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Spanish Pages [308] Year 2010
Breve historia del cerebro
Julio González Álvarez
CRÍTICA Barcelona
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a Lola, a mis hijos y nieto a mi madre mis hermanos y familia a los amigos y colegas
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• Introducción
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uestro planeta ha generado unos seres curiosísimos, inéditos en cualquier otra parte conocida. Esos organismos extravagantes que se mueven por sí solos, duplican e intercambian sustancias con el medio, están dotados de una propiedad especial que llamamos comportamiento que emana de un sistema nervioso pilotado por un cerebro. Se dice que el cerebro es el pedazo de materia más complejo del universo conocido, y no lo desmentiremos en estas páginas. Un kilo y cuarto de proteínas que en el ser humano crea una mente, y en el resto de los animales, estados «mentales», o cuasimentales, como las intenciones, las vivencias de dolor, placer, miedo, ira, apego..., la percepción del mundo circundante y alguna forma de representación interna que permita navegar y sobrevivir en el mismo. Inundado por un torrente de datos que cambian continuamente, el cerebro, tanto humano como animal, constituye un asombroso mecanismo diseñado para poner orden y extraer patrones estables a partir de esos datos. Cualquier organismo orientado a metas, como obtener alimento o pareja sexual, evitar ser presa de otros, etcétera, debe construir, para no perecer, algún modelo virtual de su entorno a partir de la confusa maraña de estímulos que le rodea. Y parece que un dispositivo orgánico de procesamiento distribuido y paralelo es una de las mejores soluciones que podía encontrar la naturaleza en su andar evolutivo. Centrándonos en el cerebro humano, se le estima compuesto por unas 1011 (100.000 millones) de células nerviosas, o neuronas, la ma-
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yoría de ellas situadas en la corteza cerebral. Cada neurona establece entre mil y diez mil conexiones con otras neuronas. Teniendo en cuenta que estas conexiones, o sinapsis, son clave para el funcionamiento mental, su número resulta astronómico y sus combinaciones ilimitadas. Nos encontramos, pues, ante una estructura reticular difícil de imaginar en toda su complejidad. Pero aquí se plantea un interrogante fundamental: ¿cómo es posible que emerja un estado mental, o incluso un «yo» consciente, a partir de un conjunto de células o circuitos? Ésta es la pregunta del millón para la que la ciencia contemporánea no tiene respuesta, y este libro tampoco. Su objetivo es más modesto, pero igualmente interesante: pasar revista a las grandes respuestas que la humanidad ha ido ensayando en el curso de los siglos. Se trata de acercarnos de forma amena, pero rigurosa, a la evolución de las ideas compartidas por generaciones acerca del órgano que «fabrica» la mente; las principales conquistas y los experimentos que han marcado un punto de inflexión en esta historia, desde las primeras dudas entre el corazón y el cerebro como origen de las funciones mentales hasta algunos de los avances más recientes. Nos aproximaremos al largo reinado medieval de los «espíritus animales» y su misteriosa acción sobre el cuerpo, y a la naciente mirada naturalista que los destrona definitivamente. Al descubrimiento de la electricidad «animal» en la Edad Moderna y los nuevos interrogantes que planteó. A los acalorados debates sobre la corteza cerebral y su verdadera función a lo largo del siglo xix; presentaremos los casos clínicos y ensayos experimentales que terciaron definitivamente en esta larga discusión. Miraremos de forma resumida, como no puede ser de otro modo, la gigantesca contribución de Cajal y su descubrimiento de la neurona como pieza clave del cerebro y todo el sistema nervioso, y cómo esto impuso orden en un caos incomprensible de filamentos nerviosos, abriendo un nuevo paradigma que permitió emprender el estudio de los circuitos neurales. Al hallazgo de los neurotransmisores y su papel en el registro de la información, así como las recientes técnicas de exploración del cerebro. Cerraremos este repaso con unas breves reflexiones sobre el problema de la conciencia, y los avances científicos de los últimos años en este campo enigmático. No es, por tanto, un texto de neurociencia, ni siquiera sobre el propio cerebro, sino más bien un pequeño libro sobre la evolución de
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las ideas y conocimientos que la humanidad ha ido atesorando acerca de él y de su producto, la mente. El autor, como investigador de cuestiones relacionadas con el funcionamiento cerebral del lenguaje y los procesos de percepción humana, acarició durante tiempo la idea de escribir un resumen de los principales hitos de la ciencia del cerebro. Un sencillo libro con fines divulgativos, que resultara a la vez placentero y esclarecedor, alejado del estilo académico que debe utilizar de continuo en sus artículos científicos. En castellano es fácil encontrar excelentes historias de la ciencia —muchas de ellas en esta misma colección de la editorial— centradas en la física, la biología, la astronomía, el origen del hombre...; pero siempre echó de menos historias sobre la neurociencia y sus pioneros, aunque fueran breves. En inglés, por ejemplo, hay magníficos textos divulgativos como los de Stanley Finger, Charles Gross y otros. Esto le lleva al autor a recordar y agradecer las numerosas conversaciones científico-filosóficas mantenidas con amigos y colegas de la universidad sobre esa cosa tan extraña que llamamos cerebro. También a reconocer el enriquecedor intercambio de puntos de vista con su esposa y familia, y su infinita paciencia ante un trabajo que se ha convertido en un absorbente hobby. Y, por último, agradecer el esfuerzo y mimo que la Editorial Crítica ha dedicado a esta obra desde el primer momento, con el objetivo de ofrecer un producto final cuidado y de calidad.
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o siempre fue obvio que la mente residiera en el cerebro. Aristóteles (384-322 a. C.) creía que un órgano tan inmóvil, grasiento, frío, aparentemente inútil y escaso de sangre, desempeñaba un papel secundario en el cuerpo.1 Para el filósofo griego, el cerebro era una flema sobrante que sólo servía para refrigerar la sangre, una especie de radiador natural. Consideraba más lógico adjudicar al corazón el origen de la función mental: ocupa un lugar central en el cuerpo, se mueve, es caliente, contiene sangre, y si se detiene cesa la vida y toda actividad anímica. Esta concepción cardiocéntrica contó con algunos partidarios hasta bien entrado el siglo xvii. El propio William Shakespeare atribuía la razón al cerebro, pero suponía al corazón encargado de las emociones. Hoy perviven ecos de esta creencia en la etimología de palabras como «cuerdo», «recordar», «recuerdo», etcétera, cuya raíz latina es cor (corazón). En inglés, saber algo de memoria es «by heart». Para nosotros, el corazón es símbolo inequívoco del amor y otros tiernos sentimientos (no decimos te quiero con el sistema límbico), pero somos conscientes de que se trata de una metáfora. Hay que tener en cuenta que Aristóteles se apoyó en lo que veían sus ojos: el corazón late, se mueve, y el movimiento era la clave para distinguir a los animales de las rocas y otros seres inanimados. Tiene sangre, y este precioso líquido es esencial para la vida: cuando se pierde, el bruto o el humano muere y queda inmóvil para siempre. Es lo que pensaría un niño o un adulto actual sin otra información. El cora-
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zón está caliente y el calor es una diferencia importante entre los vivos y los muertos. Aristóteles no se dedicó sólo a reflexionar, él mismo diseccionó decenas de especies, desde elefantes hasta erizos de mar, aunque probablemente nunca un ser humano. Además, sabía que algunos animales inferiores, carentes de cerebro, eran capaces de moverse y de tener sensaciones, luego éste no parecía el responsable de esas funciones. También era sabedor de que en muchos embriones —un pollito en el cascarón— se podía ver al pulsátil corazón antes que el cerebro. El corazón era considerado como «la acrópolis del cuerpo» por los antiguos griegos, pero también por los egipcios, mesopotámicos, hebreos e hindúes.2 ¿Por qué habría de llevar la contraria?
Hipócrates: es el cerebro Sin embargo, en la Grecia clásica no todos iban tan desencaminados en esta cuestión. De forma paralela, una nueva corriente de pensamiento había surgido unas décadas atrás a partir de las observaciones de Hipócrates (c. 460-377 a. C.), el padre de la medicina. En franca oposición al ambiente general de la época, que achacaba las enfermedades a los dioses y colocaba al corazón como el centro de la actividad corporal, Hipócrates concibió al cerebro como el principal controlador del cuerpo y a las enfermedades como fenómenos naturales.* Según él, «los hombres deberían saber que del cerebro y nada más que del cerebro vienen las alegrías, el placer, la risa, el ocio, las penas, el dolor, el abatimiento y las lamentaciones». En su Corpus hippocraticum aparecen múltiples referencias a perturbaciones del movimiento causadas por una lesión en la cabeza. Incluso asoció certeramente heridas en un lado de la cabeza con convulsiones y parálisis en la mitad opuesta del cuerpo. En aquel tiempo la epilepsia era considerada una enfermedad sagrada, originada por fuerzas demoníacas cuando se perdía la protec*
Hay que decir que el cerebro aparece mencionado por primera vez en un papiro egipcio del siglo xvii a. C. Es el célebre Papiro de Edwin Smith, así llamado en honor a su descubridor, y se trata del primer documento histórico en que tal órgano aparece.
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ción de los dioses; pero Hipócrates refiere en su escrito Sobre la enfermedad sagrada: En cuanto a la enfermedad que llamamos sagrada, no me parece más sagrada ni más divina que las otras enfermedades, sino que tiene una causa natural de la que se origina como otras afecciones. Los hombres le han atribuido una causa divina por ignorancia y por el asombro que les inspira, pues no se parece a las enfermedades ordinarias. Y esta noción de su divinidad es mantenida por su incapacidad para comprenderla... 3
Todo un ejemplo de sano escepticismo orientado hacia la observación natural. A través del tiempo, es este tipo de espíritu el que empuja a la humanidad en el avance del conocimiento y se impone a los convencionalismos del momento.* En su escrito carga más adelante contra toda clase de sanadores y charlatanes que «usan la divinidad como pretexto y pantalla de su propia incapacidad para ofrecer asistencia». Si las enfermedades fueron sustraídas del ámbito de los dioses y de la religión y entendidas como fenómenos de causas naturales —la revolución hipocrática—, ¿cuál sería el marco de explicación de la época? La respuesta es la teoría de los cuatro humores. En la Grecia clásica se partía de la premisa de que todas las cosas del mundo estaban hechas de unos pocos elementos combinados en distintas proporciones, concretamente estos cuatro: fuego, aire, agua y tierra. Hipócrates y sus seguidores vincularon cada elemento a un fluido o humor del cuerpo y a un órgano: fuego a la bilis amarilla y al hígado, aire a la sangre y al corazón, agua a la flema y al cerebro, tierra a la bilis negra (no sabemos hoy con exactitud a qué se refería) y al bazo. La enfermedad era, pues, el resultado de un desequilibrio dañino entre estos humores. Por ejemplo, la ictericia era consecuencia de un exceso de bilis amarilla, lo cual no era un desatino; los ojos enrojecidos denotaban * Pensemos en Galileo y tantos otros. Salvando las distancias, esta actitud de Hipócrates nos recuerda a las observaciones agnósticas que Darwin haría muchos siglos después en sus escritos autobiográficos y que fueron extraídas por su esposa porque estaban escritas «con demasiada libertad» y chocaban con el espíritu victoriano de la época. Recientemente, estas observaciones se han desvelado en una nueva edición.
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demasiada sangre corporal; la epilepsia venía provocada por la sobreabundancia de flema. El tratamiento consistiría, consecuentemente, en restaurar el equilibrio humoral a través de una gama de procedimientos como el sangrado, purgado, drenado, ayuno, y otros. Las heridas abiertas en la cabeza se dejaban así, pero las cerradas, producidas por fuertes golpes sin fractura ósea, se trataban frecuentemente por trepanación, perforando en el cráneo. De acuerdo con la teoría humoral, un golpe en la cabeza podía formar una acumulación malsana de sangre y otros humores que degenerarían en «pus», entorpeciendo las funciones cerebrales. Con un agujero en el cráneo estos humores eran drenados y expulsados al exterior. Irónicamente, aunque la explicación humoral de base era errónea, sus conclusiones resultaron apropiadas en muchos casos y es probable que se salvaran vidas en cuadros de hemorragias cerebrales.4 Aunque Hipócrates y sus seguidores extendieron la idea de un cerebro rector del cuerpo y origen de los estados mentales, no acabaron con la explicación cardiocéntrica y ésta, aun perdiendo terreno, siguió contando durante generaciones con defensores, entre ellos Aristóteles, como hemos visto. En cierto modo, el debate cerebro-corazón perviviría de forma soterrada durante la Edad Media.
