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Spanish Pages 286 [288] Year 2007
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ESTUDIOS SOBRE LA CIENCIA
ÚLTIMOS TÍTULOS PUBLICADOS
34 Reinaldo Funes Monzote El despertar del asociacionismo científico en Cuba 35 Fernando Giobellina Brumana Soñando con los dogon. En los orígenes de la etnografía francesa 36 Carmen Ferragud Domingo Medicina i promoció social a la baixa edat mitjana (Corona d´Aragó, 1350-1410) 37 Thomas F. Glick Einstein y los españoles: ciencia y sociedad en la España de entreguerras 38 Raúl Rodríguez Nozal y Antonio González Bueno Entre el arte y la técnica. Los orígenes de la fabricación industrial del medicamento 39 Álvaro Cardona Saldariaga La salud pública en España durante el Trienio Liberal (1820-1823) 40 Álvaro Girón Sierra En la mesa con Darwin. Evolución y revolución en el movimiento libertario en España (1869-1914) 41 Isabel Delgado Echeverría El descubrimiento de los cromosomas sexuales. Un hito en la historia de la biología 42 Alberto Gomis y Jaume Josa Llorca Bibliografía crítica ilustrada de las obras de Darwin en España (1857-2005) 43 Mauricio Nieto Olarte Orden natural y orden social: ciencia y política en el Semanario del Nuevo Reyno de Granada
La noticia de la clonación de la oveja Dolly en 1997, anunciada por un equipo de científicos escoceses, y la de la supuesta clonación de una niña llamada Eva en 2002, anunciada por los raëlianos, un grupo considerado sectario, son dos casos significativos que, desde una perspectiva socio-comunicativa, se analizan en este libro. Ambos ponen de manifiesto algunos de los problemas fundamentales que se plantean los Estudios sobre la Comunicación Pública de la Ciencia y la Tecnología. Comunicar la Ciencia presta especial atención, de una forma amena y rigurosa, a los principales procesos dialécticos que se establecen entre la cultura científica y la periodística. Estas dos culturas tienen intereses, nivel de organización y relación con sus públicos, muy diferentes y, sin embargo, están abocadas a encontrar puntos de encuentro que les permitan configurar escenarios de cooperación y participación. La divulgación científica en los medios de comunicación de masas es el campo de batalla donde se libran las más encarnizadas disputas entre científicos y periodistas sobre el papel de la ciencia y su divulgación en la sociedad. En este campo de batalla se consuman alianzas, se cavan trincheras, se envían correos con falsas misivas y, las más de las veces, se ignoran las estrategias de cada bando y las posiciones y expectativas de la población civil.
LA CLONACIÓN COMO DEBATE PERIODÍSTICO
33 Ángel Guerra Sierra y Ricardo Prego Reboredo Instituto de investigaciones pesqueras: tres décadas de historia de la investigación marina en España
COMUNICAR LA CIENCIA
MIGUEL ALCÍBAR
32 Esteban Rodríguez Ocaña La acción médico-social contra el paludismo en la España metropolitana y colonial del siglo XX
MIGUEL ALCÍBAR es Profesor de Periodismo en la Facultad de Comunicación de la Universidad de Sevilla (España). Ha sido el Responsable del Área de Comunicación del Centro de Astrobiología (CSICINTA), asociado al NASA Astrobiology Institute. Es Licenciado en Ciencias Biológicas y Doctor en Comunicación. Pertenece al Grupo de Investigación de “Comunicación y Cultura”, adscrito al Departamento de Periodismo I de la Universidad de Sevilla. Ha publicado una docena de trabajos científicos sobre Comunicación de la Ciencia. Sus intereses se centran en la representación social que los medios realizan de las controversias tecnocientíficas, en especial de aquellas relacionadas con la investigación biomédica.
Miguel Alcíbar
44 Raquel Álvarez Peláez y Armando García González Las trampas del poder. Sanidad, eugenesia y migración. Cuba y Estados Unidos (1900-1940) 45 María Isabel del Cura y Rafael Huertas García-Alejo Alimentación y enfermedad en tiempos de hambre. España, 1937-1947 46. Assumpciò Vidal Parellada Luis Simarro y su tiempo
COMUNICAR LA CIENCIA
47. Nuria Valverde Pérez Actos de precisión. Instrumentos científicos, opinión pública y economía moral en la ilustración española
LA CLONACIÓN COMO DEBATE PERIODÍSTICO
48. Miguel Alcíbar Comunicar la Ciencia. La clonación como debate periodístico
ISBN: 978-84-00-08580-3
CSIC
CONSEJO SUPERIOR DE INVESTIGACIONES CIENTÍFICAS
La cubierta reproduce: “Ojo clonado” Antonio Escalona Fontán
COMUNICAR LA CIENCIA LA CLONACIÓN COMO DEBATE PERIODÍSTICO
ESTUDIOS SOBRE LA CIENCIA: 48
Director José Luis Peset Reig, Instituto de Historia. CSIC (Madrid) Secretario Jon Arrizabalaga Valbuena, Institución Milá y Fontanals. CSIC (Barcelona) Comité Editorial Antonio Lafuente García, Instituto de Historia. CSIC (Madrid) Rafael Huertas García-Alejo, Instituto de Historia. CSIC (Madrid) Miguel Angel Puig-Samper Mulero, Instituto de Historia. CSIC (Madrid) M.ª Luz López Terrada, Instituto López Piñero. CSIC (Valencia) M.ª Isabel Vicente Maroto, Universidad de Valladolid Mauricio Jalón Calvo, Universidad de Valladolid Víctor Navarro Brotons, Universidad de Valencia Consejo Asesor Manuel Sellés García, UNED (Madrid) Luis Montiel Llorente, Universidad Complutense de Madrid M. Christine Pouchelle, CNRS (París, Francia) Thomas Glick, Universidad de Boston (USA) Antonello la Vergata, Universidad de Módena (Italia) Julio Samsó, Universidad de Barcelona Javier Puerto Sarmiento, Universidad Complutense de Madrid Concepción Vázquez de Benito, Universidad de Salamanca Marisa Miranda, CONICET (La Plata, Argentina) Raquel Álvarez Peláez, Instituto de Historia. CSIC (Madrid) Leoncio López-Ocón Cabrera, Instituto de Historia. CSIC (Madrid) Rosa Ballester Añón, Universidad Miguel Hernández (Alicante) Emilio Balaguer Perigüell, Universidad Miguel Hernández (Alicante) Francisco Pelayo López, Instituto de Historia. CSIC (Madrid) Nicolás García Tapia, Universidad de Valladolid José Manuel Sánchez Ron, Universidad Autónoma de Madrid Ricardo Campos Marín, Instituto de Historia. CSIC (Madrid) Juan Pimentel Igea, Instituto de Historia. CSIC (Madrid) Jorge Molero Mesa, Universidad Autónoma de Barcelona
MIGUEL ALCÍBAR
COMUNICAR LA CIENCIA LA CLONACIÓN COMO DEBATE PERIODÍSTICO
CONSEJO SUPERIOR DE INVESTIGACIONES CIENTÍFICAS MADRID, 2007
Reservados todos los derechos por la legislación en materia de Propiedad Intelectual. Ni la totalidad ni parte de este libro, incluido el diseño de la cubierta, puede reproducirse, almacenarse o transmitirse en manera alguna por medio ya sea electrónico, químico, óptico, informático, de grabación o de fotocopia, sin permiso previo por escrito de la editorial. Las noticias, asertos y opiniones contenidos en esta obra son de la exclusiva responsabilidad del autor o autores. La editorial, por su parte, sólo se hace responsable del interés científico de sus publicaciones.
Catálogo general de publicaciones oficiales http://www.060.es
MINISTERIO DE EDUCACIÓN Y CIENCIA
CONSEJO SUPERIOR DE INVESTIGACIONES CIENTÍFICAS
© CSIC © Miguel Alcíbar NIPO: 653-07-106-3 ISBN: 978-84-00-08580-3 Depósito Legal: M-49433-2007
Impreso en: Estilo Estugraf Impresores, S.L. Pol. Ind. Los Huertecillos - nave 13 - 28350 CIEMPOZUELOS (Madrid) Impreso en España. Printed in Spain
ÍNDICE PRÓLOGO .......................................................................................... AGRADECIMIENTOS ............................................................................ INTRODUCCIÓN ................................................................................
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FUNDAMENTOS TEÓRICOS...................................................... Capítulo I. LA MULTIDIMENSIONALIDAD DE LA CIENCIA ..................
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I.1. La clara ciudad de las torres .............................................. I.1.1. El legado del Círculo de Viena: la imagen tradicional de la ciencia................................................................ I.1.2. Visiones excluyentes del positivismo lógico ................ I.1.2.1. Distinción entre ciencia y no-ciencia ................ I.1.2.2. Distinción entre sujeto y objeto ........................ I.1.2.3. Distinción entre contexto de descubrimiento y de justificación.............................................. I.1.2.4. Distinción entre teoría y observación ................ I.1.2.5. Distinción entre ciencia y tecnología ................ I.1.3. Popper, el primer crítico del positivismo lógico ..........
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I.2. El contexto social de la ciencia .......................................... I.2.1. La ciencia como institución ........................................ I.2.1.1. Merton y la estructura meritocrática de la ciencia .... I.2.1.2. El giro historicista de Khun: paradigmas y revoluciones .................................................... 7
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I.2.2. La ciencia como conocimiento.................................... I.2.2.1. El «Programa Fuerte» de la sociología del conocimiento científico .................................... I.2.2.1.1. La declaración metodológica de Bloor.............................................. I.2.2.1.2. Barnes y los intereses de los científicos ...................................... I.2.2.2. Defender lo propio, socavar lo ajeno ................ I.2.2.3. La construcción híbrida de la realidad.............. I.2.3. Las tres imágenes de la ciencia y la tecnología ............
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Capítulo II. EL CONFLICTO Y EL CONSENSO, PIEDRAS ANGULARES DE LA TECNOCIENCIA ..................................................
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II.1. Controversias científicas: problemas, restricciones y terminología ...................................................................... II.2. Negociación y cierre de controversias en la ciencia ........ II.3. Principales rasgos de las controversias estrictamente científicas .......................................................................... II.4. Tipos de controversias públicas en la ciencia y la tecnología.. II.5. Enfoques en el estudio de las controversias en la ciencia .. II.5.1. Enfoque positivista .................................................. II.5.2. Enfoque de las políticas de grupo ............................ II.5.3. Enfoque constructivista .......................................... II.5.4. Enfoque estructuralista ............................................ II.6. Tratamiento periodístico de las contiendas tecnocientíficas..
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Capítulo III. LA IMAGEN PÚBLICA DE LA CIENCIA Y LA TECNOLOGÍA ....
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III.1. Divulgación científica, un concepto problemático........ III.1.1. La divulgación como algo que devalúa el conocimiento científico ........................................ III.2. El público de la tecnociencia como «variable ausente» ......
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III.2.1. Los expertos como consumidores de la información científica en los medios ........................................ III.2.2. El público, blanco del adoctrinamiento de la cultura científica .................................................. III.3. Modelos de divulgación de la ciencia y la tecnología.... III.4. Entonces..., ¿cuáles son los principales objetivos de la divulgación científica en los medios? ............................ III.5. Traducir versus adaptar: la «puesta en escena» de la ciencia .. III.6. Formas periodísticas de construir la ciencia .................. III.6.1. Transformar las incertidumbres experimentales en resultados concluyentes.................................... III.6.2. Dar énfasis a las aplicaciones técnicas y las consecuencias sociales en detrimento de los datos estrictamente científicos........................................ III.6.3. Generar espectáculo y asombroso.......................... III.6.4. Naturalizar los descubrimientos y citar fuentes autorizadas para producir «efectos de verdad» ...... III.6.5. Utilizar recursos retórico-expresivos ...................... III.6.6. Evocar y representar con imágenes visuales............ III.7. Visiones deformadas de la ciencia y la tecnología en los medios ........................................................................ III.8. Estrategias que utilizan los científicos para instrumentalizar los medios ............................................ III.9. Control científico del flujo informativo ........................ III.10. ¿Modelan los medios los temas de dominio público?.. III.11. La ideología mediática de la objetividad y de la verdad informativa .................................................................... III.12. Binomio científico-periodista: unas tensas relaciones ...... III.12.1. Conflictos por el ritmo de producción ................ III.12.2. Conflictos por el estilo de comunicación.............. III.12.3. Conflictos por cuestiones pragmáticas.................. III.12.4. Conflictos por el papel social asignado a los medios .. III.12.5. Conflictos por problemas lingüísticos .................. 9
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ESTUDIO DE CASOS ..................................................................
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Capítulo IV. LA CLONACIÓN HUMANA EN LOS MEDIOS DE COMUNICACIÓN ..........................................................
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IV.1. La clonación como fenómeno mediático ........................ IV.2. ¿Cómo trataron los medios la polémica sobre la clonación de Dolly? .......................................................................... IV.3. La clonación de Dolly como un «hecho científico» ...... IV.4. La clonación de Dolly y las biofantasías tecnocientíficas .. IV.5. La clonación como «falsificación de laboratorio» y el determinismo genético .................................................... IV.6. La representación de la clonación humana como un problema ético: los límites de la investigación científica .... IV.6.1. Pérdida de la unicidad e identidad humanas .......... IV.6.2. Motivaciones para practicar la clonación................ IV.6.3. Miedo a los científicos irresponsables o a la ciencia fuera de control .................................................... IV.7. El papel de los científicos en la defensa de la libertad de investigación .................................................................... Capítulo V. LA SECTA DE LOS RAËLIANOS Y LA CLONACIÓN HUMANA .... V.1. La teoría del enmarcado y el modelo clásico de la racionalidad científica ...................................................... V.2. Estrategias en contra de los raëlianos y en defensa del progreso de la investigación científica ............................ V.2.1. Escasa credibilidad del anuncio raëliano .................. V.2.2. Falta de autoridad moral y científica de los raëlianos .. V.2.3. Autoridad y legitimidad de la «comunidad científica».. V.2.4. Inviabilidad e inaceptabilidad de la clonación reproductiva.............................................................. V.2.5. Necesidad de que los responsables políticos diferencien la clonación terapéutica de la reproductiva .............. 10
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Comunicar la Ciencia
V.3. Una aplicación de la teoría del actor-red al debate entre los raëlianos y la «comunidad científica» .............. V.4. Recapitulación: La clonación humana como un problema de política científica..........................................................
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EPÍLOGO ..........................................................................................
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BIBLIOGRAFÍA ....................................................................................
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ANEXO ............................................................................................
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PRÓLOGO Las perspectivas atomistas no favorecen un buen entendimiento de los procesos de la comunicación pública: una información deportiva, un debate electoral o una noticia científica sólo adquieren sentido en el interior de un ecosistema mediático y cultural determinado y en relación con una arquitectura de discursos y de representaciones colectivas. Éstas no pueden deducirse del estado cognitivo o sentimental contingente de una audiencia, ni del significado particular de un acontecimiento en un cierto momento, sino más bien de las fricciones en una red de intercambios e interacciones sociales, de tramas narrativas compartidas (pues la fricción engendra también ficción), de flujos y precipitados históricos de imágenes y sentimientos, incluidos los morales. Los discursos de la cotidianeidad, los discursos masivos y los institucionales se encabalgan reflexivamente, contribuyendo a la permanente reordenación de las relaciones entre lo íntimo, lo privado y lo público; entre lo popular, lo masivo y lo “culto”; entre la información, el conocimiento y el saber… El primer mérito del estudio de Miguel Alcíbar consiste en sostener una mirada ecológica desde la que el discurso periodístico y el discurso tecnocientífico se ven como partes interconexas del entramado textual de la sociedad contemporánea, y como constituyentes de procesos de coproducción de sentido. A fin de cuentas en ambos discursos se gestionan muchas de las grandes seguridades e incertidumbres colectivas, las actitudes respecto al futuro, los mapas hegemónicos del saber… Por no hablar del proceso de supeditación a las fuerzas del mercado que hoy rige por igual el devenir del campo tecnocientífico y el del campo periodístico, imponiéndoles reglas de juego, orientaciones y restricciones en gran medida comunes. La comunicación pública tampoco se deja interpretar adecuadamente desde el estilo epistemológico positivista, ni desde los supuestos antropológicos liberales según los cuales el comportamiento de los receptores/consumidores se rige exclusivamente por “decisión racional”: ¿qué sería del periodismo deportivo o de la información electoral si no solicitaran la identificación de los destinatarios con los actores del relato informativo, movilizando su imaginación épica, su participación ritual y hasta los gozos lúdicos de la confrontación con la resistencia, de la revancha y del desagravio? Estos fenómenos invalidan una noción de la “objetividad” informativa según la cual los enunciados y los acontecimientos sobre los que versan se corresponden de forma aproblemática. 13
Miguel Alcíbar
La información científica no debería ser entendida tampoco como una “divulgación” transparente de verdades consagradas por una autoridad discursiva incontrovertible y unitaria, ni sus públicos como una masa de párvulos graciosamente instruidos por esa comunidad de especialistas que en gran medida, según la ironía de Bernard Shaw, se sostiene sobre la conspiración contra los profanos. Si se quiere afirmar algún criterio de verdad de la información, y considero que hoy tiene una importancia estratégica la reivindicación de la veracidad periodística, más allá del simplismo conservador, desde luego, pero también más acá del relativismo posmoderno, entonces hay que convenir con Bruno Latour en que la venerable convención de la adaequatio rei et intellectus no sirve: hay que escuchar la verdad “más bien como el ronroneo de una red que gira sobre sí misma y que se estira”, como un proceso que se teje y desteje a través de múltiples desplazamientos, perspectivas variables y transformaciones. La representación visual de una secuencia de ADN en una revista científica no puede ser “simplemente” verdadera (ni tampoco simplemente falsa). Como dice Latour, sería absurdo considerarla “como la expresión transparente, la réplica en el lenguaje de la secuencia del gen tal y como es por toda la eternidad en la naturaleza de las cosas”. Para llegar a darla por verdadera hay que aprobar el abigarrado proceso de mediaciones semióticas y materiales que presupone: las controversias y alianzas entre especialistas, las prácticas de manipulación, de observación, cuantificación y clasificación, la puesta en escritura y en imagen por medio de sistemas de representación aceptados, la traducción de conceptos abstractos en figuras concretas y viceversa, etc. Ni este régimen de verdad, ni los valores de veracidad que vienen autorizados por él, pueden ser efectivos sin un trasfondo “complejo”. Pero no se trata, en el caso del periodismo, de que los discursos informativos deban “elevarse” a alguna forma de sublimidad teorética, sino solamente de mucho más que eso: que carguen con la reflexividad de los propios procesos sociales -también materiales y semióticos- en que intervienen. El periodismo de nuestros días no ha dejado de reproducir un modelo de objetividad periodística emparentado con la ideología científica del positivismo. Pues, como argumenta Alcíbar, el positivismo, aunque desacreditado en las controversias metodológicas de alto nivel, sigue cómodamente instalado en la mentalidad de muchos científicos, políticos, enseñantes y comunicadores. 14
Comunicar la Ciencia
Bajo la influencia positivista, el periodismo sigue asumiendo criterios de responsabilidad social inadecuados, si se juzgan benévolamente, o francamente cínicos si se valoran desde una mayor exigencia cívica y moral. Porque el objetivismo trivial no es inocente: sirve como una estrategia exculpatoria frente a las consecuencias derivadas de la intervención en el discurso público. Como saben los antropólogos, y hasta los hermanos Wachowski, autores de la trilogía Matrix, los oráculos dicen siempre lo que se quiere oír. Ahora bien, al hacerlo dan forma a lo que se quiere oír, conforman el deseo mismo del auditorio. De igual manera, el discurso público moderno tiene la capacidad de crear condiciones, por supuesto interesadas, de verdad y de gratificación, y de paso puede curarse en salud de las intransigencias, los prejuicios y hasta las clamorosas falsedades e injusticias que con frecuencia contribuye a fomentar. En suma, las justificaciones positivistas de nuestros modernos oráculos mediáticos (“sólo contamos lo que ocurre”, “la gente quiere ver/oír lo que les ofrecemos”…) sirven para sortear su responsabilidad pública respecto a las propias prácticas de mediación. El cinismo mediático alcanza el mayor escándalo cuando, como justamente critica José Luis Pardo (en La intimidad), el mostrar sin permiso ni contrapartida, y por supuesto sin pudor, el rostro de los muertos, de los hambrientos, de las ultrajadas, de los heridos, de los mendigos, etc., se justifica desde el “derecho a la información”. Este derecho ¿podría llegar a autorizar que aparquen en doble fila los repartidores de prensa, como ironizaba Sigal en Reporteros y Funcionarios? Lo que sabemos con certeza es que no desamparó la obscena exhibición televisiva de la primera reacción de una mujer a la noticia del asesinato de su esposo (Tomás y Valiente), ni la del deambular horrorizado de una niña a la que las bombas de Atocha acababan de dejar huérfana. Ninguno de los apóstoles cualificados del antiterrorismo español ha lamentado tamañas prácticas de terror simbólico, que yo sepa. Creo que la máxima de Oscar Wilde: “donde hay dolor es lugar sagrado” (De Profundis), debería poseer mayor fuerza vinculante que cualquier ejercicio lucrativo de un abstracto derecho a la información. Aunque carezca de lugar y de sentido en la argumentación positivista de la objetividad. Estos últimos comentarios, ya francamente orientados a la diatriba deontológica, no conciernen al campo de investigación de Alcíbar, 15
Miguel Alcíbar
claro está; pero los propongo porque intuyo que en los orígenes de su estudio sobre la comunicación pública de la tecnociencia late también un malestar moral, lo que es tanto como decir, la apuesta implícita por un proyecto ético de la información. La desazón no se refiere a los aspectos propiamente bioéticos de los casos que analiza, la clonación de la oveja Dolly y la peripecia de los räelianos y la clonación humana en el diario El País. Y no porque la discusión bioética “inmediata” sea baladí, sino porque Alcíbar investiga desde otra perspectiva: la del espacio de “mediación” -y no de pura “mediatización” instrumental- en que consiste la información científica, donde se construyen, y no sólo se escenifican, los criterios, los juicios de valor, las jerarquías del saber y las demás condiciones que hacen viable gran parte del discernimiento público de tales asuntos. Creo, por lo demás, que el debate bioético mismo resultará socialmente estéril si no presta la atención debida a los procesos de “massmediación” de la actividad científico-técnica. Dada la doble competencia, científica y periodística, del autor, su matizado y sistemático análisis de las controversias tecnocientíficas y de los marcos epistemológicos que las sostienen, y su agudeza como analista del discurso informativo, el estudio de Alcíbar me parece, además de oportuno, muy autorizado. E igualmente interesante para comunicadores -sobre todo los periodistas especializados- y para quienes trabajan en sociología de la ciencia y en cualquier área de la investigación científico-técnica. Gonzalo Abril
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AGRADECIMIENTOS Este libro es fruto de la tesis doctoral Controversias tecnocientíficas y medios de comunicación: el caso de la clonación humana y los raelianos en El País, que leí en la Facultad de Comunicación de la Universidad de Sevilla, en marzo de 2004. Puesto que mi formación inicial es en Ciencias Biológicas es fácil intuir que la superación del obstáculo académico que supone una tesis no hubiera sido posible sin el concurso de aquellos investigadores que con sus consejos, indicaciones y producciones científicas me han guiado en las procelosas aguas de la comunicación. Desde los inicios en la Facultad de Comunicación para asistir a los cursos de doctorado hasta la lectura de la tesis varias han sido las personas que me han ayudado en distinta forma. Entre ellas sin duda debo destacar a Rafael González Galiana, director de la tesis, que ha sido mi más sólido punto de apoyo y quien me ha dado la confianza suficiente para desarrollar este trabajo. El tribunal formado por los profesores Gonzalo Abril, Juan Miguel Aguado, Daniel Cassany, Fernando Contreras y Francisco Sierra, juzgó la tesis doctoral con generosidad y la calificó con sobresaliente cum laude por unanimidad. He tratado de incorporar al presente libro sus estimulantes aportaciones y sugerencias. También debo agradecer a los profesores Emmanuel Lizcano, de la UNED, Guiomar Ciapuscio, de la Universidad de Buenos Aires, y Alan Petersen, de la Universidad de Plymouth, por la inestimable ayuda que me han proporcionado con sus comentarios y con la lectura de sus trabajos académicos. Este libro va dedicado a mis padres, mi hermana y mis pocos pero bien allegados amigos por su paciencia y su aliento. Tampoco quisiera olvidar a Paz de Torres que desinteresadamente colaboró en la traducción de algunos de los textos claves manejados en la tesis. El de traducción es un concepto que entra en flagrante contradicción con el de esencia. Las esencias no son cualidades dadas, sino propiedades emergentes en el devenir de la existencia, consecuencias que se derivan de las interacciones de red y de los procesos de traducción que conllevan. «Una esencia -escribe Latour- emerge de la propia existencia del actor -una esencia que puede acabar disolviéndose más tarde-».
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INTRODUCCIÓN Ahora es el eco lo que da «grandeza» a los acontecimientos -el eco de los periódicos-. (Friedrich Nietzsche)
A partir de una encuesta realizada a periodistas, historiadores y público visitante del Newseum, un museo interactivo de las noticias ubicado en Arlington (USA), se elaboró por orden de importancia una lista con los cien acontecimientos más destacados del siglo XX (1900-2000).1 Aunque, con frecuencia, el orden jerárquico asignado por los periodistas y los historiadores es significativamente distinto del dado por el público, todos parecen coincidir en que el 40 por ciento de los acontecimientos reseñables están relacionados directamente con la actividad científico-tecnológica. De esa porción, el 80 por ciento se puede decir que corresponde a «hazañas tecnocientíficas», como la llegada del hombre a la Luna (1969), el nacimiento del primer «bebé probeta» (1978) o la clonación de la oveja Dolly (1997); o a «revoluciones en el conocimiento científico», como la formulación de la teoría de la relatividad por Einstein (1905) o la dilucidación de la estructura molecular del ADN (1953). El 20 por ciento restante engloba aspectos relacionados con la prevención de situaciones de riesgo, como la edición del famoso libro The Silent Spring de Rachel Carson (1962), que alertaba sobre el inminente daño ecológico, o con eventos catastróficos derivados de las contingentes aplicaciones tecnológicas, como el accidente de un reactor nuclear en la central soviética de Chernóbil (1986). Los resultados de esta encuesta sugieren, por una parte, que el desarrollo de la ciencia y la tecnología durante el siglo XX ha estado estrechamente ligado a la historia de los países que han promovido la colaboración entre la ciencia, la tecnología y la industria y, por otra, que la percepción pública de este desarrollo es ambivalente o, si se quiere, esquizofrénico (González García et al., 1996, p. 21). Se ensalzan los hallazgos científicos y las innovaciones tecnológicas como hitos clave
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La página Web del Newseum es http://www.newseum.org/century/index.htm
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Miguel Alcíbar
en el progreso de la humanidad, pero, a la vez, se temen sus efectos colaterales no deseados (contaminación, riesgos, accidentes, etc.) que pueden acarrear graves perjuicios. Coexisten, por tanto, dos tendencias sociales antagónicas en cuanto a la percepción pública de la ciencia y la tecnología: la tecno-optimista y la tecno-catastrofista. Así concebido, el conocimiento científico está formado por «descubrimientos» aislados, fruto del genio y la perseverancia de algunas mentes preclaras; sin embargo, algunas de las aplicaciones tecnológicas de ese conocimiento perjudican a la salud y al medio ambiente. Los medios de comunicación social han contribuido en gran medida a la implantación de esa percepción ubicua y esquizofrénica que la sociedad tiene de la ciencia y la tecnología. Una mezcla de temor, respeto y esperanza, surge cuando aparece en escena, por ejemplo, una nueva técnica biológica, como la clonación, cuya aplicación no sólo genera expectativas de curación para millones de personas enfermas, sino que para otras muchas también plantea importantes dilemas éticos y religiosos. De la ciencia se esperan soluciones a los graves problemas que afectan al bienestar de las personas (salud, entorno, alimentación, comunicación, energía, etc.), pero las repercusiones negativas de su aplicación tecnológica provocan incertidumbre, suspicacia e, incluso, enconado rechazo. No es exagerado decir que en las sociedades más avanzadas científica y tecnológicamente la vía más importante -y por lo general la únicade información sobre ciencia y tecnología a la que acceden los ciudadanos adultos es la de los distintos canales de los medios de comunicación de masas (Cf. González Blasco, 1993 y Rogers, 1998). Es por ello que estos medios explotan con eficacia esa mezcla de sentimientos y emociones que desencadenan los supuestos avances tecnocientíficos. Las implicaciones sociales de carácter negativo que acompañan a muchas contiendas tecnocientíficas, los espectaculares descubrimientos astrofísicos, el desarrollo de nuevas vacunas y fármacos, o la invención y perfeccionamiento de nuevas técnicas terapéuticas, son asuntos muy apetecibles para la prensa, la radio y la televisión. Definir, por tanto, cuál es la imagen que los medios construyen de la ciencia y la tecnología nos ayudará a entender mejor la imagen pública que se tiene de ellas, así como la de los propios medios. La naturaleza de las fuentes de información, el proceso de producción de las noticias, las asunciones de los periodistas con respecto al trabajo de los científicos y al suyo propio o las presunciones sobre los 20
Comunicar la Ciencia
públicos, son quizá los factores que determinan más fuertemente los contenidos de las noticias de ciencia que son elaboradas y difundidas por los medios de información impresos y audiovisuales. Este libro tiene un doble objetivo general. Por un lado, se propone dilucidar los recursos que los periodistas emplean para elaborar y presentar de forma divulgativa la información científica en los medios, teniendo en cuenta tanto el contexto endógeno de la industria de producción periodística como el contexto exógeno más amplio: la interacción con otras entidades sociales, como la comunidad científica, la opinión pública, los grupos de presión económicos o los poderes políticos. Este objetivo es teórico, puesto que se revisan de forma crítica los aspectos socio-comunicativos relacionados con las contiendas tecnocientíficas (Echeverría, 2003, p. 180). Esta revisión pretende poner a disposición del lector hispano las líneas fundamentales del estudio social de las contiendas tecnocientíficas: el hecho de que forman parte integral de la tecnociencia, las implicaciones sociales que presentan y los mecanismos de negociación y clausura que suscitan. Se presta especial atención a los principales procesos dialécticos que se establecen entre dos culturas profesionales, la científica y la periodística, con muy diferentes intereses, niveles de organización y relaciones con sus públicos, y que sin embargo están abocadas a encontrar puntos de encuentro que les permitan configurar escenarios de cooperación y participación. Estos procesos dialécticos plantean un nutrido conjunto de problemas que pueden enmarcarse dentro de lo que se ha denominado Estudios Socio-comunicativos de la Ciencia y la Tecnología. La divulgación científica realizada por los medios de comunicación es el campo de batalla donde se libran las más encarnizadas disputas entre los científicos y los periodistas sobre lo que debe ser la comunicación pública de la ciencia y la tecnología. En este campo de batalla se consuman alianzas, se cavan trincheras, se envían correos con falsas misivas y, las más de las veces, se ignoran las estrategias de cada bando y las posiciones y expectativas de la población civil. El segundo objetivo del libro es más pragmático. Para que no resultara un mero ejercicio de «malabarismo teórico», perdiéndose así la distancia empírica de los problemas, hemos utilizado muchos ejemplos periodísticos, principalmente de la prensa escrita, para ilustrar las afirmaciones teóricas vertidas. Además, gracias a las herramientas teóricas desarrolladas previamente, se aborda el análisis de los entresijos sociocomunicativos y discursivos de una contienda tecnocientífica: el debate 21
Miguel Alcíbar
acerca de la clonación humana que tuvo lugar en el diario El País entre diciembre de 2002 y enero de 2003, ambos inclusive, a raíz de la noticia de que el Movimiento Raëliano Internacional (un grupo calificado como sectario en diversos países) había logrado clonar una niña sana. Este sorprendente anuncio activó los resortes de la «comunidad científica»2 que vio así cómo las declaraciones de personas sin credibilidad y con evidente afán de lucro ponían en peligro el desarrollo de la investigación en esta incipiente área de la Biotecnología. Sin embargo, la polémica en torno al anuncio raëliano hay que entenderla dentro de un debate más amplio sobre los riesgos y las implicaciones sociales de la clonación humana, cuyo origen se remonta a febrero de 1997 cuando se anunció en la portada de los principales medios de comunicación mundiales que un equipo de investigación liderado por Ian Wilmut, había logrado clonar a partir de una célula adulta una oveja que, con buen criterio publicitario, llamaron Dolly. A partir de la noticia del nacimiento de Dolly, la clonación humana se constituyó en motivo de acaloradas discusiones en el foro público de los medios de comunicación y adquirió el estatuto público de «hecho científico» (Neresini, 2000). Los puntos álgidos de la querella ética y legal acerca de la clonación humana se alcanzaron, primero, a comienzos de enero de 1998 con las polémicas declaraciones del médico norteamericano Richard Seed acerca de sus intenciones de clonar un ser humano (Horst, 2005); posteriormente, entre junio y julio de 2002, con el anuncio de la inminente clonación humana por parte del ginecólogo italiano Severino Antinori y, por último, con los provocadores mensajes sobre la clonación de varios bebés realizados en diciembre de ese mismo año por Brigitte Boisselier, la portavoz del Movimiento Raëliano y directora de la empresa biotecnológica Clonaid. Desde una perspectiva cultural en los estudios de ciencia y tecnología, el núcleo de esta obra defiende que el discurso periodístico reproduce de forma acrítica valores epistémicos, como la objetividad, neutralidad, verdad o autonomía cognitiva, que los científicos perciben y difunden de su propia actividad investigadora. No en vano, el positivismo, corriente hegemónica en la filosofía de la ciencia durante gran parte del siglo XX, a pesar de haber sido atacada con éxito desde distintos flancos, sigue ejerciendo su influencia en la mentalidad, hábitos,
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Véase nota 496.
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prácticas y discursos de los científicos y tecnólogos y, por efecto mimético, de los periodistas que escriben sobre ciencia y tecnología. Además de estas asunciones anteriores, cabe considerar también las siguientes hipótesis de trabajo: (1) Las rutinas de la empresa periodística, las presunciones de los periodistas acerca del público y de los valores en los que se funda el trabajo de los científicos y el suyo propio, determinan el tratamiento y la presentación de los contenidos y de sus implicaciones sociales en las noticias sobre ciencia y tecnología. (2) Dado que el sistema ciencia-tecnología depende de decisiones políticas y respaldo económico, los científicos pueden instrumentalizar los medios de comunicación en beneficio propio para lograr que sus intereses particulares o corporativos, algunos legítimos y otros reprobables, tengan éxito. En algunas ocasiones los periodistas son «engañados» por sus propias fuentes científicas o participan activamente con ellas construyendo un discurso ideológico acorde con ciertos intereses científico-empresariales. (3) Los contenidos sustantivos de la ciencia pueden servir a los periodistas para conferir credibilidad y autoridad a planteamientos de carácter extra-científico, como, por ejemplo, argumentos de tipo político o moral. (4) Los públicos de la divulgación mediática de la ciencia son diversos, incluyendo a los propios expertos. (5) El principal efecto de las noticias científicas es configurar un nuevo discurso público sobre la ciencia y la tecnología, y no tanto transmitir de forma pasiva y con herramientas pedagógicas los contenidos científico-tecnológicos. Para entender las interacciones entre la tecnociencia, el periodismo y sus públicos en su contexto social y cultural, se requiere del concurso de diversas áreas del conocimiento, principalmente de la epistemología de la comunicación, de la filosofía de la ciencia y la tecnología y de los estudios CTS (Ciencia, Tecnología y Sociedad). La investigación en comunicación (communication research) impuso la pertinencia de 23
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una visión sociológica en los estudios sobre los medios (Wolf, 1987, pp. 15-16). Este giro sociológico se aprecia en definiciones de mass media, como la que propone McQuail cuando dice que se trata de «instituciones que producen, reproducen y distribuyen un conocimiento que nos permite dar un sentido al mundo, modelar nuestras percepciones y establecer los marcos socio-cognitivos que nos permiten comprender la actualidad» (McQuail, 1983, p. 51). Esta simbiosis entre los estudios CTS y la comunicación es fundamental en este libro. Los marcos conceptuales de algunas de las tendencias más fructíferas en el campo CTS nos permiten explorar las estrategias comunicativas que se ponen en juego en la dialéctica entre la tecnociencia y el periodismo. Los estudios CTS engloban un conjunto de teorías que han servido para poner de manifiesto el carácter construido del conocimiento científico. A pesar de que la sociología del conocimiento científico ha alcanzado importantes logros al mostrar que el quehacer científico basa su eficacia en el desarrollo de prácticas objetivadoras que consiguen presentar como naturales diferentes objetos de conocimiento, su talón de Aquiles está en haber hecho de lo social el único capital para explicar los problemas que se plantea (Doménech y Tirado, 1998, p. 14). Para trascender tanto las estériles explicaciones naturalistas como las sociologistas, y con objeto de abrir nuevos caminos de análisis, hemos prestado especial atención a corrientes importantes dentro de los estudios sociales de la ciencia y la tecnología. Así, por ejemplo, el Análisis del Discurso aplicado a los productos científicos nos proporciona las claves para dilucidar la naturaleza retórica de estos productos (textos o inscripciones), y con ello entender las acciones y creencias de sus enunciadores. Paralelamente a esta clase de análisis discursivos está la llamada Sociología Simétrica o de la Traducción, cuya plasmación más clara es la Teoría del Actor-Red (Actor-Netwok Theory), asociada a los trabajos de Michel Callon, Bruno Latour y John Law. Esta teoría considera que no hay nada dado a priori (ni identidades, ni hechos, ni intereses), sino que todo es consecuencia de las continuas reconfiguraciones que adoptan los actores al negociar sus identidades, intereses y las afirmaciones que tienen sobre el mundo (tanto natural como social) dentro de redes heterogéneas. Esta herramienta conceptual y heurística será de gran utilidad cuando abordemos en los capítulos finales la clonación humana como tópico periodístico. El presente ensayo se organiza en dos partes bien diferenciadas y en cinco capítulos. La primera parte, Fundamentos Teóricos, está consti24
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tuida por los tres primeros capítulos y representa un intento de aproximación filosófica y sociológica a la naturaleza de la ciencia y la tecnología, así como un esbozo de una epistemología de la comunicación pública de la ciencia y la tecnología. La segunda parte, Estudio de Casos, se centra en analizar el tratamiento informativo de la clonación humana en los medios de comunicación.
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FUNDAMENTOS TEÓRICOS
CAPÍTULO I LA MULTIDIMENSIONALIDAD DE LA CIENCIA En vez de considerar que los productos científicos capturan de alguna manera lo que es, nosotros consideraremos que han sido tallados, transformados, construidos selectivamente a partir de algo que es. Y en vez de examinar las relaciones externas entre la ciencia y la «naturaleza» que, según se nos dice, aquélla describe, nosotros miraremos los aspectos internos de la empresa científica que consideraremos constructivos. (Karin Knorr Cetina)
I.1. LA CLARA CIUDAD DE LAS TORRES En su libro inaugural Uno y el Universo de 1945, el escritor argentino Ernesto Sábato, a la sazón físico nuclear en el Laboratorio Curie de París, reivindica con sobrecogedora candidez el mérito que para él supone abandonar el reino de la seguridad y el orden de esa «clara ciudad de las torres» (la ciencia), para ir «en busca de un continente lleno de peligros, donde domina la conjetura» (la literatura) (Sábato, 1981, p. 16). Sábato repudia así su condición de científico como paso ineludible en su búsqueda de la condición humana. La idea delata el extendido prejuicio de que la ciencia es ajena a lo humano. Esta creencia ignora su dimensión social y favorece la escisión de la vida intelectual en dos grupos culturales diametralmente opuestos: los científicos y los humanistas. Esta brecha cultural, que ya denunciara en 1959 C. P. Snow, ha contribuido a fomentar la imagen estereotípica de la ciencia y de los científicos (Snow, 1977). El científico ha sido retratado con frecuencia como un ser optimista por pura superficialidad, cuya vida se rige por una lógica cartesiana consecuencia directa de una marcada carencia en lo concerniente a las pasiones humanas (Lafuente y Elena, 1996, p. 52). La propia ciencia es considerada como una actividad fría, calculadora, precisa y ajena a las veleidades de las emociones. Y sin 29
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embargo la ciencia es una actividad humana y, por lo tanto, sujeta a la controversia y a la conjetura. Es, en definitiva, una empresa de construcción coherente del mundo. Para intentar explorar lo que se entiende por ciencia es necesario analizar de qué material está compuesta esa clara ciudad de las torres de la que habla Sábato. La envergadura de esta empresa es de tal magnitud que inexorablemente en nuestra aproximación hemos de sacrificar muchas cuestiones de interés en aras de la claridad expositiva y de los aspectos teóricos que nos facilitarán el estudio de las relaciones CTS y, en particular, de las interacciones que se dan entre la tecnociencia y los medios de comunicación. •••••• En sentencia dictada el 5 de enero de 1982, con motivo de la polémica en torno a la enseñanza del evolucionismo, el juez del estado de Arkansas William R. Overton, se vio en la tesitura de tener que definir qué entendía por ciencia. En su opinión, y de acuerdo con la epistemología en boga, las teorías deben ser contrastables empíricamente, provisionales y falsables (Agazzi, Artigas y Radnitzky, 1986, p. 66). La anécdota ejemplifica perfectamente lo enraizada que está en la sociedad la concepción canónica de la ciencia. Una concepción que, a pesar de haber sufrido importantes modificaciones en el curso de su historia, mantiene incólume la imagen de la ciencia como metodología universal y desinteresada para alcanzar algún tipo de conocimiento fiable de la realidad. A la ciencia se le concede la máxima credibilidad y prestigio, por lo que, como consecuencia de ello, recibe importantes inversiones en infraestructuras y recursos humanos. Esta confluencia de factores la han convertido -en expresión de Collins y Pinch- en un Golem contemporáneo, un monstruo, que a semejanza de la criatura mitológica judía, obedece órdenes, facilita el trabajo y protege del enemigo, pero es torpe y peligroso; si se descontrolase podría aniquilar a sus dueños con su aplastante vigor (Collins y Pinch, 1996, p. 13). Muchas personas, incluidos los propios científicos, consideran que la ciencia es una empresa alejada de cualquier interés que no sea el de la búsqueda de conocimiento puro y verdadero. Es en este contexto en el que es lícito hablar del mito moderno de la ciencia o de la ciencia como una forma de ideología (cientificismo y tecnocracia) (Lizcano, 1993). En 30
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el proceso social de mitificación de la ciencia, los medios de comunicación han desempeñado un papel crucial al proyectar una imagen maniquea de sus logros y de sus impulsores. A veces se magnifica la actitud altruista de los científicos y otras se alerta de sus comportamientos «desviados», pero en ningún caso se pone en tela de juicio la superioridad cognitiva de la ciencia y su capacidad para descubrir la realidad exterior al sujeto. Se considera que los científicos son misioneros que exploran y desvelan los maravillosos secretos que esconde la materia, la vida y el universo, mientras que son los gestores políticos y los promotores económicos, ayudados por los tecnólogos, los que eventualmente hacen un mal uso de ese conocimiento «virginal y verdadero». El cientificismo es un producto de la modernidad que concede una total preeminencia al conocimiento científico. Ciencia y conocimiento se hacen coextensivos, es decir, se asume que todo conocimiento es por definición científico. La religión, la metafísica y el arte pueden proporcionarnos placer y sugerentes visiones pero en ningún caso nos aportan conocimiento alguno acerca de la realidad (Habermas, 1982). La doctrina cientificista, como afirma León Olivé, «extrapola indebidamente de la naturaleza tentativa aunque confiable de la investigación científica la idea de que la ciencia constituye una forma de autoridad indiscutible y su método es totipotencial y de aplicación universal» (Olivé, 2000, p. 61). La ideología tecnocrática va de la mano de la cientificista. Ya en el siglo XIX el filósofo francés Auguste Comte señaló la necesidad de redirigir la sociedad en su conjunto de un contexto político a otro tecnológico. La tecnocracia dogmatiza el método científico y el papel de la técnica en relación con la ciencia y la sociedad. De esta manera sólo se considera como real aquel fenómeno o proceso que es susceptible de ser investigado con los instrumentos científicos, o lo que es lo mismo, aquel que es cuantificable, comprobable empíricamente y manipulable. Según esta visión modernista existe una relación indisoluble y lineal entre la investigación teórica (la ciencia) y el dominio sobre el objeto investigado (la técnica). I.1.1. El legado del Círculo de Viena: la imagen tradicional de la ciencia La filosofía de la ciencia como disciplina se constituye en centroeuropa en los años veinte del siglo pasado al abrigo del denominado Círculo de Viena, un grupo multidisciplinar formado por filósofos, matemáticos, físicos, psicólogos, economistas y lingüistas. Las grandes revolu31
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ciones en la física (teoría de la relatividad y mecánica cuántica) y el desarrollo de la lógica matemática ligada a la teoría de conjuntos propiciaron la emergencia de este tipo de mentalidad neopositivista (Echeverría, 1998, p. 11). Aunque por razones operativas eludamos los pormenores de la denominada concepción tradicional de la ciencia o neopositivismo, irrelevantes para desarrollar nuestros objetivos, es necesario esbozar una visión de conjunto para entender el debate y las críticas que, a partir de los años sesenta, suscitó dicha tradición; sobre todo, nos permitirá comprender cómo, aún hoy, muchos de los pedagogos que diseñan programas educativos, de los científicos (físico-naturales y sociales) que desarrollan líneas de investigación, de los políticos que legislan en materia de ciencia y tecnología, de los magistrados que imparten justicia y de los periodistas que trabajan para los medios de comunicación de masas, siguen reproduciendo de forma irreflexiva el modelo de ciencia que, implícita o explícitamente, bebe de las fuentes del neopositivismo (v. § III.7). Este modelo ha sido desechado por obsoleto por la gran mayoría de las actuales corrientes en la filosofía y la sociología del conocimiento científico. En nuestra opinión, la imagen social que construyen los medios de comunicación se deriva de la imagen tradicional tornada en ideología que las corrientes ligadas al realismo-positivismo han difundido durante décadas y, por tanto, condiciona profundamente los vínculos que la ciencia establece con los diferentes ámbitos de la actividad social. En concreto, se pueden distinguir tres ámbitos sociales en los que se manifiestan las secuelas del positivismo con renovada crudeza: (1) en el ámbito político-legislativo, generando normativas y políticas cientificistas y tecnocráticas, (2) en el ámbito educativo, inspirando el diseño curricular en todos los niveles de la enseñanza, y (3) en el ámbito mediático, influyendo en el tratamiento de la información científicotecnológica. Aunque cada ámbito de actuación tiene sus peculiaridades, sospechamos que esta inercia intelectual es consecuencia directa de la hegemonía que durante buena parte del siglo pasado ha tenido la ideología positivista en el dominio académico. Es más, nos atreveríamos a decir que esta influencia se advierte claramente en las presunciones epistemológicas, metodológicas y ontológicas que imperan en el discurso actual de la ciencia. No en vano, son los propios científicos y tecnólogos los más activos promotores públicos de esta concepción canónica 32
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de la ciencia y la tecnología. Un procedimiento válido para observar esta influencia es analizar la retórica de las diferentes clases de discursos que emplean los científicos (v. § I.2.2.2). Para explicar las actuales visiones sobre la ciencia y la tecnología en la cultura popular, es preciso analizar con atención cuáles son los argumentos fundamentales que esgrimen los representantes del Círculo de Viena y sus seguidores para defender una imagen de la ciencia que basa sus supuestas excelencias en tajantes dicotomías que intentan demarcar lo que es científico de lo que no lo es. Estos distingos tratan de encumbrar a la ciencia en una posición de privilegio que la convierta en la única depositaria del conocimiento verdadero. Esta autoridad y posición de privilegio social explica por qué la mentalidad positivista está tan cómodamente instalada en la práctica de muchos científicos, políticos, enseñantes y comunicadores. Aunque muchos filósofos y, sobre todo, sociólogos contemporáneos de la ciencia han abandonado esta postura, aún sobreviven autores que comulgan con ciertos principios básicos que inspiraron a los autores más destacados de este movimiento, tales como Moritz Schlick, Hans Reichenbach, Rudolf Carnap, Carl G. Hempel o Ernest Nagel. Más adelante veremos que la publicación en 1962 de La Estructura de las Revoluciones Científicas, de Thomas S. Kuhn, marcó un punto de inflexión en esta tendencia neopositivista. A partir de esta obra se allana el camino para que el análisis socio-histórico penetre en el núcleo duro de la ciencia: el propio conocimiento científico. Hasta ese momento, la pertinencia de la investigación filosófica incidía en la reconstrucción lógica de las teorías científicas y en los detalles del «método científico» como procedimiento general de validación de teorías cada vez «más perfectas», mientras que las aproximaciones históricas, sociológicas y psicológicas estaban relegadas a un papel subordinado, casi anecdótico, y en ningún caso representativo de lo que la ciencia «realmente» es. Por tanto, desde sus inicios, el positivismo o empirismo lógico realizó denodados esfuerzos por vindicar la objetividad, autonomía, neutralidad y verdad de la ciencia, «apelando a consideraciones empíricas y lógicas y sustrayendo al conocimiento de la influencia de circunstancias psicológicas, políticas o de otros órdenes» (Núñez Jover, 1999, p. 6). Se pretendía así preservar su supuesta pureza de las influencias contaminantes que se cernían sobre ella en forma de irracionalismos, creencias e ideologías. 33
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El método científico que propugna el positivismo lógico se sustenta en dos tesis fundamentales: el inductismo y el verificacionismo. Ambas tesis se complementan. El núcleo de las discusiones de los filósofos científicos, como también se les ha llamado, se centró en la demostración lógica de los descubrimientos, teorías y leyes científicas con la ayuda del método inductivo (Echeverría, 1999). El razonamiento inductivo sacraliza los hechos cuando defiende que las teorías se infieren a partir de ellos. Son los hechos los que confirman (verifican) una teoría. Es en este contexto donde cobran sentido las palabras del filósofo y matemático francés Henri Poincaré, uno de los precursores de la filosofía de la ciencia, cuando escribe que «una ciencia se construye a partir de hechos, lo mismo que una casa se construye a partir de ladrillos. Pero no se puede llamar ciencia a una mera colección de hechos, como no puede llamarse casa a un montón de ladrillos» (Poincaré, 1946). Por consiguiente, la concepción tradicional de la ciencia admite que la teoría se deriva lógicamente de los hechos, es decir, que dados ciertos hechos, se puede verificar (comprobar su exactitud o verdad) la teoría como consecuencia de ellos. Esta afirmación, como veremos a continuación, es insostenible. El principio de inducción postula que si bajo una gran variedad de condiciones se observa una gran cantidad de A y si todos los A observados poseen sin excepción la propiedad B, entonces todos los A tienen la propiedad B. Se trata, en definitiva, de considerar que un cierto número finito –aunque grande- de hechos específicos observados (enunciados singulares), fundamenta una afirmación general (enunciado universal). Sin embargo, por muy grande que sea A, no existe garantía lógica de que tras una observación n+1 A siga mostrando la propiedad B. Además, hay una dificultad intrínseca en establecer las condiciones bajo las cuales una generalización es una buena inferencia inductiva. Por si esto fuera poco, el inductismo presenta otros graves problemas. Por ejemplo, cómo se justifica (empírica o lógicamente) la inducción a sí misma, o cómo el razonamiento inductivo, que cree que nuestros sentidos nos ponen en relación directa con los hechos, puede realizar generalizaciones a partir de datos empíricos inobservables (v. gr., la transición cuántica de los electrones, las interacciones atómicas y moleculares en el ADN o las características físicas y dinámicas de los planetas extrasolares). La nómina de objeciones es extensa. En conclusión, la creencia en que el conocimiento científico debe derivarse de los hechos por inducción es falaz (Chalmers, 2000, pp. 38-55). 34
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Sin embargo, durante mucho tiempo el Círculo de Viena y su concepción heredada creyeron que el método científico por excelencia era la inducción, defendiendo la necesidad de un verificacionismo fuerte, esto es, que la verificación fuese completa y por medio de la experiencia (Echeverría, 1999, p. 25). Se sentaban así las bases de la racionalidad científica clásica al reducir las teorías a una mera combinación de lógica matemática más el criterio de significación empírica (v. § V.1). Con el tiempo, esta tesis fuerte derivó hacia posturas menos estrictas. La verificación completa mediante la observación no era viable, por lo que Carnap tuvo que modificar sus ideas iniciales y desarrollar, a partir de 1949, su teoría del grado de confirmación. Esta teoría viene a decir que el valor de una hipótesis depende del número de hechos conformes con dicha hipótesis. Cuánto mayor sea el número de hechos compatibles, más valor tiene la hipótesis en cuestión. Es el propio científico el que en función del aumento del grado de confirmación que muestran las hipótesis, se decanta por unas u otras. La lógica inductiva defendida por los empiristas lógicos tardíos tiene, pues, una base netamente probabilística. En resumen, el empirismo lógico tomó como método principal de las ciencias empíricas la inducción. La lógica inductiva le permitió consolidar el criterio de significación empírica, que inicialmente se basó en la verificabilidad observacional y, más tarde, en el grado de confirmación de una determinada hipótesis (Echeverría, 1999, p. 31). Ante la disyuntiva de elegir entre dos versiones hipotéticas alternativas que muestren la misma coherencia lógica interna y satisfagan la misma evidencia empírica, el científico tradicional resolverá el dilema apelando a algún criterio metacientífico igualmente objetivo, como la simplicidad («navaja de Ockam»), el poder predictivo, la fertilidad teórica o el poder explicativo. Se cree que estas virtudes instrumentales concurren en auxilio de la razón cuando los factores epistémicos tradicionales (lógica y experiencia) son insuficientes (González García et al., 1996, p. 29). En ocasiones los científicos –más si tienen prestigio- también recurren a virtudes estéticas para invocar la veracidad de una idea, concepto o teoría. Así, por ejemplo, el Nobel de Química de 1977 Roger Penrose (1996, p. 607), refiriéndose a la importancia de la inspiración y de la intuición en la ciencia, escribe que «los criterios estéticos son enormemente valiosos al formar nuestros juicios. [...]. Una idea bella tiene mucha mayor probabilidad de ser correcta que una idea fea». 35
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I.1.2. Visiones excluyentes del positivismo lógico La historia moderna de la filosofía de la ciencia ha estado jalonada de profundas y, al parecer, tranquilizadoras distinciones epistemológicas, metodológicas y ontológicas, que han procurado a sus defensores los mimbres para urdir una racionalidad científica pura. La pretensión subyacente era romper cualquier ligadura de la nueva filosofía de la ciencia con la antigua metafísica de fuerte raigambre germana y, muy especialmente, con las posturas de Hegel y Heidegger. Paradójicamente, este conjunto de escisiones estaba encaminado a culminar un objetivo que los representantes del Círculo de Viena persiguieron con ahínco: la elaboración de la Enciclopedia para la Ciencia Unificada, un proyecto institucional y teórico que aspiraba a unificar las distintas ciencias en una sola, aplicando raseros reduccionistas (Echeverría, 1999, p. 23). Para hacer más accesible al lector el ideario positivista, se han ordenado las diferentes tentativas demarcacionistas con las que la filosofía científica conformó la imagen pura y objetiva de la ciencia que, aún hoy, pervive y condiciona profundamente las relaciones que ésta constituye con el resto de la sociedad. Estas escisiones afectan a la naturaleza de la propia ciencia, de la praxis científica, a la relación entre las teorías y las observaciones, entre el sujeto cognoscente y el objeto cognoscible, y entre la ciencia y la tecnología. Conocerlas nos permitirá obtener un esquema global del pensamiento que durante décadas dominó la teoría del conocimiento científico, así como detectar en las actuales prácticas tecnocientífica y periodística la impronta de dicho pensamiento. I.1.2.1. Distinción entre ciencia y no-ciencia Ya desde principios del siglo XIX Auguste Comte, el fundador de la filosofía positiva, intentó definir con precisión qué era la ciencia. Para ello se empeñó en trazar una zona de exclusión que le permitiera distinguir nítidamente lo científico de lo no científico. Su esfuerzo hasta el día de hoy ha resultado infructuoso, aunque filósofos actuales, como el argentino Mario Bunge (1990), creen que la superioridad cognitiva de la ciencia es consecuencia del conocimiento privilegiado, objetivo e independiente de los factores extra-epistémicos (socia36
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les) que aporta. Sin embargo, otros autores estiman que no existe ningún criterio fiable para separar el saber científico de otros diferentes (Thom, 1993, pp. 109-110). Hay autores que apelan al concepto de tradición científica como vara para medir lo que es científico de lo que no lo es. «Ciertas actividades, prácticas, hipótesis, teorías y propuestas de conocimiento» -escribe Olivé- «serán consideradas científicas si puede establecerse un vínculo ya sea conceptual, ya sea metodológico, con una tradición previamente considerada científica.» (Olivé, 2000, p. 59). Como ya se explicó, los empiristas lógicos alegan que la verificación por la experiencia representa el único criterio de demarcación válido para separar la ciencia genuina de la estéril metafísica. El conocimiento científico derivado de los hechos se impone como conocimiento verdadero, universal, autónomo (esto es, no social) y el único en el que se puede confiar gracias a su máxima eficacia. Las limitaciones de esta metodología ya se estudiaron en (§ I.1.1). Karl R. Popper, uno de los autores que más han influido en la filosofía de la ciencia contemporánea, fue el primero en cuestionar el verificacionismo (Popper, 1977). Fue el blanco preferido de sus ataques y el principal motivo de discrepancias entre sus tesis y las del programa filosófico que defendían los empiristas lógicos. Según Popper, los métodos positivistas habilitan como científicas las teorías de Freud, Marx o Adler, a todas luces espurias. Además, acusó a los neopositivistas de querer separar la ciencia de la metafísica, no de las doctrinas pseudocientíficas, cuando era obvio que las ideas metafísicas no son «un absurdo carente de sentido, un puro galimatías», sino que «con frecuencia [son] las precursoras de las ideas científicas.» (ibíd., p. 107). Quizás por eso concluyó que el único y mejor método para discernir si una conjetura (teoría) tiene rango científico es someterla a la falsación o contrastación (v. § I.1.3). En su autobiografía intelectual, Popper expresa las excelencias que, a su juicio, presenta la falsación como norma para diferenciar con nitidez una teoría científica de una patraña sin fundamento. Para el filósofo austriaco la actitud científica siempre debe ser una actitud crítica que se apoye no en verificaciones, sino en contrastaciones cruciales que puedan refutar, que no establecer, la teoría contrastada (ibíd., p. 52). Al recaer el peso de la argumentación en la refutación y no en la verificación de las teorías, Popper creyó resolver el problema del método científico y con él el problema del progreso de la ciencia. El 37
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progreso sería entonces un movimiento hacia teorías con un contenido cada vez más completo. Así, cuanto más dice una teoría, tanto más excluye y, por tanto, puede ser más severamente contrastada o falsada (ibíd., p. 106). (v. Figura 1). Esta fue, sin duda, una de las contribuciones más importantes de Popper a la filosofía de la ciencia. Pero como le ocurriera al verificacionismo, su criterio de demarcación no es una solución infalible. El mismo Popper se percató de que en determinadas circunstancias cierta dosis de dogmatismo puede salvar una teoría científica de la quema falsacionista. Así, por ejemplo, ante las irregularidades observadas en la órbita de Urano que, según una versión fuerte del falsacionismo, desacreditarían la teoría de Newton, se postuló la hipótesis auxiliar ad hoc de que las perturbaciones detectadas eran debidas a la acción a distancia de un planeta desconocido más exterior, bautizado más tarde como Neptuno.3 Con la introducción de esta explicación ad hoc se salvó la teoría newtoniana. Posteriormente, cuando se detectó visualmente Neptuno, la mecánica de Newton salió reforzada, y las modificaciones ad hoc siguieron cumpliendo su valioso -aunque dogmático- papel en la ciencia. Ejemplos como este muestran que, desde un punto de vista lógico, tampoco la contrastabilidad de las teorías por la experiencia puede considerarse un criterio fiable para delimitar lo que es científico de lo que no lo es. De igual modo que hizo Carnap ante la imposibilidad de un verificacionismo total de las teorías, Popper introdujo en su lógica de la investigación científica la noción probabilística de grado de contrastabilidad o falsabilidad. Si –como indica la Figura 1- la clase de falsadores de la teoría 1 es mayor que la de la teoría 2, la primera es susceptible de ser refutada por la experiencia en más ocasiones que la segunda; por lo tanto, la teoría 1 presenta un mayor grado de falsabilidad y, como consecuencia de ello, nos dice más acerca del mundo (Popper, 1995, pp. 174-203).
3 Las hipótesis ad hoc son modificaciones en una teoría –tales como el cambio en algún postulado previo o la adición de alguno más a los ya existentes-, que la mantienen operativa sin que se introduzcan incompatibilidades en la versión intacta. Como bien apunta Alan F. Chalmers: «La exigencia de que, según progresa la ciencia, sus teorías sean cada vez más falseables y en consecuencia tengan cada vez más contenido y sean cada vez más informativas excluye que se efectúen modificaciones en unas teorías destinadas simplemente a proteger una teoría de una falsación amenazadora» (Chalmers, 2000, p. 71).
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Fig. 1. Grado de contrastabilidad de las teorías en función del número de falsadores que presenta, es decir, del número de posibilidades en que puede ser refutada por la experiencia.
El método científico así concebido es un algoritmo o procedimiento reglamentado para evaluar la aceptabilidad o falsabilidad de las teorías. La correcta aplicación de este algoritmo, amén de asegurar un acercamiento progresivo a la Verdad por acumulación de verdades parciales, se sustenta en la presunción de que los científicos cumplirán los tradicionales preceptos mertonianos de honradez y autonomía profesional (González García et al., 1996, pp. 28-29) (v. § I.2.1.1). Es esta una visión sesgada y, en cierto modo, perniciosa porque es restrictiva y fomenta la implantación de una imagen estereotípica y trivial de la ciencia. La correcta aplicación del método a un problema eliminará todo rastro de subjetividad en los resultados, por lo que se asume que la ciencia es una forma desapasionada y diáfana para alcanzar los secretos de la realidad empírica. Los vanos intentos de verificacionistas y falsacionistas han llevado a muchos epistemólogos a desistir en su empeño de encontrar una defi39
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nición esencial de la ciencia, adoptando criterios sociológicos para discernir lo que es científico de lo que no es. En este sentido, René Thom (1993, p. 110) afirma que la propia estructura de poder que la ciencia ha ostentado en cada época es la que determina unilateralmente qué es digno de ser considerado conocimiento científico. Para algunos esta idea sumerge a la ciencia de lleno en las procelosas aguas del relativismo, una posición que es asumida de forma natural por algunas de las corrientes más radicales de la sociología del conocimiento científico (v. § I.2.2). I.1.2.2. Distinción entre sujeto y objeto Para el empirismo lógico el conocimiento científico (objeto) está completamente desligado de las contingencias psicosociales y culturales del sujeto que lo produce. El sujeto se limita a utilizar el lenguaje científico como un mero instrumento lógico que le sirve para describir el mundo y transmitir conocimientos. Al objeto se le dota de exterioridad, siendo susceptible de ser descompuesto para su análisis. La relación sujeto-objeto se circunscribe, por tanto, a establecer los vínculos necesarios entre un lenguaje que describe y una realidad (considerada exógena al sujeto) que se des-cubre. Es obvio que se des-cubre algo que preexiste al sujeto des-cubridor, que al realizar su acto de des-cubrimiento quita el velo o la tapa que oculta la verdad de ese algo (Lizcano, 1993). Por eso, para el empirista lógico el conocimiento científico se deriva de los hechos. Se supone que el lenguaje científico sólo presenta la función representativa. Tal como un espejo, el lenguaje de la ciencia refleja la realidad exterior al sujeto que la describe. Si el sujeto, sea éste observador o experimentador, aplica correctamente los potentes e impersonales procedimientos con los que cuenta la ciencia, entonces su papel se ciñe a registrar los hechos tal y como aparecen en la naturaleza. Si el «diálogo» que se establece es el acertado (este «diálogo» depende de las habilidades técnicas del sujeto como observador y experimentador), entonces la interpretación de los hechos es la correcta, es decir, el sujeto describe los hechos «objetivamente» (v. § I.2). No obstante, el científico es consciente de que en su discurso también emplea el lenguaje con otras funciones muy distintas a la representativa. Utiliza procedimientos que pertenecen a otros registros de la lengua considerados no científicos. La intención del especialista cuando 40
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comunica a sus pares nuevos hallazgos no se limita a transmitir los resultados de su investigación, también pretende que sus tesis calen en la comunidad de la que forma parte. Es entonces cuando los recursos persuasivos y argumentativos (función conativa del lenguaje) adquieren relevancia (Gutiérrez Rodilla, 1998, pp. 30-31). La función conativa es clave en las controversias científicas, puesto que durante ellas los participantes intentan convencer a sus oponentes con argumentos más sólidos o más ingeniosos o, incluso, anular retóricamente sus contraargumentos. La separación entre sujeto cognoscente y objeto cognoscible es, por tanto, artificiosa. La representación del objeto se constituye como tal gracias a la capacidad del sujeto para construir la realidad, a partir de la masa informe de lo real incognoscible (v. § I.2.2). A nivel lingüístico esta separación es crucial en la retórica científica, ya que pretende persuadir al lector de la distancia que media entre el observador (agente) y lo observado (objeto). Las estrategias retóricas que se emplean en los textos científicos tienen como efecto construir la «exterioridad» del objeto mediante la supresión del sujeto (v. § I.2.2.2). I.1.2.3. Distinción entre contexto de descubrimiento y de justificación Otra de las separaciones clásicas es la que distingue entre los factores extra-epistémicos (principalmente psico-sociológicos, tales como la creatividad, el hallazgo inesperado, las creencias o las relaciones de poder) que entran en juego en la génesis de los descubrimientos y los factores epistémicos, es decir, aquéllos sometidos a rigurosa verificación –o falsación, en la versión popperiana- de las hipótesis. Fue Reichenbach en 1938 el primero que propuso un criterio de demarcación para distinguir con claridad estos dos modos de operar de la práctica científica. Al primero lo denominó contexto de descubrimiento y al segundo contexto de justificación (Lizcano, 1988). Según este punto de vista, el modo por el que se producen las ideas, sea en forma de sueño como el de Kekulé, de accidente como el de la famosa manzana de Newton o de inesperada analogía heurística como la que estableció Kepler entre la Santísima Trinidad y el Sistema Solar, no afecta en nada a la validez de la estructura del benceno, de la mecánica clásica o de las leyes de los movimientos planetarios. El mecanismo psicológico por el que surgen las ideas (contexto de descubrimien41
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to) es irrelevante para entender cómo se comprueban éstas (contexto de justificación) (Echeverría, 1998, p. 53). A pesar de que esta distinción ha recibido importantes críticas por parte de los filósofos de la ciencia de tendencia historicista y de los propios sociólogos del conocimiento científico, algunos influyentes filósofos actuales siguen defendiendo la idea básica de Reichenbach. Así, por ejemplo, Giere, en clara referencia a los etnometodólogos del laboratorio, afirma explícitamente que el razonamiento científico dimana no del laboratorio sino del propio informe de investigación, puesto que la mayoría de las contingencias que se producen durante la investigación no quedan reflejadas en el informe final (Giere citado en Echeverría, 1998, p. 57). En su revisión de las principales críticas que ha recibido esta distinción, Echeverría muestra que filósofos como Hanson afirman que en el proceso que conduce a un descubrimiento científico intervienen tanto componentes lógicos como reglas heurísticas (ibíd., pp. 55-58). El descubrimiento y su posterior justificación dejarían de ser pasos consecutivos para convertirse en interactivos. Por consiguiente, ya no sería aceptable limitar la lógica a la resolución de los problemas científicos y los condicionantes de naturaleza psicosocial a la fase de generación de las ideas. No obstante, como advierte Echeverría, «este tipo de ataques deben de ser considerados como tentativas de perfeccionamiento y mejora de la distinción reichenbachiana» (ibíd., p. 56). Los sociólogos de la ciencia han contribuido a resaltar el reduccionismo epistemológico (valoración de las teorías y descubrimientos científicos una vez elaborados y consolidados) que impregna la propuesta de Reichenbach, para luego incurrir en una suerte de reduccionismo sociológico (valoración del proceso constructivo que conduce a los hechos, teorías y descubrimientos). Aun siendo ésta última una postura de evidente valía, es insuficiente para entender la pluralidad de la ciencia. Superar esta situación implica sustituir esta distinción por un esquema mucho más amplio y ambicioso. La interacción entre descubrimiento y justificación sólo sería una más de entre las muchas interacciones que tienen lugar en la práctica científica.4 Según Echeverría hay cuatro contextos en la actividad tecnocientífica (ibíd., pp. 58-66):
4 La diversidad de interacciones debe entenderse en el marco de una diferenciación entre ciencia y tecnociencia que el propio Echeverría propone y desarrolla (v. § I.1.2.5).
