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Spanish Pages [116] Year 2017
CARTA DE ESCÁNDALOS Lutero, Galileo, Agustín, Heidegger Juan Rivano
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Carta de Escándalos © Juan Rivano, 2014
ISBN: 13.978-150526279 CreateSpace, Amazon Company Edición de María Francisca Cornejo y Emilio Rivano Arte de portada: Rafael, La Transfiguración (1517-20), Museos del Vaticano. Dominio Público. Ediciones Satori
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Índice General
I.- Lutero II.- .Galileo III..- Agustín IV..- Heidegger
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I
Querido amigo, permítame comenzar esta carta recordando a un condiscípulo de mis años de liceo a quien quise y sigo queriendo mucho y que me dio en su tiempo no pocas lecciones de sana conceptuación y hermosa retórica. Tenía sus momentos chuscos también. Recuerdo uno de sus chistes: Había cuatro caballeros muy rufianes jugando al póker; uno de ellos, no aguantando más las trampas de otro, exclamó: “A la persona que está jugando sucio y que no voy a nombrar tengo que decirle que ¡una más! y le vuelo de un balazo el único ojo que le queda.” Lo que es igual, aunque no es ningún chiste, a esas declaraciones que emiten los gobiernos sobre potencias vecinas que no van a nombrar pero que, si siguen incursionando en el territorio, les van a hacer saltar sus tres pirámides con esfinge y todo. ¿De dónde salgo con esto? Un amigo suyo y mío a quien no voy a nombrar porque se le caería de indignación el último pelo que adorna su cabellera, me escribía tiempo atrás después de saber que proyectaba escribir esta carta para usted que estaba perdiendo estúpidamente mi tiempo. ¡No con usted, Dios nos libre! ¡Ni con esas palabras, Virgen santísima! “¿Cómo puede usted perder el tiempo en esas viejas sandeces?” me escribía. Bueno, tampoco así, expresamente, porque es muy como decirle y no me va a insultar en mi cara; pero exactamente así, porque tampoco se las guarda, aunque las ponga entre líneas. Solo que no me convenció de ninguna manera este amigo. Todo lo contrario, me decepcionó. Que una persona como él… ¿Viejas sandeces? ¡Esas las conozco yo! El mundo 5
revienta de viejas sandeces. ¡Cuántas hay exhibiendo sus profundidades ante las primeras filas! ¡Y el griterío que levanta el público! Algunos no aguantan, suben al proscenio, ellos también. Todos quisieran tener profundidades parecidas que exhibir. Con decirle que no hace mucho… Pero, ¿para dónde voy? Lo que quiero es comunicarle que este amigo nuestro no me convence. Como le digo, me decepciona y hasta me irrita un poco. ¿Cómo puede, de todos él, salir con esas? Cuántos bandidos no lo detienen a uno con las mismas razones: que no pierda el tiempo con viejas sandeces, que no se rebaje, que no reviva cosas que están pudriéndose solas y que mientras antes se pudran mejor. ¡Esa sí que es sandez vieja, si no pillería retórica! Pero, ¡que quede entre nosotros! Son cuatro las noticias que tengo que contarle. Ojalá no las conozca usted ya, aunque lo dudo. Se refieren a cuatro personas de fama grande y mucha importancia en los asuntos de aquí abajo, aunque la última de ellas podría perder ambas cosas en un día si no las ha perdido ya y nadie se ha dado cuenta todavía. Me refiero a Lutero, Galileo, Agustín y Heidegger. ¿Qué me dice? Hay algo de escandaloso en todas estas historias, algo que las ha ido juntando en una misma gaveta en mi memoria y atención, no sé si por afinidad que hay en ellas mismas o por afinidad que encuentran en el rango de mis intereses. Quería comentarlas y en un mismo texto. Así me vino la idea de una carta para usted y nuestros amigos comunes… menos uno. La historia acerca de Lutero podría no ir aquí, porque no ha hecho ningún ruido como las otras. Es cosa que me ha ocurrido a mí, como quien dice, yendo de compras, dando mis propios tropezones y cayéndome por mi propia torpeza. Pero, usted dirá. Salí de ella riéndome primero y reflexionando después por un buen rato. 6
No crea que no había pensado en su tiempo y con su salsa en las tribulaciones de Martín Lutero. Son en buena medida puro asunto de lógica escolar, tan escolar y hasta para niños como para quedarse pensando. Allí estaba el escándalo. Bueno, parte del escándalo, en esos años míos de estudiante de lógica: en la pura faramalla verbal. Escándalo semántico, si los hay. Con el agregado de una rusticidad que no se puede perdonar por más que se trate de campesinos alemanes del siglo XVI. Era gente de iglesia después de todo y mucho antes de su tiempo hombres como Roger Bacon, William Occam, John Wyclif y Berenger de Anvers habían estado ya razonando como para poner a su alcance manuales de sentido común. Pero paso a contarle de mi segundo, más concreto y más explosivo encuentro con Lutero. Estaba un día en la Biblioteca Comunal de Lund —esta pequeña y algo medieval ciudad universitaria donde he vivido mis ya veintiún años de exilio en Suecia— leyendo la prensa y algunos periódicos y revistas de España y Latinoamérica que llegan por aquí, cuando se acercó a hablarme un sueco de unos cuarenta o cincuenta años. Enorme el sueco, rostro de marino, curtido de piel, ojos azules de buey nórdico, manazas de herrero. Había vivido años de años en Centroamérica, en Bahía, en Valparaíso. Pero de eso me contaría otro día. Hablaba entre español y portugués y tenía algo muy urgente que comunicarme. Dio por sentado que yo era latinoamericano, por la prensa que leía. Además se nota: ¡hacemos nata en Suecia! Pero supuso más sobre mi condición y menesteres, porque sin más introducción ni miramientos pasó a contarme de una iglesia, una sucursal más bien dicho, recién instalada en Malmö, el puerto comercial que hay al sur de Lund. “¡Se acabaron mis problemas, se acabaron mis problemas!” clamaba sin mucha consideración del lugar en que nos 7
encontrábamos. “¡Los suyos también terminarán!” ¡Figúrese! En su español, a veces salpicado de portugués, a veces viceversa, me contó que llevaba años de iglesia en iglesia. “Como de zanja en zanja. Ninguna me servía.” Hasta que dio por fin con esta, entre los astilleros de Malmö. Todos sus problemas se resolvieron. Ahora, dormía a pierna suelta, como un bendito. “Los suyos también se resolverán”, aseguraba buscando en sus bolsillos hasta que dio con su libreta de la que arrancó una hoja donde escribió con enormes letras el nombre de la iglesia, el nombre del sacerdote a cargo y la dirección. Todos, todos mis problemas se resolverían. Dobló la hoja, la puso como hueso santo en mi diestra cerrándola entre sus manazas. No sé dónde andará el papel, pero estoy seguro de que si lo busco no lo encuentro. *** La impresión mía, quitado el sobresalto, fue cosa inmediata, inconfundible. Me encontraba ante un hombre que acaba de sacarse mil arreos de encima y de una sola vez. Un torturado de su conciencia que por fin había dado con la iglesia precisa. Tal como en el caso de Lutero. Solo que en pequeño, como se entiende. Félix Schwartzmann decía: Cada uno es inmortal en su sitio; cosa que ya había dicho Goethe en el sitio suyo. Así andaba mi misionero sueco conmoviendo el pequeño mundo de Lund con su iglesia de Malmö, sucursal de una matriz en no sé cuál de las ciudades americanas. ¿Cómo procedía? Muy simple: Cuando le parecía que tenía ante sí a un hermano de pasadas angustias, con atolladeros como los suyos, se acercaba, le preguntaba la hora, de dónde venía, le contaba de sus andanzas en Bahía, en Valparaíso y luego con la soltura de un vendedor de seguros de vida le anunciaba la buena nueva dándole la dirección en Malmö y la bienvenida al camino de la salvación. 8
¿Qué hace uno en esta situación en que viene alguien a salvarlo a tirones tomándolo por náufrago? (Me acordé de otro chiste: el de los soldados de una revolución latinoamericana que fusilan a los náufragos tomándolos por prófugos.) Estoy seguro que más de una vez, por esas calles de Dios, habrá tenido usted que arreglárselas con un borracho que lo aborda a punta de tufos. ¿A quién no le toca? Quiero decir que para mí era un desconcierto así, aunque no vaya más allá en la comparación. No sé si le he contado en otra carta que considero a esta sociedad sueca como una sociedad técnica bajo muchos respectos. Quiero decir, técnica en el sentido en que Edward Hall habla de sociedades formales, informales y técnicas. Mejor dicho, culturas. En las culturas informales, las reglas son muy implícitas y muy equívocas. Ni siquiera está usted seguro de que se sigan reglas. Mejor no le nombro culturas de estas, pero usted me entiende. En las culturas formales las reglas son precisas y muy enraizadas. No se aprenden como en la escuela, sino que se asimilan con la leche de la mamá. Las reglas técnicas son exactas y se enseñan en el pizarrón, con todos sus puntos. Una característica en la que Hall no se detiene es esta: que las reglas técnicas no son arraigadas y que se pueden sustituir, borrarlas del pizarrón y escribir otras. Mi primer pensamiento ante el atropello desconsiderado de mi “misionero sueco” fue tomarlo como una muestra más de cultura técnica. Un atropello cultural más. Esta vez, en el campo de las cruzadas religiosas. Mi “misionero sueco” —no sé por qué, puesto que yo nunca tuve automóvil— se me apareció como un conductor que va feliz, silbando en su coche, que lo estaciona en un café de la ruta junto a otro de un colega chofer que se ve a primera vista que no ha encontrado el mecánico apropiado. “Ah, pobre hombre”, dice, “yo le voy a dar la dirección que necesita”. 9
Pero, el orden que me fue dado percibir desde la perspectiva de mi anécdota trascendió largo mis observaciones sobre el carácter técnico de la sociedad sueca y las manifestaciones suecas de la religión. Tampoco sé si le he contado de esta forma de percibir que he aprendido sin más maestro que el tiempo, el azar y la experiencia. Es más o menos así: Se perciben muchas cosas en una que tiene la peculiaridad de concertarlas todas. Por ejemplo, veo a mi “misionero sueco” estrechando entre sus manazas la mía en que ha encerrado la preciosa dirección de la Puerta de la Salvación en Malmö, y de pronto todo él se transfigura en el concierto, el coro —si prefiere, el griterío— de los movimientos protestantes. Se ven todas las cosas en una y una en todas. Es logro que requiere dedicación, paciencia y hasta un mucho de suerte. Hay casos en que no. Cuando se trata de arvejas, naranjas o jirafas no hay problema en percibir una cosa en todas las demás y todas las demás en una. ¡Vaya! ¡Si son todas iguales! Ni siquiera se requiere un niño de pecho para percibir así. Hasta las gallinas lo hacen con sus polluelos. Mi caso de percepción es más arduo. Nadie discute que percibiendo una jirafa percibimos algo universal. ¡Hay tantas jirafas! Y todas a la vista de todos. Basta mirar. Pero yo no he percibido así en el caso de mi “misionero sueco”. Veo muchas cosas en una mientras me sacude efusivo como si ya me hubiera bautizado; pero no como veo todas las jirafas en una. Yendo por los museos de pintura veo de pronto así. Supongo que otros ven siempre así. Esa capacidad no la tengo. Solo de pronto me ocurre que veo toda la pintura en Rafael. Me ocurrió así en los museos del Vaticano hace muchos años. Está allí una copia de la Ascensión de Jesús que se encuentra en la Basílica de San Pedro. La copia es del mismo Rafael. Me 10
ocurrió así: Por años, desde que vi pintura en Europa, solo apreciaba a los que entonces llamábanse pintores primitivos. Más allá de Lorenzetti, Giotto, Masaccio, Fra Angélico, no iba. A lo más, hasta Piero della Francesca llegaba. Ahí terminaba la pintura para mí. Terminaba la galería, me iba. No iba a estar perdiendo el tiempo con “dibujeros pomposos”. Me ocurría como un poco me ocurre con la literatura. Leo a los ingleses, a algunos americanos, algunos rusos. El resto me suena a retórica hueca, vaguedad cerebral, petulancia, tremendismo, falta de oficio. ¡Qué quiere que le haga! Iba, pues, saliendo de las galerías del Vaticano cuando sin detenerme di un vistazo a esa Ascensión de Rafael y ¡vi toda la pintura italiana de una sola vez! Sobre todo en el plano terrenal del enorme cuadro, donde boquean los apóstoles viendo al maestro escapárseles de las manos. Probablemente, un experto en pintura no tiene dificultades en percibir así. Ver a Caravaggio en Masaccio, a Masaccio en Leonardo, a Leonardo en Fra Angelico, ¡qué va a costarle a él! Pero, no se trata de expertos sino de gente ordinaria. Déjeme llamar su atención sobre lo que le dije antes. De la dedicación, la paciencia y la suerte. Con dedicación, paciencia y suerte, uno puede descubrir algo que no será gran cosa en la tesorería del experto, pero ¡para uno! A lo que habría que agregar otra consideración: ¿Habrá expertos en religión como hay expertos en pintura? Porque si no los hay (no sería nada del otro mundo que no los hubiera; yo con todos mis años, mis lecturas y experiencias no conozco gente así), entonces, no nos queda más que la dedicación, la paciencia y la suerte para esperar saber algo de estas materias. Por ejemplo, así como se ve a Rafael en Lorenzetti ver a Lutero en un sueco que viene a decirnos su sermón a toda carrera. Lo que quiero decirle es que si es cierto que no hay nada que el experto en pintura no sepa ya, y mucho más que 11
bien de lo que llego yo a saber cuando veo a Masaccio en Caravaglio, quizás sí haya algo que valga la pena cuando descubro a Lutero en mi “misionero sueco”. Como le digo, no he visto en toda mi vida expertos en religión como sí he visto expertos en pintura. Pero, si los hubiera, igual no sé qué dirían de mi experiencia, cuando veo a Lutero en mi “misionero sueco”. Permítame otra ilustración, la que suministran los mitos. Usted puede abarcar un conjunto de hechos sociales con un mito. ¿No le ocurrió algunas veces espontáneamente compendiar muchas cosas en una leyenda o un mito? Por ejemplo, el aprendiz de brujo; el que pone sobre sus hombros un fardo que no puede cargar; el que toca la flauta por casualidad. Usted puede percibir una institución, una organización, —la empresa de ferrocarriles, por ejemplo, un hospital, un programa económico, educacional, habitacional— con artefactos como las leyendas y los mitos. A mí me ha tocado ver tal número de variaciones —en política, en arte, en arquitectura, en diseño, en la prensa, las letras y hasta en el circo— de la flauta que tocó el borrico por casualidad, que hasta le he perdido el gusto a la flauta. O considere el mito de Faetón, el hijo de Apolo, que sin fuerza para la empresa quiere guiar por los cielos el carro del sol. En nuestras sociedades latinoamericanas encuentra usted, aquí y allá, sectores, grupos, clases cuya vocación y destino son faetónicos. Se trata de gente que sin ningún presupuesto trata de ser lo que otras clases con más poder y más encumbradas apenas son, si es que son. Con tales propósitos usted las ve levantarse en el aire y caer en el mero suelo. Sus maneras, sus aspiraciones, sus hechos, las ropas que visten, las casas que construyen, las tareas que emprenden, todo, hasta el último detalle, se puede aprehender sin falta con el mito de Faetón: Faetón cuando se eleva, Faetón cuando se 12
precipita, Faetón cuando revienta sobre las piedras. Mirando la arrogancia ridícula y claudicante de esas gentes, sus aspiraciones, sus frustraciones y decadencia, veo yo los restos de Faetón desparramados sobre las piedras. Volviendo a mi asunto y poniéndolo en perspectiva biográfica, le diré que en mis años de preparatorias jamás oí hablar de Lutero. Ni de Calvino, ni de Zwinglio. De Hus, ni en el liceo oí. Cuando el profesor de historia en mis primeros años de liceo se refirió a la Reforma, lo hizo después de cuidadosas advertencias. Yo tenía la impresión de que alguien escuchaba la clase junto a la puerta. Eran aguas peligrosas, hasta prohibidas. ¡Nada de ir a contarle de Lutero a los padres o apoderados! Más adelante, cuando reinicié mis estudios en la capital mientras trabajaba, los profesores de mi liceo nocturno no tenían problemas con Lutero. Ni con Darwin, ni Marx, ni Freud, ¡todos esos monstruos! De acuerdo a mis lecciones de ese tiempo —que no solo mis profesores dictaban sino que glosaban con lujo de argumentos mis condiscípulos, obreros unos, y otros de clases media— Lutero era un monje agustino alemán que se opuso a la venta de indulgencias cuyo monopolio estaba en poder de los domínicos. A los intereses agustinos se sumaba el de los caballeros teutones que no querían oír hablar de Roma, sus ricas pertenencias y agobiantes diezmos. Los problemas de conciencia de Lutero, a los que los románticos atribuían la Reforma entera, no eran más que una chispa a la que le había venido en suerte o en desgracia caer en un polvorín. ¿Qué me dice? Y después se enojan porque nuestros derechistas tratan de demoler todos los liceos nocturnos. En cuanto a mí, con estas noticias siniestras (o de izquierda) unánimes, debo contarle —imitando la letra de los boleros— que una parte de mi ser se estremecía con esta arremetida del materialismo disolvente y la otra parte de mi ser se me reía en 13
la cara de imbécil provinciano que ponía. ¿Qué me dice, otra vez? “Una parte de mi ser… la otra parte de mi ser…” Un estructuralista haría lindas jaulas con estas partes. Un heideggeriano hablaría de la aparición del ser en la modalidad “de una parte… de la otra parte…” Un marxista nos propondría la dialéctica de “una parte de mi ser… la otra parte de mi ser…” Un psiquiatra nos instruiría sobre sus formas esquizoides. Un filósofo del lenguaje le construiría la lógica. Un discípulo de Kierkegaard le tendería la cuerda floja; un freudiano movería la cabeza; un político se encogería de hombros; y un retórico se moriría de risa. Digo, pues, que Lutero, visto desde mi liceo nocturno, no era más que una ocasión, primero, y un instrumento, después. Seguramente mi profesora de historia, que era de armas tomar y a la cual no le venían con historias, grabó en mí, mejor que lo hubieran hecho Holbein o Durero, la imagen primera, después confirmada y remachada por otros disidentes, de este Martín Lutero. Un campesino rudo, discutidor, ligero de cascos a medio día, taciturno a media noche, penitente de los que sangran al amanecer y fanático de atar los domingos. Supongo que el Lutero que más recuerdan los muchachos por sus clases de liceo es el que clava con un enorme martillo el pliego con sus tesis en la iglesia de Wittenburg; y el otro también, el que en Wartburgo traduce la Biblia y corre al Diablo por las noches a tinterazo limpio. A lo que se agregan los retratos y grabados que aparecen en nuestros manuales de historia y que nos muestran una cabeza de alemán medio mongol, medio chino, con enorme y amontonado mentón, pómulos amenazantes, ojos hundidos, frente más torturada que despejada. En fin, un Lutero hecho como por partes, por manos que hasta devotas pueden ser, pero que no lo quieren, ¡no señor! 14
Después he conocido otros Luteros. En especial, los Luteros que pintaron Lucas Cranach y Alberto Durero. También, el que pinta Voltaire en su Ensayo sobre las Costumbres: No se puede, sin reír de pena, leer la manera como Lutero trata a sus adversarios, y sobre todo al Papa. “Papa, papillo, papelillo, eres un asno, un asnillo. Camina con cuidado, que está helado. Te vas a quebrar las patas y dirán: El asnillo de papelillo se estropeó. Un asno sabe que es un asno, una piedra sabe que es una piedra, pero estos asnillos de Papa no saben que son asnillos”. Estas burdas groserías, que hoy resultan chocantes, no repugnaban en absoluto a espíritus torpes. Lutero, con sus bajezas de un estilo bárbaro, triunfaba en su país sobre la educación romana. También, años atrás, vi a un Lutero retratado por el dramaturgo John Osborne en su drama del mismo nombre y me tocó padecer las morbosidades psicosomáticas que fingía el actor, las furias y los retorcijones de un pobre hombre con el espíritu lleno de demonios. También me tocó en suerte ver un Lutero alemán en una excelente serie de televisión —¿o era americano? En esa ocasión hubo una secuencia en que disfruté de verdad. Se trata de una pelea entre un Lutero que bombardea desde el púlpito y otros que le responden desde la platea. Lutero se batía con la Epístola de Pablo a los Romanos; los de abajo le respondían con el Evangelio de Mateo. ¡Y allá venía Lutero con dos granadas incendiarias sacadas de la Epístola a los Corintios! No sé si eran esos los textos, pero lo que importa es la figura: una época de esta gran mitología que es también Europa gestándose con unos textos viejísimos, 15
oscurísimos, escritos quizás cuándo y por quién, divinos aquí y allá, pero también llenos de estupideces sobre la resurrección de la carne y el cordero místico o de ideaciones de gente que no conoce ni las tablas de multiplicar. En fin, que el único Lutero que me sienta bien es el que viene en esa anécdota: el que viajó a Roma y casi se cayó sentado viendo el fasto, el derroche, la corrupción. Porque eso sí que lo comprendo yo que he andado más de una vez en ese mercado asqueroso que es el Vaticano, donde falta muy poco para que cobren a los turistas por la luz del sol que cae en esa parte. Como ve, poco ha ganado Lutero en mi imaginación con estas representaciones suyas. Su grandeza está como anclada en primitivismo, morbosidad, brutalidad. Sin hablar de los determinismos económicos, sociales, históricos que parecen magnificarla. Pero, nada de esto tiene que ver con el Lutero que apareció en la anécdota que le cuento sino el que describe el mismo Lutero —su esbozo de autorretrato, como quien dice— y que leí hace mucho tiempo y que impresionó más que nada al estudiante de lógica que era yo entonces. Eran unos párrafos que tomé con amistad ingenua por mucho tiempo y con algo de análisis crítico después, párrafos en que Lutero se refiere a la base misma de su nueva teología —su teología agustiniano-paulina, como la llaman muchos— y en que relaciona el pecado, la fe, la gracia y la justificación. Aquí voy a confesarle limitaciones mías. Algunas, porque para hablarle de todas… El pecado, siendo niño, lo entendía y lo entiendo todavía como supongo que lo entiende la mayoría. Digo la mayoría, no todos. Y hablo en esto de limitaciones, aunque bajo protesta. Porque hay un grupo selecto que parece entender de pecados como los hombres comunes no podemos 16
soñar entender. Son como los psiquiatras que ven locos por todas partes y que crean la tentación de concluir que los únicos locos son ellos. En fin, paciencia. Los mandamientos los sabe el pequeño al dedillo, uno por dedo. El pecado no es más que su desobediencia. Para mayor seguridad en el camino de la vida, a los diez mandamientos se agregan los siete pecados capitales. En cuanto a la fe, era un concepto claro en mi mente de niño: consistía en la creencia firme como una roca en la existencia de Dios. Después supe que esa era solo una fe y que había otra. Pero eso tomó su tiempo, aunque parezca increíble. La otra fe era la confianza en Dios, justo la fe de la que hablaba Lutero. La gracia la conocí de incógnito primero. “Llena eres de gracia”, le dice a María el arcángel Gabriel. De niño, suponía que el Espíritu Santo era la gracia. ¿Qué más podía hacer con esas dos noticias: que María estaba llena de gracia y que el Espíritu Santo había descendido en ella? Si no se tiene compasión con los niños, lo menos que puede esperarse es que se comprendan sus cálculos lógicos. Las niñas del vecindario se dividían: unas decían que la gracia era la belleza de María; otras, que era su virtud; otras, que era la luz que irradiaba María desde que había concebido gracias al Espíritu Santo; otras que la gracia era el niño-dios que tenía en el vientre. O sea, había muchas gracias. Después —me da vergüenza, pero esto es casi tautológico tratándose de una confesión— leí que la gracia era lo que daba Dios, sin pedir nada por ello. Cuando el niño dice “¡Muchas gracias!”, ¿qué está diciendo? De la justificación, ¿qué quiere que le diga? ¡Ahí sí que estaba peor la cosa! De niño, cuando no iba a clases o me ausentaba, debía llevar un justificativo firmado por mi padre. Decía: “Sr. Bustos, mi hijo no ha podido asistir ayer y anteayer 17
a clases por razones justificadas.” A esto se reducía la justificación. Después, supe que justificar era dar fundamento moral a las acciones de uno. Mi profesor decía que no era lo mismo explicar que justificar. Se explicaba sin dificultad que robáramos peras, pero no se justificaba de ninguna manera. O era cosa espinuda justificarlo. El robo de la hogaza de pan para sus sobrinas que se morían de hambre, ¿quién no iba a justificarlo en Jean Valjean? Mucho después, habiendo leído Crainqueville, ese relato de France en que se ridiculiza la pretensión de administrar justicia, me parecía claro que sin explicación no puede haber justicia. También que desde que explicamos las cosas la justicia resulta superflua. Como decía madame Stael: Comprender enteramente es perdonarlo todo. Había más paradojas. Justificar era liberarlo a uno de imputaciones, mostrar que su conducta era intachable. ¿Qué tenía que ver la justificación con la justicia? Si a uno lo calumnian, entonces, levantar la calumnia es justificar. Esa es una parte de la justicia. Pero si uno sale de la cárcel donde mereció pasar un tiempo, ¿sale justificado? Sale castigado, no justificado. Hasta se podía argüir que la justicia es derivada. La injusticia es lo original. Al injusto se le hace justicia castigándolo. Lo que nunca querrá decir, justificándolo. Solo al justo se le puede hacer injusticia. Cuando se dice que al calumniado se le hace justicia, lo que se quiere decir es que se le hace justicia al que lo calumnia, castigándolo. Etc., etc. Pero todo esto es ejercicio lógico; no tiene que ver con profundidades teológicas o morales, sino con el estado en mi cabeza de estas nociones de justicia y justificación cuando leí esos párrafos de Lutero —que también son confesiones relativas al estado de cosas en su cabeza. A propósito de profundidades teológicas y otra vez Voltaire. Este autor, que mientras más conozco Europa más 18
admiro, insiste mucho cuando trata de religión en que no está escribiendo como teólogo ni aventurándose en profundidades que están fuera de su alcance, sino que de la religión toma solo los aspectos históricos, los hechos. En esta carta mía para usted, me sumo a esta distinción sobre todo por la siguiente razón: que mostrando que las cosas, los hechos que resultan cuando otros se meten en profundidades como la fe, la gracia, la justicia de Dios, la providencia, la vida futura, se reducen a un cúmulo de arbitrariedades, confusiones y sinsentidos, eso no quiere decir que se haya aventurado uno efectivamente en tales profundidades. A lo que se agrega que, siendo esos los resultados y quedando a la vista, cabe esperar que disminuya el número de estos aventureros. Voltaire separa con cuidado —y yo no sé si con alguna pizca de ironía, tan asustado parece— lo que le corresponde y tiene autoridad para tratar como historiador de lo que es asunto de arcanos para él inaccesibles. A mí me permitirá usted otro tanto: separar las ideas de las ultraideas y reclamar mis derechos sobre la primera parte de esta división. Los párrafos de Lutero que le digo pertenecen al prólogo que este preparó hacia el final de su vida para la obra Res Indulgentiae donde se reúnen los escritos suyos de los tiempos álgidos de la conflagración reformista, 1517 a 1521. Lutero redacta este prólogo en 1545 de lo que se hace pie para argumentar que tanta perspectiva muy bien puede alterar la conexión y el orden de los hechos y sus pensamientos. Pienso que esta es una razón de cierto peso cuando se examinan testimonios; pero me parece que si las ideas se ordenaran después en la cabeza de uno, muy bien podría ser que cuando ejercieron su influencia lo hicieran de acuerdo a ese orden que, si no experimentado por uno en su pensamiento, no por ello dejaría de ser real. Supongo que a veces corresponde una descripción así: seguimos un orden de ideas sin 19
experimentarlo distintamente, un poco a ciegas, de modo que igual tiene sentido decir que nosotros teníamos las ideas y que las ideas nos tenían a nosotros. (¡Por favor, no se fastidie!) *** Cito aquí los párrafos que encontré, hace muchos años, en un estudio de Paul Joachimsen (que no conozco por otra cosa) sobre la Época de la Reforma. No conozco otros que los de ese prólogo pero tienen de suyo la unidad y sustancia que da un buen poco para rumiar. Como ejercicios de lógica primero; como muestras de historia, después (de lo poco que difieren, si difieren nada, los hechos que llamamos históricos de los que pueden acaecerle a cualquiera hijo de vecino, como se dice). Es la cuestión de la venta de las indulgencias —la venta de la justicia de Dios, la llama Voltaire— la remisión de los pecados por dinero, la posibilidad de saltarse, digamos, el purgatorio por buena plata. “El tintín de las monedas” es frase que se encuentra en el estudio de Joachimsen y que se atribuye al mismo Tetzel. Escribe Lutero, y juzgue usted aunque sea un poco del hombre por el estilo: Mucho antes habíame conmovido el fogoso anhelo de conocer al apóstol en su carta a los romanos. Algo me contenía, sin embargo. No era frialdad de corazón. Solo las palabras: la justicia de Dios queda descubierta en el Evangelio; pues yo odiaba esas palabras: la justicia de Dios, porque estaba acostumbrado a entender la justicia filosóficamente, según la costumbre de todos los intérpretes; es decir, como aquella justicia por la cual Dios es justo y con la cual castiga a los pecadores y a los injustos.
