuparon la ciudad. De los cuatro restantes, dos pertenecían a una familia con tradición en el ayuntamiento. Por lo tanto, el número de individuos que fueron partícipes de la apertura política se reduce a dos en este primer ayuntamiento constitucional41. En el ayuntamiento constitucional de 1814 vemos más cambios, quizá porque hubo más tiempo para despertar el interés por participar de este cuerpo político. Son ocho nombres los que no aparecen en 1813, de los cuales dos (Ignacio Escalante y José María Dávalos) habían formado parte del cabildo anteriormente. Los seis restantes (Pulgar, Bohórquez, Sánchez, Campirano, Sánchez y Álvarez) no tenían vínculos de parentesco aparentes con otros miembros del ayuntamiento, por lo que podría decirse que la participación de nuevos hombres fue mayor. Pero a excepción de Pulgar, que aparece en 1822 y 1827, no volvieron a formar parte del ayuntamiento en los siguientes años. En la cuarta columna del Cuadro 2 anotamos los miembros del ayuntamiento tradicional que se reinstaló en 1815 al abolirse la Constitución de Cádiz. Llama la atención que, si bien en los ayuntamientos constitucionales vemos nuevos nombres, los cambios más significativos se presentan después de que estas instituciones se suprimieran. Observamos nombres que no se presentaron antes, pero continúan en 40
En diferentes momentos, al menos desde la segunda mitad del siglo XVIII, el ayuntamiento se quejó ante el virrey por la falta de individuos que formaran parte del cabildo, ya fuese por la falta de interés, o porque no tenían las cualidades para ello. La situación se había resuelto en cierto sentido a principios del siglo XIX, cuando se había logrado la venta de varios oficios. (Lista de los vecinos de mérito y aptitud que hay en la ciudad de SLP para los empleos de república de alcaldes y regidores, en AHSLP, Ayuntamiento, Actas de Cabildo, 26 de enero de 1792. El ayuntamiento de San Luis Potosí pide al virrey le indique cómo proceder a la elección de alcalde ante la preeminencia de individuos exceptuados para ello, en AHSLP, Ayuntamiento, Actas de Cabildo, 8 de marzo de 1797). 41 Elección del ayuntamiento constitucional de San Luis Potosí, en AHSLP, Ayuntamiento, Actas de Cabildo, 4 de julio de 1813. Los demás nombres fueron consultados en las actas de cabildo de los primeros días de enero de los años mencionados.
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él por lo menos un año más. Es a partir de 1815 cuando vemos una renovación de este cuerpo debido, en gran medida, a que se estaba presenciando un cambio generacional. En definitiva, por los datos mostrados anteriormente, creemos que el ayuntamiento tradicional de San Luis Potosí no fue afectado de manera significativa en el momento de sustituirlo por el constitucional, pero ¿qué sucedió con las demás disposiciones que se dieron en Cádiz? Por lo que respecta a la provincia, el ayuntamiento de la ciudad de San Luis Potosí perdía preeminencia, pues en el caso de los diputados a Cortes, ahora eran electores de partido quienes los elegían y no aquella institución. Esto no significa que individuos de otras zonas de la provincia hubiesen estado al margen en procesos anteriores –aunque sin voto, sólo para ser elegidos– o que el ayuntamiento no hubiese buscado acercamiento con algunos de ellos. Recordemos que ésta fue la institución encargada de hacer elecciones y de elaborar las instrucciones y, en este sentido, se asumía como representante de la provincia. Y si bien no recurrió a individuos de la jurisdicción que pretendía representar para elaborar esas instrucciones, personajes de algunos puntos de la provincia fueron propuestos para ser electos diputados en lo que pudo ser una búsqueda de legitimidad para ganarse el reconocimiento. Así lo deducimos de las actas de elecciones que se celebraron para elegir diputado a Cortes, pues en todas ellas habían sido contemplados individuos de la provincia, incluso de la intendencia, aunque los resultados favorecieron a la capital y a la zona del oriente de la provincia. En la elección de 1809 resultó electo Félix María Calleja, un individuo con presencia en la ciudad y de un reconocido prestigio militar. En 1810 se eligió a José Florencio Barragán (comerciante y militar), perteneciente a la élite del oriente, pero vinculado a Calleja al menos en aspectos militares, pues antes de que éste se estableciera en la ciudad de San Luis Potosí, había hecho algunos nombramientos en las tropas establecidas en aquella zona y en la Sierra Gorda. Entre ellos se encontraban varios miembros de la familia Barragán, incluido el propio José Florencio, quien fue propuesto por Calleja para desempeñar el cargo de capitán de la sexta compañía del segundo cuerpo de milicias de caballería de las fronteras de Sierra Gorda42. El diputado electo en 1811, Bernardo Villamil, peninsular 42
exp. 7.
Milicias de Sierra Gorda, empleos y retiros, en AGS, Secretaría Guerra, 7036,
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de nacimiento, era un individuo con intereses en la capital, y también cercano a Calleja, no sólo porque era militar y estaba bajo el mando de éste, sino porque estaban emparentados: sus respectivas esposas eran primas43. Nos parece significativo que los resultados de las elecciones previas a las disposiciones de Cádiz se vinculen con Félix María Calleja. Es probable que el ayuntamiento hubiese contado con su apoyo, en lo que consideramos una búsqueda por intentar concertar intereses con individuos o grupos de otras zonas de la provincia para, de esa manera, legitimar su representación. Pero esa búsqueda no sólo se observa en la elección de Barragán, sino también cuando, en 1811, individuos del ayuntamiento y el diputado electo solicitaron que se modificaran las Instrucciones porque “las circunstancias habían cambiado”. Aunque más que modificar las solicitudes de 1809 —sólo se suprimió la solicitud de nombrar un intendente, pues ya se había verificado—, se hicieron algunas adiciones. Éstas fueron presentadas un año más tarde y se incluían algunas peticiones que, beneficiando a la capital, también beneficiaran a otras zonas de la provincia. Hablamos de cuatro puntos específicos. Uno era el permiso para sembrar y cultivar tabaco, algo que beneficiaba directamente a la Huasteca pues, al parecer, ya se sembraba en esta zona de manera clandestina. El segundo era declarar puerto menor a Soto la Marina y habilitar el de Tampico; este último favorecía más a los comerciantes del oriente de la provincia por la cercanía con él. El tercero era crear una Junta de Revisión por la lejanía de las Audiencias de México y Guadalajara, algo que beneficiaba a toda la provincia. Con el último se buscaba un beneficio directo para la ciudad capital y para el ayuntamiento, pues se consideraba que debía reconocerse el esfuerzo que habían hecho la población, pero sobre todo esta institución, al combatir a los insurgentes. No olvidemos que la empresa en gran medida encabezada por Calleja era conocida en todo el virreinato y en el escenario de Cádiz. Esta nueva necesidad de reconocimiento se presentaba justamente cuando los militares habían adquirido el protagonismo por la derrota
43 Bernardo Villamil da poder a Pedro de Imaz para que perciba de su padre político Manuel de la Gándara lo que de a buena cuenta de la herencia materna de su esposa María Josefa Gándara, en AHSLP, Protocolos, 5 de mayo de 1815, fs. 108-109.
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de los primeros insurgentes, situación que los había llevado a convertirse en un poder alterno en la ciudad de San Luis Potosí, no ya con Calleja, pues éste había abandonado la provincia, pero con los militares asentados ahí, lo cual había derivado en varios enfrentamientos. Quizá ésta fue una de las primeras circunstancias que empezaron a restar protagonismo al ayuntamiento, pero pronto se sumaron los efectos de las disposiciones que abrían la participación política a personajes de otros espacios de la provincia. Como ya señalamos, en la elección de diputados a Cortes de 1813 participaron electores de los ocho partidos que comprendían la provincia44, y si bien resultaron electos dos individuos vinculados a la capital, Luis de Mendizábal (propietario), abogado de las Reales Audiencias del Reino, y Ramón Esteban Martínez (suplente), también se eligió a José Vivero (propietario), canónigo de la catedral de Monterrey45. Desconocemos las razones por las cuáles sólo este último partió a la península, pero esto significaba que la representación de la provincia de San Luis Potosí recaía en un individuo aparentemente sin vínculos en la capital. Sabemos que Vivero no pudo participar en las Cortes debido a la supresión de las mismas, pero cuando el rey accedió a que los diputados americanos que aún se encontraban en la península en junio de 1814 presentaran los puntos más importantes para cubrir las necesidades de sus provincias, Vivero consideró que eran cuatro los que más importaban a San Luis Potosí. Se refería a la creación del obispado, la habilitación de un puerto de mar, el repartimiento de tierras y la libertad de fábrica de efectos de lino, lana y algodón46. Se trataba de algunas 44 AHSLP, Protocolos del Registro Público, 27 de julio de 1813, fs. 123v-124. No tenemos registradas quejas sobre los resultados de las elecciones, salvo en Guadalcázar. El cura eclesiástico de San Pedro Guadalcázar denunció al de Valle de Armadillo, Diego Bear y Mier, “y socios” porque habían incurrido en diversos “vicios” (Tomás Vargas otorga poder a procuradores del número de la Ciudad de México para que promuevan causa de validación de elecciones, en AHSLP, Protocolos del Registro Público, 13 de septiembre de 1813, fs. 157 y 157v). 45 La presencia de Vivero en esta terna, así como su elección en 1813, es algo que no tenemos claro debido a la poca cercanía entre las autoridades del Nuevo Reino de León con la de San Luis Potosí, a pesar de formar parte de la misma intendencia. Además, aquél tendría derecho a elegir a un diputado. 46 Exposiciones que hacen los diputados de las provincias sobre las instrucciones que habían recibido de los ayuntamientos para discutir en Cortes, en AGI, Indiferente General 1354.
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de las solicitudes que el ayuntamiento de San Luis Potosí había hecho en 1809. ¿Esto significa que a pesar de la apertura política, esta institución lograba imponer sus intereses a los demás partidos de la provincia? Pudiera pensarse que sí pero, de los doce puntos originales, y de las adiciones que se hicieron después, éstos eran los que podían dar mayores beneficios a toda la provincia en términos económicos, un aspecto que en esos momentos resultaba de mayor importancia luego de varios años de iniciadas la crisis monárquica y la guerra insurgente. De esos cuatro puntos, la solicitud para crear el obispado nos parece fundamental, pues daba a la provincia cierta unidad en cuanto límites se refería, y la liberaba de la sujeción a otras mitras que, además, la dividían hacia el interior en términos eclesiásticos; pero sobre todo, permitía que los diezmos recaudados sólo beneficiaran a San Luis Potosí. Por lo que respecta al repartimiento de tierras, más que solucionar un problema añejo en la provincia —y en el virreinato— causado por las innumerables denuncias por despojos o por límites, pretendía generar un aumento de la producción: la tierra trabajada por mayor número de manos, rendía mayores frutos. Esto se complementaba de manera directa con la petición de una fábrica de efectos de la tierra, así como con la habilitación del puerto, que agilizaría el comercio en la provincia. En definitiva, las solicitudes elegidas por Vivero, pretendían dar unidad a la provincia y beneficiar su economía, y si bien ya habían sido planteadas por el ayuntamiento de San Luis Potosí en 1809, la diferencia es que ahora un representante de la provincia, elegido por los electores de los ocho partidos, había decidido, entre las opciones que se presentaban, cuáles eran las de mayor urgencia en 1814. Aunque también debemos decir que no tenemos noticia de que representantes de los demás partidos de la provincia hubiesen enviado solicitudes para incluir en las Instrucciones. Había otra disposición de las Cortes que pudo restar preeminencia al ayuntamiento de la capital, la creación de diputaciones provinciales. En el virreinato de la Nueva España se aprobaron seis de estas instituciones: Nueva España (Ciudad de México), Nueva Galicia (Guadalajara), Yucatán (Mérida), Provincias Internas de Oriente (Monterrey), Provincias Internas de Occidente (Durango), y la de San Luis Potosí en unión con Guanajuato (con sede en San Luis Potosí). Las diputaciones tenían entre sus competencias proponer y recaudar arbitrios, fomentar la agricultura, la industria y el comercio, así como cuidar la
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buena administración de los fondos públicos; como podrá imaginarse, estas competencias generaban problemas con los integrantes de los ayuntamientos47. Esos problemas pudieron aumentar porque, además, las diputaciones debían vigilar la instalación de los ayuntamientos constitucionales, pero sobre todo, porque se trataba de una institución, instalada en la capital y con competencias provinciales, integrada por individuos elegidos por los electores de partido y, por lo tanto, procedentes de diversos puntos de la provincia. Las diputaciones constaban de un presidente (el jefe político) y siete diputados; en el caso que nos ocupa, a Guanajuato le correspondían cuatro diputados y un suplente por tener mayor población, y tres diputados y un suplente a San Luis Potosí48. Desconocemos los efectos que esta institución pudo causar en 1813-1814 porque no se instaló, pero sí se llevaron a cabo elecciones tanto en Guanajuato como en San Luis Potosí. Los individuos electos por esta última fueron Antonio Frontaura y Sesma, Ildefonso Díaz de León, y Jacobo María Santos; el diputado suplente fue Andrés Pérez Soto49. Dos de esos hombres residían en la capital y habían sido parte del ayuntamiento. Otro de ellos pertenecía a la élite del norte de la capital, que apoyaba su poder económico en la actividad minera, y uno parecía tener intereses en Guanajuato, aunque en el momento de las elecciones residía en la ciudad de San Luis Potosí. Es evidente que la naturaleza de esta institución causaría recelos en el ayuntamiento, pero antes que todo, sus integrantes se apresuraron a hacer uso de los beneficios que podrían obtener. Había pasado tan solo un mes de las elecciones, sin que se supiera cuándo podría verificarse la instalación de la Diputación, cuando el ayuntamiento solicitó al ahora virrey Calleja, un viejo conocido de San Luis Potosí, que se
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“ART 322. Si se ofrecieren obras u otros objetos de utilidad común, y por no ser suficientes los caudales de propios fuere necesario recurrir a arbitrios, no podrán imponerse éstos, sino obteniendo por medio de la diputación provincial la aprobación de las Cortes” (“Constitución”, tít. VI, cap. I, p. 155). 48 Monroy/Calvillo, “Apuestas”, p. 321. 49 Diputados electos por San Luis Potosí a la Diputación Provincial, en AHSLP, Intendencia 1813-14, exp. 4, julio 27 de 1813. Diputados electos para integrar la Diputación Provincial de San Luis Potosí, en AHSLP, Intendencia 1813-14, exp. 4, 11 de julio de 1813. Por Guanajuato resultaron electos Matías Antonio de los Ríos, José María de la Canal, Julián Obregón y Mariano Marmolejo.
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suprimiera la Junta Municipal, cuyos integrantes eran nombrados por el intendente y era la encargada de la “administración e inversión de los caudales de los propios y arbitrios”. El ayuntamiento consideraba que esa Junta ya no era “necesaria”, pues el artículo 321 de la Constitución de Cádiz establecía que esa administración debía estar bajo la responsabilidad de los ayuntamientos, quienes debían nombrar para ello un depositario general, miembro a su vez, de este cuerpo. Pero el ayuntamiento no parecía tomar en cuenta los siguientes artículos de la Constitución, referentes a las diputaciones provinciales, los cuales limitaban sus acciones en esa temática. Pues si bien los ayuntamientos tendrían la administración, las diputaciones debían “velar por los fondos públicos”, así como proponer arbitrios en ciertos casos –como para la realización de obras públicas–. Esto no pareció preocuparle al hacer la solicitud al virrey, lo que interesaba era suprimir la Junta para tener mayor ingerencia en la administración de los propios y arbitrios; ya cuando se estableciera la diputación el ayuntamiento se preocuparía por hacerle frente para extender sus atribuciones50. La resolución de Calleja, fechada en noviembre de ese mes fue favorable51, no obstante, la diputación no pudo instalarse debido a que los vocales electos por Guanajuato no llegaron a la ciudad de San Luis Potosí, así como por el regreso del rey, que no tardó en abolir las disposiciones de las Cortes. La noticia del regreso de Fernando VII fue recibida con entusiasmo por el ayuntamiento de la capital de provincia, y enseguida procedió a programar la celebración correspondiente. Las reacciones, sin embargo, tuvieron matices. Al conocer el Real Decreto de 4 de mayo mediante el cual Fernando VII abolía la Constitución y las Cortes, José Pulgar, recientemente electo diputado a Cortes, renunció a su nombramiento por considerar que, al hacerlo, daba una prueba de
50 Los problemas para que esta institución se estableciera se repitieron en 1820; en ese entonces incluso, el ayuntamiento empezó a dar destino a ciertos fondos para obras públicas, algo que era atribución de la diputación provincial, y una vez que se estableció ésta, presentó diferentes argumentos para no reconocerla (Sobre el destino de las contribuciones para urbanos, en AHSLP, Ayuntamiento, Actas de Cabildo, 20 de agosto de 1820). 51 Respuesta de Félix Calleja a la solicitud del ayuntamiento de San Luis Potosí de suprimir la Junta Municipal, en AHSLP, Ayuntamiento, Actas de Cabildo, 13 de noviembre de 1813.
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incondicional fidelidad al monarca. Por su parte, el ayuntamiento nuevamente mostraba cierta cautela, y expresaba que no creía que la fidelidad de José Pulgar pudiera ponerse en duda si mantenía el nombramiento, “pues ni había comenzado a ejercerlo ni ha hecho gestión alguna en razón de habilitarse después de que se recibieron las noticias del regreso del rey”52. Posturas como éstas pudieron reproducirse en las demás provincias, en tanto no se tenía certeza de lo que sucedería con los derechos concedidos por las instituciones que actuaron en nombre del rey. Es cierto que, al reasumir la Corona, Fernando VII había suprimido la Constitución y declarados nulos los acuerdos, decretos, órdenes, etc., emanados de las Cortes pero, en principio, había ordenado que “en lo político y gubernativo continuasen los ayuntamientos de los pueblos según estaban y entretanto se establecía lo que conviniera guardarse”. También se ordenaba que se mantuvieran las elecciones de parroquia. Un mes más tarde, tomando en cuenta “la multitud de atenciones” que durante la ausencia del rey se habían puesto “al cuidado” de los ayuntamientos, se daban nuevas disposiciones al respecto. Se ordenaba que los ayuntamientos “se arreglen en el uso de sus facultades económicas y demás que les corresponden a lo prevenido en las leyes que regían en 1808”. Por lo tanto, se suspendía la creación de nuevos ayuntamientos y debían cesar los que “sin preceder la aprobación del gobierno” se habían instalado en las poblaciones “en que no los hubo hasta la publicación de la constitución”53. El rey consideraba que se habían dado demasiadas atribuciones a estos cuerpos, algunas de ellas en detrimento de figuras que eran de vital importancia para la Corona, como el intendente y su teniente letrado. Sin embargo, no tenemos noticias de que se hubiesen hecho nuevas elecciones en el ayuntamiento de la capital; éstas se celebraron a principios de 1815. Por lo que respecta al resto de la provincia, es de
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El alcalde José Pulgar renuncia a su nombramiento como diputado a Cortes, en AHSLP, Actas de Cabildo, 30 de agosto de 1814. 53 Reales órdenes comunicadas por el Supremo Ministerio de la Gobernación de Ultramar recibidas el 25 de septiembre y las que después se han ido comunicando, en AHSLP, Intendencia 1814. La primera está fechada el 4 de mayo y la segunda de 15 de junio de 1814, fueron recibidas en San Luis Potosí en octubre.También se suprimían la figura de jefe político y las diputaciones provinciales, respecto a esta última, se contestó que nunca se instaló la de San Luis Potosí.
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suponer que se suprimieron los ayuntamientos creados a partir de las disposiciones de la Constitución. Extraña la falta de documentación sobre las reacciones que todo esto provocó pues es evidente que durante la ausencia del rey se habían adquirido nuevas prácticas políticas, y había tenido lugar el levantamiento armado, hechos que brindaron fuerza a grupos que quizá antes no figuraban demasiado. ¿Cómo reaccionaron estos actores ante las disposiciones del monarca que suprimía aquellos mecanismos que los habían hecho figurar? La documentación recibida en la intendencia muestra que prácticamente todos los actores procedieron como lo indicaban las disposiciones, y no encontramos quejas respecto a la supresión de los ayuntamientos constitucionales. La mayor parte de la documentación obtenida es sobre la manera de proceder del ayuntamiento de la capital, el cual no dudó en mostrar su mejor disposición para atender las órdenes de la Corona. También se apresuró a contestar al virrey cuando éste le envió un oficio en el que expresaba su confianza de que el ayuntamiento —aún ayuntamiento constitucional— ayudaría a combatir “las perversas ideas del liberalismo” —ideas que habían dispuesto su propia existencia—, y señaló que no creía llegaría el caso de corregir a los habitantes, “pues en todos generalmente se deja ver la alegría y satisfacción con que manifiestan el aprecio que hacen” del regreso del rey54. ¿Eran estas muestras de lealtad al rey y el beneplácito por su regreso suficientes motivos para olvidarse de concesiones políticas y de las aspiraciones que presentaron las provincias durante su ausencia? En noviembre de 1814, el ayuntamiento recibió las órdenes que también pedían suprimir las elecciones de diputados a Cortes, y que los electos que aún no habían partido a la península permanecieran en sus provincias, órdenes que se acataron. Este mismo día se leyó otro oficio en el que se anunciaba el nombramiento de Miguel de Lardizábal y Uribe como secretario de Estado y de despacho de la Gobernación de Ultramar55. El ayuntamiento de San Luis Potosí, una vez más, se apresuró a mostrar su beneplácito por este nombramiento. Si bien este personaje había desaparecido de la escena política para los intereses de los novo-
54 El virrey solicita al ayuntamiento disipar las ideas de liberalismo en su provincia, en AHSLP, Actas de Cabildo, 7 de noviembre de 1814. 55 El ayuntamiento da a conocer varios oficios del virrey fechados el 10 de octubre, en AHSLP, Actas de Cabildo, 7 de noviembre de 1814.
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hispanos, adquiría nueva importancia al ser llamado por el monarca para ocuparse de los asuntos de Ultramar. En primer lugar porque había sido partícipe del movimiento político que tuvo lugar durante la ausencia del rey, y en un contexto en el que Fernando VII se negó a aceptar la Constitución emanada de este movimiento, así como las disposiciones que se dictaron durante su ausencia, podía ser buen síntoma la incorporación a su gobierno de este individuo. Aunque evidentemente su nombramiento se debió al total apoyo al monarca mostrado a su regreso56. En segundo lugar, porque muy pronto mostró disposición para actuar en beneficio de los territorios americanos. Fue a petición suya que en junio de 1814 el rey aceptó recibir las solicitudes que llevaban los diputados electos para las Cortes que aún se encontraban en la península57. La documentación consultada no indica que estas noticias hubiesen llegado al ayuntamiento, pero es de pensar que así sucedió; sobre todo porque esta institución continuaba informada a través de Manuel Quevedo Bustamante de los acontecimientos que tenían lugar en la península58. Este individuo, por su parte, seguía promoviendo la creación del obispado, pero ni esta, ni las demás solicitudes presentadas por José Vivero fueron atendidas por el monarca. En 1815, el que fuera diputado electo por San Luis Potosí todavía hizo una representación, aunque no tuvo respuesta favorable59. Con esto culminaba un período de constantes esfuerzos del ayuntamiento de la ciudad de San Luis Potosí, tanto tradicional como constitucional, por hacer escuchar sus peticiones que iban encaminadas a 56 Detrás de este nombramiento también pudo estar su distanciamiento de las Cortes debido a una acusación que se le hizo en 1811. Véase Sobre una acusación hecha contra Lardizábal debido a su Manifiesto a la nación por el Consejo de Estado, en ACD, Serie General, leg. 11, núm. 69. 57 Real orden de 17 de junio de 1814 sobre que los diputados americanos y de Asia den cuenta de las solicitudes pendientes, en AGI, Indiferente General 1354. 58 Por ejemplo, en una representación que hizo Quevedo para solicitar el obispado a finales de 1810 decía al cabildo de San Luis Potosí, “los nuevos diputados en Cortes que vengan de esa provincia podrán hacer mucho, recomiéndele VM los asuntos más urgentes y vengan con instrucciones de todo para acordar con ellos lo más conveniente en obsequio de ese MY cuerpo” (Manuel de Quevedo informa al cabildo de San Luis Potosí sobre la solicitud para la creación de un obispado en esa ciudad, en AHSLP, Ayuntamiento, Actas de Cabildo, 1811). 59 El ex diputado de San Luis Potosí D. José Vivero solicita la pronta erección del obispado de San Luis Potosí, en AGI, México 2603, 18 de diciembre de 1814.
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obtener un mayor control en aspectos políticos y económicos de la provincia. La coyuntura política presentada a partir de 1808 hacía pensar no sólo que aquéllas serían atendidas, sino que las instituciones que actuaban en nombre del rey podrían dar mayores concesiones. Pero diferentes eventos que sucedieron de manera particular en San Luis Potosí, así como el posterior regreso de Fernando VII, hicieron que aquellas no se concretaran pero, indiscutiblemente, se había vivido un ejercicio político sin precedentes, de lo cual quedaría una experiencia que sería de gran utilidad algunos años más tarde.
CONCLUSIONES En este texto hemos tratado de mostrar el movimiento político que se vivió hacia el interior de una provincia novohispana desencadenado por la crisis de la monarquía española. El protagonista indiscutible ha sido el ayuntamiento de San Luis Potosí. Creemos haber mostrado cuáles fueron las expectativas que se generaron en 1809, así como los cambios que éstas sufrieron, en gran medida, porque las disposiciones emanadas por las autoridades que actuaron en nombre del rey, así como de los acuerdos de representantes de las diferentes provincias de la monarquía, no siempre beneficiaron a los ayuntamientos. En este sentido, hemos mostrado cómo esta institución intentó mantener su preeminencia, en algunos momentos de manera exitosa, ya fuese por procesos de negociación, o porque otras disposiciones le dieron pauta para interpretar en su beneficio las medidas que se implementaban. Un primer punto que debemos señalar es que la coyuntura estableció la pauta para que se redefinieran o afianzaran poderes políticos. En un primer plano, podemos decir que el ayuntamiento sacó ventaja del intendente cuando aquél fue designado como la institución encargada de celebrar elecciones y elaborar las Instrucciones. Quizá en otro estudio habría que reflexionar más sobre lo que pudo ser la debilidad de una figura política de “reciente creación” que no logró consolidarse, al menos no en San Luis Potosí, pero también valdría la pena analizar la posición de los actores locales frente a la intendencia, pues ciertas acciones nos hacen pensar que no la rechazaban en su totalidad. Otro punto que debemos destacar es la cautela con que actuó el ayuntamiento en diferentes momentos. Encontramos “silencios” en
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la documentación, pero hemos visto cómo éstos se referían, sobre todo, a los acontecimientos que tenían lugar en la capital del virreinato, como la junta convocada por el ayuntamiento de la Ciudad de México, o el relevo de Iturrigaray, pero no tanto respecto a lo que acontecía en la península. El cabildo tradicional de San Luis Potosí sí se preocupó por dejar testimonio de las muestras de lealtad a Fernando VII con la ceremonia de jura durante la ausencia de éste, de la misma forma que se preocupó el ayuntamiento constitucional de 1814 por dar muestras de júbilo de su regreso, sobre todo si eran encabezadas por esa institución. De igual manera, se mostró dispuesto a acatar las disposiciones reales, aun cuando se tratase de un ayuntamiento constitucional que había surgido de las disposiciones que se dictaron en la ausencia del monarca, y que éste suprimió a su regreso. Por otro lado, esta institución supo adaptarse a los cambios que se presentaban, prueba de ello es que no sufrió una alteración significativa hacia el interior con la creación de ayuntamientos constitucionales. Fueron otras circunstancias las que obligaron a la sustitución de sus miembros, como el cambio generacional. Y por lo que respecta a la provincia, en las elecciones de 1813 se eligió a individuos de la capital; en este sentido, en los resultados vemos que el ayuntamiento no perdió tanta preeminencia. Una posible explicación puede ser que un porcentaje significativo de los individuos convenientes para representar a la provincia, en términos de profesión, es decir, de hombres letrados, residían en la capital. Quizá un punto en donde pudo verse de manera más clara la pérdida de preeminencia política del ayuntamiento era la diputación provincial; sin embargo, en San Luis Potosí no se estableció sino hasta 1820. Por lo tanto, podríamos decir que a pesar de los altibajos, durante los años transcurridos de 1808 a 1814 el ayuntamiento de San Luis Potosí salió airoso y dio muestras de saber adaptarse a las circunstancias que se presentaban.
ARCHIVOS ACD AGI AGN
Archivo del Congreso de los Diputados, Madrid. Archivo General de Indias, Sevilla. Archivo General de la Nación, Ciudad de México.
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Archivo General de Simancas. Archivo Histórico del Estado de San Luis Potosí.
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En el periodo entre las reformas borbónicas hasta la declaración de la independencia, en Nueva España se llevaron a cabo transformaciones fundamentales en el orden político-administrativo. Una sociedad —organizada corporativamente, caracterizada por los privilegios y estructurada según criterios étnicos— se debería transformar en una comunidad que, por lo menos formalmente, estuviera organizada por los principios de una unión de ciudadanos iguales ante la ley. Las nuevas concepciones del orden se manifestaron en la Constitución de Cádiz, en la que, por primera vez, la nación soberana se definía como una comunidad incluyente de individuos con los mismos derechos y que organizaba esta nación en un orden político-administrativo. Ese nuevo orden implicaba transformaciones también a nivel territorial que tuvieron una profunda incidencia sobre la posición tradicionalmente destacada de los actores corporativos territoriales, como por ejemplo los señoríos y las ciudades2. Por tanto, los privilegios y prerrogativas tradicionales no fueron considerados en la representación de la nación, que conforme a la Constitución de Cádiz debía de ser organizada en
1 Este trabajo se elaboró en el contexto del proyecto “La constitución simbólica de la nación. México en la época de las revoluciones (1786-1848)” del Sonderforschungsbereich 496 de la Westfälische Wilhelms-Universität, Münster, Alemania. Le agradezco a la Deutsche Forschungsgemeinschaft el financiamiento otorgado para realizar esta investigación. [Traducción de María Victoria Rodrigues de EisengräberPabst.] 2 Cfr. por ej. Chust, “Revolución”, 2007.
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órganos al nivel local, regional y nacional3. De la misma manera que parte de la historiografía actual se centra en el proceso de transformación del Antiguo Régimen hacia un nuevo orden como una metamorfosis de súbditos a ciudadanos4, también surge la cuestión sobre qué prácticas utilizaron las corporaciones territoriales tradicionales para enfrentar ese proceso y hasta qué punto se amoldaron a las nuevas concepciones de orden y valores. Dado que los señoríos no tenían gran importancia en América, esta cuestión se tratará a través del posicionamiento de las ciudades en relación con los cambios políticos. En la historiografía se destaca una y otra vez la importancia de las ciudades para el orden del Antiguo Régimen5. Un factor importante para ello se basa en su valor como corporaciones políticas, puesto que los cabildos eran en América los únicos órganos de representación territorial que se componía de representantes locales. Eso los convertía en representantes de la comunidad de la respectiva ciudad o villa junto a la jurisdicción que se le atribuía6. Esa función representativa también significaba que los cabildos asumían el derecho de representación de la ciudad ante el rey. Al mismo tiempo, las ciudades como corporaciones eran los asignatarios de las mercedes reales, las prerrogativas y privilegios. Ya la existencia de los cabildos representaba uno de los más importantes privilegios que se le otorgaba a las localidades españolas –en contraposición con las repúblicas de indios– recién con los títulos de la fundación de una villa o ciudad, y que comprendía el derecho del autogobierno municipal. Este y otros privilegios otorga3
En la Constitución de Cádiz se definía la nación como la unión de todos los españoles de ambos hemisferios. A nivel nacional la nación era representada en las Cortes; a nivel regional, en las diputaciones provinciales. A nivel local se introdujeron los ayuntamientos constitucionales, que, por lo general, debían ser creados en una base demográfica de 1.000 habitantes y que, de esa manera, simbolizaban una nueva igualdad. Véase, “Constitución”, 1813, tít. I, cap. I, pp. 104-105; título III, caps. I y II, pp. 109-110; tít. VI, caps. I y II, pp. 153-156. 4 Debido a la cantidad de la literatura existente a continuación se nombrará solamente una pequeña selección de obras: Guardino, Time, 2005; Guarisco, Indios, 2003; Warren, Vagrants, 2001; Súbditos, 2000; Sabato, Ciudadanía, 1999; Annino, Historia, 1995. 5 Véase por ej. Lempérière, “Representación”, 2000; Morelli, “Territorial”, 2000; Serrano, Jerarquía, 2001; Rojas, “Repúblicas”, 2002; Dym, Sovereign, 2006. 6 La legitimidad de esta representación se mantuvo a pesar del desarrollo de la venta de los oficios concejiles, que fue transformando los cabildos en una representación de los intereses de las élites locales. Cfr. Escamilla, “Representación”, 2000.
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dos a las localidades contribuían a la definición de su rango y la situaban dentro de un orden territorial estructurado jerárquicamente en pueblos, villas y ciudades, así como en ciudades-principales o ciudades-capitales y ciudades sufragáneas7. La transformación del orden durante el periodo de la independencia y sus consecuencias en la futura formación del Estado ya ha sido investigada bajo diferentes perspectivas. Hasta ahora se ha indagado, sobre todo, cómo impactó sobre el orden territorial la creación de los ayuntamientos constitucionales, tras la entrada en vigencia de la Constitución de Cádiz8. Esas investigaciones, por lo general, siguen la tesis de Antonio Annino, quien parte de un fortalecimiento del ámbito rural mediante una “revolución territorial”, que había sido disparada por el incremento de los ayuntamientos en comparación con los órganos administrativos existentes a nivel local hasta ahí9. Tal perspectiva implica, entre otros, que la creación de los ayuntamientos constitucionales llevó a una debilitación de la posición de las ciudades, y que, con eso, se llegó a un mayor grado de igualdad entre los municipios10. Este aspecto de la afirmación de Annino ha sido señalado, por ejemplo, por José Antonio Serrano Ortega, quien constata en el caso de la provincia de Guanajuato la disolución de las jerarquías territoriales tradicionales primero a causa de la guerra civil y finalmente, mediante la Constitución de Cádiz11. También Jordana Dym registra en Centroamérica la gestación de un nuevo protagonismo de los municipios, con el cual las decisiones políticas ya no eran tomadas solamente por las ciudades tradicionalmente privilegiadas, sino que también comprendía los nuevos ayuntamientos gaditanos12. 7
Rojas, “Repúblicas”, 2002. Últimamente, por ejemplo, varios autores en Ortiz/Serrano (eds.), Ayuntamientos, 2007. 9 Esa tesis es presentada por Antonio Annino en numerosas publicaciones, por ej. Annino, “Cádiz”, 1995, así como, por último, Annino, “Imperio”, 2008. También Alicia Hernández Chávez defiende esa posición, Hernández, Tradición, 1993. 10 Para esta corriente, la importancia de esos nuevos órganos iguales de derechos y el grado de la soberanía municipal también sirven para explicar la debilidad de los Estados latinoamericanos en el siglo XIX. En este contexto se parte de una dicotomía entre la soberanía del Estado nacional, por un lado, y las concepciones de soberanía por parte de los órganos municipales, por otro, lo que habría llevado a una desestabilización de los Estados nacionales. Véase, por ejemplo, Morelli, “Orígenes”, 2007. 11 Serrano, Jerarquía, 2001, especialmente pp. 137-202. 12 Dym, “Soberanía”, 2005, así como Dym, Sovereign, 2006. 8
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Beatriz Rojas, en cambio, sigue otra línea de aproximación, que considera a las ciudades como corporaciones privilegiadas dentro del orden jerárquico tradicional del Antiguo Régimen, y con lo cual se pone más en primer plano las diferencias de estatus entre las ciudades. Rojas observa los primeros efectos de la transformación del orden territorial en los esfuerzos de centralización llevados a cabo por las reformas borbónicas, a través de las cuales se le atribuía una nueva posición a las ciudades-capitales de las intendencias. Ya esas medidas habrían desencadenado reclamos por la igualdad de rango por parte de las ciudades que gozaban del pleno derecho de ese título, lo cual se habría intensificado con los acontecimientos de 180813. Al mismo tiempo, ella supone que, a pesar de esas reclamaciones, la coyuntura en la fase de ajuste político hasta 1812 tuvo como consecuencia un estrechamiento de la articulación política de las ciudades capitales. A raíz de eso, las investigaciones de Rojas acerca del periodo posterior a la puesta en vigor de la Constitución de Cádiz se concentran en los esfuerzos de las ciudades capitales para mantener vigentes sus reclamaciones de valía ante las nuevas instituciones. Y si bien ella concluye que la concepción de las capitales provinciales como corporaciones privilegiadas se mantuvieron aún bajo el sistema gaditano, no tematiza las consecuencias de esas concepciones sobre el orden territorial dentro de las provincias14. Por lo tanto, los defensores de ambas líneas de investigación asumen un desvanecimiento de las jerarquías tradicionales dentro de la categoría de las ciudades, ya sea partiendo de la idea de una exitosa nivelación de los municipios o de un arrinconamiento paulatino de las ambiciones de validez de las ciudades sufragáneas. Sin embargo, siguen faltando investigaciones sobre cómo las concepciones de valores de las ciudades, tradicionalmente de carácter jerárquico y corporativo, siguieron siendo efectivas más allá de las capitales provinciales y cómo esas concepciones influyeron en el orden territorial dentro de las provincias15. Sobre la base del ejemplo de Yucatán, el objetivo de 13
Rojas, “Repúblicas”, 2002; Rojas, “Reclamo”, 2006; Rojas, “Privilegios”, 2007. Rojas, “Privilegios”, 2007; Rojas, “Ciudades”, 2008. Esa posición también se encuentra en la obra de François-Xavier Guerra, quien subraya la continuidad de la estructura corporativa de los nuevos Estados nacionales latinoamericanos. Desde luego, Guerra también comparte la idea de que el orden territorial después de 1810 se estructuraba esencialmente a través de las ciudades capitales de provincia (Guerra, “Mutaciones”, 2003). 14
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este trabajo es estudiar esas continuidades y modificaciones en un periodo de transición política. Para entender las exigencias de validez de las ciudades en Yucatán durante el periodo colonial tardío, se ilustrará primero el orden territorial de esa provincia para luego analizar las puestas en escena de esas pretensiones por parte de las ciudades así como los intentos de negociación con el fin de elevar su estatus y sus posicionamientos en relación con las autoridades superiores. En un segundo paso, se examinarán los posicionamientos de las ciudades frente a las transformaciones políticas a partir de 1808 y especialmente a la puesta en vigor de la Constitución de Cádiz.
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El orden territorial tradicional de la capitanía general de Yucatán se caracterizaba por la existencia de tres repúblicas de españoles: la de la capital de la provincia, Mérida, así como la de las dos villas de Campeche y de Valladolid. Sin embargo, la igualdad jerárquica de ambas villas se suprimió en el transcurso del siglo XVII. El primer paso hacia una jerarquización más notoria se llevó a cabo en 1744, cuando la Corona creó el cargo de teniente de rey en Campeche, el cual debía actuar como representante del gobernador en Mérida en caso de ausencia de éste. A pesar de la protesta del cabildo de Campeche, cuyo alcalde veía cercenada sus funciones por esa medida16, ésta también significó una revalorización dentro de la jerarquía territorial, puesto que estableció la primacía de Campeche ante la villa de Valladolid. Otra modificación aún más importante de las jerarquías territoriales fue consecuencia de las peticiones del cabildo campechano, que desde 1722 solicitaba ascender de villa al estatus de ciudad. La Corono accedió a ese pedido en 1777 otorgando a Campeche el título de “Ciudad de San Francisco de Campeche”17. La concesión del título de ciudad representó un cambio significativo para el orden de la provincia. Al mismo tiempo, demostró que ese orden no estaba fijado de manera puramente normativa y que tampoco era rígi-
15 Ese desiderátum investigativo es también válido de manera similar para la constitución de los Estados federales a partir de 1823. Véase Serrano, “Jerarquía”, 2002. 16 “Carta”, 1938. 17 Para observar el proceso completo, véase AGI, México 3046, fs. 52-295v.
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do, sino que podía ser modificado a través de procesos de negociación18. El título elevó a Campeche a la misma categoría que la ciudad de Mérida, lo cual venía acompañado del reconocimiento de numerosos atributos simbólicos que hacían evidente el nuevo rango y que desempeñaban un papel importante para la identidad de la corporación. Por ejemplo, un elemento distintivo de la nueva ciudad fue el derecho de disponer, así como era el caso en Mérida, de dos maceros que acompañaban al cabildo en sus apariciones públicas y portaban como símbolo de dominio y honor las mazas, dos bastones de madera con unas insignias grabadas en metal. Uno de los privilegios más importantes fue además la concesión del escudo de la ciudad, pues éste no solamente representaba a la localidad hacia fuera, y de esta manera demostraba su estatus, sino que cargaba un carácter fundador de la identidad colectiva. En el caso de Campeche, el cabildo había solicitado expresamente poder portar como componentes del escudo de armas “los dos brazos de las de S. Francisco, Orleados de su Cordón, por la devoción que tenía á este Santo, su Patrono y Tutelar”19. Además, tenía como objetivo representar simbólicamente en el escudo los méritos de la ciudad20. Esto último se llevaba a cabo con la representación de un castillo con tres almenas “en representacion de las Fortalezas lebantadas á sus espensas, para la defensa de la Plaza” así como de un “Nabio de plata, con dos ancoras, en campo azul sobre ondas de mar, en memoria de las Naos construidas para el mismo efecto”21. Pero en este aspecto la Corona no accedió a conceder todos los componentes. Los oficiales reales eran de la opinión de que era “impropio el que un Pueblo use de las Armas caracteristicas de un santo” y decidió que bastaba con llevar el cordón de San Francisco como ornamentación alrededor del escudo para hacerle honor al estatus de la ciudad22. Así como en la configuración del escudo, la concesión de nuevos cargos y privilegios a la ciudad de Campeche servía para equilibrar la conciencia de valía y su estatus como ciudad. Esto se demuestra, por ejemplo, en el número de regidores que le correspondía: Hasta ese momento el cabildo de Campeche, así como el de Valladolid, se com18
Sobre esto, cfr. Stollberg-Rilinger, Kaisers, 2008. AGI, México 3046, fs. 260-269v. 20 El apoderado del cabildo de Campeche argumentaba que, “los derechos de la Supp.te son los de hazer ver por un luzido medio, la adquisicion de sus meritos, y serbizios hechos por Mar, tierra”. AGI, México 3046, f. 252r. 21 AGI, México 3046, f. 255r. 22 AGI, México 3046, fs. 250-251. 19
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ponía de seis regidores y dos alcaldes electos anualmente. En la cédula del título de ciudad la Corona elevaba el número de regidores a diez, creando de esa manera una clara distancia jerárquica con la villa de Valladolid. No obstante, se acentuaba indirectamente la posición subordinada de la ciudad de Campeche frente a Mérida, la capital de la provincia, ya que el cabildo de Campeche había expresado en la petición su deseo de obtener doce regidores a pesar de su posición de ciudad sufragánea. Esto, sin embargo, hubiera reducido notoriamente la diferencia con los trece regidores del cabildo de Mérida y por lo tanto no hubiera reflejado claramente la jerarquía territorial de la provincial23. El nuevo rango de la ciudad también se ponía en escena en las fiestas y ceremonias políticas. Como eventos que irrumpían en la cotidianeidad, éstas servían a la creación performativa de la comunidad y transmitían de manera sensorial a la población el orden político y la conformación básica de la sociedad24. En el caso de Campeche la proclamación del rey Carlos IV, que se celebró en abril de 1790, contribuyó a destacar el estatus relativamente nuevo de la ciudad y, al mismo tiempo, a enfatizar su posicionamiento dentro de la monarquía española. Una expresión importante de la dimensión territorial de la celebración fue la exclamación “Castilla, Castilla, Castilla. La ciudad de Campeche por el señor rey D. Carlos IV nuestro señor que Dios guarde”, la cual acompañó el acto de levantar el real pendón. Ese acto, en el cual el alférez real —como administrador de las insignias reales— tremolaba los símbolos de soberanía sobre un escenario construido especialmente para la ceremonia frente a la casa capitular, representaba el acto comunicativo central de la proclamación del rey y sellaba la nueva relación de dominio. Al mismo tiempo, en las exclamaciones tradicionales se expresaba el orden jerárquico de las unidades de pertenencia político-territoriales desde la monarquía española, pasando por las unidades administrativas superiores como el virreinato o las capitanías generales hasta el nivel local25. En 23 AGI, México 3046, fs. 260-269v. Este aspecto se hacía explícito en la petición de 1806/07, en la que Campeche solicitaba permiso de agregar cuatro diputados del común adicionales a su cabildo. Ante esto, el capitán general en Mérida propuso en esa ocasión elevar el número de regidores de manera que Campeche recibiera 13 y Mérida 17 regidores. AGN, Ayuntamientos, vol. 126, exp. 5, s.f. 24 Wolf/Zirfas, “Performative”, 2001; Stollberg-Rilinger, “Verfassung”, 2003. 25 Guerra nombra como ejemplo la jura a Fernando VII en Guanajuato con la siguiente aclamación: “Castilla, Nueva España, Guanaxuato” (Guerra, “Mutaciones”, 2003, p. 195).
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ese sentido, con ese acto no solamente se creaba el nexo entre el monarca con la respectiva localidad celebrante, sino también se demostraba la relación de la población con las demás unidades territoriales exclamadas26. Pero en el caso de Campeche, las proclamas ponían a la ciudad como instancia inmediata dentro de la monarquía española, sin ni siquiera nombrar a niveles superiores como la provincia de Yucatán o el virreinato de Nueva España. Además, tras la solemne proclamación, se lanzaron en diversos lugares monedas acuñadas para la ocasión de parte del regidor decano, las cuales llevaban la figura del monarca ante un sol naciente de un lado y del otro el escudo de la ciudad de Campeche con la inscripción “Proclamado en Campeche por Juan Pedro de Iturralde: 1790”27. También aquí se establecía el vínculo simbólico entre el rey y la ciudad de Campeche, vínculo que se transmitía al público con un efecto de cierta amplitud por la perpetua materialidad de las monedas y la direccionalidad inclusiva, ya que el lanzamiento no iba dirigida a un determinado grupo. Mientras en Campeche se resaltaba su ambición de valía como ciudad independiente, la proclamación de Carlos IV en Mérida sirvió como puesta en escena de su calidad de capital de provincia. Si bien es cierto que también en Mérida se acuñaron monedas que llevaban el escudo citadino de un lado y del otro la inscripción “Viva el Señor Don Carlos 4.o año de 1789”. La aclamación con la cual se levantó el real pendón, sin embargo, no ponía a Mérida en primer plano, sino a la provincia de Yucatán. La aclamación decía: “Castilla, Castilla, Yucatan, Yucatan por el Rey Nuestro Señor Don Carlos 4.o”. De esta manera, se comunicaba la importancia de Mérida como capital de provincia y se resaltaba que como tal representaba a la provincia en su totalidad. Además, dos días más tarde, durante el transcurso de las festividades se presentó una mojiganga en la que se alababa a Carlos IV con diferentes pancartas. También ésas ponían en primer plano a la provincia de Yucatán como referencia: “Viva el Señor Don Carlos 4.o = Todos quieren ver a Carlos 4.o = Don Carlos 4.o es Rey, viva = Reyne sabio Don Carlos 4.o = Su loor quiere daros Yucatan”28. Uno de los elementos que elevó adicionalmente el estatus de Mérida como capital y representante de la provincia de Yucatán fue el hecho de 26 27 28
Brenes, “Fidelidad”, 2007. AGI, Indiferente General 1608, s.f. AGI, Indiferente General 1608, s.f.
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que en la ya mencionada aclamación la provincia de Yucatán era puesta en escena como una unidad autónoma con relaciones inmediatas con España. Esa autonomía territorial que se ponía de manifiesto parece reflejar un conflicto en el contexto de la elaboración de las ordenanzas municipales de la ciudad de Mérida. A mediados de 1778 el abogado del cabildo de Mérida había fijado en un primer bosquejo de las ordenanzas la exclamación “Castilla Nueva España por el Rey Don N. Ntro. Señor”, la cual ponía de relieve la subordinación de Yucatán al virreinato Nueva España29. Sin embargo, ese bosquejo no contó con la aprobación del cabildo: si bien éste no protestó explícitamente contra esa proclama, no la incluyó en la versión de sus ordenanzas elaboradas en 179030. Tanto la proximidad temporal entre la disputa sobre las ordenanzas y la proclamación de Carlos IV, así como también la exclamación, que se siguió usando en ocasión de las siguientes proclamaciones reales en 1808, en la cual no se nombraba al virreinato mientras que al mismo tiempo se enfatizaba a la provincia de Yucatán31, señalan que esa práctica no fue elegida casualmente, sino que fue una demostración consciente de la identidad autónoma de la provincia de Yucatán así como un énfasis en el estatus de Mérida como capital provincial.