Galeno: la referencia para generaciones Varios siglos más tarde, se erige vigorosa la figura de Galeno (c. 130200 de nuestra era) en la época del imperio romano. Griego nacido en Pérgamo, se traslada a Roma y llega a ser médico de la corte con cuatro emperadores sucesivos. Allí se enfrenta a sectas y charlatanes de todos los pelajes. Galeno idolatraba a Hipócrates y Aristóteles a través de sus escritos y coincide con ambos en que nada debía aceptarse si no era experimentado a través de los sentidos, aunque no compartía la visión cardiocéntrica del segundo. Volvemos a encontrar la misma actitud de curiosidad dirigida a la observación natural y escéptica ante los prejuicios reinantes. Hipócrates era para Galeno el «médico ideal» y estaba convencido de que el Corpus hippocraticum recogía toda la sabiduría médica de la época. Incansable escritor, Galeno produjo una
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enorme cantidad de escritos y sus puntos de vista dominarían la medicina europea durante siglos. Hipócrates y Aristóteles no vivieron en tiempos propicios para la disección humana y no hay constancia de que alguno de ellos inspeccionara el interior de un cadáver humano. Los griegos creían que el alma no hallaba la paz hasta que el cuerpo tuviera el descanso debido. De modo que los enterramientos eran prontos y respetuosos, e imperaba el convencimiento de que los dioses castigaban a quien osara perturbar el descanso de un muerto. En ese contexto, una autopsia post mórtem era impensable, sencillamente obsceno. En los años de Galeno también las autopsias estaban prohibidas por la ley del imperio romano y quizá parte de su conocimiento sobre la anatomía humana procediera de observaciones de vísceras o huesos en campos de batalla y luchas de gladiadores. Pero es seguro que la mayoría de sus conclusiones fue fruto de extrapolaciones hechas a partir de las disecciones animales. Parece que Galeno aconsejaba a sus discípulos viajar hasta la lejana Alejandría para que tuvieran la oportunidad de contemplar un esqueleto articulado que se conservaba allí; hasta tal punto se trataba de una observación rara. Pero si Galeno no podía diseccionar cadáveres humanos, se empleó a fondo con toda clase de especies vertebradas en su búsqueda de conocimiento anatómico, de cómo la naturaleza había construido a sus criaturas. Gatos, perros, camellos, leones, lobos, osos, comadrejas, pájaros, peces, y un largo etcétera, pasaron por su tabla de disección. No así invertebrados, por carecer de cristales de aumento. Para estudiar el cerebro prefería a los bueyes porque, siendo un animal de gran tamaño y, por tanto, cómodamente observable, podía disponer con facilidad de sesos enteros ya deshuesados en el mercado. En una descripción muy citada, Galeno enseña a sus estudiantes cómo llevar a cabo la disección del cerebro de un buey de forma sistemática: Cerebros de buey, ya preparados y despojados de la mayor parte del cráneo, están generalmente a la venta en las grandes ciudades. Si crees que queda más hueso del necesario adherido [al cerebro] ordena quitarlo al carnicero que te lo vende... Cuando la parte [cerebro] está adecuadamente preparada, verás la dura madre [meninge o membrana que en-
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16 Breve historia del cerebro vuelve al cerebro] ... Después de examinar las partes que lo rodean, es el momento de diseccionar el cerebro mismo ... Corta directamente a ambos lados de la línea media hasta llegar a los ventrículos [cavidades laterales del cerebro, una en cada hemisferio] ... Intenta inmediatamente examinar la membrana (septum) que divide el ventrículo derecho del izquierdo ... Cuando has expuesto apropiadamente todas las partes que comentamos, observarás un tercer ventrículo entre los dos anteriores, y un cuarto ventrículo detrás de él. Verás el conducto sobre el cual la glándula pineal se monta dando paso al ventrículo en el medio. 5 [comentarios nuestros entre corchetes]
Se trata de una exposición detallada y ajustada a nuestros conocimientos actuales. Pese a todo, Galeno no se contenta con la mera exploración anatómica del cuerpo; le interesa particularmente averiguar cómo funcionan los órganos, cuando los seres animados están vivos, y para ello tuvo que recurrir a la vivisección o disección en vivo de animales a los que no se les practicaba ninguna anestesia (así era la historia de la ciencia en sus inicios). De hecho, la existencia de algunos nervios ya era conocida en tiempos de Galeno, pero poco se sabía de sus funciones; una forma de descubrirlo sería cortar un nervio en el animal vivo y observar las consecuencias. En un experimento, muchas veces mencionado, Galeno comprobó lo siguiente: si cortaba una pareja concreta de nervios en la garganta de un cerdo, el forcejeante animal dejaba inmediatamente de chillar, aunque mantenía la función respiratoria. Sorprendido por el inesperado hallazgo, lo repitió y confirmó en otras especies con idéntico resultado —los perros dejaban de ladrar, las cabras de balar, incluso los leones de rugir—. Galeno llamó a ese par de nervios [los nervios craneales se organizan por parejas] nervios de la voz. Hoy sabemos que se trataba del nervio laríngeo recurrente, una rama derivada del X par craneal y que a veces, en honor a nuestro hombre, se le denomina el nervio de Galeno. En una serie de experimentos, Galeno seccionó la médula espinal a diferentes alturas de la columna vertebral para averiguar qué partes del cuerpo quedaban paralizadas por debajo del corte. Usó sobre todo cerdos y monos por su semejanza a los humanos. Según refiere Spencer:
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¿Corazón o cerebro? 17 En monos, [Galeno] pasaba un fino cuchillo de hoja plana entre las láminas [de la columna vertebral] para así cortar la médula transversalmente... Cuando la médula quedaba dividida transversalmente, los nervios conectados con ella por debajo del corte perdían su función tanto sensitiva como de movimiento. Si la sección era al nivel del sacro [hueso inferior de la columna formado por varias piezas soldadas], se perdía la sensación y el movimiento del pie. Si el corte era más arriba, había pérdida de sensación y movimiento en el muslo, cadera y región lumbar. Cuando la sección se realizaba al nivel de las vértebras torácicas, los enérgicos movimientos respiratorios comenzaban a debilitarse... Con una sección al nivel de la quinta vertebral cervical, los brazos quedaban completamente paralizados, pero el diafragma continuaba con pleno movimiento. 6
Más allá de la aflicción que nos causa en nuestra sensibilidad actual, estos experimentos nos hablan de una insaciable curiosidad por conocer el funcionamiento del cuerpo. En descargo de Galeno hay que decir que este tipo de prácticas se han realizado siempre a lo largo de la historia y sólo muy recientemente empezaron a usarse anestésicos. Entre otras razones porque no se habían descubierto. Galeno veneraba intelectualmente a Aristóteles, pero, en lo tocante a las funciones superiores, no dudó en desmarcarse de su concepción cardiocéntrica. Al igual que Hipócrates, tenía la certidumbre de que la actividad mental se originaba en el cerebro y no en el corazón. Para empezar, como experimentado viviseccionista había comprobado que el cerebro de un animal vivo está caliente y no frío como Aristóteles pretendía. Por otra parte, si la función del cerebro hubiera sido la de un radiador que enfría la sangre caliente del corazón, lo lógico es que la naturaleza lo hubiera dispuesto más próximo a dicho órgano. Pero sobre todo, sus trabajos de disección, en los que intentaba seguir el recorrido de los nervios a partir de los ojos y otros sentidos, le mostraban que éstos se dirigían en realidad hacia el cerebro y no hacia el corazón como sostenía Aristóteles. Los nervios recibieron mucha atención por parte de Galeno. Presumía de que, por simple palpación, podía diferenciar los que eran sensitivos de los que eran motores.7 Los primeros eran blandos porque
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necesitaban ser impresionados con la esencia de los objetos que eran vistos, oídos, tocados, saboreados u olidos. Además suponía que todos ellos confluían en una parte del cerebro —un sentido común— que generaba el concepto cabal de un objeto a través de todos los sentidos. Por su parte, los nervios motores eran duros porque tenían que llevar la fuerza necesaria para mover los músculos con firmeza. El sentido común, la memoria, la razón, todo ello residía en el cerebro; pero las emociones o la personalidad procedían del cuerpo en su conjunto. Hay que precisar que Galeno hacía suya la tradición anterior de que los nervios eran huecos, una especie de tubos por donde viajaban los «espíritus animales» procedentes del cerebro para mover las partes del cuerpo. Esta explicación duraría toda la Edad Media y la influencia de Galeno se extendió en Europa durante más de mil años.
Figura 1.1. Galeno diseccionando un cerdo y mostrando los nervios de la voz.
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Edad Media: teoría ventricular
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espués de muerto Galeno, sus ideas sobre el cerebro se convertirían en dogma durante más de un milenio. El período «oscuro» que supuso la Edad Media para la ciencia no sumó ningún avance sustancial a los descubrimientos de la época clásica. En general, fue una época difícil para la mayoría de la población, en la que la pobreza extrema era la norma, más que la excepción. En palabras de Georges Duby, el período medieval, especialmente la Alta Edad Media, es una época con «muy pocos hombres —las soledades se extienden hacia el oeste, hacia el norte, hacia el este, inmensas, y terminan por invadir todo—, tierras yermas, ciénagas, ríos vagabundos y landas, bosquecillos, pastizales, todas las formas degradadas del bosque que subsisten del incendio de los zarzales ... y de tanto en tanto claros ... surcos superficiales, irrisorios, que instrumentos de madera arrastrados por flacos bueyes han trazado sobre una tierra reacia, ... los campos que se dejan en barbecho uno, dos, tres años, diez a veces ... Ningún campesino cuando siembra un grano de trigo, espera cosechar más de tres si el año no ha sido demasiado malo —la cantidad suficiente como para comer pan hasta Pascuas—. Luego hay que contentarse con hierbas, con raíces, con aquellos alimentos ocasionales que se encuentran en el bosque o en la ribera de los ríos».1
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En una era rodeada de interpretaciones religiosas y metafísicas, se deja de lado el trabajo experimental y se abandonan las mesas de disección. Se escriben muy pocos tratados médicos y, cuando se hace, éstos se limitan a parafrasear a Galeno o a citar la autoridad de Hipócrates. Europa perdió en realidad el contacto con las obras clásicas, y sólo las redescubrió tardíamente a través de las traducciones árabes. Recordemos que para Galeno los nervios estaban huecos y a través de ellos viajaban los espíritus animales que movían los músculos o producían las sensaciones. Estos espíritus se originaban en la sustancia del cerebro pero se almacenaban en los ventrículos, o cavidades cerebrales, hasta que se necesitaban. No obstante, se trataba de una tradición que venía de más atrás. El concepto de «espíritus animales» se remontaba a la época de los médicos alejandrinos tres siglos antes de Cristo, y Galeno simplemente los integró en sus conocimientos anatómicos y fisiológicos. La creencia en los espíritus animales se mantuvo nada menos que durante dos mil años hasta que los experimentos de Swammerdam los pusieron en cuestión, ya entrado el siglo xvii.2 Una apoplejía, o ataque cerebral, se explicaba como el resultado de la acumulación de humores densos, bien flema, bien bilis negra, que obstruían el orificio de los nervios y entorpecían el paso de los espíritus animales. De esta manera se interrumpía súbitamente la transmisión de las sensaciones y los movimientos.3 De qué estaban hechos los espíritus animales o cómo contribuían a las sensaciones y al movimiento del cuerpo es algo que ni Galeno ni sus seguidores medievales aclararon en detalle. Se trata de los pneuma psíquicos, derivados de los pneuma vitales, en el sentido del término griego que significa aire, soplo, espíritu, hálito. Arranca de la creencia alejandrina de que la vida está asociada a un sutil vapor o pneuma relacionado con la respiración. El aire entra en los pulmones a través de la tráquea y se transforma en pneuma vital. Luego éste se mezcla con la sangre y a través de las arterias llega a la base del cerebro, donde se transforma en pneuma psíquico o espíritu animal, que es el responsable del correcto funcionamiento del cerebro.4 Esa prodigiosa transformación del pneuma vital en pneuma psíquico que acaecía en la base del cerebro era, según Galeno, gracias a la rete mirabile (red milagrosa), una maraña o plexo de pequeños vasos sanguíneos entrelazados
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en forma de red. Galeno aseguraba que no era simplemente una red, sino más bien múltiples redes, similares a las de pescador, puestas unas sobre otras. La rete mirabile fue una de las descripciones anatómicas en la que el médico griego erró de plano, porque no existe en los humanos —ni en los monos—, aunque sí en otros mamíferos y vertebrados. Seguramente la observó en los animales y la supuso y extrapoló a los humanos, a los que, recordemos, nunca diseccionó. Pero la rete mirabile se convirtió en un elemento importante que, con frecuencia, se citaba en tiempos medievales al invocar la autoridad de Galeno. En los siglos medievales un pequeño matiz introdujo una diferencia respecto a la doctrina galénica. Galeno entendía que los espíritus animales se generaban en la sustancia cerebral, en la parte sólida del cerebro, aunque luego se acumulaban en los ventrículos. Sin embargo, los Padres de la Iglesia establecieron que estos espíritus, y por tanto las funciones mentales, se creaban exactamente en los mismos ventrículos cerebrales. Para la mentalidad cristiana se antojaba más propio suponer el origen de los etéreos espíritus animales en las cavidades huecas de los ventrículos, que en la propia carne. El tejido cerebral era demasiado térreo, demasiado «sucio» para actuar de intermediario entre el alma y el cuerpo.5 Además, y ésta sí es una divergencia importante, se tiende a localizar las principales funciones cognitivas en ventrículos concretos. Así, Nemesius, médico y obispo de Emesa en Siria, bastante influyente en su tiempo, escribe en el siglo iv de nuestra era: Los sentidos tienen sus fuentes y raíces en los ventrículos frontales del cerebro, los de la facultad del intelecto están en la parte media del cerebro, y los de la facultad de la memoria están en la parte trasera del cerebro.6
Galeno pensaba que esas funciones podían verse afectadas por lesiones o enfermedades de modo separado, pero no intentó localizarlas en sitios particulares del cerebro. La creencia en la localización ventricular, es decir, no sólo la certeza de que los ventrículos son la base de la vida mental, sino, además, la distinción de ventrículos específicos para diferentes funciones, arraigó durante toda la Edad Media tanto en Europa como en Oriente
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Medio. Así lo atestiguan los escritos de Avicena, particularmente su célebre Canon, verdadera biblia árabe de la medicina. La idea general de la teoría ventricular medieval es que: a) La percepción está asociada a un ventrículo delantero, una inexistente cavidad frontal del cerebro. Se creía que había un único ventrículo delantero en lugar de los dos ventrículos laterales anteriores que hoy conocemos. Esta asociación entre el ventrículo y la percepción del mundo tal vez se basaba en la proximidad a los órganos sensoriales, que también ocupan una posición frontal: ojos, oídos, olfato y gusto, todos en la cara, y tacto de las manos y la cara. Se suponía que, además de los sentidos externos, había un conjunto adicional de sentidos «internos» alojados en tal ventrículo y hacia ellos confluían los nervios procedentes de los sentidos exteriores. Estos sentidos internos se combinaban en un único senso comune o, literalmente, sentido común, gracias al cual se formaba una imagen completa de cada objeto del mundo exterior. En el senso comune es donde, se pensaba, residía el alma humana. b) A continuación, la razón, o función superior del intelecto, ocuparía una posición central en el cerebro, dentro del ventrículo del medio. Esta facultad, conocida como cognición, era específicamente humana, pero junto a ella estaba el juicio o la estimación, una facultad compartida con los animales. Como ejemplo típico de estimación se planteaba el caso de la oveja que conoce de forma innata el peligro del lobo, y este conocimiento es resultado de la capacidad estimativa de la oveja. O sea, el juicio o la estimación era capaz de leer el significado o intención del lobo a partir de la imagen transferida desde el ventrículo delantero;7 y esto sin necesidad de experiencia previa. La principal diferencia, pues, entre estimación y cognición es que aquélla era innata y fija, fundada en el instinto, mientras que ésta podía hacer juicios originales basándose en la experiencia pasada. c) Finalmente, la memoria se ubicaría en el ventrículo trasero. Es decir, una vez que se han realizado las estimaciones y cogni-
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ciones, sus resultados se conservan para el futuro en esa cavidad posterior. Tales localizaciones no guardan relación, ni siquiera lejana, con lo que sabemos ahora, pero llama la atención la descripción intuitiva de los diversos procesos. Incluso esta división espacial de funciones se racionalizaba por comparación con la distribución de las salas en los tribunales clásicos, como leemos en un escrito del siglo xii: Sobre la explicación de las tres divisiones del cerebro, los antiguos filósofos lo llamaron el templo del espíritu, porque los antiguos tenían tres cámaras en sus templos: primero el vestibulum, después el consistorium y finalmente la apotheca. En el primero se hacían las declaraciones en los casos judiciales; en el segundo las declaraciones eran discernidas; en el tercero se fijaba la sentencia. Los antiguos decían que el mismo proceso ocurre en el templo del espíritu, esto es, el cerebro. Primero recogemos las ideas en la phantisca celular, en la segunda cámara pensamos sobre ellas, en la tercera, fijamos nuestros pensamientos, esto es, comprometemos a la memoria.8
Muchas descripciones gráficas, la mayoría ya en el Renacimiento, ilustran esta teoría ventricular. Hacia el final de la Edad Media, la espantosa Muerte Negra asola Europa en varias oleadas durante el siglo xiv. En sólo un decenio la gran plaga, o «gran pestilencia» como también se la conocía, se cobra la vida de un tercio de la población europea. Pero los tiempos anuncian cambios y en algunas universidades se inicia la prác-
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Figura 2.1. Ilustración del siglo xv de Gregor Reisch que muestra la concepción medieval de las funciones mentales.
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tica de disecciones humanas, si bien con desigual fortuna, pues una prohibición papal, todavía vigente, se hace sentir con más fuerza en unos sitios que en otros. Los trabajos quirúrgicos de la época, pretendidamente sanadores, corrían a cargo de barberos, verdugos y otras gentes de «toga corta» o baja posición social; por lo que las autopsias o disecciones post mórtem también eran efectuadas por esas personas bajo la autoridad del médico, o catedrático de «toga larga». Éste no ponía las manos en el cadáver ni se manchaba con sus fluidos; sentado en su prominente silla, conocida como cátedra, dirigía la autopsia desde su elevada posición, rodeado de una multitud de atónitos discípulos. Con frecuencia se hacían públicas y asistían gentes curiosas a lo que se consideraba un acontecimiento extraordinario. Los cuerpos humanos pertenecían normalmente a criminales ajusticiados proporcionados por las autoridades civiles, y como eran pocas las mujeres ejecutadas, cuando así sucedía la concurrencia de estudiantes o fisgones era masiva.9 Además del diseccionador manual y el médico, a veces había un segundo ayudante con un puntero para señalar a los pupilos las partes que iba dictando el médico. Éste solía limitarse a confirmar y seguir paso a paso las enseñanzas escritas de Galeno, o Avicena, como autoridades indiscutibles del medioevo. No era raro, pues, que se perpetuaran algunos de los errores galénicos. Uno de los primeros tratados medievales basados en disecciones fue la célebre Anatomía de Mondino, un profesor de Bolonia. Publicada en el año 1316, sus múltiples ediciones constituyeron el manual de Figura 2.2. Anatomía de Mondino. referencia en las escuelas médi-
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cas europeas durante casi tres siglos. Como muestra de la dócil reverencia a la autoridad galénica, Mondino incluye en su Anatomía una descripción detallada de la inexistente rete mirabile. En la portada de una de las ediciones podemos ver la representación de una escena típica de disección médica (véase Figura 2.2).