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Disputaba yo con Dios en mi conciencia atormentada y torturada; pero con no menos violencia llamaba a la puerta de Pablo, anhelando comprender lo que este decía. Hasta que por la gracia de Dios, y después de meditar noche y día, se me descubrió el nexo de la palabra; a saber: la justicia de Dios se descubre en el Evangelio, como está escrito: el justo vive de la fe. Entonces comencé a comprender que la justicia de Dios es aquella por cuya virtud el justo vive por la gracia de Dios, es decir, de la fe; lo cual significa que la justicia de Dios revelada en el Evangelio es la que nosotros recibimos y por la cual el Dios misericordioso nos hace justos mediante la fe. Entonces me pareció que había nacido de nuevo y entrando en el paraíso por las puertas abiertas. Desde aquel momento la Sagrada Escritura tuvo para mí otro rostro. La recorrí en mi memoria y encontré en otras palabras igual inversión de sentido; las obras de Dios significaban lo que Dios obra en nosotros; la fuerza de Dios es aquello por lo cual nos hace fuertes; y la sabiduría de Dios es aquello por lo cual Dios nos hace sabios. Un pasaje como este —considerado por Joachimsen como “la gran confesión de Lutero sobre la evolución que lo convirtió en reformador”, tenido por este autor por documento “de un valor incomparable”, examinado por su humilde servidor siempre con mucho recelo sobre todo por esas profundidades teológicas de que le hablé más atrás y de las cuales no es necesario espigar mucho en enormes y recargados libracos llenos de “peros” y “sin embargos” para saber que son 21
laberintos inaccesibles para una persona común —se presta para dar a ver la importancia del punto de vista de la lógica. En esto no hay que ceder por mucho que lo espanten a uno las voces de lo profundo. La lógica es la primera aduana de los discursos que nos son propuestos. En un texto, la conexión de los conceptos es la cosa primera en orden, si no también en importancia. A este respecto —perdone mis asociaciones un poquín obsesivas— me viene el recuerdo de las tropelías sufridas por la ciencia de la lógica entre nosotros en estos años largos de dictadura militar (¿habrá otra?). Usted es testigo de esto. La enseñanza de la lógica, ya escasa y hasta eludida con cierto entusiasmo en el pasado, ha desaparecido prácticamente de nuestras escuelas de formación elemental y casi no se ofrece en nuestras universidades. Así como vamos, los militares van a matar a todos los náufragos para que no sean prófugos. ¿Quiénes son los agentes de esta cruzada contra la lógica? ¿Los militares mismos? Lo dudo. En mis tiempos de estudiante circulaban los enemigos de la racionalidad por todas partes. Hasta para algunos revolucionarios, la lógica no era más que una cajita de maromas pequeño-burguesas. Los nietzscheanos solo aspiraban a lo imposible. Además, ¡se dicen unas cosas! Einstein nos trae la luz y salen a tratarlo de hijo de p... Para qué hablar de Freud, cuya enseñanza tenían prohibida los militares argentinos. Hasta emplean algunos la definición “bípedo racional” para ampararse: así como basta la mamá para que los niños caminen, así basta el papá para que razonen. ¡Dios nos libre y nos favorezca! Son racionalizaciones. La razón verdadera parece muy obvia: la lógica es el agua regia de la libertad. Pero, ¡cuidado con la retórica! ¿Qué es lo que encontramos en aquellos párrafos de Lutero vistos desde la perspectiva de la lógica? Primero que 22
nada, una frase, “la justicia de Dios”. Luego, un sentido de esa frase que la hace odiosa a Lutero. En seguida, una sustitución de ese sentido por otro que place a nuestro hombre. Finalmente, la extensión de esa operación a otras frases de la Escritura Sagrada, frases de igual estructura y similar importancia como “las obras de Dios”, “la fuerza de Dios”, “la sabiduría de Dios”. Sobre el sentido de la frase “la justicia de Dios” que no le gusta a Lutero, nunca tuve problemas en entenderlo. Lo aclara él mismo: se trata de aquella justicia “por la cual Dios es justo y con la cual castiga a los pecadores y a los injustos”. Vea usted si es cierto que lo entiendo, porque muy bien podría ser nada más que pretensión mía. Lo entiendo de esta manera: así como por el calor, el sol es cálido, así por la justicia, Dios es justo; así como el sol quema a los que se acercan con su calor, así Dios castiga a los que se alejan con su justicia. Así como a los seres que están donde deben los calienta el sol, así a los hombres que están donde deben los justifica Dios. Así, tal es la relación entre justicia y castigo: que el injusto se justifica por el castigo. Lutero dice que este es el sentido filosófico de la palabra “justicia”. Muchos le responderán que no hay más sentido que este: que uno está en lo recto, que uno se desvía de lo recto, que uno es juzgado, condenado, castigado y vuelto a lo recto gracias al castigo. Si se insiste en que hay otra justicia además de esta, entonces, estamos en una querella de palabras. Se trata, al fin de cuentas, de tomar el nombre de una cosa para nombrar otra. Si no hay coincidencia entre la justicia de Dios y la “justicia filosófica”, lo mejor es decirlo así. Y si se piensa que así y todo hay en Dios y en nuestra relación con él algo que merece el nombre de justicia, lo primero es mostrar qué es ello y lo segundo hacer ver que debe llamarse así, justicia. ¿Qué es ello? El acto en que Dios remite el pecado del 23
injusto meramente de gracia y por su fe. ¿Merece el nombre de justicia algo como esto? Parece que no, si hemos de exigir un mínimo de sentido cuando extendemos o mutamos la aplicación de una palabra. Un hombre ha sido juzgado, condenado y penado. Se ha hecho justicia. Un hombre ha sido juzgado por su confesor y sometido a penitencia por los pecados. Se dirá “se ha hecho justicia”, aunque la expresión apenas sea analógica. Pero, si un hombre ha sido remitido de sus pecados por su fe en Dios que lo justifica con su gracia, ¿en qué sentido diremos que hay aquí justicia en vez de misericordia, merced, gracia? Vea usted: los tribunales humanos no llevan la justicia más allá. Si un hombre es condenado a muerte, allí termina el dictado de la justicia. Si no se cumple la condena, ello es indulto, gracia, clemencia; pero no justicia. Lutero dice (de paso, Pablo también lo dice y claramente) que odiaba esas palabras “justicia de Dios” porque entendía allí la justicia como la entienden todos: “La justicia por la cual Dios es justo y con la cual castiga a los pecadores y a los injustos.” De pronto, dice, descubre la conexión de la palabra. ¿Qué conexión es esta? Me parece que para saberlo bien —lo que cuando hacemos las cuentas no es más que un decir— hay que atender a las frases: “la fuerza de Dios es aquello por lo cual Dios nos hace fuertes” y “la sabiduría de Dios es aquello por lo cual Dios nos hace sabios”. Importa aquí atender a lo que se busca: eliminar la “justicia filosófica” de la frase “la justicia de Dios”. ¿Cómo se logra esto? De la misma manera como se elimina el “sentido filosófico” de la fuerza de la frase “la fuerza de Dios” y el “sentido filosófico” de la sabiduría de la frase “la sabiduría de Dios”. Aquello por medio de lo cual Dios nos hace fuertes, no es fuerza —por lo menos, no es fuerza de la nuestra; aquello por lo cual Dios nos hace sabios, no es sabiduría— por lo 24
menos, no es sabiduría de la nuestra. Dios nos da un poco de algo de lo cual él tiene mucho, su fuerza. Dios no nos da su poco de algo de lo cual él tiene mucho, su sabiduría. Hay algo en Dios que tiene la capacidad de hacernos fuertes; hay algo en Dios que tiene la capacidad de hacernos sabios. Pero esas fuentes, causas u orígenes de nuestra sabiduría y nuestra fuerza no son fuerza, no son sabiduría en “sentido filosófico”. Acaso, pueden nombrarse fuerza, sabiduría; pero ello, en última instancia es impropio —tan impropio, o análogamente o parecidamente impropio a nombrar la causa con el nombre del efecto, como cuando se nombra “fecundidad del sol” aquello que proviene del sol y da fecundidad a las cosas. O como cuando se dice que D’Artagnan es una buena espada o figuras retóricas por el estilo. No hay que decir casi que lo mismo vale para la justicia en la frase “la justicia de Dios”; quiero decir que podríamos agregar al texto de Lutero sin estropearle nada la proposición: “la justicia de Dios es aquello por medio de lo cual Dios nos hace justos”; y Dios nos estaría dando una parte de algo que él tiene, la justicia, y de lo que podemos saber como sabemos del paño por la muestra que es una parte suya. Y hablando de muestras, este es uno de mis ejercicios de lógica con esos textos de Lutero. Pienso que usted estará de acuerdo con él en que si leemos así frases como “la justicia de Dios”, “la fuerza de Dios”, “la sabiduría de Dios” y muchas semejantes, toda la Biblia cambia de sentido. Lo que tengo que decirle por mi parte es que tales frases me parecen solo figuras del lenguaje, metáforas de la sabiduría, la fuerza, la justicia, etc. en el “sentido filosófico”. Y que así Dios aparece como una metáfora o hipérbole del hombre (la doctrina de Feuerbach). Entender estas figuras parece cosa muy difícil para una persona ordinaria. Por ejemplo, cómo empuja Dios con su fuerza o como entiende la duplicación del cuadrado con 25
su inteligencia. En cuanto a entender no ya estas figuras sino la interpretación arriba comentada de Lutero es cosa demasiado profunda para acometerla con palabras y habría aquí que decir algo como lo que dice Wittgenstein de lo místico: “de lo que no se puede hablar mejor callarse”. Todavía un poco, a propósito de misticismo, sobre esta frase —y frases de su especie— “la justicia de Dios” en que la justicia debe entenderse no como la justicia según la cual Dios es justo sino como la justicia por la cual el hombre es justo. Trataré de hacer un comentario, aunque reconozco que en esto es como si —imitando a Lewis Carroll— le explicara ekoriskoton diciéndole que es el efecto de ikorestokon. Mi comparación es con un hombre célebre en su época y considerado como un precursor de la lógica moderna, Raimundo Lulio. Hay en su libro de proverbios (pero tengo que advertirle que son muy pocos los proverbios de Lulio que entiendo, aunque supongo que en su época muchos los entendían, y que de estos pocos algunos son ciertamente admirables, pero muchos tan poca cosa y de tal obviedad que a ratos se me ocurre que no los entiendo: por ejemplo, cuando dice que “propiedad es aquello que pertenece a uno, no a otro”, que “el olfato es la potencia que únicamente percibe el olor”, que “el no-ser es lo que no tiene nada” o que “quien goza de salud no sabe lo que es estar enfermo”) algunas expresiones que parecen implicar una relación como la que parece implicar Lutero cuando dice que la sabiduría, la fuerza, etc. de Dios son aquello por medio de lo cual Dios nos hace sabios, fuertes, etc. Por ejemplo: La humedad es aquello por lo que las sustancias son húmedas; y la sequedad aquello por lo que se hallan secas (CLXXXI, 1).