LAS
N E G O C I A C I O N E S D E E S T AT U S D E L A S C I U D A D E S
EN EL CONTEXTO DE LAS REFORMAS BORBÓNICAS
La entrada en vigor del sistema de intendencias significó una intervención en el orden territorial vigente, que llevó en Yucatán a una acentuación de las jerarquías dominantes. De esa manera, Mérida como capital de la nueva unidad administrativa, la intendencia de Mérida de Yucatán32, ganaba un mayor valor, y con eso, lograba una posición privilegiada frente a la nueva ciudad de Campeche. Además, 29
AGN, Ayuntamientos, vol. 141, exp. 1. Para ver la proclama, cfr. f. 22r. AGN, Ayuntamientos, vol. 141, exp. 2, fs. 1-62. 31 La asignación territorial que se expresó en la ocasión de la solemne proclamación de Fernando VII en Mérida a principios de agosto de 1808 decía: “Castilla, Castilla, Castilla, Yndias, Yndias, Yndias, Yucatan, Yucatan, Yucatan por el Señor Don Fernando Septimo, nuestro Catolico Monarca y Señor natural” (CAIHY, Actas del Cabildo de Mérida, libro 12, f. 44”. 32 La Intendencia de Mérida de Yucatán comprendía las provincias de Yucatán y Tabasco así como los presidios Laguna de Términos/Isla del Carmen y Bacalar. En lo 30
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se modificó también la relación entre las ciudades y el nuevo funcionario de la Corona. Con la creación del nuevo cargo se preveía, de acuerdo con la Ordenanza de Intendentes, la supervisión de los cuatro ámbitos de Justicia, Policía, Hacienda y Guerra. En Yucatán ese cargo coincidía desde 1789 con la tradicional posición del capitán general-gobernador en Mérida, por lo cual, con la supervisión de las finanzas, solamente se le añadía un atributo más. No obstante, también significaba una pérdida de la autonomía fiscal de las ciudades, ya que ahora se veían expuestas al control de sus propios y arbitrios por parte del intendente33. Además, otra medida muy relevante fue la introducción de los subdelegados, lo cual reducía la extensión territorial de la jurisdicción tradicional al verdadero ámbito de la ciudad. Dado que en Yucatán no existían hasta ese momento las alcaldías mayores y la presencia de los oficiales de la Corona se limitaba a algunos capitanes a guerra sin competencia de jurisdicción, el nombramiento de los subdelegados significó un considerable recorte de los poderes de las ciudades. Mientras que a nivel normativo esa limitación afectaba a las tres ciudades de igual manera, la elite política de Mérida logró —por lo menos en los primeros años— tener influencia en la denominación de los subdelegados a través de redes informales y de esa manera moderar de algún modo los efectos de la medida34. Por el contrario, a Campeche y Valladolid no le quedó otra alternativa que aceptar la nueva situación, a pesar de las fuertes protestas iniciales. Ese trasfondo parece significativo a la hora de evaluar el hecho de que justamente el cabildo de Campeche intentará en los años siguientes elevar el estatus de la ciudad a través de diferentes estrategias de revalorización. Los trajes oficiales —concedidos al cabildo campechano ya en 1789 por pedido propio— son un ejemplo de la revalorización que se había logrado. Ya en 1789 el cabildo había solicitado el derecho de usar las mismas vestimentas que los regidores de la corte de Méxipolítico y militar, la subordinación a los funcionarios de la Corona en Mérida seguía restringida a la provincia de Yucatán, mientras que los demás gobiernos ahora dependían fiscalmente del intendente. 33 Real, 1984, pp. 39-44. 34 Martínez, Estructura, 1993, pp. 228-236. Augeron ofrece un análisis más detallado de la relación entre los subdelegados y las familias destacadas en Mérida. Cfr. Augeron, Plume, 2000, pp. 697-775.
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co35. La vestimenta, que se llevaba como uniforme grande en las elecciones del cabildo el 1 de enero de cada año así como para la ocasión de las fiestas de tabla y en su modelo como peti uniforme en las audiencias del cabildo, visualizaba la distinción de éste dentro de la ciudad e instauraba una exclusiva unidad de los funcionarios. Al mismo tiempo, el uniforme era también un símbolo de estatus que determinaba el rango de la ciudad dentro del orden territorial superior. Ser equiparada en ese aspecto con la Ciudad de México como capital del virreinato simbolizaba un privilegio especial. Pero también a nivel provincial con esa medida se llevaba a cabo una igualdad de rango simbólica, pues el cabildo de Mérida igualmente disfrutaba de ese privilegio36. En los años siguientes, el cabildo de Campeche siguió esforzándose por revalorizar el estatus de la ciudad mediante la consecución de más privilegios. En 1793 el intendente recién nombrado de Yucatán, Arturo O’Neill, quiso asegurarse del estatus de las ciudades dentro de su jurisdicción y poco después de comenzar su mandato le hizo llegar al cabildo de Campeche una especie de cuestionario referente a los privilegios y derecho de la ciudad así como del cabildo. Esa consulta sirvió al cabildo de Campeche no solamente para esclarecer el título de ciudad, el escudo, las vestimentas del cabildo y sus privilegios, como el de recibir la bendición del sacristán mayor al entrar en la iglesia en las ocasiones de las funciones de tabla, “cuio privilegio ha gozado y goza por tradicion sin interrupcion alguna desde que fue fundada villa esta ciudad”. El ayuntamiento señalaba además numerosos inconvenientes y solicitaba solución para éstos. Por ejemplo, remarcaba que Campeche no disponía ni de un abogado, ni un médico ni sirujano, maestro de primeras letras, portero o clarineros, “sin embargo de concedersele los penultimos en el titulo de ciudad”37. Especialmente la última formulación señala que la dotación de la ciudad con los nombrados cargos era evaluada no solamente acorde a su función sino que también se vinculaba al conjunto de sus privilegios. Por tanto, tenía un carácter simbólico que contribuía al prestigio y al estatus de la respectiva ciudad.
35 36 37
AGN, Ayuntamientos, vol. 126, exp. 5, s.f. AGN, Ayuntamientos, vol. 141, exp. 2, f. 26v. AGN, Ayuntamientos, vol. 126, exp. 5, s.f.
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Eso hizo que la petición realizada por primera vez en 1793 para que se le concedieran los ya mencionados cargos se reiterara en varias ocasiones. En 1805 y 1806, además, se le sumaron pedidos para elevar la cantidad de los propios. Finalmente, en 1807, en el marco de una queja sobre el retraso en la tramitación de las peticiones mencionadas, se focalizó en el reclamo de lo que para el cabildo era la cuestión más importante: la concesión de un abogado para el asesoramiento del cabildo38. Esa petición resulta especialmente interesante, pues el reconocimiento de un abogado hubiera representado un incremento de la autonomía en relación con el intendente en Mérida. Por falta de un consejero jurídico el cabildo de Campeche se veía obligado, hasta ese momento, a dirigir casi todas sus consultas directamente al intendente. Eso habría llevado, según la argumentación del cabildo, a retrasos en el gestionamiento de los problemas de Campeche, lo cual era atribuido finalmente a la falta de voluntad del intendente. Además, la existencia de un abogado propio habría fortalecido la posición del cabildo de Campeche frente al intendente, porque en ese caso el perito judicial suscrito al cabildo hubiera podido llevar a cabo las pericias legales necesarias. En esa medida, el pedido de un abogado representó el intento de un desplazamiento de las subordinaciones jerárquicas entre Campeche y el intendente de Mérida. Eso también se trasluce en la argumentación que sostiene el cabildo de Campeche en su petición, la cual no se limitaba a los argumentos prácticos sino que simultáneamente recurría a su “antigüedad” y su “esplendor”39. Paralelamente a las ya nombradas peticiones, a finales de 1806 el cabildo de Campeche solicitó una ampliación del cabildo de cuatro diputados del común o regidores honorarios a ser elegidos anualmente, como ya desde 1760 en México y otras ciudades del virreinato40. Como argumentación se utilizó la vacante de por los menos dos oficios regulares del cabildo y el temor de que pronto en Campeche no hubiera un cabildo capaz de actuar. Puesto que, por lo menos desde la perspectiva fiscal, la petición no favorecía los intereses de la Corona, el gobernador-intendente propuso la posibilidad de aumentar el número de las regidurías llanas del cabildo. Sin embargo, para mante38 39 40
AGN, Intendencias, vol. 11, exp. 1, s.f. Ibid. Pietschmann, “Actores”, 1998, p. 75; Rodríguez, “Instituciones”, 2008, pp. 101 s.
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ner el equilibrio regional ese aumento se debía llevar a cabo tanto en Campeche (a trece asientos) como en Mérida (a diecisiete regidores). Pero la ampliación del número de miembros del cabildo significaba un problema adicional que fue señalado finalmente por el fiscal de Real Hacienda: normalmente, sólo las ciudades principales contaban con más de doce regidores, mientras que el resto de las ciudades y villas de igual manera se les reconocían seis asientos. El aumento del número de los miembros del cabildo estaba entonces asociado con el rango de la respectiva ciudad de tal manera que no era posible que se llevara a cabo sin volver a evaluar sus derechos y privilegios41. La consiguiente comprobación del título de ciudad y los privilegios de la ciudad de Campeche es un interesante ejemplo de la importancia de esos privilegios para el posicionamiento de las ciudades. El fiscal señaló que aunque el cabildo de Campeche se dejaba titular como “Muy Ylustre” y la ciudad llevaba el título de “Muy Noble”, estas distinciones no podían ser comprobadas por escrito. Ante esto, el cabildo argumentó que los respectivos documentos habían sido destruidos en el incendio causado por los piratas en 1685. Y sin bien el fiscal se mostró escéptico ante ese argumento señalando que el incendió ocurrió 92 años antes de haberle otorgado a Campeche el título de ciudad y supuso que también el título “Muy Ilustre Cavildo, Justicia, y regimento” carecía de derecho, puso a consideración que el posicionamiento de Campeche —“la clase en que deva colocarse la ciudad de Campeche”— no resultaba inequívoca, pues simultáneamente se le había concedido al cabildo el privilegio de vestir el mismo uniforme que el cabildo de México42. Allí se hace visible cómo cada paso de la negociación que llevaba a ciertos privilegios finalmente contribuía al posicionamiento de cada ciudad dentro de la jerarquía territorial. También Mérida intentó revalorizar su posición dentro de esta jerarquía y alcanzar el mayor grado posible de autonomía. Así, por ejemplo, en 1796 el cabildo meridano, con el apoyo del ayuntamiento de Valladolid, solicitó la creación de una Media Audiencia, que debía de tener sede en Mérida43. Esa petición, finalmente, sin éxito 41
AGN, Ayuntamientos, vol. 126, exp. 5, s.f. Ibid. 43 BNAH, Colección de microfilm de Yucatán, Rollo 5. Las exigencias aquí formuladas se vuelven a encontrar en el Manifiesto del Diputado a Cortes por Yucatán, Miguel González Lastiri, de agosto de 1811. Cfr. AGI, México 3164, fs. 86-131. 42
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alguno, tenía como propósito el fortalecimiento de Mérida como capital de toda la intendencia, sobre cuyas medidas territoriales se debía orientar la Media Audiencia. Mientras que ésta fue en principio la única petición de elevación del estatus de la ciudad e intendencia, hay que resaltar el énfasis que puso Mérida en las ambiciones de valía del cabildo, y sobre todo en su posicionamiento simbólico en relación con el nuevo intendente-gobernador. Eso se puede mostrar, por ejemplo, en el caso del conflicto por las ordenanzas municipales en Mérida. En 1788, poco después de asumir su mandato, el primer intendente de Yucatán, Lucas de Gálvez, exigió al cabildo que elaborase las ordenanzas de la ciudad. Como ya se mencionó anteriormente, esta tarea no se llevó a cabo sin conflictos. El cabildo protestó contra el primer borrador, creado por su propio asesor, que se basaba en las ordenanzas de La Habana y Puebla44. En una lista de quejas, el cabildo protestaba debido a las insuficientes reglamentaciones, que además contrariaban las costumbres inmemoriales del cabildo. El esbozo fue considerado tan inadecuado que en 1790 el cabildo concibió una versión propia de las ordenanzas que se diferenciaba notoriamente del primer proyecto. Aunque las quejas así como la propia versión del cabildo no pueden ser analizadas en su totalidad en el marco de este trabajo, es necesario señalar dos elementos. Por un lado hay que observar que el cabildo tuvo mucho cuidado en enfatizar la dignidad y por tanto el estatus de la ciudad y del cabildo. Por ejemplo, el regidor Juan Antonio Elizalde se quejaba de que en los primeros párrafos del esbozo de la ordenanza no se honrara debidamente el título de ciudad de Mérida así como tampoco el derecho al trato de “Muy Noble, y Muy Leal”, el cual ya le fuera concedido a la ciudad en 163845. Igualmente hacía explícito que se exponía de manera insuficiente o que faltaban totalmente algunos privilegios y tradiciones especiales así como también las regulaciones sobre la participación del cabildo en las fiestas y actos públicos46. Esto era interpretado como una disminución de la autoridad del cabildo y por lo tanto finalmente también del estatus de la ciudad.
44 45 46
AGN, Ayuntamientos, vol. 141, exp. 1, f. 59r. AGN, Ayuntamientos, vol. 141, exp. 1, f. 26r. AGN, Ayuntamientos, vol. 141, exp. 1, fs. 29v-30r.
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Por el otro lado, llama la atención que algunas de las quejas y correcciones apuntaran a la relación del cabildo con el intendentegobernador. Así es que, con respecto al recibimiento del nuevo gobernador, el cual tradicionalmente se llevaba a cabo por una diputación del cabildo que salía de Mérida para recibirlo en el pueblo de Umán, se hace referencia a que el gobernador no debía ser recibido por dos comisionarios del cabildo, como se estipulaba en el esbozo de la ordenanza, sino por una diputación compuesta por “dos regidores, procurador general, y escrivano presididos de un Justicia”47. Además, se criticaba que el modo, forma y circunstancias del recibimiento no hubieran sido descritas de acuerdo con todos los honores y privilegios del cabildo48. Generalmente el hecho de que los representantes del cabildo salieran a recibir al gobernador en su llegada hasta los límites territoriales de su jurisdicción era un gesto de subordinación y reconocimiento de su autoridad oficial sobre la ciudad. Al mismo tiempo, era la comisión del cabildo la que, ya en Umán, tomaba la jura del gobernador49. Por lo tanto, el tamaño de la diputación era de alta importancia para la puesta en escena de las ambiciones de valía del cabildo. En la medida en que la cantidad de personas de la delegación aumentaba y que se enfatizaban los privilegios del cabildo en el encuentro, aumentaba también el poder simbólico de la ciudad frente al gobernador. Ese ejemplo muestra también que aquí el posicionamiento simbólico de la ciudad frente al nuevo funcionario de la Corona estaba en juego y que el cabildo tenía mucho cuidado en no permitir cualquier tipo de desvalorización de los derechos y privilegios conseguidos. El intento de negociar la relación jerárquica entre la ciudad y el intendente-gobernador se puede igualmente constatar en el caso de Campeche. Como ejemplo se puede nombrar un caso en el que el cabildo de Campeche ignoró al intendente-gobernador como instancia prescrita en la vía oficial. En 1803 el cabildo había ordenado confeccionar diez cortinas de damasco encarnado para la decoración festiva de la casa consistorial por la ocasión de las inminentes bodas del
47 También de esa manera fue recibido el gobernador Gálvez al asumir su mandato en 1789. CAIHY, Actas del Cabildo de Mérida, libro 6. 48 AGN, Ayuntamientos, vol. 141, exp. 1, f. 26. 49 CAIHY, Actas del Cabildo de Mérida, libro 6, f. 92.
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príncipe de Asturias con la princesa de Nápoles y hacerlas pagar por los propios de la ciudad. La elaboración de las cortinas significaba una revalorización pública de la ciudad, que, de esa manera, ya no tenía que depender de los préstamos de los vecinos para fiestas como ésta, sino que contaba con su propia decoración. En contra de las reglamentaciones estipuladas en la Real Ordenanza de Intendentes, las cuales prescribían una consulta con el intendente50, el mismo cabildo tomó la decisión sobre la adquisición, lo cual se justificó con la urgencia debida, ya que de otra manera, la ciudad no hubiera podido cumplir con las reglamentaciones del bando sobre el modo en que debía llevarse a cabo la celebración de la boda real. Sólo después se le notificó al intendente, que según el cabildo ahora debía aprobar los gastos51. Con ese procedimiento el cabildo demostraba la autonomía de acción de la ciudad de Campeche frente a la administración regional de la Real Hacienda. También la reacción del intendente deja ver que interpretó ese proceder como un intento de evadir su autoridad superior. Negó la urgencia que se alegaba y señaló que la Junta Provincial de Hacienda, presidida por él, era quien estaba a cargo de casos como ése. Según el intendente, el monto correspondiente debía ser devuelto inmediatamente a los propios y comprobado ante él con una certificación. Además, en el futuro el cabildo debía prestar atención a actuar solamente en el marco de los derechos que le fueron concedidos por el rey. También el fiscal de lo civil en México encargado con el caso confirmó que el cabildo debía haber consultado previamente la cuestión con el intendente. Sin embargo, aprobó que se cargaran los costos a los propios debido al motivo “plausible, y recomendable” de los representantes de la ciudad52, de manera que se le otorgó una cierta legitimidad al proceso y con eso, se reforzó la posición del cabildo. En conjunto, se hace evidente que las ciudades intentaron minimizar en lo posible las restricciones que imponían las reformas borbónicas a través de diferentes formas de negociación del estatus. Las estrategias de negociación de Mérida, como capital de la provincia, y de Campeche, como ciudad sufragánea no se diferenciaban, sino que variaban solamente en relación con el grado de conflictividad de las negociaciones. Ambas ciudades orientaron sus reclamos de valía con50 51 52
Real, 1984, p. 43. AGN, Ayuntamientos, vol. 223, exp. 3, s.f. Ibid..
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tra el intendente como nuevo funcionario de la Corona que menoscababa la autonomía de las ciudades. Sin embargo, sobre todo la ciudad de Campeche también recurrió a la posibilidad tradicional de elevar el estatus de la ciudad a través de la consecución de privilegios adicionales. Eso demuestra no solamente la importancia de la naturalidad como ciudad autónoma, reforzada por el reciente otorgamiento del título de ciudad, sino también la relevancia de las negociaciones de estatus especialmente para Campeche como ciudad sufragánea.
LA
CRISIS DE
1808
Y L A R E P R E S E N TA C I Ó N
TERRITORIAL
La crisis de soberanía causada por la invasión napoleónica y la detención de Fernando VII en 1808 modificaron las condiciones que servían de marco a las negociaciones territoriales del orden. Con la creación de la Junta Central, que en Yucatán fue reconocida solemnemente ya en diciembre de 180853, y su decisión, en enero de 1809, de concederle a América un diputado propio en ese órgano, se abrieron nuevas posibilidades de representación que también incluían una ampliación de la participación política. La elección del representante para el virreinato de Nueva España debía llevarse a cabo a partir de un círculo de candidatos de las provincias, los cuales debían ser elegidos por los cabildos de las respectivas capitales. Ese proceso tuvo como consecuencia que por primera vez en las provincias tuvieran lugar elecciones que abarcaban un nivel de representación más allá del marco local54. En la literatura se ha señalado hasta ahora que las prácticas y procedimientos electorales para la elección de los representantes provinciales afirmaban las jerarquías territoriales: El hecho de que solamente los cabildos de las capitales provinciales eligieran a los representantes de toda la provincia, fortalecía su posición privilegiada de voceros de las provincias55. Efectivamente, este sistema electoral fue también aplicado en Yucatán, donde el gobernador convocó a un cabildo extraordinario en Mérida y allí ante la presencia de “todos los sugetos benemé-
53 54 55
AGI, Estado, 35, núm. 59, s.f. En cuanto a las elecciones, cfr. Benson, “Elections”, 2004. Serrano, Jerarquía, 2001; Dym, Sovereign, 2006.
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ritos de la Provincia, y muy particularmente de esa Ciudad por su numeroso y distinguido vecindario, e igualmente de ese Ill.e Ayuntamiento” fue elegido el representante de la provincia de Yucatán56. Sin embargo, con el bando para la elección de los candidatos provinciales para la selección de representantes para Nueva España, también se hizo un llamado de mandar poderes e instrucciones para que el representante electo pueda representar los intereses de la provincia ante la Junta Central. En vista de ello, el 24 de mayo de 1809 el gobernador de Yucatán, Benito Pérez, se dirigió al cabildo de Campeche y pedía que se le mandaran las propuestas de la ciudad para incluirlas en la elaboración de la instrucción que luego se le entregaría al diputado junto al poder del cabildo de Mérida, “para que se pueda formar con el debido acierto de todas las partes que compone esta Provincia”57. Ese procedimiento es notable ya que Pérez, contrario a la representación exclusiva de la provincia a través del cabildo de Mérida, reconocía así los derechos de las localidades subordinadas y le concedía por lo menos a Campeche un papel especial58. Al mismo tiempo, la agrupación de las propuestas en Mérida simbolizaba la posición jerárquicamente superior de la capital de la provincia y, sobre todo, del propio gobernador, el cual, en la opinión de Pérez, debía hacerse cargo de la redacción de las instrucciones definitivas59. En su respuesta, el cabildo de Campeche expresaba su intención de enviar su exposición detallada directamente al diputado por Nueva España, una vez que éste fuera electo. Mientras que el cabildo de Campeche había aceptado el modo de elección del diputado provincial y confirmaba así formalmente al cabildo de Mérida en su posición de vocero de la provincia, esa negativa demuestra que Campeche no estaba dispuesta a verse privada de sus derechos tradicionales de representación como ciudad. Esto llevó a que Pérez consultara al fiscal de lo civil de la Audiencia de México, quien, a su vez, dejó en claro que el llamado de entregar las instrucciones había sido destinado al ayuntamiento de la capital de la provincia. De igual manera que con el voto para los candidatos a representantes de Nueva España, el cabildo 56
AGN, Historia, vol. 418, f. 220r. Ibid. 58 Lamentablemente no resulta de la correspondencia si Pérez en esa ocasión también consultó a la villa de Valladolid, la tercera población más grande de Yucatán. 59 AGN, Historia, vol. 418, f. 224. 57
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representaba a la provincia entera. Quedaba sin embargo a la voluntad de cada una de las capitales provinciales consultar a las demás ciudades dentro de su provincia sobre sus sugerencias pero éstas no tenían el derecho ni de exigirlo ni de mandar sus instrucciones por motu proprio a los representantes de Nueva España60. Desde esa óptica, Campeche fue reducida otra vez a su posición de ciudad subordinada y las jerarquías territoriales dentro de la provincia fueron confirmadas. El voto consultivo del Real Acuerdo, sin embargo, dejó en claro que las opiniones acerca de este caso no eran unánimes. Por un lado, la mayoría de los ministros compartían la opinión del fiscal de que Campeche no tenía derecho a ser tomada en cuenta en la elaboración de los poderes e instrucciones. Al mismo tiempo, Campeche podía ejercer su derecho de petición como ciudad y, con esto, enviar las respectivas representaciones a la Suprema Junta Central, al diputado por Nueva España o al gobernador-intendente de Mérida para que éste las tramitara. Sin embargo, éstas tendrían un papel fundamentalmente distinto de las instrucciones provinciales. Por otro lado, todavía dos de los seis miembros del Real Acuerdo eran de la opinión, que la diferente “situación local” de las ciudades de Campeche y de Mérida, así como las divergencias de intereses relacionadas con ésta, justificaban que Campeche mandara sus instrucciones al diputado, para que éste lo pudiera usar ante la Suprema Junta61. Esta segunda postura muestra que, para la concepción de los oficiales de la Corona, la representación de las ciudades subordinadas, en el contexto de esta situación de transformaciones políticas, aún no había sido aclarada totalmente. Finalmente, el virrey se adhirió en su decisión a la opinión mayoritaria del Real Acuerdo, y el cabildo de Campeche mandó sus representaciones a España por separado62. Con ese accionar, por un lado se ratificó la jerarquía dentro de la provincia así como el rol de la capital como su representante. Por otro lado, el cabildo de Campeche recalcó sus ambiciones como ciudad autónoma, subordinada solamente en ciertas condiciones a las autoridades en Mérida. Negociaciones similares por parte de la ciudad de Campeche se repitieron con la convocatoria a elecciones para diputados de las Cor-
60
AGN, Historia, vol. 418, fs. 227s. AGN, Historia, vol. 418, fs. 229v-231. 62 Esto se desprende de las actas de la sesión del cabildo de Campeche del 12 de noviembre de 1810. AGN, Ayuntamientos, vol. 136, s. exp., s.f. 61
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tes generales y extraordinarias que el Consejo de Regencia envió a principios de 1810. También en este caso estaba prevista la elección de un representante por parte de la capital provincial, el cual viajaría a España y, a base de las instrucciones elaboradas por las capitales provinciales, representaría los intereses de la provincia en las Cortes. Una vez más, en Yucatán la elección de este representante se llevó a cabo por parte del cabildo de Mérida. Pero el finalmente electo a diputado Miguel González Lastiri exigió que, en caso de ser elegido, se denominara en acuerdo con el cabildo un suplente que lo acompañara a España y lo suplantara en las Cortes en caso de enfermedad. Acto seguido, el cabildo de Mérida nombró al alférez real José Miguel de Quixano como acompañante de González Lastiri y solicitó la aprobación de la Real Audiencia en México63. El cabildo de Campeche interpretó esta decisión como el envío de un segundo diputado por Mérida lo que significaba un indebido desprecio a la ciudad de Campeche. También en este caso Campeche reclamó su valía dentro de la provincia y pidió permiso al virrey para a su vez mandar a España a un miembro que representara los intereses de Campeche64. Pero esta vez el cabildo no utilizó como argumento el prestigio y los privilegios de la ciudad, sino más bien esgrimió su apoyo a Fernando VII en vista de los acontecimientos de 1808. Campeche no solamente había sido la primera ciudad en el virreinato en conocer la noticia de su abdicación sino que, en oposición al comportamiento expectante del gobernador en Mérida, había demostrado al acto su “lealtad” y “patriotismo”. Además de eso, el cabildo se quejó en esa ocasión de que ya en 1809 que no había sido incluido en la elección de los candidatos provinciales65. Aunque esa argumentación también puede ser interpretada como tradicional pues destacaba los servicios brindados por la ciudad al rey66, la demanda de participación también muestra que el cabildo de Campeche intentaba aprovechar las transformaciones políticas para mejorar el posicionamiento de la ciudad, apuntando a las diferentes opciones de negociaciones más que a su rango y estatus.
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AGN, Ayuntamientos, vol. 136, s. exp., s.f. AGN, Ayuntamientos, vol. 129, s. exp., s.f. 65 AGN, Ayuntamientos, vol. 129, s. exp., s.f. Para el posicionamiento de Campeche en el año de 1808 cfr. AHN, Estado, 58, E, núm. 71, s.f. 66 Rojas, “Repúblicas”, 2007, p. 61. 64
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Sin embargo, la petición no tuvo éxito. Mientras que en 1809 todavía se le había concedido una cierta razón a la postura de la ciudad de Campeche y se había reforzado su posicionamiento dentro de la provincia, el fiscal de lo civil ahora señalaba en su dictamen que los diputados de Cortes no representaban a sus respectivas provincias, sino a la nación. Esto no dejaba lugar a ninguna exigencia de representación de los intereses territoriales particulares67. La fundamentación del fiscal es de especial interés, ya que aquí —contrariamente a la estrategia argumentativa utilizada por Campeche— se asentaban los criterios de un nuevo concepto de representación basado en una nación compuesta por individuos. De esa manera se enfrentaba el nuevo concepto de nación y representación con la concepción tradicional de los derechos políticos representativos de las corporaciones privilegiadas.
LA CONSTITUCIÓN
DE
CÁDIZ
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PROVINCIAL COMO NUEVO ACTOR REGIONAL
La entrada en vigor de la Constitución de Cádiz le abrió a las ciudades nuevas posibilidades de negociación in situ. Su implementación —en Yucatán ya desde fines de 1812— tuvo como consecuencia un cambio relevante del orden político. Con la creación de los ayuntamientos constitucionales, formalmente iguales ante la ley, en las localidades con más de 1.000 habitantes, la organización jerárquica del territorio fue sometida a una transformación fundamental. Además de eso, con la diputación provincial se introdujo un actor que, al ser el primer órgano colegial in situ, representaba una nueva instancia a escala regional. Dentro del orden territorial de la provincia, ahora le correspondía a la diputación provincial la posición más alta, lo cual se materializaba de manera simbólica, entre otros, en el trato formal de la institución. Así es como, en marzo de 1813, se estipuló el uso de “excelencia” para las diputaciones provinciales68, lo que correspondía a las antiguas prerrogativas del virrey, mientras que a los ayuntamientos, al igual que el jefe político superior, les fue asignada una posición jerárquica inferior con el trato de “su señoría”. 67 68
AGN, Ayuntamientos, vol. 136, s. exp., s.f. Decreto CCLXIX, cap. II, art. XVIII, en Colección, 1813, t. IV, p. 117.
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Hasta ahora, en los estudios recientes se ha señalado sobre todo el efecto que tenía la posición jerárquica de la diputación provincial sobre las capitales provinciales, ya que la instauración de la nueva institución relevaba a las capitales en su función de voceros y representantes políticos de sus provincias69. En Yucatán, durante el primer periodo de vigencia de la Constitución de Cádiz esta situación tuvo como consecuencia que el ayuntamiento constitucional en Mérida intentara seguidas veces degradar simbólicamente a la diputación provincial como órgano corporativo y negociar la posición jerárquica entre ambas instituciones a favor del cabildo. En este contexto, la discrepancia entre las reivindicaciones de la diputación provincial —como corporación jerárquicamente superior— y las concepciones del orden del ayuntamiento de Mérida se hacían visibles en los conflictos por la participación y la preeminencia de estas instituciones en las fiestas y ceremonias públicas. La problemática del posicionamiento de la diputación provincial dentro del orden de rangos en la provincia surgió por primera vez con motivo de la celebración del aniversario del levantamiento en Madrid contra las tropas napoleónicas el 2 de mayo de 1808, en la cual debían participar “las primeras autoridades” de cada localidad según un decreto de las Cortes en 181170. Conforme a una decisión de la diputación provincial, la posición jerárquica de la nueva institución se debía expresar en el ceremonial del festejo mediante su ubicación “en línea paralela con la del muy ilustre Ayuntamiento, con preferencia a éste y presidida por su digno jefe y cabeza”. Para evitar cualquier tipo de disconformidades se informó de tal decisión al ayuntamiento de Mérida antes de la celebración71. Pero dado que para el caso no existía una reglamentación ceremonial ni un orden de asientos, el ayuntamiento argumentó que una regulación propia de ese problema podía llevar a infracciones de la Constitución, por lo cual exhortaba a la diputación provincial a que renunciara completamente a su participación en cuerpo72. Con esto el ayuntamiento intentó negar la preeminencia de la diputación provincial y posicionarse simbólicamente en 69 Serrano, Jerarquía, 2001; Hensel, Entstehung, 1997, pp. 212-216; Gortari, “Diputaciones”, 2002. 70 Decreto LXII, en: Colección, 1811, t. I, p. 139. 71 La Diputación, 2006, p. 64. 72 “Yucatan, 13 de Enero de 1814. La Diputación provincial. Quexas de esta, contra el Ayuntamiento”, en AGI, México 3097-A, s.f.
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lo más alto de la jerarquía provincial. Pero al mismo tiempo, se hacía uso de una argumentación novedosa al nombrar a la Constitución como nueva autoridad para apoyar su posición. En un primer momento, el ayuntamiento de Mérida tuvo éxito con esa estrategia, ya que la diputación provincial decidió desistir de su concurrencia en cuerpo hasta nuevo aviso para garantizar “la tranquilidad y armonía con el Ayuntamiento”73. La ausencia manifiesta de la diputación provincial significó un claro debilitamiento de esta institución, especialmente porque estaba prevista la participación de todas las corporaciones de la provincia en la celebración. La incapacidad para imponer sus intereses se manifestó una vez más un mes más tarde durante las celebraciones por el onomástico de Fernando VII, antes de las cuales volvió a surgir la cuestión de la etiqueta ceremonial y de la prerrogativa general de la diputación provincial ante el ayuntamiento de Mérida. En esa ocasión la diputación provincial desistió de antemano de su participación en el acto festivo para, como señaló expresamente, evitar conflictos con el ayuntamiento, y decidió reunirse de mañana e ir en cuerpo al besamanos de estilo74. Con esto, el ayuntamiento de Mérida había logrado mantener simbólicamente su posición jerárquica dentro de la provincia. Sin embargo, a finales de agosto de 1813, llegó a Yucatán una Real Orden que ratificaba la posición jerárquica de la diputación provincial al fijar la precedencia de las diputaciones provinciales ante los ayuntamientos en todas las celebraciones públicas75. Pero esa reglamentación normativa no significó el fin del conflicto entre el ayuntamiento y la diputación provincial, por lo que esta última se quejó en marzo de 1814 de “la rivalidad, o más bien la independencia” del ayuntamiento de Mérida, que no quería reconocer su subordinación a la diputación provincial76. Por parte de la ciudad de Campeche, en cambio, no hubo ningún enfrentamiento directo con la diputación provincial, por más que la nueva institución también se contraponía a las jerarquías tradicionales del orden regional, aparte de su efecto en relación con las capitales provinciales. Por ejemplo, el procedimiento electoral decretado para los 73
La Diputación, 2006, p. 65. La Diputación, 2006, p. 83. 75 AGEY, Colonial, Gobernación, caja 12, vol. 1, exp. 10. 76 La Diputación, 2007, p. 226. Para una descripción más detallada del conflicto, cfr. Bock, “Dimensión”, 2008. 74
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diputados de las diputaciones provinciales no se orientaba de acuerdo con una posición destacada de las ciudades, sino a la distribución de los partidos. Además, se había creado un sistema de rotación para el caso de que existiera una mayoría de partidos frente a los siete diputados que debían conformar cada diputación provincial. De acuerdo con este sistema la representación de los partidos se turnaba según la cantidad de sus habitantes77. Por lo tanto, ya los principios que reglamentaban la conformación de la diputación provincial simbolizaban una igualdad de rango de las subdelegaciones que no le otorgaba más prerrogativas a las ciudades. No obstante, al parecer, la ciudad de Campeche logró imponer, en contra de la norma, un reconocimiento de su posición jerárquica y política tradicional como ciudad pues entre los siete diputados provinciales que formaron la primera diputación provincial de Yucatán había un diputado por Campeche y otro por Valladolid78. Mientras que las proporciones demográficas del partido de Valladolid justificaban una representación sobre la base de los criterios normativos prescritos, éste no era el caso de Campeche, debido a su reducido número de habitantes en comparación con los otros partidos79. La composición de la diputación provincial representaba por tanto una adaptación de los privilegios tradicionales de las ciudades al nuevo sistema político-administrativo. Esa forma de ajuste contribuyó aparentemente a que la nueva institución sea aceptada por los representantes políticos de Campeche como un lugar más de negociación del estatus territorial y de la participación regional. La importancia de la diputación provincial como plataforma de decisiones a nivel regional llevó seguramente también a que el ayuntamiento de Mérida aceptara la posición de la institución dentro del orden territorial. Esto se muestra a partir de 1820 cuando la Constitución de Cádiz, abolida en 1814 tras la vuelta al trono de Fernando VII, fue restituida por ese mismo monarca después de un pronunciamiento militar en España. Al comienzo de este segundo periodo de vigencia de 77 Decreto CLXIV, Art. II, en Colección, 1813, t. II, p. 236. La única excepción constituía el partido de la capital, al cual siempre le correspondía un diputado. Con esa distribución se limitaban las concepciones tradicionales de una territorialidad jerárquica a la posición destacada de la capital provincial. 78 Lamentablemente no se pudo encontrar hasta ahora fuentes que arrojen luz sobre estos procesos. 79 Véase la distribución en Campos/Domínguez, Diputación, 2007, p. 50.
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la Constitución, el ayuntamiento de Mérida, pocos días después de la reinstauración de la diputación provincial, mandó una carta de felicitaciones “reconociendo como debe la atencion con q[u]e V[uestra] E[xcelencia] se le ofrece”, y tributando su respeto a la Diputación80. Con ese acto simbólico el ayuntamiento reconocía a la diputación provincial como institución jerárquicamente superior. Tal aceptación posibilitó la cooperación del ayuntamiento con la diputación provincial, además de reforzar por ese medio la propia posición del primero en la jerarquía provincial. A través de nuevas formas de la toma de decisión, en las que la diputación provincial ahora incluía al ayuntamiento de Mérida, ambos actores se posicionaban conjuntamente —ante el telón de fondo de la primacía de la diputación provincial— como “las mas respetables [corporaciones] de la provincia”81. Un ejemplo de la participación del ayuntamiento en una decisión importante que tuvo consecuencias fundamentales a nivel provincial, fue la destitución del jefe político y capitán general Miguel de Castro y Araoz. Tal destitución fue llevada a cabo en forma conjunta por la diputación provincial y el ayuntamiento de Mérida poco después de la reinstauración de la Constitución en junio de 1820. Como motivo para la destitución sirvieron la avanzada edad del funcionario y el consiguiente peligro que significaba esto para los logros gaditanos debido a su limitada capacidad de actuación82. El ayuntamiento de Mérida participó ya en el primer enfrentamiento con el jefe político, en el cual se le exigía por lo menos resignar de su cargo como capitán general, a pesar de que el debate se llevó a cabo en una sesión de la diputación provincial. El ayuntamiento logró esa participación, cuando, guardando las formas de reconocimiento simbólico de la primacía de la diputación provincial, solicitó que se transmitiera su preocupación en cuanto a la puesta en peligro de la tranquilidad pública en la provincia83. Esa solicitud tuvo como consecuencia que al día siguiente 80
AGEY, Colonial, Ayuntamientos, Caja 1, vol. 1, exp. 45. CAIHY, Copiador de Correspondencia de la Diputación Provincial de Yucatán, libro 103, f. 90v. 82 La Diputación, 2006, p. 337. 83 La Diputación, 2006, p. 337. El reconocimiento simbólico de la hegemonía de la diputación provincial se hacía visible en el proceder del ayuntamiento, el cual primero hizo llegar el mensaje y sólo entró a la sala de sesiones tras pedir permiso explícitamente. De esa manera, se dejaba en manos de la diputación provincial la decisión sobre una consulta conjunta, mientras que el ayuntamiento se ubicaba jerárquicamente como un peticionante. 81
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la diputación provincial convocara al ayuntamiento a la sala de sesiones con el fin de conjuntamente efectuar el traspaso del poder militar al sucesor designado por la diputación provincial, Mariano Carrillo84. Si bien el acto se desarrolló bajo el manto de la diputación provincial, el ayuntamiento había logrado su inclusión en el procedimiento. Unas semanas más tarde, el ayuntamiento de Mérida utilizó un mecanismo similar cuando de nueva cuenta solicitó a la diputación provincial extender su sesión al ayuntamiento. También en esta situación ambos órganos actuaron conjuntamente y ahora reemplazaron al jefe político interino —a quien Castro y Araoz había transferido el mando político el 9 de junio— por un candidato nombrado por ellos mismos. Mientras que en este caso la iniciativa surgió del ayuntamiento, la jerarquía de las instituciones se volvía a confirmar a través de la toma de la jura del cargo pues mientras que Carrillo, como candidato a capitán general, había jurado ante ambos órganos, el designado jefe político Rivas Vértiz presentó su jura “en manos del señor vocal don Francisco de Paula Villegas que hacía de presidente” y con eso, ante la diputación provincial como instancia superior de la provincia85. La posición de primacía de la diputación provincial se tornó de gran importancia para el posicionamiento del ayuntamiento de Mérida ya que éste solamente disfrutaba de poder de actuación a escala provincial al actuar en colaboración con la institución jerárquicamente superior. Esto se manifiesta en octubre de 1820 cuando el intento del ayuntamiento de promover la destitución del capitán general Carrillo, nuevamente junto con la diputación provincial, encontró resistencia por parte de la última. La consiguiente confrontación del ayuntamiento con el jefe político, además, llevó a la disolución del ayuntamiento hasta las nuevas elecciones, que ya habían sido previstas para una semana más tarde86. La disolución del ayuntamiento de Mérida, hecho público no solamente por el acontecimiento mismo, sino también por un bando del jefe político87, debilitó su posición jerárquica y puso en evidencia que el ayuntamiento no siempre podía convencer a la diputación provincial de sus intereses políticos y que tenía una limitada capacidad de actuación por sí mismo. Al mismo tiempo, este acontecimiento muestra tam84 85 86 87
La Diputación, 2006, p. 339. La Diputación, 2006, p. 351. Zavala, Idea, 1923, pp. 15-17 y pp. 38-42; Esposicion, 1820. Cfr. el bando del jefe político Rivas Vértiz en Zavala, Idea, 1923, pp. 38-39.
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bién qué tan importante se volvió el accionar conjunto con la diputación provincial para el futuro posicionamiento del ayuntamiento. También las actuaciones de los representantes políticos de la ciudad de Campeche durante el segundo periodo de la Constitución de Cádiz confirman la importancia que tenía la diputación provincial como espacio de negociación. Con ocasión de las elecciones para la renovación de la diputación provincial en agosto de 1820, el diputado por Campeche exigió para su distrito electoral una excepción en la regla de rotación de los partidos representantes, según la cual el partido de Campeche se debía retirar en lo sucesivo de la diputación provincial. Si bien su argumentación subrayaba la extraordinaria posición de Campeche como segunda ciudad más grande y como mayor puerto de la provincia, también alegaba el decreto de las Cortes del 23 de mayo de 1812, según el cual el sistema de rotación de la representación en la diputación provincial se debía suspender en aquellas provincias, en las cuales el número de habitantes excedía al menos en la mitad a la de menos población. Sobre esa base, el diputado por Campeche reclamó no solamente que se tuviese en cuenta al partido en las próximas elecciones, sino una representación permanente de la ciudad en la Diputación88. En un primer momento se dio lugar a estos reclamos, por lo cual Campeche siguió siendo representada en la diputación provincial incluso después de las elecciones. Con ello, de nueva cuenta se había aceptado las prerrogativas tradicionales de la ciudad. Sin embargo, en marzo de 1821 los diputados provinciales decidieron no conceder ningún otro diputado por Campeche en la próxima elección. Se alegó que la argumentación de Campeche para conseguir una representación permanente no era admisible porque la regla se refería a una diputación con varias provincias pero no a una con varios partidos. Si Campeche quería lograr una excepción, debía dirigirse por sí a las Cortes, ya que la diputación provincial como representación provincial no iba a apoyar ninguna solicitud “en que se perjudica a los demás partidos de la provincia”89. Con eso, el diputado por Campeche debía retirarse de la diputación provincial después de las próximas elecciones previstas para agosto de 182290. Por lo tanto, la decisión de 88
La Diputación, 2006, p. 390. La Diputación, 2006, pp. 558 s. 90 Sin embargo, la diputación provincial se renovó en efecto ya a principios de 1822, cuando se llevaron a cabo en Mérida las elecciones dictadas para el 29 de enero de 89
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marzo de 1821 significó la privación del estatus extraordinario que la ciudad de Campeche había sostenido exitosamente hasta ese momento, y con esta decisión la diputación provincial defendía los derechos de los partidos frente a las ciudades. Al mismo tiempo, se excluía a Campeche de la posibilidad de una participación política institucionalizada en el ámbito provincial. En esa exclusión también se puede ver una razón para los conflictos que siguieron en el transcurso del año de 1821, durante el cual el ayuntamiento de Campeche se opuso a las instrucciones de la diputación provincial y simbolizó así que ya no reconocía la autoridad de la institución. Los conflictos llegaron a su apogeo a principio de mayo de 1823 con el rechazo del poder gubernativo, con el cual la diputación provincial se había revestido a raíz del artículo 10 del plan de Casa Mata. Al final, estos pudieron ser zanjados recién con la creación del Congreso Constituyente de Yucatán, órgano que se basaba en una representación territorial integradora.
A
MANERA DE CONCLUSIÓN
El estudio de las prácticas y estrategias de negociación de las ciudades de Yucatán llevado a cabo con este trabajo ha demostrado que, incluso en el marco de los cambios del orden político, se mantuvo a la ciudad como entidad corporativa y privilegiada. La importancia de esa concepción tradicional se evidencia de forma muy clara en el ejemplo de las ambiciones de valía de Campeche como ciudad sufragánea. Ésta había intentado ya durante el Antiguo Régimen sustraerse de las limitaciones impuestas por las reformas borbónicas así como de las crecientes ambiciones de representación de las capitales de provincia. Pero incluso después de la aplicación del nuevo orden la ciudad, y no el partido como unidad administrativa, siguió siendo la base de sus ambiciones participativas. Esto se nos muestra en el hecho de que Campeche, —a la cual durante el sistema gaditano no se le había otorgado ninguna posición privilegiada como a la capital provincial— reclamara su estatus de ciudad frente a las demás unidades administra-
1822 por un decreto de noviembre de 1821 de la regencia mexicana. Gutiérrez, “Efemérides”, 1941, pp. 704-706. Para el decreto cfr. Dublán/Lozano, Legislación, 1876, t. I, pp. 560-563.
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tivas. En ese sentido, se podría confirmar la eficacia de las concepciones jerárquicas de los valores del Antiguo Régimen, como asumía, por ejemplo, Rojas. La perpetuación de las valoraciones tradicionales no significa, sin embargo, que no hubiera habido procesos de adaptación a la transformación del orden. Estos se pueden rastrear en las argumentaciones planteadas por las ciudades en defensa de sus ambiciones de valía. Así es que las negociaciones de estatus y rango en el marco del Antiguo Régimen tenían lugar recurriendo a las tradiciones, derechos consuetudinarios así como al prestigio y a los privilegios ya existentes. Esto se hizo visible en las reacciones de las ciudades ante las reformas borbónicas, cuando especialmente la ciudad de Campeche intentó revalorizar su estatus a través de la consecución de más privilegios, y de esa manera, lograr un mayor grado de autonomía. Pero en el contexto de las transformaciones políticas a partir de 1808 se puede ver que, si bien se siguieron usando los argumentos tradicionales, éstos adquirieron un nuevo significado a través del transformado marco político. Con la introducción del orden gaditano se observa un desplazamiento de la argumentación, en la que la Constitución misma es utilizada como nueva instancia autoritativa para la negociación de las tradicionales ambiciones de valía. Esas adaptaciones a las nuevas circunstancias denotan la gran capacidad que tenían las ciudades de aprovechar una y otra vez las situaciones de negociación del orden. En general, esto confirma la importancia de la tradición de ese procedimiento, que era considerado, también bajo el nuevo orden, como un medio importante para la modificación de las normas. En esas negociaciones del orden territorial a nivel provincial también se evidencia la importancia de las jerarquías tradicionales entre las ciudades: entre la capital provincial y las demás ciudades existía una diferencia en la posición de partida, desde la cual se negociarían los propios intereses. Mientras que la posición destacada de las capitales de provincia posibilitó en Yucatán, también bajo el nuevo orden, una cooperación con la diputación provincial, a partir de 1821 Campeche tuvo que resignarse ante las nuevas concepciones de representación que ya no le otorgaban privilegio alguno. En ese sentido, y como postulan por ejemplo Serrano y Dym, se pudo imponer una nueva igualdad por lo menos al nivel normativo, en contra de las concepciones de valores tradicionales de las antiguas ciudades sufragáneas. Sin
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embargo, las restricciones de sus ambiciones de valía encontraron resistencia por parte de la ciudad de Campeche. Esta resistencia se exteriorizó durante las transformaciones políticas de los años 18211823 e interpretó un papel importante especialmente en el proceso de formación de los Estados federales mexicanos. Esto muestra a su vez que la articulación política de las antiguas ciudades sufragáneas siguió siendo importante aún después de 1812 y que logró influir en la creación del Estado. No obstante, para dilucidar más exactamente las incidencias de esas ambiciones de participación sobre la configuración de las relaciones en las provincias y más tarde estados federales, es menester llevar a cabo más investigaciones.
ARCHIVOS AGEY AGI AGN AHN BNAH BN-FR, LAF CAIHY
Archivo General del Estado de Yucatán, Mérida. Archivo General de Indias, Sevilla. Archivo General de la Nación, Ciudad de México. Archivo Histórico Nacional, Madrid. Biblioteca Nacional de Antropología e Historia, Ciudad de México. Biblioteca Nacional, Fondo Reservado, Colección Lafragua, Ciudad de México. Centro de Apoyo a la Investigación Histórica de Yucatán, Mérida.