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El primero, el contexto de educación (enseñanza y difusión de la ciencia), condiciona los tres restantes. Se fundamenta en el hecho de que para entender un enunciado científico hay que tener una cultura y alfabetización científico-técnica, sin la cual no hay posibilidad de descubrir, de justificar, ni de aplicar el conocimiento científico. El segundo, el contexto de innovación, amplía el contexto de descubrimiento al incluir también las invenciones y novedades aportadas por los técnicos e ingenieros. El tercero, el contexto de evaluación (o de valoración), extiende el contexto de justificación. Si se admite que el segundo ámbito de la actividad científica es el de innovación, y no exclusivamente el de descubrimiento, entonces se hace necesario ampliar el contexto de justificación. Tan importante es valorar el descubrimiento de un nuevo hecho empírico como evaluar el interés o la viabilidad de un nuevo prototipo o diseño ingenieril. Y, por último, el cuarto, llamado contexto de aplicación, se basa en la diferencia práctica (distintos lenguajes y métodos) que conlleva aplicar la ciencia a ámbitos variados. Una misma teoría se presentará de forma muy diferente si se hace en una discusión de laboratorio, en un encuentro especializado, en un artículo técnico, en el aula a los alumnos o en un programa divulgativo en la televisión. I.1.2.4. Distinción entre teoría y observación Los neopositivistas realizaron ímprobos esfuerzos por reducir los enunciados teóricos a los fácticos. Como buenos empiristas creían que al nacer la mente humana es una tabula rasa: el conocimiento se deriva directamente de la percepción sensorial, y la observación es el mecanismo por el cual se accede sin sesgo a la realidad. Las teorías son el resultado de la reflexión sobre el significado de los datos sensibles. Se perpetúa así el mito lockesiano de la «Inmaculada Percepción». Según Chalmers, de esta concepción filosófica se desprenden tres consecuencias con respecto a la naturaleza de los hechos: (1) Los hechos se dan directamente a observadores cuidadosos y desprejuiciados por medio de los sentidos, (2) los hechos son anteriores a la teoría e independientes de ella, y (3) los hechos constituyen un fundamento firme y confiable para el conocimiento científico (Chalmers, 2000, pp. 3-4). Cada una de estas afirmaciones se enfrenta con dificultades, a veces, insalvables. La idea de que los hechos representan una base sóli43
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da para construir el conocimiento científico, ya fue rebatida cuando se estudiaron las tesis fundamentales del empirismo lógico: la inducción y la verificación (v. § I.1.1). El primer corolario de Chalmers lo tendremos muy presente cuando se discuta el papel de las controversias en la tecnociencia (cap. II). Aquí, pues, nos centraremos en la conveniencia o no de la segunda afirmación que, para simplificar, volvemos a enunciar diciendo que la observación es independiente de y precede a la teoría. Como demuestran los experimentos con imágenes desarrollados por los psicólogos de la forma (Gestalt), las experiencias subjetivas que tienen los observadores cuando perciben un objeto no dependen tanto de las imágenes que se forman en sus retinas como de los efectos contextuales: conocimiento previo, experiencias y expectativas del observador, trama sociocultural, etc. Michael Polanyi ilustra este fenómeno con un magnífico ejemplo en el que describe los cambios perceptivos de un estudiante de medicina cuando se le enseña a diagnosticar enfermedades pulmonares a partir de radiografías. Al comienzo de su aprendizaje el estudiante sólo percibe trazos indefinidos en una pantalla. Conforme avanza en el estudio anatómico y en la diagnosis con rayos X, lo que antes eran formas indefinidas ahora empiezan a cobrar poco a poco sentido. Va apareciendo ante sus ojos un rico panorama de detalles significativos de la fisiología y patología del paciente. Como apostilla Michael Polanyi: «Ha entrado en un mundo nuevo. Todavía ve sólo una parte de lo que pueden ver los expertos, pero ahora las imágenes tienen por fin sentido, así como la mayoría de los comentarios que se hacen sobre ellas» (Polanyi citado en Chalmers, 2000, pp. 7-8). Polanyi muestra que la percepción depende de las enseñanzas previas que sobre anatomía y patología recibe el alumno que está aprendiendo a interpretar radiografías pulmonares (el contexto educativo de Echeverría). Además, del ejemplo se desprenden tres rasgos importantes de la ciencia: (1) que el lenguaje científico es parte sustancial de su actividad, es decir, que «aprender una ciencia y aprender el lenguaje corriente de esa ciencia van mano con mano.» (Locke, 1997, p. 59), (2) que frente a un mismo hecho (la placa de rayos X), un observador versado y otro lego no tienen idénticas experiencias perceptivas (Chalmers, 2000, p. 8), y (3) que los instrumentos (aparato de rayos X) no son neutros, sino que están socialmente cargados, dotando a lo que instrumentalizan de todos los presupuestos cognitivos que han sido necesarios para su elaboración (Lizcano, 1993). 44
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Es fácil ver cómo los condicionantes impuestos por el esquema conceptual imperante afectan a la percepción. Sin embargo, como describe con maestría el ínclito paleontólogo y divulgador norteamericano Stephen Jay Gould en su libro La vida maravillosa, también la observación se ve afectada por creencias extra-científicas. El caso ilustra cómo el contexto histórico y cultural en el que se inscribe el investigador afecta a sus percepciones (Gould, 1996). El relato de Gould se centra en los pormenores que llevaron al descubrimiento, descripción e interpretación de la fauna de cuerpo blando del cámbrico tardío, en Burgess Shale (Canadá). Este registro fósil fue descubierto en 1909 por Charles D. Walcott, un extraordinario científico de arraigadas convicciones conservadoras sobre la vida y la moralidad. Dejando a un lado las prosaicas razones que también influyeron en su fracaso científico, como el escaso tiempo que sus labores administrativas le dejaban para la investigación, es más interesante rastrear las razones más profundas que le animaron a elaborar lo que hoy se considera una desatinada interpretación de los fósiles de Burgess Shale. Su visión continuista y progresiva de la historia natural y sus creencias morales y religiosas, indujeron a que Walcott clasificara toda la fauna de Burgess Shale en un grupo zoológico moderno. Consideró que cada uno de los animales hallados representaba una versión ancestral de formas posteriores, mejoradas. Es evidente que Walcott, como señala Gould, sustentó su interpretación en el concepto darwiniano de progreso. La teoría de Darwin le proporcionó la clave para desenmarañar la evolución como «un cierto orden de progresión». Aunque en sus escritos Darwin reconoció que la selección natural, el mecanismo básico de la evolución biológica, no conlleva ninguna noción de progreso, sí aceptó –claramente influido por el triunfo de la revolución industrial- que éste era la consecuencia global de un proceso de selección más local. Por tanto, la evolución se concebía como una flecha del tiempo que siempre se desplaza de las formas menos perfectas (inferiores) a las más perfectas (superiores). Esta imagen canónica de la evolución como una «marcha del progreso», que justifica la supuesta superioridad del hombre sobre otras formas biológicas, es diametralmente opuesta a la concepción evolutiva defendida por los críticos de Walcott, encabezados por Harry Whittington (Conway y Whittington, 1979). Para estos autores, la historia de la vida es una narración de contingencias, en la que, por designios del azar, a periodos de extinción masiva siguen otros de diferenciación dentro de los pocos grupos que no han sido diezmados. 45
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Para Walcott, la evolución, con su principio rector de selección natural que conduce al progreso, representa la manera que Dios tiene de mostrarse a sí mismo a través de la Naturaleza. La evolución biológica sería entonces el Gran Mecano que Dios, en su infinita benevolencia y a lo largo de las eras geológicas, ha ido construyendo, cada vez con más y mayor número de piezas, para culminar en la conciencia humana. Aquí no hay lugar para la contingencia, la evolución es teleológica y progresiva. Es evidente que para Walcott fue una necesidad perentoria interpretar la fauna de Burgess Shale como formas convencionales menos evolucionadas que otros grupos posteriores, y no como unos animales cuyos diseños básicos eran singulares y extraños, sin conexión evolutiva con diseños anatómicos posteriores. Así, el ajuste con calzador que Walcott realizó entre sus dogmas morales y religiosos y las tesis darwinistas, condicionó fuertemente la errada interpretación que elaboró para explicar la inusual anatomía de los animales de Burgess Shale. En posteriores revisiones de los fósiles, otros investigadores empezaron a dudar de la interpretación que Gould hizo de las interpretaciones de Conway y Whittington. Ahora se sugiere que algunas de las reconstrucciones de los animales eran totalmente erróneas, que muchos pertenecen en realidad a filums vivientes y no a «diseños experimentales» que se extinguieron sin descendencia, y que, por tanto, la mayoría de los animales de Burguess Shale resultan ser sólo elaboraciones más o menos curiosas de diseños bien establecidos (Bryson, 2005, pp. 394-398). Como apunta humorísticamente Bryson (2005, p. 398): «Sus exóticos planos corporales eran sólo una especie de exuberancia juvenil… el equivalente evolutivo, digamos, del cabello punk en punta o los aretes en la lengua». De nuevo, las observaciones sufren una radical interpretación. La conditio sine qua non para que los hechos observados sean significativos es que se inscriban y adquieran sentido dentro de un determinado marco teórico (v. § I.2.1.2). Este proceso en el que premisas teóricas condicionan la naturaleza de la observación no es patrimonio exclusivo de la ciencia. Como se verá en los próximos capítulos, la comunicación periodística también se origina en contextos sociales y culturales determinados que la configuran. En cierto sentido, por tanto, «construimos» el dato (Bohm citado en Locke, 1997, p. 20). De esta forma, lo que se piensa determina de alguna manera lo que se percibe; o como reza el famoso aforismo de N. R. Hanson: «la observación 46
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científica es [...] una actividad “cargada de teoría”» (Hanson, 1977, p. 13). En conclusión, los enunciados fácticos ni preceden a los enunciados teoréticos ni son independientes de ellos. I.1.2.5. Distinción entre ciencia y tecnología En el plano epistemológico, los empiristas lógicos consideran que la ciencia revela conocimiento puro sobre la naturaleza, mientras que la tecnología es ciencia aplicada a la construcción de artefactos. La ciencia aplicada (tecnología) es el «brazo armado» de la ciencia pura, su vínculo terrenal con el mundo social (González García et al., 1996, p. 30). La disyunción entre ciencia y tecnología adoptada por los filósofos positivistas proviene de la filosofía antigua. La ciencia ha representado tradicionalmente la consecución de sistemas teóricos de pensamiento centrados en enunciados nomológicos, mientras que la tecnología consiste simplemente en ciencia aplicada (Medina, 2001, p. 70). Sin embargo, en el marco de la actual filosofía de la ciencia racionalista no se ha desarrollado la tecnofobia filosófica tradicional. Mario Bunge (1969), por ejemplo, defiende que la tecnología representa la piedra angular del progreso humano y rechaza que el desarrollo tecnológico suponga algún tipo de peligro para la cultura. El conocimiento verdadero que proporciona la aplicación a la naturaleza del imparcial y desprejuiciado método científico, produciría a corto, medio y largo plazo un abanico de posibilidades tecnológicas que, a la postre, redundaría en el bienestar social de la humanidad. Es lo que se conoce como el modelo lineal de innovación o progreso: + Ciencia
+ Tecnología
+ Riqueza
+ Bienestar social
En consecuencia, la tecnología sería la aplicación a posteriori del conocimiento científico. Esta concepción unidireccional del progreso científico-tecnológico no soporta un mínimo análisis histórico. En la historia de la ciencia se pueden encontrar distintos casos tanto de «tecnologías basadas en la ciencia» (v.gr., electricidad e industria eléctrica) como de «ciencias basadas en la tecnología» (v. gr., ingeniería del vapor y termodinámica), además de diversos casos intermedios de influencia mutua (Ziman, 1986, p. 146). La relación entre ciencia y tecnología es, por tanto, bidireccional. Su separación no es más que una 47
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maniobra ficticia que se deriva de disyunciones igualmente falaces, como la de mente y cuerpo. En la actualidad, se ha generalizado el término tecnociencia para designar la actividad y la producción científicas como prácticas que se plasman en construcciones tecnológicas, como lo ponen de manifiesto desde la ingeniería genética a la ciencia de los materiales (Medina, 2001, p. 83). Uno de los rasgos más característicos de la actual tecnociencia es que está condicionada por los intereses encontrados de los propios científicos, según sus áreas de investigación y sus nacionalidades, de los poderes políticos que financian las investigaciones en los países más desarrollados y de la maquinaria económico-industrial que no se limita a comercializar productos tecnológicos sino que invierte, por cuenta propia o en colaboración con organismos estatales, en aquellas líneas tecnocientíficas que considera más rentables (Fernández Buey, 2000a). (v. § I.2.3). Para Javier Echeverría la tecnociencia contemporánea, a diferencia de la ciencia moderna, es un sistema de acciones eficientes que ya no sólo busca obtener un adecuado conocimiento representacional del mundo, sino que ha extendido su actividad a dominios más amplios y complejos. Entre sus rasgos principales hay que destacar su íntima conexión con la industria, la política y la economía, lo que ha supuesto una empresarialización de la actividad científica. Además, la tecnociencia no sólo se ciñe a «describir, explicar, predecir o comprender el mundo» sino que sobre todo se orienta a transformar, según un determinado sistema de valores, la naturaleza y la sociedad. En este sistema de valores, la verdad o la verosimilitud ya no ocupan el lugar central de antaño, «aunque siguen teniendo un peso específico considerable». Como motor de innovación y desarrollo económico, la tecnociencia se configura como uno de los poderes dominantes en las sociedades más avanzadas, construyendo (con el nuevo formalismo de la informática) escenarios artificiales a partir de los cuales crecer. También «se enseña públicamente, pero, a diferencia de la ciencia moderna, el conocimiento y la práctica tecnocientífica tienden a privatizarse, e incluso devenir secretos» (Echeverría, 1999, pp. 318-319). Esta caracterización sugiere que las tradicionales disociaciones entre la ciencia y la tecnología han sido refutadas por la proliferación de innovaciones tecnocientíficas, propias de la macrociencia (big science). Bruno Latour ha descrito esta situación como la proliferación de híbridos o, lo que es lo mismo, de realizaciones que al generar controversias acerca de su producción, implantación, interpretación o valo48
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ración involucran de forma simultánea a un abigarrado tropel de portavoces de los más diversos ámbitos de la ciencia, la política, la sociedad, la moral, la religión y la cultura (Latour citado en Medina, 2001, p. 83). Entre los muchos híbridos actuales cabe nombrar la clonación de animales, la crionización de embriones humanos, el Viagra, los psicofármacos como Prozak, los entornos de realidad virtual generados por ordenador o los alimentos modificados genéticamente. Por ello la tecnología es más que el conjunto de artefactos, técnicas, instrumentos, aparatos, procedimientos y productos acabados. Se conforma en el seno del sistema CTS mediante una red que envuelve a diversos actores sociales. La tecnología no es una actividad autónoma, como tampoco lo es la ciencia. La construcción de los hechos científicos y los diseños tecnológicos son procesos colectivos (Latour, 1987, p. 29). I.1.3. Popper, el primer crítico del positivismo lógico Antes de que Kuhn irrumpiera en la escena epistemológica con sus renovadoras ideas, fue Popper el primero en poner en tela de juicio algunos de los fundamentos más sólidos del positivismo lógico en su primera época. Criticó duramente el inductismo al afirmar, como hiciera también Hanson, que la observación siempre está impregnada de teoría y al proponer, como alternativa al verificacionismo del Círculo de Viena, que el falsacionismo era el más fiable criterio de demarcación científica (v. § I.1.2.1). No obstante, compartió con los neopositivistas aspectos fundamentales sobre la naturaleza de la ciencia (Echeverría, 1999, p. 85). Como ya se estudió, de la misma forma que los empiristas lógicos propusieron la verificabilidad como criterio objetivo para delimitar las genuinas teorías científicas de la mera charlatanería pseudocientífica, Popper propuso la falsabilidad. Una hipótesis o teoría es falsable si existe una observación lógicamente posible que sea incompatible con ella. Las teorías científicas son, por tanto, conjeturas refutables. En la práctica, el falsacionismo implica que no es posible establecer la verdad de una teoría, aunque sí su falsedad. La teoría deja de ser un conjunto de enunciados verdaderos para convertirse en una conjetura especulativa aceptable a la luz de los datos disponibles, siempre sujeta a ulteriores modificaciones cuando nuevas observaciones así lo impongan. Esta concepción progresiva de la ciencia conjuga bien con las tesis 49
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de la escuela positivista, por lo que Popper ha sido duramente criticado por los sociólogos deudores de las ideas kuhnnianas. Además de cuestionar el verificacionismo, Popper también criticó el razonamiento inductivo como método idóneo para alcanzar conocimiento científico verdadero. Afirmó que el método científico por antonomasia no era el inductivo sino más bien el hipotético-deductivo que, bien utilizado mediante aproximaciones sucesivas, nos acerca a la Verdad. El científico propone sistemas teoréticos que permiten explicar fenómenos empíricos. De estos sistemas se deducen consecuencias que puedan compararse con la experiencia (contrastación empírica). Las teorías, pues, nunca se demuestran, sólo se refutan, es decir, no son categóricas sino exclusivamente conjeturables. Observaciones nuevas o experimentos cruciales (experimentos que ponen a prueba la validez de una teoría) pueden derrumbar edificios teóricos que parecían inamovibles. Por esta razón, una teoría es tanto más científica cuanto más falsable. La ciencia progresa gracias a un método de ensayo y error, de conjeturas provisionales y refutaciones. En resumen, la falsabilidad es el motor de la investigación científica. La mejor de las teorías rivales no ha sido probada, simplemente ha superado todos los controles para falsarla. Defender todas estas premisas implica asumir que la ciencia representa una clase de saber autónomo, que se nutre exclusivamente de sí mismo. Esta autonomía de la ciencia se manifiesta doblemente como saber especial que posibilita penetrar en los misterios de la naturaleza, y como saber exento de influencias externas que adulteren su contenido objetivo, su pureza. Esta es, sin duda, la noción de ciencia a la que apeló el juez Overton para dictar sentencia (v. § I.1). Una noción que mantiene el estatuto de privilegio que se le otorga a la ciencia como productora de conocimiento fiable sobre el mundo. Es, como este libro se propone mostrar, la misma concepción que subyace a la mayor parte de las noticias que los periódicos publican sobre cuestiones de carácter científico y tecnológico. I.2. EL CONTEXTO SOCIAL DE LA CIENCIA En su intento por desalojarla de su tradicional torre de marfil y mostrar así su diversidad, Paul K. Feyerabend ha propuesto que la ciencia se asemeja a un museo (Feyerabend, 1993, pp. 153-154). En algún rincón bucólico de ese enorme museo, el etólogo Konrad Lorenz camina a sal50
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titos y grazna como un ganso. Más lejos, tras una pizarra garrapateada de fórmulas matemáticas, asoma la blanca y alborotada cabellera de un ensimismado Einstein. En una zona más amplia y ventilada del recinto está Pasteur, rodeado de redomas, placas de Petri y tubos de ensayo. En los pasillos más bulliciosos quizá nos demos de bruces con Ray Davis, empeñado en solicitar más financiación para proseguir sus infructuosos experimentos sobre los neutrinos solares. Toda la planta baja está literalmente tomada por científicos anónimos, excepto para sus pares, que investigan los detalles de procesos básicos y publican sus resultados en revistas propias de su especialidad. También se ve subir con celeridad por el ascensor a Robert Lanza, un científico-ejecutivo, cuya tarea prioritaria es conseguir resultados comerciales para la empresa biotecnológica en la que presta sus servicios. En ese imaginario museo se constata que hay una gran variedad de actividades, métodos, intereses, expectativas y resultados, que hacen difícil enunciar una definición esencial, sencilla y operativa de lo que es la ciencia. Lo que esta analogía nos enseña es que la visibilidad social de la empresa científica es muy conspicua. En las siguientes páginas se intentará, siquiera, pergeñar una mínima aproximación al problema del contexto social de la ciencia. Hasta hace pocas décadas, el estudio de los métodos y del contenido sustancial de la ciencia fue del dominio exclusivo de la filosofía, quedando su dimensión social y cultural como un aspecto complementario y marginal en el debate epistemológico. Esta situación comenzó a cambiar a mediados del siglo pasado gracias al impulso, primero, de Karl Popper (v. § I.1.3) y, más tarde, de Thomas S. Kuhn (v. § I.2.1.2). En la actualidad, los estudios culturales de la ciencia son apreciados y tenidos en consideración, amén de que han aportado un importante aparato conceptual y una gran variedad de procedimientos analíticos capaces de describir con más precisión la práctica científica y el conocimiento que genera la investigación. Desde un punto de vista académico, estos estudios sociales han supuesto un giro copernicano en las ideas en torno a la naturaleza de la ciencia y la tecnología. De una perspectiva tradicional (positivista-mertoniana), que se ocupa de cómo se organiza socialmente la ciencia y de cuáles son las pautas de comportamiento de los científicos, se ha pasado a una perspectiva renovadora (histórico-sociológica), más especulativa pero sin duda más fecunda, que otorga a los factores sociales (extra-epistémicos) un papel no marginal en la conformación del conocimiento, se 51
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considere éste verdadero o falso. El conocimiento científico pasa de ser una caja negra a un «objeto» modelado por una mezcla de fuerzas sociales y naturales.5 Está en nuestro ánimo trascender tanto el reduccionismo materialista propio de la postura realista-positivista como el reduccionismo sociológico en el que han caído ciertas corrientes radicales del construccionismo social. Como señalan Doménech y Tirado (1998, p. 14), si la postura constructivista ha tenido una labor clave al poner de relieve las estrategias objetivadoras propias del quehacer científico para conseguir presentar como naturales diferentes objetos de conocimiento, no es menos cierto que ha hecho de lo social su único factor explicativo. Nuestro análisis teórico asume una posición ideológica, como no podía ser de otra manera. Rechazamos tanto la postura que representa la ciencia como una actividad axiológicamente neutral y dotada de un algoritmo lógico-empírico (método científico) que, bien aplicado, permite alcanzar la Verdad sobre el «mundo real», como aquella que acepta la naturaleza construida de los hechos científicos para cuya existencia no es preciso invocar ninguna contribución ni constreñimiento de lo real. Según la perspectiva reduccionista del realismo-positivismo, la comunicación carecería de entidad propia, puesto que su función sería únicamente la de soportar los referentes de los que se nutre. La comunicación se convierte así en un medio de transmisión, nunca en un objeto de investigación en sí mismo. De ello se deduce que la función básica del periodismo científico sería la de transmitir lo más fielmente posible la información que generan los objetos de referencia. Sin embargo, el proceso de la comunicación periodística no establece canales imparciales y pasivos por los que la información fluye diáfana desde la fuente (ciencia) al sumidero (sociedad), sino que se trata de un proceso de construcción socio-cognitiva en el que se seleccionan y descartan elementos de la fuente original y se incorporan otros procedentes del locus social en el que se inscribe el medio de comunicación. En este sentido, y siguiendo las tesis de León Olivé, consideramos que «los hechos científicos sí están “contaminados” por las teorías y en general por los esquemas conceptuales que utilizan los seres humanos, 5 La metáfora de la caja negra es un préstamo de la cibernética. Para esta disciplina es el sistema cerrado cuya estructura interna y funcionamiento, no pueden ser directamente observados. En el análisis de sistemas, se refiere al proceso desconocido que media entre la entrada (input) y la salida (output).
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y por consiguiente lo que es un hecho científico, en efecto, es algo más complejo que un mero pedazo de la realidad cuya existencia es completamente independiente de los recursos conceptuales y de los procedimientos y las prácticas que los seres humanos ponen en juego al investigar sobre el mundo» (Olivé, 2000, pp. 70-71). Por tanto, las «verdades objetivas» reveladas por la ciencia son, en cierta medida, construcciones sociales. La ciencia es una actividad humana y, como tal, está sujeta a las contingencias, errores, e imperfecciones propias de los seres humanos. Sin duda también es un logro intelectual de primer orden, en el que capacidades como la argumentación, la creatividad o la imaginación, se alían para construir un sistema de conocimientos ampliamente aceptado. Afirmar que la ciencia es una representación social ni denigra ni resta importancia a su labor. La ciencia ha dejado de ser considerada la actividad de unos cuantos genios individuales que contribuyen al progreso de la humanidad por acumulación simple de conocimiento verdadero, para entenderse como una empresa colectiva en la que los grupos de científicos compiten y cooperan para alcanzar concepciones que son aceptadas por la amplia mayoría de la comunidad científica. Es esta una transformación crucial para entender la estructura social de la ciencia contemporánea. En la década de 1930, los estudios de Robert K. Merton contribuyeron a sentar las bases de lo que hoy se denomina la sociología tradicional de la ciencia (Merton, 1980). La escuela mertoniana se centró principalmente en determinar la influencia de los factores sociales en la producción de nuevo conocimiento, y en estudiar el sistema de normas y valores que el científico asume tácitamente como buen criterio de su quehacer (ethos de la ciencia moderna). Sin embargo, lo más destacado de Merton y sus discípulos es haber excluido el contenido sustantivo de la ciencia de sus análisis sociales, a pesar de que en sus textos primigenios no consideran que el conocimiento científico sea inaccesible al bisturí sociológico (Torres Albero, 1994). Presumen que el núcleo cognitivo de la práctica científica se comporta como una especie de caja negra, ajena a toda consideración sociológica. Como consecuencia de ello, se le presta más atención a las normas que guían el trabajo comunal de los científicos y a la influencia de la sociedad sobre este trabajo, que al proceso por el cual los factores no epistémicos y las relaciones internas de poder entre los científicos (intereses, competencias, alianzas, controversias, etc.) condicionan la acumulación y la estructura del conocimiento científico. 53
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Destapar la caja negra que para Merton representa el conocimiento científico fue, desde el primer momento, el objetivo prioritario de la nueva sociología de la ciencia o sociología del conocimiento científico, desarrollada, entre otros, por Bloor, Barnes, Woolgar o Latour. David Locke resume con claridad meridiana los objetivos que animan, desde diferentes posturas y metodologías, el trabajo de estos autores: «Así, estos nuevos sociólogos argumentan que el “conocimiento” científico es conocimiento no porque explique correctamente el verdadero estado del mundo natural sino porque ha sido aceptado como conocimiento por el cuerpo de científicos implicados en ello. Las causas del conocimiento científico, entonces, deben buscarse en las relaciones sociales por las que los científicos logran el consenso más que en los condicionantes físicos del mundo externo» (Locke, 1997, p. 27). Como ya apuntamos más arriba, y de acuerdo con González, López y Luján, consideramos que, en efecto, el conocimiento científico es, en gran medida, una construcción social, susceptible de admitir distintas interpretaciones, todas ellas lógicas y compatibles con la experiencia, y sujetas a la influencia de diversos factores extra-epistémicos (aquí reside el componente social del conocimiento). Sin embargo, la plasticidad interpretativa tiene unos límites de actuación no demasiado generosos y, por tanto, no hay infinitas y arbitrarias interpretaciones para explicar la experiencia (aquí reside su componente empírico y lógico) (González García et al., 1996, p. 51). I.2.1. La ciencia como institución La publicación en 1962 de la obra capital de Kuhn, La Estructura de las Revoluciones Científicas, marcó el inicio de una etapa de críticas a la concepción heredada, que llega hasta nuestros días. Estas críticas provienen de diferentes escuelas de pensamiento, y se reúnen bajo el nombre genérico de Estudios CTS (Ciencia, Tecnología y Sociedad). Tienen en común enfrentarse a la actividad y a la estructura noética de la ciencia desde una perspectiva social y cultural. La ciencia se considera, como no podría ser de otra forma, un producto social que depende de un determinado contexto histórico y cultural y, en último término, de la capacidad de negociación y del grado de consenso que los miembros de la comunidad científica alcancen sobre lo que es un hecho, un experimento o una teoría. Estas ideas se oponen frontalmente a la imagen de 54
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autonomía y neutralidad que con tanta insistencia predica la concepción canónica. Lo que aquí interesa resaltar muy brevemente es el proceso histórico que a partir de los siglos XVI y XVII y hasta finales del XIX ha configurado la ciencia como una poderosa institución social. En este proceso de transformación los individuos aislados promotores de los incipientes estudios experimentales pasan a ser reconocidos como miembros de una profesión que goza del beneplácito social y del apoyo de las instituciones políticas e industriales. Se puede decir que la ordenación de la ciencia como institución social y las interrelaciones que ésta mantiene con la sociedad, han sido posibles tras la culminación de tres periodos bien diferenciados (Woolgar, 1991, pp. 30-31). El primero, denominado amateur (1600-1800), se caracteriza por el aislamiento de la ciencia. Ésta se desarrolla al margen de las universidades, de los organismos estatales y de la industria, tal como hoy se definen estas instituciones. Para los amateurs, la ciencia representaba un campo virgen de experimentación e innovación y, en muchos casos, sus éxitos dependieron de sus habilidades técnicas y de un eficaz patronazgo. Los nuevos «filósofos de la naturaleza» tuvieron que enfrentarse tanto a la inmovilista estructura eclesiástica de corte medieval como a la académica, anclada en la autoridad aristotélica. Como consecuencia de ello, en una primera etapa, el experimentalismo que practicaban estos amateurs fue forzado a confinarse en asociaciones de nuevo cuño, las sociedades científicas, formadas por profesionales económicamente independientes que se reunían de manera informal y cuyos trabajos científicos eran sufragados por ellos mismos o por mecenas. En sus inicios, muchas de estas sociedades fueron meros centros recreativos, pero su auge y el prestigio que les aportaron algunos de sus miembros más destacados las convirtió con el paso del tiempo en academias científicas reconocidas oficialmente, como la Royal Society de Londres (1662) o la Académie des Sciences de París (1666). En este periodo el papel cognitivo del público lego fue muy importante. Se suponía que el neófito podía mediar entre hipótesis científicas en conflicto porque se le otorgaba una posición neutral en la controversia y una capacidad natural para juzgar los méritos de ambas partes. Es bien conocida la posición de privilegio que Galileo le asigna a un no especialista (Sagredo) en su Diálogo sobre los dos sistemas del mundo (Fehér, 1990, p. 426). Además, para aceptar la validez de un experimento se exigía la presencia de grupos de personas heterogéneas que actuaran como 55
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testigos no expertos para legitimar o no los resultados empíricos obtenidos. Fue Robert Boyle, fundador de la Royal Society y acérrimo defensor del experimentalismo, quien propuso que para sancionar la veracidad de los resultados era imprescindible que los experimentos científicos fuesen públicos. Tanto él como sus partidarios tachaban de acientíficos los experimentos en los que no había público presente (Shapin, 1990). Cuando esta norma se violaba no faltaban las voces autorizadas que recriminaban tal desviación. Sin embargo, defensores de los métodos analíticos y deductivos, como Thomas Hobbes, arremetieron contra la Royal Society por invitar a los encuentros solamente a los miembros más selectos de la sociedad, por lo que su carácter de públicos resultaba engañoso (Elena citado en Fehér, 1990, p. 425). Por otra parte, una de las consecuencias cardinales de las sociedades científicas fue contribuir a la institucionalización de la ciencia, dotándola de los tintes solemnes que aún ostenta. Además, se convirtieron en una especie de tribunal inquisitorial con la suficiente autoridad para dictaminar lo que era o no pertinente, según el patrón científico que adoptaran (Bernal, 1989). También fue prioritario para las sociedades científicas difundir las virtudes del nuevo método experimental y la calidad de los nuevos conocimientos adquiridos con su aplicación. Esta difusión se logró gracias a un fructífero intercambio epistolar entre sus miembros, que pronto derivó en la aparición e implantación de medios de comunicación más formales: las revistas científicas (Woolgar, 1991, p. 30). Desde la publicación en 1665 de la primera, Le Journal des Savants, el ritmo de crecimiento de las revistas científicas ha sido espectacular. En un solo siglo el número se elevó a 500; en 1865 ya era de 5.000 publicaciones; y en la actualidad la cifra supera las cien mil (Calvo Hernando, 1997, p. 41). El segundo periodo, descrito como académico (1800-1940), supone la inserción de la ciencia entre las actividades universitarias más prometedoras. El apoyo académico que recibió la práctica científica contribuyó a incrementar la adquisición de nuevo conocimiento. Esto provocó la emergencia de dos tendencias, hoy plenamente vigentes, con objeto de hacer más eficiente el control y la comunicación de ese novedoso y complejo conocimiento. Por una parte, la especialización, esto es, la parcelación convencional del saber en áreas autónomas de conocimiento y, por otra, la profesionalización de los miembros que integraban la incipiente comunidad científica. Profesionalizar la actividad 56
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científica trajo consigo elaborar programas educativos de formación técnica prolongada. Es importante señalar que el hecho de que la ciencia cada vez con mayor frecuencia recibiera subvenciones gubernamentales, no fue ningún impedimento para que los científicos gozaran de libertad académica a la hora de orientar su quehacer científico, sino que más bien les permitió desarrollar sin injerencias externas la investigación básica en las universidades (Woolgar, 1991, p. 30). El actual estadio de desarrollo científico, definido como profesional, se caracteriza por entender que la ciencia ha pasado de ser una actividad relativamente libre de presiones externas y limitada por sus recursos (small science), a establecer complejas interconexiones con el resto de las instituciones políticas e industriales, dado el enorme coste de la investigación científica y la importancia de sus contribuciones para el tejido socioeconómico de los Estados modernos (Torres Albero, 1994, p. 5). Hace su aparición la llamada macrociencia (big science), precursora de la actual tecnociencia, que prima la elaboración de grandes y costosos proyectos de investigación en los que la ciencia y la tecnología se ponen al servicio de los esfuerzos cooperativos de gran número de científicos e ingenieros especializados en distintos campos (v. § I.2.3). Así, por ejemplo, en febrero de 2001 la culminación del Proyecto Genoma Humano involucró a decenas de científicos competentes en áreas tan específicas como la computación, la bioquímica o la genética molecular. Cada grupo especializado se repartió el trabajo de diseñar programas informáticos, identificar y aislar las secuencias de genes que codifican proteínas de interés económico, reconstruir el archivo genético humano gen a gen, interpretar los datos y, a la postre, publicar los resultados en una sola monografía, firmada por decenas de autores que, en función de sus méritos y posición jerárquica, buscaban cierto grado de «reconocimiento» por su aportación al acervo de conocimientos científicos (Ziman, 1986, p. 167). Proyectos de esta envergadura, que asumen grandes inversiones económicas y comprometen equipos multidisciplinares de investigación, son juzgados en función de criterios de aplicabilidad y utilidad inmediata, así como de la prosperidad económica y bienestar social que se prevé generarán (Woolgar, 1991, p. 31). De todo esto se desprende que el proceso de institucionalización ha convertido a la ciencia en una empresa social con objetivos cognitivos y estratégicos encaminados a conquistar, frente a otras formas alternativas de conocimiento, altas cotas de prestigio y autoridad factibles gra57
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cias a tres rasgos que han pervivido a lo largo de toda su historia: vitalidad conceptual, flexibilidad de sus recursos institucionales e ideológico-profesionales y adaptabilidad a una variedad de roles legitimadores (Torres Albero, 1994, p. 6). I.2.1.1. Merton y la estructura meritocrática de la ciencia Las investigaciones pioneras de Merton en la década de 1930 inauguran los llamados estudios sociológicos de la ciencia y se prolongan durante más de 30 años.6 La sociología de la ciencia de Merton se centra en delimitar las condiciones ideales en las que los científicos deberían producir, juzgar, cooperar y publicar sus investigaciones de forma comunitaria, universalista, desinteresada y críticamente escéptica. Estos valores se consideran el motor de la autonomía e independencia de la institución científica, la cual necesita de un entorno social, político y económico que eluda cualquier influencia sobre ella y provea de los suficientes mecanismos y apoyos para generar el conocimiento científico genuino (Blanco e Iranzo, 2000, p. 90). Aunque los análisis normativos sin duda han sido los que han capitalizado el mayor esfuerzo, no son ni mucho menos las únicas aportaciones de la escuela mertoniana. El propio Merton, además de formular su conocido ethos de la ciencia, dirigió su atención a la asignación de recompensas en la ciencia y a los factores socioculturales que facilitaron el surgimiento y desarrollo de la ciencia moderna (Mulkay, 1995, p. 28). Para Merton y sus colaboradores de la Universidad de Columbia, el objetivo prioritario de la ciencia como institución social es la extensión del conocimiento certificado. La metodología que se utiliza para lograr este objetivo proporciona la definición adecuada de conocimiento científico: enunciados de regularidades empíricamente confirmados y lógicamente coherentes.7 Las costumbres o normas sociales que los científicos deben seguir derivan del objetivo y de los
6 Hay que recordar, aunque sólo sea en nota a pie de página, las importantes y originales contribuciones de Ludwick Fleck (La génesis y el desarrollo de un hecho científico, obra publicada originalmente en 1935), que ya incidían en el carácter social de la investigación científica. 7 Cf. La estrecha conexión existente entre las ideas mertonianas y las del empirismo lógico.
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métodos utilizados para alcanzarlo. Estas costumbres son de obligado cumplimiento no sólo por las ventajas operativas que proporcionan, sino porque son, desde una perspectiva moral, intrínsecamente correctas y buenas (v. Merton, 1985). Así las cosas, la comunidad científica representa un grupo social autónomo que se caracteriza por seguir una serie de normas tácitas o imperativos institucionales que definen el ethos de la ciencia. Merton estableció cuatro normas básicas: 1. El Universalismo, cuya expresión más clara es que cualquier afirmación de que algo es verdad debe ser sometida a criterios impersonales preestablecidos: contrastar los enunciados teóricos con la observación y el conocimiento anteriormente confirmado. La aceptación o rechazo de nuevo conocimiento no debe depender de los atributos psicológicos o sociales de sus defensores, sino de los métodos neutrales de investigación de los que la ciencia dispone para indagar en la realidad. Puesto que la ciencia es parte de una estructura social más vasta (a todos los efectos el Estado) con la que no siempre está integrada, el ethos tiene que soportar distintas tensiones. Así, por ejemplo, en tiempos de conflicto bélico el científico puede verse sometido a dos fuerzas opuestas: el universalismo científico y el etnocentrismo nacional. 2. El Comunitarismo considera que los hallazgos científicos son el producto de la cooperación social de los científicos. Una ley o teoría epónima no le otorga al descubridor o a sus herederos privilegios sobre su posesión, ni le da derechos especiales sobre su uso y disposición. El derecho del científico a su propiedad intelectual se limita al reconocimiento y estima que la comunidad le adjudica por sus méritos científicos. Esta situación desemboca en instituciones científicas meritocráticas, que favorecen la preocupación del científico por la prioridad en los descubrimientos y el ansia por publicar a toda costa. Surge así la tendencia a la cooperación competitiva. Por otro lado, la concepción institucional de la ciencia como parte del dominio público está relacionada con el imperativo de la comunicación de los resultados de las investigaciones científicas. El objetivo institucional de extender las fronteras del conocimiento y la necesidad de reconocimiento personal que, claro está, depende de la cantidad y calidad de las publicaciones, estimulan la difusión de los resultados. El comunitarismo, según Merton, es incompatible con la definición de la tecnología como «propiedad privada» en una economía capitalista. Por ejemplo, la controversia sobre 59
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la patente de material genético humano socava el ideal mertoniano de colaboración y distribución del conocimiento. Esta norma también entra en contradicción con las prácticas que se llevan a cabo en un sector tan competitivo como el de las empresas biotecnológicas que se dedican a la clonación animal. La información que se genera es considerada confidencial y el personal tecnocientífico que trabaja en estas empresas o no es muy proclive a revelar lo que sabe o lo tiene expresamente prohibido (Pennisi y Vogel, 2000, p. 22). 3. El Desinterés, en el sentido de que la investigación está por encima de intereses extra-científicos particulares. El científico que viole la prescripción de la investigación desinteresada puede exponerse a sanciones que lo deslegitimen y, en la medida que la norma ha sido internalizada a lo largo de generaciones, a conflictos de orden psicológico (Merton, 1980, p. 74). Esto supone aceptar implícitamente que la ciencia es una supraestructura que sobrepasa la libertad y responsabilidad de los individuos que la constituyen. La institución científica se erige así como una máquina cuyos engranajes funcionan con independencia de sus creadores, lo cual contrasta con la concepción de la ciencia como actividad cognitiva que se desarrolla en contextos sociales y culturales determinados que influyen en los individuos que la realizan. Según Merton, la casi ausencia de fraudes certifica la integridad y rigurosidad de los sistemas de control de la ciencia: a todos los efectos, la reproducibilidad de los experimentos, los estándares de evaluación y la revisión por los pares que adoptan las revistas con mayor índice de impacto para sopesar la calidad de los artículos científicos. Por contra, los resultados obtenidos por otros estudiosos demuestran que, en la práctica, abundan los casos de parcialidad, secretismo, plagio, corporativismo, dogmatismo e, incluso, fraude (Kohn, 1988; Martin, 1994; Larivée, 1996; Freeland Judson, 2006). No se pretende ni mucho menos insinuar que la corrupción, más frecuente en otras esferas de la actividad humana, es parte sustancial de la ciencia, sino llamar la atención de que los científicos pueden tener otras motivaciones distintas a la búsqueda desinteresada de la «verdad», y que los comportamientos que infringen los estrechos límites de los imperativos morales que imaginara Merton no son en absoluto excepcionales.8
8 Véase el reciente estudio de Martinson et al. (2005), en el que se asegura que el 33 por ciento de los científicos estadounidenses, debido a conflictos de intereses, reconocen haber manipulado alguna vez los resultados de sus investigaciones.
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4. El Escepticismo organizado apela a que los científicos deben «suspender» su juicio sobre un fenómeno hasta que dispongan de los datos necesarios para poder examinar de forma crítica e independiente y con criterios empíricos y lógicos las creencias a priori sobre el fenómeno en cuestión. Además, el conocimiento aceptado debe ser revisado periódicamente. Esta manera de proceder puede entrar en conflicto con otras actitudes diferentes a la científica. Para Merton este conjunto de normas de acción social rige la conducta individual y colectiva de los científicos. Es fácil mostrar que estos imperativos institucionalizados no son la causa del comportamiento de los científicos, sino que más bien son utilizados en el discurso científico como recursos evaluativos. Al recurrir a ellos, los científicos pueden caracterizar, describir y evaluar su propio comportamiento y el de los otros, sobre todo en situaciones de controversia. Durante el debate posterior al descubrimiento de los púlsares como fuentes regulares de emisión de ondas de radio, tanto los investigadores involucrados como sus críticos valoraron sus respectivos comportamientos empleando como arma retórica arrojadiza el ethos mertoniano. Se argumentó, por ejemplo, que el grupo de Hewish (equipo científico de la Universidad de Cambridge que calificó de inusuales los trazos que se registraron en sus aparatos de detección) había violado la norma del comunitarismo al haber rehusado divulgar al resto de la comunidad científica los resultados preliminares de sus hallazgos. La respuesta a esta acusación no se hizo esperar. Hewish y sus colegas se defendieron apelando a la norma del escepticismo organizado, con el argumento de que hasta no estar seguros de haber descubierto un nuevo fenómeno astrofísico, no les parecía oportuno publicar los resultados, so pena de engañar a toda la comunidad científica y abocarla a una búsqueda infructuosa (Woolgar, 1991, pp. 96-97). En conclusión, la escuela mertoniana desarrolla una «sociología externa», es decir, una sociología de las comunidades de científicos y sus sistemas de organización, regulación y recompensas, sin entrar en consideraciones cognitivas. Merton asume que, aunque los factores sociales y culturales contribuyen a la formulación de problemas y prioridades, el contenido sustantivo de las teorías científicas es patrimonio exclusivo de la naturaleza y de la lógica (González García et al., 1996, p. 74). La ciencia se fundamenta en la libre circulación de la información entre sus productores sin ulteriores motivos. En tanto que método de producción de conocimiento, los científicos comparten los mismos 61
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estándares de evaluación. La ciencia es, por lo tanto, una actividad autónoma que genera de forma eficiente conocimiento verdadero sobre la realidad, que es compartido por toda la comunidad científica (Barnes y Dolby, 1995, pp. 34-35). I.2.1.2. El giro historicista de Kuhn: paradigmas y revoluciones En páginas precedentes se ha venido calificando a Kuhn como el verdadero impulsor del nuevo cambio de orientación socio-histórica en los estudios sobre la naturaleza de la ciencia. No se trata de una exageración. La influencia de sus principales ideas en los nuevos sociólogos de la ciencia ha sido crucial, favoreciendo la emergencia de corrientes epistemológicas de gran arraigo en el mundo anglosajón. En este apartado se resumen las tesis fundamentales de su pensamiento. Thomas S. Kuhn maneja en sus escritos dos conceptos fundamentales, el de revolución científica y el de ciencia normal, que le permiten entender los cambios, a veces convulsos, que se han ido produciendo en el transcurso de la historia de la ciencia (Kuhn, 1997). Su modelo global de progreso científico no es lineal ni continuo, sino que avanza «a saltos», esto es, a periodos (que denomina de «ciencia normal») en los que los científicos desarrollan su labor investigadora dentro del marco de pensamiento científico imperante, le suceden otros (que llama «revoluciones científicas») que suponen una ruptura total o parcial de ese marco conceptual. La «ciencia normal» no representa un estancamiento en la actividad investigadora, puesto que, tarde o temprano, aparecen anomalías que no encajan en el paradigma dominante y terminan resquebrajándolo, siendo sustituido, a la postre, por otro nuevo. En un cambio de paradigma, es decir, en los albores de una «revolución científica», la importancia y trascendencia de los nuevos planteamientos imponen a sus artífices retóricas audaces, como ejemplifica el Darwin de El Origen de las Especies o el Einstein de los importantísimos artículos de 1905 (Locke, 1997, pp. 123-156). Según Kuhn, el único criterio válido para demarcar la ciencia de la no-ciencia es el de «ciencia normal», es decir, lo que los científicos consideran que es ciencia después de que ha operado una «revolución científica», y se adopta un nuevo paradigma. Como puede apreciarse, el criterio de demarcación kuhniano tiene una marcada base histórica. El reinado de la «ciencia normal» se caracteriza, pues, por un periodo 62
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en el que el planteamiento de los problemas, la construcción de los aparatos de medida y la enunciación de hipótesis o soluciones, está en armonía con el paradigma científico en boga. La noción de paradigma es compleja y dinámica, puesto que se ha ido enriqueciendo y matizando desde que se publicara en 1962 La Estructura de las Revoluciones Científicas. Es la piedra angular sobre la que se construye todo el edificio teórico de Kuhn. Los paradigmas son la base para el desarrollo de la ciencia normal y posibilitan que se gesten e implanten las revoluciones científicas. El paradigma es un esquema conceptual y metodológico coherente, un sistema de creencias recibido, aceptado y compartido por un grupo científico cuyos miembros no se afanan en rivalizar con sus premisas tácitas, ni en buscarle alternativas, sino en extender y explotar todas sus posibilidades (Lamo de Espinosa et al., 1994, p. 491). El paradigma está constituido por unos determinados sistemas conceptuales, postulados teóricos, supuestos de existencia, modos de percibir el mundo, criterios de relevancia y evaluación, estrategias procedimentales, técnicas experimentales, etc., en cuyo dominio únicamente tiene sentido, esto es, coherencia y significado, la confrontación empírica con la naturaleza (Pérez Ransanz, 1999, p. 85). La definición de un concepto científico sólo cobra sentido en función de otros conceptos cuyos significados son relevantes dentro del paradigma. La concepción kuhniana del progreso científico puede resumirse en el siguiente esquema (Chalmers, 2000, p. 101):
Otra de las nociones básicas de la retórica kuhniana es la de inconmensurabilidad de los paradigmas. Cuando un paradigma entra en crisis es porque otros paradigmas rivales pugnan por convertirse en marcos teóricos hegemónicos del pensamiento científico. Según Kuhn, los proponentes de paradigmas en competencia a menudo estarán en desacuerdo con respecto a los problemas susceptibles de ser abordados, al conjunto de normas, metodologías, conceptos fundamentales y, en definitiva, a la práctica de la ciencia como profesión. Como consecuencia de ello, el nuevo paradigma interpreta y representa el mundo con un lenguaje diferente al del viejo. El progreso de la ciencia, por tanto, no es lineal ni acumulativo: de menos conocimiento la ciencia no irá acu63
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mulando con el tiempo nuevo y más completo conocimiento sobre el mundo, sino que, por su carácter histórico, la sucesión de paradigmas implica la reformulación de las condiciones previas de investigación, lo que supone, a su vez, un cambio de perspectiva (podríamos decir, de cosmovisión) con respecto a cuáles son los hechos, observaciones y experimentos relevantes y significativos. El nuevo paradigma transforma la mirada que se tiene de la realidad. Por eso se dice que los paradigmas que se imponen y los que se rechazan son inconmensurables. Las críticas a la tesis de la inconmensurabilidad han llevado a que Kuhn reformulara su idea original. La crítica plantea que si lo que tiene sentido como problema puede cambiar de un paradigma a otro y si las normas para evaluar las soluciones propuestas también cambian, entonces ¿a qué conjunto de normas inalterables hay que recurrir para juzgar la validez o adecuación de un paradigma con respecto a otro? Si la red conceptual de dos teorías rivales es diferente, ¿cómo se podrá comparar la bondad de una con relación a la otra? Ante estas objeciones Kuhn aduce que, aunque el término «inconmensurable» proviene de las matemáticas en donde hace referencia a la ausencia de una medida en común, la comparación no debe ser entendida en términos absolutos. El que dos paradigmas sean inconmensurables indica que presentan lenguajes (redes conceptuales) que no son neutrales y que, por tanto, su traducción no puede hacerse sin pérdida importante de información. A esta nueva concepción Kuhn la ha denominado inconmensurabilidad local (Kuhn, 1997, pp. 230-233). Sin embargo, el construccionismo kuhniano más tardío sustituyó la idea de paradigmas inconmensurables por la de teorías inconmensurables (Olivé, 2000, pp. 180-181). En cierta forma, este trasvase implica que pueden existir marcos conceptuales que, aún siendo de naturaleza histórica, han sido aplicados desde el inicio de la ciencia moderna. Tendencias como la de la fuerza de la evidencia empírica disponible o la del principio de causalidad, por ejemplo, parecen haber influido de forma general y diacrónica en el pensamiento científico occidental. I.2.2. La ciencia como conocimiento La influencia de Kuhn removió los cimientos de la sociología de la ciencia. Es justo señalar que antes de la «eclosión sociológica» en los estudios de la ciencia, ya habían surgido de la propia filosofía voces críticas que socavaron los enfoques racionalistas dominantes. Los 64
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soportes teoréticos de la nueva orientación de la filosofía de la ciencia fueron el argumento de la carga teórica de la observación (Hanson, 1977, pp. 77-112) y el principio de la infradeterminación de las teorías científicas o tesis de Duhem-Quine (González García et al., 1996, pp. 43-44). El primero ya se trató en (§ I.1.2.4); el segundo sostiene que dada cualquier hipótesis o teoría que se postule para explicar determinado fenómeno, siempre es posible proponer un número indefinido de hipótesis o teorías alternativas que justifiquen el mismo contenido empírico, pero que establezcan explicaciones causales incompatibles del fenómeno en cuestión. Las controversias científicas implican a menudo problemas de infradeterminación. Por ejemplo, la explicación causal de la conducta se divide entre los partidarios del hereditarismo y del ambientalismo. Tanto el argumento de Hanson como el principio de Duhem-Quine fueron asumidos con aquiescencia tras la publicación de la obra principal de Kuhn, sentando las bases para que los estudios sociales de la ciencia tomaran como objeto de análisis los procesos de producción y validación del conocimiento científico. Así, la tradicional sociología mertoniana de la ciencia dio paso a una nueva sociología del conocimiento científico que trata el conocimiento no como «saber verdadero, sino más bien como creencia socialmente aceptada» (Torres Albero, 1994, p. 17). I.2.2.1. El «Programa Fuerte» de la sociología del conocimiento científico El Programa Fuerte (PF) es el primer intento serio de abordar el problema de la generación y aceptación del conocimiento científico desde presupuestos interdisciplinares, filosóficos, históricos y sociológicos. Fue desarrollado, entre otros, por David Bloor y Barry Barnes a principios de la década de 1970 en la Universidad de Edimburgo. Sus principales fundamentos son: (1) la declaración metodológica de Bloor, (2) los estudios de casos históricos, y (3) la teoría de los intereses de Barnes, que aporta los elementos sociológicos para entender la naturaleza de los casos históricos analizados. En sus orígenes formularon las primeras críticas a la visión tradicional de Merton. En un artículo seminal, Barnes y Dolby (1995, pp. 33-51) afirmaban que variables extra-epistémicas, como la clase social a la que pertenece el científico, o factores internos, como el corpus cognitivo especializado que comparte un grupo, afectan de modo permanente a la actividad científica. Sin embargo, el PF centró sus esfuerzos en 65
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desentrañar cuáles son los mecanismos por los cuales los científicos producen y validan el conocimiento, dejando de lado cualquier referencia a las clásicas cuestiones en torno a la ciencia como institución social. El conocimiento se considera toda aquella creencia compartida por una comunidad. El sociólogo debe ocuparse de las creencias bien establecidas o de las que ciertos grupos sociales han dotado de autoridad (Bloor, 1998, p. 35). La misión del sociólogo de la ciencia, por tanto, consiste en elaborar teorías que expliquen las creencias colectivas, independientemente de cómo sean evaluadas por los científicos. Para que estas teorías sociológicas sean científicamente válidas deben asumir una serie de valores metodológicos que, por otro lado, cualquier disciplina científica debería asumir si pretende aprehender intelectualmente su objeto de estudio. I.2.2.1.1. La declaración metodológica de Bloor Los principios del PF representan una enconada reacción en contra y un marco teórico diametralmente opuesto a los tradicionales postulados del empirismo lógico. Para Bloor este programa metodológico pretende sentar las bases de una ciencia de la ciencia. La sociología del conocimiento científico se define por los cuatro principios siguientes: 1. Debe ser causal, es decir, estudiar las causas y las condiciones que favorecen el surgimiento de las creencias y las pretensiones de conocimiento. No se excluyen otras causas distintas a las sociales que también pudieran contribuir a la emergencia de las creencias científicas. El resultado más brillante del principio de causalidad que ha ofrecido el PF es la teoría de los intereses de Barnes (v. § I.2.2.1.2). 2. Debe ser imparcial con respecto a la verdad o falsedad, la racionalidad o la irracionalidad, el éxito o el fracaso. Ambos lados de estas dicotomías exigen explicación. Tanto el principio de causalidad como el de imparcialidad neutralizan cualquier intento neopositivista de mantener la distinción entre el contexto de descubrimiento y el de justificación (v. § I.1.2.3), puesto que asumirlos implica rechazar la «sociología del error» (aquélla que sólo da cuenta de las creencias falsas) y considerar que el conocimiento que se tiene por verdadero también es susceptible de explicaciones sociológicas. 3. Debe ser simétrica en su estilo de explicación. En efecto, los mismos tipos de causas explicarían, por ejemplo, las creencias verdaderas y las falsas. El principio de simetría hace explícitos los dos anteriores, 66
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por ello ha sido aceptado por las corrientes más radicales y rechazado por las racionalistas (Lamo de Espinosa et al., 1994, p. 526). 4. Debe ser reflexiva. Sus patrones explicativos también deberían ser aplicables a la sociología misma. Este requisito es inexcusable puesto que la ausencia de reflexividad desautoriza a la propia sociología, al autorrefutar sus propios postulados teóricos. Este principio da coherencia interna y enlaza con el trasfondo relativista en el que medra el PF. Bloor no busca con este principio autorrefutar sus premisas anteriores, sino más bien indicar que, dada la epistemología que defiende, sus conclusiones son susceptibles de ser tamizadas por sus propias herramientas conceptuales. Con ello no resta relevancia a las proposiciones alcanzadas, sino que afirma que éstas también son contingentes y circunscritas a una perspectiva local determinada (Bloor, 1998, p. 38). En conclusión, con estos cuatro principios el PF ha tratado de sentar las bases epistemológicas para entender los procesos macrosociales implicados en la génesis y validación de las afirmaciones aceptadas y compartidas como verdaderas por la comunidad científica. Las herramientas conceptuales que proporciona la sociología del conocimiento científico también permiten abordar el estudio de las relaciones entre la ciencia y sus públicos, así como el papel social que desempeñan los medios de comunicación en la construcción pública de la ciencia y la tecnología, delimitando los aspectos más controvertidos y facilitando la comprensión de cómo se comportan los científicos tanto en su contexto particular como cuando se hacen visibles públicamente. I.2.2.1.2. Barnes y los intereses de los científicos El PF cobra sentido con la teoría de los intereses, enunciada por Barry Barnes (1977). Esta teoría supone que los distintos grupos sociales albergan expectativas diferentes en función de las diversas estructuras sociales en las que están inseridos. Tales expectativas son el origen de variados intereses. Los intereses son los que organizan de forma específica y singular las observaciones, los juicios, las evaluaciones y, en definitiva, las creencias que los científicos comparten. Los intereses son instrumentales, con respecto al medio físico, e ideológicos, con respecto al contexto social, de tal manera que las representaciones que fijan sostienen y refuerzan las apreciaciones y aspiraciones de los diversos grupos sociales, incluido el de los científicos. De este modo las 67
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ideas científicas pueden entenderse como instrumentos para que los grupos sociales alcancen sus objetivos en situaciones particulares (Torres Albero, 1994, p. 18). La actividad de los científicos está en gran medida impulsada por intereses no cognitivos de poder, prestigio e influencia. Además de los «intereses profesionales» (elaboración de un currículo, preservación o mejora de la reputación, elección de líneas de investigación que produzcan resultados con valor económico, adquisición y expansión de redes de influencia, protección del «ego», ocultación de miserias o deslices, etc.), los científicos también pueden tener otros posibles papeles sociales y preocupaciones, que van desde los intereses políticos a los religiosos.9 (v. § III.8). Así, por ejemplo, cabe esperar que biólogos de tendencia marxista rechacen los postulados de la sociobiología por considerarlos reaccionarios (Lewontin et al., 1996). Mientras que Bloor defiende que los intereses sociales determinan completamente los estados cognitivos, Barnes, Shapin y Mackenzie, optan por un enfoque menos radical donde los intereses sociales son condiciones necesarias, pero no suficientes, para explicar las causas de las creencias científicas. De hecho no niegan la importancia de lo empírico en la generación del conocimiento. Por exceso o por defecto, filósofos racionalistas como Laudan (1993) y representantes del enfoque etnometodológico en la sociología de la ciencia, como Yearley (1982) y Woolgar (1991), han criticado duramente la teoría de Barnes y por extensión todo el PF. Laudan ataca por incongruente el relativismo que rezuma. Si la teoría de los intereses desprecia la evidencia empírica por servir de poco para restringir las orientaciones teóricas de los científicos, ¿por qué –se pregunta el filósofo norteamericano- los defensores del PF recurren a los estudios de caso para apoyar que la evidencia no es relevante para explicar la conformación de las creencias científicas? Esta crítica no es del todo justa, ya que para Barnes y otros sociólogos de su escuela la base empírica puede tener su papel en la constitución del conocimiento científico. Por su parte,
9 Al respecto Kuhn (1997, p. 237) escribió: «Los científicos individuales aceptan un nuevo paradigma por toda clase de razones y, habitualmente, por varias al mismo tiempo. Algunas de esas razones –por ejemplo, el culto al Sol que contribuyó a que Kepler se convirtiera en partidario de Copérnico- se encuentran enteramente fuera de la esfera aparente de la ciencia. Otras deben depender de idiosincrasias de autobiografía y personalidad. Incluso la nacionalidad o la reputación anterior del innovador y de sus maestros pueden a veces desempeñar un papel importante».
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Woolgar acusa a Barnes de incoherencia al utilizar los intereses como causas no explicables, como si carecieran de dimensión constructivista (Woolgar citado en Molina Montoro, 1999, p. 211). Esto supondría considerar los productos cognitivos y los acontecimientos científicos de cualquier clase como representaciones socialmente construidas, pero no los intereses que las sustentan. Téngase en cuenta que Woolgar aboga por el relativismo ontológico. En su obra Ciencia: abriendo la caja negra lo expresa claramente cuando afirma que los objetos naturales se constituyen por su representación, en lugar de ser algo preexistente a nuestros esfuerzos por «descubrirlos» (Woolgar, 1991, p. 127). (v. § I.2.2). Desde nuestra perspectiva, los científicos por supuesto tienen intereses cognitivos, pero dado que ya se ha admitido que la flexibilidad interpretativa de los datos empíricos sin ser muy amplia es variada, los condicionantes extra-cognitivos (sociales) también deben desempeñar un papel relevante en la constitución del conocimiento científico (v. § I.2). Las críticas que someramente se han señalado se centran en los extremos radicales de la teoría de los intereses. Proclamar que todo el conocimiento científico proviene de elecciones interesadas que nada tienen que ver con el componente empírico de la investigación científica es tan falaz como afirmar que las proposiciones científicas, las teorías, derivan directamente de los hechos. La teoría de los intereses es particularmente fértil para el estudio de las controversias tecnocientíficas. Durante una controversia, los intereses de los distintos grupos envueltos en la disputa se hacen particularmente «visibles». Tanto las controversias que surgen y se desarrollan en el seno de la comunidad científica (controversias strictu sensu) como aquéllas que por sus implicaciones sociales trascienden los límites del círculo de científicos involucrados (controversias públicas), son «laboratorios sociales» en los que es posible observar la flexibilidad en la interpretación de los datos. El debate previo y la eventual clausura de las controversias ponen de manifiesto la importancia de las interacciones sociales en la construcción de la realidad (v. cap. II). I.2.2.2. Defender lo propio, socavar lo ajeno La sociología del conocimiento científico desarrollada por el PF de la escuela de Edimburgo (v. § I.2.2.1), y su plasmación cuasi-microsocial –el EPOR (Empirical Programme Of Relativism o Programa Empírico 69
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del Relativismo) de la Universidad de Bath (v. cap. II)– no han sido las únicas líneas de investigación dentro de la tradición europea en los estudios CTS. El PF y, en menor medida el EPOR, son programas con una clara vocación macrosocial de los problemas. Se apoyan en la noción de contexto social para dar cuenta del contenido sustantivo de la ciencia. Esta interpretación no satisface a determinados estudiosos, para quienes el contexto social en sentido lato no tiene ninguna fuerza explicativa ni ningún poder causal. Estos autores, por el contrario, centran su atención en (1) el análisis del contexto microsocial del laboratorio, es decir, en el mismo corazón en el que se desarrolla la actividad científica (Latour y Woolgar, 1995), y en (2) el análisis de los productos que se derivan de dicha actividad, entendidos como textos o inscripciones, que, en última instancia, son los que dan cuenta de las acciones y creencias de los científicos (Mulkay et al., 1983). Se opera así un cambio de orientación metodológica: el contexto social amplio se sustituye por el contexto microsocial del laboratorio (González García et al., 1996, pp. 78-79). Este cambio de orientación en los estudios sociales de la ciencia es el que posibilitó la emergencia a finales de la década de 1970 de un verdadero interés por la retórica del discurso científico. La retórica del discurso científico pretende identificar y describir regularidades en los procedimientos que utilizan los distintos actores sociales para construir sus discursos y establecer la naturaleza de sus expectativas y creencias en el curso de sus interacciones. La labor del analista del discurso no consiste en reconstruir lo que está ocurriendo a partir de las acciones de los científicos y de los intentos por representar sus propias creencias y las de sus colegas, sino en observar y reflexionar sobre el carácter pautado de las representaciones de los participantes (Gilbert y Mulkay, 1995, pp. 215-218). Así, mediante el examen de las inscripciones discursivas (textos científicos, gráficos, diagramas, modelos, fotografías, programas de ordenador, etc.), se pretenden vislumbrar las estrategias persuasivas que los distintos actores ponen en circulación en sus discursos. El análisis discursivo de las representaciones científicas debe asumir que pueden producirse tantas versiones de los acontecimientos como participantes estén implicados. La multitud de voces divergentes en el discurso de la ciencia se hace más evidente en las contiendas tecnocientíficas, desvelando la importancia de las interacciones sociales en la constitución del conocimiento legítimo y verdadero (López Cerezo y Luján, 1997) (caps. IV y V). Dado que el discurso de los distintos acto70
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res es muy variable y dependiente de su contexto de producción, el sociólogo no puede pretender obtener una versión unívoca y autorizada de «lo que realmente sucede en la ciencia». A diferencia de los analistas tradicionales, es preciso encarar el discurso de la ciencia no desde una posición interpretativa, que siempre deriva en una versión definitiva de la acción y la creencia a partir del polifónico discurso de la ciencia, sino desde una descriptiva, que contemple las estrategias que los distintos participantes ponen en juego para generar socialmente las descripciones de sus acciones y sus creencias (Gilbert y Mulkay, 1995, pp. 215-216). El estudio del discurso de la ciencia es complejo y polimórfico. Abarca desde las más informales discusiones de laboratorio a los textos formales de los artículos científicos, pasando por las declaraciones en los medios masivos de información. Puesto que nuestro foco de interés son las interacciones que se establecen entre la ciencia y los medios de comunicación social, los discursos científicos más estructurados y formales son los más interesantes, puesto que representan las fuentes primarias para los periodistas que cubren noticias sobre ciencia y tecnología. Por supuesto también son de gran interés las declaraciones que realizan los científicos en los medios: el discurso de la citación de fuentes autorizadas (v. cap. V). Por lo general, los científicos utilizan en sus discursos formales un variado repertorio de estrategias para construir descripciones como si éstas fueran fácticas. Se trata de procedimientos encaminados a ocultar el agente que produce el discurso (proceso conocido en lingüística como desagentivación), con la finalidad de que el interés recaiga en la «naturaleza de los hechos». Son, en definitiva, mecanismos que proporcionan una cualidad denominada exterioridad (Potter, 1998, p. 193). Una de las formas más comunes de construir la exterioridad consiste en emplear el discurso empirista, llamado así porque muchas de sus principales características hunden sus raíces en el empirismo tradicional. El discurso empirista es típico de los textos o inscripciones formales, normalmente exposiciones públicas de las investigaciones en artículos o conferencias que se manifiestan como una expresión no mediada del mundo natural (Gilbert y Mulkay, 1995). Este mecanismo evita las oraciones en primera persona del tipo «descubrí que...», en favor de construcciones pasivas tales como «se descubrió que...» (Potter, 1998, p. 193). Tras esta maniobra se oculta el singular deseo de eliminar totalmente cualquier rastro subjetivo en el que el autor del texto pudiera incurrir, y así dejar que los «hechos» expresen por sí mismos, sin mediación humana alguna, las causas de la secuencia textual narrada. 71
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De esta manera, la conducta de los autores del texto se dibuja como la consecuencia inevitable de su trayectoria investigadora, limitándose su participación a describir los hechos hasta ese momento ignorados por la ciencia (Lamo de Espinosa et al., 1994, p. 561). Woolgar llama mecanismos de externalización a este tipo de procedimientos para construir los hechos. Su principal función es dar la sensación de que el fenómeno descrito tiene existencia real más allá del dominio de la acción humana, lo cual implica que los científicos se topan con el objeto en el curso de sus investigaciones. Sin embargo, es imposible eludir el dilema de que en toda tradición de informes científicos los responsables de los informes son los propios científicos. En este sentido, Woolgar advierte: «El científico necesita ser un narrador de confianza de la historia pero, a su vez, no debe verse como alguien que se entromete en el objeto» (Woolgar, 1991, p. 114). Hay un desplazamiento del foco de atención desde el «productor del relato factual» hasta la «entidad factual», que aparece entonces como independiente del agente (Potter, 1998, p. 194):
En términos objetivistas, el discurso empirista ayuda a mantener un estrecho vínculo entre el mundo y su representación. Tendemos a pensar que la representación del objeto tiene su origen en la propia preexistencia de éste o que el conocimiento científico se deriva directamente del mundo natural, que es independiente del observador.
