Ciencia y sabiduría del amor: Una historia cultural del franquismo (1940-1960) 9783954870783

Aborda la historia del amor, en las dos décadas posteriores a la Guerra Civil, como idea cultural, como parte sustancial

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Spanish; Castilian Pages 276 Year 2013

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Table of contents :
Índice
Agradecimientos
Prólogo
La ciencia del amor
Feminidad, identidad y pareja. El feminismo crítico de María Laffitte
Sabiduría, obediencia y resistencia. Diálogos sobre el amor de las mujeres
Bibliografía
Índice analítico
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Ciencia y sabiduría del amor: Una historia cultural del franquismo (1940-1960)
 9783954870783

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Rosa María Medina Doménech CIENCIA Y SABIDURÍA DEL AMOR Una historia cultural del franquismo (1940-1960)

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Tiempo Emulado Historia de América y España La cita de Cervantes que convierte a la historia en “madre de la verdad, émula del tiempo, depósito de las acciones, testigo de lo pasado, ejemplo y aviso de lo presente, advertencia de lo porvenir”, cita que Borges reproduce para ejemplificar la reescritura polémica de su “Pierre Menard, autor del Quijote”, nos sirve para dar nombre a esta colección de estudios históricos de uno y otro lado del Atlántico, en la seguridad de que son complementarias, que se precisan, se estimulan y se explican mutuamente las historias paralelas de América y España. Consejo editorial de la colección: Walther L. Bernecker (Universität Erlangen-Nürnberg) Jaime Contreras (Universidad de Alcalá de Henares) Elena Hernández Sandoica (Universidad Complutense de Madrid) Clara E. Lida (El Colegio de México) Rosa María Martínez de Codes (Universidad Complutense de Madrid) Pedro Pérez Herrero (Universidad de Alcalá de Henares) Jean Piel (Université Paris VII) Barbara Potthast (Universität zu Köln) Hilda Sabato (Universidad de Buenos Aires) Nigel Townson (Universidad Complutense de Madrid)

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Rosa María Medina Doménech

CIENCIA Y SABIDURÍA DEL AMOR UNA HISTORIA CULTURAL DEL FRANQUISMO (1940-1960)

Iberoamericana - Vervuert - 2013

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Derechos reservados © Iberoamericana, 2013 Amor de Dios, 1 – E-28014 Madrid Tel.: +34 91 429 35 22 Fax: +34 91 429 53 97 © Vervuert, 2013 Elisabethenstr. 3-9 – D-60594 Frankfurt am Main Tel.: +49 69 597 46 17 Fax: +49 69 597 87 43 © de las imágenes Oriol Maspons, VEGAP, Madrid, 2013 Fondo F. Català Roca-Arxiu Fotogràfic de l´Arxiu Històric del Col·legi d´Arquitectes de Catalunya.

[email protected] www.ibero-americana.net ISBN 978-84-8489-684-5 (Iberoamericana) ISBN 978-38-6527-732-9 (Vervuert) Depósito Legal: M-5191-2013 Printed by Diseño de cubierta: Carlos Zamora Este libro está impreso íntegramente en papel ecológico sin cloro.

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Índice

AGRADECIMIENTOS ..............................................................................................

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PRÓLOGO .......................................................................................................................

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LA CIENCIA DEL AMOR ...................................................................................... Cerebro y hormonas para localizar el amor ................................................... Ideas científicas sobre el príncipe azul: la complementariedad y «los instintos» ................................................................................................... Taxonomías misóginas de la feminidad y feminidades rebeldes ............ Psicoanálisis y espiritualismo para la construcción de la subjetividad femenina. «Los complejos»................................................... Recetas de represión y reeducación de la imaginación para el sufrimiento afectivo ............................................................................. Sinopsis ...........................................................................................................................

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FEMINIDAD, IDENTIDAD Y PAREJA El feminismo crítico de María Laffitte.................................................................. Preámbulo ..................................................................................................................... Diferencia sexual y complementariedad de los sexos en la ciencia misógina ................................................................................................... ¿Eva, María o masculinizarse y desaparecer? El esencialismo cultural de las identidades heredadas .......................................................... La propuesta de cambio en las relaciones heterosexuales: la «mujer nueva» en las escritoras de posguerra ..................................... Sinopsis ...........................................................................................................................

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SABIDURÍA, OBEDIENCIA Y RESISTENCIA Diálogos sobre el amor de las mujeres ........................................................ Preámbulo ............................................................................................................................ Obediencias y emancipaciones ................................................................................... La compleja orquestación del amor .......................................................................... Reflexiones finales ............................................................................................................

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BILBIOGRAFÍA ...........................................................................................

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ÍNDICE ANALÍTICO.................................................................................

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A mi madre Rosita, a su amiga Paquita y a mi tía Amalia, mujeres de la generación del cine.

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Agradecimientos

Este libro no hubiera sido posible sin un conjunto de personas e instituciones que prestaron su ayuda o estímulo a lo largo de su gestación. El Instituto de la Mujer, la Junta de Andalucía, así como la propia Universidad de Granada, proporcionaron los fondos que me permitieron viajar a bibliotecas y archivos para disponer de material de investigación, además de realizar estancias en el Departamento de Historia de la Universidad de Columbia y en el Beatrice Bain Research Group de la Universidad de Berkeley donde, especialmente en el año 2010, recibí un apoyo muy nutritivo. El alumnado y audiencias que a lo largo de estos años ha compartido mis clases o charlas y cuestionado algunos de mis argumentos ha sido de gran estímulo. Pero, especialmente, he de agradecer a mis compañeras Mari Luz Esteban (directora del proyecto inicial) y Ana Távora la valentía de poner en marcha esta bola de nieve que nos ha arrastrado por tan diversos y aún no consumados caminos. Sin su compañía inicial yo no hubiera cuestionado todo aquello que parecía inamovible y que –como espero muestre este libro a través de las enseñanzas de las mujeres del pasado– es posible desalojar para tener una visión y una práctica más placentera y liberadora del amor. El afecto que he recibido en estos años de quienes me han sabido querer con tanta sabiduría ha sido el cómodo asiento para esta larga aventura emocional.

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Se requiere cierta inteligencia para amar así, suavemente, sin accesorios. TONI MORRISON (2005: 83)

There is no such a thing as a love story. Love is a story within a story. THEODOR REIK (1944: 32)

Mi suposición es más bien que la organización de la gente bajo los epígrafes de hombre o mujer está embebida en las historias de otros conceptos también. DENISE RILEY (1988: 7)

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Prólogo

El interés por un campo de investigación al que has de dedicarle varios años tiene siempre razones complejas, claro está que unas son más confesables que otras. En esta introducción expondré las razones confesables aunque algunas de ellas, como verán, son de índole personal. Una de las influencias que ahora me parecen más vivas de aquellos inicios, hace ya algunos años, fue el relato de Raymond Carver «¿De qué hablamos cuando hablamos de amor?» que descubrí, de manera casual, hurgando entre estantes dedicados a la novela policíaca. Escrito casi como una trascripción de una conversación casual, el relato muestra algo importante, que el amor es un cajón de sastre en cuyo trasfondo hay muchas habitaciones. Esta es también una percepción común. Como muestra el cuento, al hablar de amor, se pueden plantear cuestiones tan dispares como emociones o sentimientos, relaciones entre dos personas (o varias), propiedades materiales o unidades de producción, identidad o subjetividad, parejas o familia o, también, intimidad o distancia. Tomándolo como una guía de trabajo, este relato me interpelaba a averiguar de qué trastienda del amor hablaría en mi investigación. Para sacarme de dudas otra luz vino a alumbrar esta cuestión, el descubrimiento del trabajo de Theodor Reik, escrito en los años que me proponía investigar, y con cuya cita he iniciado este libro. Reik, como Carver, apuntaba en la misma dirección, que no hay una genuina «love story» pues la historia de cualquier amor está inmersa en otra historia y es, precisamente esa, la que interesa descubrir. Esto no solo es verdad en cualquier biografía personal en la que toda experiencia de enamoramiento tiene como eje vital no tanto a la persona amada sino a otra temática vital que nos ocupa y dentro de la que ese enamoramien-

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to en particular toma sentido. También sirve como metodología para afrontar la historia cultural del amor. Como se deduce de la lectura de este libro, emprender la historia del amor, en la España de las décadas que transcurrieron entre 1940 y 1960, ha sido iniciar un recorrido para esclarecer la historia de la definición de lo que significa ser hombre y, sobre todo, ser mujer. Como indica Denise Riley, y he elegido como segunda cita de arranque de este libro, la historia de estos dos «epígrafes» en apariencia tan naturales, ser mujer o ser hombre, está embebida en la historia del amor en un doble sentido. Por una parte porque a través de los ideales de amor se trató de imponer una manera específica de entender la identidad, es decir, lo que se atribuye a lo femenino y a lo masculino. Pero, por otra, porque frente a esta maquinaria que idealizaba el amor para construir los géneros, también se generaron dinámicas amorosas de resistencia y creaciones afectivas contrarias a la dominación. Por tanto, una cuestión que casi desde las primeras lecturas me pareció que alumbraría mi propia investigación fue que el amor es una historia dentro de otras, la de la identidad y la subjetividad, y que estas historias tejen un mismo relato, con capítulos muy variados, y con finales distintos para mujeres y hombres. En relación a estas historias entretejidas fui sufriendo en carne propia la pérdida de mi fe en el «yo» como si este fuera algo natural o transhistórico. A medida que leía fui tomando conciencia de que eso con lo que definimos diariamente nuestras vidas (unos más que otros, es cierto), el «yo», era una fórmula histórica, bastante reciente y que aún anda apuntalándose. Fórmula a la que el amor «romántico» había contribuido de manera bastante enérgica tal y como a lo largo de los capítulos que componen este libro iré explorando. Afrontar el estudio del amor desde una perspectiva histórica ha requerido también otra «desestabilización» personal provocada al ir revisando la idea de amor con la que inicié su estudio. Como en un principio esta andadura arrancó en compañía, con dos colegas y amigas que venían de otras disciplinas –la Antropología y la Psicología Social–, progresivamente fuimos percibiendo que nuestras lecturas contribuían a ir desnaturalizando nuestra idea de «amor», muy anclada en nuestros propios mitos y estereotipos de mujeres nacidas a finales de los cincuenta. A pesar de que, desde las formulaciones iniciales de nuestra investigación (Esteban/Medina/Távora 2005), nos planteamos el amor como una «ideología cultural» –es decir, como justificación

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PRÓLOGO

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para una división sexual del trabajo sustentada en la idea de la especialización emocional de las mujeres que habría construido una visión naturalizada de «la feminidad»–, era más fácil conceptualizar, en teoría, el amor como ideología que, en la práctica, deshacernos de las profundas raíces de las ideas culturales heredadas sobre el amor que, de manera silenciosa, teñían las expectativas sobre las fuentes manejadas y se inmiscuían en nuestra propia escritura. Una influencia, esta con categoría de auténtico «libro de cabecera», fue la obra de Carmen Martín Gaite Usos amorosos de las posguerra española. En primer lugar me deslumbró su idea de hacer una «historia de las historias», más adelante diré por qué. Pero, sobre todo, me emocionó el uso de la ironía para escribir su historia, lo que interpreté como un relato de resistencia, pues, ella misma, fue una protagonista de esa época, una de las que, como otras que aparecerán en este libro, no se creyó ni obedeció el modelo impuesto por el franquismo y todos sus brazos discursivamente armados tal y como se encargó de mostrar en Usos amorosos. Desde luego fue una inspiración metodológica, aunque, como trataré de explicar, fuera también un punto de partida. Me refiero a que el libro de Martín Gaite me permitió plantearme otra pregunta decisiva para mi investigación: ¿se puede añadir algo a esta obra tan exquisitamente escrita en 1987? La respuesta afirmativa a esta pregunta, ha sido otro de los ejes que encontrarán en este libro. Sí, se podía añadir otra perspectiva a la de Martín Gaite, la de poder hablar por fuera del franquismo, sin olvidar que el régimen era el contexto de la época. Trataré de explicarme. Para entender qué se puede aportar hoy al estudio de Martín Gaite, es necesario resaltar que, desde 1987, varias novedades han aparecido para completar las herramientas teóricas y de investigación disponibles. El tiempo transcurrido había hecho que algunas tradiciones académicas tomaran otros derroteros. En concreto, en mi caso, mi disciplina de procedencia, la Historia de la Ciencia, incluida la médica, había empezado a interesarse por algo más que por los conocimientos de los grandes médicos y científicos, de los grandes laboratorios y hospitales, para enfocarse en el conocimiento de las prácticas, de cómo esos grandes conocimientos se ponían en acción. Este nuevo interés había dejado claro que no existía una única ciencia, sino muchas ciencias más o menos relacionadas. Pero, además, mi propia trayectoria en este campo de la Historia (Medina Doménech 2005) me llevó a leer li-

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teratura procedente de los llamados estudios postcoloniales que, junto a la revisión feminista sobre el papel de la ciencia en la construcción de la sociedad contemporánea, habían ido adentrándose en una cuestión que recapitulaba con precisión la pregunta básica que se hacía, en 1991, Sandra Harding: ¿de quién es la ciencia?, ¿de quién es el conocimiento si se piensa desde el punto de vista de las mujeres? Estas tradiciones que han tratado de dar respuesta a esta pregunta básica iban a permitirme delimitar otra de las cuestiones de las que quería hablar al estudiar la cultura del amor en este libro, que el conocimiento sobre esta emoción que utilizamos los seres humanos para orientarnos vitalmente en contextos históricos determinados va más allá de los discursos expertos de una época y está producido colectivamente. Esto me reconectó con los estudios de discurso que, en el sentido foucaultiano, hablan de cómo se edifican normas que no son impuestas con espadas u otras armas más sofisticadas, sino interiorizadas, contribuyendo a construirnos como sujetos. Pero, también, me reconectó con la necesidad de hacer, como decía Martín Gaite, una «historia de las historias», es decir, de no hablar solo de quienes hacían que el poder pareciera hegemónico en las décadas de los años cuarenta y cincuenta, es decir, de las ideas de médicos como Marañón, López Ibor, Vallejo-Nájera o Brachfeld, de las que hablaré en este libro. Este nuevo sendero me llevó al descubrimiento de que algunas de esas otras historias son excepcionales, sobre todo en un contexto como el del franquismo de aquellas décadas. Excepcional es, en este sentido, la obra de María Laffitte y su contribución antidiscursiva a la hegemonía franquista que he explorado en la segunda sección del libro, “El debate sobre feminidad, identidad y pareja heterosexual”. Esta cuestión de interesarnos por los saberes que los grupos subalternos desarrollan, cuyo reto plantean tanto los estudios postcoloniales como la teoría feminista, es un terreno maduro también desde el campo de la Historia Cultural que inspirada –como los estudios postcoloniales–, por las teorías de Antonio Gramsci, desde hace un tiempo viene diciendo que la cultura es algo más que un proceso de «adoctrinamiento de arriba abajo». Este enfoque de la cultura no ha inspirado tanto los estudios en nuestro ámbito territorial, quizá como indica Jo Labanyi (2007b) por la fuerte herencia marxista portadora de una visión jerarquizada de la cultura. Sin embargo, una influencia decisiva está siendo la obra del historiador Roger Chartier (1992). Este au-

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tor ha dejado clara la tarea, lo importante no es contraponer lo culto, la ciencia o la cultura de élite, a la cultura popular para considerarla mera receptora pasiva, sino comprender nuestros objetos de estudio –en nuestro caso el amor en el franquismo–, como un problema de mentalidades, de representaciones y de conformaciones culturales colectivas más que de meros receptores dóciles de ideas y activos productores de ciencias expertas. Pero, además, Chartier (1999) también ha llamado la atención sobre algo importante en este estudio: la necesidad de conocer cómo las prácticas escapan a las representaciones que tratan de atraparlas. Por tanto, uno de los objetivos que ha guiado este libro y en particular las dos últimas secciones del mismo ha sido el de tratar de usar el mismo tipo de visión que proponía Barbara Duden en Disembodying women: perspectives on pregnancy and the unborn, al analizar los saberes y perspectivas de las mujeres sobre su propio embarazo antes de que una profunda medicalización tuviera lugar. Me refiero, en mi caso, a la posibilidad de poder mirar la experiencia amorosa más allá de la visión que proporcionan nuestras certezas contemporáneas, hoy en día tamizadas a través del filtro de los conocimientos expertos suministrados por ciencias tan diversas como la etología, las neurociencias, las teorías evolutivas y las variadas teorías psicológicas sobre la subjetividad que conforman nuestra propia comprensión. Pero quizá he tratado de dar un paso más y considerar que los saberes científicos producían explicaciones muy poco útiles para la vida cotidiana, y más emparentados con los ideales normativos de feminidad y de docilidad en el matrimonio que con saberes de utilidad práctica. Con este paso he explorado cómo, fuera de libros de texto médicos y revistas científicas, hay saberes culturales útiles que leídos –como diría Dolores Juliano– como un «juego de astucias», permiten profundizar en el conocimiento del amor llegando a aspectos ignorados por la ciencia experta. En este sentido, la cultura popular se convertiría en un lugar para la extracción de saberes y no en una mera receptora de los mismos. Desde esta óptica, la tarea para quien investiga es de dotarla del lenguaje y el apresto, el procesamiento teórico suficiente para que esas, en apariencia, insignificancias de la cultura popular puedan verse como auténtico conocimiento. Esa es la tarea que he tratado de realizar, sobre todo, en la última sección, “Sabiduría, obediencia y resistencia. Diálogos sobre el amor de las mujeres”. Es decir, que las sedes del

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conocimiento, más que nunca en relación a la afectividad, se encuentran bastante más dispersas que lo que pensábamos. Algunas personas esperarán que en esta introducción quede aclarado qué entiendo por amor. Me limitaré a decir que solo hablaré del amor heterosexual, y que no voy a plantear a priori ninguna definición. A lo largo del libro irán viendo qué certera es la idea que expresaban Carver o Reik, según la cual el amor es una historia de la que se puede hablar a través de otras historias. Sin embargo, sí creo necesario aclarar que para comprender la cultura o la mentalidad de una época en relación a sus sentimientos es necesario también descodificar los efectos socioculturales de los discursos del poder. Martín Gaite realizó ese excelente ejercicio analizando sobre todo revistas y discursos próximos al régimen y que trataban de asentar las limitantes fronteras entre las que debía discurrir esta emoción en las dos décadas inmediatas a la guerra. Sin embargo, mi trabajo completa la perspectiva de Martín Gaite al tratar de descifrar las claves médicas y psiquiátricas que compusieron la concepción sobre el amor en esas décadas, aunque enhebrándolas con las ideas procedentes tanto del aparato del régimen como de la moral católica, hoy bastante exploradas desde la Historia del Franquismo y de las Mujeres. Este es el aspecto que he desarrollado en la primera sección, “La ciencia del amor”, donde –creo– podrán comprender cómo algunos de los componentes del «mito del amor romántico», como la creencia en que existe una media naranja, que el amor es un destino ciego o que el amor cambia a la persona amada, inspiró a la ciencia de la época a la vez que esta cultura científica contribuyó a consolidar ciertas propuestas normativas sobre el amor con las que se trataba de consolidar una visión complementaria de los sexos y subyugada para las mujeres. A lo largo del libro, y sobre todo en esta sección, podremos profundizar en el discurso del amor romántico. Entenderlo como mito quiere decir, en el sentido que planteó Barthes en 1957, que cuenta con un respaldo narrativo, es un lenguaje que hay que analizar para comprender las «falsas evidencias» que proporciona, el «abuso ideológico» que oculta al proporcionar la falsa certeza de lo «evidente-por-sí-mismo» {Barthes 1998: 8). Sin embargo, este libro no se centra solo en el poder, no quiere solo descifrar las normas sobre el amor en la cultura de posguerra. El poder tiene un enorme efecto deslumbrador, incluso para quienes nos dedicamos a la Historia y tenemos por trabajo el desvelarlo. Como

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las huellas que deja en los archivos materiales y los de la memoria son muy cegadoras, las historias que escribimos también están muy marcadas por el poder. Como ha señalado Giuliana Di Febo (2006b: 234), aunque ha habido progresos en el conocimiento del papel de las mujeres en la lucha clandestina del franquismo, están aún sin explorar «una variedad de comportamientos» que «con distintas modalidades y empujados a veces por factores de solidaridad o sentimentales, se transformaron en actos de disidencia o de inconformismo social». Para trascender ese efecto cegador (y de fascinación) del poder en nuestros propios relatos históricos y dejar de contar la historia desde su propia lente, parece una tarea imprescindible el repensar tanto las herramientas conceptuales como expandir las fuentes usadas. Eso he tratado de articular en este libro. Siguiendo la propuesta de Scott (2007) de acercar la Historia a la crítica cultural para comprender cómo se genera eso que nos parece obvio en un momento dado –en este caso no solo la creencia en el amor como un proceso natural sino, también, la dificultad historiográfica para desvelar el fracaso del régimen en su proyecto de dominación–, he rescatado del archivo nuevas voces tejidas con testimonios de procedencias bien diversas. Ese nuevo archivo contracorriente lo constituyen la inexplorada obra de la feminista sevillana María Laffitte, las cartas escritas a consultorios amorosos por mujeres jóvenes de toda la geografía del país, algunas canciones populares, novelas de escritoras como Carmen Laforet, Mercedes Formica, Lilí Álvarez, Elena Soriano o Carmen de Icaza o memorias de mujeres como Carmen de Lirio, además de algunas fotografías de la época. Este antiarchivo he tratado de contraponerlo con el grueso de artículos y libros médicos que contenían ideas sobre el amor escritos entre 1940 y 1960. Con este coloreado y poco convencional tapete de fuentes he tratado de recomponer la manera en la que, como diría el historiador de la ciencia Andrew Pickering, se produce «el escurridor de la práctica», es decir, la dialéctica de resistencia y acomodación que se puso en marcha en las prácticas amorosas de posguerra (1995: ix). Este libro muestra cómo en la cultura amorosa de dicha época cohabitaron preocupaciones muy heterogéneas, en el caso de los médicos dirigidas a la dominación y ajuste interesado de las mujeres; en el de las propias mujeres, orientadas a alcanzar su propio bienestar ideando maneras adecuadas de manejar sus vidas. Sin embargo, el viaje por elementos muy diversos de la cultura

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española de posguerra, al que invito en este libro, también permite conocer interrelaciones y coincidencias tanto como disonancias entre las tramas culturales que contribuyeron a estabilizar las ideas normativas sobre qué debe ser la mujer y cómo serlo amando. También he tratado de escribir compartiendo un proyecto de ciencia que, en términos de Donna Haraway (1995), nos permita una «doble visión» y, al mirar desde abajo, precisar el alcance de la dominación y desvelar el juego de traducciones posibles. Para lograr esta idea de fondo me he esforzado en utilizar una forma conversacional. Al escribir situando la cultura popular y experta de las mujeres en conversación directa con la cultura médica creo que he hecho posible el ver más nítidamente la ciencia como una parte integrante de la cultura de una época, no perteneciente a un mundo de racionalidad superior, sino inspirada en cuestiones bien «triviales» y con intenciones mundanas con frecuencia vinculadas al poder. Pero quizá el efecto principal de este estilo de escritura haya sido, como espero haber demostrado en la segunda y tercera partes del libro, recuperar como «sabiduría» algunas concepciones que circulaban entre las mujeres y en la cultura produciendo saberes dirigidos al bienestar y no a la dominación. Este viaje no ha sido un paquete turístico, no deja indemne a quien lo emprende. Como una buena road movie, viajar por el estudio de las emociones transforma nuestras concepciones y cambia de manera, a veces bastante confusa, nuestras experiencias, es decir, no es un camino de rosas. Pero, para animar a leer esta aventura difícil, utilizaré las inspiradas palabras de Joan Scott (2004: 26), quien nos anuncia: «Cuando la melancolía se deja atrás, se abre nuestro propio camino. La pasión vuelve como si se preparara para la nueva búsqueda de lo que todavía no ha sido pensado». Se tratará, por tanto, de viajar dejando atrás las retahílas del amor romántico y disfrutar el esfuerzo y el reto de acercarnos a terrenos inexplorados.

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La ciencia del amor

Un día, no sé cuándo, decidieron llamar amor a un conjunto de fenómenos extraños, incalificables. Hélène Cixous (2009: 14)

Cerebro y hormonas para localizar el amor A lo largo de las décadas de 1940 y 1950, los médicos, psicólogos y psiquiatras en España siguieron los itinerarios de pesquisa que caracterizaron las ciencias del amor en Occidente y que en gran medida ahondaron en la dicotomía mente/cuerpo. En un primer itinerario histórico de indagación científica, el amor se estudió, como otra emoción más, para buscar su localización en el cuerpo. Este itinerario que fue emprendido por iniciadores de lo que hoy conocemos por Neurofisiología, ha alcanzado tal grado de desarrollo en la ciencia contemporánea que, desde finales del siglo xx, se habla de «neurociencias afectivas» (Peper/Markowitsch 2001). Un segundo itinerario de pesquisa «experta» viene tratando históricamente de explicar el amor no tanto como una búsqueda de la base corporal de las emociones, sino como algo más profundo y abstracto, que agruparé bajo el término «sentimiento», y que ha sido formulado históricamente de maneras variadas. Así, en Occidente, según este recorrido histórico de investigación, el amor procedería del inconsciente, entendido en formas diversas según aceptemos, con mayor o menor ortodoxia, la teoría psicoanalítica configurada, entre otros, por Sigmund Freud (1856-1939). Esta teoría, como veremos, en la España de la época se desarrolló con ciertas peculiaridades. En algunas formulaciones de la Psicología española se utilizó también lo que podríamos llamar un «itinerario performativo». Esta manera de plantear el amor implicaba el uso de expresiones y acciones con el cuerpo, y defendía, además, que la expresión emocional a través del cuerpo sería la marca diferencial entre lo que se formuló como «fe-

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minidad» para distinguirla de la «masculinidad». Es importante destacar que no solo fue entendido así por algún psicólogo, pues como plantearé en los próximos capítulos, también algunas mujeres articularon con claridad esta formulación performativa del amor y la identidad. Al primer itinerario le podríamos denominar «la búsqueda de la corporalidad» de las emociones. Desde el siglo xviii, las emociones habían cobrado una relevancia social especial en Occidente. En una sociedad centrada en el comercio y orientada cada vez más hacia el consumo se desarrolló una «cultura de la sensibilidad», es decir, una especie de psicología social del consumismo, pues la expresión y alivio individual de los sentimientos se convirtió en una coartada perfecta para consumir.1 Pero esta nueva cultura afectó a hombres y mujeres de manera desigual. En particular, a las mujeres las fue construyendo culturalmente como seres más sensibles que los varones, lo que, con frecuencia, se convirtió en una nueva forma de inferioridad. Sin embargo, también se ha señalado que esta cultura sensible y antesala del consumismo tuvo efectos positivos al influir en los varones revalorizando a los más sensibles, e impulsando en las mujeres su placer como individualistas románticas o animándolas a expresar sus sentimientos, una cuestión que acabó convirtiéndose en parte de la política feminista hasta el punto de que en 1848 un grupo de mujeres reunida en Seneca Falls, en el estado de Nueva York, firmaron la llamada “Declaración de sentimientos”, denunciando la histórica situación de opresión de las mujeres. Esta «cultura de la sensibilidad» caló también en los laboratorios científicos a lo largo del xix. Según los trabajos de Dror (1998 y 1999), la presión de los movimientos antiviviseccionistas contra el sufrimiento ocasionado a los animales de experimentación, hizo visible, ante los propios científicos, la presencia de reacciones emocionales

1. Existe una abundante bibliografía sobre la cultura de la sensibilidad y los cambios emocionales en el siglo xviii. Me han resultado de interés los trabajos de Kern (1992), Barker-Benfield (1992) y Pinch (1995), por su puesta en relación con la cultural consumista. Para el caso español es clásico el inspirado trabajo de Martín Gaite (1988) sobre el franquismo y los más recientes –aunque centrados en la modernidad–, resultado de una bien asentada línea de investigación, de Morant Deusa y Bolufer Peruga (1998) y Morant Deusa (2002).

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en los animales que disturbaban los resultados esperados en los experimentos. Hasta la década de 1920, laboratorios de investigación de la Europa continental buscaban producir experiencias emocionales y registrar los cambios fisiológicos concomitantes (midiendo la temperatura en el cerebro, por ejemplo). La posibilidad de trabajar con modelos animales descerebrados que permitieran realizar experimentos sin el «engorro» de lo emocional parece que contribuyó a centrar y encarnar lo emocional en el cerebro. Se idearon así las teorías talámicas de las emociones, que definieron el tálamo como un centro cerebral que —siguiendo por analogía esa idea eléctrica del interruptor o gatillo (release)— no solo liberaba la actividad neuronal hacia zonas del sistema nervioso situadas por debajo de él, sino que también disparaba estímulos a la corteza cerebral, produciendo la experiencia humana corporal de la emoción. El cerebro, por tanto, pasó de ser el centro generador de las emociones a ser el objeto de conocimiento. Es decir, se iniciaba el camino hacia las actuales ciencias del cerebro y, en concreto, del «cerebro sensible». Además de esta vía de pesquisa corporal, un segundo itinerario de investigación fue históricamente «adentrándose» en la abstracciónprofundización. Ambos trayectos, el corporal y el más abstracto, no son independientes y es precisamente Sigmund Freud un buen representante del punto de bifurcación entre ambas indagaciones. Freud comenzó a gestar su teoría con una concepción de tipo corpóreo y eléctrico respecto al sufrimiento emocional de las pacientes con histeria, partiendo de la idea de que un irritante interno, incluso digestivo, generaba el padecimiento. Posteriormente, tras sucesivas reelaboraciones, ese irritante de base material quedó convertido en una idea más abstracta, la existencia (o fantasía) de un trauma infantil, causante del malestar y la sintomatología de estas pacientes.2 Sobre estas cuestiones volveré más adelante. En estos itinerarios recorridos en la elaboración de un «conocimiento experto» sobre el amor que he tratado de esbozar muy brevemente pueden, también, inscribirse los trabajos de los psiquiatras españoles en las décadas posteriores a la guerra. Utilizaré como guía el 2. Sobre estas ideas freudianas para la comprensión de una historia del amor son de utilidad los trabajos de (Burnham 1972 y 1974), Young (2001), Redding (1999) y Gay (1986).

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esquema de la ciencia de la afectividad que expuso un protagonista de la época, Juan Rof Carballo (1905-1994), iniciador de la medicina psicosomática en España y, como veremos, un pionero de muchas ideas científicas contemporáneas sobre las emociones.3 Por lejanas que parezcan estas ideas científicas y los dilemas que planteaba Rof en la década de los cincuenta, siguen siendo aún centrales en nuestra cultura, tanto popular como científica, y son las raíces de una concepción de la identidad contemporánea centrada en lo que se ha denominado el «sujeto cerebral», es decir, en la creencia de que nuestro comportamiento emocional más genuino reside en el cerebro, aspecto que ha encontrado numerosas expresiones artísticas en nuestra cultura contemporánea científica y artística y ha dotado de gran «nobleza» al órgano cerebral.4 La obra del iniciador de la medicina psicosomática en España merece cierta atención, pues recombinó con habilidad varias teorías y significó, también, la difusión de una propuesta intermedia en la bifurcación que suponía buscar la corporeidad de las emociones o afrontar los sentimientos como algo más abstracto. Rof, en sus trabajos publicados entre 1950 y 1952 que culminaron con la publicación del libro Cerebro interno y mundo emocional, trazó las diversas teorías fisioanatómicas vigentes. Las tesis de James-Lange, formuladas en la década de 1920, explicaron las emociones como la interpretación que hacía el cerebro de los latidos, el sudor, el temblor o alteraciones funcionales similares desencadenadas por un estímulo, proporcionando al sujeto consciencia de la emoción. En la siguiente década, las teorías de Cannon-Bard defendieron que el estímulo emocional producía, de forma simultánea, las alteraciones funcionales y la percepción, lo que desató nuevas oleadas de investigación sobre la localización cerebral de las emociones. El modelo subyacente era de tipo eléctrico, de manera que toda percepción emocional se explicaba por un sistema de interruptores en el que la corteza cerebral haría de inhibidor principal. Sobre el asiento del lugar emocional dentro del cerebro había varios 3. La figura de Rof Carballo ha recibido escasa atención historiográfica hasta la fecha, véase una aproximación internalista de su obra en Jodar Martín-Montalvo (2002). 4. Quizá la obra del artista flamenco Jan Fabre sea un excelente ejemplo de esta concepción contemporánea del cerebro como rector de nuestra identidad. En la web , puede verse una muestra de su exposición «Umbraculum» donde presentó una de las recreaciones de El cerebro como refugio.

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pronunciamientos, desde su ubicación en la zona cingular o límbica al lóbulo frontal, a teorías más deslocalizadas que defendían la existencia de corrientes nerviosas que al difundirse por el cerebro producirían emociones y, según su grado de armonía o conflicto ante excitaciones contrarias, desencadenarían emociones más o menos intensas. Por su interés temprano en superar ciertos dualismos médicos tradicionales mente/cuerpo, a Rof Carballo le interesó trazar el paralelismo entre las teorías fisiológicas de corte mecánico-eléctrico con la teoría psicoanalítica que abogaba por una emoción desagradable como origen de un conflicto subconsciente, idea que, según Rof, habría partido de las teorías eléctricas emocionales (Rof Carballo 1950a: 324). Las ciencias que Rof trataba de sistematizar, para elaborar su formulación sobre las emociones, incluían también otros elementos explicativos procedentes de la teoría evolutiva. Rof Carballo estableció un paralelismo ideal entre la profundidad cerebral (los núcleos vecinos al tercer ventrículo situados en el centro mismo del cerebro) y los elementos más internos/íntimos de la persona, armonizando la idea de una localización corporal, central y profunda, de las emociones con la concepción cultural de una intimidad emocional interior, auténtico centro del sujeto moderno. Rof decía rechazar una teoría puramente mecanicista, en la que las emociones fueran simples estímulos sobre los órganos, y defendía una teoría estratificada de la personalidad basada en una combinación de las ideas sociobiológicas sobre el sistema nervioso de Hughlings Jackson (1835-1911), elaboradas a finales del siglo xix, y las teorías de Ernst Kretschmer (1888-1964), formuladas en 1921 en su libro Constitución y carácter, sobre la caracterización de la personalidad en biotipos que combinaban rasgos físicos y de personalidad y que en España había defendido, en su versión más racista y sexista, Vallejo-Nájera.5 De Hughlings Jackson tomó Rof una visión evolutiva del sistema nervioso, como un desarrollo anatómico en niveles de progresiva complejidad en el que los núcleos sensibles de la médula espinal representarían lo más «inferior» y los lóbulos frontales del cerebro lo «superior», es decir, lo más noble en términos evolutivos. Como es sabido, para su formulación funcional del sistema nervioso, Hughlings Jackson se ins5. Sobre el papel de la psiquiatría militar en la represión de la posguerra son esenciales los trabajos de Richards (1999 y 2001).

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piró en las teorías evolutivas sobre la sociedad desarrolladas por Herbert Spencer (1820-1903), con quien mantuvo una fluida correspondencia (Critchley/Critchley 1998). Según su planteamiento, al igual que la organización social, el sistema nervioso dispondría de zonas más evolucionadas y complejas, como el cerebro, frente a otras que, como la médula, representarían una organización más básica y menos evolucionada. El sistema nervioso superior, es decir, el cerebro, sería el menos organizado pero el más complejo y base material de la conciencia. A partir de la observación de personas con lesiones cerebrales locales, se consolidó la idea de que la supresión de esos centros considerados evolutivamente «superiores» llevaría a la activación de los inferiores, que actuarían con un automatismo instintivo (Wozniak 2010). Combinando estas ideas neurobiológicas con el concepto de «persona profunda» que recogía Rof de Kretschmer como «Un grupo de fenómenos psico-físicos que íntimamente conexionados modulan la zona más básica de la personalidad y constituyen el núcleo más oscuro del yo, la función central de la psique», Rof Carballo (1950b: 80) fundía en su teoría de la personalidad lo interno, lo profundo, lo instintivo y lo emocional. De manera que la personalidad profunda la constituirían los impulsos instintivos primarios y la afectividad. Este lugar «interno» sería, así, el lugar donde se encerraba lo primitivo-instintivo-infantil pero, también, la persona profunda que tendría una localización física recóndita, a la vez que central, al estar ubicada en el espesor de la masa cerebral, en los núcleos de la vecindad del tercer ventrículo y en el sistema diencefálico-hipofisario. El contacto entre humanos se realizaría a este nivel profundo y, según Rof Carballo, «a tanta mayor profundidad cuanto más intensos son los afectos que los ligan». Fruto de ese contacto íntimo o profundo surgirían los sentimientos de simpatía, ternura, amistad, confianza, desengaño, dependencia, protección, etc. Esa zona de la persona profunda para Rof era «similar a la personalidad del hombre primitivo o del niño», un lugar que podríamos calificar de «genuino» y donde podrían comprenderse fenómenos culturales como el arte o el mito o los vínculos afectivos, es decir, «los impulsos más profundos determinantes de las acciones humanas». Rof estaba manejando herramientas conceptuales, que como «los instintos» tienen gran protagonismo en nuestra historia cultural de las emociones, así que sobre la complejidad y densidad cultural de estas ideas volveré más adelante.

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Según el esbozo de Rof, el funcionamiento fisiológico de la personalidad profunda seguiría este patrón, la emoción y su correlato humoral (hormonas, cambios en la circulación sanguínea, etc.) inhibían la actividad cortical del cerebro «violentamente desplazada por la actividad de la persona profunda, de las capas subcorticales». Pero ese desplazamiento no suponía desterrar las emociones al campo de lo irracional aunque se defendiera que el mundo de la personalidad profunda representaba una pervivencia de lo mágico. Para aclarar esta cuestión sobre la racionalidad de las emociones, Rof introducía las ideas de Jean Paul Sartre y trazaba una explicación que, en gran medida, es similar a las teorías contemporáneas de tipo cognitivo que empezaron a desarrollarse en la década de 1960; esto es, que las emociones serían una forma de existencia de la conciencia, «una de las formas en la que esta comprende su ser en el mundo». El amor, como otras emociones, podía producir una inhibición de la racionalidad ubicada en el territorio cortical más «superior» del sistema nervioso pero, a la vez, proporcionaba la posibilidad de ver aquello a lo que el mundo racional ubicado en el cerebro cortical era ciego: El mundo racional, crítico, se desvanece (por eso suele decirse que han perdido la cabeza) y de manera más o menos oscilante y transitoria se encuentra convertido en un mundo de magia […]. En el enamoramiento o en el entusiasmo o el odio […] se han revelado calidades del mundo para las que la personalidad cortical padece congénita ceguera (83).

Como recordaba el psiquiatra, esta comprensión de las emociones en un espacio intermedio entre lo racional y lo irracional, entre el cuerpo y la subjetividad, no era infrecuente entre sus propias pacientes. Y, aunque no fuera la corriente de pensamiento dominante en la época, desde la medicina también se defendían algunas formulaciones menos dicotómicas entre el cuerpo y los sentimientos. El propio Rof rescataba los trabajos de la psicoterapeuta alemana Erika Hantel quien, como la paciente a la que se refería Rof Carballo en un caso clínico, había trazado las relaciones entre la enfermedad biliar y la afectividad (Cocks 2006). Para comprender estas versiones de las emociones merece la pena leer con atención el lenguaje sutil y poético con el que la paciente que seleccionó Rof expresaba su percepción de las íntimas conexiones entre su cuerpo, su vida emocional y las circunstancias sociales de la posguerra española,

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Soy como un pájaro sin aire. Igual que él no puede volar sin aire, yo no puedo vivir sin afecto y sin un trabajo. Todo en mí está estancado. Pienso siempre en el río de mi tierra, junto al que me detenía de niña viendo pasar la corriente. Aquí, en mi nueva patria, no hay más que dos charcas, y así es mi vida (86).

Estas versiones menos duales de las relaciones mente y cuerpo en la emotividad recibieron alguna difusión más en España y no sólo por Rof Carballo. La Revista de Psicología General y Aplicada, de orientación menos biologicista, también publicitó, a finales de los años cuarenta, trabajos como los de Th. V. Moore (1877-1969), alumno de Wilhelm Wundt en Leipzig y Oswald Külpe en Múnich y considerado un representante precoz de la posterior Psicología Cognitiva. El artículo de Moore planteaba, en consonancia con Rof Carballo y a diferencia de otras opiniones más biologicistas que iremos viendo, que «la vida emotiva se encuentra en relación con la vida mental de una parte, y con la somática de otra y, por tanto, puede afectarle profundamente todo lo que acontece en el cuerpo tanto como en la mente» (Moore 1947: 77). Pero hasta que, a inicios de los cincuenta, Rof publicó estos textos, en general, las concepciones sobre las emociones sustentadas en España fueron más biologicistas y estuvieron ancladas en las teorías de James-Lange sobre la primacía del soma en la percepción emocional. Las tesis de Marañón sobre la influencia hormonal siguieron operativas. En Nuevos problemas clínicos de las secreciones interna, Marañón (1940: 28) definía las emociones como «Una representación cerebral, nacida de una imagen transmitida por los sentidos o de una imagen evocada por un recuerdo o de una imagen creada por el pensamiento; imagen que, cualquiera que sea su origen, se acompaña de una conmoción, al ser percibida por nuestra conciencia, nos da la sensación inconfundible de la emoción». Para Marañón, los cambios en las vísceras corporales serían los causantes de dar la impresión inconfundible de emoción en los sujetos –siguiendo por tanto las tesis de James-Lange–, aunque las hormonas contribuirían a modificar las vísceras y alterar lo que sentimos a través del cerebro. Estas teorías hormonales y su teoría de un único sexo originario en el embrión humano, frente al modelo dual de los sexos como origen de las diferencias biológicas entre hombres y mujeres, influyeron en las tesis elaboradas por Simone de Beauvoir en El Segundo

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Sexo, a partir de la lectura que hicieron algunos endocrinólogos franceses (Rouch 2004). Las ideas más complejas desarrolladas por Gregorio Marañón antes de la guerra, sobre las influencias hormonales, fueron interpretadas de forma más determinista y extrema por Antonio Vallejo-Nájera (1944), otro notorio exponente de la psiquiatría del régimen, quien también defendía la importancia de la «fisiología endocrina», acuñada por Nicola Pende (1880-1970) en 1909 y que Gregorio Marañón venía cultivando desde los años veinte. Vallejo Nájera defendió la relación directa de algunas hormonas a rasgos del carácter o «psicotipologías» como, por ejemplo, entre la hormona tiroidea y la espiritualidad y, frente a Marañón –más prudente en establecer las relaciones entre las hormonas y la sexualidad humana–, defendió la influencia de las glándulas sexuales sobre el psiquismo, hasta el punto de proponer la existencia de un auténtico «sujeto hormonal» al afirmar que las identidades hombre o mujer tenían como base biológica las glándulas sexuales: «Todas las diferencias psicológicas entre los sexos habrían de atribuirse a las influencias hormonales genitales» (353). Estas versiones extremas sobre la base hormonal de las emociones habían sido la justificación, desde inicios del siglo xx, del uso terapéutico de la castración ovárica y, más tarde, de los extractos hormonales como terapias contra los trastornos mentales en numerosos países.6 Hacia final de la década, en 1947, las teorías sobre la localización cerebral de las emociones seguían vivas en psiquiatras biologicistas como José López-Ibor Aliño, católico y monárquico, pero próximo al régimen, quien apoyándose en los trabajos del psiquiatra alemán Karl Kleist (1879-1960), publicados a inicios 1930, afirmaba que los «trastornos del yo afectivo» estaban localizados en el tálamo. Con excepción de la obra de Rof Carballo, eran evidentes las dificultades para desprenderse de las explicaciones más materiales y deterministas de las emociones y había quien se quejaba incluso de que la influencia somática no se investigaba lo suficiente. Según el endocrinólogo Simarro-Puig (1953: 182), la lectura tradicional de las emociones había profundizado en el conocimiento de la influencia «descendente» del psiquismo al cuerpo, mientras que la novedad residía en comprender

6. Véase Moscucci (1990) y Rohden (2008).

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la influencia «ascendente», del soma al psiquismo, que algunas investigaciones experimentales estarían poniendo de manifiesto, como aquellos experimentos que con descargas eléctricas en la laringe generaban emociones intensas en gatos. Simarro se refería a las experiencias de Grinker y Serota (1938), quienes animados por la concepción de que lo emocional influía en la forma de pensar, trataban de estudiar la ruta emocional dirigida desde el cuerpo a la psique. Simarro suscribía la organización jerárquica del sistema nervioso y hacía una lectura particular del artículo de los fisiólogos norteamericanos, para plantear por qué la racionalidad quedaba inhibida por la acción de las emociones, «Tanto el estímulo eléctrico, como el emotivo del hipotálamo, repercuten sobre la corteza, revelando un cierto gobierno o regulación de ésta desde aquel, como se observa cuando en la vida ordinaria la actividad intelectual es anulada por la emoción intensa, por el trauma psíquico» (1953: 183). Para este endocrinólogo, la ruta emocional desde el psiquismo al soma contaba ya con numerosas pruebas científicas, como las procedentes de la electroencefalografía. En los registros gráficos, las denominadas ondas alfa y delta identificadas por los médicos en pacientes a quienes se les provocaban emociones, serían la demostración de «la transformación de lo emotivo en somático» y «muestra una vía de la influencia del psiquismo sobre el sistema nervioso». La ruta contraria, desde lo corporal a lo emotivo, estaba, para Simarro, en fase de investigación aunque no debía esperarse un vínculo «de ninguna manera puntiforme» (185) entre emociones y cerebro, como las experiencias con personas sometidas a lobotomía mostraban. En su opinión, las emociones representarían algo así como una propiedad anímica constituida en parte por psique y, en parte, por soma, aunque de localización exacta imposible por su complejidad y perfección. La normalidad emocional dependía de un equilibrio y armonía tanto en la vida como en el tinglado de la anatomo-fisio-psicología. A pesar de estas afirmaciones, en apariencia menos somáticas, destacaba en Simarro su énfasis, citando diversos avales experimentales, en la importancia del cuerpo y, en concreto, de los ovarios, sobre las emociones para subrayar las diferencias entre hombres y mujeres. En particular rescataba argumentos proporcionados por los trabajos de A. Leth Pedersen (1948), publicados en Acta Endocrinologica, sobre el papel de las alteraciones hormonales –en mujeres con lesiones en el hipotálamo o castradas– en

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la enfermedad mental. A partir de estos trabajos insistió Simarro en una formulación diferencial de los sexos que caracterizaría a la feminidad por una emotividad hormonalmente dependiente y anclada en la jerarquía del sistema nervioso, Del estudio de enfermas de hipotálamo y castradas con inestabilidad emocional e irritabilidad aumentadas, cree poder deducir, como signos diferenciales, que en aquéllas hay un egocentrismo marcado, con inercia, tendencia a la desesperación y a la dificultad en la complacencia, mientras que en las endocrinas (castradas) no hay tales tendencias, pero son inquietas e inclinadas a minimizar los síntomas (184).

Por tanto, la ruta corporal de investigación de las emociones que se difundió en España andaba aún debatiendo el origen de los estímulos emocionales. Los médicos manejaban teorías evolutivas y de las ciencias neuroanatómicas que situaban el núcleo esencial de autenticidad emocional del sujeto en el centro del cerebro, idea común a hombres y mujeres. Además, se describió un sujeto hormonal en el que fue posible estampar las diferencias emocionales entre mujeres y hombres, anclándolas a ellas en la dependencia hormonal.

Ideas científicas sobre el príncipe azul: la complementariedad y «los instintos» Además de tratar de localizar el amor y otras emociones en el cuerpo mediante su emplazamiento en zonas del cerebro o la búsqueda de fluidos orgánicos que, como las hormonas, estuvieran implicados en las emociones, los médicos también perseguían atestiguar la diferencia sexual para confirmar la teoría de la complementariedad con las ciencias del amor. Como señala Londa Schiebinger (2004b), esta teoría de la complementariedad entre mujeres y hombres, fundamentada desde las ciencias, no ofreció una nueva igualdad sino que reformuló las viejas jerarquías y siguió defendiendo la supremacía de los varones. Desde finales del siglo xviii, las ideas más liberales no buscaron tanto dotar de mayor alcance a la igualdad de los sexos, sino que trataron de justificar, desde la filosofía y la ciencia, las desigualdades, buscando ahora las diferencias entre hombres y mujeres. Se acrecentó así un proyecto ontológico y científico que buscaba las diferencias y que pro-

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movió una justificación del matrimonio heterosexual no en términos de contrato, sino de diferencias sexuales en los afectos, de manera que las discrepancias, entendidas con frecuencia como antagónicas y formuladas como «guerra de los sexos», se saldaban apelando a la complementariedad.7 Como trataré de argumentar en esta sección, el amor romántico inspiró, a la vez que consolidó, esta visión complementaria de la pareja concebida desde una óptica desigual. A continuación mostraré cómo los argumentos científicos sobre la complementariedad de los sexos seguían fortaleciéndose en la España de estas décadas confirmando creencias culturales muy extendidas que, como la popular «media naranja», o su versión más específica para las mujeres, «el príncipe azul», eran componentes esenciales de la ideología cultural del amor romántico cuyas bases científicas estoy analizando. La versión científica de la complementariedad sexual, además, transformaba las diferencias construidas entre hombres y mujeres en un destino biológico e iba configurando una determinada forma de feminidad o, en otras palabras, de identidad para lo que llamaré, siguiendo la propuesta de inscripción que han planteado autoras como Monique Wittig (2006) y Dolores Sánchez (2006), la-mujer. Con la inscripción genérica la-mujer y otras tipologías a las que iré haciendo mención, haré referencia a la tipificación de un modelo idealizado de feminidad formulada desde el patriarcado y que dejó trazos en el discurso y en el tejido más tenue, pero efectivo, del lenguaje y la escritura. Este modelo fue codificado de manera diversa, como a lo largo de este texto indicaré. No quisiera, sin embargo, dar la impresión de una perfecta unanimidad en la defensa de una identidad femenina «ideal» o normativa pues, como trataré de mostrar, en la España católica oficial de estas décadas, biología y medioambiente, la defensa de las diferencias o de las similitudes de los sexos, se entremezclaban de forma artesana y contradictoria en los discursos científicos. Un buen ejemplo del gatuperio de argumentos científicos entre las diferencias sexuales y las desigualdades de género lo constituye la obra del psiquiatra Vallejo-Nájera. En su librito Psicología de los sexos (1944a: 36), sobre el que volveremos más adelante, afirmaba, por ejemplo, que la-mujer, en el amor, era más suave, dócil, afable y apasionada, dramática, veleta, fiel o inestable aunque, a la vez, alegaba 7. Así lo atestiguan las investigaciones de Noizet (1996), Schiebinger (2004a) y Fraisse (2001).

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que las investigaciones psicológicas experimentales habían demostrado que «varón y hembra son absolutamente iguales por el número de sus propiedades y facultades psíquicas». Pero, como las diferencias entre el hombre y la mujer eran una argumentación necesaria para confirmar la complementariedad de la pareja y, por tanto, el matrimonio como destino biológico, las contradicciones se exacerbaban y resultaban complicadas de resolver. Por eso, afirmaba Vallejo (1944b: 353) en un texto: «Todas las diferencias psicológicas entre los sexos habrían de atribuirse a las influencias hormonales genitales» y, a la vez, en otro, lo opuesto, «No son las glándulas sexuales sino la función social –por consiguiente, el medio ambiente–, la que ha determinado las diversas cualidades psicológicas masculinas y femeninas» (Vallejo 1944a: 26). Como a las mujeres de la época a las que nos acercaremos en otro capítulo, a los científicos también les intereso la identificación del amor. Pero lo que les inquietaba a los médicos era cómo ajustar «buenas parejas» persiguiendo la complementariedad biológica entre personas de diferentes sexos, para lograr el incremento de la natalidad que venía decayendo desde antes de la Guerra Civil y que, al parecer, no comenzó a incrementarse en España hasta 1960 (Roca i Girona 2003: 64-65). Como es sabido, la «corporativización de la familia», es decir, constituir la familia en una «célula primaria natural» y «fundamento de la sociedad», con la consiguiente reclusión de las mujeres al «exilio doméstico», fue una directriz clave en las políticas de feminización del franquismo, no solo discursiva o ideológica, pues se sancionaron medidas legisladas en el Fuero de los Trabajadores (1939) que perseguían estos objetivos, a imitación de la Carta di lavoro de Mussolini (Domingo 2007). Ideólogos de la norma legal, como el catedrático de la Universidad de Salamanca Serrano y Serrano (1939), ya habían justificado estas políticas familiares desde supuestos naturalizadores de la pareja heterosexual que trazaban equivalencias entre parejas animales y humanas, defendiendo que la-mujer, por sí sola, no podía afrontar la crianza sino sólo «los cuidados delicados» y al hombre le correspondería su papel de proveedor («labor educadora y de subvención de las necesidades») y que, por tanto, su compenetración permitía la tarea evolutiva clave de «la perpetuación del género humano».8 Los médi-

8. Serrano y Serrano (1939), ob. cit. en Tavera García (2006: 245-246).

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cos habían insistido en los peligros del trabajo fuera del hogar y Franco había sido explícito al respecto y sus palabras fueron recogidas por Pilar Primo de Rivera, jefa de la Sección Femenina, rama de Falange Española («España tiene prisa por doblar el numero de habitantes»), o por textos programáticos de esta organización que afirmaban: «La base principal de los estados es la familia, y por tanto el fin natural de todas las mujeres es el matrimonio». 9 El catolicismo estaba en la base ideológica de este modelo, que propugnaba a la-mujer-hispánica como asexual y espiritual, austera, púdica, pasiva y servicial, dedicada al hogar y la crianza; y al varón, como proveedor del sustento.10 Este modelo matrimonial del «marido proveedor» no fue exclusivo de España – aunque sí lo fuera el contexto en el que se produjo–, pues, a partir de la década de los años cincuenta, se asentó en Occidente, vinculado también a la expansión de la sociedad de consumo y apoyado con diversas medidas legislativas.11 Los médicos, tras la guerra, afrontaron la cuestión de la elección adecuada de parejas como un problema eugenésico. Estas ideas no eran novedosas, pues la eugenesia fue una rama del saber popular en la España de antes de la guerra,12 aunque adquirió ciertas peculiaridades con el franquismo en relación a la formulación de la pareja. En una colección de libros de divulgación médica, el psiquiatra Vallejo-Nájera publicó, en 1946, Antes de que te cases, dentro de la serie “La sabiduría del hogar”, con un título que recordaba la obra de Lope de Vega Antes que te cases mira lo que haces. La obrita fue reeditada en 1965, a pesar de que para la década de los sesenta la eugenesia estaba en franco declive. En este librito divulgativo y de adoctrinamiento prematrimonial, Vallejo defendía la «eugamia», es decir, la correcta elección de pareja para evitar «la guerra conyugal», que una decisión basada en parámetros románticos o pasionales produciría. El autor vinculaba infelicidad conyugal a decadencia racial, por los efectos negativos de un mal matrimonio sobre la descendencia que acabaría maltrecha, mentalmente enferma o infeliz. Se trataba de que las mujeres adquirieran formación 9. Barrachina (2003). El texto de Pilar Primo apareció en Escritos, ob. cit. en Jiménez (1981: 10). 10. Roca i Girona (1996 y 2003). 11. Coontz (2006), especialmente el capítulo 14. 12. Véase al respecto los trabajos de Álvarez Peláez (1994 y 1998), Cleminson (2008) y Nash (1992).

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en temas eugenésicos, mediante cursos patrocinados por Cultura Superior Femenina –un antiguo centro madrileño de educación para mujeres, patrocinado por sectores de derechas–, para poder elegir con los criterios científicos de la «eugenesia», para evitar la descendencia morbosa, y favorecer la «eugamia», lo que el propio autor denominaba en términos populares el adecuar «cada oveja con su pareja» (27). De este texto de divulgación escrito por Vallejo no solo interesa su promoción de la educación eugenésica para un matrimonio acertado. Algunos de sus argumentos ejemplifican muy bien lo que ha revelado Emily Martin (1991), que el gran relato romántico, asentado en la desigualdad de los sexos, ha inspirado la narración científica de las bases biológicas del emparejamiento, es decir, del proceso de fertilización entre óvulos y espermatozoides. Vallejo naturalizaba el apareamiento fiel en parejas y la complementariedad hombre/mujer mostrándolos como un comportamiento del núcleo mismo del cuerpo humano, es decir, de sus cromosomas, médula de la biología reproductiva y de la permanencia de la especie. Dicho de otra manera, el efecto que las palabras de Vallejo transmitían era que el comportamiento matrimonial era tan natural porque nuestros propios genes se acoplan. De manera que el comportamiento del par de cromosomas confirmaba la normalidad del comportamiento humano en relación a la heterosexualidad, la media naranja y la fidelidad, «Es muy curioso que al dividirse cada célula en dos y repartirse la cromatina nuclear las parejas no se separan sino que el apareamiento continúa, porque lo que se divide en dos mitades es cada cromosoma, resultando cuatro cromosomas (tetrada) de cada pareja, para que pueda conservarse el apareamiento en divisiones sucesivas» (1946: 26). Para el psiquiatra, la educación científica hacía inexcusable la responsabilidad individual en la elección y el conocimiento científico necesario para una buena elección y «moldear los impulsos del corazón» (ibíd.: 78). Si la elección de pareja no debía responder a razones románticas, sino científicas, es lógico que Vallejo atacara otro de los componentes del mito romántico, la idea del «flechazo», de una fuerza externa o ciega causante del encuentro amoroso. Para Vallejo (1946: 80), se trataba de mero «impulso sexual», «La ceguera del instinto sexual, que nunca elige determinado individuo, sino uno cualquiera de los individuos del sexo opuesto que excite nuestra sexualidad. El famoso “flechazo” es, en la mayoría de los casos, una pasión de baja calidad que nunca lleva al verdadero amor conyugal».

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Las ideas del psiquiatra sobre la elección de pareja guiada por principios menos evanescentes que el romanticismo o la sexualidad no eran ninguna novedad, pues reproducían planteamientos de Gregorio Marañón de la década de 1920 recopilados en la obra Amor, conveniencia y eugenesia, que entre 1926 y 1969 fue reeditada unas ocho veces en España. El contexto eugenésico de décadas anteriores volvía a retomarse en la ciencia oficial de la España de posguerra. Marañón se inspiró en Hermann Alexander Keyserling, con quien compartía la idea de «la muerte del matrimonio por amor» sustituido por la decisión racional que proporcionaría la eugenesia. Para Marañón (1969: 187189), el amor instintivo sería una «atracción, pura y desnuda, trasunto del celo animal» y la ceguera de este tipo de elección lo hacía «antieugenésico». El matrimonio habría de fraguarse con menos instinto y más conveniencia, entendida esta como la adecuación o pertinencia de la pareja en relación a la posición social, situación económica, o «porque los dos eran sanos, porque las cualidades físicas y espirituales del uno se completaban con las del otro; pensando en suma en el supremo interés de la especie, más o por lo menos tanto, como en su propio interés egoísta». En esta lógica de la «conveniencia suprema de los hijos futuros» (ibíd.: 222) el hombre habría de buscar a la mujer como la «madre óptima de sus hijos» y la mujer «al más capaz para vencer en la lucha por la vida, ya que esta victoria representa, por una parte, la afirmación más neta de su virilidad, y por otra, la seguridad de que el hogar estará bien defendido y abastecido» (ibíd.: 208). Estas ideas eugenésicas encajaban perfectamente en las políticas familiares del nacionalcatolicismo, es decir, con la orientación católica que a partir de 1945 permitió al régimen distinguirse del fascismo. La eugenesia no solo se defendió en las reediciones de la obra de Marañón, pues textos con objetivos similares y publicados por médicos foráneos siguieron vigentes en estas décadas. Un artículo aparecido en Folia Clínica Internacional, una revista portavoz de la Sociedad Internacional de Medicina Humanística Neohipocrática –publicaba en Barcelona entre 1951 y 1977– y firmado por Walter F. Haberlandt, psiquiatra y genetista, muestra cómo se construían los vínculos entre amor, matrimonio, nación y eugenesia. En 1955, Haberlandt proponía una serie de medidas para afrontar el incremento del fracaso matrimonial tras las guerras, por las «heridas irreparables en el organismo sano de la nación», mediante el «encauzamiento científicamente fundado en

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el sentido eugenésico y psico-higiénico en estas cuestiones de vital importancia para nuestra civilización» (154), para evitar un matrimonio «heredobiológicamente intolerable y psicofisiológicamente incompatible» y diagnosticar buenas parejas «por médicos de cabecera adecuados y especialistas técnicamente preparados» (155). Haberlandt incluso proponía que el matrimonio civil o eclesiástico, quedara legalmente restringido a una sola vez por individuo para reducir las posibilidades de divorcio. Pero la fuente de ideas genéticas o eugenésicas para la comprensión del amor entre los médicos españoles de la época era diversa y bien entretejida entre las ciencias eugénicas de décadas anteriores y otros terrenos de la cultura con los que establecía sus lazos biologicistas. El interés cultural por el donjuanismo masculino –al que había contribuido Marañón antes de la guerra como ha estudiado en profundidad Nerea Aresti (2001: 115-161)– seguía vivo, pues este mito literario españolista proporcionaba un pretexto útil para enlazar la eugenesia a la moral del amor y el matrimonio, a la masculinidad y a la nación, aunque, como veremos más adelante, donde quizá dio más frutos este asunto, tras la guerra, fue en el terreno de la Psicología, que también se incorporó a esta polémica sobre el Don Juan y la seducción. Nubiola Espinós (1950), un ginecólogo catalán, en su conferencia «Comentarios biológicos sobre el donjuanismo» en el seminario de Literatura Española dirigido por Castro y Calvo de la Universidad de Barcelona, se hacía eco de la obra de Gina Lombroso, hija del cultivador de la antropometría, cuya obra I vantaggi della degenerazione, publicada en 1904, seguía la estela degeneracionista de su padre, es decir, la defensa de que el control de la descendencia según lo preceptos de la ciencia eugenésica contribuiría a frenar la «degeneración social» (Peset 2001). Sus libros L’Anima della donna y La donna nella vita, publicados a inicios de la década de los veinte –la primera editada en España en 1926–, tuvieron unas ocho reediciones en varios idiomas, inlcuido el español, hasta 1962, lo que da cuenta del interés por difundir su obra. Gina Lombroso Ferrero puede considerarse una de las fuentes, aunque no la única, del modelo católico de mujer que se venía fraguando en varios países europeos desde el siglo xix, así como una detractora del feminismo y defensora de la infelicidad que comportaría para las mujeres abrazar este tipo de libertades (Lombroso Ferrero 1997). En las primeras décadas del xix ya se había teorizado, desde el catolicismo, sobre las

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peculiaridades sentimentales de la feminidad, la idea del alma femenina (distinta y complementaria a la del hombre) se extendió en la Europa posrevolucianaria como si la-mujer constituyera un almacén de recursos para la civilización. La idea se articulaba bien con el Romanticismo y el armonioso ideal del amor, el «sentido de dar» y la idea de que la-mujer representaba el altruismo que quedaba plasmado en la defensa a favor de la adecuación femenina para determinadas profesiones dirigidas al cuidado ajeno. Estas ideas sobre «ser del otro, por el otro y a través del otro» también formaban parte del ideario existencialista y, junto con su versión católica, que consideraba el talante afectivo de «ser para el otro» una muestra de una relación privilegiada con Dios, acabaron conformando la esencia de lo femenino. Esta máxima católica apoyada en la defensa de la capacidad de sacrificio de la naturaleza femenina, también fue recogida por la teóloga y novelista alemana Gertrud Le Fort (18761971), citada con frecuencia por el papa Pío XII en sus escritos hasta su muerte en 1958. No resulta extraño que estas ideas, quizá a través de los escritos del pontífice, influyeran en los sectores católicos españoles dadas sus simpatías por Franco, a quien premió con el Gran Collar de la Orden Suprema de Cristo en 1954.13 El ginecólogo Nubiola encajaba amor y eugenesia racial consiguiendo una perfecta justificación del ideal del «príncipe azul». La mujer, según Nubiola entendía las tesis de Lombroso, elegiría a «quien estima por encima de ella misma y del que busca la compenetración moral e intelectual hasta el punto de olvidar el mundo entero por su amado» (1950: 58), pues el sentimiento del amor derivaba de «la condición biológica de los seres vivos respecto del buen cumplimiento de las funciones de la reproducción de la especie» (ibíd.: 60). No era el único argumento biologicista en la versión del amor que proporcionaba Nubiola en su conferencia, pues la glándula hipofisaria, siguiendo las ideas del también ginecólogo Botella Lluisá, sería fundamental en el estímulo de la sexualidad presente en el amor. Al menos el ginecólogo, en su versión del amor, hablaba sobre la necesaria sexualidad en la pareja, e inspirado por ideas de un clásico del pensamiento médico español tradicional, José de Letamendi (1828-1897) subrayó la importancia de combinar «amor supradiafragmático e infradiafragmático». Pero esta mélange de ideas para explicar el amor no cohibía a Nubio13. Véase De Giorgio (1993: 167 y 197).