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POLÍTICAS EN
OAXACA:
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MÉXICO
REPUBLICANO1
C a r l os S á n c h e z Silv a
Conbencidos que las Elecciones no fueron hechas con entera livertad como lo previene la Constitucion, y si obligados los Ciudadannos por la fuerza de las armas a dar sus sufragios quizá á las personas que ni aun por su nombre conocian, agregandose á esto la intriga de que se valieron los enemigos de la Patria para entorpecer y quedarse sin votar el Partido todo de Ixtlan, y el complot tan descarado que huvo en las Elecciones de Soochila compuesto de tres ó cuatro aspirantes que Validos de la Candides y poca Ilustración de la Mayor parte de los Electores que Componían aquella Junta, trataron ó abusaron de los derechos que se les confirio, para tan interesante objeto. Con tal motibo Sor. Exmo. no pueden ser Validas estas elecciones como tambien las de Governador, y ViceGovernador, por los hechos tan escandalosos que se cometieron infrinjiendo abiertamente el pacto social. En tal concepto nos dirijimos a V.E. pidiendo se repongan Ambas Elecciones, pues hemos sido fieles Sostenedores de la Constitución, y por ningun motivo permitiremos que se ultraje, haviendo jurado defenderla.2 1 Una primera versión de este trabajo la presenté en el coloquio franco-mexicano “Formas de voto, prácticas de las asambleas y toma de decisiones. Un acercamiento comparativo”, celebrado en la ciudad de Colima, Colima, durante el año de 2001. La revista Signos Históricos, número 19 (2008) bajo el título “‘No todo empezó en Cádiz’: simbiosis política en Oaxaca entre colonia y república”, publicó una primera versión. La presente versión recoge los comentarios recibidos en el coloquio de 2001, así como los realizados durante el seminario académico efectuado en julio de 2008 en la ciudad de Münster, Alemania, que, obviamente, mejoran sustancialmente la interpretación. Por ejemplo, a sugerencia del colega José Antonio Serrano el título mismo ha sido cambiado, con el objeto de dar una mejor idea del contenido del ensayo. 2 La república de Analco del Rosario, del Departamento de Soochila y Doctrina de Villa Alta, manifiesta serias anomalías en las elecciones celebradas en su pueblo,
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I. INTRODUCCIÓN Durante mucho tiempo, las interpretaciones sobre el origen del régimen federalista mexicano trataron frenéticamente de destacar las influencias anglosajonas (inglesas y norteamericanas) y francesas, minimizando, en el mejor de los casos, o de plano haciendo caso omiso, en el peor de ellos, de las influencias del constitucionalismo español en el nacimiento de México como país independiente3. Hoy en día, sabemos que la crisis que comenzó con la invasión francesa a España en 1808 desempeñó un papel esencial en este proceso: la ausencia del rey a partir de este año y sus consecuencias, la iniciación de la guerra de independencia y la revolución liberal española, que culminó con la Constitución de Cádiz de 1812 y la extensión de las libertades y la ciudadanía de amplios sectores de la población, así como la concesión de formas de representatividad municipal y provincial, alteraron sobremanera a la sociedad mexicana4. Tan es así, que Antonio Annino ha planteado que la fundación de la modernidad política en México se dio después de la invasión francesa a 1829. AHMCO, Libro de Actas de Sesiones de 1829, fs. 40-40v. Llama la atención que el pueblo de Analco pida al Ayuntamiento de la Capital de la entidad que anule las elecciones de su ayuntamiento y no al congreso local, quien tenía, según la Constitución local, las facultades para hacerlo. Todo indica que las prácticas políticas entre lo viejo y lo nuevo seguían vigentes en Oaxaca. 3 A la luz de nuevas investigaciones sabemos que el constitucionalismo gaditano, a pesar de sus deudas con la Constitución francesa de 1791, tuvo su propio desarrollo y constituyó la influencia ideológica más importante en México. Charles A. Hale había subrayado la importancia de que para comprender el liberalismo mexicano es necesario conocer la evolución del liberalismo en España, abrevada gran parte de la corriente a través del liberalismo español. Eso exige que las primeras ideas constitucionalistas hispanoamericanas se estudien no sólo en el contexto de las ideas liberales de países como Francia, Inglaterra y Estados Unidos, sino del constitucionalismo español. Al respecto, véanse Hale, Liberalismo, 1984 y los trabajos de Dealey, “Spanish”, 1900 y Miranda, Liberalismo, 1959; Rodríguez, “Ningún”, 2003; Serrano, “Liberalismo”, 1999; Chust, Cuestión, 1999; Peset, “Libros”, 2000, pp. 30-31. Sobre la evolución y desarrollo del pensamiento liberal español en los siglos XVIII y XIX, Martínez Quintero, Grupos, 1977; Martínez Sospedra, Constitución, 1978 y Pérez, Cádiz, 2001. 4 Sobre las nuevas formas de representación política en Oaxaca a raíz de la crisis de 1808 y sus consecuencias existen algunos análisis. Para el caso de la ciudad de Oaxaca, cabeza de la provincia, véase Hensel, “Orígenes”, 1999; Rodríguez, “Pueblo”, 2003 y Sánchez, “Establecimiento”, 2003; recientemente, Guardino, “Libertad”, 2000 y Guardino, Time, 2005, se ha ocupado de estos mismos procesos en el largo y sinuoso medio rural, amén de que en este último trabajo contrasta a Villa Alta con la ciudad de Oaxaca.
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España y la necesidad de convocar a Cortes. La consumación del proceso lo fija con la promulgación de la Constitución de Cádiz en 1812 y sus efectos sobre la difusión del liberalismo en el ámbito rural novohispano, inclusive antes de que se diera la consumación de la Guerra de Independencia y, por supuesto, de que se estableciera la Constitución federal de 1824 y las particulares de cada uno de los Estados5. Esta reinterpretación sobre el origen colonial del “liberalismo popular mexicano”, como él lo llama, resulta novedosa. Sin embargo, considero que resulta necesario enriquecerla, como el mismo Annino sugiere, con análisis locales y regionales que demuestren qué pasó antes y después de Cádiz6. En este sentido, este trabajo tiene el cometido central de explorar, en una primer acercamiento, la siguiente hipótesis de trabajo: lo sucedido entre la crisis de orden colonial y los primeros pasos republicanos en una sociedad predominantemente indígena de México, el actual estado de Oaxaca7, puede mostrarnos que algunas prácticas políticas de sus pueblos de indios eran anteriores a las sancionadas por el constitucionalismo gaditano y republicano.
II. “SON
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Si bien no está bajo tela de juicio que la Constitución de Cádiz fijó ciertos parámetros para definir las nuevas formas de hacer política, todo indica que ciertas prácticas tenían una historia lejana en el ámbito rural novohispano. Desde 1952, José Miranda señaló, quizá de una manera exagerada, que no había mayor rasgo de “democracia” en la Nueva España que la elección de algunos pueblos indígenas por todos los vecinos, nobles y macehuales8. Casi una década después, Charles 5
Annino, “Ciudadanía”, 1999, pp. 62-63. “La fuerza demostrada por los pueblos en los años de Cádiz debe ser evaluada, por consiguiente, en una escala temporal más amplia, que tome en cuenta las dinámicas regionales y locales del siglo XVIII. Pero todo proceso no habría sido posible si la carta de Cádiz no hubiese presentado algunas ‘brechas’ institucionales que favorecieron la acción de los pueblos” (Ibid., pp. 66-67). 7 Entre 1793 y 1860, en Oaxaca, el 88% de la población se catalogaba como indígena y el restante 12% se repartía entre blancos, mestizos y negros. Véase Sánchez, Indios, 1998, p. 48. 8 Véase Miranda, Ideas, 1978, pp. 133-134. Una crítica a la visión “romántica” sobre la supuesta igualdad y vida democrática interna de los pueblos de indios y la tesis 6
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Gibson, en su libro sobre los aztecas bajo el dominio español, demostró cómo se difundió la institución española llamada “cabildo” entre las poblaciones indígenas en el Valle de México. Por las características propias de esta región, este autor apunta que para el siglo XVII los caciques o señores étnicos habían perdido el poder y se ve cómo anualmente en varias comunidades son elegidos incluso macehuales como gobernantes indígenas tanto para administrar la vida interna de sus pueblos como en su función de ser los representantes legítimos ante el gobierno colonial9. Margarita Menegus, por su parte, señala que este proceso de cancelación del proyecto de los “señores étnicos” se desenvuelve a lo largo del siglo XVI y que tiene como telón de fondo varios escenarios: el descenso de la población indígena, la crisis de la producción nativa, la caída constante del monto del tributo y la descomposición interna de los pueblos del centro de México, lo que llevo a la Corona española a reestructurar el mundo indígena en crisis. “Y es ahí donde se inserta la política de congregación, el proceso de redistribución de la tierra, la introducción del cabildo indígena y la reestructuración del sistema tributario”10. Para el caso específico de Oaxaca, las investigaciones pioneras de Rodolfo Pastor y Marcelo Carmagnani, y las pesquisas recientes de Edgar Mendoza para los pueblos chocholtecos, de Margarita Menegus para los pueblos mixtecos de Huajuapan, de Luis Alberto Arrioja para los pueblos de Villa Alta y de los mixes, y de Laura Machuca para los del istmo de Tehuantepec, confirman, con diferentes variantes, este proceso de macehualización de los cabildos indígenas durante el último siglo de la dominación colonial11. de que más bien, como toda sociedad, de lo que se trata es de unidades sociales complejas y dinámicas, en Mendoza, “Poder”, 2005, p. V. 9 Gibson, Aztecas, 1989, en particular el capítulo séptimo “La administración política de los pueblos”, pp. 168-195 y Menegus, “Destrucción”, 1991, p. 46. Un texto del siglo XVI que resume la pérdida de poder de los caciques o señores étnicos y la macehaulización del poder es el siguiente: “[…] que los que habían de mandar son mandados y los que nos habían de gobernar no gobiernan, y los que habían de trabajar y cultivar las tierras no trabajan y los oficiales han dejado sus oficios, y todos se han dado al trato de holgar y mercadear […]” (Francisco del Paso y Troncoso, Epistolario de Nueva España, vol. 6, p. 157, citado en Menegus, “Destrucción”, 1991, p. 44). 10 Ibid., pp. 46-48, las cursivas son mías. 11 Véase Pastor, Campesinos, 1987, caps. 2 y 5; Carmagnani, Regreso, 1988, pp. 89, 91-103; Mendoza, Poder, 2005, pp. 14-18; Menegus, “Desvinculación”, 2007; Machuca, “Haremos”, 2008, p. 115 y Arrioja, “Pueblos”, 2008, pp. 153-160. Procesos simila-
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Para nuestros fines específicos dos cuestiones resultan de particular relevancia: la primera de ellas tiene que ver con la necesidad de relacionar el análisis de lo político con lo económico y social, y la íntima correlación que existe en las comunidades campesinas entre la demografía —disponibilidad de recursos naturales—, la progresiva fragmentación de las cabeceras y el funcionamiento del gobierno local. En otras palabras, que la macehualización del poder que se acusa en las diversas regiones indígenas de Oaxaca tiene que verse en esa perspectiva: las fluctuaciones demográficas del siglo XVIII que presionaron por el acceso a los recursos naturales [tierra y agua, fundamentalmente], la fortaleza o debilidad de los caciques, la erección de nuevos pueblos separados de sus antiguas cabeceras, y donde el control y ascenso al gobierno de los pueblos garantizaba el bienestar personal o familiar y, de manera más amplia, a los mismos macehuales como sector de la sociedad indígena en cuestión. Así tenemos que en la zona de Villa Alta y de la sierra mixe, Luis Alberto Arrioja ha encontrado una gama inmensa de las formas en que se ejerció el poder político local: en los pueblos nexitzos de Santa María Lachichina, San Miguel Tiltepec y Santa María Yavichi, los indios caciques fueron designados para desempeñarse como gobernadores, alcaldes y regidores. En los pueblos de la zona bixana, tales como San Francisco Yovego, Santiago Choapán y San Juan Latani, el puesto de gobernador fue vitalicio por lo menos hasta 1740. Lo mismo sucedió en la zona chinanteca de San Pedro Tepinapa. En los pueblos mixes de Santo Domingo Tepuxtepec, San Pablo Ayutla, Santa María Tlahuitoltepec y Tamazulapam del Espíritu Santo, se acostumbró mantener los “cargos altos de república” para los nobles y los “cargos bajos” para el común. Pero también hubo casos en donde la participación de los caciques en las repúblicas estuvo limitada. Ilustrativo resulta el caso del pueblo nexitzo de Santa María Yavichi, ya que si bien entre 1749-1753, los indios caciques eran regularmente nombrados para los puestos de gobernadores, alcaldes y regidores, en 1760 el discurso había cambiado y señalaban que todos, nobles y macehuales, deberían de ejercer todos los puestos, empezando por los más bajos, sin distinción de estatus social. En 1790 en los pueblos cajonos de San res se han encontrado para el Valle de Toluca y la Montaña de Guerrero. Sobre el particular, confróntese, respectivamente Wood, Corporate, 1984, pp. 196-211 y Dehouve, Banqueros, 2002, pp. 168-180.
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Melchor Betaza y San Andrés Solaga, a los caciques se les prohibió, debido a sus excesos, toda participación en el gobierno local12. La segunda es que dentro de los “pueblos de indios” se había asentado, por ejemplo, la práctica de la rotación por elección anual de sus autoridades políticas. Recientemente, Dorothy Tanck de Estrada ha puesto en el tapete de la discusión si en realidad podemos hablar, con las evidencias que presenta, de una especie de “liberalismo popular”, inclusive antes de la promulgación de la Constitución de Cádiz. Según sus investigaciones: “Calculamos que 1.500 pueblos habían realizado elecciones desde el año de 1600; aproximadamente 600 pueblos en México, 100 en Michoacán, 90 en Yucatán, 280 en Puebla y 350 en Oaxaca. Muchos de los más antiguos y más grandes, habían llevado a cabo elecciones durante más de 250 años”13. Por supuesto que lejos estamos, como la misma autora lo señala también, de suponer que estas elecciones fueron “universalmente democráticas”, como tampoco lo fueron las que se establecieron en las nacientes repúblicas liberales del siglo XIX en Latinoamérica, pero la gama de posibilidades electorales que se dieron entre los pueblos de indios marcó que antes de Cádiz tales pueblos ya tuvieran una variada experiencia electoral que defendieron como algo dado, no simplemente por la apertura gaditana ni por las constituciones republicanas, sino también por sus usos y costumbres desde “tiempos inmemoriales”14. Por si esto fuera poco, los pueblos tampoco esperaron hasta 1812 para controlar bajo su mando el polémico terreno de la justicia local. De hecho, desde antes de este año, los pueblos se encargaban de administrar la justicia en el ámbito local y tenían también una larga experiencia en este terreno15. Por supuesto que el cabildo indígena colonial no es el mismo cabildo que surgió después de 1812 y, como asienta Peter Guardino, lo relevante es desentrañar la manera en que se dio en la práctica concre-
12
Arrioja, “Pueblos”, 2008, pp. 190-192. Tanck, Pueblos, 1999, p. 35. 14 Claudia Guarisco anota que desde el periodo colonial los pueblos de indios ya contaban con cierta autonomía y sociabilidad, la misma que se sustentaba en la elección de los oficiales de república, en la creación de nuevos pueblos y en las confrontaciones y disputas por la representación territorial entre los pueblos llamados cabeceras y sus sujetos. Véase Guarisco, Indios, 2003, pp. 58-59. 15 Tanck, Pueblos, 1999, p. 48. 13
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ta la mezcla entre lo nuevo y lo viejo en las repúblicas posindependentistas16. En mi opinión, el problema central radica en que a partir de este año17y sobre todo del México independiente, el indio ya no sería simplemente integrante de su “república de indios” sino que al igual que cualquier hijo de vecino, lo sería, en teoría, en igualdad de derechos y obligaciones de la “nación española” primero y mas tarde de la “República Mexicana”. Es precisamente en esta lucha entre el nivel de la difusión del ciudadano moderno y las viejas prácticas y la adaptación de las nuevas teorías por parte de los pueblos de indios donde encontramos la verdadera riqueza y complejidad de la práctica liberal en el medio rural mexicano18. Inclusive, las cosas se podrían plantear de otra manera: si estamos dispuestos a aceptar que una de las fuentes del origen del federalismo mexicano lo encontramos en el regionalismo novohispano, entonces por qué no aceptar que también en este periodo los pueblos de indios aprendieron a utilizar las mismas leyes, algunas que se dictaban en su contra y otras que los favorecían, para mantener la “fuerza e identidad comunitaria”. Apoyada en los trabajos de William B. Taylor, John Chance y sus propias incursiones documentales, Tanck de Estrada da importantes ejemplos de cómo los gobiernos de los pueblos de indios en Oaxaca19 hacían sus elecciones periódicamente; organizaban sus fiestas, sus cultivos; realizaban sus litigios; administraban la justicia en primera instancia y, en suma, guiaban la vida interna y externa de su comunidad a fines de la colonia20. 16
Guardino, “Nombre”, 2007, p. 231. No debe olvidarse que la constitución de Cádiz extendió el derecho de ciudadanía a amplios sectores del imperio español, incluyendo a la población indígena. Al respecto consúltese “Constitución”, 1812, tít. I, cap. II “De los españoles”, p. 105; Annino, “Ciudadanía”, 1999, pp. 62-63 y Frasquet, “Cádiz”, 2004, pp. 38-39. 18 Sobre este tópico consúltese Guerra, “Difusión”, 1992 y Guerra, “Soberano”, 1999, pp. 58-61; Rodríguez, “Pueblo”, 2003, pp. 250-251 y Lempériére, “Reflexiones”, 1999, p. 36. 19 Según Tanck de Estrada: “Al finalizar el siglo XVIII se definía un pueblo de indios como una entidad corporativa, reconocida legalmente, donde vivían 80 tributarios o más (aproximadamente 360 habitantes indios) según el padrón de tributarios, y donde había una iglesia consagrada, gobernantes indígenas electos anualmente y una dotación de tierra inenajenable”. Según este criterio, en 1790 había en Oaxaca 873 pueblos. Según el Censo de Revillagigedo de 1793 en Oaxaca había 936 pueblos. Véase, respectivamente, Tanck, Pueblos, 1999, pp. 31-32 y Sánchez, Indios, 1998, p. 63, “Cuadro 4. Número de pueblos en Oaxaca, 1793-1858”. 20 Tanck, Pueblos, 1999, pp. 35-38. 17
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Ahora bien, por lo que toca a Oaxaca en su tránsito republicano: ¿cómo sucedieron las cosas en los pueblos para imponer la gobernabilidad desde el poder estatal? Por supuesto que existieron las opiniones y las prácticas más variadas. En el primer campo se pueden apuntar las ideas expresadas por medio de un Anónimo que circuló en la ciudad de Oaxaca el 25 de mayo de 1823 y que no solo pedía la separación radical del “centro”21, sino que además proponía un plan para cambiar la decadencia en prosperidad en suelo oaxaqueño: el supuesto del que partía esta propuesta es que los indios, el mayor número de habitantes de la entidad (el 88% en 1820), no eran “pobres” sino “incultos” y debido a ello preferían andar como pordioseros que gastar su dinero. Dinero que preferían enterrar. Como primer artículo proponía llevar a cabo un “censo exacto” para definir cuántos propietarios y operarios eran necesarios en lugares específicos, y posteriormente aplicar una “nueva política de congregación”: “[...] haciendo venir a los demás para que trabajen en los valles y otros lugares en donde se necesiten”. Los artículos del 2º al 7º giran en torno al papel de la educación como panacea para “modernizar” a los pueblos22. Los puntos relevantes eran que los indios que tuvieran dinero deberían mandar a sus hijos a la ciudad de Oaxaca a educarlos, asimismo se abrirían, por parte del gobierno, colegios para hombres y otros para niñas, pero en el artículo 3º se anotaba: “Ninguno de sus parientes, podrán entrar a verlos en el colegio donde vivan, si no es, que estén calzados y vestidos”23. 21
Sobre el papel de Oaxaca en el movimiento federalista de 1823, véanse las obras clásicas Iturribarría, Historia, 1982 y Benson, Diputación, 1994 y las reinterpretaciones recientes de Hensel, “Orígenes”, 1999; Rodríguez, “Pueblo”, 2003; Sánchez, “Establecimiento”, 2003 y Guardino, Time, 2005. 22 Sobre el papel “modernizador” que se le asignó dentro del constitucionalismo gaditano a la educación, confróntese Frasquet, “Cádiz”, 2004, p. 39. En México, el secretario de Relaciones, don Lucas Alamán, al rendir su memoria de trabajo de 1823 decía al respecto: “Sin instrucción no hay libertad…”, amén que notaba la protección que el gobierno debería dar para la proliferación de los establecimientos apoyados en el sistema lancasteriano. Memorias, 1987, pp. 58-59. 23 Anónimo, “Invitación que hace un oaxaqueño a su suelo patrio”, Oaxaca, 25 de mayo de 1823, reproducido en Sánchez/Ruiz, Pensamiento, 1998, pp. 19 y 23-25. Sobre el papel asignado a la educación por las Cortes de Cádiz, véase “Constitución”, 1812, título IX, pp. 162-163; de la Instrucción pública, artículos 366 y 368; en relación al tema y la educación lancasteriana en el México republicano, confróntese Memorias, 1987, pp. 58-59; Bravo, Enseñanza, 1977, pp. 71-72 y Tanck, Enseñanza, 2005, pp. 49-50.
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Pero no todo se debió a las ideas utópicas de algún oaxaqueño trasnochado, también desde las esferas de poder el tema de cómo gobernar a los pueblos ocupó un lugar central. Mucho antes de que la Constitución local de 1825 legislara sobre las bases jurídicas para formar los ayuntamientos constitucionales, varios pueblos de Oaxaca daban la pelea por erigirse no sólo con base a la Carta Magna gaditana sino a su larga experiencia de usos y costumbres anclada en su secular práctica de tener gobiernos electivos.
III. LAS
EVIDENCIAS DE LA TRADICIÓN
Y MODERNIDAD POLÍTICA EN
OAXACA
Detengámonos en tres casos relevantes que sucedieron en el tránsito del periodo novohispano al republicano. El primero de ellos sucede en el pueblo de Huajuapan, en la Mixteca oaxaqueña, y su lucha por establecer su primer ayuntamiento constitucional en el año de 182024. De hecho, desde 1812, apoyados en la reforma gaditana, se había planteado por varios vecinos tal petición pero sin éxito. Fue hasta que se puso en vigor nuevamente la Constitución de Cádiz con el triunfo de la revolución liberal española en 1820 cuando los esfuerzos rindieron sus frutos. Tres fueron, sin embargo, los problemas fundamentales a los que tuvo que enfrentarse en su práctica cotidiana: el primero fue la injerencia que sobre los asuntos de gobierno municipal quería seguir ejerciendo el subdelegado Manuel María Leyton: asistir y tener la voz cantante en las decisiones del cabildo. Ante esta situación, el presidente en funciones y primer alcalde, Antonio de León, le manifestó que “[...] no podía interferir en los asuntos del Ayuntamiento porque de acuerdo con el artículo 1o. del Capítulo 4o del Decreto 201 de las Cortes Generales y Extraordinarias del 9 de octubre de 1812, los Subdelegados quedaron como jueces de partido y sin injerencia en los Ayuntamientos”. Después de un largo litigio sobre esferas de poder, el intendente Francisco Rendón le dio la razón al cabildo y después de un acuerdo “entre caballeros”, las dos instancias involucradas firmaron las paces. Sin embargo, todo parece indiSobre la llegada del sistema lancasteriano a México en 1819 y su desarrollo, confróntese Tanck, Educación, 1998. 24 Salvo que se indique lo contrario, el análisis del caso de Huajuapan está basado en Martínez Ramírez, Primeros, 1999, pp. 24-62.
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car que Leyton tenía una añeja amistad con el intendente, ya que meses después este último personaje desconoció la validez del acta de establecimiento del primer ayuntamiento constitucional de Huajuapan. En su lugar, tuvieron que organizarse nuevas elecciones para constituir el segundo ayuntamiento en esta población mixteca. En este caso, llama la atención el conocimiento que demostró tener el cabildo huajuapeño de las leyes que regían y que garantizaban sus derechos. Ligado a esta actitud de Leyton se encuentra un problema trascendental sobre la vida municipal: quién es el ciudadano que debe “dar fe” de los actos del cabildo. La Constitución gaditana, en esos momentos restaurada, establecía en su artículo 320: “Habrá un secretario en todo ayuntamiento, elegido por este á pluralidad absoluta de votos, y dotado de los fondos del comun”25. En las primeras cuatro sesiones, el ayuntamiento de Hujuapan consintió que lo hiciera el mismo Leyton, pero a partir de la quinta reunión se nombró a un secretario municipal, encargado de “dar fe” de los actos legales de esta institución. En otro nivel se presentó el problema relativo a la posibilidad de ejercer en la práctica el poder local. En particular, debido a que el subdelegado Leyton no fue el único funcionario del “Antiguo Régimen” que se opuso al nuevo primer ayuntamiento constitucional, también el último gobernador de la república, categoría política que tenía Huajuapan anteriormente, don Germán Ortiz, se negaba a entregar toda la documentación y los bienes de comunidad correspondientes; sólo lo hizo hasta que se le exigió de manera oficial. Aunque desconocemos cuál era la composición étnica de la “república de Huajuapan” antes de la vigencia del régimen gaditano, por lo que ha investigado Laura Machuca para el Istmo de Tehuantepec, sabemos que, por lo menos, desde el siglo XVIII en varios gobiernos indígenas de Oaxaca se había aceptado que mestizos participaran en sus órganos de poder26. Quizá esta sea una novedad para el caso específico de Huajuapan 25
Véase “Constitución”, 1812, tít. VI, cap. I, p. 154. “Por ejemplo, en septiembre de 1715, cuando hubo un motín en la Villa de Tehuantepec, una de las demandas consistía en deponer de su cargo al gobernador mestizo Baltasar de los Reyes, descrito por los españoles como “indio españolado en lengua castellana inclinado a buenas costumbres y a la frecuencia de buenas obras y a concurrir con españoles y con religiosos y gente de su posición”. Otro caso de 1720 es el del alcalde Pedro Saravia, quien se negó a aceptar a Francisco Cortés como gobernador de la villa, obligó al cabildo a realizar otra elección y mandó elegir a Ambrosio de los Ángeles, mestizo” (Machuca, Haremos, 2008, p. 116). 26
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con la participación como líder del “criollo” o “mestizo” Antonio de León27, aunque al no haber ninguna queja sobre la participación de este personaje en esta coyuntura, esta situación nos permite suponer que era una práctica anterior en tierras huajuapeñas, pero indudablemente hace falta investigar más sobre el particular. Lo cierto es que al encabezar Antonio de León el ayuntamiento constitucional de este pueblo, bien podemos decir que fue la apertura gaditana que se dio en medio de la guerra de independencia, para que este personaje ascendiera social, económica y políticamente: ya que de ser inicialmente comerciante y cebador de chivos, luego militar realista, posteriormente insurgente, consumador de la guerra de independencia en el ámbito local, culminó su carrera política siendo el hombre fuerte en la política oaxaqueña hasta la década de los cuarenta del siglo XIX28, amén de que su familia controló los destinos políticos de Huajuapan en este mismo lapso29. En este mismo año de 1820 se sucedieron otros fenómenos relevantes sobre la práctica política de la vida de los ayuntamientos. El caso involucra a varios pueblos de las regiones del Istmo de Tehuantepec y de la costa oaxaqueña. Los asuntos, al igual con lo sucedido en Huajuapan, se pueden analizar en varios niveles. El primero tiene que ver con la determinación que se debería tomar respecto a cómo se conformarían los ayuntamientos donde existían poblaciones mixtas, es decir, de indios, negros y castas. La consulta se hace debido a que en estas regiones había poblaciones mezcladas, pero donde al ser mayoritarios los indígenas, los otros dos grupos minoritarios no obtendrían ningún 27
Existen dudas sobre el origen de la madre del general de León. Jorge Fernando Iturribarría dice que era mexicana, sin precisar si era criolla o mestiza. Hamnett primero afirmó que de León era criollo, pero recientemente ha manifestado que la familia era de origen mestizo. Por mi parte, comparto lo afirmado por su principal biógrafo, el ingeniero Jorge L. Tamayo, quien después de revisar diversos documentos, dice que su madre, María de la Luz Loyola “seguramente (era) de origen vasco”. Para los usos específicos de esta investigación, lo relevante es que de León no era indígena. Confróntese Iturribarría, Historia, 1982, t. I, p. 7; Hamnett, Política, 1976, p. 210 y Hamnett, “Oaxaca”, 1990, p. 55; Tamayo, General, 1947, p. 5. 28 Un resumen de la carrera política de Antonio de León en Sánchez, Indios, 1998, pp. 194-198 y Sánchez, “Establecimiento”, 2003. 29 En 1829, un hermano del general Antonio de León, Felipe de León, fungía como gobernador del departamento de Huajuapan. En 1834 continuaba en el cargo. AGEO, Gobierno de los Departamentos, Huajuapan, Milicia Cívica, Caja S/N de Guerra, 1823-1885, año de 1829; AGEO, Gobierno de los Departamentos, Huajuapan, Junta Electoral, año de 1834, 12fs.
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puesto y estarían bajo la égida de los indios. Después de intercambiar correspondencia con los subdelegados de las demarcaciones involucradas, el intendente Rendón llegó a plantear al virrey que: las antiguas políticas instituciones sabiamente establecieron en ellos dos Republicas, la una de Indios, y la otra de Pardos, y asi es que, aunque unidos en vecindad se gobernaban economicamente por los Alcaldes y Regidores de su particular naturaleza, y se mantenia el orden y tranquilidad sin resentimiento de ser Juzgados los unos por los otros, quienes se han creido y creen superiores los de un origen á el otro sin sederse inferioridad30.
Por las explicaciones que más adelante refieren las autoridades, todo indica que con la restauración en los años veinte de los ayuntamientos constitucionales gaditanos y su visión unitaria lo que se intentaba en algunas partes de Oaxaca era subordinar a la población minoritaria de origen africano a la existencia de un solo órgano de gobierno, donde no tuvieran presencia en el cabildo y los indios como grupo mayoritario controlaran la vida interna de los pueblos. El intendente Rendón señala que en los partidos de Tehuantepec y Jamiltepec existen estos casos triples y donde han existido sus diversas repúblicas, pero al crearse sus ayuntamientos los pardos quedarán subordinados a los indios, pues en la votación popular estos (los indios) que son mas en numero no votarán a aquellos, necesariamente quedaran sin ser Alcaldes ni Regidores y si los primeros; de aqui es que, hayan de quedar bajo del gobierno de estos: y como este caso no esta declarado en el modo que deban practicar-
30
“El Intendente de Oaxaca haciendo varias consultas sobre elecciones”, en: AGN, Ayuntamientos, vol. 183, Oaxaca. Muchos pueblos de indios al final de la colonia habían hecho adaptaciones de las leyes españolas para el funcionamiento de sus ayuntamientos que no se observaban en los cabildos españoles. “Aunque una real provisión de 1618 especificaba el número de alcaldes y regidores en los pueblos, que debían corresponder al número de habitantes, no parece haberse aplicado mucho en la Nueva España, donde los indígenas ya tenían varios años de nombrar un número más grande de gobernantes y añadir puestos no considerados en la legislación. [...] El gran número de regidores y topiles se debía a la tradición de incluir representantes de diferentes barrios o parcialidades. En Tlanepantla se nombraba dos gobernadores, uno para la parcialidad de otomíes y otro para los mexicanos. En quince pueblos de Etla, Oaxaca, donde vivían zapotecos y mixtecos, se elegía a dos alcaldes y dos regidores para representar las dos etnias, y en el cercano Cuilapan los dos grupos alternaban cada año en los puestos de mando” (Tanck, Pueblos, 1999, pp. 40-41).
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se los Ayuntamientos de ellos, me lo han consultado los Subdelegados de aquellos Partidos [...]31.
Un segundo aspecto se encuentra relacionado con la añeja discusión gaditana sobre la representatividad de los diversos grupos étnicos americanos de considerar que “Todos son españoles, pero no todos ciudadanos”32. Debate que se centraba en la extensión o no de la carta de ciudadanos a las castas. José Joaquín Pérez, encargado de la Justicia de Huazolotitlán, hace un largo escrito donde señala que la legislación española sostiene que en las provincias de ultramar habrá casos donde se deberá tomar en cuenta que algunos “vecinos no esten en los ejercicios del derecho de Ciudadano”, como sería el de los negros y mulatos, pide que para poder incorporarlos se les de el estatus de ciudadanos a “los individuos que de las castas hayan permanecido fieles a la Patria, ó hayan servido en las tropas para la pacificación de estos dominios han contraido un mérito calificado, para que se les conceda Cartas de Ciudadanos, me hace creer, que puede, y aun deve instalarse aquí el Ayuntamiento, que determina el artículo referido”33. Un tercer asunto que se puede derivar tiene que ver con la apropiación que los pueblos hicieron de la figura llamada “ayuntamientos constitucionales”. Apropiación que no se reduce a lo que Cádiz les concedió después de 1812, sino a la refuncionalización de sus formas de gobierno local, apoyado en las nuevas reglas. El 17 de diciembre de 1820, el pueblo costeño de Pinotepa del Rey hace una representación más violenta, dirigida al encargado de la provincia de Xicayán, para pelear por qué no se le deja instaurar su ayuntamiento: en primer lugar, dicen que ese día debería haberse llevado a cabo la elección de autoridades de república según el viejo sistema de gobierno, pero que pidieron al encargado de justicia que suspendiera el proceso por ahora y así sucedió; segundo, que se sirba U. declararnos por que motibo esta excluido este Pueblo de la Ley general de nuestra nueba Constitución Monarchicha, en la que se manda que en todos los Pueblos que tengan mil almas por si solos, devan 31
AGN, Ayuntamientos, vol. 183. La discusión desde Cádiz (1811) sobre el papel de las castas puede verse en el análisis que hace Chust, Cuestión, 1999, en particular el capítulo 3 “Constitución, nación y nacionalidad” y de manera particular el apartado “La exclusión de las castas”. 33 AGN, Ayuntamientos, vol. 183. 32
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tener Ayuntamientos, y a los que no se les reunan los inmediatos. Este por si solo se acerca a tres mil almas que ansiosamente desean desde su publicación beer instalado su Ayuntamiento, lo que no hemos podido saber con certesa qual sean los motibos de esta demora [...].
A la vez, señalan que lo que sucedió en Huazolotitlán no debe aplicarse a todos los pueblos de la región. Concluyen diciendo [...] que instalados los Ayuntamientos de los Pueblos que por si solo tengan mil almas, y solo en los pueblos chicos se hagan republicas provisionales; constando este como llebamos expuesto de cerca de tres mil esperamos que en obvio de incomodidad, y de hacernos erogar mas gastos, y trabajo en ocurrir a la Superioridad, pues en este caso, nos beremos en la dura, pero necesaria precisión de ablar con claridad, y franqueza tanto de los que hemos sufrido, como de la morosidad impuesta con que se retarda la elección [...].
Dicen que quizá todo se deba a un mal informe rendido ante la autoridad, y remarcan que “se proceda a la Elección de Ayuntamiento, por ser conforme á la Ley, que manda que todos los años en Diciembre se elijan los futuros para que entren exerciendo sus Empleos en el año entrante”. El 30 de diciembre de este mismo año el intendente Rendón contesta y dice que Pinotepa del Rey cae en el mismo caso de Huazolotitlán, pero le pide al virrey que de una pronta solución, “pues las dificultades se aumentan con la urgencia e instancias de los Pueblos que claman representando los males que pueden originarseles de estar mucho tiempo sin Ayuntamiento y sin las correspondientes corporaciones de govierno”34. Lo que me gustaría resaltar de estos casos donde convivían diversos grupos étnicos es lo siguiente: en primer lugar, que pese a la supuesta prohibición de que la población no-indígena participará en los cabildos indígenas antes de la vigencia del constitucionalismo gaditano, en esta parte del territorio oaxaqueño tal prescripción no se cumplía, ya que como el mismo intendente Rendón lo reconocía había dos repúblicas: una de “indios” y otra de “pardos”; en segundo lugar, aunque hace falta saber más sobre el particular, lo que se desprende de esta información es que la población de origen africano ya 34
AGN, Ayuntamientos, vol. 183.
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tenía en la práctica, antes de Cádiz, su “república de pardos”, obviamente, con sus propios órganos de gobierno y la participación de sus integrantes. Lo más paradójico es que la Constitución de Cádiz no le reconocía a la población de origen africano los derechos de ciudadanos, razón por la cual se da la confusión y el arreglo salomónico de Rendón es que se mantengan las cosas como lo disponían “las antiguas políticas instituciones”35. Ya en la etapa del primer federalismo el tema sobre la formación de los ayuntamientos constitucionales siguió manifestándose como un tema polémico. En Oaxaca el tránsito de los cabildos indígenas a los ayuntamientos constitucionales adquirió matices particulares, mezcla de reconocimiento de sus usos y costumbres y de las nuevas directrices marcadas por la carta federal y la local. Así las cosas, solo Yucatán36 y Oaxaca reconocieron en sus constituciones locales una forma de gobierno por debajo del ayuntamiento: en el caso particular de Oaxaca, la Constitución de 1825 reconocía el de la república, que se establecía en poblaciones que al no llegar al número de 3.000 habitantes que se requería para ser reconocido como ayuntamiento constitucional37, se aceptaba su autonomía con su propio gobierno38. Herencia sincrética que resolvió de manera original el problema que planteaban los ayuntamientos constitucionales al anular cabildos indígenas en pueblos de menos de 1.000 habitantes. Quizás en el reconocimiento de esta autonomía política en el nivel primario de los núcle-
35 A fines del periodo colonial el Istmo de Tehuantepec era un espacio multiétnico donde convivían cuatro grupos étnicos: zapotecos, mixes, zoques y chontales. De los 27 pueblos que lo conformaban, 4 de ellos: uno en la zona zapoteca: Barrio de la Soledad; y tres en la zona zoque: Zanatepec, San Pedro Tapanatepec y Santiago Niltepec, se componían exclusivamente de mulatos. Confróntese: “Pueblos que integraban la provincia de Tehuantepec a fines del siglo XVIII, por etnias”, en: Machuca, Haremos, 2008, p. 93. 36 Güémez, Liberalismo, 2001, pp. 233-240; Caplan, “Legal”, 2003, pp. 258-259. 37 La Constitución local establecía: “Los pueblos cuya población llegue a tres mil almas con su comarca, tendrán ayuntamientos que se compondrán de alcaldes, regidores y síndicos” (Artículo 159 de la Constitución particular en Colección, 1851, p. 85). 38 “En los demás pueblos que no tenga lugar el establecimiento de ayuntamientos, habrá una municipalidad que se llamará con el nombre conocido de república, la cual tendrá por lo menos un alcalde y un regidor. La ley determinará el número de alcaldes y regidores de que deberán componerse, con proporción al vecindario”. En suma, los funcionarios de las repúblicas tenían las mismas funciones que eran atribuidas a los ayuntamientos pero dentro de sus áreas de influencia. Véase Artículo 161 de la Constitución particular en Colección, 1851, p. 86.
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os de población se encuentre una de las claves para entender la diferente evolución de Oaxaca con el vecino estado de Chiapas. En la práctica política cotidiana, las autoridades estatales pretendían desconocer la experiencia “milenaria” de autogobierno de los pueblos. Muchos de los legisladores locales no estaban del todo convencidos sobre la habilidad de los pueblos para conducir sus funciones políticas y judiciales. En 1826, por ejemplo, en un debate suscitado en el congreso local cuando varias comunidades que no llegaban a 3.000 habitantes pero que pedían ser elevadas de “repúblicas” a “ayuntamientos”, despertó enconadas discusiones39. El 2 de julio de este año, el cura José María Unda, presidente de la Cámara de Diputados, decía que cerca de mil pueblos pedían este cambio, pero sarcásticamente anotaba: “¿Cómo pueden sujetarse al imperio de las mismas leyes y a la dirección de un mismo gobierno?”. Reforzando su argumentación, anotaba que uno de los grandes impedimentos era la “diversidad de idiomas”: “es una dificultad que al parecer se presenta insuperable, para que llegue el día en que pueda asegurarse con fundamento que su constitución y leyes están suficientemente promulgadas para que puedan ser generalmente observadas [...]”. El diputado Joaquín Miura y Bustamante era más directo y señalaba que España había actuado ridículamente al haber otorgado título a comunidades “que no podían soportarlos”. Las comunidades, sostenía, carecen de fondos y de recursos y a los alcaldes les falta la comprensión del gobierno y el conocimiento de las operaciones de la escuela40. Pues sólo Yanhuitlán dice que tiene un pedazo de tierra con que pagar al maestro de la escuela, teniendo muy en consideración que si aquellos pequeños bienes están dedicados a las fiestas y al culto, por sin duda que los pueblos teniendo que invertirlos en otros objetos [...].
39 Con el objeto de “una mejor administración” al interior del Estado y poner en marcha lo establecido en la Constitución política local, el Congreso del Estado disponía en su artículo 5º de su decreto del 25 de enero de 1825: “Los que no tengan tres mil almas, pero que á virtud de su ilustración ó industria pretendan tener Ayuntamiento, lo representarán así al Gobernador del Estado, quien instruyendo el correspondiente expediente, lo pasará con su informe al Congreso para que delibere. La ilustración de los pueblos se estimará principalmente por el número de sus vecinos que sepan leer y escribir” Véase Colección, 1851, p. 107. 40 Todo está basado en: Spores, “Relaciones”, 1990, pp. 254-257.
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El señor Miura continuaba diciendo que se desperdiciaba mucho en las fiestas, había muchas borracheras y también poca ilustración para hacer del autogobierno una realidad práctica en las comunidades41. En respuesta a la opinión del doctor Juan Nepomuceno Bolaños, quien argumentaba que las comunidades eran capaces de autogobernarse, Miura contraatacaba y dudaba inclusive de que el mismo Yanhuitlán “que había sido un pueblo opulento” en el pasado, se le otorgara el estatus de ayuntamiento. Pese a estos argumentos, a varios pueblos, incluyendo a Yanhuitlán, se les concedió esta categoría42.
I V. E P Í L O G O . R E I N T E R P R E TA N D O L A T R A D I C I Ó N Y LA MODERNIDAD POLÍTICA EN OAXACA Los casos arriba esbozados nos permiten reflexionar acerca de lo diverso y complejo que pueden llegar a ser los procesos políticos concretos en una sociedad en transición. En este sentido, cada día debe ganar terreno la idea de que resultan imprescindibles no solo los acercamientos comparativos entre diversas sociedades, sino también contrastar el espíritu de las leyes y las prácticas concretas y las formas empíricas de hacer política. Por estas razones, considero pertinente plantear, a manera de conclusión tentativa, la siguiente interrogante: ¿realmente Cádiz afectó por igual a los cabildos de las ciudades y los cabildos indígenas? Tengo la impresión de que tuvo efectos diversos e impactó de manera más inmediata a las ciudades capitales que a los pueblos de indios. Por ejemplo, diversos autores han sostenido que la promulgación de la Constitución de Cádiz en 1812 significó la extensión de la participación política de muchos pueblos que hasta entonces carecían de ella, debido a que decretó el establecimiento de ayuntamientos en poblacio-
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Así, desde su sesión del 13 de agosto de 1822, la diputación provincial de Oaxaca tomó el acuerdo para que se reglamente la forma de proceder los mayordomos en las fiestas y se eviten los excesos. En este mismo tenor, el congreso local emitió un decreto el 2 de agosto de 1825 donde “Declara que los pueblos no están obligados á formar la enramada para la festividad de Córpus, ni en la Capital ni en las Cabeceras de Parroquia”. Véase, respectivamente, Impreso del 7 de octubre de 1822, en AHMSAZ, Varios Impresos, y Colección, 1851, pp. 227-228. 42 Spores, “Relaciones”, 1990, pp. 254-257.
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nes con 1.000 habitantes43. Para el caso particular de Oaxaca esto no resulta ser válido en la mayoría de los casos, ya que pocos pueblos de indios llegaban a los 1.000 habitantes. En 1804, de lo 21 pueblos de la región chocha, únicamente Tamazulapam y Teotongo tenían más de 1.000 habitantes e inclusive se daba el caso del pueblo de Santa Cruz Calpulapan con un total de 64 habitantes. “[En 1821], sólo las cabeceras de Coixtlahuaca y Tamazulapam alcanzaba (sic) la cifra de mil habitantes, pero desconocemos si en esos años se constituyeron en ayuntamientos”44. Un comportamiento demográfico similar ha encontrado Luis Alberto Arrioja para los pueblos de la jurisdicción colonial de Villa Alta, ya que de las cinco zonas en la que el la divide el resultado es el siguiente: en la zona zapoteca de Cajonos de los 28 pueblos que la componían tan sólo tres de ellos alcanzaban entre 1789 y 1826 una cifra superior a los 1.000 habitantes; en la zona zapoteca nehitza de los 26 pueblos ninguno; en la zona zapoteca bixana de los 20 pueblos sólo dos; en la zona mixe de los 30 pueblos ninguno y, finalmente, en la zona chinanteca de los 10 pueblos también ninguno llegaba a los 1.000 habitantes45. Recientemente Silke Hensel ha entrado al debate y sostenido que debido a la promulgación del decreto de las Cortes españolas del 23 de mayo de 1812 los poblados con un número de habitantes menor a 1.000 personas podrían formar un ayuntamiento si las circunstancias económicas o las particularidades del vecindario así lo indicaban. El mismo decreto, además, disponía que aquellos poblados que, según las nuevas disposiciones, no pudiesen formar su propio ayuntamiento, debieran ser añadidos a las cabeceras a las que habían pertenecido hasta entonces. El viejo sistema de cabeceras y sus sujetos, más pequeños y asignados a las primeras, se conservó de esta manera en los municipios indígenas. Pese a esta disposición legal, Hensel concluye que la tesis de la proliferación de los ayuntamientos en 1820 no resiste una comprobación y los que se crearon, todavía no queda claro si fue bajo la carta gaditana o fue más bien un producto de los primeros gobiernos republicanos cuando cada vez más sujetos se separaron de las cabeceras de los municipios y eligieron sus propios ayuntamientos46. 43
Frasquet, “Cádiz”, 2004, p. 30. Los autores aludidos están incluidos en la referencia que hace Frasquet. 44 Mendoza, “Poder”, 2005, pp. 22 y 26. 45 Arrioja, “Pueblos”, 2008, pp. 588-592. 46 Hensel, “Cambios”, 2008.
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Considero que una de las razones de no encontrarle la cuadratura al círculo proviene del hecho de pensar que, con la promulgación de la legislación gaditana, se hizo tabla raza del pasado colonial en la creación de gobiernos autónomos en los pueblos47. En mi opinión, la proliferación de pueblos como cabeceras con su gobierno autónomo tiene que ver con un proceso característico del siglo XVIII oaxaqueño, y donde las variables demográficas, económicas, sociales, culturales y políticas jugaron su rol correspondiente. Por ejemplo, la jurisdicción de Villa Alta, ubicada en la sierra norte del actual estado de Oaxaca, tenía 29 cabeceras en 1742, 50 en 1785 y 60 en 181048. En una palabra, que no fue Cádiz el que provocó la proliferación y fragmentación del territorio oaxaqueño, sino que se trata de un proceso anterior que adquiere una nueva dimensión con las leyes gaditanas y las tempranas de la época republicana49. En este mismo orden de ideas, procesos tales como la rotación anual y la supresión de los puestos perpetuos se sintieron más en el ámbito urbano que en el rural. En el caso del cabildo de la ciudad de Oaxaca en 1820, por ejemplo, hubo sentidas protestas de parte de las personas que habían ejercido de manera perpetua puestos en esta institución50, 47
Mendoza, “Poder”, 2005, p. 22. Guardino, apoyado en John Chance, señala que la característica distintiva de Villa Alta dentro de toda la Nueva España hacia 1730 es que la relación cabeceras-sujetos, con la excepción de los pueblos chinantecos, había desparecido en la región y cada pueblo tenía su propio gobierno. Aseveración no del todo cierta a la luz de las evidencias mostradas por Arrioja. Considero que una de las características del ordenamiento territorial colonial en Villa Alta es que a pesar de que cada pueblo tenía su propio gobierno, eso no obsta para que existiera la relación de dependencia cabecera-sujeto. Precisamente lo que se ve a lo largo del siglo XVIII y, luego en el XIX, es un proceso de muy largo plazo y de fricción de muchos sujetos por separarse de sus cabeceras y establecerse como cabeceras autónomas. Situación que explicaría, en parte, la proliferación republicana de pueblos autónomos con sus propios órganos de gobierno. Véase Arrioja, “Pueblos”, 2008, p. 177 y “Anexo 8. Relación de cabeceras, cabeceras sujetos y sujetos en Villa Alta, 1742-1789”, pp. 593-596 y Guardino, Time, 2005, pp. 47-48. 49 Para el caso chocholteco en la mixteca oaxaqueña, Edgar Mendoza ha dividido el proceso de fragmentación de los pueblos en tres etapas: la primera sería la separación de sujetos-cabeceras de fines de la colonia; la segunda sería la poca influencia en el tema de la legislación gaditana y una tercera y última etapa va de 1825 a 1857, donde los estatutos relativos al gobierno local confirmaron la fragmentación del territorio colonial y coadyuvaron a la proliferación de municipios durante el siglo XIX. Véase Mendoza, “Poder”, 2005, pp. IX-X, XXV y 14-27. 50 Sobre este aspecto, las discusiones que se dieron entre julio y agosto de 1820 resultan ilustrativas. Véase AHMCO, Libro de Actas de Cabildo, 1824. La Constitu48
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así como por el arribo de “nuevos actores políticos”51. En contrapartida, en el medio rural infinidad de pueblos venían celebrando “desde tiempo inmemorial” la rotación anual de sus autoridades políticas y, hasta donde llegan mis conocimientos, los puestos de carácter perpetuo tenían un rol distinto al asignado en los cabildos no-indígenas, amén que desde el siglo XVIII la macehualización de los cabildos indígenas hizo entrar en la escena a otros actores políticos que cuestionaban los poderes tradicionales en sus pueblos. Obviamente que el hecho de que participaran más actores de ninguna manera significa que los gobiernos indígenas fueran democráticos, pero si relacionamos las siguientes variables: a) las fluctuaciones demográficas; b) el incremento en la presión sobre la tierra; c) la desaparición o subordinación de los caciques tradicionales y la “macehualización” de los cabildos indígenas”; d) la progresiva fragmentación de las cabeceras con la proliferación de pueblos con sus propios órganos de poder autónomos, incluyendo la mezcla con sus viejas jerarquías; e) la mercantilización de las economías “tradicionales” y f) la emergencia de nuevos actores económicos y políticos al interior de los pueblos, “indudablemente podemos hablar de una especie de acceso a los órganos de gobierno a una población en constante crecimiento. En esta perspectiva, Peter Guardino, pese a que no toma en cuenta para nada la variable ejercida por la presión demográfica en este punto, señala que en Villa Alta uno de los conflictos más importantes en la vida de los pueblos se dio entre la nobleza y los plebeyos por la distribución de los servicios hacia la comunidad, lo que parece “[…] haber generado presión hacia la democratización del poder y la responsabilidad dentro de las comunidades”. Proceso que él ubica en el siglo XVIII y que de ninguna manera se relaciona directamente con el constitucionalismo gaditano52. En mi opición de Cádiz señalaba: “ART. 312. Los alcaldes, regidores y procuradores síndicos se nombrarán por elección en los pueblos, cesando los regidores y demas que sirvan oficios perpetuos en los ayuntamientos, qualquiera que sea su título y denominación” Véase “Constitución”, 1812, tít. VI, cap. I, p. 153. 51 Véase Hensel, “Orígenes”, 1999; Rodríguez, “Pueblo”, 2003 y Guardino, Time, 2005. 52 Comparto la idea de Guardino que el hecho de que cada pueblo tuviera su propio gobierno no debe llevarnos a pensar que eran “democráticos”, sin embargo, si consideramos las variables anotadas más la disputa entre la “nobleza” y los plebeyos” por los servicios que se deberían prestar a la comunidad, confrontación que se agudiza en el siglo XVIII, entonces todo indica que algo importante estaba pasando en la composición interna de los cabildos indígenas en esta coyuntura. Véase Guardino, Time, 2005, pp. 48-49 y 89.