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El dulzor es aquello por lo que las cosas son dulces; y amargor, lo que las hace amargas (CLXIII, 1). La dureza es aquello por lo que hay cosas duras; y la blandura, aquello por lo que hay cosas blandas. Duración es aquello por lo cual la bondad, la grandeza, el poder y las otras razones duran. La bondad dura por la duración del mismo modo que la duración es buena por la bondad. Si el poder no se apoyara en la duración, no podría durar por sí mismo. (CV, 1, 2, 4)
De Raimundo Lulio resultaría instructivo ocuparse en un apartado de pedagogía. No sabría comunicarle todos los sentimientos que me suscita su lectura, desde mover la cabeza con compasión por todos nosotros y admirarme de las oscuridades desde las que nos hemos elevado, hasta las lágrimas de ver a un padre de la lógica moderna en perspectiva histórica: un niño genio balbuceando de vez en vez genialidades. En fin, cito aquí estos textos de Raimundo Lulio —cuyo libro de proverbios leí por estar próximo de su tumba hace unos años en la isla de Mallorca— porque muy bien podría ser que una ciencia como esta haya tenido Lutero en mente cuando descubrió esa “conexión de la palabra” de que nos habla. *** Sigo un poco todavía con mis ejercicios lógicos. La 27
palabra “fe” tiene dos sentidos. Como dije, de muchacho no sabía esto, ni nadie me lo decía. Entendía la fe como creencia firme en la existencia de Dios. Oía a cada rato expresiones como “Le tengo fe a Rosalía” y guardaba para mí una certeza hecha quizás con qué: que cuando oía expresiones así, era un mal empleo de la palabra “fe” lo que oía. ¡Para que vea usted! Mucho después, en mis años de liceo nocturno, uno de mis compañeros que salía los fines de semana, misionero él también, a predicar por los barrios de Santiago, mientras su hermana, dos primas y su padrastro tocaban la mandolina, cantaban y clamaban la venida del Reino de los Cielos, me hizo ver, con gran autoridad y vergüenza de parte mía, que en el Evangelio “fe” quería decir “confianza” y nada más. Todavía después, escuchando a mi querido profesor de Filosofía Medieval Bogumil Jasinowski, supe, como quien es informado de la existencia de las dos cordilleras, que había fiducia y fides —es decir, fe en el sentido de confianza y fe en el sentido de creencia. ¿Se figura usted? Yo no había reparado en esto. Dos adolescentes discuten con calor sobre la fe religiosa. Para uno —el de vena espiritual— se trata de la confianza en Dios; para el otro —el de vena intelectual— se trata de la existencia de Dios. Dos cuestiones separadas todo lo que se pueda pedir. Uno habla de su crisis de fe; el otro de la crisis suya de fe. Están por días, por meses, por años consolándose. Pero, de verdad, no están consolándose. Uno llora por la Cordillera de la Costa; el otro por la Cordillera de los Andes. Cierto, se puede replicar que la “conexión de la palabra” o sea la distinción entre la fe como confianza y la fe como creencia, hasta los niños la hacen. Puede que sea así; pero estoy seguro que una encuesta entre los luteranos mostraría que muchos no la hacen; y de los que saben hacerla, tampoco serían los más que saben si Lutero la hacía ni en cuál 28
de los dos sentidos hablaba de fe cuando decía “el justo vive en la fe”. A lo que habría que agregar la cuestión de la justicia. Tarde en su vida vino Lutero a ver la “conexión de la palabra”. Aquí es donde comienza para mí el escándalo. Tenía —por lo que dice él mismo— más de treinta años Lutero; y todavía no sabía leer la Biblia. Pero, no solo él caía en este lapso sino la cristiandad entera. Nadie leía bien la Biblia, nadie tenía idea de Dios. En las frases “justicia de Dios”, “sabiduría de Dios”, “fuerza de Dios” todos leían al revés, patas arriba, como verdaderos carretoneros, por no mentar a los que tiran el carro. Pero, escándalo sobre escándalo, al lapso lógico a esa edad y después de todos esos siglos se sumaba una monstruosidad práctica. A cargo de tal lectura de carretoneros se vendía la justicia de Dios en contante y sonante bajo autorización papal. Pero, pensándolo a partir de una lectura así, ¿por qué no iba a poder venderse la justicia de Dios en contante y sonante? Si Dios castiga como castigan los hombres —o peor todavía puesto que las torturas del infierno suelen ser eternas— ¿por qué no iban a poder canjearse ese castigo con bienes acumulados con el trabajo, con el sudor de la frente? Yo no tengo dificultad en imaginar a un campesino alemán picando tierra extra, acarreando sacos extra y apretándose el cinturón para sacar a su mujer del purgatorio. ¿Dónde está el escándalo? Bueno, la verdad es que Dios no engordaba con esto; eran los curas en Roma los que engordaban. Queda más. La distinción entre la fe como confianza y la fe como creencia parece firme. Hasta el agnóstico más cabal reconocería la diferencia. La reconocerá del modo como todos reconocen la diferencia entre un hipogrifo y una quimera, sin por ello creer en la existencia del uno o la otra. Es posible que 29
Dios no exista. Que alguien, así y todo, crea que existe no significa todavía que tenga confianza en él. Aunque la confianza no va sin la existencia (nadie confía en los centauros) la existencia puede ir sin la confianza. Cuántas veces perdieron los israelitas la confianza en su Dios. ¿Y quién va a confiar en él cuando ve a millones de sus hermanos exterminados como perros rabiosos sin que una puntita así de su Dios aparezca entre las nubes? Pero, así como es firme la distinción entre la creencia y la confianza, ¿es también firme la distinción que hace Lutero entre la justicia de castigo y la justicia de gracia? En primer lugar, lo dicho: ¿Por qué hablar de justicia de Dios cuando no hay más que misericordia? En segundo lugar, ¿quién dice que es así en efecto, que basta la fe para obtener la gracia de la justicia? Parece que aquí amenaza una multiplicación lógica de la fe: hay que tener fe en que es así. Y sobre esta última fe, hay que tener fe, etc., etc. O de otra manera, es así no por las razones que da Lutero (si es que las da) sino porque es así. Lo más que se puede hacer (así lo hace Pablo) es contar un cuento: que Abraham tuvo confianza (aunque no le fueron remitidos sus pecados por su confianza, sino que esta fue la garantía de un pacto, no la causa de la misericordia de Dios). La confianza de Abraham en Dios en el mito famoso puede ser sublime —no para mí— pero eso no quita que es análoga a una metáfora de la confianza del banquero. A lo que habría que agregar la consideración de cosas que parecieran esenciales al comportamiento injusto (o pecaminoso) como la culpa, el arrepentimiento, el resentimiento. También recuerdo que en mis años de niño se hablaba de esas cosas. Pero, hasta donde me toca a mí y por lo que mis compañeros decían, no era sentimiento de culpa el que experimentaban sino de miedo por el castigo. Eso era todo, miedo de los palos por lo que habían hecho. Ningún 30
sentimiento de culpa. Miedo del infierno, puro miedo, ninguna culpa. Pero en fin, las mujeres y los curas decían que confesando uno se aliviaba de sus “cargos de conciencia”. En mi caso, muriendo mi madre antes de cumplir yo los siete años, quedó de lado mi preparación para la comunión y todo contacto con la iglesia. Recuerdo el largo período de este conflicto: no le confesaría nada a ningún cura, me iría redondo al infierno con mis pecados que no sabía qué eran puesto que no experimentaba ninguna culpa. ¿Que me había subido al peral del vecino a comer peras verdes? Bah, no hallaba la hora de poder hacerlo otra vez. Mientras no me pillaran y mientras no me pusiera a pensar. Si me ponía a pensar, ordinariamente no lo hacía. Pero no por culpa sino por sentido común. ¿Qué demonios era la culpa? Ninguna realidad psicológica, puro asunto jurídico. Si usted roba peras al vecino, se expone a que lo muerdan sus perros. Si nadie lo sorprende, hay robo y no hay castigo. Aquí parece haber algo. Crimen sin castigo parece ser la fórmula del sentimiento de culpa. Supongo que todo esto es cultural. ¿Qué sentimiento de culpa podría incoar una sociedad de corsarios, un imperio colonialista, un cartel económico, una multinacional que explota el trabajo barato y llena de veneno los ríos de los indios latinoamericanos? Si hay un sentimiento de culpa que es así pura criatura cultural, supongo que crece y se hace horripilante con las barbaridades que lo originan. Si usted tiene confesionarios como tiene cabinas de teléfono las tensiones de un sentimiento así disminuyen. ¿Será por esto que mientras en los países católicos casi no se habla (no se hablaba, ahora está más de moda) de sentimiento de culpa ocurre lo contrario con las sociedades protestantes? ¿Qué más ofrece el punto de vista lógico? Vuelvo a mi encuentro en la Biblioteca Comunal de Lund. Desde luego, no puedo traspasarle una experiencia así. Quedan todavía en el 31
rostro de mi “misionero sueco” vestigios de la descarga y distensión originales. Mientras me habla, me parece ver resurgir el fuego de la conmoción, como si se repitiera el momento en que encontró por fin su iglesia, lo que lo aligeró de todas sus angustias. Un Lutero en pequeño. Desde el punto de vista lógico usted ve dos cosas al mismo tiempo y en el mismo rostro: la tensión y la distensión. El conflicto de los pensamientos y su resolución. Si en ese momento a mi “misionero sueco” se le hubiese pasado por la cabeza echarme encima su manaza, me quiebra el hombro. ¿Cómo dijo Durero cuando buscaba a Lutero para dibujarlo? Que quería hacerlo con gran celo “para larga memoria del hombre cristiano que ha calmado mis grandes angustias”. Así, pues, vi al mismo Lutero en la Biblioteca Comunal de Lund. Sobre todo, al Lutero descrito por el mismo Lutero en las arrugas distendidas y los ojos como lámparas azules de mi “misionero sueco”. Al Lutero que lidia a golpes y patadas contra las paredes de su celda entre las palabras de Pablo y los negocios de León X, que se enoja con Dios “en su conciencia atormentada y torturada” hasta que finalmente da con “el nexo de la palabra” que trae por el suelo todo el soporte ideológico de las indulgencias —aunque, sin saberlo el muy chambón, con ello se venía al suelo el soporte de la catolicidad entera. Porque si se remueve al Dios severo y se lo reemplaza por el misericordioso, el Dios que no pide más para ampararnos que nuestra entrega absoluta, ¿qué más mediación necesitamos que nuestra conciencia y nuestra limpieza? ¡Adiós negocios romanos! Y mire usted: desde el punto de vista de la lógica, ¿qué se ha hecho? Nada más que sustituir una ficción por otra. Después de ello, se sienta uno como un Nerón semántico a observar el incendio de los templos, el saqueo de los conventos, la violación de las monjas, la destrucción de los 32
íconos, la expropiación de obispos, arzobispos y cardenales. Desaparecen las aureolas, las sotanas, los votos de castidad, las letanías y latines. Bajo la batuta de la lógica elemental. Pero, ya que estamos aquí, ¿lógica categórico-deductiva? Desde luego que no. Desde mis locuras voy, hacia mis locuras vengo. El Elogio de la Locura, de Erasmo, lo llamaríamos hoy Elogio de la Locurita. La hipótesis (el mito) romana de la justicia divina con balanza y libros de contabilidad es sustituida por la hipótesis (el mito) protestante de la justicia como fiducia plus gratia. La primera, aunque sea para niños, tiene a su haber el visto bueno del vulgo: uno tiene que pagar por sus faltas, sobre todo cuando no hay manera de ocultarlas. La segunda —que los pecados se remiten por la fe— hay que ser místico para empezar a digerirla. Pero yo no me proponía encerrarme en el punto de vista lógico. Como le digo, ver a Lutero desde el punto de vista lógico no es más que ejercicio lógico. Cierto, ver que las cosas desde el punto de vista lógico no están satisfactoriamente resueltas y que así y todo tienen proyección grande en la historia y suscitan cismas, odios, tergiversación, engaño, falsedad, persecución, asesinato, guerras, no es poco para escandalizar. Pero hay un plano más hondo, más vital que el de la lógica. Cuando le digo que hace un tiempo vi a Lutero en la Biblioteca Comunal de Lund, ese plano percibí. Y con ello mil cosas más que hasta entonces solo vi dispersas o en vaporosa unidad. Mi “misionero sueco”, antes de serlo, tenía inquietudes. No estaba satisfecho con su vida y corría de iglesia en iglesia. “¡No, esta no!” decía y salía corriendo en busca de otra. “¡No, esta tampoco!” Ni esta ni aquella, ni la de más allá. Hasta que dio por fin con la iglesia que aligeraba sus tensiones. Ni más ni menos como Lutero. Solo que este no dio con una iglesia. Dio con una “Conexión de la palabra justicia” 33
y creó una iglesia. Se libró así de sus tormentos, sus violencias, sus dudas. No lo hizo como asuntillo personal. No creó una parroquia. Metió a media Europa en su iglesia. Los muertos por esta causa, ¿quién podrá contarlos? Mi “misionero sueco” es persona más modesta. Pero veo en él a Lutero porque el caso es el mismo. La religión vista así, desde la Biblioteca Comunal de Lund una tarde de atropellos, aparece como arte de apaciguar los conflictos en la cabeza de cierta gente. Ciertos conflictos, cierta gente. Como arte de psicología, como terapia lógica. Como quien dice: cuando uno está tranquilo consigo mismo, Dios está tranquilo con uno. Pero falta un detalle y por ahí se cuela el escándalo de esta historia: que hay gente que después de lograr su tranquilidad interior no pueden creer que su inquietud previa sea asuntillo suyo, sino que sacan impulsos misioneros y corren a molestar a medio mundo con su tranquilidad. II Como le decía al comienzo, de un tiempo a esta parte se han ido acumulando en mi atención hechos y noticias relativos a gente de importancia y que suscitan una impresión de escándalo. Sobre todo por esto: que indican una relación entre una cosa grande y una cosa sosa, hasta estúpida. Algo como ese pedrusco en el uréter de Cromwell, cosa minúscula que cambió los destinos de Inglaterra y acaso de Europa; o, para tomar otro ejemplo del mismo Pascal, como esa nariz de Cleopatra que si hubiera sido como la de Sócrates vaya usted a saber qué sería de nosotros. En fin, cosas chicas y cosas grandes. Con el agregado de nuestra ignorancia muy custodiada, muy bien criada, muy engordada por nodrizos celosos. Bajo siete sellos se ocultan muchas veces estas minucias portentosas. Poderosos intereses convienen en la 34
necesidad imperiosa de vedarnos estos nudos o eslabones sospechosos de la verdad, estas menudencias que no son para ojos vulgares. Política de padres conscriptos de muy dudosa cepa; astucia de maestros esotéricos como para quedarse pensando un buen tiempo, controlando la respiración, para evitar como diría alguno de nuestros próceres retóricos el naufragio en la Scilla de la ira o en la Caribdis de la decepción. Como le decía, mis perplejidades con Lutero y sus ejercicios buenos o malos de lógica son cosa que experimenté hace mucho tiempo. Como pasatiempo, además. Lo que tengo que contarle sobre Galileo es más reciente. Le debo a Ítalo Calvino la noticia de un libro del historiador italiano Pietro Redondi, Galileo Eretico (Galileo Hereje sería en español, pero no sé si habrá sido publicado en nuestra lengua). Este libro apareció en inglés el año pasado. Demoró en llegar a mis manos, pero aún sin leerlo, la nota de Calvino hubiera bastado. Leer el libro de Redondi ha sido una instructiva experiencia, de esas que uno quiere que nunca termine. Pero, en lo que se refiere a lo que tengo que comentar para usted, hubiera bastado la nota de Calvino. Se trata de una de esas tesis asentada en sólida evidencia —Redondi pudo ver el documento con sus propios ojos— que borra de una plumada todo el cuadro que nos hacemos del caso Galileo. Permítame formular esta tesis de Redondi con las palabras de Calvino: Si, oficialmente, a Galileo se le condenó por su defensa del copernicanismo, ello fue tan solo una maniobra política para eliminarlo, pero también para protegerlo de una acusación mucho más grave: la de herejía contra el dogma de la transubstanciación en la eucaristía. (The New York Review of Books, oct. 8, 1987) 35
¿Qué me dice usted? Si tomamos en serio la denuncia de Redondi —el documento en que se apoya, una acusación contra Galileo de la que se tenían rumores pero que nadie vio jamás hasta que Redondi la descubrió a comienzos de la década de los 80, y que viene publicada por fin en el apéndice de su libro— parece que tenemos que cambiar la explicación a que estamos acostumbrados desde nuestros años escolares y el cuadro que nos hacemos del parto de la ciencia moderna. Hasta donde alcanza mi juicio, parece que tenemos que conceder el punto a Redondi. La denuncia está ahí —manc’un foglio, como diría don Bártolo, justo el que podría dejar en claro al autor de la denuncia, pero la acusación está entera. En la letra, en el estilo, en la argumentación, Redondi dice reconocer a Orazio Grassi, un sacerdote, matemático y astrónomo jesuita ridiculizado por Galileo en su explicación de los cometas. La denuncia (de Grassi si es él) se refiere a la doctrina atómica y al subjetivismo de Galileo contenidos en Il Saggiatore y no a su apología del heliocentrismo. Si fue por su defensa del copernicanismo que se silenció y encarceló a Galileo, ello se debió a la amistad de Urbano VIII que hasta discípulo suyo era. Por sus ideas atomistas y por su explicación de las cualidades sensibles como algo puramente subjetivo, nuestro héroe hubiera seguido la suerte de Giordano Bruno, la hoguera. Por copernicanismo, el Santo Oficio se conforma con una retractación. *** Redondi pretende que los jesuitas estaban contentos con esto: desalentar a los seguidores de Galileo e inhibir a los seguidores de la nueva ciencia. Era plena contrarreforma. Al otro lado de los Alpes no reconocían más autoridad que la 36
Biblia traducida por Lutero; a este lado, amenazaban los que no querían leer más libro que el de la naturaleza. Con todo el despliegue de Redondi, esta es la parte de su argumento que me parece más débil: jesuitas así de estúpidos simplemente no hay. Pero vea usted el escándalo que se ha desatado. Y todo, ¿por qué? Porque alguien logra por fin acceso a unos archivos que ni a Pedro apóstol se los mostrarían. ¿Podemos nosotros siquiera mirar por la ventana de esa sala del Santo Oficio en Roma que describe Redondi, y en la que aguarda, la mañana del 11 de junio de 1982, que le muestren unas hojas, solo unas hojas, de un archivo ocultas en él hace más de 350 años? Hablamos de historia. Hasta filosofía de la historia hacemos. Pero la verdad histórica la celan a veces cerebros cavernarios. Voy a rendirle homenaje aquí a Redondi citando para usted el párrafo final de su prefacio: Los archivos de una gran institución del pasado —hablamos en particular del Santo Oficio— son una parte de la memoria de la humanidad. Los conservadores de un archivo tienen una gran responsabilidad; decidir mantener un archivo cerrado a los historiadores significa secuestrar y ocultar en la sombra, con el propósito de monopolizar el estudio y la comprensión, una parte del pasado de la memoria de los hombres. Y este es un abuso que no merece justificación de comentario. Bueno, no es todo lo riguroso que debiera ser, pero hay que considerar que a él lo dejaron entrar. Es cierto que, también, puestos a pensar, con o sin el documento descubierto por Redondi, la idea tiene sentido. Además, pudo ocurrírsele a cualquiera. Pero, ¡si es tan simple! 37
¿Quién no sabe que Galileo ensayó la explicación corpuscular incluso con la luz? ¿Quién no sabe que suscribió la división entre las cualidades primarias —tamaño, forma, movimiento— y las secundarias —color, sabor, olor— y que mientras consideraba objetivas las primeras, consideraba las segundas como pura modificación experimentada por el sujeto? Eso lo sabe cualquiera que haya hecho su curso de filosofía elemental. Así, pues, de un lado, estas dos doctrinas de Il Saggiatore; del otro, el heliocentrismo del Diálogo supra i due Sistemi. De un lado, Demócrito, Epicuro y Lucrecio, esos connotados materialistas enemigos de la cristiandad; del otro, Copérnico con sus ideas que hasta los mismos jesuitas ponderaban. ¿Dónde estaba el peligro para una iglesia dividida ya por Lutero: en el heliocentrismo de Copérnico o en el atomismo y subjetivismo de Galileo que traería por el suelo la más cara doctrina de la iglesia —la de la eucaristía como transubstanciación, como mutación de las sustancias del pan y el vino por las del cuerpo y la sangre de Jesús? ¡Vuelta a las profundidades teológicas! Hay un cuadro bellísimo de Rafael en el Vaticano titulado La Disputa del Sagrado Sacramento. Es de comienzos del siglo XVI; pero, por lo que leo, la explicación de la transformación del vino y el pan en la sangre y el cuerpo de Jesús con ayuda de la doctrina aristotélica de la sustancia fue declarada dogma de la iglesia de Roma en el siglo XIII. El pan y el vino consagrados por las palabras del sacerdote consisten sustancialmente en la carne y la sangre de Jesús. Solamente el complejo de cualidades sensibles del pan y el vino —su gusto, olor, color, etc.— permanecen; la sustancia es transformada, transubstanciada. Pero si, de acuerdo a lo que arguye Galileo en Il Saggiatore, las cualidades sensibles no son más que contenidos subjetivos, estados o modificaciones del sujeto que come el pan y bebe el vino, ¿qué más da entonces que la 38
sustancia sea carne, sangre, harina horneada o vino? Por otra parte, no tengo manera de saber qué sustancia digiero. Ni importa tampoco qué sustancia sea. Además, ¿quién dijo sustancia? Lo que digiero según la otra doctrina de Il Saggiatore, la molecular, son átomos; y los átomos son cantidades más que sustancias. Pero, mejor cito aquí siquiera un párrafo sobre eso de la misteriosa denuncia de Galileo (fue hecha entre 1623 y 1625, es decir, unos ocho años antes del famoso proceso de abjuración): Mientras que los Sagrados Concilios y en especial el Concilio de Trento determinan que después de la consagración quedan en el Sacramento tan solo los accidentes del pan y del vino, él por su parte dice que solo queda la cantidad con formas triangulares, agudas u obtusas, etc.; y que con estos accidentes tan solo se salva la existencia de los otros o especies sensibles, consecuencia que me parece no solo en conflicto con la comunión entera de los Teólogos que nos enseñan que en el Sacramento quedan los accidentes sensibles del pan y el vino, color, olor, y gusto, y no meras palabras, sino también, como se sabe, con el buen juicio de que la cantidad de la sustancia no permanece… ¿Se imagina usted? Por estas cosas lo echaban a uno a la hoguera por aquellos tiempos. Yo recuerdo, de niño, que la gente sencilla con la que me crié decía que el pan es la cara de Dios. ¡Me sonaban tan bien esas palabras! Me siguen sonando bien, sobre todo en contraste con estas sociedades de abundancia que producen —y cuando no producen adquieren en los mercados del 39
mundo— tal cantidad y variedad de artículos comestibles como para saber de antemano que van a echar a la basura una gran proporción. He tenido oportunidad en Suecia de ver el desecho de comida —que en tiempos ha alcanzado más de 30%— en escuelas y hospitales ; sufrir también ese insulto del rico que ni a las migas del festín invita, que arroja a sus incineradores alimentos que el pobre ni siquiera imagina que existen. Y me vienen sospechas sobre esa doctrina, que el pan es la cara de Dios, no sea que la hayan inventado los bandidos que transubstancian el pan pasándolo por el sudor del pobre y convirtiéndolo en los jugosos filetes que se comen ellos. Pero ese sentimiento suscitado en el hombre sencillo al identificar el pan con Dios es muy opuesto a la noción de que el pan sacramentado es a la letra del cuerpo sustancial de Jesús. No hay que confundir la buena poesía con cuentos para débiles mentales. Nadie —hasta donde leo— sabe trazar los orígenes de estas doctrinas fabulosas de la eucaristía y la transubstanciación. Por lo que dicen y por lo que recuerdo haber leído hace muchos años, Agustín de Hipona asignaba un carácter simbólico, espiritual o figurado a las frases de Jesús “Esto es mi cuerpo”, “Esta es mi sangre”. ¿Qué otro sentido podían tener? En los primeros siglos de la era cristiana, el recuerdo ritual de la última comida que tuvo Jesús con sus discípulos se hacía de modo simple, y hasta razonable. Es como cuando uno lleva flores a su madre que descansa en el cementerio. Ni descansa su madre, ni se encuentra en el cementerio, ni le lleva uno flores a su madre. Puro rito, pura figura. Uno amó a su madre y la recuerda; y acompaña el recuerdo con un rito. La sensatez de la gente ordinaria no guarda relación con la sensatez de los teólogos. Ahí tiene usted un ejemplo escolástico de un mismo nombre, sensatez, para dos especies 40
de distintos géneros. ¿Recuerda la prueba de Anselmo? Dice que tendría que ser un insensato uno para desconocer la existencia del ser más grande que el cual no se pueda concebir otro. Esta es la sensatez de los teólogos en relación con la cual no es necesario que le diga que las personas ordinarias no pasamos la prueba. Volviendo al rito de la eucaristía, en esos primeros tiempos del cristianismo las familias creyentes horneaban su pan, llenaban un jarro de vino y se encaminaban al lugar de reunión. Allí el que presidía bendecía ambas especies y todos se sentaban a comer. Un recordatorio sencillo y conmovedor de la última vez que Jesús cenó con sus discípulos. Temprano, eso sí, parece haber entrado el diablo, que también profesa la magia, en este paraíso; porque tan atrás como el siglo IX se registran advertencias reiteradas sobre el carácter puramente simbólico de la eucaristía. Ello no se produjera si no existieran manifestaciones opuestas. ¿De dónde provenían? ¿Del pueblo? Es casi seguro. Y como la voz del pueblo es la voz de Dios, en esto como en tantas otras supercherías, se produjo el pronunciamiento oficial en favor de la transformación real del pan en el cuerpo de Jesús y del vino en su sangre. Pero esto no es ninguna explicación. El oportunismo político se explica de suyo, pero no aquello en que el oportunismo se apoya. Alguna explicación profunda tiene que haber de una elección como esta entre símbolo y realidad. Esto es más que antropofagia, más que teofagia. Los freudianos tendrán seguramente una parcela aquí que cultivar. Comerse al padre. ¿Qué inconsistencia se resolverá para los estructuralistas cuando uno se come a Dios? Voltaire se refiere, por una parte, a una inclinación infalible de la iglesia: opta siempre, entre dos alternativas, por la más absurda; por otra, dice este autor (y yo no puedo dejar de asociar aquí el aspecto que presentaban los compañeros y 41
compañeras de mis años de niño y todo el cuadro de éxtasis y transfiguración en los espectáculos de comunión) que el impacto de una doctrina según la cual hay un momento en que uno lleva a Dios en el estómago tiene que ser tremendo. Imagine usted: ¡comer la sustancia de la carne de Dios! No cabe duda: estas son las cosas que tenía en vista nuestro amigo del que le hablé al comienzo cuando trataba de disuadirme de escribir esta carta. Se siente uno muy extraño.
Pero hay que reconocer la parte de encanto lúdico que producen a veces las especulaciones filosóficas. Hay cierta doctrina aristotélica de la sustancia muy popular entre los curas de hoy en día —me tocó escucharla de uno que viajaba a mi lado en bus por las provincias del sur y, antes, de alguno que nos enseñaba historia sagrada en medio de un bombardeo con cáscaras de naranja— que se presta para dar base conceptual a esa fantasía primitiva según la cual las frases “esto es mi cuerpo”, “esta es mi sangre” son la letra de la verdad, no linduras poéticas. Un ejemplo hasta gracioso de esta aplicación es la cita siguiente de Lanfranc que trae Voltaire en su Essai sur les Moeurs: Se puede decir que el cuerpo de Nuestro Señor en la Eucaristía es el mismo que ha salido de la Virgen, y que no es el mismo. Es el mismo en cuanto a la esencia y a las propiedades de la verdadera naturaleza, y no es el mismo en cuanto a las especies del pan y 42
el vino; de manera que es el mismo en cuanto a la sustancia y no es el mismo en cuanto a la forma. (Tomo I, pág. 487) Para muchos —sin decir nada de ese que usted sabe y que no quiero nombrar— todo esto no es más que una chiquillada que avergonzaría hasta a los charlatanes de Avenida Franklin. Pero, como creo haberle dicho al comienzo, no me cuento entre esos muchos. He visto —en mi sociedad, pero en otras también en estos largos años de exilio— más de una multitud arrastrada al ascetismo, la devoción y hasta la guerra mundial por especies así de mumbo jumbo —para emplear el nombre americano de lo que nosotros llamaríamos farfulleo, bla bla bla o cabezas de pescado. Según Redondi, entonces, la reacción oficial contra Galileo no tendría que ver con el colapso del geocentrismo, del antropocentrismo, de la doctrina del universo construido en rededor del hombre. Este colapso es el centro del cuadro que conocemos de nuestros años de escuela: que la ciencia moderna comienza a existir con el desplazamiento del centro del universo: la famosa revolución copernicana. Si Redondi está argumentando sobre firme —pero pienso que si no fuera tan así igual sería refrescante e instructivo cambiarnos a su perspectiva— no sería “el puesto del hombre en el cosmos” lo que interesaría a la iglesia católica defender contra la ciencia moderna sino el vínculo hombre-Dios fingido con tanta eficiencia todos los domingos y fiestas de guardar en todas las iglesias de la cristiandad. Es la doctrina de la “presencia real”, la transubstanciación del Dios Hijo en los dos cálices, lo que la iglesia no iba a dejar al alcance de las herejías y los herejes. Y como una ocurrencia así —la conversión del vino y el pan en la sangre y el cuerpo de Jesús— se puso, por el azar de las doctrinas y las inclinaciones, en estrecha relación con lo que 43
había dicho Aristóteles sobre la sustancia —su doctrina de la sustancia como sustrato de inherencia de las cualidades que percibimos con los sentidos—, ocurrió entonces que el ataque de tales ideas y la defensa de otras más exitosas como el atomismo y la explicación atomista de la percepción venían a ser mortales amenazas para los postulados filosófico-teológicos de la iglesia de Roma. Desplazar al hombre de la ilusión que tenía, ocupar el centro del universo, tuvo ciertamente un impacto grande. Se dice comúnmente que nosotros tal impacto no lo podemos imaginar. Yo no estoy muy convencido. Sobre todo, por los trastornos enormes que hemos visto ocurrir en torno de nosotros y el casi ningún impacto que producen en la opinión de las muchedumbres, por mucho que escritores, predicadores, políticos y periodistas digan lo contrario. Por su parte, dejar sin fundamento la doctrina de la eucaristía, que quiso tenerlo en las ideas de Aristóteles sobre la sustancia, probablemente tuvo menos impacto. Supongo que en nuestros días la gente sigue yendo a misa como entonces. Pero, en fin, esto parece cierto: que la ciencia moderna se puede describir también como una construcción alzada sobre el cadáver de la doctrina de la transubstanciación. O no sobre el cadáver, sobre las ruinas. O no sobre las ruinas sino sobre algo como esas construcciones de la naturaleza que se levantan a expensas de otras o como esas negociaciones de los dialécticos que se afirman por lo que niegan, como si lo negado fuera su material. Quiero decir que cada acto de la ciencia moderna, cada instancia de saber científico, de teoría, de aplicación técnica está diligentemente negando cada detalle de ciencia, la ciencia escolástica, que la iglesia en su misa eucarística diligentemente está afirmando. O sea, la ciencia moderna celebra también sus misas y lo hace con permanencia y coherencia reales, no simbólicas: 44
cada hecho de la ciencia se realiza sobre el cuerpo paralizado de la iglesia. ¡Esa sí que es misa! La ciencia moderna sí que es eso que quiere ser la eucaristía: la prolongación de la crucifixión… ¡de la iglesia! Ahí tiene usted una aplicación de la famosa negación de los dialécticos; con lo cual se logra otra maravilla: que puesto que la iglesia está paralizada mientras la ciencia diligentemente la niega, no sería entonces ningún milagro que resucitara tan pronto deje de negarla. Si resucitara, entonces, como diría un huaso maulino, ¡hasta ahí no más llegamos! La sola dificultad que encuentro en esta perspectiva novedosa, inteligente, instructiva y muy probablemente verdadera sobre el proceso a Galileo, se refiere a los jesuitas. Si era el atomismo, el formalismo matemático, el subjetivismo lo que estos tenían en vistas, ¿por qué no tomaron el toro por las astas? El caso de herejía no podía ser más claro bajo los respectos sacrosantos de la fe, la comunión, la presencia real. Ni más peligroso. La nueva ciencia destruía toda la doctrina oficial y la sustituía por una doctrina del hombre y el mundo con la cual la iglesia nunca podría avenirse. ¿Cómo podían los jesuitas —los más poderosos y mejor dotados de su tiempo— esperar que una amenaza tan seria pudiera esquivarse, diferirse, inhibirse cambiando la acusación? Pero mi escándalo es otro. Se refiere a la precariedad en que nos criamos. Pietro Redondi descubre dos folios en los archivos del Santo Oficio. Quizás cómo se las arregló para entrar allí. Mi imaginación huele mazmorras consagradas. Todo cambia con esos dos folios. El cuadro de los inicios de la ciencia moderna, de Galileo y su juicio infame, es diferente. ¿Quién dice que estamos sobre firme? Otro Redondi podría encontrar otros dos folios.