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la a la hora de rechazar la igualdad entre los dos sexos, y dogmatizaba «Un equívoco tan frecuente como lamentable, tanto en materia intelectual como sexual, deriva de considerar a los dos sexos en plan de igualdad» (Nubiola Espinós 1950: 61). Quizá merezca la pena detenerse en el uso tan adulterado que hacía Nubiola de un texto del escritor francés André Maurois (1885-1967) que conviene destacar en nuestra historia pues planteaba cuestiones bastante rompedoras con los gustos que parecían tener los médicos de la época. Nubiola citaba a Maurois por su defensa del amor, en su formato pasional, como si esta emoción consistiera en una especie de virus que «difundiéndose con rapidez conmueve todo el organismo y lo perturba» (1950: 50). La fuente de inspiración de Nubiola quizá fueron las conferencias que dictó André Maurois (1944), en 1936, invitado por el Conferencia Club, una asociación cultural barcelonesa patrocinada por Francesc Cambó desde los años veinte y presidida por Isabel Llorach, heredera de las aguas medicinales Rubinat-Llorach. Las charlas fueron recopiladas en el libro Cinco aspectos del amor que, por sus varias reediciones, debió de estar bien visto desde el régimen (1941, 1942 y 1944). Nubiola pasó de manera superficial por una obra a la que quizá la crítica literaria preste atención en el futuro. Para lo que nos interesa aquí, merece la pena destacar algunas cuestiones que, en gran medida, coinciden con visiones analíticas contemporáneas sobre esta emoción y disienten con las ideas normativas de la época. No era Maurois, como afirmaba Nubiola, quien defendía la idea del amor como enfermedad irremediable, sino Marcel Proust en Un amour de Swan; precisamente, Maurois rechazaba la idea del amor como predestinación y defendía que el enamoramiento era un sentimiento «anterior a la elección de un objeto» (1944: 164). En su recorrido por el amor en cinco novelas de la literatura francesa, defendió que esta emoción era una construcción histórica; en gran medida, un producto literario («Los mismos deseos, según los tiempos y las filosofías, motivan ideas y formas de sentir prodigiosamente diversas», «[…] la novela es la que ha creado, ni más ni menos, el sentimiento del amor como lo conocemos y lo experimentamos» [ibíd.: 15-16]). Pero, además, planteaba la transformación que del siglo xvii al xix se había operado, de una «filosofía objetiva» del amor, como él la llamaba, o, podríamos decir, de una visión realista del amor –el amor existe y nos sucede– a una «filosofía subjetiva» que entendería el amor como algo que «solo existe

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en nosotros mismos», una creación de la psicología humana. Esta visión psicologicista o subjetiva del amor, como veremos, también circulaba en la prensa popular femenina que analizaré más adelante, y tuvo profundas repercusiones a la hora de comprender y manejar esta emoción, especialmente para las mujeres. Precisamente en relación al impacto de estas transformaciones históricas sobre las mujeres, merece la pena destacar su análisis de la novela del siglo xvii La Princesa de Cléves, de Madame de La Fayette (1634-1693). Maurois no solo destacaba la importancia de factores sociales y económicos en la producción del amor romántico, también establecía los lazos entre los cambios sociales, vinculados a la ociosidad, y la sentimentalidad que la historiografía más reciente ha venido destacando («Madame de La Fayette fue la primera en pintar lo que podríamos llamar una sociedad de ociosos y en describir la extrema delicadeza de los sentimientos que puede haber entre hombres y mujeres de alma noble cuando no tienen otras preocupaciones que las del amor» [1944: 43]). Además, rescató la interpretación proporcionada por una amiga de Anatole France, publicada en una de las ediciones, para quien, en la mujer virtuosa, el honor y la virtud serían una forma de resistir a la primacía del amor, un consuelo que atenuaría el remordimiento de no haber amado y que colocaba al amor en un lugar secundario en la economía emocional. Pero, sobre todo, Maurois estaba convencido de que en las novelas se aprendían las mejores lecciones sentimentales y que eran las mujeres las más proclives al fantaseo literario. Esta idea de la susceptibilidad de las mujeres a la literatura fue un argumento misógino recurrente con el que nos encontraremos más adelante, cuando analicemos el miedo a la-mujer-moderna de algún psicólogo español de la época. Para Maurois, también, la romántica era una mujer insatisfecha «descontenta con lo que la vida le ofrece, busca refugio en un destino imaginario [...] Están sugestionadas de tal forma por el amor romántico, que cierran los ojos al amor real, el amor que les proporciona la felicidad» (1944: 143-144). Tras el respiro de la obra de Maurois, que sorprendentemente circuló en tan mezquina década, volvamos a lo que fue el discurso dogmático extendido entre los médicos. Argumentos científicos sobre las bases biológicas del príncipe azul ya habían sido defendidos unos años antes de que Nubiola impartiera su conferencia. En 1944, Linares Maza, director de la Clínica Psiquiátrica Militar de Málaga, planteó

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otro hilo del debate sobre el amor en la pareja al vincular la elección amorosa a los «instintos». Antes de continuar con las ideas de psiquiatras y médicos españoles, merece la pena clarificar el contexto cultural más general del debate que se estaba suscitando alrededor de la idea de «instinto». Tal y como se define en la actualidad en la Wikipedia española, un diccionario al que recurro por su uso popular, se trataría de «comportamientos automáticos de una especie que no necesitan ningún entrenamiento, repetitivos, irresistibles e inmodificables, provocados por estímulos del medio» o, en otros términos, como curiosamente señala el Diccionario de la RAE, se trataría de «pautas de reacción que, en los animales, contribuyen a la conservación de la vida del individuo y de la especie (instinto reproductor)», y que, en los seres humanos, haría referencia a un «móvil atribuido a un acto, sentimiento, etc., que obedece a una razón profunda, sin que se percate de ello quien lo realiza o siente».14 Podría decirse, según estas definiciones en uso, que «instinto» hace referencia a un comportamiento animal automático, adquirido evolutivamente, así como a un comportamiento humano procedente del mundo inconsciente o profundo y de carácter inmodificable. Estas definiciones, tal y como en la actualidad están recogidas en nuestro lenguaje, encierran un largo proceso histórico y su uso cultural es aún complejo. Con frecuencia se utilizan argumentos sobre los instintos, aun en la actualidad, para aproximar y explicar el comportamiento humano en función del animal, y afirmar que son el resultado de conductas adaptativas para una especie y que se nace con ellos para poder actuar con rapidez en determinadas situaciones sin necesidad de

14. La definición actual de instinto en la Wikipedia en español ha sido recientemente modificada (última lectura: 10 de junio de 2010), mostrando en el texto un rechazo de las versiones más biologicistas y una defensa de que los humanos carecemos de instintos idénticos a los animales. Sin embargo, en la versión en inglés se conserva la idea de que «instinto es la inclinación inherente de un organismo vivo hacia un comportamiento particular» («Instinct is the inherent inclination of a living organism toward a particular behavior»). Un rastreo del debate registrado en la elaboración de la voz en castellano indica que la discusión sigue abierta entre nuestra similitud con los animales o nuestra lejanía por razón de la cultura y la consciencia. Véase y . La definición que proporciona la Real Academia puede localizarse en .

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que esas reacciones tengan que ser aprendidas, es decir, modificadas o producidas por la cultura. De manera que «los instintos» serían algo así como un «dispositivo cultural», término foucaultiano que utilizo no para sofisticar mi lenguaje sino por su utilidad para dar idea de conexión más que de causa, de simultaneidad más que de secuencialidad en los diversos usos del término «instinto» que veremos en las siguientes páginas. Un dispositivo, a la manera que lo usó Foucualt, hace también referencia a la heterogeneidad de los saberes y a la forma en la que estos quedan ensamblados. De manera que la exploración de estos dispositivos –como el de la sexualidad que estudió Foucault– sería como la lectura de un libro de notas desorganizado sobre un proyecto social complejo relacionado con el poder (Deleuze 1988). En nuestro caso, como veremos, el efecto cultural del dispositivo histórico «instintos» sería el de tratar de «naturalizar» el comportamiento humano para descartar el influjo de lo social o aprendido y, sobre todo, dotarlo de un carácter inmodificable y excluido de toda posibilidad de cambio social. Al tratar de explicar el amor entre humanos como un comportamiento instintivo se sellan, gracias al recurso a la biología natural y a nuestro parentesco animal, muchas de las ambivalencias que suscitan las emociones amorosas. Desde el siglo xix la búsqueda de una explicación de los instintos, como forma particular de caracterizar el comportamiento, ha tenido una larga y compleja historia científica en campos tan diversos como la fisiología, la psicología y el psicoanálisis, las neurociencias o la etología contemporáneas. Este largo debate puede quizá explicarse porque «el instinto» se sitúa en el centro de dos polémicas de profundas implicaciones culturales. Me refiero, por una parte, al debate sobre la distinción entre naturaleza (lo que nos viene dado por la biología) y cultura (lo que aprendemos o incorporamos de la sociedad y la cultura) y, por otra –aunque íntimamente vinculado–, a la distinción entre comportamiento humano y animal. A pesar de tratarse de un debate central para nuestra propia cultura occidental –o precisamente por ello–, no parece aún existir un estudio que compile las diversas tramas científicas de la controversia y nos permita comprender en profundidad su desarrollo. Aunque mi objetivo no sea emprender aquí su análisis en profundidad, trataré de proporcionar algunas claves que nos permitan entretejer el amor con el marco más general de la polémica sobre los instintos. Me limitaré a esbozar las conexiones entre el dispositivo

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cultural «instinto» con el sujeto emocional (mujer y hombre), enunciadas tanto con ideas biológicas, vinculadas a los genes o a las hormonas, como con formulaciones menos materiales proporcionadas por la teoría freudiana. Trataré, por tanto, de entrever las intrincadas relaciones entre los itinerarios de pesquisa sobre el amor que en un principio expresé de forma separada –el cuerpo biológico, la psique y el performance corporal– al comienzo de este capítulo, como guía de mi narración, pero que, como iremos desentrañando, urdieron una trama de relaciones. Unos comentarios breves basados en indagaciones históricas previas me permitirán proponer un bosquejo para comprender el dispositivo «instinto» y luego abordar el debate peculiar tal y como se desarrolló en la España de posguerra. Según ha planteado Burnham (1974), desde la tradición aristotélica se venía creyendo en la clara separación entre instintos animales y pasiones humanas. Esta nitidez empezó a desdibujarse hacia finales del siglo xix, cuando se reactivó el debate entre las ciencias del momento. Así, para cualquier persona que se considerara neolamarkiana, la historia de la vida de un organismo podría transmitirse a su descendencia, aunque esto no podría extenderse a los seres humanos. August Weismann (1834-1914) cambió la dirección de la polémica, pues con su teoría del plasma germinal –una especie de protoidea del ADN– proporcionó las claves para aplicar la herencia de lo adquirido, también, a los seres humanos. De hecho, parece que el énfasis puesto en la relevancia de los instintos en el desarrollo infantil contribuyó a enlazar el comportamiento animal y el humano como un continuo (Noon 2005). La cuestión de los instintos adquirió relevancia porque, en este marco científico, representaban algo así como un rasgo humano, eterno y distintivo, de base racial y no tanto de base medioambiental, como defendían los neolamarkianos (Johnston 1995). A partir de Weismann se habría espoleado la controversia sobre la distinción entre herencia cultural y naturaleza humana heredada y, en las primeras décadas del siglo xx, se elaboraron auténticos inventarios de instintos que, en gran medida, proporcionaban explicaciones biológicas a diversas cuestiones sociales. Para Burnham (1974), los trabajos del psicoanalista L. L. Bernard, habrían puesto freno a esta instinto-manía descriptiva, aunque no se trata de un tema culturalmente acabado, pues los instintos son moneda de uso aún corriente en nuestra comprensión presente del comportamiento emocional.

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Con la teoría psicoanalítica, como hemos visto por la definición de nuestros propios diccionarios actuales, la idea de «instinto» incorporó también la representación de lo más auténtico y desconocido del comportamiento humano, lo que procede del inconsciente o lo profundo en el sujeto y la subjetividad o, más específicamente, de la «pulsión o deseo». Estas dos versiones del instinto, la biológica y la psicológica, se fueron progresivamente separando, a partir de la década de 1920, aunque la terminología en español permita, quizá más que en otros idiomas, confundir con facilidad la distinción entre instinkt o instinct (instinto) y trieb o drive (deseo). Aunque aún abierto a debate, podemos recapitular diciendo que la formulación freudiana de «instinto» quedó articulada gracias a un sistema tejido con la experiencia de sus pacientes sobre la sexualidad, su participación en una tradición médica que concedía gran importancia a la herencia familiar del carácter y el temperamento, su creencia en que los instintos no solo eran patrimonio exclusivo animal sino también humano, y los estudios sobre los efectos de estos instintos, sobre todo los sexuales, en las enfermedades neurológicas estudiadas en su época. En este entramado explicativo sobre los elementos biológicos contenidos en las ideas freudianas de instinto y subjetividad, el trabajo de Steedman (1995) me ha proporcionado nuevos elementos, creo que de interés, para comprender este puzle cultural que conforma nuestra comprensión contemporánea del amor y las emociones. Esta autora ha mostrado cómo la conceptualización del «inconsciente», un elemento casi tan incuestionable para nuestra autocomprensión como los instintos o la digestión, en algunos sectores culturales contemporáneos, ha supuesto en nuestra cultura un vínculo conceptual entre lo individual y lo colectivo, de manera que, como la propia autora titula, el inconsciente se habría formulado como una especie de mundo vuelto hacia el interior. Freud habría utilizado en su elaboración ideas de la teoría evolutiva sobre el cambio, la extinción, el desarrollo, el tiempo y la muerte, ideas procedentes de la teoría celular que tomaban la célula como una especie de metáfora de la mente, concepciones sobre la infancia como epítome del desarrollo general y una forma peculiar de formular el tiempo, así como nociones de la historia y sus correlatos de crecimiento, tiempo y muerte. De manera que la idea psicoanalítica de «sujeto» se fue formulando construyendo la historia de un pasado inaccesible en la vida de las personas y, en esencia, vinculado

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al amor y la sexualidad. Lo que no plantea Steedman de forma explícita es la influencia del colonialismo en la teoría freudiana, aunque el propio espacio doméstico de Freud en Viena, hoy convertido en museo, estuviera cargado de objetos procedentes de colonias africanas. Sobre todo en su obra Tótem y tabú, de 1913, Freud formuló el paralelismo entre el primitivismo de pueblos indígenas «poco civilizados» y actitudes emocionales infantiles o neuróticas. Estas ideas coloniales, moneda corriente en su época, configuraron su concepción de subjetividad planteada como un ensamblaje de elementos centrales (el inconsciente) cargados de elementos primitivos en términos ontogénicos (desarrollo) o filogenéticos (evolución). Es cierto que Jacqueline Rose (1999) ha sugerido una manera más «productiva» de pensar en este aspecto de la obra de Freud, pues la mente primitiva (como la infantil o la neurótica) también podría representar maneras diversas de acceder a diversos estratos de la mente. Pero las ideas sobre el «primitivismo», que subrayaban la irracionalidad y religiosidad de los considerados «incivilizados», y que fueron desarrolladas por Lucien Lévy-Bruhl (1857-1939) en su influyente texto La mentalidad primitiva (1922), estaban presentes en Freud y desde luego fueron utilizados en la España de posguerra, también para caracterizar ciertos rasgos de la feminidad como veremos más adelante. El dispositivo cultural «instinto» tuvo versiones más materiales y biológicas que ligaron las denominadas tendencias naturales e involuntarias de cada persona a la herencia genética. El vínculo instinto-gen fue defendido por algunos fisiólogos alemanes, considerados artífices de las bases científicas del nazismo, como Ernst Haeckel y Heinrich Ziegler (Gastan 1971). Estas ideas sobre la herencia de los instintos aplicada a los comportamientos humanos también fueron utilizadas por Konrad Lorenz (1903-1989) –con implicaciones importantes en la Alemania de los años 30, cuando se fraguaba el nazismo–.15

15. En un artículo aparecido en 1940, Lorenz escribió: «El material humano socialmente inferior puede penetrar y destruir el saludable cuerpo de la gente». Al parecer, Lorenz se desdijo de estas afirmaciones cuando recogió el Premio Nobel de Medicina y Psicología en 1973, otorgado por sus investigaciones etológicas y sus aplicaciones psiquiátricas y psicosomáticas: «Siento profundamente haber dicho esto. Ahora tengo criterios completamente distintos respecto al nazismo», dijo Lorenz (. En España, las ideas de Lorenz fueron difundidas mediante libros y documentales sobre todo en la década de los 70. 16. Véase la web de Helen Fisher: . 17. Véase .

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quiatría del destino») de Lipot Szondi (1893-1986). La psicología cultivada por Szondi, puede considerarse una contribución a la psicología de la desviación (Machuca 2005), es decir, a lo que Terry y Urla (1995: 2) denominan «desviación corporalizada» («embodied deviance»), una creencia histórico-cultural en la que un comportamiento considerado socialmente desviado se manifiesta en la materialidad del cuerpo como causa, efecto o traza del comportamiento. Para el psiquiatra español, las propuestas de Szondi componían una «amplia psicología de los instintos», una «psicología del destino» a la que consideraba un tercer componente de la denominada «Psicología profunda», que incluía la existencia del inconsciente. Según el boceto de psiquismo humano que elaboraba Linares, mientras que el inconsciente personal habría sido la elaboración de Freud, el familiar sería el desarrollado por el análisis del destino de Szondi y el inconsciente colectivo, fruto de la Psicología de los complejos de Carl Jung. Según el psiquiatra español, Szondi había planteado que cada «polaridad instintiva» iría unida a un gen de la pareja de genes y, por tanto, la Psiquiatría sería la ciencia de las enfermedades instintivas. En esta clave explicaba también Linares el «instinto sexual» aunque trazaba diferencias, dentro de la especie humana, entre mujeres –cuyo instinto sexual vendría marcado por la tendencia primaria a la ternura y el impuso maternal–, y los varones –cuyo instinto sexual incluiría las tendencias sádica y masoquista–. Estas formas instintivas asentadas en los genes, es decir, en la herencia, según fueran normales o patológicas, serían la base material de la personalidad. Por ejemplo, una forma normal masculina sería: viril, activo, padre y con dedicación a profesiones como conductor, leñador, carnicero o luchador. Lo que resulta de interés particular, por ser una idea que aún se maneja en nuestra cultura, es que, según Linares interpretaba a Szondi, en las mujeres el «instinto sexual» normal se manifestaría como «ternura y amor por una determinada persona» [subrayado por el autor] […] forma de satisfacción normal del factor instintivo humano de la sexualidad femenina dentro del instinto sexual» (1949: 280). Es decir, que mientras en el varón el «instinto sexual» podía entenderse como una cuestión al margen de la afectividad, en las mujeres solo encontraba expresión a través del amor, o viceversa, el amor era la normal expresión en las mujeres del instinto sexual, ideas que procedían de un largo discurso filosófico, de autores como Fitche o Schopenhauer, elaborado a lo largo del siglo xix (Fraisse 2001). Si no era amor, el instinto

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sexual de las mujeres se convertía en algo patológico, convirtiéndose en comportamientos «desviados», como la homosexualidad, la estafa o la prostitución. Para las décadas que nos ocupan fueron importantes las tesis de Lipot Szondi por el vínculo que permitían establecer, a algunos de sus lectores, entre instinto básico o fisiológico (biología) y pulsión o deseo (psicología), además de consolidar el pensamiento médico tradicional sobre la influencia de la herencia familiar en el comportamiento y el carácter, y la genética. Para Linares, correspondía a Szondi «haber demostrado que esos genes recesivos latentes son el fundamento material de las importantes energías instintivas que alimentan el inconsciente familiar» (ibíd.: 278). Es decir, que los genes recesivos tendrían una importancia crucial para el «destino» humano, pues esos instintos recluidos en los genes dirigían las decisiones en la selección de objetos amorosos u otras cuestiones relevantes en la vida (ocupaciones, enfermedades o formas de muerte). Por tanto, el «genotropismo» de Szondi no era más que un plan de vida predeterminado que guiaba las elecciones humanas y en particular las de pareja. La noción de «homogamia» de Szondi era de interés para las ciencias del amor que difundía el médico español al definir que la selección de pareja por las similitudes estaba determinada por la biología (los genes latentes o recesivos). El propio Linares subrayaba las similitudes de esta teoría con algunas concepciones populares muy extendidas en la cultura española y aún sorprendentemente actuales, y comentaba, «Sobre esto quisiera también recordar dos conocidos proverbios españoles, uno es “Dios los cría y ellos se juntan” que contiene claramente la intuición popular sobre “afinidades electivas” entre seres semejantes, y el otro “Dime con quién andas y te diré quién eres”». Linares veía de gran utilidad el test proyectivo de personalidad elaborado por Szondi (test de Szondi), para identificar a las parejas adecuadas. Esta prueba psicológica estaba basada en fotografías obtenidas a finales del xix sobre personas con diversas etiquetas clínicas o «desviaciones» –hermafroditas o bisexuales, homicidas, personas con epilepsia o histeria, depresión, paranoia, catatonia o maniacos e hipomaniacos– expresadas en su apariencia y aspecto físico concreto. La aplicación de este test de personalidad tuvo su auge en las décadas de 1950 y 1960, comenzando a decaer su uso a partir de la década de los setenta. Publicado inicialmente en 1947, el test se traduce y edita a di-

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versas lenguas. No resulta extraño su éxito pues, al fin y al cabo, se trataba de un anhelo del biologicismo psiquiátrico de la época, el de conseguir establecer una base biológica del carácter y de la enfermedad mental. Marvin W. Webb, en la introducción al texto The Szondi test. In diagnosis, prognosis and treatment, publicado en inglés en 1959, destacaba el mérito de Szondi: «Él ha situado el hasta ahora oculto concepto de destino humano sobre una base médica y psicoanalítica mediante su investigación, la estructura, el diagnóstico, pronóstico y la terapéutica del comportamiento humano, puede determinarse con un grado de precisión hasta ahora desconocido» (Szondi/Moser/ Webb 1959: viii). Se trataba de un test de psicodiagnóstico basado en el proceso de elección y, en cierta forma, a medio camino entre las dicotomías tradicionales materialistas/psicoterapéuticas, tal y como Webb señalaba. Según las teorías que parecían sustentar su utilidad, el sujeto sometido al test elegía determinadas fotografías de manera que, en función de una «genic relationship» (una selección fisiognómica-instintiva la llamaba Linares), «la persona representada por la fotografía elegida, sufre de un trastorno psiquiátrico (o caracterológico) que también es inherente a la propia genealogía familiar del sujeto» (ibíd.). Cada individuo, por su predisposición «génica» y por procedimiento asociativo, elegía las fotos de personas que por sus rasgos físicos evocaban un factor caracterológico específico de su familia. En la base del test estaba por tanto la fisiognomía o (morfopsicología), un conocimiento biométrico, considerado como científico, que ha tratado de vincular el aspecto externo humano, como los rasgos de la cara, a la personalidad y que estuvo muy en boga en los círculos científicos de la España franquista.18 La vinculación de los rasgos faciales a la locura tiene una larga trayectoria científica en las ciencias médicas, primero ejemplificadas mediante pinturas y, más tardíamente, a través de fotografías. A lo largo del siglo xix estas ideas cobraron auge con la publicación del texto de Darwin The Expression of Emotions in Man and Animals (1872). En España, las teorías fisiognómicas vinculadas a los instintos y a la personalidad se difundieron, en la década de los cuarenta, en diversas 18. Sobre la fisiognómica pueden leerse los estudios de Caro Baroja (1988) y Bordes (2003). Aún hay practicantes de este tipo de psicología, véase .

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monografías como las del alemán Walter Alispach (1908-1998),19 El instinto y los impulsos en la fisonomía (1946) o El carácter y la estructura nasal, que contenía claros planteamientos racistas sobre los judíos, y fueron traducidas por el filósofo Antonio Álvarez de Linera, profesor también de la Escuela de Estudios Penitenciarios.20 No debe tampoco extrañar este vínculo, pues el propio test de Szondi (1970) tuvo numerosas aplicaciones forenses para la detección de la criminalidad (Sabater Sanz 1972). Aún en la actualidad la fisiognomía sigue siendo un área importante de investigación en Psicología.21 Las ideas jerárquicas evolutivas inspiraban la explicación «instintiva» de las emociones de forma muy diversa. Así, el psiquiatra Antonio Vallejo-Nájera, en su Tratado de Psiquiatría (1949: 163-164), estableció, por ejemplo, otro insólito vínculo de los instintos, esta vez con los sentimientos. De manera que, en la ambigua y poco esclarecida lectura que hacía de las investigaciones de William James (1884) –fundamento de gran parte de las ideas e investigación sobre la fisiología de las emociones en el siglo xx, como señalé al principio–, refutaba la distinción que atribuía a James entre sentir (sentimiento) y actuar o comportarse ante un objeto (instinto) pues, para Vallejo, la expresión somática de los sentimientos podía hacerlos indistinguibles. Vallejo establecía, sin embargo, una distinción entre sentimientos y emociones en función del grado de complejidad de lo percibido, estas más complejas y aquellos más simples. Pero quizá lo que más interesa destacar es su biologicismo, aún basado en los ya caducados planteamientos neohipocráticos, y su creencia en que el «temperamento» y los biotipos de Ernst Kretschmer (1888-1964), marcaban los comportamientos emocionales, por ello afirmaba que «en la vida afectiva desempeña importante papel el temperamento, puesto que éste representa y señala la orientación afectiva general característica de cada individualidad y sus modos de reacción afectiva permanente y preferidos, en relación con su especificidad humoral y nerviosa» (ibíd.: 165). Como otros autores de la época, Antonio Vallejo defendió la su19. Al parecer, Alispach recogía los trabajos de Carl Huter (1861-1912) . 20. Véase una breve reseña biográfica en , tomada de Gonzalo Díaz Díaz, Hombres y documentos de la filosofía española. Madrid: CSIC. 21. Véanse si no los trabajos de Leslie Zebrowitz: .

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perioridad emocional de los varones en razón de una supuesta escasa influencia de los sentimientos en sus decisiones, de manera que, junto a los «débiles mentales» y «las masas», las mujeres serían más influenciables. Resulta de interés particular el término «complejo afectivo» que proponía Vallejo pues, como veremos más adelante con más detalle, la etiqueta médica «complejos» captaba una cuestión que preocupaba socialmente en estas décadas. Así lo planteó Carmen Martín Gaite (2001: 39) quien, en su incisivo acercamiento a la cultura emocional de la época, Usos amorosos de las postguerra española, mencionó con perspicacia la popularidad social del término «tener complejos» y sus muy distintas connotaciones de género. De esta manera, los complejos proporcionaban una fuente de atractivo en la figura masculina, mientras que ser «acomplejada» se percibía socialmente como una cuestión peyorativa y motivo de rechazo social en las mujeres. Aunque volveremos sobre esta cuestión de los complejos cuando analicemos las teorías y críticas a Freud en la elaboración de las ciencias del amor, aquí solo sugeriré brevemente cómo Vallejo también contribuyó, con un enfoque biologicista, a sustentar una teoría médica sobre el término «complejo» que interesa a nuestra historia emocional. Para este psiquiatra, el complejo denotaría una afectividad anormal, «viene a ser el complejo una especie de espina psíquica en que se convierten las vivencias, en especial las desagradables, que ni se pueden olvidar ni se transforman útilmente». Siguiendo el símil eléctrico, y la formulación desde las viejas teorías de la irritabilidad, el complejo mantendría «una excitación afectiva» porque «no se elabora la vivencia desagradable, originando toda suerte de explosiones afectivas» (ibíd.: 169). Según exponía Vallejo, en 1949, el «complejo» combinaba una explicación electromecánica junto a las tesis de la irritabilidad con una explicación psicologicista –quizá más próxima a las formulaciones sobre el trauma que hiciera Freud en sus comienzos–, basadas en la concepción neurológica de la histeria como respuesta a un irritante interno.

Taxonomías misóginas de la feminidad y feminidades rebeldes Como hemos visto, la comprensión de las emociones en relación a la pareja y el matrimonio y la teoría sobre la complementariedad de

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los sexos se entretejieron con el «dispositivo cultural» instinto, una formulación que articularon varias ciencias. Además de los instintos, otras teorías científicas, acordes con la ideología del régimen, vinieron a confirmar la construcción de la complementariedad y del ideal de lo «femenino» como emotivo, irracional y acomplejado. En realidad, los instintos puede considerarse un «dispositivo» al servicio de otro de mayor calado como es la construcción de la idea de feminidad. Julia Varela (1997) ha planteado la oportunidad de este término porque permite conocer mejor las negociaciones y resistencias, los procesos de mediación y repliegue del poder, así como reconocer que el poder actúa en forma de red, vinculando territorios en apariencia inconexos. Por tanto, hablar de “dispositivo de feminización” permitiría neutralizar las naturalizaciones de lo masculino o lo femenino que, como venimos viendo, encontraron en las ideas sobre el amor un territorio significativo (Varela 1997: 233). Uno de los despliegues del dispositivo fue la caracterización de una serie de taxonomías de la feminidad que quedó definida en un campo cercado por estas etiquetas de clasificación. Las taxonomías que iré describiendo, como veremos, trataban de cerrar el campo de lo posible para las mujeres. Encontrando no solo una formulación macrodiscursiva que dotaba de contenidos a los términos utilizados sino, también, como trataré de mostrar usando una fórmula de inscripción que así lo resalta, también se codificaron en un plano microdiscursivo caracterizando una serie de clichés repetitivos para definir en qué consistía la esencia de «la-mujer». Estas taxonomías pueden considerarse «heterodesignaciones» en el sentido que lo plantea Celia Amorós,22 es decir, herramientas del poder patriarcal con las que, al interiorizarlas, las mujeres tomamos una determinada conciencia normativa de nosotras mismas que ha sido formulada desde los intereses del poder en lugar de como parte de una búsqueda propia. Para los psiquiatras vinculados a las ideas directrices del régimen, en la primera mitad de la década de 1940, lo importante no era solo construir el modelo de la complementariedad para justificar la pareja ideal, sino para potenciar el amor maternal y favorecer las políticas

22. Véase la clarificadora entrevista de Rodríguez Carreño, García Mayo y Escolar Martín (2006) a Celia Amorós.

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poblacionistas. No olvidemos que el arquetipo de feminidad, es decir la etiqueta o taxonomía, de la-mujer-madre no solo estaba vinculada a intereses poblacionales de base económica, sino que también tenía una vertiente simbólica esencial para el régimen. El vínculo de la figura materna con la nación apareció de forma muy temprana en el franquismo y fue muy difundido en populares libritos como España es mi madre, del jesuita Enrique Herrera Oria, un panfleto en extremo fascista dirigido a la educación infantil en los valores patrióticos del régimen y en el que la nación (la patria) estaba encarnada en la figura de la madre.23 Así que en defensa de la fórmula materna de feminidad se arremolinaban normas, símbolos nacionales de regeneración y religiosos de recristianización, discursos médicos y educativos, intereses económicos y proyectos institucionales del régimen como el Auxilio Social, en un orden antimoderno en el que convergían sectores católicos y de Falange (Ruiz Franco 1997). De esta manera, a través del amor, se fundía toda una política emocional que trataba de encerrar en la misma celda el ideal de mujer y de nación.24 Además, esta fórmula era una manera discursiva de afrontar una realidad social, el alto índice de abortos, pues según las propias cifras oficiales se producían dos abortos (naturales y provocados) por cada cuatro nacimientos, siendo esta una de las causas que inspiró la ley de 24 de enero de 1941 sobre «protección de la natalidad y contra el aborto».25 Este modelo de la-mujer-madre se difundía, como una tela de araña a través de diversos sectores culturales, de manera que las revistas femeninas en gran medida transmitían el modelo tradicional de la mujer como bastión de la moralidad. Estas representaciones también fueron evolucionando y, hacia la década de los sesenta, los modelos normativos difundidos en las revistas para mujeres se fueron acomodando al ideal de la-mujer-compañera, adecuando la visión tradicional

23. Véanse las reflexiones de Hilari Raguer sobre estos modelos de educación «patriótica» en relación a la reedición del Catecismo patriótico de Menéndez-Reigada y España es mi madre, del padre Enrique Herrera Oria, en «Educación para la ciudadanía franquista, Tribuna», El País (edición electrónica), (10/01/2008). 24. Sobre las políticas emocionales en relación a la nación puede leerse a Sarah Ahmed (2004). 25. Cenarro (2006), Barrachina (2003).

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a la nueva realidad socioeconómica y a la expansión del consumo, aunque sin cuestionar el orden establecido (Muñoz Ruiz 2006). No resulta extraño, pues, que desde muchos sectores franquistas, incluidos los que estaban representados en los discursos médicos, se rechazaran las otras «feminidades modernas» que pudieran representar las mujeres que difundía la literatura y, quizá aún más influyente, el cine de Hollywood. Aunque el régimen lo censurara, el cine norteamericano registraba las máximas audiencias y no solo era admitido, sino bienvenido, porque las licencias para el visionado de cine permitían financiar las producciones españolas. De hecho, el número de películas norteamericanas exhibidas siempre superó a las de otros países, incluso en 1941, momento álgido del expansionismo nazi. Este cine proporcionó personajes femeninos encarnados por Ingrid Bergman o Rita Hayworth y títulos como Recuerda o Gilda, que fueron motivo de homilías y amenazas de excomunión tras su estrenos en 1945 y 1946,26 pues fueron percibidas como un ataque a la-mujer-madre promovida por el régimen, el puritanismo católico y la antimodernidad. El arquetipo construido en la tradición inventada del franquismo con idealizaciones procedentes de novelas clásicas como La perfecta casada de fray Luis de León, o de figuras históricas como Teresa de Jesús o Isabel la Católica, ya fue defendido desde 1938 por Pilar Primo de Rivera. El modelo se transmitió en diversos productos textuales dirigidos a un público femenino –desde El Ángel del Hogar a Ilustración femenina– o en producciones cinematográficas nacionales. El estereotipo de la-mujer-madre conllevaba la exigencia de valores relacionados con la moral sexual que no solo se planteaban en los discursos sino que inspiraron medidas legislativas sobre el decoro del vestido o el baile.27 Sin embargo, estos discursos escapaban incluso al control de su propio aparato de producción pues, como ha mostrado Labanyi (2002a y 2002b), hasta las películas propagandísticas contenían una considerable complejidad en relación a las posibles lecturas e identificaciones que podían extraer las audiencias sobre los roles de género. También el cine de folclóricas o el histórico –como se viene replanteando recien-

26. Gubern y Font (1975), Gubern (2009: 192). 27. Sobre estos modelos de mujer y su uso en el franquismo pueden leerse Guy (1984), Maza Zorrilla (2006), Di Febo (1988 y 2006a). Ruiz Franco (1995 y 2007) analiza las diversas medidas legislativas que afectaron a las mujeres.

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temente desde perspectivas renovadoras–, proporcionaba una serie de heroínas mitificadas y destacadas en la cartelera por delante del personaje masculino y cuyo dinamismo y expresividad emocional hacía más atractiva la identificación para las audiencias, de manera que cambiaron el rumbo del flamenco, que dejó de ser un universo estrictamente masculino para una audiencia de «señoritos». Pero, sobre todo, para lo que nos interesa aquí, las estrellas protagonistas de este cine tan popular representaban fórmulas de feminidad alejadas del paralizante modelo normativo.28 Las normativas, es evidente, no lograban sujetar la complejidad de la sociedad española de posguerra y encerrar a las mujeres en esos modelos retrógrados de feminidad que estaban defendiendo los médicos, como muestran los testimonios gráficos de fotógrafos de la época como Joan Colom en su retrato de la exuberante marginalidad del barrio barcelonés del Rabal, o Cas Oorthuys con su variopinta exhibición del Madrid de 1955,29 con retratos de mujeres universitarias vendiendo la satírica revista La Codorniz en el campus de la Universidad Complutense de Madrid, o peinadas al estilo Audrey Hepburn o, sin ir más lejos, el popular modelo fotográfico de retratos que en la época se asimilaba más a los carteles de promoción de artistas que al modelo puritano de la-mujer-madre o a la imagen de Santa Teresa. La percepción de que la-mujer-moderna del cine, que imitaban y transformaban muchas mujeres españolas, suponía una amenaza era patente en escritos de la Iglesia que se venían reeditando con terquedad, como la obra del mercedario Delgado Capeáns La mujer en la vida moderna, donde se afirmaba: «La mujer “suprarealista” de hoy, de pelo corto, de falda corta, la mujer que juega, bebe, fuma y que no se escandaliza de nada, es de tristes y dolorosas consecuencias para la humanidad».30 Pero no solo en escritos católicos, también en textos como los de Antonio Piga, jefe de la Sección de Medicina Social de la Secretaría Técnica de la Delegación Nacional de Sanidad, se criticaban

28. En relación a este giro interpretativo sobre el flamenco y el papel de las folclóricas pueden leerse Mitchell (1994), Labanyi (2001), Woods (2007) y Rosón (2008). 29. Véase una excelente muestra de las fotografías de Oorthuys en la web . 30. Ob. cit. en Scanlon (1986: 329).

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las ideas románticas como parte del ideario de las mujeres modernas quienes, según Piga, habían convertido el encuentro con el varón en un objetivo de vida. Piga rechazaba el romanticismo, aunque, defendiera a ultranza el matrimonio no por motivos románticos sino para cumplimentar el ideal de la maternidad como objetivo vital y nacional, cuyo referente representaría la Virgen madre. No olvidemos que el ideal de la maternidad, como médula de la identidad de «la-mujer» fue defendido desde décadas anteriores por médicos españoles como Gregorio Marañón para sustentar la complementariedad de los sexos y la reclusión de las mujeres en el mundo doméstico, superando así, en apariencia, el discurso sobre la inferioridad de las mujeres.31 Sin embargo, como es sabido, la desobediencia por parte de las mujeres a este mandato de ser madres era notoria y los nacimientos, a pesar de los discursos y políticas natalistas, permanecieron bajos hasta la década de los sesenta, cuando aún se mantenían en el 21,6 por mil frente al 28,2 que se había alcanzado en los años treinta. Los argumentos científicos insistían en la existencia de un «instinto maternal» –una especie de llamada biológica para ser madres–, y aunque, en la década de los treinta, sobre todo desde agrupaciones de mujeres libertarias, se empezó a defender la idea de una «maternidad consciente», el sector católico y tradicional siguió patrocinando el ideal materno que tuvo continuidad en el franquismo. En las décadas posteriores a la guerra este discurso era muy compacto y estaba entretejido en sectores diversos, como puede verse en la coincidencia de los ginecólogos con las palabras de fray Justo Pérez, en el segundo Consejo Nacional de la Sección Femenina, quien afirmaba: «La mujer en el sentido estricto de la palabra, es maternidad. Este es el camino a seguir de la mujer y especialmente de la mujer cristiana».32 El médico Antonio Piga rechazaba el romanticismo como causante de haber encumbrado a las mujeres ante los hombres, y

31. Puede verse en Aresti (2001) un excelente recorrido sobre las ideas médicas que construyeron la ideología de la feminidad hasta la Guerra Civil, en particular el capítulo cuatro, sobre el ideal de la mujer madre y las páginas 235-247 sobre las diferencias de los sexos que defendió Marañón antes de la guerra. 32. Ob. cit. en Carmen Domingo (2007 :107). Sobre la construcción ideológica del modelo de la mujer madre como ideal hay una abundante bibliografía internacional y específica para el siglo xx español. Una buena síntesis puede encontrarse en Mira Abad y Moreno Seco (2004). Sobre las cifras de natalidad en la época es de cita obligada el texto de Nadal (1991: 140-141).

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añadía a la de «madre» la otra función que haría de las mujeres auténticos ejemplares de la-mujer-mujer (la «verdaderamente mujer»): su sometimiento piadoso al proyecto del hombre, El sentimentalismo romántico, ensalzando desmesuradamente a la mujer [...] llegó a convertirla en un fin exclusivo de la vida del hombre. Olvidó que la mujer es verdaderamente mujer cuando es madre y cuando ayuda en su hogar a la obra histórica y personal del hombre (1944: 14-15).

No fueron los médicos los únicos en plantear la mala influencia del cine norteamericano pues, al parecer, desde los inicios de su difusión en España, aparecieron en la prensa críticas a la americanización que promovía o a la incentivación al consumo.33 También desde la Iglesia católica, sacerdotes como Salicrú Puigvert advertían en 1944 que «El cine es la pendiente fatal por donde se precipitan las sociedades modernas en el vergonzoso caos de todas las degradaciones».34 En general, el amor romántico se criticaba como una idea moderna porque equiparaba a hombres y mujeres en la capacidad de elegir, por suscitar valores competidores con los de la maternidad y ser un obstáculo para los intentos de varar a las mujeres en la educación de la prole y el mantenimiento de valores cristianos. Sin embargo, en otras ocasiones, se ensalzaba si se trataba de distinguir a la mujer ideal de las mujeres consideradas prostitutas, cuya «vida instintiva» las haría incapaces de prácticas amorosas genuinas. Así lo planteaba Francisco Javier de Echalecu y Canino (1946), médico del refugio de Nuestra Señora del Amparo de Madrid, perteneciente al Patronato de Protección a la Mujer, quien en su libro Psicopatología, de 1946, recogía su experiencia en el centro. Según De Echalecu, las prostitutas representaban la vida instintiva y, por tanto, estaban incapacitadas para el amor romántico; así, afirmaba que «Son muchachas mal dotadas, con un predominio de la vida instintiva, con una anulación de la inhibición para el instinto sexual, sin interés, sin emoción, sin romanticismo, su vida es triste e incolora» (1946: 255). Como vengo haciendo en este capítulo, trato de argumentar que la promulgación de una feminidad estereotipada, homogénea y úni-

33. Sueiro (2008) y Álvarez y Montero (2003). 34. Salicrú Puigver (1944: 198), citado por Di Febo (2003: 39).

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ca –como la concepción de la patria en el ideario franquista–, cuyo exponente máximo lo representaba la-mujer-madre, debe relacionarse con el intento de vigilar las múltiples fórmulas de «mujer» (y de «hombre») que existían en la España de estas décadas. Desde Jean Baudrillard (1978), las aportaciones de la postmodernidad a la comprensión contemporánea de las resistencias frente a la dominación nos vienen mostrando que cuanto más obsesivo y pertinaz es el discurso del poder, más profundas son las huellas que deja afirmando la existencia de fórmulas individuales y colectivas de disidencia, pues la obsesión de todo proyecto y discurso social es la vigilancia de las masas. Siguiendo esta idea, algunos trabajos, sobre todo desde el campo de los estudios culturales, no solo han tratado de capturar los avatares de la modernidad española y su contradictoria realidad cultural en la sociedad de posguerra,35 sino que vienen mostrando las diversas «feminidades de mujer» practicadas en una época donde empezaba a emerger una cultura de masas que inspiraba muchas de las transgresiones. En este sentido podríamos afirmar que, frente a modelos normativos, ciertas subculturas de mujeres españolas crearon otras «feminidades de mujer», es decir, unos espacios de identificación o de significado de la feminidad que escapaban de la identidad normativa de la «esposa-madre» que se trataba de inculcar. Para entender la apropiación de la feminidad por las propias mujeres diversificando los modelos, me ha resultado muy inspiradora la visión que proporciona Judith Halberstam (2008) sobre las «masculinidades de mujer». Halberstam ha estudiado desde el punto de vista histórico maneras en las que, a lo largo de los tiempos, han incorporado aspectos de su identidad considerados tradicionalmente como «masculinos». He indicado cómo las fotografías de la época, profesionales o particulares, testifican estas transgresiones, pero también algunos textos literarios hablaban de nuevas feminidades. Veamos algunos ejemplos. Minardi (2005) ha señalado que, frente al modelo de la «mujer muy mujer», plena por su contribución patriótica con la maternidad, otros modelos como la «chica rara» o la «chica topolino» no solo estaban presentes como alternativas en la sociedad, sino que la literatura de la

35. Sobre esta cuestión de la modernidad en la cultura española puede verse la compilación de Helen Graham y Jo Labanyi (1996), especialmente su texto introductorio.

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época había conseguido plasmarlas. En la novela Nada, de 1945, Carmen Laforet presentaba al menos tres tipos de identidades femeninas «tipo» en los personajes de Andrea (rara), dispuesta a desarrollar una carrera propia, frente a Angustias y Gloria (topolino/rara). La propia Martín Gaite (1994: 84) destacaba las transgresiones que representaban estas «chicas topolino», que «habían conseguido vivir menos sujetas y que se habían liberado de muchos prejuicios […] para implantar en las costumbres y en el lenguaje una serie de modificaciones, no por triviales menos dignas de ser tenidas en cuenta», y socialmente las ubicaba entre la burguesía pudiente y los círculos juveniles de los bares de la madrileña calle Serrano. La novela de José Vicente Puente Una chica topolino, editada en 1945, un best-seller de la época, había captado esta identidad social de manera que Francisco Umbral, cuarenta años después, identificaba en la actriz Ana Mariscal el prototipo de «topolino de derechas» y en María Asquerino, el de «topolino de izquierdas». José Vicente Puente definía así el perfil de esta identidad femenina en uno de los personajes: sin clase social concreta, deleite por cantar blues, melena rubia larga, fumadora y con gustos gastronómicos propios en los restaurantes, mezcla de gustos por modelos románticos extremos como La Dama de las Camelias junto con la práctica de un «noviazgo de portal» en el que cabía el sexo. Con un estilo deliberadamente trivial, el autor mostraba, al identificar una fotografía familiar, que esta identidad no era patrimonio de mujeres de tradición libertaria precisamente, «Es el pobre papá; lo mataron los rojos, y le besan, manchándole de rouge» (ibíd.: 39). El personaje autodenominado Miria –Engracia para los de su pueblo de Albentosa– encarnaba esta identidad y se constituía en un auténtico paradigma de la «generación del cine». Como describía Puente, Miria –que había vuelto a su pueblo tras huir con un teniente legionario que se decía de familia noble y la había seducido con la promesa de una futura vida en Capri–, encontraba en el cine la imaginación que avivaba sus deseos de éxito, de libertad y de felicidad frente a la asfixiante realidad de la posguerra, Para su fantasía, el cine no era una carrera difícil, llena de obstáculos, zancadillas, tropiezos y aprendizaje. Para Miria, el cine eran las portadas de las revistas; su nombre en las fachadas, sus fotografías divulgadas entre los aficionados. Era su silueta en blanco sobre un balandro o apoyada en el

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estribo de un coche. Eran los trajes de los buenos modistos, los desfiles de modelos; las pulseras, las sortijas, los frascos de esencias parisinas. Quizá algún divorcio, algún rico enamorado de ella. Declaraciones, entrevistas, hablar y cantar por la radio en las emisiones de Gisbert […] Era un mundo dorado, risueño, feliz…, muy feliz… (ibíd.: 95).

Toda una generación de mujeres de diversas clases sociales –de las peluqueras del Poble Nou barcelonés a las secretarias de Zarauz o las costureras de Sevilla– se identificaba, en mayor o menor grado, con personajes del cine y de las novelas que representaban nuevos valores y representaciones de feminidad que el régimen franquista era incapaz de amordazar. Esta influencia e, incluso, autoidentificación como «la generación del cine», también era compartida por escritoras próximas al régimen. Como ha mostrado Jo Labanyi (2007a) en su estudio sobre las escritoras Concha Linares-Becerra y Luisa María Linares, las novelas románticas fueron un fenómeno cultural en la España de posguerra, fuera porque los estereotipos que manejaban aliviaban las contradicciones o porque permitían escapar de la insatisfacción y miseria. Las novelas eran un escaparate de la modernidad en el sentido de mostrar movimiento, variedad, amplitud de horizontes, dinamismo y agilidad. El género de la ficción romántica proporcionaba, además, continuidades entre el antes y el después de la guerra (rotas en muchas historias personales). Las protagonistas eran heroínas en movimiento (frente al estatismo de la época): profesionales de éxito, deportistas, viajeras, etc. Estas novelas aportaban también patrones de comportamiento amoroso, pues las heroínas que en la trama conseguían al chico no eran las sufridoras sino las independientes y autónomas. Es cierto que en estas novelas se transmitía el amor como algo inevitable, pero las protagonistas podían practicar una doble identificación: con la mujer moderna y con la que capitula ante la modernidad. De manera que aunque el matrimonio fuera un destino que se presentaba como una elección personal, a cambio de ser cuidada y estar alejada del mundo del varón, se presentaba también un mundo ocioso para las mujeres, muy atractivo ante la dureza cotidiana de la posguerra. Siguiendo estos planteamientos, Sonia Núñez Puente (2008) ha argumentado que, en la literatura rosa, el modelo de feminidad sumiso fue solo parcial, pues las protagonistas permitían ensayar otros modelos de feminidad menos resignados. El alcance en la práctica de estas rebeldías ha reci-

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bido valoraciones muy distintas y ha generado un amplio debate. La propia Martín Gaite –menos ardiente en su defensa del papel trasgresor que la novela rosa pudo tener para sus audiencias– sí apunta con agudeza la ambigüedad de los modelos normativos en la valoración de la-chica-novelera, con frecuencia satirizada. Sin embargo, también señala que esta literatura rosa permitía sentirse «distinta» en la cargante cultura franquista de «lo mismo», excitarse sexualmente, allanar las diferencias sociales –pues se narraba un amor romántico sin límites sociales– y, además, estas lecturas eran una manera de acceder, al enamorarse, al atractivo ideal varonil del «hombre atormentado»: «La represión de la sexualidad femenina desaguaba en el ansia de confidencia, de lágrimas compartidas. Por eso se idealizaba al hombre atormentado. Enamorarse era, en cierto modo, tener acceso a la naturaleza de esos presuntos tormentos varoniles, rodeados siempre de cierto misterio» (Martín Gaite 1994: 143). En la época, aunque estas ensoñaciones o espacios imaginativos proporcionados por la literatura rosa no fueran más que pequeñas estancias momentáneamente liberadoras, hubo mujeres que, como Josefina de la Maza, criticaban la «falta de decoro» de esta literatura femenina y consideraban que la «imaginación sin vuelo» era una mancha para el idioma que se debía resolver con la censura.36 Sin embargo, para otras autoras, esta literatura era una espacio para crear ciertas rebeldías y así lo entendió Julia Maura, hija del duque de Maura y nieta de Antonio Maura, quien, en 1944, afirmó en la Estafeta Literaria del 5 de marzo: «Los límites de la cordura patriarcal impuesta por el estereotipo de la feminidad dominante se veían claramente amenazados por lo que se dio en calificar de peligrosos ardores de la imaginación».37 Para comprender las razones de la virulencia de textos como los que analizaré en las próximas páginas, Jo Labanyi (2007b) también ha proporcionado excelentes argumentos para entender que el temor de los médicos ideólogos del franquismo a los efectos nocivos del cine estaba bien fundado. En su sugerente investigación sobre las audiencias del cine español de los años cuarenta y cincuenta, afirma que la viveza

36. El artículo apareció publicado en La Estafeta Literaria 36, 15-11-1945, ob. cit. en Alfonso García (2000: 32), que ha analizado el debate aparecido en esta revista en relación a la literatura rosa. 37. Ob. cit. en Núñez Puente (2008: 60).

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con la que las personas entrevistadas recordaban su asistencia a aquellas matinés de cine demuestra que el relato cinematográfico proporciona una estructura para narrar el deseo, las ganas de una realidad más allá de la dureza de aquellos años. La identificación y la idea de adquirir una identidad con la mera actuación (performance) era, en sí misma, una escapatoria de la realidad, una disidencia llevada a cabo en el escenario de la vida cotidiana. Como señala Labanyi, «El cine parece haber producido una identificación intensa y placentera con las estrellas precisamente por la conciencia de los espectadores de que las identidades proyectadas por estrellas y espectadores eran producto de la ropa» (2007b: 21). Esta cuestión de la utilidad del performance, entendido no solo como formas de vestirse, sino de actuar como mujer menos convencional, se mostraba también en novelas como En pos de la ilusión, de Mercedes Ortoll, cuya protagonista, Diana, asociaba el olvido de una relación frustrante con la aplicación de la receta 51 de su libro para «una toilette perfecta». Según afirmaba el personaje, aplicando las instrucciones recetadas conseguiría […] demostrarle al señor Berkeley quién es Diana Delys y lo que es capaz de hacer. No seré la más tímida y prudente Diana que fui siempre. Desde mañana empezaré a flirtear en la playa con todos nuestros amigos y pasaré la tarde con mis amigas, procurando divertirme. Tal vez se convencerá de que si algún día pensé vagamente en él, fue una cosa momentánea y, desde luego, ya está por completo ausente de mis pensamientos (1940).38

Podríamos decir, como se plantea desde la actual Psicología Social, que las imágenes de mujeres modernas que proporcionaban el cine o la literatura funcionaban como «visiones sociales» (social ghosts). Es decir, personas, reales o ficticias, con quien se realizan interacciones imaginarias a lo largo del tiempo y nos proporcionan modelos de acción que ofrecen perspectivas actitudinales de estima y apoyo para, con frecuencia, infringir las convenciones en la práctica (Stroebe y Gergen 1992). Este telón de fondo me ha permitido bosquejar el contexto de dos obras que vinieron a engrosar el discurso médico franquista misógino y que trataban de vigilar el despliegue de la modernidad y la diversidad cul-

38. Ortoll (1940: 149-150), ob. Cit. en Núñez Puente (2008: 97).

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tural de las mujeres y de sus maneras de entender la feminidad. Estos textos, como veremos, contribuyeron también a lo que he denominado un «itinerario performativo» de la pesquisa sobre las emociones que mencioné al inicio como tercera vía de indagación, junto con la corporal y la de los sentimientos o el inconsciente. Desde este itinerario de investigación, surgía una manera de plantear el amor que implicaba expresiones y acciones con el cuerpo, eso sí, marcando también la diferencia sexual. Me referiré a dos monografías de la época, una especie de manuales de autoayuda contemporáneos, aunque dirigidos a la vigilancia de la feminidad. Se trata de la obra del psiquiatra Antonio Vallejo-Nájera Psicología de los sexos, aparecida en 1944, y la del ginecólogo Misael García Bañuelos (1946) Psicología de la feminidad, de 1946. Las dos obras dirigidas a un público amplio, fueron escritas para estereotipar lo femenino, construyendo un determinado modelo de subjetividad y emocionalidad. Psicología de los sexos −al que ya hice referencia con anterioridad para apuntar la heterogeneidad de los discursos sobre la complementariedad, igualdad y diferencias entre los sexos− es un texto de unas cuarenta páginas destinado a difundir ideas científicas sobre las diferencias entre hombres y mujeres y proponer el modelo de la-mujer-madre para acallar el de la-mujer-moderna. El librito recogía una conferencia impartida en el madrileño Círculo Medina de la Sección Femenina, un espacio de socialización de las mujeres de Falange de clase media y con cierto nivel educativo dirigido en un tiempo por la abogada Mercedes Formica.39 Vallejo iniciaba el texto argumentando la igualdad entre hombres y mujeres según investigaciones científicas e incluyendo información cuantitativa, aunque, también, utilizaba como fuente de autoridad la literatura y recurría a la «obvia» experiencia sensorial para atestiguar las diferencias, «Si el hombre es igual a la mujer psicológicamente, ¿por qué abundan los varones inteligentes y las mujeres sentimentales?, ¿por qué los hombres callados y las hembras habladoras?, ¿por qué los artistas eminentes y las madres heroicas?» (1944a: 15). Sorprende ver en el transcurso del texto cómo, tras una defensa inicial de la igualdad de los sexos con argumentos de «la ciencia moderna», acaba Vallejo justificando la desigualdad y la inferioridad de las 39. Sobre Mercedes Formica, tanto en Falange como en su labor de promover los cambios legislativos esenciales para los derechos de las mujeres, pueden verse los trabajos de María del Rosario Ruiz Franco (1997 y 2007).

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mujeres. El grado de contradicción del libro es tal que obliga a pensar, en algunos pasajes, en una doble y contradictoria autoría. Trataré de explicar esta aparente incongruencia del texto de forma tentativa. De una parte, es probable que el ideario católico obligara a Vallejo a defender la igualdad de los seres humanos, y el catolicismo moderara el biologicismo que sustentaba la desigualdad entre los sexos, como también había ocurrido con las disparidades raciales en la colonia de Guinea Ecuatorial (Medina Doménech 2009). Pero, si pensamos que el texto fue la edición impresa de una conferencia impartida en el Círculo Medina de Madrid y dirigida, por tanto, a mujeres de clase media y bachilleres, cabe argumentar que todos estos discursos médicos estaban emergiendo contra la insurgencia de una cultura femenina moderna, protagonizada por las mujeres de «la generación del cine» para quienes el modelo de la-mujer-madre era insuficiente para colmar sus aspiraciones, fuera cual fuera la formulación de esa modernidad, incluso entre las filas y, sobre todo, en los mandos de la Sección Femenina. No hay que olvidar que las mujeres con rango de autoridad en la Sección Femenina («los mandos») accedieron a una forma de vida que las empoderó (poder, viajes, responsabilidad pública, etc.), alejándolas de la ideología del ángel del hogar y de los modelos de la monja o la madre como idealizaciones sobre la feminidad (Santa Teresa o Isabel la Católica) que difundía la organización como parte de su ideario y a través de organizaciones como Auxilio Social (Richmond 2004, Cenarro 2006). El análisis reciente de María Rosón Villena (2012) sobre las fotografías aparecidas en Y Revista de la mujer nacional-sindicalista de mujeres como Pilar Primo, Dora Maqueda, Carmen Werner, etc. muestra cómo las representaciones fotográficas ponían el énfasis en la «verticalidad, estilo, abnegación y mando». A través de industriosas falangistas, de cuerpos rígidos y erguidos, embutidas en uniformes impecables pero con maquillaje y carmín, mesas escrupulosamente ordenadas con modernos teléfonos y delicados adornos florales, las dirigentes se ofrecían a las lectoras con modelos alejados de la domesticidad aunque tratando de armonizar aspectos contradictorios entre sí y, sobre todo, con los textos y el discurso político que ilustraban.40 Los médicos, por tanto, estaban tra-

40. Agradezco a María Rosón Villena su orientación y generosidad en estos temas que forman parte de su proyecto de tesis doctoral «Realidad, hiperrealidad y memoria: la construcción visual de identidades de género en la España del primer franquismo», que se leerá en la Universidad Autónoma de Madrid.

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tando, no solo de ser normativos, sino, también quizá, de recoger los afanes y prácticas modernizadoras de, incluso, las mujeres del régimen y, a la vez, tratando de vigilarlas o sofocarlas. Quizá sea en esa tensión discursiva donde se comprendan las contradicciones del texto de Vallejo presentado ante un auditorio de mujeres de Falange, aunque, como Scanlon (1986: 332) advierte, no hay que olvidar que la mezcla de lisonja y desprecio era bastante frecuente en otros textos misóginos, como el de José María Pemán Doce cualidades de la mujer (1948). Veamos cómo transcurre el substancioso y contradictorio texto de Vallejo Psicología de los sexos. En un principio se mostraba ambientalista en su interpretación de las diferencias entre los sexos aunque de forma peculiar, pues achacaba las diferencias psicológicas a la acción del medio social sobre la psicología de hombres y mujeres para una mejor adaptación a su función biológica: «No son las glándulas sexuales sino la función social, por consiguiente, el medio ambiente, la que ha determinado las diversas cualidades psicológicas masculinas y femeninas. El medio ambiente opera durante la adaptación de cada sexo a la función biológica que le está encomendada» (26). De esta manera, las diferencias sexuales, a partir de la pubertad, eran «atribuibles a la diferente educación que reciben y medio ambiente en que se desarrolla cada sexo» (1944a: 27). Sin embargo, en otros fragmentos de su Psicología de los sexos, Vallejo mostraba con más crudeza sus contradicciones y reticencias a aceptar la influencia de factores ambientales sociales (educación, costumbres, profesión, etc.): «Ha de confesarse, sin embargo, que la influencia ambiental nunca llega a modificar profundamente y substancialmente los rasgos psicológicos adscritos a cada sexo» (ibíd.: 39). No sorprende, por tanto, que Vallejo, amparado en la psicología endocrina de Nicola Pende, acabara utilizando un concepto de medio ambiente que incluía las hormonas producidas en el organismo como parte del medio biológico y poseedoras de un papel decisivo para explicar no solo el sujeto emocional, sino la diferencia sexual, […] Pues se ha descubierto que las glándulas de secreción interna lanzan a la circulación sanguínea productos que influyen sobre las cualidades psicológicas. Estos productos se denominan hormonas, considerándose como fuerzas ambientales por los biólogos modernos […] la única diferencia biológica entre el hombre y la mujer, reside precisamente en qué diferentes son las funciones y propiedades de sus glándulas internas sexuales

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[…] tanto los caracteres somáticos como los psicológicos del sexo están subordinados a la existencia de las hormonas de uno u otro sexo en la sangre del sujeto (ibíd.: 19).

Las diferencias psicológicas entre hombres y mujeres vendrían marcadas por dos glándulas hormonales distintas: el tiroides en las mujeres y las suprarrenales en los varones. De manera que, como Nicola Pende en los años veinte, afirmaba Vallejo la «característica hipertiroidea del alma femenina» y el tiroides como glándula clave de la feminidad hasta el punto de afirmar que «Una mujer sin ovario, es más femenina psíquicamente que la privada de hormona tiroidea» (ibíd.: 20). El patrón hormonal lo completaba con un modelo eléctrico, explicando las complejidades afectivas con un simplificador circuito eléctrico: «El mecanismo neuropsíquico sensorial háyase localizado en el gran simpático, órgano transmisor a la conciencia de las ondas emocionales y pasionales. Cuando la conciencia recibe tales ondas las transforma en estados afectivos, emotivos y pasionales» (ibíd.: 21). Por su parte, las suprarrenales serían «las glándulas de la virilidad», de manera que «cuando el psiquismo femenino evoluciona hacia el masculino ha de pensarse en un exceso de secreción de adrenalina» que «influye sobre la cobardía y el valor». Tras la guerra, el propio Gregorio Marañón (1940: 61), difusor de las ideas de Pende unas décadas antes, volvió a utilizar concepciones hormonales para establecer diferencias entre hombres y mujeres y aseguraba que mientras que en los hombres las variaciones en el funcionamiento de su glándula testicular eran decisivas en su psiquismo, en las mujeres no se producían alteraciones psíquicas ni debidas al híper ni al hipo-ovarismo, lo que en cierta forma hace pensar que, para Marañón, ser «hombre» psíquicamente dependía más de la testosterona que ser «mujer» de los ovarios. Frente a este radical reduccionismo hormonal, que establecía diferencias nítidas en las identidades de género, fundiéndolas con el sexo, Vallejo en otras frases del texto se mostraba más prudente respecto a la influencia hormonal en las emociones, incluido el amor, Empero existe mucha distancia entre tales influencias y que pueda admitirse que el amor, la inspiración estética e incluso la religiosa, estén exaltadas, anuladas o reguladas por las secreciones internas… La psicología humana no puede reducirse a un simple problema de contenido cuantitativo y cualitativo de hormonas en la sangre (1944a: 24).