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nión, todo parece indicar que este proceso inició para Oaxaca en su conjunto de manera creciente en el siglo XVIII, que luego se empató con el constitucionalismo gaditano y finalmente con las disposiciones republicanas. Por otro lado, no debemos perder de vista que la apertura política en los cabildos urbanos solamente la vemos surgir una vez sancionada la Constitución gaditana después de 181253. Por supuesto que la reforma gaditana a los ayuntamientos no se reduce a la proliferación de nuevos cabildos, la rotación anual y a la eliminación de los puestos perpetuos, pero se impone emprender estudios más profundos que muestren, por un lado, qué cambios se introdujeron a partir de Cádiz y, por el otro, qué formas de hacer política tienen un pasado más lejano. Lo cierto es que en la práctica cotidiana, la convivencia entre las “prácticas tradicionales” y las “modernas” fue una constante que merece ser estudiada a profundidad con el objeto de comprender mejor sus manifestaciones “empíricas” en el ámbito rural. De lo contrario, supondríamos, erróneamente, que los pueblos de indios tan solo fueron “objetos pasivos” de la brecha institucional abierta por la Constitución gaditana y no “sujetos históricos colectivos”. En palabras de Annino los pueblos de indios redefinieron las prácticas de la ciudadanía liberal “[...] con significados muy lejanos de los proyectados por las Cortes de Cádiz, pero no por ello menos importantes para entender los dilemas de la futura gobernabilidad republicana [en México]”54.
ARCHIVOS AGN AHMCO AHMSAZ BNE
Archivo General de la Nación, Ciudad de México. Archivo Histórico Municipal de la Ciudad de Oaxaca. Archivo Histórico Municipal de San Andrés Zautla, Etla, Oaxaca. Biblioteca Nacional de España, Madrid.
53 En relación a la jura de constitución de Cádiz en Oaxaca véase Frasquet, “Cádiz”, 2004, p. 31. Sobre la entrada de nuevos actores políticos debido a los procesos electorales una vez promulgada la constitución de Cádiz en la ciudad de Oaxaca, véase Hensel, “Orígenes”, 1999; Rodríguez, “Pueblo”, 2003; Sánchez, “Establecimiento”, 2003 y Guardino, Time, 2005. 54 Annino, 1999, p. 73.
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LA GUERRA POR LA INDEPENDENCIA MEXICANA Mar th a Te rá n
SEÑALES
J E S U I TA S E N E L PA I S A J E M A R I A N O
En las siguientes páginas se revisan ciertos aspectos míticos de la construcción de México como nación. Se relacionan con el sistema simbólico elaborado por el patriotismo criollo durante el virreinato y con su discurso, que apelaba a una patria predeterminada, tomados por los insurgentes para declarar la independencia a los españoles, el 16 de septiembre de 1810. Me intereso en la apropiación que hizo la gente, tanto del antiguo glifo fundacional de México, como de la Virgen de Guadalupe. Aunque muy especialmente en la reutilización para fines guerreros de otros elementos religiosos de conocimiento universal. Sin disminuir el valor simbólico que indiscutiblemente posee la Virgen de Guadalupe como forjadora de una patria y máximo emblema unificador de los insurgentes, la cultura religiosa de la guerra se sugiere más compleja y vasta. Entre las franjas no estudiadas y fenómenos excluidos de la lectura de los acontecimientos de la religiosidad popular, me voy a concentrar en las manifestaciones populares vinculadas con el legado simbólico de la Compañía de Jesús, desterrada de la Nueva España en 1767 por la Corona y restablecida por primera vez en 1815. Puedo adelantar que tanto la polisemia de los símbolos cristianos, como el permiso tomado por la gente al resignificar las señales religiosas en esos momentos difíciles, así como también la discrecionalidad en las interpretaciones posteriores, conspiraron para que casi se olvidaran las manifestaciones de San Ignacio de Loyola en la guerra por la independencia1. 1
Dedico este ensayo a la doctora Silke Hensel. Le agradezco haberme acercado a las líneas de investigación del proyecto: “La constitución simbólica de la nación. México en
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Es sabido que desde el siglo XVI la historia más contada en la Nueva España era el milagro de la aparición de la Virgen de Guadalupe para bendecir la patria de los mexicanos. En el siglo XVII, con la publicación del primer impreso guadalupano por el padre Miguel Sánchez, surgió la profecía de que esa manifestación de María en Guadalupe anunciaba que la Nueva España llegaría a ser una nación soberana2. El cura Miguel Hidalgo y el capitán Ignacio Allende, también animados por esta convicción, abanderaron con la Virgen de Guadalupe la guerra contra el gobierno español. En el Museo Nacional de Historia del Castillo de Chapultepec se encuentran, tanto el lienzo al óleo de Guadalupe que el cura Hidalgo tomó del Santuario de Atotonilco el mismo 16 de septiembre, como el más famoso estandarte guadalupano con un escudo franciscano de la Provincia de Michoacán, que también le acompañó. Ahora bien, por la parte del capitán Ignacio Allende, las dos banderas de guerra que usaron los primeros cuatro meses sus Dragones de la Reina de San Miguel el Grande, estuvieron preparadas con antelación para declarar la guerra. Confeccionadas al óleo sobre tafetán celeste, portaban a la Virgen de Guadalupe en el anverso, y en el reverso al águila mexicana timbrada por el arcángel San Miguel. Eran prácticamente desconocidas porque se enviaron a España por el general Félix María Calleja, tres años después de que las capturó en la famosa batalla de Puente de Calderón, en enero de 1811, saliendo los insurgentes de la ciudad de Guadalajara rumbo al norte3. En 2010 regresaron estas banderas a México, por medio de un intercambio de trofeos de guerra con España en el marco de las celebraciones del Bicentenario (del comienzo) de la Independencia, a buen tiempo para comprobar la sobresaliente incorporación en su mensaje, tanto de los elementos simbólicos preferidos por el patriotismo criollo, como del destino de la patria bendecida desde el mismo arribo del catolicismo. Sin embargo, aun en ese entusiasmo guadalupano del comienzo de la guerra, la necesidad de contar con todo el amparo divino alentó la utilización de otros símbolos. Así, los contingentes que se fueron forla época de las revoluciones (1786-1848)”, en curso en la Westfälische Wilhelms-Universität Münster. También le agradezco haberme facilitado el ensayo de Barbara Stollberg-Rilinger, “Comunicación”, en el presente tomo. 2 Maza, Guadalupanismo, 1953; Cuadriello, “Visiones”, 1995; Florescano, Bandera, 1999. 3 Terán, “Virgen”, 1999; Sorando, Banderas, 2000.
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mando con la gente común al unirse a la causa desde los primeros días, se distinguieron al tomar las poblaciones llevando unas pequeñas banderas blancas, algunas con estampas de la Virgen de Guadalupe sobrepuestas en la tela. Esas banderas blancas, que caracterizaron la participación de la gente en armas en 1810 y se ostentaron hasta las campañas militares del cura José María Morelos, son el motivo de este estudio. Después de consumada la independencia, se hizo común pensar que la tela blanca significaba la pureza mariana; que las banderas al frente de las cuadrillas integradas por muchos indios, o mezclados con personas de las castas y rancheros, habían demostrado su adhesión general a la causa de la independencia de una Nueva España con tres siglos de opresión, contados desde la conquista española. Esta predeterminación de una patria fincada en la aparición de la Virgen de Guadalupe, en este caso, popular, en el momento de decidirse la independencia en la provincia de Guanajuato, se popularizó especialmente en los libros de texto del siglo XX y en las pinturas murales. Todavía se sostiene como tradición viva en el pueblo de Mezcala, a orillas del lago de Chapala, pues comenzando el siglo XXI, en los rituales cívicos anuales dedicados a celebrar la independencia, sus habitantes exhibían en sus danzas una bandera blanca de buen tamaño y aproximadamente cuatro décadas de uso, con una pequeña estampa de la Virgen de Guadalupe cosida en uno de los extremos de la tela. No deja de llamar la atención, si se considera que la resistencia indígena más exitosa y prolongada de la guerra insurgente se organizó desde la isla de Mezcala4. Existen pocos cuadros en los museos donde quedaron pintadas las banderas blancas. Son materia de este escrito porque, si bien permiten una lectura guadalupana sencilla e inmediata de su mensaje, la complejidad simbólica de los mismos cuadros desafía lo que sabemos de la cultura de los indios y de la gente común de la Ciudad de México, así como de otras ciudades y reales mineros de la Nueva España. Un mundo aparece leyéndolos en el contexto de los sucesos ocurridos en 1808, con la abdicación de los reyes Carlos IV y Fernando VII y la ocupación 4
En compañía de Rosa María Castillero y Álvaro Ochoa Serrano, por invitación del Sr. Hexiquio Santiago Cruz, pudimos ver la bandera blanca en Mezcala, al ser usada en las danzas de una conmemoración vespertina de su resistencia durante la guerra, hacia noviembre de 2002. Álvaro Ochoa entonces ataba cabos para su libro Los insurrectos de Mezcala y Marcos. Ochoa, Insurrectos, 2006.
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francesa de España. Nos evita una lectura de los cuadros predeterminada por la declaración de guerra de los insurgentes a los españoles dos años después, en 1810. Así, los cuadros ofrecen la mejor ventana para observar cómo la construcción patria de la historia, al interpretar estas banderas blancas como telas inmaculadas para enmarcar a la virgen, expulsó de ellas el mensaje de San Ignacio de Loyola en sus Ejercicios espirituales, un enunciado sobre el mundo para mayor gloria de Dios. Porque sin lugar a dudas hablamos del uso plural, en lugar de singular, de la característica bandera blanca, que significaba la paz en la religión dejada por Jesucristo. La que recibía simbólicamente el ejercitante de sus manos cuando realizaba este acto performativo, en el sexto de los ejercicios, al tomar partido entre Jesucristo y Satán. Las banderas blancas, importantes, pues, en el imaginario visual de la independencia, perdieron ese mensaje original al disolverse en el contundente universo guadalupano. La señal de San Ignacio para lograr “un reino vivo de Dios”, inexplicablemente se salió de nuestra comprensión de las manifestaciones religiosas populares, no obstante la importancia concedida a los jesuitas como artífices del patriotismo criollo que retomaron en su momento los insurgentes. O bien, al gran malestar de la sociedad contra la monarquía que dejó la expulsión de la Compañía en 1767, cuyos motines por evitarlo en muchos puntos de la Nueva España fueron sometidos por el visitador José de Gálvez. Si ambos aspectos han sido considerados como elementos precursores que incidieron en la alternativa de la independencia, la bandera blanca se vinculó con la defensa de la Nueva España desde que comenzó la crisis de la monarquía. San Ignacio animó a los novohispanos a alistarse bajo la bandera de Jesús contra los franceses que ocupaban España. Después, una vez declarada la guerra por la independencia, la bandera blanca acompañó por varios años a los rebeldes en las provincias. El legado de los jesuitas en la historia virreinal es mejor apreciado por su valioso aporte en la educación, en la cultura religiosa y hasta en la construcción de la libertad. Aunque tratándose de una milicia de Dios, este legado debía naturalmente desplegarse en la cultura militar en una situación de guerra. No está por demás señalar que, en términos militares, una bandera en campo blanco era, en la España de San Ignacio al escribir sus Ejercicios, la insignia que tomaban aquellos hombres que se incorporaban a la guerra como voluntarios5. 5
Terán, “Banderas”, 2006.
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Considerando el sorprendente legado militar de los jesuitas, los resultados de esta indagatoria parecen sugerirnos que la guerra santa que libraron, en la imaginación, los fieles de la Nueva España, entre 1808 y 1810, creó el estado mental colectivo propicio para que las armas se tomaran con mayor facilidad y se iniciara una guerra civil, verdadera y sangrienta llegada la segunda fecha. La guerra santa justificó y abrió paso a las manifestaciones más crueles de violencia contra los europeos, en el cálculo de los rebeldes novohispanos, los únicos interesados en mantener el vínculo con España. Animó del mismo modo a contrarrestar con gran violencia a los rebeldes. Éstos fueron combatidos como si hubieran sido los verdaderos aliados de Napoleón6. El discurso belicista se amparó en el Creador, en las advocaciones marianas, en los arcángeles, profetas y en todo pasaje bíblico que apelara a la defensa del Reino de Dios. Por eso resulta muy significativo que la señal y el discurso ignacianos volvieran a inspirar la participación de los mexicanos, como voluntarios de una causa religiosa, en otra circunstancia de guerra civil más de un siglo después. Tengamos en cuenta que existe un cuadro de guerra cristero, uno de cuyos motivos centrales es una bandera blanca, que se conserva en la casa de la Compañía de Jesús en la Ciudad de México, El triunfo de Cristo Rey, del pintor jesuita Gonzalo Carrasco Espinosa, inspirado en la “Meditación de las dos banderas” de San Ignacio de Loyola7.
LAS
BANDERAS BLANCAS DE LOS INDIOS QUE NO
FUERON A LA GUERRA
Los cuadros de la independencia, como acontecimientos comunicativos del pasado, al verlos siempre nos vuelven a comunicar desde nuestro presente con ese cierto pasado, variando la complejidad de los mensajes que emiten según la información de cada presente que les interroga. Por haberse realizado en momentos críticos, una lectura muy inmediata de la notificación de sus mensajes ha interesado más que la comprensión de los mensajes de por sí, en la sutil combinatoria de los signos. Las investigaciones recientes que han ponderado los 6 7
Terán, “Virgen” 1999, pp. 128 s. Hanhausen, “Estampa”, 2007, pp. 123 y 139 s.
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Fig 1. Patricio Zuares de Peredo. Alegoría de las autoridades españolas e indígenas de Ecatepec de 1809 (Museo Nacional de Historia del Castillo de Chapultepec).
sucesos ocurridos a partir de la crisis de la monarquía en 1808, especialmente las demostraciones de lealtad al rey Fernando VII, nos facilitan una mejor comprensión, tanto del proceso de afirmación de los americanos de la soberanía a falta de rey, como de las manifestaciones
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exaltadas contra el poder de Napoleón, que también ponía en peligro la religión de la Nueva España8. Si dialogamos con el primer cuadro por comentar, el lienzo al óleo elaborado por Patricio Zuares de Peredo, al que se conoce como la Alegoría de las autoridades españolas e indígenas de Ecatepec de 1809, veremos que cuatro banderas blancas aparecen asociadas con hondas, arcos y flechas en la orla de la alegoría de armas de ese pueblo, colocada en el extremo superior opuesto al escudo de la monarquía. Antes de nuestro año patrio, pocos meses después de la ocupación de la Península Ibérica por Napoleón Bonaparte, estos indios principales de Ecatepec decidieron simbolizar su participación en la guerra contra la herejía de los franceses con banderas blancas. El cuadro actualmente se exhibe en el Museo Nacional de Historia del Castillo de Chapultepec. Ahora bien, hacia comienzos del siglo XX se encontraba en una iglesia de Teotihuacán. Antes de exponerse en las Salas de la Independencia en el Castillo, al despuntar el siglo XXI, formaba parte de la colección del Museo Nacional del Virreinato, la casa que poseyeron los jesuitas en Tepozotlán hasta el momento de su partida en 1767. Como tal, el cuadro celebra y testimonia un importante donativo gracioso, de los más cuantiosos de parte de los indios para sostener la resistencia contra los franceses en España. Desde las últimas décadas del siglo XVIII, pero muy especialmente entre 1793 y 1794, y entre 1804 y 1810, las autoridades virreinales habían solicitado con éxito en toda la Nueva España y a todos los grupos de la sociedad tanto donativos como empréstitos graciosos para sostener sus guerras en Europa. Contra Francia, pero también contra Inglaterra. Los donativos, si bien habían comenzado a hacerse molestos, después de los sucesos de Bayona se volvieron a prodigar indicando la lealtad al rey deseado, Fernando VII9. El contexto, pues, de las banderas blancas y de las hondas que también aparecen pintadas de blanco en la Alegoría de las autoridades españolas e indígenas de Ecatepec, es esta guerra santa que se libró en la Nueva España entre 1793 y 1814 (hasta restablecerse nuevamente el rey en el trono). Debe subrayarse, porque al hacer uso los gobernadores indios de Ecatepec de estos recursos simbólicos antes de 1810, con ellos no estaban anticipando 8 9
Guedea, “Nueva”, 2007; Gortari, “Lealtades”, 2008. Véase Landavazo, “Fidelidad”, 1999; Silva, “Contribución”, 1999.
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sentimientos de independencia. Se expresaban sentimientos públicos de lealtad, en un pronunciamiento directo contra los franceses. Sin embargo, la honda blanca, acompañando a la bandera blanca, al hacer su aparición dentro del mensaje de este cuadro se presenta como un elemento simbólico original aportado por los gobernadores indios de Ecatepec. Con hondas blancas quedó sellado el compromiso de los indios de defender por igual a la religión y al rey. Éstas, adelante lo veremos, volverán a ser usadas como símbolos para aderezar, en las alegorías, los emblemas insurgentes del águila mexicana. La guerra santa había sido convocada por ambas autoridades, civiles y religiosas, tanto en la Ciudad de México como en las ciudades provinciales y los principales reales mineros. Paso a paso se había seguido por todos los grupos de la sociedad después de conocerse la declaración de guerra española en contra de los revolucionarios franceses en 1793, los detalles de sus campañas de descristianización y el difícil y caro sustento de las fuerzas españolas para contener las posibles agresiones. Esta guerra oral, escrita y visual aumentó ciertamente de tono a partir de 1808, según fueron llegando las noticias de que se agravaba la situación española, hasta que los súbditos de la Nueva España comenzaron a expresarse en términos sumamente beligerantes y el estado de la guerra se introdujo plenamente también en los medios literarios y periodísticos. Desde todas estas fuentes y confirmada la inquietud que generaba la suerte de España en las charlas entre particulares, el contagio llegó hasta la gente más sencilla. La participación de los indios en las manifestaciones de lealtad a Fernando VII fue vista como sobresaliente por sus contemporáneos, tanto en las juras al rey en las ceremonias públicas, como en los novenarios a favor de las dos Españas que se realizaron muy a menudo, bajo casi todas las advocaciones de los santos y las vírgenes, en las que se congregaban las preferencias de los devotos. No obstante, una pintura que conmemora acciones particulares como este donativo gracioso de los indios al rey es de por sí notable. De allí que este cuadro haya sido muy importante para quienes en él posaron, las autoridades de un pueblo anterior a los españoles y cercano a la Ciudad de México, habitado aún en ese entonces por algunos nobles indios beneficiarios de los tributos reales. Ecatepec (Ecatepeque, de ehecatl, viento) era una región fértil y próspera cuando Hernán Cortes, su primer encomendero al extinguirse los linajes de los señores originales, la cedió en dote con todas sus estancias a doña Marina, hija del emperador Moctezuma, para sí y sus sucesores por
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merced del 14 de marzo de 1527. Hacia la fecha del cuadro, la jurisdicción de Ecatepec y sus nueve pueblos aún tributaban para la encomienda, en posesión de doña Mariana Casas, por la muerte muy reciente de doña Leonor de Zúñiga y Ontiveros. Pero los indios de Ecatepec tenían gobiernos de república y en su abrumadora mayoría sumaban casi 13.000 almas10. El pie del cuadro dice: Reinando Nuestro Católico Monarca el Amado y deseado Señor Dn. Fernando Séptimo (que Dios Guarde) las Españas e Yndias, dedicó a sus expensas su Real efigie el Governador de esta Cavecera, Don José Ramírez. Siendo subdelegado por Su Majestad de esta Jurisdicción, con el agregado de San Ch[r]istóbal Ecatepeque, Don Juan Felipe de Mugarrieta, en 23 de junio de 1809. Y fue padryno. Sr. Dn. Jua[n] Y Aldana.
Tanto la riqueza material como la presencia de los nobles Moctezuma influyeron en el lienzo. El México antiguo y la aparición guadalupana eran temas favoritos de la pintura mestiza y del patriotismo de la Nueva España, lo mismo para los criollos que para los indios nobles. Baste como botón de muestra el complejo escudo de armas de Ecatepec, colocado en el plano superior del cuadro y en simetría con las armas de los reinos españoles. En el plano central de la alegoría todo literalmente parte de la composición del águila con la serpiente posada sobre las calzadas heráldicas de la Ciudad de México. En sus recuadros la serpiente es llevada por el viento que también agita el ciprés de la iglesia, mientras que el león heráldico español parece alertar al águila mexicana, sacándola de su nido, acaso para la guerra santa. Elisa Vargaslugo subrayó la relación de los indios nobles con los pintores, ya que frecuentemente patrocinaban altares. Así, en vida, podían observarse dentro de medallones o de grandes formatos11. En la Alegoría de las autoridades de Ecatepec, además del título de don, el gobernador y el alcalde ostentan nobleza al representarse en su atuendo elegante y mestizo según se pintaban los descendientes de la Casa Moctezuma. Así habrá lucido también el padrino, don Juan y Aldana. El oro bordado en las capas, sombreros y galones se lucía en las representaciones civiles y políticas, porque en los cuadros de las iglesias los indios se retrataban como humildes creyentes. 10 11
Véase Gibson, Aztecas, 1967, pp. 148 y 192. Véase Vargaslugo, “Indio”, 2005, pp. 251 y 284.
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Ese valor político del cuadro lo vuelve todavía más singular en un momento, como el que se vivía, necesitado de milicias de voluntarios. El deseo de los indios de formar milicias se refleja muy bien en la relación entre los personajes, ya que para formar el grupo de tres las autoridades indígenas se acompañaron de un guerrero histórico, semejante a los que aparecen en las genealogías de los Moctezuma de los siglos anteriores. Así es como se propone una simetría con los dos milicianos españoles que acompañan al subdelegado, pues forman otro grupo de tres. La representación de éstos es formal: casaca, calzón, chupa y vueltas azules y medias blancas con jarretera. Fueron tomados para resaltar la esencia cívica de las milicias y su cualidad defensiva porque la misión de estas antiguas compañías de cien hombres era más bien de policía. Sólo en un peligro inminente tenían permitido realizar acciones. Con los milicianos se resolvía el plano de igualdad respecto de los grupos, aunque nada igual si se mide por el avance del más largo bastón de mando del subdelegado, don Juan Felipe de Mugarrieta. La simetría cuidada por Patricio Zuares de Peredo era difícil sin un equivalente indígena de las milicias, la vigilancia en los pueblos de indios estaba dentro de las funciones de las repúblicas. Desde el siglo XVI los indios no tuvieron permiso de portar armas y quedaron fuera de las filas regulares de los ejércitos borbónicos. Salvo algunas excepciones: contingentes de indios flechadores y honderos en las costas y provincias, siempre vestidos a la española o con algún tipo de uniforme reglamentado. Sin embargo, en el ánimo de todos estaba imitar la conducta del pueblo español, organizando la resistencia en su suelo mediante batallones de voluntarios. En la Ciudad de México, desde 1808, los vecinos, los gremios, los gobernadores de las parcialidades de los indios, todos querían tomar las armas para defender al rey, hasta las damas de la Corte. También en algunas ciudades provinciales como Tlaxcala, Puebla, Querétaro, Guadalajara y San Luis Potosí, se elevaron peticiones a las autoridades para formar milicias de patriotas, comenzando por sus ayuntamientos y vecinos, los gremios y las repúblicas de indios12. 12 En Puebla y en la Ciudad de México se formaron estas improvisadas unidades de milicianos aunque con mucha desorganización. Provenían de todos los grupos aunque debían ser blancos y de buena condición social. Se vestían como querían, carecían de disciplina y casi nunca los dirigía un oficial entrenado. La caída del virrey Iturrigaray y el peligro que enfrentaba España crearon la necesidad de disciplinarlos sin mucho éxito. Véase Archer, Ejército, 1983, pp. 359-364.
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Eran los voluntarios milicianos lo propio en un cuadro de guerra centrado en el motivo del rey. Había talleres de pintores en la Ciudad de México y en las ciudades y villas circundantes. Sus maestros se educaban en la Escuela de San Carlos y esa tradición la recoge el cuadro por el trazo que tiene, por la información que en él se vierte y la formalidad que expresa. Complacidos los indios en el modo en que debían ser representados, así como su enigmático escudo en cuya orla se entreveran las hondas y las banderas blancas, en el pintor se observa una intención de ser convencional. Copió muy fielmente el medallón del rey que centra el cuadro de las estampas que circulaban en la ciudad. A los pies del rey Fernando, el león resguarda las dos esferas que representaban el mundo español y el americano, el león con los dos mundos, también muy conocido por esta y otras estampas que se adquirían fácilmente13. Desde la ocupación francesa, el león heráldico propio de su monarquía, había comenzado a representar al pueblo español14. Lo sobresaliente, para medir el valor universal de la bandera blanca, es que estas cuatro pintadas por los indios de Ecatepec, aún asociadas con la Virgen de Guadalupe y con el águila mexicana, no salieron a la guerra en compañía de las armas insurgentes, estuvieron en su contra. La lealtad al rey de los indios de la intendencia de México fue recompensada, más adelante, volviendo una realidad la aspiración que había quedado expresada en el cuadro. Virginia Guedea ha estudiado muy bien la cultura política de los indios que permanecieron leales a los españoles, al analizar la creación de los Batallones de Indios Patriotas Voluntarios de Fernando VII. Aunque hubo propuestas para que se establecieran desde la caída de la monarquía, sólo sucedió hasta después de comenzar la guerra entre insurgentes y realistas y para reforzar una posible defensa de la capital del virreinato15. Si en el cuadro de Ecatepec la imagen de la Virgen de Guadalupe ampara al rey Fernando es porque, como se dijo, los indios nobles compartían esta tradición patriótica tanto en la Ciudad de México 13 Como el grabado del rey Fernando de 1809, que le envió Manuel Almonte al pueblo de Chiautla a don Mariano Ortiz, a fin de combatir la indiferencia del párroco, don Francisco Palacios, para celebrar la jura con mayor lustre, en AGN, Mapoteca, Tribunales/Infidencias, vol. 30, exp. 3, f. 283. Catálogo 4828.1; véase, además, el anónimo “Imagen de jura con Fernando VII, siglo XIX”, en: Jiménez, “México”, 1997, p. 172. 14 Mínguez, “Leo”, 2004. 15 Véase Guedea, “Indios”, 1986.
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como en algunos pueblos aledaños. Estas manifestaciones de religiosidad también se observaron por las provincias de tierra adentro donde estalló la guerra. Allá, desde 1808, hacia la Virgen de Guadalupe se habían dirigido frecuentes rogativas para la protección de las dos Españas. En la inspiración belicista de la defensa de la religión, que era cultivada tanto en los sermones como en la poesía, un poema premonitorio de 1809, como el cuadro de Ecatepec, sintetiza la esperanza en la protección de la Virgen de Guadalupe contra Napoleón Bonaparte, la disposición mental a la guerra del “paisanaje” para defender el llamado “suelo mexicano”. Fue publicado en el Diario de México. Lo envió fray Manuel Martínez de Navarrete desde la misión franciscana de Río Verde, en San Luis Potosí: Desde su eterno alcázar, desde el cielo, viendo estaba a la América algún día en su última aflicción la gran María y baja a darla maternal consuelo. Miradla en Tepeyac, y a su desvelo cómo se frustra el plan de la herejía y apagarse la llama que cundía desde el francés hasta el indiano suelo. ¿Qué vale, pues, que Napoleón ufano con su hueste infernal que al mundo aterra quiera ocupar el suelo mexicano? ¡Al arma, paisanaje! Guerra, guerra, que el sacro paladión guadalupano con su favor ampara nuestra tierra (fray Manuel Martínez de Navarrete)16.
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SAN IGNACIO REMEDIOS
BANDERA DE
GEN DE LOS
FRENTE A LA
VIR-
Se recordó que los devotos novohispanos se congregaban bajo distintas advocaciones porque, entre 1808 y 1810, éstos solicitaron la protección del cielo contra los franceses llamando a toda la corte celestial. 16
Arreola, Poesía, 1979, p. 47.
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No exclusivamente a la Virgen de Guadalupe, aunque en los testimonios que nos quedan sobresalen también las demostraciones guadalupanas de fe por muchas provincias. Tal fenómeno se debió a la investidura de la Virgen de Guadalupe como patrona jurada de la Ciudad de México y de toda la Nueva España, uno de los grandes sucesos religiosos y patrióticos del siglo XVIII17. Aunque debe tenerse en cuenta que, en general, en los oficios religiosos consagrados a una Virgen en particular (hasta en el poema anterior), la Madre de Dios sobresalía en algún momento de las rogativas. Sirva de ejemplo el siguiente soneto, ya de 1810, escrito en la Ciudad de México en un contexto de plegarias a la Virgen de los Remedios. Se trata de un lamento por “los dos ilustres cautivos”. Así como Fernando VII estaba confinado en Bayona, el papa Pío VII sufría de arresto en su palacio también por parte de Napoleón. El soneto a María Madre fue colocado en la pared del Real Oratorio de San Felipe Neri por uno de los padres. La fachada se había adornado con la estatua del Padre Fundador, un altar y los retratos de los dos cautivos, enmarcados con la bella colgadura de terciopelo carmesí galoneada en oro que se usaba para las funciones solemnes. En dominios ex jesuitas, porque los padres del Oratorio heredaron después de la expulsión de la Compañía algunas de sus temporalidades, el papa y el rey simbolizaban, respectivamente, la cabeza y el corazón del pueblo soberano: Soneto Privada de su padre y pastor santo, robado su señor y dueño amado, se lamentan la iglesia y el estado entregados a un triste, amargo llanto ¿Cómo podrá vivir el entretanto un cuerpo que se hallare separado de su cabeza, o le sea arrancado el corazón con duro y cruel quebranto? Uno y otro es el del pueblo soberano; y su cercano fin ya lamentara la cristianidad y España destituida Del pontífice y rey, si de tu mano ¡o María! Que le vuelvas no esperara 17
Cuadriello, “Visiones”, 1995; Florescano, Bandera, 1999.
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con su cabeza y corazón la vida (José Ignacio Unsain)18.
Después de la expulsión, la ex Casa Profesa se había convertido en la residencia definitiva de los padres del Oratorio. Una vez establecidos, la habían dedicado a ejercicios espirituales de encierro para hombres, atendiendo a que la Casa de Ejercicios de Aracoeli, anexa al Colegio de San Andrés, también había sido clausurada a la salida de los jesuitas. Como señala el padre Ávila Blancas: Al establecer una Casa de Ejercicios, según el método ignaciano, en el corazón mismo de la capital del virreinato, los padres del Oratorio no solo llenaron un hueco dejado por la Compañía de Jesús sino que satisfacieron debidamente un requerimiento de los fieles y del Arzobispado19.
Ahora bien, las noticias llegadas de Europa en los primeros meses de 1810 habían sido bastante alarmantes. Más que nunca, la angustia frente a la caída de las más fuertes defensas de las ciudades españolas por los enemigos franceses, había continuado mitigándose con sucesiones de novenarios y fiestas cuyos grandes esfuerzos requeridos relajaban la tensión. Con movimientos de la gente por los recintos religiosos, donde en sus paredes y puertas los devotos fijaban oraciones o poemas. En la situación que estamos por describir se colocaron verdaderas instalaciones en las fachadas religiosas y hasta en las casas 18 Díaz, Noticias, 1812, p. 95. Es de advertir que el libro del padre Díaz Calvillo se compone de dos obras seguidas, una de 1811 y la segunda, la que se cita, de 1812. Su título lo expresa: Sermón que en el aniversario solemne de gracias a María santísima de los Remedios, celebrado en esta Santa Iglesia Catedral el día 30 de octubre de 1811 por la victoria del Monte de las Cruces predicó el padre doctor don Juan Bautista Díaz Calvillo, prefecto de la doctrina cristiana en el Oratorio de San Felipe Neri de esta corte. Seguido de las Noticias para la historia de Nuestra Señora de los Remedios. Desde el año de 1808 hasta el corriente de 1812. Ordenábalas el autor del sermón antecedente. Debe tenerse presente, ya que, en adelante, no se citará el Sermón, sino las Noticias, en atención a la numeración de páginas de ambos textos en el libro. 19 La Casa Profesa se fundó por los jesuitas en 1592, expulsados éstos en 1767 permaneció casi vacía hasta que, en 1771, los padres del Oratorio la recibieron de manos del gobierno virreinal. En el temblor de 1768 se les habían destruido tanto las iglesias como la residencia de los oratorianos. Experimentó la Casa Profesa una ampliación dirigida por el arquitecto Manuel Tolsá, bajo el patrocinio del padre prepósito del Oratorio, don Antonio Rubín de Celis, inaugurándose con sus sesenta y ocho aposentos en 1802. Ávila, Bio-bibliografía, 2008, p. 332.
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particulares. Se complementaron también con escritos dirigidos a visitantes y paseantes, en las formas usuales de octavas y sonetos. De este modo, en el marco de las mismas manifestaciones piadosas extraordinarias dedicadas a la Virgen de los Remedios, los padres del Oratorio adornaron otra fachada de sus edificios para explicar ampliamente la bandera blanca de la paz dejada por Jesucristo. Entre lo más destacado que consignó el Diario de México en los meses anteriores al de septiembre de 1810, en el que estalló la guerra por la independencia, alternando con las malas noticias se encuentran varias reseñas de la que comenzó como una visita habitual y terminó siendo una residencia extraordinaria de varios meses de la Virgen de los Remedios. El busto de la Virgen era tradicionalmente recibido desde su Santuario hacia mediados del año para rendirle el novenario. Las celebraciones eran lucidas y variadas por tratarse de un culto muy compartido dentro de la capital del virreinato. Es bueno señalar, además, que siempre fue notablemente alta la diferencia del gasto de la Ciudad dedicado a las festividades de la Virgen de los Remedios, “la Conquistadora”, en relación con lo erogado para la Virgen de Guadalupe en su día20. Desde su visita anterior, de mayo de 1809, las plegarias a la Virgen se habían concentrado en Fernando VII y en que los españoles vencieran a los invasores franceses. Siguió creciendo este ruego especializado cuando la Virgen tuvo que quedarse en México de emergencia. El Santuario de la Virgen de los Remedios de Totoltepec había sufrido severos daños a consecuencia de un rayo que cayó en el edificio. Para aprovechar ese tiempo extraordinario, se planeó que estuviera unos pocos días en cada uno de los conventos de la ciudad, en donde nuevamente se ofrecerían novenarios y otros ruegos. Por esta circunstancia, la Virgen de los Remedios fue celebrada de manera única y fastuosa para el mismo fin de salvar a las dos Españas, tanto dentro de la mayoría de los conventos, como durante su procesión por las varias calles que mediaban entre los recintos religiosos. El fasto se transformó en derroche a la despedida de la Virgen, días después de que se anunció que habían sido restañados los daños sufridos en el Santuario. Era también y desde siglos antes patrona jurada de la Ciudad de México. Por la Virgen de los Remedios, además, se inclinaban particularmente los miembros de la corte virreinal y los españoles acaudalados. 20
Garrido, Fiestas, 2006, pp. 16 y 40.
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Cuando ya se iba la Virgen de los Remedios, hacia el mes de agosto, para despedirla algunas calles se adornaron, pues, al extremo de ser tan elogiadas como ridiculizadas en los diarios capitalinos, así como las actitudes de los dueños de los edificios. El lucimiento sorprendió por los recursos excesivos que se derrocharon en las casonas particulares. En sus fachadas se desplegaron grandes mantas pintadas con motivos alusivos, que se acompañaban de efectos especiales como lluvias de pétalos, música, movimientos de velos y emisiones de humo. En algunas hubo empleados para ofrecer golosinas. Para las instalaciones en las fachadas muchos muebles se sacaron de los interiores: tapices, lujosos objetos decorativos, esculturas religiosas, pájaros en sus jaulas y cartelones pegados a las paredes escritos con poemas y lemas. En la casa de la Condesa de Regla, por ejemplo, todos los recursos habían estado en juego, desde los efectos visuales especiales e incentivos para el paladar, hasta los buenos versos que expresaban sus sentimientos antinapoleónicos. Sin embargo, en la pared de la Casa de Ejercicios del Oratorio se había tirado la casa por la ventana, según se asienta en La vida de México en 1810, de Luis González Obregón, lector crítico y divertido de las varias crónicas aparecidas en el Diario de México sobre esta inolvidable efeméride. Todo motivo era bueno en la capital del virreinato para organizar o sumarse a una fiesta. Éste fue el más destacado de los varios actos político religiosos, menos de devoción que de vanidad, que caracterizaron el tiempo de la ciudad. De lujoso y hasta criticado entretenimiento, apreciación en la que González Obregón estuvo de acuerdo con lo que escribiera Lucas Alamán antes que él21. Las manifestaciones religiosas de esos años difíciles, especialmente las repentinas, nunca estuvieron lejos de ser actos políticos. Con la investigación reciente parece claro que el motivo de lo religioso no hacía religiosas a una cantidad de fiestas22. Ahora bien, el sexto ejercicio espiritual, “De las dos banderas”, se pintó en una enorme manta para ser exhibida en las quince varas de frente que tenía la Casa de Ejercicios del Oratorio de San Felipe Neri. De estas manifestaciones públicas de religiosidad también escribió en su momento uno de los organizadores, el padre oratoriano Juan Bautista Díaz Calvillo, en las Noticias para la historia de Nuestra Señora 21 22
Véase González Obregón, Vida, 1911. pp. 53-57. Garrido, Fiestas, 2006, p. 11.
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de los Remedios. Desde el año de 1808 hasta el corriente de 181223. Ninguno más atento y conocedor que él, quien llegó a ser director de los ejercicios en la casa de hombres, realizando una labor sobresaliente junto a don Matías Monteagudo (a quien, por cierto, se le había ocurrido hacer la manta), propiamente en las dos casas del Oratorio si contamos la de las mujeres. El último cargo del padre Díaz Calvillo había sido el de secretario de la Congregación24. El concepto de la instalación lo describió con estas palabras: Toda la sustancia de los mismos ejercicios, como no ignoran los que los han practicado, se encierra en el que dicho santo patriarca intituló DE LAS DOS BANDERAS. Por medio de él es conducido el ejercitante hasta el campo de Babilonia que significa confusión, y allí ve a Lucifer en una gran cátedra de fuego, rodeado de demonios y tremolando con la mano derecha una bandera roja, bajo la cual convida a todos los hombres a que se alisten prometiéndoles el logro de sus apetitos de honra, de riqueza y de deleite. Por el contrario JESÚS con un semblante apacible y modesto, acompañado de sus pobres y humildes discípulos, y sentado en medio del valle de Jerusalén que quiere decir paz, levanta una bandera blanca llamando también a todos los hombres con el fin de hacerlos verdaderamente felices, para lo cual les pide que mortifiquen los mismos apetitos de honra, de riqueza y de deleite, prometiéndoles en recompensa de tan corto sacrificio una recompensa interminable25.
Para la atención de los paseantes, los conceptos de la enorme manta se explicaban con varios sonetos y octavas. En la instalación, a la izquierda, estaba pintado el diablo en compañía de Napoleón. Cerca escapaban humos negros. Un poema describía este horror en torno a la bandera roja, simulando la voz de Satán: Soneto I “Tremola el viento el pabellón medroso de horror y confusión en este suelo; su sombra opaque el rutilante cielo, y reine altivo el babilón famoso. Gima el mortal, al yugo ignominioso 23 24 25
Díaz, Noticias, 1812. (Véase nota 18.) Los escasos datos básicos de Díaz Calvillo, en Ávila, Bio-bibliografía, 2008, p. 135. Díaz, Noticias, 1812, pp. 96s., subrayado en el original. (Véase nota 18.)
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atado siempre, en insondable duelo: devora al mundo, y el cristiano anhelo en su nacer destruye sanguinoso. Perezca la virtud...” Satán decía y el estandarte del terror le daba al fiero Napoleón; mas cuando osado El orbe en dura guerra estremecía, Cayera al pie de aquel que Dios amaba, y que á vencer a Ignacio haya enseñado.
En el lado derecho, por su parte, se mostraba a Jesús, de cuyas manos recibía San Ignacio la bandera blanca, representado éste por medio de una escultura sobre una tarima. En algunos cuadros del siglo XVIII en los que aparecen estas banderas blancas puede observarse en su centro una cruz, una imagen de la Virgen de Gudalupe o un lema: “Con mi evangelio”, decía lo escrito en esta bandera blanca. El llamado Soneto II, que aludía al depósito de la bandera del Señor, desde sus manos a las de San Ignacio, fue escrito también por la reconocida pluma de don Francisco Alonso Ruiz de Conejares. Por ser afecto a la Casa de Ejercicios, había sido convidado a la celebración de la Virgen de los Remedios. Habla en su poema Dios: Soneto II “Venere mi dominio la ancha tierra, y el mar en su honda cuna procelosa: retiemblen de mi diestra portentosa y el alto monte y la elevada sierra. Los que afligidos de la humana guerra siguieren mi bandera victoriosa, hollar han la serpiente venenosa, y el horrendo dragón que los aterra. Paz a Jerusalén, triunfo contigo...” Habló el Señor. Ignacio el estandarte tomó, y al viento desplegó animoso. A su sombra Fernando al enemigo veloz se esconde, y Dios de nuestra parte arma el brazo invencible y poderoso26.
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Díaz, Noticias, 1812, pp. 98 s. (Véase nota 18.)
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Si toda comunicación simbólica produce efectos emocionales y afectivos, no es nada difícil inferir que los creyentes, hombres y mujeres que se dejaron venir por las calles en esa concurrida ocasión, desearían alistarse bajo la bandera de Jesús, al igual que San Ignacio, para desplegarla al viento como animosos voluntarios de la guerra santa contra la herejía francesa. La sugerencia estaba bien dirigida y ninguna analogía hubiera sido tan favorable. Recordemos que la conversión de San Ignacio, de las milicias terrenales a la milicia de Dios, había ocurrido en el sitio tendido por los franceses en Pamplona en 1521, donde fue herido antes de que se rindieran los españoles. Pocos años después escribió los Ejercicios espirituales y a los pocos más fundó la Compañía de los Jesuitas, que pasó a la Nueva España en el siglo XVI y se afamó por su carácter industrioso hasta el último momento. “Los ocultos juicios de Dios que jamás debemos escudriñar, permitieron que se expatriase de nuestro suelo una Compañía fundada en Roma por Ignacio, enviada aquí por el zelo de un Borja a petición del Señor Rey D. Felipe, y planteada en México en 1572”, había recordado en otro impreso Díaz Calvillo27. Los oratorianos habían proseguido la labor de los ejercicios espirituales manteniendo más que vivo el legado de San Ignacio. Se lo hicieron saber a los padres jesuitas al recibirlos en 1816, tras su exilio de 48 años y 11 meses. También en palabras de Díaz Calvillo, les subrayaban la parte “y no mediana” que habían tomado en el interés de la mayor gloria de Dios: Y si la real Congregación mexicana de vuestro grande admirador y amigo Felipe Neri, mi buen Padre, os ha hecho algún servicio en tomar a su cargo el libro de vuestros ejercicios espirituales, y mientras la dolorosa ausencia de vuestros hijos depositarios únicos de tan divino tesoro, ella no permitió que se olvidaran, antes bien por el largo espacio de cuarenta y un años y siete meses corridos hasta hoy, desde que acabó la fábrica de la casa antigua, destinada a tan piadoso fin, ha señalado a uno o dos de sus presbíteros para que los dirijan a cuantos ocurran a practicarlos28.
Era de buena conciencia acudir a las tandas espirituales alguna o varias veces en la vida y las había también para mujeres, como se dijo, 27 28
Díaz, Elogio, 1816 p. 34. Díaz, Elogio, 1816, p. 39.
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en un segundo edificio con treinta y dos aposentos que los padres del Oratorio construyeron al lado del Recogimiento de San Miguel de Belén. Se realizaban en una semana, en cualquiera de las catorce tandas de ejercicios que se tenían previstas en el año. Aunque los ejercicios podían comenzar en el momento en que una persona tocara a la puerta, dispuesta al encierro espiritual, lo mismo en la casa para hombres. Ambas casas de ejercicios se mantenían con fuertes donaciones de sus amables bienhechores, pues ellos financiaban también las populares tandas de los pobres: Las tandas de pobres tenían una dotación más amplia que las otras, tanto porque era doble el número de ejercitantes recibidos en ellas, colocándose dos en cada aposento, como porque los alimentos que se servían, sin ser de menor calidad, eran algo más abundantes. La razón que había para recibir a dos en un cuarto, era que muchos de ellos no sabían leer, y había necesidad de que los acompañara otro que pudiese prepararles los puntos de las meditaciones29.
Los ejercicios espirituales formaban una secuencia de acciones simbólicas que se repite hasta nuestros días. Poseían una eficacia singular por su carácter teatral con participación del ejercitante .El padre Díaz Calvillo los describía en breves palabras: “El libro de los ejercicios es un arte original, breve y compendioso para convertir a un hombre de pecador en justo, y llevarlo con seguridad hasta lo último de su unión con Dios”30. Las casas de ejercicios eran, según el padre Ávila Blancas: Los lugares adecuados para que con un mínimo de comodidades y disfrutando de un ambiente de recogimiento y silencio los ejercitantes se entregaran a la meditación de la Palabra de Dios, escuchada en las pláticas espirituales y contemplada en la lectura del libro de los Ejercicios [...] Y emprendieran un camino de auténtica conversión que los condujera al cumplimiento perfecto de sus deberes cívicos y religiosos, requisito para alcanzar la vida eterna31.
29 Según indica José María Marroquí en su libro La ciudad de México (Jesús Medina Editor, 1969, III, p. 631), citado por el padre Ávila, Bio-bibliografía, 2008, p. 333. 30 Díaz, Elogio, 1816, p. 32. 31 Ávila, Bio-bibliografía, 2008, p. 332.
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Las “pocas reglas para el adelantamiento de las almas” reducían la complejidad y brindaban confianza hasta a los menos enterados porque el ejercitante era permanentemente conducido. La secuencia se acompañaba con muchos recursos, hasta una sucesión de cuadros32. Podían recrearse bajo ciertas condiciones y límites, o variar ante la situación personal de la, o el ejercitante que los practicaba. O bien, motivarse por alguna situación extraordinaria que les imprimía una dirección específica. Los jesuitas siempre habían combatido con inteligencia el protestantismo en Europa y en el mundo, algunos habían muerto en el intento. Si tomamos la instalación comentada de los padres del Oratorio como la punta de un iceberg, podríamos permitirnos suponer que en esos años cruciales de 1808 a 1810 se ejecutaron las tandas en sus casas de ejercicios, por toda la Nueva España, con dedicatoria a los herejes franceses. Así pudo haber sido como el ritual ignaciano, legado por los jesuitas, se actualizó en términos simbólicos, repotenciándose, ante el estado de guerra, por los oratorianos. Sobre la facilidad de alistarse bajo la bandera de Jesús en esas circunstancias, o bien, sobre la recepción personal del mensaje de San Ignacio, a casi medio siglo de haberse ido los jesuitas, ningún documento lo expresa con la intimidad y sencillez del Conde del Peñasco desde la Ciudad de México, en una carta al capitán Oviedo, del 20 de junio 1810. Era respuesta a la que recibiera de éste, desde Zacatecas, anunciándole que los emisarios de Napoleón habían promovido una conducta de amotinamiento entre la plebe. Tres meses antes del 16 de septiembre, pues, el conde suponía que, de ocurrir una sedición organizada por los partidarios de Napoleón en la Nueva España, su compromiso sería recomendar la paz dejada por Jesucristo “...y morir en ella si acaso perdiéramos la vida por conservarla”: Dios ponga remedio en Zacatecas y nos libere a las provincias del reino de semejantes males, pues a trueque de no verlos es apetecible mil 32 En la Pinacoteca de la Casa Profesa, en el centro de la Ciudad de México, actualmente pueden admirarse diez de los doce cuadros relacionados con la temática de los ejercicios de San Ignacio: Muerte, Juicio, Infierno, Gloria, Muerte del Justo, Muerte del Pecador, Juicio Particular, Juicio Final y otros, tanto del siglo XVIII como del XIX, con los que los ejercitantes se inspiraban al realizarlos. La Pinacoteca, fundada y dirigida hace más de una década por el padre Luis Ávila Blancas, alberga los fondos de las dos épocas de la Profesa, la jesuita y la de los padres del Oratorio de San Felipe Neri. Así se creó una de las colecciones de pintura más famosas de México en uno de nuestros más importantes recintos conventuales vivos.
