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Spanish; Castilian Pages 287 [319] Year 2010
Conflictos, negociaciones y comercio durante las guerras de independencia latinoamericanas
Conflict and Trade
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This series provides in-depth examinations of issues related to the social, economic and cultural framework and interaction of the conduct of trade in conflict situations, worldwide, but with particular focus on the Middle East, North Africa and the Mediterranean.
Conflictos, negociaciones y comercio durante las guerras de independencia latinoamericanas
Raúl O. Fradkin
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Gorgias Press LLC, 954 River Road, Piscataway, NJ, 08854, USA www.gorgiaspress.com Copyright © 2013 by Gorgias Press LLC
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ISBN 978-1-61143-000-4
ISSN 1941-6199 Second Printing
Library of Congress Cataloging-in-Publication Data A Cataloging-in-Publication Record is Available from the Library of Congress. Printed in the United States of America
INDICE Presentación. Las guerras y las formas de hacer la guerra. Implicancias económicas y sociales de las guerras de independencia latinomericanas ..............................................vii RAUL O. FRADKIN PRIMERA PARTE: PERSPECTIVAS GLOBALES: LA CRISIS DEL IMPERIO ESPAÑOL Y LAS ECONOMIAS LATINOAMERICANAS ....................................1
Desigualdades y desplazamientos. Las economías latinoamericanas después de las Independencias .......................3 JORGE GELMAN Aspectos macroeconómicos de la independencia hispanoamericana. Los efectos de la fragmentación fiscal del imperio español en América, 1800–1860 ............................31 ALEJANDRA IRIGOIN SEGUNDA PARTE: PERSPECTIVAS REGIONALES: LAS GUERRAS Y LA CRISIS DEL ORDEN COLONIAL EN NUEVA ESPAÑA Y EL RIO DE LA PLATA ............................75
¿Reacomodos? post-independientes en el México republicano (el caso de las Huastecas) .............................................................77 ANTONIO ESCOBAR OHMSTEDE Entretelones de la guerra de Independencia: política y comercio en el centro de México (1810–1826) ....107 DIANA BIRRICHAGA GARDIDA Alternativas económicas en tiempos de guerra. Salta 1810–1821 ...........................................................................135 SARA E. MATA TERCERA PARTE: PERSPECTIVAS FRONTERIZAS: LAS GUERRAS Y LAS RELACIONES FRONTERIZAS EN EL NORTE Y EL SUR ..... 165 Guerra y comercio en la frontera hispano-portuguesa meridional — Capitanía del Río Grande, 1790–1822............167 HELEN OSÓRIO v
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CONFLICTOS, NEGOCIACIONES Y COMERCIO
Guerra y redes de comercio e intercambio en la frontera norte novohispana. La provincia de Nueva Vizcaya, de los tiempos coloniales a los primeros años independientes..........................................197 SARA ORTELLI Guerra, diplomacia y comercio: los circuitos económicos en la frontera pampeano-patagónica en tiempos de guerra .. 223 SILVIA RATTO Se envalentonan con el apoyo de algunos indios. Síntesis de las tecnologías bélicas nativas e hispano-criollas durante la Guerra a Muerte (1821–1826)....................................257 JUAN F. JIMENEZ
PRESENTACION. LAS GUERRAS Y LAS FORMAS DE HACER LA GUERRA. IMPLICANCIAS ECONOMICAS Y SOCIALES DE LAS GUERRAS DE INDEPENDENCIA LATINOMERICANAS
RAUL O. FRADKIN
UNIVERSIDAD NACIONAL DE LUJAN— UNIVERSIDAD DE BUENOS AIRES (ARGENTINA) La crisis de las monarquías ibéricas derivó en contradictorios y simultáneos procesos revolucionarios a ambos lados del Atlántico y en un ciclo de guerras conocido habitualmente como la “guerra de la independencia” aunque esta denominación no expresa la variedad de conflictos sociales, políticos y étnicos que contenían ni la composición de las fuerzas que confrontaron y sus diversos objetivos. Ese ciclo constituyó un desafío insuperable para los imperios coloniales y contribuyó decididamente a socavar el entramado de relaciones económicas, políticas, sociales y culturales que los había sustentado. Entre ellas, las redes comerciales ocupaban un lugar central pues eran las que habían configurado las articulaciones internas y externas de cada uno de los espacios. Pero, justamente, fueron esas redes las que resultaron primordialmente amenazadas por el colapso imperial y con ellas los mismos espacios económicos. Este libro pasa revista a la variedad de transformaciones que trajeron estas confrontaciones y contiene contribuciones que las analizan en diferentes escalas y prestan atención a distintos ámbitos espaciales intentando dar cuenta de la variedad de procesos, coyunturas y situaciones. En la primera parte, se ofrecen vii
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evaluaciones generales del impacto de la crisis imperial y de las guerras en las economías latinoamericanas y de sus implicancias para sus desarrollos durante el siglo XIX. En la segunda parte, se presentan evaluaciones de sus impactos regionales en la Nueva España y el Río de la Plata. Y en la tercera se indagan algunas áreas fronterizas del imperio español y portugués y los cambios ocurridos en sus relaciones con los pueblos indígenas no sometidos al dominio imperial. En las líneas que siguen intentaremos situar estas contribuciones en el contexto historiográfico y ofrecer algunas claves para su lectura.
GUERRAS, FISCALIDAD Y COMERCIO A FINES DE LA EPOCA COLONIAL
Las guerras signaron las trayectorias de los imperios coloniales durante el siglo XVIII e impulsaron su desintegración a comienzos del XIX. En este sentido, la llamada “Guerra de los Siete Años” (1756–63) constituyó un momento de inflexión en las trayectorias de estas formaciones estatales y forzó su reorganización (Elliot, 2006: 431–442). Significativamente, la reorganización británica derivó en la pérdida casi completa de sus dominios americanos, mientras que el más negociado estilo de gobierno hispano y portugués permitió exitosas reformulaciones, aunque el nuevo ciclo de guerras europeas que desató la revolución francesa acabó con frustrar los resultados de las reformas y llevó a la desintegración de ambos imperios (Halperín Donghi, 1985). Los esfuerzos para reorganizar la defensa implicaron una creciente presión fiscal y un sustancial aumento de las necesidades financieras estatales. Dado que los imperios de la era mercantilista habían montado sus sistemas fiscales sobre la esfera de la circulación mercantil, las relaciones entre guerras, fiscalidad y funcionamiento del comercio fueron indisolubles. Como es sabido, la Corona española introdujo sustanciales modificaciones en la reglamentación del comercio oficial que buscaban contener dentro de sus marcos a los dinámicos centros mercantiles que anudaban en torno suyo una densa red de circuitos que operaban simultáneamente con muy diferentes formas de comercio legal e ilegal vinculadas a la creciente intervención británica y francesa que estaba absorbiendo buena parte de los excedentes que producía la recuperación de la producción minera de la plata. Su propósito era
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orientar los flujos de los intercambios en dirección a la metrópoli y hacer posible el incremento de la recaudación fiscal. El análisis de las estructuras fiscales y financieras pone de relieve las íntimas relaciones entre el aumento de la recaudación y consolidación del poder militar. De este modo, se pudo constatar que a fines del siglo XVIII la monarquía hispana había logrado construir una renovada estructura fiscal y reorganizar completamente su sistema de defensa. En ese éxito, una colonia se demostró irremplazable, la Nueva España, que contribuyó decididamente a financiar el déficit de la metrópoli y de otras áreas coloniales mediante una compleja combinación de coacción, eficiencia administrativa y reformulación de los pactos coloniales. Sin embargo, desde la década de 1790 la Corona tuvo que apelar a un creciente endeudamiento, a la imposición de contribuciones voluntarias y forzosas y a la constitución de un fondo de consolidación de deuda pública que devino en una transferencia del déficit de la metrópoli a sus dominios coloniales (Marichal, 1997, 1999 y 2007). Estas situaciones expresaban en una coyuntura particularmente crítica los rasgos estructurales de un sistema económico colonial organizado en vastos espacios económicos articulados por las vías fiscal y comercial de apropiación y circulación de los excedentes que habían dado forma a un peculiar “mercado interno colonial” (Assadourian, 1987). Aunque buena parte de estos flujos transitaban por caminos informales o ilegales, el sistema de intercambios, las condiciones en que debían efectuarse y la delimitación de quienes podían intervenir legalmente eran objeto de constante negociación y re-negociación entre agentes mercantiles, productores y autoridades de muy diferente rango. Así, aún el famoso “libre comercio” instaurado en 1778 era un sistema comercial regulado y administrado políticamente. Esos circuitos estaban sostenidos en redes sociales articuladas a través de relaciones sociales personalizadas que enhebraban no sólo vínculos políticos, comerciales e interregionales sino también relaciones de amistad, parentesco, paisanaje y clientela constituyendo jerarquías sociales muy ramificadas que se yuxtaponían a las administrativas. Por supuesto, esas redes operaban a través de instancias institucionalizadas, como la red de Consulados y sus diputaciones que justamente adquirió nueva densidad a fines de siglo XVIII. Ellas le permitían a las redes mercantiles contar con corporaciones para defender sus intereses y
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para organizar una territorialidad comercial acotada, gestionar exenciones fiscales, disponer de mecanismos para resolver sus controversias y adquirir instrumentos de negociación y construcción de su identidad colectiva (Ibarra, 2003; Moutoukias, 1992 y 2002; Pietschmann, 2006). Pero el accionar de esas redes excedía los circuitos formalizados y las jurisdicciones establecidas. Sobre todo, porque esos circuitos vinculaban formas socio-productivas de muy distinta naturaleza dotadas con muy diferente grado de mercantilización y monetización. Ello no solo era posible por la existencia de instancias sociales y políticas de mediación — como las que articulaban la intervención de las comunidades indígenas en los mercados — sino que las hacía necesarias y ofrecían posibilidades adicionales de obtener ganancias a través de intercambios no equivalentes así como de enriquecimiento a las elites indígenas que se convirtieron en actores decisivos del mercado combinando formas mercantiles y no mercantiles de intercambio y movilización de recursos (Harris-Larson-Tandeter, 1987). A su vez, la amplitud y ramificación de estos circuitos podía ser notablemente variable y si bien cada uno solía tener algún centro mercantil y administrativo como punto de anclaje y gravitación — para lo que era imprescindible su articulación con el sistema político — también se desplegaban a través de distintas jurisdicciones y, aun más, excedían los límites formales de los imperios y los conectaban entre sí. En este sentido, la trama de circuitos que atravesaba las costas e islas del Caribe constituye un ejemplo paradigmático de la complejidad que podían adquirir y de las íntimas relaciones entre guerras y comercio (Fradera, 2005). Otras pruebas de la solidez y capacidad de adaptación de estas redes comerciales a situaciones críticas fueron que no dejaban de funcionar en tiempos de guerra. Si esas redes habían tenido una trama trasnacional y transatlántica durante los Habsburgos (Yun Casalilla, 2009), en el siglo XVIII se ampliaron y adquirieron notable vitalidad favorecidas por el relanzamiento del tráfico comercial y los movimientos migratorios desde la península hacia las colonias que renovaron la composición y los vínculos las elites mercantiles americanas. De alguna manera, esas redes siguieron conectando a las antiguas colonias con los puertos peninsulares aún después de las guerras de independencia, como lo testimonia la reanudación del flujo comercial entre ellos en la década de 1830.
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Ese sistema de intercambios suponía la existencia de instancias de negociación a través de las formas institucionales tanto como el recurso permanente a mecanismos informales. Esta imbricación entre regiones y circuitos, entre formas institucionalizadas e informales de intercambio y entre actores privados y públicos es emblemáticamente ejemplificada por los situados militares. Se trata de una institución que no eran nueva pero que adquirió una importancia decisiva en la segunda mitad del siglo XVIII y fue un factor central en la dinamización mercantil de algunas regiones. De esta forma, los situados de la Nueva España permitieron mejorar la defensa de las costas — particularmente de Veracruz —, de las fronteras norteñas con los indios y, en especial, del Caribe y las Filipinas. Por su parte, los situados del Perú y el Alto Perú sostuvieron la defensa y la creciente prosperidad de Chile, Buenos Aires y Montevideo. En estas condiciones, su remisión y utilización a través del gasto fiscal con fines militares contribuyó decididamente a un crecimiento de la demanda en algunas áreas que era muy superior al de sus propias producciones y sus consecuencias fueron muy diversas: tendió a elevar los salarios locales y propició procesos de acumulación de capital mercantil mientras restringía las remesas que las cajas reales podían efectuar hacia la metrópoli. De este modo, el aumento de la presión y del gasto fiscal producía efectos regionales muy diferenciados (Johnson, 1987; Pérez Herrero, 1991). A pesar de la voluntad imperial de transformar a la “monarquía compuesta” hispana en una “monarquía vertical” (Elliot, 1992 y 2004) y de su pretensión de asociar a algunos segmentos de las elites locales americanas al programa reformista, ellas se demostraron capaces de mitigar y aun de aprovechar en su beneficio estas políticas (Gelman, 2000). Estas consideraciones remiten a uno de los rasgos centrales de esta formación estatal que con precisión ha sido calificada como un “absolutismo negociado” (Irigoin-Graffe, 2008). Este rasgo hace referencia al peculiar juego político y a los modos en que diversos y múltiples actores negociaron como debía afrontarse las necesidades militares y pone en evidencia la naturaleza re-distributiva de esta maquinaria fiscal y la recurrente renegociación de la autoridad que suponía esa dinámica. Un resultado de estas condiciones de ejercicio de la autoridad sobresale de inmediato: la existencia de un patrón de redistribución interregional de recursos por medio de los
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situados que funcionaban como un lubricante de las economías receptoras y acentuaba su monetización. Así, el sistema permitía a las elites locales controlar buena parte de los ingresos de la Corona y acrecentar su poder negociación frente a las autoridades. Como sucedía con muchas otras funciones estatales (como la provisión de azogue, la circulación del tabaco o la recaudación del tributo) el transporte de los situados estaba a cargo de comerciantes que acrecentaban sus oportunidades de obtener beneficios como financistas, proveedores y transportistas. Se trataba de un aspecto central para comprender la naturaleza de esta formación estatal y que era parte de un fenómeno mucho más amplio y diverso: del mismo modo, el transporte de todas las mercancías constituyó una actividad que insumía una amplia proporción de la fuerza de trabajo y que resultó especialmente apta para facilitar la intervención mercantil de muy diversos agentes subalternos y aun para el enriquecimiento de algunos de ellos (Glave, 1989). La creciente importancia de los situados era parte del nuevo lugar de lo militar en la estructura de poder imperial. Durante dos siglos el ejército había jugado un papel secundario en esa estructura y la autoridad había residido en una burocracia que se reclutaba principalmente en el estamento eclesiástico y la nobleza titulada. En cambio, durante el siglo XVIII “la vida política se militarizó” (Campbell, 2005). Una de sus manifestaciones fue que la Corona privilegió a los militares de alta graduación para reclutar los principales funcionarios, aunque en algunas áreas periféricas — como Chile o el Río de la Plata — esa composición de la burocracia gobernante ya tenía una larga experiencia anterior. Otra manifestación, no menos significativa, fue el impulso que las autoridades dieron a diversos emprendimientos orientados a tener un conocimiento mucho más preciso de los recursos, la geografía y la cartografía, una tecnología imprescindible en cuyo desarrollo cumplieron un notable papel los miembros del nuevo cuerpo de ingenieros militares (Cámara, 2006). Un nuevo estilo militar estaba impregnando los modos de ejercer el gobierno colonial cuya manifestación institucional más importante fueron los intendentes “de Ejército y Provincia” que ensayados primero en Cuba se habrían de convertirse en casi toda la América española en los principales impulsores del programa reformista (Pietschmann, 1996). Se trataba de la instauración de una nueva concepción — la “defensa total” — que incluía la
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construcción de fortificaciones, el desarrollo de la Armada, la dotación de regimientos regulares, mayor atención y coordinación de la defensa de las fronteras con los indios y, sobre todo, el “arreglo” de las milicias. Algunos de estos cambios eran expresión de la llamada la “revolución militar” (Parker, 1990), ese conjunto de innovaciones que incluían un uso intensivo de la artillería y las armas de fuego, la construcción de fortificaciones, el predominio de la infantería sobre la caballería y el incremento sustancial de los ejércitos permanentes. Sin embargo, la introducción de esas novedades en los dominios coloniales fue tardía y limitada, de manera que los ejércitos imperiales en América siguieron padeciendo las limitaciones características de los modelos militares preexistentes, como las dificultades para desplazar gran número de tropas a larga distancia o el peso de la aristocracia en las estructuras militares (McNeill, 1998: 175–180) — acentuadas por las dificultades logísticas y sociales que imponía la situación colonial. Aún así, el incremento de los efectivos fue notable y durante el siglo XVIII pasó de unos 6.000 a unos 35.000. Pero, a pesar de las preferencias oficiales, más de un 80% había nacido en América y más de un 70% prestaba servicio en la misma ciudad donde habían nacido (Marchena Fernández, 1992). De esta manera, aunque la política oficial buscaba conformar una nueva elite burocrática de matriz militar autónoma frente a las elites locales, los resultados fueron muy distintos y los “soldados del Rey” terminaron por estar entrelazados con las sociedades locales y al servicio de sus elites, las cuales a través del financiamiento y la obtención de cargos convirtieron a las estructuras de defensa en un medio de acumulación de autoridad y prestigio y al ejército en una institución “autónoma” y “autosupervisada” (Kuethe, 2005a: 28). A que el proceso de reforma militar tuviera este resultado contribuyó el cambio de la situación europea a fines del siglo XVII cuando la Corona se vio forzada a disminuir el Ejército de Dotación en América y a suspender la remisión de contingentes de refuerzo. En consecuencia, la defensa terminó dependiendo completamente de las milicias y, por lo tanto, de la colaboración de las sociedades y las elites coloniales transformándose en instancias claves de negociación del ejercicio del poder y de la autoridad pero cuyo “arreglo” efectivo mostró enormes variaciones regionales (Kuethe, 2005b y 2005c).
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Estas condiciones de ejercicio del poder no eran muy distintas en el Brasil e incluso pueden haber sido aun mayores las restricciones que aquí afrontaba la burocracia imperial para modificarlas (Hespanha, 2001). Lo cierto es que necesidades, desafíos y restricciones análogos encontró la reorganización de su defensa a partir de 1762: la ampliación de las estructuras milicianas — pese a la pretensión oficial de instaurar un servicio de alistamiento generalizado — tendió a reforzar las jerarquías sociales aunque las milicias se convirtieron en la “espina dorsal” del orden colonial, en espacios de negociación entre autoridades superiores y elites locales y en instancias de mediación social que efectuaban una “traducción local” de las órdenes del gobierno imperial (Pagano de Melo, 2004; Puntoni, 2004; Faria Mendes, 2004). De este modo, a comienzos del siglo XIX tanto las estructuras de gobierno y defensa como las comerciales y fiscales estaban sostenidas en complejos mecanismos de negociación entre burocracia imperial y elites locales. Frente a ellos, los dilemas de las autoridades imperiales eran ineludibles. Un buen ejemplo al respecto lo suministra la belicosa frontera hispano-portuguesa: hasta mediados del siglo XVIII la Corona española debió apelar recurrentemente a las milicias guaraníes para sostener su defensa y sólo pudo prescindir de ellas apelando a la masiva movilización de contingentes desde la península, como sucedió en 1777; sin embargo, este recurso se tornó inviable y la defensa quedó en manos de fuerzas milicianas o de peculiares fuerzas veteranas de matriz miliciana y de composición y financiamiento local que empleaban formas de hacer la guerra y tecnologías bélicas que emergían de la experiencia histórica regional. Esa experiencia contribuyó a forjar específicas tradiciones militares, un conjunto diverso de prácticas, normas y valores que suponían diversas concepciones acerca de las formas consideradas como legítimas de ejercicio del poder y la autoridad y que tendían a inclinarlos hacia una negociación de su ejercicio (Fradkin, 2009a).
LAS FORMAS DE HACER LA GUERRA Y LAS IMPLICANCIAS DE LAS GUERRAS
El registro de estas condiciones de ejercicio de la autoridad torna más comprensible algunos de los rasgos que caracterizó el comportamiento de las estructuras militares y milicianas frente a la crisis imperial abierta en 1808. Dado que no se trataba de un
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ejército realmente unificado sino de un conjunto de fuerzas que tenían un marcado carácter estamental, étnico, corporativo dotadas de un intensa impronta regionalista, el llamado Ejército de América no esta pensado ni preparado para reprimir una insurrección generaliza; y esta impronta regionalista era aun mucho más acentuada en las formaciones milicianas en las cuales descansaba casi completamente la preservación del orden interno. En casi todos los casos sus fuerzas se dividieron siguiendo la orientación política predominante en la elite de cada ciudad con las que estaban íntimamente entrelazadas por vínculos económicos, políticos, sociales y parentales (Marchena Fernández, 2007; McFarlane, 2008). Fue a partir de estas fuerzas que se conformaron las que confrontaron en las llamadas guerras de independencia como lo corrobora su composición social, étnica y regional. Esas guerras fueron largas y signaron el devenir posterior de las sociedades latinoamericanas. Conviene recordar que se trataba de las primeras guerras que desde la conquista afectaban a casi toda la América española y que no sólo iban a destruir buena parte de sus riquezas disponibles sino también a cambiar las relaciones sociales existentes dada la fragmentación del poder político, la militarización de las sociedades y la masiva movilización de hombres y recursos materiales (Halperín Donghi, 1994: 22). ¿Qué magnitudes alcanzó la movilización armada? Por lo pronto, cabe señalar que parece haber sido mucho más amplia en Nueva España dónde hacia 1810 sumaban unos 22.000 efectivos — los mayores que España tenía en Hispanoamérica — que debieron enfrentar una masiva insurgencia que por momentos llegó a movilizar más de 80.000 hombres, en su inmensa mayoría indígenas. Para afrontar tamaño desafío las autoridades debieron impulsar la multiplicación de las milicias en los pueblos, dejar a su cargo su sostenimiento e incorporar a poblaciones indígenas, lo que les permitió a fines de la década contar con unos 40.000 milicianos y un ejército de 44.000 efectivos (Archer, 2002; Ortíz Escamilla, 2008: 304; Chust-Serrano Ortega, 2007: 94). En Sudamérica la movilización no alcanzó esa envergadura pero fue también muy significativa. Así, por ejemplo, para 1816 las Provincias Unidas del Río de la Plata contaban con 6.700 efectivos de línea y al menos unos 29.000 milicianos movilizados, aunque por momentos pudieron movilizar ejércitos al Alto Perú que superaban los 6.000 hombres y a Chile con más de 5.000 efectivos (Fradkin, 2009b). En
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cambio, mucho mayor fue la movilización en Venezuela y Nueva Granada y, sobre todo, extremadamente vertiginosa: unos 7.000 hombres para 1818, 20.000 dos años después y 23.000 al año siguiente (Thibaud, 2003: 486). Reclutar, movilizar, remunerar, pertrechar y abastecer a estos efectivos puso a los gobiernos frente a ingentes necesidades financieras que no tardaron en transformarse en déficit fiscal. La situación fue particularmente grave en aquellas regiones que encabezaban el esfuerzo militar y que además habían sido las más favorecidas por los situados coloniales. De este modo, las guerras se convirtieron de inmediato en disputas interregionales por los recursos fiscales disponibles y por el control de los centros mineros y los circuitos de intercambio. Pero las guerras estaban produciendo el colapso de los mecanismos que habían revitalizado la minería andina y que habían sostenido la recuperación del comercio y la fiscalidad, tanto la provisión de azogue a bajo precio desde la península como el suministro de trabajadores mitayos que aseguraban la rentabilidad de la minería potosina (Tandeter, 1992). Frente a estos desafíos, mientras las autoridades pretendían conformar ejércitos de línea más numerosos dotados de mayor movilidad no podían evitar la necesidad de impulsar la multiplicación de las milicias. Para ampliar el reclutamiento apelaron a transformar muchos milicianos en veteranos pero también al enganche de voluntarios, los reclutamientos forzados, contratar mercenarios extranjeros e incorporar esclavos comprados o confiscados a sus amos. De este modo, las guerras contribuyeron a erosionar la solidez del régimen de esclavitud y transformaron a libertos y esclavos en actores políticos decisivos. Para obtener una mayor movilidad, además de los intentos en formar flotas navales debieron darle un nuevo lugar a la caballería. Debe tenerse en cuenta que a comienzos del siglo XIX el ejército español se caracterizaba por un abrumador peso de la infantería y que la caballería no superaba el 15% de los efectivos (Cuenca Toribio, 2006: 20), una situación que se repetía en América y así en Nueva España la infantería llegaba al 89% de los efectivos. Para afrontar esta necesidad las autoridades coloniales habían depositado en las milicias la mayor parte del servicio de caballería. Por lo tanto, la formación de una caballería veterana fue uno de los mayores desafíos de la guerra de independencia y en buena medida descansó en fuerzas milicianas y en la incorporación de lanceros
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indígenas. Y ello no sucedía solo en las fuerzas revolucionarias: a pesar de los sucesivos refuerzos enviados desde la península hacia el Perú (unos 7.000 hombres) se ha calculado que entre quienes prestaron servicio en el Ejército de Lima entre 1810 y 1825 habían nacido en América el 35% de los oficiales veteranos, el 80% de los oficiales milicianos y entre el 70–90% de las tropas, una proporción que solo puede entenderse cuando se considera la importancia que tuvieron las milicias indígenas comandadas por sus propios jefes (Luqui-Lagleyze, 2006: 48–49). De este modo, las guerras implicaban el desarrollo de dos tendencias que terminaron por demostrarse sustancialmente contradictorias: una, se orientaba hacia la centralización de la autoridad y la constitución de una fuerza armada que imperara sobre el conjunto de los actores sociales regionales pero para afirmarse dependía completamente de la envergadura, la cohesión y la disciplina de los ejércitos de línea; otra, empujaba hacia la descentralización política y daba forma militar a los actores sociales armados pues hallaba sustento material en la multiplicación de las milicias locales e imponía la necesidad de generar consenso y negociaciones con las poblaciones y las elites locales. De esta manera, estas guerras tuvieron un poder extraordinariamente corrosivo de las instituciones estatales absolutistas y centralizadoras que, como vimos, en América no llegaron nunca a adquirir plenamente este carácter y no pudieron evitar las dinámicas de negociación permanente de la autoridad. Así, — tanto en España como en América — el desmantelamiento del Estado significó la marginalización sino el derrumbe del ejército regular y su reemplazo por formaciones que se caracterizaban por la preponderancia de los civiles tanto en su control como en su composición: las milicias y las guerrillas (Lempérière, 2004: 25). Las implicancias de las guerras para las economías latinoamericanas no pueden soslayarse y a tratar de construir un panorama de conjunto están dedicados los artículos de la primera parte. Esas guerras empujaron un incremento exponencial del gasto con fines militares mientras las bases de sustentación de los sistemas fiscales se fragmentaban y descentralizaban cuando no directamente se desintegraban. Como muestra A. Irigoin si se concentra la atención en el proceso de fragmentación fiscal y monetaria pueden advertirse algunos de los factores principales que dificultaron el crecimiento económico latinoamericano en el siglo
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XIX. Sin embargo, el colapso imperial no significó la desaparición completa del sistema fiscal colonial sino que con la fragmentación política la recaudación cayó en manos de autoridades locales de modo que el paisaje político que emergió de la independencia terminó siendo un reflejo de la estructura que tenía la maquinaria fiscal preexistente en la medida que las jurisdicciones de las distintas cajas sostuvieron los procesos de construcción estatal aunque la situación creada devino en acentuados déficits presupuestarios que se afrontaron por vía inflacionaria más que en la transformación efectiva de los sistemas impositivos. Por su parte, el trabajo de J. Gelman concentra su atención en otra faceta: las notorias desigualdades regionales se vieron acrecentadas por los efectos económicos de las guerras. Al poner en el centro de su atención las muy disímiles trayectorias regionales propone discutir una convención de ha gozado de gran predicamento historiográfico: que todas las economías latinoamericanas posrevolucionarias hayan atravesado por una fase igualmente depresiva tras la revolución. De este modo, ambos trabajos desde distintas perspectivas vienen a discutir tanto la escala de análisis habitual para analizar las economías latinoamericanas de la primera parte del siglo XIX — una anacrónica escala “nacional” — como las razones habitualmente esgrimidas para explicar las dificultades y el “retraso” económico decimonónico. A considerar las posibilidades de los enfoques regionales están dedicados los trabajos de la segunda parte. A. Escobar Omsthede analiza los cambios ocurridos en los sistemas de intercambio en las Huastecas, un espacio relativamente marginal del eje central de la economía novohispana: allí pudo advertir que gran parte del comercio regional giraba en torno a las actividades productivas y de intercambio de los pueblos de indios, los cuales parecen haber podido afrontar activa y eficazmente los cambios institucionales tanto del período borbónico como del revolucionario y preservar sus márgenes de intervención mercantil autónoma. Desde esta perspectiva, el siglo XIX en las Huastecas habría sido “el siglo de los intercambios silenciosos”, de los arrieros y los tratantes en pequeña escala y no el fin del comercio: la crisis, por lo tanto, parece haber sido la crisis de la elite del poder colonial asentada en el centro del país, una situación que habría permitido el traslado del eje de la dinámica económica desde el centro hacia los territorios periféricos.
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Por su parte, D. Birrichiga Gardida concentra su atención en los pueblos de indios del centro de México y su contribución permite advertir los modos en que la guerra afectó el comercio de larga distancia y regional llegando a paralizar algunas producciones. Pero nos muestra también como el fortalecimiento de las estructuras de gobierno local implicó la instauración de nuevas contribuciones sobre los campesinos y sobre sus formas de intercambio local, mostrando la centralidad que tuvo el comercio local para reconstruir el orden social en los pueblos. Ello hace referencia a una transformación sustancial que adquiere mayor significado cuando se consideración otras que estaban operando simultáneamente como la proliferación de ayuntamientos constitucionales o la reorganización del sistema de milicias en los pueblos. La colaboración de S. Mata analiza las contradictorias implicancias de la guerra en la provincia de Salta del Virreinato del Río de la Plata. Este territorio había basado su prosperidad en la intermediación entre los centros mineros altoperuanos y el puerto de Buenos Aires pero el conflicto produjo una notoria escasez monetaria, alteró el comercio regional y la recaudación fiscal. Sin embargo, no significó inmediatamente la interrupción de los intercambios entre regiones beligerantes, una prueba adicional de la vitalidad, flexibilidad y capacidad de persistencia de las redes sociales que articulaban el comercio. A su vez, nos muestra que si el mantenimiento de los ejércitos podía resultar extremadamente gravoso para una economía regional también ofrecía oportunidades para aquellos grupos sociales más vinculados al poder político, prueba también de la incidencia de esas redes sociales mercantiles. Ambas evidencias resultan más significativas cuando se toma en cuenta que la revolución estaba cambiando el equilibrio interno de los grupos dominantes regionales por el desplazamiento de la posición jerárquica de los inmigrantes europeos que tanto los habían renovado en las últimas décadas coloniales. Como bien advierte la autora, un modo de aproximarse a la identificación de los perjudicados y los beneficiados por la guerra es prestarle atención a la deuda pública en la medida que grupos mercantiles y terratenientes hallaron un mercado cautivo en la provisión de bienes al ejército, deudas que luego serían cobradas con intereses y tierras públicas. Las guerras tenían, entonces, beneficiarios que adaptándose a las nuevas condiciones, modificando el entramado
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de sus actividades y la configuración de sus circuitos y potenciando sus redes sociales habrían de convertirse en proveedores y prestamistas del estado. Ningún análisis de las realidades americanas puede eludir la consideración de las fronteras del mundo colonial y, en especial, aquellas con los pueblos indígenas que no habían podido ser sometidos. En estos espacios de múltiples interacciones y contornos difusos, las relaciones entre las formas de hacer la guerra y el comercio se pueden observar con suma intensidad. Por ello, las contribuciones de la tercera parte están dedicadas a analizar sus diversas facetas y situaciones. El estudio de los circuitos mercantiles coloniales permitió advertir que la demarcación entre sociedades coloniales y mundos indígenas no sometidos era mucho menos precisa y circunscripta a la guerra de lo que se había imaginado tradicionalmente. Muchos circuitos atravesaban los espacios fronterizos y, aun más, se articulaban con los sistemas de intercambio de las parcialidades indígenas soberanas, como sucedía entre centros mercantiles hispanos y portugueses, hispanos y británicos o aun entre diferentes mercados hispano-coloniales. Esas articulaciones comerciales interétnicas se habían acrecentado notablemente en la segunda mitad del siglo XVIII cuando las autoridades borbónicas vieron en la negociación política entre jefes indígenas y autoridades fronterizas un modo eficaz para apelar al “yugo del comercio”, aun renunciando a imponer sus pretensiones de soberanía territorial a cambio de estabilidad en las fronteras apelando a un inestable sistema de alianzas. Esas políticas, lubricadas por flujos de mercancías, regalos y raciones que convertían a las guardias y misiones fronterizas en activos centros mercantiles, habían logrado una cierta estabilización de las fronteras y propiciado tanto procesos de colonización pionera en territorios indígenas como la instalación de algunas tribus en territorios hispanos. Sin embargo, las guerras de independencia tuvieron fuerte impacto en estos espacios fronterizos y una mirada de conjunto permite registrar algunas cuestiones relevantes. En primer término, las guerras desestabilizaron el funcionamiento de los sistemas fronterizos y sus mecanismos de articulación erosionando la capacidad negociadora de las autoridades fronterizas o dejándolas libradas a sus propias lógicas y decisiones; a su vez, esa situación puso en cuestión la vigencia de
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muchos de los pactos con los jefes indígenas abriendo una coyuntura de ruptura o renegociación. En segundo término, la fragmentación de los espacios económicos coloniales impulsó una reorientación de los circuitos de intercambio interétnicos, el debilitamiento algunas rutas y la emergencia de otras. En tercer lugar, en varias regiones los grupos indígenas fronterizos se convirtieron en actores decisivos de las guerras que desgarraban a las sociedades coloniales estableciendo alianzas con los bandos en pugna a partir de lógicas y objetivos propios pero introduciendo también nuevos ejes de confrontación intraétnicos, modificando sistemas vigentes de jefatura y las formas de hacer la guerra. Por último, se impone una reconsideración de la imagen histórica de estas fronteras: durante mucho tiempo, la historiografía tendió a imaginar estas realidades fronterizas como aisladas y dominadas por la guerra; los estudios más recientes, en cambio, destacan sus estrechos vínculos con el funcionamiento de la economía colonial y que la guerra lejos estaba de ser el único atributo de las relaciones fronterizas; más aún, se ha demostrado que las confrontaciones eran modos eficaces de renegociar los términos de los intercambios. Perspectivas de este tipo invitan a superar paradigmas interpretativos estáticos que clasifican las realidades regionales en esquemas rígidos de centro y periferias dado que no se adecuan a un contexto inestable y cambiante en el cual se demuestra la existencia de múltiples centros de diversa jerarquía y de algunas periferias que estaban menos aisladas y podían llegar a ser mucho más dinámicas de lo que se ha supuesto. El artículo de H. Osório demuestra la necesidad de tener estas consideraciones en cuenta. La autora se concentra en la porosa, inestable y permeable frontera hispano-portuguesa del sur del Brasil y su análisis permite advertir como un espacio de colonización reciente y completamente periférico, como era la capitanía de Río Grande, pudo aprovechar las posibilidades que le ofrecía la coyuntura de las guerras de independencia en las vecinas colonias españolas para obtener una expansión económica sin precedentes. Este tipo de perspectiva permite registrar el papel activo que tuvieron los actores sociales locales para redefinir las características de este peculiar espacio fronterizo, parcialmente ocupado, con derechos de propiedad débilmente consolidados y dinamizado por la existencia de circuitos de comercialización más o menos legales o clandestinos que enlazaban sociedades que los
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estados pretendían mantener separadas y también grupos indígenas y campesinos que estaban en buena medida fuera del control efectivo de cualquiera orden estatal. De este modo, se pueden observar los efectos divergentes de unas guerras que mientras estaba permitiendo a los grupos de poder local de la capitanía una expansión territorial y económica notablemente rápida — a partir de la cual iban a desplegar una fuerte tendencia autonomista hasta la década de 1840 así como una persistente capacidad de influencia política y económica en el vecino Uruguay por varias décadas — hacían también colapsar la economía de una región vecina que era a fines del siglo XVIII el epicentro de la primera expansión de la ganadería exportadora del Virreinato del Río de la Plata. En esas disímiles trayectorias económicas de regiones vecinas las formas de hacer la guerra tuvieron una importancia decisiva. Como hemos señalado en otra ocasión, en este espacio fronterizo la llamada “guerra de recursos” pasó a ser la forma por excelencia de aprovisionamiento de las fuerzas beligerantes, de remunerar a las tropas, de definir a los enemigos y canalizar las tensiones sociales así como una forma de subsistencia para amplios grupos sociales y hasta de algunos componentes de sus culturas políticas (Fradkin, 2008 y 2010). Por su parte, S. Ortelli analiza las implicancias de la guerra en el funcionamiento del comercio en otra región fronteriza, la provincia novohispana de Nueva Galicia. Aquí, la desestructuración del equilibrio fronterizo alcanzado a fines del siglo XVIII fue también incentivado por la expansión de los colonos estadounidenses y el impulso que le dieron a sus relaciones comerciales con las tribus indígenas. Estas condiciones completan el panorama de profunda reestructuración de los ejes de intercambio que definían las relaciones interregionales que se estaba produciendo en la Nueva España que también muestran las colaboraciones de Escobar Omsthede y Birrichiga Gardida. El surgimiento de nuevos centros que dinamizaban los intercambios y e incentivaban las producciones mercantiles regionales, algunos de los cuales hacían sentir su influjo a través de las fronteras, décadas después habrán de mostrar su incidencia en la vitalidad económica del norte mexicano. A su vez, evidencia también los cambios que se operaban en los grupos indígenas no sometidos, su activa intervención en el funcionamiento de esos circuitos y los cambios que se operaron en sus modos de hacer la guerra de frontera,
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empezando por la apropiación selectiva de recursos tecnológicos producidos en la sociedad norteamericana. S. Ratto y J. Jiménez se ocupan, por último, de las intensas relaciones que articulaban las fronteras hispano-indígenas y el área cultural pan-araucana y muestran la pluralidad de interacciones que ocurrían a través de las fronteras, la multiplicididad de mecanismos y de mediaciones culturales que los hacían posible y las racionalidades selectivas de los actores indígenas. Los intercambios fronterizos estaban lejos de ser exclusivamente comerciales o de estar orientados solamente por lógicas mercantiles sino que se integraban en dispositivos de interacción en los cuales la diplomacia, la guerra y la circulación de saberes y agentes ocupaban un lugar relevante. Eran interacciones e intercambios negociados en múltiples instancias y por inestables jerarquías que sometidas a los efectos de un conjunto de confrontaciones iban a imponer sustantivas transformaciones. Ratto muestra que las redes de intercambio indígena a larga distancia eran previas a la conquista europea y que activamente buscaron articularse con los circuitos comerciales hispano-criollos en una red que no tenía sentidos unidireccionales. A través de esa dinámica mercantil las pautas de los consumos de ambas sociedades fueron cambiando e integrando bienes de la otra y los flujos llegaron a tener tal centralidad para la diversidad de agentes involucrados que terminaron siendo infructuosos los intentos estatales por inscribirlos exclusivamente en un sistema de intercambios políticamente regulado y administrado. Guerra y comercio no eran opciones excluyentes: por el contrario, los mismos bienes que algunos grupos indígenas podían obtener mediante la guerra en un punto fronterizo, eran comercializados a través de circuitos de intercambio indígenas sometidos a duras negociaciones entre parcialidades en otro punto de la frontera hispano-criolla a través de negociaciones, así como la misma guerra era un mecanismo eficaz para forzar nuevas condiciones para las negociaciones mercantiles. En tales condiciones, la conflictividad extrema en una frontera no implicaba el quiebre del comercio de ganado a larga distancia. La colaboración de J. Jiménez ilumina una faceta menos conocida de estos intercambios: su incidencia en las formas indígenas de hacer la guerra y el desarrollo de una tecnología bélica que siendo en buena medida mestiza expresaba su empleo por una racionalidad específica y selectiva. En la Araucanía primero y luego
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en las pampas, la guerra de independencia creó condiciones propicias para una situación de intensa confrontación interétnica pero también intraétnica de extrema intensidad y fue justamente en esta coyuntura histórica precisa que en su transcurso se produjo una síntesis entre los estilos militares hispano-criollos y nativo; dicha síntesis no parece haber sido simplemente una mezcla sino, por el contrario, se trataba de una fusión de los recursos tecnológicos más adecuados provenientes de cada tradición y de una combinación de sus culturas militares, que derivaron en una nueva forma de hacer la guerra. Como bien subraya el autor, ese proceso no fue tampoco unidireccional sino que tanto indígenas como criollos se vieron obligados a desarrollar estrategias similares. En la detección de las condiciones que lo hicieron posible no puede eludirse dos consecuencias inmediatas de la desintegración del estado colonial: la finalización del control sobre el tráfico de armas de fuego y el colapso de la eficacia de las políticas de pacificación fronteriza. La intervención de indígenas en las fuerzas de los bandos en pugna fue característica distintiva de las guerras de independencia en varias regiones americanas. En muchos casos, los indios eran objeto principal del reclutamiento compulsivo pero también fueron eficaces fuerzas auxiliares estructuradas en sus propias milicias, dotadas de sus propios jefes y desarrollando sus propios modos de hacer la guerra, con sus saberes y tecnologías: emblemática, en ambos aspectos, fue la experiencia de las guerras en los Andes centrales. A su vez, en varias regiones fronterizas, diversas tribus y grupos indígenas no sometidos se convirtieron en aliados imprescindibles de alguno de los bandos, como sucedió en Centroamérica y en el litoral rioplatense y como ya había sucedido en la guerra de independencia norteamericana. En casi todos estos casos, estos grupos indígenas suministraron una fuerza adicional — generalmente de lanceros de caballería — en el marco de inestables alianzas. Esas alianzas, en algunas zonas como en la Araucanía, les permitía preservar sus espacios de autonomía aunque introdujo nuevos ejes y niveles de confrontación entre ellos. En otras situaciones, como entre las poblaciones guaraníes que debieron optar entre múltiples fuerzas en conflicto, las guerras derivaron en su devastación y en la pérdida completa de sus márgenes de autonomía y de su propia territorialidad (Wilde, 2009).
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La intervención indígena y los recursos que a las fuerzas insurgentes podían suministrar las comunidades indígenas son aspectos inseparables de otras características centrales que adquirieron las formas de hacer la guerra: la importancia de la guerra irregular y de la llamada guerra de guerrillas. Ninguno de estas formas era exclusivamente americana pues formaron parte también de la experiencia peninsular contra las tropas napoleónicas aunque en América, esas formas de hacer la guerra se impregnaron y expresaron las tensiones socio-étnicas de cada formación social regional. El hecho es que la llamada “revolución militar” no había llegado a implantarse firmemente en América hispana o portuguesa cuando a fines del siglo XVIII comenzaba una nueva era militar en el mundo occidental. Como es sabido, la revolución francesa trajo consigo una sustancial modificación de las concepciones estratégicas, un aumento nunca antes visto del personal movilizado y en los discursos de legitimación de la guerra. Lo interesante es registrar que junto al éxito y rápida propagación de nuevos valores, nociones, vocablos y concepciones que emergían de un nuevo modo de hacer la guerra (como la “nación en armas”, la “guardia nacional”, el “ciudadano-soldado”, la “leva en masa” o una carrera militar “abierta al mérito”), la era de las revoluciones también trajo consigo una centralidad decisiva de la “guerra irregular” y, en particular, de la “guerra de guerrillas” a ambos lados del Atlántico. Dónde y cuándo hizo su aparición así como su misma naturaleza es objeto de controversia y múltiples interpretaciones, pero lo cierto es que las formaciones guerrilleras se convirtieron en protagonistas centrales de estas guerras y en algunos casos lograron el control prolongado de territorios sustrayéndolos de la jurisdicción de una autoridad superior y llevando al extremo la fragmentación y descentralización del poder. En tales condiciones, algunas formaciones guerrilleras, tanto las que muy laxamente se reconocían como parte de un ejército más amplio como aquellas que eran completamente autónomas, adquiriendo atributos de proto-estados locales. En los territorios que controlaban eran ellas las que imponían su autoridad para confiscar bienes, imponer “auxilios” y contribuciones a las poblaciones e impuestos al comercio o formas de reclutamiento. Quizás lo más interesante para el tema que nos ocupa es que estas situaciones se dieron tanto en áreas nucleares del orden colonial — afectando muy seriamente
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el funcionamiento de los circuitos comerciales (Demélas, 2001 y 2007) — como en regiones fronterizas y aun en más mismas áreas tribales que estaban fuera del alcance efectivo del orden colonial sustentándose en su capacidad para controlar los circuitos de intercambio interétnicos a larga distancia (Contador, 1998). Aún en Brasil donde la transición al orden poscolonial fue notoriamente menos conflictiva y donde la guerra de independencia no tuvo la misma centralidad que en Hispanoamérica también se produjeron cambios. Así, por ejemplo, en uno de los epicentros del régimen de plantación esclavista como era Bahía, la guerra llevó a incorporar esclavos a las filas (Kraay, 2002). Sin embargo, comparado el Brasil con las trayectorias militares de la América española, parece claro que aquí pudo mantenerse en pie un ejército más profesional. Pero más profesional al modo que lo fueron los ejércitos del Antiguo Régimen: sus oficiales integraban una “sociedad de Corte” y el reclutamiento de mercenarios siguió siendo un componente sustancial de las tropas de línea (Barreto de Souza, 2004). Más aún, reclutamiento siguió dependiendo durante el Imperio de las restricciones, mediaciones y negociaciones que lo habían caracterizado. Esas dificultades expresaban la naturaleza de un estado que carecía de una red burocrática capaz de organizar un régimen de conscripción moderno y centralizado y que seguía dependiendo de las instancias locales de negociación, una situación que incluso se vio reforzada por la instauración de una institución “moderna” como era la Guardia Nacional (Faria Mendes, 1998 y 2004). De acuerdo a lo expuesto, la diversidad de situaciones y trayectorias que los artículos que componen este volumen ponen de manifiesto permiten evaluar las implicancias de corto y largo plazo que tuvieron las guerras de independencia. Tanto por vía institucional o fiscal como por vía comercial y militar, la fragmentación y descentralización del poder hizo posible que los pueblos se fueran convirtiendo en protagonistas claves de las dinámicas políticas y económicas, una situación que habría de generar un perdurable legado con el cual deberían lidiar las construcciones estatales posteriores sometidas a afrontar una negociación cotidiana de ejercicio de la autoridad (Joseph-Nugent, 2002). He aquí una de las claves para comprender mejor la historia de las formaciones estatales latinoamericanas decimonónicas cuyas
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trayectorias estuvieron constreñidas por oposiciones regionales y por la necesidad de apelar a distintas formas de negociación del poder y de la autoridad. Algunas eran impuestas por las elites regionales y locales que habían pasado a controlar las instancias de recaudación fiscal. Pero otras provenían de la capacidad de los pueblos para ejercer alguna forma de autogobierno, controlar el comercio local y regional, manejar sus propios recursos fiscales y sus milicias y que imponían a esas elites formas negociadas de ejercicio del poder.
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PRIMERA PARTE: PERSPECTIVAS GLOBALES: LA CRISIS DEL IMPERIO ESPAÑOL Y LAS ECONOMIAS LATINOAMERICANAS
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DESIGUALDADES Y DESPLAZAMIENTOS. LAS ECONOMIAS LATINOAMERICANAS DESPUES DE LAS INDEPENDENCIAS JORGE GELMAN
INSTITUTO RAVIGNANI, UNIVERSIDAD DE BUENOS AIRES/CONICET (ARGENTINA)
I. SOBRE ALGUNOS MODELOS DE MODA Y OTROS NO TANTO, PARA EXPLICAR EL ‘ESTANCAMIENTO LATINOAMERICANO’
Lo primero que se debe señalar al comenzar este recorrido es que la mayoría de las explicaciones disponibles sobre el comportamiento económico de América Latina en el período que sigue a las Independencias tiende a indicar la existencia de un estancamiento, cuando no una franca crisis y retroceso, que caracteriza de manera bastante general a toda la región.1 De esta manera, sería durante esta etapa en particular en que se produce el
Ver por ejemplo Amaral y Prados 1993, Coatsworth 1998, Engerman y Sokoloff 1999, Acemoglu, Johnson y Robinson 2001, etc., quienes explican de diversas maneras el atraso de América Latina, pero coinciden en señalar el estancamiento relativo de la región, producido especialmente en este período. Un panorama general algo más matizado en Halperín 1991. Igualmente Bulmer-Thomas 1994, Haber 1999, Korol y Tandeter 1999. Una síntesis reciente en Bulmer-Thomas, Coatsworth y Cortés Conde 2006. 1
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principal atraso relativo de América Latina en relación a las economías del norte del Atlántico.2 Este relato contiene entonces dos partes que aquí se pondrán en discusión: por un lado la idea de que casi toda América recorre una coyuntura similar al menos en los dos o tres primeros cuartos del siglo XIX y en segundo lugar, que esa coyuntura común es la del estancamiento. Esto sería así hasta que los ferrocarriles, la instauración de regímenes más o menos liberales — con sus respectivos sistemas legales, derechos de propiedad, etc.-, la construcción de la autoridad del estado y de reglas de juego unánimemente aceptadas o impuestas y el desarrollo de amplios sistemas financieros y transferencias de capitales externos, habrían permitido el desarrollo de modelos agro-exportadores exitosos en casi todos lados en la parte final de este siglo. Las explicaciones para estos procesos de estancamiento remiten a problemas de tipo puntual o coyuntural y a otras de carácter más estructural. Entre los primeros figuran los efectos devastadores de las guerras que acompañan a la crisis del orden colonial y la difícil constitución de nuevos estados en competencia con la metrópolis, pero también — y sobre todo — con otros posibles estados en el propio espacio americano. Estas guerras no sólo provocaron, de manera casi universal, millares de muertos sino también destrucción de entramados productivos, infraestructuras, medios de producción, ganados, etc., así como forzaron casi siempre la salida de empresarios de origen peninsular que en muchos casos concentraban los capitales, pero también los saberes en la gestión de algunas actividades económicas cruciales como la minería. Por supuesto que los efectos de estas guerras fueron muy diversos, pudiendo quizás poner en uno de los extremos el caso de la rebelión de los esclavos en Saint Domingue que en pocos años, además de generar la ruina de su Recientemente Leandro Prados ha discutido las explicaciones disponibles sobre este estancamiento y postulado la necesidad de proponer un ejercicio comparativo distinto al usual que toma como referencia el desempeño norteamericano, ante el cual cualquier experiencia económica en los siglos XVIII y XIX resulta perdedora (Prados 2006). 2
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economía, termina con una parte sustantiva de su población y, en el otro extremo, la transición relativamente pacífica y ordenada del Brasil hacia su independencia bajo un régimen monárquico. Sin embargo, aún en este caso, la transición no dejó de generar importantes efectos que se pueden atribuir a la inestabilidad, la necesaria constitución de ejércitos más numerosos, rebeliones regionales y conflictos sociales, guerras fronterizas, etc. derivadas en buena medida de la crisis europea y del inicio de los procesos independentistas en Brasil y en el resto del territorio americano. Quizás solo Cuba, que permaneció bajo dominación colonial, pudo eludir los efectos negativos de la coyuntura guerrera, e incluso se puede decir que, al contrario, se benefició de las dificultades ajenas, lo que le permitió emprender uno de los procesos de crecimiento económico más destacados de la región. También se podría incluir entre los factores coyunturales las políticas económicas aplicadas por los distintos gobiernos surgidos de esta etapa de crisis colonial. No falta entre algunos autores un señalamiento que tiende a culpar a las políticas proteccionistas de diversos gobiernos latinoamericanos por el atraso relativo de sus países, al no permitirles aprovechar la fuerza de la nueva economía internacional.3 Entre los factores más estructurales para explicar el estancamiento económico de la mayor parte de América Latina, se han señalado los cambios en la economía internacional del momento, que encuentra a la mayoría de las regiones americanas en malas condiciones para adecuarse a ellas debido a un conjunto de elementos. Entre ellos algunos han señalado más bien factores geográficos y especialmente los altos costos del transporte terrestre que dificultaron la posibilidad de amplias regiones americanas de aprovechar el poder de arrastre de la economía nor-atlántica en expansión4, la pobre dotación de factores de muchas zonas que no se encontraban en condiciones de producir los bienes que esa economía atlántica demandaba a partir del desarrollo de la Aunque es un argumento bastante clásico, reapareció con fuerza en una compilación influyente como la de Amaral y Prados 1993, citada más arriba. 4 Entre los aportes recientes en este sentido ver en especial los trabajos de Sachs 2003. 3
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revolución industrial o también, en algunos casos, la escasa capacidad de arrastre — los encadenamientos hacia atrás y adelante — de los bienes que algunas regiones podían producir. Otro grupo de autores han insistido más bien en trabas de tipo institucional (cuando no cultural) derivadas ya sea de lo que se denomina la ‘herencia colonial’ o, en algunas explicaciones recientes, del desarrollo de instituciones generadas en gran parte de la América Ibérica destinadas a asegurar la continuidad de extremas desigualdades originadas en los momentos iniciales de la conquista europea de América, especialmente en aquéllas regiones con abundante población indígena o en donde se incorporaron masas de esclavos africanos.5 En este ensayo discutiremos, en primer lugar, la idea de una única coyuntura común para toda o la mayor parte de Iberoamérica en esta etapa. Más bien lo que nos parece característico de este período es la diversidad de situaciones, lo cual es algo bastante obvio tratándose de un territorio tan amplio y diverso. Sin embargo, nos parece que se produce aquí un incremento sustancial de la divergencia en los comportamientos económicos de los territorios que constituirán los nuevos países de América Latina luego de la crisis del orden colonial. A la vez, se pueden observar desplazamientos en la importancia y el desempeño económico de las regiones en el interior de la mayoría de estos nuevos países. Es decir que, a nuestro entender, no asistimos a una etapa de estancamiento más o menos general de América Latina, sino a un período de crecientes divergencias entre regiones y países, resultado de que algunos de ellos crecen, a veces aceleradamente, otros moderadamente, mientras otros se estancan o inclusive decrecen, en algunos casos profundamente. Desde ya si un cuadro de este tipo se revelara acertado, tendería a disminuir el peso de los factores institucionales o En este sentido han tenido amplia repercusión las explicaciones brindadas por Acemoglu et alli 2003 antes citada. También Engerman y Sokoloff (2005) y Coatsworth y Tortella (2007), han discutido la relación entre la desigualdad y las malas instituciones en los casos de México y España, pero insistido en el peso de esas últimas en el pobre desempeño económico de estos países en el largo plazo. 5
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culturales en el comportamiento económico latinoamericano, dado que regiones con rasgos institucionales o culturales similares conocieron situaciones económicas muy dispares en esta etapa. Sin ánimo de exhaustividad, lo primero que haremos en este ensayo es presentar distintos ejemplos del desempeño económico de algunos de los países que se están constituyendo en la primera mitad del siglo XIX, así como de sus diversidades y desplazamientos internos, aprovechando para ello la bibliografía disponible de los casos más importantes. En segundo lugar, en las conclusiones, retomaremos esos casos para discutir las principales explicaciones disponibles sobre el comportamiento económico de América Latina y aportar algunas hipótesis explicativas alternativas o complementarias.
II. ALGUNOS EJEMPLOS DE LA DIVERSIDAD Por problemas de espacio, de la importancia relativa en el contexto general, pero también de desarrollo de sus historiografías sobre esta etapa, nos limitaremos mayormente a describir la transición en las economías de México, Brasil, Perú y Argentina, aunque haremos mención en algunos casos a otros ejemplos. Obviamente que aún de estos cuatro casos no podemos más que hacer una presentación muy esquemática, que difícilmente pueda dar cuenta de la riqueza de lo planteado por sus historiografías respectivas. El desempeño económico mexicano en esta etapa es quizás uno de los que mayor atención ha recibido últimamente por parte de los estudiosos. Las imágenes más clásicas habían insistido en pintar un cuadro de estancamiento, cuando no de franco retroceso, atribuido a la fuerte inestabilidad política e institucional, a la gravedad de los conflictos, guerras — tanto intestinas como externas — que incluyeron desde los levantamientos insurgentes probablemente más amplios de América Latina (con la única excepción de Saint Domingue-Haití) hasta la anexión de gran parte de su territorio norte por los Estados Unidos, intervenciones extranjeras, etc. Pero también se señalaba la crisis de la minería — que constituía el eje de su economía colonial —, la pobre dotación de factores para las necesidades de la nueva economía atlántica, su pésima geografía para permitir la constitución de grandes mercados locales y el acceso de las regiones interiores — las más densamente pobladas — hacia los puertos, así como factores institucionales, la
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herencia colonial, etc., que, de manera alternativa o sumados, habrían producido una situación de considerable estancamiento económico en la economía mexicana, hasta al menos el último cuarto del siglo XIX. Este caso es probablemente también aquél en el que se han realizado los mayores esfuerzos por obtener indicadores cuantitativos macroeconómicos, incluyendo cálculos de PBI que han sido elaborados y discutidos por un amplio número de investigadores.6 Por ejemplo Enrique Cárdenas, en el ensayo que escribió en una compilación prestigiosa dirigida por Stephen Haber, señala que el PBI mexicano habría caído un 37% entre 1800 y 1860. O John Coatsworth indica que el PBI mexicano bajó un 4,1% entre 1800 y 1845 y el PBI per capita un 23,3%. R. Salvucci, por su lado, tiende a moderar esos indicadores pero acuerda con la imagen general de estancamiento. En este comportamiento macro habría incidido de manera especial la crisis de la minería de plata y las dificultades de otros sectores económicos por la pequeñez de los mercados segmentados y los altos costos del transporte terrestre. Es evidente que, en este caso, como en prácticamente todos los casos latinoamericanos de la época, no es fácil llegar a conclusiones seguras en muchos aspectos, dada la escasez y deficiencia de la información cuantitativa disponible, tanto por la debilidad de los estados en construcción, como por la destrucción acarreada por las propias guerras y conflictos. Quizás por ello resulta difícil arribar a un consenso alrededor de la coyuntura económica que atraviesa México en estas décadas. En todo caso, algunos estudios recientes han tendido a cuestionar esa imagen de estancamiento generalizado y prolongado de su economía, así como han resaltado los diversos comportamientos sectoriales y regionales. Así, por ejemplo, En este terreno el trabajo pionero es el de Coatsworth 1990, quien ha realizado intentos sucesivos de medir el PBI mexicano y ponerlo en comparación con el de otros países. Pero han hecho cálculos macro diversos autores como Salvucci 1999, Cárdenas 1999, Sánchez Santiró 2009, etc., quienes a su vez han puesto esas cifras en contraste con algunos cálculos hechos por contemporáneos del fenómeno analizado. 6
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Margaret Chowning ha señalado el proceso de crecimiento que parece caracterizar a la economía agraria de Michoacán en casi toda la primera mitad del siglo XIX (Chowning, 1992 y 1999) donde, pese a los efectos devastadores de las guerras entre 1810 y mediados de los 20’, hacia mediados del siglo la producción no solo se ha recuperado, sino que parece superar los niveles coloniales. Situaciones similares han sido planteadas para otras regiones agrarias, así como para sectores económicos diversos incluyendo un dinámico sector textil de Jalisco o de Puebla o la producción azucarera del estado de México, que parece haber gozado de un período de crecimiento importante entre al menos 1825 y 1854 (Sánchez Santiró, 2006). Últimamente Ernest Sánchez Santiró (2009) ha presentado una reevaluación del panorama de la economía mexicana de la primera mitad del siglo XIX donde, por un lado, señala la existencia de una periodización con idas y vueltas en el crecimiento, pero en la que, una vez pasados los efectos más dramáticos de la coyuntura independentista, se produce un proceso de crecimiento que dura al menos hasta finales de los 50 en que nuevamente diversos conflictos bélicos alteran fuertemente todo el panorama (guerra civil 1858–61 y luego intervención francesa y II Imperio 1864–67). Pero, junto a ello, señala algunos procesos que nos interesa destacar: por un lado, la pérdida de centralidad de la ciudad de México como centro comercial y financiero para el conjunto del territorio y junto a esto la existencia de agudas diferencias regionales y sectoriales en la performance económica de esta etapa. Así, si la zona central pierde peso en términos relativos, se despega del resto la zona oriental (Veracruz en especial) y norte del país. Lo mismo sucede con los sectores económicos en donde la minería sufre un quebranto importante, la agricultura — mucho menos estudiada — conoce situaciones diversas, al igual que los sectores artesanales e industriales que conocieron procesos diversos, pero en algunos casos tuvieron un crecimiento destacado. Esto parece cierto, por ejemplo, en el caso del textil que inclusive conoció desde los 30 un proceso de mejora tecnológica y crecimiento, gracias a la protección brindada por los gobiernos, políticas crediticias oficiales y la importación de maquinaria en gran escala. El autor se anima a reelaborar cálculos sobre el PBI mexicano de la época, pese a reconocer la debilidad de la información,
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sosteniendo que de conjunto hubo más bien un leve incremento del PBI entre 1810 y 1839 (del 1% anual), que habría permitido incluso uno más modesto en términos per capita. Pero, a la vez, sostiene que el crecimiento entre 1821–57 no fue una mera continuación del crecimiento tardocolonial, sino que hubo una reestructuración en términos regionales, sectores económicos, tipo de crecimiento, etc. Y que, al mismo tiempo, siguió habiendo problemas estructurales centrales como mercados escasamente integrados, malas comunicaciones, profunda desigualdad, ausencia de sistemas crediticios modernos, problemas fiscales, etc. En este último aspecto ha habido numerosos avances en la historiografía mexicana señalando las debilidades del sistema fiscal y financiero postcolonial y analizando sus efectos sobre el débil crecimiento de su economía.7 Veamos ahora brevemente el caso del otro gigante americano, Brasil. Este caso es bastante distinto al recién reseñado, por varias razones. En primer lugar, la transición entre la colonia y la independencia se realizó de manera mucho más ordenada aunque, como ya dijimos, esto no dejó de causar bastantes conflictos e inclusive algunas guerras. En segundo lugar, esa transición no parece causar un cambio importante en el modelo económico brasileño: aunque hoy sabemos bien que Brasil conoció procesos económicos, sobre todo en algunas regiones, que tuvieron su principal motor en algunos mercados internos poderosos — la región de Minas Gerais sería quizás el ejemplo más importante — su desarrollo macroeconómico estuvo principalmente vinculado a los mercados atlánticos desde sus orígenes coloniales. Desde el azúcar colonial hasta la incorporación progresiva del café como principal producto exportable en el siglo XIX, hay pocas dudas de que en estos se encontraba el motor principal de la economía del Brasil, a uno y otro lado del proceso independentista. Por otra parte, la liberalización del comercio exterior brasileño no fue el resultado de su independencia política sino que, al menos, se remite a 1808, cuando la corte portuguesa se establece allí huyendo de las Estos estudios han sido sistematizados en el trabajo de Jáuregui y Marichal, 2009. Algunos aportes en Sánchez Santiró, Jáuregui e Ibarra, 2001, etc. 7
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tropas napoleónicas. Pero este elemento importante de política económica no altera el hecho de que aún antes de 1808 el eje de la economía de Brasil pasara por las exportaciones destinadas a los mercados del norte.8 Igualmente sucede, durante buena parte del siglo XIX, con la centralidad de la esclavitud africana, que hacia fines de la década de 1810 constituía cerca del 30% de su población, incorporándose hasta mediados del siglo XIX un millón más de africanos. De cualquier manera, como señala Nathaniel Leff, la característica general de la economía brasileña del período parece ser un lento crecimiento que no alcanza a compensar el incremento demográfico, produciendo de esa manera un decrecimiento en términos per cápita (Leff, 1999). Pero el autor señala que ese comportamiento mediocre global, esconde comportamientos muy diferenciados regionalmente. Así, mientras permanece estancada la región norte del Brasil, concentrada en el azúcar y el algodón, se inicia un proceso de despegue del café en el centro y sudeste del país, sobre todo en la región de Río y luego en Sao Paulo. Ya en los años 30 el café era la principal exportación brasileña con más de un 40% del total, que supera el 50% en las décadas siguientes. Pero esta actividad estaba regionalmente muy concentrada, particularmente en el Valle do Paraiba.9 Es decir que nuevamente se hace difícil hablar de una coyuntura para el conjunto del país, ya que existen divergencias crecientes. Estas se producen en este caso entre zonas costeras, como las del norte, cuya dotación de recursos no parece apropiada para adoptar ‘el’ producto que permitirá el despegue en esta etapa (el café), situación muy distinta a las franjas costeras del centro y sur del país. Y a la vez, la situación diverge con las zonas interiores del Brasil. Aunque los estudios son menos consistentes para muchas de éstas cuya producción estaba más vinculada a mercados internos o al autoconsumo, y en parte al abasto de las regiones costeras exportadoras, pareciera que la situación era menos Una síntesis sobre esta transición con escasos cambios en la economía de Brasil en Haber y Klein, 1993. 9 Leite Marcondes 2005. Ver también las contribuciones de Douglas Libby y Roberto Borges Martins, en Szmrecsányi y Amaral Lapa 1996. 8
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próspera en ellas, donde, además, el crecimiento demográfico empujaba a la ocupación de tierras cada vez menos fértiles. Sin embargo, no todas las regiones interiores parecen haber estado en situación crítica: lo que impedía que muchas de ellas se incorporaran a circuitos de comercio internacional por la carestía de los fletes terrestres hasta el desarrollo del ferrocarril, para algunas parece haber sido una eficaz barrera proteccionista que les permitió crecer abasteciendo unos mercados internos sobre los que tenían prelación. Ese parece haber sido el caso en especial de la importante región de Minas Gerais. Esta zona que había crecido entre el siglo XVII y mediados del XVIII gracias al boom minero, reorienta su economía hacia 1770 (cuando la crisis minera se hace evidente) y logra transformar su perfil productivo hacia la producción agropecuaria e incluso artesanal-industrial, con alto dinamismo y a la vez una distribución de la riqueza que parece mucho menos concentrada que en el resto del Brasil. Esta situación continúa en la primera mitad del siglo XIX (Alencastro 2006). Un elemento a señalar en este caso, que parece coincidir con otros latinoamericanos es que la producción de tipo manufacturero que conoce un crecimiento en regiones interiores que abastecen a partes significativas del mercado interno, parece entrar en crisis en la segunda mitad del siglo, cuando políticas más liberales, pero sobre todo la expansión del ferrocarril, integra amplias franjas del mercado interno con el mundial. En todo caso, de manera general, como afirma Zephir Frank: “La Independencia no transformó la economía de Brasil. Lo hicieron el café, los ferrocarriles y el capital financiero” (Frank, 2004:4), es decir que estos cambios más radicales se deben asignar sobre todo a la segunda mitad del siglo XIX. Veamos rápidamente el caso del Perú. Según coinciden en señalar diversos trabajos, la economía peruana, que había conocido a finales de la colonia una etapa de crecimiento vinculada especialmente a la expansión minera de plata que arrastraba a diversos sectores regionales de manera convergente, va a sufrir especialmente la crisis del orden colonial, tanto por los efectos muy duros de las guerras que se prolongaron hasta la adquisición de su independencia, como por la crisis de la producción minera y sus
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enormes dificultades para adaptarse a los cambios en la economía internacional.10 La economía colonial peruana estaba centrada en la actividad minera de plata, ubicada en distritos interiores que habían estimulado un proceso de crecimiento, una cierta especialización y articulación de las regiones interiores, así como entre estas y algunas zonas costeras y puertos. Sin embargo, también es cierto que aún en sus momentos de apogeo esta dinámica no lograba cambiar un rasgo central de la economía del Perú como era el carácter esencialmente autosuficiente de gran parte de la población, sobre todo la que vivía en las zonas serranas y participaba muy modestamente en los circuitos mercantiles. Con la independencia varios factores van a contribuir a la crisis de la economía peruana: la ya señalada salida o destrucción de capitales (junto con las elites realistas) y una crisis minera particularmente aguda. Igualmente, una desorganización política grave y una desarticulación económica entre las regiones separa más radicalmente que antes la zona serrana de la costa. Este fenómeno es inducido en parte por la propia crisis minera, así como por un abaratamiento de los fletes marítimos que favorece una mayor articulación entre las zonas costeras, tanto del propio Perú, como con países de la costa del Pacífico y más allá. También se facilitan las importaciones de textiles británicos y de otros países, promoviendo una cierta crisis del artesanado local y perjudicando también la articulación entre las economías campesinas del interior con los mercados, especialmente los costeños. Los signos de stress económico son variados y coincidentes: así, por ejemplo, una muy lenta progresión de su población y una caída muy fuerte de la producción minera en la primera mitad de la década del 20’, que se empieza a recuperar lentamente, logra alcanzar niveles comparables a los de fines de la colonia en los inicios de la década del 40’, para luego, en la segunda mitad de ese decenio, comenzar una nueva declinación. En todo caso, este último movimiento será menos grave para las cifras Algunos panoramas generales de la economía peruana en esta etapa en Bonilla 1991, Hunt 1984, Quiroz 1993. Sobre la minería en particular ver Deustua 1994 y 1986. 10
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macroeconómicas peruanas por el inicio del boom del guano que ya en la década siguiente reemplaza a la plata como eje de las exportaciones.11 Pareciera que la moderada recuperación minera por ciclos moviliza la recuperación de algunos sectores interiores, pero a niveles acordes a esa más modesta producción del metal, así como sólo unos pocos sectores económicos, bastante recortados regionalmente, logran insertarse más exitosamente en los nuevos circuitos de la economía internacional. Así, algunas zonas de la costa norte del Perú parecen lograr despegarse de la suerte del resto del territorio gracias a su mayor integración en los circuitos del comercio del Pacífico.12 Pero en la zona costera central casi todas las actividades agrarias parecen entrar en más lenta o rápida declinación, mientras que las zonas serranas logran escapar parcialmente a ello gracias al renacer lento de la minería (Burga 1989, Manrique 1987). Mientras tanto, en el sur del Perú la situación agraria parece bastante complicada, especialmente en la tradicional región articulada por el Cuzco. Sólo desde los años 30’ se advierte un cierto dinamismo exportador de sus economías agrarias a través de un producto central, la lana, tanto de ovinos como de alpacas. Esta actividad enlaza amplias zonas del sur peruano (incluso bolivianas), a través de una compleja red de comerciantes y ‘rescatistas’ que acopian la lana que producen las haciendas, los pastores indígenas, etc., y termina en algunas grandes casas comerciales, especialmente de Arequipa, que la exportan por los puertos del sur del Perú. En 1839, por ejemplo, sale lana desde allí por 650.000 pesos, lo que supera el 10% del total exportado por el país en ese año (Gootenberg 1989). Este caso parece estar expresando una posibilidad de integración al mercado mundial de algunas regiones peruanas, distinto al típico modelo colonial. Pero ello no altera el panorama más o menos general del Perú, una economía que permanece enfrascada en el mismo modelo Aunque, como es obvio y ha sido señalado por la historiografía, la capacidad ‘de arrastre’ de la economía del guano, en comparación con la minería de plata era infinitamente inferior. 12 Ver por ejemplo Jaramillo Baanante 2002. 11
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económico del período colonial, mayormente centrado en las minas que sufren una crisis importante y con grandes dificultades de integrarse en los ahora más dinámicos mercados del atlántico norte. Diversos estudios han señalado que parte de la culpa de este retroceso la tiene la dureza de las guerras y conflictos desatados por la lucha independentista, la expulsión de los españoles, el desconocimiento de los derechos de propiedad, las duras políticas proteccionistas adoptadas por sus gobiernos en las primeras décadas poscoloniales, etc. Sin embargo, sin desconocer algunos de estos elementos, se puede pensar que la principal dificultad del Perú residía en su pobre dotación de recursos para incorporarse a la economía nor-atlántica en expansión y las enormes trabas geográficas para integrar sus zonas interiores con la costa. De esta manera, la crisis de la minería de plata, que no alcanza a recuperar sus niveles tardocoloniales hasta muy avanzado el siglo XIX, constituye un pobre reemplazo de la inviabilidad de integrar más francamente su economía al mercado mundial. En contraste con este último caso se podría señalar la coyuntura que atraviesa la economía rioplatense o si se quiere de la futura Argentina. Si se toman los pocos indicadores generales disponibles que pueden revelar la salud de la economía rioplatense en la transición de la colonia a la primera mitad del siglo XIX, los resultados son bastante alentadores. Si bien es cierto que las guerras afectan a las distintas actividades, una vez pasada la década revolucionaria, parece retomarse la senda de crecimiento que, de hecho, era ya notable en la última etapa colonial. Por un lado, la población crece a buen ritmo, pasando de cerca de 300.000 habitantes en 1800, a algo más de 500.000 en 1816, para alcanzar a 1.180.000 en 1857.13 En realidad se puede desglosar aún más la periodización para observar un crecimiento demográfico muy importante en la última etapa colonial (3,29% Estas cifras aproximadas, no incluyen a la población indígena que se encuentra fuera del control del estado colonial primero y del republicano después. Las principales fuentes son Sánchez Albornoz y Moreno, 1968; Maeder, 1969 y Pérez Brignoli 2003. 13
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anual entre 1800 y 1816), un crecimiento lento en la década que sigue signada por intensas guerras externas e internas (la población pasa de 508 mil a 570 mil habitantes entre 1816 y 1825, con un incremento anual de 1,28%) y luego una recuperación del ritmo de incremento del 2,27% anual hasta 1857, que más adelante adquiere todavía mayor impulso por la adición de la inmigración europea masiva. El otro indicador ‘global’ que tenemos del período es el de las exportaciones por el puerto de Buenos Aires. No tenemos espacio aquí para discutir la representatividad de estas cifras como indicativas del desempeño económico del conjunto de la economía rioplatense. Pero al menos podemos señalar que es bastante evidente que el comercio exterior tiene mayor peso en esta economía que en otras latinoamericanas en que los mercados interiores tienen mayor importancia, como puede ser el caso del Perú recién reseñado. También que, si bien el comercio exterior del territorio argentino no se realiza exclusivamente por este puerto, sino que también hay un activo intercambio por diversos lugares de sus extensas y recién constituidas fronteras (en este sentido las más tradicionales y significativas son las que comunican desde tiempos coloniales a amplios territorios rioplatenses con el Alto Perú/Bolivia, que seguirán luego de las independencias, y también con Chile y en general el Pacífico), no caben dudas que el movimiento comercial del puerto concentra un porcentaje del total difícil de precisar, pero mayoritario. Este comercio por Buenos Aires, que crecía de manera significativa en la última etapa colonial tenía todavía como signo distintivo las exportaciones de metálico altoperuano, y si bien las exportaciones agropecuarias, especialmente los cueros, crecían de manera consistente en esta etapa, nunca superaron en promedio el 20% del total, siendo el resto básicamente metálico. Luego de la revolución esto cambia drástica y rápidamente. La crisis de la minería altoperuana (probablemente la más aguda de todas las crisis mineras hispanoamericanas de la época), la desarticulación del enorme espacio de intercambios organizado alrededor de esa minería, también fomentada por la ruptura del espacio político colonial, produce un cambio radical en los
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intereses económicos regionales y una transición muy rápida en las zonas donde ello era posible hacia lo que se llamó ‘la expansión ganadera’.14 Esto sucedió inicialmente sobre todo en Buenos Aires, aunque algo más tarde se produjeron procesos similares en territorios con aptitudes naturales similares en la región del litoral, sobre todo en Entre Ríos y en menor medida en otros lados. Esta cronología desigual se la puede atribuir sobre todo a los efectos diversos de las guerras que retrasaron las posibilidades de regiones con gran potencial para esa expansión, pero que fueron muy afectadas por la coyuntura bélica.15 El caso porteño es el más conocido y probablemente el más impactante porque cambió radicalmente el perfil económico y productivo de una región cuyo eje anterior era el comercio de larga distancia, con una actividad agrícola-ganadera mayormente orientada al consumo local y sólo marginalmente a algunos mercados regionales o externos. Luego de la revolución y especialmente desde fines de la década del 10’ y los inicios de la del 20’ se produce una expansión muy fuerte de la frontera (sobre un territorio que habían controlado diversos grupos indígenas durante todo el período colonial sin mayores problemas) y junto con esto hay un crecimiento muy fuerte del stock ganadero, especialmente el vacuno, que permite convertir a este sector en el eje de la economía regional. Esto se refleja en el comercio exterior: desde fines del 10 y sobre todo del 20’ habrá un crecimiento más o menos sostenido de las exportaciones que van a consistir primordialmente en las de derivados ganaderos, cueros vacunos, sebo, y también carne salada que en este caso no se exporta a Europa como los primeros sino a las economías esclavistas americanas. En cualquier caso las exportaciones por Buenos Aires crecen desde 1,29 millones de pesos plata anuales entre 1811–15, a 3,55 millones en 1821–25, 4,72 millones en 1831–35 y 6,89 millones
El primero que analizó con agudeza los rasgos de esta ‘expansión ganadera’ fue Halperin 1969. 15 Para el caso entrerriano, ver sobre todo Schmit 2004. 14
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anuales en 1841–45, para alcanzar 9,38 millones entre 1851–55.16 Como se puede ver se trata de un crecimiento sostenido que, aunque tiene distintos ritmos, permite superar de manera importante los también significativos incrementos demográficos, dando así un crecimiento de las exportaciones per capita, que pasan de 3,1 pesos plata en la primera fecha indicada a 8,9 en la última. Como decíamos, este crecimiento no es uniforme, sino que tiene ritmos diferenciados. Pero el factor que parece haber alterado centralmente el crecimiento regular de las exportaciones remite sobre todo a diversas guerras externas que provocaron por 9 años el bloqueo del puerto de Buenos Aires. Especialmente el bloqueo brasileño entre 1825 y 28 y luego el francés entre 1838–40, teniendo bastante menor efecto el anglo-francés de 1845–48. De esta manera, siguiendo a los autores que mejor han trabajado la evolución del comercio exterior de Buenos Aires en esta etapa, encontramos una tasa de crecimiento anual de las exportaciones del 5,6% entre 1814 y 1824, que se reduce drásticamente al 1,8% anual en la década que sigue para recuperarse fuertemente entre 1834 y 1844 con tasas anuales del 6,5% (Rosal y Schmit, 2004). De cualquier manera, como ya advertimos en parte, estas cifras tienen algo de engañoso. Más que reflejar la salud económica del conjunto del territorio que va a conformar la República Argentina, esconden profundas diferencias regionales. La mayor parte del crecimiento exportador está indicando especialmente los procesos de crecimiento económico en primer lugar de Buenos Aires y a partir de los años 20, pero sobre todo 30’ de la provincia de Entre Ríos y más modestamente de otras del litoral. Pero la mayoría de las provincias de lo que llamamos el ‘interior’ argentino no logran incorporarse en este movimiento económico, o lo hacen muy modestamente, y tratan afanosamente de reconstruir los circuitos del comercio interior que les había permitido vivir más o menos cómodamente durante la colonia o aprovechar el proceso de crecimiento de la economía chilena de la época. 16
Estos datos globales los tomamos de Newland 1998.