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III De Agustín he estado releyendo algunos capítulos de sus Confesiones por causa de un ensayo, Politics and Paradise, que leí hace un tiempo. Con deleite, si puede decirse así, y mucho entusiasmo hacia su autora Elaine Pagels. Se trata de una escritora feminista y profesora de la Universidad de Princeton. Entiendo que este ensayo es la anticipación de un libro suyo, titulado Adam, Eve and the Serpent aparecido recientemente. No he leído este libro, pero por los comentarios que he leído puede esperar. Los comentarios y las respuestas de Elaine Pagels a algunas preguntas obvias de sus entrevistadores no me gustan, sobre todo después de conocer la manera incisiva y decidida de su Politics and Paradise. Vea cómo responder a la reacción que produce su ataque a Agustín: Decir cualquier cosa reflexiva —y elijo cuidadosamente la palabra— sobre Agustín choca a muchos cristianos, tanto católicos como protestantes, como cosa alarmante. Oír de interpretaciones rivales del cristianismo parece amenazar los fundamentos de su fe. Pero yo no trataba de desestabilizar la tradición ortodoxa. Estaba interesada en cómo vino a ser lo que es. (Newsweek, June 27, 1988) ¿Cómo no va a desestabilizar (para traducir debunk con el término que puso en boga Kissinger) Elaine Pagels la tradición cristiana ortodoxa diciendo lo que dice sobre Agustín? Parece que no puede hacer una cosa sin la otra. Y esto es lo que no me gusta, que me traten con retórica para tontos. Suponga usted que está interesado en averiguar cómo una tradición ortodoxa —cualquiera de las miles de 46
tradiciones ortodoxas que hay— ha llegado a ser lo que es; y suponga además que en esta averiguación descubre usted un fundamento insostenible, un prejuicio, una pieza brillante de hojalata, de ignorancia, infatuación, obstinación, etc., etc. No se puede decir que usted no contaba con una eventualidad así. Y si se produce, tampoco puede salir con que solo tenía la curiosidad de saber cómo estaba hecha la cosa, no el propósito de traerla al suelo. Así no se escarba. Claro está, considerando estrategias, se puede anteponer como exigencia que si el examen de algo conduce por derroteros que amenazan con el colapso, entonces, se suspende el examen. No sería la primera vez. Es un postulado —quizás hasta dónde puro engreimiento científico— que el examen de las cosas se sigue hasta lo último, que la búsqueda de los verdaderos principios no se transa, que no se inhibe por consideraciones ajenas, que no repara en consecuencias, las que sean, etc. etc. En especial si el examen revela pobreza de fundamentos. ¿Cómo podría separarse el desastre que resulta del examen de algo del hecho mismo de explicarlo? Pero, esto es lo que quiere hacer Elaine Pagels. Una cosa sería “desestabilizar la tradición ortodoxa” otra averiguar “cómo vino a ser lo que es”. Se trata de dos cosas diferentes, sin duda; pero en el caso de Agustín examinado por Elaine Pagels, hacer una cosa sin hacer la otra es como hacer panqueques sin quebrar huevos. Pero, se preguntará usted, ¿qué es lo que dice esta autora de Agustín? Parece que se trata de algo enorme, que afecta a la tradición cristiana entera; parece que uno de los pilares de este enorme edificio está amenazado de ruptura. Son dos cosas las que dice. En una de las dos cosas que dice, Agustín juega un rol principal, pero un poco en consonancia con esa noción según 47
la cual es la historia la que hace a los hombres o estos no son más que materia disponible y es la historia la que toma este hombre o el de más allá según acomode a las circunstancias. Esta noción confusa que no siempre vale, no por eso deja de valer muchas veces. Tome el ejemplo de la revolución en Irán y dígame si no dio una impresión así en sus primeros años: que tomaba y desechaba hombres al hilo de sus necesidades ni más ni menos que como un cirujano toma y deja instrumentos mientras va operando. La frase a que ordinariamente se recurre en la prensa cuando ocurre algo así —que “la revolución devora a sus hijos”— no es tan adecuada como esta otra de los hombres como instrumentos que la revolución emplea y que estorbándola ya y en necesidad de otros deja de lado como si no los hubiera visto nunca. En este sentido de instrumento de la historia, Agustín o más bien algunas ideas suyas sobre el pecado original, el origen del mal y en general la condición del hombre en el mundo y sus relaciones con Dios, habrían sido de acuerdo a esta primera cosa que se dice de él en el interesante y hasta fulminante ensayo Politics and Paradise, instrumentos que venían bien a las nuevas formas políticas de una época en que las cosas cambiaban para el cristianismo, que de doctrina marginal, repudiada y perseguida, subía al alto rango de religión oficial del Imperio Romano. La segunda cosa que se dice de Agustín en Politics and Paradise tiene que ver con una segunda noción, también vaga, general y como una antítesis de la primera. A saber que son los individuos y particularmente los grandes individuos los que hacen la historia y que la hacen justamente con lo que tienen de más individual, de más propio e insustituible. De acuerdo a esta noción —que también es más falsa que verdadera y más verdadera que falsa— no vamos a entender nunca la Roma de Julio César si no entendemos a los grandes individuos de esa 48
época —en particular, el mismo Julio César. Si cambiamos a Julio César por otro, por Bruto o Casio, por ejemplo, cambiamos con ello toda la historia, desde Roma adelante. Y vaya usted a saber —sobre todo, con tanta gente sutil como hay— si no también la otra mitad, de Roma hacia atrás. Volviendo al ejemplo de la revolución en Irán, esta se explicaría a partir de individuos como Khomeiny —muy en especial a partir de las ideas de este hombre sobre el Islam, su tradición, su ortodoxia. Y yendo a nuestro Agustín ocurriría algo semejante: serían sus ideas sobre el mal, el pecado, la caída de Adán, etc., ideas todas fundidas y vueltas a fundir en el horno muy particular de sus pasiones, su temperamento y predicamento, lo que desempeñaría una función básica de lo que se nombra aquí “fe cristiana”, “cristiandad”, “tradición ortodoxa”. De las exageraciones, parcialidades y arbitrariedades que puede haber aquí pienso que mejor le doy mi opinión en la última parte de esta carta donde le cuento del escándalo “Heidegger”; porque me parece que allí se muestran con más evidencia y sin que las estorbe tanto el prejuicio. Mis lecturas de Agustín —sus soliloquios, meditaciones y confesiones, no su Civitas Dei— son cosa de mis años de estudiante de filosofía. No lo hubiera leído, seguramente, si no fuera porque uno de mis condiscípulos, de quien aprendí mucho y a quien hasta admiraba en ese tiempo, se impresionó tanto leyendo sus Confesiones que hasta pensó (no sé hasta qué punto en serio, pero llegó a decírmelo) alejarse del mundanal ruido y entrar en un convento. ¿Qué fuerza era esa que conmovía así a un hombre de sentido común tan bueno como el que más? Me dediqué, pues, a leer a Agustín; pero su lectura no me producía nada parecido. Al contrario, las cosas de religión positiva que había en sus escritos —como el de tantos otros 49
autores que he leído y padecido— me sabían como las pepas de la sandía, si me perdona usted. Claro está, el mismo Agustín respondería: ¡Pero si se trata de eso justamente, de las pepas de la sandía! ¡Anda, come tu sandía y escupe sus pepas por la superficie de la tierra! Porque el hombre era maestro de la disputación retórica. A propósito, ¡cómo me encantaba su maestría de escritor! Un poquín recargado, eso sí, como para leerlo dos veces. Su orden y claridad de exposición también es admirable. Su originalidad de ideas y su modo de abordar las cosas. Pero sobre todo admiraba y voy a admirar siempre sus páginas sobre el tiempo y la memoria. Sabemos que Zenón problematizaba en física y en matemáticas, pero no tenemos más que restos de sus discursos. ¿Sería tan original, penetrante y exhaustivo como Agustín? Como le digo, las inquietudes y ansiedades de Agustín sobre la conversión que no terminaba nunca —su famoso tolle, lege! y cosas así— eran para mí como si lloviera. Pero, donde no terminé nunca de avenirme con él fue en sus especulaciones sobre el origen del mal, el pecado y las paradojas (en su caso, paradoja) de la voluntad y el libre albedrío. Más que no avenirme, me fastidiaba y hasta irritaba el tratamiento que daba a estos asuntos. ¿Por qué? Principalmente por eso (que siempre me fastidia en tantos otros que hacen lo mismo): dar rienda suelta y hasta proyección y trascendencia a motivos no solo privados sino privados y detestables. Doy por cosa firme que si un autor publica sus confesiones —y este género lo debemos a Agustín— se expone voluntariamente a un trato sin mucha delicadeza de parte de su público. Un freudiano hasta diría que se trata de un ejercicio en exhibicionismo y masoquismo. Ahí tiene dos piedrazos para empezar. Esta es una de las paradojas de las Confesiones de Agustín (y de cualquiera que, de sujeto 50
ordinario, pase a santo, profeta, mártir, reformador): que siendo por definición ofrecidas para seguirles la letra, trajinarlas y agarrarlas con las manos, no alarga uno un dedo cuando comienza a desmayarse toda la gente de las primeras filas; y a gritar y rechiflar los de la galería. ¿Qué nos dice de Agustín el mismo Agustín? De joven le gustaban las mujeres, las fiestas, los espectáculos. De niño, las peras. Nunca olvido a mi profesor Jasinowski, en su estudio, rodeado de libros destartalados, cuando se tomaba la cabeza a dos manos a causa de esas peras que se robó Agustín y que cuenta en sus Confesiones. Yo me reía a medias guardándome las peras que robé en mi niñez con las cuales podría sepultar a Agustín. El circo, en la época del joven Agustín, no abundaba en payasos y equilibristas. Por lo que cuentan, en la arena se daban con mazas, cuchillos y hachas. A un desgraciado le salía volando un ojo y la muchedumbre se ponía de pie gritando que le sacaran el otro. ¿Qué decir de la vida de prostíbulos, de banquetes, de parranda? La conocemos por los frescos y relatos que han quedado. Pero, ¿da nadie una idea de la suciedad, la hediondez, el crimen, la lacra nauseabunda de esos antros? Fellini en sus películas sobre la Roma antigua ha tratado de hacer arte con toda esa fealdad. Nada como el arte suyo de mostrarla. Podemos imaginar que en ambientes asquerosos como esos se daba sus satisfacciones Agustín. ¡Esas sí que son peras! Lo dice él mismo. Pero, no hay que exagerar. Con esos hechos suyos, con esa pequeña vida disoluta suya —vulgar, barata, fácil de habitar— se propone este hombre medir las profundidades del mal y del pecado. ¡Se figura! No es más que la historia de las peras llevada desde la niñez a la juventud. Peras más grandes. Pero, ¿puedo con niñerías y vulgaridades como estas tomar la medida a sujetos como Calígula, Nerón, Hitler, Stalin, Pol 51
Pot? Son millones y millones de hombres asesinados y millones de hombres envilecidos con su asesinato; es el sufrimiento, la destrucción, la desesperación de generaciones enteras; es la guerra que siembra la desgracia sin nombre y sin número. Tiranos que envían sus asesinos de noche, que se rodean de cuerpos agonizantes, que pudren en mazmorras a sus enemigos, que diezman su pueblo, que toman fríamente resoluciones que acarrean carnicería, bombardeo de ciudades, envenenamiento de poblaciones, muerte por inanición en los campos, liquidación colectiva de minorías impotentes, suicidio de los desesperados, destrucción de sus familias, de todo rastro suyo sobre la tierra, ¿son seres excepcionales que debo dejar de lado cuando me ocupo del problema del mal? Muchos parecen implicar algo así. Vamos entonces a males de menor monto: como el hombre que fragua el asesinato de otro hombre, la destrucción de una familia, el asesinato de su hermano, la entrega de su amigo a los torturadores. En fin, uno pone la cuestión del mal en relación profunda con el alma, no en términos de “malas costumbres”, “malos hábitos” que así como son fáciles de adquirir son fáciles de eliminar. Digo fáciles para quien se propone cavar hondo. Agustín, que tiene hábitos así, no está de acuerdo. Considera, no que no es fácil eliminarlos, sino que es prácticamente imposible. Más todavía (porque él podría equivocarse): no les cree a los que le dicen que no es difícil lograr algo así —alejarse de las fiestas, los espectáculos, las mujeres. ¿Qué diría de los que no ven el problema? Porque eso ocurre con la gente ordinaria tratándose de estas cosas: no ve ningún problema. El problema para ellos es entender que exista gente con estos problemas. En fin, a los que reconocen el problema pero que a lo más conceden que requiere algún esfuerzo abstenerse, Agustín 52
no les cree. Ni a los más virtuosos les cree. ¿Qué se puede hacer con un hombre así? Si alguien le dice que se abstiene voluntariamente, Agustín no le cree. O si le cree, no cree que se trate de una persona normal. Él es normal, él es la norma; todos los que se miden con la norma son como él. Ocurre más todavía. A Agustín le ocurre; por tanto, les ocurre a todos. Lo que le ocurre a Agustín es que tratando de quitarse los hábitos de lujuria se le divide la voluntad: una parte quiere borrar sus hábitos; la otra se aferra a ellos. Cualquier adicto al alcohol, al tabaco, a la modorra puede describir conflictos de esta especie. Pero es poco probable que lo haga. Menos todavía, los que van por la calle, simplemente porque no los tienen. Podría decirse que ante el número de personas que no tienen idea de desgarramientos así —aunque la iglesia católica haya expandido esta especie particularmente entre niños y adolescentes— los que los sufren pueden contarse a mano alzada. En este desgarramiento que le ocurre a él, Agustín (todo un señor de la autoinspiración) pudo tomar una perspectiva más liberal para estudiar eso que llama voluntad, enseñarnos sus leyes y condiciones. En lugar de un beneficio así tenemos sus desgarramientos personales propuestos como predicamento humano. Sobre los elementos personales de este desgarramiento vea este pasaje que fue el que más me impresionó sobre esto en su tiempo, tanto por su fuerza literaria como por los enigmas que encierra: Reteníanme las bagatelas de las bagatelas y las vanidades de las vanidades, antiguas amigas mías, y me tiraban de mi vestido de carne y me decían: “¿Es, pues, cierto que nos dejas?” y: “¿Desde este momento no estaremos jamás contigo, jamás por jamás?” Y que cosas no me sugerían en la expresión que dije: “Esto ni eso otro”; ¡qué cosas, Dios mío! ¡Apártelas del 53
alma de vuestro siervo tu misericordia! ¿Qué de suciedades no me sugerían, qué de infamias? ¿Qué hay en este pasaje que me impresionó, como le digo, como el más fuerte, enigmático y hasta insidioso de los que hay en la Confesiones sobre el tema de la lujuria? A lo más, depravación sexual. Veo las escenas prostibularias de ese Satiricón, de Fellini. Pero, recordando cuando leí esto por primera vez, no imaginé algo así. Supongo que influían en mí la ninguna experiencia y la forma ordinaria de despachar estas cosas. En los Cuentos Folklóricos de Yolando Pino se recoge esta frase para el acto sexual: “Di’ai se’esocupó” y más de una vez escuché de mujeres de nuestra clase media: “Hacer la cochinada”. De chistes y de ocurrencias en el colegio y en el trabajo, mejor no hablar. “¡Qué de suciedades no me sugerían, qué de infamias!” Es una lástima que las buenas maneras no dejan ser aquí más específicos —por ejemplo, como lo es Sade. Vaya usted a saber si las suciedades de que habla Agustín no son como peras, juegos de niños que ni un cura de aldea castigaría. Pareciera que la sola alternativa que opone Agustín a la adicción sexual es la abstinencia. Como para pensar, aquí también, que las suciedades e infamias de que habla no son ni siquiera depravación. Con el propósito de abstinencia surge el desgarramiento. Se puede decir que el desgarramiento no es más que la disyunción entre sexo y abstinencia en acto. Se puede agregar: cuando una disyunción produce desgarramientos así ¡ojo con la disyunción! Pero, ¿por qué este rigor, la abstinencia? ¿No es ir de una exageración a la opuesta? Parece que estamos porfiando con un espíritu apasionado y con cosas de muchachos. Correrías, fiestecillas, aventuras amorosas, manoseos de boudoir. 54
¿Qué va a resultar de este desgarramiento adolescente? Aquí está la cuestión. Una proyección de vuelo va a resultar. Tal proyección que vamos a ir a parar donde nuestro padre Adán. Al Edén, a Eva, nada de cuentos. El libre albedrío no saca a Agustín de su caída en el hábito malo. No puede sacarlo. Lo más que puede el libre albedrío es escindir, desgarrar la voluntad. La voluntad está dividida: una mitad quiere, la otra no. Esto que ocurre a Agustín no es porque su libre albedrío no sea entero. Es la voluntad que se ha desintegrado. Esta división es un castigo. ¿Un castigo de qué? ¿Acaso de este conato mismo de la voluntad que intenta sacarse de encima… los hábitos… de Adán? Supongo que no hay en estos días quién entienda a Agustín en estos requiebros retóricos, neuróticos y dogmáticos. El cuadro más pasable que yo me hago —o me hacía— leyendo las Confesiones es así: Al intentar ejercer nuestra libertad —en el ejemplo de Agustín, decidir si vamos al teatro o, preferible en su caso, si dejamos a nuestras mujeres deliciosas con todas las inmundicias que acarrea su delicia— nuestra voluntad se divide: una mitad quiere, la otra no quiere. Este desgarramiento de nuestra voluntad se produce, hay que enfatizarlo, por nuestro intento de actuar libremente. El desgarramiento es la viva frustración de nuestro conato de libertad. Tal resultado, el desgarramiento, tendríamos que considerarlo como producto de nuestro obrar. ¿Qué podría ser más propiamente obra de nuestro obrar? Para Agustín no hay tal. Este desgarramiento es un padecer. No solo es un padecer, es mucho más: es un castigo. Más todavía: es un castigo de Dios justo. Pero, ¿qué hemos hecho para que se nos castigue así? Lo único que hemos hecho es intentar ejercer nuestro libre albedrío. Aquí, entonces, debe encontrarse la respuesta, dice Agustín. Al intentar ejercer nuestro libre albedrío nuestra 55
voluntad se desgarra. No lo podemos ejercer, no podemos ser efectivamente libres. Padecemos este desgarramiento. Lo padecemos como un castigo. Ergo, debe haber un pecado. ¿Cuál pecado? ¡Nada más obvio! Intentar proceder con albedrío, ese es el pecado. Así, Agustín pretende haber descubierto la fuente y dinámica de los males del mundo. El alma humana trae con el albedrío que Dios le ha dado el pecado al mundo. En potencia lo trae, como reza la frase. Dios dotó al hombre de albedrío, pero el hombre quiso su albedrío tan entero, o tomó tan en serio su albedrío, como para ser su solo agente al ejercerlo. Ser como Dios, tal su pecado de orgullo. Al hombre se le dio el albedrío como una tentación. Para que mostrara su sujeción a su amo se le dio. Tal el pecado de Adán: tomar su albedrío a la letra —no como albedrío subordinado al imperio de su Dios. Porque la libertad de Adán es eso: libertad concedida por un señor que sigue siendo señor. Cuando Adán toma a la letra su libertad, rompe el vínculo que lo liga a su señor. Ahora, ¿qué ocurre con los descendientes de Adán? Cuando tratan de determinarse con entera libertad repiten el pecado de Adán. La voluntad entonces se desgarra. Y ese es el castigo, el desgarramiento de la voluntad. He aquí los pasajes de mi comentario: Pero levantábame un poco hacia vuestra luz el saber tanto que tenía voluntad como que tenía vida. De suerte que cuando quería o no quería una cosa tenía certidumbre absoluta de no ser otro sino yo quien quería y no quería, y ya desde entonces iba advirtiendo que allí residía la causa de mi pecado. Y veía asimismo que aquello que yo hacía contra mi voluntad, era más padecer que hacer, y juzgaba ser este linaje de coacción no culpa sino pena. Con lo cual, puesto que Vos sois justo, fácilmente reconocía que yo no era castigado injustamente. (Confesiones, 56
libro VII, cap. III) Yo mismo, cuando deliberaba de servir al Señor de una vez, como mucho antes lo tenía resuelto, era quien quería y quien no quería; y yo era yo. Ni del todo quería, ni no quería del todo. Por eso yo lidiaba contra mí mismo y yo mismo me partía en dos pedazos. Y esta íntima escisión hacíase contra mi voluntad, pero ella no demostraba en mí dos naturalezas de almas contrarias, sino el castigo de la única mía. Y, no obstante, no era yo quien lo obraba sino el pecado que habitaba en mí, pecado que manó del castigo de otro pecado más libre, porque era hijo de Adán. (Confesiones, libro VIII, cap. X) Si me pregunta cómo entiendo que un pecado mane del castigo de otro pecado, tengo que responderle diciéndole que no entiendo en absoluto, aunque algo me suena como a esa advertencia, que los hijos pagarán por los padres. Agustín dice que la emanación del pecado es mediante el semen de Adán. El pecado de Adán es el deseo sexual. Tratando de realizar plenamente su albedrío, Adán da curso al deseo sexual. Con Agustín es al revés, se trata de liberarse del vínculo sexual. ¿Cómo puede haber aquí pecado ni castigo? Se trata de desatar lo que Adán ató. Por tanto, no se trata del objeto de nuestro albedrío sino del albedrío mismo. Tomar la libertad a la letra, eso es el pecado. ¿Qué dirán de esto los déspotas, los tiranos, nuestros dictadores? La consideración recta de este mito del paraíso me parece que la hacíamos entre mis compañeros de historia sagrada en los primeros años de preparatorias. No creo que el cura que nos contaba todas estas cosas las haya entendido de otra manera: a Adán lo creó Dios a su imagen y semejanza. 57
Así, libre lo creó. Habiendo quedado a solas con Eva tenían libertad de hacer como quisieran, menos tomar los frutos del árbol del conocimiento y el árbol de la vida. Si iban más allá de estos límites, asunto suyo era. Pero que aceptaran las consecuencias. ¿Puede haber mito más simple? Para Agustín no es así de simple. Y no es fácil imaginar interpretación más retorcida que la suya. Ya le dije cómo lo entiendo yo, si es que lo entiendo. Vea ahora la presentación de Elaine Pagels: Agustín trata de probar que, si Adán tuvo alguna vez libre albedrío, él, Agustín, nunca lo tuvo. Aún en el caso de Adán la explicación de Agustín implica ambivalencia, o más bien franca hostilidad hacia la posibilidad de libertad en el hombre. Aquello que los primeros apólogos cristianos celebraban como el más grande don de Dios a la humanidad —la libre voluntad, la autonomía, el gobierno de sí— es caracterizado por Agustín en términos negativos que sorprenden. Al nacer Adán ha recibido la libertad; pero, nos dice Agustín, el primer hombre “concibió un deseo por la libertad” y este deseo para Agustín se transformó en la raíz del pecado que revelaba nada menos que el desprecio de Dios. El deseo de dominar la propia libertad, lejos de expresar lo que Justino, Clemente y Crisóstomo consideran la verdadera naturaleza de los seres racionales, se transforma para Agustín en la tentación grande y fatal: “El fruto del árbol del bien y del mal es el control personal sobre la propia voluntad.” Captando la contradicción en su argumento, Agustín explica que la obediencia, no la autonomía, habría sido la verdadera gloria de Adán, “puesto que el hombre ha sido creado de modo que es en su ventaja someterse, pero en su daño seguir su 58