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veces la muerte. Procure Usted influir, en cuantos se le acerquen un temor grande a la sedición, y que otros hagan lo mismo, pues haciéndolo así aunque se levante a pesar nuestro, conseguiremos no cooperar en ella, antes bien tener participio en recomendar la paz que nos dejó Jesu-Christo, y morir en ella si acaso perdiéramos la vida por conservarla33.
Estas líneas personales reflejan los repetidos sentimientos de lealtad al rey y a la religión, expresados por el Conde del Peñasco en los términos de las enseñanzas de San Ignacio. En atención a él pues, es de la mayor importancia volver a subrayar la validez universal del mensaje de los jesuitas. Dejar en claro que alistarse bajo la bandera de Jesús no fue privativo de los insurgentes, sino una tendencia que alcanzó desde antes a los indios y a los españoles. La bandera blanca instalada en la pared de la Ciudad de México, válida para los paseantes que la habían llevado en sus propias manos al realizar sus ejercicios en el Oratorio, o la conocían por las sucesivas ediciones de las Tandas de los ejercicios espirituales de San Ignacio, tampoco salió a la guerra en compañía de las armas insurgentes, también permaneció con quienes los combatieron con todos los recursos. La Ciudad de México, baluarte primero de la defensa de la religión, se mantuvo casi al margen de la guerra por la independencia. Los padres del Oratorio se distinguieron justamente por su lealtad al rey y los empeños que realizaron para contrarrestar la insurgencia. El profesor François Xavier Guerra, al analizar los imaginarios y valores de 1808 subrayó que la religión ocupaba, al lado del rey y de la patria, un lugar central como parte esencial de la identidad. La religión y el rey eran los elementos que compartían todos los miembros de la monarquía. La defensa de la religión revestía un carácter universalista; al respecto, escribió: “El combate contra Napoleón se presenta igualmente como el de la cristianidad contra el heredero de la revolución francesa en lo que ésta tenía, para los hombres de esta época, de impía y perseguidora de la religión”34. Los jesuitas regresaron en 1816, la orden se restituyó un año antes por el anciano papa Pío VII y la decisión del rey Fernando VII. La 33
Carta del Conde del Peñasco al capitán D. Juan N. Oviedo, manifestando que los emisarios de Napoleón son los que han excitado a la plebe de Zacatecas, junio 20 de 1810. También le avisa del envío de una imagen de la Virgen de Guadalupe y otra de San Francisco de Paula. En: Hernández y Dávalos, Colección, 1985, t. II, doc.19, pp. 54 s. 34 Ver Guerra, Modernidad, 1993, pp. 166 s.
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Compañía, al definirse del lado del rey absoluto en la circunstancia de su rehabilitación, se volvió necesariamente antiliberal35. Entre la inquietud y turbulencia de la Nueva España, los padres oratorianos les comunicaron a los bienvenidos que se esperaba verles “reduciendo a humilde obediencia a orgullosos rebeldes”. Su regreso era visto como un remedio e inmediatamente recibieron discípulos. Díaz Calvillo imaginaba su acción futura: Ya me parece los veo pacificando pueblos, amasando fieras indómitas, reduciendo a humilde obediencia a orgullosos rebeldes, mejorando las costumbres, catequizando a los ignorantes, extendiendo la fe por remotos países, y sirviendo en todas partes de asilo y baluarte firmísimo a la fidelidad jurada a nuestros monarcas españoles, y a la unión con la Santa Iglesia de Roma36.
LAS
BANDERAS BLANCAS ENTRE LOS PRIMEROS INSUR-
GENTES
Se habla el mismo idioma en una guerra civil, aunque el diálogo de la gente con sus símbolos, al sacarlos de su contexto religioso, puede resultar en otra cosa. Desde la misma exaltación verbal, escrita, visual y los ruegos por las dos Españas que unían a todos en el éxtasis de la guerra imaginaria y declarativa, las banderas blancas se posaron al frente de los contingentes que por fin se levantaron contra los españoles desde el 16 de septiembre de 1810. El imaginario de la guerra santa que había sido denominador común de la Nueva España, fue reutilizado en el diseño de la propuesta visual guerrera en las provincias de tierra adentro: Guanajuato, Michoacán y Guadalajara. En la de Guanajuato, en medio del camino entre la Congregación de Dolores (donde residía Hidalgo) y la villa de San Miguel el Grande (en la que vivía Allende), las personas que ese día, por la mañana, estaban realizando sus tandas espirituales en el especializado y concurrido Santuario de Atotonilco, dieron el impulso de continuidad en la causa rebelde a la bandera de Jesús37. En este punto, es muy importante tener en cuenta 35
Revuelta, “Compañía”, 2004, p. 287. Díaz, Elogio, 1816, p. 36. 37 Para una impresión contemporánea del Santuario de Atotonilco, ver Hernández, Soledad, 1991. 36
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el elemento performativo de los ejercicios espirituales. La comunicación durante los ejercicios (Exercitia spiritvalia también en sus variantes no jesuitas) presuponía conocimientos que compartían los participantes. Se representaban valores que les comprometían para una acción futura. Y justamente en Atotonilco, Santuario consagrado a estos fines, Hidalgo los distrajo con las palabras de su famoso Grito: con vivas a la religión y al rey y gritos de muerte al gobierno español y a los gachupines. Los invitaría a seguirlo o a regresar a sus lugares de origen para difundir la causa. No tengo conocido el número de personas que pudieron estar en ese día. Las villas de la provincia de Guanajuato eran territorio de ejercitantes (el Oratorio de San Felipe Neri tenía casa en San Miguel el Grande). Lo cierto es que, al reelaborar, entre los que allí estuvieron, ese contenido de significados de por si muy refinado, lo resignificaron con la invitación a la guerra verdadera contra el mal, volviéndolo acción de tomar las armas. He aquí el proceso comunicativo por el que una información crucial de los insurgentes, la posible entrega de estos reinos a los franceses por los españoles, pudo darse a entender como un mensaje de exterminio a los que dominaban la Nueva España desde hacía tres siglos. El proceso por el que un sistema pre moderno de valores sirvió para pasar de una actuación simbólica expresiva, a una instrumental. Tomar las armas contra los gachupines apelando a la defensa de la religión, la patria y el rey. En Atotonilco, pues, los seguidores de Hidalgo volvieron a asociar la bandera de San Ignacio con la Virgen de Guadalupe, para luchar contra todos los europeos, los lejanos franceses que tenían amenazada a la religión y al rey, y los españoles que podían entregar la Nueva España si, como las noticias lo anunciaban, sucumbía la Antigua. Hubiera sido imposible que el cura Miguel Hidalgo no hubiera tratado de persuadirlos, además de comer bien en Atotonilco y tomar la imagen de la Virgen de Guadalupe del Santuario. Se derramó mucha sangre española en las provincias antes mencionadas. El padre Díaz Calvillo mencionó la aparición de estas banderas blancas, al escribir el relato de la violenta entrada del cura Miguel Hidalgo a Guanajuato, unas semanas después del episodio de Atotonilco: La había ocupado Hidalgo el viernes 28 de setiembre con un ejército que componían en la mayor parte indios honderos y de flecha, y otros de garrote y lanza, y en la menor el regimiento de infantería de Zelaya, los de
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dragones de la reyna y príncipe, y poción de lanceros de caballeria, todos en número de veinte y dos mil hombres, con dos cañones de madera abrazados con cinchos de hierro. La divisa de esta gavilla de tumultuarios era una asta larga con un lienzo de enrollar bastantemente grande, en el que aparecian pintadas sobre campo blanco las imágenes de nuestra señora de Guadalupe y S. Miguel arcangel; y al pie de ellas se leía esta inscripción: VIVA LA AMERICA SEPTENTRIONAL Y LA RELIGIÓN CATOLICA. Cada una de las cuadrillas de indios llevaba también su bandera blanca aunque pequeña con una estampa de papel de la referida imagen de María santísima, y el grito continuo de ellos solo era el de Viva nuestra señora de Guadalupe, y mueran los gachupines38.
En el asalto a Guanajuato, todavía permanecía entre la gente cercana del cura Hidalgo la imagen guadalupana que los rancheros habían tomado de Atotonilco (se perdió hasta la batalla de Aculco, cuando los insurgentes trataron de entrar en la Ciudad de México sin lograrlo). Los regimientos que nombró el padre Díaz Cavillo, por su parte, se encabezaban por los Dragones de la Reina de San Miguel el Grande. Entre sus insignias, como se dijo al principio, llevaban las dos banderas de dos vistas que se habían confeccionado previamente en esa villa, con las imágenes de San Miguel (su patrono) y de la Virgen de Guadalupe, asociados además con el escudo mexicano del águila y la serpiente. Con ellas entraría a Guanajuato el capitán Ignacio Allende39. En esa reutilización de imágenes para proveerse de señales distintivas, todavía no sabemos de dónde provino la pieza que llevaba la “gavilla de tumultuarios”, el “lienzo de enrollar bastante grande” según la descripción anterior, donde también estaban pintadas las imágenes de la Virgen de Guadalupe y de San Miguel Arcángel sobre un campo blanco, con la inscripción: “Viva la América Septentrional. Y la Religión Católica”. San Miguel fue la imagen adicional que diferenció a los insurgentes de Guanajuato de los demás insurgentes. Es interesante saber además que, para los seguidores de San Ignacio de Loyola, el Arcángel San Miguel y las banderas blancas guardaban una relación directa dentro del simbolismo de los ejercicios espirituales. El sexto, “De las dos Banderas”, explica con las telas blanca y roja la opción del bien sobre la maldad porque antes, el tercero, glori38 39
Díaz, Noticias, 1812, p. 129, mayúsculas y cursivas en el original. Véase Terán, “Banderas”, 2006, pp. 231-243.
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ficó al primer general de la guerra y vencedor contra Satanás. Sobre esta composición que junta, en particular, ambas imágenes, el cuadro más vistoso y conocido del siglo XVIII es el San Miguel que justamente lleva en una mano una bandera blanca, con la Virgen de Guadalupe pintada en el centro de la bandera. Actualmente se exhibe en el Museo de la Basílica de Guadalupe, en la Ciudad de México40. Si bien, en este ensayo lo que interesa destacar es que las cuadrillas de la gente común que componían la gavilla de tumultuarios que llegó a Guanajuato, se identificaron con la causa (además de con San Miguel y la Virgen de Guadalupe) portando las enseñanzas de los jesuitas en esas pequeñas banderas blancas, pensando, quién sabe si todos, en la mayor gloria de Dios. Un poco antes de comenzar el asedio de Guanajuato, se añadieron en ellas las estampas de papel con la Virgen de Guadalupe. Otras estampas las colocaron en los sombreros algunos rancheros. Lo más probable es que procedieran del Santuario Guadalupano de ese real minero, cuya erección se había apoyado especialmente en limosnas. En los inventarios del santuario de 1783 se menciona un molde para producir estampas. De común había en existencia unas 600 para corresponder con quienes hacían un donativo. Por cierto, si visitáramos hoy el Santuario Guadalupano de Guanajuato, avanzando por la calzada que fue trazada especialmente para comunicarlo, muy poco nos diría del esplendor de antaño, lo bien que estaba dotado, de los esfuerzos permanentes y menudos de los mineros por levantarlo y de lo que allí pasó al encontrarse la muchedumbre con las estampas de papel41.
LA BANDERA MORELOS
BLANCA EN LOS CUADROS DEL GENERAL
Volviendo al Museo Nacional de Historia de la Ciudad de México, a las salas dedicadas a la independencia, cerca de la Alegoría de las autoridades españolas e indígenas de Ecatepec, el cuadro donde se pintaron en 1809 banderas y hondas blancas, puede admirarse la segunda pintu40
Jiménez, México, 1997, p. 145. “Libro de cargo y data del Santuario de Nuestra Señora de Guadalupe, que hizo don Antonio García de Zerratón, presbítero de esta villa y natural de Soria. Guanajuato”, en ACM, Diocesano, Gobierno, Santuarios, caja 334, exp. 2, fs. 280-282v. 41
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Fig 2. Anónimo, José María Morelos y Pavón, Oaxaca, ca. 1812-1813. El cuadro se encuentra en las Salas de la Independencia en el Museo Nacional de Historia del Castillo de Chapultepec.
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ra por comentar, uno de los cuadros más importantes y conocidos de la colección de trofeos del museo. El más famoso retrato hecho al victorioso general y sacerdote José María Morelos, realizado en la ciudad de Oaxaca entre 1812 y 1813. Al perderlo su dueño en un encuentro militar con los realistas, hacia 1814 fue enviado por el general Calleja a España. Así lo describió para presentarlo: “Un retrato en lienzo, del apóstata Cura Morelos, jefe actual de la insurrección de este reino”42. Allá permaneció más de cien años, hasta que fue devuelto a México por el rey Alfonso XIII, en 1928, y en gesto amistoso para un pueblo que retomaba el camino institucional después de la Revolución Mexicana. Fausto Ramírez valoró el cuadro en 1985, en el libro La plástica en el siglo de la independencia: Morelos aparece en uniforme de gala, con el bicornio emplumado bajo el brazo, empuñando un entorchado bastón. La profusión de los oros (que resaltan sobre el rojo y el negro del traje y los oscuros tonos verdosos del fondo) contribuye a crear una impresión de marcial esplendor y autoridad, en una suerte de contrapunto cromático a los vigorosos rasgos faciales del modelo. La escasa formación del pintor se percibe en varios elementos del cuadro: el tratamiento primitivo de las sombras (obsérvense por ejemplo las anchas bandas que marcan el caballete de la nariz o la separación de los dedos), la concepción plana de bordados y ornamentos, el aspecto recortado de los contornos y la aspereza general del dibujo. Todo ello, si bien le resta volumen plástico a la pintura, aumenta su fuerza expresiva. Por otra parte, la idea de encerrar la efigie en un nicho ovalado, fuera del cual se pintan emblemas e inscripciones, constituye una solución compositiva difundida en el último tercio del siglo XVIII y asociada con la adopción del estilo neoclásico. Dicha solución permitía atenuar, en pinturas y estampas, el contraste entre la ilusión práctica de las figuras y la “irrealidad” bidimensional de leyendas y atributos identificadores43.
42
“Nota de las alhajas y muebles que el Virrey de Nueva España remite al Excelentísimo Ministro de la Guerra para que se sirva tenerlo a disposición de Su Alteza, la Regencia del Reino”, en AGN, Correspondencia Virreyes (Calleja), t. 268-A, doc. núm. 32, f. 105. 43 Se ha dudado de la fecha en que fue pintado el cuadro ¿1812 o 1813? Lo que siempre se ha tenido por cierto es que fue realizado por un pintor indígena. Por la composición, el trazo y otros elementos que hablan de la formación del pintor anónimo, los historiadores del arte están de acuerdo. Ramírez, Plástica, 1985, p. 13.
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En este retrato de Morelos, la relación entre la bandera y la honda blanca que simbolizó los sentimientos de lealtad, no de independencia, en el cuadro de los indios de Ecatepec, se prolongó componiendo la alegoría mexicana que puede apreciarse en la parte superior central de dicha pintura. Aunque aquí se aprecian sentimientos independentistas, además de los de lealtad, porque en la alegoría hay una historia qué contar. Al águila posada sobre la estola blanca y azul de la religión la rodean cuatro banderas: la blanca del Ejercicio de San Ignacio, la negra por el luto de Miguel Hidalgo, la blanca y azul por la investidura religiosa del cura y general Morelos, y la última carmesí por el rey. La protagónica honda blanca cierra por abajo este mensaje de aceptación. Hacer posible un “religioso, sabio y feliz gobierno” era la causa por la Morelos había avanzado sobre Oaxaca, culminada su más brillante campaña, la segunda, entre noviembre y diciembre de 1812. El cuadro, en efecto, nos vuelve a mostrar la bandera y honda blancas interpretadas no por pincel prestigioso sino por manos indígenas oaxaqueñas. En este sentido, sobresalen por su valor como señales de continuidad de la guerra santa entre los indios (al reconocerlas éstos en el centro y en el sur), así como de la guerra por la independencia entre el común de la gente de todos los grupos sociales que se sumó a la causa (al reconocerlas los insurgentes tanto en el occidente y el Bajío, como en el sur de la Nueva España). Inspiraciones seguras para el combate contra los ejércitos españoles, los signos y emblemas indígenas tomados desde el principio florecían vinculados con la Virgen de Guadalupe y con el águila mexicana. Ese lenguaje simbólico de los insurgentes se difundía a la luz o envuelto en el misterio. Se sabe, por ejemplo, que la Virgen de la Soledad es la representación favorita de la Madre de Dios entre los creyentes de la ciudad de Oaxaca, así como que dicha preferencia es centenaria. Debe tenerse presente este dato, para admirar cómo el pintor del cuadro del general Morelos, quizá en honor a su advocación mariana preferida, ocultó bajo el puño del héroe la medalla de la Virgen de Guadalupe en forma de relicario que colgaba en el pectoral de topacios, pieza de joyería muy notable. Probablemente fue Morelos quien solicitó esa cortesía para la Virgen oaxaqueña, ya que apreciaba mucho el cuadro. Es interesante resaltarlo para los fines de este ensayo porque, si bien no visible ni explícitamente, la Virgen de Guadalupe también participó en el complejo mensaje del cuadro, otra vez aso-
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ciada con la bandera y la honda blancas, así como con el águila mexicana. La misma combinación entreverada con otros elementos, pintada en el cuadro de 1809 de las autoridades de Ecatepec. Se pudo documentar este guiño gracias a que, cuando el general Calleja capturó el cuadro de Morelos, también se apropió de las prendas con las que en él aparece: su sombrero con galón de oro y algunas piedras, su espadín de puño de oro, su bastón, casaca, y nada menos que el pectoral de topacios. Excepto el pectoral, las otras pertenencias del general Morelos hoy se encuentran también en el Museo Nacional de Historia, muy cerca del retrato. El pectoral fue descrito en la nota sobre las “alhajas y muebles” que Calleja envió a España: Un pectoral compuesto de seis topacios; y pendientes de él una medalla de oro con la imagen de Nuestra Señora de Guadalupe en forma de relicario, con un círculo de perlas finas chicas y su orla con dieciocho topacios, todo pendiente de un collar compuesto de sesenta y uno dichos [topacios] que usaba el citado cura44.
Según la conjunción de símbolos, en este momento de Morelos, su pensamiento y acción se concentraban en la guerra santa. La satisfacción, abundancia y el honor que se manifiestan en el cuadro han hecho dudar que Morelos pudiera llevar la causa del rey en su pintura, representada, como se dijo, por la pequeña bandera carmesí que acompaña a las otras tres en la alegoría patria que timbra el cuadro45. Sin embargo, es difícil dudarlo porque, aunque el encuentro militar fue sumamente cruel y hubo mártires insurgentes que debieron ser honrados, la victoria estuvo dedicada al rey. En Oaxaca, el deán y el cabildo de la catedral habían ofrecido 1.250 pesos a la tropa y al paisanaje que guarnecían sus fosos, y 1.000 más para los que se distinguieran en la defensa de dichos puestos; “siempre y cuando salgamos con felicidad como lo esperamos”, que era resistir a los insurgentes. Cuando ganó la plaza 44
Terán, “Virgen”, 1999, p. 92. “Nota de las alhajas y muebles que el Virrey de Nueva España remite al Excelentísimo Ministro de la Guerra para que se sirva tenerlo a disposición de Su Alteza, la Regencia del Reino”, en AGN, Correspondencia Virreyes (Calleja), t. 268-A, doc. núm. 32, f. 105. 45 Moisés Guzmán Pérez tiene una interpretación de la bandera negra y la carmesí que alude al uso insurgente de insignias rojinegras. Su punto de partida es la combinación roja y negra que caracteriza a la bandera conocida como El doliente de Hidalgo (Guzmán, Insignias, 2006, p. 27).
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el general Morelos, anunció la victoria del “Señor Dios de los Ejércitos” y se reclamó una recompensa mayor46. Habiéndose combatido por la patria, el rey y la religión, se planeó celebrar la victoria en grande, con una jura solemne de obediencia a Fernando VII el 13 de diciembre: “Y que todos se esmeren en las manifestaciones de su júbilo, como el día felicísimo en que fue sacudido el yugo ominoso y tirano que por casi tres siglos había agobiado sus cervices”, ordenó el general Morelos. En esa ceremonia fue cuando estrenó la casaca de general con la que aparece en el cuadro, se la mandó hacer para la ocasión su amigo y mano derecha en la guerra, el también cura Mariano Matamoros. Los honores de reconocimiento al rey español se ordenaron en jerarquía con los debidos a la Junta Nacional Americana, depositaria de la soberanía mientras el trono español era restablecido. Reconocido el rey, se podía gozar del “feliz gobierno” de la Suprema Junta, con la que su movimiento estaba vinculado: La feliz reconquista de esta hermosa y opulenta capital, empeña nuestro celo en beneficio de sus habitantes para establecer el religioso, sabio y feliz gobierno que Su Majestad, la Suprema Junta Nacional Gubernativa de estos dominios, ha declarado con tantas satisfacciones, y ventajas de los innumerables pueblos que reconocen su soberanía, como legítima depositaria de los derechos de nuestro Cautivo Monarca, el Señor don Fernando 7º 47.
Este conocidísimo retrato de Morelos se ha vuelto muy importante para subrayar la incorporación del águila mexicana en la represen46 Seguido de la orden iba el pagaré de las “Cajas Nacionales”, que decía: “Y si la paga se resiste úsese de la fuerza”, firmado por Morelos y recibido por don Benito Rocha y Pardiñas. Se indica que a los 2.500 pesos iniciales se sumaron 4.500 pesos más que pidió Morelos para los vencedores, en general, de la capital oaxaqueña. “Premios en metálico para la tropa por la toma de Oaxaca”, en AGN, Tribunales, Infidencias, vol. 108, f. 290. 47 Escribió Morelos: “Mas como a Vuestra Señoría Ilustrísima toque hacer por su parte igual juramento y tiene que tomar anticipadas providencias para desempeñarlas en las que le convenga, como ha sido costumbre; participo a Vuestra Señoría Ilustrísima esta disposición, rogándole y encargándole proceda a prevenir cuanto estime necesario al efecto, dignándose de empeñar su patriotismo, ilustración y cuanto sea conducente a solemnizar y dar todo el lucimiento y decoro a este importantísimo e indispensable acto” (5 de diciembre de 1812, “Premios en metálico para la tropa por la toma de Oaxaca”, en AGN, Tribunales, Infidencias, vol. 108, f. 291).
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tación emblemática insurgente48. El acento es muy interesante, porque el giro del águila, de significar a una patria bendecida por la aparición guadalupana según el legado del patriotismo criollo, pasó a simbolizar a los patriotas de la Nueva España que luchaban por su independencia. El cambio sucedió desde la erección de la Junta Nacional Americana, que se levantó en Zitácuaro tras la muerte de los primeros jefes rebeldes, en 1811, promovida por el licenciado José Sixto Berdusco49. El águila se había comenzado a imprimir en sus papeles oficiales y en monedas insurgentes. Después se ostentó en las muchas banderas de guerra que se confeccionaron en Oaxaca para las tropas del general Morelos. El águila ya significaba al pueblo mexicano que peleaba para emanciparse del pueblo español. Era, además, una nación antigua la que se iba a restablecer, el sometido Imperio Mexicano que anulaba el tiempo de la Nueva España con la independencia. Así lo dio a entender Morelos desde Oaxaca y, sobre todo, en sus discursos durante los grandes momentos del constitucionalismo insurgente, donde plasmó su idea de la República del Anáhuac. En la ciudad de Oaxaca, la bandera blanca con la estampa de la Virgen de Guadalupe se interpretó, una vez más, por otro pintor décadas después de la independencia, hacia mediados del siglo XIX. En un cuadro también anónimo del general Morelos que se encuentra en el edificio de su ayuntamiento. En la pintura aparece Morelos no en atuendo de general sino de sacerdote. A sus pies están colocados los animales heráldicos, el águila y el león, cada uno separado con su mundo, el español y el americano. Sorprenden en el fondo, bajo la bandera blanca con la Virgen de Guadalupe, varios imaginarios rostros que simulan las cuadrillas rebeldes compuestas de gente común; voluntarios de la guerra en el mejor sentido. En el lado opuesto puede verse un guerrero histórico de la época de la conquista. El lema del cuadro es: “Sed libres”. La empresa del águila se había inspirado en el derecho de los pueblos a gobernarse. Un pueblo cuyos sentimientos públicos iniciales de lealtad al rey habían cambiado en los Sentimientos de la nación, dictados por el general Morelos. Éstos, en su momento, siguieron favoreciendo a la religión, pero anunciando ya un
48 Véase Florescano, Bandera, 1999; Terán, “Águilas”, 2000, pp. 151 ss.; Mínguez/Rodríguez, “Imperios”, 2006, pp. 245 s. 49 Guzmán, Junta, 1994.
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Fig 3. Cuadro, también anónimo, realizado en Oaxaca a José María Morelos, vestido de sacerdote, que se exhibe en el edificio municipal de esa ciudad, realizado unos años después de consumarse la independencia.
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gobierno propio y una nueva e igualitaria construcción social, en la que todos pudieran llamarse indistintamente americanos. Se puede concluir que durante la guerra santa que libraron los habitantes de la Nueva España, entre 1793 y 1814, se pintaron o se exhibieron tanto banderas de San Ignacio asociadas tanto a la Virgen de Guadalupe como a la Virgen de Los Remedios. Antes del 16 de septiembre de 1810, la misma bandera contra la confusión aderezó los ruegos a la Madre de Dios en dos de sus advocaciones preferidas por los devotos de la Ciudad de México: para el mismo fin de combatir la herejía de los franceses. Con la visita del cura Miguel Hidalgo a Atotonilco, el 16 de septiembre, los rebeldes también se hicieron de banderas blancas y con ellas declararon la guerra a los españoles en las provincias de tierra adentro, esparciendo la sospecha de que, derrotada en España la resistencia contra los franceses, los peninsulares entregarían estos reinos a Napoleón. En el occidente de la Nueva España, en Mezcala, se defendió la religión y al rey Fernando durante todo el sitio de la isla. Allá se conocían los Ejercicios Espirituales desde la evangelización del padre Tello. Sólo hasta después de que se supo que Fernando VII había quedado restablecido en el trono de Madrid como monarca absoluto, en 1814, se cerró este capítulo de veinte años de odio a los franceses (se llegó a expulsar a los que había desde la década de 1790) en la Ciudad de México y por muchas partes de la Nueva España. Los matices favorecen la comprensión del complejo mundo de los devotos. En el ceñido espacio entre los seguidores de las dos advocaciones de María sorprende la utilización universal de la bandera blanca de San Ignacio. Porque parece sugerir que la llamada guerra de imágenes no rompió ninguno de los vínculos esenciales de la fe y procedimientos de los devotos. Lo que comenzó fue una guerra civil. En esta especialización creciente de la Virgen de los Remedios como protectora de la capital contra los males causados por Napoleón, su pequeña talla terminó vestida de generala de los ejércitos novohispanos para combatir a los franceses en el convento de las Jerónimas, el 12 de julio de 1810, dos meses antes del 16 de septiembre. Ahora bien, al acercarse los rebeldes a la Ciudad de México, la Virgen de los Remedios había tenido que ser trasladada nuevamente desde el santuario, para evitar, justamente, que cayera en su poder. Como tampoco sucumbió la capital del virreinato, al tomar sus riendas el general
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Venegas, se continuó celebrando a la Virgen como Generala de los ejércitos españoles contra los insurgentes. Desde entonces y hasta saberse de la restauración del rey, los insurgentes siempre fueron tomados como los verdaderos aliados de Napoleón. Haciendo camino desde Veracruz, Venegas le había rendido honores a la Virgen de Guadalupe, en su santuario, pues era una estación de paso obligada a los virreyes de tiempo inmemorial. Pero al llegar a México, le había encomendado a la Virgen de los Remedios nada menos que la victoria de su misión, cediéndole, al visitarla, su bastón de mando. Fue una ocurrencia muy celebrada. Pasado ese día, las ceremonias para desagraviar a la Virgen de Guadalupe por ser “rehén” de los insurgentes se realizaron por igual en la Ciudad de México que en las provincias de tierra adentro. Si bien, a fines de 1811, algunos soldados de las tropas realistas pusieron en sus uniformes, para protegerse de la “maldad” de los insurgentes, botones y medallas de la Virgen de los Remedios. Esto sucedió después de realizarse el solemne oficio religioso que recordaba el primer año de la batalla del Monte de Las Cruces, por la que Hidalgo no había podido entrar a la Ciudad de México. Si se dispensaron muchas ceremonias de desagravio a Guadalupe entre los realistas, en paralelo, la Virgen de los Remedios dio cobijo a todas las solemnidades para bendecir a la Junta de Zitácuaro al finalizar 1811. Era la patrona de la villa y preferencia de muchos insurgentes que participaban en la Junta. Por otra parte, no se conocen agresiones insurgentes a la Virgen de los Remedios, aunque Mariano Matamoros se acercó a combatir a los realistas por la falta de respeto que le tenían los expedicionarios españoles a la Virgen mexicana (actos parecidos a los de los franceses en España contra algunas de sus Vírgenes)50. Estas experiencias, extremas, no son desconocidas en la historia militar, puesto que, de lo que se trata, es de aniquilar al enemigo comenzando a debilitarlo por medio del rapto o la destrucción de sus símbolos. Acciones como el “fusilamiento” de una Guadalupana, por parte de los soldados expedicionarios españoles, Matamoros la vengó, derrotándolos, en la batalla de El Palmar51. Al declararse la independencia, como es sabido, el lujoso culto a la
50 Alberro, “Remedios”, 1997, pp. 315-330; Taylor, “Virgen”, 2007, pp. 213-238; Brading, Virgen, 2001; Terán, “Armas”, 2005. 51 Taylor, “Virgen”, 2007, pp. 220-223.
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Virgen de los Remedios declinó y con la Virgen de Guadalupe se presidieron los actos de la nueva nación. Redonda la historia militar de la Virgen María en los dos frentes, pocos historiadores se habían preguntado dónde estaba Dios o si hubo manifestaciones de religiosidad popular en torno suyo durante la guerra de independencia. Esto tal vez porque es sabido que los realistas apelaban al “Señor Dios de las Batallas” y celebraban en su honor las victorias importantes. En la Ciudad de México, el general Calleja desfiló con sus hombres siguiendo por las calles la procesión del Jueves de Corpus. No obstante, si Dios daba victorias a los realistas, el “Señor Dios de los Ejércitos” también había acompañado a Morelos en la reconquista de Oaxaca. En los sermones y en las arengas de guerra de ambos lados se utilizaron, por el afán común de bendición, los mismos pasajes bélicos de la Biblia52. Podemos añadir, en este último plano, que Dios también acompañó a la gente común, además de a los generales. Simbólicamente, así entre los insurgentes como entre los realistas, en la bien plantada enseñanza de San Ignacio, que les llamó a alistarse bajo la bandera blanca mientras duró la ocupación de la península española. Otro fenómeno por demás interesante fue la apelación al Arcángel San Miguel en Guanajuato, en composiciones variadas aunque asociadas a la Virgen de Guadalupe, asunto que se menciona muy poco en relación con las manifestaciones populares de religiosidad. Recordemos que el capitán Ignacio Allende incluyó un pequeño San Miguel en sus ya mencionadas banderas de guerra, además de que un lienzo bastante grande con la pintura de la Virgen y de San Miguel ocupó un lugar protagónico en la toma insurgente de Guanajuato. Debe anunciarse que la imagen de San Miguel ya no apareció después de este primer movimiento caracterizado por la concentración de enormes multitudes en torno a los jefes insurgentes53. El fenómeno singular fue la combinación muy libre de elementos simbólicos a la hora de la crisis del imperio español. Aceptada tanto por los pintores como por los que posaron, los que financiaron la realización de los cuadros de guerra que hemos comentado y los que los vieron ya terminados. Si atendemos a las distintas circunstancias en
52 Herrejón, “Revolución”, 1992; Herrejón, Sermón, 2003, pp. 253-315; Brading, Virgen, 2001, p. 356. 53 Terán, “Águilas”, 2000.
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que se vincularon la bandera con la honda blanca, veremos una sociedad propicia a la imaginación y en total disposición mental, amén que las situaciones hayan generado conductas distintas entre los devotos marianos (apoyar o no la independencia). Si las banderas blancas tenían un significado emotivo para los ejercitantes de las tandas de entre todos los grupos de la sociedad, los indios, en particular, las asociaron con sus hondas también pintadas de blanco muchos meses antes del día en que estalló la guerra. No se había dicho aún que las hondas se habían comenzado a dibujar en las águilas de los sellos insurgentes de la Junta de Zitácuaro, entre 1811 y 1813, en la papelería oficial en uso también por el general Morelos54. Las banderas con las hondas pintadas en blanco fueron, en suma, la contribución de los indios a la construcción simbólica de la independencia. Me interesa destacar que la asociación del águila con ambos, en el primer retrato del general Morelos, sugiere un compromiso de los indios de Oaxaca, semejante al de los indios del centro y los de tierra adentro, de defender al rey y a la religión, más allá de su pertenencia como insurgentes o realistas. Tan importante como el discurso de la unión para los españoles europeos y americanos, fue el discurso de la religión para todas las clases del pueblo y especialmente para los indios. Defender la religión fue el motivo que facilitó que los más decididos, entre los que declaraban que querían defender a las dos Españas, marcharan con banderas, hondas, flechas, garrotes, lanzas y armas convencionales contra el gobierno virreinal y todos aquellos que se empeñaran en mantener el vínculo con España. Sin olvidar que el discurso de la religión también facilitó, a la gente común entre los realistas, a combatir a los insurgentes como si hubieran sido los verdaderos aliados de Napoleón. Todo se había definido a dos años del reinado de José Bonaparte en el trono de Madrid.
ARCHIVOS ACM AGN
54
Archivo Casa de Morelos, INAH, Morelia. Archivo General de la Nación, Ciudad de México.
El sello fue usado por el general Morelos para expedir un nombramiento en Tehuacan, en la provincia de Puebla, en octubre de 1812. AGN, Infidencias, vol. 61, f. 45.
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EN LA COYUNTURA DE LA INDEPENDENCIA Marco Antonio L andavazo
En este trabajo quiero reflexionar acerca del simbolismo del discurso, esto es, de los significados simbólicos —históricos y políticos— que adquirió una figura discursiva que se hizo presente en la coyuntura de la independencia mexicana: la frase “Viva Dios, viva el rey y viva la patria”, o simplemente “Dios, rey y patria” en su versión abreviada. Se trata de una consigna política, lo que quiere decir que su función principal era la de movilizar a la población. Sin embargo, como toda consigna, era también una condensación de ideas, valores y nociones políticas y morales que sirvió a los actores políticos para posicionarse y orientarse en el mundo, para dotar de sentido a la realidad, para interpretarla y actuar en consecuencia. Al llegar a la Nueva España las noticias del levantamiento armado del pueblo español en contra del ejército de Napoleón y la posterior declaración de guerra a Francia en el bando emitido por la Suprema Junta de España y las Indias, Alamán observó que se produjo un “movimiento de entusiasmo universal” en el que gentes de todas las provincias novohispanas gritaban igualmente vivas al rey, a la patria y a la religión, expresiones según don Lucas de “la uniformidad de opinión que hasta entonces todavía había en la totalidad del país”1. En el caso de España se dio una circunstancia similar, lo que muestra, dicho sea de paso, la comunión de ideas, sentimientos y valores políticos en el mundo hispánico. Antonio Alcalá Galiano escribió en efecto que 1
Alamán, Historia, 1942, t. I, pp. 169-170.
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en la península reinaba una confusión política y social, fruto de la proliferación de “las doctrinas más opuestas”, y sin embargo, agregó, no se había producido discordia alguna precisamente porque “sonaba un grito repetido o acogido universalmente con gozo”, que no era otro que “la bien conocida frase” de “Viva el rey Fernando, la patria y religión”, que era entonces “por doquier repetida, y escrita, y cantada”2. En la Nueva España de 1808 y 1810 el lema sirvió para resumir los sentimientos de zozobra, temor y confusión que trajeron consigo la invasión francesa y el cautiverio del malogrado monarca Fernando VII por un lado, y por el otro la rebelión de Miguel Hidalgo, que se produjo en septiembre de 1810; pero también la encontramos en el discurso de la propia insurrección, en sus bandos y manifiestos, con un propósito al mismo tiempo similar y diferente. Me propongo entonces analizar el uso que de ese lema hicieron los publicistas e ideólogos en esos tres momentos, como parte de su retórica política, como una vía para adentrarme en los significados simbólicos de esa multicitada figura discursiva trinitaria.
LA
AMENAZA NAPOLEÓNICA
La invasión de la Península Ibérica por parte de los ejércitos franceses de Napoleón Bonaparte, que empezó a tener lugar en el último trimestre de 1807 en virtud del Tratado de Fontainebleau, provocó una gravísima e inédita situación política en la monarquía española de alcances entonces imprevisibles. A partir de entonces, y en una sucesión vertiginosa de acontecimientos, se produjeron las abdicaciones de la Corona española a favor de los Bonaparte, el levantamiento del pueblo español y la guerra contra los franceses, el virtual confinamiento de la familia real, la convocatoria a Cortes y la discusión sobre el fundamento y ejercicio de la soberanía. Luego que empezaron a llegar a la Nueva España, en julio y agosto de 1808, el alud de noticias sobre tan terribles sucesos, no se hablaba de otra cosa en las charlas de café, en las calles, en las tiendas, en las tertulias, en las conversaciones familiares.
2 Alcalá, “Índole”, 1955, t. II, p. 319. Pierre Vilar ha dicho de la frase que, además de poseer la virtud de las fórmulas trinitarias en general, simbolizaba la “unión de los españoles de ideologías diversas” (Vilar, “Patria”, 1982, pp. 235-236).
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Los testimonios indican que la invasión francesa de España fue vivida como una seria amenaza a la independencia, la libertad y la religión de todos los españoles, incluidos los americanos. De hecho, desde 1808 circularon rumores de una eventual incursión francesa en tierras americanas, de la existencia de planes para lograr el control político de la América española y de agentes secretos en Nueva España. Circularon además algunos textos favorables a la Francia napoleónica3. No fue casual que el arzobispo de la Nueva España y nombrado virrey en sustitución de Pedro Garibay, Francisco Xavier Lizana y Beaumont, haya creado en septiembre de 1809 la llamada Junta Extraordinaria de Seguridad y Buen Orden, que tendría como función perseguir el delito de adhesión al “partido francés” y cualesquier conducta sospechosa de infidencia4. Se produjo entonces una enorme cantidad de representaciones que pueblos, villas y ciudades enviaron a las autoridades virreinales en las que condenaban sin reservas la aventura napoleónica y juraban obediencia al rey, a Dios y a la patria. La villa de San Miguel el Grande, por ejemplo, enterada de los levantamientos populares iniciados en Madrid contra el ejército invasor francés y de la posterior declaración de guerra, organizó varias celebraciones públicas en las que, según informe dado al virrey por el alcalde, “todas las clases de que se compone esta numerosa villa” habían demostrado con “un entusiasmo nada común” que San Miguel era “una de las primeras en el amor al soberano, en la adyección [sic por adhesión] a su antigua fe, y en un odio implacable al enemigo de la paz, y de la tranquilidad de los pueblos”5. Prácticamente todas las ciudades, villas, localidades y pueblos enviaron representaciones como ésta6.
3
Véase al respecto Hamill, Hidalgo, 1980, pp. 14-15. Tenemos noticia de al menos dos proclamas, una de José Bonaparte en la cual aseguraba que su objetivo era la tranquilidad y la justicia de América, y otra de autor anónimo en la que se decía que Napoleón sacaría a los americanos de su cautiverio; de una lista de supuestos comisionados de José para América; y de un texto titulado Credo de la República Francesa en la que se elogiaba a Napoleón. Estos documentos se hallan en AGN, Operaciones de Guerra, vol. 10, fs. 168-181. 4 Decreto del virrey arzobispo Francisco Xavier Lizana y Beaumont, México, 21 de septiembre de 1809, en AGN, Infidencias, vol. 128, exp. 10, 2 fs. 5 José Bellojín y Fresnada, Luis Caballero y otros al Excelentísimo señor virrey don José de Iturrigaray, Villa de San Miguel el Grande, 5 de agosto de 1808, en Nava, Cabildos, 1973, pp. 104-105. 6 Véase al respecto los documentos compilados en Nava, Cabildos, 1973.
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Hubo también expresiones patrióticas de muchos grupos y corporaciones del virreinato, que explican el comentario de Alamán de que en estos años se produjo un movimiento de “entusiasmo universal”. En un largo poema se refería por ejemplo a las mujeres, temerosas y débiles por naturaleza, que habrían ahora de sacar fuerzas de sus corazones, henchidos de amor a Dios, al rey y a la patria, para enfrentar al enemigo con “varonil descaro”: Las mugeres y madres con el alma Llena de aliento y varonil descaro Presentan en el campo de la gloria Sus maridos, sus hijos, sus hermanos: No con el natural temor que inspira La muerte al bello sexo delicado, A la vista funesta de los riesgos Que suceden al bélico aparato; Pero, sí, con el gusto y alegría Propia de un corazón que está inflamado Del amor de la Patria y de su Rey, Y de la Religión que aprecian tanto7.
Y al igual que las mujeres, los indios también fueron presentados como participantes del apego a la religión y de la fidelidad al rey, y dispuestos a unirse a la justa causa, que era la suya. De hecho, muchos pueblos de indios así lo expresaron, como se observa en el ejemplo de los naturales de Chalco en una representación dirigida al virrey Iturrigaray, en la que aseguraban estar “prontos en derramar hasta la última gota de sangre” en defensa “de la religión de sus padres” y de los derechos de “su rey y señor natural”, y que jamás rendirían vasallaje a otra dominación que no fuese la española8. Por esa razón, el capitán general de Yucatán, Benito Pérez, podía afirmar en un bando que todas las clases del Estado se habían “encendido en un fuego sagrado por tan noble causa”: eclesiásticos, cuerpos municipales, religiosos y científicos, el comercio, “y hasta el inocente indio hemos visto que ha tomado parte en nuestra alegría convencido de que todo es dirigido a nues7
Romance, 1808, p. 3. Manuel Fernández de los Ríos al virrey Iturrigaray, Chalco, 23 de julio de 1808, en Nava, Cabildos, 1973, pp. 125-126. 8
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tra libertad, la suya, la de nuestro rey, y la de la madre Patria que en el día lucha casi desarmada contra fuerzas muy superiores”. No importaba, decía el autor de esta proclama, que los ejércitos franceses fuesen más grandes y mejor preparados que los españoles, pues la madre Patria tenía a Dios de su parte, y a la “gran Reyna de los Cielos”, que era también patrona y defensora de la Nueva España en su advocación de Guadalupe, por protectora y escudo9. La mayoría de los textos que condenaban la “traición” francesa, sino es que todos, tributaban al mismo tiempo su fidelidad, obediencia y amor al monarca, a la religión y a la patria. En otras palabras, el orden social que se veía amenazado por la invasión de la península era defendido, en un nivel simbólico, cuando se hacía profesión pública de fidelidad, religiosidad y patriotismo. En una Exhortación a la tropa del Rey, el canónigo de la iglesia catedral de Valladolid Sebastián de Betancourt se dirigía a los militares novohispanos para recordarles que habían “jurado y ofrecido vuestro celo por la Religión, vuestra fidelidad a un soberano desgraciado y vuestro amor verdadero a la patria”; pero agregaba que “la paz, la unión y la tranquilidad” por la cual habrían de luchar, era “el primer efecto de la caridad cristiana de que hacéis profesión, la prueba relevante del vasallaje fiel de que os gloriáis y el don más apreciable que podéis ofrecer a la patria”10. La religión, el soberano y la patria conformaban así una trinidad que parecía condensar la summa de los valores más caros para los sectores tradicionales de la Nueva España, que los publicistas oficiales trataban de presentar como los valores de la sociedad en su conjunto. Era un discurso efectivo, pues muy pocos, por no decir nadie, podrían objetar que, efectivamente, Dios, el rey y la patria eran la encarnación de lo más sagrado para los hombres, tal y como lo postulaba el obispo de Oaxaca en una instrucción pastoral: La filosofía moral, que enseña a los hombres a arreglar sus acciones, dirigiéndolas a su último fin de salvarse, divide sus obligaciones en tres principales objetos: Dios, que es el primero y más sagrado, el Rey y la Patria: de suerte que cumpliendo el hombre sus obligaciones para con estos tres objetos, él será buen cristiano, buen vasallo, y buen patricio. 9
Pérez, Proclama, 1809, p. 4. Sebastián de Betancourt y León, “Exhortación a la tropa del Rey”, Valladolid, s.f., en AGN, Historia, vol. 116, exp. 9, f. 1. 10
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Pero advertid, amados diocesanos míos, que por más que os preciéis de cristianos, no llenaréis jamás vuestras obligaciones para con Dios, si no lo ejecutáis para con el Rey; ni cumpliréis con uno, ni otro, si os desentendéis de lo que debéis a la patria. Y suponiéndoos bien instruidos de vuestras obligaciones de cristianos, os hablaré ahora solamente de la de vasallos y patricios; porque después de Dios, el Rey y la Patria son los dos grandes objetos que deben ocupar nuestros cuidados, y que en el día necesitan de todos nuestros buenos oficios11.
La idea que quería transmitir el obispo era más o menos clara: el mundo espiritual representado por Dios y el mundo terrenal por la patria estaban ligados entre sí por el rey, conformando todo ello, en su conjunto, la dimensión esencial de la vida de los hombres; por ello, la idea de que un hombre que no fuese buen patriota y buen vasallo en modo alguno podía ser un buen cristiano. Al estar íntimamente entrelazadas esas tres facetas de la vida humana —la religiosa, la política en su modalidad de fidelidad al rey, y la cívica en su forma de amor a la patria— resultaba coherente presentar la lucha contra los franceses como una lucha por el rey, por la patria y por la religión. Este planteamiento según el cual la defensa del rey y de la patria eran una manera de cumplir con las obligaciones para con Dios, subyacía en los impresos dedicados a la apología de los guerrilleros españoles, como aquél en que se afirmaba que ellos, con valentía y audacia al grito de “Fernando es nuestro rey, perezcan los tiranos usurpadores”, atacaban a los franceses, convirtiéndose así en “salvadores de la patria sorprendida”, apoyos del “trono vacilante” y defensores “de los altares desquiciados”. En este texto se afirmaba que el objetivo de la guerra contra la Francia de Napoleón era “justo y sagrado”, y por ello en el valor de los combatientes descansaban no sólo la felicidad del imperio y la restauración del Trono, la santidad de las costumbres, leyes e instituciones, la libertad civil y la honra de la patria, sino la pureza de la fe, el decoro del sagrado culto y “los derechos todos de la humanidad”. En otras palabras, lo más querido y lo más sagrado en materia de valores sociales se cifraban en los vocablos de Dios, el rey y la patria12. Obviamente quienes tenían que enfrentarse a los ejércitos napoleónicos eran los españoles de la península y no los americanos. Por 11 12
Instrucción, 1809, p. 2. Sermón en, 1808, pp. 14-16.
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ello, autores como el del sermón anterior señalaban que una actitud política y moralmente adecuada obligaba, en América, a alegrarse por los triunfos de los peninsulares y, al mismo tiempo, sentir una envidia buena porque no eran sus hijos quienes tenían el honor y el privilegio de derramar la sangre por su patria y por su rey. En efecto, en este sermón, se afirmaba que la “feliz y leal América” aplaudía y ensalzaba el brío español, y envidiaba la “suerte gloriosa de derramar la sangre en defensa del Rey y de la Patria, de lo más sagrado que hay en la tierra!”. El autor terminaba su alocución deseando poder informar a los españoles “los espectáculos tan tiernos de fidelidad y de religión que aquí se han representado con saber sus triunfos”, pues los americanos sabían que peleaban “porque también este suelo se mantenga puro del contagio galicano, y libre del trastorno universal, sin separarse del corazón de su rey amado”13. Por lo menos dos tipos de acciones patrióticas tuvieron lugar en Nueva España, en defensa del rey, de la religión y de la patria amenazada: las ceremonias de jura del monarca y el envío de donativos para la guerra contra Napoleón. Las ceremonias de juramento del rey —que tuvieron lugar entre agosto de 1808 y principios de 1809 en prácticamente todas las ciudades y villas de la Nueva España— fueron quizá la forma principal de la respuesta institucional a la crisis de 1808, en la medida en que a través de ellas se formalizó el reconocimiento a Fernando VII y se expresó el rechazo a la pretendida dinastía de los Bonaparte. La “proclamación y juramento pleyto homenage”, como también se le conocía a la ceremonia, tenía tras de sí una historia de trescientos años en Nueva España, desde que se juró por vez primera a un rey español en la Ciudad de México, Carlos V pero las cosas eran radicalmente distintas en 1808 y 1809: la invasión francesa, el cautiverio del monarca y la proclamación de José I convirtieron el solemne acto de juramento en el medio para expresar el patriotismo de los novohispanos, reafirmar su identidad hispana y buscar fuerzas en su unanimidad “para afrontar las difíciles circunstancias de aquellos tiempos”14. En la villa de Aguascalientes, por poner un ejemplo, el ayuntamiento hizo circular una proclama invitando al público a la fiesta, que 13 14
Sermón en, 1808, p. 17. Guerra, Modernidad, 1993, pp. 154-155.