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Si bien es cierto, como han demostrado profusamente diversos estudios sobre regiones interiores, que la independencia no corta de raíz los circuitos comerciales que se habían construido durante siglos, o activan viejos y nuevos circuitos transcordilleranos, quedan pocas dudas que se trata de paliativos que no alcanzan a compensar la crisis de lo que llamamos el “Mercado Interno Colonial”, que estaba activado centralmente por la minería de plata que entra en crisis durante muchas décadas, ni la dificultad de esas regiones de integrarse en los nuevos circuitos del comercio atlántico, en los que sí participan activamente Buenos Aires y algunas regiones del litoral rioplatense. Como han demostrado cabalmente los trabajos de Carlos Sempat Assadourian y Silvia Palomeque, si bien Córdoba (el principal centro demográfico y económico del territorio interior rioplatense durante casi toda la colonia) logra participar tímidamente en los circuitos comerciales que emprende Buenos Aires, lo hace sobre todo como comprador de los bienes que se importan cada vez más por el puerto y apenas logra hacerlo en las exportaciones de cueros, o luego de lana. También mantiene la venta de sus tradicionales tejidos de lana en la ciudad portuaria, pero éstos valen cada menos en ese mercado. Por lo tanto Córdoba tiene un abultado déficit en su comercio con Buenos Aires. Esto no es una novedad, pasaba lo mismo durante la colonia, como sucedía con la mayoría de las regiones interiores. La diferencia es que en esa época Córdoba lograba compensar ese déficit con las ganancias que obtenía de su comercio con el Alto Perú adonde enviaba sobre todo mulas y conseguía así la plata para pagar sus importaciones por Buenos Aires, quedando incluso una ganancia considerable. Ahora había perdido esto y si bien reconstruye como puede algunos circuitos del comercio interior, no le alcanza para superar un déficit crónico en sus cuentas externas (Assadourian, 1982; Assadourian-Palomeque, 2003; Romano, 2002). De esta manera si Buenos Aires y luego el litoral parecen beneficiarse de los cambios que trae la independencia, muchas regiones el interior más bien sufren fuertemente la coyuntura. En un trabajo que realizamos con Daniel Santilli comparando los tamaños relativos de las economías rurales de Córdoba y Buenos Aires entre fines de la colonia y finales de los años 30’ del XIX, los resultados son contundentes. Mientras en los primeros años analizados la economía rural de Buenos Aires quizás fuera el
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doble que la mediterránea, hacia 1840 la distancia alcanzaba probablemente a 8 veces a favor de aquélla (Gelman — Santilli, 2010). Y aunque estos dos ejemplos quizás sean los extremos del éxito y fracaso en estos años, parecen reflejar la de conjuntos más amplios. Si tomamos, por ejemplo, los datos demográficos globales, es evidente que desde estos años hay un progresivo incremento relativo de las zonas del litoral en detrimento de las del interior. Al comparar los datos de 1810 con los del primer censo nacional de población en 1869 tenemos que el litoral pasa de constituir el 36% del total a casi el 49% y el interior baja desde el 52% en la primera fecha hasta el 40 %. El porcentaje faltante corresponde a las tres provincias cuyanas (Mendoza, San Juan y San Luis) que apenas bajan su participación relativa desde el 11 al 10,3%, ayudadas en esto por la oportunidad que les brindó su rol articulador con la economía chilena y del Pacífico.
III. ALGUNAS HIPÓTESIS GENERALES SOBRE LA DIVERGENCIA
¿Qué podemos concluir de esta exposición esquemática de la evolución económica de estos cuatro países tras sus respectivas independencias? Lo primero que nos parece evidente es la imposibilidad de hablar de una coyuntura única para América Latina en las décadas que siguen al proceso independentista. En los cuatro ejemplos que hemos recorrido sintéticamente encontramos, por un lado, situaciones que globalmente diferencian a los países o ‘proto-países’ entre sí, con uno de ellos que parece más exitoso (el rioplatense), otro con dificultades más o menos generales (el Perú) y otros dos (Brasil y México), en una situación intermedia. Pero quizás tanto o más importante en este relato son las agudas diferencias internas que se pueden observar en todos los casos reseñados, que hacen muy difícil construir un relato que contraste experiencias ‘nacionales’, cuando más bien lo que observamos son experiencias regionales muy diferenciadas. Y aunque estas diferencias también se pueden percibir durante el período colonial, nos parece que luego de las independencias se incrementan significativamente.
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En los cuatro casos observamos contrastes locales notables en los comportamientos económicos y desplazamientos en la importancia relativa de unas y otras regiones. Estos movimientos divergentes nos deben ayudar a repensar las causas que estarían en la base de esas tendencias, cuáles serían los factores principales que en algunos casos explican el estancamiento económico, inclusive la crisis, pero que en otros permiten procesos de recuperación rápida de las guerras e inclusive crecimientos sostenidos. Un aspecto que parece actuar en casi todos lados, pero en grados muy distintos, es la destrucción y desarticulación económica que provocan las guerras que se desatan tras la crisis del orden colonial. Incluido en este ítem se debe consignar el incremento de gastos de los estados para sostener la actividad militar e imponer su autoridad sobre unas poblaciones para quienes su legitimidad no resultaba obvia. Es evidente que la mayor o menor agudeza de los conflictos bélicos provoca situaciones diferenciadas en las regiones. De los casos aquí tratados los que peor la llevaron en este aspecto fueron Perú y México, luego quizás Argentina (aunque con efectos regionalmente muy diferenciados), siendo Brasil el país que tuvo la transición más ordenada — sin dejar de tener consecuencias en este aspecto-. Como dijimos al inicio, podríamos tomar casos todavía más extremos en este aspecto en el contexto latinoamericano, como lo son Cuba y Haití, en los que la ruina de este último parece haber estado en la base de la expansión del otro, que recogió parte de los capitales y la experiencia de Saint Domingue y pudo aprovechar la coyuntura internacional del precio del azúcar que también en gran medida surgió de la debacle del principal proveedor mundial hasta entonces. De todos modos nos parece que no reside aquí la causa principal que explique el atraso o el despegue de las economías latinoamericanas de la época, por lo menos en el mediano y largo plazo. Algunos de los casos abordados en este texto parecen encontrar mejores explicaciones a sus infortunados desempeños económicos en las trabas geográficas que dificultan la conexión de sus regiones interiores, en varios casos las más densamente pobladas de sus territorios, tanto entre sí como con los puertos y en la pobre dotación de factores para insertarse en esa nueva economía internacional que tendrá su eje por un buen tiempo en el atlántico norte.
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En este sentido se puede señalar que las economías cuyo destino a fines de la colonia estaban más fuertemente vinculadas a la salud de sus sectores mineros internos van a sufrir más profundamente que otras esta transición. Razones diversas y complejas pusieron en crisis a casi todos los centros mineros de plata hispanoamericanos. Los efectos de las guerras y el desplazamiento de sus administradores peninsulares, en muchos casos el abandono y severos desastres naturales como inundaciones que requerían de fuertes inversiones para volver a ponerlas en producción, el final de sistemas de transferencias de recursos organizados por el poder colonial, problemas con la mano de obra, etc. pusieron en jaque a casi todas las economías mineras del territorio americano, especialmente las que se encontraban enclavadas en territorios interiores y habían articulado importantes espacios económicos en su derredor. A esto se sumó en muchos casos la dislocación del espacio mismo de esos intercambios internos por razones políticas, lo que no hizo más que agravar una crisis que la de la minería inevitablemente provocaba. Justamente estas mismas regiones interiores, cuyo crecimiento dependió durante la colonia de su articulación con los centros mineros, van a tener serias dificultades para aprovechar las nuevas señales que el desarrollo de la revolución industrial y de los intercambios en el atlántico norte estaba impulsando durante la primera mitad del siglo XIX. En algunos casos este mismo aislamiento pudo proteger a algunas de esas economías que lograban seguir abasteciendo con su producción artesanal o de otro tipo a algunos mercados interiores, adonde los bienes que producían las economías industrializadas no podían llegar de manera competitiva. Tal parece haber sido el caso de la producción textil de algunas regiones mexicanas, beneficiadas asimismo por políticas de fomento y proteccionistas de sus gobiernos o el caso de la producción textil de Minas Gerais. No parece casual que la expansión del ferrocarril en la segunda mitad del siglo XIX, acompañada en general también de políticas más liberales de los gobiernos, significara el inicio de una crisis prolongada de algunos de estos sectores económicos. De cualquier manera, salvo algunos casos bastante excepcionales, pareciera que las regiones que se encontraban distantes de los puertos y que dependían centralmente de los mercados internos para su supervivencia, conocieron serias
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dificultades económicas durante la mayor parte de la primera mitad del siglo XIX. La recuperación parcial y por ciclos de algunos centros mineros permitía movimientos del mismo signo de esas regiones, pero más modestamente que en las últimas etapas coloniales y mucho más modestamente que aquellas que lograban insertarse en los nuevos circuitos atlánticos. De esta manera, la contracara de esta situación es la de aquéllas regiones que ya en la colonia eran menos dependientes de los mercados internos o que dada su ubicación y dotación de factores lograron aprovechar más plenamente las nuevas oportunidades que la nueva economía internacional, especialmente atlántica, estaba creando. En ese sentido, vale la pena destacar los desplazamientos regionales en el Río de la Plata a favor de Buenos Aires y de las zonas litorales en general o los producidos en la economía mexicana, a favor de zonas mejor vinculadas con los mercados externos en expansión. En el caso de Brasil, el creciente despegue de su región centro meridional tiene menos que ver con la locación costera — aunque estro fuera una condición para ello — que con la buena dotación de factores para el desarrollo cafetero, en detrimento del nordeste. ¿Como intervienen las instituciones en todo esto? Es evidente que las instituciones y las inercias culturales y legales juegan un papel importante en el desempeño económico. Sin embargo nos parece que en la coyuntura y los casos analizados su peso es menor o va a la zaga de los recién invocados. Más bien creemos que estos ejemplos muestran que el cambio institucional requiere de ciertas condiciones propicias, aunque también es evidente que, a su vez, ese cambio puede acelerar esas condiciones. Para poner un ejemplo, se ha señalado en diversos estudios que parte del atraso peruano en esta etapa se relaciona con la dificultad para el cambio institucional, reflejado en políticas proteccionistas que buscan mantener el modelo económico de la colonia o inclusive la persistencia de sistemas fiscales que mantienen el antiguo orden (por ejemplo se reimplanta aquí como en otros lugares, el tributo indígena). Sin embargo, se podría argumentar que estas políticas eran casi inevitables ante las dificultades peruanas de insertarse exitosamente en la economía internacional de la primera mitad del siglo XIX. No parece casual que estas políticas hayan cambiado radicalmente desde los años 40 y 50, cuando comienza el boom del guano — y en menor medida del
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salitre — que le permite al Perú un crecimiento espectacular del comercio exterior y de los ingresos fiscales durante algunas décadas. Es probable que lo mismo se pueda decir en relación a la afirmación de nuevos derechos de propiedad. Aunque aquí hay un terreno de investigación todavía muy poco transitado, es posible que sea la aparición de nuevas oportunidades de negocios, vinculadas a inversiones a mediano y largo plazo, la que promoviera la definición de nuevos y mejores derechos de propiedad. Pero allí donde la forma más o menos tradicional de asignar los recursos permitiera procesos de crecimiento considerables y prolongados en el tiempo, estos cambios seguramente se retrasarían.17 ¿Y la herencia colonial? Como dijimos antes, la propia heterogeneidad de situaciones parece quitarle peso a este argumento. En un extremo se puede señalar a Cuba, que continua siendo colonia y crece a paso sostenido, manteniendo muchas de las instituciones fundamentales del período previo, aunque también introduciendo algunos cambios significativos en su política comercial. O, en el caso argentino: ¿cuán diferentes eran las instituciones y la herencia colonial de Córdoba y Buenos Aires para explicar su divergencia económica radical en esta etapa? Más bien podría decirse que el cambio importante en la economía cordobesa del XIX comenzará cuando encuentre la forma de insertarse exitosamente en la economía internacional, y esto llegará sobre todo de la mano del ferrocarril hacia finales de este siglo… Seguramente la implantación del ferrocarril requiere a su vez de profundos cambios institucionales. Pero sólo cuando esta oportunidad aparece, parecen generarse las condiciones para ese cambio institucional.
Hemos hecho una discusión más detallada de esta cuestión para el caso rioplatense en Gelman 2005. Allí mostramos que la continuidad en los tipos de derechos de propiedad originados en la colonia, no impide procesos de crecimiento económico importantes, aunque sí determina la distribución de sus beneficios. 17
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En todo caso, en las dos situaciones recién invocadas, Cuba y el Río de la Plata, señaladas frecuentemente como algunas de las más exitosas en términos macroeconómicos durante esta etapa del siglo XIX, hay diferencias institucionales profundas, vinculadas especialmente a la perduración de la situación colonial y al peso que la esclavitud va a tener durante la mayor parte del siglo en la primera. Sin embargo, esta diferencia no parece estar afectando la posibilidad del crecimiento económico en ninguna de ellas, aunque sí, radicalmente, la distribución de sus beneficios. Mientras que en Cuba, según coinciden en señalar diversos estudios, la distribución de la riqueza y el ingreso no hacen más que empeorar en esta etapa, el Río de la Plata, al revés, parece estar conociendo un período en que la desigualdad es relativamente moderada en términos comparativos internacionales.18 Evidentemente no es sencillo concluir esta discusión cuyos argumentos son en cierto sentido circulares. Ni es necesario elegir una sola explicación para el desempeño económico divergente de las economías regionales latinoamericanas de este período. Sin embargo, no puede dejar de señalarse la existencia de esa profunda divergencia que crece en esta etapa. Y con ello ayudar a reflexionar sobre sus causas.
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ASPECTOS MACROECONOMICOS DE LA INDEPENDENCIA HISPANOAMERICANA. LOS EFECTOS DE LA FRAGMENTACION FISCAL DEL IMPERIO ESPAÑOL EN AMERICA,
1800–1860
ALEJANDRA IRIGOIN
LONDON SCHOOL OF ECONOMICS
La interpretación usual de la independencia hispanoamericana es invariablemente política: una crisis de legitimidad provocada por la captura del rey Fernando VII tras la invasión Napoleónica a España en 1808. Estos eventos generaron resistencia política en España y las colonias. Dada la incapacidad de las nuevas autoridades en América para mantener unido al imperio, las regiones más remotas y menos pobladas de las colonias rompieron sus lazos con la metrópoli. Ya en 1780 habían aparecido tensiones sociales, que aumentaron en gravedad y en extensión hasta que la revolución se inicio en distintos territorios a partir de 1810. A diferencia de revueltas previas en el Alto Perú o en la Nueva Granada en la década de 1780, y en particular a partir de 1814 con la restauración de Fernando VII emergió un movimiento de la elite criolla y peninsular que pronto se difundió por toda Sudamérica. Mientras tanto, en los territorios norteños del imperio se movilizaba el campesinado indígena en la insurgencia y desencadenó la primera década de la larga inestabilidad política en Nueva España. La emancipación sólo se completó en 1825, cuando cayó el último reducto español en el Alto Perú (hoy Bolivia). Ese mismo año, Gran Bretaña reconoció diplomáticamente a la mayoría de las nuevas repúblicas y firmó con ellas tratados comerciales con 31
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estatus de “nación más favorecida”. La lejanía de la metrópolis y los costos de suprimir la rebelión explican por qué las colonias más pobres “abandonaron” el Imperio primero. Por su parte, España se abocó a mitigar las explosivas reacciones políticas y sociales de las regiones más ricas y menos periféricas del Imperio, como México y Perú. Las razones para la resistencia fueron numerosas pero similares. Las reformas borbónicas entre 1760 y 1780 habían originado una significativa redistribución de la riqueza y de la importancia económica de las regiones en el espacio imperial. También habían modificado la distribución de la carga fiscal entre los súbditos imperiales y entre las clases al interior de las colonias. El costoso involucramiento de España en las guerras europeas aceleró y distorsionó aún más esas disparidades. Las interpretaciones neo-institucionales de la independencia retratan una región absorbida por divisiones políticas, endémicas guerras civiles, gobiernos despóticos y desorden, que mermaron el potencial de crecimiento de estas economías. Los historiadores políticos por su parte, hacen énfasis en la fragmentación territorial, la prolongada guerra civil que acaeció tras el fin del dominio español y la inestabilidad política resultante como corolarios de la Independencia. De hecho, las explicaciones del desempeño económico latinoamericano en el siglo XIX deben mucho a estos recuentos políticos de la revolución. En el análisis económico, la independencia es vista así como un factor exógeno que señala el nacimiento de las repúblicas latinoamericanas. No sorprende entonces que las explicaciones institucionales sean las más desarrolladas y más comúnmente usadas para explicar el estancamiento de las economías latinoamericanas. Sin embargo, no se han explorado aún las probables causas económicas que precedieron a la independencia de Hispanoamérica y dieron lugar a permanentes conflictos civiles, desorden extendido y una institucionalidad débil que caracterizan el siglo diecinueve latinoamericano. Se ha dado por sentado la eventual constitución política de las repúblicas a partir del estudio ideológico y político de los fundamentos constitucionales. Sin embargo, de este esquema surgen dos preguntas obvias que han sido poco o nada consideradas por la literatura: ¿Cuál era el motivo de la lucha política o de las guerras? ¿Estaban predeterminadas las fronteras políticas de los países que comenzaban a surgir?
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Este ensayo intenta responder a estas preguntas invirtiendo el razonamiento, mostrando cómo los aspectos macroeconómicos son cruciales para entender los resultados políticos y económicos de la independencia hispanoamericana. Este enfoque difiere del trabajo de Acemoglu, Johnson y Robinson (2002), quienes centran su explicación en los efectos de las políticas macroeconómicas y encuentran que los países con políticas macroeconómicas pobres o deficientes tienen instituciones débiles, sin precisar muy bien el orden de causalidad. Acemoglu y sus colegas consideran que es más probable que las políticas macroeconómicas distorsionadoras del mercado sean efectos de los problemas institucionales subyacentes en una economía, más que causas principales de la volatilidad económica y política. Sin embargo, ¿cómo afectaron estos aspectos macroeconómicos, a saber, los sucesos fiscales y monetarios, la extensión, duración y contenido de las guerras civiles?, y por tanto, ¿guardan alguna relación con la inestabilidad política? La respuesta implica que hubo path dependency (dependencia de rumbo) tanto económica como política en el diseño del mapa político latinoamericano del siglo XIX, así como en la transformación ulterior de algunas economías en productoras y exportadoras de materias primas y productos alimenticios, y el declive de las economías mineras. Esta interacción afectó la asignación de recursos, dadas las dotaciones de factores productivos y costos relativos de transporte, y por tanto dieron forma a la senda posterior del desarrollo de estas economías. Por tanto, parece más adecuado explicar la dinámica del proceso de crecimiento en la transición de colonias a naciones independientes con un análisis de dependencia de rumbo sobre los efectos macroeconómicos del budget intertemporal constraint (restricción ínter temporal del presupuesto), comparado con el análisis de la New Institutional Economics (Nueva Economía Institucional). Este trabajo adopta un enfoque dinámico basado en la “condición de transversalidad” (el problema de consistencia temporal entre una política fiscal óptima y una política fiscal como muleta de la política monetaria) derivada de Sargent y Wallace (1981), Sargent (1986, 1997, 1999), Ljungqvist y Sargent (2000), Alesina y Perotti (1995), Barro (1997a y 1997b). Al estudiar la restricción presupuestaria ínter temporal se puede modelar el dilema fiscal y monetario de los gobiernos: ¿cómo financiar un conjunto de instituciones y reglas del juego económicas y políticas,
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sin considerar la función de utilidad del gobierno? Cualquier intento gubernamental (de cualquier escala o alcance, sin considerar su éxito o el grado de control efectivo sobre una jurisdicción territorial) enfrenta este dilema cuando busca los medios para financiar el ejercicio de su autoridad en el tiempo (impuestos, préstamos y señoreaje o impuesto inflacionario), al estar limitado por su posición fiscal y financiera. Así, es posible pensar en una causalidad entre la economía y la política que va en ambas direcciones. Basado en este enfoque, este ensayo busca desentrañar: a) los cambios en los precios relativos (distribución del ingreso); b) los efectos reales sobre los tipos de cambio (términos de intercambio); y c) la influencia sobre el proceso de toma de decisiones económicas de los individuos (incentivos para invertir, consumir o ahorrar). Estos elementos son cruciales para entender el alcance y profundidad de los mercados de capitales, la integración de mercados y los beneficios (o pérdidas) esperados del comercio que tuvieron las repúblicas latinoamericanas en la postindependencia. En suma, este ensayo es un análisis prospectivo del resultado macroeconómico de los arreglos fiscales y monetarios en las antiguas colonias hispanoamericanas. Este trabajo está dividido en cuatro secciones. La primera sección revisa la literatura disponible para fijar el contexto en el que se inserta el argumento. La segunda sección presenta una consideración de la tan alegada inestabilidad política como origen de los fallos económicos latinoamericanos. La sección tercera se concentra en los aspectos macroeconómicos de la independencia, con un énfasis particular en los aspectos fiscales. En la cuarta sección se abordan algunas consecuencias económicas de la fragmentación fiscal y monetaria que acompañaron la desintegración política del Imperio español. Esta sección revisa el desempeño de las distintas regiones durante la era de la globalización y explora los beneficios potenciales que estos países obtuvieron de la expansión del comercio internacional y de los mercados financieros ocurrida a finales del siglo XIX. La última sección finalmente ofrece algunas conclusiones.
I.
REVISIÓN DE LA LITERATURA
La revolución redujo al imperio español a un conflictivo rompecabezas que tardó más de 50 años en constituirse como entidades políticas soberanas estables. Durante este tiempo las
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nuevas repúblicas gastaron sus recursos en establecer un nuevo orden y legitimidad que les permitiera recaudar ingresos fiscales. Estos ingresos serían al correr del siglo la base fiscal de los estados modernos. Los historiadores económicos tradicionales señalan que sólo con la definitiva constitución de estos nuevos estados nacionales se materializó su potencial económico. La estabilidad institucional fomentó la entrada de capitales extranjeros y los mercados de capital se conformaron como un medio para financiar a los gobernantes en ejercicio del poder. Algunas economías tuvieron un auge de sus exportaciones, permitiéndoles disfrutar los beneficios de la globalización del último cuarto del siglo XIX. Algunas de ellas como Argentina o Uruguay, tuvieron un mejor desempeño que otras economías del Viejo Mundo, y estándares de éxito para su tiempo aunque efímeros. Sin embargo, como se ha insistido recientemente, la primera mitad del siglo XIX fue crucial para el desempeño de las economías latinoamericanas en el largo plazo (Coatsworth 1998, Haber 1997, Cárdenas 1997), y es claro para algunos historiadores que América Latina se atrasó poco tiempo después de la Independencia; sobre todo si se usa a los Estados Unidos como parámetro de comparación. Mi argumento es que los aspectos macroeconómicos del proceso revolucionario importan realmente, como lo muestran análisis importantes que se han hecho sobre revolución francesa y la estadounidense (Sargent y Velde, 1995; Bordo y Vegh, 1998). Sin embargo, no se dispone aun de un estudio comparable para América Latina. Sin embargo, hay dos características reiteradas en los estudios mas recientes sobre la economía de las repúblicas latinoamericanas en el período post-revolucionario. Por un lado, se ha popularizado la comparación de la historia de la región con las áreas de América del Norte colonizadas por los británicos y los franceses; este abordaje teórico concluye, no del todo sorprendentemente, que el particular desarrollo institucional de los Estados Unidos es la razón de su superior desarrollo económico (North, Weingast y Summerhill 2000, Coatsworth 1998, Coatsworth y Tortella 2001, Sokoloff 2001, Coatsworth y Williamson 2002; Engerman y Sokoloff 1997, 2000 y 2003 para una visión distinta. Para una critica de la comparación ver Irigoin y Grafe 2008). Por el otro lado, esa comparación utiliza agregados macroeconómicos como el PBI o el PBI per cápita para medir el desempeño económico en el largo plazo comenzando en el periodo
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colonial (Coatsworth 1998). Esta metodología ha permitido tener mediciones de algún tipo para una historiografía que se caracteriza por la ausencia de medidas y números. Sin embargo, los parámetros usados en la comparación tienen debilidades estadísticas y problemas de representatividad. Los datos agregados sobre producto bruto, población, exportaciones, etc., están disponible para estos países (o la información es lo suficientemente robusta) sólo después de 1880 o incluso aún desde mas más tarde. Fueron producidos por administraciones que pudieron consolidarse política y territorialmente a escala nacional solo una vez que habían finalizado las disputas civiles por el ejercicio de poder y la forma (o constitución política) del gobierno. Este es un punto sensible para el argumento presentado en este capitulo. De manera que la interpretación de la evidencia usada en aquellas comparaciones adolece de algunos errores ontológicos: Los agregados macroeconómicos de estos países a finales del siglo diecinueve son en sí mismos el resultado de otros procesos económicos y políticos originados en la disolución del imperio en las antiguas regiones coloniales. Estos procesos en la inmediata post-independencia en verdad definieron la emergencia — y el alcance — de los mercados de bienes y factores a escala que se articularon en los nuevos estados nación. De modo que es necesario considerar como inevitable el desarrollo económico y político de nuevas unidades fiscales existentes en 1880 para explicar retrospectivamente lo sucedido setenta u ochenta años atrás. A menudo, los estudios sobre siglo XIX consideran la Independencia como un factor exógeno en la explicación de sus consecuencias económicas. Por el énfasis aun excesivo en una concepción ex-nihilo de los estados modernos la historiografía política privilegia algunos aspectos generales — la emergencia de las nuevas naciones y nuevas identidades políticas — atribuidos al fin del dominio español pero pierde de vista que el resultado principal de la independencia fue la desintegración del estado colonial. La revolución no sólo catalizó la fragmentación política y territorial del imperio, sino también en el colapso del sistema fiscal y del régimen monetario que había organizado a la economía en el continente — y con ultramar — por tres siglos. En Hispanoamérica la Independencia significó también la desintegración de la unión fiscal y monetaria más grande conocida hasta entonces, y las consecuencias macroeconómicas derivadas de esa desintegración
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afectaron definitivamente el ulterior desarrollo económico y político de las regiones de donde emergieron las repúblicas modernas. Dado que ni la orientación económica de las nuevas regiones independientes, ni la política impositiva de los nuevos gobiernos diferían mucho de la estructura fiscal colonial, no parece apropiado considerar el cambio en el sistema político como un quiebre fundamental, o una discontinuidad critica, en la historia de la economía. Dejando a un lado algunos eventos idiosincráticos, cualquier interpretación económica de la independencia hispanoamericana debería tomar en cuenta los detalles particulares de la situación fiscal y financiera en el imperio, y en las respectivas posesiones españolas, en la primera década del siglo XIX para analizar los beneficios o los costos que legó la independencia en la trayectoria económica y política de los emergentes estados nacionales. Con la excepción de algunas compilaciones de artículos (Prados y Amaral, 1993; Liehr, 1989), la independencia en el conjunto de la región no ha recibido mucha atención de los historiadores económicos, con la salvedad de los investigadores norteamericanos mencionados antes. En literatura latinoamericana, donde proliferan muy detallados estudios para cada una de las repúblicas, las interpretaciones disponibles para toda la América española en el siglo XIX se concentran en las consecuencias económicas de eventos políticos, más que en las causas económicas de los cambios institucionales: es decir los efectos de la desaparición del régimen mercantilista y la emergencia de múltiples unidades fiscales y monetarias soberanas. Pese a toda la influencia que la obra de Carlos S Assadourian ha tenido sobre la investigación, los historiadores del siglo XIX han olvidado que el interior del sistema colonial era un espacio muy integrado desde muy antiguo y que ese sistema empezó a desintegrarse solo alrededor de 1820. Anclados en las preocupaciones particulares de cada estado, los historiadores latinoamericanos no han observado que la integración de las economías nacionales al mundo atlántico solo se completó con la consolidación de los estados modernos hacia fines del siglo XIX. Dado que la Independencia fue un suceso político exógeno las décadas revolucionarias se consideran un parte aguas en la larga transición de la economía y la fiscalidad del imperio a la economía y mercados los nacionales en las republicas que le sucedieron. Esto es evidente incluso en los estudios más
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importantes de historia fiscal y monetaria del continente, como en el trabajo seminal de TePaske y Klein sobre las cajas reales hispanoamericanas. Hay también muy buenos estudios sobre la situación financiera y fiscal de cada una de las nuevas repúblicas en el período independiente. Los primeros analizan el imperio como una única entidad y ofrecen cifras desagregadas según los virreinatos, como las entidades administrativas más grandes en el Nuevo Mundo; los últimos se han decantado por estudiar las experiencias republicanas individualmente, aunque operan con unidades que sólo definieron sus límites políticos y fiscales mucho mas tarde. Unos y otros autores usan las décadas revolucionarias en cada región para fijar bien el inicio o bien el fin de sus análisis. Sin embargo, establecer los límites del estudio del desempeño económico e institucional sobre una discontinuidad en el régimen político ocurrida entre 1810 y 1820 deja de lado continuidades económico-políticas de gran relevancia que persistieron luego de la independencia, como la política impositiva y el régimen monetario. Solo un excesivo énfasis en la autonomía de la política informa esta causalidad; como se mostrará más abajo, el legado de estos cambios institucionales parciales o incompletos afectó dramáticamente el desarrollo económico posterior de las repúblicas latinoamericanas. La historia económica de cada uno de los países en el siglo XIX está sobradamente organizada alrededor de los eventos políticos e institucionales. Por ejemplo, es común confundir la historia de la provincia de Buenos Aires con la de Argentina, a pesar de que antes de 1860 no se podía identificar tal jurisdicción ni política ni fiscalmente. La región no tuvo aún moneda propia (ni estable) hasta 1881. Todavía a finales de los años setenta las reservas del incipiente sistema bancario argentino eran monedas bolivianas con un contenido de plata adulterado [debasement]; en otras áreas del interior argentino se prefería el papel dinero chileno a las emisiones de papel moneda de las otras provincias. El virreinato de Nueva Granada también se separó de España en la segunda década del siglo, y tomo el nombre de la “Gran Colombia”. Veinte años después, la Gran Colombia estaba dividida en tres diferentes entidades fiscales y monetarias soberanas: Ecuador, Venezuela y Colombia, de la cual Panamá se separó en 1903. El Virreinato del Río de la Plata establecido en 1776, se fragmentó rápidamente con la revolución en Buenos Aires: Paraguay se separó en 1811, el interior del virreinato que vinculaba
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Potosí con el Atlántico se envolvió en una guerra civil que duró varias décadas e hizo naufragar cualquier ensayo constitucional. La ribera oriental del Río de la Plata se separó formalmente en 1828, como la República Oriental del Uruguay después de una prolongada guerra con Brasil, Charcas, Potosí y regiones adyacentes formaron una nueva república en 1825, después de quince años de conflictos continuos entre patriotas y realistas venidos de toda Sudamérica. Bolivia tuvo una vida política muy inestable después de la independencia, y en las décadas del treinta y del cuarenta mantuvo conflictos y reyertas de varia intensidad con Perú. No obstante ambos países habían llegado incluso a compartir ingresos aduaneros en el puerto de Arica como Confederación PeruanoBoliviana durante algún tiempo en los años cuarenta, una vez que fracasó el intento boliviano de mantener abierto un acceso al Pacífico aupado por su propio declive fiscal y monetario. Probablemente México sea el ejemplo más claro de la inconveniencia de usar la categoría de estados nacionales como eran luego de 1880 como unidad de análisis para evaluar la trayectoria económica de las repúblicas latinoamericanas luego de la independencia. Entre 1836 y 1848 México perdió 1.36 millones de km2, la pérdida de los actuales estados de Texas, Nuevo México, Arizona y California distorsiona cualquier comparación del desempeño económico mexicano con el de otras economías nacionales que incorporaron esos mismos territorios durante el periodo analizado. Estas “cesiones” y anexiones representan un 15 por ciento del territorio actual de Estados Unidos y más de la mitad del territorio que la Nueva España tenía bajo dominio español. Medido por PBI y PBI per cápita los indicadores para California, Texas, Arizona y Nuevo México multiplican varias veces los de México. Por ejemplo el PBI de California o Texas más que duplican el de México, y la proporción es aun 4 o 5 veces cuando se mide en términos per cápita. Más importante aún son los costos fiscales y financieros causados por la llamada “Guerra de Independencia de Texas” y otras entre Estados Unidos y México entre 1836 y 1848 que terminaron con esas pérdidas territoriales. Las restricciones financieras y fiscales a las que se vio sometido México para mantener estas regiones bajo su jurisdicción tuvieron fuertes efectos en la situación macroeconómica del país y ello afectó el posterior desarrollo mexicano, como se mostrará más adelante. En los veinte o treinta años que siguieron al fin del
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dominio español, México incurrió en enormes costos fiscales mientras los fundamentos macroeconómicos coloniales continuaban su disolución. El conflictivo proceso de constitución fiscal y política de la nueva república ocasionó aun mayores gastos. En términos macroeconómicos este proceso fue muy “caro” y determinó el desarrollo ulterior de una de las economías coloniales más grandes y prósperas, como se verá más adelante. De hecho, las nuevas entidades políticas, las repúblicas, surgieron de la existente estructura fiscal colonial. Las sedes de las tesorerías coloniales fueron, no del todo sorprendentemente, los sitios desde dónde se armó, política y militarmente, la intervención local en la disputa por la gobernabilidad del imperio, vacante con la ocupación francesa y la abdicación del rey. Y la constitución definitiva de las repúblicas latinoamericanas a lo largo del siglo XIX resultó de la agregación (o separación) de algunas de estas entidades fiscales y monetarias. La invasión francesa en 1808 propició que los cabildos americanos se arrogaran la soberanía sobre el reino una vez que Napoleón forzó la abdicación del legítimo soberano. Para los historiadores políticos, la continuación de la soberanía tras el secuestro de Fernando VII fue el meollo del debate constitucional que precipitó la independencia. Cada villa o ciudad de importancia en América tuvo su junta, un nuevo órgano de gobierno local construido sobre las bases capitulares de la tradición política española, como ocurrió en la península. Es importante mencionar que estas juntas se constituyeron en los sitios donde existían las cajas reales. Antes de 1808 estos distritos fiscales formaban parte de una red muy laxa de cajas reales que recaudaban los impuestos coloniales, concebidos como rentas patrimoniales del rey, y efectuaba pagos por los gastos del estado colonial. Como tales las cajas tenían una considerable autonomía de la estructura de autoridades virreinales y en última instancia reportaban (nominalmente) solo al Consejo de Indias. Estas cajas se habían establecido en capitales virreinales, las áreas mineras, los puertos principales, los mercados agrícolas, áreas de densa población campesina e indígena, y los escasos destacamentos militares en las fronteras. Sus oficiales supervisaban la recaudación, a menudo arrendada, y la distribución de los ingresos, costeaban el gasto corriente de la administración y tropas, más frecuentemente milicias. A medida que se extendía el imperio y que las políticas borbónicas conseguían aumentar las rentas fiscales (en algunos
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casos con sensibles aumentos de la actividad económica), se fueron abriendo nuevas cajas para extender el control sobre la recaudación de impuestos y asegurar que una mayor parte de esos ingresos fiscales llegaran a la Corona, no siempre con resultados satisfactorios. Para 1810, México tenía 23 distritos fiscales, Nueva Granada tenía 18, Perú tenía 13 cajas reales, Chile tenía 5 y el Río de la Plata tenía 23 (9 de ellas en el Alto Perú). Paradójicamente, la mayor parte de esas cajas reales había sido creada durante el reinado de Fernando VI y Carlos III en la segunda mitad del siglo dieciocho, como fueron las cajas en el interior de Nueva España y el Río de la Plata, lo que en la práctica implicaba una sustancial descentralización de la recaudación de rentas fiscales. La superposición casi idéntica entre los sitios de hacienda colonial y las unidades políticas que emergieron con la revolución de independencia es muy reveladora. Con la implosión del Imperio esas unidades, luego devenidas en provincias o estados, consiguieron su autonomía fiscal y política en un amplio grado. Se unieron unas con otras formando estados nacionales sin una firme ni duradera arquitectura constitucional: algunas se delinearon como monarquías, otras como repúblicas; unas constituyeron en estados federales, otras en confederaciones y otras en estados unitarios altamente centralizados. Todos estos ensayos constitucionales tuvieron muy corta vida, y de allí la noción extendida de la inestabilidad política, en parte debido a la precariedad fiscal que les era congénita al no poder resolver un esquema fiscal de reemplazo a la fiscalidad colonial. Sin embargo, estas unidades políticas se enfrascaron en guerras y conflictos civiles que caracterizaron el desarrollo político latinoamericano del siglo XIX. Como se ha mostrado en otra parte muchas de las nuevos estados intentaron — no siempre con éxito — también tener su propia moneda mientras adaptaban su sistema fiscal a las nuevas bases de representación política con que buscaban organizarse constitucionalmente (Irigoin, 2009a). Así, el proceso fiscal y político de agregación sucesiva de las antiguas cajas en unidades soberanas, las nuevas repúblicas, por sus costos políticos y económicos es un buen marco para revisar la historia económica de la formación de los estados nacionales latinoamericanos en el siglo XIX.
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II.
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INESTABILIDAD. ¿QUÉ INESTABILIDAD?
En su comparación de la trayectoria política y económica de las excolonias británicas y las españolas en América, North, Weingast y Summerhill destacan el perjuicio que el desorden y la inestabilidad trajeron a estas últimas: “…La inestabilidad política y la violencia generalizada caracterizan mucho a América Latina. Mientras que los Estados Unidos disfrutaron de un conjunto perdurable de arreglos políticos que ofrecieron estabilidad y protegieron a los mercados de conductas depredadoras, la mayor parte de Hispanoamérica estuvo envuelta en luchas intestinas. La inestabilidad desvió recursos de las actividades económicas y los destinó a milicias y caudillos, así como a una variedad de esfuerzos pretorianos. La inestabilidad hizo imposible el establecimiento de instituciones que podrían haber disminuido la brecha entre las tasas de rendimientos esperados de la inversión privada y las tasas de rendimiento social.” (North — Weingast-Summerhill, 2000: 41)
Para estos autores la Corona española había provisto por largo tiempo un importante mecanismo de ‘aplicación de la ley’ y sin este mecanismo sobrevino naturalmente el desorden político. El desorden engendró la inestabilidad, lo que ocasionó incertidumbre en la economía y elevó los costos de transacción, factores todos ellos que frenaron el crecimiento latinoamericano postcolonial. Pero ¿esta tan claro que la dirección de la causalidad va de los eventos políticos a los sucesos económicos? ¿Qué fue la inestabilidad? ¿Cuáles fueron los verdaderos orígenes de la inestabilidad política latinoamericana? La historia política mexicana del siglo XIX es probablemente el paradigma regional de la conflictividad política y la inestabilidad. Los datos del cuadro 1 confirman el estereotipo.
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Cuadro 1. Midiendo la inestabilidad: duración del período de los miembros de las administraciones mexicanas, 1824–1857. (En meses) Número
Promedio de meses
Máximo de meses
Presidente
16
12.81
54
Ministro de Guerra
53
6.32
30
Ministro de Finanzas
87
4.31
32
Ministro de Relaciones Exteriores
57
4.98
32
Ministro de Justicia
61
6.13
29
33
5.97
32
24
2.12
21
32
0.75
3
28
3.07
20
Ministro de Justicia
33
1.24
14
Total
424
4.65
54
Posición
Gobiernos provisionales Presidente Ministro provisional de Guerra Ministro provisional de Finanzas Ministro provisional de Relaciones Exteriores
Fuente: Estimaciones propias con base en D.F. Stevens (1991).
Aparentemente la posición de la persona a cargo de las finanzas en México (en el Cuadro 1 sólo se muestran las administraciones nacionales, federales o centrales) fue mucho más volátil que el trabajo de los responsables del ejército o incluso la presidencia de la república. El período más largo ocupado por el secretario de estado a cargo del tesoro mexicano fue de 32 meses, a principios de 1830. Incluso durante los años más estables de la presidencia de Benito Juárez (1861–1872) la persona encargada de las finanzas cambió ocho veces Como se verá más adelante, todos
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los gobiernos revolucionarios dirigidos por los libertadores latinoamericanos fracasaron en la tarea de administrar las finanzas republicanas. Este fue el caso de generales como Santander en Colombia, Sucre en Bolivia o San Martín en Perú, quien entregó el gobierno a un congreso constituyente en 1822, al mismo tiempo que se ordenaba la amortización del papel moneda emitido masivamente por su gobierno. Sus tropas, destinatarios favorecidos del pago con papel, se amotinaron en Lima. “El orden público se desintegró” al mismo tiempo que colapsaba el papel moneda. Ambos eventos se debieron, en última instancia, a la “imposibilidad de que la revolución se volviera financieramente autosuficiente” (Anna, 1974: 878). Por los mismos motivos, “muchas de las personas que habían dado la bienvenida al héroe de Ayacucho [el General Sucre] en 1825 se volvieron sus enemigos más convencidos durante los siguientes tres años”(Lofstrom, 1970: 298). Estallaron motines en La Paz y Chayanta y otras regiones desfavorecidas del Alto Perú. Ésta era la zona donde se había propagado la revuelta de Tupac Catari a finales de 1780 amén de haber sido el campo de batalla en la larga guerra entre españoles e insurgentes después de 1809/1810. Como se explicará más adelante, los intentos de Sucre para reformar la política impositiva colonial, de acuerdo a los designios de Simón Bolívar, fallaron por completo. En su renuncia a la Presidencia de Bolivia el 27 de Enero de 1828, Sucre escribió a Bolívar: “Estoy convencido de que en el largo plazo [Bolivia] arderá en llamas como el resto de América, y no quiero ser la víctima cuando, conociendo las causas, veo que la solución es imposible” (O´Leary, 1879: 483 citado in Lofstrom, 1970, fn 115, 298) El caso de Perú es probable el ejemplo más ominoso de la naturaleza fiscal de la posterior inestabilidad política que erosionó los logros de los Grandes Libertadores. Lima se entregó a las tropas revolucionarias después de un agónico sitio de 3 años, durante el cual los realistas resistieron un largo asedio naval al puerto de Callao, mientras defendían las áreas mineras del interior del virreinato. Las necesidades de la hacienda ya habían obligado a las autoridades españolas a abandonar las restricciones mercantilistas y a adoptar el “libre comercio” en la colonia más recalcitrantemente leal al imperio. Hacía tiempo que el dominio español en el Perú dependía financieramente de los impuestos
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aduaneros, de los cuales obtenía más del 30% de su ingreso fiscal (Jacobsen, 1989: 318). Esto anunciaba el curso de acción posterior de las repúblicas luego de la independencia. Muchos años de guerra en la región vaciaron la ex tesorería colonial y el bolsillo de los peruanos. La situación en Lima tomó tintes dramáticos cuando se empezaron a agotar las reservas de alimento de la ciudad. La excesiva carga fiscal y los préstamos 'forzosos' de comerciantes leales a Madrid habían arruinado a las clases mercantiles y habían disminuido el capital local disponible para préstamos al gobierno. Imposibilitados de financiarse con préstamos de los habitantes y desesperados por aumentar su popularidad, los líderes revolucionarios abolieron todos los impuestos directos. En este marco de penuria fiscal y financiera, ¿fueron, entonces, los sucesos políticos la causa última del desorden generalizado? ¿Cuál fue el alcance que tuvieron los gobiernos revolucionarios para establecer un ambiente macroeconómico que pudiera acompañar favorablemente el cambio de régimen político? ¿Cuál fue el legado que recibieron de los gobernantes coloniales, y qué pudieron heredar a las futuras administraciones republicanas? Para 1825 junto a su nuevo estado diplomático como repúblicas soberanas llegó el acceso a fuentes extranjeras de crédito. Pero la solución fue efímera: todos estos países suspendieron el pago de la deuda que contrataron durante el boom del mercado londinense en 1824 (Marichal, 1989). Según historiadores financieros del mercado de Londres, la estrepitosa caída de la deuda latinoamericana se debió a la “exportación anticipada de bienes a América del Sur por mercaderes británicos que contaban con el pago eventual de los grandes préstamos contraídos en 1824. [Pero] la aventura latinoamericana probó ser poco más que minas vacías” (Neal, 1993: 172). El colapso del financiamiento externo perturbó aún más al comercio: dado que los mercados americanos estaban saturados de bienes importados — sumada también a una mayor demanda agregada de dinero (monetización) por la movilización para la guerra y el reclutamiento de sectores anteriormente alejados de la economía monetaria, como esclavos y comunidades indígenas — la falta de circulante metálico se hizo notoria. Cada vez más había ingente necesidad de recurrir a fuentes doméstico de crédito ya que los presupuestos votados en situaciones de emergencia nunca podían cubrir crecientes gastos militares. Con sucesivas moratorias y el incumplimiento en el servicio de la deuda externa, se agotaron
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las fuentes internacionales de capital. Así entonces, sin margen político para aumentar impuestos y con prestamistas internos casi agotados sólo quedo una alternativa a las administraciones de cualquier color político: los experimentos monetarios. Estas fueron las únicas vías libres de los gobiernos post-independientes para obtener recursos tras el estrangulamiento fiscal y financiero dejado por la implosión del imperio. En todas partes, las distintas autoridades regionales empezaron a emitir o acunar sus propios medios de pago, precipitando efectos de Gresham que contribuirían aun a la observada ‘escasez’ de circulante metálico (Irigoin 2010). En la primera década del siglo XIX, las economías hispanoamericanas ya estaban fiscalmente agobiadas por la incesante demanda de fondos para financiar las guerras en Europa luego de 1793. John J. TePaske, uno de los investigadores más reconocidos de las finanzas hispanoamericanas, señala que tanto el agotamiento financiero de la economía colonial como la enorme extracción de fondos abrieron la puerta a la revuelta, y eventualmente al colapso del imperio (Te Paske, 1982). Como se ha dicho, esta situación había dejado al Perú revolucionario en un grave desarreglo fiscal y financiero. Mientras que el ochenta por ciento de las exportaciones peruanas en la última década del siglo XVIII se componían de millones de monedas y barras de plata, para 1821 esta misma economía tuvo que recurrir al uso de papel moneda con que realizar transacciones domésticas. Las emisiones representaron $500,000, la mitad de los ingresos aduaneros anuales promedio de la época, y duraron en circulación no más de 2 años. El fallido intento revolucionario por conseguir cierta estabilidad financiera con el recurso al papel moneda se repitió en el Río de la Plata y en México. En Buenos Aires ya en 1817, el General Pueyrredón empezó a emitir papeles (vales, letras del tesoro, etc.) para pagar gastos corrientes. En 1823, el Imperio del General Iturbide, quien dirigió a los revolucionarios en la expulsión definitiva de los realistas de México, vio el colapso de su experimento fiduciario en meses, y los 4 millones de pesos de papel que se habían emitido desaparecieron rápidamente de la circulación. Al año siguiente a la renuncia del General Sucre, Bolivia comenzó a alterar la calidad de su moneda de plata. La crisis fiscal y financiera del Imperio fue evidente para los gobiernos que siguieron a la revolución, a aquella le siguió una
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crisis monetaria. Era menester conseguir recursos para consolidar el orden republicano. Los ingresos fiscales americanos habían sido los pilares del imperio, como lo mostraban los pesos españoles “de los dos pilares”, o moneda columnaria acuñada desde 1728/32. Adam Smith ya había notado que, al contrario que las colonias británicas, las colonias españolas habían autofinanciado la existencia y la expansión del imperio mismo. Ahora, en ausencia del legítimo rey, ¿quién le proporcionaría legitimidad al estado heredero en su rol de recaudador de impuestos? ¿Quién terminaría “pagando” los costos derivados del nuevo estado de cosas? Esto demandaba un consenso económico y político muy difícil de obtener en una sociedad tan fragmentada como la de Hispanoamérica posrevolucionaria. Claramente, el escenario inicial para los primeros gobernantes latinoamericanos aparecía seriamente condicionado por la bancarrota fiscal y financiera de la Hacienda, con el desorden fiscal y monetario que siguió a la Independencia, lo que era la economía colonial se vio muy perjudicada.
III. LA FRAGMENTACIÓN FISCAL Contrario al estereotipo del absolutismo centralizador español, la estructura fiscal colonial estaba altamente descentralizada. Durante la segunda mitad del siglo dieciocho, la recaudación de impuestos y la distribución de fondos para gastos corrientes se realizaban a través de 48 cajas reales (Klein y TePaske, 1982; TePaske, 1982, 1986; Klein 1985). El número de tesorerías aumentó a 72 para 1800. Estos fueron los monederos del imperio. Los historiadores han mostrado la importancia de estas cajas en el financiamiento del imperio con los situados (transferencias) de Nueva España al Caribe, Cuba y la Florida, las Filipinas y Cartagena de Indias (Marichal y Souto, 1994) y Nueva Granada (Meisel, 2000), así como el Alto Perú subsidiaba al Río de la Plata (Halperín, 1982). Pero esos estudios regionales ocultan la verdadera dimensión de la tesorería colonial como una red muy integrada de cajas donde una buena parte (el 45% para el quinquenio 1796–1800) de los ingresos se redistribuía entre otras cajas americanas, y cuyos montos superaban largamente lo que se enviaba a la metrópolis como ingresos o préstamos a la corona. De modo que la recaudación y distribución de ingresos fiscales al nivel regional aumentó al mismo
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tiempo que se elevaba el número de cajas y el grado de autonomía e integración en las economías regionales. Los Borbones perfeccionaron este sistema de financiamiento y redistribución del estado colonial creado por Felipe II para distribuir inicialmente excedentes fiscales hacia partes menos favorecidas del Imperio con fines defensivos. La plata enviada de Nueva España al Caribe financió la participación española en las distintas guerras imperiales de los años posteriores a 1780. Los fondos se redistribuían a través de Cuba a Santo Domingo, Puerto Rico, la Florida y Luisiana. La plata así se vertía a las posesiones inglesas en las islas caribeñas. El 75% de los fondos de la Hacienda en Cuba provenía del situado de la Nueva España, los que durante la guerra con Inglaterra entre 1779 y 1783 alcanzó al menos 37 millones de pesos (Marichal, 1999: 50–51). Estos subsidios se volvieron cada vez más importantes en Buenos Aires después de 1776, cuando las reformas borbónicas dieron a las autoridades coloniales recientemente establecidas en el Río de la Plata el control sobre las minas de Potosí, separándolas de Lima. En tiempos coloniales Potosí fue la principal tesorería en términos de ingreso, y distribuyó situados a la parte sur del imperio. De hecho, el situado financió a la capital virreinal con un subsidio de hasta 1.5 millones de pesos al año (Te Paske, 1982: Apéndice VIII, p. 94). Esta suma representaba 54% del total de ingresos de la caja de Potosí y un tercio del ingreso total de la tesorería de Buenos Aires, que era la principal caja en el Río de la Plata (Klein, 1973: Cuadro 1). Este subsidio continuó hasta el inicio de la revolución en 1810. En una revisión de las obras recientes sobre la historia económica mexicana, Richard Salvucci usa el ejemplo de Cuba para mostrar que estas transferencias intra-imperiales de fondos financiaban a las colonias privadas de plata. El mismo punto podría comprobarse con Buenos Aires. Como sugiere Salvucci, estos subsidios intraimperiales atraían el comercio, un rol que tiene que considerarse cuando se compara el desempeño económico de las distintas colonias. Con el aumento del número de tesorerías y la creciente participación privada en el manejo y conducción de los dineros, el sistema sirvió para (auto) financiar la expansión del imperio y la presencia española en América. Para 1810, la carga de las demandas metropolitanas envuelta en las guerras europeas resultó demasiada presión sobre la estructura fiscal en Hispanoamérica. Desde 1780 la economía
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colonial había sufrido presiones fiscales en aumento y originado una resistencia social creciente a políticas que apuntaban a reformar el sistema de recaudación, abrían nuevas cajas y establecían nuevas contribuciones. Con la revolución, las autoridades establecidas en las localidades de las cajas reales podían usar a su criterio los ingresos antes recaudados por el tesoro colonial. Así, las elites locales tuvieron un medio fácil de financiar su participación en lo que sería la desintegración del estado imperial, particularmente ante el colapso de instituciones fiscales y monetarias. Ante crecientes demandas militares, la caída de fuentes internas de ingresos y la interrupción de las transferencias entre cajas, consistente con la fiscalidad indirecta colonial cada provincia recaudó impuestos sobre el comercio de bienes que se consumían o transitaban por su jurisdicción. En los siguientes intentos de conformar un estado en esos territorios, la lucha por la recaudación de los ingresos devino en confrontación y guerra abierta. Así la fragmentación fiscal agravada con el cese de las remesas de ingresos intra-coloniales por la debacle institucional que trajo la falta de una legítima autoridad precipito la fragmentación política que siguió a la Independencia. Algunas colonias tuvieron una transición más tranquila que otras hacia una constitución política y fiscal republicana. El caso de Chile es excepcional en ese sentido mientas que el desorden político e inestabilidad institucional fue la característica de la mayor parte de las otras colonias. Chile se benefició de un boom del comercio norteamericano traspacífico — que había comenzado antes de la caída del gobierno español — y el descubrimiento y explotación de minería de plata — efecto importante en el comercio de exportación — luego de acaecida la independencia. El cese de las remesas que venían desde Lima no tuvo el mismo impacto que en otras partes como Buenos Aires, al tener fuentes alternativas de ingreso para los gobiernos. La situación política doméstica tuvo más rápida resolución y la ausencia de conflictos internos hizo una transición al orden republicano mucho mas estable, y menos costoso para la ausencia de conflictos y entonces bajo gasto militar. Después de 1821, México, por ejemplo, alternó nominalmente entre un estado centralista, unitario consolidado y una unión federal de estados autónomos (provincias), muchos de los cuales habían sido sedes de la hacienda, y operaban sus propias casas de moneda. Desde 1732 las cajas reales en regiones mineras dispusieron de los fondos de rescate con que comprar la plata a los
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mineros y así controlar la acuñación de la plata, apropiándose del señoreaje el que hasta entonces estaba en manos de comerciantes aviadores (Irigoin 2010). La disputa entre centralistas y federalistas replicaba la competencia entre los intereses de comerciantes de la Capital muy conectados al tráfico a través de Veracruz con los de nuevos competidores en otras regiones. Como se mostró en otro artículo, después de 1824 México tuvo más de 10 casas de moneda en lugar de la única ceca colonial en la Ciudad de México (Irigoin, 2009c). Algunas de ellas estaban muy cerca de los ricos centros mineros, y a su vez estaban bien conectadas e integradas con los tres nuevos puertos abiertos en el Pacífico (San Blas, Acapulco y Mazatlán) o los dos nuevos puertos en el Atlántico (Tampico, Campeche). La fragmentación de la acuñación también resultó en un aumento de la lucha política sobre los beneficios (o ingresos fiscales) derivados de comerciar plata a cambio de bienes de consumo importados. Así, la transición mexicana a instituciones republicanas, que redujeran los costos de transacción y teóricamente promovieran el crecimiento, fue más larga y costosa que la de Chile. A México le tomó casi 80 años — después de que la insurgencia se rebelase contra España en 1811 — alcanzar un periodo de modernización institucional y de crecimiento económico moderado, bajo el régimen conocido como el Porfiriato. Extrayendo sangre de un nabo: la fiscalidad postcolonial En 1840 un viajero inglés que atravesaba México se preguntaba: “¿Cuántos impuestos puede soportar la gente? Los mexicanos han alcanzado un milagro casi tan grande como extraer sangre de un nabo. No hay país en el mundo, que con su clima sin igual, variedad de tierras, producción, que en proporción a su población sea capaz de producir tanto, ciertamente ninguno que en efecto produzca tan poco.”
Como lo había notado Adam Smith, la base y el éxito del sistema fiscal colonial español fue la recaudación y exportación de rentas fiscales netas y del ingreso derivado de la comercialización de la plata en el mercado mundial más que de las rentas sobre esa minería. Teóricamente entonces, con la desaparición del poder español esos ingresos fiscales deberían haber estado a disposición
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de los gobiernos revolucionarios, dado que el esquema impositivo no cambió mucho con la Revolución. Sin embargo la interrupción de las remesas de otras cajas agravo la posición fiscal de los nuevos gobiernos en la mayoría de las cajas beneficiarias del sistema. A principios del siglo los reformistas liberales intentaron disminuir la carga fiscal heredada de la España borbónica disminuyendo o aboliendo incluso todas las formas principales de la fiscalidad colonial (como los tributos pagados por los indígenas, los impuestos sobre la producción minera y los monopolios, los impuestos aduaneros y a las ventas), pero fallaron por completo en el intento de conseguir nuevos recursos. Un patrón claro apareció muy pronto en todos los casos: si el producto de un impuesto dado había sido importante para la Hacienda colonial, no se introducían cambios al esquema impositivo después de la independencia. La abolición del tributo indígena, por ejemplo, fue un propósito de las constituciones liberales. Sin embargo, el tributo continuó siendo una parte sustancial de los ingresos de los nuevos estados mexicanos. Algo similar ocurrió en Bolivia, donde el tributo indígena continuó siendo la principal fuente de recursos (el 40% del total recaudado) después de la independencia y durante la mayor parte del siglo XIX. Colombia abolió el tributo indígena sólo en 1850 (Deas, 1981). En el Perú republicano el tributo contribuyó con un tercio de los ingresos totales durante los veinte tormentosos años posteriores a la retirada de las fuerzas españolas. En realidad, era muy difícil abolir el tributo dada su participación tan grande en el ingreso fiscal ordinario, particularmente teniendo en cuenta la ausencia de fuentes alternativas de recursos. La proporción del tributo en los ingresos republicanos continuó siendo significativa en áreas muy pobladas; asimismo las rentas del monopolio del tabaco, de la sal o de la pólvora que también gravaban a consumidores persistieron en el tiempo donde sus ingresos habían sido importantes durante el dominio español, como en Colombia o Paraguay. Como los Borbones, los gobiernos revolucionarios buscaron promover la recuperación económica mediante a disminuir la carga fiscal sobre la minería. Mientras el gobierno colonial había directamente subsidiado la importación de mercurio, el insumo mas importante de la minería, los gobiernos revolucionarios redujeron o abolieron los impuestos sobre la plata como ha mostrado Dobado (2002). Sin embargo, la continuación de la provisión de mercurio
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por los gobiernos republicanos dependían en alto grado de la situación fiscal, y las dificultades de las cajas contribuyó al estancamiento de la minería de plata en todas las regiones mineras de Latinoamérica. Sin embargo los historiadores explican el declive de la minería de plata por otras varias razones: el atraso tecnológico, el agotamiento de los yacimientos y la destrucción del capital físico y humano durante las guerras de independencia, etc. Otros dan un papel importante a la falta de capital ocurrida tras la expulsión y salida de los españoles adinerados con las expropiaciones de la Revolución (Quiroz, 1993: 131). Hasta cierto punto, esto ocurrió en Perú y en México. Pero incluso si hubo escasez de capitales para invertir, ésta duró más bien poco. Poco tiempo después de la independencia hubo inversión extranjera directa en las minas sudamericanas. Desde la mitad de los años veinte los fondos ingleses se destinaron con entusiasmo a la minería. Después de los años cuarenta, los comerciantes norteamericanos formaron compañías que prácticamente controlaron el proceso de fundido y amonedación de la plata en las cecas provinciales de México. Sin embargo, rara vez los agentes domésticos invirtieron sumas considerables de capital en la minería en el período posterior a la independencia. Varios estudios de historia económica boliviana han estimado severas salidas de capital durante el siglo XIX (Klein, 1993: 87). Luego, y a pesar de cortos auges como en el cerro de Pasco (Perú) en los años cuarenta, sólo las minas de plata y oro de Chile tuvieron mejor suerte bajo los nuevos regímenes (Contreras, 1995; Deustua, 1994). De hecho, estos ricos yacimientos fueron descubiertos después de la independencia, y este desarrollo particular de la minería chilena dio ingresos fiscales más considerables por el comercio que atrajo. Las fuentes de recursos de Chile estaban comparativamente mejor distribuidas, dependiendo menos de los ingresos aduaneros y gravando a sus consumidores con una carga fiscal. Chile tuvo una situación macroeconómica mucho más sólida que la de sus vecinos en las primeras décadas del siglo, así como una moneda mucho más estable durante todo el siglo XIX. No sorprende entonces que la transición política de Chile en el periodo posterior a la independencia haya sido mucho más tranquila que la de sus vecinos.