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Woolgar (1991, pp. 93-100), mediante el análisis de casos de «descubrimientos» (como el de los púlsares), muestra que, aunque atente contra nuestra intuición, es preciso invertir esta relación, puesto que es la representación la que, según él, constituye al objeto:
La forma de existir y el carácter del objeto descubierto varían en función de las diferentes estructuras sociales: creencias, conocimientos, expectativas, recursos y argumentos, identidades de los aliados y defensores..., es decir, de la totalidad de la cultura local. Esta variabilidad socava el presupuesto de que el objeto preexiste a su descubrimiento. Es el entramado social el que constituye la naturaleza del objeto. No es el objeto el que da lugar a su representación, sino que hay que invertir los términos de la relación para concluir que es la representación la que da lugar al objeto (ibíd., p. 99). Esta argumentación de Woolgar, aunque a primera vista lo parezca, no entra en contradicción ni con la existencia de los hechos, ni, en un sentido primario, con lo que llamamos realidad. Más bien apunta a que la exterioridad de un hecho es efecto del trabajo científico, no su causa (Latour y Woolgar, 1995, p. 204). Como han comprobado Gilbert y Mulkay (1995), los distintos grupos científicos, en abierta competencia sobre aspectos cognitivos de la investigación, presentan una estructura asimétrica en sus discursos. Al tiempo que utilizan estrategias retóricas para presentar sus propios discursos de manera empirista, también recurren a procedimientos discursivos para desacreditar el discurso de los oponentes. A esta clase de discurso que desprestigia el de los contrarios lo denominan discurso contingente. Se caracteriza por la vaguedad e imprecisión de sus términos y se usa para hacer patentes los errores o desviaciones de los colegas competidores. Las incorrecciones se achacan a factores sociales, como los compromisos intelectuales apriorísticos, las rivalidades o competiciones por una determinada posición social o las vinculaciones a determinados grupos sociales; o también a factores psicológicos, como los compromisos emocionales apriorísticos o la fuerte personalidad del investigador. Todos son considerados por los críticos como factores que distorsionan la aprehensión del mundo real en el que se inscribe el objeto estudiado. 73
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El repertorio contingente se suele usar en contextos informales para descalificar de forma fulminante al oponente, aunque también se invoca en contextos formales cuando lo que se pretende es criticar las premisas consideradas incorrectas y formuladas previamente por otros científicos en términos empiristas (Lamo de Espinosa et al., 1994, p. 561). Así, durante una controversia científica cada grupo en disputa elabora discursos que son considerados empiristas por ellos mismos, pero simultáneamente contingentes por los contrarios. Por tanto, el repertorio contingente tiene como función principal socavar la legitimidad del discurso empirista, cuya razón de ser es, como se ha visto, dotar de exterioridad al objeto de análisis. Para ello la ciencia como institución ha establecido canales formales de comunicación con una retórica oficial que tiende a homogeneizar la estructura del discurso científico (v. § I.2.1). El artículo científico (paper) es, quizá, el formato que presenta unos rasgos retóricos y lingüísticos más distintivos e invariables de todo el discurso de la ciencia. Gilbert y Mulkay (1995) distinguen tres grandes grupos de rasgos invariables en la estructura de los artículos científicos. En primer lugar, se recurre en ellos a formas gramaticales que minimizan las intervenciones o acciones de los autores (v. gr., estilo impersonal, uso de la voz pasiva, utilización de imperativos que evitan la apelación a una persona determinada –consideremos, supongamos, etc.-, sustitución de expresiones verbales por otras verbo-nominales –la reutilización del cobalto tiene lugar en Europa por el cobalto se reutiliza en Europa-, etc.). En segundo lugar, los datos se presentan como primarios, tanto en el sentido lógico (los datos preceden a las teorías, por tanto, las fundamentan), como en el sentido cronológico (los datos son identificados antes de que se desarrolle la teoría a partir de ellos) (v § I.1.2.4). El hecho de aplicar a los datos verbos que cabría asignar sólo a las acciones humanas delata este mecanismo retórico. Así, por ejemplo, son frecuentes expresiones tales como estos datos sugieren que, los resultados indican que o los hechos demuestran que. En tercer lugar, el trabajo de laboratorio se presenta constreñido por unas reglas procedimentales de aplicación clara y universal. Por esta razón, la sección «Método» de los artículos científicos configura un panorama de protocolos rutinarios y procedimientos analíticos normalizados, como, por ejemplo, centrifugado en condiciones activadas, método de Gale, etc. (Potter, 1998, pp. 196-197; Gutiérrez Rodilla, 1998, pp. 35-36). 74
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Este repertorio empirista podría desempeñar también un importante papel de apaciguamiento en el seno de la ciencia. La ciencia es una institución en la que abundan los debates polémicos. Las construcciones impersonales pueden evitar que las revistas especializadas se conviertan en acalorados foros para dirimir descalificaciones personales entre científicos rivales. I.2.2.3. La construcción híbrida de la realidad La teoría del actor-red (acrónimo inglés ANT), también denominada «Sociología Simétrica» o «Sociología de la Traducción», es un esquema conceptual particularmente idóneo para estudiar cómo se estructuran las relaciones de poder en la ciencia y la tecnología. La ANT fue concebida en la École des Mines de París por Bruno Latour y Michel Callon como una corriente dentro de los estudios CTS. Originalmente el foco de los análisis simétricos se centró en la construcción de los hechos que los científicos establecían en sus laboratorios para posteriormente extenderse a otros ámbitos de la actividad pública y privada. La teoría del actor-red es una teoría no esencialista, en la que las convicciones epistemológicas tradicionales se desmoronan. Las distinciones otrora esenciales, como sujeto/objeto, cultura/naturaleza, sociedad/tecnología, dejan de ser categorías apriorísticas. No hay esencias sino existencias; existencias que cobran realidad cuando se establecen dentro de redes heterogéneas de negociación, siempre sujetas a cambio. Para describir los aspectos fundamentales de la teoría del actor-red nos basaremos en el artículo seminal de Michel Callon, en el que estudia la heterogénea red de actores en torno a los pescadores de la bahía de St. Brieuc (Francia) y la domesticación de las vieiras (Callon, 1995). Este marco teórico intenta superar las explicaciones sociológicas, marcadas por una notoria asimetría, es decir, por aquellas que reconocen una plasticidad descriptiva para la Naturaleza sin establecer cuál de las posibles descripciones es la más acertada o idónea, pero que, por el contrario, la Sociedad se erige siempre como el único factor explicativo. Si el empirismo lógico analiza la ciencia en términos de descubrimiento y descripción fiel de la naturaleza, y la sociología del conocimiento científico como construcción social, la teoría del actor-red lo hace como construcción de híbridos socio-culturales, tecnológicos y naturales. 75
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La explicación sociológica de las disputas tecnocientíficas es tan discutible como el conocimiento y los objetos que explica. Además, estos análisis sociológicos reduccionistas desprecian la construcción de las identidades de los actores involucrados en el debate. Esto implica que tanto la identidad como los intereses de los actores se consideran categorías a priori y no propiedades flexibles que se construyen dentro de redes heterogéneas de negociación. Como señala Callon, «la ciencia y la tecnología son “historias” dramáticas en las que la identidad de los actores es uno de los temas a debate. El observador que descuida estas incertidumbres se arriesga a escribir una historia sesgada que ignora el hecho de que la identidad de los actores es problemática» (ibíd., p. 261). Partiendo de la consideración de que la Sociedad es también algo incierto y discutible, una manera de evitar estos escollos epistemológicos es analizar en las contiendas tecnocientíficas cómo los diferentes actores (personas físicas, grupos e instituciones sociales, artefactos tecnológicos y entidades naturales) negocian y desarrollan argumentos y contra-argumentos que les permiten elaborar diferentes versiones del mundo social y natural. De esta forma, la capacidad de ciertos actores para controlar a otros depende de una compleja red de interrelaciones de entidades híbridas (sociales y naturales). El establecimiento de estas redes se produce gracias a procesos de traducción. La traducción es el mecanismo por el cual se negocia la identidad de los actores y sus relaciones (intereses). Traducir intereses significa ofrecer de una vez nuevas interpretaciones de esos intereses y canalizar a la gente en direcciones diferentes (Latour, 1987, p. 117). Un actor-red se configura gracias al enrolamiento de otros actores, mediante redes de negociación en un proceso de redefinición en el cual un conjunto de actores principales buscan imponer definiciones y roles a los otros. Callon y Latour entienden por traducción todas las negociaciones, intrigas, actos de persuasión o violencia, por medio de los cuales un actor consigue la adhesión de otros actores. Este conjunto de acciones y procesos trae como consecuencia la transformación de materiales informes, sin sentido, en una red de efectos, en una estructura dotada de sentidos específicos (Domènech y Tirado, 1998, pp. 27-28). Se pueden distinguir cuatro momentos de la traducción que no representan compartimentos estancos, sino más bien fases que se solapan en un proceso continuo de negociación: (1) Problematización, (2) «Interesamiento», (3) Enrolamiento y (4) Movilización de aliados (Callon, 1995, p. 263 y ss). En el capítulo V hablaremos extensamente 76
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de los cuatro momentos de la traducción, cuando apliquemos la teoría del actor-red al estudio de los aspectos científicos, sociales, éticos y políticos de la clonación humana. La ANT es una herramienta conceptual y heurística que permite organizar y tratar la información empírica, así como analizar las complejas redes implicadas en el desarrollo de las tecnologías de la clonación humana, sus consecuencias sociales, políticas y económicas, así como sus posibles aplicaciones médicas, farmacéuticas y ganaderas. La ANT ha recibido variadas críticas. Las principales se ceban en el principio de simetría generalizado, una radicalización del postulado por Bloor (v. § I.2.2.1.1). No vamos a entrar en detallar tales críticas, sólo nos interesa resaltar la que hacen Harry M. Collins y Steve Yarley (1992). Para estos autores, al dejar los actores de ser el epicentro de los estudios sociales de la ciencia, los análisis entran en un callejón sin salida. Una radicalización del principio de simetría conllevaría volver a dotar a la ciencia y a los científicos de su hegemonía en las explicaciones naturalistas del mundo. I.2.3. Las tres imágenes de la ciencia y la tecnología En páginas precedentes hemos estudiado las principales corrientes filosóficas y sociológicas que se han ocupado de la racionalidad científica. Se ha visto cómo el positivismo lógico, la concepción dominante durante buena parte del siglo XX, hizo suyas nociones como la de neutralidad axiológica, autoridad cognitiva, objetividad o verdad. El modelo clásico de la racionalidad científica propone que la ciencia progresa por acumulación de conocimiento cada vez más preciso y verdadero, sobre la base de la correcta aplicación del «método científico»: un algoritmo general para validar las teorías según una combinación de lógica matemática más el criterio de significación empírica. También se repasó cómo, a partir de la década de 1960, se produjo un verdadero giro copernicano en los estudios sobre ciencia y tecnología, dando lugar a nuevos modelos que explicaban la racionalidad científica con criterios que incidían más en la naturaleza histórica y social de la ciencia. Este conjunto de disciplinas es el que contribuye a conformar la imagen filosófica de la ciencia y la tecnología. Los aspectos fundamentales de los que se nutre esta imagen filosófica tienen que ver, entre otros, con la obtención y certificación de 77
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conocimiento genuino, con los fines de la investigación científica y las condiciones para su desarrollo, con sus matrices conceptuales formadas por conocimientos sustantivos, normas y valores, con los condicionantes históricos y culturales que han influido en la organización de las instituciones científicas, con los modelos de cambio científico, con las consecuencias que para la sociedad tienen los descubrimientos científicos y las innovaciones tecnológicas, o con las restricciones éticas o de otra índole que pueden limitar sus campos de actuación (Olivé, 2000, pp. 42-43). Aunque los científicos en activo a menudo se mueven al margen de los avatares filosóficos y sociológicos de su disciplina o de la ciencia en su conjunto, esto no es óbice para que carezcan de una visión más o menos articulada de lo que son sus tareas, actividades y prácticas, de lo que representan sus instituciones, de los fines y los resultados que persiguen, así como de los medios que utilizan para conseguirlos (ibíd., p. 42). Por ello, es necesario considerar también la imagen que los propios científicos tienen de la ciencia y la tecnología, llamada también imagen científica. En muchos aspectos esta imagen está fuertemente entroncada con los principios fundamentales del positivismo o empirismo lógico. Pero además hay que tener en cuenta la imagen pública de la ciencia y la tecnología, que es de la que fundamentalmente trata este libro. Esta imagen la construyen en gran medida los medios de comunicación de masas cuando emplean determinados estereotipos, metáforas y clichés sociales dominantes, para referirse, por ejemplo, a los logros de la investigación científica y a sus consecuencias, a los procedimientos para obtener resultados relevantes, a la honestidad de los científicos y a sus eventuales conductas desviadas, a la autoridad científica, o al propio carácter de los investigadores. ¿Cuál es el papel que juegan las imágenes filosófica y científica en el establecimiento y peculiaridades de la imagen pública? ¿Cuán de importante es esta imagen pública? ¿Qué valor político y social tiene? Estas son algunas de las preguntas que trataremos de responder en los próximos capítulos.
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CAPÍTULO II EL CONFLICTO Y EL CONSENSO, PIEDRAS ANGULARES DE LA TECNOCIENCIA La ciencia se funda sobre el consenso y, a la vez, sobre el conflicto. (Edgar Morin) Ciencia es todo aquello sobre lo que siempre cabe discusión. (José Ortega y Gasset)
II.1. CONTROVERSIAS CIENTÍFICAS: PROBLEMAS, RESTRICCIONES Y TERMINOLOGÍA Las controversias científicas son los componentes básicos de la ciencia contemporánea. Son lo suficientemente ubicuas para ser consideradas como buenos indicadores del cambio intelectual (Narasimhan, 2001, p. 299). Proliferan en los foros públicos e impregnan con sus consecuencias la vida cotidiana de los ciudadanos de las sociedades modernas. Como ha señalado la socióloga de la ciencia Helga Nowotny, «las controversias son una parte integral de la producción colectiva del conocimiento; desacuerdos sobre conceptos, métodos, interpretaciones y aplicaciones son el nervio de la ciencia y uno de los factores más productivos en el desarrollo científico» (Nowotny citada en Mendelsohn, 1987). Desde un punto de vista tradicional, el núcleo de la discusión en el estudio de las controversias científicas recae en el estatuto ontológico de los nuevos descubrimientos. A este tipo de controversias se las ha denominado controversias cognitivas (o de conocimiento), para diferenciarlas de las que surgen de disensiones morales, políticas o económicas profundas, que reciben el nombre de controversias sociales (o sobre aspectos no científicos) (Engelhardt y Caplan, 1987). Esta clara demarcación entre «lo social» y «lo cognitivo» se inscribe dentro de la tradición positivista, ya que insinúa que la controversia cognitiva puede clausurarse aplicando el neutral método científico, mientras que la social puede persistir indefinidamente (Martin y Richards, 1995). Sin embargo, como veremos, en las controversias científicas los hechos en 79
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discusión no pueden separarse de los métodos utilizados para describirlos. Según la sociología del conocimiento científico no puede distinguirse entre un componente cognitivo y otro social, ya que, en cierta manera, el conocimiento está socialmente construido (§ I.2.2). Tampoco es lícito hacerlo desde la perspectiva de la sociología simétrica (§ I.2.2.3). Tal distingo hay que considerarlo como una convención. Por una parte, las controversias cognitivas no transcienden más allá del reducido círculo de expertos que las alimentan. Suelen coincidir con polémicas en torno a los procedimientos observacionales y experimentales utilizados10, así como a la distinta interpretación de determinados «hechos» o teorías, tal es el caso de la teoría del Big Bang y la del estado estacionario. Por otra parte, las controversias sociales penetran en la esfera pública de opinión debido a las consecuencias sociales que se derivan de la aplicación de determinados principios científicos (v. gr., las técnicas biotecnológicas). Dorothy Nelkin, pionera en el estudio de las controversias, ha señalado que éstas transcienden los cerrados límites de la comunidad científica para constituirse en temas de acalorados debates públicos, representando una magnífica oportunidad para estudiar las relaciones ambivalentes que la ciencia mantiene con otras instituciones sociales, incluida la de los medios de comunicación (Nelkin, 1995a). La diferencia principal entre las controversias cognitivas y las sociales radica, por tanto, en que las primeras se circunscriben a qué se considera conocimiento certificado, surgiendo la polémica en torno a la adecuación de los métodos empleados, la eficacia en el control de las condiciones experimentales y la interpretación de los resultados, mientras que las segundas inciden en la conveniencia o no de aplicar determinadas tecnologías o conocimientos que pueden ser valorados de distinta manera por los diferentes grupos sociales en conflicto. Pocos son los científicos que disienten sobre el proceso de la fusión nuclear (hay consenso cognitivo); sin embargo, los riesgos que para la salud y el medio ambiente puede tener la manipulación a gran escala de la energía nuclear es motivo de un debate abierto y fuertemente polarizado (hay disenso social). Tanto las controversias cognitivas como las sociales son fruto de las tensiones entre dos fuerzas sociales opuestas: el disenso y el consenso sobre la naturaleza del conocimiento científico y la idoneidad de las aplicaciones tecnológi10
Algunas de las controversias que describen Collins y Pinch (1996) son de este tipo.
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cas. No obstante, separar «lo social» de «lo cognitivo» se nos antoja arbitrario. Las fronteras no son nítidas, los actores negocian constantemente con argumentos socio-técnicos. Estas razones han llevado a algunos autores, como Eduard Aibar (2002), a clasificar las controversias no a partir de diferencias epistemológicas entre un «componente social» y otro «cognitivo», sino a partir del dominio social en el que surgen. Así, se habla de controversias tecnocientíficas públicas para referirse a aquéllas que emergen en los foros oficiosos, como parlamentos, medios de comunicación, tribunales de justicia, etc., y de controversias tecnocientíficas strictu sensu cuando su ámbito de origen y desarrollo son los foros oficiales de la comunidad científica, esto es, laboratorios, congresos, centros de investigación, revistas especializadas, etc. Esta distinción debe entenderse de una forma dinámica, es decir, las controversias oficiales pueden convertirse en oficiosas y viceversa. Esta distinción parece más adecuada, puesto que elimina la artificiosa dicotomía entre lo cognitivo y lo social. Por su parte, Javier Echeverría (2003), basándose en los rasgos distintivos entre la ciencia moderna y la tecnociencia (v. § I.1.2.5), propone distinguir entre controversias científicas y contiendas tecnocientíficas. Éstas últimas desbordan la noción de controversia, puesto que se trata de verdaderas contiendas que implican conflictos políticos, económicos, jurídicos, sociales e, incluso, militares. Por eso –añade Echeverría– «ya no basta con controlar las sociedades científicas o el poder académico para imponerse en una controversia, como en tiempos de Newton. Las contiendas tecnocientíficas se desarrollan en otros muchos escenarios (como los mercados, las empresas, los despachos e instituciones políticas, los medios de comunicación y, a veces por desgracia, también en el campo de batalla) e impregnan la sociedad, tarde o temprano. De ahí que la componente social, junto a la económica, la tecnológica y la epistémica, sean las cuatro facetas mínimas a considerar en dichas controversias.» (ibíd., p. 180). A menudo, las contiendas tecnocientíficas se han centrado en la cuestión del control político sobre el desarrollo y las aplicaciones de la ciencia (v. cap. V). Sin embargo, en la última década se ha constatado un importante giro hacia los aspectos morales que conllevan muchas investigaciones tecnocientíficas (v. cap. IV). Esta situación ha propiciado la ambivalente actitud pública hacia la ciencia y la tecnología (Nelkin, 1995a, pp. 445-447). La conveniencia o no de las centrales 81
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nucleares, los problemas de salud pública generados por la epizootia de las «vacas locas», las implicaciones éticas y políticas de la clonación, los efectos adversos de la telefonía móvil, son ejemplos actuales y destacados de contiendas tecnocientíficas. La forma de entender cómo emergen, se desarrollan y, en su caso, concluyen los conflictos de naturaleza tecnocientífica, ha cambiado radicalmente desde la explicación racional y cerrada de los positivistas hasta la descripción relativista y abierta de las más recientes corrientes en los estudios sociales de la ciencia y la tecnología. La explicación tradicional admite que los expertos involucrados en una contienda tecnocientífica tienen una posición de máxima autoridad cognitiva. La controversia representa una «anomalía» dentro del bien estructurado corpus de la ciencia. Los expertos ante esta anomalía se reúnen, examinan y discuten la evidencia disponible, ajenos a cualquier interés o valor no epistémico. Posteriormente, emiten un dictamen autorizado, cuyo propósito es trazar las líneas racionales más adecuadas para zanjar el conflicto. Actúan como consultores autorizados. Una vez que los expertos han emitido su informe pericial, son los responsables políticos los que toman las decisiones oportunas para resolver el problema. Sin duda, este esquema plantea una serie de dificultades para ser aceptado. La primera y más obvia es que al conocimiento se le atribuyen tácitamente valores de objetividad y neutralidad. Además se supone que el científico y el propio conocimiento tienen total independencia de las circunstancias sociopolíticas (v. cap. I). Otro problema, que no es trivial, es determinar el estatuto de experto científico, dado que la exclusión de los no expertos del proceso de deliberación se justifica por la escasa alfabetización científica de la población. Algunos autores arguyen que los problemas que suscitan los conflictos de origen tecnocientífico no son tan complejos como para que un público interesado y bien informado no pueda llegar a comprenderlos (Aibar, 2002). En este esquema convencional de las contiendas tecnocientíficas la posición de los expertos siempre es asimétrica, puesto que ocupan la posición de máxima autoridad en la polémica. Sin embargo, en la mayoría de las contiendas públicas es posible encontrar científicos involucrados en la defensa de varios grupos en disputa. En consecuencia, las controversias tecnocientíficas públicas no pueden entenderse como conflictos entre, por una parte, la opinión de los expertos o -haciendo una inverosímil sinécdoque- de la «comunidad científica» y, por otra, la de los diferentes actores sociales no expertos con sus parti82
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culares intereses de grupo. Así, según A. Roy, en el campo de la ingeniería genética el debate sobre la valoración del riesgo está marcado por la oposición entre dos «culturas científicas». La primera, representada principalmente por los biólogos moleculares, considera desde una perspectiva continuista que la ingeniería genética debe encuadrarse dentro de las técnicas tradicionales de selección de plantas. Para estos expertos, la adopción de regulaciones específicas sobre la recombinación del ADN en los organismos manipulados no tiene ninguna justificación científica. La segunda «cultura científica», integrada por expertos en ciencias medioambientales, como ecólogos o genetistas de poblaciones, defiende que la transferencia de genes es una nueva biotecnología que precisamente por su novedad podría generar problemas insospechados, lo cual la hace susceptible de regulación jurídica (Roy citado en Joly y Marris, 2001). El ejemplo nos muestra que la noción de «experto» es problemática y que una determinada tecnología puede o no ser controvertida en función del marco de referencia que se adopte. Resulta claramente inoperante para clausurar una disputa tecnocientífica pública intentar determinar cuál de las posiciones en conflicto se apoya en la evidencia empírica, ya que no hay vías unívocas de interpretación. Debe haber, pues, otros mecanismos extra-epistémicos que entren en juego en la resolución de las controversias (Aibar, 2002). Para un observador positivista la incompatibilidad entre las opiniones de los expertos involucrados en una contienda tecnocientífica se debe a la desviación del ethos que caracteriza a la comunidad científica (v. § I.2.1.1). Esta desviación de la «norma correcta» se explica básicamente por la intromisión de factores sociales ajenos a la ciencia (intereses, componentes ideológicos, etc.). Esto significa que en una controversia habrá expertos que propongan explicaciones verdaderas y otros que, por carecer de evidencia empírica o por una interpretación errónea de los datos, estén equivocados (sociología del error). Para los positivistas la verdad es única. Además de su acusada asimetría con respecto a la explicación causal del conocimiento científico, la sociología mertoniana del error sólo puede aplicarse a posteriori, es decir, cuando la controversia pública se ha clausurado y no mientras está en proceso de negociación. Sin esa clausura previa es imposible dilucidar quiénes han sido los vencedores y los vencidos en el conflicto o, lo que es lo mismo, es imposible delimitar la frontera que separa la «buena» de la «mala» ciencia. Pero no hay que olvidar que existen diversas fuentes de infradeterminación en 83
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la actividad científica. A la infradeterminación de la teoría por la evidencia empírica (v. § I.2.2) hay que añadir la incertidumbre que, en sentido lato, afecta a todas las decisiones que se toman en el ámbito de la investigación y de la política científico-tecnológica. De entre las múltiples incertidumbres asociadas a la actividad tecnocientífica hay que destacar las que se relacionan con la forma en la que se constituye un problema tecnocientífico legítimo, la tipología de datos que se consideran relevantes y la forma de registrarlos, los desarrollos tecnológicos viables y adecuados en cada caso, las políticas más óptimas para promover estos desarrollos tecnológicos o la manera de regularlos y gestionarlos. Reconocer la existencia de estas fuentes de incertidumbre, inherentes al quehacer científico-tecnológico, no significa afirmar que una ciencia o tecnología infradeterminada sea «mala ciencia» o «mala tecnología» (González García et al., 1996, pp. 46-49), sino que la controversia es el núcleo de la actividad tecnocientífica. No es poner en entredicho la ciencia, «sino diversificar los factores y ampliar el horizonte de los actores que toman parte en ella» (López Cerezo y Luján, 1997, p. 214). Los problemas que plantea aceptar una visión convencional como ésta nos lleva a concluir que los componentes epistémicos y los sociopolíticos están fuertemente imbricados en las controversias y contiendas tecnocientíficas. II.2. NEGOCIACIÓN Y CIERRE DE CONTROVERSIAS EN LA CIENCIA Al final del capítulo anterior se sugirió que el programa teórico de Bloor fue posteriormente reforzado por el EPOR, un programa práctico surgido en la Universidad de Bath y desarrollado, entre otros, por Collins, Pinch, Travis y Harvey. El EPOR se centra en el análisis empírico de la actividad científica contemporánea y se fundamenta en tres etapas sucesivas: 1. Flexibilidad interpretativa. Se muestra que existe una flexibilidad interpretativa en los resultados experimentales, es decir, que los descubrimientos son susceptibles de ser explicados por distintas hipótesis. 2. Mecanismos de clausura de controversias. Se desvelan las estrategias sociales, retóricas, institucionales, etc., que constriñen la flexibilidad de las interpretaciones y favorecen la clausura de las controversias al promover el consenso acerca de lo que es la «verdad» en cada caso particular. 84
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3. Influencia del medio sociocultural y político. Los mecanismos de clausura o «cierre» de las controversias tecnocientíficas (formación de consenso) se intentan relacionar con el entorno sociocultural y político más amplio (González García et al., 1996, p. 77). Aunque a primera vista pudiera parecer que el EPOR se adhiere incondicionalmente a un enfoque «microsocial» para intentar desvelar las negociaciones que los científicos establecen entre sí con el fin de zanjar controversias específicas, también se hace evidente que la tercera etapa del programa entronca decididamente con un enfoque «macrosocial» como el desarrollado por la escuela de Edimburgo. Un buen ejemplo de cómo los factores socio-culturales (políticos y económicos) influyen directamente en el cierre de las contiendas tecnocientíficas, es el debate social y parlamentario acerca de las técnicas de reproducción asistida, en el que determinados expertos británicos ejercieron un eficaz control informativo sobre los medios de comunicación con el fin de inclinar la balanza a favor de sus intereses corporativos (v. § III.9). En ocasiones hay serias dificultades para aplicar los criterios «macrosociales» a las controversias, lo cual ha favorecido la proliferación de los análisis eminentemente «microsociales». Por ello algunos autores han puesto de manifiesto la utilidad de estos análisis microsociales de la ciencia para comprender los macroproblemas. Para la sociología simétrica, sin embargo, no hay diferencias de escala entre lo «micro» y lo «macro», sino tan sólo procesos de traducción que desplazan de un dominio a otro a los actores involucrados en la controversia (§ I.2.2.3). En un estudio sobre la génesis y el desarrollo de los trabajos de laboratorio efectuados por Pasteur, Bruno Latour ha señalado que el contexto social no es relevante para entender el funcionamiento de una institución, sino que el propio Pasteur, en la profundidad de su laboratorio (microescala), es el que modifica activamente la sociedad de su tiempo, desplazando a algunos de los actores más importantes (macroescala). Para el sociólogo francés una sociología de la ciencia que distinga entre un «contexto social», de un lado, y un «contexto científico», del otro, se inhabilita así misma (Latour, 1995, pp. 248-250).11
11 El propio Latour acepta que especialistas como Geison pueden mostrar la relevancia de las creencias o la ideología política en el trabajo de Pasteur. Sin embargo, los análisis que destacan este tipo de influencias, por muy interesantes que sean, obvian la cuestión principal de que son los sucesivos pasos de traducción que lleva a cabo Pasteur con su trabajo de laboratorio los que influyen directamente en la sociedad en su conjunto. De ahí que Latour adaptara para el título de su artículo la famosa frase de Arquímedes.
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Los actores implicados en una controversia son los que canalizan los intereses sociales, los convierten en tácticas extra-científicas de negociación y los utilizan para producir conocimiento genuinamente certificado (Collins, 1992, p. 144). En efecto, los grupos de científicos con intereses y perspectivas teóricas y metodológicas divergentes, que, además, están condicionados por exigencias que trascienden el mero conocimiento científico, defienden por lo general interpretaciones distintas sobre los mismos resultados empíricos. La negociación y los mecanismos de clausura de las contiendas tecnocientíficas se consideran procesos en los que se movilizan diferentes recursos socio-cognitivos, y en los que influyen diversos tipos de factores: comunicación y fertilización cruzada entre áreas, especialidades y disciplinas, relación entre los contextos científico y tecnológico, acumulación de recursos, formación de alianzas organizacionales e institucionales, dominio de la política científica, demandas del ámbito social general –político, económico, militar, cultural, ideológico... (Olazarán y Torres Albero, 1999). El objetivo prioritario en un debate es «ganar», es decir, obtener de la comunidad científica, y del dominio público más amplio, el reconocimiento de que se está en posesión de argumentos superiores, y no tanto abrir vías para el diálogo, explorar las similitudes o modificar la posición propia. Los puntos débiles de la argumentación se ocultan. Se simplifican los aspectos más complejos de la controversia o se exageran para rebatir los postulados de los oponentes. Por lo general, durante este proceso se utilizan analogías con intención persuasiva y se suavizan las asunciones que desentonan con las creencias populares (Martin, 2000). II.3. PRINCIPALES RASGOS DE LAS CONTROVERSIAS ESTRICTAMENTE CIENTÍFICAS Mediante la exposición de diversos estudios de caso, como el de la supuesta transferencia química de la memoria, la fusión fría, la radiación gravitatoria, los neutrinos solares desaparecidos o la vida sexual de la lagartija de cola de látigo, Collins y Pinch han desentrañado algunas de las estrategias que emplean los científicos en el desarrollo de las controversias estrictamente científicas. Con frecuencia sucede que el núcleo de expertos involucrados (core set) en una controversia científica no sólo discrepa en los resultados sino también en la competencia investigadora de los adversarios. Estas desavenencias son propias de lo 86
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que Collins y Pinch (1996, pp. 118-123) llaman el círculo vicioso del experimentador. Pensemos en la controversia que se suscitó en torno a la posible detección de ondas gravitatorias a finales de la década de 1960 (Collins, 1999). Ante un fenómeno tan lábil como el supuesto flujo de ondas gravitatorias siempre permanece la duda en cuanto a la corrección de los resultados obtenidos con los aparatos diseñados ad hoc para detectarlas. Como de lo que se trata es de certificar la existencia del fenómeno, es imposible saber de antemano si existe o no tal flujo. En principio, la falta de detección no tiene por qué ser debida a la inexistencia de las ondas gravitatorias, sino que puede deberse a otros factores como la escasa sensibilidad de los aparatos de medida, la impericia de los investigadores o, incluso, la debilidad intrínseca del flujo que lo hace virtualmente indetectable. Para saber si hay o no ondas gravitatorias es imprescindible construir un detector eficiente y comprobar con cierta competencia si se detectan o no. Pero independientemente del éxito del experimento, no se puede saber si el resultado es el correcto porque las dudas no se disipan. Este proceso se repite ad infinitum. Las consecuencias son obvias: como es imposible discernir cuál es el resultado correcto del experimento, surge la controversia. Entonces la calidad de los procedimientos experimentales, la habilidad y competencia del experimentador o la eficiencia en el diseño de los aparatos, se utilizan como argumentos para defender la postura propia y rebatir la ajena. El trabajo empírico puede ayudar al científico como contrastación si logra romper el círculo vicioso del experimentador. Esto sólo ocurre cuando el investigador conoce a priori el intervalo óptimo en el que deben darse los resultados (tal como sucede con los protocolos experimentales previamente consensuados que los estudiantes reproducen en sus prácticas universitarias), lo que proporciona un criterio, universalmente aceptado, de calidad experimental, independiente del resultado del experimento en cuestión (Collins y Pinch, 1996, pp. 118-119). No hay que olvidar que las controversias siempre han formado parte sustancial del devenir de la ciencia (Friedman et al., 1999, p. VII). Sin embargo, los científicos evitan enzarzarse públicamente en polémicos debates que puedan dañar la venerada imagen académica de objetividad y autoridad de la ciencia. Por esta razón, muchos descubrimientos o perspectivas novedosas que ponen en entredicho el conocimiento establecido sencillamente se ignoran. Tan sólo las ideas potencialmente problemáticas se convierten en «controvertidas», 87
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siempre y cuando otros científicos se sientan «obligados» a rechazarlas de forma explícita o a considerarlas si han sido expuestas por una autoridad. Y esto no suele ser fácil, pues aunque parezca paradójico la comunidad científica es renuente a variar estructuras cognitivas firmemente consolidadas. Por ejemplo, según Collins y Pinch (1996, p. 133), al cabo del año se publican numerosos artículos que atacan los pilares teóricos de la mecánica cuántica o de la relatividad, sin alterar lo más mínimo la posición de fuerza de la que gozan ambas teorías en el dominio de la física. Pero el que los científicos eviten las controversias no significa que siempre lo consigan. En general se entiende que las controversias científicas únicamente están relacionadas con la inherente dificultad de los protocolos experimentales y con la sutileza de las mediciones. Esto, a qué dudarlo, es el origen de muchas de ellas. Sin embargo, casos como el del comportamiento sexual de las lagartijas de cola de látigo (Cnemidophorus) se alejan de esta imagen. En esta controversia, la disputa se suscitó a raíz de las novedosas interpretaciones que David Crews (1988), un reputado profesor de zoología y psicología de la Universidad de Texas, propuso a principios de la década de 1980 para explicar una pauta anómala del comportamiento sexual de esa especie. La aplicación de innovadores procedimientos analíticos que le llevaron a sugerir respuestas nuevas a preguntas viejas acerca del comportamiento y de la fisiología reproductiva de especies ya estudiadas, lo situó en el punto de mira de otros científicos que trabajaban en su mismo campo de investigación. A la sazón Crews gozaba de un reconocido prestigio en su especialidad, lo que propició que sus observaciones no pasaran inadvertidas (ibíd., pp. 131-142). El núcleo principal de la controversia se encontraba en un patrón de comportamiento peculiar que Crews describió en especimenes cautivos. Estas lagartijas son partenogenéticas (no sexuales), es decir, se reproducen a partir de los óvulos de las hembras sin que éstos hayan sido previamente fecundados por los machos. Pues bien, Crews observó en ellas un simulacro de apareamiento. El disenso entre el grupo de Crews y otros científicos radicó en el distinto significado que le otorgaron a estas observaciones. Para Crews y sus colegas, si a las prolongadas pautas de cortejo virtualmente idénticas a las observadas entre machos y hembras de especies sexuales se le suman las características fisiológicas propias de individuos sexualmente activos encontradas en los ejemplares estudiados, la conclusión es inequívoca: al estimular el desarrollo ovárico de las 88
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hembras, el comportamiento pseudocopulatorio cumple una función de activación de los mecanismos reproductores. Para sus adversarios el peculiar comportamiento observado se debía a las condiciones de hacinamiento propias de la cautividad. La divergencia en la interpretación de las observaciones pronto derivó en una disputa de naturaleza metodológica. En muchas controversias los problemas estrictamente científicos y las habilidades de los expertos que participan en ellas no pueden separarse con facilidad (Collins y Pinch, 1996, p. 136). En efecto, Crews y sus críticos condujeron el debate al terreno de la competencia metodológica. Se instó a que los investigadores implicados acreditasen sus habilidades procedimentales: régimen de cuidados de los especimenes, aspectos relativos a la observación, etc. Además, conforme la controversia se acentuaba, las apelaciones personales a la capacidad del propio científico eran motivo de disputa. Se ensalzaban las capacidades propias en detrimento de las de los otros. Poner en duda los detalles de la labor cotidiana en el laboratorio tiene, sin embargo, un efecto no deseado: equipara la ciencia a otras actividades más cercanas al subterfugio retórico o a la maña que se cultiva en los despachos (Pinch, 1993/94). Ocultar las discusiones sobre los procedimientos en los artículos científicos que se publican de forma rutinaria hace que la ciencia parezca una actividad especial y los científicos mediadores y observadores pasivos de la naturaleza. Sin embargo, la discusión acerca de la competencia cognitiva y metodológica de los investigadores se hace «visible» durante la controversia (Collins y Pinch, 1996, p. 137). Pero las acusaciones mutuas de falta de rigor en los métodos utilizados no sirven para clausurar la controversia. Llevan a una especie de callejón sin salida, al «círculo vicioso del experimentador». Si se cree que la pseudocopulación es un fenómeno auténtico, en el sentido de que desempeña una función crucial como desencadenante de los procesos reproductivos, parecerá que Crews ha sido un investigador escrupuloso y sus críticos serán condenados al ostracismo científico. Si, por el contrario, se considera que el fenómeno es espurio, fruto del hacinamiento en el laboratorio, sus críticos saldrían avalados y se relegaría a Crews al denigrante dominio de la «mala ciencia». Entonces, si las atribuciones de habilidad y competencia no pueden en general resolver la disputa, ¿qué ocurre con las pretensiones de conocimiento? Los contenidos fácticos, como hemos visto, son inseparables de los métodos que el científico emplea para producirlos (ibíd., pp. 138-139). 89
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Para Collins y Pinch (ibíd., pp. 141-142) esta controversia terminó en un «empate honroso». Dado que enredarse en una polémica no favorece a la reputación de los científicos involucrados, la tendencia es adoptar tácticas para negarla. Así sucedió en la controversia alrededor del enigmático comportamiento sexual de Cnemidophorus. En sus artículos postreros publicados en Scientific American, los científicos implicados no hicieron la menor referencia a la disputa. Una manera de zanjar una controversia como ésta es presentarla como prematura, fruto de un excesivo celo en el ámbito de una especialidad poco desarrollada. Sin embargo, nuestro interés se centra sobre todo en las contiendas tecnocientíficas, esto es, aquellas que por lo general trascienden a los medios de comunicación de masas. II.4. TIPOS DE CONTROVERSIAS PÚBLICAS EN LA CIENCIA Y LA TECNOLOGÍA Según Nelkin hay varios tipos de controversias que afectan a las relaciones entre la ciencia, la tecnología y la sociedad. La primera se refiere a las que tienen que ver con las implicaciones sociales, morales o religiosas de una teoría científica o práctica de investigación. La polémica sobre la enseñanza del evolucionismo en las escuelas públicas de algunos estados norteamericanos, la investigación con tejidos fetales humanos, la experimentación con animales de laboratorio o la clonación humana (v. caps. IV y V), son ejemplos de este tipo de controversias. El segundo tipo revela las tensiones entre los valores medioambientales y las prioridades políticas o económicas. Se suscitan aquí cuestiones tales como el reparto equitativo de los riesgos, el papel de los ciudadanos en las decisiones tecnológicas y el acceso a las comunidades locales de expertos. El tercer tipo se centra en los riesgos para la salud asociados con las prácticas industriales y comerciales. Se produce un enfrentamiento entre los intereses económicos en juego y los riesgos que sufren las personas a costa de ese crecimiento económico. La instalación de antenas de telefonía móvil o la utilización de aditivos en los alimentos, suelen ser motivo de acalorado debate. El cuarto tipo de controversias se refiere a las tensiones entre las expectativas individuales y las necesidades sociales. De forma característica, tales controversias reflejan las 90
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usuales disputas sobre la regulación gubernamental de los derechos individuales y colectivos. La cuestión de si se debe o no añadir flúor al agua destinada al consumo humano como medida preventiva contra las caries ha sido uno de los problemas de salud pública más debatido en los países occidentales, demandando el compromiso continuo de la administración. La controversia pública sobre la fluoración del agua incluye aspectos científicos, como la determinación de la eficacia del flúor para reducir la caída de los dientes o la valoración de su supuesto riesgo para la salud -fluorosis, alergias, efectos genéticos, incluido el cáncer, etc. Y también aspectos éticos y políticos, como por ejemplo, juzgar si es o no correcto añadir un producto químico al agua de consumo público o elegir quién debe ser el encargado de tomar las decisiones sobre la fluoración (Martin y Richards, 1995, p. 508). Ambos tipos de aspectos son interdependientes. En cualquier caso, el desarrollo científico se percibe a veces como una amenaza para los derechos de los individuos. Y esto siempre es fuente de controversias. Por ejemplo, cabe la posibilidad de que alguien con intenciones perversas pueda usar los conocimientos que se desprenden de la investigación neurocientífica para imponer controles sobre el comportamiento individual (Nelkin, 1995a, p. 449) o pueda utilizar las técnicas reprogenéticas para clonar seres humanos y explotarlos comercialmente. Cuando lo que está en juego es la salud y la integridad de nuestro entorno más inmediato, las decisiones políticas en materia de ciencia y tecnología pueden derivar en controvertidas y, como consecuencia de ello, ser susceptibles de debate público en los medios de comunicación. Las contiendas tecnocientíficas que describe Nelkin favorecen la implantación de la imagen bipolar que los medios de comunicación presentan de la ciencia y la tecnología. Es importante resaltar que tanto las actitudes negativas como las positivas coexisten en muchos individuos: una persona puede estar en general a favor de las pruebas biomédicas, pero rechazar las que utilizan animales de experimentación. En las sociedades industrializadas la percepción social de la ciencia y la tecnología es una «percepción esquizofrénica» (González García et al., 1996, p. 21). Los medios de comunicación son los promotores más activos en consolidar esta percepción disociada. Al aplicar sus normas de objetividad, basadas en la equidad testimonial, los medios favorecen una opinión pública dividida entre «tecnófilos» y «tecnófobos». Por una parte, hay depositadas grandes esperanzas en los adelantos que puede 91
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procurar la investigación biomédica y las nuevas tecnologías («contexto tecno-optimista»), pero, por otra, hay gran preocupación por las perniciosas consecuencias que se derivan de la manipulación de los recursos energéticos o de los seres vivos («contexto tecno-catastrofista»). El físico Cayetano López lo resume bien cuando dice que «gran parte del público sigue aún percibiendo la ciencia como algo ajeno, inasequible o peligroso; algo de lo que desconfía oscuramente, o por el contrario, en lo que confía y que respeta no menos oscuramente» (López citado en Polino, 2001, pp. 15-16). Esta bipolaridad se manifiesta en las páginas de las revistas de divulgación, en los suplementos científicos de la prensa diaria o en los programas de radio y televisión sobre temas científico-tecnológicos. Pese a que la percepción social de la tecnociencia es ambivalente, las directrices de los gobiernos en materia de política científica y educativa tienden a modelar positivamente la imagen pública de la ciencia y a reducir las relaciones entre la ciencia y el público a un problema de falta de conocimientos (v. § III.3). Esto impide reglamentar cauces participativos y democráticos para que se expresen todos los agentes sociales implicados en controversias públicas de naturaleza tecnocientífica (ibíd., pp. 21-22). El tratamiento diferencial que hacen los medios de comunicación de las contiendas tecnocientíficas, así como la distinta percepción que tienen los divulgadores y los distintos públicos, son buenos indicadores de por qué, desde una perspectiva periodística, lo relevante en las polémicas está centrado en sus implicaciones y no tanto en sus aspectos estrictamente científicos (v. § III.6.3). Esta actitud favorece una imagen de la ciencia poco certera, por dos razones fundamentales: (1) el que los medios, por lo general, obvien las discrepancias técnicas, dando una imagen robusta de la ciencia, no implica que éstas no existan para los propios científicos, y (2) los componentes técnicos de una controversia, como hemos visto, no pueden desligarse de sus componentes sociales. Se trata de complejos entramados socio-técnicos. II.5. ENFOQUES EN EL ESTUDIO DE LAS CONTROVERSIAS EN LA CIENCIA Cuatro son los principales enfoques en el estudio de las controversias: positivista, políticas de grupo, construccionista y estructuralista (Martin y Richards, 1995, pp. 509-516). 92
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II.5.1. Enfoque positivista El estudioso social positivista acepta la visión ortodoxa sobre la ciencia. Así, por ejemplo, si los científicos dominantes afirman que la fluoración no entraña ningún peligro, el positivista asumirá como punto de partida para su análisis social el criterio dominante. Desde esta perspectiva, el debate científico es legítimo cuando la evidencia es incompleta o contradictoria. Una vez han sido resueltas las incertidumbres, sólo la obstinación o el inconformismo se resisten al poder persuasivo de las pruebas científicas. Si a pesar de la evidencia persiste la controversia, el científico social positivista enfoca el problema desde la «sociología del error» (v. § I.2.1.1). Si la fluoración se valida científicamente como un procedimiento inocuo y eficaz contra las caries, el sociólogo positivista se presta a indagar cuáles son las razones por las que los ciudadanos se oponen a una práctica tan recomendable. Entonces tiende a explicar esa oposición ciudadana apelando a restricciones educacionales (analfabetismo científico) o, incluso, psicosociales (enajenación, confusión, aspectos demográficos, intoxicación informativa, etc.) (ibíd., p. 509). Esta aproximación presenta dos grandes limitaciones: (i) depende del orden científico establecido, y (ii) desprecia la influencia de los factores sociales sobre la propia estructura cognitiva. II.5.2. Enfoque de las políticas de grupo Se centra en el estudio de los intereses y de las actividades de los distintos grupos implicados en las contiendas tecnocientíficas. Por definición, es costumbre que en las democracias liberales el debate sea plural. En función de la naturaleza de la disputa y de las preocupaciones del analista, la atención se fija en unos grupos u otros. Por ejemplo, si está en discusión el impacto social de las centrales nucleares o de los vertederos de residuos químicos, la atención recaerá en la pugna entre el gobierno, los grupos de ciudadanos y otras instituciones públicas y privadas. También es típico el conflicto de intereses entre expertos adscritos a la corriente dominante del poder político y los científicos inconformistas (maverick scientists) que apoyan a los grupos de acción ciudadana. En el estudio de las políticas de grupo el analista utiliza un entramado conceptual que le sirve para describir y discutir el contexto sociopolítico que condiciona la controversia. Uno de los conceptos principales 93
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es el de la «movilización de recursos», es decir, la capacidad de los distintos actores para movilizar los recursos disponibles, sea dinero, poder político, partidarios, estatus, sistemas de creencias o autoridad científica. Los grupos en contienda a menudo utilizan el conocimiento científico como herramienta para validar sus argumentaciones, en cuyo caso se habla de politización de la especialidad. En esta actitud subyace la asunción positivista de que los científicos son neutrales, salvo que adopten una conducta aberrante y sean tentados por los cantos de sirena de la política o la economía. Este enfoque, pese a sus limitaciones, parece muy adecuado para analizar las controversias tecnocientíficas con implicaciones sociales y políticas en las que el estatuto cognitivo de la cuestión está sujeto a la flexibilidad interpretativa. Es poco útil, sin embargo, en las controversias strictu sensu, que se restringen exclusivamente a la comunidad científica (ibíd., pp. 511-512). II.5.3. Enfoque constructivista El constructivismo social basa su metodología de aplicación en los principios defendidos por la sociología del conocimiento científico (v. § I.2). Para los constructivistas las controversias en el campo de la ciencia y la tecnología son especialmente valiosas por cuanto permiten dilucidar las estrategias que se ponen en juego para validar el conocimiento científico. El analista pretende conocer cuáles son los procesos de negociación que los científicos utilizan para certificar la interpretación más plausible de los hechos. En las controversias estos procesos sociales, que de ordinario no son visibles excepto para los propios científicos, se hacen conspicuos al dejar al descubierto toda una gama de estratagemas. La aproximación constructivista desafía el postulado básico del positivismo que defiende que el conocimiento científico está al margen de las influencias sociales y políticas. El constructivista exige tratar las afirmaciones contradictorias de los distintos actores en disputa de manera simétrica e imparcial. Con esto se quiere significar que debe ser capaz de aplicar equitativamente el mismo estilo de explicación con respecto a la verdad o la falsedad, la racionalidad o la irracionalidad, el éxito o el fracaso, de las diferentes interpretaciones de la controversia. No puede privilegiar ninguna creencia por encima de otra. Al seguir el curso de la controversia hasta su clausura, el analista sagaz estudia la ciencia en 94
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construcción. Puede dilucidar los factores sociales que explican cómo algunas creencias terminan considerándose verdaderas y otras falsas. Al prestar atención al proceso por el cual el conocimiento científico se construye socialmente, este enfoque ha sido aplicado con éxito a las controversias estrictamente científicas (Collins y Pinch, 1996). Si para el enfoque estándar el problema entre las distintas interpretaciones de un mismo «hecho» se puede resolver aplicando las reglas impersonales y objetivas del método experimental (v. § I.1.3), para el enfoque constructivista el conocimiento científico que se obtiene tras zanjar una controversia no es el resultado de la verificación o falsación rigurosa, sino que depende de las influencias y restricciones ejercidas por la comunidad que juzga y valora ese conocimiento. Estas influencias y restricciones no sólo incluyen el conocimiento previo aceptado por la comunidad (los elementos de su paradigma), sino también los intereses creados y los objetivos sociales que envuelven. Ambos factores, paradigma e intereses, condicionan fuertemente el proceso por el que se aceptan o rechazan las pretensiones de conocimiento, motivo de la discrepancia. Consecuentemente, en el marco de las condiciones impuestas por el enfoque constructivista, se considera que la «verdad» o la «falsedad» de las demandas de conocimiento no se derivan del estatuto ontológico de la naturaleza, sino de las interpretaciones, acciones y prácticas de los científicos implicados en la controversia. Es obvio que las tesis centrales de simetría e imparcialidad del Programa Fuerte requieren la neutralidad epistemológica y social del analista. En la práctica, sin embargo, la supuesta neutralidad del investigador social es una quimera, puesto que la insistencia en tratar los dos polos de la disputa de forma simétrica dota de mayor credibilidad a los argumentos de los detractores de la «versión ortodoxa» y, a la postre, les proporciona de facto más cobertura (Scott et al., 1990). Una seria limitación metodológica que han visto algunos críticos es que estos estudios se aplican sólo a la escala «microsocial» de las interacciones entre los distintos grupos interesados, ignorando las influencias estructurales que a nivel «macrosocial» pueden influir en la constitución del conocimiento científico. Estos autores piensan que la dicotomía entre un nivel «macrosocial» y otro «microsocial» es falaz. Bruno Latour, por ejemplo, ha señalado que los procesos de traducción son los que pueden o no extender las prácticas desde el laboratorio (u otro ámbito) a la sociedad en su conjunto, afectando a ésta última. Las estructuras sociales dadas a priori (intereses, formas de poder, etc.) no son las 95
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que condicionan las construcciones cognitivas, sino que son los actores los que negocian en redes heterogéneas más o menos amplias la influencia de estas construcciones, estableciendo socialmente determinados hechos, intereses o afirmaciones. De esta manera, los actores que logren extender más la red de relaciones y mantenerla más o menos estable en el tiempo son los que tendrán mayor éxito y, por tanto, son los que alcanzarán mayores cotas de poder (v. § I.2.2.3 y, sobre todo, cap. V). (Latour, 1995, pp. 237-257). II.5.4. Enfoque estructuralista Este acercamiento usa conceptos que provienen de la estructura social, como «estado», «clase» y «patriarcado», para analizar la sociedad y formarse una idea de los aspectos polémicos de la controversia. La estructura social es el conjunto de interrelaciones entre los diversos componentes de la sociedad (básicamente acciones sociales normativas), más la distribución de estos componentes según un orden dinámico (Giner, 2000, p. 66). Por ejemplo, en el análisis marxista la clase social está determinada por la relación entre los grupos y los medios de producción: la clase gobernante es dueña de granjas y fábricas y el proletariado es el que vende su fuerza laboral. Desde esta óptica, las contiendas tecnocientíficas son el producto de las tensas relaciones entre las clases. Así, por ejemplo, el sociólogo marxista tiende en su análisis a denunciar el papel del capitalismo en la transformación de las prácticas agrícolas (monocultivos, uso de fertilizantes artificiales y pesticidas), apoyando de esta manera la causa de los ecologistas. Por otra parte, los análisis feministas también utilizan categorías sociales, como «género» y «patriarcado», para poner al descubierto la influencia de las ideologías de género en la historia de la ciencia (Fox Keller, 1996, pp. 53-55). Otra estructura social importante es el «estado». La controversia sobre la idoneidad de la energía nuclear puede analizarse como el conflicto de intereses en el control y uso de esta tecnología entre el propio estado y los ciudadanos que se oponen a su desarrollo. Además, otras controversias se pueden estudiar usando el concepto de «profesión». Los intereses corporativos juegan un papel relevante en la orientación de la controversia (v. § III.9). Un ejemplo significativo es 96
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la disputa sobre el problema del cáncer. Según Linus Pauling, premio Nobel de Química en 1954, si se administran a los enfermos megadosis diarias de vitamina C (sustancia barata y no patentable), el cáncer puede controlarse e incluso remitir. Esta afirmación (viniendo de alguien con la autoridad de Pauling) representa una amenaza para el establishment científico e industrial. La poderosa alianza entre los intereses institucionales y profesionales favoreció la clausura política de la disputa, negándosele a Pauling una plataforma profesional para argumentar sus críticas. La consecuencia lógica de este proceso de censura fue el bloqueo de cualquier futura investigación sobre los efectos benéficos de la vitamina C (Scott et al., 1990). Uno de los problemas del análisis estructural es que si se asume que las estructuras sociales son entidades físicas (en vez de conceptuales), se corre el peligro de eliminar cualquier perspectiva de conflicto y de cambio. Se trata del viejo problema de la reificación de las categorías, es decir, de asumir que éstas son «objetos físicos». Otro problema es que muchas de las categorías de uso común, como «clase» o «patriarcado», parecen ser instrumentos demasiados débiles para proporcionar buenos marcos conceptuales de la dinámica de las disputas al nivel local. Es probable que por ello no haya ningún corpus coherente susceptible del análisis estructuralista, a diferencia de los tres primeros. Los cuatro enfoques anteriores son «métodos ideales» para aproximarse a las controversias desde diferentes ángulos, unos complementarios y otros incompatibles. Cada uno tiene sus virtudes y limitaciones. No parece que haya una aproximación mejor que otra al problema general de las controversias en la tecnociencia, o incluso a una controversia determinada. Más bien, el «mejor enfoque» depende de los propósitos de aquellos que lo aplican (Martin y Richards, 1995, p. 516). La Tabla 1 compara, con distintos criterios epistemológicos, metodológicos y sociológicos, los cuatro tipos ideales de enfoques. II.6. TRATAMIENTO PERIODÍSTICO DE LAS CONTIENDAS TECNOCIENTÍFICAS En el presente capítulo se viene insistiendo en el hecho de que las discrepancias entre los expertos sobre determinadas ideas científicas y/o aplicaciones tecnológicas son inherentes al trabajo científico. Muchas controversias suelen presentar claras implicaciones sociales que las 97
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hacen trascender y penetrar con fuerza en el ámbito público de los medios de comunicación de masas (v. § II.3). Sin embargo, el periodista tiende a suprimir del discurso público las controversias estrictamente científicas, es decir, aquellas que presentan incertidumbres en la interpretación de los resultados y en los procedimientos empleados (v. § III.6.2). Esta práctica parece evitar la ponderación de los detalles complejos o peliagudos de la investigación científica, que el periodista juzga prescindibles para el buen entendimiento de los puntos esenciales de la noticia. Tal actitud deviene en que el periodista no entiende que tanto el conocimiento científico como las propias identidades e intereses de los actores involucrados en la controversia tienen un cierto carácter constructivo. Criterio Tratamiento del Herramientas Principales razones para la conocimiento conceptuales clausura del debate Enfoque científico Positivista
Positivista
Actores
Política de grupos
Inespecífico (usualmente positivista)
Actores
Constructivista
Estructuralista
Foco del análisis
Conocimiento superior Dentro de la (para cerrar la controversia comunidad científica científica) Superiores recursos políticos, económicos o sociales
Fuera de la comunidad científica
Posicionamiento del analista Asumido o abierto
?
Procedimientos preferidos de toma de decisión Los expertos los conocen mejor; uso de la política para ayudarlos a ganar; tribunal de la ciencia Panel científico de examinadores; la opinión del ciudadano mediante una política plural
Dentro de la Superior capacidad persuasiva o habilidad de comunidad Sin discusión, solo el científica trabajo en red en la análisis social Negado, Para la ANT micropolítica de la Relativista Actores Para la ANT las encubierto, comunidad científica. la distinción de facto explicaciones no son «dentro» y Superior conocimiento naturalistas ni sociologistas «fuera» es /política arbitraria Estructuras sociales Fuera de la Depende de Inespecífico Estructuras Hegemonía de la estructura comunidad la elección alternativas (en las cuales (usualmente sociales social dominante científica de estructuras la controversia no surja) positivista)
Tabla 1. Criterios característicos de los cuatro enfoques principales para estudiar las controversias tecnocientíficas. Adaptado de Martin y Richards, 1995.
El hábito periodístico de suprimir las controversias científicas contrasta claramente con otra fuerte tendencia de los medios de comunicación: dar extensa cobertura a las contiendas tecnocientíficas con una fuerte carga social. Estas polémicas que presentan derivaciones económicas, sanitarias, políticas, éticas o religiosas, tienen un evidente interés público. 98
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Por su parte, los científicos son proclives a ocultar las controversias científicas porque involucran aspectos epistémicos de la investigación. Desvelar ante la opinión pública que no se está de acuerdo sobre cuestiones fácticas puede dañar la imagen de eficacia, objetividad y neutralidad que la ciencia proyecta a la sociedad. Se pretende con ello no poner en duda el dogma de que la verdad es una y la ciencia, aunque de forma tentativa, el camino más idóneo para alcanzarla. La Tabla 2 resume la tendencia de científicos y periodistas con respecto a la gestión pública de las controversias y contiendas tecnocientíficas: CIENTÍFICOS
Tendencia a
PERIODISTAS
Controversias Contiendas Controversias Contiendas científicas tecnocientíficas científicas tecnocientíficas Ocultarlas Exponerlas Ignorarlas Amplificarlas
Tabla 2. Comportamiento diferencial de científicos y periodistas con relación a las controversias y contiendas tecnocientíficas.
El desconocimiento general de los periodistas sobre cómo funciona la ciencia, la tendencia de los científicos a ocultar en origen cualquier atisbo de controversias strictu sensu y el supuesto escaso interés que tienen éstas para el gran público si se las compara con las contiendas tecnocientíficas (según los criterios de noticiabilidad periodística), parecen los principales factores explicativos de por qué los medios de comunicación suelen ignorar este tipo de controversias. En el capítulo IV, dedicado a la cobertura periodística del caso Dolly, se muestra claramente cómo en las primeras fases del debate público sobre la clonación los medios ignoraron controversias científicas, como la falta de reproducibilidad del experimento, la polémica en torno al estatus de diferenciación de la célula de la que se extrajo el material genético para clonar a Dolly o la baja tasa de efectividad del método utilizado. La exclusión en el debate social de estos componentes científicos contribuyó decisivamente a que la clonación de un mamífero por el método de la transferencia nuclear se estableciera como un «hecho científico» incontrovertible. Sin embargo, las controversias con implicaciones sociales pueden dirimirse públicamente sin mayores perjuicios para la imagen social de la ciencia. Incluso su visibilidad pública puede potenciar sus valores. Si 99
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la incertidumbre científica penetra en la esfera pública, a veces puede ser utilizada por los científicos para reforzar la imagen social de la ciencia y la de ellos mismos. En sus estudios de caso, Brian Campbell (1985) se percató de que los expertos que exigieron en los debates públicos definiciones sobre las incertidumbres científicas no sólo cimentaron su posición en la polémica, sino que también sus afirmaciones fueron aceptadas como fuentes de autoridad. Así, al admitir francamente en los foros públicos que la aplicación de determinado conocimiento o tecnología es discutible, la autoridad y objetividad de los científicos se refuerza. Según el modelo de Campbell, si en un medio público un científico estima que en la construcción de un determinado reactor nuclear los informes sobre los posibles riesgos asociados a su funcionamiento son incompletos o discutibles como para apoyar una política a favor de la consecución de tal proyecto, el simple hecho de airear la polémica provoca una reacción positiva de la opinión pública hacia la comunidad científica. Tales actitudes públicas de los científicos los legitiman socialmente como fuentes neutrales de autoridad (Zehr, 1999, p. 9). La querencia de los medios por la polémica favorece, sin duda, el amplio tratamiento que el periodismo concede a las contiendas tecnocientíficas. Los debates mediáticos sobre aspectos controvertidos de la ciencia y la tecnología suelen estar fuertemente polarizados: unos actores están a favor y otros en contra, unos cargan las tintas sobre los componentes negativos del problema y otros se centran en sus aspectos beneficiosos. Esta tendencia de los medios parece estar en consonancia con la bipolarización política y social que caracteriza a las sociedades democráticas.
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CAPÍTULO III LA IMAGEN PÚBLICA DE LA CIENCIA Y LA TECNOLOGÍA Para los científicos podría ser un extraño flirteo con el suicidio oponerse a la popularización de calidad, que es la única que el público comprende, aprecia y, con mayor probabilidad, apoya. (Carl Sagan)
III.1. DIVULGACIÓN CIENTÍFICA, UN CONCEPTO PROBLEMÁTICO En la entrada «Divulgación» de su libro Uno y el Universo, Ernesto Sábato (1981, pp. 42-43) relata lo siguiente: Alguien me pide una explicación de la teoría de Einstein. Con mucho entusiasmo, le hablo de tensores y geodésicas tetradimensionales. —No he entendido una sola palabra —me dice, estupefacto. Reflexiono unos instantes y luego, con menos entusiasmo, le doy una explicación menos técnica, conservando algunas geodésicas, pero haciendo intervenir aviadores y disparos de revólver. —Ya entiendo casi todo —me dice mi amigo, con bastante alegría—. Pero hay algo que todavía no entiendo: esas geodésicas, esas coordenadas... Deprimido, me sumo en una larga concentración mental y termino por abandonar para siempre las geodésicas y las coordenadas; con verdadera ferocidad, me dedico exclusivamente a aviadores que fuman mientras viajan con la velocidad de la luz, jefes de estación que disparan un revólver con la mano derecha y verifican tiempos con un cronómetro que tienen en la mano izquierda, trenes y campanas. —Ahora sí, ahora entiendo la relatividad! —exclama mi amigo con alegría. —Sí —le respondo amargamenteæ, pero ahora no es más la relatividad.
La anécdota refleja buena parte de las ideas que popularmente se tienen de la ciencia y de su divulgación. Tales ideas, como intentaremos demostrar, son fieles herederas de la concepción positivista (v. § I.1). Si se analiza detalladamente el relato de Sábato se observa que destila una fina y amarga ironía, puesto que por tres veces el escritor es 101
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interpelado por su amigo para que le explique la teoría de Einstein y cuando, por fin, la comprende ahora no es más la relatividad. En un interesante análisis de una versión oral de este relato, Daniel Cassany (2002) apunta con acierto que la anécdota subrepticiamente nos orienta hacia axiomas que asumen la divulgación como algo que devalúa o corrompe el conocimiento científico, hasta el punto de negar su pertinencia para comunicar a los profanos aspectos sesudos de la investigación científica. En efecto, el adverbio de la última frase ([...] ahora no es más la relatividad.) presupone que formulaciones previas todavía lo eran y, en consecuencia, que cada nueva reformulación pierde algo de la fuente primera. El hecho de admitir que el conocimiento científico sufre alguna suerte de degradación en el proceso de reformulación implica aceptar una estructura jerárquica en las relaciones entre la ciencia y su divulgación. La ciencia se concibe entonces como algo puro, que está por encima de las mezquindades humanas. La calidad de la divulgación depende entonces de cuán grande sea la transformación que se efectúe sobre el conocimiento originario y genuino. La traducción siempre es una traición. En cualquier caso, independientemente de la calidad intrínseca de los conocimientos divulgados, el estatuto de la divulgación siempre es de menor rango que el de la ciencia (Cf. Alberch, 1996, p. 28; Barceló, 1998, p. 40). El estudio detallado del texto nos depara otras sorpresas. Esta labor divulgativa, además, debe realizarla el científico (no olvidemos que cuando escribió la historia, incluida en su libro inaugural de 1945, Sábato aún trabajaba como físico), puesto que se le supone la necesaria competencia cognitiva como para enfrentarse a un asunto tan abstruso como la teoría de la relatividad. El ansia de conocimiento del amigo se explica por la escasa formación e información que tiene sobre física. Es, literalmente, un lego, es decir, un ignorante en cuestiones científicas. En este tipo de situaciones se basa el cuestionado «modelo de déficit cognitivo», que se estudia más adelante (v. § III.3). Parece incongruente, no obstante, que ambas actitudes –la divulgación como medio democrático de repartir el saber o como actividad deplorable– se nutran de la presunción de que el conocimiento científico es conocimiento verdadero sobre la realidad, y que la ciencia es una superestructura cerrada de conocimientos, atemporal y ubicua, autónoma y desligada por completo de los contextos sociales y culturales en los que emerge. Las redes del positivismo están echadas. El relato presupone también que el cometido único y principal de la divulgación es transmitir conocimientos científicos ya elaborados 102
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empleando un lenguaje que indefectiblemente los distorsiona (v. § I.1.2.2). El lenguaje de la ciencia (ejemplificado en los tecnicismos «tensores», «coordenadas» y «geodésicas») es preciso y riguroso, mientras que los recursos expresivos a los que el narrador tiene que recurrir («con amargura», no lo olvidemos) para explicar la teoría de la relatividad (metáforas en las que intervienen «aviadores», «disparos de revólver», «trenes» y «campanas») presentan la ambigüedad de la imprecisión y son únicamente sustitutivos imperfectos, aunque hasta cierto punto útiles, para que el no iniciado pueda comprender parcialmente el significado de los hechos científicos. La utilidad de estos recursos desaparece cuando su potencial traductor decrece por debajo del umbral mínimo de calidad esperado. Se piensa que el lenguaje de la ciencia huye de las figuras retóricas y que cuando las utiliza está desvirtuando la esencia de la primera. Sin embargo, la historia de la ciencia nos enseña que el uso de recursos retóricos es común en la configuración del discurso científico y que, incluso, algunas de las grandes obras científicas de todos los tiempos, como El origen de las especies de Darwin, fueran escritas empleando conscientemente un rico lenguaje connotativo. Esto significa que los recursos retóricos pueden jugar un importante papel en la explicación y comprensión científicas. No obstante, esta imagen convencional desprecia el valor creativo de las reformulaciones divulgativas (v. § III.5). Para que la comprensión pública de la ciencia –en sentido lato, no exclusivamente como contenido especializado– sea percibida como un recurso de acción social y no como una forma simple de recepción pasiva de información acreditada como experta, tiene que ser entendida como un proceso interpretativo (Yearley, 1993/94, p. 65). En relación con los intereses de las audiencias de la divulgación, el relato también esconde una inesperada enseñanza: la divulgación de la teoría de la relatividad fracasa porque se entiende que su misión pedagógica ha fracasado. En las críticas a la divulgación como actividad que desvirtúa el discurso de la ciencia aflora claramente una visión positivista, en la que la «verdad científica» es algo puro que, de forma inexorable, cualquier transformación que se efectúe sobre ella la adultera. La divulgación acarrea, por definición, el error y la mácula. Además, como ya se ha constatado, estas ideas defienden el estatuto de superioridad del conocimiento científico sobre el conocimiento divulgativo. Puesto que tanto la divulgación como la propia ciencia no pueden dar cuenta de lo real en términos objetivos, porque no existe el observador 103
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neutral y omnisciente que desligue su visión del contexto social y cultural desde el que observa, no puede aceptarse el argumento que afirma que la divulgación fracasa porque es incapaz de preservar la pureza de la ciencia (Polino, 2001, p. 105).12 Los medios de comunicación social al tener un papel preponderante en la construcción de la realidad social, se convierten en foros de debate del máximo interés para los científicos y para los gestores de la política científica. Los primeros pretenden controlar la información científica que llega a los medios para mantener su legitimidad y autoridad (v. § III.8); los segundos, por su parte, consideran que los medios de comunicación social pueden ser buenos vehículos pedagógicos para paliar las deficiencias del sistema educativo. Los gestores de la política científica en cooperación con educadores y científicos abogan por promocionar la ciencia y la tecnología por canales informales que las popularicen. Si tenemos en cuenta esta pretensión de control de los medios, parece razonable suponer que la divulgación de la ciencia y la tecnología en los medios se practica con la clara intención de obtener la aprobación del público en cuanto a la autoridad cognitiva de la ciencia y, por tanto, con la finalidad de que éste apoye las políticas que promueven el desarrollo del sistema tecnocientífico. La función del periodismo científico se reduce entonces a servir a los intereses de la tecnociencia, a su difusión y promoción. Desde nuestro punto de vista, el éxito o el fracaso de la divulgación no depende tanto de la pérdida de información científica que todo proceso reformulativo conlleva, como del grado de conexión entre los intereses de los públicos destinatarios y el mensaje divulgativo. El éxito en el proceso de la comunicación estará, por tanto, en función de la competencia del enunciador, del conocimiento que éste tenga del destinatario y de que la «puesta en escena» de la ciencia y la tecnología interese y conmueva al público (v. § III.5). Dependiendo del perfil psicosocial del destinatario, el enunciador tendrá que adaptar su discurso para que el lazo comunicativo se constituya y, además, sea eficaz (Verón, 1998/99). Esto no significa que la calidad de los contenidos científico-tecnológicos en el discurso periodístico divulgativo sea irrelevante, sino que,
12 En su tesis Polino esboza una crítica a las ideas que conciben la divulgación mediática de la ciencia y la tecnología como un instrumento pedagógico.