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Sin embargo, estos párrafos más moderados corrían paralelos a otros argumentos evolutivos que insistían en las diferencias como resultado de la acumulación de pequeñas peculiaridades cuantitativas que «[…] obrando en el curso de las generaciones han formado las características psicológicas diferenciales entre los sexos. Ello en modo alguno implica que determinadas cualidades psicológicas sean específicas de uno u otro sexo, sino que se dan en ambos aunque en grado distinto» (ibíd.: 25). Tras estas tenues idas y venidas en los argumentos, finalmente, construía las diferencias entre hombres y mujeres a base de atar la función social de las mujeres a un destino guiado por acontecimientos biológicos de base hormonal, como el embarazo, parto y lactancia que «ligan a la mujer al hogar» y a su principal función, la maternal (ibíd.: 26). De manera que las diferencias sexuales de base hormonal marcarían, también, el destino psicológico acomodando el papel social sexuado a la biología ante el riesgo de des-generar a los seres humanos: «Ha de cultivar cada sexo las características que le son propias, pues distinto es su destino en el mundo sin que pueda disputarse sobre la superioridad de uno y otro sexos» y «transmutándose» los caracteres psicológicos al desviarse un destino biológico que haría «del varón un afeminado y de la hembra un marimacho» (ibíd.: 42-43). Aunque Vallejo parecía rechazar la superioridad del varón, el perfil psicológico de las mujeres que definía no dejaba lugar a dudas sobre su consideración de inferiores, enunciando una retahíla de argumentos que incidían en la clonación de la-mujer-emocional y sensible de los discursos decimonónicos. Así, según «las investigaciones experimentales», rezaba Vallejo, las mujeres se identificaban por su gusto por pasiones violentas y escenas dramáticas, su delicadeza de sentimientos y extraordinaria emotividad, caridad y afectividad filantrópica, suavidad, docilidad, afabilidad, entusiasmo, por ser «veleta afectiva a todos los vientos sentimentales, inconstante y caprichosa en sus afectos», su facilidad para la excitabilidad, el mal humor, la euforia, la impetuosidad o la vanidad. El psiquiatra atribuía mayor moralidad a las mujeres por su anatomía («privada de medios y arrojo para la violencia») o por sus sentimientos religiosos y, por tanto, más fiel que el varón («Ya decía Mme Stael que el amor es para el hombre un episodio en la vida mientras que es la vida misma para la mujer»). Aunque a la vez inestable, inconstante y vanidosa, ilógica y difusa y «proclive al despilfarro

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como todos los emotivos» (ibíd.: 30-34). Cualquier rasgo de las mujeres que pudiera parecer en apariencia superior, Vallejo lo desvirtuaba en clave misógina con la idea de que la mujer era mentirosa, astuta, orientada a la seducción y al asedio del varón, un aspecto del carácter de las mujeres que incluso dio pie a disquisiciones legales, como el tratado La ruptura de promesa matrimonial y la seducción de la mujer ante el derecho y la ley de Gubern Salisachs (1947). Así, en las mujeres, explicaba Vallejo, la sensibilidad era «máscara de una mayor irritabilidad, no signo de más sutil emotividad que la del hombre» y, en el mismo tono misógino, «La expresividad pantomímica […] es burda estratagema de que se vale el sexo débil para excitar la compasión del fuerte y subyugarlo y someterlo a su voluntad» (31). El único lugar de superioridad en este perfil psicológico de las mujeres residiría en sus funciones de compañera, complementaria al varón y, sobre todo, madre y cuidadora: Gana la mujer al hombre en altruismo, en tolerancia para los sufrimientos, en comprensión para las situaciones, en claridad para vislumbrar los deseos y la voluntad de las personas del medio ambiente, especialmente los del esposo […] Gana la mujer al hombre en tacto para conducirse en la vida para acomodarse fácilmente a las situaciones, y capta mejor los efluvios sentimentales ambientales, como también la ayuda que necesita el prójimo, y por ello es irreemplazable en la familia y en los hospitales (ibíd.: 34).

Parece inverosímil que a mitad del siglo xx aún se defendiera la inferioridad intelectual de las mujeres y estuvieran vivos en España debates de finales del xix que desde diversas ciencias como la frenología o la anatomía, las teorías del desarrollo humano o los argumentos sobre la centralidad del útero, habían justificado el sometimiento de las mujeres.41 Las contradicciones del texto de Vallejo demuestran las tensiones entre sostener una ideología profundamente misógina, a la vez que identificar y tratar de contrarrestar las transformaciones sociales de las mujeres y frenar la emergencia de teorías científicas más igualitaristas. Estos textos científicos del franquismo más que androcéntricos, son crudamente misóginos, pues el androcentrismo, como estrategia para

41. Véase en el texto clásico de Scanlon (1986) un análisis de los argumentos sobre la inferioridad intelectual de las mujeres, manejados en la transición del siglo xix al xx.

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definir la normalidad de las mujeres en función de la norma masculina no era necesario cuando la argumentación reflejaba una cruda hostilidad hacia las mujeres. Como han señalado Bosch, Ferrer y Alzamora (2006: 61), al fracasar la intentona de coerción sobre las mujeres con el dispositivo discursivo del «no pueden», se puso en marcha el discurso del «no deben», es decir, la puesta en marcha de prohibiciones explícitas, incluso legales, respecto a la incorporación al trabajo, el decoro, el acceso a la educación o la co-educación. Así, en algunas páginas Vallejo comenzaba proclamando la igualdad de los sexos en el terreno intelectual –«…sin que exista fundamental diferencia entre uno y otro en lo que respecta a la inteligencia» (ibíd.: 25)– para concluir, en la misma página, con la afirmación sobre la superioridad sentimental de las mujeres y la intelectual de los varones («supera la mujer al hombre en todos los aspectos afectivos, y el hombre a la mujer en los intelectuales», ibíd.: 36). Esa inferioridad intelectual y superioridad afectiva para el cumplimiento de su función-madre fue defendida, como señalábamos, con un evolutivismo simplista que subrayaba la adaptación evolutiva de la-mujer-madre para el cumplimiento de la función maternal («A la mujer se le atrofia la inteligencia como las alas a las mariposas de la isla de Kerguelen, ya que su misión en el mundo no es la de luchar en la vida, sino acunar la descendencia de quien tiene que luchar por ella», 40). Vallejo trataba de resolver sus contradicciones entre la defensa de la igualdad cualitativa entre ambos sexos –en «el número de sus propiedades y facultades psíquicas», según «las investigaciones psicológicas experimentales»– y su misoginia, recurriendo a tautologías y nuevas retahílas sobre la «diferencia de grado de que nace la diversidad caracterológica del hombre y de la mujer» (ibíd.: 36). Sus argumentos insistían en la falta de términos medios en materia intelectual entre los varones –según el autor había muchos hombres deficientes pero también incontables en puestos de gran exigencia intelectual–, frente al predominio de la inteligencia media entre las mujeres, lo que demostraría la superioridad esencial de los hombres, un razonamiento que había sido propuesto por el eugenetista y sexólogo Havelock Ellis (18591939).42 Con un tosco funcionalismo explicaba Vallejo, con insisten-

42. Véase, al respecto, Bosch, Ferrer y Alzamora (2006: 63).

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cia monótona y contradictoria, que las dos identidades de género estaban inscritas en los cuerpos pues «Las diferencias psicológicas entre el hombre y la mujer, obedecen a que son fundamentalmente diversas las funciones biológicas y sociales encomendadas a cada sexo en el reparto del trabajo hecho por la naturaleza. A distinta misión biológica corresponde diferente configuración morfológica, como a distinto papel social corresponde variable psicología» (ibíd.: 37). La Psicología de los sexos de Vallejo muestra, por tanto, cómo el énfasis en las diferencias entre los sexos biológicos justificaba las de género (sociales). Esta insistencia en las diferencias se saldaba de forma positiva en el matrimonio, justificado sobre la base de la complementariedad de la pareja aunque encerraba a las mujeres en el estereotipo de la-mujer-madre para la tarea de la crianza y la educación y la entrega al varón. Como señalaba Vallejo, «para que la conjugación sea perfecta» era necesario que «le sobre al uno lo que le falta al otro en caracteres físicos y psicológicos»: Diferentes, morfológica y psicológicamente, hombres y mujeres han de vivir apareados, varón con hembra, mutuamente apoyados uno en otro, también compenetrados espiritualmente. Aunque sean distintas sus cualidades psicológicas, hombre y mujer necesitan «congeniar», pues les une la común misión de subvenir a las necesidades materiales y morales de la descendencia (ibíd.: 40).

Hasta aquí veíamos cómo, en su manualito divulgativo, Psicología de los sexos, no olvidemos que escrito a mitad de la década de los cuarenta, Vallejo trataba de plantear las identidades y psicología de mujeres y hombres como un resultado directo de una biología adaptada, por razones evolutivas y anatómicas, al objetivo de la complementariedad para incrementar la descendencia. En lo que queda de este apartado me adentraré en la obrita Psicología de la feminidad, publicada por Misael Bañuelos García (1887-1954), quien escribió uno de los textos más ferozmente misóginos de la época y quizá el que con más claridad intentó combatir las rebeldías de la modernidad. Ginecólogo en la Facultad de Medicina de Valladolid, fue defensor de crudas ideas raciales sobre la superioridad blanca y la regeneración de España a partir de la población del norte, por sus rasgos raciales nórdicos (Álvarez 2009). Bañuelos, a lo largo de unas 160 páginas, reproduce diversos estereotipos sobre las relaciones de las mujeres y un

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amplio abanico de taxonomías, como la-mujer-araña (acaparadora, rival y celosa), la-mujer-cazadora o la-mujer-vampira, y presenta sus opiniones como un relato objetivo y natural de estas heterodesignaciones de la feminidad («nuestro librito es solamente un trabajo descriptivo de cómo es lo esencial del carácter femenino sin calificarlo ni de bueno, ni de mediano, ni de malo»; 1946: 166). Bañuelos proponía una idea de feminidad «matrimoniocéntrica», es decir, centrada en el objetivo de conseguir el trofeo del matrimonio como cumbre de la feminidad. En esa lógica tomaba sentido pensar a la mujer en términos de cazadora o araña, una amenaza peligrosa y agresiva dispuesta a cualquier estratagema para conseguir el trofeo que la legitimaría como mujer en su peculiar carrera por la supervivencia. Estas posiciones misóginas fueron cuestionadas por otros autores, sin duda más alejados del núcleo ideológico duro del régimen, como el psiquiatra Oliver Brachfeld (1949) y el ensayista Pedro Caba (1952). Aunque volvamos más adelante sobre sus obras, merece la pena adelantar cómo dieron respuesta a este tipo de argumentos misóginos sobre «la caza» de pareja. Brachfeld, por una parte, descartó que la apetencia por el matrimonio monógamo, correspondiera a «la naturaleza femenina», y defendió que se trataba de una imposición del varón quien, sin embargo, se permitía todo tipo de desobediencias al mandato. Por su parte, Caba atribuía al hombre las dotes de cazador: «el varón cazador se hace preceder de nombre, fama y prestigio y luego se presenta, ronda, halaga, mima, se hace ingenioso, sutil, arrogante, busca, en suma, medios y modos de encandilar y fascinar a su presa» (1952: 226). En esta polémica sobre quién tenía el protagonismo en la batida por obtener pareja y alcanzar el matrimonio, el texto de Misael Bañuelos representa una formulación patriarcal de la identidad femenina basada en el objetivo de capturar al esposo (y no desde luego de amarlo), es decir, de conseguir su seducción hasta atrapar «la presa». No se trata de una idea culturalmente extinguida, basta una breve incursión en un buscador de Internet para localizar, con el lema «caza de marido», libros, anuncios de agencias matrimoniales o descripciones de actrices de cine, lo que no ocurre si la búsqueda se hace con «caza de esposa». Para Bañuelos, esta agresiva actividad depredadora de las mujeres hacia los hombres se debía, paradójicamente, a la supuesta debilidad femenina y a la necesidad de pareja para sobrevivir. El objetivo de conseguir la presa adquiría nobleza evolutiva al estar marcado por «el principio fundamental de la psicología femenina, el instinto de

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atracción» (1946: 60). De nuevo el concepto de «instinto», usado aquí en términos evolutivos, como un resto de nuestro progreso en la cadena animal, legitimaba científicamente las diferencias entre los sexos y situaba a las mujeres como una mera naturaleza biológica, dotadade especialmente para la caza del marido, garantía para su supervivencia como «mujer». Sin embargo, a pesar de estar preparada para el dinamismo de la caza del marido, Bañuelos consideraba que el rasgo definitorio de las mujeres sería la desconfianza en sí mismas, «el complejo de inferioridad» (ibíd.: 157). Como veremos más adelante, esta idea de los complejos y, en particular, del «complejo de inferioridad» tuvo gran eco en España gracias a la difusión de las ideas del psicoanalista Alfred Adler por Oliver Brachfeld, asentado en España y autor de El complejo de inferioridad en la mujer, aparecido en 1949. Bañuelos, tergiversaba con alevosa misoginia los argumentos de Brachfeld y daba una explicación ambientalista al «complejo de inferioridad de las mujeres» afirmando que estaría producido por «la educación recibida, el ambiente de desconfianza en que se han educado y los complejos de derrota y de dificultades banales que se les ha inculcado». Esta conciencia de inferioridad por parte de las mujeres marcaría otro rasgo de su carácter, su suspicacia y desconfianza, que el autor atribuía a la influencia maléfica del cine y la literatura, causantes de una suerte de esquizofrenia, pues la mujer «no acierta apenas a distinguir entre el mundo de lo real y el mundo de lo fantástico», decía Bañuelos, «para ellas el mundo real, absurdo, disparatado y fantástico de la pantalla es la realidad misma que sueñan y desean». Esta confusión entre lo real y lo fantástico, la interpretaba en clave evolutiva, es decir, como ensoñaciones similares a las que padecían «los pueblos sin civilizar», manejando, probablemente, las tesis sobre el primitivismo que, a principios de siglo, propuso Lévy-Bruhl para justificar las desigualdades sociales y la superioridad racial blanca. La misma clave interpretativa del «primitivismo», ontogénico y filogenético de la mujer le permitía explicar otras características como su insaciabilidad o su tendencia a instalarse en la queja y la victimización (ibíd.: 55-56). Efectivamente, el autor acertaba en interpretar el impacto del cine en la educación sentimental de las mujeres, en la utilidad del escapismo de la imaginación para la opresión, intolerancia y penuria cotidianas de estas décadas, aunque no acertara a comprender que, para muchas mu-

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jeres de la época, el cine o la literatura eran fórmulas reales de estimular la imaginación para idear su feminidad fuera del estricto margen que proporcionaba el régimen. De hecho, el desdibujamiento entre la realidad y su representación puede considerarse una de las características de los regímenes de representación posmodernos. También en el contexto norteamericano, otros estudios sobre el impacto del cine en relatos biográficos vienen mostrando cómo se entrecruzan relatos mediáticos para componer historias personales, incluyendo la experiencia amorosa.43 Sin embargo, para Bañuelos, un defensor del modelo único de la-mujer-madre, dócil y sumisa, los efectos eran devastadores, pues el cine y la literatura, «las hace por ello creyentes en los amores absurdos, inverosímiles, en los noviazgos relámpago que terminan en boda, en las posibilidades de ser raptadas por un hombre y que se enamore en un encontronazo y pasar de ser pobres mujeres sin futuro y sin oficio a multimillonarias, por la sola virtud de una mirada o de un mohín» (ibíd.: 37). Para Bañuelos, la creencia en el ideal romántico que alimentaba la ficción era un indicador de las diferencias psicológicas entre mujeres y hombres en relación al amor, pues solo «[ella] –por su constancia, aceptación, menor pasión sexual y la actitud de eterna espera y anhelo o por su naturaleza desconfiada y celosa– llega casi vieja y aún espera el príncipe azul» (íd.). Contemplado desde otro ángulo, este texto también era expresión de cómo, incluso para el propio Bañuelos, la identidad de género se percibía, gradualmente, como una escenificación, una actuación más o menos voluntaria, elaborada o consciente, pero, al fin y al cabo, de cada mujer. Más en concreto algunos aspectos del amor, como la seducción, se desplegaban actuando. Comentaba Bañuelos –con un estilo casi de Manual d’ Amore– que con el objetivo de cazar novio («lo que importa es la presa», ibíd.: 27), las mujeres harían de actrices para «representar distintos papeles»: ingenuas, mujeres de mundo, de términos medios, con aficiones, etc. Para lograr el trofeo del varón se requería más experiencia que instinto, además de arte («lo importante es que el hombre se sienta encantado») y conocimientos psicológicos para aplicar las herramientas de seducción y saber a uno «darle la sensación de que la mujer se deja conquistar», y a otro «darle la sensación de que se siente arrastrado irremisiblemente hacia la mujer» o

43. Illouz (2009) especialmente el capítulo 5.

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bien «con arreglo a los puntos flacos de su psicología masculina irles poco a poco enzarzando en un juego en que indefectiblemente han de caer» (ibíd.: 30). La-mujer-araña que proponía Misael iría con astucia tendiendo elogios tentadores, por si «puede caer en la red que tiende con sus encantos y sus gracias» (ibíd.: 17) y diseñaba, así, un modelo de el-hombre como sujeto pasivo y víctima de las artes perversas de lamujer. Como comenté anteriormente, aunque el autor parecía animar y proporcionar claves para el cultivo de la seducción, a la vez, consideraba que esas habilidades seductoras eran expresión de «perversidad femenina» más que de habilidad, sensibilidad o astucia para la supervivencia, «[…] lo que llamamos gracia femenina es algo que está entre la ingenuidad y la perversidad femenina; es una manera fina, elegante, sutil de conquistar sin fines segundos y segundas intenciones; y, en cambio el arte de seducción perverso lleva siempre previstas segundas intenciones» (ibíd.: 73). Aunque hoy en día asumimos la concepción del género como interpretación (o performance) o, aún más, de la subjetividad humana como una combinación, más o menos coherente, de actuaciones in situ y autopercepciones distintas en diferentes escenarios sociales y cuyo ensamblaje y sensación interna de cohesión logra cada sujeto con una activa y tenaz tarea biográfica, en gran medida conformada a través del cuerpo, no sería esta, exactamente, la idea de Bañuelos o de otros bosquejos similares de la época.44 Para el ginecólogo, las mujeres no existirían más que como resultado de interpretaciones o simulaciones. Carentes de interior, de subjetividad propia que definiera sus deseos, percepciones y concepciones, las mujeres, en el esquema de identidad que proponía Bañuelos, se movían con el objetivo único de la caza de un esposo, adaptándose siempre a las circunstancias, a los gustos específicos de los varones de provincias, comarcas o grandes ciudades. De esta manera, frente a la identidad más consistente y estable del hombre –eso sí proclive a ser embaucado, no importaba el estado civil ni la edad–, para la mujer era preciso «aprender a presentarse, no como son,

44. Sobre esta concepción contemporánea de la subjetividad podría citarse una abundante bibliografía. De particular influencia, para lo que he tratado muy brevemente de resumir, ha sido la obra de María Teresa López Pardina y Asunción Oliva Portolés (2003). Sobre la concepción del género como performance es de cita obligada Judith Butler.

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sino como quisiera el hombre que aspiran a conquistar que ella fuese» (ibíd.: 74) y su éxito residiría en la posibilidad de interpretar casi cualquier papel: La mujer, por consiguiente, hace el papel de mujer a que el medio donde vive la obliga, para poder atraer hacia sí a los hombres que le interesan. Por ello, cuando algunos estiman, refiriéndose a determinadas mujeres que no podrían hacer otro tipo de mujer, se engañan. No haría falta más que ellas lo creyeran conveniente o necesario, y lo intentarían, con menor perfección al principio y con mayor más tarde, pero siempre después de un corto aprendizaje (ibíd.: 28).

A pesar de que el ideal de feminidad auspiciada por el franquismo (la-mujer-madre) fuera de una uniformidad tiránica, Bañuelos criticaba los riesgos de una feminidad que, aprendida de los modelos cinematográficos o literarios, generara una homogeneidad casi mercantil. No es difícil deducir que el miedo a este tipo moderno de la-mujerpatrón exteriorizaba los temores frente a una cultura inmersa ya en la sociedad de masas. La plasticidad interpretativa de la-mujer-actriz, según Bañuelos, permitía a las mujeres de ciudades pequeñas exhibir un «mismo tipo de conducta […] pues no se trata de otra cosa que de atraer hacia sí [a] hombres […] susceptibles a las mismas fuerzas atractivas» y aunque «aun cada comarca y cada ciudad tiene su sello en cuanto a gustos, aficiones y tipos preferidos de mujer, y ellas no hacen otra cosa que adaptarse», la tendencia parecía ser hacia «la mujer patrón o en serie en que nos cuesta distinguir a unas de otras, porque tienden a vestirse igual, peinarse lo mismo, maquillarse de idéntica manera» (ibíd.: 28). En ocasiones, Bañuelos parecía menos misógino aceptando que las normas sociales de expresión emocional frenaban a las mujeres, pues prohibían, implícitamente, toda iniciativa en la seducción y, además, comentaba los costes emocionales asociados a la imposibilidad de exteriorizar sus emociones y «consumirse dentro de sí mismas» (ibíd.: 57). Sin embargo, como veremos más adelante, en los consultorios sentimentales las mujeres mostraban cómo habían desarrollado habilidades para obedecer, a la vez que resistir, a la pasividad que exigía la norma patriarcal en las reglas de la seducción y consumirse emocionalmente menos de lo previsto. Para el autor, el disimulo de sentimien-

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tos y afectos, peculiar de las mujeres, era un deber moral («si no quiere ser tachada con un calificativo grave»), y no un rasgo diferencial o biológico de las mujeres, pues tanto algunos hombres, como animales, disponían de capacidad para el disimulo. La importancia de la cuestión del «disimulo» como una práctica rebelde en la España de la época merecía una interpretación cultural tan afinada como la que ha formulado la hispanista Jo Labanyi en su estudio sobre las escritoras falangistas de novelas románticas Concha Linares Becerra y Luisa María Linares que mencioné con anterioridad. Siguiendo a Certeau (2007), quien entiende la «táctica» como el «arte del débil», Labanyi considera el disimulo como una táctica de supervivencia. En el caso de las protagonistas de las novelas románticas, el disimulo habría permitido resistir el embate del modelo patriarcal, «ejerciendo agencia a la vez que pareciendo estereotípicamente femenina». Tal y como plantea Labanyi: Las dislocaciones espaciales y temporales en estas novelas, su insistencia en la probabilidad y la coincidencia, y la desaparición de la distinción entre suplantación y lo real, nos habla de un imaginario popular que tiene que procesar acontecimientos que no puede controlar o explicar y que tienen un sentido muy afinado de la importancia del disimulo como estrategia de resistencia (2007: 2).

Bañuelos exponía el modelo de relación entre mujeres y hombres con la retórica de la guerra de los sexos; una metáfora social en consonancia con la proximidad de la Guerra Civil y, en general, muy instalada en la cultura occidental y que desde inicios del siglo xix tuvo numerosas formulaciones, fuera a favor o en contra. Una obra de referencia fue Préjuce et problème des sexes, del sociólogo Jean Finot, de 1912, traducida a numerosas lenguas y publicada en español como El prejuicio de los sexos (1913). Finot planteó cómo la aparición de la-mujernueva con afanes igualitaristas, promocionados desde los movimientos feministas, ponía en peligro la teoría de la complementariedad de los sexos y, desde luego, el sometimiento al matrimonio. Trató de exponer una alternativa para la pareja, acoplada antes entre el varón fuerte y la mujer dulce, dócil e infantilizada y, que según su propuesta, debía ahora articularse entre el mismo modelo de varón y una mujer compañera, experimentada y comprensiva. La obra seguía mencionándose en la España de los años cuarenta como una contribución al corpus de

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textos antimisóginos de la literatura, como indicaba Luis Araujo Costa en un artículo aparecido con el título «Feminismo» en ABC el 13 de enero de 1945. En este artículo, Araujo reconocía que el feminismo era una realidad, en términos de presencia e igualdad entre los sexos, aunque mitigaba sus afirmaciones aseverando que no había mujeres con el «caletre» de Aristóteles, Santo Tomás y Hegel, pero sí importantes, eso sí en su papel de simples divulgadoras –y no productoras– de saberes. Oliver Brachfeld, en 1949, entró en este mismo debate, sin embargo, en contraposición, defendió que la noción de «guerra de sexos» estaba trasnochada, aunque la hubieran resucitado en España de nuevo María Laffitte –cuya obra analizaremos en el siguiente capítulo– o Pedro Caba (1952), un socialista autodidacta cuyo libro El hombre romántico, de 1952, que mereció una reseña en Ínsula y fue publicitado en ABC, planteaba algunas ideas sobre la masculinidad, la feminidad y el romanticismo sobre las que volveremos. Brachfeld citaba a la escritora y feminista sueca Ellen Key, autora de Amor y matrimonio (1911), donde abogó por el cese de la «cultura de guerra», en la sociedad y entre los sexos, y defendió el papel social de la maternidad y el apoyo necesario de los esposos. De hecho, la propuesta de Brachfeld era superar la guerra para «devolver a la “rivalidad de mujer y varón” el sentido clásico y tan hermoso de la palabra: compañeros de sexo distinto, que tienen los mismos derechos y privilegios, pero también los mismos deberes» (1949: 130). Pero, aunque Brachfeld auguraba el final de la retórica de la guerra de los sexos por la «desaparición casi completa del feminismo y del movimiento sufragista», ya que solo existían «ciertas desconfianzas subyacentes, resentimientos inconscientes y, sobre todo, complejos de inferioridad muy peligrosos, de orden no sólo individual, sino incluso colectivo, especialmente en la mujer» (ibíd.: 247), lo cierto es que entre autores más próximos al régimen, la concepción bélica de las relaciones heterosexuales seguía viva, trasunto, quizá, de un proceso percibido sobre la sociedad española en su conjunto. En la Psicología de la feminidad, Bañuelos mostraba una percepción de la batalla sexual «masculinista» (frente a feminista), es decir, consideraba a los varones víctimas de la violencia femenina. Si la batalla no acababa en derrota antes del matrimonio, continuaba en el matrimonio, particularmente por lo que denominaba la «terquedad de instinto», rasgo característico del carácter femenino (1946: 92),

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El forcejeo del hombre que se defiende y de la mujer que ataca, empieza ya durante el noviazgo, y muchas veces antes de realizarse el matrimonio está ya consumada la victoria de la mujer, en el sentido de ser el hombre dominado y la mujer la dominante. Muchas veces también ha sido vencida ella por el hombre, y entra ya parcialmente sometida del matrimonio, nunca totalmente, porque el hombre no suele aspirar más que de modo excepcional al dominio total de la mujer, siendo la regla que se conforme con la conquista corporal, el respeto y afecto precisos para llevar sin rozamientos el matrimonio, dejándola libre en gran parte de su esfera afectiva, sentimental y espiritual para que disponga ella conforme a sus gustos y creencias (31).

Como parte del repertorio retórico de la beligerancia entre los sexos con el que Bañuelos analizaba el encuentro amoroso aparecía el estereotipo de la mujer vampira, absorbente y extractora («no se conforma jamás con un dominio parcial, sino que aspira a la absorción total de la vida espiritual y física del hombre», ibíd.: 31). Además, Bañuelos se quejaba de que las exigencias de dedicación amorosa no eran igualitarias, pues las mujeres seguían conservando sus relaciones afectivas con amigas y familiares. De este afán de dominio y explotación emocional del varón no se libraría «la querida», de manera que las relaciones de los varones con sus amantes también se convertirían en «[…] una lucha a ver quién puede con quién y quien explota más a quién; y, como regla general, es el hombre el explotado, y como excepción lo es la mujer, cuando ésta tiene medios de fortuna considerable y capacidad de trabajo para ganar para ella y su querido». Otras estereotipias misóginas, como la mujer enigmática, caprichosa y victimista completaban el repertorio belicista, Porque las mujeres quieren que se les adivine lo que sienten y quieren, ellas no confiesan que quieren confesar; y prefieren que el hombre les resuelva el problema actuando […] y es que la mujer se presenta víctima, porque por instinto sabe que en ello reside una poderosa fuerza utilizable por ella. Lo enigmático, lo misterioso, es para ellas siempre cualidad y situación superior, y por ello adoran el enigma y el misterio (ibíd.: 89-90).

La feminidad queda formulada en la obra de Bañuelos de forma esencialista y transhistórica como algo fijo «desde la Edad de Piedra hasta nuestros días» (ibíd.: 113), aunque, igualmente, con rasgos característicos en cada época. De nuevo aparecía la eterna cuestión: ¿ser

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mujer era un efecto de la naturaleza o de la cultura? Bañuelos respondía ensamblando un collage de letanías aprendidas y supuestas realidades biológicas: «la feminidad depende de la constitución somática y espiritual de la mujer, del medio ambiente en que hayan vivido y, sobre todo, del gran ejemplo que haya tenido, y este ejemplo, que vale por todos, es su madre» (ibíd.: 130). Sin la nítida dirección de la feminidad materna, la feminidad de la hija quedaría «entregada entonces a los propios instintos naturales» (ibíd.: 120). Esa naturaleza «instintiva» femenina explicaba otros rasgos distintivos de la-mujer como la inconsistencia, la indecisión o su emocionalidad, que guiada por «impulsos emocionales del momento», actuaría impidiéndole proceder con racionalidad. Paradójicamente, para un dibujo de la feminidad que requería tanta astucia, inteligencia perversa y sutilidad para capturar al consorte, Bañuelos argumentaba que la inferioridad intelectual de las mujeres era la base de la feminidad sobre la que especulaba en su texto utilizando un nutrido repertorio de descalificaciones y poniendo a las mujeres bajo sospecha por sus ocultos y perversos motivos. Religiosas, para vencer su naturaleza insegura (ibíd.: 142); no intuitivas –salvo para la conquista o el cuidado de los hijos–, crédulas, emotivas y sentimentales, vagas intelectualmente, cómodas y acríticas o simplemente inferiores («Las jerarquías intelectuales la reducen a saber lo que ya sabe y poco más», ibíd.: 65); propicias a corazonadas, presentimientos e impulsos. O bien insistía Bañuelos que las mujeres eran débiles y sin conciencia, a diferencia de los varones que conscientes de sus debilidades tratarían de afrontarlas con inteligencia y talento. Ni intelectualmente capaces, ni moralmente admirables, pues estaban interesadas por el poder y el dinero, solo admiraban a los varones «por lo externo, principalmente la figura física y cómo vaya vestido; y además la sonrisa, la mirada y el rumbo. En lo interno, la cortesía, adulación, la galantería, la simpatía. En lo social, la posición económica, la influencia, el poderío y el mando» (ibíd.: 67). Fueron muchos los textos psiquiátricos que rezumaban una misoginia muy violenta, y algunos incluso la aplicaron con carácter retroactivo. Como es bien sabido, el franquismo recuperó el período imperial de la historia de España para la reconstrucción de una idea unificada de esplendor nacional. Este retorno al siglo de los Reyes Católicos se explayó desde el cine a los discursos políticos, transmi-

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tiendo una idea unívoca de España vinculada a Castilla, al catolicismo y a la defensa de valores ultraconservadores.46 También se reutilizó esta reescritura histórica del pasado imperial para ensalzar ciertas figuras femeninas y episodios sobre situaciones amorosas. Tal fue el caso de Doña Juana I de Castilla: la reina que enloqueció de amor, una especie de ensayo historiográfico de 1942 donde colaboraba Vallejo-Nájera y el editor Nicomedes Sanz y Ruiz de la Peña, teniente general y jefe de los servicios psiquiátricos militares. En el libro –publicado en la editorial Biblioteca Nueva dentro de una colección dedicada a la España imperial– los psiquiatras trataron de interpretar la locura de Juana de Aragón y Castilla y su relación amorosa con el rey Felipe. Sanz defendía una versión romántica del amor de la reina por el rey –versión que aún se difunde en determinados relatos de las visitas guiadas a las tumbas de los Reyes Católicos en la catedral de Granada–, remachando el magno relato romántico de «morirse de amor» por celos. Pero la contribución de Vallejo-Nájera, a pesar de la, en apariencia, rígida moral franquista no solo justificaba las infidelidades del rey –una actitud frecuente no sólo en la época–, sino que arremetía contra la reina, a la que tildaba de intolerante y colérica frente a los lances del rey. La antipatía del psiquiatra por Juana parece estar justificada en el texto por las simpatías de la reina hacia su corte de moriscas, la falta de fervor en su práctica católica y el haber entregado la Corona a los Habsburgo, lo que, para colmo, la haría responsable, según Vallejo, de acabar con el imperio español. Los psiquiatras rechazaban explícitamente otras lecturas historiográficas de la segunda mitad del siglo xix realizadas a partir de documentos custodiados en el Archivo de Simancas, como las de Bergenroth o Gachard que citaban, que ya habían negado la locura de la reina (245). Es probable que en este ensayo Vallejo y Sanz recogieran la opinión de Marcelino Menéndez Pelayo, que en Heterodoxos españoles arremetió contra el error de Bergenroth, quien caracterizó a la reina como una luterana perseguida por su padre e hijo católicos e insistía en que «La locura de D.ª Juana fue locura de amor, fueron celos de su marido, y bien fundados y muy anteriores al nacimiento del Luteranismo, como que

46. Sobre el uso de representaciones imperiales de España en la escuela franquista es excelente el texto de Boyd (1997), especialmente el capítulo 8.

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ya estaba monomaníaca en 1504».47 La versión de Gustav Adolf Bergenroth, recopilada entre 1862 y 1868, también fue conocida e influyó en el drama teatral de Galdós sobre la reina, Santa Juana de Castilla, que los psiquiatras no mencionaban (Mora García 2000). La etiqueta psiquiátrica de esquizofrenia, del tipo «catatonia y paranoia», que le aplicó Vallejo-Nájera (1942: 255) en la «patobiografía» de la reina, servía para desautorizar las razones afectivas o sociales de la soberana, y explicar los celos de Juana por el «monoideismo y perseveración ideativa» de su enfermedad, a la vez que para mostrarse tolerante con los castigos corporales infringidos contra la reina. Los textos de Vallejo y Bañuelos, un ejemplo de incipiente difusión de libros de autoayuda para audiencias femeninas, fueron combativos con la emergencia de formas disidentes de feminidad más allá del modelo de la-mujer-madre. El horror a la-mujer-moderna, a los efectos de la literatura y el cine y de una embrionaria sociedad del ocio en la educación sentimental de las mujeres, afirma la presencia activa de diversas formas de modernidad en las prácticas de feminidad de la época y las tensiones que causaban al régimen. A través del dispositivo cultural de «los instintos» trató de naturalizarse la feminidad, tanto como la masculinidad, aunque por la intensidad de la violencia misógina de algunos escritos, la normalidad masculina parecía construida a partir de componer la anomalía femenina. No todos los discursos eran igualmente misóginos, sobre todo respecto a aceptar la inferioridad «natural» de las mujeres; por ello, la obra de Oliver Brachfeld, que veremos a continuación, supone la novedad de presentar una visión más igualitarista de los sexos. Sin embargo, aun para Brachfeld, la desigualdad se explicaba con una buena dosis de medicalización mediante la aplicación de la etiqueta clínica del «complejo de inferioridad», un padecimiento mental de cada mujer que desresponsabilizaba en gran medida al sistema social de sus efectos individuales. En última instancia, para Brachfeld, muchas mujeres para conseguir la igualdad tendrían que recibir tratamiento psicológico por su complejo de inferioridad, aunque esa terapia no las llevaría, claro está,

47. Marcelino Menéndez y Pelayo: Historia de los heterodoxos españoles, Libro cinco. Epílogo. Resistencia ortodoxa, .

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a dejar de practicar una feminidad complaciente a ojos de la masculinidad. A este dispositivo de feminización puesto en marcha por el régimen y, en concreto, a la propuesta del modelo beligerante de la «guerra de sexos» respondió la feminista María Laffitte, como veremos más adelante, junto a muchas mujeres que en estas décadas represivas supieron encontrar en su práctica cotidiana y su propia experiencia amorosa fórmulas de disidencia y evasión a la misoginia del régimen y generaron diversas ideas y procedimientos para orquestar las vicisitudes del amor.

Psicoanálisis y espiritualismo para la construcción de la subjetividad femenina. «Los complejos» Como indiqué al principio de este capítulo, la cultura científica sobre el amor se desarrolló siguiendo un segundo itinerario de pesquisa histórica que ha tratado de explicar el amor y las emociones más allá del cuerpo, como algo profundo y abstracto que quizá podríamos denominar con el término «sentimiento», y que ha sido formulado históricamente de maneras variadas. A esta ruta de indagación científica que, en gran medida, ha ido edificando la separación occidental entre mente y cuerpo, han contribuido, sobre todo, las teorías psicológicas y el psicoanálisis. El papel de estas ciencias en la concepción sentimental de las propias mujeres requiere aún estudio; aquí me limitaré a analizar las ideas que circulaban en la España de la época y, en el apartado siguiente, al uso de algunas formulaciones psicológicas en la práctica terapéutica. Pero antes de ahondar en estas ideas hispanas, voy a tratar de exponer previamente unas líneas que nos permitan comprender cómo podemos considerar al amor como una parte crucial de nuestra subjetividad o, si preferimos expresarlo con términos menos psicologizados, de nuestro sentido del «sí mismo», también emparentado con lo que hoy mencionamos como identidad. Sobre las décadas de los cuarenta y cincuenta, tenemos noticia, a partir de la historiografía, de cómo se fue instaurando el proceso de psicologización en la cultura norteamericana. Por «psicologización» entiendo un proceso histórico que ha producido una forma de pensarnos, y por tanto de conciencia, como subjetividades individuales

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con un self (Rose 1999b), caracterizada por la capacidad para identificar y tratar de buscar la satisfacción de nuestras necesidades emocionales. Incluso en la actualidad, en una «cultura terapéutica» plenamente instalada en muchos países, de entender esa satisfacción como un derecho adquirido. Una novela como El grupo, de Mary McCarthy, publicada en 1962, muestra con detalle la incorporación progresiva de las teorías psicológicas, la elección «científica» de pareja o los métodos anticonceptivos entre las mujeres de clase media norteamericanas, para quienes el manejo de estos conocimientos y tecnologías científicas era una vía para alcanzar «la modernidad» en una sociedad embarcada de lleno en el consumismo.48 El consumo no solo estimuló el deseo por nuevas adquisiciones, sino sentimientos y apego hacia los productos adquiridos hasta el punto de que «ir de compras» se convirtió en una auténtica catarsis emocional por el carisma que se le podía adjudicar a los objetos adquiridos. Desde la década de los treinta del siglo xx, como han ilustrado Spurlock y Magistro (1998: 9), en Estado Unidos el psicoanálisis se difundió entre las mujeres de clase media urbana transformando percepciones en relación a la subjetividad, el amor, la pasión, el romanticismo o la homosexualidad. El propio cine de Hollywood, aunque fuera con versiones más o menos ingenuas, se había encargado de difundir nociones del psicoanálisis en diversos films. En este contexto social, el «yo», progresivamente, se habría configurado como la «constelación de experiencias y expectativas que un individuo reconoce como parte integral de su identidad individual» (íd.). Lo que me interesa rescatar de estos historiadores culturales es su énfasis en la relación entre el amor y la construcción de la subjetividad moderna a través de un performance, es decir, la presentación pública del nosotros mismos ejecutando acciones y comportándonos de forma específica. Frente a una concepción del yo como un acto interpre-

48. Sobre el papel del consumismo en las formas contemporáneas que han adquirido los encuentros románticos puede leerse el trabajo de la socióloga Eva Illouz (2007), que ha profundizado en la línea de análisis de Hochschild (2008) sobre el impacto del capitalismo en las prácticas y concepciones emocionales. Silvana Castañeda, terapeuta matrimonial, me ha sugerido esta idea de la cultura terapéutica como demanda individual de necesidades emocionales. Agradezco a Elia Sevilla su sugerencia sobre la novela El grupo.

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tativo social (social performance), a partir de los años veinte se habría ido produciendo en Norteamérica un discurso médico que potenciaba una concepción más biológica del yo y, paradójicamente, un discurso social que auspiciaba la idea de que las emociones surgían de la sociedad (y no de los instintos), sin olvidar que, a la vez, se defendía la existencia de una fuente profunda de las emociones que actuaba caprichosamente. En este contexto, según los propios diarios y biografías de las mujeres que han estudiado Spurlock y Magistro, el amor romántico podía proporcionar cosas tan diversas como sentirse completa, un proyecto de vida para mujeres seguras (o una fuente de confusión e incertidumbre para mujeres inseguras), un significado en la vida que facilitaba la felicidad, un sentido de pertenencia o una experiencia de cambio o de sentimientos de pérdida del yo. La incorporación del psicoanálisis, no solo como teoría sino como experiencia emocional, también habría potenciando la idea de un yo compuesto por diversos niveles (con el inconsciente en el fondo). Esta formulación histórica la esbocé al inicio de este capítulo cuando mencioné el trabajo de Steedman (2005), quien ha mostrado cómo la enunciación freudiana de la subjetividad cristalizó sólidamente porque recogía una densa trama de ideas culturales existentes en la época. Estos historiadores sugieren, además, que la percepción de la multiplicidad del yo (o de un yo en niveles o capas), ni completamente racional, ni totalmente bajo control de la voluntad, habría sido difícil de articular con la noción de la «autenticidad» del amor que incorporaba el ideario romántico. De manera que la falta de certeza percibida en la experiencia amorosa habría promocionado las vivas muestras de amor romántico que se expandieron en novelas, cine o teatro, como una manera de, mediante su repetición y reactuación (performance), subsanar la falta de convicción que producía esta emoción. Creo que este argumento sobre la repetición de los ideales y prácticas románticas en diversas expresiones culturales como un afán de superar la incertidumbre amorosa –quizá producida por la progresiva instalación de los sujetos occidentales en una subjetividad vacilante–, merece la pena tenerse en cuenta. Esta visión performativa también la ha planteado Judith Butler (2006) de manera muy provocadora, y debatida en los últimos años, en relación a cómo la identidad de género (el ser vistos y sentirnos como hombres o como mujeres, social y psicológicamente hablando) puede ser «actuada», incluso revertida. Pero, además de haberse formulado en la teoría

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contemporánea, la performatividad puede considerarse una concepción histórica. Alan Sikes (2007) ha proporcionado un sugestivo fundamento para entender las relaciones entre subjetividad y performance a partir del periodo moderno mostrando un conjunto de tácticas históricas para estabilizar nuestro sentido occidental de nosotros mismos, así como las dificultades para proporcionar estabilidad y solidez a nuestro sentido de identidad. Este esbozo rápido de lo que podríamos llamar una historia de la subjetividad y de las emociones basada en el performance, pone de manifiesto que apenas empezamos a conocer algo sobre el carácter histórico de la subjetividad con la que funcionamos cotidianamente. Sin embargo, otros estudios han indagado sobre la contribución de la psicologización a una formulación histórica de la subjetividad y las emociones no totalmente acorde con la performatividad. Estos análisis han explicado el fuerte anclaje de la obra de Freud con la cultura burguesa de su época y las razones de su éxito en proporcionar una autoexplicación humana (la subjetividad) –muy extendida y duradera, sobre todo en ciertas zonas de Occidente– y cómo habría contribuido a proporcionar claves teóricas para establecer la relación del amor con el riesgo de sufrimiento (Gilligan 1985: 82-85). También conocemos cómo se revelan las huellas del romanticismo en las teorías freudianas sobre el amor normal, que quedó configurado, a la horma de la época, como una combinación conflictiva entre lo carnal (sensualidad) y lo espiritual (ternura) que le confiere su lado noble, configuración que resultó particularmente normativa para las mujeres. Pero la principal contribución de Freud a las ideas sobre el sujeto quizá haya sido, como nos indica Peter Gay (1986), la creencia en que los recuerdos olvidados del pasado, por su carácter traumático, desempeñan un papel esencial en el desarrollo posterior de la experiencia amorosa. Esta fue la fuente de las teorizaciones posteriores de John Bowlby, que acuñó la «teoría del apego» a finales de la década de los cincuenta y estableció un baremo de normalidad humana a partir de una ruptura con los vínculos afectivos infantiles, aspecto de la teoría con una enorme repercusión normativa en la vida de las mujeres, sobre todo en la configuración de la-mujer-madre «normal». Por tanto, la educación en el amor es en «la antropología pesimista de Freud» una educación en la pérdida, en la precariedad del amor. Si Gay ha puesto el énfasis sobre las influencias románticas en las teorías freudianas, otras autoras si-

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túan las raíces históricas del psicoanálisis en la intersección entre romanticismo (oscuras fuerzas inconscientes) y modernidad (funcionamiento mecanicista y materialista del yo) (Stroebe 1992). Además de mostrar el carácter histórico de las teorías psicoanalíticas, también se han venido desarrollado diversas críticas al psicoanálisis como «gran narrativa» contemporánea sobre el sentido del sí mismo. Así se han planteado cuestionamientos sobre cómo esta teoría ha dado primacía a la familia como núcleo constituyente de la subjetividad o bien, ha contribuido a promover la dependencia de un saber experto (el terapeuta) para una reconstitución normalizada de la subjetividad. Pero el aspecto crítico que más me interesa señalar, pues sobre él me extenderé en las próximas páginas, es cómo algunas lecturas psicoanalíticas han contribuido a un planteamiento «anómalo» de la subjetividad de las mujeres que fomentaría su subordinación y que, como veremos, se relaciona con el amor.49 En España, a lo largo de las décadas de los 40 y 50, algunas noticias sobre psicoanálisis se difundieron entre el público femenino mediante crónicas traducidas de revistas norteamericanas. Si embargo, no aparecen muchos rastros de discurso psicológico «científico» en el conocimiento cultural sobre la orquestación del amor elaborado por las mujeres en los consultorios amorosos que analizaré más adelante. Martín Gaite (2001: 39) ha llamado la atención sobre la popularidad y las connotaciones negativas de la expresión «tener complejos», sobre todo para las mujeres, en la forzada simpleza de la cultura española de posguerra y con perspicacia ha señalado: «La complejidad, como la rareza, no eran bien recibidas en una sociedad que pretendía zanjar todos los problemas tortuosos y escamotear todas las ruinas bajo un código de normas entusiastas». Esta concepción cultural sobre los complejos tuvo cierta base en las teorías psicoanalíticas sobre el denominado «complejo de inferioridad», en el que me voy a detener en estas páginas. De hecho, el vínculo semántico del término «complejidad» con los complejos psíquicos de inferioridad aún se mantiene en el Diccionario de la Real Academia Española y, como veremos al analizarlo, sigue formando parte de las herramientas culturales con las que nos interpretamos. El térmi49. Para una síntesis en castellano de algunas de las críticas vertidas sobre el psicoanálisis véase Álvarez Uría y Varela (1994).

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no «complejos» fue introducido en la Psicología profunda por Alfred Adler para plantear la identidad subjetiva como una serie de respuestas humanas dirigidas a compensar la autopercepción de inferioridad en el entorno social. Adler acabó alejándose de las ideas de Freud sobre la influencia de la sexualidad en el desarrollo psíquico humano y, en sus teorías, puso más énfasis en el influjo de lo social sobre la identidad. En su artículo «Love is a recent invention», publicado inicialmente en Enquire en 1936, formuló lo que podríamos considerar las bases científico-piscológicas para la idea del amor heterosexual como una relación igualitaria aunque, a la vez, de carácter complementario o, según sus términos, como una «díada humana».50 Sin embargo, la popularidad del término «complejos» en la cultura española de la época, no procedió de la lectura directa de la obra de Alfred Adler, sino de la difusión que hizo de ella su discípulo F. Oliver Brachfeld, un psiquiatra húngaro de familia católica y judía, que permaneció en España, por su matrimonio con la traductora María Bages, hasta 1939, vinculado, probablemente, al Instituto Psicotécnico de Barcelona y al círculo de Ortega. Brachfeld se exilió, como otros psicólogos españoles, a París y después, a Venezuela, donde no solo contribuyó a la transmisión de la obra de Adler sino a que la expresión «complejos» tuviera también gran presencia cultural.51 De talante liberal, Brachfeld había mantenido discrepancias con las teorías de Marañón, hacia 1933, por el excesivo biologicismo del médico español en sus interpretaciones sobre diversos temas, incluyendo la homosexualidad.52 Su obra, Los sentimientos de inferioridad se publicó en Buenos Aires (Siglo xx) en 1942 y, en 1959, ya había recibido una tercera edición en España. Su otro texto, Los sentimientos de inferioridad de la mujer, se publicó en 1949 y, en 1951, apareció Los complejos, ensayo semántico de un concepto moderno seguido de un Diccionario de Complejos y fobias. Estas obras son piezas textuales claves para el discurso sobre los complejos

50. Una breve nota bibliográfica puede consultarse en la web editada por José L. Fresquet: http://www.historiadelamedicina.org/adler.html>. Su texto sobre el amor fue reeditado en 1971. 51. Camacho (2008). Las escasas notas biográficas sobre Brachfeld que he localizado pueden leerse en la versión alemana de la Wikipedia: . 52. Véase en Cleminson y Vázquez (2007: 99) el debate que suscitaron las obras de Oliver Brachfeld de 1931 y 1933.

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extendido en la cultura española de la época y constituyentes esenciales del dispositivo de feminización.53 En Los sentimientos de inferioridad de la mujer. Introducción a la psicología femenina, editado en Barcelona dentro de la colección «Acción y Pensamiento» que dirigía el propio Brachfeld, desplegó una serie de argumentos que testimonian la existencia de voces discrepantes con las versiones más misóginas de la psicología diferencial de hombres y mujeres. No debe olvidarse, sin embargo, que las tesis de Brachfeld (1949) amparaban la complementariedad de la pareja por la necesidad compartida de la reproducción («Los papeles sexuales están repartidos con suma sabiduría entre Varón y Hembra; uno necesita a otra, con vistas a la procreación; no podría bastarse ni el uno ni la otra», 1949: 94), hasta el punto de, coincidiendo con Adler, considerar, a los esposos como una «unidad», una «célula social» o, usando sus propios términos religiosos: «Representan no sólo la comunión de dos cuerpos, sino de dos almas (es así, poco más o menos, que aquel fino psicólogo que fue San Anselmo de Liguria concibiera el matrimonio cristiano)» (ibíd.: 178). Para comprender las diferencias de los sexos, Brachfeld expuso argumentos culturales en lugar de las evidencias naturalizadoras que veíamos en otros discursos médicos, como el de «los instintos» y que equiparaban la «hembra» y el «macho» humanos con los de las especies animales. Veamos en síntesis lo que aporta la obra de Brachfeld, cuya erudición, estilo y aperturismo ideológico sorprende entre la cerrazón de las monografías que venimos comentando. Sin embargo, también conviene señalar que sus tesis, al igual que en la obra de Vallejo-Nájera, contenían agudas contradicciones en relación a la defensa de la igualdad entre los sexos, pues, como él mismo reconocía, «Hay pocos temas que la humanidad enjuicie de manera tan contradictoria como la mujer y sus problemas peculiares. El término de ambivalencia

53. Estas dos obras me permiten hacer una breve reflexión sobre el papel de las políticas de conservación de los textos por su capacidad para borrar la presencia de ciertos autores en la cultura. Este es el caso de la obra de Brachfeld, ausente de los fondos de nuestra Biblioteca Nacional –salvo como traductor de novelas de escritores húngaros–, a pesar de que se trata de una obra viva, recientemente publicada en formato electrónico por la editorial Routledge. Sin embargo, sí conserva la Biblioteca las obras de Bañuelos así como el original de 1951 y las numerosas reediciones del El español y su complejo de inferioridad, una aplicación del complejo de inferioridad a la «españolidad» escrita por López Ibor.

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[…] en ninguna otra ocasión podría estar a tal punto en su lugar como aquí, en los juicios sobre la mujer» (ibíd.: 78). En síntesis, el psiquiatra húngaro defendió una concepción de género en relación a los sexos, pero también planteó una visión «normalizadora» y sometida de la subjetividad femenina a través de su idea del «complejo de inferioridad». Brachfeld rechazó los argumentos sobre la inferioridad de las mujeres que tenían como base la «envidia del pene» formulada por Freud, tanto como las ideas de Karen Horney y Gregory Zilboorg54 sobre la superioridad femenina. Por el contrario, defendía que los sexos eran «inconmensurables», es decir, diferentes pero ninguno superior al otro. Según su planteamiento, esta «inconmensurabilidad» explicaba la falta de comprensión del varón y su tendencia a considerar a la mujer como un enigma, «por haber querido aplicar siempre su propia tabla de medidas sobre ella» (87). Brachfeld, por tanto, adoptaba una perspectiva de género cuando subrayaba la responsabilidad pública de «las instituciones de la mayor parte de las civilizaciones» y, también, del varón en la vida cotidiana por contribuir a la infantilización de las mujeres, pues con frecuencia los maridos reprochaban los «rasgos infantiles» femeninos (frivolidad, liviandad, falta de seriedad) y, a la vez, mantenían una infantilización egoísta («Pues ¿cómo interpretar si no por el egoísmo varonil el hecho de que nuestra preferencia vaya casi siempre hacia la mujer-niña, la mujer artificialmente mantenida en un nivel completamente ‘infantil’, o voluntariamente ‘babificada’ por nosotros?», ibíd.: 87). Alejado de las ideas misóginas de Moebius o de Otto Weininger que, entre otros, defendía en España Eugenio D’Ors como veremos más adelante, Brachfeld formulaba también la responsabilidad en la inferiorización de las mujeres de la cultura masculina, que «asignaban en su seno a la mujer […] la tabla de valores típicamente masculinos». Esa cultura masculinizada sería la responsable de construir lo femenino como despreciable a la vez que reafirmar en espejo la masculinidad («Muchos rasgos que se pretenden ‘típicamente femeninos’ no se deben al sexo de la mujer, a su conformación biológica, sino única y exclusivamente a las peculiares condiciones sociales

54. La crítica feminista al psicoanálisis goza de una saludable tradición. En castellano puede citarse la compilación de Teresa López Parinas (2003).

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en que vive en el seno de una colectividad regida por cánones masculinos», ibíd.: 100). Como recuperaba Brachfeld, diversas obras antimisóginas ya habían puesto de manifiesto que la llamada «naturaleza femenina» no era tal naturaleza, sino una «mentalidad de servidumbre» y producto de la dominación masculina («todo cuanto consideramos como ‘mentalidad’ típicamente femenina, ‘psicología femenina’, son típicas no ya para la mujer ‘en cuanto a tal’, sino para aquella mitad del cuerpo social que se halla sojuzgada y dominada –para no decir oprimida– por la otra mitad: la masculina», ibíd.: 123). Entre esta tradición textual antimisógina destacaba Brachfeld las obras de Matilde y Mathias Vaerting (El sexo clave: Un estudio en la sociología de la diferenciación de sexo, traducida al inglés en 1923) y, sobre todo, El carácter femenino. Historia de una ideología, de la socióloga Viola Klein (de 1946 y publicada en castellano en Buenos Aires en 1951), cuyas aportaciones, anteriores al Segundo sexo de Simone de Beauvoir, fueron marginalizadas, incluso por el feminismo posterior, y apenas ahora han sido restituidas (Lyon 2007). Estas obras formaban parte de una corriente de pensamiento en Europa que estaba tratando de desesencializar las diferencias sexuales. Conocedor de esta tradición, Brachfeld asumía que adquirir esta perspectiva requería una sólida formación sociológica de cuya carencia se lamentaba refiriéndose, en particular, a la obra del ensayista extremeño Pedro Caba (1952), un autor poco conocido y al que quizá citaba de manera destacada por su aperturismo, su peculiar situación de exilio interior y su común pertenencia al círculo de Ortega. Pedro Caba pertenecía, en el Madrid de antes de la guerra, a los círculos socialistas y frecuentaba las tertulias de Ortega y Besteiro, motivos por los que fue represaliado, aunque mantuvo una vida intelectual viva, dentro de España, en la década de los cincuenta. En su obra El hombre romántico, aunque no adoptaba posturas crudamente misóginas, defendió la existencia de diferencias esenciales entre los sexos, cuestión que le rebatía Brachfeld. Ciertamente Caba amparó algunas dualidades en las que se ha apoyado, tradicionalmente, la construcción esencialista de la diferencia sexual en relación a la subjetividad y los afectos: entre el pensamiento mágico, cálido y romántico femenino, y el pensamiento lógico varonil; o el erotismo masculino y el amor femenino; lo masculino como representación del amor abstracto (porque buscaba el erotismo), y lo femenino del amor personalizado. No

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eran las únicas diferencias marcadas y Caba asumía la presencia de un «flanco femenino» en los hombres que se mostraba, por ejemplo, en la expresión del llanto, pues «desde la varonía, el hombre no llora o llora de impotencia y rabia […] silenciosamente y con vergüenza de verse llorar». Brachfeld, a pesar de considerar a Caba un autor «tan dinámico como profundo», creía que, por su escasa formación sociológica, imputaba a las mujeres, de forma universal y esencialista, rasgos más bien atribuibles a su condición de minoría social. Claro que, a pesar de las críticas de Brachfeld, en el contexto de la época, la laberíntica prosa de Caba en El hombre romántico permitía reflexionar lo debatible de una rígida acotación de lo masculino y lo femenino, y también el «flanco femenino» de lo que denominaba el-hombre-romántico.55 Brachfeld criticó la defensa natural de estas diferencias en Caba aunque resulta sorprendente que no arremetiera contra quienes, en los mismos años, mantenían las posturas más misóginas que hemos vistos en secciones anteriores, de médicos como Vallejo o García Bañuelos. Quizá, pueda explicarse, como una manera de eludir la censura o una muestra de la existencia de unos círculos de debate que transcurrían mutuamente ajenos, como conversaciones excluyentes. Frente a la tradición misógina española, Brachfeld aportó, de forma remarcable, al discurso antimisógino su antibiologicismo y un énfasis en la cultura para explicar la diferencia sexual. Su conocimiento de diversas lenguas le permitió estar al día en los saberes de la época y argumentar con flexibilidad sobre la influencia cultural en las identidades «mujer» u «hombre» y la diversidad histórica de estas formulaciones. No es de extrañar que utilizara a Margaret Mead –como también lo hiciera María Laffitte– por considerar que con su trabajo antropológico había asestado un «golpe mortal» a las creencias sobre la existencia de una «esencia de la masculinidad» o de la «feminidad» y proporcionaba varios ejemplos etnográficos extraídos de su obra: los arapesh, donde hombres y mujeres tenían un carácter suave, femenino, según Brachfeld; los mundugumor, a los que consideró «masculinos», es decir, violentos; o los chambulí, que consideraban femenino lo que para los occidentales sería masculino. Estas 55. Unas notas biográficas así como un listado de su obra puede leerse en .

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pruebas de la diversidad cultural de lo considerado como femenino o masculino indicarían que los hijos de ambos sexos podrían adaptarse a esos tres tipos de sociedades y que, por tanto, «ha quedado demostrado irrefutablemente que no existe ninguna “esencia varonil” ni “esencia femenina” congénita» (ibíd.: 96), ni siquiera en los rituales de galanteo, sirviéndose para ello de argumentos históricos que reforzaban el relativismo cultural en las diferencias sexuales y oponiéndose a cualquier esencialismo. Así, la iniciativa en el encuentro no siempre habría sido privilegio de varones, sino que en culturas como las del antiguo Egipto la mujer era «la que debía solicitar el amor del hombre y no al contrario» (ibíd.: 123). Sin embargo, a pesar de la concepción no determinista de las diferencias, Brachfeld planteó, a través de su idea del «concepto de inferioridad», otra manera de «normalizar» a las mujeres. El complejo de inferioridad como etiqueta psicológica servía tanto para acabar con argumentos esencialistas y fixistas que anulaban toda posibilidad de cambio para las mujeres, como para medicalizar la disidencia frente al imperativo del matrimonio como unidad «natural». Según el psiquiatra, el «complejo de inferioridad» no sería exclusivo de las mujeres, pero sí predominante en ellas como «oscilaciones autoestimativas» (ibíd.: 69). Este complejo –y no las diferencias naturales–, sería el verdadero causante de los argumentos «ginecófobos» que defendían como algo consustancial a la naturaleza femenina, la falta de honradez o la falta de personalidad y como rasgos propios de las mujeres, su excesiva emotividad y carácter cíclico, su propensión a la chismografía y la murmuración y a pronunciarse con juicios emotivos y poco racionales. Según Brachfeld, este complejo tendría tres sustratos. De una parte la subestructura corporal (física, biológica o bioquímica), real o imaginaria, que sería el simple punto de partida y nunca su causa «suficiente». Pero el peso del complejo recaía en «la actitud psíquica o anímica, la llamada superestructura psicológica» (ibíd.: 192). Aunque esa superestructura anímica, según sus escritos, estaba causada por una «presión social aumentada», de manera que la inferiorización por el hombre (que a menudo tiene por consecuencia una autoinferiorización subsiguiente) las transforma en el sexo segundón, en una ‘minoría psicológica’» […] Consideramos como la traba principal que

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impide el desenvolvimiento de los valores femeninos, la estructura actual de la sociedad occidental civilizada en general y especialmente la española (ibíd.: 130-131).

De manera que como «persona» y como «sexo» esa superestructura segundona estaba interiorizada en las mujeres de forma «objetiva». Aunque en última instancia las mujeres eran las responsables de agrandar el efecto social («Su interiorización real le inspira una sensación de inferioridad “subjetiva” todavía mayor que la que debería corresponder a la “objetiva” », ibíd.: 249). Desde esta perspectiva del complejo explicaba Brachfeld las diferencias en la gestualidad femenina de la seducción. Las denominadas «armas de mujer» (la gracia, el encanto, la sonrisa estereotipada, las lágrimas o la infantilización), no serían más que muestras del complejo de inferioridad, de la percepción de que esgrimir armas iguales a las de los varones –seriedad, inteligencia y oficio– no daba frutos en el terreno de la interacción amorosa (ibíd.: 102). A pesar de rechazar los argumentos biológicos sobre la desigualdad y declarar su desacuerdo con las tesis freudianas sobre la «mujer fálica», Brachfeld trataba de establecer un canon de normalidad femenina, medicalizando, como enfermas con «complejo de inferioridad», a aquellas mujeres que luchaban con «armas exclusivamente masculinas» o que usaban una «línea masculina» o «protesta varonil». Esta «protesta» sería, según el psiquiatra, el fruto de un complejo causado por haber crecido en un ambiente familiar masculinizado o por imitar a «alguna mujer muy enérgica». Así explicaba comportamientos familiares como las reacciones de algunas mujeres que al no valorar su trabajo en la casa («por el complejo de inferioridad incorporado») se rebelaban de forma «nerviosa» o «enérgica» ante la solicitud por el marido de cuestiones domésticas como el planchado de un traje. Para el psiquiatra, «El “nerviosismo” no es más que una maña, un “arreglito” para imponer su voluntad según el peor estilo de los hombres» (112). Pero no solo se limitaba a los comportamientos individuales o domésticos, también interpretaba el sufragismo como «protesta masculina», es decir, como el afán infantil de «desempeñar un papel de varón en la vida». De hecho, a pesar de criticar, por su esencialismo, las ideas sobre lo que constituía la feminidad, se mostraba nostálgico ante la aparición

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de nuevas fórmulas de apariencia de lo femenino, como la moda del pelo corto o el pantalón, que interpretaba como muestras de una inferioridad que llevaba a algunas mujeres (sobre todo las que no se consideran hermosas) a vestir y comportarse como hombres («Lo curioso es que en el campo profesional, especialmente en España, la mujer compite poquísimo con el varón; pero compite con él en el vestir, en las costumbres, en los deportes, en el fumar, o sea, en los “campos de batalla” secundarios y terciarios de la existencia humana», ibíd.: 112). Así perfilaba una nueva etiqueta de feminidad, la-mujer-hombre, es decir, enérgica, fumadora, dedicada a la industria o el comercio, que sabía conducir, bebía cócteles y «se reclama todas las “libertades” imaginables de una “mujer autónoma”» (ibíd.: 134-135). Incluso, citando a Adler, afirmaba que el 70% de las mujeres padecían frigidez debido a su propia insatisfacción con el papel femenino –y no por las prácticas sexuales inexpertas de sus compañeros– y llegaba a afirmar que la sumisión y la humildad de algunas mujeres «pueden representar, mejor analizados, una actitud netamente “agresiva” […] esta actitud será siempre más digna que “la agresividad de la mujer”, otra forma de compensación de la pretendida inferioridad» (ibíd.: 236). Con una argumentación en apariencia menos misógina que la de los psicólogos que mencionábamos antes y aplicando nuevas teorías científicas, Brachfeld también medicalizaba a la-mujer-moderna, es decir, las nuevas fórmulas de subjetividad femenina que representaban formulaciones más igualitarias y, sobre todo, más autónomas de identidad. El temor que subyacía era, sin duda, el de que las mujeres faltaran al mandato de la complementariedad y la docilidad en el matrimonio. De manera que el comportamiento femenino se diagnosticaba como neurótico por la actitud negativa ante el hombre y el matrimonio, por «un miedo inconfesado e inconsciente» debido a los sentimientos de inferioridad («El varón era la quintaesencia de su tabla de valores; mas, en vez de someterse a aquel valor supremo quiso demostrar que no lo necesitaba para nada, que era igual a él», ibíd.: 149, 152, 162). Incluso llegaba a plantear los deseos de autonomía de algunas mujeres en términos de perversión («En el fondo sólo existe una perversión única, aun cuando pueda tomar formas muy variadas, y esta perversión se llama: incapacidad para construir la pareja monógama cuya consagración es el matrimonio», ibíd.: 201). Renunciando al amor que proporcionaba el matrimonio –la pieza esencial de su identidad–, la mujer

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dejaba de ser ella misma, pues, según las teorías de su maestro, Alfred Adler, la capacidad de amar era «el mayor galardón de la mujer» y un «desarrollo normal» de esa capacidad estaría propiciado por una serie de elementos que en gran medida coincidían con el programa moralizador que expandía la Sección Femenina. Un programa educativo para las mujeres debía encaminar a la muchacha «hacia el futuro papel femenino en el momento propicio», a confiar en sus propias fuerzas, al optimismo y correcto contacto con los demás, a esparcir alegría («sentimiento natural y nada crítico de la propia pertenencia al sexo femenino»), evitar la «vacilación durante algunos años de la infancia en comprender que se ha nacido y se es mujer» o no propiciar el apego excesivo a un solo miembro de la familia o una educación sin amor, factores que conllevarían sentimientos de inferioridad (íbid.: 231). Por tanto, la capacidad de amar de las mujeres era un destino irrenunciable, pues, como afirmaba Brachfeld, estaba «asignado por la providencia y al que nunca podrán escapar, pues nadie puede salir de su propia piel. ¡Qué tristes son esos espectáculos de renuncia conscientes o inconscientes, al generoso papel de la esposa y, a menudo, incluso de la madre!» (íbid.: 235). La misoginia de las diversas taxonomías con las que Brachfeld describía a aquellas que renunciaban al papel de la-mujer-amorosa no dejan lugar a dudas sobre sus también crudas intenciones normalizadoras, aunque, eso sí, formuladas con un discurso más sofisticado que el utilizado en las arengas de la Sección Femenina o las zonceras psicológicas de otros médicos. La gama de etiquetas punitivas para la mujer-no-amorosa era variada: «de la solterona a la perversa sexual, de la mujer excesivamente enérgica, de “armas tomar”, a la virago y marimacho, sin olvidar a la prostituta, la “mujer incapaz de amar” por excelencia» (ibíd.: 235). Brachfeld planteaba diversas explicaciones para estas mujeres inadaptadas a su papel de dóciles amantes. Por una parte defendía que los problemas de inadaptación provenían de una «insuficiente preparación para su papel femenino», conviniendo, por tanto, en que la identidad femenina se aprendía. Por otra, estigmatizaba la inadaptación al papel femenino «normalizado» y consideraba que estar a disgusto con ese papel asignado era consecuencia de un complejo de inferioridad que generaba en algunas mujeres el deseo de ser como los varones y no resultado del descontento con un rígido modelo social de feminidad que sometía y sojuzgaba a muchas mujeres.