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Es probable que Bolivia sea un caso excepcional en el que los capitales locales se invirtieron hasta cierto grado en la minería a mediados del siglo XIX. Para entonces las riquezas del Potosí colonial eran una memoria de un pasado distante (Mitre, 1986). Los contemporáneos que tenían conocimientos y gran experiencia de inversión en la minería estaban limitados por la escasez de crédito, lo que puede explicar el pobre desempeño minero (Omiste, 1893). Sin embargo, vale la pena explorar más este razonamiento. Es probable que efectos nocivos de la inestabilidad macroeconómica y de la inflación afectaran la disponibilidad de crédito en la economía local, así como el prospecto de la inversión directa extranjera. Esto puede explicar la baja inversión productiva observada. Quienes tenían algún capital preferían por tanto invertir en activos inmobiliarios (tierras, propiedades urbanas, bienes raíces). Sin inversión productiva de riesgo la tecnología se estancó y el crecimiento fue muy débil o efímero. Así, el declive de la minería puede ser explicado por la situación macroeconómica prevaleciente que hizo escaso el financiamiento, particularmente para inversiones de largo plazo como la minería. Así, la funesta situación fiscal de las nuevas repúblicas impedía continuar el subsidio otorgado a la minería durante el periodo colonial para bajar costes de producción y así sostener el comercio. Siendo este la fuente de donde se obtenían la mayor parte de los ingresos públicos, la falta de inversión pública y privada en la minería disminuyo el comercio, el que a su vez privó a los estados independientes de la fuente principal de recursos, lo que a su vez alimentó aún más el ciclo vicioso de penuria fiscal y estancamiento económico. Usualmente se considera a la eliminación de las restricciones mercantilistas españolas (así como de los intermediarios y de los costos de transacción a ellas asociadas), el “libre comercio", como una piedra angular del proceso revolucionario en América Latina. Pero con la liberalización formal del comercio los gobiernos postcoloniales acentuaron su dependencia de manera creciente en los impuestos al comercio. Esa concentración de la carga tributaria en última instancia afectaba a las mayorías — en particular la urbana — pues gravaba preferentemente al consumo. Las aduanas, las tarifas sobre el comercio exterior y a las ventas internas (las alcabalas coloniales) se convirtieron en el sostén de la mayoría de los nuevos estados. La dependencia particular de los países latinoamericanos a los impuestos indirectos no se modificó hasta
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bien entrado el siglo XX, y solo muy parcialmente. Los costos de recaudación de estos impuestos eran relativamente bajos y tenían la ventaja de ofrecer medios de tener ingresos de dinero en efectivo inmediatamente. Las reformas liberales redujeron las tasas de los antiguos impuestos coloniales. El almojarifazgo o derecho de aduana colonial gravaba con un 3 % del valor las mercancías españolas y con 7% a las exportaciones no metálicas de América hacia la metrópolis. Mientras que la tarifa general para mercancías extranjeras era de 33.5 %. Originalmente, las tarifas de Aduana de los gobiernos independientes bajaron a un promedio de 20–25% de los precios de importación. Como resultado, las manufacturas de ultramar inundaron el continente que pagadas con metálico resultaron en un masivo desequilibrio comercial. En poco tiempo, las tarifas volvieron a subir marcadamente (en términos nominales), superando incluso las tasas coloniales, para financiar los déficit y detener la salida de especie. En la mayor parte de los países algunos sectores económicos particulares demandaron protección de los gobiernos. Así, algunos bienes importados que competían con producciones locales terminaron siendo prohibidos o tuvieron que pagar elevados aranceles, como el azúcar en Perú, algunos textiles en México o los sombreros en Buenos Aires. Aun en 1830 la plata era todavía el principal producto exportación de la región: el 80% de las exportaciones de Perú y el total en México y Bolivia. Aun en Buenos Aires, que no contaba con recursos metalíferos, por esos años los metales representaban todavía un tercio de todas sus exportaciones. La dependencia de la plata en las exportaciones llevó a medidas restrictivas pero ineficaces contra la extracción de especie en todas las nuevas repúblicas. La medida afectaba no sólo a los cargamentos hacia ultramar sino también a las transacciones domésticas en interior de un mismo antiguo espacio colonial. Las exportaciones de plata y oro estaban prohibidas en Bolivia o bien altamente gravadas, como el 6% ad valorem en Chile. En Bolivia y en México se aprobó un nuevo impuesto a la circulación de la plata amonedada entre los mercados regionales. El rol de Buenos Aires como un intermediario (no productor) en las exportaciones de especie era visible en sus bajos impuestos a la exportación de plata (1%) y de oro (2%) y cada una de las provincias de lo que seria Argentina
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también preveían impuestos a la circulación de especie en su territorio. Después de 1840, habiendo aparecido nuevos productos exportables, el metal y la moneda de plata fueron progresivamente menos importante en las exportaciones latinoamericanas (Bairoch, 1985). También disminuyó la demanda internacional de plata en los tradicionales mercados: China a mediados de la década de 1820 y Estados Unidos desde mediados de la década siguiente (Irigoin, 2009b). Este período fue también el del auge exportador en algunas economías dotadas de recursos naturales adecuados para la producción de alimentos y materias primas no metálicas, como los países del Río de la Plata, Colombia y Perú, que crecieron con fuerza a partir de la segunda mitad del siglo XIX. Frecuentemente, el sistema fiscal fue una fuente indirecta de subsidios para estos sectores, agravando los efectos redistributivos de la fragmentación fiscal y monetaria. Por ejemplo, en el Río de la Plata, exceptuando los cueros que pagaban aranceles específicos (fijos) en moneda papel inconvertible, el resto de las exportaciones pastorales de las pampas estaban directamente exentas de impuestos. Como resultado de la depreciación monetaria que seguía a cada emisión de papel moneda en Buenos Aires, la hacienda republicana obtenía ingresos más bajos en términos reales (efectos Tanzi), nulificando la carga fiscal que caía de los exportadores ganaderos. De la misma manera, la venta de tierras publicas a precios definidos por necesidades fiscales y pagados en largo plazos y con papel moneda disminuyo en grande el precio real final que pagaron los compradores; no es sorprendente entonces la observada concentración de la propiedad territorial en esas zonas, Esta conjunción de impuestos y moneda depreciada representó un subsidio indirecto pero substancial a los exportadores y propietarios rurales a costa de los consumidores urbanos, lo que reforzó significativamente el crecimiento de las exportaciones pastorales en la región (Irigoin, 2000). En el caso de Perú y Nueva Granada, las tarifas a la importación más bajas tenían la intención de redistribuir la carga fiscal del campesinado indígena a los consumidores urbanos (Jacobsen, 1989; Jaramillo, Meisel y Urrutia, 2001). Sin embargo, los fundamentos del esquema tarifaría no cambiaron. A pesar de su simplificación inicial, las tarifas se fijaron siguiendo la línea tradicional de dar privilegios de protección a productos
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tradicionales. Los derechos aduaneros se establecieron como un porcentaje del precio, que los propios comerciantes declaraban siguiendo la práctica colonial de la tasación y recaudación por los propios comerciantes. Esto dificultaba la valuación de la base fiscal adecuadamente, y dio a los importadores un medio fácil de reducir sus cuentas con el fisco al estimar a la baja el valor de los bienes que introducían al país. Sin embargo, los ingresos aduaneros permanecieron como la fuente principal de ingreso ordinario en toda la región (Centeno, 1997) donde el tributo de la población indígena no efectuaba la mayor contribución. Con participaciones extremas de 90% en los ingresos totales en países como Argentina o Uruguay, o el Perú de 1850, las nuevas repúblicas obtenían, en promedio, dos tercios o más de sus ingresos de los impuestos al comercio. Este fue también el caso en Chile, Ecuador y Venezuela. Los ingresos aduaneros representaban un tercio de los ingresos fiscales de Colombia y México, proporción que disminuyó ligeramente después de 1830. Sólo en dos países las aduanas contribuían poco o nada al tesoro. Paraguay fue uno de estos casos raros. Después de la revolución, Paraguay se separó de sus provincias vecinas y organizó en una economía altamente autárquica. Los ingresos aduaneros paraguayos fueron por tanto mínimos o nulos durante varios años. El aislamiento completo de la economía internacional duró hasta la “Gran Guerra” con Brasil, Uruguay y Argentina en los años sesenta (Pastore, 1993). Sin embargo, la mayor contribución a la hacienda republicana también la hacían los consumidores ya que los impuestos al comercio interno contribuían con 30% de los ingresos totales, donde la mayor parte provenía de ventas de bienes (cueros) propiedad del mismo estado. El otro caso fue Bolivia, que recaudó hasta el 7% de sus ingresos de los impuestos a la importación mientras tuvo acceso al océano Pacífico. Por una década, durante los años treinta, Bolivia pudo comerciar directamente con el exterior, y tuvo la tarifa más baja de la región, de modo tal que temporariamente desvió mercancías de sus intermediarios habituales con el exterior como Valparaíso (Chile), Arica (Perú) o Buenos Aires (Argentina). Sin embargo, impuestos a las ventas en el interior (alcabala) se cobraban en cualquier localidad. Así, los ingresos aduaneros y las alcabalas juntos alcanzaban el 40% de los ingresos fiscales totales, igualando el producto del tributo indígena (Huber, 1990).
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En términos generales, los impuestos al comercio interno sobre la base la alcabala colonial, constituía la segunda fuerte importante de ingresos. Las tasas eran proporcionales al precio de las mercancías y variaban en las distintas regiones: 4% en Buenos Aires, 6% en el Bajo y el Alto Perú, y 8% en la Nueva España (disminuido a 6% en 1790). El impuesto se cargaba a todo artículo vendido en los mercados domésticos y a finales del periodo colonial su ingreso representaba 14% de los ingresos totales en Perú, 24% en Chile y 6% en el Alto Perú. Ya en 1780 las alcabalas rendían a la Hacienda novo hispana más que los impuestos a la plata (Marichal, 1990: 73). Con las reformas de 1760 se amplió la base fiscal de los contribuyentes gravados con la alcabala al incluir a la población indígena, que había estado originalmente exenta de acuerdo a los privilegios otorgados por los Habsburgo. En 1776, la alcabala se extendió a alimentos básicos de la población indígena (chuño, charqui, ají, aguardiente, tabaco, azúcar y textiles nativos). Cuando la Corona intentó imponer la alcabala sobre granos y el maíz en años posteriores, alterando otros mecanismos de recaudación como el corregimiento y la tasación del tributo, los indígenas en el Alto Perú se rebelaron, dirigidos por Túpac Amaru II y Túpac Catarí. Como ocurrió con el tributo indígena, los gobiernos revolucionarios buscaron abolir la alcabala. Sin embargo, los impuestos a la venta y la introducción o a los bienes en tránsito, se restauraron bien pronto por la misma razón: la necesidad urgente. En el caso de México, la constitución federal de 1824 otorgó a los estados la recaudación de ambos impuestos, mientras que el gobierno federal recaudaba los ingresos aduaneros. En Bolivia estos impuestos persistieron hasta inicios del siglo XX. En Nueva Granada, la alcabala todavía producía el 13% de los ingresos totales en los años treinta del siglo XIX (Jaramillo, Meisel y Urrutia, 2001: 428). En el Río de la Plata la alcabala se abolió ya en los años veinte, cuando se auguraba un futuro promisorio al comercio exterior, pero el impuesto a las ventas se restauró a finales de 1830 en las provincias del norte, donde el comercio interno era mucho más significativo que el comercio exterior. Más importante aún fue el efecto distributivo perjudicial que tenia la estructura de impuestos de Aduana. Al contrario del caso de las tarifas específicas para la exportación de bienes no metálicos, los impuestos a la importación y a las ventas de manufacturas y
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alimentos eran fijados ad valorem, es decir, que la tarifa estaba basada en el precio corriente de los bienes. La tarifa era una porcentaje del precio de aforo, supuestamente el precio vigente en el mercado local. Para las manufacturas ultramarinas este precio se calculaba en el primer puerto de entrada. Dado que la valuación fiscal era por lo general un precio declarado por el propio importador, el valor de los aforos estaban establecidos denominados en la moneda local. Así naturalmente, el impuesto se incluía así en el precio final. Debido a que la carga fiscal recaía principalmente sobre los bienes importados, sin consideración de dónde habían sido manufacturados, y dado que los bienes de consumo representaban una gran proporción de las importaciones, el peso de las demandas del estado recayó sobre los consumidores. Paradójicamente, la necesidad de obtener fondos con que sufragar el gasto coexistió con la ‘mayor apertura del comercio’ por las que se incrementaron las importaciones, y esperadamente los ingresos de la hacienda. Esto se prolongo por décadas haciendo cada vez difícil cualquier reforma. Incluso los programas liberales de mediados de siglo que confiaban en el aumento de los ingresos al disminuir el arancel (anticipando los efectos de la curva Laffer) tuvieron que ceder a las pretensiones de políticos más conservadores en el diseño de una tasa más realista para asegurarse un cierto nivel de ingreso a las Haciendas. Más importante aun, y a pesar de las políticas de gran apertura comercial aplicadas en los puertos, los bienes importados continuaron pagando aranceles mientras transitaban al interior del continente, debido a la existencia de aduanas internas que habían quedado en la estructura fiscal colonial. Esta es otra paradoja de la fragmentación de la soberanía fiscal, las políticas liberales en los puertos y capitales eran contrarrestadas por la persistencia de aduanas interiores. Por ejemplo, los bienes foráneos fueron objeto de gravámenes hasta dos y más veces, dado que toda mercancía “extranjera” tenía que pagar aranceles en los puertos y luego pagaban a medida que se internaban en el interior atravesando otras jurisdicciones fiscales. De hecho, las bajas de tarifas fueron instrumentos usados en la guerra comercial en algunos puertos que no controlaban el comercio para atraer flujos de importaciones; con ello se extendió la contienda regional por ingresos fiscales y los recursos. La persistencia de aduanas internas y gravámenes a bienes en tránsito en regiones con mercados muy integrados que habían
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sido parte de las mismas unidades fiscales, al tiempo que los puertos bajaban las tarifas, causaba distorsiones en los precios de bienes de consumo que terminaban beneficiando a las economías cercanas a los puertos, con potencial para producir bienes de exportación, a expensas de las economías más pobladas, productoras para el mercado interno, localizadas en el interior.
IV. EFECTOS DE LA FRAGMENTACIÓN FISCAL Y MONETARIA
Con este oneroso legado y la desaparición casi inmediata de las remesas intra-coloniales (los situados), con la crisis constitucional abierta en 1808, los gobiernos republicanos se enfrentaron con alternativas difíciles para saldar los desequilibrios fiscales. Desde entonces el déficit se volvió crónico en las finanzas latinoamericanas. Las fuentes domésticas de financiamiento se agotaron, y las externas se cerraron con la primera crisis de deuda de la región después de 1825; el alcance de las reformas fiscales se vio muy limitado. Esta precariedad fiscal y financiera tuvo que hacer mella en la estabilidad del sistema político y complicar los diseños constitucionales de reemplazo. Donde los gobiernos retuvieron el monopolio sobre el señoreaje como en Bolivia, Colombia, Buenos Aires, todas las entidades políticas hicieron uso de la expansión monetaria (a través de la adulteración de la moneda metálica o de la emisión de moneda papel) como último recurso para obtener ingresos. En otros lugares, como en México, la acumulación de una deuda monumental generó repetidas crisis financieras y políticas. Perú soportó 20 años de una grave recesión combinada con deflación. Las administraciones debilitadas financieramente no pudieron ejercer su poder sin disputas. La institucionalidad débil significó que la constitución fiscal y política de las repúblicas se dilató hasta el final de largos conflictos y guerras civiles. La paz y la estabilidad se alcanzaron sólo cuando terminó la competencia (y la guerra) por los ingresos y el señoreaje. Fue entonces cuando surgieron instituciones y reglas del juego — económico y político — estables, y cuando el capital extranjero regresó para asistir en la creación de mercados y nuevo proyectos políticos. Algunos regiones tuvieron un mejor desempeño que otros dentro del antiguo imperio, tanto en la redistribución del ingreso ahora fragmentado como en atraer nuevos flujos de capital. Las nuevas naciones con dotaciones de recursos apropiados para
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producir bienes demandados por la industrialización europea se beneficiaron de manera más o menos duradera de la integración económica, la ‘globalización’, en curso. En el largo plazo, sin embargo, ningún país alcanzó un crecimiento económico verdadero, intensivo y sostenible. La temprana utilización de instrumentos de deuda por los gobiernos republicanos se hizo con el propósito de traer flexibilidad a las maniobras financieras al posponer o diferir obligaciones de corto plazo. La deuda flotante del periodo revolucionario, y aun colonial, se consolidó en títulos a largo plazo con interés, en la esperanza de establecer un crédito publico y formalizar un mercado de capital. Todos los gobiernos a lo largo del antiguo imperio intentaron emitir bonos al mismo tiempo que probaron nuevas recetas fiscales, lo mismo en México que en Buenos Aires y todos los nuevos estados y provincias que emergieron entre ellos. Sin embargo, y debido al agotamiento de los préstamos internos, o bien derivado de los efectos de la rápida inflación, los títulos de deuda pública nunca constituyeron como una fuente sólida de financiamiento y los mercados de capital domésticos nunca terminaron de formarse y madurar. El déficit fiscal llevó a la contratación de deuda directamente con comerciantes y financistas locales. Estas fuentes privadas prestaban, o vendían bienes al gobierno y recibían pagarés, recibos y vales del Tesoro con interés que podían redimirse en las aduanas. La repetición de esta práctica hipotecó el ingreso futuro de la hacienda, y los gobiernos requerían cada vez más fondos mientras recibían cada vez menores ingresos (reales) en cada periodo. Por tanto, el volumen de obligaciones aumentó mientras aumentaba el desastre financiero.
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Gráfica 1. El peso de la deuda, México. 1822–1855. Gastos financieros como porcentaje de los ingresos
Fuente: elaboración propia con base en Tenenbaum, 1986.
Un ejemplo de los efectos macroeconómicos de la fragmentación del imperio es México; careciendo del control monopolístico sobre la acuñación, las administraciones federales en México se endeudaron para mantenerse a flote. La restricción presupuestaria en el tiempo, resultante de préstamos crecientes a tasas de interés cada vez más elevadas y plazos más cortos, al mismo tiempo que los ingresos futuros se comprometían para el servicio de la deuda, terminó en tasas astronómicas de deuda. Era improbable que, en el largo plazo, los gobiernos insolventes pudieran establecer el orden o forzar el cumplimiento de reglas. En ese contexto la conocida inestabilidad política del siglo XIX mexicano no debería ser una sorpresa. Los historiadores económicos han explicado el éxito económico de algunas repúblicas latinoamericanas posterior a 1870 poniendo énfasis en una mayor apertura comercial. Recientemente, algunos investigadores norteamericanos han revisado el efecto de las políticas comerciales en América Latina antes de la Gran Depresión, sorprendiéndose con el grado de proteccionismo (altas tarifas) que prevaleció desde temprano en la región (Coatsworth y Williamson, 2002). Esta situación, argumentan, dificultó que América Latina explotara las ventajas, y disfrutara de los beneficios, de la globalización. El grado nominal de proteccionismo en América Latina luego de la independencia fue muy alto,
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comparándolo con otras economías fuera del Atlántico Norte, y mucho más alto que el de otras regiones durante la primera globalización. Como ha sido ampliamente referido en la literatura, estos autores observan que los gobiernos republicanos del siglo XIX tenían fuertes objetivos fiscales detrás de su política arancelaria. Así, la tarifa “era una fuente de ingreso y un mecanismo protector de intereses especiales”, lo que redujo las ganancias del comercio e impidió una integración mayor de la región en la economía global. Sin embargo, si se toma en cuenta que los derechos de aduana se pagaban con papel moneda depreciado, con moneda adulterada, o con títulos de deuda que circulaban con altos descuentos en mercados secundarios, entonces también debe considerarse el efecto de políticas financieras y monetarias sobre la recaudación de impuestos de aduana para determinar más precisamente el grado de proteccionismo de estas economías. En el mercado interno, aquellos produjeron distorsiones a los precios relativos y provocaron una importante redistribución del ingreso y de la carga fiscal entre sectores económicos, resultando en protección o subsidios netos a algunos (de manera particular a exportadores de commodities) a expensas de los consumidores y asalariados urbanos. Como en otros estudios sobre la primera globalización, se encuentra que la situación macroeconómica (y por tanto, las “buenas políticas domésticas”, o la ausencia de ellas) prevaleció sobre los beneficios que estos países pudieron haber recibido de la expansión del comercio internacional y de la integración de los mercados financieros que es característica de la globalización en este período (Flandreau, 2003).
V.
CONCLUSIONES
El colapso del imperio no resultó en la desaparición completa del sistema fiscal colonial. Tampoco resultó en cambios en el sistema impositivo o en la matriz de recaudación de impuestos. Con la desaparición de la red de transferencias intra-coloniales (situados) y la fragmentación política resultante, la recaudación cayó en manos de las nuevas autoridades locales. De hecho, el paisaje político que emergió de la independencia fue el reflejo de la estructura de la maquinaria fiscal del imperio. Las élites regionales pudieron así defender sus intereses económicos y ser parte de la disputa sobre el diseño de la nueva unidad recaudadora de impuestos, el estado republicano, a partir del control de las cajas reales en cada región y
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apropiándose de los ex-ingresos coloniales. Tanto las nuevas unidades políticas como la política fiscal y los instrumentos financieros usados para la guerra civil se originaron en el sistema fiscal existente. La fragmentación fiscal y monetaria de las antiguas colonias derivó en la lucha civil (regional) por los recursos fiscales, con la que agravaron el déficit. Dada la imposibilidad de una política fiscal que suavizara la situación, la expansión artificial del circulante por emisión, o adulteración de la moneda de plata acuñada, fue el último recurso. Este recurso de financiamiento del déficit por vía de la inflación agravó aún más la posición fiscal de los estados. Las manipulaciones monetarias fueron la última e indeseable fuente ingresos fiscales al licuar el monto de las obligaciones del estado por efectos de la inflación. De manera que la crónica insolvencia de la hacienda, la insuficiente base fiscal y la desproporcionada asignación de la carga fiscal sobre los consumidores tuvieron consecuencias fundamentales para el desempeño económico de los países latinoamericanos en la etapa independiente. Así, el resultado fue una desintegración de los mercados y circuitos comerciales establecidos, muy altos y cuantiosos costos de transacción para redes comerciales coloniales que ahora actuaban con una variedad de autoridades políticas, fiscales y monetarias. La crónica insolvencia del estado contribuyo a la merma de los fondos prestables captados por el sector privado de la economía por la elevada demanda de crédito del gobierno crowding out, y finalmente más inflación, continuas distorsiones en precios y los tipos de cambio. Todo ello contribuyó para la desintegración de la economía y el mercado colonial y dio lugar a una creciente desigualdad y conflictividad regional que llevó a varias décadas de inestabilidad política muy difíciles de superar. Ello, a su vez, perjudicó el potencial del crecimiento económico (o de mantener el ritmo de crecimiento extensivo de los últimos años del período colonial) y todos estos países se retrasaron respecto del mundo — y de Estados Unidos en particular — durante el siglo XIX. Los aspectos macroeconómicos de la independencia estudiados en este capitulo muestran que cualquier comparación entre la naturaleza institucional de las sendas de crecimiento norteamericana y sudamericana está mal concebida. La existencia de unidades políticas en las cuales se mide el desempeño económico no fue obvia sino hasta después de 1860 y aun mas
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tarde. Las consecuencias macroeconómicas de la independencia afectaron las posibilidades de crecimiento de las economías postcoloniales en el antiguo Imperio español. Los repetidos gravámenes al comercio cargados por las aduanas internas superpuestas a redes comerciales de extensión colonial, es decir la fragmentación fiscal, provocaron la desintegración de los mercados y pusieron insalvables obstáculos al intercambio mercantil ya muy onerosos por los altos costos de transporte. La diversidad de monedas por la coexistencia de varias autoridades monetarias (casas de moneda y bancos de emisión, además de monedas privadas) concurrió a acelerar la fragmentación territorial y política. La competencia regional y sectorial, una vez que cesaron las remesas y la redistribución de ingresos fiscales y recursos para la economía se tradujo en una prolongada guerra civil. El resultado fue una creciente desigualdad regional — en el interior del sistema colonial — y entre sectores — en cada una de estas regiones. La estructura impositiva resultó en distorsiones a los precios (por ejemplo, la determinación de la incidencia de la carga fiscal a partir de la coexistencia de la valuación de una tarifa ad valorem para bienes de consumo importados y fijos para exportaciones). La coexistencia de monedas metálicas de variada calidad y papel moneda sin respaldo y depreciado amplificaron estos efectos por la ley de Gresham sobre los tipos de cambios en territorios distantes, dada la estructura del comercio externo, los monopolios sobre las aduanas y el comercio, y una telaraña de impuestos al comercio interno. Las distorsiones indirectas de los precios relativos afecto sobre los términos domésticos de intercambio (además de los términos de comercio internacional y de las condiciones particulares del mercado) provocaron severos choques en la asignación de recursos y de capital. La conjunción de inestabilidad monetaria y los impuestos a la introducción y al tránsito de bienes produjeron alteraciones importantes en la distribución del ingreso entre distintas regiones y sectores de una economía determinada. La producción de commodities para exportación distintas a la plata se benefició de manera indirecta. Mientras tanto, los consumidores soportaron fuertes cargas fiscales al tiempo que el ahorro doméstico se consumía por la voracidad y continua insolvencia de las haciendas públicas. La volatilidad de las monedas y la multiplicidad de tipos de cambio promovieron el atesoramiento de monedas
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relativamente (más) fuertes, alterando aún más sobre tipos de cambio. La ‘escasez’ del crédito, identificada por la historiografía erróneamente como escasez de capital, es de hecho la desaparición (de la superficie) o la reducción de capital prestable. Por este atesoramiento y el crowding out las tasas de interés fueron muy altas en los mercados domésticos: ellas reflejaban la alta prima atribuida al riesgo mucho más que la escasez de capital. Con tasas de interés altas el crédito — y la inversión productiva — era continuamente desalentada. La incertidumbre monetaria prevaleció aún más que la política. Ello impidió el establecimiento de instituciones financieras modernas y debilitó la profundidad de los mercados de capital. El capital estaba disponible sólo a través de fuentes informales y onerosas. Los altos costos de transacción redujeron la inversión, las mejoras tecnológicas y el crecimiento. La inflación se volvió endémica, y permaneció como el medio políticamente menos costoso en el corto plazo para financiar el déficit fiscal. El crecimiento, cuando existió, fue solo extensivo debido al estancamiento tecnológico. La ausencia de mejoras en infraestructura mantuvo muy altos los costos de transporte para las economías domésticas. La falta de inversión en mejoras en los transportes domésticos imposibilitó a las economías latinoamericanas de beneficiarse de los costos decrecientes del transporte marítimo internacional. Por ello, las áreas costeras o con mejores condiciones de acceso al comercio internacional, se beneficiaron a expensas de las economías del interior. Regiones distintas de la antigua economía colonial tuvieron desempeños divergentes: el crecimiento económico medido a nivel nacional o federal pudo haberse estancado, pero ciertas regiones superaron a otras dentro de un mismo estado-nación. La creciente desigualdad regional se amplió y, como contrapartida de las políticas fiscales, hubo concentración de la propiedad de los factores de producción sin especialización alguna en algunos sectores. Las disparidades regionales e internas aumentaron, y la desigualdad empeoró tras la independencia, afectando las perspectivas futuras de crecimiento sostenible y acelerando el conflicto político entre regiones. Es problemático interpretar el desempeño económico e institucional de la región a través de la comparación de la construcción institucional que caracterizó a los estados europeos modernos — y el estadounidense — y sus correspondientes
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resultados económicos. El problema reside en usar los estadosnación como unidad de análisis en la comparación. Uno de los análisis más agudos sobre la relaciones entre instituciones y desarrollo económico, que perfectamente se puede comparar la experiencia estadounidense, es la explicación de Eric Jones al crecimiento intensivo sostenido en la Europa Moderna (Jones, 1981: 110). Jones hace énfasis en los dobles beneficios de competencia en la toma de decisiones políticas y de las economías de escala en el “milagro europeo” que fue la conformación de los estados nación en Europa. Al igual que en Estado Unidos, este fue un proceso de agregación de unidades políticas y fiscales previamente autónomas. Ese 'milagro' tuvo el doble beneficio de “la unidad en la diversidad, lo que le dio a Europa lo mejor de dos mundos”. En el caso de Hispanoamérica, posterior a la independencia, ocurrió lo contrario: económica y políticamente, las republicas surgieron de la desintegración fiscal y territorial del imperio. Sus economías enfrentaron la competencia desde una unidad que dejó de existir. Esto produjo mayores des-economías de escala para los ensayos políticos y consitucionales que lo sucedieron. Los costos fiscales de la fragmentación política y monetaria son un buen ejemplo de ello.
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SEGUNDA PARTE: PERSPECTIVAS REGIONALES: LAS GUERRAS Y LA CRISIS DEL ORDEN COLONIAL EN NUEVA ESPAÑA Y EL RIO DE LA PLATA
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¿REACOMODOS? POST-INDEPENDIENTES EN EL MÉXICO REPUBLICANO (EL CASO DE LAS HUASTECAS) ANTONIO ESCOBAR OHMSTEDE CIESAS, D.F (MÉXICO)
INTRODUCCIÓN En 1922, un etnólogo llamado Rodolfo Schuller escribía que en las Huastecas, ubicadas al noreste de México, sólo se podían conocer las relaciones que se daban entre la llamada “gente de razón” y los indígenas a través de las actividades que se daban en las plazas de los pueblos y especialmente en el día de “comercio”, resaltando de esta manera el lugar donde se desarrollaban los intercambios de productos y mercancías, así como un tipo de economía que ocupaba gran parte de las redes ínter y extra regionales. El mismo Schuller se sorprendía de la forma en que ese día parecía “otro mundo”, ya que el: “Indio y ‘ladino’ se codeaban y traficaban, casi como sino existiera una diferencia socioétnica, aun tan marcada en esas fechas. Aquel surte los mercados con los productos de sus heredades. Su superioridad económica es tácitamente reconocida por el ‘blanco’” (Schuller, 1922: 44–45). Esta visión que se dejo plasmada hace casi 80 años en mucho no ha cambiado en la actualidad. Aún se observa en los mercados de las cabeceras huastecas cómo los miembros y las familias de diversas etnias bajan a los mercados semanales para comprar productos manufacturados, realizar trueques, adquirir algún tipo de aguardiente, etc. Sin embargo, las diversas formas de intercambio han ido cambiando, los “antiguos” espacios de comercialización que tenían los indígenas en las principales cabeceras han sido ocupados por los 77
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¿REACOMODOS?
mestizos, muchos de ellos intermediarios, otros son vecinos de los lugares y muchos otros provienen de pueblos y ciudades de fuera de dicho espacio social, sea vendiendo ropa usada, productos a crédito en algunas de las tiendas que se instalaron a fines del siglo XIX o sencillamente tratando de adquirir ciertos productos a menor precio. A pesar de lo anterior, no es el objetivo de este artículo observar las formas de intercambio, las redes mercantiles y la comercialización de los productos desde la época prehispánica o los primeros años coloniales hasta el siglo XX; sino mostrar la manera en que se dio la transición del periodo colonial dieciochesco al siglo XIX, de alguna manera marcado por los aconteceres ocurridos durante las guerras insurgentes y la proliferación de ayuntamientos con base en la Constitución española de 1812, en el espacio social mencionado, centrándonos principalmente en la población indígena. Asimismo, debo advertir, que si bien se ha avanzado de manera sustancial en el conocimiento en torno a la participación indígena en las Huastecas, como uno de los elementos esenciales dentro de la economía, en el período colonial del espacio social que nos ocupa (Ruvalcaba, 1996: 121– 141; Escobar Ohmstede, 2000: 87–115; Escobar Ohmstede y Fagoaga, 2004 [2005]: 219–256; Fagoaga, 2004; Escobar Ohmstede y Fagoaga, 2005: 333–418), para el siglo XIX el avance ha sido menos prometedor, en términos de la historiografía, aunque no hay que negar los avances existentes en torno a los puertos, caminos y de aquellos actores que podrían pagar de una manera eficaz los impuestos alcabalatorios correspondientes (Galicia, 2003; Gómez, 1998, 2002: 93–110; 2009: 39–59). Parte del material correspondiente al siglo XIX ha surgido de información estadística proporcionada por los ayuntamientos post-independientes, de testamentos y conflictos de heredades, inventarios de haciendas, así como de las quejas de algunos pueblos sobre la manera en que los obligaban las autoridades civiles a ingresar ciertos productos, con lo cual parecería que las cosas no habían cambiado respecto a como se habían desarrollado durante el periodo colonial. Debemos considerar que la transición del periodo colonial tardío al México republicano ha sido vista como un período marcado por grandes cambios y continuidades, tanto en las sociedades novohispanas como en la metrópoli (Pietschmann, 1996; Martínez Shaw, 2002: 375–386). Autores contemporáneos
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han insistido en que las llamadas reformas borbónicas plasmadas en la América española intentaron o lograron concretar una serie de medidas que permitirían robustecer el control y aumentar la centralización administrativa, para posteriormente fortalecer las finanzas municipales y prohibir el comercio de repartimiento de mercancías a los indígenas. Tendríamos que tener claro que, si bien los cambios comenzaron a cristalizarse a partir de la Ordenanza de Intendentes de 1786, no por ello debemos desechar que muchas de las tendencias que se perciben de una manera más clara en este período, fueron iniciadas y desarrolladas durante el gobierno de los Habsburgo, así como considerar que gran parte de la estructura estatal, comercial, social y cultural del México decimonónico fue una herencia colonial, aun cuando se intentó moldear posteriormente con las ideas liberales que permeaban el ambiente político, social y económico. El escenario donde se moverán los actores sociales que consideramos dentro de este artículo ha sido observado en la historiografía mexicanista y en las fuentes documentales desde una perspectiva de frontera (Escobar Ohmstede y Fagoaga, 2004 [2005]: 219–256; Rangel, 2008), fuera misional, de guerra, geográfica y casi nacional. Aspecto que va cambiándose en el imaginario conforme se fue consolidando la colonización, la evangelización y la ocupación de espacios territoriales a través de la ganadería. Sin duda, las Huastecas, tanto las actuales potosina y veracruzana, como en su momento la hidalguense y la tamaulipeca, fueron una zona de límite para el accionar y la visión de los españoles y los posteriores mexicanos, igual que la Sierra Gorda (al sureste de las Huastecas), tanto en términos políticoadministrativos como eclesiásticos, la cual era movible dependiendo de las circunstancias, es decir, se expandía o se contraía dependiendo de la existencia o no de asentamientos humanos, así como de la presencia que podría tener la corona española y el gobierno mexicano a través de sus funcionarios. Sin duda, la Sierra Gorda, fue un espacio geográfico y social importante para el desarrollo de diversas actividades que se dieron en la Huasteca potosina, tamaulipeca y veracruzana, ya que por la primera pasaban expediciones militares, evangelizadores, comerciantes, insurgentes, contrabando, loza, piloncillo, ganado, lana y otros productos provenientes de Querétaro y la Ciudad de México y que se dirigían al norte, y viceversa.
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¿REACOMODOS?
De esta manera, aun cuando la geografía parece ser un determinante de la economía, lo cual es parcialmente cierto, también lo es que los diversos actores sociales superaron y manejaron el entorno.
QUE ACTIVIDADES COMERCIALES DESARROLLABAN LOS HABITANTES
Una gran parte del comercio giraba en torno y sobre los pueblos de indios, el cual compartían con otros sectores socioeconómicos, aunque de manera desventajosa con aquellos que contaban con diversas bases materiales, como podrían ser los miembros de las familias Barragán y los Ortiz de Zarate (algunos de los miembros de dichas familias se hacían cargo de los diezmatorios y alcabalatorios a fines del periodo colonial) en el Valle del Maíz (Huasteca potosina), quienes traían mercaderías de Veracruz y Pánuco, y las distribuían entre sus encargados que se encontraban en la Huasteca y en el oriente potosino, incluyendo la parte central del Altiplano potosino. Otro ejemplo, sería el Conde de Peñasco, quien trasladaba sal de Altamira (en el Golfo de México) en términos de monopolio hacia San Luis Potosí.1 También debería considerarse el papel de las haciendas (con una extensión en conjunto de más de 2 millones de hectáreas) del Fondo Piadoso de las Misiones de las Californias (perteneciente a la Compañía de Jesús y posteriormente al gobierno virreinal y republicano, al menos hasta 1842) que recibió, en 1802, casi siete mil pesos de efectos de las ciudades de México, Puebla y Querétaro, además de canalizar sus productos para el mercado local y regional, así como para el Bajío y la Ciudad de México; semejante aspecto realizaban los Barragán (Noyola, 2002: 41–58; Rangel, 2008) y el Conde de Peñasco. Los pueblos, incluyendo los pueblos-misión, competían en la producción y cierta comercialización con las haciendas (San Agustín de los Amoles y San Ignacio del Buey) que producían caña y centraban una parte de su manufactura en la elaboración de piloncillo en sus propios trapiches, la cual se destinaba para Archivo General de la Nación, México (AGN), Salinas, vol. 16, exp. 3. 1
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consumo interno y se vendía a los comerciantes de Guadalcazar y San Francisco en San Luis Potosí (Meade, 1970: 53; AguilarRobledo, 1998: 5–34; referencia nota 17; Velázquez, 1985). También el ganado era un aspecto en que “competían” los pueblos-misión con las haciendas, pero en su conjunto, ni aproximadamente, con las casi 24 mil cabezas que tenían las haciendas del Fondo Piadoso, así como los hatos ganaderos de otros propietarios privados. En la planicie costera potosina y veracruzana, y en la sierra la mayoría de las propiedades privadas fueron incrementando la ganadería (cabras, ovejas, puercos, vacas, toros, mulas, caballos) al paso de los años. En el caso de Villa de Valles, una parte del norte huasteco estaba dominada por las haciendas de San Juan Evangelista del Mezquite (450 mil hectáreas) que estaba especializada en la cría de ganado. La mayoría de las haciendas del Fondo Piadoso vendían ganado a otras haciendas, como la de Peñasco (cercana a la ciudad de San Luis Potosí) y perteneciente al Conde, así como pieles a Guadalcazar, además de xarcia, ixtle y piloncillo. Sin embargo, la parte importante de lana, cueros, animales en pie (ovejas, mulas, burros, bueyes, caballos), cebo se mandaba a la hacienda de Ibarra en Guanajuato (cercana a las importantes minas de plata). Una proporción de la producción se le entregaba a los sirvientes de las diversas haciendas, estancias y agostaderos como parte de sus salarios o por la compra que estos hacían (Velázquez, 1985).2 Resulta interesante, la manera en que las propiedades del Conde de Peñasco se especializaron en la producción. Por ejemplo, en su hacienda de Bocas se concentraban las cabras y ovejas que pastaban en las haciendas de Peñasco y Angostura, con el fin de llevar a cabo la matanza de dichos animales, y así mandar las pieles, el cebo (blanco y mediano) y la carne a la ciudad de San Luis “Libro donde constatan por menor los cargos y datas de esta Hacienda [San Agustín de los Amoles] y sus anexas desde este día hasta 31 de diciembre yendo los cargos con arreglo a las existencias que quedaron en fin de diciembre de 1802”, en Biblioteca Bancroft, Estados Unidos de América (BANC), MSS MM 1872. Agradezco a Ricardo A. Fagoaga una copia de este documento. 2
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¿REACOMODOS?
Potosí, Guadalcazar y Altamira. Asimismo, solamente Bocas concentraba 19 mil puercos y 17 mil ovejas en 1800, algunos de los miles de cerdos se convertían en jabón y cera; mientras que la lana era transportada a Guanajuato. En Valle del Maíz (Huasteca potosina), los esquilmos sumaban 71 350 pesos, tan solo la hacienda de Papagayos (maíz, frijol y ganado menor) aportaba 12 500 pesos y pertenecía al Fondo Piadoso, mientras que la misión franciscana de San José (maíz, frijol, caña de azúcar y ganado en general) registraba 20 mil pesos. Casi todas las haciendas comerciaban con algunos excedentes de maíz y frijol producido por los arrendatarios, terrazgueros o los alquilados de las haciendas, que eran vendidos por los dueños de las mismas. A la par casi todos los pueblos vendían semillas, lo que implicaba que los habitantes estuvieran cerca de mercados locales o al menos trataran de ir cuando les era necesario algún producto manufacturado. Uno de los aspectos centrales y que en muchas regiones fungía como una especie de motor de “dinamismo” comercial era el repartimiento (Menegus (coord.), 2000), el cuál fue abolido legalmente en 1786, aun cuando años posteriores se seguía discutiendo sobre la viabilidad o no de este tipo de comercio.3 Sin embargo, antes de la “abolición legal” del repartimiento, en la Huasteca potosina se dio un caso casi inaudito. A principios de la década de los sesenta del siglo XVIII, el cura de la jurisdicción eclesiástica de Tampamolón prohibió bajo la pena de excomunión “mayor” que se realizara el repartimiento de reales y géneros de mercancías en los pueblos que estaban bajo la cobertura de su parroquia, como una forma de proteger a los indígenas frente a los Véase la posición a favor o no del repartimiento por parte de los intendentes en AGN, Subdelegados, caja 35. El bando también se encuentra en Archivo General de Indias, España (AGI), México, leg. 1675. Resalta el caso de Yucatán, que lo considera importante para la circulación comercial. Semejante diálogo se dio después de 1792, cuando se discutió si era pertinente o no seguir exentando a los indígenas del pago de alcabalas, y que se apuntaba al hecho de que muchos mestizos se “confundían” con indios. Véase el informe de 1791, reproducido nuevamente en 1793, en Archivo Histórico Genaro Orozco, INAH, México (AHGO), vol. 120, doc. 7. 3
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que parecían una serie de excesos de los cobradores, comerciantes y arrieros. El resultado de este hecho fue que los pueblos de Axtla, Coxcatlán y Tamazunchale, solicitaron a través de su apoderado, que el Arzobispado levantara dicha prohibición. Con base en la solicitud, la Audiencia Arzobispal le solicitó al cura de Tamazunchale realizara las averiguaciones pertinentes con varios testigos. Lo que surgió de las averiguaciones del párroco fue que el piloncillo era el único producto que se insertaba en las redes de comercio a través de los comerciantes y arrieros que la transportaban a diversos lugares, como Valle del Maíz, San Luis Potosí, Guadalcazar, Zacatecas, San Miguel de Allende y la ciudad de México, a su vez, los indígenas recibían machetes, frazadas, sombreros, sal y carne, esta última a su vez, y debidamente salada, la vendían o intercambiaban en algunos de los pueblos-misiones cercanos. Sin embargo, debido a la prohibición, los indígenas se encontraban impedidos de pagar tributos y obvenciones parroquiales, al grado que un indígena vendió a su hija en tres pesos para completar el tributo. No solamente los indígenas y lo comerciantes se vieron afectados, sino que los propietarios de ganado ya no podían “fiar”, por lo que sus ventas de carne disminuyeron, ya que ningún indígena podía pagar de “pronto”. La manera en que se desarrollaba y se daba el precio de los productos en repartimiento se expresaba de la siguiente manera: “que en el repartimiento de géneros de mercadería es la costumbre que llevando sombreros, que en la parte de donde los sacan valen a cuatro reales los cambian en la Guasteca a 20 reales de piloncillo, pero estos veinte reales son puramente imaginarios, y solamente sirven para contarlo, llamando medio real a una mancuerna; quando efectivamente dan por medio real tres o quatro mancuernas, y por consiguiente estos veinte reales imaginarios se vuelven quatro reales efectivos”,4 por lo que el repartimiento comenzaba en agosto con el fin de recoger el producto entre febrero y mayo. Un aspecto más dentro de la economía era lo relacionado a la alcabala. De manera constante desde la Ciudad de México se le reiteraba a los administradores de alcabalas de que tuvieran cuidado 4
AGN, Indiferente Virreynal, caja 0713, expediente 6, fs. 3v–3r.
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de que los no indios les dieran sus productos a los indígenas para que éstos los vendieran como suyos, y evitar de esta manera el pago del impuesto.5 A pesar de estas disposiciones, los contubernios entre los comerciantes y los indígenas continuaron.6 La participación indígena dentro de las redes comerciales pudo estar condicionada al interés que tenían los comerciantes de evadir el pago de la alcabala, saliendo beneficiados, tanto los indígenas como los que se convertían en sus “patrones”, en algunos casos de manera momentánea. Semejante situación presentaba las cofradías (fueran o no indígenas), quienes no pagaban alcabala por considerarse parte de la Iglesia. Sin embargo, con base en la documentación en torno a las cofradías que tenían los pueblosmisión el ganado menor era básicamente de donde obtenían lo necesario para la cera, el pago de misas, etc. Los registros en torno a las cofradías en las Huastecas, nos podrían indicar que una parte de ese ganado se “vendía” por los productos necesarios para las festividades, y que los sobrantes se prestaban con rédito no solamente a los miembros de las cofradías sino también a personas que no formaban parte de estas (Cruz, 2007). El comercio que desarrollaban algunos miembros de los pueblos de indios de la Villa de los Valles (Huasteca potosina) eran con ganado vacuno y caballar, maíz, pescado, azúcar, costalería de pita, algodón, miel de colmenas, cera, chile, tabaco y ganado menor (Fagoaga, 2004). La caña de azúcar fue paulatinamente desplazando al algodón como un producto importante, aunque algunos propietarios pretendieron incrementar los cultivos por medio del riego, como fue el caso del Conde de Peñasco en el oriente potosino, así como experimentar con siembras de añil y ajonjolí en 1808.
Existen varios casos en que los administradores mencionaban en que comerciantes o artesanos les daban productos a los indios para que los introdujeran y vendieran como suyos, pagándoles un salario por tal negociación. Véase varios ejemplos en AGN, Alcabalas, caja 1569; AGN, Alcabalas, vol. 440, foja 7 y foja 203; AGN, Alcabalas, vol. 198, foja 97; AGN, Alcabalas, vol. 310, fojas. 20–22. 6 AGN, Alcabalas, vol. 198, fojas. 97r–97v. 5
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¿Qué implicaciones tuvieron las guerras insurgentes en las Huastecas? Por un lado, se podría considerar que en algunos casos las rutas fueron cambiando, debido a la presencia de los grupos beligerantes, lo que permitiría a los arrieros y comerciantes reducir sus pérdidas. Por otra parte, se dio una intensificación de la presencia de tropas leales a la corona española, con el fin de proteger la ruta de extracción de la plata que provenía de las minas de Zacatecas (al este) y se dirigía a Pánuco (a la costa oeste). Una más, es que si bien la aparición de los ayuntamientos en las áreas rurales ha sido vista como un hecho político y jurídico (Ortiz y Serrano (eds.), 2007; Guzmán (coord.), 2009), una posibilidad es que aquellas localidades en donde surgieron, y que no cubrían el requisito de población, tuvieran una lógica geo-militar y de abastecimiento. Por último, la guerra, la política y el comercio permitieron cambios, consolidaciones y continuidades de procesos que se habían venido gestando en décadas anteriores, como los grupos de poder y el control militar y económico que ejercieron. Respecto a las continuidades la situación de los indígenas no varió en demasía, pero….
¿VARIO EL SIGLO XIX? Con la independencia de la Nueva España con respecto de España y su aparición en el concierto de las naciones con la denominación de Imperio Mexicano y posteriormente como Estados Unidos Mexicanos, los “nuevos” gobernantes buscaron la manera de conocer y saber más en torno al territorio que habían heredado, además de ajustar las divisiones político-administrativas, eliminar los mayorazgos, secularizar las misiones y tratar de ordenar jurídicamente al país. Sin embargo, no solamente las autoridades “nacionales” sino también las estatales sentían la misma incomodidad de no saber sobre qué se encontraban parados. De esta manera, desde 1825, varias entidades federativas de México comenzaron a solicitar a los ayuntamientos información sobre propiedades privadas, población, actividades comerciales, productos, profesiones, cultura (monumentos y tradiciones), mortandad y nacimientos, etc. Asimismo, con base en la declaración de igualdad jurídica de todos los nacidos en el suelo mexicano, las diferencias o inexistencia del cobro de alcabalas por “raza” quedaban descartadas (Serrano, 2007). Desde 1824, México vivió un intento de cambiar ciertas estructuras heredadas del
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periodo colonial, así abolió el tributo y creó una contribución personal para todo aquel hombre mayor de 18 años, sin importar categoría “racial” (Jáuregui, 2006: 9–45; Serrano, 2007); los diversos gobiernos federales y centralistas recibieron presiones o apoyos para eliminar las alcabalas sustituyéndolas con una serie de contribuciones directas que los ayuntamientos tendrían que recolectar. Sin embargo, si bien el tributo quedo abolido, las alcabalas y las nuevas contribuciones directas siguieron vigentes frente a la incapacidad de generar un sistema de recolección eficiente. A lo anterior, deberíamos agregar que los diversos actores sociales aun no cambiaban en su totalidad sus estructuras mentales; asimismo, los gobiernos mexicanos heredaron una parte de la burocracia formada en el periodo colonial y por lo tanto los mecanismos de recolección no cambiaron sustancialmente. Así lo podemos observar en el caso del informe del administrador de alcabalas de Aquismón (Huasteca potosina), antigua misión franciscana, cuando en enero de 1830 le solicitaba al tesorero general del estado de San Luis Potosí que se ajustaran las igualas de los indígenas de esa localidad. Lo interesante del comentario del receptor es que demuestra la manera en que los indígenas continuaban con argumentos “coloniales”, ya que decían que no pagarían alcabala debido a que: “son frutos adquiridos de su personal trabajo, por lo que se persuaden que están exentos”.7 Frente a la intención de igualarlos en 60 pesos anuales frente a los 40 que pagaban desde fines del siglo XVIII, ambas partes consideraron la existencia de este impuesto, unos que beneficiaban a los indígenas y otro considerando que si bien su origen era indirecto su aplicación era directa a los productos que iban al consumidor. La apreciación del receptor contrastaba con la del presidente del ayuntamiento, quien consideraba que: La única negociación de comercio [es] la fábrica de piloncillo; este lo labran los indios y lo expenden por su mano a precios, siendo sus siembras de caña tan escasas, que el que más labra Archivo Histórico del estado de San Luis Potosí, México (AHESLP), Secretaría General de Gobierno, leg. 1830.10. 7
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son tres o cuatro cargas y estas a precios ínfimos a los trasuentes [sic] y arrieros, el que es de muy mala calidad y se regulan por cosecha en todo el conjunto de ellas, como 250 cargas.8
Sin duda, el receptor de alcabalas tenía razón en términos de por qué la necesidad de la iguala, posiblemente frente a la dificultad de cobrar sobre aquellos productos que en muchos casos no llegaban en grandes volúmenes al mercado o que eran intercambiados por otro, sí como que se evadiera el alcabalatorio con el fin de no pagar. Ese mismo año, pero cuatro meses después, los mismos indígenas de Aquismón aceptaban pagar los diezmos seculares en 100 pesos anuales. Aun cuando no fueron el único pueblo de la Huasteca que se igualo de esta manera, ya que Tancanhuitz concertó su iguala por cinco años en 80 pesos y los de Huehuetlán en 155 pesos por cinco años. Básicamente la gran mayoría de las ex-misiones potosinas, ahora convertidas en pueblo, cumplieron de manera cabal, a decir, de los administradores del diezmo con los compromisos que contrajeron, no sabemos si de manera forzada o no, aunque en muchos casos los conflictos se presentaron, como fue el del pueblo de Tamapache con el encargado del diezmo, José Ocejo (propietario de varias propiedades privadas en la colindancia entre los actuales estados de San Luis Potosí y Veracruz). Ocejo exigía cuotas “fijas” por año a los indígenas, quienes se negaban a hacerlo por varias razones, entre algunas de ellas, que las semillas no habían tenido un buen crecimiento y a que muchos de sus habitantes habían sido llevados en los contingentes armados, por lo que el pago se les hacía exagerado. En este caso el gobernador del estado le ordenó al jefe político del distrito que no se obligara a los “infelices” a pagar el diezmo en torno a los pocos productos que podían comerciar, principalmente el piloncillo.9
AHESLP, Secretaría General de Gobierno, leg. 1830.12. AHESLP, Secretaría General de Gobierno, leg. 1838.3. Por ejemplo, se decía que en Axtla cada indígena tenía un pequeño trapiche para manufacturar la caña de azúcar, fuese en piloncillo o aguardiente. 8 9
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Lo que podemos percibir en los primeros años republicanos, es una nueva iniciativa para exigir un mayor número de contribuciones a los pueblos de indios y hacerles pagar las deudas con el trabajo forzado en las propiedades de los funcionarios locales o amigos de los mismos, hasta cierto punto sin gran diferencia con el periodo colonial. En cuanto a lo primero, el nuevo administrador de rentas de Tancanhuitz (Huasteca potosina) declaró con un gran orgullo en 1836 que “se ha costeado celebrar igualas con los indígenas de los pueblos” y nombraba a casi todos los pueblos importantes de la Huasteca. Sin duda, el sistema de igualas vino a crear una nueva forma de deuda por parte de los pueblos de indios hacia en naciente gobierno mexicano. El monto que cada pueblo se comprometía a pagar al final del periodo que ellos mismos definían, nos puede indicar la continuidad de la actividad económica aun cuando la guerra insurgente-independentista afectó los campos de los diversos contrincantes y propietarios privados y comunales. Básicamente todos los pueblos huastecos continuaban con la producción de piloncillo, lo que implica la ocupación del suelo agrícola con campos de caña de azúcar que competían con los de maíz, frijol y arroz. Además con la eliminación de la prohibición casi tajante en contra de la producción y elaboración de bebidas locales, el aguardiente se fue convirtiendo en un derivado del piloncillo cada vez más solicitado por los diversos individuos en redes ínter y extra regionales. Debido al interés por conocer la “situación” de los pueblos en el siglo XIX, es que podemos observar la manera en que los pueblos de indios compartían, no solamente el espacio social y geográfico con propiedades privadas, sino que en muchos casos competían en la economía con los hacendados y rancheros y comerciantes-hacendados, quienes además podían ser funcionarios federales, estatales o militares, cuando antes lo hacían básicamente con propietarios privados y autoridades locales civiles y religiosas. En este período, a diferencia de la información proporcionada durante el período colonial, podemos observar que fueon los arrendatarios y medieros quienes surtían de las semillas y productos necesarios para que el hacendado los comercializara, lo que no implica que el propio arrendatario o mediero tuviera que traficar con la parte que no entregaba al propietario privado. De esta manera el hacendado podía asegurar el producto necesario para
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alimentarse y poder comerciar, tanto en términos de semillas como de ganado. La perspectiva de lo que implicó la producción agro-ganadera y su posterior comercialización no varió demasiado de lo acontecido en los últimos años del período colonial. Los indígenas siguieron cultivando caña de azúcar con el fin de elaborar piloncillo, en muchos casos desplazando otro tipo de productos necesarios para la alimentación, maíz y frijol, como fue el caso de Tamazunchale. Sabemos por las igualas celebradas, que los indígenas estaban comercializando con caña de azúcar, algodón y arroz, sin embargo, lo que implicó el tabaco, no solamente por la represión que se origino por los guardias del Estanco del Tabaco, sino su comercialización y cultivo aun se sabe poco. Barbara Corbett (1997; 1995: 362–394; 2002: 235–268) ha llamado la atención sobre lo que implicó el contrabando en la Huasteca potosina y principalmente en Xilitla. Michael T. Ducey (1996: 15– 50 y 2004), por su parte, ha analizado la cuestión del tabaco en los últimos años coloniales y las primeras décadas del siglo XIX en Papantla, Veracruz. Ambos autores han resaltado el fracaso, en muchos casos, del monopolio y del Estanco del Tabaco, resaltando el importante contrabando que se desarrolló, además del alto valor comercial que alcanzaba la planta a través del comercio legal e ilegal. En el caso de la Huasteca potosina, aun cuando se pretendió controlar los cultivos desarrollados, tanto ahí como en la cercana Sierra Gorda, las fuerzas militares creadas para eliminar las siembras no autorizadas fueron poco eficaces en el periodo colonial y en el decimonónico, aun cuando ocasionaron tensiones por la forma en que actuaban: arrasando campos, arrestando a individuos o sencillamente coersionaban a los cultivadores. En el momento en que el Estanco fue reestablecido en 1824, las autoridades huastecas dieron a conocer el crecimiento que se había dado del cultivo durante la guerra de independencia, el cual se había dado con mayor fuerza en las tierras de los pueblos de indios. La cuestión de tabaco, no solamente se circunscribía a los cultivos no autorizados y su comercialización, sino a los conflictos entre algunos miembros prominentes de la región en la década de los treinta y cuarenta del siglo XIX; principalmente entre Santiago Antonio Andreo y José Ma. Terán, ambos dueños de importantes cantidades de tierras, comerciantes, y que en diversos momentos ocuparon puestos en los ayuntamientos de Xilitla y Huehuetlán, así
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como la prefectura de Tancanhuitz.10 Andreo era considerado como una persona conflictiva que había ocasionado serios problemas entre las familias de la Huasteca, involucrándose o tratando de hacerlo en todos los juicios y juzgados de la región, por lo que antes “se transaba con mucha facilidad [pero, ahora] jamás se han visto tantos enredos ni discordias”.11 El conflicto más fuerte entre ambos se dio entre 1845 y 1846, cuando Andreo mandó a los guardas de tabaco a quemar cultivos clandestinos en la Sierra de Xilitla, utilizando la técnica de “tierra arrasada” (Escobar Ohmstede, 2006: 81–122), lo que ocasiono fuertes conflictos entre los cultivadores y los guardas, como fue el caso que ha reseñado Corbett en torno al exceso de fuerza física y robos que realizaban los guardas en su búsqueda por encontrar las siembras de la planta en las rancherías y poblados de Xilitla, y en donde la autora encuentra una manera en que se reflejaban las rivalidades comerciales de los diversos grupos de poder huastecos (Corbett, 2002: 258–262). Es así, que lo que podemos observar son ciertas continuidades, aun con importantes diferencias en torno a la economía de las Huastecas en los años posteriores a la terminación de la presencia del gobierno español. Sin embargo, lo que se puede resaltar es la continuación del ingreso de ciertos productos, así como la “aparición” de otros, que también llevaron a un enfrentamiento entre ciertos sectores emergentes, aspecto que se desarrollo con más fuerza a partir del periodo de guerra en la segunda década del siglo XIX. Aun cuando el esbozo presentado en páginas anteriores nos puede llevar a ciertas líneas de interpretación, creo que debemos ser
Para 1835, José Ma. Terán, como prefecto de Tancanhuitz, informaba de las actitudes belicosas de Andreo en el departamento. Andreo, por su parte, había sido alcalde de Xilitla; en 1845 fue alcalde electo de Huehuetlán, pero enfrentaba desde 1842 un litigio de tierras con dicho ayuntamiento; asimismo, fue administrador y jefe del resguardo de tabacos. Corbett, 2002: 258–259 y AHESLP, Secretaría General de Gobierno, leg. 1845.30. 11 AHESLP, Secretaría general de Gobierno, leg. 1838.3. 10
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claros que nos enfrentamos a interrogantes y tendencias historiográficas que debemos considerar en su justa proporción.
