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Spanish; Castilian Pages 352 [209] Year 2011
SHIRLEY DU BOULAY
Cicely Saunders Fundadora del Movimiento Hospice de Cuidados Paliativos Actualizado y completado por Marianne Rankin
PALABRA HOY
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Original Title: Cicely Saunders. The founder of the Modern Hospice Movement, by Shirley du Boulay. Updated, with additional chapters by Marianne Rankin. By arrangement with SPCK (Society for Promoting Christian Knowledge), 36 Causton Street. London SW1P 4ST. Título original: Cicely Saunders. The founder of the Modern Hospice Movement, por Shirley du Boulay. Actualizado y completado por Marianne Rankin. Mediante acuerdo con SPCK (Society for Promoting Christian Knowledge), 36 Causton Street. London SW1P 4ST. Palabra Hoy Director de la colección: Ricardo Regidor © Shirley du Boulay and Marianne Rankin, 1984 © Shirley du Boulay 1984, 1994, 2007 Introducción, capítulos 16, 17 y 18 y Epílogo: © Marianne Rankin, 2007 © Ediciones Palabra, S.A., 2011 Paseo de la Castellana, 210 - 28046 MADRID (España) Telf.: (34) 91 350 77 20 - (34) 91 350 77 39 www.palabra.es [email protected] Diseño de cubierta: Raúl Ostos Traducción al español: Gloria Esteban Edición en ePub: José Manuel Carrión ISBN: 978-84-9840-896-6
Todos los derechos reservados. No está permitida la reproducción total o parcial de este libro, ni su tratamiento informático, ni la transmisión de ninguna forma o por cualquier medio, ya sea electrónico, mecánico, por fotocopia, por registro u otros métodos, sin el permiso previo y por escrito del editor.
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Agradecimientos En primer lugar me gustaría agradecerle a Shirley du Boulay la colaboración que me ha prestado en el transcurso de los almuerzos que cordialmente hemos compartido en Oxford. Doy las gracias a todo el personal de St. Christopher por responder pacientemente a mis preguntas. Tanto Barbara Monroe como el Dr. Nigel Sykes y la bibliotecaria Denise Brady me han sido de valiosísima ayuda, al igual que Jan Stone, Claire Barracliffe, Lisa Lewis, Ann Herbert, Rae Keeley y las enfermeras Penny Hansford, Julie O’Neill y Lynn Hill. Christine Kearney ha compartido conmigo sus recuerdos personales, como lo han hecho también la Dra. Gill Ford, la Dra. Mary Baines, Barbara McNulty, Rosetta Burch y su hija Rosemary. Gracias especialmente al Dr. Tom West por su valiosa visión de los primeros tiempos y a Chris Clark, Dr. Sam Klagsbrun, David Oliviere, Dr. Robert Twycross, Dr. Colin Murray Parkes, Dr. Bal Mount, Dra. Sheila Cassidy y Dr. Andrew Hoy. Catherine Goodman me contó bastantes cosas del último año de vida de Dame Cicely. Los reverendos Len Lunn y Andrew Goodhead me han ilustrado sobre la espiritualidad de Dame Cicely. Mi agradecimiento a la profesora Irene Higginson y a Brenda Ferns por su información acerca de la Fundación Cicely Saunders (Cicely Saunders International) y el Instituto de Cuidados Paliativos Cicely Saunders. Gracias a la profesora Sheila Payne, del Observatorio Internacional de Cuidados Paliativos de la Universidad de Lancaster, por sus observaciones sobre el futuro, y al profesor David Clark por facilitarme el acceso a los documentos de Dame Cicely y por su ayuda con las fotografías. Los miembros de la familia se han mostrado tan entusiastas como comprensivos. Daniela Faggioli me ha hablado de Marian, su padre y de su madrastra. Gracias especialmente a Christopher, hermano de Cicely, a su hermano John y a la esposa de este, Barbara, por compartir conmigo sus recuerdos y por permitirme el uso de sus fotografías familiares. Para otras fotografías he contado con la autorización del St. Christopher’s Hospice. En cuanto a las observaciones de carácter más local debo dar las gracias a Jeannie Young y a la reverenda Joyce Wilkinson, del St. Richard’s Hospice, en Worcester, así como al reverendo Matthew Baynes. Mi profundo agradecimiento a Chris Clapham por hacerme partícipe de la historia de su difunta esposa Liz. Mientras trabajaba en los
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capítulos adicionales, innumerables personas me han hablado de la inspiración que Dame Cicely ha significado para ellos. Con frecuencia, solo con sus conferencias ha transformado sus vidas, como ha hecho con la mía. Por último –y no por ello menos importante–, me gustaría agradecer el cariño y el aliento constantes que me ha brindado mi esposo John. Marianne Rankin 2007 Querría dar las gracias a quienes me han ayudado a hacer posible este libro, especialmente a: Sir Douglas Allen; hermana Antonia, del St. Joseph’s Hospice; Dra. Mary Baines, especialista de St. Christopher; Sir Douglas Black, Ex Presidente del Real Colegio de Médicos; Dr. Kerry Bluglass, Director de Estudios de St. Christopher; Dr. A. G. Brown, especialista en Medicina Comunitaria; Sra. Rosetta Burch; Sra. Lilian Buss; Hilary Champan; Sra. Kitty Cole; Dr. David Cooper; Dr. Chris Dare del Hogar St. Luke, Cape Town; Sra. Mary Dempster; Sra. D. Diamant; Srta. Madge Drake; Elisabeth EarnshawSmith, Directora de Trabajo Social de St. Christopher; Henry R. Erle, de Cornell Medical School, Nueva York; Dr. Douglas Farquarson; Dr. Herman Feifel, California School of Medicine; Dra. Gillian Ford, Subdirectora Médica del Departamento de Sanidad y Seguridad Social; John E. Fryer, Temple University Health Services de Philadelphia, USA; Dr. Robert Fulton, Universidad de Minnesota; Jack Galton; Sra. Bridget Gibb; Srta. Sheila Hanna, organizadora de voluntarios de St. Christopher; Dra. Joan Haram, Registro de St. Christopher; Frank Hill, Administrador de St. Christopher; Christine Kearney, Ayudante personal de la Dra. Saunders; Dr. Samuel C. Klagsbrun, Four Winds Hospital, Nueva York; Avril Knight; Dra. Sylvia Lack, Hospice Inc., New Haven, Connecticut; William M. Lamers Jr., Director del Calgary’s Hospice, Alberta; Dr. Richard Lamerton, autor de Care of the Dying; padre Paul Lewis, Capellán de St. Christopher; Sra. Janet L. Lunceford, Servicio de Sanidad Pública, Maryland; tenientecoronel H. E. Madge y señora; Barbara McNulty; profesor Balfour Mount, Royal Victoria Hospital, Montreal; Peggy Nuttall, ex editora de Nursing Times; Dr. Colin Murray Parkes, London Hospital Medical College; Betty Read; Mary Rous; Sr. Christopher Saunders y señora; Sr. John Saunders y señora; Srta. Freda Saunders; Dr. Stephen S. Smalley, canónigo, y Sra.; «Peter» S. W. Justin Smith; Srta. Joan Steel; Harold Stewart, Profesor Emérito de la Universidad de Londres; Srta. Dorothy Summers, Subdirectora de Estudios de St. Christopher; Rvdo. Carleton J. Sweetser, Capellán de St. Luke’s Hospital Center, Nueva York; Rvdmo. John Taylor, Obispo de Winchester; Dr. Robert Twycross, médico consultor de Sir Michael Sobell House; Dra. Thérèse Vanier, consultora de St. Christopher; Sra. Florence Wald, profesora clínica asociada, de la Escuela de Enfermería de la Universidad de Yale; Sra. Jack Wallace; Dr. Thomas D. Walsh, investigador de St. Christopher; Sra. E. S. West; Dr. T. S. West, subdirector médico de St. Christopher; profesor Eric Wilkes, Departamento de Medicina
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Comunitaria, Sheffield; Srta. Helen Willans, ex enfermera jefe de St. Christopher; Dame Albertine Winner, DBE; David Winter; Sra. Paddy Yorkstone, investigadora asociada de St. Christopher. Mi caluroso agradecimiento a Deborah Crowe, quien ha mecanografiado el manuscrito con cariño y paciencia; a mi esposo John, por su infatigable apoyo y aliento; y, sobre todo, a Cicely, por su total cooperación y su encantadora sinceridad. Shirley du Boulay 1994
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Prólogo Son muchos los libros cuyas páginas narran aventuras, acontecimientos, sucesos… que sirven, bien para ilustrar la historia de la humanidad, bien para entretener y enseñar a los lectores. Este libro cumple ambos cometidos: cuenta la historia de un compromiso. A un compromiso a aprender a escuchar para dar respuesta a las necesidades más incógnitas del ser humano se debe el nacimiento de los cuidados paliativos modernos, impulsados por la generosa determinación de una inglesa del siglo XX que aprendió a cuidar sin abandonar a los que algunos consideraban desahuciados. La figura de Cicely Saunders, Dama del Imperio Británico, ha tenido un profundo impacto en el mundo del sufrimiento contemporáneo. Ella sentaría, en su momento, las bases de una revolución pacífica que ya nada podrá detener. Sus aportaciones al tratamiento del dolor han supuesto una innovación médica difícilmente repetible y han cambiado el rumbo de la historia de la medicina. Fue su compromiso humano –personal y profesional– de aceptar el reto de no abandonar al enfermo, cuando la medicina ya no puede –porque no sabe– curarle, el que la hace merecedora de nuestra atención. Su vida, trayectoria e influencia mundial quedan reflejadas en esta obra, semblanza fiel de su compasión y de su búsqueda personal para hallar la mejor forma de acompañar a quien está en su último viaje. Una obra que no quedaría completa, si no hiciera referencia también a su lucha: la lucha de una mujer que confiaba en poder mejorar la atención de tantos enfermos que se rendían impotentes a sus médicos, familias y cuidadores: para ello tuvo que actuar incluso contra su propia opinión en determinados momentos. A su tiempo, cuando por fin pudo abrir las puertas de su Hospice fue ya una lucha con cuartel, desde el que supo extender la filosofía de esta nueva disciplina durante muchos años. Hasta que le tocó a ella misma dejarse acompañar y cuidar en el seno de su obra física al amparo de los cuidados que ella había impulsado, consolidada ya en nueva especialidad médica con riguroso contenido científico y académico. St. Christopher ha sido siempre, ante todo, lugar de acogida a los que van para que se les cuide y a los profesionales de todo el mundo que lo visitan para sentir lo que solo puede sentirse cruzando su umbral. Pero es más que eso. Es lugar donde el profesional vuelve al final de la jornada diaria y se renueva. Su fundadora quiso que los profesionales que trabajasen en el centro lo sintiesen como su casa, el lugar donde volver a que se les alivie del sufrimiento que experimentan siendo testigos de excepción de las
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dramáticas situaciones que dejan en los domicilios y hospitales que visitan. Así, siempre habrá para ellos un espacio donde desahogarse, congratularse, llorar o reponer fuerzas, sabiendo siempre que después de un enfermo hay otro; después de una pérdida, de una muerte, hay otra persona y otra familia que necesitan al profesional íntegro, comprometido y honesto en condiciones de darlo todo. Este oasis de frondosos árboles, de espacios diáfanos resulta reparador para el profesional. El comedor de profesionales, la biblioteca, la librería, las salas de reuniones y el Centro de Estudios acogen al profesional que tiene la fortuna de trabajar allí y le dice muy bajito, como acariciándole el alma dolorida por el sufrimiento de sus semejantes otro: «Tú importas por ser tú (…)» también. Este primer centro, hogar lejos del hogar, sigue siendo hoy sede de una «comunidad de los distintos». Cuando Shirley du Boulay escribió esta biografía en 1984, consiguió llamar la atención del mundo sobre la figura de la mujer que fundó St. Christopher’s Hospice con el objetivo de poner al alcance de quien lo necesitase un hogar, no para ir a morir, sino para poder ser cuidado y atendido mientras lo necesitase, hasta el final. Poco más de un cuarto de siglo después, la expansión de la disciplina más allá de los países de habla inglesa nos anima a impulsar la traducción del texto a otros idiomas, incluido el nuestro, para beneficio de muchos. No cabe duda de que la cultura anglosajona es distinta de la latina; los ingleses tienen un robusto sistema social que cuida y atiende al individuo con numerosas prestaciones y ayudas que en otros sitios aún no se conocen. Fue buen caldo de cultivo para que Cicely pusiera en marcha lo que se ha dado en llamar el movimiento de los Cuidados Paliativos al sur de Londres. Nuestra cálida cultura tiene otros puntos de apoyo, puntales fundamentadores, preparados para recibir a esta filosofía arrolladora por su humanidad. Cicely afirmaba que en nuestra cultura no habría podido hacerlo del mismo modo. La familia es la unidad que todavía conforma el tejido de la sociedad del sur de Europa y nos aconsejaba potenciar su papel, en la medida de lo posible, en nuestra adaptación de los cuidados paliativos anglosajones. Insistía en que en cada cultura, cada continente y cada país desarrollarían unos Cuidados Paliativos autóctonos y propios. Resaltaba la importancia de saber encontrar el equivalente al Hospice británico. Marianne Rankin nos demuestra que es exactamente lo que está pasando. La obra física, el edificio perdurará a través de los años y se puede conocer visitando St. Christopher; algunos incluso recibiendo la formación que allí se imparte en numerosos cursos para optimizar la prestación de la atención paliativa como profesionales. Todos, como parte de una sociedad cada vez más madura. Con respecto al ser humano que lo hizo posible, ¿cómo era realmente? Muchos recordarán la primera vez que oyeron hablar de esta mujer pionera en este campo (yo lo hice en Edimburgo en octubre de 1991, de boca de Derek Doyle); todos recordarán cuándo la conocieron (enorme privilegio) por primera vez. Algunos podemos contar el día, el momento en que Cicely nos conoció a nosotros.
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La fortuna quiso que, a finales de los 90, se celebrara en Nimejen, Holanda, el Curso europeo de Ética Avanzada de esa ciudad y Cicely estuviera encargada de inaugurarlo. Yo visitaba el país y la ciudad por primera vez, como alumna de dicho curso. Me acompañaba en el viaje desde Inglaterra, en coche y barco, la doctora Nieves Cano, que pasaba unos meses en Sussex, Inglaterra, empapándose de la filosofía de los Cuidados Paliativos Por la mañana, en el desayuno en el hotel vi en la mesa de al lado a Cicely. Iba acompañada por su asistente Christine y por dos médicos que llevaron los cuidados paliativos a sus respectivos países: Holanda y Noruega. Noté un poco de movimiento y agitación en su mesa, pronto descubrí que les preocupaba la huelga que afectaba a todos los medios de transporte de ese país aquellos días. Cicely no podría inaugurar el curso porque no tenía modo de llegar al lugar donde se celebraba el curso. El vehículo que yo tenía a la puerta era un deportivo azul turquesa de dos puertas, nada adecuado para ofrecerlo a tan ilustres personalidades. Las gestiones que estaban haciendo resultaban infructuosas. Muy a mi pesar me levanté y me acerqué a su mesa presentándome y disculpándome por poner a su disposición transporte tan poco adecuado. Se acercaron los dos caballeros a valorar la situación conmigo, fue un acto vacío de contenido. A nuestra espalda se oyó la voz de la fundadora y pionera en un tono tan decidido que no dejaba lugar a dudas de que la cuestión del transporte estaba satisfactoriamente resuelta. La llevó a cumplir su cometido una emocionadísima conductora española, conduciendo un coche con el volante a la derecha en un país donde las bicicletas tienen prioridad en la vía pública. Llegamos con puntualidad británica y sin percance. Antes de despedirse, me pidió que fuera su conductora durante todo el tiempo que permanecería en Nimejen y así se hizo. Christine, Nieves y yo recordamos lo mismo de aquellos trayectos con quien tanto hizo por aliviar el sufrimiento innecesario: lo bien que lo pasamos, cuantísimo reímos juntas. La risa de esta mujer que tan bien supo querer es el recuerdo suyo que siempre habitará en mi memoria: era fuerte, como ella, rica en matices como su vida, franca como su actitud frente al enfermo y contagiosa como fue su convencimiento absoluto de que no podemos seguir abandonando a quien sufre cuando la vida se le escapa de las manos. Esta divertida anécdota enmarca bien la esencia de esta mujer. Hacerle tan pequeño servicio fue el origen de una envidiable amistad, porque nunca lo olvidó y hasta muy poco antes de morir tuvo deferencias exquisitas con su «conductora española en Holanda», de ellas, la más personal fue invitarme a que la acompañara a Westminster Cathedral a la clausura de los Ejercicios Espirituales Agustinianos permitiéndome ser testigo de excepción de la conmovedora conferencia que dio el día de San Bernabé del 2003 y que pasó a formar parte del librito Watch with me (Velad conmigo). Luego tuvo gran interés en saber qué me había parecido. Le interesaba todo de todos siempre, era una gran conversadora; a su avanzada edad hacía olvidar que su vida no estaba precisamente empezando, tal era la fuerza de su discurso. Y sabía escuchar; lo hacía con interés, mirando a su interlocutor a los ojos, preguntando, comentando donde era adecuado. Verdaderamente, fue una gran profesional de la comunicación.
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Saber que su biografía puede ser ya leída en su propio idioma por lectores de habla española sería una satisfacción para ella. Daba gusto ver cómo disfrutaba reviviendo la historia que no se cansaba de repetir con energía y entusiasmo en cualquier ocasión. Así lo demostró en las dos jornadas españolas celebradas en St. Christopher. Los asistentes agradecimos su presencia, no solo cuando nos habló «para nosotros, en su casa», sobre todo cuando se quedó a comer con nosotros y dedicó a cada uno tiempo con envidiable energía. No es este un libro para escrito para profesionales ni para expertos, aunque ellos aprenderán y encontrarán tesoros escondidos en sus páginas; es un libro para todos aquellos que sentimos miedo a morir con dolor y sin que se nos entienda o respeten nuestros deseos y todos los que hemos sido testigos de la muerte anunciada de un ser querido o un amigo o un vecino… y quizá no supimos qué decirles para reconfortarlos. O lo hicimos, sentimos que estuvimos a la altura de las duras circunstancias y leerlo valida nuestro esfuerzo. Y todos los que queremos poder hacerlo bien cuando acompañemos a quien está a punto de emprender su último viaje y no queremos que se sientan abandonados ni queremos abandonarles hasta que mueran en paz Los lectores podrán formar su propio juicio de la mano de Shirley y Marianne, según se adentren en la vida de la mujer que supo tratar el dolor científicamente para así poder aliviar el sufrimiento que conlleva la enfermedad y el proceso de morir. Es probable que cierren en libro al leer la última página y, reconfortados, dejen escapar un profundo suspiro. Ese será el momento de recordar una frase que utilizaba muy a menudo la doctora Saunders (su título preferido de entre todos los que le fueron otorgados), parafraseando a Juliana de Norwich, mística inglesa del siglo XIV: «All Shall Be Well», sencillamente: Todo saldrá bien. Dra. Mª Teresa García-Baquero Merino. Especialista en Medicina Paliativa. Madrid. Navidades del 2010.
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Introducción Ha sido para mí un privilegio ahondar en el trabajo de dos mujeres notables mientras escribía los capítulos adicionales de la biografía de Shirley du Boulay centrada en la figura de Dame Cicely Saunders. Al concluir su lectura, los últimos veinte años de Dame Cicely despertaron mi interés y le sugerí a Shirley que completara la historia de su vida. Y fue ella misma, que estaba enfrascada en una nueva biografía, quien me propuso a mí emprender la tarea. No sin cierto reparo, accedí a ello y desde entonces Shirley ha sido para mí un apoyo decisivo, aun cuando yo sea la única responsable de cualquier desacierto cometido. A raíz de la muerte de Dame Cicely, ocurrida en 2005, las numerosas necrológicas aparecidas en la prensa me hicieron todavía más consciente de sus logros. A pesar de que llevaba varios años trabajando como voluntaria en el Hospice[1] más cercano a mi domicilio, ni yo ni la mayoría de nosotros nos habíamos parado nunca a pensar en el curso de los acontecimientos, sobre los que me abrió los ojos el fascinante libro de Shirley. ¡Qué historia tan apasionante! Una pérdida desgarradora convertida en uno de los grandes triunfos del siglo XX: la fundación del Movimiento Hospice. Dame Cicely –que estaba satisfecha con su biografía, cuya primera edición se publicó en 1984– mantuvo largas conversaciones con Shirley y le facilitó el acceso a sus diarios, limitándose a corregir algunos datos inexactos y cuidando de no interferir en el juicio de la autora. El libro atrajo el interés del mundo sobre ella. Sin embargo, Cicely aún viviría veinte años más, años fructíferos de plena actividad. No se durmió en los laureles, cosa que podía haber hecho perfectamente. Después de todo, St. Christopher ya estaba en marcha y contaba con imitaciones en todo el mundo: además, la fama de sus conquistas se hallaba ampliamente extendida. Con su Hospice –por entonces conocido ya como el Hospice por antonomasia– y mediante el cuidado integral de los enfermos en fase terminal y el tratamiento del dolor no solo físico, sino social, psicológico y espiritual, Cicely llevaba el consuelo tanto a los enfermos a punto de acabar sus días como a sus familiares. Por otra parte, el Movimiento favoreció el cambio de la relación médico-paciente en todo el sistema sanitario. Yo retomé la historia a mediados de los ochenta, cuando a Cicely, a pesar de haber rebasado la edad de jubilación, aún le quedaba mucho por hacer.
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1 El término Hospice describe tanto un lugar de cobijo y descanso como la relación que se establece entre el huésped y el que hospeda. Define un ideal y una filosofía de cuidado. Hoy, el término se refiere a una filosofía, a un espacio, a una modalidad de cuidados compasivos y competentes que pueden ser aplicados de diversas maneras en el hogar del enfermo que se encuentra atravesando la etapa final de la vida, en una casa de cuidados paliativos, en hospitales o ayudando al enfermo ambulatorio (N. del E.).
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Familia y escuela Nada da fruto sin haber muerto antes. Henry Madathanas
Burgersdorp, 27 de enero de 1900 El coronel ha empeorado y a ratos ha estado delirando, por lo que de siete a diez de la mañana no me he separado de él. En las varias ocasiones en que se ha dirigido a mí me ha dado mucha lástima. Una de esas veces me ha dicho: «¿Estamos llegando a puerto?». No he podido evitar pensar que no debe de hallarse demasiado lejos de puerto: da la sensación de que su viaje está a punto de acabar. Y en otra ocasión: «Déjame tocarte, por favor, déjame tocarte», y ha pasado sus manos destrozadas por mi rostro. Luego, el delirio le ha hecho creer que estaba acompañado por algún familiar y me ha dicho: «Dame un beso. Sí, ¡dame un beso!». Cuando le he besado, las lágrimas han comenzado a deslizarse por su rostro y se ha puesto a sollozar como un chiquillo. He tenido que hacer un esfuerzo para no echarme a llorar con él. Le he acariciado los brazos y él, más tranquilo, ha caído en un sueño profundo. El pobre hombre está muy mal; ojalá pudiera acompañarle algún ser querido. Este emotivo relato sobre las últimas horas de vida de un hombre herido de muerte pertenece al diario de uno de los primeros colonos sudafricanos, Frederick Knight, quien lo escribió el mismo año en que su ciudad fue ocupada por los Boers. Frederick Knight era un hombre atractivo y encantador –con más deseos de «cuidar de la gente que de acabar con ella»– al que acudían de todas partes en busca de consejo: un rasgo que heredaría más tarde su nieta Cicely quien, transcurridos cerca de cincuenta años, revolucionó la actitud de los profesionales de la medicina ante la muerte y devolvió la dignidad a los enfermos en fase terminal. Fred Knight dirigía el almacén local de la ciudad de Burgersdorp, donde cualidades como la ternura y la preocupación por los demás no le resultaban de mucha ayuda para la
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gestión de su negocio. Su amabilidad le llevaba a conceder a la gente más crédito del aconsejable; desde el punto de vista comercial era un desastre, y la encarnizada guerra de los Boers que se libraba a las mismas puertas de su casa no mejoró demasiado las cosas. En este entorno tan turbulento, su familia, que gravitaba alrededor de una esposa sumamente dominante, se incrementó con la llegada de dos hijos varones y de una niña, Chrissie. Su mujer procuraba consolarse recurriendo a los documentos familiares que remitían a tiempos más felices o, al menos, más distinguidos. Uno de sus antepasados, Sir John Strode, se ganó la fama gracias a la cólera de Carlos I, quien irrumpió en el Parlamento en busca de venganza cuando Sir John y otros ocho parlamentarios se opusieron al aumento de impuestos solicitado por el monarca: una empresa en la que el rey Carlos no obtuvo demasiado éxito porque, informados de su arrebato, todos los rebeldes habían desaparecido. En este incidente tiene su origen el veto a la entrada de los monarcas reinantes en la Cámara de los Comunes. Aunque recuerdos como este seguramente lograban levantarle el ánimo, las crecientes dificultades de su vida fueron empeorando su carácter, hasta acabar sumiéndola en una profunda depresión. Cuando Chrissie contaba trece años, la familia se dio por vencida y regresó a Inglaterra. Chrissie acabó convirtiéndose en una mujer que provocaba en quienes la conocían sentimientos contrapuestos. Algunos la consideraban amable, reflexiva y detallista: una persona, en suma, dulce y encantadora. A otros, sin embargo, les resultaba exasperante, superficial y demasiado exigente. La esbelta y elegante Chrissie vestía con gusto y era muy perfeccionista: «trabajaba meticulosamente; todo lo que hacía lo hacía bien». Hay algo conmovedor en esta mujer cargada de buenas intenciones a quien la vida no ahorró dificultades. Hasta sus mismos esfuerzos parecían volverse contra ella. Una intuitiva amiga de Cicely la describe como «una amable sombra que lo hacía todo a la perfección». Al casarse con Gordon Saunders, Chrissie encontró el polo opuesto. Donde ella era negativa, él era optimista; donde ella era frágil, él, vigoroso. Hombre de enorme vitalidad, generoso, atractivo y sumamente trabajador, también sabía mostrarse enérgico y bastante despótico. «Jovial y campechano: el tipo de persona que anima una fiesta». Su carácter extrovertido no atraía a todo el mundo: algunos de quienes le conocieron al final de su vida lo describen como un hombre de éxito arrogante, aburrido y en constante búsqueda de diversiones. Aunque el lado más vulnerable de Gordon no era demasiado manifiesto, Cicely conocía bien sus puntos débiles y cómo atacarlos. Todo lo cual, unido a la sorprendente incapacidad de Gordon para enfrentarse a cualquier contrariedad, revela una inseguridad que –al menos en parte– él se las arreglaba para ocultar. El padre de Gordon debía de compartir el espíritu emprendedor característico de este, pues en una época en que la fotografía estaba aún en mantillas él era propietario de una cadena de estudios fotográficos repartidos por Eton, Oxford, Cambridge, Harrow y Camberley. Se había casado dos veces y Gordon era el benjamín de diecisiete hermanos, amén del más brillante. El señor Saunders murió poco después del primer cumpleaños de
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Gordon y su dinero no tardó en esfumarse. «Parte se lo llevaron y parte se dilapidó», dice uno de sus nietos. Lo cierto es que los hijos mayores no demostraron la misma facilidad para el negocio familiar que su padre; y la madre –cuya condición de viuda con tantos hijos en una época tan ajena al Estado de bienestar no puede sino despertar simpatía– era una excelente acuarelista victoriana que se pasaba la mayor parte del tiempo pintando. En cualquier caso, cuando Gordon iniciaba la adolescencia se las ingeniaron para conseguir el dinero que les permitiera enviarle a Dauntsey, una escuela agrícola de Wiltshire en la que el chico pasó dos gloriosos años formando parte de todos los equipos deportivos, cazando y haciendo escapadas nocturnas en busca de mariposas. Gordon salió de la escuela decidido a recobrar la fortuna familiar. A pesar de la inminencia de la primera guerra mundial, fue descartado del servicio activo, pues en el colegio había sufrido una grave fractura de tobillo de la que nunca llegó a recuperarse del todo. De modo que se puso a buscar trabajo en alguna ocupación que le permitiera ganar dinero rápidamente y no requiriese capital inicial. Al final, optó por el mundo inmobiliario, para el que Dauntsey le había proporcionado formación suficiente, y se matriculó en la escuela nocturna. Tras pasar una corta temporada en Giddy & Giddy, fue contratado por la empresa John D. Wood, de la cual acabó convirtiéndose en socio en 1916. Por esas fechas, la firma, especializada en lo más selecto del mercado inmobiliario, contaba con ocho socios y estaba bastante consolidada. Había mucho trabajo y Gordon recibió una buena acogida. Cicely describía a su padre como un «auténtico bucanero», calificativo con el que sus colegas habrían mostrado su acuerdo. Tenía la habilidad de descubrir al instante el potencial de cualquier propiedad y trabajaba con la infatigable determinación de quien sabe muy bien a dónde quiere llegar. Gordon Saunders y John D. Wood se complementaban a la perfección. Fueron socios alrededor de treinta años, hasta que Saunders empezó a hacer gestiones y a especular con enorme éxito para grandes agencias como Grosvenor, cumpliendo así su sueño de ganar mucho dinero. Esto fue lo que dijo Gordon en cierta ocasión en que él y otro colega se felicitaban mutuamente por su éxito: «Hemos logrado algo más que eso, Algie: ¡lo hemos pasado bien!». Los Knight y los Saunders coincidieron en la zona norte de Londres justo antes del comienzo de la primera guerra mundial. Ambas familias iniciaban su declive social y los Knight –tan poco afortunados como encantadores– se sintieron atraídos por el dinamismo que mostraba Gordon y su determinación a mejorar su situación. La madre de Chrissie se empeñó en casarla con él, pero la joven no cedió hasta la tercera propuesta de matrimonio. Sin duda, su resistencia debió de espolear a Gordon, quien más tarde comentaría que no le dieron opción. Cuesta creer que un hombre tan extrovertido y fogoso careciera del coraje necesario para resistirse a las intrigas de una madre, pero, por muy bien que se defendiera en su profesión, su experiencia del mundo era bastante escasa y se sentía socialmente inferior. Solo tenía veintidós años y se había criado junto con dieciséis hermanos más –como cachorrillos metidos en un mismo cesto–, en los que encontró toda la compañía que necesitaba, prescindiendo de tentar otras aguas. Además, Chrissie era atractiva y se encontraba disponible. Estuvieron prometidos cuatro años: en
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aquella época, los noviazgos largos eran muy frecuentes y Gordon deseaba alcanzar cierta estabilidad profesional antes de formar una familia. No obstante, años más tarde le confesó a Cicely que se casó con su madre porque le daba lástima y no tuvo el valor de romper su relación. Y como la piedad, aun siendo un sentimiento encomiable, no es buena base para el matrimonio, a ambos les esperaban tiempos difíciles. Aunque nunca dejaron de quererse, la convivencia resultó muy complicada. Cicely, primera hija del matrimonio, nació el 22 de junio de 1918 y fue bautizada con el nombre de Cicely Mary Strode Saunders (Strode en memoria, claro está, de su ilustre antepasado del siglo XVII). Luego vinieron al mundo los dos hijos varones: John, nacido en 1920, y, seis años más tarde, Christopher. Durante los veintiocho años que pasaron juntos, Gordon y Chrissie vivieron en Barnet, en una sucesión de casas reflejo de su creciente prosperidad. El primer hogar del matrimonio fue Linden Lodge, una vivienda bastante modesta de las afueras de la ciudad; en 1922 se trasladaron a Monkenholt, una casa de época de grandes dimensiones situada en Hadley Green. Como cualquier familia de clase media de los años 20, los Saunders disponían de personal de servicio: los niños apenas recordaban temporada alguna en la que Chrissie no contara con la ayuda de una niñera o señorita. Primero hubo una Emily y luego una señorita Morrison, hasta que con el nacimiento de Christopher llegó su favorita, «Stocky». El señor y la señora Read, por su parte, hacían la función de mayordomo y cocinera, respectivamente. El jardín de infancia al que asistió, dirigido por las señoritas Smythe, le encantaba. Sin embargo, llegó a aborrecer el colegio externo al que la enviaron después; el trayecto de ida y vuelta lo hacía en un coche de caballos acompañada de otras niñas a las que solo estaba deseando perder de vista. Su impopularidad desconcertaba a la propia Cicely, que se sentía incapaz de ponerle remedio. Quizá el motivo fuese su tamaño –era muy alta para su edad–; o quizá su aguda inteligencia, que comenzaba a despuntar haciendo sombra a sus compañeras. En cualquier caso, sus padres decidieron que las cosas no podían continuar de ese modo y, al cumplir los diez años, la enviaron a Southlands, un internado de Seaford donde recibía frecuentes castigos por hablar demasiado –o, mejor dicho, por ser sorprendida hablando en el momento más inoportuno: una torpeza que suele sucederles a los tímidos–. Pero esta vez contaba con una aliada: tía Daisy, hermana de su padre y madrina suya, además de gobernanta del internado. Tía Daisy, quien durante muchos años desempeñó un papel decisivo en la vida de Cicely, sabía solucionar los problemas de su sobrina con tacto y discreción, y subía a verla cuando la enviaban recluida a su cuarto, como a veces ocurría. Los cuatro años que Cicely pasó allí no fueron demasiado tristes. Cuando cumplió catorce años, su padre, insatisfecho con su formación, la envió a Roedean, un internado femenino cerca de Brighton que estaba de moda. A Cicely la enfureció verse tratada de forma tan arbitraria y se sintió ofendida por la libertad que se había tomado su padre. «Ni siquiera lo habló conmigo. Yo tenía catorce años y pensaba que mi padre debería haber confiado en mí». Se sentía sola y desgraciada, y tanto odiaba Roedean que se negaba a viajar en el tren escolar, por lo que la llevaban en coche. En cierta ocasión en que no consiguieron arrancarlo, Cicely estaba tan decidida a no alargar
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ni un solo minuto su sufrimiento viajando en tren que, para dejarla en el internado, tuvieron que alquilar otro vehículo. Allí, Cicely no pudo disfrutar ni de su única amiga, una niña de Southlands llegada al internado al tiempo que ella: cuando las sorprendieron siguiendo esa costumbre inveterada de continuar hablando «después de apagar las luces», las separaron en habitaciones distintas. Era tímida, tan tímida que recordaba haber prescindido durante todo un trimestre del cacao de media mañana por no sentarse a una de las mesas. Lo que más le gustaba era la capilla, aunque solo fuera por el coro y porque tenía un sitio donde sentarse. Pasados dos o tres años, un incidente aparentemente insignificante cambió por completo el destino de Cicely. «Me robaron una cosa. Estaba esperando un paquete certificado con una pulsera de oro y, cuando escribí a casa diciendo que no lo había recibido y mi padre se puso en contacto con la dirección del internado, descubrieron que se la había quedado otra niña. No se lo conté a nadie, entre otras cosas, porque no tenía a quién. Pero los padres de la niña y las directoras estaban tan satisfechos de mi discreción que me felicitaron. Al final acabé haciéndome amiga de la niña, que era tan solitaria como yo y tampoco se soportaba a sí misma». Ese fue el punto de inflexión que marcó el cambio: aunque un poco tarde, primero la nombraron subprefecta y delegada de la escuela, cargos que aceptó con cierta prevención, pues su predecesora, que era una excelente deportista y todo lo hacía bien, gozaba de gran popularidad. De hecho, los reparos de Cicely fueron tan grandes que acudió en busca de consejo a la profesora encargada del internado, la señorita Mellanby, quien –junto con la directora, la señorita Tanner– era merecedora de toda su confianza. Cicely se quedó tan satisfecha con la entrevista que escribió a su padre contándole lo que le había dicho la señorita Mellanby: «Cuando alguien se va, se le recuerda más por él mismo que por su trabajo. Nadie os comparará como delegadas. Tú limítate a aceptar el cargo y hazlo a tu manera. No olvidarán a Liz, pero tampoco recordarán su trabajo». Este consejo hizo de aquel último año el mejor y, tras la marcha de Cicely, la directora escribió: «No es una líder nata, pero sí una buena delegada». Aunque Cicely nunca valoró demasiado la formación recibida en Roedean, sí reconocía deberle una cosa: la sensibilidad ante los desvalidos, porque «yo misma me había sentido desvalida con demasiada frecuencia». Si los años de colegio no fueron fáciles para Cicely, en casa los cosas no iban mucho mejor. Desde el punto de vista económico, Gordon había visto realizado su sueño. Después de trabajar mucho y recuperar la fortuna familiar, había decidido disfrutar siempre de lo mejor de lo mejor: la escuela (estaba convencido del acierto de enviar a Cicely a Roedean), los coches, los hoteles, la ropa y –cómo no– la casa. Al poco tiempo de la marcha de Cicely al internado, la familia se mudó a Hadley Hurst, una mansión imponente de la época de Guillermo III situada frente a Hadley Common que disponía de tres edificios, un gran jardín, una pequeña lechería con una vaca, dos pistas de tenis de hierba y otra de cemento, una pista de squash, un jardín vallado, una higuera,
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melocotoneros, árboles de nectarinas e invernaderos. A lo que se añadía el correspondiente personal de servicio: cocinera y pinche, mayordomo, doncella, tres jardineros y un chófer para el Rolls de Gordon y el Morris de Chrissie. También tenían contratada a tiempo parcial a una persona dedicada exclusivamente a montar maquetas de trenes, por las que Gordon sentía tal pasión que ocupaban toda la planta superior de la mansión, en cuyas paredes se habían practicado agujeros para que los trenes pudieran circular de una habitación a otra. Pero el matrimonio no funcionaba y, aunque los Saunders nunca discutían en público, todo el mundo lo sabía. El ambiente que recibía a las visitas era muy desagradable. Tanto se mortificaban el uno al otro que se estaban quedando cada vez más solos. El temperamento extrovertido y dinámico de Gordon exigía gente y actividad a su alrededor, y lo que a él le llenaba de entusiasmo no provocaba ninguno en su mujer, quien llegó un momento en que era capaz de recluirse en el piso superior y no aparecer durante un día entero, e incluso dos. Tal era el grado de incomunicación entre ambos que, en cierta ocasión, Chrissie recurrió a un tercero para que, abochornado, fuese testigo de una entrevista que cualquier pareja hubiera preferido mantener en privado: ante su marido, Chrissie confesó tener contraída una deuda de doscientas libras. En la memoria de Cicely quedaron grabados pequeños incidentes de este estilo. «Nunca olvidaré el día en que estaban invitados a una importante recepción a la que en el último momento mi madre, que se había peinado y comprado zapatos y vestido nuevos, se negó a asistir, a pesar de que el coche ya había llegado a Londres. Yo sufría mucho, tanto por ellos como por la situación. Mi padre no sabía cómo enfrentarse a ella y mi madre era incapaz de manejarle a él». En realidad, Chrissie era incapaz de manejar nada. Ante el tamaño de la casa y todo lo que ello implicaba reaccionaba con una doble postura. Por un parte, era una esnob: Cicely recordaba no haber podido contener la risa cuando un mozo de estación, que no dudó en permitir la entrada a los tres hermanos, detuvo a Chrissie, a pesar de su abrigo de piel, con estas palabras: «Solo primera clase, señora». Probablemente acabaron viajando en primera clase, pero «¡decirle eso a mamá y a nosotros no…!». En otra ocasión en que el día era especialmente caluroso, Cicely no paró de preguntarle, con la insistencia de los niños, por qué llevaba sombrero. ¿No le daba demasiado calor? A lo que la madre le contestó: «¿Olvidas que soy la señora Saunders, de Hadley Hurst?». Aunque le encantaba la posición social de que disfrutaba como esposa de Gordon, ni su origen ni su temperamento le permitían atender adecuadamente sus responsabilidades, sobre todo, cuando se trataba del servicio, cosa que les suele suceder a los ricos cuando carecen de experiencia previa. Chrissie ignoraba cómo contratarlos y cómo manejarlos. Según Christopher, eso era lo que peor llevaba. En medio de tan oscuro panorama, Lilian Gardner vino a brillar con luz propia. Llegó a la casa muy joven –solo tenía veintiún años– y era positiva, cariñosa, extrovertida y guapa. Aunque la habían contratado para cuidar de Christopher, al poco tiempo se encontró dirigiendo la casa. De hecho, se ocupaba de todo: de las compras, de remendar la ropa de los niños, de supervisar el trabajo del servicio y hasta del vino de Gordon.
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Desde el primer momento consiguió hacerse con los niños –Christopher la recibió con un: «Hola. Ven conmigo al invernadero. Te voy a enseñar cómo se aparean las libélulas»–, y los niños con ella. Para Christopher, «las cosas mejoraron visiblemente. Lilian no tardó en ocupar el puesto de mi madre, sobre todo en mi caso». En cuanto advirtió la escasez de amigos, se las ingenió para iniciar el trato con las niñeras y criadas de otras familias. En cuanto a Cicely, a quien solo llevaba siete años, la niña encontró en ella una amiga y una hermana mayor que «reía por todo». A pesar de la tensión latente, en casa de los Saunders reinaba una actividad constante: jugaban al tenis y al squash y montaban a caballo –una Semana Santa, Chrissie le regaló a Lilian diez clases de equitación para que pudiera acompañar a Cicely–, y en Navidad celebraban bailes y fiestas. Una vez al año, Cicely y Lilian organizaban y preparaban juegos para «la fiesta de las tías», a la que invitaban a todos los hermanos y hermanas de Gordon junto con sus hijos. Las vacaciones las pasaban pescando en Escocia o en el Hotel Treyolan Manor de St. Ives, cuyo ambiente estirado se veía alterado durante las noticias de las nueve –una hora sagrada para los clientes de mediana edad– por los niños que se deslizaban escaleras abajo encima de la bandeja del té. Cicely era una excelente surfista, lo que le hizo merecer los versos siguientes, compuestos por un amigo de la familia: Esa niña tan alta de Roedean es la reina de todos los surfistas. Cuando coge una buena ola, rápida y ligera como una sílfide, causa el delirio. El crucero a Gibraltar y a Madeira, por su parte, fue una experiencia emocionante para Cicely y John, pero amarga para Christopher, cuya corta edad le impidió tomar parte en él. Los Saunders nunca estaban solos y apenas sabían lo que significaba vivir en familia. En la casa de pesca de Escocia siempre había gente y en Cornualles vivían rodeados de amigos: las fotos de aquella época en la playa muestran un grupo de una docena de personas. En el crucero por el Mediterráneo participaron los Diamant y Percy Deas, amigos de Gordon, y durante las vacaciones que Gordon y Chrissie pasaron en Egipto estuvieron acompañados de otros amigos. Y no por casualidad: la constante presencia de otros respondía a un plan deliberado, en parte, para contentar a Gordon, a quien le gustaba estar rodeado de gente y dirigir su propia «corte», y cuya extraordinaria generosidad le llevaba a cobijar bajo sus alas a los demás, pagándoles en caso necesario incluso las facturas de hotel. Pero también obedecía a una especie de conjura inconsciente destinada a ocultar las grietas del matrimonio. Y funcionaba… al menos en parte. Cicely creía que ellos, los niños, no lo notaban demasiado y que tardaron bastante en advertir las tensiones. Tal vez esta sensación solo responda al intento por parte de
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Cicely de rendir tributo a los esfuerzos de sus padres por representar ante ellos una comedia que ahorró muchos sufrimientos a sus hijos. Si no les pudieron proporcionar un ambiente cálido y feliz, al menos no se lo hicieron pasar demasiado mal. Cicely, John y Christopher se llevaban muy bien: entre ellos existía esa amistosa indiferencia que suele surgir donde hay espacio suficiente para estar solo en caso necesario y cuando las dos terceras partes del tiempo se pasan en un internado. John y Cicely, que solo se llevaban dos años, hacían juntos muchas cosas y formaban una excelente pareja de baile: tanto es así que la gente se detenía a mirarlos. Christopher, ocho años menor, pensaba que a él no le hacían caso; y seguramente ellos pensarían que, por ser el pequeño, recibía más que el resto. Christopher recuerda las burlas que le dirigía a Cicely desde una posición estratégica en el umbral de una puerta: «¿Sabes que, si no estuvieras tan jorobada, serías aún más alta?»; y, dicho esto, desaparecía a toda velocidad. Formaban una familia extraordinaria. En una ocasión, alguien comentó que «Gordon, Cicely y Christopher son brillantes; tanto como John para los deportes». De hecho, a John le atraían bastante más los coches y el deporte que las conversaciones intelectuales, aunque la pobre idea que se tenía de alguien que más tarde recibiría el apodo de «John el sagaz» sitúa a los otros tres muy por encima de la media. John cree que su carácter callado obedece a lo mucho que hablaba Cicely. Durante las comidas, él solía permanecer en silencio mientras Cicely y su padre discutían, a veces hasta pelearse «como gatos», sobre temas fundamentales. Como era previsible, la orientación de Gordon era conservadora e intolerante, y el temperamento liberal y comprensivo de Cicely, que no tardó mucho en manifestarse, provocaba violentas discusiones entre ambos. Cuando Gordon llegaba tarde a trabajar, sus colegas solían preguntarle si «había vuelto a enzarzarse con Cicely». Pero a ellos aquellas discusiones les servían de estimulante: ambos eran idealistas y rebosaban vitalidad; y ambos eran también, cada uno a su manera, más vulnerables de lo que aparentaban. Cicely quería y admiraba a su padre y este adoraba a Cicely –tanto como a sus otros hijos–, se sentía orgulloso de ella y era ambicioso respecto a su futuro. Ya en la adolescencia, Cicely comenzó a revelar dotes como su inteligencia y su amplitud de miras, junto a una necesidad constante de actividad; aparte de otras cualidades –como la de liderazgo–, que iría desarrollando con el tiempo. Cicely decía de su padre: «Para él, todos los gansos son cisnes: sabe muy bien cómo motivar a la gente». Lo mismo dirían de ella años más tarde. Gordon puso todo su empeño en ser un buen padre: se pasó horas enseñando a sus hijos a jugar al criquet, a los bolos y al tenis. Pero no todos compartían sus mismos intereses. Cicely no sentía demasiado entusiasmo por la agricultura, mientras que para Gordon, que colaboró como voluntario con el Ministerio de Agricultura en la explotación de unos terrenos en Norfolk (amén de unos cuantos acres que reclamaba a Fenland), aquello le descansaba. A Cicely tampoco le gustó nunca el bridge: pasados los años escribió que, aunque su padre intentó enseñarle a jugar, ella «no hacía ningún esfuerzo por concentrarse. Pobre papá». Pasó algún tiempo antes de que Cicely colmara
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las expectativas de Gordon, que confiaba plenamente en el éxito de su hija, aunque su ambición tardara un poco en hacerse realidad. Todo esto no representaba más que el toma y daca de una relación llena de cariño. Sin embargo, con su madre las cosas eran muy distintas. En realidad, todos sus hijos la encontraban complicada. Los amigos más íntimos de la familia cuentan que, cuando los tres estaban jugando tranquilamente, bastaba que entrara su madre para que la temperatura descendiese varios grados. Christopher, que –irónicamente– era su favorito, manifestaba sin reparos no haber sentido nunca cercana a su madre, a la que identificaba más bien con un rostro lúgubre y plagado de arrugas. La severa expresión de Chrissie no reflejaba fortaleza ni determinación, sino «abandono, resignación, tristeza e infelicidad, a la que sin duda contribuíamos nosotros con nuestra falta de afecto». También se recuerda a sí mismo desde muy pequeño intentando huir de ella, adulándola para sacarle algo o pidiéndole dinero «con absoluto descaro, como hacen los niños». Christopher es el protagonista de una triste anécdota. De niño solía pasar las horas en un extremo del jardín, junto a un estanque, y, cuando le preguntaron por qué se quedaba allí, contestó: «Es lo más lejos que puedo estar de mi madre». Pobre Chrissie. El esfuerzo que puso en ser una buena madre fue proporcional a su fracaso. A punto estuvo de conseguirlo en el caso de John, quien considera calumniosos los juicios sobre su madre. Pero incluso él reconoce su incapacidad para demostrar sentimientos y comenta: «Era tan inflexible que bailar con ella era como bailar con una escoba»; como reconoce también lo mucho que le costaba estar a la altura de los demás: «Hablaba demasiado y con petulancia. Aunque no era lista, intentaba competir con Cicely, con papá y con Christopher, que eran mucho más inteligentes». Todos destacaban en algo menos Chrissie, a quien no le salía bien nada, salvo cuidar de los enfermos. Su interés por los demás era sincero, siempre que no supusieran un reto para ella. Lo que mejor se le daba era saludar cuando coincidía con alguien en el tren y charlar con los nietos de sus amigas. En una palabra: era –por dura que resulte la expresión– una superficial. Aunque de niña Cicely apenas fuese consciente de ello, Chrissie era difícil y exasperante, y su sensación de carecer de madre habría sido realidad de no ser por tía Daisy, una de las hijas mayores del segundo matrimonio del señor Saunders pródiga en cuidados maternales que nunca llegó a casarse ni tuvo hijos propios. Daisy siempre recordaría el modo en que su padre le dio la noticia del nacimiento de Gordon: «Será tu niño». Tía Daisy adoraba a Cicely y Cicely la adoraba a ella. En realidad, todo el que la conocía la quería. Cicely la describe como «una persona cuyo cariño era incondicional. Aunque exteriormente se mostrara amable y dulce, tenía una gran fortaleza interior». El nacimiento de Cicely desbordó a Chrissie, incapaz de ocuparse de ella, y fue tía Daisy quien acudió en su rescate. Cuando, pasados unos meses, se hizo evidente que la niña la prefería a ella antes que a su madre, Daisy se vio obligada a marcharse. Finalmente las aguas volvieron a su cauce y, a partir del cuarto cumpleaños de Cicely, Daisy volvió a pasar las vacaciones con ellos. Los niños se sentían felices a medida que se iba acercando la llegada de tía Daisy. Su influencia sobre las lecturas de Cicely, a quien le
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recomendaba todos los libros que le habían gustado a ella de pequeña, es inapelable. La suerte que le faltó a Cicely con su madre la tuvo con su tía, de quien solía decir: «Si hubiera podido elegir, habría escogido a tía Daisy por madre».
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Estudios El niño abstraído es sumamente tranquilo. El adulto también es indolente, receptivo y permanece expectante antes de que se dé cualquier percepción creativa. Este es reiteradamente el estado de la mente en la que se desvela la verdad. Es mejor no detenerse a pensar en ello y tener la sensatez de esperar la revelación de algo que ya está ahí. John V. Taylor, The Go-Between God
Cicely dejó Roedean decepcionada por no haber ingresado en la Universidad de Oxford, pero resuelta a conseguirlo. Durante prácticamente todo el último curso se concentró en la música y, cuando decidió intentarlo, ya era demasiado tarde. Aun así, vistos sus posteriores éxitos académicos, resulta sorprendente que tanto Lady Margaret Hall como Somerville la rechazaran y se viera obligada a apuntarse a la lista de espera del Newnham College de Cambridge. Pero Cicely no se dio por vencida y se matriculó en Bendixen, una academia de preparación intensiva en Baker Street, hasta que logró ser admitida en la Society for Home Students –más tarde, el St. Anne’s College de Oxford–. Al principio se sintió molesta por tener que conformarse con la última de sus opciones y por no disfrutar aún del pleno estatus de universitario, pero una vez integrada se encontró a gusto. Tras desechar la idea de seguir los pasos de su padre en el mercado inmobiliario, se decantó por la carrera de Ciencias Políticas, Económicas y Filosofía, con intención de acabar trabajando con algún político. Tuvo la inmensa suerte de estudiar con C. V. Butler, la profesora de economía que tanta influencia ejerció sobre los trabajadores sociales entre 1914 y 1945. La primera apreciación de C. V. con respecto a Cicely se resume así: «La inclinación que siente por los principios económicos supera la de cualquier alumno de primero que yo haya conocido». Lo cierto es que el interés de Cicely por la materia nacía de la admiración que ya desde la escuela sintió por la señorita Lyon, profesora de política y economía en Roedean. Sin embargo, sus esperanzas no se cumplieron de inmediato. Al final del primer año, su informe de calificaciones manifestaba que, aun habiendo trabajado mucho e inteligentemente, «le costaba alcanzar
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el nivel exigido por Oxford». Y en nota a pie de página se incluía un comentario dirigido al internado de origen: «No creo que en este momento la preparación que imparte Roedean para los estudios de Ciencias Políticas, Económicas y Filosofía sea la adecuada». Cicely pasó con éxito el examen llamado Pass Moderation, que por aquella época incluía latín y francés, pero al año de iniciar sus estudios estalló la contienda, y la vida de Oxford –como la de tantos otros sitios– cambió radicalmente. Grace Hadow, que era por esas fechas directora de la Society for Home Students, describió el Oxford de la guerra en una carta publicada en The Ship, la revista de la Sociedad: «Formamos un grupo curioso de funcionarios, oficinistas y empleados procedentes de todo tipo de despachos londinenses, y del Oxford académico… a los elementos ajenos a Oxford se une también una bulliciosa e inquieta masa de personajes con marcado acento cockney… multitud de madres del East End empujan con expresión triste los carritos de los niños por “The Corn” sin poder evitar la sensación de que no tiene nada que ver con Mile End Road»[1]. Cicely pasó allí el primer curso completo, sintiéndose incómoda por continuar estudiando cuando el mundo entero estaba en guerra y se presentó a los exámenes de enfermería y primeros auxilios domésticos de la Cruz Roja británica. Fue en la escuela cuando se sintió atraída por primera vez por la idea de ser enfermera, pero sus padres acabaron quitándoselo de la cabeza. Ahora, sin embargo, a sus preferencias vino a sumarse su sentido del deber y decidió ignorar a su familia, dejar Oxford y convertirse en enfermera. En opinión de la señorita Butler, que aprobaba sus planes, Cicely sería feliz ejerciendo un trabajo de tipo práctico, pues no era en absoluto «una estudiosa»; la directora en funciones, por su parte, incapaz de entender que alguien prefiriera otra cosa antes que Oxford, le escribió una carta bastante seca reclamándole el importe de la matrícula del año siguiente por no haber notificado su marcha con suficiente antelación. Y concluía lamentando la decisión de Cicely. «Es una pena que interrumpa usted los estudios iniciados para dedicarse a una tarea que, aun siendo sumamente útil, está al alcance de muchos. Además lo que ahora mismo exigen las circunstancias son enfermeras cualificadas». Pero Cicely no desistió de su proyecto y, con algo de arrogancia, escribió a St. Thomas explicando que desde que cursara sus estudios para la Cruz Roja se sentía tan atraída por la enfermería que estaba deseosa de empezar la carrera sin demora. Pasados diez días, volvió a escribir solicitando libros de anatomía y fisiología para poder comenzar a estudiar. Pero desgraciadamente las ruedas de la burocracia se mueven muy despacio: había que dar referencias, presentarse a entrevistas y aguardar plazas vacantes. Así que Cicely se pasó casi un año trabajando para la Cruz Roja antes de conseguir una plaza. La enfermería de guerra tenía sus peculiaridades. En 1938, el temor a un enfrentamiento bélico llevó a iniciar los preparativos para afrontar el estado de emergencia; y al año siguiente, una vez declarada la guerra, la Escuela de Enfermería Nightingale fue evacuada a varios hospitales psiquiátricos de Surrey y Hampshire, mientras que la Escuela Preparatoria se trasladó a una casa situada en Shamley Green, cerca de
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Guildford, a donde Cicely y otras veinte mujeres llegaron un frío día de noviembre de 1940. Durante ocho semanas, el «equipo» recibió una exigente preparación en condiciones tan duras como dormitorios desprovistos de calefacción y constantes apagones. Se levantaban a las seis y media de la mañana, se aseaban con agua helada recogida en jarras y antes de las clases y las prácticas tenían que dejar terminadas las «tareas domésticas» con una minuciosidad digna de la aprobación de la propia Florence Nightingale. Limpiaban los servicios con el trapo indicado y la cantidad justa de detergente, y quitaban el polvo de los muebles primero «en húmedo» y a continuación «en seco». Todas las tareas eran sometidas al examen de sus superioras. A cargo de su formación estaba la «enfermera PTS», una mujer fogosa capaz de combinar la exigencia con el humor. «Solo hay que correr en caso de incendio o de hemorragia», solía decir; o bien: «Quedaos sin aliento al menos una vez al día: os vendrá bien». Entre las enfermeras Nightingale existía un marcado esprit de corps. Las profesionales de otros hospitales que a lo largo de su formación coincidían con ellas pensaban que las de St. Thomas, aparte de considerarse únicas, creían que su hospital impartía mejor preparación que el resto. Este era el dicho que corría antes de la guerra: «St. Bartholomew para el dinero, el London Hospital para el trabajo duro, St. Mary para el deporte, Guy para el coqueteo y St. Thomas para las damas»[2]. Es cierto que en aquella época en St. Thomas solo había «aristócratas» de quienes se esperaba que se comportaran como tales. Un ejemplo: mientras que a las enfermeras de Guy se les permitía trabajar sin medias –casi imposibles de obtener en tiempo de guerra–, se suponía que las Nightingale siempre podían arreglárselas para conseguirlas. Durante los tres años siguientes, Cicely fue rotando entre Hydestile y Park Prewett, cerca de Godalming y de Basingstoke, respectivamente, y Botley’s Park, en Chertsey: todas ellas instituciones psiquiátricas típicas de la época, con edificios inhóspitos adaptados precipitadamente a un uso hospitalario. Había rejas por todas partes, algunas de las salas conservaban celdas acolchadas, las ventanas solo se abrían unos pocos centímetros, los servicios carecían de pestillos y las almohadas y colchones eran especialmente duros. La privacidad brillaba por su ausencia. En Park Prewett, Cicely compartía una habitación con seis puertas y camas sin cortinas junto con otras cinco mujeres; los otros dos grupos, uno de 14 y otro de 20 jóvenes, tenían que atravesar la habitación cada vez que necesitaban ir al servicio. Pasaron un verano entero sacudiendo todas las mañanas la ropa para librarla de las tijeretas, sufrieron plagas de pulgas y a veces encontraban bichos debajo de los colchones. La comida combinaba la urgencia de tiempos de guerra con la falta de imaginación característica de las cocinas de aquel tipo de instituciones, que parecían sostenerse a base de pan y sardinas. Su sueldo ascendía a cincuenta libras anuales. Cicely se sentía feliz, extraordinariamente feliz. Por primera vez, ella era popular, alguien cuya opinión se valoraba; tenía amigas y hacía progresos. Se refugió en la enfermería como el libro que recupera su hueco en la estantería. Cerca de cuarenta años después, su rostro aún se iluminaba al recordar aquella sensación de «haber encontrado su sitio».
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El hecho de que a las pocas semanas quedara demostrado que Cicely era perfectamente compatible con la enfermería no significa que todo fuese un camino de rosas. Los informes sobre ella, obligada a superar su timidez, eran contradictorios. Algunos la calificaban de insegura, afirmaban que «le podían los nervios» y que «daba la sensación de tener complejo de inferioridad». También había quien la consideraba «callada y sin pretensiones, aunque con un carácter negativo. Era como si hubiera agotado sus fuerzas y no le quedara energía para imponerse con más frecuencia y mayor resolución». Otros informes, sin embargo, destacaban su determinación en superar la oposición que sus padres continuaban mostrando y veían en ella una capacidad natural para el liderazgo. Quizá la clave haya que buscarla en la palabra «determinación». En respuesta a la solicitud de referencias formulada por St. Thomas, la directora de su colegio universitario escribió: «Podía haber tomado la decisión más fácil, es decir, quedarse en casa y pasarlo bien: no existen motivos económicos para que se gane la vida trabajando; pero siempre se ha tomado en serio su carrera y me sorprendería mucho que algo la disuada de emprender alguna tarea importante». Sus superioras también valoraban su potencial. Una de ellas, la enfermera Nuffield, quien desde el principio se lo hizo pasar muy mal a Cicely, la perseguía de sala en sala y, cada vez que ella le pedía permiso para marcharse, le contestaba: «Sí, eso: márchese». Un día, la enfermera Nuffield la sorprendió cometiendo alguna tontería y, después de regañarla severamente, le dijo: «Usted puede ser buena y lo va a ser. Por eso la persigo». Impresiones tan contradictorias como estas quizá encuentren su explicación en las tensiones vividas en su familia y en la escasa popularidad y la pobre imagen que se había labrado en el colegio. Aunque era una persona muy capaz, hasta entonces no había recibido esa aprobación que suscita la confianza en uno mismo y la manifestación de los propios talentos. Pero Cicely tenía ambición: estaba decidida a vencer sus defectos y ocultar su timidez. En cuanto fueron trasladadas a Park Prewett después del entrenamiento preliminar en Shamley Green, sus compañeras, con el orgullo recién adquirido de ser «profesionales», la eligieron como «representante» de su equipo, lo que implicaba hacerse cargo del resto de enfermeras en prácticas y, en ocasiones, también de las que estaban por encima de ella. Si sus superioras habían detectado sus deficiencias, es evidente que, a ojos de sus compañeras, estas pasaron desapercibidas. Mary Rous, una de sus compañeras y amigas, decía: «Cicely tenía unas aptitudes extraordinarias. Ya entonces era siempre la primera en acabar el trabajo. Recuerdo sobre todo la sala de «gine» de Hydestile, al mando de una enfermera muy eficaz, pero temible, que se había ganado nuestra admiración y respeto. Cicely, a pesar de ser enfermera en prácticas como el resto, se encargaba de comprobar que las demás terminaran sus tareas en el tiempo fijado para ello. En cada sala trabajábamos seis o siete y, cada vez que se confeccionaban las listas, su nombre siempre ocupaba el primer puesto. Cicely pasaba a toda velocidad observando los detalles sin rematar que pudieran ser de su competencia y se las arreglaba para, una vez acabado su trabajo, prestar ayuda a quienes no habían conseguido terminar el suyo».
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Sus compañeras comenzaron a darse cuenta de que Cicely era muy especial. No solo la querían: también la admiraban y se divertían escuchando sus elocuentes anécdotas de pacientes, que narraba con humor y de forma simpática y divertida. Además la consideraban una intelectual perfectamente capaz de llegar a maestra o profesora. Daba la impresión también de ser algo más madura que el resto; de hecho, ellas –con dieciocho o diecinueve años– eran más jóvenes que Cicely, quien había cumplido los veintidós. Cicely guardaba una foto de un apuesto piloto de la RAF, de pie junto a su taquilla, que dio pie a multitud de conjeturas (según ella, se trataba de su novio, aunque la relación no sobrevivió a su alistamiento en las fuerzas aéreas). Gracias a la generosidad de su padre, solía disponer de bastante dinero. Sus botas de ante, los guantes de piel de ocelote y su bolso de cocodrilo eran la envidia de todas, y el maquillaje que continuaba utilizando incluso en plena guerra les parecía el colmo del lujo. Cicely era divertida y solía contar chistes algo atrevidos y subidos de tono para los años 40. Hay una simpática anécdota relativa a una de las representaciones de fin de curso cuyo argumento giraba en torno a una enfermera jefe y un grupo de enfermeras en prácticas cargadas de buena intención cuya inexperiencia colocaba a sus pacientes en situaciones embarazosas. En escena aparecía un personaje fantasmagórico ataviado con un vestido de Cicely largo hasta los tobillos y provisto de una linterna que empezaba a preparar a las pacientes con destreza. En tan desafortunado sketch, el resto de sus compañeras entonaban Swanee River cambiando el «Poor Old Jo» del estribillo por un «Poor Old Flo», que no gustó nada. La enfermera jefe hizo llamar a Cicely y le dijo: «Nunca será usted una buena enfermera si no aprende que hay cosas con las que no se juega. Si realmente quiere ser una enfermera Nightingale, no debería hacer chistes sobre ella». Aunque Cicely estaba convencida de que la expulsarían, a los pocos meses consiguió restablecer su buen nombre interviniendo en una representación navideña que –ahora sí– consideraron «plenamente acorde con la tradición del hospital». Esta vez, la enfermera jefe no era otra que la célebre y respetada Dame Alicia Lloyd Still, de St. Thomas, quien jamás hubiera podido imaginar que una de las enfermeras en prácticas que intervenía en aquel espectáculo compartiría con ella el honor de ser nombrada dama. Cicely trabajaba en las salas de medicina general, quirúrgica, pediátrica y ginecológica, y en la sala de operaciones y la cocina dietética del hospital. Todo le gustaba, incluido el turno de noche de la sala de pediatría, que provocaba en ella especial tensión. «Aunque no entendía nada de niños, era la encargada junto con otra que sabía aún menos que yo, porque carecía de formación pediátrica. Fallecieron dos o tres niños y fue sumamente duro». Cicely nunca pudo olvidar a Reggie, que extendía su frágil dedito para quitarse las gafas cada vez que ella le ponía la sonda nasogástrica; cuando murió, no consintió que el camillero la trasladara al depósito y fue ella misma quien lo hizo. Entonces, como ahora, todo lo que hacían las enfermeras se sometía a evaluación. Semanalmente se redactaban informes sobre sus cualidades personales: ¿era puntual?, ¿serena?, ¿digna de confianza?, ¿pulcra?, ¿aseada? Características de este tipo recibían la nota correspondiente, y lo mismo sucedía con su capacitación profesional: gestión de sala, vendajes, enemas, catéteres, pacientes inmovilizados, confección de vendas, arreglo
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de camas, sala de espera para intervenciones, preparación quirúrgica de pacientes, comidas, ventilación, limpieza de instrumental, atención a convalecientes y observación de síntomas. Todas trabajaban mucho: las horas se hacían muy largas y la formación era sumamente meticulosa. Había que presentar los platos con aspecto apetitoso y en bandejas exquisitas, y no limitarse a colocarlas sin más sobre el regazo del paciente. Les enseñaban a limpiarles la cara con cuidado, pero concienzudamente (previamente practicaban con un muñeco al que llamaban «George»), y aprendían a recordar cada incidente y cada síntoma del paciente. De espaldas al enfermo, debían elaborar un informe de la mitad de la sala (dieciocho camas) con el nombre y la edad del cada uno, el tratamiento y las intervenciones practicadas, la medicación administrada y datos de la temperatura, el pulso y la respiración. Aunque a algunas esta tarea les aterraba –sobre todo, cuando la enfermera del turno era la que llamaban «el Dragón Verde»–, a Cicely nunca le resultó demasiado complicado. Con todo, algunos aspectos de la instrucción que recibían eran obsoletos. Por ejemplo, debían aprender a entablillar cuando por entonces ya se usaba escayola, y para aliviar amigdalitis dolorosas Cicely recordaba haber calentado cataplasmas en una vieja cocina y volver disparada junto al paciente antes de que se enfriaran. También se encargaban de esterilizar el instrumental, pues aún no existían los paquetes estériles de hoy en día. Las enfermeras hervían escalpelos, bateas, cuchillos, fórceps, agujas y cuñas en un infiernillo, prendiéndolo con una vela larga y apartándose antes de que se encendiera. Los apagones de la guerra daban lugar a situaciones comprometidas. En invierno, cuando empezaban a trabajar antes del amanecer, no se podía encender la luz. Una vez, una de las enfermeras recogió en semipenumbra las dentaduras postizas de los pacientes en lugar de los vasos de agua. Solo cuando devolvieron cada una a su legítimo propietario lograron que se aplacaran los ánimos. Las largas horas de trabajo provocaban en las enfermeras dolores de espalda casi constantes: algo a lo que Cicely estaba acostumbrada desde la adolescencia. De pequeña era alta y larguirucha y presentaba una ligera desviación en la columna vertebral heredada de su madre, cuya constitución era muy parecida. En el internado de Roedean la obligaban a pasar cuarenta minutos diarios tendida en el suelo, sin radio ni libros, y bajo la atenta mirada de la directora de su residencia. Cuando la directora del colegio, la señorita Tanner, se enteró de su intención de ser enfermera, le escribió advirtiéndole de que seguramente su espalda acabaría resintiéndose. Cicely no se dejó desanimar e intentó acabar con las molestias pasando la mayor parte de su tiempo libre tumbada de espaldas. Aquello fue una demostración palpable de la superioridad de la mente sobre el cuerpo, porque nunca dio la impresión de que le fallaran las fuerzas. No obstante, la exigencia del trabajo que desempeñaba agravó el problema y, al poco tiempo de empezar las prácticas, sufrió una hernia discal. Cicely resistió tres años más entre herpes, orzuelos y bronquitis, síntomas de su falta de vitalidad, que le obligaron a alargar los estudios un poco más que el resto. Pero, cuando llegó a Botley’s Park para afrontar la última etapa de formación, no pudo aguantar más. Hacía el turno de noche (doce noches trabajaba y dos descansaba) y por las mañanas apenas era capaz de volver a rastras a la residencia de
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enfermeras. El médico de cabecera la remitió al cirujano ortopédico del hospital, quien después de examinarla le prohibió continuar trabajando. Y así fue. Cicely se licenció y obtuvo la mención de honor de plata (en época de guerra no se concedían medallas), pero su carrera estaba truncada. Nunca volvió a trabajar como enfermera. Aunque, a pesar de sus antecedentes, para Cicely fue un duro golpe escuchar aquel ultimátum, no iba con su carácter quedarse sentada y ponerse a llorar. Consciente de la posibilidad de que su espalda le impidiera acabar el curso, había escrito a St. Anne solicitando ser readmitida en Oxford para obtener algún título relacionado con la Salud Pública. Desde el momento en que la enfermería quedó descartada, supo que necesitaba ejercer alguna profesión que le permitiera estar en contacto con los pacientes. De modo que decidió hacerse trabajadora social sanitaria. En la década de los 40, a quienes ejercían esta actividad se las seguía conociendo como «damas limosneras» para diferenciarlas de las limosneras de la Edad Media encargadas de repartir limosnas y administrar hospitales. Las «damas» desaparecieron en 1948 con la creación del Servicio Nacional de Salud y a mediados de los 50 fueron sustituidas por las trabajadoras sociales médicas. En los años 40, su función era muy similar a la de hoy, aunque menos centrada en aspectos psíquicos que en necesidades materiales básicas. Las antiguas limosneras resolvían asuntos de tipo práctico. Preparaban las casas para los recién dados de alta en los hospitales y, en caso necesario, elaboraban dietas especiales; buscaban gente dispuesta a colaborar de uno u otro modo en el sostenimiento de los hospitales; evaluaban las circunstancias económicas de los pacientes y, si era preciso, satisfacían sus necesidades más urgentes recurriendo a los Fondos Samaritanos, fondos de beneficencia creados en el siglo XVI de los que aún continuaban nutriéndose los pobres en el siglo XX; y, si lo creían conveniente, elaboraban un estudio de los antecedentes personales. Su formación constaba de una parte práctica y otra teórica. Después de escribir a St. Anne por segunda vez, le aconsejaron que se matriculara en las dos «ramas» de ciencias sociales para obtener simultáneamente un título y un diploma en Administración Pública y Social. Así pues, en octubre de 1944, tras pasar seis meses ayudando a impartir clases en St. Thomas, volvió a su antiguo colegio universitario, bautizado con el nuevo nombre de St. Anne’s Society, para estudiar a la vez una titulación y un diploma. Cicely se adaptó inmediatamente y, transcurridas unas cuantas semanas, escribió a la nueva enfermera jefe de St. Thomas, la señorita Turner: «Aquí la vida es muy agradable y el trabajo, muy interesante, pero echo de menos el hospital y a veces me gustaría algo más práctico». Cicely siempre sintió la necesidad de aunar lo práctico con lo teórico, buscando un equilibrio que suele ser difícil de lograr; y estaba encantada de descubrir que su inteligencia, lejos de haberse atrofiado –como se temía– durante aquellos tres años y medio dedicados a la enfermería, se había agudizado aún más. A los pocos meses, la señorita C. V. Butler, quien al principio le atribuyó una capacidad «de segundo o tercer orden», predijo la obtención de alguna mención especial. Cicely volvió a pasar muchas horas tumbada boca arriba estudiando y consiguió completar dos cursos en un solo año, con mención especial en Teoría Política –que junto con la otra «rama» y su título de
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enfermera (considerado servicio prestado en guerra) le daba derecho a un título del ejército– y en Administración Pública y Social. Una de las ventajas de madurar tardíamente es la satisfacción de poder quitar la razón a tus profesores. Cicely ocupó una habitación en el centro Lady Margaret Hall para trabajadoras sociales de Lambeth, y emprendió la segunda etapa de su formación. Contaba con una carta de apoyo incondicional de St. Anne que decía: «Su capacidad intelectual está sensiblemente por encima de la media… tiene muy claro qué quiere hacer en la vida»; palabras que a Cicely le gustaron tanto como la desconcertaron: lo cierto es que no estaba segura de querer ser trabajadora social, y menos aún de lo que deseaba hacer con su vida. Destinada al Instituto de Trabajadores Sociales de Tavistock Square, hizo prácticas en varios hospitales; entre ellos, St. Thomas, donde trabajó a las órdenes de la señorita Deacon, por quien sentía devoción. Aquel año de prácticas se lo facilitó Betty Read, profesora suya en el Instituto y Directora de Trabajo Social en St. Thomas cuando Cicely ejercía como limosnera. Betty llegó a conocerla muy bien. La consideraba brillante y le sorprendió la facilidad con que aprobó los exámenes; pero nunca pensó que continuaría trabajando como limosnera durante mucho tiempo. «Necesitaba horizontes más amplios. Tenía mucho que dar en algún campo que aún estaba por descubrir». Creía que Cicely simplemente estaba superando la decepción de no haber podido ser enfermera y que probablemente no duraría mucho como trabajadora social. Sus dudas eran plenamente compartidas por Cicely, quien, en una nueva carta dirigida a la señorita Turner, aseguraba que le gustaba mucho el trabajo práctico, «sobre todo, el que guarda relación con quienes sufren por motivos médicos. Pero no me gusta tanto como la enfermería». Sus preferencias por el contacto con los pacientes eran obvias. Sentía tal pasión por ellos que sus compañeras pensaban que los pacientes de Cicely eran mejores que los suyos, cosa que probablemente no fuera cierta: lo que sí era cierto es que Cicely los quería más. Una vez más, la falta de salud la obligó a interrumpir sus estudios durante seis meses para someterse a una intervención. Esta vez no se trataba de corregir la desviación de la columna, sino de practicar una laminectomía con el fin de extirpar un disco intervertebral dañado. Aunque había un diez por ciento de posibilidades de que la operación empeorara aún más su estado, Cicely se sentía muy optimista: si conseguían eliminar el dolor, se desplegarían ante ella nuevos horizontes, como, por ejemplo, el de poder dedicarse a tareas médicas. La operación resultó un éxito y se produjo una clara mejoría con respecto a los últimos años. Cicely ingresó en la Asociación del Instituto de Trabajadores Sociales Médicos y comenzó a buscar trabajo en algún hospital clínico –preferiblemente, St. Thomas– con intención de conseguir una plaza y especializarse. Eran muchos los campos en los que había demostrado sobradamente su talento. En septiembre de 1947, con veintinueve años, Cicely fue contratada por St. Thomas como ayudante de trabajador social sanitario en el centro que dependía de él, Northcote Trust, y que estaba especializado en casos de cáncer. Cicely había pasado seis semanas
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haciendo prácticas en el Royal Cancer Hospital y le seducía la idea de dedicarse a esa área. Lo que aún ignoraba era cómo hacerlo.