Renacimiento: volver a observar Con la llegada del Renacimiento europeo, la medicina pasó de repetir los antiguos dogmas, basados en las traducciones árabe-latinas de los textos clásicos, a la búsqueda de conocimiento nuevo. Supuso un «renacer» general, un volver a nacer de las ciencias y el pensamiento humanista. En este contexto, la gigantesca figura de Leonardo da Vinci (14521519) no es ajena a las cuestiones relacionadas con el cerebro y el sistema nervioso. Siendo el creador de obras maestras como La Gioconda o La Última Cena, su extraordinario talento brilló también en los campos de la ciencia, la tecnología o la arquitectura. Su actitud hacia el cuerpo y el cerebro es la misma que hacia otros aspectos de la naturaleza o la ingeniería: una insaciable curiosidad junto a una inventiva portentosa. Leonardo es hijo de su tiempo y acepta la explicación ventricular de los espíritus animales que aún pervive después de los últimos años medievales. Por eso está especialmente interesado en conocer en detalle la estructura de los ventrículos y, aplicando su pericia de escultor, resuelve probar un ingenioso procedimiento. En escultura, una práctica empleada para crear una obra de bronce consiste en hacerla primero en arcilla y sobre ella formar un molde hueco; luego ese molde se rellena del metal fundido y, una vez solidificado, se retira el molde y aparece una copia metálica del modelo inicial. Con esa lógica, Leonardo obtuvo un modelo de cera de los ventrículos cerebrales* que le permitió contemplar por primera vez su forma exacta en tres dimensiones.10 Al tratarse de cavidades naturales ya tenía de entrada el «molde» hueco; de modo que insertó un tubo en el ventrículo poste* Es seguro que el modelo de cera lo hizo en un buey y también probablemente en humanos.
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Figura 2.3. Dibujos de Leonardo da Vinci mostrando el cerebro tras inyectar cera para obtener el molde tridimensional de sus ventrículos o cavidades.
rior, de la memoria, para inyectar cera líquida caliente. Al mismo tiempo, introdujo otros tubos en la parte delantera del conjunto ventricular a modo de respiraderos por donde pudieran salir los fluidos del interior (líquido cefalorraquídeo). Una vez rellenas todas las cavidades de cera líquida, esperó a que ésta se enfriase y solidificase. Después cortó y retiró la masa cefálica circundante y voilà!, tuvo en sus manos una réplica fiel y detallada de todo el sistema ventricular.* Lo cierto es que el resultado no encajaba con la doctrina oficial medieval y no aparecía por ninguna parte un gran ventrículo delantero donde se alojara el senso comune y el alma. En su lugar estaban los dos ven* Esta ingeniosa técnica, que emplea una masa solidificante para obtener un modelo anatómico tridimensional, no volvería a aplicarse hasta los trabajos de Ruysch más de cien años después.
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trículos laterales anteriores en forma de cuerno, que hoy conocemos. Sin pretender renunciar a la teoría ventricular, Leonardo adoptó una solución de compromiso: recolocó el senso comune en el ventrículo del medio. Así, aunque Leonardo da Vinci no estaba preparado para contradecir frontalmente un dogma mantenido por la iglesia durante siglos, fue una figura de transición que allanó el camino a cuestionamientos futuros que no tardarían en surgir. Como artista de éxito, Leonardo obtuvo permiso para examinar cadáveres de los hospitales de Florencia, Milán y Roma. Diseccionó unos trescientos cuerpos y dibujó del orden de mil quinientos estudios anatómicos que nunca publicó.11 Su genio unía dos habilidades que no suelen ir juntas: la destreza científica y la artística. Cuando se contemplan dibujos de otros diseccionistas contemporáneos, éstos resultan torpes y caricaturescos, herederos del estilo medieval, con pobre información visual. La magnífica capacidad plástica de Leonardo le lleva a realizar descripciones gráficas con un realismo que no se había visto antes. Sin embargo, el hecho de no publicarlas hizo que su influjo sobre el saber anatómico de la época resultara limitado.
Vesalio: ruptura con la anatomía galénica Como hemos visto, la Edad Media vivió de rentas durante más de mil años en lo que al conocimiento anatómico se refiere. Se adoptó como dogma oficial las enseñanzas de Galeno y otros autores clásicos y ninguna novedad importante, que fuera fruto de la observación directa, se incorporó al acervo común. Un médico veneciano, Nicolo Massa, escribía en 1536: Me avergüenza —Dios me es testigo— cuánta es la ignorancia de algunos de los modernos, no solamente en sus razonamientos, sino también en el uso de los sentidos; siempre en su boca Aristóteles, Hipócrates, Galeno y Avicena, pero sin conocerlos realmente; sino que a manera de avecillas que repiten lo que oyen, deleitan así algunos oídos ... No quiero sin embargo que creas que voy a continuar calumniando a los antiguos, de los que aprendí; siempre los alabo porque nos transmitieron
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28 Breve historia del cerebro los principios de la ciencia, aunque de una manera imperfecta, para que nosotros podamos agregarles algo ... porque la ciencia anatómica cayó en el olvido después de él [Galeno] y no existe en la actualidad quienes se dediquen a disecar, de manera que puedan describir lo que ven sus ojos y tocan sus manos, sino que atienden a viejos códices escritos con incuria y tergiversados por los impresores ... 12
En este fragmento se respira ya la necesidad de avanzar en el conocimiento y volver a la observación de la realidad —disecciones en el caso de la anatomía—; es decir, se respiran los nuevos aires renacentistas. Y quien contribuyó a esto más que nadie en aquel momento fue Vesalio (1514-1564) con su monumental obra anatómica. Recordemos que Leonardo da Vinci ya había sido pionero en este campo —como en tantos otros— unas décadas antes, pero al no publicar sus trabajos, éstos pasaron inadvertidos en su tiempo. Andrés Vesalio (Andreas Vesalius en latín) era el quinto médico en su línea familiar. Nacido en Bruselas, estudia en las universidades de Lovaina y París. En la capital francesa tiene un profesor —Jacobus Sylvius— de ideas muy conservadoras, o sea muy galénico, pero apasionadamente comprometido con la anatomía, hasta el punto de que, en contra de la costumbre general, se implica personalmente en las disecciones y las lleva a cabo con sus propias manos, en vez de delegar en barberos o ayudantes chapuceros. La pasión por la anatomía del estudiante Vesalio no es menor y, no contento con las esporádicas disecciones académicas, frecuenta cementerios en busca de huesos humanos, disputándose el botín con bandadas de perros salvajes que solían merodear los camposantos de la época.13 Cuando ya es profesor de la Universidad de Padua, Vesalio hace suyo el hábito de su maestro parisino y también practica él mismo las disecciones. Las clases ya no son las consabidas lecturas de los textos galénicos que terminan rutinariamente con la disección de un animal a modo de simple ilustración; para Vesalio la disección constituye la parte más importante de la lección y se esfuerza por conseguir cuerpos humanos. En 1543 publica su monumental De humani corporis fabrica* que * Traducido como De la estructura del cuerpo humano, o también De los trabajos del cuerpo humano.
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supone un hito en la historia de la anatomía humana y tal vez uno de los libros médicos más importantes jamás escritos. Se trata de una innovadora obra de 663 páginas que recopilan sus enseñanzas de Padua con multitud de detalladísimas ilustraciones de admirable factura gracias a la destreza de un discípulo de Tiziano. Consta de siete libros agrupados como capítulos; el libro IV se dedica al sistema nervioso y el libro VII describe el cerebro. A través de sus numerosas disecciones humanas, Vesalio va comprobando que la anatomía galénica dista mucho de ser perfecta. Llega a contabilizar hasta doscientos errores que no encajan con lo que él observa, y le sorprende tanto aparente descuido en un médico de la talla de Galeno, venerado generación tras generación. En una de las ocasiones en que es invitado a la Universidad de Bolonia, Vesalio ensambla un esqueleto humano como regalo para sus anfitriones. Junto a él coloca el esqueleto de un mono con el fin de apreciar las diferencias y, de pronto, confirma algo que sospechaba tiempo atrás. ¿Cómo no se le había ocurrido antes? ¡Galeno jamás había diseccionado un cuerpo humano! Sus descripciones se ajustaban en realidad a la anatomía de un mono y de otros animales.* Fue toda una revelación que, en cierto modo, exculpaba al médico griego, pero ahora ¡quedaba todo por redescubrir! Y ésta fue una de las principales motivaciones que le impulsaron en su minucioso trabajo. Hay que reconocer que Vesalio comprendió las limitaciones que rodearon a Galeno —el imperio romano prohibía las disecciones humanas— y, pese a las discrepancias, nunca humilló en público, o ante sus estudiantes, la memoria del insigne precursor. Son tiempos de grandes cambios, de cuestionar creencias sacralizadas durantes siglos. El mismo año en que aparece la Fabrica... Copérnico publica su De revolotionibus orbium coelestium, en el que la tierra deja de ser el centro del universo, y, en cierto sentido, puede decirse que el tratado de Vesalio también constituyó un giro copernicano en la anatomía humana: las enseñanzas del pasado dejan de ser la * Desconocedor de los grandes simios, Galeno consideraba al macaco sin cola de Berbería (lo que hoy llamamos mono de Gibraltar) la especie más próxima al ser humano. Además de cerdos, bueyes, ovejas y otros muchos animales, cuando le faltaban estos macacos, recurría a los siempre más abundantes monos con cola.
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Figura 2.4. Portada de la monumental De humani corporis fabrica de Andreas Vesalius, grabada por un discípulo de Tiziano, pero supervisada por el autor. Muestra una disección pública ante las columnas y estatuas de la Universidad de Padua, dirigida por Vesalius, reconocible en el centro. En contra de la costumbre general, es el propio maestro quien practica la disección. El asistente se ve relegado al papel de mero afilador de cuchillos, sentado bajo la mesa. Los cuerpos se conseguían de las ejecuciones, a veces espaciadas a conveniencia de los médicos. Esta vez es una mujer, hecho infrecuente —son pocas las ajusticiadas—, por lo que la expectación es extraordinaria. Vesalius está rodeado de los representantes de la universidad, la ciudad, la iglesia y la nobleza, así como de los estudiantes y otros doctores. El uso de animales por parte de Galeno está representado por el mono de la izquierda y el perro de la derecha. Vesalius daba mucha importancia al conocimiento de la estructura ósea, de manera que los esqueletos son una constante en las ilustraciones de la obra (Gross, 1998).
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última palabra, la anatomía galénica no es perfecta y ya no es el centro del conocimiento sobre el cuerpo humano. La Fabrica se extiende rápidamente por los países europeos y se convierte en un estándar para muchos anatomistas. Sin embargo, la acogida no es la misma en todas partes, y, a medida que el tratado asciende geográficamente desde la renacentista Italia hacia el centro de Europa, algunos médicos de la vieja guardia oponen fuertes resistencias. A su otrora profesor de París, Jacobus Sylvius, la publicación de la Fabrica le molesta enormemente al poner en cuestión a sus idolatrados Galeno e Hipócrates. Como muestra, veamos dos perlas suyas sobre su antiguo estudiante: Honesto lector, te urjo a no prestar atención a cierto ridículo lunático, completamente falto de talento, que maldice y ataca impíamente a sus maestros. Vesalius debe ser duramente castigado y contenido de todas las formas posibles, para que su pestilente aliento no emponzoñe al resto de Europa.14
Sylvius publica un trabajo titulado Una refutación de las calumnias de un demente contra la anatomía de Hipócrates y Galeno. Vesalio, siempre respetuoso en lo personal, defiende y argumenta sus hallazgos, pero termina por distanciarse definitivamente de su rancio mentor. En la siguiente edición de la Fabrica, doce años después, ni siquiera le menciona. Como siempre ocurre con los nuevos paradigmas, la fuerza y la verdad de los hechos acaban por imponerse. Si la anatomía de Vesalio supuso una revolución en toda regla, su concepción de las funciones cerebrales fue menos rompedora. Continuó aceptando a los antiguos y Figura 2.5. Grabado del cerebro mosmedievales espíritus animales como trando sus cavidades o ventrículos (de idea clave de la actividad mental, la Fabrica de Vesalio).
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aunque empezó a albergar serias dudas respecto a las funciones de los ventrículos cerebrales humanos. Algo que le llamaba la atención es que éstos, si tan importantes eran para la razón humana, no diferían significativamente de los ventrículos de otros animales, carentes de intelecto. Pero no indagó más en este aspecto y, en el terreno fisiológico, se limitó a repetir la doctrina galénica: Me aventuré a atribuir a los ventrículos no más de que ellos son cavidades y espacios en los que el aire inhalado, añadido al espíritu vital [proveniente] del corazón es, gracias al poder de la peculiar sustancia del cerebro, transformado en espíritu animal.15
Descartes: espíritus animales en un sistema hidráulico Los postreros coletazos de los espíritus animales tuvieron lugar durante el siglo xvii y Descartes sería uno de los últimos en aceptarlos,* pero ahora con un aire nuevo, moderno (recordemos que estamos en la Edad Moderna). No realiza experimentos ni practica disecciones, Descartes es fundamentalmente un pensador, un filósofo, pero algunas de sus cavilaciones plantean preguntas que aún siguen abiertas y tienen plena vigencia hoy en día.** Por esta razón lo tratamos aquí con * Un influyente anatomista del siglo xvii que dudó de los espíritus animales fue el médico y profesor de Oxford, Thomas Willis (1621-1675). Sugirió que los nervios quizá secretaban gotitas de un fluido que causaba pequeñas explosiones en los músculos y los movía. Willis realizó múltiples disecciones que contribuyeron poderosamente al avance del conocimiento anatómico del cerebro y el sistema nervioso. Acuñó la palabra «neurología» y muchos términos que hoy son usuales como «lóbulo», «hemisferio», «cuerpo estriado», «piramidal», y otros. ** Una de ellas, muy actual en el campo de la inteligencia artificial, tiene que ver con la siguiente pregunta: ¿podría llegar a pensar una máquina? No hablamos de ciencia ficción, sino de planteamientos de gran calado filosófico que cobrarán protagonismo en las próximas décadas. Por el momento las escuelas filosóficas contemporáneas se dividen al dar una respuesta (véase por ejemplo el debate entre los filósofos californianos John Searle vs. Paul y Patricia Churchland). Aquí subyace la cuestión de la naturaleza del pensamiento, en qué consiste realmente pensar.