ALGUNAS NOTAS METODOLÓGICAS Una primera nota sobre el tema Una parte de la cotidianidad de los pueblos de indios, así como de otros actores sociales, durante la dinastía borbónica, es perceptible a través de los mecanismos que desarrollaron las autoridades para realizar una mejor fiscalización del tributo indígena, lo que llevaría a que se incrementara su base, trayendo como consecuencia una monetarización para el pago, y por lo tanto, una mayor incorporación de productos indígenas a las redes comerciales mestizo-blancas, es decir, un aumento de la mercantilización (Assadourian, 1994: 141–164; Menegus, 2000: 9–64; Marino, 2001: 61–83). Sin embargo, no debemos de dejar lado, la gran posibilidad de que el pago tributario fuera realizado por propietarios privados que contaban con indios en sus tierras o que no se pagara por la huída indígena o por las exenciones que otorgaba la Corona cuando se comprobaban los efectos de fenómenos naturales adversos (sequías, inundaciones, heladas), plagas y epidemias. El tributo no fue el único elemento que pareció empujar a los indígenas a la posible conversión de mercancía en dinero, sino también la necesidad de pagar las obvenciones parroquiales, adquirir ciertos productos de manera esporádica (machetes, ganado, ropa, entre otros), contribuir, en algunos casos, con el pago de pleitos o a dar recursos a las cofradías (Cruz, 2007). Respecto a las actuales Huastecas hidalguense, potosina y veracruzana, el ganado (vacuno, porcino y mular), el maíz, el frijol, el algodón (en rama y manufacturado), la caña de azúcar (aguardiente, piloncillo), pero principalmente el piloncillo (Fagoaga, 2004), fueron los productos que obtuvieron un valor susceptible de convertirse en “moneda”, integrándose de esta manera a los circuitos mercantiles huastecos y extra regionales, no solamente participando indígenas sino hacendados, rancheros, comerciantes y arrieros. Sabemos poco sobre otro tipo de productos que no contenían un alto valor dentro de las redes comerciales, como lo obtenido en las huertas caseras o las que se encontraban cercanas a los cascos de las haciendas, los huevos, las gallinas o la madera, no dudamos que estos últimos hayan servido para el trueque o para conseguir las
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monedas necesarias para el pago de la contribución civil, de la comunidad o la eclesiástica. En términos de los demás actores sociales huastecos, sobre todo de algunas haciendas, es básicamente a través de los libros de los administradores del Fondo Piadoso de las Misiones de las Californias que sabemos del funcionamiento comercial y mercantil de las haciendas de San Agustín de los Amoles, la de San Ignacio del Buey, la Huasteca y la de las Ovejas, ubicadas en la parte norte de la actual Huasteca potosina y tamaulipeca (Velázquez, 1983 y 1985), antes y después de la expulsión de la Compañía de Jesús en 1767. La importancia ganadera y agrícola de estas haciendas, no solamente se aprecia por el volumen de ganado menor y la comercialización del piloncillo, sino también por el número de arrendatarios y trabajadores permanentes y temporales que albergaban (Bazant, 1995). En el caso de la haciendas del Fondo Piadoso, una parte importante de la producción se consumía en las haciendas, mientras que otra, principalmente ganado y piloncillo, se mandaba a las haciendas de Puerto de Nieto y Arroyozarco, la primera ubicada en el actual estado de Guanajuato y la segunda en el Estado de México. Aspecto similar a lo que realizaban las propiedades del Conde de Peñasco en el oriente potosino y cerca de la ciudad de San Luis Potosí (haciendas de Bocas, Angostura y Peñasco) y cuyos productos eran canalizados, la gran mayoría, a la hacienda de Ybarra, Guanajuato, así como a la “Griega” en el actual estado de Querétaro y que encontraba en la bifurcación del camino de la ciudad de Querétaro a Cadereyta y la Sierra Gorda. Un aspecto más a resaltar es que de parte de los indígenas existía una racionalidad económica en la que privaba el valor de uso y en la cual el intercambio se presentaba como un mecanismo de adquisición de bienes que provenían de microsistemas diferentes o en un proceso de transformación (tanto de adentro como de afuera del espacio social), por ejemplo, la zona entre Huejutla, Yahualica, Huautla y Meztitlán (actual Huasteca hidalguense), Tuxpan, Tamiahua, Chicontepec y Huayacocotla (Huasteca veracruzana) o la existente entre Valle del Maíz, Villa de Valles, Aquismón, Xilitla y Tancanhuitz (Huasteca potosina). Los estudios en torno a cómo los indígenas participaban en la economía de la Nueva España observan el papel monopolizador de los regatones e intermediarios, como los que encarecían los productos y que en algunos casos incrementaban la escasez de alimentos en
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momentos de falta de semillas, de lo cual se beneficiaban. Por otra parte, se ha resaltado la expansión de la hacienda sobre las tierras de los pueblos de indios, procesos que limitaron la producción y la comercialización de los productos indígenas y en algunos casos la pauperización de los productores, visión que nos llevaría a pensar en una pasividad por parte de los indios frente a la oferta y demanda del mercado, y no considerar que se podría haber dado un equilibrio entre las unidades productivas, así como que muchos de los individuos poco comerciaban por encontrarse en tipos de asentamiento disperso. Otro tipo de trabajos consideran la existencia de una relación simbiótica entre las unidades de producción privada y los pueblos de indios, en donde si bien se presenta una relación equitativa, los segundos presentan un desequilibrio de intercambio frente a los segundos, así como una posible pérdida de familias tributarias. En algunos casos las haciendas y ranchos fungieron como intermediarios entre los productores indios y los mercados. La última es la que observa la cuantificación de la participación indígena en un mercado regional en relación con la de otros sectores socio-étnicos, intentando dentro de las posibilidades que dan las fuentes presentar una escena más cualitativa de cómo los indios se integraban o no a los mercados locales o regionales, mencionando la especialización de algunos pueblos en ciertos productos que los ecosistemas les brindaban (Silva, 2003: 71–96). Una segunda nota: Cuatro obstáculos para el análisis económico Más allá de los fecundos e importantes aportes que la historiografía económica ha llevado a cabo para el análisis de grupos de poder económicos, las redes y circuitos mercantiles, y mercados para el período colonial tardío, hay varios elementos que deben ser considerados; pero antes debemos plantear cuatro complicaciones en los análisis contemporáneos y que se han ido transmitiendo, aspecto que puede permitir entender de una manera más cabal la diferencia que puede existir entre el análisis colonial y el decimonónico, aunque básicamente esta breve reflexión se centra en lo correspondiente al siglo XIX, con el fin de ir develando ciertos aspectos en torno a la transición. La primera, sería la visión en torno a unidad territorial de la Nueva España heredada por y a la joven “nación” en sus inicios. Se
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consideró que el territorio (ni siquiera bien definido cartográfica y geográficamente, aun cuando se habían hecho importantes esfuerzos coloniales) era un dato natural heredado de la “centralización” del gobierno virreinal. No sólo se trataba de una concepción de territorialidad imaginada sino inventada. No existía; quedaba por realizarse. La inmensidad del continente americano y la cercanía con los Estados Unidos propiciaron que nuestra escala geográfica fuese muy amplia y tuviese contornos borrosos. Lo que en Europa constituía un problema de naciones se traducía en México en un problema de regiones (Meyer, 2007: 9–38). La escala de los problemas era equivalente a la del territorio. La siguiente, igualmente heredada de la Colonia, radica en la creencia de que la minería era casi el único motor de la economía, lo que llevó a muchos historiadores decimonónicos a confundir economía con minería y aun actualmente. En este sentido se ha considerado un prolongado estancamiento de la economía en la primera mitad del siglo XIX. Reconociendo algunos elementos de la pérdida de productividad del sector minero y una descapitalización ocasionada por el aumento de las cargas fiscales a fines del siglo XVIII, aun que se otorgan pesos importantes a aspectos directamente vinculados con las guerras insurgentes. La destrucción de minas, haciendas, caminos, la fuga de capitales, el contrabando y el ajuste de los mercados regionales, que en muchos casos evitaban las rutas ocupadas por los grupos beligerantes, se conjugaron para tener una visión de precariedad al inicio de la vida independiente (Cárdenas, 2003). La tercera, se refiere al optimismo sobre el porvenir del país difundido por los escritos de Alexander von Humboldt que describían a la Nueva España (México) como la tierra de todas las esperanzas y de grandes oportunidades como lo atestiguan las reflexiones de un viajero inglés en 1827 (Ward, 1985). Cuando la realidad no cubrió las expectativas, se habló entonces de recesión, falta de pago por parte de los “ciudadanos”, escasez de la presencia del gobierno “nacional” en el cobro de impuestos, guerras internas, a lo que había que sumarle la inestabilidad política. Se suponía que el gobierno de México heredaría la riqueza que había llevado a considerar a la Nueva España como una de las posesiones más ricas de España, sin tomar en cuenta la emergencia de los diversos espacios sociales y económicos como nuevos actores sociales, y en donde el acceso, control y manejo de los recursos económicos y
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naturales recaían en la “soberanía” de los estados de la federación y ayuntamientos, gracias a la constituciones de 1812 y 1824, aun cuando quienes se asumían como dueños de los mismos se negaba otorgar la soberanía a las instancias gubernativas. Finalmente, la cuarta, reside en lo que hoy podemos definir como un especie de mercado de bienes raíces (liberalización de la tierra, junto con fuerza de trabajo). En efecto, las haciendas cambiaron de dueño, a menudo debido a factores políticos como la expulsión de los españoles o especulativos, ya que la burbuja de optimismo antes señalada hizo pensar a muchos políticos de nuevo cuño, como sucedió con Guadalupe Victoria en la Huasteca veracruzana o Vicente Guerrero en Chalco que las haciendas se administraban solas y sencillamente se perdieron por malos manejos (Escobar Ohmstede, 2002: 156; Tutino, 1990: 206), situación que no se presenta de manera generalizada en las Huastecas ni en otros espacios sociales mexicanos, sino cuando los dueños de propiedades privadas comenzaron a adquirir tierras indígenas, de colindantes privados, vendiéndolas debido a hipotecas impagables o se fueron fraccionando debido a las herencias. Lo que parece ser una fragilidad en las estructuras agrarias no expresa necesariamente una baja rentabilidad, sino más bien la euforia especulativa de la época, aspecto que parece acentuarse desde medianos hasta fines del siglo XIX, cuando se puede observar una estabilidad económica de los grupos de poder que fueron diversificando sus actividades económicas (Escobar Ohmstede, 2002: 137–165; Ducey, 1999 y 2000: 189–212; Gómez, 2004: 33–52 y 2009: 39–59). Los recientes estudios regionales demuestran la rentabilidad de la tierra, sea bajo forma de hacienda, de ranchos o de las que paulatinamente se fueron denominando como comunidades campesinas, aun cuando fue cambiando la perspectiva que se tenía de ella, de convertirse en una base para la obtención de recursos para el comercio se convirtió en una base del mismo. Dos aclaraciones deben de ser consideradas dentro de la historiografía económica. La primera se refiere a cómo periodizar y cómo debe evaluarse el desempeño de la economía mexicana en términos locales, regionales y nacionales, aun cuando no se puede generalizar. Se trata del lugar escogido por el historiador para “mirar” el período decimonónico, al menos en el proceso de transición del colonial al republicano. La segunda se refiere a que la economía campesina-indígena es el gran ausente en los trabajos
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historiográficos, aun cuando gran parte de estos sectores dieron aportaciones importantes a las diversas redes comerciales, parecería que fuera intrascendente, a diferencia de lo acontecido para el periodo colonial y decimonónico, gran problema que se presenta en la historiografía mexicanista. Una tercera nota ¿Podemos acercarnos a otras miradas? La ruptura del orden colonial fue igualmente la del control desde la capital del virreinato novohispano de gran parte de la actividad económica. Desde la ciudad de México y del control ejercido sobre el resto del territorio, se podía conocer el estado general que guardaba la economía en su conjunto o por lo menos los sectores que le eran más relevantes para la Corona ¿Se puede acaso proceder del mismo modo a partir de 1821? Ciertamente no. La realidad económica, que casi todos los historiadores están dispuestos a reconocer y a asumir, estuvo marcada por la fragmentación que no solamente entrañó que cada espacio social intentó definir las pautas de su desenvolvimiento, en un supuesto arreglo a los intereses de grupos de poder, grupos familiares y líderes surgidos de las guerras insurgentes, sino incluso escapar de los dictados del centro y de algunas capitales de las nuevas entidades federativas. Los registros fiscales de la época que pudieran informarnos sobre los movimientos comerciales, es decir, las alcabalas y los registros aduaneros (p.e. Kourí, 2004: 80–105), no incluyen productos de mercados regionales como el maíz, algodón, hortalizas, carbón, etc. Los registros aduaneros tenían su propia normatividad, un código doble y por lo tanto una serie de reglas que son conocidas por los actores sociales involucrados, y que llevó y lleva a la creación y consolidación de redes políticosociales importantes dentro de un territorio específico. Tampoco conocemos la contabilidad de las cajas de comunidad cuya importancia era casi vital para los ayuntamientos emergidos de la Constitución de 1812, aspecto que se podía medio conocer para el periodo colonial pero no para el decimonónico, sobre todo cundo parecen “desparecer” las diversas formas de financiamiento y “autoayuda” de los pueblos de indios. La crisis de la fiscalidad no constituye entonces un buen indicador de la economía, sino apenas una expresión de la endeble legitimidad que pretendía arrogarse el gobierno asentado en la Ciudad de México sobre el territorio. Como lo he mencionado en otros trabajos (Escobar Ohmstede y
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Carregha, 2002: 26; Escobar Ohmstede, 2000): ¿Por dónde y quiénes circulaban estos bienes (localidades, caminos y rutas)?, ¿cómo se adquirían y qué precio tenían?, así como ¿cuál era el papel del intermediarismo y de los regatones?, además del contrabando (Gómez, 2004: 33–52), son algunas de las cosas que aún desconocemos para el siglo XIX, aunque un poco más abundante para el periodo colonial. Estos aspectos nos aclararán el papel de muchos de los individuos importantes de las Huastecas, así como sus alianzas con las casas comerciales asentadas en los puertos de Tampico y Tuxpan (Galicia, 2003; Gómez, 1998). Un elemento importante y que carece de estudios puntuales para las Huastecas, es el contrabando, aun cuando se menciona de manera colateral en diversos trabajos (p.e. Noyola, 2002: 50; Gómez, 2004: 32–52; Ducey, 2004; Escobar Ohmstede, 2006: 81– 122; Rangel, 2008: 272–274). La magnitud del contrabando, quizá inseparable de la corrupción (McFarlane, 1996: 41–63; Lomnitz (coord.), 2007) es la punta del iceberg de un fenómeno más complejo y profundo, el cual se puede considerar como una herencia colonial, pero que permite asomarnos a un paisaje económico muy diferente al que se puede dibujar desde el centro. Un ingreso muy importante para los pobladores del campo era el cultivo, cosecha y el contrabando de tabaco, tal como lo relata en 1833 uno de sus protagonistas, un obrajero textil sin trabajo: “Que por no tirarme a robar para sostener mi familia me acompañé con otros compañeros y nos habilitamos de prestado y de fiado de algunos efectos y caminamos para la Sierra de Xilitla”. Bárbara Corbett (2002: 235–268) considera que las ganancias del tabaco no se limitaban al contrabando, sino también a su cultivo nodeclarado, en el sentido de que no se sabía con exactitud qué estaba pasando con la producción indígena durante la primera república, o sea, hasta qué punto los pueblos de indios en su conjunto o sus individuos podían seguir cultivando el tabaco para sus propios intereses. Sin duda, una parte importante de la sociedad mexicana se abasteció de artículos de importación ilegal a lo largo de todo el siglo XIX; esta demanda era tan grande que incluso fracasó el intento de bloqueo artificial del mercado (“medidas proteccionistas”). Con esto podemos relativizar, hasta cierto punto, la opinión que se refleja en la literatura especializada, la cual afirma que el mercado mexicano era de un volumen más bien limitado. El
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contrabando, continúo como una práctica común incluso en el multisecular y más vigilado puerto de Veracruz, ubicado en el Golfo de México, prosperó en los nuevos centros portuarios de las Huastecas (p.e. Tuxpan y Tampico) y sobre los cuales la información de los movimientos comerciales era opaca para los gobernantes centrales. Se trataba de una realidad que sorprendía a los viajeros, ya que pequeñas localidades contaban con representaciones comerciales de empresas europeas. Estamos lejos, por lo tanto, de una autarquía, como se han definido algunos espacios sociales decimonónicos, como las Huastecas. Las regiones se construyeron al ritmo de su autonomización con respecto al centro, pero abriéndose al exterior, es decir, al comercio internacional previamente monopolizado por los ejes Veracruz-México o Acapulco-México. Una cuarta nota ¿Y en todo esto donde quedó la economía indígena-campesina? La escasez de fuentes ha llevado a descuidar un componente fundamental de la economía que resultaba invisible en los archivos contables, aunque parecería abundante en las Noticias estadísticas que se fueron elaborando desde los primeros años post-independientes, me refiero a la economía campesina-indígena. Últimamente, la etnohistoria, la historia antropológica, la antropología histórica o la etnología histórica intentan levantar el velo que cubre la tenencia de la tierra en el campo antes de la Reforma, así como los posibles efectos “reales” de las leyes de desamortización de mediados del siglo XIX. Los archivos permiten pensar en un autoconsumo campesino con un pequeño pero elaborado intercambio comercial. Necesitamos integrar este sector cuando se le considera aisladamente y “ahogado” en las grandes magnitudes de los agregados macroeconómicos, pero bastante fuerte cuando se lo sitúa en el ámbito local o regional. Podemos señalar que el siglo XIX, al menos para la primera mitad y en zonas rurales “periféricas”, fue el siglo de los intercambios silenciosos, el siglo de los arrieros y tratantes de poca monta, generalmente invisibles a los ojos de quienes sólo prestan atención a los andamiajes espectaculares. Podemos calcular aproximadamente lo que necesitaba una familia campesina-indígena para vivir, sin embargo, debió existir un excedente, ya que las comunidades, o sociedades de campesinos, fueron lo suficientemente sólidas para poder comprar
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tierras, ranchos, haciendas y ganado en venta después de la independencia como fue el caso de las Huastecas, El Istmo de Tehuantepec (Machuca, 2007), la Mixteca oaxaqueña (Mendoza, 2004), Michoacán y el Estado de México. Para Guerrero, Peter Guardino (1996), demostró claramente que la producción algodonera estaba en manos de muchos “rancheros” indígenas y mestizos mientras que su comercialización se concentraba en pocas manos españolas. Parte de este algodón se compraba en Chilapa y era trabajado en telares familiares. En Tixtla los campesinos confeccionaban las envolturas de tepetate que servían para transportar el algodón. Por su parte, Juan Carlos Grosso y Francisco Téllez (2003: 158), refieren la recuperación de la Sierra Norte de Puebla, en términos comerciales, para la ciudad de Puebla y una parte del norte del estado de Puebla y posiblemente Veracruz. Por otro lado, la escasez de mano de obra en las minas puede interpretarse, descontando las defunciones vinculadas a las guerras insurgentes, como cierta autosuficiencia campesina que no requería ir a buscar trabajo fuera de las regiones. Para Chalco (localidad muy cercana a la Ciudad de México), Tutino ha mencionado que la causa más común de que se negara la gente a trabajar era la prioridad otorgada a la atención a sus milpas. Los administradores de las haciendas a menudo tenían que aguardar a que los habitantes de los pueblos terminaran de sembrar o de cosechar sus tierras, lo que solía provocar que las cosechas de las haciendas fueran menos voluminosas; en otras descansaban en la producción de los medieros y o en los trabajadores permanentes. Ante las dificultades para recabar alcabalas y que funcionaran de manera adecuada las aduanas, los gobiernos centralista y federalista de 1835 en adelante, optaron por recaudar los impuestos no sólo por ayuntamientos sino per capita, lo que implicó alguna circulación monetaria dentro de la economía campesina que, si bien gozaba de cierta autonomía, no era autárquica y se vinculaba de una manera u otra a la economía mercantil. De hecho, tanto Terry Rugeley (1997: 202–205) para Yucatán, como Peter Guardino para Guerrero o Florencia Mallon (2003) para la Sierra Norte de Puebla, insisten, aunque habría que considerar ciertas salvedades, en que el principal problema del campesinado para el período que corre de 1824 a 1850 era el pago de impuestos más que la tenencia de la tierra que recién se volverá crítico a partir de la República
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Restaurada (1872–1876). En la primera mitad del siglo XIX la economía campesina tuvo que padecer la escasez del circulante debido al excesivo contrabando de oro y plata que salía del país, aunque hay datos sobre “pesos de plata” que utilizaban y guardaban los indígenas. Durante su viaje por Sinaloa, el inglés George Ward se sorprendió de que la falta de dinero metalizado no detuviera el comercio y que se debiera recurrir al trueque en los intercambios regionales, aun cuando no considero “los vales” o letras de cambio, muy comunes desde el periodo colonial y que permitió a los pequeños y grandes comerciantes mover mercancías y cobrar su precio, asimismo, los mismos hacendados y “notables” de comunidades indígenas los utilizaban. Una quinta nota. La recomposición geo-económica Podemos considerar que el rompimiento de la elite del poder colonial asentada en el centro del país, grupo compacto y cohesionado compuesto por los poderosos mineros, comerciantes, hacendados y alta jerarquía eclesiástica, cuyas relaciones estaban tejidas a través de enlaces matrimoniales, carreras monásticas y gubernamentales, además de flujos crediticios, había llevado a una nueva regionalización económica en el siglo XIX, así como a una traslación de los ejes de la dinámicas económicas desde el centro hacia los territorios externos (“periféricos”) a la Nueva España. Lo que significaría que espacios territoriales, vistos como casi marginales por la administración colonial durante las centurias precedentes habían adquirido no sólo una mayor autonomía, lo que la sola distancia y la dificultad de recorrerla facilitaban, sino también un mayor impulso. La hipótesis puede convertirse en una coordenada analítica que desplaza la atención del historiador desde la ciudad de México, el corazón del país, hacia la periferia para los decenios posteriores a 1821. Pensamos que los espacios sociales conforman una especie de red en torno a dos — o más — centros de poder regional de naturaleza simbiótica. Un centro de poder financiero-económico-administrativo y otro más orientado a las actividades comerciales, por ejemplo: Mérida-Campeche, Monterrey-Matamoros, Mazatlán-Durango, etc. Una de las novedades de finales de la Colonia consistió en la apertura de puertos al comercio ultramarino. La exclusividad de los puertos de Veracruz y de Acapulco concluyó para el jugoso negocio de importaciones y exportaciones europeas, asiáticas y
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gradualmente estadounidenses. La presencia insurgente en torno a Acapulco desplazó el comercio con América del Sur y Asia hacia el puerto norteño de San Blas (Nayarit) que había empezado a adquirir relevancia desde finales del siglo XVIII cuando arribaron barcos procedentes de Panamá que transportaban mercancías europeas y sudamericanas. Veracruz compartió el ingreso y salida de mercancías con Tampico y Tuxpan. El esbozo que hemos trazado y sin la intención de ser exhaustivo con base en las contribuciones realizadas en los años recientes permite confirmar que la caracterización de la economía mexicana de la primera mitad del XIX reducida a un período de depresión y de autarquía regional que se estremece rítmicamente con las convulsiones políticas sesga y parcializa la visión de conjunto, así como los estudios locales y regionales. Tal vez es demasiado apresurado generalizar experiencias regionales, aunque según algunos historiadores sucedió exactamente lo contrario de lo que supuso el paradigma historiográfico convencional: lejos de quedar lastimadas por el desorden político, las economías regionales adquirieron mayor importancia. Las más tardías reformas económicas administrativas instrumentadas por los Borbones y durante las Cortes de Cádiz fueron el almácigo legal de un proceso que adquirió perfiles definidos durante los cincuenta años siguientes. La liberalización parcial del comercio y la autorización para la apertura de nuevos puertos confirieron a las elites extra-capitalinas la base material sobre la que se consolidarían como oligarquías regionales, obviamente muchos de ellos teniendo una base material sustentada en la propiedad de la tierra, y en la utilización de redes y productos heredados del período colonial tardío. La erosión del eje centro-norte sobre el cual se verificó a lo largo de tantos siglos la dinámica económica fue obra de la guerra de independencia que barrió con la primacía exclusiva del centro sobre el vasto territorio y, a cambio, permitió la adquisición de ensanchados márgenes de movilidad económica y política a las elites periféricas, históricamente subordinadas a la sede del poder virreinal o condenadas a aprovechar los intersticios que los brazos de aquel no alcanzaban a cubrir. Así, una nueva geografía económica fue asumiendo contornos más precisos con base en regiones cuyos linderos dependían de las redes construidas por una multiplicidad de agentes controlados por
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los grandes comerciantes, el papel de los hacendados y rancheros, así como de los miembros “notables” de los pueblos de indios, aspecto que, finalmente permite considerar que, si bien, se dieron reacomodos en el periodo republicano, las continuidades permearon el accionar de los actores sociales.
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DE LA GUERRA DE INDEPENDENCIA: POLITICA Y COMERCIO EN EL CENTRO DE MEXICO (1810–
1826)
DIANA BIRRICHAGA GARDIDA UNAM (MÉXICO)
PRESENTACION Este trabajo tiene como eje de análisis estudiar cómo cambió el comercio interno en los pueblos de indios durante la guerra de Independencia y después de la conformación de la nación mexicana. Silva Riquer (2007) ha planteado que los centros urbanos mantuvieron dos formas de comercio público: los tianguis y las tiendas locales. En estos espacios comerciales los vecinos compraban los productos necesarios para la vida cotidiana y los comerciantes para surtir sus tiendas de menudeo. El comercio en el centro de México era una actividad complicada, pues existían estrechos canales de intercambio comercial. Un viajero inglés describía que en la mesa central de México no existían canales o ríos navegables; “ni tampoco la naturaleza de los caminos permite un uso general de los carruajes, y por consiguiente, todo se acarrea en mula de un punto a otro”. Esta forma de trasporte para los productos agrícolas aumentaba los precios de los artículos de consumo (Ward, 1981: 14). La guerra interrumpió el comercio de larga distancia y atacó la producción en las haciendas cerealeras y ganaderas del centro de la Nueva España. Ambos hechos provocaron que los mercados locales sufrieran desabastecimiento de productos por largos períodos de tiempo. En este trabajo presentamos tres escenarios. 107
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El primero es el proceso de la guerra de Independencia en México; en segundo término, las consecuencias de la guerra en el comercio de los pueblos y la creciente intervención del Estado en la regulación del comercio local, a través de una nueva institución: los ayuntamientos. Finalmente, exponemos cómo la consolidación del “Plan de Ferias” formó nuevos espacios comerciales en el centro de México al crear mercados públicos (llamados ferias o tianguis) donde los tratantes locales y comerciantes establecidos vendían ropas, frutos, géneros de Europa y del país.
LA GUERRA DE INDEPENDENCIA 1808–1821 En 1807 la monarquía española atravesó una crisis política derivada de un plan militar para derrocar al rey Carlos IV. El plan encabezado por Fernando VII, heredero al trono, recibió el apoyo popular para asumir el gobierno español. Sin embargo, los planes de Napoleón, rey de Francia, eran distintos. Un año después, Fernando VII asumió la Corona española al abdicar su padre a su favor, sin embargo el nuevo rey ejerció unos meses ya que Napoleón Bonaparte invadió España obligando al monarca a renunciar a la Corona para poder instalar a su hermano José Bonaparte (1808–1813). La invasión francesa provocó un levantamiento generalizado de los españoles en defensa de la monarquía española. Las provincias ibéricas formaron Juntas locales que asumieron la soberanía hasta la reinstalación de Fernando VII. El 8 de julio las alarmantes noticias de la invasión francesa y la abdicación de los Borbón llegaron a la Nueva España; el virrey y los integrantes del ayuntamiento de la ciudad de México estaban convencidos que los ejércitos españoles no podrían resistir a los ejércitos napoleónicos. Un grupo de notables de la Ciudad de México conspiró para proclamar la independencia de la Nueva España con el fin de formar un Congreso Nacional Americano a la vez que declararían capitán general del reino al virrey José de Iturrigaray. No todos los americanos estuvieron a favor de este movimiento independentista, los adversarios del virrey Iturrigaray destituyeron a este personaje y detuvieron a gran parte de los conspiradores. Inmediatamente fue nombrado Pedro de Garibay virrey de la Nueva España quien para ganarse las simpatías del pueblo impulsó algunas medidas encaminadas a mejorar sus condiciones
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económicas; por ejemplo liberó la industria (aguardiente o seda) y los cultivos que habían estado prohibidos en la Nueva España. Pese a los esfuerzos, los ideales libertarios comenzaron a propagarse por las ciudades, villas y pueblos. La noticia fue publicada en la Gaceta y circuló ampliamente en todos los pueblos, villas y ciudades del virreinato. El ayuntamiento de Xalapa informaba que las noticias se comentaban en las calles, en las plazas y tabernas donde “se ve la gente dividida en grupos por todas partes en confabulaciones, se oye el murmullo, y se repiten los pasquines en las casas de los jueces y en los parajes públicos”. Por su parte los indios de la provincia de Puebla se negaron a pagar tributo al señalar que “no tenían rey” (Hernández, 2007: I: d203, d211). Mientras ocurría el golpe de Estado en la ciudad de México, la Junta Central española convocaba a la instalación de las Cortes — órgano legislativo — cuyo objetivo sería deliberar las condiciones políticas de los españoles. A la par que en España se discutían los nuevos derechos políticos de españoles, las noticias de las derrotas del ejército español y la supremacía francesa seguían provocando reacciones en la Nueva España. En octubre de 1809 llegaron alarmantes noticias a los territorios americanos: la guerra estaba siendo ganada por los invasores franceses, las cartas que llegaban a manos de las autoridades virreinales señalaban que las tropas de Napoleón habían tomado diversas ciudades españolas, provocando 10.000 bajas y 26.000 prisioneros. Ante el hecho de que ya no existía el gobierno español, aparecieron en el continente movimientos políticos encabezados por las élites, reclamando la autonomía de los territorios americanos. En la Nueva España, en febrero de 1809 se escucharon proclamas pidiendo el establecimiento de un gobierno autónomo que resguardara los derechos de Fernando VII hasta su liberación y restauración en el trono. Unos meses después, en diciembre, en la ciudad de Valladolid (Morelia) fue descubierto un plan militar de José Mariano Michelena para levantarse en armas contra los españoles peninsulares. El movimiento fue descubierto y desarticulado. En Querétaro un grupo de criollos ―encabezados por Miguel Hidalgo, Ignacio Allende y Juan Aldama― diseñó un plan en contra de las autoridades virreinales. Durante meses estuvieron reclutando oficiales de las milicias de Guanajuato, fabricando lanzas en la hacienda de Santa Bárbara y celebrando reuniones en el curato de
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Dolores. El 16 de septiembre, ante el temor de ser aprehendidos, los conspiradores decidieron levantarse en armas convocando el apoyo de los americanos agobiados por los abusos de los peninsulares y reclutando a los cientos de indígenas trabajadores de las minas y haciendas cercanas. El plan revolucionario de Hidalgo proclamaba los derechos legítimos del rey destituido, la expulsión del gobierno francés y la defensa de la religión católica. La Gaceta de México informaba a sus lectores que Hidalgo en las banderas de sus ejércitos inscribió la frase: “Viva la Religión, Viva nuestra madre Santísima de Guadalupe, Viva Fernando VII, Viva la América y muera el mal gobierno” (Alamán, 1990, I: 243). En menos de una semana el movimiento de Hidalgo había reunido un grupo de 25.000 insurgentes y un mes después se registraban más de 80.000 combatientes, principalmente indígenas carentes de formación militar. El ejército de Hidalgo estaba compuesto de criollos e indios; los primeros fueron armados con machetes y con los fusiles confiscados a los españoles; los segundos recibieron como armas las lanzas y hondas fabricadas en los talleres del pueblo. Un incentivo para estos improvisados soldados fue que recibirían un sueldo “sin tasación y distinción” producto de lo confiscado a los fondos de la Aduana, el Correo y el Estanco (Vang Young, 2006). En los pueblos circulaban cartas y esquelas con expresiones de que el soberano se hallaba en Querétaro en compañía de Ignacio Allende. La rápida movilización de la población debe explicarse en parte por las condiciones sociales y económicas que atravesaban los pueblos. Entre 1808 y 1809 había ocurrido un periodo de escasez de alimentos y en consecuencia una hambruna generalizada, en este sentido se menciona que la insurgencia de Hidalgo fue una revolución agraria. En segundo lugar, la idea de independizarse de España era una demanda que iba ganando terreno entre la población. Entre septiembre y octubre de 1810, el ejército de Hidalgo conquistó diversas poblaciones; en cada incursión militar aumentaba el número de indígenas que se sumaban al movimiento. Sin embargo, este ejército carecía de preparación militar para enfrentar a las tropas realistas. En este contexto se explica por qué cuando los insurgentes atacaron la ciudad de Guanajuato ocurrió un saqueo indiscriminado entre sus residentes, la destrucción de minas y, principalmente, la matanza de españoles y americanos. En la capital se recibían los
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informes de la guerra provocando un temor entre los vecinos de otras ciudades, que vieron cómo los líderes del movimiento carecían de fuerza para controlar a la masa de rebeldes. Después de Guanajuato, los ejércitos de Hidalgo arremetieron la ciudad de Valladolid antes de dirigirse a la ciudad de México. Rumbo a la capital del virreinato, la correlación de fuerzas empezó a cambiar para los insurgentes. Algunos pueblos asentados en el centro de México respondieron con entusiasmo al llamado de las armas, pero otros prefirieron esperar el desarrollo de los hechos de guerra (Tutino, 1990: 127). El apoyo de los pueblos estaba más bien ligado al proceder de los líderes. La insurrección se propagó a muchos pueblos. Estos levantamientos no fueron organizados por militares sino por los líderes locales que dotaron a los indios con palos y piedras; en consecuencia el ejército realista sofocó rápidamente estas insurrecciones. Los últimos días de octubre, los insurgentes entraron a los poblados de Ixtlahuaca, Toluca, Mexicaltzingo y Santiago Tianguistengo donde recibieron mínimo apoyo de los indígenas. Empero, la presencia de miles de insurrectos provocaba el miedo entre el vecindario. Algunos vecinos ante el temor de los desmanes que pudieran hacer los insurgentes decidieron huir a la ciudad de México. El grupo de insurgentes tuvo una batalla en el cerro de las Cruces con los realistas, donde 2.500 milicianos disminuyeron notablemente al ejército insurgente, ambos ejércitos se retiraron del sitio de la batalla. Con un panorama poco halagüeño, Hidalgo decidió no atacar la capital y regresar a Valladolid para reagrupar a sus tropas (Alamán, 1990: I, 384). En el trayecto, en el poblado de Aculco, los insurgentes fueron interceptados por las tropas del general Félix Callejas provocando que las tropas disminuyeran y tuvieran que ser divididas. Después de la batalla de Aculco el ejército de Hidalgo tomó dos rutas: Hidalgo encaminó a sus tropas a Valladolid y Allende hacia Guanajuato. En Valladolid los rebeldes recibieron la noticia que José Antonio Torres controlaba Guadalajara; inmediatamente emprendieron la marcha hacia esa ciudad. Pero en diciembre los realistas recuperaron las ciudades de Valladolid, Guanajuato y Guadalajara; estas acciones militares obligaron a Miguel Hidalgo e Ignacio Allende a huir hacia el norte del país, en el camino fueron aprehendidos. En marzo de 1811 Hidalgo, Aldama y Allende
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fueron enjuiciados y meses después fueron ejecutados en Chihuahua. La insurgencia tuvo que reorganizarse a fin de continuar la lucha armada, pero la captura de los líderes desanimó a la población. En este escenario el virrey Venegas decretó un indulto para los insurgentes que dejaran el movimiento revolucionario. De manera paralela, ante las noticias de los triunfos y derrotas de los insurgentes en el centro de México, comenzaron a formarse grupos guerrilleros en otras regiones de México que emprendieron ataques constantes a las tropas realistas. Así, las noticias de la sublevación llegaron a Huichapan, donde la familia Villagrán encabezó el movimiento que se extendió a Actopan y los centros mineros de Atotonilco. En los llanos de Apam, el clan de los Osorno secundó a los insurgentes. Los realistas enviaron al capitán Ciriaco de Llano quien intentó detener el avance de los rebeldes hacia el rumbo de Calpulapan y Apam, incluso con la destrucción de numerosas rancherías. Las acciones realistas orillaron a numerosos indígenas a sumarse a los grupos rebeldes que controlaron la región de San Juan Teotihuacan, Meztitlán y Zimapan. Algunos de estos grupos mantuvieron su lucha de forma permanente; así encontramos que hasta 1815 la guerrilla de Osorno seguiría recorriendo los pueblos ubicados al norte de la ciudad de México. Después de la muerte de los líderes insurgentes, José María Morelos y Pavón asumió el liderazgo de la guerra. La revolución de Morelos mantuvo los ideales de Hidalgo de crear un gobierno de americanos y no fomentar una guerra interétnica. En este sentido, Morelos logró el apoyo de hacendados y comerciantes como Andrés Quinta Roo y Carlos María Bustamante. El ejército de Morelos instrumentó la estrategia militar de las guerrillas, pero otros insurgentes siguieron su ejemplo; así Anastasio Bustamante permaneció al frente de una guerrilla rural que atacaba a los realistas en los valles de México y Apam. Su grupo se agrupaba y dispersaba de manera rápida a fin de evitar su captura. En virtud de cómo iba avanzando la confrontación, el territorio de la Nueva España se dividió en zonas de guerra; así, a finales de 1812 los soldados leales a la causa independentista dominaban Cuernavaca, Tlayacapa, Izúcar, Chalco, Amecameca y los rumbos de Otumba. La insurgencia mantenía la lucha utilizando ataques furtivos a las poblaciones.
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Cabe mencionar que en este clima de confrontación, estaban ocurriendo cambios políticos impuestos por los liberales. En España, la Junta Central y las Cortes elaboraron un nuevo pacto: la constitución monárquica. El 30 de septiembre de 1812 el virrey Villegas ordenó la jura de la Carta Magna que contenía los postulados de la nueva nación española. Para el gobierno interior de los pueblos fueron formados los ayuntamientos constitucionales, que fueron espacio político-territoriales destinados a que convivieran políticamente los españoles, los indios y las castas. El 11 de diciembre de 1813, Fernando VII reasumió el gobierno español. Una de sus primeras medidas fue disolver las Cortes y desconocer la Constitución. Con el retorno del Rey, los militares realistas emprendieron campañas para recuperar las poblaciones sujetas al gobierno insurgente. Así, el realista José Gabriel Armijos organizaba a sus tropas para recuperar las haciendas azucareras del valle de Cuernavaca. El método de Armijos consistió en reunir a los vecinos de los pueblos para ofrecerles amnistía por parte del gobierno virreinal pero en caso de encontrar que estaban apoyando a los insurgentes con armas o víveres eran remitidos a servir en el ejército o a trabajar en la construcción de trincheras para la guerra. El ejército realista comenzó la contrainsurgencia, que pretendía lograr el control de pueblos, villas y ciudades en todo el antiguo reino de la Nueva España. Una estrategia de Félix Callejas fue que los vecinos prominentes participaran de la defensa de sus propios intereses. Las fuerzas de autodefensa dependían del apoyo de los hacendados o comerciantes que pudieran sufragar los gastos de guerra. En 1815 los insurgentes interrumpieron la comunicación con el puerto de Veracruz y la capital al destruir la calzada de piedra que los negociantes habían construido unos años antes (Ward, 1981: 16). En marzo de 1820, Fernando VII fue obligado por una revolución a restaurar la monarquía constitucional. El virrey Juan Ruiz de Apodaca ordenó restablecer las diputaciones provinciales; cuatro meses después, los diputados de la Nueva España juraron lealtad a las nuevas instituciones monárquicas. El 9 de noviembre de 1820, Agustín de Iturbide fue nombrado jefe del ejército realista con el fin de perseguir a los insurgentes encabezados por Vicente Guerrero. Iturbide, que había participado en numerosas batallas contra los insurgentes consideró que era mejor conciliar intereses,
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así que convenció a los distintos grupos insurgentes en pugna que pactaran el fin de la guerra. Guerrero aceptó quedar bajo el mando de Iturbide con la condición de que se emitiera un plan desconociendo al gobierno español y declarase la Independencia. El 24 de febrero de 1821 firmaron el Plan de Iguala que proclamaba “la Independencia absoluta de la Nueva España” y proponía la monarquía constitucional como forma de gobierno. El gobierno independiente de México fue encabezado por la Soberana Junta Provisional Gubernativa que para el gobierno interior reconoció ocho Diputaciones Provinciales: La de Guadalajara, las Provincias Internas de Oriente, las Provincias Internas de Occidente, la de México, San Luis Potosí, Yucatán, Puebla y Chiapas. Otras seis intendencias comenzaron a instalar sus diputaciones. Estas Diputaciones fueron las de Arizpe (Sonora y Sinaloa), Guanajuato, Michoacán, Oaxaca, Veracruz y Zacatecas. Las Diputaciones fueron rectoras de la vida política de los pueblos. En 1822 fue convocado el Congreso Constituyente responsable de elaborar una Constitución, pero los constantes desencuentros con el gobierno imperial terminaron en un choque frontal entre ambos poderes. El 31 de octubre fue disuelto el Congreso, unos días después Antonio López de Santa Anna se pronunció por la restauración del Congreso. En febrero de 1823 el Plan de Casa Mata exigía la reinstalación del Congreso con un respeto a las Diputaciones, situación que fue interpretado como una solicitud de cambio de gobierno hacia la república. Para la provincia de México fueron electos 21 diputados de distintas tendencias como independentistas, realistas, iturbidistas y republicanos. En noviembre se instaló el congreso nacional, que en poco tiempo adoptó el federalismo como forma de gobierno para el país. La organización política estaba sustentada en los estados — entidades federativas — libres y soberanos para legislar en lo referente a su administración y gobierno interior. México dejó atrás su experiencia monárquica y comenzó a transitar hacia la república.
LAS CONSECUENCIAS DE LA GUERRA Las guerras son acontecimientos militares que destruyen infraestructura, comunicaciones, comercio y población. Las rutas comerciales de México estaban en ruinas, pues durante los años de guerra los caminos no fueron reparados. Muchos eran brechas que
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limitaban el desarrollo del comercio. El comercio interior era realizado por los arrieros conduciendo las mercancías a lomo de mula. De la ciudad de México partían seis caminos reales o principales; de ellos se desprendían muchos caminos hacia pueblos, ranchos o haciendas (Suárez, 1997). La guerra de Independencia desarticuló los circuitos comerciales en casi todas las regiones de la Nueva España. Un cronista de la época señalaba cómo gavillas de malhechores, al amparo de la guerra, robaban las mercancías de los convoyes (carruajes con escoltas) de españoles en el camino de Nopala. (Bustamante, 1838: 34) Los pueblos vivían en constante terror por la llegada de los grupos armados, pues siempre existía el temor de ser acusados de apoyar a los insurgentes. El comercio local fue afectado por la guerra. La reunión de numerosa población en los tianguis (mercado semanal) era propicia para escarmentar a la población que se reuniera al intercambio de productos (trueque) o a la compra de mercancías. En marzo de 1812, el capitán realista Rafael Casasola atacó el tianguis de Alfajayuacan; pese a no tener resistencia de la población ordenó fusilar a 150 personas. La razón era que el pueblo no tenía autorización del subdelegado. Los insurgentes también atacaron el comercio local. En una carta del general Morelos indicaba que era preciso “hostilizar al enemigo privándole de todo comercio”. El comercio se paralizó en muchas regiones. Los realistas trataron de reactivar el comercio en los pueblos con la protección de los cargamentos de los comerciantes en los caminos reales. La dimensión del territorio hacía imposible resguardar todos los caminos. Incluso por mucho tiempo el comercio de Acapulco estuvo interceptado, “imposibilitada la descarga de la nao de Filipinas y la traslación de sus efectos a lo interior del reino” (Bustamante, 1838: 16, 85). El camino de Veracruz también fue asediado. Otra forma de destruir el comercio fue el ataque sistemático a las haciendas. En este escenario, no resultaban extraños los informes de los administradores de diversas haciendas quejándose que los insurgentes y realistas asediaban a los trabajadores y operarios para robar el dinero de la raya, alimentos y herramientas. La consecuencia inmediata fue un deterioro de la economía pueblerina, pues era común que “grandes porciones de indios" se ausentaran sin saber de su paradero mientras los restantes naturales debían prestar servicios de defensa.
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Durante la guerra de Independencia, las haciendas se vieron en dificultades para conservar la fuerza laboral de los jornaleros. El constante ataque de insurgentes y realistas sobre los pueblos provocó un movimiento migratorio hacia la Ciudad de México, que se consideraba más protegida de los ataques. Antonio de Elías Sáenz, subdelegado de Texcoco, informaba al intendente que los indios y castas se trasladaban a su arbitrio de una jurisdicción a otra, “sin saberse de su paradero", con la consecuencia inmediata de que los hacendados no hallaban “los brazos suficientes" para el trabajo agrícola. El intendente ordenó al subdelegado que procurara “con maña y sagacidad y sin violencia" contener la emigración de los jornaleros de los pueblos. A los hacendados pidió que dieran a los indios “buen trato y jornal para que de este modo no vayan a buscar sustento a otras jurisdicciones".1 Entre 1811 y 1823 los asaltos de los insurgentes o de las bandas de gavilleros fueron las principales causas que impedían a los jornaleros acudir a sus labores en las haciendas.2 Los indios no sólo se empleaban en las haciendas, también trabajaban para los labradores en los pueblos. En las temporadas de siembra y cosecha, estos trabajadores que no estaban contratados en las haciendas o que decidían no acudir a ellas, se contrataban con los labradores de cada pueblo. Por su parte, un número reducido de personas en los pueblos se dedicaba a la fabricación de mantas de algodón o tochomit, que eran paños de pelo de conejo (Miño, 1998: 195–201). La producción textil estaba controlada por los comerciantes, quienes entregaban esta materia prima a los hiladores que trabajaban principalmente en sus casas. La materia prima era entregada a los tenderos quienes habilitaban a los tejedores para que trabajaran en sus domicilios. En este sistema de producción los comerciantes además de controlar la producción eran responsables de la distribución del producto final. “Carta de Antonio Elías Sáenz, subdelegado de Texcoco al intendente Ramón Gutiérrez del Mazo. Texcoco, 19 de enero de 1820”. Archivo General de la Nación (AGNM), Intendencia, vol. 59, exp. 11. 2 “Inventario de la hacienda de San José Acolman y anexas (1824)”. Archivo Histórico de la Biblioteca del Museo Nacional de Antropología (AHBMNA), Colegio de San Gregorio, vol. 154, f. 209. 1
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La guerra desarticuló este ramo de la industria textil al impedir que los comerciantes introdujeran algodón en los pueblos. Años después, un comerciante señalaba que el único ramo que se practicaba en los pueblos era la agricultura “por haber concluido enteramente la elaboración del fabrica de algodón y lana y demás artes, en que anteriormente se ocupaban la mayor parte del vecindario y por cuya razón a decaído completamente el comercio”.3 La desaparición de la industria textil se explicaba así: “…hubo un tiempo en que Texcoco estuvo floreciente por los telares en que se tejía manta para la gente pobre y por los sombreros de lana que también allí se fabricaban, pero estos dos ramos concluyeron desde que se introdujo en la república la manta inglesa, y se venden a poco precio los sombreros, pues ni en la calidad ni el gusto, ni proporcionalmente en el precio, pueden competir los objetos que se fabrican en Texcoco con los que vienen del extranjero”. (Noriega, 1980: 468).
La disminución en la producción y los grupos armados que asolaban los caminos desarticularon la mayor parte de los circuitos comerciales. En 1818, Pripsep (1821: 12) reportaba que el puerto de Veracruz estaba bloqueado por los insurgentes y había tenido “el disgusto de ser testigo ocular de los horrores de semejante guerra en las repetidas correrías que hacían para robar el ganado é incendiar los mismos arrabales de Vera Cruz”. Los convoyes a la ciudad de México viajaban cada 15 días y tardaban 20 días en llegar. En 1819 un plan de amnistía impulsó a muchos insurgentes a solicitar el indulto de las autoridades españolas. Las poblaciones tuvieron que buscar reactivar la economía local.
LA DIPUTACION, LOS AYUNTAMIENTOS Y COMERCIO LOCAL
En la Diputación de la Nueva España fue discutida la forma de reactivar el comercio desarticulado por la guerra. Los diputados “Informe del estado que guardan los negocios público del partido de Texcoco, 26 de julio de 1871”Archivo Histórico Municipal de Texcoco (AHMT), Fondo Independencia, Sección Presidencia, vol. 43, exp. 7, 1870–1871. 3
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consideraron que unos de los medios más proporcionados y fáciles de propagar el comercio eran las ferias, “las que notoriamente interesan a las provincias, no solo por la comodidad que proporcionan a los tratantes y contratantes, sino por la civilización que reciben”. Para algunos autores, las ferias comerciales eran consideradas como mecanismo de redistribución de larga distancia y, segundo, de intercambio de productos locales (Gálvez-Ibarra: 1999). El éxito de una feria radicaba en que, año a año, recibiera mayor número de visitantes. Algunas ferias nacían de los cultos o devociones locales. En 1806, los indios de Huaquechula (Puebla) construyeron una pequeña ermita para venerar la aparición de una cruz milagrosa. Al pueblo acudían personas “de partes muy distantes, aun de las costas de Veracruz y Acapulco” a rendir culto a la Cruz, especialmente el día 3 de mayo. Diversos testigos indicaron que las romerías que se formaban en paraje de la aparición eran “de gente de ambos sexos, de que muchas no son conducidas allí por el espíritu de penitencia y devoción sino por el de paseo y curiosidad”.4 En 1808 los comerciantes de Atlixco (Puebla) solicitaron al virrey Iturrigaray permiso para instalar una feria comercial, pero la romería de Huaquechula era un distractor económico. El jueves santo de 1810, José Doncel de la Torre, administrador de correos de Huaquechula, tenía órdenes de destruir el culto. El día fue elegido, pues “ese día estarían los corazones de los indios menos dispuestos a una revolución tumultuaria, porque el día así lo exige a todo cristiano, porque ese día comulgan el gobernador y la república. Y porque la embriaguez estaría más remota”. Al día siguiente llevaron en secreto la Cruz a la villa de Atlixco en un carretón con 30 mulas (Birrichaga, en prensa) Cada feria comercial tenía un área de influencia espacial de compradores que se trasladaban desde lugares lejanos a adquirir mercancía europea o regional. Brevemente, en la Nueva España existían varias ferias comerciales. Acapulco y Jalapa estaban especializadas en el comercio al por mayor sobre los productos importados de los territorios españoles. En estas ferias, los comerciantes de distintos pueblos acudían por mercancía que “Informe de José Doncel de la Torre al obispo de Puebla. Huaquechula, 21 de abril de 1810”. AGNM, Clero regular y secular, vol. 25, fs. 613–616. 4
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venderían en ferias comerciales menores. Por ejemplo, la feria de San Juan de los Lagos recibía comerciantes de Querétaro, San Luis Potosí, San Juan del Río, valle de Santiago, Celaya, Guadalajara, Valladolid, Aguascalientes y Zacatecas. La venta de mercancías europea adquirida en Jalapa o Veracruz recibía ganancias hasta de 200 por ciento. Asimismo era centro de venta del ganado de las haciendas cercanas y de intercambio de artesanías o textiles. Los vendedores ambulantes acudían a comprar mercancías que venderían después de pueblo en pueblo. El 20 de noviembre de 1797, el Rey dio el privilegio al Consulado de Comercio de Guadalajara de celebrar una feria anual en San Juan de los Lagos, “con libertad absoluta del derecho de alcabala”. La feria duraba 15 días y los comerciantes tenían un plazo de otros tres días para llevarse los productos que sobraban de su mercadería. (GalvézIbarra: 1999, 589, 594) La guerra trastocó la dinámica del comercio; en 1810 el Virrey Venegas ordenó suspender las ferias en el país, pues eran focos potenciales de insurrección. La feria de San Juan de los Lagos había sido elegida por Hidalgo para extender su movimiento. La cancelación de las actividades trastocó los planes de los insurgentes. Asimismo, el virrey suspendió los trámites que la Junta Superior de Real Hacienda había realizado para el establecimiento de una feria en Atlixco (Puebla). Los grandes comerciantes del país comenzaron a poner a salvo sus fondos enterrándolos ó enviándolos fuera de Nueva España. En la breve existencia de las Diputación de la Nueva España se propuso hacer un plan para instalar ferias comerciales en distintas ciudades y villas que eran leales al gobierno real. El 26 de marzo de 1814 el Virrey ordenó la celebración de una feria anual en la villa de Saltillo en las provincias internas de oriente de Nueva España como parte del “Plan general de ferias y rentas”. (Colección: 1829: 115) En 1814 retornó Fernando VII al trono español, entre sus primeras disposiciones fue no reconocer la Constitución de la Monarquía y demás documentos emanados por las Cortes. Las Diputaciones desaparecieron y los proyectos que tenían para instalar ferias comerciales fueron suspendidos. Ahora bien, entre 1813 y 1820 los comerciantes locales establecieron nuevas estrategias para reactivar la venta de mercancías. En los pueblos, las tiendas comenzaron a solicitar permisos para instalar algún atractivo y atraer a los compradores. Estos establecimientos mercantiles eran de distinto tamaño entre sí,
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las más importantes estaban alrededor de las plazas de los pueblos; las de menores dimensiones estaban a unas cuadras de las primeras. Estas tiendas contaban con un mostrador corrido con cajones, distintos estantes con sus respectivos semilleros, un tapanco con barandal, una trastienda y fuertes puertas con cerrojos. Incluso las casas comerciales tenían derecho a instalar plaza de gallos, que resultaba una atracción para los arrieros que llegaban a los pueblos.5 La Diputación Provincial fue la institución encargada de sancionar el establecimiento de ayuntamientos, de disponer de los fondos públicos de los pueblos y de la distribución de los terrenos baldíos dentro de sus jurisdicciones. La Diputación discutió la forma en dotar de ingresos a los ayuntamientos, consideró que los arbitrios impuestos a las actividades comerciales eran gravosos, pues “todos los que pesen inmediatamente sobre el consumidor más necesitado, son más o menos perjudiciales”, pero era necesario que los ayuntamientos los cobraran para subsistir (Actas de Debates, s/a: Sesión del 28 de junio de 1822). En México la población adquiría sus mercancías en los tianguis, especie de mercados locales destinados para comprar o vender las mercancías de los indios, pero sólo en días establecidos por la autoridad. Estos espacios mercantiles se instalaban en pueblos y haciendas. Sin embargo, los ayuntamientos constitucionales comenzaron a tener mayor injerencia en este tipo de comercio local. En enero de 1822 los vecinos de la hacienda de Santa Clara, en jurisdicción de Jonacantepec se quejaban que los domingos no podían vender en su tianguis pues el ayuntamiento obligaba a los marchantes a vender en la plaza del pueblo. La Diputación de México acordó amonestar al Ayuntamiento de Jonacantepec para no molestar a los vendedores de la plaza de la hacienda, “pues cada uno es libre para vender donde más le acomode” (Actas de Debates, s/a: sesión del 18 de enero de 1822). Ahora bien, existía la libertad de elegir dónde colocar las mercancías, pero siempre debía cobrarse los derechos por cada producto vendido. En los pueblos existía la costumbre de cobrar la alcabala en la plaza los días de tianguis. En Aculco los receptores “Traspaso de la casa de comercio de Félix Guevara. Texcoco, 16 de marzo de 1837. Archivo de Notarias de Texcoco (ANT), Protocolos 1837. 5
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eran muy estrictos en el cobro de las alcabalas. Sin embargo, en San Juan del Río era más laxo el asunto, así que los vecinos se trasladaban diez leguas y perdiendo dos días para evitar los pagos de alcabala. El alcalde de Aculco solicitó a la Diputación concediera “que en los referidos días de tianguis no se cobre ninguna alcabala en ninguna clase de comestibles para ver si por este medio logramos el que dicho tianguis vuelva a tomar su corriente”. En el proyecto de reglamento de propios y árbitros para los pueblos se acordó que los ayuntamientos cobrarían una pensión por las plazas el día de tianguis (Actas de Debates, s/a: sesión del 12 de febrero de 1822). Otro cambio con la guerra fue el aumento de alcabalas y pensiones que recibieron las actividades mercantiles. En la Recopilación de Leyes de Indias se estableció que los indios no pagaban alcabala por el maíz, grano y semillas vendidos en las alhóndigas o mercados así como también estaban exentas las mercancías menudas que se vendieran a los pobres o caminantes. Los mestizos, negros libres o mulatos no estaban incluidos en el privilegio: debían pagar alcabalas. En este sentido, los indios no pagaban la alcabala si comerciaban productos de la tierra, pero cubrían la contribución si comerciaban con artículos elaborados en España, China o en territorio de ultramar. En 1770 una disposición real ordenó que los labradores debían pagar alcabala sobre el maíz o semillas que se vendieran fuera de los mercados o tianguis (Díaz, 1984). Durante la guerra fue impuesta una contribución extraordinaria sobre el comercio de maíz. Los ciudadanos del pueblo de Jiutepec jurisdicción de Cuernavaca, tenían que pagar “una gabela de dos reales por carga de maíz” que vendieran en el mercado (Actas de Debates, s/a: sesión del 11 de diciembre de 1821). Quizá la pensión más gravosa fue la alcabala del pulque. Desde 1812 en algunos pueblos los comerciantes dejaron de pagar los derechos de alcabala del pulque, porque decían que al abrigo de la insurrección “nada tenían que contribuir", pues los insurgentes “les tenían prevenidos que nada pagasen".6 Sin embargo, con la “Carta de José Ignacio Peñarroja, administrador de pulques, dirigida al subdelegado, Texcoco, 26 de agosto de 1812”; AGNM, Alcabalas, vol. 433, f. 129. 6
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conformación de los ayuntamientos constitucionales los vecinos comenzaron pagar pensiones y alcabalas municipales. El ayuntamiento de Tultitlán, jurisdicción de Tacuba, señalaba que para cubrir los gastos del maestro de escuela, secretario del Ayuntamiento, entre otras necesidades locales, fue aprobada la pensión de un real en cada barril de pulque. La Diputación acordó aprobar la contribución de un real en barril de pulque, “en el supuesto y bajo la precisa condición de que sea del todo voluntaria y en convenio con los tratantes” (Actas de Debates, s/a: sesión del 27 de enero de 1823). Algunas veces la recaudación servía para pago de escuelas, pero otras fue para solventar los gastos de manutención del subdelegado. La pensión sobre la carne fue destinada para las dietas de los diputados. En 1822 la Regencia del Imperio estableció nuevas reglas en el cobro de las alcabalas del pulque. Las autoridades suprimieron la garita que se llamaban “de pulques” y ordenaron cobrar “no ya por arrobas sino lo que equivale a lo mismo por carga de caballería pagando los introductores cuatro y medio reales por cada mula cargada y tres por cada burro”. (Colección de órdenes, 1829: I, 103) Este ramo era considerado “de los más precisos y necesarios en México, así por su salubridad, como por ser el más pingüe y productivo a la Nación”.7 No es de extrañar que en los ayuntamientos se cobraran alcabalas municipales para este ramo. Así, el Ayuntamiento de Guadalupe presentó su plan de arbitrios que incluía una pensión para los arrieros de pulque de una cuartilla o tres granos por cada mula (Actas de Debates, s/a: sesión del 14 de mayo de 1822). Los arrieros solicitaron la suspensión de esta pensión por ser gravosa a sus ingresos. Los argumentos para reducir las pensiones impuestas al comercio del pulque eran la creciente inseguridad de los caminos, pues después de la Independencia se incrementó el número de ladrones. El gobierno señalaba que La seguridad pública del Estado no puede restablecerse enteramente por los excesos de los malhechores y por el abandono o poco empeño de algunas “Carta de los arrieros del pulque solicitando protección en los caminos, 20 de marzo de 1833”, en Archivo Histórico del Estado de México (AHEM), GGG, vol. 31. Exp. 41, 1833, fs. 7–9. 7
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autoridades y unas no prestan los auxilios necesarios para su persecución y otras no obran en los procesos con la actividad necesaria. De lo que resulta la impunidad en los delitos y su escandalosa repetición con perjuicio de todas las clases de la sociedad.8
El 24 de octubre de 1822 el Congreso constituyente mexicano suspendió el cobro de tres granos que pagaban los arrieros de pulque al ayuntamiento de la villa de Guadalupe. La razón argumentada fue que ya existía el objeto con que el anterior gobierno estimó necesaria esta contribución que eran para “la cura de enfermos y otras atenciones municipales” (Colección de decretos, 1829: I, 86). Para las autoridades era preciso no colocar obstáculos para el comercio. Una de las medidas para incentivar el comercio a larga distancia fue crear rutas comerciales. En diciembre de 1821 el Dr. Eustaquio Fernández, comisionado de las Provincias Internas de Oriente, obtuvo permiso para el libre comercio por mulas hacia los Estados Unidos (Colección de decretos, 1829: I, 82). Sin embargo, para los comerciantes, el comercio de larga distancia era riesgoso en términos de trasladar sus mercancías a lugares remotos; en este sentido fue más atractivo el comercio local que garantizaba mejores ganancias. Ahora bien, el comercio local estaba regulado por el ayuntamiento. Las autoridades locales cobraban algunos gastos a los comerciantes en los pueblos, un punto central fue el cobro de pilones a los comercios locales. Los pilones eran la expresión mínima de la moneda, cada comercio las expedía para el comercio al menudeo. Sólo tenían valor en las mismas tiendas. Las autoridades cobraban a los comerciantes una pensión por su uso en las actividades comerciales. Los ayuntamientos comenzaron a cobrar pensión por los pilones emitidos en las tiendas. El Ayuntamiento de Ozumba informó que el tendero don Pablo Milla había dejado de pagar la pensión de pilones, ocasionando el cierre de la escuela. La Diputación envió un comunicado a los comerciantes para cumplir con sus obligaciones con el municipio (Actas de Debates, s/a: sesión del 22 de diciembre de 1821). En “Borrador de circular del gobierno del Estado de México, mayo 1833”, en AHEM, GGG, vol. 31. Exp. 41, 1833, f. 29. 8
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febrero de 1822 el Congreso solicitó que las tiendas de comestibles cobraran los pilones para los gastos municipales (Colección de decretos, 1829: I, 107). La medida causó molestia entre los comerciantes. En un escrito de Joaquín Martínez, del comercio de Otumba, manifestaba ser desproporcionada la pensión de 4 pesos 4 reales que el Ayuntamiento le había señalado por la pensión de pilones que debía pagar por su tendejón. Como solución Martínez ofreció 2 pesos, 2 reales (Actas de Debates, s/a: sesión del 22 de mayo de 1823). Las arcas de los ayuntamientos siempre estaban vacías por los efectos de la guerra, así que un remedio fue aumentar los arbitrios. Cada ayuntamiento estaba en libertad de imponer pensiones al comercio; las principales eran a los pilones emitidos por las tiendas y a la circulación del pulque. Así que numerosas peticiones se presentaron a las autoridades. En pueblo de Jocotitlán se propuso establecer las contribuciones de pilones y del aguardiente de caña y de Castilla para los gastos de aquella municipalidad. La Diputación sólo solicitaba que las autoridades llevaran “cuenta exacta de los productos de dichas pensiones, y de su inversión, dándola oportunamente para su aprobación, y de que tales pensiones sólo subsistan mientras el Supremo Congreso determina otra cosa, sobre el reglamento de arbitrios para fondos de los ayuntamientos”. Por su parte el ayuntamiento de Zinacantepec decidió también establecer esta contribución para construir la cárcel y poner escuela de primeras letras. Temascaltepec informó que el vecindario acordó pagar los pilones para reparar la torre de la parroquia. (Actas de Debates, s/a: sesiones del día 24 de marzo y 21 de abril de 1823). Los ayuntamientos eran los responsables de generar el desarrollo del comercio local. Algunos pueblos comenzaron con nuevas industrias. Por ejemplo, el pueblo de Tenancingo durante la guerra causó la ruina a su comercio, pero años después se hallaba “repoblado con un comercio activo de rebozería que no envidia la suerte de ningún otro de la República” (Bustamante, 1829: 19). Pero la mayoría de los pueblos requerían nuevas industrias o actividades económicas.
EL COMERCIO LOCAL, FACTOR DE ESTABILIDAD POLÍTICA El 2 de marzo de 1824 fue erigido el Estado de México, uno de los 19 estados que conformaron la federación después de la caída del imperio de Iturbide, que albergaba al 21% de la población de la república. Este estado de la nueva república nace en medio de
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grandes contradicciones, pues cuenta con territorio amplio y con potencial económico, pero también surge en medio de las disputas políticas que determinaron la pérdida de la ciudad de México, su centro capital. En esta fecha quedó instalado el congreso constituyente del Estado de México, procediendo a elaborar la constitución local. Un año después, el 9 de febrero de 1825 el congreso expidió una ley para organizar a los ayuntamientos del estado. En ésta se determinó que podía haber ayuntamiento en los pueblos o comarcas con una población de cuatro mil habitantes. Con esta medida se pretendió reducir el número de ayuntamientos creados con las reformas gaditanas. Los territorios que administraran los ayuntamientos fueron designados como municipalidades. En diciembre de 1825, con base en el artículo 5 de la ley del 9 de febrero de ese año, y por bando publicado en la Ciudad de México el 12 de marzo, los prefectos procedieron “al establecimiento de ayuntamientos sancionados por el Congreso del Estado y añadido por el señor gobernador del mismo”.9 El primer punto fue establecer los límites de las comarcas que formarían las nuevas municipalidades. Las autoridades reorganizaron la estructura de los pueblos para formar ayuntamientos, pero ya no se basaron en un criterio de jerarquía política-territorial sino que la instalación de las municipalidades fue determinada por la importancia del comercio e industria de cada pueblo. En este sentido, vemos que la reorganización municipal incorporaba la variable socioeconómica. Reestructurar el sistema jerárquico generó conflictos entre los pueblos. Veamos unos ejemplos. En noviembre de 1825 el ayuntamiento de Nexquipayac, ante la inminencia de su extinción, informaba al gobernador: Este pueblo no resiste el cumplimiento de la ley, ella establece que las nuevas reducciones consten del número indicado, pero que no se forme agregando pueblos separados por la naturaleza, por el idioma, por la ilustración y las costumbres cuando hay otros reunidos por las mismas relaciones. Este superior gobierno previno que se buscase para residencia de “Carta de Víctor Ruiz, subprefecto de Coatepec-Chalco. Chimalhuacán, 17 de marzo de 1825”, AHMT, Fondo Independencia, Sección Presidencia, Serie Correspondencia, caja año 1825. 9
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ENTRETELONES DE LA GUERRA DE INDEPENDENCIA las nuevas municipalidades los puntos más naturales de las nuevas reducciones, no tanto por su posición geográfica cuanto por el mayor reflujo de comercio, industria y demás relaciones sociales.10
Rechazaban quedar sujetos al pueblo de San Salvador Atenco argumentando que por su pueblo Pasa el camino principal a la capital, haciéndolo un lugar de conocida experiencia en el comercio, que se compone de vecinos civilizados y acostumbrados a tener un ayuntamiento de la flor de ellos, se ha sujetado según el nuevo plan al pueblo de Atenco cuyos habitantes por la mayor parte son rústicos sin conocimiento. Y sujetar un pueblo ilustrado a otro de inferior en esta línea ¿no es causarle el mayor daño que se le puede hacer?
Dos cuestiones se plantean en esta situación. En primer lugar, la necesidad de valorar el comercio como punto de la preeminencia de un pueblo sobre otro. En segundo lugar, la visión de que un vecindario era superior socio-económicamente a los residentes de otras localidades. En este punto, cabe mencionar que los vecinos que rechazaban la agregación eran los comerciantes de Nexquipayac, que veían un peligro en cambiar el centro político de la municipalidad. Este mismo argumento fue presentado por los vecinos de Papalotla. En 1825 los vecinos de Papalotla realizaron un pedido para formar una municipalidad, aunque el plan de reducción había señalado que estaba sujeto al pueblo de Tepetlaoxtoc. Los vecinos de Papalotla argumentaron que no podían quedar subordinados a este pueblo, formado por personas “sin razón”, así que procederían a elegir a su propio ayuntamiento. En la lista de electores de Papalotla, promotores de la separación, destaca la presencia de comerciantes y labradores.11
“Informe del ayuntamiento de Nexquipayac sobre el plan de reducción de ayuntamientos. Nexquipayac, 7 de noviembre de 1825”, AHMT, Fondo Independencia, Sección Presidencia, Serie Elecciones, caja año 1825. 11 “Acta de elección del ayuntamiento de Papalotla. Texcoco, 13 de noviembre de 1825”, AHMT, Fondo Independencia, Sección Presidencia, Serie Elecciones, caja años 1825–1870. 10
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Pese a los reclamos de los vecinos y su intento de crear su ayuntamiento, el subprefecto Arce anuló el proceso de elección en Papalotla, argumentando que la población de este pueblo era menor a mil habitantes. Ante la negativa del subprefecto, los vecinos de Papalotla, principalmente el grupo de comerciantes, solicitaron al gobernador del estado formar un ayuntamiento por separado. El 2 de mayo de 1827 el Congreso del Estado decretó que Papalotla contara con ayuntamiento separado del de Tepetlaoxtoc.12 En el cuadro 1 se registra los años en que algunos comerciantes y labradores ocuparon el cargo de alcalde o síndico de Papalotla. Años después, gran parte de estos personajes seguían presentes en los cabildos. Cuadro 1. Alcaldes y síndicos de Papalotla, 1820–1851 Nombre
Ocupación
Alcalde (años)
Mariano Balcázar
Administrador del correo, Comerciante
1820, 1825
Luis Molina
Comerciante
1823, 1834, 1847
Francisco Torices
Labrador
1827
1836, 1837
Secundino Alonso
Fiel contraste, 1828 comerciante, labrador
1825, 1833, 1849, 1850
Vicente Alonso
Comerciante
1835
Francisco Velásquez
1833
Hermenegildo García
Labrador
1835
Joaquín Velásquez
Labrador
1836
Félix Ortiz
Comerciante
1837, 1851
12
Síndico (años)
1848
“Decreto de 2 de mayo de 1827”, Colección de decretos, 1850a.
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ENTRETELONES DE LA GUERRA DE INDEPENDENCIA Fuente: ANT, protocolos 1823–1824; AHEM, Fondo Gobernación, Sección Gobernación, Serie Municipio, vol. 1, exp. 1 y 2: actas de cabildo de Papalotla de 1832–1837.
En la composición del ayuntamiento de Papalotla destaca la participación del indígena Secundino Alonso, un próspero comerciante. En 1825 este personaje fue nombrado síndico procurador del cabildo; tres años después, en 1828, fue electo alcalde. Pese a que Alonso no entregó cuenta de las finanzas del municipio durante su gestión, en 1833 fue nombrado de nuevamente síndico procurador. En los siguientes años siguió formando parte del ayuntamiento por el grupo que lo impulsaba en las elecciones. El grupo de Secundino Alonso estaba integrado por labradores, comerciantes, tejedores y tochomiteros.13 Para el grupo de comerciantes era más atractivo ocupar las posiciones de la alcaldía o la sindicatura dentro de los ayuntamientos. La razón era que tanto el alcalde como el síndico tenían amplias facultades para representar a los pueblos. El alcalde tenía la capacidad de decidir sobre la administración de los pueblos y la sindicatura les permitía negociar pleitos que involucraban intereses personales. Los ayuntamientos estaban autorizados a cobrar pensiones sobre las actividades comerciales. El ayuntamiento de Texoco aprobó el cobro de un impuesto semanario para las canoas que salieran del embarcadero municipal rumbo a la Ciudad de México.14 A los productores de pulque de Atenco se les impuso una cuota por el uso del terreno donde comercializaban sus productos.15 En Chicoloapan se aprobaron arbitrios por el uso de temascales, la fabricación de salitre y por los carros que entraran el día de “Acta de cabildo de Papalotla de 28 de enero de 1836”, AHEM, Fondo Gobernación, Sección Gobernación, Serie Municipios, vol. 1, exp. 2. 14 “Noticias de las canoas que trafican por el canal de Santa Cruz. Toluca, 29 de septiembre de 1851”, Biblioteca del Congreso del Estado de México (BCEM), S.E., exp. 165, tomo 171. 15 “Informe del ayuntamiento de Atenco sobre la venta de pulque en Tocuila. Atenco, 8 de julio de 1856”, AHMT, Fondo Independencia, Sección Presidencia, caja años 1856. 13
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mercado.16 Y por último, la corporación de Papalotla acordó “como único y último recurso para que auxilie a los arbitrios establecidos se señale a los dueños de tiendas y pulquerías una contribución proporcionada a cada uno de ellos”.17 Los productos que entraban a los mercados locales debían pagar alcabalas. Sin embargo, el cobro de las alcabalas restringía la actividad comercial. En 1825 el alcalde de Aculco solicitaba al gobernador que suspendiera el cobro de la contribución directa o “que sea libre este pueblo del cobro de alcabalas, por el tiempo que V.E: tenga a bien, pues este es el mejor medio de que el comercio facilite arbitrios a sus habitantes para su restablecimiento”.18 La guerra sí había cambiado el panorama del comercio local en los pueblos. Los ayuntamientos de Texcoco, y Papalotla estaban dominados por los comerciantes que junto a los hacendados locales y funcionarios públicos formaban parte de un grupo de notables. Destaca el hecho que los comerciantes se involucraron en la vida política de sus comunidades. Algunos de estos personajes además de atender sus negocios ocupaban puestos públicos, por ejemplo en la administración de correos, del Tabaco y de Alcabalas, pero principalmente formaron parte de la administración municipal.
EPILOGO: LAS FERIAS COMERCIALES Y EL COMERCIO LOCAL Después de 1824 el gobierno mexicano retomó el antiguo Plan de Ferias para impulsar el comercio local y motor del desarrollo económico de los pueblos. Las ferias comerciales fueron impulsadas por el gobierno virreinal para el comercio libre de las mercancías traídas de España o Manila. La feria era un privilegio real que sólo pudo realizarse en los años que las flotas llegaban al puerto de Veracruz. En 1785 quedaron interrumpidas las ferias “Cuenta mensual de la hacienda municipal de Chicoloapan, marzo 1856”, AHMT, Fondo Independencia, Sección Presidencia, caja 1853– 1856. 17 “Acta de cabildo de Papalotla de 2 de julio de 1847”, AHEM, Fondo Gobernación, Sección Gobernación, Serie Municipios, vol. 1, exp. 1. 18 Archivo Municipal de Aculco (AMA), Presidencia, Aculco, mayo 25 de 1825. 16
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mayores, prefiriendo el establecimiento de casas comerciales en la ciudad de Veracruz. Las ferias de carácter local fueron promovidas por los comerciantes regionales (San Juan de los Lagos y Atlixco), pero la guerra canceló la posibilidad de establecer nuevos centros de comercio. En el sistema federal, los estados de la república fueron los responsables de impulsar esta actividad. El 26 de marzo de 1825 el Congreso Constituyente del estado de México otorgó licencia para que la ciudad de Chilpancingo realizara una feria anual en el mes de diciembre. Durante los ocho días de feria los tratantes y comerciantes quedaban exentos “del pago de los derechos que pertenezcan al Estado y de los municipales que estén impuestos en el lugar”. Las villas de Tixtla y Chilapa, Guerrero recibieron un trato similar (Colección de decretos, 1848: 55, 84, 98). En 1827 el Congreso del Estado de México autorizó una feria de diez días al pueblo de Tenancingo, con el privilegio que los comerciantes que acudieran a ella no pagaran las pensiones nacionales, estatales o municipales sobre el comercio. La gracia se otorgó por ocho años (Colección de decretos, 1850: 19). La política de establecer ferias comerciales también fue seguida por el gobierno federal. En 20 de abril de 1826 el Congreso Nacional dio concesión de una feria anual al territorio de Tlaxcala, alternándose entre la capital y la villa de Huamantla con libertad de todo derecho y con duración de 17 días. Un año después el Congreso determinó formar dos ferias anuales de 15 días, una en Tlaxcala y otra en Huamantla. (Colección de órdenes, 1829: 25). Las ferias eran espacios de comercio y socialización. En la villa de San Agustín de las Cuevas era celebrada una feria anual. La descripción de esta feria nos puede dar indicios de la importancia que comenzaron a tener las ferias en los pueblos: Mientras dura la feria, las calles y plazas de San Agustín están de día y de noche, llenas de gente, que duerme a la belle étoile o buscan refugio bajo los carruajes que abarrotan la plaza. Se encuentran provisiones de todas clases en los puestos levantados para la ocasión; los caballos y las mulas están estacados en todas direcciones alrededor del pueblo; se construyen jacales provisionales con ramas y petates; y como se usan gran profusión de flores en todas estas estructuras, nada hay más pintoresco que el aspecto de esta escena tan abigarrada (Ward, 1981: 98).
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Además las ferias comenzaron a tener el atractivo de los juegos de azar y los bailes en los palenques. Las ferias se instalaron para fortalecer los fondos municipales pero los comerciantes insistían en que las autoridades toleraran los juegos de azar durante los días de feria.19 Si bien el Congreso autorizaba los días de feria, era el Ejecutivo del Estado el responsable de establecer la advocación religiosa a la que se ligarían los festejos. En marzo de 1826 Melchor Múzquiz, gobernador del Estado de México ordenó que la feria de Tixtla tuviera su inicio el 12 de diciembre (la Virgen de Guadalupe) y se extendiera hasta el 19 de diciembre. La noticia de la instalación de la feria debía publicarse en las 123 municipalidades del Estado.20 En los años siguientes, el gobierno autorizó la creación de 12 ferias comerciales que estaban destinadas a fomentar el comercio local; el atractivo para los vecinos de los pueblos era la diversión programada por las autoridades y especialmente, no pagar derechos aduanales o los comerciales. En las ferias se abastecían los comerciantes al menudeo de los pueblos. Los comerciantes locales habían logrado el control político de los ayuntamientos, pero también lograron formar espacios de sociabilidad. Las tiendas eran utilizadas por los compradores “como centros de chismorreo y escándalos”. Un viajero francés señalaba que los tenderos habían creado un sistema para atraer a sus clientes, a los chiquillos un caramelo a los hombres y mujeres un cigarrillo o un poco de “mistela”, especie de brandy. Incluso las tiendas eran lugar de citas, se decía que “la tienda es el gran hacedor de compromisos” (Sartorius, 1990: 220). Las ferias representaron una propuesta de fortalecimiento del comercio local, el éxito de este plan fue notable si recorremos hoy en día los pueblos mexicanos y vemos anunciadas sin número de ferias comerciales.
19 20
f. 2.
“Decreto de 6 de febrero de 1847”, Colección de decretos, 1850b. “Decreto del 16 de marzo de 1826” AHEM, V. 5, exp. 38, 1826,
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ALTERNATIVAS ECONOMICAS EN TIEMPOS DE GUERRA. SALTA 1810–1821* SARA E. MATA
CONICET—CEPIHA UNIVERSIDAD NACIONAL DE SALTA (ARGENTINA)
En la Provincia de Salta la guerra de independencia adquirió perfiles muy violentos ocasionando serios trastornos sociales y económicos. Entre 1810 y 1821 el conflicto bélico alteró el comercio de la región con las provincias alto peruanas y el Perú, afectando la actividad económica y la recaudación fiscal, lo cual limitó las posibilidades de manutención de las milicias y el pago de los salarios militares. La prolongación del conflicto, la generalización de la insurrección local y el escaso apoyo económico que brindaron las autoridades de Buenos Aires derivó en saqueos, apropiaciones, ocupación de tierras y rebeldía frente al pago de gabelas y tributos por parte de la población movilizada por esta guerra informal o de recursos desarrollada especialmente a partir de 1816. A pesar de las dificultades que implica realizar un análisis de la economía regional en el contexto de una guerra prolongada nos proponemos estudiar el comercio local y regional afectado por la Este trabajo forma parte del PIP CONICET 0247 y del Programa CIUNSa 1893 — Una versión previa fue presentada en el Primer Congreso Latinoamericano de Historia Económica (CLADHE) — IV Jornadas de Historia Económica. Montevideo, 5 a 7 de diciembre de 2007. Agradezco los comentarios de Raúl Fradkin y de Ariadna Islas. *
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136 ALTERNATIVAS ECONOMICAS EN TIEMPOS DE GUERRA carencia de moneda y la alteración de los circuitos mercantiles, observando el flujo mercantil, la recaudación fiscal, la imposición de impuestos extraordinarios y de préstamos voluntarios o forzosos destinados a sostener a una considerable fuerza militar y las estrategias desplegadas por comerciantes y hacendados para preservar tanto el giro mercantil como los patrimonios particulares. Con el fin de identificar cuáles fueron los intereses menoscabados por la guerra y cuáles resultaron favorecidos, será necesario prestar atención a la deuda pública, a su cancelación y a las posibilidades que brindaba la aproximación al poder político y militar.