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posiblemente, la obtención de datos estrictamente científicos (por lo menos para determinados tópicos de ciencia y tecnología) no es una de las prioridades del público al acceder a la información en los medios de comunicación social. La forma periodística con la que se presenta esta información sugiere que el destinatario no demanda únicamente contenidos sustantivos sobre un determinado asunto científico, sino que más bien está interesado en comprender «cuál es el significado que esa información puede tener para él y qué consecuencias prácticas pueden derivarse para su vida cotidiana» (León, 1999, p. 39). Esta reflexión pone en tela de juicio la extendida creencia de que el cometido prioritario de la divulgación de la ciencia en los medios es el de transmitir el contenido cognitivo de la ciencia.13 Más bien, hay que considerar que la divulgación científica es una actividad comunicativa que trata de poner en conocimiento del público unos saberes de origen científico, mediante un nuevo discurso cuyos fines, formas y objetivos no son necesariamente científicos (León, 1999, p. 42). Para Paul Bromberg y José Granés (citados en Polino, 2001, p. 105), la divulgación científica selecciona, reorienta, adapta, refunde, en definitiva, transforma un conocimiento específico de naturaleza científica para que sea consumido dentro de un contexto distinto y con propósitos diferentes por una determinada comunidad cultural. Estas consideraciones sugieren que la popularización de la ciencia en los medios no es un simple mecanismo de «traducción» entre diferentes niveles lingüísticos, sino más bien la recontextualización de algún aspecto del conocimiento o de la práctica científica. Por esta razón, cuando un ciudadano adulto lee en la prensa, por ejemplo, un artículo sobre la clonación humana no sólo lo hace para enriquecer su bagaje cultural (aunque incidentalmente este enriquecimiento se pueda producir) en relación con los aspectos técnicos de la clonación (v. gr., el método empleado para reprogramar genéticamente una célula adul13 Así, para la lingüista argentina Guiomar Ciapuscio (1997, p. 20), con la divulgación científica «se trata de divulgar conocimiento específico, experto, sobre un campo científico particular [...]». El microbiólogo Ricard Guerrero (1997, p. 37), por su parte, apunta hacia los objetivos de la divulgación, cuando afirma que «su finalidad es poner al alcance de la población general el conocimiento científico». Para el profesor de filosofía de la Universidad Libre de Bruselas Gustaaf C. Cornelis (1998), «la popularización de la ciencia no es más que un esfuerzo por imaginar las ideas científicas de tal manera que todos (especialmente los no científicos) puedan aprehender los conceptos fundamentales y tener una idea de qué es en esencia la ciencia».
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ta), sino que lo hace sobre todo para informarse de las repercusiones y las consecuencias sociales y culturales que tiene para su vida y la de sus hijos esa nueva técnica biológica, para contrastarla con sus convicciones éticas o religiosas o simplemente para entretenerse y saciar su curiosidad. Así, por ejemplo, la historia de la cobertura periodística acerca de la aparición y difusión de las ideas relacionadas con el virus del SIDA demuestra que los medios de comunicación jugaron un papel más allá de la mera difusión de contenidos científicos, desempeñando un papel activo en la construcción social de la enfermedad y en el establecimiento de una determinada imagen de la ciencia y la tecnología (Paéz et al., citados en Polino, 2001, p. 27). III.1.1. La divulgación como algo que devalúa el conocimiento científico Nos centraremos aquí en la presunción más importante acerca de la divulgación científica que se desprende del relato de Sábato. En concreto, aquella que asume que la tarea del divulgador se reduce básicamente a simplificar el contenido abstracto y especializado de los mensajes científicos, para así hacerlos accesibles al público lego. Esta operación se entiende como el trasvase de un contenido culto, técnico y científico, a otro más popular, dentro de una concepción jerárquica de la diversidad interna de la lengua (Calsamiglia et al., 2000, p. 2640). Dos asunciones subyacen a este enfoque reduccionista en el que la ciencia tiene un estatus cognitivo superior al de la divulgación. Por una parte, se considera que divulgar es una práctica de decodificación necesaria (aunque limitada) para que el profano comprenda el significado de los hechos, teorías y experimentos de la ciencia. Por otra, que la divulgación al tender «puentes de entendimiento» entre el vacío cultural existente entre la ciencia y la sociedad implica la construcción de un intermediario, una persona que conoce el lenguaje especializado (caracterizado por ser asensorial, sistemático y monosémico) y las estrategias para traducirlo al lenguaje cotidiano (uso de recursos retóricos, entre los que destacan la sinonimia, el ejemplo, la metáfora, la analogía o la aposición explicativa). Los textos divulgativos son tanto más valorados cuantos menos tecnicismos empleen sin mermar el rigor científico. La figura del intermediario suele ser la del científico que practica la divulgación o la del periodista que cubre noticias de ciencia y tecnolo106
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gía. Para muchos científicos y periodistas que cultivan la divulgación el único y más importante obstáculo que tienen que sortear es de carácter lingüístico, más específicamente, terminológico (Ciapuscio, 2000a, p. 47). Existe la creencia general de que el intermediario debe realizar la tarea de acercar la ciencia al público sin desmerecer la confianza de los miembros de la comunidad científica, así mantiene informado al primero y no traiciona las expectativas de los segundos (Roqueplo, 1983, pp. 61-62). Esta recomendación, asumida por muchos periodistas especializados en ciencia y tecnología, favorece la sumisión a los cánones que dicta la autoridad científica, cercenando en cierta manera la capacidad crítica del periodista para cuestionar la credibilidad de sus fuentes. Desde esta perspectiva lingüística, la divulgación es un proceso de traducción o interpretación entre registros diferentes de un mismo idioma: entre el tecnolecto propio de cada disciplina y la variedad funcional más general, al alcance del público no especializado. El problema principal es que el contenido sustancial de lo que se quiere divulgar se desvincula de la forma lingüística con la que se hace, de manera que la forma de expresión verbal es algo incidental, secundario, tan sólo un medio para transmitir lo que de hecho existe independientemente de su representación discursiva (Calsamiglia et al., 2000, p. 2641). Se supone que pasar de un lenguaje preciso, riguroso y denotativo (el científico) a otro ambiguo, impreciso y connotativo (el común) implica una degradación del discurso científico original, por lo que la cuestión básica a la que se enfrentan los partidarios de este enfoque es determinar el grado de pérdida informativa que inexorablemente se produce en el proceso de traducción. Según sea el grado de fidelidad (esto es, según cumpla las expectativas didácticas del criterio científico), el texto divulgativo tendrá más o menos calidad. Las eventuales desviaciones del discurso científico original (designadas con términos como «distorsión», «sensacionalismo» y «traducción inexacta») son sancionadas por la comunidad de expertos (Bucchi, 1998, p. 5). El problema es que la traducción no logra superar la tensión pedagógica constitutiva de las relaciones jerárquicas entre los científicos y los periodistas (v. § III.3) y, además, tiende a relajar el sentido crítico del periodista para cuestionar las fuentes de información de naturaleza tecnocientífica. El periodista es el que se sienta en el banquillo de los acusados y el científico siempre es el juez y el fiscal. 107
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III.2. EL PÚBLICO DE LA TECNOCIENCIA COMO «VARIABLE AUSENTE» Ya hemos visto en capítulos anteriores los rasgos fundamentales de las imágenes científica y filosófica de la ciencia y la tecnología (v. § I.2.3). Ahora nos proponemos indagar cómo la imagen que tienen los científicos de su propia actividad condiciona fuertemente la imagen que tienen los medios y el público de los contenidos científicos y del modus operandi de la ciencia y la tecnología. En las sociedades democráticas los ciudadanos establecen con los medios de comunicación mecanismos dialécticos por medio de los cuales las culturas popular y científica se relacionan entre sí. La imagen pública de la ciencia y la tecnología se nutre en muchos aspectos de la cultura popular y, recíprocamente, ésta última tiene un importante papel en la implantación social de la ciencia. En concreto, los medios de comunicación de masas desempeñan un papel crucial en modelar las percepciones, crear significados y dirigir la respuesta de los públicos al cambio tecnológico, pero esta influencia no es unidireccional sino que más bien se trata de un complejo proceso dialéctico (Stahl, 1995, p. 234). Ciertas aproximaciones al estudio de las audiencias parten de presupuestos positivistas para declarar la ignorancia del público como fundamento del proceso unidireccional de la comunicación pública de la ciencia y la tecnología. Estos estudios entienden que la comunicación está jerarquizada: en el extremo superior permanece impasible el científico, en la base, la masa inculta, y, entre ambos, el intermediario, encargado de revelar al profano los misterios de la ciencia mediante símbolos accesibles a su entendimiento. Muchas de las tesis del llamado «movimiento para la comprensión pública de la ciencia» (public understanding of science movement) abrazan estas ideas de fuerte raigambre positivista. Para entender cómo de la dialéctica que se constituye entre las audiencias y los medios se construye la imagen pública de la ciencia y la tecnología, es prioritario explorar las características básicas de los públicos de la tecnociencia: niveles de alfabetización, niveles de comprensión, intereses grupales e individuales, actitudes positivas y negativas, expectativas, etc. Sin embargo, este deseo es difícil de materializar porque la audiencia no es homogénea ni en el espacio (cambia con el contexto social y cultural) ni en el tiempo (cambia diacrónicamente). El público es sin duda el componente menos conocido en el proceso de 108
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la comunicación pública de la ciencia y la tecnología, lo que ha llevado a calificarlo como la «variable ausente» (Rogers, 2000, p. 425). Quizá el motivo principal de esta deficiencia deba buscarse en la sobresimplificación conductual, emocional e intelectual que tradicionalmente se le ha asignado. En la práctica, los esfuerzos de los gestores de la comunicación pública de la ciencia y la tecnología se han centrado en cómo solventar la depauperada formación científica y en cómo estimular el interés hacia la ciencia y tecnología de un público indiferenciado y pasivo de facto. En otras palabras, la relación del público no experto con la ciencia ha sido considerada en términos de ignorancia pública o analfabetismo científico. Al ser pieza clave en las relaciones CTS, las necesidades, intereses, virtudes y carencias del público han despertado la preocupación de las instituciones oficiales. Esta preocupación se ha visto plasmada en multitud de recomendaciones, informes y estudios sobre la importancia de la alfabetización científica (scientific literacy) y sobre las percepciones y actitudes públicas hacia la ciencia y la tecnología.14 La mayoría de estos estudios oficiales se fundamentan en un modelo de análisis que presupone la existencia de una correlación positiva entre el grado de conocimientos científicos y las actitudes hacia la ciencia y la tecnología. Se cree que cuanto mayor es el nivel de conocimientos científicos, mayor es el grado de confianza y apoyo depositado en la actividad científica. El nivel de conocimientos se mide a partir de cuestionarios en los que el entrevistado responde a una batería de preguntas relacionadas con diferentes contenidos científicos básicos y consensuados. La premisa implica que cualquier actitud crítica hacia la ciencia es interpretada como la consecuencia lógica de un intolerable desconocimiento acerca de su necesidad social y de sus virtudes cognitivas (Ávila et al., 2000, pp. 19-20). Es curioso comprobar que muchos de estos informes manifiestan, como Jano, una doble cara. Por una parte, muestran un perfil amargo que advierte de las elevadas tasas de analfabetismo científico en la mayoría de los países industrializados y, por otra, uno amable que nos sugiere que el interés del público por la ciencia y la tecnología no sólo no decae sino que parece incrementarse. Una explicación detallada de
14 Dos de los informes más conocidos son los de Walter Bodmer (1986) y el de Arnold Wolfendale (1995).
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esta paradoja requeriría un estudio más profundo de cómo se enfrenta el público a la información científico-tecnológica, pero cabe aventurar que el supuesto interés por la ciencia y la tecnología parece ser relativo. El público por lo general tiene mayor interés en aquellas cuestiones relacionadas con la salud y el medio ambiente, es decir, con los temas que más directamente le pueden afectar. Las encuestas al prestar más atención a los contenidos formales, descuidan las consecuencias sociales de los descubrimientos científicos y desarrollos tecnológicos. Si aceptamos que los ciudadanos adultos por lo general acceden a la información científica a través de los medios de comunicación populares, podemos esbozar una aproximación explicativa de la paradoja: los medios se centran más en las consecuencias que en los contenidos sustanciales de la tecnociencia y, por tanto, es previsible que los resultados de las encuestas reflejen un bajo índice de conocimientos científicos (v. § III.6.2). Por lo demás, estas investigaciones sociológicas que pretenden delimitar las coordenadas por las que se mueve la ciudadanía en lo que concierne a la ciencia y la tecnología, suelen utilizar exclusivamente métodos de análisis cuantitativos por lo que sus conclusiones son muy limitadas ya que consideraran que el público es una entidad homogénea en cuanto a sus niveles de comprensión. Como apuntan Gregory y Miller (1998, p. 88), es un objetivo de difícil resolución relacionar la comprensión que tiene el público de la ciencia y su actitud hacia ella. Actualmente el concepto de «público» es mucho más amplio y complejo que hace unas décadas. En sentido estricto no puede hablarse de «público lego» sino de «públicos de la tecnociencia», es decir, de una compleja diversidad de públicos que acceden a la información científico-tecnológica por diferentes motivos no excluyentes. En vez de la clásica noción indiferenciada, simple, pasiva, homogénea y uniforme de «público lego», constituida por individuos con deficiencias cognitivas sobre la ciencia y la tecnología, los nuevos paradigmas comunicativos la han trocado en una noción plural, diferenciada, compleja, activa, heterogénea y segmentada, considerando que existe una diversa gama de «públicos» asociados a una gran variedad de configuraciones locales de formas de conocimiento y de competencias, tanto «científicas» como «no científicas». El otrora irrelevante «conocimiento lego» (lay knowledge), considerado un obstáculo pernicioso para alcanzar una visión científica del mundo, desempeña ahora un importante papel para entender cómo el público se enfrenta a la información sobre ciencia y tecnología (Arriscado Nunes, 2000, pp. 83-84). Sin embargo, en la 110
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práctica, el desconocimiento que suelen tener los científicos y los comunicadores de la variedad y complejidad de los públicos hace que fracasen en su intento por integrar la información científica en el conocimiento popular. III.2.1. Los expertos como consumidores de la información científica en los medios Un análisis serio del papel que los medios de comunicación juegan en la construcción y difusión de la imagen pública de la ciencia y la tecnología, no puede dejar de lado que los propios científicos son también consumidores activos de la información tecnocientífica que generan los medios (Friedman et al., 1999, p. VII). Este acercamiento de los científicos a los canales informales de la comunicación científica parece estar relacionado con el hecho de que el conocimiento exhaustivo en un área concreta de la ciencia no garantiza que se sea alfabeto en «lo científico». Según Hazen y Trefil (1997), los científicos en ejercicio suelen ser analfabetos funcionales fuera de su propio dominio cognitivo.15 La línea de demarcación que la epistemología tradicional trazaba entre el especialista (depositario en sentido estricto de conocimiento que acepta por razonamiento) y el no especialista (infundido de creencias que acepta por confianza) se ha ido difuminando. La máxima orteguiana de que las ideas se tienen y en las creencias se está ya no responde a compartimentos estancos. La frontera que separa ciencia y público se ha desplazado al interior de la ciencia. Resulta, entonces, que «especialista» y «persona no especializada» son conceptos relativos, y que el especialista –relativo– tiene autoridad cognitiva sobre, pero no es cognitivamente superior a, la persona no especializada –relativa (Fehér, 1990, pp. 432-433).
15 Para Hazen y Trefil (1997, p. 47), cualquier científico puede considerarse público no especialista, dependiendo del contexto cognitivo en cuestión, puesto, como refleja su estudio, los científicos en ejercicio pueden ser tan ignorantes como cualquier otra persona. Llegaron a esta conclusión después de pedirle a un grupo de 24 físicos y geólogos que les explicaran las diferencias entre el ADN y el ARN –una información básica en las ciencias de la vida. De los 24 sólo tres pudieron hacerlo; sin embargo, estos tres científicos estaban comprometidos en áreas de investigación donde este conocimiento les era de utilidad.
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Es preciso, pues, superar los modelos de comunicación de una sola vía, como el de déficit cognitivo, que parten de la supuesta correlación entre el grado de conocimientos y el nivel de apoyo e interés hacia la ciencia, y que además consideran que el flujo de información va de los científicos (competentes cognitivamente) al público lego (incompetente cognitivamente) (v. § III.3). Esta concepción positivista de la comunicación pública de la ciencia y la tecnología ha recibido duras críticas en los últimos años (Cf. Durant et al., 1992). Los medios de comunicación median entre los expertos y los profanos (entendidos estos últimos en sentido amplio: ciudadanos, legisladores, grupos de presión, políticos, etc.), pero también lo hacen entre los expertos. De hecho, la visión estándar ha sido revisada en estos últimos años demostrando que la ciencia popularizada posee un efecto retroactivo sobre el proceso de investigación (Knorr-Cetina, 1999, p. 387). Mediante las descripciones popularizadas de la ciencia, los científicos acceden tanto a otros dominios expertos, ajenos a sus propias áreas de especialización, como a las representaciones sociales de sus propias disciplinas.16 Se ha constatado, por ejemplo, que casi un tercio de los expertos involucrados en el debate sobre la extinción en masa de los dinosaurios como resultado de la colisión de un asteroide con la Tierra informaron que habían tenido el primer contacto con la hipótesis de Walter Álvarez a través de los medios de comunicación de masas (Clemens, 1986, p. 428). Asimismo, en un estudio en el que se analizaron los artículos publicados entre 1978 y 1979 en la revista médica con alto índice de impacto New England Journal of Medicine, se demuestra que los artículos especializados que fueron cubiertos por el New York Times (periódico de calidad y referente internacional de la prensa) habían sido citados un 72.8 por ciento más el año siguiente a su publicación que los que no aparecieron en ese periódico. La diferencia significativa de citas persistió durante 10 años por lo menos. Estos y otros muchos ejemplos nos indican que la divulgación científica en los medios puede influir en la aceptación de determinadas líneas de investigación y que los propios científicos también se informan de temas relacionados con su especialidad por los medios (Phillips et al., citados en Finn, 1998, p. 49). Por tanto, las descripciones popularizadas pueden influir en las creencias de los científicos sobre los contenidos y sobre el modo de operar que tiene la ciencia globalmente.
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Para la información médica, véase, por ejemplo, Anna Maria Van Trigt (1995, pp. 3-8).
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III.2.2. El público, blanco del adoctrinamiento de la cultura científica Fue a partir de mediados del siglo XVIII, en la transición de la etapa amateur a la moderna en el proceso de institucionalización social de la ciencia, cuando los científicos y filósofos de la ciencia asignan al público un papel subordinado y pasivo en relación con la autoridad de los expertos (v. § I.2.1). Desde ese momento, las instancias científicas toleran que el lego tenga opiniones y creencias sobre los aspectos morales, políticos y económicos de la actividad científica, pero no que desempeñe un papel relevante desde el punto de vista epistemológico, lo que justifica su exclusión de los procesos cognitivos de la ciencia. La posición marginal del público está, por tanto, relacionada con los estándares de evaluación y aceptación consensual que la propia ciencia aplica a sus pretensiones de conocimiento. La exclusión del público lego del proceso de producción científica se explica por la enorme complejidad alcanzada por la ciencia, que ha propiciado su galopante fragmentación en multitud de especialidades (Fehér, 1990, pp. 421-22). Sin embargo, esta radical separación de la ciencia y su público no ha estado siempre vigente. En el periodo amateur el papel cognitivo del público lego fue determinante. Había una especie de alianza epistemológica entre los primeros científicos modernos y las personas no expertas de mente abierta en contra del aristotelismo académico. El neófito jugaba un rol decisivo en el arbitraje de situaciones científicas controvertidas porque se le suponía imparcialidad a la hora de juzgar los méritos cognitivos de posiciones encontradas (ibíd., pp. 423-424). (v. § I.2.1). Hoy la condición de testigo autorizado ha sido sustituida por la descripción detallada de las circunstancias experimentales en los artículos científicos, lo cual requiere un conocimiento previo muy amplio de los contenidos teóricos, de los métodos y de los fundamentos técnicos y científicos de los instrumentos utilizados, para que dichos artículos puedan ser correctamente interpretados por otros especialistas. Esta nueva situación asegura la clausura paradigmática de la ciencia moderna y la separación epistemológica entre la ciencia y su público (ibíd., pp. 425-426). La nueva elite científica se proclama depositaria de la autoridad cognitiva al operarse un desplazamiento de la legitimidad cognitiva desde la mediación ciudadana a la fiabilidad y confianza en los procedimientos de justificación que la ciencia ha ido desarrollando a lo largo de su historia. Ahora es la cuidadosa aplicación del método científico 113
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y no el arbitraje neutral del público el único criterio válido para certificar conocimiento nuevo. Se elimina así toda intromisión social en el escrupuloso trabajo de los científicos. La pericia metodológica sólo se alcanza tras un largo periodo de formación técnica, tanto procedimental como lingüística, que capacita al recién experto para desempeñar su labor investigadora, y lo dota de una posición de privilegio (casi esotérica) con respecto al público profano (ibíd., pp. 428-429). Aunque hoy en día en los países de larga tradición democrática como los anglosajones, la exclusión del lego de los procesos cognitivos de la ciencia está fuertemente consolidada, se supone que el público es importante por cuanto representa con su voto un potencial aliado para sustentar el desarrollo de la investigación científica. Por este motivo se le ha considerado «blanco del adoctrinamiento científico popular» (ibíd., p. 422). La alfabetización científica de la población se hace entonces prioritaria para los gobiernos occidentales, puesto que la economía de mercado en la que se basan depende en muchos aspectos de la supremacía del sistema científico-tecnológico. El público observa los productos de la ciencia con una mezcla de temor y devoción. Se beneficia de ellos, pero también sufre las consecuencias colaterales de su uso. El anhelo por formar científicamente a la población es consecuencia directa del compromiso formal que a finales de la década de 1940 adquirieron las naciones más avanzadas con la comunidad científica. A cambio de resultados que mantuvieran la hegemonía industrial y elevaran el nivel de vida de la población, los gobiernos se comprometieron a sufragar las actividades científico-tecnológicas. Este acuerdo bipartito, conocido como contrato social en pro de la ciencia (social contract for science), ha favorecido la defensa enérgica de que la población se involucre como potencial fuente de recursos humanos (nuevos investigadores) y como soporte moral, político y económico de la actividad tecnocientífica (Blanco e Iranzo, 2000, pp. 97-98). Bajo esta actitud misionera subyace una premisa incuestionable: cuanta más gente esté informada sobre la ciencia y la tecnología más beneficios obtendrán las sociedades democráticas. Este dogma socio-político y económico parece sustentarse en tres pilares fundamentales: (1) El conocimiento es algo bueno en sí mismo, (2) si la persona posee más información sobre ciencia y tecnología podrá tomar decisiones más inteligentes y críticas como consumidor y ciudadano, y (3) puesto que el ciudadano puede influir con su voto en la elección de unas políticas sobre otras, la esta114
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bilidad de la sociedad democrática depende de una población científicamente ilustrada (Trachtman, 1997, p. 68). En conclusión, parece que el interés de los gobiernos democráticos por promocionar programas destinados a que la población adquiera una cultura científico-tecnológica atiende, por un lado, a un compromiso educativo (formación en las distintas disciplinas científicas y técnicas) y, por otro, a razones de índole práctica, a saber: estimular las vocaciones investigadoras de los más jóvenes, para así asegurar el flujo de recursos humanos que necesita para crecer el sistema científico-tecnológico, y mostrar los beneficios que la investigación científica reporta a la sociedad, con objeto de favorecer la emergencia de una opinión pública comprometida con la necesidad de incentivar económicamente el sistema tecnocientífico de producción. III.3. MODELOS DE DIVULGACIÓN DE LA CIENCIA Y LA TECNOLOGÍA La concepción del público no especialista como una entidad uniforme y marginal con respecto al sistema de producción cognitiva de la ciencia, condiciona profundamente las características de la popularización que se practica. Como ya hemos visto, en el periodo amateur la función primordial de la divulgación de la ciencia era tanto la difusión desinteresada de conocimiento a una audiencia formada por personas legas, como la de implicarlas colectivamente en la toma de decisiones sobre cuestiones fácticas. Por esta razón muchos libros influyentes en el ámbito científico fueron escritos en forma de diálogo y en lengua vernácula, como Diálogo concerniente a los dos sistemas del mundo de Galileo (Fehér, 1990, p. 426). La carencia de competencia cognitiva del público es una noción ingenua de la comunicación pública de la ciencia y la tecnología que se manifiesta en el llamado «modelo de déficit cognitivo». Este modelo, además, se apoya en el «modelo lineal de innovación», que asume que la «verdad» es un flujo unidireccional que va de la ciencia a la tecnología y de ésta a la sociedad (Ambrogi, 2001). (v. § I.1.2.5). Se denuncia la insuficiente formación científica de la población y se proclama la necesidad de corregir tamaña desgracia para asegurar el futuro de las sociedades democráticas. La ciencia no precisa del dictamen cognitivo del público, sino su aprobación cognitiva y la aceptación de sus verdades como verdades. Para lograr este objetivo los 115
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científicos suelen recurrir a los canales informales para popularizar sus resultados. La popularización cumple así una doble función. Por un lado, afianza la autoridad social de los científicos y, por otro, contribuye a que el público no especialista acceda a los contenidos cognitivos que de otra forma tendría vedados (Fehér, 1990, p. 435). Es obvio que la ciencia y la tecnología son dos de los motores básicos del sistema socio-económico moderno. Por esta razón, los esfuerzos por aproximar dos ámbitos, el «no experto» y el científico, antaño cercanos y hoy separados por un abismo cultural, es una empresa loable. Si se considera que la ciencia ha de ser tanto conocimiento público como para el público, la consecuencia lógica es que se hace imprescindible en las sociedades democráticas la participación de los ciudadanos en la orientación que deben tomar las políticas en materia de ciencia y tecnología (Blanco e Iranzo, 2000, p. 103). Dado el profundo hiato que existe entre el conocimiento científico especializado y la comprensión pública de éste, así como la inherente incertidumbre de los resultados científicos, el público no tiene una posición cómoda desde la que afrontar y sopesar la información tecnocientífica. Así, para los «conocedores públicos» (public understanders) –en feliz expresión de Collins y Pinch (1996, p. 167)– el requisito de participación pública en los asuntos que conciernen al desarrollo de la investigación tecnocientífica hace necesaria la promoción, incluso con tintes proselitistas, de las acciones encaminadas a favorecer una mayor y más eficiente comprensión pública de la ciencia. La mayoría de los programas de alfabetización científica basan su estrategia en el «modelo de déficit cognitivo». El flujo de información va de la ciencia, el diseminador activo y la fuente que gestiona el significado de «lo científico», al público, un mero depósito pasivo de la información (Michael, 1996, p. 109). El problema central que el modelo se arroga es que el público fracasa en su comprensión de los hechos, teorías y procesos de la ciencia, culpándolo implícita cuando no explícitamente, de la disfunción en las relaciones entre la ciencia y la sociedad (Irwin et al., 1996, p. 48). Tal modelo ha recibido importantes críticas porque adopta un punto de vista prescriptivo, en el que la ciencia ocupa el lugar preeminente de la jerarquía cognitiva y el público se comporta como un «recipiente vacío» en el cual los contenidos científicos pueden y deben ser vertidos (Hilgartner, 1990; Gregory y Miller, 1998). Es, por lo tanto, un modelo que entronca claramente con las premisas de la ideología cien116
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tificista porque tiene una orientación centrada en la ciencia, es paternalista y pedagógico (Väliverronen, 1993). Además, asume que la comunicación debe incorporar exclusivamente conocimiento sancionado como verdadero por la comunidad científica, ignorando de esta manera que la ciencia es una actividad sujeta a controversia. Como ya señalamos, en la expansión del «modelo de déficit» subyacen profundas razones de carácter socioeconómico y político: se piensa que una ciudadanía más educada en ciencia y tecnología favorece la implantación de una cultura cívica y democrática más rica y duradera, ayuda al individuo a incorporarse con más facilidad al mercado de trabajo (Einsiedel y Thorne, 1999, p. 50), y proporciona al sistema tecnocientífico beneficios en forma de recursos humanos y materiales, al destinar los gobiernos más dinero a la investigación gracias al apoyo incondicional que los ciudadanos dispensan a la tecnociencia. Como reacción a este modelo unidireccional, surge el llamado «modelo democrático» de la comunicación pública de la tecnociencia, propuesto por John R. Durant (1999). Este modelo resuelve que la dificultad comunicativa entre la ciencia y la sociedad no se debe únicamente a una carencia cognitiva inherente de la población, sino que la ausencia de un verdadero sistema de democracia deliberativa es la que ha impedido que el ciudadano se involucre en los asuntos tecnocientíficos que le afectan. Los que defienden este modelo afirman que el principal problema en la comunicación pública de la tecnociencia es que el ciudadano no tiene confianza en las decisiones que adoptan en su nombre las instituciones gubernamentales. La producción de alimentos modificados genéticamente, la energía nuclear o las antenas de telefonía móvil, representan para muchas personas, no tanto soluciones a los problemas que acucian a la humanidad (alimentación, energía y comunicación) como factores de riesgo que minan la confianza que depositan en la información que les proporcionan las autoridades tecnocientíficas. Tradicionalmente, los políticos, para justificar decisiones comprometidas sobre asuntos polémicos, han confiado en las recomendaciones de comités científicos constituidos ad hoc, mientras que los medios de comunicación han jugado un rol muy importante en la construcción de la percepción que el público tiene de las controversias científicas (Goodell, 1987). (v. capítulo II). La solución a este problema -abogan los defensores del «modelo democrático»- no pasa por establecer lazos comunicativos lineales, en los que la comunidad científica está en la cúspide de la jerarquía cog117
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nitiva y el resto de la sociedad en la base, sino en proponer mecanismos que faciliten el diálogo abierto para que especialistas y no expertos construyan escenarios consensuados sobre las decisiones importantes de las aplicaciones de la tecnociencia que afectan a la seguridad y el bienestar de las personas.17 Por otra parte, para contrarrestar la sobre-simplificación que impone el «modelo de déficit cognitivo», se ha propuesto un modelo alternativo llamado «contextual» o «de ciencia interactiva», que se preocupa por las circunstancias particulares de los destinatarios de la información científico-tecnológica, incluidas sus creencias y conocimientos tácitos (Wynne, 1991). En efecto, parece ser que el público está más dispuesto a aceptar la información científica que está estrechamente relacionada con sus expectativas, circunstancias y motivaciones (Gregory y Miller, 1998, p. 98). El «modelo contextual», además, considera que la incertidumbre es parte integral de la actividad científica y que la ciencia no puede ser ajena a sus vínculos sociales e institucionales (Einsiedel y Thorne, 1999, p. 50). La relación con el «modelo democrático» de Durant es patente. No siempre la transmisión sencilla de los conocimientos científicos colma las expectativas y responde a las cuestiones que la gente se plantea sobre la dimensión social de la tecnociencia. El público destinatario de la información científica está integrado por un amplio abanico de personas de distinta condición social, económica, educacional, política, emocional, religiosa, moral, etc., con diferencias en sus historias de vida, con comportamientos complejos en función de las circunstancias concretas que viven en cada momento, cuyas reacciones en relación con la tecnociencia dependen de la conjunción de todos esos factores psicosociales (Gregory y Miller, 1999). Determinados sectores del público no especializado pueden, de hecho, ser buenos conocedores de determinadas parcelas de la ciencia y la tecnología, sobre todo si sus preocupaciones o intereses están directamente relacionados con esas parcelas del conocimiento. Por ejemplo, las personas afiliadas a la Federación de Diabéticos Españoles pueden tener un conocimiento específico de las técnicas más actuales de manipulación de las células madre y de las relaciones entre la tecnociencia y la política que otras
17 Véase al respecto la iniciativa del gobierno suizo de someter a referéndum la decisión de incentivar o no la investigación biotecnológica (De Semir, 1998).
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personas no afectadas, puesto que su enfermedad depende en gran medida del desarrollo de estas técnicas y de que las iniciativas legislativas se dirijan a fomentar la investigación en este campo. La comunicación pública de la tecnociencia es, por tanto, un proceso de negociación, un intercambio dinámico en el que los grupos en conflicto tienden a enfrentar, y a veces compartir, sus representaciones sociales del conocimiento, de las tecnologías y de sus repercusiones. La negociación es un proceso multidireccional: para que las necesidades del público sean satisfechas, éste debe articular mecanismos para expresarlas. Aunque, en principio, los dos modelos –el de déficit cognitivo y el de ciencia interactiva– pueden parecer irreconciliables, coincidimos con Einsiedel y Thorne (1999, p. 52) en que es necesario integrar ambos en el mismo marco conceptual de la comunicación pública de la tecnociencia. En aquellos casos en los que los destinatarios de la información no están ni emocional ni intelectualmente comprometidos con el problema tecnocientífico y, además, se detecta que existe una carencia cognitiva acerca del asunto en cuestión, parece adecuado instaurar procesos comunicativos basados en el «modelo de déficit cognitivo». Piénsese, por ejemplo, en los inicios de la propagación del virus del SIDA a escala mundial. En una primera fase de la enfermedad era muy elevado el nivel de ignorancia pública sobre las principales vías de contagio, los sectores de la población susceptibles de contagiarse con el virus y las precauciones a tomar para reducir el riesgo de infección. Por ello fue necesario elaborar programas educativos y establecer foros de popularización con objeto de informar a la población sobre las devastadoras consecuencias de la enfermedad. En una segunda fase, cuando la enfermedad ya se había extendido como una plaga, los medios de comunicación le habían dedicado mucho espacio informativo y muchas personas habían tenido experiencias personales con la enfermedad, los «modelos contextuales» de comunicación se tornaron los más idóneos. En esos momentos, el debate social sobre el SIDA exigía que además de la opinión de los expertos también se oyeran las voces de otros agentes sociales, con lo que se hizo necesario instaurar mecanismos de comunicación más complejos e interactivos. Pese a que, como ya se ha indicado, la incertidumbre y la controversia son los ingredientes básicos de la investigación científica, la constante preocupación por las distorsiones y errores periodísticos ha favorecido la pervivencia del modelo de déficit cognitivo en el periodismo 119
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científico (Trench, 1998). El esquema lineal y unidireccional de este modelo es seguido por la mayoría de los científicos, así como de los periodistas científicos que creen que su cometido prioritario es «traducir» el lenguaje experto de la ciencia en lenguaje común, accesible a todos, pasando por alto que la función principal de su trabajo es la elaboración de relatos que contribuyen a configurar la realidad social de la ciencia y la tecnología. III.4. ENTONCES..., ¿CUÁLES SON LOS PRINCIPALES OBJETIVOS DE LA DIVULGACIÓN CIENTÍFICA EN LOS MEDIOS? El compromiso principal de la divulgación es hacer circular socialmente la ciencia, estimulando con ello la curiosidad y fomentando la capacidad crítica y el debate sobre los asuntos tecnocientíficos controvertidos con implicaciones sociales, políticas y/o económicas. Los medios construyen una determinada interpretación de la realidad social al dirigir en función de sus propios intereses el debate público de las contiendas tecnocientíficas. Parece claro que desde una perspectiva cultural, lo único que se les puede exigir a los periodistas científicos es que adopten una actitud crítica ante la información, la contextualicen y la contrasten para no cometer «errores de bulto» cuando se vean obligados a manejar datos científicos que cuenten con la aquiescencia de la comunidad científica. El divulgador tiene que ser consciente de que la frontera entre la inevitable reducción informativa que entraña la divulgación y el error u omisión gratuitos es difusa y, en consecuencia, debe estar siempre alerta para que su discurso no socave la legitimidad que la audiencia deposita en él. La tarea primordial de la divulgación, por tanto, no es tanto la de transmitir el saber científico de forma aséptica como la de facilitar la representación social de este saber. Así, el divulgador se comporta más como un creador que como un traductor, actitud que, según Roqueplo (1983, pp. 113-114), debería disuadir a todos aquellos que consideran que los divulgadores de la ciencia «distorsionan la realidad» o traicionan a la ciencia con su sensacionalismo. Si se asume este enfoque socializador del periodismo científico, habrá que determinar cuáles son los propósitos fundamentales del discurso divulgativo de la ciencia en los medios. La divulgación mediática de 120
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la ciencia y la tecnología no debe reducirse a la exclusiva difusión de los conocimientos previamente sancionados por la comunidad científica sino que tiene que cultivar diversos propósitos cuya finalidad primera debe ser comprometer a la audiencia con la información que se transmite. Dicho esto, pensamos que, básicamente, los objetivos comunicativos de la divulgación científica en los medios deberían ser los siguientes: • Informar sobre aquellos aspectos de los descubrimientos científicos y de las innovaciones tecnológicas que puedan resultarles de utilidad práctica o intelectual a los destinatarios de la información. • Señalar los impactos y las consecuencias positivas y negativas que sobre la sociedad tiene la aplicación de los conocimientos científico- tecnológicos. La nueva e importante misión ética que tienen los medios consiste en ayudar a comprender los riesgos asociados a la tecnociencia y los beneficios potenciales de su aplicación (Calvo Hernando, 1999, p. 24). • Constituirse en aparato crítico de la actividad tecnocientífica, lo cual supone abandonar la actitud complaciente que, a menudo, cultivan algunos periodistas, para adoptar un papel de control –a la manera de los analistas políticos– que informe más acerca de que de la ciencia. Esto implica contextualizar la información, poniendo de manifiesto el posible control de ésta por partes interesadas tanto de la comunidad científica como de otras esferas de la actividad humana. • Difundir una preceptiva, es decir, un conjunto de reglas de conducta o instrucciones de acción social a seguir en determinados casos, sobre la base de los conocimientos científicos y tecnológicos. Un buen ejemplo son las recomendaciones que, al inicio de cada verano, proponen los medios para que los ciudadanos puedan evitar los riesgos asociados a las exposiciones solares prolongadas, sin la protección adecuada. • Entretener, recurriendo a los aspectos intrínsecamente más enigmáticos y fascinantes de la ciencia (v. gr., el atractivo eje del origen –del Universo, de la Vida, del Hombre– y de la extinción –de los Dinosaurios, de los Neandertales), así como a otros valoresnoticias asociados al entretenimiento. 121
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La aspiración de los «conocedores públicos» de que el ciudadano debe estar lo suficientemente informado sobre ciencia y tecnología para tener voz y voto en la toma de decisiones sociopolíticas es digna de elogio, pero la información que necesita el público, además de la que emana de las teorías, experimentos y hechos científicos, debería estar relacionada con los mecanismos de certificación de ese conocimiento, con las interacciones entre el poder político y económico, la ética y la ciencia, y con las consecuencias sociales de los descubrimientos científicos y de las innovaciones tecnológicas. En definitiva, esta información tendría que incidir más en las relaciones entre la tecnociencia y la sociedad, incluidas las interacciones de los expertos con los políticos y con los periodistas (Collins y Pinch, 1996, pp. 166-168). La exclusiva difusión de conocimientos científicos escindidos de los contextos culturales y sociales en los que se producen se convierte entonces en un mero instrumento de poder. El sociólogo Steven Yearley (1993/94, p. 65) ahonda en lo mismo cuando afirma que los ciudadanos no sólo necesitan un conocimiento fragmentario de la ciencia (por ejemplo, sobre las causas del calentamiento global) sino una comprensión de las raíces históricas y sociológicas de la actividad y autoridad científicas. Para Bruce Lewenstein (citado en Polino, 2001, p. 23), editor de la revista Public Understanding of Science y uno de los estudiosos más reputados en el campo de la comunicación pública de la ciencia y la tecnología, el objetivo prioritario de participación democrática es que las personas conozcan la génesis de las ideas científicas y el por qué son más confiables que las ideas provenientes de otras fuentes; pero también es vital que conozcan por qué existen todas esas interacciones con los poderes políticos e industriales. La presentación hiperbólica, descontextualizada y concluyente que los medios realizan de las noticias científicas no contribuye a que el público pueda aproximarse con garantías a las complejas relaciones CTS. Esta situación favorece la implantación de una imagen pública de la ciencia robusta en sus procedimientos y resultados, y bipolar en sus consecuencias. Sin embargo, la responsabilidad que tienen tanto científicos como periodistas en la construcción pública de la ciencia y la tecnología es crucial. Si se acepta que la información científica disponible suele ser contradictoria, imprecisa y con frecuencia asentada sobre pruebas experimentales controvertidas, y que, por lo general, los medios de comuni122
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cación populares presentan esta información provisoria como apodíctica y promocional, es fácil deducir que el público no obtiene de los medios una imagen precisa de cómo funciona la ciencia (v. § III. 7). No es de extrañar, por tanto, que la cobertura periodística sobre nuevos fármacos «milagrosos» fomente, en la mayoría de las ocasiones, falsas esperanzas en la población.18 Pero también, si la información se presenta en términos negativos puede producir el efecto contrario: los medios generan, entonces, el desconcierto y la alarma pública injustificada. La obsesión del periodista que cubre noticias de ciencia debe consistir, por tanto, en establecer el lazo comunicativo con su audiencia. Para lograrlo cuenta con un arsenal de recursos que le pueden ayudar a armonizar información, riesgo, preceptiva, espectáculo y misterio. El equilibrio entre información y espectáculo dependerá del peso específico que el periodista conceda a cada uno de los componentes anteriores. A su vez, cada uno de estos componentes periodísticos está ligado a las exigencias organizativas del medio y a los valores periodísticos que, en última instancia, repercutirán en el nivel de seriedad y confianza que el destinatario otorgue a la información. Es entonces cuando los objetivos anteriores cobran sentido dentro de una concepción cultural de la comunicación pública de la tecnociencia, convirtiéndose ésta en una actividad con una evidente función social. III.5. TRADUCIR VERSUS ADAPTAR: LA «PUESTA EN ESCENA» DE LA CIENCIA Como ya vimos (v. § III.1.1), la idea de la divulgación como traducción de los contenidos científicos a un lenguaje accesible para el lego no parece ser muy acertada. En la estela de la divulgación como traducción hay que considerar la noción de explicación transformativa, desarrollada por Catherine E. Rowan (1999, pp. 216-218). Según Rowan «las explicaciones transformativas ayudan a las audiencias a comprender ideas que son difíciles de entender porque no son intuitivas» (ibíd., p. 216). Hay conceptos científicos que aun siendo de fácil traducción
18 Se ha estimado que casi el 90 por ciento de los medicamentos descritos en los textos periodísticos en las últimas décadas o nunca llegaron a comercializarse o se retiraron prematuramente del mercado porque no eran efectivos o eran demasiado tóxicos, o ambos (Trachtman, 1997, p. 71).
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al lenguaje cotidiano, son difíciles de comprender porque entran en conflicto cognitivo con las «teorías profanas» (lay theories) que el público no experto tiene de los fenómenos y procesos de la ciencia. Por ejemplo, la gente no suele entender cómo el fuego puede ser beneficioso para la supervivencia del bosque. Lo que sucede en este y otros casos similares, es que la falta de comprensión del fenómeno por parte del público se debe a la distancia intuitiva que hay entre la explicación popular y la ortodoxa. Las «buenas» explicaciones transformativas ayudan, según Rowan, a que el público no científico pueda reconocer, probar, y superar las concepciones populares (intuitivas), y comprender y aceptar las razones que avalan las explicaciones científicas (no intuitivas). Una aproximación más discursiva y pragmática al problema de comunicar la tecnociencia entiende que la tarea de la divulgación no puede reducirse a un puro mecanismo de traducción, sino que más bien consiste en recontextualizar un conocimiento que ha sido previamente construido por los científicos en una nueva situación comunicativa dirigida a una audiencia masiva y diversa (Calsamiglia et al., 2000, p. 2641). Desde esta perspectiva, la divulgación puede considerarse como una «teatralización» de la ciencia, una especie de «puesta en escena», de libre adaptación del texto original (los contenidos de la ciencia), en la que los protagonistas y antagonistas (actores sociales) son colocados en diferentes situaciones para que expresen sus intereses, ideas y emociones (las diferentes interpretaciones y expectativas que generan esos contenidos). De igual modo que el movimiento, la palabra, la luz y el sonido contribuyen a la narración dramática, la divulgación se vale de distintos elementos discursivos, como recursos retóricos, referencias populares, estereotipos, secuencias narrativas, etc., para desplegar ante el público su construcción social de la ciencia y la tecnología. Por tanto, la divulgación es una tarea compleja que construye nuevos discursos a partir de discursos elaborados en contextos especializados. Es, en definitiva, una reelaboración creativa que compromete a todos los niveles lingüísticos del texto reformulado y no sólo al componente terminológico (Jeanneret, 1994; Ciapuscio, 2000a, pp. 47-48). El discurso divulgativo no debe compararse con los «parámetros de objetividad» que la ciencia emplea para producir resultados fiables, por la sencilla razón de que incorpora nuevas estructuras narrativas y recursos retóricos que, si bien no son ajenos al discurso científico, cubren un amplio espectro de formas literarias presentes en novelas, imaginarios colectivos y mitos (Polino, 2001, p. 106). Por tanto, la divulgación no es 124
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una degradación del discurso científico original, sino un nuevo discurso con propiedades emergentes y nuevas características lingüístico-expresivas y funciones sociales. Pero, ¿cómo se logra un nuevo discurso divulgativo, a partir del discurso original de la ciencia y la tecnología? Para responder a esta pregunta debemos analizar el proceso de reformulación de textos científicos en la forma de noticias divulgativas de difusión masiva (Ciapuscio, 1993, 1997, 1999; Cassany et al., 2000; Gallardo, 1998). En cualquiera de sus modalidades (y en el periodismo quizá de forma más conspicua), la difusión de la ciencia a audiencias no expertas implica procedimientos de transformación, de reformulación de la información científica original. El acto de reformular concierne tanto a los contenidos (elementos puramente referenciales e informativos) como a los aspectos «emotivos» del lenguaje (Ciapuscio, 1997, p. 20). Las diversas estrategias a disposición del periodista para recontextualizar la información científica se seleccionan y aplican en función de la naturaleza de lo que se quiere comunicar, del cambio de registro y de sus normas comunicativas, de las características del medio, de la dinámica organizativa de las redacciones periodísticas, de los diferentes destinatarios, etcétera. La tarea de elaborar un texto periodístico sobre ciencia y tecnología es un arduo proceso de resolución de problemas que se desarrolla en varias fases. El proceso se puede ilustrar de la siguiente manera (ibíd., p. 23): Texto 1:
el texto o textos de partida, paper, comunicación o entrevista con el científico;
Problemas:
dificultades retórico-lingüísticas derivadas del cambio de destinatario, propósito, medio, etc., para transformar el texto inicial en el
Texto 2:
el texto «meta» de divulgación
Aunque así lo sugiera el esquema anterior, el proceso de reformulación de la fuente a la noticia no es lineal sino más bien contextual, con 125
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los avances y retrocesos que caracterizan el trabajo de solucionar los distintos problemas que aparecen en la composición de un texto. Se trata de una simplificación general de casi todos los niveles lingüísticos que, se supone, permitirá que los profanos puedan comprender los contenidos científicos. Para solventar los distintos problemas locales y globales que surgen en la confección de un texto divulgativo, el comunicador dispone de tres estrategias generales: expansión, reducción y variación (ibíd., p. 24). Por expansión se entiende el procedimiento por el cual se incluyen en el texto reformulado elementos referenciales o emotivos que no están presentes en el texto científico fuente. La reducción puede ser de dos clases: (1) supresión de información (citas de autores, fórmulas, detalles técnicos, información paralingüística, etc.) que por diversos motivos no se considera relevante, necesaria o conveniente en la versión divulgada, y (2) condensación de los contenidos en una sola oración y que en la fuente original ocupan gran extensión. Por último, la variación se refiere al desplazamiento que tiene lugar en la presentación de la información desde el discurso fuente al divulgativo. Estos cambios afectan al léxico (transformación de la terminología científica), a la modalidad enunciativa (cambio en las formas de expresión), a la manifestación del autor (cambio en la persona enunciativa), a la sintaxis (cambios en las estructuras oracionales), a los recursos retóricos y emotivos, y a otros aspectos lingüísticos (Ciapuscio, 1993, pp. 76-77). Basándose en los postulados del análisis terminológico y de la lingüística cognitiva, Cassany, López y Martí (2000, p. 80), consideran que el conocimiento científico es una intrincada red de conceptos especializados, en la que cada nudo (referente de la realidad) queda definido por los vínculos que establece con otros conceptos afines. Según esta tesis, la tarea cognitiva principal que tiene que afrontar el divulgador es reelaborar la red conceptual del conocimiento científico para que el contenido semántico del texto divulgativo sea accesible a la mayor cantidad posible de personas. Para lograrlo debe realizar dos grandes transformaciones sobre la red conceptual del discurso científico original: (1) La reducción o pérdida de nudos o conexiones entre nudos en la red conceptual científica, de forma que la disminución de la densidad conceptual facilita, supuestamente, la comprensión del texto, y (2) la inclusión o establecimiento de nuevos vínculos con nudos procedentes del conocimiento extra-científico (mundo enciclopédico del lector), lo cual se cree que favorece la comprensión del lego al conectar el 126
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ámbito especializado con el saber general (ibíd., p. 81). Tanto la reducción como la inclusión son nociones dinámicas y flexibles que, en general, guardan correspondencia con las tres fases del proceso reformulativo descrito por Ciapuscio: extensión ( inclusión) y supresión + variación léxica ( reducción). Estos autores estudian en su artículo las transformaciones que sufre el campo semántico de conceptos relacionados con el de «transgénico» (ibíd., pp. 85-86). Nosotros haremos lo propio con el concepto «clonación» (v. capítulos IV y V). Para ello, comparamos la red conceptual (en verde) del concepto principal (en naranja), dentro de las disciplinas científicas, con la red conceptual utilizada en su divulgación en la prensa. Los siguientes diagramas muestran la reelaboración que se opera:
En el discurso tecnocientífico (diagrama izquierdo), el concepto principal («clonación») se define por la relación que establece con otros conceptos especializados de su campo semántico («transferencia nuclear», «ciclos de replicación», «mórula», etc.); la proporción de conceptos más generales que se relacionan con «clonación» es más reducida («óvulo», «embrión»). Por el contrario, en el discurso divulgativo (diagrama derecho), se prescinde de parte de los vínculos tecnocientíficos más específicos (reducción) y se incorporan nuevas conexiones (inclusión) con conceptos ajenos a la genética como ciencia, pero más próximos al contexto cotidiano del lector («ciencia-ficción», «aplicaciones terapéuticas», «ventajas económicas», «industria gana127
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dera», «problemas éticos», etc.), permitiendo así relacionar la red original (ámbito tecnocientífico especializado) con cuestiones de interés público, como los problemas éticos, las ventajas económicas derivadas de la superproducción ganadera, el inquietante imaginario derivado de la ciencia-ficción o las aplicaciones médicas de la clonación (ámbito social). De esta forma, la red resultante (híbrido entre el discurso tecnocientífico original y el discurso general) contribuye a la inserción de la tecnociencia en el contexto social de las audiencias no expertas. Es importante señalar que la reducción informativa que se constata en el proceso de reelaboración no es siempre dicotómica: si el divulgador decide prescindir de un concepto científico la reducción no tiene por qué ser completa. En ocasiones quedan rastros o marcas del concepto descartado en el texto divulgativo. El siguiente fragmento periodístico sobre la meningitis lo ilustra: Hay varios tipos de meningitis [...]. Entre las bacterianas está la meningocócica, que es contagiosa, y se presenta a su vez de dos maneras: una es fulminante, y la otra más corriente, tiene los síntomas descritos, y es de buena recuperación (Peña Marín citado en Cassany et al., 2000, p. 84).
El autor de la noticia descarta nombrar en su texto la variante más grave de meningitis, la tipo C, conocida como síndrome WaterhouseFriderichsen, pero, no obstante, decide incluir ciertas referencias o rastros que apuntan en la dirección del concepto despreciado (hay varios tipos, una es fulminante). III.6. FORMAS PERIODÍSTICAS DE CONSTRUIR LA CIENCIA Una vez establecido que la divulgación científica entraña la reelaboración creativa o recontextualización de textos que fueron confeccionados originalmente para ser «consumidos» por la comunidad restringida de expertos, se hace necesario estudiar cuáles son las principales formas que los periodistas utilizan para construir su discurso divulgativo en los medios, con atención especial en la prensa escrita. Los modos de presentación que aquí se consideran no agotan la diversidad de procedimientos que emplean los periodistas, pero creemos que los seleccionados son los que mejor definen el discurso divulgativo en las noticias que elaboran los medios de comunicación de masas. 128
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III.6.1. Transformar las incertidumbres experimentales en resultados concluyentes Las presunciones acerca de las preferencias del público condicionan profundamente el formato y el tratamiento que los medios hacen de la información científico-tecnológica. Muchas noticias de ciencia suelen publicarse en la sección «Sociedad» de los periódicos, en dura competencia con otros tipos de noticias, generalmente, de carácter luctuoso (asesinatos, accidentes, etc.). Se piensa que para atraer y mantener la atención del público es necesario, amén de titulares dramáticos y apoyo gráfico, sobre-simplificar la información, salvo que el tema presente los suficientes elementos de interés (por ejemplo, SIDA, accidente del trasbordador espacial Challenger, crisis de las «vacas locas», etc.) como para que induzcan el deseo de obtener detalles técnicos (Nelkin, 1990, p. 117). La tendencia periodística a la sobre-simplificación está ligada al «modelo de déficit cognitivo» (v. § III.3). No obstante, es inevitable simplificar la información que aparece en los medios, ya que por lo general la elaboración de las noticias se basa en datos complejos y además existen fuertes restricciones de extensión por el limitado espacio del que se dispone. Tras la reformulación de un texto científico en uno periodístico, se ha calculado que la reducción del contenido puede llegar a ser casi del 90 por ciento (Gallardo, 1998). En muchas ocasiones la simplificación de los contenidos científicotecnológicos acarrea que en las noticias de ciencia se le conceda mucha más atención a los elementos secundarios o anecdóticos de la información para acentuar la «carga emotiva» del texto y el posible interés del lector, en detrimento de los contenidos nucleares. El reto del divulgador consiste en seleccionar aquellos elementos que contribuyan a aclarar el núcleo principal de la información, de forma que el contenido de su texto no se limite a cuestiones accesorias (León, 1999, p. 102). Una de las formas más comunes para simplificar y reelaborar la información, consiste en transformar los hallazgos provisionales en apodícticos, minimizando así las incertidumbres asociadas a las pruebas experimentales. En los textos periodísticos se pierden todas las señales de advertencia (loss of caveats) que los autores de los artículos técnicos utilizan para indicar lo provisorio de los datos.19 De esta mane19 Por ejemplo, los modos verbales subjuntivo y condicional, es decir, la estimación de los hechos por parte del hablante como factibles o ficticios, respectivamente, son sustituidos por el modo indicativo, en el que el hablante considera los hechos como reales.
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ra, los periodistas presentan una imagen de la ciencia más robusta y certera de lo que, de hecho, es (Stocking, 1999, pp. 24-25). Veamos el siguiente ejemplo. Del análisis del resumen (abstract) de un artículo científico (paper) publicado en Nature Medicine y de varios textos periodísticos derivados, puede rastrearse el proceso de reformulación del siguiente acontecimiento científico: la constatación de que en el melanoma humano, como en otros tipos de cánceres, hay sobreproducción de la proteína llamada SPARC. La SPARC fomenta las propiedades adhesivas e invasivas de las células malignas, capacitándolas para resistir el ataque de los neutrófilos. Aplicando técnicas de ingeniería genética, los científicos argentinos artífices de la investigación, lograron suprimir la síntesis de la proteína y limitar así la formación de tumores. Las versiones de la noticia de este descubrimiento que aparecieron en los diarios argentinos La Nación y Clarín no preservaron fielmente la información: mientras que en el artículo (y su abstract correspondiente) los científicos sostenían que la metástasis había «disminuido» tras el tratamiento, en los periódicos se afirmó que éste «impedía» la propagación del tumor (Ciapuscio, 2000b, p. 53). Tal vez el carácter problemático de los resultados sustrae a la noticia su «carga emotiva» y su efectividad factual. Otro ejemplo interesante es el del artículo que publicó la revista Time acerca del singular comportamiento de la lagartija de cola de látigo, y que tituló Lagartijas lesbianas saltarinas (v. § II.3) (Collins y Pinch, 1996, pp. 134-136). A Time sólo le interesó destacar los aspectos más espectaculares del asunto: el extraño ritual de cortejo («saltarinas») de las hembras partenogenéticas («lesbianas»), ignorando la controversia sobre la naturaleza de dicho comportamiento y sobre la capacidad y métodos de los investigadores involucrados. La polémica científica deja paso así al supuesto «descubrimiento» fehaciente. El periodista, en estos casos, opta por evitar los puntos debatibles, las modalidades hipotéticas, las controversias estrictamente científicas, para comunicar de forma taxativa y factual (Ciapuscio, 1997, p. 27). Esta tendencia apunta a que los periodistas están más interesados en los productos científicos que aportan certeza a los problemas, que en la ciencia en construcción, sujeta a molestas incertidumbres y vacilaciones (Stocking, 1999, p. 27). Además de la tendencia a minimizar las incertidumbres asociadas a los resultados experimentales, la reelaboración de contenidos científicos conlleva otras dos importantes consecuencias: la fragmentación y 130
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la falta de contexto de la información. Ambas están ligadas. La primera se refiere a la praxis periodística que se orienta a construir la realidad social como una sucesión de aconteceres independientes unos de otros. Las noticias dan cuentan de lo que ha sucedido en un momento y en un lugar determinados, por eso la inclinación de los periodistas por los resultados de la investigación (presentados como «descubrimientos», «innovaciones», «avances» o «logros») y no por las circunstancias que llevaron hasta ellos. La segunda es una derivación de la primera. En un estudio realizado por Carol L. Rogers (1999), editora de la revista Science Communication, los participantes expresaron su frustración por encontrar dificultades para extraer conclusiones de las noticias que les fueron presentadas sobre el SIDA y el calentamiento global. En concreto se quejaban de no saber el lugar que la información ocupaba en el marco general de lo que había antes y de lo que venía después, lo cual les impedía calibrar la importancia de la misma en un contexto más amplio. En nuestra opinión, la presentación apodíctica de los resultados, la ocultación de las controversias strictu sensu, la fragmentación y la descontextualización de la información, son los factores clave que limitan la capacidad didáctica de la noticia como género periodístico para transmitir el conocimiento científico y tecnológico. La ciencia se presenta como el fin de una etapa que culmina en «descubrimientos» despojados de contexto, y no como un foro en el que los científicos discrepan sobre determinados resultados experimentales, discuten las cláusulas de una hipótesis, transigen, negocian, reabren controversias y, en último término, zanjan otras. Controversias que –no se olvide– son inherentes a toda investigación científica (v. cap. II). La relación entre la popularización mediática de la ciencia y la tecnología y los mecanismos educativos es problemática. La función pedagógica en el periodismo científico es sólo suplementaria de la función informativa, no su razón de ser. Por supuesto, géneros periodísticos como el reportaje se prestan bastante bien a las explicaciones didácticas de los conceptos científicos, pero los géneros informativos en sentido estricto, que son los que representan el grueso de lo que publica un periódico, por sus características técnico-expresivas y las rutinas productivas a los que están sujetos, conjugan mal con el verbo explicar.20 20 El estudio del contenido en 100 periódicos norteamericanos reveló que de los 70 que presentaban información sobre ciencia la mayoría de esas noticias contenían muy pocas explicaciones científicas (Long, 1995).
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Un análisis de la información sobre descubrimientos y aplicaciones genéticas en la prensa australiana, ha puesto de manifiesto que las noticias sobre genes se presentan casi siempre de forma determinista (un gen codifica para una disfunción), con lo que se obvia que las enfermedades genéticas son el producto de la interacción multifactorial de genes y de éstos con el ambiente extra-genético (Petersen, 2001, pp. 1262-1263). Es evidente que la sobre-simplificación de la información no contribuye a proporcionar explicaciones científicas detalladas y precisas. Además, según el llamado teorema de las Mil y una noches, la comprensión de una noticia decrece tanto por los conceptos desconocidos que aparecen en ella como -y esto es lo más interesante- por el mayor número de conceptos que el periodista tiene que explicar (Graiño, 1997). De esta forma, la estructura de una noticia científica sería semejante a la que tiene la mencionada compilación de cuentos árabes, en los que una narración lleva dentro de sí otras, produciéndose en el lector lo que Borges llama «una suerte de vértigo», puesto que cuando se termina de leer el segundo o tercer cuento intercalado cuesta recordar de qué trataba el primero. III.6.2. Dar énfasis a las aplicaciones técnicas y a las consecuencias sociales en detrimento de los datos estrictamente científicos En su afán por promocionar su labor y mostrar los beneficios que conllevan sus programas de investigación, los científicos, ayudados en muchas ocasiones por los periodistas, tienden a que sus declaraciones en los medios se centren más en el significado social de los descubrimientos científicos e innovaciones tecnológicas que en su contenido estrictamente científico. La clonación de Dolly es un caso paradigmático: los medios prácticamente obviaron los componentes científicotécnicos controvertidos del experimento,21 para prestar mayor atención
21 Entre los componentes más destacados pueden citarse las posibles razones de la bajísima tasa de éxitos que presenta la técnica de la transferencia nuclear, las dificultades de implantación uterina de los embriones clonados, las severas anomalías en el desarrollo detectadas en muchos de los animales clonados, los interrogantes sobre la biología del envejecimiento, el papel de la impronta genética (imprinting), los posibles mecanismos de reprogramación genética de la célula a partir de la cual se clona o el estatus de diferenciación de la célula del tejido mamario que se utilizó para clonar a Dolly.
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a sus posibles aplicaciones terapéuticas, a sus repercusiones éticas o a biofantasías más propias de la ciencia-ficción.22 (v. cap. IV). Esta avidez publicitaria y promocional es muy patente en el área de la investigación genética. Puesto que la manipulación genética de la vida despierta, a menudo, desconfianza y temor y, en consecuencia, genera actitudes negativas en el público, los genetistas son propensos a valorar su trabajo en términos de beneficios potenciales de carácter médico, farmacológico o agroganadero, con el fin de mejorar su imagen social, asegurar la continuidad de sus fuentes de financiación y contrarrestar la imagen negativa de la genética por su asociación histórica con la eugenesia (Petersen, 2001, p. 1257). Sin embargo, con la excepción de la controversia sobre los riesgos del ADN recombinante en los años 70 y de la clonación de Dolly en los 90, el debate mediático sobre la biotecnología se ha caracterizado por resaltar mucho más los beneficios de la investigación que sus riesgos potenciales, así como por la abrumadora ausencia de aspectos controvertidos de índole científico-técnica (Nisbet y Lewenstein, 2002, p. 384). En muchas de las noticias de biomedicina los científicos consultados son los que legitiman y explican la naturaleza y significado de sus investigaciones o hallazgos en relación con sus posibles implicaciones para el tratamiento o prevención de distintas enfermedades (v. cap. V). Pero la fuerte dependencia que tiene el periodismo de sus fuentes científicas explica el hecho de que con demasiada frecuencia se informe acríticamente de muchos aspectos tecnocientíficos. Una presentación positiva y ciega que privilegie y refuerce la legitimidad de la tecnociencia puede estar sirviendo a los intereses de la elite científica, industrial, política, militar y económica (Smart, 2003, pp. 26-27). Por otra parte, los textos periodísticos casi nunca definen los conceptos científicos. En las pocas definiciones que observaron Cassany, López y Martí (2000, pp. 88-89) en su estudio sobre el concepto de «transgénico», apreciaron un uso frecuente de lo que Loffler-Laurian denomina función, es decir, una forma de definición que se apoya en la finalidad del objeto, sus utilidades, los objetivos que se persiguen con la nueva técnica, sus derivaciones sociales, sus consecuencias, sus posi-
22 Por ejemplo, la producción masiva de fármacos, la eliminación del rechazo inmunológico en los transplantes, la pérdida de la individualidad humana o la producción en masa.
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bilidades futuras y a veces sus defectos. En las noticias científicas el «para qué» resulta muy relevante (v. § III.6.5). En el siguiente texto se muestra cómo los medios dispensan mayor atención a las aplicaciones y consecuencias de la investigación que al propio contenido científico de ésta. Se destaca en negrita las expresiones que explícitamente relacionan el objeto con su función: Además de ser base de la nutrición, las frutas y verduras pueden tener pronto otra insospechada función, la de vacunas contra algunas de las disfunciones y enfermedades más comunes, desde la diarrea a la hepatitis B, pasando por el tétanos, la difteria y la tos ferina. Esto es lo que sostienen científicos de EE.UU., que acaban de anunciar el desarrollo de una patata capaz de vacunar contra la diarrea. Esta patata ha sido alterada genéticamente para fabricar una proteína que activa el sistema inmunológico natural contra un tipo de bacteria E. Coli, causante de diarreas infantiles y relacionada con la que produjo graves envenenamientos recientemente en Estados Unidos, al contaminar carne para hamburguesas (El Periódico, 24-4-98).