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Una vez conocidas las tesis de Brachfeld sobre la subjetividad femenina cabe preguntarse cuál era su propuesta de pareja y, por tanto, de relación entre las identidades «inconmensurables» mujer/hombre. Sus propias palabras eran claras: «En vez de “virilizar” a la mujer, hay que feminizarla cada vez más, precisamente, desarrollando al máximo sus valores típicamente femeninos», pues las trabas eran de «orden psicológico». Sin embargo, el propio Brachfeld mostraba la dificultad para identificar en qué consistían los valores típicamente femeninos: «Acaso los valores femeninos no sean por ahora claramente definibles… es suficiente saber que existe que es distinto de lo masculino y que merece ser no sólo conservado, sino incluso fomentado y desarrollado hasta el máximo» (ibíd.: 248). Brachfeld proponía que la tarea de reeducación, de sacar a la esposa del infantilismo ocasionado por el complejo de inferioridad, que el encargo de rescatar los valores propios de lo femenino, recayera en los esposos, («Su primer deber tendría que consistir en completar, pues, la educación de sus esposas, hacia un aplomo mayor, hacia una autonomía personal, a la que no pudieron llegar a causa de una educación demasiado opresora… necesita una “reeducación psicológica”», ibíd.: 238). Pero, además de la reforma de la subjetividad femenina –por un varón Pigmalión que daría vida a su Galatea curándola del complejo de inferioridad, un cliché cultural muy repetido en la literatura y el cine–, Brachfeld, aunque parezca contradictorio, era consciente también de la necesidad de una pedagogía social para romper las jerarquías de género tan largamente procesadas: No se puede combatir tan sólo en la mujer; hay que combatirlos también en el varón, ¡ante todo en el varón! […] Lo que debe cambiarse no es ninguna ‘asignatura’ bien definida, sino todo un ‘clima’ espiritual y psicológico, un estado de ánimo colectivo, unas actitudes básicas generales de la sociedad. Debe educarse, en una palabra, lo que hoy día se llama ‘Opinión Pública’ y para cuya exploración y dirección existen ya métodos sabiamente elaborados en Norteamérica, Inglaterra, Francia, y otros países (ibíd.: 249).

La obra de Brachfeld formulaba lo que hoy entenderíamos como género, es decir, una característica del sistema social que ha convertido al modelo masculino en hegemónico. Pero, también, alumbraba una cuestión esencial para el devenir de las mujeres, la psicología como un

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dispositivo de feminización al servicio de normalizar y contener la disidencia, entrometiéndose en la propia subjetividad que esta disciplina contribuía a construir. Con estas teorías, la preparación para el amor –de esposa y madre–, constituía en sí misma la manera de obtener una identidad «normal» o, aún más, de ser considera «mujer». Aunque las tesis de Brachfeld nos parezcan, a la luz del presente, cargadas de intenciones normativas, no hay que olvidar que en su momento representaban ideas más liberales (y liberadoras) que el crudo biologicismo que imperaba en los circuitos médicos tradicionales. Rof Carballo, fue otro psiquiatra que también se apartó de las tesis más crudamente misóginas y biológicas, pero interesa resaltar que, en relación a las nociones de subjetividad, no estaba precisamente cerca de la visión más social del discípulo de Adler. Al año siguiente de la publicación de Los sentimientos de inferioridad de la mujer, Rof rechazó la idea de «complejo» que había difundido Brachfeld, con el intento de formular una teoría de reemplazo desde la denominada Psicología profunda. Rof (1950b: 83) proponía, como un sustituto de «complejo», el término «emoción profunda» («una interpretación biológica más sensata de ciertos difundidos conceptos psicoanalíticos como, por ejemplo, el hoy tan abusado de complejo»). Los complejos serían, en la nueva formulación de Rof, el avance súbito de las capas emotivas profundas «al primer plano», aunque este avance o erupción emocional no fuera la enfermedad misma pues, la emoción tenía también la función de renovar a la persona. En su teoría, como indiqué antes, consideraba que las emociones ampliaban la sabiduría de cada persona, lo que, en cierta forma, lo hacía precursor de las teorías cognitivas que se desarrollaron desde finales de la década de los sesenta, por científicos como Richard S. Lazarus y, en la actualidad, con los trabajos interdisciplares de, entre otros, Hanna y Antonio Damasio.56 Aunque fuera de gran interés esta aproximación cognitiva de Rof, así como la valoración positiva que hacía del saber que aportaban sus propias pacientes, a diferencia de Brachfeld, Rof no incluía en sus teorías emocionales la influencia social como clave para entender las diferencias en la subjetividad de mujeres y hombres.

56. Un panorama de las teorías contemporáneas científicas sobre el amor, escrito en lenguaje bastante asequible, puede verse en Lewis/Amini/Lannon (2000). Los trabajos del neurofisiólogo portugués Antonio Damasio han sido traducidos al castellano en 2001, 2005 y 2006.

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Para situar justamente la obra de Oliver Brachfeld es necesario rescatar, también, su contribución a otra interpretación tradicional en la construcción de la experiencia amorosa, me refiero a la del donjuanismo, pues se opuso a la formulación que había dado Marañón, en 1924, del donjuanismo masculino como «afeminamiento». Incómodo, con los despectivos juicios morales del médico, Brachfeld defendió que la misoginia (o la «ginecofobia» en sus propios términos) era «una de las raíces del ciclo legendario de Don Juan» (1949: 129). Tomemos brevemente el debate del Don Juan en relación a lo que nos preocupa en este texto. Como es sabido, escritores, historiadores y filólogos habían planteado, desde principios de siglo, diversos estudios o personajes literarios sobre esta figura con interpretaciones variadas que iban desde el «carácter nacional» a planteamientos sobre la masculinidad que destacaban la audacia y libertad del Don Juan. La contribución de Marañón, «Notas para la biología de Don Juan», supuso la incorporación de supuestos médico-biológicos al discurso cultural sobre el significado de la masculinidad y, sobre todo, una lectura más carnal y menos simbólica de esta figura.57 Marañón contribuyó también a «la instinto-manía» de la época argumentando que el donjuanismo era una degeneración del instinto de reproducción y proponiendo un ideal normalizado de la sexualidad, justificando la conducta del Don Juan en base a unas «condiciones orgánicas». Marañón exploró el donjuanismo sobre todo en la figura del varón. La ausencia de una perspectiva femenina en los escritos sobre un mito que tanto había ocupado a la cultura española, y que naturalizaba la seducción activa como un comportamiento exclusivo de varones, ha de entenderse, como señala Elena Soriano (2000a: 273-274) en su ensayo «El Donjuanismo femenino», en el sentido de que la seducción formaría parte de esos «pequeños» derechos que como el del crédito intelectual, el respeto sincero por el trabajo vocacional, el derecho a la deserotización en las actividades comunes asexuales, a la amistad, a la plena autonomía, al sentido fáustico de la existencia son «difíciles de definir y por tanto de reivindicar», «a modo de artículos de lujo en la existencia de cualquier ser humano» que han sido patrimonio de los varones. Los argumentos de Marañón no eran de carácter social, sino basados en una especie de sociobiología avant la lettre, que defendía, como

57. Véase Vandebosch (2006: 110-159).

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en el resto de las especies, la naturalidad en la iniciativa del macho humano como garantía de su virilidad, y que denostaba en el Don Juan lo que marcaba como femenino: la mentira, la debilidad o su aspecto etéreo. A esta «lista de quejas de los misóginos» contestó Brachfeld (1949: 70) afirmando que «La mentira no es un arma peculiar de la mujer, en la lucha por la existencia, sino tan sólo un arma, independientemente del sexo, de todo ser que padece sentimiento de inferioridad». La idea del Don Juan afeminado fue asumida con leves variaciones en otras contribuciones ensayísticas coetáneas sobre el tema, como en la obra El hombre romántico, de Pedro Caba (1952: 225), que venimos comentando, donde se afirmaba que ni el Don Juan de Zorrilla ni el de Tirso, ni el varón andaluz «son inferiores sexuales, aunque se hallen en ellos rasgos femeniles abundantes». Para el ensayista, la masculinidad no residiría en la gestualidad corporal sino que provendría del papel activo de los varones en el enamoramiento, es decir, de la capacidad varonil de enamorar a las mujeres (y no de amarlas). «No digo de enamorarse de ellas, que es rasgo femenino, sino de enamorarlas, fijarlas casi fatalizadas a su ser, sin dejarles mucho margen de autonomía profunda para autodeterminarse» decía, entendiendo que el amor para las mujeres era una fatalidad, un sometimiento en el que se ponía en juego la potencia masculina del varón. Este aspecto que resaltaba Caba refleja con espléndida nitidez cómo en el ritual amoroso de la seducción se jugaba parte de la identidad hombre/mujer sobre la polaridad activo/ pasivo, lo que explicaría el secuestro de la habilidad seductora para las mujeres, pues las convertía en meras receptoras de la seducción del varón y valedoras de la masculinidad del pretendiente. Las tesis de Brachfeld en este debate sobre la seducción del Don Juan otorgaban otro papel a las mujeres, aunque las consecuencias eran igualmente misóginas. Brachfeld aportó la visión crítica de que el Don Juan era un producto de la cultura misógina, pero para formular el llamado «complejo de Brunhilda» (1949: 141), que afectaría a muchas mujeres en relación a los ideales del «príncipe azul». La propia «ambivalencia de las sociedades modernas» haría que las mujeres, para superar su complejo de inferioridad, anhelaran la sumisión al varón fuerte, capaz de proporcionales «protección total» pero, a la vez, «muy engreídas por sí mismas, sólo admiten supeditarse a un verdadero superhombre, un supervarón, tan idealizado que existen 99 probabilidades contra una de que no lleguen a encontrarle nunca» (ibíd.:

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141). Esta cuestión del príncipe azul como «contemplación interna de un fantasma […] un varón imaginario» –o más bien imaginado por la mujer con complejo de Brunhilda deseosa de sometimiento– también la había sugerido Pedro Caba (1952: 227, 254, 269-270), para quien ese fantasma, en el que se sueña para depositar el amor, sería una suerte de amor indiferenciado de juventud, «sin objeto» y causa de muchos fracasos amorosos. Aunque Caba no describía esta «idealización» como un fenómeno exclusivo de las mujeres, sí lo atribuía al lado «femenino» y advertía que quien idealiza «halla en las cosas lo que en las cosas no hay. Maternizándolo todo, hace de las cosas criaturas, personificaciones». No obstante, también advertía de los riesgos de la idealización en el amor para ambos sexos, pues de esta manera se anulaba la posibilidad de percibir realmente al otro, o la otra, de darle existencia («idealizar a la mujer es un modo de descalificar a las que existen verdaderamente»). La contribución más compleja y sutil de la obra del psiquiatra Oliver Brachfeld o del ensayista Pedro Caba permite atestiguar la existencia en estas décadas del franquismo de discursos heterogéneos en relación al amor, la subjetividad y la diferencia sexual. Con todo, no debe de hacernos olvidar el clima intensamente antifreudiano de los años inmediatos a la guerra, aunque se hablara de psicoanálisis para rechazar ciertos aspectos o incorporar y adecuar otros al ideario nacional-católico (Glick 1982). En el mejor de los casos, las ideas sobre al psicoanálisis en el pensamiento español de ese periodo, parecían desfasadas a ojos de otros psicoanalistas foráneos. Así lo atestiguó la alemana Margarita Steinbach, que visitó España en los años cuarenta para psicoanalizar a varios disidentes de la psiquiatría oficial, y consideraba que las ideas que circulaban en la península eran «como de 1910».58 A inicios de los cuarenta se le criticaba a Freud su «pansexualismo» («No es cierto, naturalmente, que todos los conflictos psíquicos sean sexuales», decían López Ibor y Malabia [1941: 451]), su rechazo del «amor espiritual» y la «ley moral» y, también, por considerar que el logos fuera «puramente instintivo». De hecho, algunos aspectos de la teoría freudiana se reelaboraron a la luz del catolicismo, tal fue el caso del súper yo, reinterpretado por López Ibor como un «instinto de per-

58. Véase Carles/Muñoz/Llor/Marset (2000: 255).

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fección» neutralizador de otro tipo de instintos sojuzgados como inmorales. Otros elementos del freudismo como la teoría del desarrollo psicosexual, la cuestión de la represión, la existencia de factores psicológicos o biográficos en enfermedades orgánicas, la importancia de la biografía o la utilidad de la psicoterapia en la medicina interna, fueron mejor aceptados. A mi entender, una cuestión de carácter más simbólico fue también importante en el rechazo de Freud. Para los psiquiatras más próximos a la ideología del nacional-catolicismo el inconsciente sexualizado no podía existir, pues el inconsciente –donde se entendía que quedaban «ocultos» aspectos «inmorales»– remitía a una conciencia dividida y, por ende, a la posibilidad de experiencias diversas. Esta cuestión de la diversidad, fuera de la nación, del inconsciente o de la feminidad, era inaceptable, en este periodo posbélico que trató con tanta violencia de reunificar la idea de España en sus más diversas expresiones, incluidas las emocionales. Así lo testimoniaban, en medios periodísticos muy dispares, los neuropsiquiatras biologicistas del círculo de VallejoNájera, Malabia y Heredia (1944: 15), quienes en Ser afirmaron: «Para nosotros la conciencia es única, tiene potencia y acto, y la idea de un psiquismo único es de claridad meridiana», o Córdoba y Pigem (1946: 161), que aseveraban con rotundidad, en Medicina Clínica: «Los complejos típicos del inconsciente, son, en el fondo, uniformes. Hay una evidente uniformidad del inconsciente». Este intento de la psiquiatría oficial, de proscribir toda posible diversidad del mundo interno, mediante el descrédito de las formulaciones que proponía el psicoanálisis, tuvo también consecuencias para nuestra historia cultural del amor. Posiblemente al rechazar la formulación del inconsciente por la imposibilidad de someterlo o por la complejidad de sus formas se eliminaba un componente teórico-discursivo sustancial para explicar (y aceptar) en la práctica la existencia de una subjetividad compleja e incierta y, por tanto, la presencia de sentimientos amorosos diversos, insurgentes, carnales, ambiguos, complejos o contradictorios de cuya existencia nos hablan los propios casos clínicos leídos a contrapelo o los textos escritos por las mujeres en la prensa femenina a los que me dedicaré más adelante. Merece la pena profundizar algo más sobre cómo, además de rechazar la noción de inconsciente, también se recatolizaron las ideas de Freud en estos años, influyendo en la formulación de las emocio-

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nes y el amor. Con ello retomaré el discurso cultural sobre los «instintos», aunque ahora me detendré en su sentido más freudiano. Un texto destacado, que quizá moldeara los argumentos más elaborados contra Freud entre cierto sector social, fue el de Pedro Laín Entralgo, publicado en 1943, La obra de Segismundo Freud. Meditaciones de un historiador de la medicina sobre algunos temas del psicoanálisis, editado en el primer volumen de “Estudios de Historia de la Medicina y de Antropología Médica”. Laín Entralgo −médico, historiador y miembro de cierto sector católico y algo liberal del régimen– valoró positivamente algunos aspectos del psicoanálisis, como el ofrecimiento de una respuesta vitalista a los excesos mecanicistas y empíricos de finales del siglo xix, y su potencial explicativo humano («definitivo injerto de la pasión y el instinto en todo esquema antropológico», 1943: 278). También apreció la utilidad de la psicoterapia para proporcionar al paciente un «esquema interpretativo de su situación», un «manojo de creencias», con las que el médico «enseña al paciente el complejo y peligroso oficio de gobernar por sí mismo el motor animado de sus instintos» (ibíd.: 262). Sin embargo, Laín rechazó la obra del psicoanalista por omitir el espíritu y la conciencia y convertir al instinto sexual en el motor rector de la vida humana. Laín, en coincidencia con las teorías instintivas que imperaban, apreciaba especialmente de Freud su formulación de los instintos como lo irracional del ser humano, es decir, por «haber reinstalado en el pensamiento médico, con el acento subversivo y cautivador del verdadero revolucionario, el mundo turbio y caliente, pero inexorablemente necesario de lo instintivo e irracional» (ibíd.: 74). Ese «mundo turbio y caliente», subrayaba el historiador, habría roto con el mecanicismo como visión hegemónica del pensamiento médico («Ya no va a ser el hombre una máquina de átomos y representaciones, sino un manojo de instintos mejor o peor domados», ibíd.: 72) que, además, habría quebrado con las formulaciones de Charcot, quien situaba las emociones como una idea o «apetito de la conciencia» (ibíd.: 78). Sin embargo, aunque el instinto aportaba un componente explicativo más próximo a la perspectiva vitalista, vigente en el pensamiento médico hasta más allá del siglo xvii, Laín también captaba la visión mecanicista fisiológica que subyacía en Freud. Como también ha indicado Rosenwein (2002) en su crítica historiográfica, las emociones se han formulado –incluso por quienes trabajamos en

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historia–, desde un modelo hidráulico que también subyace en la teoría freudiana. Como sostenía el historiador, la histeria era concebida como un «afecto remansado» y el propio título que dio Freud a su primera obra, Sobre el mecanismo psíquico de los fenómenos histéricos, reflejaba la visión mecanicista fisiológica. Según Laín, frente a Charcot, que entendía las alteraciones pasionales como manifestación de la histeria, y junto a Freud, «lo instintivo e irracional viene a convertirse en el elemento material del proceso morboso» y «de “manifestarse” pasionalmente la histeria ha pasado a “consistir en” pasión encadenada e inarmónica» (1943: 82). Como historiador católico le resultaba sugerente el vuelco antimecanicista del pensamiento occidental que podían representar Freud, además de Marx y Nietzsche, como «capitanes del triple ejército, hambre, mando y sexo» (ibíd.: 270) en lo que consideraba un giro del pensamiento occidental, una «desmesurada reacción vitalista» ante una sociedad con «conciencia fragmentada» que redujo el ser a puro empirismo y «convirtió el amor en un instinto socialmente coartado e interpretó la ley moral como simple consigna utilitaria». Pero, para el Laín católico, el peligro de la teoría de Freud era que ofrecía un «irracionalismo vitalista» (ibíd.: 268), en lugar de un vitalismo creyente en una fuerza espiritual que Laín convenía en denominar «vitalidad, tono vital primario, tensión vital, biotono u otra análoga» (ibíd.: 267), por tanto lo que disgustaba al historiador era que el inconsciente de Freud planteara la desaparición del espíritu (ibíd.: 265). Por ello, rechazó la consideración del inconsciente como motor de la acción humana y, apoyándose en la filosofía católica de Xavier Zubiri, defendió que el instinto estaba moderado por la «situación histórica y personal». Laín calificó la visión freudiana de «reduccionismo antropológico», pues «refiere al puro instinto la psicología entera» y «reduce el instinto, por otra parte, a la escueta sexualidad» (ibíd.: 265). Estas críticas frente a la supremacía del lado «caliente y turbio» de los instintos que despertaba el psicoanálisis (ibíd.: 74), eran comunes con otros psiquiatras, pues la falta de espiritualismo y la reducción «del hombre a puro juego de instintos viscerales» ya había sido recalcada por López Ibor en Neurosis de Guerra (1942) (íbid.: 228). Laín criticaba también, por poco espiritual, la visión mecanicista de las emociones que también subyacía en el psicoanálisis y hacía del psicoanalista «un ingeniero de las pasiones humanas» definidas «como flúidos (sic) con su correspondiente ten-

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sión... como si la angustia del hombre... fuese reductible sin más a una imagen mecánica» (ibíd.: 261). La desazón ante la sexualidad que vemos en estos autores católicos y, como consecuencia, la exacerbación de formulaciones espiritualistas en los primeros años de la dictadura pueden explicarse bastante bien con el diagnóstico que proporcionó el psicoanalista Wilhelm Reich (1973: 46) sobre la psicología de masas del fascismo. Para este autor, Lo que aquí hay de esencial, de más importante en el plano práctico, es el proceso energético-biológico, concebido desde una óptica irracional y mística, expresión exacerbada de la ideología sexual reaccionaria. La ideología mundial del «alma» y de la «pureza» es la ideología mundial de la asexualidad, de la «pureza sexual», o para llamar a las cosas por su nombre, una forma de represión y angustia sexual, productos ambos de la sociedad patriarcal autoritaria.

Ya disponemos de algunos elementos para comprender mejor los argumentos antifreudianos y por qué, desde esta óptica, el inconsciente representaba lo más alejado de la creencia en el Dios cristiano como motor de la acción humana. «Con Bergson y contra Freud niego al inconsciente psicológico toda posible “acción” rectora sobre la biografía de la persona en cuestión», declaraba con férrea contundencia Laín (1943: 173), pues el inconsciente planteaba una antropología humana donde el ser sería «una caja de doble fondo» (ibíd.: 166). Estas ideas parecían plantear algo así como si cada ser humano contara con otras vidas, o estuviera habitado por diversos personajes con sus propias enunciaciones y deseos, una formulación que de nuevo repetía la preocupación por «la máscara» como falta de autenticidad, remachada con frecuencia en la cultura fascista de estas décadas, como veremos más adelante. Laín, como salida a estas múltiples, falsarias y amenazantes personalidades, recatolizó el sentido normativo de la subjetividad que podía proporcionar el concepto psicoanalítico del súper yo y planteó una formulación espiritual, la «sobreconsciencia transpsicológica», consistente en «estados místicos, relación de la conciencia con la verdad». A pesar de su fascinación con la obra freudiana, era patente la irritación que le producían aspectos esenciales de su teoría que arremetían contra su fe católica. Por eso, el antiespiritualismo no era la única crítica de Laín a Sigmund Freud, ya que, como a otros psiquiatras de la

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época, lo que le preocupaba era la «desmesurada sexualización» (ibíd.: 84) de la obra freudiana, un «error interpretativo» que Laín achacaba a factores biográficos del propio Freud («el doble incentivo de lo prohibido y lo descubierto», el «énfasis del inventor», un «ánimo combativo» causado por su «resentimiento social […] verosímilmente de raza» o las vicisitudes de su carrera profesional; ibíd.: 89) y a factores históricos (progresiva secularización de la intimidad personal en la sociedad burguesa, o aceleración del tiempo y excesiva e impositiva socialización). Con ánimo de invalidar el psicoanálisis, Laín adoptó en su crítica una posición que hoy entenderíamos como «constructivista», defendiendo que las tesis de Freud no eran «un mero hallazgo empírico sino una creencia previa» (ibíd.: 122) y una influencia «hermenéutica» del propio Freud sobre sus pacientes («Puede dudarse de que el enfermo después de un prolongado rapport con el psicoanalista, sienta en su alma una suerte de “conversión erótica” de instalación vital sobre la libido», ibíd.: 106). Es decir, que, para el historiador, el inconsciente, como la libido, serían proyecciones del propio Freud sobre las personas que psicoanalizó más que materiales procedentes de sus propios pacientes, lo que sin duda cuestionaba no solo la existencia o utilidad del inconsciente, sino el carácter positivo o científico del psicoanálisis, «un producto artificial de la acción psicoanalítica» (ibíd.: 165): La hipótesis de una vida inconsciente es la explicación que Freud halló más a mano para dar cuenta de su propia y anterior influencia sobre sus pacientes. Sin advertirlo claramente, Freud, proyectando sobre sus neuróticos los supuestos interpretativos que engendraron el psicoanálisis, vio pintarse en aquel plástico y dócil lienzo su propia idea del alma humana (ibíd.: 185).

Otras adaptaciones católicas del psicoanálisis reclamaron, de forma aún más burda, la espiritualidad en la comprensión de las relaciones amorosas sexuales, incluso en foros clínicos como la acreditada revista Medicina Clínica. Jerónimo de Moragas, un psicólogo infantil, en la línea de la Psicología evolutiva –su obra aún se difunde en Internet en circuitos cristianos por sus connotaciones pronatalistas–60 triangulaba, en 1952, la vida humana satisfactoria alrededor del instinto, el

60. Véase la web .

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eros y el amor pero proporcionando una visión sublimada del amor, acorde con el catolicismo y un vitalismo espiritual, al estilo lainiano. En sus escritos proporcionó una explicación religiosa de la neurosis, mostrando un afán de pureza que destilaba autoritarismo y confirma el diagnóstico de Reich, El instinto radica en el intracuerpo, el eros en el alma, el amor en el espíritu, y nos-otros creemos que la inmensa mayoría de neurosis se producen porque en el conflicto entre vitalidad y espíritu ha vencido la primera y al sexo le ha faltado el amor. Entonces la sexualidad al sentirse truncada se convierte en angustia. O por decirlo aún de otra manera: la neurosis sexual es una falta de caridad [subrayado del autor] (1952: 56).

Nos interesa este texto de Moragas porque expresa que el antipsicologismo de los sectores católicos era reactivo a la mera posibilidad de que existiera una explicación secularizada del comportamiento humano que pudiera suplantar al espíritu, Y esta dama a la moda que quisiera juzgar la terquedad de su hijo, la desazón de su hija, como si sólo fueran una neurosis, no se da cuenta de que su hija está desazonada, porque viven de una manera excéntrica creyendo ser el centro del mundo, porque han sustituido el amor por el egoísmo y ya no pueden sentarse en la mesa del gran ágape de la Comunión de los Santos (ibíd.: 57).

Sorprende que en una revista científica como Medicina Clínica publicara Moragas, en 1952 y aún en 1957, sus piadosas ideas sobre el amor cuando en las salas cinematográficas las audiencias asistían, masivamente, a versiones más mundanas. Moragas adoctrinaba sobre el amor como sentido de trascendencia, ese dar sentido a la vida a través de «ser para algo» que, como ya he señalado, constituía el núcleo de la idea cristiana del amor y el centro del modelo de mujer que proponía el catolicismo. Entregarse daría trascendencia a la vida y el sufrimiento sería manifestación del amor a Dios (ibíd.: 255). El amor, por tanto, sería lo sublime, las ansias de superación y la búsqueda de esa superación a través de darse al otro: El amor es la aspiración infinita del alma humana, el aguijón que la impulsa a trascenderse, el dinamismo interior del espíritu siempre insatisfe-

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cho de aquello que es y siempre deseoso de aquello que puede completarlo […] por el amor la vida no es dolor ni pena, sino alegría y gozo (ibíd.: 258 y 259).

En clave de antifreudismo y espiritualidad católica exacerbada se interpretó también el amor recurriendo a autores como Theodor Reik (1888-1969), un discípulo directo de Freud. Su obra El amor visto por un psicólogo fue traducida en Buenos Aires en 1944, el mismo año de su publicación en inglés, y recibió una recensión en España dos años después en la Revista de Psicología General. Reik fue terapeuta de uno de los primeros psicoanalistas españoles, Ángel Garma.61 Es probable que el texto se reseñara por la aparente coincidencia de Reik con la crítica española al pansexualismo de Freud, de manera que su obra parecía autorizar la defensa de la distinción entre sexo y amor ‘útil’ para el programa moralizador de la psiquiatría normativa. Pero, sobre todo, Reik fue leído como un apoyo más a la teoría de la complementariedad, esta vez escrita en términos psicológicos en lugar de eugenésicos, psiquiatrizando así la popular media naranja. El amor, según la reseña al texto realizada por el psicólogo Ricardo Ibarrola,62 tendría que ver con el «descontento con uno mismo» y planteaba, coincidiendo con López Ibor y con Moragas, una versión más sublimada, psicológica y religiosa de la media naranja, otra manera de naturalizar la complementariedad como base ideológica del matrimonio heterosexual. Reik, que fue miembro de la Sociedad Psicoanalítica de Viena y que emigró a EE.UU. huyendo del nazismo, en realidad, frente a Freud, distinguía el deseo sexual del amor como motivaciones humanas diferentes y defendía, por tanto, que no todas las formas de amor tendrían la sexualidad como promotora.63 Por tanto Reik diferenciaba entre «sexo» −no tendría como objeto una persona específica y, por tanto, sería fácil de sustituir, se localizaba en las glándulas genitales, pertenecía al campo de la fisiología, buscaba la satisfacción y alivio de una tensión física,

61. Michelle Moreau Ricaud. «Ferenczi “en la bella España”. Contribución a la cuestión de la formación analítica». En: . 62. Revista de Psicología General (1946), 1, p. 554. 63. Véanse algunas notas sobre su biografía en Listening With the Third Ear. Theodor Reik 1888-1969 ().

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por tanto, era un fenómeno de la naturaleza− y «amor» –provocado por un objeto (persona) concreto difícil de reemplazar, cuyo objetivo era la felicidad y el confort, y que pertenecía al campo de la psicología de las emociones, tratándose, por tanto, de un fenómeno cultural (1944: 21)–. El amor no sería un instinto de nuestra herencia evolutiva, idea que, como hemos visto, muchos defendían en la España de la época, pues requeriría un desarrollo cultural. Sin embargo, Reik (1944: xiii) también confirmó en sus investigaciones la frase de Freud «Idealizamos las tendencias que albergamos («What we idealize is intimately connected with trends we harbor»). Es decir, que, como interpretaba el psiquiatra español, lo que impulsaría a amar sería el descontento de uno mismo, y el amor al otro sería una transferencia del yo ideal a otra persona. Pero Ibarrola también realizaba una peculiar interpretación de las ideas de Reik al explicar el amor como una confrontación o «guerra de los sexos», una retórica cultural que ya exploramos en páginas anteriores por ser una clave cultural común muy viva entre los ideólogos de los sentimientos en la posguerra: El hallazgo de una persona que reúne algunas de aquellas características que no poseemos y desearíamos alcanzar provoca una primera reacción de envidia que ulteriormente puede llegar a transformarse en amor. Entonces transferimos al ser amado las condiciones de nuestro ego-ideal, le convertimos en un ego-real y abdicamos de nuestra personalidad identificándola con la suya; una descarga y liberación de nuestros sentimientos de autosatisfacción es la consecuencia. Antagonismos iniciales, ataques y contraataques son, pues, las condiciones preliminares del amor. Después de su floración el amor tiene su ulterior fase de decadencia y regresión, en la que se puede revertir en las mismas fases, recorriéndolas a la inversa hasta llegar a disolverse en envidia y animadversión (Ibarrola 1946: 554).

La lectura de Ibarrola era simplista en extremo, pues Reik proponía argumentos algo más complejos, y más que plantear el amor como un proceso reversible de amor-odio o dos expresiones emocionales muy próximas –esta convicción está aún activa y cuenta con numerosas representaciones culturales contemporáneas–, sugería que el amor no era una emoción aislada sino vinculada a otras emociones y esencial para configurar una subjetividad individual a través de la interrelación entre varios sujetos. Es decir, el amor permitía recuperarse del malestar e insatisfacción que sufría el ego de una persona, transfiriéndole a

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otra el ego ideal y una envidia inconsciente que representaba la otra cara de la admiración y que produciría la voracidad el deseo. Como señalaba Reik, en muchas tradiciones populares y textos literarios de todas las épocas desde el clásico y muy traducido al español The Taming of the Shrew (La fierecilla domada) de William Shakespeare se repetía la representación del amor como un odio inicial que escondía y acababa en un amor profundo y pasional. También el cine reprodujo esta representación común del amor, fuera poniendo el énfasis en la domesticación de la mujer o en la idea de que el amor es un destino irrevocable. En aquellas décadas, películas de Hollywood como, por ejemplo, La fiera de mi niña (Bringing Up Baby, Howard Hawks, 1938), con una protagonista más cercana a la mujer moderna que su réplica española (La fierecilla domada, Antonio Román, 1955), ambientada en el medioevo y con más énfasis en la dominación de la rebelde protagonista (Carmen Sevilla), desarrollaban una trama que aún se repite en muchas narrativas románticas contemporáneas de filmes populares. En estas historias, hostilidad o agresividad eran precursores del amor que se traza como un destino final inevitable a pesar de la resistencia que se le opone. El planteamiento de Reik al respecto era más complejo pues, en su texto, planteaba que el amor disimulaba la hostilidad a la vez que la incluía, entendiendo que las emociones estaban más entretejidas que aisladas. La novedad que planteaba respecto a Freud era la de comprender el amor como una reacción emocional vinculada de manera compleja a la envidia reprimida, la posesión y la hostilidad, es decir, enmarañado con otras emociones (Reik 1944: 65-66). La interpretación que difundió Ibarrola en su reseña se acercaba, sin embargo, más a la versión popular de entender la rivalidad (o incluso el odio) como una fase del amor en el encuentro de dos personas, un relato que con frecuencia acompaña a la gramática romántica cuando enfatiza la visión predestinada del amor y su aceptación como un proceso externo que nos acontece. Pero, no hay que dejar de lado que en El amor visto por un psicólogo, Reik también contribuía a demarcar una subjetividad diferencial entre los sexos, que asentaba conceptualmente la mayor dependencia o vulnerabilidad de las mujeres frente a los varones y advertía que, por su mayor inseguridad, ellas estaban más necesitadas de amor que los varones, hasta el punto de despachar con pocas sutilezas la idea de que

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las mujeres «neuróticas» trataban de saciar su insatisfacción en la pareja y aspiraban «constantemente al amor como solución de todo». Estas ideas de Reik, que inscribían la dependencia emocional como un rasgo definitorio de la subjetividad femenina, no pasaron desapercibidas para las propias mujeres de la época pues, de hecho, Meridiano Femenino reprodujo, procedente del Ladies Home Journal norteamericano, algún artículo de divulgación sobre las perspectivas psicoanalíticas del amor en el que se revelaba la aceptación del modelo de vulnerabilidad emocional como etiqueta femenina tanto como la resistencia a aceptarla ingenuamente. Por ello, se decía: «Las mujeres necesitan ser amadas más que los hombres porque se sienten menos seguras aunque su disimulo es admirable».64 Frente a la interpretación que hacía Ibarrola de las tesis de Reik, en este artículo de divulgación se subrayaban otro tipo de implicaciones de su teoría para las ideas románticas. Aunque volveré sobre ello más adelante, en la prensa popular, lo que llamaba la atención era que el repliegue del amor a lo psíquico («como algo que le ocurre a uno») quitaba fuerza a la vieja idea del cupido, de un flechazo o un acontecimiento externo avasallador sobre el que no se tiene ningún control, tal y como otras teorías somáticas de las emociones, como los genes recesivos de Szondi, que comenté con anterioridad, trataban de respaldar.65 A pesar del rechazo al psicoanálisis en los años cuarenta, sobre todo por los psiquiatras más próximos al régimen, en la siguiente década algunos foros, como la Revista de Psicología General y Aplicada, aparecida en 1946 y órgano de expresión de la Sociedad Española de Psicología, representaron un espacio de difusión y debate para incorporar el psicoanálisis en la explicación de las emociones humanas.66 En 1957, con motivo del centenario del nacimiento de Freud,

64. «¿Qué es esa cosa que se llama amor?», Meridiano Femenino (1946): 521. 65. En su época Szondi y Reik mantuvieron un diálogo científico y no consideraban que sus teorías fueran opuestas. De hecho, ante la interpretación que hacía Reik de que los síntomas eran con frecuencia procedimientos de confesión más o menos conscientes, Szondi (1968) contestó relatando una historia familiar que apoyaba la creencia de un “impulso prohibido y oculto” que podría persistir en tres generaciones de una familia. 66. La revista era una continuación de Psicotecnia, vinculada al Instituto Nacional de Psicología Aplicada y Psicotecnia de Madrid, y dirigida por José Germain y Cebrián (1897-1986), director del Departamento de Psicología Experimental del

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la revista reproducía una serie de artículos, traducidos y comentados brevemente. El propio José Germain, director de la revista, subrayaba la contribución de Freud en relación a «la motivación humana, control de los impulsos, sentido de la realidad». Germain, aún interesado en una mayor confirmación empírica de las «intuiciones» de Freud, y evitando subrayar en exceso la cuestión de la sexualidad, recuperaba como aportaciones freudianas esenciales aspectos que, sin embargo, había cuestionado Laín Entralgo. Sobre todo, Germain se mostraba menos temeroso en reconocer el inconsciente como «una caja de doble fondo» y aceptar una idea menos compacta del «yo», no tanto como «expresión pura y primaria de la personalidad», sino como un derivado del «juego de tendencias que buscan solución», más allá de la conciencia. Estas declaraciones de Germain indicaban un progresivo aperturismo en la España de los cincuenta a otras formulaciones de las emociones aunque esto no supusiera el final, tampoco a nivel internacional, de las explicaciones mecanicistas y biologicistas sobre el amor y las emociones,67 ni de las versiones recatolizadas del psicoanálisis. Hacia mitad de la década de los cincuenta había moderado sus diatribas antifreudianas hasta un psiquiatra biologicista como Juan José López Ibor, quien, en su texto Lo vivo y lo muerto del Psicoanáli-

CSIC desde 1948, un psicólogo vinculado a Gonzalo Rodríguez Lafora (18861971) y un puente, como lo sitúan algunas biografías, con la generación de psicólogos en el exilio (Monasterio 1987). El nombre de algunos miembros de su consejo editorial ya nos permite suponer el mayor grado de aperturismo intelectual de la revista, además del hecho de contar con algunos colaboradores extranjeros como Jean Piaget. Del Consejo científico formaban parte Ortiga, Marañón, Juan Zaragüeta y Manuel Soto; el secretario era José Sacristán y Ricardo Ibarrola y a la redacción pertenecían Julián Marías, José Mallart, Mariano Yela, Eusebia Martí Lamich y José López Mora. Más adelante, en 1969, la dirección pasó a manos de José Luis Pinillos y Mariano Yela. Véase . 67. De hecho, el modelo de la psicología estímulo-respuesta sigue aún vigente en líneas de investigación internacionales que tratan de desarrollar unas ciencias del amor basadas en localizar en el cerebro complejas relaciones socioculturales y emocionales mediante tecnologías radiológicas. Véase, por ejemplo, la noticia aparecida en el New York Times (31-5-2005), «Watching New Love as It Sears the Brain», que difundía la información aparecida en The Journal of Neurophysiology, y donde se afirmaba que el amor romántico es un impulso biológico distinto de la excitación sexual [«romantic love is a biological urge distinct from sexual arousal»] ().

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sis (1936), había manifestado crudamente sus críticas tildándolo de procedimiento «mezquino».68 Por estas fechas, sus posiciones monárquicas le habían supuesto algunos obstáculos en su carrera y un enfrentamiento con Vallejo-Nájera, más cercano a Franco. En El descubrimiento de la intimidad, publicado en 1954, López Ibor establecía un paralelismo entre el proceso terapéutico del psicoanálisis y el enamoramiento. El libro recogía una conferencia impartida en el Instituto Internacional, una institución docente financiada por una fundación norteamericana y dedicada desde inicios del siglo xx a la educación segregada de las mujeres y al fomento de las relaciones culturales entre España y EE. UU.69 Aunque en estas décadas del primer franquismo la institución se viera amenazada, al parecer consiguió sobrevivir y permitió seguir en la docencia a algunos docentes represaliados por el régimen. Sea por el ambiente más abierto del instituto, o por otras razones, López-Ibor defendió, en este foro, planteamientos más abiertos respecto del psicoanálisis. El psiquiatra utilizaba de nuevo el topos de la máscara, la pantomima o la simulación para plantear la existencia de una verdad interna sobre las emociones que había que alcanzar, tal y como también había planteado Laín. Esta preocupación por la verdad, la simulación o la máscara en diversos escritos franquistas tiene la huella del autoritarismo y enlazaba con trabajos de López y Vallejo que transpiran la violencia represiva de la psiquiatría de guerra. En Neurosis de guerra (1942), López Ibor acuñó etiquetas clínicas como «esquizofrenia inaparente» o «simulación organizada» para calificar lo que en realidad consideraba manifestaciones de la cobardía del bando rojo. Vallejo-Nájera, por su parte, en Psicosis de guerra (1942), definió la «psicosis simulada» como una manipulación para la obtención de beneficios por los mutilados de guerra del propio bando.70 Puede también argumentarse que esta cuestión de la máscara, más allá del escenario militar, era una manera de tratar de calificar y sofocar la pluralidad de la cultura y sociedad de la época, mucho más diversa que lo que la ideo-

68. González Duro (2008: 116). Véase esta obra para un panorama sobre la ideología y redes de la Psiquiatría próxima al régimen. 69. Sobre esta institución puede consultarse la página . 70. González Duro (2008: 167-174).

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logía del régimen trataba de describir e imponer, además de con herramientas represivas tradicionales, con una brutal homogenización y afán de limpieza cultural y un acicalamiento social mediante la disciplina de la religión, el orden y el miedo a lo complejo del que nos hablaba Martín Gaite. Este interés por la «máscara» puede también ser exponente de otras angustias del régimen ante su imposibilidad de vigilancia absoluta de la realidad social. Ya hemos señalado antes que podríamos considerar el disimulo, si hacemos extensiva la interpretación de Labanyi (2007), como una táctica de resistencia para esconder lo que se pensaba o sentía, hasta el punto de constituir una clave cultural que, sin duda, da cuenta de que el miedo era una atmósfera palpable más allá de la década de los cuarenta (Cazorla Sánchez 2010). Aun a finales de los años cincuenta, la cuestión de la simulación y el engaño era una preocupación presente en terapias empleadas con mujeres que acudían por padecimientos emocionales. Valga como ejemplo la del psiquiatra Calvo Melendro (1957: 173), quien ponía bajo sospecha a una paciente etiquetada de neurótica e interpretaba que podría estar simulando una neurosis ante su marido con el objeto de «conseguir no tener más hijos». En la formulación del deseo de pureza social y personal y de la máscara como engaño se dibuja la huella cultural de las lecturas interesadas de Carl Jung, cuya obra fue difundida en la España de la época. De hecho, su ensayo Tipos psicológicos contaba ya con tres ediciones en castellano en 1945 y su obra Psicología fue traducida por el propio José Sacristán en 1947. Diversos elementos de la obra de Jung debieron de influir en las simpatías de los psiquiatras españoles, quizá la más importante fuera su desexualización del concepto de «libido» −interpretado por Jung como una energía vital más general que quizá inspirara las reflexiones de Laín sobre el psicoanálisis−. Además, el «mundo de los espíritus» que defendía Jung como forma de saber humano, podía ser interpretado en clave católica. Otros elementos reapropiados de la obra de Jung fueron la relativización del complejo de Edipo o la apropiación por el nacionalismo español del concepto de «inconsciente colectivo» («alma nacional»), que también había reutilizado el nazismo (Montiel 1997). En el pensamiento de la época también dejó huella su psicología de «los complejos» que, seguramente, completó el conjunto de influencias teóricas que configuraron esta idea cultural que, como vimos, se

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nutrió sobre todo de la difusión que hizo Brachfeld de la obra de Alfred Adler. De alguna forma, Jung sugería con «los complejos» la idea de una psique con una personalidad autónoma o «escindida», como un álter ego enfermo o amenazante que encajaba bien con los temores a la falta de verdad y con el proyecto franquista de lograr la reunificación (o la homogeneidad) como forma de sanación, al menos para la nación y su microcosmos, la familia patriarcal. La noción junguiana de «arquetipo» −una disposición psíquica común a la humanidad que da sentido a la experiencia−, se percibe también en estos psiquiatras españoles. Especialmente, el arquetipo de «la sombra» que, en cierta forma, reflejaba los recelos frente a lo que podía ocultarse con el «disimulo», pues este hacía referencia a una parte de nosotros, oculta a nuestro consciente y que remite a aspectos instintivos o, al menos, de humanidad inferior (Montiel 1997). Se ven trazos también de ideas junguianas, sobre todo de su noción de persona, en la formulación de subjetividad que planteaba López Ibor en El descubrimiento de la intimidad (1954). El texto nos interesa por sus implicaciones en la comprensión de las emociones y en concreto del amor. En esta obra, no tan biologicista, López mostraba una concepción de la subjetividad como algo interno o profundo y, por tanto, oculto, donde se encerraba «lo verdadero» y «el enigma secreto» de cada persona que solo la experiencia amorosa del encuentro íntimo o el psicoanálisis conseguirían desvelar. Paralelamente, la idea de persona (del latín persõna, máscara de actor o personaje teatral) era para Jung el resultado de una adaptación, una manera de mostrarse al mundo fruto de los límites o expresión impuesta por la interacción y las relaciones sociales y no exactamente el «sí mismo», que había formulado como una instancia, más profunda y global que el yo, no totalmente comprensible y cuyo descubrimiento llevaría a la individuación. En cierta forma, esta formulación de López Ibor sobre una subjetividad interna verdadera –solo desvelada en el amor– y otros temores similares –expresados por Laín y otros autores– a través de los dilemas sobre la verdad y la máscara, quizá manifestaban la dificultad para identificar con nitidez un yo afectivo o emocional «verdadero» en una sociedad bajo un régimen autoritario y donde, a pesar de las penurias, la cultura de masas y el impacto del cine, junto a las exigencias de las nuevas fórmulas de sociabilidad habían producido transformaciones en la subjetividad. Frente al ideal nacional-católico homogeneizante,

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como bien exponía José Germain y Cebrián en 1957, la autoconciencia, el individuo y la sociedad misma se percibían como un «juego de tendencias que buscan solución». López Ibor continuó en El descubrimiento de la intimidad (1954) con el esfuerzo de recatolización del psicoanálisis. Por una parte, rechazó la versión del ‘superyó’ como una simple emanación del ello y reclamó dotarlo de un carácter más espiritual. Pero, palpablemente en esta obra, formuló una versión menos biologicista de los instintos enunciando el inconsciente como «pulsión», noción más cercana a la teoría freudiana que a las formulaciones somáticas del «instinto» que veíamos con anterioridad («Las experiencias rechazadas, los recuerdos, no son almacenados como elementos muertos en el subconsciente, sino conservando una enorme capacidad pulsora» [1954: 28]). Pero entre sus ideas seguía flotando la preocupación por la verdad sin enmascaramientos del individuo, que parecía encontrar en el ser humano un lugar profundo y verdadero para el que el diario íntimo sería el exponente escrito de toda experiencia emocional «interna» y máxima expresión de la verdad humana sin disimulos. Esta angustia −que ya vimos también en Bañuelos− por la caracterización, cada vez más obvia, de la identidad como una actuación social, le hacía implorar al psiquiatra algo interno «auténtico», una verdad profunda, frente a la fragmentación de un mundo temido que solo a través de la representación –o el performance como planteamos hoy− adquiriría coherencia, Pocas cosas tan aparentemente verdaderas hay en el mundo. Porque el mundo exterior todavía puede estar sometido a la falacia de un error sensorial o de una idea preconcebida. Frente al mundo interior nada de esto ocurre. No hay poderes políticos o morales que no impidan decirnos, a cada uno, la verdad sobre nosotros mismos […] Vivimos, pues, un fantasma de nosotros mismos... Pero sería erróneo negar el papel vital de nuestro fantasma. Supone la elaboración de un esquema vital que da continuidad a nuestra vida por encima de sus vicisitudes. Persistimos en la persecución de ese fantasma, de esa idea de nosotros mismos, y esa tensión hacia la continuidad ideal es la que nos salva y nos da forma. La personalidad es una máscara, pero la máscara es imprescindible para mantenernos enhiestos (ibíd.: 21 y 26).

Todas estas ideas que aparecieron en el debate de los cincuenta conllevaban, respecto a la década anterior, una enunciación diferen-

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te del amor, que no insistía tanto en la complementariedad, como en considerarlo producto de la interacción humana y pieza clave de la subjetividad, más que como resultado de un destino genético para la perpetuación de los mejores de la especie. Ahora, López Ibor (1954) defendía que la experiencia amorosa guardaba relación con la terapia psicoanalítica porque, a través de la intimidad, ambos –amor y terapia– permitirían un mayor conocimiento de uno mismo a partir del contacto íntimo con el otro. Uno y otro brindarían un tú con el cual conocerse y realizarse, El tú, pues, existe para que podamos conocer el yo. Este principio es un ingrediente de la psicología normal... Necesitamos a los demás para conocernos a nosotros mismos. Yo diría más: necesitamos a los demás para realizarnos, y una forma de realizarse es esta navegación interior. ¿Cuántas posibilidades de amor, odio, ternura, violencia, etc. quedarían como premoniciones inéditas si no intervinieran, frente a nosotros, la mujer, el enemigo, el hijo o el agresor para desarrollarlas? […] En la atracción del ser interesante hay un proceso que recuerda al de la transferencia psicoanalítica. Sólo que aquí el proceso se halla definido y cuajado y allí borroso e informe (ibíd.: 30).

En el amor, además, la intimidad sería la fuente de la seducción, pues sería la manera de acercarnos a ese lugar encerrado, o «interior», donde el amor sería también la atracción por el «abismo del otro» como «enigmático secreto», aunque este encuentro adquiría resonancias espirituales como puede verse en su texto: La intimidad presentida es lo que seduce. Intimidad en el amplio sentido, de vida interior hecha y de ello viviente y tumultuoso. En el haz del instinto del ello hay algo que atrae. Por eso existe un plano inferior del hombre interesante en cuanto es trasunto de un ello. La intimidad del ser interesante se nos ofrece con perspectiva de abismo. Sabemos que existe y queremos conocerla. Presentimos que, al final, nos encontraremos con un nuevo y enigmático secreto, que no lograremos desvelar. Por eso precisamente nos atrae: por lo que tiene de hondo, incomprensible e insobornable secreto; pero secreto que presentimos vivo y palpitante (ibíd.: 47).

A pesar de ciertos cambios en las ideas de López Ibor, no ha de pensarse en una progresiva e inexorable aceptación del psicoanálisis

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como explicación de las emociones en la sociedad española de los cincuenta, ni siquiera entre los médicos. Aunque hacia mitad de la década ya se habían publicado algunos artículos que incorporaban la neurosis y el trauma infantil para explicar algunas expresiones emocionales «neuróticas», otras ideas médicas seguían aún muy aferradas a las críticas al pansexualismo. Alberto Tallaferro (1954), de la Asociación Argentina de Psicoanálisis, planteaba en la Revista de Psicología General y Aplicada que en el amor normal la «fijación al objeto» estaba relacionado con la búsqueda del placer y no con sentimientos de culpa. En la neurosis, según el psicoanalista argentino difundía en España, era imposible amar por la presencia de vivencias infantiles inconscientes que provocaban reacciones e interferencias no relacionadas con el presente amoroso, o porque una sexualidad reprimida («libido estancada») impedía el acceso a la emoción verdadera. El dialecto del psicoanálisis había ya entrado a formar parte del lenguaje sobre las emociones y sentimientos amorosos, aunque solo fuera en un sector estrecho de la profesión médica, a través de colaboraciones foráneas y conviviendo aún con discursos más biologicistas. Sin embargo, aun con un lenguaje más sofisticado o puesto al día, este nuevo idioma de los sentimientos no perdía el interés por normalizar el comportamiento humano, particularmente el de las mujeres. Es por ello que comportamientos como la infidelidad o el lesbianismo eran etiquetados por Tallaferro como formas de carácter neurótico y anormalidades del «carácter fálico narcisista». Aun en 1959, Molina Núñez (1959), que se había psicoanalizado y formado en esta terapia, seguía criticando el pansexualismo de la explicación freudiana, proporcionando una de las versiones más literales del psicoanálisis hasta el punto de criticar como un error de la teoría analítica que las relaciones emocionales «no se hacen con los genitales, sino con toda nuestra personalidad, la cual se vale fundamentalmente de los órganos sensoriales». Aunque también hay que reconocer que Molina criticó el sexismo brutal de la época, y calificaba de «fetichistas» los comportamientos de los varones españoles por su manera de relacionarse con las mujeres (hombres que «las desnudan en la calle […] que se enamoran por haber visto prendas interiores tendidas para secar, hombres para los que el perfume o el olor de la mujer es el principal atractivo u hombres a los que el timbre de voz les decide positiva o negativamente», 1959: 34).

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La década de 1960 se inauguró con una serie de artículos de Rof Carballo (1960) donde indagaba sobre la seducción y el donjuanismo, un tema ya tradicional que, como vimos, también había sido de interés en la década anterior. Rof añadía al debate las teorías psicoanalíticas más difundidas ya en la España de los cincuenta e incorporó las nuevas concepciones sobre el papel del «vínculo materno» en la subjetividad y en la vida amorosa del adulto que John Bowlby había difundido en su informe para la Organización Mundial de la Salud, Maternal Care and Mental Health, en 1952.72 En cierta forma, Rof reformulaba ideas de Reik sobre el amor – como la búsqueda de lo que nos falta– para insistir, dentro del modelo de la complementariedad, en una visión idealizada (o espiritualista del amor) y criticar otras claves humanistas-existenciales proporcionadas por Kierkegaard, Proust o Rilke. Con estos autores coincidía en plantear el amor como conquista de lo inalcanzable y, por tanto, donde el juego del escamoteo del otro sería la incitación pues, precisamente, la atracción se produciría «porque se alejan […] porque huyen» y «en esa magia de la huida, de lo que se nos escapa» (1960: 122) estaría la seducción. Aunque el mecanismo fuera similar en hombres y mujeres, la mujer, remachaba Rof, era más vulnerable y perturbada por la seducción y el abandono, pues lo «que tan poca importancia tiene en la vida del hombre, en la mujer puede fijar ya para siempre de manera irreversible e inexorable, el curso de toda una vida... La seducida, si realmente lo ha sido, queda modificada para siempre en su estructura íntima» (ibíd.: 131). Respecto al donjuanismo −ejemplo extremo del afán de conquista amorosa−, Rof continuó con la crítica al psicoanálisis sosteniendo que el complejo de Edipo era una explicación insuficiente –un «burdo esquema», una «simplificación científica», «una etapa rudimentaria de la reflexión científica»– al que algunos psiquiatras se aferraban para «producir escándalo» (ibíd.: 149). Según el psiquiatra, la explicación edípica del Don Juan reducía el amor a una simple sublimación de la libido, creaba un personaje enamorado de una idealización de la-madre, y mostraba que en este complejo edípico anidaría el misógino dilema masculino del gusto por el modelo femenino de lamadre o su contrapartida la-puta (María o Eva), 72. El documento puede descargarse en .

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El Don Juan busca incesantemente la conquista para confrontarla con la imagen superidealizada de la madre. La madre es otra cosa; algo irreducible perennemente a lo que en la realidad encuentra, es decir, a la mera hembra. De aquí el resultado, transitoriamente tranquilizador, de esa confrontación: sólo la madre es santa; las demás mujeres no son mujeres sólo hembras; esto es, poco más que prostitutas (ibíd.: 140).

En el «donjuanismo de vía estrecha», el seductor se declaraba enamorado de una mujer «como una madre y la prefiere frígida y sin sensualidad mientras que satisface su deseo con hembras (prostitutas)». La alternativa de Rof a este bosquejo edípico del amor del varón –cercano a la tan temida explicación sexual–, fue un planteamiento, entre espiritual y secularizado, en cuya base se encontraban las nuevas ideas sobre el «vínculo materno» configuradas en la década de los cincuenta que, de nuevo, articulaban, en franca comunión, investigaciones procedentes de la teoría psicodinámica (psicología), con la etología o ciencias del comportamiento animal (biología). La teoría del «vínculo materno» (attachment theory) ha venido marcando la construcción de la identidad femenina hasta que la crítica feminista rebatió algunos de sus supuestos por la pretensión de «normalizar» la figura de la madre en un ideal amoroso no solo del niño, sino de su vida afectiva futura (Franzblau 2002). Por la historia que conocemos hasta la fecha, esta teoría fue el resultado de la convergencia de los estudios psicológicos de John Bowlby sobre el impacto de la Segunda Guerra Mundial en el desarrollo psicoafectivo de niños y niñas alejados de sus padres, y las investigaciones sobre comportamiento animal de Konrad Lorenz y Harry Harlow sobre el desarrollo del vínculo con la hembra madre como forma evolutiva de potenciar la supervivencia. Ambos discursos científicos, el de la etología y el del psicoanálisis, se apoyaron mutuamente en la búsqueda de teorías para la estabilidad emocional en el contexto occidental de la Guerra Fría.73 Desde diversas disciplinas científicas, la teoría del vínculo habría contribuido a concebir el amor como una estrategia evolutiva de supervivencia, a comprender el enamoramiento como la creación 73. Thurer (1994: 275). Véase también el listado de las obras de Bowlby, así como algunos trabajos que analizan históricamente su carrera en . Agradezco a Montse Cabré la referencia al estudio de Marga Vicedo (2009) que confirma estas alianzas científicas en la construcción de ideales de maternidad.

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de vínculos afectivos y a establecer un paralelismo entre las fases del apego infantil (seguro, evitativo y ansioso o ambivalente) que desarrolló una discípula de Bowlby, Mary Ainsworth, y las del apego amoroso de la persona adulta.74 Según el exitoso libro de Diane Ackerman (2000: 132-136), las formulaciones de esta teoría por Bowlby guardaban similitudes con las elaboradas por Freud, aunque Bowlby consideraba que la necesidad de apego del niño iba más allá del alimento o, sobre todo, de meras fantasías infantiles –como al parecer planteaba su propia psicoanalista Melanie Klein–. Ademas Bowlby insistió en que la necesidad afectiva infantil sería el mismo tipo de instinto (drive) que lleva a enamorarse de una manera, podríamos decir, que evolutivamente rentable, es decir, de alguien que parece afrontar el mundo mejor y que, al proporcionarnos la sensación de que esa persona está reservada para nosotros, nos haría sentirnos más seguros. Con estas nuevas ideas sobre el apego en las ciencias del amor se fundían teorías psicológicas de corte psicoanalítico y teorías evolutivas que sustituían a las versiones más eugenésicas o hereditaristas que, en la década de los cuarenta, al menos en España, vinculaban el amor a los genes. Para Rof, el amor no era una mera cuestión individual de proyección del ideal materno y del Edipo infantil, sino una cuestión relacional, es decir, de «amar al otro como persona» y, en línea con Bowlby, tendría como basamento el tipo de vinculación personal elaborada con el mundo maternal (1960: 168). La función materna sería «contener» o «abrigar» o, en su versión negativa, la de «retención, captación y aprisionamiento […] si en su polo positivo lo maternal es fecundante y generador, en su polo negativo lo maternal es destructor y aniquila» (ibíd.: 311). Esta idea de amor la planteaba Rof en dos versiones. Una, espiritualista y católica, para la que un mal vínculo materno sería la causa del ateismo, Así, la incapacidad de muchos hombres para acceder a Dios, para llevar a tener una genuina experiencia religiosa, ¿no puede tener una común raíz en esta incapacidad para el amor al prójimo que, en fin de cuentas, estamos viendo procede de una primaria perturbación en la relación primigenia del niño con el mundo maternal? Pero si así es, ¿qué extraña y poderosa cosa es eso del mundo maternal, que tan insospechadas y tercas consecuencias puede tener en la vida del hombre? (ibíd.: 178).

74. Ackerman (2000), Hazan/Shaver (1987) y Fraley/Shaver (2004).

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En la versión más secularizada, el amor sería una manera mutua de creación de la persona amada y no una ilusión edípica del ideal de la madre proyectado sobre la pareja. Esta versión suponía una salida al individualismo que encajaba muy bien con los ideales católicos del amor al prójimo pues, para Rof, la plenitud no era sino la vinculación amorosa con los demás, siempre que el vínculo amoroso materno no hubiera sido destructor. A final de la década de los cincuenta, al menos Rof Carballo había incorporado las nuevas teorías sobre el vínculo materno como base para la construcción de relaciones amorosas saludables pero, también, como teoría para la normalización emocional de la-mujer-madre-buena. Este modelo recibió nuevas críticas hacia mitad de la década de 1980, por aplicar, estrictamente a las madres toda la responsabilidad sobre el logro de un buen desarrollo psicológico, en lugar de poner el énfasis en las más amplias redes afectivas infantiles.75 Pero quizá sea de mayor interés para nuestra historia cultural del amor que, a pesar de la incorporación de nuevas teorías sobre el desarrollo afectivo, entre los psiquiatras más abiertos al psicoanálisis hubo un interés renovado por convertir las teorías al ideario católico.

Recetas de represión y reeducación de la imaginación para el sufrimiento afectivo Asuntos relacionados con el padecimiento por amor llevaron a algunas mujeres de clase media a las consultas psiquiátricas en la España de los años cuarenta y cincuenta. Sin embargo, como mostraré en este partado, la terapia psiquiátrica española distaba mucho de los enfoques que se practicaban en países como Inglaterra o EE.UU., donde, sobre todo en este último, el psicoanálisis había logrado gran popularidad entre esta clase social.76 Aunque aún desconocemos con exactitud en qué medida el padecimiento emocional estaba medicalizado en España, algunas referencias indirectas confirman la despsicologización de la sociedad española tras la guerra, tal y como planteó Mar-

75. Las teorías psicoanalíticas revisadas han rechazado la culpabilización de la madre y plantean la importancia de los modelos o redes familiares afectivas. Véase una revisión histórica de estas críticas en Dio Bleichmar (2003). 76. Spurlock/Magistro (1998: 45-46); Richards (2000).