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tuvo lugar el 16 de octubre de 1808. En la proclama se afirmaba que los “compatriotas” habrían de dar la prueba más visible de su fidelidad, y que “el cruel exterminador del Orbe” —alusión obvia a Napoleón— se enteraría que la religión era la que los animaba a esas demostraciones “con tan fina espontánea voluntad”. Durante la ceremonia, como era usual, hubo repique general de campanas de todas las iglesias, salvas de cañones, orquestas de música, paseo por las principales calles de la Villa “inundadas de un inmenso gentío”, y entonación de canciones compuestas “al efecto en manifestaciones del amor, lealtad y patriotismo” de los habitantes de Aguascalientes. Ese mismo día se formó además una compañía de voluntarios de 60 jóvenes “de distinción”, uno más de los cuerpos de patriotas que se formaron en toda la Nueva España y que tenían como misión defender, en caso de necesidad, a la religión, a la patria americana y al rey del ejército francés15. Los donativos para la guerra, por su parte, fueron también una de las principales expresiones del patriotismo, la fidelidad y la religiosidad de los novohispanos. En septiembre de 1808, las autoridades civiles y religiosas, apelando precisamente a esos valores, solicitaron contribuciones económicas para remitirlas a la península en apoyo de la “justa causa” contra los franceses. El día 24 de ese mes, apareció publicada una “exhortación”, en la que el arzobispo de México, Francisco Xavier Lizana y Beaumont, manifestaba la obligación de socorrer a la metrópoli en la guerra contra Francia16. Días después, el virrey formalizó la petición de ayuda económica. En una proclama dirigida a todos los habitantes de la Nueva España con fecha de 4 de octubre, Pedro Garibay hizo alusión al manifiesto de la Suprema Junta de Sevilla en la que ésta exhortaba a los americanos a que, “siendo uno mismo nuestro rey, nuestro interés, nuestra felicidad y nuestra religión”, unieran sus esfuerzos para sostener “una causa tan grande y tan justa”. Como era prácticamente imposible luchar junto a los hermanos de la península pues el mar los separaba, explicaba el virrey, no quedaba otra alternativa, si se quería tener “alguna parte en tan heroica empresa”, que hacer gala de generosidad y enviar a la península recursos económicos para la guerra:
15 16
Proclamación, 1809. Gazeta de México, 24 de septiembre de 1808, pp. 703-707.
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Igualaos en lo posible con vuestros hermanos de la España. Allí dan su sangre y aquí podéis dar vuestras riquezas; [...] Ya os veo acopiar vuestras riquezas, juntar vuestra plata, deshaceros de lo inútil y superfluo, estrechar vuestras comodidades, economizar vuestros gastos para colocar lo restante en los tesoros públicos [...] y después que hayáis satisfecho a vuestra generosidad, decid que habéis salvado a nuestro rey, nuestra religión y nuestra patria17.
Los aportes en dinero, o en especie como alhajas, plata u otros objetos, fueron copiosos, y se hicieron desde casi todas las regiones del virreinato y por casi todos los grupos sociales. Citemos dos ejemplos dignos de resaltar: de nueva cuenta, el de las repúblicas de indios y el de amplios contingentes de mujeres que se organizaron para “salvar” a la patria y al rey. El primero de ellos: en noviembre de 1809, la Gazeta publicó una noticia en la que se decía que entre las demostraciones de religiosidad, amor al soberano y patriotismo no podía faltar la que “las señoras de estos reynos” dieron para “perpetuo loor de su bello sexo”. Aunque ya habían ya tenido ocasión de expresar esos sentimientos en algunas rogaciones públicas, algunas capitalinas emprendieron un novenario con el fin de colectar limosnas para enviar a España18. El segundo: los pueblos y cabeceras de doce curatos en la provincia Mixteca del obispado de Oaxaca recibieron las lanzas que el virrey Venegas les entregó, como condecoración y en premio “al patriotismo, fidelidad y obediencia de los indios”, que habían remitido sus donativos para las urgencias de la Corona, durante el año de 181019. Todas estas demostraciones nos hablan de la existencia de unos sentimientos y unos valores genuinos, compartidos por muchos grupos sociales en la Nueva España. Sentimientos y valores, insistimos, que se resumían en la frase trinitaria “Dios, el rey, la patria”. La constante referencia a esta trinidad servía para expresar una actitud de obediencia y respeto al orden establecido, y en ese sentido la frase era propia de una reacción conservadora, alejada de novedades, que repudiaba la invasión francesa y su supuesto espíritu irreligioso. Pero hacía parte también de un discurso con el que se pretendía enmascarar, tras 17 18 19
Gazeta de México, extraordinaria del 4 de octubre de 1808, pp. 739-740. Gazeta de México, 13 de noviembre de 1809. Gazeta del Gobierno de México, 1 de marzo de 1811.
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el simbolismo de imágenes casi sagradas, las contradicciones que empezaban a expresarse en la Nueva España, los signos de una crisis política y social profunda; pero un discurso, ante todo, que parecía ser aceptado y que por ello contribuía a crear esa atmósfera mental en la que Dios, el rey Fernando VII y la patria aparecían como las figuras centrales.
EL
DISCURSO DE LA REBELIÓN
Sin embargo, el estallido de la rebelión de Miguel Hidalgo, en septiembre de 1810, que habría de desembocar a la postre en la independencia de México, mostró que la unidad que reclamaban distintas voces era una quimera y que el orden social estaba en verdad en peligro, no tanto por las amenazas externas como por las disensiones internas. Pero los gritos de guerra de los insurgentes mostraron también una línea de continuidad interesante con el discurso fidelista de antes y después de la rebelión. Gritos de guerra que eran variantes de un lema recurrente en las rebeliones y revueltas coloniales: ¡viva el rey y muera el mal gobierno!, que no era sino una forma resumida del lema que hemos venido comentando: viva Dios, viva el rey y viva la patria. La insurrección nació, de hecho, bajo esa figura discursiva. Aunque no se cuenta con testimonios documentales al respecto, se ha dicho —Hugh Hamill Jr., por ejemplo— que aquella madrugada del 16 de septiembre de 1810, el cura de Dolores terminó su discurso, con el que buscaba explicar su decisión revolucionaria y arengar a la multitud, con los siguientes lemas: “¡Viva Fernando VII!, ¡Viva la América!, ¡Viva la religión!, ¡Muera el mal gobierno!”20. Alamán, por su parte, afirma que Hidalgo siguió las mismas ideas de los promotores de la independencia en las juntas del defenestrado virrey Iturrigaray, pues pretendía sostener los derechos del rey frente a los supuestos intentos de los españoles que trataban de entregar el país a los franceses, quienes se supone destruirían la religión. Es por eso que se puso en las banderas de la revolución la inscripción de “Viva la religión. Viva nuestra madre santísima de Guadalupe. Viva Fernando VII. Viva la 20
Hamill, Hidalgo, 1980, pp. 122-123.
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América y muera el mal gobierno”; aunque el pueblo, agrega, simplificaba dicha inscripción gritando solamente: “Viva la Virgen de Guadalupe y mueran los gachupines”21. No fue desde luego una ocurrencia de los rebeldes ni una invención. Hemos referido líneas antes la importancia de esa frase en el discurso político de la fidelidad hispana, y hemos citado a Alamán, quien señala la continuidad entre las ideas de Hidalgo y los planteamientos de los llamados “autonomistas” de 1808. A ello debemos agregar el hecho de que la frase apareció de igual forma en algunos movimientos disidentes que precedieron al levantamiento de Hidalgo y que estaban conectados con él por lo menos en un caso: la conspiración que tuvo lugar en la ciudad de Valladolid de Michoacán en 1809. Véase por ejemplo la declaración judicial que hizo uno de los implicados en el caso, el cura Francisco de la Concha, el mismo que había delatado a los conspiradores, quien afirmó que “oyó decir” que los criollos tenían el plan de defender el reino de las amenazas de los franceses o ingleses y “a favor del Rey”, pues se habían “impresionado vivamente” de que la península estaba a punto de sucumbir22. Si revisamos el discurso de la rebelión, por lo menos el discurso escrito, ese que se plasmó en bandos, proclamas y manifiestos, advertiremos enseguida la presencia de esa figura retórica. Podemos citar al respecto muchísimos ejemplos, pero bastarán quizá dos o tres de ellos. Veamos una carta, sin lugar y sin fecha, pero muy cercana probablemente a los inicios de la rebelión. Es una carta en la que se explica la “justa causa” que defienden “todos los criollos”, que no era otra que “romper las cadenas de la tiranía de los gachupines”. A éstos, a los gachupines, se les había declarado la guerra mientras no accedieran, continua la carta, a las “justas pretensiones” de defender “nuestra Sagrada religión Católica apostólica Romana, los derechos de nuestra querida Patria y de nuestro Cautivo Rey el Señor D. Fernando Séptimo o de quien legítimamente le suceda en el Trono”. Hasta ese momento, proseguía el autor —un eclesiástico de nombre Rafael Crespo—, los gachupines no habían hecho otra cosa que desarmar el reino, para que los franceses se apoderasen de él, pues a ellos sólo les interesaba defender
21
Alamán, Historia, 1942, t. I, pp. 351-352. Declaración del Lic. Francisco de la Concha Castañeda, Valladolid, 1 de enero de 1810, en García, Documentos, 1985, t. I, p. 305. 22
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sus caudales, sus grandezas y sus títulos, honores y mandos, “y no la justa causa, ni al Rey, y por tanto debemos tenerlos por enemigos de S.M., de la Religión y de la Patria mientras no accedan a las justas pretensiones de la heroína Nación Criolla”23. Ésta era una carta en la que un cura de pueblo explicaba a otro cura de pueblo los motivos de la rebelión, que eran prácticamente los mismos que aducían en sus proclamas los grandes líderes: Hidalgo, José María Morelos, Ignacio Rayón, José María Cos; lo que muestra dicho sea de paso que el discurso digamos oficial de la rebelión llegaba a oídos de sus seguidores y tenía eco. Una muestra de este discurso “oficial” lo encontramos en los textos del gobierno insurgente, la rudimentaria estructura política que los rebeldes crearon en agosto de 1811, y que se conoce como Junta de Zitácuaro porque se estableció en esa villa. Pues bien, el bando firmado por sus dirigentes —Rayón, Liceaga y Berduzco—, por el que se informaba precisamente de la instalación de la Junta, tenía el encabezado siguiente: “El Sr. Don Fernando Séptimo y en su Real nombre la Suprema Junta Nacional Americana instalada para la conservación de sus derechos, defensa de nuestra religión santa, e indemnización y libertad de nuestra oprimida patria”24. Véase ahora un texto muy citado del Dr. Cos, al que se le conoce como “Planes de Paz y Guerra”, que dio a conocer en 1812 y con los que proponía una reconciliación con el bando realista que terminara con la guerra, sobre la base de los “vínculos respetables” que unían a todos los habitantes de la América septentrional: una misma religión, unas mismas costumbres y el hecho de que todos “veneran a un mismo soberano”25. En el Semanario Patriótico Americano, en donde aparecieron los planes, se hizo la defensa de éstos señalándose que “Tres son los objetos interesantísimos que el hombre jamás debe perder de vista. La religión que profesa; la autoridad legítima que reco23 Rafael Crespo al cura de San Felipe, s. l., s. f., en Hernández y Dávalos, Colección, 1985, t. II, doc. 41, pp. 92-93. 24 El Sr. Don Fernando Séptimo y en su Real nombre la Suprema Junta Nacional Americana instalada para la conservación de sus derechos, defensa de nuestra religión santa, e indemnización y libertad de nuestra oprimida patria, Palacio Nacional de Sultepec, 21 de agosto de 1811, en AGN, Operaciones de Guerra, vol. 933, f. 114. 25 José María Cos, “La Nación americana a los españoles vecinos de este continente”, Real de Sultepec, 16 de marzo de 1812, en AGN, Operaciones de Guerra, vol. 646, fs. 68-71.
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noce, y la patria de quien es miembro”. Si se leía el plan de Cos con atención, agregaba el periódico, se verá “que esta máxima primera y esencialísima es el eje sobre que ruedan todas sus combinaciones, y el punto a donde se dirigen todas sus miras”26. Lo que observamos aquí es un discurso conformado por un sentimiento patriótico, un legitimismo dinástico y un evidente aspecto religioso. Para los insurgentes se trataba de defender la patria, recuperarla de las manos opresivas de los españoles europeos y conquistar de ese modo una suerte de autonomía política; también, de conservar el virreinato para Fernando VII ante una supuesta intención gachupina de entregarlo a Napoleón Bonaparte; y finalmente, defender la religión católica de la tan temida amenaza francesa. O sea, como se solía repetir en estos años, se trataba de la defensa de Dios, del rey y de la patria, aunque en este caso —debemos insistir— la defensa de la patria significaba ante todo la expulsión de los europeos del gobierno o del reino. La repetición de esta figura discursiva integrada por Dios, el rey y la patria nos remite tanto a situaciones coyunturales como a ideas, nociones y valores de orden político e ideológico. Por lo que respecta a lo primero, obviamente este discurso acusa también el impacto de la invasión francesa de la península y el temor al dominio napoleónico. Los textos rebeldes lo muestran una y otra vez, y como dijo hace mucho tiempo Luis Villoro, no se trataba de un ardid de propaganda por parte de los insurgentes, propio de la guerra, sino que expresaba un sentimiento genuino de incertidumbre, miedo y aversión. Véase por ejemplo una proclama anónima, escrita por un “patriota de la villa de Lagos” pero atribuida por la Inquisición a Hidalgo, en la que se afirmaba que los americanos, “desde el más poderoso hasta el más infeliz labrador”, habían dado muestras de su enorme fidelidad al rey, enviando sus donativos para la guerra, “después de la inicua y vil traición del regicida Napoleón, de ese monstruo de horrores que con la más negra perfidia despojó de su trono a nuestro amado y desgraciado Fernando”27.
26 Semanario Patriótico Americano, nº 1, 1812, en García, Prensa, 1974, vol. 5, pp. 336-337. 27 Miguel Hidalgo, Proclama, s. l., s. f., en Hernández y Dávalos, Colección, 1985, t. I, doc. 50, pp. 117-118.
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El problema, continuaba esta proclama, era que los europeos de la península se habían aliado con los franceses, mientras que los europeos residentes en Nueva España pretendían entregar el reino a Napoleón, sacrificar a los americanos “en las Aras de la insana y despótica ambición de este aborto infernal, y que fuésemos el objeto de su tiranía”. En manos de los gachupines el futuro de la América amenazaba ser “triste y lamentable”, porque terminaría anegada en sangre, sembrada de cadáveres sus fértiles campiñas, cubiertas de luto las familias inocentes; cegadas las fuentes de su prosperidad y riqueza; violado el pudor de las madres, de las viudas, de las doncellas; abolidas nuestras sabias y equitativas leyes; saqueado los templos; profanado el santuario, la religión, y el culto de Dios verdadero, remplazados por la herejía, el judaísmo y el ateísmo; invertidas por fin y trastornadas todas nuestras instituciones sociales. ¡Qué acción tan vil, y al mismo tiempo digna de sepultarse en el silencio! A vosotros pregunto: ¿De qué castigo serían dignos los hijos, que después de haberlos criado su tierna madre, sustentándolos con el dulce y delicioso néctar de sus pechos, después de haberle dado los más sanos principios de educación, máximas de política y sólidos fundamentos de religión, ellos correspondiesen a los desvelos y cuidados de su madre, queriendo ser el instrumento de su ruina y destrucción? Esto es lo que han hecho puntualmente los europeos en nuestra América28.
No sabemos a ciencia cierta si esta proclama es en verdad de la autoría de Hidalgo; pero sus planteamientos son en esencia los mismos que el cura de Dolores sostuvo en los bandos y manifiestos que dio a conocer. Podemos citar uno de ellos, del que desconocemos el lugar y la fecha precisa en que fue escrito pero que circuló en el obispado de Michoacán en octubre de 1810. En él, Hidalgo intenta explicar los motivos de la rebelión y atajar las acusaciones que han hecho a los insurgentes de ser enemigos de Dios y del rey. Si decidió tomar las armas contra los europeos, aseguraba el cura, fue únicamente porque estaba persuadido “íntimamente” de que la nación americana habría de perecer “miserablemente” y los americanos se convertirían en esclavos de los franceses, perdiéndose así y para siempre “nuestra San28
Proclama, s. l., s. f., en Hernández y Dávalos, Colección, 1985, t. I, doc. 50, pp. 117-118.
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ta Religión, nuestro Rey, nuestra Patria, y nuestra libertad, nuestras costumbres, y cuanto tenemos más sagrado y más precioso que custodiar”. El propósito de su lucha, por tanto, era mantener “nuestra religión, el rey, la patria y la pureza de costumbres”29. En otros textos, los dirigentes insurgentes insistieron en su acusación de que los españoles europeos eran impíos como los franceses, se habían aliado a éstos y querían dejar bajo su dominio a la América española. En otra proclama, Hidalgo afirmó exageradamente que en México, en Puebla, en Valladolid y en Guanajuato “el lujo y la moda a lo francés” que habían adoptado los gachupines los llevó a quitar de los muros de sus casas las imágenes de Dios o de María para colocar en su lugar “estatuas obscenas”, a presentarse en los templos “ya enrizados, ya pelones con pechos postizos los afeminados, silbando en lugar de rezar, cortejando a las prostitutas aun en la presencia real de nuestro Dios”, y a vilipendiar y despreciar a los sacerdotes30. José María Morelos, el continuador de la lucha de Hidalgo una vez que éste fue capturado y ejecutado en 1811, aseguró por su parte que en España todos los españoles habían mostrado “debilidad y cobardía” tras la invasión francesa. Y el rebelde Semanario Patriótico Americano decía tener pruebas de las intenciones españolas de ofrecer el trono de las Indias a José Bonaparte y que por ello los virreyes que habían sucedido a Iturrigaray habían tomado medidas para dejar desprotegida militarmente la Nueva España31. Como dije antes, no sólo la coyuntura histórica que vivía la monarquía española, derivada de la invasión napoleónica de la península, estaba detrás de este discurso; la apelación rebelde a la figura trinitaria de Dios, el rey y la patria aludía también a ideas y nociones de tipo político, en particular a una visión de la política, de la soberanía y del gobierno monárquico con fuertes matices religiosos, una visión teológica podríamos decir. Su fundamento es lo que se conoce como las teorías del pacto social, también conocidas como doctrinas populistas, sistematizadas por los teólogos de la Escuela de Salamanca 29 Miguel Hidalgo, Manifiesto, s. l., s. f., en Hernández y Dávalos, Colección, 1985, t. I, doc. 51, pp. 119-120. 30 Miguel Hidalgo, Amados compatriotas religiosos, hijos de esta América, s. l., s. f., en Lemoine, Revolución, 1974, pp. 43-44. 31 Semanario Patriótico Americano, nº 3, 2 de agosto de 1812, en García, Prensa, 1974, pp. 357-364.
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como el dominico Francisco de Vitoria (1483-1546) o el jesuita Francisco Suárez (1548-1617). Se trata de un cuerpo de ideas que ofrece elementos, en efecto, para entender la composición y ejercicio del poder político, que, como ya se ha señalado en otros estudios, fue fundamental para legitimar la posición de ayuntamientos y corporaciones americanas ante la crisis dinástica de la monarquía y la propia insurgencia32. Recordemos rápidamente que cuando el ayuntamiento de la Ciudad de México en 1808 propuso al virrey Iturrigaray convocar a una reunión de ayuntamientos y corporaciones para constituir una junta que gobernase el reino ante la ausencia del monarca, lo hizo amparado en esa ya famosa idea según la cual la soberanía, al faltar el monarca, regresa al pueblo. Es ésta una idea que hacía parte de esas doctrinas pactistas, que postulaban que toda autoridad, incluida la de los reyes, proviene de Dios; pero dicha autoridad no es concedida directamente desde el cielo sino a través del pueblo o de la comunidad. La autoridad de los reyes es, en esta tradición de pensamiento, una autoridad divina indirecta. Precisamente por esa razón la soberanía, si el monarca se encuentra ausente, regresa a la comunidad, o mejor dicho, a los representantes de la comunidad que no eran otros que sus consejos y ayuntamientos. La insurgencia mexicana abrevó también de esas ideas. Durante mucho tiempo creímos esa visión romántica, no exenta de patriotismo ciertamente, según la cual la guerra de independencia había sido el fruto de las influencias de la Revolución Francesa y del liberalismo político. Sin embargo, nada hay en los textos de la insurgencia que apoyen esa visión, y sí lo contrario. Hidalgo, por ejemplo, llegó a decir en varias ocasiones que él había encabezado la rebelión autorizado por la “voz de la nación” o que la “nación” americana lo había nombrado “generalísimo” de las armas americanas. Se trataba de un exceso retórico de parte del cura, pero es un exceso que remite a aquellas ideas pactistas sobre la comunidad que recupera la soberanía y la entrega, en este caso, a Hidalgo. Pero queda más claro el planteamiento quizá en esta carta que Ignacio Rayón envió al Congreso de Chilpancingo, en noviembre de 1813, en la que refiere que
32
Véase Stoetzer, Raíces, 1982, pp. 33-35; Herrejón, “Hidalgo”, 1987, pp. 15-42.
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Desde los primeros días en que se alarmó la nación para vengar los ultrajes, se oyó el voto universal para la erección de un cuerpo soberano, que promoviendo la felicidad común, fuese fiel depositario de los derechos de Fernando VII. Los memorables jefes serenísimos Hidalgo y Allende, aprovechando los momentos que daban de sí las urgentes atenciones de aquella época, consagraron sus desvelos a trazar los planes de tan augusto edificio con la extensión y grandiosidad que se reclamaba.33
Otras ideas de interés, que se desprenden de las teorías pactistas y que también se encuentran en el discurso justificativo de la insurgencia, se resumen en una visión de la monarquía como un conjunto de reinos independientes entre sí pero unidos en la persona del monarca. Se trata de un planteamiento que fue también crucial en el proceso de legitimación de la rebelión, como se advierte con claridad en la obra del padre Mier, la Historia de la Revolución de Nueva España. En ella, fray Servando argumentó que las aspiraciones de igualdad de derechos políticos para los americanos se fundaban precisamente en el carácter compuesto de la monarquía, en el hecho de que originalmente “los reyes no llamaron a las Indias colonias, sino sus reynos”, y por tanto la América era “igual en su constitución monárquica a la de España, pero independiente de ella”, pues entre ambas no había “otro vínculo que el rey”34. Una tercera, última y muy importante idea está relacionada con la práctica del gobierno monárquico, o sea, la idea de que el monarca español, por imperativos políticos y religiosos, se veía obligado a ejercer un buen gobierno, un gobierno en beneficio de sus súbditos. En tanto su autoridad, aunque con la mediación de la comunidad, venía finalmente de Dios, el monarca estaba obligado a ser un gobernante justo y recto, pues la voluntad divina era la medida del ejercicio del poder en el mundo temporal35. Pero si los representantes del rey —el gobierno propiamente— cometían actos arbitrarios o injustos, los súbditos podían rebelarse contra esos actos sin desconocer la figura del monarca; de ahí los gritos de guerra rebeldes de ¡Viva el rey y 33
Ignacio Rayón al Congreso de Anáhuac, Noviembre de 1813, en Hernández y Dávalos, Colección, 1985, t. I, doc. 285, pp. 875-877. 34 Mier, Historia, 1986, t. II, pp. 611-612. 35 Stoetzer, Raíces, 1982, pp. 33-35; Castillo, Pensamiento, 1992; Pagden, Imperialismo, 1991.
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muera el mal gobierno! Es decir, se partía de una distinción entre la legitimidad del monarca y las medidas de gobierno tomadas por sus representantes: los vasallos podían de rebelarse contra estas últimas, pero respetaban siempre la autoridad del primero36. De ahí entonces el lema ¡Mueran los gachupines y viva el rey! que gritaban los insurgentes y que, como observó Alamán, era una forma abreviada y popular del grito más extenso de ¡Viva Fernando VII!, ¡Viva la América!, ¡Viva la religión!, ¡Muera el mal gobierno!
LA
AMENAZA DE LA GUERRA CIVIL
La rebelión de Hidalgo supuso para muchos novohispanos, al igual que lo hizo la invasión napoleónica y las abdicaciones regias, un golpe a esos valores políticos. Por ello la furibunda condena contra ella y la recuperación de la frase “Viva Dios, viva el rey y viva la patria” en esa tentativa, es decir, el planteamiento de que la insurrección atentaba contra esas preciadas figuras. Como se ve, se trata de las mismas figuras del discurso insurgente, pero utilizadas ahora para combatirlo por parte de los propagandistas gubernamentales. Ya tendremos ocasión de comentar en las conclusiones este asunto, pero nótese por lo pronto que en plena guerra civil, dos bandos enfrentados a muerte buscan justificar sus acciones en un discurso muy parecido, que hace suyos valores morales y principios políticos encarnados en una misma figura discursiva. Ciertamente, los publicistas oficiales intentaron demostrar por principio de cuentas que la religiosidad, la fidelidad y el patriotismo de los insurgentes era una hipocresía y una afrenta, que utilizaban esas figuras únicamente para ganar credibilidad y atraerse simpatizantes y seguidores pero que en verdad no les importaba ni Dios ni el rey ni la patria. Uno de los primeros en criticar el discurso rebelde fue le obispo electo de Valladolid de Michoacán, Manuel Abad y Queipo, 36 Es lo que el historiador norteamericano John Leddy Phelan llamó hace tiempo la política de la autoridad y la flexibilidad, y que se traducía en esa famosa frase de “obedézcase pero no se cumpla”. El resultado de ello era que, a pesar de la posible corrupción y abusos de autoridades locales y regionales, la personalidad del monarca permanecía sin tacha, alejada de las actitudes reprobables de quienes eran sin embargo sus representantes. Véase Phelan, “Authority”, 1960, pp. 47-65.
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en una proclama dada a conocer precisamente en esa ciudad. En ella, se afanó en demostrar que los vivas a Dios y al rey por parte de los insurgentes eran un insulto a ambas potestades. Como la religión condena la rebelión y el asesinato, y la madre de Dios no puede proteger los crímenes, señaló Abad y Queipo, resulta evidente que el cura de Dolores, al pintar en su estandarte la imagen de la Guadalupe e inscribir la leyenda “Viva el rey y muera el mal gobierno”, lo que hizo fue cometer “dos sacrilegios gravísimos”, o sea, insultar “a la religión y a nuestra Señora” e insultar igualmente “a nuestro Soberano”. Sin embargo, agregó, al confundir la religión con el crimen, y la obediencia con la rebelión, Hidalgo “ha logrado seducir el candor de los pueblos y ha dado bastante cuerpo a la anarquía que quiere establecer”37. Otros autores insistieron en la contradicción que suponían los vivas al rey y a Dios y los mueras a los gachupines. Un escrito de Agustín Pomposo Fernández de San Salvador, rector de la Universidad de México, recordaba que los rebeldes gritaban vivas al rey, a la patria y a la religión, y se preguntaba si acaso los españoles europeos no eran también católicos, y leales al rey y patriotas. Entonces, preguntaba de nuevo, “¿por qué pues les aprisionáis, les despojáis de sus bienes y aunque ahora no lo penséis, os veréis al cabo decididos a quitar la vida a muchos?”38. Otro autor, el sacerdote Manuel Germán Toral Cabañas, afirmaba que el gobierno virreinal no reconocía otro rey que al mismo Fernando VII y en “su augusto nombre provee destinos, promulga leyes y las obedecemos”, y preguntaba también: ¿por qué entonces “para que viva nuestro adorado y suspirado monarca han de morir el gobierno y europeos, que no obedecen ni quieren obedecer otro rey que al mismo, bajo cuya sombra están sufriendo la más cruel persecución?”39. La acusación insurgente de la entrega del reino a Napoleón por parte de los europeos, por ejemplo, se contradecía con la afirmación de que éstos poseían riquezas incalculables. Un autor argumentaba que si fuese cierto que los gachupines eran muy ricos en Nueva Espa37 Don Manuel Abad y Queipo, canónigo penitenciario de esta Santa Iglesia, obispo electo y gobernador de este obispado de Michoacán: a todos sus habitantes paz y salud en nuestro Señor Jesucristo, Valladolid, 24 de septiembre de 1810, en Hernández y Dávalos, Colección, 1985, t. II, doc. 44, p. 105. 38 Memoria, 1810. 39 Toral, Desengaño, 1812, pp. 12-13.
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ña y, por tanto, tenían intereses qué perder, como afirmaban los rebeldes, resultaba una “contradicción que ellos pensasen en entregarse a un extrangero herege, que lo primero que haría sería robarlos”. De igual forma, se suponía que los europeos gozaban de los mejores empleos, pero entonces era imposible creer que quisieran entregarse a un rey espurio que los despojaría de todos sus honores y de todos sus bienes. Tales aseveraciones, en consecuencia, eran “una calumnia” que había que despreciar como “una monstruosidad ridícula”40. Los rebeldes se decían movidos asimismo por un ardiente celo de defender la religión, y sin embargo, cuando uno volvía la vista a las ciudades y pueblos atacados por “los seductores”, y veía los “cadáveres de tantos criollos”, se advertía que aquel deseo era “una hipocresía”. Por eso un escritor se preguntaba si era compatible “esta maldad con ese zelo jactancioso”; de ninguna manera respondía, pues “la religión no puede aprobar esa carnicería escandalosa”41. De igual forma, se decían patriotas, pero su movimiento había causado la “ruina total” del reino, provocando hambre, miseria y lágrimas42. Después del recuento de los daños de la guerra en la agricultura, en el comercio, en las haciendas, en el ganado, en las villas y ciudades, en las minas, un autor anónimo se preguntaba “¿Es esto mirar por los intereses de la patria?”43. Y se decían amantes del rey, defensores de sus dominios, pero la realidad era diferente según los impresos realistas. En primer lugar, decían, los rebeldes atacaban a los vasallos de Fernando, asesinaban a inocentes que lo único que hacían era “amar y amar con fidelidad a su legítimo soberano”44. En segundo lugar pretendían “abolir enteramente la subyugación a nuestro católico monarca” y a “todos los jueces que en su real nombre nos gobiernan”, pues si su amor al rey fuera verdadero prestarían obediencia a las autoridades que en su nombre gobernaban45. En tercer lugar, más que conservarle sus dominios pretendían enajenárselo, ya que su intención era en realidad la independencia. El discurso realista no se contentó con el simple dicho de que los argumentos insurgentes era un mero ardid de propaganda. Trató de 40 41 42 43 44 45
El Durangueño, Centinela, s.a., pp. 5-6. El Durangueño, Centinela, s.a., p. 24. Observaciones, 1811, pp. 1-2. El Insurgente, s. a., pp. 13-16. L.G.C.P.A., Exhortación, 1810, p. 2. L.G.C.P.A., Exhortación, 1810, p. 1; Discurso, 1811, p. 13.
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demostrar que la rebelión de Hidalgo atentaba además contra los valores políticos, sociales y morales fundamentales de la sociedad novohispana, aquellos que se cifraban precisamente en las figuras que la misma rebelión decía defender: la religión, la patria y el rey. Por esa razón, la insistencia de las plumas oficiales en desmontar el discurso rebelde. Se construyó entonces una estrategia de contrapropaganda que giró en torno a la preservación de la unidad alrededor de las figuras de Dios, la patria y el rey. O sea, el planteamiento de que los novohispanos todos pertenecían a la comunidad católica, que era falsa la distinción entre gachupines y americanos en la medida en que todos eran españoles, con independencia del lugar de nacimiento, que existían entre ellos fuertes vínculos económicos y de parentesco, y que todos eran españoles “vasallos fieles de un mismo rey”46. Se decía en una proclama que los españoles, tanto americanos como europeos, debían tomar las armas y defender la “justa causa”, unidos todos como hermanos, sin importar el accidente de haber nacido en territorios distintos, esto es, Europa o América, y, más bien, recordando que todos eran españoles “vasallos fieles de un mismo rey”47. En otro documento se insistía en que los americanos debían tomar en consideración ese hecho de ser súbditos de uno y el mismo rey, como forma de acabar con ese “maldito espíritu de rivalidad”: todos eran hijos de “una sola madre”, España, vivían bajo la sagrada religión católica y tenían todos “un propio rey, justo y amante de nosotros sus vasallos”48. Un texto particularmente elocuente era el escrito por un autodenominado “patriota americano”, funcionario de la intendencia de México y hermano del rector de la Universidad de México, Agustín Pomposo Fernández, quien expresó su rechazo a la “detestable quimérica diferencia” que se quería establecer entre europeos y americanos por la insurgencia, por la razón de que en realidad no existía ni “de origen o suelo”, y, sobre todo, porque los españoles de ambos continentes eran “de un solo común Soberano en cuyo conocimiento consiste la verdadera unión y el fundamento de las prosperidades”49.
46 47 48 49
Proclama que, 1810. Ibíd. Gil de León, Cura, 1810. Reflexiones, 1810.
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La figura del monarca se asimilaba entonces a la religión y a la patria, pues de alguna manera las representaba, las encarnaba, las defendía. Fernando VII no sólo era, pues, el representante de Dios en la tierra, justo como querían quienes apelaban a las nociones del derecho divino, sino también se identificaba con la patria. En una proclama que circuló en Nueva España inmediatamente después de la rebelión de Hidalgo se exhortaba a las madres a instruir a sus hijos en el “verdadero amor a la patria” y en el “interés general convertido en interés particular”, que no era otra cosa “que el amor al Rey que nos manda y de las leyes que nos rigen”. La mujer novohispana supuestamente autora de este impreso arengaba a sus lectoras preguntándoles si mientras los ejércitos y las autoridades combatían a los insurgentes ellas habrían de permanecer “medrosas o indolentes”, sin hacer algo “por el Rey, por la Patria y por la Religión, cuando estos tres objetos augustos y sagrados a nosotras fían y encargan particularmente su conservación y defensa”50. En otro lado, el citado Agustín Pomposo Fernández empezaba así una Carta de un padre a sus hijos: Amados hijos míos: Dios, la Patria, los Padres: estos tres objetos sagrados en este orden que los han colocado la Naturaleza y la Caridad, deben permanecer esculpidos en vuestros corazones, como tantas veces os lo he repetido: ya sabéis que entre los padres puestos por Dios en la tierra para recibir por medio de ellos los respetos y obsequios que debemos rendirle, ocupan el primer lugar el Romano Pontífice por lo que pertenece a la potestad espiritual; y en cuanto pertenece a la potestad temporal el Rey, que es el ungido del Señor, a quien su divina Majestad no ha ceñido sin causa la espada51.
En la medida en que la rebelión de Hidalgo amenazaba esos tres objetos sagrados para los españoles era necesario apelar a los atributos más profundos del alma española. La fórmula “Dios, rey, patria” sirvió entonces no sólo para significar un orden social amenazado, sino para nombrar las virtudes principales de los españoles, aquellas que encontraban su raíz en el pasado glorioso de la monarquía y que formaban parte del ser, del espíritu hispano: la religiosidad, la fidelidad, el patriotismo. 50 51
Proclama de, 1810. Fernández, Carta, 1810.
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Ésos eran los resortes que habían de mover a los súbditos de Fernando para restablecer el orden, para reconquistar la paz y el sosiego perdidos, para combatir la rebelión. La misma mujer citada antes, consternada por la insurrección, hacía ver a sus compatriotas que el reino había sido invadido por una “raza no vista antes aquí” de “hombres brutales y sanguinarios”, que amenazaban “el honor, la dicha y la virtud”. La insurrección no era, pues, únicamente un movimiento que causaba estragos en la economía y que traía consigo violencia y terror, sino que atentaba contra las prendas morales de los novohispanos, contra el honor y la virtud. Por ello, esta mujer invitaba a sus congéneres a decirles a sus hijos que no podían ser dichosos “sin honradez y probidad cristiana”, que se demostraba en la defensa de la religión y del rey52. En un sermón pronunciado en Querétaro, para celebrar la “reconquista” de Guanajuato hecha por el brigadier Félix Calleja, se llegó a decir por otra parte que los insurgentes eran “los más bárbaros asesinos de su patria y verdugos crueles infidentes a Dios, a la Religión y a el Estado”. Hidalgo, ese “viejo rijoso e impudentísimo”, junto con “los Allendes, Aldamas, Abasolos”, era el causante de todos los males que sufría el reino, el responsable de que estuviera “todo lo divino y humano confundido”53. Y en el bando que dirigió a los habitantes de Chihuahua el gobernador de las Provincias Internas, Nemesio Salcedo, tras la captura de Hidalgo en Acatita de Baján, afirmó que el cura había promovido la discordia familiar y social y con ello había roto “los vínculos sagrados que os unen a Dios, al Rey y a la Patria, trastornando en fin, y confundiendo todo el orden social, todo lo divino y lo humano”54. Y he ahí, creo yo, uno de los sentidos de la fórmula: al atacar a Dios, al rey y a la patria, y al romper los vínculos “sagrados” que unían a los novohispanos con esta trinidad, los insurgentes trastornaban y confundían “el orden social”, es decir, “todo lo divino y lo humano”. Una acusación recurrente, que evidenciaba que la religión, la monarquía y la patria eran vistas como los tres pilares que fundamentaban el orden social; si peligraba uno de ellos, el edificio entero se tambaleaba y corría el riesgo de derrumbarse. Por ello, la propaganda 52
Proclama de, 1810. Sermón que, 1811. 54 Nemesio Salcedo, Bando, Chihuahua, 21 abril 1811, en Hernández y Dávalos, Colección, 1985, t. I, doc. 1, pp. 5-6. 53
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realista insistió en la defensa de tan augustos valores y en la necesidad, por lo mismo, de combatir la insurrección.
ALGUNAS
CONSIDERACIONES FINALES
Dos rasgos distinguieron esta frase discursiva, que la vuelven sumamente interesante para analizar la dimensión simbólica del proceso de transformación política del tardío orden colonial novohispano. Por un lado su polivalencia, es decir, su capacidad para significar cosas distintas y ser utilizada, por tanto, por grupos y con propósitos también distintos. Por otro lado, su popularidad —por lo menos en estos años de crisis dinástica y de guerra civil—, el hecho de que apareció profusamente en los textos impresos y manuscritos de toda índole, y también, a juzgar por las evidencias disponibles, en las arengas y discursos pronunciados en la arena pública, sea el púlpito, sea la plaza pública. Sobre esto último, resulta evidente que la frase fue, como dijo Alcalá Galiano para el caso de la península, por todos lados repetida y cantada. La insistente aparición de esa trinidad nos deja ver que se aludía con ella a nociones y valores compartidos por una gran cantidad de grupos sociales; pero no sólo eso, sino que se trataba de valores sociales “últimos y establecidos en la permanencia” como los definió Durkheim55, es decir, que daban forma a una cosmovisión, en la que se fundaban precisamente nociones religiosas, políticas y cívicas: la religión católica como regla de vida y de conducta, la institución monárquica como el más adecuado marco político y de gobierno, y las virtudes patrióticas como moral pública. Esos valores parecían estar en peligro ante la invasión francesa de España, por evidentes razones: Napoleón había tomado presos a Fernando VII y a Pío VII, pretendía introducir ideas políticas y religiosas muy cercanas a la Revolución Francesa y al enciclopedismo, y quería imponer su domino sobre España y sobre América. Las reacciones novohispanas tras la guerra contra Napoleón fueron entonces de un apego abrumador a esos valores y de defensa del orden político y social; fue una reacción absolutamente conservadora, tradicional, de viejo cuño. La frase “Dios, el rey y la patria” remitía entonces no sólo a valores sino a acti55
Al respecto véase Lacroix, Durkheim, 1986, p. 313.
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tudes: la religiosidad, la fidelidad, el patriotismo. Actitudes por lo demás que distinguían, según los publicistas, a los españoles de ambos hemisferios. Como lo dijo uno de ellos, la sumisión, la obediencia, la fidelidad al rey, a la patria, a Dios son “las nobles y excelentes calidades que constituyen el ser y han formado el carácter de nuestra nación”56. La frase se volvió particularmente interesante en estos años, pues compartió un rasgo definitorio con los mitos y las actitudes míticas: no sólo remitía a un orden social que se buscaba conservar, sino sirvió también para mantener la esperanza en el cambio y movilizar las fuerzas necesarias para lograr ese objetivo. Dicho de otra forma, la frase “Viva Dios, viva el rey y viva la patria” aglutinó tendencias políticas distintas, simbolizó estados sociales diferenciados: por un lado representaba el espíritu de la época, y por ello el reconocimiento generalizado de su vigencia; por otro lado, su apropiación por parte de la insurgencia puso al descubierto que esos valores comunes podían ser dotados de contenidos distintos y, en consecuencia, ser utilizados como canales de expresión de las tensiones sociales.
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D E L A I G U A L D A D T R I B U TA R I A .
N U E VA E S PA Ñ A , 1 8 1 0 - 1 8 2 1 Jos é Ant o n i o S e r ra n o O r t e g a
Insurgentes y realistas. Enemigos a sangre y fuego. Luchadores irreconciliables. Hijos del rey contra hijos de la nación. Éstas son las palabras con las que en gran medida se ha definido e investigado a los protagonistas de la guerra de independencia en la Nueva España. Esta perspectiva de estudio no ha ayudado y, en algunos casos, no ha permitido identificar e investigar los proyectos ideológicos comunes, los diseños institucionales similares, las estrategias militares semejantes y las medidas sociales parecidas que alimentaron y guiaron a los insurgentes y a los realistas. ¿Quién puede dudar que la diferencia radical entre realistas e insurgentes fue su posición con respecto al dominio español en Nueva España, entre su independencia y su pertenencia como posesión de la Corona española? Sin embargo, en este artículo hago hincapié en los proyectos y acciones comunes entre estos dos bandos, en particular en los cambios que ambos enemigos llevaron a cabo sobre la estructura fiscal de Nueva España entre 1810 y 1821. Tanto en el campo insurgente como en el realista se impulsaron medidas y se lograron acciones que transformaron uno de los rasgos esenciales del funcionamiento de la Real Hacienda: el privilegio fiscal. Ambos bandos buscaron y lograron establecer la generalidad impositiva, es decir, el principio de que todos los contribuyentes estaban obligados a pagar los mismos impuestos sin importar sus privilegios, fueros y calidades. Desde la década de los años sesenta del siglo pasado se ha fortalecido y asentado una perspectiva de estudio sobre la presencia y la
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importancia de los realistas en la explicación de la guerra de independencia. Los libros y artículos de Hugh Hamill, Timothy Anna, Brian Hamnett, Christon Archer y Juan Ortiz1 han demostrado que los realistas no conformaban un bando condenado de antemano a ser derrotado, como la historiografía nacionalista mexicana y mexicanista había destacado. Por el contrario, es imprescindible seguir analizando este sector político y militar para entender con mayor precisión los años que corren entre 1810 y 1821. Más aún: es necesario investigar al mismo tiempo a los enemigos “a sangre y fuego” para comprender este periodo fundamental del pasado mexicano.
LOS
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En septiembre de 1810 el cura Miguel Hidalgo convocó a la sociedad novohispana a pelear en contra del “mal gobierno”, lo que desencadenó una guerra civil que duró hasta 1821. La lucha entre insurgentes y realistas, a partir de septiembre de 1810, provocó una caída en picado de todos los ramos de ingreso de la Real Hacienda. A finales de 1811, el virrey Francisco Xavier Venegas informaba que la lucha contra los “rebeldes” había hundido en una profunda crisis al erario novohispano: los ingresos ordinarios, sobre todo los generados por la renta del tabaco, habían desaparecido; las alcabalas difícilmente se cobraban, y poco aportaban los impuestos a la amonedación y los diezmos. El debilitamiento de los lazos administrativos entre las cajas foráneas y la matriz de la Ciudad de México había agudizado las penurias de la Real Hacienda, ya que gran parte de los dineros recaudados se quedaba en las regiones y sólo alguna cantidad llegaba a la capital virreinal2. A falta de recursos ordinarios, los funcionarios reales habían recurrido frecuentemente a los préstamos y donativos. Sin embargo, esos ingresos tampoco habían solucionado la pobreza de la Real Hacienda novohispana3.
1 Hamill, Hidalgo, 1966; Hamnett, Revolución, 1978; Anna, Fall, 1978; Archer, entre otros artículos, “Dineros”, 1985 y “Causa”, 1989; Ortiz, Guerra, 1997. Para una revisión sobre la historiografía sobre la guerra de independencia en México, Guedea/Ávila, “Independencia”, 2007, y Serrano, “Deshaciendo”, en prensa. 2 TePaske, “Crisis”, 1998. 3 Jáuregui, Real, 1999, cap. IV; Valle, “Consulado”, 2000; Valle, “Empréstitos”, 1994.
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En razón de esta penuria fiscal, las autoridades buscaron otros medios para hacer llegar recursos a las arcas virreinales, y entre ellos sobresalieron las contribuciones directas decretadas por las Cortes extraordinarias. El 13 de septiembre de 1813, los diputados gaditanos publicaron el decreto sobre la “contribución directa”, en el que se reglamentaba el principio constitucional de que “Todo ciudadano, sin excepción ni privilegio alguno, está obligado a contribuir a las cargas del estado de acuerdo a sus haberes”. Después de largos debates, que habían arrancado desde 1812, la gran mayoría de los diputados había logrado que se aprobara un impuesto directo sobre la renta o sobre las “personas”, es decir, un tipo de imposición directa que intentaba gravar el conjunto de las fuentes de réditos de un contribuyente, independientemente de si sus rendimientos y beneficios provenían de sus propiedades agrícolas, urbanas y/o industriales. En la carga directa personal se individualizaba al contribuyente, en otras palabras, una persona física “desenmascarada” de privilegios, fueros y excepciones4. En este sentido, la contribución directa implicaba que todos los ciudadanos, “sin excepción ni privilegio alguno”, debían pagarla. La palabra clave era “todos”. Al contrario del Antiguo Régimen, que se fundamentaba desde el punto de vista del fisco5, en la excepción de los contribuyentes “aforados” frente a las imposiciones, en el bando de septiembre de 1813 se obligaba a todos los habitantes del imperio a contribuir a las cargas del Estado, es decir, se apostaba por la generalidad impositiva. Si bien la igualdad impositiva tenía como objetivo inmediato transformar las bases de recaudación de los impuestos, sin duda también se inscribía en el proyecto apoyado por una parte importante de los diputados de las Cortes extraordinarias, que tenía como fin principal cambiar los valores que habían alimentado y sostenido a la sociedad corporativa. En efecto, los ordenamientos constitucionales gaditanos relacionados con la propiedad de la tierra, con la libertad de trabajo y con las bases fiscales, tenían un claro sentido anticorporativista, ya que tenían a definir, primero, y a asentar en la realidad social, después, al individuo descarnado de privilegios y fueros, ya como propietario pleno de la propiedad y usufructo de la tierra, ya como trabajador 4 Para seguir la discusión sobre los principios liberales de la contribución directa, López, Liberalismo, 1992 y del mismo autor Pensamiento, 1999. 5 Para la estructura fiscal del Antiguo Régimen Fontana, Quiebra, 1971; Artola, Hacienda, 1982; Marichal, Bancarrota, 1999, y Jáuregui, Real, 1999.
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libre que ofrecía su fuerza de trabajo sin condicionamientos extraeconómicos, y ya como contribuyentes sin privilegios. El individuo y no la corporación; la libertad de trabajo y no el gremio; el propietario de bienes raíces y no las instituciones corporativas, como los cabildos, las repúblicas de indios y los mayorazgos; y la generalidad impositiva y no la fragmentación de sujetos fiscales de la Real Hacienda. Siguiendo muy de cerca el decreto gaditano sobre la contribución directa de septiembre de 1813, Calleja expidió el 15 de noviembre de 1813 el “Reglamento de la contribución extraordinaria de guerra”6, en el que se determinaba cobrar en el reino una carga proporcional a las rentas y caudales de cada uno de los ciudadanos. Todos los habitantes de la Nueva España, a excepción de los jornaleros y de los que ganaran menos de 300 pesos anuales, debían presentar relación jurada de sus capitales, ganancias y utilidades líquidas, con el fin de que “los ayuntamientos procedan a asignar el tanto de contribución que según la escala o tabla de progresión [...] corresponda a cada contribuyente”. En caso de que los contribuyentes se negaran a entregar su relación jurada y falsearan sus datos, el cuerpo municipal tenía el derecho de señalar la cuota “según la noticia u opinión que tenga de su fortuna y bienes”. Cada seis meses, los munícipes debían actualizar las listas de los contribuyentes, según hubieran disminuido o aumentado los caudales de los vecinos. En los “pueblos” donde no hubiera cuerpos municipales, los subdelegados y los tenientes de justicia “elegirán dos vecinos honrados de cada parroquia y en unión de ellos procederá a la asignación de cuotas”. Pronto las “voces” se levantaron en contra del nuevo impuesto liberal. Las quejas fueron estruendosas y mayor la resistencia a satisfacer este nuevo gravamen. Varias razones explican el encono. En primer lugar, llegaba a la Nueva España un nuevo impuesto que incrementaría el monto de la carga tributaria; pero, sobre todo, porque la imposición recaía sobre los novohispanos con mayores ingresos y con las mayores posibilidades de presionar al gobierno virreinal mediante las instituciones de gobierno, así como de sus propias corporaciones. En segundo lugar, estos mismos grupos sociales se opusieron al principio de la generalidad impositiva. Los síndicos del ayuntamiento de Guanajuato, corporación controlada por los grandes parcioneros de las minas, de6
CARSO, Fondo XLI-1, carpeta 143.