También es frecuente encontrar en las noticias de ciencia (sobre todo en las médicas) referencias a elementos de «interés humano». Por lo común son historias de personas afectadas por algún tipo de enfermedad o disfunción genética. Estos elementos de «interés humano» tienen la virtud de personalizar las consecuencias generales de una afección, haciendo más atractiva la noticia para el lector. Por lo general, los periodistas presentan estas historias como el inicio de la discusión social sobre una investigación determinada o un nuevo descubrimiento y sus eventuales aplicaciones terapéuticas. III.6.3. Generar espectáculo y asombro Cada vez con más frecuencia el periodismo científico recurre a lo que se ha venido en llamar la espectacularización de la ciencia, es decir, a destacar los aspectos más emotivos o escabrosos de los mensajes (De Semir, 2000, pp. 29-32). Es esta una tendencia general del periodismo, pero en el ámbito de la divulgación científica presenta unos rasgos característicos. En ocasiones destacar los aspectos espectaculares acarrea la banalización, exageración, fragmentación y descontextualiza134
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ción de la noticia científica, convirtiéndose ésta en un suceso más o menos maravilloso cuando no en inductora de alarma social. La imagen que se proyecta de la ciencia es la de una especie de anecdotario, de bazar de curiosidades, mezcla de esperanza desmedida y miedo cerval ante sus realizaciones, con lo cual se olvida que se trata de una actividad intelectual compleja que influye decisivamente en todos los aspectos de la sociedad. Pero, ¿dónde está el límite entre la elaboración de una noticia con ingredientes atractivos para el lector y su desmedida «espectacularización»? Este límite se nos antoja impreciso. Para evitar la elaboración de noticias triviales, quiméricas o alarmantes, es fundamental que el enunciador disponga de la suficiente competencia cognitiva y pericia literaria para que el contenido de la noticia aúne sin contradicción el necesario rigor informativo con una aconsejable dosis de amenidad. El recurso a lo espectacular está íntimamente ligado al compromiso que tienen los medios de entretener a sus audiencias y no tiene por qué degenerar en el sensacionalismo. Este recurso se vale de las propias características inusuales o extravagantes de muchos fenómenos y de una elaboración atractiva de la información científica. Otra cuestión bien distinta es que se tergiversen aspectos puramente técnicos, se exageren sus consecuencias sociales o que las descripciones periodísticas no se adecuen a las descripciones consensuadas por la «comunidad científica». En tales casos, la noticia podrá tildarse de más o menos sensacionalista. No obstante, los criterios para calificar una noticia como sensacionalista deberían emanar de una deontología periodística y del consenso entre los expertos y los periodistas, y no de juicios dictados unilateralmente por la autoridad científica. Es necesario, por tanto, que el periodista realice una valoración equilibrada del contexto en el que se inserta la información científica con componentes espectaculares, so pena de hacer un tratamiento frívolo de la información con la consiguiente deformación cognitiva, trivialización o exageración injustificada, que pueden conducir a crear falsas expectativas o intranquilidad en los destinatarios. En muchas ocasiones la aparición en la prensa de noticias supuestamente sensacionalistas, en detrimento de otras de mayor importancia (según los cánones científicos), se debe a las características noticiables que ostenta (según los cánones periodísticos) e incluso a los propios intereses de los científicos implicados, puesto que la difusión de este tipo de informaciones puede servirles de soporte promocional. 135
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Esto último fue precisamente lo que ocurrió en mayo de 1995 cuando la prensa consideró de interés público la posibilidad de revivir microorganismos fósiles, las llamadas «bacterias jurásicas», de entre 25 y 40 millones de años de antigüedad (Cano y Borucki, 1995, pp. 1060-1064). Los periodistas, influidos por las estrategias publicitarias de los científicos y por la coincidencia con la trama argumental de la película de Spielberg Jurassic Park, dieron amplia cobertura al descubrimiento (De Semir, 1996, pp. 186-187). En la elección descartaron como dignos de convertirse en noticia otros hallazgos que según criterios académicos tenían mayor calado científico, como la dilucidación del mecanismo de control de la liberación de calcio en el músculo cardíaco (Cannell et al., 1995, pp. 1045-1048). A diferencia de éste último, el caso de las «bacterias jurásicas» reunía una serie de valores-noticia que lo hacían atractivo para su tratamiento periodístico (v. § III.12.2).23 Dar mayor cobertura informativa a un acontecimiento de menor rango científico (revivir paleo-bacterias) que otros producidos en las mismas fechas (el mecanismo de control de la liberación de calcio en el músculo cardíaco), parece estar en consonancia con la hipótesis de que el periodismo científico no puede definirse como una práctica cuyo principal objetivo es transmitir conocimiento científico relevante y consensuado. Más bien, el periodismo científico aprovecha los sucesos científicos y tecnológicos que se adaptan mejor al sistema de valores-noticias, que es el que sustenta todo el proceso de elaboración de las noticias que terminan por formar parte del debate público sobre la realidad. Esta práctica periodística que tiende a destacar los aspectos dramáticos y espectaculares de los acontecimientos parece seguir lo que para la información médica se ha denominado la «Primera Regla de Cohn», llamada así en honor de Víctor Cohn, un conocido reportero del Washington Post. Cohn decía que hay dos tipos de noticias médicas: las que hacen vislumbrar esperanzas y las que hacen perder todas las esperanzas. Lo que sí parece claro es que la noticia científica se elabora según criterios de estilo propios del discurso periodístico, mediante los que se seleccionan determinados elementos informativos con la finalidad de provocar ciertos efectos emotivos en la audiencia. Además la noticia científica se apoya en aquellos aspectos de la investigación científica que tienen una
23 Véase Tuchman (1983) y Ribas (1997) para obtener más detalles del concepto de «valor-noticia».
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evidente «espectacularidad intrínseca»: la exploración espacial, los orígenes (del Universo, de la Vida, del Hombre), la extinción (de los Dinosaurios, de los Neandertales) o la genética, son temas que suelen presentar rasgos paradójicos, enigmáticos o espectaculares y, por tanto, son buenos candidatos a convertirse en noticia. Esta distinción no es superflua, puesto que hay problemas que medran en las fronteras de la ciencia y que, por ello, son caldo de cultivo para la creación de mitos contemporáneos, tal como ocurre con el de la pérdida de la identidad o individualidad humanas debida a la clonación (v. cap. IV). Muchos de los fenómenos que estudia la ciencia son escurridizos, probabilísticos, imbuidos de connotaciones misteriosas. Algunos de estos acontecimientos representan un suculento pasto informativo para los medios de comunicación, ya que se trata de descubrimientos que aparecen ante el profano como pertenecientes más al ámbito de lo sobrenatural que al de la ciencia: partículas materiales que se crean de la nada, sillares básicos de la materia (quarks) que hasta ahora nadie ha sido capaz de observar, pero que los teóricos los han convertido en imprescindibles, seres vivos capaces de crecer en condiciones de presión, temperatura, acidez o salinidad extremas, insólitas paradojas que se derivan de las propiedades elásticas del espacio-tiempo, universos de diez dimensiones, ovejas que desafían las leyes de la biología, etc. Este extraño mundo que construye la tecnociencia desborda nuestra capacidad de imaginación y, en muchos aspectos, contradice nuestra percepción cotidiana. El recurso a lo espectacular, valiéndose de la propia naturaleza de estos fenómenos y de los recursos estilísticos y retóricos a disposición del periodista, está íntimamente ligado a la obsesión del divulgador por hacer que la información sea atractiva para su audiencia. III.6.4. Naturalizar los descubrimientos y citar fuentes autorizadas para producir «efectos de verdad» La centralidad de la noción de «descubrimiento» en la ciencia y, por extensión, en la divulgación, y el uso del discurso referido (la citación), pueden considerarse dos de los mecanismos básicos para generar «efectos de verdad» en el discurso periodístico. Al presentar la ciencia como una empresa cognitiva que alcanza resultados indiscutibles, el texto divulgativo se naturaliza cargando a su referente científico de ontología (Roqueplo, 1983, p. 124). Por lo gene137
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ral, los periodistas entienden que la actividad científica consiste eminentemente en la observación con sofisticados instrumentos y en la experimentación, que permiten que se descubran nuevos objetos, fenómenos o procesos sobre los que a priori no existía constancia (Lakin y Wellington, 1994). Se piensa que los poderosos métodos analíticos con los que cuenta la ciencia proporcionan a los expertos las herramientas necesarias para indagar y, en última instancia, manipular la realidad externa. Esta imagen canónica se ve reforzada y perpetuada por las imágenes populares de la ciencia en los medios de comunicación. A los medios les interesan las noticias, y los descubrimientos en general son noticia. Un requisito básico para que una observación pueda adquirir el rango de descubrimiento científico es que tenga cierto grado de relevancia para aquellos para quienes es noticia. La observación debe percibirse como algo novedoso y significativo para llegar a ser considerado un descubrimiento digno de trascender a la arena pública (Woolgar, 1991, pp. 84-85). Una de las creencias compartidas por el público, los periodistas y buena parte de los científicos, es que la función principal de la ciencia es «des-cubrir» una realidad externa al sujeto. Así, por ejemplo, la prensa anunció a grandes titulares que el satélite COBE de la NASA había hallado ciertas «oleadas de partículas subatómicas» (hechos) que venían a confirmar la «validez» del Big Bang, de la que tales «observaciones» son una «prueba». Según Emmanuel Lizcano (1993, p. 66), todos los términos y expresiones entrecomilladas y en cursiva son el resultado de una serie de estrategias retóricas encaminadas a dotar a los objetos de referencia de «exterioridad» (v. § I.2.2.2). Se trataría de hábiles recursos para engañar al lector, ocultándole el carácter construido de toda la operación: ciertas lecturas de temperaturas de unas supuestas radiaciones, en unos aparatos construidos ad hoc, que se interpretan en términos de una potente metáfora –la Gran Explosión– y se rescriben mediante adecuados efectos de persuasión. En nuestra opinión, el carácter construido y retórico del discurso no invalida el que la evidencia empírica imponga restricciones interpretativas. El descubrimiento científico, es decir, el hecho de desvelar lo que hay en la realidad independientemente de los sujetos que la descubren, es una potente metáfora que ha sido explotada con eficacia por los científicos y los periodistas que escriben sobre lo que los científicos hacen. Todo descubrimiento tiene su causa. Los medios de comunicación están fuertemente anclados en las interpretaciones causa-efecto. 138
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En el área de la investigación genética es muy común la noticia que relaciona un gen (la causa) con una enfermedad, función o comportamiento (efecto). Es un tipo de noticia que está sancionada por la comunidad científica y, por tanto, es muy fácil de obtener. Por lo general, carece de significado para la mayoría de la gente, excepto para colmar de falsas esperanzas a aquellas personas que padecen la enfermedad en cuestión. Su principal cometido es rellenar un espacio y dotar al medio de credibilidad. Pero no se trata de una noticia inocente. Su reiterada presencia termina por construir una representación de las enfermedades en la que la genética ocupa un lugar preeminente como causa explicativa y determinante y, por extensión, por configurar también una cierta imagen de la propia ciencia (Revuelta, 2001). En estas noticias es frecuente encontrar términos o expresiones del tipo se ha «descubierto», «encontrado», «localizado», «aislado», «identificado», «hallado» o «establecido con exactitud», que no dejan lugar a dudas sobre el hecho del descubrimiento y la relación de causalidad que establece. Obsérvese la siguiente noticia: Los científicos localizan el gen del pánico (La Vanguardia Digital, 29-8-2001). En el cuerpo de la información se pueden encontrar expresiones como: «[se] ha identificado una alteración genética», «parece estar en el origen de otros trastornos» o «[se] ha descubierto un mecanismo de alteración genética desconocido hasta ahora para los médicos». También se observa en la noticia un fenómeno relativamente común en el periodismo científico, que bien podríamos denominar disimetría titular-cuerpo: mientras el titular apunta claramente a que se ha establecido la relación causa-efecto entre el gen y la enfermedad (pánico), es decir, el periodista lo elabora de forma determinista, en el cuerpo de la noticia matiza y, de alguna manera, desmiente su propio titular. Hay una falta de simetría o concordancia entre el titular y el cuerpo de la noticia. En no pocas ocasiones son los propios científicos los que contribuyen directamente a la elaboración periodística de titulares deterministas. En julio de 1993 apareció en la revista Science un artículo del equipo de Dean H. Hamer titulado A Linkage Between DNA Markers on the X Chromosome and Male Sexual Orientation («Una relación entre los marcadores de ADN en el cromosoma X y la orientación sexual masculina») (Hamer et al., 1993). Esta relación genética pronto se tradujo en los medios de todo el mundo como «Se ha descubierto el gen de la homosexualidad». Science además de publicar artículos originales de investigación (sección Research Article), tiene una parte dedicada a 139
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divulgar de forma accesible los resultados de las recientes investigaciones (sección Research News). Precisamente en el mismo número de la revista donde apareció el artículo de Hamer y sus colegas, también lo hizo la noticia de su hallazgo con el siguiente titular: Evidence for homosexuality gene («Evidencia de un gen de la homosexualidad») (Pool, 1993, pp. 291-92; Jordan, 1998, pp. 66-68). Science sin duda buscaba atención pública con un titular que, en otras circunstancias, cualquier científico involucrado en la investigación genética hubiera censurado por su falta de rigor y por exagerar unos resultados preliminares. Cuando de lo que se trata es de vender la saludable cautela científica parece diluirse. Como otras revistas científicas de referencia, Science elabora comunicados de prensa en los que se suelen priorizar las informaciones que desde un punto de vista comercial le interesan más a la revista (v. § III. 8). Cabe incidir en que el tratamiento periodístico de los descubrimientos científicos depende fuertemente de la dinámica de las rutinas periodísticas, la cual impide que todos los descubrimientos sean susceptibles de ser tratados como noticias. Hay una serie de requisitos de noticiabilidad que debe cumplir el acontecimiento en cuestión para que sea seleccionado y elaborado de forma periodística. Además, hablando con propiedad, se olvida a menudo que los descubrimientos en sí mismos no son noticia, sino sólo las declaraciones de los científicos que han participado de éstos. Por eso, en no pocas ocasiones, los medios difunden informaciones sobre espectaculares «avances» o «descubrimientos» que, a la postre, resultaron ser fallidos (v. § III.8). Otra de las prácticas periodísticas más comunes para producir «efectos de verdad» (que en la noticia científica cobra especial relevancia) es el uso del llamado discurso referido o introducción de distintas voces en el texto. La cita es un mecanismo polifónico que inserta un enunciado dentro de otro de forma explícita, esto es, introduce marcas lingüísticas que el lector identifica como un discurso ajeno al principal donde está incluido. Por lo general, con esta práctica el periodista pretende que la información que se presenta esté equilibrada, con el propósito de conferirle la máxima «objetividad». Sin embargo, otras veces el discurso referido no tiene la función de equilibrar las distintas opiniones en liza, sino más bien la de incorporar voces ajenas y autorizadas que doten a la información de veracidad y rigurosidad, es decir, que confieran un «efecto de verdad» al texto. La polifonía textual es particularmente importante en las noticias que cubren contiendas tecnocien140
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tíficas, puesto que la citación directa e indirecta (de fuentes, testimonios, versiones) tiene la función de suscitar y sustentar creencias. Es mediante las creencias de otros, representadas en las citas, como puede instituirse la realidad de lo público (Abril, 1997, p. 243). En concreto, la cita directa tiene un efecto persuasivo y dramático importante: hace comparecer en el escenario de la noticia las voces de los protagonistas y, además, sirve de protección al periodista contra las calumnias o las interpretaciones malintencionadas. Es irrelevante desde el punto de vista contextual que las citas sean totalmente correctas, sólo deben sugerir que son verdaderas, de ahí su función retórica y sus efectos (Van Dijk, 1990, p. 130). En el discurso divulgativo de los medios las fuentes científicas suelen aparecer mediante citas directas, lo cual es un claro indicio de la importancia que tienen en la construcción de la realidad social de la tecnociencia (v. cap. V). III.6.5. Utilizar recursos retórico-expresivos El periodista científico utiliza recursos procedentes tanto del discurso científico (p. ej., definición y ejemplificación) como del discurso general (p. ej., secuencia narrativa, secuencia dialogal y modalización valorativa). Asimismo se pueden identificar algunos recursos propios de la divulgación, como son las aclaraciones discursivas, las metáforas con complemento especializado y las variaciones de registro (Cassany et al., 2000, pp. 88-96). Es imposible extenderse aquí en el estudio pormenorizado de todos y cada uno de los procedimientos expresivos, discursivos, retóricos o literarios que se despliegan en el discurso mediático de la ciencia, por lo que nos centraremos únicamente en cinco de los más frecuentes: la definición, la modalización valorativa, las variaciones de registro, las aclaraciones discursivas y la metáfora (ibíd., pp. 88-98). La definición de un concepto determinado es un rasgo característico de los textos científicos. Es poco frecuente encontrar textos periodísticos en los que se definan formalmente los términos procedentes del discurso científico. Más habitual es, sin embargo, encontrar definiciones en las que el término queda caracterizado por su finalidad, su uso, sus posibilidades y, en ocasiones, por sus defectos (LofflerLaurian, 1983). Es típico en este tipo de definiciones, denominadas función, encontrar verbos o estructuras verbales como «permitir», 141
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«emplear para», «conducir a», «servir para», etc. La elección de definiciones del tipo «función» resulta una estrategia divulgativa muy útil para mostrar las consecuencias que se derivan de un proceso o fenómeno. Por ejemplo: (...) la técnica [de la clonación] sirve para fabricar sustancias farmacológicas (El País, 25-2-97).
Las aclaraciones discursivas suplen, de algún modo, la escasez de definiciones que presentan los textos divulgativos y arrojan luz sobre el significado de muchos conceptos científicos. En general, se trata de aposiciones más breves que extensas, que pretenden aclarar un término supuestamente desconocido para el lector, y se introducen en el texto con marcas lingüísticas como las comas, paréntesis y guiones. Por ejemplo: Hace un año estos investigadores presentaron resultados de experimentos con clónicos, pero en fase embrionaria, es decir, con células que aún no se habían diferenciado en células de piel, o de ojos, o de glándula mamaria (El País, 25-2-97).
La modalización valorativa o inclusión de las valoraciones sobre el contenido emitidas por el sujeto de la enunciación es un recurso ausente en el discurso científico, pero muy común en el discurso general. Aunque el discurso divulgativo emula al científico en cuanto a la supresión del sujeto de la enunciación, para dotar al texto de mayor «objetividad» (v. § I.2.2.2), en determinados textos periodísticos, junto a los datos científicos, se exponen las opiniones y valoraciones del autor del enunciado. Así, por ejemplo: Decían que eran inocuos... Pero los alimentos modificados genéticamente pueden ser peligrosos para la salud. Eso asegura un nuevo estudio científico llevado a cabo por el Instituto Rowett de Aberdeen en Escocia (El Mundo, 11-8-98).
La subjetividad se manifiesta en la utilización de determinados adjetivos (peligroso), verbos modales (puede ser), adverbios, expresiones, etc. (Cassany y Martí, 1998, pp. 65-66). Las variaciones de registro o ausencia de uniformidad en el registro (alternancia de recursos procedentes de distintos géneros, uso de 142
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terminología de diferente especificidad y formalidad, etc.) es propia del discurso mediático de la ciencia. Los elementos coloquiales y las referencias de la cultura popular funcionan acercando al lector, mientras que los propios del lenguaje científico actúan como núcleo semántico y legitimador del texto. Esta falta de homogeneidad en el registro se deriva claramente de los parámetros pragmáticos que definen al periodismo divulgativo: comunicación episódica breve, urgencia en la producción, utilización de fuentes excluyentes, normas de «objetividad», etc. En el siguiente ejemplo se aprecia esta mezcla de registros que caracteriza los textos divulgativos en la prensa (se resaltan en negrita los registros coloquiales): La última diablura de la ciencia ha puesto en bandeja una posibilidad que asusta a la propia comunidad científica. El equipo del británico Ian Wilmut ha logrado crear una oveja a partir de una célula de una de sus compañeras de especie (El Mundo, 25-2-1997).
La metáfora es muy importante para la divulgación científica en general, puesto que permite relacionar los conceptos científicos, muchas veces poco intuitivos, con el mundo cotidiano del lector. La metáfora es una poderosa herramienta creativa que designa la posición de una cosa en lugar de otra. Este sentido creativo de la metáfora la hace ser un potente analizador social, porque mediante su estudio se puede acceder a las capas más profundas del discurso, a lo implícito en el mismo: sus presupuestos culturales o ideológicos, sus estrategias persuasivas, sus contradicciones, los intereses en juego, las solidaridades o los conflictos latentes (Lizcano, 1999, p. 29). La metáfora del agujero negro, propuesta por el físico norteamericano John Wheeler en 1969 para referirse a un ente hipotético predicho por la teoría general de la relatividad, puede servirnos de ejemplo. El agujero negro es un objeto supermasivo que, debido a su inmenso campo gravitatorio, es incapaz de dejar escapar nada de su área de influencia, ni tan siquiera la luz, por lo que se presenta al observador como no visible, esto es, «negro». El sustantivo «agujero» sugiere un lugar por el que se pierden o caen las cosas. La metáfora del agujero negro se ha lexicalizado, es decir, se ha incorporado al vocabulario científico de la astronomía, pero, contrariamente a lo que pudiera pensarse, no ha perdido su potencial creativo. Las metáforas lexicalizadas pueden facilitar la creación de nuevas imágenes de la misma familia. 143
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La metáfora del agujero negro ha dado lugar, por ejemplo, a la del agujero de gusano que alude a las exóticas propiedades que podrían tener estos objetos cósmicos (Alcíbar, 1999/2000, pp. 457-58). Una de las particularidades de las metáforas que se usan en los textos periodísticos divulgativos parece ser la complementación científica (metáforas con complemento especializado). Se trata de expresiones metafóricas que incorporan algún término del lenguaje especializado de la ciencia. La metáfora puede tener un uso local (p. ej., «sastrería genética») o más global. En el siguiente ejemplo la metáfora se expande a lo largo del párrafo y, de este modo, organiza y desarrolla la información científica, en concreto el proceso de la clonación (Cassany et al., 2000, p. 94): Sabía que una vez que una célula ha decidido lo que va a ser cuando crezca –parte de hueso, nervio, piel o cualquier otro órganoes como un disco compacto de sólo una canción. Aunque todas las células de un cuerpo, desde las del hígado de una persona hasta las de ubre de una oveja, contienen el plan genético completo para hacer a la persona completa o a la oveja entera, sólo se toca en realidad la melodía genética para la célula del hígado o la célula de ubre. Los otros temas –instrucciones para el organismo completo- han sido silenciados. [...] Se le había ocurrido, le dijo a Wilmut, conseguir que las células adultas tocaran todas y cada una de las notas genéticas que se necesitaban para hacer un animal completo. La clave era hacer la célula «inactiva». En este estado, pueden potencialmente tocarse todos sus genes, imaginó Campbell. Todo lo que se necesitaba era el tocadiscos. Y Campbell lo tenía: un oocito –célula de óvulo- de oveja contiene proteínas especiales que se vuelven genes, tocando todos los temas, uno tras otro, como el rayo láser en un lector de discos compactos (Newsweek, 12-3-1997).
III.6.6. Evocar y representar con imágenes visuales La infografía o el arte y técnica para producir imágenes digitales, es una de las herramientas fundamentales del periodismo científico. La actividad científica y tecnológica ocupa un lugar destacado en la creación y difusión de imágenes. Por ejemplo, el modelo atómico de 144
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Rutherford, un punto central (el núcleo) rodeado por elipses entrecruzadas (las órbitas de los electrones), o la doble hélice del ADN, se han convertido en destacados iconos culturales de la ciencia. De la misma forma, las capas concéntricas de una cebolla estimulan al científico para construir la representación esquemática de la estructura de una estrella pre-supernova en su etapa final. La comunicación es, por tanto, de doble vía. Basta pensar en la ingente cantidad de imágenes científicas que han difundido el cine, la publicidad o los medios de comunicación. La cultura popular devora con fruición imágenes que proceden del dominio de la ciencia y la tecnología, proceso que, en menor medida, también ocurre a la inversa. Cuando utiliza recursos visuales (dibujos, fotografías, diagramas, ilustraciones, etc.), la divulgación científica cumple una doble función, aproximando los contenidos sustantivos de la ciencia y enriqueciendo el universo simbólico de la propia imaginería científica (Gutiérrez Rodilla, 1998, p. 325). El periodismo científico aprovecha los componentes de atracción, utilidad y simplicidad que aportan las imágenes obtenidas mediante técnicas infográficas para acercar la ciencia y la tecnología a un público no experto (Belenguer, 1999, pp. 27-30). La estructura interna de órganos y artefactos tecnológicos, el mecanismo de acción de un fármaco, el ciclo contagioso de la malaria, el proceso de la clonación o la formación, desarrollo y extinción de un huracán, son algunos de los aspectos científico-tecnológicos que pueden ser tratados con las técnicas infográficas. Pero a pesar de las cautivadoras imágenes que se pueden obtener con las nuevas tecnologías, no hay acuerdo en cómo representar claramente ideas, procesos o descubrimientos científicos para que sean comprendidos por el público. El supuesto valor didáctico de las infografías o el valor referencial de las fotografías que utiliza el periodismo científico, parece a veces estar supeditado a la capacidad de producir espectáculo y más emotividad que información. Actualmente, las imágenes de la prensa se rigen no tanto por su función testimonial, didáctica o referencial como por patrones estéticos y por explotar la fascinación, el espectáculo y la convertibilidad práctica (Baeza, 2001). En el reportaje titulado La llegada de los clones (v. Figura 4), se presenta una imagen digital en la que aparecen decenas de bebés exactamente iguales que eclosionan de cáscaras de huevo (v. cap. V). El pie de la imagen reza: «recreación en ordenador de clones humanos». Además de la estética futurista y amenazadora que trasmite, la imagen incide en el mito de la «copia exacta» 145
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(v. § IV.4). El valor científico o referencial de tales imágenes artísticas es más bien limitado, pero su poder evocador es innegable. De la misma manera, en la composición fotográfica titulada Clonación salvaje, que abre la portada de El País Semanal del 1 de abril de 2001, aparecen siete bebés idénticos (aunque en diferentes posturas) con un código de barras impreso en el pecho (v. Figura 2). Esta fotografía también refuerza la falsa imagen pública de la clonación como «copia exacta» y, además, los códigos de barras transmiten la idea del clon como producto artificial (v. § IV.5). No obstante, la tecnología visual permite a los científicos utilizar las imágenes como confirmación de una realidad que se pretende certificar, es decir, se utilizan con valor probatorio. A veces, estas imágenes no sólo sirven de soporte al razonamiento y al nacimiento de nuevas ideas (valor heurístico), sino que también representan la única prueba documental de un fenómeno (valor cognitivo). Para la prensa científica, no digamos para la divulgación audiovisual, las imágenes con valor probatorio son muy seductoras por ser un importante reclamo para captar la atención del lector. Por ejemplo, en el cuerpo de la noticia Hallado en un dinosaurio un corazón propio de un animal de sangre caliente (El País, 21 de abril de 2000), puede leerse que gracias a la tomografía computarizada se han obtenido imágenes tridimensionales del interior de un dinosaurio, hallándose estructuras similares a las de un corazón de cuatro cavidades, típico de las aves y los mamíferos. Esta información textual viene acompañada de una fotografía de la supuesta caja torácica del espécimen. No importa que la fotografía sea compleja de interpretar para el profano, lo que realmente importa es que los paleontólogos han dictaminado sobre la validez de la imagen como prueba documental. La ciencia está ávida de confirmaciones empíricas. Con las nuevas tecnologías digitales la imagen es, a menudo, el «producto final» de un largo proceso interpretativo, por lo que ella misma se convierte en prueba científica. Además, en muchas ocasiones, es la única posible. En 1997, el paleontólogo James O. Farlow y el escultor David A. Thomas reconstruyeron por ordenador el ataque de un dinosaurio carnívoro bípedo a un dinosaurio herbívoro cuadrúpedo, a partir del estudio de las huellas fósiles (icnitas) dejadas por éstos a orillas del río Paluxy, en Texas central. Con estas simulaciones virtuales, los autores aseguran que han «esculpido ciencia» (Thomas y Farlow, 1998). La síntesis de imágenes por ordenador proporciona un posible escenario eco146
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lógico para entender el comportamiento depredador de criaturas que vivieron hace más de 100 millones de años. La informática y la biomecánica se alían para constituirse en el entramado conceptual del que surgen y mediante el que se interpretan los resultados obtenidos. Estas espectaculares imágenes, consideradas como «representaciones de la realidad», atraen al periodista científico. En las noticias científicas, las fotografías supuestamente referenciales también presentan una importante carga retórica. Hay casos en los que prima el valor probatorio o documental de la fotografía (p. ej., la imagen de Dolly dio la vuelta al mundo como la confirmación gráfica del «hecho científico» de la clonación). En otros casos, sin embargo, la fotografía proporciona un sentido de autoridad o de seriedad a la información, tal es el caso del científico en bata blanca rodeado de artilugios de laboratorio.
Fig. 2. La composición fotográfica refuerza el mito de la «copia exacta», tan recurrente en las representaciones populares de la clonación humana.
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III.7. VISIONES DEFORMADAS DE LA CIENCIA Y LA TECNOLOGÍA EN LOS MEDIOS Los periodistas científicos actúan por lo general como si su labor fuera la de mediar entre los conocimientos que aporta la ciencia y el público lego. Muchos de ellos se ven a sí mismos como modernos chamanes que acercan a la comunidad las revelaciones de los dioses de la ciencia. Pero esto no es más que una burda quimera. Los periodistas no son mediadores imparciales del conocimiento científico que se produce en el ámbito restringido y especializado de los centros de investigación, sino que su trabajo consiste más bien en recrear el discurso científico y hacerlo circular socialmente (v. § III.4). Los efectos a largo plazo que los medios de comunicación tienen sobre el imaginario simbólico colectivo y sobre la creación de estereotipos sociales son de sobra conocidos (Abril, 1997, pp. 94-100). Esto significa que el periodista científico tiene un destacado papel en la configuración de la imagen social de la ciencia y la tecnología. Explorar cómo los medios de comunicación presentan la tecnociencia nos permitirá comprender tanto lo que piensan los divulgadores como lo que el público intuye sobre el modo de operar de ésta (Lafuente y Elena, 1996, p. 50). La enseñanza y la divulgación informal de la ciencia se reducen básicamente a transmitir conocimientos científicos previamente elaborados, sin dar la oportunidad a los estudiantes y al público en general de asomarse a las actividades características de la empresa científicotecnológica (Fernández et al., 2003, p. 4). Philippe Roqueplo (1983, p. 123) afirma que al presentar siempre el conocimiento como «espectáculo de lo real», como «expresión auténtica de la realidad», el contexto científico ha condicionado profundamente el contexto divulgativo y la percepción pública que se tiene de la ciencia y la tecnología. Se produce una «asombrosa paradoja cultural» entre la incertidumbre inherente a la investigación científica y la solidez de su representación social. El periodismo científico tiende a reproducir y perpetuar la imagen optimista e idílica de la ciencia que preconizan los científicos, imagen que empezó a resquebrajarse y perder vigencia en los círculos intelectuales a partir de los años sesenta del siglo pasado (v. cap. I). La convicción de que la investigación científica es desinteresada, imparcial y objetiva, y de que la ciencia es la única actividad depositaria de conocimiento 148
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fiable, incontaminada de presiones e influencias exógenas, firmemente establecida por encima de todo conflicto ideológico y dispuesta de inmediato a ayudar a la solución de los problemas de la humanidad, son las características básicas en las que se fundamenta la imagen popular de la ciencia y la tecnología (Agazzi, 1996, p. 64) (v. § I.2.3). Esta imagen ingenua está muy alejada de lo que hoy día representa socialmente la tecnociencia, sin embargo se ha ido afianzando en la cultura popular gracias a que tanto la educación reglada como la divulgación informal la han reforzado por acción u omisión (Fernández et al., 2003). Por lo general, el científico que divulga y el periodista-intermediario no entran en conflicto con esa imagen ideal, sino que más bien la defienden y propagan cuando limitan su labor a una simple transmisión de conocimientos ya elaborados. En esta tesitura el periodista llega incluso a admitir cierta degradación en su discurso informativo, consecuencia inevitable de traducir el biunívoco lenguaje científico al polisémico lenguaje cotidiano (v. § III.5). Las visiones deformadas más comunes de la ciencia y la tecnología en el público se basan en una serie de creencias ingenuas, que Gérard Fourez llama «filosofías espontáneas de la ciencia» (Fourez, 1994, pp. 187-188). Estas visiones deformadas no se presentan de forma independiente sino que están íntimamente conectadas dentro de un esquema integral. Las siguientes son las creencias sociales sobre la ciencia y la tecnología más relevantes para varios autores (Lederman, 1992; Fourez, 1994; Fernández et al., 2002, 2003): 1. La ciencia como una actividad socialmente descontextualizada. La ciencia se presenta como una actividad socialmente neutral, con lo cual se ignoran, o se tratan de forma muy superficial, las complejas relaciones CTS. Este tratamiento superficial conlleva que la tecnología se reduzca a un simple subproducto de la ciencia. Ciencia y tecnología son entonces dominios independientes: la tecnología únicamente es la aplicación de ciertos conocimientos científicos (v. § I.1.2.5). Sin embargo, la interdependencia histórica de ambas ha ido in crescendo debido a su cada vez más patente incorporación a las actividades industriales y productivas, por lo que la distinción epistemológica entre conocimientos puramente científicos y puramente tecnológicos carece de sentido (Fernández et al., 2003, p. 4). Aunque la ciencia propiamente dicha o ciencia académica no ha desaparecido, hoy día estamos inmersos en la llamada revolución tecnocientífica. Esta revolución más que el conocimiento lo que 149
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está transformando radicalmente es la práctica científico-tecnológica (Echeverría, 2003, pp. 9-17). (v. § I.2.3). Desde un punto de vista práctico, no obstante, el objetivo principal de los ingenieros sigue siendo elaborar, refinar y optimizar artefactos, sistemas técnicos y procedimientos que satisfagan (o creen nuevas) necesidades humanas, más que contribuir a la construcción de cuerpos teoréticos coherentes (Mitcham, 1989). Esto no significa que no construyan o utilicen conocimientos, sino que los elaboran o utilizan para satisfacer situaciones específicas reales. Por tanto, destacar la relación lineal entre la ciencia y la tecnología, en la que la última es una mera aplicación de la primera, refuerza una visión simplista y positiva de la ciencia como factor absoluto de progreso. Sin embargo, desde las últimas décadas también prolifera la convicción de que la ciencia y, sobre todo, la tecnología son las responsables absolutas del deterioro medioambiental y de los problemas de salud pública. Hoy día, a pesar de la indiferencia, autocensura o connivencia que tienen muchos científicos y tecnólogos que trabajan en el ámbito de la industria, no hay que olvidar que son también científicos y técnicos quienes estudian los problemas a los que se enfrenta la humanidad, advierten de los riesgos y desarrollan posibles soluciones para evitar males mayores. A continuación veremos que esta visión descontextualizada está directamente relacionada con aquella que representa a los científicos como seres especiales, genios solitarios que se comunican entre sí mediante un lenguaje esotérico. 2. La ciencia como una empresa individualista y elitista. Los conocimientos científicos se consideran el fruto de genios aislados, con lo cual se ignora el papel constructivo de la colectividad y la naturaleza transdisciplinar de los proyectos tecnocientíficos. Según esta visión, el trabajo de un único científico preclaro basta para verificar o falsar una hipótesis o, incluso, todo un marco teórico. La ciencia se presenta como una actividad eminentemente «masculina». Se enfatiza el carácter elitista de la empresa científica, ocultando el significado profundo de los conocimientos al presentarlos de forma exclusivamente operativa. La ciencia no se contempla como una construcción humana sino como un vasto conjunto de descubrimientos «naturalizados». Se defiende una suerte de realismo ingenuo, es decir, la creencia de que el conocimiento científico refleja la naturaleza tal cual es. 150
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La imagen individualista y elitista del científico lo representa como un hombre con bata blanca absorto en su templo, el laboratorio, rodeado de extraños artilugios e instrumentos de medida. Esta iconografía nos acerca a otra de las graves deformaciones que transmite la imagen pública de la ciencia y la tecnología: aquella que asocia exclusivamente el trabajo científico con el trabajo de laboratorio. 3. La ciencia como actividad empiro-inductivista y ateórica. Esta visión resalta la importancia de la observación y de la experimentación para desvelar los secretos que oculta la Naturaleza. Se olvida así el papel crucial que en la investigación científica tiene la hipótesis como guía heurística y cognitiva. Son las hipótesis las que hacen pertinentes las observaciones y los experimentos, y no al revés. La complejidad de los instrumentos de medida, del diseño de los experimentos y, en definitiva, de las formas de obtención de datos, contribuyen a que la ciencia se constituya en una poderosa empresa en cuanto a sus pretensiones de conocimiento y, por tanto, se rodee de un halo de misterio que la hace virtualmente inaccesible para el común de los mortales. La concepción empiro-inductivista está tácitamente asumida por los propios científicos, que no siempre son conscientes de los procedimientos que utilizan en sus investigaciones. En resumen, esta visión pone énfasis en que las regularidades observadas en los datos se infieren por inducción lógica (principio de inducción), y en que la evidencia empírica permite siempre la verificación (o falsación) decisiva de hipótesis (credulidad empirista). Se defiende que la observación y la experimentación son «neutrales», esto es, son actividades ajenas a cualquier condicionante social. 4. La investigación científica es rígida, algorítmica e infalible. El «método científico» se concibe como un algoritmo constituido por etapas sucesivas y definidas que cuando se aplica con destreza procura resultados exactos. Esta visión se basa en el mito de la verdad absoluta o del infalibilismo de la ciencia, es decir, en la creencia de que la investigación científica demuestra verdades incontrovertibles. El tratamiento cuantitativo de los datos, el control riguroso de los experimentos y la formulación matemática de las hipótesis, son condiciones imprescindibles del «método científico». Se elimina, por tanto, cualquier rastro de creatividad, contingencia, ambigüedad o incertidumbre que, no obstante, son ingredientes principales en la evaluación de los resultados científi151
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cos. Esto implica la distinción tajante entre las circunstancias psicosociales (no epistémicas) de un descubrimiento (contexto de descubrimiento) y sus bases lógicas o experimentales (contexto de justificación), que son las únicas que pueden validar dicho descubrimiento (v. § I.1.2.3). Esta infalibilidad intrínseca de la ciencia conduce a considerarla como cognitivamente superior a cualesquiera otras formas de creencia o saber (jerarquización del conocimiento). 5. La ciencia como actividad aproblemática y ahistórica. Los conocimientos científicos se presentan como resultados concluyentes, dando la impresión de que la investigación científica es aproblemática e independiente del contexto social y cultural en el que se desarrolla. Se desprecia así la influencia de los factores sociales internos y externos, frente a lo que enseñan los estudios CTS. El hecho de presentar los conocimientos científicos de forma apodíctica impide acercar al público el complejo proceso de la investigación, con múltiples limitaciones y en absoluto seriado. Por tanto, se le escamotea al público la posibilidad de acceder a una imagen más acertada de las relaciones CTS. Esta visión aproblemática y ahistórica convierte a la ciencia en una actividad cerrada en sí misma y, en cierta manera, dogmática. 6. La ciencia como una aproximación exclusivamente analítica. No cabe duda de que el análisis es un procedimiento necesario para introducir simplificaciones y parcelar el conocimiento que crece de forma exponencial. Pero también se hace necesario adoptar con posterioridad perspectivas sintéticas que permitan construir sistemas gnoseológicos coherentes. No se ha de olvidar tampoco el papel de las fertilizaciones cruzadas entre diferentes disciplinas, imprescindible para abordar determinadas áreas de estudio. Un ejemplo interesante es el de la Astrobiología, un novedoso campo de investigación transdisciplinar que requiere del concurso y de la interacción de diversos y variados conocimientos científico-tecnológicos especializados, procedentes de disciplinas bien consolidadas como la física, la química, la biología, la geología o la ingeniería robótica. 7. La ciencia como una actividad que crece linealmente y acumula conocimientos. Se considera que la ciencia progresa exclusivamente por acumulación lineal de conocimientos. Toda ciencia se basa en lo ya 152
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conocido, construyendo así una verdad cada vez más completa. De este modo, se tiende a creer que algún día se obtendrá –cuando los medios instrumentales nos lo permitan– una descripción global de la realidad. Es una visión lineal y simplista del cambio científico que ignora las crisis y las profundas remodelaciones que sufren los marcos cognitivos en los que se desarrolla la actividad de los científicos. La presentación de las teorías como categorías a priori de conocimientos científicos, sin mostrar la rivalidad entre teorías opuestas que pretenden explicar la evidencia empírica disponible o la fuerza que tienen las teorías en modelar el pensamiento científico, que por lo general presenta una fuerte resistencia al cambio, contribuye a configurar una imagen del cambio científico basada en la acumulación lineal de conocimientos considerados verdaderos. En resumen, los medios de comunicación caracterizan la imagen pública de la ciencia como una actividad cuyos resultados, basados en referentes «cargados de ontología», son apodícticos, que aplica una potente y universal metodología y cuya autoridad cognitiva (y a veces hasta moral) es muy superior a la de cualquier otra forma inquisitiva de conocimiento. III.8. ESTRATEGIAS QUE UTILIZAN LOS CIENTÍFICOS PARA INSTRUMENTALIZAR LOS MEDIOS En un mundo en el que la competitividad es una virtud, la ley de la oferta y la demanda rige la política de las empresas a la hora de promocionar sus productos y servicios, y el destino de muchas investigaciones depende de la vitalidad y disposición futura de sus fuentes de financiación, los científicos y tecnólogos han tenido que abrir nuevos cauces en sus tradicionales relaciones con los medios de comunicación de masas. La suspicacia, rechazo o indiferencia que antaño mostraban, han dejado paso hoy día a un repertorio de estrategias encaminadas a instrumentalizar los medios de popularización de la ciencia en beneficio propio. Esta instrumentalización de los medios por partes interesadas de determinados grupos tecnocientíficos obliga a desechar el papel de mediadores entre la realidad social y la audiencia que se les ha asignado tradicionalmente a los primeros, así como el papel de independencia política y económica que se les presupone a los segundos. 153
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Estas estrategias de interacción con los medios atienden a la necesidad de llamar la atención y obtener el apoyo del público que tienen muchos científicos y tecnólogos, así como las empresas a las que están adscritos. La comunicación pública de la ciencia y la tecnología no es un fenómeno nuevo, pero sin duda lo que sí es novedoso es la forma y la intensidad de esta comunicación: la estrecha conexión entre la tecnociencia y su entorno social y el nuevo papel adoptado por los medios con respecto a esta conexión. Esta nueva situación ha sido descrita con el término de acoplamiento ciencia-medios (science-media-coupling), y es el fundamento de la llamada tesis de la mediatización (medialization) de la ciencia. Si se considera que la influencia de los medios en modelar la percepción y opinión del público es cada vez más importante, y que la ciencia depende, por un lado, de recursos cada vez más escasos y, por otro, de su aceptación pública, se infiere que los tecnocientíficos tenderán a orientar su punto de mira hacia los medios de comunicación (Weingart, 1998, pp. 871-873). Bajo ciertas condiciones, la elaboración que los medios realizan de algunos aspectos de la tecnociencia puede influir en el establecimiento de temas en la agenda política (v. § III.10). De este modo, la tesis de la mediatización exige un efecto indirecto de los medios sobre la propia tecnociencia (el caso de la clonación de Dolly es paradigmático, v. § IV.3). Dentro de una visión tradicional de la comunicación pública de la ciencia y la tecnología, los medios han sido considerados meros traductores y propagadores de los contenidos previamente certificados como genuinos por la comunidad científica. Por lo general, estos contenidos se reducen a noticias de descubrimientos científicos e innovaciones tecnológicas. Los científicos son conscientes de que la obtención del apoyo social y político necesarios para sufragar líneas de investigación que por sus implicaciones éticas, políticas o económicas son difíciles de aceptar, implica tener que emplear en muchas ocasiones sus propios recursos de acción política. Las estrategias que desarrollan son variadas, pero aquí nos centraremos obviamente en las relacionadas con los medios de comunicación (v. § IV.7). De forma genérica puede decirse que cuando los intereses de los científicos dependen de una opinión pública favorable y de una legislación no restrictiva no dudan en ejercer el conveniente control de la información que se publica (v § III.9). Los destinatarios de la información científica que aparece en los medios no están, en muchos casos, científicamente versados, por lo que es previsible esperar que sus opiniones puedan cambiar en función del 154
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sesgo valorativo que interese a aquellos que controlan la información a la que acceden los periodistas (Mulkay, 1994, pp. 378-379). Los científicos, conocedores de que los periodistas les atribuyen una credibilidad y una autoridad indiscutibles, aprovechan la escasa capacidad crítica que muchos de ellos demuestran para instrumentalizar los medios y hacerse públicamente «visibles». Utilizan el reconocimiento y la atención que pueden obtener de esta manera para mantener su legitimidad social, afianzar y desarrollar sus investigaciones en curso, sentar las bases para las futuras o, incluso, promocionar y vender los productos, técnicas o tratamientos que elaboran las compañías en las que desempeñan su labor como investigadores.24 Las estrategias más frecuentes que han desarrollado las instituciones tecnocientíficas y los propios científicos para instrumentalizar los medios de comunicación populares son: 1. La pre-publicación de los resultados de una investigación. La pre-publicación en los medios de los resultados de una investigación antes de que se publiquen en una revista sujeta a la revisión por pares (peer review), es una práctica que entraña un cambio sustancial en la tradicional concepción unidireccional entre la comunicación científica propiamente dicha y la comunicación pública de la ciencia en los medios. Esta práctica pretende asegurar a quienes la utilizan la prioridad sobre un descubrimiento o sobre una patente. La controversia sobre la fusión fría es uno de los casos históricos más conocidos. La atención que los medios le prestaron se debió a las expectativas económicas y políticas que prometía una revolución de tal calibre en el sector energético. El 23 de marzo de 1989 los químicos Martin Fleischmann, de la Universidad de Southampton, y Stanley Pons, de la Universidad de Utah, anunciaron en multitudinaria rueda de prensa que habían conseguido la fusión nuclear en frío. Esto suponía haber logrado producir una fuente de energía barata, no contaminante y virtualmente inagotable, a partir de elementos tan comunes como el agua, y en condiciones normales de laboratorio (temperatura y presión ambientales). Rápidamente, los medios se hicieron eco de la «gran
24 Algunos estudios han puesto de manifiesto que las investigaciones que aparecen en los medios populares de difusión son más citadas en la literatura científica que las que no lo hacen (v. Phillips et al., citados en Finn, 1998, p. 49).
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noticia». The Wall Street Journal y The Financial Times, por ejemplo, anunciaron el hallazgo el mismo día de la conferencia de prensa y la CBS abrió su telediario de la noche con la historia. Días después de la euforia se vio que la fusión fría era un «descubrimiento fantasma», producto del ansia por publicar que acucia a los científicos. La urgencia del equipo de Utah-Southampton se explica por el afán de asegurarse la patente del descubrimiento sobre el cercano grupo de la Universidad de Brigham Young, que también investigaba sobre el mismo asunto (Lewenstein, 1995, 1999; Collins y Pinch, 1996; Bucchi, 1998; Simon, 2001). Este fenómeno es también común en un campo tecnocientífico tan competitivo como la clonación, de manera que los investigadores de la competencia no puedan verificar ni aprovechar los resultados (Pennisi y Vogel, 2000, p. 22). Los científicos que se arriesgan a pre-publicar los resultados de sus investigaciones en los medios aceptan las posibles sanciones que les pudieran imponer los miembros de la comunidad de especialistas a la que pertenecen, a cambio de ganar tiempo y asegurarse así la titularidad de un descubrimiento. La causa de este comportamiento probablemente haya que buscarla en la lentitud del proceso evaluador de los artículos científicos. Si tenemos en cuenta que el tiempo transcurrido desde que un equipo investigador envía su trabajo a una revista especializada para su revisión por un comité evaluador hasta que se publica puede ser de muchos meses, el factor tiempo se torna crítico en la adjudicación de la autoría de un descubrimiento. 2. El fenómeno de la «visibilidad» de los científicos. En ocasiones, algunos científicos se hacen visibles públicamente en el curso de las contiendas tecnocientíficas, obteniendo prominencia en los foros públicos, incluso si su comportamiento se desvía del ideal mertoniano. R. Goodell ha calificado a esta clase de científico como «visible» (visible scientist) (Goodell, 1977). El fenómeno de la visibilidad pública de algunos científicos está directamente relacionado con su reputación científica. Es posible distinguir dos tipos de patrones de preeminencia en los medios: (1) El científico cuya reputación precede a la atención creciente que recibe en los medios, y (2) La atención que dispensan los medios al científico precede a su creciente reputación en el ámbito de su especialidad (Weingart, 1998, pp. 874-876). En el primer caso, los científicos que ganan reconocimiento en sus respectivos campos de investigación eventualmente se transforman en 156
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el centro de la atención de los medios y son reconocidos por ellos como expertos. Por esta razón, los medios de comunicación son muy proclives a otorgar gran credibilidad a los argumentos ad verecundiam, es decir, a aquellos que recurren al respeto a los grandes hombres, costumbres ancestrales, instituciones reconocidas y autoridad en general, para así fortalecer posturas propias o generar un discurso probatorio (Runes, 1985, pp. 23-24). Este patrón aparece con más frecuencia que el segundo. El segundo, por su parte, hace referencia al aumento de la reputación profesional de algunos científicos debida a su presencia en los medios, con lo cual éstos de alguna manera influyen colateralmente sobre los mecanismos de control de la propia ciencia, en concreto, sobre su sistema meritocrático. Entre los casos más interesantes del segundo patrón, cabe citar el del pedagogo e investigador de la violencia Wilhelm Heitmeyer (Weingart, 1998, pp. 875-876). La aceptación científica de Heitmeyer y su presencia mediática están ligadas por la popularidad que, a comienzos de la década de 1990, tuvieron sus investigaciones sobre la hostilidad de los extranjeros. El libro de Heitmeyer más ampliamente citado apareció en 1987 y ya llevaba tres ediciones cuando empezó a ser requerida su presencia en los medios de comunicación. En 1992, el año que más veces fue citado por la prensa, se publicó la cuarta edición del libro. No obstante, el 85 por ciento de todas las citas de su trabajo se produjeron después de 1992, lo cual significa que la aceptación científica de Heitmeyer comenzó a ser más notoria después de la más amplia cobertura que recibió su investigación en los medios. Heitmeyer no puede ser calificado como una «estrella mediática de la ciencia», pero sí tuvo una considerable presencia en la prensa mientras que la hostilidad de los extranjeros, central en sus estudios, se mantuvo como tópico periodístico. Una de las cuestiones más interesantes que plantean casos como el de Heitmeyer es estudiar si la atención de los medios que precedió a la aceptación científica de su investigación tuvo una influencia directa sobre las decisiones políticas acerca de la asignación de recursos. Por lo general, es difícil establecer una conexión clara entre la presencia de un investigador en los medios y una redistribución de los recursos económicos que los gobiernos asignan para el desarrollo de la ciencia y la tecnología. Sin embargo, en el caso de la clonación de Dolly esta influencia parece que fue negativa, puesto que después del anuncio el gobierno británico retiró los fondos de los que venía gozando el Instituto Roslin 157
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para la investigación genética. Esto explica el gran esfuerzo mediático de Ian Wilmut para distanciar la clonación animal de la humana, defendiendo la primera y condenando la segunda (v. cap. IV). 3. El síndrome de Casandra. Hace referencia a la estrategia de adaptación del discurso de los científicos a los cánones y valores periodísticos, con la clara intención de anticiparse a los deseos informativos de los medios de comunicación. En casos específicos, son los propios científicos los que por acercarse al lenguaje de los medios exageran sus resultados experimentales con el objetivo de obtener mayor atención del público y de los gestores de la política científica. En general, además de simplificar y dramatizar los resultados de sus investigaciones, estos científicos vierten opiniones y aventuran posibilidades sobre las consecuencias de sus estudios, llamando así a la acción inmediata. Estas declaraciones, muchas veces catastrofistas, son recogidas y amplificadas por los medios que ven en ellas un verdadero filón informativo. Su tono reivindicativo y de denuncia las convierte a menudo en eficaces discursos políticos. Sólo cuando la atención pública mengua entran en acción los críticos cuestionando la validez de esos catastróficos escenarios. Por contra, en el área de la biotecnología, la genética o la terapia cancerígena, los mensajes mediáticos de los científicos suelen incidir en las bondades terapéuticas de las nuevas drogas, técnicas o tratamientos. Los científicos que trabajan en estos competitivos y potencialmente rentables campos de investigación son fuentes especialmente proclives a proporcionar información a la prensa. Atraen el interés de los medios hacia sus líneas de investigación con anuncios que sobreestiman los beneficios terapéuticos de sus hallazgos, hasta el punto de que el aislamiento del gen del cáncer de colon hizo que un entusiasta científico declarara a un periodista del New York Times: «La muerte se puede evitar» (Nelkin, 1996, p. 250). 4. La publicidad encubierta. Se trata de una estrategia poco ética empleada con cierta frecuencia por las compañías farmacéuticas y otras empresas del sector biomédico. La industria biomédica está muy interesada en modelar de forma tan encubierta como persuasiva la cobertura periodística de los productos y los tratamientos médicos que desarrolla. Los tecnocientíficos adscritos a estas empresas utilizan estrategias mucho 158
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más sutiles y efectivas para controlar la información que otras más habituales, como los comunicados de prensa (Zuckerman, 2003, pp. 384-89). Un ejemplo notable de cómo una compañía farmacéutica instrumentalizó los medios de comunicación para obtener beneficios económicos, es la historia del fen-phen, una combinación de píldoras dietéticas que fueron retiradas del mercado en 1997, cuando se determinó que uno de los principios activos del fármaco era peligroso (ibíd., p. 384). A mediados de la década de 1990 los medios trataron el fen-phen como un gran acontecimiento. Cuando se publicó la primera investigación que demostraba la relación entre el fen-phen y potenciales daños coronarios, los medios le prestaron atención. Pero entonces sucedió un giro extraño: los resultados de la nueva investigación fueron publicados en las revistas médicas, lo cual indicaba que el fen-phen después de todo no era tan peligroso. De nuevo los medios populares de comunicación le dieron gran cobertura a la noticia. Study: No Hearth Damage from Diet Drug (Un estudio confirma que los fármacos dietéticos no dañan el corazón), proclamaba en primera plana un titular en USA Today (1 de abril de 1998). El estudio en cuestión, financiado por Wyeth-Ayerst (la empresa que lo fabricaba) y autorizado por el Dr. Neil Weissman, reveló solamente un pequeño incremento, estadísticamente poco significativo, de daño cardíaco en mujeres que tomaron el fármaco adelgazante en comparación con las que no lo tomaron. Weissman acreditó la información al mencionar que la compañía Wyeth-Ayerst había financiado el estudio y que las mujeres que participaron ingirieron la píldora durante tres meses. También mencionó que el estudio había sido presentado en un encuentro médico, pero no explicó que tales presentaciones no están sometidas al sistema de revisión por pares, que sí opera en las revistas especializadas como filtro previo a la publicación. Desafortunadamente, estas cuestiones aclaratorias se diluyeron ante un titular y una entradilla que incidían en la seguridad que para la salud tenía el fármaco dietético. Las versiones de la historia en The Angeles Times (6 de abril de 1998) y en Boston Herald (1 de abril de 1998) fueron incluso más tranquilizadoras y no entraron a cuestionar los datos. Cuando Weissman y Wyeth-Ayerst intentaron publicar el estudio en la conocida revista New England Journal of Medicine, el editor les sugirió que modificaran sus análisis. Los resultados entonces no fueron tan halagüeños, por lo que el artículo publicado el 10 de septiembre de 1998 no fue promocionado por la compañía y, como consecuencia, no recibió la atención de los medios. 159
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5. La elaboración de comunicados de prensa. Los gabinetes de prensa de las instituciones científicas y de las revistas especializadas con mayor índice de impacto, elaboran de forma periodística la información científica (comunicados de prensa o press releases) y la difunden regularmente a las redacciones de los medios de comunicación (De Semir et al., 1998a, pp. 294-95). Hay autores que ven incluso en las revistas científicas de referencia vectores de la influencia cultural de la ciencia (Herranz, 1998). Una de las posibles funciones de los comunicados de prensa puede estar relacionada con la ocultación de información comprometedora, como en el caso de Doñana y el CSIC (v. § III.9). Pero quizá la característica más notable de los press releases sea su marcado acento promocional. En efecto, se trata de informes elaborados por periodistas, destinados a otros colegas que trabajan en los medios, en los que se «venden» los trabajos científicos que publica una revista o produce una determinada institución. Por ejemplo, el 4 de enero de 1996 Nature publicó un estudio sobre los efectos analgésicos de la mirra. El press release que el gabinete de prensa de la revista difundió a los periódicos titulaba el estudio: ¿Por qué los tres reyes magos llevaban mirra? Indudablemente la noticia fue cubierta por muchos medios porque se adaptaba perfectamente a la actualidad de la festividad de la epifanía. Sin embargo, el artículo tenía escasa relevancia científica. Primó el valor-noticia de «actualidad» sobre el valor científico de la información. La maniobra de Nature para darse notoriedad y promoción en el contexto mediático fue palpable (De Semir, 2000, p. 31). En conclusión, el acoplamiento entre los medios y la ciencia puede entenderse si tenemos en consideración, por una parte, que los medios de comunicación tienen cada vez mayor relevancia en las sociedades democráticas y, por otra, la creciente necesidad de legitimación social que tiene la tecnociencia. En variadas ocasiones, los científicos y tecnólogos cuando interaccionan con los medios se alejan del llamado ethos científico para instalarse en el ámbito de los intereses particulares o corporativos. No en vano, el propio Merton ya intuyó estos nuevos comportamientos cuando dijo que en la medida en que la relación entre el científico y el lego adquiere relevancia, surgen incentivos para eludir las normas de la ciencia (Merton, 1980, p. 75). Un ejemplo interesante, que se estudia en el siguiente epígrafe con más detalle, es el control del flujo informativo que ejercieron ginecólo160
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gos sobre la prensa británica durante el debate público y parlamentario en torno a la idoneidad de las técnicas de reproducción asistida y de la investigación con embriones humanos. III.9. CONTROL CIENTÍFICO DEL FLUJO INFORMATIVO Cuando en el capítulo I se discutieron las distintas posturas que conforman el pensamiento general de los estudios CTS, se destacó que la premisa básica de la teoría de los intereses sociales de Barnes rechaza por inadecuada la concepción racionalista tradicional para evaluar exclusivamente con criterios lógico-empíricos la investigación científica, porque ésta no sólo depende de la evidencia empírica sino que también está fuertemente influenciada por los intereses de los correspondientes agentes sociales que intervienen en el proceso comunicativo de la ciencia (v. § I.2.2.1.2). Barnes proclama que la ciencia no es neutral desde el punto de vista de los intereses, por lo que éstos influyen en la enunciación y valoración de las observaciones empíricas y de las teorías y, en general, en las creencias compartidas por los científicos (Echeverría, 1998, p. 25). Por su parte, la teoría del actor-red de Callon y Latour ha puesto de manifiesto que los intereses de los diversos actores implicados en un conflicto tecnocientífico no son propiedades dadas a priori, sino que son el resultado de los esfuerzos de un actor principal por enrolar al resto de los actores (v. § I.2.2.3). En este punto los estudiosos de la Sociología de la Traducción difieren de los de la Escuela de Edimburgo. Los últimos creen que es posible atribuir intereses a los grupos sociales que, en última instancia, son la causa que explica la construcción de enunciados de conocimiento; por su parte, los partidarios de la Sociología de la Traducción piensan que sólo algunos actores, empleando diversas estrategias persuasivas, son capaces de convencer a otros de cuáles son sus intereses, qué deben ser y qué papel asumir. Como afirma Latour (1995, p. 239), «quien sea capaz de traducir los intereses de otros a su propio lenguaje será el vencedor». Aunque no han dejado de oírse con insistencia voces discrepantes desde el último cuarto del siglo XX, aún hoy existen amplios sectores de la sociedad (incluido el científico) que aceptan con agrado la presunción de que los científicos son los depositarios de una clase especial de conocimiento que no se ve afectado por el contexto cultural den161
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tro del que se produce y utiliza, y que su conducta social se rige por los cuatro imperativos institucionales (universalismo, comunitarismo, desinterés y escepticismo organizado) definidos en 1942 por Merton (v. § I.2.1.1). Estas normas obligan a los científicos a compartir la información de forma desinteresada y políticamente neutral, tanto dentro de la comunidad investigadora como en su relación con otras instituciones sociales. Sin embargo, estos preceptos de buena voluntad entran en muchas ocasiones en flagrante contradicción con la realidad sociológica de la actividad científica. Sencillamente, como afirma Michael Mulkay (1994, p. 375), no caracterizan «la manera en la que los científicos emplean sus recursos culturales dentro del contexto político». Los siguientes ejemplos proporcionan algunas claves para comprender las estrategias que los científicos, como actores principales en el proceso de la comunicación pública de la ciencia, practican para interesar y enrolar al público no experto en la justificación y defensa de sus propios intereses. El primero de estos casos describe el debate público que se suscitó en el Reino Unido a mediados de la década de 1980 acerca de la investigación con embriones y las tecnologías de reproducción asistida, a propósito del «Proyecto de Ley sobre Fertilización Humana y Embriología» (PLFHE) (Mulkay, 1993/94). El debate se desarrolló simultáneamente en el Parlamento y en los medios de comunicación británicos. Para que un debate público no esté viciado en origen es necesario que exista libertad para exponer y criticar tanto los pros como los contras del problema en discusión, así el ciudadano podrá acceder a una información plural sobre la base de argumentos científicos, éticos, económicos, sociales y políticos. En este caso no fue así. En un primer momento, los medios de comunicación se hicieron eco del acalorado debate parlamentario (fiel reflejo de la profunda división de la opinión pública británica), a la vez que ofrecieron sus propios comentarios y evaluaciones (ibíd., p. 144). Como en todos los casos de contiendas tecnocientíficas, la imagen popular de la ciencia se presentó de manera ambivalente. En la defensa de cada posición antagónica, los que argumentaron a favor y los que lo hicieron en contra emplearon dos clases distintas de retóricas. Por una parte, los defensores emplearon la retórica de la esperanza, que justifica la investigación con embriones sobre la base de los beneficios futuros para la sociedad, es decir, sobre la esperanza en que el progreso de la ciencia nos conducirá a un mundo mejor; por otra, los detractores utilizaron la retórica del miedo, que rechaza esta investigación, no por falta de resultados 162
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tangibles, sino porque estos resultados ponen en peligro el orden social y moral de la sociedad en su conjunto (ibíd., pp. 145-150). Durante el trámite parlamentario del PLFHE, es decir, durante el periodo de máximo apogeo del debate (diciembre de 1989 - abril de 1990), fue creciente el apoyo a la investigación con embriones, coincidiendo con un aumento de las opiniones basadas en la retórica de la esperanza. De cada diez artículos periodísticos publicados en la prensa, sólo tres eran contrarios a la investigación con embriones. La prensa continuamente se refería a esta investigación como un medio para alcanzar mayores cotas de felicidad. Se hacía apología del uso benefactor de la tecnología basada-en-la-ciencia (v. cap. V). La retórica de la esperanza se expresó a menudo en la utilización de narraciones personales que se organizaban en torno al contraste entre quienes se regocijaban por haber tenido la fortuna de beneficiarse de las modernas y eficaces técnicas de reproducción asistida, y quienes sufrían por habérseles negado el acceso a tales técnicas. Menos del 5 por ciento de los artículos periodísticos publicados prestó atención a los posibles efectos secundarios derivados de la aplicación de las novedosas técnicas reproductivas. Las mujeres fueron representadas como esposas felices que habían logrado su sueño de quedarse embarazadas gracias a la ayuda de las nuevas tecnologías. Sin embargo, los casos de mujeres frustradas tras la aplicación de estas técnicas (en torno al 90 por ciento) fueron simplemente ignorados. Por lo tanto, el argumento que defiende el progreso de la ciencia, característico de la retórica de la esperanza, fue ampliamente utilizado por los medios de comunicación de masas (ibíd., pp. 148-149). Los medios populares fueron fieles a sus fuentes científicas y, en consecuencia, actuaron honestamente, es decir, no construyeron historias espurias, ni manipularon conscientemente la información, pero también fue evidente que ignoraron otras historias de signo contrario que podrían haber enriquecido la base fáctica para una valoración pública más informada sobre el asunto de los embriones y sus tecnologías asociadas (ibíd., p. 149). Aunque los medios no ofrecieron historias de frustración y decepción durante la etapa final del debate parlamentario, sí surgieron algunas voces críticas que disintieron de la opinión general.25 Estas voces 25 No obstante, estas «voces discrepantes» representaron un porcentaje ínfimo. De los 85 artículos periodísticos sobre investigación con embriones que analizó Mulkay, sólo 4 se pueden considerar como «enmiendas a la totalidad».
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disidentes utilizaron la retórica del miedo para acentuar las consecuencias negativas de la aplicación de estas tecnologías y la quiebra moral a la que estaba abocada la sociedad si se seguía fomentando la búsqueda de conocimiento en esa área de la investigación biomédica. Si la tasa de fracaso de la técnica de la fertilización in vitro se situaba en torno al 90 por ciento, ¿por qué entonces la prensa renunció a contar historias de mujeres dispuestas, a buen seguro, a denunciar que las nuevas tecnologías de reproducción asistida no les beneficiaron? La hipótesis de Mulkay entronca con la teoría del actor-red, puesto que propone que los científicos que participaron en la controversia usaron todas las estrategias a su alcance para regular a conveniencia el flujo de material narrativo que publicaron los medios, estableciendo un efectivo «punto de paso obligado» (v. § V.3). Este control fue posible porque en el origen de las historias estaban las clínicas ginecológicas, administradas por médicos a los que les beneficiaba la aprobación del PLFHE. Los dos principales argumentos que el sociólogo inglés esgrime en favor de su hipótesis son: (1) La constatación de que los científicos involucrados fueron siempre figuras centrales en las historias favorables a la fecundación in vitro que publicaron los medios, siendo, en muchos casos, ellos mismos los que presentaron públicamente esas historias de éxito, y (2) el hecho de que los parlamentarios que estaban en contra del PLFHE se quejaron de que un pequeño grupo de destacados científicos partidarios de la investigación con embriones estaba orquestando una campaña sesgada en los medios de comunicación, apuntando con ello a la existencia de esta forma de control sobre el discurso periodístico. Como puede apreciarse, en la contienda tecnocientífica primaron más los argumentos relacionados con las actitudes y creencias sociales, así como con los condicionantes económicos y corporativos (v. § II.3), que los argumentos científicos de peso, como el de la baja tasa de efectividad de las técnicas de fecundación in vitro. La reiterada influencia de la retórica de la esperanza sobre la opinión pública no es fácil de medir, pero Mulkay señala que casi con total seguridad su efecto fue reforzar el apoyo a la investigación con embriones y las tecnologías conexas. La acción sinérgica del control en origen de las narraciones a favor de las técnicas de reproducción asistida, la ausencia de contra-narraciones y la falta de una actitud crítica en los periodistas ante sus fuentes científicas, son los principales factores que explican el éxito de la retórica de la esperanza en los medios de comu164
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nicación. Este éxito sentó las bases de una retórica de los beneficios futuros e impidió la competencia de retóricas alternativas. En concreto, el control del acceso a la información y la inclusión de valores políticamente correctos como el de la maternidad convencional coadyuvaron a la implantación social de las técnicas de fecundación in vitro por los medios (ibíd., p. 152). El segundo estudio, más cercano al contexto español, analiza cómo la selección de las fuentes y el control de los mensajes periodísticos se utilizaron para someter los criterios científicos a los políticos (Elías, 2000). Aquí también se trata de ejercer el control de la información que interesa ocultar o resaltar con la intención de influir en la opinión pública. La diferencia entre este caso y el anterior radica en la naturaleza del control informativo. Si en el caso británico, el control lo ejercieron los expertos para predisponer favorablemente a la ciudadanía con respecto a la investigación genética, en el caso español el control pretendía atajar a tiempo las críticas al gobierno del PP sobre su responsabilidad en el comienzo y desarrollo de una situación de crisis: la rotura de la presa de contención de lodos contaminantes, perteneciente a la empresa sueca Boliden Apirsa, en Aznalcóllar (Sevilla), y el consiguiente desastre ecológico que provocó en el Parque Nacional de Doñana. Al poco de comenzar la crisis (25 de abril de 1998), ya se sabía la responsabilidad política de cada actor involucrado en el conflicto. De una parte, la Junta de Andalucía y, de otra, el Ministerio de Medio Ambiente. Las estrategias comunicativas desplegadas por sus respectivos gabinetes de prensa fueron diametralmente opuestas. Mientras el gabinete de prensa del presidente de la Junta, Manuel Chaves, desató desde las primeras fases de la crisis una fuerte ofensiva contra la ministra Isabel Tocino, y fundó su estrategia de comunicación en una retórica de los sentimientos, el gabinete del Ministerio de Medio Ambiente diseñó una pésima estrategia para afrontar el desastre ecológico en ciernes. Adoptó una postura defensiva, inadecuada según los postulados básicos de la teoría estratégica en situación de crisis (Fayard y JacquesGustave, 1998), y cometió el craso error de apelar a la razón para defender sus argumentos (Elías, 2000, pp. 280-282). Tras el ritual cruce de acusaciones partidistas, tanto la Junta (PSOE) como el gobierno central (PP) esperaban que los científicos certificaran que los daños no habían sido muy graves, de manera que sus mutuas responsabilidades se minimizaran. Ante las fuertes críticas vertidas por los científicos independientes, el gobierno del PP optó por 165
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canalizar la información mediante la creación de un comité de expertos adscrito al Consejo Superior de Investigaciones Científicas (CSIC). Desde ese momento, el gabinete de prensa del CSIC controló en origen el flujo informativo que sobre el desastre ecológico llegaba a los medios. El efecto fue rotundo: se instauró una «voz oficial» y se acallaron las «voces críticas» (ibíd., p. 283). La estrategia del CSIC consistió en dosificar los resultados negativos, ocultar algunos contaminantes y, sobre todo, tranquilizar a la población dejando claro en todo momento que la crisis estaba bajo control, y que los problemas derivados de la contaminación eran resolubles. El CSIC no estaba para exigir responsabilidades políticas, sino para aportar soluciones (ibíd., pp. 293-295). Con objeto de neutralizar las opiniones incómodas, se decidió emitir periódicamente informes sobre el estado de la situación. Puesto que al principio de la investigación los informes eran más frecuentes que al final, lo cual no parece lógico desde un punto de vista científico, es plausible pensar que éstos no se elaboraron en función de criterios científicos (obtención de datos), sino con la clara intención disuasoria de mantener «entretenidos» a los periodistas (ibíd., pp. 298-299). No obstante, los informes fueron muy bien recibidos por los medios de comunicación, sobre todo por los de ámbito nacional, pues veían en el CSIC una fuente de prestigio que centralizaba en Madrid la información sobre la crisis ecológica de Doñana. La consigna del Ministerio al gabinete de prensa del CSIC fue clara: no suministrar a los periodistas los nombres de expertos ajenos al comité. Curiosamente, esta maniobra no fue denunciada por ningún medio de comunicación. Como en muchas otras ocasiones, los medios acataron la autoridad de la fuente científica sin plantearse si el «comité de expertos» elegido ad hoc para afrontar la crisis era el adecuado o si la vinculación política del CSIC (no hay que olvidar que los cargos de responsabilidad son designados directamente por el gobierno) podía condicionar la naturaleza de lo comunicado. Según Carlos Elías, la estrategia de consenso (retórica positiva + informes favorables de las tareas de regeneración) se fue modificando a partir de finales de mayo, justo cuando se observó que la regeneración de los márgenes de la cuenca hidrográfica del Guadiamar, responsabilidad del Ministerio de Medio Ambiente, progresaba con mayor celeridad que la rehabilitación de los suelos afectados, responsabilidad de la Junta de Andalucía. Esta ligera «ventaja» en las labores de descontaminación 166
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fue explotada con éxito por el CSIC para criticar las actuaciones de los técnicos de la Junta (ibíd., pp. 297-298). Una de las conclusiones más interesantes que se puede extraer de este caso, es la fuerte dependencia que tienen los medios de comunicación españoles de los gabinetes de prensa de instituciones consideradas solventes. Esta excesiva subordinación es perniciosa. Al facilitar la ardua labor de búsqueda informativa provocan en el periodista una suerte de relajación crítica que, de alguna manera, puede convertirlo en un mero instrumento al servicio de intereses ajenos a su profesión (v. § III.8). III.10. ¿MODELAN LOS MEDIOS LOS TEMAS DE DOMINIO PÚBLICO? Las noticias construyen la realidad social. Esto no significa que los medios inventen un mundo al margen del que nos rodea. Más bien su propia organización y dinámica es la que modela la información como discurso que cumple una serie de expectativas respecto a las fuentes y a las audiencias. Como toda construcción, la noticia es el resultado de un juego de elecciones y descartes, de negociaciones implícitas, entre el enunciador –y su contexto de emisión- y el destinatario –y su contexto de recepción. La noticia, por tanto, no es un espejo de la realidad, sino que se construye en el proceso de elaboración de la información y en el proceso de percepción que de ella tiene el destinatario (Fairclough, 1995a, p. 64). No obstante, decir que los medios de comunicación construyen la realidad social no es decirlo todo. La construcción nunca es ex novo. Al construir la realidad social, los medios se están nutriendo de enunciados lingüísticos, icónicos y de acción que han sido previamente construidos, de tal modo que, a su vez, también ellos son construidos en un incesante proceso dialéctico. No se puede subestimar la importancia de este diálogo permanente entre lo viejo (lo que heredamos por tradición) y lo nuevo (lo que acontece en la actualidad), pues sin él es inconcebible cualquier nueva producción de sentido. La llamada «información de actualidad» adquiere inteligibilidad (cobra sentido) gracias a los marcos cognitivos preexistentes y a los valores ideológicos y morales latentes. Esta asignación de sentido trae como consecuencia la tipificación de lo nuevo: el acontecimiento singular se hace comprensible cuando se relaciona con una configuración de contenido conocida. A su vez, tal configuración genérica se legitima 167
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socialmente al incorporar lo novedoso. De esta manera la tipificación de lo novedoso permite domeñar ilusoriamente la complejidad y contingencia de los sucesos (Chillón, 1998, p. 96). Es interesante observar que todo discurso periodístico se sustenta en la producción de sentido, es decir, en conferir significado a un conjunto de ideas, datos o hechos, adecuándolos para su público. Esta adecuación se realiza dentro de un marco cognitivo preexistente y está influida por valores ideológicos y morales. Una noticia científica adquiere su sentido dentro del marco cognitivo que de la ciencia tienen los enunciadores y los destinatarios de la información. Por eso las ideas tácitas sobre la ciencia y la tecnología (las creencias ingenuas de Fourez) condicionan fuertemente su representación social (v. § III.7). Esto significa que el relato comunicativo no es un producto abstracto, sino que es producido, recibido y comprendido por los actores dentro de un contexto social y cultural donde pugnan diferentes estructuras de sentido (Muñoz Carrión, 1986, p. 5). En un intento por indagar las complejas relaciones entre la opinión pública, el periodismo y la política, McCombs y Shaw (1972) elaboraron la hipótesis conocida como agenda-setting o «teoría de la construcción del temario». La hipótesis de la agenda-setting sostiene que debido a la selección y clasificación de la información que los distintos medios realizan, el público tiende a incluir o excluir de su conocimiento enciclopédico lo que los medios incluyen o excluyen de su propio temario. Además, el público suele asignar más importancia a los conocimientos que incorpora, manifestando el énfasis atribuido por los medios de comunicación de masas a los hechos, a los problemas y a las personas (Shaw citado en Wolf, 1987, p. 163). El presupuesto básico de la construcción del temario es que la comprensión pública de gran parte de la realidad social es modelada por los medios de comunicación. La función ideológica del lenguaje mediático conforma particulares maneras de representación del mundo, de las identidades sociales y de las relaciones de poder (Fairclough, 1995b, p. 12). Así, por ejemplo, representan específicas imágenes de la clonación humana, de los científicos y de las relaciones de poder entre los científicos y los políticos, respectivamente. La agenda-setting está estrechamente relacionada con el concepto de «enmarcar» (framing), puesto que, según la nueva versión de la hipótesis, los medios construyen la agenda a dos niveles distintos: (1) En un primer nivel se nos insta acerca de los temas en los que tenemos que pensar, y (2) en un segundo 168
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nivel se nos dice cómo debemos pensar sobre esos asuntos. No olvidemos que la mayor parte de la información científico-tecnológica la obtiene el público de los medios, lo cual nos puede dar una idea de cómo éstos pueden influir en la percepción social de la ciencia y la tecnología. Por tanto, según esta hipótesis, el «temario de los medios» (Media Agenda) parece tener una influencia nada despreciable sobre el «temario del público» (Public Agenda) y, como consecuencia de esta influencia pública, también sobre el «temario político» (Policy Agenda).26 Los medios no sólo influyen sobre la atención del público y los políticos en competencia, sino que también modelan poderosamente cómo los aspectos políticos que afectan a los tecnocientíficos, como en el caso de la biotecnología, son definidos y simbolizados. Además, es frecuente que la influencia de los medios sobre los procesos políticos sea a corto plazo, determinando qué aspectos conformarán la agenda política. Aunque el temario de los medios influye en el establecimiento del temario del público, la hipótesis de la agenda-setting acepta que esta influencia no es la única. Los medios tienen el poder de transmitir su temario y los receptores el de construir el suyo propio. Es más, esta influencia no es unidireccional, sino recíproca: si bien el público depende de la oferta comunicativa de los medios, a su vez el primero decide el papel social de los segundos mediante el ejercicio de sus expectativas y de sus sanciones (Rodrigo Alsina, 1989, p. 69). El factor fundamental para que el público acepte el temario de los medios es la credibilidad. Las noticias de ciencia y tecnología poseen un «valor añadido» con respecto a otros contenidos informativos con una menor credibilidad intrínseca (Pérez Oliva, 1998). Esta credibilidad tácita que se le presupone a la información científico-tecnológica determina la agenda de los medios (Ribas, 1998). Como ha mostrado la hipótesis de la construcción del temario, es muy posible que los medios fracasen en transmitirles a la gente cómo debe pensar, pero lo que sí consiguen es imponer aquellos asuntos en los que ha de pensar (Rodrigo Alsina, 1995, p. 112). Es interesante destacar que las últimas tendencias en la sociología del conocimiento se incardinan perfectamente en la hipótesis de la 26 La agenda política se define como los temas o problemas a los cuales los gobernantes oficiales, y otras personas que no ocupan cargos oficiales pero que están fuertemente asociados con ellos, les prestan en un momento determinado más atención que a otros (Kindgon citado en Nisbet y Lewenstein, 2002, p. 361).