voluntad, y no la de su creador”. Admitiendo que “ello parece en verdad paradojal” Agustín recurre al lenguaje paradójico para describir como Dios “quiso dejar impreso en su creatura, a la cual convenía la libre esclavitud, que ¡él era el amo!” (The Politics of Paradise) Dios da a Adán la voluntad pero a condición de que no la ejerza en todo. También, Dios hace al hombre libre, pero no es ventajoso para este seguir esta inclinación liberal. Al respecto, recuerdo un argumento que hace Berkeley sobre el Creador y la consideración que este tiene con sus creaturas. Se trata del deseo de saber: Dios no habría puesto en el hombre un deseo que se manifiesta con tanta fuerza sin la facultad respectiva para satisfacerlo. En este caso, hay tanto el deseo de ser libre como la facultad, la voluntad, para satisfacer ese deseo. No es Dios sino Agustín quien interviene: no nos conviene ser libres enteramente. No caben dudas, una doctrina así tendrá toda la simpatía de una iglesia que se ha identificado con el imperio, que se ha hecho con el poder después de siglos de persecución y catacumbas. Supongo que en esto no va a ver nadie ningún descubrimiento. Toda oposición tiene como consigna general la libertad frente al orden (ella lo llamará opresión) del régimen establecido. Cuando por fin deja de ser oposición se le presentan los dos chambelanes de la tragedia y la comedia: la Seriedad y la Responsabilidad. Ya no tiene sentido salir a gritar ¡Libertad! por las calles. Hasta se puede decir que una transmutación así pertenece al linaje de las tautologías. ¿Se figura usted que va a clamar por otra cosa que su libertad el que está encerrado en las mazmorras del imperio y que va a querer oír hablar de otra cosa que ley y orden ese mismo cuando es él quien tiene las llaves? El mundo está al derecho, 59
no al revés. El grito de ¡libertad! fluye siempre desde las cárceles hacia afuera, nunca hacia dentro. Así, llegado el punto en que se produce el cambio y los cristianos toman el poder, es también necesario cambiar las consignas. Y es aquí seguramente donde esa noción de que es la historia la que hace a los hombres se transforma en una obviedad. Los hombres siempre están disputando; tanto, que usted va a tener dificultades en imaginar una idea que no le haya pasado a más de uno por la cabeza. Por eso dice el Eclesiastés “nada nuevo bajo el sol”. Así, cuando la política recomienda un cambio de ideas nunca va a faltar un “padre de la iglesia” con la doctrina a punto. No, no es por esto que me siento interesado y hasta reconocido en mi rincón escandinavo leyendo las denuncias de esta autora que deja sentado una vez más bajo el sol —aunque por lo visto se detiene prudente ante las consecuencias explosivas y evidentes— que los fundamentos del cristianismo allí donde los puso Agustín son en seria medida el resultado de un asuntillo personal: la “crisis moral” de un hombre que por sus propias confesiones no es admirable por su voluntad. No era capaz Agustín de imponerse algo que, por lo demás, no tendría que exigirse de modo tan exagerado —acabar su vínculo carnal con el bello sexo. De esta incapacidad suya respecto de una depravación (si era depravación) que afecta solo a pocos y que muchos de esos pocos pueden templar no más oír de peligros de contagio, de virus, de sífilis, de coronaria, ¡de SIDA!, sacó razones para el predicamento y caída del hombre, la pérdida de su alma en las simas del orgullo y la arrogancia, los peligros de su libertad. Esto es lo que choca y fuertemente a cualquier lector sensato de sus Confesiones (por otros respectos valiosísimas); sin contar el otro choque más grande pero que se siente menos, acaso por más remoto: que instituciones de larga vida y amplia 60
consecuencia puedan hacerse firmes sobre tales cimientos. IV Por las noticias que me llegan de Chile, parece que poco o nada se habla allí de la tormenta que ha estallado en Europa, en Francia especialmente, a raíz de una nueva publicación sobre las relaciones de Martín Heidegger con el partido nacionalsocialista y el gobierno de la Alemania nazi en la época 1935-1945. En octubre del año pasado apareció en Francia un libro de Víctor Farías, profesor de Literatura Hispanoamericana en Berlín Occidental. El libro de Farías, chileno que siguió cursos con Heidegger en los años 60, fue rechazado por uno o dos editores alemanes. Traducido al francés (del alemán y el español por Myriam Benarrosh y Jean-Baptiste Grasset con un prefacio de Christian Jambet) encontró editores en París (Editions Verdier). La conmoción causada por el libro de Farías, le ha ganado no solo el interés ulterior de un editor alemán; he leído que se preparan traducciones en diez lenguas. ¿Tendré que destacar para usted la significación de un hecho así? Recuerdo, a punto de egresar del liceo a fines de los años cuarenta, cómo se hablaba de Heidegger. Solo algunos comenzaban a entrar en el secreto. Se hablaba de “ser para la muerte”, de “ser en el mundo”, “existencia cotidiana”, “existencia auténtica e inauténtica”. Eran los comienzos en Chile de la influencia de Ser y Tiempo. Recuerdo que un joven universitario que enseñaba filosofía en mi liceo nocturno escribió por esos años un artículo titulado El Aburrimiento como Actitud. ¿Desde qué lado habría que tomar el aburrimiento para que apareciera como actitud? Llamaba la atención. Después, fui a la Universidad yo mismo. Vinieron profesores heideggerianos de la misma Alemania de 61
post-guerra a hacernos clases. Los españoles de Revista de Occidente publicaban traducciones de autores alemanes; los profesores chilenos más prestigiosos trataban de la filosofía como si fuera alemana y, en especial, fenomenológica y existencialista. Pronto oí que la esencia de la verdad era la verdad de la esencia, que la nada nadea, que había que volver a los orígenes, que vivíamos en la medianoche de la noche de la historia. La paradoja más grande de todas era el prestigio entre nosotros de la filosofía alemana, de Heidegger en particular, cuando Alemania entera con toda su cultura había caído al más oscuro de los hoyos. Creo que cosas así son verdaderos indicadores: cuando para todos era evidente el fracaso (no solo el fracaso) de Alemania, para nosotros parecía que lo más serio, lo más profundo, era alemán. Las cosas siguieron así. Hubo intentos de cambiarlas, pero el golpe militar y la dictadura los frustraron. Por las noticias que llegan, todo esto ha seguido igual y el nombre de Heidegger preside alto en nuestras humanidades. Un chileno, en el exilio, se vuelve contra Heidegger. Ha conmovido los círculos filosóficos, literarios, políticos en Europa y América. La prensa cotidiana se hace cargo. Hay una clara división política. Los escritores de derecha alegan que, privados de argumentos contra el sistema filosófico del “más grande pensador del siglo”, los plumarios del comunismo internacional levantan al cielo sus clamores por los hechos de un hombre tan llamado a equivocarse como otro cualquiera, mientras callan como los fariseos que son los crímenes de Stalin y Mao. Tragan el camello y cuelan la leche. Los escritores de izquierda no quieren oír a estos hipócritas dictar de hipocresía mientras que ocultan con la otra dicotomía escolástica de las ideas y los hechos, los principios y la contingencia, la quidditas y la facticidad, etc. etc., el 62
compromiso esencial de Heidegger con la más criminal de las empresas de que hay recuerdo en la historia. Entre ambos coros, agachándose para evitar las andanadas que van y vienen, están los que claman ¡Sí, sí! y ¡No, no! hacia un lado y otro. Para mí, como le digo, el espectáculo de un chileno perseguido por la dictadura militar desencadenando una tempestad de proporciones en Europa contra los compromisos ideológicos de un pensador que brilla en las cumbres de nuestros medios universitarios, literarios, intelectuales, se presta como un indicador de las últimas décadas de nuestra historia intelectual —en especial, para arrojar luz sobre el oficialismo en nuestras universidades y liceos durante la dictadura. No sé si recordará usted o habrá leído una nota sobre Heidegger y sus relaciones con el régimen nazi que apareció entre otras denuncias en la Revista Chilena de Filosofía en los tiempos en que estuvo bajo mi dirección. No hubo reacciones. Si alguien se hizo eco de esas denuncias (hubo rumores y amenazas entre dientes provenientes tanto de sectores de izquierda como de derecha) no fue saliendo a descubierto que lo hizo. Si hubo tal reacción —yo creo que la hubo y con daño irreparable y grande para mucha gente— debe haber constancia de ello en las denuncias secretas que recogieron los fiscales al servicio de los militares y en las medidas que recomendaron en contra de cientos de universitarios. Si los documentos no han sido incinerados, en alguna parte estarán y servirán más adelante, para referir la verdad y no olvidar. No para reparar, porque nunca se repara. Aquí, en el entorno y en lo que me llega de Francia, veo más que nada enojo por lo que ocurre con Heidegger, aunque algunos se suman a las denuncias de Farías. Pero, las cosas que se denuncian ocurrieron, nadie lo niega. Entonces, 63
debiéramos estar reconocidos de Farías por todo lo que agrega a esta historia. Mientras de más hechos se dispone, más firme es el juicio que se pase, dijo Perogrullo. Digo “debiéramos estar reconocidos”, no digo más porque tan… Perogrullo no soy. No solo no estamos reconocidos. A muchos fastidia un intento así. No solo fastidia, amenaza. Hasta el sueldo de las personas amenaza. Si alguien va por esas playas con la noticia de que un pensador de la influencia de Heidegger en nuestros círculos intelectuales (de nuestra “alta cultura” como la llama El Mercurio) sostuvo con sus ideas un régimen que hizo oficio y política de la masacre de millones de seres humanos, ¿cuántos van a encontrarse en la condición que le digo? Si uno es discípulo de Heidegger —que puede serlo bajo tantos respectos y con tanto provecho intelectual— va a encontrarse con que no tiene alumnos de un día para otro. Todo por culpa de un Víctor Farías que viene a remover piedras que, como fuera, ya se habían acomodado bajo los cimientos. Reacciones: unos dicen que Farías —este latinoamericano profesor de letras latinoamericanas— no trae nada de nuevo, nada que no se supiera ya. A estos les responden que si fuera así —que no lo es— entonces, la tempestad que se ha desatado probaría que importaba repetir las denuncias. ¿Estamos todos infectados?, se preguntan algunos recogiéndose los pantalones y tapándose las narices. Para otros, el libro de Farías es un dossier de police. ¿Qué querrán significar? Leo un libro de un defensor leal de Heidegger, François Fédier. Desde su portada amenaza con la fraseología en boga parisina y un poco de Hollywood: Heidegger: anatomie d'un scandale. Une tempete médiatique qui n'accouche que d'un pseudoevenement. Palabras rebuscadas y 64
a la moda para insultar desde lo alto, desde la impunidad esotérica. En palabras llanas, lo que dice o sugiere Fédier es que la denuncia de Farías no es tal sino un preparado político hecho con calumnias. Por estos lados, han aparecido artículos en Estocolmo, Gotemburgo y Malmö. En pro y en contra. No hay uno sin embargo, que no dé por sentada la enorme importancia del pensamiento de Heidegger en nuestro siglo. Algo que no sé cómo hacen para ponderar. Cuando se lee lo que escriben estas personas, pareciera que las ideas de Heidegger —sus especulaciones sobre el ser, sobre la nada, sobre la muerte, la metafísica, la historia, etc.— fueran la cosa que importa de verdad, en tanto que los hechos de los nazis —atrocidades que todos se adelantan a condenar diciendo frases que convencen tan poco justo porque son solo frases— no son más que hechos, cosas que ocurren, errores que se cometen, contingencias que tiene la vida. ¿Qué vamos a decir de un hombre que ante las denuncias y las pruebas de colusión de Heidegger con el nazismo responde: “Sí, claro, evidente, ¡pero aquí no hay nada que no se haya dicho ya!”? ¿Qué se quiere decir con esto? ¡Ah, mi amigo, todos sabemos lo que se quiere decir! ¡Que no nos vengan con gambitos retóricos a estas alturas de la vida! Y cuando viene uno y pregunta, con una carita y un tono de angustia que lo estamos viendo, “¿Estamos todos infectados?”, ¿cuántos zorzales piensa que va a coger? Supongo que esta figura busca reflejar supuestos enormes como los de la “cultura occidental”, el “pensamiento occidental”, la “civilización occidental”. Se siente un terremoto. Los fundamentos no resisten. Hay una crisis de fundamentos. O también: Primero, hay fundamentos; segundo, hay fundamentos gangrenados; tercero, la gangrena de los fundamentos se expande a lo fundado en ellos. 65
¿Estamos todos infectados? Una pregunta así podría entenderse si se la pone sin más retórica en relación con los nazis, con la destrucción de millones de vidas por los nazis, sobre todo cuando estos crímenes se quitan porfiadamente de la vista. Por lo demás no es la metáfora de infección la que cabe aquí. Cuando un pensador no se hace cargo de lo que importa en primer lugar en esta época —el holocausto nazi— y procede como si este problema estuviera a cargo de otros, podemos decir que pasó de los pañales a la mortaja de un envión, y no es exagerar. Pero, vea más sobre los estilos que se adoptan. ¿O serán rituales? Farías sale a responder que no, que él no solo dice cosas que ya se dijeron. El dice trece cosas que no se han dicho. Las enumera una por una. Farías le responde esto a Derrida. Fédier sale a su vez a decirle a Farías que no, que no es cierto que no se hayan dicho esas trece cosas; que unas se habían dicho y que las otras, las que no se habían dicho, ¿cómo se iban a decir si no son cosas? Vea una muestra de este estilo o ritual; dice Fédier: Bien que le fait ne fût pas inconnu, on peut conceder à Farías qu'il est le premier à l'avoir publie[1]. ¿De qué se trata, del código genético, de algún nuevo planeta? No, de Heidegger, de su permanencia en el partido nazi. Farías nos informa que Heidegger pagó sus cuotas hasta el día de la disolución del partido. Por lo que nos informa Fédier, parece que todos los miembros del partido procedieron de la misma manera. Parece que una vez dentro no había manera de salir. ¿Será cierto? Veamos de nuevo. No se trata del código genético, no se trata de un nuevo planeta. Se trata del mundo de las habladurías, como diría el mismo Heidegger. Más todavía, 66
dentro del mundo de las habladurías, del piccolo mondo dei filosofi. Una cosa chiquita, en mi opinión. Pero, ya le hablaré de esta cosita. Yendo a nuestros corderitos: Farías hace público que Heidegger no cortó sus relaciones con los nazis el 35. No, siguió perteneciendo al partido hasta el 45, el año de la hecatombe, del último minuto de las 12 de la medianoche de la historia. El hecho, nos dice Fédier, no era desconocido. O sea era conocido, para hablar corto. Conocido, pero no publicado. ¿Por qué no se publicó si era conocido? ¡Vaya! Por eso, porque era conocido. ¡Este Farías! ¡Las cosas que publica! Se refiere también —Fédier lo cuenta— que a uno que fue en 1936 a pedirle consejo a Heidegger sobre si entrar o no al partido nazi para prosperar en la universidad, este le contestó: “No cuesta nada entrar. El problema es salir. Vea mi caso.” ¿Será esta una razón para los que siguieron pagando sus cuotas hasta 1945? Calcúlelo usted. Alguien se inscribe en un partido. De pronto, la política de ese partido comienza a chocar seriamente con la suya. Se forman hordas callejeras, comienza el asalto, el pillaje, el crimen. Se abren los campos de concentración. Pero, no es posible salir del partido. ¿Por qué? Pero, si es tan fácil. ¿No será más bien que uno está de acuerdo con lo que ocurre y suspira aliviado cuando alguien le trae la noticia de que no se puede salir del partido? Así, pueden seguir matando. Cuando lo confronte alguien dirá: “¡Qué quieres! Allí se entra, pero no se sale”. Pero, si no hay como sacar el nombre de los registros, ¿qué cuesta enviar una carta a la prensa haciendo pública renuncia? De esta especie —la fácil y obvia manifestación pública que pudiendo hacerse no se hace— hay muchos lapsos en Heidegger. Hasta se puede decir que todo el caso Heidegger está parapetado —otros querrán decir enterrado— en estos lapsos. Conforman lo que los retóricos europeos llaman “el silencio de Heidegger”. No hay dudas: este 67
pensador pudo manifestar una y cien veces su disconformidad con las monstruosidades del nazismo. Antes de la Segunda Guerra Mundial, durante y después. Sobre todo después, si es cierto que no sabía nada de los campos de exterminio. Después de la guerra, ya en el año 45, todos lo supimos, todos vimos los bulldozers amontonando cadáveres, los cuerpos esqueléticos, los hornos crematorios. No había más que argumentar, ni quedaba otra cosa que el repudio con toda el alma. Pero Heidegger no lo hizo. Y vea usted: con esta actitud —aquí es donde se puede hablar de parapeto— se ha rodeado de una sustancia délfica. Un laberinto de hermenéutica que solo siendo uno francés y hablando fluido alemán puede aspirar a recorrer. Han surgido, especialmente en Francia, pero también por estos lados y seguramente por todas partes, los metafísicos, los antropólogos, los caracterólogos, los psiquiatrólogos y almólogos del “silencio de Heidegger”. En lugar de un sujeto que cierra la boca cuando tendría que abrirla tiene usted una esfinge, un gurú sin lengua, un vidente de lo inexpresable, un ser o superser en otro plano de abarcamiento y reflexión. Hay una carta de Heidegger a la revista alemana Der Spiegel. Me parece, no estoy seguro, que también se incluyó en esa nota de la Revista de Filosofía de que le hablé. A lo mejor rompe uno el silencio. Pero mientras no rompa ese muro más sutil, la retórica, ¿qué le aprovecha? En esa carta a Der Spiegel dice Heidegger: No es verdadero que durante mi rectorado (1933-4) haya prohibido en cualquier forma el acceso a la universidad a mi maestro Husserl. No es verdadero que el profesor Ritter haya sido el único asistente del cuerpo de la universidad a las 68
exequias de Husserl. No es verdadero que las relaciones entre Husserl y yo hayan sido rotas por mí en 1933. La reunión que muestra la fotografía de la página 113 no tuvo lugar en 1934, sino en el otoño de 1933. ¿Qué se hace con esto? ¿No es puro jesuitismo? No es verdadero que tal cosa ocurrió en tal fecha. ¿Y qué? ¿Ocurrió o no ocurrió? Eso es lo que importa, no si fue en el 33 o el 35. No es verdadero que tal profesor fue el único asistente a tal evento. Entonces, ¿quiénes más fueron? Esta foto que tomó en 1933, no en 1934. Bueno, sí, digamos 1934, ¿y qué resulta de ello? ¿Acaso que los redactores de Der Spiegel son un montón de embusteros a los que no hay que creer nada? Acaso. Habrá que esperar la llegada de Edipo. ¡Y aparecen unos sujetos con unos otrosíes y considerandos! El silencio de Heidegger es cosa de no perturbar, de circundar en puntillas. El autor de La Esencia de la Verdad está pensando. No hay que hacer ruido. En el silencio de Heidegger puede muy bien que tengamos una forma muy digna de respeto: después de un martirio en que tanto se ha vociferado, el silencio —un largo silencio, un profundo silencio— no es cosa inconveniente. Tanto más cuando el silencio se conjuga con el trabajo, y en especial un trabajo que consiste en cambiar el lugar del pensamiento. Porque aquí puede plantearse una pregunta decisiva: ¿hace posible este cambio de lugar pensar lo impensable o lo hace aún más extraño a lo real que cuando solamente 69
lo enfrentaba? Lo impensable, ¿es lo que no podemos pensar o solamente lo impensado? Si, pues, el pensamiento encuentra recurso en lo impensado, ¿no debe, en toda necesidad, afrontar lo que hay de impensado bajo lo impensable? Ante lo impensable el ser humano se ve casi reducido al silencio. ¿No hay metamorfosis del silencio cuando se prepara el cambio de lugar del pensamiento? Para nosotros, hoy, ¿no conviene ante todo aprender pacientemente a pensar de otra manera? ¿Quién nos hará creer que este aprendizaje pueda tener lugar, por largo tiempo todavía, en otra parte que en el silencio? (F. Fédier. Heidegger: Anatomie d'une Scandale, págs. 240-1) Con estos párrafos termina Fédier su libro. Nos dice que no ha escrito un anti-Farías, con lo que se prueba una vez en millones la disponibilidad sin límites de las palabras. Lea usted su libro y verá que es un anti-Farías de cabo a rabo. Los párrafos que acabo de citar son un “Farías, tait toi!” pero usted verá mucho más en ellos. Una filosofía del silencio, una metafísica del silencio. ¡Cuánto ruido no se hace con el silencio! También aquí. En primer lugar, para que nos estemos callados; en segundo, para que unas personas que están ocupadas con la reubicación del pensamiento puedan pensar tranquilas. 70
Ya vio antes, se discuten prioridades: si la pertenencia al partido nazi de Heidegger hasta el 45 se sabía ya, si no se sabía. Si se había publicado, si no. La atención se pone en las hojas, no en el rábano. Como ya cité, vuelvo a citar: Bien que le fait ne fût inconnu, on peut conceder à Farías qu’il est le premier à l’avoir publié. Este es el mismo Fédier, no otro. Lea usted lo que dice y dígame si no es como si dijera: “Bien, era ya conocido que Heidegger siguió en el partido hasta su disolución. Se te puede conceder el mérito de haberlo publicado. No que se te conceda. Es posible que se conceda. No que te lo conceda yo. Pero otros pueden concedértelo.” En fin, marrullerías viejas, viejas como la retórica. La cosa que importa se escamotea en discursos que cambian la dirección. Hacia la vanidad, hacia las altas esferas. Como aquí, con “el silencio de Heidegger”. Ante un crimen sin precedentes, ante el testimonio fotografiado y filmado que los mismos nazis dejaron del holocausto de millones de judíos, polacos, gitanos, ucranianos, de todo el infierno de enfermedad, hambre e inanición en campos de concentración, furgones de carga y centros de exterminio, Heidegger —el filósofo que escribió La Esencia de la Verdad y la Carta sobre el Humanismo— mantiene silencio. Treinta años tuvo para lograr “el cambio de lugar del pensamiento: nombrar lo innombrable, pensar lo impensable”. ¿Se puede dar el lujo de tanto tiempo un pensador, por lerdo que sea? Si se trata del horror innombrable, ¿no podría —así como Descartes con su moral provisional— proferir un repudio provisional? No, ningún repudio. Ni un trocito así de repudio. ¿No es para más que sospechar? Ahora, ante una actitud que no inclina a otra cosa, viene un discípulo de este hombre con sus reflexiones 71