1 El término cockney hace referencia a la clase trabajadora londinense (con connotaciones tanto geográficas como lingüísticas y culturales), particularmente con la del East End y el dialecto que habla este grupo. Según la tradición, para ser un aténtico cockney, se tiene que haber nacido dentro del área en la que se oyen las campanas de la iglesia de Bow. El East End de Londres es el área que se encuentra hacia el este de la medieval y amurallada City, al norte del río Támesis. A finales del siglo xix, se dio al término un sentido peyorativo, coincidiendo con la expansión de la población de Londres, que llevó a un extremado hacinamiento y a una gran concentración de pobres e inmigrantes en esta zona. Mile End es una zona dentro del East End. Mile End Road es la antigua ruta de Londres hacia el este del país: hoy es su arteria principal, área de excepcional arquitectura e interés cultural (N. del E.). 2 St. Thomas’ Hospital, descrito ya en el año 1215, recibió su nombre por santo Tomás Becket, originalmente atendido por monjas y frailes agustinos. Es uno de los más famosos hospitales londinenses asoaciado a grandes nombres como Florence Nightingale. Actualmente es hospital universitario, parte de Kings College; punto de referencia prominente en la geografía de la ciudad por encontrarse justo enfrente de las Casas del Parlamento. St. Bartholomew’s Hospital, fundado en 1123, quedó en situación precaria tras la disolución de los monasterios. Lo refundó Enrique VII en diciembre de 1546, al donarlo a la City de Londres y dotándole de propiedades e ingresos. Se le conoce por su actual nombre desde 1948, cuando se fundó el NHS. Desde el año 2008, su facultad es parte de la City University. Actualmente es el hospital antiguo, que aún sigue funcionando, más grande, una joya arquitectónica. The Royal London Hospital, fundado en septiembre de 1740, originalmente conocido como Enfermería de Londres, cambió su nombre a The London Hospital en 1748 y a su actual denominación en 1990, en su 250 aniversario. Es hoy parte de Barts ant the London NHS Trust, base londinense para el servicio de helicópteros ambulancia, con un tejado especialmente construido para tal propósito. St. Mary’s Hospital es un hospital londinense fundado en 1845; alberga el laboratorio donde Alexander Fleming descubrió la penicilina en 1928. Es desde 2008 parte del Impoerial College Healthcare NHS Trust. Guy’s Hospital fue fundado en 1721 por Sir Thomas Guy, uno de los directores del St. Thomas’, como lugar para tratar a los «incurables» de ese hospital dados de alta. Actualmente, junto con St. Thomas’, forma el Guy’s and St. Thomas’ NHS Foundation Trust. Juntos albergan la facultad de Medicina de King’s College y el edificio médico más alto de Londres (N. del E.).
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En la encrucijada El momento en que vemos es de suma importancia. Unos se detienen en el camino, otros regresan a él y algunos inclinan la cabeza. Cambia el curso de la vida, anuncia el sino de una nación. Los hombres ven y se estremecen, o ven y se regocijan. A veces piden ver más, a veces cierran los ojos. Alan Ecclestone, Yes to God
Para Cicely, los meses siguientes a su salida de Oxford fueron imborrables. Entre junio y septiembre obtuvo un título y un diploma, sus padres se separaron y ella se convirtió al cristianismo. Habrá quien se pregunte por qué Gordon y Chrissie vivieron juntos tanto tiempo, siendo tan opuestos; y no de esos opuestos que se complementan mutuamente, sino de los que logran desquiciarse el uno al otro de forma casi palpable. Cualquiera que entrara en su casa, cuyo ambiente estaba teñido de un resentimiento y un rencor sordos, advertía el problema: y, aun así, resistieron veintiocho años. Quizá porque en aquella época la separación no era tan habitual como hoy en día; quizá por la persistencia de algo que Cicely consideraba parecido al amor; pero sobre todo por la dependencia de Chrissie, que necesitaba su estatus de esposa de Gordon y señora de Hadley Hurst. Era incapaz de desenvolverse sola, no tenía adónde ir, ninguno de sus hijos estaba en condiciones de vivir con ella y tenía pocas amistades. De ser por Chrissie, lo habría aguantado todo con tal de no sufrir la vergüenza de una separación, aunque en su interior sabía que Gordon había llegado al límite. Era solo cuestión de tiempo. Uno no puede sino sentir simpatía por los dos: el entusiasmo, la vitalidad y la garra de Gordon constantemente enfrentados a la indiferencia; y la inseguridad de Chrissie, excluida de la marcha del hogar por la cordialidad y la competencia de Lilian y de sus sucesoras, y –lo que es peor– incapaz de dar o recibir el amor que perseguía. Christopher pensaba que probablemente la causa radicaba en un exceso de empeño. «Siempre estaba reclamando algo de nosotros, aunque no podía darnos el afecto y el amor que necesitábamos. Tenía muchísimo dinero, pero su falta de seguridad se manifestaba cada
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minuto del día. Era incapaz de expresar afecto». Hasta los amigos de los niños, carentes de toda implicación emocional, se daban cuenta de lo difícil que resultaba vivir con ella. «Era una mujer quejica y fracasada», dice con acritud una amiga de Cicely; y otra la describe como «una persona patética necesitada de apoyo». Cicely era perfectamente consciente de la irritación que su madre provocaba en ella y, a la vez, se sentía culpable por irritarse: una espiral complicada que se veía agravada por la constante amargura de Chrissie. En el verano de 1945, Cicely comenzó a darse cuenta de que su padre se hallaba al borde de la depresión, y aun así se negaba a abandonar Hadley Hurst, aunque en cualquier caso Chrissie nunca hubiera podido manejar la casa sola. ¿Qué hacer? Cicely estaba claramente del lado de Gordon y, aunque admite que fue él quien finalmente inició la separación, afirma: «A largo plazo fue culpa de mi madre que acabaran separándose; ella hubiera seguido así para siempre. De alguna manera era incapaz de dar, le costaba muchísimo». Chrissie cada vez pasaba más tiempo en su cuarto pretextando migrañas, mientras Gordon, minado por la sensación de fracaso, estaba tan fuera de sí que ya ni siquiera soportaba permanecer en la misma habitación que ella. Evidentemente, había que hacer algo. John se había casado y vivía en el extranjero; Christopher, con tan solo diecinueve años, estudiaba en Oxford; y entre Gordon y Chrissie no existía comunicación, así que toda la carga emocional recaía sobre Cicely. Después de hablar largo y tendido con su padre y con uno o dos amigos de la familia, se llevó a su madre a recoger frambuesas y aprovechó para decirle que su padre no aguantaba más, así que ella «tendría que tragarse el orgullo e irse». La tormenta que se desencadenó es fácil de imaginar. Escenas de este tipo son de las que se quedan grabadas en la memoria como agujas al rojo vivo. Con el tiempo serían John y Barbara quienes continuaron tratando a Chrissie y prestándole ayuda –Barbara pensaba que «el amor hay que ponerlo por obra»–, pero en aquel momento quien la convenció de que se marchase, se encargó de llevársela de allí, se enfrentó a escenas desgarradoras y gestionó los asuntos prácticos fue Cicely, que ayudó a Chrissie a mudarse a una casa compartida cerca de Bedford y, cuando esta solución fracasó, a la de una amiga en St. Alban. Pero Chrissie no conseguía adaptarse y las frecuentes amenazas de suicidio empezaron a salpicar sus conversaciones. Con una monótona regularidad que habría resultado aburrida de no ser espeluznante, salía del piso de Cicely anunciando que iba a lanzarse bajo las ruedas del primer autobús que pasara. Aunque probablemente no era sincera, sus amenazas no podían tomarse a la ligera. El ambiente estaba cargado de culpa y preocupación. Hasta que Lilian, que en 1937 había dejado la casa para casarse, acudió al rescate. Con la condición de que cuidara de Chrissie, Gordon compró una casa para ella y su cada vez más abundante familia. A pesar de que en su día Chrissie también había puesto a prueba los sentimientos de Lilian, esta parecía la única persona capaz de manejarla. Las amenazas de divorcio no cesaron, pero Chrissie nunca accedió a él; con todo, el acuerdo funcionó razonablemente bien. Gordon continuó viviendo varios años más en Hadley Hurst atendido por la señora Diamant, amiga de la familia, y por su hermana Daisy, que se
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había jubilado y se puso a disposición de su hermano. Aún hubo un último intento de reconciliación durante un fin de semana desastroso que Gordon pasó en su mayor parte huyendo de Chrissie en compañía de Christopher, y Chrissie, patéticamente colgada de Cicely. A partir de entonces, Gordon y Chrissie no volvieron a verse nunca más. Las secuelas que Gordon y Chrissie dejaron el uno en el otro y en su familia se prolongarían durante muchos años. Los hijos ayudaban a Lilian a soportar el peso de la carga que su padre había puesto sobre ella: John y Barbara se la llevaban a pasar temporadas con ellos y Cicely de vacaciones. Aunque Chrissie aún vivió mucho tiempo sola y sintiéndose humillada por su condición de separada, sus últimos años, sobre todo después de que la muerte de Gordon la convirtiera en una viuda honorable, ganaron en estabilidad. Chrissie murió plácidamente en 1968 en el St. Christopher’s Hospice. Cicely, feliz de haber tenido la oportunidad de cuidar de ella, hizo grabar en la lápida del monumento familiar: «Él es nuestra paz», y nunca más volvió a inquietarse por ninguno de los dos. Mientras los problemas familiares minaban buena parte de su energía emocional, en su interior, Cicely oía una voz que le hablaba insistentemente de la necesidad de una fe religiosa. Aparte de su tía Daisy, que era una piadosa cristiana y a quien Cicely solía llamar «santa madrina», los Saunders no practicaban ni acudían al templo en familia. John solo recordaba una ocasión en que su padre rompiera esa costumbre; y hasta que Cicely se confirmó en la escuela, Chrissie no siguió el ejemplo de su hija, aunque existía la sospecha de que lo hiciera únicamente por no quedar excluida. En Roedean, al principio Cicely acudía a la capilla de forma automática, hasta que en sexto curso la lectura de Bernard Shaw la llevó a declararse atea con su característica determinación. A partir de entonces solo entraba en la capilla para cantar en el coro. Durante su primer año en Oxford, su vida espiritual brilló por su ausencia; sin embargo, mientras permanecía a la espera de una plaza vacante para estudiar enfermería, Cicely leyó un libro titulado Good God, escrito bajo el pseudónimo de John Hadham, que le hizo cambiar de rumbo. Como no sabía dejar nada a medias, empezó a indagar y meditó, conversó, argumentó, volvió a asistir a la iglesia y, sobre todo, se puso a leer. Leyó a C. S. Lewis y quedó atrapada en su innegable lógica; leyó a William Temple[1], cuyas ideas sobre la igualdad del hombre y su énfasis en los aspectos sociales del cristianismo dieron un empujón al incipiente liberalismo de Cicely; y se sintió fascinada y absolutamente impresionada por El hombre que nació para ser rey, de Dorothy Sayers: de hecho, se las ingenió para tener libres todas las noches en que la radio emitía la serie. A su regreso a Oxford, empezó a asistir a los servicios religiosos de Balliol College y se unió al coro. También formó parte del Club Socrático, una asociación para cristianos y no creyentes presidida por C. S. Lewis y dirigida a quienes –como Cicely en aquella época– no deseaban unirse a ninguno de los grupos existentes, tales como la Unión Cristiana y la Asociación de la Iglesia de Inglaterra. En el club también participaban las capellanías de
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las universidades. En una ocasión conoció a Charles Williams[2], algunos de cuyos trabajos, recogidos más tarde en volúmenes, solía leerles C. S. Lewis. Pero hasta el momento todo aquello ocupaba su cabeza, no su corazón. Era como si, conociendo la electricidad, Cicely siguiera viviendo a oscuras. Buscaba desesperadamente una luz que la transformara, esa conversión sobre la que tanto había leído y de la que oía hablar a sus amigos; pero esta no llegaba. Comenzó a preguntarse si sus oraciones encontrarían respuesta algún día. Y, como suele ocurrir, esa respuesta se presentó de modo inesperado y estrechamente unida al dolor y la oscuridad de los meses precedentes. Seis o siete amigos de Cicely alquilaron una casa en Trevone, un pueblo de Cornualles. Todos ellos pertenecían a un grupo de cristianos evangélicos a cuya cabeza se encontraba Meg Foote –más tarde, vicepresidenta del All Nations Bible College–. Aunque disponían de dos semanas de vacaciones, no tenían intención de permanecer ociosos, pues pensaban dedicar aquellos días a la puesta en común, a la oración y el culto. No habían invitado a Cicely pensando que, aunque se sentía atraída por el cristianismo y rezaba por su conversión, aquello le parecería «demasiado piadoso y aburrido». Conocían su fuerte personalidad, su rebeldía e independencia, y temían que se mostrara escéptica y enturbiase la reunión. Además, creían que –excepto Meg Foote– ninguno estaba a su altura intelectual. De modo que, cuando ella misma se autoinvitó, se sintieron «desolados»; pero, como conocían lo sola que estaba y el disgusto sufrido por la separación de sus padres, le dijeron que, por supuesto, contaban con ella. Sus temores no eran infundados. En un principio, Cicely, en lugar de dejarse impresionar y de adaptarse al resto del grupo, adoptó una postura cínica y se burló de ellos, enfrentándose de forma deliberada a lo que para ella no era sino puritanismo. El domingo, sin ir más lejos, cuando le dijeron que ellos no pensaban hacer deporte, Cicely se fue a nadar. Pero poco a poco comenzó a darse cuenta de que, a pesar de lo «piadosos y aburridos» que le parecían, el compromiso real que existía entre ellos merecía ser tenido en cuenta. También se sintió atraída por uno de los principios que los sustentaban: aferrarse a Dios. «Acércate a Dios sin nada: eso es todo lo que puedes ofrecerle». Y esta frase la repetían en un momento en que todo el mundo tenía en mente la rendición sin condiciones de los japoneses a los británicos. Una y otra cosa iban de la mano. Al acabar uno de los servicios, Cicely subió a su habitación y se puso a rezar: «Señor, quizá hasta ahora me hayan dominado los sentimientos y no he sido sincera cuando te he dicho que quiero intentarlo, que quiero creer en Ti y ponerme a tu servicio. Pero, por favor, ¿no podrías hacerlo ya?». Y fue como si Dios me dijera: «No eres tú quien obra, sino Yo». En ese momento sentí cómo el Señor me transformaba, cómo todo encajaba en su sitio. Era como si el viento soplara a mi favor en lugar de obligarme a luchar sin tregua en su contra». Por fin había ocurrido y la alegría desbordaba sus más locas esperanzas. Estaba tan radiante y eufórica que a nadie le pasó desapercibido el cambio. Uno de sus amigos conserva un poema escrito por ella durante aquellos días: aunque no puede decirse que
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dominara el arte de la poesía, las dos estrofas siguientes sirven como testimonio de la experiencia que vivió y de la consiguiente alegría: Trevone, julio de 1945 Le vemos en la espuma de las olas rizadas que rompen con estruendo en la soleada orilla, en las blancas crestas por el viento azotadas, en las olas que llegan con majestuoso bramido, en el roce del agua fresca y transparente, en el rápido descenso del rizado oleaje, en la constante lucha de la ola que rompe están todos sus dones y nos llama a la esperanza. Ante Él nos postramos, Señor Redentor nuestro, a Él nos entregamos, porque en su Amor ha venido a buscarnos a los que somos suyos para poder enviar su espíritu de lo alto y en las tranquilas nubes púrpuras del ocaso la verdad inunda nuestras oscuras almas: tanto nos ama que busca nuestros corazones donde la paz y el gozo habiten junto a Él. Cicely buscó y encontró. Pero ¿por qué fueron atendidas sus oraciones precisamente entonces, aquel verano de 1945, y precisamente allí, en la costa de Cornualles? Llevaba tiempo repitiendo: «Señor, que sea ahora, hoy»; y su oración no obtenía respuesta. ¿Qué fue lo que motivó ese cambio, lo que le hizo cambiar de rumbo? ¿Y por qué en el contexto de la doctrina evangélica, que hasta entonces no le había atraído en absoluto? El momento coincidió con las crecientes tensiones familiares y la definitiva separación de sus padres. Esto es lo que dice Monica Furlong de las experiencias de conversión: «Aunque Él elige entre la plenitud y el dolor, lo más frecuente es el dolor». Y esa idea de un Dios que se da a conocer en situaciones extremas es la que se hizo realidad en el caso de Cicely. Llevaba mucho tiempo preparando sus exámenes y estaba cansada, contaba con el aliciente y la satisfacción de haber obtenido dos menciones y había pasado por la terrible experiencia no solo de ser testigo de la separación de sus padres, sino de tomar parte activa en ella. Era vulnerable y estaba agotada: «débil», decía ella. El dolor y la extenuación aumentaron su sensibilidad. Por primera vez en su vida –porque habría muchas más– fue capaz de abandonarse, de rendirse a aquel momento y recibir.
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El porqué de dejarse arrastrar por el movimiento evangélico es complejo, pero comprensible, porque fue el contexto de su conversión, motivo suficiente para mirarlo con buenos ojos; y, una vez se hubo encontrado con el cristianismo evangélico, halló en él muchas de las cosas que en aquel momento podían colmar sus necesidades. Estaba insatisfecha e insegura, y los cristianos evangélicos le proporcionaron la confianza y la solidez que tanto anhelaba. Es más, el énfasis que aquel grupo en particular ponía en el abandono, tan alejado de sus preguntas y su búsqueda anteriores, se demostró el catalizador que le hacía falta. Todas las piezas comenzaron a encajar en su sitio y, como decía uno de sus amigos de Trevone, «Cicely tenía muchas cosas que colocar en su sitio». Rosetta Burch, que la conoció poco después de su conversión y continuó siendo amiga suya toda la vida, entendía muy bien el atractivo del cristianismo evangélico. «Es un comienzo natural para quien se inicia en la vida cristiana, porque da explicaciones claras y sencillas. Uno entiende de qué se trata: te están exigiendo una respuesta y, si sabes lo que te haces, respondes y te pones en marcha contando con mucha ayuda para ese viaje». La base de esa ayuda era, claro está, la Biblia, pilar fundamental que los cristianos evangélicos consideran la suprema e infalible autoridad en materia de fe y conducta. Para muchos, la falta de conocimientos constituye un problema una vez que comienzan a hacerse preguntas; pero en el caso de Cicely el viaje espiritual se había iniciado desde la razón, y ahora era su corazón –no su cabeza– el que pedía alimento. Puesto que el cristianismo evangélico te dice lo que es cierto y lo que no (o, en terminología evangélica, lo que es o no es «sensato»), la discusión teológica no tiene cabida, novedad esta que fue bien recibida por parte de Cicely. Pero por encima de todo, por encima de la confianza y la seguridad, de aquella autoridad sin disfraz y de la relación personal con Jesús, Cicely se sentía perdonada. ¿Perdonada por qué? «Necesitaba que me perdonaran mi crueldad, las contestaciones bruscas a mi madre, la falta de comprensión hacia mi padre, mi comportamiento con mi hermano cuando se casó. Tenía un fuerte sentimiento de pecado». Y, aunque vistos desde fuera solo parecen pecadillos sin importancia, para quien los comete pueden llegar a ser insoportables. En particular le dolía el decisivo papel jugado en la separación de sus padres. Por muchas razones que hubiera, por importante que pudiera resultar para otros que hiciera lo que hizo, ser quien blande el hacha que pone fin a una relación de veintiocho años y, en este caso, la de sus padres, no es fácil de aceptar. El lodo y las algas de las aguas de su conciencia ocultaban un sentimiento de culpa por el simple hecho de «ser». Jamás se había sentido acogida por el mundo. Al nacer la recibió una madre cuya capacidad de amar, e incluso de aceptarla a ella, era tan limitada que tuvo que delegar en Daisy. Y, cuando Cicely respondió espontáneamente al calor y el cariño que su tía le brindaba y puso a la madre sustituta por delante de la auténtica, esta última sintió celos y Daisy se vio obligada a marcharse. En menos de un año había sufrido dos separaciones. Su adolescencia transcurrió al lado de una madre incapaz de expresar su amor por su marido y sus hijos, quienes a su vez se sentían incapaces de quererla. La sociedad espera de nosotros que amemos a nuestros padres; y, si no lo hacemos, nos
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sentimos culpables, aunque no sepamos muy bien por qué. No es de extrañar que a la edad de veintisiete años Cicely se viera aplastada por el peso abrumador de la culpa y necesitara perdón y reconciliación. El cristianismo evangélico fue capaz de superar lo que el cristianismo intelectual de sus años de búsqueda no había logrado. «Si admites tu culpa», dice el cristianismo evangélico, «esta desaparece. Deberías ser castigado, pues eres culpable, pero Jesús ya ha sido castigado en tu lugar: su muerte te ha salvado». Ahora Cicely se veía libre de ese peso y se sentía tan ligera «como si caminara a un palmo del suelo». «¡Qué maravilla es para un cristiano soltar esa carga cuando contempla la Cruz por primera vez!: así es como me sentí». Cicely regresó de Cornualles con el entusiasmo de todo converso. Estaba exultante y deseando proclamarlo a los cuatro vientos. Como era de esperar, su familia reaccionó con frialdad; hasta tía Daisy, de quien esperaba que compartiese su alegría (y de hecho lo hizo), se limitó a decir con indulgencia: «Sí, muy bien, cariño». Conocía a Cicely y sabía que lo que le hacía falta era seguridad y no sermones. La necesidad de contarlo públicamente se vio satisfecha durante un encuentro celebrado en Central Hall, en Westminster, durante el cual Tom Rees[3] pidió a quienes habían comprometido su vida con Cristo que dieran un paso al frente; y lo mismo pedía –añadió– a quienes lo hubieran hecho en los últimos meses. Y ella, claro está, lo dio. Cicely, cuya vida estaba ahora impregnada de cristianismo, sentía un impulso interior hasta entonces desconocido. Su amistad con Rosetta Burch se afianzó y juntas alquilaron un piso que compartían con la hermana de Rosetta y dos amigas más. Ella y otras tres compañeras, también cristianas, rezaban a menudo y todas las mañanas estudiaban la Biblia después del desayuno, siempre asistidas por Search the Scriptures, el libro de cabecera de todo cristiano evangélico. Cicely también llevó su vida cristiana al trabajo y no se dejó desanimar por la escasa respuesta que recibió. (En determinados círculos de los agnósticos años 40, ser cristiano era aún más difícil que hoy). Hasta Betty Read, cristiana como ella, tenía sus dudas. «Mostraba una actitud evangélica casi conmovedora. El personal, que tenía el prurito de la sensatez, la tomaba por loca. Había organizado un grupo de oración que se reunía antes de empezar a trabajar, cosa que algunos no llevaban nada bien». A día de hoy Cicely, consciente del peligro de presionar a la gente, confiesa que «se tomó el cristianismo con excesivo entusiasmo». Pero en el transcurso de aquellos «piadosísimos años» –como los llamaría más tarde– nada fue capaz de detenerla. El faro se había encendido y ella disfrutaba de su luz. En medio de tanta actividad, tantas reuniones, grupos de oración, lecturas bíblicas y horas en el templo (Cicely se convirtió en miembro militante de la congregación evangélica de John Stott en All Souls, Langham Place), surgió una pregunta: «¿Qué he de hacer para darte gracias y ponerme a tu servicio?». Estaba impaciente por conocer la respuesta, porque su conversión le había enseñado a permanecer alerta, a ser receptiva, y aguardaba a que su futuro se despejara. Por el momento se contentó con cumplir lo que consideraba su deber; es decir, siguió haciendo exactamente lo mismo. Y durante los dos años invertidos en formarse como limosnera se dedicó a trabajar, a rezar y esperar.
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1 William Temple (1881-1944), pastor anglicano que fue arzobispo de York y, más tarde, de Canterbury y destacó sobre todo por su ecumenismo (N. de la T.). 2 Charles Williams (1886-1945), poeta, novelista y teólogo inglés de creencias cristianas que, junto con J. R. R. Tolkien y C. S. Lewis, formó parte del grupo de escritores conocido como «The Inklings». 3 Thomas B. Rees, cristiano evangélico inglés fundador en 1945 del Centro Evangélico de Conferencia Hildenborough (N. de la T.).
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David No creas que puedes dirigir el curso del amor: será el amor, si te considera digno de él, quien dirigirá tu curso.
Hacia el otoño de 1947, Cicely se había convertido, además de en enfermera y trabajadora social sanitaria, en una fervorosa cristiana evangélica deseosa de casarse y de averiguar qué hacer con su vida después de una conversión tan espectacular. Cicely se hallaba a punto de conocer al hombre con el que compartió su primera experiencia de amor y separación, y que sirvió, por encima de cualquier otra persona, de catalizador e inspiración para su obra. David Tasma, paciente del primer distrito que Cicely tuvo a su cargo como trabajadora social sanitaria, era un judío polaco y agnóstico procedente del gueto de Varsovia, que llegó a Inglaterra antes del levantamiento. No era muy instruido: él mismo se definía como «un tipo inculto» que trabajaba de camarero, carecía de familia en Inglaterra y contaba con pocas amistades. Aunque solo tenía cuarenta años, padecía un cáncer inoperable y sabía que no le quedaba demasiado tiempo. Esto era lo poco que Cicely conocía de él: tenía tres hermanos y su madre había muerto siendo él muy joven; su abuelo era un rabino al que le gustaba discutir con su nieto; comenzó a trabajar desde muy temprano, se enamoró de la esposa de un amigo y pasó la guerra en Francia. Cicely tampoco ignoraba que se estaba muriendo y, consciente de que «empeoraría muy pronto», cuidaba de él de un modo especial; cuando, tras una breve reincorporación al trabajo, David volvió a sentirse mal, su casera recurrió a la trabajadora social sanitaria, es decir, a Cicely. Esta lo remitió al médico de cabecera, quien decidió ingresarlo en el hospital local. Entonces Cicely se pasó por su casa y, mientras esperaban a la ambulancia, David le preguntó si iba a morir. Sí, le contestó ella. Una vez ingresado en el Archway Hospital de Highgate, la relación profesional derivó primero en una profunda amistad y más tarde en amor. No se vieron demasiadas veces: antes de la muerte de David tan solo pudieron estar juntos en veinticinco ocasiones. Las breves entradas del diario de Cicely hablan por sí
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solas y conservan como un valioso tesoro cada uno de esos encuentros, resumidos en una única palabra o en una frase. Ella era tan consciente del poco tiempo de que disponían que no permitió que se perdiera ni el recuerdo más insignificante. La primera de las anotaciones se reducía a un escueto «Tasma», casi como si Cicely intentara convencerse de que su relación era puramente profesional; pero no tardó en pasar al «David», seguido de alguna observación sobre su estado de salud («enfermo», «mejor», «débil») o de sus conversaciones, muchas de ellas en torno a temas religiosos: «el Señor», «el evangelio», «judaísmo», «Isaías», «paz». Cierto día anotó que se había quedado con él hasta las ocho y veinticinco, es decir, fuera del horario de visitas: cada hora de una vida a la que solo le quedan dos meses merece ser registrada. Lo que resultaba más conmovedor es que a veces Cicely recogía el progreso de su relación con una frase críptica que encerraba la esencia de sus conversaciones: «pedir perdón», «sabía que no me fallarías», «cómo nos sentimos realmente», «mejor que nunca»… y un sábado: «una tarde deliciosa». Fue entonces cuando se dio cuenta de que se había enamorado. Aún guarda el recuerdo de ambos «caminando desde la parada del 27 después de pasar toda la tarde hablando, y haber pensado: ‘Si esto es lo único que voy a tener, al menos esta tarde ha sido maravillosa’». Hasta el 25 de febrero, en que se recoge una sola palabra: «adiós». Cicely se había quedado con él hasta la noche y se despidió de David, que tenía los ojos cerrados y dormía. Una de las enfermeras le dijo que no volvió a abrirlos: Cicely fue la última persona que sus ojos contemplaron en esta tierra. La noche siguiente, Cicely acudió a un encuentro de oración en St. Peter, en Vere Street. Comenzaron cantando el himno «Qué dulce suena el nombre de Jesús» y ella sintió lástima por David, a quien seguramente ese nombre nunca podría sonarle dulce. «Entonces tuve una de esas afirmaciones categóricas que me asaltan de vez en cuando: ‘Ahora él conoce a Jesús mucho mejor que tú’. Jamás me he vuelto a preocupar ni por David ni por ninguna otra persona que, al menos aparentemente, haya muerto sin conocer a Cristo». Por breves y escasas que fueran sus citas, cada una de ellas –como ocurre con toda experiencia sentimental significativa– quedó nítidamente grabada en la mente de Cicely, quien al cabo de muchos años aún era capaz de recordar los detalles de sus conversaciones. No es preciso insistir en lo patético de esta relación surgida entre dos solitarios que se conocen cuando uno de ellos se está muriendo: y es inevitable que las circunstancias añadan una dimensión especial a sus conversaciones habituales: «Me he pasado toda la vida esperando encontrar una buena chica y, ahora que estás aquí, mírame…». A pesar de que David era un judío agnóstico y Cicely, una entusiasta cristiana evangélica, ella había decidido no presionarle en temas de religión. Sí recuerda haberle dicho: «No tienes que creer solo porque te gusto»; y a él oírle contestar: «Te quiero demasiado para decir que creo solo porque me gustas». Sus posturas religiosas enfrentadas no parecen haber sido motivo de división entre ellos a la hora de abordar el tema espiritual, entraña de su experiencia compartida. Un día en que estaba especialmente triste, David le hizo una petición: «¿Podrías decirme algo que me consuele?». Y ella, en consideración a sus raíces judías, le recitó el salmo 23: «Aunque
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cruce por oscuras quebradas, no temeré ningún mal porque tú estás conmigo: tu vara y tu bastón me infunden confianza». Cuando David le pidió que continuara, Cicely recitó el Venite (salmo 95) y a continuación –seguramente porque no era capaz de repetir de memoria nada apropiado– se ofreció a leerle algo, pues llevaba en el bolso el Nuevo Testamento y los salmos. «No», repuso él, «solo quiero oír lo que ocupa tu mente y tu corazón». De modo que aquella noche Cicely se aprendió De Profundis –un salmo de petición de perdón– para poder recitárselo al día siguiente: un hermoso gesto de amor, acorde con el espíritu recogido en esa piedra fundamental de la filosofía de su movimiento. Justo antes de morir, David le dijo a una de las enfermeras que había hecho las paces con Dios. Y, si fue capaz de decir aquello, en buena medida se lo debía a sus charlas con Cicely. Por importante que David fuera en la vida de Cicely, hoy su recuerdo sería el mismo que guardamos todos de nuestro primer amor; pero sus citas contaban con una segunda dimensión: sus conversaciones en torno a los cuidados que deberían recibir quienes se encuentran al borde de la muerte. En sus treinta años de vida, a Cicely nunca la había abandonado el deseo de ayudar a los demás. Pero ¿a quién?, ¿y cómo? Había sido testigo de cómo sus amigos y amigas se convertían en médicos y enfermeras; les había visto casarse y tener hijos, mientras ella continuaba trabajando sin dejar de formularse la misma pregunta. Y, cuando parecía haber hallado la respuesta en la enfermería, sus problemas de espalda le impidieron continuar adelante. Aunque ejercía como trabajadora social sanitaria, deseaba descubrir nuevos horizontes, nuevas oportunidades que –presumiblemente– su profesión jamás sería capaz de ofrecerle. Pero ahora aparecía ante ella alguien con una necesidad real, una necesidad tan apremiante y trágicamente dolorosa que eclipsaba las de todos los pacientes solitarios y enfermos que había conocido hasta entonces. David se hallaba lejos de su país y de su familia, padecía intensos dolores físicos, estaba desesperadamente solo (en realidad, Cicely era la única persona que le visitaba) y se moría después de una vida incompleta. Entre ellos hablaban de cómo ayudar a quienes compartían su misma situación. Y, al hilo de la conversación, Cicely comenzó a ver con meridiana claridad lo imperioso de esa necesidad y la terrible desesperanza de aquella gente. Poco a poco fue tomando cuerpo la idea de que ella, Cicely Saunders, podía hacer algo por ellos. Por una parte, el consuelo que le había procurado a David Tasma le hizo comprender que tenía un don para aliviar el sufrimiento; por otra, el hecho de encontrarse tan cerca de alguien que rozaba la muerte le reveló la importancia del cuidado integral de los enfermos en fase terminal, un tema totalmente ajeno a la atención hospitalaria de los años cuarenta. Por supuesto que existía una necesidad apremiante de aliviar el dolor de un modo más eficaz y continuo, pero eso no era todo: también había necesidades espirituales, emocionales y sociales que atender. Si todas ellas se unían en el contexto de un auténtico interés por cada persona, se podría morir en paz e incluso felizmente. Por otra parte, el discreto y –de alguna manera– inevitable nacimiento de aquella idea le sirvió a David de sostén. Si su enfermedad y su muerte servían para plantar la semilla de una posibilidad nueva y original, su vida cobraba sentido. Gracias a la joven con la que se había cruzado durante sus últimos
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meses de vida, su muerte tendría sentido. Y, a medida que sus conversaciones se hacían más concretas y comenzaban a tocar asuntos prácticos, David se dio cuenta de que disponía de otro medio de ayuda: la nombró albacea y le legó quinientas libras para «ser una ventana de tu hogar». A su muerte, Cicely guardó su fotografía, su batín y su reloj, unos pocos recuerdos y quinientas libras (que recibió con la autorización del hospital), junto a una firme determinación y la sensación de haber descubierto su misión en la vida. Entre sus obligaciones como albacea se contaba la de encargarse del funeral, que organizó según el rito ortodoxo en el cementerio judío de Streatham. Cicely recordaba haber sentido una «terrible sacudida» cuando, después de introducir el ataúd en el coche, el empleado y ella –los dos únicos asistentes– lo siguieron hasta la lúgubre capilla. Allí recitaron el salmo 90, que concluye con un final profético: «Que tu obra se manifieste a tus servidores y que tu esplendor esté sobre tus hijos. Que descienda hasta nosotros la bondad del Señor; que el Señor, nuestro Dios, haga prosperar la obra de nuestras manos». Además de su función de albacea de David, aquella breve e intensa relación tan poco convencional le dejó una honda pena que sufrió en privado y sin que nadie la advirtiera: no tuvo ni el pequeño consuelo que proporciona el haber compartido cosas, amigos y vivencias. No obstante, su juventud y su religión acudieron en su ayuda y, al cabo de unos tres meses, vivió una experiencia que puso fin a su duelo. Estaba pasando las vacaciones en Escocia con su padre y unos amigos. «Todavía me sentía muy triste, como si atravesara un inmenso túnel. Al segundo día de mi llegada me levanté temprano: hacía un tiempo magnífico. Estábamos alojados en una casita junto al lago en el que desembocaba un delicioso riachuelo escocés. Me senté rodeada del canto de los tordos junto a la corriente de agua que, al saltar sobre las piedras, lanzaba destellos. Perdí la noción del tiempo. Recuerdo que me sentía como si hubiera entrado en la eternidad y que David estaba allí, en algún lugar, y que no importaba no poder tenerlo aún más cerca. Si él estaba bien, todo estaba bien. Fue algo muy intenso y consolador». Ya por entonces, Cicely era muy consciente de que, de haberse cumplido sus planes y su idea de estar casada con veinte años, no habría conocido a David; lo que existió entre ellos, por corto que fuera, había merecido la pena. Su soledad y su dolor no solo se hacían eco de algo suyo, sino que reflejaban también las necesidades de innumerables personas. Ahora sabía que, de una u otra forma, tenía algo que hacer por ellas; ahora conocía la respuesta a su pregunta: «¿Qué he de hacer para darte gracias y ponerme a tu servicio?». Aunque jamás hubiera elegido enamorarse de una persona tan cercana a acabar sus días, su actitud abierta y receptiva la ayudó a acotar su futuro. A la larga, la idea del Hospice cristalizó gracias a aquellas conversaciones. Por fin podía decir: «Esto es lo que quiero hacer».
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Más estudios Quien a sí encadenara una alegría malogrará la vida alada; pero aquel que el gozo besara en su vuelo vive en el amanecer de la eternidad[1] Si pillas al momento antes de sazonar, las lágrimas del arrepentimiento sin duda enjugarás; pero si alguna vez dejaras escapar el instante propicio nunca dejarás de enjugar lágrimas de aflicción[2]. William Blake
Plenamente decidida a trabajar con enfermos en fase terminal, Cicely no tenía ni idea de qué hacer a continuación. Esa capacidad suya tan poco común de actuar y esperar a un tiempo le resultó de gran utilidad. Si mientras intentaba descubrir el auténtico significado de su conversión se pasó tres años volcada en el movimiento cristiano, esta vez respondió a aquella nueva certeza dejando que la semilla recién plantada germinara lentamente. A los pocos días de la muerte de David, Cicely se puso en contacto con el Hogar St. Luke –un centro para moribundos próximo a su casa, en Bayswater–, donde se ofreció como enfermera voluntaria, y comenzó a trabajar en el turno de noche dispensando medicamentos, recitando oraciones, charlando con los pacientes e incluso cantando para ellos. Cicely sentía la imperiosa necesidad de ver confirmada su vocación, y el mejor y único modo de hacerlo pasaba por convivir con estos enfermos. Y no tuvo que esperar mucho para que tanto ella como quienes la conocían se convencieran de que no se había equivocado. Cicely disfrutaba cuando estaba allí: se sentía a gusto con los pacientes y ellos, con Cicely. La elección de este centro, que en un principio obedeció solamente a razones de tipo práctico, demostró ser un acierto. El «Hogar St. Luke para indigentes moribundos», que ya ha dejado de existir, había sido fundado en 1893, y tanto la institución como su fundador, el Dr. Howard Barrett, ejercieron una influencia decisiva sobre Cicely y, a
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través de ella, sobre el Movimiento Hospice. El Hogar era, antes que un hospital, un asilo de carácter gratuito a cuyos gastos los pacientes únicamente contribuían si contaban con medios para ello y deseaban hacerlo. Aun siendo fruto de fuertes convicciones religiosas, la institución tenía carácter interconfesional y –lo que es aún más importante– el personal se dedicaba a cada paciente como si fuera único. En 1905, una de las enfermeras que lo visitaban escribió: «Aunque los enfermos comparten la cercanía de la muerte, cada uno lleva su propia vida y es deber de la enfermera respetar su sagrada individualidad, así como intentar acceder a aquello que no pertenece a ningún otro y hace de cada hombre él mismo». Un informe redactado por el doctor Barrett cuatro años después insistía en la misma idea: «No pensamos en nuestros pacientes ni nos referimos a ellos como casos, porque consideramos que cada uno es un microcosmos humano dotado de características propias y con una particular historia vital; de ahí que nos interesemos tanto por él como por su entorno más cercano. Y es frecuente que depositen plena confianza en nosotros». Para Cicely, encantada de ver su teoría llevada a la práctica, el carácter sagrado de la persona no resultaba nada nuevo. Pero lo que sí representaba una novedad era el modo en que el personal del Hogar St. Luke hacía uso de los medicamentos. Tanto sus prácticas de enfermera como su profesión de trabajadora social le habían permitido ser testigo de la agresividad de ciertos tratamientos y de las continuas intervenciones a que eran sometidos algunos enfermos en un vano intento de curar lo incurable. Cicely los había visto comatosos por culpa de los fármacos, o a la espera de la muerte entre dolores que nada ni nadie era capaz de aliviar. Por el contrario, allí se mantenía conscientes a los enfermos y el tratamiento de sus dolores tanto físicos como mentales tenía por objeto proporcionarles cierto bienestar hasta el momento de su muerte. Los analgésicos se administraban a intervalos regulares antes de que se presentara el dolor y sin esperar a que el paciente diera un grito para suministrarle su dosis. Esta técnica aparentemente tan sencilla se iba a convertir en el fundamento del futuro empleo que Cicely acabaría haciendo de los analgésicos. El sistema de «dosis regulares», que por alguna razón no había traspasado los muros de esa institución, llevaba algún tiempo utilizándose allí: concretamente, desde 1935, año de la llegada de la señorita Pipkin, enfermera jefe del Ejército de Salvación, por quien Cicely sentía una profunda admiración. Por otra parte, siempre que era posible preferían administrar los medicamentos por vía oral antes que por vía intravenosa, algo que no solo agradecían los pacientes, sino que facilitaba las cosas a los familiares de los enfermos que eran atendidos en su propio domicilio. Ni las noches ni algún domingo suelto que pasaba en el Hogar St. Luke interferían su quehacer como trabajadora social. Y aun así Cicely no se sentía plenamente satisfecha, sobre todo, porque la atención que prestaba a los enfermos durante su tiempo libre le hacía ver lo mucho que los necesitaba, de modo que no dudó en aprovechar la primera oportunidad que se le presentó para cambiar de trabajo. Norman Barrett (nada que ver con el doctor Barrett del Hogar St. Luke), conocido afectuosamente como «Pasty» Barrett por el tono de su piel, era uno de los cirujanos a los que Cicely trataba como trabajadora social; y, en cuanto la ayudante de Barrett le dejó para casarse, Cicely le
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propuso trabajar para él compaginando ambas cosas. Pasty Barrett era un gran tipo, divertido, ingenioso y extrovertido. La revista St. Thomas’s Gazette recomendaba a sus lectores «no sentirse ofendidos si se dirige a ustedes con un «usted, estúpido…». Algún alumno recuerda la insistencia con que les conminaba a dar las gracias a la enfermera encargada de atarles la bata antes de entrar a quirófano. Barrett, a quien también se le atribuía la autoría de la frase «publicar o morir» para estimular a los médicos, se contaba entre los mejores profesores que St. Thomas tuvo en aquella época. Al margen de la admiración que le profesaba, a Cicely le fascinaba su especialidad, la cirugía torácica. Barrett realizaba todo tipo de intervenciones de tórax, entre las que por aquel entonces se incluía el tratamiento quirúrgico de la tuberculosis, y se había especializado en un reciente avance quirúrgico para los niños con malformaciones cardiacas conocidos como niños «azules». Una de las funciones de Cicely consistía en ayudar a los padres a disponer la casa para acoger a los niños una vez operados, pero también se encargaba de los informes médicos de Barrett y le acompañaba durante su ronda por el hospital y en las visitas a los enfermos que se recuperaban en otros hospitales o en su domicilio. Barrett tenía el don de implicar a todo el mundo en su trabajo y, aunque Cicely no se consideraba a la altura de su predecesora, no por ello dejaba de sentirse satisfecha. Aun así, no renunciaba a trabajar con enfermos en fase terminal y, transcurridos unos dieciocho meses, mientras iba en el coche con Pasty rumbo a Midhurst, de repente se oyó a sí misma confesándole cuánto le gustaría trabajar con gente moribunda; y que, en caso de que la contrataran para el turno de noche, su espalda no le daría demasiados problemas. A lo que Barrett contestó que, siendo una simple enfermera, nadie la tomaría en cuenta y solo conseguiría sentirse frustrada; y que, como efectivamente aún quedaba mucho que aprender sobre el control del dolor, debería dedicarse a ello en serio. «Estudie Medicina», le dijo, «porque los médicos son los responsables del abandono que sufren estos enfermos». Ni siquiera había estudiado ciencias en la escuela y a sus treinta y tres años, con dos carreras profesionales, un título y un diploma, al doctor Barrett, en quien confiaba plenamente, no se le ocurría otra cosa que aconsejarle que estudiara medicina. Pero no era la primera vez que Cicely se lo planteaba. De hecho, su padre se lo había sugerido después de su primera estancia en Oxford, pero Cicely no siguió su consejo. Y más adelante, cuando su espalda comenzó a resentirse y Gordon insistió una vez más, se vio físicamente incapaz. Sin embargo, gracias a la laminectomía había experimentado una clara mejoría –aunque transitoria– y ahora contaba con una razón para hacer el esfuerzo que aquello exigía. La dirección de St. Thomas se comprometió a hablar del tema una vez hubiera completado el primer grado, así que Cicely se matriculó en una academia. Todos los alumnos eran más jóvenes que ella, cosa que le hacía sentirse bastante desplazada; una sensación que fue en aumento cuando oyó comentar a dos jovencitas: «Cuando le den el título tendrá noventa años…». Conociendo su tenacidad, es probable que Cicely no se hubiera dado por vencida, pero el asunto llegó a oídos de Pasty Barrett y este aceleró las ruedas de la burocracia. Esta vez, Cicely obtuvo una carta de
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recomendación de la enfermera jefe dirigida al doctor Crockford, secretario de la Facultad de Medicina: «La señorita Saunders es una persona excepcional y profesionalmente muy competente, cuyo notable tesón le ha permitido vencer su timidez y modestia iniciales». Entonces Cicely fue convocada a una segunda entrevista realizada por otros dos médicos, durante la cual no reveló su proyecto de crear un hogar para enfermos en fase terminal –aunque aquello seguiría anclado en algún lugar de su cerebro durante bastantes años–; simplemente se limitó a explicarles que le gustaría tratar el dolor que padecían los enfermos de cáncer. Ellos, que la escucharon con la indulgencia de quien se siente atraído por una idea acertada, pero irrealizable, se quedaron impresionados con su currículum. Dos días después, gracias a una de esas coincidencias que solo se presentan a los elegidos por la fortuna, recibió dos cartas. En una, remitida por St. Thomas, le ofrecían una plaza, con la advertencia de que necesitaría zapatos con suela de goma; la otra contenía un cheque por valor de quinientas libras con las que poder hacer frente a sus gastos sin necesidad de continuar trabajando. Su padre acababa de vender unas acciones y ya le había adelantado que recibiría el dinero, aunque no sabía con certeza en qué momento se cerraría la operación ni cuándo podría disponer Cicely de él. Su convicción de que todo lo que le sucedía tenía un «sentido» se vio confirmada por este golpe de suerte. De modo que, transcurridas tres semanas a partir de su ingreso en la academia, llegó a St. Thomas con la intención de obtener su título. Cicely escribió a la directora del St. Anne’s College –en Oxford–, al tanto de la diversificada carrera de su ex alumna, explicándole lo que quería hacer y por qué. «He ido conociendo de cerca la situación de los enfermos en fase terminal, especialmente, algunos casos avanzados de cánceres incurables, y creo que su sensación de sufrir abandono por parte de los médicos está en cierta medida justificada. Estoy convencida de la necesidad de ampliar nuestros conocimientos en torno a la posibilidad de aliviar su sufrimiento físico y mental, y sé que para ello he de ser médico». A continuación añadía que, dado que aquel asunto debía ser abordado desde distintos ángulos, ningún aspecto de su formación previa sería inútil. Y, en respuesta a la sorpresa manifestada por la directora, replicó con firmeza: «Sé qué es lo que tengo que hacer y no estoy dispuesta a renunciar». Los estudios de Medicina son difíciles a cualquier edad; y para alguien con los años de Cicely –carente, por otra parte, de formación científica– debió de ser una pesadilla. «Un auténtico infierno», decía ella con su habitual franqueza. Cuando en la primera clase de física tantearon sus conocimientos sobre la materia, no tuvo más remedio que contestar: «Las matemáticas y la biología son de hace diecisiete años». No obstante, con ayuda de unas clases particulares de física y química, en nueve meses obtuvo el primer grado, completó la parte preclínica de sus estudios dentro de los tres años previstos para la formación teórica y aprobó al primer intento el segundo grado, a pesar de sus problemas de espalda, que la obligaron a pasar varias semanas en cama preparando los exámenes. Aunque su experiencia como enfermera y trabajadora social le fue de utilidad, seguramente debió de hacer acopio de toda su determinación para enfrentarse al amplio temario de la formación clínica: medicina, cirugía, vendaje de urgencia, patología,
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obstetricia, ginecología, pediatría, autopsias, fiebres, anestésicos, bacteriología, medicina forense, toxicología, enfermedades venéreas, vacunas, trastornos mentales… No deja de ser significativo que unos estudios tan completos como aquellos no contemplaran el cuidado de los enfermos en fase terminal. Aunque Cicely tenía muy clara su vocación, a veces se preguntaba sobre la conveniencia de plegarse a unos planes determinados; pero, como aún ignoraba qué debía hacer, se dedicó a estudiar para ser médico, y además una buena médico. Incluso los profesores estaban asombrados. Uno de los escasos informes de los alumnos de entonces que se conservan en los archivos (casi todos han sido destruidos) vaticina: «Será una buena colega»; y afirma también: «Tiene una capacidad de trabajo impresionante». Llegado el momento de los exámenes finales, Cicely no se lo pensó dos veces antes de trasladarse a un edificio de apartamentos en Ebury Street en el que le aseaban la habitación, le hacían la cama y le preparaban el desayuno. No le dio a nadie su teléfono para no verse en la obligación de contestar, aunque ella se reservó la posibilidad de llamar. «Me compré un tocadiscos y aquel año sudé tinta china». No quería ni oír hablar de un suspenso. Y lo logró. En abril de 1957 (a punto de cumplir los treinta y nueve años), obtuvo la licenciatura en cirugía con matrícula de honor «que nunca merecí; simplemente tuve un buen día»: pura modestia, porque uno de los miembros del tribunal le comentó a Sir Gordon Wolstenholme[3] que era la mejor alumna que había examinado nunca en unos finales. Cicely también obtuvo el Premio Beaney en Obstetricia y Ginecología «porque se me dieron bien los exámenes», y recuerda con ironía el tiempo que pasó «en estado de crisálida antes de convertirme en otra»: una ardua metamorfosis, pero de resultados brillantes. Aunque Cicely trabajó mucho, no por eso renunció a una vida social activa y animada y, una vez más, volvió a disfrutar del ambiente universitario, sin otra responsabilidad que estudiar y divertirse con sus compañeros, todos más jóvenes que ella. Unas veces se dedicaba a hacer pedazos un pez entre alumnos a los que sacaba quince años y otras, «deseosa de hablar con adultos», visitaba a sus antiguos amigos del hospital. Pero la política de St. Thomas era la de contar siempre con alumnos veteranos –no hacía mucho que se había licenciado un ex juez que rebasaba la edad de jubilación– y poco a poco Cicely fue rodeándose de amigos más acordes con sus años. Solo un 15% de los admitidos junto con ella eran mujeres y Cicely estaba encantada de tener más amigos varones que nunca: Tony Brown, por ejemplo, quien más adelante se especializaría en medicina comunitaria, recordaba los años dorados en que Cicely y él estudiaban física en Flower Walk, en Kensington Gardens; y, algo más tarde, Tom West, futuro colega de Cicely en el campo de la Medicina en el que ella misma abrió brecha. Tom era su alma gemela: al igual que Cicely, no tenía conocimientos de física y química y era tal la distancia que los separaba del resto de los alumnos que ambos solían quedarse rezagados en la sala de balanzas preparando su «solución estándar». Estas carencias compartidas crearon un fuerte lazo entre ellos. A pesar de la diferencia de edad –Cicely era doce años mayor–, la lucha entablada en lo que Tom llamaba «la última cochiquera del despacho de física y el laboratorio de química» fue el germen de una duradera amistad. Tom, Tony y Cicely formaban el núcleo de un clásico círculo de
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universitarios que el primero describe gráficamente: «Nuestro pequeño grupo se creó en el comedor con Cicely en la proa del barco. Ella iba por delante y Tony y yo éramos sus satélites. Tony era el listo y yo, el hijo del granjero… así me sentía. Y no me importaba demasiado. Estaba dispuesto a continuar en su órbita y ser útil». A sus contemporáneos les resulta difícil no hablar en retrospectiva, pero recuerdan a Cicely como una persona muy especial y sobresaliente. Solo por su estatura ya llamaba la atención y su presencia imponía. Nunca se daba importancia ni hacía alarde de sus estudios previos. Tenía coche –cosa rara en aquella época– y era una magnífica organizadora. Una de sus virtudes consistía en saber rodearse de gente y hacerle rendir al máximo. Y eso fue lo que puso en práctica durante sus años de estudiante, organizando grupos de estudio de anatomía, de fisiología, de química… o de lo que más necesario fuera en cada momento. Y todo sin el menor esfuerzo: simplemente, ese era su puesto natural. Cicely trasladó también su capacidad de liderazgo a la vida del hospital: buena parte de su tiempo libre lo dedicaba a la Unión Cristiana y a la Asociación Musical St. Thomas. El espectro de alumnos de medicina de los años 50 iba desde los «jugadores de rugby» a los «púgiles de Dios», aunque estos últimos no gozaban de especial estima; no obstante, la intervención de Cicely reforzó el vigor y la energía de una Unión Cristiana bastante consolidada. Todos los días a la hora de comer, sus miembros se reunían para rezar en la lúgubre capilla victoriana cedida por la dirección y semanalmente celebraban reuniones en las que unas veces estudiaban la Biblia y otras escuchaban a algún conferenciante invitado. La Unión defendía como su única razón de ser la interacción entre medicina y cristianismo, y organizaba coloquios sobre cristianismo y comunismo, cristianismo y otras vocaciones, o la ciencia frente a Dios. También se proyectaban películas acerca de actividades misioneras, se realizaban envíos a Uganda de instrumental médico desechado por el hospital o se recibía la visita de la Unión Cristiana de la Policía. En una ocasión, el Dr. Grady Wilson[4] contestó a las preguntas formuladas sobre la última cruzada de Billy Graham[5]; y un día de julio cerca de un centenar de personas asistió en el salón de actos de la clínica a una conferencia impartida por el predicador evangélico John Stott en torno al problema del dolor. En ocasiones, los miembros de la Unión se reunían un fin de semana para conversar, rezar y pasear juntos: en Devon, por ejemplo, en casa de su buena amiga Madge Drake, dos o tres personas se convirtieron –como ocurriera con Cicely en 1945– de un cristianismo parcial a un cristianismo militante. Vistas la edad y la personalidad de Cicely, esta habría sido perfectamente capaz de dirigir la Unión, pero no lo hizo. Tom West valoraba su capacidad para «dirigir desde la retaguardia» manteniéndose en segundo plano. «No se encumbraba a sí misma, sino que era una maestra en el arte de animar a los demás a dejarse ver, a hacer cosas, a asumir el poder, a hablar, a moverse. Nos superaba en energía a la mayoría de nosotros. Todo aquello en lo que estuviera involucrada Cicely salía adelante». Por ejemplo, el coro de la Unión Cristiana del hospital. Como los miembros masculinos del coro no sabían leer música, Cicely aporreaba al piano las partes de tenor y bajo hasta que se las aprendían y recogía en los alrededores de Londres
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a quienes no tenían otro medio de asistir a los ensayos, convenciéndolos con zalamerías e incluso intimidándolos. El coro, que acompañaba el servicio de los domingos, resultó un éxito. Además, Cicely puso en marcha el Festival de Villancicos de St. Thomas, al que dedicaban tanto entusiasmo y emoción que el sonido traspasaba los muros y se mezclaba con el de la representación navideña de Riddell House. En los años cincuenta, la Asociación Musical St. Thomas, a la que también pertenecía Cicely, alcanzó tal categoría que Scott Godard escribió en el News Chronicle: «Dicen que esta asociación amateur ha logrado un nivel merecedor de la atención de los más exigentes. Y es cierto». Desde que iba al colegio, Cicely siempre había participado en algún coro y quienes la oyeron cantar destacaban la nitidez de su hermosa voz de soprano. Su pericia quedó demostrada cuando interpretó un solo en «Serenade to Music», de Vaughan Williams, junto a profesionales de la época como Alexander Young y Maurice Bevan; en aquella ocasión, el St. Thomas’ Gazette hizo mención de «los compases afrontados sin dificultad por la señorita Cicely Saunders». Después de licenciarse, Cicely abandonó su apartamento y se trasladó a un piso en Connaught Square, que compartía con Gill Ford, una de sus amigas de sus años de estudiante. Y fue entonces cuando protagonizó uno de esos golpes de suerte que, unidos a su disponibilidad, fueron jalonando toda su vida. Por casualidad, su padre se encontró con un antiguo amigo, el profesor Harold Stewart, jefe de farmacología de St. Mary’s Paddington y especialista en los mecanismos del dolor y los efectos de los fármacos, que contaba con una reserva de dinero asignado a labores de investigación. Hasta el momento no existía un solo estudio sobre el dolor de los enfermos en fase terminal: se trataba de un campo absolutamente novedoso del que ni siquiera él, que se dedicaba a investigar el dolor, sabía demasiado. Stewart se mostró interesado en el proyecto de Cicely y sugirió que solicitara una beca de investigación en St. Mary. Él, por su parte, expuso la idea ante el Halley Stewart Trust y, cuando Cicely ya había recibido dos ofertas de trabajo en Hydestile y en el Royal Waterloo –que le parecieron aún más exigentes que estudiar medicina–, obtuvo una beca de investigación para trabajar a las órdenes del profesor Stewart en el Hospital de St. Mary. En St. Mary, Cicely entró a formar parte del equipo de veinte investigadores especializados en el estudio del dolor, del que ella era la única centrada en enfermos en fase terminal. Mientras estudiaba Medicina, Cicely había presentado un artículo para optar a un premio hospitalario; y, aunque no lo obtuvo, el trabajo, que recogía la evolución de cuatro pacientes de cáncer en fase terminal, fue publicado en St. Thomas’ Gazette. La búsqueda de información para el artículo condujo a Cicely hasta el St. Joseph’s Hospice, en Hackney, al que acudía tres días en semana para someter a los pacientes a observación, evaluar el empleo de fármacos y –lo más importante– escuchar a los enfermos. A partir de ahí se inició una relación de consecuencias incalculables tanto para St. Joseph como para Cicely.
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St. Joseph fue fundado en 1905 por las Hermanas Irlandesas de la Caridad, una orden religiosa católica cuyas monjas se dedicaban a la enseñanza y al cuidado de enfermos. En 1958, año en que Cicely inició su trabajo de investigación, el centro contaba con 150 camas, de las cuales entre 40 y 50 estaban ocupadas por enfermos en fase terminal. Las plazas restantes estaban reservadas a personas mayores o necesitadas sin hogar, y a enfermos crónicos sin posibilidad de rehabilitación. Aunque este centro no pertenecía al Sistema Sanitario Nacional, tenía establecidos una serie de acuerdos que garantizaban la asistencia gratuita de la mayoría de los pacientes. Solo tres de las religiosas tenían el título de enfermeras; las demás –jóvenes irlandesas– trabajaban como auxiliares. Un trabajo sumamente duro, que se prolongaba siete días a la semana con tan solo quince días de vacaciones al año; aun así, los enfermos recibían un trato exquisito y las monjas, que no perdían nunca la serenidad, creaban un ambiente agradable. Aunque los cuidados dispensados eran bastante básicos, los pacientes se sentían acogidos en su ansiedad y su dolor. Las monjas carecían de medios con que hacer frente a situaciones de dolor intenso y a muchos de los síntomas de angustia que suelen acompañar al cáncer en fase terminal, tales como vómitos y problemas respiratorios. Tampoco contaban con médicos residentes: los dos únicos médicos de cabecera que trabajaban a tiempo parcial atendían también sus consultas privadas. Sin embargo, la doctora recién llegada, pionera en el cuidado de enfermos en fase terminal, era una mujer entregada y competente, y actuaba con sumo tacto; de hecho, los numerosos cambios que introdujo solo le valieron un respeto cercano a la adoración por parte de las monjas, que fueron las primeras en agradecer sus esfuerzos. El primer cambio y más importante, la administración regular de fármacos, era herencia de St. Luke. Cicely obtuvo permiso para probar dicho sistema con cuatro pacientes, con tan excelentes resultados que no tardó en hacerlo extensivo a otros y, en no mucho tiempo, se convirtió en una práctica habitual de los centros, que ha seguido aplicándose hasta el día de hoy. En un principio, Cicely se limitó a administrar los fármacos que ya empleaban las monjas, sobre todo el Omnopon, para a continuación ir introduciendo de modo gradual un compuesto de morfina y heroína. Los profesionales de la medicina siempre se habían mostrado reacios a administrar estos fármacos de forma regular por temor a que crearan adicción o a que el paciente desarrollara tolerancia a los mismos y dejaran de ser eficaces. Los estudios pormenorizados de Cicely, merecedores del interés de la Dra. Albertine Winner, delegada de Sanidad en Londres del Ministerio de Salud, probaban empíricamente lo contrario. Esto es lo que afirmaba Cicely en Nursing Mirror: «El dolor constante requiere un control constante, lo que significa que, para que el dolor remita sin interrupción, los fármacos se deben administrar de forma regular. Si un paciente recibe su correspondiente dosis de analgésico de modo rutinario, no se hace en absoluto dependiente ni del personal ni de los fármacos. Pero, si cada vez que el paciente siente dolor necesita pedirle a alguien que lo alivie, lo que conseguimos es recordarle constantemente su dependencia del fármaco; cosa que no ocurre cuando lo recibe de forma rutinaria antes de que se presente el dolor. Y esto es muy importante, porque es preciso mantener la independencia del paciente de
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todas las maneras posibles. Está demostrado que este sistema no crea en absoluto ni tolerancia ni adicción y que, si calculamos correctamente la dosis que el paciente necesita, este se mantiene despierto. Estoy convencida de que, cuando tenemos que aumentar la dosis, no suele ser porque el paciente se haya hecho tolerante al analgésico, sino más bien porque la progresión de la enfermedad le hace sentirse peor». Y en Current Medicine and Drugs escribió con más convicción aún: «Hemos comprobado que, si la remisión del dolor se mantiene de forma permanente, la tolerancia se desarrolla notablemente más despacio, e incluso puede llegar a no aparecer nunca. Tenemos pacientes que se han mantenido con la misma dosis meses e incluso años, y muchos de los que antes de llegar a nosotros han estado recibiendo fármacos a petición, una vez que se ha establecido el control necesitan una dosis diaria de analgésicos menor». A principios de los sesenta comenzaron a estar disponibles muchos fármacos nuevos y la concienzuda investigación llevada a cabo por Cicely le permitió hacer el mejor uso de ellos con el fin de obtener un control óptimo tanto de los síntomas como del dolor. De St. Luke heredó Cicely también la práctica de administrar la medicación por vía oral siempre que fuera posible, a menos que el paciente no pudiese tragarla o se encontrara tan débil que su cuerpo no fuera capaz de asimilarla. Su experiencia como enfermera la llevó a implicar a sus colegas a todos los niveles: por ejemplo, redactando de tal manera las prescripciones que las que se encargaban de administrar la medicación dispusieran de cierto margen para poder graduar la dosis requerida. También revisaba periódicamente el tipo de fármacos, así como las dosis y la frecuencia de administración. Atónitas, las monjas veían cumplirse algunos de sus deseos más fervientes, como el de aliviar el dolor de sus pacientes sin necesidad de mantenerlos en coma. ¡Qué satisfacción! Como dijo una de ellas, Cicely era «maná caído del cielo». Las noticias de aquellos cambios comenzaron a extenderse a otros ámbitos y el comentario que invariablemente realizaba quien visitaba el centro era este: «Los pacientes están serenos y permanecen despiertos y contentos. Ninguno da la impresión de estar sufriendo». Al término de una de aquellas visitas, una enfermera de un hospital londinense comentó: «Aún no nos han enseñado las salas de los moribundos…». Pero sí lo habían hecho; en realidad, ella misma había estado conversando con unos cuantos. Cicely escribió a su antigua tutora, Betty Reed: «El jueves visitó St. Joseph el Dr. Colebrook, miembro destacado de la Asociación Proeutanasia, y la impresión que se llevó fue casi de desconcierto». En 1960, un grupo de futuros trabajadores sociales que visitaron el Hospice resumían sus observaciones en los seis puntos siguientes: «1) ausencia de dolor o somnolencia; 2) vitalidad y serenidad; 3) una atmósfera indefinible que mueve a ver la muerte no como una tragedia, sino como una especie de regreso al hogar; 4) integración: pacientes, personal y visitantes tienen idéntica importancia; parecen no existir barreras divisorias; 5) un enfoque muy simple del problema del dolor; 6) no hay esa estrechez de miras que podría esperarse de un centro dirigido por una orden en concreto: tanto a agnósticos, ateos y librepensadores, como a quienes profesan una sólida fe cristiana, se les ayuda individualmente a aceptar la muerte del modo más adecuado a cada uno».
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Otra de las mejoras decisivas implantadas por Cicely afectaba a la elaboración de informes. A su llegada, no existían notas relativas a los pacientes, ni tarjetas de medicación, ni registros de sala; y, sin embargo, abandonó St. Joseph con mil casos documentados de enfermos de cáncer en fase terminal. Sus escrupulosos informes constituyeron el sine qua non de su investigación. El cuidado afectivo que se dispensaba a los pacientes solo puede ser descrito en términos de cariño e interés. A Cicely nunca dejaba de asombrarle la hospitalidad de las monjas y le encantaba su frase de que «cada uno es cada uno». Las monjas preferían que los pacientes murieran despotricando hasta el final antes que tenerlos drogados y pseudocalmados. Ella las animaba diciéndoles: «En esta casa, los sentimientos son obras». Cicely les enseñó también a considerar a los pacientes no aisladamente, sino en el contexto de sus familias, de manera que estas pudieran involucrarse en los cuidados dispensados por el centro. Además, fomentaba la libertad de sus pacientes y les animaba a permanecer más tiempo levantados si se sentían capaces de ello, a practicar terapia ocupacional o a intervenir en cualquier actividad que se organizase. Mientras estuvo allí, el horario de visitas se flexibilizó hasta el punto de convertir St. Joseph en un centro de puertas abiertas, en el que se podía recibir visitas a cualquier hora, como si el paciente estuviera en su casa. Y esa era la intención de Cicely: que el paciente se sintiera como en casa, y no como miembro de una institución. Cicely nunca creyó tener vocación de investigadora y, de hecho, ni siquiera terminó la tesis sobre el uso de narcóticos. Aun así, se ganó el aprecio del profesor Stewart, quien admiraba su tenacidad y su capacidad de trabajo. A veces, Stewart llegaba al centro, visitaba a los pacientes en compañía de Cicely y siempre salía de allí con una buena impresión. «Era una persona muy extrovertida. Solo su cercanía y las palabras que les dirigía a los pacientes eran capaces de obrar en ellos cambios notables. En otras palabras, era en sí misma un arma terapéutica». Cicely comenzaba a dejar huella. Había abordado un campo olvidado de todos, y a la vez íntimamente relacionado con innumerables aspectos de la medicina y con muchas dimensiones de la personalidad. Su particular combinación de dotes personales, el trabajo intenso y las imprevisibles consecuencias del destino la capacitaban para dedicarse plenamente a él.
1 Blake, William, Poesía completa, Barcelona, Orbis, 1987, p. 139. Traducción de Pablo Mañé Garzón (N. de la T.). 2 Blake, William, Poesía completa, Barcelona, Orbis, 1987, p. 137. Traducción de Pablo Mañé Garzón (N. de la T.). 3 Sir Gordon Wolstenholme (1913-2004), médico fundador de la Fundación Ciba, dedicada a promover la colaboración en el campo de la investigación médica (N. de la T.). 4 Asistente de Billy Graham (N. de la T.).
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5 Billy Graham, controvertido representante norteamericano del evangelismo ecuménico y difusor del mensaje evangélico a través de sus famosas y multitudinarias «cruzadas» (N. de la T.).