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cierta extensión, en compañía de otros que sí desplegaron una actividad científica. Descartes no cuestiona los ancestrales espíritus animales, pero pretende explicar su funcionamiento de acuerdo con el conocimiento tecnológico de la época y esto supone, en realidad, un gran paso hacia el abandono definitivo de la hipótesis del espíritu animal sobre la función nerviosa, que no tardará en producirse.16 René Descartes (1596-1650), de origen francés, es considerado como el padre de la filosofía moderna. En el año 1623 se recluye en una granja de Baviera y se embarca en una serie de reflexiones que habrían de ejercer una profunda influencia en el pensamiento occidental de los próximos siglos. Desencantado con los sistemas propuestos por los pensadores anteriores, sostiene que «[la filosofía] ha sido cultivada durante siglos por las mejores mentalidades que vivieron jamás, pese a lo cual nada hay en ella que no sea materia de discusión». Pone en tela de juicio todo lo que no ha sido firmemente demostrado —la duda, como posición vital— y desarrolla un riguroso método intelectual que le permite analizar racionalmente las cosas que le rodean y, entre ellas, el cuerpo y la mente humanos. En su Discurso del método escribe: Siempre he permanecido firme en la resolución que tomé de no suponer ningún otro principio que el que me ha servido para demostrar la existencia de Dios y del alma, y de no recibir cosa alguna por verdadera, que no me pareciese más clara y más cierta que las demostraciones de los geómetras.17
Cada época intenta explicar el mundo natural tomando como modelo el conocimiento y desarrollo tecnológico alcanzados. Para nosotros, después del vapor y la electricidad, el paradigma actual es el electrónico, y los ordenadores nuestra mayor conquista técnica. Conceptos traídos de la informática como acceso directo, feedback, procesamiento de la información, memoria a corto y largo plazo, etcétera, se aplican con naturalidad a la psicología cognitiva y nos ayudan a describir aspectos concretos del funcionamiento mental. Tal vez dentro de un par de siglos sonrían condescendientes y piensen «qué lejos se encontraban del paradigma gravitatorio». En el siglo xvii, el paradigma de referencia era el
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mecánico: muelles para los relojes, y el agua o el viento como las fuerzas sobre las que se asentaba la tecnología punta de la época. En consecuencia, Descartes se apoyó en los modelos mecánicos para comprender la conducta y el funcionamiento mental.* Siempre se sintió fascinado por los autómatas o figuras móviles que podían encontrarse en las fuentes de los jardines reales y que, merced a los principios hidráulicos e impulsados por la fuerza del agua, cambiaban de posición, ejecutaban movimientos de cierta complejidad, o incluso cantaban. O las muñecas mecánicas y los complicados mecanismos de relojería que movían figuras en las tiendas de las grandes ciudades. Descartes consideraba que los animales eran también autómatas, una especie de mecanismos de relojería naturales, con la única diferencia de que estaban hechos de otros materiales —órganos y partes del cuerpo— y, eso sí, con maquinarias más complicadas. Las personas también eran maquinarias, pero con una diferencia fundamental: tenían alma. ... lo cual no parecerá de ninguna manera extraño a los que, sabiendo cuántos autómatas o máquinas semovientes puede construir la industria humana, sin emplear sino poquísimas piezas, en comparación de la gran muchedumbre de huesos, músculos, nervios, arterias, venas y demás partes que hay en el cuerpo de un animal, consideren este cuerpo como una máquina que, por ser hecha de manos de Dios, está incomparablemente mejor ordenada y posee movimientos más admirables que ninguna otra de las que puedan inventar los hombres.18
Para el filósofo francés, también los espíritus animales están encerrados en los ventrículos cerebrales pero, al contrario que en las explicaciones medievales, ahora no actúan de forma misteriosa, sino que siguen los principios mecánicos de la hidráulica a través de los nervios huecos. Ya no son fabricados por la rete mirabile de Galeno, inexistente en el humano, sino por la glándula pineal** que Descartes * En otros campos como, por ejemplo, la astronomía y el orden celestial, el modelo de referencia era un complejo reloj. ** Esta glándula ya era conocida de antiguo y recibía su nombre por el parecido a la semilla de un pino mediterráneo (piñón).
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sitúa erróneamente en el interior de un ventrículo. Según él, esta glándula pendía libremente en la cavidad del ventrículo y estaba tapizada toda ella de finísimos filtros que filtraban la sangre y destilaban los espíritus animales: Y, por último, lo que hay de más notable en todo esto, es la generación de los espíritus animales, que son como un sutilísimo viento, o más bien como una purísima y vivísima llama, la cual asciende de continuo muy abundante desde el corazón al cerebro y se corre luego por los nervios a los músculos y pone en movimiento todos los miembros.19
Así pues, es la glándula pineal la que crea los espíritus animales a partir de la sangre y éstos se van acumulando en la cavidad del ventrículo que sirve de reservorio. A partir de aquí, la forma de actuar de estos espíritus responde simplemente a las leyes de la hidráulica: Similarmente, puedes haber observado en las grutas y fuentes en los jardines de nuestros reyes que la fuerza que hace el salto de agua desde su origen es capaz por sí misma de mover diversas máquinas o incluso hacerlas tocar ciertos instrumentos o pronunciar ciertas palabras según las varias disposiciones de los tubos por los que el agua es conducida. Y verdaderamente uno podría comparar muy bien los nervios de la máquina que estoy describiendo [el cuerpo] a los tubos de los mecanismos de estas fuentes, sus músculos y tendones a los diversos otros dispositivos y muelles que sirven para mover estos mecanismos, sus espíritus animales al agua que conducen, de los cuales el corazón es la fuente y las cavidades del cerebro el acueducto principal.20
La forma de operar es la siguiente: el ventrículo cerebral tiene múltiples orificios en sus paredes, provistos de poros o válvulas que abren y cierran el paso hacia los nervios huecos, que actúan como tuberías. La glándula pineal, suspendida en el centro del ventrículo, destila los espíritus animales y puede inclinarse libremente hacia un orificio u otro para verter mejor en su interior. Cuando la válvula se abre, el espíritu animal sale a presión a través del nervio hueco para mover el músculo o músculos correspondientes.
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36 Breve historia del cerebro ... había mostrado cuál debe ser la fábrica [estructura] de los nervios y de los músculos del cuerpo humano, para conseguir que los espíritus animales, estando dentro, tengan fuerza bastante a mover los miembros, como vemos que las cabezas, poco después de cortadas, aún se mueven y muerden la tierra, sin embargo de que ya no están animadas.21
En este sistema el sueño sobreviene cuando el cerebro se queda casi vacío de espíritus animales. Además, Descartes distingue la conducta voluntaria de la involuntaria: Si alguien dispara rápidamente su mano contra nuestros ojos, como para pegarnos, aunque sepamos que es nuestro amigo, que sólo hace eso en broma y que se guardará muy bien de causarnos mal alguno, nos es sin embargo muy difícil no cerrarlos; lo que demuestra que no se cierran por intervención de nuestra alma, puesto que ello ocurre contra nuestra voluntad, la cual es su única o al menos su principal acción; sino que se cierran porque la máquina de nuestro cuerpo está constituida de tal modo que el movimiento de esa mano hacia nuestros ojos provoca otro movimiento en nuestro cerebro, que conduce los espíritus animales a los músculos que hacen bajar los párpados.22
Descartes pasa por ser el primero que hizo una descripción detallada del reflejo nervioso, aunque sin designarlo con ese término. En su particular sistema, los nervios tienen en su interior unos finísimos filamentos que llegan arriba hasta los poros o válvulas. Estos filamentos están conectados a esos poros de modo que pueden abrirlos para que salgan veloces los espíritus animales. Así lo explica en una de las figuras cartesianas* más reproducidas en los manuales de historia de las neurociencias: Si el fuego A está próximo al pie B, las pequeñas partes de este fuego que, como sabes, se mueven muy rápidamente, tienen la fuerza de mover la parte de la piel del pie que tocan y de esta forma tiran del pequeño filamento C, C, que, como puedes ver, está enganchado al poro [válvula] de * La palabra cartesiano viene de Cartesius, o Cartesio, nombre latinizado de Descartes.
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Espíritus animales y ventrículos 37 entrada d, e, donde este pequeño filamento termina ... Siendo abierto así [el poro], los espíritus animales de la concavidad F [ventrículo] ... son transportados a los músculos que se usan para retirar el pie del fuego.23
Todo este tipo de especulaciones en torno al funcionamiento humano se recogen en un Tratado sobre el Hombre (De homine) que Descartes tenía pensado publicar en 1634; aunque al enterarse de cómo se las Figura 2.6. El reflejo nervioso según Deshabía gastado la Inquisición con cartes. su contemporáneo Galileo*, decidió que lo más prudente sería dejarlo para otra ocasión.** Por supuesto, no cuestionaba la existencia de Dios o del alma, pero, al entrar en detalles sobre la constitución humana, temía que éstos no se acomodasen a lo que la jerarquía eclesiástica establecía como apropiado según las Sagradas Escrituras. Por otra parte, el ambiente general no estaba para muchas bromas; eran tiempos convulsos en los que la Reforma luterana y la Contrarreforma habían protagonizado duros enfrentamientos y las susceptibilidades estaban a flor de piel. La razón y el lenguaje humanos En su Discurso del método (parte quinta), René Descartes desgrana una serie de reflexiones que todavía hoy se consideran actuales en ciertos aspectos y se citan con frecuencia a propósito de los nuevos interro* Galileo era treinta y dos años mayor que Descartes. ** De homine fue publicado ya a título póstumo en 1662, doce años después de la muerte de Descartes.
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gantes que se plantean —y sobre todo se plantearán en las décadas venideras— en torno a la inteligencia artificial (IA) y los robots del futuro. Para Descartes, los animales son como autómatas naturales, provistos de una maquinaria sin alma. Pero ¿cómo se distinguiría un hipotético autómata humano de una persona real? Habría dos formas: Y aquí me extendí particularmente, haciendo ver que si hubiese máquinas tales que tuviesen los órganos y figura exterior de un mono o de otro cualquiera animal, desprovisto de razón, no habría medio alguno que nos permitiera conocer que no son en todo de igual naturaleza que esos animales; mientras que si las hubiera que semejasen a nuestros cuerpos e imitasen nuestras acciones, cuanto fuere moralmente posible, siempre tendríamos dos medios muy ciertos para reconocer que no por eso son hombres verdaderos; y es el primero, que nunca podrían hacer uso de palabras ni otros signos, componiéndolos, como hacemos nosotros, para declarar nuestros pensamientos a los demás, pues si bien se puede concebir que una máquina esté de tal modo hecha, que profiera palabras, y hasta que las profiera a propósito de acciones corporales que causen alguna alteración en sus órganos, como, verbi gratia, si se la toca en una parte, que pregunte lo que se quiere decirle, y si en otra, que grite que se le hace daño, y otras cosas por el mismo estilo, sin embargo, no se concibe que ordene en varios modos las palabras para contestar al sentido de todo lo que en su presencia se diga, como pueden hacerlo aun los más estúpidos de entre los hombres; y es el segundo que, aun cuando hicieran varias cosas tan bien y acaso mejor que ninguno de nosotros, no dejarían de fallar en otras, por donde se descubriría que no obran por conocimiento, sino sólo por la disposición de sus órganos, pues mientras que la razón es un instrumento universal, que puede servir en todas las coyunturas, esos órganos, en cambio, necesitan una particular disposición para cada acción particular; por donde sucede que es moralmente imposible que haya tantas y tan varias disposiciones en una máquina, que puedan hacerla obrar en todas las ocurrencias de la vida de la manera como la razón nos hace obrar a nosotros ... Es también muy notable cosa que, aun cuando hay varios animales que demuestran más industria que nosotros en algunas de sus acciones, sin embargo, vemos que esos mismos no demuestran ninguna en muchas otras; de suerte que eso que hacen mejor que nosotros no prueba que ten-
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Espíritus animales y ventrículos 39 gan ingenio, pues, en ese caso, tendrían más que ninguno de nosotros y harían mejor que nosotros todas las demás cosas, sino más bien prueba que no tienen ninguno y que es la naturaleza la que en ellos obra, por la disposición de sus órganos, como vemos que un reloj, compuesto sólo de ruedas y resortes, puede contar las horas y medir el tiempo más exactamente que nosotros con toda nuestra prudencia.24 (La cursiva es nuestra.)
Y aquí trata la singularidad del lenguaje humano, característica esta que no encontramos en otras funciones cognitivas de un modo tan meridiano, y que aun en nuestros días sigue sorprendiéndonos:* Ahora bien: por esos dos medios puede conocerse también la diferencia que hay entre los hombres y los brutos, pues es cosa muy de notar que no hay hombre, por estúpido y embobado que esté, sin exceptuar los locos, que no sea capaz de arreglar un conjunto de varias palabras y componer un discurso que dé a entender sus pensamientos; y, por el contrario, no hay animal, por perfecto y felizmente dotado que sea, que pueda hacer otro tanto. Lo cual no sucede porque a los animales les falten órganos, pues vemos que las urracas y los loros pueden proferir, como nosotros, palabras, y, sin embargo, no pueden, como nosotros, hablar, es decir, dar fe de que piensan lo que dicen; en cambio los hombres que, habiendo nacido sordos y mudos, están privados de los órganos, que a los otros sirven para hablar, suelen inventar por sí mismos unos signos, por donde se declaran a los que, viviendo con ellos, han conseguido aprender su lengua. Y esto no sólo prueba que las bestias tienen menos razón que los hombres, sino que no tienen ninguna; pues ya se ve que basta muy poca para saber hablar; y supuesto que se advierten desigualdades entre los animales de una misma * La singularidad del lenguaje humano es un hecho llamativo. Por ejemplo, podemos formar una escala de complejidad creciente con los cerebros de diversas especies, culminando en el animal humano; también podemos ordenarlos por sus grados de inteligencia; pero no es posible algo parecido con el lenguaje; de ser así, nuestros primos hermanos, los chimpancés, hablarían gramáticas rudimentarias con vocabularios de varios centenares de palabras, o elementos equivalentes. Esta singularidad del lenguaje humano dentro del reino animal (y el universo conocido) complica la vida a quienes pretenden estudiarlo desde una perspectiva biológica, porque les priva de cualquier otro referente comparativo.
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40 Breve historia del cerebro especie, como entre los hombres, siendo unos más fáciles de adiestrar que otros, no es de creer que un mono o un loro, que fuese de los más perfectos en su especie, no igualara a un niño de los más estúpidos, o, por lo menos, a un niño cuyo cerebro estuviera turbado, si no fuera que su alma es de naturaleza totalmente diferente de la nuestra. Y no deben confundirse las palabras con los movimientos naturales que delatan las pasiones, los cuales pueden ser imitados por las máquinas tan bien como por los animales, ni debe pensarse, como pensaron algunos antiguos, que las bestias hablan, aunque nosotros no comprendemos su lengua; pues si eso fuera verdad, puesto que poseen varios órganos parecidos a los nuestros, podrían darse a entender de nosotros como de sus semejantes.25
Es un placer leer la prosa de Descartes y sus ajustados razonamientos; por eso, amigo lector, no hemos resistido la tentación de extendernos en sus citas. Dualidad del mundo Finalmente no dejaremos escapar la ocasión, aunque esto entra de lleno en el terreno de la filosofía, de hacer una breve referencia a lo más característico del pensamiento cartesiano: el dualismo. Para entenderlo mejor, empecemos por comparar nuestro pensamiento actual con el de nuestros antepasados recientes. Hoy, por lo que sabemos de la naturaleza y hasta donde alcanza la ciencia, podemos asegurar que el universo entero, desde nuestros océanos y tierras hasta las galaxias, estrellas y planetas más remotos, está todo él conformado de las mismas piezas básicas: los elementos químicos del sistema periódico.* Poco más de un centenar de clases de átomos dan lugar, al combinarse entre sí, a toda la materia que conocemos. En el pasado resultaba inconcebible que la materia viva que se mueve y respira (mi cuerpo, el de los animales) fuera del mismo tipo y tuviera la misma estructura íntima que la materia de las rocas u otros seres inertes. Se creía que había una especie de élan o espíritu vital exclusivo de * Aparte de la materia oscura, pero ése es otro cantar.
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los seres vivos que les confería una naturaleza distinta. Hoy sabemos que el oxígeno, el nitrógeno, el hidrógeno, el carbono, etcétera, que componen la carne de mi brazo son exactamente el mismo oxígeno (elemento n.º 8), nitrógeno (elemento n.º 7), carbono (elemento n.º 6), etcétera, que están en el aire, en la tierra o en las minas de carbón. El hidrógeno de mi sangre es exactamente del mismo tipo, o sea, un protón rodeado por un electrón, que el hidrógeno del gas de una nebulosa a millones de años luz. La diferencia es simplemente de organización: la materia viva tiene los mismos elementos que la inerte pero organizados y combinados de un modo mucho más complejo. Si esto pensaban nuestros predecesores respecto a la diferencia entre la materia inerte y materia viva, qué no pensarían sobre la distinción entre materia inerte y materia pensante. Es como si se tratara de dos sustancias radicalmente distintas, como si el universo tuviera dos clases de átomos: los átomos inertes y los átomos dotados de espíritu o mente. Ésta es la esencia del dualismo. Hoy vivimos instalados en un monismo básico:* la ciencia nos dice que la mente es una función del cerebro, y el cerebro es un órgano —eso sí, complejísimo— constituido por los mismos elementos básicos (carbono, nitrógeno, oxígeno, etc.) que el resto de los órganos y objetos del universo. De nuevo, la diferencia entre lo mental y lo no-mental estaría en la complejidad de la organización de los mismos átomos o partículas. Dicho esto, pasemos al dualismo cartesiano y a sus interesantes especulaciones sobre la mente y el alma humana. Para Descartes lo único seguro es la propia mente. A menudo, la apariencia de las cosas nos engaña; nuestros sentidos nos gastan malas pasadas, lo que parece que es no es, o lo es de un modo muy distinto a como creíamos. Sin embargo, si siento dolor es impepinable que siento dolor; será justificado o no, pero la existencia de mi dolor no admite discusión. Mis pensamientos pueden ser erróneos o acertados, pero son pensamientos, nadie me convencerá de que no existen, viven en mi mente y no necesitan ninguna demostración, su presencia es absolutamente obvia * Nos referimos al conocimiento científico. Aparte son las creencias religiosas, todas respetables, que cada cual es libre de profesar o no, independientemente de las evidencias empíricas del mundo natural.