trascendentales —trascendentales de puro hermenéuticas y ajenas— sobre el silencio elevado a “categoría de la existencia”, a “condición de posibilidad” del… desplazamiento del pensamiento. ¡Hay que tener paciencia! ¡Hay que tener descaro! Pero, ¡no crea! Consideraciones tan obvias no es llegar y hacerlas en este mundo. Ante todo (esta es frase que encanta a los heideggerianos y que no me he dado el trabajo de entender por qué) ¡resultan tan groseras! Luego, viene la infaltable aporía: ¿son groseras porque son obvias o son obvias porque son groseras? Pero, compare usted las obviedades. ¿Qué tejido es este en que el silencio ante la masacre de millones y millones de europeos se transforma de mera actitud repudiable en una condición indispensable del pensamiento que se desplaza hacia nuevas formas —o nuevas localizaciones? El asunto, para los defensores de Heidegger me parece resumirse así: Heidegger es el pensador más grande de este siglo. No solo ha establecido qué significa pensar —“estar en estado de gracia de la verdad”, cita Fédier— sino que ha mostrado que un colapso de siglos le viene ocurriendo al pensamiento desde los tiempos de Platón, cuando el Ser (pongámoslo con mayúscula) fue sustituido por un artefacto platónico-aristotélico llamado metafísica. Hay una historia del Ser. El Ser se oculta a veces, las más; se muestra a veces, una o dos veces hasta aquí. El pensamiento es un comportamiento que no ciega la abertura del Ser. Pero este no puede manifestarse entero al pensamiento. Solo en parte lo hace, cuando lo hace. En tiempos presocráticos ocurrió la primera manifestación del Ser en este elemento del pensamiento que se especifica en un lenguaje del ser. El Ser en su segunda manifestación lo haría en alemán. Durante el período clásico 72
de la filosofía el Ser fue sustituido por la metafísica, una técnica de apropiarse del Ser mediante categorías. Esta técnica, desarrollándose en ciencias especiales y en aplicaciones técnicas, condujo al olvido del Ser y a toda la frustración de la cultura occidental que culmina en las dos guerras mundiales. Ha llegado el momento de la segunda manifestación del Ser. Para ello, hay que desplazar el pensamiento hacia la segunda abertura. Aquí podemos empalmar la grandilocuencia poética de Heidegger con lo que dice Fédier: así como la primera aparición del Ser fue inaugurada por el pensamiento presocrático (aunque es seguro que estoy trastrocando la causación y fue el pensamiento presocrático el que fue inaugurado por la primera aparición del Ser, aunque pensando otra vez, me doy cuenta de que estoy en la metafísica de las categorías, las causas y los efectos, y me he olvidado del Ser, me he hecho un enredo, no sé ni qué estoy diciendo) que difiere del pensamiento habido hasta entonces (pura dispersión, inautenticidad, vanidad, habladuría), así también comienza a hacerse oír en alemán en Alemania, “tierra de pensadores y poetas”, la pregunta por el Ser. Solo que, desgraciadamente, mientras que la técnica deshumanizante, esa nieta nihilista de la metafísica, no molestaba a los Tales, Anaximandros, Jenófanes, Parménides, Heráclitos de la primera aparición del Ser, sí molesta y mucho a los Heideggers del Tercer Reich (que es Tercer Reino). Los molesta, eminentemente, con los campos nazis de exterminio, la instalación de técnicos alemanes eficientes como no hay, equipos, de redes y aparatos para recoger, concentrar, conducir, liquidar y finalmente, incinerar millones de seres humanos, de existencias auténticas. Todo ello en “el país de poetas y pensadores”. Lo cual envuelve a los poetas y pensadores mismos, aunque sigan haciendo poesía y filosofía 73
como en los mejores tiempos presocráticos. Lo cual acarrea tempestades de la especie que ha desatado Víctor Farías. Las cuales tempestades generan ruido que no dejan tranquilo, que impiden el silencio que justo ahora se necesita para pensar. Porque ha ocurrido algo horrible. Por culpa de la técnica ha ocurrido. Por culpa de la ciencia, de la metafísica, de Platón. Se ha producido un desvío; hay que volver al punto del desvío y cambiar la orientación. Porque hemos venido desde ese Sócrates, ese Platón, ese Aristóteles como por un Leteo —el río del olvido— cada vez más encabritado, más torrentoso hasta desembocar en la medianoche de la noche de la historia, donde se nos cae todo de las manos, todo se nos muere, los manes, los tótems, los dioses y caemos en la deshumanización, el nihilismo, la voluntad de poder, la guerra universal y el holocausto. Con el holocausto —esto aprendieron ya como un reflejo condicionado los camaleones de la redacción pura— alcanzamos las simas del horror, el infierno en la tierra, el apocalipsis. Pero, sobre todo, lo indecible, lo innombrable, lo impensable, en fin, the heart of darkness. Ahora, ¡atención!, porque se trata de un desplazamiento delicado. Requiere silencio. Recuerdo esa anécdota del papa ordenando silencio bajo pena de muerte cuando alzaron el obelisco que hay frente a la Basílica de San Pedro. Se trata de un intento más serio. Le recuerdo que intento es, ante todo, in-tento. Se trata de pensar lo impensable. O sea, lo pensable en la relación no. ¿Quién nos dice que desplazando el pensamiento no se nos transforme lo impensable en lo impensado? Entonces, ya no es más puro impensable, es impensado. Lo que quiere decir que no hay más que pensarlo para que no sea más impensado. Más concretamente, no podíamos pensar el holocausto, el horror, el heart of darkness; pero al desplazar el pensamiento nos 74
encontramos con otra forma de la posibilidad: lo ayer imposible es hoy posible; lo ayer impensable es hoy pensable. ¿Qué significa pensar? ¡Esa es la cuestión, el desplazamiento! ¿Qué diez, doce millones —nunca sabremos el número— de judíos, polacos, gitanos, ucranianos, checos fueron liquidados técnicamente en cámaras de gases, en camiones de muerte o “en el claro del bosque”? ¡Ya tendremos tiempo de pensarlo! Por ahora, ¡silencio! Hay que desplazar el pensamiento para pensarlo. Así leo yo estas páginas de Fédier. Con metáforas, mientras trato en vano de trasponer a lenguaje literal la frase “desplazar el pensamiento”, el libro me cuelga de la mano, el texto chorrea, me cae asqueroso por el pantalón hasta los zapatos. ¿Estoy asqueado? Estoy pensando. En Erasmo, en la locura; en Voltaire, Swift, France. ¿Qué cosas no se pueden pensar? ¿Hay, hay en verdad algo, una partícula siquiera de lo impensable en el holocausto cuando se escriben argumentos así? Vea usted: desplazamos el pensamiento; con ello desplazamos lo impensable. Su humilde servidor hace esta grosera consideración: Ahora, desplazado lo impensable, podemos pensar el holocausto de 12 millones de seres humanos. En este nuevo nivel, lo impensable es la destrucción de 120 millones de seres humanos. Para poder pensar este nuevo horror, debemos desplazar una vez más el pensamiento. Ahora me dirá usted con toda confianza si no se ha pasado al partido de nuestro común amigo y no considera como él que estoy perdiendo el tiempo en estupideces. Pero, ¡permítame, tenga paciencia! Los “poetas y pensadores” están recién comenzando. El siguiente es un párrafo de Heidegger que cita Thomas Sheehan —uno de los mejores, para mí, de los muchos embarcados en esta polémica. La cita es de un texto que ha circulado escrito a máquina de una clase o conferencia de Heidegger, Die Gefahr, dictada en 75
1949. Cientos de miles mueren en masa. ¿Mueren? Pasan, sucumben. ¿Mueren? Se transforman en elementos, ítems en un inventario de la industria de cadáveres. ¿Mueren? Son liquidados sin más noticias en campos de concentración. Todavía sin ellos, millones de gentes miserables perecen ahora mismo de hambre en China. Morir, empero, es enfrentar la muerte en su esencia. Ser capaz de morir es ser capaz de este enfrentamiento. Lo somos tan solo si la esencia de la muerte hace nuestra esencia posible. (New York Review of Books, June 16, 1988) ¿Cientos de miles? No, millones. ¿Quiénes son estos cientos de miles? ¿En dónde mueren? La única determinación es… China. Campesinos chinos. Mueren de inanición. ¿Dónde están los millones masacrados por el régimen nazi? Bah, qué importa. La suya no es muerte. Cierto, somos para la muerte. Pero la muerte en serio, no la muerte industrial, la industria de cadáveres. Este texto se puede poner en contrapunto con otros textos de Heidegger. Por ejemplo, los que trae el libro de Farías sobre las celebraciones anuales en honor a Albert Schlageter, un guerrillero alemán de entreguerra que luchó contra la ocupación francesa de territorios del Rhin y fue fusilado en Düsseldorf en 1923. Aquí sí que hay muerte. En su discurso de 1933, con ocasión de Schlageter, dice Heidegger: Queremos meditar un instante en lo que constituye el honor de esta muerte para estar en condiciones, a 76
partir de esta muerte, de comprender nuestra vida. Schlageter murió la más difícil de las muertes, no en las avanzadas del frente, a la cabeza de su batallón, no en el impulso de la ofensiva o en el encarnizamiento de la defensa. No: él se mantiene sin armas ante los fusiles franceses. Pero se mantiene así para cumplir la tarea más difícil. Así y todo la hubiera cumplido con alegría, si una victoria al menos se hubiera logrado y si la grandeza de la nación a punto de despertar lo hubiera iluminado. En lugar de ello: la oscuridad, el rebajamiento y la traición. Es por ello que debió cumplir todavía lo que es más grande que lo que es más difícil. Debió, solo, sacar de sí mismo la imagen del comienzo por venir de su pueblo, en su honor y su grandeza, y revestirla en su alma para morir en esta fe. ¿Por dónde empezar con parrafadas retóricas de este tamaño? ¿Tomarlas en serio? Tebas, la de las cien puertas. Cuidado con la puerta. Debemos pensar la puerta, por cuál puerta iremos; porque el puerto al que lleguemos depende de la puerta que tomemos. Aquí, se trata de la muerte. La de millones que no significa nada, la de uno que lo significa todo. Pero, le repito, cuidado. ¿Vamos a tomar en serio todas estas novedades sobre el olvido del Ser, la caída en la metafísica y las categorías? En 77
estos textos yo veo categorías trabajando. Hasta haciendo de las suyas. ¡Y se va a dudar del poder de los conceptos, sobre todo con la cantidad de borregos que hay! Vea usted. Si yo caigo en la categoría de arrestado, deportado, gaseado, incinerado simplemente no soy nada. Me escamotearon la esencia. Se perdió, se traspapeló mi esencia. Otra cosa es —aunque igual de botado, vilipendiado, traicionado e impotente tenga que enfrentar el pelotón de fusileros— si soy un joven guerrillero alemán, liquidado por los franceses: entonces, mi muerte cambia, se encumbra como un cometa en las secretarías nazis de propaganda. En cuanto a la muerte… recuerdo mis años de pequeño, cuando me rondaban las beatas de mi barrio provinciano con el miedo de la muerte. Estoy viendo en mi memoria el rostro moreno, delicado, bellísimo de una de estas sílfides católicas mientras murmuraba en mis oídos, así como en esos cuadros murmura el ángel Gabriel en los oídos de Mateo, no el texto del Evangelio sino augurios desconcertantes y terroríficos: Mas, no sé cuándo moriré; Mas, no sé dónde moriré: mas, no sé cómo moriré. Los pelos se me paraban y no es para menos. Se puede morir: en un campo de concentración bajo una lluvia de gas inesperada, flotando en el mar bajo la metralla de los fighters, en el claro del bosque —a Heidegger le atraen los claros del bosque— en piños desnudos, maniatado, baleado en la nuca de rodillas, en un hospital con tubos embutidos por las venas, por las narices y el electrocardioecrán soltando puntos que se esfuman, entre los hierros del auto atropellado, en las mazmorras del tirano de turno, en los brazos del hijo amado, en el basural bajo el efecto de las drogas, en el lago durante las 78
vacaciones, borracho bajo las ruedas del tren, atónito y con el corazón en las últimas en un rincón de la biblioteca, en la miserable choza campesina donde no llega el médico… ¿Cómo enfrenta la muerte el niño que se ahoga? ¿Cómo la abuela judía que apenas se tiene en pie contra el paredón? ¿Cómo la madre embarazada en el avión que cae en llamas? ¿Cómo el torturado (es el caso de un alumno mío muy amado) sobre cuyo cuerpo pasan y repasan en la noche las ruedas de la camioneta? ¿Cómo el viejo comunista (otra vez un recuerdo de aquellos tiempos) que matan en un closet a patadas y golpes de cadena? En casos así, que pueden variarse al infinito, ¿se dirá que no se enfrenta la muerte, que no se experimenta algo esencial, último y respetable bajo todo respecto? Tomando referencias como estas, ¿qué valen frases como “morir es enfrentar la muerte en su esencia”? Los millones y millones de seres muertos en esas “fábricas de cadáveres” de que habla Heidegger, uno por uno tuvieron que habérselas con su muerte. Quienes los mataron, quienes antes planearon su muerte, quienes después la contemplan pueden darse representaciones masivas, estadísticas, industriales, pero no ninguno de los que murieron. Uno no muere industrialmente. Lo matan industrialmente, eso sí, pero no muere industrialmente. ¿Qué se sugiere entonces contrastando la muerte de los “pobres diablos” con la de los “héroes”, la de los que “pasan, sucumben” con la de quienes mueren de manera que su muerte hace su esencia posible? A mí primero que nada me viene a la mente ese binomio hegeliano, el amo y el esclavo. El amo es el que arriesga la vida, el que enrostra la muerte. El esclavo es el pobre infeliz que no se atreve, el cordero que se deja llevar donde el matarife. Pienso también en esas habladurías sobre la muerte en mis años de universidad. En esos años, uno muere a 79
cada rato: en esos años, a uno nadie le puede morir su muerte; en esos años, uno hace a cada rato la experiencia de la muerte. Años de muerte filosófica de los vivos, muerte de conferencias, de bibliografía. ¿Puede haber proposiciones más persuasivas? En trance de muerte auténtica, muerte esencial, muerte propiamente tal, no muerte de cámara de gas, muerte de campo de trabajos forzados, muerte de retaguardia, de marejada, de arrabales, en trance de muerte verdadera se hace nuestra esencia posible. ¡Toda una experiencia filosófica! ¿Cómo se representará algo así? ¿Como esos cuadros grandiosos que encontramos en los museos? La Muerte de César, La Muerte de Sócrates, La Muerte de Giordano Bruno. Diógenes conteniendo la respiración, Empédocles arrojándose al Etna. ¿Cómo se avista esa esencia nuestra? ¿El alma de los pitagóricos, el espíritu de Hegel, el logos, la luz? ¿Qué experimenta Lucrecio cuando muere? ¿Qué le ocurre a Judas cuando se cuelga? Cuando se busca materia para las vaciedades se muestra en claro su vaciedad. Permítame insertar aquí una noticia que leo en el Newsweek International mientras pongo en limpio esta carta. Figúrese como sería el borrador. En el rincón inferior derecho de la página 34 de la tirada del 22 de agosto se lee: A Grisly “Sacrifice” in the South China Sea[2]. Bajo este título se cuenta que un barquichuelo de 35 pies que zarpó en Ben Tre, Vietnam, con 109 refugiados tuvo una falla en el motor. Flotó a la deriva por 5 semanas. Solo 52 fueron rescatados en Filipinas. Algunos murieron tratando de nadar hacia barcos que pasaban sin detenerse. “La sed, el hambre, la exposición mataron a otros”. En un momento el capitán decidió que no podían sobrevivir sin un “sacrificio”. “Los refugiados eligieron a Dao Coung, de 30 años: estaban seguros de que 80
pronto moriría de hambre de todos modos. Lo llevaron fuera de la vista de mujeres y niños y lo ahogaron antes de trinchar su carne y hervirla en una olla. La siguiente, Tram, una mujer de 22 años, seguida por Quy de 11. Después de 10 días de matanza y canibalismo, algunos pescadores filipinos rescataron a los sobrevivientes.” ¿Necesito comentar el contraste de algo así con la muerte auténtica de los filósofos? Todavía una palabra a propósito del texto de Heidegger sobre Schlageter. Del texto de Heidegger, no del joven Schlageter del que sé tanto como de la joven Tram sacrificada hace unos días en ese barco de refugiados. Léalo usted de nuevo y dígame si no es una prueba más de la disponibilidad indiferente de las palabras. Por esta disponibilidad, que Heidegger tendría que conocer tan bien como cualquier retórico, discursos como el suyo tienen esa peculiaridad: que arrancan lágrimas a unos, pifias a otros, quizás qué a los más y nada al resto. Volviendo a Fédier, defensor de Heidegger, voy a poner algo que trae en su libro. Una anécdota de cumpleaños. El filósofo cumple sus 69 años y Fédier brinda “à la finitude!” Heidegger se levanta y responde: “Sí, en efecto, a la finitud. Se llega al término del camino. Se ve con gran claridad lo que se ha buscado toda la vida, pero se sabe que ya no hay las fuerzas que se precisan.” Sin sonreír, pero con la serenidad del hombre que consiente (consentir, tener la experiencia del límite, a fuerza de haberlo desafiado, de manera que ha tomado su nueva figura). Vea usted lo que le digo: uno muere filosóficamente, uno brinda su vino filosóficamente. Muere el filósofo en plena intuición eidética, se embriaga a la salud de la finitud. Los 81
mosqueteros beben a la salud de la Reina y mueren matando guardias del Cardenal. Los futbolistas… Bien, cada loco con su tema. Hablando con seriedad, no cabe brindar por la finitud. ¿Brindaría usted por el número dos? Brindar es comportamiento de celebraciones. Un militar, partidario de Franco exclamó: ¡Muera la inteligencia! ¡Viva la muerte! Hay gente así. Pero, cuando nos hacemos exigencias sobre el habla… ¡Vaya usted a saber! Podríamos encontrarnos con que es preferible no hablar más. En fin, así como se brinda por la finitud así se gritan vivas a la muerte. Tal como esas ensaladas de aceitunas con números primos. Todo resulta de ponerse a pensar con rigor, a hablar con sentido. Uno descubre muchas cosas. Pero también muchos hoyos. Más hoyos que cosas; y hondos como para no salir nunca. Nada es firme, nada es claro. La claridad que se muestra a Heidegger al fin de su vida tiene sus paradojas también: está al alcance cuando no hay fuerzas ya para alcanzarla. Como quien dice: una escalera a la que le faltan los últimos peldaños. O como esas personas a las que “Dios les da dientes cuando no les da quijada” o al revés. O considere esa parrafada de Fédier sobre “la serenidad del hombre que consiente”. Fédier ve la serenidad del hombre que consiente en el rostro de un Heidegger sin sonrisa. Una vez más la disponibilidad de las palabras. El dice que ve allí la serenidad, por lo tanto, ahí está la serenidad. ¿Se figura todo lo que se puede decir de estas palabras cuando uno se pone a pensar con rigor? Considérelas, por ejemplo, en el estilo de las Investigaciones Filosóficas de Wittgenstein —también piensa a la alemana Wittgenstein— y dígame qué embrollo se forma. O examine esa definición tan heideggeriana y caída de lo alto de consentir: “tener la 82
experiencia del límite a fuerza de haberlo desafiado”, etc. ¿No le digo? ¡Qué no se puede decir! Consentir. Yo consiento con alguien, no con un límite. Siento como usted, consiento. Consentir con un cerco de alambre de púas en un campo de presos políticos. Figura retórica, y mala. He aquí otro pasaje con proyección. Ya hablamos del silencio de Heidegger. Un silencio ante el que hay que callarse. Hablemos ahora de lo que el mismo Heidegger llama tontería: su aventura con el nazismo. ¡Qué tontería! Otra vez Fédier: Heidegger ha llamado siempre a su aventura política un “error”. Se puede considerar una calificación débil. En toda lealtad, no creo que esta sea para Heidegger mismo una atenuación cualquiera. Asimismo, cuando hablaba de su rectorado como la “más grande tontería” (meine grösste Dummheit) de su vida. Que esta frase se traduzca en francés como grosse bêtisse (locución que designa un comportamiento pueril sin gravedad) muestra que no se quiere comprender a Heidegger. En la Crítica de la Razón Pura hay una nota de Kant (B. 172 sig.) donde se trata de Dummheit; Kant escribe: “Una carencia de fuerza de juzgar, he ahí lo que se nombra propiamente estupidez (Dummheit): no hay remedio para esta enfermedad…” Los puntos de referencia de Heidegger son ante todo filosóficos. Su lengua es siempre exacta sobre esta especie de rudezas. Lo que dice Kant de la estupidez, a saber, que es la incapacidad de pasar de lo general a lo particular, del pensamiento a la vida, contiene en germen la peor condena que se puede hacer a la filosofía. Decir de su rectorado que ha sido “la más grande estupidez” de 83
su vida no significa que Heidegger minimice su error, sino al contrario, que le da su dimensión filosófica extrema: es un error filosófico —en el cual la filosofía misma está en juego. La consecuencia de ello es que, reconocido el error, el trabajo consiste en devolverse (revenir) hacia lo que ha hecho el error posible —en otros términos, Heidegger debe cambiar su pensamiento. (No cambiar de pensamiento, porque el pensamiento no es un instrumento.) (Heidegger: Anatomie d'un Scandale, págs. 236-7) ¿Por dónde empezar? Hay esta línea: la que nos lleva de la estupidez al error, del error al error lógico, del error lógico al filosófico. Hay esta otra línea: la que nos lleva de la estupidez simple y llana a la estupidez según Kant. Hay la tercera línea: que nos lleva desde Heidegger diciendo “¡Estupidez!” a Kant diciendo “¡Estupidez!”. Hay una cuarta línea: la que nos lleva de la estupidez en Kant al error en Kant. La quinta: que nos lleva del error en Kant al error en Heidegger. Quizás cuántas líneas más habrá, pero no tengo que decirle que todas estas líneas son líneas quebradas; ni tengo que agregarle que cuando se emplean líneas quebradas no cuesta nada ir de cualquier parte a cualquier parte. Para Fédier —que siempre está censurando a Farías la manipulación mañosa de los textos— la tontería en Kant es el error lógico que consiste en no practicar de modo fundado el tránsito de lo general a lo particular. Para Kant, en cambio, la tontería es un defecto psicológico que hasta un tonto diría: “Sí, eso es.” ¿Qué dice Kant? Que la fuerza de discernimiento es a veces precaria, no nos alcanza para juzgar. Si, así y todo, lo hacemos, seguimos el camino de los tontos. Cuando Kant nos dice lo que son los tontos, los estamos viendo —frente a un pizarrón lleno de signos matemáticos, por ejemplo, o en 84
manos de demagogos llenos de astucia. Para Fédier la tontería es, primero, estupidez; la estupidez es, segundo, error; el error es, tercero, incapacidad de ir de lo general a lo particular. Nada en esta mano, nada en esta otra: ¡desapareció la tontería! No solo la tontería desapareció. Desapareció casi todo el error. ¿O me va decir que todos los errores que se cometen —al leer el barómetro, al tomar el serrucho, al pagar la cuenta, al generalizar las tonterías a partir de una, por grande que sea— son traspiés yendo de lo general a lo específico? Para eso, quizás, habría que ser kantiano. Pero, ya es un error pensar que hay muchos kantianos. Por relación a la gente que hay, los que piensan como Kant caben en la punta de un alfiler. Un paso más con Fédier y nos vamos a encontrar con que el mundo está lleno de estúpidos. ¡Si se tratara de los que no saben ir de lo general a lo particular! ¿Se figura usted? Platón, que según algunos inventó estas categorías de lo general y lo particular, no era capaz de hacerlo. Hegel tampoco era capaz. En Chile, para buscar más lejos, nadie es capaz. Así, el mundo se llenó de tontos. Pero, más sobre esto —sobre la filosofía y la vida, lo bueno, lo malo, lo imposible de filosofar la vida o vitalizar la filosofía— al final de esta carta, si no le parece exagerado. Volviendo al olvido del Ser, cambiemos la perspectiva. Supongamos que en efecto nos hemos olvidado del Ser. No importa que no sepamos muy bien qué decimos con la palabra Ser (el Todo, el Absoluto, la Sustancia, el Espíritu, el Dios). Hasta se puede decir que no saberlo con propiedad es una prueba más del olvido. Pase, en fin, el Ser. Pase el olvido también que quizás qué será cuando es olvido del Ser. Atendamos a Heidegger, supongamos que nos hemos olvidado del Ser, que —como dice este autor en su Esencia de la Verdad— hemos separado el pensamiento del Ser, la apariencia de la Realidad. Supongamos, aunque no sepamos muy bien qué significamos, que la técnica es el final de la 85