COMERCIAR EN TIEMPOS DE GUERRA El comercio de Salta fue, sin dudas, la actividad económica que sufrió mayores alteraciones como consecuencia de los avatares de la guerra. A fines de la colonia los propietarios de tierras y los comerciantes obtenían buenos dividendos en la cría, invernada e internación de ganado vacuno y mular. La remisión anual de ganado hacia el Perú y el Alto Perú favoreció la comercialización de efectos de Castilla y de la tierra, productos con los cuales se habilitaba también a capataces y peones que conducían las tropas a los destinos andinos. El retorno en metálico fortaleció los giros comerciales y propició la inversión de parte de las ganancias derivadas del comercio en tierras de buenas pasturas contribuyendo así a consolidar la gran propiedad rural y la riqueza de la elite mercantil estrechamente vinculada a los antiguos troncos familiares herederos de la conquista española (Mata de López, 2000) El conflicto político y militar habría de alterar de manera significativa esta circulación mercantil, pero cabe preguntarse si esta alteración significó la interrupción y quiebre de la vinculación mercantil de manera permanente o si es posible establecer momentos diferenciados e identificar estrategias para conservar en cierto modo los mercados alto peruanos y peruanos, y en ese caso qué papel tuvo el contrabando y el comercio con el enemigo, acicateado por las urgentes necesidades, no solo de los comerciantes sino también del estado. Finalmente, es también pertinente preguntarse de qué manera se reorientó el comercio y en qué medida el abastecimiento de las tropas tanto las “patriotas” como las realistas ofrecieron alternativas al comercio y en qué circunstancias ese abastecimiento favoreció el enriquecimiento de medianos productores rurales o de algunos comerciantes que, a
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137
fines de la colonia, operaban en pequeña escala en el comercio local y regional. Plantear de esta manera el problema nos enfrenta a una lectura deliberadamente desconfiada de los extensos alegatos y representaciones efectuadas por los sectores propietarios ante las autoridades militares y civiles que invariablemente hacen referencia a los enormes perjuicios económicos padecidos por la interrupción del comercio altoperuano y la presencia de hombres armados (milicias o ejército) que arrasan los campos. Detrás de ellas, también invariablemente, se encuentra la solicitud de una excepción, de un reconocimiento económico o de una compensación material, formulada de manera individual o colectiva. Permiten entonces vislumbrar la continuidad de prácticas sociales de antiguo régimen en la relación con el poder que legitiman la solicitud de retribuciones por la prestación de servicios, en estos casos a la patria o al Rey. Más complejo y difícil resulta contrastar estos escenarios de desolación y ruina con la información generada de la actividad mercantil en sí. Nos referimos a registros fiscales y a protocolos notariales que den cuenta de la magnitud del comercio, sin restringirlo por supuesto tan solo al abastecimiento del mercado local y regional de fines de la colonia. La presencia de tropas realistas en la ciudad en reiteradas oportunidades entre los años 1812 y 1821, alteró los registros que carecen de información relativa al tiempo en que se verificó esa ocupación. A este inconveniente es preciso sumarle la renovación de los funcionarios encargados de llevar estos registros quienes ya fuese por haber emigrado, por vejez, por enfermedad o por muerte, debieron ser suplantados por otros menos preparados o mas presionados por el poder político que los había designado. En este sentido, la documentación ofrece la posibilidad de reconstruir tan solo fragmentariamente ciertas prácticas mercantiles implementadas en el fragor de la guerra y de recuperar indicios acerca de las posibilidades ofrecidas a los comerciantes en la coyuntura política y militar de la primera década revolucionaria. La precariedad de los registros fiscales de alcabalas y sisas de estos primeros años revolucionarios, permite, no obstante, comprobar que a pesar de las dificultades generadas por la guerra los comerciantes continuaron transitando el circuito colonial, aún cuando el comercio mular registró una notoria merma (Mata de López, 2001:145–149)
138 ALTERNATIVAS ECONOMICAS EN TIEMPOS DE GUERRA Cuadro I: Alcabalas de Salta. 1800–1809 Año
E. Castilla
E. Tierra
Reventa
Contrato
TOTAL
1801
3.711 ps.
11.736 ps.
—
—
15.447 ps.
1802
1.417 ps.
11.437 ps.
—
—
12.854 ps.
1803
3.813 ps.
5.200 ps.
100 ps.
—
9.113 ps.
1804
3.430 ps.
8.291 ps.
239 ps.
1.197 ps.
13.157 ps.
1805
2.889 ps.
5.810 ps.
275 ps.
1.221 ps.
10.195 ps.
1806
1.442 ps.
5.664 ps.
294 ps.
1.387 ps.
8.787 ps.
1807
1.387 ps.
7.472 ps.
287 ps.
1.621 ps.
10.767 ps.
1808
2.102 ps.
4.945 ps.
—
1.414 ps.
8.461 ps.
1809
2.238 ps.
3.820 ps.
33 ps.
1.195 ps.
7.286 ps.
Totales
22.429 ps.
64.375 ps.
1.228 ps.
8.035 ps.
96.067 ps.
Fuente: AGN. Sala XIII. 10.3.1; 10.1.5; 10.2.1 Agradezco a Eduardo Alejandro Wayar haberme facilitado los datos relativos a las Alcabalas de estos años.
Según puede apreciarse, entre los años 1801 y 1809 un porcentaje considerable de la recaudación del ramo de alcabalas correspondía a los efectos de la tierra y de ellos mayoritariamente al ganado mular y vacuno, comercializado con destino al Alto Perú (Mata de López, 1991:147) También se evidencian síntomas de decadencia en el comercio local previo a los acontecimientos de 1810, entre cuyas posibles causas se encontraría sin dudas la fuerte sequía que a partir de 1805 asoló el Alto Perú y también a Salta y Jujuy (Tandeter, 1991) Indudablemente los problemas ocasionados por la guerra en el comercio alto peruano, al encontrarse en manos realistas las principales ciudades de esas provincias, afectó notoriamente al rubro mular, principalmente por tratarse de un ganado clave para la movilidad de las tropas en el espacio andino. No en pocas ocasiones, las invasiones realistas en la jurisdicción de Salta, tuvieron como objetivo primordial proveerse de ganado y aún
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aquellas — como las de 1812, 1814 y 1817 — que respondieron a una estrategia política-militar aprovecharon para hacerlo. Cuadro II. Alcabalas de Salta. 1812–1820 Año
E. Ultramarinos
E. Terrestres
Reventa
Contratos
TOTAL
1812*
7.125 ps.
3.273 ps.
299 ps.
870 ps.
11.567 ps.
1812**
1.782 ps.
207 ps.
—
119 ps.
2. 108 ps.
1813
8.237 ps.
7.258 ps.
503 ps.
948 ps.
16.946 ps.
1814***
10.952 ps.
2.343 ps.
—
491 ps.
13.786 ps.
1815****
7.871 ps.
4.006 ps.
—
526 ps.
12.403 ps.
1816
3.485 ps.
2.273 ps.
259 ps.
371 ps.
6.388 ps.
1817*****
1.470 ps.
1.876 ps.
155 ps.
217 ps.
3.718 ps.
1818
5.464 ps.
1.463 ps.
10 ps.
626 ps.
7.563 ps.
1819
1.888 ps.
1.315 ps.
301 ps.
661 ps.
4.165 ps.
1820
3.903 ps.
908 ps
—
—
4.811 ps.
Totales
52.177 ps.
24.922
1.527 ps.
4.829 ps.
83.455 ps.
* Meses de Enero a Agosto previos a la invasión de Pío Tristán a Salta ** Meses de Setiembre a Diciembre bajo administración realista *** Meses de Enero a Julio Salta se encontraba bajo administración realista. Las Cajas se llevaban en Tucumán**** A partir de Mayo de 1815 y hasta Junio de 1821 fue Gobernador de Salta Martín Miguel de Güemes ***** Meses de Enero a Mayo invasión del General Español José de la Serna. Fuentes: Sala XIII — 10.5.1. Legajo 36; 10.5.2. Legajo 37, 38; ABHS. Hacienda. 399; Hacienda 478
140 ALTERNATIVAS ECONOMICAS EN TIEMPOS DE GUERRA Antes de comenzar a analizar la recaudación de alcabalas correspondientes a estos años es preciso tener en cuenta que los registros fiscales de este período presentan importantes alteraciones, debidas tanto al traslado de las cajas cuando la provincia era invadida por los realistas como al registro de montos adeudados por ventas realizadas en años anteriores. Durante el gobierno de Güemes, entre los años 1815–1821, fueron autorizados descuentos a aquellos comerciantes que ofrecían pagar de contado y particularmente a partir de 1816, al fallecer el último funcionario borbónico que atendía las Cajas de Hacienda, los registros se observan más desprolijos. Sin embargo, mas allá de sus imprecisiones demuestran las dificultades, cuando no la interrupción, del comercio mular con el Alto Perú. La lectura atenta de estos datos demuestra que el comercio, a excepción del mular, continuó en los parámetros de los años previos de la colonia, en particular en lo efectos de la tierra o terrestres tal como pasaron a llamarse después de 1810. Un dato sorprendente es el aumento que registra la alcabala de efectos ultramarinos, que requiere un estudio más detenido que el que puede ofrecerse en esta oportunidad. La pregunta que se impone es si esta duplicación holgada de la comercialización de efectos ultramarinos que se registra en Salta se debe a las demandas del ejército — tanto patriota como realista-, a un mayor aforo de las mercancías o a las demandas alto peruanas, a veces clandestinas y a veces favorecidas por la apertura del circuito mercantil, ante un comercio vía Lima más restringido por la imposibilidad de esa plaza de surtirse de esos efectos. De todos modos estos datos nos permiten comprobar de qué manera los avatares de la guerra favorecieron al comercio, particularmente el de efectos ultramarinos al reinstalar durante unos meses el circuito mercantil con el Alto Perú. La presencia del ejército de Castelli en 1811 en Potosí, la victoria de Manuel Belgrano en Salta en el mes de febrero de 1813 y sus posteriores éxitos en el Alto Perú, la invasión realista de 1814 (enero a agosto) y la presencia del Ejército Auxiliar del Perú en 1815 en el Alto Perú hasta diciembre de ese año, favorecieron el comercio al franquear la internación de mercancías, en especial efectos de Castilla y de ganado, según puede comprobarse de los registros de alcabalas. Los comerciantes aprovecharon las coyunturas que brindaban los ejércitos para cobrar acreencias y ejercer su actividad.
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Así, el 53% de las guías libradas en 1811 por la Tesorería de Salta tuvieron como destino Potosí o el Perú, incluyéndose en ese año ganado vacuno y mulas.1 La internación de mulas fue considerablemente menor a los años previos a la revolución, ya que gran parte de los mulares debían ser declarados por orden de Chiclana, Gobernador Intendente de Salta, para atender a las necesidades del Ejército Auxiliar. A pesar de ello abonaron el derecho de sisa 7.045 mulas, cantidad sin duda irrisoria si la comparamos con las 45.011 que se internaron en 1807 (Sánchez Albornoz, 1969:293). Una de las mayores dificultades para los comerciantes alto peruanos fue precisamente la carencia de mulas para el traslado de las mercancías. El envío de mercaderías ultramarinas y terrestres a Cochabamba y otros destinos en el Alto Perú continuó en los primeros meses de 1812, hasta que la retirada del Ejército Auxiliar del Norte al mando de Belgrano, no solo interrumpió el comercio sino que también obligó la retirada, de los comerciantes y vecinos comprometidos con la revolución, hacia Tucumán donde también fueron llevados los libros de Hacienda. Durante la administración realista se abrieron otros registros, pero la actividad mercantil se reveló seriamente alterada, aún cuando algunos comerciantes aprovecharon la coyuntura para realizar jugosos negocios. Entre quienes valoraron la oportunidad que les ofrecía la restauración realista se encontraba José Ovejero, propietario de una estancia en la frontera. En setiembre de 1812 escribió a Juan Saturnino Castro — quien fue reconocido en Salta como un ardiente realista — que “... mientras se redondea el negocio de mulas, conviene que saques del Gobierno una inhibitoria para que ni a tí ni a mí, como apoderado y fiador ningún acreedor nos execute ni moleste …” y unas líneas más adelante le aconsejaba “… si piensas por acá algún destino no hay mejor bocado que la Sargentía Mayor y Comandancia de Frontera, que es el que tuvo Albisuri, si te acomodase otro y fuese posible conseguir aquel para un primo y amigo, tenme presente pues solo ese destino me haría cuenta por
“Guías libradas año 1811” Archivo y Biblioteca Históricos de Salta (ABHS). Carpeta de Gobierno año 1811. 1
142 ALTERNATIVAS ECONOMICAS EN TIEMPOS DE GUERRA facilitar mejor los auxilios para mi hacienda ...”.2 Como claramente señalaba Ovejero, la Comandancia de Fronteras constituía un puesto clave en el comercio clandestino por su proximidad con Tarija y esta circunstancia fue, sin duda, aprovechada tanto por realistas como por patriotas. En enero de 1813 cuando aún Salta se encontraba en manos realistas, comerciantes importantes como Manuel Antonio Texada y Pedro de Ibazeta, solicitaron autorización para llevar hierro y yerba a Tarija.3 Cuando el ejército realista vencido por Belgrano en el mes de febrero se retiró al Alto Perú muchos vecinos emigraron acompañándolo en su retirada. Manuel Antonio Texada y Pedro Ibazeta junto con otros comerciantes, que no ocultaban sus simpatías por el Rey, debieron soportar al quedarse tan solo mayores contribuciones sin que sus actividades se resintieran. En contraposición con las ventajas obtenidas por Ovejero, los comerciantes que emigraron voluntaria o forzosamente a Tucumán en 1812 y en 1814 pasarían mayores dificultades. Tal fue el caso de Guillermo Omaerchea, vecino y comerciante de Salta que en 1812 se trasladó a Tucumán con las mercancías de su tienda “para no surtir al enemigo”. El Cabildo de Tucumán apremió a Omaerchea a abonar 16 pesos por la apertura de tiendas pertenecientes a individuos no vecinos de la ciudad, y éste solicitó a Belgrano ser eximido de pagar el citado impuesto aduciendo que sus efectos habían ya abonado en Salta las alcabalas de reventa y los derechos municipales. Consideraba injusto pagar “duplicados derechos” cuando había experimentado crecidos gastos para trasladarse y se veía obligado a vender sus mercancías “a los principales para tener como subsistir” ya que los “... precios se han rebajado mucho más del corriente de Salta, ya por el menor consumo que siempre ha tenido esta plaza con respecto a aquella por estar más inmediata a la capital de Buenos Aires y ya también por las innumerables tiendas que se han reunido en este pueblo de las que se dirigían a Salta, Jujuy y demás del Perú”. Belgrano consideró justo el reclamo y ordenó que no se le cobrasen más impuestos “...por cuanto Impresos. Archivo General de la Nación (AGN), Buenos Aires. Sala VII. Gobierno de Salta, Documento 2480. 3 “Petición de Guía para llevar mercaderías a Tarija”. ABHS. Fondo de Gobierno. Año 1813. Caja 30. 2
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no vino a esta plaza por mera especulación mercantil, sino siguiendo mis órdenes”.4 Tanto en 1813 como en 1815 el comercio con el Alto Perú fue restablecido gracias a las transitorias estadías del ejército de Buenos Aires. Los comerciantes de Salta y los del Alto Perú no desaprovechaban los avances de los ejércitos, al que acompañaban provistos de sus mercancías. En estos años los registros fiscales muestran el ingreso constante a la plaza de Salta de cestos de coca, azúcar y tucuyos cochabambinos. Igualmente en esos dos años los registros de los libros de Alcabalas de Salta consignaron un considerable número de envíos de efectos ultramarinos a Cochabamba, destino al que se agregan en 1815 Potosí, Valle Grande, Santiago de Cotagaita y el interior del Perú. En 1811, 1813 y 1815 se comercializaron también en el Alto Perú ganado vacuno y mular, este último en escasa cantidad. Se modificó también la procedencia de los efectos ultramarinos introducidos en Salta. Si hasta 1813 procedían de Buenos Aires, en 1815 una considerable cantidad proviene de Tucumán, Córdoba e incluso Santiago del Estero. La derrota del ejército de Rondeau y la pérdida definitiva de las provincias del Alto Perú, a las cuales ya no volverá a ingresar el Ejército Auxiliar que permanecerá estacionado en Tucumán a partir de 1815, afectarán severamente a la economía y al comercio salteño. Una consecuencia importante será la falta de monedas de plata. El comercio de ganado, ya dificultado por el control que el Ejército y el gobierno revolucionario ejercían sobre la provisión de mulas y vacunos para el sostén y uso de las tropas, será totalmente prohibido durante el gobierno de Martín Miguel de Güemes y la comercialización de efectos ultramarinos y terrestres sufrirá igual prevención por parte de la administración realista en el Alto Perú, preocupada por evitar que los “facinerosos insurgentes” consiguieran numerario a través de este comercio. La compra de mercancías ultramarinas realizada en 1815 a comerciantes ingleses por valor de 107.517 pesos agravó aún más la escasez de monedas, “Dn. Guillermo Omaerchea al Sr. General en Jefe”. Archivo Histórico de Tucumán. (AHT), Sección Administrativa. Vol. 22. fs. 329– 338. 4
144 ALTERNATIVAS ECONOMICAS EN TIEMPOS DE GUERRA ya que el pago fue en efectivo y los reveses sufridos por el ejercito en el Alto Perú a fines de ese mismo año impidió su venta en ese mercado, para el cual habían sido adquiridas.5 En parte para paliar esta situación y en parte para satisfacer los reclamos de los exiliados alto peruanos residentes en Salta, una de las medidas adoptadas por Güemes y que le granjeó el encono de parte de la oficialidad del ejército de Rondeau, fue la requisa que ordenó realizar a los equipajes pertenecientes a los Oficiales del Ejército Auxiliar en su tránsito hacia Tucumán. El objetivo era decomisar dinero, plata en piña y objetos de plata, cuya pertenencia no pudiera ser justificaba legalmente, para robustecer los ingresos destinados a sostener al ejército.6 La falta de moneda se agravaría en 1817 y el comercio, particularmente el de efectos ultramarinos, sufrirá las consecuencias. Las alcabalas de ese año y los siguientes muestran claramente recesión. El comercio de productos locales y regionales, especialmente el realizado al menudeo, soportó mejor la escasez de moneda pues comenzó a circular una moneda feble de baja ley o moneda “Güemes”, como también se la llamó, elaborada clandestinamente por plateros de la ciudad. Güemes defendió la circulación de esta moneda que le permitía saldar salarios de la tropa y llegó a solicitar al Congreso General y al Director Supremo autorización para resellarlas y darles curso legal. A pesar de la rotunda negativa y de la oposición de Manuel Belgrano, por medio de un Bando, Güemes dispuso el curso forzoso de esta moneda en toda la provincia previa aplicación de un resello o contramarca a cargo del Gobierno (Cunietti-Ferrando, 1966:10) A favor de su circulación aducía que la misma se encontraba “...en manos inocentes, que con el fusil y la espada detienen las marchas del enemigo...”, advirtiendo que “...su pronta prohibición en las presentes críticas circunstancias ocasionaría o un clamor general, o el desmayo y desaliento de mis bravos provincianos, que con la más emulable energía sostienen la
“Libro Auxiliar de Alcabalas”. AGN. Buenos Aires. Sala XIII — 10.5.2. Legajo 37. 6 “Oficio pasado por el Gobernador de Salta por sustracción de Caudales, 1816”. AGN. Buenos Aires. Sala X. 7–3–4. 5
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libertad de los demás...”.7 El apoyo de Güemes a la circulación de esta moneda avivó los recelos del Congreso Nacional y de las autoridades de Buenos Aires ya que no solo temían los perjuicios económicos, derivados de la circulación de una moneda de baja calidad, sino también entreveían en la decisión de resellar y legalizar esta moneda un desafío a los derechos soberanos de las Provincias Unidas del Río de la Plata. La “moneda de Güemes”, como se la conoció, continuó circulando mientras los comerciantes de Buenos Aires y Tucumán, entre otros además de los salteños, realizaron numerosas tratativas tendientes a lograr que la Tesorería de Buenos Aires remitiera el dinero necesario para su rescate o autorizara el resellado. Finalmente, la Tesorería de Buenos Aires envió los fondos necesarios para tal fin “...cerrando los oídos al clamor general de la clase más inocente y más infeliz de esta Provincia”.8 Con estas palabras Martín Miguel de Güemes le informaba a Manuel Belgrano acerca del cumplimiento de las disposiciones emanadas del Director Supremo y remarcaba el grave problema que significaba el haber suprimido la circulación de esta moneda con la cual el Gobierno de la Provincia de Salta abonaba los salarios de los Cuerpos de Línea y de las milicias gauchas cuando sus servicios eran requeridos. Fue Güemes también quien denunció los perjuicios ocasionados por la pérdida de las minas alto peruanas y el comercio inglés. En oficio dirigido al Director Supremo en Junio de 1818 señalaba “Últimamente nuestras casas de fábrica de moneda las mirábamos en poder de nuestros enemigos, y por esta misma privación, nuestras pastas y piezas de oro y plata las hemos visto pasar a manos extranjeras por la mitad menos de su legítimo valor... pues solo un comerciante inglés llevó de esta ciudad de Salta días antes de la entrada en Jujui del General Serna más de setenta arrobas de plata labrada compradas a cuatro pesos el marco”. Y en el mismo oficio brindó una relación completa de la circulación de esta moneda al argumentar a favor de su utilización en el mercado local “En el supuesto pues de la absoluta carencia de monedas legítimas en que nos “Oficio de Güemes al Director, Jujuy enero 3 de 1818”, en Güemes 1984, Tomo 8: 236. 8 “Oficio de Güemes a Belgrano, Salta mayo 28 de 1818”, en Güemes 1984, Tomo 8: 282. 7
146 ALTERNATIVAS ECONOMICAS EN TIEMPOS DE GUERRA hallamos, porque las pocas que se encuentran no salen del cautiverio de los mercaderes que comercian con efectos europeos y las destinan para llevar a esa capital como centro de estas relaciones y reciben las falsas para pagar a los sastres, zapateros, panaderos, vivanderos, buhoneros y otros gastos domésticos interiores; en este supuesto (repito) de faltarnos aún estos signos o monedas falsas ¿qué gobierno civil podrá haber? ¿qué ocupaciones podré dar a mis provincianos?¿qué giro, qué comercio y qué comunicación podrá haber entre ellos de las especies efectos más necesarios para la conservación de sus vidas?¿qué arte, qué industria, qué labores podrán ejercitarse sin moneda?...”.9 Estas dificultades económicas se reflejarán claramente en los registros de alcabalas de efectos ultramarinos de los años 1816 y 1817, en tanto que en 1818 probablemente el rescate de moneda feble favoreció una mayor comercialización de esos efectos, compensatoria de los dos años anteriores, que de todos modos acusaría una notoria depresión a partir de 1816. Esta decadencia de la actividad mercantil que reflejan los registros fiscales durante los años de la administración de Güemes estaría denotando las consecuencias derivadas de la prohibición de comerciar con el enemigo, establecida tanto por los revolucionarios como por los realistas. En estas circunstancias es claro que el contrabando constituía el único camino posible y si bien el comercio clandestino de efectos ultramarinos fue tolerado con el fin de conseguir dinero serán las mulas, reclamadas por el ejército realista y los comerciantes para movilizarse en el espacio andino, las que otorgarán los mayores réditos. El comercio de ganado mular practicado en estos años fue denunciado y admitido en el Juicio de Residencia que, en 1824, se sustanciara a Pedro Antonio Ceballos, Tesorero del Ramo de Hacienda desde 1816, pues de acuerdo a sus dichos a pesar de las prohibiciones “se ha hecho públicamente este tráfico con apoyo y autorización de la administración anterior”, es decir durante el gobierno de Güemes.10 El abastecimiento de tucuyos, cestos de coca y azúcar se alteró ante la clausura legal del comercio con el Alto Perú. El tucuyo “Oficio de Güemes al Director Supremo. Salta, Junio 1° de 1818”, en Guemes 1984, Tomo 8: 273 — 279. 10 “Juicio de Residencia a Pedro Antonio de Ceballos”. ABHS. Correspondencia. Caja Principal de Hacienda, Legajo 333, fs. 180. 9
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prácticamente desapareció del mercado y fue reemplazado por las telas inglesas, el azúcar ingresó por Buenos Aires y los cestos de coca fueron introducidos con guías de Cachi (valle Calchaquí, jurisdicción de Salta) y del Mineral del Rosario en la Puna, evidentemente de manera clandestina, ya que estos parajes no eran centros de producción ni comercialización.11 Es preciso entonces diferenciar las dificultades del erario para sostener los crecientes gastos que demandaban la movilización militar y la guerra de las posibilidades que tenían los comerciantes para continuar su actividad. El indicio de que a pesar de sus quejas y lamentos encontraron en muchos casos alternativas para sortear los inconvenientes que acarreaban las circunstancias políticas lo constituye el hecho de ser, aún luego de varios años de guerra, el único sector social que poseía capitales suficientes para aportar recursos al estado, bajo la forma de empréstitos.
EL PESO DE LA GUERRA. COMERCIANTES, HACENDADOS El reclutamiento y abastecimiento de las milicias en 1810, requirió de recursos económicos para trasladar el ejército, aprovisionarlo y pagar a los soldados. Para ello se recurrió, en primer lugar, a los recursos fiscales. Los fondos del erario público permitieron en estos primeros años de revolución — cada vez con mayores inconvenientes — costear, en parte, los extraordinarios gastos que insumían el reclutamiento de hombres y la organización del Ejército del Norte. El equipamiento y vestimenta de las tropas demandó una importante movilización de recursos y para ello desde Salta se solicitó a las Cajas Menores de Hacienda (Tucumán, Catamarca, Santiago del Estero y Jujuy) la urgente remisión de los fondos.12 Cuando a fines de 1810 la Junta de Gobierno dispuso la creación en Tucumán de una fábrica de fusiles y solicitó a los “Alcabalas de Salta, año 1818”. ABHS. Hacienda, 458. A fines de 1810 el Tesorero de Tucumán informa a Salta que en auxilio de la expedición han sido entregado 16.650 pesos y que solo quedan en esa Caja 930 pesos. “Informe del Tesorero de Real Hacienda de la ciudad de Tucumán”, ABHS. Fondo de Gobierno. Año 1810. Caja 27. 11 12
148 ALTERNATIVAS ECONOMICAS EN TIEMPOS DE GUERRA Ministros de Hacienda que franqueen los fondos, la Tesorería de Salta pidió autorización para que “… los caudales que se conduzcan de la villa de Potosí se queden en esta Capital y en aquella menor, los puramente precisos a los indicados fines y demás a totalizar el pago de la Expedición que ha caminado y el resto que se está transportando de las provincias interiores…”.13 Los arbitrios de la Intendencia de Salta sufrieron, a pesar de estos ingresos extraordinarios, importantes mermas al reducirse drásticamente la recaudación de sisa y de alcabalas, como consecuencia de las dificultades del comercio y particularmente el del ganado mular y vacuno al Alto Perú, tal como hemos ya analizado. En 1812 la supresión de los tributos indígenas que en algunas jurisdicciones de la Intendencia, como la Puna, constituían un aporte importante y las disposiciones a favor de la libertad de producción y de comercialización del Tabaco, disminuyeron aún más las rentas fiscales. Ante la falta de tributos los sínodos de los curas debieron ser solventados por el estado.14 En 1814, encontrándose ocupada la ciudad de Salta por las fuerzas realistas y trasladado el Gobierno de la Intendencia a la ciudad de Tucumán, se impusieron gravámenes extraordinarios de guerra sobre productos cuyo expendio era considerable tales como la yerba mate, el vino, el tabaco y el azúcar que compensaron solo parcialmente esta disminución de los ingresos fiscales.15 La incautación de los diezmos del Obispado y de las herencias de comerciantes españoles fallecidos sin herederos en América, así como la enajenación de las piñas de plata producidas en Famatina y remitidas a Potosí para su amonedamiento, la confiscación de propiedades y bienes a los vecinos realistas que abandonaron la ciudad o fueron por su condición política confinados fuera de la jurisdicción de la Intendencia resultaron tan solo paliativos
“Solicitud de la Tesorería de Salta”. ABHS. Fondo de Gobierno. Año 1810–1811. Caja 28. 14 “Pago de sínodos de las Cajas del Estado por abolición del tributo”. ABHS. Fondo de Gobierno, Año 1811. Caja 28. 15 “Comerciantes solicitan se anulen impuestos de guerra”. AGN. Buenos Aires. Sala X. Gobierno de Salta. 5.7.4. 13
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transitorios,16 que no alcanzaron para sostener los gastos extraordinarios de guerra. Ante la guerra, los comerciantes y los ganaderos encontraron la alternativa de vender mercancías y ganado al ejército a la vez que intensificaron los caminos alternativos utilizados por el contrabando. Durante los primeros años, el gobierno de Salta adquirió para abastecer al ejército gran cantidad de ganado, principalmente mulas y caballos. Saturnino Saravia, un estanciero poderoso del valle de Lerma, fue quien realizó estas compras en nombre del Ejército. Entre 1810 y 1811 importantes invernadores junto a medianos y pequeños propietarios rurales vendieron al ejército modestas cantidades de mulas17 que se abonaron casi de inmediato.18 Las tropas más importantes, sin embargo, pertenecían a comerciantes alto peruanos, particularmente, José Gómez Rincón y Domingo Olavegoya, vecinos y comerciantes de Potosí y de Lima, quienes, a pesar de tratar de ocultarlas llevándolas a invernar a estancias de la frontera “… para alejarlas del peligro de los ejércitos…”,19 no siempre lograron su cometido. En muchos casos “Expediente de las piñas de plata que hay en la Caja Menor de Tucumán y mandan traer a la principal de Salta para enajenarlo". ABHS. Fondo de Gobierno, noviembre de 1810. Ante la imposibilidad de venderlas por falta de interesados se las llevó a Potosí donde amonedadas importaron 10.318 pesos; Nicolás León de Ojeda comunica en diciembre de 1813 a Nicolás Videla del Pino que los 5.000 pesos correspondientes a los diezmos de Tarija fueron entregadas a las Cajas del Estado. AGN, Buenos Aires. Sala X. Culto. 4.7.2; Los bienes de Francisco Maurín que correspondían a sus herederos ultramarinos se utilizó para el transporte de las tropas auxiliares del Perú. Año 1812. AGN, Buenos Aires. Sala X. Gobierno de Salta. 5.7.3. 17 “Papeles de Hacienda”, AGN, Buenos Aires. Sala X. Hacienda. 22.3.5. 18 “Cartas de deudas por adquisición de ganados”, ABHS. Fondo de Gobierno. Año 1810–1811. Caja 28. 19 En 1811 Rincón y José de Nevares, éste último comerciante peninsular que operaba en Salta desde fines de la colonia, invernaban una tropa de 1230 mulas en la estancia San José ubicada en la frontera en tierras de la reducción de Balbuena pertenecientes a José Gabriel de 16
150 ALTERNATIVAS ECONOMICAS EN TIEMPOS DE GUERRA fueron confiscadas y en otros los invernadores aprovecharon la oportunidad para apropiarse de ellas y venderlas al estado (Mata de López, 2007:695) En julio de 1813, Feliciano Chiclana informaba a Buenos Aires “... que aunque es crecido el número de mulas que hay en la jurisdicción de esta ciudad pertenecientes al estado ... he procedido a comprarlas de particulares …”,20 y unos meses después comunicó a Buenos Aires que los 10.000 pesos del empréstito que le correspondían a Salta resultaron insuficientes por cuanto debió adquirir y remitir a Yavi, Guacalera y Potosí 3.282 cabezas de ganado vacuno para sostener al ejército. El costo de dicho ganado ascendió a 21.000 pesos, suma a la que debió agregarse el pago al contado de los salarios de los arrieros dada la escasez de hombres disponibles como consecuencia del reclutamiento.21 Si bien existieron confiscaciones de ganado, en particular el perteneciente a comerciantes del Alto Perú o a vecinos confinados por no ser afectos a la “causa de la patria”, la venta de mulas a uno u otro ejército fue frecuente, aún cuando los registros fiscales no registren su totalidad. Resultan relativamente escasas las mulas compradas por el ejército que pagan derechos de alcabalas y por supuesto tampoco corresponde que abonen sisa, es decir derechos de internación al Alto Perú. De allí que este comercio no signifique ingresos fiscales. Sin embargo, los particulares que de un modo u otro participaron de estos negocios lograron buenos dividendos o acumularon acreencias a su favor frente al Estado. El ejército también utilizó potreros y estancias para invernada de mulas y caballos y pagó por ello, o reconoció la deuda a los propietarios. Las posibilidades de realizar negocios se condicionaron, más que nunca, por las relaciones establecidas con el poder. Esto fue así Jáuregui, para evitar la confiscación por parte del Ejercito Auxiliar del Perú. “Reclamo por confiscación de ganados”, AGN, Buenos Aires. Sala X. Gobierno de Salta. 5.7.3. 20 “Informe del Gobernador de Salta, D. Feliciano Chiclana al gobierno de Buenos Aires”, AGN, Buenos Aires. Sala X. Gobierno de Salta. 5.7.3. 21 “Dn. Feliciano Chiclana al Gobierno de Buenos Aires”, AGN, Buenos Aires. Sala X. Gobierno de Salta. 5.7.3.
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en las sucesivas ocupaciones de la ciudad por parte de los realistas y también cuando el gobierno volvía a manos de la elite salteña. Los comerciantes intentaron aprovechar cuántas oportunidades se les ofrecía favorecidos, a veces brevemente, por las cambiantes circunstancias políticas. Pedro Antonio Arias Velázquez, un estanciero de Salta que a fines de la colonia participaba en la comercialización de ganados hacia el Perú y en retorno introducía tucuyos y coca intentará mantenerse en el comercio adquiriendo en 1811 a crédito en Buenos Aires efectos ultramarinos por valor de 18.000 pesos de la tienda de Francisco Belgrano, entusiasmado seguramente ante la posibilidad de comerciarlos en el Alto Perú.22 En 1813, cuando nuevamente fue posible introducir efectos ultramarinos en esas plazas, solicitó al Tribunal de Comercio de Salta la entrega de las mercaderías que el gobierno había embargado de “... 21.000 pesos en efectos correspondiente a mi deudor Dn. Mariano Antezana … bajo de fianza asta las resultas del concurso de dichos bienes pues estos efectos como están padecen deterioro…”, argumentando que de esta manera estarían protegidos los intereses de los demás acreedores, aun cuando por tratarse la mayoría de éstos “…contrarios a nuestra justa causa y algunos se hallan con Goyeneche debe preferirse a un patriota como yo que ha servido a ella con su persona y bienes …”.23 Miembro de una de las familias más prestigiosas y ricas e integrante del Cabildo de Salta poseía influencias políticas que trataba de utilizar a su favor para incautar el giro mercantil de un comerciante fidelista o realista de quien era acreedor, en detrimento de otros comerciantes. Sin embargo, también es necesario reconocer que precisamente tanto la adhesión a la causa revolucionaria o a las armas del Rey — e incluso la indiferencia — que pudieran manifestar comerciantes y hacendados, si bien en ocasiones favoreció sus negocios, también les acarreó perjuicios ya que sufrieron, según la suerte de las armas, confiscaciones y saqueos (Mata de López, 2007:697–698). Las confiscaciones alcanzaron “Libro del Ramo de Alcabalas y Sisa. Salta”. AGN, Buenos Aires. Sala XIII. Contaduría Nacional. 19.11.2. 23 “Correspondencia de Pedro A. Arias Velázquez con el Obispo Videla del Pino”. AGN, Buenos Aires. Sala X. Culto. 4.7.2. 22
152 ALTERNATIVAS ECONOMICAS EN TIEMPOS DE GUERRA tanto a hacendados y comerciantes que emigraron con Tristán en 1813, o que siguieron al ejército de Pezuela en 1814, abandonando sus propiedades como a aquellos reconocidos como realistas que permanecieron en Salta. Pero también en estos casos, la suerte que corrieron sus bienes estuvo íntimamente ligada a las redes familiares y las protecciones políticas que pudieron alcanzar, ya que concluida en 1825 la guerra en los Andes, no fueron pocos los vecinos autoexiliados que regresaron y reconstruyeron con éxito sus patrimonios e igual suerte tuvieron las familias que se mostraron indiferentes o apoyaron a los realistas. Un caso, quizás paradigmático, es el de Nicolás Severo de Isasmendi, Gobernador Intendente realista que intentó una contrarrevolución luego de conocidas las novedades de Buenos Aires, en junio de 1810. La Hacienda de Molinos en el valle Calchaquí y sus cuantiosos bienes fueron confiscados en enero de 1814, ante la inminencia de la proximidad del ejército realista, por disposición de Manuel Dorrego que intentaba, de esa manera, obtener recursos para sus tropas y restar posibilidades de aprovisionamiento al enemigo. Además de ordenar el envío a Tucumán del vino, aguardiente, maíz y trigo, cueros de vicuñas y otros productos existentes en la Hacienda, Dorrego dispuso “… que lo que no se pudiese transportar se repartiese a los pobres de aquel vecindario, no dejando en la casa cosa alguna…”.24 Todo haría suponer la ruina de Isasmendi. Sin embargo, si bien no recuperó su ascendente político, habría de morir en 1837 en su hacienda, la cual conservó íntegra y sin mayores menoscabos a sus bienes. La invasión de Pezuela en 1814 fue impiadosa. Los vecinos identificados como simpatizantes o comprometidos con la revolución se vieron obligados a emigrar a Tucumán o fueron confinados y sus bienes sufrieron el saqueo del ejército realista mientras que aquellos vecinos que no temían a la ocupación realista y permanecieron en las ciudades de Salta y Jujuy trataron luego de abandonarlas por el asedio a que las sometían las milicias campesinas, impidiendo su normal abastecimiento. “Expte. relativo a confiscación de bienes a la Hacienda de Molinos, Valle Calchaquí”, ABHS. Fondo de Gobierno. Agosto. Año 1814. Caja 31. 24
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De acuerdo con el relato que Pedro Pablo Arias Velázquez realiza en una carta que envía a su amigo el Obispo Videla del Pino en agosto de 1814, las familias de Salta “...se van saliendo o fugando con mil riesgos y trabajos por la suma miseria en que el sitio de nuestros gauchos tiene a aquel pueblo sin dejarles dentrar nada de biberes, la fanega de arina esta a 30 ps. y asi todo al respectivo, ademas de ésto padece en general muchas extorsiones y contribuciones por el enemigo, fuera de la confiscación que han echo a los emigrados de los intereses que dejaron”. De regreso a Salta, luego de su exilio en Tucumán, en otra carta le informaba al Obispo que afortunadamente sus haciendas no habían sufrido devastación alguna.25 La resistencia ofrecida por los paisanos y las milicias rurales que resistían la ocupación impidió a las partidas realistas confiscar ganados y víveres de las propiedades rurales. Pero si esta movilización rural contribuyó en 1814 a preservar el patrimonio de los estancieros y hacendados, posteriormente cuando el sostén de esas milicias recayó de manera exclusiva sobre la Provincia de Salta y la guerra contra los realistas devino en una guerra de recursos, ese patrimonio se verá afectado. En 1815, y ante un campesinado movilizado, que colaboró abiertamente en hostigar a los realistas en 1814, los propietarios de las estancias del valle de Lerma comprobaron la imposibilidad de cobrar los arriendos y, más grave aún, contar con los servicios personales que anualmente debían prestar los arrenderos (Mata de López, 1999: 167–168) Sin duda esta alteración del orden social, que se sostuvo hasta la muerte de Güemes, afectó los intereses de los estancieros quienes vieron sus tierras ocupadas por la fuerza, ya que a los arrenderos originarios se agregaron otros ocupantes atraídos a esos territorios por la dinámica de la guerra. La situación se agravará aún más en los años subsiguientes y los intereses de un sector considerable de la elite salteña se verán seriamente afectados, pero ¿es posible considerar que se arruinaron? Responder a esta pregunta demanda un análisis más detenido pero si bien podemos relativizar los alcances de la devastación “Carta de Pedro Pablo Arias Velásquez a Nicolás Videla del Pino desde Tucumán. Agosto de 1814”. AGN, Buenos Aires. Sala X. Culto. 4.7.2. 25
154 ALTERNATIVAS ECONOMICAS EN TIEMPOS DE GUERRA denunciada por los propietarios de tierras, no es atinado minimizarla. A partir de 1816 los problemas económicos se agravaron y los 6 años de guerra comenzaron a agobiar a una elite propietaria que había sufrido desmembramientos importantes por el autoexilio de numerosas familias que se retiraron hacia el Alto Perú, huyendo del régimen revolucionario. La falta de moneda y la movilización generalizada expresada en milicias gauchas favorecidas del fuero militar se tradujo en saqueos y atentados contra la propiedad, en tanto el stock ganadero comenzaba a reducirse. En enero de 1818, Pedro Pablo Arias Velásquez escribía al Obispo Videla del Pino comentándole que no tenía “… fondos ninguno pues aunque me deve el estado como un mil y como dos mil por otros particulares no puedo cobrar cosa alguna ya por la mala fe de algunos o ya porque se hallen sin dinero, motivo que ha paralizado mi giro y reducido a atender la labranza para subsistir. Los ganados vacunos, caballar y mular ya los ban devorando y concluyendo el gauchaje y lo concluirán si no se habre pronto el Perú para poder mandar a que se venda para ver algún dinero."26 Ese mismo año Facundo de Zuviría presentaba un alegato al Director Supremo solicitando cancelación de una deuda adquirida por el Ejército Auxiliar en 1815, y en él afirmaba que los hacendados “… solo ven en los defensores de la patria, como en quienes la invaden, hombres que talan sus campos, destruyen sus frutos, arrean y consumen sus ganados y cargan sobre ellos inmensas contribuciones…”.27 Los numerosos reclamos judiciales que afloran luego de la muerte de Güemes denunciando confiscaciones de ganados por parte del estado provincial o de las partidas gauchas no deben, sin embargo, llamarnos a engaño. Si bien no fueron pocos los estancieros y hacendados que levantaron airados sus voces contra el “tirano”, también es cierto que en la medida en que fue posible, el Gobierno autorizó el pago del ganado consumido o de la leña y las velas utilizadas por la tropa o las varas de bayetas utilizadas para la confección de algunas prendas. Así como favoreció a pequeños productores, comerciantes y artesanos, muchos de ellos “gauchos” “Correspondencia de Pedro Pablo Arias Velázquez con el Obispo Videla del Pino, Salta 1818. AGN. Buenos Aires. Sala X. Culto. 4.7.2. 27 “Presentación del ciudadano Facundo de Zuviría a nombre de D. Dr. José Ignacio de Gorriti”. ABHS. Armario Gris fs. 9 26
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milicianos, también benefició a miembros de la elite mercantil y propietaria ya que vestir las tropas o pagar los salarios devengados a los oficiales de Güemes propició la realización de buenos negocios. La necesidad de contar con recursos o — como sugirieron luego sus enemigos — de realizar sus propios “negocios” y favorecer los de quienes le rodeaban, llevó a Martín Miguel de Güemes a autorizar el comercio de efectos ultramarinos con las retaguardias del ejército enemigo y vender mulas del estado a comerciantes de la costa peruana. Hacia 1820, el puerto de Arica se había convertido en uno de los principales puertos abastecedores de productos europeos en el Alto Perú, y por lo mismo no es de extrañar que los comerciantes de Tacna intentaran obtener mulas con las cuales poder transportar mercaderías desde la costa a Potosí y La Paz. Un expediente judicial diligenciado luego de la muerte de Güemes ilustra acerca de este comercio del cual participaron invernadores y estancieros que detentaban poder en el gobierno — aunque ya distanciados políticamente de Güemes — entre ellos Martín y Saturnino Saravia y Juan Antonino Cornejo. Los comerciantes peruanos urgidos por la necesidad de mulas compraron pagando por adelantado. El monto total de la venta ascendió a 5.100 pesos y el dinero fue en parte remitido a las Cajas del Estado y en parte destinado a comprar las mulas aunque nunca se alcanzó a entregar el total de mulas prometidas.28
EMPRESTITOS, CONTRIBUCIONES Y RECURSOS FISCALES Si bien los primeros dos años, el gobierno revolucionario dispuso en Salta de recursos suficientes para adquirir ganado, vestimenta, provisiones, pagar jornaleros para el traslado de vituallas, y demás menesteres, esos recursos se agotaron rápidamente y ya en 1812 resultaron insuficientes. En enero de ese año el gobierno de Buenos Aires estableció la contribución al comercio con la finalidad de recaudar fondos suficientes para atender a las urgencias del ejército. Los préstamos de dinero para el sostén del ejército estuvieron desde un primer momento condicionados por las “Expediente por venta ilegal de mulas a Tacna”, ABHS. Juzgado de Primera Instancia. Expediente 35. Año 1822. 28
156 ALTERNATIVAS ECONOMICAS EN TIEMPOS DE GUERRA simpatías políticas.29 En la medida en que estas contribuciones eran monetarias, las mismas recayeron sobre los comerciantes de efectos de castilla y de mulas por cuanto eran ellos quienes disponían de metálico. Estas contribuciones económicas realizadas por los comerciantes para solventar los gastos de las guerras de independencia, en muchos casos pueden considerarse pagos adelantados por derechos fiscales, tales como sisa, alcabalas y derechos de pulperías. En 1813, cuando el ejército se dispone nuevamente a internarse al Alto Perú, se establece una nueva contribución. A pesar de que esos fondos fueron destinados al ejército y por ende la deuda debería haber sido reconocida por Buenos Aires, parte de ella fue saldada gravando los ingresos fiscales de la Provincia de Salta, ya que en 1815 se registraron derechos de alcabalas cancelados con las libranzas del empréstito de 1813.30 Nuevamente en 1814, luego de haberse retirado el ejército realista de Pezuela, los comerciantes de Salta y Jujuy a solicitud de Rondeau prestaron dinero al Ejército Auxiliar, con la promesa de que les sería “... inmediatamente reintegrado por la Tesorería General de Buenos Aires...”. En esa oportunidad, las sumas prestadas fueron importantes, según puede observarse.
En 1812, ante la consulta efectuada por Pedro José de Saravia, estanciero y comerciante salteño, en esos momentos encargado del gobierno de Salta, acerca de si la contribución debía aplicarse a los comerciantes peninsulares o a todos, desde Buenos Aires contestaron que a todos aconsejándole que “...exceptúe a los americanos en todo lo posible, consultando siempre las urgencias del erario y a la mejor armonía, encargándosele también a US. sigile esta gracia para obviar la crítica…” AGN. Buenos Aires. Sala X. Gobierno de Salta. 5.7.3. 30 “Alcabalas de Salta”. ABHS. Hacienda 399. 29
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Cuadro III: Préstamos al ejército Año 1814 Nombre y Apellido
Préstamo
Juan Manuel Alvarado
8.000 ps.
Julián Gregorio Zegada
500 ps.
Santiago López
344 ps.
José de Gurruchaga
1.651 ps.
Francisco Gabriel del Portal
15.500 ps.
Miguel Escuti
1.000 ps.
Fernando López
3.000 ps.
Total
29.995 ps.
Fuente: AGN. Ejército Auxiliar del Norte. SetiembreDiciembre 1814 — Sala X. 4.1.1.
La creación de la Provincia de Tucumán dispuesta por el Director Gervasio Posadas en agosto de 1814, dividió la jurisdicción de la Intendencia de Salta y consecuentemente disminuyó los recursos fiscales de Salta, situación que se agravaría en 1816 cuando Buenos Aires centre sus esfuerzos en la organización del Ejército de los Andes en Mendoza y retacee el envío de dinero y ganados al ejército estacionado en Tucumán, que tan solo esporádicamente remitirá recursos a Güemes quien, en su doble condición de Gobernador y de Jefe de Avanzada del Ejército Auxiliar, resistía en Salta las incursiones realistas. Los recursos fiscales resultaron insuficientes para abonar los salarios y solventar los gastos que demandaban los pertrechos de guerra, la vestimenta y la alimentación de las milicias gauchas, obligando al Gobernador a recurrir a empréstitos de dinero y confiscaciones de ganados y cabalgaduras. Los inconvenientes derivados de la escasez de circulante monetario fueron tan intensos que el gobierno además de autorizar la circulación de moneda feble aceptó reducir los montos correspondientes al pago de derechos aduaneros en reiteradas oportunidades con la condición de ser abonados de contado “… con el objeto de acudir a las necesidades del momento…" o devolvió mercancías decomisadas por contrabandos a
158 ALTERNATIVAS ECONOMICAS EN TIEMPOS DE GUERRA cambio de un empréstito en efectivo31. Estas, y muchas otras irregularidades en el manejo de las Cajas de Hacienda fueron atribuidas posteriormente por el Ministro de Hacienda de la Provincia “…a que las urgencias del Señor Güemes no admitían esperas ni sufrían formalidades, y que era necesario obedecer o reventar, esto lo sabe todo el mundo…".32 Estas urgencias de Güemes favorecieron a algunos comerciantes permitiéndoles aumentar sus ganancias en detrimento del erario público. En 1815, los vecinos de Salta debieron contribuir en varias ocasiones con dinero. En febrero, en ocasión de marchar el ejército de Rondeau al Alto Perú, se estableció un empréstito forzoso que afectó a los comerciantes sospechados de realistas, recaudándose 4.700 pesos entre ocho vecinos. Contribuyeron también con sumas generosas otros dos con calidad de reintegro. Posteriormente, ingresaron al Libro Manual de la Tesorería de Salta 2.000 pesos con la condición de devolución, suplidos por “individuos americanos”. En esta oportunidad los montos fueron pequeños, oscilando entre 50 y 150 pesos.33 Los Libros de la Tesorería registrarán en los años siguientes diferentes aportes de los vecinos comerciantes de Salta. Algunos son “exigidos por el empréstito forzoso” otros son “suplidos con calidad de pronto reintegro” o “suplidos con calidad de reintegro de los derechos que adeudan los comerciantes prestamistas de esta ciudad”.34 En 1820, el Cabildo dispuso la formación de una Junta de Arbitrios que debería entender en la recaudación de fondos extraordinarios destinados a suplir las urgencias del estado, aliviando de este modo a los vecinos de la ciudad de continuar contribuyendo con préstamos y contribuciones forzosas. Reunidos en la Sala Capitular comenzaron a deliberar acerca de “...los medios más suaves o menos violentos” a implementar para reunir los 3.000 “Juicio de Residencia a Pedro Antonio de Ceballos”, ABHS. Correspondencia. Caja principal de Hacienda. L. 333. 1824–1825. fs. 180. Este documento fue gentilmente facilitado por Gabriela Caretta. 32 Idem, fs. 217. 33 “Libro Manual de la Tesorería principal de Salta. Año 1815”. AGN, Buenos Aires. Sala XIII — 10.5.2. Libro 6. 34 “Libro Mayor Común General. Año 1816”. AGN, Buenos Aires. Sala XIII. 10.5.3 31
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pesos mensuales solicitados por Güemes para satisfacer las necesidades de la tropa que defendía a la provincia de los ataques realistas. Las propuestas fueron varias. Una de ellas fue la de solicitar una “... contribución voluntaria desde un real hasta dos pesos sin exclusión de fuero, exceptuadas unicamente las tropas de línea...” reservándose la Junta la potestad de imponer a los vecinos pudientes una mayor contribución, si voluntariamente no aportaran de acuerdo a sus recursos. Pedro Antonio Arias Velázquez “...creía necesaria la permisión del comercio de efectos ultramarinos con las Provincias dominadas por el enemigo, tomándose las precauciones posibles para evitar que esta medida perjudique de algún modo la causa pública”. Finalmente se propuso estancar el aguardiente y los naipes y gravar con diferentes impuestos a productos de gran circulación o consumo tales como la coca, la harina, el azúcar. Asimismo, se establecieron cuotas de contribución mensual al comercio de la ciudad, a las pulperías y a los vecinos, así como a los hacendados y a los curatos rurales. No quedaron excluidos de la contribución los sacerdotes, el cabildo eclesiástico y los empleados, los médicos y los emigrados.35 De esta manera, los comerciantes y hacendados de Salta trataron de aligerarse del peso de las contribuciones solicitadas por el Gobernador distribuyendo esa carga de manera directa e indirecta sobre el conjunto de la sociedad. Desconocemos, por el momento, cuan efectivas resultaron estas medidas. Sabemos que muchos préstamos fueron reconocidos en el pago de los derechos fiscales impuestos al comercio, aun cuando la prolongación de la guerra volvía inútil esa posibilidad, ya que al reducirse cada vez más los ingresos reales al fisco, más préstamos forzosos solicitaba el gobierno. La muerte de Güemes en junio de 1821 y el fin de la guerra contra los realistas aligeró los gastos provinciales. En el transcurso de la guerra fueron muchos los vecinos cuyas acreencias al estado quedaron sin cancelar. La deuda pública constituyó el recurso más valioso con el que contaron hacendados y comerciantes para preservar o aumentar sus “Libro de Actas de la Asamblea Electoral de esta Capital de Salta — Año de 1820”. ABHS. Copiador. Carpeta 37. Agradezco a Marcelo Marchionni haberme facilitado este documento. 35
160 ALTERNATIVAS ECONOMICAS EN TIEMPOS DE GUERRA bienes. Quienes lograron ser reconocidos acreedores del estado lograron resarcirse y en ocasiones con creces. A cuenta de esa deuda adquirieron tierras o introdujeron en la aduana de Buenos Aires mercancías. Las formas en que estas acreencias fueron canceladas constituyen uno de los problemas centrales que deben plantearse para analizar el posicionamiento de los grupos sociales involucrados en la revolución o de quienes debieron soportarla. En 1818, Facundo de Zuviría, en nombre de su hermano político José Ignacio Gorriti solicitó al gobierno de Buenos Aires, en virtud del decreto del año anterior, la cancelación de la deuda contraída por el Ejército Auxiliar en 1815.36 Su petición revela con claridad los beneficios que podían alcanzar quienes contaban con las vinculaciones necesarias en el poder y no solo en el ámbito local. La suma reclamada ascendía a 5.052 pesos resultantes de la venta de unas mulas y, en mayor medida, a la invernada en las estancias de José Ignacio Gorriti de caballos y mulas pertenecientes al ejército de Rondeau que se preparaba para internarse a las provincias del Alto Perú a principios de 1815. Subsanados los trámites formales, certificada la deuda por el Gobierno de Güemes que avaló la solicitud y tasado por el Ministro de Hacienda de Salta el costo de la invernada, la cancelación de la deuda se dilató durante un año ya que los recibos presentados carecían de la firma de Rondeau. Obligado a subsanar y justificar la falta de este requisito Zuviría hizo una representación de los valiosos y patrióticos servicios prestados por Gorriti y solicitó que la deuda “… se le satisfaga en papel moneda pagadero en la Aduana de esta capital …” para agregar que si bien este pedido podría parecer “… exorbitante creyendose un remedio suficiente los villetes amortizables que después del memorable decreto de 29 de marzo del año anterior alivian a cientos de ciudadanos envueltos en la miseria …”, el mismo estaría justificado por cuanto nadie había sufrido tanto deterioro en su economía como los hacendados de su provincia, quienes no estuvieron exentos de realizar contribuciones que, en el resto de las provincias solo se impusieron sobre los comerciantes. En marzo de 1817 el Director Supremo dispuso que se cancelaran las deudas contraídas con los ciudadanos en auxilio al Ejército de la Patria. 36
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Reclamaba que, al igual que a los comerciantes a quienes se les reconocía a un ciento por ciento de su valor los billetes amortizables para abonar los derechos aduaneros, se les reconociera a sus representados los billetes en la aduana de Buenos Aires, ya que de lo contrario mientras que “… los expresados papeles para el resto de los ciudadanos son un detrimento notabilísimo de su credito …” para los comerciantes “… se convierten en una especulación productiva en un cincuenta por ciento quanto menos que es lo unico que abonan a los infelices validos de sus apuros, al paso que al estado le devuelven en la Aduana por su valor total, reduciendo así a nada el gravamen de sus derechos …”. Finalmente, en enero de 1819 se libró el pago de la deuda reclamada por Gorriti y de otros vecinos de Salta a quien también representaba Zuviría, disponiéndose la autorización de cancelar derechos en la Aduana de Buenos Aires con el papel moneda emitido por el gobierno de Buenos Aires para saldar sus deudas.37 Durante el gobierno de Güemes la ausencia de dinero y de recursos en las Cajas del Estado, obligó a los estancieros a entregar ganado cada vez con mayor frecuencia. Concluida la guerra, luego de la muerte de Güemes, muchos de ellos reclamarán ante las autoridades provinciales el reconocimiento de fuertes sumas de dinero por este concepto, alegando que Güemes y sus huestes cometieron un sin fin de tropelías puesto que invocando órdenes superiores los gauchos saqueaban las fincas rurales sin otorgar a sus dueños los comprobantes del ganado extraído. Puede aceptarse la veracidad de estos hechos, pero es indudable que en 1825 al constituirse la Junta de Acreditación de deudas contra el Estado
“Presentación del ciudadano Facundo de Zuviría a nombre de D.Dr. José Ignacio de Gorriti ABHS”. Armario Gris, fs. 8 y 8v. Es oportuno señalar que Facundo de Zuviría en 1817 es comerciante importador en Salta (Conti, 2003) En 1828 su nombre figura como Comerciante en la matrícula formada por el Tribunal de Comercio y mandada a publicar por el Gobierno. Impreso en Noviembre de 1828, Registro Oficial, Libro Primero. ABHS. 37
162 ALTERNATIVAS ECONOMICAS EN TIEMPOS DE GUERRA muchos vecinos aprovecharon estos antecedentes para reclamar el reconocimiento de fuertes sumas a su favor. 38 En diciembre de 1825, el gobernador de Salta, Juan Antonio Álvarez de Arenales informaba a Buenos Aires que la provincia había abonado 382.072 pesos en concepto de “… auxilios y suplementos hechos por el servicio de la guerra [...] 116.658 pesos procedentes de ajustes de sueldos de los jefes de oficiales y tropa de infernales, granaderos a caballo y lanceros que han servido en la guerra de la independencia …” y que aún restaban abonar 60.000 pesos. Por último, Álvarez de Arenales brindaba un dato sumamente interesante al comunicar “…que las pocas fincas que se consideraban de la propiedad del estado, han sido adjudicadas en tiempos de los gobiernos anteriores al pago de la deudas atrasadas o en recompensa de servicios hechos a la causa del país por algunos ciudadanos particulares, no habiendo quedado otras que deban reputarse pertenecientes al estado, sino los terrenos baldíos que para que adquieran estimación en esta provincia es de necesidad resguardarlos de las incursiones de los bárbaros del chaco, fortificando y mejorando las líneas de las fronteras.” (subrayado nuestro). 39 Precisamente la mayor parte de las consideradas fincas del estado eran las tierras pertenecientes a las antiguas reducciones de indios ubicadas en los mejores sitios de la frontera con el Chaco y poseedoras de excelentes pasturas aptas para la ganadería. Si bien es cierto que antes de 1810 varios vecinos habían solicitado el otorgamiento de las tierras de reducción a las autoridades y que parte de ellas habían sido entregadas en arriendo o vendidas, fue durante la guerra que las mismas terminaron por ser enajenadas en compensación por méritos militares o para cancelar la deuda del estado. En 1818, José María Saravia, teniente de coraceros, solicitó y obtuvo la adjudicación en venta pública de “Borradores de escritos y copias de decretos, informes del Ministerio, tasación y regulación de peritos. Informe de la Junta de calificación de un crédito de 4.070 pesos a favor de los hijos de D. D. Teodoro Sánchez de Bustamante y de la finada Dña. María Felipa del Portal”. AGN, Buenos Aires, Documentos Escritos. Colección Sánchez de Bustamante. Año 1829. Documento 138. 39 “Informe del Gobernador Alvarez de Arenales a Buenos Aires”, AGN, Buenos Aires. Sala X. Gobierno de Salta. 5.7.5. 38
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las tierras de la Reducción de Balbuena aduciendo que las mismas “... son como baldíos y abandonados mucho tiempo ha por los indios ...” y ofrece abonar por ellas “... en billetes [...] de los que ha recibido para pago de los varios préstamos que tenía hecho... ”, refiriéndose a los papeles de cancelación de deudas emitidos por Pueyrredón en 1817.40 Beneficio mayor recibió ese mismo año, Manuel Eduardo Arias, Teniente Coronel del Ejército, Comandante de Orán y Jefe de la Vanguardia, a quien Martín Miguel de Güemes adjudicó la Misión de Centa con todas sus instalaciones, en recompensa a sus “gigantes servicios” a la causa.41 Diferente fue el resultado de la petición realizada por Juan Antonio Moldes, en 1819, de donación de la Reducción de Miraflores.42 Indudablemente fue rechazada ya que en 1821 Güemes vendió parte de la misma a José Ignacio Gorriti, oficial de los cuerpos de Línea de la Provincia de Salta, quien en su petición de compra utilizó idénticos argumentos que Saravia relativos al abandono de la reducción. En este caso, y a pesar de que los tasadores valuaron las tierras en 5.000 pesos Gorriti la adquirió por 3.433 pesos y 2 y medio reales, es decir a un precio sensiblemente inferior.43 Concluidas las guerras por la independencia y restablecido el comercio de ganado, en particular del vacuno, serán las tierras de la frontera y entre ellas las de las reducciones las más valorizadas por sus condiciones naturales para la cría. La elite propietaria en esta región constituirá el sector más rico y próspero de la sociedad de Salta en el siglo XIX.
“José María Saravia ofrece comprar los terrenos de la Reducción de Balbuena” en Güemes 1984, Tomo 5:375. 41 “Expte. Donación de la Misión de Centa”, año 1818. ABHS. Fondo de Gobierno — Caja 36 — Carpeta 1517. 42 “Juan Antonio Moldes solicita donación de la Reducción de Miraflores”. AGN, Buenos Aires. División Gobierno Nacional. Congreso. Sala X. 3.9.9. 43 “Petición de Jose Ignacio Gorriti de compra de las tierras de la Reducción de Miraflores”, ABHS. Archivo notarial. Protocolo 265. Carpeta 25. Año 1821. fs. 3 a 14. 40
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TERCERA PARTE: PERSPECTIVAS FRONTERIZAS: LAS GUERRAS Y LAS RELACIONES FRONTERIZAS EN EL NORTE Y EL SUR
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UNIVERSIDAD FEDERAL DE RIO GRANDE DO SUL (BRASIL)
La capitanía de Río Grande de São Pedro, último territorio meridional de América ocupado por los portugueses, se constituyó como frontera con el imperio español. Su formación, en el siglo XVIII, fue marcada por las guerras y disputas intermitentes con los “castellanos”,1 con los indios misionados por los jesuitas, en las márgenes orientales del río Uruguay y con los indígenas minuanos y charrúas. Objeto de dos tratados de límites entre las coronas ibéricas (1750 e 1777) que pretendieron, sin suceso, establecer una línea de frontera, estos territorios y la Banda Oriental pueden ser caracterizados como una zona-frontera. En esa situación, en la que los hombres ocupan las tierras de forma suelta, dispersa, las agrupaciones humanas no tienen fronteras fijas, exactas; no hay una definición tajante (Vilar, 1982a y 1982b). Al contrario, tales áreas se Así eran denominados, en la capitanía de Río Grande, los habitantes de los dominios americanos de España, en la documentación del siglo XVIII. Por ejemplo, “...viene en marcha de Santo Borja para esta parte el cap. Don Antonio Catani con cuatrocientos castellanos y dos mil indios...”. Carta de Francisco Barreto Pereira Pinto al Obispo de Rio de Janeiro, Cuartel de Jesus Maria José de Rio Pardo, 21/2/1763 Archivo Histórico Ultramarino, Lisboa (AHU). Documentos sueltos, Río de Janeiro (RJ), caja 72, documento 26. 1
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caracterizan por la forma provisoria, de imprecisión y de permeabilidad, atestada por los varios tipos de cambios y circulación de bienes y personas, con escaso control de los poderes instituidos. La movilidad de la frontera fue una constante; los retrocesos y avances de las posesiones de los dos imperios también. Recuérdense brevemente los eventos: varios episodios militares en la Colonia de Sacramento (fundada en 1680 por los portugueses y entregados definitivamente a los españoles en 1777); el intento portugués de establecerse en Montevideo (1723), su expulsión por los españoles, con la fundación de la ciudad en 1724; la fundación de la villa de Río Grande en 1737; la denominada “guerra guaranítica” (1754), en la cual los indios misioneros resistieron al desalojo de los pueblos de la margen del río Uruguay, enfrentando a los ejércitos español y portugués; la conquista, en 1763, de la villa de Río Grande, único puerto marítimo de la capitanía, y su ocupación por los españoles hasta 1776. Con el tratado de Santo Ildefonso en 1777 fueron establecidos los “campos neutrales”, que no deberían ser ocupados por súbditos de ninguno de los dos imperios, y que fueron progresivamente siendo tomados por los habitantes de Río Grande. En 1801, los portugueses avanzan sobre estos campos y conquistan las misiones orientales. A partir de 1811, la zona será el palco de las disputas entre Artigas y las tropas lusobrasileras, que acaban por conquistarla. En 1821, los territorios de la antigua “Banda Oriental” del Virreinato de Río de la Plata, posteriormente “Provincia Oriental” del proyecto de independencia liderado por Artigas, serán anexados al imperio portugués con el nombre de “Provincia Cisplatina”. Un año después, con la independencia de Brasil, pasa a ser parte, momentáneamente, del nuevo país independiente, el Imperio de Brasil. Se puede indicar por lo tanto como uno de los elementos caracterizadores de la región, la guerra intermitente, los enfrentamientos armados realizados tanto por ejércitos profesionales como por tropas irregulares. Se observa además, entre Río Grande y Banda Oriental, una identidad geográfica, física, y un continuum agrario, un paisaje agrario muy semejante: pequeñas propiedades dedicadas simultáneamente a la agricultura y a la actividad pecuaria alrededor de los escasos núcleos urbanos y grandes unidades dedicadas principalmente a la crianza de animales (vacunos, caballares y mulares) en las más
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lejanas.2 Al medio de ese territorio, en áreas que hoy componen Uruguay, grandes rebaños vacunos salvajes eran disputados y apropiados por españoles, portugueses y parcialidades indígenas. La apropiación de esos rebaños fue el principal móvil de la expansión lusitana, ejecutada por los habitantes de la capitanía de Río Grande, en dirección al Río de la Plata. La producción y los excedentes negociables también coincidían: cueros, sebo, tasajo3 y trigo.
EL COMERCIO ANTES DE 1810 La extracción de cueros y su exportación fue la primera actividad productiva relevante de la capitanía, asistida por el transporte, a pie, de caballos, mulas, y en menor proporción de ganado vacuno, para la capitanía de São Paulo. Tales actividades están en el origen de la ocupación portuguesa de estos territorios. El incipiente comercio marítimo existente con Río de Janeiro fue interrumpido con la conquista por los españoles, en 1763, de la única villa y puerto marítimo, Río Grande. Durante los trece años que duró la ocupación, la capitanía fue abastecida, con muchas dificultades, por vía terrestre, a partir de Santa Catarina. Esos años también fueron de fuerte retiro de la presencia portuguesa al sur del río Jacuí. La inestabilidad y la guerra intermitente creaban situaciones y expectativas que alteraban el precio de los principales medios de producción y mercaderías, fuese por un aumento acelerado del consumo (era el caso del ganado), o fuese por la inseguridad y riesgo que se producían sobre determinados bienes, como la tierra, y actividades económicas como la agricultura. Al analizar las evaluaciones de patrimonios productivos en inventarios post-mortem, se constató que en las coyunturas de la guerra los rebaños eran el Esta perspectiva del paisaje agrario común o semejante al de Río Grande con la región del Río de La Plata fue desarrollado en Osório (2007), a partir de las contribuciones de Garavaglia (1999) y Gelman (1998) 3 La utilización de la palabra española “tasajo”, en Río Grande, para designar las carnes preparadas con sal y secadas, mientras en el resto de América portuguesa se usaba la expresión “carne-seca”, es un ejemplo más de los intensos cambios culturales que ocurrían en la región fronteriza. 2
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bien más valorizado, componente de por lo menos el 40% de las fortunas, mientras las tierras no alcanzaban ni siquiera 20%, y los esclavos oscilaban entre 18 y 40% de los patrimonios (Osório, 2007: 68). El valor de los bienes semovientes (ganado y esclavos) sobrepasaban ampliamente los bienes de raíz (tierras y mejoras), en una sociedad en que los bienes deberían poder ser rápidamente evacuados.4 Al contrario, en coyuntura “de paz”, como el período de 1790 a 1810, la posibilidad de expansión más estable de la producción pecuaria y agrícola hizo que la participación de los animales bajase a 28% de los patrimonios, y las tierras y mejoras se elevasen a más de 40% del valor de los bienes (Osório, 2007: 69). Después de la reconquista del Puerto de Río Grande en 1776 y el tratado de San Ildefonso (1777) siguió un período pacífico en las relaciones entre los dos imperios. Fue una época de gran crecimiento económico de la capitanía: los habitantes pasan de 17.923, en 1780, a 41.083 en 1805 y la población esclava de 5.102 a
Es esclarecedor de esta situación la lista de perjuicios con la conquista española (1763) que los habitantes de Río Grande presentaron al rey. De los 416:773.$800 (cuatrocientos dieciséis mil contos setecientos setenta y tres mil ochocientos réis) a que montaban las pérdidas, 60% del valor se refería a animales, 28,8% a inmuebles urbanos y géneros de comercio, 4,6% a esclavos, 3,4% a la producción (trigo, quesos y cueros) y 3% a “mejoría de las haciendas”. La pérdida de sus tierras no es contabilizada como perjuicio; apenas las mejoras, y en una proporción ínfima, si comparada a los animales o a los bienes urbanos. Se perdieron apenas 150 esclavos; en contrapartida, los daños con animales fueron alrededor de 9.000 ovejas, 1.400 mulas, más de 5.500 caballos, 3.700 bueyes, 46.000 yeguas y 119.000 cabezas de ganado. Se percibe que los bienes más difundidos entre la población eran los animales, que las mejoras de las propiedades eran muy pocas, y que la población más abastecida posiblemente consiguió huir para Viamão llevando a sus esclavos. “Relación presentada por el Senado de la Cámara del Continente de Río Grande de São Pedro do Sul a El Rey Fidelíssimo N.S. de los perjuicios que tuvieron sus vasallos en sus bienes en la pasada guerra,...” Capilla de Viamão, 23/8/1765. AHU, RJ, caja 85, documento 43. 4
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13.8595, lo que significó una tasa de crecimiento anual de 3,37 % para la población total, y de 4,1% para la población esclava; ya el rebaño vacuno creció 320% de 1780 a 1791.6 La posesión de esclavos aumentó de una media de 5,8 a 8,1 cautivos por propietario, y el patrimonio medio verificado en los inventarios post mortem creció 245% (Osório, 2007: 70). Esta expansión económica se reflejó en las reanudadas las exportaciones de cueros y en el surgimiento de nuevos productos como tasajo y trigo. Si en el inicio de la década de 1780 pocos barcos anclaban en Río Grande, en 1795 eran más de cien embarcaciones anuales. Como se verifica en el gráfico 2, la exportación de estos tres productos tenían valores semejantes en 1790, pero rápidamente el tasajo se destacó de los otros, constituyéndose en el principal ítem del comercio de la capitanía. En la década de 1780 toda esta producción se dirigía a Río de Janeiro, y apenas a partir de 1790 pasó a abastecer los mercados del nordeste, Bahía y Pernambuco.