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agenda-setting y que, además, ésta nos permite cuestionar el concepto de noticia y su valor dentro de los procesos de construcción de la realidad social (Rodrigo Alsina, 1989, pp. 69-70). III.11. LA IDEOLOGÍA MEDIÁTICA DE LA OBJETIVIDAD Y DE LA VERDAD INFORMATIVA Es común encontrar en libros de estilo y manuales de Periodística continuas alusiones a la necesidad de que el periodismo «sirva a la verdad», «respete la verdad» o tenga un «compromiso con la verdad». Sin duda es loable hacer cantos en honor a la verdad, salvo que tales requerimientos estén sustentados en principios epistemológicos erróneos o, cuando menos, problemáticos (Muñoz Torres, 1995, p. 141). Tradicionalmente los medios de comunicación social han legitimado su labor informativa apelando a nociones de objetividad y verdad que tienen un rancio sabor positivista. Por ello, las tensiones que existen entre los científicos y los periodistas acerca de estas nociones se deben más a la distinta manera de entender su aplicación práctica que a su estructura teórica, ya que ambos gremios comparten la misma base epistemológica (v. § III.12). En relación a la objetividad informativa en el ámbito del periodismo norteamericano, aunque la observación es válida para el periodismo en general, escribe Gans (citado en Nelkin, 1990, p. 93) que «es el más sólido de los bastiones supervivientes del positivismo lógico en los Estados Unidos». Por su parte, González Requena (1989, p. 13) señala que la «objetividad» responde a un dictado normativo que se resume en el manido lema de Scott: «Los hechos son sagrados; las opiniones, libres». Su objeto es desterrar cualquier huella de subjetividad. La objetividad periodística ha descansado desde el siglo XIX sobre los ideales de la ciencia, al mismo tiempo que la ciencia era ampliamente aceptada como base racional y apolítica de la política pública (Nelkin, 1990, pp. 94-95). La noción de «verdad», por tanto, debe ser despojada de todas sus connotaciones positivistas que la convierten en un concepto absoluto y fosilizado, para ser considerada como un «efecto retórico». Los textos periodísticos deben producir la sensación de contener proposiciones verdaderas o plausibles más que decir la verdad, puesto que el contenido no es autónomo sino que depende de una organización mayor para 170
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que éste se comprenda, se represente, se memorice, y finalmente se crea y se integre. El discurso periodístico se vale de una serie de estrategias persuasivas para establecer la veracidad de las afirmaciones. Estas estrategias retóricas se pueden resumir en las que siguen (Van Dijk, 1990, pp. 126-127): 1. Subrayar la naturaleza factual de los acontecimientos. Esta naturaleza se remarca con descripciones directas de los acontecimientos, declaraciones de testigos cercanos, evidencias de otras fuentes fiables (autoridades, personas respetables, profesionales), señales que indican precisión y exactitud (como las cifras para personas, la hora, los acontecimientos, etc.), citas directas de las fuentes, especialmente cuando las opiniones desempeñan un papel importante. 2. Construir una estructura relacional sólida para los hechos. Se logra mencionando los acontecimientos previos como condiciones o causas (y describiendo o prediciendo los acontecimientos siguientes como consecuencias posibles o reales), insertando hechos dentro de modelos situacionales bien conocidos que los convierte en relativamente familiares incluso cuando son nuevos, usando argumentos y conceptos bien conocidos que pertenecen a ese argumento, o tratando de seguir organizando los hechos en estructuras específicas bien conocidas, como las narrativas. 3. Proporcionar información que también posee las dimensiones actitudinal y emocional. (a) Los hechos se representan y memorizan mejor si contienen o hacen surgir emociones fuertes, y (b) la veracidad de los acontecimientos queda realzada cuando se citan antecedentes u opiniones distintas acerca de esos acontecimientos, pero en general se prestará más atención, como posibles fuentes de opinión, a quienes se encuentran ideológicamente más cercanos. En este mismo sentido la socióloga Gaye Tuchman (1972) afirma que «los periodistas invocan su objetividad casi del mismo modo en que un campesino mediterráneo se cuelga una ristra de ajos del cuello para ahuyentar a los malos espíritus». La «objetividad» se entiende, por tanto, como un ritual estratégico de protección para que los periodistas 171
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se defiendan de los riesgos (responsabilidades con terceros, acusaciones, demandas judiciales por difamación, reprimendas de los jefes de redacción, etc.) que conlleva la práctica pública de su profesión. La propia dinámica de producción de las noticias impide a los periodistas tener el tiempo suficiente para reflexionar acerca de los fundamentos epistemológicos de su trabajo. Por ello, necesitan dotarse de alguna noción de objetividad que minimice los riesgos a los que se exponen. Además de verificar «hechos», los periodistas utilizan cuatro procedimientos estratégicos básicos con los cuales poder proclamar su objetividad, a saber: (1) Presentación de posibilidades en conflicto, (2) Presentación de la evidencia sustentadora, (3) Utilización juiciosa de las comillas, y (4) Estructuración de la información en una frase apropiada. Tales estrategias proporcionan estructura y sentido a cualquier «hecho» supuesto. Los «hechos» supuestos se presentan auto-validándose tanto individual como colectivamente, constituyendo, lo que se llama, una «trama de facticidad» (Tuchman, 1983, p. 99). Según Tuchman (1972), las estrategias retóricas que emplean los periodistas para protegerse de las críticas y de la exigencia profesional de objetividad, (i) constituyen una invitación a la percepción selectiva, (ii) insisten erróneamente en que los «hechos hablan por sí mismos», (iii) son un medio para introducir subrepticiamente la opinión del redactor, (iv) están relacionados directamente con la política editorial de una organización informativa particular, y (v) equivocan al consumidor de noticias al sugerir que el «análisis periodístico» es serio, meditado o definitivo. En suma, hay una clara discrepancia entre los fines buscados (la objetividad) y los medios usados (los procedimientos informativos descritos). Así, la autoridad social y la condición de rigurosidad que pretende el periodista se deriva de la confianza que el público deposita en él («contrato fiduciario»). Para que este contrato sea duradero y sólido (es decir, asegure los lazos comunicativos), el periodista debe producir ciertos «efectos de verdad» (Landowski citado en González Galiana, 1998, pp. 76-77). Debe, en definitiva, edificar la realidad social recurriendo a estrategias retóricas, como la objetividad, neutralidad y veracidad, que socialmente se consideran «virtudes cognitivas». La otra piedra angular que sustenta la ideología de la comunicación mediática, es la «manipulación» o «distorsión». Si informar objetivamente es la norma correcta, manipular la información es la acusación que se atribuye a toda aquella acción que transgrede la norma. La falta de 172
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objetividad se traduce en subjetividad, es decir, en la manipulación de los hechos por un sujeto. Según este punto de vista, en la «buena comunicación» se constituye un diálogo entre los hechos y el «buen informador, independiente, honesto y objetivo». El problema es que los hechos son mudos. No hay forma humana (y la expresión hay que tomarla aquí en su sentido literal) de acceder al «objeto en sí». La ignota región de «lo real» no puede ser hollada por el hombre. La única forma de que los hechos nos digan algo es hacerlos discurso, insertándolos en el flujo de la realidad. Alguien, entonces, será el que hable por ellos. La segmentación de los sucesos reales y la selección y combinación de códigos semánticos que matizan, califican y connotan esos sucesos, son los que los transforman en discursos, quedando implícita o explícitamente inscrito en las noticias cierto punto de vista, cierta concepción de la realidad, cierta opinión de un sujeto (González Requena, 1989, p. 14). Sin embargo, en demasiadas ocasiones, los periodistas cometen «errores de competencia» en materia de ciencia y tecnología. Es sólo en este sentido que puede hablarse de «distorsión de la información», resultado de negligencias periodísticas (ignorancia, falta de contrastación de la información, etc.) que se derivan de la incultura científica que aqueja a nuestra sociedad.27 Un ejemplo muy sencillo por lo burdo de la desidia ocurrió en uno de los telediarios de Antena 3 que a la sazón presentaba José María Carrascal. Al relatar una noticia de paleontología, el periodista se refirió a los dinosaurios como «esos grandes mamíferos del pasado». Este error de bulto podría considerarse un simple desliz propio del directo, si no fuera porque en el reportaje «enlatado» que se emitió a continuación la voz en off persistía en el empeño de dotar de mamas a los reptiles. También en el telediario de Antena 3 (madrugada del 10 de mayo de 2001), Rosa María Mateo presentó la noticia de la financiación estatal y autonómica de la píldora «del día después» (píldora postcoital), ilustrada con imágenes de personal sanitario manipulando cajas de grageas de nombre comercial Navilone. A continuación, la presentadora leyó otra noticia acerca de la decisión de la Generalitat catalana de administrar a pacientes que sufrían fuertes dolores por efecto de la quimioterapia un fármaco llamado Navilone, derivado del cannabis (marihuana). La confusión estaba servida.
27 Véase un interesante compendio de errores periodísticos sobre cuestiones de ciencia y tecnología en Tonni y Pasquali (2000).
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Existen, sin embargo, otras incoherencias periodísticas más sutiles e interesadas. Suelen estar motivadas por la utilización de datos científicos para fines que son extra-científicos. Manuel Perucho (2000), director del Departamento de Oncogenes y Genes Supresores de Tumores del Instituto Burnham de La Jolla en California, ha denunciado lo que para él fue la «secuencia de despropósitos» que cometió la prensa tras la publicación del mapa completo del genoma humano, el 12 de febrero de 2001. Al parecer, la violación del embargo de la información científica por parte del diario británico The Observer fue la principal causa de que la prensa española, a pesar de la inminencia del acontecimiento, publicara una avalancha de noticias que daban «la impresión de haber sido escritas apresuradamente».28 Así, por ejemplo, el editorial de El Mundo del 12 de febrero rezaba: El mapa del ser humano reafirma la libertad individual. La interpretación esgrimida por el periódico para explicar la falta de determinismo genético en el comportamiento humano se basó exclusivamente en el número de genes, menor del esperado en un principio. Según Perucho, esto es inaceptable desde la óptica científica, puesto que el determinismo genético es independiente del número de genes. Parece como si la información científica se utilizara para certificar la autenticidad del mensaje ético (o político) que se defiende. Dejando de lado este tipo de manipulaciones informativas, producto de la escasa cultura científica y de los posibles sesgos ideológicos, existe lo que se denomina –a nuestro juicio erróneamente- una «distorsión involuntaria» de la información, inherente al periodismo. La representación social de la realidad por los medios de comunicación es el resultado, entre otros «factores distorsionadores», de las exigencias productivas y expresivas, de la red de fuentes que utiliza y de las imágenes que tiene del público (Wolf, 1987, pp. 210-211). Por tanto, la selección y el tratamiento de los contenidos informativos están condicionados por las rutinas profesionales y por los protocolos de organización del trabajo en una redacción periodística. No obstante, admitir que las restricciones que imponen los procesos de producción mediática distorsionan la realidad, implica que algo previamente «puro» sufre un
28 El embargo de los artículos es parte de la política editorial de las revistas científicas de mayor impacto. Su principal función es impedir la divulgación prematura en los medios de comunicación de los resultados de las investigaciones (v. Revuelta, 1997, p. 76).
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cambio que más se asemeja a una adulteración. Desde un punto de vista epistemológico consideramos que tal planteamiento se sustenta en una postura obsoleta. Se presupone que las rutinas productivas generan sesgos indefectibles, aunque no deseados, de los «hechos en sí, tal y como ocurren». Los «hechos», es conveniente repetirlo, no acontecen ante el observador, sea este testigo, periodista o científico, como sensaciones puras (datos sensibles desnudos), sino como conceptos que se definen y cobran sentido dentro del marco cognitivo en el que se inscriben. Su comprensión exige un entramado conceptual previo sin el cual los «hechos» no tendrían ningún significado. De esta manera, los mecanismos de producción de noticias construyen la realidad social más que la distorsionan. La teoría de la producción de la noticia (newsmaking) proporciona las bases conceptuales para entender por qué no puede considerarse la noticia como un producto epistemológicamente puro, que refleja fielmente lo real (Tuchman, 1983). III.12. BINOMIO CIENTÍFICO-PERIODISTA: UNAS TENSAS RELACIONES La disparidad de criterios a la hora de seleccionar y tratar la información científica genera tensiones y mutuos reproches entre los científicos y los periodistas. La investigación es una actividad que se desarrolla a medio y largo plazo y que, según el modelo clásico de la racionalidad científica, basa su eficacia en la contrastación empírica y en la coherencia lógica de los resultados, mientras que el ritmo periodístico de producción, constreñido por la «rabiosa actualidad», depende del óptimo funcionamiento de las rutinas periodísticas, que pivotan en torno al concepto de «noticiabilidad». La ciencia se suele concebir como una actividad genuina de búsqueda desinteresada de la verdad, mientras que el periodismo se realiza en el acto de transmitir información fidedigna a amplios sectores de la sociedad. Ambas concepciones, como se ha estudiado, incurren en peligrosas simplificaciones epistemológicas. Durante la mayor parte del siglo XX ambos dominios han estado culturalmente «aislados». Sólo recientemente la relación entre los científicos y los periodistas ha pasado de un «aislamiento estéril» a una «tolerancia estratégica». El apoyo de la comunidad científica a la labor de la divulgación puede ser entendido como una estrategia política: los 175
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científicos se han percatado de que los medios pueden ser útiles aliados para forjar una imagen favorable a los intereses de la ciencia (Polino, 2001, pp. 43-45). Preocupados por su legitimidad social y deseosos por recibir apoyo a su trabajo, los científicos son sensibles a su imagen en los medios de comunicación. Esperando influir positivamente en la configuración de esa imagen pública, las instituciones científicas (centros de investigación, revistas especializadas, etc.) o los propios científicos a título personal tratan de controlar la información científica que llega a los medios. Como cualquier acto de promoción, el fin último del control del flujo informativo es contribuir a modelar una imagen positiva de la tecnociencia y, por ello, se tiende a sobreestimar los beneficios de la investigación y a minimizar sus riesgos (Nelkin, 1995b, pp. 14-19). (v. § III.8). Los periodistas –sobre todo aquellos con escasa experiencia en cubrir información científica- son vulnerables a la manipulación por sus fuentes de información. Les preocupa el equilibrio y la objetividad informativa, y aceptan la ideología cientificista que entiende la ciencia como autoridad neutral y juez objetivo de la verdad. Si a la dificultad intrínseca para evaluar los detalles técnicos y los asuntos controvertidos de la investigación, y haber sido formados en la tradición empiro-positivista, se le añaden las limitaciones de tiempo propias de la profesión periodística, es fácil entender la propensión de los periodistas a confiar ciegamente en la pericia y buena voluntad de los científicos. Mientras que la máxima de los periodistas que escriben de asuntos políticos es indagar, analizar y criticar lo que hay en el trasfondo de las noticias, los reporteros de ciencia tienden a confiar en exceso en la autoridad de los investigadores, en el prestigio de las revistas técnicas y en la bondad y comodidad que representan los comunicados de prensa, reduciéndose en muchas ocasiones su función a explicar y aclarar la información. El resultado de esta falta de sentido crítico es que muchos periodistas han adoptado la forma de pensar, o mejor, el «marco ideológico» de los científicos, interpretando la ciencia bajo las condiciones impuestas por sus fuentes, incluso cuando éstas exhiben claramente sesgos particulares (v. § V.3). Por eso muchos periodistas, en vez de contrastar la información científica y cuestionarla si fuera necesario, se dedican más a «vender ciencia y tecnología» en un claro proceso mimético con sus fuentes (Nelkin, 1990, p. 164). En este sentido, cobra relevancia un estudio en el que se entrevistaron a científicos y periodistas en relación con sus respectivas culturas profesionales y la concepción que cada uno de ellos tenía sobre la 176
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divulgación de los conocimientos científicos al gran público. Se encontró que ambos grupos expresaban un abrumador respaldo a la visión de que el periodismo debería hacer la ciencia «digerible» para los no expertos, explorar la verdad científica, investigar e incluso criticar los inconvenientes del desarrollo y de las aplicaciones de la ciencia. Al menos 28 de los 31 periodistas y 24 de los 30 científicos encuestados, coincidían en que el periodismo debería estimular el interés por la ciencia, así como educar y entretener al público. Estos datos apoyan la hipótesis de que la imagen que ambos gremios profesionales tienen de la actividad científica y de su papel social es, básicamente, la misma (Gunter et al., 1999, pp. 383-385). Pese a este marco ideológico común sigue existiendo «un trasfondo de tensión constitutiva que los hace sentirse ajenos y desconfiados entre sí» (Polino, 2001, p. 39). De hecho, para muchos científicos la relación del periodista con la verdad es «perversa porque para un periodista, todo aquello que es probable es verdad» (Balzac citado en De Semir, 2000, p. 13). Resulta curioso que tanto los científicos como los periodistas defiendan en la práctica el llamado «paradigma de la popularización» (Väliverronen, 1993) y, no obstante, tengan tantos problemas para comprenderse mutuamente. Grosso modo, este paradigma conforma un esquema ideal que propone un acercamiento al público centrado en la ciencia y regido por la idea de que los medios de comunicación deben transmitir de la manera más fiel posible los «hechos» y las «verdades» que genera la investigación científica, es decir, deben contribuir a la diseminación de los resultados de la ciencia (v. § III.3). Son los propios científicos, en función de sus intereses como grupo social, los que definen los objetivos de la popularización. Este enfoque, como ya vimos, subyace a todos los programas de alfabetización y comprensión pública de la ciencia que, por medio de la adquisición exclusiva de conocimientos, pretenden configurar una ciudadanía bien educada científica y tecnológicamente para que pueda actuar racionalmente sobre la base de una información correcta y adecuada. Uno de los rasgos más característicos del «paradigma de la popularización» es la estricta segregación entre el conocimiento científico y el popularizado. Mientras el primero se considera racional y objetivo, el segundo es su simplificación más o menos conveniente, cuando no su desvirtuación (Vetteranta, 1999). (v. § III.1.1). Si, como parece, ambas culturas profesionales tienen una idea común de lo que representa la divulgación de la ciencia, ¿por qué, 177
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entonces, las relaciones entre los científicos y los periodistas no están basadas en la comprensión y la cooperación y sí, en la mayoría de las ocasiones, en la desconfianza y la competencia? En definitiva, ¿por qué son tan tensas sus relaciones? La respuesta es compleja, puesto que involucra muchos aspectos divergentes de las actividades de ambos grupos profesionales. Asumir el «paradigma de la popularización» implica que tanto unos como otros fundamentan sus prácticas en una epistemología de corte positivista; sin embargo, difieren en sus objetivos y expectativas: mientras que los científicos ven con recelo la particular aplicación que los periodistas hacen de las premisas positivistas, éstos últimos no entienden la jerga técnica, las abstracciones y los recovecos metodológicos que los primeros ponen en juego en sus investigaciones. Además, ambos presentan competencias sociales diferentes: los científicos creen que su competencia es descubrir y manipular la realidad, los periodistas transmitir información fidedigna a la sociedad. Para rastrear el origen de estas tensiones es preciso entender qué posición ocupa cada profesión en la esfera de la moderna cultura occidental. Los malentendidos entre los científicos y los periodistas surgen de las distintas percepciones propias y ajenas. A menudo estas percepciones suelen ser benévolas cuando se trata de juzgar la labor de uno mismo y la de sus colegas, y negativas cuando el juicio recae en los otros. A su manera, cada grupo mantiene un fuerte compromiso con las normas culturales y el ethos de su profesión. Cuando interactúan, ambos colectivos establecen estrategias de protección de sus identidades corporativas que provocan suspicacias y desconfianzas mutuas sobre la integridad de cada uno. Estas estrategias, relacionadas con la autoría, la posesión/control y el estatus, son utilizadas para afianzar las identidades propias y para levantar barreras en la comunicación inter-profesional. En muchos aspectos lo que es profesional para unos no lo es para los otros (Reed, 2001). Sin embargo, las relaciones de tensión entre los científicos y los periodistas son asimétricas. Por lo general, sobre el periodista recaen los reproches más incriminatorios. Esta asimetría en las críticas es fruto de la jerarquización que existe entre la ciencia y su divulgación (v. § III.1.1). Con respecto a la autoría, los científicos tienden a creer que su trabajo debe publicarse tal como ellos lo concibieron, aunque para ello el periodista tenga que utilizar palabras diferentes para hacerlo más accesible al público. Además, cuestionan el derecho de los periodistas a escribir lo que consideren oportuno, a partir de la información aportada por sus fuentes científicas. Por su parte, los periodistas están con178
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vencidos de que ellos son los verdaderos autores de los artículos que sobre ciencia y tecnología publican los medios de comunicación. Estrechamente vinculado con la autoría está la posesión/control de la información. Mientras que el científico tiene un fuerte sentido de la propiedad sobre su trabajo (probablemente alentado por el sistema meritocrático, característico de la ciencia), incluso cuando éste ha sido reformulado periodísticamente, el periodista asume que una vez el trabajo se ha hecho público ya no le «pertenece» al científico. Este sentido posesivo del científico parece derivarse del papel de testigo legítimo y autorizado de la «verdad» que la sociedad le ha asignado en la cultura moderna. Sin embargo, aunque con un estatus social menos sólido, el periodista también reclama su papel de testigo del «mundo real» y, por tanto, se cree en el derecho de decidir acerca de la importancia social de los temas tecnocientíficos y de la mejor manera de presentarlos en los foros públicos. Las diferencias en la autoría de los textos, en el control de su expresión mediática y en las posiciones de ambos grupos profesionales en el seno de la sociedad, generan desacuerdos, recelos, envidias y malentendidos en dos profesiones condenadas a entenderse aunque sea minimamente, a partir de sus divergentes intereses corporativos. La armonía se nos antoja difícil de alcanzar, pero la comprensión recíproca de las necesidades y objetivos de cada uno, sin duda, contribuirá a lograr unas relaciones más distendidas entre los científicos y los periodistas. A continuación analizaremos los aspectos en los que divergen ambos grupos profesionales, y que son motivo de incomprensiones mutuas, cuando no de enconadas disputas entre ellos. Estas tensiones se agravan cuando la información que se maneja atañe a los aspectos relacionados con la comunicación de riesgos, incertidumbres o controversias. En nuestra opinión, los distintos motivos de desacuerdo entre los científicos y los periodistas pueden agruparse en cinco grandes categorías de conflictos: (1) por el ritmo de producción, (2) por el estilo de comunicación, (3) por cuestiones pragmáticas, (4) por el papel de los medios en la sociedad, y (5) por problemas lingüísticos. III.12.1. Conflictos por el ritmo de producción Surgen de la confrontación de los distintos sistemas de organización que presentan la ciencia y el periodismo, así como de su representación social. Mientras que el científico es un corredor de fondo, el reportero 179
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es un velocista. Los megaproyectos de investigación propios de la tecnociencia requieren largos periodos para empezar a proporcionar los primeros resultados y suelen implicar gran cantidad de recursos humanos y materiales. Por su parte, las redacciones periodísticas son sistemas autorregulados que se valen de una serie de rutinas productivas para elaborar diariamente las noticias de «actualidad». Por lo tanto, el periodismo y la ciencia funcionan con diferentes nociones de tiempo. Asimismo, en situaciones de crisis (v. gr., desastre ecológico, epidemia, etc.), los expertos necesitan tiempo para consultar con otros colegas, obtener los datos pertinentes y evaluar las consecuencias. Este proceso, que puede dilatarse en el tiempo, desespera a los periodistas, que trabajan urgidos por la competencia y por la espada de Damocles de la inmediatez. Los periodistas quieren saber cuanto antes quiénes son los responsables de la situación, cuáles son las causas y los efectos de la crisis. En la mayoría de las ocasiones, la depuración de responsabilidades es un proceso complejo que puede durar años e implicar a distintos actores sociales. III.12.2. Conflictos por el estilo de comunicación Los científicos y los periodistas no entienden lo mismo cuando se refieren a la noticiabilidad de un acontecimiento (newsworthiness), puesto que tienen distintos estilos para comunicar la información científica. Ricard Guerrero, catedrático de Microbiología en la Universidad de Barcelona, recurre a un interesante ejemplo para aducir que la importancia de un descubrimiento puede ser desigualmente valorada por el periodismo y por la ciencia. Por primera vez en la historia, en un número de 1995 de Science se publicaron las secuencias completas del ADN de dos especies bacterianas. Tal acontecimiento científico fue ignorado por los medios; sin embargo, la supuesta epidemia inducida por el virus Ébola y el cultivo de bacterias «Jurásicas» obtuvieron una gran cobertura durante varias semanas. Según Guerrero, la inclusión de noticias científicas en los medios que pueden provocar alarma injustificada (epidemia del virus Ébola) o que es necesario tratar con cautela (recuperación de bacterias «Jurásicas») va en detrimento de otras noticias de verdadero alcance científico (secuenciación completa del genoma de dos especies bacterianas) y, por tanto, contribuyen a trivializar la ciencia (Guerrero, 1995, p. 2). 180
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Es evidente que los criterios periodísticos sobre el interés de lo que se considera noticia difieren de las apreciaciones que los científicos tienen de las observaciones y los descubrimientos. Para el científico el interés de una noticia depende de su valor intrínseco como hito en el desarrollo cognitivo de la ciencia; para el periodista, sin embargo, la noticiabilidad de un acontecimiento está en función de su espectacularidad, de su rareza, de su relación con los mitos o estereotipos sociales, así como de su capacidad para producir ciertos efectos emotivos en el público, aunque el acontecimiento en cuestión no esté lo suficientemente contrastado o se considere irrelevante para el progreso de la investigación científica. En esta misma línea, un estudio basado en las opiniones de periodistas que cubren temas médicos afirma que los profesionales encuestados recalcaron que la información que es médicamente relevante no tiene porqué ser necesariamente noticiable (Entwistle, 1995, pp. 920-923). Los periodistas y los científicos también difieren en otros criterios de noticiabilidad. La brevedad, por ejemplo, característica indefectible de las informaciones periodísticas, no es compatible con muchas noticias científicas que requieren del dominio de gran cantidad de datos técnicos, difíciles de asimilar por la audiencia y por el propio periodista. En estos casos, la norma general es renunciar a la posible noticia, salvo que su importancia o interés aconsejen lo contrario. La novedad interna es otra fuente de enfrentamiento entre los científicos y los periodistas. En su afán por «crear» la novedad, el periodista puede dar como primicia una información que en absoluto lo es para la comunidad científica. Un caso sobresaliente fue el de la llamada bacteria «asesina» o «comedora de carne humana». El 25 de mayo de 1995 gran parte de la prensa británica (incluso la considerada no sensacionalista) se hacía eco de varios casos de fascitis necrosante, un tipo de gangrena causada por el estreptococo A (Streptococcus pyogenes). De inmediato todos los corresponsales de la prensa internacional ubicados en Londres difundieron la noticia, desatando la alarma por toda Europa. La casuística «excepcional» se presentó en términos espeluznantes: se trataba de una enfermedad nueva que destruía la piel y los músculos, provocando la muerte en 24 horas. Tuvieron que pasar varios días para que comenzaran a publicarse comentarios más moderados que explicaban que este tipo de gangrena era conocido desde hacía más de 150 años y que la frecuencia de casos detectados se encontraba dentro de los límites permisibles para esta enfermedad. En realidad, la inmediatez por publicar respecto al momento en que se produjeron los 181
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primeros casos, sus espectaculares características y la percepción periodística de la enfermedad como algo novedoso, desencadenaron, sin ningún tipo de justificación científica, la alarma social a nivel europeo (De Semir, 1996, p. 187; Ribas, 1997, p. 55). Otro motivo de desavenencias está relacionado con la utilización que los periodistas hacen de las fuentes científicas. Uno de los valores-noticia más apreciados por los informadores es la categoría social de la persona que subscribe una opinión. Para los periodistas la credibilidad de una opinión depende más de la categoría social del interlocutor que del valor intrínseco de lo declarado, otorgando gran credibilidad a los argumentos ad verecundiam (v. § III.8). Por esta razón las declaraciones de un Premio Nobel es noticia independientemente de si éste tiene o no competencia cognitiva sobre lo que opina. Esta actitud de los periodistas suele molestar a los científicos, que los acusan de desinformar por muy legítimo que sea ceder la palabra a una autoridad. Es lo que ocurrió cuando el Nobel Kary Mullis declaró que el virus del SIDA era una quimera. A pesar de que la virología no era su especialidad y de que ganó el Nobel por inventar la PCR (en español, «Reacción en Cadena de la Polimerasa»), una técnica para sintetizar sin límite copias de fragmentos de ADN, muy valiosa en la práctica aunque anecdótica para la investigación básica, los periodistas no pudieron sustraerse a las atrevidas declaraciones de un científico laureado con tan prestigioso premio (Ribas, 1997, pp. 51-52). Periodistas y científicos tampoco se suelen poner de acuerdo sobre lo que es una «buena historia». Para el periodista lo abstracto no tiene cabida, por lo que una buena historia tiene que singularizar y, a ser posible, personalizar el acontecimiento. Se busca el lado humano de la noticia, así como sus aspectos anecdóticos. Para el investigador lo importante son los «hechos objetivos», despojados de toda traza de subjetividad. Esta situación produce mutuos reproches: los científicos consideran a los periodistas ignorantes que sólo están interesados en el escándalo y en lo peculiar, mientras que los periodistas consideran a los investigadores seres obsesionados por la generalización estadística y por los detalles técnicos carentes de interés humano. Los científicos también denuncian que, en demasiadas ocasiones, los medios, partiendo de un estilo «catastrofista», provocan la preocupación social y política al prestar mucha más atención a los riesgos estadísticamente poco significativos, proceso conocido como amplificación, y menos a otros que potencialmente son más graves, proceso conocido como atenuación (Petts et al., 2001). 182
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Por otra parte, el contexto cultural al que pertenecen los periodistas también parece influir en gran medida en el estilo de comunicación que practican. Tal variabilidad cultural puede entrar en conflicto con la perspectiva de los científicos. Por ejemplo, se han observado diferencias en los estilos de la prensa británica y norteamericana con respecto a la información sobre la clonación de la oveja Dolly (Conrad citado en Gunter et al., 1999, pp. 378-379). Así, mientras los periódicos británicos extrapolaron las posibles consecuencias negativas de la clonación de seres humanos, la prensa norteamericana se centró más en la importancia del hallazgo científico propiamente dicho que en sus potenciales peligros.29 Los periodistas norteamericanos discutieron sobre las espinosas cuestiones éticas y filosóficas que Dolly planteaba, sin entrar en consideraciones catastrofistas como sí hicieron sus colegas británicos al informar con un cierto regusto por las terribles consecuencias que para la sociedad tendría la clonación de seres humanos.30 Conrad señala que las diferencias estilísticas se pueden deber a diferencias interculturales. Los viejos estereotipos del americano optimista e ingenuo y del británico pesimista y escéptico, pueden explicar en parte las diferencias observadas en el estilo periodístico. Un aspecto interesante para futuras investigaciones sería estudiar cuál es el impacto que esos diferentes estilos de informar tienen sobre las representaciones sociales y la comprensión pública de la tecnociencia. III.12.3. Conflictos por cuestiones pragmáticas Las conclusiones a las que llegan los científicos en sus investigaciones suelen ser, por lo general, provisionales y siempre sujetas a eventuales revisiones futuras. Para el científico sólo son susceptibles de convertirse en noticia aquellos hallazgos que han superado los niveles de aceptabilidad académica por medio de la evaluación –supuestamente impar-
29 Por ejemplo, un típico titular aparecido en la prensa británica fue The spectre of a human clone (The Independent), mientras que en la prensa norteamericana se leyeron titulares como Scientist Reports First Cloning Ever of an Adult Mammal (The New York Times). 30 Esta observación entra en palmaria contradicción con el estudio que realizó Hopkins (1998) sobre la cobertura que la prensa norteamericana dio a la clonación de Dolly (para más detalles v. el capítulo IV).
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cial y correctora– que otros colegas de especialidad realizan gracias al llamado sistema de revisión por pares (peer review system). Este sistema, ideado para establecer la calidad y el rigor (en definitiva, la fiabilidad) de los trabajos científicos, es el pilar que soporta gran parte de la estructura social de la ciencia y, en último término, es el que en mayor medida contribuye al buen funcionamiento de la comunicación interpares. Pero el periodista, por lo general, no atiende a la provisionalidad de las conclusiones de la investigación, sino al interés social y a la espectacularidad que puedan tener esas conclusiones, aunque sean tentativas. Así, lo que para los científicos son resultados no definitivos, para los periodistas son apodícticos. Además, los periodistas priman las conclusiones sobre los procesos (Nelkin, 1990, pp. 164-165). (v. § III.6.1). Llevados por la ambición de recaudar fondos para la investigación o asegurarse la prioridad de un descubrimiento o la patente sobre un invento o instrumento, algunos científicos y tecnólogos buscan la cobertura de los medios para promocionar sus trabajos «en caliente», antes de haber sido revisados por los expertos (v. § III.8). En el famoso caso de la fusión fría dos científicos, uno de la Universidad de Utah y otro de la de Southampton, adelantaron los resultados preliminares de sus investigaciones para asegurarse la patente del descubrimiento sobre el competidor grupo de la Universidad de Brigham Young, antes de que los publicasen en una revista científica sujeta a la revisión por pares (Lewenstein, 1995, 1999; Collins y Pinch, 1996). (v. § III.8). Desde una perspectiva lingüística, los periodistas y, en menor medida, los científicos cuando declaran o escriben para los medios, realizan un cambio en la modalidad de la expresión. De la predominante modalidad hipotética o dubitativa, típica del apartado «Resultados» en los artículos científicos, se pasa a la modalidad declarativa, propia del texto periodístico: el contenido se expone como real, susceptible de ser evaluado como verdadero o falso. Para la lingüista argentina Guiomar Ciapuscio, una buena práctica divulgativa debe preservar fielmente la modalidad enunciativa de la fuente. El cambio de modalidad es injustificable, debido a que puede conducir a situaciones ambiguas en asuntos que afectan directamente a la vida de las personas (Ciapuscio, 1993, p. 99). Otro motivo de disputa es la divergente concepción que tienen los periodistas y los científicos respecto a las «normas de objetividad». Como ya se ha señalado, los periodistas consideran que todo aquello que es conflictivo es noticiable. El tratamiento polarizado que hacen de las controversias con implicaciones sociales (v. gr., el debate sobre los 184
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implantes mamarios de silicona o sobre la clonación) o de los acontecimientos que suponen riesgos para la salud o el medio ambiente (v. gr., el consumo de alimentos modificados genéticamente), irrita a los científicos. En su afán por parecer neutrales, los periodistas entienden que una información objetiva debe prestar igual atención a los diferentes puntos de vista para equilibrar las declaraciones contradictorias de los agentes implicados en el acontecimiento. Esta praxis provoca el desconcierto y el rechazo de los científicos, para los que los estándares «de la objetividad no requieren ni equilibrio ni igualdad de tiempo, sino la verificación empírica de las hipótesis opuestas» (Nelkin, 1996, pp. 251-252). III.12.4. Conflictos por el papel asignado a los medios Según la socióloga Dorothy Nelkin (1990, pp. 167-68), la causa más importante de tirantez entre los científicos y los periodistas hay que buscarla en la diferencia de opinión acerca de la función social de los medios. Los científicos piensan en los medios como canales de conducción por los que fluyen los contenidos informativos, desde las fuentes de autoridad científica hasta los sumideros de recepción social. Desde esta perspectiva, los medios son sólo eso: medios pasivos de transmisión informativa. La única responsabilidad que se les exige es transmitir a la sociedad la información científica de manera comprensible y sin distorsiones. Los científicos pretenden controlar este flujo de información de igual forma a como lo hacen dentro del cerrado dominio de la comunicación especializada. En ocasiones, sus intereses gremiales entran en contradicción con la responsabilidad de la prensa de informar sobre asuntos que pueden socavar la imagen tradicional de neutralidad y credibilidad que socialmente tiene la ciencia. Esta actitud no es entendida por los científicos, para quienes la principal función del periodismo es difundir a la sociedad una imagen positiva de la ciencia y, por lo tanto, promover las metas de la investigación científica. De ahí que los científicos, e incluso muchos periodistas, se quejen continuamente de la escasa capacitación de estos últimos para comunicar aspectos relacionados con la ciencia y la tecnología (Hartz y Chappell, 1997). En resumen, los científicos piensan que por negligencia o por ignorancia los periodistas distorsionan el flujo de información que llega al público. La gran mayoría de los periodistas, generalmente los especia185
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lizados en ciencia y tecnología, asumen que su papel en la sociedad es el de ser mediadores entre los dominios científico y público. Consideran que su misión consiste en ser cronistas de la «historia oficial» de la ciencia, reduciendo su labor a la aclaración cuando no al simple elogio (Nelkin, 1990, p. 168). Esta visión de la divulgación parece tener su raíz en una noción idealizada de la ciencia como conocimiento puramente racional, en contraste con el conocimiento impuro y simplificado de la popularización (Knorr-Cetina, 1999, p. 387). Pero también es cierto que hay algunos periodistas científicos que han empezado a cuestionar esta actitud de pleitesía hacia la autoridad de los científicos y el complejo de inferioridad que la sustenta. Estos nuevos periodistas, conscientes de su rol de «perros guardianes de la democracia» (watchdogs of democracy) y de representantes de los más desfavorecidos de la sociedad, han reaccionado ante los comportamientos del establishment científico que pudieran requerir justificación o ser abiertamente censurables. Poner de relieve, por ejemplo, las exageraciones promocionales de algunas instituciones científicas, como la «escenificación» pública que hizo la NASA con motivo del hallazgo de posibles rastros fosilizados de vida microbiana en un meteorito procedente de Marte, no implica adoptar una actitud anticientífica sino entender la ciencia como una institución social que, en determinadas situaciones, puede manejar intereses distintos a los de la búsqueda altruista de conocimiento. De cualquier forma, no dejan de ser tímidas reacciones. Por lo general, los periodistas de ciencia y tecnología siguen pensando que los científicos se rigen por las normas de conducta descritas por Merton, las cuales ensalzan valores como la honestidad, el desinterés o el cooperativismo. Por estas razones -y, por supuesto, porque el escándalo vende-, los periodistas siempre están prestos a denunciar cualquier comportamiento deshonesto que manche el buen nombre de la ciencia. III.12.5. Conflictos por problemas lingüísticos Tanto los científicos como los periodistas de forma constante se reprochan mutuamente la utilización que cada uno hace del lenguaje. Como todo escritor, el periodista de ciencia trabaja con el idioma y se considera que su objetivo más inmediato es traducir «al lenguaje de todos lo que ha sido concebido y elaborado en el lenguaje de unos pocos». (Calvo Hernando, 1992, p. 19. La cursiva es nuestra). 186
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En un estudio exploratorio sobre las percepciones y creencias de los científicos y los periodistas con respecto al papel de los medios en la comunicación pública de la ciencia (v. § III.12), se llegó a la conclusión de que la mayoría de los entrevistados consideraban que la tarea del periodismo científico era traducir la jerga científica al lenguaje cotidiano (Gunter et al., 1999, pp. 382-383). La coincidencia de ambos grupos profesionales en cuanto a la función traductora de la divulgación no oculta la divergencia sobre cuál debe ser la mejor manera de llevarla a cabo. Se supone que el lenguaje científico es referencial, es decir, sirve para la transmisión del conocimiento de una manera neutral y objetiva. Gozaría, por tanto, de cualidades como la precisión, la economía o la neutralidad (Gutiérrez Rodilla, 1998, pp. 30-37). Por el contrario, el lenguaje periodístico tiene raíces literarias. Los periodistas eligen las palabras por su poder connotativo y evocador. De seguro estarán dispuestos a utilizar expresiones más atrevidas, más sonoras o, incluso, más espectaculares que las de los científicos. Así, prefieren «basurero tóxico» en lugar de «depósito de desechos» (Nelkin, 1990, p. 166). Esta «libertad creadora» se manifiesta en el empleo sistemático de distintas figuras retóricas, destinadas a involucrar al lector en lo que se está relatando. La metáfora, por ejemplo, es uno de los recursos más importantes de los que dispone el periodista científico para explicar, comunicar, persuadir y entretener (v. § III.6.5). El científico se queja de que, en muchos aspectos, el lenguaje periodístico desvirtúa o adultera la nitidez y monosemia de la jerga científica. Las críticas de los científicos se vuelven acerbas cuando los periodistas emplean ciertos conceptos que en el ámbito de la ciencia tienen un significado diferente. Por ejemplo, cuando el experto emplea el término «epidemia» se está refiriendo a una acumulación de casos cuya frecuencia estadística es superior a la esperada, mientras que cuando lo hace el periodista, por lo general, quiere expresar la expansión incontrolada de una determinada enfermedad por amplios sectores de la población. Los términos «evidencia» y «prueba» también suelen presentar significados diferentes, según los utilice el científico o el periodista. Para el científico tienen un sentido estadístico, para el periodista absoluto. Los periodistas suelen considerar como evidencias lo que para los científicos son meros datos anecdóticos o casuística inconexa. Por tanto, tanto unos como otros consideran que la función principal del periodismo de ciencia es traducir el lenguaje científico para hacerlo accesible al público con la menor pérdida informativa, pero dis187
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crepan en la forma, estrategias y recursos empleados para llevar a cabo esa traducción. No hay que olvidar, sin embargo, que la divulgación científica es más un proceso de recontextualización discursiva que un simple mecanismo de traducción para acercar al gran público el lenguaje especializado de la ciencia (v. § III.5). En conclusión, es difícil que en la práctica dos culturas profesionales, como la científica y la periodística, con objetivos e intereses dispares, lleguen a entenderse entre sí. El científico es especialista en una determinada disciplina, lo cual configura su visión de las cosas, su lenguaje representacional y sus objetivos. El periodista (esté o no especializado en ciencia y tecnología) es un diletante, todo lo más, un buen aficionado a las ciencias, sin la profundidad conceptual, el lenguaje y los propósitos del especialista. Además, depende de un sistema de rutinas informativas que condicionan fuertemente su trabajo. Esta condición de diletante que, por definición, lo sitúa en una posición vulnerable con respecto al especialista, debería ser reforzada con un conocimiento más exhaustivo del papel social de la ciencia, que permita al periodista atisbar las complejas relaciones de poder y los intereses extra-epistémicos que subyacen a la actividad tecnocientífica. Tal conocimiento puede proporcionarle los criterios necesarios para valorar en su justa medida los descubrimientos, innovaciones y avances que los especialistas difunden, teniendo en cuenta el contexto mayor de las interrelaciones que la tecnociencia establece con otros sectores de la sociedad (industrias, instituciones políticas y el público general, a través de los propios medios de comunicación). Pero los periodistas se empecinan en presentar la ciencia de forma fragmentada, como una sucesión de referentes ontológicos, conclusa en sus resultados, y a los científicos como voces autorizadas por definición. Esta forma de presentación, muy próxima a la que determinadas instituciones científicas exhiben en sus comunicados de prensa, contribuye a generar una imagen parcial y sesgada de la ciencia. También los convierte, en ocasiones, en simples instrumentos de los intereses de sus fuentes. Pese al acercamiento que en los últimos años han protagonizado los científicos y los periodistas, las tensiones y conflictos no han desaparecido. Se puede decir que mantienen una relación de «delicados lazos simbióticos» (Polino, 2001, p. 58). Hay autores, sin embargo, que auguran un afianzamiento de los vínculos entre ambas profesiones, argumentando que la visibilidad pública que necesitan los científicos 188
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llevará a que éstos mejoren sus relaciones públicas con los periodistas. Esta aproximación impondrá nuevas reglas de juego en el contexto de una cultura compartida entre los científicos y los periodistas, entre las cuales la responsabilidad del periodista en la evaluación crítica de la información que proviene de las fuentes científicas será crucial (Dunwoody citada en Polino, 2001, p. 58). Esta profecía, no obstante, parece no asumir uno de los problemas más persistentes que aquejan a los periodistas científicos: su falta general de competencia sobre los diversos aspectos de la actividad tecnocientífica, desde los mecanismos de construcción de los hechos científicos a las relaciones entre la Ciencia, la Tecnología y la Sociedad.
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ESTUDIO DE CASOS
CAPÍTULO IV LA CLONACIÓN HUMANA EN LOS MEDIOS DE COMUNICACIÓN Los hechos científicos son como los trenes, no funcionan fuera de sus raíles. (Bruno Latour) Al día siguiente, vio a Jesús que venía hacia él y dijo: «He aquí el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo». (San Juan 1, 29)
IV.1. LA CLONACIÓN COMO FENÓMENO MEDIÁTICO En este capítulo revisaremos los aspectos más sobresalientes del debate ético y político que se generó a partir de febrero de 1997 con el anuncio del nacimiento de la oveja Dolly, el primer mamífero de la historia clonado de una célula adulta. Su creación por Ian Wilmut y sus colegas del Instituto Roslin en Edimburgo (Escocia) reavivó una pregunta preocupante que estaba latente en la cultura popular: ¿se puede también clonar a los humanos? Por un lado, el capítulo puede considerarse como una introducción a la clonación humana en los medios de comunicación de masas, puesto que traza las líneas maestras del gran debate ético que suscitó la «fabricación» de Dolly. Y, por otro, ayuda a comprender la polémica que se desató tras el anuncio en diciembre de 2002 de que el Movimiento Raëliano Internacional (MRI) había logrado clonar una niña (v. cap. V). Fue a partir del affaire Dolly que la clonación humana se constituyó en motivo de acalorados debates en el foro público de los medios de comunicación. Las fases críticas y sucesivas de la controversia social en la prensa se pueden caracterizar de la siguiente manera: Fase I.
Febrero de 1997. Los medios de comunicación se hacen eco de la presentación oficial de la oveja Dolly en el Instituto Roslin.
Fase II. Enero de 1998. El médico americano Richard Seed hace unas polémicas declaraciones acerca de sus intenciones de clonar un ser humano. 193
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Fase III. Noviembre de 2001. Científicos de la empresa biotecnológica Advanced Cell Technology (ACT), publican en la revista Journal of Regenerative Medicine que han logrado clonar un «embrión humano» (estadio de 6 células). Fase IV. Junio de 2002. El ginecólogo italiano Severino Antinori anuncia que el primer bebé clonado lleva ya 14 semanas de gestación. Fase V. Diciembre de 2002. Rueda de prensa en la que la portavoz del MRI y directora de Clonaid, Brigitte Boisselier, anuncia que su empresa ha clonado una niña llamada Eva. Sin un análisis detallado de cómo la prensa había tratado previamente el fenómeno de la clonación humana, y de cómo la contienda tecnocientífica de la clonación de Dolly se centró principalmente en sus aspectos éticos y morales, es muy difícil comprender el posterior debate sobre los raëlianos (v. cap. V). En el capítulo V estudiaremos (1) la forma en la que el El País construyó el debate público sobre la clonación humana, entre diciembre de 2002 y enero de 2003, (2) la manera en la que fueron representados los actores involucrados en el debate, principalmente los científicos y los raëlianos, (3) la naturaleza y función de los argumentos esgrimidos, y (4) las consideraciones éticas, médicas y sociopolíticas que el periódico asumió como prioritarias para defender su posición. IV.2. ¿CÓMO TRATARON LOS MEDIOS LA POLÉMICA SOBRE LA CLONACIÓN DE DOLLY? La clonación de mamíferos, y sobre todo la posibilidad de realizarla en humanos, es una de las controversias tecnocientíficas públicas más importantes de finales del siglo pasado y principios de éste (Neresini, 2000; Holliman, 2004). La clonación es un asunto tan conflictivo porque presenta muchas facetas donde no hay acuerdo entre los diferentes actores involucrados y sus intereses particulares. Una biotecnología con tantos elementos debatibles provoca reacciones contrapuestas entre los distintos sectores de la sociedad. Los aspectos controvertidos abarcan desde los puramente técnicos y sus posibles aplicaciones médicas y agrogana194
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deras, a los derivados de cuestiones éticas y de moral religiosa, pasando por los que atañen a los posibles mecanismos de control y regulación jurídica que estas prácticas tecnocientíficas reclaman. Sin embargo, la amplia y diversa gama de aspectos controvertidos en torno al fenómeno de la clonación de Dolly no ha recibido el mismo tratamiento y cobertura por la prensa, ni cualitativa ni cuantitativamente hablando. Como en otros muchos casos de descubrimientos científicos o innovaciones tecnológicas, la noticia de Dolly, al centrar su foco de atención en la culminación del producto (conocimiento original, nueva técnica, la propia Dolly como prueba documental, etc.), y en sus consecuencias sociales, y no tanto en las vicisitudes, motivos, dudas e intereses que llevaron hasta su creación, funciona más como una especie de «escaparate publicitario» de la empresa tecnocientífica que como un vector informal de difusión pedagógica de los contenidos científicos. Este hábito del periodismo suele ser duramente criticado por los científicos, que lo tachan de simplificador y, por tanto, de desvirtuar la investigación. No obstante, los científicos son conscientes del poder amplificador y publicitario que los medios de comunicación les pueden proporcionar a sus trabajos, y en no pocas ocasiones los han instrumentalizado en su propio beneficio (Weingart, 1998). (v. § III.8 y III.9). Los beneficios que obtienen de la cobertura periodística los científicos y las empresas tecnocientíficas van desde mayores cotas de prestigio profesional y social hasta el incremento de los incentivos económicos. No en vano, la extraordinaria publicidad que recibió Dolly fue sin duda la que propició que sólo tres días después de su anuncio en la prensa, las acciones de la compañía PPL Therapeutics, patrocinadora del experimento, subieran un 65 por ciento en la Bolsa de Londres (v. Tramullas, 1997; Rodríguez, 1997). La clonación de Dolly es un ejemplo significativo de lo que se ha venido en llamar la mediatización de la ciencia (Weingart, 1998, pp. 871-873) (v. § III.8). Se produjo un curioso fenómeno, puesto que, a diferencia de otros acontecimientos científicos de cuya existencia tenemos constancia por los libros que los divulgan con gran cantidad de detalles técnicos, la clonación de Dolly se conoció primero a través de los medios de comunicación de masas. Esto supuso que el conocimiento estrictamente científico sobre la clonación tuviera mucha menor oportunidad para influir en el debate público, y en cambio cobraran mayor protagonismo (se amplificaran) las repercusiones sociales y la creación de inquietantes escenarios futuros (Klugman y Murray ciados en Petersen, 2002, p. 74). A la luz de esto, se hace pertinente considerar cómo los medios de comunicación han 195
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podido contribuir a modelar las opiniones del público y amplificar sus temores sobre la clonación humana (ibíd., pp. 74-75). Esta amplificación se explica si atendemos a dos factores interrelacionados: (1) En ningún pasaje del artículo de Nature, en el que Wilmut y su equipo exponen sus experimentos sobre la viabilidad de vástagos de células fetales y adultas de mamíferos, se habla de la clonación y mucho menos de la clonación humana (Wilmut et al., 1997). (2) La posibilidad de extender la técnica empleada por los investigadores escoceses a la clonación humana se basa en un único y afortunado experimento, no exento de aspectos controvertidos (v. nota 34). A pesar de estas restricciones, la explotación de Dolly como fenómeno mediático, esto es, la amplificación de la controversia, se debió en parte a que rápidamente se asoció su creación con supuestos culturales dados, lo cual hizo derivar toda la discusión al hipotético –pero plausible– campo de la clonación de humanos. Por unas u otras razones, los diversos actores que aglutinó la red en torno al caso Dolly derivaron la clonación al terreno de los ensayos con humanos y los problemas éticos que estos ensayos podían generar. Tal extrapolación despertó, sin duda, el miedo cerval ante la replicación automatizada, la producción en masa y la pérdida de la individualidad, imágenes todas ellas recurrentes en la cultura popular sobre la clonación. Probablemente el hecho de que los periodistas supieran con cierta antelación que el artículo había sido aceptado para su publicación en Nature, una de las revistas de mayor difusión en el mundo científico, otorgara una tácita legitimidad a la investigación de Wilmut (Petersen, 2002, p. 79). En cualquier caso, la escasa actitud crítica ante la información proveniente de una fuente científica, el31hecho más que probable de que no leyeran el artículo original en Nature y la falta de verificaciones independientes en cuanto a la validez del experimento, parecen ser los principales factores a tener en cuenta para entender por qué los periodistas se vieron libres para realizar sus propias valoraciones sobre el signi31 Las primeras informaciones sobre Dolly se publicaron el 24 de febrero de 1997, pese a que el artículo de Nature no se publicó hasta el día 27. La noticia fue sacada a la luz por un editor científico del London Observer, quien obtuvo la información de otra fuente distinta a Nature, evitando de esta manera romper técnicamente el embargo que la revista había impuesto sobre la información (v. Leach, 1999, p. 228; Petersen, 2002, p. 77).
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ficado de la clonación de Dolly. A pesar de que esta «libertad de interpretación» fue sin duda motivo de preocupación para los científicos y de que la cobertura periodística del anuncio desencadenó una avalancha de reacciones críticas y presiones sociales encaminadas a restringir o prohibir la investigación sobre la clonación (v. Mayor Zaragoza, 1999, p. 50; Kutukdjian, 1999, pp. 51-56),32 los expertos con sus declaraciones también pudieron contribuir significativamente al desplazamiento del foco de atención de la clonación animal a la humana, con la esperanza de que se diferenciara claramente la una de la otra (v. §. IV.7). La irrupción en el panorama mundial de Dolly por lo general no desató discusiones públicas acerca de las incertidumbres asociadas a la bajísima tasa de efectividad del método, del riesgo de posibles mutaciones en el ADN de la célula empleada en el experimento o de los efectos colaterales no deseados que podría acarrear para el clon (NBAC, 2000, pp. 41-42), de las influencias no genéticas en el desarrollo del organismo clonado (Petersen, 2001, pp. 1262-1263) o –y este es uno de los puntos más polémicos– del estado de diferenciación de la célula mamaria utilizada por Wilmut.33 La noticia de la clonación de Dolly fue
32 En un Anexo a estos dos trabajos publicado también en el número 15 de la revista Quark, se muestra de forma más o menos exhaustiva las inmediatas reacciones (tanto declaraciones de intenciones como regulaciones jurídicas) de los organismos oficiales y gobiernos en contra de la clonación por medio de la transferencia nuclear para reproducir seres humanos. 33 Hay algunos investigadores, como por ejemplo Stephen Jay Gould (2000, p. 53), que ponen en duda que la célula mamaria que usó Wilmut para clonar a Dolly fuese realmente adulta. Puesto que Dolly se desarrolló a partir de una célula extraída de la «glándula mamaria de una oveja de seis años en el último trimestre de la preñez», y se sabe que dado que las mamas de los mamíferos crecen en las últimas fases de la gestación, es lícito deducir que algunas células mamarias, aunque técnicamente adultas, se sigan comportando de forma muy lábil o, incluso, semejante a las embrionarias. Esta situación llevaría a considerar estas células como indiferenciadas y, por tanto, totipotenciales. Como concluye Gould: «quizá sólo podamos clonar a partir de células adultas inusuales con un efectivo potencial embrionario, y no de cualquier perdida célula del carrillo, o del folículo piloso o gota de sangre que caiga por casualidad en las garras de un fotocopiador loco. Wilmut y sus compañeros admiten esta posibilidad en una frase escrita con toda la cerrilidad de la prosa científica convencional y que por lo tanto pasó casi universalmente inadvertida a los periodistas: “No podemos excluir la posibilidad de que haya una pequeña proporción de células madre relativamente indiferenciadas capaces de ayudar a la regeneración de la glándula mamaria durante la preñez”». Según el Prof. Bernat Soria (2006), la inclusión de esta advertencia en el texto de Wilmut y sus colaboradores fue sugerida por los revisores de Nature ante las revolucionarias ideas planteadas acerca de la reprogramación genética de células adultas».
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inusual no sólo por la extraordinaria cobertura mediática que obtuvo, sino también porque –a diferencia de otros casos como el de la fusión fría– la controversia no fue sobre los hechos científicos (aunque hubiese informaciones que variaban en su representación de estos hechos), su interpretación o incluso sus implicaciones para la política per se. La controversia fue sobre cómo estos hechos afectaban a cuestiones éticas (Hornig Priest, 2001a, p. 64; 2001b, pp. 103-104). Si en Jurassic Park los dinosaurios se fabricaban con fines lúdicos para más tarde rebelarse contra sus creadores, la oveja Dolly, si atendemos a las razones que adujeron los científicos escoceses y sus patrocinadores de PPL Therapeutics, se concibió con fines exclusivamente científicos y comerciales. En efecto, el experimento pretendió servir como punto de partida para desarrollar líneas de investigación sobre la diferenciación celular y otros aspectos básicos de la biología celular; además, se esperaba que abriera nuevas vías de aplicación en el campo de la biomedicina y de la industria ganadera, con los beneficios comerciales que tales aplicaciones podrían proporcionar a sus patrocinadores (Fransman, 2001; Petersen, 2002, p. 72). Sin embargo, las controversias estrictamente científicas, es decir, aquellas que surgen de discrepancias en la interpretación de los datos, en los protocolos experimentales usados o en la pericia y capacidad aptitudinal de los investigadores, prácticamente fueron ignoradas por la prensa. Asimismo, sus aplicaciones médicas y ganaderas, por lo menos en el ámbito español, únicamente se tomaron en consideración en una fase avanzada del debate (De Semir y Androver, 2000, p. 679). En cambio, la discusión se orientó hacia los problemas éticos que se le plantearían a la sociedad si el experimento de Dolly se extrapolaba a los humanos. De esta forma el debate se centró en las cuestiones éticas que planteaba esta nueva biotecnología y en la necesidad de regular jurídicamente la aplicación a los humamos de dichas prácticas. La clonación de Dolly, por tanto, fue básicamente una controversia pública, esto es, una controversia que, amén de presentar incertidumbres asociadas a los aspectos técnicos sujetos a discusión en los foros oficiales de la comunidad científica, emerge con fuerza en los foros oficiosos, como el de los medios de comunicación, debido a sus extensas y complejas implicaciones culturales y consecuencias sociales (v. §. II.1). Sirva como ejemplo de cómo los medios de comunicación de masas soslayaron las incertidumbres técnicas asociadas al experimento, el tratamiento que la prensa realizó de la tasa de efectividad de la transferencia nuclear, el procedimiento utilizado por Wilmut y su equipo para clonar a 198
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Dolly. Aunque el escaso porcentaje de éxitos del método fue motivo de disputa dentro de los círculos científicos (Dolly fue el único resultado de 277 intentos anteriores),34 en ningún momento la constatación de este hecho adquirió la categoría de controvertido en el dominio periodístico, solamente se citó para ilustrar la enorme dificultad que entrañó clonar a un mamífero, a partir de una célula somática. Este ejemplo, que no es el único, demuestra que por lo general los medios ignoran totalmente los aspectos técnicos no consensuados por los expertos en una contienda tecnocientífica o que, cuando lo hacen, siempre es de forma anecdótica. Por contraste, la dimensión social de la controversia adquirió desde las primeras fases de su desarrollo una gran relevancia (v. §. II.5 y § III.6.2). IV.3. LA CLONACIÓN DE DOLLY COMO UN «HECHO CIENTÍFICO» Los medios de comunicación convirtieron a Dolly en una suerte de animal totémico, un signo de los tiempos. Popularmente fue erigida como un símbolo del potencial transgresivo de la nueva genética, puesto que se consideró que su creación violaba ciertos dogmas biológicos (Franklin, s.f.). Aunque Dolly fue el resultado de un único experimento «exitoso», su nacimiento representó para los medios -y por influencia de éstos, para la opinión pública y para los responsables políticos- la prueba irrefutable de que la clonación por transferencia nuclear no sólo era factible, sino que su aplicación a los humanos dejaba de ser una distopia futurista para convertirse en una desalentadora posibilidad tecnocientífica. Apoyándose en la teoría del actor-red (ANT), el sociólogo de la Universidad de Trento Federico Neresini (2000, pp. 360-363) ha mostrado el papel que los medios de comunicación jugaron en el establecimiento de la clonación de Dolly como un «hecho científico».35 (v. § I.2.2.3 y § V.3). Sus conclusiones están basadas en el análisis de 95 artículos
34 277 intentos es un dato que se ha tomado de la prensa; sin embargo, en un texto originalmente publicado en Science, se apunta que «el éxito del experimento llevado a cabo con estas células mamarias fue prácticamente un milagro: 434 ensayos de transferencia de núcleo fracasaron, pero no el de Dolly». (Pennisi y Vogel, 2000, p. 22). 35 Entendemos por «hecho científico» el conjunto de afirmaciones compartidas por la «comunidad científica» sobre un referente concreto y que, como consecuencia del consenso, éste adquiere categoría de realidad o «exterioridad» (v. cap. I).
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publicados en los dos periódicos italianos de mayor tirada –Il Corriere della Sera y La Repubblica–, durante el periodo de más apogeo del caso Dolly, esto es, desde el 22 de febrero al 10 de marzo de 1997.36 Según esta teoría, los «hechos científicos» son tales gracias a complejos procesos de traducción dentro de redes heterogéneas en las que diversos actores negocian, entre otras cosas, el estatuto ontológico de esos hechos. Si los actores principales de la red son capaces de persuadir a los demás de la necesidad de establecer los hechos como «hechos científicos», entonces se puede decir que éstos pueden implantarse socialmente con éxito, por lo menos temporalmente. Aunque la teoría del actor-red no infravalora que el sentido común nos ha acostumbrado a distinguir los «hechos científicos» del contexto en el que se producen, no acepta, por falaz, la dicotomía entre ciencia y sociedad, y considera que esta disyunción es más bien un efecto del proceso social que su punto de partida. Es por ello que los sociólogos de la ANT hablan de híbridos: Dolly se puede considerar un buen ejemplo de híbrido, puesto que deviene imposible clasificarla exclusivamente como hecho tecnocientífico, construcción social o entidad natural (Franklin, 1998).37 Para Neresini, durante la cadena de traducciones el «hecho científico» se desplazará de unos contextos a otros para atraer la atención de nuevos y variados actores.38 Esto significa que, de algún modo, el «hecho científico» puede adquirir para estos nuevos actores significados diferentes (de ahí la traducción como traición y la noción de híbrido como algo impuro y desdibujado) a los que tenía para los actores responsables del experimento, preocupados por extender la red y consolidar fácticamente la clonación, según ciertos criterios científico-empresariales (Neresini, 2000, pp. 362-363). Neresini observa que durante los prime36 En varias partes del artículo de Neresini (2000, pp. 359, 363, 369 y 370), se asegura que el anuncio del nacimiento de Dolly apareció en la prensa italiana el 22 de febrero de 1997; sin embargo, según la base de datos Quiral, en España no fue hasta el día 24 (v. De Semir et al., 1998b). Dada la extraordinaria «noticiabilidad» del caso, nos resulta extraño este baile de fechas, puesto que dos días de retraso para una noticia como ésta se nos antoja una eternidad. 37 Franklin propone considerar a Dolly como una forma de propiedad. Todas las formas de propiedad son invenciones culturales, y Dolly no solo puede considerarse como una invención científica, o como un dilema ético, sino como un producto cultural. 38 «[...] las cadenas de traducciones se refieren al trabajo mediante el que los actores modifican, desplazan y trasladan sus distintos y contrapuestos intereses.» (Latour, 2001, p. 370).