filosofía y la noche de la historia, el “mundo en llamas”. ¿Qué hay de ello? ¿Tenemos por eso que negar a los millones eliminados en los campos nazis de exterminio, en las purgas de Stalin y Mao, los fueros de su vida? Sea así: lo negamos. ¿Implica su destrucción técnica, industrial, que nos eximimos de la conmiseración y la piedad? Sea así también. ¿Qué diremos entonces de la técnica? En esto hay que hacer divisiones que no tienen nada de escolásticas. Hay técnicas y técnicas. ¿Qué sabríamos de Heidegger sin la técnica? Puede parecer ridículo a los que brindan por la finitud (y a lo mejor lo es): quiero decir que sin la vacuna antivariólica puesta a funcionar a tiempo vaya usted a saber si tenemos Heidegger ni brindis. Hay otras técnicas, cierto: las que entran en el cuadro apocalíptico de la noche de la historia. ¿Quiénes las introdujeron? ¿Quiénes produjeron el gas letal? ¿Quiénes idearon las cámaras de exterminio, los hornos crematorios? Los mismos que en la actualidad instan la guerra química y nuclear en el Medio Oriente. Aquí —no para mí, Dios me libre, para los heideggerianos— hay un enigma del Ser: el pueblo destinado a la ontología desempeña un rol central en la medianoche de la noche de la historia. ¿Cómo no indignarse, cómo no denunciarlos? Pero, hay que volver a indignarse. Los hacedores de medianoche han hecho un ridículo y un desastre de la ontología alemana. Otra conclusión se puede construir. ¡Bah, si fuera por conclusiones! En filosofía, hay principios para lo que se le pase por la cabeza a cualquier vecino. Mire usted: Si no tiene sentido levantar la voz en favor de los masacrados industrialmente, entonces, tampoco hay voz que levantar contra los industriales. Hay que ser lógico y resuelto. Los masacradores y los masacrados van juntos. No vamos a 86
dejarnos arrastrar por los lagrimones de la moralina. Y esto también: ¿No han cumplido víctimas y victimarios la proeza de realizar lo impensable, no han puesto en existencia el desafío, lo impensable, que llevara al desplazamiento del pensamiento? ¡Para que vea usted! ¡Los costos de la nueva ontología! Por mi parte, no puedo apartarme de una sospecha. Sospecha, nada más. Solamente mía. No voy a enrolar en esto a nadie. Hay que andarse con cautela. En estos tiempos… Bueno, no sigo. Le digo solamente que mientras más leo de estas historias, mientras más hechos salen a la luz del día, mientras más escritos se publican, más me confirmo en que para cierta especie humana se trata de un asunto tan encumbrado que el resto de las cosas del mundo y de la historia tienen ínfima importancia. Las cosas de la historia última del mundo son consecuencia del descuido, la ligereza, la despreocupación. Si la historia se desvía, entonces, que atropelle a millones en el desvío es casi una tautología. Así piensan, así sienten. Piensan además que el problema no está ahí. ¡Qué los muertos entierren a sus muertos! El problema se refiere a la segunda manifestación del Ser, a preparar sus caminos y enderezar sus veredas como diría Juan el Bautista. Como podrá ver, lo que dice Fédier sobre el silencio se combina muy bien con esta sospecha mía. Lo que dice Heidegger sobre la muerte industrial —la muerte que no es muerte— también. O lo siguiente que dice a sus alumnos en los momentos en que Estados Unidos entra en la guerra y que parece caer exacto en lo que dice este autor sobre la historia, el destino y el pueblo alemán, y con lo que en su tiempo dijeron discípulos suyos que me tocó escuchar y también denunciar para mi desgracia. El texto lo trae Sheehan y pertenece a una conferencia dictada por Heidegger en 1942, cuando los americanos entraban en la guerra: 87
La entrada de América en esta guerra mundial no es una entrada en la historia. No, es el último acto de la carencia de historia y autodestrucción de América. Este acto es la renuncia al Origen. Es la decisión de carencia-de-Origen. Como ve, el hombre no acierta nada de bien con la historia. ¿Que no entraban en la historia los americanos? ¡Ahí los tiene usted, dueños de la historia! Más adelante, en 1943, cuando el colapso de Alemania era solo cuestión de tiempo y en lugar de anticiparlo y salvar millones de vidas Hitler amenazaba a sus generales derrotistas y Himmler apuraba desesperado la Solución Final, Heidegger tenía también argumentos de muerte sacados de sus poetas, sus mitos y metáforas: El mundo está en llamas. La esencia del hombre, desarticulada. Solo de los alemanes puede venir una reflexión histórica mundial —siempre que preserven la esencia alemana… se prueben suficientemente fuertes, preparados para morir, para rescatar el Origen de la mentalidad pequeña del mundo moderno, y preservarlo en su simple belleza. En las páginas escritas en su celda en Israel, Eichmann anotó muchas cosas que asombran. Como su admiración por el pueblo judío. Dijo algo como Alejandro a propósito de Diógenes, que si naciera de nuevo y judío se sentiría bien. O algo así. Si recuerdo bien —porque leí esas páginas solo una vez en un semanario internacional de esa época— anotó que se iba de este mundo con solo un reproche que hacerse: no haber recogido y deportado a los campos de exterminio los 10 88
millones de judíos que le encargaron sus superiores. ¿Qué pensar de algo así? ¿Pura monstruosidad disciplinaria? Si se considera que la derrota de Alemania era clara desde que sus divisiones comenzaron a ser empujadas en el frente ruso y en el norte africano ¿por qué persistían los nazis en su política de exterminio? ¿Por puro acondicionamiento disciplinario? ¿O consideraban su derrota solo como un capítulo de una historia mucho más larga? ¿Era todo lo que ocurría solo la primera parte del rol alemán en la recuperación del Origen? Vea lo que dice Heidegger en 1943. El planeta está en llamas, la esencia del hombre desquiciada. Solo los alemanes pueden volverla a su quicio. Como para pensar. Como para pensar en las fantasías en la cabeza de los hombres que conducían a la destrucción y la autodestrucción de las generaciones alemanas. De ello resulta —cualquiera sea la motivación personal, casi siempre desconcertante, sea por puericia, estulticia o pura estupidez— una percepción de empresa destructiva, radical, como si se apurara el cáliz del nihilismo para apurar la nueva aurora de los dioses, los nibelungos, los Sigfridos invulnerables y el claro del bosque en claro. Porque esta es otra perspectiva que importa: el Ser de los heideggerianos es Dios. ¿Qué menos podría ser? “Nos hemos olvidado del Ser” es igual a “Nos hemos olvidado de Dios”. Dios ha muerto; la metafísica ha caído en el nihilismo técnico, su conclusión lógica. Ahora, así como Dios se muestra a Moisés en el desierto, así el Ser se muestra a Heidegger en el mundo en llamas. Por el contrario, considere esta figura de Agustín cuando se esfuerza por representarse a Dios: ... ante los ojos de mi espíritu colocaba la creación toda, todo lo que en ella podemos ver, como la tierra y 89
el mar y el aire y los astros y los árboles y los animales mortales; y todo aquello que en ella vemos, como las profundidades del firmamento, todo los ángeles y todo el mundo de los espíritus. Y aún todas esas sustancias espirituales, como si fueran cuerpos, mi imaginación las fue distribuyendo por los lugares; y fantaseé vuestra creación como una masa grande, en la que se yuxtaponían los cuerpos, ora fuesen cuerpos en su objetividad, ora lo fuesen solo en mi imaginación ; y esta masa yo me la representaba grande, no según su grandeza real, que yo no podía conocer, sino cuanto pude, si bien de todas partes limitada. Y os imaginé a vos, Señor, que por todas partes la rodeabais y la penetrabais, pero infinito en todas las direcciones; como si hubiese un mar que en toda su extensión y en todos los costados no formase sino un mar único, dilatándose infinito hasta la inmensidad, y este mar inmenso e infinito contuviera una esponja tan grande como se quiera, pero de dimensiones finitas, que esta esponja en todas sus partes estuviera embebida del inmenso mar. (Confesiones, Libro VII, cap. V) Encuentro que este es un pasaje que cualquier escritor envidiaría. El pensador honesto también. Podría lucirlo como epígrafe y profesión de humildad cualquier tratado de metafísica. No habría un presocrático, por muchos enigmas que hubiera en su cabeza, que no se interesara largo en su consideración. Recuerdo la impresión que me hizo cuando lo leí y releí por primera vez. Creo que hasta podría decirle por donde iba paseando mis lecturas de las Confesiones cuando llegué a este pasaje. ¡Cómo! ¿Este era un pensador considerado grande entre los grandes? Entonces, yo tenía también esperanzas de 90
pensar. ¿En qué difería la representación que se hacía de Dios y del mundo el profundo Agustín de la mía, de la del muchacho que me lustraba los zapatos? Los libros de sabiduría que recorría respetuoso e inseguro estaban llenos de cosas abstrusas, tan difíciles de empezar a desenredar que me consideraba un incapaz, un impedido intelectual o tonto sin remedio, como diría el abstruso Kant. ¡Qué mano amiga y abierta me alargaba Agustín! “Mira”, me decía, “mira como lo veo yo. Si tu eres un tonto de papirote, ¿qué queda para mí?” El gran Agustín no imaginaba nada hablando de Dios y el universo que yo o el hijo de mi vecino no pudiéramos imaginar igual. Teniendo, pues, la atención fija en esta figura del universo y Dios como medida (porque es todo lo que puedo tener y Agustín me valga), ¿quién me va a enredar en disquisiciones sobre la sustancia, la esencia, la materia, la forma, el modo, el atributo, el accidente, las categorías, la dialéctica y toda la caterva de ánimas intelectuales que pueblan los discursos de la metafísica? Bah, este océano es Dios, esta esponja es el universo de todo lo existente. ¡Atrévanse a enredarme! Así me asistía Agustín. Ni creo que nadie haya ido más allá que él hablando como solo puede hablarse de Dios y el universo, mediante metáforas sensibles. Lo único con que se puede hablar. Considere usted todo lo que han llegado a decirnos —que no es poco— las ciencias de la tierra y del cielo, todas esas partículas minúsculas dentro de partículas dentro de partículas, todas esas galaxias gigantescas dentro de galaxias dentro de galaxias y dígame si por acaso puestos a considerar el universo y eso que nombran algunos Dios —su razón, su principio, su significado, su yo qué sé— vamos a lograr una representación diferente de la que nos ofrece Agustín y vamos 91
a sustituir con otras palabras las suyas tan hermosas y simples. Y yo hablaba también de honestidad. Porque estando en estas cosas implicada, y mucho, la común ignorancia, es frecuente que aquellos que respetamos por su sabiduría traten de acrecer este respeto tratando de ser sabios también en lo que no lo son ni los hay que lo sean. Ello lo logran de muchas maneras. Una es esta de los metafísicos herméticos que musitan del Ser. Pero, ¿harían acto de confesión como Agustín diciéndonos cómo se representan el Ser? ¿Y qué mejor resultaría si lo hicieran que ese vasto mar de Agustín? Esta es la forma apacible de hablar del Universo, de Dios, del Ser. Pero las hay dramáticas. Promueven el drama del universo, el drama del Ser. Pocas veces funcionó más bien una palabra como “totalitarismo” que cuando se combinó con “el drama del Ser”. Con este Ser comienzan a ocurrir cosas: aparece, desaparece; lo olvidan los pensantes en los que el Ser se había confiado. Se confía a otros pensantes con nueva vocación del Ser. Entre estos pensantes, el Ser destaca sus filósofos y sus generales... A estas alturas, estará pensando usted que confundo el ámbito de la apertura del Ser con el ámbito del manicomio. ¡Quién sabe! El otro día en nuestra Librairie Française hojeaba un libro de chistes y caricaturas. A todo lujo y descaro, como los hay. En una página, Jesús (hemos sido conducidos pasiva y colectivamente a través de siglos de pintura al punto en que no dudamos ante una figura y decimos: Ese es Jesús) está tendido en un diván; junto a él, el psiquiatra toma sus apuntes. También hace un tiempo, venía una nota de crónica no recuerdo en qué newspaper: un psiquiatra estaba perdiendo la paciencia con el cura de su distrito y haciéndole oír clarito que si aparecieran en estos días todos esos “fundadores de religiones” estarían muy bien guardados en celdas a prueba de 92
ruidos. Desde hace tres o cuatro décadas estamos cada vez más reconciliados con obviedades así, y la Iglesia primero que nadie se resiste de considerar los profetas que nacen como otra cosa que locos de atar. ¿Para dónde voy? Para el manicomio. Hace un tiempo me correspondió intervenir en una mesa redonda sobre Elías Canetti en Viena. Asunto: Sus ideas sobre las masas y el poder. Estudiando el libro de este autor, Crowds and Power, tuve noticias de Daniel P. Schreiber quien fue a fines del siglo pasado paciente paranoico en un asilo mental durante unos siete años. Antes se desempeñó como Senatspräsident de la Corte de Apelaciones de Dresde. Schreiber publicó después de dejar el asilo un libro preparado con sus propias notas bajo el título Memorias de una Enfermedad Mental. Freud se ocupó de estas memorias pero es Canetti el que toma la perspectiva que me importa aquí. Schreiber en sus delirios llegó a crear su propia religión expuesta con detalles en estas Memorias. Los fundamentos arrancan de experiencias proféticas y místicas que lo ponen en contacto directo no solo con Dios sino con las partes más alejadas del universo —como las Pléyades, Casiopea, Vega y Capela. Hay también enemigos que lo persiguen. Su doctor es uno. Complota con Dios para apoderarse de su alma. Tiene una teoría, entre cientos, Schreiber: que el sistema nervioso es la sustancia del alma y de Dios. De allí ¡cuidado con los neurólogos! Tratan de destruir su razón, lo más precioso. Habla de almas que transitan por sus nervios, voces que crean tumultos en su cabeza. Atrae a las almas errantes: En el lenguaje de las almas se me nombró “veedor del almas”, es decir, el que ve o está en contacto con almas o espíritus errantes… Desde los comienzos del 93
mundo es difícil que haya habido un caso como el mío en que un ser humano entra en contacto continuo no solo con almas errantes y particulares sino con la totalidad de las almas y con la misma omnipotencia de Dios. Canetti se apoya en textos como este para comparar el caso Schreiber con esos videntes primitivos, esos chamanes que pueden alcanzar en estado de trance todos los contactos. Dice este autor: Disfrazada como una de las viejas concepciones del universo que presupone la existencia de los espíritus, su ilusión es de hecho un modelo preciso de poder político, poder que se alimenta de la masa y deriva de ella su sustancia. Hay mucho en el universo de Schreiber para mirar como por un filtro hacia otros universos: el de personas que, para bien o para mal, tienen control y ejercen control con sus ilusiones y desvaríos. Como observa Canetti, se trata de un paciente culto, con una larga vida profesional tras sí, con competencia verbal a la que no se puede pedir más. Su paranoia, así, pasa por aduanas que la sutilizan y la engrandecen en profundidad y coherencia. “Sostiene su caso,” dice Canetti, “pero afortunadamente no es poeta, de manera que podemos seguir sus pensamientos sin que nos seduzcan.” También está la visión de desastre en la metafísica de Schreiber. Viene en oleadas el desastre, y a su paso constelaciones enteras deben ser evacuadas: ... ahora que Venus ha sido “inundado”, ahora que todo el Sistema Solar tendría que ser “desconectado", 94
ahora que Casiopea —toda la constelación— tendría que ser conformada en un único sol, que pronto acaso solo las Pléyades podrían ser salvadas... Hay varios modos en que podría producirse la destrucción de la humanidad: descenso del calor del sol, terremotos, lepra, epidemias. Habla de plagas que resultan de la destrucción de los fundamentos de la religión con su impacto en el sistema nervioso. Característica es la visión de la historia del mundo en términos de grupos de poder. Ve las instituciones clínicas como conventos de monjas, como capillas católicas. El conflicto entre el profesor Flechsig (su doctor) y yo había conducido a una crisis que ponía en peligro la existencia de los reinos de Dios. Esto significaba que el pueblo alemán, particularmente la Alemania Protestante, no podría ya ser dejada con el liderazgo como pueblo elegido de Dios. Podían ser excluidos incluso de la ocupación de otras esferas a menos que un campeón del pueblo alemán se adelantara a probar su valentía. A veces, yo era este campeón, a veces otra persona designada por mí. Ante la insistencia de las voces que me hablaban a través de contactos nerviosos nombré a varios hombres notables que consideré adecuados para la prueba. En conexión con la idea básica del primer Juicio Divino estaba el avance del Catolicismo, el Judaísmo y el Eslavismo. Tiene también Schreiber revelaciones en que le asignan roles: de estudiante jesuita, de burgomaestre, de niña alsaciana, de príncipe mongol. Su interpretación de estos roles es así: 95
… los tomé como profecías de que el protestantismo ya ha sido o pronto será derrotado en su lucha con el catolicismo, y el pueblo alemán en su lucha con los vecinos eslavos y latinos. El prospecto final ante mí, transformarme en un príncipe mongol, me parecía una indicación de que todos los pueblos arios se han mostrado inapropiados como pilares de los reinos de Dios y que un último refugio debe buscarse entre los pueblos no-arios. Canetti refiriéndose a Freud, observa que este se interesó por el caso Schreiber antes de la Primera Guerra Mundial; de allí que la perspectiva del poder político (la que Canetti adopta) no sea tan obvia como lo es para quien escribe después del ascenso al poder de los nazis, después de la Segunda Guerra Mundial, después de la destrucción de Alemania. Las perspectivas teológicas y metafísicas son tan importantes como las del poder. No sé si el paso de la ilusión paranoica a los grandes sistemas religiosos y metafísicos quede enteramente abarcado como atropello morboso de la imaginación. Pero mucho de esto hay en los grandes sistemas: fogatas que hablan, profetas que suben al cielo a caballo, mujeres que conciben sin coito, causas que se causan a sí mismas, motores que mueven sin moverse, emanaciones del cielo, emanaciones del pasado, círculos cósmicos que giran sin parar, etc. Cierto, Agustín imagina a Dios como un océano y a la totalidad de los seres como una enorme esponja sumergida en ese océano. Pero, aquí por lo menos, no hay ningún atropello, ninguna ofensa: “Y fantaseé vuestra creación como una masa grande… no según su grandeza real que yo no podría conocer”, dice Agustín. Schreiber desborda estas limitaciones. 96
Se mueve por el universo al instante. Está en Casiopea, en las Pléyades, en Venus. Habla con Dios. Su sistema nervioso está en contacto inmediato con las almas errantes. Allí se da la posibilidad del riesgo y la tentación: la irrupción desde la imaginación poética a la ilusión paranoica. Por ejemplo este argumento presocrático famoso: Si el universo es una esfera y si la tierra no cae, entonces, tiene que estar en el centro del universo. Aquí se combinan la poesía y el principio de razón suficiente: el universo es una esfera. Esa es la tentación. Ya no imaginamos el realismo ingenuo de los presocráticos como primera manifestación del rigor científico; no, es la primera aparición del Ser. Lo que ocurre con la realidad y la apariencia, lo que parece sensato aceptar y así nos enseñan en el liceo (o por lo menos me enseñaron a mí ya que perdí noticias de lo que enseñan ahora) es que los primeros filósofos no tuvieron en cuenta las condiciones subjetivas del conocimiento. Como se dice, para los ingenuos el gusto del vino está en el vino, no en el paladar. Todo esto, la consideración separada del objeto y el sujeto, la noción de conocimiento como aprehensión de la realidad por el pensamiento, lo considera Heidegger como un colapso de la primera aparición del Ser. Toca la casualidad de que justo ahora comienza a aparecer de nuevo. Toca la casualidad de que yo soy el elegido al que aparece. La imaginación poética se salió de madre. Cuando la imaginación se entretiene en “visiones de totalidad” ¡mucho cuidado! Sobre todo, como nos advierte Canetti, cuando se trata no de juristas como Schreiber sino de poetas. Primero, van a convencerse a sí mismos de la verdad de sus ilusiones y lindas metáforas; después van a salir en busca de discípulos que nunca faltan para todas las ocurrencias. Con las masas, parece (contrariamente a ciertas postulaciones igual de poéticas) no van a tener muchos 97
problemas. Schreiber creó un sistema religioso, político, metafórico; un cuadro de la historia que de una parte nos apiada de la otra nos estremece. Felizmente, no fue más allá de una galería formada por expertos y estudiosos. No se lo proponía, desde luego. Quería dejar en claro sus ataques paranoicos: su grandiosidad, sus contenidos, sus arrestos. Asunto para psiquiatras, psicólogos, antropólogos, pedagogos. Pero, ¿quién nos garantiza contra los Schreiber que llegaron en el pasado, llegan en el presente y llegarán en el futuro muy más allá de los asilos mentales? Hay un terreno nada despreciable de la historia (Canetti nos sugiere que es el terreno de la historia sin más) que puede adecuadamente abarcarse desde dos prominencias: la de la imaginación globalizante y la de la grandiosidad paranoica. ¿Quién se atrevería a decir leyendo las absurdidades compiladas por Schreiber en 1904 que no serían tan privadas, tan clínicas ni tan absurdas para millones y millones de individuos dentro de pocos años por toda Europa, por todo el mundo? Escribe Canetti: El “tiempo santo” de Schreiber cayó en el año 1894; tenía pasión por la exactitud con el tiempo y el lugar y da cuenta exacta de la fecha del período del “Primer Juicio”. En 1900, seis años después, cuando su fantasía se clarificó y estableció, comenzó a escribir sus Memorias empleando sus propias notas taquigráficas. En 1904 fueron publicadas. Como nadie va a negar hoy día, su sistema político ha sido aceptado con honores: aunque en una forma más cruda y menos literal, se transformó en el credo de una gran nación conducida por “un príncipe mongol” a la 98