“Mapa geográfico do Rio Grande de São Pedro suas freguesias e moradores de ambos os sexos, com declaração das diferentes condições, 7 de outubro de 1780.” Biblioteca Nacional, Rio de Janeiro (BNRJ), y “Mapa de toda a população existente na capitania de Rio Grande de São Pedro do Sul no ano de 1805”. AHU, Rio Grande do Sul (RS), caja 17, documento 25. 6 “Mapa dos animais que possuem os habitantes e donos de estâncias do distrito de Rio Grande de São Pedro em 7/10/1780”. Arquivo Nacional, Rio de Janeiro (ANRJ), códice 104, vol. 2, hoja. 221. “Mapa das carruagens, arados, animais vacuns e cavalares, mulares e ovelhuns que tem o Continente de Rio Grande...”. Vila de São Pedro de Rio Grande 26/02/1791. AHU, Brasil Limites, caja 3, documento 223. 5
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Gráfico 1 Exportaciones de tasajo (arrobas), para Rio de Janeiro, Bahia y Pernambuco, 1802–1821 700.000 600.000 500.000 400.000 300.000 200.000 100.000
18 02 18 03 18 04 18 05 18 06 18 07 18 08 18 09 18 10 18 11 18 12 18 13 18 14 18 15 18 16 18 17 18 18 18 19 18 20 18 21
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Rio de Janeiro Bahia Pernambuco
Fuentes: AHU, RS, cx. 10, doc. 41; cx. 11, doc. 22 e cx. 16, doc. 19; ANRJ, cx. 448, pct. 1
Hasta 1818, Bahía, con su inmensa población esclava, fue el principal consumidor del tasajo sureño (gráfico 1), seguido de Río de Janeiro y Pernambuco. Las ventas para estos tres puertos representaron un mínimo de 87% (1817) y un máximo de 99,4% (en 1802) de las exportaciones totales de tasajo de la capitanía.7 El Otros puertos brasileros tuvieron participación modesta en este tráfico: Santa Catarina (desde 1802), Campos (Río de Janeiro, desde 1803), Santos y Espírito Santo (desde 1805), Maranhão y Pará (desde 1808). Aunque las cantidades importadas por esas otras áreas de la América portuguesa fuesen pequeñas, indican el alcance geográfico de los intercambios directos de Río Grande do Sul, y apuntan a la formación de un mercado interno en la colonia, de cierta amplitud y que conectaba varias partes del imperio. 1802: AHU, RG, cx. 10, doc. 41; 1803: AHU, RG, cx.11, doc. 22; 1805: AHU, RG, cx 16, doc. 19; 1808–1821: “Resumo dos mapas de importação e exportação dos Estados da Índia, África a Brasil: 1808–1821” ANRJ, cx. 448, pacote 1. 7
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otro producto destinado al consumo en el área colonial fue el trigo, que en algunos momentos llegó a sobrepasar el valor de las exportaciones de cueros. Su mercado fue esencialmente la capital del virreinato y después de la corte portuguesa, Río de Janeiro (Osório, 2007). Los cueros se destinaban principalmente al puerto carioca, donde eran reexportados para Europa. La participación de Bahía llegó a 18% del volumen en 1808. Todos los puertos que compraban tasajo adquirían también alguna cantidad de cueros. Después del azúcar, los cueros fueron el segundo producto de exportación de Río de Janeiro, aunque con valores muy inferiores al primero. En 1796, por ejemplo, el azúcar representó 70% de las exportaciones cariocas, con los cueros llegando a 9%, en segundo lugar.8 Los 165.308 cueros que salieron por Río en ese año representaron una cantidad superior a las exportaciones de Río Grande del mismo año, 137.627 unidades, inferior a las del año anterior, 1795 (203.103 unidades). Como se desconoce el ritmo en que ocurrían las reexportaciones, así como el consumo del producto en la propia ciudad, no es posible determinar cuál es el porcentual de la producción sureña que era revendido al exterior. Lo cierto es que hubo un notable crecimiento de la exportación de cueros de Río de Janeiro para Portugal. Alexandre (1993: 42) señala que entre 1796 e 1799 los cueros representaron 12,1% del total del valor exportado (contra 72,5% del azúcar), y en el período de 1804–1807, creció para 32,6% (mientras la parte del azúcar se reducía a 43,4%). La capitanía do Río Grande, por lo tanto, se configuró como productor y abastecedor de alimentos (tasajo y trigo) para otras partes de la América portuguesa, y exportadora de una materiaprima para Europa (cuero), con la intermediación del principal puerto del sur de Brasil, Río de Janeiro. Con Bahía y Pernambuco el comercio de Río Grande arrojaba un superávit, pues la modesta importación de sal y pocos esclavos era muy inferior en valores a los de las exportaciones de tasajo. La situación cambiaba con relación a Río de Janeiro: el comercio fue “Mapa dos efeitos [...] do Río de Janeiro [...] no ano 1796”. AHU, RJ, caja 164, documento 88 8
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deficitario en prácticamente todos los años de las dos primeras décadas del siglo XIX, a pesar de ser este puerto el segundo mercado del tasajo, el primero — y casi exclusivo — de trigo y el principal de los cueros y de los otros productos agropecuarios. Las importaciones hechas a Río fluctuaron entre 67,2 y 75,9% del total de las compras efectuadas por Río Grande. Efectivamente, era de ahí que provenía la mayor parte de los alimentos (azúcar, arroz y harina de mandioca9), insumos (sal) y mano de obra (esclavos) para los saladeros, y las manufacturas (de metales, textiles y las llamadas “bagatelas”)10. Río de Janeiro fue el gran puerto abastecedor de Río Grande, desde la fundación del presidio en 1737, y es natural que así fuese, por lo menos en los momentos iniciales, dada la subordinación administrativa existente entre las dos regiones. Además de eso, y fundamentalmente, los negociantes con sede en el extremo sur estaban genéticamente vinculados a los de Río de Janeiro: eran sus subordinados, factores, socios o parientes. Rio de Janeiro dominó el suministro de esclavos para Rio Grande. Su participación en el tráfico para el sur nunca fue inferior a 75% de los esclavos importados anualmente, con la única excepción en 1808, cuando fue responsable por 56% de los cautivos, mientras Bahía alcanzó su participación máxima, de 34% (Osório, 2007: 219). Los superávit con Bahía y Pernambuco auxiliaban a compensar, pero no totalmente, los déficit del comercio de Río El principal proveedor de harina de mandioca para Río Grande do Sul fue la Isla de Santa Catarina y São Francisco do Sul, pero cantidades considerables provenían también de Río de Janeiro. 10 Interesa observar que incluso el valor de los productos alimenticios — harina de mandioca, arroz y azúcar — más la sal y esclavos sumados, oscilaron, apenas, entre 14,6 a 28,3% del total de las importaciones, de 1802 a 1821. El restante correspondía, básicamente, a manufacturas, reexportadas principalmente por Río de Janeiro. Para los años 1802, 1803 y 1805: AHU, RG, cx. 10, doc. 41; cx.11, doc.22 e cx. 16, doc. 19; 1808– 1821: “Resumo dos mapas de importação e exportação [...] da Índia, África e Brasil: 1808–1821”. ANRJ, Junta do Comercio, caja 448, paquete 1. 9
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Grande con Río de Janeiro. La balanza comercial de la capitanía, entre 1802 y 1810, fue deficitaria en seis de estos nueve años (Osório, 2007: 212). Había aún, otra particularidad: la capitanía exportaba moneda (“dinero corriente” portugués y “pesos fuertes” españoles, que constaban en las relaciones de exportación). Este envío de dinero para Río de Janeiro demuestra la dependencia con relación a los comerciantes de la capital del virreinato. Un burócrata lisboeta así analizaba la balanza comercial de 1802: “...veo que hay desventaja mayor para la misma capitanía, que sea la de recibir o importar géneros de las demás y exportar los suyos (además de muy pocos que no equivalen al de las otras) con moneda, como para Río de Janeiro que remitió 84:000$000, ochenta y cuatro contos de réis siendo esto sólo por sí capaz de enervar su comercio, y arruinarlo para siempre [...]”; y recomendaba al gobernador que debería incentivar el aumento de las producciones de la capitanía “para que si es posible sólo con ellas poder confrontar la importación de las demás, sin que remita dinero, porque solamente de este modo tomará fuerza y vigor su comercio.”11 En un análisis ingenuo, el funcionario percibía, apenas, que Río Grande exportaba poco e importaba mucho y que, además de eso, exportaba moneda. Le escapaba, y no podría ser diferente, la compleja tela que conformaba un mercado cautivo, compulsivo, en el cual productores y negociantes de Río Grande, a través de cuentas corrientes, letras de crédito, deudas y sociedades, (entre otros mecanismos) dependían de los grandes hombres de negocios de Río de Janeiro (Osório, 2007). Fragoso (1992) demostró cómo un pequeño número de “negociantes de grosso trato” de la capital dominaba el comercio de trigo y tasajo provenientes del sur. Desde 1796 los productores y comerciantes de Río Grande pasaron a enfrentar otro problema: la competencia más intensa de los productos de Montevideo. En sucesivas peticiones al rey, al secretario de la Marina y Ultramar y a la Junta de la Real Hacienda de Río de Janeiro, “la corporación de los comerciantes y hacendados” expuso los perjuicios que tenían con el contrabando que era practicado en barcos portugueses y españoles, desde aquel “Ofício da Contadoria Geral do Rio de Janeiro, Lisboa, 09/07/1804. Arquivo Histórico do Tribunal de Contas, Lisboa, (AHTC), códice 4082 — folha 25v. (El destacado es nuestro). 11
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puerto. Relataban que se exportaba, principalmente de Río de Janeiro, y también de Bahía y Pernambuco “el precioso género de los esclavos”, además de azúcares, aguardientes y “mercaderías de primera necesidad en todo Brasil, cambiándolas [en Montevideo] por carnes, trigos, cueros y sebo, géneros todos que produce abundantemente esta capitanía”. Reclamaban que tal comercio era tolerado en aquellas otras capitanías y que su proseguimiento arruinaría la producción de Río Grande.12 El inicio de estas quejas coincide, efectivamente, con cambios en el sistema de comercio español en el virreinato de Río de la Plata. Después de las disposiciones de 1778 que liberaron el comercio con otras colonias españolas, en 1795 una orden real permitió el comercio con colonias extranjeras y, en 1797 con potencias neutrales en tiempo de guerra. La segunda medida legalizó el comercio del Río de la Plata con Brasil (Borucki, 2009: 3). Un año después de la autorización española para el comercio con la América portuguesa, ya se realizaba el comercio de Montevideo con Río de Janeiro, Bahía y Pernambuco. A pesar de las reclamaciones de hacendados y comerciantes de Río Grande sobre la competencia montevideana, este tráfico continuó siendo realizado, pues las quejas y peticiones prosiguieron en los años subsecuentes. Argumentaban que el tasajo en las campañas de la Banda Oriental era producido por la mitad del precio, pues el ganado era de mejor calidad, la sal más barata y los cueros mayores.13 Algunos datos dispersos indican la importancia de la producción de tasajo de Montevideo: en 1803 su exportación, apenas para La Habana, había sido de 28.055 toneladas, y en 1805 cayó para 4.416 toneladas (Sala, de la Torre, Rodríguez, 1967: 173); en los mismos años la exportación total de Río Grande alcanzó,
“Petição da corporação dos comerciantes e fazendeiros da capitania de Rio Grande de São Pedro do Sul ao secretário da Marinha e Ultramar, 1799.” AHU, Rio Grande do Sul, caixa 7, documento 47. 13 “Oficio da Junta da fazenda da capitania ao Visconde de Anadia, Porto Alegre, 22/02/1805.” AHU, documentos avulsos, Rio Grande do Sul, caixa 12, doc. 30. 12
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respectivamente, 11.359 toneladas y 12.527 toneladas (Osório, 2007: 194).14 En 1803 el gobernador denunció para las autoridades portuguesas el nombre de los navíos de Río de Janeiro y Bahía envueltos en el contrabando y nuevamente expuso cómo se realizaba el comercio: “...estas embarcaciones conducen de todos nuestros puertos d`America, para el de Monte Vedio y Buenos Aires esclavitud que sirve de augmentar a las fuerzas de la cultura y defensa de nuestros vecinos, debilitando las nuestras”. El análisis presentado por Borucki (2009: 8) sobre el tráfico negrero para el Río de la Plata, señala justamente que grandes entradas de esclavos desde Brasil se dieron en el período 1793–1806, con Río de Janeiro dominando estas entradas. El gobernador atribuía los bajos precios de los productos de Montevideo, además de a sus menores costos, a los lucros ya obtenidos con los esclavos “cargando en retribución de esta esclavitud carnes, cueros, harina de trigo, sebo y grasa, que conducen a nuestros puertos, donde venden todos estos géneros por un precio muy diminuto en atención al gano que ya tuvieron con la esclavitud, siendo ahí los dichos géneros más baratos que en esta capitanía”. Concluye de forma dramática sobre los efectos de ese tráfico para Río Grande: “siguiéndose de este clandestino comercio la ruina de los criadores de ganado, de los labradores, de los comerciantes y últimamente de esta Colonia”.15 Resumiendo lo que fue presentado hasta aquí, la coyuntura de paz en la frontera hispano-portuguesa ocurrida a partir de 1780 permitió la expansión productiva de Río Grande. En la década de 1790 las exportaciones marítimas de la capitanía se tornaron importantes, integrándolas rápidamente a amplios circuitos mercantiles internos a la América portuguesa, principalmente aquellos articulados por el puerto de Río de Janeiro. La región se definió como abastecedora de alimentos, tasajo para áreas de plantation (Bahía y Pernambuco) y de trigo para la capital del Cantidades convertidas de 609.900 y 96.000 quintales para Montevideo y 773.303 y 879.925 arrobas para Río Grande. La arroba portuguesa equivale a 14,7 kg. 15 “Ofício do governador da capitania Paulo Gama ao Visconde de Anadia”, Porto Alegre, 25/07/1803. AHU, documentos avulsos, Rio Grande do Sul, caixa 10, doc. 42. 14
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virreinato, por donde también eran reexportados los cueros para Europa. En la misma década de 1790 comienza a sufrir la competencia de una producción similar, producida “al otro lado de la frontera”, que tuvo condiciones de acceder a los principales puertos de Brasil como tornaviaje del lucrativo tráfico negrero, en un contexto de liberalización del comercio en el virreinato de Río de la Plata. Ya el comercio terrestre de Río Grande con otras capitanías se limitaba esencialmente a los animales que se dirigían a la feria de Sorocaba, São Paulo, atravesando el altiplano: mulares, caballos mansos y novillos, en este orden de importancia. Este tráfico fue fundamental en los procesos de integración de los territorios portugueses, por la construcción de caminos y apropiación de tierras entre São Paulo y el extremo sur. Por el año 1805 la exportación de esos animales equivalió al 13,7% del valor de las exportaciones marítimas. Como los “registros” en los cuales los animales pagaban tributos estuvieron la mayor parte del tiempo bajo administración particular (a través de contratos rematados por la corona), los datos cuantitativos sobre este comercio son escasos (Osório, 2007: 253).16 El comercio y todo tipo de permutas que ocurrían entre los territorios portugueses y españoles son aún de más difícil aprehensión, pues como ninguno de los dos imperios permitió jamás tal comercio, todo era considerado contrabando. La “arreada” de ganado — la captura de ganado salvaje — de las campañas de la Banda Oriental fue la primera actividad económica y móvil de la ocupación de tierras. La aprehensión de ganado en los campos indivisos fue fundamental para el establecimiento de las fincas y de la actividad pecuaria en los territorios portugueses. La cantidad de reses que eran conducidas es de difícil evaluación, por tratarse de contrabando. Apenas para el período de guerra es posible una La única relación de exportación en que el comercio terrestre es discriminado es la del año de 1805. Fueron exportados para São Paulo 28.000 mulas, 6.175 caballos mansos, 3.039 potros y 3.168 novillos. “Mapa das exportações do ano de 1805”. AHU, documentos avulsos, Rio Grande do Sul caixa 16, doc. 19 16
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aproximación numérica, pues encontramos registradas, en la correspondencia entre autoridades militares, las cantidades de ganado apresado. Para el año de 1776 fueron traídas, como mínimo, 14 mil cabezas de ganado, lo que representaba 18% del rebaño vacuno existente en todo Río Grande en el año de 1774.17 Teniendo en cuenta que la tasa de reproducción del ganado en la región en esta época es de 25%18, estas 14 mil reses representarían el producto de la crianza anual de un rebaño de 56.000 cabezas. Se comprende, así, la importancia de estas razias como móvil para las guerras, para la ocupación de nuevas tierras y para la constitución de la actividad pecuaria en la región. Este ganado era salvaje, o “xucro” (chúcaro), en el lenguaje particular de Río Grande.19 Las autoridades coloniales siempre se quejaron del descuido de los criadores (denominados localmente de estancieros de la misma forma que en los territorios españoles), que no domesticaban sus rebaños, no sometiendo el ganado a corrales o marcándolo. Lo que algunos consideraban el “ocio” de los estancieros, en verdad era una estrategia de ampliación de su patrimonio. En la medida en que mantenían su ganado bravo y sin marca, este ganado podía ser confundido con aquél traído de los territorios españoles. Cuando los guardias de frontera aprendían el ganado vacuno que los criadores intentaban contrabandear, estos siempre alegaban que los animales eran del propio Continente, y
Había 79.760 reses en Rio Grande en este año. “Mapa das tropas e das munições de guerra e de boca que se acham no Continente...”. BN, RJ, 13,4,6, doc. 4, fl. 7. 18 “Calculo regular e racional assentado entre todos os Estancieiros...” AHU, Rio Grande do Sul, caixa 5, doc. 56 19 Xucro es sinónimo de bravo en “Termos de pernuncia pelo q’se explicão os naturaes do Rio Grande Grande e todo o Continente, Rio Pardo e Viamão”, de Francisco Ferreira de Souza, 1777. La palabra “xucro” es originaria do quechua “chucru”, significando 'duro', llegándonos a través del español platino “chúcaro”, según Aurélio Buarque de Holanda Ferreira en su Novo Dicionário da Língua Portuguesa, 1ª ed, 7ª impressão, Rio de Janeiro, 1975, p. 1480. 17
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que todavía no poseían la marca, por ser bravos.20 Por lo tanto, intereses muy concretos regían las decisiones y cálculos económicos de los productores, y no su “indolencia” y “ociosidad”, como afirmaban algunas autoridades coloniales. El comercio y las arreadas practicadas e incentivadas durante las guerras se tornaban “contrabando” y “robo” en tiempos de paz, actividades delictivas perseguidas por las dos coronas, la mayor parte de las veces sin éxito. Además de ganado vacuno, se contrabandeaba para los territorios portugueses por vía terrestre y a través de los campos indivisos, mulas, caballos y cueros. Españoles, portugueses, indios, esclavos y negros libertos realizaban, conjuntamente, arreadas y contrabando21; tales actividades no eran exclusividad de los súbditos de alguno de los dos imperios, sino que eran realizadas por el conjunto de los habitantes de esa zonafrontera, forjando solidaridades e intereses comunes, más allá de la pertenencia y vasallaje a una de las coronas. No sólo soldados, peones y desertores (que podían ser el mismo individuo en diferentes momentos de su vida) practicaban el “comercio ilícito” (Osório, 2007: 64). Gil (2007) analiza la formación de una facción que envolvía altas autoridades militares y administrativas de Río Grande y comerciantes. Este grupo fue muy activo, por ejemplo, en el contrabando de cueros a través del sistema lacustre de la Laguna Mirim, en la década de 1780. Si en los primeros tiempos el ganado contrabandeado sirvió para poblar las estancias del lado portugués y para la extracción de cueros, en el inicio del siglo XIX se destinaba, conforme relata el gobernador en 1803, a abastecer los saladeros a precios muy bajos, lo que ya perjudicaba a los criadores de ganado del propio Río Grande, que no conseguían vender sus animales.22 “Carta do Governador interino do Rio Grande Cel. Joaquim José Ribeiro da Costa ao Vice-rei”, Rio Grande, 11/03/1788. AN, RJ, cód. 104, vol. 10, fl. 207. 21 La variedad de orígenes de los participantes de los grupos de contrabandistas puede ser verificada en los legajos sobre comisos en Archivo General de Indias (AGI), legajos Buenos Aires 516 e 517. 22 “El contrabando que actualmente se esta haciendo por toda la Frontera con los Españoles, introduciéndonos ganado vacuno, caballar y 20
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En sentido inverso, los portugueses introducían en la Banda Oriental esclavos, rollos de tabaco negro de Brasil y haciendas, en pequeñas cantidades. Ese flujo fue continuo y persistente, realizado tanto en dirección a Santo Domingo Soriano, en la costa del río Uruguay, como para Montevideo, como puede verificarse en la documentación de origen española sobre aprehensión de contrabando. Borucki (2009: 11) estima, basándose en reportes de las guardas fronterizas, que entre 1777 y 1812 la introducción anual de esclavos sería de 100 a 200 cautivos. Puede parecer poco, pero lo cierto es que este comercio ilegal de esclavos y tabaco, principalmente, posibilitaba la entrada en Río Grande de pesos fuertes que, según varias indicaciones, era la moneda que más circulaba en la capitanía, en un contexto de escasez de moneda, tan característico de las economías americanas. Ya se mencionó que la capitanía exportaba moneda (española y portuguesa), en su comercio marítimo deficitario, para Río de Janeiro. Estos pesos fuertes eran declarados en las relaciones de exportaciones, pero no en su totalidad: “no se nota toda la cuantía de pesos de plata que se exportaron en los años de 1793 y 1794 por una razón política con nuestros vecinos que los introducen a cambio de fumo”. 23 Explica
mular, [...] nos es ruinoso, porque teniendo nosotros gran abundancia de toda esta cualidad de ganado,[...] toda aquella introducción nos es perjudicial, estos contrabandistas españoles y portugueses, los venden aquí por diminuto precio al los charqueadores, de lo que se sigue que nuestros criadores tengan poca extracción de sus ganados, y que todas estas inmensas llanuras estén inundadas de ganado bravío, por la doblada multiplicación a respecto de la extracción”. Oficio del gobernador de la capitanía Paulo Gama al Vizconde de Anadia, Porto Alegre, 25/07/1803. AHU, Documentos sueltos, Río Grande do Sul, caja 10, doc. 42. 23 “Mapa das embarcações que saíram carregadas do Continente do RG nos anos abaixo apontados (1790–1794), dos efeitos que exportaram seus preços e somas” — Manoel Marques de Souza. AHU, RG, cx. 4, doc. 31 a. No mesmo sentido, para o ano de 1805: “neste mapa não se compreende [...] o dinheiro exportado em barras d’oiro introduzido da capitania de São Paulo como também o dinheiro cunhado e a prata em pesos fortes, cujas parcelas não se dão a manifesto. “Conta da importação
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la tolerancia con el contrabando y se indica que la cantidad obtenida de moneda española debía ser muy superior a la declarada. Diez años después, el gobernador comentaba los perjuicios que podrían ocurrir con el aumento del precio del tabaco: “obligará a nuestros vecinos a no venir a comprar a la frontera, o a coartar su consumo, o finalmente a ir a buscarlo a otra parte; vedándose por este medio uno de los mejores canales por donde entra en esta Provincia una gran porción de plata española, única moneda que aquí ordinariamente gira”.24 La propia Junta de la Real Hacienda de la capitanía reconocía, en 1806 (época de plena expansión de la exportación de tasajo) “la falta general de dinero nacional que experimenta este país por las continuadas exportaciones que de él hacen los negociantes para las otras capitanías de Brasil”, y que “lo que aquí ordinariamente corre con mayor abundancia, los pesos españoles que entran por la frontera”. El contrabando terrestre era, por tanto, fundamental para la obtención de algún medio circulante. El mismo documento también menciona que entraban algunas “barras de oro que viene por el agreste de las capitanías de Minas y São Paulo para la compra de animales que de aquí se exportan”.25 Lo que interesa resaltar es la importancia de ese comercio por la frontera, su continuidad en el tiempo, su funcionalidad para la economía de la región, el probable envolvimiento de un número significativo de agentes y la tolerancia de las autoridades, cuando se trataba de capturar y obtener algún tipo de moneda.
EL “SISTEMA ASOLADOR”: “SEGÚN SU PRÁCTICA Y COSTUMBRE” Las formas de hacer la guerra en esa frontera se reiteraron desde la conformación del territorio en el siglo XVIII hasta la mitad del siglo XIX. Ganado vacuno y caballos eran al mismo tiempo el e exportação de todos os gêneros [...] no ano de 1805”. AHU, RG, cx. 16, doc. 19; 24 “Carta do governador Paulo da Gama ao rei”, Porto Alegre, 27/05/1805. AHU, RG, caixa 14, doc. 32. 25AN — IJJ Junta da Real Fazenda — RG, ofícios ao Ministério do Reino cx. 337, pac. 1, Porto Alegre, 26 de junho de 1806, fls. 260–263v. (El destacado es nuestro).
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botín a ser repartido entre las tropas, y los recursos indispensables para alimentación y transporte de los soldados, que faltarían al enemigo. En 1776 el virrey de Brasil daba instrucciones al general Bohm, un prusiano comandante de las tropas portuguesas enviadas a la reconquista de la villa de Río Grande, sobre la utilidad y formas de guerrear de las tropas locales, de auxiliares: “vuelvo a recordar a Vuestra Excelencia cuanto será útil la tropa de Rafael Pinto para robar, arriar y destruir todas las caballadas y ganados que los castellanos han preparado para el sustento de la nueva tropa” y como debería permitir sus acciones acostumbradas: “en ocasiones semejantes parece ser justo darse a aquel oficial y a su tropa toda la libertad y dejarlos obrar según su práctica y costumbre”.26 La práctica y la costumbre fue explicitada en otra carta, algunos meses después: “la Tropa Ligera vive ordinariamente de lo que captura por el campo. Con las presas que hacen se sustentan y las reparten entre si. No se les hace restituir el ganado que capturan ni son castigados con la pena que tienen los que se aprovechan de lo ajeno”. Previendo los problemas diplomáticos procedentes de esas acciones cuando la nueva paz fuese acordada, ya instruía el general: “yo bien veo que esto se entiende en el tiempo de la guerra, porque en el de paz, deben ser reducidos a más y mejor disciplina”.27 Las mismas prácticas y problemas fueron enfrentados por las autoridades militares a partir de 1811, cuando la corona portuguesa decidió intervenir militarmente en los procesos de independencia de las colonias españolas del Río de la Plata. Las dos invasiones portuguesas, en 1811 y 1816, permitieron la apropiación de ganado de la Banda Oriental en una escala sin precedentes, de centenas de millares de cabezas. Esta riqueza era disputada por las tropas realistas, por las revolucionarias, y por las invasoras portuguesas: todos necesitaban alimentarse, trasladarse, remunerar servicios,
“Carta do Marquês do Lavradio ao General Bohm”, Rio de Janeiro 09/12/1776. Biblioteca Nacional, Rio de Janeiro (BNRJ), 13, 4, 3, Correspondência do Marquês de Lavradio e General Bohm, documento 24, folha 71. 27 Idem, 10/02/1777, documento 27 folha 84. 26
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obtener recursos financieros y, simultáneamente, privar al enemigo de ese acceso. Dos coroneles ingenieros portugueses, en un informe de 1821, analizan las formas de guerrear y la lógica propia de las guerras de la frontera sur: “Las guerras han sido, y serán siempre guerras de devastación, porque siendo un terreno abierto y sujeto a repentinas incursiones, consiste la fuerza de los Ejércitos en el mayor abastecimiento de ganados y caballadas cuyos tratos y crianza hace la principal riqueza de los habitantes. [...] De esto procede el sistema asolador que las dos Naciones han puesto en práctica por ocasión de las guerras, empleando y consumiendo los propios ganados, y caballadas en el servicio de la campaña, robando y destruyendo los del enemigo para privarlos de aquel recurso”.28
Una localidad que fue escenario de esta guerra de recursos fue la región de Santo Domingo Soriano, analizada por Ana Frega. Su posición geográfica, estratégica para las comunicaciones y fuentes de abastecimiento, la tornó lugar de pasaje de los diferentes ejércitos e incursiones de los diferentes bandos. De esta situación resultaron “reiteradas migraciones de familias como medida de resistencia/protección ante los ataques o las levas”, la extracción de variados recursos para abastecimiento de los ejércitos (leña, carretas, bueyes, trigo, además de los ya mencionados), la desorganización de la producción agrícola y pecuaria, con retroceso de la pecuaria de rodeo y de la agricultura, la intensificación de los robos e la inseguridad en la campaña por el tránsito de bandos de desertores y/o malhechores (Frega, 2007: 127). La capitanía de Río Grande, aunque beneficiaria de la larga extracción de ganado, como se verá a continuación, también sufrió algunas de sus consecuencias negativas. Los pequeños y medianos productores de trigo y ganado, que dependían de su mano de obra “Relatório dos coronéis engenheiros Joaquim Norberto Xavier de Brito e Salvador José Maciel a Silvestre Pinheiro Ferreira [ministro da guerra] sobre questões de limites com a Província de Montevidéu”. Rio de Janeiro, 15/4/1821. BNRJ, I — 35, 16, 7, nº 2. 28
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familiar, tuvieron su producción perjudicada por el reclutamiento para las tropas auxiliares y por las requisas de ganado para alimentación de los ejércitos sin pago (sectores sin recursos económicos y sociales que les valiesen para evitar la exigencia o recibir su pago). El valor del ganado aumentaba considerablemente en épocas de guerra, como ya fue referido antes. En Porto Alegre, en 1816, el abastecedor de carne fresca de la ciudad reclamaba de los perjuicios que tuviera en el contrato, pues “por causa de la guerra no esperada y la presente campaña, subió de repente el precio [...] y crece cada vez más [...] como es público y notorio”. El comerciante apuntaba un aumento de 172% en un año el precio de la res.29 El abastecimiento de las tropas era una cuestión sensible para la disciplina de los soldados. La ración prevista para al ejército se componía exclusivamente de carne (2 libras = 0,92 kg) y harina de mandioca; en las guardias de frontera, de difícil acceso, en las cuales no había condiciones de llegar con la provisión de harina, “se acostumbra a dar solamente la ración de carne doblada, que comen asada y ordinariamente sin sal u otro condimento, y lo mismo sucede en las ocasiones de marchas”. En guerra, por tanto, los soldados comían “apenas” 1,84 Kg. (4 libras) de carne por día y los oficiales recibían 6 libras. Frente a la propuesta de la corte de imponer otra ración al ejército, las autoridades locales advertían que “si esta tropa acostumbrada a nutrirse de carne y con abundancia fuese solamente municionada con media libra de la dicha [...] no podría vivir y ciertamente entraría a desertar y a dudar ponerse en marcha hacia la Provincia Cisplatina”.30 En 1811 João VI ordenó la invasión de la Banda Oriental, lo que ocurrió en el mes de julio con el avance desde Río Grande del autodenominado “Ejército Pacificador”. “Requisas del vecindario, De 2$000 pasó a 5$440 la cabeza. Antônio José da Silva Guimarães arrematara el contrato para los años de 1816–1818. En su petición al “Desembargo do Paço” declara que solo en el año 1816 tuvo un perjuicio de 4 mil cruzados (1:920$000). Petición anterior a enero/1817, AN, Desembargo do Paço, caixa 187, pac. 2. 30 “Ofício da Junta da Fazenda do Rio Grande para Ministério do Reino”. Porto Alegre, 28/07/1823. AN, IJJ2, caixa 341, 1823, fls. 218– 221. 29
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saqueos de pueblos y villas, y arreo de los ganados hacia Río Grande caracterizaron la entrada de las fuerzas portuguesas” (Sala, Rodríguez, de la Torre, 1967b: 243). Ni realistas, ni hacendados que preventivamente hicieron donaciones al ejército fueron dejados de lado; algunos se quejaban al general comandante (y gobernador do Río Grande) que sus ganados se habían destinado para saladeros.31 Un diligente subalterno, comandante de guardia en la frontera, le informaba que los “malévolos” se habían aprovechado de la situación “para desenfrenadamente recoger el ganado de aquellas estancias, para nuestros dominios”, de la misma forma que partidas de soldados pasaron a los dominios españoles a “confiscar ganado y hacer todo lo que pretenden” sin que su comandante se los impidiese.32 Difícil dimensionar la cantidad de ganado que a partir de este año ingresó en Río Grande pero algo puede ser inferido por el aumento de las exportaciones de tasajo y cuero, como será expuesto más adelante. No se cobraba ningún tipo de impuesto sobre él y tampoco fue establecido ningún tipo de registro o aduana entre la capitanía de Río Grande y las antiguas posesiones españolas incluso después de la independencia de Brasil (Miranda, 2009: 137). Apenas existían las guardias militares. Se puede recurrir, sin embargo, a otro tipo de fuentes. Desde 1811, en los requerimientos hechos al gobernador de Río Grande, en los cuales hasta entonces predominaban pedidos de concesión de tierras, surge un gran número de pedidos de licencia para traer ganado de la Banda Oriental y también pedidos de indemnización, por parte de habitantes de la Banda Oriental, sobre los animales
“Cristoval Salvañach a D. Diogo de Souza”, Montevideo, 21/02/1812. Archivo Artigas (AA), Tomo VII, p. 109; Thomaz Garcia Zúñiga reclamava que apesar de ter feito “voluntaria donación” al ejército, “toda la boyada de mi labranza há sido arreada del campo y conducida a este exército”. Hacienda de la Calera, 02/04/1812. AA, Tomo VII, p. 102. 32 “Carta de José Francisco Muniz a Dom Diogo de Souza”, Guarda de São Rafael, 15/02/1812. AA, Tomo VII, p. 89. 31
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que les fuera retirado.33 Varios requerimientos y quejas del mismo género se repiten en los años siguientes. Los pedidos de licencia para “introducir ganado” en los territorios portugueses se basaba, en la mayoría de las veces, en la alegación de cobranza de deudas del “otro lado”, en dominios de España. Las deudas eran pagadas en ganado y los acreedores solicitaban permiso para traer su “crédito”. Otras veces, los solicitantes se identificaban como “charqueadores”, tal como el importante Domingos de Castro Antequera, que “establecido con negocio de charqueada en la margen del río de Pelotas” afirmaba “que para poder continuar en dicho género de negocio se hace necesario la introducción de ganado de afuera”. Solicitó la entrada de 6.000 cabezas y le fueron concedidas licencia para 3.000.34 Los pedidos oscilaban entre 700 y 8.000 animales cada uno y, en general, eran concedidas licencias para introducir la mitad o menos. En el año 1812 fue solicitada la entrada, en total, de 40.000 cabezas y fue dada licencia para traer 25.000 cabezas. En el año siguiente, 1813, hubo una explosión de pedidos: 54 personas, en general militares de las tropas de milicias, solicitaron la entrada de un total de 168.300 cabezas de ganado y fue permitido el ingreso de 77.320 animales. Este número debe ser tomado como la cantidad mínima pues, como se afirmó, no había ninguna forma de control del tránsito de animales. El número de cabezas que se pretendía introducir en 1813 (y que probablemente ingresó en Río Grande) — 163.300 — correspondía a 48% del número de cueros exportados el año Es el caso de Ana Quirós de Seco, viuda, “vecina de la ciudad de Montevideo”. Muy respetuosamente dice que había sido un placer suministrar auxilios al ejército portugués, pero que necesitaba su resarcimiento y pedía “que las partidas portuguesas cesen la extracción de toda clase de animales”. Anexó una lista con los perjuicios: 2.268 cabeças de ganado, 25 bueyes, 1 mula, 452 caballos, 11 yeguas mansas con crias y 11 potros. “Requerimento de Ana Quirós de Seco”, Maldonado, 3/12/1811. Arquivo Histórico do Estado do Rio Grande do Sul (AHRS) Fundo requerimentos, maço 4, 1811. 34 “Requerimento de Domingos de Castro Antequera”. AHRS.Fundo requerimentos, maço 5, 1812. 33
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anterior por la capitanía; por esta aproximación puede suponerse el impacto de estas entradas en la economía de la región. Mateus da Cunha Telles, comerciante y recaudador de impuestos en la villa de Río Grande, relató al botánico francés Saint-Hilaire, que habían entrado en ocho años (1812 a 1819), un millón de cabezas de ganado (Saint-Hilaire, 1987: 76). El ingreso medio anual de 125 mil reses es compatible con el número de solicitudes hechas al gobernador, comentadas arriba. Durante los años de guerra, hubo un aumento del rebaño total y también un movimiento de concentración del rebaño entre grandes propietarios, que fue analizado a través de una muestra de inventarios post mortem. En el período 1815–1825 el tamaño de los rebaños se amplió mucho. Hay inventarios con 19, 25 y 27 mil vacunos, mientras que en el período de 1790–1810 los mayores quedaban en torno de 15.500 cabezas El tamaño medio del rebaño de los estancieros para el período 1790–1810 fue de 1.176 cabezas pero para el período 1815–1825 fue de 2.817, lo que significó un aumento de 140%. Entre los grandes propietarios, los poseedores de más de mil cabezas, hubo un aumento de 51%: se pasó de un rebaño medio de 4.111 vacunos para 6.215. (Osório, 2007: 140). En la Banda Oriental, la sangría de los rebaños locales fue realizada por todas las facciones en lucha, como consecuencia de la guerra de recursos que era practicada. “En las relaciones de servicios, en los escritos por pagos de abastecimientos varios, realizados a lo largo de varias décadas, tantos los hacendados patriotas como los enemigos harían prolija cuenta de lo que la revolución o España les había pedido” (Sala, de la Torre, Rodríguez, 1978: 105). El “Reglamento Provisorio de la Provincia Oriental para el fomento de su campaña y seguridad de sus hacendados”, promulgado por Artigas en 1815, cuando sus fuerzas dominaron toda la provincia, pretendía distribuir tierras entre “los más infelices” y reorganizar la producción pecuaria. Su articulo Nº 24 prohibía el tráfico con Río Grande: “En atención a la escasez de Ganados, q.e experimenta la Prov.a se prohibirá toda tropa de Ganado p.a Portugal. Al mismo tiempo, q.e se prohibirá ã los mismos Hacendados la matanza del Hembrage hasta el restablecim.to dela Campaña” (Sala, de la Torre, Rodríguez, 1978: 155). Un año después de la formulación del Reglamento, en 1816, los ejércitos portugueses vuelven a ocupar la provincia, para dominarla totalmente en 1820.
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En 1821, los comerciantes de Montevideo, partidarios del dominio lusitano, ya se quejaban de su situación, después de un breve período de bonanza. El Síndico General del Comercio, Francisco Farías, describía las expectativas iniciales: “Todos esperaban que [...] la pacificación General de esta campaña p.r las armas portuguesas cambiase el aspecto mercantil de nuestra Provincia. Restablecido el orden bajo el imperio de las Leyes, todos tenían motivo de esperar que la pastura y el comercio llamando a nuestro territorio la población, la industria y la riqueza de los tiempos pasados, harían desaparecer hasta la memoria de los desastres causados por la guerra civil”. Pasado un breve período de prosperidad (“con efecto, en los primeros meses de la paz general se vio nuestro mercado en un estado floreciente”), el comercio comenzó a paralizarse. Las medidas de la autoridad portuguesa que prohibían matar vacas e introducir sus cueros en Montevideo, el aumento de tributos sobre los cueros orejanos y las licencias para pasar ganado “al territorio limítrofe’ eran las razones principales de las quejas. El Síndico concluía que “el producto del beneficio de millones de animales se pierden y pasan a los campos de la Provincia vecina, arrebatándonos la población, la industria, el comercio y todas las ventajas de la riqueza territorial y dejándonos sumidos en la inacción y en la miseria” (Alonso, Sala, la Torre, 1970: 67–68). El viajante y botánico Saint-Hilaire, al recorrer la — ya en aquél entonces — Provincia Cisplatina al final de 1820 y principio de 1821, testimonió a todo momento en su viaje la falta de ganado, que fuera consumido por las tropas artiguistas o portuguesas. En varias áreas, como el Pan de Azúcar, comenta que los pastos son excelentes, pero hay poco ganado; en Rocha, el ganado “antiguamente llenaba los campos, pero después de la guerra el número diminuyó mucho. Los portugueses robaron parte de ellos, y los insurgentes no han contribuido menos para su destrucción” (Saint-Hilaire, 1997: 129). La ausencia del ganado antes existente modificó la propia cobertura vegetal, como registra entre Colonia do Sacramento y Víboras, refiriéndose a la especie una especie de cardo: “esta planta, una vez era más rara, porque los animales rumiaban los tallos cuando aún nuevas; mas hoy ya no hay ganado en los pastos, y los cardos se multiplican en plena libertad. No se puede atravesar, a pie o a caballo, los campos de que tomaron cuenta” (Saint-Hilaire, 1997: 177).
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LA EXPANSIÓN COMERCIAL DESPUÉS DE 1810: APROVECHAR LA GUERRA
Si en 1805 las autoridades y comerciantes de Río Grande se quejaban del contrabando y la competencia que los productos de la Banda Oriental les hacían, en seis años la situación cambió substancialmente. Los eventos de la guerra, los sucesivos bloqueos del puerto de Montevideo, su separación de la campaña debido a los movimientos de las facciones, la tremenda extracción de ganado para los territorios portugueses y la desorganización de la producción, inmovilizaron el comercio montevideano. El crecimiento del valor das exportaciones de tasajo, cueros y trigo de Río Grande pueden ser observados en el gráfico 2. Después de la caída de los convulsionados años de 1808 y 1809 en el tráfico atlántico, las exportaciones de los tres productos crecen, destacándose el tasajo en primer lugar. El establecimiento de la corte en Río de Janeiro con el crecimiento de la ciudad y de su mercado consumidor, la desaparición del contrabando de Montevideo, el acceso abundante y barato al ganado de la Banda Oriental, sustentaron la expansión. Gráfico 2 Valor de las exportaciones de tasajo, cueros y trigo (mil réis), 1790–1821
17 90 17 92 17 94 17 96 17 98 18 00 18 02 18 04 18 06 18 08 18 10 18 12 18 14 18 16 18 18 18 20
1 400 000 1 200 000 1 000 000 800 000 600 000 400 000 200 000 -
charque couros trigo
Fuentes: AHU, RJ, cx. 147, doc. 40 e RG, cx. 10, doc. 41, cx. 11, doc. 22, cx. 16, doc. 19; ANRJ, cx. 448, pacote 1 e Gonçalves Chaves (1978: 115)
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El quinquenio 1811–1815 es el de mejor desempeño para los cueros. La media anual de cueros exportados fue la más alta de todas, 380.392 unidades; en el período siguiente, 1816–1820, baja a 233.527. Pero, para dimensionar correctamente el tamaño de ese comercio en el contexto de la región platina conviene compararlo con el de Buenos Aires. Según Schmit, entre 1815 y 1819 las exportaciones de cueros estuvieron alrededor de 850 mil unidades anuales (Schmit, 2003: 252); las de Río Grande do Sul, 263 mil (apenas 31% de aquellas). De cualquier forma, este es el período auge de este comercio. Para el trigo, el período más lucrativo fueron los años 1811– 1816. Fue en este quinquenio que el trigo sobrepasó los valores exportados de cueros, tornándose el segundo producto de exportación de Río Grande: representó, en aquel período, de 20,4 a 27,2% de las ventas. Un corto apogeo, pues a partir de 1817 las caídas de volumen y valor son abruptas. En 1818 el trigo representó apenas 9,1% de las exportaciones, en 1819 8,6%, en 1820 6,3% y finalmente en 1821 7,4%. La roya atacara los trigales desde 1814. Ciertamente este no fue el único motivo de la caída de la producción. Guerra, reclutamiento militar de los labradores y el lucro de la ganadería ciertamente se combinaron, juntándose a estos factores como la liberalización del comercio y la llegada de trigo norteamericano (Osório, 2007: 199). Gonçalves Chaves, cuando escribió en 1823 sus “Memórias ecônomo-políticas” comentó que no había más producción de trigo ni para el consumo local y que se estaba “gastando alguna harina que los americanos nos traen y por el dinero que quieren”. El rendimiento procedente de los diezmos de trigo, previsto para aquel año, era cero (Gonçalves Chaves, 1978: 192).
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GUERRA Y COMERCIO EN LA FRONTERA Gráfico 3 Valor (mil réis) y volumen (arrobas) de las exportaciones de tasajo, 1790–1821
1 600 000 1 400 000 1 200 000 1 000 000 800 000 600 000 400 000 200 000
20 18
17 18
14 18
08
11 18
18
05 18
02 18
99 17
96 17
93 17
17
90
-
valor em mil r?is volume em arrobas
Fuentes: AHU, RJ, cx. 147, doc. 40 e RG, cx. 10, doc. 41, cx. 11, doc. 22, cx. 16, doc. 19; ANRJ, cx. 448, pac. 1 e Gonçalves Chaves, op. cit., p. 115.
El tasajo, como principal producto de exportación, representaba en 1808 el 44% del valor del total de las exportaciones de Río Grande do Sul. En 1819 llegó a su valor máximo, 63%. El quinquenio 1811–1815 fue el de mayores cantidades exportadas; en términos de valores, el auge ocurre entre 1817 y 1821. Ciertamente fue el producto más beneficiado por el bloqueo de la producción y comercio de Montevideo, que le permitió, inclusive, tener acceso al mercado cubano. La Habana surgió como importador de tasajo en 1809, con una compra de 2,7% del volumen total. Se mantendrá en este nivel la mayor parte de los años, con excepción de los años 1814, 1816 y 1818, cuando importó, respectivamente, 9,7% , 6,5% y 13,1% de la producción riograndense, sobrepasando a varios de los pequeños puertos de Brasil. Además de La Habana, el único puerto extranjero que aparece como importador de tasajo es, irónicamente, Montevideo, de 1813 e 1817. El tasajo fue, en el
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período, un género esencialmente destinado al abastecimiento interno. El producto de Río Grande llegó a este mercado por la desaparición momentánea de la producción de la Provincia Oriental. Conforme a un informe del Consulado de La Habana de 1812, el producto “portugués” era de inferior calidad que el rioplatense, y su comercio no propiciaba la venta de azúcar y café para el viaje de vuelta. De cualquier forma, los comerciantes cubanos afirmaban que la producción rioplatense sola no era suficiente para abastecer la isla (Betancurt, 1999: 253). Montevideo pasó de la posición de exportadora de alimentos a la de importadora, por las circunstancias de la guerra y los sucesivos bloqueos. Betancurt localiza en 1812 este movimiento, que él denomina de “tráfico de subsistencias”: se pasó a importar trigo, carne, legumbres, maíz, frijoles, etc. El principal puerto de origen y destino de este comercio fue Río Grande de São Pedro en los años 1813 y 1814, al frente de Río de Janeiro, Cádiz y Santa Catarina (Betancurt, 1999: 222–25). El éxito de las exportaciones de la década de 1810 de Río Grande do Sul hicieron la fortuna de un grupo mercantil, que simultáneamente era el propietario de los saladeros y poseía patrimonios mayores que los estancieros (Osório, 2007). La villa de Río Grande y su puerto adquirieron una importancia nunca vista hasta entonces y cerca de ella se fundó la parroquia de São Francisco de Paula (Pelotas), que concentraba los principales saladeros. En 1814 la población esclava de las dos localidades eran importantes — 33% en Río Grande y 54% en Pelotas, lo que se explica pues la mano de obra de los saladeros era esencialmente esclava (Osório, 2008: 247)
*** La “doble faceta” de la capitanía frontera de Río Grande le posibilitó, en la coyuntura de las guerras de independencia de las colonias españolas una expansión económica sin precedentes. Su particular posición de frontera imperial entre dominios portugueses y españoles y la característica de poseer un paisaje agrario muy semejante al de los territorios hispánicos vecinos le confirió alternativas de articulaciones productivas y comerciales. Conectada al resto de la América portuguesa (y especialmente a Río de Janeiro) como proveedora de alimentos, pudo expandir su producción y comercio en la nueva coyuntura abierta en 1808, y tuvo su
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competidor, Montevideo, alejado momentáneamente de la escena. Su faceta fronteriza posibilitó, a su vez, que grandes criadores de ganado y comerciantes lucrasen con la “guerra asoladora” que poco se desarrolló en sus territorios. Por el contrario, ella proporcionó a los grupos de poder local una expansión territorial y económica rápida, a través de la apropiación de rebaños y tierras. Más que un momento desarticulación de los circuitos, mercados y redes mercantiles, la coyuntura reforzó algunos (con el restante de las capitanías portuguesas) y creó otros (con la Provincia Oriental). Ahí se establecieron muchos riograndenses, que se tornaron grandes propietarios. En las décadas siguientes, transitaron con sus rebaños y esclavos de un lado a otro de la frontera entre Brasil y Uruguay, y tejieron alianzas políticas e intereses económicos que sobrepasaban las aún incipientes construcciones estatales.
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GUERRA Y REDES DE COMERCIO E INTERCAMBIO EN LA FRONTERA NORTE NOVOHISPANA. LA PROVINCIA DE NUEVA VIZCAYA, DE LOS TIEMPOS COLONIALES A LOS PRIMEROS AÑOS INDEPENDIENTES
SARA ORTELLI
CONICET/IEHS-UNCPBA (ARGENTINA)
“Antes de 1821, las arterias de la vida económica del Lejano Norte corrían hacia abajo, hacia los mercados de Chihuahua, Durango y la ciudad de México. A los pocos años de la Independencia se habían debilitado estas arterias que corrían de norte a sur y en su lugar se habían formado vínculos económicos vigorosos y nuevos con los Estados Unidos” (Weber, 1992: 221). “Es cosa frecuente que los historiadores digan que las alianzas defensivas y la postura militar que dieron resultado a los españoles a fines del sigo XVIII, se vinieron abajo con el México independiente; sin embargo pocos han entendido que la expansión norteamericana hacia el oeste dificultó muchísimo la tarea de México” (Weber, 1992: 188).
Después de la independencia, el establecimiento de los límites jurisdiccionales de los actuales estados mexicanos escindió espacios que durante el período colonial habían estado articulados, pero que en la época independiente pasaron a formar parte de entidades diferentes. A la vez, los transformó y reorientó, en función de las 197
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necesidades de los nuevos tiempos, que desembocaron más tarde en el proceso de construcción del estado nacional, como así también del mercado interno y de la nueva constelación de relaciones en el ámbito internacional. Tal es el caso de la extensa región que conformaba la provincia de Nueva Vizcaya, ubicada en el centro-norte del Septentrión novohispano, que en 1823 fue dividida en los estados de Durango y Chihuahua. La nueva organización político-jurisdiccional estuvo acompañada de transformaciones más profundas y trascendentes, que tuvieron que ver con la reconfiguración de los espacios económicos y de sus articulaciones internas y externas, a partir de los cambios y reorientaciones de la redes de comercio e intercambio que comenzaron a suscitarse con el colapso del régimen colonial. Esas redes atravesaban el territorio neovizcaíno y articulaban diversos niveles de la economía regional y local. Uno de estos niveles integraba las redes que conectaban a la provincia con el resto del territorio novohispano — desde el centro del virreinato hasta Nuevo México — a través del eje principal representado por el camino real de tierra adentro y algunas rutas transversales que se desprendían de él. En segundo término, las redes de circulación y abasto alimentadas por la producción regional y local que vinculaban, fundamentalmente, el entorno agrícola y ganadero de la provincia con los centros urbanos y los reales mineros. Por último, los flujos que se articulaban por fuera de los circuitos legales y se relacionaban con diversas instancias del comercio e intercambio regionales, entre los que tenían particular relevancia — al igual que sucedía en otros espacios fronterizos hispanoamericanos — las redes de comercio e intercambio establecidas con los grupos indígenas no sometidos. En este contexto, el período inaugurado hacia la segunda década del siglo XIX — conocido en la historiografía hispanoamericana como el de las guerras de independencia — fue determinando una serie de transformaciones en la organización y articulación del imperio español en América. Las transformaciones que tuvieron lugar en las latitudes septentrionales estuvieron enmarcadas en dos procesos. Uno de ellos, general a todos los dominios españoles, fue la crisis y desestructuración del sistema colonial a partir de la irrupción del ciclo bélico que comenzó en la península y se extendió a los territorios de ultramar. Este proceso tuvo especiales consecuencias en las fronteras, ya que determinó
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que se debilitara el equilibrio que desde la última década del siglo XVIII habían logrado las autoridades coloniales con los indígenas no sometidos, a través de la puesta en práctica del sistema de raciones y regalos que entregaban a los grupos proclives a establecer relaciones de paz, como así también de la intensificación y promoción de relaciones basadas en el comercio y el intercambio. El otro proceso, particular del Septentrión novohispano, fue la paulatina expansión de los Estados Unidos hacia los territorios del sur y suroeste — como Texas, California y el norte de Nuevo México — sobre los que España ostentaba un dominio discutible, habida cuenta de la escasa presencia de población y asentamientos hispanos en esas zonas. La penetración de pobladores estadounidenses en esas regiones fue emprendida y apuntalada, en gran medida, con base en actividades comerciales, que ampliaron y profundizaron con nuevos bríos — desde principios del siglo XIX — las relaciones que se venían estrechando desde tiempo atrás. Algunas de estas actividades se desarrollaron en el marco de la legalidad, a partir de las actividades de comerciantes que se establecieron cerca de los espacios formalmente controlados por la población novohispana. Otras, en cambio, fueron animadas por el contrabando. Gran parte de estas actividades clandestinas involucraron a los indios no sometidos, que fungieron como proveedores de caballos, animales muy apreciados tanto por los norteamericanos como por los grupos indígenas asentados más allá del Río Bravo. Las páginas que siguen están dedicadas a describir el proceso de transformaciones, reacomodos y reconfiguración del espacio económico que tuvo lugar entre los últimos tiempos de la administración española y la primera década independiente en el centro-norte de Nueva España / México. El cambio en la orientación de las redes comerciales y la incorporación decidida y avasalladora de los comerciantes norteamericanos es uno de los aspectos más trascendentes y determinantes de los destinos de esta zona una vez consumada la independencia, cuando apenas despuntaba la década de 1820. Como bien señala un historiador, esos vientos de cambio se extendieron sobre todo México después de las guerras de independencia, pero “azotaron con furia la extrema frontera norte, volcaron antiguas estructuras e hicieron dar vueltas a la economía de la frontera” (Weber, 1992: 221). Un espacio en el que el estado de guerra era, en realidad, una variable endémica.
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GUERRA Y REDES DE COMERCIO E INTERCAMBIO
UN PANORAMA DE LAS REDES DE COMERCIO E INTERCAMBIO REGIONAL A FINES DE LA COLONIA
Es frecuente percibir a las regiones alejadas de los centros de poder como aisladas, marginales y periféricas. En lo respecta a la cultura material, esto se traduce en la creencia que eran zonas que carecían de muchos bienes y productos por las dificultades que las enormes distancias suponían para el arribo de mercaderes y comerciantes a tales zonas. Sin embargo, varios estudios han demostrado que en el caso de la provincia de Nueva Vizcaya, las distancias y las dificultades de los caminos no habrían impedido la llegada a esas tierras de los más variados bienes de consumo e, incluso, objetos de lujo. Como ha podido comprobar una historiadora “…lejos de considerarse como simples habitantes de una provincia lejana, desligada del resto del mundo, el vecindario de la provincia se veía a sí mismo como parte de la sociedad novohispana, y trataba incluso de vivir y vestir a la moda del momento. El recurso de la plata ‘contante y sonante’ permitía a los más pudientes adquirir las mejores vestimentas y objetos que los comerciantes podían ofrecerles y habitar en casas cuya construcción y adornos fueron dignos de cualquier ciudad del centro del virreinato” (Cramaussel, 2006 a: 352). La principal ruta de acceso a la provincia era el camino real de tierra adentro, que se extendía sobre una distancia de casi 2.500 kilómetros, desde el centro del virreinato hasta Santa Fe, en Nuevo México. En el siglo XVII su tránsito tomaba seis meses; a principios del siglo XIX, este lapso de tiempo se redujo a unos cuatro meses y medio, de los cuales el tramo entre México y Chihuahua ocupaba tres meses (Suárez, 1994: 345; Moorhead, 1995: 40). Por esta vía transitaban caravanas con vagones o recuas cuyas cargas llevaban productos a San Felipe el Real de Chihuahua desde la ciudad de México, Michoacán, Puebla y otras regiones del virreinato novohispano. San Felipe el Real de Chihuahua era en esos momentos una especie de metrópoli regional y Santa Fe dependió durante muchas décadas del monopolio comercial representado por ese real. Todas las rutas comerciales que unían el sur y el norte pasaban por allí, lo que la convirtió en base de grandes comerciantes que acapararon el mercado de Nuevo México y de las poblaciones occidentales de Sonora, a través de Janos (Altamirano y Villa, 1988: 92–93).
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Una parte importante de las transacciones se realizaba en las ferias anuales. Una de las más famosas era la de Taos, en Nuevo México, conocida también como “feria de los apaches”, donde la relación más frecuente era el trueque o cambalache. Entre los bienes intercambiados figuraban las pieles, las gamuzas y algunos esclavos que podían permutarse por ropas y caballos. También se rescataban durante la feria cautivos españoles, muchos de ellos en manos de los comanches que eran asiduos visitantes de la feria. A finales de cada año, los mercaderes y pobladores de Taos se desplazaban hacia Chihuahua, donde se llevaba a cabo la feria del mes de enero, donde se podían adquirir vinos, telas, ropas, armas, municiones, entre otros bienes y productos (Altamirano y Villa, 1988: 92–93). Otra feria anual de importancia se realizaba en el fértil y frondoso Valle de San Bartolomé, conocido durante la época colonial como el granero de la Nueva Vizcaya. Fuera de estos momentos particulares, los pobladores podían abastecerse de los productos de primera necesidad en los mercados y parianes, donde era posible adquirir carne, tortillas, queso, chile, frutas, verduras o vino. Había también, especialmente en centros como Parral y Chihuahua, tiendas bien establecidas que vendían mercancías transportadas desde el centro del virreinato y algunas originarias de ultramar (Orozco, 2007: 177 y 179). La posición relevante que ocupaba San Felipe el Real en las redes comerciales tenía sus orígenes a principios del siglo XVIII, cuando la riqueza argentífera de la Nueva Vizcaya se había establecido en la zona de Chihuahua-Santa Eulalia, que dominó la producción de mineral durante varias décadas y se convirtió en el mayor centro de población del norte de México (Hadley, 1979: 28). Chihuahua se nutrió pronto con pobladores originarios de la antigua provincia de Santa Bárbara — ubicada en el sur del actual estado — y del real de Santa Rosa de Cusihuiriachi. Muchos de estos vecinos, además de dedicarse a la actividad minera, comenzaron a hacer producir las haciendas agrícolas necesarias para el abasto de las minas. Desde los primeros tiempos del poblamiento en Chihuahua no había sido posible establecer claras diferencias entre el grupo de mineros y el de los hacendados agrícolas y, dentro de este último, los grandes hacendados tenían un dominio casi completo de la producción de mineral. Sin embargo, aunque muchos de ellos podían abastecer sus minas con lo producido en sus propios establecimientos agrícolas, ni siquiera los
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más acaudalados latifundistas eran capaces de asegurar por completo las necesidades de consumo. Esto incentivó el despliegue de redes de abasto regionales que posibilitaron la explotación del metal en gran escala en la medida en que aseguraron tanto el abastecimiento de insumos agrícolas y ganaderos, como así también el necesario flujo de mano de obra para la producción agrícola y minera. El abasto de granos y harinas para las minas era suministrado, en gran medida, a través de la producción local y regional. En el caso de Chihuahua no parece constatarse la hipótesis general que se ha sostenido para el norte de la Nueva España, según la cual los grandes centros mineros habrían propiciado el desarrollo de zonas especializadas en la producción de grano dedicadas a su abasto, que incluso podían estar ubicadas en regiones muy alejadas de los distritos mineros. Chihuahua no dependía del abasto de ninguna zona en particular, sino que se nutría de los productos provenientes de varias haciendas, pueblos y misiones. Además, existía una red de abasto de mano de obra que se concentraba a través del sistema de mandamientos o repartimiento y que también provenía de los pueblos y misiones de los alrededores. En suma, como ha planteado un historiador, “la sociedad colonial norteña estaba íntimamente ligada al mundo indígena que la rodeaba (…) la existencia misma de una sociedad minera de gran envergadura no hubiera sido posible sin el concurso de las misiones y pueblos de indios locales, tanto en alimentos como en mano de obra” (Álvarez, 1999: 61). Si estas características del sistema de abasto se mantuvieron a lo largo del siglo XVIII y comienzos del XIX, a ellas hay que agregar, también, un aspecto aún escasamente indagado: la participación de la población indígena de pueblos y misiones, como así también de otros sectores socio-étnicos, en la provisión de insumos para la minería a través de circuitos ilegales, que involucraban, fundamentalmente, productos provenientes de la actividad ganadera y se nutrían del robo de animales. La movilidad necesaria para la participación en estos circuitos ilegales era facilitada, en cierta medida, por el sistema de mandamientos, que propiciaba los traslados de población. Así, de los diecisiete pueblos y misiones que participaban del abasto de productos agrícolas a San Felipe el Real de Chihuahua, once fueron acusados a fines de la época colonial de participar en los circuitos ilegales de robo y
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traslado de animales. Algunos de estos pueblos estaban directamente vinculados con el abasto de la villa, y otros se relacionaban con la producción agrícola a través del trabajo en las haciendas de la región.1 De los circuitos ilegales participaba también una amplia gama de pobladores, de heterogénea composición étnica y social, que no tenían una adscripción muy clara en lo que se refiere a sus formas de integración a la sociedad neovizcaína, y que conformaban verdaderas bandas dedicadas al robo y al asalto. El ganado era conseguido, principalmente, en las grandes haciendas ubicadas en el eje que unía San Pedro de Gallo, Indé y el Valle de San Bartolomé. Entre ellas, las más importantes eran San Salvador de Horta, San José de Ramos, San Mateo de la Zarca, San Juan de Casta, San Isidro del Torreón, la Cadena y San José de la Mimbrera.2 También eran víctimas frecuentes de los robos las haciendas y los ranchos ganaderos de las jurisdicciones de San José del Parral y de San Diego de Minas Nuevas, en la provincia de Santa Bárbara. En cuanto a los destinos de los animales, una parte era traspasada, en sitios previamente convenidos, a grupos de indios no sometidos, principalmente apaches. Una vez en manos de éstos, los animales en pie continuaban los derroteros hacia el norte y atravesaban el Río Grande, actual Río Bravo, para internarse en el actual territorio de Estados Unidos. Otra porción del ganado era destinada a la autosubsistencia de las bandas de abigeos y a la realización de intercambios de ropas y alimentos en pequeña escala en el interior de la provincia, en un contexto con escaso circulante que propiciaba el despliegue de estas formas de intercambio de bienes y productos. Por último, otra parte de los robos era canalizada hacia los reales de minas, entre los que San Felipe el Real ocupó un lugar destacado y constituyó un destino casi natural del “Oficio del gobernador de Durango y comandante general, José Faini”, 19 de junio de 1773, Archivo General de la Nación de México, Provincias Internas (AGNM, PI), vol. 132, fs. 276 y 276v. 2 “Expediente formado sobre la colusión y secreta inteligencia”, fs. 281– 281v; “Oficio de Francisco Javier Valenzuela”, 1788, AGNM, PI, vol. 128, f. 148v. 1
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ganado o de sus derivados, por las enormes necesidades que la producción minera tenía de tales productos (West, 1949). La carne era aprovechada como alimento y como parte de la paga en ración para los trabajadores. El cuero era usado para fabricar una infinidad de elementos, como las bolsas y costales que se usaban para recolectar el mineral o las correas y sogas para ataduras, y los animales en pie para llevar a cabo la mezcla de amalgama, para mover maquinarias como los molinos y para el transporte. El sebo se utilizaba para lubricar la maquinaria pero, fundamentalmente, para la fabricación de velas, elementales para la iluminación en las minas, que se consumían en grandes cantidades (West, 1949: 23–30 y 62–66; Alatriste, 1983: 105–106). Las mulas ejercieron un dominio indiscutido para la minería en el proceso de patio, pero también como medio principal de transporte (Sánchez Albornoz, 1965: 261). Es interesante, en este sentido, intentar trazar relaciones entre el robo de animales y los momentos de retracción o auge de la minería. En varias coyunturas de los siglos XVIII y XIX, este ejercicio señala que durante los períodos de auge se registró mayor cantidad de robos (Ortelli, en prensa). En general, la producción argentífera aumentó durante el siglo XVIII en toda la Nueva España. La producción de 1795 sextuplicó la cifra de 1695, correspondiendo los mayores incrementos a tres periodos de fuerte producción: de 1738 a 1745, de 1777 a 1783 y de 1785 a 1798 (Hadley, 1979: 25). Desde entonces hasta 1804–1809 el ritmo de crecimiento se mantuvo muy inferior (Korol y Tandeter, 1999: 32). Durante la tercera década del siglo XIX, una vez consumada la independencia, florecieron nuevos y ricos minerales, como el de Jesús María, que comenzó a explotarse en 1823. En esos momentos casi todos los otrora famosos reales, como Parral, Batopilas, Santa Eulalia o Cusihuiriachi, estaban abandonados o reducidos a una explotación mínima. De todos modos, tales sitios produjeron importantes bonanzas, posteriormente, en le transcurso del siglo (Orozco, 2007: 174–175). En suma, en el espacio económico neovizcaíno se articulaban circuitos legales y clandestinos de circulación de productos. Parte de los pueblos y misiones que integraban los circuitos legales de producción y abastecimiento, estaban vinculados al mismo tiempo a los circuitos clandestinos — aquellos que las autoridades coloniales consideraban que estaban fuera del marco de la
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legalidad — a través de la apropiación, traslado e intercambio de ganado mular y caballar, que en parte entregaban a grupos indígenas no sometidos, utilizaban para su propia subsistencia y para realizar intercambios en pequeña escala en el interior de la provincia, o canalizaban hacia los reales mineros y los centros urbanos. Estos circuitos dibujaban un espacio económico que los relacionaba, a la vez, con amplias redes, algunas centradas en los ámbitos locales y otras que superaban los límites de la provincia, a través del traspaso de animales que seguían rumbo hacia el lejano norte. Los circuitos que se extendían más allá de los límites de la provincia seguían dos itinerarios principales: el que avanzaba sobre el occidente del Bolsón de Mapimí y se encaminaba hacia el Río Grande del Norte, y el que se dirigía hacia el oeste a través de las barrancas de la Sierra Madre. Una de las características principales de ambos circuitos era la utilización de serranías, que servían como refugio y escondite, pero también como hitos en el traslado de los animales y facilitaban su supervivencia durante las largas travesías. Una parte importante de los animales robados que eran arreados a través de las sierras se dirigían hacia la provincia de Sonora. Los principales caminos que permitían el tránsito del altiplano a la costa eran usados desde la época prehispánica y seguían principalmente el cauce de los ríos que bajaban al mar. Sin embargo, durante la colonia algunas rutas presentaron variaciones que respondían a los cambios y reacomodos de la organización espacial que sufrió la región. El camino de Topia fue el más importante de todos los que atravesaban la sierra: tanto la ruta de los minerales de Topia y Canelas, que continuaba por una quebrada hasta Tamazula y seguía a Culiacan como, en menor grado, Topia-Sianori-Tamazula. Esta travesía rivalizó más tarde con el camino Durango-Guarisamey-San Ignacio a parir del florecimiento de Guarisamey (Vallebueno, 2006). Si bien no se conoce el destino final de todos los animales, algunos eran vendidos en Ostimuri y en el real de Álamos y otra parte del ganado seguía camino hacia la costa o se iba vendiendo a lo largo del periplo. Los abigeos utilizaban en ocasiones caminos menos
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transitados y poco conocidos, como el que atravesaba hacia tierra caliente a través de la jurisdicción de Ciénega de los Olivas.3 La circulación e intercambio de animales robados fueron cada vez más lucrativos en la medida en que comenzó a intensificarse la demanda de caballos entre indios y europeos en los territorios ubicados hacia el norte, en el actual territorio de Estados Unidos (Merrill, 2000: 637–638). Con respecto a lo recibido en contraparte de los animales, las gamuzas, pieles y flechas eran bienes apreciados en territorio neovizcaíno. En este sentido, un historiador ha señalado que “a mediados del siglo XVIII los habitantes de Nuevo México comenzaron a incrementar su producción agrícola para elevarse del mero nivel de subsistencia. Con el fin de allegarse productos manufacturados del centro del virreinato procuraron aumentar su comercio con los indios no sometidos, pues las pieles y cueros de bisontes o venados eran, para muchos, las únicas mercancías redimibles en los mercados de Nueva Vizcaya a los que tenían acceso” (González de la Vara, 2002: 133). Las necesidades del intercambio dibujaron enormes redes que involucraron a los apaches y comanches, proveedores de ganado doméstico hacia Nuevo México y más allá (John, 1975: 336–338, 420, 460–461; Hämäläinen, 2003: 833–862; 1998: 485–513). De estas redes participaban las bandas de abigeos neovizcaínos que eran los principales responsables de la violencia vinculada a los robos en la provincia. En este sentido, Merrill sostiene que las incursiones de la segunda mitad del siglo XVIII “fueron motivadas en gran medida por consideraciones económicas”, ya que estos grupos dependían del robo de animales para sobrevivir y para intercambiarlos por bienes de origen europeo que habían incorporado a su vida cotidiana (Merrill, 2000: 655). Varios funcionarios coloniales reconocieron que el tema que estaba detrás del robo de ganado era el comercio. Así, el En la segunda mitad del siglo XVIII Parral mantenía un activo comercio legal con Real del Oro e Indé, Ciénega de los Olivas, las misiones de la Tarahumara, Batopilas y tierra caliente, entramado espacial que coincidía, más o menos, los mismos circuitos que seguían los abigeos (“Carta de Manuel Rodríguez y Benito Sánchez de la Mota”, 1786, AGNM, PI, vol. 49). 3
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comandante inspector Hugo O´Connor describió hacia mediados de la década de 1770 que los grupos asentados en la sierra del Rosario, en pleno Bolsón de Mapimí, se trasladaban “a los países que habitan los indios bárbaros con quienes hacen negociación por cambio de gamuzas y flechas, de manera que aquellos infieles con este género de comercio se proveen de mulas y caballos que tanto estiman”.4 Una década más tarde, el comandante general Jacobo de Ugarte y Loyola refirió que una de las bandas de abigeos era responsable de “…más de doscientas muertes y una multitud de robos de ganado y de bienes de campo, que en cambio de pieles, flechas y otros efectos entregaba a los apaches, sus amigos y aliados con quienes tenía establecido este infame comercio”.5 Este “infame comercio” con los indios no sometidos determinaba en muchas ocasiones el despliegue de acciones de violencia y ataques que se relacionaban con el propósito de conseguir animales. Sin embargo, fue frecuente desde diversos sectores del mundo colonial evaluar esta situación como un estado de guerra permanente con los indios no sometidos, que habrían perseguido los objetivos de despoblar las provincias fronterizas y dislocar las economías regionales. Ante este panorama, desde la última década del siglo XVIII, las autoridades españolas ensayaron en todas las fronteras del imperio nuevos métodos de relación e interacción con estos grupos, a fin de lograr la pacificación de esas regiones. Tal fue el escenario en el que comenzó a gestarse en el Septentrión novohispano el proceso de insurrección que constituyó la antesala del movimiento de independencia.