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para mí. Como dice Descartes « ... encuentro en mí mismo una infinidad de ideas acerca de ciertas cosas de las que no puedo presumir [las ideas] que sean pura nada». Por tanto, para comenzar a demostrar la existencia y naturaleza de las cosas hay que empezar primero por aquello que es completamente seguro y que no necesita demostración, mi propia mente, mi propio pensamiento. Si pienso, es seguro que existo; después ya pasaremos revista al resto del mundo. De ahí la célebre frase «pienso, luego existo» (cogito ergo sum). Para Descartes, la mente (alma) es algo con existencia propia, una entidad radicalmente distinta y separada del cuerpo. Mi cuerpo sin la mente es sólo una máquina, un autómata muy perfecto pero vacío, al igual que el de los animales. En palabras del filósofo de Oxford, Gilbert Ryle, la teoría clásica de Descartes entiende que: El cuerpo humano está en el espacio, sujeto a las leyes mecánicas que gobiernan a todos los cuerpos espaciales, y sus procesos y estados pueden ser controlados por observadores externos. De este modo, la vida corporal es algo público, como lo es la vida de los animales y reptiles y aun el desarrollo de los árboles, cristales minerales y planetas. Pero la mente no se encuentra en el espacio ni sus funciones están sujetas a leyes mecánicas. Las operaciones de la mente no son observables por otro y su desarrollo es privado. Sólo yo puedo tener conocimiento directo de los estados y procesos de mi propia mente. En consecuencia, toda persona vive dos historias paralelas: una está formada por lo que le acaece a su cuerpo y la otra por lo que le acaece a su mente. La primera es pública; la segunda, privada. Los eventos que forman la primera historia pertenecen al mundo físico; los de la segunda, al mundo mental.26 (La cursiva es nuestra.) Se acostumbra a expresar esta bifurcación en dos vidas y dos mundos diciendo que las cosas y eventos que pertenecen al mundo físico, incluyendo el propio cuerpo, son externos, mientras que las operaciones de la propia mente son internas. Esta antítesis entre lo interno y lo externo es ofrecida, por supuesto, como una metáfora, dado que, al no estar las mentes en el espacio mal podrían estar dentro de algo ni tampoco contener nada en ellas.27 (La cursiva es nuestra.)
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Espíritus animales y ventrículos 43 Se da así una oposición polar entre mente y materia que, a menudo, se describe de la siguiente manera. Los objetos materiales se encuentran ubicados en un campo común, el «espacio», y lo que acaece a un cuerpo está conectado mecánicamente con lo que les sucede a otros cuerpos ubicados en otras partes del espacio. Pero los hechos mentales acaecen en ámbitos aislados, las «mentes», y no existe conexión causal directa entre lo que le sucede a una mente y lo que le pasa a otra ... La mente de una persona puede afectar la mente de otra únicamente a través del mundo físico. La mente es su propio espacio y cada uno de nosotros vive la vida de un fantasmal Robison Crusoe.28 (La cursiva es nuestra.) El acceso directo a las operaciones de la mente es un privilegio de ella; a falta de tal acceso privilegiado las operaciones de una mente están inevitablemente ocultas a los demás ... La soledad absoluta es el destino del alma. Solamente nuestros cuerpos se pueden encontrar.29
Gilbert Ryle, filósofo del siglo xx, no defiende la doctrina cartesiana; antes al contrario, la combate con su metáfora del «fantasma en la máquina» —que no procede ver aquí— pero la describe admirablemente. Descartes entiende que el alma o mente y el cuerpo son entidades distintas pero que deben estar íntimamente unidas, «y no basta que esté alojada en el cuerpo humano, como un piloto en su navío, a no ser acaso para mover sus miembros, sino que es necesario que esté junta y unida al cuerpo más estrechamente». Y es precisamente en la glándula pineal donde, según el pensador francés, tiene lugar la íntima unión entre el alma y el cuerpo. Para finalizar, hemos de decir que si los animales eran para Descartes maquinarias desprovistas de alma y mente y, por tanto, de pensamientos y sentimientos, hubo quien le siguió cruelmente a pies juntillas. Para el padre Malebranche «los animales comen sin placer, lloran sin dolor, crecen sin saberlo; nada desean, nada temen, nada conocen». Parece que un día, paseando por las calles de París con unos amigos, el desalmado clérigo propinó una tremenda patada en el estómago de una perra preñada. Ante los aullidos de dolor del animalito, sus acompañantes quedaron horrorizados por un acto de crueldad in-
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necesaria. Pero Malebranche, burlón, no sintió asomo de compasión por la pobre perra porque, a fin de cuentas, se trataba sólo de una máquina incapaz de experimentar verdaderas emociones. A decir del propio Malebranche, perpetró impasible toda clase de salvajadas con perros y gatos ya que, al carecer de alma, no podían sentir emociones reales y sus aparentes muestras de sufrimiento únicamente eran movimientos mecánicos y vacíos.30
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n la Edad Moderna el largo reinado de los espíritus animales está tocando a su fin. Durante el siglo xvii comenzó a tambalearse y en el xviii recibió la puntilla final. Recordemos que la explicación de la función nerviosa sobre la base de unos etéreos y enigmáticos espíritus se remontaba a los médicos alejandrinos del siglo iii a. C. y que, con pequeñas variantes, perduró durante el período clásico, toda la Edad Media y un par de siglos después. Estamos hablando, por tanto, de un reinado de casi dos milenios. Como hemos visto, Descartes, que no era un experimentalista ni hombre de ciencia en sentido estricto, pero sí un pensador de gran influencia sobre las cuestiones relacionadas con la mente, sería uno de los últimos en sostener la hipótesis de los espíritus animales. Sin embargo, el empeño en explicar su funcionamiento de un modo físico, según un modelo hidrodinámico, ayudó a que tales espíritus fueran observados con una mirada cada vez más naturalista. A medida que las diversas técnicas experimentaban avances, las observaciones se hacían más refinadas, pero éstas se resistían tozudamente a encajar dentro de lo marcado por la doctrina oficial. Por ejemplo, si los espíritus animales circulaban por dentro de los nervios huecos, éstos no aparecían huecos por ninguna parte. Leeuwenhoek, el gran pionero microscopista, por más que lo intentara no conseguía apreciar el orificio del nervio óptico de una vaca, a pesar de que, según Galeno, podría verse incluso a simple vista. Si se ligaba un nervio con fuerza, éste no se hinchaba por la presión de los espíritus anima-
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les. Y así en otros aspectos. En realidad, este proceso corrió parejo en todas las ciencias: las nuevas observaciones no se ajustaban a lo dictado durante muchos siglos. El telescopio de Galileo mostró manchas en un astro, el Sol, que se suponía que era perfecto; los elementos celestes no eran fijos e inmutables, sino que presentaban irregularidades y seguían las mismas leyes que los cuerpos terrestres; la presencia de satélites orbitando Júpiter contradecía la doctrina oficial de que todo el orbe celeste giraba en torno a la Tierra, y reforzaba la nueva teoría copernicana. El descubrimiento de la circulación de la sangre por William Harvey cuestionó también el modelo clásico de los cuatro humores. Es decir, se trataba de una transformación imparable en todos los frentes, a favor de las nuevas corrientes de la historia.
La rana entra en escena Uno de los precursores que más contribuyó a cuestionar la hipótesis de los espíritus animales fue un hombre poco conocido, cuyo trabajo sirvió de puente hacia los avances que vendrían unos años más tarde. Jan Swammerdam (1637-1680), biólogo y anatomista holandés célebre por sus disecciones de insectos, tenía una gran curiosidad y se formuló preguntas sobre un amplio número de cuestiones. Entre ellas, albergaba dudas respecto a ciertas aseveraciones de Descartes sobre el funcionamiento de los espíritus animales. Lo más notable es que decidió someterlas a prueba experimentalmente. Un día de 1662, a Swammerdam le llamó la atención un hecho fortuito mientras diseccionaba un perro: a veces los músculos del animal se contraían en ausencia de conexiones con el cerebro.1 Esto contradecía la teoría cartesiana de que los movimientos musculares ocurrían por la acción de espíritus animales insuflados desde el cerebro. Decidió continuar indagando en este fenómeno, pero esta vez escogió otro animal, la rana,* que, además de abundante, le pareció particular* Es justo decir aquí que, de alguna manera, Leonardo da Vinci se adelantó en esto como en tantas otras cosas. Fue probablemente el primero que perforó la médula espinal en una rana para observar las funciones que quedaban preservadas.
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mente apropiado para este tipo de estudios porque «los nervios son muy visibles en estos animales y pueden ser localizados y fácilmente puestos al descubierto».2 Con esta decisión pionera, Swammerdam en realidad proporcionó a la ciencia una herramienta biológica de primer orden que rendiría valiosos frutos, particularmente en los experimentos de Galvani en el siglo siguiente. Una de sus primeras observaciones fue que si pellizcaba el nervio de un anca de rana o lo golpeaba con el escalpelo, la pata se contraía con fuerza, pese a estar separada del cuerpo. Este tipo de estimulación, que Swammerdam denominó «irritación», causaba el movimiento muscular sin que los nervios transportaran los espíritus desde el cerebro. Además, la irritación tenía efecto incluso en el músculo desnudo (con su nervio) desgajado del anca. La contracción era bien patente en el músculo sostenido entre las dos manos. Estos preparados músculo-nervio se usarían con asiduidad y habrían de ocupar un lugar importante en la investigación sobre el funcionamiento nervioso. En una versión más depurada del experimento, Swammerdam quiso observar el grado de engrosamiento del músculo, colocándolo dentro de un tubo de cristal y sujetándolo en sus extremos por dos alfileres clavados sobre una superficie. Comprobó que al pellizcar el nervio, la masa muscular se contraía aumentando el grosor y, al mismo tiempo, acortando su longitud, de forma que doblaba y acercaba entre sí los alfileres. Aunque los músculos de la rana estaban desconectados del cerebro, quedaba la posibilidad de que los espíritus residuales en el nervio ejercieran todavía su acción. Para descartar esta hipótesis, Swammerdam resolvió llevar a cabo un experimento cuidadosamente controlado y que, al decir de algunos, «sería uno de los experimentos más importantes Figura 3.1. Preparación musculo-nervio de del siglo».3 Según la teoría car- Swammerdam.
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tesiana, los espíritus animales eran una especie de viento o fluido que movían los músculos porque se introducían con fuerza en su interior, siguiendo las leyes de la hidrodinámica. Un aspecto clave de todo esto es que los músculos aumentarían su volumen en el momento de la contracción, por la presencia de los espíritus dentro de la masa muscular —no olvidemos que, según Descartes, estos espíritus tenían una realidad material—. Swammerdam ideó un dispositivo como el de la Figura 3.2. Introdujo un músculo de rana dentro de una siringe o jeringa, con el nervio saliendo al exterior a través de un pequeño orificio. Selló el orificio con cola de pez y en el extremo superior de la jeringa, que se prolongaba en un largo tubo abierto, colocó una gota de agua como testigo de cualquier cambio de volumen en el interior. Si en el momento de la contracción el músculo aumentaba de volumen, éste desplazaría el aire y la gota de agua ascendería un traFigura 3.2. Experimento de mo dentro del tubo. Cuando Swammerdam Swammerdam para comprobar si los espíritus animales pellizcó el nervio y se contrajo el músculo, aumentan el volumen del nada de esto sucedió y la gota permaneció en su posición, señal inequívoca de que el múscumúsculo al contraerlo. lo no se había agrandado a consecuencia de los espíritus animales. Este experimento demostró que no se insuflaban espíritus en el músculo de la rana, y presumiblemente de ningún otro animal, pero también tuvo implicaciones más profundas. En opinión de Matthew Cobb, es el tipo de experimentos que, además de probar un hecho particular, abre caminos a una nueva visión metodológica. Concretamente, muestra el poder del método reduccionista en la ciencia, en el sentido de que «Swammerdam redujo literalmente la rana a sus partes componentes, en este caso un nervio y un músculo, y sugirió que algo podía ser apren-
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dido sobre la conducta y organización de la rana completa —de hecho, de todos los animales— sobre la base de este ejemplo».4 Por otra parte, Swammerdam nos coloca en un escenario donde, en lugar de hablar de espíritus misteriosos, aparece un conexión determinante entre un estímulo (irritación del nervio) y una respuesta (contracción del músculo), que comienza a moldear nuestra mentalidad hacia la visión moderna de la conducta. En realidad, supone el inicio de un nuevo concepto de la conducta de un organismo, en el sentido de que ésta podría ser comprendida como la suma de respuestas a los estímulos que recibe. Ahora bien, si los músculos del cuerpo no se mueven gracias a unos espíritus animales, ¿qué diablos es la causa de su movimiento, que tan dócilmente sigue la voluntad del cerebro? Swammerdam siente, impotente, que la ciencia del momento no da más de sí y confiesa que la explicación de cómo la irritación de un nervio puede conducir al movimiento muscular «se entierra en la impenetrable oscuridad». Como ha ocurrido en otros campos de la ciencia, realmente estamos asistiendo al ocaso de un paradigma, es decir, de todo un conjunto de prácticas y conceptos que definen una disciplina científica o un sistema de creencias durante un período. Y, en tanto no emerja poderoso otro nuevo paradigma que lo reemplace y lo supere, las explicaciones tienden a dispersarse en múltiples respuestas. Es algo típico de los cambios paradigmáticos, como se encarga de recordárnoslo su teórico Thomas Kuhn.5 En el caso que nos ocupa, se ensayan todo tipo de interpretaciones: tal vez son vibraciones que se transmiten de modo instantáneo, como cuando se golpea un mástil y las oscilaciones llegan al otro extremo. Quizá son gotitas de algún líquido secretadas por los nervios y que alcanzan los músculos. O quién sabe si se trata de algún tipo de extraño fluido que recorre velozmente los nervios.