conquista de Europa y casi por un pelo a la conquista del mundo. Así, las pretensiones de Schreiber fueron vindicadas por sus inconscientes discípulos. No queremos darle el mismo reconocimiento, pero la asombrosa e indiscutible semejanza de los dos sistemas puede servir para justificar el tiempo que hemos dedicado a este caso particular de paranoia… La paranoia es una enfermedad del poder en el sentido más literal de las palabras, y la exploración de esta enfermedad descubre claves sobre la naturaleza del poder más claras y más completas que las que se puedan obtener por otros caminos. No hay que dejarse confundir con el hecho que, en un caso como el de Schreiber, la paranoia nunca alcanzó la posición monstruosa que Schreiber apetecía. Otros la han alcanzado. Algunos han logrado ocultar las huellas de su ascensión y mantener sus sistemas en secreto. Otros han sido menos afortunados o han tenido muy poco tiempo. Aquí, como en otras cosas, el éxito depende de accidentes. El intento de reconstruir estos accidentes con la ilusión de que están gobernados por leyes se llama a sí mismo historia. A cada hombre grande de la historia cien otros pudieron reemplazarlo. (Crowds and Powers, págs. 447-8) Espero que no le moleste una cita larga como esta que pongo aquí no por sacar las castañas con las manos del gato, como se dice, sino porque tenga usted una muestra de que este autor no solo es novelista. ¿Cuántos en Alemania y en el mundo entero suscribieron las extravagancias y disparates del “príncipe mongol”? ¿Cuántos las suscriben todavía? La raza alemana, el pueblo alemán, el destino alemán. En mis tiempos de 99
estudiante se murmuraba en los patios contra nuestros profesores mestizos, ignaros, impostores y macacos. ¿Cómo osaban hablar de filosofía si no conocían el alemán? Después del golpe militar, ¿no se ha vuelto a lo mismo? ¿Cuánto hay de prusiano en nuestros geopolíticos militares? Más de una vez, en los años que siguieron a la Guerra Grande escuché a personas que de ninguna manera aceptarían ese horror, las masas, admitir que asistiendo a las manifestaciones gigantescas en que hacía sus discursos el “príncipe mongol” cayeron en el hechizo de los gritos rituales, las canciones y marchas, las enormes palabras, y no pudieron mantenerse aparte. ¿Cuántos como ellos, personas cultivadas, profesionales, intelectuales, artistas, dirán lo mismo? ¿Cuántos llevados del entusiasmo no buscaron y hasta forzaron una relación entre sus aspiraciones, sus sueños quiméricos y los discursos del “príncipe mongol”? Los motivos que conciertan el apoyo a los “príncipes mongoles” supongo que son en su enorme mayoría los obvios y que conciernen a la parte que corresponde a cada cual en el reparto de los bienes, los cargos, el botín. Pero, seguro que no faltan también los soñadores —los Schreiber con su sistema que desplegar oficiosamente en beneficio, justificación y fundamentación del nuevo régimen. No sé si usted también, pero yo escuché a unos personajes en los tiempos que siguieron a nuestro golpe militar (golpito militar quisiera llamarlo, tan poca cosa somos). Nuestro correspondiente “príncipe mongol” no deja de tener también sus ideas sobre “el drama del mundo” y exponerlas en sus discursos. Según él, los anglo-franco-sajones se equivocaron: era el pueblo eslavo el que había que liquidar, no el alemán. Ni le faltan Schreibers tampoco a nuestro “príncipe mongol”, Schreibers que se esmeran purgando a nuestro pueblo de los espíritus animales cancerógenos, eslavógenos, judiógenos que se le han metido 100
dentro de los nervios. Empújelos un poco y le gritarán del pensamiento sin arraigo, sin raíces en el Origen, del internacionalismo disolvente, la epidemia del pensamiento universal, acultural, el pasmo de la no-historia y la medianoche de la noche de la misma. Déjeme darle la palabra a Sheehan: El propósito de reexaminar la implicación de Heidegger con el nazismo no es, principalmente, el de juzgar el pasado. Ni nace de un deseo, como sugirió una vez el mismo Heidegger, de atacar al hombre porque no pueden atacar sus obras. Todo lo contrario. Se trata de cernir las obras en busca de lo que pueda haber todavía en ellas de valor. Para esto, hay que releer sus trabajos —en particular pero no exclusivamente los posteriores a 1933— con atención estricta al movimiento político con el que Heidegger decidió vincular sus ideas. Hacer menos que esto me parece que viene a ser no entenderlo en absoluto… Para dar un ejemplo de su filosofía anterior: alguien podría argüir que mucho de lo que dice sobre la existencia humana en Ser y Tiempo (1927) sugiere una manera nueva de entendernos a nosotros filosóficamente. Pero, entonces, ¿qué hacer con las observaciones de Heidegger en el mismo libro sobre el “hado”, el “destino”, la “resolución”, el “proceso histórico de un pueblo” e incluso la “verdad”, especialmente cuando seis años después, como hemos visto, emplea él estas mismas ideas en el servicio de la revolución nazi? Cuestiones similares deben formularse sobre sus interpretaciones de Hölderlin, o sus reflexiones sobre la esencia de la tecnología. 101
Sobre todo, creo que es muy difícil aceptar, como aceptan tantos heideggerianos, su bombástica y en última instancia peligrosa saga sobre la “historia del Ser”, con sus épocas y pueblos privilegiados, su insistencia sombría en la ineficacia del pensamiento racional, sus endechas apocalípticas sobre la época actual, su conclusión de que “sólo un Dios puede salvarnos”. (Heidegger and the Nazis, New York Review of Books, June 16, 1988) Sobre la técnica quisiera agregar unas líneas antes de terminar esta larga carta. Sobre la técnica y sus implicaciones en la medianoche de la historia, el final de la filosofía y el mundo en llamas. Hay una postura determinista sobre las técnicas según la cual poco trabajo hay que darse en pro o en contra de las técnicas. Estas no requieren detractores ni defensores. Ni más ni menos que como los planetas son las técnicas: siguen su curso. La fuerza del argumento determinista es grande cuando se mide con la evidencia en su favor. Sobre todo en nuestra época de enormes y complejas realizaciones técnicas. Las nuevas invenciones técnicas aparecen y se expanden por el mundo sin detenerse en fronteras, pueblos ni culturas. Un novelista ante su computadora no es mal símbolo; o un bonzo con su radio portátil; o un papa ante las cámaras de televisión. Para un romántico de las culturas puede parecer un escándalo una geisha bebiendo Coca Cola y hojeando el Times, pero así es. O considere usted la guerra entre Irán e Irak. Está por decidirse en favor de Irak porque este país no ha vacilado en hacer la guerra con gases venenosos. Ya nadie se hace ilusiones: si Irán tuviera armas químicas que emplear no vacilaría en hacerlo. Tenemos así una composición en dos temas: de una parte el Islam, la Guerra Santa, la denuncia del 102
Imperio de Satán, la lucha por la autenticidad musulmana, la lealtad al pasado; de la otra, las técnicas modernas de destrucción compradas con petróleo a los países industriales. Dígame usted, ¿qué guerra se puede hacer en camellos, cimitarra en alto? ¿Que las filosofías, las religiones, las culturas son incompatibles con las técnicas bélicas modernas? ¿Qué se va a hacer? ¡La guerra moderna se va a hacer! Otra cosa es hundirse. El otro argumento grande contra la denuncia de la técnica —no todas las técnicas son destructivas como se entiende y habría que computar para los pesimistas los miles de millones que viven en nuestros días, que viven mejor y viven más gracias a los desarrollos técnicos— es que todos estamos implicados en un mundo que no podría subsistir sin las técnicas. Ni concebirse siquiera. Cuando uno se pone a ponderar los detalles técnicos implicados al elevarse un jet, injertarse un riñón, construir un transatlántico, instalar un satélite artificial, filmar el vuelo de los murciélagos, trazar el gráfico de la actividad encefálica, computar el movimiento de los valores bursátiles, abrir un túnel bajo el mar, instalar una plataforma petrolera, lanzar una nave espacial a la luna, fotografiar galaxias, reciclar (¿se dirá así?) desechos, desinfectar sembrados, extraer energía de las aguas, del viento, del sol, introducir mutaciones, identificar virus, analizar la sangre, frigorizar alimentos, transmitir imágenes, etc., etc., no puede menos que resentir el ridículo de los argumentos en contra de las técnicas y la civilización técnica. ¿Habrá otra civilización? Por otra parte, ¿hay nada que caracterice mejor al hombre que su capacidad técnica? Heidegger habla mucho de útiles, instrumentos. ¿Entonces? Los instrumentos son técnicas: implican técnicas y despliegan técnicas. Los instrumentos son diseños. Estuve hace unos días viendo 103
utensilios de un diseño perfecto en los museos de Creta. Datan de más de tres mil años. No había nada de lo que acostumbramos llamar ciencia todavía y ya se desplegaba el pensamiento en diseños admirables. La capacidad de pensar desborda los instrumentos. (Perdóneme que me vuelva poeta.) Estamos acostumbrados a decir homo faber en oposición a homo sapiens. Pero, el homo sapiens (lo que sea una abstracción así) solo se hace presente diseñando sus instrumentos y sus técnicas. Todo el caso de la técnica lo encierra la gente en esa serie aristotélica: experiencia, técnica, ciencia. Son etapas, se dice, momentos en el desarrollo del saber. Pero, ¿no es mejor atender a cómo la ciencia se encuentra actualizada en la técnica? ¿Qué significa pensar? Captar las secuencias de la naturaleza; completarlas mentalmente allí donde no se perciben enteras; suponerlas allí donde no son manifiestas, diseñar aparatos que encarnen estas secuencias. El pensamiento está encarnado en todo instrumento, en toda técnica. El cuchillo imita los dientes, las garras. Corta y desgarra. Pensamiento “a lo grande”, también hay en la técnica. Vea el trueque de mercancías, vea el dinero, vea las técnicas metalúrgicas, las técnicas de navegación, de arquitectura, de comunicación. Vea el silabario, el alfabeto. Las técnicas son un despliegue concreto de saber categorial: el tiempo, la extensión, la materia, su cómputo, su división, su composición, su resistencia, su reducción. Todo ello está, rica, distinta y concretamente, pensado en los utensilios y las técnicas. Antes de que aparezca un bosquejo de filósofo en Jonia, las técnicas están mostrando a las claras y en concreto un pensamiento que los filósofos van a tomar milenios en abstraer. Considere un muro, un arquitrabe, un techo; considere el lanzamiento de un proyectil con honda, con 104
catapulta, con arco, con cerbatana. Por todas partes se despliega el saber como saber técnico. Y cuando los sabios presocráticos, como se nos cuenta, comenzaron a pensar en conceptos —como las mónadas de los pitagóricos, los átomos de Leucipo, los elementos de Empédocles— ello no era más que técnica de una especie más abarcante, una técnica que continuaba y expandía lo que ya habían iniciado otras técnicas. Porque, ¿qué hacían las técnicas del dinero? Reducir una variedad innúmera de cosas, las mercancías, a una valencia universal y cuantificable. El precio de las cosas en dinero dice en contante y sonante que hay algo idéntico y sustantivo en los productos de la actividad económica. Una sustancia continua, divisible, equiparable, sumable que dice de forma viva y concreta en el mercado —en términos de oferta y demanda, intercambio, tarifado— lo que todavía no soñaban los hombres poner en términos de filosofía. Consideraciones semejantes valen con las técnicas de la escritura. El alfabeto, que no esperó a la lingüística para entrar en vigencia, supone grandes proezas de análisis y composición. La reducción de toda la diversidad del habla a veintitantos signos, ¿cómo podría hacerse sin un despliegue impresionante de práctica reductiva? Se busca la transición de la mitología a la ciencia. Pero ¡si primero que nada está la técnica! La ciencia es realmente prolongación de la técnica; su pugna con el mito es más retórica que positiva. Pero no voy a seguir fastidiándolo con evidencias. Los hombres todos se vuelcan admirados y con orgullo hacia los logros técnicos. ¡Cómo no hacerlo! Viven más, viven mejor, son incontablemente más los que viven gracias a estos logros. La destrucción que produce la guerra en el estado actual de las técnicas es repudiable bajo todo respecto. Pero no hay que perder el sentido de perspectiva. El nivel de vida aumenta en todas las naciones. También la población, la salud, el disfrute, 105
la educación. La ciencia, esa prolongación de las técnicas —esa técnica de técnicas, administradora de técnicas, primer momento de las técnicas, porque aquí y allí todas estas cosas es, mucho más que un problemático saber desinteresado que procrearía el ocio y que finge una superioridad pasiva, cómoda y estéril— ha permitido el conocimiento no solo de la naturaleza sino del hombre mismo. Los principios del saber natural valen para el hombre mismo. No en Marx donde se los trata de alienación. No en Freud donde todavía persiste el mito del hombre. Es con Darwin que se abre una vía de comprensión de la vida toda, y del hombre en particular, que muy bien puede responder al sueño de esos sabios presocráticos para quienes los mundos eran dioses: dioses a los que les nacen flores como la vida en el ocioso ir y venir de la materia. El Darwinismo no requiere más que principios naturales para explicar al hombre. Y la explicación darwinista —neodarwinista— ¿cómo podría existir sin la técnica en su estado actual de desarrollo? ¿Qué hemos aprendido de Darwin? No que el hombre sea una partícula abandonada en la factibilidad, ajena entre los útiles, expuesta entre los otros, vulnerable a las angustias de la muerte y todas las demás descripciones mundanas y cotidianas de las páginas de Heidegger. De cápsula en cápsula, en la secuencia genética, el hombre asciende a una originariedad natural que no tiene nada de problemático ni de místico. Su ancestro, la materialidad del universo. La explicación neodarwinista es superior a todo lo que nos ofrecen la religión, la filosofía, la antropología, la psicología; y no tiene comparación con el resto de las supercherías. El hombre, nos dice Heidegger, es arrojado al mundo, no es hacedor de las condiciones en que se encuentra sin habérselo pedido a nadie. De pronto está ahí, entre los otros. 106
En fin, la entera insolidaridad. Es el cuadro existencialista. Con cosas así no cabe más que recurrir a los mitos, a la poesía, a los consuelos de la imaginación. Pero ya no es época de excusar estas niñerías. Vea por el contrario la respuesta de Darwin: todo está incorporado en la continuidad de la descendencia. De eslabón en eslabón se despliega la solidaridad de todo con todo, desde el magma primordial hasta el presente. ¿Qué peso, qué contraste pueden sostener frente a una relación así las desventuras culturales del hombre? Permítame unas líneas todavía. Porque esta identificación con el universo debe ponerse en su lugar. No vamos a caer ahora en tonterías antropocéntricas. Aquí se me ofrece un rincón para reverenciar las técnicas otra vez. Sin ellas no llegaríamos a la Luna. Es de la perspectiva desde la Luna que quiero hablarle aquí. Se dice “estar en la Luna”. Y vea cómo se forman las paradojas. Porque cuando los astronautas Armstrong, Aldrin y Collins estuvieron en la Luna, nadie podría decir que estaban en la Luna. Eran otros los que estaban en la Luna, y siguen en ella. Estando allí, estos hombres nos enviaron imágenes de sus paseos y saltos por el lugar. Imágenes de nuestra tierra también, que mucho me impresionaron y me impresionan todavía. Son estas imágenes de nuestra habitación en el universo lo que me importa aquí. ¡Ay, mi amigo, se dice que hemos perdido la capacidad de asombro! ¿O será que me estoy asombrando de obviedades? Porque no veo que se haga reflexión de ello, como yo me la hago y vuelvo a hacer. Porque ver la Tierra desde la Luna, verla como un globo de colores que gira allá arriba en el firmamento y que de farol pasará a un punto cuando se la contemple desde Marte o Júpiter y a una nada cuando se vaya más allá de nuestro sistema solar, importa una lección moral difícil de sustituir. Muchos sabios nos han enseñado y vuelto a enseñar el 107
sentido de las proporciones, a considerarnos como una cosa intermedia entre las mónadas últimas y las gigantescas galaxias. Pero nada puede reemplazar, pienso yo y así lo experimento, a esta visión de la tierra desde la Luna. Allí hay seres, piensa uno, ahora mismo hacen un gran ruido entre ellos, pero desde aquí no se ve, no se oye nada. ¡Ahora sí que termino! ¡Lo prometo! Se trata de algo que dije más atrás a propósito de Agustín, sus apetitos carnales, la vana voluntad y el pecado germinal. Le decía allí que me parece exagerado el papel que suele asignarse a las ideas y los hechos de hombres particulares, pero que mejor le hablaba de esto al final de mi carta. Tal consideración vale superlativamente desde hace unos cientos de años tratándose de “la filosofía y los filósofos”. Hay una consideración histórica muy obvia que tener presente pero que no se tiene al parecer cuando se habla de “la filosofía y los filósofos”: que la separación de las ciencias y la filosofía es fenómeno moderno. Hay que tener esto muy en cuenta para no confundir a los filósofos de ahora con los de ayer. Cuando la filosofía se transforma en “ciencia de lo general”, en “reflexión sobre las condiciones de posibilidad de la experiencia”, en “ciencia de las ciencias”, en “teoría general del conocimiento”, “lógica general”, “teoría del ser en general”, etc., pero también en “concepción del mundo”, “cosmovisión”, “doctrina de la vida, del hombre y Dios”, cuando en fin la filosofía sale de su relación con el saber específico de las ciencias que saben medir, calibrar, controlar sus eventuales logros y propósitos, entonces, ha alcanzado un status problemático. Tan así que toda ella puede ser dejada de lado, a su albedrío y fantasía. Si uno está pensando en objetos —en mariposas, en batallas campales, en estrellas o producción de cañones— no hay problemas con el pensamiento. Si uno se pone a pensar en el pensamiento surge 108
la cuestión obvia de si está pensando de verdad. En todo caso, uno tiene que pensar en el pensamiento que piensa objetos —que piensa mariposas, que piensa cañones. Este es (si frases como “este es” son aquí apropiadas y no equívocas y hasta absurdas) el pensamiento en que se podría pensar con la probabilidad de estar pensando en algo. Si se pone uno a pensar en el pensamiento en general tiene la dificultad —esta no es la menor— de que su objeto, el pensamiento en general, sea efectivamente el pensamiento que se ejerce cuando se piensa cualquier objeto. El caso de Kant es el que mejor se presta aquí. De él viene esta reducción de la filosofía a conocimiento de lo que hay de universal en la experiencia y su separación del resto de las ciencias como doctora de la posibilidad de toda ciencia. Con Kant que inaugura este modelo de “filosofía a secas” (que he oído muchas veces que quieren practicar muchos filósofos latinoamericanos), se muestra ya, preciso e irreductible, el problema de tal proyecto: el impasable abismo entre el pensamiento así reducido y la experiencia concreta. En pocas palabras: lo mejor que puede lograr un proyecto así es un esquema de toda experiencia posible. Pero ese esquema, en el supuesto de que sea algo necesario para toda experiencia, no es suficiente, ni mucho menos. Lo que le ocurre a Kant —el hiato insalvable entre la posibilidad y la existencia— le ocurre en las cumbres de la especulación pura, en el nivel de la lógica generalísima. Pero, le ocurre. Ni que decir, le ocurre a todo el mundo. Le ocurre a Hegel. Le ocurrió a Platón. Significativamente a Platón, que consideraba que entre un círculo trazado en la pizarra y un círculo concebido en la mente no había problemas de elección: el círculo propiamente tal y realmente círculo es el que concebimos en nuestra mente, no el que vemos con nuestros ojos. Pero, como se dice, Platón tenía que “salvar las 109
apariencias, los fenómenos”. Es decir, explicar los círculos dibujados en el pizarrón. Algo que no logró jamás. Usted me dirá la dificultad que se presenta cuando se va más allá de este ámbito sumamente abstracto en que algunos filósofos tratan en vano de ir del pensamiento a las cosas. Heidegger trata de desarmar todo esto rechazando el dualismo clásico, pensamiento y realidad. Un problema que tiene es el de un mundo civilizado, científico, ilustrado, construido sobre estos fundamentos. Otro problema es el de la implicación de sus ideas en la realidad. Que no se escurra de esto, porque él mismo juzgó que sus ideas se combinaban con los ideales del movimiento nacionalsocialista alemán. Pero tal combinación se probó una gran tontería o, si prefiere, un gran error. Y un gran error es, si vamos a darle la palabra a François Fédier, “la incapacidad de ir del pensamiento a la vida”. Heidegger, entonces, no está de acuerdo con la separación del pensamiento y el ser; pero aquí está la separación, como la esencia misma de su gran tontería. A esto es a lo que voy: la separación de la filosofía, la reina de las ciencias, que una vez hecha no se puede restablecer filosóficamente, o por la vía de la pura especulación. Usted nunca llegará a nada concreto si quiere hacerlo a partir de tiradas silogísticas desde las grandes ideas de la filosofía. No le queda, en tal caso, más que decidir, dar un salto. Pero este salto no es cosa unívoca. Es una… elección. Me tienta la imagen del asno de Buridán ante dos montones de heno, uno de plástico, el otro de heno. ¿Qué hace el burro? O se queda donde está, o suena la flauta por casualidad, o comete la gran burrada. También puede ser así: Uno decide irse con Pinochet o con sus bártulos, uno decide sumarse con sus grandes ideas al nazismo o hacer sus maletas y partir a Suiza. Y aquí está el punto con el que quería terminar: que la filosofía así como se estila —“a lo grande”, “a secas”— no es 110
al fin de cuentas esa cosa firme, fundamento de todo. Puede fundar esto o lo otro. Lo que quiere decir que por sí misma no funda nada. Por eso pueden vivir los hombres del poder sin la filosofía. La pueden emplear como una fachada. Pero a la hora de la verdad, si no les sirve, prescinden de ella. Los filósofos a secas, y sus adláteres, se dan mucha más importancia que la que les corresponde en el reparto de la importancia. Se hace un gran ruido con los fundamentos filosóficos, pero nuestro mundo está fundado en pilares reales, no en el “espíritu de los pilares”. Espero que esté usted muy bien y que no se haya dormido a estas alturas. Su amigo de siempre,
Juan Rivano Lund, julio de 1988.
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Textos citados Agustín. Confesiones. Calvino, Italo. How they got Galileo. Traducción de James Marcus, en New York Review of Books, October 8, 1987 Issue. Canetti, Elías. Crowds and Power. 1962. Littlehampton Book Services Ltd. Fédier, Françoise. Heidegger: anatomie d'un scandale. Une tempete médiatique qui n'accouche que d'un pseudoevenement. Joachimsen, Paul. La Época de la Reforma. En Historia Universal Espasa-Calpe, tomo V: La época de la revolución religiosa. La Reforma y la Contrarreforma (1500-1660), 1975, 9ª edición. Lulio, Raimundo. El Libro de los Proverbios. Pagels, Elaine. The Politics of Paradise: Augustine’s Exegesis of Genesis 1-3 versos Thato of John Chrysostom. En The Harvard Theological Review. Vol. 78, No. ½ (Jan. – Apr., 1985), pp. 67-99, Cambridge University Press. También en Newsweek (June 27, 1988) Sheehan, Thomas. Heidegger and the Nazis. En New York Review of Books, June 16, 1988.
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Notas [1] “Aunque no era desconocido (el tema), se le concederá a Farías haber sido el primero en publicarlo.” [2] “Un “Sacrificio” macabro en el mar del sur de China”.
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NOTA FINAL
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