LA FRONTERA NORTE: ESCENARIO DE GUERRA ENDEMICA La defensa del Septentrión siempre había preocupado de manera especial a las autoridades virreinales y metropolitanas por varias razones. A la presencia de grupos indígenas no sometidos, se “Extracto de las novedades ocurridas en las provincias de Nueva Vizcaya, Coahuila y de las noticias que ha comunicado el comandante inspector don Hugo O’Connor”, 1773, AGNM, PI, vol. 40, f. 12v (negrita mía). 5 “Jacobo de Ugarte y Loyola”, 1784, AGNM, PI, vol. 162, fs. 242– 242v (negrita mía). 4
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sumaban las ambiciones expansionistas y comerciales de otras potencias, como Inglaterra, Francia y Rusia. Además, la existencia de recursos naturales valiosos y las características de las sociedades indígenas de la región combinaban los potenciales económico y demográfico que estimularon los intereses imperiales en la región. Los recursos obtenidos de la explotación de los minerales americanos — base sobre la que desde el siglo XVI se asentó en gran medida la economía europea — provinieron, fundamentalmente, de Potosí, en el Alto Perú, y de los reales de minas novohispanos, varios de los cuales tenían su asiento en las latitudes norteñas. En suma, este territorio detentaba una posición geoestratégica y económica de fundamental importancia para el imperio español, porque resguardaba el control de las posesiones españolas frente a otras potencias que se habían expandido a lo largo del siglo XVIII, a la vez que limitaba con grupos indígenas no sometidos (Velázquez, 1979: 37). La llegada de los Borbones al trono fue testigo de los intentos constantes por asegurar la presencia española frente a frente a los intereses de ingleses, franceses y rusos, y por resolver, o al menos controlar, el problema de las incursiones indígenas. Este último aspecto preocupaba profundamente tanto a las autoridades metropolitanas y virreinales, como a las locales y a los habitantes de estas regiones en general. Sin embargo, a pesar de su importancia económica y geoestratégica, y de las preocupaciones que despertaba en diversos niveles del gobierno colonial, no resultaba siempre sencillo para las autoridades formarse una idea cabal de las situaciones que vivía el Septentrión. La profusión de informes solicitados a capitanes de guerra, visitadores, inspectores de presidios, comandantes generales y a los más diversos funcionarios, dejaban más dudas que certezas acerca del estado de cosas y de la mejores maneras de encarar los problemas que atravesaba la zona. El virrey Bucareli fue explícito al plantear su preocupación por este problema al ministro Julián de Arriaga, cuando describió los informes que le enviaban desde el norte del virreinato en los siguientes términos: “De muchos años a esta parte no se halla ejemplar de que dos sujetos que tengan mando en las Provincias Internas uniformen sus dictámenes; se piden sobre un mismo asunto a los gobernadores, misioneros, capitanes de presidios, ayuntamientos y vecinos particulares, pero todos varían en sus noticias, ideas, métodos y proposiciones; y todos los visten y adornan de manera que se hacen apreciables y llaman la atención. ¿Quién pues podrá averiguar desde tan remotas considerables
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distancias la certidumbre de los hechos, ni la verdadera causa de los daños que oímos sin poderlos remediar enteramente?” (Díaz Trechuelo et al, 1967: 444). Esto no representaba un problema menor. La falta de entendimiento entre los pobladores de la región y la indiferencia hacia otros intereses que no fueran los particulares era la principal causa que contribuía a mantener el estado de guerra en la zona. A los intereses personales de los capitanes de presidios se sumaban los de funcionarios que ocupaban cargos de la administración española, hacendados, misioneros, comerciantes y mineros. En este sentido, hay que advertir que estas funciones se traslapaban, ya que los personajes importantes de la región diversificaban sus inversiones en tierras, minas y tiendas y, al mismo tiempo, muchos de ellos ocupaban cargos militares o en la administración civil (Cramaussel, 1999: 87 y 99). Los alcances del estado de guerra y violencia que aquejaba a esas latitudes y que aparecía como la causa de todos los males de la provincia, debe ser evaluado en ese contexto. A pesar de las quejas constantes de los vecinos norteños ante las hostilidades de los indios no sometidos, la corona en general había desaconsejado llevar adelante políticas de destrucción o aniquilamiento, alentando las de conciliación y disciplina. Pero, al mismo tiempo, en las coyunturas en que surgieron proposiciones radicales, éstas fueron desestimadas por los propios pobladores españoles que vivían en la frontera, ya que el comercio de pieles, armas de fuego y esclavos resultaba lucrativo (Velázquez, 1974: 163). De hecho, una de las características sobresalientes de la elite local, era la relativa autonomía que detentaba en términos políticos, pero también económicos, desde los primeros tiempos de su asentamiento en los territorios septentrionales. Este es un perfil no demasiado estudiado aún de las zonas consideradas como “fronteras de guerra” con los indios no sometidos, como era el caso del norte novohispano, y luego mexicano. La idea de frontera de guerra tenía vieja raigambre en la tradición occidental. La frontera medieval española era de guerra y de reconquista, impulso expansivo que fue trasladado al continente americano junto con el vocabulario de marcado tinte bélico (Roulet, 2006). Así, en un diccionario de la época, frontera y fronterizo hacía referencia a “lo que está puesto y colocado enfrente de otra cosa” y se relacionaba con los términos del latín
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contrarius, contrapositus y adversus (Diccionario, 1780: 483). Para los españoles que colonizaron el territorio americano, las fronteras fueron regiones poco dominadas o conocidas, habitadas por pueblos que apelaban a la guerra para mantener o conseguir espacios, o para defender recursos y fuentes de sustento. Las crónicas y documentos que fueron surgiendo al calor de la experiencia colonial presentaron a la frontera como un espacio diferente y, al mismo tiempo, contrapuesto, tanto por las características físicas del territorio, como por el modo de vida de las sociedades que lo habitaban. Estos espacios aparecen definidos, en la mayor parte de los casos, como “fronteras de guerra” que limitaban con el territorio ocupado por “indios de guerra”. A partir de tales concepciones, en la historiografía de la frontera latinoamericana colonial y decimonónica predominó, por muchos años, una perspectiva que enfatizó el conflicto, y dejó de lado el análisis de otras manifestaciones sociales, o las subordinó a la dinámica de las guerras por territorios. En ese contexto, la frontera fue entendida como límite o línea de separación que marcaba la transición entre mundos con diferencias irreconciliables. La violencia y la guerra eran referidas, con frecuencia, como aspectos inherentes a las relaciones sociales que se desarrollaban en estos espacios. Sin embargo, en la provincia de Nueva Vizcaya, los argumentos que definían las “fronteras de guerra” con los indios no reducidos en la segunda mitad del siglo XVIII, reportaban beneficios y ventajas comparativas que habían beneficiado a la elite local y regional a lo largo de décadas. Así, los hombres poderosos de la provincia obtenían prebendas de la ubicación de sus propiedades cerca de las zonas vecinas a los indios de guerra, que el discurso oficial de los siglos XVIII y XIX definió como fronteras. A pesar de que dicho discurso presentaba a las haciendas alejadas del control jurídico como propiedades aisladas y marginales, esta posición era conveniente en un espacio en el cual los hacendados podían organizar sus actividades productivas y comerciales con mayor libertad, evadiendo impuestos, vendiendo a precios más altos y controlando los principales caminos de acceso a la región. Los caudillos más poderosos eran, de hecho, los que tenían sus tierras en las inmediaciones de las llanuras, en los márgenes definidos como fronteras (Cramaussel, 1999: 99). En suma, la invocación a la existencia de la “frontera de guerra” servía a variados intereses que tenían que ver con el mantenimiento de
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cierta autonomía jurídica y política, y que reportaba también ventajas económicas y beneficios impositivos. En términos concretos, el estado de guerra aparecía caracterizado en las crónicas coloniales y decimonónicas a través del concepto de hostilidad, es decir, los indios no sometidos eran acusados generalmente de hostilizar las provincias septentrionales. El concepto se relacionaba en la época con el daño que una potencia hacía a otra estando ya en guerra, o antes de declararla formalmente. Vale decir, las hostilidades eran las acciones llevadas a cabo por los enemigos durante sus incursiones en Nueva Vizcaya en un contexto de guerra declarada o potencial (Diccionario, 1984 (1726): 460). Así, la idea de hostilidad estaba muy cercana a la de guerra, e implicaba un enfrentamiento casi permanente, que desarticulaba todos los aspectos de la vida de las provincias norteñas. Sin embargo, más allá de estas percepciones, la categoría de hostilidades hacía referencia a variadas actividades, entre las que destacaba por su recurrencia el robo de ganado, especialmente, mular y caballar. Al mismo tiempo, entre las acciones más comunes que complementaban los robos se mencionaban la matanza de reses, de ganado lanar y de personas y la captura de cautivos.6 También se describía el robo de otros productos, como ropas, cargas de leña, harina y maíz. El estado de guerra era responsable de la inminente desarticulación de la economía local. Las autoridades y muchos vecinos prominentes argumentaban que los indios no sometidos tenían impedidos los caminos por donde transitaban bienes, víveres e insumos, lo que provocaba recurrentemente situaciones de escasez, con el consecuente incremento de los precios, las hambrunas y las pestes. La vida económica se veía especialmente “Noticias que por orden del caballero de Croix rendían los alcaldes de este real sobre las incursiones de los indios a esta jurisdicción durante los años 1778 a 1787”, Serie Parral, Southern Methodist University (en adelante SMU), Guerra, G–32; “Extracto de los insultos cometidos por los indios bárbaros en la provincia de Nueva Vizcaya en los cuatro primeros meses de este año”, 1788, AGN-PI, vol. 128, fs. 392–397v; “Noticia de los sucesos acaecidos en los partidos de la jurisdicción de mi cargo por los indios enemigos”, 1789, Serie Parral, SMU, Guerra, G–16. 6
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perjudicada, partir del desabastecimiento de alimentos, el aumento de los precios, la merma en la producción de la minería, o la imposibilidad de cumplir con las obligaciones impositivas. Frente a las reformas que intentaron llevar adelante los Borbones en todos los territorios que estaban bajo el dominio de España y que intentaban ejercer una incómoda injerencia sobre la autonomía que detentaban las elites locales, estos argumentos se desarrollaron en su máxima expresión y la provincia de Nueva Vizcaya pareció estar en peligro inminente de desaparecer en manos de los indios no sometidos. Fue en la antesala de los movimientos revolucionarios hispanoamericanos, cuando la zona — al igual que otras fronteras hispanoamericanas hacia la misma época — pareció arribar a un periodo de pacificación, resultado de una nueva política ensayada por los Borbones hacia los grupos indígenas no sometidos. Tal política tenía que ver con el despliegue de estrategias inspiradas en los franceses y puesta en práctica por iniciativa de Bernardo de Gálvez (sobrino del famoso visitador y más tarde ministro de Indias, José de Gálvez). Unas décadas antes, Bernardo había observado las políticas hacia los indios no sometidos llevadas a cabo por los franceses en la zona del Mississippi. Tales políticas estaban basadas en el incentivo de las relaciones de comercio e intercambio con la población indígena de la región y distaban bastante de la obsesión por los instrumento de defensa y de evangelización representados en las instituciones del presidio y la misión que habían constituido los soportes de las estrategias de España en las fronteras. Estas estrategias parecían, a todas luces, haber arrojado mejores resultados que la política española de prohibición del comercio, represión y guerra defensiva u ofensiva, según los casos. En tal contexto, la última década del siglo XVIII es referida como un periodo de pacificación y de despliegue y profundización de nuevas políticas, basadas en el incentivo del comercio, y en la entrega de regalos y raciones. En efecto, estas políticas se desplegaron en todos los territorios del imperio y se apoyaron en el incentivo de nuevas formas de relación con los indios no sometidos, al menos, con aquellos grupos que manifestaban la voluntad de mantener su lealtad y establecer relaciones pacíficas. En el fondo, esta política perseguía que los indios no sometidos se volvieran dependientes de la corona española a través de la
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necesidad de ciertos bienes y productos. Tal fue el caso del comercio de alcohol, cuyo consumo por parte de los indios permitió que fungiera como un poderoso instrumento de control (Navarro García, 1964: 453). Así, tanto en el caso del Septentrión novohispano como en otras latitudes del imperio se ha planteado que la estabilidad que fue adquiriendo el comercio con los indios no sometidos favoreció la pacificación que caracterizó a estas regiones desde principios de la década de 1790. Sin embargo, el robo de animales y la violencia que su consecución determinaba involucraron en Nueva Vizcaya a un amplio espectro de grupos y, por lo tanto, la etapa que el discurso colonial identificó como de pacificación debe entenderse no solamente en función de la estabilidad lograda con estos grupos, sino del despliegue de una política de sujeción y control de toda la población dispersa, asentada en las serranías, sin asentamiento fijo, que se integraba fácilmente a los circuitos ilegales de comercio e intercambio. Al mismo tiempo, el éxito de la política de comercio y regalos se vinculó, en gran medida, con las transformaciones internas de los grupos indígenas no reducidos que determinaron la necesidad de obtener bienes y productos de origen y manufactura europea. En suma, en las dos décadas anteriores al movimiento de independencia, el gobierno español puso en práctica una nueva política hacia los indios no sometidos. Fue así como, alrededor de 1790, pareció iniciarse un período de relativa pacificación de los territorios considerados como fronteras del imperio, y los esfuerzos estuvieron volcados al sostenimiento de relaciones basadas en el comercio, en la entrega de raciones de bienes y productos a los que los indios se habían hecho afectos y en el otorgamientos de algunas prebendas (Lázaro Ávila, 1996).7 Por ejemplo, en el caso de En una lista de 1792 figuran como parte de las raciones la entrega de bienes y también de servicios, como la organización de bailes, la preparación de comidas y el pago a costureras. Entre los bienes entregados aparecen paño azul, paño escarlata, manta, botones, seda, ropa de sastre, hilo, cinta poblana, adarga, sombreros blancos, listón, botas, belduque, mascadas, cojinillos, escopetas, frenos, espuelas, fierros, cabezadas, bayeta, gamuzas, cueros de res, chupas, calzones, rebozos, frazadas, novillos, cigarros, maíz, chocolate 7
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Chihuahua, dentro de las “Bases para conceder la paz a los apaches” se señalaba que en el año 1810 se les había otorgado la paz, indicándoles los terrenos por los que podían transitar y subsistir (Orozco, 1992: 218). Las situaciones enmarcadas, de hecho, en un proceso de intensificación de las relaciones, antecedieron a las políticas gubernamentales en el logro de la estabilidad y el periodo de paz relativa que caracterizó a la región a partir del decenio de 1790 obedeció a la diplomacia y al deseo de tranquilidad mutua y comercio (Weber, 2000: 331–334).
LA ANTESALA DE LA INDEPENDENCIA Y LA RECONFIGURACION DEL ESPACIO ECONOMICO
Esta política de entrega de raciones pareció funcionar bien hasta la década de 1830. El anhelado logro de este período de tranquilidad en la región es, de hecho, una de las razones que algunos autores invocan a la hora de explicar la escasa participación de los habitantes de Chihuahua en los primeros momentos del movimiento de independencia (Orozco, 2007: 45–47). Para inicios de ese decenio se publicaron disposiciones que proponían una serie de medidas para ayudar a los vecinos en las acciones de guerra contra los indios y otra serie de disposiciones respecto a procurar que los habitantes del Chihuahua estuvieran bien armados y — como había sucedido durante la época colonial — solicitudes para que se exceptuara del pago de diezmos a los pobladores ubicados en las zonas de guerra con los indios (Orozco, 1992: 213 y 219). Como apunta Weber, los peores efectos de la independencia en la mayor parte de la frontera norte novohispana fueron indirectos. La crisis de España, agobiada por la invasión napoleónica a su territorio y por levantamientos que se sucedían en las posesiones de ultramar, resquebrajó la vida cotidiana de la frontera. Los años que siguieron a 1811 fueron testigos de la desarticulación del comercio en la frontera, de la interrupción del abasto a los presidios y las misiones, y del cese de pago a los (“Copias de dos cuentas de gastos hechos con los apaches de paz que han venido a la villa de Chihuahua desde enero de 1791 hasta fin de septiembre”, 1791, AGNM, PI, vol. 66, fs. 73–77v).
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funcionarios. Una de las consecuencias de esta situación fue el impulso a una incipiente industria que existía en esos momentos en Chihuahua, como el aumento de los telares de la Casa Obraje, que tomó el nombre de Casa de Hospicio y Caridad; la fabricación de artefactos de cobre cuya materia prima se conseguía en el mineral de Santa Rita del Cobre; el establecimiento de una taller para la reparación de armas de fuego, lanzas y adargas de las que se enviaron varios remesas a Durango y Zacatecas; y la instalación de fábricas de cigarros, sombreros de castor y vaciado de fierro (Almada, 1997: 150–151). En algunas partes, las relaciones pacíficas que se habían establecido entre los pobladores españoles y grupos de apaches o comanches comenzaron a deteriorarse a la par del sistema de regalos y raciones, porque los colonos ya no podían ofrecerles regalos. En muchas zonas, los años que siguieron a la independencia fueron testigos del incremento de los ataques y correrías de los indios no sometidos sobre la frontera norte. Este proceso estuvo acompañado de la migración al norte de México de anglo-norteamericanos, proceso que contribuyó a debilitar las viejas alianzas basadas en el comercio que se habían establecido en los últimos tiempos de la colonia, en un contexto en el que México no pudo reparar alianzas y fortalecer una postura militar que le permitiera enfrentar la nueva situación (Weber, 1992: 46–47 y 176– 177) Aunque la influencia de los comerciantes norteamericanos había preocupado a las autoridades españolas desde fines del siglo XVIII, y se había profundizado hacia 1803 cuando Estados Unidos adquirió Louisiana, la intensificación de las correrías en el período de las guerras de independencia y, más tarde, en el período independiente, se explica en gran medida por la llegada de los norteamericanos, que ofreció un mercado para el comercio de armas y el ganado robado. Así, “para el tiempo de la independencia de México era una verdad sabida que apaches y comanches robaban caballos y mulas en México y los cambiaban a los traficantes de rifles y municiones” (Weber, 1992: 177 y 178). Los tentáculos de ese comercio se extendieron pronto hacia las regiones más australes del norte mexicano. En la década de 1820 los comerciantes norteamericanos que llegaron a Nuevo México pronto vieron ese mercado saturado y comenzaron a interesarse por los territorios ubicados hacia el sur. Uno de los
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puntos más importantes estaba constituido por la ciudad de Chihuahua, centro minero argentífero que doblaba en potenciales compradores a Santa Fe. A partir de 1830 más de la mitad de las mercancías que entraba a Nuevo México por la ruta de Santa Fe continuaban hacia Chihuahua. Hacia esa misma época, también se intensificaron las correrías de los indios no sometidos al sur de Nuevo México. Para los funcionarios de Chihuahua, los norteamericanos eran los principales causantes del incremento de los ataques y prohibieron todo comercio con los indios. Sin embargo, de este comercio siguieron participando activamente gran parte de los pobladores asentados en territorio mexicano. Aunque la presencia cada vez más avasalladora de los norteamericanos y las posibilidades de comercio que representaban constituyeron variables clave para explicar el incremento de las correrías, éstas también respondieron a presión demográfica que se iba ejerciendo sobre varios grupos de indios no reducidos por el desplazamiento de población hacia el oeste y sudoeste del actual territorio norteamericano (Weber, 1992: 181 y 184). En todo este lapso, México procuró prorrogar las políticas que habían dado resultado bajo el dominio de España: esas políticas que habían considerado al Septentrión como una zona de guerra desde el propio inicio del proceso de poblamiento de la región. El norte de México seguiría siendo considerado por varios decenios más, en definitiva, como un espacio en el que la guerra era endémica.
CONSIDERACIONES FINALES A pesar de esta idea de continuidad que en varios aspectos intentaba guiar los pasos fundacionales del México independiente, muchos cambios se habían producido en las primeras décadas del siglo XIX. En principio, algunos de esos cambios apuntaban a reformular el lugar y el papel que correspondía a las sociedades indígenas en el nuevo orden que se intentaba instaurar. Así, las Cortes de Cádiz que en 1810 reemplazaron a la Junta Central, e incluyeron no sólo a representantes de las provincias españolas, sino a diputados de las colonias americanas, definieron como españoles a todos los naturales libres nacidos en España o en sus dominios. Además de otorgar igualdad jurídica a los indios que habitaban en asentamientos urbanos, las cortes ordenaron la abolición del tributo indígena, el fin de las levas de trabajo
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obligatorio, la secularización de las misiones, la distribución de las tierras de las misiones entre los indios y la eliminación de los pueblos gobernados exclusivamente por indios (Weber, 2005: 389). A pesar del coyuntural regreso de Fernando VII al trono, por los avatares de lucha, y de la abolición de las Cortes, la igualdad de los indios ante la ley fue declarada en aquellos dominios donde los criollos seguían tratando de liberarse de España. La constitución de 1824 planteó implícitamente la igualdad de todos los mexicanos; y eso incluía a los indios, también a los grupos no sometidos. La palabra indio fue anulada de la legislación y en su lugar comenzó a utilizarse la de ciudadano libre. Sin embargo, como han señalado varios estudiosos, en general, primó formalmente una actitud legalista que postuló la anulación de la categoría indio desde el punto de vista legal y su conversión en ciudadano libre. En palabras de Hale: “Las declaraciones legales de los años 1810–1821, tanto las de las Cortes españolas como las de los insurgentes, legaron al México independiente la doctrina de la igualdad ante la ley (...) todos los habitantes disfrutarían por igual de los derechos y obligaciones de los ciudadanos" (Hale, 1972: 223). Sin embargo, algunos cambios mostraron no ser tan benéficos como se había considerado a priori, ya que en la práctica las nuevas medidas constituyeron un arma de doble filo, que dejaron a las comunidades a merced de otros sectores, que pronto aprovecharon la nueva situación jurídica de indefensión que en realidad comenzó a caracterizar a los indios en el nuevo orden (Weber, 2005: 390). Además, aunque la retórica oficial declaraba la igualdad entre indios y no indios, y entre indios no sometidos y aquellos que habían sido durante la época colonial fieles súbditos de rey, en la práctica parecía que los grupos no sometidos eran demasiado diferentes como para llegar a ser integrados o asimilados a la nueva organización. Una de las políticas que se intentaron ensayar en relación con estos grupos fue la continuidad de la tradición española de incentivo del comercio y de distribución de regalos que parecía haber tenido éxito en las últimas décadas coloniales. Pero esta estrategia fue perdiendo efectividad y terreno a medida que los norteamericanos fueron monopolizando el control sobre el comercio y su avance sin tregua hizo que el sistema de comercio y raciones perdiera efectividad diplomática para los mexicanos en la relación con los indios de la frontera norte.
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Si a fines del siglo XVIII las políticas innovadoras y los intereses mutuos habían logrado la pacificación entre los pobladores y los indios en las tierras “de guerra” de la frontera norte novohispana, en los años posteriores a la independencia las relaciones con los grupos no sometidos se deterioraron paulatinamente. Esta situación frenó la expansión e inhibió el crecimiento de gran parte de la región fronteriza. Por otro lado, la zona siguió dependiendo de lo que sucedía fuera de sus límites. Como bien ha expresado un historiador “La era mexicana significó que los pobladores se sacudieran el puño del mercantilismo español, para caer redondamente en brazos del capitalismo norteamericano” (Weber, 1992: 257). Las correrías y ataques de los indios, incentivadas por la presencia de los norteamericanos y estimuladas también por los reacomodos que había sufrido el espacio económico norteño, constituyeron uno de los problemas más serios que debió afrontar el estado nacional en ciernes. La situación pudo controlarse recién en las postrimerías del siglo XIX, durante el gobierno de Porfirio Díaz. Pero, esa es ya otra historia. Las dos frases que inician este texto a modo de epígrafes, reflejan de manera muy lúcida parte de los elementos más importantes y trascendentes de los procesos que tuvieron lugar en la frontera norte en las primeras décadas del siglo XIX y que marcaron la transición hacia el México independiente. En la antesala del bicentenario de ese movimiento, algunas de estas variables siguen influyendo fuertemente, — en un nuevo contexto y después de mucha agua que ha corrido bajo el puente — los destinos del país. Dos siglos más tarde, la impronta de la vecindad con los Estados Unidos sigue operando, cada día, en la castigada y vapuleada frontera norte, tierra de circuitos de comercio ilegales y de guerra endémica.
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GUERRA, DIPLOMACIA Y COMERCIO: LOS CIRCUITOS ECONOMICOS EN LA FRONTERA PAMPEANOPATAGONICA EN TIEMPOS DE GUERRA
SILVIA RATTO
CONICET/UNQ (ARGENTINA)
INTRODUCCION Más allá de las diferentes características que adoptaron las colonizaciones francesa, anglosajona, portuguesa y española en América, el comercio interétnico fue la forma de relación más habitual entre los pueblos indígenas y los colonizadores desde muy temprano. Los últimos recurrieron al intercambio para poder abastecer sus poblados o, bien, para obtener bienes de exportación. En este último caso, el comercio de pieles iniciado por los colonizadores franceses en la zona de los Grandes Lagos en América del Norte — seguido luego por los ingleses-, se expandió rápidamente y fue el elemento central que permitió la introducción de poblaciones europeas al interior del espacio indígena. Los pueblos nativos, por su parte, se hicieron rápidamente consumidores de algunos productos de consumo europeos incrementando la producción de sus manufacturas e ingresando a los mercados coloniales de manera activa.1 La bibliografía sobre este tema es demasiado extensa para incluirla aquí. Citamos solo a modo de ejemplo, para el comercio de pieles en América del Norte a White, 1990 y para la participación indígena en mercados coloniales españoles Silva Riquer-Escobar Ohmstede, 2000. 1
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Hacia mediados del siglo XVIII la expansión española sobre América del Sur llegó a un límite debido a la resistencia que presentaban algunos grupos nativos. Surgieron entonces fronteras más o menos estables que intentaban demarcar los espacios ocupados por las dos sociedades y que fueron aseguradas por una cadena de fuertes y presidios. En 1779 se publicó en España el Nuevo sistema de gobierno económico para la América que planeaba de manera integral el desarrollo económico de los dominios americano. En lo que respecta a la relación con los indígenas que no habían sido sometidos, el Nuevo Sistema se lamentaba del alto costo que había tenido el mantenimiento de un estado de guerra permanente con ellos y proponía una nueva forma de relación basada en el intercambio. En realidad, no se abandonaba la idea de dominación pero se consideraba que ésta podía lograrse de manera más rentable para la Corona a través de la conversión del indio en consumidor de bienes europeos y en productor de manufacturas (Weber, 1998: 153–154). En los dominios más australes del imperio español, el Virreinato del Río de la Plata, se habían conformado dos espacios fronterizos muy extensos con poblaciones indígenas las que se mantuvieron independientes hasta fines del siglo XIX: el Chaco y Pampa — Patagonia. El objetivo del trabajo es analizar los circuitos de comercio que existieron desde fines del periodo colonial en el último de esos espacios y tratar de establecer hasta qué punto, y con qué alcance, el estado de guerra que se instaló en la región desde la década de 1810 trastocó los mismos. La particularidad de este espacio es que, además del comercio fronterizo que vinculaba las diferentes jurisdicciones coloniales con los grupos nativos más cercanos, existió un comercio de alcance mayor cuyo eje era el ganado en pie y que vinculaba a todo el espacio indígena y a éste con los mercados hispano-criollos. El trabajo tiene tres partes. En primer lugar se caracterizará el espacio indígena al sur del Virreinato del Río de la Plata que se mantuvo independiente del dominio colonial describiendo los circuitos comerciales que unían a todo el territorio y a éste con los mercados hispano-criollos. A continuación, el análisis se centrará en las características y la expansión del intercambio interétnico a fines del período colonial. Finalmente, intentaremos desentrañar si el largo período de guerra que sufrió el espacio rioplatense produjo alteraciones en los circuitos comerciales anteriores.
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LAS REDES COMERCIALES EN EL ESPACIO PAN ARAUCANO Al sur del Virreinato del Río de la Plata, el territorio indígena se extendía a ambos lados de la cordillera de los Andes, desde el Océano Atlántico al Pacífico. Las relaciones entre estos pueblos, basados en el cambio de bienes de producción local, se remontaban a tiempos prehispánicos pero luego de la conquista europea, los intercambios se intensificaron notoriamente debido a los cambios diferenciales que produjo la introducción de especies vegetales y, fundamentalmente, animales, en la economía de los diferentes grupos nativos que habitaban ese espacio (Palermo, 1991; Mandrini, 1987). La región pampeano-patagónica se hallaba ocupada por una diversidad de pueblos cuya economía, en términos generales, se basaba en actividades de caza y recolección de recursos lo que motivaba migraciones estacionales de partidas de cazadores hacia las zonas donde éstos abundaban, que luego eran llevados a los campamentos centrales en donde permanecían las mujeres, niños y ancianos (Nacuzzi, 1998). La introducción de especies animales europeas — fundamentalmente ganado equino y vacuno — que se multiplicaron rápidamente en las extensas planicies pampeanas produjo cambios en esta estructura económica. El caballo fue el ganado más y mejor aprovechado por la totalidad de los grupos nativos que, con una asombrosa rapidez, se convirtieron en diestros jinetes. La posesión de caballos posibilitaba extender las expediciones de caza hacia territorios que difícilmente se hubieran podido alcanzar a pie o que hubieran requerido campañas mucho más extensas. El ganado vacuno tuvo una adopción más tardía y limitada a algunos grupos del norte del Río Negro. El aprovechamiento de estos recursos ganaderos no se limitó al este de la cordillera. Al oeste, los grupos indígenas habían desarrollado la agricultura pero eran fuertes consumidores del ganado que pastaba al otro lado de la cordillera originándose muy tempranamente un activo intercambio de ganado en pie. El historiador chileno, Jorge Pinto Rodríguez, ha identificado tres circuitos de intercambio que unían a las diferentes agrupaciones indígenas y a éstas con los mercados hispano-criollos: el circuito local, el regional y el extra regional (Pinto Rodríguez, 1991: 22–34).
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El intercambio regional conectaba todo el espacio indígena. Por este circuito, caballos y vacas eran arreados desde largas distancias hasta su destino final en los mercados transcordilleranos, registrando intercambios parciales por los que circulaba sal, ponchos, vinos, tinturas, etc. En un primero momento, los araucanos — como se denominaba a los grupos nativos que vivían al oeste de la cordillera — realizaban sus propias expediciones de caza en las pampas. Estos movimientos de población estacionales, derivaron en un proceso que se conoce historiográficamente con el nombre de “araucanización de las pampas” (Ortelli, 1996). El mismo hace referencia a la adopción de algunos rasgos culturales araucanos por parte de grupos nativos de las pampas. Se cuentan entre ellos la práctica del tejido, de la agricultura y, fundamentalmente, de la lengua araucana, el mapudungun. La expansión de ésta fue tan amplia que se considera que, a fines de la colonia, se había convertido en una suerte de lengua franca, hablada por la mayoría de los pueblos nativos. Este hecho, sumado a la adopción de los otros rasgos culturales mencionados ha llevado a denominar a todo el espacio indígena como un espacio pan araucano. La intensificación del intercambio se verificó en un tránsito constante de partidas de comercio que fueron estableciendo rastrilladas o caminos que conectaban las regiones más importantes. Si bien no existía entre estas poblaciones la idea de propiedad privada, había zonas, sobre las que existía un control directo por parte de algunos jefes indígenas. Para garantizar el paso por ellos había distintas estrategias: podían pagarse “derechos de paso” o bien establecerse alianzas con los grupos que tenían el dominio sobre esas áreas. Estas alianzas se basaban generalmente en matrimonios entre miembros de los grupos (Palermo, 1991). Pero al lado de estas alianzas, se registraban fuertes enfrentamientos derivados, precisamente, del control de espacios estratégicos tanto para la captura de recursos pecuarios como para la circulación de los mismos (Villar y Jiménez, 2002). Los espacios sobre los que existían mayores conflictos territoriales eran las zonas de obtención o pastoreo de ganado y los reservorios de sal; con el tiempo, se produjo la especialización regional de algunos grupos nativos que llegaron a obtener la posesión exclusiva de esas zonas estratégicas. Siguiendo esta tendencia, a fines del período colonial, se habían desarrollado dos núcleos de producción pastoril.
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Uno de ellos se ubicaba en el espacio sur-suroeste de la actual provincia de Buenos Aires y estaba limitado por el río Sauce y la costa del mar hacia el sudoeste y por la Sierra de la Ventana hacia el oeste. Por su ubicación geográfica, los grupos nativos de esta zona eran nombrados en las fuentes como pampas. La magnitud de los rodeos existentes en la zona derivó en la construcción de corrales de piedras donde el ganado era encerrado para evitar su dispersión. El origen de estos rodeos parece haber sido los llamados “campos de castas”, al oeste de una región de montes nombrada por los indígenas como Mamil Mapu — país del monte en mapudungun — y habitada, en un primer momento por huilliches y mas tarde por ranqueles (Villar y Jiménez, 2003). Los grupos que habitaban este espacio experimentaron una conversión económica semejante a la descripta por Hamalainen para el caso comanche. Según la autora, los comanches “se reinventaron en el término de una generación […] En 1710 eran cazadores pedestres con una limitada capacidad económica militar pero en 1730 se convirtieron en una nación totalmente ecuestre con una nueva energía económica y militar. A mediados del siglo poseían enormes rebaños y estaban en proceso de convertirse en pastores de caballos que organizaban sus movimientos y patrones de asentamiento en función de los requerimientos de pasturas de sus animales” (Hamalainen, 2001:66. traducción nuestra).
La segunda zona de pastoreo se hallaba en los fértiles valles cordilleranos. A ambos lados de la cordillera crecían bosques de araucaria cuyo fruto, el pehuen o piñón, derivó en la asignación del nombre de pehuenches a los grupos nativos que habitaban esa zona. Los pehuenches tenían tres núcleos diferenciados de asentamiento: al este de los Andes, en Malargue y en Balbarco y al oeste, en la región de Villacura, en los altos del río Bio Bio. Las relaciones entre estos tres grupos y con otros habitantes del puelmapu — como se llamaban las tierras al este de la cordillera — no eran muy armónicas a fines del siglo XVIII. Desde la década de 1780, la región pehuenche y el Mamil Mapu, fueron escenario de una serie de conflictos cuyo origen se hallaba en las disputas por el control de los pasos cordilleranos (Jiménez, 1997 y Villar y Jiménez, 2002).
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Además del ganado, otro bien que circulaba por todo el espacio indígena y llegaba a los mercados coloniales era la sal. En este caso también existían dos lugares privilegiados para su recolección: los valles cordilleranos que tenían como principales mercados — desde tiempos pre coloniales — los trasandinos (Villalobos, 1998) y las Salinas Grandes al este de la actual provincia de La Pampa que era aprovechada por distintos grupos indígenas y también por los vecinos de Buenos Aires. Como se ha señalado, este circuito regional que vinculaba a todo el espacio pan araucano descansaba en operaciones de comercio locales que promovieron, también, la producción de excedentes de los tradicionales bienes de cambio de algunos grupos que buscaban ingresar en este circuito. De esa manera, se incrementó la producción de ponchos, mantas de lana, quillangos y la obtención de plumas de avestruz y pieles que eran demandados tanto por indígenas como por hispano-criollos. Según Pinto Rodríguez, estos intercambios no finalizaban en todos los casos en los mercados fronterizos ya que algunos bienes alcanzaban mercados más lejanos. Por ejemplo, desde inicios del siglo XIX, los ponchos pampas llegaron a los mercados de Paraguay y Montevideo dando origen a lo que denomina circuitos extrarregionales (Pinto Rodríguez, 1991: 29–34).
EL INTERCAMBIO A FINES DE LA COLONIA Los intercambios locales en los mercados hispano criollos se habían desarrollado a tal punto que los gobiernos intentaron infructuosamente fiscalizar y regular el comercio indicando que los tratos debían realizarse en lugares especialmente designados y que los participantes debían contar con licencias otorgadas por el gobierno. Por ejemplo, en la frontera araucana, en fecha tan temprana como 1726, se intentó circunscribir el intercambio a las plazas fuertes de la frontera (Pinto Rodríguez, 1991: 24). En todos los casos, las prácticas realizadas tanto por indígenas como por hispano-criollos desbordaron constantemente estas disposiciones evidenciando el beneficio mutuo de estos intercambios.
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En la frontera bonaerense,2 se había establecido en el año 1779, que las partidas indígenas de comercio que ingresaran a la campaña debían ser acompañadas por soldados hasta los lugares de intercambio para evitar que se produjeran disturbios y/o robos durante el tránsito. En el lugar de destino — tanto en la ciudad como en la campaña — debían existir corralones especialmente designados para que se realizaran los cambios y para el alojamiento de los indígenas el tiempo que durara su estadía. De igual manera, a su regreso a las tolderías, las partidas de comercio debían ser escoltados por soldados.3 Pero en la práctica, los intercambios no seguían estas disposiciones sino que los desbordaban permanentemente. A fines de la colonia la línea fronteriza que intentaba separar el territorio indígena del hispano-criollo se ubicaba en el curso del río Salado y se hallaba custodiada por una cadena de fuertes y fortines en las localidades de Chascomús, Monte, Lujan, Salto, Rojas, Ranchos, Lobos, Navarro y Areco. Sin embargo, ese límite no impedía el continuo tránsito de indios hacia la campaña bonaerense con fines de intercambio. Las partidas indígenas no contaban, en general, con las licencias mencionadas y tampoco pasaban necesariamente por las guardias autorizadas para el intercambio sino que se realizaban en las mismas casas de los pobladores de la campaña con los cuales los indígenas habían desarrollado una relación personal. De manera inversa, los comerciantes hispano-criollos se introducían frecuentemente en territorio indígena sin contar con los pasaportes exigidos para ello en los que debía constar los bienes que llevaban para intercambiar. Sara Ortelli ha analizado la envergadura de este comercio a fines de la etapa colonial y señala que las partidas de indios que solicitaban permiso en los fuertes para entrar en la ciudad podían Por razones de disponibilidad de fuentes, el centro del análisis estará puesto en la frontera bonaerense y, en determinados momentos, en la frontera cuyana. 3 “Instrucción que debe observar el Comandante de la frontera, Subinspector de las Milicias del Campo y por ausencia o legítimo impedimento los ayudantes mayores a quien corresponde por su grado y antigüedad”, en Argentina, 1973, Tomo I, Cap. XIII. 2
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tener dos objetivos diferentes: diplomático o comercial. Sin embargo, ambas funciones estaban estrechamente relacionadas, ya que las delegaciones diplomáticas buscaban, finalmente, estrechar las paces con la sociedad colonial con el propósito de “mantener, incentivar y estrechar las relaciones comerciales […] que interesaban y beneficiaban a las dos partes”. Y concluye que el beneficio mutuo de estas actividades era tan grande que no se interrumpieron ni siquiera en los momentos de mayor tensión y violencia fronteriza — como fue la década de 1740 (Ortelli, 2003). Como estos intercambios se realizaban generalmente en base al trueque y no existían precios fijos para estas transacciones, debían basarse en la confianza mutua de los interlocutores. Así, mientras los comerciantes hispano-criollos intentaban captar a las partidas de comercio para que realizaran los tratos en sus corralones, los indígenas tendían a seleccionar los lugares de expendio en función de los mejores términos de intercambio que pudieran obtener. Un pleito sucedido a comienzos de la década de 1790 entre dos pulperos que tenían tratos comerciales con indígenas y pretendían el monopolio del mismo, pone en evidencia las altas expectativas de ganancias que generaban estos intercambios. El conflicto enfrentó a Manuel Izquierdo con Blas Pedrosa. El primero era dueño de un corralón de indios en Buenos Aires y de pulperías en los pueblos de Luján, Monte y Ranchos. Su concubina tenía dos hijos que cumplían las funciones de intérpretes e intentaban desde su rol, convencer a las partidas de comercio que ingresaban a la provincia que se dirigieran a los corrales de Izquierdo. Pedrosa había sido cautivo de los indios durante diez años luego de los cuales logró escapar y regresar a Buenos Aires. Su conocimiento de la lengua indígena lo había convertido en intérprete oficial para distintas actividades como las expediciones a las Salinas — sobre lo que hablaremos más abajo — y las negociaciones para rescatar cautivos.4 Pero Pedrosa no se El destino de los cautivos para los grupos nativos era diverso. En un reciente trabajo, Brooks señala que la función dada por los indígenas del sudoeste de Norteamérica a sus prisioneros variaba según sus cambiantes condiciones socio económicas. Así, un grupo que recurría a la toma de 4
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conformó con este papel y estableció su propio corralón de indios en la ciudad esperando contar con el apoyo del gobierno para monopolizar los tratos comerciales. Su expectativa no fue cumplida y el gobierno resolvió que las partidas de comercio indígena se dirigieran a los corralones “según su preferencia” (Mandrini, 2006: 45–60) Además de estos tratos locales realizados en el ámbito rural y urbano, existía un comercio regulado por el gobierno para el aprovisionamiento de sal en el interior del territorio indígena. Desde Buenos Aires salían tropas de carretas que, gracias a acuerdos pacíficos con los naturales, se dirigían a Salinas Grandes para abastecerse de sal. Durante el siglo XVII las expediciones eran organizadas por los particulares pero a partir del siglo siguiente pasaron a la órbita del Cabildo quien se encargó de su convocatoria. El costo de las mismas era adelantado por el Cabildo (incluía sueldos de escolta, capellán, baqueano, cirujano, obsequios para los indios, etc.) que luego lo cobraba en impuestos a la sal cuando las carretas llegaban a la ciudad (Taruselli, 2005/2006). Estas expediciones eran acompañadas también por negociantes de la ciudad y campaña que aprovechaban este ingreso al territorio indígena para intercambiar bienes en las mismas tolderías y con las partidas nativas que constantemente salían al cruce de las caravanas a negociar sus productos.5 Sin embargo, los costos de las expediciones a Salinas eran tan grandes que durante algunos años no pudieron llevarse a cabo; en prisioneros para paliar la escasez de mano de obra utilizándolos como peones y/o esclavos, en momentos de disminución demográfica podía decidir la incorporación de los prisioneros a las redes parentales del grupo convirtiéndolos en parientes (Brooks, 2002). Pero otros destinos posibles eran el intercambio de prisioneros y su utilización como bienes de cambio en momentos de penuria económica. Para el caso bonaerense ver Mayo, 1985; Davies, 2009 y Ratto, 2010. 5 Las referencias sobre esto son innumerables. A modo de ejemplo, mencionamos que el comandante de la expedición que salió de Cabeza del Buey en 1771, anotaba en su relato de viaje que “Todo el camino nos han salido porciones de Indios a sus cambalaches de aguardiente”. Archivo General de la Nación (AGN), Sala IX, legajo 1.4.2
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ese contexto se entiende el proyecto de acuerdo realizado en junio de 1809 entre el Cabildo y algunos jefes ranqueles para que abastecieran de sal por dos años a la ciudad de Buenos Aires. Llegado a la ciudad para tratar este asunto, el cacique ranquel Don Francisco Callunao — cuyas tolderías se hallaban al norte de la sierra de la Ventana y Guaminí — ponía como una exigencia para confirmar el trato que en el corralón donde se hospedaran en la ciudad “de quenta de la Real Hacienda puedan tomar todo lo que necesiten para no tener que tratar con pulperos del Publico”.6 Se planteó ahí una cuestión que iba a recorrer todo el período: el establecimiento de precios fijos para los bienes intercambiados para no caer bajo el engaño de algunos comerciantes que además de exigir valores excesivos por sus mercaderías, entregaban bienes — fundamentalmente en el caso de las bebidas alcohólicas — adulterados. El circuito de ganado en pie ya mencionado, además de los mercados trasandinos, tenía destino en los mismos fuertes fronterizos. El caso más claro de este comercio es el que se producía en el fuerte de Carmen de Patagones en el extremo sur de la provincia de Buenos Aires.7 Ubicado en pleno territorio indígena representaba un enclave dentro de un espacio que no se controlaba totalmente, lo que derivo en la necesidad imperiosa de desarrollar relaciones pacíficas con los pueblos nativos circundantes. Pero, al lado de esta premisa diplomática, la relación interétnica tenía otro objetivo: las dificultades de aprovisionamiento del fuerte — solo posible mediante el envío marítimo de bienes debido a su situación de enclave — llevó a que, en distintos momentos de la historia del No se pudo confirmar que el acuerdo haya llegado a realizarse pero todo tendería a suponer que no fue así ya que al año siguiente, el gobierno de Buenos Aires envió su expedición a Salinas. “Representación del cacique Callunao al cabildo de Buenos Aires”, en AGN, IX,19.5.4 7 La fundación del fuerte de Carmen de Patagones en el año 1778 respondió a la política borbónica de controlar el vasto y despoblado espacio que se extendía hacia el sur de la gobernación de Buenos Aires y, de esa manera, defenderlo de la amenaza extranjera, fundamentalmente de los británicos que constantemente circulaban por las costas buscando recursos marinos. 6
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fuerte, debiera recurrirse a la compra de ganado a los indígenas (Luiz, 2006; Davies, 2005; Ratto, 2008c). En los valles cordilleranos cercanos a la jurisdicción de Cuyo, a fines de la colonia, los enfrentamientos entre pehuenches y huilliches habían derivaron en una notoria merma de población así como en una fuerte crisis económica. Este hecho y la intermediación de las autoridades coloniales de Cuyo y de Chile derivaron en la pacificación del territorio pehuenche. La paz fronteriza cuyana derivó en una constante llegada de partidas indígenas a la ciudad de Mendoza al punto que en el año 1797 fue necesario realizar una reducción en el monto de los obsequios entregados “… para minorar los gastos que causen los Indios que vajasen a esta ciudad como frecuentemente sucede a tratar de sus conchabos o contratos particulares en los cambalaches o ventas de sus mantas, sal y otros efectos que introducen se les asistiese solo con un medio real de carne, medio de vino para cada individuo al dia con la leña necesaria a cada rancho, y a los caciques y capitanejos que en algun modo es preciso distinguirlos por atención a sus representaciones un real de carne, otra de vino y medio de pan para cada uno de ellos y sus mugeres” (Torre Revello, 1974: 130) La relación pacifica con los españoles se incrementó a inicios del siglo XIX cuando, en el año 1805, se fundó el fuerte de San Rafael en la confluencia de los ríos Diamante y Atuel. Si bien esta fundación implicaba para los indígenas la pérdida de territorio, significaba también la protección militar española ante un posible resurgimiento de los conflictos. Pero además, la fundación del fuerte había tenido otra finalidad: el fomento del comercio fronterizo y la habilitación de un paso cordillerano para hacer por allí, un camino a la ciudad de Talca. Para los indígenas, el camino a la región trasandina les facilitaría “el comercio sin salir de sus tierras” (Levaggi, 2002: 214). De manera que, la pérdida territorial se compensaba con la ayuda militar que se podía obtener y con el beneficio del incremento del intercambio. Este último argumento era la explicación central que daba el comisionado del gobierno Feliciano Chiclana, en el año 1803, para explicar la paz fronteriza en Buenos Aires: “La paz que con ellos mantenemos serca de vente años ha no se debe a las guardias fronterizas ni al corto numero de soldados Blandengues que las guarnecen sino al interes y utilidad que sienten los Indios en su comercio de pieles,
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Como ya se ha dicho, la paz y el intercambio no eran solo beneficiosos para los nativos. Según relataban los comerciantes mendocinos años más tarde, los fuertes de San Rafael y de San Carlos fueron “verdaderos escudos en que ha vinculado su seguridad todo el comercio de esta capital con los de… Santiago”. Y agregaban que los pehuenches no eran solo intermediarios del comercio de ganado al interior del territorio indígena sino que, eran también necesarios por su papel de intermediación para aquellos comerciantes que quisieran enviar productos a Chile.8 Pero la intensificación de las relaciones pacíficas no debe ocultar el hecho de que, en ocasiones, los establecimientos fronterizos padecían ataques masivos de apropiación de ganado para engrosar los rodeos indígenas. Las malocas, como se llamaban a estas campañas de apropiación, eran protagonizadas por bandas multiétnicas reunidas coyunturalmente para la realización de la empresa luego de la cual los grupos se separaban llevando cada uno, parte del botín. En junio de 1807, el comandante de Luján denunciaba que los indios “han hecho barredera de todas las crias y yeguas y manadas de caballos que existían en la otra banda del Salado de varios vecinos de esta jurisdicción de Lujan […] solo en caballos pasan de dos mil cabezas. Hay noticias que este hecho ha sido con noticia y alluda de algunos cristianos que tratan con ellos”.9
LA GUERRA: ¿EL FIN DE LA DIPLOMACIA Y DEL COMERCIO? En otros trabajos (Ratto, 2008 a y b) hemos analizado el impacto del proceso revolucionario y de la guerra civil que lo continuó en función de la ruptura de las relaciones diplomáticas que produjo el “Junta de Mendoza a Junta de Buenos Aires”, 14 y 31 de octubre de 1811, AGN, X, 5.5.2. 9 “Comandante de Lujan a Gobierno de Buenos Aires, 9 de junio de 1807, AGN, IX, 1.7.1. 8
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desmantelamiento de instituciones esenciales de la relación interétnica como las misiones10 y la llegada a las tolderías de un flujo constante y numeroso de desertores y derrotados de los ejércitos en lucha que intentaron captar facciones indígenas.11 En ambos casos, los líderes nativos diseñaron su política en función de los beneficios concretos que podía ofrecer cada uno de los bandos en pugna ya fueran realistas/patriotas, directoriales/antidirectoriales12 buscando preservar, fundamentalmente, los circuitos de comercio. En los casos analizados — frontera bonaerense y cuyana — la documentación consultada permite afirmar que los intercambios locales que se producían cotidianamente en los espacios fronterizos no experimentaron un quiebre evidente. En la jurisdicción de Cuyo, el proceso revolucionario produjo, según Halperín Donghi, una “revolución en la estabilidad” en el sentido de que el traspaso del poder se había producido sin demasiadas oposiciones ni enfrentamientos (Halperín Donghi, Este caso fue notorio en la frontera norte santafesina y correntina donde las misiones habían fracasado en su objetivo de sedentarizar a la población nativa y de evangelizarla pero habían cumplido el papel de espacios vitales de apropiación de recursos para los indígenas que se asentaban transitoriamente en ellas. Estos movimientos de población se ajustaban a la economía de la sociedad indígena que, en períodos de escasez, promovían los enfrentamientos y la expansión sobre nuevos territorios y, en períodos de abundancia se acercaban a puestos coloniales para intercambiar sus productos. 11 Como sucedió en el sur santafesino y norte bonaerense que se convirtió en un espacio altamente conflictivo hasta fines de la década de 1810 (Fradkin y Ratto, 2008) 12 La guerra revolucionaria fue seguida por un enfrentamiento civil entre los defensores de una organización política centralista con sede en Buenos Aires y quienes abogaban por un sistema federal con una alta autonomía de las provincias. En el año 1815 con la creación del Directorio, poder ejecutivo unipersonal, se consolidaba la primera posición que tuvo como mayor opositor a la Liga de los Pueblos Libres organizada por José Gervasio de Artigas, caudillo de la Banda Oriental quien extendió su sistema por las provincias del Litoral. 10
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1973: 162). A partir de 1813 la región cuyana cobró mayor relevancia al ser desligada de la capital cordobesa y convertirse en Gobernación Intendencia de Cuyo. Al año siguiente se produjo el arribo de San Martín quien diseñó un sistema de alianzas y cooperaciones en sus relaciones con los miembros del Cabildo y con el personal administrativo, miliciano y político de capital y de las ciudades subalternas (Bragoni, 2006: 106). En el año 1812 se realizó un parlamento en el fuerte de San Carlos en donde se ratificó la función de control en la circulación de personas y de información a través de los pasos cordilleranos que, aparentemente, ya estaban cumpliendo los pehuenches.13 Pero, dos años más tarde, el triunfo realista en la batalla de Rancagua derivó en un importante éxodo de población chilena — cerca de 3000 personas — hacia la gobernación de Cuyo y en el temor de que los realistas chilenos pudiera perseguirlos. Ante este peligro, se volvió a realizar un tratado con los principales caciques pehuenches para ratificar el compromiso de controlar los movimientos por los pasos cordilleranos pero en esta ocasión se les exigió, además, la suspensión de las relaciones comerciales con Chile. El cacique gobernador que asistió al encuentro no ignoraba este perjuicio y en su alocución en el parlamento expresó que “respecto aque desde este parlamento quedan privados de comerciar en Chile se les proteja y se tenga conmiseración con ellos en Mendoza”.14 Esta nueva exigencia podía repercutir de manera negativa en las prácticas de intercambio de los pehuenches aunque cabe preguntarse — y veremos más adelante que esto era imposible — qué tipo de control podían ejercer las autoridades mendocinas sobre esta exigencia.
Por ejemplo, en noviembre de 1810 el cacique Pañichiñe avisaba el cruce del paso del Planchón por Don José Argumedo con 8 hombres, quien se dirigía a la ciudad de Mendoza para hablar con el gobernador; El 13 de abril de 1812 la Junta de Chile informaba a la Junta de Buenos Aires que los pehuenches no solo garantizaban el paso de los chasque sino que habían “logrado rescatar al conductor de una carta de Buenos Aires que había caído prisionero de los realistas”. Ambos documentos en AGN, X, 5.5.2. 14 El texto del parlamento en AGN, X, 5.5.4. 13
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Lo cierto es que, a partir de ese momento, se pueden registrar divisiones internas entre los pehuenches.15 Del otro lado de la cordillera, el conocimiento de los intentos patriotas por asegurar la fidelidad de los pehuenches, había llevado al gobernador realista, Francisco Marcó del Pont, a enviar destacamentos militares en los pasos cordilleranos que controlaba y, también, a algunos campesinos de Curicó que mantenían relaciones comerciales con los indios del sur de Mendoza, lo que indica que la exigencia del parlamento de 1814 no se cumplía. Patriotas y realistas estaban protagonizando lo que Martha Bechis denominó “la lucha por el indígena”, es decir, una competencia entre los bandos enfrentados por captar aliados entre los mismos grupos indígenas (Bechis, 1998: 303). No obstante, las relaciones fronterizas mantenían su ritmo y signo pacífico según se puede comprobar por las constantes gestiones que realizó el cura Inalicán, capellán de la ciudad de San Rafael y principal interlocutor de los indios, en la ciudad de Mendoza a pedido de los caciques pehuenches. En una de ellas, el jefe Cumiñan pedía que se suprimiera el impuesto al vino que compraban en San Carlos. El cacique tenía una larga relación con las autoridades mendocinas habiendo servido como chasque del comandante de frontera, Francisco Amigorena, en las últimas dos décadas del siglo XVIII y luego se había reducido en San Rafael donde, junto a su familia, se había convertido al catolicismo. En septiembre de 1816, el gobernador de Cuyo, José de San Martín, se hallaba realizando los preparativos de una expedición militar que tenía el objetivo de recuperar el control de Chile. El Ejército de los Andes, a cargo de la tarea, contaba con más de 5000 efectivos y la organización y provisión de un cuerpo tan numeroso traía serias dificultades. Las contribuciones forzosas exigidas a los vecinos españoles y las donaciones de los criollos fueron constantes durante el período. El Ejército, además, debía atravesar Por ejemplo, en enero de 1815, el comandante de frontera, José Susso, informaba que el cacique Pañichine había ocultado a emigrados chilenos por lo cual había elevado una queja al cacique gobernador Millaquin y a la hermana de Pañichiñe, María Josefa Roco, quienes se habían hecho eco del reclamo desautorizando al cacique. AGN, X, 5.5.5. 15
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los pasos cordilleranos para caer sobre el enemigo realista. En ese contexto, San Martín realizó un nuevo parlamento con los principales caciques que consistió en tres días de celebraciones en donde aquellos fueron agasajados como era costumbre en estos encuentros y un cuarto día de intercambio de obsequios en el cual el general San Martín recibió el regalo tradicional y más significativo para los grupos indígenas: ponchos tejidos por las mujeres de los caciques. Estos, a su vez, fueron regalados con gran número de frenos, espuelas, vestidos antiguos bordados y galoneados, sombreros y pañuelos. En las negociaciones se les volvió a solicitar el control de los pasos cordilleranos para facilitar el pasaje del ejército pero, además, fueron convocados para que abastecieran al mismo de “ganados, caballadas i demas que esté a sus alcances a los precios o cambios que se estipularen” (Barros Arana, 1884–1941, Vol. 10: 394). La posibilidad de convertirse en “proveedores” de un ejército de más de 5.000 soldados debía haber sido una oferta bastante tentadora para estos pastores de ganado. Recapitulando, hasta el momento, el proceso revolucionario no parece haber producido modificaciones sustanciales en las relaciones fronterizas cuyanas. Lo que vale la pena preguntarse es si, el incentivo por proveer al Ejército de los Andes, impactó en el circuito regional de intercambio de ganado en pie. Para ello, dirigiremos la mirada hacia el otro extremo fronterizo: el espacio bonaerense. Allí, al igual que en la frontera cuyana, los intercambios locales no parecen haber experimentado cambios pero, probablemente al haberse convertido el norte de Buenos Aires en un espacio altamente conflictivo en el que participaban algunas agrupaciones indígenas, se observa una mayor insistencia por parte del gobierno por hacer más efectivos los controles existentes desde la colonia aunque, de igual manera que en ese período, no fueron respetados por los particulares. Así, en el año 1817, el comandante del fuerte de Luján, Francisco Pico, llevó a cabo una indagatoria motivada por denuncias de los vecinos de Salto para averiguar si el segundo comandante de frontera había autorizado el paso de algunos vecinos con efectos al campo de los indios para, a la vez, comprar ganado. Por la misma se supo que quien había ido a las tolderías desde Salto había sido el capitán Martín Juan Quiroga llevando “efectos” y que había regresado con mucho ganado para vender.
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Según relató Quiroga, el comandante Fernández había estado al tanto del viaje ya que tenía intereses en el mismo: del dinero obtenido por la venta del ganado, una parte le correspondía a él en pago de unos “ponchos a pala” que le había dado para vender en las tolderías. Pero el circuito no terminaba allí ya que los ponchos entregados por el comandante procedían de un embargo realizado al vecino don N. Achabal. Con respecto a la licencia para introducirse en las tolderías, Quiroga declaraba que no se la había solicitado al comandante aunque sabía que esa es la vía correcta porque se la había otorgado el alcalde Ulloa que, también, estaba interesado en el negocio. Ulloa, además de ser alcalde de hermandad del partido era “protector especial de los indios”16 y tenía permiso del gobierno para ir a buscar sal al territorio indígena. La figura de Ulloa era sumamente importante en este espacio fronterizo por sus tratos personales con los indígenas llegando a auto adjudicarse ciertas prerrogativas porque, siguiendo la declaración de Quiroga, le había dicho a un cacique fronterizo “que el declarante podía ir a los toldos como los indios podían ir allí”.17 Este expediente confirma el mantenimiento de las prácticas de intercambio en donde los principales intermediarios con los indígenas — ya sea en su función de lenguaraces o como “protectores especiales” — combinaban — o utilizaban — su función diplomática para hacer sus negocios privados. En este caso particular se agrega un nuevo elemento que refleja, no solo la existencia de redes que involucraban a distintas autoridades, sino también los excesos de algunas. El comandante Rodríguez no parece dudar en apropiarse de bienes embargados en alguna acción judicial — función que en teoría le competía a la autoridad civil — para participar de estos intercambios. Paralelamente a estos hechos, se produjo otro acontecimiento que tuvo como escenario el extremo sur de la provincia. En abril de 1817 el gobierno bonaerense decidió establecer un presidio para los prisioneros realistas al sur del río Salado: el establecimiento de Las AGN, X, 9.9.6. Con ese título es nombrado en las fuentes pero no hemos podido encontrar ninguna orden superior en la que se registre este nombramiento ni las funciones adjuntas al mismo. 17 AGN, X, 10.2.3 16
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Bruscas.18 La línea fronteriza que intentaba demarcar los espacios criollo e indígena seguía en el curso de dicho río pero había sido traspasada por varios productores rurales que, merced a negociaciones con los indios, habían podido asentarse en territorio no controlado por el gobierno. En ese espacio se ubicaba el presidio y cerca del mismo se había creado una guardia militar, una estancia del Estado que debía abastecer de ganado a la anterior y, dos años más tarde se crearía un poco más al norte, el pueblo de Dolores. El comisario de la prisión, Juan Navarro, debía enviar listados mensuales con la cantidad de soldados y oficiales existentes. Ellos indican que la prisión comenzó sus funciones con una cantidad aproximada de 600 personas; desde mediados del año 1818 se produjo un crecimiento considerable llegándose a más de 1000 prisioneros para estabilizarse durante el año 1819 en un número cercano a los 900. La existencia de una cantidad tan considerable de prisioneros en un territorio escasamente controlado por el gobierno bonaerense plantea un par de preguntas: ¿cómo impactó el establecimiento del presidio entre los grupos indígenas de la región y de qué manera se abastecía el mismo? Con respecto al primer interrogante, un problema que se presenta es que no existen datos estadísticos sobre la población criolla ni indígena que vivía en la región. En el primer caso, la ocupación se había realizado de manera espontánea y como el gobierno no tenía control de ese espacio no hay registros catastrales que indiquen la cantidad de establecimientos rurales existentes en ese momento. En el segundo caso, no hemos hallado ninguna conjetura sobre población indígena en la región entre el río Salado y las serranías de Tandil que es donde se situaba la prisión y los otros establecimientos criollos. Pero, cinco años después del establecimiento del presidio, el diario de viaje que realizó Pedro Andrés García durante una misión diplomática a las tolderías de sierra de la Ventana, nos permite estimar en unos 12.750 personas la población existente entre dicha serranía y la de Tandil, región a la que el mismo García denomina el “corazón” del territorio indígena Hemos analizado distintos aspectos sobre el funcionamiento del presidio en Fradkin y Ratto, 2010 y en prensa. 18
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(García, 1910: 139).19 La ultima apreciación del oficial y el cálculo estimativo que realizamos nos lleva a plantear la hipótesis de que, a fines de la década de 1810, la mayor parte de la población indígena se hallaba concentrada al sur de Tandilia. Esto podría explicar la escasa repercusión que tuvo la instalación del presidio de Las Bruscas en la relación interétnica. En cuanto al abastecimiento, sabemos que en los primeros tiempos se había exigido a los hacendados españoles de los partidos de San Vicente, Magdalena y Chascomús que contribuyeran con el ganado necesario para la alimentación de los prisioneros. Poco después y ante la ineficacia de este sistema, la obligación se hizo extensiva a todos los vecinos españoles de Buenos Aires pero esta medida también fue muy resistida (Fradkin y Ratto, en prensa). En ese escenario, y también a modo de hipótesis, es probable que los indígenas del área interserrana, especializados en el pastoreo de ganado, hayan servicio como proveedores ocasionales de este nuevo núcleo poblacional.20 Si a los grupos nativos no les preocupaba esta prisión es probable que hayan encontrado alguna ventaja en su instalación. De manera que, en el año 1818, en los extremos fronterizos del territorio rioplatense, se habían generado dos posibles mercados consumidores de ganado por lo que vuelve a imponerse la pregunta: ¿produjo esta circunstancia una modificación en el circuito regional de comercialización de ganado? Aparentemente la El oficial realizó un cálculo de la población indígena usando dos criterios. Por un lado atribuyendo una población de 20/25 personas por cada toldo que fue registrando; por otro lado, estimando la cantidad de indios de pelea que respondían a cada jefe indio. Para acercarnos a la población total en este último caso, utilizamos la relación de 5 a 6 personas por cada indio de pelea que se estimaba los recuentos de población realizados en la Araucanía a fines del período colonial (Villar y Jiménez, 2003). 20 Recurriendo nuevamente a García, quien no dejaba de asombrarse durante su viaje por los “inmensos rodeos de ganado de toda especie, que se multiplican más allá de todo cálculo… El tránsito por esta campiña lo hicimos apartando la inmensa cantidad de ganados que de todas clases se presentaban sobre la marcha” (García, 1910: 139). 19
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abundancia de rodeos en posesión de los indígenas aún bastaba para esta demanda ya que los robos de ganado que empiezan a registrarse a partir de entonces son en número reducido como veremos a continuación. Además, el contacto entre pampas y pehuenches seguía su curso habitual como se desprende del testimonio del lenguaraz José Bielma que decía, en abril de 1819, que en los toldos del cacique Ancabil, ubicado por el arroyo Chapaleufu, se esperaba “la llegada de pehuenches de Valdivia que todos los años se acercaban a comerciar”.21 Los robos de ganado mencionados anteriormente llevaron a que, a comienzos del año 1818, las autoridades bonaerenses volvieran a insistir en la necesidad de extremar las medidas de control del comercio fronterizo. El inspector general de guerra, Francisco Pico, había enviado una circular a todos los comandantes “de los Puestos de esta Frontera” que incluía disposiciones sobre los intercambios y, fundamentalmente, en el comercio de ganado: “4) quitar ganados robados a los indios incluso a la fuerza como también los que introduzcan con marcas; 5) Impedir que los cristianos pasen a contratar a las tolderías de los Infieles; embargar los Ganados y otros efectos prohibidos qe de sus campos se introduzcan a estos; […] 7)Cuidar qe los ganados qe de sus campos introducen los Indios pasen a los corrales de esta Ciudad con aviso al Fiel Ejecutor;[…] 10) no permitir pulperías volantes.”22
El escaso cumplimiento de las disposiciones llevó a que, al mes siguiente, Pico las reiterara y fundamentalmente aquella que prohibía el ingreso de pulperías volantes a las tolderías.23 Poco después, se incorporó la exigencia de obtener un permiso de comercio — tanto para los indios que se adentraran a la campaña para adquirir bienes como para los criollos que se introdujeran en el territorio indígena — en el que debía especificarse los bienes que esperaban cambiarse. Así, en marzo de 1819 se ordenó a los “Criminal contra el lenguaraz de los indios José Vielma acusado de infidencia”, AGN, X, 30–3–4 expdte. 969 22 Guardia de Luján, 2 de julio 1818, AGN, X–10–4–6 23 Guardia de Luján, 18 de agosto de 1818 AGN, X–10–4–6 21
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comandantes militares de Salto, Rojas, Luján, Monte, Chascomús y Ranchos — únicos puntos habilitados para el ingreso de indígenas — que en adelante todas las partidas de comercio indígena fueran acompañadas con una escolta de “al menos 4 hombres, licencia escrita en donde se exprese el número de indios, nombres, filiación y la del lenguaraz que los acompaña, toldería de que proceden, efectos que traigan”.24 Ante la evidencia de que estas medidas de control no habían sido efectivas desde tiempos coloniales, el delegado directorial de campaña, Cornelio Saavedra, presentó un proyecto que, a diferencia de lo sostenido hasta el momento, planteaba que el fin de los excesos y del comercio clandestino debía estar, precisamente, en el levantamiento de las restricciones sobre esos intercambios.25 Para el comandante uno de los grandes problemas de este comercio, más allá de los robos que se podían producir, se centraba en la exención impositiva del mismo. Efectivamente, este intercambio no se hallaba gravado por lo que producía un “notable perjuicio… a los intereses del Estado” pero, además, perjudicaba también “a los propietarios de establecimientos que contribuyen con los derechos que les estan designados” a diferencia de los dueños de las pulperías volantes en sus intercambios tanto en la campaña como, y principalmente, en su internacion a las tolderías de indios. La propuesta de Saavedra era, entonces, una liberalización total del comercio ya que “aquella medida prohibitiva como contraria al engrandecimiento del pais y al fomento de nuestro comercio que jamas progresara bajo el sistema de restricciones sino que exige un giro libre y franco como el primer brazo del poder y de la riqueza de las Naciones”. El comercio libre, según Saavedra, tendría la ventaja de resolver el problema del robo de ganado ya que éste podría venderse libremente. La situación actual era de extrema valoración del ganado por las distintas vías de comercialización — salazón, peleterías — que llevaban a un obsesivo cuidado de los hacendados sobre sus rodeos mediante la marcación anual de los terneros. De esta forma, sigue Saavedra, se había agotado el ganado alzado y orejano por lo que, cualquier ganado que se quisiera comercializar — en este sistema de liberalización —, si estuviera 24 25
Guardia de Luján, 6 de marzo de 1819, AGN, X–11–5–7 Villa de Luján, 18 marzo de 1819, AGN, X–10–4–6
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marcado, señalaría inmediatamente que es mal habido. Esto eliminaría los robos porque “¿Qué ventajas le resultarían a los de la campaña y a los indios de tomar unos ganados que no podían enajenar?”. El alegato finalizaba con un tema candente en la época: el riesgo que representaba esta propuesta en el sentido de que los mismos europeos podrían frecuentar las tolderías y esparcir en ellas noticias o rumores en contra del gobierno. Para el delegado directorial los europeos “serían muy pocos en comparación con los americanos” con lo cual se preguntaba “¿Qué podrían trabajar los españoles que no deshiciesen los americanos?” y, en última instancia, para los caciques las “ventajas del comercio pesarían mas en su ánimos que las promesas de los enemigos”. Una evidencia del escaso éxito que le auguraba a los posibles planes europeos era que los indios fronterizos hacía algunos años que están “en suma tranquilidad” y que recientemente los caciques Santiago Quintana y otros dos “acaban de dar pruebas de adhesión al Gobierno central”. De todos modos, sugería que se prohibiese a los españoles la introducción de armas y otros renglones de guerra y finalmente, terminaba reconociendo que ante “el menor conato a seducirlos podría el comercio circunscribirse a los hijos del país teniendo una exclusiva que solo les daría la ganancia”. La propuesta no tuvo eco en el gobierno y, como veremos, las exigencias de criollos e indígenas por liberalizar el intercambio se mantuvieron por mucho tiempo. A fines de la década de 1810, en la frontera cuyana y en la bonaerense, los robos de ganado empezaron a cobrar mayor dimensión. En la segunda, el comandante de Ranchos, Juan Igarzabal, elevaba la denuncia del vecino José María Morales situado del otro lado del Salado sobre el robo que los indios pampas de Tapalqué procedentes de las tolderías del cacique Medina le habían hecho de 600 vacunos y 4 manadas de caballos con unos 130 mansos. El mes anterior, el cacique Ancafilu le había robado a don Sosa también al sur del Salado, 300 caballos. El comandante terminaba diciendo que “no hay semana que no oyga que los Indios han robado estas especies y particularme.te yeguas qe es el ganado de mas codicia para ellos”.26
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Igarzabal a Saavedra, Ranchos 16 de abril de 1819, AGN, X-11-2-5.