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Los pacientes y sus necesidades Quienes mueren desdichados no tienen voz para dar a conocer el abandono sufrido. John Hinton, Experiencias sobre el morir
Lo que hizo posible que Cicely se convirtiera en pionera de un nuevo campo de la medicina no fue únicamente su vasta formación médica: en ello intervino también su respuesta ante los pacientes. El interés que demostraba por ellos le permitió hacerse cargo de sus muchas necesidades y condensarlas en un patrón. En su relación con ellos halló el estímulo para emprender la tarea. Durante los diez años transcurridos antes de sentirse preparada para hacer su sueño realidad se dedicó a aprender de estos enfermos para poder ayudarles. Si bien en este sentido fue David Tasma la persona que más influencia ejerció sobre Cicely, hubo también todo un elenco de causas adicionales que contribuyeron a desarrollar su capacidad de empatía. Esta virtud –«su arma terapéutica más poderosa»– se fue fraguando y ganando en sensibilidad y delicadeza gracias a cientos de pacientes. Sus historias quedaban tan firmemente grabadas en su pensamiento que acababan formando parte de ella; algo de lo que la memoria no era siempre la primera responsable: de hecho, a veces lo que quedaba registrado era una única frase que Cicely guardaba como un tesoro e incorporaba a su modo de pensar. Antes incluso de la muerte de David, tres de sus pacientes dejaron en ella una huella imborrable. El primero se remonta a 1947, cuando aún no era más que una tímida trabajadora social sin experiencia. Ese año, Cicely pasó dos meses en el Royal Cancer Hospital, donde conoció a la señora Chester Fox. «Cuando pregunté quién era, me contestaron: “¿A quién te refieres? ¿A esa señora tan horrorosa?”; cosa que, aun siendo cierta (padecía un cáncer facial), no era lo que más llamaba la atención. En realidad lo que más me llamó la atención fue la extraordinaria amabilidad con que me allanó el camino y me ayudó a situarme. Recuerdo que, a la vuelta de un fin de semana, me enteré de que había fallecido víctima de una hemorragia. Además de lamentar su pérdida, sentí
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un profundo agradecimiento». Este sentimiento de pérdida y gratitud se repetiría una y mil veces más. Cicely era constantemente testigo de la angustia de los pacientes que vivían y morían solos. El caso de David fue aún más patético debido a la peculiar relación que mantuvieron y a la dolorosa necesidad de hallar un significado tanto a su vida como a su muerte. Sin embargo, ya durante su preparación como trabajadora social conoció a una maestra jubilada que ocupaba una habitación en Brixton. Después de hacer las gestiones necesarias para que pudiera pasar sus últimas semanas de vida en un asilo, se acercó a su casa con intención de asegurarse de que aprobaba el proyecto. «Ya se la había llevado una ambulancia, pero la puerta estaba entornada y aún recuerdo el espantoso olor a soledad que noté al entrar y lo vacía que había quedado la habitación tras su marcha». Todo lo contrario de lo que ocurrió con la señora Clifton, a cuyo hijo hizo venir Cicely desde Singapur cuando se confirmó la gravedad de su estado. La señora Clifton había logrado mantener unida a toda su familia, que no se despegó de su lado ni en el transcurso de su enfermedad ni en el momento de su muerte. Para Cicely, aquello supuso una victoria decisiva. Hay familias que ofrecen consuelo, y las hay que solo dan problemas. A la señora Elliott, una paciente a la que Cicely visitaba en su domicilio, le preocupaba menos la muerte que su marido policía y su hijo de catorce años, quienes a partir de entonces tendrían que arreglárselas solos. Cicely aún se emocionaba cuando recordaba la pena con que la joven hablaba del chico y de su marido, a propósito del cual decía: «Es grande y fuerte, pero necesita a alguien que le cuide». No hay palabras para explicar el dolor de dejar este mundo sin haber concluido tu misión. También conoció a una mujer incapaz de cuidar de su marido enfermo y curarle las escaras que lloraba desesperaba; o la esposa del señor Sebert, que era paciente del doctor Barrett y aprovechaba el rato que Cicely pasaba sentada junto a su marido para salir a airearse. «Él pertenecía a la Asociación de Prensa Racionalista y a la Sociedad Secular, y discutíamos a menudo. Parece casi ridículo lo que mi visita semanal significaba para su esposa: la oportunidad de salir un poco». El dolor físico atraviesa el paño de la angustia como un hilo de acero. Cicely daba la impresión de dejarse arrastrar por quienes sufrían y ellos, por Cicely; cosa que, además de en su vida profesional, también ocurría en la privada. La hermana de su amigo «Packie», que sufrió una muerte lenta y dolorosa a causa de un cáncer de ovario, solía referirse al dolor como «mi niño: un niño del que nadie se sentiría orgulloso, y que hoy se dedica a pasear con botas de clavos». Cicely pasó con ella algunas noches para que «Packie» pudiera descansar y hacía lo posible por aliviar su dolor. «Íbamos aumentando la morfina sin ningún reparo, porque en St. Luke me habían enseñado a administrarla de forma regular; pero yo estaba convencida de que se podía hacer algo más que aumentar la dosis de narcóticos: con eso no bastaba». A veces se encontraba con casos en los que el dolor físico estaba controlado con grandes dosis de fármacos, pero existía otro tipo de dolor que nunca menguaba. Cicely escribió a una amiga hablándole de un muchacho de
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diecisiete años que había conocido en Hydestile, donde murió de cáncer: «Le estaban administrando 3,5 gramos de diamorfina cada 3 horas y seguía despertándose llorando de miedo, no de dolor. Llevaba mucho tiempo ingresado. Este tipo de cosas suelen suceder en los hospitales generales, donde lo único que se les ocurre es incrementar la dosis de opiáceos». Cicely nunca dejaba de ampliar su experiencia o de perfeccionar sus aptitudes. Cuando se enteró de la grave enfermedad que aquejaba al padre de su amigo Tom West, le dijo a su esposa: «Mire, este es el sitio donde me puede avisar. Vendré en cuanto sea necesario». Aunque se encontraba de vacaciones, nada más saber que el fin estaba cerca fue a pasar con la familia las tres últimas semanas de vida del señor West. Cicely acababa de licenciarse y el médico de cabecera, que estaba al tanto de cuáles eran el área y los conocimientos que más le interesaban, le permitió ajustar la medicación prescrita; y comprobó atónito cómo el dolor se mantenía bajo control. La familia sabía que fue Cicely quien hizo posible la serena muerte del capitán West. Su esposa lo recordaba agradecida: «Logró que mi marido se mantuviera auténticamente con vida hasta el último momento, dándole la oportunidad de fortalecer la fe de mis hijos y hacerles capaces de aceptar su pérdida. Esto último no fue Cicely quien lo hizo, pero sí fue ella la que le allanó el camino a mi marido, permitiéndole mantener la serenidad y controlando su sufrimiento. En contra de lo que era de esperar, en su agonía no sufrió ni un solo dolor». Esta experiencia también resultó decisiva para Cicely: de ella aprendió la importancia de compartir el peso de la enfermedad. «Guardo muy buen recuerdo de la temporada que pasé en el campo ayudando a unos amigos a cuidar de su padre, a punto de morir a causa de un carcinoma bronquial en su granja. Recuerdo muy bien aquella situación: la familia, el médico de cabecera, la vida de la granja y el interés del pueblo entero. Todo aquello componía un dibujo en el que cada cosa cumplía su función. En el centro se hallaba el paciente que, perfectamente consciente y a veces incluso animado, se dedicaba a hacer planes de futuro mirándonos de reojo para ver cómo reaccionábamos a sus comentarios rabelaisianos. No se engañaba a sí mismo ni tenía miedo, pero conservó la misma actitud hasta el final, a pesar de que sabía muy bien lo que le ocurría». Cicely se había convertido en testigo constante del trato tan escasamente especializado recibido en los hospitales generales por quienes sufrían, estaban solos o asustados o se sentían angustiados por su familia. A veces, todo esto quedaba reflejado en un simple comentario. Cicely recordaba los casos de dos pacientes procedentes de otros hospitales que iban a ingresar en St. Joseph. «¿Me echarán ustedes si no mejoro?», preguntaba uno; y el otro: «Es extraño, pero allí nadie quería ni mirarme…». Cicely comprendía que esos sentimientos de rechazo, de culpabilidad o de fracaso eran solo un reflejo de la actitud que los demás adoptaban ante los pacientes, y lo había podido comprobar personalmente. Cuando un médico informaba: «La trabajadora social se ocupará de todo…», en realidad lo que quería decir era: «Sea tan amable de dejar esta cama libre y llevarse al paciente de
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aquí… mándelo a algún sitio… deshágase de él… yo ya no puedo hacer nada». El fin de la medicina era curar y el médico, cuando no podía hacerlo, se sentía frustrado. Si se trataba de dar respuestas, para los enfermos a punto de morir no las había. Los médicos consideraban que no formaba parte de su trabajo facilitarles las cosas a estos enfermos de otra manera que no fuera la prescripción de analgésicos; en la medida de lo posible, los evitaban, porque les molestaba ver lo que a sus ojos era un fracaso. Cicely se refería a esta actitud generalizada recordando cómo en su época de estudiante de medicina «había uno o dos –como el señor Nevin, por ejemplo– que siempre se detenían un momento y daban los buenos días a todos, moribundos o no. Y aquello nos llamaba la atención». Otro médico que había ejercido en sitios muy distintos solía decir que el trato dispensado a los enfermos en fase terminal en Blackpool era más primitivo que el de la India, Nigeria, Nueva Guinea o Queensland. La actitud de entrega y disponibilidad que Cicely mostraba en St. Joseph llevó a las monjas a pedirle ayuda con algunos de sus enfermos crónicos. De este modo, Cicely entró en contacto con gente a la que acabaría cobrando un afecto especial y que ejerció una gran influencia en su manera de ver las cosas. Alice, Terry y Louie formaban un trío de amigas estrechamente unidas ingresadas en la misma sala de estancias prolongadas de St. Joseph. Terry, una mujer bastante complicada y de mucho carácter, padecía esclerosis múltiple; la dulce Alice, simpática y atractiva, llevaba cuarenta de sus sesenta años entrando y saliendo de los hospitales por culpa de una artritis tuberculosa; mientras que los frágiles huesos de Louie la habían obligado a permanecer ingresada la mayor parte de su vida en hospitales y residencias. Cicely las visitaba de forma regular para charlar con ellas, cotillear y hacerles partícipes de su sueño de fundar un Hospice. Tanto se implicó este pequeño grupo ecuménico (una era católica, otra anglicana y la tercera judía) que se convirtió en su primer «equipo de apoyo»: todos los días rezaban por ella y por su proyecto y Cicely las consideraba sus «pacientes fundadoras». Condenadas a pasar la mayor parte del tiempo en cama y sin una vida fuera de St. Joseph, Cicely fue para ellas una fuente de estímulo y disfrute permanente; se sentían fascinadas por ella y por lo que pretendía hacer. Pero sería un error pensar que la amabilidad de Cicely con los enfermos surgía de ella espontáneamente. En realidad, era mucho más tímida y vulnerable de lo que le parecía a la mayoría de la gente, cosa que no pasó desapercibida a aquellas mujeres, quienes le brindaron generosamente un apoyo y una amistad que ella recibió agradecida. Para Cicely, Louie era aún más especial porque ambas compartían la misma fe cristiana, profundamente arraigada en ellas. Louie se convirtió al cristianismo de un modo repentino y radical cuando a los veinte años, tan afectada por la parálisis que sus padres eran incapaces de cuidarla en casa, le pidió a Dios que se le revelara. Esa misma noche soñó que caminaba por una pradera de campanillas y veía a Jesús acercarse a ella. Al despertar sintió que Cristo estaba a su lado, y ese sentimiento no la abandonó jamás.
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Mostraba un profundo interés por todo el mundo y, en especial, por Cicely. Cada vez que esta tenía algo importante que hacer, Louie le decía: «Dime a qué hora y allí estaré». Al regresar de su primer viaje al extranjero, Cicely se encontró con una nota que decía: «Bienvenida, bienvenida, bienvenida». En 1964, a la muerte de Louie, Cicely perdió a una buena amiga. Una amistad aún mayor y más determinante fue la que unió a Cicely y a Barbara Galton, a quien todo el mundo conocía como la señora G. Los síntomas que presentaba la señora G. cuando a los 33 años ingresó en St. Thomas se correspondían con la enfermedad de Devic, una forma de parálisis rara e incurable. Cicely y la señora G. se conocieron a los pocos meses, cuando la primera estudiaba el segundo grado y, después de tres años de formación teórica, estaba deseando reanudar su contacto con los pacientes. En un servicio vespertino avisaron de que una persona ciega necesitaba a alguien que leyera para ella y, a partir de ahí, se inició una amistad que se prolongaría hasta 1961, año de la muerte de la señora G. La señora G. era una persona excepcional. En cierta ocasión le comentó a una estudiante: «Unos encuentran ayuda en la Biblia, otros en la iglesia; pero a mí Él me trata de otra manera: me envía gente». Y era cierto. Cicely no fue la única en recibir su influjo. Enfermeras, médicos y especialistas: todos caían bajo su hechizo y muchos de los que la cuidaron cambiaron radicalmente de vida. Antes de enfermar, la señora G. era una mujer retraída; sin embargo, su creciente dependencia no la condujo –como hubiera sido de esperar– a una total reclusión, sino a una alegre independencia de espíritu y a un extraordinario interés por los demás. Su vida ganaba en intensidad a medida que crecían sus limitaciones. Su pequeño cubículo era el sitio más frecuentado del hospital para charlar y había que estar al tanto para que las enfermeras no se quedaran allí demasiado rato. La enfermera de sala solía decirle: «No las entretenga, señora G.». Había algo en ella que lograba sacar lo mejor de quienes la trataban. A pesar de su ceguera, sus miembros impedidos y su total desvalimiento final, con ella uno siempre se lo pasaba bien. A Cicely, dotada de un gran sentido del humor, le hacía reír constantemente. «Tenía un excepcional sentido del ridículo, y, sobre todo, de lo ridículo de su cuerpo inválido. Nunca se lamentaba ni se rebelaba contra él. Eso le había tocado, y uno se podía reír de ello como de cualquier otra cosa en esta vida. De detrás de sus cortinas salían las risas contenidas de las enfermeras y, de los servicios, unas carcajadas incontrolables. Casi ni te acordabas de que estaba ciega». Cicely pasaba horas enteras con la señora G., convencida de que su amistad y su apoyo emocional actuaban como la medicina más eficaz. Iba a verla prácticamente todos los días, la sacaba a pasear en su silla de ruedas en las escasas ocasiones en que se encontraba bien, se sentaba a leerle, le daba de comer y hasta se quedaba en el hospital para comer con ella. Y, como es natural, le habló de su proyecto: se pasó años comentando con ella cada detalle, cada avance realizado. En realidad, fue la señora G. quien dio nombre al Hospice una vez que Cicely le estaba explicando qué idea tenía ella
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de un lugar así: «¿Un lugar para viajeros? Entonces habrá que encomendárselo a san Cristóbal, ¿no?». Aparte de esa amistad auténtica que unía a Cicely con sus pacientes incurables, especialmente con Louie y con la señora G., ellas le hicieron descubrir otro tipo de necesidad: la dificultad de hallar un alojamiento adecuado para los enfermos crónicos que requerían una atención especializada: una realidad que terminaría por incorporar también a su proyecto. Cicely no contaba únicamente con su experiencia con los enfermos cercanos a la muerte o con la que tenían otros contemporáneos suyos: la atención a enfermos en fase terminal nunca había sido objeto de especial consideración, pero por entonces la gente comenzaba a ser consciente del problema. En 1952, el Comité Nacional para Encuestas sobre el Cáncer de la Fundación Marie Curie y el Real Instituto de Enfermería de Distrito realizaron un sondeo conjunto para el cual visitaron a cerca de 7.000 pacientes que habían sido atendidos en su domicilio a lo largo de 1951. La primera de las ocho conclusiones extraídas se refería a la necesidad de residencias destinadas a este tipo de enfermos. «Salta a la vista la importante problemática existente en los casos de las familias que cuidan en el hogar a enfermos de cáncer. Aparte de los necesarios cuidados especializados de enfermería que los pacientes deberían recibir, la existencia de residencias podría disminuir el estrés, las tensiones y el sufrimiento mental de los familiares. Algunos de los ancianos que, a pesar de vivir a veces en condiciones lamentables, se resisten a abandonar sus casas quizá estuvieran más dispuestos a trasladarse a una residencia que a una institución pública. Estas residencias admitirían también pacientes por cortos períodos de tiempo con el fin de proporcionar a sus familias el descanso necesario, o bien durante emergencias domésticas; y no serían considerados únicamente hogares para incurables, ya que también admitirían otro tipo de pacientes». Al cabo de unos años, la Fundación Gulbenkian encargó una encuesta sobre cuidados paliativos en el Reino Unido. El sondeo fue realizado por el brigadier Glyn Hughes y hecho público por el Servicio Nacional de Salud. El Ministerio de Sanidad definía como responsabilidad de los servicios hospitalarios «el cuidado de los no válidos crónicos que requieran pocos o ningún tratamiento médico, pero para quienes los cuidados de enfermería se prolongan durante meses y años». A continuación se añadía la consideración de que «no es responsabilidad de las autoridades hospitalarias proporcionar cuidados médicos y de enfermería a los ancianos por enfermedades leves o por cortos períodos de postración en cama ni admitir a quienes necesitan cuidados de enfermería por haber llegado a la última etapa de su vida». Entonces, ¿dónde serán atendidos aquellos que exijan cuidados de enfermería? Ni siquiera los lugares calificados de «hogares para moribundos», dirigidos en su mayoría por órdenes religiosas e instituciones caritativas, salían bien paradas en el informe. «Aunque en muchos establecimientos de este tipo dirigidos por organizaciones religiosas los pacientes reciben todo el afecto y los cuidados posibles, las condiciones distan mucho de ser
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satisfactorias. Su personal carece de cualificación y están saturados de gente, hasta el punto de que el autor de este informe se pregunta si alguien podría desear que su madre muriera en semejantes condiciones. Ningún paciente carece de cuidados de enfermería, pero las camas se tocan unas con otras, no hay cortinas, las enfermeras son escasamente amables y es obvio que los responsables carecen de medios económicos y son incapaces de ofrecer las instalaciones adecuadas». En su libro Experiencias sobre el morir, publicado más tarde, John Hinton nos ofrece un cuadro todavía más negro. Esto es lo que dice acerca de los hospitales y las instituciones para enfermos crónicos, entre los que se incluyen los enfermos con cáncer en fase terminal: «A pesar de las mejoras realizadas, muchos de estos sitios distan de funcionar como los hospitales modernos. En muchos casos se trata de edificios grandes, húmedos y fríos, de difícil comunicación entre unas secciones y otras, lo que impide que la comida llegue caliente y que las salas cuenten con los equipos necesarios. La falta de ascensores significa que algunos pacientes, una vez han subido las escaleras, solo vuelven a bajar para la triste tarea de trasladar sus cadáveres». En 1961, en el Informe a la Junta Directiva del Hospital Regional de Birmingham, J. H. Sheldon califica a algunas de estas viejas instituciones de «almacenes humanos» y «suburbios hospitalarios». «Por lo general se limitan a proporcionar a los enfermos un espacio cuyas condiciones dificultan, cuando no hacen desagradable, la labor de las enfermeras. Es toda una experiencia ver los orinales que se usan por la noche apilados en los servicios; descubrir cómo las enfermeras hacen cola ante el mismo baño que utilizan los pacientes varones y que los orinales se lavan en la misma habitación que la vajilla; y ver a las enfermas llenando un vaso de agua para vaciar las heces de un orinal y tirarlas por el retrete». Sheldon menciona también los lúgubres pasillos, demasiado estrechos para las sillas de ruedas, y los sacos de ropa sucia, cuyo olor impregna todo el edificio, amontonados al pie de las escaleras. En condiciones tan lamentables, el personal, a quien Hinton rinde justo tributo, hace lo que puede por los pacientes: «La lucha que libran las enfermeras es heroica: tienen mucho más mérito que nosotros, que seguimos siendo capaces de ignorar las condiciones que padecen quienes no pueden hablar. Quienes mueren desdichados no tienen voz para dar a conocer el abandono sufrido». La respuesta de Cicely a una percepción de los hechos con la que se adelantó a los informes citados fue la de estudiar Medicina. Aun siendo consciente de que sus impresiones eran muy personales y se circunscribían a determinados lugares, también sabía que, «observando al microscopio una zona delimitada, es posible obtener la verdad, si bien debes comprobar si esta depende de tu perspectiva o viene apoyada por otras evidencias». Y esas evidencias existían. En realidad, Cicely había hallado la respuesta antes de contemplar el panorama en su conjunto. Ella misma había sido testigo de las diferencias en el trato recibido por los pacientes en los hospitales en los que había hecho sus prácticas (St. Thomas, North Middlesex, el Royal Cancer Hospital, el Hospital General de Bristol) y el control del dolor y de los
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síntomas practicado en St. Luke; había escuchado de labios de pacientes y familiares las dificultades que implicaba el cuidado doméstico de los enfermos, y cada una de esas historias estaba grabada en su mente; había presenciado cómo los médicos se desentendían de los enfermos cercanos a morir, privados de cuidados. Ahora contaba con la confirmación objetiva de aquella necesidad, del vacío que presentaban los cuidados médicos. Y dio una respuesta positiva. No se trataba solo de atenderlos, cosa absolutamente imprescindible: Cicely había descubierto, además de un método aún mejor de hacerlo, el potencial que dicho método escondía. En las condiciones adecuadas y con la atención adecuada, la muerte podía convertirse en una victoria: aceptar la muerte cuando esta era inevitable no tenía por qué ser algo negativo. Pero, aun siendo consciente de todo esto, Cicely sabía también que encontraría oposición. Una oposición a la que, transcurridos doce años de la publicación del informe de la Fundación Marie Curie, se refería en estos términos: «Habrá a quien le extrañe oír hablar de aceptar la muerte o de prepararse para ella, convencido de que médico y paciente han de confiar en el tratamiento y luchar por la vida hasta el final. Quizá incluso se pregunte quién puede sentirse gratificado ante algo tan negativo. La idea de aceptar la muerte cuando su proximidad es inevitable no equivale a mera resignación por parte del paciente ni a derrotismo o negligencia por parte del médico. Evidentemente, no se trata de dar ningún paso que precipite su llegada, pero para médico y paciente significa todo lo contrario a no hacer nada. El paciente puede obtener de esta etapa de la vida más fruto que de ninguna otra, convirtiéndola en algo que lo reconcilie y complete. Eso es lo que más consuelo traerá para los familiares y les ayudará a reanudar la vida normal. ¿Quién es capaz de medir hasta dónde pueden llegar las consecuencias?». Que la necesidad existía era un hecho. Y ahí estaba la persona dispuesta a cubrirla. Tanto si Cicely era consciente de ello como si no, el momento de actuar cada vez estaba más cerca.
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Tiempo de actuar Todo tiene su momento y hay un tiempo para cada cosa bajo el cielo. Eclesiastés 3, 1
El 24 de junio de 1959, Cicely leía el Daily Light, una selección de lecturas bíblicas conocida afectuosamente por los evangélicos como «exégesis canguro» en alusión a las ilógicas conexiones que enlazan unos textos con otros. Tanto para Cicely como para muchos otros cristianos, el Daily Light era una fuente constante de consuelo y de alimento espiritual. Y, aunque lo leía a diario, aquel iba a ser un día especial. La lectura estaba tomada del salmo 37: «Encomienda al Señor tu camino, confía en Él, que Él actuará». Súbitamente, Cicely supo con absoluta seguridad que la etapa de preparación y espera había terminado: por fin llegaba el momento de hacer algo concreto para convertir en realidad el sueño que hasta el momento había dado sentido a su vida. Era como si aquel versículo le estuviera destinado a ella de un modo particular. «De alguna manera, esas palabras fueron como un toque en el hombro con el que me decían: ‘Ahora tienes que ponerte en marcha’; y eran tan imperiosas que no cabía desobedecer». La llamada era clara: debía hacer algo. Pero ¿qué? ¿Cuál era el primer paso? Cicely actuó como siempre lo hacía en caso de duda: se dispuso a esperar y dejar que la levadura fuera fermentando las ideas almacenadas en su mente. Pero esta vez, al contrario de lo sucedido después de su conversión o tras la muerte de David Tasma, Dios no le pedía que aguardara: ahora tenía que ponerse en marcha. Lo primero que necesitaba era estar sola para poder pensar, así que decidió hacer un retiro espiritual con las monjas de St. Mary’s Wantage. Una de las hermanas con las que habló Cicely tuvo el acierto de aconsejarle que no buscara ayuda en ninguna comunidad de las ya existentes: «Su visión de las cosas es muy personal: debería hacerlo a su manera». Cicely pasó un día entero sentada en una de las capillas, frente a un hermoso crucifijo de madera tallado por una antigua Reverenda madre, meditando el capítulo 14 de san Juan y preguntando: «Señor, ¿qué tengo que hacer?». A medida que avanzaba en la lectura, versículo a versículo, fue ganando la confianza que necesitaba; y al llegar la noche concluyó: «Creo
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que ya está». Su proyecto había aunado desde siempre lo religioso y lo médico, y el retiro afianzó su docilidad a la voluntad de Dios: ahora estaba más convencida que nunca de que aquella aventura se hallaba en Sus manos, de que ella no era más que un instrumento. Un año después escribía al Reverendo Evered Lunt, obispo de Stepney: «El versículo que me ayudó a ver claro mientras meditaba mis planes fue: ‘Yo soy el camino, la verdad y la vida’. Nada que no sea Su voluntad puede ser bueno: así que se trata de descubrir qué quiere, ¿no?». Un versículo del capítulo de san Juan con el que oró aquel día. Otro versículo tomado del libro de los Proverbios tuvo también una importancia decisiva: «Reconócelo en todos tus caminos, y Él enderezará tus sendas». Cicely regresó del retiro plenamente segura de su llamada y de su proyecto; aunque aún no supiera con claridad cuál era el paso siguiente, le parecía prioritario poner sus ideas por escrito: no estaría preparada para exponer a nadie sus planes hasta haberlos ordenado en su mente. Al día siguiente redactó el primer borrador de The Need y The Scheme, dos textos que revisó y reescribió cientos de veces, pero que en lo esencial eran muy parecidos. Por primera vez, las experiencias de Cicely quedaron plasmadas en ocho páginas mecanografiadas que delataban su firme convicción. The Need era breve y directo. En él, Cicely mencionaba los informes Marie Curie y Gulbenkian como prueba de las importantes necesidades de los pacientes que morían de cáncer los cuales, dado el envejecimiento de la población, aún irían en aumento. Y continuaba: «Aunque es importante que a los pacientes se les atienda en sus propias casas el mayor tiempo posible, y si bien es cierto que muchas familias afrontan la situación de forma adecuada, no es menos cierto que muchos de los que siguen allí en realidad requieren una atención especializada, y que una de las razones que lo impiden es la falta de un sitio apropiado para ello». Luego pasaba a tratar con sumo tacto la atención que se dispensaba por entonces: «Muchos reciben tratamiento en urgencias y, aunque hay a quien eso le tranquiliza, el ajetreo de una planta de medicina general no suele ser el mejor sitio para ellos. Otros mueren en residencias, y no conviene generalizar, pero tampoco se puede negar que no reciben nada siquiera parecido a los cuidados que requieren. A menudo el aislamiento y la soledad incrementan su sufrimiento. Las instituciones exclusivamente dedicadas a este tipo de pacientes ofrecen dos cosas: afecto y atención, que en la mayoría de los casos solo reflejan el componente vocacional del trabajo del personal». Recordando a sus amigas Alice, Louie y la señora G., también hacía hincapié en la necesidad de atención de los enfermos crónicos no válidos, algunos de ellos jóvenes, que en ocasiones no tenían otro sitio al que acudir que la planta de geriatría. Tampoco olvidaba a los ancianos, cuyo deseo de sentirse necesarios –decía Cicely– era tan importante como el de recibir ayuda física. Luego abordaba el miedo al dolor que no recibía tratamiento con la seguridad de que aquello acabaría siendo su particular seña de identidad. «Es perfectamente posible mantener a la gran mayoría de pacientes sin dolor sin necesidad de administrarles grandes dosis de opiáceos y sin temor a crear una posible adicción. Se precisa una mayor formación sobre este asunto en el caso de estudiantes y enfermeras, y habría que llenar ese vacío con una institución creada a tal fin».
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The Scheme destaca por la convicción con que aborda los detalles que más tarde acabarían convirtiéndose en realidad. Los once años de gestación que separan el germen de la idea suscitada durante las últimas semanas de vida de David Tasma del momento en que Cicely se sintió empujada a poner por obra el proyecto concluyeron con el feliz alumbramiento de una criatura que, como la diosa Atenea, nació perfectamente formada. Quien visite St. Christopher a día de doy no encontrará demasiadas diferencias –a no ser el tamaño– entre estos castillos en el aire y el actual centro. El texto recoge el proyecto de una residencia con cien camas, la mayoría de ellas destinadas a enfermos con cáncer en fase terminal, pero también a pacientes en la etapa final de cualquier enfermedad. Los pacientes crónicos no válidos se alojarían en una sala provista de un anexo con habitaciones individuales para los más ancianos. Los cálculos de Cicely incluían unas doce enfermeras por planta, un supervisor médico, algunos especialistas, un administrativo, una gobernanta, una terapeuta ocupacional, un fisioterapeuta a tiempo parcial y treinta auxiliares. Como la propia Cicely admitía, aquel primer borrador le debía mucho a St. Joseph. Cicely albergaba el deseo de crear un sentimiento de pertenencia y de continuidad «que permita tanto al personal como a los pacientes encontrar parte de esa tangible seguridad que ofrecen los hogares dirigidos por comunidades religiosas, de manera que el personal enfoque el trabajo como algo plenamente vocacional» y gustosamente elegido. Por otra parte, si bien esperaba de los miembros de su plantilla una dedicación semejante a la de las monjas, también quería que dispusieran del descanso necesario –cosa que no ocurría con las religiosas, desbordadas de trabajo– e incluso contemplaba la existencia de una pequeña guardería para los hijos del personal sanitario y auxiliar, con el doble propósito de ofrecer a estos últimos alguna ventaja práctica y, al mismo tiempo, proporcionar a los pacientes más ancianos la posibilidad de disfrutar de los niños. El sentido de comunidad, aunque no plenamente articulado, ya estaba latente. Aun cuando la idea central del Hospice –la combinación de una espiritualidad de hondas raíces y la mejor atención médica posible– todavía no aparece formulada explícitamente, lo cierto es que está contenida de forma tácita en el texto. La base espiritual impregna todo el proyecto: la ubicación de la capilla, en el centro mismo del edificio y con cabida para camillas y sillas de ruedas, el texto de las oraciones bien visibles en cada sala «para que el personal las dirija como un elemento más de la rutina diaria», la presencia de cuatro seminaristas que trabajaran como auxiliares y camilleros y dispusieran –en eso confiaba Cicely– de tiempo suficiente para charlar con los pacientes. El tono de sus palabras es plenamente religioso. Cicely insistía en que el centro permaneciera abierto a personas de cualquier confesión y también a quienes no profesaran ninguna, aunque esperaba «rendir a los pacientes un servicio mejor y más valioso en sus necesidades espirituales y mentales que en las físicas. Al fin y al cabo, unas y otras van de la mano, porque es mucho más fácil despertar la fe en quien recibe un trato afectuoso y se siente aliviado en sus molestias y dolores físicos. El mismo Señor
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envió a sus discípulos a enseñar y a sanar a los enfermos, y un trabajo que combine ambas cosas cuenta con algo de su divina presencia. Y, si el sanar no nos es posible, disponemos de medios para aliviar el dolor de estos enfermos». Cicely defendía de un modo tajante que nadie se sintiera forzado. «A los pacientes poco acostumbrados a valorar el aspecto religioso es preciso tratarlos con delicadeza y amabilidad, evitando proporcionarles más alimento del que son capaces de recibir». Cicely también anticipaba que a muchos de sus lectores les parecería casi imposible equiparar la religión y la eficacia: «El hecho de que nuestros cimientos sean de carácter religioso no está reñido con una visión plenamente empresarial de la cuestión financiera… No veo ninguna razón por la que dicha visión sea contraria a la gloria de Dios y al bienestar de los pacientes: en nuestro proyecto siempre ocupará un papel primordial el mejor uso del dinero». El que en The Scheme se diera menos importancia al aspecto médico no refleja en absoluto las prioridades de Cicely, quien simplemente daba por sentado que los cuidados médicos serían lo más especializados y avanzados posibles. Cicely no ponía ningún énfasis en la curación (era poco probable que se admitieran pacientes con una mínima posibilidad de mejora), sino en una atención cualificada y experta y en el empleo adecuado de los fármacos. Era preferible invertir el dinero en tiempo antes que en equipos sofisticados. «Al personal no se le presentarán muchas urgencias que atender ni tratamientos de compleja preparación o administración, por lo que podrá dedicar su tiempo a mejorar el bienestar de los pacientes». Y Cicely tenía pensados mil modos distintos de proporcionar bienestar a sus pacientes, no solo en lo referente al dolor y al alivio de los síntomas, sino en detalles abordados con imaginación: las salas estarían divididas en zonas de cuatro o seis camas dispuestas «de manera que los pacientes puedan ver el mundo exterior sin que el sol les dé directamente en los ojos o las corrientes les perjudiquen». Las camas deberían poder trasladarse –con tanta facilidad como si fueran capaces de andar solas– al jardín, a la capilla y al cuarto de estar, o juntarse unas con otras para poder charlar. Los cuartos de estar contarían con una chimenea y sillas lo suficientemente «cómodas y rectas» y un ambiente agradable y hogareño. «La decoración sería original y colorida, tanto por el bien de los pacientes como de los familiares. Conviene tener algo que mirar y una pecera siempre resulta más agradable y relajante que un periquito». Cicely tenía muy claro su deseo de que el centro no formara parte del Servicio Nacional de Salud. «Queremos ser independientes: necesitamos libertad de pensamiento y libertad de acción. Como institución interconfesional y, al mismo tiempo, religiosa, deseamos ser libres de desarrollar y difundir nuestra iniciativa». No obstante, sí aparecían contemplados acuerdos con la Junta Directiva del Hospital Regional de modo que este derivara pacientes al Hospice haciéndose cargo de los gastos. También se pretendía participar en la comunidad local, fomentando las relaciones con los hospitales y los médicos para que les enviaran pacientes y evitar así que se sintieran abandonados.
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La financiación quedaba despachada en unos cuantos párrafos. En 1959, su estimación del gasto era de unas 200.000 libras, cosa que no parecía preocupar a Cicely. Si Dios estaba detrás de su aventura, no habría ningún problema. «Estamos convencidos de que, si todo esto forma parte de los planes de Dios, tanto el dinero como los gastos dependerán de Su Providencia y serán un reflejo de sus bendiciones». Cicely no se limitaba a dar recetas: la estructura que planteaba era orgánica y estaría sometida a cambios. Por eso, en lugar de hacer hincapié en la formación del personal que exigía el proyecto original, simplemente animaba a participar en él a los interesados, que serían calurosamente recibidos. Tampoco mencionaba la investigación –en el futuro, un aspecto clave– ni la atención a domicilio. La idea original contemplaba un número escaso de residentes entre el personal y dejaba en el aire si era preferible que los pacientes murieran en las salas o en habitaciones individuales. Ni el equilibrio entre la religión y la medicina aparecía sólidamente trazado ni Cicely tenía conciencia de estar fundando una comunidad. No obstante, el esqueleto del futuro St. Christopher quedaba armado tanto estructural como ideológicamente: toda variación, inevitable una vez fuera tomando cuerpo y creciendo, contaría con una base sólida. La minuciosa puesta en práctica del proyecto, la experiencia en que se apoyaba y el cuidado de los detalles condicionarían la capacidad de Cicely para obtener ayuda. Una vez delineados sus planes, lo suficientemente precisos para poder exponer su proyecto y lo suficientemente flexibles para adaptarse al cambio, las baterías de Cicely estaban cargadas. Ahora –comentaba ella– era como si Dios le estuviera diciendo: «Yo te brindaré oportunidades y tú te encargarás de aprovecharlas. Esas oportunidades serán tanto las personas como lo que tú escuches». Se trataba únicamente de permanecer alerta y atenta a lo que sucediera». Cicely rezó para que acudieran a ella las personas adecuadas, confiando en que «bajo la guía del espíritu llegue a reunir un equipo definitivo». Y sus oraciones fueron escuchadas. El primitivo St. Christopher estaba cimentado sobre las personas: por un lado, los propios pacientes beneficiarios de su proyecto y, por otro, el resto de la gente que, en una reacción en cadena, contribuyeron con algo: ideas, contactos, dinero, oraciones, conocimiento y experiencias propias o un apoyo amigo. Los años siguientes vendrían marcados por una combinación de todo ello, pues Cicely, a quien no le cabía duda sobre el responsable último de las decisiones, no dejó de buscar consejo, escuchar y sacar fruto del intercambio de ideas. En cuanto extrajo de la máquina de escribir la última página de The Need y The Scheme, Cicely envió una copia al brigadier Glyn Hughes, autor del informe Gulbenkian La paz final, a quien había conocido dos años antes. Una segunda copia fue a parar al escritorio de Betty Read, que dirigía a los trabajadores sociales de St. Thomas y con quien Cicely ya había trabajado previamente. Al acabar el año, Cicely había reunido lo que denominaba «un heterogéneo grupo de amigos a quienes acudir y con quienes hablar». En realidad, el grupo no era tan heterogéneo; consciente o inconscientemente, a todos sus miembros, que se dedicaban a profesiones distintas, les unía la misma fe cristiana. Gracias a su exhaustivo estudio sobre el cuidado de los enfermos en fase terminal, el brigadier Hughes había adquirido una visión completa de la cuestión. Betty
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Read –que para Cicely hacía las veces de un servicio de consultoría– no solo aportaba su experiencia como trabajadora social y una fe sólida, sino que era también una fuente de valiosos contactos entre los que se contaban, en primer lugar, el brigadier Hughes, y, más adelante, todo un equipo de colaboradores encargados de la ingrata e imprescindible tarea de obtener fondos. En el aspecto médico, Cicely tenía el apoyo del profesor Harold Stewart, cuyo interés por el control del dolor resultó de un valor inestimable; con Peggy Nuttall, ex enfermera y directora de Nursing Times, la revista que había reunido los primeros artículos de Cicely relacionados con los enfermos en fase terminal de su enfermedad; y con el Dr. Brinton, neurólogo y antiguo decano de St. Mary y miembro del Comité del Arzobispado para la curación espiritual. Incluso quienes solo contribuían con sus oraciones y su aliento, como Madge Drake y Rosetta Burch, tenían experiencia en el tema. Madge creía que únicamente aportaba oración, pero con ella dirigía una residencia de ancianos; y Rosetta aportaba su competencia en el trabajo social, aunque resaltaba también el aspecto personal de su colaboración. «Yo conocía tan bien a Cicely que podía distinguir lo que iba con ella y lo que no. Por ejemplo, yo sabía que deseaba alcanzar el más alto nivel de competencia profesional, pero sabía también lo que Cicely no quería». La señorita Edwards, por su parte, había sido enfermera y trabajaba en la División de Enfermería del Fondo Real; y Jack Wallace, el abogado cuya devoción por Cicely le animaba a gestionar los asuntos del centro a cambio de nada, veía en aquella labor una parte más de su responsabilidad de cristiano. Su viuda comenta: «Estaba orgullosísimo de Cicely y se derretía con ella». Aunque Cicely discutía cada uno de los puntos de su proyecto con todos ellos, algunos de los elegidos disfrutaban de una consideración especial. Tal era el caso de la Dra. Olive Wyon y del obispo de Stepney, con quienes trataba de los cimientos espirituales del proyecto. La Dra. Wyon, que en aquella época superaba los setenta años, había dirigido una escuela femenina de teología y sus conocimientos, de corte muy ecuménico, eran muy avanzados para su tiempo. El obispo de Stepney, el Reverendísimo Evered Lunt, a quien Cicely conocía de St. Joseph y que contaba con su plena confianza, fue el primer guía espiritual de St. Christopher, donde se le conocía como «el visitador». Cicely poseía el don de atraer a la gente. Su equipo, aunque sometido a constantes cambios –algunos, como el Dr. Brinton, lo abandonaron, mientras que otros se incorporaron más tarde–, era sólido y leal; y, vistas las dificultades que depararía el futuro, su ayuda resultaba imprescindible. Parece lógico pensar que los primeros asuntos que Cicely abordó fueron los de carácter médico, organizativo y financiero. Pero no ocurrió así. Los aspectos médicos hacía mucho tiempo que los veía claros: al fin y al cabo, llevaba más de una década entregada al cuidado de enfermos en fase terminal y confiaba en su capacidad para mejorar su bienestar y reducir su sufrimiento. El aspecto organizativo, por su parte, requería un trabajo continuado y estaba convencida de que el dinero acabaría llegando una vez la gente conociera su iniciativa. Su convicción de que, «si es para bien, llegará», presidía tanto su proyecto como su andadura. Sin esa confianza en el destino, cualquier empresa de aquella envergadura estaba condenada a morir. Muestra de ello son las
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palabras recogidas en una de sus cartas dirigida a Jack Wallace: «Estoy convencida de que el Señor quiere que algo así se haga realidad». En otra ocasión citaba las palabras de Gladys Aylward, una misionera con la que se sentía plenamente identificada: «No soy Moisés, pero mi Dios es el mismo que el suyo y puede actuar a través de mí». Y en una anotación al margen recogida en su Biblia: «Sin Él no puedo hacer nada. Todo fruto que obtenga o pueda obtener es obra de Su vida en mí. Nada de lo que hay en mí le es ajeno: no me cabe duda de que se sirve de mí para cumplir Sus planes. Esto solo es obra mía, fruto de mí, en la medida en que soy yo, y no otro, el canal que usa para tal fin, pero en ningún otro sentido». Su proyecto tenía a Dios como núcleo, sus capacidades médicas estaban demostradas y contaba con el empuje, la energía y la dedicación necesarias. Sin embargo, aún quedaba mucho terreno por arar antes de empezar a buscar fondos o de ponerse a construir. ¿Cuál era la base de su Hospice: espiritual o médica? ¿Iba a estar adscrito a alguna confesión religiosa o a algún sector de la Iglesia? Y, de ser así, ¿a cuál de ellos? ¿Estaba fundando de hecho una comunidad? Y, en caso afirmativo, ¿de qué clase de comunidad se trataba? ¿Se atendría a las reglas de las órdenes religiosas o a las suyas propias? Estas fueron las cuestiones que mantuvieron ocupados a Cicely y a su grupo de amigos durante los dos años siguientes. La pronta y alentadora respuesta que recibió aquella primera carta al brigadier Glyn Hughes se materializó en la promesa por parte de este de presentar ante el secretario de la Fundación Gulbenkian el proyecto de Cicely –tan en sintonía con la propuesta que el propio Hughes había formulado en su anterior informe– en la confianza de despertar «su interés». No obstante, Cicely reaccionó con cautela y escribió a Betty Read: «Aunque estoy ilusionada, quiero seguir con los pies en el suelo sin dejarme arrastrar hacia algo que no sea capaz de controlar o –lo que es aún más importante– que se aleje del fundamento religioso, que me parece imprescindible». Seis meses más tarde aún continuaba «dándole vueltas al proyecto del Hospice… su fundamento religioso y su relación con algo semejante a una comunidad son los asuntos más difíciles de resolver». Cicely había decidido que, en líneas generales, ese fundamento fuera la Iglesia de Inglaterra en su conjunto, y no una de sus ramas, aunque consideraba más fácil y lógico trabajar con gente de confesiones distintas, como le había demostrado su grata experiencia con las monjas católicas de St. Joseph, donde se aunaban medicina y religión. Y, si bien este centro constituía su modelo, tampoco pretendía limitarse a imitarlo: las aspiraciones médicas de Cicely, que no contaba con el respaldo de ninguna orden religiosa en concreto, eran aún mayores. La ayuda le llegó gracias a la Dra. Wyon, a quien Cicely realizó una visita durante la primavera de 1960, tras la cual escribió agradecida: «Creo que, después de tanto tiempo luchando a ciegas, me ha proporcionado los primeros rayos de luz verdaderamente esclarecedores, de cuyo origen no me cabe ninguna duda». La Dra. Wyon le hizo ver que no se trataba de realizar labores médicas en su calidad de cristiana, como tampoco de ser una persona cristiana que, además, daba la casualidad de ser médico. Por el contrario, comprendía y compartía la visión a un tiempo médica y
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espiritual de Cicely, en quien ambos planos estaban inseparablemente unidos. Esta afirmación aparentemente tan simple resolvió lo que a ojos de Cicely constituía un auténtico dilema. El hecho de haber pedido opinión sobre aquel asunto solo había logrado confundirla. El encuentro mantenido con Bruce Reed –asesor de iniciativas cristianas de carácter benéfico a quien conoció a través de Jack Wallace–, que no entendió la doble naturaleza de su proyecto, sembró en ella serias dudas. Cicely le envió una extensa carta en la que resumía las conclusiones extraídas de su conversación: «Me preguntó usted más de una vez cuál es mi propósito, pues no tenía claro si mi proyecto es de carácter médico o religioso; y también si mi interés en el terreno de la medicina –en lo que atañe al control del dolor y a mi intención de dar a conocer mi experiencia del método– supera mi deseo de que todos los pacientes, no solo de mi hogar, sino de tantos como hay en Inglaterra, se acerquen a Dios». El recibir la aprobación de la Dra. Wyon respecto a algo que ni siquiera le había planteado tocó la fibra más sensible de Cicely. La Dra. Wyon creía que «intenta hacer dos cosas que suelen ir por separado. Es como si existieran dos polos que se refieren a cosas distintas y que, en lugar de unirse, hacen saltar chispas entre ellas». El planteamiento de la Dra. Wyon permitió a Cicely hallar un estímulo en la dicotomía entre medicina y religión en lugar de luchar contra ella. Rosetta Burch desarrolla aún con más detalle este punto esencial. Cicely no era –dice Rosetta– una líder espiritual con visión médica, sino una médico cristiana. «Para el resto del mundo, el Hospice ha de tener ante todo un carácter médico. Así es como lo deberían ver los pacientes y sus familias; y así es como lo han de ver quienes te faciliten sumas importantes de dinero, que en caso contrario no lo harían. Tú eres una médico (además de enfermera y trabajadora social) con formación y experiencia médicas, y el trabajo que se lleva a cabo en el Hospice es de carácter médico: esta es la parte médica. Y a continuación viene el carácter religioso: es decir, que para realizar un buen trabajo, el centro ha de contar con un respaldo espiritual, y la gente que trabaje para ti y ayude a los pacientes debe poseer un bagaje espiritual: serán, por eso, cristianos practicantes y formados. Y siempre he pensado que la oración comunitaria y el culto practicado periódicamente por el personal deben estar necesariamente presentes en el Hospice». En realidad, Rosetta y la Dra. Wyon no le estaban diciendo a Cicely nada que ella no supiera, pero le venía bien recibir cierto impulso que hiciera emerger estas ideas a un plano plenamente consciente. Por eso no le costó demasiado asimilarlo ni darle forma. Quizá la formulación más clara por parte de Cicely fuera la que realizó para Bruce Reed. «Deseo ayudar a mis pacientes a conocer a Dios y conseguir que muchos de ellos lleguen a escuchar Su voz antes de morir; pero también deseo mejorar el nivel de los cuidados médicos en la fase terminal a lo largo del país, incluso cuando no haya nada que yo pueda hacer en el aspecto espiritual». La Dra. Wyon animaba también a Cicely a poner en marcha las facetas médica y administrativa, aun cuando todavía no tuviera claros los fundamentos religiosos. Y en este aspecto apoyaba plenamente el giro dado por Cicely hacia la Iglesia de Inglaterra. Pensaba que Cicely, sin dejar de estar agradecida al cristianismo evangélico que había propiciado su conversión y a All Souls[1], que durante tanto tiempo le habían servido de
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alimento espiritual, estaba «abandonando su crisálida» y, sin soltarse de lo que la había sostenido hasta entonces, comenzaba a buscar horizontes más amplios. Cicely estaba convencida de que toda su odisea espiritual guardaba relación con el Hospice. Pero ¿cómo estar segura del fundamento espiritual del mismo cuando ni siquiera lo estaba del suyo? Los planteamientos de sus amigos, leales y pacientes, provocaban en ella cierto desconcierto, pues iban desde esa amplitud de espíritu que al final acabaría abrazando hasta un restrictivo cristianismo evangélico del que Cicely luchaba por escapar. John Stott, rector de All Souls, y Jack Wallace abogaban por un comité evangélico porque creían que «muchas causas evangélicas se han perdido para el Señor porque una minoría demasiado confiada se ha dejado arrebatar el control último». Sin embargo, no descartaban la idea de admitir a no evangélicos, ya que –como escribía Jack Wallace– «los evangélicos tienden a andarse por las ramas y a no poner los pies en el suelo». El obispo de Stepney, por su parte, se refería al proyecto como «una aventura ecuménica». No es, pues, de extrañar que Cicely se sintiera angustiada. Era en las conversaciones y en la correspondencia mantenidas con el obispo de Stepney donde la cuestión del fundamento religioso cobraba aún más importancia. Al principio, Cicely le escribió pidiéndole consejo y orientación sobre el hecho de mezclar gente de confesiones distintas, y de ahí pasó a tratar no solo su propia postura en el terreno espiritual, sino también escollos de tipo práctico como el de la redacción de unos estatutos que los convertirían bien en sociedad registrada, bien en institución benéfica, y que debían contar con la aprobación de quienes fueran a financiarlos. «Naturalmente», escribía Cicely, «admitiremos pacientes que pertenezcan a cualquier confesión o a ninguna, así como a todo el que quiera trabajar con nosotros, siempre que sea capaz de recitar cuidadosamente y con fe las oraciones en las salas. Pero, como pretendo tener un capellán de la Iglesia de Inglaterra y celebrar con regularidad la Comunión en la capilla, así como recibir de vez en cuando a quien desee utilizarla, no sé si podemos solicitar la denominación de aconfesional». La batalla que mantenía Cicely se ceñía a una escrupulosa honestidad. No quería aceptar dinero en condiciones fraudulentas y no estaba dispuesta a rebajar el nivel de ese compromiso mínimo mantenido con el anglicanismo. Poco a poco, Cicely se fue haciendo menos exclusivista y más ecuménica: en tan solo un año había abandonado su convicción de no limitarse únicamente al cristianismo evangélico para –tras pasar por un anglicanismo declarado– acabar tomando la decisión de crear una institución interconfesional y asegurarse de que así quedara contemplado en los estatutos. Cicely escribió al obispo: «Cada vez me convenzo más (y en esto ando bastante rezagada respecto al resto del comité) de que este tipo de labor no puede ser de ninguna manera exclusivista. Como le dije, temía que el proyecto no saliera adelante si no lo dotábamos de una afiliación, pero al mismo tiempo no podía continuar siendo únicamente evangélico. Así que pensé en adscribirlo al anglicanismo. Pero, tras mucho rezar y darle vueltas, tampoco me parece la solución adecuada: no debe ser exclusivo de nada. ¿Sería un error fundar, en virtud de nuestros propios estatutos y reglamentos, una institución al margen de cualquier movimiento de la Iglesia?».
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La cuestión de la comunidad se hallaba íntimamente ligada al fundamento religioso del centro. ¿Estaba fundando una comunidad nueva, un nuevo movimiento laical de la Iglesia anglicana? ¿O se trataba simplemente de un grupo de personas que compartían un mismo objetivo? Cicely pensaba que su misión no consistía en reunir a unos cuantos miembros de la Low y la High Church para que rezaran y trabajaran juntos; de hecho, se sentía agobiada por esta nueva dimensión de su tarea. El problema que se le planteaba ha de contemplarse a la luz del clima religioso de aquella época. Su postura claramente ecuménica no se reflejaba solo en su defensa de las minorías, sino que con su proyecto Cicely se adelantaba a la oleada de comunidades ecuménicas, confesionales y laicales que recorrió durante los años sesenta tanto Europa como América. Por entonces el Concilio Vaticano II, que despejaría el ambiente de tantos prejuicios religiosos, aún no había iniciado sus sesiones. Como ocurriera con las dudas suscitadas en ella por la cuestión del fundamento religioso del Hospice, la oración, la reflexión y el debate fueron haciendo variar la opinión de Cicely sobre este punto, y sus confusas ideas no tardaron en transformarse en certezas. Su desconcierto inicial queda reflejado en estas notas tomadas antes de discutir el tema con Jack Wallace. «Reconozco que todo me conduce a la fundación de una comunidad religiosa consagrada; lo que intento dilucidar es si eso implica necesariamente una regla y una disciplina religiosas con una base conocida». Y a continuación, en el mismo párrafo: «No creo que esté encabezando ningún movimiento religioso, sé que tal cosa escapa a mis capacidades espirituales. Pero también conozco el modo en que el Espíritu me ha guiado hasta aquí. Y, si ese es su camino, no nos equivocaremos, si lo seguimos sin precipitación. No creo que esto corra prisa. No hay por qué ocuparse de ello ahora. Quizá no lo descubramos hasta que nos pongamos en marcha». Pero, a pesar de esta aparente contradicción, unas semanas más tarde sus ideas se habían aclarado un poco más, como atestiguan estas palabras dirigidas a C. V. Butler, profesora suya en Oxford: «Aunque hablo de una ‘comunidad’, no me refiero a ella en el sentido que le dan al término las órdenes religiosas, sino como un grupo de gente estrechamente unida por un mismo proyecto y una misma fe cristiana». Una vez más, Bruce Reed sembró el desconcierto en Cicely, pero esta vez la confusión le ayudó a tomar una decisión definitiva. Reed creía que su primera misión era la de crear una comunidad y le sugería tres posibilidades: hacerlo en colaboración con una orden ya existente; llevar a cabo una nueva fundación; o crear una obra laical dotada en alguna medida de un carácter y una dirección cristianas. Y como primer paso para atraer a la gente adecuada llegó incluso a proponer –para horror de Cicely– dirigir una carta a la prensa. La experiencia de Cicely en cartas excéntricas era suficiente como para evitarlas y, si en un principio vio poco claro el camino, no fue por mucho tiempo: su instinto le aconsejaba abandonarse en Dios y dejar que las cosas siguieran su curso natural. Cicely le comentó a Jack Wallace que la entrevista con Bruce Reed le había resultado útil y provechosa, aunque no estuviera de acuerdo en que lo primero y principal fuese la creación de una comunidad. «Hasta ahora, el Señor me ha enviado muchas personas que apoyan mi proyecto… Estoy absolutamente convencida de que, si
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lo que quiere de mí es que funde algo tan importante como una orden o una obra nuevas, sin duda pondrá en mi camino a gente que comparta conmigo los planteamientos y la responsabilidad. Lo mejor es dejarle hacer a Él y dedicarme a lo que veo más claro. Siempre he tenido la suerte de contar con una guía bien definida». El tema de la comunidad era el medio para lograr un fin, y no el fin en sí mismo. Y los deseos de Cicely se concretaban en una institución que proporcionara una auténtica sensación de seguridad, en primer lugar, a los pacientes y, luego, al personal. La visión de la Dra. Wyon, que había elaborado un estudio de las comunidades, era aún más sencilla y concreta. En un documento destinado a sentar las bases y los objetivos escribía: «Nuestro proyecto es que el personal forme una comunidad unida por un profundo sentido vocacional, con una amplia diversidad de puntos de vista en un espíritu de libertad. El deseo de todos será convertir St. Christopher en un hogar para todos los que acudan a él». Un proyecto común, diversidad de talentos y una creencia religiosa: Cicely parecía estar a punto de resolver por el momento el problema de la comunidad. Como más tarde ella misma afirmaría, debían formar una «comunidad de la diversidad». Después de todo un año de andar forcejeando con el tema, Cicely lo condensó en una sola página dirigida a la Dra. Wyon: «Este no parece el momento más oportuno para sentar las bases de la comunidad del Hospice: creo que, si continuamos avanzando hacia ese punto, llegaremos a él. En cualquier caso, hasta el momento no nos han marcado esa dirección. Y no creo que haya sido por perezosa (que lo soy), sino porque me parece que hay que abordar cada aspecto en su momento. Probablemente, porque para enfrentarme a ello solo tengo la energía que me queda después del trabajo diario». No podemos olvidar que, durante toda esta etapa, Cicely trabajaba más que a tiempo completo en St. Joseph, de modo que resulta casi cómico que se refiera a su pereza. Una vez recibida la llamada por la que –como ella misma decía– «el Señor me pidió que me pusiera en marcha», trabajó sin descanso, invirtiendo todo el tiempo que le quedaba en entrevistas, cartas, visitas a St. Joseph para enseñar lo que se proponía hacer a quien mostrara interés, retiros, grupos de oración y cenas. Y, aun así, pasó casi un año antes de que la oferta de cierta suma de dinero destinada a su proyecto le hiciera comprender que había que contar con unos estatutos y solicitar de Hacienda la personalidad jurídica de «sin ánimo de lucro». Cicely decidió que el documento fuera redactado por un reducido consejo de administración cuyos miembros serían los propietarios legales. Dicho grupo estaba formado por Jack Wallace, Rosetta Burch, Madge Drake, la señorita Edwards y su hermano Christopher, quien en aquel momento desempeñó un papel decisivo. Christopher, que había estudiado en la Escuela de Negocios de Harvard, dedicó todos sus conocimientos al proyecto de su hermana. Fue él quien la ayudó a diseñar la organización jerárquica del Hospice y le hizo ver con claridad meridiana lo que Cicely ya había empezado a asumir: que, igual que los colegios tienen un director y las empresas un presidente, un centro de aquellas características tenía que disponer de alguien –«un autócrata», en palabras de Christopher– en quien se centralizara todo; y que esa persona debía ser ella. Cicely no podía continuar negándose a admitir el hecho de que, por mucha ayuda que recibiera, las decisiones estaban en sus manos. Y escribió a
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Jack Wallace: «Creo que no tardaré en hacerme cada vez más dogmática y en dejar de pedir consejo, pero rezo para que sea más del Señor que mío». Y a C. V. Butler: «Nuestras discusiones nos han llevado a concluir que debería considerarme, más que una autócrata, una déspota benevolente». Todos estos puntos tan complejos y delicados –el equilibrio entre medicina y religión, el fundamento religioso del Hospice y la naturaleza de la comunidad– no eran meras entelequias. Tanto la oración como los temas de sus conversaciones, que acabarían encarnándose en St. Christopher, tenían que articularse ahora en la frialdad y la precisión de los documentos legales. La escritura de constitución que hacía de St. Christopher una «sociedad limitada por garantía sin capital social» fue registrada a principios de 1961 y firmada por Jack Wallace y sus socios Madge Drake, Betty Read, Rosetta Burch, Cicely y el padre de esta. Los problemas originados por los fundamentos religiosos del centro quedaron resueltos, para satisfacción de todos, en tres breves líneas en las que se manifestaba la intención de disponer de un edificio «para uso de la sociedad como iglesia o capilla dedicadas al culto cristiano». Además, había otros tres aspectos del proyecto de Cicely, insinuados en su primer borrador, que quedaban concretados explícitamente. La sociedad promovería la investigación en el cuidado y tratamiento de los enfermos en fase terminal; fomentaría la enseñanza y la formación de médicos y enfermeras; y dispensaría atención tanto en el centro como «a domicilio». Era esta combinación de investigación, formación y atención en el propio Hospice y a domicilio lo que iba a convertir St. Christopher en algo único.
1 All Souls College (nombre completo: El guardián y colegio de todas las almas de los fieles fallecidos en la Universidad de Oxford – The Warden and the College of the Souls of all Faithful People deceased in the University of Oxford) es uno de los colleges de esta Universidad fundado por Enrique VI en 1438 (N. del E.).
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Antoni Es como la luz de la mañana al salir el sol en una mañana sin nubes, que hace brillar después de la lluvia la hierba de la tierra. 2 S 23, 4
En medio de tanto ajetreo –el trabajo en St. Joseph, el proyecto de St. Christopher y las entrevistas con un sinnúmero de personas interesadas en él–, Cicely vivía, a otro nivel, una relación especialmente intensa que ella misma definió como «la experiencia más dura, más serena, más contenida y liberadora que he vivido nunca». Antoni Michniewicz era un paciente polaco de St. Joseph que abandonó su país como prisionero de guerra y acabó prestando servicio en Oriente Medio. Su mujer había muerto cuatro años antes y, aunque tenía amigos, su único pariente cercano era su hija Anna. Católico practicante, su fe, su amabilidad, su señorío y buenas maneras dejaban impresionados a cuantos le conocían. Antoni se había convertido en alguien especial para todo el personal de St. Joseph, incluida Cicely, quien durante mucho tiempo lo trató como a un paciente más por el que sentía aprecio y admiración. Antoni llevaba seis meses peleando por vivir, al menos hasta que su hija aprobara los exámenes. Ese día, mientras Anna charlaba con su padre, Cicely se presentó en la sala para felicitarla. Los ojos de Antoni se llenaron de lágrimas y Cicely le tomó de la mano. «Él la besó y entonces Anna dijo: ‘Mi padre se ha enamorado de usted, doctora’. ‘No sabía cómo decírselo’, continuó Antoni; ‘por favor, no se ofenda’. Y yo le contesté: ‘Claro que no me ofendo. Se lo agradezco’. Y les dejé. Pero, en un instante y sin previo aviso, mi mundo se había desbaratado». Esa misma noche, Cicely regresó a la sala y ambos estuvieron conversando sobre Anna. El inglés de Antoni –uno de los ocho idiomas que conocía– no era demasiado bueno, y Cicely se dio cuenta de que estaban hablando de cosas distintas. «Entonces me senté en su cama y él me preguntó si iba a morir. Le dije: ‘Sí’. ‘¿Pronto?’. ‘Sí’, contesté.
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Y Antoni me dijo: ‘Gracias. ¿Le ha costado mucho decírmelo?’. ‘Bueno… sí, así es’. ‘Gracias. Es duro oírlo, pero también cuesta decirlo’. Entonces le cogí la mano y estuvimos charlando un cuarto de hora». Era la primera vez en muchos años que Antoni hablaba con tanta libertad: casi había olvidado cómo hacerlo. Y, a partir de ahí, su relación empezó a cambiar. Era viernes y Cicely, que tenía previsto pasar el fin de semana con los West fuera de Londres, fue tomando conciencia de lo ocurrido por el camino. Había vuelto a enamorarse de un paciente, de un paciente desahuciado. Solo podían verse a ratos y en público –la cama de Antoni estaba en medio de una sala de seis– y no les quedaba mucho tiempo. Por su relación con David, Cicely sabía que muchas cosas acabarían cayendo en el olvido y solo le quedarían unos cuantos recuerdos, así que decidió llevar un diario donde recoger sus conversaciones. Hacía mucho tiempo que Cicely apuntaba diariamente una oración extraída de su lectura diaria y, a partir de entonces, fue añadiendo también sus ratos con Antoni y el modo en que se desarrollaron las cosas. No hay palabras mejores que las suyas para expresarlo. A Cicely le hubiera gustado conocerle antes. A menudo, Antoni le decía que le despertara al llegar y, a veces, si él estaba dormido, ella no le molestaba. Ahora lo único que puedo hacer por él es rezar. ¡Cuántas cosas me gustaría decirle y oírle decir! Pero es una tontería, porque si mañana, cuando yo llegue, él ya se ha marchado, conocerá todo lo que quiera o haya deseado conocer, «brillando después de la lluvia». Ojalá le hubiera dado más, ojalá le hubiera conocido antes, ojalá pueda ayudarle el poco tiempo que le queda. Pero eso, Señor, está solo en tus manos y yo lo acepto –intento hacerlo–. Te ruego, Señor, que seas para él y para su hija su consuelo y su auxilio en la separación; que entre plenamente en tu presencia y en la plenitud de tu gozo; que le concedas cuanto necesita. Cicely, que tenía planeado volver el lunes, fue incapaz de esperar hasta entonces y el domingo por la noche se presentó con unas flores para Antoni y para los otros cinco pacientes de la sala. Estaba más débil y casi no podía hablar. Me ha saludado; apenas sufría dolores. Le he estado dando la cena y le he dicho que había regresado para comprobar que se encontraba bien, no por piedad, sino por admiración, y que volvería por la mañana. Él ha comentado: «¡Lunes! Es un buen día… Los lunes, miércoles y viernes son buenos días». Y, como yo no lo captaba, ha añadido: «Para mí, el día es más fácil si estás aquí». Se me ha quedado mirando y ha sonreído. Nos hemos dado las buenas noches. Él me ha mirado como si no fuera a verme nunca más, y me imagino que yo habré hecho lo mismo. Pero, cuando me he marchado de la sala, estaba demasiado cansado para girar la cabeza.
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Señor, concédele el gozo y la paz de tu presencia, dale la salvación y protege siempre a su hija. Cuando tenía fuerzas suficientes, Antoni le contaba cosas de su vida pasada: los veranos en una gran finca de Polonia, los inviernos en Wilno, su interés por la música y por Schubert y Strauss, la guerra, la vida en Siberia, sus aficiones, el campo, esa pasión compartida por la ornitología. Cicely le hablaba de su época de estudiante y de sus amigos Tom West, a quien Antoni conocía y admiraba, y David Tasma. «Le quería mucho, muchísimo… pero en el corazón cabe más de una persona y ninguna le quita el sitio a otra». Y, por supuesto, le habló del proyecto de St. Christopher. Nunca pasaban juntos más de una hora; sabían que tenían los días contados y que cada día más era un regalo. 27-7-60 He ido a verle por la mañana. Cuando he llegado tenía las cortinas echadas y me ha dado un vuelco el corazón; pero estaba bien, aunque débil, y ha intentado decirme algo que no he sido capaz de comprender. «No nos entendemos», ha dicho él apenado. Ha sufrido un golpe de tos y he salido en busca de un jarabe con una espada clavada en el corazón. Pero a la 1.30 estaba más despierto y me ha tomado de la mano diciendo: «Soy incapaz de decirte lo que significan para mí tus visitas». Me ha besado la mano una y otra vez y yo le he apretado la mejilla. No he podido quedarme más: estábamos en la sala. Antoni todavía no había aceptado su muerte y le decía a Cicely con tristeza: «No quiero morir, no quiero morir». Y menos entonces. «De niño, cuando veía un juguete en una tienda, decía: lo quiero, lo quiero ahora mismo. Eso me ha ocurrido toda la vida. Ahora veo lo que quiero, pero sé que no lo tendré». Le he dicho: «¿Te refieres a mí?». «Sí», me ha contestado él. «Gracias», le he dicho. Espero que nadie nos haya visto mirarnos y sonreírnos. Un poco antes me ha cogido de la mano diciendo: «Nos está mirando todo el mundo», y no me la ha besado. Se ha fijado en mi reloj y le he dicho que era de mi otro amigo polaco. Luego he tenido que irme y me ha agradecido que haya ido por complacerle… Pero para mí también ha sido un placer, es encantador. La gente que los rodeaba –los otros cinco pacientes, las visitas y las enfermeras enfrascadas en sus tareas– les hacía sentirse constantemente cohibidos. Años después, la hermana Antonia, responsable de aquella sala, comentaba que nunca se percató de su
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relación. Sencillamente, ni a ella ni a nadie se le hubiera ocurrido pensar que algo así podía suceder. De haberlo sabido –comentaba–, le hubiera facilitado a Cicely más ocasiones de estar con el enfermo. Tal vez aquello no debería haberles inquietado tanto. Un médico enamorado de su paciente debe actuar con mucho cuidado, y Cicely jamás habría incumplido un deber profesional. 30-7-60 Le he dicho que le quiero –cómo no–, pero que Dios le quiere mucho más y que eso, y no yo, es lo importante. Él me ha hecho repetírselo para convencerse. Y me ha sonreído. Luego le he dado las buenas noches y le he besado levemente, confiando en que el Señor levantaría un biombo. Que descanses, amor mío. Esta noche he estado rezando mucho por él con la bendición de los Números. Señor, déjale aquí un poco más. El Señor le bendiga y le guarde, el Señor haga brillar su rostro sobre él y le conceda su gracia, el Señor alce su rostro hacia él y le conceda la paz, ahora y por siempre. Cicely jamás había experimentado tal efusión de cariño y admiración. Aquel amor sin consumar, incompleto e insatisfecho, la colmaba de una paz profunda como nunca había sentido. Me ha cogido la mano, apretándola, y la ha besado una y otra vez. Yo he tomado la suya diciéndole: «Amor mío, mi amor, mi único amor». He dejado mi mano en la suya y, solos y en silencio, hemos disfrutado de esa paz durante un rato. Cuando me ha dicho que le costaba respirar, que estaba agotado y que no podía toser, le he dicho que había estado pensando en ponerle otra almohada; pero no le ha sido de mucho alivio. Luego ha dicho que estaba cansado, y yo, que el Señor lo sabe: y le he explicado un poco. Entonces ha estado hablando de mí con cariño y admiración, mientras yo me sentía cada vez más avergonzada y poca cosa; es incapaz de entender por qué me he enamorado de él: «yo no puedo hacer nada por ti». Entonces le he dicho que me bastaba con estar juntos. Luego me ha contado que, cuando yo no estoy allí, todo el mundo sufre; no volveré a irme, le he contestado yo (al menos mientras él esté aquí), y nos hemos quedado en silencio, embargados de felicidad, amándonos el uno al otro, hasta que las enfermeras han apagado las luces y demás… Luego le he dado su cloromicetina y la efedrina y me he despedido: «Buenas noches y que Dios te bendiga»; y «vendré mañana». Y él me ha deseado «sé feliz». Lo seré mientras él siga aquí.
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Había ratos en que Antoni se encontraba mejor y entonces creía que Cicely había obrado el milagro, que quizá no moriría. Y ambos sabían que no era así, pero deseaban más tiempo. «Te ruego que tengamos un millón de años de eternidad, que estemos allí, donde no nos importará cuánto tiempo nos quede juntos». Y, durante aquellas tres semanas tan cortas, su mutuo amor se hizo uno con el amor al Señor. 4-8-60 Una agonía esperar hasta el mediodía y tener una excusa para telefonear y saber algo de él antes de coger el coche; pero cada vez está peor. Una visita corta, le dejo libros y fotografías. Luego ocupada hasta las cinco, solo tengo una hora, no he podido atenderle. Ahora le cuesta más respirar y está muy débil, pero ha hablado y hablado de su afecto. He intentado irme varias veces, pero no he podido. Al final, cuando le he dicho en voz baja «te quiero, te quiero, te quiero», me ha contestado: «Lo sé, yo también, pero para ti es difícil». Le he dicho: «Estamos unidos en Cristo». Su rostro se ha iluminado y, mirando el crucifijo del compartimento siguiente, ha dicho: «Veo a mi Salvador». Yo he mirado el crucifijo que tiene él encima, porque es el que me recuerda que en Él y solo en Él estamos juntos y nos amamos. «También Él es mi Salvador», le he dicho; «por eso, estemos donde estemos, estamos juntos». Y los dos lo hemos mirado con cariño y por un momento hemos disfrutado de esa comunión con el Señor y entre nosotros. El final se iba acercando irremisiblemente. Ahora ya puedo decirle algo, quizá este haya sido nuestro último encuentro largo. Una vez más, es así como el mundo –o, mejor dicho, mi mundo– llega a su fin: haciendo de tripas corazón para controlarme cuando mi naturaleza me pide justo lo contrario. Espíritu Santo, guíame y sé mi sostén. 7-8-60 Esta mañana he tenido que buscar una excusa para llamar y saber por lo menos si sigue con vida, pero ¡qué largo se me ha hecho el día hasta que he llegado allí a las 4.40! No había nada importante, así que me he pasado a verle después de las cinco y he disfrutado de casi una hora de dicha… Estaba más decaído y me ha preguntado: «¿Por qué respiro tan mal?». «Tienes unos bultos aquí». «¿Y hay algo que hacer?». Yo me he limitado a cerrar los ojos, apenada. Pero está tranquilo y sosegado. Me ha dicho que lo sentía por mí. «Yo estoy bien, pero para ti es duro».