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mandaron al virrey que el gravamen sobre las rentas líquidas también se exigiera a los militares7. Éstos, como se quejaban los regidores Mariano Septién, José Matías de Otero y José María Hernández Chico, se escudaban en “fueros y privilegios” para no pagar el impuesto, lo que violaba el “espíritu” del bando de diciembre de 1813. Señalaban que, después de la proclamación de las leyes de las Cortes, era necesario que se eliminaran todos las “condiciones particulares”, y que todos los habitantes de la monarquía pagaran los mismos impuestos. No es gratuito que los parcioneros hubieran seleccionado a los militares para reafirmar el principio de la generalidad impositiva: los labradores (término que agrupaba a los latifundistas, a los hacendados y a los pequeños y medianos rancheros) eran los que copaban los principales cargos de las milicias realistas8, y como oficiales habían recurrido al fuero y a los privilegios castrenses para evitar que sobre sus haberes repercutieran los gravámenes destinados a sostener la guerra contra los rebeldes. Así, los mineros cuestionaban la “situación privilegiada” para trasladar el impuesto a los haberes de los propietarios agrícolas. Los militares de la provincia de Guanajuato, por su parte, recurrieron a otras razones para justificar su excepción impositiva, como expusieron en boca del coronel Agustín de Iturbide: a más de no considerar comprendidos a los puros militares en la indicada contribución fundado en la práctica repetidamente observada sobre el particular, de ser siempre excluidos de todas las pensiones que se han impuesto a la Nación por rigurosa y exigentes que hayan sido, por justas consideraciones del gobierno al corto sueldo que gozan y otras razones de menos peso9.
Iturbide resaltaba los privilegios y la larga tradición de exclusión, aun en momentos de penurias extremas. En el fondo de la disputa estaba no sólo el enfrentamiento de los valores individualistas que promovía la contribución directa contra los privilegios fiscales; además, los ricos parcioneros mineros apoyaron la contribución directa personal como un medio para repartir la carga tributaria entre todos 7
AGN, Propios y arbitrios, vol. 42, fs. 529-529v. Serrano, Jerarquía, 2002, cap. II. 9 Villalba al intendente Pérez Marañón, 18 de febrero de 1814, en AGN, Propios y arbitrios, vol. 42, fs. 530-531. 8
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los grupos sociales. En la provincia de Guanajuato, el mayor peso de sostener a las tropas realistas que peleaban contra los insurgentes había recaído en los bolsillos de los propietarios de los reales mineros. En cambio, los síndicos y regidores de cabildos del real de minas exigían que también los propietarios agrícolas y ganaderos aportaran a la buena causa. El virrey Calleja, quien recibió la queja del cabildo de Guanajuato y la exposición de los militares, reafirmó el principio de la generalidad impositiva del bando de diciembre de 1813. Todos deberían pagar la contribución, sin que nadie se pudiera escudar en el fuero militar para proteger sus propiedades y riquezas. Sólo aceptó una excepción: los “coroneles inclusive hasta el último subalterno” no pagarían el gravamen si dependían de su sueldo para sobrevivir. Daba este paso basado en el principio de que estarían excluidos los que ganaran menos de 300 pesos. Pero el resto de los oficiales no podría exceptuarse. En caso de que fueran propietarios de algún “laborío”, los militares estaban obligados a pagar tanto por el sueldo que percibían, como por las ganancias que generaran sus haciendas y ranchos. Paradójicamente, la abolición de la Constitución gaditana, en julio de 1814, favoreció el funcionamiento y el cobro de los tipos impositivos directos en la Nueva España. A los pocos meses de que Fernando VII ordenara “regresar al estado de cosas anterior a 1808” y dejar atrás la “indiscreta pasión de la novedad”10, el virrey Calleja asumió de nueva cuenta el control político y administrativo de todo el territorio de la Nueva España, abolió las nuevas instituciones gaditanas, como las diputaciones provinciales, y anuló casi todas las disposiciones emanadas de las Cortes; casi todas, porque en noviembre de 1814 declaró vigente la contribución directa sancionada “por las proscritas Cortes”. Después de consultar con la junta de arbitrios de la ciudad de México y de considerar, por una parte, las “demasiadas notorias escaseces del real erario”, y por la otra, “ser indispensable de la justicia del gobierno el nivelar las contribuciones baxo una especial igualdad a todos, de modo que no resulte haberse cargado más en unos que en otros”, el virrey ordenó que en toda la Nueva España se recaudara la “contribución general directa” de acuerdo con las reglas del bando de 1813. En esta ocasión, noviembre de 1814, a la directa de las Cortes 10
Real, 1814.
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se le denominó “subvención temporal de guerra”11. De nueva cuenta se especificaba que en la capital de cada provincia se formaría una junta compuesta de comisionados del ayuntamiento, y de representantes de la Iglesia y de la “clase mercantil”. En las poblaciones donde no hubiera cabildos, los subdelegados y los tenientes de justicia “elegirán [a] dos vecinos honrados de cada parroquia y en unión de ellos procederá a la asignación de cuotas”. De nueva cuenta se exceptuaba a los jornaleros y a los que ganaran al año menos de 300 pesos, y se establecía una tabla en la que se especificaban los porcentajes que cada “individuo” pagaría de acuerdo con sus haberes. Cuento con algunos indicios documentales de que a partir de 1815 el impuesto directo se cobró en la mayor parte del territorio novohispano. Uno de los más importantes es un informe que en 1823 elaboró el Ministerio de Hacienda, en donde se enumera cada uno de los suelos impositivos en los que no se habían cobrado los ramos de alcabalas a partir de 1810, aguardiente de caña, vino mezcal, tabaco, salinas y, por supuesto, “los derechos de contribución de guerra”12, En este último ramo se agrupaban tanto los gravámenes que afectaban la venta de productos de primera necesidad, como las exacciones que recaían sobre los haberes individuales y sobre los diversos beneficios y utilidades de las fuentes de rendimientos económicos. En el informe salta a la vista que entre 1812-1814 sólo en algunos lugares se recaudaron las directas; en cambio a partir de 1816-1817 éstas se cobraron regularmente en la gran mayoría de los suelos impositivos novohispanos, salvo en la intendencia de Michoacán y en algunas regiones de las intendencias de Guanajuato y de México, zonas en las que continuaron los fuertes enfrentamientos entre insurgentes y realistas. A partir de 1817, incluso en estas regiones se pudieron cobrar las contribuciones directas. Otros indicios, asimismo, dan cuenta de que se cobró la pensión de fincas. Los virreyes Calleja y, a partir de 1816, Juan Ruiz de Apodaca, ordenaron levantar los padrones de fincas rústicas y urbanas. Y se levantaron. En Zacatecas, el intendente informó que se contaba con un registro de los inquilinos y propietarios de las casas, que si bien era 11
Bando de 14 de octubre de 1814, en Biblioteca CARSO, 351.72 V.A. Razón de las cuentas de oficina y ramos que no se han presentado por sus respectivos responsables en los años que se esperan, 1823, en AGN, Archivo Histórico de Hacienda, vol. 2329, exp. 31. 12
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“muy imperfecto” permitiría cobrar 10 000 pesos13. Lo mismo sucedió en distintos lugares de las provincias de Valladolid, Oaxaca, Guadalajara, Nuevo Reyno de León, San Luis Potosí, Zacatecas y México14. Para levantar estos padrones en mucho ayudó el que se comenzara a reorganizar la burocracia de la Real Hacienda en algunas provincias, sobre todo a partir de 1817. En Oaxaca, el intendente José María Fernández se ufanaba de que los insurgentes habían sido “batidos” en la mayor parte del territorio de la provincia, lo que había permitido nombrar a 18 de los 20 subdelegados y así cobrar los impuestos encomendados al erario real15. El bando de noviembre de 1814 levantó muchas “voces” en su contra desde el momento de su publicación. Lo que ahora me interesa destacar son las razones que esgrimieron los súbditos para oponerse a pagar la directa personal. Muchos asumieron el regreso de Fernando VII y armaron sus representaciones con palabras como diferencias, calidades, privilegios y fueros. En cambio, las autoridades virreinales promovieron la generalidad impositiva para enfrentar y anular el rechazo a las contribuciones directas, y sus palabras-clave fueron “todos, sin excepción”. Los integrantes de distintas corporaciones se basaron en sus “privilegios” para solicitar al virrey Calleja reducir o de plano abolir el monto que debían pagar por las contribuciones directas. En este sentido destacaron las corporaciones militares y eclesiásticas. Las fuerzas castrenses de la provincia de San Luis Potosí apelaron a sus “fueros” para no pagar la pensión de casas, con lo que había logrado eludir el bando de febrero de 1812. Como se quejaba el intendente Manuel de Acevedo: “el bando no se ha podido acabar de verificar en sus devidos tiempos por las diferencias en fueros de los individuos que habitan dichas casas y oposición de algunos por las variaciones de inquilinos”16. Los eclesiásticos no se quedaron atrás. En Valladolid, el intendente Francisco Merino se quejaba de que la contribución directa de diciembre de 1813 no se había podido cobrar. Para evitar que de nue13
AGN, Propios y arbitrios, vol. 43, fs. 133-138. AHMM, caja 7, exp. 6; AGEO, Intendencias, leg. 39, exp. 35; AGEO, Real Intendencia, leg. 14, exp. 40; AGN, Propios y arbitrios, vol. 44, fs. 182-183; AHSLP, leg. 1819.2, exp. 5; AGEO, Real Intendencia, leg. 40, exp. 14. 15 AGN, Propios y arbitrios, vol. 26, fs. 433-440. 16 AHSLP, leg. 1812.3, exp. 25. 14
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va cuenta fuera ficticio el bando de noviembre de 1814, Francisco Merino solicitó al obispo Manuel Abad y Queipo una “lista duplicada de los productos de las prebendas de los señores capitulares y de los sueldos de los dependientes de la Santa Iglesia”17. En la Ciudad de México, el tesorero de la Real Hacienda y del ejército informó al virrey que los propietarios de casas, en particular, los sacerdotes y los frailes de los conventos, se oponían a pagar 10% del impuesto, amparados en sus calidades particulares. Para no entorpecer sus deberes como funcionario de la Real Hacienda, señalaba el tesorero, era necesario que el provisor vicario no “impart[iera] el auxilio necesario” a los sacerdotes infractores18. El subdelegado de Teposcolula, Juan Antonio de Herrera, por su parte, informó que los eclesiásticos habían sido graduados “equitativamente” para pagar la pensión de casas, pero “se rehusan en lo absoluto a satisfacer, sin más razón que no querer”19. Herrera informó que la Junta Patriótica que él presidía había considerado “hacer efectiva la contribución aun a los eclesiásticos de este partido”. Nadie estaba “exempto”. Además, solicitaba que se libraran estos oficios al gobernador de la Mitra para que, a su vez, ordenara pagar el impuesto sobre inmuebles a los religiosos que estaban a sus órdenes. Después del regreso de Fernando VII y de la abolición de la Constitución de Cádiz en mayo de 1814, no es extraño que de nueva cuenta se hablara de “privilegios, fueros y calidades”. Lo notable es que las autoridades realistas recurrieron a dos criterios muy alabados por las “abolidas” Cortes para obligar a los súbditos a pagar las figuras tributarias directas: la generalidad impositiva y la proporcionalidad tributaria. Las autoridades regias del virreinato de la Nueva España en realidad se guiaron por el principio gaditano de “Todos deben pagar de acuerdo a sus haberes”. Las penurias del tesoro real, las crecientes demandas de recursos para sostener la guerra contrainsurgente y las presiones para pagar a los acreedores del erario real, son factores todos que orillaron a las autoridades novohispanas a mantener las cargas directas decretadas por las Cortes, lo que implicó, por consiguiente, defender los principios de igualdad ante el impuesto y el pago diferenciado de
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AHMM, caja 7, exp. 6. AGN, Propios y arbitrios, vol. 16, fs. 564. AGEO, Real Intendencia, leg. 43, exp. 45.
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acuerdo con el monto de la riqueza de los contribuyentes. Lo hubieran querido o no las autoridades realistas, las contribuciones directas suponían necesariamente la igualdad y la progresividad. Eran una camisa de fuerza que no se podía evitar. Los funcionarios de la Real Hacienda actuaron en consecuencia. Frente a los fueros y privilegios corporativos apelaron al artículo tercero del bando de noviembre de 1814: “que sean llamados los vecinos de sus respectivas comprehensiones sin distinción de clase ni fuero”. Abundan los ejemplos al respecto. Los funcionarios, de forma machacona, contestaron que nadie estaba exento de la contribución de inquilinatos “incluso los eclesiásticos”, como destacaba el subdelegado Herrera20. Los fueros fiscales habían sido comunes antes de la guerra, pero ahora los tiempos eran muy distintos. Así reaccionaba el fiscal Sanz frente a la “súplica” de los mineros de Zacatecas de que se anulara la pensión de casas: “Son indudables las gracias y privilegios que en tiempos más felices ha dispensado el soberano a los mineros de Nueva España”, pero ahora es necesario que todos muestren su “patriotismo” y paguen de acuerdo con sus haberes21. En Oaxaca, las corporaciones y los habitantes con “distintas calidades”, incluidos los clérigos, los militares y, en particular, las comunidades indígenas apelaron a sus “privilegios” para no pagar sus “obligaciones”. Las autoridades virreinales, empezando por los subdelegados y el intendente hasta llegar al virrey, destacaron que los “privilegios” no los exceptuaban de satisfacer el monto que a cada uno le correspondía por la pensión de casas. El virrey determinó que debían pagar tanto el dueño como los inquilinos22. Así pues, los funcionarios reales de la provincia de Oaxaca coincidieron en que “todos deben pagar, independientemente de su calidad”. El principio de la igualdad tributaria se convirtió en uno de los ejes de la tesorería del virreinato. Y no fueron los diputados gaditanos quienes lograron que este principio liberal se asentara en la sociedad novohispana; fueron las autoridades realistas quienes lo defendieron y lo promovieron. Por consiguiente, la guerra de independencia y las constantes penurias de la Real Hacienda obligaron a las autoridades a cobrar, entre 1812 y 1814, y a seguir cobrando, entre 1814 y 1821, los impues-
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AGEO, Real Intendencia, leg. 43, exp. 45. AGN, Propios y arbitrios, vol. 43, fs. 201-202v. AGEO, Real Intendencia, leg. 40, exp. 14.
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tos directos establecidos por las Cortes de Cádiz. En otras palabras, los funcionarios reales acudieron a los gravámenes directos por necesidad, y no por convicción. Lejos de Calleja estaba reorganizar la Real Hacienda siguiendo y poniendo en marcha los principios fiscales, políticos y administrativos que las Cortes de Cádiz atribuyeron a las contribuciones directas. Los apremiantes requerimientos de dinero obligaron a impulsar su cobro. De manera coyuntural se recurrió a las contribuciones directas. Vale la pena destacar que la necesidad facilitó que las contribuciones directas comenzaran a arraigar, a “naturalizarse”, en la Nueva España.
LOS
INSURGENTES: DIEZMOS, ALCABALAS
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Los insurgentes aprobaron también medidas efectivas con el fin de eliminar las principales excepciones y privilegios fiscales de finales del siglo XVIII y la primera década del siglo XIX. Para lograr la generalidad impositiva, “el todos deben de pagar”, los gobiernos insurgentes desde Hidalgo, pasando por Ignacio López Rayón y José María Morelos y Pavón, y llegando al Congreso de Chilpancingo exigieron que todos los novohispanos, independientemente de sus calidades, privilegios y fueros, pagaran las alcabalas, impuesto sobre la compraventa de productos agrícolas, ganaderos, comerciales y manufactureros, y los diezmos. Y este “todos” iba dirigidos a los indígenas. Al respecto es necesario recordar que los indígenas no pagaban alcabala por los productos de la tierra que comercializaban en las poblaciones españolas23 ni diezmo, salvo el llamado diezmo chico por los productos de “Castilla”, como las gallinas, el ganador mayor y menor y las hortalizas. Este grupo étnico gozaba del privilegio de no pagar ciertos impuestos de la Real Hacienda, a cambio de entregar el tributo. En cambio, los dirigentes insurgentes demandaron que todos los novohispanos pagaran las mismas contribuciones, a cambio de que se redujeran los montos que se pagaban por las alcabalas y se aboliera el tributo. 23
Menegus, “Alcabala”, 1998; Silva Riquer, “Población”, 2000; Escobar, “Comercio”, 2000.
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Pero este proceso resumido de manera amplia en el párrafo anterior debe verse de manera pautada, cronológicamente, tanto desde el punto de vista de las figuras impositivas, como a lo largo del tiempo. Una primera observación es que encuentro dos tiempos diferenciados con respecto a las alcabalas entre 1810 y 1815. El primero corre desde octubre de 1810 hasta finales de 1811, periodo caracterizado por medidas oscilantes ante el cobro de este impuesto indirecto. En el decreto de abolición del tributo y de la esclavitud, del 19 de octubre de 1810, el cura de Dolores ordenó que a los “naturales” no se les cobrara la alcabala por los productos del maguey. Sin embargo, un mes y días después, el 29 de noviembre, Hidalgo aprobó una importante reforma a esa excepción. En los considerandos del decreto se indicaba “que su ánimo es eliminar el pesado yugo que por espacio de trescientos años la tenía oprimida, uno de sus principales objetivos fue extinguir tantas gabelas con que no podían adelantar sus fortunas”. Y de inmediato señalaba, “mas como las urgentes y críticas circunstancias del tiempo no se puede conseguir la absoluta abolición de gravamen”, por lo que determinaba, en efecto, abolir el tributo, mas a cambio de “Que siendo necesario por parte de éste [el ‘vasallo’] alguna remuneración para los forzosos costos de la guerra y otros indispensables para la defensa y el decoro de la nación, se contribuya con un dos por ciento de alcabala en los efectos de la tierra, y con el tres en los de Europa, quedando derogadas las leyes que establecían el seis”. A cambio, se reducía la alcabala y se eliminaba toda clase de estancos, clases que se “exigían a los indios”24. Aquí vale la pena retener dos conceptos muy relacionados, “vasallos” y “efectos de la tierra”. Ambos hacen referencia al intento de generalizar la imposición indirecta, en particular, hacia los pueblos de indios, ya que, como señalamos, estos grupos étnicos no pagaban derecho de venta ni de producción por los productos de la tierra. En cambio, con Hidalgo “todos” deberían pagar la alcabala, incluso los que antes estaban exentos. Después del establecimiento de la Junta de Zitácuaro, tal parece que la posición de los dirigentes fue mantener las excepciones tributarias de los indios. Morelos, en la orden circulada entre párrocos de la demarcación por él controlada, del 25 de septiembre de 1811, indicaba 24
“Abolición de la esclavitud y otras medidas decretadas por Hidalgo”, Guadalajara, 29 de noviembre de 1810, en: Herrejón, Hidalgo, 1987, p. 242-244.
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que los naturales sólo debían pagar los “medios derechos a la Iglesia, según leyes de ella misma y del reino, las que no hemos alterado hasta dar lo suficiente a los párrocos”. Era terminante respecto a que, según las leyes de Indias, “los indios no deben de pagar diezmo ni primicias de los frutos propios del reyno, como el maíz, sólo los ultramarinos, como las gallinas, ganado, trigo, etc.”. Y advertía que esta orden serviría de gobierno “hasta que se disponga de otra cosa”25. Así, entre octubre de 1810 y por lo menos noviembre de 1811, la estrategia fiscal de los dirigentes insurrectos fue oscilante: se pasó del privilegio impositivo con respecto a las alcabalas, a continuación a la generalidad impositiva, y después a la excepción ante el diezmo y las alcabalas. Sólo tengo algunos datos para 1812, que nos permiten afirmar con cierta claridad las medidas tomadas al respecto. A partir de enero de 1813 claramente se impuso el concepto de igualdad impositiva, al negarse las excepciones étnicas. Y el ejemplo más representativo de este cambio de rumbo fiscal en la dirigencia insurgentes lo representa Morelos. Lo primero que hay que resaltar es que el cura de Carácuaron aceptó la generalización impositiva del diezmo y las alcabalas, es decir, la igualdad ante el impuesto independientemente de origen étnico, después de la toma de la ciudad de Oaxaca y en un momento en que contaba con recursos tanto de las fincas nacionales como de lo obtenido de las arcas reales de la provincia oaxaqueña. Así, no se aprobaba esta medida en circunstancias apremiantes, de falta crónica de recursos26. En efecto, en enero de 1813, Morelos ordenó que los naturales “puedan comerciar lo mismo que los demás, y que por esta igualdad y rebaja de pensiones entren como los demás a la contribución de alcabalas, pues que por ellos se bajó al cuatro por ciento, por aliviarlos en cuanto sea posible”27. Otras tres razones se aducían para justificar esta medida. Primero, que había aminorado la presión fiscal al haberse quitado todas las pensiones, “dejando sólo las de tabaco y alcabalas para sostener la guerra y el diezmo y los derechos parroquiales para sostener al clero”. En particular, la alcabala había sido rebajada 25 “Morelos determina no se alteren las leyes de contribuciones a la Iglesia”, en: Herrejón, Morelos, 1987, doc. 25, p. 135. 26 La documentación del gobierno insurgentes en Esparza, Morelos, 1986 y Montiel, Documentos, 1986. 27 “Elevadas disposiciones de carácter social emitidas por Morelos desde la ciudad de Oaxaca”, en: Lemoine, Morelos, 1991, doc. 60, pp. 264-265.
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hasta llegar a 4%. Segundo, que habían quedado abolidas las diferencias de calidades y, por consiguiente, “nadie pagase tributo, como uno de los predicados en santa libertad”. Y por último “que los naturales sean dueños de sus tierras y de sus cajas”. A cambio de abolir sus excepciones fiscales, los “naturales” habían recibido del gobierno insurgentes la reducción de las pesadas gabelas, el control de sus recursos naturales, que habían sido “atacados” por las autoridades virreinales, y la abolición de las “oprobiosas” diferencias. Para sostener la guerra no bastaba con aumentar las alcabalas y obligar a todos a pagarlas. También era necesario que todos pagaran el diezmo. Este todos se refería, sobre todo, a los indios. Como sucedía con las alcabalas, antes de 1810 los “naturales” no habían estado obligados a entregar el diezmo, salvo el llamado diezmo chico por los productos de “Castilla”, como las gallinas, el ganador mayor y menor y las hortalizas. En cambio, Morelos, el 26 de marzo de 1814, ordenó a todos los intendentes de provincia a su mando que cobraran el diezmo. En esta ocasión recurrió a los argumentos ya señalados en favor de las alcabalas, esto es, la igualdad impositiva y la baja de la presión fiscal. Pero añadía una razón central con respecto al diezmo: todos los cristianos debían pagar esta contribución a la iglesia. “Que ha sido lo mandado desde el principio del mundo y como pretexto divino no puede dispensarse en el hombre y aunque el Rey de España individualmente sacó dispensa para los naturales de este reino lo hizo para engañarlos, cargarlos de tributos; otras pensiones”28. Con este argumento Morelos se hacía eco, y tomaba partido en una larga polémica que había enfrentado al cabildo catedralicio del obispado de Michoacán con los pueblos de indios, por lo menos de la provincia de Guanajuato. En 1792, los prebendados habían solicitado ante los funcionarios reales la autorización para que el cabildo catedralicio recaudara el diezmo sobre los “burros y los frutos de la tierras arrendadas” de los pueblos de indios y de los indios vagos y laboríos del Bajío guanajuatense. Su principal argumento era que “todos eran hijos de Dios”, y por consiguiente estaban obligados a pagar diezmo, como se ordenaba desde al Antiguo Testamento29. Además la Iglesia michoacana fundaba su derecho en la ley 2, título
28
AGN, Operaciones de Guerra, vol. 925, f. 146. “Dictamen sobre si los indios deben pagar diezmo por los burros y por los frutos de las tierras arrendadas”, 1791, en BN-FR, Manuscritos: 1392, MS 455. 29
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16, libro 1 de la Novísima Recopilación que “claramente” especificaba que debían pagar diezmo los “naturales” por sus burros y cerdos. Lo único que podría rebatir este derecho eclesiástico era la inmemorial costumbre de no pagar, pero, agregaban los canónigos, ya habían pasado más de más de 300 años en que los indios vivían en “el santo seno de la iglesia”. El argumento en favor de la costumbre, en efecto, había sido utilizado por la contraparte para resistirse a pagar diezmo. Los indios de Chamacuero destacaban que no debía “hacerse novedad en materia de diezmos”, y por consiguiente, era necesario “observar lo que se sigue en cada provincia”. En el partido de Chamacuero nunca se había exigido el diezmo de burros y cochinos30. Así, por medio de las circulares, bandos y providencias tomados por Morelos en materia hacendaria, se puede seguir el camino a partir del cual se fue estableciendo en el centro del modelo fiscal de los insurgentes el principio de la igualdad ante el impuesto. Todos los vasallos, en palabras de Hidalgo, y los ciudadanos de la Constitución de Apatzingán, tenían la obligación de pagar las mismas cargas fiscales. La consigna era eliminar las excepciones, las que eran vistas como parte del oprobioso sistema de la Real Hacienda. Además, los gobiernos insurgentes impulsaron el principio de la generalidad impositiva por el mismo medio utilizado por las autoridades realistas: establecieron una contribución directa como una de las fuentes de recursos del gobierno insurgente. En un documento que probablemente fue tomado en cuenta por los diputados del Congreso de Chilpancingo de 1813-1814, se proponía cobrar una “única” contribución directa sobre las propiedades y utilidades de los ciudadanos, en lugar de la capitación que se basaba en la demografía, no en la producción31. En marzo de 1814, Morelos retomó esta última figura impositiva cuando señaló que después de la victoria sobre los realistas, el gobierno eliminaría la mayor parte de los injustos y pesados impuestos y tasas, y “se impondría un 4% por única contribución a todos los americanos y sobre todos los frutos que se coseche y sobre los efectos que se comercien”32. Aquí la palabra clave es frutos; ya no sería la existencia humana 30
La documentación sobre el cobro de diezmo es abundante, y requiere un estudio específico que estoy desarrollando. Consultar: ACDVM, 25.0.01556; ACDVM, 5.3.37-69-70; ACDVM, 26.0.01.52/1644 y ACDVM, 39.0.01.26. 31 AGN, Operaciones de Guerra, vol. 923, fs. 267-268. 32 AGN, Operaciones de Guerra, vol. 925, fs. 146.
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la base que se gravaría, sino todos los productos agrícolas, ganaderos y artesanales, más su operación de compraventa. Seguramente los legisladores de la Constitución de Apatzingán tuvieron en cuenta y se nutrieron de los debates que se dieron en las Cortes de Cádiz sobre la denominada contribución directa, que se recaudó con cierto éxito en el territorio controlado por los realistas33. Tomando en cuenta los principios fiscales establecidos en las Cortes y por el virrey Calleja, el Congreso Nacional ordenó a la Junta Subalterna Gubernativa el 14 de agosto de 1815, cobrar “una contribución general extraordinaria” que afectaba las “renta y capitales” de distinta naturaleza, ya fueran de origen comercial, manufacturero, agrícola, ya de los sueldos y de los salarios34. La contribución general insurgente seguía de cerca la establecida por las autoridades virreinales en la división de los contribuyentes de acuerdo con sus “capitales”. Eran seis las subdivisiones: la primera estaría formada por los que “manejen desde doscientos hasta quinientos pesos”; de 500 hasta 2.000, los de esta cantidad hasta 6.000, los de 6.000 hasta 25.000, y la última los que ganaran más de esa cantidad. Es probable que el principio generalidad-igualdad no fuera aceptado por los principales afectados, los “naturales”, en razón de que habían gozado de importantes excepciones ante las alcabalas y el diezmo durante gran parte de la etapa colonial. Es probable que la igualdad impositiva fuera un tema difícil y candente en manos de los dirigentes insurgentes. Seguramente los pueblos de indios recibieron con beneplácito la abolición de la injusta distinción que implicaba pagar el tributo; pero tal parece que no concitó el mismo entusiasmo que todos entregaran el diezmo, que cubrieran las alcabalas y pagaran la capitación y la contribución directa. Morelos se vio compelido a justificar en varios momentos de la guerra el que se cobraran estas tres figuras impositivas a los naturales. Para intentar aminorar la resistencia social, Morelos argumentó, primero, que los dirigentes insurgentes habían instrumentado varias medidas sociales y agrarias que favorecían el control y el usufructo por parte de las repúblicas de las tierras de común repartimiento, del fundo legal y de la caja de comunidad; des33
Serrano, Igualdad, 2007, cap. I. “Decreto del Congreso, ratificado por el Ejecutivo y adoptado más tarde por la Junta subalterna de Taretan, en el que se reglamenta minuciosamente un novedoso sistema de impuesto sobre la renta”, en: Lemoine, Morelos, doc. 207, pp. 566-572. 34
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pués, que había menguado el gravamen de las alcabalas y que se habían abolido cargas como el derecho de pulque, y por último, que todos eran iguales ante Dios.
A
MANERA DE CONCLUSIÓN
En 1822 un diputado de la Junta Nacional Instituyente señalaba que “desde 1810 los habitantes de México estaban acostumbrados, muy a su pesar, a pagar la contribución directa”. En efecto, durante la lucha entre insurgentes y realistas, la población se acostumbró, a pesar suyo, a estas exacciones, y también las nuevas instituciones fiscales encargadas de recaudarlas, como serían en el campo realista los ayuntamientos y las juntas de arbitrios, y en el insurgente, los tesoreros nacionales. Y con las contribuciones directas, con la obligación de que la población novohispana pagara alcabalas y diezmos, se llevó a la realidad el principio “todos pagan”. Al instrumentar la igualdad tributaria, los gobiernos insurgentes y realistas estaban anulando, acabando con uno de los ejes rectores del antiguo orden virreinal: las distinciones y los privilegios impositivos. Antes de 1810, en la Nueva España, como en el resto de la monarquía española, los contribuyentes se diferenciaban de acuerdo con su origen racial, con sus privilegios y su lugar de nacimiento. La particularidad, más que la generalidad fiscal, determinaba a los sujetos pasivos del impuesto. El caso más notorio es el de los indios y de las castas que estaban obligados a pagar el tributo debido a su raza, y los primeros no pagaban las alcabalas y el diezmo. Los dirigentes insurrectos pusieron en marcha medidas para asegurar la igualdad de los contribuyentes, entre las que sobresalen la abolición del tributo y la obligación de todos los contribuyentes, incluidos los naturales, a cubrir los impuestos de compraventa y por los productos agrícolas y ganaderos de sus tierras. Los insurgentes no estaban solos en su afán por acabar con los privilegios fiscales. El gobierno virreinal también eliminó el tributo que pagaban los indios y las castas, y obligó a todos los habitantes de la Nueva España a pagar un conjunto de contribuciones directas35. Paradojas de la vida: ambos contendientes coincidieron en la generalidad impositiva, lo que acabó uno de los ejes rectores del sistema fiscal de 35
Al respecto Serrano, Igualdad, 2007.
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Antiguo Régimen. Esta coincidencia de los enemigos a muerte se debe a que ambos estaban de acuerdo en rescatar el programa de reformas que desde finales del siglo XVIII había sido impulsado en Nueva España por funcionarios eclesiásticos como el obispo de Michoacán, Rodríguez de San Miguel, y el arcediano Manuel Abad y Queipo, y funcionarios reales como Juan Antonio de Riaño, intendente de Michoacán y después de Guanajuato. Estos personajes, que de una forma u otra se relacionaron con Miguel Hidalgo, consideraban que era necesario acabar con los privilegios fiscales, es decir, con la prerrogativa a no pagar determinados impuestos. Por el contrario, todos debían pagar las mismas contribuciones36. El liberalismo gaditano fue otro sustrato ideológico que permitió que los contendientes coincidieran en la generalidad impositiva. Tanto el gobierno virreinal como el gobierno insurgente, en particular el Congreso de Chilpancingo, impulsaron un impuesto sobre la riqueza que tenía como objetivo eliminar los privilegios impositivos, y en cambio obligar a todos los habitantes de la Nueva España, según los realistas, o de la América mexicana, según los insurgentes, a pagar individualmente según sus capacidades económicas. No está de más terminar estas páginas destacando un hecho evidente: lo que se hacía en un bando repercutía en lo que se promovía en el otro. Los insurgentes y realistas no fueron espejos, sino esponjas que en muchas ocasiones se alimentaron mutuamente. Así sucedió en materia tributaria. En este artículo resalté la influencia que tuvieron las reglas y normas de las contribuciones directas de los realistas, en la definición de la “contribución general extraordinaria” de los insurgentes. Por su parte, los insurgentes marcaron de manera definitiva partes sustanciales de la estrategia fiscal del gobierno virreinal, como sucedió con la abolición del tributo y el cobro de las alcabalas a los indios. El 12 de julio de 1816, Fernando Gutiérrez del Mazo acusaba a los “malditos rebeldes” de haber sido muy hábiles al eliminar el tributo y el cobro de las alcabalas, ya que habían logrado el apoyo para sus “banderas de los ignorantes y descontentos”37. Recordaba el alto funcionario de la Real Hacienda que en 1811 el gobierno virreinal había
36 “Plan de Juan Antonio de Riaño, propuesto al Acuerdo para el arreglo de la real Hacienda”, en: Hernández y Dávalos, Historia, 1985, vol. 1, pp. 609-614, num. 244. 37 AGN, Indiferente Virreinal, vol. 2388.
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intentado que los indígenas, “como todos los súbditos”, cubrieran los derechos de alcabala, pero se había anulado esta orden debido a que los insurgentes habían abolido esta carga. Lo mismo había sucedido con el tributo. El rey Fernando VII ordenó en marzo de 1815 que de nueva cuenta se recaudara el tributo entre los indios, sus “amados súbditos”. A coro, todas las autoridades del virreinato de la Nueva España rechazaron la orden real; todos traían a la memoria que, primero los insurgentes, y después los realistas, habían abolido esa “pesada carga”. Desde el virrey, pasando por los oidores, los intendentes y los subdelegados coincidieron en que era necesario dejar para “mejor tiempo” el restablecimiento del tributo. Ésta fue una medida de especial trascendencia. Durante la guerra de independencia, o mejor dicho, debido a la lucha entre insurgentes y realistas, desapareció el tributo, un impuesto étnico que, por consiguiente, pagaban los indios y los mulatos. A partir de 1815 este impuesto per cápita, que implicaba una valoración distinta de los sujetos fiscales según su origen étnico, se eliminó del sistema fiscal novohispano, primero, y mexicano después. Por consiguiente, durante la guerra de independencia dejó de existir un elemento fundamental del Antiguo Régimen: los privilegios fiscales. Las diferencias étnicas frente al impuesto, así como los privilegios impositivos, desaparecieron para dar paso al individuo contribuyente. Sin duda, al eliminarse el tributo se comenzaron a difundir entre los “antes llamados indios”, los valores individuales en el sistema fiscal. Se esperaba que el individuo, y no el integrante de una república, fuera el que pagara sus impuestos. Lo que vale la pena destacar es que a partir de las contribuciones directas y la abolición del tributo se pretendía difundir en la sociedad novohispana valores favorables al individuo, y no a las corporaciones, como sujetos ordenadores de la sociedad novohispana. La medida en que estos valores sociales alcanzaron una resonancia social es un tema que debe de ser estudiado para la primera mitad del siglo XIX mexicano.
ARCHIVOS ACDVM AGEO
Archivo Capitular de Administración Diocesana, Valladolid-Morelia. Archivo General del Estado de Oaxaca.
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PROCEDIMIENTOS POLÍTICOS EN LAS PRIMERAS ELECCIONES DEL
MÉXICO
INDEPENDIENTE Mar ía José Ga r r id o Asp e ró
A finales de 1821, el escritor José Joaquín Fernández de Lizardi publicó el texto Ideas políticas y liberales por el Pensador Mexicano. De entre los varios aspectos que trataba el autor, todos vinculados con la conformación del Estado independiente, destaca sin duda aquel en el que proponía se usara un distinto sistema electoral en el proceso que se realizaría aquel año para integrar el poder legislativo del Imperio Mexicano. Además de aconsejar la elección directa, la elaboración de una especie de padrón electoral y que las juntas electorales o mesas de casilla estuvieran integradas en su totalidad por ciudadanos seleccionados al azar y no por las autoridades constituidas, propuso que al iniciarse la jornada se leyera, en voz bien alta y comprensible, el siguiente decreto: La Regencia del Imperio manda que a cualquiera de los jueces y juramentados que aquí nos hallamos, que se le advierta y justifique alguna ocultación de votos, transferencia de ellos, u otro género de maquinación, sea en el acto, y a presencia del pueblo pasado por las armas, sin darle más tiempo que una hora para que se disponga a morir, siendo su cabeza puesta en un palo por tres días en este mismo lugar, con un mote que diga “por traidor a la confianza pública”1.
Inmediatamente el delincuente sería reemplazado por otro ciudadano de los que estuvieran presentes y continuaría la votación. Para 1
Fernández, Ideas, 1821, pp. 6 y 7 (las cursivas son mías).
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sostener la sentencia y conservar el orden, indicaba, debían asistir a la jornada tres jueces letrados y un piquete de tropa. ¿Qué temores expresa esta radical propuesta? ¿Qué había sucedido en las jornadas electorales realizadas con anterioridad? ¿Cómo se había practicado el voto y qué significaba este para la cultura política de la época? ¿Qué representaba el proceso de elección del primer Congreso y cómo se realizó? ¿A qué se refería Lizardi con aquello de “traidor a la confianza pública”? En este texto me ocupo de analizar la percepción que del primer proceso electoral realizado en el México independiente tuvo la opinión pública2. Nada mejor que la apreciación de los protagonistas para mostrar la cultura política de la época3. El objetivo del trabajo es dar explicación de las denuncias constantes de irregularidades electorales expresadas en la prensa y la folletería por algunos escritores particulares que, como observadores de las jornadas realizadas con anterioridad a ésta, afirman eran comunes en los procesos.
SOBORNO,
COHECHO, FRAUDE
La Constitución de la Monarquía Española jurada en Cádiz el 19 de marzo de 1812 y en la capital de la Nueva España el 30 de septiembre del mismo año dispuso una organización política basada en la soberanía nacional, el sistema de representación, la igualdad de los ciudadanos y la división de poderes; estructuró la administración colonial en tres niveles: municipal con los ayuntamientos constitucionales, provincial con las diputaciones provinciales e imperial con las Cortes integradas
2
Uso en este artículo el concepto de opinión pública para describir el proceso por el cual las personas privadas interesadas en los asuntos públicos, haciendo uso de su razón, se apropian de ciertos espacios, en este caso, la prensa y la folletería, para convertirlos en una esfera de crítica del poder público. Habermas, Historia, 1981. Me apoyo también en la periodización de la opinión pública para el caso mexicano propuesta por Palti, Tiempo, pp. 162 y ss. 3 Tomo en este trabajo el concepto de cultura política de Keith Michael Baker en The French Revolution and the Creation of Modern Political Cultura, vol. I, The political cultura of the old regimen, p. XII, quien “afirma que si por política entendemos la actividad propia de individuos y grupos dirigidos a articular, negociar, llevar a cabo y regular sus relaciones entonces cultura política será el conjunto de discursos y prácticas que caracterizan esa actividad en cualquier comunidad”. Tomado de Ávila, Nombre, 2002, p. 315.
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por los diputados representantes de todo el territorio de la monarquía española. Las autoridades de las dos primeras instituciones y los diputados en quienes se delegaba la soberanía en las Cortes debían ser seleccionados a través de largos y complejos procesos electorales. Estos procesos son significativos para el estudio de la cultura política por varias razones. El voto fue, para el régimen liberal, el nuevo procedimiento para designar autoridades locales y representantes en el poder legislativo. Los procesos electorales requirieron de la participación de la población que con su asistencia participaba en la toma de decisiones políticas y con su voto avalaba al régimen nuevo. El voto se convirtió —en los periodos en que estuvo vigente la Constitución de Cádiz durante la guerra de independencia (1812-1814 y 1820-1821) así como en el Primer Imperio Mexicano (1821-1822)— en el mecanismo para nombrar a los alcaldes, regidores y síndicos de los cientos de ayuntamientos que se establecieron; a los vocales de las diputaciones provinciales y a los diputados del poder legislativo, lo que dio lugar a que ciertos individuos y grupos interesados en mantener sus posiciones privilegiadas o acceder a ellas realizaran una serie de actividades nuevas para conseguir el voto de los ciudadanos. El régimen liberal introdujo la competencia política. Ganar las elecciones se convirtió en la ruta a seguir para acceder a estas posiciones. La introducción de este mecanismo de legitimidad afectó las relaciones de poder y dio lugar a nuevas prácticas políticas4. Contamos con varios e importantes textos sobre el tema electoral durante esta etapa de transición. La mayoría de ellos se ha ocupado de los procesos realizados para el nombramiento de ayuntamientos. Otros se han ocupado de las elecciones de vocales a las diputaciones provinciales y diputados a las Cortes españolas. Sólo uno ha abordado los procesos electorales insurgentes y muy pocos han tenido como objeto de investigación el análisis del proceso electoral de los diputados al primer Congreso Constituyente mexicano5. De estas investigaciones se 4 La práctica electoral no era desconocida en el Antiguo Régimen. La hacían los ayuntamientos tradicionales, las corporaciones y las repúblicas de indios para nombrar a sus autoridades. Por sus características estas elecciones no pueden ser consideradas precursoras del sistema representativo liberal. 5 Benson, “Contested”, 1946; Guedea, “Primeras”, 1991; Guedea, “Procesos”, 1991; Annino, “Prácticas”, 1992; Annino, “Cádiz”, 1995; Bellingeri, “Soberanía”, 1995; Bellingeri, “Ambigüedades”, 1995; Warren, “Elections”, 1996; Ávila, “Prime-
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desprende que desde 1812 los comicios despertaron el interés de la población y dieron lugar a nuevas y distintas prácticas políticas. Éstas consistieron en diversos trabajos preelectorales que debieron incluir la participación activa de numerosos individuos y grupos. Actividades que estuvieron dirigidas por unos cuantos y que fueron realizadas con la intención de que los candidatos preseleccionados resultaran ganadores. Estas investigaciones han señalado que se dieron alianzas y negociaciones entre las élites, y que fue en las juntas electorales o mesas de casilla donde fue posible que los interesados lograran manipular los comicios otorgando o negando el voto a discreción de los miembros integrantes de la mesa. Estos trabajos han documentado varias irregularidades como: duplicidad de votos, sufragios realizados por individuos que no tenían la edad requerida o que por alguna razón estaban legalmente incapacitados para participar y la elaboración y repartimiento de listas escritas en el mismo tipo de papel, con la misma tinta y letra en las que se indicaban los candidatos a quienes se debía elegir. Han señalado también que las irregularidades si bien fueron percibidas por las autoridades como acciones que violentaban los procesos y cuestionaban la legitimidad de los comicios, no estaban contempladas en la legislación electoral. De ahí que resulte muy complicado adjetivar estas prácticas. Sin duda alguna éstas eran las acciones que denunciaba José Joaquín Fernández de Lizardi y que le animaban a señalar como “traidores a la confianza pública” a quienes las habían practicado en los comicios coloniales. Es posible suponer que el tipo de juicios emitidos por Lizardi y otros contemporáneos expresen el conflicto que generó la adopción de sistema electoral en cuanto a los valores de la cultura política de Antiguo Régimen que privilegiaban el consenso frente a la competencia política abierta introducida por el liberalismo gaditano. Pues si bien las “campañas” no son en modo alguno contrarias a los sistemas representativos al no estar reglamentadas en los comicios aquí estudiados, dieron lugar a una serie de actividades distintas que aunque no eran “ilegales” violentaban la idea de unidad. Si bien esta investigación se nutre de varios folletos, algunos de ellos anónimos, los proyectos aquí analizados fueron tres, el escrito por el doctor José Eustaquio Fernández, de quien sólo sé que era clérigo, ras”, 1998-1999; Ávila, “Revolución”, 2005; Rodríguez, “Elecciones”, 2002; Rodríguez, Rey, 2003; Guardino, “Toda”, 2000; Simón, “Lucha”, 2004.
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apoderado de la provincia de Texas y, al parecer, había sido electo en 1820 diputado a las Cortes ordinarias de Madrid por la provincia de Zacatecas o la de Michoacán; el del célebre José Joaquín Fernández de Lizardi y el de Antonio Mateos, de quien no tengo ningún dato6. Me ocupo también de la discusión que se dio entre los dos primeros autores mencionados con motivo de las distintas opiniones que sobre las elecciones tenía cada uno de ellos. Estos panfletistas no fueron reconocidos como posibles hombres de Estado, pero como ha señalado Rafael Rojas, ejercieron el papel de nuevos actores políticos que participaron en la opinión pública7. Los temas que más llamaron su atención fueron lograr una más auténtica expresión de la voluntad popular y, principalmente, evitar la manipulación electoral. Aquí se analizan esas percepciones no limitándolas al recuento de las denuncias sino incorporando las propuestas hechas por esos individuos para evitar la manipulación electoral y otorgar así mayor confianza al proceso con el que finalmente se debían legitimar las nuevas posiciones y relaciones de poder. Sus escritos se distinguen de los publicados en procesos anteriores a este porque no sólo incluyeron denuncias, también hicieron importantes propuestas para evitar la manipulación electoral. Los escritores que analizo representan a un pequeño sector de la población que estaba interesado en afirmar, en medio del caos, la legitimidad de los procesos electorales, y no sólo en denunciar las irregularidades que pudieran desprestigiar las acciones de la facción contraria. Esto es precisamente lo que distingue a este proceso electoral de los anteriores. La intención que motivó a estos autores fue la de proponer un sistema electoral que incluyera no sólo una idea del sistema de representación, principalmente un diseño que otorgara certidumbre al sistema político en construcción. Para estos individuos los procesos electorales eran el elemento que podía conferir legitimidad a la autoridad política. Por eso deseaban que se realizaran los comicios sin que hubiera lugar a sospechas o a manipulaciones como las que afirman haber observado en las elecciones coloniales. Las soluciones propuestas por estos escritores estaban encaminadas en todos los casos a la elabora-
6 Posiblemente fue pariente del escritor Juan Antonio Mateos, autor de las primeras novelas que abordaron la guerra de independencia de México: Sacerdote y caudillo y Los insurgentes. 7 Rojas, “Maldición”, 1997.
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ción de un padrón electoral, al uso de boletas electorales foliadas y a otorgar mayor presencia a la población en la conformación de las juntas o casillas electorales. Las fuentes usadas en esta investigación sobre el proceso electoral de 1821-1822, en especial la prensa y la folletería, remiten insistentemente a los vocablos “soborno”, “cohecho” y “fraude”. El Diccionario de la lengua castellana de la Real Academia Española editado en 1817, define estos términos como: “la dádiva con que se cohecha o corrompe a alguno”, como “la acción y efecto de sobornar con dádivas al juez o a otra persona que las recibe por hacer alguna cosa en su oficio” y como “engaño, falta de verdad en lo que se dice, hace, cree, piensa o discurre”, respectivamente8. Un impreso publicado en 1820 define los términos “soborno” y “cohecho” como la acción en la que: “el magistrado o juez juzgase contra derecho a sabiendas, por soborno o por cohecho, esto es, porque a él o a su familia le hayan dado o prometido alguna cosa, sea dinero u otro efecto, o esperanzas de mejor fortuna”9. En todos los casos estos términos se refieren a prácticas o acciones en las que alguien corrompe a otra persona para que cometa una acción que violente las normas aceptadas en el proceso electoral10. Como señala Elías Palti, la opinión pública durante este periodo se caracterizó por ser una especie de tribunal neutral que aspiraba acceder a la Verdad, y censuraba o aprobaba las conductas. Era una suerte de reservorio de máximas morales y éticas trascendentes que, transmitidas de generación en generación, encarnaban el conjunto de principios y valores en los que descansaba la convivencia comunal. La prensa en esta época, sostiene Palti: “se erigía como el único medio capaz de prevenir la corrupción de los funcionarios. El Bien y la Verdad se fundían entonces en la Opinión. Surgía así la noción del tribunal de la opinión como al mismo tiempo juez supremo de las acciones del poder y fuente de su legitimidad”11. La política de tipo restringido a la que corresponde esta clase de opinión pública, se reducía a una cuestión ética. Fue en la per8
Diccionario, 1817, pp. 806, 210, 425 y 360. González de Aller, Carta, 1820, p. 5. 10 El término “fraude” es definido en la actualidad como: “Es el engaño, la usurpación, la falsificación, la mala fe, o el despojo que se realiza para tratar de modificar los resultados electorales a favor o en contra de un partido o candidato, antes, durante y después de las elecciones” (Martínez/Salcedo, Diccionario, 1999, p. 331). 11 Palti (Tiempo, 2007, p. 166) llama a esta época la “era de Lizardi”, que se corresponde con la “política restringida” y con el “modelo jurídico de la opinión pública”. 9
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cepción del quebranto de las máximas morales de conducta social donde se ubicaba la valoración negativa de los procesos. Ése era el sentido dado en las expresiones contra el “soborno”, el “fraude” y el “cohecho” por los escritores aquí analizados. A eso se refería José Joaquín Fernández de Lizardi cuando propuso fueran fusilados en presencia del pueblo los traidores a la “confianza pública”.