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tín Gaite en Usos amorosos. En la posguerra se desmanteló la asistencia psiquiátrica republicana y, en el plano de las ideas, los psiquiatras vinculados a la estructura militar del régimen colaboraron con el nuevo orden formulando una psiquiatría cargada de sentimientos antieuropeístas, fundamentada en un «nacionalismo psiquiátrico» autóctono e impregnada de valores católicos y militares, como el honor, el heroísmo, el ascetismo y la renuncia, todo ello cimentado, como hemos visto, en un biologicismo muy influido por la psiquiatría alemana (Carles/Muñoz/Marset 2000). En el plano asistencial, la psicoterapia practicada tenía intenciones claramente religiosas y, aunque no hay aún estudios históricos que lo documenten, no parece que acudir al terapeuta fuera una práctica cultural tan extendida como en otras sociedades, ni siquiera antes de la guerra. Como recientemente ha sintetizado González Duro (2008a: 302309) la Psiquiatría de la época trató, fundamentalmente, de crear una psicoterapia españolista cuya seña de identidad era la espiritualización, entendiéndose incluso que el terapeuta había de tener una «gracia profesional» que le serviría para crear junto al paciente el acercamiento a Dios, fuente última de sanación. La revista Actas Luso Españolas de Neurología y Psiquiatría –fundada a iniciativa de un grupo de psiquiatras catalanes–, publicaba una ponencia presentada en la XII Reunión Anual de la Federación Mundial de Salud Mental de 1959 por Ramón Sarró Burbano, un psiquiatra que no fue promotor particular de la dinámica, pero sí de la creación de «una psicoterapia hispánica» más inspirada en Adler o Jung, autores que, como he indicado, permitían un mejor entronque con el espiritualismo católico españolista. Ramón Sarró se mostró, ante esta audiencia internacional, insatisfecho con «el enfoque de los problemas psiquiátricos en España» y demandaba «una renovación del espíritu con el que se realiza la asistencia», además de insistir en la necesidad de que los médicos aceptaran la presencia de problemas emocionales infantiles y la utilidad de la psicoterapia. A Sarró también le preocupaba la falta de identificación de las neurosis («anosognosia» la llamaba), por el desconocimiento de la enfermedad entre los profesionales de la medicina. Algunas críticas al manicomio ya habían sido vertidas por Juan Antonio Vallejo-Nájera, aunque otros psiquiatras que gozaban de mayor popularidad clínica, como López Ibor, defendían con entusiasmo el excelente estado de la Psiquiatría en España si se miraba al sector privado (Carles/Muñoz/

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Llor/Marset 2000: 344). Desde este contexto profesional, las estrategias terapéuticas de los psiquiatras de la época no sorprenderán tanto y merecen un comentario algo detallado en relación a las terapias que utilizaron en pacientes con padecimientos afectivos. A inicios de la década de los cuarenta, López Ibor y Malabia vinculaban las experiencias amorosas de las mujeres que le consultaban con la «neurosis», que definían como una dolencia previa a la enfermedad biológica. Estos psiquiatras publicaron algunos casos clínicos de psicoterapia aplicada a mujeres y reivindicaron la utilidad de la técnica, a pesar de una concepción sui generis de la neurosis que planteaban, como otros escritos de la época, en términos biológicos como «neurosis orgánica», es decir, vinculada a las glándulas endocrinas corporales (Solé Segarra 1949). López Ibor y Malabia trazaban una continuidad entre «neurosis-biosis-esclerosis», como si la enfermedad biológica fuera la culminación de la psíquica (1941: 450). Una paciente acudió por síntomas de adelgazamiento y cefaleas que los médicos relacionaron con la separación del marido, y otra, LSF, de 19 años, según los doctores, acudía debido a sus «ataques por abandono amoroso». Aunque es posible que LSF padeciera, en realidad, por el dolor de la pérdida de una mujer a la que amaba,77 sin embargo, los psiquiatras interpretaron de manera bien distinta el testimonio de la paciente, negándose a admitir lo que ella expresaba abiertamente: «cree que [los ataques] fueron suscitados por un susto que [se] llevó, porque le dijeron que había muerto una amiga suya que luego vio por la calle». Mediante el uso de la técnica de catarsis, López Ibor y Malabia afirmaban que «el motivo del susto al que hace referencia está desfigurado, pues realmente era a su novio al que creía muerto y al que vio acompañando a otra mujer» (ibíd.: 449). La técnica terapéutica consistía en la hipnosis y el «ejercicio de sustitución de ideas» y autosugestión, es decir, lo que los psiquiatras denominaban «psicagogia», una «reeducación de la imaginación y de la atención» orientada en sentido religioso, que 77. Richard Wright (1957), un viajero afroamericano describió en Pagan Spain una visión antimoderna y ultrarreligiosa de la España de los cincuenta donde, según su exótico relato, incluso las mujeres lesbianas confesaban y expiaban sus pecados. Un retrato bien distinto del lesbianismo en la España franquista puede encontrarse en la reciente contribución de Albarracín Soto (2008), quien a través de entrevistas recupera la cultura lésbica del cruising y las estrategias del disimulo en la Barcelona de estas décadas.

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incluía la prescripción de algún «acto religioso breve». Añadían al kit terapéutico una «psicoterapia parva» y la relajación muscular. La curación, según López y Malabia, vendría con la racionalización de la vivencia («que se desprende de su carga emotiva e irracional»), tratándose por tanto de un abordaje conductual, o un casi lavado de cerebro, con el objetivo de acomodar a la paciente a la norma y eliminar las manifestaciones sintomáticas producto de la trasgresión o el dolor por la pérdida. En el caso de otra mujer que acudía por adelgazamiento y cefaleas causadas, según la historia clínica, por la ruptura amorosa y separación del marido, el objetivo moralizador de la terapia se lograba con el retorno del esposo al hogar «gracias a la mejoría del carácter de la enferma, ha limado asperezas», lo que al parecer habían conseguido los médicos con su peculiar psicoterapia. La cita que sigue muestra la intención de estos psiquiatras, recién acabada la guerra, de cambiar no solo a sus pacientes, sino de transmutar moralmente a la nación, es decir, a la sociedad española, unificándola y recatolizándola, e indica el trasfondo fascista, nacionalista y autoritario que razonaba la aplicación de estas terapias tan excéntricas: A partir de 1933 con el triunfo colectivo del nacional-socialismo, adquiere Jung el primado de la psicoterapia alemana, precisamente porque su doctrina del inconsciente colectivo permite la idea de un alma nacional. Y en los modernos libros de psicoterapia puede verse repetido con reiteración un esquema en el cual no deja de figurar la raza como componente del inconsciente colectivo. Esto quiere decir –y por ello lo citamos– que a cada concepción del mundo corresponde una psicoterapia. También los psicoterapeutas españoles deberíamos emprender con ahínco la tarea de hacer una psicoterapia individual y colectiva, para nosotros, que había de partir de nuestra vieja y eterna idea del poderío del espíritu sobre la tierra y, por consiguiente, del primado del hombre espiritual o neumático (en la concepción paulina) sobre el hombre carnal, sárkico o hílico (López Ibor/Malabia 1941: 451).

Versiones de la obra de Carl Gustav Jung fueron también fuente de inspiración de otros psiquiatras españoles que hicieron uso de técnicas de terapia, si cabe, aún más sui géneris. De la obra de Jung se extrajo una interpretación moralista y pedagógica de una terapia dirigida a la reforma moral del individuo, un objetivo del gusto del integrismo católico de los psiquiatras que buscaban el rearme moral de la España de

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posguerra. Incluso, comenzando la década de los cincuenta, Enrique Grañén (1951), un especialista en enfermedades del aparato digestivo que reorientó su carrera hacia la Psiquiatría, publicaba su experiencia con la técnica del «sueño dirigido» o «sueño despierto» consistente, al parecer, en pedir a sus pacientes o proporcionar imágenes que permitían ascender y descender en el inconsciente.78 Grañén utilizaba como base la obra y técnica de Henri Desoille, La rêve éveillé en Psychothérapie (1946). Según su lectura, la psique sería una combinación del ello de Freud y el sí mismo de Jung. Entre ambos polos, ello y sí mismo, el yo consciente se desplazaría en uno u otro sentido, según los estímulos endógenos o exógenos que actuaran sobre el individuo. Esta publicación de Grañén deja bien claro cómo en la clínica se diagnosticaban los padecimientos aplicando estereotipos misóginos que eran operativos en el imaginario de la época y representaban propuestas normativas de identidad «femenina». Grañén utilizaba, por ejemplo, el estereotipo de la mujer devoradora o absorbente –cuya elaboración, ya hemos visto, desarrolló Bañuelos en su Psicología de la feminidad (1946)–, para explicar el padecimiento del paciente con «madre terrible» o el de la vieja mujer sabia «arquetipo de la sabiduría femenina, personificación de la bruja» (Grañén 1951: 249), una idea que, no debemos olvidar, aún pervive en el lenguaje contemporáneo que asimila la idea de «bruja» con lista o sagaz. Aunque no parece que Desoille usara la técnica del sueño dirigido con una finalidad pedagógica, sino como una forma de indagar en las ensoñaciones del sujeto despierto, en los manipuladores laboratorios de pruebas de las clínicas psiquiátricas de la época, el procedimiento, más que en algo didáctico se convertía en un auténtico lavado de cerebro. A un paciente con «madre terrible» cuyas secuelas permanecían inconscientes, Grañén le indujo a proporcionar alguna imagen onírica surgiendo al parecer en el paciente la «de una enorme ballena, vaca, etc., en la profundidad de una cueva», imagen que, tras la acción terapéutica, acabaría convertida, según el digestólogo, «en la mujer ideal, la Virgen, etc., según el grado de elevación que se vaya consiguiendo» (ibíd.: 248). En otro caso, la paciente MVR fue etiquetada de albergar 78. Al parecer la técnica del «sueño dirigido» también se extendió a otros países de habla hispana como Argentina. Véase «El sueño despierto o el ensueño dirigido», de Soledad Fernández Mouján, en .

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«deseo reprimido hacia el padre», aunque bien podría haberse tratado de una situación de abusos infantiles. El psiquiatra reconocía las debilidades curativas del método, pues, frente al psicoanálisis, la técnica solo permitía hablarle «al inconsciente en su lenguaje» y generar unas barreras defensivas, inducidas por el propio psiquiatra, en lugar de tratar de integrar su contenido en el yo. Aun consciente de la debilidad de la técnica, Grañén provocó en MVR el siguiente «sueño dirigido» y, al parecer, la curación resultante. La descripción da cuenta de la excentricidad de la técnica de la que, sin duda, Freud –o alguno de sus seguidores– habría planteado jugosas interpretaciones sobre la que el propio Grañén hacía de este sueño curativo de su paciente: El guerrero avanza amenazadoramente hacia ella, armado con una gran lanza. Se le indica entonces que trace a su alrededor un círculo mágico. Esto surgió efecto inmediato, pues la paciente refiere que la lanza del guerrero se rompe ante la barrera mágica con el estupor del fiero personaje. Ello bastó también para que este se pusiera a sus órdenes (Es notable la claridad del deseo reprimido de la paciente y su simbolización ante la repetición del hecho) (ibíd.: 250).

Quizá aún más inaudita resulte la técnica que utilizaron Córdoba y Pigem en 1946, cuando trataban de obtener lo que denominaban «expresión desiderativa» en sus pacientes, es decir, la expresión de sus deseos. Según la experiencia publicada en la revista Medicina Clínica, a las personas se les decía: «Imagínese usted que ahora cae una bomba en este despacho, haciéndonos desaparecer de la tierra y que luego tiene usted que volver nuevamente al mundo, pero no en forma de persona. Puede usted ser lo que usted quiera. De todo lo que existe, elija usted lo que desee ¿Qué le gustaría ser?» (1946: 159). Las réplicas dadas por algunas pacientes les servían a los psiquiatras también para abundar en los estereotipos misóginos de feminidad. Veamos algunas de las respuestas proporcionadas por mujeres que acudían a consulta por dificultades en el terreno emocional. En el «caso 3» una mujer que se quejaba de una serie de síntomas ocasionados por la «falta de amor» (dolor de cabeza y columna, insomnio y tristeza) respondía a la técnica de la «expresión desiderativa» afirmando su deseo de ser «objeto de arte y joya». La paciente expresaba con claridad, según el relato clínico, la decepción y sentimientos de aban-

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dono ocasionados por la infidelidad del marido, y la falta de apoyo emocionales («no puedo contar mi tragedia a nadie; si al menos viviera mi madre...»). A pesar de ello, los doctores parecían identificarse y simpatizar con el consorte infiel («El marido tiene relaciones con una amiga, pero con tan mala fortuna que adquiere una enfermedad venérea y tiene que contárselo a su mujer») y recriminaban a la paciente lo que identificaban como un rasgo común a las mujeres, es decir, la necesidad de mimos y contemplación, asumiendo, sin embargo, la infidelidad del varón con simpatía y naturalidad. La interpretación a la respuesta de la paciente sobre su deseo de ser «un objeto de arte» es elocuente: «Un objeto de arte es mirado, contemplado y cuidado. Nuestra enferma siempre había sido mimada y contemplada por su madre, y en estos últimos tiempos tiene que soportar la afrenta de la infidelidad del marido; es decir, no es contemplada por la persona que más quisiera ella que la amara» (ibíd.: 159). El «caso 8», una mujer que se quejaba de la falta de cuidados por sus familiares, era etiquetado como una paciente «psiconeurótica», definida como «las que no cuidan a los demás y quieren que la cuiden». De nuevo otra paciente respondía que deseaba ser una joya, respuesta que los psiquiatras interpretaban como expresión de su avidez por convertirse en una cosa de valor, ser admirada de forma duradera y eterna, acoplando la expresión de la paciente en el estereotipo de la mujer demandante y deseosa de atenciones. No menos misógina era la interpretación de la paciente «caso 9», cuyo deseo era «ser el sol». A pesar de que la paciente exponía sus circunstancias de vida, la tristeza, el abandono del marido en la guerra, la pobreza y una nueva pareja o amante que la humillaba («Este también me domina y hace de mí lo que quiere. Sólo me da dinero cuando me consigue. Es poco fino»), los médicos devolvían la responsabilidad del padecimiento y la queja a la propia mujer afirmando: Su deseo de compensación es evidente “a mi nadie me hace caso; si fuera el sol todo el mundo se levantaría por mi” quiere decir la enferma. Por otra parte, reafirma su personalidad al decir “Mi caso es único y muy raro. Lo que a mi me pasa no le pasa a nadie. No me comprenden” (ibíd.: 161).

Esta idea de que las mujeres trataban de llamar la atención a toda costa en las relaciones afectivas con la pareja, hasta el extremo de lle-

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gar a cometer «suicidios teatrales» por «amores contrariados o matrimonios mal avenidos» también fue recogido en un estudio sobre suicidio publicado en 1949 por Sastre Lafarga. Aquí también era patente no solo la banalidad de las interpretaciones psiquiátricas, sino el tono de hostilidad contra las mujeres y, a partir del caso de una mujer, cuyo suicidio imaginaba que perseguía «hacerse notar y admirar», Sastre generalizaba sobre el comportamiento vengativo de las mujeres cuyos intentos de suicidio, decía, «dan la sensación de que se efectuaron como venganza hacia los demás para impedirles, con su recuerdo, gozar de la vida» (1949: 54). Otra práctica de terapia sui géneris aplicada en 50 personas fue publicada en 1957 en Archivos de Neurología, recogiendo la experiencia del jefe de Neuropsiquiatría del Hospital Central del Aire, Jerónimo Molina Núñez (1957). Se trataba de la «psicoterapia breve» o Kurzpsychotherapie. Esta intervención exprés, según el psiquiatra, se ajustaba a las condiciones del ejercicio profesional de escasez de terapeutas, falta de tiempo, etc. Molina era uno de los pocos psiquiatras españoles que en los años cuarenta se había psicoanalizado. Aprendió la técnica con Ángel Garma (1904-1993), quien, a su vez, se había psicoanalizado con Theodor Reik y exiliado en Argentina donde fundó la Sociedad Psicoanalítica.79 Como otros psiquiatras, a esta altura de la década de los cincuenta, el jefe de Neuropsiquiatría del Hospital Central del Aire, mostraba, una aceptación más cómoda (aunque también trivializada) de las nuevas ideas psicoanalíticas sobre el vínculo materno que acababan culpabilizando a la madre de la configuración afectiva «normal» o «anormal» adquirida en la infancia. Así lo aplicó en algunas terapias infantiles, como en el caso de la niña Isabelita, cuyos ataques nocturnos interpretaba el psiquiatra que estaban causados por la madre de la pequeña y su «relación de dependencia angustiosa que inconscientemente crea un círculo vicioso» (Molina Núñez 1957: 300); o el de otra niña en la que fracasó la terapia porque desaparecieron de la consulta cuando el médico planteó que la candidata a tratamiento era la madre, a la que consideró «foco de donde emana el círculo vicioso del binomio madre-hija», como si de un mal aire mefítico se tratara.

79. Sobre el papel de Molina en la reactivación del psicoanálisis en Madrid puede leerse Carles, Muñoz, Llor y Marset (2000: 235 ss.).

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En el caso de «la oficinista M», enviada a la consulta por «no encontrarse muy bien de los nervios… y trastornos del sueño», aparece aún más claro el intento normativo y moralizante de reconvertir la vida amorosa de esta chica que Molina calificó de «libertina». Mediante hipnosis, el psiquiatra creyó poder regular «los dos polos del instinto», pues «la negación del polo positivo o espiritual [era] lo que perturbaba su vida con fuertes sentimientos de culpabilidad que se reflejaba en sus molestias» (ibíd.: 300). La enferma desapareció de la consulta cuando el psiquiatra le propuso exponerla a una sesión clínica. Quizá la novedad en este caso fue que Molina llegara a sopesar las posibilidades de una terapia psicoanalítica frente al formato de terapia hipnótica breve, aunque mostrara un franco escepticismo por una terapia analítica «larga e incierta» y, sobre todo, que no permitiría «dominar la vida instintiva», término con el que sin duda se refería a la sexualidad de la chica (ibíd.: 301). El caso de «la Srta. Josefina», una mujer aquejada de diversas molestias que acudía con un dilema amoroso, en este caso religioso y vocacional, reflejaba el paternalismo del psiquiatra, que decía haberse limitado a escuchar, a ampliar «el diafragma de su consciencia» para permitirle «transformar su enfermedad en un problema consciente» que la paciente «se dispone a resolver por si sola o mediante ayuda teológica» (ibíd.: 302). Lo que me interesa también de Molina es su concepción subyacente de las emociones, de tipo psicofisiológico o neuroeléctrico, pues no explicaba los síntomas en estas pacientes como una manifestación simbólica, «sino que el síntoma somático es la consecuencia fisiológica de secuencias específicas de conflictos psicológicos inconscientes específicos». La explicación trasluce una visión eléctrica o hidráulica que, como hemos visto, es una formulación cultural extendida sobre las emociones con diversas versiones históricas. Así, los síntomas psicosomáticos serían «descargas regresivas de energía psíquica» que dañarían a los órganos, o «descargas de energía a través del sistema autónomo por tener impedido su desagüe normal» y causadas por la represión (ibíd.: 304). Claras expresiones de cómo se conceptualizaba el comportamiento psicológico simbólico en términos materiales hidroeléctricos y, aun con tintes más actualizados, se convertía, con resuelto simplismo, el padecimiento psíquico en enfermedad biológica. A pesar de su mayor interés por el psicoanálisis, Molina Núñez defendía en Actas Luso Españolas de Neurología y Psiquiatría, en 1959 –

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cuando las audiencias se conmovían en los estrenos de tórridos amores bíblicos (Salomón y la Reina de Saba, King Vidor, 1959) y mártires del amor fraterno (Molokai, Luis Lucía, 1959)–, el «amor a Dios» como único arquetipo y, frente al psicoanálisis, la única terapia efectiva, la que restituía el amor divino, De un tratamiento realizado según la ortodoxia, a un tratamiento que se proponga restablecer el amor a Dios (sin las interferencias de mecanismos neuróticos), a la familia y, subsiguientemente, a la colectividad, hay la misma diferencia, para el que tenga sensibilidad, que entre un piano bueno y un piano malo, aunque los dos suenen. Con el primer tipo de tratamiento pueden conseguirse la seguridad férrea del fanático (perjudicial para la colectividad) y la unión de los «hermanos de religión». [Mediante el segundo proceder] tras la humilde seguridad de que todo es dudoso y provisional, se alcanza el amor como herencia divina, piedra fundamental de cohesión para vencer la inseguridad colectiva que domina en el mundo y restablecer una digna amistad (1959: 38).

No sorprende que el propio Molina Núñez afirmara que, en España, no hacía falta psicoterapia por existir la confesión. Incluso –según lo que he tratado de exponer en estas páginas– es probable que fuera el confesionario, en ciertos casos, más recomendable que la consulta psiquiatra.

Sinopsis A lo largo de esta sección he explorado la contribución de los médicos y psiquiatras al conjunto de ideas que fueron conformando la cultura amorosa de posguerra. Por los textos que he analizado, escritos por médicos y psiquiatras con grado distinto de proximidad al régimen, puede deducirse que algunos estaban dirigidos a audiencias amplias, incluso fueron transcripciones de conferencias impartidas principalmente a mujeres. En general, en la década de los años cuarenta, predominaron las ideas eugenésicas sobre la utilidad de orientar el matrimonio de forma determinista para la mejora de la especie o de, incluso, encontrar en los genes la razón de ser del ideal romántico del «príncipe azul». Otro ingrediente de la «cultura experta» para la comprensión del amor fue la

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defensa de una visión localista de las emociones, situándolas en el cerebro, aunque mediadas por hormonas y otras sustancias corporales que permitían adjudicar actitudes «naturalmente» diferentes a los hombres y a las mujeres. Respecto al ideal romántico de la pareja por amor hubo una valoración algo ambivalente aunque, con frecuencia, se consideró peligroso al vincularlo a la modernidad y la autonomía femenina. En general, las ideas biologicistas sirvieron para poner el énfasis en las diferencias entre los sexos y, desde luego, para inferiorizar a las mujeres, en ocasiones, con una misoginia furibunda. Otro elemento en las ideas que tramaron la cultura afectiva de posguerra fue el enérgico debate sobre los «instintos», que trataba de explicar el comportamiento humano, incluyendo el afectivo, como puro y genuino comportamiento animal, lo que permitía naturalizar aquellos comportamientos humanos que interesaban. En la base de estas ideas se encontraba el modelo complementario de la pareja justificado con argumentos con diversa procedencia científica, en el tiempo y también en el tipo de disciplinas científicas. En la década de los cincuenta otras ideas psiquiátricas fueron apareciendo en la medida en que la «catolización» del psicoanálisis fue ganando adeptos, sobre todo a través del conocimiento más o menos directo de las obras de Alfred Adler y Carl Jung, a los que sin duda se les consideró más alejados de la temida «sexualización» de la teoría freudiana, y más susceptibles de proporcionar visiones espiritualistas del amor compatibles con el catolicismo. La moral católica dejó su huella en las terapias psicológicas usadas que, una vez cristianizadas, quedaron convertidas en auténticos lavados de cerebro para inculcar el modelo normativo de amor y de feminidad entregada al varón y a los hijos. Pero, a pesar de las diferencias en algunos argumentos, las ideas sobre el amor que circularon entre los médicos iban dirigidas a contener las nuevas feminidades, la diversidad de formas de ser mujer que ni la Iglesia ni las instituciones del régimen conseguían sofocar. Dos nuevos dispositivos culturales se fueron configurando como sustitutos de las viejas ideas biológicas sobre la inferioridad de las mujeres. De una parte, desde posiciones más liberales, se defendió el «complejo de inferioridad» como elemento esencial de la «identidad femenina». También, desde visiones más misóginas, se planteó una comprensión de la feminidad como una identidad vacía, una simple actuación (performance)

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dirigida a la caza del marido. Como he tratado de mostrar, el despliegue de esta diversidad de herramientas discursivas pone de manifiesto el temor y necesidad de regular el impacto de la modernidad y de las expectativas creadas por una incipiente cultura de masas visual en la diversidad de identidades de las mujeres españolas que, desde principios de siglo, se habían ido expandiendo y que, en estas décadas, como profundizaremos en los próximos capítulos, encontraron también un fértil desarrollo, a pesar de las adversas circunstancias que imponía el régimen. A partir de la década de los cincuenta, la moderación del antifreudismo posibilitó la expansión de ideas que vinculaban el amor a la construcción de la subjetividad incluso con propuestas algo más alejadas del modelo complementario. La subjetividad parecía poder comenzar a comprenderse no como una esencia auténtica situada en el centro profundo de los seres humanos, sino como un conjunto de tensiones a las que el performance social podía proporcionar alguna ligazón. Pero al final de la década, en la confluencia de la etología, las teorías evolutivas y la herencia psicoanalítica se configuraron nuevos supuestos sobre la subjetividad, vinculada ahora a los patrones de amar engendrados en la relación con la madre. Gracias a la teoría del vínculo, el futuro amoroso de una persona quedaba encapsulado en la eventualidad de tener una «buena madre», responsable última de la vida amorosa posterior. De esta forma, con perfecta armonía de intereses católicos y psicológicos, al destino maternal de las mujeres se le añadió un nuevo grillete, el de desempeñar la tarea amorosa con abnegación y excelencia, ya que de ella dependía el futuro, no ya biológico sino afectivo, de su descendencia.

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F. Català-Roca, El piropo, Sevilla, 1959. Fondo F. Català Roca-Arxiu Fotogràfic de l´Arxiu Històric del Col·legi d´Arquitectes de Catalunya.

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F. Català-Roca, Las señoritas de la Gran Vía, Madrid, 1953. Fondo F. Català Roca-Arxiu Fotogràfic de l´Arxiu Històric del Col·legi d´Arquitectes de Catalunya.

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Oriol Maspons, El primer bikini, Ibiza, 1953.

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Retrato de chica de la época al estilo Ingrid Bergman.

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Retrato de época de la actriz Ingrid Bergman.

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Retrato de chica de la época al estilo Veronica Lake.

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Retrato de época de la actriz Veronica Lake.

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Retrato de chica de la época al estilo Rita Hayworth.

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Retrato de época de la actriz Rita Hayworth.

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Feminidad, identidad y pareja. El feminismo crítico de María Laffitte

En España, propiamente hablando, no existen feministas en cuanto a las ideas como en otros países. Mary Salas (1959: 100)

Preámbulo Cuando me encontraba investigando las ideas que médicos y psicólogos españoles defendían en los años 40 sobre qué significado biopsicológico tenía el amor para las ciencias de la época, no me sorprendió encontrar textos que, al hablar del amor, describían cómo debía ser la-mujer según los gustos del ordenamiento patriarcal del sistema franquista, que he analizado en el capítulo anterior. Lo que quizá no esperaba era encontrarme con la obra de María de los Reyes Laffitte y Pérez del Pulgar La guerra de los sexos, publicada en 1948. Era difícil imaginar que en los duros años de posguerra pudiera una autora abordar una preocupación feminista similar a la que pocos meses después publicaría Simone de Beauvoir en el Segundo sexo y donde se adelantaban algunos de los debates feministas de la segunda mitad del siglo xx en relación con la crítica a la ciencia y las discusiones sobre la identidad. María de los Reyes Laffitte y Pérez del Pulgar –más conocida, incluso en las bibliografías feministas, como condesa de Campo Alange por su matrimonio– es un excelente ejemplo de la contestación y resistencia de las mujeres al discurso patriarcal del franquismo. Su producción ha de entenderse no solo como respuesta a los discursos dominantes sobre el amor y, en un sentido amplio, sobre las mujeres, sino como producción relevante para el campo de la teoría feminista que entroncaba con los debates que se habían sostenido antes de la guerra. Como vienen mostrando trabajos recientes, su aportación fue sustancial para el feminismo contemporáneo. Sus trabajos contribuyeron,

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casi en soledad, a la producción teórica contradiscursiva frente a la elaboración histórica de la idea «mujer» por figuras masculinas relevantes en la época como Ortega o Marañón.1 Más tardíamente, María Laffitte fomentó tareas feministas colectivas que permitieran la promoción y desarrollo del Seminario de Estudios Sociológicos sobre la Mujer de Madrid.2 Las aportaciones de Laffitte no deben entenderse solo desde el marco explicativo de la mujer «extraordinaria», sino desde la posibilidad que le brindó su situación de privilegio social para recoger los logros de toda una tradición feminista anterior a la Guerra Civil y de poderle dar voz en la sociedad franquista del momento. Su pensamiento y práctica vital han sido una correa de transmisión de una tradición crítica que trasciende su propia creación. Como trataré de explorar en el último capítulo, creo que su obra no solo ha de entenderse como otro de los rastros de la pervivencia de una cultura liberal en la España dictatorial,3 sino, también, como la parte visible –por haber sido publicada–, de los esfuerzos de otras muchas mujeres de la España de Franco que contestaron, de forma diversa, la misoginia del sistema. En este capítulo analizaré, principalmente, dos de sus obras escritas en las décadas en las que centro mi estudio. De una parte, La secreta guerra de los sexos, publicada por primera vez en 1948 y reeditada en 1950 y 1958, y cuya última edición data de 2009. Por otra, La mujer como mito y como ser humano, publicada en 1961, donde desarrolló sus argumentos frente a la idea de que la biología determina las diferencias entre hombres y mujeres. Ambos textos pueden considerarse complementarios, no solo en su posición frente al discurso patriarcal, sino en relación a su crítica formulación de la identidad «mujer», aunque en su obra posterior, a la que haré alguna mención, también fue completando su ideario feminista. Sus textos combinan, desde una posición católica, una concepción históricamente construida de los géneros y una visión no determinista del sexo. El interés de Laffitte por la ciencia −tal y como ha sido documentado y expresado en su propia

1. Nielfa Cristóbal (2002b y 2003) y González (2010). 2. En 2008 se fundó la Federación de Mujeres Feministas de Sevilla «María Laffitte», la elección de su nombre perseguía la recuperación para la historia de esta mujer feminista aún poco conocida. 3. Véanse en este sentido los trabajos de Fusi (1999) y Jordi Gracia (2004 y 2006).

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autobiografía, Mi atardecer entre dos mundos: recuerdos y cavilaciones, publicada en 1983−, merece especialmente destacarse, ya que su reflexión sobre uno de los discursos fundamentales para la producción de «la verdad» en nuestra sociedad se anticipó a la crítica feminista posterior. Laffitte incorporó y debatió las obras de científicos como Frederik J. J. Buytendijk, Julian Huxley, Jean Rostand o Theilard de Chardin y, tras su edición en 1948, también la obra de Simone de Beauvoir. Merece la pena destacar el estilo narrativo que Laffitte despliega en sus textos. Una forma argumentativa, desarrollada a manera de conversación, donde da contestación a algunos de los argumentos principales sobre la idea de la-mujer recogida, entre otros autores, en la obra de Ortega y de Marañón. Un estilo circular, flexible, fácil, en cierta forma similar a otras formas de argumentación de la época y, a la vez, con una fuerza persuasiva que permite detectar su empoderamiento como autora. María Laffitte usó postulados científicos y agarres teóricos procedentes de fuentes diversas, como iré exponiendo, y mostró con contundencia, sus visiones contrapuestas, sus puntos de oposición a la pretendida hegemonía de ciertos discursos del régimen. Así desarrolló una forma discursiva paralela a su propia ideología feminista que María Salas (2002: 173) ha calificado de «un feminismo muy radical pero no belicoso». Sus textos también rezuman seguridad a la hora de ubicarse en la arena de la igualdad, mostrando su pleno derecho a entrar en un debate establecido en términos misóginos. Como ha destacado también Gloria Nielfa (2002: 187) la ironía desempeña un papel decisivo en su argumentación a la hora de moverse con astucia en la contrargumentación del discurso patriarcal («la mujer está a punto de extinguirse», comentaba). Algunas de las metáforas y analogías que utilizó desdibujan creativamente los límites entré literatura de ficción y ensayo. Su firmeza argumentativa causó incomodidad. Como ha contado la propia Laffitte, Gregorio Marañón le había advertido de las críticas que recibiría por osar titular con el término «sexo» (La guerra de los sexos), como él mismo conocía por su obra. Laffitte resistió, también, a los embates discursivos de Eugeni d’Ors i Rovira (1881-1954), de quien algunas biografías la declaran discípula (González 2010), y que, sin embargo, la desanimó discutiéndole la pertinencia intelectual del tema y animándola a curarse de su extravagancia con la lectura de los

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textos de Otto Weininger (1880-1902). En cuanto apareció publicada La guerra de los sexos, Eugeni d’Ors arremetió contra el texto en su columna del diario Arriba. Aunque esta respuesta puede interpretarse como una manera de tratar de sujetar discursivamente el punto de vista feminista, a la vez sus diatribas indicaban la potencialidad discursiva y la autoridad que se le concedía. De la relevancia y difusión de La secreta guerra de los sexos dan cuentan las tres reediciones –entre 1948 y 1958–, su reciente reedición en 2009, además de las valoraciones positivas publicadas en las época firmadas por Muñoz Cortés en Arriba y Carmen Conde en Ínsula (Nielfa 2002). Es también importante destacar el significado de la escritura en su trayectoria como mujer. Como la propia Laffitte defendió, su imperiosa necesidad de hablar de estas ideas no respondía tanto a una opción puramente racional, sino a una acción encarnada en donde la defensa de sus ideas emergía «imponiéndose en su mente», con una fuerza que marcaba solo dos caminos posibles, la asfixia y vergüenza de sus ideas o el darles forma. Es decir, María Laffitte habla de su escritura como un deseo al que era imposible resistirse, a pesar de la trasgresión que significaba. Una forma de enunciar su deseo de escritura que expresó en términos cuasi espirituales (o vocacionales), articulando, de esta manera, su compromiso político con su confesión católica presente en sus textos: «Pero, ¿es que el autor escoge libremente el tema de su libro? Creo que no. Una vez que el tema ha surgido, imponiéndose en su mente, sólo le queda la facultad de darle forma o bien de asfixiarlo como a un engendro vergonzoso» (Laffitte 1958: 9). En este apartado voy a examinar los contenidos de su obra organizándolos en la forma siguiente: primero analizaré los argumentos con los que Laffitte criticó las formulaciones culturales heredades sobre la feminidad, elaboradas tanto desde la ciencia como desde otros ámbitos culturales y que aspiraban a convertirse en el modelo normativo de identidad para las mujeres. Más adelante, presentaré los elementos de su propuesta de una identidad propia para «ser mujer» y las implicaciones para un replanteamiento de las relaciones de pareja en el marco de una versión revisada de la teoría de la complementariedad de los sexos. El capítulo finaliza mostrando que el discurso abiertamente feminista de Laffitte contaba con un tejido de sostén en las ideas que algunas mujeres de la época fueron expresando en la literatura de ficción, quizá no con una voz única, pero sí con una polifonía en la que no es

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difícil escuchar su melodía común, tal y como presento en las páginas concluyentes. Como traté con anterioridad, las discusiones sobre la identidad de las mujeres a lo largo del siglo xx pueden inscribirse en un debate científico general sobre la diferencia sexual dentro del campo de estudio del comportamiento humano y animal al que contribuyeron ciencias como la Fisiología, la Psicología o la Sociología. En las páginas siguientes abordaré el debate en sus propios términos históricos y profundizaré sobre los argumentos desplegados, pues aún contienen materia para nuestra reflexión actual. Un objetivo de este capítulo es recomponer históricamente las ideas de una feminista española escritas en un periodo tan represivo de la historia política de España que parecía ser un vacío en la producción teórica. Otro segundo objetivo es tratar de enlazar sus aportaciones con la historia de la categoría analítica «género» así como con los debates sostenidos por la ciencia del amor del momento, es decir, las investigaciones sobre los instintos y complejos donde latía la cuestión de la separación entre naturaleza y cultura, como hemos visto en otro capítulo anterior. Por último, con la rehabilitación de las aportaciones del feminismo de María Laffitte espero poder contribuir a la compresión de algunos de los cambios de la sociedad española y, en particular, de las mujeres, que permiten explicar mejor las transformaciones que se produjeron con el advenimiento posterior de la transición y el inicio de la democracia.

Diferencia sexual y complementariedad de los sexos en la ciencia misógina María Laffitte creía en la ciencia como discurso de la verdad (Salas 2002), sin embargo, es importante conocer su idea de «objetividad» científica. Comparada con El segundo sexo de Simone de Beauvoir, Laffitte sostuvo una crítica más explícita del método científico. Ambas reconocen en su obra el estatuto de verdad que la ciencia tenía en su época, pero mientras que Beauvoir contesta el carácter construido de la diferencia sexual en base a la bicaracterización del sexo, Laffitte, en La mujer y la verdad (1961c), denuncia la genealogía de lo que denominó «misoginia científica», que habría ido construyendo una tra-

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dición epistemológica que, desde los textos aristotélicos, defendía la inferioridad de las mujeres, Y la pasión ha salpicado con manchas de sombras las inteligencias más diáfanas. Aristóteles, San Jerónimo o Schopenhauer, hombres de otros tiempos, y hombres de este en que vivimos, como Montherlant y Eugenio d’Ors, cuando siguen las ideas de Weininger, han sufrido de una congénita misoginia (1961c: 43).

La crítica a la ciencia de Laffitte se adelantó a la revisión planteada por la epistemología feminista de la segunda ola del feminismo. Laffitte defendía, a comienzos de los años sesenta, la necesidad de una ciencia más verdadera que fuera limpiando con sentido crítico la producción del conocimiento mediante «la implacable poda de convencionalismos» (1961c: 43) y, además, la necesidad de reconstruir una genealogía científica antimisógina. Es decir, que, frente a una objetividad radical o neutralidad científica, sostenía que los argumentos sobre la inferioridad de las mujeres demostraban cómo los prejuicios (o la «pasión») formaban parte del conocimiento científico. Su propuesta de «objetividad» incluía el método deductivo, el experimental y el análisis fenomenológico. La autora se sirvió de una serie de científicos de la época que no constituyeron la fuente de inspiración de los médicos españoles que he analizado en el capítulo anterior. En particular, como ejemplo de objetividad, recurrió a la obra La mujer de Frederic Jacobus Johannes Buytendijk (1887-1974), publicada originalmente en 1946. Buytendijk fue un fisiólogo y etólogo neerlandés de inspiración vitalista y defensor de la influencia del aprendizaje en el comportamiento más que la herencia, además de crítico con una ciencia psicológica centrada en «los instintos». Laffitte destacaba en este autor que su defensa de las mujeres no fuera simple galantería, sino «un ejemplo de cordura», no por ser «lo que antes se llamaba un defensor del bello sexo»,4 sino por su posición ante la ciencia, y porque «sus sabias reflexiones […] al ser entresacadas del fárrago de juicios que tienen sólo un valor tradicional, adquieren un nuevo interés» (Laffitte 1961c: 43, 44).

4. Véase, sin embargo, la descripción que hace Van der Veer (2000) sobre las prácticas sexistas, en relación a la autoría de investigaciones originales, que sufrió la psicóloga Tamara Dembo (1902-1993) en su trabajo en el laboratorio Buytendijk.

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Para Laffitte la «valorización de la verdad» era una aportación moral que la ciencia podía proporcionar a la sociedad, y así lo afirmó en su reseña al texto La mujer, de Buytendijk, aparecida en el periódico ABC el 25 de febrero de 1956: «Pidamos a Dios que el culto a la verdad, como indispensable aliada del éxito –siguiendo el paralelismo histórico– trascienda de esa minoría que son los hombres de ciencias y se extienda a la sociedad». Laffitte se adscribía por tanto al ideario positivista sobre el valor de la ciencia para el conocimiento verdadero, aunque, a diferencia de otras posiciones en la época, era consciente de la influencia sociocultural en la construcción de las ideas científicas. Haciéndose eco de las palabras del fisiólogo, cirujano y eugenista Alexis Carrel (1873-1944), Laffitte defendió el método experimental como la fórmula ideal para verificar la verdad («Una falta contra la verdad, aunque sea venial, es inmediatamente castigada con el fracaso del experimento» [1961c: 45]), y procedimiento útil para afrontar «los peligros de la vida colectiva».5 Esta preocupación con la verdad quizá pueda vincularse, de forma más amplia en el contexto de la España de la dictadura, con la pervivencia de una crítica liberal al régimen escondida pero persistente.6 Respecto al propio método de trabajo y escritura de Laffitte pueden utilizarse las mismas palabras que Altman ha utilizado para caracterizar la forma de argumentación, escritura y metodología de Simone de Beauvoir en El segundo sexo, una fórmula que ha inspirado e impulsado el desarrollo de los llamados «Estudios de la mujer»: «Era un método interdisciplinar que acepta y sopesa todo tipo de pruebas y valora toda forma de autoridad, incluyendo la voz filosófica junto con la de la literatura, las ciencias sociales, la historia y no menos los testimonios personales de la experiencia vivida» (2007: 68).7 5. Laffitte no indica la procedencia de la cita. La obra de Carrel fue difundida en España, particularmente L’homme cet inconnu fue varias veces reeditado. Es probable que su catolicismo fuera de interés para Laffitte, en 1946 se publicó La oración: su poder y efectos curativos vistos por un fisiólogo y en 1949, Viaje a Lourdes: seguidos de Fragmentos del Diario y Meditaciones. Es probable que sus simpatías con el gobierno de Vichy favoreciera la difusión de su obra en la España del primer franquismo. 6. Es probable que guardara relación con la crítica que otro escritor, Pío Baroja (18721956), hacía en la inmediata posguerra a los regímenes autoritarios como sistemas «basados en la mentira» (Gracia 2004: 128). 7. «It was an interdisciplinary method that accepts and weighs all sorts of evidence and levels out all modes of authority, including the philosophical voice alongside

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Para la indagación que me he propuesto sobre el significado biopsicológico del amor heterosexual, la obra de Laffitte ofrece una serie de respuestas críticas a la caracterización científica del par mujer/hombre y el modelo de la complementariedad de los sexos. Como iré desarrollando en esta sección, Laffitte rebatió los tres pilares esenciales de la concepción misógina científica de “la-mujer” que cimentaban la desigualdad en la pareja heterosexual:8 la naturalización y el fijismo con el que mujeres y hombres eran explicados como categorías universales (la mujer/el hombre) ancladas en la biología; el diferencialismo biológico, es decir, el interés por subrayar que la bicategorizacón de las diferencias sexuales está encarnada en el cuerpo y que esas diferencias cumplen la misma función en todas las especies animales; por último, la creación y énfasis en la dicotomía entre naturaleza y cultura (sexo/ género), frente a la que Laffitte defendió que el sexo existía pero modificado o moldeado por el género. Para refutar estos pilares María Laffitte desarrolló tres líneas de argumentación: enfatizó la distancia de los seres humanos respecto a los animales, defendió el carácter acumulativo de la evolución y la creatividad y diversificación de los seres humanos, y subrayó el ambientalismo, es decir, la gran plasticidad humana para ser moldeada por el medio. Como ha señalado Rouch (2004), en el capítulo “Los datos de la biología” de la obra de Simone de Beauvoir El segundo sexo subyacen dos debates. De una parte, el debate sobre la noción de «sexo» y el de la «diferencia sexual», una diferencia que Beauvoir establece con más nitidez cuando se refiere a la reproducción sexual. La feminista francesa expuso una serie de argumentos que problematizaban, en diversas especies animales (no solo en vertebrados), la manera en la que la ciencia había establecido las diferencias entre especímenes masculinos y femeninos.9 El otro debate, contenido en el capítulo de Beauvoir, es

literature, social science, history, and (not least) the personal testimony of lived experience» (Altman 2007: 68). 8. Utilizo la fórmula “la-mujer” adoptando las ideas planteadas por Wittig (2006) y Sánchez (2006), que tratan de enfatizar cómo los estereotipos se construyen en un plano tanto macro como microdiscursivo. 9. Véase Rouch (2004) para un acercamiento a las tesis que defendía Simone de Beauvoir sobre la producción de las diferencias. Como señala esta autora, a veces es difícil distinguir entre los argumentos de Simone de Beauvoir y los que defendían algunos científicos de la época sobre la diferencia sexual.

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el de la igualdad (o desigualdad) de los sexos. Podemos considerar estos dos debates como exponentes de las problemáticas relaciones entre sexo y género y, en términos históricos, también el resultado de la superposición de las preocupaciones y estrategias políticas de las dos fases (primera y segundo ola) con las que tradicionalmente se ha descrito el movimiento feminista. Tanto el texto de Beauvoir como los de Laffitte plantearían maneras de abordar las tensiones resultantes de superponer ambos debates en las dos décadas centrales del siglo xx. Laffitte no solo incorporó y debatió la obra de Simone de Beauvoir en la segunda edición de La secreta guerra…, también recurrió como base para su argumentación al texto La mujer, de Frederik Jacobus Johannes Buytendijk (1887-1974), originalmente publicada en holandés en 1946, traducida al castellano en 195510 y reeditada en 196611. En la edición alemana de 1953, Buytendijk introdujo un conjunto de respuestas a El segundo sexo de Simone de Beauvoir, que consideró como «la obra más importante que se ha escrito sobre la mujer» (Buytendijk 1966: 38). Buytendijk es un autor difícil de clasificar dentro de los compartimentos actuales de las disciplinas científicas. Quizá pueda considerarse un psicobiólogo, es decir, por una parte, un fisiólogo vitalista por su interés en analizar el principio que anima la vida, y lo que define la especificidad humana en las funciones vitales básicas de los seres vivos. Por otra, su concepción de lo psíquico («modo de comportarse» y «disposiciones naturales») lo relaciona con los desarrollos de la psicología experimental comparada. En este marco ha de entenderse su interés por el estudio de la diferencias entre «el hombre» y «la mujer». Laffitte, Beauvoir y Buytendijk aun, probablemente, sin conocerse personalmente, mantuvieron un diálogo discursivo y pueden conside-

10. La obra fue traducida por Fernando Vela, seudónimo de Fernando Evaristo García Alfonso (Oviedo 1888-Llanes, Asturias, 1966), discípulo de Ortega y Gasset y secretario de redacción de la Revista de Occidente, en cuya editorial se publicó. La edición inicial en holandés es de 1946 y fue traducida al alemán en 1953. Es probable que se publicara a recomendación de Laffitte, quien al parecer había leído la versión francesa, de 1954: La femme. Essai de Psychologie exitentielle, Edit. Desclée de Brouwer. 11. En este catálogo consta la obra Buytendijk, F. J. J.-De vrouw. Haar natuur, verschijning en bestaan. Een exstentieel-psychologische studie. Utrecht/Brussel, Spectrum, 1946, como una segunda edición ().

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rarse representantes de soluciones diversas a las tensiones de la polémica sobre la existencia de una identidad propia de las mujeres. En Los datos de la biología, Simone de Beauvoir argumentó la dificultad para una bicaracterización de los sexos, defendiendo una especie de hermafroditismo originario («ni hombres ni mujeres sino hermafroditas»).12 En realidad utilizó las tesis del sexo único que en esta época sostenía Gregorio Marañón, cuyas ideas al parecer eran conocidas por los fisiólogos franceses que estudió Simone de Beauvoir. Pero Marañón defendía un embrión «bisexual», es decir, que contenía rasgos de los dos sexos de manera que en la histórica «batalla filogenética» entre ambos sexos podría resultar en un hombre más afeminado o una mujer más masculinizada, y si la «batalla» embrionaria se producía «correctamente» un varón iría perdiendo lo femenino y una mujer ganando en elementos masculinos: de esta manera, el progreso filogenético se probaba y los seres humanos derivaban hacia lo masculino, que era lo superior (Cleminson y Vázquez 2009). Para Beauvoir, la diferencia sexual derivaría de una «evolución funcional» que haría al varón protagonista de la iniciativa sexual mientras que «la mujer» sería la responsable del mantenimiento de la especie, de manera que la maternidad representaría la abdicación de la individualidad al servicio de lo colectivo.13 Buytendijk, por su parte, coincidió con Simone de Beauvoir en la falta de una explicación biológica única a la diferencia sexual, ni siquiera las hormonas podían explicar, a la luz de los conocimientos científicos de la época, las diferencias corporales e incluso se planteaba «si el proyecto de existencia que cada cual se hace puede tener influencia sobre la secreción interna de las hormonas» (Buytendijk 1966: 102). De forma explícita, no se alineaba con los defensores de la diferencia sexual, argumentando que «no se ha encontrado ninguna explicación fundada en hechos empíricos para la separación de los sexos. Esta separación no se puede reducir a una causa ni explicar teleológicamente. Por esto la llamamos un misterio biológico» (ibíd.: 98). A pesar de entender que la biología no había proporcionado aún explicaciones definitivas sobre las diferencias sexuales, Buytendijk de-

12. Deuxième Sexe, 1989: 96, ob. cit. en Rouch (2004). 13. Deuxième Sexe, 1989: 63, ob. cit. en Rouch (2004).

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fendió su existencia y trató de buscarlas desde lo que él mismo denominó como «una psicología orientada en el sentido fenomenológico que trata de comprender al hombre partiendo de su existencia y de la relación con el mundo constituido por él» (ibíd.: 30). Esta óptica fenomenológica suponía indagar en el carácter esencial (y diferencial) de la mujer a partir de lo que se conoce y observa, la figura y rostro, la voz o las simetrías corporales. Así defendía las diferencias en 1946, La mujer –afirma nuestra tesis– es, por sus disposiciones naturales, por su naturaleza, distinta corporalmente del hombre. Además de esta diferencia anatómica y fisiológica hay también una peculiaridad originaria en la estructura dinámica de su comportamiento (Buytendijk 1966: 16; prólogo a la primera edición holandesa).

Hasta el prólogo de la tercera edición holandesa (1958, De vrouw. Haar natuur, verschijning en bestaan), no aclaró el autor, en términos vitalistas, cual sería la diferencia sexual. Esta diferencia no residiría en una simple discrepancia anatómica, sino en la «corporeidad animada (con alma)», es decir, que una realidad metafísica dotaba de especificidad a lo femenino, «la diferencia de animación es para mí, ante todo, la diferencia del encuentro con el mundo exterior y con los otros hombres, por virtud del cual la forma, es decir, el modo de todas las exteriorizaciones, toman una peculiaridad especial en cada caso» (ibíd.: 27). Esta idea vitalista, engranada en su catolicismo, daba pie a una versión espiritual de las diferencias entre los sexos pero, a la vez, aceptaba que no solo se debían a una biología distinta sino a una interacción diferente con el medio. El aspecto espiritual (o metafísico) de las diferencias, constituía su mayor discrepancia con los planteamientos de Beauvoir, aunque, probablemente, fuera lo que más interesó a una católica como Laffitte. Precisamente, el materialismo de Beauvoir fue contestado con fuerza por los sectores católicos españoles, aunque alguna mujer también católica, como la falangista Mercedes Formica, también aceptara cierta conciencia feminista común con la teórica francesa. Para algunas católicas españolas, Beauvoir representaba no solo una visión anticristiana, sino una negación de la «feminidad» misma (Nielfa 2002: 276-278). Inicialmente, Laffitte, frente a Beauvoir y Buytendijk, pasó de manera más superficial sobre el debate de las diferencias biológicas de los

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sexos y se centró en subrayar la discontinuidad y escaso paralelismo entre animales y humanos, enfrentándose, por tanto, a todo el discurso sobre los instintos que, como veíamos en otro capítulo, manejaban los médicos españoles para naturalizar e inferiorizar a las mujeres con la idea de la existencia de un destino biológico inevitable, fuera la maternidad o la sumisión en la pareja. En su contestación al discurso sobre los «instintos», Laffitte se inspiró en los trabajos del biólogo y humanista inglés Julian Sorell Huxley (1887-1975), especialmente en su texto Les voies de l’Instinct. Fourmis et termites (1955). De hecho Huxley –cuyo pensamiento evolucionó de una visión religiosa a un «humanismo evolutivo»– creía en que el ser humano era el único regulador de su propio destino (Phillips 2007). Frente al funcionamiento instintivo de los animales –por tanto prefijado biológicamente–, Laffitte defendía que los seres humanos habrían adquirido un comportamiento y desarrollado una experiencia que les dotaba de libertad y capacidad de elección frente a su propia naturaleza, de manera que esta posibilidad de cambio (aun existiendo diferencias biológicas) abría la posibilidad a la capacidad de automodificarse y, por tanto, de diversificar la «naturaleza» humana: Mientras los insectos sociales, para el caso cualquier otro animal, obedecen ciegamente a su instinto, en la especie humana ha sido suplantado por un comportamiento aprendido, sobrepasado por la experiencia. Naturalmente al abandonar las seguras vías del instinto, el hombre adquiere el incómodo privilegio de equivocarse. Y así nos encontramos ante la espantosa libertad humana de la que tanto hablan los filósofos: nuestro viejo libre albedrío […] Pero si el animal sigue ciegamente su instinto, en cambio, lo que caracteriza al hombre y resulta fundamental para su existencia es precisamente la posibilidad de tomar una posición incluso en contra de sus propios instintos, de su propia naturaleza. […] También nosotros tenemos la posibilidad de cambiar a las criaturas niños y niñas con sugestiones psicológicas y regímenes de vida diferentes. Y partiendo de unas diferencias anatómicas y fisiológicas, evidentes pero no definitivas, creamos seres humanos en todo distintos (Laffitte 1961a: 15-16 y 19).

Hasta el prólogo a la tercera edición (1958) de La guerra de los sexos, Laffitte no aclaró su posición respecto a la diferencia sexual. En coincidencia con Buytendijk, la autora defendió que las diferencias sexuales en el mundo animal adquirían significados distintos según las

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especies e insistía en la inutilidad de comparar a humanos con animales «la polimorfología de la obra de la naturaleza es tan sorprendente que ha encontrado soluciones distintas, variadísimas y, a veces, enteramente opuestas, para las distintas especies. Es, pues, inútil intentar establecer esas comparaciones» (Laffitte 1958: 27). Como señalé con anterioridad, la idea de «instinto» constituyó un nudo discursivo en el que se entrecruzaban, en un complejo entretejido de argumentos científicos varios debates: el de las diferencias de los sexos, las diferencias entre animales y humanos y el de la libertad humana. La naturaleza de los instintos, como comenté, interesó a las ciencias experimentales a lo largo del siglo xx, a pesar de que hacia 1920 un importante sector de fisiólogos ya habían descartado las teorías teleológicas de los instintos humanos (Burnham 1971). Curiosamente, la investigación en animales, desarrollada en los laboratorios de Psicología comparada, contribuyó a consolidar la idea de la diferencia biológica entre animales y humanos y a ir configurando un núcleo de discusión, aún activo, en torno a las relaciones entre naturaleza y cultura que permitió el ascenso de la Sociología o la aparición de ciencias del comportamiento híbridas entre la Psicología y la Entomología.14 Este debate científico se entretejía con el cultural y, en concreto, en la conocida formulación de Simone de Beauvoir: «La mujer no nace, se hace» también fue clave su alineamiento con la Fisiología que defendía la falta de adhesión a los instintos por parte de los seres humanos, aunque, como vimos, esta no era la preferencia entre los médicos españoles en la época. Simone de Beauvoir, Buytendijk y Laffitte aceptaban la existencia de una libertad subjetiva (no hay predeterminación instintiva del sujeto), pero sus formulaciones fueron diferentes. Para Buytendijk, el reconocimiento de una norma objetiva era lo que permitía al sujeto

14. Frank Ambrose Beach (1911-1988) fue una figura decisiva para conectar le etología europea y la psicología comparada desarrollada en Norteamérica, conexión que se plasmó en la creación de la revista Behaviour. Sus estudios contribuyeron a limitar el concepto de «instinctive behaviour» como comportamientos específicos de una especie animal concreta. Véase al respecto «Frank Ambrose Beach, April 13, 1911-June 15, 1988, by Donald A. Dewsbury, Biographical Memoirs of the National Academy of Science», en .

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actuar libremente. Buytendijk mezcló, aún más que Beauvoir, los debates sobre la diferencia sexual y la desigualdad de los sexos e hizo explícita su discrepancia con la autora de El segundo sexo, pues para él: «La mujer es mensch (ser humano); este es el punto de partida y el supuesto fundamental de este libro» (Buytendijk 1966: 13); mientras que la autora francesa no reconocía la existencia de una «esencia de la quietud» que «como toda especie de estado dichoso» sería o representaría «un encuentro, un encontrarse en lo otro (o en otros hombres), una ”nostridad” que solo en el amor patentizaría su plenitud y su esencia» (Buytendijk 1966: 40). La materialista Beauvoir no incluía en su planteamiento esa idea vitalista de un principio metafísico que resolvería las diferencias entre los sexos y encontraba en el «nosotros» la solución para saldar las diferencias. También Laffitte, como veremos, discrepaba, pues para el fisiólogo holandés parecía que sin diferencias sostenidas en datos biológicos la desigualdad era una especie de acto de voluntad propia, una decisión personal y que, por tanto, podía evaporarse con un acto de voluntad individual: la mujer, no de manera distinta que el hombre, se puede dirigir libremente al mundo, y que ningún carácter corporal por sí solo –ni siquiera su predisposición para traer hijos al mundo y alimentarlos– significa un destino inexorable. El hombre tiene que entender siempre –y por tanto la mujer también– lo corporal como parte de la situación en que existe; siempre tiene que darle un sentido y, por tanto, aceptarlo o rechazarlo (Buytendijk 1966: 113).

Desde su punto de vista feminista, Simone de Beauvoir criticaba que el ser humano universal era el hombre y no la mujer, que sería «lo otro». Por tanto, a diferencia del fisiólogo, incluía en su análisis el poder del patriarcado que (mediante la construcción del género, diríamos hoy) produciría las desigualdades; de esa forma, conducía la crítica a la diferencia sexual en términos existencialistas y sociales, y no tanto espiritualistas e individuales como hacía el fisiólogo. Por su parte, Laffitte enfatizó la libertad humana (frente al carácter instintivo animal) con argumentos evolutivos –como veremos más adelante inspirada en Theilard de Chardin–, pero su objetivo principal fue criticar los argumentos que naturalizaban a las mujeres como «hembras» y que, al igualar de manera interesada los comportamientos hu-

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manos con la biología animal, justificaban la desigualdad de una manera «natural» e inamovible. Laffitte, especialmente, valoró en Beauvoir lo que más adelante, hacia la década de los setenta, quedaría formulado como «género», es decir, la capacidad de la sociedad de generar significados binarios sobre las diferencias biológicas para justificar la desigualdad (Phillips 2007). En los términos con los que Laffitte leía a Beauvoir, esta formulación ponía de manifiesto lo que numerosas autoras feministas han destacado después, la imposibilidad de que las mujeres nos concibamos a nosotras mismas como un «sujeto total»:15 que la mujer no aparece ante el hombre como un ser autónomo, sino como un elemento de su mundo, del mundo de lo masculino, es decir, que lo que caracteriza fundamentalmente a la mujer es el hecho de aparecer en el seno de una totalidad como el Otro. En este aspecto, Elle est l’inessentiel en face de l’essentiel. Il est le Sujet, il est l’Absolute, elle est l’Autre (1958: 21).

La posición de Laffitte se alejó, por tanto, de las simplificaciones y críticas que se hicieron en España a El segundo sexo de Simone de Beauvoir en foros católicos como la revista Eidos. A pesar de que El segundo sexo se encontraba en el índice de libros prohibidos por la Iglesia católica, el texto se difundió a partir de traducciones argentinas. Eidos publicó en 1955 algunas reflexiones críticas que objetaban la negación de la feminidad, pues consideraban que al no formular una fundamentación metafísica de la identidad «mujer», Beauvoir negaba su existencia. Esta fundamentación metafísica, como señalábamos, fue más explícita –y acorde con las ideas católicas– en el vitalismo de Buytendijk que en la propia obra de Laffitte (Nielfa Cristóbal 2002a). Complementaria al argumento sobre la falacia de trasladar literalmente el comportamiento animal al humano fue la defensa de Laffitte de una versión progresista católica (no creacionista) de la evolución y, por tanto, de la libertad del ser humano distanciado de otras especies. No obstante, no hay que olvidar que estos argumentos confirmaban una visión casi espiritual de la complementariedad de los sexos. Laffitte había incorporado los planteamientos evolutivos revisados de Teil-

15. Véanse las alternativas que plantea Wittig (2006: 103-116) para enfrentarnos a la imposibilidad de nombrarnos y transcribirnos como sujetos totales en el propio lenguaje.

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hard de Chardin. Aunque el impacto de la obra de este paleontólogo jesuita en el sector católico (más o menos progresista) durante el franquismo, al que pertenecía Laffitte, no ha recibido aún atención historiográfica suficiente,16 lo que interesa aquí analizar es cómo lo incorporó Laffitte a su argumentación sobre las diferencias de los sexos. Laffitte recogía la idea de la evolución como un proceso de avance de la consciencia −«Siguiendo una ley de la naturaleza, la inteligencia del hombre aumenta en conciencia y en complejidad», decía– y, precisamente, esa mayor conciencia haría finalizar la guerra de los sexos: «terminará cuando la humanidad haya vencido la servidumbre animal del cuerpo por el triunfo rotundo del espíritu y de la inteligencia» (1958: 31-33). Coincidiendo con Teilhard de Chardin y distanciándose de Darwin establecía una analogía entre la lucha por la existencia y la de los sexos, y defendía que la evolución humana no dependía de la supervivencia del más apto, sino del logro de un mayor grado de colaboración y ayuda mutua. Desde esta perspectiva evolutiva, Laffitte asumió la impronta de la biología en las diferencias sexuales, pero trató de plantearlas desde una posición no dicotómica naturaleza/cultura. Es decir, su postura se alejó de lo que hoy entenderíamos como un constructivismo radical tanto como de un biologicismo extremo. Laffitte recogió del fisiólogo Buytendijk la fenomenología de Merleau-Ponty que inspirara también a Simone de Beauvoir, aunque la feminista francesa se distanció de este al poner el énfasis en el cuerpo como zona de contacto con el mundo −lo cual la ayudó a formular el efecto del poder sobre los cuerpos de las mujeres−, más que a acentuar su trascendencia como más bien hizo Buytendijk (O’Brien/Embree 2001). La propia Laffitte también abrazó un cierto vitalismo pero no entendía al ser humano (mujer u hombre) como una «especie natural» equiparable a todas las demás especies (animales), sino como «especie histórica» con un cuerpo material que aproximaba al ser humano a la naturaleza («en cuanto a corporeidad animada, pertenece a la naturaleza» [1961a: 12]). A diferencia de otros contemporáneos de Laffitte productores de discurso científico, la autora se alejó de un determinismo biológico rí-

16. Basta realizar una somera búsqueda bibliográfica para percibir la importancia y actualidad de la obra de Teilhard de Chardin en nuestro país.

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gido para explicar las diferencias entre los sexos y defendió la plasticidad humana «casi ilimitada» en relación al medio (1961a: 19). Pero, además, Laffitte utilizó una versión social de este ambientalismo para explicar cómo las mujeres se encuentran en un mundo masculino, con un «esquema de feminidad prefabricado» (1961d: 54). Pero incluso ese «esquema de feminidad» no sería fijo o universal pues, siguiendo los estudios de la antropóloga Margaret Mead, cuya obra utilizó como argumento de autoridad, existía gran variabilidad cultural en los esquemas de feminidad contenidos en cada cultura. Sus estudios antropológicos habrían contribuido, con pruebas etnográficas, a subrayar las diferencias culturales en la relación sexo/género y, por tanto, a desbaratar la idea del carácter natural de dichas diferencias. Para Laffitte, la existencia de «tribus» pacíficas con división más igualitaria del género y otras «tribus» más violentas y con relaciones sexuales «acusadas» y sin grandes diferencias en el reparto de trabajos proporcionaban pruebas suficientes para refutar el carácter natural y fijo de las diferencias entre los sexos. Interesa particularmente destacar cómo, para la feminista sevillana, su defensa de la plasticidad, el ambientalismo o el carácter construido del «ser humano femenino», llevaba correlativa la corresponsabilización de las propias mujeres en su propio destino. Las mujeres, con unos cuerpos que no constituirían su destino sino una naturaleza o materialidad al servicio de su propia agencia, serían seres capaces de «adoptar una posición frente a su propia naturaleza […] su cuerpo está a su servicio» (Laffitte 1961c: 44). Por tanto, desde una posición que hoy podríamos etiquetar de constructivista, Laffitte reivindicaba la capacidad de las mujeres de hacerse a sí mismas, El ser humano femenino, la mujer, es susceptible de tomar infinitas formas. Todos nosotros contribuimos a dárselas. Si fuese posible percibir con mayor evidencia los cambios sociales que estamos en trance de realizar, la idea de nuestra responsabilidad en este sentido preocuparía y ocuparía sin descanso a hombres y mujeres de buena voluntad (Laffitte 1961a: 22),

y la necesidad de afrontar los cambios necesarios para elaborar un proyecto propio de identidad, La mujer tema de esta obra como tal ser humano, no es nunca, por consiguiente, una realidad inmutable, no es una cosa dotada de propie-

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dades, y, en consecuencia, tiene que definirse dentro de su humanidad, es decir, psicológicamente partiendo de sus «posiblidades» y de la existencia escogida por ella (en forma pasiva o activa, claro está) (Laffitte 1961c: 44).

¿Eva, María o masculinizarse y desaparecer? El esencialismo cultural de las identidades heredadas La posición de Laffitte en el debate sobre la identidad de las mujeres era marcadamente opuesta al discurso normativo que se proponía desde ámbitos tan diversos como la Iglesia o los medios populares de difusión como el No-Do o las revistas femeninas próximas al régimen. Nuestra autora mostró su incomodidad con una forma de feminidad que proporcionaba una identidad «estable» a la mayoría de las mujeres, dentro del marco patriarcal. Esta identidad, codificada como «la verdadera feminidad», no sería solo una cuestión impuesta desde fuera, sino que había sido incorporada por las propias mujeres convirtiéndose en la fórmula «natural» del ser mujer. Laffitte, a mi entender, estaba hablando de una forma de poder que, con Foucault (1995), podríamos llamar constitutivo, característica de las sociedades modernas, y que va más allá de la represión. Este poder actuaría sobre hombres y mujeres y mediante la fabricación de unas formulaciones estereotipadas de la identidad –«el hombre» o «la mujer» o masculinidad/feminidad– que trataban de sujetar toda diversidad en el ejercicio vital de ser mujeres u hombres. Estas identidades prefijadas trataban de inculcarse mediante un «dispositivo educativo de feminización», por seguir utilizando la terminología de Julia Valera, a la que he hecho mención con anterioridad al hablar de las taxonomías de la feminidad que trataron de establecer los médicos. En síntesis, el modelo de identidad «mujer» o feminidad tradicionalista y nacional-católica suponía una vuelta atrás, al siglo xix, y proponía, de nuevo, en las décadas de los cuarenta y los cincuenta del siglo xx, que las mujeres volvieran a constituirse en un reciclado «ángel del hogar», es decir, a recluirse en el matrimonio y

17. Sobre este modelo puede leerse una abundante bibliografía: Scanlon (1986: 323 ss.), Paz (2003), Bosch Fiol y Ferrer Pérez (2004), Muñoz Ruiz (2003), Rabazas Romero y Ramos Zamora (2006), Vera Balanza (1992), Jiménez (1981), Roca i Girona (2003).