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Le he dicho: «Tú puedes mirar el crucifijo que hay detrás de mí y yo el que está encima de ti; y, cuando ya no estés aquí, Él sí lo estará, y tú con Él, y todo irá bien»… Encienden las velas de la mesilla; él se vuelve hacia ellas y las mira con tristeza, y la luz se refleja en sus ojos. Es muy cariñoso y está lleno de anhelos, y siempre guarda las formas, con lo que les cuesta a los hombres la dependencia de otros. 10-8-60 Me ha dicho: «Te estaré esperando hasta que llegues». «Estoy tranquila», le he dicho: «si me queda mucho tiempo, estupendo, pero también me conformo con un poco». Y él me ha dicho: «Quiero que te quedes conmigo todo el día», y yo he asentido. Él: «Solo puedo hacerte daño. No puedo darte nada excepto lástima». «Únicamente podrías hacerme daño si dejaras de quererme», le he contestado yo, recordando a E. M. Prescott: «El amor apura el dolor con alegría», y se lo he citado. Hemos hablado del Señor y de compartir el dolor el uno por el otro. Sentíamos tanta serenidad, tanta paz, tanta seguridad juntos… Más tarde. Lo que de verdad desearíamos es permanecer en silencio el uno junto al otro, pero eso despertaría más sospechas que si nos ponemos a hablar, que es lo que hemos hecho. De muchas cosas. «No merezco que te preocupes por mí». «Sí, te lo mereces solo por el hecho de ser tú». «Gracias». De pronto ha aborrecido su pijama desabrochado, sus toses, sus escupitajos en la taza… se ha sentido tan miserable que podíamos olvidarnos de todo (para mí sería mucho más fácil) y limitarnos a desear hacernos mutua compañía. Luego ha confesado su temor a sufrir «una muerte dolorosa». Una y otra vez le he prometido que, de una u otra manera, yo estaré allí, pero quien estará con total seguridad es el Señor. Con un destello en los ojos, me ha preguntado: «¿Me pones la inyección?». Hemos hablado del Señor y él me ha dicho que le ayudaba mucho poder ver el crucifijo, que ama sinceramente al Señor y que confía en Él. Le he recordado que una vez, hace tiempo, hablamos de las penalidades que el amor de Dios permitiría que nos tocaran, y que él dijo: «Pues claro», como si quisiera decir: «Eso no hay ni que pensarlo; por supuesto». Creo que ahora le es más difícil. Al final he tenido que irme, pero mi corazón sigue en paz, y creo que el suyo también, no hemos podido tocarnos, solo mirarnos con cariño y acariciarnos con los ojos. Me ha dado las buenas noches, que Dios te bendiga e ilumine tu oscuridad. Y ha podido hacer un gesto de despedida. Cicely nunca dejaba de ser la Dra. Saunders, tan responsable del cuidado y tratamiento de los demás enfermos como de Antoni.
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12-8-60 Cuando he llegado estaba bastante peor. O2. Broncoespasmo. Le he recetado efedrina y reconstituyentes. Ha dormido toda la mañana, hasta las tres. Mientras le auscultaba hemos podido cogernos de la mano un momento. A las cinco ha sufrido broncoespasmos, parece débil y asustado. «Por favor, ayúdame». Iseoprenalina, O2 y Am. Espero hasta las seis: mejora. Me quedo allí hablando un rato. Antes brigadier Glyn Hughes: «Me alegro de que su proyecto esté saliendo adelante», me ha dicho cuando le he contado un poco. Si se encuentra mal, automáticamente se pone a rezar. Está tranquilo: sereno, lleno de amor y rezando. Y ha podido despedirse de mí con un gesto. Por su Cruz ha ido a prepararnos un sitio. Por su Cruz ha venido a buscar a quien amo. Por su Cruz yo miro y espero. Estamos unidos en Él, por Él y a través de Él. Llegó un momento en que Cicely dejó de rezar por su curación: estaba demasiado enfermo y agotado. Hay veces en que el amor debe permitir que el ser amado se vaya. Señor, está cansado y no he sido capaz de pedirle que se quede por mí. Te ruego que te lo lleves contigo en el mejor momento… solo te pido eso. Y no me sueltes de tu mano. También él acabó por aceptarlo: «Solo quiero que sea lo mejor». Sus últimos días transcurrieron en medio de una extraña paz. La tarde del 14 de agosto, un soleado día de verano, Cicely estaba con él cuando dijo: «Está oscureciendo». He comprendido que falta poco. Se lo he dicho a la hermana: me ha dicho que debe recibir el Viático, y se ha puesto a preparar la mesa. Él, desde la cama, miraba el crucifijo. He entrado un momento para ver cómo se encontraba. Su mirada era algo errática, pero él aún seguía allí. Cuando le he preguntado: «¿Quieres que me quede?», me ha dicho: «Claro que quiero… Eres mi amor, mi ángel». Así me ha llamado y en ese momento no he conseguido entenderle. Luego me ha mirado lleno de amor y confianza. Y cuando le he dicho: «Créeme, no he sido yo la que he dado, eres tú quien me ha dado a mí, y te doy las gracias», él ha respondido: «Te creo». Nos hemos quedado mirándonos. Sus ojos iban de mi rostro al crucifijo y del crucifijo otra vez a mí. Estaba tranquilo. Creo que ha sido el mejor momento de todos, fuera del tiempo. No sé cuánto durará.
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Al día siguiente padeció fuertes dolores y preguntó por Cicely, quien por primera vez contempló su cuerpo mientras ayudaba a las enfermeras. Hasta ahora no me había dado cuenta de lo consumido que está. Tranquilo, casi semiinconsciente hasta las 2 p.m. Luego más consciente. Yo entraba y salía (igual que por la mañana). Le he incorporado varias veces para que pudiera mirar el crucifijo (ha sido la única vez que lo he tenido entre mis brazos)… por un momento hasta he podido reclinar mi cabeza sobre él… Le he dado varias veces de beber y le he ajustado la mascarilla. Cuando he empezado a recitar «El señor es mi pastor…», he advertido en él tal asombro que me he interrumpido. No he dicho nada más. Las palabras ya no son necesarias y tengo la mente en blanco. Creo que él podía ver el crucifijo: una vez ha intentado hacer la señal de la cruz. De repente, me ha dirigido una sonrisa de otro mundo. Cuando la recuerdo, no estoy segura de lo que reflejaba. Nada de tristeza. Felicidad y un destello de alegría y, de alguna manera, fortaleza. Luego, una de esas miradas enamoradas que tan a menudo me dedica. Sus ojos han recorrido mi rostro, para luego vagar agotados –llenos de paz– yo me sentía serena. Me he quedado únicamente para que esté más cómodo. No es momento de pensar, no se me ocurren ideas. Cicely estaba con él cuando recibió la última inyección. Murió al cabo de una hora. Aquí finaliza el diario: Señor, no merezco tan alto favor, pero tómalo con las manos y el corazón abiertos. Por fin su corazón ha hallado la paz. Ahora recibe consuelo, ahora ya puede ver a su Salvador, estar en su presencia ahora y por siempre. Allí volveremos a encontrarnos. Gracias, Señor Jesús. Amén. Está tan lejos… Mientras tuvo a Antoni con ella, Cicely fue tan feliz que no supo prever la tristeza que la embargaría una vez se hubiera ido. Pero, cuando Antoni falleció, se derrumbó por completo. Tan intensa fue su pena que apenas era capaz de entrar en la sala, el único hogar que habían compartido. Solo hablaba de él, solo pensaba en él. Pasó varios meses llorando antes de dormirse. Fue un largo duelo, que más tarde la propia Cicely calificaría de patológico. Solo el trabajo y el apoyo de sus amigos le permitieron continuar adelante hasta conseguir integrar en su vida aquella experiencia, pero no por ello el proceso resultó menos trágico. La primera semana, Cicely la pasó casi entera con Betty West y Madge Drake, quienes la escuchaban y procuraban prestarle apoyo de mil formas distintas. Betty, que acababa de recuperarse del fallecimiento de su marido y agradecía
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profundamente a Cicely que le hubiera ayudado a morir en paz y sin dolor, era la que mejor la entendía y la que más consuelo le proporcionaba. Cuando en sus cartas, rebosantes de cariño y comprensión, se refería a su breve relación, le concedía el mismo peso que a un matrimonio longevo. Cicely encontraba «ridículo sentirme tan hundida por algo que ha durado tan poco». Sin embargo, el hecho de que Betty interpretara ese «algo» como un intenso encuentro entre dos personas al margen del tiempo y de las convenciones sociales, ayudó a Cicely a darle su auténtico significado. Mientras Antoni aún estaba vivo, Betty escribió a Cicely: «Todos los pensamientos que te dirijo tienen una doble cara. Creo que has sido colmada de bendiciones y, al mismo tiempo, sufro por ti… Te han elegido para querer y ayudar a Antoni ahora en cuerpo, alma y espíritu, y a él le han elegido para enseñarte más de lo que ya sabes sobre lo que significa amar en el Señor –el cielo– y, una vez él esté allí, a salvo, no quedará tanto vacío como crees». Betty no conocía a Antoni, pero había oído hablar de él mucho y bien; y tanto sabía de su temperamento que su carta debió de servir de especial consuelo a Cicely. Betty percibía con claridad hasta qué punto su amor mutuo iba unido al amor de Dios. «Estoy convencida de que tienes razón cuando dices que A. M. está por encima de ti –siempre lo he pensado–, pero no se encuentra por encima de ti por el hecho de estar en el cielo, sino porque así lo demuestran tanto lo que ha sido como cada una de sus palabras. No creo que haya mucha diferencia entre el amor del uno y del otro. Los dos amáis al Señor. El hecho de que él se haya ido os ha ayudado a crecer –y lo seguís haciendo–, el amor crece –conlleva crecimiento–, no es fácil, pero nada podrá con él». Aunque la relación que Cicely mantuvo con Antoni superó en importancia, en madurez e intensidad a la de David Tasma, ambas coincidían en una cosa: una vez acabadas, el de Cicely fue un duelo sin pasado, sin contexto ni vida en común que recordar. Su unión con Antoni carecía de la bendición de la Iglesia, del Estado o de la sociedad. De haberse quedado viuda, todo habría resultado más fácil. Por eso Cicely intentó crear un entorno en el que enmarcar su amor. Se dedicó a ver películas polacas y a leer sobre Polonia; en la Courtauld Gallery encontró un retrato del siglo XVI cuyo protagonista guardaba tal parecido con Antoni que regresaba una y otra vez para contemplarlo; escuchó a Schubert y a Richard Strauss, cuya música admiraba él; y más adelante incluso viajó a Polonia. Cicely necesitaba visitar los lugares que Antoni había pisado y compartir con él algo de su vida. A pesar de los escasos días vividos en común y de unas circunstancias tan excepcionales, a muchos les lleva toda una vida experimentar el fuego desatado durante aquellas tres semanas. En un único rostro se habían fundido Dios, la muerte y el amor. No es de extrañar, pues, que a Cicely le costara tanto tiempo asimilarlo. Mientras permaneció inmersa en la experiencia, se vio rodeada de contradicciones, cautiva en el juego de contrarios de un drama de proporciones casi cósmicas. Rodeada de muerte, se había sentido viva; junto al lecho de un moribundo y en medio de moribundos, había vivido con más intensidad que nunca; enfrente de la eternidad, había protagonizado tres semanas de amor, sin saber qué día o qué hora serían los últimos; había conocido el amor humano y lo había perdido. El Señor se lo había dado y el Señor se lo había
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quitado. ¿Sería capaz de decir, como Job, «bendito sea el nombre del Señor»? Conoció a Antoni en el límite que existe entre la vida y la muerte, en ese lugar tan raramente frecuentado donde se encuentran, coinciden y conviven el amor humano y el divino. La imagen de Cicely sentada junto al lecho de Antoni, con la mirada clavada en él y en el crucifijo de la cabecera, y los ojos de Antoni fijos en ella y en el crucifijo que tenía enfrente condensan la esencia misma de esta insólita relación. «Mi auténtica despedida ha sido esta tarde», escribió Cicely en su diario, «cuando la mirada cargada de amor que me ha dirigido se ha mezclado con las que ha dedicado a su Salvador». Era casi como si Dios y el Hombre se hubieran convertido en una nueva encarnación. «Ha sido cuando, sin decir palabra, le he incorporado para darle de beber (‘tengo sed’)». A la muerte de Antoni, ¿fue casi como si muriera también Dios? Pero a Cicely aún le quedaban el amor humano, la admiración y el tierno interés que caracteriza la relación entre un hombre y una mujer. «Ha llegado la cena y se ha puesto a pensar qué comía; se ha decidido por las salchichas, que le he dado yo (sus manos ya no pueden sujetar nada). Cuando le he dicho que yo se lo daría, me ha contestado: ‘No’. He insistido: ‘Por favor, déjame hacerlo’. ‘No puedes. La gente está mirando. Yo también tengo que velar por ti’». A pesar de su desolación, «en medio de aquella nube de frío y oscuridad», la pena de Cicely rebosaba gratitud. Gratitud por haber dado y recibido amor –y en especial el amor de ese hombre– tras tantos años de espera e ilusión; gratitud por la certeza de que descansaba en paz; gratitud por haber sido capaz de conservar la serenidad –y en cierto modo lo seguía haciendo– mientras él sufría tan dolorosa agonía. Aunque se sabía indigna de Antoni, a través de él se sentía «llamada a ser mejor» y nunca dejaba de estar en su presencia. «Cuando leo sobre Polonia, y veo una película o escucho una canción polacas, pienso que todo eso antes lo hizo él, y que ya ha abandonado este valle de lágrimas. Esa sensación de contar con su presencia no la busco yo, me cuesta mantenerla y está fuera de mi alcance. Pero, Señor, ¡te la agradezco!». Cicely empezó a comprender cuánto le había ayudado a crecer aquella relación. Por el hecho de haberse amado el uno al otro, de haberse fundido el uno en el otro, le parecía amar más a Dios. Se sentía unida de un modo nuevo a quienes sufren «guerra, persecución, cárcel, hambre, desnudez, espada; a los refugiados, los tristes y los oprimidos»; se sentía identificada de un modo especial con los desconsolados. «Porque le he pertenecido a él como nunca le había pertenecido a nadie es por lo que ahora pertenezco más íntimamente a los demás y a la propia vida. Me ha abierto un nuevo camino hacia ellos, hacia quienes caminan desconsolados y hacia todos los demás, pero he de aprender a seguirlo, he de prepararme para unirme a ellos y comprenderlos». David Tasma le había mostrado cuál era su vocación; durante doce años, su memoria le había servido de estímulo y había sostenido su trabajo. Ahora Antoni le hacía ver St. Christopher desde una nueva perspectiva, confiriéndoles a ella y a su proyecto ese peso especial que solo la experiencia en propia carne es capaz de otorgar y poniendo punto final a su larga preparación.
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De ese atisbo del «amor eterno en un precioso instante de unión con nuestro Señor» aprendió, del modo más sutil e intenso, todo lo que acabaría impregnando St. Christopher. Aprendió que es posible vivir una vida entera en pocas semanas; que el tiempo es una cuestión de intensidad y no de cantidad; que, en un entorno adecuado y mediante un control del dolor que permita al paciente continuar siendo él mismo, nuestros últimos días pueden ser los más valiosos; que existe un tiempo de reconciliación capaz de traer paz a los enfermos y consuelo a los que lloran. Aprendió en carne propia que, cuando se trabaja con personas, la entrega es de dos direcciones y el cariño, mutuo. El paciente ofrece al otro tanto como este al paciente; ofrece a quienes cuidan de él tanto como recibe de ellos. Ahora sabía que, por grande que fuera el dolor, había consuelo. «Yo he compartido ese dolor y sé que tras él hay algo aún más poderoso: no una explicación ni una respuesta, sino una presencia. Muchos de nosotros pensamos que se trata de la presencia de Dios, que ha compartido nuestros sufrimientos a través de un solo hombre y que, superándolos, comparte el dolor de todos y lo transforma».
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Los cimientos La creación es solo la proyección en la forma de aquello que ya existe. Srimad Bhagavatam, La sabiduría de Dios, III.2
Los primeros años sesenta, cruciales en la planificación y construcción de St. Christopher, fueron especialmente tristes y dolorosos para Cicely. Por una parte, tenía claro qué quería hacer con su vida y estaba dispuesta a dar los pasos necesarios; por otra, la pérdida de Antoni la hundió hasta el extremo de acabar con sus ganas de vivir. Y la situación empeoró aún más. En junio, tras la muerte de la señora G., Cicely se enteró del fallecimiento de su padre mientras pasaba unos días en Suiza: en menos de un año había perdido un amor, una amiga y un padre. El dolor por la muerte de la señora G., aunque profundo, fue el que le toca sufrir a todo el que se separa de un buen amigo. El fallecimiento de su padre, sin embargo, suscitó en ella sentimientos tan encontrados y complejos que fue incapaz de enfrentarse a ellos. Veinte años más tarde, durante una sesión de trabajo dedicada al duelo, Cicely se vino abajo y dio rienda suelta a todas las lágrimas que no había derramado en su momento. Su padre llevaba algún tiempo enfermo. Cicely acababa de pasar con él un fin de semana para que la señora Diamant, amiga de la familia, pudiera tomarse un respiro. Luego, en respuesta a la insistencia de Gordon, se marchó a Suiza para pasar unos días con la comunidad de Grandchamps: una visita que la Dra. Wyon llevaba mucho tiempo animándole a realizar y que Cicely ya había pospuesto una vez, temerosa de que la muerte de Antoni ocurriera en su ausencia. Nada más llegar acudió a uno de los sacerdotes para confesarse. Fue la primera confesión de su vida, centrada en buena parte en los problemas surgidos con su padre: a pesar del cariño que se profesaban el uno al otro, pocas veces su relación estaba libre de las tensiones que con tanta frecuencia suelen derivarse de los lazos familiares. A la mañana siguiente, Cicely vivió una de esas
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experiencias místicas, tan intensas como fugaces, que las palabras son incapaces de expresar. «Entré en su hermosa y amplia capilla y estuve un buen rato meditando el salmo 95, el Venite. Luego salí a pasear y estaba sentada a orillas del río cuando el árbol que tenía a mi espalda se convirtió en una inmensa Cruz erigida por la humanidad entera y escuché las palabras ‘Venid, que ya está todo preparado’: es una de las frases que se repiten en Grandchamps en el momento de la comunión». A su regreso al convento recibió una llamada telefónica: su padre había fallecido mientras ella estaba sentada junto al río. Los términos del testamento no aliviaron en nada su tristeza: Gordon había dividido su considerable patrimonio en cinco partes, cuatro de ellas a repartir entre Christopher y John, y una quinta para Cicely. Y no solo eso: el capital, del cual Cicely solo percibiría las rentas, quedaba bajo el control de sus hermanos. No es sorprendente que Cicely considerara aquello una traición y montase en cólera. Aunque quizá el padre tuviera sus razones –lo cual no deja de ser una mera conjetura–, su decisión no reflejaba en absoluto el afecto que ambos se profesaban. Otros términos del testamento indican que Gordon había adoptado una postura profundamente victoriana respecto al reparto del dinero entre hombres y mujeres, temiendo tal vez que Cicely cayera en manos de algún indeseable atraído por su dinero. No obstante, la explicación más plausible es que estuviera protegiéndola de su propia generosidad: la propensión de Cicely a repartir dinero a manos llenas le inquietaba. En aquellas fechas, su hija, que había cumplido 43 años, aún no se había casado, y es probable que Gordon quisiera eliminar el riesgo de que Cicely pasara necesidad durante sus últimos años de vida. Si bien Cicely no tuvo reparo en expresar su rabia, lo cierto es que no fue capaz de asumir la ira que suscitó en ella el triple duelo. «Fui incapaz de dejarme crucificar con Dios, y debería haberlo hecho». Sus diarios espirituales hablan antes de gratitud que de queja. «Siempre que nos regocijemos, Señor, cantaremos tu victoria; regocijémonos en Ti cuando nos reunamos. A. M., mi padre, G., mis pacientes. Señor, ahí están nuestra morada y nuestra seguridad, ahí están nuestra fortaleza y nuestra redención, ahí el amor. Todo en Ti y de Ti». Cicely halló consuelo en los salmos («llenos a rebosar de lamentaciones») y en un librito de H. C. G. Moude publicado durante la primera guerra mundial que servía de manual para consuelo de quienes habían perdido familia o amigos. Las páginas manoseadas y los párrafos subrayados del libro dan fe del esfuerzo de Cicely por hallar un sentido a su dolor. Estos pasajes no aluden únicamente al papel de Cristo como Sanador, como «suprema víctima» del sufrimiento, sino también al misterio del gozo que reside en el dolor y al conocimiento que adquirimos cuando nos convertimos en miembros de la comunidad sufriente. «Tu pérdida, tu dolor te conducen hasta una fraternidad sagrada, una inmensa e íntima hermandad… en la experiencia compartida del dolor existe una bella y espléndida fraternidad… Somos privilegiados al contar con el
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título y el derecho a formar parte de esa hermandad…». Era ahí donde residía su consuelo. Con todo, se hallaba tan deprimida que, a pesar del rechazo que le inspiraba el autoanálisis, acudió al psiquiatra en dos ocasiones. Pero, aunque el consejo que recibió de aceptar su ira no le pareció descabellado, lo cierto es que no casaba ni con su temperamento ni con su fe cristiana. Cuando Cicely le contó a una monja de clausura amiga suya la sugerencia del psiquiatra, obtuvo la siguiente respuesta: «No creo que una persona cristiana tan inteligente y convencida como usted pueda obtener ayuda de una ira catártica. Para un cristiano, la ira es un pecado, y dejarse llevar deliberadamente por ella suscitará un sentimiento de culpa aún mayor. El Señor nos ha mostrado un camino mejor y en este asunto en particular le conviene más seguir a su Redentor que a su psiquiatra». Aunque más tarde Cicely acabaría descubriendo que la ira y el cristianismo no son necesariamente excluyentes, en aquella época sus necesidades se vieron satisfechas, antes que por la psicología, por la religión, por el consejo de Evered Lunt, obispo de Stepney, y por sus conversaciones con su admirado arzobispo Anthony Bloom, a quien acababa de conocer. Las palabras de este último le resultaron más convincentes: «Peregrinar consiste en ir caminando despacio y, si caes en el barro, no sentarte a protestar, sino levantarte sin darle importancia y continuar adelante. Una vez llegado al Paraíso, te quitarán la ropa, te limpiarán el barro y serás feliz». Y Cicely echó a andar mostrando un rostro cuya sonrisa ocultaba a ojos de sus pacientes su particular purgatorio. El fin de semana anterior a su muerte, su padre le había dicho: «¡Qué extraños caminos te han preparado para lo que vas a hacer!»; y su intenso dolor era una parte más de esa preparación. Nada puede sustituir a la experiencia. «Al menos sé qué se siente por dentro y nunca lo menospreciaré. Es como si el mundo se hubiera acabado. Tenía una misión que cumplir y, aun cuando deseaba hacerlo, me costaba hasta continuar con vida. A menudo pensaba con agrado en la muerte». Su dolor la condujo a fértiles honduras en las que residía su capacidad de dar consuelo a los enfermos cercanos a terminar sus días y a sus familias, y atender a sus necesidades. Entre sufrimientos se iba modelando en ella una rara comprensión de la crucifixión, el dolor y la plenitud. Su diario espiritual de aquella época habla de ello en numerosas ocasiones. «Agosto de 1961: Los romperás como vaso de alfarero. Señor Jesús, yo y todos (perdona, Señor, este egoísmo mío hasta en la oración) únicamente nos salvamos junto a Ti. Solo alcanzaremos la plenitud cuando nos rompas en pedazos. Señor, no me dejes caer en el egoísmo. Ayúdame, Señor, a ver tu camino y seguirlo siempre. En tu nombre, amén». Era esa comprensión lo que la llenaba de gratitud. 25-8-61 Conozco su pena y eso es lo milagroso. Señor Jesús, que sales a nuestro encuentro en todos nuestros sufrimientos: te doy gracias de corazón. Tú nos hieres y tus manos nos sanan. Señor, te pido tu guía y fortaleza para resistir, te suplico me
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concedas un total abandono en Ti. En tus manos encomiendo a quienes has herido, en tu nombre, amén. El dolor que padeció durante esta etapa de su vida unido a su confusión –«el barullo de todas mis penas»– y a una intensa vida interior conformaron el triste telón de fondo de una actividad exterior incansable. Hacia 1961, St. Christopher estaba constituido como una fundación benéfica con posibilidad de recibir dinero, para lo cual necesitaba contar con un consejo de administración. Jack Wallace, que tantos esfuerzos había dedicado a las cuestiones legales, fue nombrado presidente[1]; al padre de Cicely, vicepresidente del consejo durante sus últimos meses de vida, le sucedió el profesor Stewart; el capitán Lonsdale, muy implicado en obras benéficas, asumió el cargo de tesorero honorario (en aquella época, los fondos de que disponían no superaban aquellas quinientas libras donadas por David Tasma); mientras que Muriel Edwards, que acababa de abandonar el King Edward’s Hospital Fund, se convirtió en secretaria primera. El consejo contaba también con la ayuda de Betty Read, Peggy Nuttall, Madge Drake, Rosetta Burch y otros. El «heterogéneo grupo de amigos» de entonces se había consolidado hasta verse transformado en una junta directiva. El padre de Cicely, cuyo deseo de que su hija trabajara con vivos, y no con desahuciados, se había esfumado definitivamente, llegó al final de su vida con un sentimiento de profundo aprecio hacia su trabajo. Cicely recordaba estas palabras suyas: «Siempre pensé que todos mis hijos destacarían, pero no sabía que tenía una campeona». Gordon daba gracias por haber podido ayudarla a alcanzar su sueño convenciéndola de la necesidad de hacerse creíble a ojos del mundo e insistiendo en que, llegado el momento de buscar una asesoría contable, esta debía tener prestigio suficiente. Fue también idea suya la de contar con un grupo de personas o «vicepresidentes» que, en lugar de donar su tiempo, contribuyeran al embrión del proyecto con algo tan necesario como sus nombres y su apoyo. Para Cicely, con su demostrada capacidad para aunar a liberales de la cultura con estrictos evangélicos, médicos con empresarios y amigos con conocidos, aquello no suponía ningún problema. El primero en sucumbir a su poder de persuasión fue el político liberal y geriatra Lord Amulree, futuro vicepresidente primero. Cicely no tardó demasiado en hacerse con una lista de personalidades que, además de respaldarla, la autorizaran a hacer uso de sus nombres y le presentaran a gente nueva. El encargo de manejar este entramado recayó sobre Sir Donald Allen, miembro de la City Parochial Foundation y experto en recaudación de fondos. A él se le unieron muy pronto Sir Kenneth Grubb, vicepresidente del British Council of Churches, y Lord Taylor of Harlow, político y médico eminente, que prestó un apoyo tanto práctico como moral. Después de una larga entrevista mantenida en la Cámara de los Lores le dijo a Cicely: «Estoy dispuesto a ayudarla. Es una idea espléndida, pero ¿llegará a hacerse realidad?». Y, tras la respuesta afirmativa de Cicely, quiso cerciorarse de nuevo. «Usted sabe que sí», le dijo ella. «Será una realidad: es cuestión de dar con el camino correcto».
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Por aquellas fechas, con motivo de una conferencia pronunciada en el Congreso Sanitario de Blackpool, Cicely conoció a Dame Albertine Winner (por entonces, Dra. Winner), quien, además de facilitarle el acceso al Ministerio de Sanidad y a las Juntas de Hospitales Regionales, acabó trabajando para ella como subdirectora médica. «Cicely vino a verme al Ministerio de Sanidad y me explicó un proyecto prácticamente idéntico a lo que hoy es el Hospice. Pensé: ‘Esta mujer ha perdido el juicio’. Como funcionaria, sentía curiosidad por saber el modo en que abordaría la cuestión de los presupuestos, pero su visión del tema me pareció práctica y muy bien pensada. Cicely es una persona clarividente». La Dra. Winner le presentó al Dr. Fairlie, director administrativo de la Junta del Hospital Regional Metropolitano del Sudeste y, «como era de prever, también a él lo dejó con la boca abierta». Idéntico éxito obtuvo con el Dr. Godber (más tarde, Sir George Godber), director general de salud pública del Ministerio de Salud. Puesto que cabía la posibilidad de que el Ministerio de Sanidad interpretara sus planes como una crítica dirigida contra los servicios existentes, Cicely se adelantó a ello preguntándole a la Dra. Winner si, en su opinión, el Sistema Nacional de Salud contaba ya con un proyecto de esas características. A lo que la Dra. Winner, mujer sabia y prudente que reconocía la existencia de un vacío pendiente de llenar, le contestó: «No. Nosotros podemos darles alivio; ustedes, esperanza». Aunque era inevitable que a algunos médicos esta idea les pareciera algo innecesario, gracias al tacto de Cicely y a la pericia burocrática de la Dra. Winner y el Dr. Fairlie para poner en marcha la maquinaria, fueron recabando sin demasiada dificultad el apoyo de las Juntas Regionales. A los altos cargos del Ministerio de Sanidad, aun conscientes de su ignorancia respecto a la atención de los moribundos, les preocupaba el alto coste del proyecto; pero, siguiendo una larga tradición británica en materia de trabajo médicosocial, y siempre que hubiera voluntarios dispuestos a abrir brecha, harían cuanto estuviera en su mano por impulsarlo. Su ayuda podría llegar por dos vías distintas: bien mediante subvenciones a proyectos de investigación y desarrollo, bien mediante el compromiso de llenar un número determinado de camas. Aunque al final se acabarían aplicando ambas soluciones, todavía tuvo que pasar algún tiempo hasta que el número actual de camas quedara fijado definitivamente. Por muy eminentes y entusiastas que fueran sus partidarios, no se podía dar un paso más sin disponer de dinero. En cualquier aventura que exija recaudar fondos, la primera promesa es la más difícil de obtener: a partir de ahí, las organizaciones benéficas comienzan a cobrar confianza. En el caso de Cicely, esa promesa llegó en 1961, un mes después del fallecimiento de su padre, cuando Sir Donald Allen telefoneó para comunicarle que la City Parochial Foundation estaba dispuesta a donar 50.000 libras, con la advertencia de no hacerlo público hasta el mes de octubre. «Me quedé boquiabierta, incapaz de pronunciar palabra. Entonces él me preguntó: ‘¿Se esperaba usted más?’. Ahora que tengo costumbre de oír que voy a recibir 50.000 libras, procuro no poner cara de asombro y me apresuro a dar las gracias. Aquella vez recuerdo que colgué el teléfono lamentando no poder darle la noticia a mi padre, aunque al rato
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comprendí que él se enteraría desde el cielo». Había una única condición: solo recibirían esas 50.000 libras una vez dieran «pruebas suficientes» de que la construcción del edificio era una realidad, por lo que no se podía invertir ese dinero en la compra de un terreno. Se entraba así en un círculo vicioso: sin terreno no podían hacer una estimación exacta del capital necesario, como tampoco podían pedir dinero de forma oficial a otras organizaciones benéficas. Así pues, Cicely solicitó del King Edward’s Hospital Fund una cantidad suficiente para la adquisición del terreno. Cicely, que tenía muy claro lo que quería para el Hospice, se había resistido hasta entonces a tentaciones como la de reformar un edificio ya existente, gestionarlo como parte de un hospital importante o absorber algo al estilo de Hydestile. Había decidido que el edificio se construiría ex profeso para sus fines y que estaría en el centro de Londres, en un lugar bien comunicado con los hospitales clínicos. «Queremos un sitio con paradas a un extremo y otro de la calle y por el que circulen los autobuses. Eso es lo que los pacientes prefieren ver, y no praderas espectaculares». Su elección de la zona sur del río obedecía a su intención de no depender de la misma dirección médica que St. Joseph para no verse obligada a competir con ellos a la hora de recaudar fondos o de recibir pacientes. Al poco tiempo de presentar su solicitud ante el King’s Fund, su hermano John, agrimensor de profesión, la llamó diciéndole que creía haber encontrado el lugar idóneo en Lawrie Park Road, en Sydenham, un terreno por el que pedían 27.000 libras. Cicely no dudó un momento en ir a verlo y, con cierto temor a invadir una propiedad ajena, se dio una vuelta por allí. El sitio parecía perfecto: media hectárea en el sur de Londres ocupada por dos casas a punto de ser derruidas, autobuses circulando ante sus puertas, una pista de tenis enfrente, muy cerca de las estaciones de Penge y Sydenham y no muy lejos de St. Thomas. El jardín contaba incluso con los árboles que Cicely siempre había soñado. Así pues, se puso en contacto con el King’s Fund, cuyo secretario, Peers, la animó a hacer una oferta. Y, con tan solo 500 libras en el banco, Cicely ofreció 27.000 libras y solicitó la licencia de edificación. La tensión fue en aumento. El King’s Fund, sin echar del todo por tierra sus esperanzas de conseguir el dinero, decidió que la solicitud debía presentarse ante otro comité distinto del inicial, pues este no concedía subvenciones por importes tan elevados. Pero Cicely ya había presentado su oferta y estaba gestionando la licencia de edificación, el arquitecto había comenzado a trazar los planos y a ella la acosaban preguntándole qué haría en caso de recibir el dinero e invertirlo en el terreno. Aún le quedaban por delante algunas semanas de espera. La fecha señalada para la reunión entre los urbanistas y el King’s Fund era el 7 de febrero de 1963, día en que se tomaría una decisión. Si para entonces Cicely no disponía del dinero, tanto ella como su consejo de administración habrían de hacerse legalmente responsables. Los pacientes de St. Joseph –y Cicely, por supuesto– se pasaron todo el día «rezando incansablemente». Aquella mañana, mientras leía –como de costumbre– su Daily Light, se encontró con el texto siguiente: «El Señor, tu Dios, te conduce hacia una tierra
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excelente». Y en ese momento Cicely supo que Dios estaba de su parte. A las cinco de esa misma tarde, el señor Halton, del King’s Fund, telefoneó y le comunicó que podía contar con 30.000 libras para la compra del terreno. Los pacientes llevaban todo el día preguntándole si tenía noticias: «La primera persona en saberlo fue el señor Petit, que se encontraba junto al teléfono, y recuerdo que le dije: ‘¡Lo conseguimos!’. Cinco días después, el señor Pettit fallecía. Estuve con él la última tarde y él me miraba meneando la cabeza: ‘Nunca la olvidaré; nunca’. Aquel fue un momento muy especial». A continuación Cicely se fue a la sala de crónicos para contárselo a Alice y a Louie. «¡Sabía que lo lograríamos!», fue la emocionada respuesta de Louie. Adviértase ese «nosotros». Quizá Cicely, como todos los líderes, se sintiera sola, pero lo cierto es que la gente comenzaba a apostar por su proyecto y se implicaba en él. El señor Peers le comentó en tono irónico: «Tiene usted partidarios por todas partes. Y empiezo a ponerme nervioso, porque allí donde voy se acercan y me acosan. Aunque no puede ser usted quien los pone sobre aviso, porque son demasiados». El asunto sufrió algunos retrasos. Los urbanistas aplazaron la reunión en dos ocasiones, por lo que se vieron obligados a suscribir un seguro contra un convenio restrictivo: de hecho, hubo un momento en que se llegó a hablar de volver a poner el terreno a la venta. Aquellas tensas semanas Cicely las pasó en Estados Unidos, de donde regresó a tiempo de firmar el contrato, el 7 de junio. A los pocos días, el obispo de Stepney bendijo y consagró el terreno, y oró por todos los que fueran a tener alguna relación con St. Christopher: pacientes, familiares, personal y alumnos. «Esta tierra es, como todas, del Señor, pero conviene dejarlo claro desde el principio». La habilidad de Cicely para obtener grandes sumas de dinero sería la envidia de cualquier profesional dedicado a la recaudación de fondos. Con los años llegaría a lograr miles de libras para St. Christopher. ¿Cuál era su secreto? Esta es su respuesta: «No dejar pasar jamás la ocasión de hablar y no parar nunca de dar las gracias». Pero había algo más. En primer lugar, en las cartas –auténticos modelos de urbanidad y precisión– que dirigía a los secretarios de cualquier organización solicitaba, y normalmente obtenía, una entrevista personal en la que, además de exponer el proyecto, mostraba algunas fotografías de pacientes tomadas en distintas fases de sus últimas semanas de vida, o bien del primer día de su entrada de St. Joseph, con aspecto abatido y sin ganas de nada, para acto seguido sacar imágenes en las que se les volvía a ver, una vez controlado el dolor, a gusto, despiertos y serenos, y a veces animados. «Este paciente falleció tres días después», decía Cicely. Su mensaje era emotivo y esperanzado, y la escuchaban atentamente mientras explicaba que este método requería nuevas investigaciones y había que darlo a conocer rápidamente para conseguir la mayor difusión posible. Siempre que podía, se llevaba a sus potenciales donantes a visitar St. Joseph, el ejemplo más próximo a lo que pretendía hacer. A algunos de los pacientes, confabulados con ella, les daba instrucciones acerca de los visitantes: «Son de una organización muy potente, así que sean ustedes encantadores». Y lo eran. Tras esta habilidad de Cicely para conseguir apoyo financiero se ocultaba su postura con respecto al dinero y el destino que le daba. La señora Diamant, amiga de la familia
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desde que Cicely era adolescente, dice: «Siempre conseguía dinero porque en realidad lo despreciaba. Nunca le faltó ni se vio obligada a ganárselo. Para ella era algo que aparecía en cuanto lo necesitaba». «Te crees que el dinero crece en los árboles», le decía su padre, de cuya generosidad había aprendido ella. Cicely no se arredraba ni siquiera cuando se trataba de sumas importantes, y sin duda era esa actitud la que le abría las puertas de las cajas de caudales de las organizaciones benéficas más accesibles, cuyos secretarios no se cuestionaban el futuro de St. Christopher, sino que se limitaban a decidir si se implicaban o no en él. Pero aún mayor era su fe en un destino que quedaba fuera de su alcance. Como escribió a su primer patrocinador, Sir Donald Allen, sabía que, «si damos con el patrón que nos corresponde, lo demás saldrá solo. No me cabe ninguna duda». Esta concentración de «lo conveniente», compuesta a partes iguales de pragmatismo y mística, se reflejaba en su actitud hacia el dinero, cuyo valor se medía tanto por lo que se podía hacer con él como por el espíritu con que se entregaba. Por eso, donativos insignificantes como el óbolo de la viuda eran igual de apreciados que los más cuantiosos. Así ocurrió con los trece chelines y ocho peniques enviados por la sala de varones de St. Joseph dentro de una cajita con las palabras «buena suerte» escritas sobre un esparadrapo; con la libra donada por la asistenta de la mujer de Jack Wallace en memoria de su suegra; y, de modo especial, con las pocas libras que una tal señorita Curle entregaba siempre que se lo podía permitir: sus cinco primeras libras llegaron tras la muerte de su hermana, y Cicely estaba convencida de que las dos libras de la señorita Curle precedían siempre a un importante donativo realizado por alguna organización. Como suele ocurrir a menudo, las pequeñas aportaciones son el preludio de donativos más suculentos. Muy pronto comenzaron a llegar las ayudas de peso. La adquisición del terreno liberó las 50.000 libras prometidas por la City Parochial Foundation y, durante la reunión del consejo celebrada en marzo de 1964, Cicely pudo anunciar la entrega de un generoso donativo de 50.000 libras procedente de Draper’s Trust, a pagar en cinco plazos anuales y que se destinaría bien a la capilla, bien al ala de geriatría y no válidos conocida por entonces con el nombre de «saltamontes», y bautizada definitivamente como el «ala Draper». «Por esas fechas», dijo Cicely en la festividad de St. Christopher, «ya había aprendido a aceptar 50.000 libras por teléfono, y me apresuré a dar las gracias sin dejarle acabar la primera frase». Otras 5.000 libras recibidas de BBC Appeal y un legado de 2.000 más sumaban un importe de cerca de 138.000 libras (sin olvidar aquellas primeras 500 libras donadas por David Tasma), es decir, la tercera parte de la suma que necesitaban. Y ahora ¿empezarían a construir? La respuesta la dio Cicely el día de St. Christopher: «Dame Dorothy Vaisey, como Dame Commander de la Real Orden Victoriana, Secretaria General de los Amigos de los Pobres durante veinticinco años, con unos dieciocho Hogares en su haber y un sombrero de tafetán color púrpura, nos ha regalado una soberbia presentación: ‘Es un buen asunto y hay mucha gente rezando por él. Deben seguir adelante. Yo no esperaría ni cinco minutos’. Y eso es exactamente lo que hemos hecho».
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Por entonces los planos ya estaban terminados y aprobados por el Ministerio de Sanidad y el King Edward’s Fund, elegidos los constructores y aprobados los presupuestos; también se contaba con 60.000 libras más donadas por la Nuffield Foundation y otras 22.680 (el coste de una sala completa) de la Sembal Trust. Esta última cantidad fue motivo de cierta desazón: ¿era correcto aceptar dinero procedente del juego? Tras mucho discutir, decidieron que sería una arrogancia no tomar lo que se les ofrecía; y, por otra parte, la Biblia estaba repleta de ejemplos de cómo Dios había hecho uso más de una vez de dinero obtenido por toda clase de procedimientos. El secretario del consejo invitó a Cicely a comer, ella presentó su propuesta y obtuvo la subvención para St. Christopher. Por esas fechas, un legado procedente de Estados Unidos les permitió adquirir un segundo terreno en el número 57 de Lawrie Park Road: una valiente decisión tomada con visión de futuro, porque por el momento no existía posibilidad alguna de urbanizar. Fue entonces cuando apareció en escena el arquitecto Justin Smith, de la firma Stewart Hendry and Smith: una persona imprescindible para el proyecto de Cicely, quien le había conocido en 1958, cuando Smith trabajaba en la ampliación de una de las salas de St. Joseph. Dada su experiencia en el diseño de ese tipo de edificios y la deuda que Cicely mantenía con este centro, resultaba lógico recurrir a él. La máxima de Peter Smith era: «Hazte amigo de tu arquitecto, pero no contrates nunca a un amigo arquitecto». Y eso fue exactamente lo que sucedió. Aquella fue una relación acertada y fructífera: las ideas de uno y otra se entrelazaban de tal modo que al poco tiempo apenas eran capaces de distinguir a quién pertenecía cada contribución. «Al principio pensé que estaba haciendo algo útil», dice Peter; «pero con el tiempo comprendí que el privilegiado era yo». A Smith le encantaba la insistencia con que Cicely pedía un edificio acogedor, espacioso y aireado, en el que las necesidades de los pacientes y sus familiares fuesen prioritarias; le emocionaba el cuidado que ella ponía en los detalles y su deseo de incorporar esculturas y cuadros al proyecto inicial; y le resultaba grato (¿y a quién no?) tratar directamente con ella, y no con juntas y comités oficiales. Ya en 1960, cuando aún no disponían de dinero ni terreno, Smith realizó algunos esbozos del edificio adaptados al tamaño, la forma y una posible división en salas con el fin de tener algo sobre el papel que mostrar a la gente. Los esbozos se realizaron de acuerdo con las instrucciones de Cicely; y, así como, pasado el tiempo, las ideas recogidas en The Need y The Scheme apenas exigieron cambio alguno, el proyecto del edificio reflejaba con sorprendente fidelidad el mismo que acabaría alzándose en el terreno de Lawrie Park Road. Los años de espera habían afianzado de tal modo sus planes que bastaba únicamente con darles forma. Cicely había previsto tres salas para pacientes en fase terminal divididas en áreas de seis y cuatro camas, con tres habitaciones individuales en cada una de ellas. Las camas se colocarían junto a las ventanas de manera que «al entrar diera sensación de amplitud». Los servicios debían tener dimensiones suficientes para maniobrar dentro de ellos con las camas. Habría un cuarto de tratamiento con esterilizador y carritos, una sala de
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esterilización en cada extremo de la sala, un control de enfermería con buena visibilidad, una sala de estar para las enfermeras jefe, más un armario y un servicio de enfermeras. Una de las ideas de las que Peter Smith se sentía más orgulloso fue la de convertir un pequeño balcón situado en uno de los extremos de la sala –sugerencia de Cicely– en una terraza corrida a lo largo de toda la sala que diera sensación de mayor amplitud y permitiera a los pacientes sentarse allí, hiciera el tiempo que hiciese, y aprovechar al mismo tiempo el calor y la protección que proporcionaba la sala. El ala geriátrica estaría provista de dos cuartos de estar de uso común y veinte habitaciones-apartamento con una cocinita apta para preparar comidas ligeras. Tampoco en este caso se había olvidado Cicely de los detalles. «Para poder trasladar a los pacientes en silla de ruedas, las puertas han de ser anchas, sustituiremos las escaleras por rampas e instalaremos ascensores». Asimismo, dispondría de un alojamiento para las enfermeras con instalaciones de uso lúdico, un apartamento para el supervisor médico, cuatro habitaciones de invitados, cocinas y un comedor con puertas correderas que pudiera dividirse en dos en caso necesario. Cicely quería incluir pequeños departamentos de fisioterapia y de terapia ocupacional, este último con espacio suficiente para servir de almacén, porque «el material para terapia circulará de sala en sala y por los cuartos de estar». Las dimensiones de la capilla debían permitir meter en ella camas y sillas de ruedas, y contar con asientos para 150 personas. Aunque finalmente los bancos de iglesia desaparecieron y el alojamiento para el supervisor médico acabó convertido en consultorio para pacientes no hospitalizados, todos los cambios realizados fueron tan insignificantes como este y estuvieron condicionados por la ampliación y el crecimiento del edificio. En realidad, la diferencia más patente consistió en la eliminación de la sala para enfermos crónicos, pues la práctica demostró la conveniencia de que los pacientes de estancias prolongadas se mezclaran con los enfermos en fase terminal. El 22 de marzo de 1965, un pequeño grupo de personas se congregó en Lawrie Park Road para cavar la primera zanja. Allí estaban Verena Galton y Joan Steel –futuras enfermera-jefe y jefa de salas, respectivamente–, Jack Wallace, la madre de la señora G., Peter Smith, el obispo de Stepney, el escultor y otros polacos, el tesorero, un perro, unos cuantos niños y un montón de pájaros. Cicely y Lord Thurlow, el nuevo presidente, sujetaban entre los dos una pala a estrenar reluciente y, tras escuchar las oraciones pronunciadas por el obispo, cavaron la primera zanja. Ese fue el final de los comienzos. Ahora Cicely y su consejo eran los orgullosos propietarios de un par de terrenos, un agujero inmenso practicado en la tierra, algo más de 220.000 libras y una determinación infinita. Los dos años siguientes estuvieron cargados de emoción, de retrasos y paralizaciones, y constantemente salpicados de ceremonias que fueron marcando los progresos del sueño de Cicely. El hito siguiente lo señaló un acontecimiento aún más solemne: la colocación de la primera piedra. Tanto Cicely como quienes compartían sus planes eran plenamente
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conscientes del valor simbólico de este tipo de ceremonias. El siguiente es un ejemplo del espíritu inherente a St. Christopher: cuando se constató que la piedra se había colocado en un lugar bastante incómodo para los constructores, Peter Smith se negó a trasladarla, por lo que los albañiles se veían obligados a dar un rodeo mientras trabajaban; como también consideraron simbólico que en un verano bastante húmedo en el que el día anterior y el siguiente al de la ceremonia estuvo lloviendo sin parar, en St. Christopher, al contrario que en Camberwell y en Penge, el agua brillara por su ausencia. Así, el sol lució espléndido sobre las cabezas de unas 150 personas entre las que se incluían la Reverenda Madre y el personal de St. Joseph, los antiguos empleados de St. Luke, la madre de Cicely, el alcalde y la alcaldesa de Bromley, el vicepresidente norteamericano del consejo y un buen número de leales que llevaban mucho tiempo trabajando en el proyecto: todos ellos reunidos para rezar presididos, nada más y nada menos, que por el antiguo arzobispo de Canterbury. En la ceremonia, breve, concisa y sencilla, el texto utilizado fue el siguiente: «Si el Señor no edifica la casa, en vano se afanan los constructores». A continuación instalaron un cartel, arrancaron la grúa y se pusieron a trabajar. Cada seis semanas levantaban una planta nueva, y Cicely se presentaba allí con regularidad y su cámara de fotos para inmortalizar los avances y, en ocasiones, para alzar una valla aquí o allá o para salvar una morera. En poco más de seis meses, cuando el edificio había alcanzado su altura definitiva, se celebró la ceremonia de «izado de bandera». También ese día hizo buen tiempo –lo que dio pie a la expresión de «el clima de St. Christopher» que utilizaban entre ellos– y Cicely y unos cuantos más subieron al tejado, izaron la bandera, pronunciaron una oración y ofrecieron la tradicional cerveza a quienes estaban allí trabajando. Los constructores Fairweather & Sons trabajaban muy deprisa. El capataz, un hombre especialmente competente, comprendió que el consejo de St. Christopher –como cualquier otro consejo– deseaba que las obras acabaran cuanto antes y sin aumento de los costes. Pero al llegar el verano de 1966 la cuenta del banco se había quedado vacía y el dinero que esperaban no acababa de materializarse. Habían confiado en Dios: ¿los abandonaría Él? Una de las aportaciones previstas acabó financiando otro proyecto; el anhelado crédito hipotecario tampoco terminaba de hacerse realidad y no se podía solicitar otro crédito. Estas fueron las palabras de Cicely durante la reunión anual general: «Me siento como quien intenta empujar una montaña gigante hasta el mar con una carretilla y una pobre fe. Las palabras ‘la fe es fundamento de las cosas que se esperan, prueba de las que no se ven’ nunca me han parecido tan acertadas y reales». Así pues, Cicely se vio obligada a hacer algo impensable y en absoluto propio de ella: pedir a los constructores que ralentizaran el trabajo y previeran una posible paralización de las obras. Había que conseguir 100.000 libras. «Mil libras diarias (sin contar los domingos) de aquí –estaban en julio– a fin de año», le dijo a su amiga Gill Ford. «Vistas así las cosas, tampoco es tan horrible». Con todo, Cicely no sabía qué hacer: sentía que una espada pendía sobre su cabeza. «Los buitres sobrevuelan el balcón y el piano. Y el contratista
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también era un buitre, porque tenía sus subcontratas, y estas las suyas, y etcétera, etcétera». Cicely llamó a todas las puertas que se le ocurrieron, aunque es complicado dirigirse a una empresa, si tienes presentada una propuesta en otra distinta. Cuando Cicely se puso en contacto con Draper para intentar que le adelantaran algo de dinero, fue recibida con un caluroso saludo. «¡Ah, de usted acabamos de estar hablando! Hemos liberado lo que quedaba de la subvención, parte ahora mismo y el resto como un préstamo a muy bajo interés». Su fe no se había visto defraudada. Cicely llamó a Fairweather para comunicarle que disponía de 30.000 libras más que media hora antes y que podía reanudar el trabajo. De ahí en adelante, el dinero fue llegando justo cuando se necesitó. Las obras continuaron y se colocó una hermosa imagen de san Cristóbal, obra del artista polaco Witold Kawalec, encima de la puerta principal. Había llegado el momento de equipar el centro. Hoy día existen empresas especializadas en equipamiento sanitario, pero en 1967 no era así. No había nadie en St. Christopher que se hubiera encargado de ello alguna vez o supiera cómo hacerlo. Pero, gracias a la colaboración de la junta directiva del Hospital de Bromley, al Hospice comenzaron a llegar camas, sillas, material de trabajo, cuñas, esterilizadores, almohadas, sábanas y colchas; las cocinas se abastecieron y se almacenaron los medicamentos. Alguien que había ocupado la misma sala que David Tasma regaló una pecera que llenaron de agua con la manguera para incendios; las enfermeras cosieron arpilleras para las camas, montones de niños sembraron el jardín y –no se sabe por qué motivo– los bomberos colgaron las cortinas. Según la Dra. Winner, que tuvo mucho que ver en este proceso, fue «un auténtico caos». Pero la cabeza fría de Cicely no se dejó llevar por el pánico y el caos acabó resolviéndose. En junio de 1967 comenzaron a llegar los primeros pacientes del ala geriátrica. Por extraño que pueda parecer, Cicely siempre había sentido cierta corazonada respecto al primer ocupante de las salas, a quien consideraba el heredero de la señora G., de Louie y de Alice. Y la corazonada se vio confirmada el 14 de julio de 1967, cuando la señora Medhurst, la primera paciente de estancia prolongada que acogió St. Christopher, se presentó allí en coche seguida por una furgoneta con sus objetos y artículos personales. La señora Medhurst, que pasó allí año y medio, fue una fuente constante de alegría y estímulo para los primeros miembros del personal. No es muy difícil entender la emoción de Cicely: «Casi cometo la estupidez de sentarme y echarme a llorar». De febrero de 1948 a entonces había transcurrido mucho tiempo. Por significativa que fuera la llegada de la señora Medhurst, había que inaugurar el Hospice de forma oficial. La capilla se dedicó el 15 de junio y, el 24 de julio siguiente, la princesa Alexandra, quien más tarde accedería a ser nombrada patrona de St. Christopher, asistió a la ceremonia de inauguración. El ala Draper ya casi estaba terminada y alojaba a cuatro personas, habían ingresado doce pacientes y otras dos salas se hallaban prácticamente a punto. Una vez más, lucía
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un sol brillante el día que unas cuantas personas de importancia tan decisiva como los miembros del consejo, el arquitecto y el contratista, la enfermera-jefe, el escultor, el tesorero y el camillero jefe fueron presentados a la princesa. Tras la dedicación oficiada por el obispo de Stepney, la princesa descubrió la imagen de san Cristóbal luchando contra la corriente con el Niño Dios sobre sus hombros. Aún hacían falta 65.000 libras más para muebles, equipamiento, transporte y liquidación de cuentas pendientes. La estimación de los costes anuales ascendía a unas 12.000 libras. Y, aunque el segundo terreno aún estaba por explotar, el Hospice, que contaba con el personal imprescindible y recibía a diario pacientes nuevos, estaba en marcha. Y, además, rebosaba felicidad. Uno de los visitantes comentó: «Aquí todo el mundo sonríe siempre: jamás había visto tanta gente junta sonriendo». Habían transcurrido casi veinte años desde que David Tasma le entregara a Cicely 500 libras «para ser una de las ventanas de tu Hogar». Ahora esa ventana estaba rodeada de ladrillos y el Hogar hacía realidad todos los ideales de Cicely. Había llegado el día de abordar la necesidad de que el personal se identificara con el espíritu de St. Christopher: «Lo que significaba descender a detalles como la óptima ubicación de las camas, una sala de día apropiada, la sensación general de calma y belleza, ninguna solemnidad y algo que te hiciera sentirte como en casa; procurar averiguar el mejor modo de incrementar el bienestar de los pacientes, en qué consiste estar tan enfermo o al borde de la muerte; aprender a no perder la serenidad para mantenerlos a ellos serenos y lo suficientemente seguros para que puedan hallar en Dios la auténtica salvación».
1 Cuando transcurridos dos años Cicely supo que, con el fin de causar una buena impresión a las instituciones benéficas, necesitaba un presidente de cierto renombre, Jack Wallace fue sustituido por Lord Thurlow. La «extrema humildad» que demostró Wallace al descender en el escalafón y, pese a ello, continuar trabajando para St. Christopher dejó en Cicely una profunda huella.
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La comunidad Estoy convencido de que la vida comunitaria únicamente puede prosperar cuando posee un fin ajeno a sí misma. La comunidad solo es viable si es el resultado de una profunda implicación en un fin distinto o superior al de ser comunidad. Bruno Bettelheim, Home For the Heart
Los planes de Cicely para St. Christopher se concretaban en la creación de una fundación médica y cristiana y, desde una perspectiva más amplia, de una comunidad. Aunque como cualquier organismo saludable St. Christopher ha crecido y experimentado cambios, aún conserva –no sin trabas– sus principios ideológicos y el espíritu en el que fue fundado. Desde los inicios, la personalidad de Cicely impregnó cuanto tuviera relación con St. Christopher, ese hijo suyo que había crecido bajo sus cuidados; y, aunque indudablemente tiene contraída una deuda con muchas otras personas que han trabajado en él, la mayor parte se la debe a Cicely. A quien conozca las tensiones que caracterizaron las relaciones familiares de los Saunders le costará entender lo fácil que le resultaba a Cicely vivir en una comunidad –que, al fin y al cabo, constituye una gran familia–. Si la vida comunitaria nunca deja de suponer un reto, suele ser aún más difícil para quienes no se encuentran a gusto consigo mismos. «La gente satisfecha de sí misma no suele lograr grandes éxitos», dice Christopher Saunders. Y su hermana no estaba precisamente satisfecha de sí misma. Prueba de ello era esa timidez que muchos combaten evitando las situaciones que puedan evidenciarla; pero la determinación de Cicely a desempeñar el papel que se le había asignado en esta vida, sobre el que no le cabía ninguna duda, conllevaba inevitablemente el trato con la gente y esa vulnerabilidad a la que están expuestos los líderes. Entre las cualidades de quien funda algo no necesariamente se cuenta una actitud suave y conciliadora que facilite la vida del líder. Y, como a tantos otros líderes, a Cicely le costaba tratar con sus iguales, lo que daba lugar a relaciones personales incómodas en las que el miedo y la inseguridad interior
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acaban desplazando un afecto fuera de toda duda. Por el contrario, tenía mucha más facilidad para relacionarse con quienes se contentaban con un papel secundario: en esos casos, sabía sacar lo mejor de ellos y participaba de sus éxitos. Pero, cuando representaban un desafío, la cosa era muy distinta. Aunque le gustaba el anonimato y encajaba sin problemas en equipos profesionales, como el consejo de investigación médica, en St. Christopher necesitaba ser líder, y no liderada. Así las cosas, ¿cómo es posible que saliera adelante una comunidad dirigida por una líder carismática a veces tan complicada? ¿Y hasta qué punto era St. Christopher una auténtica comunidad? El interés que Cicely sentía por este tema la llevó a leer de todo, a visitar lugares como St. Mary’s Vantage, en Grandchamps (Suiza), y St. Julian (Sussex), y a cambiar impresiones con cualquiera capaz de ayudarla a poner en orden sus ideas. Ya a principios de los sesenta había llegado a la conclusión que recogen estas líneas dirigidas a la Dra. Wyon: «En realidad no estaba pensando en algo tan preciso como una nueva comunidad, sino que empleaba el término de un modo bastante menos técnico. Le pregunté a la hermana Penélope si estoy persiguiendo un imposible al esperar que un grupo de laicos no sometidos a una regla sean capaces de mantenerse unidos y transmitan esa sensación de seguridad tan beneficiosa para nuestros pacientes». Dos años después de la inauguración del Hospice escribió: «No sabemos si llamarnos comunidad». Y en sentido estricto tenía razón. Por lo general, el término suele designar a grupos de personas unidas por un interés común, que comparten sus bienes y se organizan de acuerdo con determinada estructura. St. Christopher carecía de una estructura formalmente comunitaria, no seguía una regla, no requería votos ni compromiso alguno y sus miembros no compartían sus bienes. Y sin embargo, aunque Cicely no se hubiera propuesto crearla, al menos en cierto sentido era una comunidad, y una comunidad próspera. El Hospice funcionaba como un microcosmos dentro de esa comunidad más amplia que lo contenía gracias a la idea de incluir en él el ala Draper –dieciséis habitacionesapartamentos para personal y voluntarios jubilados y sus familias– y el espacio de juego grupal, donde más de 20 hijos de miembros del personal mayores de 18 meses podían pintar, jugar con la arena, modelar plastilina o leer un libro, o bien distraerse con el conejillo de indias, dos periquitos, dos tortugas y un buen número de peces. Todo ello hacía de St. Christopher un lugar en el que se era testigo del inicio y el final de la vida, en el que las personas eran a la vez alumnos y maestros, asistentes y asistidos; un lugar en el que convivían jubilados y personas en activo, sanos y enfermos. La inclusión del ala Draper, basada en razones prácticas e ideológicas, proporcionaba la presencia constante y reconfortadora de los mayores, al tiempo que el espacio de juego aseguraba a las madres que sus hijos estaban en buenas manos; y en la práctica añadían una dimensión ausente en muchas comunidades: mayores y niños –un recordatorio constante de que el ser es más importante que el hacer– a la vez pacientes y enfermeros. En St. Christopher, la muerte y la vida iban unidas.