PROYECTOS
D E L O S PA RT I C U L A R E S
El 27 de septiembre de 1821 la Ciudad de México recibió en un espectáculo imponente a los 16.000 hombres del Ejército Trigarante, ceremonia que simbolizó la consumación de la independencia. El 28 y 29 del mismo mes se celebró la instalación de los poderes ejecutivo y legislativo interinos: la Junta Provisional Gubernativa y la Regencia. La Junta, que se había autonombrado soberana, comenzó a realizar la tarea más delicada y fundamental para la que fue reunida: la convocatoria del Congreso Constituyente del Imperio Mexicano. Tal era la misión específica que el Plan de Iguala y los Tratados de Córdoba confiaron a este cuerpo. La espera por la convocatoria no fue de manera alguna tranquila. En el interior de la Junta surgieron diversas opiniones que dieron lugar a que las autoridades constituidas presentaran y discutieran tres proyectos distintos de convocatoria12. Además, una buena cantidad de panfletos, papeles impresos y hojas volantes circularon por la Ciudad de México y los distintos espacios del imperio. Los autores de estos escritos trataban de formar opinión pública y de incidir en las decisiones de los vocales de la Junta que resolverían sobre este importante asunto. El 12 de octubre de 1821 el doctor José Eustaquio Fernández dio a conocer a la opinión pública su Proyecto de nuevo reglamento para las elecciones de los representantes del pueblo en las primeras cortes13. Los papeles del doctor Fernández introdujeron en la discusión pública dos temas que hasta entonces no habían llamado la atención de manera significativa y que en realidad no gozaron de la consideración de las autoridades que elaboraron la convocatoria. Temas que provocaron una intensa discusión en los impresos de la época. Éstos fueron, por 12 13
Sobre el proceso de elaboración de la convocatoria, véase Garrido, Signo, 2008. Fernández, Proyecto, 1821.
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un lado, el cuestionamiento a la elección indirecta como el mejor método de expresión de la voluntad popular y, por el otro, la denuncia de la manipulación electoral y el fraude. Fernández en su Proyecto, propuso un sistema de representación proporcional a la población, indirecto y en dos fases, es decir, deseaba que se simplificara la elección respecto al código gaditano que estipulaba una elección indirecta en tres fases. Fernández pensaba que haciéndola más directa se podía expresar de manera más acabada la voluntad popular y evitar, al mismo tiempo, la manipulación y la intriga electoral. Según él, se debía elegir un diputado por cada 50.000 habitantes de cada provincia14. José Eustaquio Fernández, convencido de que era una práctica recurrente la manipulación electoral, dio, como lo harían otros proyectistas, especial importancia al establecimiento de un método que evitara las trampas. Este hombre inició la introducción de su Proyecto afirmando que: “Sabedor de que se ha intrigado en varias elecciones [...] por otra parte sería más fácil que algunos ambiciosos engañasen al pueblo, bajo el pretexto de instruirlo”15. Estaba convencido de que la ignorancia facilitaba la manipulación y el engaño. Por ello propuso que se elaborara una especie de padrón electoral. La idea de contar con un padrón que sirviera para controlar la votación no era resultado de una reflexión sobre las características con que debía estructurarse el sistema representativo. No atendía a consideraciones sobre lo pertinente que podía ser fijar la representación con base en la estructura corporativa de la sociedad, es decir, que reflejara una elección por grupos o sectores de interés (mineros, comerciantes, abogados, etcétera) o sí este debía ser proporcional a la población (1 diputado por cada 50.000 habitantes, por ejemplo) o al territorio (tantos diputado por partido, provincia, etcétera). Esta propuesta obedece a la valoración negativa hecha por el autor de la práctica recurrente de la manipulación electoral observada en comicios anteriores y, por supuesto, al deseo de evitarla. La función de este padrón electoral debía ser controlar la jornada y evitar que se incluyeran votos irregulares. El doctor propuso que en la primera fase del proceso se formaran unas juntas preparatorias electorales a la manera de las juntas prepara14 15
Ibid. Ibid. Las cursivas son mías.
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torias gaditanas. Debía haber una por cada cuartel en los que estuviera dividida cada ciudad. Estas juntas estarían presididas por un miembro del ayuntamiento que no residiera en el cuartel de la junta, y quedaban excluidos de esta función el primer alcalde y el secretario porque, en el proyecto general de Fernández, éstos debían cumplir funciones de vigilancia y recibir las listas en las elecciones. Las juntas preparatorias electorales estarían integradas, además y como disponía la legislación gaditana, por cuatro individuos “buenos” nombrados por los vecinos de cada cuartel, dos tendrían las funciones de secretarios y los otros dos serían escrutadores. La tarea principal de cada una de estas juntas preparatorias consistía en elaborar, ocho días antes del día señalado para la elección, un listado electoral. Este padrón debía incluir a los electores, que en su opinión debían ser todos los varones mayores de 25 años, fueran solteros, casados o viudos, los varones de 18 años siempre y cuando estuvieran casados y los eclesiásticos seculares. Estas listas, indica, se harían en pliegos anchos de papel. De un lado se anotaría el nombre del vecino listado y del otro se escribirían el día de la elección y los nombres de los dos individuos por los que el ciudadano votó. Esta lista estaría a la vista de todos los ciudadanos. Los integrantes de estas juntas preparatorias debían hacer juramento público de que no permitirían que se listara algún vecino que no gozara de sus derechos ciudadanos, fuera menor de la edad señalada, no tuviera al menos cinco años de residencia o no estuviera casado con alguna nativa del lugar. José Eustaquio Fernández sugirió que, antes de iniciar la votación, los individuos que integraban cada junta electoral debían, también como la legislación gaditana disponía, jurar públicamente conducirse durante la jornada con toda honestidad, que impedirían violaciones en el levantamiento del padrón electoral o listado y que no permitirían la falsificación o duplicidad de nombres ni registrarían a los individuos que tuvieran suspendidos sus derechos ciudadanos16. Según este proyecto, todos los vecinos con derecho a voto debían, como ya señalé, primero acudir a registrarse en el padrón. Todos los así listados tendrían voto activo y pasivo, es decir, podrían votar y ser votados. De manera que los posibles candidatos debían también estar registrados en este padrón. No tendrían derecho a votar el día de la elección en la primera fase los que estuvieran privados de sus derechos 16
Ibid.
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de ciudadano y los que no estuvieran listados. Ese día, especifica, por ningún motivo nadie, absolutamente nadie, podía ser borrado de la lista, y tampoco podría ser añadido en la misma. Concluida la votación y firmada el acta por los integrantes de la junta, este listado o padrón se llevaría a las juntas electorales de la segunda fase. Las resoluciones sobre las dudas que durante la jornada se presentaran quedarían bajo la responsabilidad de los hombres “buenos” integrantes de las juntas. En mi opinión este proyecto introduce elementos novedosos y muy importantes. Por un lado, resta presencia a los curas, pues ni antes ni durante la jornada electoral debían participar activamente en la organización y realización de las elecciones como sucedió durante la guerra de independencia; asimismo, propone que los comicios se organizasen bajo la división administrativa, por cuarteles y no por parroquias como establecía el código gaditano. Por el otro, el padrón propuesto por José Eustaquio Fernández, si bien remite a los censos que la legislación gaditana ordenaba presentaran los curas párrocos en las elecciones coloniales como instrumentos de registro de la población, se distingue de ellos. Estos padrones o listados debían ser documentos totalmente nuevos, elaborados por particulares —los miembros de las juntas preparatorias— y debían ser hechos exprofeso para la jornada electoral. Además, para su elaboración se requería de una participación más activa de la población, pues, como ya indiqué, ésta debía acudir una semana antes a registrarse. Después de este Proyecto circuló por la Ciudad de México el escrito Ideas políticas y liberales por El pensador Mexicano17. Los escritos de José Joaquín Fernández de Lizardi sobre el tema electoral fueron sin duda los más controvertidos y los que generaron mayor encono y discusión en los impresos de la época. De hecho, los dos escritores mencionados hasta el momento, Lizardi y el doctor Fernández, se enfrascaron en una representativa discusión de las posiciones que algunos sectores de la sociedad políticamente activa tomaron ante la elección del Congreso. El principal tema de debate era el de la adecuada representación, directa o indirecta. Coincidían en la necesidad de establecer algún método que garantizara la transparencia del proceso. En su texto, José Joaquín Fernández de Lizardi dedicó un apartado a demostrar la necesidad de la pronta reunión del Congreso y el 17
Fernández, Ideas, 1821.
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modo en que debía elegirse a los diputados. Afirmaba que de la correcta y legítima elección de éstos dependía nada más y nada menos que la felicidad de la nación, ya que los diputados electos serían los que, en legítima representación de la nación, darían la forma de gobierno al imperio. A diferencia de José Eustaquio Fernández, criticó las elecciones indirectas del método gaditano y sostuvo que en los comicios realizados con base en esa legislación el pueblo no participaba realmente en el proceso y no elegía a sus diputados, pues sólo formaba parte de la primera fase. Señaló que bajo ese sistema electoral y con esa presencia tan limitada de la población las decisiones las iban tomando unos pocos. Afirmó, además, que esta situación favorecía las trampas y, por consiguiente, aseguró que las elecciones realizadas con ese procedimiento no eran válidas porque el pueblo no contaba con la libertad necesaria para elegir a sus representantes y porque todo el proceso estaba muy expuesto a la manipulación. Toda esta argumentación le permitió afirmar contundentemente: “son nulas las elecciones hechas a nombre del pueblo y no por el pueblo”18. El Pensador Mexicano aseguró que el modo de elegir diputados conforme al sistema español estaba siempre expuesto a “intrigas”, “cohechos”, “seducciones de los malos”. Y denunció la manipulación electoral hecha por las élites. En concreto, acusó a los curas y jueces de letras de los pueblos y de las capitales de provincia de manipular a la población. En su opinión era público y notorio el gran influjo que tenían estos personajes. Sostuvo que ni aun en la primera fase participaba la población con libertad para votar, “pues las más de las veces los elige según la voluntad de los curas y jueces de los pueblos. El año pasado en Oaxaca fueron las elecciones canónico mercantiles. Esto es, hechas al gusto de cuatro canónigos y otros tantos comerciantes”19. Así, a diferencia del doctor Fernández y para evitar la manipulación del pueblo ignorante por parte de las élites, Fernández de Lizardi propuso un plan de elecciones directas que, además de reflejar la auténtica voluntad popular, garantizaría, en su opinión, que las elecciones fueran realizadas sin ningún tipo de trampa. Ésta era una propuesta que significaba un rompimiento brutal con la tradición gadita18
Ibid., p. 5. Ibid., pp. 6-7. Un autor anónimo en 1820 denunció también la participación de los curas que “influyen e intrigan, coartan y esclavituan la libertad de los pueblos”. Véase El Compadre, Respuesta, 1820. 19
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na y en general con los métodos electorales que se practicaban en la época que favorecían el método indirecto para filtrar el procedimiento y asegurar la elección de los mejores individuos20. En esta propuesta estarían excluidos del voto los eclesiásticos, los solteros y los viudos. Debían participar activamente tan sólo los jefes de familia. La jornada debía realizarse de la siguiente manera: en cada capital y lugar que contara con 1.000 habitantes se reuniría la población para realizar la elección el día señalado con la presencia de la primera autoridad civil y la eclesiástica. Ese día se elegiría al azar y de entre la población a diez testigos. Estos testigos integrarían la mesa o casilla electoral sin que en ella participaran las autoridades. Uno de los individuos así seleccionado sería nombrado secretario; otro, fiscal; seis, colectores de votos y dos, revisores. La autoridad eclesiástica del lugar debía tomar a los integrantes de la mesa electoral el juramento de que desempeñarían bien su encargo. El Pensador Mexicano aconsejó, además de la violenta medida —pena de muerte para el infractor— señalada en la cita uno de este texto, un método bastante complejo que también incluía la elaboración por parte de la mesa o casilla electoral de una especie de padrón. El día de los comicios, el cura párroco del lugar, auxiliado de sus notarios, debía asistir a la jornada con los libros de matrimonio para verificar la identidad del ciudadano que pretendía ejercer su derecho al voto. Comprobada su identidad y su estado matrimonial, la casilla electoral le haría entrega de una boleta foliada donde el ciudadano debía escribir su nombre y el de la persona por la que votaba, “para cerrar así la puerta a toda superchería que propendiera a suplantar las firmas, o a fingirse con diverso nombre del propio”21. Esta cédula o boleta electoral debía ser pegada con engrudo, a la vista de todos, en uno de los varios tablones que para tal efecto debían ser colocados y cuyos espacios serían numerados. De esta manera, dice, “cualquier votante estaría autorizado para advertir un fraude cuando lo notase”22. Éste sería, en opinión de Joaquín Fernández de Lizardi, el mejor método para que las elecciones de diputados fueran “libres, públicas, justas, valederas y a satisfacción de todos 20
Sobre la elección indirecta como método de filtración en los primeros tiempos del sistema representativo en México y otros lugares como Francia, Inglaterra y los Estados Unidos véanse Aguilar, Quimera, 2000; Rosanvallon, Pueblo, 2004. 21 Fernández, Ideas, 1821.p. 9. 22 Ibid., p. 10. Las cursivas son mías.
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[...] sin perder de vista el punto principal de que fuesen hechas inmediatamente por el pueblo y tan a satisfacción que descansará con confianza en sus representantes”23. José Eustaquio Fernández criticó las propuestas de José Joaquín Fernández de Lizardi. En el texto, Busca-pies al Pensador Mexicano, sobre sus ideas políticas y liberales, sostuvo que con el método electoral gaditano no se restringía la libertad de los votantes ni se limitaba la expresión de la voluntad del pueblo. También afirmó que con el método indirecto y en varias fases de la Constitución de Cádiz se daba una mayor transparencia al proceso, pues las decisiones iban siendo depuradas y puestas en las manos de la población educada, mejor informada y la más interesada en el bienestar de la sociedad. El doctor pensaba que las élites eran menos proclives a la simulación electoral que la población ignorante. Afirmó que el sistema electoral indirecto en varias fases estaba menos expuesto “al soborno, intriga, cohecho y seducción; pues por lo común mientras más se reduce a la unidad recae la elección en sujetos de más fortuna, más representación y más luces; y es claro que en estos tiene menos lugar el cohecho y la seducción”24. También negó que las elecciones pasadas hubieran sido manipuladas por los jueces y curas de los pueblos, y sostuvo que lo dicho por Fernández de Lizardi para el caso de Oaxaca no era evidencia suficiente para comprobar públicamente que ese sector de la sociedad manipulaba a la población. Si bien no negó lo sucedido en Oaxaca, no aceptó que se generalizara esta idea. Finalmente, acusó a El Pensador de querer modificar el procedimiento electoral para favorecer su propia campaña pues, según él, deseaba ser diputado. A este texto respondió Joaquín Fernández de Lizardi con el Primer Bombazo por El Pensador al Dr. D. J .E. Fernández, en el que insistió en el sufragio directo como la mejor manera de expresar la verdadera voluntad popular y evitar la manipulación25. Para demostrar cuán vulnerable era el proceso realizado según la legislación electoral gaditana, una vez más señaló a los jueces y curas de los pueblos como personajes que manipulaban la elección en la primera fase del proceso. Al respecto afirmó: 23 24 25
Ibid., p. 12. Fernández, Busca-pies, 1821, p. 3. Fernández, Primer, 1821.
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Yo he dicho que las más de las veces son las elecciones de compromisarios según la voluntad de los curas y jueces, y esto no es injuriosísimo a los curas y jueces, como usted dice. Será a lo más repugnantísimo a los curas y jueces que han procedido de tal modo [...] que han dirigido las elecciones a su antojo, coartando la libertad del pueblo; pero nunca será injuriosa; porque cuando el hecho que se acusa es cierto y público, no hay injuria26.
Sostuvo que la manipulación, “el grande influjo” ejercido por estos personajes en los pueblos, no se limitaba a Oaxaca, donde se hicieron elecciones “viciosamente”, sino que “todo el reino está por experiencia convencido de mi verdad”. Afirmó que él contaba con cartas de diferentes ciudades, villas y lugares en las que los signatarios denunciaban diversas irregularidades. Documentos con los que bien podrían demostrar la manipulación ejercida por curas y jueces. Además de reiterar estas afirmaciones y sostener que las elecciones en su primera fase eran irregulares, señaló a los electores de las otras fases como sujetos a los que también se los podía hacer fácilmente partícipes del fraude electoral. Al respecto afirmó: La razón dicta que es más fácil engañar a pocos que a muchos, y que veinte por malicia o ignorancia pueden errar más fácilmente que doscientos mil sobre un mismo negocio. Doctor mío, o usted se finge cándido o lo es en realidad. A veinte electores de partido es fácil seducirlos con oro, con empeños y [...] con tantas cosas que no ignoramos; pero ¿qué caudal bastará para sobornar al pueblo?, ¿qué empeños es capaz de admitir?, ¿qué empleos se le pueden proponer?, ¿ni qué hermosuras bastarán a apartarlo de la rectitud con que debe obrar a su favor?27.
Y agregó que no era necesario “corromper” a 20 electores, tan sólo bastaba “intrigar” a uno más que la mitad para que la elección saliera a modo. Con la contundencia que caracterizaba sus escritos, sostuvo: “estoy firmemente persuadido de que si el pueblo hubiera elegido con la libertad que propongo [en las elecciones pasadas], jamás hubieran salido electos por México los señores N. R. T. Lo que digo de esta capital, puede entenderse de otras de provincia”28. En suma, reiteró que, conforme al 26
Ibid., p. 5. Ibid., p. 2. Las cursivas son mías. 28 Ibid., p. 6. Una denuncia similar a ésta, en la que se señalan irregularidades en otras fases del proceso, fue publicada anónimamente en 1820. Véase Victoria, 1820. 27
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sistema español, el pueblo no elegía libremente a sus diputados, y que pese a la ignorancia de la gente, un ejercicio electoral directo era más adecuado porque era imposible manipular a la población. Por último, negó que aspirara a una diputación. De tal manera que la propuesta electoral de Fernández de Lizardi obedece tanto a una idea elaborada del sistema de representación como a la experiencia electoral negativa y al deseo de evitar que se presentaran actividades irregulares en esta ocasión. La discusión continuó. El doctor José Eustaquio Fernández publicó, en 1822, cuando la elección de diputados al Congreso se estaba llevando a cabo, el texto Una buena sacudida al Pensador Mexicano Don Joaquín Fernández Lizardi con una rueda de cohetes, en el que dice desea responder a los despropósitos dichos por El Pensador, a quien llama “Loro de edad”, “periquillo locuaz”, “Pensador Guajolote”, “Cancelada Mexicano”, “mula”, “fanfarrón” e “injurioso”29. En este escrito, el doctor Fernández reitera que bajo el sistema electoral español el pueblo elige libremente a sus diputados y afirma que las elecciones indirectas favorecen la transparencia, pues las juntas o mesas electorales en las diversas fases del proceso se van integrando por sujetos a quienes no es fácil engañar o sobornar, ni intrigar por sus luces y honradez. Por último, aseguró que los curas no participaban de manera indebida en estos procesos. Finalmente, Joaquín Fernández de Lizardi respondió en Más vale tarde que nunca y zurra al Dr. José Eustaquio Fernández asegurando que la conducta de muchos curas en las elecciones pasadas había sido reprobable30. Sostenía, una vez más, que él contaba con documentos que demostraban la manipulación realizada por estos individuos induciendo el voto de la población. Afirmaba que: Yo me sostengo en lo dicho. Las más de las veces se hacían las elecciones al gusto de los curas. Un cajón tengo de cartas de todo el reino de estos procedimientos. Si usted no lo quisiere creer poco me importa. El público sabe que no miento. El cura que con persuaciones, o de cualquier modo intrigó contra la libertad del pueblo, fue infractor de la ley: si fueron muchos, muchos fueron los infractores, y si usted fue uno de estos muchos, también fue un infractor31. 29 30 31
Fernández, Buena, 1822. Fernández, Vale, 1822. Ibid., p. 5.
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Además de los apuntados, José Joaquín Fernández de Lizardi publicó otros textos en los que se ocupó del tema electoral. En Cincuenta preguntas del Pensador a quien quiera responderlas hizo observaciones sobre el sistema de representación, la igualdad, la ciudadanía y señaló la exclusión de la mujer en este proceso, entre otros interesantes temas32. En cuanto al método electoral, como había hecho ya en los textos anteriores, se pronunció por uno directo que reflejara de manera auténtica la voluntad de la población y evitara la manipulación electoral. Preguntaba a sus lectores: ¿De esta manera no serían las elecciones más libres, más conformes a la voluntad del pueblo, menos expuestas a las intrigas a los cohechos y empeñitos, y de consiguiente más legales? [...] ¿no deben los electores de diputados, sean los que fueren, proceder en las elecciones con toda integridad y buena fe, eligiendo a los ciudadanos útiles y beneméritos, sin acordarse del pariente, del empeño, del compañero, del paisano, del amigo, del protector ni de la señorita?33.
Aunque el tema de este artículo no es el de la participación femenina en la vida política del imperio, quiero rescatar las opiniones de Fernández de Lizardi sobre este asunto. En este texto advirtió que las mujeres debían ser incluidas en la representación nacional. Dijo: Si son ciudadanas, como lo son (pues si no; están de peor condición que los originarios de África, declarados ciudadanos en el Imperio como cualquier hijo de vecino), si son ciudadanas, digo, ¿hay alguna razón fundada en el derecho de gentes para excluirlas de la representación nacional? [...] Si la hay, señálese, y si no, ¿por qué no han de ser diputadas a cortes?34.
Opinó también que si las mujeres eran excluidas por el temor de los hombres a que su belleza fuera usada para imponer su voluntad a otro diputado, asistieran vestidas de tal manera que disimularan o escondieran sus encantos. Que asistieran a las sesiones del Congreso vestidas de “dueña, con sayas largas, sus tocas reverendas y su máscara deforme”. Por lo menos propuso que se les concediera el voto en las
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Fernández, Cincuenta, 1821. Ibid. Ibid.
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elecciones35. Vale mencionar sobre este asunto que la Junta Provisional Gubernativa había prohibido la entrada a las mujeres a las sesiones del Legislativo36. Estas preguntas fueron respondidas anónimamente en el folleto Cincuenta respuestas de una mujer ignorante, a otras tantas preguntas del Pensador Mexicano37. Este autor, que compartía con otros el temor a que tan importante decisión se dejara en manos de la población ignorante y en ese sentido prefería una elección indirecta, opinó que el mejor método electoral era aquel que evitara “fraudes”, “intrigas” y “seducciones” y, dado que había distintas ideas sobre el sistema de representación, proponía que por lo menos se eligiera alguno que garantizara la transparencia durante las votaciones. Deseó que estas elecciones se hicieran con absoluta libertad y con base en algún método que dejara satisfechos a todos. Las preguntas que cuestionaban el papel de las mujeres en la vida política fueron también respondidas. El autor anónimo afirmó que sería conveniente que las mujeres asistieran a las sesiones del Congreso, que estuvieran en tribunas separadas y sostuvo que los consejos que ellas podrían dar a los señores diputados con toda seguridad serían útiles. En cuanto a su exclusión de la representación nacional pensaba que posiblemente esto era así porque, por lo general, la voluntad de las mujeres estaba sometida a la de algún hombre. Este autor estaba de acuerdo con que las mujeres no fueran diputadas, pero pensaba que sí podían asistir a las sesiones del Congreso en otra tribuna y sin necesidad de afearse38. Las preguntas que lanzó Fernández de Lizardi también fueron respondidas por una tal Anita, que, se decía, era respondona. Esta ¿mujer? sostuvo que las elecciones debían hacerse libremente. Defendió la ciudadanía femenina y la igualdad de derechos políticos afirmando que este sexo era apto para desempeñar cualquier papel en la sociedad39. Otro proyecto que fue publicado durante el proceso de elaboración de la convocatoria fue el de Antonio Mateos, titulado Proyecto 35 Ibid. Sobre los temores que la seducción femenina podía provocar en la vida política y militar durante la guerra de independencia, véase Garrido, “Hombres”, 2003. 36 Diario, 1980, sesión del 1 de octubre de 1821. Rodríguez, “Revolución”, 2002, p. 498, señala que en Quito también se discutió y negó el voto femenino. 37 Quien, Cincuenta, 1821. 38 Ibid., p. 3. 39 Anita, Allá, 1822.
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acerca de elecciones de diputados. Al enhornar se tuerce el pan40. Este autor se pronunció por un método electoral indirecto y en varias fases, en el que tuvieran derecho a votar todos los varones mayores de 18 años, incluidos religiosos y militares. Propuso también que la representación debía ser proporcional a la población. Como en los casos anteriores, la manipulación y el fraude electoral fueron las principales preocupaciones de este proyectista y él, como los otros autores apuntados, opinó que esta actividad estaba ligada a la ignorancia de la población. Afirmaba que: Si las elecciones han de hacerse como marras, repartiendo a los del pueblo bajo, listas de sujetos que no conocen ni aun han oído nombrar, formadas estas en los cafés, sociedades y tiendas, por los que quieren introducir a sus amigos y apasionados, no será la Nación la que elija, sino cuatro u ocho que quieren formar un partido [...] Si unos no han de votar porque no quieren (mas esto pase pues somos libres), y otros han de dar dos, tres, o más votos en distintos departamentos, tal saldrá ello41.
Este autor, que reprobó los métodos violentos sugeridos por José Joaquín Fernández de Lizardi, también contempló en su proyecto la elaboración de una especie de padrón electoral. En cada parroquia el día de la elección debía haber un libro en blanco en el que, por orden alfabético, se inscribieran los votantes. Además, se debía hacer el mismo número de cédulas numeradas o boletas foliadas en las que el ciudadano registrado debía asentar su voto. El ciudadano debía identificarse, y con la cédula foliada, afirma, se evitaría la duplicidad de votos. Propuso también que en la segunda y tercera fases del proceso se debía tomar juramento a los electores de que votaban por el individuo que podía representar de mejor manera a la población. Dijo que: exceptuando la primera elección a que concurren muchos ignorantes, en las otras dos se exija juramento a los que eligen, de que votan sujetos que les parecen idóneos, y de quienes no saben que han pretendido ser electos, y de que los votados presten juramento de no haber hecho pretensión directa ni indirectamente, y además (omitida la rigorosa, exorbitante pena de la vida que se ha leído con horror en papel público) se proponga la de 40 41
Mateos, Proyecto, 1821. Ibid., pp. 2-3.
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privar de voz activa y pasiva a los pretendientes, y en particular a los que andan colectando votos para sí, o para otros, por medio de listas formadas, y que el nombre del individuo que haga esto se publique en los carteles en que se anuncian las elecciones42.
Quiero mencionar, aunque sea brevemente, que los autores estudiados también se ocuparon de señalar las cualidades que a su juicio debían reunir los diputados. Coinciden en que debían ser individuos que gozaran de buena fama y fueran afectos a la independencia. Estas características también fueron incluidas en la convocatoria bajo la cual se realizaron las elecciones, y en general fueron un requisito presente en los diversos impresos que directa o indirectamente trataron el tema de las elecciones de diputados al Congreso Constituyente. Coinciden también, al menos el doctor José Eustaquio Fernández y Antonio Mateos, en negar el derecho a ser electo diputado a los individuos que durante el proceso hubieran realizado tareas de promoción de su candidatura, asunto sobre el que no había reglamentación alguna pero que fue valorada por algunos como un elemento perturbador para el adecuado proceso electoral. Otros elementos que fueron considerados por estos autores como requisito para ser electo diputado eran la edad, el estado matrimonial, el origen, la residencia y el apego a la religión católica43. Las elecciones del primer Congreso Constituyente mexicano se realizaron entre diciembre de 1821 y enero de 1822 bajo una reglamentación que fue producto de la negociación política llevada a cabo entre las autoridades y los grupos de poder que participaron en la elaboración de la convocatoria: la Junta Provisional Gubernativa, la Regencia, Agustín de Iturbide y las facciones borbonista e iturbista. Esa convocatoria dispuso, entre otros asuntos, que las elecciones de los diputados fueran indirectas y no incorporó consideración alguna sobre el tema del fraude electoral. En esos comicios se presentaron varias irregularidades en la Ciudad de México y otros espacios del imperio. Las anomalías documentadas hacen referencia a prácticas de manipulación, soborno y cohecho como las sucedidas en las elecciones anteriores a la del primer Congreso Constituyente mexicano y 42
Ibid., p. 7. Fernández, Proyecto, 1821 y Bases, 1821; Fernández, Ideas, 1821; Mateos, Proyecto, 1821. 43
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hacen referencia a ese universo de acciones que los autores de los proyectos analizados deseaban evitar44.
A
MODO DE CONCLUSIÓN
El objetivo más importante planteado en este artículo ha sido el de dar respuesta a las innumerables denuncias de irregularidades hechas por los observadores del proceso electoral realizado para integrar al primer Congreso Constituyente mexicano. He mostrado que estas acusaciones, en todos los casos, descalificaban estas acciones, y que pese a que no estaban legisladas eran percibidas por esos observadores como nocivas para la salud política del imperio. Más allá de comprobar las irregularidades la intención ha sido proponer que al estudio de los procesos electorales debe añadirse el de las percepciones colectivas que tuvieron y expresaron los observadores de los mismos. No como criterio que permita juzgar como éxito o fracaso un proceso electoral en particular sino como un elemento más que permita comprender las prácticas políticas a que dieron lugar las elecciones. Especialmente cuando, como sucede en el caso aquí estudiado, las denuncias fueron acompañadas de verdaderos proyectos hechos por la opinión pública para evitar la manipulación electoral y otorgar así mayor confianza al proceso con el que finalmente se debían legitimar las nuevas posiciones y relaciones de poder. Esto es lo que distingue a los escritos estudiados de aquellos que circularon con anterioridad. Los proyectos de los autores aquí analizados se caracterizaron por las propuestas que hicieron, no por las denuncias de posibles irregularidades. Situación que en mi opinión muestra no sólo el interés que se generó en la opinión pública respecto a la integración del Congreso, también y más importante aún, que esos escritores representaban a un pequeño sector de la sociedad que deseaba afirmar la legitimidad de los procesos electorales en esta época de transición. Fue, como dije ya, en la percepción del quebranto de las máximas morales de conducta social donde se ubicaba la valoración negativa de dichas prácticas. Ése era el sentido dado en las expresiones contra el 44
Sobre las elecciones de 1821-1822 y las irregularidades sucedidas en ellas, véase Garrido, Signo, 2008.
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“soborno”, el “fraude” y el “cohecho”. A eso se refería José Joaquín Fernández de Lizardi cuando propuso fueran fusilados en presencia del pueblo los traidores a la “confianza pública”. Las propuestas de los escritores analizados fueron el intento de articular acciones prácticas a problemas “nuevos” para los cuales no existían, en realidad, soluciones. Los procesos electorales y las anomalías que los acompañaron se convirtieron en tema de controversia cotidiana. Las soluciones propuestas por estos escritores estaban encaminadas en todos los casos a la elaboración de un padrón electoral, al uso de boletas electorales foliadas y a otorgar mayor presencia a la población en la conformación de las mesas o casillas electorales. Propuestas que fueron incorporadas en la legislación electoral de 183045. Diferían en cuanto a la posibilidad de establecer un método directo o indirecto, pero coincidían en que el procedimiento electoral no sólo debía reflejar la voluntad popular, también debía evitar la manipulación. Las propuestas que hicieron para evitar las trampas no estaban vinculadas con alguna idea sobre lo que debía ser el sistema de representación política. Estaban relacionadas con la experiencia de la manipulación, su valoración negativa y el deseo, por supuesto, de evitarla. Estos autores introdujeron en la discusión dos temas íntimamente ligados: el sistema de representación (directo o indirecto) y la manipulación electoral realizada por las élites y a la que estaba expuesto el pueblo ignorante. Así, vincularon el sistema de representación con ignorancia y con manipulación y fraude electoral. Coincidían también en la posibilidad de apartarse de la legislación gaditana y en la necesidad de crear un mecanismo que supervisara el proceso, independientemente de que este fuera directo o indirecto. En mi opinión destacan, por un lado, las denuncias constantes de irregularidades y, por el otro, las propuestas que sugerían el abandono de las parroquias como distritos electorales. En su lugar proponían que el proceso fuera realizado con base en la administración política, por cuarteles. En general se nota en sus proyectos el deseo de dar a la jerarquía eclesiás45 Esta ley estableció que las elecciones se hicieran por manzanas y no por parroquias, el ayuntamiento debía supervisar que por cada manzana se elaborara un censo y se distribuyeran boletas a los votantes, entre otras. Ley de 12 de julio de 1830. “Reglas para las elecciones de diputados y de Ayuntamientos del Distrito y Territorios de la República”, en: Dublán/Lozano, Legislación, 1876, t. II, pp. 270-275; Warren, “Desafío”, p. 123; Ávila, “Revolución”, 2005, p. 165.
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tica una menor presencia en la organización y supervisión de las jornadas electorales. Asuntos que refieren al tema de la secularización de la sociedad. Respecto a las denuncias hechas contra los subdelegados y los jueces de los pueblos, es muy posible suponer que estos individuos efectivamente hayan participado manipulando a la población para continuar gozando de los privilegios de sus cargos. Estos personajes ejercían importante influencia en el sistema de Antiguo Régimen, y en general sus posiciones fueron debilitadas por la nueva administración política liberal del territorio. Los subdelegados y los jueces que en el Antiguo Régimen asistían a los intendentes y desempeñaban funciones en las cuatro causas: policía, justicia, hacienda y guerra, estaban siendo reemplazados por las diputaciones provinciales, por la transformación de las repúblicas de indios en ayuntamientos constitucionales y por la pretensión de crear un nuevo sistema de justicia. Dejarían así de administrar y controlar los recursos financieros de pueblos y comunidades, de recibir el porcentaje del tributo de los indios que ellos cobraban —tributo que además fue abolido— y de administrar justicia en primera instancia. En las actas de la diputación provincial de México abundan las noticias sobre conflictos protagonizados por estos personajes y los curas de los pueblos con los nuevos ayuntamientos constitucionales. Estos conflictos estaban relacionados no sólo con los procesos electorales, sino también con la distribución de los recursos y la administración de justicia. Eran comunes los conflictos entre curas y subdelegados, jueces, alcaldes mayores e incluso feligreses. Hubo conflictos en torno a las elecciones de los pueblos, las escuelas primarias, las cajas de comunidad, las cofradías, etcétera46. Las elecciones de 1821-1822 fueron muy similares a las gaditanas: indirectas, en varias fases, se respetó la fórmula un ciudadano-un voto y se organizaron con base en la división parroquial. Lo fueron también en cuanto a las prácticas preelectorales realizadas por algunos. Las acciones de 1821-1822 fueron muy parecidas a las realizadas desde 1812, con la diferencia de que si en ese año sorprendieron a las autoridades que las organizaron y supervisaron y a la población que participó en ellas explicándose entonces las irregularidades por la falta de cla46
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ridad de la legislación electoral y por la inexperiencia de todos los involucrados, en 1821-1822, todos los actores contaban ya con una importante experiencia electoral. Experiencia que marca una notable diferencia: la clase política se había apropiado de estas formas de actuar, de hacer política47. Todo ello demuestra que la tarea de construir la autoridad sobre bases de legitimidad totalmente nuevas tras la caída de la monarquía española —soberanía nacional y sistema representativo—, así como la necesidad de establecer nuevas instituciones de gobierno —división de poderes—, dio lugar a distintas maneras de concebir el poder y también a distintas maneras de ejercerlo.
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LOS AUTORES
GRACIELA BERNAL RUIZ es licenciada en Historia por la Universidad Autónoma Metropolitana-Iztapalapa, maestra en Historia por El Colegio de San Luis y doctora en Historia por la Universidad Jaume I. Ha realizado estudios sobre historia social y política sobre las últimas décadas del siglo XVIII y las primeras tres décadas del siglo XIX, con énfasis en San Luis Potosí. Ha sido profesora-investigadora de El Colegio de San Luis, y actualmente es profesora del Departamento de Historia de la Universidad de Guanajuato. Entres sus publicaciones más recientes destacan “Una provincia sin representación. La ausencia de San Luis Potosí en las Cortes, 1810-1814”, en Signos Históricos 20 (2008) y “¿Haciendas o tierras realengas? Reflexiones acerca el reparto de tierra en San Luis Potosí, 1809”, en Rangel, José Alfredo (coord.), Transformaciones en la propiedad agraria en San Luis Potosí, siglos XVII al XIX (San Luis Potosí 2010).
ULRIKE BOCK obtuvo el grado de maestra en Ciencias Regionales de América Latina y en Historia por la Universität zu Köln. Actualmente es investigadora del proyecto C7 “La constitución simbólica de la nación: México en la época de las revoluciones (1786-1848)” del SFB 496 y candidata a doctora en Historia Moderna y Contemporánea por la Westfälische Wilhelms-Universität Münster. Su tesis doctoral versa sobre las transformaciones del orden en Yucatán entre 1786 y 1828. Algunas de sus publicaciones en español son: “La dimensión simbólica de los actos institucionales. La Diputación Provincial de Yucatán, 1813-1824”, en
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Quezada, Sergio/Ortiz Yam, Inés (eds.), Yucatán en la ruta del liberalismo mexicano, siglo XIX (Mérida 2008), 83-116. “Yucatán, ¿parte del Caribe? Una comparación de proyectos económicos de finales de la época colonial”, en Castañeda Zavala, Jorge/Rodríguez Díaz, María del Rosario (eds.), El Caribe. Vínculos coloniales, modernos y contemporáneos. Nuevas reflexiones, debates y propuestas (Morelia 2007), 105-125.
KATRIN DIRCKSEN es maestra en Ciencias de América Latina, Historia Moderna y Contemporánea y Letras Hispánicas por la Westfälische Wilhelms-Universität Münster, Alemania. Actualmente es investigadora del proyecto C7 “La constitución simbólica de la nación: México en la época de las revoluciones (1786-1848)” del SFB 496, Westfälische Wilhelms-Universität Münster en donde desarrolla la investigación: “Fiestas políticas en la ciudad de México, 1786-1824”. Sus publicaciones sobre las fiestas cívicas son: “Las fiestas políticas en la Ciudad de México en la época de la independencia: La escenificación ceremonial de nuevos conceptos políticos”, en Marianne Wiesebron, Raymond Buve, Neeske Ruitenbeek (eds.), Actas del XVº Congreso Internacional de AHILA. “1808-2008: Crisis y problemas en el mundo atlántico” (Leiden 2009) [CD-ROM]. “Las proclamaciones de la constitución – Actos ceremoniales entre la tradición y la innovación”, en Memorias del V Congreso Internacional. Los procesos de independencia en la América española: “Crisis, guerra y disolución de la monarquía hispana” (en prensa).
MARÍA JOSÉ GARRIDO ASPERÓ es investigadora titular B a tiempo completo del Instituto de Investigaciones Dr. José María Luis Mora. Adscrita al área de Historia Social y Cultural. Sus intereses académicos son: historia de la cultura política durante la guerra de independencia y el Primer Imperio Mexicano. Entre sus publicaciones destacan: Fiestas cívicas históricas en la ciudad de México, 1765-1823 (México 2006). Bajo el signo de la sospecha. La elección de los diputados de la provincia de México en el primer Congreso Constituyente Mexicano, 18211823 (en prensa). Actualmente trabaja sobre la historia de la cultura política durante el Primer Imperio Mexicano.
CLAUDIA GUARISCO es profesora e investigadora de El Colegio Mexiquense, A.C. Obtuvo el grado de doctora en Historia por El Colegio
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de México, A.C. (2000) y ha sido visitante académico del Departamento de Historia de la Universidad de Chicago (2007). Su área de especialización es la historia colonial de América Latina. Entre sus publicaciones se encuentran: “Del cabildo de indios a la municipalidad insurgente: Lima, 1784-1824”, Colonial Latin American Historical Review 15:1 (2006) y Los indios del valle de México y la construcción de una nueva sociabilidad política, 1770-1835 (Zinacantepec 2003). Su obra más reciente, La reconstitución del espacio político indígena: Lima y el valle de México durante la crisis de la Monarquía española, aparecerá próximamente. En la actualidad realiza una investigación sobre la administración de justicia local en el centro de México, desde la llegada de los Borbones al gobierno hasta la caída del imperio de Iturbide.
SILKE HENSEL es doctora en Historia por la Universidad de Hamburgo y desde 2004, catedrática de Historia de América Latina de la Westfälische Wilhelms-Universität Münster. Ha publicado sobre varios temas de la historia mexicana y latinoamericana. Coordina el proyecto de investigación “La constitución simbólica de la nación: México en la época de las revoluciones (1786-1848)” en el Centro de Investigación SFB 496. Sus últimas publicaciones sobre la independencia en México son: “‘Bringing the State Back In’: El poder estatal a nivel local en la época de independencia”, en Potestas. Revista del Grupo Europeo de Investigación Histórica 2 (2009), 211-231. “Zur Bedeutung von Ritualen für die politische Ordnung. Die Proklamation der Verfassung von Cádiz in Oaxaca, Mexiko, 1814-1820“, en Zeitschrift für Historische Forschung 36:4 (2009), 597-627. “¿Cambios políticos mediante nuevos procedimientos? Las elecciones en Oaxaca en la época de la independencia”, en Signos Históricos 20 (2008).
MARCO ANTONIO LANDAVAZO es doctor en Historia por El Colegio de México y actualmente profesor-investigador en la Universidad Michoacana de San Nicolás de Hidalgo, en Morelia, México. Ha sido profesor visitante en University of St. Andrews, Escocia, y en Columbia University, Nueva York. Ha publicado extensamente sobre historia política de México en el siglo XIX, y entre sus publicaciones destacan La máscara de Fernando VII. Discurso e imaginario monárquicos en una época de crisis. Nueva España, 1808-1822 (México 2001), Caras de la revolución. Un ensayo sobre las complejidades de la independencia de México (Toluca 2009) y como co-editor Imágenes e imaginarios sobre
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España en México, siglos XIX y XX (México 2007) y Experiencias republicanas y monárquicas en México, América Latina y España, siglos XIX y XX (México 2008).
VÍCTOR MÍNGUEZ es catedrático de Historia del Arte del Departamento de Historia, Geografía y Arte de la Universitat Jaume I (Castellón, España). Miembro e investigador principal del Grupo Iconografía e Historia del Arte (IHA). Especialista en el análisis de las imágenes del poder, la historia del urbanismo, el arte iberoamericano y el patrimonio valenciano. Entre sus libros destacan Los reyes distantes. Imágenes del poder en el México virreinal (Castellón 1995), Los reyes solares. Iconografía astral de la monarquía hispánica (Castellón 2001). Ha coeditado varios libros y comisariado exposiciones internacionales como Iberoamérica mestiza. Encuentro de pueblos y culturas (Santillana del Mar/Madrid/México 2003/04), Ecuador. Tradición y modernidad (Madrid 2007) o Memoria del arte y espíritu de las cartujas valencianas (Valencia/Castellón 2010). Es codirector de la revista Potestas.
INMACULADA RODRÍGUEZ MOYA es doctora por la Universitat Jaume I (2003) en Historia del Arte y obtuvo el premio extraordinario de doctorado del curso 2003-2004. Es profesora contratada-doctora en el Departamento de Historia, Geografía y Arte, de la Universitat Jaume I. Su investigación se centra en la iconografía del poder, tanto en España como en Iberoamérica, desde la etapa colonial hasta el siglo XIX inclusive. Entre sus publicaciones se encuentran: La mirada del virrey. Iconografía del poder en la Nueva España (Castellón 2003), junto con Víctor Mínguez, Las ciudades del absolutismo. Arte, urbanismo y magnificencia en Europa y América durante los siglos XV-XVIII (Castellón 2006), y El retrato en México: 1781-1867. Héroes, emperadores y ciudadanos para una nueva nación (Sevilla 2006), que recibió el primer premio de monografías “Nuestra América 2005”.
CARLOS SÁNCHEZ SILVA es profesor-investigador del Instituto de Investigaciones en Humanidades de la Universidad Autónoma “Benito Juárez” de Oaxaca, México. Licenciado y maestro en Historia por la Universidad Autónoma Metropolita-Unidad Iztapalapa, Ciudad de México. Doctor en Historia de América Latina por la Universidad de
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California, San Diego, EE. UU. Miembro del Sistema Nacional de Investigadores, nivel I. Autor de varios libros y artículos sobre historia regional (social y política) de México, siglos XVIII-XX. Entre sus publicaciones destacan: Indios, comerciantes, y burocracia en la Oaxaca poscolonial, 1786-1860 (Oaxaca 1998). Ha coordinado y editado: Educando al ciudadano: Los catecismos políticos oaxaqueños del siglo XIX (Oaxaca/México 2008). JOSÉ ANTONIO SERRANO ORTEGA es profesor-investigador de El Colegio de Michoacán. Licenciado en Historia, Universidad Nacional Autónoma de México, y doctor en Historia por El Colegio de México. Ha editado y publicado varios libros sobre la historia fiscal de México, acerca de la historia política de Guanajuato y sobre las guerras de independencia en la América española. Entre sus últimos libros se encuentran, con Manuel Chust Calero (eds.), Debates sobre las independencias iberoamericanas (Madrid/Frankfurt 2007), y con Juan Ortiz Escamilla (eds.), Ayuntamientos y liberalismo gaditano en México (México 2007), e Igualdad, uniformidad, proporcionalidad. Contribuciones directas y reformas fiscales en México, 1810-1846 (México 2007). BARBARA STOLLBERG-RILINGER es doctora en Historia por Universität zu Köln. Desde 1997 es catedrática de Historia Moderna de la Westfälische Wilhelms-Universität Münster donde coordina el Centro de Investigación SFB 496 “La comunicación simbólica y los sistemas de valores sociales”. Además, es investigadora principal del Centro de Excelencia “Religión y política”. Ha publicado extensamente sobre la historia moderna, en inglés y francés sus publicaciones más recientes son: “The Impact of Communication Theory on the Analysis of the Early Modern Statebuilding Processes”, en Wim Blockmans, André Holenstein, Jon Matheu (eds.), Empowering Interactions. Political Culture and the Emergence of the State in Europe, 1300-1900 (Ashgate 2009), 313318. “Le rituel de l’investiture dans le Saint-Empire de l’époque moderne: Historie institutionnelle et pratiques symboliques”, en Revue d’historie moderne et contemporaine 56 (2009), 7-29. “On the Function of Rituals in the Holy Roman Empire”, en Robert Evans (ed.), The Holy Roman Empire (en prensa), and “Kneeling before God - Kneeling before the Emperor”, en Nils Holger Petersen (ed.), Transformations of Ritual (en prensa).
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MARTHA TERÁN es profesora-investigadora de la Dirección de Estudios Históricos del INAH desde 1979 e imparte clases en la Escuela Nacional de Antropología. Estudió el doctorado en El Colegio de México y desde 1995 pertenece al Sistema Nacional de Investigadores. Desde 2004 dirige en Michoacán, junto con Carlos Paredes Martínez, la Colección de libros Kw’aniscuyarhani, dedicada a reunir estudios sobre el pueblo purhépecha. Ha publicado varios artículos sobre los indios de Michoacán en el periodo colonial tardío, así como sobre el guadalupanismo, el catolicismo popular durante la independencia y las banderas de guerra de los insurgentes. Ha editado y coordinado varios libros, sus últimos son: Autoridad y gobierno indígena en Michoacán. Ensayos a través de su historia, junto con Carlos Paredes Martínez (Zamora 2003). Miguel Hidalgo. Ensayos sobre el mito y el hombre, historiografía, selección de textos y bibliografía, en colaboración con Norma Páez (Madrid 2004). El campo de México en un agujero negro. Historia crítica y soluciones, del Ing. Amador Terán. (Texcoco 2008). En el presente se dedica a la detección de bienes patrimoniales relacionados con la independencia que se encuentran fuera de México (documentos, pinturas y banderas). VERÓNICA ZÁRATE TOSCANO es licenciada y maestra en Historia por la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad Nacional Autónoma de México y doctora en la misma especialidad por El Colegio de México, integrante del Sistema Nacional de Investigadores, nivel II. También es investigadora a tiempo completo del Instituto de Investigaciones Dr. José María Luis Mora, presidenta del Comité Mexicano de Ciencias Históricas y secretaria de la Fundación Carmen Toscano. Ha publicado varios libros y artículos. Entre sus últimas publicaciones destacan: Juan López Cancelada. Sucesos de Nueva España hasta la coronación de Iturbide (México 2008). Una docena de visiones de la historia. Entrevistas con historiadores americanistas (México 2004). Ha coordinado el libro Política, casas y fiestas en el entorno urbano del Distrito Federal, siglos XVIII-XIX (México 2003).