Electricidad Ahora un apagón general en casa o en el centro de trabajo nos devuelve de inmediato a la Edad Media o, si se prefiere, al siglo xix. De pronto, prácticamente nada de lo que nos rodea funciona; incluso una
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simple fotocopia es un lujo quimérico, casi tendríamos que retornar a la práctica amanuense. Las velas o los candiles de carburo volverían a ennegrecer nuestras casas. Es decir, sería inconcebible una civilización como hoy la entendemos sin encerrar a la fuerza del rayo en nuestras paredes. El fenómeno de la electricidad es conocido desde antiguo. Los griegos sabían de las propiedades eléctricas del ámbar —de él le viene el nombre—, pero tendrían que esperar más de dos mil años para que la teoría electrónica de la materia las explicara. Por supuesto, al rayo se le vio y se le temió desde siempre. En la Roma antigua se empleaban peces eléctricos para intentar sanar o aliviar algunas enfermedades. Recurrían a torpedos y anguilas eléctricas como remedios contra el dolor de cabeza, la gota, la artritis y otras dolencias. En los siglos xvii y xviii se inventaron máquinas generadoras y dispositivos acumuladores de electricidad estática que se pusieron de moda en hospitales y reuniones de sociedad. Pocos imaginaban que jugueteaban entonces con algo que, unos siglos después, llegaría a ser absolutamente irrenunciable, el núcleo de una nueva civilización. Ahora bien, reunimos aquí, bajo el mismo epígrafe, hechos tan dispares porque ahora sabemos que son manifestaciones de un mismo fenómeno —electricidad—, pero no era así en el pasado. Parece que los romanos colocaban descalzos a los enfermos sobre peces torpedo para que recibieran sus descargas eléctricas y, supuestamente, les mitigara la artritis o la gota. Scribonius relata en el siglo i a. C. que algunas cefaleas eran tratadas colocando uno de esos peces entre las cejas y permitiendo que el animal descargara toda su electricidad «hasta que el juicio del paciente quedara embotado».6 Galeno fue un entusiasta partidario del tratamiento eléctrico con estos pescados para algunas enfermedades, incluida la epilepsia. Por otra parte, la electricidad estática era bien conocida a partir del ámbar y otras materias, pero en el siglo xvii se inventaron las primeras máquinas de fricción que podían generarla en gran cantidad. Inicialmente consistían en una gran bola de azufre giratoria que se frotaba contra las manos; una vez el individuo quedaba cargado eléctricamente, podía causar un fuerte chispazo al tocar cualquier objeto. Pronto se emplearon materiales como el vidrio y otros más efectivos y se susti-
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tuyó la bola por un disco. En el siglo xviii nos encontramos con voluminosas máquinas que contenían un gran disco plano giratorio accionado por una manivela. El gran avance se produjo cuando en 1745 aparece la llamada botella de Leyden, construida por primera vez en la universidad de dicha ciudad holandesa. Con ella deja de ser necesario aplicar la electricidad directamente desde las máquinas de fricción, porque ahora se puede acumular y reservar para uso futuro. Consistía en una botella de vidrio rellena de agua u otro líquido conductor, y cerrada por un tapón aislante de caucho atravesado por una varilla que salía al exterior. Esta varilla se hallaba en contacto con el líquido del interior y actuaba como polo interno. Toda la botella estaba forrada por una fina hoja de metal (una especie de papel de aluminio Figura 3.3. Botella de Leyden. en versión siglo xviii) que hacía la función de segundo conductor o polo externo. La botella se cargaba con una máquina de fricción y podía acumular una cantidad considerable de electricidad, alcanzando una importante diferencia de potencial entre los dos conductores, aislados entre sí por el cristal. Al tocar los dos conductores a la vez —envoltura exterior y varilla, normalmente acabada en forma de gancho o en una bola— saltaba una enorme chispa y propinaba una descarga eléctrica que, en algunos casos, podía hacer caer a una persona o matar a un pequeño animal. La botella de Leyden se puso de moda en los salones y círculos de sociedad del siglo xviii como un artilugio de tecnología punta de la época. Era frecuente un juego que consistía en formar un círculo con varias personas cogidas de la mano y una botella en el extremo; cuando el círculo se cerraba, todo el corro experimentaba una violenta e inofensiva descarga —parece que Benjamin Franklin se aficionó a este entretenimiento—. Se cuenta que el abad y físico Jean-Antoine Nol-
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let, que fue quien acuñó el nombre de la botella y uno de sus más entusiastas propagadores, realizó algunos experimentos espectaculares, como transmitir una fuerte sacudida a un corro de 180 miembros de la Guardia Real parisina. En otra ocasión, convenció a los monjes de un convento cartujano para formar una cadena humana de más de un centenar de metros; la cadena completa dio un salto al recibir la descarga de una botella de Leyden unida a un hilo metálico. Con una botella de Leyden, muchos individuos sin formación médica o física hacían demostraciones en público sobre la fuerza de la electricidad, dándola a probar a los curiosos o consiguiendo matar pequeños ratones y pajarillos. Se creó, además, una variante más compacta formada por dos piezas en forma de cuadrado («cuadrado mágico») separadas por un aislante. No es extraño que, dados los espectaculares efectos y su halo de novedad, se atribuyera a esta electricidad estática toda clase de virtudes curativas. Uno de los mayores entusiastas fue el fundador de la Iglesia Metodista americana, John Wesley, que la recomendaba para más de doscientas dolencias distintas. Otro sería Jean-Paul Marat, más conocido por su fervor revolucionario, que se dedicó a tratar una gran variedad de males, incluyendo la parálisis y el dolor. Piénsese que la gente veía atónita cómo miembros o partes del cuerpo aquejadas de parálisis total, e inmóviles durante años, se movían ostensiblemente a ritmo de las descargas. No es insólito, por tanto, que se ensayara una y otra vez la electroterapia como una posible cura de la parálisis y se le atribuyeran poderes cuasimilagrosos —de ahí viene el mito de Frankenstein—. O incluso para revivir a los muertos, como veremos al final. Las botellas de Leyden se llevaron a algunos hospitales como instrumental de vanguardia. En verdad la electricidad es útil en determinados tratamientos, pero no tardaría en ponerse de relieve su limitación frente a tan desorbitadas expectativas. Los propios Marat y Franklin comprendieron, cada uno por su lado, que la electricidad no podía curar la epilepsia ni los tumores malignos; tampoco tenía efectos duraderos sobre la parálisis. En una carta a John Pringle de la Royal Society of London, Benjamin Franklin confiesa sus dudas:
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Electricidad animal 53 Nunca vi ninguna ventaja de la electricidad en las parálisis que fuera permanente [la ventaja]. Cuánta de la aparente ventaja temporal podría deberse al ejercicio de los pacientes al venir diariamente a mi casa, o del ánimo dado por la esperanza del éxito, capaz de hacerles ejercer más fuerza en mover sus miembros, no podría decirlo.7
Otro ejemplo más de espíritu perspicaz y honesto que busca la verdad antes que alimentar falsas creencias o mitos interesados. Nada le hubiera impedido montar su chiringuito y cobrar a tanto la sesión, a sabiendas, o sospechando, de que los aparentes efectos no eran reales. Muchos podrían tomar nota de esta actitud científica. Por otro lado, no era seguro que la electricidad estática que se generaba en las máquinas de fricción y se almacenaba en las botellas Leyden fuera el mismo fenómeno que la poderosa fuerza del rayo, conocido desde siempre; aunque había razones para presumirlo. Es decir, el rayo sería como un chispazo de la botella, pero a gran escala. Quien más empeño puso en ello y logró demostrarlo, no sin riesgo, fue Benjamin Franklin en su célebre experimento de la cometa. En un día de tormenta con fuerte aparato eléctrico (diríamos hoy), decidió elevar una cometa construida sobre un armazón metálico unido a un largo hilo conductor. Del extremo del hilo, cerca de tierra, pendía una llave de metal como testigo de la prueba; para no tocar directamente la llave, los últimos metros eran de hilo de seda aislante. Franklin, con la seda sujeta en la mano, hizo navegar la cometa entre las nubes y esperó a que la llave se cargara de la electricidad atmosférica —es decir, acogiera una sobreabundancia de electrones—. Una vez ocurrido esto, descubrió que al acercar un nudillo de la mano a la llave, ésta desprendía un fuerte chispazo como si fuera una botella de Leyden. Afortunadamente, en ese momento ningún rayo eligió a la cometa para descargar su energía. Gracias a este arriesgado experimento, Franklin demostró la naturaleza eléctrica de las tormentas y los rayos y, en consecuencia, ideó el pararrayos, que pronto demostraría su eficacia y terminó instalándose por todo el estado de Filadelfia.
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Galvani y la electricidad animal Al perder fuelle la hipótesis de los espíritus animales sobre la función nerviosa, aquellos que, como explicación alternativa, postulaban la existencia de algún tipo de fluido en los nervios, pensaron, lógicamente, en la electricidad. Después de todo, la electroterapia y los efectos observados con las máquinas de fricción y las botellas de Leyden dejaban al descubierto la poderosa capacidad de esa fuerza para causar movimientos en los músculos del cuerpo. Las contracciones provocadas por un choque eléctrico parecían argumentos muy convincentes a su favor. En palabras de Albrecht von Haller, el padre de la fisiología moderna: Una vez que el asunto de la electricidad estaba en boca de todos y parecía poseer la misma velocidad que los espíritus animales y su mismo poder para estimular incluso movimientos amplios, la gente empezó a pensar que tenía la misma naturaleza que los espíritus animales.8
Figura 3.4. Laboratorio de Galvani.
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Pero una cosa era plantearlo como vaga disyuntiva y otra demostrarlo de modo irrefutable y, aquí, la figura clave sin ningún género de dudas fue Galvani. Luigi Galvani (17371798), profesor de anatomía en la Universidad de Bolonia, se dedicó a una serie de experimentos que no publi- Figura 3.5. Experimento de Galvani demoscaría hasta más de diez años trando que la electricidad atmosférica contrae después de iniciarlos, en su al músculo de la rana. libro de 1791 De viribus electricitatis in motu musculari: commentarius («Comentario sobre el efecto de la electricidad en el movimiento muscular»). En lugar de la universidad, prefirió realizar la mayor parte de los experimentos en su propia casa, donde contaba con una amplia dotación de artilugios eléctricos —máquinas de fricción y botellas de Leyden— y la inestimable ayuda de su sobrino Aldini. Toda la tarea iba dirigida al estudio de los efectos de la electricidad sobre el movimiento de los músculos, para lo que empleó decenas de ranas preparadas, es decir decapitadas, sin piel ni vísceras, y con la médula perforada, o simplemente las ancas con el nervio ciático a la vista. Aunque los experimentos fueron numerosos, vamos a destacar tres hallazgos decisivos. Primer hallazgo Éste fue casual, como tantas veces ha sucedido en la ciencia. Después de que uno de los ayudantes se había divertido probando un acumulador eléctrico, sucedió que el muslo de una rana se contrajo de forma inesperada al contacto con el escalpelo que sostenía en la mano. Según Galvani: Cuando uno de mis asistentes aplicó por azar ligeramente la punta de un escalpelo en los nervios crurales [de los muslos, nervio ciático] ... de
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56 Breve historia del cerebro la rana, súbitamente todos los músculos de los miembros se contrajeron de tal modo que parecían haber caído en violentas convulsiones tónicas.9
En otra ocasión se repite el fenómeno cuando, estando el escalpelo en contacto con la rana, salta al mismo tiempo una chispa desde una máquina eléctrica cercana. Es decir, se produce una contracción «a distancia». El hecho de que la electricidad artificial, creada por el hombre con las máquinas, causara movimientos musculares no era nada nuevo. Lo que llama la atención de Galvani es que esta vez las contracciones musculares se producen a distancia, sin contacto directo con máquina alguna, lo que le hace pensar que tal vez se trate de una electricidad interna, propia del animal. En ese supuesto, la chispa del acumulador simplemente pondría en acción, dispararía, esa electricidad animal que se manifestaba en contracciones repetidas, más allá del momento puntual de la chispa. Segundos hallazgos Si la electricidad artificial podía desencadenar y activar la electricidad interna del animal, Galvani pensó que era hora de demostrar que también podía ocurrir lo mismo con la electricidad natural, no fabricada por el hombre. Conocía el experimento de Franklin con la cometa sobre la electricidad atmosférica y decidió emularlo bajo nuevas condiciones usando sus ranas y preparaciones de otros animales. Esta vez se trataba de conseguir movimientos musculares sin que ningún generador artificial estuviera involucrado, aunque fuera a distancia. Utilizó un largo hilo conductor para captar la electricidad ambiental en los días tormentosos y comprobó que las ancas se contraían cuando cerraba el circuito con otro cable. Esto ocurría muchas veces, incluso ante la sola presencia de nubes anunciadoras de mal tiempo. Por tanto, no había diferencia entre la electricidad de la naturaleza y la electricidad artificial a la hora de estimular a las ancas de rana. Otro descubrimiento que Galvani hizo es que si colgaba las ranas en ganchos de bronce y éstos se colocaban sobre un hilo de hierro, los ani-
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males muertos flexionaban las patas cuando entraban en contacto con ambos metales. Además esto se repetía dentro de casa, lo que le llevó a suponer que quizá no era la electricidad atmosférica, sino el contacto con dos metales diferentes. A partir de esta idea, repitió pruebas con distintos metales e identificó las combinaciones más efectivas. La respuesta más clara la obtenía empleando un alambre de zinc (z) y otro de cobre (c) (véase Figura 3.6). Para el profesor de Bolonia era evidente que existía una electricidad propia del animal y que ésta se ponía de manifiesto gracias a los metales. En cierto modo, la rana actuaba como si fuera una botella de Leyden. En su opinión, lo más probable es que se tratara de electricidad generada por el cerebro —tanto animal como humano—, y que recorriera los nervios para accionar los músculos. Aquí hay que hacer un alto para señalar las reacciones que estos descubrimientos, y sus interpretaciones, suscitaron en el entorno científico. Aunque ya pocos defendían a los espíritus animales, surgían, no obstante, tenaces resistencias a la hora de admitir una electricidad animal; y esto por varias razones. En primer lugar, no quedaba claro cómo el cerebro podría generar, guardar y renovar un fluido eléctrico. Se sabía, por las máquinas, que la electricidad requiere una diferencia de potencial entre dos partes; si el cerebro y todo el cuerpo húmedo es un gigantesco conductor, no se comprendía cómo esta diferencia de potencial se podía mantener, evitando que se propagara y diluyera por todo el cuerpo. Menos aún cómo la electricidad podría estimular un músculo concreto sin afectar a los vecinos. En otras palabras, lo que era factible en sistemas artificiales —generadores y acumuladores— no lo parecía en un sistema biológico. Y entonces se volvió la mirada hacia un sistema biológico que era un obvio contraejemplo a tantas reservas: el torpedo y otros peces eléctricos. Estas criaturas, tan apreciadas por los antiguos, eran una muestra viviente de que sí es posible generar y almacenar electricidad en un cuerpo animal. Figura 3.6. Experimento de Galvani.
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Como vimos antes, las propiedades de las rayas, torpedos, anguilas y otros peces se descubrieron y aplicaron desde un principio con fines curativos; por tanto, en tiempos de Galvani, eran sobradamente conocidas. Pero otra cosa distinta era aceptar que esa energía animal fuera realmente electricidad como la que se generaba en las máquinas de fricción y se acumulaba en las botellas de Leyden. El descubrimiento definitivo de que así era se debió a John Walsh (1726-1795), miembro de la Royal Society y del Parlamento inglés, en una serie de experimentos realizados con peces torpedo de la costa francesa durante los años setenta del siglo xviii. Estaba convencido de que las descargas de los torpedos eran de naturaleza eléctrica; es decir, de la verdadera, la auténtica electricidad que tan en boga estaba entonces. Observaba en el laboratorio que los torpedos podían suministrar más de cincuenta descargas en un minuto y medio y que éstas podían transmitirse a través de alambres, pero no a través de sustancias aislantes, como cristal o cera, igual que la electricidad. Walsh veía al torpedo como una criatura capaz de generar electricidad y almacenarla en cantidades considerables en alguna parte de su anatomía para luego liberar-
Figura 3.7. Peces torpedo estudiados por Walsh.
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la. O sea, era como una especie de botella de Leyden viviente, pero con una diferencia: podía descargar a voluntad. Parecía que el animal decidía cuándo propinar una descarga porque cerraba los ojos justo antes de iniciar cada una de ellas. Es lógica la tremenda curiosidad de Walsh por averiguar cómo se las había arreglado la naturaleza para algo que, a priori, se antojaba imposible: crear y almacenar electricidad en un sistema orgánico sin que el propio animal se electrocutara o ésta terminara diseminándose por todo él. Para este objetivo requirió los servicios de un experimentado cirujano, John Hunter, que consiguió delimitar y poner al descubierto la fina estructura del órgano supuestamente eléctrico. Comprobaron que ocupaba casi la mitad del cuerpo del pez, a ambos lados, y que estaba constituido por varios cientos de una especie de columnas, formadas cada una por multitud de discos apilados unos sobre otros en batería,* y separados entre sí por finas capas de fluido fisiológico. Era obvio que algún modo de aislamiento debía separar eléctricamente a este órgano del resto del cuerpo. Además, el órgano estaba conectado a un «cableado» nervioso ostensible. Pero ¿era realmente electricidad? Había algunos fenómenos que no cuadraban, por ejemplo, el pez no atraía bolitas de médula de saúco o resina colgadas de un hilo, como hacía la electricidad artificial. Y, fundamentalmente, faltaba la prueba definitiva: nunca se había visto una chispa eléctrica producida por un animal de este tipo. La chispa era como el carné de identidad de la electricidad. El experimento que la pusiera de manifiesto demostraría incuestionablemente la realidad eléctrica de estas descargas. Por supuesto, en condiciones naturales nunca ocurre por ser un medio acuático; habría que provocarlo en el laboratorio. Walsh se empeñó tozudamente en ello con la idea de convencer a los miembros de la Royal Society. Tras múltiples ensayos infructuosos, lo consiguió finalmente con otro pez «cuya electricidad es mucho más fuerte que la del torpedo», una anguila eléctrica del género Gimnotus. En el verano de 1775, Walsh convocó a un gran número de colegas en su propia casa de Londres. Había dispuesto un circuito formado con la anguila * Esta disposición de elementos biológicos le inspiró a Volta para juntar varias pilas de su invención y crear la primera batería eléctrica de la historia.