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concentrarse en la maternidad como objetivos vitales.17 Como dispositivo de feminización para la pedagogía de este modelo fue particularmente activa la organización femenina falangista de la Sección Femenina, aunque sus mandos representaran, en la práctica, un modelo de mujer bien distinto (Richmond 2004, Rosón 2012). Pero el dispositivo de feminización no contaba con un modelo único y Laffitte fue desentrañando algunas de las misóginas formulaciones preparadas para las mujeres. En síntesis, tal y como he indicado en el título de esta sección y trataré de explicar a continuación, las mujeres, para ser identificables como sujetos, disponían del siguiente abanico de posibilidades en el marco patriarcal de la época: adscribirse a los modelos de «Eva» o «María» o desaparecer y masculinizarse. Veamos a continuación cómo cuestionó Laffitte todo este tinglado sobre la identidad de las mujeres o su «feminidad». Dos de las columnas centrales del modelo decimonónico del ángel del hogar que volvieron a reactivarse en el franquismo fueron los ideales de feminidad de Eva y María, ambas definidas en relación a la sexualidad (Roca i Girona 1996: 338). Eva y María constituyeron, dentro de lo que vengo llamando «dispositivo de feminización», una dualidad de la feminidad normativa operativa en el discurso patriarcal quizá con mayor presencia en sociedades católicas. Una y otra representarían elementos en el sistema de significados que construyen el mito de la feminidad y, por tanto, su espejo, la masculinidad, dentro del sistema binario de género. En un sentido estructuralista, la feminidad puede entenderse como un mito pues, como formuló LéviStrauss, plantea una pregunta existencial (¿qué significa ser mujer u hombre?), está constituido por contrarios (aparentemente) irreconciliables (hombre o mujer) y proporciona una manera de reconciliarlos a fin de conjurar la intranquilidad de la pregunta. Además, en un sentido discursivo, como planteó Barthes en 1957, el mito tiene un respaldo narrativo, es un lenguaje y es una noción que da cuenta de las «falsas evidencias», del «abuso ideológico» oculto en lo que se considera lo «evidente-por-sí-mismo», codificado como «lo natural» (Barthes 1998: 8). Pero, como cabía esperar, la teoría feminista ha ido más allá en este cuestionamiento y como bien ha señalado Judith Butler hay que distinguir entre hablar del «género como una norma» y de las «visiones normativas del género». En este sentido, que espero recoger bien de esta autora, hablar de visiones normativas de género

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puede reconsolidar y perpetuar la idea de que esta –en apariencia coherente– visión binaria es natural y precultural, como las normas simbólicas preculturales que desde el estructuralismo defendió Claude Lévi-Strauss. Por ello −y como también ha desarrollado Julia Varela a la que vengo mencionando–, sería mejor hablar del género como un aparato que produce, normaliza y estabiliza la visión mujer/hombre como binaria. Y, además, como ha aportado Butler, hablaríamos del género como una forma de poder que hace inteligibles a los sujetos tanto ante la sociedad como frente a ellos mismos, pues se inmiscuye hasta el punto de configurar nuestra subjetividad y darnos, a la vez, un sentido íntimo y sociocultural. Laffitte también usó el término «mito» para el título y uno de los capítulos de su obra, La mujer como mito y como ser humano, que recogía una conferencia impartida en la Asociación Española de Mujeres Universitarias. La autora aclaraba que «imagen mítica» sería la «respuesta de la mujer a la proyección del ideal varonil», es decir, un «esquema de feminidad» un «ideal» que describe la «verdadera feminidad» como «mujer sumisa, dulce y analfabeta». Laffitte estaba desafiando una dicotomía hábilmente operativa (mujer/hombre) y densamente construida pero, quizá, su cuestionamiento era diferente del que, unas décadas después, declaraba una feminista contemporánea como Virginie Despentes cuando, en 2007, afirmaba: «No creo en la feminidad»18. Laffitte estaba hablando de cuestionar la feminidad normativa, y no tanto –como se plantea en el feminismo actual– de disputar la existencia «natural» de un sistema de género binario usando procedimientos tan diversos como negarlo, hacerlo polivalente o planteando géneros transicionales. A pesar de estas diferencias – que quedan abiertas al debate–, entre dos posturas feministas con varias décadas de distancia, es probable que Laffitte hubiera estado de acuerdo con la afirmación más reciente de Despentes que «dividir a la humanidad en dos partes para tener la sensación de haber hecho un buen trabajo me parece bastante grotesco». Hacia la mitad del siglo xx español, Laffitte respondía a la aún profunda misoginia de autores como José Mª Pemán, también em-

18. «Babelia», El País, 13/1/2007: 3, accesible en .

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blemático para el régimen, quien en su obra Doce cualidades de la mujer (1947) llegó a defender de nuevo argumentos que impugnaban la existencia de una identidad para las mujeres, basándose en ideas decimonónicas sobre la inferioridad intelectual: «La mujer, ser muy pegado a la Naturaleza, muy anti-intelectual por definición, está totalmente construido para la comunicación con aquel otro ser débil, sumiso e irracional que es el hijo» (cit. en Scanlon, 1986: 333). Estas ideas degradantes sobre la identidad, base de la educación intelectual y sentimental de las mujeres, no quedaban solo encerradas en propuestas textuales de los ideólogos del régimen. El dispositivo de feminización organizado desde el aparato institucional de la Sección Femenina de Falange fue un brazo ejecutor de estos ideales normativos de feminidad, por ejemplo, el de disolución de la identidad. Aun en 1959, cuando el porcentaje de mujeres con algunos estudios, combinados todos los niveles educativos, no superaba el 42% en España, la revista de Falange Consigna mantenía la necesidad de desaparición –olvido y entrega de sí mismas– para un sometimiento más efectivo al servicio del esposo, a veces puede resultar más fecundo […] el viejo y difícil camino trillado por tantas mujeres que nos precedieron: el de perderse a sí mismas en el anonimato de la tarea menuda de acompañar a otro. Debe olvidarse voluntariamente de uno mismo, para exaltar al otro. De enterrar su propio talento [...] para que sirva de abono al talento del otro. De fundir sus propios gustos en los gustos ajenos (Consigna, 1956, nº 189, pp. 37-38; cit. en Rabazas Romero/Ramos Zamora 2006: 57).

Precisamente para contener esta actividad de las mujeres tratando de desplegar su propia identidad existían las normas de feminidad, donde Eva y María, representaban los dos polos de la vida pasional de la masculinidad en el marco de lo que Amelia Valcárcel (1991) ha llamado «la moral del honor» de la época.19 Estos dos nudos del tejido discursivo que ha venido dando textura al mito de la feminidad a través de taxonomías como las «virtuosas artificiales» y las «forza-

19. Sobre el culto mariano y su representación como modelo para las mujeres puede verse el estudio clásico de Marina Warner (1991).

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das viciosas», actuarían, como indicaba Laffitte, sobre las mujeres tratando de provocar una «terrible división que condena a la mujer a no ser nunca el ser completo y a marchar por la vida a veces toda cuerpo, a veces toda alma, con una sensación de inexistencia para la mitad de su ser» (Laffitte 1958: 125). Para nuestra autora, la manera de disolver estos códigos (o corsés de sujeción) clasificatorios sería alumbrar una psicología femenina como «conciencia individual» de las mujeres (Laffitte 1958: 161) que descompusiera estas desarticuladas taxonomías de lo femenino, Pasando el tiempo, la mujer-Eva y la mujer-María se aproximan. Sus imágenes se superponen, se mezclan hasta alcanzar forma y color propio. Ni idealismos divinos, inaccesibles a la criatura humana, ni pecado viviente. Dentro del corazón del hombre, una y otra pierden su calidad de mito y adquieren la compleja realidad humana de mujer (Laffitte 1948: 128).

Laffitte mostró cómo la cultura, a través de la producción literaria, contribuía a tejer la asfixiante tela de araña del mito de la feminidad y desveló cómo ciertos textos servían de fuente transhistórica para la educación sentimental de las mujeres españolas de varias generaciones. Se refería a obras como San Jerónimo de Luis Vives o La perfecta casada de fray Luis de León, que habrían nutrido el mito de María, la virgen inocente, tratando de fomentar una juventud femenina preservada e ignorante. No olvidemos que, junto a Teresa de Jesús e Isabel la Católica, La perfecta casada fue propuesta como modelo femenino por la presidenta nacional de Acción Católica en el congreso organizado en Salamanca en 1938. La perfecta casada fue varias veces reeditado y era obra recomendada como lectura preparatoria para el matrimonio desde los consultorios sentimentales de revistas como Meridiano Femenino donde, en 1947, se comentaba que la preparación de la mujer española en el «arte de agradar» –un arte necesario en la «mujer- Eva» tanto como en la «mujer-María»– era «una asignatura que deberían de estudiar todas las mujeres» (Di Febo 2003 y 2006) y cuyo desconocimiento era el causante del fracaso matrimonial.Sin embargo, como advertía María Laffitte, era preocupante la exhumación de la obra de fray Luis de León, pues planteaba una forma de mujer con una debilidad tan marcada que «hasta despierta la preocupación de sus educadores» (Laffitte 1958: 84-87).

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Otro de los textos clásicos constituyentes del canon de la literatura misógina, bastión del modelo de la mujer esposa era El conde Lucanor, un libro de cuentos moralizantes escrito entre 1330 y 1335 por el infante Don Juan Manuel y obra clave de la literatura española del siglo xiv. Para Laffitte, el libro presentaba el modelo de la lealtad al varón aunque con el argumento de que a las mujeres, desde la ocultación o el disimulo, les estaba permitido el «hacer lo que quieras». Se trata de una idea operativa aún en la actualidad y que con frecuencia se esgrime como argumento para defender que tras un aparente sometimiento se esconde una gran libertad de maniobra para las mujeres en sus relaciones de pareja. Pero, además, el modelo representado por Doña Vascuñana tendría un efecto de frenado en el despliegue de una identidad propia, pues «deja en la mujer ese temor a ser ella misma, esa propensión a la hipocresía y al disimulo; esa ausencia de personalidad que llega hasta nuestros días» (Laffitte 1958: 134). En su exquisito análisis, Laffitte deshacía otra raíz textual de la auténtica-feminidad en el pensamiento tradicional español, se trataba del lugar común del discurso de la esposa que encarnaba el personaje literario de Doña Inés, reverso del Don Juan, uno de los códigos culturales de la masculinidad española que ya hemos mencionado. Este texto tradicional ofrecía un planteamiento de la esposa como un reducto moral para evitar la perdición masculina, fusionando así los dos polos del mito, María y Eva, [Doña Inés] cuyo papel consiste en ofrecer a Dios sus propias virtudes para arrancar a su Don Juan de la condenación eterna. Cada español posee así en reserva cierta dosis de virtud que utilizará oportunamente (Laffitte 1964: 375).

En escritos más tardíos, Laffitte planteó de forma más abierta el papel de la sexualidad femenina en el matrimonio, más allá del ideal de Doña Inés y como medio de superar así la misógina dicotomía Eva/ María. Como mostraba en su texto, el matrimonio debía ser algo más que una prisión donde se sublimara, como amor hacia los hijos, la apetencia sexual por la pareja: La esposa ocupa un lugar en el que la satisfacción sexual reside casi exclusivamente en la función biológica de gestar, parir y lactar a sus hi-

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jos. El amor al hombre, al esposo, entra por así decirlo en el ciclo cerrado de la maternidad. La mujer honesta debe aceptar siempre al hijo gozosa o resignada, pero debe rechazar, o reducir al mínimo, el placer. El placer sexual –pecaminoso para muchos, incluso en el matrimonio… sólo es necesario, por su naturaleza, al hombre. Planteando así el problema, las relaciones de la pareja quedan desarticuladas y malograda la verdadera unión. Tal vez sea esta la razón por la que en España –en el matrimonio o fuera de él– sean tan raras las grandes pasiones amorosas. El amor surge sólo del acorde armonioso entre lo sexual y lo espiritual (Laffitte 1964: 375).

Para desentrañar este tinglado misógino sobre la identidad, Laffitte adoptó una concepción «actuada» (performance) del género, según la cual ser mujer era actuar según un «repertorio de formas consideradas femeninas» o «repertorio de incongruencias», una formulación que la crítica feminista contemporánea ha ido expandiendo para salir del laberinto patriarcal. Laffitte exponía con gran claridad cómo la dicotomía hombre/mujer («masculinizarse/mantenerse femenina») perpetuaba el modelo patriarcal al dejar sin «identidad» a quienes, en su hacer, no coincidían con el papel adscrito a lo «femenino». Esta dicotomía, por tanto, cercaba las posibles maneras de ser impidiendo encontrar otras formas de existir fuera de la dicotomía, es decir, fuera de una complementariedad hombre/mujer subsidiaria al hombre y que tenía uno de sus principales escenarios en el amor heterosexual. Esa dificultad de encontrar otras formas de existir fuera de la estereotipia de la «verdadera feminidad» sería, para Laffitte, el reto histórico de las mujeres, a quienes pedía responsabilidad en el cambio. Por su claridad, merece la pena recoger con exactitud sus propias palabras: La mujer española se adapta mal a la pura camaradería y en una u otra forma exige el tributo del varón a su atracción de hembra […] Entre nosotros, la mujer sigue usando en su vida diaria el repertorio de formas considerados como «femeninas», pero que, en realidad, no son sino resabios de épocas pasadas, y como no tiene la menor intención de masculinizarse, ante el temor de perder lo que considera feminidad y de gustar menos al hombre, usa, y hasta abusa, del viejo repertorio de incongruencias que parece caracterizar a su sexo. Efectivamente, muchos hombres creen que las mujeres son necesariamente así, las buscan así y, pasado el tiempo tienen

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que soportarlas así. La disparatada idea de que esa forma peculiar de reacciones constituye la verdadera feminidad frena, en todos lo sentidos, la posible evolución (Laffitte 1961d: 57 y 59).

Además de encajar en el par Eva/María, otras de las fórmulas de la misoginia era negar toda posibilidad de ser mujer como identidad activa. Por tanto, masculinizarse era la única posibilidad de existencia, digamos, real y dinámica. Esta posibilidad se la sugirió el propio Eugeni D’Ors a María Laffitte. D’Ors, uno de los intelectuales aupados por el régimen, había invitado a Laffitte, en 1944, a integrarse en el grupo de estudios literarios de la Academia Breve de Arte. A pesar de su patronazgo inicial, el filósofo ya mencioné que criticó crudamente La guerra de los sexos en unos artículos de Arriba que tituló «La secreta paz de los sexos». D’Ors le pidió a Laffitte que leyera a Otto Weininger (1880-1903) como «antídoto» para sus ideas, que encontraba demasiado «sociales» e inspiradas en la «ética de Concepción Arenal» y en tono de desautorización le recordó la metáfora vegetal de Weininger: «En la vida vegetal cualquier flor pertenece a lo femenino; cualquier tronco a lo masculino» (cit en Nielfa Cristóbal 2003: 273). Merece la pena detenerse en el alcance de esta recomendación bibliográfica. La obra de Weininger Sexo y carácter (Geschlecth und Charakter), que publicó en Viena en 1903,21 era una buena muestra de la producción misógina del siglo xix reactiva a las demandas feministas que se venían gestando. La obra se difundió en España en la década de 1920 e incluso parece que influyó en las tesis sobre la bisexualidad embrionaria humana del médico Gregorio Marañón, cuyas posturas en defensa del voto femenino antes de la Guerra Civil fueron más liberales que las que defendió durante el franquismo. La obra de Weininger puede considerase uno de los fundamentos de la misoginia del discurso contemporáneo español.22 Laffitte podía coincidir con Weininger en

21. Sorprenden las reediciones del texto en castellano en 1985 y 2004. 22. Algunas relecturas actuales, algo discutibles, también han subrayado que encerraba una crítica a la «cultura del coito», es decir, a una liberación sexual que ubicaba a la mujer como «fuerza vivificante y fecundadora de la creatividad del varón». Desde esta lectura, María José Villaverde (2006) propone que Sexo y carácter, también podría contener una crítica a la falsa liberación que supondría la mera equiparación con el hombre en términos de derechos.

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considerar que la naturaleza humana estaba compuesta de una doble naturaleza, masculina y femenina, pero nunca aceptaría el rechazo de Weininger a que ser mujer pudiera estar dotado de algún contenido específico y que «lo masculino» fuera el ideal alcanzable. Laffitte trató de contrarrestar un corpus textual misógino que, en la historia de la cultura había intentado exterminar la diversidad de las mujeres. La pedagogía masculina no habría hecho más que tratar de vencer al sexo femenino, «Vencerlo en el sentido en que se rinde o somete a un enemigo», hasta el punto de hacerlo desaparecer. Así juzgaba la feminista sevillana las intenciones de una obra decimonónica como La mujer. Apuntes para un libro, de Severo Catalina,23 quien defendió en 1857: «la mujer es un ser indefinible por la incapacidad que de educarla tuvo el hombre» (cit. en Laffitte 1958: 134). Esta obra, publicada en 1861 y reeditada con sospechosa perseverancia en 1889, 1928, 1946 y 1954, es una buena muestra del discurso más conservador sobre las mujeres y defensor de su reclusión como madres en la vida doméstica y del peligro que supondría su acceso al conocimiento científico, pues el saber les proporcionaría una presencia, una identidad, más allá del lugar fantasmático del sometimiento doméstico. Este párrafo del libro de Catalina (La mujer) que críticamente citaba Laffitte (1948: 144), no solo indica la misoginia del texto sino que nos permite comprender la pertinencia y recuperación de sus ideas para el ideario tradicionalista del régimen, Dadas las condiciones de la actual sociedad, no es preciso que la mujer sea sabia; basta con que sea discreta; no es preciso que brille como filósofa, le basta con brillar por su humildad como hija, por su pudor como soltera, por su ternura como esposa, por su abnegación como madres, por su delicadeza y religiosidad como mujer.

En su revisión crítica de los textos que componían la tradición misógina, Laffitte revisó las propuestas de Georg Simmel en su obra Cultura femenina, coincidiendo en su crítica a la forma «varonil» que habría adquirido la cultura occidental tras la derrota de las mujeres en la

23. Catalina fue director general de Instrucción Pública y ministro de Fomento en la década de 1860 y promovió la privatización de la escuela primaria a favor de las escuelas católicas (Arada Acebes 2005).

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llamada «guerra de los sexos». Para nuestra autora, el radical proyecto patriarcal de eliminar la existencia de las mujeres como identidad humana, activa y productora de cultura, habría contribuido a una profunda infertilidad al despojar a la cultura del contenido femenino y maternal y alejarse de la naturaleza. Laffitte dotaba así a la maternidad de hondas implicaciones culturales que trascendían su simple concepción biológica: […] debido a la esterilización de la cultura varonil, no halla el hombre frente a sí la potencia reguladora de la feminidad, sino la dócil voluntad esclavizada del antiguo adversario sometido, empieza a concebir, más o menos inconscientemente, una diabólica idea: la posibilidad y aún las ventajas de suplir la fecundidad biológica imponiendo a la sociedad una fecundidad bastarda, obra exclusiva de su cerebro en tensión (Laffitte 1958: 190).

Trascendiendo a Simmel, propuso finalizar la «guerra de los sexos» no con una derrota de los componentes femeninos de la cultura sino con una reconciliación, disolución o incorporación de sus dicotomías constituyentes (hombres/mujeres, razón/emoción, vitalismo/mecanicismo) en el seno de la cultura humana: La gran obra humana de la civilización se resiente, y empezamos a reconocer nuestro fracaso. La humanidad ha sido privada de una equitativa y armónica participación de las dos tendencias que Dios creó en el hombre y en la mujer. Y no cabe posible equilibrio social dentro de una fórmula unilateral. Ni la primitiva y ocasional ginecocracia oscura y maternal, conservadora de la especie, biológicamente fecunda y enraizada misteriosamente en el cosmos; ni el triunfo absoluto del concepto viril, abstracto, metafísico, numérico, que nos ha conducido hasta el escalofriante maquinismo (ibíd.: 190).

Aunque nuestra autora era consciente de que esa reconciliación que alteraba el ordenamiento de los géneros por el bien de la humanidad, implicaría transformaciones por ambas partes. En las mujeres, el reto de elevar su nivel intelectual y, por tanto, despertar su ambición y abandonar «aquella maternidad animal, triste y automática». Pero antes de entrar en su crítica a la maternidad para el logro de una transformación que pondría fin a la guerra de los sexos, nos interesa abordar una pregunta que la misma autora se hacía, la cuestión de la definición

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de la identidad «mujer», «¿Quién es ella? –se pregunta–. Y si es así que casi no tiene forma, ¿cómo deberá ser de aquí en adelante? (ibíd.: 186). Laffitte fue ganando en confianza respecto al futuro activo de las mujeres y para inicios de la década de 1960 declaraba que la aceptación de una respuesta sumisa de la mujer habría comenzado a descomponerse para dar lugar al «ser humano femenino […] que empieza a moverse y actuar, a veces con petulancia y torpeza, a veces con inteligencia y eficacia, o permanece estático, inútil, perplejo, insatisfecho y desorientado» (Laffitte 1961a: 21-22). Esta búsqueda de una identidad propia, renunciando al modelo «en negativo» de feminidad patriarcal, podía emprenderse de formas diversas para distinguirse de la «mujer inexistente» que proponía la tradición textual patriarcal. Laffitte también descubría cómo, en la búsqueda de su identidad para concebirse a sí mismas como un sujeto total, algunas mujeres se alejaban de una solidaridad grupal y, ante la inferiorización sufrida, optaban por un distanciamiento provocador de aquellas a quienes consideraban la encarnación del mito masculino de la feminidad, «Por eso hay mujeres inteligentes que prefieren pasar por una rara excepción dentro de su género. Con esta finalidad dicen pestes de las demás mujeres. Este alarde de independencia les proporciona admiración y simpatía. Es una posición egoísta pero indudablemente hábil» (Laffitte 1958: 88). Además de mostrar con franqueza que, en ocasiones, el tópico de la «envidia entre mujeres» podía esconder una defensa frente al patriarcado, Laffitte planteó el reto de buscar una identidad y «darse forma a sí misma» como estrategia necesaria, aunque su logro dependiera de una difícil metodología autodidacta («Y es por esta razón por lo que sólo en casos especialísimos logró darse forma a sí misma», 1958: 134). Laffitte sugería un proceso de autodescubrimiento, de ir adquiriendo una forma propia de consciencia para llegar a ser la mujer que se quería ser, algo semejante al «nacer de parto propio» que ha poetizado Clarice Lispector (1997: 70). La pregunta del devenir de la mujer abría la indagación sobre la construcción por las mismas mujeres de un sujeto propio, no heredado del patriarcado, y su contribución sustancial a la cultura humana, una de las cuestiones básicas de la teoría feminista de Laffitte y punto esencial del debate feminista general en la segunda mitad del siglo xx. A esa indagación sobre qué es lo femenino dedicó Laffitte el segundo capítulo

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de la Guerra de los sexos. Cuando apareció la segunda edición, en 1950, ya había publicado Simone de Beauvoir El segundo sexo, y Laffitte enlazó su debate con el de la autora francesa, recogiendo lo que consideraba «una de las ideas más estimables del libro», que la inexistencia de la mujer como «sujeto autónomo» era una consecuencia de que su identidad aparecía socialmente como un elemento sumido en el mundo de lo masculino, es decir, que lo que caracteriza fundamentalmente a la mujer era el hecho de aparecer en el seno de una totalidad como el Otro. En palabras de la propia Beauvoir: «Ella es lo in-esencial frente a lo esencial. Él es el sujeto, lo absoluto, mientras que Ella es lo otro» (Laffitte 1958: 21). Bajo ese marco, el dilema de la identidad de las mujeres lo dibujaba Laffitte en estos términos: o masculinizarse –«Hemos pasado y aún estamos pasando por un período de transición, en el cual la mujer se esfuerza por incorporarse a unas formas ya creadas. De ahí el antipático aspecto de la virago intelectual o política» (Laffitte 1958: 77)–, o convertirse en una identidad anormal («ser mujer»), necesitada de tratamiento psicológico, pues, como decía Beauvoir –y recogía Laffitte (1958: 20)–, las mujeres norteamericanas cuando «se sienten mujeres» son remitidas por sus propias amigas al psicoanalista para desprenderse de esta «obsesión». Pero Laffitte defendía también que la «masculinización» era una táctica de resistencia que históricamente habían desarrollado las propias mujeres. A través de varios ejemplos, tomados desde la Antigüedad al periodo romántico (Agnodicia, Paulina Hortensia de Castro, Feliciana Henríquez de Guzmán, Susan Freeman y Concepción Arenal), argumentaba que lo que voy a denominar «el travestismo femenino» había sido una manera de poder acceder al mundo de la cultura.24 Una forma, se podría decir, de resistir mediante la parodia o la «apropiación» del género opuesto para desestabilizar la dicotomía del género, como hoy plantearía, entre otras, Judith Butler (2006). Nuestra autora comentaba: «Si la inteligencia es patrimonio masculino, ¿qué remedio queda? Parezcámonos al sexo inteligente –se dijeron algunas– y desertemos del nuestro, dentro del cual no podemos ni discutir ni actuar» (Laffitte 1958: 81). Sin embargo, a pesar de tratarse de una fórmula de resistencia, el discurso patriarcal había convertido la supuesta masculinización –el

24. Véase al respecto el ya clásico estudio de Dekker y Van de Pol (1989).

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travestismo femenino como irónicamente lo he llamado–, en una enfermedad de las mujeres que se atrevieran a ir más allá del cerco patriarcal, Parece evidente que así como existe una feminidad tipo, obra del hombre, éste trazó también el tipo varonil, reservando para sí cualidades que patentó como masculinas, persiguiendo con ánimo vigilante toda extralimitación y condenando biológicamente a lo patológico a toda mujer que, poseyendo alguna de estas cualidades clasificadas como «varoniles», hiciese uso de ellas en vez de ahogarlas como un sentimiento vergonzoso (Laffitte 1958: 83).

Haciendo genealogía histórica, Laffitte desenterró las raíces ideológicas de esta subversión que trató de ser sofocada con discursos científicos que transformaron la resistencia en enfermedad y que insistían en la diferencia sexual biológica como base de las diferencias de los géneros (mujer/hombre). Uno de sus valedores científicos, entre otros médicos, fue Novoa Santos, quien en La mujer (1929) defendía la mayor sensibilidad y menor inteligencia de las mujeres. Estos discursos trataban de imponer, como una ley de la naturaleza, explicada por las ciencias posdarwinianas, que una creciente diferenciación bisexo no solo era parte natural del proceso evolutivo, sino que atentar contra ello iría contra el progreso mismo de la humanidad. Desde principios de siglo xx, estas producciones ideológicas fueron intercalándose con discursos más explícitos de inferiorización de las mujeres, que trataban de debilitar la conciencia feminista y el proyecto de «la mujer nueva» que emergió en las primeras décadas del siglo xx. Estos discursos manifestaban la preocupación y el temor del patriarcado por las transformaciones sociales que experimentaban los roles de género.25 Con ironía y lucidez advertía Laffitte que esa amenaza de inversión, («Así como es conocida la inversión de ciertos caracteres somáticos y fisiológicos, definida como masculinismo y virilismo, conocemos también un tipo de inversión psíquica, que corresponde a la masculinización de la mente femenina», Laffitte 1958: 97 y 82), constituía una hábil estrategia patriarcal para desposeer a las mujeres de su inteligencia

25. Aresti (2001), Vázquez García y Moreno Mengibar (2006: 223), Cleminson y Vázquez (2009).

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como parte integrante de su identidad, al convertir la consciencia en algo exclusivamente masculino, bloqueando así el acceso y contribución de las mujeres a la cultura –o las simples manifestaciones explícitas de sabiduría– si se quería permanecer como «femenina». María Laffitte conoció bien la contestación feminista al discurso científico patriarcal sobre la inferioridad y utilizó los argumentos de estudiosas del patriarcado como la pedagoga suiza Mathilde Vaerting quien, ya en 1923, había planteado el carácter social de la distinción de los géneros y el potencial de igualdad que encerraba un contexto social que reuniera idénticas condiciones para ambos sexos (Laffitte 1958: 95).26 Una contribución esencial de la obra de Laffitte a la pregunta de cómo debería ser la mujer fue su denuncia de los riesgos de las nuevas formas de configurar lo femenino desde el nuevo corazón de la identidad, es decir, lo subjetivo. La autora defendió la necesidad de producir nuevas respuestas que frenaran los procedimientos tecno-científicos de interiorización de la inferioridad que buscaban producir una subjetividad femenina «tipo» que no incluyera ciertos aspectos de la identidad por considerarlos masculinos. Con sagacidad mostró la fuerza productiva de estas nuevas herramientas de intervención pues con las nuevas teorías psicológicas, la inferioridad femenina acabaría convirtiéndose no tanto en una distinción biológica realizada por las propias ciencias, sino en una inferioridad patológica «producida por las propias mujeres». Es probable que Laffitte estuviera dando respuesta a Brachfeld y fuera lectora directa de Alfred Adler, pues analizando sus ideas sobre el complejo de inferioridad de las mujeres, sobre las que hemos profundizado en el primer capítulo, la autora denunciaba que no solo se patologizaba a aquellas mujeres que dispusieran de cualidades «patentadas» como masculinas, sino que, también, se patologizaba a aquellas que pudieran considerarse a sí mismas «inferiores», es decir, incapaces de ponerse en un lugar igual al del otro género, como si esa dificultad residiera en una habilidad innata (o defectuosa), en una esencia feme26. Laffitte citaba la obra de Mathilde Vaerting Die weibliche Eigenart im Männerstaat und die männliche Eigenart im Frauenstaat (Kalrsruhe: Braum, 1923), a la que probablemente leyó en alemán. Llama la atención que, conociéndola, Laffitte no citara la coautoría de Mathilde con Mathias Vaerting. La obra fue traducida también, curiosamente, por otra pareja Cedar Paul y Eden Paul, y publicada en inglés al parecer el mismo año que el original: The Dominant Sex: A Study in the Sociology of Sex Differentiation.

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nina que residía en la particular psicología «inferior» de las mujeres (Laffitte 1958: 83). Como revelaba la autora feminista, el modelo de subjetividad, propuesto por las nuevas teorías psicológicas no solo inferiorizaba a las mujeres por no alcanzar las supuestas habilidades superiores de lo masculino. Su eficacia y posibilidad de aceptación residía en proponer algún elemento peculiar para la identidad de las mujeres dotado de valor «positivo». Este sería el papel que iba a desempeñar la sentimentalidad. «Lo afectivo» se proponía así como idéntico a «lo femenino». Como recogía Laffitte, la obra de Gregorio Marañón era un buen exponente de esta propuesta. En Tres ensayos sobre la vida sexual había afirmado: «Tiene [la mujer] una mayor sensibilidad para los estímulos afectivos y menos disposición para la labor abstracta» (Laffitte 1958: 90). No era Marañón el único cultivador de estas ideas, cuya continuidad histórica e inalterable reformulación venían de lejos. Autores como Leo Frobenius (1873-1938), a quien Ortega había dedicado un ensayo en 1924, en La cultura como ser viviente –una obra influida por la de Oswald Spengler–, o el propio Carl G. Jung en La mujer en Europa (1927) plantearon una psicología diferencial en la que se describía a la mujer como subjetiva, hacia dentro, centrípeta, frente al hombre a quien se le atribuía un perfil objetivo y orientado al exterior. En ese esquema, como recordaba Laffitte (1958: 90), «el eros es, para el hombre, un país de sombras, que le enreda en lo inconsciente femenino, en lo anímico y, a su vez, el logos es, para la mujer como un razonamiento mortalmente aburrido cuando no terriblemente aborrecible». Las respuestas de Laffitte a estas reformulaciones normativas sobre las diferencias en la subjetividad oscilaban en su obra. En ocasiones perfilaba de forma clara que la tarea de la crítica feminista y de las propias mujeres consistiría en el rechazo de una «psicología femenina» diferencialista definida por el patriarcado (Laffitte 1958: 36), proponiendo la meticulosa reconstrucción y apropiación de una(s) nueva(s) feminidad(es) donde las diferencias no significaran jerarquía: Lo esencial –lo indispensable– es reconstruir la verdadera feminidad que se encuentra encubierta y casi ignorada por nosotros. Hay que ir descubriéndola poco a poco, con fervor casi religioso, como quien excava para descubrir restos de civilizaciones, cuidando de no mutilar la belleza inapreciable de unos rasgos. Hay después que rodear de prestigio filosó-

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fico y literario la esencia misma de esa feminidad, tan denigrada y tan desfigurada por la historia. Hay que enaltecer a un sexo dentro del cual los individuos que a él pertenecen se sienten empequeñecidos hasta la insignificancia. La vida de la humanidad no hará sino ganar con ello (ibíd.: 108).

En otras ocasiones trataba de superar la construcción de estas dicotomías sexuales –subjetivo/objetivo o eros/logos–, con una reconstrucción de la teoría de la complementariedad que permeabilizaba a los géneros («Del estado actual de cosas deducimos que el hombre siente a través de las mujer y la mujer piensa a través del hombre», ibíd.: 91) y concedía un doble valor a la complementariedad, como justificación para el sometimiento a la vez que capaz de suministrar ciertas formas de agencia a las mujeres. Veamos como rescribía Laffitte su propia idea de la complementariedad revisando otro de los pivotes cardinales de la identidad femenina, la concepción de la maternidad. Con dulce ironía Laffitte definía el «pasmo maternal», una «crisis anímica» que afectaba a algunas mujeres («no constituyen una gran mayoría») y causa frecuente de la frustración de sus carreras y la suspensión de un proyecto biográfico propio: «Se trata de una especie de estupor o pasmo que la invade totalmente y la paraliza, dejando como en suspenso todas sus facultades. Sin duda, esto se debe al asombro que la mujer experimenta, en un recóndito lugar de su alma, ante la anunciación angélica de la maternidad» (ibíd.: 114-115). Aunque en la primera edición de La guerra de los sexos, no defendía que este «pasmo maternal» estuviera adherido a la biología, en la tercera edición sí planteó Laffitte una explicación biológica, probable influencia o concesión que enterró en una nota al pie, al biologicismo de Marañón («Seguramente, esta explicación de tipo poético tiene su razón profunda en el juego biológico de las secreciones internas», concedía Laffitte [ibíd.: 115]). Sin embargo, su postura tampoco era de un tajante determinismo biológico y, de hecho, en una nota al pie afirmaba que este «pasmo» no había que confundirlo ni con el «enamoramiento» ni con la «maternidad efectiva» (ibíd.: 115). Otro aspecto que revisaba en relación con la maternidad era el frecuente paralelismo que establecían, algunas mujeres heterosexuales, entre su identidad como madres y como esposas. El cuidado materno del novio suponía, normalmente, el sometimiento de las mujeres al

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proyecto de su pareja, misión que se les encomendaba dentro del modelo complementario de pareja. Laffitte lo ejemplificaba con una situación que no debía ser extraña en cierto sector de la sociedad española, el de mujeres dedicadas devotamente a ayudar en la preparación de las oposiciones de sus novios: La novia del estudiante tiene, a veces, esta efímera y única misión de organizar su vida y exigir de él un método y un esfuerzo ordenado y continuo, sirviendo de estímulo, ese estímulo que se hace indispensable y sin el cual le sería imposible conseguir lo que tanto desea. Pasado este momento, colmadas sus aspiraciones, llega, muchas veces, junto con el éxito para él, el fracaso sentimental para ella. La transitoria misión adjudicada a la feminidad había llegado, en este caso, a su fin (ibíd.: 112).

Sin embargo, visto desde otro ángulo, el ser «madre del propio novio» podía también tener su contrapartida y llegar a convertirse en una herramienta de cambio para las mujeres, en una manera de vivir el éxito a través del otro, encontrando en ello el equilibrio y la manera de ampliar sus potencialidades y desarrollar una subjetividad vicaria, ante las constricciones de la estructura patriarcal, «[…] actuando sobre las facultades del hombre, llegan a encontrar la fórmula perfecta de equilibrio –liberadas de las preocupaciones que entrañan las luchas inherentes a todo esfuerzo– mediante el ejercicio indirecto de esas fuerzas que se hallan en ellas en potencia y que se niegan a su completa y definitiva anulación» (ibíd.: 117).27 Lo que estaba desentrañando Laffitte es que, en ocasiones, algunas mujeres podrían hacer un «uso consciente de los hombres» para canalizar la ambición, es decir, desarrollar una especie de proyecto personal de identidad puesto en práctica a través de los maridos: Hay que admitir, sin embargo, que hay formas menos ingenuas en este deseo femenino de dominación y que, a veces, el hombre puede ser únicamente, exclusivamente, un recurso, un requisito indispensable sin el cual la influencia femenina no tendría forma posible de actuar […] Creo, por

27. Una buena muestra de esta estrategia femenina de desarrollar la ambición a través de la trayectoria profesional de un hombre puede verse en el documental Gala (2003), en la que Silvia Munt muestra esta interpretación en su personal visión de la biografía de Gala.

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otro lado, que la mujer que así procede –en estos distintos casos– no traiciona en nada su feminidad. Es decir, puede obrar en este sentido, dentro de la más estricta ortodoxia (ibíd.: 118).

Vivir la ambición a través del esposo no era la única propuesta de Laffitte para el logro de una feminidad satisfactoria alejada de los ideales tradicionales de «feminidad». Un aspecto esencial también era reformular la maternidad, liberarse de «la tara física de la maternidad […] conservando muchas veces intacta, y hasta sensiblemente agudizada, una forma de maternidad psíquica de una utilidad social máxima y, desde luego, insustituible» (ibíd.). Laffitte defendía los beneficios mutuos de ese modelo de amor complementario que parecía reformular la pareja («¿No ejerce la mujer una acción fecundante sobre la mente del varón?» [ibíd.: 118]) y, sobre todo, defendía con firmeza la maternidad como parte sustancial de la identidad de las mujeres, a pesar de reservarle también ciertas críticas. Consciente de las dificultades impuestas por el sistema de género en las mujeres, advertía del riesgo de minimizar el valor de la maternidad inferiorizando a las mujeres y menoscabando la sensación de logro que el hecho de ser madre reportaba. Por ello, Laffitte advertía que, con frecuencia, el «instinto reproductivo» se ensalzaba en el hombre como algo dirigido a una meta determinada, dirigido por el espíritu y la voluntad, mientras que la maternidad femenina se planteaba en términos de «instinto maternal ciego que se plasma fisiológicamente en el hijo», sin reconocerle su valor, De aquí parte una serie de errores, porque -como dice Marañón- «El fin de este instinto es, en efecto, la perpetuación de la especie en nuestro hijos; y en el hombre superior, la perpetuación de la personalidad en la propia obra». Pero como hemos dado en suprimir en la mujer esa categoría superior, muchas cosas quedan sin explicación posible, y, lo que es peor, sin posible logro (ibíd.: 119).

Con gran agudeza en el conocimiento del comportamiento humano, y sin caer en las interpretaciones medicalizadoras que las ciencias psicológicas estaban produciendo, Laffitte desvelaba una dinámica frecuente en el proceso de autodefinición de la identidad para las mujeres: que ese asirse a lo «femenino» podría llevar a perderse en su pareja varón para buscar en él lo que ella no sería capaz de darse a sí

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misma, atrapada, por tanto, en el intento de alcanzar una feminidad tradicional: […] es decir, cuanto más femenina sea, más ansia tendrá de asirse al hombre de apoderarse de él, para escapar, para soltarse y desatarse por mediación suya sin atacar directamente a su ser envolvente ni romper su pasmo maternal, sino más bien protegiéndolo y garantizándolo por medio de una prolongación en lo exterior, con una participación en lo movible (ibíd: 113).

De manera que en ciertas formas de complementariedad la ambición de las mujeres se habría canalizado a través de sus parejas, aunque perpetuando la dependencia y la escasa autonomía en el proyecto vital: Esta ambición busca su cauce de salida calladamente, y encuentra por fin su expansión dentro de la sociedad pasando precisamente a través del hombre. En la mayoría de los casos, la transformación de esta ambición, que ha buscado así su medio de actuar, toma una forma inconsciente. La mujer obra como quien nada hace y nada sabe de esas cosas que pasan en ella. Muchas veces es sólo una especie de fluido magnético que proyecta sobre el hombre y le hace ponerse en marcha, empujándole a través de las actuaciones diversas (ibíd.: 114).

Aun percibiendo la complejidad de las relaciones y las ensortijadas vías por las que llegar a alcanzar un cierto grado de subjetivación y de logro, a través de la pareja, Laffitte supo también proponer rupturas con el modelo maternal tradicional. Por eso, ante los riesgos de caer en el «pasmo maternal», proponía como salida lo que denominó el «egoísmo productivo» –que los hombres practicaban con legitimidad social–, para potenciar un proyecto biográfico propio. Este «egoísmo productivo» incitaba a romper con deberes familiares y obtener un «ambiente especial», un «medio favorable» para desarrollar una vida propia y «ser lo bastante fuertes para saber imponer a las personas que los rodean, ciertas normas sin las cuales se haría imposible su trabajo de elaboración mental». Laffitte, sin embargo, era consciente de que este egoísmo o «posición psíquica» sería muy difícil de adquirir para las mujeres por las dificultades que, para su individuación, causaban los apretados amarres emocionales, la firme convicción de las mujeres en que su subjetividad se cimentaba en lo emocional, «Porque induda-

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blemente muchas veces se halla adherida a los seres con tan irrompible trabazón, que desprenderse de ellos es como desgarrarse» (ibíd.: 146). La obra de María Laffitte mostraba con gran claridad la profunda imbricación de la sentimentalidad y la subjetividad a las condiciones materiales de las mujeres. El patriarcado, por tanto, habría creado todo lo necesario, incluida la trama sentimental, para convertir el trabajo del varón en sagrado y, de forma complementaria, a la mujer en desocupada y disponible. Una cuestión que, para Laffitte, había desvelado la obra de Sigmund Freud, quien en Tótem y tabú había descrito los orígenes de esta distribución desigual del tiempo en sociedades que sometían a las mujeres a rituales y ceremonias para restringir sus actividades, mientras los varones se hallaban de caza y garantizarse así la «tranquilidad espiritual» masculina. Esta distribución sexuada del trabajo era uno de los obstáculos principales para el desarrollo de una biografía propia en cada mujer, a menos que, como la propia Laffitte con ironía comentaba, se aceptara lo que alguna amiga le sugería, «Hay que desengañarse, amiga mía: a usted y a mí lo que nos haría falta es una buena esposa» (ibíd.: 149 y 151).

La propuesta de cambio en las relaciones heterosexuales: la «mujer nueva» en las escritoras de posguerra En este capítulo vengo analizando las respuestas de María Laffitte a la enmarañada construcción científico-cultural sobre la identidad normativa que habrían de adoptar las mujeres para cumplir con el patrón de la «verdadera feminidad», condición esencial para el logro de la pareja basada en la complementariedad. En este apartado profundizaré en la propuesta de Laffitte tratando de articularla con otros proyectos, extraíbles de la cultura de la época, especialmente de formulaciones sobre el significado de ser mujer que se entretejió en la obra de algunas escritoras. Laffitte contribuyó al debate sobre «la mujer nueva» desde supuestos muy distintos al ideal de mujer para la «nueva España» que la Sección Femenina proclamaba. Aunque en los últimos años una extensa bibliografía ha venido explorando la formulación de esta feminidad normativa, promulgada desde la Iglesia y el régimen, la precisa escritura autobiográfica de Carmen Martín Gaite en El cuarto de atrás nos

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proporciona una excelente descripción de este escenario normativo, sobre todo en las primeras décadas del franquismo: La retórica de la posguerra se aplicaba a desprestigiar los conatos de feminismo que tomaron auge en los años de la República y volvía a poner el acento en el heroísmo abnegado de madres y esposas, en la importancia de su silenciosa y oscura labor como pilares del hogar cristiano. Todas las arengas que monitores y camaradas nos lanzaban en aquellos locales inhóspitos, mezcla de hangar y de cine de pueblo, donde cumplí a regañadientes el Servicio Social, cosiendo dobladillos, haciendo gimnasia y jugando al baloncesto […] Las dos virtudes más importantes eran la laboriosidad y la alegría, y ambas iban indisolublemente mezcladas en aquellos consejos prácticos, que tenían mucho de infalible receta casera. De la misma manera que un bizcocho no podía dejar de esponjar en el horno, si se batían los huevos con la harina y el azúcar en la proporción recomendada, tampoco podía caber duda sobre el fraguado idóneo de aquellos dos elementos –alegría y actividad–, inexcusables para modelar la mujer de una pieza, la esposa española (2000: 82).

Como había propagado Pilar Primo de Rivera en discursos pronunciados entre 1941 y 1949 el modelo a seguir era, según sus propios términos, el de la-mujer-de-su-tiempo, que, como ha analizado Geraldine M. Scanlon (1986: 323-324), consistía en situarse siempre como ayuda del hombre (nunca en el gobierno), en el profundo «seno de la familia» y alejada de exhibiciones, obediente y subordinada, dispuesta a «hacer más interesante la vida del hogar». El modelo primorriverista de la-mujer-de-su-tiempo, era un antidiscurso frente a ideas más feministas y una clara manifestación de los temores suscitados por la-mujer-moderna (o «modernista») cuyo supuesto rechazo a la feminidad y a la maternidad y su anhelo de reciprocidad y amistad con el varón supondría una auténtica amenaza a la virilidad («y acaba por ser un simpático compañero del varón, comprometiendo la propia virilidad de él», decía la presidenta de la Sección Femenina en uno de sus discursos). La-esposa-española, como nos recuerda Martín Gaite, no solo la proponía la Sección Femenina, también aparecía como modelo ideal en la literatura. Una novela como Cristina Guzmán, profesora de idiomas, que Carmen de Icaza publicó en 1945, se convirtió en un auténtico best-seller. En la memoria de Carmen Martín Gaite la novela quedó como una prédica del ideal normativo de «sonreír por precepto» y, en efecto, Cristina,

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la protagonista defendía que «la clave de la felicidad» residía en la «conformidad y la adaptación… no resignación que suena a fracaso y tristeza, sino conformidad alegre, optimista» (Icaza 1991: 105). Sin embargo, el personaje de Cristina Guzmán, probablemente, no solo era el más leído por plasmar el ideal propagandístico, sino por contener también algunas esperanzas de la época que desde las anheladas medias de nylon a la posibilidad de hablar de feminismo, emergían en la novela y abrían, aún discretamente, el abanico de la feminidad. Cristina Guzmán, en la novela, no se declaraba feminista, pero tampoco aceptaba la afirmación de Jorge Atalanta, el protagonista masculino: «El feminismo me parece un desquiciamiento […] si no existiera la moda de “ganarse la vida”, [la mujer] habría permanecido tranquilamente en casita, en espera de poder hacer por las buenas la felicidad de cualquier individuo; pero que, bajo el influjo de lo que ustedes llaman ‘feminismo’, se lanza a una vida de luchas, obstáculos y tentaciones”». Este declarado antifeminismo que traía los logros y presencias de antes de la guerra era explícito entre otras mujeres del régimen, como Carmen Buj, secretaria técnica de la Sección de Enseñanzas Profesionales de la Mujer, quien en 1948 afirmaba estar segura de que el feminismo (que proclama el amor libre y dejaba a las mujeres «sin pudor y sin conciencia») nunca calaría entre las mujeres españolas por haber pasado por una «guerra de Independencia y ocho siglos de Reconquista», en las que solo cabía encontrar un «feminismo culto e ilustrado», cristiano y cuyos modelos de feminidad estaban acuñados en las figura de Teresa de Jesús e Isabel la Católica.28 Pero incluso, en una escritora tan cercana al régimen como Icaza, la protagonista de su novela era una muestra de la diversidad de posiciones en relación a la posibilidad de ser mujer y aunque rechazara con contundencia su pertenencia al feminismo también afirmaba: «Naturalmente que había que poner a la mujer en condiciones de que supiera ganarse el pan nuestro de cada día; pero de ahí a poetizar el asunto, ¡no, y mil veces no! No era fácil la vida para una mujer sola» (ibíd.: 89).29 La cuestión de la-nueva-mujer que volvía a plantear María Laffitte venía siendo, desde finales del siglo xix, un debate internacional sobre los diversos proyectos occidentales de feminidad al que, también en la

28. Carmen Buj, Dos sendas de mujer (1948: 80). Ob. cit. en Scanlon (1986: 351). 29. Una tesis reciente explora precisamente el lado rebelde de Carmen de Icaza frente al modelo doméstico de feminidad auspiciado desde el régimen. Véase Skupas (2007).

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práctica, muchas mujeres contribuyen aportando modelos novedosos frente a versiones más tradicionales. Bajo ese rótulo que en cierta forma era otra manera de llamar a la mujer liberada o feminista, se planteaba una fórmula de resistencia a los límites tradicionales, a través de la búsqueda de la autorrealización, la promoción de su independencia –más que del sacrificio y el matrimonio–, la igualdad de los sexos y la reivindicación del deseo y la sexualidad femenina. Esta mujer nueva disponía de cierto nivel de educación, era una ávida lectora y podía disponer de un trabajo remunerado, además de tener un cuerpo vigoroso y una forma de vestir confortable que en ocasiones se identificaba como «masculina». En España Concepción Arenal –la propia Laffitte le dedicó un estudio biográfico–, Emilia Pardo Bazán y las mujeres protagonistas de la Segunda República reforzaron su elaboración discursiva abriendo las posibilidades de una experiencia vital distinta a través del modelo de «la mujer nueva». Estas autoras no trataban solo de contrarrestar el discurso patriarcal sino que también construían concepciones positivas sobre las mujeres para afrontar un mundo en cambio. Aunque enlazar la obra de Laffitte con la producción feminista española del siglo merezca un futuro estudio en profundidad, sí quisiera esbozar algunas cuestiones iniciales que me interesan en relación a su idea de feminidad. Por una parte, su proyecto quizá pueda inscribirse más como un esbozo de «la mujer nueva» que de «la mujer moderna». Este, a mi entender, sería un proyecto más vinculado a la sociedad de consumo y a una rebeldía performativa, como el que veremos llevaron a cabo algunas mujeres españolas en los años más duros del régimen. Estas disconformidades con los modelos normativos de femineidad están bien documentados para las primeras décadas del siglo, en las que no solo existieron «mujeres nuevas» portadoras de reivindicaciones políticas sino, también, «mujeres modernas» con rebeldías a la «feminidad exquisita», como definió María de la O Lejárraga a los intentos normativos, expresadas en un terreno más performativo, cambiando sus atuendos y peinados a la garçon, transgrediendo la moral sexual de la época y ocupando el espacio público del ocio y la noche, como hicieron las mujeres bohemias o las que contribuyeron a las vanguardias artísticas.30

30. Existe una abundante bibliografía sobre las feminidades rebeldes del primer tercio de siglo. Para un acercamiento a esta distinción entre la mujer nueva y la moderna

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Con «la mujer nueva», a esta altura del siglo xx, me refiero a las elaboraciones de un discurso para definir un «ser mujer» con autonomía y deseos propios, presentes tanto en la novela como en la escasa producción teórica feminista. A diferencia de otras propuestas de las primeras décadas del siglo vinculadas a los movimientos sufragistas, con «la mujer nueva» que proponía, Laffitte no insistió tanto en vincular el feminismo a la crítica de la política tradicional y al modelo liberal o de nación, sino en otro tipo de cuestiones como la identidad o las relaciones de pareja, lo que sin duda también facilitó la publicación de su obra. Sin embargo, también hay que destacar que, en otros aspectos, «la mujer nueva» de Laffitte tenía coincidencias con las propuestas de principio de siglo de mujeres como la también católica Emilia Pardo Bazán. En novelas como Insolación o Feíta, la autora gallega también defendió una mujer como producto de sí misma, en lugar de un ser moldeable y resultado de lo que el varón (marido) quisiera hacer de ella, tal y como se presentaba en algunas novelas de Galdós (Gómez-Ferrer 2006; Ríos Lloret 2006) y que, como hemos visto, aún se seguía defendiendo en estas décadas del franquismo, incluso por psiquiatras disidentes que, como Brachfeld, no pertenecían al sector más misógino. En estas décadas centrales del siglo xx, las más represivas del franquismo, no fue Laffitte la única mujer que mantuvo abierta, en la raquítica cultura española, la posibilidad de vislumbrar otros modelos de ser mujer que no supusieran la abnegación y el sometimiento, aunque quizá sí fuera ella, como afirma Elena Soriano (2000b: 284), «la única feminista declarada de la época».31 En estos años se produjo una auténtica explosión de mujeres escritoras, casi un centenar, quizá a la búsqueda de un espacio de autoafirmación, de posibilidad de ser mujer más allá del estricto espacio de la feminidad regulada. El problema de algunas de estas escritoras de los cincuenta será su «deslocalización». Fuera del país algunas, como Carmen Laforet, reciben críticas por su que he planteado en estas breves líneas, véase el excelente estudio de la bohemia femenina de Jordi Luengo López (2008 y 2009). Para un conocimiento local de las modernidades de las mujeres bilbaínas léase el trabajo de Miren Llona (2002). Para la vanguardia artística es de referencia el libro de Susan Kirkpatrick (2003). 31. Resulta curioso que Geraldine Scanlon (1986) no haya valorado con más énfasis el papel de Laffitte como más activamente feminista, aunque analizara su obra en su estudio sobre el feminismo.

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tibieza en la oposición al régimen y, dentro del país, se invisibilizaba con un reiterativo y bien organizado discurso uniformador su manera diversa de sentirse mujeres. Sin embargo, no debe minimizarse la capacidad de subvertir el modelo de feminidad primorriverista y, como afirma De la Fuente (2006: 308), «sin buscar etiquetas psicológicas a su malestar, libraron batallas en solitario al acercarse a la madurez para reconstruir una identidad que en los 40 le había sido negada». Quizá el principal logro de esta generación fue el de saber mantener viva la posibilidad de otros proyectos de identidad femenina cuya importancia quizá aún no hemos apreciado en profundidad las mujeres que nacimos en aquella década, mientras ellas escribían. Merece la pena destacar el proyecto de feminidad que, a través de la literatura, construyó también Carmen Laforet y su coincidencia con Laffitte en representar con sus personajes una nueva forma de conciencia femenina, aun sabiendo que algunas de estas formulaciones de la feminidad no eran del agrado no ya de los ideólogos del régimen, sino de, quizá, muchos de los hombres y bastantes mujeres de aquellas décadas. Como es sabido, la novela Nada le permitió ganar el Premio Nadal en 1944 y, en 1955, Laforet conseguía el Premio Menorca con La mujer nueva, obra que la hizo también merecedora del Premio Nacional de Literatura al año siguiente. Como muestra Laforet en estos dos pasajes de la novela, las mujeres eran conscientes de su posibilidad de maniobrar con su identidad pues, de hecho, tenían una idea perfilada de qué prototipo femenino podía interesar o no a los varones y, por tanto, actuar en consecuencia eligiendo uno más o menos disidente con lo esperado. Paulina, la protagonista, le recordaba a Eulogio, al que acababa de abandonar: Tienes derecho a ser feliz. Si encuentras una mujer buena, ¿crees que iba a reprochártelo? No te sería muy difícil. Tu mismo pueblo está plagado de mujeres admirables […] Mujeres como a ti te gustan, caseras, sin voluntad ni juicio propio, trabajadoras, calladitas, y sobre todo, madres excelentes (Laforet, 1955: 253).

También a través del personaje de Antonio, el joven amante de Paulina, Laforet dejaba claras las preferencias que las mujeres atribuían a los varones de la época y que probablemente constituían un referente normativo para el logro del matrimonio («Se había casado

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porque era preciosa, porque era hija de una familia estupenda y porque tenía una candidez desarmante y completamente de acuerdo con el ideal que, aun sin formulárselo, lleva un hombre allí dentro de él para la esposa ideal», ibíd.: 266). Sin embargo, Laforet ponía en duda que estas expectativas femeninas fueran siempre acertadas y descubría un personaje masculino cuyas preferencias discrepaban del encorsetado modelo de la- mujer-madre y que declaraba sentirse «orgulloso de ser capaz de estar triste, de estar enamorado de una mujer diferente de todas las que había conocido nunca. Una mujer que siempre le inquietaba» (ibíd.: 274). Esa cuestión de la inquietud del varón ante la incertidumbre de los nuevos modelos estaba también presente en La playa de los locos, primer volumen de la trilogía Mujer y hombre, que tratara de publicar Elena Soriano en 1955, aunque la censura impidió su aparición –al parecer hasta 1984– pues era patente su filiación política de republicana de izquierdas y la reivindicación de su pertenencia a la generación de mujeres anterior a la guerra. En la novela, la protagonista plantea a su primer amor, ¿De veras, me crees muy complicada verdad? Pues no lo soy. Me sorprendió tu respuesta: sí; eres escéptica y cerebralista y sensual y calculadora... y otras muchas cosas por supuesto. ¿Y te gusto así? En amor no se puede nunca elegir premeditadamente (1955: 125).

La pregunta no era trivial y muestra no solo la preocupación de un cierto tipo de mujeres por no encajar en los gustos que se presuponían a los varones de la época, sino que los temores van más allá poniendo al descubierto un aspecto, a mi entender, de gran importancia para comprender las relaciones emocionales. Me refiero a los estrechos vínculos de la desigualdad con los ideales de identidad (feminidad/masculinidad) que de forma diversa vengo tratando. Una cuestión que, también, como vimos, había subrayado Pilar Primo en sus panfletos normativos y que pone de manifiesto cómo los ideales de identidad se han construido de una manera dicotómica y excluyente que aun nos cuesta abandonar. Los ideales de la complementariedad no solo habrían supuesto una «estereotipia de lo esperado» en el otro sexo, sino que, además, la trasgresión en el modelo de la feminidad se podía plantear como una amenaza a «la hombría». La extensión de esta clarificadora cita queda suavizada por la espléndida prosa de Soriano:

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[…] de nuevo me asaltaron recuerdos librescos, y estuve a punto de hablar de la historia apasionada de Hero y Leandro, incluso de improvisar alguna parodia inédita en este escenario tan propicio. Pero me contuve, porque, de un modo casi inconsciente, empezaba a enmascarar mi personalidad, achicarla, a ponerla más al alcance de tus ingenuas manos casi adolescentes. Porque habitualmente, yo me daba cuenta de que, siendo una muchacha muy hermosa, inspiraba a los hombres cierto miedo […] esa supersticiosa creencia de que amar a una mujer culta y talentuda es una forma de homosexualismo, como dijo un grande y enfermizo poeta (ibíd.: 95). Tú hombreabas, insistías en tú condición de médico, fanfarroneabas sobre tu situación emancipada y tu brillante porvenir. Yo, en cambio, que acababa de ganar por oposición la cátedra de Instituto y que estas vacaciones eran mi primer atisbo de independencia y de incorporación definitiva –un poco tardía– a la edad adulta: te dije que aún era estudiante, eludí concreciones de lugar y de tiempo sobre mi existencia, me rodeé instintiva y maliciosamente, de una falsa aureola de frivolidad, de misterio, de coquetería (ibíd.: 27). Evitaba toda ocasión de achicarte, de anonadar y de hacerte huir quizá: sentía miedo de tu miedo, ese miedo masculino que conocía desde mi época de bachillerato. Eludía hablar contigo de temas graves e importantes, representaba cuidadosamente el papel de la muchacha mediocre o, mejor dicho, normal. Luego he pensado con frecuencia si lo haría mal, si tal vez tú eras más perspicaz e inteligente de lo que yo creía y aceptabas mi afectación de banalidad por conveniencia y acaso con secreta ironía. A pesar de la crítica situación de entonces, jamás hablábamos de religión ni de política (ibíd.: 120-121).

Soriano nos habla de cómo la desigualdad en la pareja no era solo motivo de preocupación para los intereses masculinos y planteaba un modelo de feminidad («la súperdiferenciada») que, a diferencia del proyecto de feminidad de Laffitte, establecía una clara continuidad con los ideales de algunas mujeres de antes de la guerra: […] me daba cuenta de que podías amarme apasionadamente. Pero era yo la que necesitaba amarte a ti del mismo modo. Y esto era lo difícil para una mujer como yo, tan culta, tan creída y tan súperdiferenciada, con expresión de moda por entonces: típico ejemplar de aquella generación de la anteguerra, paradójicamente formada, a base de sentimientos decimo-

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nónicos sobre la libertad, el ideal, el deber –todos esos conceptos de tan difícil aplicación práctica– y de una instrucción llena de audaces teorías vanguardistas... nacida y educada en un ambiente burgués y librepensador […] pero también de fanatismos culturales […] en el orden sexual, prematura y minuciosamente informada, con un frío rigor científico y un puritanismo tan tierno basado en el «imperativo categórico del deber»... y a la vez se me vedó, por no sé qué monstruosa y felicísima combinación de conceptos el uso libre de mi conocimiento y la práctica normal y libre de las teorías (ibíd.: 114).

Además de Elena Soriano, la voz feminista de Carmen Laforet, inspirada con frecuencia en el género negro de la literatura o el cine, emergía, persistiendo en mostrar la complejidad y el abanico de posibles proyectos de feminidad (feminidades). Sin olvidar que, en la misógina España monocolor del régimen, mostrar las rebeldías suponía sin duda un difícil ejercicio de negociación al que la técnica narrativa del género negro proporcionaba la manera de «disciplinar» la abundante diversidad de feminidades que contribuían a subvertir el ideario del régimen.32 A pesar de la desesperanza con que dibujó la época, también animaba en su obra a practicar modelos de identidad femenina más rompedores, al mostrar, por ejemplo, que podían abrirse expectativas menos simplistas respecto a los gustos masculinos y que, por tanto, ser una mujer diferente no ponía en riesgo el objetivo heterosexual y, sobre todo, matrimonial. De hecho, su ficción proporcionó una rica diversidad de mujeres que resultaba aún más viva por presentar –aun negociando–, modelos muy diferentes al fijismo monolítico de la-mujer-madre, y proponía personajes con otras fórmulas para la realización femenina más allá de la pareja y el matrimonio. Ya he hablado en otro capítulo del personaje de Andrea en la novela Nada, una mujer que, como nos recuerda Minardi (2005) constituiría el modelo de la-mujer-rara del que habla Martín Gaite, porque su vida no está centrada en casarse y tener hijos. Como ha señalado Johnson (2006), Andrea representaría una auténtica «conciencia feminista» por su resistencia y propósito de trascender las condiciones que trataba de imponer el franquismo. El eje que articula la novela es, precisamente,

32. Véase al respecto el trabajo de Johnson (2006) y el planteamiento de Joan Ramon Resina (1997) sobe la novela criminal en nuestro país.