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ros días del debate en la prensa italiana, la red de actores se extendió dando lugar a las primeras traducciones (ibíd., pp. 369-371). Todos esos nuevos actores, canalizados por los medios, tomaron partido para intentar conseguir sus diferentes objetivos. Los objetivos además de diversos fueron, incluso, contradictorios (consolidar las opiniones propias sobre la fecundación in vitro, destacar las aplicaciones ganaderas y médicas del experimento, limitar la investigación científica, especialmente en el área de la ingeniería genética, o impedir el riesgo de desnaturalizar la reproducción, con la consiguiente pérdida de la identidad del ser humano, etc.), pero todos contribuyeron a afianzar socialmente como un genuino «hecho científico» la clonación de mamíferos a partir de células diferenciadas. Un claro ejemplo de traducción fue el que realizó la Iglesia Católica. La Iglesia utilizó el debate sobre la clonación de Dolly para fortalecer sus creencias al reabrir otros debates colaterales como el del aborto, la contracepción o la definición social de «familia», muy alejados de las expectativas del equipo de Wilmut cuando idearon y llevaron a cabo el experimento. La habilidad de los actores principales en una red heterogénea consiste, pues, en aglutinar las divergentes aspiraciones de los otros actores, en nuestro caso la aceptación de la clonación de Dolly como un «hecho científico» incuestionable (ibíd., p. 362). La teoría del actor-red nos permite observar y describir cómo los medios de comunicación se comportan como actores principales y toman parte activa en el proceso que expande la red de los actores/aliados, los cuales contribuyen a conformar una determinada visión del mundo o del estado de las cosas. El proceso de consolidación y estabilización del «hecho científico» de Dolly, cobró fuerza cuando penetró en el dominio público y obtuvo aceptación popular al retener la atención ininterrumpida de los medios durante varias semanas (ibíd., pp. 362-363). Es interesante señalar que los actores que han manifestado su oposición a la clonación humana, no pueden evitar sostener la clonación de Dolly como un genuino «hecho científico», puesto que la oposición no es contra la «prueba científica» que supone Dolly sino precisamente contra la aplicación al ser humano de determinados principios biológicos que han llevado hasta ese logro. El hecho de la clonación se da por sentado, lo que se rechaza es la clonación humana con argumentos de naturaleza ética (como en el caso Dolly) o socio-técnica (como en el caso de los raëlianos en El País, v. cap. V). Incluso la Iglesia Católica está interesada en establecer la clonación de mamífe201
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ros a partir de células somáticas como un «hecho científico», pero no con objeto de mejorar su propia reputación científica ni para proteger la libertad de la ciencia (lo cual sí interesa, por razonas obvias, al equipo que lidera Wilmut), sino para condenar el aborto y las técnicas de reproducción asistida con argumentos científicos, para reafirmar un determinado modelo de familia (definido por la moral católica como «natural») y para reclamar la autoridad de la Iglesia en la definición del significado de «ser humano».39 Así pues, el debate público sobre los posibles usos y/o consecuencias de la clonación en los seres humanos otorga al asunto legitimidad como «hecho científico», al menos en el ámbito de los medios de comunicación (ibíd., p. 363). Es más, si en el restringido dominio de la ciencia la clonación de Dolly puede ser técnicamente controvertida, los medios de comunicación contribuyeron activamente a construirla públicamente como un hecho irrefutable, seleccionando determinados componentes del debate y excluyendo otros. Los medios promovieron su aceptación, tanto entre la opinión pública y los responsables políticos como entre los propios científicos. Aunque es muy difícil demostrar cómo la «trama de la facticidad» (Tuchman, 1983, pp. 95-116) tejida por los medios ha influido en la consolidación oficial de la clonación como un «hecho científico», como hipótesis de trabajo es plausible puesto que existen precedentes de que el proceso de construcción de los «hechos científicos» puede verse afectado por el debate público (Clemens, 1986). Hay abundantes indicios de que el proceso de construcción de la «verdad científica» va muchas veces más allá de los límites de la ciencia, entrando en la esfera pública de los medios de comunicación. En ocasiones, los medios se convierten en foros de discusión en los que los científicos se encuentran con sus colegas y confrontan entre sí asuntos que, de otro modo, sólo se hubieran quedado limitados al restringido ámbito de su especialidad. Sin embargo, no es tan difícil demostrar cómo la construcción del temario por los medios influyó poderosamente en la toma de decisio-
39 «[...] el ADN ha asumido un significado cultural similar al del alma en la Biblia. Se ha convertido en una entidad sagrada, una vía para explorar las cuestiones fundamentales de la vida humana, para definir la esencia de la existencia humana, y para imaginar la inmortalidad.» (Nelkin y Lindee, 1995, p. 40). Es lógico que la Iglesia Católica considere que la ciencia está penetrando en un campo tradicionalmente reservado a su competencia y que, por consiguiente, articule una enconada oposición a la ingeniería genética que, según su doctrina, trata de manipular la esencia del ser humano.
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nes políticas sobre la clonación, tanto a nivel administrativo como legislativo. Las reacciones políticas al anuncio del nacimiento de Dolly en algunos países fueron rápidas y decisivas, y muchas de ellas previas a la publicación del artículo de Wilmut y sus colegas en Nature. La inmediatez de las reacciones políticas sugiere que la construcción mediática de la clonación como un «hecho científico» y su potencial aplicación a los humanos, al ser de alguna manera reflejo de las preocupaciones del público, jugaron un decisivo papel en el tono de las declaraciones y directivas de los organismos oficiales (UNESCO, ONU, UE, etc.) y de los principales gobiernos mundiales. En gran medida, el tratamiento que los medios dieron a la noticia condicionó la orientación de las decisiones políticas que afectaban al desarrollo de la investigación científica en el campo de la clonación y la ingeniería genética. En los Estados Unidos, por ejemplo, el presidente Clinton instó a la National Bioethics Advisory Commission (NBAC) que le informara sobre el asunto en el plazo de tres meses. En Europa la reacción fue similar: Jacques Chirac, presidente francés, Jacques Santer, presidente de la Comisión Europea, y Federico Mayor Zaragoza, director general de la UNESCO, buscaron consejo en sus respectivos comités bioéticos. En el Reino Unido, la Human Genetics Advisory Comisión, que informa a los ministros sobre asuntos nuevos relacionados con el desarrollo de la genética humana, y la Human Fertilisation and Embriology Authority, realizaron consultas pertinentes sobre el experimento de Dolly, con objeto de identificar los aspectos éticos involucrados en la investigación. El gobierno británico, por su parte, retiró los fondos presupuestarios de los que hasta ese momento disfrutaba el grupo de Wilmut (Petersen, 2002, p. 72). Por otra parte, el temario que construyen los medios también influye en la agenda del público (v. §. III.10). Los medios no imponen a la gente lo que debe pensar, pero lo que sí consiguen es acotar los asuntos en los que el público ha de pensar (Rodrigo Alsina, 1989, p. 62). Las esperanzas del público con respecto a los potenciales beneficios futuros de la clonación, así como sus temores por eventuales aplicaciones sesgadas, implican que la gente acepta la clonación de Dolly como un «hecho científico» bien establecido, dando legitimidad al experimento realizado en el Instituto Roslin. Por tanto, cuando Dolly aparece en escena se inicia el proceso de construcción de una red heterogénea de aliados que, con expectativas a veces muy divergentes, establecen la clonación por medio de la trans203
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ferencia del núcleo de una célula diferenciada como un genuino «hecho científico». El papel de los medios de comunicación en la construcción de esta red fue decisivo, extendiendo la clonación mediante cadenas de traducción a dominios, como el de la fecundación in vitro, el del estatuto ontológico del embrión humano o el de la pérdida de la individualidad, que los propios científicos responsables del experimento ni siquiera habían contemplado, por lo menos de forma explícita. Debido a esto, muchos otros actores estaban dispuestos –por razones diversas y con objetivos diferentes– a permitir ser enrolados en el debate y así conducir la discusión hacia tópicos que ya formaban parte de la agenda temática de los medios de comunicación. Científicos, autoridades religiosas, expertos en ética, público en general –por mencionar sólo los actores más destacados- contribuyeron a consolidar cada uno a su manera la existencia de Dolly en el foro público de los medios y, por extensión, le proporcionaron credenciales para fijarse culturalmente como parte de nuestro mundo. Todos estos actores se sumaron al debate público, manteniendo puntos de vista diferentes y a menudo contradictorios acerca de los temas principales de discusión: Dolly, la clonación humana y la fecundación in vitro, ésta última muy tratada por el periodismo italiano. Pese a las divergencias iniciales de los diferentes actores, el resultado final fue la convergencia en la arena pública de las fuerzas que sostenían a Dolly como un «hecho científico». Es como si cada actor que quisiera tomar parte en el debate público construido por los medios fuera de alguna manera obligado a pasar «a través» de los laboratorios del Instituto Roslin, pagando el peaje de la aceptación de Dolly como «hecho científico» establecido. Dolly presenta al menos dos características que la hacen ideal para despertar el interés mediático. La primera es que tiene un nombre y una imagen identificables, y la segunda es que la clonación contiene los suficientes ingredientes de atracción y repulsión para ajustarse al tipo de historias que relatan los medios. Excita nuestra imaginación colectiva y afecta nuestras emociones al ligar imágenes fuertemente enraizadas en la cultura popular con los avances tecnocientíficos. Por algo los medios son uno de los actores principales en la construcción de redes heterogéneas en las que se negocian identidades, intereses y hechos. La red así construida mantiene a Dolly de dos modos: le ofrece, por una parte, la arena pública en la que la red de relaciones entre los diversos actores puede constituirse y crecer y, por otra, representa un certificado de alto valor probatorio para dar reconocimiento y visibilidad a la nueva «criatura». Dolly ya forma parte de nuestra cultura y, en consecuencia, no será fácil eliminarla. 204
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IV.4. LA CLONACIÓN DE DOLLY Y LAS BIOFANTASÍAS TECNOCIENTÍFICAS Ya hemos visto que el anuncio del nacimiento de la oveja Dolly el 24 de febrero de 1997 fue un acontecimiento mediático de primer orden. Durante todo el año 1997 y parte de 1998 el debate ético que se suscitó ante la posibilidad de aplicar la técnica a los seres humanos, acaparó algunas portadas de periódicos y generó una importante cantidad de textos informativos y de opinión (De Semir et al., 1999). En cualquier caso, en el ámbito de la prensa española de referencia, se constata una evolución en el debate social sobre la clonación: si en un primer momento se imponen sobre las descripciones técnicas del experimento las representaciones basadas en la ciencia-ficción y los temores derivados de éstas (v. Peralta citado en De Semir, 1999, p. 88) a lo largo de 1997 los medios construyen el debate como un problema ético y legislativo, reconduciéndolo a partir de 1998 hacia un discurso temático más próximo a las aplicaciones médicas del novedoso método, como por ejemplo, las potenciales aplicaciones en transplantes de órganos y tejidos sin los problemas de la incompatibilidad genética (De Semir y Androver, 2000, pp. 680-681). Con frecuencia los medios describen la clonación como un procedimiento para obtener «copias exactas» a partir de un molde original. Este rasgo hace que la clonación despierte los temores populares asociados con la uniformidad genética. Sin embargo, la técnica de la transferencia nuclear genera, por así decirlo, «copias más imperfectas» que las que suponen los gemelos monocigóticos, puesto que éstos crecen a partir de un mismo óvulo, mientras que Dolly se desarrolló de forma independiente con respecto a la oveja donante (v. Bruce, 1997, p. 42; Gould, 2000, pp. 54-55; Johnson, 2000, pp. 73-75). Este dato elemental de la biología reproductiva no fue tomado en consideración por la prensa, lo cual viene a confirmar que el discurso divulgativo no se rige por los mismos criterios de selección de la información que el discurso científico, sino que más bien, tomando el discurso científico como referente, el divulgativo incorpora nuevas estructuras narrativas y recursos retóricos que se nutren de estereotipos literarios, imaginería popular y mitos (Polino, 2001, p. 106). Conceptualmente la técnica con la que se clonó a Dolly es sencilla de entender (v. Figura 3). Consistió en introducir el núcleo de una célula somática, procedente de la ubre de una oveja blanca donante, en un 205
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óvulo anucleado -al que se le había eliminado previamente todo el material genético de su núcleo- de una oveja de cabeza negra, comportándose este último desde ese instante como si hubiera sido fecundado.
Fig.3. Técnica de la transferencia nuclear empleada en la clonación de Dolly. Fuente: Philippe Brenier (2000, p. 24)
La fusión del núcleo de la célula adulta y del óvulo anucleado se logró mediante descargas eléctricas, consiguiéndose un «óvulo recons206
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truido» en laboratorio para implantarlo en una tercera oveja de cabeza negra que fue, en última instancia, la que llevó a cabo la gestación. El proceso para lograrlo fue arduo: se necesitaron 277 fusiones de ovocitos con células mamarias (Fernández Buey, 2000b). La transferencia nuclear es una tecnología reprogenética, esto es, una tecnología que tiene como consecuencia la reprogramación genética de la célula manipulada. En sentido estricto, Dolly es idéntica a la oveja donante de la célula mamaria sólo en términos del material genético nuclear, pero claramente diferente en cuanto a los factores micro y macroambientales a los que estuvo expuesta, es decir, a las condiciones dependientes del útero donde se aloja el embrión y a los acontecimientos y estímulos que conforman la historia de vida de cada individuo (Peralta citado en De Semir et al., 1999, p. 86). Al nutrirse de estereotipos sociales, los medios de comunicación contribuyen a difundir y fijar públicamente determinados mitos de origen científico en un continuo proceso dialéctico de circulación de la información. El mito de la clonación como «copia exacta» que amenaza la unicidad e individualidad humanas es, sin duda, un estereotipo del que se valen los medios para simplificar la información y apelar a las emociones de sus audiencias, dotándolo de legitimidad al fijarlo socialmente dentro de contextos de credibilidad científica. En efecto, la atención por lo negativo, lo sensacionalista, lo raro, incluso en los periódicos de calidad, satisface la retórica de las emociones (Van Dijk, 1990, pp. 127-128). Apelar a esta retórica es una estrategia muy efectiva si además se refuerza con una eficaz retórica de la racionalidad científica positivista, que aporta al discurso el nivel de credibilidad suficiente para defender actitudes sociales políticamente correctas. Basándose en los datos de la base Quiral, Dante Peralta detectó que justo tras el anuncio del nacimiento de Dolly se produjo un efecto inicial de rechazo hacia la clonación debido al tratamiento informativo que los medios dieron a la noticia. El debate derivó rápidamente hacia los problemas éticos asociados a la posibilidad de clonar seres humanos (o partes de ellos) (Hopkins, 1998; Franklin, 1998; Neresini, 2000; De Semir y Androver, 2000). Varios fueron los factores que, según Peralta, contribuyeron a conformar esa imagen inquietante y, en cierto modo, perversa de la clonación. Por una parte, las continuas referencias al difuso imaginario simbólico creado por la literatura y el cine de ciencia-ficción, sobre todo, el escenario futurista descrito por Aldous Huxley en Un Mundo Feliz (Huxford, 2000; 207
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Nerlich et al., 2001)40 y la locura técnica de multiclonar a Hitler en la novela de Ira Levin, llevada al cine, Los niños del Brasil. Por la otra, el contenido de las fotografías y de las infografías que se publicaron para acompañar la información. Ambos factores están interrelacionados y, además, producen efectos de sentido.41 Un repaso a algunos de los titulares de las noticias que se publicaron la primera semana después del anuncio del nacimiento de Dolly puede ayudarnos a ver cómo la ciencia-ficción sirvió para producir efectos de sentido al invocar imágenes otrora tomadas como «ficciones» más o menos aterradoras, y ahora (o en un futuro inminente), por obra del progreso tecnocientífico, consideradas como viables: • La oveja «Dolly» abre el camino para crear humanos en serie (El Periódico, 24-2-97). • La ciencia-ficción se convierte en realidad (El Mundo, 24-2-97). • Dolly: entre animal y máquina (El Mundo, 25-2-97). • La oveja «Dolly» resucita el fantasma de la clonación de seres humanos (ABC, 25-2-97). • Dolly no fue la primera. La literatura y el cine se adelantaron a la ciencia en la creación de clónicos (La Vanguardia, 26-2-97). • El horror del hombre genético (La Vanguardia, 27-2-97). • Las ovejas clónicas convierten la ciencia-ficción en realidad (La Vanguardia, 1-3-97).
40 Resultan interesantes las reflexiones que hace Valerie Hartounie acerca de la influencia de Un Mundo Feliz en el discurso de las tecnologías reproductivas y genéticas: «Un Mundo Feliz está presente de un modo persistente y autoritario [...] la obra es frecuentemente citada, aunque solo sea de paso o por el título. En cualquier caso, la autoridad y centralidad del texto son simplemente presupuestas, tanto como su relevancia [...] Sea que se profese como ilustración, profecía, o espectro, las invocaciones a la historia de Huxley funcionan claramente como una suerte de atajo para un grupo de temas relacionados generalmente con la organización, aplicación y regulación de esas nuevas tecnologías» (Hartounie citada en Hopkins, 1998, p. 7. La cursiva es nuestra). 41 La noción de sentido es resbaladiza y en cierta manera indefinible. No obstante, se puede apuntar que «los textos periodísticos no sólo se han de entender, no sólo han de reunir los requisitos mínimos de la comunicación de masas. Además han de tener una pretensión de verdad, un estilo, una estética singular; han de establecer una serie de conexiones, deben resultar convincentes... en definitiva, tienen que tener sentido.» (v. González Galiana, 1998, p. 168).
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• Un mundo clónico (El Periódico, 2-3-97). • Las imposibles granjas para humanos (El Periódico, 2-3-97). • Frankenstein y su obra (El Mundo, 2-3-97). Las fotografías y los infográficos también desempeñaron un importante papel en la producción de sentido. Los paratextos contribuyeron a (o fueron producto de) la confusión en las representaciones de la clonación, puesto que parecían transmitir la impresión de que Dolly era idéntica en todos los sentidos a la oveja de la que se extrajo la célula mamaria con la que se clonó (Peralta citado en De Semir et al., 1999, p. 90). El tratamiento visual de la información y una titulación que remarcaba el carácter de «fotocopia» de Dolly, parece que contribuyeron a la estigmatización de la clonación. Desde ese instante, la clonación se representó en la arena de los medios como un proceso para generar «copias exactas», pero siempre de menor rango que el «molde original». En un reciente estudio en el que se analiza la cobertura periodística que tres de los diarios australianos de mayor tirada dieron a la clonación de Dolly, Alan Petersen llegó a similares conclusiones: tanto los textos como los mensajes icónicos que acompañaban a la información (incluidas las infografías que describían el proceso de creación de Dolly), tendieron a difundir y reforzar la imagen popular de la clonación como un mecanismo de «fotocopiado» (Petersen, 2002, p. 79). IV.5. LA CLONACIÓN COMO «FALSIFICACIÓN DE LABORATORIO» Y EL DETERMINISMO GENÉTICO En el apartado anterior se ha analizado cómo tras la presentación en sociedad de Dolly, la tendencia de los medios de comunicación fue interpretar el acontecimiento como la puerta de embarque a la clonación humana, creando los escenarios más intranquilizadores que esa posibilidad podría depararnos. Una de las imágenes más inquietantes que los medios destacaron de la clonación fue la de la «pérdida de la individualidad». La idea de que una persona clonada carece de la condición de individuo singular conlleva dos presunciones estrechamente interrelacionadas (Hopkins, 1998, pp. 7-8). La primera es que por muy exacta que sea la copia (clon), ésta no deja de considerarse una «falsificación de laboratorio». La supuesta naturaleza espuria del clon está sin duda asociada a su procedencia ilegal, y por eso se considera que su estatuto ontológico es de menor rango 209
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que el del original. Mientras anunciaba una moratoria federal de 5 años sobre la clonación humana, Bill Clinton, a la sazón presidente de los Estados Unidos, expresó muy elocuentemente este sentir: «La legislación se encargará de reafirmar nuestra más íntima creencia en el milagro de la vida humana y el regalo de Dios de la individualidad que cada persona posee. Asegurará que no seamos presa de la tentación de replicarnos a nosotros mismos a expensas de nuestras creencias [...] Prohibir la clonación humana refleja nuestra humanidad. Hacer eso es lo correcto. Crear un niño mediante este nuevo método cuestiona nuestras creencias más fundamentales» (Clinton citado en Hopkins, 1998, p. 9). De todo esto se desprende que el clon, como copia ilegítima de laboratorio, es una entidad no natural, esto es, artificial, y, por tanto, se piensa que su «fabricación» atenta contra la dignidad humana. Por ejemplo, la revista Time (10 de marzo de 1997) sostiene que «Dolly no se parece meramente a su madre biológica. Es una fotocopia, una falsificación de laboratorio tan exacta que es en esencia la gemela de su propia madre». La segunda presunción implícita en la idea de la pérdida de la individualidad está directamente relacionada con la primera. Se trata de la creencia popular de que los genes determinan todas las características de un individuo. Es lo que se conoce como determinismo genético. La creencia en el determinismo genético lleva a la conclusión de que la copia será idéntica a su original, incluso en sus atributos psicológicos. Dorothy Nelkin y M. Susan Lindee (1995) han documentado que los medios de comunicación muestran el gen y su representación icónica de forma regular y ubicua, destacando su papel en la salud, el comportamiento de los humanos y su diversidad. En la cultura popular el gen se ha erigido como la panacea que proporciona respuestas simples, irresistibles y aparentemente científicas a cuestiones tan complejas como eternas: la causa del bien y del mal, los fundamentos de la responsabilidad moral y la naturaleza de las relaciones humanas (Nelkin y Lindee, 1998, p. 71). Las autoras han vertido duras críticas contra las representaciones mediáticas (narrativas e icónicas) de los genes, puesto que expresan un esencialismo genético y favorecen las actitudes públicas que son biológicamente deterministas y socialmente discriminatorias (Nelkin y Lindee, 1995, p. 2). Al hilo de la representación del gen como entidad omnipotente y ubicua, Celeste M. Condit (1999), de la Universidad de Georgia, ha realizado un análisis sobre cómo interpretan los estudiantes de escuela las noticias de genética. El estudio concluyó que la gran mayoría de los encuestados ofrecieron interpretaciones no deterministas y opiniones 210
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antidiscriminatorias basadas en la genética. En un ulterior estudio exploratorio del impacto de los titulares de noticias en relación con las creencias públicas sobre el determinismo genético, se puso en duda el llamado efecto de enmarcado (framing effect) (Condit et al., 2001). Según esto el titular de una noticia suple el contenido (lo «enmarca», por así decirlo), porque poca gente lee en su totalidad el texto. Aunque el contenido del artículo periodístico presente información no determinista, el titular es tan poderoso que su efecto «enmarca» la interpretación del lector, que tiende a considerar la información en su conjunto como determinista. Para estudiar el impacto de los titulares en los lectores de periódicos, Condit y sus colegas combinaron métodos cuantitativos (evaluación del impacto de los mensajes) con métodos cualitativos (entrevistas). Aunque admiten las limitaciones de su investigación (la muestra era poco representativa), los autores creen que los resultados obtenidos apuntan a que los marcos deterministas ofrecidos en los titulares no inducen interpretaciones deterministas de los contenidos no deterministas del cuerpo de la noticia, debido a que los lectores fueron capaces de abstraerse del mensaje de los titulares. Sea como apuntan estos estudios, sea como proclama la hipótesis del «enmarcado» del titular, el caso es que en la noticia de la clonación de Dolly la prensa raramente mencionó la influencia de los factores no genéticos (ambientales) o de las interacciones genéticas multifactoriales como causas de las características fenotípicas del clon. Y cuando se mencionaron fue de pasada y sin ningún ánimo de suscitar debate sobre la cuestión (Petersen, 2001, pp. 1262-1263). Fueron más comunes las noticias con titulares y cuerpos deterministasy, en ocasiones, titulares deterministas con referencias no deterministas en el cuerpo de la noticia.42 Este fenómeno, que hemos denominado disimetría titular-cuerpo, es relativamente común en el periodismo científico que cubre información genética. Su efecto más evidente es la difusión de información paradójica: mientras el titular está elaborado según pautas deterministas, el contenido de la noticia se afana
42 Véase, por ejemplo, la siguiente noticia publicada a primera plana en El Mundo (242-1997): La ciencia logra «fotocopiar» por primera vez a un mamífero vivo. En el cuerpo de la noticia pueden leerse frases como: «Es nada más y nada menos que una fotocopia genética exacta de otra oveja»; «Con una sola célula de las glándulas mamarias de una oveja adulta, estos investigadores escoceses han logrado fabricar otra oveja idéntica». Como puede apreciarse, en ningún momento hay referencia alguna a la influencia de los factores ambientales, sino que más bien se subraya la poderosa influencia de los factores genéticos en la determinación de que la oveja clonada sea idéntica a su «versión original».
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en representar que los genes no son responsables al cien por cien de las características de un individuo, sino más bien que cada persona es el resultado de una compleja interacción multifactorial donde la genética y el ambiente actúan de modo sinérgico (v. § III. 6.4). IV.6. LA REPRESENTACIÓN DE LA CLONACIÓN HUMANA COMO UN PROBLEMA ÉTICO: LOS LÍMITES DE LA INVESTIGACIÓN CIENTÍFICA Todos los estudios realizados sobre la cobertura mediática que se dio al caso Dolly parecen coincidir en señalar que la prensa representó la clonación como un problema ético acuciado de regulación legal (Hopkins, 1998; Franklin, 1998; Neresini, 2000; Hornig Priest, 2001a, 2001b; Petersen, 2001, 2002). En efecto, la cobertura de los medios delimitó y marcó el contenido del debate público, constituyó como prioritarios los problemas éticos derivados de la posibilidad que abría la clonación de un mamífero y creó los escenarios virtuales donde dar pábulo a las preocupaciones predominantes del público sobre la clonación humana. Esta es una forma más de construcción del temario (v. § III.10). Por ello es presumible que tal despliegue informativo haya afectado de una manera más amplia a las directrices de la política científica y a las actitudes sociales con respecto a la clonación, de lo que lo hubieran podido hacer los debates académicos sobre bioética. La representación de la clonación como un problema fundamentalmente ético gira en torno a tres cuestiones interconectadas: (1) La pérdida de la unicidad e individualidad humanas, (2) las motivaciones para practicar la clonación, y (3) el miedo a los científicos irresponsables o a la ciencia fuera de control. Veamos cada una de ellas (Hopkins, 1998). IV.6.1. Pérdida de la unicidad e identidad humanas Una de las grandes preocupaciones exhibidas por los medios fue la supuesta pérdida de la unicidad, como consecuencia de la naturaleza de copia de los clones. La pérdida de la unicidad deriva inevitablemente en la pérdida de la identidad humana. Hopkins aporta varios ejemplos significativos de la prensa popular norteamericana (ibíd., p. 7): 212
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• La portada de la revista Time (10 de marzo de 1997) muestra una fotografía con dos ovejas grandes idénticas sobre un fondo de unas 30 copias pequeñas, preguntándose: ¿Alguna vez habrá otro como tú? La página interior habla de la clonación como de un «mecanismo de fotocopiado» y el fotomontaje usado para introducir el texto principal del artículo muestra una máquina tragaperras dispensando personas idénticas. Una última fotografía muestra varios cuerpos humanos exactamente iguales expelidos de una probeta. • La portada de Newsweek (10 de marzo de 1997) muestra tres bebés idénticos en probetas. En sus páginas interiores aparece una fotografía del famoso cuadro de Andy Warhol, The Twenty Marilyns. • US News & World Report (10 de marzo de 1997) presenta un tampón que imprime copias de bebes. Una ampliación de la foto muestra uno de los bebés llorando, como si su condición de clon (de copia) fuera la que le provocara esa infelicidad. Para Hopkins todas las imágenes seleccionadas y muchos de los titulares elaborados transmiten el mensaje provocador de que los clones son copias exactas y desnaturalizadas, mientras que los textos de los artículos se esfuerzan por aclarar que los clones no son de hecho copias exactas, es decir, por explicar la inconsistencia de los argumentos basados en el determinismo genético (disimetría titular-cuerpo y disimetría material gráfico-cuerpo). Así, por ejemplo, en el mismo artículo de Newsweek del 10 de marzo se dice lo siguiente: «Sobre la más profunda cuestión de qué sería exactamente un clon humano, los creyentes y los agnósticos son unánimes. Un clon humano puede parecerse superficialmente al individuo del que procede. Pero se diferencia drásticamente en los rasgos que lo definen como individuo» (ibíd., p. 8). La paradoja que crean los medios surge, por tanto, del contraste entre los titulares y el material gráfico, por una parte, y el contenido textual, por otra. Mientras los primeros representan la clonación como un proceso que genera «fotocopias», el segundo se afana por dejar claro el error de considerar que el clon está determinado física y psicológicamente por el individuo donante del material genético que se clona. Es interesante señalar, como sugiere Hopkins, que los comentarios periodísticos que tratan de explicar y aclarar las erróneas interpretaciones esencialistas no tienen una clara intención pedagógica acerca de las bases genéti213
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cas del comportamiento humano, sino que más bien tratan de persuadir al público de que sus temores sobre la pérdida de unicidad y/o identidad como consecuencia de la clonación, son infundados. Se observa, por tanto, que los medios de comunicación, de forma simultánea, exageran y mitigan las preocupaciones sobre el supuesto de que los clones, como copias «no naturales», dañan la dignidad y la individualidad humanas. Hopkins se pregunta si el mensaje dominante de los medios sobre la pérdida de la unicidad (virtud metafísica incuestionable) no es la manifestación de un peculiar énfasis americano por el individualismo, cuestión que podría resolverse haciendo estudios comparativos de los contenidos mediáticos en otras culturas, con valores y creencias diferentes. El autor especula con la idea de que en los medios de comunicación de otras culturas la obsesión por la individualidad no aparecería. Si atendemos a las declaraciones del presidente Clinton y a la construcción del temario por la prensa norteamericana, el principal argumento esgrimido para oponerse a la clonación humana se basa en que ésta desafía las creencias de los americanos sobre la individualidad. Pero, ¿qué ocurre, por ejemplo, en el ámbito europeo? Para analizar las representaciones sociales de la clonación humana en el contexto estadounidense y en el europeo son precisos estudios interculturales comparativos. Mientras no se realicen tales investigaciones será imposible confirmar o refutar la predicción de Hopkins. Tan sólo es indicativo el estudio de Neresini (2000, pp. 370-371) sobre la prensa italiana, la cual también habló de la preocupación por la pérdida de la individualidad que la clonación podría acarrear, si bien no alcanzó las cotas obsesivas que Hopkins aprecia en la cobertura informativa norteamericana.43 IV.6.2. Motivaciones para practicar la clonación Intentando sopesar el mercado que podría generar la clonación humana, los medios de comunicación han imaginado múltiples posibilidades y escenarios que podrían requerir el uso de la clonación para obtener determinados fines. La especulación sobre hipotéticos usos futuros no Según Petersen, refiriéndose a la investigación que realizó en el ámbito de la prensa australiana, «es probable que noticias similares aparecieran en periódicos y medios populares de comunicación de otros lugares, ya que muchas informaciones se originaron a partir de agencias internacionales de noticias, como Reuters, o de periódicos internacionales, como The Times» (Petersen, 2002, p. 75). 43
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puede censurarse, pero parece que su influencia sobre la imagen pública de la clonación no es ni mucho menos desdeñable, especialmente cuando tales escenarios virtuales son evaluados con juicios morales. Estos ejemplos hipotéticos se instalan en la conciencia colectiva, adquiriendo cierta dosis de credibilidad (Hopkins, 1998, p. 10). Antes de que tales escenarios ocurran la gente ya tiene una imagen más o menos detallada de las motivaciones que otras personas podrían tener para practicar la clonación. Por su orden de frecuencia de aparición en los medios, Hopkins ha detectado las siguientes: • La megalomanía. Este carácter de la personalidad de un hipotético clonador proviene de las imágenes proyectadas por la literatura y el cine de ciencia-ficción: Los niños del Brasil trata de la múltiple clonación de Hitler con objeto de perpetuar la ideología Nazi; la sátira futurista de Woody Allen, El dormilón, del experimento de clonación de un malvado líder político a partir de su nariz; o Jurassic Park, de gente inocente que huye despavorida del ataque de hambrientos clones de Tyranosaurios Rex, que en principio fueron creados para el disfrute de los visitantes de un parque de atracciones. Pero estas referencias a la ciencia-ficción solamente sirven para ilustrar «escenarios hipotéticos»: la revista Time (10 de marzo de 1997) juega con la posibilidad de un excéntrico millonario que nunca quiso tener hijos, pero ahora, gracias a la clonación, «tiene la oportunidad de tener un hijo que podría llevar no sólo su nombre sino cada uno de los componentes de su código genético que lo hace ser lo que es». Más adelante sentencia la revista: «De entre todas las razones para utilizar la nueva tecnología, es el puro ego la que se erige con más fuerza». US News & Worl Report (10 de marzo de 1997) también informa con claridad, a pesar de rechazar previamente el determinismo genético, que un megalómano podría decidir alcanzar la inmortalidad clonándose en su «heredero». • El niño de reemplazo. Esta es la motivación de la pareja que desea «reemplazar» a su hijo que va a morir. Así, el diario de referencia mundial The New York Times (24 de febrero de 1997), lleva al lector a considerar «el caso de una pareja cuyo bebé está muriéndose y que quieren reemplazar literalmente al niño». Al plantear de esta manera tan ingenua situaciones como la descrita 215
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por el rotativo neoyorquino, los medios siguen construyendo paradojas y alejando el género informativo de la noticia de una posible función pedagógica. Implícita o explícitamente el «reemplazo» supone que los que lo realizan creen que el niño clonado gozará de todas las características del niño al que suple, lo cual contrasta con las citas simultáneas de científicos y expertos en ética argumentando en contra del determinismo genético. Hay que destacar que la imagen que los medios elaboran de estas posibles parejas que recurrirían a la clonación para reemplazar a su hijo muerto, es la de personas con ciertos desórdenes psicológicos, puesto que son incapaces de aceptar el hecho de la muerte. Sus motivaciones emocionales les hacen ser egoístas. Sin embargo, es curioso que nunca se equiparen estas motivaciones con las de otros padres que ante la pérdida de un hijo deciden tener otro o incluso la más común de tener niños para hacer la vida de los padres más gratificante. Los motivos de los padres que emplearían la clonación como sustitutivo son patológicos, mientras que las de los otros padres son normales e, incluso, loables. • El clon como banco de órganos. También los medios plantean la posibilidad de que existan individuos que recurrirían a la clonación para clonar hijos o así mismos como medio para salvarse de una enfermedad o para tener un banco de órganos y tejidos compatibles genéticamente. Por ejemplo, la revista Time (10 de marzo de 1997) abre su reportaje especial con el hipotético caso de unos padres que tienen una única hija, enferma de leucemia: «los padres, ante la posibilidad de perder a la única hija que tienen, podrían verse de repente criando dos niños, el segundo de ellos creado expresamente con la finalidad de salvar al primero». En otros artículos periodísticos esta motivación es vista con cierto recelo. Así, mediante el uso del discurso referido, The New York Times (1 de marzo de 1997) manifiesta su preocupación de que este motivo tarde o temprano aboque a la gente a una suerte de ingeniería eugenésica. En una de esas pocas intervenciones sensatas que evalúa esta temida hipótesis, la experta en bioética Ruth Macklin opina con una lógica aplastante: «Hay temor, por ejemplo, a que los padres puedan clonar hijos para tener “piezas sueltas” en el caso de que el niño original necesite de un trans216
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plante de órgano. Pero los padres de gemelos idénticos no ven a un niño como una fábrica de órganos del otro. ¿Por qué iban a ser diferentes los padres de los niños clonados?» (US News & World Report, 10 de marzo de 1997) (ibíd, p. 11). • La última oportunidad de la pareja estéril. Se presenta como la menos objetable de las motivaciones para realizar la clonación. Es la menos controvertida y podría justificarse en función del estatus médico y de la desgracia de no poder concebir que aqueja a las parejas estériles. La clonación sería el último recurso con el que cuentan estas parejas, después de que han probado todos los demás y mejores medios para procrear y han fracasado. De esta manera, la clonación se considera tácitamente un método de reproducción psicológica y moralmente inferior a otros. IV.6.3. Miedo a los científicos irresponsables o a la ciencia fuera de control No sólo se informa de la clonación en términos negativos, sino que también los medios han remarcado sus potenciales beneficios para la medicina, la agricultura y la ganadería, si bien tales beneficios están siempre yuxtapuestos a sus peligros (ibíd., p. 11). En ocasiones se censura al científico de que está «jugando a ser Dios»; esto implica ver a la ciencia como una actividad que puede proporcionar respuestas a muchas e importantes preguntas, aunque su intrínseca amoralidad puede resultar peligrosa. Por ejemplo, el titular del artículo de Newsweek (10 de marzo de 1997) Little Lamb, Who Made Thee? («¿Corderito, quién te ha hecho?»), parece apuntar a la intrusión de los científicos en el sagrado dominio de lo divino. Pero la discusión más interesante que construyeron los medios sobre los límites de la investigación científica se basa en el temor secular a sus logros y la percepción de que éstos son imparables. Mientras que se reitera que la ciencia es peligrosa y que la clonación es una técnica contra la que la gente debería reaccionar y, por consiguiente, rechazar si se permitiera, se admite de forma recurrente que la ciencia es imparable y que la clonación humana es inevitable, tan sólo sujeta a las restricciones impuestas por el refinamiento de las técnicas y los métodos. En el mismo artículo de Newsweek se afirma que la creación 217
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de Dolly nos da una clara lección: «la ciencia, para bien o para mal, casi siempre gana; los temores éticos pueden obstaculizar algo su camino o afectar a la expansión rápida de una técnica, pero raramente el temor moral llega a detener a la ciencia» (ibíd., p. 12). De todo esto se infiere que los medios y el público en general perciben la ciencia como una empresa robusta en sus realizaciones, amoral por definición, imparable en su progreso e inevitable en la aplicación de sus conocimientos (v. § III.7). Desde este sentir, la regulación jurídica de las aplicaciones del conocimiento científico es como intentar poner puertas al campo. Los límites de la investigación científica son siempre límites cognitivos que algún día los propios científicos superarán, pero nunca límites emanados de imperativos éticos o de otra índole extra-científica. The New York Time (24 de febrero de 1997) cita a Lee Silver, catedrático de Biología Molecular de la Universidad de Princeton y autor de Vuelta al Edén, cuando dice que incluso si hubiera leyes que prohibieran la clonación, las clínicas se las saltarían: «No hay modo de pararlo [...] las fronteras no importan» (ibíd., p. 12). Un estudio de la fundación británica The Wellcome Trust, dedicada a subvencionar proyectos de investigación en medicina, ha puesto de manifiesto que el público tiene una percepción temerosa de la clonación humana y está impresionado por las implicaciones de esta tecnología (Clarke y Salmon, 1998, p. 4). Según este informe, el público muestra un claro rechazo a la clonación, a pesar de que la compresión del proceso técnico fue en principio limitada y el aporte adicional de información fáctica no modificó las preocupaciones iniciales de los participantes. Las preocupaciones se centraban en las probables consecuencias sociales de la clonación y fueron a menudo descritas en el contexto de la imaginería de la cultura popular, tales como las películas de ciencia-ficción y las historias periodísticas que representan la vida de figuras públicas. La información estrictamente científica tuvo al parecer muy poca repercusión sobre las opiniones de los participantes. Estos temores hacia las consecuencias de la clonación humana están íntimamente ligados a una percepción también negativa del papel y efectividad de las leyes que puedan regular la clonación o las tecnologías reproductivas conexas y, en sentido lato, el control de la investigación biomédica. Los participantes mostraron muy poca confianza de que algún sistema de regulación pudiera ser efectivo para controlar la investigación tecnocientífica. Además, también reflejaron una visión un tanto cínica de las motivaciones que impulsan a los científicos a indagar en 218
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este tipo de biotecnologías (ibíd., p. 5). En el análisis de la cobertura de la prensa australiana, Petersen (2002, p. 78) defiende idénticos argumentos. En los primeros artículos, los periodistas emplearon frases y metáforas que evocaban una suerte de ingeniería social y de control autoritario. En estos artículos se halla implícita una imagen ambivalente: la creencia en el poder omnímodo de la ciencia, pero también la desconfianza hacia los motivos de los científicos y el temor a los resultados de sus investigaciones. Se habla de la clonación humana como de un hecho consumado o, al menos, se presume que sin la menor duda los científicos la intentarán llevar a cabo más pronto que tarde, por lo que su adecuada regulación es casi utópica. Un miedo profundo a la «ciencia inmoral» es patente en muchas de las noticias sobre la clonación de Dolly. Como concluye Hopkins: «El mensaje colectivo parece ser que un mundo feliz puede ser despreciable, pero, desde luego, es inevitable» (Hopkins, 1998, p. 13). IV.7. EL PAPEL DE LOS CIENTÍFICOS EN LA DEFENSA DE LA LIBERTAD DE INVESTIGACIÓN Una vez examinado con cierto detalle cómo representaron los medios la clonación como un problema ético urgido de regulación legal, nos parece interesante analizar ahora el papel que desempeñaron los propios científicos en extender a los seres humanos la preocupación por las consecuencias de la clonación, alentados por defender su derecho a investigar. Lo que Dolly planteó con renovada crudeza fue la eterna cuestión acerca de los «límites de la ciencia», en concreto, sobre qué se debe hacer y cómo se debe regular la investigación de las nuevas tecnologías genéticas. En su intento por preservar la libertad y las bondades de la investigación científica, esto es, un «modelo neutral de investigación», para impedir posibles injerencias sociopolíticas que pudieran frenar el desarrollo de la ingeniería genética, es decir, impedir que se instauraran prohibiciones genéricas, los científicos contribuyeron también a que los medios de comunicación populares se preocuparan por la clonación humana (v. Neresini, 2000, pp. 374-377).44 44 Al respecto, el propio Wilmut, pocos días después del anuncio de Dolly, se refirió a la clonación humana para condenarla. Los siguientes titulares y subtitulares dan cuenta de ello: La ciencia ficción se convierte en realidad. La técnica utilizada en Escocia puede utilizarse con las personas, pero los autores dicen que sería antiético (El
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Diferenciar con claridad la clonación animal de la humana se convirtió en la obsesión de los científicos. Pensaban que esta táctica les permitiría desviar el foco de atención de la clonación animal a la humana, de modo que la primera no pudiera ser percibida como la antesala de la segunda. Intentaron canalizar las críticas de políticos, autoridades eclesiásticas y expertos en bioética hacia la clonación humana, dejando la clonación animal libre de cargas morales y legislativas. Este desplazamiento del foco de atención se acompañó de una eficaz «retórica de los beneficios futuros»: el desarrollo de la investigación en el campo de la clonación animal es importante porque representa una fuente de potenciales beneficios médicos y ganaderos. En efecto, desde el principio del debate, los creadores de Dolly resaltaron las posibilidades terapéuticas y ganaderas de la clonación, pero rechazaron explícitamente como una aberración sin sentido la clonación humana.45 La prensa británica citó ampliamente a Ian Wilmut y a Ron James, éste último de la empresa patrocinadora PPL Therapeutics, expresando su oposición a cualquier intento de clonar humanos (Franklin, 1998). Parece que esta estrategia atendía a criterios económicos y sociopolíticos orientados a evitar el rechazo social y político hacia la clonación y con ello contribuir a su aceptación social y, por tanto, a su desarrollo, al mantener sus fuentes de financiación. Los expertos (principalmente biólogos moleculares, ingenieros genéticos y embriólogos) no se limitaron pues a realizar comentarios científicos sobre los resultados del experimento de Dolly, sino que parecieron estar más interesados en salvaguardar la libertad de investigación y la financiación que la posibilita de las intrusiones de políticos, autoridades eclesiales, expertos en bioética y opinión pública. Es interesante señalar que en la prensa británica la divergencia de Mundo, 24-2-97); Ventajas e inconvenientes de una oveja clónica. «No vemos razones clínicas para clonar seres humanos», ha dicho el artífice de Dolly (El País, 26-2-97); Los pioneros de la clonación advierten que la técnica sería aplicable en humanos en dos años. El doctor Wilmut pide normas internacionales para evitar esta posibilidad (ABC, 7-3-97). 45 Véase, por ejemplo, la siguiente información: Los científicos advierten que su objetivo es mejorar sólo la producción ganadera. La oveja «Dolly» abre el camino para crear humanos en serie. Nace en Escocia el primer mamífero fruto de la clonación de la célula de un adulto. (El Periódico, 24-2-97). Nótese que la producción en masa de seres humanos es el tema principal de la información (aparece en el titular), mientras que la referencia a las aplicaciones ganaderas de la clonación (que es lo que, en principio, persiguen los científicos escoceses) aparece en el antetítulo.
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puntos de vista sobre la clonación humana y la animal fue una de las más sólidas líneas argumentativas en el debate sobre la clonación de Dolly. Por ejemplo, se realizaron denodados esfuerzos por separar la idea de que los humanos deberían ser clonados frente a si este camino era realmente posible; es decir, hubo un ostensible esfuerzo por separar lo correcto de lo factible. Muchos expertos, como el propio Wilmut, recalcaron que si bien la técnica con la que se obtuvo Dolly indicaba que la posibilidad teórica de clonar humanos era factible, en la práctica esta empresa era a todas luces aberrante y los obstáculos para realizarla insalvables (ibíd.). Tales esfuerzos parecían encaminarse a eliminar o, al menos, a minimizar el temor hacia la clonación animal, desplazando el punto de mira a sus potenciales beneficios presentes y futuros. Por tanto, la clonación animal debía verse como una actividad positiva, independiente de los problemas técnicos, éticos y morales que plantearía una más que reprobable clonación de humanos. En este mismo sentido, Neresini señala algunas de las estrategias que, a su juicio, fueron utilizadas por los científicos para defenderse de la ofensiva desatada sobre todo por determinadas corrientes políticas y por la Iglesia Católica. Estas estrategias se pueden sintetizar en tres (Neresini, 2000, pp. 374-377): 1. Distinción entre clonación animal y clonación humana. En un esfuerzo por mantener a Dolly y a sus creadores como exponentes de la libertad de investigación, los científicos hablaron prematuramente de la clonación humana para condenarla. Se la condenó con argumentos éticos (su perversión) y técnicos (su inutilidad). Con el establecimiento de una clara distinción entre la clonación animal y la humana, estos científicos pretendieron que el debate sobre las cargas legales de la clonación recayera en la última, dejando a la primera libre de restricciones. Esta estrategia se pone de manifiesto ante la insistencia en remarcar las dificultades técnicas de aplicar a los seres humanos el método que condujo hasta Dolly, puesto que no es común que los científicos aireen públicamente los errores o dificultades intrínsecas de las pruebas experimentales (v. § II.5). Sin embargo, esta estrategia tuvo un efecto contrario al que esperaban los propios científicos: contribuyó más bien a desencadenar el imaginario colectivo que sobre la clonación estaba latente en la cultura popular. 2. Énfasis en la retórica ambientalista. Los científicos intentaron mantener la separación entre la clonación animal y la humana subrayando la importancia de los factores ambientales en la conformación de 221
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la identidad humana, a expensas de los hereditarios. Procuraron transmitir la idea de que incluso en el remoto caso de que se clonara a una persona, su identidad quedaría a salvo puesto que ésta depende de una historia irrepetible de relaciones del individuo con su entorno. En definitiva, atacaron el determinismo genético. Para hacer más patente que la clonación no supondría la pérdida de la individualidad, los científicos se refirieron a los gemelos monocigóticos como idénticos genéticamente pero distintos en cuanto a sus rasgos conductuales y de personalidad. Si se considera que tanto popular como científicamente prima la moda de explicar cualquier comportamiento con factores genéticos y no con ambientales, es presumible que los científicos que utilizaron la retórica ambientalista para defender la legitimidad de la investigación sobre la clonación aparecieran ante la opinión pública como dignos de poca confianza. 3. Distinción entre ciencia básica y tecnología. Algunos científicos en su afán por preservar un modelo neutral de investigación científica trazaron una clara línea demarcatoria entre la ciencia básica y la tecnología (v. § I.1.2.5). Se intentaron establecer nítidamente las fronteras entre la producción exclusiva de conocimiento genuino y las aplicaciones de éste (dicotomía ciencia/tecnología), así como entre el propio conocimiento científico y los valores extra-epistémicos (dicotomía ciencia/valores). Con esta estrategia los científicos aspiraron a quedar libres de responsabilidad por las «malas» aplicaciones que otros eventualmente pudieran hacer de su trabajo. De este modo no sólo quisieron eludir las acusaciones personales sino también configurar la ciencia como una actividad moralmente neutral. En consecuencia, la ciencia podía proceder sin que se le fijaran límites éticos o legales. Lo que intentaron los científicos involucrados en el desarrollo de la clonación animal fue distinguir entre los hechos y los valores. Desde esta perspectiva, los conocimientos científicos y la tecnología únicamente son medios para obtener unos fines determinados. Los problemas éticos surgirían ante la elección de los fines a perseguir, pues son éstos los que pueden ser loables o rechazables desde un punto de vista moral (Olivé, 2000, p. 80).46
46 Por supuesto, a la concepción de la «neutralidad valorativa» se opone otra que propone que la ciencia y la tecnología no pueden considerarse como actividades indiferentes al bien o al mal. La razón es que la ciencia y la tecnología son más que un conjunto de teorías o de artefactos, respectivamente.
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La «neutralidad valorativa» es un razonamiento muy débil. En primer lugar, porque son esos mismos científicos los que reclaman para sí y para la investigación científica un reconocimiento que, sin duda, se deriva de sus potenciales aplicaciones: tratamiento de enfermedades, desarrollo de nuevos fármacos, mejora de los transplantes, incremento de la producción ganadera, etc. Y en segundo lugar, porque, en sentido estricto, estos científicos son tecnocientíficos, esto es, expertos ligados a las exigencias comerciales de las empresas biotecnológicas en las que trabajan, o que los patrocinan, como es el caso del equipo científico que clonó a Dolly. En estas empresas la investigación está orientada a la obtención de resultados con valor económico. Al intentar usar la retórica de los beneficios a medio o largo plazo para justificar sus investigaciones, los científicos mostraron perversamente cómo su actividad está en realidad ligada a sus aplicaciones, sean éstas positivas o negativas (Neresini, 2000, p. 376).
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CAPÍTULO V LA SECTA DE LOS RAËLIANOS Y LA CLONACIÓN HUMANA Los descubrimientos científicos no son simplemente descubrimientos, sino que articulan un nuevo tipo de discurso en el área del poder y en las formas de conocimiento. (Michael Foucault) Aquél que es capaz de traducir los intereses de los demás a su propio lenguaje lleva las de ganar. (Bruno Latour)
V. 1. LA TEORÍA DEL ENMARCADO Y EL MODELO CLÁSICO DE LA RACIONALIDAD CIENTÍFICA El debate suscitado a raíz de que el Movimiento Raëliano Internacional (MRI) anunciara el 27 de diciembre de 2002 que había realizado con éxito la primera clonación de un ser humano, es preciso enmarcarlo dentro del gran debate mediático que provocó la noticia, en febrero de 1997, del nacimiento del primer mamífero de la historia clonado a partir de una célula adulta, la oveja Dolly (v. cap. IV). En aquella ocasión los medios de comunicación construyeron la controversia centrándose en los problemas éticos que presentaría una posible aplicación en humanos de la técnica ideada por Wilmut y su equipo. En el caso que nos ocupa, sin embargo, esta hipotética posibilidad se torna consumada, por lo menos en los términos en que los raëlianos presentaron la noticia en la rueda de prensa. En cualquier caso, en el supuesto de que el anuncio hubiese sido cierto, la clonación se habría logrado de forma clandestina, incontrolada, con peligros reales para el clon y éticamente inaceptable, según algunos de los portavoces de la comunidad científica. En este capítulo analizaremos el debate público sobre la clonación humana suscitado por el anuncio raëliano en el diario El País. El periódico construyó el debate según unas determinadas premisas que pueden ser estudiadas con la teoría del encuadre o enmarcado (framing) (Goffman, 1974). Esta teoría, que se inscribe dentro de los 225
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estudios acerca de la representación y el sentido, trata de poner de relieve que la presentación periodística de unos temas, hechos, controversias, actores, demandas y pretensiones de conocimiento, es siempre selectiva (v. § III.10 y § III.11). Es mediante este mecanismo que los medios de comunicación pueden ejercer sus efectos más poderosos y considerar unas interpretaciones sobre otras (Hornig Priest, 1994, p. 168). Esto es lo que ha sucedido con el debate construido por El País en asociación con las expectativas de los científicos implicados en promover la investigación genética en el campo de la clonación humana. Al seleccionar algunos aspectos sobre otros y darles, por tanto, mayor relevancia, los medios enmarcan los acontecimientos sociales. A los aspectos seleccionados se les asigna una definición concreta, una interpretación causal, un juicio moral y/o una recomendación para su tratamiento (Entman, 1993, p. 52). La teoría del enmarcado, pues, forma parte de esa compleja corriente socio-comunicativa que se caracteriza por concebir la realidad social de forma contextualizada. Al encuadrar los acontecimientos de un modo predecible, los medios construyen las noticias según determinadas pautas narrativas y asignación de imágenes y estereotipos propios de la cultura popular. Así proporcionan activamente los marcos de referencia que la audiencia precisa para interpretar y discutir sobre los asuntos públicos (Scheufele, 1999). De igual modo que la teoría del enmarcado nos enseña el cambio que se produce en las opiniones y actitudes de la audiencia debido a sutiles alteraciones en la definición de un problema, la teoría del actor-red, como herramienta conceptual y heurística, nos proporciona las bases para entender cómo un actor principal define un problema, establece afirmaciones y asigna roles, dentro del proceso de negociación de la realidad natural y social en una red heterogénea de actores (v. § I.2.2.3 y § V.3). Antes de entrar en el análisis de la información, es necesario tener una visión cronológica de los acontecimientos más destacados durante el debate (Tabla 3):
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FECHA 27/12/02
ACONTECIMIENTO Brigitte Boisselier (obispa raëliana y directora de Clonaid), anuncia en rueda de prensa el inminente nacimiento de un bebé clonado llamado Eva
28/12/02
Reacción de la «comunidad científica» al anuncio hecho por los raëlianos
29/12/02
Reacción de las autoridades farmacéuticas norteamericanas al anuncio hecho por los raëlianos
30/12/02
Los científicos denuncian que anuncios como el de los raëlianos podrían paralizar la investigación científica de la clonación con fines terapéuticos
31/12/02
Los expertos ponen en duda la credibilidad del periodista designado por la «prensa mundial» para verificar la autenticidad del anuncio de los raëlianos
4/1/03
Reacciones de descrédito de la «comunidad científica», personalizadas en Robert Lanza, vicepresidente científico de la empresa biotecnológica ACT
5/1/03
Clonaid anuncia que ha nacido un segundo bebé clonado
7/1/03
Posicionamiento de El País mediante un editorial en el que se descalifica a los raëlianos y se alerta del peligro que para el futuro de la investigación terapéutica supone la proliferación de grupos de esta laya
13/1/03
La justicia insta a los raëlianos a que aporten pruebas de la clonación de Eva
Tabla 3. Evolución del debate sobre los raëlianos y la clonación humana en El País. A partir del acontecimiento primario (gris claro) se originan los secundarios (blanco).
La polémica comienza con el anuncio en rueda de prensa de que Clonaid, la empresa biotecnológica del MRI, ha logrado clonar una niña sana llamada Eva. Es la naturaleza del anuncio y la de sus artífices lo que provoca una cascada de reacciones críticas por parte de determinados miembros de la comunidad científica.47 El debate poste47 La expresión «comunidad científica» aparece en ocasiones entrecomillada para indicar que la apelación que hace El País a dicha comunidad tiene un acento retórico. En la práctica, no es la comunidad científica la que se manifiesta, reacciona o informa como un todo homogéneo, sino que únicamente lo hacen algunos de sus miembros.
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rior gira en torno a la defensa de la racionalidad científica para salvaguardar la libertad de la investigación frente a personas e instituciones sin credibilidad científica y sin entidad moral. Para entender la génesis y el ulterior desarrollo del debate es conveniente estudiar dos conceptos clave: el de racionalidad científica y el de racionalidad cultural (v. Plough y Krimsky, 1987; Lizcano, 1996; Olivé, 2000, pp. 155-158). Ambos se utilizan para explicar cómo se formula el discurso que legitima algunos aspectos sobre otros, algunos portavoces sobre otros y algunos valores sobre otros (Coleman, 1995, p. 65). (v. § V.2). Los actores que emplean estos recursos retóricos lo hacen con dos intenciones que se complementan mutuamente. Por una parte, el modelo clásico de la racionalidad científica defiende que la forma racional de obrar es aplicar a los problemas científicos un conjunto de procedimientos cuya validez es universal. Además, ensalza valores epistémicos como el progreso lineal, la verdad y la objetividad, gestionándolos para establecer una nítida demarcación entre los «hechos objetivos» y las «creencias subjetivas», lo cual ayuda a desacreditar o socavar cualquier discurso no-basado-en-la-ciencia o basado en una ciencia considerada espuria. Tanto la imagen científica como la imagen pública de la ciencia están fuertemente influidas por las ideas de la racionalidad científica clásica, heredadas de la escuela positivista (Olivé, 2000, pp. 71-79). (v. § I.2.3). En el debate que nos ocupa, la «comunidad científica» reprochó a los raëlianos, entre otras cosas, que no aportaran ninguna prueba científica ni sometieran sus pretendidos resultados a los estándares de evaluación con los que cuenta la ciencia para controlar la calidad de sus trabajos. Por otra parte, la racionalidad cultural asume que los distintos actores inmersos en una controversia esgrimen como argumentos valores de naturaleza ética o moral, así como juicios cualitativos de diversa índole. El análisis retórico de la racionalidad científica y de la cultural en el discurso periodístico es imprescindible para entender en su conjunto el proceso comunicativo. Durante el debate, la «comunidad científica», con la inestimable ayuda periodística, explotó eficazmente ambas retóricas. En el caso de la retórica de la racionalidad cultural se empleó una variante descrita por Lizcano, la «retórica de la invasión». En general, los científicos alertan del continuo asedio al que está sometida la racionalidad de la ciencia por parte de la ola de irracionalidad característica de nuestro tiempo. El énfasis que los científicos hacen de la retórica de la invasión parece contribuir a legitimar su estatus y a defenderlos del intrusismo de los invasores (Lizcano, 1996, pp. 140-141). 228
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V.2. ESTRATEGIAS EN CONTRA DE LOS RAËLIANOS Y EN DEFENSA DEL PROGRESO DE LA INVESTIGACIÓN CIENTÍFICA Las intenciones y afirmaciones de los miembros del MRI no sólo han reavivado los rescoldos éticos sobre la clonación humana sino que han provocado sobre todo que la «comunidad científica» reaccione para reivindicar su papel como legítima depositaria del conocimiento y de la aplicación tecnológica para manipular embriones humanos. Además, les ha servido para exigir de los responsables políticos una justa y acertada definición legislativa que proteja y regule la investigación terapéutica con embriones de los perniciosos efectos que pudieran tener anuncios de esta naturaleza. Para legitimarse socialmente y seguir cumpliendo el contrato fiduciario con sus lectores, El País ha configurado el debate sobre la clonación humana con la anuencia de los científicos. La hipótesis básica que planteamos postula que los científicos seleccionados como fuentes de autoridad por el propio diario fueron los que condicionaron la agenda temática, el tratamiento y el estilo que se le imprimió a la información. En un debate fuertemente polarizado como éste, el periódico adopta las tesis de los científicos partidarios de la investigación con embriones para fines médicos en contraposición a las descabelladas afirmaciones de algunos miembros destacados del MRI, grupo considerado sectario, mixtificador y cuya doctrina se basa en el culto extraterrestre (Agostinelli, 2003). De esta manera, El País establece lo que Michel Callon llama un «punto de paso obligado», es decir, un conjunto de estrategias persuasivas que fuerzan a otros actores a dirigirse a través de canales particulares y obstruirles así el acceso a otras posibilidades (Callon, 1995, p. 269). (v. § V.3). En líneas generales estas estrategias se basan en asumir que la clonación de Dolly es un «hecho científico» incontrovertible y que hay una distinción esencial entre la clonación reproductiva y la terapéutica. Tanto una como la otra se utilizan para persuadir a los lectores y a los responsables políticos de la necesidad de apoyar la investigación científica rigurosa, que, se cree, reportará amplios beneficios a la sociedad gracias a los tratamientos terapéuticos que de ella se pudieran derivar («retórica de los beneficios futuros»). En no pocas ocasiones, cuando los científicos comparecen en los foros públicos se expresan en un lenguaje que sobreestima los beneficios de su trabajo, lo cual refleja la fuerte tendencia promocional de sus intervenciones (Nelkin, 1994, p. 30). Además, también se emplean estrategias relacionadas con la retórica de la invasión, es decir, estrategias que ponen de manifiesto que el 229
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MRI es una secta peligrosa y con cierta influencia mediática, que se nutre de recursos humanos, materiales y financieros indefinidos y secretos, y que, en cierto modo, representa una amenaza difusa para las esperanzas de progreso científico en el campo de la clonación con fines terapéuticos. El estudio de estas estrategias nos permitirá «desvelar los mecanismos retóricos a los que recurren sus autores para transformar sus intereses en “conocimiento” y persuadir a los demás de que tienen las soluciones a sus problemas» (González García et al., 1996, pp. 80-81). Con estas pautas de acción se pretende contrarrestar la imagen negativa derivada de los seculares temores hacia la eugenesia que la clonación acarrea en la cultura popular, y que grupos como el de los raëlianos parecen agudizar, así como construir una imagen de la clonación humana si no bondadosa, al menos no inquietante. Se intentan delimitar fronteras nítidas entre los «científicos responsables» y los «granujas irresponsables», entre lo razonable y lo inmoral, lo permisible y deseable y lo aberrante y detestable, en definitiva, entre la «buena ciencia» y la «mala ciencia». La Tabla 4 muestra los rasgos antagónicos que definen al MRI y a la «comunidad científica» en el discurso periodístico construido por El País. MOVIMIENTO RAËLIANO
«COMUNIDAD CIENTÍFICA»
Impostores (aviesos)
Honestos (ethos mertoniano)
Investigación con fines lucrativos
Investigación con fines altruistas
Defensores de la clonación reproductiva
Defensores de la clonación terapéutica
Charlatanes y mixtificadores
Depositarios de la verdad y legitimados por su credibilidad profesional
Integrado por sectarios iluminados
Integrada por científicos cautos y responsables
Investigaciones clandestinas y fraudulentas, que no aportan pruebas científicas
Investigaciones basadas en la aplicación de los estándares científicos
Laboratorios secretos
Laboratorios autorizados
Objetivo último de la clonación: alcanzar la vida eterna y crear un ser vivo totalmente artificial
Objetivo último de la clonación: curar a millones de personas aquejadas de diversas enfermedades
Tabla 4. Rasgos antagónicos de los que se vale El País para construir las imágenes de los raëlianos y de la «comunidad científica».
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El uso conjunto de estrategias propias del modelo clásico de la racionalidad científica y de la racionalidad cultural, así como la ubicación de los textos (salvo el editorial y el reportaje)48 en la sección «Sociedad», parece indicar que el tratamiento periodístico de la polémica no es tanto científico como político y social, sin olvidar su evidente carga de espectáculo. La perspectiva social que adopta el periódico de la polémica es la que, en cierta manera, condiciona la inclusión de los textos en la sección «Sociedad». Así, los supuestos en los que se apoya El País para enmarcar el debate en el terreno de la política científica son: 1. La nula credibilidad del anuncio efectuado por los raëlianos, basándose en la bajísima tasa de éxitos (< 2%) que presenta la técnica de la transferencia nuclear (la misma que empleó Wilmut y su equipo para clonar a Dolly, v. cap. IV), así como en la falta de «pruebas científicas» que corroboren sus afirmaciones. 2. La falta de autoridad y legitimidad de la secta de Raël, basándose en su reprobable historia anterior. Se resalta que con toda probabilidad el objetivo del MRI es publicitarse. 3. La autoridad y credibilidad que se otorga a determinados portavoces científicos de empresas biotecnológicas, basándose en la legitimidad que se le presupone a una entidad abstracta como es la «comunidad científica». 4. La inviabilidad e inaceptabilidad de la clonación reproductiva, basándose en argumentos éticos («por qué») y técnicos («para qué»). En el debate los argumentos técnicos tienen mucho mayor peso que los éticos: la clonación reproductiva tácitamente es una aberración moral, pero sobre todo es reprobable porque entraña muchos problemas para el desarrollo del supuesto clon, como, por ejemplo, malformaciones genéticas y envejecimiento prematuro.
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Véase en el Anexo la relación de textos periodísticos analizados.
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5. La necesidad de que los poderes políticos articulen una legislación que diferencie con claridad la clonación reproductiva, absurda y peligrosa, de los beneficios sociales de la clonación terapéutica, basándose en la amplia consultación de fuentes científicas que apoyan la investigación con embriones humanos para obtener células madre (stem cells). El enmarcado informativo que hace El País traslada el debate de la clonación humana del terreno de la ética y la moralidad –debate que, recordemos, tiene su origen en el caso Dolly– al ámbito de la política científica. En concreto, se emplean estrategias retóricas tendentes a persuadir a la ciudadanía y, sobre todo, a los responsables políticos de la necesidad de regular las prácticas aberrantes (personalizadas en las declaraciones raëlianas) de la investigación científica seria [personalizada en las declaraciones de Robert Lanza, vicepresidente científico de la empresa biotecnológica Advanced Cell Technology (ACT)] (v. § V.3). La Tabla 5 muestra las distintas estrategias que tanto El País como la «comunidad científica» esgrimen para distanciar retóricamente la clonación terapéutica de la reproductiva. Hemos detectado siete estrategias que se apoyan en los siguientes supuestos: (i) La clonación de un mamífero, como fue Dolly, es un «hecho científico» objetivo (v. § IV.3). (ii) La clonación reproductiva es indeseable, fundamentalmente por los problemas técnicos que acarrea. (iii) La clonación terapéutica es un área de investigación ideal para que a corto plazo se generen espectaculares avances médicos (iv) Los raëlianos pertenecen a una secta peligrosa, sin escrúpulos, que apuesta por la clonación reproductiva para obtener cuantiosos beneficios económicos.
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Estrategias para distanciar la clonación terapéutica de la reproductiva Baja tasa Problemas de de efectividad desarrollo en el clon
Texto 1 Texto 2 Texto 3 Texto 4 Texto 5 Texto 6 Texto 7 Texto 8 Texto 9 Texto 10 Texto 11 Texto 12 Texto 13 Texto 14 Texto 15 Texto 16
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Falta de Descrédito Autoridad corrobo- conductual cognitiva y ración de los legitimidad científica raëlianos de los del anuncio científicos raëliano
Distinción Beneficios entre clo- futuros de la nación tera- clonación péutica y terapéutica reproductiva
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Tabla 5. Estrategias que tanto El País como los científicos esgrimen para distanciar la clonación terapéutica de la reproductiva. Los titulares de los textos pueden consultarse en el Anexo.
En la Tabla 5 puede observarse que, en una primera fase del debate, priman los textos en los que se recurre con insistencia al argumento de la baja tasa de efectividad de la técnica de la transferencia nuclear, para en las postrimerías del mismo centrarse en la falta de confirmación científica del anuncio, en la necesidad de que los responsables políticos asuman la distinción técnica entre la clonación terapéutica y la reproductiva, y en la «retórica de los beneficios futuros». Parece claro que desde los primeros momentos del debate los esfuerzos se encaminan a poner de manifiesto la improbabilidad técnica del anuncio, para 233
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más tarde incidir en el peligro que supondría éste para el futuro de la investigación terapéutica. Un patrón discursivo que se repite durante todo el debate es la continua referencia a la falta de autoridad moral y científica de los raëlianos. La distinción entre la clonación terapéutica y la reproductiva se presenta como algo inmanente a la propia clonación humana. Según la teoría del actor-red las distinciones esenciales no existen por sí mismas, sólo pueden considerarse como efectos de red. Objetos, entidades, actores, procesos, son efectos semióticos, nodos de una red en la que se establecen conjuntos de relaciones. Todos estos elementos se constituyen interactivamente, no preexisten fuera de esas interacciones (Law y Mol citados en Doménech y Tirado, 1998, p. 24). Por tanto, no podemos considerar la distinción entre la clonación terapéutica y la reproductiva como una propiedad inherente o una esencia de la clonación humana. Incluso hay autores que ven en este empleo un uso perverso del lenguaje. Usar frecuentemente el término terapéutico otorgaría a la clonación una ventaja moral presentándola como algo beneficioso, como una técnica en sí misma curativa. Además, estos autores señalan que no es lícito distinguir entre clonación humana reproductiva y otro tipo por la sencilla razón de que toda clonación es reproductiva, pues siempre se reproduce asexualmente un embrión. La técnica empleada («transferencia nuclear») es la misma para ambos casos, pero se entiende que en el primero el embrión clonado se implanta en un útero para su ulterior gestación y parto, y en el segundo sólo se deja crecer hasta una fase temprana de la cual se puedan obtener células madre embrionarias con potencial valor terapéutico. La diferencia no estriba por tanto en que exista o no reproducción sino en el destino que se dé a ese embrión. También arguyen estos autores que la noción de clonación terapéutica transmite sistemáticamente la idea de que las células madres proceden en exclusiva de los embriones, obviando que hay otros tipos de células madre (en concreto, germinales y de adulto) que, según ellos, son menos problemáticas y ya han demostrado su eficacia en ciertos tratamientos médicos (Bellver, 2002). Cualquier texto, por tanto, es una combinación de significados explícitos –lo «dicho»- e implícitos –lo «no dicho», pero que se presupone. Asumir que la clonación de un mamífero a partir de una célula diferenciada es un «hecho científico» objetivo y que la clonación reproductiva es esencialmente distinta de la terapéutica son presuposiciones que ayudan a establecer representaciones convincentes de la realidad (Fairclough, 1995b, pp. 106-107). 234
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A continuación estudiaremos con más detalle cada uno de los puntos clave del debate, ilustrándolos con ejemplos destacados extraídos de los propios textos. V.2.1. Escasa credibilidad del anuncio raëliano La credibilidad del anuncio de los raëlianos fue puesta en duda utilizando dos tipos de argumentos entrelazados. Ambos tienen su justificación en las normas positivas del buen comportamiento científico o ethos mertoniano (v. § I.2.1.1). El primero es un argumento de tipo técnico: dado que la literatura científica recoge que la efectividad de la técnica de la transferencia nuclear es menor del 2% es más que improbable –no es creíble– que los raëlianos declaren que «su empresa [Clonaid] ha logrado un 50% de eficacia en los procesos [...].» (T1).49 Varios textos más inciden sobre esto. Por ejemplo, en el T3 puede leerse lo siguiente: «En las mejores condiciones, y sólo en algunos mamíferos, se han conseguido tasas de éxito que como mucho han quedado por debajo del 2%. Es decir, ha habido que manipular cien óvulos para conseguir una gestación completa. El método es tan complicado que todavía ningún científico ha conseguido usarlo en monos, el modelo animal más cercano al hombre.» El segundo de los argumentos es de tipo evaluativo: no sólo el anuncio carece de credibilidad por las dificultades técnicas inherentes al método empleado, sino que además los raëlianos no han aportado ninguna «prueba científica» que avale sus afirmaciones. La «comunidad científica» se acoge a las normas de universalismo y escepticismo organizado para descalificar sus declaraciones (v. § I.2.1.1). Según la primera, cualquier afirmación de que algo es verdad debe ajustarse y someterse a los criterios de evaluación preestablecidos por la propia institución científica. Además, según la segunda, la ciencia debe suspender su juicio hasta que se disponga de evidencias que puedan ser examinadas de forma crítica e independiente, con los métodos lógicoempíricos con los que cuentan los científicos. Por su parte, los raëlianos, en un primer momento, aseguraron que expertos independientes realizarían pruebas de ADN para confirmar la clonación de Eva, para
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T1 hace referencia al texto 1 del corpus periodístico sometido a estudio (véase Anexo).