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cautiva y un hilo metálico. Una vez comenzó el ensayo se apagaron todas las luces y los incrédulos asistentes pudieron ver, de pronto, cómo una chispa eléctrica saltaba en una finísima hendidura de una lámina metálica conectada al circuito.10 Los destellos se repitieron sin dejar espacio a la duda. Quedaba demostrada así la naturaleza eléctrica de estos animales. Desgraciadamente, Walsh nunca llegó a publicar su descubrimiento y murió antes de hacerlo, pero la concurrida y cualificada audiencia garantizó la paternidad del mismo. Volviendo a Galvani, los hallazgos de Walsh removieron un escollo importante para su teoría eléctrica de la conducción nerviosa. Al fin y al cabo se había probado que la electricidad ya no era exclusiva de máquinas metálicas, sino que podía existir en un animal de modo natural. Pero una cosa era admitir que ciertas criaturas marinas tuvieran esta rara capacidad y otra que ranas, animales en general, e incluso humanos, generaran electricidad habitualmente. Las observaciones de Galvani sobre las contracciones musculares de las ranas al entrar en contacto con dos metales tropezaron con la férrea oposición de otra ilustre figura de la época, Alexander Volta (1745-1826). Este físico de la Universidad de Pavía hizo sus propios experimentos con ranas y metales pero les dio una interpretación completamente opuesta, dando lugar a uno de los debates ideológicos más conocidos en la ciencia, el de Galvani versus Volta. Que los músculos reaccionaran en contacto con los metales no significaba, en opinión de Volta, que el animal usara electricidad para moverlos. Lo único que indicaba es que dos metales distintos, separados por un cuerpo húmedo, generaban electricidad; y esta idea fructificaría luego en su invento de la pila voltaica, así llamada en su honor. Se sabía, además, que dos metales diferentes podían inducir efectos fisiológicos sobre el cuerpo; por ejemplo, aplicados sobre la lengua provocaban sensación de sabor, y sobre el ojo, sensación de luz. La diferencia primordial se resumía, pues, en estos dos puntos de vista: a) Para Galvani, la electricidad pertenecía a la rana y los metales únicamente la ponían de manifiesto. b) Para Volta, la electricidad era causada por los dos metales distintos y la rana sólo era un conductor pasivo entre ambos.
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Hoy, con nuestro conocimiento actual, podemos decir que ambos estaban en lo cierto porque ambas cosas ocurren. O ambos estaban equivocados si pretendían excluir la otra opción. Terceros y definitivos hallazgos Finalmente Galvani puso en práctica una serie de comprobaciones que demostrarían que él estaba en lo cierto. Su llamado «tercer» experimento sería, según sus palabras, «decisivo». En un alarde de simplificación decidió eliminar del escenario todo elemento no biológico. Estiró bien el nervio ciático del anfibio y lo puso en contacto con el propio músculo en una preparación fresca, y ¡sorpresa! también se contraía, flexionando ostensiblemente el anca (Figura 3.8). Además, observaba el mismo resultado si ponía en contacto el nervio de una preparación con el muslo de otra. Ahora todo esto sucedía sin elementos metálicos, sin generadores, sin hilos conductores... sólo la rana.11 Estos experimentos tan sencillos, pero tan contundentes, ponían en evidencia que los movimientos musculares podían ocurrir en ausencia de cualquier elemento ajeno al organismo del anfibio. Y los movimientos eran exactamente del mismo tipo de los que se observan bajo la influencia de la electricidad artificial. Reforzaban claramente la idea galvaniana de que algún tipo de electricidad animal recorría los nervios y causaba las contracciones de los músculos. Se des- Figura 3.8. Dos experimentos de tronaban así de forma definitiva a los Galvani demostrando los efectos de la electricidad animal. viejos espíritus animales.
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Señalaremos que, a pesar de la evidencia, Volta rehusó aceptar la electricidad animal, en gran parte envalentonado por el éxito de su pila voltaica, diseñada precisamente según el principio de generación eléctrica a partir de dos metales distintos separados por un elemento húmedo. Galvani, por su parte, tuvo problemas personales, porque al ocupar Napoleón el norte de Italia y proclamar en 1797 la República Cisalpina, estado satélite de Francia, se mantuvo leal a sus principios y se negó a jurar fidelidad al emperador, lo que le supuso la pérdida del sueldo y su puesto de la Universidad de Bolonia.12 Al año siguiente murió. Huelga decir que la fuerza de la verdad no tardó en imponerse, y el concepto de electricidad como elemento básico de comunicación en el sistema nervioso constituyó la idea motriz de un nuevo paradigma científico. En la concepción de Galvani, la conducción nerviosa era un fenómeno pasivo, similar al paso de la electricidad por un cable debido a una simple diferencia de potencial entre dos puntos. Sin embargo, en el futuro quedaría clara la idea de que la señal nerviosa se regenera durante su propagación, de un modo similar a como se aviva el fuego a lo largo de un reguero de pólvora.13 En el siglo xx, los trabajos de Hodgkin y Huxley sobre el axón gigante del calamar demostrarían que el impulso nervioso consiste en un potencial de acción que se desplaza gracias a cambios selectivos en la permeabilidad de la membrana axónica, que permite un intercambio de iones a través de ella. Galvanismo La palabra «galvanismo» tiene varias acepciones, pero una de ellas se refiere a la creencia en las capacidades extraordinarias, casi sobrenaturales, de la electricidad; error en el que no cayó el propio Galvani.* Después de la muerte de éste, su sobrino Aldini continuó defendiendo con ardor las ideas de su tío, con quien tan estrechamente había trabajado. Sin embargo, su exagerada fe en los «poderes vitales» de la electricidad le llevó a situaciones disparatadas. Delante de concurridas * De Galvani proceden palabras como «galvanómetro», «galvanización» o «galvanismo».
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audiencias formadas por cirujanos, médicos, caballeros distinguidos, aristócratas, e incluso el propio príncipe de Gales, Aldini llevó a cabo extraordinarios «experimentos», intentando incluso reanimar cadáveres bajo la acción de pilas voltaicas. El más famoso y el que más sensación causó tuvo lugar el 17 de enero de 1803 en el londinense Royal College of Surgeons, donde Aldini empleó la electricidad para inducir movimientos en el cadáver de George Forster, ahorcado una hora antes en la prisión de Newgate por el asesinato de su esposa e hijo.14 Un testigo de la escena, Mr. Pass, bedel del Royal College, la describe así: El cadáver fue traído una hora después de estar colgado al aire libre ... Debido al frío de la mañana, el profesor temía que el cuerpo hubiera empezado a helarse, haciendo imposible el experimento. Sin embargo, como la multitud estaba tan apretada, podría decir que nosotros mismos calentamos la habitación lo suficiente para las necesidades del profesor ... El profesor empezó a aplicar el proceso galvánico a la cara. Las mandíbulas del difunto criminal empezaron inmediatamente a castañetear; los músculos adjuntos se contorsionaron horriblemente y un ojo realmente se abrió. Dios, Dios, si yo fuera un hombre sugestionable, diría que guiñaba. Luego, Mr. Carpue asistió al profesor en la disección, para que los poderes del galvanismo pudieran ensayarse sobre el cuerpo del malhechor. Su mano derecha se alzó y se la hizo agarrar con una fuerza antinatural. Cuando sus piernas y muslos fueron puestos en movimiento, se contraían y daban patadas con sorprendente violencia. Algunos de los asistentes menos informados realmente pensaron que el desventurado estaba a punto de ser recuperado para la vida, y no podría decir que su reacción fuera de inexcusable ignorancia.15
Curiosamente, esa noche el testigo murió en su casa de un ataque al corazón, después de haber presenciado las demostraciones de Aldini. Sin embargo, el sobrino de Galvani no era un caso insólito. La Royal Humane Society, fundada por dos médicos en 1774, recomendaba
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las máquinas de fricción eléctricas con el fin de lograr la resucitación de personas ahogadas o asfixiadas. Libros, panfletos y enciclopedias de la sociedad indicaban los mejores métodos para lograr la hipotética resucitación de estas personas aparentemente muertas, pero que conservaban alguna chispa vital. Entre las técnicas aconsejadas, se incluía el calentar el cuerpo, moverlo, frotarlo con friegas de alcohol y, por supuesto, sesiones de galvanismo.16 El galvanismo está también en la base del mito de Frankenstein. La célebre novela publicada por Mary Shelley en 1818, y que tantas veces sería llevada a la pantalla en el siglo xx, se basa en la presunción de los poderes vitales de la energía eléctrica. La autora reconoció que algunas conversaciones sobre galvanismo entre su amigo Lord Byron y su marido Percy Shelley le inspiraron en la construcción de la historia.
Figura 3.9. Un cadáver sometido a galvanismo; ilustración de Henry R. Robinson, 1836.
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l contrario de lo que ocurre con la fruta, lo mejor del cerebro está en la corteza. Si el Siglo de las Luces había desvelado la naturaleza eléctrica de los misteriosos agentes que recorrían los nervios, el siglo xix sería el siglo de la corteza cerebral y de los acalorados debates en torno a su papel en la conducta y las funciones mentales. Es cuando comienza a entenderse la enorme importancia de esta capa externa, pero un eje de discusión domina toda la centuria y parte de la siguiente: la batalla entre los localizacionistas, convencidos de que cada facultad mental se localiza en un lugar específico de la corteza, y los holistas que ven la corteza como un manto indiferenciado. Durante el siglo xviii y antes, a esta envoltura gris rosácea se la consideró como una mera e insignificante «corteza» o revestimiento, que es el sentido que tiene la palabra cortex en latín. Erasistratus de Alejandría (200 a. C.) comparaba la superficie cerebral con las vueltas y revueltas de un largo intestino, sin orden ni concierto, y esta mirada se mantuvo durante siglos. Una creencia común es que la corteza se trataba de algo glandular, lo cual casaba bien con la teoría hipocrática de que el cerebro era una fuente de flema.1 Otros la veían conformada principalmente de vasos sanguíneos; así, el fisiólogo holandés Ruysch sostiene que «la sustancia cortical del cerebro no es glandular como muchos anatomistas la han descrito... sino completamente vascular».2 Desde esta perspectiva, las vueltas o circunvoluciones cerebrales eran mecanismos de protección de esos delicados vasos sanguíneos.
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Aquí hay que señalar dos notables excepciones. Una es la del gran anatomista del siglo xvii y profesor de Oxford, Thomas Willis (16211675). En su célebre Cerebri anatomie de 1664, la primera monografía anatómica del cerebro, relaciona la «parte gris y cortical del cerebro» con las funciones de la memoria y la voluntad. Para él, las señales sensoriales —aún no reconocidas como eléctricas— viajan desde los sentidos al cuerpo estriado, una masa de sustancia gris en el interior del cerebro, y de ahí suben a la corteza cerebral donde son almacenadas como recuerdos. Willis repara en que, mientras el cerebelo es bastante parecido en todos los mamíferos, el cerebro presenta circunvoluciones cuya complicación varía considerablemente según la inteligencia de las especies. Es, pues, uno de los primeros que relaciona la complejidad de los giros y surcos corticales con la capacidad cognitiva. Sin embargo, las espléndidas ilustraciones de Cerebri anatomie no entran en demasiados detalles sobre el córtex, a diferencia de otras estructuras del cerebro. La segunda excepción fue el matemático sueco Emanuel Swedenborg (1688-1772), incansable lector interesado en la medicina y el funcionamiento cerebral. Su perspicacia y su extraordinaria capacidad de síntesis para integrar datos procedentes de otros autores, le lleva a concebir la corteza cerebral como el asiento de las funciones mentales superiores. Yendo más allá que Willis, se anticipa a su tiempo al conjeturar que distintos territorios corticales se podrían hacer cargo de funciones diferenciadas, evitándose así la confusión y mezcla de lo que percibimos a través de los distintos órganos sensoriales.3 Sin embargo sus clarividentes intuiciones pasaron desapercibidas para la época.* Salvo estas excepciones, la idea dominante del siglo xvii es que el córtex no juega un cometido significativo en el funcionamiento cerebral. El influyente Albrecht von Haller (1708-1777), profesor de Tübingen y luego de Berna, era una autoridad en su tiempo y sentó cátedra dividiendo los órganos en «irritables», como los músculos, y «sensibles» como los órganos de los sentidos y los nervios. Al * En la última etapa de su vida, Swedenborg fundó en Inglaterra la Iglesia de la Nueva Jerusalén.
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comprobar la «sensibilidad» de diferentes estructuras del cerebro animal, se sintió defraudado con la corteza. Sus ensayos con estímulos mecánicos como pellizcar con una pinza, puntuar con el escalpelo, o pinchar con una aguja, no causaron ningún resultado visible. Tampoco observó reacciones ante la estimulación eléctrica o la acción química de sustancias como el nitrato de plata, ácido sulfúrico o alcohol.4 Su conclusión fue que la capa externa del cerebro era insensible, al contrario que otras estructuras internas o la propia materia blanca, en las que sí había apreciado reacciones de dolor o movimiento en los animales. Para Von Haller la deducción era bien clara: todo el córtex debía de tener la misma función, fuera cual fuera, porque todo él era igual de insensible. Dado su prestigio y ascendencia entre colegas y estudiantes, el punto de vista de Von Haller sobre la llamada «equipotencialidad» del córtex se convirtió en la doctrina oficial del siglo xviii.
Frenología A la entrada del siglo xix, un movimiento —no podemos llamarlo ciencia— hizo su aparición en el escenario de la época y ejerció una enérgica influencia a lo largo de varias décadas. Recibió el nombre de frenología; pero, para situarlo mejor, dediquemos primero unas palabras al contexto del momento. Entonces estaba de moda la fisiognomía o arte —tampoco diremos ciencia— de adivinar rasgos de la personalidad de los individuos a partir de sus características físicas, especialmente de la cara, aunque también del cuerpo. Hoy sabemos que, en el terreno científico de las diferencias individuales, la correlación matemática entre rasgos físicos y rasgos psicológicos es, en general, muy baja cuando no prácticamente nula. Pero en aquellas fechas la gente tendía a otorgar carta de naturaleza a esa convicción, legitimada sobre todo por «expertos» con pretensiones científicas. Como ejemplo de esa falta de correlación entre apariencia física y rasgos de personalidad, hagamos un pequeño experimento casero. Una de las cuatro personas de la Figura 4.1 es un horrendo asesino en serie, ¿podría el lector identificarlo?
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Figura 4.1. Uno de estos cuatro hombres ha degollado salvajemente a ocho mujeres y niñas. ¿Se le nota en el rostro tan horrenda perversidad? Los otros tres no han roto un plato. Solución en la nota.5
Por lo demás, los presupuestos de la fisiognomía no eran en absoluto recientes y se remontaban a siglos atrás. Una de sus personalidades más destacadas, el suizo Johann Lavater (1741-1801), la presentaba como una ciencia igual que las demás porque, en su opinión, se apoyaba en regularidades y leyes derivadas de exámenes meticulosos, y diferenciaba entre el juicio de un experto y el de un mero observador ocasional. En un tratado suyo muy conocido en la época,* Lavater establece, por ejemplo, la siguiente regla: * Physiognomische Fragmente zur Befördun der Menschenkenntnisss und Menschenliebe («Ensayos de fisiognomía: diseñado para promover el conocimiento y el amor a la humanidad»).