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un moderno movimiento, el viaje a Barcelona, con el que emprende un proceso de autoconciencia para desarrollar un proyecto propio –buscando un espacio para su identidad y su propia feminidad– y desplegar su deseo de narrar. También en La mujer nueva relató Laforet, con la historia de Paulina, otra historia de exploración y cambio. Aquí, la protagonista es una mujer madura en crisis, no solo matrimonial, que, como Andrea en Nada, emprende un viaje –en este caso a Madrid– para reubicarse y tratar de salir, en soledad, de un dilema amoroso. El personaje supone no solo una ruptura con la pasividad y sumisión del modelo nacional-católico sino, también, con la moral sexual de la época, pues Laforet hilvanó al personaje con estilos de vida en pareja usuales antes de la guerra y planteó a Paulina como una mujer que comparte con Eulogio una vida sin matrimonio eclesiástico. A pesar del sorprendente arrepentimiento final con el retorno de Paulina para formalizar su relación de pareja, la novela contiene una subversión femenina, si no manifiestamente feminista. Lo que nos interesa aquí es analizar en qué medida el modelo de mujer representado por Paulina en la novela se relaciona con la propuesta de Laffitte. Como «la mujer nueva» de Pardo Bazán y de Laffitte, Paulina quiere escapar de ser una mujer moldeada por el deseo del hombre («Es terrible sentirse sujeta sin ni siquiera uso de razón. Me decía [él] las cosas con unas ínfulas, como si yo acabase de salir del colegio y no supiera qué es la vida», 1955: 220) y dejar de ser vista por el otro de una manera extraña a una misma («Eulogio quería otra Paulina, otra mujer. Lo peor es que, además, estuvo dispuesto a lograrla, moldeándola, aquellos meses. Fue tremendo. Ella se sentía enferma», ibíd.: 53). El personaje de Paulina es una mujer consciente de cómo habían variado sus convicciones sobre el amor, desde una posición de juventud creyente en el mito del amor romántico («estaba convencida de que sólo una vez puede amarse en la existencia de una manera completa»); a otra consciente también de sus deseos y del carácter contradictorio de las emociones, a las que concibe como fluctuaciones en función de otros proyectos vitales. Laforet plantea una Paulina distinta de la Andrea de Nada, pues centra su crisis personal en el dilema amoroso en lugar de en las cuestiones que preocupaban a Andrea, como su carrera o su necesidad de vivir en un medio más vital que el pueblo y de buscar brío más allá del estrecho horizonte de encontrar

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pareja. Paulina, cuando escapa y se aleja de su pareja, nace para sí misma («Madrid brillando debajo de un sol como de oro líquido, recibió a una Paulina de treinta y tres años. Recién nacida», ibíd.: 131). Pero, a pesar de su viaje iniciático, no consigue formular su vida con cierta textura tejida desde ella y Laforet acaba la novela con un giro inesperado y resuelto en muy pocas y paradójicas páginas. En efecto, aunque Paulina se declara una «mujer libre» y se ha mostrado capaz de afrontar la soledad no como una desgracia sino como «una gracia de Dios», finaliza su crisis dejando a Antonio –el joven que le proporcionaba el goce de la pasión y del ardor de la juventud– y volviendo con Eulogio, regreso que relata Laforet como parte de una conversión religiosa, un «camino de perfección» que logrará a través de «la realización total, en cuerpo y alma de su abandonado matrimonio» (ibíd.: 332). La conversión religiosa le permite eludir cualquier explicación psicológica o biográfica, cualquier racionalización de sus conflictos y dilemas, cualquier ligazón compacta con el personaje de la mujer en crisis, de manera que la abruptamente reaparecida mujer nueva del final de la novela encuentra en el amor a Dios la superación de todos los amores humanos que la abrumaban, una fórmula quizá ideada para el sosiego de su condición de disidente con un régimen de normalidad «femenina» y, sin duda, ventajosa para superar las restricciones de la censura. Como he tratado brevemente de exponer, la propuesta de «la mujer nueva» de María Laffitte puede, por tanto, entretejerse con otras disidencias antipatriarcales que emergieron en estas décadas del franquismo a través de relatos culturales de ficción. Abordaré ahora la formulación más específica de su proyecto sobre el que ya he ido proporcionado algunos elementos. Su planteamiento sobre el significado del cambio en las mujeres es sutil, y debatible tanto por su defensa de ciertos valores inamovibles, como por su reafirmación en un humanismo religioso aunque, también es cierto, que alejado del rancio catolicismo de la época. También su propia formulación fue abriéndose desde la percepción de la guerra de los sexos como derrota, en el prólogo a la primera edición de 1948, donde hablaba de «[el] casi total aniquilamiento ideológico, de tipo “femenino”, que primitivamente –y muchas veces en contra de las apariencias externas–, representaba el contrapeso y mantenía el equilibrio, operando en forma de polo frente a lo masculino» (1958 [1948]: 12). Hasta la percepción más optimista en el prólogo a la segunda edición de 1950 donde ya planteaba la guerra

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de los sexos más que como una derrota de las mujeres, como una forma de «cambio social» con una fuerza irrevocable: Pero, en cambio, todo lo que se halla influido por las ideas sociales está en trance de evolucionar profundamente. No obstante, hay quien opina «que la humanidad seguirá siendo siempre la misma». Con esta frase tan vaga, que en realidad sólo define claramente la mentalidad de quien así habla […] Los amantes de la posición del avestruz se sienten inquietos –inquietos y escandalizados– por algunas sencillas verdades aquí expresadas. Cierren ellos este libro y adopten así su postura favorita (1958: 17).

La propuesta de la «mujer nueva» aparece ya claramente formulada en La mujer como mito y como ser humano, de 1961. Con ella trataba de aportar una lectura constructiva de la identidad de las mujeres que se abría paso con la nueva percepción, una vez pasadas las décadas más implacables del régimen, de un posible cambio social en la propia historia de España y, quizá, por su confianza en el saber humano: Cuando en 1948 publiqué la primera edición de La secreta guerra de los sexos teníamos la conciencia de estar viviendo los últimos momentos de un ciclo histórico. Todo en torno nuestro nos parecía viejo y caduco. Ahora, por el contrario, percibimos netamente la entrada en una fase histórica enteramente nueva. La rapidez desconcertante con que avanza la ciencia proyecta en nuestras mentes perspectivas hasta aquí insospechadas (Laffitte 1961b: 36).

Para nuestra autora, la aparición de esa «mujer nueva» no era el fruto de una transformación súbita, sino de una acumulación de evoluciones operadas en varias generaciones, y constituía, no solo para las mujeres, una promesa de mutación en la consciencia de la humanidad, pues ese «despertar de la mitad femenina» sería una nueva savia para la transformación de las estructuras sociales (Laffitte 1964). La autora era consciente de las reacciones y temores que ocasionaría en los varones y de los que las propias mujeres se harían portavoces. Pero antes de analizar las resistencias veamos, en primer lugar, cómo entendía Laffitte lo viejo y lo nuevo en la feminidad. Para la autora lo viejo sería el modelo construido de mujer sencilla, guiada únicamente por su intuición, tímida, ignorante y sumisa, «toda ella instinto […] incapaz de analizar sus propios sentimientos». Fren-

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te a esta, la «nueva mujer» sería enérgica, decidida, menos ignorante y más rebelde. Estos prototipos femeninos de lo viejo y lo nuevo, como analizó Laffitte (1961b: 33-35), se reflejaban en la producción cultural que ofrecía la literatura. Los personajes de Dominica –de la novela Señora Ama de Jacinto Benavente– frente al de Nora –de Casa de muñecas escrita por Henrik Ibsen, a quien algún crítico de la época situó como el inventor de la nueva mujer– representarían dos tipos de mujeres diferentes no solo por sus paisajes nacionales, sino por sus contextos sociales y emocionales: «Dominica se acoge a la ley [matrimonial]; Nora, en cambio, se rebela contra ella. Son dos mundos opuestos». Dos mundos en los que el de Nora representaría el más trasgresor respecto al ideal femenino romántico de «estar enamorada del amor», coartada perfecta para la sumisión. Además de los modelos literarios o del cine, Laffitte estaba convencida de que para la aparición de la mujer nueva eran decisivas las posibilidades abiertas por la opción de elegir pareja, dentro de la nueva configuración de la sentimentalidad femenina propiciada por las representaciones de una sociedad de consumo que de forma incipiente se abría paso en España. Como también percibían otras mujeres que escribían a los consultorios amorosos, frente a la elección basada en criterios económicos, pactos intrafamiliares o el deseo ajeno, la eventualidad de la elección había fomentado la autonomía femenina: En el momento en que la mujer puede rechazar el marido impuesto; cuando puede escogerlo libremente […] es cuando empieza a liberarse de la tutela masculina, y este sencillo permiso de índole sentimental que se le concede está llamado a producir grandes cambios (Laffitte 1958: 188). Era evidente, para Laffitte, que este nuevo modelo de «ser mujer» que implicaba la apropiación de prácticas consideradas tradicionalmente masculinas, produciría reacciones similares a las misóginas réplicas de finales del siglo xix de autores como Juan Valera, quien en Las mujeres y las academias, cuestión social inocente (1891) puso de manifiesto el temor masculino a ser engullidos, a que «el recinto de los inmortales se convierta en claustro materno, o a que unas hembras, cuya función biológica consistiera en devorar al macho, ocupen, con el consiguiente peligro, el sillón vacante» (Laffitte 1964: 381). No olvidemos que con su obra estaba tratando de abrir un diálogo con otros interlocutores de la cultura española como Marañón, Cajal u

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Ortega. Así pueden interpretarse sus argumentos ponderando el beneficio que reportaría a los varones una mujer «producto de la vida moderna», más parecida a lo que, según Laffitte, el propio Cajal añoraba, es decir, una «mujer de sólida cultura, que llega a ser la verdadera amiga del hombre y su mejor colaboradora. Evidentemente, todo no es malo para el hombre en esta evolución» (Laffitte 1958: 165). Esta afirmación de que algunas de las características de la nueva mujer podían ser atractivas para los varones ya vimos que no habían pasado inadvertidas a otras escritoras, incluso para las percibidas como más conservadoras, como Carmen de Icaza, quien en su best-seller defendía que saber estar solas podía resultar atractivo para los hombres. Sin embargo, la protagonista de su novela, Cristina Guzmán, se quejaba del atraso específico de los hombres españoles, de su falta de modernidad en relación al ideal de mujer y cómo el menosprecio a otras feminidades estaba vinculado a los ideales ibéricos de masculinidad, tal y como se plasma en este fragmento: Ustedes, los españoles, no saben ver en la mujer nada más que la mujer. ¿Y qué quiere usted que veamos en ella? Pues la ayudante útil en algunos casos, la camarada en otros, la compañera de trabajo, de esfuerzo. ¡Bah! Si es vieja y fea, no le digo que no. Pero ¿qué tiene que ver en este caso el físico? Se trata de cerebros, de capacidad intelectual, de voluntad. ¡Tonterías! ¡A mí déjeme de cuentos! Si ese yanqui fotogénico y millonario que tiene la suerte de viajar con usted no la mira con ojos de hombre, es que es un animal y no merece ser millonario ni fotogénico […] Que no eres hombre si no miras a una mujer como físico… (Icaza 1991: 83).

Además de que convencer a los hombres suponía deshacer su propia estética de la masculinidad, la construcción de un ideal moderno de feminidad requería desechar tópicos sobre el sujeto femenino, como la frecuentada idea de la pasividad de las mujeres. «La nueva mujer» representaba un ideal dinámico, en todos los sentidos que, además, tenía que romper también con un obstáculo cultural, el profundo y paralizante sentido del ridículo característico del inmovilista tradicionalismo español. Laffitte (1964: 379) trataba de desmentir el tópico de la pasividad recurriendo al ejemplo de la vida cotidiana de muchas mujeres en ciertas culturas regionales populares como la gallega. Pero, a la vez y quizá más importante, su planteamiento no era confortable para algunas mujeres, pues al no situar el poder patriarcal solo como una imposición externa, exigía responsabilidad, a las propias mujeres, so-

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bre sus propios cambios. De esta manera, deslizaba también la idea de que la pasividad era un lujo de clase, frente a la activa igualdad laboral de las mujeres del medio rural: A la mujer española le sorprendió la libertad en plena pasividad, en plena ignorancia […] En su fuero interno sigue siendo poco más o menos la misma: un poco inconsciente, un poco irresponsable, un poco caprichosa, un poco niña […] La libertad requiere una dosis de autodisciplina, un interés por el trabajo, un sentido de responsabilidad de que en gran parte carece todavía la mujer española (Laffitte 1961d: 54).

Otro elemento que componía la nueva mujer de Laffitte era su ruptura con una concepción «blindada» de la identidad hombre/mujer33 que construía a las mujeres como el negativo del varón. Partiendo de una concepción del género como un desempeño personal su propuesta para «ser mujer» incluía una cierta forma de apropiación de lo masculino, que no implicaba necesariamente perderse o vivir a través de esa identidad, como había formulado en años anteriores. La escritora gallega Concepción Arenal, sobre cuya figura desarrolló Laffitte (1973) trabajos posteriores, representaba en buena medida esta apropiación. «Deja la apariencia de un sexo en descrédito para poder participar del prestigio del otro sexo», con el objetivo de «que la tomen en serio, que no la cortejen estúpidamente» (Laffitte 1964: 379). Si no interpreto mal a Laffitte, su propuesta entrañaba la creación de otras formas de ser fuera del catálogo normalizado de lo femenino, apropiándose de lo adjudicado a la masculinidad. Pero, a la vez, conservando unas dosis suficientes de identidad propia –puede hoy pensarse quizá que esencialista– que permitiera regresar y mantener un ser femenino cuya esencia y definición seguía siendo para Laffitte «su inmensa fuerza maternal». Aunque, conocidas sus críticas al «pasmo maternal» que planteamos con anterioridad, Laffitte parecía sugerir unas señas de identidad establecidas a partir de una ética del cuidar o una maternidad social como plantearía, después, Sara Ruddick (1995). Esta formulación guarda cierta relación con el planteamiento de feminidad de otra mujer de la época, Lilí Álvarez (1905-1998), una lau-

33. Tomo el término prestado de la feminista Paloma Uría, fundadora de la Asociación Feminista de Asturias.

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reada tenista y escritora cuya contribución al pensamiento feminista está aún por analizarse. En 1951 participó, con «La batalla de la feminidad», en el Congreso Hispano-Americano femenino. En su obra La vida vivida: mi catecismo existencial (1989: 33), mostraba su rechazo al tópico de la «debilidad femenina», aunque defendía la necesidad de preservar la feminidad y no caer en el «marimachismo», defendiendo que «La copia, en toda línea, de lo masculino y su miope reclamación es […] envidia a los hombres». Como Laffitte, Lilí Álvarez reclamaba, en ciertos aspectos, la igualdad –incluso haciendo un llamamiento a la comprensión del fenómeno histórico de la inferiorización de la mujer–. Sin embargo, a diferencia de la autora sevillana, argumentó que el núcleo de la identidad, la diferencia esencial de las mujeres residía, precisamente, en su capacidad de amar y en un sentido sublime de la maternidad que recordaba a lo que, como veíamos, Laffitte tildaba de «pasmo maternal»: […] por nuestro modo de ser estamos atadas al Amor con mayúscula y con minúscula. Así nuestra labor de creación es esencialmente materna o maternal; es la de un amor en el que nosotras mismas desaparecemos, al que nos entregamos y dejamos de ser porque ahí está nuestro hijo (de carne y hueso) que nos reemplaza hasta por dentro de nosotras mismas. […] Lo opuesto del sentido de paternidad (Álvarez 1989: 32).

Me interesa, por último, subrayar otro elemento contenido en la propuesta de feminidad de Laffitte, pues implicaba un cierto replanteamiento de la relación heterosexual y una desestabilización de la idea tradicional de los géneros como dos roles sociales blindados, opuestos y en disputa. Aunque rechazara la desigualdad entre los sexos y el universalismo del varón como representante de lo humano «mujer», su argumentación sobre la mujer nueva en cierta medida se suavizaba, inspirada en su humanismo católico, al defender una concepción complementaria de los sexos y una idea unificada del ser humano completo: El auténtico ser humano es, sin duda, la pareja hombre-mujer. Por tanto, hay que pensar que cada uno de ellos, separadamente, es una imagen incompleta de Dios. Pero esta realidad, que empieza a hacerse patente en la actualidad, se ha tenido prácticamente olvidada durante milenios (Laffitte 1961a: 21).

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Pero, a la vez, más que apostar por una complementariedad de lo sexos, en el sentido que el discurso patriarcal planteaba y que conllevaba la sumisión femenina, la autora proponía renovar la manera mutua de contemplarse. Este comprensión de que el otro se construye, también, en la manera de ser mirado no extraña en Laffitte, que teorizó sobre la cultura visual y la mirada fílmica en su texto De Altamira a Hollywood: «La libertad requiere […] un nuevo acomodo no sólo en el modo de ver las cosas, sino, también, en el modo de ver al hombre. Y hace falta, además, que el hombre mire de otro modo a la mujer» (Laffitte 1961d: 54). Así, su propuesta no sólo planteaba la renovación de los hombres, sino también de las mujeres, entendiendo, por tanto, que el patriarcado construye a ambos y anticipando, a mi entender, una dimensión relacional del género que tardaría varios años en conceptualizarse (Scott 1990). La toma de conciencia de «la mujer» («relegada hasta aquí a una forma de inconsciencia»), exigía asumir las dificultades del cambio («No se me oculta que esta actitud trae consigo difíciles adaptaciones. Pero estas dificultades evidentes no se solucionarán escondiendo la cabeza bajo el ala y dejando que las cosas tomen un rumbo que aún ignoramos», Laffitte 1961d: 59). Se trataba de alcanzar una nueva consciencia, un nuevo estado de cosas en las relaciones heterosexuales –en cierta forma también allanaba, así, el camino a la aceptación del lesbianismo–, aceptándolas más allá de la visión «naturalizada» y bipolar hombre/mujer, es decir, cuestionando el «pensamiento heterosexual» –como lo llamaría Monique Wittig (2006) bastantes años después– y abriendo el camino a otra fórmula de relación heterosexual más recíproca, más igual y, por tanto, probablemente, más íntima: La atracción de la persona predominará sobre la puramente genérica […] el mito de la mujer desaparece para el hombre, el mito del hombre desaparece para la mujer, Ambos empiezan a tratarse como auténticos seres humanos. Hombre y mujer dejan de luchar en su fuero interno con el fantasma que representaba para ellos el sexo contrario. Se inicia la convivencia hombre-mujer (Laffitte 1961d: 57).

La «mujer nueva» que imaginaba Laffitte transformaría la relación en pareja de manera que «El hombre tiene más incertidumbre respecto a la respuesta de las mujeres y ve el matrimonio como algo problemá-

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tico e inseguro». Las mujeres, sin embargo, aspirarían a «una fidelidad espiritual, a una comunión entre las almas que al hombre no se le había ocurrido plantearse» (Laffitte 1958: 163). Su propuesta de relación amorosa heterosexual armonizaba la pasión sexual y la amistad, combinando en la pareja monógama el modelo triangular (mujer + marido + amante) que según Laffitte no había sido un estilo inusual en «la mujer francesa»: El tan escandaloso ménage à trois representa una etapa de transición, en la que el marido impuesto y el hombre amado se superponen. Superada esta fase que podríamos llamar, sin ironía, experimental, la mujer francesa funde ya en una sola persona al marido y al amante, uniendo el amor físico a la comunicación anímica, fórmula feliz que conduce a la normalidad (ibíd.).

Sinopsis Como he tratado de presentar en esta sección, la obra de Laffitte muestra cómo la idea de amor en la pareja tiene conexiones íntimas con la construcción de la identidad de género. Sus planteamientos constituyeron un auténtico antidiscurso, contrapuesto a la mayoría de las formulaciones científicas del amor que estaban embebidas en una «ciencia misógina». Para Laffitte, el «amor verdadero», en la pareja heterosexual, vendría de una especie de conciliación vivificante de identidades o un tráfico que rompía con la impermeabilidad de dos identidades planteadas en oposición y proporcionaba una cierta reformulación de la teoría de la complementariedad y del pensamiento heterosexual como sistema para naturalizar y normalizar la rígida división diferencial mujer/hombre. Laffitte escribió contra el discurso misógino diferencialista de autores como José María Pemán, que en De doce cualidades de la mujer, publicado el mismo año que la primera edición de La guerra de los sexos, defendía una idea tan diferencialista de la masculinidad que le hizo proclamar: «porque fuera del amor, los sexos vuelven a separarse como el agua del aceite. Porque todo lo demás que no sea el amor –amistad, confidencia, colaboración de trabajo, comprensión, consejo– tiene mejor órbita de expansión dentro del mismo sexo». Un diferencialismo que, como ha señalado Geraldine Scanlon (1986: 50), reducía a mero objeto sexual el papel de las mujeres en las

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relaciones amorosas, encerrando, por tanto, un ideal de pareja alejado de cualquier interacción y más bien formulada en términos de la tradicional guerra de los sexos. Laffitte planteaba el modelo contrario, que la relación mujer/hombre debía ser un flujo mutuo de influencias para una auténtica transmutación, hasta el punto de iniciar un camino para la desestabilización de los rígidos roles asignados a los géneros –dentro del marco de la heterosexualidad–, al cuestionar que feminidad/masculinidad fueran dos espacios (o esferas) irreconciliables e impermeables de identidad: Llegar a un acuerdo, en este punto, entre la pareja humana, es quizá una de las más bellas formas del amor, y me atrevería a decir que el amor verdadero sólo tiene lugar cuando se realiza este milagro. El hombre que se refugia en la vida de hogar, contacto directo con la misteriosa noche de la feminidad, cálida relación entre las almas (esfera de la mujer). La mujer que se libera de su centro, hondo, envolvente, y se ensancha y prolonga fuera de él, por medio del varón, en un interés objetivo por las cosas (esfera del hombre) (Laffitte 1958: 117).

Indagar cómo algunas mujeres formularon las propuestas de «la mujer nueva» y «la mujer moderna» me ha permitido mostrar las diversas versiones de feminidad que se plantearon en este duro periodo autoritario resistiendo a la interiorización del ideal normativo. Estas versiones muestran el grado distinto de afinidad con el ideario regulador del régimen, tanto como las disidencias elaboradas por escritoras e intelectuales frente a las taxonomías del discurso normativo. Esta diversidad de propuestas se muestra en consonancia con el abanico de prácticas de feminidad reflejadas en las relaciones amorosas, tal y como exploraré en el próximo capítulo.

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«No se permiten valoraciones, salvo con la maravillosa aritmética de la distancia» Audre Lorde (1997: 422)

Preámbulo En este capítulo me propongo profundizar en las ideas y prácticas amorosas que desarrollaron las mujeres en esta época, trataré de hacer un juego de espejos para ver cómo los saberes que reflejaban sus consultas tenían una relevancia y utilidad de las que carecían los discursos expertos más dirigidos, como hemos visto, a regular la vida y la subjetividad de las mujeres en un marco normativo muy alejado de la realidad afectiva cotidiana. Estas prácticas y dilemas afectivos, como trataré de mostrar, también reflejan las obediencias o aquellos aspectos normativos asumidos y con los que algunas mujeres se sintieron confortables dentro del ideal de «ser mujer» que se les trataba de marcar. Ambos aspectos del amor, la obediencia a los ideales de feminidad y la resistencia a los mismos, estuvieron íntimamente tejidos, lo que no hace particularmente sencillo afrontar la escritura de estas prácticas amorosas. Para acercarme a estos aspectos históricos de la vida afectiva, utilizaré, sobre todo, consultorios amorosos, es decir, cartas escritas a revistas femeninas donde, como veremos, se planteaban aspectos muy variados de la experiencia emocional. Los consultorios sentimentales son un género literario común a numerosas culturas. Sobre el significado cultural de esta tradición textual hay un largo debate en Historia. Como ha indicado Rosario Muñoz Ruiz (2003: 622-623) en su estudio sobre las revistas juveniles de la época, los consultorios amorosos han sido considerados con frecuencia desde tres perspectivas textuales: como transmisores de pautas prescriptivas que reafirman un modelo

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ideal de feminidad y familia, como suministradores de patrones para la autovaloración y el apoyo psicológico y social y, además, como una manera de reparar las fracturas que se producen en el discurso dominante. Aunque según los trabajos de Barthes (1998), los consultorios serían, sobre todo, una reproducción estereotípica del mundo-mujer y carentes de aportaciones que muestren la experiencia vivida, como trataré de argumentar en esta sección, los consultorios ofrecen más de lo que quizá se les ha venido atribuyendo. En primer lugar, son una vía de conocimiento privilegiada para entender cómo se manifiesta el mito del amor romántico en su lado más productivo, es decir, en su manera de interiorizarse, de involucrase en la vida, en la subjetividad y emocionalidad de las mujeres. Por tanto, el análisis de estos textos contribuye a desvelar algunos de los más íntimos constituyentes del mito que, como hemos visto en la primera sección, inspiró también la investigación científica. En segundo lugar, los consultorios muestran que el modelo normativo de amor, socialmente propuesto, era mucho más resistido de lo que podríamos inicialmente asumir. Con frecuencia, los consejos auxiliaban a desidealizar el amor o a proporcionar pautas de conocimiento que promovían la práctica de relaciones amorosas con menos dominación. En tercer lugar, y quizá lo más importante, los consultorios ofrecen una puerta de acceso para analizar no solo las incertidumbres, sino el conocimiento producido por las propias mujeres sobre el amor y las prácticas sentimentales con las que abordarlo o resistir la norma social en una época específica. A esta forma particular de conocer que proporcionan las mujeres la llamaré «la orquestación del amor», una contribución de las mujeres de la época que considero fundamental en el conocimiento de esta emoción. Por tanto, más que un mero sistema de transmitir lo normativo, en el espacio textual que constituyeron las cartas a los consultorios se tejió un discurso común dibujado entre lo público y lo privado (Medina/Esteban/Távora 2010), una manera colectiva de negociar ciertos discursos sobre la realidad emocional que trataban de imponerse a través del brazo educativo de la Sección Femenina, tanto como de manos de la Iglesia o de los discursos médicos que dotaban aún de mayor y más «natural» autoridad a las ideas y la moral autoritarias. A través de estos escritos personales se producía una trama polifónica de pareceres que iba orquestando un estilo sentimental que contenía tanto una sutil

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gama de resistencias cotidianas a lo normativo, como obediencias a las normas de la feminidad que trataban de subyugar con una visión normativa y complementaria de la pareja e inmiscuirse en los aspectos más íntimos de la vida. Para esta sección he utilizado como fuente principal unas 75 cartas de la revista Meridiano Femenino, escritas entre 1946 y 1960, y en cuyos contenidos se trataban preocupaciones afectivas. A lo largo de este periodo, varias secciones incluyeron cartas de las lectoras, “Cuéntame”, “Dime lo que piensas”, “No dude usted” y “Confidencias”. Las lectoras de esta revista fueron, casi exclusivamente, mujeres, probablemente de entre 20 y 40 años, de clase media y grado medio educativo, y con cierta capacidad adquisitiva para cubrir el costo semanal de la revista. Además de las cartas, en este capítulo he utilizado algunas canciones muy populares en la época y que expresan en sus letras aspectos que se entretejen con las preocupaciones e ideas que las mujeres formulaban en relación a sus prácticas amorosas. Como certeramente señalaba Manuel Vázquez Montalbán en su Crónica sentimental de España (1971: 20), el hecho de que las canciones tengan un emisor tanto como un receptor hace de estos materiales culturales un lugar privilegiado, un auténtico «test sobre psicología colectiva y sobre el temple sentimental popular de toda una época». En ocasiones, las letras, como veremos, servían de contrapunto a los contenidos de las cartas, mostrando versiones más dramáticas, románticas y tradicionales del amor en el sentido de fomentar relaciones de dominación para las mujeres. En otras, sin embargo, las canciones aportaban saberes culturales relacionados con aquellos que las chicas españolas también debatían en sus cartas. En gran medida, lo que las mujeres hacían al debatir todas estas cuestiones afectivas en sus consultas, era una actividad bastante similar a la que los médicos y psiquiatras desarrollaban en sus libros y artículos. A través de estos textos se buscaba darle significado a una serie de «fenómenos incalificables» y condensarlos en torno a una definición más o menos estable de «el amor», negociando su significado y construyendo un sentido común de la vida emocional de la época. Sin embargo, espero que los lectores y lectoras adviertan en este capítulo que en los consultorios, canciones y memorias personales se estaba generando un saber más válido y relacionado con las preocupaciones amorosas cotidianas que el que destilaban los textos médicos de la

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época y, sobre todo, más apreciable por estar dirigido a componer una nueva sentimentalidad con un sentido más lúcido y emancipador que el de los textos científicos.

Obediencias y emancipaciones El ideal de la complementariedad, más comúnmente expresado como la «media naranja», que los médicos defendieron con teorías genéticas y formulaciones de una subjetividad femenina dependiente e imperfecta, no fue ajeno al debate que suscitaron las mujeres desde las páginas de la revista. Sin embargo, en algunas cartas quedó reflejado que también existía otro modelo de amor, más recíproco que complementario, que las mujeres deseaban. No fueron infrecuentes las consultas sobre la diferencia de edad y los casos en que mujeres jóvenes se sentían atraídas por varones de más edad. Las respuestas de la consultora oscilaron, pero solían poner el énfasis en que las mujeres buscaban, en la otra mitad, la seguridad y la experiencia. La complementariedad −entre lo masculino y lo femenino−, por tanto, se reforzaba confirmando que en el otro debía de buscarse algo diferente y no tanto lo idéntico. Así se planteó en la respuesta a la carta que escribió Ana desde Barcelona, en 1959,1 manifestando la consultora que las chicas no buscaban la pareja en los jóvenes de la misma edad, pues se veía «en ellos los mismos defectos que en ellas se reconocen». Sin embargo, había claros signos de la aparición, entre algunas mujeres, del deseo de un ideal de pareja más recíproco que complementario. En este sentido, era explícita la carta de Conchita, una lectora de Murcia, quien en 1958 se quejaba de la inexpresividad afectiva de su novio en la correspondencia amorosa, que, no olvidemos, era una fórmula de relación bastante usual. Esta chica murciana se quejaba de la frustrante insulsez de las cartas del novio, indicando con claridad cómo el ideal de complementariedad entre dos sexos que, históricamente, habían sido encaminados a manifestar con gran diferencia sus afectos, causaba malestar en muchas ocasiones. Sus palabras eran elocuentes como expresión de una demanda de mayor

1. Meridiano Femenino 1959, 14 (155): 94.

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franqueza emocional que para Conchita parecía significar un mayor compromiso e intimidad real con el novio: «[sus cartas] son de lo más descorazonadoras porque parece que le escribe a un amigo y por puro compromiso y no a mí, ya que está llena de detalles de lo que hace y de lo que va a hacer pero nada más».2 La consejera le recordaba la evidencia natural de las diferencias entre los sexos como razón última para la aceptación de la frustración afectiva: «Una muchacha enamorada es siempre irrazonable en cuanto a las cartas se refiere, porque son siempre, y sin excepción alguna, de la mayor importancia para ella. Pero por desgracia para el sexo fuerte el regalo de una carta escrita de su puño y letra carece, en la mayoría de los casos, de importancia». Como solución le planteaba el suplir con sus propias palabras las que deseaba recibir del novio y autosatisfacer así la afectividad deseada y no exigirle que le escribiera más, replegándose, por tanto, al esquema relacional masculino que se convertía en normativo. Las llamadas al autocontrol en la expresión del malestar amoroso eran la tónica, sobre todo cuando se trataba de la expresión de sentimientos peliagudos como los celos. Maribella, en 1953, reconocía sentir los «celos como una enfermedad» y, sin embargo, no achacaba al novio la responsabilidad de ser su detonante. Esta chica valenciana adjudicaba su propio comportamiento a sus problemas en la relación, pues decía no poder controlar sus palabras («digo cosas que no quisiera decir»). La consejera le sugería no dejar de sentir lo que sentía, pero sí reprimir la expresión y la conducta: «debe tener el valor de no quejarse», «absténgase de demostrarlos». Para zanjar la complejidad en las relaciones de pareja recurría de nuevo la consejera a aceptar un marco relacional varonil idealizado como referencia normativa de toda conducta emocional.3 Quizá no deba sorprender que no se escribieran muchas cartas de queja de ellas en relación a los celos de sus parejas. Es probable que se asumiera sin cuestionamientos que los celos eran expresión habitual de la afectividad de los varones, casi un rasgo de «masculinidad». De hecho, era tradicional establecer el vínculo entre los celos de los varones y los afanes posesivos hacia las mujeres, y fue un motivo arraigado en canciones y repertorios del flamenco («Yo

2. Meridiano Femenino 1958, 13 (142): 94. 3. Meridiano Femenino 1953, 8 (92): 62-63.

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tenía una viñita, la podaba y la cavaba, le daba su laborcita, ¡y otro me la vendimiaba!», «El león en su cueva, rabia de celos, al ver a su leona, en brazo ajeno», «Si quieres que yo te quiera, ha de ser con el ajuste, de que no mires a nadie, y yo mire a quien me guste»).4 Ciertamente, parece que cuando la consejera proponía su modelo de contención de la expresión amorosa, pensaba en un hombre ideal pues, en algún caso, hubo también quejas varoniles sobre este modelo de la contención en la expresión de la afectividad. Aunque las cartas de varones a esta revista no eran ni de lejos frecuentes, algún ejemplo indicaba que el malestar, ante la imposición de una restrictiva expresión de los afectos, afectaba también a los varones. En 1959, con el seudónimo de «Un chico tímido», se quejaba un lector de su imposibilidad de decir «te quiero» estando en presencia de la novia, incluso llegando a la parálisis, con el consiguiente malestar por parte de su pareja. Resulta difícil pensar que la respuesta de la consejera hubiera sido la misma si la consulta la hubiera hecho una mujer pues, en lugar de animar a romper su timidez y poder expresar sus emociones con «valentía», como se recomendaba a otras lectoras, al chico se le decía, a pesar de la honestidad con la que expresaba sus propias dificultades expresivas, que las palabras no tenían valor, que se había abusado del uso del término «querer» y que no poder decirlo «es una buena señal... que su amor le haga enmudecer de vez en cuando» y que «el verdadero amor no lo necesita para su presencia».5 Como denomina con fina ironía Giuliana Di Febo (2003: 38), la cicatera «Dietética amorosa» quedaba establecida en términos muy precisos en la represiva cultura franquista. Las mujeres habían de contenerse y situarse a la espera en los primeros acercamientos, mientras que, durante el noviazgo, ellos no debían expresar sus sentimientos de afecto y serían ellas las que, incluso, podrían «ocupar» con sus expresiones la afectividad de ambos. Tal escasez también se había ironizado y convertido en espectáculo de vodevil. Como cuenta Carmen de Lirio (2008) en sus memorias, en la

4. Estas letras flamencas proceden de Cantes flamencos y cantares, de Antonio Machado y Álvarez, analizadas en la tesis doctoral “La imagen de las mujeres en las coplas flamencas. Análisis y propuestas didácticas”, escrita por Miguel López Castro (2007), de la Universidad de Málaga y disponible en . 5. Meridiano Femenino 1959, 14 (157): 91-92.

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revista musical Escuela de estrellas, había un número dedicado a las restricciones de la época, no solo de luz y alimentos sino de pasión: Como está la vida en restricciones y hoy han racionado hasta el amor, los amantes ya se pueden ver libres de todo temor […] Una vez al mes saldrá en la prensa cuando ha de tocarles la ración, pero de estraperlo la podrá tener quien haga lo que hago yo.

La insistencia en la acomodación de las mujeres al supuesto patrón varonil de dietética amorosa se desplegó de forma diversa. Bajo el seudónimo de «La chica de Miraflores» una lectora escribía quejándose de las dificultades de la convivencia en pareja y la percepción de la dura realidad de que el amor no bastaba para el logro del bienestar. La consejera, a pesar de reavivar la memoria sobre parejas que personificaban los ideales románticos, como Chopin y George Sand, insistía en la necesidad del acomodo de ellas a los gustos de los varones, a hablar de lo que les interesaba, a complacerles, a no imponerse «trata de entender todo lo que le interesa» para ser además de esposa, amante y compañera.6 Al comparar estos consejos aparecidos en la revista con los comentarios despreciativos de Misael Bañuelos en relación a cómo las mujeres se acomodaban a los gustos de los varones como en un mercado de naderías, tal y como escribió en su Psicología de la feminidad, podemos pensar que, quizá, esta acomodación no era tan frecuente y que algunas mujeres con frecuencia encontraban difícil responder al mandato de género de claudicar y acomodarse dócilmente a los gustos de sus parejas sin desarrollar su propia identidad. Aún más difícil de soportar debía de ser la norma de tolerar en ellos las llamadas «pequeñas infidelidades». Aunque las consultas sobre la infidelidad no fueron tan habituales en la década de los cincuenta, las respuestas a dos cartas de 1947 y 1950 muestran con claridad el talante permisivo con la infidelidad del varón y la sutil micropolítica de la dominación en el seno del matrimonio. En la respuesta a estas cartas se insistía en la tolerancia y la discreción de la mujer para conseguir que el varón volviera al hogar. La consejera insistía

6. Meridiano Femenino 1950, 5: 186.

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en que la infidelidad era una mera «diversión» para el varón y en proporcionar una serie de astucias con las que abordarlos y que contribuían a prescribir los márgenes de normalidad del comportamiento femenino. Entre las astucias se recomendaba no responder con celos, no escribir cartas de reproche, no darle importancia, incluso no darse por enterada («Hágale agradable el hogar y muéstrese alegre y dispuesta a acompañarle en toda clase de diversiones»). «Armas femeninas» como la «discreción, dulzura y tacto femenino» parecían anticipar la victoria, eso sí discreta, frente a la rival («Estoy segura de que el triunfo será suyo; no en balde es usted su esposa y sobre todo, la madre de su hijo»).7 Incluso en un artículo, traducido de la revista francesa Femme d’Aujourd’hui, se proponía una actitud entre religiosa y heroica en el amor –«auténtico, firme y verdadero» y no una «embriaguez pasajera»– y se recomendaba generosidad y perdón con la infidelidad del varón, actitud que podría permitir recuperar el amor del otro, convencido de la grandiosidad del afecto de ella.8 Es indudable que algunas mujeres aceptaron estas situaciones o, incluso, creían que la compulsiva necesidad de sexo de los varones era un rasgo esencial del carácter masculino, por lo que admitían las relaciones sexuales comerciales de ellos. Situaciones como la que rememora Maximina Castañeda Leal en sus memorias no debieron de ser extrañas: «Mi novio me contó un día que los chicos solían ir un día […] a donde prostitutas (en voz baja) […] entonces éste conoció a una y solía ir con ella de vez en cuando […] un día me contó que ella me conocía porque nos había visto por los jardines de Pereda […] Yo de momento me puse un poco así, pero él me dijo que era un hombre y que tenía que desahogarse de alguna forma […] ¡yo te he dicho que hasta que te cases no te toco!».9 Era evidente que tras esta inculcación de la permisividad con la infidelidad masculina estaba la represiva moral sexual exigida a las mujeres y, naturalmente, la extendida percepción social de que el matrimonio era la única salida digna para ellas, hasta el punto de que, como declara en su autobiografía la editora Esther Tusquets –destacada representante de una familia de la

7. Meridiano Femenino 1947: 68; 1950: 214. 8. Meridiano Femenino 1955, 10 (116): 313. 9. Entrevista con Maximina Castañeda Leal recogida en el trabajo de Cecilia Gutiérrez Lázaro (2008: 126).

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alta burguesía catalana–, en esos años «constituía ya una transgresión aceptar que podía no ser el matrimonio la única profesión adecuada para la mujer» (2007: 226). En la década de los cuarenta la revista mostró más respuestas que podríamos denominar «normativas», en el sentido de proponer una educación de las chicas ajustada al modelo de «la mujer esposa y madre» que también se defendía desde la escuela de la Sección Femenina. A las mujeres, como indicaba la consejera en 1947, había que prepararlas en el «arte de agradar» «Es una asignatura que deberían de estudiar todas las mujeres», esta falta de preparación se consideraba la causa principal del fracaso matrimonial más que el «comportamiento más ostensible» de los varones. El aprendizaje sentimental se recomendaba que estuviera basado en lecturas pías (La perfecta casada de fray Luis de León, Cartas de mujeres de Jacinto Benavente o Las etapas del amor del sacerdote F García) o en el modelo sentimental que representaba la estereotipada versión de Juana la Loca, que ya vimos fue materia de debate entre los médicos. También se mencionó en alguna ocasión los modelos sentimentales dramáticos de la novela de Emily Brontë Cumbres borrascosas.10 En revistas como Sissi, dirigidas a chicas más jóvenes, el discurso sobre la obligación de agradar persistió incluso bien entrada la década de los cincuenta. Precisamente en la carta de la sevillana Lirio Azul que se quejaba de su tedio con el novio y de que, a veces, se cansaba de «estar a su lado», la recomendación de la asesora –que en esta revista firmaba con el seudónimo de Silvia Valdemar–, incitaba a la lectora a aplicar el arte de agradar –como si el aburrido fuera él y no viceversa–, arte que en realidad consistía en una práctica acicalada del sometimiento: Interésate de verdad por todo lo que a él le interesa –sus estudios o profesión, deportes que practique o a los que asista, lecturas o espectáculos que le agraden–, y procura estar siempre al corriente, para poder comentarlo con él. Haz todo lo posible por convertirte en «su mejor amigo», en la persona en quien confiamos por encima de todo, de quien siempre esperamos el consejo oportuno, el aliento necesario, o la conversación que interesa y entretiene a la vez.

10. Meridiano Femenino 1946; 1947, 190.

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A pesar de ciertas indicaciones de que algunas mujeres aspiraban alcanzar en la pareja cierta reciprocidad en las relaciones, al menos en términos de expresividad emocional, la defensa del mito romántico impregnaba con frecuencia las respuestas a las consultas, sellando las ambivalencias del modelo amoroso. Así, se hablaba de la «enamorada integral» como aquella mujer «ni egoísta, ni cobarde» y que, cumpliendo esas condiciones, tendría asegurada la felicidad de amar para toda la vida.11 Tampoco era infrecuente esta fe incondicional en el amor por parte de algunas lectoras, como Violeta, de Torrelavega, que en 1951 escribía afirmando que el amor era «lo mejor que hay en el mundo».12 También algunas respuestas a las consultas eran contundentes cuando alguna lectora planteaba sus conflictos al interpretar el papel de «la esposa» en oposición al de «la madre», y la consultora aclaraba que se trataba de dos mundos afectivos «quizá incomparables» y que, por tanto, el desempeño paralelo no debía suponer ningún impedimento.13 Las respuestas con intención normativa fueron moneda corriente para muchas de las preguntas que lanzaban las mujeres y cubrían aspectos diversos que ya hemos visto también preocupaban a los médicos interesados en «normalizar» los comportamientos femeninos con conocimientos médicos que contribuían a naturalizar una visión cultural adecuada al régimen. Así, en 1955, ante la dificultad de Carmen C., de Barcelona, para aceptar el abandono de su trabajo, como al parecer le imponía su novio, la consejera insistía en la obligación de obedecer esta «imposición» y contribuía a que Carmen aceptara este mandato proporcionándole los argumentos que su novio no le exponía. Más estricta fue aún la censura en alguna consulta que parecía tantear cuestiones sobre relaciones amorosas homosexuales, como podría deducirse de la carta de dos chicas de Zaragoza, Encarnita y Mariqui, que escribieron en 1957. No debe de sorprender que fuera el único caso en el que no aparecía publicado ni un fragmento de la carta original, quizá porque la pregunta que planteaban fuera demasiado evidente y así, se camuflaba mejor la situación. La respuesta se orientaba a advertir sobre la lógica confusión sentimental adolescente, «cuyos juveniles corazones, aún no despiertos al amor, se inflaman fá11. Meridiano Femenino 1950, 5 (55): 59. 12. Meridiano Femenino 1951, 6: 53. 13. Ibíd.

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cilmente con grandes entusiasmos y grandes admiraciones hacia aquellas personas que tienen más cerca», y recomendaba «dirigid vuestros entusiasmos por cauces más naturales, bien sea vuestro artista de cine predilecto, vuestro profesor que no siempre ha de ser el de idiomas, o algún compañero de bachillerato».14 Frente a las críticas de médicos como Misael Bañuelos, que analicé en el capítulo primero, sobre los riesgos de la imaginación femenina y de la volubilidad de las mujeres para dejarse llevar por el romanticismo, transmitido en imágenes o lecturas, desde la revista también se advertía de los riesgos de enamorarse de un producto de la imaginación, en lugar de hacerlo de un hombre «de carne y hueso». No obstante, en la revista este planteamiento se producía desde una óptica alejada de la misoginia del médico. Como se le decía a P. Herreros, una chica de Getafe, en 1957, el riesgo era una consecuencia de los errores derivados de la dificultad de identificar con certeza a la persona de la que se sentía enamorada y se le indicaba que promoviera formas más certeras de conocimiento del pretendiente y cultivara las relaciones cara a cara porque ofrecían mayor fiabilidad que las mantenidas por correspondencia, donde se podía moldear al pretendiente de forma creativa pero poco realista.15 En cualquier caso, esta cuestión de la certera identificación tenía sentido si se estaba convencida de que existían medias naranjas o, bien, si se trataba de localizar a una persona adecuada por reunir otros rasgos que facilitaran la convivencia. Pero, como confirman los testimonios de ciertas mujeres, el amor era una historia dentro de otras, tal y como evocaba la concepción de Theodor Reik en El amor visto por un psicólogo con la que he emprendido este libro. Es decir, que el encuentro con una persona con la que surge el amor guardaría más relación con aspectos biográficos y anhelos o dilemas de la propia vida que con las bellezas o bondades ajenas, por lo que, si se comparte este marco de comprensión del amor, la correcta identificación perdería gran parte de su trascendencia. Es probable que con la experiencia vital esta concepción del amor se haga más patente. Así, cuando, en la actualidad, Rafaela Belmonte Hernández rememora, en su historia de vida, las

14. Meridiano Femenino 1955, 10 (113): 125; 1957; 12 (141): 63. 15. Meridiano Femenino 1957, 12 (133): 62.

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razones por las que se enamoró de su primer novio, por las mismas décadas que venimos analizando, explicita con aguda introspección las razones de aquel amor: «Yo en mi marido que era muy bueno […] vi una puerta de escape […] yo le quería […] pero yo vi el modo de salir de casa […] porque mi madre era tan autoritaria […] me rebelé de muchas maneras».16 Desde un estrato social bien diferente refiere Esther Tusquets, aludiendo también a su bisexualidad, su memoria de las razones del amor que le provocó José: «Amé en él, como he amado en todos los hombres y mujeres que he amado, un proyecto de vida […] [él] (en conflicto no resuelto con una sexualidad que no era capaz de asumir) anhelaba que alguien pusiera orden y dotara de seguridad su existencia, yo, burguesita romántica e inconformista, de paso por el existencialismo, deseaba, por el contrario, que alguien dinamitara y estableciera el caos en la mía» (2007: 228-229). A este amor pusieron freno los padres de Esther Tusquets, quienes informados de la orientación sexual del chico por la ficha policial –a la que tuvieron acceso gracias a sus privilegios de clase– pusieron fin a la relación. Sin embargo, no relata Esther Tusquets esta historia de forma unidimensional y su testimonio pone de manifiesto la complejidad de los celos más allá de los relatos conmiserativos con la compulsiva sexualidad masculina como rasgo inherente de la masculinidad. Como ella declaraba ante la reprimenda paterna, era «Imposible explicar que, por razones que ni yo misma entendía, las relaciones de José con otros muchachos (sí en cambio las relaciones con la tendera o las relaciones venales con hombres mayores) no suscitaban mi rechazo, ni mi repugnancia, ni siquiera mis celos» (231-232). Entre las consultas no fue infrecuente que se expusieran las dudas sobre la existencia del amor. En 1952, una joven de 17 años vacilaba preocupada sobre su posible existencia. Unos años más tarde, en 1957, también escribió Virginia, de San Sebastián, poniendo en duda no tanto su falta de oportunidades, sino su propia capacidad para albergar esta emoción: «Empiezo a preocuparme pensando si seré yo incapaz de enamorarme de nadie». Las respuestas fueron a menudo contundentes y, en muchas ocasiones, confirmaban sin ambages la existencia real

16. Entrevista con Rafaela Belmonte Hernández recogida en el trabajo de Cecilia Gutiérrez Lázaro (2008: 123).

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del amor y, especialmente, uno de sus componentes básicos, la media naranja o el príncipe azul, es decir, tal y como respondía la consejera a Virginia, el problema no era que no existiera el amor sino que «no ha tropezado todavía con el hombre destinado para usted».17 A veces, la consulta se planteaba desde el lado opuesto, recayendo la duda en el amor del compañero. Este fue el caso de la sevillana Rosario, que se declaraba profundamente enamorada, pero se preguntaba si ella no sería «una conquista más» para su novio, como alguna amiga le sugería. En la respuesta a sus dudas se la tranquilizaba tildando los comentarios de la amiga de «habladurías» y explicando la actitud del novio en apariencia caprichosa, «veleta e inconsistente», a que aún no había encontrado el «amor verdadero» de una mujer completa y le planteaba a Rosario: «¿Por qué no ha de ser usted para su novio esa mujer ideal?».18 De nuevo, recurriendo al mito, se simplificaban, sin mayores sutilezas, las preocupaciones sobre la incertidumbre amorosa. Pero las respuestas y consejos no siempre fueron contundentes, y mostraron con frecuencia ambivalencias y contradicciones en relación al mito romántico, quizá reflejando que tras las respuestas, en realidad no había una única persona sino un equipo con posiciones diversas frente al amor y cuyas diferencias quedaban plasmadas en los consejos. Así, en el caso de Angélica, la respuesta que obtuvo estaba más atenta al sufrimiento de la chica y se le proponía aliviar la creencia en que aquel sería su único amor, animándola a olvidar activamente, quitándoselo de la cabeza y evitando idealizar, desechando la idea de que se trataba de su «gran amor», pues el amor necesitaba de «correspondencia para mantenerse». Sin duda, la perspectiva de otras opciones y ofertas con las que la sociedad de consumo iba infiltrando la concepción amorosa abría otras posibilidades que alejaban a las mujeres de las versiones más tormentosas sobre un único destino amoroso posible, un príncipe azul que si no llegaba parecía suponer el hundimiento del proyecto vital.19 En 1947, se le aconsejaba a María, preocupada con su soltería, que cambiara su actitud («Procure ser más cordial, más comunicativa. Deja a un lado su orgullo

17. Meridiano Femenino 1952, 7 (76): 61 y 1957, 12 (131): 62. 18. Meridiano Femenino 1957, 12 (131): 63. 19. Meridiano Femenino 1952, 7 (71): 122.

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y ponga usted un poco de su parte y ya verá como no la faltan pretendientes»). Aunque esta consulta reflejaba la dificultad social de percibir la soltería en las mujeres como un estado de pleno derecho, la respuesta también orientaba sobre la falsedad del príncipe azul, un componente esencial del mito («no sueñe con un príncipe azul, ni pretenda imposibles, porque así ha ido a parar más de una buena moza al poyetón»).20 Una formulación frecuente de la complementariedad entre las mujeres que escribían a los consultorios es lo que Carmen Martín Gaite (2001: 45) ha denominado el «amor terapia», terapia de la soltería y de su consecuencia, la marginación o el desprecio social que el estatus de soltera comportaba. La consulta de Auria, una chica de Barcelona, plasmaba bien este temor social, auténtica amenaza a la feminidad y situación que impedía el logro de la independencia de la familia. Auria, a sus cuarenta años, declaraba con angustia: «los jóvenes me ignoran o me tratan como si perteneciera a otro planeta», y mostraba su intranquilidad al ver alejarse la posibilidad de que apareciera su hombre salvador: «La vida se me hace insoportable, y yo me pregunto si existirá en el mundo un hombre capaz de hacerme feliz». La repuesta de la consejera no tenía matices psicológicos ni siquiera le hablaba de aceptar su soledad. Y aunque le indicaba que, en 1959, el término «solterona» estaba ya «pasado de moda», la salida que le proponía parecía comportar más bien una sublimación del amor de la pareja transformándolo en otras fórmulas amorosas más caritativas y religiosas: «Interésese por lo que le rodea, busque la ocasión de ser útil al prójimo».21 La salida para la formulación inacabada de feminidad, con la que se planteaba la soltería, parecía ser la vida religiosa como fórmula para llevar a cabo el ideal amoroso de la entrega, en este caso a Dios. En la reformulación de la soltería es probable que el libro de Mary Salas (1959), Nosotras las solteras, publicado el mismo año que escribía Auria, cumpliera cierto papel en la época entre las chicas de clase media. Mary Salas, muy vinculada en aquellos años a Acción Católica,22 proporcionaba una visión cristiana para dar sentido a las vidas

20. Meridiano Femenino 1947, 191. 21. Meridiano Femenino 1959, 14 (160): 96. 22. Véanse las notas biográficas que aparecen en . Ella misma disintió con posterioridad de la escasa adaptación de la Iglesia católica española a los nuevos roles de las mujeres.

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de las mujeres solteras, desarticulada por la falta de un matrimonio «normalizador». Pero, en su libro, Salas también planteó algunas otras alternativas a la tradicional visión de la soltería que, como ella misma indicaba, para muchas mujeres se percibía como un fracaso vital y socialmente se significaba a la soltera como una «niña grande» y, en consecuencia, se le exigía comportarse con «ingenuidad infantil». Indudablemente Salas no criticaba el contexto político y religioso de la España de la época, que situaba a las mujeres como «eternas menores» (Ruiz Franco 2007), sino que su texto se dirigía a las mujeres como protagonistas de su propio cambio sin considerar el dispositivo que actuaba sobre ellas. Mary Salas pedía a las mujeres que desarrollaran una opinión propia y con un punto de vista, en cierta medida, feminista hacía un llamamiento a ocuparse de los problemas de las mujeres pues «Todas las cuestiones que afectan al mundo, afectan a las mujeres y todo problema que se relaciona con una mujer, interesa automáticamente a todas las mujeres» (1959: 97). Pero esta perspectiva era apolítica pues Salas –que probablemente había leído a Brachfeld–, tildaba a las sufragistas como enfermas de un «tremendo complejo de inferioridad» por querer parecerse a los hombres: por ello le imitaban en los vestidos, en los ademanes, en la forma de conducirse, etc. Renegaron de todas las virtudes femeninas y, sobre todo, se reían del matrimonio y de la maternidad, porque lo consideraban una carga que debilita a la mujer o la colocaba en situación de inferioridad con respecto al hombre (ibíd.: XIII).

A pesar de que en la introducción a su obrita proclamaba que «El papel de la mujer en la sociedad es el mismo que el de la madre de familia» (ibíd.: XI), también alentaba a las mujeres a formarse, viajar, conocer países, estudiar y relacionarse y abrirse a otros ambientes, superando así el modelo de la «mujer protegida» y carente de personalidad, «saber en cada momento lo que tenemos que hacer y ser capaces de ejecutarlo aunque el mundo entero se oponga» (ibíd.: 19). Frente a las mujeres sin determinación y dependientes del director espiritual o la madre, por sentirse débiles e incompletas, se trataba de conseguir la «independencia de acción» y organizar la vida en función de convicciones y gustos propios más que heredados de la familia (ibíd.: 17). Lo que proponía Salas era «centrar y encauzar la vida de la mujer soltera

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partiendo de ella misma, de sus intereses y de sus puntos de vista» (ibíd.: 123), aunque también darle sentido a través de la aceptación religiosa («No es lo mismo pensar que la propia vida es un fracaso que saber que este estado de excepción corresponde a un particular proyecto de Dios, que pide algo de ella», ibíd.: 130), y la piadosa tarea de darse a los demás («Lo importante es decidirse a no pensar tanto en uno mismo y sus problemas. Abrir de una vez el alma a los conflictos y penas de los demás y preocuparnos seriamente de hacer la vida más agradable a los otros», ibíd.: 92). Pero este «darse» no lo concebía desde una visión ingenua o ciegamente religiosa, sino «dándose bien cuenta de lo que hace y de lo que renuncia» (27) y, sobre todo, con el objetivo de lograr la madurez afectiva (22), la «libertad de espíritu» (6) y poder romper con «serenidad interior» las «ataduras insignificantes que al final hacen el efecto de una maroma imposible de romper» (ibíd.: 7). En esto coincidía Mary Salas con los comentarios de María Laffitte que estudiamos en el capítulo anterior, en relación al reto que para la subjetividad de las propias mujeres, suponía romper ese «trabazón afectivo» –o «maroma» de anclaje, como la denominaba Salas–, para disfrutar de un grado más notorio de libertad y mantener, a la vez, un tejido afectivo suficientemente confortable y tupido, y que se había construido históricamente como base estable de la propia identidad o subjetividad de las mujeres. Pero, en sus comentarios, Mary Salas, a la vez, relativizaba la visión idealizada del matrimonio, una «visión maravillosa» en la que «se acepta todo sin exigir nada a cambio», que se fomentaba desde el romanticismo literario como una especie de «éxtasis de felicidad» y solución a la insatisfacción, en lugar de «algo mucho más complicado», alejado del ideal de la «entrega total». Visto así, la soltería no aparecía como el lugar del fracaso vital, sino como una opción más y, en todo caso, había que organizar la vida sin obsesionarse por lograrlo («Simplemente dejar hablar a las circunstancias y organizar la vida como si no se esperara nada, pero sin imposibilitar cualquier intento de acercamiento», ibíd.: 79). Otra mujer soltera que puede representar otra fórmula disidente de feminidad y de soltería, pero en un sentido bien opuesto al de Mary Salas, es la artista Carmen de Lirio, que probablemente representó lo que muchas mujeres en la época querían alcanzar, el éxito, la vida independiente y moderna en un mundillo artístico con el que se acce-

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día a viajar, trasladarse y vivir en varias ciudades, asistir a fiestas, ser fotografiada, tener amigos –incluso exóticos–, fumar, beber, disponer de buenos vestidos, medias de nylon, etc. Este anhelo de entrar en el mundo artístico como salida ideal para muchas mujeres hastiadas del adocenamiento que trataba de implantar el nacional-catolicismo quedó muy bien enunciada en la película Surcos (1951), donde José Antonio Nieves Conde retrató con gran precisión las tensiones de la España de la época, las excesivas expectativas que abría el mundo urbano o «de la capital» y las feroces restricciones políticas, económicas y morales. Carmen de Lirio supo sortear la moral de la época y moverse en ese mundo que muchas mujeres anhelaban, pues representaba un espacio excéntrico al régimen y que no acataba el contexto moral que este y la Iglesia trataban de imponer. Para Carmen de Lirio su soltería era parte de su proyecto vital: A mí las bodas nunca me llamaron la atención. Asistí a pocas, las justas. Sufrí desengaños muy pronto y también vi muchos de gente cercana. Cuando me acechaba la posibilidad de un casorio con mi persona como protagonista principal, a mí, que tanto me gustaba la libertad y además persistía en ella […] ¡huía de la quema y echaba a correr! (2008: 33).

Es probable que el matrimonio no hubiera sido fácil para una mujer de notoria biografía y reputación artística, pero ella supo convertirlo en un proyecto afectivo con tintes de propósito personal de resistencia. Desde luego, según relata en sus memorias, supo llevar a cabo esta resistencia al matrimonio y desprenderse de las relaciones a tiempo antes de que la «difícil convivencia» provocara la ruptura. Tal y como ella identifica, su proyecto era ir «de ida. Desde entonces, la soledad es mi compañía estable» (íbid.: 188). Esta consciencia de un proyecto propio parece clara, al menos en el relato vital que hace en el presente de su experiencia afectiva pasada y de la claridad de las decisiones que tomó para definir su vida («Él era mi rey y no quería que firmara más contratos. Deseaba que nos dedicáramos el uno al otro. Yo sabía que eso, por mi parte, no era posible. Me gustaba mi trabajo, vivir con mi familia y no quería trasladarme de Barcelona a Génova», íbid.: 74). La capacidad de Carmen de reivindicar un proyecto vital propio dirigido a lograr la felicidad, sin depender del amor aunque incluyéndolo, es un legado valioso que nos dejan sus memo-

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rias («¿Amor? Tuve dos grandes amores que perdurarán para siempre. Lo demás lo llamaría amoríos, ya que siempre estuve buscando la felicidad», íbid.: 188). Para otras mujeres, sin embargo, el «amor-terapia» tenía otra interpretación, vinculada a la aceptación de una idea de «ser mujer» ligada a la capacidad curativa o cuidadora de las mujeres pero, además, al mito de la vida más compleja del hombre, como dejaba claro en su carta María Teresa Vázquez: «Creo que la mayor felicidad para una mujer es casarse con el hombre a quien quiere, no por el miedo a quedarse soltera como opina mucha gente, sino para poder cuidarlo y estar siempre cerca de él y, con su cariño, poderle quitar todas las preocupaciones que hoy en día tienen los hombres por la dificultad de la vida».23 La propia Martín Gaite interpretó como un fruto de la represión femenina el ansia de pasión, de confidencia, y la idealización del «hombre atormentado». En ese sentido «enamorarse era, en cierto modo, tener acceso a la naturaleza de esos presuntos tormentos varoniles, rodeados siempre de cierto misterio» (2001: 143). Sin embargo, la autora de Usos amorosos tomó el testimonio que daba base a su hipótesis de Chicas, una revista para adolescentes, lo que quizá explique que en una revista como Meridiano –como he comentado dirigida a lectoras más maduras y de clase media– no aparezca tanta fascinación por el «hombre atormentado». Sí me parece posible conjeturar que el amor fuera para muchas mujeres un anhelo de salir de la mediocre cotidianidad, como refleja incluso uno de los testimonios que recoge Martín Gaite (2001: 144) y que ella define como el anhelo de encontrar «un hombre distinto o que les hiciera creer que ellas eran distintas». Sin embargo, como hemos visto en el capítulo anterior, esta dedicación a las preocupaciones y carrera de la pareja era uno de los aspectos que había criticado María Laffitte al hablar de la imposibilidad de algunas mujeres de tener un proyecto propio, dedicando su vida al servicio del otro, a la carrera del compañero para, en cierta forma, vivir a través del otro sus propias aspiraciones. Otras fórmulas de amor que parecían apuntarse en alguna carta sugieren la sutil pluralidad del mundo afectivo e incluso llegaban a in-

23. Meridiano Femenino 1950, 5 (55): 59.

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dicar cierta transgresión para la época, como aquella que registraba relaciones con visos de triángulos amorosos. Bajo el seudónimo de Flor de Te, una lectora insinuaba en su carta complejidades que –tuvieran o no escenarios sexuales– no encajaban en la simplicidad, ingenuidad, higiene y disimulo del «gobierno del orden» que la Iglesia y el régimen predicaban en su dietética amorosa: Un matrimonio amigo mío me ha demostrado durante siete años un cariño sin límites hasta que han hecho nueva amistad con una chica que trabaja en la oficina del esposo y que ha sabido captarse todo el afecto que yo poseía. ¿Qué debo hacer? Hay el agravante de que una niña del matrimonio me quiere mucho y no sabe pasarse sin mí, y yo la correspondo.24

La compleja orquestación del amor Para las mujeres que escribían a los consultorios sentimentales no fue una preocupación la anatomía del amor como fue para los médicos tal y como hemos visto en el primer capítulo. Aunque ni el cerebro ni los genes o las hormonas fueran aspectos del cuerpo relacionados con la afectividad en las cartas, en canciones populares se recogía la creencia común en que el amor residía en el corazón. Así lo declara Carmen de Lirio, la artista del Paralelo catalán, cuyas memorias vengo citando, que nos confirma en su autobiografía esta vivencia del corazón: «La primera [fase del amor] era casi siempre el despertar y sentir la fuerza de esa divina válvula que se llama corazón y que dicen que regula los sentimientos» (2008: 186). Igualmente se identificaban las partes de la anatomía que encendían las pasiones: «Tu pelo moreno, tu boca, Tu cara de rosa y jazmín», como se decía en la copla «Mariquilla Bonita», que popularizó José Luis en 1959. Pero en los consultorios más que la localización del amor, el debate principal fue, sobre todo, la identificación y selección de pareja, desarrollándose un rico campo de saberes que, como avancé, voy a denominar la «orquestación del amor». Bajo este concepto agruparé los saberes y pericias necesarias en el proceso de elección del amado, las destrezas requeridas en la identificación del

24. Meridiano Femenino 1955, 10 (114): 320.

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amor –en ellas mismas o en sus parejas–, las habilidades precisas para la negociación del riesgo afectivo, para dejarse o no enamorar, los conocimientos para adquirir la distancia y ganar un grado suficiente de confort en las relaciones, así como las artes necesarias para alcanzar el olvido. La elección de la persona adecuada era –y es– una cuestión crucial en el amor para mujeres y hombres y, también, una preocupación para los médicos pues, como vimos en otro capítulo, en la década de los cuarenta se propuso aplicar planes eugenésicos para elegir la pareja que mejor permitiera alcanzar una mejora racial de la descendencia. Con posterioridad, diversas teorías psicológicas trataron de orientar la identificación hacia la búsqueda de la complementariedad de la pareja, aunque con la premisa de la inferioridad de las mujeres. En 1957, planteaba Mercedes, desde Barcelona, su escepticismo ante el amor romántico y, en concreto, a uno de sus componentes, el de la media naranja, que como es sabido sostiene la idea de que existe una única persona destinada a ser la pareja específica de cada individuo. Este escepticismo abría la puerta a la posibilidad de elegir entre varios enamorados y mostraba la colisión de valores que la inmersión en la sociedad de consumo provocaba en la España de la época.25 Algunas mujeres eran conscientes de cómo este contexto social había producido una nueva economía del deseo y una transformación de las propias subjetividades femeninas. Tal y como diagnosticaba, por ejemplo, Camelia, una chica de Bilbao, el exceso de «oferta femenina» había influido en una actitud masculina arrogante, y desbordados o fascinados por el exceso «no se molestan en buscar a la mujer que ellos desearían».26 Esta cuestión también suscitaba el problema de la rivalidad entre mujeres cuando algunos hombres producían triangulaciones amorosas. Aunque no hay muchos testimonios donde se ponga de manifiesto esta cuestión, algunos indican que en los consejos no se incitaba a fomentar el estereotipo de la rivalidad entre mujeres y se promovía, más bien, la lealtad entre las amigas.27

25. Sobre el impacto histórico de los procesos económicos en la afectividad pueden verse los trabajos de Pinch (1995), Blum (2005), Bauman (2003) Morcillo (2000), Spurlock y Magistro (1998) y Laqueur (2003) 26. Meridiano Femenino 1950, 6: 39 27. Meridiano Femenino 1946 (junio): s. p.