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más tarde eludir tal posibilidad amparándose en la plausible vulneración por parte de las autoridades jurídicas de los derechos de la patria potestad (T13 y T16). Durante el debate se maneja con profusión este argumento evaluativo, casi siempre acompañado de un juicio moral (v. Tabla 5). Así, por ejemplo, en el curso de una entrevista a Robert Lanza, el periodista Javier Sampedro le preguntó si otorgaba alguna credibilidad al anuncio de los raëlianos, a lo que el vicepresidente científico de ACT respondió que «en ausencia del menor dato científico, es preciso extremar el escepticismo, especialmente si consideramos el hecho de que los raelianos no tienen ninguna credencial investigadora» (T10). En esa misma entrevista, Lanza aprovechó para promocionar el valor científico de los resultados experimentales obtenidos por su empresa con «embriones clónicos» (muy discutidos por otros científicos), y para declarar que tales resultados fueron publicados en la revista científica Journal of Regenerative Medicine, sujeta a la revisión por pares, «para que los datos pudieran ser examinados por la comunidad científica». Esta reflexión de Lanza parece ser una táctica para separar las buenas prácticas científicas (a las que ACT se acoge) de las infundadas afirmaciones de los raëlianos (v. § V.3). Además, el proceso para comparar muestras de ADN, que el periodista francés Michael Guillen iba a coordinar, fue también desprestigiado sobre la base de que Guillen, a pesar de ser doctor en física, creía «en la existencia del aura, los poderes extrasensoriales y todo lo relacionado con los fenómenos paranormales y el ocultismo» (T9). V.2.2. Falta de autoridad moral y científica de los raëlianos Para desacreditar el anuncio raëliano, además de aplicar argumentos que ponían de manifiesto las dificultades técnicas de la empresa y la falta de verificación de las declaraciones, algunos textos también coinciden en señalar el origen extraterrestre del culto raëliano, los postulados de la doctrina -en la que la clonación es capital y se entiende como una vía para alcanzar la inmortalidad-, las extravagancias de su líder, las asombrosas campañas de la secta, como la distribución de preservativos a escolares o la incitación a los jóvenes a apostatar y quemar cruces, o sus problemas con la justicia. Tales argumentos de descrédito responden a la «retórica de la invasión» (Lizcano, 1996, pp. 140-141). Aunque con una férrea organización jerárquica, la secta de los raëlia236
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nos es un grupo oscuro y hermético que medra de forma difusa y se abastece de recursos secretos (v. T7). Sus supuestas investigaciones las realiza en «laboratorios clandestinos y descontrolados» (T11), con la amenaza que ello supone: «Ahora bien, como es habitual en esta secta, ni aporta identidades ni paradero ni métodos de trabajo» (T2). El líder de la secta, Claude Vorilhon (alias Raël), es retratado como un personaje extravagante, sin ocupación definida, al que le mueve el afán de lucro y el hedonismo, y que asegura haber sido abducido por los extraterrestres y portar su mensaje (v. T2, T6 y T7). El propio grupo se define como una secta cientifista y xenófoba que defiende el eugenismo, recluta adeptos entre la clase adinerada y católica de Québec y Montreal y defiende la clonación como una vía hacia la vida eterna (v. T2, T4, T6 y T7). Además, se trata de un grupo que se mueve al margen de la ley y ha estado involucrado en escándalos de fraude (v. T2 y T4). Todos estos rasgos contribuyen a representar al MRI como una secta secreta y clandestina, integrada por individuos repartidos por el mundo que constituyen una amenaza más o menos definida, que desafían las leyes, y que están prestos a llevar a cabo sus irracionales proyectos. En resumen, los raëlianos integran una secta -con la carga peyorativa que este concepto arrastra-,50 tienen vocación de estafadores y charlatanes, carecen del más mínimo rigor científico y, por lo tanto, de credibilidad, a pesar de que la autenticidad científica de su anuncio no pudo ser ni confirmada ni refutada en el mismo momento de la rueda de prensa ni en los días posteriores. Raël y sus acólitos, junto a otros personajes como el médico italiano Severino Antinori, se les califica de «granujas» con posibilidades reales de llevar a cabo sus aviesas intenciones (T10 y T15). Estos individuos sin escrúpulos son una amenaza difusa, en cierto modo indefinida, que pone en peligro la unidad, respetabilidad, estatus político y expectativas investigadoras de la «comunidad científica»: «[...] sería lamentable
50 En el lenguaje religioso tradicional la palabra secta tiene una clara resonancia despectiva. «Por oposición a Iglesia, secta designa un pequeño grupo secesionista que reúne a los discípulos de un maestro herético. [...] En cambio, en sociología, la palabra pierde su carga de normatividad y de desprecio para designar un grupo contractual de voluntarios que comparten una misma creencia.» (v. Woodrow, 1986, p. 12). Parece evidente que es su acepción religiosa tradicional, y no la sociológica, la que se impone en los textos de nuestro corpus de análisis
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que los delirios de un grupo de iluminados acabaran yugulando la posible extensión de esa técnica al ser humano.», dice El País en su editorial del 7 de enero (T14). V.2.3. Autoridad y legitimidad de la «comunidad científica» En el escenario construido por El País, la imagen pública de la «comunidad científica» se caracteriza por ser una entidad seria y homogénea, sin fisuras, dirigida en su conjunto a la búsqueda de conocimiento verdadero y a la aplicación de ese conocimiento para fines altruistas. En concreto, promueve la investigación básica y la curación de enfermedades, como la diabetes o el Alzheimer, que afectan a amplios sectores de la población. De este modo, la «comunidad científica» se modela como una institución dotada de la autoridad y la legitimidad que le confieren sus mecanismos de autorregulación, entre los que destacan la aplicación de una metodología racional y consensuada y la publicación de los resultados experimentales en revistas especializadas que se rigen por el sistema de revisión por pares. La representación popular que hacen de ella los medios de comunicación entronca con la imagen positivista de la ciencia y la tecnología y con el ethos mertoniano del científico responsable (v. cap. I). A los científicos se les califica de serios, solventes y expertos: «una pretensión [la clonación de Eva] a la que ningún científico solvente otorga credibilidad» (T10). Además, las fuentes científicas de las que se vale el periódico son numerosas y bien caracterizadas (v. gr. Steven Teitelbaum, profesor de patología en la Universidad de St. Louis en Washington y presidente de la Federación Estadounidense de Asociaciones para la Biología Experimental) (T8). En algunas ocasiones, los científicos quedan definidos de forma positiva por oposición a los raëlianos: «La técnica que los raelianos dicen haber usado (ante la incredulidad de los expertos) apenas tiene seis años de vida.» (T3). Se sugiere la idea de que los raëlianos pueden mentir y por eso los expertos dudan. Si los raëlianos son mentirosos, entonces es fácil deducir que los expertos no sólo son honorables sino que son los únicos jueces autorizados para dictaminar sobre cuestiones de hecho y para otorgar o negar credibilidad. Además, los raëlianos tienen laboratorios secretos, clandestinos, mientras que los científicos pertenecen a instituciones bien establecidas que gozan del reconocimiento público o a empresas biotecnológicas legales y punteras en el área de la investigación genética (v. Tabla 4). 238
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En el preámbulo a la entrevista que Javier Sampedro realizó a Robert Lanza, el periodista reseña de forma somera las críticas que recibió el «espectacular anuncio de la primera clonación de un embrión humano», realizado por ACT en noviembre de 2001. Las críticas, efectuadas por expertos independientes, se centraron fundamentalmente en lo preliminar de los resultados experimentales. A continuación, sin embargo, Sampedro cita a Lee Silver, catedrático de Biología Molecular de la Universidad de Princeton, para poner de relieve que si alguien puede lograr esa hazaña técnica es sin duda ACT, puesto que ha «invertido decididamente en fichar a los mejores científicos mundiales en ese campo.». Tras este elogio a ACT, Sampedro nombra algunos de los avances científicos más destacados de la compañía, como la creación de un mini-riñón de vaca a partir de embriones clónicos (T10). Otros textos inciden en el efecto negativo que anuncios como el de los raëlianos podrían tener en la capacidad de actuación de la «comunidad científica», ya que el recelo y las presiones sociales obligarían a los responsables políticos a endurecer la legislación para prohibir genéricamente la clonación (T8 y T11). Se presupone que la ciencia es pura y está exenta de condicionantes ideológicos. Los factores ideológicos se cree que siempre son de naturaleza exógena y, además, tienen la desagradable secuela de restringir la libertad de investigación. En esa misma línea se expresa Lanza al decir que el anuncio de los raëlianos es el que «la derecha religiosa y los grupos antiaborto rezaban por vivir» (T8). V.2.4. Inviabilidad e inaceptabilidad de la clonación reproductiva Es curioso comprobar que los argumentos éticos y/o morales para rechazar la clonación humana no han sido predominantes en esta polémica, en cambio sí jugaron un importante papel en el debate que generó Dolly. Por el contrario, los argumentos técnicos, es decir, aquellos que acentúan los problemas biológicos derivados de la clonación reproductiva, sí fueron ampliamente tratados. En el discurso referido de los científicos (citas directas) (v. § III.6.4), el argumento de la baja tasa de efectividad de la transferencia nuclear (v. § V.2.1) aparece en estrecha asociación con el de los efectos deletéreos en el desarrollo del clon, sea éste embrión, feto o animal. Esta asociación de argumentos propicia que la clonación reproductiva sea vista como una suerte de práctica ilí239
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cita y aberrante, con lo cual la clonación terapéutica cobra mayor protagonismo y sale reforzada. El siguiente ejemplo lo ilustra: «Los expertos señalan que aparte de la enorme dificultad para obtener un embrión viable [argumento de la baja tasa de efectividad], pueden surgir problemas en los primeros meses o años de vida, a juzgar por las clonaciones hechas en animales, donde muchos han nacido con malformaciones y han envejecido o muerto prematuramente. El doctor Rudolf Jaenisch, biólogo del Whitehead Institute for Biological Research en el MIT, opinó que “no es responsable clonar seres humanos antes de saber más sobre todo lo que puede ir mal. Es usar a los humanos como conejillos de indias”» (T1). En algún texto se aventura incluso la explicación biológica de por qué pueden sobrevenir problemas en el desarrollo del clon: «La explicación más aceptada sobre estos inconvenientes es que al transferir un núcleo de una célula adulta a un óvulo éste arrastra toda su experiencia genética. Para llegar a adulta, una célula se divide miles de veces. En cada uno de esos procesos puede sufrir mutaciones. Estas variaciones (una por cada mil nucleótidos de los que forman su ADN) pueden no ser importantes para una célula especializada, pero sí lo son si se repiten en todas las células de un organismo. [...]. Las posibilidades de obtener un bebé sano son mínimas. El resultado más probable es conseguir abortos o niños con deformaciones condenados a morir temprano. Y si sobreviven, los científicos les prevén un futuro de enfermedades degenerativas y envejecimiento prematuro» (T3). V.2.5. Necesidad de que los responsables políticos diferencien la clonación terapéutica de la reproductiva El País construye y dirige la controversia sobre la clonación humana en términos de amenaza para el progreso de la ciencia y por eso intenta persuadir a las instituciones políticas para que contemplen la necesidad de una adecuada y poco restrictiva reglamentación de las tecnologías reprogenéticas con fines terapéuticos. Un anuncio como el de los raëlianos, sumado a otros anteriores similares, se interpreta como una amenaza a las expectativas de producción científica en este campo. Una amenaza, en definitiva, para el desarrollo de la investigación y, como consecuencia, para el margen de maniobra de 240
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la propia «comunidad científica» como un todo homogéneo. La actitud permisiva de políticos y legisladores en relación con la manipulación de células madre de origen embrionario, la clonación de embriones y la investigación con las técnicas reprogenéticas asociadas, disminuye en proporción directa al aumento de la suspicacia hacia tales prácticas. En perfecta simbiosis con las fuentes científicas seleccionadas, el periódico se afana por presentar la clonación reproductiva no tanto como una práctica éticamente reprobable, sino más bien como un procedimiento peligroso por las posibles anomalías que pudiera provocar en el embrión, feto o animal clónicos (v. el «argumento de los efectos deletéreos en el desarrollo del clon»). Y, sobre todo, alerta a la opinión pública de que anuncios sobre la clonación de humanos en boca de sectarios iluminados pueden conllevar perjuicios importantes para la investigación científica. En paralelo a la representación negativa de la clonación reproductiva, se invierte el mismo esfuerzo en ensalzar las excelencias de la clonación terapéutica («retórica de los beneficios futuros»). Existe el temor de que los legisladores puedan promulgar leyes restrictivas indiscriminadas, fruto de no haber sido capaces de diferenciar entre la clonación con fines reproductivos –mala per se, ilegítima y perniciosa para la sociedad– y la clonación con fines terapéuticos –buena per se, legítima y beneficiosa para la sociedad. Se piensa que la prohibición genérica tendría un efecto indeseable en las posibles aplicaciones médicas y farmacológicas de la clonación terapéutica. En nuestra opinión, la estrategia retórica que trata de diferenciar entre ambos tipos de clonación es la clave para entender en qué términos se plantea el debate sobre la clonación humana en las páginas de El País. En el siguiente apartado (§ V.3), se analiza con mayor detalle este importante punto del debate. Ahora nos limitaremos sólo a señalar su presencia en algunos textos. Por ejemplo, en el T11 el periodista se refiere, además de a los riesgos patológicos para el clon, al riesgo de que «algunos gobiernos y legisladores reaccionen con demasiado ímpetu y decidan prohibir todo tipo de clonación, incluso la que no pretende más que generar embriones para obtener células madre útiles en medicina. La clonación aquí será una técnica muy valiosa, puesto que los tejidos que se obtengan de las células madre serán genéticamente idénticos a los del paciente y no inducirán el menor rechazo inmunológico (el equipo de Robert Lanza en ACT ya 241
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ha demostrado este proceso completo en mamíferos grandes como la vaca)». Más adelante se añaden declaraciones de un comunicado emitido por la Asociación Americana para el Avance de la Ciencia: «”Tales anuncios no verificados [...] hacen un flaco favor a la sociedad y promueven la confusión entre la investigación de los métodos de clonación, que puede conducir a nuevos e importantes tratamientos médicos, y los intentos de clonación reproductiva, que suponen un notable riesgo para la madre y el bebé”. La AAAS añade: “Una reacción espasmódica [al anuncio raeliano] retrasaría varios años muchas investigaciones médicas importantes”». En su editorial El País resume muy claramente esta línea argumental: la pretensión raëliana puede «tener efectos indeseables [...], porque los legisladores, movidos por su deseo de impedir aventuras descabelladas de esa clase, puedan echar en el mismo saco un tipo distinto de clonación, la terapéutica, para cuya exploración existen sólidas razones científicas y médicas». Y más adelante añade: «Lo que cabe esperar de los responsables políticos es que se actúe diligentemente contra los intentos irresponsables de fotocopiado de bebés y, a la vez, se proporcione un apoyo decidido a las técnicas de clonación que sí tienen un fuerte interés biomédico» (T14). Es interesante destacar que en los últimos días del debate, el periódico publicó en su suplemento «Domingo» un reportaje titulado La llegada de los clones (T15). El texto viene a ser un extracto de todo el debate, aunque hace hincapié en aquellos argumentos que desacreditan a los raëlianos y defienden a la «comunidad científica». La portada del reportaje es reveladora: se trata de una recreación por ordenador que representa a decenas de bebés clónicos que eclosionan de un huevo (v. Figura 4). Esta clase de imágenes está relacionada con el mito de la «copia exacta» (v. § IV.4). También es interesante señalar que Javier Sampedro, autor del reportaje, hace un repaso de las distintas motivaciones y posibilidades que existen para clonar a un ser humano, ordenándolas «por grado decreciente de sensatez». Así, Sampedro contempla tres posibilidades: (1) parejas estériles en las que ha fracasado todo tipo de métodos de reproducción asistida. También se deriva de esto, la posibilidad de que las parejas homosexuales puedan tener hijos, (2) el reemplazo de un familiar muerto, y (3) la clonación de una personalidad viva o desaparecida (v. § IV.6.2). 242
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Fig. 4. El mito de la «copia exacta».
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V.3. UNA APLICACIÓN DE LA TEORÍA DEL ACTOR-RED AL DEBATE ENTRE LOS RAËLIANOS Y LA «COMUNIDAD CIENTÍFICA» El debate público a partir del anuncio de la supuesta clonación de seres humanos comprende un total de 16 textos que guardan una gran coherencia discursiva (v. Anexo). Para estudiar la red de interrelaciones entre los actores involucrados en la polémica aplicaremos la teoría del actor-red (ANT) (v. § I.2.2.3). La teoría fue formulada en sus inicios por Michel Callon y Bruno Latour. Se trata de una herramienta conceptual y heurística que se diseñó para estudiar la ciencia en donde se desarrolla, los laboratorios. Sin embargo, en la actualidad también se emplea en otros dominios de la actividad humana en los que se negocian identidades y afirmaciones acerca del estado del mundo. Este marco teórico de referencia nos permite observar cómo los diversos actores sociales negocian y exponen sus intereses divergentes para fijar en la trama común determinados aspectos del debate. Además, la ANT sugiere que los intereses (y otros fenómenos sociales) son tan negociables como los fenómenos naturales (Law, 1998, p. 65). Si se asume este punto de vista, el papel del analista consistirá en descubrir los procesos por medio de los cuales los actores articulan concepciones acerca del mundo natural y social e intentan imponerlas a otros, así como en ver en qué medida tales intentos tienen éxito (v. Woolgar, 1981; Callon y Law, 1998; Latour, 1995). En nuestro caso es El País el principal agente responsable de establecer esta red de interrelaciones y, por consiguiente, de que la clonación humana se considere básicamente como un problema de política científica. La teoría del actor-red asume que en la construcción de los «hechos científicos» intervienen factores sociales además de los epistémicos y, por lo tanto, se establecen como tales gracias a complejos procesos de negociación destinados a tener éxito sólo si logran involucrar a una cada vez más amplia red de actores (tanto humanos como no humanos), motivados por los más diversos y, no obstante, convergentes intereses. La convergencia de intereses dispares ocurre mediante procesos de «traducción» (Neresini, 2000, p. 361). Durante la traducción se negocia la identidad de los actores, sus posibilidades de interacción y sus márgenes de maniobra. Por tanto, durante el proceso de traducción el establecimiento de un «hecho científico» o la formulación de un pro244
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blema importante a resolver requieren del apoyo de actores que están interesados en su consolidación por diversas razones. Como consecuencia de ello, el «hecho científico» se desplaza de un contexto a otro atrayendo para sí la atención de nuevos actores. En nuestro caso de estudio, periodistas del diario, científicos y expertos en ética consultados, así como miembros de empresas biotecnológicas, se alían en una red de interacción dirigida por El País para rebatir el anuncio de los raëlianos, basándose tanto en criterios científicos como morales. De esta forma todos estos actores consolidan la clonación humana como un «hecho científico» que precisa de una regulación adecuada para promover la investigación con fines terapéuticos. Algunos de estos actores pretenden informar a la opinión pública, otros no poner freno al progreso científico, otros oponerse radicalmente a la clonación reproductiva, otros ganar dinero y notoriedad, pero en última instancia tan variados intereses contribuyen a establecer como una cuestión fáctica la distinción técnica y moral entre la clonación reproductiva y la terapéutica. Tal distinción, además, les permite –y aquí radica la importancia del debate construido– desplazar la clonación humana de un contexto ético (representado por la oposición moral al anuncio raëliano) a un contexto político-científico (representado por la defensa racional de la investigación con fines terapéuticos). La clonación humana se construye como un problema legislativo que apremia una regulación racional, so pena de obstaculizar el progreso de la investigación científica básica y la aplicación de nuevas terapias para paliar los efectos deletéreos de ciertas enfermedades degenerativas. La teoría ANT se ajusta perfectamente al análisis del papel que los medios de comunicación tienen en la construcción de una red de actores que apoya el establecimiento y estabilización de un «hecho científico», más allá de los restringidos límites de la «comunidad científica» (ibíd., p. 362). Así, es posible observar cómo los medios tienen un rol activo en ese proceso al dirigir el debate hacia contextos determinados de opinión. Este papel activo se manifiesta en la selección de las fuentes de credibilidad indiscutible que ayudan a configurar ciertas afirmaciones sobre el «estado del mundo» y en el propio tratamiento informativo de la controversia, que destaca los aspectos del problema que contribuyen a definirlo de una forma y no de otra. En (§ V.2) se han estudiado las diversas estrategias puestas en juego para defender la legitimidad de la investigación con embriones humanos clónicos o, lo que es lo mismo, las estrategias para distanciar retó245
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ricamente la clonación terapéutica de la reproductiva, en favor de la primera. Ahora vamos a intentar dilucidar de qué manera los actores involucrados en el debate negocian y son «forzados» a consolidar determinados intereses, argumentos, alineamientos sociales, diversas fuentes de evidencia empírica, valores culturales, etc., en la red de relaciones que El País conforma con el beneplácito de los científicos. La hipótesis asume que para poder lograr sus objetivos es necesario que los actores principales (medio de comunicación + científicos seleccionados) construyan y mantengan una red de aliados lo más amplia y heterogénea posible. Esto implica el empleo de estrategias retóricas encaminadas a forzar a otros actores, que en principio no están comprometidos, para que desplacen su posición y acepten los postulados de los actores principales. Partimos pues de la base de que el actor que aglutina, selecciona, promueve, enmarca y dirige el establecimiento de esa red en la que se regulan recíprocamente entidades sociales y naturales es la propia arena pública del diario El País, como entidad que elabora, construye y difunde una determinada interpretación de la realidad. Como venimos diciendo, en esta construcción de la realidad social la distinción entre la clonación terapéutica y la reproductiva aparece como un punto de paso obligado, como una respuesta inevitable. El País intenta consolidar una opinión robusta de las ventajas de la clonación no reproductiva, para ello construye el debate como un problema fundamentalmente de política científica, y no tanto como un problema ético. La reformulación del mapa de intereses es necesaria para ejercer la acción persuasiva sobre el público y los responsables políticos.51 En el análisis del debate es muy importante conocer cuáles son los actores seleccionados y cómo han sido definidos sus roles. Seleccionar unos actores y no otros, así como definirlos de un determinado modo y no de otro, depende notoriamente de los términos en los que se encuadre el debate, es decir, de cómo los actores principales articulen la problematización. 51 Los mapas de intereses son formas ubicuas por medio de las cuales los actores hacen simplificaciones reduccionistas de un mundo social complejo. «Atribuyen intereses relativamente estables a otros actores al tiempo que ignoran complejidades interminables en sus motivos, pretensiones y acciones como si prácticamente no tuvieran importancia. Éstos son, pues, mapas de trabajo, y no (como si tal cosa fuera posible) representaciones totales de la realidad.» (v. Callon y Law, 1998, p. 54).
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El País bipolariza la controversia al considerar que la «comunidad científica» es un ente homogéneo y dotado de los imperativos morales concebidos por Merton (v. § I.2.1.1), mientras que los raëlianos representan una amenaza difusa y poco controlable. La imagen pública de los raëlianos se edifica sobre dos pilares básicos: la falta de autoridad moral y científica que se les atribuye y su presumible afán publicitario. Por su parte, la imagen pública de los científicos se basa en su indiscutible autoridad moral y científica, así como en su legitimidad social (v. Tabla 4). Robert Lanza es el tecnocientífico que tiene mayor visibilidad, erigiéndose como «portavoz» de la «comunidad científica»: se presenta como un investigador comprometido y riguroso, adalid de la honestidad y del sentido benefactor de la ciencia. Esta imagen olvida con ligereza que se trata del vicepresidente científico de ACT, una empresa biotecnológica que aplica en sus investigaciones criterios fundamentalmente comerciales.52 En la entrevista que a toda página realizó Javier Sampedro a Lanza, el periodista se refirió tímidamente a las críticas vertidas por otros expertos acerca del carácter preliminar de la clonación del primer embrión humano, fruto del trabajo de ACT. Esta tímida objeción fue rápidamente matizada con una cita de Lee Silver, catedrático de Biología Molecular de la Universidad de Princeton, en la que expresaba su convicción de que ACT es la única institución capaz de clonar un embrión humano útil para la medicina (T10). A pesar de los ataques que varios expertos de prestigio, como Ian Wilmut, dirigieron a la provisionalidad y relevancia científica de los experimentos de
52 El anuncio de ACT en noviembre de 2001 de que habían logrado clonar un embrión humano recibió un aluvión de críticas. Por ejemplo, en el artículo titulado Clonación humana: más marketing que ciencia...y poca ética, firmado por Carlos Gil (2001), se puede leer la siguiente entradilla: «Expertos de diversos países y organizaciones internacionales han criticado la falta de fundamento científico del presunto avance realizado por Advanced Cell Technology y atribuyen el espectacular anuncio a una operación de marketing, tanto más espuria por las implicaciones éticas de esta técnica». En el mismo texto se afirma que una de las voces críticas fue la de Ian Wilmut, que afirmó: «En términos de avance sobre la clonación humana, es bastante irrelevante y el anuncio parece indicar que necesitan publicidad para refinanciarse.». En el editorial de la revista Jano Profesional del 14 de diciembre de 2001 se puede leer que: «Una de las cosas que podemos afirmar sobre el experimento de los investigadores norteamericanos es que su trabajo ha tenido un mayor impacto mediático que científico. [...]. También hay quien ve en la noticia una estrategia de marketing encaminada a poner en boca de todos el nombre de la citada compañía».
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ACT, haciendo notar los fines publicitarios que parecían animar a la compañía, resulta curioso comprobar que Sampedro obviara en su entrevista los pormenores de la contienda tecnocientífica que generaron los experimentos de ACT. No hay que olvidar, como señala Nelkin, que los científicos están más interesados en controlar la información y promocionar su trabajo con objeto de mantener la financiación pública de sus proyectos (modelando para ello una imagen positiva de éste), que en difundir sus datos de forma altruista por canales no formales de comunicación (Nelkin, 1994, p. 25). Al ser definidos los investigadores serios como integrantes de la «comunidad científica», sin que se establezcan distinciones acerca de sus credenciales investigadoras –instituciones financiadas con dinero público o empresas biotecnológicas con intereses comerciales–, los medios están construyendo una imagen homogénea y preeminente de la «comunidad científica» que implícita o explícitamente porta un conjunto de virtudes derivadas del ethos de la ciencia. Esta representación produce un efecto de disociación de todos aquellos actores que pudieran matizar y diluir tal imagen de solidez. Aunque a partir de sus propias declaraciones, Robert Lanza queda definido como un destacado miembro de la «comunidad científica» y como un investigador puntero en el campo de la biomedicina, no puede soslayarse en un debate que aspire a ser ecuánime y equilibrado que se trata de un ejecutivo que presta sus servicios en una compañía biotecnológica norteamericana con claros objetivos mercantiles. En referencia a los raëlianos, por ejemplo, Lanza dice lo siguiente: «Nos han ocasionado un tremendo perjuicio a la comunidad científica. Podría afectar a la investigación médica empeñada en encontrar caminos de curación para millones de personas y sería trágico que ese anuncio desembocara en la prohibición de todas las maneras de clonación. Es el anuncio que la derecha religiosa y los grupos antiaborto rezaban por vivir» (T8). En otro texto, refiriéndose a la importancia del trabajo de ACT, se expresa en los siguientes términos: «Ya fuimos los primeros en obtener un embrión humano clónico. Lo publicamos en la revista científica revisada por pares Journal of Regenerative Medicine el 26 de noviembre de 2001, para que los datos pudieran ser examinados por la comunidad científica» (T10). Parece deducirse de ambas declaraciones que Lanza se atribuye, como portavoz de ACT y de la «comunidad científica», algunos de los imperativos morales de Merton (v. § I.2.1.1). En primer lugar, su pertenencia a la «comunidad científica» y la difu248
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sión pública de los resultados de la investigación a través de revistas reconocidas (comunitarismo). En segundo lugar, la ausencia de cualquier tipo de interés que no sea el estricto de la búsqueda de conocimiento genuino que pueda contribuir a la cura de millones de personas (desinterés). La referencia a la derecha religiosa y a los grupos antiabortistas pone aún más de relieve la autonomía ideológica de Lanza, como experto, y de su empresa, como institución científica. Y, en tercer lugar, la adscripción a los estándares técnicos de evaluación consensuados por la «comunidad científica» (universalismo). Sin embargo, nada nos dice Lanza de la norma del escepticismo organizado o la suspensión de divulgar públicamente datos imprecisos o mal contrastados, pese a que –como ya se ha señalado– los resultados experimentales que obtuvo ACT con «embriones clónicos» fueron duramente criticados por destacados científicos, amén de que la actitud de la compañía fue tildada de operación espectacular de mercadotecnia (Gil, 2001). Es importante observar que Lanza es el actor más representativo de la «comunidad científica», puesto que es el más citado durante el debate (T1, T8, T10 y T11). Además, es curioso, que sea el único científico que otorga a los raëlianos cierta credibilidad: «[...] existe una posibilidad muy real de que alguien como los raëlianos, [...] clone un bebé en un futuro cercano, especialmente si tienen recursos y acceso a los suficientes óvulos humanos. Por tanto, no es aconsejable desestimar esos anuncios, sobre todo si se tiene en cuenta que nosotros obtuvimos embriones de esa fase [se refiere a la fase de 6 células] después de sólo tres o cuatro intentos, y con un suministro muy escaso de óvulos». (T10. La cursiva es nuestra). Aunque su discurso previo y posterior parece orientado a delimitar los «valiosos experimentos» de ACT de los amorales experimentos raëlianos, es fácil atisbar que su posición está marcada por una clara intención promocional. Para dar publicidad a su compañía el vicepresidente científico de ACT no duda en decir que «los embriones entre 4 y 8 células, como los que clonamos nosotros en 2001, podrían muy bien dar lugar a un niño clónico si se implantaran en el útero de una mujer» (T10). Esta afirmación entra en palmaria contradicción con algunos de los argumentos esgrimidos durante el debate por la propia «comunidad científica» para desacreditar el anuncio de los raëlianos, como el de la baja tasa de efectividad de la transferencia nuclear y el de las anomalías en el embrión, feto o animal clónicos. No deja de ser llamativo que en otro artículo del mismo periodista (en 249
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concreto el T11, relacionado espacialmente con el de la entrevista), Sampedro afirme que «las técnicas de clonación son aún imperfectas en animales de experimentación, y ningún científico serio está en condiciones de garantizar que el desarrollo del embrión proceda con normalidad» (La cursiva es nuestra). La contradicción es consecuencia de la tensión entre intereses contrapuestos. La estrategia promocional de ACT tiene mucho mayor peso que la saludable cautela que debería cultivar un científico cuando informa públicamente sobre cuestiones que afectan a muchas personas. Para la teoría del actor-red los científicos no pueden considerarse simplemente científicos sino que hay que entenderlos como empresarios multifacéticos que, empleando estrategias y recursos retóricos, se dedican a prácticas políticas, sociales y económicas, además de las que tradicionalmente se han considerado «científicas». Por medio de estas estrategias los científicos enrolan a otros actores y extienden su influencia más allá del ámbito cerrado del laboratorio (Singleton y Michael, 1998, p. 173). La traducción propicia lazos comunicativos que no existían antes, modificando, hasta cierto punto, a los agentes (Latour, 1998, p. 254). En el proceso, el traductor se autoproclama portavoz, interpretando tanto sus propios intereses como los de esos otros actores que intenta reclutar (Latour, 1987, p. 106). Para lograr esa traducción el actor principal tiene que definir «puntos de paso obligado», es decir, tiene que configurar cuellos de botella narrativos a través de los cuales los actores que se pretende alistar deben pasar inevitablemente si quieren seguir existiendo y desarrollándose como tales (Singleton y Michael, 1998, p. 174). En nuestro caso, aceptar la diferencia entre clonación terapéutica y reproductiva es el canon que debe pagar cada actor involucrado en la red. La aceptación de tal diferencia trae como consecuencia aceptar, a su vez, que la clonación terapéutica es un procedimiento técnicamente factible, eficaz, oportuno y de un indudable valor social y político (v. Tabla 5). Veamos con más detalle el proceso de traducción que realiza El País. En un primer momento, denominado problematización, el diario selecciona tanto las cuestiones relevantes del problema como los actores y sus identidades. Esto hace que se constituya como un foro social donde dirimir la contienda tecnocientífica, es decir, funciona como un actor-red: una red de entidades simplificadas que son, a su vez, otras redes (Callon, 1998, p. 160). En la definición de los roles de los actores, el periódico establece distintos grados de precisión (v. Tabla 6). Los actores caracterizados con mayor detalle son los raëlianos y los científicos, lo cual apunta 250
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ACTORES
OBJETIVOS
OBSTÁCULOS
El País
Proporcionar información seria y veraz; persuadir a los responsables políticos de los beneficios de la clonación terapéutica; denunciar a los raëlianos; mantener el contrato fiduciario con sus lectores
No lograr mantener el contrato fiduciario con sus lectores
periodistas
Satisfacer las expectativas de los lectores y del medio para el que trabajan
Ser manipulados por sus fuentes
lectores
Obtener información seria y veraz; entretenerse; etc
Desinformación y manipulación de la información
científicos
políticos
raëlianos
embriones clónicos
Incrementar su conocimiento y prestigio; Legislaciones aumentar la competen- restrictivas que limiten cia y los beneficios la investigación básica de las empresas y el desarrollo de las biotecnológicas para técnicas reprogenéticas las que trabajan Perpetuarse en sus cargos públicos; aumentar su poder; optimizar las demandas sociales
Falta de información
Obtener beneficios Legislaciones económicos mediante la restrictivas que impidan explotación de la la comercialización clonación reproductiva; de la clonación perpetuar sus creencias; reproductiva como obtener publicidad y una técnica más de más seguidores reproducción asistida Servir como fuente de Los problemas células totipotenciales técnicos, políticos y (células madre); éticos para su desarrollarse hasta un desarrollo organismo adulto
Tabla 6. Principales grupos de actores involucrados en el debate, sus objetivos y los obstáculos que tienen que solventar para alcanzar con éxito esos objetivos
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a la bipolarización del debate. Los raëlianos son definidos como miembros de una secta cuya credibilidad científica y social es nula (v. § V.2.2), mientras que los científicos consultados son fuentes de autoridad cognitiva que se aferran a la famosa máxima de Carl Sagan (1998) de que «afirmaciones extraordinarias requieren evidencias extraordinarias». La «comunidad científica» se representa como una institución robusta, integrada por investigadores serios, solventes y empeñados en encontrar vías de solución para los problemas médicos que acucian a la sociedad (v. § V.2.3). El propio diario toma manifiestamente partido por uno de los dos polos. Un editorial fechado en los días postreros del debate (T14), es el texto donde más claramente el periódico revela cuál es su postura con respecto a la clonación humana. Presenta el debate en términos maniqueos: desprestigia el anuncio de los raëlianos por no haber «aportado ni una sola prueba de su pretendida hazaña técnica», por la falta de credibilidad científica de los «supuestos investigadores que le arropan», por su descarado interés publicitario y, sobre todo, por inducir posibles «efectos indeseables» en el ánimo de los responsables políticos encargados de regular estas prácticas tecnocientíficas. La clonación reproductiva no sólo es peligrosa en sí misma por el riesgo de malformaciones genéticas, sino que representa el «delirio de un grupo de iluminados» que acabará por yugular «la posible extensión de esta técnica al ser humano». La clonación terapéutica, definida por oposición a la reproductiva, tiene, en cambio, un «fuerte interés biomédico». Además de la imagen corporativa del medio, los redactores del periódico encargados de cubrir la información quedan definidos por su vinculación laboral y por el estilo periodístico tendente a bipolarizar la polémica, así como a defender con las estrategias retóricas puestas en juego la investigación terapéutica. El resto de los actores implicados son definidos, en general, de forma muy vaga. Se apela a los responsables políticos con cierta premura para que actúen con diligencia y sepan diferenciar con buen criterio ambos tipos de clonación. Dado que durante el debate quien gobierna en España es el PP y que El País es un periódico de tendencia progresista, se infiere que es a los dirigentes populares a los que se les reclama sensatez, responsabilidad y buen hacer con respecto a la definición correcta de la clonación humana. Por su parte, los receptores de la información (lectores de El País) son actores implícitos. Los agentes de mayor interés en el debate son los «embriones clónicos». Los intereses que se les imputan parecen muy claros: no deben desarrollarse hasta completar un ser humano, sino tan sólo hasta el 252
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estadio de blastocisto, y servir así como fuente potencial de células madre embrionarias con las que poder curar a personas afectadas por enfermedades actualmente incurables. El País, por tanto, no se limita a identificar unos cuantos actores, también define sus identidades y les imputa determinados intereses en función de los beneficios que obtendrían si aceptan la distinción técnica y moral entre la clonación terapéutica y la reproductiva. En consecuencia, el periódico muestra que el interés del debate recae en que se diferencie sin ambages ambos tipos de clonación, con objeto de regular adecuadamente la investigación en esta prometedora área biomédica. Si los científicos desean aumentar su prestigio, sus conocimientos y refinar sus técnicas reprogenéticas, si los raëlianos tienen que ser desenmascarados y deslegitimados públicamente, si la clonación humana con interés biomédico llega a tener éxito social con la carga de beneficios que aportaría a la población, si los lectores quieren obtener una información seria y veraz sobre el asunto, si los políticos y legisladores quieren ser ecuánimes y responsables socialmente, si los embriones clónicos quieren salvar vidas y no servir para fines ilícitos, entonces es necesario no meter en el mismo saco la clonación reproductiva y la terapéutica. De la red heterogénea elaborada por El País, la clonación terapéutica y la investigación con embriones clónicos para obtener células madre emergen como posibilidades legítimas, sin trabas morales, y con evidentes beneficios para la sociedad. El segundo momento, llamado de interesamiento, se refiere al conjunto de acciones mediante las cuales un actor (en nuestro caso, El País) intenta imponer y estabilizar la identidad de los otros actores que define a través de su problematización (Callon, 1995, p. 266). Puesto que los aliados potenciales están también implicados en las problematizaciones de otros actores, sus identidades se definen de modo competitivo. El acto de interesar a otros actores consiste en construir mecanismos persuasivos que los atraigan y los alineen de determinada manera, en detrimento de otros que quieran definir sus identidades de otras formas diferentes. Estas estrategias, en definitiva, crean vínculos sociales entre esos actores. Las estrategias que utiliza El País durante el debate se centran en la «retórica de los beneficios futuros» junto con una retórica que desacredita a los raëlianos y a la clonación con fines para producir niños (v. § V. 2). Los principales líderes del MRI, Brigitte Boisselier y Claude Vorilhon, contribuyen con sus declaraciones a establecer la distinción 253
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entre ambos tipos de clonación como algo inmanente. Los raëlianos representan la coartada perfecta para arremeter contra los perjuicios que puede acarrear la clonación reproductiva y, por contraste, para aplaudir las ventajas sociales que supondría el desarrollo de la clonación terapéutica. Lo que se pretende es, por tanto, identificar, atraer y traducir muchos intereses dispersos, de tal forma que otros actores (a todos los efectos, ciudadanos y clase política) puedan valorar la problematización planteada y adherirse a ella. El objetivo básico consiste en alinear a estos actores al enrolarlos provisionalmente en el esquema de los actores principales. Sólo si El País tiene éxito en desconectar otras asociaciones preexistentes que los ciudadanos o los políticos pudieran tener con otros agentes, se puede decir que el enrolamiento se ha consumado, aunque sea de forma temporal (Singleton y Michael, 1998, p. 173). Las estrategias para interesar no siempre derivan en la formación de alianzas, es decir, no necesariamente se logra alcanzar el tercer momento del proceso de traducción: el enrolamiento de determinados actores. En su análisis de los intereses, Callon y Law hablan de «enrolamiento» o «formación de redes» para designar el proceso mediante el cual determinados actores emplean sus intereses como estrategias para conseguir que otros actores se adhieran a sus propios proyectos (Callon y Law, 1998, p. 54). La atribución, aplicación y transformación de los intereses es un mecanismo que genera un orden social provisional, una realidad más o menos estable en el tiempo (Doménech y Tirado, 1998, p. 44). Para que los responsables políticos puedan regular con eficacia las prácticas de manipulación de embriones humanos, deben saber distinguir entre la clonación terapéutica y la reproductiva, así como los beneficios de la primera y los perjuicios de la segunda. Hay, no obstante, muchas fuerzas que pueden jugar en contra de este objetivo: anuncios como el de los raëlianos son evidentes, de ahí los esfuerzos de El País por desacreditar tanto el propio anuncio como la secta en su conjunto. En el debate podemos identificar tres fuerzas principales que manifiestan sendas posiciones con respecto a la regulación jurídica de la clonación humana: • Las empresas biotecnológicas. En general están muy cómodas con una legislación ambigua, puesto que sus intereses económicos dependen, en gran medida, de los vacíos legales existentes en esta materia. La mercantilización de la ciencia juega a favor de una legislación ambigua y permisiva (Fernández Buey, 2000c, 254
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p. 195). De las ansias por conquistar mercados de estas empresas no se hace mención alguna durante el debate, quizá porque la meta que las guía coincide con la que defiende El País: el desarrollo de la investigación terapéutica. En un polémico artículo sobre el entramado comercial de la ciencia, el escritor y pensador alemán Hans Magnus Enzensberger (2001) afirma que la distancia entre la investigación y su explotación económica se ha reducido tanto que poco queda de la autonomía de la que se vanagloria la ciencia, y que el flujo de dinero que circula debido a las empresas que forman parte del complejo sistema científico-industrial agudiza la competencia y la presión de los medios de comunicación. • Los raëlianos y otros grupos similares. Buscan la mayor permisividad legislativa posible que les permita llevar a la práctica la explotación comercial de la clonación para producir niños, y con ella saciar las expectativas o los caprichos de particulares acaudalados. Los raëlianos son la piedra angular de la polémica. Todo el debate sobre la distinción entre la clonación reproductiva y la terapéutica pivota en torno a la secta: la falta de rigor científico y moral, así como la posibilidad real de que pudieran haber logrado sus malévolos objetivos, son los principales ejes argumentativos para solicitar una regulación seria y acorde con el buen juicio científico. • Los grupos religiosos no considerados sectarios y los partidos políticos conservadores. Pretenden la prohibición de todas aquellas prácticas tecnocientíficas que se fundamentan en la manipulación de embriones humanos. No están representados como verdaderos actores en el debate, puesto que sus voces están virtualmente silenciadas. • Las asociaciones de afectados por enfermedades degenerativas y los partidos políticos progresistas. Ansían una legislación diferencial que favorezca el desarrollo de la clonación terapéutica y restrinja la reproductiva. Aliados implícitos del periódico en el debate son el Grupo Parlamentario Socialista en el Congreso de los Diputados, que hizo una Proposición no de Ley en Comisión sobre el fomento en España de la investigación con células madre embrionarias (BOCG, 2002, pp. 46-47), así como determinadas 255
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asociaciones de enfermos, como la Federación de Diabéticos Españoles, que esperan con preocupación que el gobierno dé luz verde a la investigación con embriones (FEDE, 2002). En el último momento del proceso de traducción se gestiona la movilización de los aliados. Aunque el modelo clásico de la racionalidad científica induzca a creer que la «comunidad científica» es una entidad uniforme, sólida y regida por los imperativos morales imaginados por la escuela mertoniana, lo cierto es que esta comunidad es heterogénea e incluso dispar en cuanto a intereses y objetivos. La reacción de los científicos ante la posibilidad inminente de clonar seres humanos no fue ni mucho menos unánime (Fernández Buey, 2000c, p. 193). Sin embargo, El País moviliza determinadas fuentes científicas afines a sus criterios para defender la necesidad de una regulación diferencial de la clonación humana. Por lo tanto, hablando con propiedad, El País no entabla relación con entidades abstractas o virtuales sino con individuos que pueden ser o no portavoces representativos de esas entidades. No es la «comunidad científica» la que está convencida de la distinción y de la necesidad de regular la clonación humana a favor de la terapéutica, sino sólo unos pocos científicos consultados. No es toda la opinión pública, sino aquellas personas o colectivos que por diversas razones les apremia que se regule la investigación con embriones humanos y se autorice la utilización de tecnologías reprogenéticas. No son todos los políticos, sino aquellos para los que no supone una traba moral este tipo de investigaciones o tienen intereses políticos y/o económicos en que determinadas empresas biotecnológicas se desarrollen. No son los embriones clónicos, como unidades conceptuales, sino exclusivamente aquellos que se desarrollan hasta una fase muy temprana de la embriogénesis (blastocisto) y que, según determinadas convenciones, carecen del estatuto ontológico de ser humano. En todos los casos «se ha interesado a unos pocos individuos en nombre de las masas que representan (o que dicen representar)» (Callon, 1995, p. 271). Centremos ahora la atención en los embriones clónicos, quizás los agentes más problemáticos. La única referencia que se tiene de ellos durante el debate proviene de la empresa ACT que anunció en noviembre de 2001 que había logrado clonar un «embrión humano». Sin embargo, este supuesto embrión no había pasado del estado de 6 células. Este «logro», publicado en la revista especializada Journal of Regenerative Medicine, fue puesto en tela de juicio por una serie de reputados científicos con la objeción de que una masa celular tan exi256
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gua, alejada del estadio de blastocisto (100-200 células), no era idónea para ser utilizada como fuente de células madre embrionarias. Para los investigadores de ACT estas 6 células representan un «embrión humano», potencialmente explotable como fuente de células madre y susceptible de desarrollarse en ser humano si fuese implantado en el útero de una mujer. Para otros expertos el resultado es preliminar y más bien limitado, y su comunicación por canales expertos y populares obedece más a criterios comerciales que a científicos (Gil, 2001). Se trate de un «pobre experimento» o de un «espectacular avance», el caso es que ACT, gracias a su anuncio, se ha erigido como la empresa que tiene más posibilidades de «clonar un embrión humano útil para la medicina» (T10). En el debate ACT se presenta como una empresa solvente, cuyo esfuerzo está orientado a salvar millones de afectados por enfermedades hoy por hoy incurables. En ningún momento se hace la menor alusión a los posibles intereses publicitarios del anuncio que realizaron en noviembre de 2001. Sus «embriones» son legítimos. Los que supuestamente han creado los raëlianos, no. A pesar de que en el debate no se entra en la polémica en torno al estatuto humano del embrión, el periódico implícitamente otorga valor a unos embriones sobre otros. El País no exhibe a los embriones clónicos, pero sí aporta porcentajes de viabilidad, estados celulares moral y científicamente aceptables, técnicas reprogenéticas consensuadas y experimentos plausibles, para mostrar la legitimidad de unos embriones (los de ACT) y la ilegalidad de otros (los de Clonaid). Se ha desplazado a los embriones. Ha habido un proceso de traducción. En el debate no todos los actores están representados, ni los que lo están reciben el mismo tratamiento de representatividad. Así, los científicos e instituciones científicas consultados gozan de la mayor representatividad, tanto en diversidad (14 diferentes) como en cómputo total de citas directas (22 en total), desplegando el discurso clásico de la racionalidad de la ciencia. Las citas directas es una señal inequívoca de que al colectivo de los científicos se le otorga una gran credibilidad (v. § III.6.4). Le siguen los portavoces raëlianos (Claude Vorilhon y Brigitte Boisselier), que pese a ser citados más veces (43 entre los dos), solo en 4 ocasiones la cita fue directa. Los políticos están escasamente representados, aunque en muchas ocasiones se les interpela como colectivo, esto es, como los responsables de regular adecuadamente la controversia. Por el contrario actores que otrora han jugado un papel destacado en los debates sobre la clonación humana, 257
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como es el caso de grupos religiosos reconocidos o de expertos en bioética, prácticamente no están presentes y si lo están, como ocurre con las fuentes eclesiásticas, su aportación es casi anecdótica. Hay otros actores que se les cita con una evidente intención jocosa. Por ejemplo, la cita directa del mensaje que el supuesto extraterrestre dio a Vorilhon en 1973 o la del príncipe Rodolphe Vlad Drácula Kretzulesco, el cual respondió con cierta indignación a la pretensión de los raëlianos de clonar al conde Drácula. Tales citas contribuyen a reforzar la imagen folclórica del MRI. Tanto la naturaleza como la diversidad de las fuentes nos indican que el debate está orientado a los problemas de política científica sobre la clonación humana. Una vez establecidas las alianzas, El País actúa, en nombre de los representantes seleccionados ex profeso, como «mediador» entre los anhelos de la «comunidad científica» y la opinión pública, por una parte, y los intereses políticos de los responsables gubernamentales, por otra. Ser portavoz implica acallar las voces de los que se representa, hacerlos más manejables y poder desplazarlos y reunirlos para que sus intereses converjan en un mismo «embudo narrativo» (Callon, 1995, pp. 272-273). El País puede llegar a ser influyente y se le presta atención porque ha logrado situarse como la «cabeza visible» de diversos agentes. Ha aglutinado expertos en la materia, ciudadanos afectados, responsables políticos, embriones clónicos... Como representante de todos esos actores puede realizar progresivas movilizaciones de actores que, al formar alianzas y actuar de forma sinérgica, hacen creíbles e indiscutibles determinadas afirmaciones, como por ejemplo: la sistemática diferencia entre la clonación reproductiva y la terapéutica, la inviabilidad de clonar humanos, la honestidad y rigurosidad de la «comunidad científica», la falta de legitimidad de personas y grupos partidarios de la clonación reproductiva, etc. Sin embargo, como ya vimos, estas asociaciones y alianzas pueden ser lábiles y, por tanto, los desplazamientos y los procesos de traducción que conllevan son maleables. Es obvio que si las movilizaciones y alianzas tienen éxito, los embriones humanos existirán como fuentes potenciales de células madre, la «comunidad científica» se empeñará en desarrollar la investigación sobre la clonación terapéutica, la sociedad se beneficiará en su conjunto de la utilidad de tales prácticas tecnocientíficas y cualquier comportamiento encaminado a crear seres humanos clónicos será moral y científicamente reprobable. 258
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V. 4. RECAPITULACIÓN: LA CLONACIÓN HUMANA COMO UN PROBLEMA DE POLÍTICA CIENTÍFICA Ya en las primeras fases del debate (T1, T2 y T3) se aprecian claramente las intenciones de El País al presentar el acontecimiento (anuncio en rueda de prensa de los raëlianos) como un problema de falta de credibilidad y de inviabilidad de la clonación reproductiva. La abundante utilización del discurso referido (con citas desacreditadoras de científicos consultados) y la contextualización, tanto científica: mostrando la inviabilidad del experimento raëliano [si se tiene en cuenta la bajísima tasa de efectividad (< 2%) que presenta la técnica de la transferencia nuclear y los peligros de malformaciones en el clon], como social: la falta de credibilidad de los raëlianos (fruto de sus actitudes pasadas y de su «descabellada» ideología), apuntan a que la línea argumentativa del periódico se basa en tomarlos como la coartada perfecta para reavivar y redirigir el debate público en torno a la clonación humana. Aunque no faltan en sus inferencias menciones a los problemas éticos (los religiosos en cambio son nulos o residuales), éstos no constituyen el núcleo del debate. Más bien, la polémica se centra en el efecto negativo que para la investigación con embriones humanos y para el desarrollo de la clonación con fines terapéuticos pudiera tener un anuncio de tal calibre, hecho por personas sin credibilidad científica y sin catadura moral. Por lo tanto, lo que se plantea en el debate es la necesidad de regular jurídicamente la investigación con células madre de origen embrionario, teniendo en cuenta los problemas técnicos que acarrea la clonación reproductiva. En la cobertura periodística de una contienda tecnocientífica como ésta, las fuentes escogidas ad hoc determinan el tono y el marco de la discusión. En concreto, las fuentes tienden a ser aquellas que sostienen posiciones de autoridad, por lo general los científicos y los representantes del gobierno (Nelkin, 1989). Las fuentes son fundamentales en la construcción mediática de la realidad social, lo cual implica que un sesgo hacia un determinado tipo de fuentes suele traer como consecuencia debates públicos restringidos y encauzados sobre líneas ideológicas y/o argumentativas determinadas y excluyentes. La copiosa citación de fuentes científicas en el discurso periodístico de El País y la exhortación a la responsabilidad social que tienen los políticos evidencian las pretensiones del debate: la construcción de la clonación humana como un problema de política científica. 259
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El tratamiento específico que realiza El País de la clonación humana y, por extensión, de la propia tecnociencia, refleja los valores propios del modelo clásico de la racionalidad científica, esto es: progreso, facticidad y falta de componentes emocionales que se presupone a la información científica (v. cap. I). Los textos periodísticos analizados constituyen en su conjunto una versión coherente de la realidad, que depende de la posición social, intereses y objetivos de quien los produce (Fairclough, 1995b, pp. 103-104). Los científicos, por tanto, presentan una posición de autoridad cognitiva por encima de la de otros actores. Esto hace que la ciencia ocupe un lugar de privilegio y se le revista de una legitimidad fuera de toda duda. Dorothy Nelkin (1989, p. 107) ha señalado, a propósito de las metáforas bélicas que se emplean cuando se habla de las tecnologías asociadas a fronteras, como es el caso de las tecnologías reprogenéticas, que esta imaginería contribuye a que los expertos no sean cuestionados, a que la nueva tecnología sea promocionada y a que los límites de la investigación se difuminen. Desde esta perspectiva, la tecnología se considera la aplicación de la ciencia a la solución de los problemas sociales (v. § I.1.2.5). Una de las cuestiones más polémicas en el debate es la autenticidad del anuncio. Para los científicos consultados es nula y para demostrarlo arguyen, entre otras razones, que existen graves problemas técnicos -documentados en la literatura científica- para realizar con éxito tal hazaña, que los raëlianos no han aportado ninguna prueba sólida o que Michael Guillen, el periodista encargado de coordinar el proceso de verificación de la clonación de Eva, carece de credibilidad. No obstante, Robert Lanza, el científico más visible durante el debate, no oculta su preocupación por la plausibilidad del anuncio. Su temor se yuxtapone al deseo de publicitar sus experimentos con embriones clónicos (v. la discusión, al comienzo de § V.3, sobre el papel de Lanza en el debate). En cualquier caso, el anuncio de los raëlianos significa para muchos científicos, sobre todo aquellos vinculados a empresas biotecnológicas con intereses económicos, una grave amenaza para el mantenimiento y progreso de las nuevas tecnologías reprogenéticas. El desarrollo de estas tecnologías es fundamental para que la investigación básica de los procesos de reprogramación genética de células diferenciadas no se detenga, y para que las aplicaciones terapéuticas a gran escala puedan mitigar muy pronto diversas enfermedades degenerativas, hoy incurables. El conflicto surge cuando los proponentes del desarrollo tecnoló260
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gico ven en la secta de los raëlianos una verdadera fuerza opositora al progreso de la investigación científica. Una oposición que puede inducir la implantación de legislaciones «duras» que paralicen el avance científico. En resumen, El País, como actor principal que selecciona y dirige los derroteros de la disputa hacia un campo de batalla político, se constituye como un foro en el que se negocia lo que es la ciencia y lo que no es, así como las responsabilidades y privilegios de los científicos y de otros agentes sociales. Para ello despliega el discurso de la racionalidad científica de corte positivista para establecer varios frentes retóricos y delimitar ciertas fronteras. La consecuencia fundamental de esto es el reforzamiento de su posición de seriedad, rigurosidad y racionalidad en el debate social sobre la clonación humana (v. Tabla 5). Desde esa posición los argumentos se articulan para rebatir como inapropiadas y perniciosas para la sociedad las afirmaciones e intenciones de los raëlianos. El País emplea –basándose en la consultación de fuentes científicas ad hoc– la distinción entre la clonación reproductiva y la clonación terapéutica como un argumento técnico y moral, es decir, como un argumento para demarcar lo deseable de lo aberrante, en definitiva, la «buena» de la «mala» ciencia. Además, la retórica clásica de la racionalidad científica le permite argumentar sobre la necesidad de que los factores exógenos a la ciencia no frenen el desarrollo de la investigación básica con embriones destinados a la obtención de células madre, idóneas para futuras aplicaciones terapéuticas. Asimismo, el diario no duda en emplear la retórica de la racionalidad cultural para atacar y desacreditar las afirmaciones científicas y las prácticas socio-económicas de los raëlianos.
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EPÍLOGO Sin duda los problemas planteados acerca de la comunicación pública de la ciencia y la tecnología están lejos de estar conclusos, como corresponde a cualquier disciplina que aspire al calificativo de científica. Dos líneas conexas y fundamentales han inspirado este libro. En primer lugar, como han puesto de manifiesto muchos de los ejemplos extraídos de la prensa, los científicos, en general, y los investigadores biomédicos, en particular, tienen un fuerte sentido corporativo que les hace ser celosos de la forma en la cual sus trabajos son expuestos en la arena pública de los medios de comunicación de masas. El carácter meritocrático que impera en la actividad científica, la presunción de que lo investigado es el fiel reflejo de los aspectos ocultos de la realidad y el prejuicio de que el periodista es en el mejor de los casos un diletante sin la suficiente base científica como para comprender el significado profundo de los hallazgos científicos, parecen ser factores determinantes que influyen en la percepción que los científicos (y los propios periodistas) tienen de la divulgación científica en los medios de comunicación. Tanto los científicos como los periodistas se necesitan mutuamente. Los primeros cada vez requieren con más insistencia de la «visibilidad» que les proporcionan los foros públicos para promocionar sus investigaciones y así seguir recibiendo la financiación que les permitirá continuar desarrollando proyectos y líneas de actuación específicas. Los segundos necesitan de los avances tecnocientíficos como referentes de la actualidad y como recurso para legitimar la credibilidad de las instituciones, incluida la periodística. Esta necesidad mutua, sin embargo, no sólo no deviene en una estrecha cooperación sino que presenta múltiples puntos de fricción. 263
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Las instituciones científicas, sean públicas o privadas, anhelan controlar el flujo de información científica que llega a los medios. El marcado carácter promocional de muchas de las informaciones emitidas por estas instituciones así lo sugiere. Así, la elaboración de comunicados de prensa que regularmente difunden las revistas especializadas con mayor índice de impacto o los centros de investigación más prestigiosos es uno de los mecanismos más eficaces para controlar este flujo de información. Las fricciones entre los científicos y los periodistas van por tanto más allá de la mera discrepancia en cuanto al estilo de comunicación o al tipo de lenguaje utilizado para transmitir tal o cual descubrimiento, para emplazarse en el mismo núcleo del control de la información. En segundo lugar, la fuerte dependencia que tienen los medios de comunicación de sus rutinas periodísticas y del sistema de valores-noticia hace que, en muchas ocasiones, difieran los criterios de noticiabilidad que manejan los periodistas y los científicos. Para los primeros un acontecimiento noticiable debe presentar una serie de rasgos que lo hagan merecedor de formar parte de la realidad social. Cualquier descubrimiento científico o innovación técnica que presente componentes sociales o cuya aplicación origine fuertes debates públicos es susceptible de convertirse en noticia. La clonación de la oveja Dolly fue noticia por la fascinante combinación de implicaciones sociales y biofantasías científicas latentes en la cultura popular. Los medios prestaron escasa atención a los elementos controvertidos del experimento (únicamente explicaron de modo sucinto y concluyente en qué consistió), pero, por el contrario, sí ofrecieron toda clase de conjeturas y escenarios futuros si finalmente la técnica de la transferencia nuclear se llegara a extrapolar a los seres humanos. Sin embargo, el criterio de noticiabilidad que asumen los científicos se basa fundamentalmente en el interés cognoscitivo o instrumental del descubrimiento. Por esta razón cada vez con mayor frecuencia los científicos cambian de registro interpretativo cuando se enfrentan a los medios de comunicación. No sólo presentan sus resultados de forma apodíctica sino que suelen incidir más en las aplicaciones y consecuencias sociales que en el contenido estrictamente científico de los mismos. En definitiva, este libro espera contribuir a aumentar la escasa literatura en lengua castellana acerca de los problemas que conforman la disciplina que estudia las relaciones socio-comunicativas entre la ciencia y el periodismo. Mediante la selección y estudio de ejemplos signi264
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ficativos y del tratamiento que la prensa dio a la clonación de la oveja Dolly, a la imputación de intereses a los científicos y a los raëlianos y al establecimiento de la clonación humana como un «hecho científico» apremiado de regulación jurídica, hemos desarrollado una nueva perspectiva sobre la epistemología de la comunicación pública de la ciencia y la tecnología.
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ANEXO TEXTO 1: Rosa Townsend y Emilio De Benito, «La comunidad científica pone en duda que la secta de los raelianos haya clonado un bebé», El País, 28 de diciembre de 2002. TEXTO 2: Rosa Townsend, «Abducido por Elohim», El País, 28 de diciembre de 2002. TEXTO 3: Emilio De Benito, «Una técnica arriesgada y con un bajo índice de éxitos», El País, 28 de diciembre de 2002. TEXTO 4: Rosa Townsend, «EE UU investigará la clonación del primer bebé», El País, 29 de diciembre de 2002. TEXTO 5: R. M., «Terapéutica, sí; reproductiva, no», El País, 29 de diciembre de 2002. TEXTO 6: Octavi Martí, «Racismo, ciencia y una buena cuenta corriente», El País, 29 de diciembre de 2002. TEXTO 7: Jean-Michel Dumay, «La clonación es una etapa hacia la vida eterna, dice Rael», El País, 29 de diciembre de 2002 (traducción del artículo publicado en Le Monde). TEXTO 8: New York Times, «Expertos en células madre acusan a los raelianos de “irresponsables”», El País, 30 de diciembre de 2002. TEXTO 9: Rosa Townsend, «El periodista encargado de verificar la clonación es un defensor del ocultismo», El País, 31 de diciembre de 2002. TEXTO 10: Javier Sampedro, «“Hay una posibilidad muy real de que algún grupo de granujas clone un bebé”», El País, 4 de enero de 2003. TEXTO 11: Javier Sampedro, «Dos riesgos y un temor», El País, 4 de enero de 2003. TEXTO 12: Rosa Townsend, «Los raelianos se echan atrás y no le hacen pruebas de ADN al supuesto bebé clonado», El País, 4 de enero de 2003. TEXTO 13: Isabel Ferrer, «Clonaid dice que ha nacido un segundo bebé clonado», El País, 5 de enero de 2003. 285
Miguel Alcíbar
TEXTO 14: Editorial, «Falsos nefastos clones», El País, 7 de enero de 2003. TEXTO 15: Javier Sampedro, «La llegada de los clones», Suplemento dominical «Domingo» de El País, 12 de enero de 2003. TEXTO 16: Agencias, «Un juez de Florida pide a los raelianos que identifiquen a su supuesto clon», El País, 13 de enero de 2003.
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ESTUDIOS SOBRE LA CIENCIA
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34 Reinaldo Funes Monzote El despertar del asociacionismo científico en Cuba 35 Fernando Giobellina Brumana Soñando con los dogon. En los orígenes de la etnografía francesa 36 Carmen Ferragud Domingo Medicina i promoció social a la baixa edat mitjana (Corona d´Aragó, 1350-1410) 37 Thomas F. Glick Einstein y los españoles: ciencia y sociedad en la España de entreguerras 38 Raúl Rodríguez Nozal y Antonio González Bueno Entre el arte y la técnica. Los orígenes de la fabricación industrial del medicamento 39 Álvaro Cardona Saldariaga La salud pública en España durante el Trienio Liberal (1820-1823) 40 Álvaro Girón Sierra En la mesa con Darwin. Evolución y revolución en el movimiento libertario en España (1869-1914) 41 Isabel Delgado Echeverría El descubrimiento de los cromosomas sexuales. Un hito en la historia de la biología 42 Alberto Gomis y Jaume Josa Llorca Bibliografía crítica ilustrada de las obras de Darwin en España (1857-2005) 43 Mauricio Nieto Olarte Orden natural y orden social: ciencia y política en el Semanario del Nuevo Reyno de Granada
La noticia de la clonación de la oveja Dolly en 1997, anunciada por un equipo de científicos escoceses, y la de la supuesta clonación de una niña llamada Eva en 2002, anunciada por los raëlianos, un grupo considerado sectario, son dos casos significativos que, desde una perspectiva socio-comunicativa, se analizan en este libro. Ambos ponen de manifiesto algunos de los problemas fundamentales que se plantean los Estudios sobre la Comunicación Pública de la Ciencia y la Tecnología. Comunicar la Ciencia presta especial atención, de una forma amena y rigurosa, a los principales procesos dialécticos que se establecen entre la cultura científica y la periodística. Estas dos culturas tienen intereses, nivel de organización y relación con sus públicos, muy diferentes y, sin embargo, están abocadas a encontrar puntos de encuentro que les permitan configurar escenarios de cooperación y participación. La divulgación científica en los medios de comunicación de masas es el campo de batalla donde se libran las más encarnizadas disputas entre científicos y periodistas sobre el papel de la ciencia y su divulgación en la sociedad. En este campo de batalla se consuman alianzas, se cavan trincheras, se envían correos con falsas misivas y, las más de las veces, se ignoran las estrategias de cada bando y las posiciones y expectativas de la población civil.
LA CLONACIÓN COMO DEBATE PERIODÍSTICO
33 Ángel Guerra Sierra y Ricardo Prego Reboredo Instituto de investigaciones pesqueras: tres décadas de historia de la investigación marina en España
COMUNICAR LA CIENCIA
MIGUEL ALCÍBAR
32 Esteban Rodríguez Ocaña La acción médico-social contra el paludismo en la España metropolitana y colonial del siglo XX
MIGUEL ALCÍBAR es Profesor de Periodismo en la Facultad de Comunicación de la Universidad de Sevilla (España). Ha sido el Responsable del Área de Comunicación del Centro de Astrobiología (CSICINTA), asociado al NASA Astrobiology Institute. Es Licenciado en Ciencias Biológicas y Doctor en Comunicación. Pertenece al Grupo de Investigación de “Comunicación y Cultura”, adscrito al Departamento de Periodismo I de la Universidad de Sevilla. Ha publicado una docena de trabajos científicos sobre Comunicación de la Ciencia. Sus intereses se centran en la representación social que los medios realizan de las controversias tecnocientíficas, en especial de aquellas relacionadas con la investigación biomédica.
Miguel Alcíbar
44 Raquel Álvarez Peláez y Armando García González Las trampas del poder. Sanidad, eugenesia y migración. Cuba y Estados Unidos (1900-1940) 45 María Isabel del Cura y Rafael Huertas García-Alejo Alimentación y enfermedad en tiempos de hambre. España, 1937-1947 46. Assumpciò Vidal Parellada Luis Simarro y su tiempo
COMUNICAR LA CIENCIA
47. Nuria Valverde Pérez Actos de precisión. Instrumentos científicos, opinión pública y economía moral en la ilustración española
LA CLONACIÓN COMO DEBATE PERIODÍSTICO
48. Miguel Alcíbar Comunicar la Ciencia. La clonación como debate periodístico
ISBN: 978-84-00-08580-3
CSIC
CONSEJO SUPERIOR DE INVESTIGACIONES CIENTÍFICAS
La cubierta reproduce: “Ojo clonado” Antonio Escalona Fontán