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El Hospice es lo que es la gente que forma parte de él. «Somos como un pueblo», decía Cicely. «Quizá no llegues a conocer los nombres de todos, pero sus caras te suenan. Es todo lo contrario a la impersonalidad de las ciudades». Su evolución ha ido acompañada de muchas dificultades y no siempre ha logrado continuar siendo un pueblo más que una ciudad, una familia más que una institución. Pero donde sí ha conseguido conservar esa atmósfera «pueblerina» es en la certeza de que forman varias comunidades –pacientes, personal de sala, médicos, centro de estudios, departamento de investigación, auxiliares, lavandería, administración, equipo directivo–, cada una de las cuales contribuye a su manera. A veces esa contribución puede parecer insignificante, como en el caso de la cocina, que prepara tartas de cumpleaños para los pacientes y comidas para los familiares, «de forma que se sientan como en casa, parte de la familia de St. Christopher»; o el caso de la recepción, que atiende llamadas de los familiares «solo para conversar» o para explicarle a alguien perfectamente desconocido –«porque siempre están dispuestos a ayudar»– el mejor modo de llegar al Hospital St. Thomas desde Hayes. St. Christopher es una comunidad porque así lo sienten quienes forman parte de él y por el orgullo con que quienes lo han conocido lo muestran a los visitantes como si fuera de su propiedad. Gill Ford la llamaba «una comunidad curativa y un club muy especial». En un estudio comparativo llevado a cabo por el Dr. Colin Murray Parkes entre familias de pacientes fallecidos en St. Christopher y familias de pacientes fallecidos en algún otro lugar, el 87% de las primeras piensan que la frase que mejor define al Hospice es la de «es una familia». (En el caso de las familias que no han tenido relación con St. Christopher, esa cifra solo alcanza el 8%). El centro se ha ganado la etiqueta de «comunidad» porque posee un objetivo común: el paciente y su familia: y, si bien lo mismo podría decirse de cualquier hospital, cuenta con un matiz distinto. Uno de los primeros borradores de Cicely se llamaba «proyecto de hospital y hogar», y en eso consiste exactamente. No se trata tanto de separar al paciente de su casa o de una comunidad más amplia como de recibirlo en otra comunidad especialmente diseñada para él. Así lo entendía el obispo de Stepney antes incluso de que St. Christopher echase a andar: «La idea de una comunidad que, con delicadeza e ininterrumpidamente, ayude a los enfermos muy graves a cambiar la seguridad de su hogar por la seguridad de una comunidad adaptada a sus necesidades». Estas necesidades suelen ser tan variopintas, y a veces tan exigentes, que solo una comunidad mixta –la «comunidad de los distintos» de Cicely– es capaz de satisfacerlas. Así lo había comprobado ella en St. Joseph y así quería ponerlo en práctica. En cierta ocasión, un paciente comentó: «Cuando le hablo a mi familia de lo que me preocupa, salgo igual que entré; pero, si se lo cuento a usted, en parte me siento liberado». Esta persona, como tantas otras cuyo sufrimiento espiritual excedía el malestar físico, necesitaba a alguien capaz de mantener el equilibrio entre la protección y la objetividad, alguien familiarizado con sus preocupaciones que le diera seguridad. Y, por encima de todo, necesitaba recibir ayuda de algún tipo de comunidad. Cicely concluía: «No podemos ser útiles si existe un problema que nos hace sentir
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inseguros o que supera nuestras reacciones y responsabilidades. Seremos útiles si podemos decir: «Es la comunidad en su conjunto la que ayuda al paciente, aunque en este preciso momento a mí me toque estar aquí». El cuidado de estos enfermos es una actividad corporativa en la que intervienen todos: las enfermeras velando por la comodidad del paciente, los médicos contestando a sus dudas y prescribiendo la medicación, el sacerdote con sus conversaciones, el fisioterapeuta mejorando su movilidad, el terapeuta ocupacional interesándose por su espíritu, la cocina estimulando su apetito, el centro de estudios transmitiendo sus conocimientos a otros. Alguien del personal de secretaría comentaba: «Yo no me he sentido así cuando he trabajado en una empresa, ni siquiera cuando todos hemos estado implicados en lo mismo. La presencia de la muerte alimenta la unidad». St. Christopher está pensado para que los pacientes se sientan como en casa. A las familias se las anima a visitarlos a cualquier hora del día (excepto los lunes, porque los familiares necesitan descansar un día sin sentirse culpables; por eso los lunes se reservan para la peluquería y otras actividades). Por allí puedes dejarte caer igual que por casa de un amigo: las restricciones son únicamente las impuestas por la cortesía y la consideración, no por la burocracia. También las mascotas son bien recibidas. En cierta ocasión, el propietario de un circo visitó a su padre acompañado de una cría de elefante. Aunque nadie puso objeciones, no consiguieron meter al animal en el ascensor, por lo que el paciente acabó bajando al vestíbulo para verlo. Lógicamente se trata de una excepción; pero en St. Christopher no es raro encontrarte al marido, al hijo, a la nuera, a los nietos y a algún amigo o amiga sentados alrededor de la cama, tomando el té y degustando pasteles probablemente preparados por la cocina del centro, en el que se celebran tanto cumpleaños como aniversarios de boda. En este aspecto, los pacientes disfrutan de la misma libertad con que contarían en sus propias casas y, si se encuentran bien, pueden darse una vuelta por el jardín, tomar algo en el bar, acercarse a Wimbledon o –por supuesto– pasar en casa unos cuantos días, unas cuantas semanas o unos cuantos meses. Lo único que importa es su felicidad y su bienestar. Este ambiente de normalidad queda suficientemente ilustrado a través de estas palabras de Tom West, nombrado subdirector médico en 1973: «La señora B., de 36 años y con tres hijos, ingresó el viernes. Se encontraba muy mal y sufría fuertes dolores. Una vez ingresada comprobamos que el principal motivo de su preocupación no era el sufrimiento físico. Ella y su marido acabaron confesando que no esperaban que les dieran cama tan pronto y la señora B. sentía muchísimo perderse la fiesta de cumpleaños de una amiga que se celebraba la noche siguiente. Contando con el apoyo del personal de enfermería, le dije a la señora B. que no veía razón alguna que le impidiera asistir a la fiesta y le pregunté a qué hora terminaría. ‘Hacia las tres’, fue la respuesta. Procuré ocultar mi sorpresa y le propuse que se fueran a la fiesta y que alrededor de las nueve el marido se pusiera en contacto con la sala para informar del estado de su mujer y decidir si la acompañaba de vuelta o si continuaban la juerga toda la noche. Sobra decir que la mujer fue la última en irse de la fiesta y que, ya entrada la mañana siguiente, volvió a
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ocupar su cama en St. Christopher. De este modo tratamos con éxito el dolor físico, en este caso, importante pero secundario». La flexibilidad por parte del equipo de sala a la hora de asesorar al médico sobre lo que en verdad sería de más ayuda al paciente es un ejemplo de la actitud de la comunidad en su conjunto para que el paciente se convenza de que sigue formando parte del mundo que le rodea, para que se sienta importante y acogido. Lo más valioso que ofrece la comunidad al paciente es su tiempo. A través de su breve pero intensa relación con David y con Antoni, Cicely había aprendido cuántas cosas es posible vivir en poco tiempo y cómo los últimos días de vida pueden ser los más enriquecedores y satisfactorios de todos. En cierta ocasión en que se dirigía a un auditorio en el Whipp’s Cross Hospital para exponer el modo de dedicar esa atención y ese tiempo a los pacientes, uno de los presentes comentó que eso estaba muy bien para ella, porque quizá le sobraba el tiempo (el oyente, ayudado por la unidad de ingresos y los residentes, atendía 90 camas, mientras que Cicely tenía a su cargo 120 prácticamente solo para ella). Y esta fue su seca respuesta: «El tiempo no es una cuestión de calidad, sino de intensidad, ¿no le parece a usted?». Cicely poseía una rara capacidad para escuchar y dar pie a que la gente hablara de sus sentimientos más hondos. Helen Willans, enfermera jefe entre los años 1971 y 1983, cuya contribución a St. Christopher resultó decisiva, sentía una profunda admiración por el modo en que Cicely combinaba profesionalidad e intuición. «Cuando recibe a los pacientes recién ingresados; cuando bromea con ellos y descubre al instante el tratamiento óptimo para sus síntomas; cuando consigue que la familia gane en seguridad, en bienestar y sosiego lo antes posible –pero no con precipitación–, al resto nos hace sentirnos muy pequeños a su lado. Posee una clarividencia absolutamente portentosa. Es capaz de percibir a la primera lo que cada persona está experimentando. De un modo sencillo, pero auténtico, aborda el tema espiritual del amor y la presencia de Dios sin ofender ni poner incómodo a nadie». Aunque a algunos de sus colegas les resultaba de ayuda contar con la presencia de otros miembros del personal cuando trabajaban, a Cicely le gustaba ver a los pacientes ella sola; el Dr. Richard Lamerton, primer residente de St. Christopher, se sentía un auténtico privilegiado si ella le permitía acompañarla mientras realizaba la parte clínica de su trabajo. «Es capaz de sentarse al lado de una persona a la que no ha visto jamás y hacerse amiga suya al instante. Posee la rara cualidad de saber escuchar y lograr que a los diez minutos los pacientes se abran a ella y le cuenten sus miedos, sus secretos familiares y toda clase de cosas: la confianza que, sin ocultar nada, inspira y ese compromiso de acoger a cualquiera con sus problemas, no tienen límites. No importa cuánto tiempo le lleve, cuánto esfuerzo le pueda suponer. Su plena dedicación y su entrega se palpan. Para mí ha sido un ejemplo y un modelo de vida». Quizá parte del secreto de Cicely resida en esta pregunta y respuesta hasídicas que ella misma citaba a menudo. «¿Por qué debemos escuchar a los demás como si estuviéramos mirándolos reflejados en el agua, y no en un espejo? Porque, si miramos su
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reflejo en el agua, tendremos que guardar silencio: el agua se agita con mucha facilidad». Cicely escuchaba en silencio y parecía saber de forma instintiva qué respuesta dar, brindando al paciente la oportunidad de abordar la cuestión de fondo sin tapujos ni temor. A veces, lo mejor puede ser una charla insustancial. En cierta ocasión, Cicely oyó a una paciente (aún conservaba todas sus facultades y, al parecer, el tema despertaba su interés) y a una amiga suya que estaban charlando: «¿Qué me pongo: el birrete de Oxford o el de Londres?». Poco a poco, el tono de la conversación fue haciéndose más sombrío: «¿Cómo será mi muerte?». Y Cicely contestó: «Una mañana se despertará y, en lugar de encontrarse bien, se notará algo más débil. Luego irá empeorando durante un tiempo hasta que un día se dormirá… y eso será todo». La paciente le preguntó: «¿No sufriré ningún dolor?». «Ninguno». «¿Y estaré sola?». «No, no estará sola». Esta conversación tranquilizó a la paciente y sirvió de magnífica experiencia a su amiga. Con frecuencia, la entrega se produce en una sola dirección, pero en St. Christopher piensan que reciben y aprenden tanto como dan. Cicely escribió: «Los enfermos a punto de morir necesitan ayuda y compañía, y los cuidados y la atención de la comunidad, que calmará sus inquietudes y sus miedos para que puedan marchar en paz. La comunidad necesita que los pacientes le recuerden la trascendencia; necesita escuchar y darse a los demás». También Cicely necesitaba a los enfermos, porque le hacían dar lo mejor de ella. Y, si la comunidad y los pacientes se necesitan mutuamente, esa misma necesidad une a la comunidad con los familiares y las amistades del paciente. En St. Christopher se acoge a toda la familia: por un lado, porque la incluyen en el equipo encargado del tratamiento y aprovechan el conocimiento que tiene del enfermo; por otro, porque la alivian del peso terrible de la responsabilidad que implica cualquier enfermedad, porque tranquilizan a los que se sienten culpables por ser incapaces de atender al paciente en casa hasta el final, y porque comparten en la medida de lo posible la tensión emocional y el dolor de una pérdida inminente. St. Christopher está al servicio de toda la familia, no solo del paciente. La bienvenida se la pueden dar en casa si al enfermo se le ha visitado allí o en el consultorio, y lo hacen por teléfono o bien al llegar al centro. Una antigua encargada de admisión recuerda a dos hermanas que fueron a preguntar sobre la posibilidad de ingresar a su madre. Mientras les estaban explicando los trámites, una de ellas dijo: «Estamos salvadas. Yo soy ciega y nada más entrar he notado la seguridad y la bondad que se respiran aquí». La serenidad y la acogida que el edificio brinda a los pacientes saltan a la vista: la profusión de plantas y flores, las esculturas y los cuadros, los recordatorios de quienes han ayudado a St. Christopher: la ventana en memoria de David Tasma, la mujer arrodillada con el nombre de tía Daisy, la placa agradeciendo los pequeños donativos, las alas y las salas bautizadas con los nombres de sus patrocinadores…
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Cuando se espera la llegada de un paciente, bajan una cama calentita al vestíbulo, donde aguarda la enfermera jefe para saludarle a él y a su familia, acompañarlos a la sala y presentarles a los demás pacientes y a los familiares que se encuentren allí en ese momento. El papel que desempeña el personal de recepción queda reflejado en la encuesta del Dr. Parkes: el 85% de las familias cuyos parientes han fallecido en St. Christopher conocían al recepcionista, mientras que fuera de allí la cifra alcanza solo el 13%. Todo St. Christopher da la bienvenida: desde los ladrillos hasta el director médico. El Departamento de Trabajo Social se hace especialmente responsable de los familiares, intentando mantener unidos a quienes la enfermedad ha separado. La comunidad de St. Christopher juega un papel fundamental en esa terapia, no limitándose a hacerse cargo del cuidado del enfermo, sino procurando que los familiares se incorporen al equipo. A pesar de la formación recibida como trabajadora social, pasó mucho tiempo antes de que Cicely reconociera la labor de estos profesionales, convencida de que su trabajo podía ser compensado por el de los médicos y las enfermeras. Pero su carácter abierto la animó a prestar oídos a Elizabeth EarnshawSmith, miembro destacado de la profesión, cuando se presentó para el puesto de directora de trabajo social. A Elizabeth Earnshaw-Smith le preocupaba que el Hospice más importante del mundo minusvalorara el trabajo social y pensaba que el departamento debía estar dirigido por un trabajador social, y no por un directivo cualquiera. Solo así –razonaba ella– contaría con el prestigio necesario para relacionarse con los profesionales tanto de St. Christopher como del mundo exterior. Dice mucho de Cicely y de su junta directiva la flexibilidad que demostraron no solo nombrando directora a Elizabeth, sino dándole también la libertad necesaria para organizar según su criterio el departamento, que constaría de un director especializado en terapia grupal y familiar y en labores psiquiátricas, un ayudante y un coordinador de la unidad del dolor. Este equipo era teóricamente responsable de las necesidades sociales de más de 120 familias a la vez, 62 de ellas con alguno de sus miembros en St. Christopher y cerca de 60 con el enfermo en casa, a cargo de la asistencia domiciliaria. En la práctica, no todas las familias precisaban la labor de los trabajadores sociales y, como estos sabían muy bien, en algunos casos presionar para que se acepte una ayuda puede resultar humillante. Cuando el Departamento de Trabajo Social establecía contacto con una familia, procuraba descubrir sus puntos fuertes antes que los débiles –por ejemplo, la forma en que habían afrontado crisis anteriores–, haciendo hincapié en una actuación conjunta basada en sus fortalezas. El equipo escuchaba y trabajaba con la familia antes que para la familia, salvaguardando siempre su independencia y su dignidad. Normalmente empezaban conversando a fondo y con sosiego con cuantos miembros de la familia lo desearan, a quienes se sumaban un médico, una enfermera, un trabajador social de St. Christopher y, en caso necesario, el trabajador social y la enfermera de distrito. Allí se trataban temas prácticos: económicos, domésticos, trámites para una instalación telefónica, asesoramiento sobre subvenciones destinadas a necesidades especiales o
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coordinación de los servicios comunitarios para quienes viven solos, e incluso planes de vacaciones de los pacientes y sus familias. En colaboración con los equipos de sala, permanecían atentos para identificar problemas emocionales concretos o personas de grupos de riesgo; por ejemplo, ancianos cuyo único familiar superviviente estaba agonizando, gente con ansiedad crónica o problemas psiquiátricos, o adolescentes en plena lucha por su libertad que se sienten culpables cuando el padre o la madre, de cuya vigilancia están intentando zafarse, enferma en ese momento. La asistencia prestada por el centro tenía como objeto la mejora de la calidad de vida que le quedaba al paciente, lo cual en parte exigía de sus familias pasar el mayor tiempo posible con él. «Así la imaginación es sustituida por una realidad más fácil de aceptar, por unos síntomas que se conocen, se entienden y se controlan mejor, por ansiedades compartidas, por preguntas con respuesta y planes de futuro». Si había tensiones entre los familiares, se resolvían: una reconciliación previa a la muerte hace la despedida más soportable. La labor no termina con la muerte del paciente, como tampoco se tratan la muerte y el duelo por separado. Ambos están relacionados con la pérdida: en el caso del paciente, la pérdida de su propia vida y, en el de quienes sobreviven, la pérdida de una vida sin él. Tras la muerte del ser querido, la familia continúa recibiendo apoyo. Los primeros lunes de mes se celebran las reuniones informales del Club del Peregrino, al que pasan a pertenecer automáticamente pacientes, familiares y personal; en ellas, las familias tienen ocasión de conocer a los miembros del personal y –lo que es más importante– de tratarse entre ellas y compartir juntas su pena, su confusión y, si Dios lo quiere, sus progresos. El centro dispone también de otra ayuda organizada: el servicio a las familias, dirigido en sus inicios por el prestigioso psiquiatra Dr. Colin Murray Parkes, especialista mundial en el dolor. Después de leer uno de sus artículos, Cicely se puso en contacto con él y descubrió que compartían las mismas ideas tanto sobre el paciente como sobre la familia, tomados ambos como una unidad. El Dr. Parkes pasó a formar parte del personal nada más abrirse St. Christopher, donde trabajaba un día a la semana, y se convirtió en un puntal de la asistencia a domicilio, de la formación de alumnos y enfermeras y de la labor de investigación. A veces el Dr. Parkes colaboraba con los equipos de sala para ayudarles en los casos de pacientes que sufrían trastornos psíquicos agudos. Fue él quien introdujo la idea –que en 1973 se consideró revolucionaria– de emplear voluntarios en el asesoramiento del dolor. Al principio formaban voluntarios salidos de entre las filas de St. Christopher; más tarde, animados por otros Hospices, comenzaron a organizar búsquedas exhaustivas de voluntarios entre la gente en general. Por entonces contaban con 14 voluntarios especializados que trabajaban conjuntamente con las enfermeras, los trabajadores sociales y los capellanes, al tiempo que formaban a otros más. No es de extrañar que este centro, fruto del dolor y las pérdidas sufridas por la propia Cicely, dedicara tantas energías al apoyo de los deudos. Gracias a su estatus benéfico, St. Christopher contaba con muchas más horas de ayuda prestadas de forma voluntaria, de las que los sindicatos impedían que dispusiera el
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Servicio Nacional de Salud. El servicio de voluntarios, dirigido por Sheila Hanna, se inauguró al mismo tiempo que el centro y contaba con más de 200 personas que aportaban cerca de 34.000 horas de trabajo anuales. Hacían de chóferes, ayudaban en el salón de té de la sala de peregrinos y, en general, en los distintos departamentos. Algunos disfrutaban tanto que eran ellos quienes se sentían beneficiados. Cicely pensaba que a quienes trabajan allí el duelo les resulta terriblemente duro. «De hecho, yo también armé un escándalo después de la muerte de Antoni». En ocasiones, también el fallecimiento de un paciente era motivo de un profundo dolor: tal fue el caso de la señora Medhurst, la primera en llegar a St. Christopher, donde pasó tanto tiempo que acabó formando parte de la comunidad en el sentido más estricto. Lo mismo sucedía cuando se producían varias muertes en un corto espacio de tiempo. ¿Quién cuida de los cuidadores? Por decirlo brevemente, y como en cualquier comunidad que merezca este nombre, los unos velan por los otros. Una enfermera que estuvo poco tiempo escribió: «¿Cómo explicar con palabras lo mucho que aprendí sin ruido alguno? Por supuesto que esperaba ver que cuidaban de los enfermos, pero la sorpresa llegó cuando automáticamente yo también disfruté de la atención y el cariño palpable de los demás». Un miembro del personal administrativo, que llegó a decir que al principio le irritaba el interés constante y claustrofóbico de los demás por su bienestar, no tardó demasiado en reconocer su valor. Los que trabajan ininterrumpidamente con enfermos crónicos y en fase terminal acaban agotados, consumidos y desvalidos ante tanto sufrimiento, y a veces son incapaces de soportarlo. El que la mayoría posea una perseverancia tan notable obedece, por un lado, a un reclutamiento bien realizado, pero también al hecho de trabajar codo con codo con gente que comparte sus dificultades. Había quien opinaba que el personal de St. Christopher no recibía apoyo suficiente, pero la postura de Cicely respecto a este tema era tajante: «Si no eres capaz de aguantar el calor, sal de la cocina y deja que los demás continúen guisando». El apoyo procedía de los propios pacientes: de hecho, Tom West decía que su coraje y su interés por los demás constituían el principal sostén. El Dr. Parkes pensaba que, en una comunidad dedicada al cuidado de los demás, la pregunta de quién cuida a quién siempre queda abierta. «Los pacientes se preocupan de las familias y de los médicos, y los médicos, de las familias. Formamos un entramado que crece y se enriquece gracias a la asistencia mutua. Lo único que me diferencia de estos enfermos es que ellos van a llegar arriba antes que yo». Cicely siempre recibía consuelo de los pacientes, como en el caso de Ted Holden, víctima de una enfermedad neuromotora –una ELA–, a quien estuvo acudiendo para contarle sus preocupaciones y sus inquietudes a lo largo de los cuatro años y medio que pasó en el centro. Cicely siempre salía edificada. ¿Qué clase de gente decide dedicar su vida a estos enfermos? ¿Cuáles son las cualidades que les proporcionan las fuerzas para hacerlo? Este es uno de los criterios seguidos en el reclutamiento: no valen quienes tienen fácil respuesta a las preguntas
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sobre la vida y la muerte que irán surgiendo, como no valen tampoco quienes no se enfrentan a ellas. Los más aptos son los que no pretenden saber, los que buscan respuesta a esas preguntas sin intentar esquivarlas. El Dr. Winner decía que enseguida aprendían a evitar a quienes intentaban sortear los problemas, porque entonces la cosa acababa en desastre. «Hay que contar con personas razonablemente equilibradas que tengan fe en algo, aunque solo sea una fe humanista; que no teman ni a la muerte ni a los que van a morir; y que estén preparadas para afrontar el trauma que supone la muerte de alguien querido». Aunque las razones para formar parte de St. Christopher eran tantas como el número de personas que trabajaban en él, había una que se repetía invariablemente: la propia Cicely. «Es como el flautista de Hamelín», decía el profesor Stewart. Sobre todo en los inicios, el camino era uno: Cicely comentaba que parecía que estuvieran «destinados» a participar en el éxito de su proyecto. Se sentían atraídos por lo que intentaba hacer, sí, pero querían hacerlo con ella, convencidos de que era la guía y autora de la idea. Cicely arrastraba a la gente y conseguía ilusionarla. Es fácil olvidar que en los inicios Cicely era la única persona con conocimientos en relación con los cuidados paliativos. Barbara McNulty, una de las primeras enfermeras jefe, decía: «De ella no se aprendía una única cosa, sino toda una actitud ante la vida, toda una cultura religiosa, toda una experiencia médica, toda una actitud ante la muerte y los enfermos que van a morir que era de alguna manera novedosa y, sin duda, contagiosa y expansiva. Estar con ella era enriquecedor por el conocimiento que tenía de la gente, por su sensibilidad y su profundo amor hacia los demás». Cicely era una persona carismática cuya guía impregnaba St. Christopher y todo lo que significaba. El Dr. Klagsbrun, profesor adjunto de psiquiatría de la Escuela de Medicina de la Universidad de Columbia, entendía muy bien esta faceta de Cicely, a quien conoció en 1963, en el transcurso del primer viaje que esta realizó a Norteamérica. Klagsbrun pensaba que la personalidad de Cicely constituía uno de los pilares fundamentales. «La Dra. Saunders es fuerte, valiente y perseverante, y habrá quien la considere incluso terca. Es elocuente y tiene una fe y una confianza absolutas en su mensaje. Persigue sin tregua sus objetivos y le importan poco las opiniones de otros, si ponen en peligro su labor. Tiene un manifiesto sentido del humor y, en caso necesario, un agudo ingenio. Estas cualidades han sido decisivas para la fundación del St. Christopher’s Hospice. Con todo, la Dra. Saunders no es consciente de la importancia de su personalidad o de las consecuencias de su liderazgo en el campo de los cuidados médicos de pacientes que se enfrentan a la muerte». Si Cicely ignoraba la importancia de su personalidad, era probablemente porque, a pesar de su historial de éxitos, siempre actuaba con modestia y se negaba a convertirse en una figura de culto, como así lo demuestran las dos anécdotas siguientes: el Dr. William Lamers, uno de los primeros norteamericanos en emular los métodos de St. Christopher, se encontraba en San Francisco con un grupo de gente interesada en crear su propio Hospice. Durante la recepción organizada en honor de Cicely, celebrada sobre
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un acantilado con vistas al Golden Gate –un sitio magnífico–, el alcalde pronunció un discurso laudatorio, declaró aquel día «el día Saunders», presentó a Cicely con un pergamino ilustrado y luego la invitó a hablar. «Han sido ustedes muy amables conmigo, pero ahora me toca a mí ser antipática». Y se puso a recordarles que con tanta retórica se habían olvidado de los pacientes, a quienes no habían ni siquiera mencionado. Los puso en su sitio y punto. En otra ocasión, en Inglaterra, una norteamericana se acercó a ella tímidamente y le preguntó: «¿Es usted la Dra. Saunders? ¿Me permite tocarla?». A pesar de una pregunta tan patética, la mujer jamás hubiera podido imaginar la respuesta que recibió: «No. Muerdo. No soy ningún personaje de culto». Aun siendo modesta, a veces también podía mostrarse implacable, como señalaba el Dr. Klagsbrun. Lo cual no resulta sorprendente. Cualquiera con el coraje y la perseverancia necesaria para inaugurar una nueva dimensión en el campo de la medicina es probable que ponga el fin por delante de los medios y provoque tensiones. Cicely esperaba de las personas tanto como de ella misma. St. Christopher solo se conformaba con lo mejor. Lo que sí es sorprendente es que no siempre manejara ese tipo de situaciones con su amabilidad y empatía características. «No parecía darse cuenta de los devastadores efectos que podía ejercer en los demás», decía uno de sus amigos. El Dr. Richard Lamerton, que era una persona honesta y sincera –a veces demasiado–, aseguraba que Cicely no le inspiraba sino «obediencia y respeto. A los pocos meses de su nombramiento, comentó que él era la persona que tanto habían pedido en sus oraciones. Entonces ella le contestó: ‘No sé por quién rezaríamos, pero desde luego no por usted’. O aquella vez en que Cicely, mirándole desde tan alto como le permitía su envergadura, le dijo: ‘Se me había olvidado lo desagradable que es usted’». La lucha que mantenía en contra de su timidez y su inseguridad la llevaban a provocar situaciones incómodas e incluso a mostrarse cruel con los demás. No pretendía herir: simplemente, parecía incapaz de controlarse. Un antiguo capellán recordaba haberle oído decir que en su próxima vida se pasaría los primeros 100.000 años pidiendo perdón. A mucha gente le intimidaba su presencia, su manera de ir al fondo de las cosas y su tendencia a humillar a la gente, a veces hasta públicamente. Había quienes reconocían que mostrándose más mordaces o contestando con mayor sinceridad quizá hubieran roto ese círculo vicioso en el que, de manera inconsciente, Cicely parecía confabulada con sus propias víctimas. Su trato con los pacientes, con quienes sufrían o lloraban, era excepcional: siempre estaba dispuesta a proporcionar apoyo y consuelo tanto a sus amigos como al personal, en esas situaciones sabía siempre cómo actuar y qué ofrecer. Pero se irritaba con quienes la defraudaban o molestaban por algún motivo y ellos a su vez no conocían su vulnerabilidad. Cicely, consciente de su defecto, se sentía pesarosa y a la vez bastante perpleja. En los inicios, durante una conversación con Madge Drake, Cicely le preguntó cuál era, en su opinión, lo que podía ser el mayor obstáculo para el éxito de su proyecto. «Las
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relaciones personales», contestó Madge, que la conocía bien y a quien le hubiera gustado que Cicely fuera más amable con la gente. «Siempre se muestra comprensiva cuando se trata de sus pacientes, pero con los demás a veces le falta empatía. Puede llegar a ser muy brusca. El empeño que pone en hacer bien su trabajo la lleva a pasar por encima de todo lo que suponga un impedimento». Cicely era un mar de contradicciones, aunque en el juego de los contrarios y en sus tensiones residía gran parte de su creatividad y muchas de las cualidades que hacían de ella una guía estimulante y en ocasiones difícil. Sabía bien cómo compartir los sentimientos ajenos, pero al mismo tiempo era despiadada, audaz a la vez que retraída. Ponía mucho cuidado en los detalles y siempre estaba abierta a nuevas ideas, pero no quería perder el control de las cosas. Sentía interés por la tecnología y también por el espíritu, por lo práctico y lo intelectual, por la autocracia y la democracia. Cicely decía de sí misma: «Si algo he sabido conseguir del personal es hacerle más fuerte». Y es bien cierto que los que sobrevivían acababan por crecer. Su capacidad para dejar que la gente desarrollara sus aptitudes personales y sus áreas específicas de trabajo contribuía a obtener de St. Christopher los mejores frutos. En ese aspecto, Elizabeth Earnshaw Smith tenía mucho que agradecerle; como también Barbara McNulty, responsable del servicio de atención domiciliaria. Barbara, mujer de carácter, sabía intuir cómo deseaba Cicely que se hicieran las cosas, pero también que solía dejar libertad a los demás en su trabajo. «Era autocrática, es autocrática, y a veces se cogía un berrinche si algo no se hacía conforme a su criterio. Pero tiene otras facetas: es humilde, indecisa y está convencida de que, si algo es bueno, el Señor lo sacará adelante; y, si no lo es, no prosperará. Eran las cosas pequeñas las que la ponían nerviosa, cosas insólitas. Yo la entiendo muy bien, porque a mí me ocurre lo mismo. La maceta colocada en el sitio que no le corresponde… ese tipo de cosas. Lo importante lo deja en manos del Espíritu Santo y, como Él no tiene tiempo para macetas, Cicely se ocupa de ellas. A pesar de su autocracia, que al personal administrativo más cercano a ella le debe de haber resultado muy difícil de encajar, deja correr las cosas o propone una idea y la pone a caminar». Cuando se abrió St. Christopher, Cicely carecía de experiencia administrativa, pero uno de sus mayores dones era la disposición a cambiar y crecer. Y con los años desarrollaría su capacidad de liderazgo como tantas otras. Pero uno de sus milagros residía en que, a pesar de las tensiones, siempre reinaba en él una serenidad palpable. En los primeros tiempos, C. V. Butler pedía para el centro «no una paz constante, pero sí de fondo». Y eso fue lo que Cicely consiguió. St. Christopher no era solo el hijo de Cicely, sino también su hogar y su familia. Además de femenina, Cicely era una mujer hogareña y dio al centro el tono de una casa propia llena de niños y de amigos. Todas las Navidades se organizaba una representación y el personal recorría las salas cantando villancicos a la luz de las velas. Contemplar la expresión de gozo del rostro de un agnóstico convencido, gravemente enfermo, da una idea de lo que aquello significaba. A los pacientes se les animaba a celebrar fiestas, no
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era raro encontrar un vaso de güisqui junto a la cama de alguno y una vez a la semana se abría el bar. Y siempre el cuidado de los detalles. Lucie Wallace conservaba el vivo recuerdo de Cicely, enfrascada en la búsqueda de miles de libras para la construcción del centro, soltando a la hora de la cena un montón de patrones sobre la mesa del café. «Imagínate que estás enferma, en la cama y no te encuentras bien. ¿Qué cortinas preferirías?». Joan Steel, la primera responsable de sala, en cierta ocasión en que disponían de pocas enfermeras y tenían mucho trabajo, se encontró encima de su mesa una nota de Cicely: «A Betty le gustaría que le pintaran las uñas». Kitty Cole, secretaria suya durante muchos años, contaba que, cuando recorría las salas, siempre llevaba collares. «Al paciente le gustan mucho más que los estetoscopios». Ese amor por los detalles acabó convirtiéndose en tradición. Al año siguiente de la muerte de un ser querido, la familia recibía una tarjeta; y a todo el personal, voluntarios y residentes, se les enviaba una tarjeta de felicitación el día del aniversario de su llegada, muchas de las cuales se conservaban como un tesoro, pues estaban manuscritas por Cicely con todo su cariño y agradecimiento. También cuando se cumplía cierto período de tiempo, todo el personal recibía la «insignia Verena Galton» (Verena Galton fue la primera enfermera jefe, que atendió durante años a la señora G. y, en 1969, contrajo matrimonio con su viudo, Jack Galton, el auxiliar jefe; tras su trágica muerte, parte de las 2.000 libras recogidas para su fondo memorial se invirtió en aquellas pequeñas insignias de plata y esmalte). En el Hospice, como en cualquier familia, había tensiones: nadie puede irritar, herir o enojar tanto como un miembro de la propia familia. Pero, también como en cualquier familia, basta con que reciba un ataque procedente de fuera, basta con que alguien la maltrate o critique para que todos cierren filas. Una o dos veces al año, el Dr. Klagsbrun viajaba desde Estados Unidos para ofrecer al personal la oportunidad de tratar los problemas que afectaban a su trabajo con alguien ajeno a la comunidad. Tal era su agudeza para detectar tensiones que todos le consideraban el termómetro de la marcha de las cosas. Cicely, a quien le había impresionado oírle cuestionar las cualidades de un grupo religioso norteamericano, creía que también St. Christopher necesitaba una visión irreverente de ese tipo. Por eso, animaba a todo el personal a exponer sus quejas, lanzar sus dardos contra el equipo directivo e incluso a representar psicodramas en los que ellos mismos desempeñaban el papel de directores médicos. A pesar del aliento de Cicely, al principio la típica reserva británica, unida al temor de lo que podría ocurrir en caso de ir demasiado lejos, les hizo inhibirse totalmente: sencillamente, se sintieron incapaces. Pero Cicely continuó insistiendo, lo que hizo crecer aún más la admiración que el Dr. Klagsbrun sentía por ella. «Como le daban largas y, aun queriendo hacerlo, no lo hacían, y como seguían existiendo barreras, Cicely fue capaz de superar su oposición a los sistemas igualitarios y, a pesar de que no le gustan nada, los tolera».
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Oigamos, para finalizar, las sabias palabras del obispo de Stepney sobre la comunidad de St. Christopher. «Lo que caracterice a esta comunidad ha de ser que sus miembros aprendan a alcanzar la eternidad y se enseñen mutuamente y a los demás cómo prepararse para ese viaje. El personal prestará ayuda a la comunidad y recibirá ayuda de ella; cada uno reconocerá y valorará la aportación de los demás… será una comunidad educativa en la que la Iglesia junto con los profesionales de la medicina se ocuparán de todos los aspectos relacionados con el cuidado de las familias y el paciente podrá aprender a afrontar los misterios de la vida y de la muerte plenamente y en paz».
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St. Christopher: una fundación cristiana Podemos morir gozosamente si Dios va a vivir y a obrar en nosotros… morimos, sí; pero la muerte es dulce. Frank Zfeiffer, Meister Eckhardt
St. Christopher encarna un ideal religioso: el ideal religioso de Cicely. Su viaje espiritual ha quedado plasmado en St. Christopher, reflejo del espíritu de su fundadora: no se pueden separar el uno de la otra. La fe profunda y los sólidos principios de Cicely, junto con su modo de manifestarlos, alimentaban una tensión entre contrarios que algunas veces resultaba fructífera y otras, destructiva. Si los arrolladores efectos de su dinámica vida espiritual beneficiaron al proyecto, también le acarrearon la clase de problemas de los que ninguna comunidad religiosa suele librarse. Una de las ironías de la vida de los santos y los visionarios es que unos y otros suelen poseer una faceta mezquina e indigna de ellos. Lo cual no debería sorprender a nadie. Lo que el psicólogo suizo C. G. Jung denomina «la sombra» –esa zona inconsciente del potencial no vivido que oculta buena parte de lo más bajo y reprimido que hay en nosotros– se hace, como toda sombra, mayor donde hay más luz. Era difícil vivir coherentemente la postura religiosa de Cicely: si ella se exigía a sí misma, también podría exigirles a los demás, y especialmente a quienes tomaban parte activa en la vida espiritual del centro. Quien quisiera introducir algún cambio en la capilla o en el ritual del culto debía andarse con mucho cuidado: a pesar de su tolerancia religiosa, Cicely tenía sus propias ideas con respecto a la forma de hacer las cosas. Una de sus cualidades más admirables era cómo, cumplidos ya los sesenta, fue capaz de continuar creciendo, cambiando y evolucionando. Antes de abrir el Hospice, Cicely había pasado de una rígida doctrina evangélica a una postura muy diferente: «Nadie debería pensar en imponer su fe a los demás, y menos aún cuando estos se encuentran desamparados; pero quienes detrás de esos misterios descubren un amor, un sentido y un
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fin, son testigos de cómo muchos de sus pacientes hallan, cada uno a su manera, el consuelo y la paz». Después de su conversión, durante más de una década Cicely buscó su alimento espiritual en la iglesia evangélica de All Souls, en Langham Place, cerca de su casa. Entusiasta, diligente y cumplidora, trabajó durante un tiempo como asesora de Billy Graham. Pero a partir de los 50 las lealtades de Cicely fueron tensándose cada vez más y la muerte de Antoni acabó rompiéndolas. «Tras la muerte de Antoni, volví a All Souls totalmente hundida: necesitaba experimentar, junto con la comunión de los santos, el apoyo de toda la Iglesia, pero no pudo ser. Allí lo que primaba era la relación personal de cada uno con Dios; yo nunca le planteé a Dios directamente el «porqué» y simplemente acudí a All Souls deseosa de sentirme de alguna manera en comunión con Antoni: pensaba que en el servicio eucarístico podría acercarme a él. Recuerdo que, de las dos plegarias que contiene el Libro de Oraciones de 1662 para el día de Todos los Santos, una de ellas habla de la comunión de la Iglesia y la otra, no. Y fue esta última la que eligieron, lo que me entristeció aún más. No podía comprender que no se dieran cuenta de la importancia de la Iglesia como un todo. No se trata solamente de una relación de tú a tú con Dios: se trata de algo más». Luego estuvo frecuentando durante un tiempo Christchurch, en Lancaster Gate, donde Tony Bridge[1] (más tarde deán de Guildford) pastoreaba a sus entusiastas feligreses. Cicely aún no estaba preparada para desprenderse del todo de sus raíces evangélicas y, pasado el tiempo, contaría cómo, en el curso de una conversación con Tony Bridge mantenida en la rectoría, este se puso a «desmitificar» ciertos elementos de la Biblia. Cicely comenta apenada: «Y eso que se suponía que era una estrella». Su padre acababa de fallecer y aún se estaba recuperando de la pérdida de Antoni y de la señora G.: «Sencillamente, no me sentía capaz de romper con todo». Entonces subió un peldaño más en la escala litúrgica y, por sugerencia de un sacerdote que había conocido en Grandchamps, acudió a una iglesia anglocatólica en Connaught Square, cerca de su casa, donde se sintió muy a gusto durante dos años, aunque según ella «no sin ciertos titubeos»; hasta que llegó un sacerdote nuevo que, deseoso de conocer a sus feligreses, tras el servicio religioso se apostaba en la puerta para estrechar manos e interesarse por todos, preguntándoles su nombre uno a uno. Este hecho en apariencia tan nimio fue la gota que colmó el vaso para Cicely, de modo que acabó refugiándose en el anonimato que le ofrecía Westminster Abbey. Su deseo de pasar oculta procedía de lo más íntimo y no tenía que ver ni con la modestia ni con la timidez. Cicely no era una persona analítica que se obsesionara con sus sueños y tampoco solía recordarlos; pero sí se le quedó grabado uno, largo y muy real, acerca de un viaje –los viajes aparecían de modo recurrente en sus sueños– en el que, después de abandonar algo parecido a una prisión, caminaba por una carretera diciéndose: «Se me ve demasiado, debo hacerme aún más invisible», mientras el polvo iba cubriéndola. Cicely estaba convencida de que St. Christopher y la atención a los enfermos desahuciados eran más importantes que ella y que Dios era infinitamente más importante que ella y que el Hospice (lo que quizá parezca una obviedad, pero ¿de
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cuántas personas que han abierto brecha se podría decir lo mismo?). Ella intentaba hacer sin más lo que honestamente creía que era la voluntad de Dios, como lo prueba la amable anécdota que sigue: uno de los miembros de la Organización Nacional de Hospices norteamericana que se carteaba con ella le habló de su intención de dedicar el libro que estaba escribiendo a Elisabeth Kübler-Ross, a la madre Teresa y a la propia Cicely conjuntamente y le pedía una foto suya. A vuelta de correo, ella le contestó: «El Hospice es obra de toda la comunidad, y no exclusivamente mía»; y acompañaba una foto de St. Christopher. Esta profunda y sincera humildad ante Dios la condujo a lo que Elisabeth EarnshawSmith llamaba «una postura religiosa independiente de la iglesia institucional que le permite tomar de otras creencias lo que considera necesario». Al margen de una serie de problemas teológicos (sobre el infierno: «Existe, pero está vacío. El infierno significa la separación de Dios, y Dios no quiere que haya nadie allí a menos que ellos mismos lo deseen –cosa que es imposible después de haberle visto a Él»–; o sobre María: «Es complicado: el epítome del dolor viendo a la gente sufrir»), Cicely se consideraba una «cristiana de base» y, aunque se describía anglicana, no por eso dejaba de agradecer sus años de cristiana evangélica ni de sentirse atraída por el catolicismo, aunque «jamás podría aceptar que exista un único camino». Para Cicely, tal y como reflejaban sus sueños, la vida era un viaje sin término: de hecho, cumplidos los sesenta acabaría abrazando todas las creencias, convencida de que cada una de ellas llevaba a Dios. Le encantaba que uno de los pacientes fundadores (David Tasma) y su presidenta (Dame Albertine Winner) fuesen judíos, y en su antología de lecturas sobre el sufrimiento incluía, junto a autores cristianos, otros chinos, judíos y agnósticos, lo cual era reflejo tanto de su amplitud de miras como de sus simpatías. En lugar de imponer su fe, dejaba a todo el mundo plena libertad para encontrar la propia. Por otro lado, era el cristianismo el que la llevaba a decir que St. Christopher estaba «plenamente comprometido con la idea de que en Jesús de Nazaret Dios conoció la vida humana y las debilidades últimas de la muerte tal y como las conocemos nosotros; y lo hizo por todos los hombres, fueran o no creyentes». En un libro principalmente dirigido a los profesionales de la medicina citaba a Isaías: «En todas las tribulaciones de ellos no fue un mensajero ni un ángel, sino su rostro quien los salvó»; y continuaba: «Solo un Dios cuyo amor comparte todo el dolor desde lo más hondo puede responder a nuestras dudas y preguntas, no porque lo comprendamos, sino porque nos fiamos». Cuando muere cualquiera, tiene sentido decir «este es mi cuerpo», y los cambios que se van operando en él no dejan de hablarnos de una Resurrección que acabará redimiendo y abarcando toda la creación. Ese es el filo del insondable abismo de divinidad con que nos encontramos en nuestra experiencia diaria, el más allá en medio de nosotros». El cristianismo de Cicely era de tipo práctico. Algunas de sus experiencias (su conversión, tras la muerte de David, en su relación con Antoni y en Suiza, antes de la muerte de su padre) se podrían llamar místicas; pero, por importantes que fueran, para Cicely ser cristiano significaba ante todo responder a la llamada de Dios sin despegar los
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pies del suelo, y si aquello exigía siete años de formación antes de convertirse en médico y algunos más de peleas con la burocracia y las grandes empresas para levantar un Hospice, eso haría. Sabía de la especial responsabilidad que la Iglesia tenía para con los enfermos a punto de morir, como sabía que ella estaba llamada a trabajar por ellos, convencida de que, «cuando Dios llama, da la fuerza». La máxima de «Dios ayuda a quienes se ayudan a sí mismos» le atraía: Cicely pensaba que somos independientes de Dios tanto como dependemos de Él. Disponer de esa libertad conlleva la responsabilidad de responder a la vocación; y Cicely respondió con esa combinación habitual en ella de saber actuar cuando se sentía llamada a ello, y saber escuchar y aguardar hasta ver muy claro el movimiento siguiente. Aunque tenía algo de esa «fe que mueve montañas», no se sentaba a esperar que las cosas le vinieran dadas. Una de las homilías que escuchó en la Abadía de Westminster causó un fuerte impacto en ella: «Describía la fe que mueve montañas de un modo totalmente nuevo para mí: cierta persona que se hallaba contemplando una montaña sobre un acantilado se empeñó en que había que trasladarla hasta el mar, así que tomó una pala y, carretilla a carretilla, fue arrojándola por el precipicio. Aunque comenzó trabajando solo, más tarde se le unió otro, y luego dos más que, en lugar de reírse de él, descubrieron la necesidad de hacer aquello. Después vinieron otros y, creyendo que se trataba de algo factible, se unieron también a él. Hasta que por fin la montaña dejó de existir». Sin duda las palabras de aquella homilía eran perfectamente aplicables al proyecto y la construcción de St. Christopher. En Cicely, la tensión entre las dimensiones externa e interna de la vida espiritual parecía estar resuelta. «Nos conocemos muy poco a nosotros mismos, y menos aún a Dios. A veces el modo de encontrarle pasa por estar dispuestos a sondear nuestro interior. Si somos capaces de hallar la auténtica fuente de nuestro propio ser, quizá encontremos algo de lo que nos une con el Hacedor de todas las cosas. Pero existe otro camino que para muchos resulta menos arriesgado: el conocimiento de los demás. Posiblemente encontremos a nuestro Dios Encarnado en los demás antes que en las palabras o las ideas. Creo que responder a la llamada a través de los pacientes, tanto en sus necesidades como en sus logros, es hallar para nosotros un lugar de salvación» (una de las expresiones que reflejan la modestia de Cicely y suelen inducir a error es ese uso del «nosotros» en lugar del «yo». Durante sus conversaciones con los pacientes, con frecuencia Cicely huía del protagonismo con expresiones como «nos ha dicho…»). Nadie ha dudado nunca que, desde un punto de vista legal, St. Christopher sea una fundación religiosa y médica a la vez. En sus estatutos la asociación se compromete a promover el bienestar de quienes sufren «proporcionando, alentando y colaborando en la ayuda y la guía espirituales de quienes residan (sean o no pacientes) o trabajen en cualquiera de los hogares arriba mencionados». A tal fin prometen «crear o adaptar un edificio o local para uso de la asociación como iglesia o capilla aptas para el culto cristiano».
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Estas pocas líneas, fruto de las reflexiones de principios de los sesenta, apenas reflejan el lugar que la religión ocupa en St. Christopher. Era ese enfoque religioso de la vida el que impregnaba cada aspecto del proyecto antes incluso de sus comienzos. Un St. Christopher agnóstico habría sido como el pan sin sal. De algún modo, el primer aliento de ese espíritu religioso se remonta al año 1945, cuando en agradecimiento a su conversión Cicely se planteó qué hacer con su vida. Durante los tres años que transcurrieron a la espera de una respuesta y los diecinueve que empleó en ir construyendo un contexto en el que concretarla, ese aliento la acompañó siempre, sirviéndole de inspiración tanto a ella como a quienes la rodeaban. Antes de abrir la primera zanja, el obispo de Stepney expresaba así el propósito del Hospice: «Atender a todas las personas a cuyo servicio estaremos para que sean capaces de perder el temor a la muerte y descubrir en ella no el final de la vida en este mundo, sino el inicio de una vida más plena en el mundo que ha de venir». Apenas dos días después de su apertura oficial, Cicely escribió al obispo: «Hoy tenemos nuestro primer servicio eucarístico con dos pacientes que trasladaremos en sus camas desde las salas: lo más importante lo hemos logrado». La adopción de esta postura religiosa queda simbolizada en el lugar central que ocupa la capilla en St. Christopher: un gran espacio que, después de la ampliación de 1973, se extiende a lo largo de medio edificio. De frente y ligeramente por debajo del nivel de tierra, resulta claramente visible a quien se dirija al centro o pase por delante de él. La habitación es sencilla, pero no severa. Solo existe una imagen: un tríptico en el que se muestran unidas la Encarnación, la Crucifixión y la Resurrección. Consta de un altar, un crucifijo, numerosos asientos y espacio suficiente para manejar camas y sillas de ruedas. Ahora como entonces, la capilla es una tabula rasa que refleja la esencia de la fe, pero concede a cada uno plena libertad para darle su propio significado al despojarla de símbolos que, aun siendo de ayuda a unos cuantos, a otros les resultarían confusos. Se trata básicamente de una capilla ecuménica que responde a la intención con que fue dedicada en una ceremonia celebrada conjuntamente por el obispo de Stepney, un ministro metodista y el padre Learn, el capellán católico, unas semanas antes de que la princesa Alexandra inaugurara el centro. El ritual utilizado, compuesto por el consejo de capellanes, fue sometido a la aprobación de la jerarquía anglicana, católica y de la Iglesia Libre. De este modo St. Christopher hacía oficial su manifiesta intención de permanecer abierto tanto a personas de cualquier creencia religiosa como a no creyentes: no era una simple cuestión de ecumenismo por defecto. «Debemos recordar», escribió Cicely, «que pertenecemos a una comunidad más amplia que la propia Iglesia: la comunión de los santos; e incluso a toda la comunidad humana. Por eso St. Christopher es ecuménico y no confesional. No insistimos en la existencia de un único camino, sino en la de una Persona que llega hasta nosotros por distintos caminos». Es evidente, pues, que St. Christopher fue concebido, proyectado y construido como institución cristiana ecuménica, pero ¿en qué se traduce eso en la práctica?
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En el Hospice, como en tantos hospitales, no existía una vida religiosa estructurada. Por la mañana y por la tarde se celebraban breves servicios religiosos; dos o tres veces por semana se administraba la sagrada comunión; los martes se celebraba una misa católica y en las salas se rezaba al inicio y al final de cada día. Este último era un momento muy emotivo: toda la sala permanecía en silencio y quienes estaban trabajando en ella –enfermeras, voluntarios y auxiliares– se quedaban de pie junto a las camas de los pacientes y juntos recitaban una serie de oraciones recogidas en un tarjetón. Es posible que algunos rezaran semiinconscientes o medio dormidos, y quizá había no creyentes; pero de alguna manera a todo el mundo le procuraba paz y serenidad. Aunque a algunos les quedaba poco para morir, el ambiente infundía tranquilidad, nunca miedo. El sacerdote católico acudía con regularidad y se mantuvo la tradición del «visitador» instaurada por el obispo de Stepney. Algunos seminaristas (por lo general, en número de seis) pasaban allí un año ayudando al capellán y trabajando como auxiliares, y había un capellán anglicano a tiempo completo. La relación entre Cicely y el capellán nunca fue fácil. Por un lado, la capilla era el único lugar en el que Cicely no ejercía una labor profesional; y, por otro, St. Christopher constituía su propia parroquia, porque después de su apertura no volvió a frecuentar ninguna otra iglesia. Su amor por los detalles, su opinión sobre el modo en que el capellán debía actuar y hacer su trabajo y el hecho de que este fuera el único portavoz de la espiritualidad de Cicely daban pie a constantes disputas y tensiones. Ser capellán en St. Christopher no era ninguna bicoca. Pero lo que caracterizaba el clima religioso del centro no eran ni Cicely ni el capellán, sino la manera en que todo el personal se involucraba, al menos potencialmente, en la atención espiritual al paciente. La Dra. Gill Ford habló largo y tendido con Cicely de este tema. Las dos pensaban que el sacrificio de Cristo se extendía a toda la humanidad, y no solo a quienes habían oído hablar de él: «De modo que, si todos pueden prestar ayuda y todos pueden necesitarla, la atención a quienes sufren interiormente debe exigirse de todos los miembros del personal y no únicamente del capellán… El Hospice es una fundación religiosa en el sentido de que a todos –personal, pacientes y familiares– se les considera compañeros de viaje que tienen algo importante que compartir durante su peregrinaje… La idea de que cualquiera puede desempeñar una tarea pastoral quizá suene presuntuosa, pero forma parte de esa actitud de respeto no solo hacia los pacientes, sino hacia todo el mundo. El camillero encargado de la sala o el voluntario pueden ser esa persona que, a sabiendas o no, desempeñe un papel decisivo. Cuando alguien pide ayuda, lo que se espera del personal es que se revista del manto ministerial y la preste». Y eso era lo que hacían, dando ante todo lo más importante: tiempo. Nadie es capaz de hablar de temas como la vida y la muerte o la existencia de Dios, y menos aún de su propia vida o de su muerte, con la sensación de tener un contador de minutos encima de su cabeza. El clima creado por la atmósfera relajada de St. Christopher permitía a los
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pacientes optar entre hablar o no hablar. Era bastante habitual encontrarse con dos o tres enfermeras charlando alrededor de la cama de algún paciente, y no para celebrar una sesión incómoda e inoportuna sobre el paciente y sus necesidades, sino para intercambiar noticias y opiniones. Ted Holden, aquejado de una enfermedad neuromotora, lo explicaba desde una perspectiva muy especial y bastante drástica. «No puedo sentirme solo porque, aunque pase muchas horas sin compañía, siempre tengo una sensación de pertenencia. Así que de un modo u otro me siento acompañado. Lo mejor de todo es que trabajan libremente y sin sentirse forzados. Se pasan por aquí a charlar un rato o a traerme las últimas noticias de la sala, y a veces –me atrevo a decir– a llorar. A menos que sean excelentes actores, yo tengo la impresión de que vienen porque quieren, y a mi ego le sienta muy bien… Puedes saber cómo respiran gracias a una conversación relajada, y no a un interrogatorio de una duración determinada». Ted Holden, uno de los pacientes preferidos de Cicely, murió en el agnosticismo que profesó toda su vida. Las palabras que Cristo dirigió a sus discípulos en Getsemaní resumen el modo en que St. Christopher respondía a las necesidades espirituales de los enfermos: «Quedaos aquí y velad conmigo». De este versículo se valió Cicely para escribir un artículo publicado en Nursing Times[2]. Ese «velad conmigo» no se refiere a nuestros conocimientos y aptitudes, sino a nuestro esfuerzo por entender el sufrimiento y la soledad interiores, y por dar cuanto hemos aprendido; como se refiere también a todo lo que nos cuesta entender. La primera vez que esas palabras fueron pronunciadas no significaban «entended lo que va a ocurrir», y mucho menos significaban «explicad» o «evitad lo que va a suceder». Por mucho consuelo, por mucha ayuda que ofrezcamos a los pacientes para encontrar un sentido a lo que están viviendo, siempre llegará un momento en el que nos veremos obligados a detenernos, conscientes de que no podemos continuar ayudando. Y sería un error olvidarnos de la realidad y pasar de largo; sería un error intentar ocultarlo, negarlo o engañarnos a nosotros mismos. Incluso cuando ya no quede absolutamente nada que hacer, siempre podremos estar ahí. «Velad conmigo» significa, por encima de todo, «estad ahí». En St. Christopher siempre hay alguien que «está ahí». A Tom West le impresiona ver cómo se transforma el rostro de los pacientes cuando les prometen que no morirán solos. Si durante esas últimas horas no hay ningún amigo, ningún pariente cercano, alguien de la sala vela junto al enfermo. Quizá se limitará a esperar, o tal vez a leer un libro: lo que el paciente desea es una presencia amiga, no necesariamente una atención exclusiva. Cuando alguien fallece en soledad de modo imprevisto, a las enfermeras les duele ser testigos de algo que nunca debería suceder. Y es raro que suceda. Cicely nunca olvidó la respuesta de Antoni cuando ella le preguntó qué esperaría ante todo de quienes cuidaban de él: «Que parezca que me entienden». Lo que necesitan es alguien que esté junto a ellos, que les mire a los ojos intentando comprenderles. Y Antoni no pedía a alguien que lograra hacerlo, sino a alguien que se esforzara por ello. «Deberíamos enfrentarnos sin tapujos a la ansiedad y la depresión, a la humillación y las carencias que generan una larga enfermedad o la pérdida de facultades; al sentimiento de
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culpa que nace de la dependencia, la debilidad y la incontinencia; y, a veces, a la desesperanzada sensación de haber sido excluido de la vida». En St. Christopher nadie teme implicarse, nadie teme sentir un afecto sincero hacia un paciente, aun cuando se conozcan los riesgos que ello conlleva. La ayuda que procuran prestar no se basa en una terapia especial o en una técnica pastoral: es mucho más que eso. David Tasma decía: «Solo quiero oír lo que ocupa tu mente y tu corazón». ¿Era consciente de lo que pedía? Los enfermos, cuando están a la puerta de la muerte, suelen despojarse de la máscara de la vida cotidiana, suelen eliminar las barreras; y eso exige de quienes los cuidan hacerse como ellos: indefensos, atentos y vulnerables. Esta actitud de amoroso respeto puede ir o no unida a una fe religiosa. La mayoría de los que trabajan en St. Christopher son creyentes comprometidos; para otros consiste simplemente en «prolongar» el hecho de ser una buena persona. Pero no cabe duda de que esa actitud procedía ante todo de Cicely, y no de donde nacía la compasión de Cicely. Siempre se insiste en que son nuestras manos las que Él utiliza para sanar, pero se suele olvidar que es también a Él a Quien asistimos: cuanto más presente lo tengamos, mayor será el cuidado y el respeto con que atenderemos a nuestros pacientes. Estos responden antes a lo que pensamos de ellos que a lo que les decimos; y es honra, y no piedad, lo que les debemos. La primera aumentará sus esperanzas de éxito; la segunda solo socavará su moral. El sufrimiento ha sido –y es– el lugar donde Cristo es glorificado. Él está ahí tanto si lo descubrimos como si no. La certeza de que Él conoce mucho más de lo que nosotros podemos conocer, de que ha conocido la dependencia, de que ha cargado con su propia cruz, cobra sentido hasta para los oídos poco habituados a escucharlo, y no necesita explicación. Y creo que eso es así porque quienes sufren ocupan el lugar en el que se identifican plenamente con todos nosotros. Si la implicación del personal en la atención espiritual de los pacientes constituía uno de los rasgos característicos de la manera en que St. Christopher enfocaba el tema religioso, el otro era la delicadeza con que la religión se encontraba siempre al alcance de todos, sin imponerse jamás. Philip Edwards decía: «Aquí no se habla de religión; simplemente, está ahí». Y una de las formas en que estaba era, por supuesto, en la oración. Tanto colectiva como individualmente, allí se rezaba constantemente por los pacientes y sus familias. Junto a la capilla había colocado un listado con los nombres de todos los que habían fallecido en el centro el año anterior, y la correspondencia de Cicely con el obispo de Stepney y la hermana Mary Eleanor está plagada de peticiones concretas por quienes necesitaban de su oración. «Tenemos algunos pacientes estupendos. Acuérdese, por favor, de la señora Elliott: tiene treinta y cinco años y cuatro hijos, y el mayor ha
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cumplido los once. Hasta ahora le han estado mintiendo y da la impresión de no ser consciente de lo enferma que está. Su marido es encantador. Por el momento no sé más de ellos. Gracias por acordarse de la señorita Hooker. Murió ayer por la mañana con una paz absoluta, la misma paz que, a pesar de su semiinconsciencia, no ha dejado de mostrar durante los últimos diez días. El lunes, de repente, abrió los ojos y se despidió de una amiga suya dirigiéndole una espléndida sonrisa. El modo en que esta amiga ha aceptado la situación es radicalmente distinto y el final ha sido más sereno y positivo de lo que jamás hubiéramos imaginado». Si la fe de Cicely acabó haciendo realidad St. Christopher, lo que mantuvo vivo el espíritu del Hospice fue su oposición a presionar a nadie para que pensara como ella. Aunque no siempre le resultara fácil, Cicely intentaba por todos los medios compensar la certeza de la fe con la flexibilidad de la tolerancia. A la Dra. Gill Ford, por entonces subdirectora médica del Departamento de Salud, le llamaba la atención el aprecio que la gente de su Departamento y del Servicio Nacional de Salud sentía hacia Cicely, aun cuando la mayoría no compartiera ni poco ni mucho sus creencias. «Quizá sea un ejemplo de una fe y unas obras tan fusionadas que, quieras o no, no pasan desapercibidas, aun cuando quien no tenga fe convierta de inmediato el amor a Dios en amor hacia los demás. En mi opinión hay casos en los que una fe tan profunda y manifiesta como la de Cicely provoca reacciones de temor y hostilidad en quienes no la comparten. El que esto no ocurra en el caso de Cicely no obedece a componendas o a conveniencia por su parte. Entonces, ¿por qué y cómo? La única explicación que encuentro es que a ojos de quienes no tienen fe la de Cicely no representa una condena. Ni tampoco una amenaza. Tal vez sea el valor que otorga a las personas (se trate o no de un paciente) lo que hace que estas descubran dentro de ellas su propia capacidad de entrega y amor». «Cada uno es cada uno»: la frase que Cicely aprendió en St. Joseph volvió a hacerse realidad en St. Christopher. Cuando alguien descubría el sentido de su situación, cuando conseguía asumirla o incluso aceptarla serenamente, la alegría era desbordante. St. Christopher no buscaba «conversiones en el lecho de muerte», pero se regocijaba con cualquier pequeño cambio obrado en el universo personal y el contexto espiritual de cada uno, es decir, con los cambios producidos dentro de cada persona. Como en el caso de Paula: una joven rubia y atractiva que se enfrentaba a la muerte con la misma firmeza y realismo con que había vivido. Por muy mal que se encontrara, su aspecto siempre impecable llamaba la atención. Paula estaba tan decidida a no abjurar de su ateísmo que había colocado un diablillo rojo con cuernos en la pequeña hornacina –hasta entonces ocupada por un crucifijo– que había junto a su cama, cuidando de mirar a derecha e izquierda para asegurarse de que las enfermeras la veían y tomaban nota. La noche antes de morir, Paula estuvo hablando con la enfermera: ¿cuál era el sentido de la vida? ¿Había un más allá?; para acabar concluyendo: «No puedo decir que crea, pero ¿bastará con que diga que tengo esperanza?». Ese cambio pequeñísimo la ayudó a morir en paz; se quitó las pestañas postizas y dijo: «Ya no las necesitaré más».
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La convivencia con quienes se aproximan al final de sus vidas te obliga a enfrentarte a la realidad. Y una de esas realidades es si el paciente sabe que se está muriendo y si, en caso de no ser así, se le debe decir. Este era un tema que preocupaba a Cicely desde que tenía veinte años y se preparaba para ser enfermera. Desde el Hospital de Guerra Botley’s Park escribió a su amiga Bridget Bigg: «Lo que quería decir la otra noche es lo siguiente: ¿crees que a la gente hay que decirle que se va a morir? Aunque tenemos clases de ética y demás, nunca tocan este tema. Por supuesto que la responsable última es la enfermera de sala, pero, si te lo preguntan a ti directamente, no sabes qué contestar. Cuando me entero de que la enfermera jefe no ha hablado con el paciente –que es casi siempre– y este saca el tema, me limito a prometerle que dentro de un año por esas fechas habrá olvidado el dolor y la tristeza que ahora le afligen. Pero, si están preparados para oírlo, creo que habría que decírselo». Seguía luego hablándole a su amiga de una mujer con cáncer de laringe siempre irritable y deprimida que se sentía muy desgraciada. Después de que, a una pregunta suya, la enfermera de sala le contestara con la verdad, «cambió completamente: se enfrentó a la realidad y la aceptó. Ahora sabe que harán lo posible para evitar que sufra y es una persona nueva: mucho más feliz. El ser humano es capaz de soportarlo todo». Con su teoría de que la gente era más feliz si conocía la verdad, tanto Cicely como la enfermera de sala se estaban adelantando varios años a su tiempo. Transcurridos cerca de veinte años más, en un artículo que hablaba de St. Christopher, The Lancet comentaba que muchos médicos «tienen la convicción de que no informar a los pacientes (y a las familias de sus pacientes) de su estado puede resultar mortal». En los años que mediaron, Cicely no dejó de lidiar con ese tema, lo cual acabó pasándole factura tanto en el plano profesional como en el personal. Mientras estuvo en St. Luke realizando trabajos de investigación, después de rezar y de pensárselo mucho informó a una paciente de que se estaba muriendo; a algunos de los responsables les pareció que aquello no era competencia de alguien ajeno al hospital y, a pesar de que las enfermeras salieron en su defensa, la invitaron a que se fuera. A nadie puede sorprender que Cicely se sintiera herida, aun cuando más adelante le sirviera de consuelo saber que otras personas que por esas fechas trabajaban también con estos enfermos fueron despedidas antes o después por el mismo motivo. En el terreno personal, fue Cicely quien informó tanto a David Tasma como a Antoni de que se estaban muriendo; y en la respuesta de este último («¿te ha costado mucho decírmelo?») residía la clave de su postura. Tiene que costar. El paciente está escuchando la noticia más trascendental de su vida; y, si quien carga con el peso de decírselo se acerca a él con sincera compasión, también para él será una experiencia difícil y memorable, que exige hasta la última reserva de sensibilidad, porque no todo el mundo desea saber la verdad completa y en ocasiones hay que esperar y escuchar, incluso varias semanas, antes de saber qué es lo que más conviene al paciente. Quizá en lo más hondo de sí sea consciente de que se está
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muriendo, pero no quiere que nadie se lo confirme; o quizá esté seguro de ello, pero no desee hablar del tema. Como Cicely no se cansaba de repetir, la cuestión era: ¿qué les dejas a los pacientes que te digan a ti? Aunque no hay técnicas para situaciones como esta, a los médicos y enfermeras de St. Christopher se les recomienda contestar con una pregunta a otra pregunta, lo cual te evita mentir, permite que cada paciente maneje la situación a su modo e impide que dejes caer la verdad cuando quien escucha aún no está preparado para oírla. El Dr. West recordaba una conversación en la que la paciente le guió claramente hasta donde quería llegar. Paciente – ¿Me voy a poner bien? Médico – ¿Por qué me pregunta usted eso la primera vez que nos vemos? Paciente – Porque creo que no me engañará. Médico – No, no se va a poner bien. Paciente – Lo sé desde hace un mes. Por favor, dígaselo a mi marido. En realidad, también el marido lo sabía. A partir de ahora podrían compartir la verdad y vivir plena y abiertamente el tiempo que les quedaba. Aprovechar la oportunidad que nos brinda el paciente no concede de forma automática luz verde para contestar a preguntas que no ha formulado. Hay muchas maneras de decir la verdad, no es una simple cuestión de elegir entre callar o desmentirlo, y una sinceridad brusca y despiadada. «Debemos procurar y aprender a decir la verdad que el paciente necesita oír en cada momento del modo más sencillo y delicado posible, dejando a su arbitrio asumirla o rechazarla. Puede ser que un paciente esté impidiendo que le agredamos con una información que no quiere o no es capaz de asimilar; mientras que otro quizá haya aceptado un pronóstico sin esperanza, pero necesita que le tranquilicen y disipen su inseguridad y, en ocasiones, sus terribles miedos». Hay gente sin fe capaz de soportar la tensión constante de vivir tan cerca de la muerte, pero en St. Christopher casi todos –y por supuesto Cicely– piensan que la capacidad de enfrentarse a ello hunde sus raíces en el amor a Dios y en la convicción de que la muerte es la puerta que conduce a una vida nueva y mejor. Cicely jamás dudó de que el sufrimiento humano tiene un sentido, que la muerte puede ser algo positivo, que la mano de Dios es más visible aún en el lugar donde se encuentran este mundo y el venidero, que quien se sienta junto al lecho de un moribundo nunca está solo. «No se trata únicamente de adoptar la actitud de una comunidad acogedora, que lo somos; por encima de todo está la seguridad de que ese Dios en el que muchos de nosotros creemos, aunque lo manifestemos de modos distintos, es un Dios que ha sufrido el dolor y la muerte. Y nunca estamos solos cuando velamos junto a quien padece esa enorme angustia
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espiritual. También Él está ahí, y de un modo en el que seguramente nunca podremos estar nosotros. Pero lo que sí está en nuestra mano es no estorbar, haciendo eficazmente y con la máxima compasión lo que podamos». En cierta ocasión en que se encontraba charlando con Louie, una de sus amigas de St. Joseph, Cicely le preguntó qué era lo primero que le diría a Dios y, sin dudarlo un momento, Louie le contestó: «Te conozco». Era este tipo de conocimiento el que sostenía a Cicely, y no un conocimiento acerca de Dios. También ella tenía su propia experiencia de Dios y sabía como muy pocos lo que significan la pérdida y la separación. Seguramente se acordaba de Antoni cuando escribió estas palabras: «A medida que las cosas se van aclarando, los pacientes acuden a nosotros con toda sencillez y afecto; a veces da la impresión de que, por un momento y cuando ya han vislumbrado algo de lo que está por venir, retroceden un poco. Es como si la respuesta a todas sus preguntas les pareciera suficiente, como si todo su dolor se hubiera transformado, hasta el punto de casi poder reírse de él. Y entonces no hay más remedio que alegrarse». Quien dude de que se pueda encontrar alegría en un Hospice no tiene más que visitar St. Christopher. A pesar de las inevitables tensiones de una comunidad en la que se trabaja tan estrechamente, a pesar de la tristeza que supone cada pérdida, del dolor de la separación, nadie puede negar que la sensación predominante es de paz. ¿Tiene alguien derecho a dudar de que la causa de esa paz es el espíritu que lo inspiró? «Dios es el centro. Pero es también nuestro cimiento, nuestro perímetro, nuestro suelo, si se puede decir así; es tan trascendente como inmanente, y Quien se hace cargo del paciente. En St. Christopher, Él lo es todo y nuestra misión es la de procurar sosiego y aliviar el sufrimiento tanto físico como espiritual de cada paciente para que puedan escuchar a Quien, casi con seguridad, le hablará». Al fundar una institución religiosa y médica a un tiempo, Cicely corría el riesgo de acabar no respetando en su totalidad ni un aspecto ni otro. Y, en particular, debía enfrentarse a la sospecha de otros miembros de su profesión, que pensaban que un trabajo inspirado por la religión no podía ser científicamente válido. El obispo de Winchester creía que «lo que la inspira [a Cicely] es un profundo interés metafísico por la correcta definición de lo que es el ser humano». Fue ese interés el que le permitió conservar el equilibrio entre lo espiritual y lo médico –tradicionalmente en conflicto– que existe en St. Christopher.
1 Antony Bridge (1914-2007), deán de Guildford de 1968 a 1986, notable por su peculiar forma de predicar y por sus frecuentes apariciones en los medios de comunicación (N. de la T.). 2 El artículo se incluyó más tarde en su libro recopilatorio Watch with me, inspiration for a life in hospice care, publicado por Mortal Press en 2003.
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St. Christopher: una fundación médica La eficacia es consoladora. Christopher Saunders
Cuando Cicely se ofreció para leerle un rato a David Tasma con idea de distraerle un poco, él contestó: «No, no me leas. Tan solo quiero oír lo que ocupa tu mente y tu corazón». Y Cicely, que no olvidó jamás esa respuesta, hizo de la mente y el corazón los dos pilares básicos de la filosofía de St. Christopher. Los enfermos que se enfrentan a su muerte necesitan la amistad de un corazón, su atención, su acogida, su sensibilidad; pero también requieren de las aptitudes de la mente, el mejor tratamiento con que cuenta la medicina. Por sí solos, ninguno de los dos es suficiente. Si su corazón no se hubiera conmovido tan profundamente ni con tanta frecuencia, probablemente Cicely no se habría sentido motivada a darle a su mente un uso eficaz. St. Christopher era el resultado de un dolor no solo compartido, sino experimentado y vivido; un dolor que había convertido en tema de su oración y de sus reflexiones, y empleado para aliviar los sufrimientos de los enfermos. Una de las caras de la moneda consistía en ahondar en su dolor mental y espiritual; la otra, en controlar el dolor físico y eliminar los síntomas más molestos. Si el cuerpo no se encuentra razonablemente a gusto, es difícil abrirse al consuelo espiritual y morir con esa paz que era el objetivo de Cicely. En St. Christopher se propuso establecer y mantener los más ambiciosos niveles sanitarios sobre una base científica sólida. Y lo consiguió: su excelencia médica se ha ganado el reconocimiento unánime de todos los miembros de la profesión. Un Hospice no tiene como objetivo lograr curaciones: cuando recibe a un paciente es porque no existe posibilidad de mejora, lo cual no quiere decir que la medicina ya no tenga nada que hacer. Uno de los primeros enemigos que Cicely tuvo que combatir fue la resistencia de los profesionales a asumir que hay pacientes que no pueden curarse. Los médicos tienden a identificar la muerte con el fracaso y es bastante frecuente que, a
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partir de ese momento, eviten tanto el tema como al paciente. De ahí que no se mostraran demasiado receptivos a la idea de continuar el tratamiento por otras vías: una actitud en cuyo cambio Cicely desempeñó un papel decisivo. Para calibrar la importancia de este logro, conviene estar al tanto del modus operandi de los médicos en los años cincuenta, cuando Cicely era solo una estudiante. Un compañero suyo, el Dr. Tony Brown, dice: «El modelo que se ofrecía a los alumnos era el de esos médicos antiguos que hacían su ronda acompañados de un séquito, apenas hablaban con el paciente y se ponían a hacer comentarios sobre su estado o su enfermedad delante de él. A los moribundos se les quitaba de en medio: para los médicos, la muerte era un fracaso». El paciente acababa relegado a un solitario rincón de la sala viendo a los médicos pasar de largo ante él y oyendo a las enfermeras hablar de todo menos de lo único que le preocupaba. De ese modo era imposible recibir a la muerte de frente y con dignidad. De vez en cuando, alguien intentaba romper esa barrera, como aquella ocasión en que Colin Murray Parkes, siendo aún estudiante, coincidió con una mujer muy enferma que habían desahuciado. «Yo estaba en la sala cuando ella sacó un pastel de su envoltorio y me preguntó: ‘¿Quiere usted un poco?’. Acepté encantado: era la excusa perfecta para sentarme a su lado a charlar un rato. Así que tomé asiento y, mientras comíamos, nos pusimos a hablar. Entonces entró en la sala uno de los médicos jefe, que al instante dio media vuelta y salió rápidamente. Al cabo de un momento llegó una enfermera con el recado de que el doctor quería verme. Todo el mundo sabía que me esperaba una buena reprimenda por confraternizar con un paciente». Cicely, que no en vano se había formado en tres ramas distintas de la medicina, no ignoraba esa actitud. Cuando se dirigía a un auditorio de médicos en el Congreso de la Asociación de Médicos Británicos sabía muy bien que a algunos de ellos les extrañaría oír hablar de preparar a la gente para la muerte o de la necesidad de asumir que médico y paciente deben continuar luchando hasta el final. «Hablar de aceptar la muerte cuando esta se encuentra inevitablemente próxima no significa resignación o sumisión por parte del paciente, ni derrotismo o negligencia por la del médico. En uno y otro caso se trata de todo lo contrario a no hacer nada. Nuestra labor consiste en transformar el carácter de un proceso inevitable para que no sea considerado una derrota de la vida, sino un logro personal del paciente sumamente positivo». El objetivo de Cicely consistía en construir entre médico y paciente una relación de confianza, comunicación y aceptación mutua que, mediante el control del dolor y la conservación de la consciencia hasta el último momento, lograra una calidad de vida satisfactoria durante el tiempo que le quedaba al enfermo. Cuando las innovaciones de Cicely al campo del dolor recibieron la aprobación de toda la profesión médica, ella llevaba mucho tiempo practicándolas. «En este mundo hay muy pocas ideas originales: es cuestión de juntar varias de ellas y agitar el caleidoscopio para que las piezas aparezcan colocadas de un modo distinto». Cicely aplicó la administración de fármacos a intervalos regulares que se practicaba en St. Luke, hizo uso
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de algunos medicamentos nuevos que comenzaron a estar disponibles en los años cincuenta y principios de los sesenta –tranquilizantes, esteroides sintéticos y antidepresivos– y puso todos aquellos avances médicos al servicio de lo que llamaba el «dolor total». Su propia experiencia le había enseñado que el dolor no es solo físico: también lo es emocional, social y espiritual. Fue a principios de 1963 cuando, sin saberlo, una paciente de St. Joseph le dio la clave al explicarle cómo era el dolor que sentía: «Empezó en la espalda, pero ahora es como si todo me fallara. Pedía las píldoras y la inyección, aunque sabía que no debía hacerlo. Tenía la sensación de que el mundo entero estaba en mi contra y que nadie me entendía. Mi marido y mi hijo se han portado muy bien, pero tenían que irse a trabajar para ganarse el pan. Es una maravilla volver a sentirse segura». Estas tristes líneas contienen todos los elementos que componen el dolor total. El dolor físico que siente todo el cuerpo; el dolor emocional de verse apartado y solo; el dolor social que genera la preocupación por la familia y por las cuestiones económicas; el dolor espiritual –en este caso, aliviado en parte por la acogida que le brinda St. Joseph– concretado en la necesidad de hallar un sentido al sufrimiento y en la necesidad de sentirse seguro. Cicely había comprobado que muchas veces, cuando se trata a la persona en su conjunto, el dolor se reduce; que, si un paciente se sabe escuchado y comprendido, la disminución de la ansiedad hace que a su vez disminuya la necesidad de medicación. Pero la contribución más palpable de Cicely al control del dolor, y probablemente su contribución más importante al mundo de la medicina, reside en la práctica de la administración regular de fármacos que conoció en St. Luke y más tarde desarrolló en St. Joseph. Es preciso tratar el dolor antes de que aparezca; el paciente nunca debería verse obligado a reclamar sus píldoras o su inyección ni sentir temor o vergüenza, si lo hace. La diferencia que la administración rutinaria de medicamentos puede obrar en el estado mental del paciente queda ilustrada gráficamente en esta conversación mantenida con una paciente en la que Cicely le pide que describa su dolor antes de ingresar en St. Joseph. Paciente: Bueno, me encontraba muy mal. Era como si un clavo me agarrotara la espalda… No me ponían las inyecciones con regularidad, sino que solían hacerme esperar todo lo que podían y, si se las pedía, me contestaban: «No, espere un poco más». No querían que dependiera de los medicamentos, ¿sabe?, e intentaban comprobar cuánto aguantaba sin la inyección. Yo sudaba de dolor: era tan intenso que no podía ni hablar. También me daban ataques de llanto… Aquí solo he llorado una vez, hace cerca de una semana. En el otro hospital lloraba todos los días. Siempre estaba deprimida. Aquí no estoy tan deprimida como allí. Dra. Saunders: Desde que está usted aquí y le administramos la inyección con regularidad, ¿qué diferencia ha notado?