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En la frontera cuyana, a lo largo del año 1818 crecieron los rumor de una invasión española que, desde Chile — recuperada por los patriotas tras las victorias de Chacabuco y Maipú —, atacaría las provincias de San Luis y Mendoza. Los temores parecen hacerse realidad en abril de 1819 cuando, luego de años de tranquilidad en la frontera, se informaba desde Salto sobre el robo de ganado por parte de un grupo de 50 indios armados de sables. Por las noticias que lograron tenerse se trataba de una avanzada de un grupo mixto de realistas e indígenas que había robado caballos para los chilenos que se hallaban al sur del territorio cuyano. Poco después, el cacique Carripilum, cercano a la frontera cordobesa de Río Cuarto, había informado sobre la existencia de “chilotes” entre los indios del sur y se tenían informes de que los “araucanos del sur habían conseguido la alianza de los caciques principales de esas fronteras para permitir y auxiliar el transito de aquellos con fuerza de españoles”.27 A inicios de la década de 1820 las campañas de apropiación de ganado sobre las estancias fronterizas comenzaron a ser un gran problema para las autoridades provinciales. Pero la diferencia con respecto a otros momentos fue que la composición de las bandas varió sensiblemente incorporando a grupos hispano-criollos. El destino del ganado obtenido era doble y respondía a los objetivos diferentes de los componentes de la banda: aprovisionamiento para consumo en el caso de los hispano-criollos y el tradicional comercio a larga distancia para los indígenas. En la frontera bonaerense estos ataques masivos tuvieron su primera expresión en el malón de diciembre de 1820, sobre el pueblo de Salto. El mismo fue protagonizado por los soldados del oficial patriota chileno, José Miguel Carrera y grupos indígenas aliados. Carrera había llegado a la jurisdicción de Cuyo luego de la derrota de Rancagua; enfrentado a San Martín por defender la realización de su propio plan para reconquistar Chile, se dirigió al Litoral donde se unió a los caudillos del Litoral, Estanislao López y Francisco Ramírez, contrarios a la política directorial. En su travesía trabó contacto con algunos líderes ranqueles. Como consecuencia de la derrota porteña en el Gamonal, se firmaron las paces entre Buenos Aires y Santa Fe comprometiéndose López a 27
Luzuriaga al Director Supremo, 24 de abril de 1819, AGN, X-5-5-12.
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cortar la alianza con Carrera. Falto de apoyos, el oficial chileno decidió regresar a su país para lo cual necesitaba aprovisionarse de ganado que fue obtenido en el ataque a Salto. El ataque, además, dejó gran cantidad de muertos y cautivos. Pero mientras estos arreos engrosaban los circuitos regionales de comercialización, el intercambio local de bienes de consumo se mantuvo, al menos en Buenos Aires y durante un tiempo, sin grandes cambios. En el ya mencionado viaje a la Sierra de la Ventana realizado en el año 1822, García anotaba el constante encuentro de su comitiva con partidas de comercio indígena que iban o volvían de la capital.28 La misma comisión diplomática era alcanzada por comerciantes criollos que aprovechaban la masiva presencia de indígenas para hacer sus tratos.29 García sostuvo dos parlamentos con los principales caciques indígenas. El primero con jefes que vivían en la Sierra de la Ventana y el segundo con caciques de Mamil Mapu. En ambos, uno de los principales puntos de negociación fue el intercambio. Las exigencias de los indígenas contenían distintos puntos: fin de la limitación de comerciar solo con algunos puntos de la campaña y trato libre en toda la frontera; supresión de algunos corrales de intercambio y apertura de otros; garantías para la seguridad de sus personas y de sus bienes durante el tiempo que duraran los tratos; establecimiento de precios fijos para los productos intercambiados — sobre todo la yerba, tabaco, azúcar — para no caer bajo los abusos de los comerciantes. García escucho los reclamos y “a todos los caciques y capitanejos se les dio patentes de paz, para que pudiesen arribar libremente a cualquier punto de la frontera que quisiesen con recomendaciones particulares para evitar cualquier hostilidad que se Así, por ejemplo, señalaba que “El 19 de abril [el cacique Antiguan] estuvo de vuelta á la Guardia [de Lobos] a los diez y nueve dias de haber salido de ella con catorce indios, parientes e inmediatos deudos de los caciques […] con otras varias partidas de comercio que pasaron a esta capital” (García, 1910: 103). 29 En momentos en que se estaba por verificar el parlamento con los indios “ranqueles”, el comisionado señalaba que una tolderia proximo a su campamento se habia provisto de aguardiente por “una pequeña partida que habia arribado de esta ciudad” (García, 1910:156). 28
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intentase” (García, 1910: 161). Finalmente, el regreso de García a Buenos Aires se produjo acompañado de partidas de comercio. Al año siguiente, el gobierno bonaerense llevó a cabo una expansión territorial que se plasmó con la fundación del fuerte Independencia en las serranías de Tandil. Esta medida provocó el rechazo de los grupos indígenas que fueron desplazados hacia el sur los que respondieron este acto del gobierno con ataques a la frontera y, en ocasiones, incorporándose a las bandas mixtas chilenas ya mencionadas. Como medida de presión, el gobierno de Buenos Aires tomo la drástica decisión, a fines del año 1824, de decretar la prohibición total de comerciar con los indígenas en todo el ámbito de la provincia. La medida, como en otras oportunidades30, en lugar de frenar la violencia, derivó en una mayor oposición a la que se sumaron, además, comerciantes criollos. Esto fue particularmente evidente en el fuerte de Carmen de Patagones en donde la relación con los indígenas se vio fuertemente lesionada por esta prohibición y, mientras algunos vecinos sugerían al comandante del fuerte que suspendiera la aplicación de la medida, un cacique fronterizo planteaba en tono amenazador que “aconsejo al Sor Comandante que vuelva a permitir la introducción del ganado marcado, los indios están mui sentidos de la prohibicion, puede esta tener resultados mui funestos y me creo obligado a avisarselo” (Ratto, 2003: 149). Resuelto a dar marcha atrás en la política de enfrentamiento, el gobierno inició contactos diplomáticos con los caciques del sur de la provincia. A mediados de 1825 se envió a Bahía Blanca, una misión diplomática dirigida por los hermanos Fernando y Ángel María de la Oyuela. Pero diplomacia y negocios, como siempre, iban de la mano y argumentando que el pago ofrecido por su tarea no era suficiente por los servicios que iban a prestar, los hermanos
En el año 1779 el virrey Vértiz había decretado el cierre del comercio interétnico para finalizar con un período de conflictividad pero la medida derivó en un ciclo de malones sobre la frontera de Buenos Aires como forma de presión de los caciques pampeanos. 30
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Oyuela solicitaron permiso para aprovechar el viaje y vender a los indios algunos artículos de consumo.31 Mientras se entraba en una etapa de reconstrucción diplomática en la frontera bonaerense, la cuyana se vio impactada por las migraciones de grupos mixtos de españoles e indígenas que cruzaron la cordillera escapando de los patriotas y se establecieron en las amplias planicies del este. La migración que produjo mayor impacto fue la que aunó las fuerzas de los hermanos realistas Pincheira y de algunos caciques de la región de Boroa. En el año 1824 y, mediante acuerdos con caciques pehuenches, el grupo se asentó en las tierras de Balbarco donde formaron una aldea de unos 6.000 habitantes (Contador, 1999; Varela y Manara, 1999). Para abastecer a esta numerosa población se lanzaron expediciones de apropiación de recursos a un amplio arco que alcanzó, primero, a las fronteras de Mendoza, San Luis y Córdoba para llegar, finalmente a las estancias de Buenos Aires. La violencia fronteriza se extendió por varios años ya que, a partir de entonces, el circuito de ganado en pie comenzó a necesitar para su provisión de los rodeos criollos, provocando masivos y constantes ataques a los establecimientos rurales. El año 1826 fue el más acuciante para los productores de la frontera bonaerense. Para tener una idea de la masividad de estos ataques, vale la pena anotar las características de algunos de estos malones: en agosto, el fuerte Independencia estuvo amenazado por una fuerza de 2000 chilenos — entre criollos e indígenas — que portaban cañones de pequeño calibre; en el mismo mes, el pueblo de Salto fue atacado por 400 indios chilenos y 35 desertores del grupo de los hermanos Pincheira que arrearon todas las haciendas del partido; en septiembre, un malón de 1000 indios con mas de una veintena de soldados con armas de fuego atacaron varios establecimientos en el sur de la provincia; en octubre, se habían recibido rumores de que por la Laguna Cargud Aguel — que no hemos podido localizar — se hallaban unos 2000 Al regreso de los comisionados, otros integrantes de la comisión denunciaron que la misma, más que una expedición diplomática había sido una empresa comercial de los comisionados en la cual los indígenas habían sido estafados en los términos de los intercambios y con la entrega de bienes adulterados. 31
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indios pampas y chilenos “a los que se agrega un mulato chileno llamado Morcilla” que mantenían el ganado robado en la Sierra de la Ventana donde estaba invernando (Ratto, 2003: 58–59). La presencia de estas bandas mixtas provocó alteraciones en el esquema de alianzas y conflictos que cruzaba todo el territorio indígena y que, además, se vinculaba con los espacios fronterizos. Mientras algunos grupos se unieron a los recién llegados viendo la posibilidad de engrosar sus rodeos a través de masivos malones, otros grupos reacios a pactar con los primeros o enfrentados a éstos por el control de espacios, fueron objeto de ataques, en los que perdieron, además de hombres, sus propios rebaños hallándose a fines de la década de 1820 en un estado de “suma indigencia […] poca hacienda lanar, ninguna vacuno y solo caballos”. La debilidad económica de estos grupos los acercó más al gobierno bonaerense con quien las negociaciones de paz se incrementaron. En esta ocasión y, por primera vez, se dio respuesta a un constante reclamo de los caciques: establecimiento de precios para el intercambio de algunos bienes. En los parlamentos mantenidos en el año 1827 entre algunos jefes del sur de la provincia y el delegado del gobierno, Juan Manuel de Rosas, se acordaron precios de venta para los artículos más intercambiados con la población criolla: 6 reales los cueros de león, 2 los de zorro, 2 los de perro, 1 real los de zorrino al igual que los de venado, 2 pesos los de tigre, 4 reales las jergas “regulares” y 6 las “buenas”. A comienzos de la década de 1830, las campañas de apropiación de ganado sobre las fronteras disminuyeron sensiblemente. Los motivos fueron varios. En primera instancia, se produjo la desarticulación de la banda de los Pincheira que habían sido los principales promotores de esos ataques por cuestiones de supervivencia económica; los aliados indígenas fueron los primeros en romper la alianza buscando establecerse de manera definitiva en las pampas. Esto, a su vez, no se logró de manera pacífica sino que derivó en conflictos intertribales con grupos locales que provocaron una gran mortandad en la población indígena y la radicación de algunos grupos dentro de los espacios fronterizos para obtener seguridad y recomponer su deteriorada economía. Pero también algunos oficiales pincheirinos abandonaron a sus jefes al ser captados por los gobiernos criollos que los incorporaron en distintas funciones dentro de la estructura militar. Finalmente, en 1832, una campaña militar enviada desde Chile llegó al
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campamento de Pincheira y logro derrotar al reducido grupo rebelde. Luego de años de conflictos en el interior del espacio indígena y de una violenta campaña de apropiación de recursos ganaderos en las fronteras, la situación volvía a aquietarse y la población indígena tendía a estabilizarse sin registrarse, por el momento, nuevas migraciones transcordilleranas que provocaran una mayor presión sobre tierra y recursos. Los rodeos obtenidos por los grupos nativos habrían bastado para sostener el tradicional comercio de ganado a larga distancia pero, además, una nueva política criolla, contribuyó a incrementarlo. Es que, a partir de entonces, las provincias que tenían fronteras con los indígenas se embarcaron de manera decidida en impulsar políticas pacíficas que tuvieron una apoyatura fundamental en la entrega de obsequios a las tribus aliadas siendo el principal bien entregado, precisamente, ganado equino y, en menor cantidad, vacuno y ovino.32
CONCLUSIONES El espacio indígena pan araucano estaba cruzado por circuitos de intercambio que se remontaban al período prehispánico pero que, durante la colonia, se incrementaron y ampliaron enormemente hasta alcanzar a los mercados hispano-criollos. Básicamente pueden distinguirse dos circuitos, el local y el regional que no tuvieron a lo largo del período analizado el mismo signo ya que, aún en momentos de máxima tensión interétnica y de violencia fronteriza, las partidas de comercio indígena seguían llegando a los espacios rurales y los comerciantes criollos llevaban sus bienes de comercio a las tolderías. Esta aparente paradoja tiene su explicación en que tanto los bienes como los protagonistas de los intercambios en los dos circuitos eran, en la mayoría de los casos, diferentes. Por el circuito local circulaban bienes de consumo directo y que, como se El ejemplo más claro de esta política se dio en la provincia de Buenos Aires donde el gobernador Juan Manuel de Rosas aplicó el llamado Negocio Pacífico de Indios cuya base material era la entrega periódica de ganado a las tribus aliadas (Ratto, 2003). 32
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señalado, se convirtieron en productos de primera necesidad para ambas sociedades. Los indígenas se habían convertido en ávidos consumidores de yerba, tabaco y azúcar, bienes que solamente podían obtener mediante intercambio. De manera inversa, la compra de cueros y artículos de talabartería, tejidos y plumas de avestruz no solo eran importantes para el consumo de las poblaciones fronterizas sino que algunos casos era asimismo bienes de exportación. La interrupción de este circuito provocaba perjuicios para ambos grupos y los intentos del gobierno por cortar la violencia fronteriza mediante la prohibición del comercio demostraron en las oportunidades en que se aplicó, su escasa efectividad. El circuito de ganado en pie involucraba, en primera instancia, a diferentes agrupaciones indígenas a ambos lados de la cordillera aunque es verdad que vacas y caballos llegaban asimismo a algunos mercados criollos. Pero, también en estos casos, y aún cuando el ganado comerciado fuera obtenido a través de malocas sobre establecimientos fronterizos provocando altos niveles de conflictividad interétnica en algún sector fronterizo, éste podía ser adquirido en otro mercado fronterizo que mantenía relaciones pacíficas con los indígenas vecinos que lo vendían. Dicho de otra manera, la conflictividad extrema en una frontera no implicaba el quiebre del comercio de ganado ya que era comercializado en otra frontera. Un ejemplo puede clarificar este punto y mostrar los beneficios mutuos del intercambio. En el año 1824 un pleito enfrentó a hacendados y comerciantes de Buenos Aires. En marzo de ese año, el juez de paz de Barracas había embargado una carga de 1230 cueros procedentes de Patagones por hallar entre ellos, 70 cueros con marcas de propietarios de la provincia. ¿Cómo habían llegado allí desde Patagones? Claramente se trataba de cueros comprados por los comerciantes y hacendados del fuerte “adquiridos legítimamente por el intercambio pacifico con los indios vecinos”. La defensa de los comerciantes de Buenos Aires agregaba que los indios roban anualmente cerca de 200.000 cabezas que luego venden en Chile y en otras jurisdicciones fronterizas estimando que por esa vía llegaban a Patagones cerca de 8000 cabezas; de acuerdo con este razonamiento, si ellos no hubieran comprado los cueros, los hubieran comprado en otras poblaciones criollas. La representación concluía responsabilizando, en cierto modo, al gobierno de Buenos
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Aires por no poder asegurar la defensa del fuerte lo que llevaba a que Patagones “solo se conserva por la conveniencia que los mismos indios encuentran en el sostén del único mercado a que concurren con los objetos de su industria” (Martínez de Gorla, 1969: 135).
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SE ENVALENTONAN CON EL APOYO DE ALGUNOS INDIOS. SINTESIS DE LAS TECNOLOGIAS
BELICAS NATIVAS E HISPANO-CRIOLLAS DURANTE LA GUERRA A MUERTE
(1821–1826) JUAN F. JIMENEZ
UNS/CEDOP (ARGENTINA)
INTRODUCCIÓN El 15 de marzo de 1827, Valentín Moya remitió un parte al Gobernador de Curico, solicitándole ayuda militar para sí y los pewenche*1 de Malargüe, en el sur de la región cuyana. Una fuerza combinada de otros nativos y de montoneros realistas encabezados por el cacique Neculman se estaba vengando de que el año anterior los pewenche de Malargüe, Barrancas y Río Grande habían abandonado su alianza con las fuerzas coloniales, pasándose al bando de la patria* (Villar y Jiménez, 2001). Las noticias eran alarmantes: el avance de Neculman había sido exitoso en Barrancas y Río Grande y esa misma noche se esperaba un ataque a las posiciones malalquinas. Moya, refugiado en un malal* con toda la gente, comunicaba: “Estan los enemigos mui cerca de donde yo estoy con la Yndiada de Malalgue en un malal que no tiene mas que una puerta q.e no El asterisco colocado a continuación de un término remite la atención del lector a un glosario ubicado al concluir el texto. 1
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258 SE ENVALENTONAN CON EL APOYO DE ALGUNOS INDIOS cave mas de un hombre, las Familias alli dentro: Somos por doscientos mas homb.s los que havimos reunido en dho Malal. La agua la subimos en botas, las Haz.das escondidas.”2 El Gobernador de Curico sólo contaba con un contingente de milicianos de dudosa aptitud militar, de manera que la ayuda esperada nunca llegó. El ataque de Neculman fue un “gran desastre” para los malalquinos y la derrota significó el fin de la existencia de la reducción* de Malargüe como grupo político autónomo: tarde descubrieron que, sin armas de fuego, su malal no era invulnerable.3 Años después, un miembro de la banda de Pincheira le comentaría al naturalista Claudio Gay “No había indios mas ricos que los malalquinos y todo se perdió con Pincheira. Era una Guerra a Muerte ” (Feliú Cruz, 1965: 152).4 El episodio relatado constituye un ejemplo revelador de la importancia no sólo de aquel tipo de armas, sino de la tecnología militar en general, durante los conflictos intra-étnicos desarrollados en la cordillera de los Andes a lo largo de la peculiar contienda que ya a su conclusión era denominada Guerra a Muerte. Me propongo examinar aquí la singularidad tecnológica de esa contienda, “Parte de Valentín Moya al Gobernador de Curico, Malargüe, marzo 15 de 1827”, Archivo Nacional, Santiago de Chile (AN), Fondo Ministerio de Guerra (MG), Volumen 38, fojas 265–266. 3 La situación había sido totalmente diferente en el invierno de 1787, cuando los pewenche de Malargüe se enfrentaron con la amenaza del cacique ranquelche Llanketruz (Villar y Jiménez, 2000: 702–3). En esa ocasión, la presencia de dos milicianos armados con mosquetes apostados en el acceso al recinto bastó para impedir su expugnación. “Oficio de Amigorena al Marques de Loreto, Mendoza, agosto 21 de 1787”, Archivo Histórico Provincial de Mendoza, Carpeta 55, Documento Nº 18. 4 Durante el verano de 1837–1838, el naturalista francés Claudio Gay entrevistó, además, a un sobreviviente de la batalla, quien le relató su experiencia con estas palabras: “Un día en su juventud el indio que consulto, fue con muchos caciques a Guanaqueros y antes del mediodía el sol se eclipso tanto que solo quedo una luz semejante a la de una vela. Todos los caciques gritaron y se pusieron a llorar y los jóvenes se pusieron a chivatear lo cual pareció un gran desastre para su reducto que fue dispersado a consecuencia de las guerras de la Independencia.” (Gay, 1998: 41) 2
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precisamente debida a que, en su transcurso, se produjo una síntesis entre los estilos militares hispano-criollos y nativos, fusionándose lo mejor de los sistemas de armas empleados por cada una de las sociedades participantes para generar una nueva forma de hacer la guerra.5
ANTECEDENTES INMEDIATOS DE LA COMPLEMENTACION TECNOLOGICA
La alianza militar entre nativos y europeos constituyó una práctica que se remonta a los momentos iniciales de la conquista (Restall, 2003) y es además uno de los rasgos característicos de los espacios de interacción entre sociedades sin estado y estatales — las zonas tribales definidas por Ferguson y Whitehead (1992). Para los funcionarios de la corona la incorporación de aliados indígenas a sus fuerzas ofrecía múltiples ventajas entre las cuales, las siguientes, son de notoria importancia: los guerreros locales poseían conocimientos específicos sobre el territorio, sus recursos y potencialidades, y las formas de combatir de los grupos hostiles; estaban especializados en tácticas y armamentos que complementaban los operados por las milicias y tropas de las armadas reales; y finalmente, su participación — por lo general numéricamente relevante — permitía transferirles los costos bélicos, en vidas y bastimentos (Abler, 1999: 4–6; Keeley, 1996; Ferguson y Whitehead, 1992: 21).6 Desde la perspectiva de los nativos, a su vez, la alianza presentaba ciertas ventajas, dado que franqueaba el acceso a recursos económicos y militares utilizables con éxito no sólo contra sus enemigos, sino inclusive en el interior de sus propios grupos. La alianza que los pewenche habían concertado con los hispano-criollos durante la segunda mitad del siglo XVIII representa un buen ejemplo de ese conjunto de recíprocas ventajas. A cambio de aceptar misioneros y de apoyar a las autoridades Existen pocos trabajos que estudien esta problemática; pueden consultarse Jiménez, 1998; Ratto, 2003a. 6 Al respecto, el Reino de Chile no representó una excepción (Jara, 1990; Ruíz-Esquide Figueroa, 1993). 5
260 SE ENVALENTONAN CON EL APOYO DE ALGUNOS INDIOS coloniales contra grupos hostiles, recibieron ayuda en las cruentas y prolongadas guerras mantenidas con los williche (Casanova Guarda, 1996; León Solís, 2001; Jiménez, 2005; Villar y Jiménez 2003b).7 En la cordillera, uno de los rasgos centrales de estas guerras estuvo constituido por la utilización de recintos fortificados — los malares — que permitían a los contendientes resistir los embates.8 Los combatientes se refugiaban con sus familias, animales y otros recursos en estos lugares de difícil acceso, hasta que sus enemigos se veían obligados a retirarse. Situados en lugares altos y con un único acceso estrecho, podía defendérselos con éxito en caso de que fuesen lanceros quienes intentasen asaltarlos. Pero si los combatientes se hallaban equipados con mosquetes y fusiles, la situación experimentaba un cambio radical (Zavala, 2000; León Solís, 1998, 2001; Jiménez, 2005). Los pewenche, rápidamente alertados de la conveniencia de contar con armas de fuego, solicitaron a sus aliados hispano-criollos la incorporación de tiradores experimentados. Aunque las autoridades coloniales no viesen con buenos ojos las guerras nativas y se mostraran habitualmente dispuestos a neutralizarlas o alejarlas de los espacios fronterizos, en los hechos, impedidas por las circunstancias de rehusar la ayuda requerida, procuraron limitarla al mínimo en Pewenche y williche fueron las denominaciones que recibían las poblaciones indígenas que vivían en los valles andinos y algunos sectores pedemontanos contiguos a ambas vertientes cordilleranas, entre 35º y 40º grados de latitud sur; en el siglo XVIII, el límite entre ambos grupos estaba representado por la cuenca del río Agrio (territorio de la actual provincia argentina de Neuquén). 8 John Keegan, historiador militar, clasifica los recintos fortificados en tres categorías: refugios, fortalezas y defensas estratégicas. Los primeros sirven para mantener una población a salvo de enemigos cuando se carece de medios para resistir un asedio prolongado: sólo pueden detener momentáneamente un asalto, o demorarlo; en cambio, las fortalezas son construcciones más elaboradas, albergan guarniciones permanentes y especialmente soportan el cerco de oponentes que tengan la capacidad logística de sostenerlo por largo tiempo (1994: 139–142). En el sentido definido por el autor, los malares serian entonces refugios y no fortalezas. 7
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cantidad y extensión.9 Los auxilios prestados se redujeron a pequeños piquetes enviados en operaciones defensivas de corta duración: su presencia entre los indígenas aliados se redujo a no más de una estación, veranada o invernada, según se tratase de reducciones* ubicadas en la cordillera o al Este de los Andes.10 Tal situación se mantuvo dentro de los cauces descriptos mientras subsistió el orden imperial, pero a partir del momento en que se desencadenó su crisis de manera prácticamente simultánea en Chile y Río de la Plata, las pujas armadas entre realistas e independentistas por restaurar su proyecto político o imponer otro nuevo ejercerán influencias transformadoras también en la forma de hacer la guerra en los ámbitos inter-étnicos.
La legislación colonial siempre prohibió la venta de armas de fuego a los indígenas y cualquier tipo de asistencia técnica relacionada con ellas; esta restricción se mostró particularmente eficaz, de manera que las limitaciones en su manejo y mantenimiento, se convirtieron en endémicas para los nativos, y tanto la conservación en buen estado del armamento que pudieran conseguir como el adiestramiento de tiradores resultó un problema de difícil o imposible solución (ver Jiménez, 1998: 50–60). 10 Esta política seguía las directrices de la Corona que ordenaban el abandono de los medios militares, favoreciendo la diplomacia y el envío de misioneros para tratar con nativos no sometidos (Weber, 2006) 9
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LUCHAS IRREGULARES EN LA CORDILLERA:
NOVEDADES DURANTE LA GUERRA A MUERTE.
En un primer momento, la Guerra a Muerte11 se desarrolló en el Centro-Sur de Chile e incluyó violentos enfrentamientos en los que participaron todas las agrupaciones indígenas del área, a favor de uno u otro bando. Más tarde, la misma participación de los indígenas favoreció una expansión de los eventos bélicos que se extendieron hacia la vertiente oriental de la Cordillera, las pampas y Nordpatagonia, dejando profundas secuelas de muerte y destrucción en las poblaciones nativas de la región Hubo durante aquellos años un reacomodamiento a gran escala que incluyó complejas circulación y migración de grupos desde la Araucanía hacia las pampas, así como procesos etnogenéticos de fusión, fisión y recombinación que involucraron serias disputas por los espacios disponibles (entre otros, Bechis, 1984; Mandrini y Ortelli, 1996, 2002; Villar, 2003; Villar y Jiménez, 2001 y 2003b). Una de las peculiaridades notables que distinguieron a la Guerra a Muerte en sí, desde el punto de vista de sus métodos y técnicas bélicas, es su tono general, claramente diferente del carácter más formal que la contienda había asumido en el centroNorte de Chile, cuando la entablaron los ejércitos patriota y realista. Su característica distintiva estuvo precisamente constituida por la Esta denominación que la historiografía liberal chilena aplicó al conflicto — cf. por ejemplo Vicuña Mackenna, 1940 — obedecía al propósito de acentuar su carácter cruento e irregular, según se afirmaba derivado en buena medida de la importante participación de líderes y grupos indígenas interesados en restablecer viejos acuerdos con la administración colonial y — a esos fines — aliados con los restos del ejército realista derrotado y refugiado en los territorios ultra-fronterizos. Desde otra perspectiva, Jorge Pinto Rodríguez argumentó recientemente que la mayoría de los miembros de las sociedades hispano-criolla y nativas, involucrados en los negocios que durante el período colonial prosperaron en el borde meridional del imperio, tomaron las armas en contra de las nuevas autoridades de Santiago, medrosos de que estas alteraran un estado de cosas del que se habían beneficiado. Y agrega: “Creo que aquí está la clave para entender lo que la historiografía liberal del siglo pasado llamó ´La Guerra a Muerte´.” (Pinto Rodríguez, 1998: 30). 11
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participación adicional de contingentes irregulares con posterioridad al momento en que, derrotados en la batalla de Maipú (1818), los restos en fuga del ejército colonial se trasladaron al sur y promovieron la incorporación a sus diezmadas filas de los habitantes hispano-criollos de la frontera y también de grupos nativos — para constituir las denominadas montoneras* o guerrillas, de las que constituye un buen ejemplo la montonera de los hermanos Pincheira12, alentada por los realistas. En este nuevo contexto, emboscadas y ataques sorpresivos (cuyo objetivo consistía básicamente en destruir los recursos económicos del adversario) predominaron en lugar de las anteriores batallas campales, desarrolladas según las artes de la llamada guerra civilizada (Bengoa, 1985:143). A medida que los realistas concertaban ese tipo de alianzas y conformaban ejércitos multi-étnicos, en los que combatían codo a codo tropas entrenadas al estilo europeo y konas* con sus propias técnicas guerreras, el epicentro de la contienda fue trasladándose hacia los territorios ubicados al Sur del Bío Bío y los criollos se vieron obligados a desarrollar estrategias similares.13 Respecto a la composición de las fuerzas que integraban las guerrillas, ver Feliú Cruz, 1965: 126 ss.; Contador Valenzuela, 1998: 148– 149; Varela y Manara, 2001. 13 En este sentido, la guerra del sur chileno no constituyó una excepción. También en otras regiones del imperio español, patriotas y realistas reclutaron contingentes de guerreros nativos. En Centro América, se presentan interesantes casos, como el de la captación por las autoridades coloniales hispánicas de los Black Caribs, famosos por su ferocidad en combate. Estos grupos provenían de Saint Vincent y habían sido trasladados a Roatan en 1797 por los británicos, con el objeto de que formaran un escudo defensivo para su colonia de Belice. Sin embargo, los españoles los atrajeron, consiguiendo que ingresaran al servicio del rey en calidad de mercenarios, y que combatieran contra los Miskitos, los independentistas y los propios ingleses (González, 1990: 33–34). En las provincias del Río de la Plata, la política de incorporación de indígenas en carácter de indios amigos — iniciada en la etapa colonial, desde luego, continuó durante la independiente (Villar y Jiménez, 1997; Bechis, 1998; Ratto, 1994 y 2003). 12
264 SE ENVALENTONAN CON EL APOYO DE ALGUNOS INDIOS Enseguida veremos que esta combinación de culturas militares14 reportaría ventajas para cada una de las partes, pero antes es necesario señalar que los contendientes, incapaces por sí solos de derrotar definitivamente a sus oponentes por insuficiencia de medios, constituyeron bloques de aliados que movilizaban en forma concertada los recursos aportados por cada uno de ellos. De esta manera, la recuperación de un miembro de dichas coaliciones circunstancialmente vencido era más rápida que si estuviese librado a su sola fuerza. Las luchas adquirían así gran dinamismo, al ser muy improbable que un determinado grupo quedase fuera de combate, por la veloz recomposición que permitía la modalidad de alianzas. Estas alianzas, a impulsos de los nativos, se extenderían además a las Pampas, con la participación de parientes instalados en ellas. No obstante, en el período que consideraremos en primer término y que se extiende desde el principio de la lucha hasta 1826, las reglas de la guerra fueron predominantemente cordilleranas y no pampeanas. El restringido medio andino acotaba la cantidad y variedad de rutas y todas las existentes eran perfectamente conocidas para el conjunto de los contendientes mientras que las distancias, mucho más cortas que en las dilatadas mesetas y llanuras del Este, podían indicarse con una precisión que se reflejaba en la velocidad de los movimientos que se desarrollaban, empero, por itinerarios y en momentos del año previsibles.15 Usamos el concepto cultura militar con el sentido asignado por el historiador Adam J. Hirsch: “In fact, the ways of war constituted distinct elements of the cultures colliding in the New World. European colonist and native Indians alike devoted much attention to the practice of war, and each brought to the battlefield an elaborate code of martial conduct. Those codes expresed the ´military culture´ of each people, encompassing all attitudes, institutions, procedures, and implements of organized violence against external enemies.” (Hirsch, 1988: 1187). Hirsch denomina “aculturación militar” a la interacción entre culturas militares enfrentadas y sostiene la idea de que ambas experimentan transformaciones como consecuencia del contacto. 15 Así lo revela la información brindada por un jefe independentista: “Debo advertir qe. del campamento de Pincheira, hay dos días de camino a la reduccion de Leypan de la de este uno a la de Toriano, y de este dos a lo del Mulato y de lo de 14
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MALARES, CABALLOS, LANZAS Y MOSQUETES:
LA CREACION DE UNA SINTESIS MILITAR.
1. Apenas iniciada la Guerra a Muerte, el interior de la Araucanía y la cordillera comenzaron a ser sacudidas por una sucesión constante de malones y contra-malones que parecía no tener fin. Estas incursiones — consistentes básicamente en un fulminante ataque por sorpresa a las parcialidades enemigas — reducían la guerra a sus componentes mínimos esenciales: eliminación de los adultos enemigos, captura de sus mujeres e hijos y saqueo o destrucción de sus bienes con el menor costo posible para los atacantes. Al reiterarse la aplicación de una táctica que día a día crecía en violencia, los contendientes debieron tomar medidas extremas para protegerse y entonces, como lo habían hecho antaño, volvieron a utilizar malares. En la Araucanía el uso de estos recintos representaba una novedad respecto a su experiencia histórica. La región conoció el uso de verdaderas fortalezas durante el siglo XVI, pero se las abandonó ya a principios del XVII, optándose por una nueva estrategia defensiva basada en la dispersión de asentamientos, recursos y cultivos.16 Uno de los rasgos distintivos de los malares fue que ahora, a diferencia de los existentes en el siglo XVI, no demandaron una gran inversión de trabajo para ser puestos en condiciones defensivas. Se elegían sitios de difícil acceso que tuvieran una sola entrada y, en este ultimo tres dias al malal de Melipan. Me expreso así, porque este es el modo con que se explica la distancia entre cordilleras...” “Parte del Coronel de Torres a Juan de Dios Rivera, Chillán, junio 8 de 1826”, AN., Intendencia de Concepción (IC)., Vol. 90, foja s/nro. 16 La sustitución del uso de fortificaciones por una estrategia basada en la dispersión fue un dilema al que se enfrentaron muchas sociedades nativas americanas. Debieron optar entre arriesgarse a perder su población concentrada en un único sitio de una sola vez, o enfrentarse a una guerra de desgaste que les daba la oportunidad de salvar parte de su gente, confiando en que sus enemigos no podrían abarcar un amplio territorio (ver, por ejemplo, el excelente articulo de James E. Lee sobre los Tuscarora y los Cherookee del siglo XVIII — Lee 2004-); acerca del antiguo uso de fortalezas en Araucanía, ver León Solís, 1986, 1988–9 y 1989; la opción dispersiva en Villar y Jiménez, 2010.
266 SE ENVALENTONAN CON EL APOYO DE ALGUNOS INDIOS caso de ser necesario, se incrementaba aún más la seguridad del lugar, por lo general levantándose una empalizada perimetral a la que se rodeaba con un foso. La sencillez de su instalación explica, en parte, la rapidez con que se difundieron nuevamente por toda la Araucanía. Derribar troncos, emplazarlos y cavar eran actividades que no requerían una asignación importante de mano de obra, mientras que el relieve accidentado ofrecía a cada paso parajes aptos para erigir estos refugios. 2. En el contexto de actualización de la utilidad de los recintos defensivos ofrecido por la Guerra a Muerte, las armas de fuego volvieron a resultar sumamente eficaces como lo habían sido en el pasado, tanto para apoyar los ataques como para resistirlos y la incorporación de tiradores imprimió a la lucha una nueva dinámica. A medida que el auxilio de los fusileros proporcionados por los aliados independentistas o realistas se iba generalizado, obtenerlo se convirtió en un asunto de vida o muerte. Cuando uno de los contendientes conseguía apoyo de esas características, sus enemigos no tenían más remedio que hacer lo propio a cualquier costo, con el objeto de equilibrar las acciones. Esa urgencia ayuda a explicar la velocidad con que se produjo la alineación de las reducciones nativas, tras las banderas realistas o patriotas, ya que nadie más que estos podían proporcionarles el armamento y sus operadores. No obstante, la vieja práctica de incorporarlos por lapsos breves fue sustituida por otra que permitía una permanencia prolongada, al cabo de la cual los miembros de los contingentes militares se habían adaptado de tal manera a las costumbres indígenas que en nada se distinguían de los nativos, salvo por el eficaz manejo de las armas de fuego (Feliú Cruz, 1964: 212), su frecuente biglotismo y, en algunos casos, su destreza lectoescrituraria.17 En un trabajo escrito con Daniel Villar, empleamos el termino aindiados para referirnos a estos personajes (ver Villar y Jiménez, 1997). Varios de ellos pasaron a las pampas años más tarde y allí se convirtieron en conspicuos protagonistas de la vida fronteriza: tal el caso de Juan de Dios Montero y Francisco Iturra, miembros del ejército independentista de Chile (Villar, 2006) y de José Antonio Zúñiga, ex-oficial real y luego comandante de la llamada Vanguardia de los Pincheira instalada en Guaminí, actual 17
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Además de aumentar el potencial bélico del grupo, la presencia de los fusileros podía ser aprovechada para reforzar el poder de un determinado líder al interior de la propia reducción. En efecto, valiéndose de los tiradores, el lonko* desalentaba o castigaba disidencias e imponía disciplina a su propia gente (Guevara Silva, 1911: 627–628). En la urgencia por asegurarse el concurso de estos auxiliares, a quienes llamaban mataperros (Bengoa, 1985: 73–74), los lonkos bombardeaban con peticiones a sus aliados. 3. Por su parte, patriotas y realistas apreciaban en idéntica medida las virtudes de la caballería indígena, de manera que ambos bandos se las amañaban para incorporar lanceros indígenas cada vez que salían a campaña. En el caso de las montoneras realistas, como la de los hermanos Pincheira, la presencia de jinetes nativos se había convertido en un elemento clave en sus operaciones contra los territorios controlados por los patriotas, por el papel que cumplían en los combates: “Las partidas indíjenas habían pasado a ser entre ese conjunto colectivo de montoneros una porción necesaria para la guerra por su movilidad para trasladarse de un punto a otro, por el miedo que despertaban en las poblaciones i hasta en las filas patriotas i porque sus primeras cargas servían de ordinario para escalonar las que seguían de tropas mas regularizadas.” (Guevara Silva, 1911: 409).
Además de inspirar temor al enemigo, la presencia de los jinetes indios servía de estímulo para los miembros de la montonera, virtudes que eran ampliamente apreciadas al menos por el último de sus líderes, José Antonio Pincheira, quien no emprendía incursión a territorio enemigo sin llevar consigo algunos de ellos.18 territorio de la Provincia de Buenos Aires (Villar, 1998); por último, podría añadirse el nombre de José Baldevenito, ex integrante de la banda de Pincheira luego incorporado al ejército de la provincia de Buenos Aires, de destacada actuación en el Fuerte Veinticinco de Mayo (Grau, 1947). 18 El coronel Domingo Torres informaba al respecto a sus superiores: “… lo hara siempre con algunos indios, aunque éstos sean pocos, pues el sabe muy bien que sin falta se envalentonan con el apoyo de algunos indios.” “Carta al Ministro de Guerra, Chillan, enero 18 de 1826”, AN., MG., Vol. 36, foja s/no. Los
268 SE ENVALENTONAN CON EL APOYO DE ALGUNOS INDIOS Pasadas experiencias y el reconocimiento de la superioridad de la caballería nativa justificaba su predominio, tanto en hombres como en monturas, y su destacado papel era resultado de un entrenamiento incesante, intensivo y prolongado. Se necesitaba, en efecto, una considerable inversión de tiempo para convertir a un weñi* en kona. El adiestramiento comenzaba a temprana edad y se extendía hasta siete y ocho años, durante los cuales se aprendía a montar y dominar un yafú cahuéll (un caballo apto para la guerra), manejar una lanza y — aunque su uso decayó al concluir el período colonial — vestir con soltura una armadura de cuero o coleto.19 La conservación de estas habilidades en un nivel optimo requería de una dedicación exclusiva, tal como señaló el coronel Jorge Beauchef recordando la maestría de sus aliados guerreros “primitivos” siempre estuvieron rodeados de un aura de ferocidad que atemorizaba a sus contrarios y aún a sus mismos aliados, como lo señala Nancie González en el citado estudio sobre los Black Caribs (González, 1990: 34). Tan es así que, en el caso que nos ocupa, los oficiales veteranos de la frontera hasta desconfiaban del comportamiento de las tropas propias que no hubiesen tenido la experiencia previa de combatir con ellos: “No es mi animo el decir que las tropas del Batallon Nº 6 no sean iguales a las demas; pero les falta el conocim.to de los terrenos donde se va a hacer la guerra en igual sus oficiales; pues VS save que estas tropas no han peleado con los Yndios, y por consiguiente si se manda una Division compuesta de este numero, quien
sabe si se atemorisarian cuando se les presenten 1000 a 2000 Indios en una llanura descubierta donde deban vatirse.” “Carta de Pedro Barnachea al Intendente de Concepción, Yumbel, abril 13 de 1826”, AN., IC., Vol. 90, foja s/nro., énfasis añadido. 19 Los pewenche continuaron usando armaduras corporales de diversas clases hasta la segunda década del siglo XIX. La supervivencia de estas defensas evidencia un uso ineficaz o poco significativo de las armas de fuego. Pareciera tratarse de un caso similar al que consideró Frank R. Secoy, en su trabajo sobre el proceso de cambio de patrones militares en las Grandes Llanuras de América del Norte. Allí describe una etapa en la que los grupos Apache que incorporaron el caballo para la guerra lo hicieron junto con una armadura de cuero (Secoy 1992: 16–22) y señala que la abandonaron luego, al difundirse aquellas armas, contra cuyos disparos no ofrecían resguardo adecuado (Secoy, 1992: 60–61, también Jones, 2004).
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pewenche: “Sin embargo, era admirable la destreza en el manejo de la lanza de 18 a 20 pies de largo, que al parecer debiera ser estorbo; pero sacan partido extraordinario de ella...El avio es sumamente pequeño y liviano y la lanza agarrada con las manos, la hacen revolotear por encima de su cabeza, cubriendo al mismo tiempo ambos flancos del jinete y del caballo. Tienen una destreza, una fuerza, un vigor admirables: es la única ocupación de la vida entera” (Feliú Cruz, 1965: 259–60). 20 Análogo en duración y empeño era el propósito de transformar un potro en yafú cahuéll, sobre todo si se considera que una carga constituye una conducta “aprendida”, contraria al comportamiento natural del animal. Sólo una sólida empatía y plena confianza recíproca podía lograr que el jinete guiara a su montura, rauda, directa y eficazmente hacia un lugar peligroso colmado de objetos, sonidos y olores amenazantes.21 Para lograr tal empatía, era necesario modificar la conducta de los animales en varias etapas, domándolos entre los cuatro y los La obligación de entrenar diariamente era una norma de conducta que los padres aconsejaban a sus hijos. El joven “ideal” debía levantarse antes de salir el sol y dedicar toda su mañana a jugar la lanza y a varear su caballo: “Debes levantarse siempre temprano y pedir á Dios en la madrugada para que seas hombre fuerte y ágil, y, nunca debes estar hasta tarde en la cama. Á la salida del Sol ejercitate en el manejo de la lanza y varear tu caballo y siempre debes ser un hombre arreglado, juicioso y reflexivo para que el Todopoderoso te ayude en todo_ Jamás ser perezozo y de malos actos — así serás ayudado y hombre de bien. = Bajo este régimen de costumbres, es que todos siguen. Por esto es que en la madrugada: Se ejercita en el manejo de la lanza, se varea el caballo desde muy larga distancia, entre los médanos para que tenga resistencia y se le enseña ser obediente de todas maneras, en la rienda, y se le hace correr maneado.” Zeballos, Manuscritos-Guerra de Frontera, 1870–1880, Indios de la Pampa, Archivo Estanislao Zeballos del Complejo Museográfico Enrique Udaondo de Luján folio 52 vta [citado en adelante como Zeballos Manuscritos]). Estos papeles reflejan los apuntes tomados por Estanislao Zeballos durantes varias entrevistas que mantuvo con diversos lonkos indígenas entre 1880 y 1906, cuya edición tenemos en preparación. 21 Existen pocos trabajos sobre el entrenamiento de los caballos de guerra. No obstante, el lector interesado encontrará datos útiles en dos textos que tratan del tema aunque durante la Edad Media (Gillmore, 1992; Barcharh, 1988). 20
270 SE ENVALENTONAN CON EL APOYO DE ALGUNOS INDIOS cinco años de edad y sometiéndolos luego a proceso de rigurosa selección para separar a los que reunían las condiciones físicas y psicológicas indispensables. Por último, los caballos aptos eran sometidos a un severo y permanente entrenamiento, consistente en obligarlos a correr en pendientes escarpadas, o en suelos arenosos y guadalosos, con el objetivo de desarrollar sus músculos — particularmente el corazón — y los pulmones. Al mismo tiempo, el animal debía acostumbrarse a soportar privaciones. De esta forma, se obtenía un producto resistente y de gran aguante para la fatiga. (Mansilla, 1995: 228, 389; Ramayón, 1975: 39–40; Zeballos, Manuscritos, 52 vta.). Durante la fase final del proceso, se “enseñaban” todas las destrezas locomotivas necesarias: cambiar el paso de marcha a trote y galope — algo esencial para conducir un lancero a una carga-, a girar sobre sí mismo, a frenar de golpe, a arrancar repentinamente a la carrera, a correr con las patas maneadas y especialmente a obedecer las indicaciones del pie y la rodilla del jinete. Superada la instancia de adiestramiento individual, se pasaba a actuar en conjunto con otros animales en las formaciones requeridas para ejecutar cargas: esto era clave para lograrlas con éxito, pues la técnica exige una gran disciplina en hombres y animales y la habilidad de operar efectivamente en grupos.22 El entrenamiento regular se incrementaba en los momentos previos a un enfrentamiento, cuando se practicaban intensivamente las evoluciones y maniobras a desarrollar luego sobre el campo de batalla. El resultado final de tantos trabajos estaba constituido por una caballería en todo superior a la que podían desplegar los oponentes, siempre afligidos por la mala calidad e insuficiencia de los animales provistos por el estado. Fue así que, frente a una carga indígena, a menudo recurrían a formaciones defensivas propias de la infantería. Al respecto, La actividad no se interrumpía nunca, debido a que cada jinete tenía más de un animal en proceso de entrenamiento, pues se esperaba que entrara en campaña llevando varios caballos (Zeballos, Manuscritos, folio 53). Además era necesario tener en cuenta las posibles pérdidas a causa de enfermedades, robos o extravíos. 22
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señalaba Prudencio Arnold: “Al empuje irresistible de las cargas de la caballería indígena solo queda el apoyo de los cuadros, únicos que el indio respeta, más por conveniencia que por falta de valor para acometerlos.” (Arnold, 1970: 85). 4. El miedo que despertaban los jinetes indígenas tenía su contrapartida en el temor que en ellos provocaban las armas de fuego — especialmente las piezas de artillería — lo que llevó a los oficiales patriotas a confiar en las mismas como único medio de frenar sus cargas.23 De los muchos casos que se podrían citar, elegimos dos ocurridos en la cordillera y en la pampa bonaerense, respectivamente: los disparos de cañón salvaron, sin duda, a la columna patriota al mando del coronel Barnachea, atacada por la caballería pro-realista que les disputaba un vado sobre el Río Neuquén, en febrero de 1826. Al repelerla con ayuda de fuego de artillería, las tropas patriotas pudieron abrirse camino hacia la seguridad de Antuco. Así lo reconoció el mismo Barnachea, en su parte sobre este encuentro: “Con este conocim.to inmediatamente dispuse a toda costa pasar las piezas de artilleria asta la parte del Rio donde la hise situar y 25 ynfantes p.a que tomasen las altura del camino donde devia salir la columna del Rio, que hera la que el enemigo tratava tomarme p a sitiarnos en aquel vajo. Esta pronta ejecucion se hiso con tanta rapidez que es digna de recomendar a VS; pues nos puso en salvo con el todo. La 23
caballeria formo la linea a la vista del Rio y aunque los enemigos acometian por el sentro la pza de art.a los desalojava…” “Parte del coronel Barnachea al Intendente de Concepción, Antuco, marzo 2 de 1826”, AN., MG, Vol. 146, Documento 829, énfasis añadido). Un papel similar cumplió una pieza de batir en un enfrentamiento entre la guarnición de la Fortaleza Protectora Argentina (hoy Bahía Blanca) y un contingente de indígenas y guerrilleros realistas, en agosto de 1828: “En la madrugada del 25 del actual vinieron los bárbaros a estrellarse contra la Fortaleza, en número de 400 a 450 hombres, entre ellos como 100 de tercerola; teníamos avisos anticipados y los esperamos desde media noche hice formar fuera a caballo la tropa del Regimiento disponible, en su totalidad de 130 hombres y con los indios amigos del cacique Venancio y el capitán Montero, salimos a encontrarlos; ellos aguardaban y resistieron la carga, pero el fuego de una pieza que sacamos con nosotros los hizo retirarse, después de haber dejado en el campo 8 o diez hombres.” (“Carta del coronel Estomba al Ministro de Guerra y Marina, Fortaleza Protectora Argentina, agosto 30 de 1828”, Archivo General de la Nación (AGN), Buenos Aires, Sala VII, 10.4.3., énfasis añadido).
272 SE ENVALENTONAN CON EL APOYO DE ALGUNOS INDIOS Los indígenas y las guerrillas realistas, por su parte, se inclinaron por conservar las ventajas de la movilidad y del poder de choque de la caballería e incorporaron las armas de fuego en una versión más portátil. Combinaban grandes cantidades de lanceros y pequeños contingentes de fusileros que les permitieran conservar las ventajas inherentes a ambos sistemas de armas — la velocidad, movilidad y poder de choque en combate cerrado de los jinetes, y el poder de fuego y mayor alcance de los fusiles —, al mismo tiempo que limitaban sus defectos.24 Destinados principalmente a forzar la entrada de los malares enemigos, los fusileros se movilizaban a caballo (como si fuesen dragones) y peleaban a pie. En combate, eran apoyados de cerca por otros lanceros desmontados que los protegían en caso de contraataque. Al acercarse a la entrada del recinto, aquellos disparaban una andanada y los lanceros se abalanzaban sobre sus defensores violentando el acceso: el efecto de la descarga daba oportunidad de tomarlo. En campo abierto y contra una fuerza de caballería, las armas de fuego portátiles no resultaban tan eficaces, aunque si se las disparaba al principio de una carga podían sembrar la confusión entre los jinetes enemigos. Y los resultados se transformaban en espectaculares, en caso de que esa técnica se aplicase a grupos no familiarizados con este tipo de armas (Jiménez, 1998: 71–74). Así se explicaría por qué la mayoría de las fuerzas indígenas provenientes de la Araucanía que se internaron en las pampas durante las décadas de 1820 y 1830 llevaron consigo un piquete de fusileros.25 Esta síntesis de tradiciones militares indígenas y occidentales es común en las áreas fronterizas de América. Un buen ejemplo proveniente de la Norteamérica colonial lo brinda Armstrong Starkey (1998: 1–4; 2003). 25 En 1827, los caciques Venancio Koñuepan, Luis Melipan y sus restantes aliados indígenas fueron acompañados por unos treinta cazadores al mando del capitán independentista Juan de Dios Montero (Villar y Jiménez, 1996); en su enfrentamiento con otros nativos del Sudoeste de la Provincia de Buenos Aires, en 1830, los boroganos solicitaron la ayuda de los Pincheira, cuya vanguardia montada portaba armas de fuego (Villlar, 1998); e incluso el cacique Toriano — cuando se presentó en el área de la 24
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La mayor — y creciente — dependencia de las guerrillas realistas respecto de la ayuda que se mostrasen dispuestos a brindar sus aliados indígenas fue, sin duda, una buena razón para que los oficiales reales, a su vez, se esforzaran en todo momento por satisfacer las demandas formuladas por los nativos, en el sentido de que se continuara asignando al armamento de fuego un papel preponderante, garantizándoles que habría tiradores disponibles con ese destino. En este sentido, la banda de los Pincheira sirve de ejemplo revelador. Al iniciarse el conflicto, la mayoría de sus componentes — campesinos reclutados en los alrededores de la ciudad de Chillán — no habían formado parte del sistema de milicias colonial y por lo tanto no tenían entrenamiento militar.26 Únicamente más tarde, se agregarían algunos oficiales y soldados del ejército realista y, en los momentos finales de su actuación, desertores del ejército patriota y posiblemente renegados criollos. Así fue que la preocupación permanente para que los miembros bisoños recibieran la instrucción imprescindible en el manejo de armas y adquirieran su experiencia con la práctica sería satisfecha por los oficiales realistas, que cumplieron un rol importante. El adiestramiento incluía no sólo y principalmente aquel manejo,27 sino también las evoluciones y formaciones de las Fortaleza Protectora Argentina, a mediados de 1831 — contaba con la ayuda de soldados de caballería chilenos encabezados por el capitán Santiago Lincogur, un antiguo enemigo suyo al que no obstante había aceptado, dejando de lado profundos rencores, en una evidente demostración de la importancia asignada a la incorporación de fusileros (“Testimonio de los primeros acontecimientos ocurridos al intempestivo arrivo campando los Indigenas Araucanos, en A. Sauce Chico 5 leguas al Norte de este Punto; y demas que su contenido manifiesta. Fortaleza de Bahia Blanca, junio 14 de 1831” AGN, Sala X, 24.4.3). 26 Contador Valenzuela señala incluso hasta la juventud de los líderes de la banda (1998: 146): el último de ellos, José Antonio Pincheira, por ejemplo, tenía unos 17 años cuando se sumó a la montonera en 1817, es decir, una edad sólo ligeramente superior a la que se habría requerido para su incorporación a las milicias (Marchena Fernández, 1992: 106). 27 Un guerrillero prisionero informaba a las autoridades patriotas sobre la composición y equipamiento de las fuerzas de la banda: “Este declara que
274 SE ENVALENTONAN CON EL APOYO DE ALGUNOS INDIOS unidades de caballería.28 Asimismo, las guerrillas realistas que actuaban al Sur del Bío Bío proveyeron los cuadros técnicos para el mantenimiento del armamento.29 Inicialmente, los Pincheira incorporaron este tipo de armamento, capturándolo a las fuerzas patriotas o por donación que efectuaron los realistas de las fronteras regionales. Aunque los documentos consultados no indican dónde se encontraba el armero encargado de reparación y mantenimiento, es presumible que su taller se hallaría en el campamento central de la banda, de la misma manera que la fragua de los herreros. La existencia de una fragua y la tarea a la que estaba afectada las revela una de nuestras fuentes, que entrega la descripción de un campamento de la banda de Pincheira, ubicado en el interior de un malal en la misma cordillera, rodeado de esteros, ubicado de espaldas a unos bosques que eventualmente permitían la fuga de sus ocupantes y protegido por tres círculos de atrincheramiento.30 Pincheira tiene como cinq.ta hombres de ellos, treinta fusileros, dies lanzeros y los demas Paisanos: que tiene con el á Bisarraga aun may.r de Armas: que estan endiaria comunicacion con los indios de las reducciones de Pichum y Neculman, que tambien
tiene a un teniente Hanrriquez q.e le enseña el manejo de la Armas…” “Carta de Pedro de Arriagada al Intendente de la Provincia de Concepción, septiembre 7 de 1821”, AN., MG., Vol. 116, foja s/nro, énfasis añadido. 28 Un prisionero tomado a los Pincheira revelaba “...q.e el año proximo pasado lo emplearon en disciplina de tropa, q.e save esto p.r haverlo oido á ellos mismos, y que el Oficial encargado de la instruccion, lo fue Godet, q.e en el dia ignora el estado de instrucion en q.e Se hallan...” “Declaración de Tiburcio Mendez, Parral, marzo 22 de 1824”, AN., IC., Vol. 43, foja s/nro. 29 Y el mismo Méndez agregaba “…que tendran armas de fuego de toda clase r p. siento y sincuenta, q.e poco mas o menos igual numero de sables, q.e lanzas generalm.te tienen todos p.r ser una arma q.e ellos la trabajan, p.r los Erreros q.e tienen, q.e todo el armamento esta util p.r q.e tienen un armero q.e les emviaron del otro lado del Biobio,” (idem nota anterior). 30 Justo Muñoz, integrante de las fuerzas que atacaron ese campamento, nos brinda una pintura detallada del lugar: “… y hallandose aquella situacion de suyo tan fortificada de unos esteros hasinados, y recargados de maderas q.e al efecto havian volteado para su escape, y seguridad, y á la segunda
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Un porcentaje inusualmente alto de los combatientes de la banda — entre dos terceras y tres cuartas partes — estaba equipado con tercerolas.31 La provisión de munición para toda la tropa fue siempre un grave problema. Inicialmente, se conseguía algo de pólvora en las tiendas de Chillán y Maule y la guerrilla enviaba dinero a sus agentes en ambas ciudades para que la comprasen. Pero esta posibilidad, muy dificultosa a partir de agosto de 182232, desaparecería cuatro años más tarde. A consecuencia de la confesión de un prisionero, las autoridades patriotas tomaron en esa oportunidad conocimiento preciso de las vías de aprovisionamiento de la banda33 y además de desarticular la red de trinchera de tres q.e tenian nos sintio el sentinela, y preguntandonos el quien vive y como no le contestasemos siempre siguiendo nuestra marcha, nos tiro un tiro de fusil replegandose á la ultima trinchera donde estava el grupo de ellos vastante considerable q.e no se alcanzo a distinguir su numero p.r lo espeso del monte, y en el instante q.e llegamos a la ultima trinchera mandamos romper fuego á la infanteria, y ala vos de carga salvamos la trinchera como pudimos y hiendonos en el momento sobre ellos äcuya intrepides se pusieron en precipitada fuga como siempre lo acostumbran, y siendo su situacion q.e pendia de un bosque inmenso, intransitable al pie de una cordillera, favorecio su fuga, de jando en nuestro poder las mas de sus Armas, todas sus monturas, una fragua donde travajavan lanzas.” “Carta de Justo Muñoz al Intendente de Concepción, San Carlos, Agosto 22 de 1820”, AN., IC., Vol. 4, foja s/nro. 31 En 1825, por ejemplo, sobre un total de 550 hombres, 400 estaban equipados con armas de fuego: “Preg.to Que fuerza efectiva es la que tiene Pincheyra y enq.e clase de armas? Responde: que el n.o de fuerza son quinientos cincuenta hombres, que cuatrosientos tienen de terserolas y sable, que los otros siento y cinquenta son de lanza y algunos sables.” “Declaración de Santiago Betancur, Malal Caballo, Neuquén, febrero 28 de 1826”, AN., Archivo Judicial de Concepcion, Vol 75, Legajo 8, foja s/nro. 32 Debido a que el Intendente de Concepción, Juan de Dios Rivera, prohibió la venta de pólvora en la provincia de Chillán y Maule, por un bando fechado el 22 de agosto de 1822 (AN., IC. Vol. 89, foja s/nro.). 33 “…y pasando pa el otro lado Berra con la comicion de permancer en este lado p.a hacer gente y buscar municiones. Reconbinido adonde compra, osaca áqui municiones. Responde que manda din.o adonde el Juez lazcano, á esta jurisdicion p.a q.e este individuo se las compre: que alos facinerosos los dentran p.r la orilla del Rio a Chilllan y entran el estero de Bayen: que los abilitan con mantencion: que asi mismo se balen de los leñadores p.a que les compren polvora en las tiendas, y que asi lo decantaba Rosales
276 SE ENVALENTONAN CON EL APOYO DE ALGUNOS INDIOS proveedores e intermediarios, prohibieron la venta de pólvora en todas las provincias en donde se sospechaba que la guerrilla pudiera tener simpatizantes. Desde entonces, todos los testimonios coinciden en que los Pincheira sufrieron una escasez crónica de municiones de guerra hasta 1829, año en que firmaron un tratado con el gobierno de Mendoza, entre cuyas estipulaciones se contaba la de que este último quedase comprometido a abastecerlos regularmente de aquel insumo. Por otra parte, al estar en buenas relaciones con las autoridades, accedieron al mercado local y recibieron suministros de los comerciantes lugareños.34 Sin embargo y pesar de las dificultades en conseguir municiones, la guerrilla en ningún momento abandonó el uso de armas de fuego, sino que desarrollaron tácticas para compensar su escasez. Una muy temprana fue la incorporación de ese armamento a la caballería. Los jinetes realizaban una descarga inicial de tercerolas, con el objetivo de desorganizar las filas contrarias y después, confiados en la calidad superior de sus cabalgaduras, cargaban a sable contra ellas.35 que p.a eso havia polvora en la tienda de Campeche aunque se les acabase la que tenian…” “Declaración de Francisco Troncoso, Chillán, agosto 17 de 1826.” AN., IC., Vol. 89, foja s/nro. 34 Respecto a este punto, nos ajustamos al ya citado testimonio de un integrante de la banda entrevistado por Claudio Gay. El ex guerrillero describió al historiador su vida como tal y en un momento dado, habló del comercio que sostuvo la banda en territorio cuyano: “Pero del otro lado [Mendoza] venía mucho comercio, algunas veces hasta 60 cargas: dulce, licor, trigo, harina, efectos, etc., etc., y algunas veces pólvora, balas; pero eso no fue dado sino cuando el General Aldao se unió con Pincheira para combatir contra Buenos Aires. Los comerciantes no enviaron nunca municiones. En ciertas ocasiones, soldados de Pincheira venían ocultos y compraban pólvora con chafalonia, ponchos, etc., etc.” (Feliú Cruz, 1965: 132). 35 Existen indicios de que las fuerzas de Pincheira desarrollaron esta táctica de disparar una salva antes de lanzarse a la carga: “Que los soldados de Pincheira que han salido vienen bien montados, y con caballos de tiro, que los de Pico no traen Caballos de tiro pero bienen bien montados: q.e los soldados traen dos o tres cartuchos que sus intenciones son haser solo una descarga y despues
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Además de responder a la demanda de los aliados nativos, esta adhesión a las armas de fuego reconoció otras motivaciones. Al igual que todas las restantes, la tercerola — quizá la más utilizada de ellas en los momentos que aquí se consideran — presentaba desventajas (Shineberg, 1970; Given, 1994: 106–110): en ese sentido, han sido mencionadas su poca precisión, el alcance limitado del disparo y la incomodidad de utilizarlas desde la montura; pero no obstante, las falencias eran compensadas por el hecho de que, en comparación con lanzas, espadas u otras armas tradicionales, el adiestramiento necesario para disparar una tercerola requería de menos tiempo.36 Esta ventaja fue apreciada por todos los contendientes durante las guerras de la Independencia debido a la necesidad de crear y sostener los ejércitos que libraron las mismas.37 venirse a la carga.” “Declaración de José Elgueta, Chillan, marzo 4 de 1824”, AN., IC., Vol. 55, foja s/nro. La misma táctica fue utilizada en Puesto del Rey, donde se enfrentaron las fuerzas del coronel Federico Rauch con un contingente maloquero compuesto por Boroganos y hombres de Pincheira encabezados por el comandante Godet, el 31 de agosto de 1826. En esa oportunidad, la caballería de Rauch se enfrentó con 700 lanceros indios y “un grupo de desertores chilenos provistos de armas de fuego”. Rauch contaba con unos 350 hombres bien entrenados por sus oficiales en el manejo del sable, en quitar los botes de lanza y combatir cuerpo a cuerpo. Todo el enfrentamiento se desarrolló al arma blanca y los únicos disparos que se hicieron fueron precisamente los que realizaron los hombres de Pincheira antes de comenzar su carga (Argentina, 1974, II-2: 66). 36 Kenneth Chase en un estudio sobre la difusión de las armas de fuego en Asia compara las ventajas de este sobre el armamento tradicional: “The musket could penetrate thicker armor, but its greater advantage over the bow was that it was easy to learn. It took a week of simple training
to produce a muskeeter, but years of constant practice to produce an archer.” (Chase, 2003: 24, énfasis añadido). Las armas de fuego eran ideales en este escenario en la que fue necesario multiplicar la cantidad de soldados existentes en poco tiempo. El estudio de este proceso excede claramente los límites de este trabajo, pero a modo de ejemplo podemos citar el análisis de la presión reclutadora del Gobierno de Buenos Aires sobre la campaña. En 1826 el 37
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PALABRAS FINALES Con la desaparición del estado colonial, sucumbieron también dos de sus políticas: el control sobre el tráfico de armas de fuego y el proyecto pacificador en la Araucanía y pampas. Las guerras independentistas subsiguientes coincidieron con una nueva etapa en los conflictos inter-tribales en la Araucanía. La virulencia de los conflictos condujo a la utilización de refugios o malares, provocando un estado de equilibrio que sería superado mediante la incorporación de armas de fuego. Apoyándose en precedentes coloniales, los nativos recrearon un estilo de hacer la guerra que combinaba pequeños contingentes de fusileros y jinetes equipados con lanzas. No obstante, las armas de fuego no fueron adoptadas directamente, sino que se recurrió a alianzas con los hispanocriollos para que proporcionaran fusileros instalados entre los indios por largos períodos. Se generalizaron así bloques coaligados en los que participaron tanto indígenas como patriotas y realistas, desplegándose sobre el terreno contingentes numerosos, capaces de movilizar en forma concertada los recursos aportados por cada uno de ellos que reflejaban su propia tradición militar y que fueron sintetizados de una manera eficaz aunque de letales consecuencias, especialmente para los grupos nativos.
ejercito regular de la provincia de Buenos Aires duplicó su personal en menos de un año, crecimiento que fue acompañado por un incremento similar de las milicias (Fradkin, 2006: 134–136). Hay que considerar que en menos de un año fue necesario reunir, equipar y entrenar a estos hombres para mandarlos al frente. Para muchos campesinos y peones su paso por el ejército fue la primera experiencia con las armas de fuego. Este conocimiento fue aplicado luego, cuando de regreso a la vida civil, formaron partes de gavillas. Para la participación de desertores en las gavillas de bandoleros o en las montoneras ver Fradkin, 2001, 2005.
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GLOSARIO Kona: en la lengua de la tierra, equivale a guerrero, hombre de guerra, el llamado mocetón por los españoles. Febrès lo traduce como “los mocetones generalmente, item valiente, esforzado, guapo” (Febrès, 1765: 459). Lonko: cacique o dirigente indígena, el mismo Febrès traduce como “la cabeza y el cabello” y añade un verbo “lonkon o lonkogen, ser, estar de cabeza, principal o superior” (Febrès1765: 535). Malal: la palabra malal, que en mapu-dungum tiene distintas acepciones, se presta a confusión cuando se la traduce al castellano. En el diccionario del jesuita Febrès se encuentra la siguiente traducción: “Malal: cerca, ò corral; tomase por los quarteles ò fortaleza;” (Febrès, 1765: 545). El Coronel Beauchef, un militar francés al servicio del gobierno chileno durante la Guerra a Muerte, elaboró una buena descripción: “Malal es nombre que dan los indios a un sitio fortificado por la naturaleza y que tiene sólo una entrada muy angosta” (Feliú Cruz, 1964: 212). En este trabajo, usamos la palabra en el sentido que indica Beauchef. Malón: el significado asignado en los diccionarios a la palabra malón no varía sustancialmente desde comienzos del siglo XVII a principios del XX. Febrès define la palabra de esta forma: “Malon, malocan, hacer hostilidad el enemigo ó entre sí por agravíos, saqueando los ranchos y robando cuanto topan; y dicha hostilidad" (Febrès, 1765: 546). Montonera: el término apareció durante las luchas por la independencia para aplicarse a las tropas irregulares de caballería que combatían contra las autoridades. Fue el producto de la movilización política y popular de las sociedades campesinas (para un análisis detallado sobre el origen y el significado del término, ver Fradkin, 2006: 13–16). Patria/patriotas: denominación que recibieron durante la Guerra a Muerte los partidarios de la causa independentista. Se aplicaba tanto a las fuerzas del gobierno de Santiago como a los aliados nativos. Reducción: es la traducción al castellano de la palabra mapuche Ayllarehue (ver Febrès, 1765: 39). El Ayllarehue constituía una unidad política intermedia entre la agrupación local o levo y la agrupación regional o butan mapu (ver Boccara 1999: 431–32)
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Yafú cahuell: hemos señalado ya que es el nombre que recibía el caballo de batalla. Cahuéll es la versión de la palabra caballo en lengua de la tierra; en cuanto a yafú, alude a algo duro, firme, fuerte, resistente, que tiene ánimo (Augusta, 1916:281). El animal en el que un kona entraba a la batalla debía reunir estas cualidades. Weñi o hueñi: Muchacho o niño (Augusta, 1916: 253).
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