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La autoconciencia de poder elegir, al descomponerse el mito de la media naranja, puede interpretarse como una transformación de la emotividad en el contexto del avance de la sociedad de consumo y puede que tuviera consecuencias subjetivas importantes al tomar las mujeres conciencia de la necesidad de definir su deseo para poder elegir. Testimonios como los de E. C. muestran la nitidez con la que en ocasiones las mujeres expresaban sus deseos, frente a los estereotipos femeninos de la inseguridad, la incertidumbre o la pasividad de las mujeres: «Yo trato mucha gente y tengo mil ocasiones de encontrar la felicidad en un amor más seguro y menos complicado, pero [le] quiero a él». En otro caso, Mercedes preguntaba por la posibilidad de esperar a un tercer candidato, pues por ninguno de los dos enamorados previos se «sentía particularmente atraída». Pero, a la vez que asumía la libertad de elegir, también mostraba el peso emocional que ejercía la expectativa romántica: «Los matrimonios por amor son un premio gordo de la lotería y no podemos pedirle demasiado a la vida».28 Versiones más dramáticas y menos «modernas» de estos deseos por más de un candidato a ser pareja las habían popularizado Estrellita Castro y Concha Piquer en canciones como «La Lirio», indicando la pervivencia de varios registros culturales en la sentimentalidad de la época. Los más pasionales parecían identificarse con Andalucía, un territorio cuya identidad había sido fuertemente «orientalizada» o exotizada por el franquismo, convirtiéndola tanto en núcleo como en mofa de «lo español» (Washabaugh 2005). «La Lirio» –escrita en 1944 por Rafael de León, José Antonio Ochaíta y Manuel Quiroga, una de las canciones que logró más recaudación en la España de la época (Vázquez Montalbán 2000)– hablaba del tormento de una mujer andaluza «fatalmente» enamorada de otro que no era su novio oficial. La letra entremezclaba la versión romántica y novelesca del amor como un hechizo –descrita con una sensualidad muy del sur («Y de ‘Cai’ a Almería, con voz ronca de aguardiente, canta la marinería») y con cierto orientalismo («Dicen que fue un bebedizo de menta y ajonjolí, que fue una noche de luna»)–, con una mención solapada de un inicial encuentro con un indiano conocido a través de una transacción carnal («Un hombre vino de Cuba, y a La Bizcocha ha pagado cincuenta mo-

28. Meridiano Femenino 1957, 12 (139): 63.

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nedas de oro por aquel lirio morado») y la vivencia trágica del amor por dos hombres como un sentimiento atormentado, La Lirio tiene, tiene una pena La Lirio, y se le han puesto las sienes «moraitas» de martirio. Se dice si es por un hombre, se dice que si es por dos; pero la verdad del cuento ¡ay, Señor de los tormentos!, la saben La Lirio y Dios.

En la siguiente década, las canciones más oídas contaban algunas historias algo diferentes, sobre todo al mostrar la pasión de las mujeres. En «La niña de fuego» (escrita por Antonio Quintero, Rafael de León y Manuel Quiroga), otro éxito de la época interpretado, por ejemplo, por una Lolita Torres vestida de traje campero corto que incluye el pantalón –bastante inusual entre las folclóricas y flamencas de la época–,29 un hombre ofrecía su amparo a la pasión culposa de la niña de fuego («Dentro de mi alma yo tengo una fuente pa’ que tu culpita se incline a beber»). Más que como príncipe azul, el pretendiente se presentaba como un salvador de la niña («Te ofrezco la salvación. El cariño es ciego. Soy un hombre bueno que te compadece»), que se anunciaba con el halo romántico de la «buenaventura» («La Luna te besa tus lagrimas puras como una promesa de buenaventura»). En 1958, «El cordón de mi corpiño», de Salvador Guerrero y Carlos Castellanos, que cantaba Antoñita Moreno y que consiguió la recaudación más alta en derechos de autor de la época, también exhibía sin tapujos el deseo de las mujeres («¡Ay!, ¡ay!, ¡ay!, cuando tu besas mi boca. ¡Ay!, ¡ay!, ¡ay!, yo por ti me vuelvo loca») y, a la vez, reflejaba el significado moral de la «entrega» sexual para muchas chicas de aquella generación («Si tú quieres el cordón, tijeras te traigo aquí, pa’ que

29. Concha Buika ha hecho una versión reciente donde la salvación la proporciona otra mujer: «Mujer, que siente y padece te ofrezco la salvación, te ofrezco la salvación y el cariño ciego de una mujer buena que te compadece, dentro de mi alma yo tengo una fuente para que tu culpa se incline a beber». Puede verse la versión interpretada por Lolita Torres en .

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cortes el corpiño, mi niño, que no lo puedes sufrir»). La canción hacía de vehículo del marco moral de la época y de advertencia sobre los estrechos márgenes que permitía a la subjetividad femenina. Así, como canta Antoñita Moreno se estaba dispuesta a ofrecer la cesión sexual, pero solo como señal de entrega total y otorgándole el significado de que entregarse suponía, para las mujeres, exponerse a la extrema vulnerabilidad, hasta el punto de que, una vez realizada la entrega, era posible sentir no ser nadie sin el otro, perder toda sensación de ser para una misma («no me dejes vida mía. ¡Ay!, ¡ay!, ¡ay!, que sin ti no sé que haría»). Pero en los consultorios, las fogosidades amorosas se trataban de manera más liviana y, en muchas ocasiones, con cierto sentido práctico alejado de los dramas y pasiones que remitían a un mundo sentimental más tradicional o, incluso decimonónico, que parecía reflejarse en las canciones. Isabel, la consejera de la revista, proponía, por ejemplo, fórmulas afectivas para desprenderse de la expectativa de encontrar la media naranja y negociar así el desencanto. Al mito romántico estaba bien darle un tiempo, el de la juventud y, luego, se trataría de hacer elecciones racionales aunque sugería mantener una ligera esperanza sobre la aparición del posible príncipe azul: «El soñar con un verdadero amor a los cuarenta, es menos insensato que renunciar a él a los veinte». Carmina, de Zaragoza, fue una de las consultantes que quizás mejor expresó la existencia de recetas afectivas más livianas, más próximas a la amistad que al enamoramiento y alejadas, por tanto, del dramatismo romántico. Esas maneras menos comprometidas de relación que denominaba la consejera «amistad amorosa» o flirt, eran una especie de estados amorosos intermedios que no debían durar demasiado –si no evolucionaban hacia el amor– y que se definían como una «mezcla de coquetería, ingenio, simpatía, alguna confidencia y unas gotitas de ternura». Sin embargo, la consultora, paralelamente, recalcaba la dificultad de las mujeres para permanecer en esos estados intermedios o «climas amistosos» y, recurriendo a repertorios más dramáticos del juego amoroso, señalaba que esta dificultad para el flirt se debía a que las mujeres percibían como humillante el fracaso en la conquista pues, podríamos decir, ponían en juego su feminidad.30

30. Meridiano Femenino 1950, 8: 123.

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El derrumbe de la quimera de la «media naranja» tenía también otras implicaciones para la búsqueda e identificación del amor. Si el amor no era eso súbito, «caído del cielo» y claramente identificable que definía la ideología del amor romántico («el amor a primera vista», «el flechazo de cupido») y que se repetía en canciones, novelas y diversas representaciones culturales, incluyendo la idea científica de que su fuerza atractiva residía en los mismos genes, entonces ¿cómo identificar a quien se ama?, ¿cómo vencer la incertidumbre emocional? Y, más en la práctica, ¿cómo desvelar que se estaba enamorada? La consejera era con frecuencia escéptica sobre el ideal del amor a primera vista. Así se lo hizo saber a M. G., una chica de Alcañiz que preguntaba: «¿Cómo he de hacer para conquistar a un muchacho que me gusta y del que me he enamorado, aunque nunca he cambiado con él una palabra?». En su respuesta le cuestionaba la posibilidad de enamorarse de alguien que no conocía y le recomendaba «sensatez […] si no quiere ser una desgraciada».31 Quizá bajo la influencia del gusto por el cine en la España de la época, las mujeres plantearon la importancia de la mirada como una herramienta esencial en la identificación del amor. Una importancia a la que la Psicología Cognitiva contemporánea ha dado estatus científico al enfatizar su valor para la comunicación social y que también han subrayado algunos estudios históricos sobre otras culturas sexuales.32 En la época, las canciones también resaltaron la utilidad de la mirada, la forma más frecuente de identificación del amor como herramienta de comunicación no verbal y en cuya capacidad de notificar el mensaje amoroso destacaba la concisión y precisión. Así se resumía certeramente su utilidad en «Un telegrama», canción compuesta por los hermanos García Segura, con la que Monna Bell obtuvo el premio del Festival de la Canción Española de Benidorm de 1959: Antes de que tus labios me confirmaran que me querías, ya lo sabía, ya lo sabía; porque con la mirada tú me pusiste un telegrama, que me decía, que me decía:

31. Meridiano Femenino 1952, 7: 63. 32. Véanse al respecto los trabajos de Mason, Tatkow, Macrae (2005) desde la Psicología social y los de Bech (1997) y Turner (2003) sobre otras culturas sexuales.

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destino: tu corazón domicilio: cerca del cielo, remitente: mis ojos son, texto: te quiero, te quiero.

La reiterada presentación de la identificación del amor como un problema puede interpretarse como una respuesta de las mujeres a las claves sociales tradicionales. En una sociedad donde el juego de las iniciativas se dirimía según las reglas del patriarcado que censuraba el empuje en las mujeres, la identificación del amor era importante realizarla a través de medios no explícitos. Mujeres como Gabriela, conocían bien las reglas del juego: «Yo le quiero. Él no me dice nada, pero se contenta con mirarme. ¿Puedo decirle que estoy enamorada de él? Estoy segura de que nunca dará el primer paso, porque es muy tímido. Por otra parte, ya sé que no es a mí a quien corresponde hacerlo».33 Las canciones certificaban la utilidad de la mirada de ellas para arrancar la reacción de los varones, que quedaban como artífices del galanteo. Véase si no cómo se expresaba esta idea de arrancar el deseo del varón con una, en apariencia mínima, gestualidad de ella, en la canción «Tres veces guapa» (Laredo 1950): «Cuando me miras morena, de adentro del alma, un grito me escapa, para decirte muy fuerte, ¡guapa, guapa y guapa!». La correcta interpretación del significado de la mirada muestra la sutil percepción que requería la experiencia del primer contacto amoroso y la práctica empírica necesaria para usarla con precisión y superar la incertidumbre, como indicaba María Luisa en su carta: «sus miradas no van de acuerdo con su modo de obrar. Unas veces me mira todo el tiempo y está tan “tierno” que parece que va a declararse; en cambio, en otras ocasiones ni se fija en mí. No sé qué pensar».34 O las dudas de otras consultantes, como Tomasita: «siempre que estoy con él me parece ver amor en sus ojos. Pero, ¿estaré equivocada?».35 La consejera Isabel, en ocasiones, reconocía el valor de las miradas para la identificación del amor, como en el caso de Graciela, donde a pesar de que el chico le había manifestado claramente que sentía «simple amis-

33. Meridiano Femenino 1957, 12 (138): 64. 34. Meridiano Femenino 1952, 7 (70): 58. 35. Meridiano Femenino 1955, 10 (114): 190.

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tad», la empujó a confiar en la experiencia de su propia práctica identificativa: «No hay mejor “radar” que un corazón enamorado, ni más elocuente mensaje amoroso que el transmitido a través de las miradas y los silencios de dos seres puestos en una atmósfera de reciprocidad y comprensión».36 Si la interpretación de la mirada del otro requería precisión y cautela en la traducción de su significado, la respuesta exigía filigranas para no violentar el código normativo amoroso y la clave de sumisión para las mujeres. Como recordaba la consejera Isabel a las chicas universitarias: «No rehuyáis su mirada, pero no la busquéis tampoco», igualmente en el trato intelectual se trataba de que «estimulado por vuestra presencia trabaje mejor. Y si conseguís destacar sobre ellos en clase, aceptad vuestra victoria sin jactancia y hacérsela olvidar con dulzura y simpatía».37 En este código, emprender cualquier acción tras la interpretación de la mirada constituía una prohibición, como recordaba la consejera a Julita Carrasco, en 1955, ante la «emoción especial» que decía sentir por un chico al que casualmente veía por la calle y con quien entrecruzan miradas y quería dirigirse abiertamente: «Vamos, vamos, modere sus ímpetus. No le conoce, no sabe de él una palabra […] El dirigirle la palabra estaría completamente fuera de lo conveniente».38 Utilizar códigos no verbales en el diagnóstico del amor era una fuente de incertidumbre por los numerosos falsos positivos o negativos que podía acarrear un uso incorrecto de la técnica de desciframiento. Según fue exponiendo la asesora Isabel, la identificación se basaba en signos indirectos, como el azoramiento o la torpeza frente a la persona amada, de lo que se desprende la fragilidad de la técnica.39 Por eso se advirtió de los riesgos de una «sobreidentificación», es decir, de la falta de especificidad en la técnica de identificación, lo que la consejera denominó, en 1957, como ver «amor por todas partes». Manuela, que consultaba sus vacilaciones en identificar si se trataba o no de amor lo que sentía por ella un chico que le prestaba bastante atención invitándola al cine, a bailar o enviando algún regalo, sin pasar de estas mani-

36. 37. 38. 39.

Meridiano Femenino 1957, 12 (132): 62. Meridiano Femenino 1952, 7 (70): 30. Meridiano Femenino 1955, 10 (114): 256. Meridiano Femenino 1951, 6: 131.

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festaciones, recibió una clara respuesta: «No debe usted hacer nada, nada en absoluto. Pero no se puede ver amor en todas partes porque se expone una a grandes desencantos. Si este chico no le ha dicho nada es seguramente porque nada tiene que decirle. Sea amable con él, pero trátele como a los demás, sin concederle demasiada importancia»40. Para estos casos, Isabel, la consejera, remitía al reino de la «realidad» que proporciona la palabra. De manera que ante la incertidumbre solo debía identificarse como cierto lo que se había formulado de forma explícita y advertía de la dificultad de traducción de lo que no es dicho y el riesgo de «forjarse ilusiones sin verdadero motivo».41 Sin embargo, en otras ocasiones, la asesora animaba a algunas mujeres –como Gabriela, de Málaga, o Marieta, de Madrid–, que consultaron sobre la utilidad de insistir en el acercamiento amoroso, a tomar la iniciativa cuando el partenaire era tímido, aunque sin extralimitarse para encajar en el formato social («sin lanzarse al cuello»). Incluso llegó a desarrollar con detalle toda una sutil estrategia en tres fases para emprender una acción que encajara en el código social y, aunque partiendo de la acción de las mujeres, provocara la reacción del otro simulando que la iniciativa provenía del varón. Las fases de la estrategia eran: 1) obligarle a verla, 2) a volverla a ver, 3) a hablarle: Si está segura de que él la quiere y de que no se lanzará a decírselo, haga usted los avances, pero con cautela. La técnica es sencilla. Se trata de animarle: 1º a verla; demostrando alegría al encontrarle e invitándole sin evitarle, como, por ejemplo: «El jueves voy a ver tal película, si estás libre me gustaría que vinieras. No por nada, ¿sabes?; pero se ven tan estupendamente las películas contigo». 2ª A volverla a ver; no separándose nunca de él sin quedar citada para la próxima salida (Esto es muy importante para los tímidos). 3ª A hablarla; escuchando con interés todo lo que diga, pidiéndole su opinión sobre esto o aquello, sobre la cosecha de cereales, sobre las chicas en general, sobre usted en particular, sobre él mismo…42

Los términos utilizados en su descripción: telegramas, radar o «técnicas» no solo indicarían un contexto social más moderno y tecnificado, sino la percepción de que el acercamiento era necesario manejarlo 40. Meridiano Femenino 1957, 12 (135): 64. 41. Meridiano Femenino 1955, 10 (114): 190. 42. Meridiano Femenino 1957, 12 (138): 64 y 1957, 12 (138): 63.

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con destreza, como si se tratara de un complejo proceso tecnológico. Esta fineza en los procesos de identificación, además de una manera de flexibilizar los códigos normativos, también puede interpretarse, como un conocimiento crucial desarrollado para una mejor gestión del riesgo y, por tanto, del sufrimiento. Esta percepción del amor como un locus de riesgo era explícita en la orientadora, quien recordaba a sus lectoras que quien quiere sosiego ha de alejarse del amor y, citando a Stendhal, en una ocasión recordaba: «El amor es una flor bellísima, pero es preciso tener el valor de recogerla al borde de un precipicio espantoso». Como demuestra este testimonio de Teresa, una chica de Barcelona, de clase social acomodada, el riesgo de no diagnosticar correctamente la mirada amorosa era la decepción o la amargura y un sufrimiento que se revolvía contra otras mujeres aunque estuviera causada por encontrarse con una realidad frustrante y contraria a la diagnosticada: «acaba de prometerse con una insignificante mecanógrafa […] Estoy segura que no podrá hacerle feliz [...] no puede tratarse más que de una terquedad suya que hará su desgracia y la mía».43 Es decir, que el riesgo también era parte de la incertidumbre frente al final esperado, el matrimonio, algo que en las cartas se expresaba en términos de «amor sin garantías», «tengan la valentía de quererse a la vista de todos y corriendo todos los riesgos, pero con la esperanza de que este amor sea el definitivo».44 La identificación precisa y la capacidad de valorar el riesgo que se estaba dispuesta a asumir eran claves importantes cuando se cuestionaban otros elementos que componen la ideología del amor romántico, la idea del «amor ciego» o de que «el amor cambia a las personas». Isabel, que en unas ocasiones alimentaba el romanticismo, en otras advertía sutilmente de la falsedad de estos componentes de la ideología amorosa. Por eso, ante una consulta de Mari Lourdes, de Zarauz, sobre sus dudas respecto a poder cambiar el egoísmo de su novio, la orientadora fue taxativa: «Ha de quererle tal y como es, y sin hacerse demasiadas ilusiones de que podrá cambiarle a su gusto».45 Es importante enfatizar que para desarrollar las tácticas de orquestación del amor, en la década de los cincuenta, consultoras y consejeras 43. Meridiano Femenino 1959, 14 (160): 95. 44. Meridiano Femenino 1957, 12 (132): 63. 45. Meridiano Femenino 1955, 10 (111): 384.

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reconceptualizaron la idea tradicional de enamoramiento. En lugar de entender el amor como algo externo que se cierne de manera inevitable arrebatándonos y quitándonos el control –como un rapto o una infección–, en el debate de los consultorios se descubría una forma de percibirlo alejada de ese mito tradicional de la intervención de Cupido y que proclamaban canciones como «El flechazo» de Carmen Reyes, El flechazo del amor lo recibí una mañana sin palabras y sin besos solo fue con la mirada. Mi corazón quedó preso igualito que mi alma.

Algunas mujeres recuerdan hoy esta manera de iniciación en el amor como un «flechazo», un «amor ciego», como comenta María Garrucho Acien en su testimonio depositado en el Archivo de la Experiencia. María testifica su versión catastrófica del encuentro con el amor, «el calvario» que supuso esa forma de enamoramiento a sus 16 años («Lo quería tanto que ya parecía que no quería a mi abuela, a mi madre ni a mis hermanos. El no me correspondía, me trataba mal, se iba a los bailes, me dejaba llorando…»).46 Otras mujeres, sin embargo, no aplican en su relato de vida esta narración tan dramática del flechazo. Tal es el caso de Mercè Massip Baró, quien rememora su experiencia sobre su pronta percepción cognitiva («presentimiento»), tras una tarde de baile y conversación, de que con el chico que luego fue su esposo «llegaría a algún sitio». Frente a estas versiones, más o menos dramáticas, pero que participan de ciertos componentes del amor romántico como el «amor ciego» o el destino fatal del amor («algo contra lo que no se puede luchar»),47 para otras mujeres que consultaban las revistas femeninas, enamorarse parecía consistir más bien en algo (energía, espíritu… amor) que podía manejarse a discreción. Tener conciencia de la posibilidad de

46. Testimonio de María Garrucho Acién. Archivo de la experiencia . 47. Respuesta de Silvia Valdomar a María F. en la sección «Tu problema», publicada en Sissi 1958, 1: 21.

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orquestación amorosa no solo implicaba dejarse o no enamorar, sino decir que no, «dar calabazas». Para gestionar la incertidumbre («me habla de amor, me dice que me quiere, pero no formaliza el noviazgo», como planteaba Amada desde Bilbao) la asesora proponía el autocontrol, el no dejarse enamorar frente al «nadar y guardar la ropa» del otro, y no permitirle «expansiones cariñosas», incluso hacer explícito al otro el deseo de no querer «colarse», a la vez que encomendarse a San Antonio.48 Esa capacidad de manejar con una cierta voluntad el enamoramiento se mostraba también como un remedio de eficacia prometedora en los «amores no correspondidos», casos en los que la consejera animaba a reconocer la posibilidad de poder dejar de pensar en el otro, quitárselo de la cabeza y dejar de idealizarlo.49 No fue un hecho infrecuente que lectoras como Julia Patiño, Carmen de San Sebastián y E. C. comentaran en sus consultas de 1950, 1955 y 195750 su conciencia de electoras, su autonomía en la decisión o incluso sus rupturas y búsquedas activas, ante la indecisión del partenaire. Incluso se insistía en otras formulaciones de la relación menos comprometidas como en el caso de Marilena («siga saliendo con él, aun sin ser novia suya, pero no le consienta escenas de celos», 1953), o Julita L. que, desde Burgos, definía el estado «tener un plan» como una relación poco comprometida (en la que «el hombre se enamora y a nada se compromete», o no se es «oficialmente novios»), pero que, a la vez, a ella también se le abría la posibilidad de otros encuentros («El ahora está en el extranjero. Entre tanto he conocido otro chico y temo que esté enamorado de mí. Yo no deseo en absoluto que esto suceda y no hago nada para animarle, pero él ha venido a vivir aquí hace poco y, como no conoce a casi nadie, siempre se acerca a mí y va conmigo»).51 Las mujeres no concebían el amor desde la óptica y el dilema de si se iniciaba en el soma o si era la psique su detonante, tal y como se planteó en las polémicas científicas que vimos en el primer capítulo. En estos debates amorosos que aparecían en las cartas publicadas en los consultorios se planteaba el amor como una energía propia que podría orquestarse mediante diversos procedimientos, manifestando

48. 49. 50. 51.

Meridiano Femenino 1953, 8 (90): 205-206. Meridiano Femenino 1952, 7 (71): 122. Meridiano Femenino 1950, 5: 414; 1955, 10 (114): 254; 1957, 12 (132): 63. Meridiano Femenino 1957, 12 (137): 61.

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la conciencia de electoras, de mujeres con deseos y, además, de autorregulación. Pero, además, había otra concepción subyacente que no se formulaba en términos de sumisión y sometimiento sino, más bien, en términos de intersubjetividad. Me refiero a que el amor también estaba presente en la percepción de las mujeres de la época como un acercamiento al otro, una distancia o camino que hay que recorrer con precaución para evitar perderse en vericuetos sin salida y de difícil retorno. Así se recogía en canciones que se cantaban en la época, como puede observarse en el hermoso fandango que Gracia de Triana cantaba en la película Malvaloca (Marquina 1942):52 Sin concederle importancia Empecé a quererte un día Sin concederle importancia Y cuando olvidarte quería Fue tan grande la distancia que ya no lo conseguía.

La distancia, entendida en el amor como todo el proceso y sutil tensión entre acercamiento y separación con el que se tejen las relaciones entre dos personas, es una de las ideas claves sobre las que reflexionaban las mujeres en cartas y respuestas. Curiosamente, se trata de una cuestión que ha sido teorizada recientemente por Luce Irigaray (2002: 57), quien considera la distancia una cuestión esencial para mantener, en un estado saludable, las relaciones afectivas. Según esta autora, sería crucial en el amor «no reducir al otro a un objeto de uno mismo» para poder establecer un verdadero diálogo ínter-subjetivo y un grado razonable de confort emocional. Deborah Thien (2005) también plantea esta cuestión de la intimidad en términos espaciales y propone, en lugar del modelo contemporáneo de la intimidad como proximidad total, donde no queda espacio para el entre-dos, un modelo elástico que incorpore también la distancia en la intimidad. Barthes también ha sugerido varias formas de poner en juego la distancia amorosa: perderse en el otro (1991: 55), no asir al otro (ibíd.: 204) o la fatiga del otro (ibíd.: 134). Precisamente lo que parece subrayarse en el fandango es el

52. Alguna información biográfica sobre la cantaora Gracia de Triana puede verse en .

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amor como una proximidad límite y la advertencia de que esta fusión puede llegar a ser la fuente del sufrimiento. Esta cuestión de la distancia apareció en las consultas en formas diversas. Por ejemplo, proporcionando procedimientos para lograr el olvido, o planteando que la proximidad (la intimidad o la cotidianidad) aportaba una visión del otro que la distancia podía transformar. Como si separarse fuera, como decía la consultora de Meridiano Femenino, un «papel de celofán» en el sentido de algo que cubre al otro «endulzando» su recuerdo.53 En otros casos se reflexionaba sobre los requerimientos de la proximidad física para la puesta en práctica del amor o la utilidad del alejamiento para ponerlo a prueba y evidenciar su fiabilidad («Porque si de verdad la quiere no podrá olvidarla, por lejos que viva, esté segura»).54 El olvido, la distancia afectiva extrema como respuesta a la imposibilidad de establecer la comunicación, podía caer fuera de la jurisdicción administrativa, como advertía la consejera: «El amor y el olvido no depende de nuestra voluntad», enfrentándonos así a ciertos límites en la capacidad de orquestación emocional pues no parecía haber fórmulas definitivas «para administrarlo a gusto»55. Sin embargo, también advertía que un mayor grado de conciencia sobre la capacidad de intervenir en nuestras propias emociones también abría la posibilidad de una conducta más activa para la resolución de los problemas que pasaba por un descreimiento del amor como un destino irrevocable: «Nadie es tan dueña de sus sentimientos como para querer y olvidar cuando más le convenga. Pero hay muchos medios de ayudarse a conseguirlo. El primero es no obsesionarse con la idea de que era su gran amor». El segundo, no idealizar el «bien perdido». Con un lenguaje propio, no psicologizado, la consejera contribuía a reconocer y darle sentido a la herida emocional que suponía el rechazo amoroso. Aunque hoy hablaríamos de autoestima o narcisismo, en la época se hablaba del dolor causado por la «humillación» y de «amor propio lastimado». En estos casos, la consejera planteaba el gobierno de la distancia como un procedimiento para aminorar el sufrimiento y proponía conductas activas para afrontarlo: «distraerse, conocer otros

53. Meridiano Femenino 1950, 5 (60): 414. 54. Respuesta de Silvia Valdomar a María F. en la sección “Tu problema”, publicada en Sissi 1958, 1: 10. 55. Meridiano Femenino 1951, 6: 131.

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chicos, moverse en un ambiente distinto al que con él frecuentaba». Entendido el amor como un afecto recíproco –más que como una ceguera de los «instintos» que planteaban algunos médicos– el olvido, consecuentemente, vendría por sí mismo como corolario de la falta de correspondencia («el amor necesita de correspondencia para mantenerse») y por la fuerza que proporcionaba la «dignidad de mujer».56 La orquestación del amor también incluía aspectos más prácticos de las relaciones amorosas en los que algunas mujeres también mostraban su interés por dirigir su vida y planificar el tipo de relación. El formato del noviazgo fue un motivo de consulta habitual donde abordar aspectos como la mayor o menor independencia en relación a la familia, los espacios adecuados para estar juntos, las actividades y entretenimientos a compartir o incluso la gestualidad amorosa permitida. En estos temas quedaba claramente reflejada la influencia de la clase social en la forma que adquiría el noviazgo y, claro está, en la elección. María Luisa, de Barcelona, consultó sobre el dilema de aceptar la petición del novio de trasladarse a vivir a Marruecos, donde había recibido una oferta de trabajo o la de quedarse junto a su madre para quien ella suponía su principal apoyo afectivo.57 Carmen, por ejemplo, se declaraba una persona de «gustos sencillos» y aunque deseaba mayor independencia de la familia, pues a raíz de que el novio había decidido reducir gastos en teatros, cines o cenas, pasaban sus horas de relación encerrados en la casa familiar.58 En otros casos, la consejera incluso recomendaba aliviar el estricto modelo de «guardar las ausencias» cuando los novios viajaban y del que algunas chicas, como Isabella, se quejaban, y aun alabando la lealtad de la chica, le recomendaba: «de ningún modo debe recluirse en casa», aunque no saliera con otros chicos.59 En otras, sin embargo, aparecía la severidad de las normas sobre el contacto físico y la revista aceptaba también esta dimensión normativa de las relaciones. La similitud en la clase social también parecía importante, pues como le recordaba la consejera a Picolina: «El amor resiste mal las privaciones y escaseces».60 La re-

56. 57. 58. 59. 60.

Meridiano Femenino 1952, 7 (71): 122. Meridiano Femenino 1953, 8 (92): 349-350. Meridiano Femenino 1955, 10 (106):128. Meridiano Femenino 1958, 13 (141): 94. Meridiano Femenino 1952, 7 (76): 62.

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vista también ofrecía secciones específicas donde se pormenorizaban los códigos y normas del florido protocolo del noviazgo y casamiento tal y como se desarrollaba dentro del encorsetado sector social de la burguesía y que el consumismo, incipiente en la época, había dotado de mayor variedad. Se incidía en cuestiones tan diversas como el protocolo de visita de la novia a casa del novio, el manejo de los regalos y la conveniencia de la devolución tras la ruptura, las clases de regalos según el tipo de relación, la petición de mano con minuciosa descripción del modelo de sortija de compromiso o las características de la celebración e invitados, los protocolos de capitulación matrimonial de propiedades, las diferencias regionales en relación al ajuar, padrinos, trajes, anillos, guantes de ceremonia, etc.61 Pero, también, en algunas cartas se pormenorizaba sobre los rituales de galanteo y la etiqueta en el baile, uno de los medios principales de socialización y encuentro en la época, entrándose incluso en las formalidades cuando a una chica, a pesar de estar acompañada, se le pedía un baile o en los rituales de encuentro entre las familias de los novios.62 Sin embargo, la exhaustiva descripción de los códigos de conducta no parecía contribuir a profundizar en la calidad de las relaciones y, según algunos relatos, predominaba una profunda incomunicación en algunas parejas, incluso tras años de noviazgo, y parecía más frecuente la formalidad que el encuentro afectivo. Así se desprende de la consulta que hacía Luchi, de Tenerife, quien tras siete años de relación no encontraba en el novio la disposición al matrimonio que ella esperaba. La consejera planteaba la necesidad de facilitar la intimidad mediante el diálogo. Hablar, decía, «supone conocerse», algo necesario para lograr la felicidad y evitar, si llegaban a casarse, «encontrarse unida a un desconocido».63 Esta dificultad de comunicación preocupaba también a los varones como en alguna consulta se puso de manifiesto. En 1955 escribía un varón «desesperado» preguntándose por lo «irritable» que estaba su esposa hasta el punto de despertar sus celos tras seis años de matrimonio. En los consejos se insistía en la importancia de comunicarse, indagar sobre los deseos de la otra persona («¿Se ha ocupado de ella hasta ahora como debería? ») y se subrayaba la fragilidad del amor 61. Meridiano Femenino 1953, 8 (85):285-286. 62. Meridiano Femenino 1957, 12 (133):64 y 1957, 12 (135): 61 63. Meridiano Femenino 1953, 8 (85): 273-274.

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y la necesidad de cuidarlo para mantenerlo, distraer a su pareja, estar atento y cariñoso e, incluso, propiciar los momentos de intimidad de un viaje.64

Reflexiones finales En este capítulo he mostrado la importancia del conocimiento cultural sobre el amor elaborado en espacios textuales desautorizados, como los consultorios amorosos escritos por las mujeres o las canciones. He tratado de transformarlos en «yacimientos de conocimiento», es decir, lugares de producción de saberes relevantes para la vida cotidiana donde se planteaban cuestiones similares a las que médicos y psiquiatras analizaban, aunque con una óptica muy diferente. También he mostrado que, en estos años, la cultura del amor era más heterogénea que lo que cabría esperar si nos acercamos solo al discurso mas emparentado con el régimen. Hemos visto la existencia de varios registros o contextos emocionales conviviendo, en gran medida reflejo de las sutiles y elaboradas negociaciones diarias que muchas mujeres llevaron a cabo frente al compacto modelo de «la mujer madre y esposa» que proclamaba el discurso nacional-católico y que en parte también fue asumido. Pero, sobre todo, las mujeres jóvenes de clase media, en estas décadas del franquismo, realizaron una notable aportación al conocimiento afectivo en lo que he llamado «orquestación del amor». Desde una concepción del amor que, por una parte, ponía el énfasis en que el foco de producción procedía de ellas mismas y, a la vez, defendía que enamorarse era un proceso entre dos, se generaron saberes diversos que contestaban las ideas deterministas del amor como un destino inevitable que la ciencia de la época transmitía. Con estos conocimientos no solo trataron de resistir al mito del amor romántico al que se recurría para zanjar con simpleza la complejidad de los afectos e inculcar un ideal dócil de feminidad. También se produjeron ideas y prácticas necesarias en el proceso de identificar el amor, seleccionar a la persona amada, negociar el riesgo del sufrimiento, desarrollar capacidades

64. Meridiano Femenino 1955, 10 (117): 383.

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para aceptar o rechazar el enamorarse o habilidades para adquirir la distancia adecuada y recuperar el confort emocional. Este proceso no fue unívoco y, en la micropolítica del amor, las mujeres de clase media que escribían a los consultorios a la vez que resistían también parecían claudicar a los mandatos tradicionales, alejándose de modelos más liberales que procedían de la modernidad y de representaciones propiciadas por la incipiente sociedad de consumo y del espectáculo o, probablemente también, de la memoria de modelos menos represivos de las décadas anteriores a la Guerra Civil. A lo largo de este libro he tratado de argumentar que son necesarios cambios en nuestras propias metodologías en el oficio de hacer historia para poder plantear con simetría la producción de conocimiento emocional sin que esto suponga olvidar las estrategias del poder. La ciencia formó parte de la cultura afectiva de la época y entró en diálogo con otros saberes formulados desde la obra de la feminista Laffitte y las cartas escritas por muchas mujeres y las canciones de la época. Estos saberes se interpelaron mutuamente, aunque los objetivos que perseguían fueran diametralmente opuestos. Creo que es necesario incorporar estos conocimientos, considerados tradicionalmente subalternos o desautorizados, si queremos construir unas ciencias del amor más profundas y comprehensivas, sobre todo si pretendemos que el amor sexual deje de ser una estrategia de dominación y contar también nuestras historias más allá de la opresión. Mi trabajo ha consistido, precisamente, en poderle atribuir a las mujeres una concepción propia sobre sus sentimientos en lugar de escribir su historia como objetos pasivos de los tentáculos del franquismo. Es cierto que para ello he realizado una tarea de, digamos, traducción y elaboración, con la que he rescatado su sabiduría y he tratado de nivelar su valor cultural con el de los saberes considerados «científicos». En este sentido no he escrito solo con el ánimo de hacer una etnografía del pasado emocional, como si de un lugar exótico se tratara, sino más bien entendiendo el pasado como un lugar en el que excavar para comprender mejor cuestiones relevantes para nuestro presente. Espero haber conseguido convencer a lectoras y lectores de que las aportaciones contenidas en cartas, recuerdos y canciones son mucho más reveladoras y notables que las que contenían los libros y artículos científicos de la época. Así, mientras que los médicos trataban de es-

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tablecer las bases biológicas de la predestinación amorosa, las mujeres parecían recorrer el camino contrario, concibiendo progresivamente el amor como una fuerza manejable en lugar de un destino inevitable. Sin embargo, esta concepción menos predestinada del amor también podía verse con preocupación tal y como reflejaba una traducción publicada en 1946 en Meridiano Femenino y procedente del Ladies Home Journal donde se decía: […] como si el amor fuese un hecho del carácter más que una inevitable fuerza exterior. Si el amor es psíquico más que algo que le ocurre a una, entonces el enamorarse o no, no tiene nada que ver con los hombres que se encuentra una ni con el número de éstos.65

Las ventajas de esta concepción amorosa fueron notorias, pues, visto así, el amor no era solo ese destino inevitable, patente en las teorías más biológicas de las emociones, sino que, además, se alumbraba, también, una manera de entender al «sujeto femenino» como agente de sus acciones y consciente de sus propios deseos. Es decir, implicaba tomar consciencia de la importancia que adquiría asumirse como sujetos, y requería la capacidad de acción e intervención de las mujeres en sus propias vidas para poder orquestar el amor con el objetivo de establecer relaciones más recíprocas e iguales en lugar de complementarias y subyugadas. Frente al modelo de la complementariedad que planteaba el amor en términos de la fusión de dos en uno, y donde ella representaría un complemento al servicio del varón, y él la mitad superior complemento de la inferioridad femenina, el modelo recíproco sugería la existencia de un espacio, un recorrido entre dos personas en el que la intimidad amorosa sería el resultado de un creativo juego elástico de proximidad y lejanía.

65. «¿Qué es esa cosa que se llama amor?», Meridiano Femenino 1946: 518-522.

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A ABC, 79, 151 aborto, 55 Academia Breve de Arte, 169 Acción Católica, 214, 166 Actas Luso Españolas de Neurología y Psiquiatría, 124, 131 Adler, Alfred, 89, 90, 96, 97, 175 ADN, 45 afectividad, 20, 26, 28, 29, 29, 49, 53, 69, 205, 206, 219, 220 agencia (histórica), 78, 161, 177 agnodicia, 173 Ainsworth, Mary, 122 Alcañiz, 224 alegría, 97, 109, 182, 227 Alispach, Walter, 52 alma femenina, 40, 68 Álvarez de Linera, Antonio, 52 Álvarez, Lilí, 21, 195, 196 amigas 16, 64, 80, 173, 220 amor conyugal, 37 amor heterosexual, 20, 89, 152, 168 amor maternal, 54 amor romántico, 20, 22, 34, 42, 59, 63, 86, 113, 190, 202, 220, 224, 228, 229, 235 amor sin garantías, 228 Amor y matrimonio, 79 androcentrismo, 70 animales de experimentación, 24 animales descerebrados, 25

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ÍNDICE ANALÍTICO

antimisógino/a, 79, 92, 93, 150 Antropología, 16, 87, 104, 106 Archivos de Neurología, 130 Arenal, Concepción, 169, 173, 184, 195 Aristóteles, 79, 150 Arriba, 148, 169 arte de agradar, 166, 209 Asociación Argentina de Psicoanálisis, 119 Auxilio Social, 55, 66 B Bages, María, 89 Bañuelos, Misael, 72, 73, 207, 211 Barcelona, 38, 39, 89, 90, 125, 190, 204, 210, 214, 217, 220, 228, 233 Baroja, Pío, 151 Beauvoir, Simone de, 30, 92, 145, 147, 149, 151, 152, 153, 154, 155, 157, 158, 159, 160, 173 Bell, Monna, 224 Belmonte Hernández, Rafaela, 211, 212 Benavente, Jacinto, 193, 209 Bergenroth, Gustav Adolf, 82, 83 Bernard, L. L., 45 bicaracterización de los sexos, 154 Bilbao, 220, 230 biología animal, 159 biología reproductiva, 37 biologicismo, 51, 52, 66, 89, 93, 99, 124, 160, 177 Botella Lluisá, 40 Bowlby, John, 87, 120, 121, 122 Brachfeld, Oliver, 18, 73, 74, 79, 83, 89, 90, 91, 92, 93, 94, 95, 96, 97, 98, 99, 100, 101, 102, 116, 175, 185, 215 Brontë, Emily, 209 Buj, Carmen, 183 Burgos, 230 burguesía, 61, 209, 234 Butler, Judith, 76, 86, 163, 164, 173 Buytendijk, Frederik J. J., 147, 150, 151, 153, 154, 155, 156, 157, 158, 159, 160

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C Caba, Pedro, 73, 79, 92, 93, 101, 102 Cajal, 193, 194 Cannon-Bard, teorías, 26 Capri, 61 carácter, 31, 43, 44, 46, 50, 51, 52, 70, 73, 74, 79, 81, 87, 88, 89, 92, 93, 94, 100, 103, 107, 117, 119, 126, 149, 152, 155, 158, 161, 169, 175, 190, 237 Carrasco, Julita, 226 Carrel, Alexis, 151 Carta di Lavoro, 35 cartas, 21, 201, 202, 203, 204, 205, 206, 207, 208, 209, 219, 228, 230, 231, 234, 236 Carver, Raymond, 15, 20 Casa de muñecas, 193 Castañeda Leal, Maximina, 208 Castellanos, Carlos, 222 castración, 31 Castro, Paulina Hortensia de, 39, 173, 206, 221 Catalina, Severo, 170 catolicismo, véase Iglesia católica celos, 82, 83, 205, 206, 208, 212, 230, 234 cerebro, 23, 25, 26, 27, 28, 29, 30, 32, 33, 113, 126, 127, 133, 171, 219 Charcot, 104, 105 Chardin, Theilard de, 147, 158, 160 chica rara, 60 chica topolino, 60, 61 Chicas (revista), 258 Chopin, 207 ciencia, 17, 18, 19, 20, 21, 22, 23, 27, 145, 146, 148, 149, 150, 151, 152, 192, 198, 235, 236 ciencia del amor, 20, 149 cine, 56, 57, 59, 61, 62, 63, 64, 66, 73, 74, 75, 81, 83, 85, 86, 98, 111, 116, 182, 189, 193, 211, 224, 226 Círculo Medina, 65, 66 climas amistosos, 223 Clínica Psiquiátrica Militar de Málaga, 42 Colom, Joan, 57

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colonialismo, 47 complejo afectivo, 53 complejo de Brunhilda, 101, 102 complejo de inferioridad, 74, 83, 88, 90, 91, 94, 95, 97, 98, 101, 133, 175, 215 complejos, 49, 53, 74, 79, 84, 88, 89, 99, 103, 110, 115, 116, 149 complementariedad de los sexos, véase teoría de la complementariedad complementariedad, véase teoría de la complementariedad comportamiento humano, 37, 43, 44, 46, 51, 108, 119, 133, 149, 179 conciencia, 16, 28, 29, 30, 54, 64, 68, 74, 81, 84, 103, 104, 105, 106, 113, 155, 160, 166, 174, 183, 186, 189, 192, 197, 221, 229, 230, 231, 232 conciencia feminista, 155, 175, 189 Conde, Carmen, 148 confesión, 112, 132, 148 Congreso Hispano-Americano Femenino, 196 Consigna (revista), 165 consultorios amorosos, 21, 88, 193, 201, 235 consumismo, 24, 85, 234 consumismo (consumir), véase sociedad de consumo corporativización de la familia, 35 Cristina Guzmán (novela), 182, 183, 194 crítica cultural, 21 cromosomas, 37 Crónica sentimental de España, 203 cuerpo, 23, 27, 29, 30, 31, 32, 33, 37, 45, 47, 49, 65, 76, 84, 92, 152, 160, 161, 166, 184, 191, 219 cultura, 18, 19, 20, 21, 22, 24, 26, 37, 39, 43, 44, 46, 48, 49, 50, 53, 60, 63, 66, 77, 78, 79, 81, 84, 85, 87, 88, 89, 90, 91, 93, 100, 101, 106, 114, 116, 125, 132, 133, 134, 146, 149, 152, 157, 160, 161, 166, 169, 170, 171, 172, 173, 175, 176, 181, 185, 193, 194, 197, 206, 235, 236 cultura de élite, 19 cultura de la sensibilidad, 24 cultura del amor, 18, 235 cultura experta, 132 cultura liberal, 146 cultura médica, 22

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cultura popular, 19, 22 Cumbres borrascosas, 209 D d’Ors i Rovira, Eugeni, 147 Damasio, Antonio, 99 Darwin, Charles, 51, 60 De Altamira a Hollywood, 197 De qué hablamos cuando hablamos de amor, 15 débiles mentales, 53 decadencia racial, 36 declaración de sentimientos, 24 Dembo, Tâmara, 150 Desoille, Henri, 127 Despentes, Virginie, 164 desviaciones, 50 determinismo biológico, 160, 177 dicotomía mente/cuerpo, 23 dietética amorosa, 206, 207, 219 diferencia sexual, 33, 65, 67, 92, 93, 102, 149, 152, 154, 155, 156, 158, 174 discursos científicos, 34, 174 disimulo, 77, 78, 112, 115, 116, 125, 167, 219 dispositivo, 44, 45, 47, 54, 71, 83, 84, 90, 99, 162, 163, 165, 215 dispositivo de feminización, 54, 84, 90, 99, 163, 165 distancia amorosa, 231 diversidad cultural, 94 división sexual del trabajo, 17 dominación, 16, 21, 22, 60, 92, 111, 178, 202, 203, 207, 236 Don Juan, 39, 100, 101, 120, 121, 167 donjuanismo, 39, 100, 120, 121 Doña Inés, 167 Drive, 46, 122 E Edipo, 115, 120, 122 ego, véase yo Eidos, 159

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El conde Lucanor, 167 El cordón de mi corpiño, 222 El cuarto de atrás, 181 El grupo, 85 El segundo sexo, 145, 149, 151, 152, 153, 158, 159, 173 elección de pareja, 36, 37, 38 electroencefalografía, 32 Ellis, Havelock, 71 endocrinología (endocrinólogos), 31 enfermedad mental, 33, 51 Enquire, 89 Entomología, 157 eros, 108, 176, 177 Escuela de Estrellas, 207 especies, 90, 101, 152, 157, 159, 160 esposa, 60, 73, 97, 98, 99, 167, 170, 181, 182, 187, 207, 208, 209, 210, 234, 235 esquema de feminidad, 161, 164 Estafeta Literaria, 63 esterilización, 171 estudios de discurso, 18 estudios postcoloniales, 18 etnografía del pasado emocional, 236 Etología, 19, 44, 121, 134, 157 eugamia, 36, 37 eugenesia, 36, 37, 38, 39, 40 Eva, 85, 120, 162, 163, 165, 166, 167, 169 evolución, véase teoría evolutiva F Facultad de Medicina de Valladolid, 72 Falange Española, 36 Federación Mundial de Salud Mental, 124 Feita, 185 feminidad matrimoniocéntrica, 73 feminidades de mujer, 60 feminidades modernas, 56 feminismo, 39, 79, 92, 145, 147, 149, 150, 164, 182, 183, 185

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Festival de la Canción Española de Benidorm, 224 Finot, Jean, 78 Fisiología, 149, 157 Fitche, Johann Gottlieb, 49 folclóricas, 56, 57, 222 Formica, Mercedes, 21, 65, 155 Foucault, Michel, 44, 162 France, Anatole, 42 Franco, Francisco, 36, 40, 55, 56, 65, 114, 146, 215 fray Luis de León, 56, 166, 209 Freeman, Susan, 173 Freud, Sigmund, 23, 25, 46, 47, 49, 53, 87, 89, 91, 102, 103, 104, 105, 106, 107, 109, 110, 111, 112, 113, 122, 127, 128, 181 Fuero de los Trabajadores, 35 G Galatea, 98 Garma, Ángel, 109, 130 Garrucho Acien, María, 229 generación del cine, 61, 62, 66 Germain y Cebrián, José, 112, 113, 117 Gilda, 56 ginecocracia, 171 Gramsci, Antonio, 18 Grañén, Enrique, 127, 128 Grinker, Roy R., 32 Serota, H., 32 guerra de los sexos, 34, 78, 79, 110, 145, 146, 147, 148, 156, 160, 169, 171, 173, 177, 191, 192, 198, 199 Guerra Fría, 121 Guerrero, Salvador, 222 Guzmán, Cristina, 182, 183, 194 H Haberlandt, Walter F., 38, 39 Haeckel, Ernst, 47 Hantel, Erika, 29 Harding, Sandra, 18

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Harlow, Harry, 121 Hawks, Howard, 111 Hayworth, Rita, 56, 142, 143 Hegel, Georg Wilhelm Friedrich, 79 Henríquez de Guzmán, Feliciana, 173 Hepburn, Audrey, 57 heroínas, 57, 62 Herrera Oria, Enrique, 55 heterodesignaciones, 54, 73 heterosexualidad, 37, 199 histeria, 25, 50, 53, 105 Historia cultural, 16, 18, 28, 103, 123 Historia de la Ciencia, 17 Historia de las Mujeres, hombre atormentado, 63, 218 hombría, 187 hormonas, 23, 29, 30, 31, 33, 45, 67, 68, 133, 154, 219 Horney, Karen, 91 Hospital Central del Aire, 130 Hughlings Jackson, 27 Huxley, Julián, 147, 156 I Ibarrola, Ricardo, 109, 110, 111, 112, 113 Ibsen, Henrik, 193 Icaza, Carmen de, 21, 182, 183, 194 ideas normativas, 22, 41 identidad femenina, 34, 61, 73, 97, 121, 133, 177, 186, 189 ideología cultural, 16, 34 Iglesia católica, 57, 59, 133, 159, 162, 181, 202, 214, 217, 219 igualdad, 33, 41, 65, 66, 71, 79, 83, 90, 147, 153, 175, 184, 195, 196 inconsciente, 23, 43, 46, 47, 49, 50, 65, 86, 96, 103, 105, 106, 107, 111, 113, 115, 117, 126, 127, 128, 176, 180, 188, 195 inferioridad de las mujeres, 58, 74, 91, 133, 150, 175, 220 Insolación (novela), 185 instinto maternal, 58, 179 instinto reproductivo, 179 instinto sexual, 37, 49, 59, 104

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instintos, 28, 33, 43, 44, 45, 46, 47, 48, 49, 50, 51, 52, 54, 81, 83, 86, 90, 103, 104, 105, 117, 133, 149, 150, 156, 157, 233 Ínsula, 79, 148 irritabilidad, 33, 53, 70 Isabel la Católica, 56, 66, 166, 183 itinerario performativo, 23, 65 J James, William, 52 Juana I de Castilla, 82, 83, 209 Jung, Carl Gustav, 49, 115, 116, 124, 126, 127, 133, 176 K Key, Ellen, 79 Keyserling, Hermann Alexander, 38 Kierkegaard, Søren Aabye, 120 Klein, Melanie, 122 Klein, Viola, 92 Kleist, Karl, 31 Kretschmer, Ernst, 27, 28, 52 Kūlpe, Oswald, 30 L La Codorniz, 57 La dama de las camelias, 61 La Fayatte, Madame de, 42 La fierecilla domada, 111 La mentalidad primitiva, 47 La mujer como mito y como ser humano, 146, 164, 192 La mujer nueva, 174, 181, 184, 185, 186, 190, 191, 193, 196, 199 La niña de fuego, 222 La perfecta casada, 56, 166, 209 La playa de los locos, 187 La Princesa de Cléves, 42 «la querida», 80 La secreta guerra de los sexos, 146, 148, 192 laboratorios científicos, 24 Ladies Home Journal, 112, 237

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Laffitte Pérez del Pulgar, María (condesa de Campo Alange), 18, 21, 79, 84, 93, 146, 147, 148, 149, 150, 151, 152, 153. 155, 156, 157, 158, 159, 160, 161, 162, 163. 164, 166, 167, 168, 169, 170, 171, 172, 173, 174, 175, 176, 177, 178, 179, 180, 181, 183, 184, 185, 186, 188, 190, 191, 192, 193, 194, 195, 196, 197, 198, 199, 216, 218, 236 Laforet, Carmen, 21, 61, 185, 186, 187, 189, 190, 191 Laín Entralgo, Pedro, 48, 104, 105, 106, 107, 113, 114, 115, 116 Las mujeres y las academias, 193 Lazarus, Richard S., 99 Le Fort, Gertrud, 40 Lejárraga, María de la O, 184 León, Rafael de, 56, 166, 209, 221, 222 Letamendi, José de, 40 Lévi-Strauss, Claude, 163, 164 Lévy-Bruhl, Lucien, 47, 74 Linares, Luisa María, 62, 78 Linares-Becerra, Concha, 62 Lirio, Carmen de, 21, 206, 216, 217, 219 logos, 102, 176, 177 Lombroso Ferrero, Gina, 39, 40 López-Ibor Aliño, José, 18, 31, 90, 102, 105, 109, 113, 114, 116, 117, 118, 124, 125, 126 Lorde, Audre, 201 Lorenz, Konrad, 47, 48, 121 Lucía, Luis, 132 M Maqueda, Dora, 66 maquinismo, 171 Marañón, Gregorio, 18, 30, 31, 38, 39, 58, 68, 89, 100, 113, 146, 147, 154, 169, 176, 177, 179, 193 marido proveedor, 36 Mariquilla Bonita, 219 Mariscal, Ana, 61 Martín Gaite, Carmen, 17, 18, 20, 24, 53, 61, 63, 88, 115, 181, 182, 189, 214, 218 Marx, Karl, 105 masculinidad, 24, 39, 79, 83, 84, 91, 93, 100, 101, 162, 163, 165, 167, 187, 194, 195, 198, 199, 205, 212

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masculinidades de mujer, 60 Maternal Care and Mental Health, 120 maternidad, 58, 59, 60, 79, 121, 154, 156, 163, 168, 171, 177, 179, 182, 195, 196, 215 maternidad consciente, 58 Maura, Antonio, 63 Maura, Julia, 63 Maurois, André, 41, 42 Maza, Josefina de la, 42, 48, 56, 63 McCarthy, Mary, 85 Mead, Margaret, 93, 161 media naranja, 20, 34, 37, 109, 204, 213, 220, 221, 223, 224 Medicina Clínica, 103, 107, 108, 128 melancolía, 22 Menéndez Pelayo, Marcelino, 82 Mercedes Formica, 21, 65, 155 Meridiano Femenino, 112, 166, 203, 204, 205, 206, 207, 208, 209, 210, 211, 213, 214, 218, 219, 220, 221, 223, 224, 225, 226, 227, 228, 230, 232, 233, 234, 235, 237 Merleau-Ponty, Maurice, 160 Mi atardecer entre dos mundos, 147 misoginia, 71, 74, 81, 84, 97, 100, 133, 146, 149, 150, 164, 169, 170, 211 misoginia científica, 149 mito, 20, 28, 37, 39, 100, 146, 163, 164, 165, 166, 167, 172, 190, 192, 197, 202, 210, 213, 214, 218, 221, 223, 229, 235 mito romántico, 37, 210, 213, 223 modernidad, 24, 60, 62, 64, 66, 72, 83, 85, 88, 133, 134, 194, 236 Molokai, 132 Moore, Th V, 30 Moragas, Jerónimo de, 107, 108, 109 moralidad, 55, 69 Moreno, Antoñita, 222, 223 movimiento sufragista, 79 mujer nueva, 174, 181, 184, 185, 186, 190, 191, 192, 193, 196, 197, 199 mujer superdiferenciada (sic), 188 Mujer y hombre, 45, 187 mujer-actriz, 77

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mujer-amorosa, 97 mujer-araña, 73, 76 mujer-cazadora, 73 mujer-compañera, 55, 78 mujer-esposa-madre, 167, 209 mujer-Eva, 166 mujer-fálica, 95 mujer-hispánica, 36 mujer-madre, 55, 56, 57, 58, 60, 65, 66, 71, 72, 75, 77, 83, 87, 123, 187, 189, 235 mujer-María, 166 mujer-moderna, 42, 57, 58, 62, 64, 65, 83, 96, 111, 182, 184, 199 mujer-vampira, 73, 80 Murcia, 204 N nación, 38, 39, 55, 103, 116, 126, 185 Nada, 61, 186, 189, 190 naturalizar, 44, 109, 133, 156, 198, 240 nazismo, 47, 109, 115 neolamarkianos, 45 neurociencias, 19, 23, 44 neurociencias afectivas, 23 neurosis orgánica, 125 Nietzsche, Friedrich, 105 Nieves Conde, Antonio, 217 Nosotras las solteras, 214 noviazgo, 61, 80, 206, 230, 233, 234 Novoa Santos, Roberto, 174 O objetividad científica, 149 obsesión, 60, 173 Oorthuys, Cas, 57 Organización Mundial de la Salud, 120 orquestación del amor, 88, 202, 219, 228, 233, 235 orquestación emocional, 232

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Ortega y Gasset, José, 153 Ortoll, Mercedes, 64 P Paralelo (barrio del), 219 Pardo Bazán, Emilia, 184, 185, 190 pareja ideal, 54 pasmo maternal, véase instinto maternal Patiño, Julia, 230 patria véase nación patriarcado, 34, 158, 172, 174, 175, 176, 181, 197, 225 Patronato de Protección a la Mujer, 59 Pedersen, A. Let., 32 Pemán, José María, 67, 164, 198 Pende, Incola, 31, 67, 68 Pérez, fray Justo, 58 performance, 45, 64, 76, 85, 86, 87, 117, 133, 134, 168 performatividad, 87 persona profunda, 28, 29, 48 personalidad, 27, 28, 29, 49, 50, 51, 94, 110, 113, 116, 117, 119, 129, 167, 179, 188, 215 perversidad femenina, 76 Pigmalión, 98 Pío XII, 40 Poble Nou (barrio del), 62 poder, 17, 18, 20, 21, 22, 44, 54, 60, 66, 81, 151, 158, 160, 162, 164, 194, 236 políticas natalistas, 58 políticas poblacionistas, 53, 54 postmodernidad, 60 Préjuce et problème des sexes, 78 Primo de Rivera, Pilar, 36, 56, 182 príncipe azul, 33, 34, 40, 42, 75, 101, 102, 132, 213, 214, 222, 223 prostitución, 50 Proust, Marcel, 41, 120 psicagogia, 125 psicoanálisis, 44, 84, 85, 86, 88, 91, 102, 103, 104, 105, 107, 112, 113, 114, 115, 116, 117, 118, 119, 120, 121, 123, 128, 130, 131, 132, 133

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Psicología, 16, 23, 24, 30, 32, 34, 39, 42, 44, 47, 48, 49, 50, 51, 52, 64, 65, 67, 68, 72, 73, 76, 79, 89, 90, 92, 98, 99, 105, 106, 107, 109, 110, 112, 113, 115, 118, 119, 121, 127, 149, 153, 155, 157, 166, 176, 203, 207, 224 Psicología Cognitiva, 30, 224 Psicología comparada, 48, 157 Psicología del destino, 49 Psicología Evolutiva, 107 psicología femenina, 73, 90, 92, 166, 176 Psicología social, 16, 24, 64, 224 psicoterapia, 103, 104, 124, 125, 126, 130, 132 psique, 28, 32, 45, 116, 127, 230 Psiquiatría, 27, 31, 49, 52, 102, 103, 109, 114, 124, 127, 130, 131 Puente, José Vicente, 61 Punset, Eduardo, 48 Q Quintero, Antonio, 222 Quiroga, Manuel, 221, 222 R Rabal (barrio del), 57 racionalidad (mundo racional), 22, 29, 32, 47, 81 raza, véase teorías raciales rebeldías, véase resistencia Recuerda, 56 reeducación de la imaginación, véase psicagogia Reich, Wilhelm, 106, 108 Reik, Theodor, 13, 15, 20, 109, 110, 111, 112, 120, 130, 211 relación de dependencia, 130 resistencia, 16, 17, 19, 21, 78, 83, 111, 112, 115, 145, 173, 174, 184, 189, 201, 217 Revista de Psicología General, 30, 109, 112, 119 Reyes Católicos, 81, 82 Reyes, Carmen, 229 Rilke, Reiner Maria, 120 rivalidad entre mujeres, 220 Rof Carballo, Juan, 26, 27, 28, 29, 30, 31, 99, 120, 121, 122, 123

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rojos, 61 Román, Antonio, 111 romanticismo, 38, 40, 58, 59, 79, 85, 87, 88, 211, 216, 228 Rostand, Jean, 147 Rubinat-Llorach, aguas medicinales, 41 S sabiduría, 11, 19, 22, 36, 90, 99, 127, 175, 236 Sacristán, José, 113, 115 Salas, Mary, 145, 147, 149, 214, 215, 216 Salomón y la Reina de Saba, 132 San Jerónimo, 150, 166 San Sebastián, 212, 230 Sand, George, 207 Santo Tomás, 79 Sanz y Ruiz de la Peña, Nicomedes, 82 Sartre, Jean Paul, 29 Scanlon, Geraldine, 57, 67, 70, 162, 165, 182, 183, 185, 198 Schopenhauer, Arthur, 49, 150 Sección de Enseñanzas Profesionales de la Mujer, 183 Sección Femenina, 36, 58, 65, 66, 97, 163, 165, 181, 182, 202, 209 Secretaría Técnica de la Delegación Nacional de Sanidad, 57 seducción, 39, 70, 73, 75, 76, 77, 95, 100, 101, 118, 120 Segunda Guerra Mundial, 121 Segunda República, 184 Self, véase yo Seminario de Literatura Española, 39 Seneca Falls, 24 sentimientos, 15, 20, 24, 26, 28, 29, 42, 52, 53, 65, 69, 85, 86, 89, 90, 96, 97, 99, 103, 110, 119, 124, 128, 131, 188, 192, 205, 206, 219, 232, 236 Señora Ama, 193 Servicio Social, 182 Sevilla, 62, 85, 135, 146 Sevilla, Carmen, 111 sexualidad, 31, 37, 38, 40, 44, 46, 47, 49, 63, 89, 100, 105, 106, 108, 109, 113, 119, 131, 163, 167, 184, 212 Shakespeare, William, 111

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Simmel, Georg, 170, 171 Sissi, 209, 229, 232 sistema binario de género, 163 sistema nervioso, 25, 27, 28, 29, 32, 33 social ghosts, 64 sociedad de consumo, 36, 184, 193, 213, 220, 221, 236 Sociedad Internacional de Medicina Humanística Neohipocrática, 38 Sociedad Psicoanalítica de Viena, 109 Sociobiología, 48, 100 soma, 30, 32, 230 Soriano, Elena, 21, 100, 185, 187, 188, 189 Spencer, Herbert, 28 Spengler, Oswald, 176 Stael, Madame de, 69 subjetividad, 15, 16, 19, 29, 46, 47, 65, 76, 84, 85, 86, 87, 88, 91, 92, 96, 98, 99, 102, 103, 106, 110, 111, 112, 116, 118, 120, 134, 164, 175, 176, 178, 180, 181, 201, 202, 204, 216, 223 sufrimiento, 25, 87, 108, 123, 213, 228, 232, 235 sujeto autónomo, 173 sujeto cerebral, 26 sujeto emocional, 45, 67 sujeto hormonal, 31, 33 sujeto total, 159, 172 Surcos, 217 Szondi, Lipot, 49, 50, 51, 52, 112 T táctica véase resistencia Tallaferro, Alberto, 119 taxonomías 53, 54, 73, 97, 162, 165, 166, 199 taxonomías de la feminidad, 54 temperamento, 46, 52 tener un plan, 230 Tenerife, 234 teoría (tesis) de James-Lange sobre las emociones, 26, 30 teoría de la complementariedad, 33, 78, 109, 148, 177, 198 teoría del apego, 87 teoría del vínculo materno (attachment theory), 121

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teoría evolutiva, véase evolución teoría psicoanalítica, véase psicoanálisis teoría talámica de las emociones, 25 teorías eléctricas emocionales, 27 teorías psicológicas, véase Psicología Teresa de Jesús, 56, 166, 183 test de Szondi, 50, 52 Torres, Lolita, 222 Tótem y tabú, 47, 181 tradición libertaria, 61 transición, 70, 149, 164, 173, 198 trauma infantil, 25, 119 Tres veces guapa, 225 Tusquets, Esther, 208, 212 U Un amour de Swan, 41 Un telegrama, 224 Universidad Complutense de Madrid, 57 Universidad de Barcelona, 39 Usos amorosos de las postguerra española, 53 V Vaerting, Mathias, 92, 175 Vaerting, Matilde, 92, 175 Valcárcel, Amelia, 165 Valera, Juan, 193 Vallejo-Nájera, 18, 27, 31, 34, 36, 52, 65, 82, 83, 90, 103, 114, 124 varón cazador, 73 Vázquez Montalbán, Manuel, 203, 221 Vázquez, María Teresa, 218 vida cotidiana, 19, 64, 91, 194, 235 Vidor, King, 132 vínculo materno, 120, 121, 122, 123, 130 virilidad, 38, 68, 101, 182 vísceras, 30 Vives, Luis, 166

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ÍNDICE ANALÍTICO

W Webb, Marvin W, 51 Weininger, Otto, 91, 148, 150, 169, 170 Weismann, August, 45 Werner, Carmen, 66 Wittig, Monique, 34, 152, 159, 197 Wundt, Wilhelm, 30 Y yacimientos de conocimiento, 235 yo, 16, 28, 31, 85, 86, 88, 102, 106, 110, 113 Z Zaragoza, 210, 223 Zarauz, 62, 228 Ziegler, Heinrich, 47 Zilboorg, Gregory, 91 zona de contacto, 160 Zubiri, Xavier, 105

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