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Paciente: La mayor diferencia es, desde luego, el sosiego que noto. No me pongo nerviosa, no me irrito ni lloro ni estoy tan deprimida. Allí solo tenía negros pensamientos y no me importaba si eran o no amables conmigo –y lo eran–: nada podía consolarme. Pero desde que estoy aquí he recobrado la esperanza. Y esto no es todo porque, aun teniendo el dolor físico bajo control, el enfermo en fase terminal presenta otros síntomas igualmente angustiosos: dificultades respiratorias y la consiguiente ansiedad, fatiga, depresión, náuseas, vómitos, culpabilidad y vergüenza provocadas por la incontinencia, escaras, pérdida de apetito y sequedad de boca. Todos estos síntomas, que tienen solución siempre que los fármacos se administren correctamente, precisan una atención especial. La asistencia especializada que prestan las enfermeras de St. Christopher incrementa hasta tal punto su prestigio que son muchas las que están deseando trabajar allí durante un tiempo. Aunque la institución ha sido muy afortunada con sus enfermeras jefe (primero Verena Galton, luego Helen Willans y más tarde Madeleine Duffield), en los primeros tiempos, Cicely solía pasar allí la noche sin quitar ojo a las salas. Fue su propia experiencia la que le permitió fijar unos niveles de atención adecuados. Barbara McNulty, una de las primeras enfermeras de sala, valoraba el privilegio que había supuesto para ella y para las demás disfrutar de una relación profesional tan estrecha con Cicely. «Infundió en nosotras toda una actitud ante la muerte y los enfermos a punto de morir, toda una ética religiosa, que en muchos sentidos constituía una experiencia novedosa y enriquecedora. Cuando nos tocaba turno de noche, se quedaba hasta las once y, si surgía algún problema, bajaba enseguida; siempre podíamos llamarla para consultarle cualquier cosa». Su experiencia como enfermera dotaba a Cicely de un nítido conocimiento del modo de pensar de sus colegas. Helen Willans comentaba que «su idea de la necesidad de ser un equipo, su respeto hacia las enfermeras, el valor que otorgaba a su inteligencia… todo aquello era específico de St. Christopher. No hay por qué subestimar a nadie. De hecho, existe toda una escuela que considera a las enfermeras las doncellas de los médicos». Y nada más lejos de la realidad, porque sobre ellas recae una responsabilidad de peso. A nivel personal, su relación con el paciente es más estrecha: hablan con él, le escuchan y tratan con su familia más que cualquier médico. A menudo son ellas las que oyen esa pregunta de «¿me voy a poner bien?». Casi siempre se encuentran presentes en el momento de su muerte y rezan con él las últimas oraciones, amortajan el cadáver y lo trasladan al depósito, sintiéndose –como dice una de ellas– «felices de poder hacer por él este último esfuerzo». Tanto hoy como ayer, las enfermeras de St. Christopher participan en las tareas médicas más directamente que cualquier otra enfermera hospitalaria. «Cicely les enseñaba a valorar la evolución del dolor en cada paciente, de manera que llegaran a conocerlos bien y aprendiesen a escuchar lo que tenían que decirles. Las enfermeras contaban con cierto margen de decisión en lo referente a la administración de fármacos
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–entre 5 y 10 mg del medicamento correspondiente– y tenían libertad para aplicarlo de acuerdo con las necesidades del paciente». A la hora de prescribir la medicación, los médicos se basaban en las indicaciones de la enfermera. De aquellos primeros tiempos hasta ahora, esa cooperación se ha incrementado gracias al enfoque multidisciplinar del enfermo utilizado, y las enfermeras se han hecho con un sitio propio entre los demás profesionales involucrados en el control integral del paciente. El cuidado que Cicely ponía en los detalles –que a veces podía llegar a ser irritante– se aplicaba en toda su extensión en las salas, porque la asistencia que las enfermeras dispensan se basa, sobre todo, en el cuidado de las cosas pequeñas. Posiblemente los pacientes de St. Christopher no se benefician de sofisticados procedimientos tecnológicos y las capacidades que se exigen de una enfermera en una unidad de diálisis o en cuidados intensivos no son las mismas que las que requiere una enfermera del Hospice, pero todas son igualmente importantes. Una de aquellas enfermeras, por ejemplo, resolvió el problema de un paciente aquejado de una enfermedad neuromotora y muy aficionado al güisqui que le era imposible tragar; solución: congelar el güisqui en cubiletes de hielo para que el enfermo pudiera chuparlos. Esta preocupación por las preferencias de los pacientes constituye la clave de la especial atención dispensada en St. Christopher por las enfermeras, que mullen y vuelven a mullir las almohadas, o desplazan el televisor unos centímetros aquí o allá buscando la mejor orientación para el paciente que no puede mover la cabeza. En una nota añadida al historial de un enfermo se puede leer: «darle cuerda al reloj a diario», o bien un recordatorio avisando de que a otro le gusta dormirse con el crucifijo en la mano o con las cortinas echadas de una determinada manera. El confort físico se cuida meticulosamente: les enjuagan la boca y alivian los ojos irritados, les aplican bálsamo en los codos o les colocan un almohadón entre las rodillas mientras duermen. Aunque se sienten justamente orgullosas de su categoría profesional, evitan adoptar una actitud crítica hacia los hospitales generales, donde ofrecer este tipo de atención es sencillamente imposible. Cicely decía que «a cualquier enfermera le gustaría hacer lo mismo si dispusiera de tiempo»; y, para una atención de este nivel, el tiempo es imprescindible. La asistencia que presta el centro exige una elevada ratio pacienteenfermera: en la actualidad, en la plantilla de St. Christopher hay más de una enfermera por cama y cerca de la mitad están cualificadas. Pero el tiempo es algo que depende de la mente tanto como del reloj y con frecuencia las enfermeras que luego pasan a trabajar en hospitales generales comprueban que son capaces de dar un poco más de tiempo, aunque solo sea –dice una de ellas– «algunos ratos libres de conversación con los pacientes si nos abstenemos de charlar entre nosotras en la sala de esterilización». El título de enfermería de Cicely, que pasaba fines de semana alternos en las salas del centro, les era tan útil a los médicos como a las propias enfermeras. «Los lunes por la mañana, los médicos que habían librado ese fin de semana se alineaban delante de lo que se consideraba la mesa de Cicely y ella, sin consultar un solo papel, pasaba revista a los 54 pacientes llamándolos por sus nombres y nos informaba del estado de los que habían
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pasado la semana anterior a nuestro cargo. En un único fin de semana era capaz de advertir cosas que nosotros habíamos pasado por alto, y esto se repetía en las tres salas». El Dr. West, que recordaba todo esto con una envidia teñida de cariño, carecía de la experiencia que Cicely había adquirido de joven en St. Thomas, donde sin ayuda de notas debía informar del estado de media sala ante una enfermera puntillosa. En una amplia mayoría de casos, los medios empleados en St. Christopher para controlar el dolor o aliviar los síntomas son eficaces. Ya en St. Joseph, Cicely había demostrado que el dolor es casi siempre controlable, y con el tiempo algunos estudios y análisis más detallados han ido aportando pruebas clínicas. La investigación realizada por el Dr. Parkes entre las familias de pacientes fallecidos en St. Christopher de 1977 a 1979 demuestra que un 33% no sufrió absolutamente nada durante la última fase de su enfermedad, y ninguno sintió dolor «extremo y muy severo»; tan solo un 7% había padecido un dolor «severo» y un 60%, «de ligero a moderado» (los datos recogidos en un estudio similar llevado a cabo diez años más tarde demuestran que buena parte del dolor del que guardan recuerdo los familiares es intermitente y casi siempre obtiene alivio). Innumerables amigos y familiares han sido testigos de cómo es posible experimentar una muerte tranquila y, en condiciones como las que ofrece el centro, eso suele ocurrir prácticamente siempre; han comprobado que las últimas semanas de vida pueden ser especialmente gratificantes y que para quienes se quedan aquí la vida es mucho más soportable si se ha hecho buen uso del tiempo que precede a la separación. ¿De qué modo podría influir todo ello en quienes reclaman la legalización de la eutanasia voluntaria? Vistos los principios religiosos de Cicely, se podría dar por supuesto que jamás aprobó el asesinato de alguien a manos de otra persona, fueran cuales fuesen los motivos. Sin embargo, sus objeciones a la eutanasia no procedían de sus convicciones religiosas ni de su modo de enfocar el carácter sagrado de la vida; en realidad, estaban basadas en su propio conocimiento de lo que es capaz de conseguir la atención médica. Por otra parte, Cicely era consciente de las presiones sociales que generaría una legislación al respecto. Mucho antes de que St. Christopher abriera sus puertas, Cicely se había mostrado activa y abiertamente contraria a la eutanasia. Aunque no creía que el centro constituyera un grupo de presión, sí pensaba que debía hacerse oír. En 1969, cuando el proyecto de ley relativo a la eutanasia se presentó ante la Cámara de los Lores, escribió una carta a The Times en la que recogía algunas de las objeciones médicas planteadas. «A nosotros, como médicos, nos corresponde insistir en que son muy escasas las formas de dolor físico que no pueden ser tratadas mediante los cuidados médicos y de enfermería adecuados; que el dolor espiritual que provoca una enfermedad incurable requiere la comprensión y la compasión humanas, así como la disposición a escuchar y prestar ayuda antes que a administrar algún fármaco letal». Cicely tomó parte en los debates celebrados por la Royal Society of Health y la Cambridge Union, escribió artículos,
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habló en los medios de comunicación, formó parte del grupo de trabajo creado por el Comité de Responsabilidad Social de la Iglesia de Inglaterra y, conjuntamente con el consejo de St. Christopher, presentó una propuesta ante el Comité de Revisión del Derecho Penal, que sugería hacer una distinción entre el delito de «muerte dulce» y el de asesinato. Hasta los más acérrimos defensores de la eutanasia tomaron en cuenta sus argumentos. En 1961, el Dr. Colebrook, presidente de la Asociación Pro-Eutanasia Activa, tras visitar St. Joseph en compañía de Cicely, le escribió: «Creo que el problema de la eutanasia no existiría o sería mucho menor si todos los enfermos en fase terminal pudieran acabar sus vidas en esa atmósfera que se ha esforzado usted en construir; pero, desgraciadamente, eso no suele ocurrir». A partir de entonces, el cuidado de estos enfermos vivió tal expansión que los argumentos en contra de la «muerte dulce» cuentan con un amplio respaldo clínico del que se carecía en los años 60. A continuación presentamos un historial en apoyo de esta teoría: oigamos las palabras de una paciente –recogidas por el Dr. West en el Journal of the Royal Society of Medicine– que hablan en nombre de todos: La señorita M. llegó a St. Christopher procedente de un hospital local el 19 de mayo de 1977. Presentaba un carcinoma de páncreas con metástasis en hígado no operable. Sufría un dolor severo. El alumno que me acompañaba quedó impresionado por la intensidad del dolor. Su formulario de solicitud decía: «No sabe que presenta un carcinoma». Pero cuando le pregunté a ella directamente, me contestó: «Después de un año con estos dolores, te lo empiezas a sospechar». Por supuesto que lo sabía. La historia de su matrimonio era tristísima. Después de escucharla y de explorarla cuidadosamente, elaboramos una evaluación de los componentes físicos y mentales de su dolor y la correspondiente prescripción. Al cabo de unos días, la paciente admitió que el dolor había remitido por primera vez en un año, aunque sin llegar a desaparecer del todo. Pero ahora todos los lunes se arreglaba el pelo, los jueves acudía a nuestro bar semanal y los domingos, a la capilla. El personal de sala se dio cuenta enseguida de que, cuidando meticulosamente su medicación y cuidando de ella aún más meticulosamente, una vez que se presentaba el dolor siempre podía recibir alivio. Estuvo con nosotros menos de tres meses. Sus últimos días transcurrieron en calma y sin sufrimiento, y murió rodeada de tres buenas amigas, la enfermera de sala y otra enfermera más. A los pocos días, una de sus amigas escribió: «Cuando la visitaba en el otro hospital, parecía un animal enloquecido, consumido de dolor… A mí me daba miedo, no sabía qué hacer… En St. Christopher la vi recobrar la dignidad de un ser humano racional y pacífico… Desde entonces me quedaba acompañándola cuatro horas en lugar de cuatro minutos… hablábamos de lo que le gustaba… Y al hacerlo también me sentía espiritualmente fortalecida».
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Sí, para un «animal enloquecido» la «muerte dulce» quizá sea lo más aconsejable, pero ¿y si se trata de un «pacífico ser humano»? Los argumentos legales a favor y en contra de la «muerte dulce» son complejos. El juez Lawton, presidente del Comité de Revisión del Derecho Penal, resumía los principales problemas que presenta con estas palabras: «Cualquier definición solo sería posible en términos del motivo, que es sumamente difícil de establecer y, al igual que la intención, no se puede inferir de los actos explícitos de las personas. ¿Cómo podría un jurado, por ejemplo, decidir si una hija ha matado a su padre inválido por compasión, por el deseo de obtener ganancias materiales o de librarse de una carga pesada, o por una combinación de motivos?». El argumento de Cicely en contra de la eutanasia, tan sencillo como todo lo que procede de la reflexión y la experiencia, es doble. Por una parte, puesto que casi siempre podemos controlar el dolor y confortar tanto el cuerpo como la mente del paciente, manteniéndolo despierto y con plenas facultades, la eutanasia considerada como una forma de escapar del dolor físico no sería necesaria. Y, por otra parte, «conociendo la naturaleza del ser humano, la eutanasia no tardaría mucho en dejar de ser voluntaria», como afirmaba Jean Rhys en The Times. En palabras de Cicely, «cualquier ley que permitiera la eutanasia voluntaria estaría poniendo en peligro al indefenso». Una vez legalizada, enfermos y ancianos, conscientes de lo mucho que exigen de sus familiares, se verían presionados. «No hay que ir muy lejos para encontrar pruebas de los daños que podría causar la legalización. Después de un debate sobre la eutanasia retransmitido por la televisión, o bien cuando se presenta en la Cámara de los Lores un proyecto de ley como el de la baronesa Wootton sobre pacientes incurables, los ancianos se niegan a acudir a los hospitales o a recibir medicación «porque nos van a asesinar». Muchos están más convencidos que nunca de la inutilidad de sus vidas y de que es mejor para todos que los quiten de en medio. Lo sabemos porque lo oímos. Lo que no oímos son solicitudes sistemáticas de eutanasia ni personas que pidan ser asesinadas». Si la atención prestada en el Hospice estuviera al alcance de todos, la cuestión de la eutanasia sería totalmente irrelevante. Cicely era muy clara al respecto: «La legalización de la eutanasia sería un acto irresponsable que entorpecería la asistencia, presionaría a los indefensos y eliminaría nuestro respeto y nuestra responsabilidad para con los débiles, los ancianos, los discapacitados y los enfermos en fase terminal. Debemos oponernos a todo intento de aprobar una legislación negativa, torcida y perversa como esta». Cicely no solo era médico, sino una buena médico –Betty Read pensaba que podría haber destacado en cualquier rama de la Medicina–, con la imparcialidad y el buen juicio necesarios para rodearse de buenos médicos. A Mary Baines, que trabajó allí desde principios de 1968, la consideraba una profesional «inteligente y con una mente analítica de primer orden». «Es la médico a la que llevaría a mi hermana o a mi madre, y la que
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querría yo si fuera a morir», decía Tom West. El propio Tom, distinguido con la Orden del Imperio Británico por la labor realizada en África, hacía balance de las aptitudes de Mary Baines y su excepcional talento para tratar con las familias que habían sufrido una pérdida, su preparación en el campo psicosocial y las indefinibles cualidades personales que la hacían capaz de procurar consuelo: cuando se ausentaba unos cuantos días, las enfermeras notaban enormemente su falta. Cicely estaba plenamente decidida a que St. Christopher no tuviera rival en el terreno sanitario; a pesar de haberlo levantado en señal de protesta por las deficiencias de una Medicina moderna altamente tecnificada, no por eso desaprovechaba sus beneficios. Para cumplir con su objetivo necesitaba, además de a los mejores médicos, un equipo de investigación que sentara y desarrollara los fundamentos científicos sobre los que apoyar sus prácticas. Aunque Cicely no estaba hecha para la investigación –prueba de ello es su tesis sobre narcóticos nunca concluida–, valoraba su importancia y había decidido que St. Christopher destacara en campos como la investigación y la docencia tanto como en la atención al paciente. Fue su insistencia la que garantizó el minucioso registro de información llevado a cabo por la Dra. Joan Haram, la especialista en patología que de forma voluntaria dirigió el Departamento de Registro desde que abriera sus puertas. La selección de notas de médicos y enfermeras, informes hospitalarios y correspondencia de los médicos era metódicamente almacenada en fichas; había unos 150 datos por paciente y todo aquel caudal de información estaba disponible para análisis estadísticos y trabajos de investigación. Estos valiosos datos formaban parte de las fuentes de que se servían los médicos que trabajaban en el Departamento de Estudios Clínicos. El área de investigación estuvo presente desde el primer día y al poco tiempo de la inauguración se había conseguido un pequeño –pero valioso– equipo. El Dr. Robert Twycross, que en 1971 ocupó el cargo de investigador en farmacología clínica, realizó una enorme contribución a este campo con la publicación de numerosos estudios y artículos y, una vez abandonado el Hospice, se convirtió en director médico de Sir Michael Sobell House, en Oxford. El siguiente en ocupar aquel puesto fue el Dr. T. E. Walsh, bajo cuya guía el departamento se mantuvo más ocupado que nunca: el valor de la investigación llevada a cabo en esa época supera con creces el de cualquier otra emprendida por St. Christopher. Entre Walsh y Cicely existía una magnífica relación profesional: el científico médico y la pionera y fundadora de los cuidados paliativos sentían un inmenso respeto mutuo que hacían extensivo a sus respectivos talentos. La posición de Cicely como experta en cuidados paliativos hizo inevitable que más de una vez se convirtiera en blanco de las críticas por parte de algunos de sus colegas médicos: de hecho, se la acusaba de no mantenerse al día en cuestiones tales como los avances farmacológicos. Hay que admitir que, a medida que se fue conociendo, el centro comenzó a atraer a nuevos médicos cuya labor de investigación dejaba rezagada a Cicely, su inspiradora. Pero no tiene sentido hacer de ello un motivo de crítica: Cicely
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jamás pretendió destacar en el campo de la farmacología, como tampoco se sintió inclinada nunca a la investigación médica. No obstante, su radical compromiso con la ciencia la llevó a actuar como gestora o posibilitadora de la misma y a impulsar importantes áreas de investigación en relación con el control del dolor y de sus síntomas. Sabiamente, Cicely supo dejar que fueran sus capacidades las que marcasen sus prioridades. El profesor Harold Stewart, buen conocedor de las cualidades de su ex alumna, juzga de modo imparcial su importancia científica. «No ha realizado descubrimientos médicos: ni nuevos fármacos ni tratamientos nuevos. No era ese su objetivo. Pero sí ha logrado descubrir el mejor modo de administrar los fármacos y el consiguiente beneficio para el paciente. Cicely tuvo el buen juicio de dedicar todas sus capacidades a un campo desatendido, cuyos estándares fijó ella misma. Y su impacto ha sido enorme». Otra de las críticas recibidas hace referencia al poco tiempo que pasaba entre los enfermos, cuando en realidad Cicely continuó trabajando en las salas hasta cumplidos los sesenta años. Y, en cualquier caso, ¿qué más se puede hacer con una sola vida? Como directora médica, Cicely se encargaba de la gestión y la recaudación de fondos (la necesidad de dinero era ilimitada: St. Christopher vivía siempre inmerso en una crisis financiera) y dejaba que fuesen otros quienes acompañaran a los enfermos. Todo el mundo le pedía que impartiera conferencias, que escribiera o hablara en los medios de comunicación. Lo cierto es que se acusó sensiblemente su ausencia. El Dr. West pensaba que uno de los hitos en el desarrollo de St. Christopher fue el momento en que Cicely dejó de trabajar dos semanas al mes en la sala, lo que supuso la pérdida de una magnífica especialista. Y las consecuencias fueron significativas. El Dr. Lamerton comentaba: «Sus últimas conferencias no reflejan la pasión de siempre y parecen alejarse de la realidad inmediata. Cabe el peligro de que la falta de una práctica continua afecte a la relevancia de sus enseñanzas». Y Cicely, con su habitual sinceridad, estaba bastante de acuerdo con él. St. Christopher se alzó con el título de madre del Movimiento Hospice gracias tanto a la formación que impartía como al cuidado dispensado al paciente y a la investigación. Fue la original combinación de estos tres aspectos de los cuidados paliativos la que propició el cambio en la actitud de los profesionales de la medicina, la enfermería y el trabajo social, y en la del clero y la gente corriente. La primera difusión llegó de la mano de los médicos del propio centro, que periódicamente hablaban de él en hospitales y centros de salud; a través de las enfermeras que ponían en práctica en los hospitales generales lo que habían aprendido allí; de los varios cientos de visitantes que recibía St. Christopher en el transcurso de un solo año; y de la ayuda que se ofrecía gustosamente a todo el que la pedía. (Cada día se recibían varias llamadas de médicos en busca de asesoramiento, unos porque habían oído hablar directamente a Cicely o a algún otro médico, y otros porque habían visitado el Hospice. Todos deseaban para sus pacientes una clase de
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atención que por fin les parecía asequible). Lentamente, pero sin interrupción, las prácticas de St. Christopher comenzaron a extenderse por el mundo entero. Gill Ford se consideraba a sí misma el primer «retoño» salido de las manos de Cicely. Cuando aún era pre-residente y Cicely trabajaba en St. Joseph, se pasaba el día colgada al teléfono recibiendo instrucciones sobre las técnicas de control del dolor, para cuya puesta en práctica consiguió la autorización de su propio hospital, con unos resultados tan contundentes que desde un principio obtuvo vía libre para tratar el dolor terminal. Como subdirectora médica del Departamento de Salud y Seguridad Social, la Dra. Ford comenta que por entonces los cuidados paliativos no estaban incluidos como tales en los planes de estudios de la Medicina británica, aun cuando reconoce que no se trataba de una materia sencilla de enseñar. «La cuestión está en comprender que, cuando ya no quedan más técnicas que aplicar, el enfoque humano del paciente es tan valioso como cualquier otro aspecto del tratamiento… quizá la parte más importante de esa formación consiste en hacer entender al alumno que para ello no se requiere un determinado entorno ni unos profundos conocimientos de farmacología, y que es un arte al alcance de una gran mayoría». Cicely era una profesora estimulante que enseñaba en toda ocasión a través de su propio ejemplo y de sus escritos, de su labor de divulgación y de las conferencias que pronunciaba por el mundo entero en número de hasta dos o tres semanales. Hubo un año en que llegó a visitar doce Escuelas de Medicina. Sus primeros artículos sobre cuidados paliativos, escritos en 1959 y publicados en Lancet, se reeditaron tres décadas más tarde. Peggy Nuttall, que como directora de Nursing Times era quien le encargaba los artículos, dice: «Le cuesta mucho escribir. No entiendo cómo le resulta tan difícil cuando en público es una oradora ordenada y muy elocuente. Ha sido complicado editar el material y sé que a ella le ha supuesto un gran esfuerzo personal. Para Cicely escribir es un auténtico sufrimiento». Aun así, es autora de más de sesenta artículos y ensayos y de algunos capítulos de publicaciones médicas, así como de Cuidados de la enfermedad maligna terminal, la primera obra consistente basada en datos clínicos y no en su experiencia psicosocial. Más tarde, en colaboración con Mary Baines, escribió el capítulo referido a la asistencia a enfermos en fase terminal del Manual Oxford de Medicina. A Cicely, sin embargo, le encantaba hablar en público y lo hacía muy bien. Pronunció conferencias en América, Canadá, Australia, Europa y África y siempre estuvo muy solicitada en el Reino Unido, de donde le llegaban invitaciones de escuelas, universidades, hospitales, asociaciones religiosas y especialistas, sobre todo radiólogos, dentistas y oncólogos. Nada más abrirse, el Hospice comenzó a celebrar conferencias y charlas dirigidas a profesionales de enfermería: las tardes de los jueves se reunían unas cuarenta personas y las solicitudes eran cada vez más numerosas. Aunque el personal insistía en que el mejor aprendizaje se llevaba a cabo en las salas y Cicely hacía hincapié en que los auténticos
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profesores eran los pacientes, no se podía negar la necesidad de que el papel docente del centro se hiciera claramente visible. Una oportuna donación de la Fundación Wates, unida a otra cantidad entregada por la Fundación Wolfson, vino en su ayuda y, en 1973, la princesa Alexandra inauguró el Centro de Estudios, construido sobre el segundo terreno que la visión de futuro de Cicely le había movido a adquirir diez años antes. Cicely no era una profesora cualificada y necesitaba llenar de contenido la gestión del Centro de Estudios. Tal fue la labor realizada en su mayor parte por Dorothy Summers, una profesora de enfermería que había trabajado como voluntaria en St. Christopher y pasó a sumarse a la plantilla como directora del Centro durante ocho años. Aunque el plan de estudios, muy logrado, era variado y completo, Cicely veía la necesidad de mejorar el aprendizaje de la gente con más experiencia, y en especial de los médicos que en el futuro ocuparían el puesto de directores médicos de los centros. De ahí que solicitara los servicios de un psiquiatra norteamericano especialista en tareas docentes con el fin de reestructurar el Centro y potenciar la formación de médicos y expertos. (Cicely mostró cierta reticencia a contratar al Dr. Fryer, un médico bastante estrafalario y complicado de manejar, por lo que en principio le propuso una estancia de una sola semana; pero, «una vez comprobado que no crearía problemas», se decidió a exprimir su talento en la primera ocasión que se le presentó). Si bien esta reorganización no se vio libre de algunos incidentes, el nuevo y ampliado Centro de Estudios ganó en estabilidad gracias al Dr. Kerry Bluglass, recién nombrado jefe de estudios. Sin prescindir de la estructura original, el Centro ofrecía estancias de algunas semanas a todo tipo de médicos. Los visitantes, que procedían tanto de Gran Bretaña como del extranjero y eran acogidos con entusiasmo, asistían a proyecciones de películas, tenían acceso a la biblioteca y participaban en los cursos de formación impartidos para el personal de St. Christopher, así como en los de la junta directiva de los Estudios de Enfermería Clínica. A lo largo de toda una década iniciada en 1976, de las trescientas enfermeras que obtuvieron el título, una tercera parte no pertenecía a St. Christopher. Fue así como la enfermería especializada en cuidados paliativos se integró en la asistencia médica general. El Movimiento Hospice es generoso con sus conocimientos y está deseando divulgarlos. En palabras de Sir George Young, subsecretario de Estado del Departamento de Sanidad y Seguridad Social, «como en todos los buenos movimientos, la influencia del Hospice no reside en sus ladrillos y morteros, sino en lo interesante de sus planteamientos y en los cambios que ha generado en la práctica médica». La difusión de los cuidados que ofrecía St. Christopher quedó plasmada en los congresos internacionales convocados bianualmente. Al primero de ellos, celebrado en 1980 para conmemorar su 13º aniversario, se le dio el nombre de Bar Mitzvah en honor de David Tasma, el paciente judío fundador. En 1982, cerca de doscientas personas procedentes de Canadá, Holanda, India, Israel, Japón, Luxemburgo, Nueva Zelanda, Noruega, Polonia, Sudáfrica, España, Suiza, Suecia, Estados Unidos y Reino Unido se reunieron en el Hotel Strand Palace para estudiar los aspectos psicosociales de los cuidados paliativos. Transcurridos quince años, la expansión de la formación auspiciada
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por St. Christopher llegó a cubrir la mitad del mundo desarrollado. Cicely siempre buscaba formas originales de difusión de sus ideas y nunca dejó de hacer uso de su creatividad. St. Christopher contaba con otra faceta más delicada y personal: el servicio de asistencia a domicilio. Son muchos los que prefieren morir en su propio entorno familiar y, en ese caso, la responsabilidad de cuidar a una persona gravemente enferma puede convertirse en una dura prueba para los familiares faltos de experiencia. ¿Había posibilidad de prestar apoyo profesional a esas familias para enseñarles cómo atender al enfermo? Mucho antes de que el centro abriera sus puertas, Cicely ya había previsto la necesidad de atender a los pacientes a domicilio; en 1966 llegó incluso a poner sus ideas por escrito para solicitar fondos del Departamento de Sanidad. El momento en que aquello se hizo realidad muestra una vez más la flexibilidad y la apertura que acompañan a toda aventura creativa. Corría el año 1969. Los resultados obtenidos por el centro en el control del dolor y otros síntomas eran tan positivos que muy pronto se hizo evidente la posibilidad de dar de alta a muchos más pacientes de los previstos. En St. Christopher se atendía a dos tipos de enfermos: aquellos a los que en teoría no les quedaba más que una semana de vida y los que ingresaban con vistas a morir allí. En el caso de estos últimos, el control del dolor y el alivio de los síntomas se demostraron tan eficaces que muchos de ellos regresaban a sus casas, donde continuaban viviendo, a veces, por espacio de un día y, otras, durante varios años. Este tipo de pacientes fue motivo de una conversación entre Cicely y Barbara McNulty, una enfermera de sala extraordinariamente competente, intuitiva y con mucho carácter. «El asunto se gestó, maduró y se concretó en apenas media hora. Cicely sugería una idea, yo aportaba otra y, a medida que hablábamos, la cosa fue tomando forma. Al final, Cicely concluyó: ‘Bueno, pues habría que empezar, ¿no?’. Al cabo de una o dos semanas habilitamos un despacho que no usaba nadie y estaba repleto de viejos asientos y sillas de ruedas apiladas, y le pusimos el nombre de Clínica. La abrimos, instalamos un teléfono y ahí me quedé sentada, preguntándome qué demonios hacer a continuación». Y lo primero que hizo fue confeccionar un listado con los nombres de los médicos y enfermeras de distrito a cuyos cuidados se confiaba a los pacientes dados de alta. Un auténtico reto, porque en aquella época eran muy pocos los médicos generalistas que habían oído hablar de los buenos resultados derivados del sistema farmacológico empleado en St. Christopher; además, nunca aceptarían de buen grado que nadie les dijera lo que tenían que hacer, y menos si se trataba de una enfermera. Barbara, que había ejercido como enfermera de distrito, consiguió ir ganándoselos poco a poco, en parte, porque podía dar prueba de los resultados y, en parte, por su carácter humilde y su laboriosidad. «A las enfermeras solía decirles que la mejor manera de convencer a un médico de que estás de su parte consiste en una total disponibilidad, incluso a horas intempestivas; como, por ejemplo, cuando hay que administrar una inyección a la una de
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la madrugada. Así es como nos ganamos su confianza: haciéndoles ver que éramos gente seria y que podían estar seguros de que haríamos exactamente lo que ofrecíamos». Fue todo un éxito. La responsabilidad, el sufrimiento y el dolor de la separación nunca pueden evitarse, pero sí es posible compartirlos. Como en el caso de Ethel, una mujer que había cumplido los setenta y cinco y llevaba dos años muy enferma: Su marido, que la adoraba, le prometió que nunca la sacaría de casa. El mes pasado nos preguntamos más de una vez si realmente sería capaz de arreglárselas, pero ni su determinación ni su cariño flaquearon un solo instante. Había días en que su mujer se aletargaba y a él le costaba despertarla: entonces el señor M. nos llamaba preocupado y acudíamos de inmediato para valorar la situación e infundirle confianza. Cuando se fracturó un brazo y comenzó a entrar en barrena, hablábamos con frecuencia con su médico y nos poníamos de acuerdo sobre la dosis de analgésicos. La última semana, las enfermeras de distrito la visitaban dos veces al día para prestarle una atención profesional y, entre una y otra visita, el señor M. se las apañaba para atender a las necesidades de su esposa. El centro suministraba y controlaba la medicación de acuerdo con el médico generalista y las últimas inyecciones se las administraron nuestras enfermeras. Ethel falleció a primera hora de la mañana, unos minutos después de la llegada de la enfermera de la Clínica. Aunque parecía inconsciente, el señor M. aseguró: «La estaba esperando a usted». Con la ayuda de profesionales, la comodidad de una llamada telefónica y la posibilidad siempre abierta de ingresar de nuevo, a los pacientes les es posible prolongar la estancia en sus propias casas e incluso morir allí. De este modo conservan su independencia y tienen la seguridad de una presencia permanente de su familia en un entorno de atención profesional también permanente. Fue tal el éxito del servicio de atención a domicilio –y, por tanto, el de Barbara– que en poco tiempo adquirió un enorme prestigio. Barbara, que era consciente de su personal necesidad de poder, percibía la satisfacción de Cicely ante esta nueva victoria de St. Christopher, aun cuando sus sentimientos fuesen contrapuestos y estuvieran teñidos de cierta envidia. Entre las dos existía una relación de afecto y respeto mutuos, pero Barbara sentía que lo había dado todo por la puesta en marcha de la Clínica y que St. Christopher le exigía demasiado, así que ocho años más tarde dejó el centro. Para entonces, gracias a la valiosa ayuda de la Dra. Baines, Barbara había creado un servicio de consulta y asesoramiento en el que participaban más de seiscientos médicos generalistas y equipos de enfermeras que se habían ganado el respeto y la confianza de mucha gente. Gracias a las visitas periódicas, la constancia de los cuidados médicos, las prestaciones que ofrece el servicio y la seguridad de contar siempre con una cama en caso necesario, los pacientes y sus familiares tienen la posibilidad de recibir la asistencia
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adecuada en el que para muchos es el lugar más indicado: sus propias casas. «La eficacia es consoladora», decía el hermano de Cicely. Una eficacia que, como St. Christopher ha demostrado, no tiene por qué quedar reducida a las salas del Hospice.
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Diario de Ramsey «Diga la verdad», le decía Cicely al Dr. Lamerton, «pero dígala en parábolas: y sus parábolas son sus pacientes». Una de las razones del éxito –quizá la principal– del trabajo de Cicely residía en hacer siempre de los enfermos su referente. Sus historias, sus vidas y sus muertes eran y continúan siendo la materia prima de St. Christopher: los fragmentos de las conversaciones que con tanta frecuencia citaba Cicely configuran el entramado de la filosofía del Hospice. «Solo quiero oír lo que ocupa tu mente y tu corazón». «¿Le ha costado mucho decírmelo?». «Es extraño, pero allí nadie quería ni mirarme». «¿Bastará con que diga que tengo esperanza?». «Solo deseo que parezca que me entienden». «Es bueno sentirse querido». Para comprobar la dinámica de St. Christopher y calibrar las dimensiones de una fundación médica y religiosa en la que se trabajaba codo con codo, cederemos la voz a uno de sus pacientes para que hable en nombre de todos. Ramsey estuvo en St. Christopher del 20 de junio al 8 de septiembre de 1978. En el momento de su muerte tenía cuarenta y ocho años. Era productor de televisión y justo antes de caer enfermo había participado en una serie protagonizada por personas que superaban graves minusvalías físicas. Ramsey ingresó con un tumor cerebral inoperable que le afectaba a la vista y al habla. Aunque estaba deseando «sacar provecho» de su enfermedad, ¿para qué plantearse hacer algo creativo cuando –como él bien sabía– estaba a punto de perder la cabeza? Entonces, por sugerencia de Cicely y de la Dra. Baines y con la ayuda de una enfermera, Ramsey comenzó a dictar un diario. Antes de llegar a St. Christopher, Ramsey había recorrido varios hospitales, de donde una amiga que le visitaba con frecuencia comentaba que se marchaba siempre «con ganas de llorar», mientras que de allí solía «irse entre risas». El papel que St. Christopher desempeñó en este cambio se puede vislumbrar entre líneas en el valiente diario de Ramsey, quien no sufría dolores y cuyos molestos síntomas estaban bajo control: seguía un tratamiento con esteroides que se le iba ajustando, le recetaban
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tranquilizantes que lo mantuvieran más despierto y le trasladaban al Hospital Charing Cross donde, en un intento de salvar su vista o al menos de frenar su deterioro, le sometían a radioterapia. El cálido entorno que lo envolvía, el interés auténtico y eficaz por parte de las enfermeras, la amistad que le unía con otro paciente y la libertad de poder recibir las visitas de sus numerosos amigos se unían para ayudarle a encontrar un sentido a su temprana y trágica muerte. He aquí algunos fragmentos del diario de Ramsey. Sus expresiones a veces incoherentes son consecuencia de su enfermedad y hemos querido mantenerlas tal y como fueron dictadas. * * * Diario de Ramsey
12-7-78 Es la una de la madrugada, hace unas horas que ha muerto George. Tiene más de ochenta años, su mujer y su hija estaban aquí y yo en la cama de al lado. No esperaba que estas fueran las primeras palabras del diario que me he comprometido a llevar. La enfermera de noche escribe por mí. La sala está en silencio y yo pienso en George. Su muerte me ha hecho llorar. El que las primeras palabras que he pedido que escriban traten de la muerte de un hombre no es por ser dramático, simplemente ha coincidido con el momento en que he decidido ponerme a ello. No sé qué decir de George, no pensaba llorar y creo que no me queda nada nuevo que decir. 13-7-78 Son las cuatro de la madrugada. Me acabo de despertar. Es la segunda vez que me pongo a escribir cómo me siento. George, el hombre de ochenta años que murió anoche, ahora parece quedar muy lejos. Jill y yo no hemos tenido buena noche cuando ha vuelto del hospital. Tarda dos horas en cruzar Londres de punta a punta y se le ha estropeado la moto. Lo de la noche de ayer todavía me tenía atontado y quería atinar con las palabras, y ella estaba enfadada e impaciente porque no sabía lo que quería. Hace cerca de un año que Jill se ocupa de mí. No sé cómo lo ha hecho, aunque es mucho más joven que yo, ha cargado con la responsabilidad de cuidarme. Hace
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solo unos meses que se ha sacado el título de enfermera y creo que se quedará a mi lado hasta mi muerte… A mí el final no me preocupa, pero, cuando llegue, creo que para ella va a ser lo más horrible que le pueda pasar. Espero que el mes que viene sepa lidiar conmigo como lo ha estado haciendo los dos últimos años. 14-7-78 Me he despertado pasadas las doce de la noche. Para mí es una noche como cualquier otra. Desde hace cerca de un año sin leer ni escribir es extraño, pero creo que me he acostumbrado a no hacer nada, aparentemente. No es poca cosa, y pasado este primer año, después de tres semanas viviendo aquí creo que puedo empezar a aprender a vivir esa extraña vida que hay en mi cabeza. Hasta ahora un año yendo de hospital en hospital me ha parecido un tipo de vida práctico, aunque está claro que no lo es, pero para mí los hospitales corrientes eran algo que de algún modo me parecía normal: sin embargo, el Hospice en poco tiempo, en muy poco tiempo, me está resultando diferente. Hablando anoche con una de las enfermeras, la enfermera Cureton, presiento que voy a encontrar, si me da tiempo, otro modo de vida, nada espectacular, quizá ni siquiera muy diferente, pero que será lo mejor de mi vida. Ha sido un día muy tranquilo, la noche está tranquila, todo el mundo duerme y yo dormiré el resto de la noche. Este segundo año, cada vez voy ganando más confianza. No me preocupan ni la vida ni la muerte. En cierto modo disfruto con lo que ocurre en mi cabeza y alrededor de ella. Cuidan de mí sin que yo sepa muy bien cómo. Hace un año, más de un año que no puedo leer ni escribir. Esta cuarta semana del nuevo año que he pasado aquí es distinta de lo que he visto o conocido hasta ahora, y mientras pueda dar tengo la impresión de que va a ser lo mejor de mi vida. 16-7-78 A medida que vayan pasando las semanas y si me encuentro tan bien como ahora, espero ir comprendiendo cada vez más. Por desgracia, no todo es bueno. Veo tan mal por el ojo izquierdo que tengo que usar el derecho, estoy tan asustado como le ocurre a todo el mundo, porque los ojos son fundamentales. Por el izquierdo solo veo borroso, está inutilizado y no hay nada que hacer. Espero que sea solo los primeros días, pero no es probable. De todas formas no pienso mucho en ello: el ojo va a tener que cuidar de sí mismo. 18-7-78
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Me encuentro mejor, mucho mejor. Con mucho cuidado, puedo caminar sin ayuda. Hoy luce el sol y la vida parece maravillosa. Sería un hombre de suerte si no fuera por la vista, he perdido el ojo izquierdo, y el derecho por el momento lo tengo bien, pero me aterra la idea de que empeore. Parece que no hay nada que hacer con ninguno de los dos, así que solo puedo aguardar y no perder la esperanza. Me imagino que soy capaz de aceptarlo, como ha tenido que hacer tanta gente. Lo bueno es que todos los que me caen bien y me entretienen vienen a verme y a charlar conmigo y me alegran la vida. Jill tiene mucho trabajo y le gusta, y a mí me encanta verla siempre que puedo. Lo mejor de todo es que vamos a pasar juntos el fin de semana que viene. Espero que la cosa no se estropee, será maravilloso volver a estar juntos. 20-7-78 Las tres de la madrugada y otra vez me encuentro pensando en lo que me ocurre. Las tres últimas mañanas mi cabeza ha estado tan bien que he podido dormir seguido, menos cuando no ha habido más remedio, porque cada cuatro horas me despiertan unos segundos para que me tome las pastillas. Solamente soy capaz de pensar en que mi único ojo deje de funcionar. Me imagino que a todo el mundo le costaría perder la vista y creo que en mi caso no hay nada que hacer, si pierdo los dos ojos definitivamente. Todo el mundo es capaz de soportar la desgracia si no le queda más remedio, lo que sí depende de uno es cómo hacerlo y me imagino que yo no voy a ser una excepción y que sabré sacar el máximo provecho posible de lo malo. Solo nos queda esperar y vigilar si este pobre ojo empeora. 24-7-78 El viernes pasado fue un día totalmente caótico. Jill estuvo ocupada organizándolo todo porque ese día iba a ser mi primera salida. Queríamos pasar la noche en casa y era importante que todo estuviese bien organizado. Al principio estuvimos un poco aturdidos, pero finalmente todo salió bien y ha sido una maravilla tener un día con su noche y otro día más para nosotros solos. Hoy a las tres y media de la tarde ha vuelto a venir Anne, que como la mayoría de las enfermeras me cuida de un modo que a mí me parece excepcional. Y ahora todas van a tener que ser excepcionales porque estoy perdiendo definitivamente la vista. Todas las enfermeras me van a encontrar un poco diferente. Hoy estoy
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literalmente a punto de dejar de ver. Solo existe una mínima posibilidad de retrasarlo si dos veces por semana la radioterapia es capaz de hacer algo por mí. Pero todos sabemos que no hay más que una débil esperanza y tanto Jill como yo estamos preparados para lo peor. Los dos sabemos que voy a necesitar mucho a las enfermeras. 25-7-78 Son las cuatro menos cuarto de la tarde y me sorprende seguir viendo algo del mundo exterior; me preocupaba que hoy fuese el último día que seguiría viendo el sol. No ha ocurrido nada que pueda hacerme feliz, pero tampoco hay nada que me haga prever que no vaya a ver el sol nunca más porque todavía percibo el movimiento y algo parecido al cielo, hoy aún soy capaz de ver algunas cosas que también veía ayer. No es mucho, pero es algo, algo parecido al cielo y a la gente que significa todo para mí. Ignoro lo que ocurrirá en los próximos días. Es el segundo día que voy al Hospital Charing Cross para la radioterapia y, durante esos seis minutos, he vuelto a tener ganas de vivir. Lo más probable es que sea de ayuda y, aunque no sirviera para nada más, confío al menos en no quedarme ciego. Es una apuesta, yo no creía que las cosas estuvieran tan mal, estoy nervioso. Creo que basta por hoy: no puedo más. 26-7-78 Es por la tarde, otra vez me pongo a hablar con Annie. Gracias a Dios, aún conservo la vista, veo muy poco, pero ligeramente más que ayer. Es un alivio continuar viendo un poco, aunque algunas cosas las percibo débilmente y me cuesta distinguirlas. Me pone nervioso pensar durante cuánto tiempo seguiré conservando la vista, pero cada día más que pasa soy feliz. Naturalmente me gustaría ver mejor: por mucho que me esfuerce, a veces resulta imposible. Hoy han venido a verme un montón de amigos, uno tras otro, hemos estado charlando, me siento feliz, por irónico que parezca, hasta muy feliz. Me he puesto a recordar mi vida y me aturullo. A mi alrededor hay vida por todas partes y me gusta pensar que podría existir una pizca de futuro en las palabras y en las voces que me rodean. ¡Qué vida esta! No todo tiene por qué ser malo, ¿no? 27-7-78
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Radioterapia. Hoy es el tercer día de los seis minutos de tratamiento en el hospital. Estoy deseando ver a la Dra. Baines, su visita me ayudará a tomar una decisión, qué es lo que más me conviene. Entonces sabré cuándo debería volver a empezar, la semana que viene o dentro de dos semanas. 31-7-78 No puedo ver nada. Ocurrió ayer y he descubierto que ser ciego solo se puede describir si le ha ocurrido a uno. No sé cómo empezar, la nueva sensación de no saber lo que estás mirando. Me lo tomaré con la mayor tranquilidad de que sea capaz. Lo único que me consuela es que ahora tengo habitación propia. Ha ocurrido algo hace unos días, una experiencia que ha causado en mí una auténtica conmoción. Me ha ayudado a darme cuenta de dónde me siento seguro, o sea, viviendo en el Hospice. No me podía imaginar que un paciente de aquí fuera tan imposible, de día y de noche, durante cuatro noches o más… parecía que iba a ser para siempre, y yo no he sido el único que lo ha pasado mal, a otros seis pacientes les ha ocurrido lo mismo, aunque yo era el que estaba más cerca y lo he pasado peor que ninguno. Era incapaz de soportar a ese hombre que se dedicaba a gritar a todo el mundo. No daba la sensación de que fueran a trasladarle y nadie de los que mandan aquí, creía yo, iba a moverlo de allí, así que tendría que irme yo. Ha sido una experiencia asombrosa, pero al final me han trasladado a mí, sospecho que sobre todo porque estoy ciego. Me cuesta describir la horrible impresión que la presencia de ese hombre ha causado en mí, día y noche. Me ha enseñado mucho. Me ha enseñado que en cierto modo todavía debo tomar mis propias decisiones y a partir de ahora me olvidaré de este desagradable episodio. Vuelvo a estar casi como antes, y ciego, pero apoyado por todos y espero que la ceguera me haga aún más fuerte y he de confesar que el cariño de la gente que me rodea me hace sentir que todavía tengo mucho que hacer. Espero poder vivir aún un poco más y disfrutar de ser un hombre capaz de encontrar algo nuevo que hasta ahora no ha tenido. 1-8-78 Son las dos en punto de la tarde y hace unas horas he sufrido la experiencia más aterradora de mi vida. Esta mañana, paseando con la fisioterapeuta, aunque no podía ver, ha sido como si supiera que con su ayuda estoy reuniendo fuerzas para mi nueva condición de ciego. De pronto ha aparecido ante mí un mundo completamente nuevo y extraño. Me he detenido y he comenzado a ver formas que componían cuarenta, cien o más edificios que no sabía lo que significaban, pero
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estaban ahí. No puedo describir lo que he visto: era real e irreal a un tiempo. Los edificios esos estaban junto a mí y yo estaba aterrado porque no conseguía quitármelos de encima, y en ese momento he perdido el control y he querido matarme. La fisioterapeuta que me acompañaba de paseo se ha dado cuenta de lo mal que me encontraba y me ha llevado de vuelta a la habitación. Creo que solo ella y tres de las enfermeras, Anne, Gill y Suzanne, se han dado cuenta. Estaba asustadísimo, totalmente convencido de hallarme en otro mundo y absolutamente fuera de control, completamente seguro de querer matarme. Con su ayuda he hecho lo posible por dominarme, gracias a ellas, aunque seguía siendo incapaz de ver nada que no estuviera en mi cabeza, ni me he desmayado ni se me ha ido la cabeza. Las tres enfermeras se han quedado conmigo, me han ayudado a lavarme sin dejar de charlar, y me he pasado tres horas intentando recobrar la normalidad. Ahora estoy un poco más tranquilo, y sorprendentemente hace unos diez minutos he recobrado algo parecido a la normalidad. Ahora son las dos en punto de la tarde y Annie está anotando cómo me encuentro. Ese extraño mundo nuevo ha regresado otra vez, pero al menos no he perdido la cabeza. 2-8-78 Hoy he tenido un buen día, me imagino que cualquier día es bueno comparado con el de ayer, que ha sido el más horrible de mi vida, por eso me siento feliz de ser un ciego que ha sobrevivido a la muerte. Sentí tal pánico que pensé en matarme. Me parece heroico haber sobrevivido a lo de ayer, y lo he comentado con mucha gente, por lo menos con todos los que me he ido encontrando. Hoy he recibido muchas visitas y confieso haber bebido demasiado vino. Ni el médico ni yo sabemos si se trata de algo pasajero y es demasiado pronto para determinar qué tipo de ceguera me espera. Por el momento no me muevo demasiado, camino como un cangrejo, despacito, sin reconocer nada. No tengo miedo, pero tampoco sé muy bien qué hacer, y comprendo que me va a llevar un tiempo aprender a ser ciego. Hoy me he puesto muy nervioso contándole a todo el mundo lo que me pasa, casi como si presumiera de haber sobrevivido. He bebido vino y cerveza en abundancia y lo he pasado muy bien. Cuando hago este tipo de cosas, me siento vivo, me parece tener un futuro por delante, y quién sabe si no estaré en lo cierto. No sé qué clase de vida me espera, pero seguro que será cada vez más interesante. 3-8-78
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Estoy sorprendido de la rapidez con que puedo acostumbrarme a la ceguera. Me ha resultado tan extremadamente duro asumir que estoy ciego, que ahora que he perdido la vista creo que en unas pocas semanas hasta me encontraré cómodo. Aún continúo viendo esos extraños edificios que me rodean y, a pesar de que sé que no se mueven, me hacen temer que acabaré yéndome al suelo; y quiero creer que terminarán desapareciendo, aunque parezcan tan pavorosamente reales. Los edificios –qué ridiculez– son del siglo XV o del XX; los rodeo andando y entro en ellos. Tengo la sensación de dominar este extraño paisaje que hay en mi cabeza y de que, si hay alguien conmigo, puedo hacerlo desaparecer. Confío en que de vez en cuando surja un destello de la vida real como ha ocurrido ayer y antes de ayer, pero hoy no ha habido ninguna luz, ni siquiera débil. Me pregunto si habré perdido la vista para siempre. Lo bueno es que la gente viene a verme, bebemos juntos y nos parece que en cierto modo la vida no está tan mal. Puedo adivinar qué piensan mis amigos de mi estado, pero espero que no tengan miedo y me ayuden a afrontar con alegría mi nueva vida. 4-8-78 Es realmente increíble la velocidad con que me he acostumbrado a ser ciego. Pensaba que me pasaría por lo menos una semana o más hartándome de mí mismo, pero no es así. Por supuesto he hablado con las enfermeras y todas están pendientes de mí y eso me ayuda, pero no me he convertido en ningún santo. Hoy a las tres de la tarde he tenido la increíble suerte de hablar con la Dra. Saunders y con Dame Albertine Winner. La Dra. Saunders y yo hemos estado charlando un rato, es una mujer extraordinaria. Estar aquí, en St. Christopher, es una auténtica lección, ojalá lo hubiera conocido antes. Me gustaría volver a hablar con ellas para conocer algo de su vida, fascinante. Espero que durante algún tiempo no se vuelva a producir en mí ningún otro cambio físico y pueda concentrarme en la clase de futuro que quiero para mí. 8-8-78 No puedo ver y, lo que es peor, me sacan de quicio esos edificios horribles del siglo XV que llenan mi cabeza. Menos problema es que ¡estoy comiendo muchísimo! Y también bebo mucho. Tiene gracia que en esta última etapa de mi vida esté recibiendo todo tipo de extras que no esperaba.
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11-8-78 He pasado dos días en casa con Jill. Es la primera vez que estoy en casa ciego. Me encanta que me cuiden y hemos hablado de mi ceguera y, sobre todo, de lo que opina ella sobre el extraño modo en que ser ciego ha transformado mi vida. Jill ha hablado conmigo muy en serio y creo que tiene razón cuando procura animarme a intentar hacer las cosas yo solo, aunque sea duro. Se preocupa mucho por mí, me gusta que me trate con firmeza. Ahora estoy de vuelta en St. Christopher, hace cuatro horas que Jill se ha ido a trabajar. Da la impresión de que St. Christopher sigue exactamente igual que cuando me marché hace tres días, y eso me alegra. Me siento a gusto aquí y confío en que mi cuerpo siga razonablemente estable al menos durante unos días. 14-8-78 Han pasado tres días y no he tocado el diario. No cabe duda de que mi estado no es magnífico, tampoco ahora, y sé que aún estaré más débil. Me mantendré alerta y espero poder estar tan fuerte como la semana pasada, pero no estoy muy animado. Por primera vez empiezo a ser plenamente consciente de que no me queda mucho. 15-8-78 He estado intentando poner en claro cómo serán los próximos días. Aún tengo bastante energía y puedo manejarme bien con las palabras, pero no creo que esto dure mucho. Debo ser previsor, porque cuando empiece a hablar con lentitud o me cueste más, como me temo que ocurrirá, quiero estar seguro de haber escrito lo más posible. Ahora sé, y creo que con bastante lucidez, que no estoy tan bien como antes. Está claro, me parece a mí, que todavía me encuentro razonablemente bien, pero esta tarea cada vez me ilusiona menos: estoy en el punto medio entre conservar la cabeza y sentirme bien y relajado. Si lees un poco más arriba, verás que no tiene sentido: es la primera vez que me ocurre, y lo noto, he equivocado las palabras, pero no me importa, en realidad casi me da igual. No sé decir si simplemente estoy cansado o si poco a poco iré encontrándome mejor, prefiero pensar que con suerte me encontraré bien hasta el final. Eso sería lo ideal. 16-8-78 Hasta la hora de comer y justo después me he encontrado muy bien. Tengo la inmensa suerte de que en el Hospice me tratan estupendamente,
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extraordinariamente bien. Jill no puede quedarse mucho rato, trabaja mucho y lejos de aquí, y lo mejor que me ha podido pasar es que conociera a Annie. 21-8-78 Llevo cinco días sin ocuparme del diario. Si leo lo que he escrito, está claro que la semana pasada ya hablaba con menos soltura: no tenía ni idea de cómo estaría a medida que fuera pasando el tiempo, pero está claro que cada vez razono peor, y, en cuanto al presente, el pronóstico tampoco es bueno. Es curioso, noto que cada vez me importa menos, que me cuesta pensar en lo que debería importarme, pero por lo menos aún sigo aquí. Nobby Harding: ha llegado un tipo nuevo a vivir aquí –o al menos a intentar vivir–. A Nobby le tienen que hacer algo en el hígado y puede ir a mejor o a peor. Seguro que ya ha cumplido los setenta. Nobby debe de ser tan divertido y tan buen tipo como parece, porque por lo que dicen se ha convertido en un personaje. Si pudiera, me gustaría rodar algo con Nobby. 22-8-78 Un nuevo extra a mi vida. Nobby tiene setenta años y es genial. Todos los días se viene a charlar conmigo, va por ahí hablando maravillas de mí con muchísima simpatía. Al parecer se lo van a llevar lejos en cuanto puedan, pero a mí me cae bien y quiero hablar más de él, aunque solo sea porque espero que no haya más modos de encontrar otras cosas sobre lo que escribir. Lo que me ha pasado hoy es que he estado viendo a un montón de gente que no conocía y que llevo años sin ver. Es estupendo volver a ver y a sentir a personas que no me han visto con frecuencia desde hace años, es estupendo volverlas a ver. Empiezo a tener la esperanza de poder sacar algo de los pocos ratos que me quedan. Vale la pena intentarlo. 25-8-78 Cada vez me cuesta más usar las palabras pero por ahora aún conservan cierto sentido. Hoy ha sido un buen día: no he hecho nada complicado y no ha habido nada que me haya puesto nervioso o importante. Me gustaría hacer de los próximos días los más importantes y decisivos que pueda encontrar, pero no sé si puedo hacerlo lo bastante importante y rezo para que con ayuda pueda hacer algo por supuesto con la ayuda de Martin[1]. Va a ser difícil usar las palabras porque sé que estoy perdiendo el habla, que puede que accidentalmente cometa errores, pero creo
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que me ayudarán y que lo más importante que me está sucediendo me ayudarán los que me rodean. 26-8-78 Es increíble, creo que voy a encontrar un Dios. No sé cómo va a suceder exactamente, pero la sensación de que Jesús se va a encontrar conmigo y hará de mí todo lo que soy y más no falta mucho y el hecho de que venga justo en el momento en que más le necesito es sorprendente. Pensar que, dentro de poco, Jesucristo viene solo a mí, que –espero– cuidará de mí, parece lo más importante, pero sé que será real. Annie está escribiendo otra vez, Jill está escribiendo, los que me conocen, los que me quieren y estarán conmigo para siempre, todos ellos me asombran. Solo ahora empiezo a darme cuenta pensando en Dios, lo que Él tiene que saber o pensar de lo importante que soy. Me emociona pensar en mi futuro y me doy cuenta de que de algún modo Jesús va a hacer que mi vida funcione y me gustaría haberlo hecho antes, lo que me emociona es que la posibilidad de que mi vida perdure en este mundo o en el siguiente de todas las formas que ahora puedo. Vivir de la vida y vivir de la muerte iba a ser, creo, algo extraño. Y sigo encontrándolo extraño. Quiero probar y hacerlo un lugar donde estar con todos los demás cuando esté vivo o muerto, donde se convierta en un lugar que no cambiará. No sé cómo sucederá, pero sé que sucederá. No sé si moriré para siempre, pero sé que no importa porque van a cuidar de mí y todo lo que Dios quiera que haga lo haré lo mejor que pueda y eso es lo que importa. Tengo la sensación de estar al principio de mi vida con Dios y es maravilloso. 28-8-78 Por la tarde. Echo mi mirada habitual al diario. Quiero mirar el futuro mientras todavía puedo verlo. Sé que puedo encontrar muy poco sentido a algo si dura mucho: lo que quiero decir es que mi memoria va cada vez peor. De donde intento sacar algo más es de mi relación con Martin, espero que mañana me hable más de sí mismo. Aunque ha estado conmigo tres días y de eso hace hoy dos días, espero que Jesús venga a él mañana. Me cuesta muchísimo recordar las cosas, pero dentro de unos días puede que me sea imposible. Desde luego, acercarme a Jesucristo y convertirlo en lo más importante de mi vida hay que situarlo en algún sitio donde puede llegar a Él. Necesitaré que me ayuden y esa idea de algún modo comprendido y eso sucederá tan pronto como pueda, por Nuestro Señor Jesucristo, amén.
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2-9-78 Tengo que hacer las palabras que reunimos con lo más emocionante de nuestras vidas cuando las reúno todas y cubierto con palabras y las palabras son muy sencillas, y directas, y emocionantes, no me puedo creer que todavía funcione tan bien pero sé que es así. 3-9-78 Sigo pensando que cada día va a ser el último día, pero parece que Dios no piensa lo mismo. Y por qué tiene que ser verdad, cuando el último día tiene que llegar, llega, y la risa y el llanto y cualquier cosa tienen su tiempo. Porque pienso en la muerte (¿o es la vida?) siempre encuentro en todo la imagen de Dios Todopoderoso y es Todopoderoso, y es mi turno y me conformo con lo que disfruto. Qué mundo tan raro tomar la dicha y la importancia que va a traerme la dicha y la importancia: llegará, no hay manera de pararlo, y mi vida y mi muerte se convertirán en asuntos que conozco y puedo aceptar la vida y la muerte. Amén. Annie Por fin encuentro tiempo para añadir mi contribución al diario de Ramsey y, lo que es más importante, encuentro tiempo para Ramsey, tanto si podemos hablar como si no. Ramsey está cansado y preparado para morir, pero, como él mismo dice, hasta ahora Dios no parece pensar lo mismo. Las visitas son cada vez menos y más escogidas. Hoy Ramsey ha llorado mucho pensando en lo entregada que ha sido Jill con él, cuando podría haber aspirado a más. Hemos decidido que es un «hombre con suerte» y se ha emocionado mucho. Me sigue asombrando el estado mental de Ramsey. Está muy lúcido y razona, y muy sereno. Nunca pierde los nervios ni se enfada, excepto alguna vez consigo mismo, y desde luego no ha cambiado en absoluto de forma de ser. Todos los días me pregunto si volveremos a escribir en el diario y cada día que lo hacemos me asombra más su significado (¡a veces tan absurdo!). Ahora ya es cuestión de tiempo. * * *
Ya no volvieron a escribir. Ramsey falleció cinco días después, tras autorizar a Cicely a hacer uso del diario del modo que estimara más conveniente.
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1 El Dr. Martin Lee había estado rezando con Ramsey.
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Marian Al atardecer se hospeda el llanto, al amanecer, el júbilo. Sal 30, 6
En algunos aspectos, la vida privada de Cicely se parece a la del patito feo transformado en cisne de Andersen: aquella jovencita normal y corriente se mudó en una mujer atractiva y satisfecha consigo misma que, como el patito feo, sufrió un invierno largo y frío antes de que la primavera trajese consigo su definitiva transformación. Los honores, homenajes y premios que comenzaron a lloverle en plena madurez se vieron coronados en 1980 con el título de Dama del Imperio Británico y, al año siguiente, con el Premio Templeton para el progreso de la religión y sus noventa mil libras correspondientes. Y, por lo que se refiere a su vida privada, esta llegó a su plenitud cuando conoció al hombre que más tarde sería su marido. Cicely derrochaba felicidad: la larga espera había merecido la pena. Una larga espera que estuvo acompañada de soledad y sufrimiento. Ni de niña ni en su juventud la relación de Cicely con los hombres fue fácil. Las niñas con sentimientos contrapuestos hacia sus padres suelen llevar una vida afectiva normal, pero en el caso de Cicely existía el componente añadido de su corpulencia. Y no solo era grande físicamente, sino en muchos otros aspectos. «Tengo la impresión de haber pasado buena parte de mi vida tropezando conmigo misma por ser demasiado grande», se lamentaba. Tampoco su padre era de mucha ayuda cuando la comparaba con el gallo desgalichado de un cuento infantil con un pico enorme y un cuello larguísimo que siempre lo estropeaba todo. Por mucho afecto que se escondiera tras el comentario, desde luego no era el más apropiado para infundir confianza en quien tanto la necesitaba. La valía de Cicely, su ambición y su perfeccionismo la mantenían apartada de los demás. Su padre, con algo más de benevolencia, decía: «El problema de los sentimientos es que hay que desahogarlos. Uno no puede tenerlos controlados siempre como si fueran un caballo de carreras domado». Aquel cuerpo larguirucho ocultaba a una mujer femenina y muy apasionada.
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Incapaz de dar rienda suelta a sus sentimientos de forma natural, Cicely desarrolló una conducta áspera y poco inclinada a lo que ella misma denominaba las «tretas femeninas» esperables en aquella época de las mujeres de su entorno social. El hecho es que asustaba a los hombres, incapaces de ver nada más allá de su brusquedad. En palabras de un hombre que la conoció en su juventud, «no era el tipo de chica que elegirías para llevarte detrás de unos arbustos». Lo irónico del caso es que al menos una parte de ella estaba deseando ser esa chica. Para empeorar aún más las cosas, mientras fue una vulnerable adolescente sufrió constantes comparaciones con Lilian, la señorita que acompañaba a su madre, una joven radiante constantemente rodeada de admiradores. Pero más allá de sus desventajas físicas, más allá de las tensiones familiares, estaba la herida infligida de niña. Antes de cumplir un año, Cicely padeció un doble rechazo: primero por parte de su madre, que la confió a los cuidados de tía Daisy, y luego de esta última, obligada a marcharse a causa de los celos de Chrissie. Era una dura manera de comenzar a vivir. A Cicely no le gustaban las interpretaciones psicológicas de la conducta, pero cuesta creer que esa doble pérdida a edad tan temprana no dejara huella en ella. Ese inexplicable rechazo, ese sentimiento de abandono total tuvieron que causarle una profunda ira inconsciente, una sensación primaria de soledad y fracaso. ¿Hay alguien capaz de recobrarse de una carencia como esta? En cierto sentido, hay quien es capaz. La herida se va cerrando y el irresistible empuje del crecimiento acaba venciendo. Una planta con las raíces dañadas puede florecer, quizá con algo menos de exuberancia. Cicely amaba desde que era adolescente, y amaba apasionadamente. En su último año de colegio escribió a una amiga hablándole de sus sentimientos hacia un joven piloto de las fuerzas aéreas. «Le quiero como nunca imaginé querer a nadie, como sabía que acabaría queriendo cuando encontrara a la persona adecuada. No me cabe ninguna duda y no me importa cuánto tiempo tenga que esperar hasta conseguirlo. Creo que él me quiere, aunque solo sea un poco, pero es joven y tímido y yo tampoco confiaba en que en nuestro primero encuentro, y después de tanto tiempo, hablara mucho. Si no tengo la suerte de que me ame, se me romperá el corazón. Pero, mientras quede una posibilidad de que esto salga adelante, no me importa, me arriesgaré. Y, si no sale adelante o a él le ocurre algo, no volverá a haber nadie más». Unos sentimientos de esta intensidad no iban a ser fácilmente satisfechos. Durante años, Cicely vivió atormentada por lo que llamaba «anhelo de amor». Por otra parte, desde el punto de vista social aborrecía la soltería, que en su opinión la situaba en permanente desventaja. Cuando obtuvo el título de medicina, lo que más placer le causó fue que en adelante no tendría que volver a usar el «señorita». Cicely no se dejaba llevar por la autocompasión. Se alegró por sus amigos cuando uno detrás de otro se fueron casando; asistió a sus bodas y se convirtió en madrina de sus hijos. Le gustaba divertirse y llevaba una vida de intensa actividad: cantaba en coros, asistía a conciertos, le entusiasmaba la ornitología, se buscaba distracciones y se iba de vacaciones con sus amistades solteras. A veces Cicely se sentía culpable de abandonar a sus amigos cuando ya no los necesitaba, pero, si algunos lo vieron así, la mayoría no lo
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manifestó. De hecho, Betty Read recalcaba su lealtad y el modo en que cuidaba de sus amistades, mientras que a Rosetta Burch le sorprendía lo buena amiga que era a pesar de llevar una vida tan ajetreada. Aun así, Betty Read señala que St. Christopher era su vida y su hijo, y que Cicely pecaba de esa falta de compasión de la gente importante a la hora de prescindir –por cruel que suene la palabra– de los demás cuando su hijo ya no los necesitaba. Lo cual tal vez sea inevitable, porque un círculo demasiado grande es difícil de controlar, pero no por ello menos duro. Aunque hay quien se ha sentido herido, afortunadamente no es mi caso». Un sabio juicio formulado con afecto y probablemente cierto. Pero las personas crecen al margen de sus amigos y Cicely, que creció y cambió más de lo habitual, necesitaba gente distinta para momentos distintos. Con la mayoría de las amistades, este flujo y reflujo es un proceso natural y los amigos van perdiendo el contacto: solo cuando uno de ellos se hace famoso se convierte en blanco de las críticas. ¿Cómo sobrevivió a aquel largo invierno? Cicely volvía la vista atrás con dos pares de gafas distintas, unas de cristales rosas y las otras de color gris. Las gafas grises le dejaban ver el rechazo, la aflicción, la soledad. Esta soledad, motivo de preocupación y perplejidad para sus amigos, estaba más profundamente arraigada que la soltería que tanto le desagradaba o que la independencia a la que su camino la tenía abocada, y se manifestaba en un rasgo heredado de su padre –que resulta sorprendente en alguien que da prioridad a la oración–: esa constante necesidad de compañía que le impedía pasar mucho tiempo sin nadie. Quizá las causas se remonten a aquellos primeros años y a la pérdida de personas de importancia tan decisiva como su madre y su tía. Nunca lo sabremos. Pero, cuando miraba con sus gafas optimistas, el rechazo quedaba reducido a una insignificancia, de sus relaciones destacaba lo divertido por encima de lo trágico, y la actividad, el éxito y la compañía desterraban su soledad. Todas sus relaciones, cada una a su manera, fueron completas. Aunque hubo de esperar treinta años para experimentar con David Tasma lo que era un amor compartido y una auténtica comunicación, Cicely reconocía –al menos en retrospectiva– que el destino tuvo sus razones. «Entre golpes y gemidos me arrastraron hasta donde debía estar. Si me hubiera casado, nunca habría podido hacer lo que he hecho». De resultas de esta relación, Cicely no solo comprendió algunas cosas sobre el amor que une a un hombre y una mujer, sino también lo que deseaba hacer con su vida. Agotada su energía y hechos pedazos sus anhelos de matrimonio, Cicely los canalizó ansiosamente hacia sus estudios de Medicina y la creación de su Hospice. Así, realizada al menos en parte y menos centrada en sus relaciones, fue capaz de trabajar mucho y disfrutar de la compañía tanto masculina como femenina. En la Escuela de Medicina, Cicely se rodeó de «esa clase de pandilla que no distingue entre chicos y chicas», se sumergió en una intensa vida cristiana y conoció a su buen amigo Tom West.
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No es muy difícil comprender qué fue lo que unió a Tom y Cicely. Ambos compartían profesión, religión y la afición por la música. La sensible inteligencia de Tom complementaba la de Cicely y su compañía la libró de la soledad. Si ella escuchó la llamada de los enfermos moribundos, a él le reclamaron las misiones. A poco de titularse se marchó a África, donde pasó la misma década de los sesenta que Cicely empleó en la construcción del centro. La distancia geográfica y la diferencia de edad (Cicely era doce años mayor que él) les concedía la libertad de disfrutar de su mutua amistad sin la amenaza de un compromiso más serio. Aunque en determinados momentos Cicely quizá esperara algo más de aquella relación, ninguno de los dos estaba preparado para el matrimonio. El obligado celibato de Cicely le facilitaba la posibilidad de disfrutar de unas amistades para las que de otra manera nunca habría tenido tiempo (Tom, la señora G., Alice, Louie, Gill Ford, Madge Drake, Betty West, Rosetta Burch, etc.) y le permitía dedicarse a sus enfermos. Antoni fue un regalo, una sorpresa. Cuando le conoció, ya no era una veinteañera deseosa de mantener una relación. Fue Antoni quien, de manera indirecta, la condujo hasta el matrimonio. Diciembre de 1963. Aunque hacía tres años de la muerte de Antoni, Cicely aún continuaba llorando su pérdida. Hacia él dirigía sus tristes pensamientos mientras conducía de vuelta de la biblioteca pública «mirando escaparates, como toda conductora que se precie» cuando le llamó la atención un cuadro expuesto en la Drian Gallery. Como arrastrada por un imán por aquel óleo de la Crucifixión, aparcó el coche y llegó a la galería en el preciso momento en que estaban cerrando. La exposición terminaba ese mismo día. Extasiada y embriagada de emoción, Cicely contempló los cuadros deseosa de adquirir alguno. Nunca había comprado un cuadro, pero estaba tan entusiasmada que el galerista le vendió el elegido, «Cristo calmando las aguas», a mitad de precio. El artista era un polaco: Marian Bohusz-Szyszko. Al día siguiente, Cicely le escribió: Estimado profesor Bohusz: He adquirido su cuadro «Cristo calmando las aguas» en la exposición de la Drian Gallery. Me gustaría agradecerle sinceramente su inspiración y manifestarle lo feliz que me siento de haberlo descubierto en el escaparate de la galería, de entrar en ella y de comprarlo. Es, en mi opinión, una obra llena de sensibilidad e inspiración y tiene mucho que transmitir a todos los niveles. Cicely continuaba diciéndole que el cuadro estaba destinado a la capilla de un Hospice para pacientes con cáncer en fase terminal.
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El mensaje que comunica su cuadro es tan esencial para lo que pretendemos hacer y estamos haciendo que estoy convencida de que no ha sido simplemente la suerte lo que me ha llevado a sentirme atraída por sus cuadros y me ha guiado hasta la galería la misma noche en que se clausuraba la exposición. A los pocos días recibió la respuesta: Estimada Dra. Saunders: Recibí su carta hace tres días, pero no le contesté en el momento porque me emocionó mucho y quería disponer de algún tiempo para darle vueltas. La exposición ha sido un éxito no solo desde el punto de vista financiero: también me ha servido para ganar prestigio. Pero créame: el momento más importante de mis cuarenta años de carrera artística ha sido, sin exagerar, su carta, Dra. Saunders. Porque no hay nada más importante para un artista que saber que los demás pueden necesitarle y que él puede serles útil a través de su arte. Es un honor para mí que haya adquirido mi cuadro y también que lo considere adecuado a su propósito. Le quiero pedir un favor, Dra. Saunders. Me gustaría que visitara usted mi estudio para decidir cuál de mis cuadros (de los grandes) querría que le regalara para la nueva capilla del St. Christopher. Será para mí un privilegio obsequiarle con él. Se citaron justo antes de Navidad. El largo duelo por Antoni llegó a su fin. Primero Cicely se sintió poderosamente atraída por los cuadros de Marian y a continuación se enamoró de su autor. En 1901, cerca de Wilno (Polonia), nacía Marian Bohusz en el seno de una acomodada familia aristocrática. Marian estudió en la Escuela de Bellas Artes de Cracovia y ya era un pintor consagrado cuando, en 1939, se unió a las filas de los defensores de Gydnia para casi de inmediato caer prisionero de los alemanes. Artista hasta la médula, en lugar de abandonar su trabajo creativo, organizó cursos de pintura para sus compañeros de prisión y realizó cerca de cuatrocientos óleos y acuarelas en trozos de papel, algunos de los cuales consiguió salvar a pesar de los sucesivos traslados de campo en campo. Marian era también un excelente matemático e impartió clases a nivel universitario entre los demás presos. En 1945, una vez recuperada la libertad, viajó primero a Roma y un año más tarde a Inglaterra, donde se convirtió en director de la Escuela Polaca de Arte. Considerado uno de los principales pintores polacos radicados en el extranjero, Marian organizó numerosas exposiciones. Sus obras –óleos en su mayor parte–, cuya expresividad reside tanto en el color como en los motivos, son vibrantes y están técnicamente logradas y llenas de pasión. Un escritor francés describía la textura física
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de su pintura como «sólida, exuberante, disociada y plasmada en el lienzo con una especie de rabia contenida». Marian era por encima de todo un artista religioso con un extraordinario poder visionario que puso la técnica a su servicio en lugar de tenerla por maestra. En cierto sentido fue un pintor expresionista en quien la pasión se alimentaba de la idea oculta en el cuadro antes que en el medio. Cuanto más piensa uno en estos dos excepcionales personajes, menos se sorprende de que acabaran juntos. En Marian, Cicely encontró a alguien que en lo suyo imponía tanto como ella. Marian tenía una gran confianza en sí mismo, en su conducta como en sus juicios («Que eso lo haya pintado Rembrandt no significa que sea bueno. Esto es una basura»). Especializado en pintura a gran escala, se consideraba su propio dueño y nadie mandaba sobre él. Cicely, rodeada siempre de gente acostumbrada a ser su segundona, hallaba cierto estímulo en volver a casa junto a alguien que, amable pero resueltamente, se enfrentaba a ella. Eso fue lo que ocurrió cuando, a poco de casarse, Tom y ella se pelearon con motivo del oficio litúrgico del Viernes Santo. Cicely había regresado unos días antes de Estados Unidos y Tom y el capellán, pensando que no le daría tiempo a prepararse o que, en cualquier caso, estaría demasiado cansada, organizaron el servicio sin contar con ella. Cicely se enfureció. «Esta vez os habéis pasado. Es mi Hospice ¡y no me incluís a mí en el servicio!». Tom le ofreció su parte pero, aun así, ella no se dejó ablandar. En estas estaban cuando apareció Marian. «Cariño», le dijo ella, «Tom y yo estamos en plena discusión» (¿le resultaría divertido a Cicely, después de todo?); y le contó lo sucedido. «No seas tonta, querida», dijo Marian, «al fin y al cabo, el Viernes Santo es el día del Señor, no el tuyo». El respeto que Marian le inspiraba a Tom subió varios puntos, y probablemente lo mismo le ocurrió a Cicely. Marian sabía –mucho mejor que cualquier inglés– cómo tratar a una mujer y hacer aflorar su lado más femenino. Resultaba conmovedor ver cómo Cicely, privada del interés de los hombres durante buena parte de su vida, hubiera encontrado por fin un hombre tan galante y tan masculino. A Cicely le costó lo suyo hacerse con él. No tenía ningún reparo en confesar: «Me enamoré de él al instante, pero tardé años en pescarlo». Aun así, al principio tampoco ella mostró un interés inmediato. Aunque no veía a su mujer desde 1939, Marian estaba casado y tenía un hijo en Cracovia y una hija en Italia; y, si bien ambos se conocieron en plena «movida» de los sesenta, en cuanto a convenciones sociales, Cicely era un claro exponente de los comedidos cuarenta. Durante algún tiempo mantuvieron una relación problemática. La esposa de Marian se encontraba en Polonia. Él era un refugiado político y ella no estaba dispuesta a salir del país. Y lo que es más importante: hacía tiempo que su matrimonio no iba bien. Marian era católico practicante y no se planteaba el divorcio; y, además, le venía muy bien no poder casarse de nuevo: disfrutaba de su libertad y no tenía prisa por ponerle punto final. Por otra parte, su orgullo de patricio polaco le impedía convertirse en un pobre artista amigo de una mujer relativamente rica. Solo cuando Cicely le hubo
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comprado dos cuadros más estuvo en condiciones de decir: «Ahora puedo decirte que te quiero. Si fuera libre y más joven te ofrecería mi mano». A pesar de sus maneras caballerosas, al inicio de su relación, él no mostró demasiada consideración hacia Cicely, a quien los deseos de libertad e independencia de Marian la colocaron en más de una situación incómoda. En cierta ocasión, cuando hacía ya tres años que se conocían, ella voló desde América vía París para encontrarse con él y asistir a una exposición de arte religioso que incluía algunas pinturas suyas. Cicely le escribió preguntándole dónde podían citarse, pero no obtuvo respuesta; a su llegada al aeropuerto, Marian no apareció; salió de la terminal… y ni rastro. Todos los hoteles estaban llenos y ella ni siquiera conocía el lugar donde se celebraba la exposición. Casualmente Cicely coincidió en la terminal con el propietario de la Drian Gallery y se enteró de que Marian había salido de viaje en coche con dos alumnos suyos, de modo que encendió una vela por él y por su seguridad en el Sacré Coeur (Marian era un conductor imprevisible), se pasó el día entero colgando cuadros y se fue a dormir a una pensión. Al día siguiente, en la inauguración, se encontró a Marian en pleno trajín. Los dos se sentían felices. Él la llevó a cenar, pasaron el día juntos en París y Cicely regresó a Londres encantada. Este estado de cosas, con un Marian alternativamente insistente y esquivo, se prolongó casi seis años. Cicely esperó, como supo esperar cuando ignoraba el siguiente paso que había de dar en el proyecto de su Hospice. Su vida se había enriquecido, era claramente feliz de haberle encontrado y de disfrutar de su compañía. Al conocer la noticia de aquella nueva relación, Tom le envió su respuesta desde África: «Tu profesor parece estupendo, además de bueno, cariñoso y apasionado. Y me encanta saber que también es divertido». Es evidente que la descripción que le había hecho Cicely de Marian era claramente positiva. Pero, a pesar de su paciencia, Cicely era perfectamente consciente de la edad de Marian y quería poder cuidar de él tanto si acababan casándose como si no. En 1969 –Marian tenía sesenta y ocho años– convenció a dos de sus amigos polacos, Hanka y Wladek Jedrosz, de compartir casa, así que compró un inmueble próximo al que se fueron a vivir los cuatro juntos. Hanka se encargaba de la cocina. Hasta que al final –¿era de prever?– acabaron peleando. «Me di cuenta de que Hanka era entrometido y posesivo, y a ojos de Cicely yo era un mandón y un desagradecido, y tenía razón». Resolvieron el asunto dividiendo la casa en dos: los Jedrosz se quedaron arriba y Cicely y Marian se instalaron en el bajo. A partir de entonces convivieron felices durante años. En 1975 falleció la esposa de Marian, pero aun así no se casaron. «En esa época yo era demasiado rica y famosa para un orgulloso noble polaco». Una excusa más. ¿Acaso no pensaba prescindir nunca de su orgullo y su necesidad de independencia? Para él, la situación era muy ventajosa: entraba y salía cuando quería y estaba seguro del amor que Cicely le profesaba. Hasta que empezó a darse cuenta de que ella necesitaba el matrimonio más que él su libertad. No podía esperar que ella se arriesgara a perder a
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alguien por tercera vez sin haber logrado el estatus que anhelaba. Por fin en 1980, después de diecisiete años de convivencia, se casaron. Un buen día, Cicely volvió a casa después de haber pronunciado una conferencia. No despertó a Marian, que dormía profundamente, pero a la una de la madrugada él entró de puntillas en su dormitorio y le pidió que se casara con él «con tal de que fuera en secreto». Cicely no pensaba desperdiciar la ocasión, de modo que pidieron licencia al arzobispo y se casaron dos semanas después… en secreto. Ninguno de los dos deseaba hacerlo público: Marian, porque no podía evitar el temor de que sus amigos polacos pensaran que se casaba por dinero y Cicely, porque no quería que «Dame Cicely Pole» ocupara los titulares de toda la prensa londinense. Solo cuando hubo corrido la noticia, acogida con agrado, se sintieron libres para confesarlo. Los amigos y la familia de Marian no pudieron brindar a Cicely una bienvenida más calurosa, y viceversa. ¿De dónde procedía la atracción que los polacos ejercían sobre Cicely? Esta es una pregunta que siempre ha estado ahí y sigue sin obtener una respuesta satisfactoria. La propia Cicely se limitaba a decir que ni lo sabía ni le buscaba explicación. Y lo mismo le sucedía a Marian: «Lo ignoro. Solo sé que le gustamos». Aunque Betty West dice que se emocionaba hasta cuando veía la palabra «polaco» escrita en una lata, Cicely se sentía atraída por la gente y las cosas polacas antes incluso de conocer su origen. Igual que se conmovió nada más ver el cuadro de la Crucifixión ignorando que su autor era polaco y se quedó prendada de él al instante, también adquirió una escultura que representaba a una mujer arrodillada (que ocupa ahora el vestíbulo de St. Christopher) antes de saber que era obra de Witold Kawalec. Polonia llamaba su atención de un modo que desafía cualquier explicación racional. En una ocasión, Cicely se refirió a su relación con Polonia como a «un vínculo que estaba ahí desde el principio y fue fraguando poco a poco». ¿Acaso el amor que despertaron en ella Antoni y Marian tenía su origen en el amor que le inspiró David Tasma? ¿Trazó el destino un modelo que, a través del amor a un polaco, condujo a Cicely hasta los otros? Aunque no cabe subestimar los efectos de su primer amor, existe al menos un motivo que echa por tierra esta explicación: David no fue el primer polaco en la vida de Cicely. Ya desde niña, una de las personas con las que mejor se llevaba era el médico polaco Herman Diamant. Su mujer, que conocía a Cicely de siempre, afirma que Herman era el único capaz de conseguir que la niña obedeciera. Ya por entonces, pues, sentía cierta afinidad hacia los polacos, o al menos hacia uno de ellos. ¿Será quizá que el lado apasionado y romántico de Cicely, reprimido por una educación tan inglesa, halló eco en el valiente nacionalismo y el sufrimiento orgulloso de un país cuya existencia como nación se veía constantemente amenazada? El gran poeta romántico Julius Slovacki llamaba a Polonia «el Jesucristo de las naciones». Esta mujer arrastrada por el dolor y el coraje, ¿no se dejaría arrastrar también por este gran símbolo del heroísmo, por esa nación que tantos mártires ha dado?
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Aunque en sentido amplio todo esto fuera cierto, hay otro rasgo del carácter polaco que a Cicely le entusiasmaba: su actitud hacia las mujeres. Marian decía: «Valoramos mucho a las mujeres. Hasta los campesinos valoran que sus esposas sean las madres de sus hijos. Cuando van a la iglesia, son ellas las que entran primero, seguidas de los niños y, por último, del marido. En Alemania, el primero es el hombre, después los niños y detrás de todos la mujer». El equilibrio entre lo masculino y lo femenino, tanto en ella misma como a lo largo de su vida, fue un tema delicado y crucial para esta mujer dotada de un empuje enérgico y masculino, y de una poderosa y oculta feminidad escasamente satisfecha. Herman Diamant, que cuidaba de ella como de una mujer en potencia, le decía a su esposa: «Si fuera mi hija, la llevaría a la mejor modista de Londres para que le diseñara ropa en exclusiva. Ganaría mucho». Hasta en David y Antoni, a quienes conoció ya enfermos, se advierte esa caballerosa actitud hacia las mujeres. En Marian, Cicely encontró a un hombre que las amaba, que le decía a su mujer lo encantadora que era mientras desayunaban, que la despertaba a medianoche con estas palabras: «La luz es al artista lo que el amor a la vida» y que, a sus ochenta y dos años, aún le decía a su esposa que nunca en su vida había sido tan feliz. ¿No era para sentirse satisfecha? Eran muy felices y les unía una buena amistad –«muy grata», en palabras de Marian–. Ambos seguían disfrutando de libertad para seguir sus respectivos caminos: Marian con su pequeña escuela de pintura, sus devotos alumnos, sus amigos polacos y su pintura, y Cicely con el Hospice y cuanto de él se derivaba; pero cada día estaban más unidos. Marian dejó de volver a casa a la hora que le apetecía sin importarle que ella, con la cena preparada, imaginara toda clase de accidentes, y los viajes de Cicely al extranjero se fueron reduciendo, hasta llegar un momento en que no pasaba más de una noche fuera de casa. Cuando se casaron, él tenía setenta y nueve años y ella, sesenta y uno; ambos eran conscientes de que no les quedaba mucho tiempo juntos y a Marian le gustaban tanto los mimos como a Cicely mimarle a él. «Por la noche estamos muy a gusto los dos solos viendo la tele, mientras yo reviso papeles de reojo: no necesitamos nada más. En cierto modo es la clase de matrimonio que no existe cuando se es joven. Se trata de mirar juntos el mundo en lugar de mirarse el uno al otro: nos queda tan poco tiempo… Tal vez es una excusa, tal vez nos está permitido hacerlo». Ambos se alegraban de los éxitos del otro y a Cicely no le sorprendía nada haberse sentido atraída por sus cuadros antes de conocerle. Aparte de ofrecerle el apoyo práctico de publicar un libro sobre su obra, le financió también una galería permanente. Sus cuadros cubrían todos los rincones de St. Christopher ¡y pobre del que les pusiera alguna pega! Richard Lamerton, que (en presencia de Cicely) los calificó de «violentos, impropios de un Hospice y más parecidos a huevos revueltos que a pinturas», era seguramente la excepción. La luz y la energía con que las obras de Marian inundan el centro forman parte de su atmósfera, en parte, gracias a su efecto curativo y acogedor. De alguna manera, simbolizan los ideales de St. Christopher en tanto que son auténticos.
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¿Cuántos hospitales o centros sanitarios tienen colgados en sus paredes cuadros originales de esa categoría? La incoherente y extática reacción con que la hermana Mary Eleanor recibió un cuadro de Marian donado por ambos a su convento da idea del efecto que su obra puede producir en la gente. «Al principio me tapé los ojos y me dije: ¡no puede ser! Pero ahora… ¡cómo habremos podido vivir sin él! Hay que mirarlo con los ojos del alma. Las formas son erróneas, solo lo que expresan es correcto. Me pasé un rato contemplándolo y a la mañana siguiente, cuando me desperté, continuaba iluminando mi pensamiento y me sentía incapaz de esperar para verlo: habla de Dios, aunque en realidad la divinidad no necesita que hablen de ella, pero expresa y vierte poco a poco el amor de la divinidad en Dios. Quizá podríamos decir que expresa al Espíritu Santo… Y, de igual modo, el amor de la divinidad por los hombres, todo es lo mismo… Desprende un gozo luminoso, incluso en la agonía». Como todo buen artista, Marian se expresaba a través de su pintura, mientras que Cicely lo hacía mediante su trabajo con los enfermos. Su mutua comunicación se basaba en estar juntos antes que en las palabras. El inglés hablado (y cuarto idioma) de Marian era fluido, pero inseguro y a Cicely no se le daban bien las lenguas extranjeras. A pesar del amor a Polonia, no logró aprender su idioma: tan solo conocía dos frases: «te quiero» y «soy una esposa obediente». Lucie Wallace, viuda de Jack Wallace, se quedó atónita el día que Cicely y Marian fueron a su casa a cenar. «Cicely dejó de ser la autoritaria directora médica de St. Christopher para convertirse en la señora Bohusz. No intentó en absoluto monopolizar la noche y, cuando Marian comentó que quizá había llegado el momento de marcharse, ella se limitó a decir: «Muy bien, cariño. Nos vamos». Una última faceta de Cicely que esperó al final de su vida para manifestarse. Cicely era tan feliz con Marian que a veces se preguntaba con sentimiento culpable –pero casi incapaz de contener su dicha– si no estaría descuidando su vida interior. Aunque aseguraba que aún continuaba haciendo una «miserable lectura espiritual en el cuarto de baño», que asistía con regularidad a la iglesia y al irse a la cama rezaba la oración de Jesús, su vida espiritual era muy pobre comparada con la riqueza de los años de oscuridad. ¿Cuánto tiempo seguiría viviendo del capital espiritual adquirido con tanto esfuerzo? ¿Su felicidad la llevaba a descuidar al Dios que la sostuvo en el dolor? «Sé que, cuando muera Marian, volveré a caer de rodillas, pero ahora mismo soy incapaz de atornillarme al suelo». Marian insistía en que todas las noches se arrodillaran y rezaran juntos. Y cuando se iban a dormir Cicely decía: «Protégele, Señor, y déjale conmigo un poco más».
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Creciendo No mires atrás. Tampoco sueñes con el futuro. Nada te devolverá el pasado ni colmará tus fantasías. Tu deber, tu recompensa, tu destino están aquí y ahora. Dag Hammarskjöld, Markings
Nunca fue intención de Cicely crear un Movimiento: sencillamente, descubrió una necesidad y decidió cubrirla. Ella fue la primera sorprendida al comprobar cómo St. Christopher y todo lo que este arrastraba tras de sí daban inicio a un Movimiento que en muy poco tiempo acabaría extendiéndose por el mundo entero. «¿Cuál fue la razón de su éxito?», se preguntaba el Dr. Hillier, director médico de la Unidad de Cuidados Continuados del Countess Mountbatten House de Southampton. «¿Qué ocurrió en 1967 para que el grano de mostaza se convirtiera en el árbol que podemos contemplar hoy; para que unos cuantos Hospices pasaran a ser los cientos de ellos que hay repartidos por todo el mundo y otros tantos, en proyecto?». Y esto era lo que Cicely respondía: «Fui la persona indicada en el lugar y el momento indicados». Esta explicación en apariencia tan simple es difícilmente mejorable. La expansión internacional de las ideas de Cicely sobre los cuidados paliativos comenzó, como suele ocurrir en estos casos, a pequeña escala. Corría la primavera de 1963. Cicely trabajaba en St. Joseph y estaba en proceso la compra del terreno de Lawrie Park Road, aunque aún no se había llegado a firmar el contrato. Las negociaciones se hallaban en un momento crucial y quienes participaban en ellas pudieron tomarse un respiro cuando Cicely aprovechó la oportunidad que se le brindaba de viajar a Estados Unidos con una beca de movilidad concedida por St. Thomas y otra beca más de la Ella Lyman Cabot Trust, obtenida a través de su hermano Christopher. Durante su estancia, un médico amigo suyo la invitó a pronunciar una conferencia para los alumnos de Medicina de la Universidad de Yale en la que, después de mostrar al auditorio las imágenes de algunos pacientes en el momento de ingresar en St. Joseph y de explicar a continuación el tratamiento que recibían –de modo particular, la administración de
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fármacos sujeta a un esquema horario–, les volvía a enseñar imágenes de esos mismos pacientes, mucho más animados y totalmente despiertos, a los pocos días de tratamiento. Los alumnos quedaron cautivados. Sabido es que los estudiantes de Medicina de Yale son complicados y difíciles de contentar y, no obstante, a Cicely le dedicaron, puestos en pie, una ovación cerrada: lo nunca visto hasta entonces. Carleton Sweetser, capellán del Memorial Sloan Kettering, que la oyó en Nueva York al cabo de unas semanas, «no podía creer lo contentos y cómodos que parecían los pacientes. Nos dejó atónitos con su exposición de lo que estaba haciendo». Los ecos de la conferencia llegaron hasta Florence Wald, por aquellas fechas decana de la Escuela de Enfermería de la Universidad de Yale, quien convenció a Cicely para que se dirigiera también a los estudiantes de enfermería y a cuantos se pudiera avisar en tan corto espacio de tiempo. Cicely volvió a acertar de lleno y Florence comparó su impacto con el del escocés de la obra de Thomas Hardy El alcalde de Casterbridge. «Empezaron a verlo a través del halo especial que su carácter parecía formar a su alrededor. Casterbridge era un sentimental, Casterbridge era un romántico; pero el sentimiento de aquel forastero era de una índole distinta… él era para ellos como el poeta de una escuela nueva que toma a sus contemporáneos por sorpresa; que no es realmente original, pero que es el primero en articular lo que todos sus oyentes han sentido, aunque solo sea de manera vaga, hasta entonces». A pesar de que en Estados Unidos había unas cuantas personas y algunos grupos que pretendían mejorar la asistencia a estos enfermos, y aunque el libro de Herman Feifel El significado de la muerte llevaba publicado cuatro años, la falta de interés por el tema de los cuidados paliativos era el sentimiento más generalizado. En medio de este desierto de indiferencia, unos pocos se habían percatado de la precariedad del cuidado de los enfermos en fase terminal, pero no sabían qué hacer al respecto. Y ahora aparecía alguien que había dado con la clave. Como dice Carleton Sweetser, «llevaba un mensaje de esperanza para quienes estuviesen dispuestos a escucharlo». Las dos conferencias pronunciadas en Yale fueron el inicio de una extensa gira de ocho semanas por los Estados Unidos durante la cual, Cicely visitó dieciocho hospitales diferentes y trató del tema de los cuidados paliativos con médicos, psiquiatras, enfermeras, trabajadores sociales y capellanes de hospitales. Aunque el principal objetivo del viaje de Cicely era el de aprender, lo cierto es que sus ideas sobre St. Christopher se vieron consolidadas y reafirmadas por la experiencia ajena. Lo que no había previsto era lo mucho que ella misma podía ofrecer. Su gira, además de ser un éxito, sirvió de catalizador para reunir y poner en marcha a personas de toda Norteamérica y Canadá: personas que trabajaban por la misma causa, pero carecían de contacto entre ellas. A partir de entonces, Cicely viajó invitada a Estados Unidos prácticamente todos los años; su influencia en el escenario médico norteamericano –o al menos en el área de los cuidados paliativos– resultó decisiva. En un principio, Cicely no insistió en la vertiente espiritual de su mensaje. Aunque Sam Klagsbrun, uno de los primeros norteamericanos en oírla hablar, vio en ella «la
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encarnación más fiel de una persona religiosa que he conocido nunca –hasta extremos que se te ponían los pelos de punta–», Cicely prefirió darse a conocer primero como médico. Florence Wald, que pasado el tiempo se convirtió en buena amiga suya, comenta que, solo cuando conoció a Cicely personalmente, se dio cuenta de la importancia que le concedía al aspecto espiritual de su trabajo. Fueron sus conocimientos clínicos sobre el control del dolor y su deseo de «convertir la compasión sensible en una compasión efectiva» lo que más impresionó a quienes la conocieron. El Dr. Robert Fulton, profesor de Sociología de la Universidad de Minnesota, valoraba como aportación más significativa de Cicely su contribución al terreno farmacológico. Fulton comparaba su revolución en el control del dolor con la incoada por la reina Victoria, cuya insistencia en recibir anestesia en el parto de su sexto hijo hizo tambalearse los cimientos de algunos exponentes de ciertas ideas de un cristianismo mal entendido. Lo que la reina Victoria venía a decir de modo indirecto es que las mujeres no tenían obligación moral de traer al mundo a los hijos con dolor, una afirmación que, según ciertas maneras de entenderlo, no coincide con el Génesis: «Con dolor darás a luz a tus hijos». El Dr. Fulton opina que «esta segunda revolución, es decir, que la gente no tiene por qué morir –como tampoco tiene por qué nacer– en medio del dolor, ha resultado menos violenta que la primera y ha incidido de manera particular en la comunidad médica, al menos en Norteamérica». El Dr. Fulton hace notar también cómo los tres galardones más importantes concedidos a personas dedicadas al trabajo con enfermos en fase terminal han ido a parar a tres mujeres: el Premio Nobel a la Madre Teresa de Calcuta; el Teilhard de Chardin a Elizabeth Kübler-Ross, quien alertó a la sociedad norteamericana sobre la cuestión de la muerte y los enfermos; y, por supuesto, el Templeton y sus correspondientes 90.000 libras a Cicely. Para Fulton, las tres han formulado un importante alegato feminista: «Se trata de una revolución ética que distingue entre una respuesta ante la vida cognitiva y una respuesta visceral. Más sensibilidad, más interés, más empatía: todo ello forma parte integrante del mensaje del Hospice». Cicely no era feminista ni hacía especial hincapié en ese aspecto de su trabajo: le interesaba mucho más ser una buena médico y hacer entender a la gente que no consideraba el Hospice una opción menor, sino un reto desde el punto de vista clínico. Con todo, encontró tanta oposición –o al menos la misma indiferencia– en Estados Unidos como en Inglaterra. ¿De dónde procedía esa resistencia a aliviar el dolor y a hacer la muerte más fácil? ¿Por qué un avance de esa envergadura recibía en pleno siglo XX una acogida tan incomprensible? El Dr. Fulton piensa que buena parte de esa oposición obedecía a esa postura victoriana que, al menos de forma subconsciente, impregnaba la cultura cristiana: una cultura que había aprendido a considerar un honor la identificación con el sufrimiento de Cristo, a no interferir en los planes dispuestos por la Providencia para la salvación evitando la experiencia purificadora de ese dolor, que era uno de los caminos hacia Dios.
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La interpretación que hace el Dr. Feifel, por su parte, sugiere que la gente estudia Medicina para controlar su propio miedo a la muerte; y que el deseo de Cicely de utilizarla para cuidar de los enfermos cuando no existe curación posible dejaba en evidencia los límites de la profesión y acrecentaba un temor a la muerte que entre los médicos supera el promedio. «Así consigues dos cosas: por una parte, destrozas la armadura de caballero de la profesión médica; y, lo que es más importante, les estás diciendo: ‘Ojo, que también vosotros sois mortales, también vosotros sois vulnerables’. Con una combinación así, la reacción que obtenía era la de «vete a otra parte con tus recursos y tu experiencia profesionales». Cosa que Cicely no hizo y, en lugar de dar su brazo a torcer, se dedicó a difundir su técnica profesional en Gran Bretaña como en Estados Unidos. Quienes comprendían lo que aquello implicaba la admiraban por su coraje y sus convicciones, por su perseverancia a pesar de los contratiempos y las vicisitudes, por ser una luchadora. Y, una vez St. Christopher estuvo terminado y sus ideas quedaron reflejadas en algo concreto, contemplaron su victoria con un respeto sin reservas. El Dr. Balfour Mount, que dirigía el Servicio de Cuidados Paliativos del Royal Victoria Hospital, en Montreal, y fue el primer catedrático en la materia, dice: «Lo que diferencia a Cicely de cualquier otro que la precediera es ante todo su visión de futuro y la fuerza de voluntad y la capacidad de liderazgo que demostró para organizar el primer centro especializado en cuidados paliativos desde una perspectiva académica, entendiendo por académico la importancia equivalente de la atención a los pacientes, la investigación y la docencia. Antes que ella hubo otros interesados en el cuidado de estos enfermos, pero lo que hacía único a St. Christopher era esa triple contribución en la que reside su importancia histórica. Su aportación más significativa ha sido la de crear un modelo académico y aplicarlo a los cuidados paliativos». Los norteamericanos sentían un afecto especial por Cicely, en quien veían el clásico ejemplo de inglesa aristocrática, visionaria, distinguida, emprendedora y algo excéntrica. No tenían dificultad alguna en perdonar el modo en que a veces humillaba a la gente, porque eso era lo que cualquier norteamericano podía esperar del comportamiento de una mujer británica. Y, además de caerles bien, la respetaban y trataban con deferencia. En 1969, una vez iniciado el proyecto del Hospice de New Haven, la Universidad de Yale le concedió el doctorado honoris causa en ciencias, el primero de sus muchos títulos y el que más significaba para ella. Cicely valoraba de un modo especial las palabras que le dirigieron en aquella ocasión: Su labor con quienes se enfrentan a la muerte ha servido de aliento a pacientes y familiares. Ha aunado los conocimientos de la ciencia con la hondura de la religión para aliviar el dolor físico y la angustia psíquica, y ha fomentado la toma de conciencia de los aspectos humanos de los pacientes en cualquier fase de su enfermedad. Primero como enfermera y luego como trabajadora social, ha sabido ver las necesidades concretas de los moribundos, y como médico ha creado el St.
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Christopher’s Hospice. A él acuden médicos, enfermeros, trabajadores sociales y capellanes de todas las naciones del mundo para formarse. La Universidad de Yale, en reconocimiento a su contribución a la ciencia y a la humanidad, le concede el título de Doctora en Ciencias. De no haberse sentido gratificada con su afecto y admiración, Cicely no habría sido humana. Le encantaba Norteamérica y le encantaba su gente; de hecho, en los judíos norteamericanos veía parte de las misteriosas cualidades que tanto la atraían de los polacos. Después de su primera visita volvió a cruzar el Atlántico en numerosas ocasiones, muchos de los directores de los centros norteamericanos se desplazaron a estudiar a St. Christopher y algunos miembros de la dirección del centro visitaron Estados Unidos. Muy pronto, la segunda generación comenzó a hacer valer sus méritos y, como Cicely decía, «cuando empiezas algo, la segunda generación es la que realmente importa». ¿Cómo administra su herencia esa segunda generación que trabaja en los Hospices? Cicely nunca quiso convertir St. Christopher en un modelo o en un prototipo que hubiera que seguir, como tampoco le entusiasmaba la idea de difundir estos centros de forma indiscriminada. Los que deseaban fundar uno y acudían a ella en busca de consejo salían desconcertados y algo decepcionados de su ambigua respuesta. Lo que Cicely deseaba –fervientemente– era que sus ideas calaran en la práctica médica en su conjunto. El término Hospice, que cuenta con una larga historia, proviene del latín y significa indistintamente «hospedar» y «hospedarse»: en cualquiera de los dos casos, implica intercambio, hospitalidad, dar y recibir. La palabra comenzó a emplearse hace dos mil años para designar el refugio creado por Fabiola, discípula de san Jerónimo, en la época del emperador Juliano el Apóstata. Los hospicios, que en la Edad Media dependían de los monasterios, eran lugares de reposo para peregrinos y viajeros en los que todo el mundo era bien recibido y donde a todos se daba cobijo; allí permanecían hasta que se recuperaban y estaban listos para reemprender el camino: los heridos y enfermos sanados, los moribundos atendidos. El término no aparece relacionado primariamente con pacientes cercanos a la muerte hasta el siglo XIX, a raíz de la fundación en Dublín de Our Lady’s Hospice, obra de las Hermanas Irlandesas de la Caridad. Aunque en él se admitía a pacientes de larga estancia, su especial dedicación a los desahuciados dotó a la palabra de un significado específico. Con la creación de Our Lady’s Hospice y, dieciséis años después, de St. Joseph en Londres, las Hermanas continuaron su tradición asistencial, desplazando el interés hacia ese sector concreto. En 1958, la llegada de Cicely a St. Joseph trajo consigo una especialización aún mayor en el control del dolor y en el conocimiento de las repercusiones del sufrimiento y el duelo en los familiares de los pacientes. «El núcleo del Movimiento Hospice surgió del interés por la naturaleza del dolor al final de la vida y, en consecuencia, por una mayor eficacia del tratamiento. Junto a ello se desarrolló un
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renovado interés por el antiguo concepto de ‘buena muerte’ y una especial atención a las conquistas que los pacientes pueden continuar realizando aun enfrentándose al deterioro físico». Hoy nos solemos referir al Movimiento simplemente como Hospice, un término de significado múltiple cuya evolución no ha ido unida a edificios y aún menos a instituciones, sino a una comunión de ideas y comportamientos. A los pocos años de la fundación de St. Christopher, el Movimiento comenzó a desarrollarse exactamente del mismo modo orgánico que Cicely tenía previsto. Una vez sentadas las bases, estas se fueron adaptando –a ambos lados del Atlántico y, finalmente, en el mundo entero– de acuerdo con las diferentes necesidades. El control del dolor, el alivio de los síntomas y el apoyo a las familias pueden ser practicados en todo lugar y no exigen un entorno separado del resto: el primer puesto lo deben ocupar siempre las necesidades comunitarias y los deseos del paciente. En castellano, el término «hospicio» trae remembranzas lúgubres de orfanatos, abandono y lugar donde se abandonan a los enfermos en su trance final, por eso no sirve demasiado realizar una traducción literal. Como se verá en estas páginas, se ha preferido usar el término original Hospice en inglés y cursiva. En la década de los setenta comenzaron a perfilarse cuatro modelos distintos –aunque influenciados todos ellos en mayor o menor medida por St. Christopher– que pueden ser identificados más fácilmente según la zona geográfica en la que se consolidaron. No hay duda de que el heredero más directo en la línea de sucesión es el Hospice independiente, basado en el modelo de St. Christopher y construido –en ocasiones, con el apoyo financiero de la Asociación Nacional de Alivio al Cáncer– gracias al esfuerzo y la iniciativa de reducidos grupos de gente llenos de dedicación. El primero dentro de esta categoría fue St. Luke, en Sheffield, un proyecto del profesor Eric Wilkes inaugurado en 1970. A este lo siguieron St. Anne’s Hospice, en Manchester, y en Worthing St. Barnabas. En la década de los ochenta se podían contabilizar alrededor de setenta Hospices independientes en el Reino Unido e Irlanda, además de un grupo muy numeroso en proyecto. Este centro independiente cuenta con la clara ventaja de estar orientado exclusivamente a las necesidades de las personas con enfermedades mortales; no obstante, la construcción y gestión de un Hospice tienen un alto coste y el profesor Wilkes, autor del Informe sobre Cuidados Paliativos realizado para el Departamento de Sanidad y Seguridad Social, pensaba que el tipo de necesidades había sufrido un cambio en los diez años que siguieron a la fundación de St. Luke. «No creemos que se obtenga ningún beneficio promoviendo un incremento importante del número de Hospices hoy día y recomendamos como camino a seguir la difusión de los principios de los cuidados paliativos dentro de la totalidad del sistema sanitario, desarrollando un sistema integral de asistencia que refuerce la coordinación de la atención primaria, la atención hospitalaria y el Movimiento Hospice». Aunque Cicely estaba de acuerdo con el profesor Wilkes, también pensaba que los centros independientes cuentan con algo
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especial que ofrecer: el entorno comunitario que algunos pacientes necesitan desesperadamente, la autonomía respecto de las autoridades externas que siempre están ahí y el material docente y de investigación destinado únicamente a los cuidados paliativos sin diversificación hacia otros campos de la Medicina. Los tres primeros Hospices independientes tuvieron el apoyo de Cicely, quien pronunció unas palabras en sus respectivas ceremonias de inauguración. El segundo modelo se conoce indistintamente como Unidad de Cuidados Paliativos o Unidad de Cuidados Continuados. Se trata de una unidad dentro de un recinto hospitalario, incorporada unas veces al edificio del propio hospital como una sala especial y otras veces –como en Sir Michael Sobell House de Oxford– ocupando parte del terreno de un hospital general. En uno y otro caso, su proximidad al hospital constituye un modo de desarrollar el sistema integral de cuidados recomendado por el profesor Wilkes. La iniciativa de la primera Unidad de este tipo, en Canadá, se debió al cirujano oncólogo Dr. Balfour Mount a raíz de la visita realizada a St. Christopher. El Dr. Mount se sentía orgulloso de ser conocido como «uno de los chicos de Cicely» y recordaba con una admiración llena de afecto su primer contacto con ella, el cual dice mucho de su modo de ser. «Un día, siguiendo un impulso, la telefoneé después de leer una referencia a su labor. Le dije que quería fundar algo parecido y que me gustaría conocer su trabajo». También le dejó caer que iría acompañado de su mujer para pasar dos o tres días allí, visitar Londres y tomarse un pequeño respiro. Y esta fue la respuesta de Cicely a un plan tan apetitoso: «¡Ah, sí! Sé quién es usted. Muy bien, pero deje a su mujer en casa, véngase usted solo y dispuesto a trabajar, y quédese una semana. Es lo mínimo que necesito para enseñarle todo lo que tiene usted que aprender». El Dr. Mount se quedó impresionado y regresó para una segunda estancia más prolongada, tras la cual puso en práctica sus conocimientos montando la Unidad de Cuidados Paliativos del Royal Victoria Hospital de Montreal. La primera Unidad de Cuidados Continuados se abrió en Bournemouth en 1975 con dinero de la Asociación Nacional de Alivio al Cáncer y bajo la dirección de un anestesista, el Dr. Ronald Fisher, en colaboración con una de las enfermeras de St. Christopher. Esta Unidad, al revés que la del Dr. Mount, ocupaba un edificio independiente y se encontraba aislada del hospital. Este sistema cuenta con considerables ventajas prácticas. El uso compartido de las instalaciones –el alojamiento para el personal y las cocinas, por ejemplo– con el hospital matriz abarata los costes y facilita el acceso a cualquier investigación médica que se estime necesaria. El Dr. Robert Twycross, quien después de dejar St. Christopher ocupó el puesto de director médico de Sir Michael Sobell House –una de las primeras Unidades de Cuidados Continuados del Reino Unido–, escribió en Journal of the Royal Society of Medicine: «Al menos un diez por ciento de los pacientes de un Hospice o de una Unidad de Cuidados Continuados requiere una investigación adicional para determinar el tratamiento oportuno. El hemograma, las pruebas bioquímicas, los rayos X y los estudios
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bacteriológicos suelen ser los más habituales. Pero en ocasiones se precisan pruebas más sofisticadas. Es mucho más fácil coordinar estas pruebas cuando la unidad forma parte de un hospital mayor que dispone del equipo indicado para realizarlas de inmediato. Por otra parte, el paciente que se encuentra en una unidad integrada puede ser valorado con mucha más comodidad por otro médico especialista en caso necesario». En este aspecto, Cicely se mantenía ligeramente a la defensiva y puntualizaba que en un centro independiente los pacientes podían ser sometidos, y de hecho se sometían, a cualquier exploración o tratamiento necesarios y que el problema de desplazarse a otro hospital era prácticamente el mismo que el del desplazamiento dentro del recinto hospitalario. Quienes tienen posibilidad de quedarse en casa y optan por hacerlo pueden recibir asistencia a domicilio. Este tercer modelo, que St. Christopher puso en marcha en 1969, tardó cinco años en llegar a Estados Unidos. Siguiendo una sugerencia de Cicely, la Dra. Sylvia Lack, que había trabajado en St. Christopher y en St. Luke, se trasladó a New Haven y se convirtió en directora médica de un Equipo de Asistencia a Domicilio sin soporte de camas propias. En muy poco tiempo consiguió llegar al 70% de las personas que morían en casa y, tras catalogarse como proyecto de investigación, comenzó a recibir fondos federales. La fórmula se extendió rápidamente por todos los Estados Unidos y fue adoptada también en Escandinavia y Australia y, por supuesto, en el Reino Unido. Pero el modelo que más convencía a Cicely era el cuarto: los Equipos de Apoyo Hospitalario. El primer equipo de este tipo, creado en St. Luke (Nueva York) en 1975, estaba dirigido por Carleton Sweetser, que había pasado un año sabático en St. Christopher. Dos años después se puso en marcha un Equipo de Apoyo que trabajaba en St. Thomas Hospital de Londres. Estos equipos, que como muchos Equipos de Asistencia a Domicilio carece de camas propias, funcionan como un consultorio cuyos servicios solicitan pacientes particulares. También en este caso, los principios de los cuidados paliativos están integrados en la práctica médica general. Este tipo de colaboración ofrece la enorme ventaja de proporcionar una continuidad asistencial. Una vez confirmado que no hay posibilidad de mejora, el paciente no tiene que dejar el entorno con el que está familiarizado y, sabedor de que se hará todo lo posible por él, tampoco se siente abandonado. «No se trata de decidir ‘tratamiento sí o tratamiento no’, sino de que todos los implicados asuman que se ha producido una variación en el tratamiento adecuado y que mantengan una actitud activa centrada en el interés y en la resolución de problemas». En los cuidados paliativos no se da ni se debería dar una postura cerrada. Cicely transformó el rostro de la muerte en el mundo entero. «He conocido gente de Japón, Nueva Zelanda, Australia, Sudáfrica, Zimbabue, Bermudas, de todo Estados Unidos y de toda Europa que reconocen a Cicely como maestra, como la persona que inició el trabajo que ellos realizan», dice Richard Lamerton. Cicely llevó a cabo esta revolución haciendo un uso eficaz de los fármacos y transformando las actitudes ante la única certeza que hay
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en nuestra vida, ante ese gran misterio. Gracias a ella, la muerte ha perdido parte de su aguijón. Habría sido de esperar que, cumplidos los sesenta y cinco años y con tantos éxitos a sus espaldas, Cicely se diera por satisfecha y se sentara a disfrutar de su retiro. Nada más lejos de la realidad. Como decana de los cuidados paliativos, Cicely mantenía una actitud ambivalente. Por una parte, era por naturaleza una persona humilde que jamás pensó en convertirse en el epicentro del «Movimiento» como tal. Se resistía a ser un personaje de culto. La mayor parte de ella deseaba ocultarse detrás de su trabajo y contemplar cómo sus ideas iban incorporándose a la medicina general: jamás olvidó el sueño en que se le advirtió de lo «demasiado visible» que era. Por otro lado, Cicely sentía el deseo humano y natural de ser valorada y reconocida: apreciaba los títulos que iba reuniendo y veía un motivo de orgullo personal en que el mundo del Hospice contratase a algún miembro del personal de St. Christopher. Sabía que en ese campo ocupaba el primer puesto y que en muchos aspectos nadie superaba su experiencia. Tanto en público como en privado, Cicely solía manifestar que nunca se retiraría y que no tenía intención de abandonar St. Christopher. La cuestión de su futuro preocupaba a quienes amaban el Movimiento y estaban implicados en ello. Tal vez quienes consideraban llegado el momento de dejar sitio a otros pecaban de cierta falta de comprensión. St. Christopher, que era para Cicely su vida y su criatura, desempeñó también durante años el papel de esposo. Cicely le había dedicado todas sus energías, que eran muchas, y todos sus talentos. E incluso si se prescindía de las razones anteriores, había que reconocer que aún le quedaba mucho que ofrecer. Si a cualquiera le cuesta tomar una decisión de este tipo, mucho más a alguien con su carácter. ¿Y Marian? Marian hacía feliz a Cicely, mucho más feliz de lo que lo había sido nunca. Lo tardío de su encuentro les llevaba a no dar nada por seguro y apreciaban como un tesoro cada mes que compartían. Y en caso de crisis, si Marian necesitara más de ella y St. Christopher siguiera contando con una dirección autónoma y eficaz, estaba claro cuál sería la decisión de Cicely. Poco a poco comenzó a plantearse, si no el retiro, al menos un cambio de papel. Los años la habían convertido en una gestora valiosa y más conciliadora, y consideraba un logro más que el Hospice fuera capaz de manejarse perfectamente sin ella, incluso en las ocasiones en que hubiera preferido lo contrario. Para Sam Klagsbrun era «un ejemplo destacado del concepto de dirección ejecutiva. La dirección refleja los deseos del presidente, pero en caso necesario puede gobernar el barco por sí sola». Klagsbrun ensalzaba las ventajas de no hacerse imprescindible citando el caso de un centro norteamericano que comenzó a deteriorarse rápidamente tras la muerte de su fundador, el cual quizá destacara por otras virtudes, pero, desde luego, carecía de la habilidad de Cicely para dejar que los demás caminaran sin ayuda.
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No obstante, a Sam, consciente de la relevancia internacional de Cicely, le preocupaba que, en la década de los ochenta, esta no se hubiera dejado ver tanto y le escribió: «En el pasado sus viajes han resultado muy positivos tanto para usted como para St. Christopher. Ha animado usted a gente de todo el mundo a poner en práctica la asistencia que se presta y ha servido de extraordinario apoyo a quienes la consideran una persona a imitar y un modelo a seguir por haber logrado lo que a muchos les parecía imposible. El Movimiento se ha difundido por todo el mundo gracias a su presencia en multitud de encuentros internacionales. Sin esa presencia, probablemente el enfoque hacia la atención habría resultado menos unánime y consistente y se hubiera producido un grado aún mayor de individualización según cada nación y continente, cosa que quizá podría ser positiva, pero sembraría el desconcierto entre la gente». El cambio de papel que Cicely se planteaba consistía en renunciar a la actividad diaria sin desentenderse del funcionamiento general del Hospice. En cierto modo era lo mismo que había hecho con las salas al dejarlas gradualmente al cuidado de Tom West para poder concentrarse en la gestión y la recaudación de fondos. Por lo general, St. Christopher no carecía de problemas financieros y solían ser la imaginación y el prestigio personal de Cicely los que le procuraban unos ingresos regulares y evitaban que quienes trabajaban en relación más directa con los enfermos tuvieran que soportar también ese peso. Aunque a causa de Marian no podía permitirse viajes de larga distancia con los que satisfacer las expectativas de líder mundial, procuraba aceptar las invitaciones que le llegaban del Reino Unido siempre que podía. Cicely llegó a sentirse bastante satisfecha de su papel de prestigiosa experta y disfrutaba viendo cómo los demás aportaban ideas y las ponían en práctica; pero no habría sido ella, si hubiera renunciado a estar al tanto de todo –o al menos de todo lo que pudiera–. Su labor había terminado y ella lo sabía, pero no dejaba de buscar nuevas ideas que mejoraran la asistencia a los enfermos cercanos a la muerte. Cicely se preocupaba de difundir sus conocimientos de palabra y por escrito, de hallar nuevas fórmulas para hacer calar los principios del Hospice en los sistemas sanitarios tanto del Reino Unido como de Estados Unidos y de complementar esa asistencia aprovechando el continuo desarrollo de St. Christopher y de nuevas áreas de investigación. De hecho, tenía intención de estudiar, entre otras cosas, algunos de los síndromes clínicos frecuentes causados por el estrés, como la dificultad y la obstrucción respiratorias; trabajaba en el proyecto de un centro en el que se tratara a las familias antes y después de la defunción del enfermo; pretendía trasladar el enfoque integral que había proporcionado a los cuidados paliativos al campo de otras enfermedades mortales prolongadas; y le preocupaba la formación de los profesionales de enfermería en todos los terrenos mencionados. Por esas fechas, el Movimiento Hospice comenzaba a traspasar las fronteras de los cuidados paliativos para impregnar la asistencia de todo tipo. Según el Dr. Fulton, «nos dignifica a todos: al leproso de Calcuta y al anciano. Es una fuerza compensatoria de la escasa atención que prestamos a los mayores».
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El impulso dado por Cicely a un enfoque integral de la persona atento tanto a sus necesidades médicas como a su entorno afectivo, espiritual y social aún no se había detenido ni se detendría. ¿Por qué dedicó Cicely toda su vida a los moribundos? Esta era su respuesta: «Por David. Es muy sencillo: cuando me convertí al cristianismo, le pregunté al Señor qué tenía que hacer con mi vida y tres años más tarde me contestó. Así que, cuando llegué como voluntaria a St. Luke, contaba con una certeza inmediata: esta es mi gente y aquí es donde debo estar». En esa misión Cicely lo dio todo: su mente, su energía, su fe, su compasión y su sufrimiento. Lo extraordinario de su éxito es haber convertido el dolor y la pérdida experimentados en su propia vida en una de las empresas más originales de este siglo. La temprana carencia de su madre y de su tía, el dolor de sentirse una «adolescente torpe y sin atractivo», las tensiones entre sus padres, sus deseos insatisfechos de amor, la pérdida de David, de Antoni y de tantos pacientes que fueron amigos suyos: todo ello, unido a su coraje, su esfuerzo y su clarividencia, se convirtió en oro. Cicely no pensaba mucho en su propia muerte porque creía que no es posible tratarla en términos abstractos y prefería enfrentarse a cada cosa en su momento. Pero también creía que aprender a perder, incluso lo más insignificante –«como acabar siendo incapaz de cantar en sí bemol»–, podía prepararte para la última y definitiva pérdida que significa la muerte. Cicely tenía algo más que ofrecer que un dolor compartido: sabía que «el sufrimiento te hace gritar, y lo puedes asumir o puedes huir de él». El grito de Cicely refleja el de la humanidad sufriente. «La muerte es una atrocidad. Es terrible que personas que se han querido tanto, que se apoyan mutuamente, de repente tengan que separarse. Pasamos toda una vida haciendo de dos uno solo y nos arrebatan a nuestra otra mitad. Es una atrocidad que una madre joven tenga que abandonar a sus hijos, dejándolos expuestos a mil dificultades por el hecho de haberla perdido a ella. En cierto modo es una atrocidad que la gente sufra y tenga problemas. Quien trabaje en este campo y no se haga preguntas no debería estar aquí. Y, aun así, no pasa nada». El interés de Cicely por hacer la muerte más soportable, por ayudar a la gente a «vivir hasta su muerte», era reflejo de su propia pasión por la vida. Y por debajo de ella estaba la convicción de que «no pasa nada»: Cicely creía firmemente que la muerte no era el final. En 1976 estuvo en Jerusalén orando ante el Santo Sepulcro. Cuando se levantó, uno de los monjes que estaban allí se le acercó y se puso a hablar con ella. «Trabajo con enfermos a punto de morir, estoy viendo resucitar todos los días». El monje cogió una flor del Sepulcro, la bendijo y se la entregó.
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Soltando amarras Si ha llegado la hora de marcharse, ayúdame a no aferrarme aunque me sienta morir. John V. Taylor
A mediados de los ochenta, St. Christopher se había convertido en un centro de peregrinación para quienes se dedicaban a los cuidados paliativos. La gente acudía de todas partes para aprender de primera mano el modo en que Dame Cicely Saunders ponía en práctica su visión integral del tratamiento del «dolor total» y para empaparse de la relación que mantenía con cada paciente, expresada en su lema: «Tú importas por ser tú e importas hasta el último momento de tu vida. Haremos todo lo posible por ayudarte no solo a morir en paz, sino a vivir hasta que mueras». Cicely, maestra de las frases memorables, había transformado unas palabras tan sencillas como «te quiero porque eres tú» en el mantra del Hospice. Pero St. Christopher no solo ofrecía afecto. Esa «compasión efectiva» que era el fundamento de la tarea docente y de la investigación que la había hecho famosa, contaba con la acogida y el deseo de emulación de muchos. El Movimiento Hospice había extendido y consolidado la asistencia en centros, hospitales, residencias o en las mismas casas no solo a quienes padecían cáncer, sino a pacientes víctimas de otras enfermedades progresivas. Cicely siempre había deseado que los principios del movimiento se aplicaran más allá, y eso fue lo que ocurrió. A medida que este cambio de actitud fue impregnando toda la profesión médica en su conjunto, comenzó a decirse de ella que «había vuelto a humanizar la Medicina». El papel de Cicely como fundadora del movimiento contaba con el reconocimiento general. Se le concedieron doctorados honoris causa en su propio país y en el extranjero, y en un mismo año (1986) se encontró con la «doble sorpresa» de recibir los de Oxford y Cambridge. A Cicely le entusiasmaron las dos ceremonias, pero, a pesar del afecto que sentía por su Alma Mater, la de Cambridge le pareció la mejor. Aunque su nombre no
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era muy conocido, la publicación de su biografía y sus apariciones en radio y televisión le valieron cierta fama fuera del ámbito médico. Esther Rantzen, protagonista del popular programa de la BBC That’s Life, le dedicó de forma inesperada un «Heart of Gold» en reconocimiento a los cuidados recibidos por un miembro de la Royal British Legion Women’s Section en St. Christopher. Sheila, que antes de caer enferma «era una persona bastante infeliz y con una vida muy triste», sorprendió a sus amigos escribiéndoles una «carta preciosa» en la que «se hacía lenguas de lo maravilloso que era el centro y de los cuidados y las atenciones que le prodigaban allí», lo cual fue para ellos de tanto consuelo que habían querido mostrar su agradecimiento en la BBC. Lejos de desperdiciar aquella publicidad, Cicely les dio las gracias por ese «grato y excepcional privilegio», prometió que lo haría llegar a la plantilla y añadió: «Esto supone una ayuda para todos los Hospices en general y para St. Christopher en particular». En 1989, la reina le concedió la Orden del Mérito, la máxima condecoración que existe en Gran Bretaña, la cual «aunque no confiere título ni tiene toga… es de entre todas la orden más distinguida por tratarse siempre de un regalo personal del monarca». En la Orden solo pueden coincidir en el tiempo veinticuatro miembros y a Cicely le resultó especialmente gratificante porque la primera mujer en obtenerla había sido Florence Nightingale. Le entusiasmaba asistir a los almuerzos que la reina celebra cada cinco años en el Palacio de Buckingham o en el Castillo de Windsor, donde disfrutaba de la compañía de personajes tan ilustres e interesantes como el duque de Edimburgo, Yehudi Menuhin o, más adelante, Dame Joan Sutherland. Durante un memorable fin de semana que Marian y ella pasaron en Windsor, Cicely se sintió conmovida al contemplar expuestas en honor de su marido todas las obras de arte polacas: le encantaba que fuera Marian el centro de atención y se sentía orgullosa de su éxito artístico. Y, por supuesto, valoraba muy positivamente el estatus que las letras O.M. le conferían como arma utilísima en su campaña contra la eutanasia. Las cantidades procedentes de otros lucrativos galardones fueron a parar a las arcas siempre necesitadas de St. Christopher, pues su misión de recaudar fondos continuaba siendo crucial para su supervivencia. A pesar del excelente trabajo que se llevaba a cabo en él, a pesar del apoyo expresado por el clamor popular, St. Christopher estaba en situación precaria. Cicely seguía convencida de que el Señor proveería, que «la gente que lleva el Hospice en su corazón es la que consigue el dinero». Pero en su círculo más cercano eran muchos los que deseaban contar con una gestión financiera más convencional y pensaban que St. Christopher había superado las primeras etapas de su desarrollo. En 1985, Cicely tenía sesenta y siete años. Su viejo amigo de la Facultad de Medicina, el Dr. Tom West, llevaba doce años como subdirector médico de St. Christopher y muchos creían llegado el momento de que tomara el mando: algo en lo que Cicely no coincidía en absoluto. St. Christopher era desde hacía cerca de veinte años su sueño y el centro de su vida, y gracias a su firme determinación se había hecho realidad. Y, aunque de hecho había cedido a Tom parte de sus funciones, aún no estaba dispuesta a irse.
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Sin embargo, era cada vez más evidente que el período fundacional había llegado a su fin, que se necesitaba un cambio. El ala Draper, amenazada por la nueva legislación que establecía requisitos más rigurosos, comenzaba a dar pérdidas. Los fondos obtenidos por St. Christopher estaban destinados a los enfermos en fase terminal, y no a los familiares ancianos del personal ni a sus hijos, de modo que también la guardería peligraba. Había, pues, que replantearse la antigua idea de comunidad. Aunque, con sus más y sus menos, Cicely y Tom se las arreglaban para seguir trabajando juntos sin perder eficacia, ambos eran conscientes de la expectación que los rodeaba y las tensiones entre ambos se hacían cada vez más patentes. En aquella época, en St. Christopher pasaban un año trabajando como voluntarios varios seminaristas para cuyo futuro ministerio aquella experiencia era de un valor incalculable. Uno de ellos, Matthew Baynes, decía que Tom le recordaba a Anthony Eden aguardando a tomar el relevo de un Winston Churchill entrado en años. Allí estaba ella, la fundadora, sin abandonar su sitio y activamente implicada a todos los niveles. Por entonces Cicely se había convertido en una figura de la profesión médica de alcance mundial: sin ella, nada de aquello habría salido adelante. ¿Quién era nadie para decirle si había llegado o no el momento de irse? Por supuesto que no se iría si no era por voluntad propia. Hasta que Dame Albertine Winner decidió tomar cartas en el asunto y dimitió de su cargo de presidenta del consejo, que había asumido gustosa en 1984 tras la muerte de Lord Amulree. Como Dame Albertine sabía de sobra, aquel hueco solo lo podía llenar Cicely. Después de diecisiete años, había llegado el momento de que renunciara a su puesto de directora médica. Si bien como presidenta seguiría ligada al centro y continuaría trabajando a tiempo completo, su función sería de otra índole: únicamente recorrería las salas una vez a la semana –y no diariamente– y solo le correspondería un turno de fin de semana al mes. Tom dirigiría St. Christopher. Hasta Cicely se daba cuenta de que aquello era lo que la dirección estaba esperando y que los cambios eran acogidos antes con alivio que con sorpresa. El traspaso oficial, al que Cicely fue invitada para que expusiera su parecer ante el nuevo equipo directivo, se realizó durante una reunión celebrada cerca de Croydon. Habían acordado que a continuación ella se marcharía, lo que no dejó de ser una experiencia traumática para todos: Tom la ayudó a subir a un taxi que desapareció junto con ella entre la nieve. El Dr. Sam Klagsbrun había ayudado a preparar el terreno para aquellos cambios, que comenzaron a surtir efecto antes del anuncio oficial. Klagsbrun continuaba pasando al menos una semana al año en St. Christopher como asesor de la dirección, con cuya confianza contaba, y en caso necesario incluso mediaba en alguna disputa. De hecho lo tenían al tanto de los acontecimientos en previsión de que tuviera que realizar alguna visita extraordinaria para hacer más suave la transición. Como Cicely le escribió, «habrá veces en que me entrometa y Tom quiera salirse con la suya, y, si nos enfadamos mucho, quizá tengamos que llamarte pidiendo socorro». Pero todos procuraron evitar medidas tan drásticas y Sam se limitó a acortar la distancia entre sus visitas, demostrando su habilidad para prestar oídos tanto a Tom como a Cicely.
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Pasados los años, Tom decía que no era capaz de recordar el año en que se convirtió en director médico por la sencilla razón de que aquello nunca llegó a suceder. En las empresas para que los traspasos de poder cursen con éxito está aconsejado que el director saliente se marche; y, cuando un párroco se jubila, suele abandonar la parroquia para ponerle las cosas más fáciles a su sucesor. Pero en St. Christopher jamás se planteó que Cicely se fuera. Y, aun siendo consciente de las dificultades que aquello comportaba, estaba decidida a no abandonar su despacho. Cicely sabía que, de no estar ella, los reajustes iniciales serían más cómodos para todos: «… la idea de que tras el cambio de papeles yo desapareciera durante una temporada –cuando unas vacaciones eran impensables– se hizo realidad por motivos mucho menos deseables». Marian la necesitaba. Las hemorragias nasales que sufría desde hacía algún tiempo acabaron debilitándole tanto que tuvo que ser ingresado en St. Thomas, donde permaneció varias semanas antes de que lo trasladaran a St. Christopher para recuperarse del todo. Cicely le contaba a Sam: «Mientras ha estado en el hospital, se ha negado a comer nada que no le diera yo, así que no he dejado de correr de aquí para allá y he acabado agotada». Fue una situación crítica. A Cicely le aterraba pensar que lo perdía, pero Marian no parecía demasiado preocupado: «No me da ningún miedo. Tengo ochenta y cuatro años. Mi vida ha sido maravillosa y estoy perfectamente preparado para morir». Como Cicely decía, «a una esposa le cuesta oír estas cosas, pero al mismo tiempo me siento muy orgullosa». Marian salió adelante y, en cuanto estuvo de vuelta en St. Christopher, Cicely pudo retomar su rutina diaria. Siempre le había gustado empezar el día en la capilla con un breve servicio de oración. Luego se instalaba en su despacho con la puerta siempre abierta, pues continuaba sirviendo de referente en todas las actividades del centro. Justo antes de comer, después de hacer su ronda, Tom se reunía con ella para tomar un jerez y ponerle al día tanto de los pacientes como del personal. A pesar del cambio de papeles, en el Hospice no sucedía nada que Cicely no supiera. Hasta sus amigos más íntimos reconocían que, a pesar de sus buenas intenciones, era incapaz de renunciar a intervenir y no se tomaba ni una sola decisión importante sin su consentimiento. Cicely tenía sus propias opiniones sobre lo que había que hacer y de cuando en cuando, tanto en el comedor como junto a la puerta del despacho contiguo al suyo –que era el de Tom–, se encargaba de proclamarlas a los cuatro vientos para que todo el mundo se enterara. Si bien no se puede negar que Cicely era una médico excelente que sabía compenetrarse afectivamente con sus pacientes, lo cierto es que con los demás le costaba relacionarse. Así como podía ser la amiga más leal y atenta, también a veces su lengua era demasiado afilada. A una amiga que solo pretendía ser amable con ella la dejó hundida y sumida en el desconcierto cuando le dijo que procurara «ser un poco menos Uriah Heep[1]». Su amistad con Tom, sometida a bastantes tensiones ya antes del cambio de papeles, no mejoró nada a partir de entonces. Cicely no estaba dispuesta a soltar las riendas y le dejaba bien claro que St. Christopher seguía siendo «su casa, y no la de él». Aunque, en años posteriores, su prolongada relación permitió restablecer cierta paz, la herida nunca llegó a cerrarse del todo.
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Una vez que la gestión diaria del centro dejó de estar oficialmente en sus manos, Cicely tuvo oportunidad de explorar nuevos horizontes. No tardó en darse cuenta de la tarea tan interesante que podía llevar a cabo como presidenta «ayudando al consejo a tender puentes con el exterior y a actuar como caja de resonancia». Ahora tenía la posibilidad de diseñar estrategias, escribir, dar conferencias y dedicarse de lleno a la recaudación de fondos. Su nuevo rol era como el de una madrina que alentaba y, en caso necesario, reprobaba las iniciativas propuestas por el Hospice, sin a la vez descuidar la expansión mundial del Movimiento. Para todo ello contó con la ininterrumpida ayuda de Christine Kearny, que trabajaba con ella desde 1980 y a quien la unía una particular y estrecha relación. Sam Klagsbrun siempre había considerado a Cicely una oradora carismática, especialmente cuando se trataba de narrar historias de sus pacientes, y la animaba a explotar sus cualidades y su recién adquirida libertad dando a conocer sus ideas en un escenario lo más amplio posible. Aunque condicionada por los problemas de salud de Marian, Cicely trabajó intensamente en la difusión de su mensaje. El propio Sam se vio afectado también por el cambio de papeles después de que le nombraran visitador. Todos sus predecesores, a cuya cabeza estuvo el obispo de Stepney Evered Lunt, habían sido británicos y anglicanos y Cicely siempre había procurado insistir en los fundamentos cristianos de St. Christopher. Pero a mediados de los ochenta dio por cerrado aquel asunto y llegó a la conclusión de que lo que el personal necesitaba era alguien que entendiera su misión, alguien capaz de amortiguar la presión que sufren quienes atienden a enfermos en fase terminal. Aunque era una cristiana convencida, siempre se había sentido orgullosa de que su paciente fundador fuese un judío que acabó volviendo a la fe de sus padres. Ahora el Hospice, además de contar con un presidente judío, tenía a otro por principal asesor de la dirección. Sam efectuaba sus visitas con tanta regularidad que su nuevo nombramiento no cambió apenas las cosas, sino que se limitó a consolidar su posición. Y, además, no solo amaba St. Christopher y lo entendía: también era capaz de hacer reír a Cicely. En cierta ocasión, tras asistir a una conferencia impartida por Cicely sobre el amor cristiano, levantó la mano. «Dra. Saunders», dijo, «me gustaría proponerle matrimonio…». La sala guardaba absoluto silencio cuando añadió: «… entre el amor cristiano y el aguante de los judíos». Aquello era un conciso resumen de lo que se necesitaba. Sam disfrutaba con aquellas visitas y consideraba que siempre aprendía del personal de St. Christopher y de su dedicación mucho más de lo que él era capaz de enseñarle; y se admiraba del optimismo que reinaba en el centro a pesar del dolor y de las constantes pérdidas. Una de las tradiciones que más le gustaban era el jerez que se servía en el despacho de Cicely antes de comer y, tras una de sus visitas, compró una botella e inauguró la misma costumbre en Four Winds Hospital, donde era director médico. Cicely también continuaba arropando al personal: les enviaba tarjetas de felicitación en el aniversario de su llegada a St. Christopher y les llamaba para charlar un rato con ellos. Además solía darse una vuelta por el ala Draper para acompañar a los ancianos, a quienes consideraba parte de su familia. Una noche al mes recibía en su propia casa al «grupo fundador». La costumbre de aquella reunión, que convocaba a amigos y colegas,
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se remontaba a los primeros tiempos, cuando el Hospice todavía no era más que un proyecto, y no se había interrumpido nunca, si bien unos la habían abandonado y otros nuevos se habían unido a ella. Se trataba más bien de un libro fórum en el que se sometía a discusión algún tema relacionado con su trabajo. A menudo, el libro era de carácter religioso, dada la mayoría de cristianos entre los asistentes. Por supuesto, también se hablaba de St. Christopher: desde los pacientes hasta el último cotilleo que corría por el centro eran tema de conversación. Se trataba, de alguna manera, de una comunidad dentro de otra comunidad. Cicely sentía un gran afecto por aquel grupo de gente con el que continuó reuniéndose hasta el final de su vida: disfrutaba tanto de su compañía como del reto intelectual que planteaba. Pero también le servía de apoyo cuando se sentía excluida, y Cicely tenía la sensación de que cada vez le daban más de lado. Aunque continuaba marcando el paso y seguían consultándole las decisiones más importantes, las cosas habían cambiado mucho desde aquellos comienzos en que todo recaía sobre ella. Estos encuentros no tenían nada de subversivo, pero a quienes no tomaban parte en él les costaba bastante aceptarlos, porque también ellos se sentían excluidos. El modo en que funcionaba el grupo fundador era el ejemplo típico de la falta de formalismos con que desde el principio se hicieron las cosas bajo la dirección de Cicely. Para llenar las plazas vacantes, Cicely contrataba a gente conocida y digna de su confianza a quien otorgaba carta blanca para trabajar en línea con el proyecto, pero con criterio propio. Así fue como le encomendó a Barbara McNulty, en colaboración con Mary Baines, la misión de organizar el primer Equipo de Asistencia a Domicilio. En aquel momento se trataba de algo completamente novedoso y el éxito que obtuvieron se debió en buena parte a su experiencia y a la sensibilidad con que enfocaron el tema. Colin Murray Parkes trabajó desde los inicios como psiquiatra de St. Christopher: Cicely había leído su estudio sobre el dolor y el duelo y contactó con él. Ambos eran innovadores, cada uno en su campo, se complementaban mutuamente y compartían la tesis de la necesidad de reforzar la comunicación entre médico y paciente. En los primeros tiempos conocían a todos y cada uno de los que integraban el centro. Robert Twycross, pionero también, se convirtió en 1971 en investigador titular de St. Christopher. Sabía muy bien lo que Cicely quería hacer y ella le concedió plena libertad para que investigara un tema tan decisivo como el tratamiento con morfina y diamorfina. Tom West, por su parte, a su vuelta de Nigeria recibió de Cicely la propuesta de trabajar como subdirector médico durante la presidencia de Dame Albertine Winner. En 1985, con el apoyo de la Leverhulme Foundation, Gill Ford dejó la subdirección médica del Departamento de Salud y Seguridad Social para trabajar en St. Christopher. Aunque no recibió ninguna indicación concreta, sabía lo que Cicely esperaba de ella como directora de estudios. El nombramiento, de tres años de duración, le brindó la oportunidad de trasladar los fundamentos del Hospice a la práctica clínica prevalente y, junto con ello, determinar los requisitos de formación del personal sanitario, de Hospices y de cuidados paliativos tanto del Servicio Nacional de Salud como de las instituciones benéficas. A la vista del creciente número de personas relacionadas con el campo, en 1987, el Real Colegio de Médicos reconoció la medicina paliativa como la especialidad
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dedicada al «estudio y cuidado de los pacientes con enfermedades activas, progresivas y en fase avanzada de pronóstico limitado, centrados en la calidad de vida». Aquello marcó el inicio de una etapa al que se sumaron los colegios médicos de Nueva Zelanda y Australia. En St. Christopher comenzó a desarrollarse un programa formativo compuesto de cursos y clases dirigidos a un amplio espectro de profesionales relacionados con los cuidados paliativos. La Open University, por su parte, diseñó un curso sobre la muerte, los enfermos y el dolor que contó con la participación de Gill. Cicely tenía el don de descubrir el potencial oculto de las personas y sacar lo mejor de ellas; si creía que podían hacer algo, se limitaba a dejar que satisficieran sus expectativas. El sistema había funcionado en los primeros tiempos, cuando St. Christopher aún estaba en construcción, pero a medida que fue creciendo se hizo cada vez más necesario definir titulaciones y competencias, así como adoptar nuevos métodos de gestión, sobre todo, en el aspecto financiero. En 1986, Tom West contrató a Chris Clark, ex empleado en el Sistema Nacional de Salud, con la idea de contrarrestar la situación de riesgo que padecía St. Christopher. Chris trabajó con fondos fiduciarios e introdujo la planificación –con la oposición de Cicely, que continuaba manejándose como lo había hecho siempre, es decir, «con fe y en descubierto»–. Costó convencer a Cicely de la necesidad de un captador de fondos profesional, aunque ella nunca perdió la convicción de que ese papel les correspondía a cuantos trabajaban allí, desde el presidente hasta la limpiadora. Y, por supuesto, siguió considerándose al frente de la recaudación de fondos: gracias a ella, St. Christopher celebró su vigésimo primer aniversario recibiendo la visita de la reina y con un evento recaudador organizado en Goldsmiths’Hall. Aunque Chris Clark nunca llegó a sentirse cómodo con Cicely, entre ellos existía un respeto mutuo. Chris tenía una excelente opinión de ella como fundadora de St. Christopher y comprendía lo penoso que le debía resultar renunciar al control de su fundación. Consideraba a Cicely una buena presidenta que defendía con eficacia sus opiniones y que estudiaba y discutía las decisiones que no le convencían, aunque a la larga acabara aceptándolas siempre que fueran por el bien del centro. A Cicely nunca le iba ser fácil aceptar que lo creado por ella avanzara en una dirección que ella nunca había previsto y que, además, tampoco quería ver. Chris jamás subestimó el valor de lo que St. Christopher ofrecía y, a pesar de su tendencia a modernizar, estaba decidido a conservar todo lo que caracterizaba al Hospice. Había abandonado el Sistema Nacional de Salud muy desilusionado y estaba encantado de encontrarse en un entorno de trabajo que apoyaba a su equipo y en el que los cuidados dispensados a los pacientes eran óptimos. Aunque su proyecto contemplaba no permanecer en el cargo más de dieciocho meses, Chris acabó dejándolo catorce años más tarde. Tom West continuó siendo director médico hasta enero de 1993, en que fue sustituido por el doctor neozelandés Robert Dunlop. Tom no se fue de St. Christopher sin dejar su propia impronta. A su marcha, la gestión del centro gozaba de un mayor consenso. Además, Tom era muy popular entre el personal y un magnífico conferenciante, cuyo sentido del humor, tan inglés, entusiasmaba a los delegados
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extranjeros. Durante su etapa de director médico llevó a cabo varios nombramientos importantes y en el reverendo Leonard Lunn, que llegó en 1987 y conservó su puesto a lo largo de dieciséis años, encontró un capellán del gusto de Cicely. Ambos congeniaron desde el primer momento. Len sabía que los éxitos de Cicely habían nacido de su propia vulnerabilidad, en la que, según él, se hallaba el origen de su especial empatía con los enfermos; y, para demostrar lo que los pacientes fundadores sentían por ella, remitía a las fotos en las que estos miraban sonriendo a su cámara. Mientras estuvo allí, Len amplió la función de capellán, convirtiéndolo en director de un departamento que participaba de la formación multiprofesional ofertada. No solo se ocupaba de las necesidades espirituales de los enfermos: también le interesaban las del personal que los atendía. El Hospice constituye un entorno tan exigente y afectivo, y de tanta entrega a los pacientes, que a veces no deja nada para los colegas. Len Lunn era consciente del precio que se cobraba St. Christopher y proporcionaba un apoyo espiritual sumamente necesario. Los años ochenta fueron una época de expansión. Hacía tiempo que Cicely le tenía echado el ojo a la casa y el terreno que separaban el Centro de Estudios del edificio del centro, hasta el punto de que lo conocían como «la viña de Naboth». Y, después de años de paciente espera, por fin tuvo la oportunidad de hacerse con él. En la ampliación, que ocupó todo el espacio entre la casa y el edificio principal e hizo del Hospice un complejo aún mayor, se instalaron los Equipos de Asistencia a Domicilio en plena expansión. Tom siempre había deseado estrechar los vínculos de estos últimos con los pacientes hospitalizados a través de un Centro de Día. En 1991, tan pronto como la princesa Alexandra la inauguró oficialmente, la nueva ala se convirtió en un hervidero de actividad. En ella, los pacientes podían escuchar música y recibir terapia artística, e incluso disponían de un servicio de peluquería. El centro, rebautizado más tarde con el nombre de Centro de Vida Creativa, aumentó su oferta con una amplia gama de terapias complementarias de las que se beneficiaban los pacientes atendidos en sus casas, residencias y consultorios. Con el tiempo, la zona ajardinada se convirtió en un apacible refugio de pacientes, familiares y personal. Los nuevos servicios contemplaban un aspecto de la asistencia tan novedoso como el de la exploración creativa. Los enfermos en fase terminal pueden hacer muchas cosas durante sus últimas semanas o meses de vida. Si se les anima a ello, tienen la oportunidad de expresarse y a menudo lo hacen de un modo insospechado, dejando a sus familias un legado que constituye un auténtico tesoro. «Jim era un albañil con el cuerpo tatuado de arriba abajo que padecía un cáncer avanzado. Privado del habla, le animaron a que pintara algo por primera vez en su vida. Para su sorpresa (y la de su familia), Jim pintó unas acuarelas exquisitas reveladoras de una faceta que hasta entonces nadie le había invitado a explotar». Bajo la dirección de Tom, que estaba decidido a dar un impulso al trabajo social, el centro pasó de contar con un único titulado a tiempo parcial a cinco con plena dedicación. En 1989, Barbara Monroe sustituyó a Elisabeth Earnshaw-Smith como directora del Departamento de Trabajo Social y Servicio del Dolor. El Dr. Robert
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Dunlop dejó su cargo en el año 2000, en un momento de serios problemas financieros para St. Christopher. El adverso entorno económico de aquella época exigió algunos cambios organizativos y los puestos de director médico y presidente quedaron escindidos: el Dr. Nigel Sykes se convirtió en director médico y Barbara Monroe, en presidenta interina hasta que a final de año asumió el cargo de forma definitiva. Entonces Cicely pasó a ser presidenta fundadora, un cargo que por primera vez la mantenía al margen de la política del centro. Las circunstancias trajeron consigo algunas decisiones penosas. Hubo que despedir a muchos miembros de la plantilla y cerrar el ala Draper, aunque la guardería continuó funcionando hasta 2005. Fueron tiempos agitados que anunciaban el final de la idea del Hospice como comunidad e hicieron sufrir mucho a Cicely. Pero, aunque le costó mucho aceptar ciertas medidas, comprendía que eran necesarias si se quería que St. Christopher sobreviviera y no obstaculizó el proceso. Los fines parecían justificar los medios y se acabó recobrando la estabilidad financiera. Dejó de ser una institución dirigida por una fundadora carismática para inaugurar una era de gestión moderna y firme disciplina financiera. Hasta hoy, St. Christopher continúa ocupando el primer puesto: aún se sigue teniendo por La Meca de la Medicina Paliativa y el torrente de visitantes no ha disminuido. En las visitas de carácter mensual que se organizan los viernes se procura reunir a voluntarios y profesionales del mundo entero. Los visitantes tienen oportunidad de conocer al personal más antiguo y de recorrer el centro para formarse una idea de valor incalculable de su modo de funcionamiento. El Centro de Estudios tampoco ha dejado de ganar solidez: sus cursos y conferencias siguen atrayendo a profesionales de múltiples disciplinas y nacionalidades y últimamente han completado sus programas con cursos de lenguas extranjeras. Este tipo de formación multiprofesional se inició en tiempos de Gill Ford y siempre ha sido muy valorado por Cicely, quien por derecho propio podría decirse que reúne en sí misma todo un equipo multiprofesional. En torno a 2006, con David Oliviere como director de enseñanza y formación, cerca de 50.000 alumnos procedentes de casi cincuenta países se habían beneficiado de los estudios impartidos en St. Christopher y asimilado los fundamentos del Movimiento Hospice: una combinación de los últimos avances en atención médica con el respeto hacia cada paciente considerado de modo individual. Este enfoque ha demostrado ser un éxito transcultural tan vasto como las naciones, ricas o pobres, que lo han adoptado e incorporado los principios de los cuidados paliativos. Con frecuencia ha ayudado a abrir los ojos de delegados de Europa y Estados Unidos a la situación de los países más desfavorecidos. Como Cicely decía, «tenemos mucho que aprender de los países menos desarrollados y de la asistencia que proporcionan las familias, aun disponiendo de poquísimo dinero. Por ejemplo, en Kerala (India) existe un Equipo de Asistencia a Domicilio promovido por un médico local y financiado por mil comerciantes y granjeros, cada uno de los cuales aporta una rupia diaria para su mantenimiento». Cicely siempre había sostenido que St. Christopher no debía convertirse en un patrón fijo, sino que sus principios debían ser adaptados y asimilados de acuerdo con las necesidades de
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cada comunidad. «Mirad a vuestro alrededor y veréis cómo de cada circunstancia particular nace una versión distinta. En este campo es necesaria la diversidad». Inspirada por el trabajo de Cicely sobre el «dolor total», en 1986, la Organización Mundial de la Salud publicó la definición de la nueva especialidad: «Es el cuidado activo y total de las enfermedades que no tienen respuesta al tratamiento curativo. El control del dolor y de otros síntomas y de los problemas psicológicos, sociales y espirituales es de capital importancia. El objetivo principal de los cuidados paliativos es conseguir la mejor calidad de vida posible para los pacientes y sus familias». Jan Stjernsward y Robert Twycross participaron en la difusión del programa de la OMS de alivio del dolor en el cáncer que tuvo un fuerte impacto internacional tanto en las políticas de los gobiernos como en la formación a nivel mundial. Se estableció una escala analgésica con tres escalones como guía para el tratamiento del dolor y se ofreció soporte a los países que se comprometieron a desarrollar los cuidados paliativos. En algunas partes del mundo se crearon centros colaboradores de la OMS, uno de los cuales es desde 1988 Sir Michael Sobell House, en Oxford, de donde Robert Twycross era médico consultor. En 1977, otro polaco hizo irrupción en la vida de Cicely y del Movimiento. Victor Zorza perdió a su hija Jane a la edad de veinticinco años: su muerte fue decisiva y tuvo consecuencias de largo alcance. Aunque solo estuvo ingresada ocho días antes de morir, tanto a Jane como a su familia les sorprendió el trato recibido, tan distinto de su experiencia previa en otros hospitales, donde había sufrido lo que describía como «la humillación de los cuidados hospitalarios: pruebas interminables, una información ininteligible y la falta de la más elemental cortesía, a lo que se añadía un dolor en aumento». El Hospice lo cambió todo. «Su ambiente reconfortó a Jane que, una vez controlado el dolor, volvió a tomar los hilos de su vida para tejer su último tapiz: la expresión única de su individualidad como persona. Jane invitó a los amigos a recordar con ella viejos tiempos y se despidió de ellos. Mucho más animada, escuchó a Mozart y, cuando llegó el momento, murió feliz y plácidamente, con una flor prendida en el pelo». Pasado un tiempo, su familia recogió su experiencia con todo detalle en A way to die, un libro que recibió entusiastas respuestas. «Algunos lectores se quedaron desconcertados, otros se sintieron estimulados y muchos, esperanzados. Fuera cual fuera la reacción, lo que no se puede negar es el impulso que supuso el libro para todos los Hospices del mundo entero». En 1980, Cicely, a quien A way to die le pareció «un relato precioso y auténtico», envió a Victor una carta felicitándole. Un nuevo polaco se había cruzado en su vida: aunque esta vez no se enamoró de él nada más conocerlo, ambos congeniaron y ella lo describía afectuosamente como «una excelente persona». El libro de Zorza despertó las conciencias de la gente y Victor hizo una gira por América dando a conocer el mensaje del Movimiento. Pero la muerte de Jane tuvo el impacto aún mayor de la creación de un Hospice ruso. Después de pasar en Rusia la segunda guerra mundial, Victor se estableció en Gran Bretaña, donde recibió el premio
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Periodista del Año y se consagró como reputado kremlinólogo por predecir la invasión sufrida por Checoslovaquia en 1968. Tras la muerte de su hija, tomó la decisión de llevar el Movimiento a Rusia, cuyas necesidades eran apremiantes. Haciendo frente a innumerables obstáculos políticos, burocráticos y financieros, y después de años de frustración, en 1990 se abrió en San Petersburgo el Lakhta Hospice, que un año más tarde se convirtió en proyecto de demostración de la OMS. Una vez dado el primer paso, el Lakhta Hospice fue seguido de otros centros y de los Equipos de Asistencia a Domicilio: un país más se beneficiaba de la perseverancia de alguien comprometido con St. Christopher. El movimiento continuó difundiéndose y, en 1985, solo en el Reino Unido se había construido un centenar de Hospices nuevos, los Equipos de Asistencia a Domicilio se habían diseminado por todo el territorio y había en proyecto un total de 300 más. Era necesario coordinarse para que el movimiento contara con una sola voz, por lo que se propuso crear una red global. A pesar de sus reservas iniciales, en 1984, Cicely acabó apoyando a Help the Hospices, que contaba con el patrocinio de la duquesa de Norfolk. El nombre de la organización suscitaba en Cicely cierto recelo, porque consideraba que el término Hospice se refería a «un equipo o una comunidad, e incluso un pequeño grupo de gente que realiza su función bien a domicilio, bien en el hospital o en cualquier tipo de institución». Al año siguiente, los doctores Robert Twycross, Derek Doyle y Richard Hillier fundaron la Asociación de Médicos de Hospices, que muy pronto se convirtió en la Asociación de Medicina Paliativa. En 1991 se creó el Consejo Nacional de Hospices y Servicios de Cuidados Paliativos y, en 2006, el número de asociaciones se elevaba a 18, con una media de 200 miembros cada una, que representaban a los numerosos grupos dedicados a los cuidados paliativos, desde los presidentes hasta los voluntarios. Actualmente, Help the Hospices, además de facilitar la comunicación entre estas asociaciones y de obtener ingresos, constituye un grupo de presión que tiene como objetivo dar a conocer el Movimiento Hospice a través de los medios de comunicación y participar en las actuaciones políticas. La organización funciona también como soporte de la base académica de los cuidados paliativos, concretada en la cátedra Help the Hospices. Sheila Paynem, que obtuvo en octubre de 2006 la cátedra del Observatorio de Cuidados Paliativos de la Universidad de Lancaster y se describe a sí misma como «facilitadora de los Hospices», supervisa la investigación dirigida a extender sus servicios entre la población en general. Help the Hospices está implicada también en «Cancer Experiences Collaborative», una iniciativa de investigación conjunta de las Universidades de Southampton, Lancaster, Nottingham, Liverpool y Manchester que cuenta con el apoyo del Instituto Nacional de Investigación del Cáncer. Vista la urgente necesidad de alguna publicación dedicada a la especialidad, en 1987, y una vez más tras largas discusiones con Cicely, se fundó Palliative Medicine. Cicely opinaba que el término «Medicina» era más adecuado que «cuidados» porque así el público lector de la revista no se reduciría únicamente a quienes prestaban asistencia en Hospices. Para el primer número, Cicely contribuyó con un exhaustivo y emotivo artículo.
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Aun dedicada de lleno a sus ocupaciones profesionales, también en casa tenía mucha tarea. Cicely era plenamente feliz en su matrimonio. Por fin había encontrado un hombre que potenciaba su feminidad, pero con el que al mismo tiempo podía intercambiar opiniones con absoluta franqueza. Su relación era muy sólida, aunque ella confesaba que a veces Marian conseguía exasperarla: «Cuando me habla en polaco o se quita el audífono me entran ganas de pegarle». Sin embargo, ambos valoraban cada día que pasaban juntos y Cicely disfrutaba cuidando de su marido. Cocinar o amasar y hornear pan para él constituía un placer e incluso contribuyó a un libro de recetas del Cruse Bereavement Service[2] con el plato de setas favorito de Marian. Era feliz haciéndole feliz a él. Cuando la hija de Rosetta Burch, su ahijada Rosemary –conocida familiarmente como «Bud»–, se casó con el húngaro Thomas Kelen, Cicely se alegró muchísimo por ella y, en el transcurso de la boda, pronunció unas palabras que describían sus propios sentimientos. «Yo sé lo que significa casarse con alguien de Europa del Este: es maravilloso. Mi marido lamenta no haber podido venir por no encontrarse demasiado bien y os transmite sus mejores deseos. Ha encontrado un nuevo enfoque que dar a su pintura y dice que es completamente feliz… a sus casi ochenta y cinco años. Hemos estado hablando de cuando nos casamos… lo completo puede ser aún más completo, lo perfecto puede seguir perfeccionándose… lo mismo que se podría decir del cielo». También la familia polaca de Marian había pasado a formar parte de la vida de Cicely, quien disfrutaba con su papel de madrastra de los dos hijos de Marian, Andrew y Daniela, y de abuelastra de Ala, Isa y Max, sus tres nietos. A pesar de su mala salud, Marian seguía gozando de la vida y continuó pintando hasta los noventa años. Su estudio ocupaba el ático de St. Christopher, en un extremo de la sala Rugby. Allí pasaba los días como «artista residente»[3], explorando nuevas técnicas e ideas, mientras Cicely trabajaba en su despacho un piso más abajo. Era el cariño de Cicely lo que sostenía a Marian, quien afirmaba que los años de su tardío matrimonio con ella habían sido los más felices de su vida. Pero, como cada vez estaba más débil, Cicely decidió dejar de viajar para que no se quedara solo ni una noche. Todavía conseguían apañárselas pasando la mayor parte del día en el centro, aunque a ella le llevaba mucho tiempo arreglarle y aún más tiempo trasladarle hasta allí. Llegado el día en que a Cicely le fue imposible seguir atendiéndole en casa, Marian se mudó al Hospice, donde «le cuidaban dos enfermeras de la sala Rugby y dos auxiliares –una de las cuales pasó con él casi cuatro años– que se desvivían por él». En Navidades, Marian logró recuperarse de un par de crisis, e incluso llegó a dibujar un boceto de una de las auxiliares tres días antes de su muerte; pero era evidente que, por tercera vez en su vida, Cicely se dedicaba a cuidar del hombre al que amaba y estaba a punto de perder, aunque en esta ocasión en el entorno que ella misma había creado: un entorno en el que no solo se tenía en cuenta al enfermo, sino también a la esposa. Marian murió el 28 de enero de 1995 tras estar seis semanas en St. Christopher. «Se quedó dormido plácidamente y de forma inesperada, porque había pasado el día tranquilo y contento… Los últimos meses me decía: “Soy completamente feliz, he hecho
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todo lo que tenía que hacer en esta vida y estoy preparado para morir”. Tuvimos una misa de réquiem maravillosa en la iglesia católica. Tengo la satisfacción de poder decir que en una zona del templo se distribuye la comunión para los católicos y, en la otra, para los anglicanos, y que la recibieron casi todos los asistentes. Al principio y al final de la ceremonia, un magnífico violinista [Damian Falkowski], amigo de Marian, interpretó el solo de Lark Ascending», una de las piezas favoritas de Cicely que, cuando estaba de residente en St. Thomas, disfrutaba cantando con el coro, al que en una ocasión dirigió el propio Vaughan Williams. Len Lunn, que lo conocía muy bien, habló de la «plenitud» de Marian gracias en buena parte a «su querida esposa o, mejor dicho, su “cielo”… el amor que se han mostrado el uno al otro como esposa y como paciente en la sala Rugby ha sido un ejemplo para todos nosotros». Sus cenizas se esparcieron en el jardín de St. Christopher, donde se instaló una sencilla piedra gris con una cruz y el nombre de «Marian» grabados en ella.
1 Intrigante y malvado personaje de la novela de Charles Dickens David Copperfield (N. de la T.). 2 Asociación británica sostenida en su mayor parte por donativos públicos y dedicada a proporcionar soporte emocional a los familiares y amigos tras el fallecimiento de un ser querido (N. de la T.). 3 Artista que se instala en la sede de una institución donde trabaja en su obra sostenido por su anfitriona (N. de la T.).
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Ampliando horizontes Quien conserve una rama verde en su corazón verá posarse en ella un pájaro cantor. Proverbio chino
Una vez más Cicely se vio obligada a tomar las riendas de su vida en solitario. Pero, al revés que en el caso de David y de Antoni, ahora disponía de un contexto en el que vivir su duelo: esta vez halló consuelo en los maravillosos recuerdos que guardaba de los años que Marian y ella habían compartido y en la plenitud que su matrimonio le había regalado. Marian había muerto felizmente en el propio Hospice de Cicely después de largos años de vida. Aun así, nada era capaz de atenuar el dolor de la separación y ella notaba intensamente su falta. Fue en esta época cuando recuperó los salmos y sus textos y poemas favoritos, reunidos en Beyond the Horizon: A Search for Meaning in Suffering, una pequeña colección de escritos que le procuraron alivio tras la muerte de Antoni y en los que –como no podía ser de otro modo– dejaba también hablar a sus pacientes. Los temas escogidos, que van desde la búsqueda de sentido hasta la ira, la culpa, el perdón, el sufrimiento, la muerte y la resurrección, son un reflejo de los sentimientos e ideas de la propia Cicely. Es significativo que la última parte esté dedicada al reto de «ponerse en marcha». Como ella misma comentaba, «unas pocas palabras escritas en prosa o en verso siempre me han ayudado a lograr la perspectiva y el convencimiento de las inmensas ganancias que se obtienen de la pérdida. Para mí, esas palabras han representado a menudo tanto el pájaro cantor del proverbio chino como un camino que conduce al silencio». A sus setenta y siete años, y liberada de la responsabilidad de un marido enfermo, Cicely comenzó a viajar de nuevo. Su primer destino fue San Francisco, donde se reunió con su hijastra Daniela Faggioli, a quien le había sido imposible asistir al funeral. A pesar de la distancia, las dos eran buenas amigas y sus cumpleaños casi coincidían: el de Daniela, el 23 de junio y al día siguiente, el de Cicely. Daniela la conocía desde que se la presentaron como amiga de su padre y a partir de 1969, tras pasar tres semanas
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trabajando como voluntaria en St. Christopher, se forjó entre ellas un vínculo aún más estrecho. Entre el padre y la hija las relaciones no eran precisamente fáciles, aunque los años habían atemperado las desavenencias. Daniela está convencida de que el amor de Cicely era de tal intensidad que a su padre no solo le permitió vivir más tiempo del que nadie hubiera previsto, sino que le transformó por completo, y para bien. En su opinión, Marian acabó convirtiéndose en esa persona encantadora que Cicely amaba en él. Algunos meses antes de su muerte, Daniela estuvo despidiéndose de su padre, tras lo cual siguió muy de cerca la evolución de su enfermedad. Aquella visita les brindó la ocasión de compartir sus recuerdos: Cicely estaba deseando hablar de Marian y con Daniela podía explayarse a gusto. Pero también aprovechó para pasar algún tiempo con su hijastro, Max, y para conocer gente nueva en San Francisco y visitar a todos sus viejos amigos estadounidenses. El viaje le sirvió de reconstituyente y Cicely comenzó a revivir. De hecho, en el mes de julio ya había descubierto «un montón de cosas por hacer y tenía energía suficiente para retomar mi vida y el trabajo». En 1996, Cicely viajó hasta el lugar de nacimiento de Marian, que en 1901 pertenecía a la Polonia bajo ocupación rusa y ahora formaba parte de Bielorrusia. El embajador tenía intención de organizar una exposición permanente de los cuadros de Marian en Trokeniki, donde este había nacido. Cicely y sus acompañantes fueron recibidos por un pequeño grupo de personas que les obsequió con pan, sal y una alfombra tejida. A su llegada, varias mujeres vestidas con el traje típico cantaron para ellos y el Ministro de Cultura pronunció estas palabras: «Un hombre es lo que dice ser; Marian Bohusz-Syszko decía que era polaco, y para nosotros eso es lo que es». En la iglesia en que Marian había recibido el bautismo se celebró una misa de réquiem a la que asistieron familiares de ambos. En el cementerio, Cicely colocó una piedra blanca y a ella le entregaron dos pequeñas piedras de granito, una de las cuales puso junto a la fotografía de Marian y la otra, al lado de sus cenizas, que reposan en St. Christopher. En aquellos últimos años, Cicely recibía invitaciones de todos los rincones del mundo para recoger premios, pronunciar conferencias o prestar ayuda y asesoramiento cada vez que un nuevo Hospice se ponía en marcha. Además de un personaje carismático, Cicely era también una inspirada oradora. Sus estudios en torno al concepto Hospice pretendían situar su labor en un contexto histórico: estaba convencida de que el término contenía una resonancia especial y explicaba que la primera vez que esa palabra se aplicó de modo particular a los enfermos que se aproximan al final de sus días fue en el Hospice o «Calvario» de Jeanne Garnier, en Lyon. Asimismo, investigó las razones por las que «en 1842 madame Jeanne Garnier eligiera el término Hospice para estos enfermos y por las que –sin que aparentemente existiera conexión de ningún tipo– en 1879 la madre Mary Aikenhead y las Hermanas Irlandesas de la Caridad hicieran lo mismo en Dublín». Fueron precisamente estas últimas las que en 1905 construyeron en Hackney St. Joseph, sobre el que Cicely contaba anécdotas de la época que pasó trabajando allí y, aun un poco antes, en el Hospital St. Luke. También explicaba los motivos que la habían llevado a estudiar medicina y a la fundación de St. Christopher. Pero lo que hacía de sus conferencias algo memorable era la pasión que despertaban en
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ella sus pacientes, cuyas fotografías mostraba mientras se detenía en sus historias. Ellos eran el ejemplo de los efectos transformadores del Hospice y el mejor modo de ilustrar cómo los últimos días de vida pueden ser especialmente intensos siempre que se reciba la atención debida. Sus pacientes fundadores (David Tasma, Antoni, la señora G. –Barbara Galton– y Louie) adquirieron fama mundial y muchos de los que hoy en día se dedican a los cuidados paliativos se lo deben a ellos. Los eventos con que se celebró el 80 cumpleaños de Cicely son expresión de las distintas facetas de su vida. Una tarjeta de felicitación con una exquisita acuarela de Paul Hogarth remitida desde el Castillo de Windsor decía así: «Felicidades en su 80 cumpleaños y que cumpla usted muchos más. Elizabeth R.». Cicely describía aquel día en su carta de Navidad: «La capilla llena hasta arriba en acción de gracias, seguida de una merienda para el personal, la familia y los amigos: una celebración magnífica». Al día siguiente, el Real Colegio de Médicos reunía a más de doscientos delegados en un congreso internacional cuyo título era «Avances en los Cuidados Paliativos: jornada de encuentro científico con ocasión del 80 cumpleaños de Dame Cicely Saunders». Sin que Cicely lo supiera, la princesa Alexandra había accedido a inaugurarlo. Como escribió la propia Cicely, fue una sorpresa maravillosa: «Un secreto bien guardado: no me lo esperaba en absoluto. La semana pasada tuve el honor de asistir a un almuerzo celebrado en su casa de Richmond y no dijo una palabra de su asistencia al congreso». El encuentro se convirtió en ocasión de honrar a la fundadora de la especialidad y finalizó con el homenaje personal y profesional que le rindió Gill Ford. El profesor David Clark puntualiza que, «como era de esperar y debido a la insistencia de Cicely, lo que se acabó celebrando fueron los logros obtenidos en la historia del Movimiento Hospice y de los cuidados paliativos. Más que en Cicely Saunders, se centró en lo mucho que aún quedaba por hacer». Ese mismo año obsequiaron a Cicely con un álbum realizado por Bal Mount durante el III Congreso Internacional de Cuidados Paliativos celebrado en Montreal. Aunque no le fue posible estar físicamente presente, lo cierto es que Cicely fue el alma del congreso y el libro, una muestra de gratitud hacia ella. Estaba ilustrado con hermosas fotografías de flores, paisajes e imágenes de cuidados paliativos que se intercalaban con textos de los propios delegados. Un ejemplo: «Dame Cicely, aunque no la conozco a usted, su trabajo y su influencia ha acabado (sic) colándose en mi vida. En 1971, siendo estudiante de enfermería, oí hablar a un joven y entusiasta Bal Mount de usted y del St. Christopher. En aquel momento me dedicaba a cuidar a una adolescente que moría víctima de un cáncer de ovario. Usted influyó en él y en su carrera, y él influyó en mí y en la mía, y ahora soy especialista en cuidados paliativos de pediatría. Gracias». El Movimiento Hospice había crecido a pasos agigantados. En 1993, las cuatro páginas del folleto de Cicely informando sobre los analgésicos se habían transformado en las 1.244 del Manual Oxford de Medicina Paliativa, de autoría múltiple; y, transcurridos diez años más, el volumen alcanzaba la tercera edición y lo empleaban cerca de 8.000 Servicios de Cuidados Paliativos distribuidos a lo largo de cien países. Basta con echar una ojeada a su contenido para comprobar los avances que aún se
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continúan realizando en este campo. La última edición incluye nuevas aportaciones de carácter internacional y más capítulos dedicados a la atención de los ancianos, a los trastornos neurológicos y respiratorios no malignos, a la Medicina complementaria y alternativa utilizada en cuidados paliativos y a nuevas ideas y tecnologías aplicadas a la enseñanza y a la formación. En el prólogo, Cicely agradecía sinceramente todos estos avances. Autora de numerosos prólogos y capítulos de otros libros, así como de artículos aparecidos en publicaciones tanto especializadas como divulgativas, concedió también numerosas entrevistas. Después de la tragedia del 11 de septiembre de 2001, la revista de American United Airlines Hemispheres se hacía eco del sentimiento general recordando a las tripulaciones y pasajeros de los vuelos 93 y 175 fallecidos ese día. Además, contenía una entrevista con Cicely, que acababa de volar a Estados Unidos para recoger el Premio Humanitario de la Fundación Conrad N. Hilton a los logros obtenidos por el St. Christopher. Este galardón de carácter anual, dotado con un millón de dólares (millón y medio a partir de 2005), es el premio humanitario más importante del mundo, equivalente al Premio Nobel. Cicely acudió a recogerlo en una ceremonia especial celebrada en el Waldorf-Astoria de Nueva York cuyas palabras de presentación pronunció el secretario general de las Naciones Unidas Kofi Annan. En su testamento y su documento de últimas voluntades, Conrad N. Hilton afirmaba: «Existe una ley natural que os obliga a vosotros y a mí a aliviar a quienes sufren, a los afligidos e indigentes». «El premio no tiene como único objetivo reconocer y promover a la organización que lo recibe, sino también el de dirigir nuestra atención hacia la necesidad de ayuda humanitaria que existe en todo el mundo y animar a otros a extender esa ayuda». Un magnífico reconocimiento del trabajo de Cicely que ella y el Hospice recibió con inmensa gratitud. En la amplia entrevista recogida por la publicación de las líneas aéreas, Cicely reflexionaba sobre su vida y resumía así el trabajo que continuaba desarrollando: «Estamos intentando establecer estándares y enfrentándonos a nuevos retos… El trabajo puede resultar agotador, pero nunca triste. Sabes que gracias a lo que has hecho la gente muere en mejores condiciones. Aunque en algunos momentos he sufrido muchísimo, la pérdida me ha hecho crecer. Uno nunca se olvida de quienes se han ido, pero me consuelo recordándome a mí misma que hemos iniciado un movimiento». Durante los años que Cicely pasó cuidando de Marian, su salud se resintió bastante. La osteoartritis que padecía la obligó a ser intervenida en 1996 y 1999 de artroplastia de rodilla. En 2002 le diagnosticaron un cáncer de mama y se le practicó una mastectomía, de la que se recuperó en tan solo seis semanas para enseguida reincorporarse al trabajo. Cuando en 2004 los dolores de espalda que sufría desde jovencita se intensificaron, le diagnosticaron un cáncer de huesos con metástasis en cadera y decidieron adaptar una prótesis en una intervención que en su caso era sumamente complicada, pues exigía la reconstrucción completa de la cadera. Su ahijada Rosemary, especialista en enfermería clínica del cáncer de mama en el Hospital Guy y St. Thomas, hizo cuanto estuvo en su
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mano para que Cicely recibiera la mejor atención posible. Rosemary recuerda el respeto con que los cirujanos trataron a una enferma tan eminente y su comprensible nerviosismo. Sin embargo, la ocasión hizo que el equipo médico se creciera y la intervención fue un éxito. Cicely consiguió andar de nuevo y, después de pasar una temporada en St. Christopher, pudo volver a casa. La mayor parte de los tratamientos a que tuvo que someterse se llevaron a cabo en St. Thomas, donde Cicely se había formado primero como enfermera y luego como médico, y donde conoció a David Tasma. Ahora en el vestíbulo principal del hospital se la recuerda de forma permanente: cerca de la escultura de Florence Nightingale se ha colocado un busto en bronce de Cicely Saunders, obra de Shenda Amery. El 14 de marzo de 2002, Rosemary acompañó a Cicely a la inauguración y al concurrido acto en el que St. Thomas manifestó su orgullo por haber dado a la nación dos miembros femeninos de la Orden del Mérito británica. Cicely siempre se quedaba recuperándose en St. Christopher, donde –como es lógico– no era una paciente normal. Tanto si la atendían en casa como en el centro, todo el personal se desvivía por ella. A pesar de que los médicos suelen ser malos pacientes, Cicely agradecía de corazón cada cuidado que recibía. Una vez obtuvo el alta, continuó acudiendo a trabajar con normalidad. Aunque seguía viajando, sobre todo para asuntos relacionados con el Movimiento, en los últimos años solía hacerlo sola. Su progresiva falta de movilidad la obligaba a trasladarse en silla de ruedas, sobre todo en los aeropuertos: en esas ocasiones odiaba ser tan vulnerable y temía que, una vez que la dejaran allí, aun después de asegurarse de que recibiría ayuda, se olvidarían de ella. Algunas veces la acompañaba Christine Kearney, sobre todo a las reuniones del Grupo Internacional de Trabajo en Muerte, Agonía y Sufrimiento, que se celebraban en todos los rincones del mundo. Fue en uno de esos encuentros cuando resbaló y sufrió una caída, y uno de esos doctores «profesionalizados» que iba detrás la ayudó a levantarse mientras, sin dirigirle la palabra a Cicely, continuaba hablando de ella con los otros. Obviamente, aún quedaba mucho por hacer… Cuando volvía a casa, Cicely acudía a diario a su despacho y seguía interviniendo en los asuntos del centro, sin dejar de preguntarse a sí misma si «hemos hecho suficiente». St. Christopher había comenzado a admitir pacientes con trastornos neuromotores y, en los ochenta, los Hospices recibieron fuertes presiones para que aceptaran también enfermos de SIDA. Pero Cicely, aun cuando estaba plenamente dispuesta a formar a quienes trabajaban con pacientes de ese tipo, sabía bien que ni St. Christopher ni la mayoría de los centros, que apenas contaban con recursos para atender a sus enfermos de cáncer, podrían resistir un flujo de pacientes con necesidades tan diversas. Finalmente, un paciente con cáncer que también padecía SIDA acabó allanándole el camino al resto. No obstante, Cicely continuaba pensando que los Equipos de Asistencia a Domicilio podían atender a los enfermos de SIDA sin necesidad de ingreso. Las cosas habían cambiado mucho desde los tiempos en que los enfermos llegaban al Hospice para quedarse allí hasta que morían. Cada vez eran más los pacientes que
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entraban y salían: ingresaban para recibir algún tratamiento especial durante unos días o para dar un respiro a quienes los cuidaban, y luego regresaban a casa. Con la ayuda de los Equipos de Asistencia a Domicilio, las familias se implicaban mucho más en la atención a sus enfermos. No solo había cambiado la forma de morir, sino el modo de ayudar a morir. Además de hacer hincapié en que el paciente «viviera hasta su muerte», ahora se procuraba también que «la familia continuara viviendo». De hecho, la ayuda prestada durante el duelo se remontaba a los inicios de St. Christopher, cuando Colin Murray Parkes se ocupaba de los amigos y familiares del fallecido. Ahora ese aspecto cobraba aún más importancia. Decir «familia» es decir «niños», y cuando se produce una muerte en la familia, los niños necesitan tanta ayuda como los adultos y, a veces, más. Con ese objetivo creó St. Christopher el «Candle Project». Muy a menudo los adultos no saben cómo actuar ante la muerte: tienen dudas sobre lo sinceros que deben ser con los niños o hasta qué punto es conveniente que asistan al funeral. El proyecto se ocupa de los más pequeños y asesora a profesores y a profesionales como los de la Policía Metropolitana. Desde el punto de vista espiritual, St. Christopher es un reflejo de los cambios que ha sufrido la sociedad. Aunque la capilla sigue siendo el punto neurálgico del centro, el fundamento cristiano ya no es tan patente como en tiempos de Cicely. La sustitución de las salas por habitaciones individuales, llevada a cabo de acuerdo con las preferencias de los pacientes, ha hecho que se suprima la oración comunitaria. Todas las mañanas continúa celebrándose en la capilla un breve servicio que en la actualidad se parece más a «El pensamiento del día»[1] de Radio Four que a un oficio de culto tradicional. Cicely transmitió a la Reverenda Madre de la Sociedad de la Sagrada Cruz su preocupación sobre este tema: «Tenemos muchas menos enfermeras comprometidas con el cristianismo de las que había los primeros años, y muchas más para las que trabajar aquí solo representa un escalón más en sus carreras… Estoy segura de que algunas de nuestras enfermeras se cierran en banda a este tema porque lo consideran una amenaza». A ello se añade el sentimiento general de que «los religiosos» son personas que pretenden «convencerte». Y a Cicely le costaba asumirlo, porque su compromiso religioso era el principal fundamento de su Hospice. Cicely siempre había tenido una visión inclusiva de las personas a las que quería ayudar. «No deberíamos ver las últimas etapas de la vida como una derrota, sino como la plenitud de la vida… A agnósticos, ateos o librepensadores, o a quienes profesan una sólida fe cristiana: a todos se les ayuda a morir del modo más conveniente para ellos». Aunque su fe era muy sólida, Cicely sabía que no existen respuestas fáciles; que el Hospice creaba un entorno en el que tanto el que prestaba asistencia como el que era asistido tenían que enfrentarse a lo que a cada uno le esperaba. Para unos y para otros, la experiencia era un reto. Algunos años antes, Cicely lo resumió con estas palabras: «mirar juntos», una frase que acabaría utilizando como título de uno de sus libros. En 2002 escribió: «Mientras continuemos preguntándonos por el sentido de nuestra vida, crearemos un clima en el que los pacientes y las familias se sentirán capaces de buscar la fuerza necesaria para afrontar la crisis de la separación; cosa que les costará mucho más
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hacer si nos dejamos abrumar por las exigencias diarias del dolor físico y no sabemos descubrir las necesidades espirituales, que no buscan tanto respuestas como escucha… En definitiva, tenemos que recordar que el modo en que se presta ayuda es capaz de llegar a los rincones más ocultos cuando son necesarias pocas palabras, o ninguna». Lo que se entrega –el amor– no está al alcance de las palabras. Cicely era perfectamente consciente de las muchas exigencias que se derivan de trabajar en el Hospice y siempre había procurado que el visitador, el capellán y los grupos de discusión proporcionaran al personal apoyo suficiente. Con los años acabó asumiendo el enfoque secular de quienes se dedicaban a los cuidados paliativos, si bien creía que, cuando no existe fe, es conveniente apoyarse en alguna clase de filosofía que ayude a afrontar los retos. Aceptó que las cosas habían cambiado mucho desde los primeros tiempos: aquello ya no era feudo de las órdenes religiosas y ni siquiera de los creyentes. Hoy día, muchos centros están dirigidos por personas ateas. A Cicely le gustaban las palabras que utiliza Albert Camus para describir la cooperación entre personas con creencias tan distintas: en La peste, un médico ateo y un sacerdote trabajan «codo con codo en algo que nos une más allá de las blasfemias y las oraciones». Su propia fe, aunque inquebrantable, fue madurando y sus rígidos inicios evangélicos evolucionaron hacia una perspectiva más amplia e inclusiva. Cicely continuaba leyendo a diario el Daily Light y de cuando en cuando cambiaba de lugar de culto. Leía mucho, sobre todo a Juliana de Norwich[2], y disfrutaba discutiendo con sus capellanes, con quienes hablaba de lo que la atención a los enfermos les inducía a creer. Cicely coincidía con la madre Juliana en que, a pesar del sufrimiento, al final todo «irá bien». En una ocasión, Len Lunn comentó que desde que se dedicaba a trabajar en el Hospice sabía mucho menos, pero creía más. Algún eco de estas palabras se puede encontrar en lo que Cicely le dijo una vez a David Clark: «No creo en tantas cosas como antes, pero lo que creo es mucho más firme». Era este tiempo de preparación previo a la muerte lo que Cicely creía que se perdería en cuanto se aprobara la ley de la eutanasia. Nunca, ni siquiera en los principios, le cupo duda de que en la mayoría de los casos unos cuidados paliativos adecuados eliminaban la necesidad de recurrir a una interrupción prematura de la vida. En 1959 escribió en Nursing Times: «No se trata de negar que en este país los pacientes sufren, sino de saber que una gran mayoría podría evitarlo. Quienes pensamos que la eutanasia es un error tenemos el derecho de manifestarlo así, pero tenemos también la responsabilidad de aliviar ese sufrimiento». Este modo de pensar fue, al fin y al cabo, uno de los detonantes de su trabajo allí. Cicely pensaba que cualquier beneficio que se desprendiera de esa legislación a favor de quienes desean acabar con su vida conllevaría un alto precio a pagar. «Creo que es imposible que a los pocos que desean bien la eutanasia, bien recibir instrucciones para quitarse la vida, se les pueda ofrecer otra salida sin que la sociedad ejerza presión, consciente o inconscientemente, sobre quienes son vulnerables». Los enfermos en fase
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terminal verían en la eutanasia una alternativa a convertirse en una carga física, emocional y financiera para sus seres queridos. La medida también provocaría miedo: miedo a lo que los médicos pudieran decidir. Cicely sabía que toda forma de suicidio, tanto si es asistido como si no, causa estragos entre los que se quedan. El peligro de que la eutanasia no tardara mucho en dejar de ser «voluntaria» era para ella motivo de una honda preocupación. Cicely conocía los abusos practicados en Holanda –célebre por su postura liberal en temas como este–, donde las muertes asistidas se registraban como muerte natural. En esta área tan delicada ni es fácil dar definiciones ni los límites están tan claros. ¿Cuándo el dolor controlado, en caso de que acorte la vida, se puede convertir en una muerte asistida? Los «testamentos vitales» y las directrices anticipadas pretenden garantizar que se respeten los deseos de quienes no quieren recibir un tratamiento intrusivo al final de su vida. Muchos tratamientos, aun incapaces de prolongar la vida, pueden aliviar el sufrimiento. Cicely estaba convencida de que, en la mayoría de los casos en que se solicita la muerte, la respuesta son unos cuidados paliativos adecuados. Uno de los argumentos más convincentes que esgrimía es el valor de todo lo que pueden hacer en los últimos meses, semanas o días de vida, tanto el paciente como la familia. Con una asistencia correcta, ese tiempo tan precioso puede facilitar el proceso de la muerte y, al mismo tiempo, ayudar a los que sufren el duelo a continuar adelante en mejores condiciones. La eutanasia ha sido tema de debate en ambas cámaras parlamentarias durante años y en todos los casos ha salido derrotada. Cicely participó de un modo especial en el Comité sobre Ética Médica de la Cámara de los Lores presidido por Lord Walton, cuyo informe se publicó a principios de 1994 con las siguientes conclusiones: «El derecho a rechazar tratamiento médico está muy lejos del derecho a pedir una muerte asistida». Aunque el comité había oído muchas pruebas del dolor real o anticipado, escribió: «No creemos que estos argumentos sean razón suficiente para aligerar la prohibición de la muerte asistida. La prohibición es la piedra angular de la ley y el orden, nos protege con imparcialidad y expresa la convicción de que todos somos iguales… Creemos que en el tema de la eutanasia el interés individual no puede separarse del interés de la sociedad en su conjunto». El comité también recomendaba con insistencia el desarrollo y crecimiento de los cuidados paliativos en Hospices, hospitales y entre la comunidad, y demandaba más investigación y más formación en este campo. La oposición de Cicely a los argumentos a favor de la eutanasia no se tradujo simplemente en estar presente en el comité: sus razones se basaban sobre todo en los avances habidos en la Medicina paliativa. Estaba encantada con el resultado y escribió a Bal: «Me siento como un soldado al finalizar una larga campaña que por fin puede descansar, aunque algo me dice que quizá esté siendo demasiado confiada». De hecho, el siguiente gran debate en torno a la cuestión se celebraría transcurridos diez años. Cicely continuó debatiendo y discutiendo el tema de la eutanasia empleando una convincente combinación de relatos y estadísticas. Varias encuestas, unidas a la
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experiencia de St. Christopher, demostraban que menos del 5% de los pacientes en fase terminal sufren dolores incapaces de recibir alivio. También estaba demostrado que, en esos pacientes, el dolor se ve incrementado por problemas psicosociales y que con «cierta dosis de sedación» pueden morir en paz. Además Cicely pensaba que no era este tipo de pacientes el que demandaba la muerte, y se mantenía firme en la convicción de que los cuidados paliativos constituían el argumento definitivo en contra de la eutanasia y que, cuanto más al alcance estuvieran de los pacientes, mayores beneficios reportarían a la sociedad. Cicely siempre había sabido que su aventura debía iniciarse al margen del Servicio Nacional de Salud, pero también había previsto un acercamiento que garantizara el máximo acceso posible. Si se incrementaban las ayudas del Servicio Nacional de Salud, disminuiría la carga económica del centro, tan ligada a la recaudación de fondos. Pero existían algunas reservas. Cuando se trata de subvenciones estatales, es inevitable que se establezcan unos límites. La independencia financiera garantiza que los principios de la asistencia que se prestan –como el tiempo para tratar al paciente de modo individual y una asistencia completa: física, psicológica, social y espiritual– se conserven intactos. Un incremento de la implicación del gobierno podía constituir una amenaza para esa visión total, ya que los métodos por objetivos sin duda pondrían en peligro un entorno de asistencia tan rico. Aunque los pacientes suelen creer que el Hospice pertenece al Servicio Nacional de Salud –como una parte más de esa asistencia médica prometida «de la cuna a la tumba»–, en realidad aporta un porcentaje variable del coste. El Servicio Nacional de Salud hace frente a una tercera parte de las necesidades de St. Christopher y, como en el caso de otros centros, el resto se obtiene gracias a un intenso trabajo recaudando fondos. El objetivo se cifra en disponer de una reserva equivalente a un año de fondos, lo que, evidentemente, significa «no mover un dedo»: cualquier mejora o avance requiere fondos especiales. Aparte de lo obtenido de las tiendas de los centros, se organizan todo tipo de eventos especiales –ferias, almuerzos, bailes, cafés e incluso «tés de las 3»– y se patrocina a corredores de maratón vestidos de un modo estrafalario y a toda clase de gente empeñada en lograr hazañas imposibles. Pero, si bien el Movimiento cuenta con mucho apoyo, los auténticos cimientos son los voluntarios, que trabajan junto al personal médico en cualquier cosa que les permitan sus aptitudes: colaboración con los capellanes, terapia creativa, peluquería, limpieza, jardinería y –quizá lo más útil– chóferes que lleven y traigan a los enfermos que no cuentan con otro medio de transporte. Todas estas actividades mejoran la imagen del Hospice, de modo que la comunidad local acaba por comprender que aquello no es un «corredor de la muerte», sino un entorno agradable para el paciente y sus seres queridos; en definitiva, un servicio que la gente valora cada vez más. Desde un principio, la enseñanza y el trabajo de investigación formaron parte, junto con la atención médica, del proyecto de Cicely. La investigación llevada a cabo tanto en St. Christopher como en King’s College (Londres) y en otras unidades nunca parecía suficiente, sobre todo teniendo en cuenta el desarrollo de la especialidad. Cicely
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afirmaba: «Necesitamos una fundación de investigación verdaderamente seria que establezca unos estándares. El Movimiento Hospice se ha centrado sobre todo en el cáncer, pero debemos dirigir nuestra mirada también hacia otras cosas, hacia quienes sufren parálisis o enfermedades neuromotoras. Tenemos que seguir aprendiendo para que, dentro de diez años, las cosas se hagan aún mejor que hoy». Sus deseos tomaron cuerpo en 2002, cuando –a pesar de haber cumplido ya los ochenta– Cicely se convirtió en presidenta fundadora de la Fundación Cicely Saunders (que más tarde pasaría a llamarse Cicely Saunders International), cuyo objetivo era «la creación de un centro de investigación dedicado a la mejora de la atención y el tratamiento dispensados a todos los pacientes con enfermedades progresivas, así como hacer llegar esa calidad de cuidados paliativos tanto a Hospices y hospitales como a domicilio, y ponerlos al alcance de cuantos los necesiten». Cicely asistía con regularidad a las sesiones de planificación y lo hacía con la misma agudeza de siempre: de hecho, siempre solía retomar la conversación en el punto exacto en el que la habían dejado la última vez. Cuando su salud entró en declive, continuó participando en ellas por teléfono y a los miembros de la fundación los invitaba a su casa para hablar del proyecto del centro. Su energía y entusiasmo jamás flaquearon: aquel era su «segundo hijo». En la actualidad, Cicely Saunders International se dedica tanto a asuntos clínicos como a la asistencia y a temas éticos relacionados con las enfermedades terminales. Sus hallazgos han supuesto una importante contribución a las políticas de cuidados paliativos nacionales e internacionales. Desde hacía años, a Cicely le preocupaba el tema de las dificultades respiratorias, que son –después del dolor– la causa de angustia más común entre los enfermos en fase terminal. Este fue uno de los primeros programas de investigación presentados por la Fundación. Otro de sus estudios busca el modo de hacer posible que cada uno decida dónde va a ser atendido y dónde desea morir. A la mayoría nos gustaría morir en casa, pero hay a quien no. Este trabajo intenta delimitar las medidas que la práctica y la política sanitarias deben tomar para lograr ese objetivo. Y, dado el aumento de la media de edad de la población, otro estudio crucial se centra en los cuidados paliativos de los ancianos y, en especial, en cómo ayudar a los que padecen enfermedades distintas del cáncer y a quienes se alojan en residencias. Entre sus proyectos se incluye la creación del Instituto de Cuidados Paliativos Cicely Saunders –la primera institución de este tipo en todo el mundo–, en el que investigadores, profesores, médicos y asistentes están unidos bajo un mismo techo para crear un entorno multiprofesional completo. Mientras que en el área infantil hay institutos de salud, de psiquiatría, etc., en el caso de los cuidados paliativos no existe nada de este tipo. La creación de un instituto capaz de albergar a todos los profesionales es de vital importancia para el descubrimiento de nuevos cuidados y tratamientos. El Instituto abrió sus puertas en febrero de 2010. Está situado al lado del Hospital del King’s College, al sureste de Londres, en Denmark Hill (campus del college). El Instituto integra la atención con la docencia y la investigación, en un entorno en el que se estudian todos los aspectos de los cuidados paliativos. Su Alteza Real, la Princesa Ana, Canciller de la Universidad de Londres, lo inauguró oficialmente en mayo de 2010.
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King’s College de Londres, su socio académico, ya contaba con un Departamento de Investigación en marcha cuya presidenta era la catedrática Irene Higginson. Durante los cinco primeros años trabajó conjuntamente con St. Christopher. Irene, hoy directora científica de la Cicely Saunders International, es una más entre las muchas personas que se han dedicado a este campo directamente inspiradas por Cicely y su trabajo. El Instituto cuenta con un Centro de Apoyo e Información para la promoción de buenas prácticas, que a menudo se obtienen directamente de los hallazgos de la investigación. También dispondrá de un centro de acogida para ayudar a los pacientes y a quienes los atienden, que colaboran activamente en el diseño del edificio y de los servicios que se necesitan. Hoy día la ética en cuidados paliativos está aceptada como una faceta más de la formación adquirida por médicos y profesionales de enfermería. Los alumnos de Medicina, sobre todo los especializados en oncología, neurología y enfermedades renales y cardiorrespiratorias, aprenden las bases de la Medicina Paliativa. A través de su socio, King’s College (Londres) –el principal centro europeo de formación sanitaria con 450 alumnos de Medicina al año–, el Instituto ofrecerá formación y estudios de posgrado para profesionales de todo el mundo y de sus cursos saldrán los futuros líderes en la especialidad. El Instituto de Cuidados Paliativos Cicely Saunders será un digno legado para quienes destaquen en este campo, una ventana en un «hogar» global.
1 Programa religioso emitido por la cadena de la BBC Radio 4 que de lunes a sábado ofrece reflexiones sobre distintos temas desde una perspectiva religiosa (N. de la T.). 2 Juliana de Norwich (1342-c.1416) es considerada una de las más grandes escritoras místicas de Inglaterra (N. de la T.).
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Sanadora y paciente La hemos cuidado bien: ella misma lo ha dicho. Barbara Monroe
Puesto que la tradición dicta que todos los miembros de la Orden del Mérito cuenten con su correspondiente retrato para la colección real de Windsor, en 1991 George Bruce pintó a Cicely. Las oportunidades de ver estos cuadros son bastante escasas; por eso en 2004, la Galería Nacional de Retratos encargó un nuevo retrato de Cicely, a quien se le ofreció la posibilidad de elegir al autor. Y Cicely escogió a Catherine Goodman por la amabilidad que reflejaban sus cuadros. A raíz de aquel encargo se inició entre ellas una amistad nueva y poco común. Cuando se conocieron, Cicely ya sabía que tenía una metástasis, por lo que desde el principio advirtió a Catherine que no podría posar demasiado tiempo. Marian era un pintor veloz y a Cicely no se la conocía precisamente por su paciencia. Sin embargo, las sesiones de posado semanales se prolongaron durante un año, con algunas interrupciones debidas al tratamiento al que Cicely se sometía. Catherine, que era católica, compartía con Cicely su preocupación por los más débiles: su madre y su hermana eran discapacitadas y, además de haber prestado ayuda en St. Joseph, solía viajar como voluntaria a Lourdes. De modo que artista y modelo, ambas en la misma onda, no interrumpieron la relación después de que el cuadro estuviera terminado. Las sesiones duraban alrededor de una hora y media que las dos pasaban charlando o en silencio, siempre con música clásica de fondo. Cicely hablaba de su familia, de su vida y, por supuesto, de lo que la había llevado a la fundación de St. Christopher. Pero lo que más le gustaba era hablar de Marian y de lo felices que habían sido juntos. La discreción de Cicely le impedía preguntar a Catherine por su vida. El retrato acabó convirtiéndose en una empresa conjunta. Dice Catherine: «Cicely trabajaba en el retrato tanto como yo. Durante las sesiones, ambas guardábamos una concentración que no suele darse cuando se está pintando a alguien. Muchas veces al que posa le molesta que le miren tan fijamente, pero Cicely se involucró en todo el proceso». Y esto es lo que opinaba Cicely: «Iba a decir que hay que concentrarse en uno mismo, pero eso no es del
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todo cierto. Hay que concentrarse en las cosas importantes que uno ha hecho, que se supone quedan reflejadas en el rostro». Las normas acordadas estipulaban que Cicely no vería el retrato mientras no estuviera terminado y, aunque lo guardaban en su casa, Catherine está segura de que no rompió el acuerdo. A las dos les gustaba hablar de libros y las dos habían leído Celebration, de Margaret Spufford: una estremecedora autobiografía en la que el dolor y el sufrimiento encuentran consuelo en la Eucaristía. El libro se hacía eco de lo que Cicely estaba pasando en ese momento. En 2004 era ella, y no otro, la que se enfrentaba a la muerte. Había veces en que imaginaba su reencuentro con Marian y entonces llegaba a desearla, pero eso no ocurría siempre. Cicely se iba dando cuenta poco a poco de la diferencia que existe entre la fe y el sentimiento. Si bien su fe era una «roca sólida» y ella se sabía cogida de la mano, sus sentimientos eran muy distintos. Se encontraba mal y estaba irritable y malhumorada y, aun siendo consciente de lo irónico que pudiera parecer, admitía que el camino hacia la muerte le estaba resultando muy difícil. Su salud continuaba empeorando y durante un tiempo resistió en su propia casa, donde recibía atención; hasta que en febrero tuvo que instalarse en St. Christopher para «lo que dure», como ella misma decía. El retrato se terminó después del traslado de Cicely, quien el 25 de abril de 2005 acudió en silla de ruedas a la inauguración. Uno de los porteros de la Galería Nacional de Retratos, que recuerda muy bien la ocasión y, especialmente, el aspecto radiante y lleno de vida de Cicely, manifiesta que se quedó sorprendido al enterarse de su muerte, ocurrida al poco tiempo. La inauguración, que reunió a unos cuantos íntimos, era de las que hacían disfrutar a Cicely. Le hizo feliz ver allí a la princesa Alexandra y agradeció las cálidas palabras del director de la galería, Sandy Nairne. Un amigo de Catherine señaló que el retrato estaba hecho de «amor y acero», lo que llamó la atención de Cicely, que comentó que ambas cosas son necesarias, si se trabaja en un Hospice. Bal Mount guarda como un tesoro una copia del cuadro porque «transmite una inconfundible sensación de aplomo y amabilidad a la vez». Aunque a algunos de sus amigos no les gustó el retrato –quizá porque guardaban un recuerdo de ella mucho más vibrante–, Cicely se sentía satisfecha con lo que Catherine y ella habían logrado estando próxima ya su muerte. En 2006, el cuadro fue uno de los diez seleccionados por la Galería Nacional de Retratos para una emisión de sellos conmemorativa de su 150 aniversario. Durante esta nueva y no tan grata etapa de la vida a la que se enfrentaba, Cicely volvió su mirada hacia la obra de W. H. Vaustone The Stature of Waiting, que había leído por primera vez en 1982 y en la que la «Pasión» de Cristo adquiere un significado de «pasividad». «Al recuperarla he descubierto que habla de mi dedicación a los cuidados paliativos y de mi propia vida, ahora que estoy en una fase avanzada del cáncer. El principal mensaje del libro forma parte de mi modo de pensar: que, en la vida, recibir y ser pasivo es tan importante como ser activo. A menudo pensamos que las personas dependientes –parados, discapacitados, enfermos– no valen nada porque no son activas. El dolor y los obstáculos físicos de mi enfermedad, que me tienen atada a una
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cama y a una silla de ruedas, no dejan de recordármelo. Vanstone llena de sentido las situaciones de dependencia». Le había llegado el momento de recibir lo que llevaba toda la vida facilitando: cuidados paliativos. St. Christopher era exactamente lo que Cicely había elegido para ofrecer a sus pacientes la oportunidad de continuar viviendo una vida lo más plena posible, y lo aprovechó al máximo. Cuando recibió el doctorado honoris causa por la Universidad de Bath en el mismo St. Christopher, Cicely lucía un aspecto espléndido, con su toga roja y dorada. Ni siquiera en aquellos últimos días se desentendió de la marcha del centro. Un día de primavera en que Mary Baines la llevaba en su silla de ruedas, Cicely notó que no habían cambiado la imagen que decoraba el ascensor, la cual variaba con cada estación. Aunque la anécdota concuerda perfectamente con su carácter, no deja de ser sorprendente que Cicely lo advirtiera en el preciso momento en que se dirigía por última vez a su casa para elegir la ropa que quería llevarse. Incluso Mary recuerda lo penoso que resultó tomar decisiones sobre su guardarropa: ¿se llevaba la ropa de invierno o no? En el transcurso de un taller en el que participó años atrás, cuando se les preguntó a los presentes de qué forma preferían morir, Cicely eligió el cáncer. Siempre le había parecido esencial que la gente dispusiera de un poco de tiempo para reflexionar sobre su vida, para pedir perdón, para dar las gracias y decir adiós. Ahora ese era el tiempo que le quedaba a ella por delante y quería despedirse de mucha gente. Una de las enfermeras llevaba un «diario social de la Dra. Saunders» en el que anotaba los nombres de los llegados de todas partes del mundo para verla por última vez. Cicely no había perdido memoria ni agudeza. Aparte de disfrutar compartiendo recuerdos con sus amigos, nunca dejaba de interesarse por ellos, por sus familias y por su futuro. También habló por teléfono con amigos repartidos por todo el globo y, por supuesto, con Daniela y con su hija Max. Algunas enfermeras llevaban veinte años trabajando con Cicely y muchas habían cuidado de ella en anteriores ingresos. Todas coincidían en describirla como una paciente atenta que agradecía los esfuerzos de los demás y era sensible a su turbación: no cabe duda de que Cicely intimidaba a quienes la asistían y hasta los especialistas se ponían nerviosos en su presencia. Además de tratarse de una profesional de prestigio mundial, resultaba estresante proporcionar cuidados paliativos a la fundadora no solo de St. Christopher, sino de toda una especialidad médica. No obstante, Cicely procuraba ponérselo fácil y todos consideraban un honor poder intervenir en su cuidado. Cicely pasaba de ser el centro de atención de su habitación individual a ser el centro de atención de la sala Nuffield, donde recibía visitas a lo largo de todo el día: de amigos, de parientes y, sobre todo, de enfermeras. Siempre había sentido debilidad por ellas y hasta el final de su vida les dedicó una atención especial; y ellas a su vez se llenaban de orgullo cuando comprobaban que Cicely se encontraba lo más cómoda posible. Todas las noches le servían la cantidad justa de güisqui, justo en el vaso adecuado y con el número justo de hielos.
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Si echaba la vista atrás, se desplegaba ante ella una vida colmada de éxitos. Su objetivo inicial de mitigar el dolor de los enfermos de cáncer se amplió al de reunir en un abrazo a los desahuciados del mundo entero. Cicely sabía también que había cambiado para siempre el rostro de la Medicina. Y aún había más: sus amores y sus duelos, que la guiaron hasta el concepto de Hospice; todo aquello que le había hecho disfrutar: el baile –especialmente con su hermano John–, el canto, la lectura –no solo de poesía o de libros religiosos, sino también de obras como El señor de los anillos o Harry Potter, sobre el que le encantaba cambiar impresiones con los hijos de Rosemary–; la ornitología, los viajes a lugares remotos en compañía de buenos amigos y la satisfacción de sus cinco ahijados. Y, por encima de todo, Marian, su matrimonio y los años compartidos con él y con su familia y amigos polacos. La suya había sido una vida plena de la que había obtenido muchos más éxitos de los que se había propuesto. Hiciera lo que hiciese, Cicely siempre daba lo mejor de sí misma. Ahora la cuestión era morir y, tratándose de ella, la muerte representaba una prueba especialmente importante. «Soy muy perfeccionista y tengo que hacerlo bien», decía; y lo más probable es que se sintiera más presionada de lo normal. En una ocasión, Len Lunn, que era consciente de ello, le preguntó si, llegado el momento, también de él cabría esperar que hiciese un buen papel por el mero hecho de haber sido capellán de St. Christopher. Y Cicely entendió muy bien lo que le quiso decir. Tanto Len como su sucesor, Andrew Goodhead, advertían siempre a sus pacientes que lo natural era tenerle miedo a la muerte y aún más natural sentir temor ante lo desconocido. Aunque Cicely nunca había deseado una muerte rápida, ahora le parecía que morirse llevaba demasiado tiempo y que la tarea era más dura de lo que pensaba. Era una mujer fuerte y, al final, su muerte se debió a una combinación de factores: el cáncer, su edad avanzada y una neumonía; es decir, que no tuvo un rápido final. También resultaba irónico que, después de todo lo que había hecho por que sus pacientes recibieran rutinariamente su dosis de morfina, ella fuese una de las pocas personas que no la toleraba, lo que exigió el empleo de otra medicación alternativa. En cualquier caso, no dejó de beneficiarse de la práctica de la administración de fármacos en horarios regulares en la que había sido pionera. En junio, Cicely empeoró visiblemente. Un día, Rosemary, que había pasado la noche con ella, por la mañana tuvo que ausentarse, con el corazón encogido, para despedirse de sus hijos, que se marchaban a estudiar fuera. Uno de ellos, Max, tenía decidido desde pequeño dedicarse a la Medicina y recuerda bien las conversaciones que mantenía con Cicely, quien en lugar de hablarle de sí misma le animaba a exponer sus ideas. A su regreso, Rosemary, que se temía lo peor, se llevó la agradable sorpresa de encontrar a Cicely sentada en la cama y tomándose un buen plato de porridge: un episodio al que bautizaron como «el ensayo». Cicely contrajo una neumonía que fue tratada con antibióticos para aliviar el ruido y las dificultades respiratorias, lo que consiguió levantarle el ánimo y le permitió disfrutar de su cumpleaños. Como la mayoría de los pacientes, había hablado con los médicos de
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su tratamiento, aunque al final acabó dejando en sus manos cualquier decisión. El Dr. Nigel Skyes, que era en aquel momento el responsable de su salud, decía que en los cuidados paliativos a veces hay que decidir entre intervenir médicamente o dejar que la naturaleza siga su curso. Los antibióticos proporcionaron a Cicely cierto alivio y un poco más de tiempo. Aquellas semanas las dedicó a despedirse especialmente de los que más significaban para ella. La madre de Rosemary, Rosetta Burch, tuvo ocasión de visitar a su amiga y decirle adiós, y Cicely pudo ver a su familia y hablar por teléfono con sus amigos de siempre. Max llamaba a diario desde Estados Unidos. Pero Cicely cada vez se cansaba más e incluso daba muestras de impaciencia. En una de sus últimas visitas, recuerda Gill Ford, estaban leyéndole las palabras del salmo «y acógeme en tu reino» cuando Cicely añadió con voz claramente audible: «y que sea ya». Al final, las visitas quedaron reducidas a un pequeño núcleo de amigos muy cercanos, que permanecían en constante vigilia junto a su lecho mientras ella dormía profundamente. Rosemary cuidaba de Cicely por la noche y Christine, acompañada con frecuencia de Mary Baines, por la mañana. El 14 de julio de 2005 se cumplía el 38 aniversario de la llegada del primer paciente a St. Christopher. Aquel era también el día en que se celebraba Junta General Anual y su hermano Christopher y muchos de sus colaboradores más cercanos, después de pasar un rato en silencio junto a su lecho, la dejaron con Christine. A mediodía comenzaron a sonar las campanas de St. Christopher, algo muy poco habitual. En St. Joseph, las campanas llamaban a las monjas para que acudieran a sus rezos diarios y entre las enfermeras que por un momento dejaban de trabajar había quienes oraban en silencio. A Cicely aquello le gustaba, así que instaló en St. Christopher unas campanas que en los últimos años no se habían utilizado prácticamente nunca. Ese día, sin embargo, anunciaban el inicio de dos minutos de silencio. Había pasado exactamente una semana del atentado con bombas que sufrió Londres el 7 de julio, en el que cincuenta y cuatro personas perdieron la vida. A mediodía, Gran Bretaña y Europa guardaron silencio. Transcurridos los dos minutos, volvieron a sonar las campanas; y en ese preciso momento, Cicely falleció. La mañana del 29 de julio, un pequeño grupo formado por los familiares más cercanos de Cicely asistió a un funeral celebrado en St. Christopher. Mientras el cortejo que acompañaba el cuerpo salía lentamente, el personal, que esperaba fuera del edificio, rompió a cantar «Hermano, hermana, dejadme serviros», uno de los himnos favoritos de Cicely. Por la tarde todos tuvieron la oportunidad de participar en el servicio de acción de gracias celebrado en la capilla. Dicen que Lunn volvió a hacer presente a Cicely al referirse a su singularidad, a su extraordinaria fortaleza, que la había hecho capaz de lograr tantas cosas, y a su mediocridad, contra la que supo rebelarse. Su visión de futuro y su capacidad de liderazgo la llevaron a cambiar el rostro de la Medicina y, gracias a su don de hacer amigos, conoció a personas de vital importancia para St. Christopher que la ayudaron a
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sacar su proyecto adelante. Pero a la vez era también una persona sumamente resuelta que lograba lo que se proponía y no admitía tonterías. Cicely puso tanto al servicio del Hospice que a veces no dejaba sitio para nada más, lo que le hacía mostrarse crítica e hiriente. Con todo, era consciente de sus fallos. Después de una gira por América que la lanzó al estrellato, confesó que le gustaba recibir halagos y que a veces era muy difícil ser humilde: una reacción humana perfectamente comprensible. Este aspecto tan corriente de su personalidad la hacía adorable, y la gente la adoraba, aunque algunos de sus colegas confesaran que les había costado conseguirlo. El servicio continuó con los homenajes de Barbara Monroe, Mary Baines y Julie O’Neill, la enfermera de la sala Nuffield. Luego, el violinista Damian Falkowski interpretó The Lark Ascending. Como no podía ser menos, Cicely tuvo ocasión de disfrutar de las bondades del centro creado por ella misma. Las visitas de los últimos días y semanas atestiguaron que había vivido su agonía como tiene que vivirse: y todo gracias a St. Christopher. «La hemos cuidado bien: ella misma lo ha dicho. Le hemos dado el apoyo que quería y esperaba de nosotros», dice Barbara Monroe. A pesar del dolor provocado por su muerte, se respiraba una sensación general de deber cumplido. St. Christopher recibió un auténtico aluvión de cartas de familiares, amigos y todo un amplio abanico de personas inspiradas por Cicely y por su labor, desde líderes mundiales hasta familiares de pacientes agradecidos. La gente escribía desde todos los rincones del mundo para expresar sus condolencias y su gratitud, y se publicaron obituarios en periódicos y revistas de todo el mundo, que también circularon por la web. El 8 de marzo de 2006 se celebró en la Abadía de Westminster un servicio funerario durante el cual 1.800 personas, en cuyas vidas había dejado Cicely su huella, le rindieron homenaje: gente de todo tipo de entornos. El arzobispo de Canterbury, Dr. Rowan Williams, presidió el acto, que contó con la presencia de la princesa Alexandra en representación de la reina y el duque de Edimburgo. Algunos recordaban a Cicely de la universidad, otros asistían en nombre de Hospices y organizaciones de todo el mundo, pero muchos estaban allí sencillamente porque alguno de los centros había ayudado a algún ser querido. Se hicieron varias lecturas, entre ellas, un fragmento de The Stature of Waiting. En el acto intervino el Dr. Robert Twycross: «Cicely decía: Yo no descubrí el Hospice; el Hospice me descubrió a mí». Dijera lo que dijera, los obituarios son unánimes: Cicely Saunders ha sido la fundadora del Movimiento Hospice de cuidados paliativos». Luego continuó hablando de ella como una sanadora herida[1] que sirvió de inspiración a miles e incluso cientos de miles de enfermeras, médicos y demás profesionales sanitarios tanto en Gran Bretaña como en muchos otros lugares». Estas fueron las palabras iniciales de Sam Klagsbrun: «¡Las personas importan! La Biblia está llena de ejemplos del poder de las personas. Fijaos en la huella que Moisés, Jeremías, Job o Jesús dejaron en el mundo en que vivieron y en incontables generaciones a partir de entonces». Luego se refirió a la fuerza del ejemplo personal y las enseñanzas de Cicely. «No exagero si digo que es así como pienso en Dame Cicely: ¡como una líder excepcional y una espléndida maestra!».
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A continuación recordó el primer día que pasó en St. Christopher treinta y cinco años atrás acompañando a Cicely en su ronda y «viendo cómo cogía una silla y se sentaba para situarse al mismo nivel que el paciente, en lugar de quedarse de pie y mirarle desde arriba. La veía sonreír, coger al paciente de la mano, interesarse por sus sentimientos y sus síntomas, preguntarle por los familiares que le visitaban… tomándose el tiempo suficiente para de vez en cuando sentarse junto a su cama sin pronunciar palabra. En todos mis años de ejercicio jamás había visto a nadie hacer algo así ni dedicar tanto rato a cada paciente». Klagsbrun habló también de la originalidad de sus conferencias, en las que dejaba la parte docente en manos de sus enfermos para demostrar que «lo que cuenta es la persona. Lo importante es prestar atención a las necesidades, los síntomas, los miedos y el dolor de cada persona». Y concluyó: «Dame Cicely, a quien hoy recordamos, nos ha enseñado cómo devolver el primer puesto al paciente en su conjunto, a la persona como un todo, con el consiguiente beneficio para los pacientes, para sus familias y todo el campo de la medicina. ¡Le estamos profundamente agradecidos! ¡Que Dios bendiga su memoria!». Esta vez, al exquisito solo de Damian Falkowski que se alzó hasta la bóveda se le unió Robert Quinney al órgano: un homenaje escalofriante a la pionera de un gran movimiento. Dame Cicely fue la persona indicada en el lugar y el momento indicados, y ella lo sabía, pero los hechos desmienten esta afirmación demasiado simple. Cicely tuvo el coraje de llegar hasta donde la mayoría de nosotros no queremos hacerlo: al mundo de los enfermos cercanos a la muerte, con quienes probablemente se relacionaba mejor que con los vivos. Reconocía sin vacilar las necesidades de quienes sufren la pérdida de la salud, de la independencia o de algún ser querido, y se enfrentan al dolor, al miedo y al final de sus vidas. Pasó años formándose, plantó cara a la jerarquía médica y creó un entorno capaz de hacer los últimos días de la vida no solo soportables, sino preciosos. Cicely siempre pensó que la filosofía de una sociedad que abandona a sus enfermos graves presenta una carencia y trabajó por cambiar las cosas. Y, cuando lo consiguió, no lo hizo para un único sitio ni solo en su país, sino para todos los rincones del mundo. Sus ideas continúan dejando huella en las corrientes del pensamiento médico. En una ocasión dijo que se daba por satisfecha si en la India una sola persona pudiera morir sin dolor. Pero lo que Cicely ha logrado ha sido más que eso: mucho más.
1 El centauro Quirón, herido por Hércules con una lanza envenenada, queda sometido a un sufrimiento perpetuo que no puede recibir alivio ni curación. Buscando remedio a su mal comienza a descubrir el arte de curar, dándose la paradoja de que puede sanar a otros, pero no a sí mismo (N. de la T.).
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Epílogo Cuando, durante sus conferencias, Cicely tocaba el tema de los pacientes, solía decir: «El Hospice Moderno se inició escuchando a los pacientes, así que cedámosle a uno de ellos la última palabra». En agradecimiento a lo que Cicely Saunders hizo por ella y por su familia, Liz ha dejado su testimonio expresamente para este libro sobre la fundación del Movimiento Hospice. Liz lo tenía todo en la vida: un marido maravilloso, unos hijos estupendos y un nieto a punto de nacer. Pero el cáncer la estaba matando. Una vez asumidos los hechos, confiaba en al menos poder quedarse en casa, rodeada de su familia. No obstante, sus dolores se hicieron tan insoportables que se vio obligada a ingresar en el Myton Hamlet’s Hospice, en Warwick. Siempre había temido este momento: para ella era como un viaje sin retorno que se sentía incapaz de afrontar. A las pocas horas de su ingreso, el dolor estaba totalmente controlado. Asombrada, le dijo a su familia que no le importaba quedarse allí. Con la duda de si despertaría o no una vez más, Liz recibía cada mañana con gratitud. Le gustaba comparar cada día con una cadena y cada visita con una joya distinta que iba engarzando en ella, hasta formar un deslumbrante collar multicolor. Le estaba agradecida al centro, que le concedía este respiro, y se tenía por muy afortunada: su padre había fallecido en un hospital y fue un mal trago. Las últimas semanas de Liz se convirtieron en una intensa experiencia para ella y para su familia, un tiempo de aceptación y despedida. Liz permanecía acostada en una habitación repleta de flores, fotografías y tarjetas, y su familia y amigos podían acompañarla siempre que lo deseaban. A través de la amplia ventana francesa veía un jardín sombreado por un inmenso y frondoso cedro verde. Los pájaros revoloteaban alrededor del comedero y en la pared exterior de su cuarto había un cesto colgante lleno de plantas. Aunque estaba muy débil y la metástasis le impedía hablar con claridad, estas fueron sus palabras: Cuando te lo dicen es como si te estrellaras contra un muro y todo comenzara a dar vueltas. Pero superando ese muro, como el agua que brota de un manantial, el amor llega de todas direcciones, de lugares que jamás hubieras soñado. En mi caso, los aspectos positivos pesaban mucho más que los negativos.
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El Hospice me ha recibido lleno de afecto y con los brazos abiertos, y con cariño nos ha ayudado a mí y a mi familia a cruzar estas aguas difíciles (nunca sabes qué ocurrirá en el minuto siguiente) sin complicaciones y sosegadamente. Aquí todo el mundo, desde las limpiadoras hasta los médicos, es atento y considerado: me apoyan incondicionalmente, me escuchan y me aconsejan. Han conseguido hacerlo todo más fácil, han eliminado el dolor, y en un entorno magnífico, realmente perfecto.
Liz se recuperó lo suficiente para poder volver a casa, donde falleció en paz y rodeada de su familia, según su deseo. Esto es lo que Dame Cicely Saunders ha hecho por todos nosotros.
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Índice Agradecimientos Prólogo Introducción 1. Familia y escuela 2. Estudios 3. En la encrucijada 4. David 5. Más estudios 6. Los pacientes y sus necesidades 7. Tiempo de actuar 8. Antoni 9. Los cimientos 10. La comunidad 11. St. Christopher: una fundación cristiana 12. St. Christopher: una fundación médica 13. Diario de Ramsey 14. Marian 15. Creciendo Por Marianne Rankin: 16. Soltando amarras 17. Ampliando horizontes 18. Sanadora y paciente Epílogo 207
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Índice Agradecimientos Prólogo Introducción 1. Familia y escuela 2. Estudios 3. En la encrucijada 4. David 5. Más estudios 6. Los pacientes y sus necesidades 7. Tiempo de actuar 8. Antoni 9. Los cimientos 10. La comunidad 11. St. Christopher: una fundación cristiana 12. St. Christopher: una fundación médica 13. Diario de Ramsey 14. Marian 15. Creciendo 16. Soltando amarras 17. Ampliando horizontes 18. Sanadora y paciente Epílogo Índice
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