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Corteza cerebral 69 Cuanta más alta la frente, menor la faz restante, más nudosa la parte cóncava frontal, más profundos y hundidos los ojos, menos excavación entre frente y nariz, más cerrada la boca, más ancho el mentón ... entonces más inquebrantable la obstinación y más áspero el carácter.6
Prueba de su acogida es que el libro, profusamente ilustrado y publicado en cuatro tomos entre 1775-1778, conoció 156 ediciones en varios idiomas y mantuvo vivo el interés por la fisiognomía hasta los años setenta del siglo xix. Un último coletazo de esta «ciencia» reaparece a finales del siglo en forma de la antropología criminal de Cesare Lombroso, médico y criminalista que defiende «científicamente» la existencia de vínculos entre ciertos rasgos faciales y las cualidades morales de un individuo. Lombroso presenta en su Italia natal la Nuova Escola, que es el último grito en criminología, y descubre al mundo con ardor que algunas formas de la frente, mandíbula y órbitas de los ojos, podían servir para identificar a «delincuentes» innatos, individuos degenerados propensos al crimen a la menor ocasión. Nombrado profesor de la Universidad de Pavía, no dudaba en asegurar que determinadas formas de las orejas o patrones de las palmas de las manos, que él denominaba stigmata, podían ser indicios de los más depravados vicios en algunos individuos o razas, y la expresión de atavismos primitivos de generaciones anteriores. Ante esto, Lombroso era pesimista pues «en realidad, para los criminales natos adultos no hay muchos remedios: es necesario o bien secuestrarlos para siempre, en los casos de los incorregibles, o suprimirlos, cuando su incorregibilidad los torna demasiado peligrosos».7 En un contexto de general asunción de superioridad de la «raza caucásica», Lombroso expresaba su temor por la degeneración de las razas europeas.* Volviendo a la frenología, su fundador Franz Joseph Gall (17581828) se burlaba de la fisiognomía por ingenua y acientífica, pero, * Tan arraigado estaba el racismo «científico» en el siglo xix que para poner el énfasis en una diferencia entre los humanos y los animales, del tipo que fuere, solía escogerse a individuos de raza negra como elemento de comparación; puesto que si ellos, «que estaban más próximos a los animales», eran distintos en el aspecto estudiado, con mayor razón lo sería la raza caucásica, más alejada del resto del reino animal.
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desgraciadamente, él incurrió en el mismo tipo de error. El término procede del griego phrenos, mente,* y logos, conocimiento o ciencia; se trataba, pues, de la ciencia de la mente. Pero este nombre vino después, porque Gall siempre se refirió a su «ciencia» como Organología, o tratado de los «órganos» de la mente. Partía del supuesto de que la forma de la cabeza informaba sobre los rasgos psicológicos del individuo. Concebía al cerebro como un mosaico de órganos especializados en diferentes funciones psicológicas y el mayor o menor desarrollo de cada uno de estos órganos se reflejaba en los bultos o prominencias del cráneo. De la cuidadosa y experta inspección del cráneo —craneoscopia— podían identificarse la inteligencia y los rasgos de personalidad de cualquier persona. Si hoy se reconoce que la idea básica —especialización de diferentes áreas de la corteza cerebral— no era descabellada, la aplicación de una metodología acientífica y sesgada desembocó en conclusiones totalmente erróneas que terminaron en el descrédito. Pero esto último sólo sucedería décadas después de que la frenología cobrara auge y arraigo social. De origen germano, parece que Gall ya desde su infancia observó asociaciones entre rasgos físicos y psicológicos. Por ejemplo, declaraba que a la edad de nueve años un compañero de clase, que exhibía una memoria prodigiosa para las lecciones, tenía la frente muy prominente y los ojos saltones —«ojos de buey» en sus palabras—. Y que esta característica la volvió a encontrar en otras personas inteligentes a lo largo de la vida. Es como si internamente tuvieran la parte frontal del cerebro muy desarrollada y se manifestara en una frente y unos ojos abultados a causa de su empuje. También recuerda que una mujer madura muy amable y de carácter tierno poseía la parte posterior de la cabeza muy destacada; de ahí dedujo que tal vez la zona trasera del cráneo reflejaba el desarrollo emocional. Siendo Gall buen diseccionista, como así lo reconocen quienes asistieron a alguna de sus disecciones, en realidad se centra casi en exclusiva en la inspección de los cráneos por estar convencido de que * Otros términos derivados del griego phrenos son oligofrenia o disminución mental (oligos, poco), o esquizofrenia, del griego schizo, división, o escisión de la mente.
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éstos reflejan con fidelidad la forma del córtex subyacente. De hecho, se convirtió en un coleccionista de cientos de ellos. El padre de Gall tenía interés en que su hijo fuera sacerdote, pero éste se inclina pronto por los estudios de medicina. Luego se casa en Estrasburgo y se traslada a Viena, donde da a conocer sus nuevas teorías. Su prestigio como médico es tal que en 1794, cuando se jubila el mé- Figura 4.2. Frenología. dico personal del emperador Francisco II, es propuesto para reemplazarle, pero Gall prefiere declinar la propuesta y conservar su independencia. Por aquellas fechas se hacen célebres las charlas y cursos públicos en las que Franz Gall va exponiendo su nueva teoría y día a día su nombre crece en popularidad. Sin embargo, cuando la frenología entra en detalles sobre las causas materiales de la mente se interna en un terreno resbaladizo, que es más de lo que puede soportar la católica Austria de la época. En 1801 terminan por prohibirse las lecturas y sus escritos son incluidos en el Índice de la Iglesia Católica.* Unos años más tarde, Gall decide abandonar Viena y viaja por otros países europeos más proclives a aceptar las ideas de los nuevos tiempos. Anduvo por Alemania, Dinamarca, Holanda, Suiza y Francia; incluso en Berlín impartió lecturas a la familia real y se acuñaron dos medallas en su honor. Finalmente, cuando llega a París en 1807 * Se trataba de un índice o relación de lecturas prohibidas, catalogadas por la jerarquía eclesiástica como perniciosas para la fe católica. Se creó en 1559 y se mantuvo hasta el Concilio Vaticano II. El Índice incluyó obras como Los miserables de Victor Hugo y la producción completa de innumerables autores: Descartes, Zola, Balzac, Rabelais, Stendhal, Sartre, y un largo etcétera.
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con la idea de permanecer un año, esta ciudad acaba siendo su última residencia durante más de dos décadas. Después de enviudar, Gall muere de un ictus en 1828 y su cráneo, por expreso deseo suyo, pasa a engrosar su extensa colección. Gall sentía verdadera pasión por el examen de las cabezas y la colección de cráneos. Visitaba prisiones y asilos para inspeccionar las particularidades craneales de ladrones, asesinos, lunáticos o deficientes mentales. También estudiaba las cabezas de personas talentosas o que habían destacado en alguna cualidad. En París llegó a reunir alrededor de trescientos cráneos y más de cien moldes de personas vivas. En su opinión, constituían un verdadero libro abierto que le reafirmaba en sus convicciones. En la ciudad se bromeaba en ciertos círculos que si morías, había que tener cuidado con Gall, no fuera a ser que despojara a tu cadáver de la cabeza. Incluso hubo quien dejó escrita la prohibición en el testamento. Gall llegó a la conclusión de que había un total de 27 funciones mentales, de las cuales 19 eran comunes a animales y humanos, y 8 eran exclusivas de estos últimos. Por ejemplo, si un ladrón tendía a la reincidencia, Gall solía encontrar que su cráneo tenía muy desarrollada la zona de la función de adquirir o poseer cosas. Al comparar la cabeza de una madre amorosa hacia sus hijos con la de una mujer indiferente o descuidada con los suyos, hallaba que esta última presentaba la parte posterior de la cabeza menos prominente. Sus estudios se centraban en humanos, pero los complementaba con observaciones ocasionales de animales; como cuando una mascota mostraba tendencia a comer comida «robada». Los casos clínicos debidos a enfermedad no eran considerados una fuente valiosa de información, dado su carácter atípico o fortuito, pero si algún paciente neurológico confirmaba sus ideas, tampoco ponía reparos a incluirlo como prueba. Gall reunió todas sus observaciones en una obra que, tras varias ediciones, apareció revisada en los años 1822-1826 bajo el título Sur les functions du cerveau («Sobre las funciones del cerebro»), y en inglés, en 1835 en seis volúmenes, como On the Functions of the Brain, hoy consultable en internet en www.archive.org. Veamos un par de ejemplos extraídos de la versión inglesa:
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Corteza cerebral 73 Lenguaje natural del instinto de destrucción y el instinto de asesinato: El órgano del asesinato o de la destrucción tiene su asiento inmediatamente encima de las orejas, en la línea perpendicular de la columna vertebral. La cabeza, por tanto, durante la energética acción de este órgano se retira hacia atrás entre los hombros, firme sin moverse hacia delante o atrás ... Note en la Figura la posición de la mujer, Albert, en el momento en que ella se prepara a asesinar a toda su familia. La cabeza está fuertemente inclinada hacia el cuello; sujeta en su mano el hacha, el instrumento del crimen; y ésta es la única posición que ella recuerda ... cuando el artista le preguntó por su postura al cometer la acción ... En la caza, mantenemos a los perros en el momento en que, sedientos de sangre, están a punto de salir corriendo tras su presa, aprietan los Tabla. Funciones mentales según Gall Compartidas por humanos y animales 1. 2. 3. 4. 5. 6. 7. 8. 9. 10. 11. 12. 13. 14. 15. 16. 17. 18. 19.
Instinto reproductor Amor por los hijos Afectividad o amistad Instinto de autodefensa o coraje Destructividad, instinto carnívoro o tendencia al asesinato Astucia Deseo de poseer cosas Orgullo Vanidad o ambición Circunspección o cautela Memoria para hechos y cosas Sentido del lugar Memoria para personas Memoria para palabras Sentido del lenguaje Sentido del color Sentido de los sonidos o de la música Sentido de los números Sentido de la mecánica o arquitectura
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Exclusivas de humanos 20. 21. 22. 23. 24. 25. 26. 27.
Juicio Sentido de la metafísica Sátira e ingenio Talento poético Amabilidad y benevolencia Imitación Sentimiento religioso Firmeza de propósito
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74 Breve historia del cerebro dientes con violencia, sueltan espuma por la boca, ladran furiosamente, y sacuden la cabeza con violencia...8 Lenguaje natural de la astucia: El órgano de la astucia está situado en la parte baja de la frente ... Por tanto, se sigue que, durante la energética acción de este órgano, la cabeza y el cuerpo deben inclinarse hacia delante y abajo ... Mientras gira así, el hombre astuto mira a un lado y acompaña el movimiento de su cabeza y cuerpo con un movimiento análogo de su dedo índice, que mantiene extendido ... Cuando por astucia uno ha cumplido su objetivo, uno de los ojos está parcialmente cerrado, o arroja una expresiva mirada hacia un lado...9
A continuación compara la postura del hombre astuto con la de los tigres y gatos cuando acechan a su presa. En fin, son este tipo de observaciones, un tanto pintorescas y traídas al vuelo, sobre las que Gall fundamenta buena parte de sus conclusiones. Spurzheim Hablar de frenología es hablar de su fundador Gall, pero también inmediatamente de otro personaje, discípulo suyo, Johann Spurzheim (1776-1832). De hecho fue este último quien popularizó el término frenología, que, en realidad, Gall nunca usó; siempre se refería a su ciencia como organología, y es éste el vocablo que empleaba constantemente en sus escritos. Spurzheim se convirtió en ayudante de Gall hacia el año 1804 y ambos fueron inseparables durante casi un decenio. En 1813 el equipo se disoció y Spurzheim siguió su propia trayectoria con un sistema craneológico distinto, con más funciones —33 en lugar de las 27 originales— y más aceptables socialmente. Eliminó todas las funciones «malas» que tenían que ver con el asesinato, robo, etcétera, que debían ser severamente reprimidas, y mostró una imagen más optimista hacia el poder de la educación y el entrenamiento. Este nuevo enfoque, también más popular y menos aristocrático, potenció la proyección social de la doctrina.10 La frenología resultó atractiva
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Figura 4.3. Gall discutiendo de frenología con cinco colegas en medio de su gran colección de cráneos y moldes, caricatura de 1808 de Thomas Rowlandson.
para el gran público y al mismo tiempo gozó de cierta reputación en los ambientes intelectuales, principalmente anglosajones. Escritores y personajes como George Elliot, A. R. Wallace, Horace Mann, Honoré de Balzac, Charles-Pierre Baudelaire, Gustave Flaubert, Walt Whitman, Charlotte Brontë, Edgar Allan Poe, y otros, fueron de algún modo receptivos a la nueva «ciencia». De hecho, en palabras de Clarke y Jacyna, «el interés engendrado en el siglo xix fue mayor en volumen que los efectos de la teoría de la evolución de Darwin,* porque ésta tuvo mucho menos impacto sobre el hombre corriente. Organología y frenología, por otra parte, podían ser más fácilmente comprendidas y sus ventajas prácticas más aparentes al no científico».11 Otro continuador que contribuyó en gran medida a la diseminación de la frenología fue el escocés George Combe (1788-1858), fundador de la influyente Sociedad Frenológica de Edimburgo. De esta sociedad surgió el Phrenological Journal y constituyó el embrión de * El origen de las especies se publicó en 1859.
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otras 28 sociedades frenológicas repartidas por Gran Bretaña. Su libro de 1828, la Constitución del hombre, fue todo un superventas de la época, presente en las estanterías de muchos hogares británicos junto a la Santa Biblia. Era un manual práctico que no sólo ofrecía los medios de averiguar el carácter de cada uno, sino que describía la forma de mejorarlo tras unos días de entrenamiento. Para las clases bajas supuso, en cierto modo, un desafío al stablishment porque ahora los misterios de la mente no se consideraban privilegio de una élite, sino que eran accesibles a todo el mundo.12 Reacción frente a la frenología Si la frenología vivió sus momentos de esplendor durante los años 1820-1830, hacia la mitad del siglo era casi un movimiento muerto. ¿Por qué este cambio? Al apoyarse sobre unas bases tan endebles desde el punto de vista científico, las críticas no se hicieron esperar desde muchas instancias. Su más firme oponente sería el académico francés Pierre Flourens (1794-1867). Encargado por la Académie des Sciences* de poner a prueba las hipótesis de Gall, Flourens inició en 1820 una larga serie de experimentos con animales, sobre todo palomas y otras aves, que se prolongarían durante casi veinte años. La premisa cuestionada era la posibilidad de localizaciones puntuales de funciones distintas sobre la superficie del cerebro. Flourens distingue varias partes constitutivas del encéfalo en su conjunto —siendo los hemisferios cerebrales una de esas partes, el cerebelo otra, la médula** o bulbo raquídeo otra, etcétera—, pero entiende que cada una de las partes ejerce su «acción propia» * La Academia de las Ciencias francesa había denegado la entrada años atrás a Joseph Gall porque consideraba sus métodos poco científicos. ** En tiempos de Flourens se conocía la existencia del centro respiratorio en el interior de la médula oblongata o bulbo raquídeo. Legallois había descubierto en 1806 que cortando la médula a la altura del octavo par de nervios craneales (nuca) el animal —un conejo— dejaba súbitamente de respirar y moría al poco tiempo. A este centro neural, y otros próximos controladores de la actividad cardíaca, se debe la muerte fulminante del toro cuando recibe la puntilla final en la corrida. También son estos centros los que se destruyen en los casos de desnucamiento.
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como un todo, sin diferencias internas en su seno. En consecuencia, los hemisferios cerebrales en su conjunto ejercen también su acción propia, pero sin ninguna diferenciación interna. Flourens informa que las lesiones experimentales que practica en los hemisferios cerebrales tienen efectos devastadores en la voluntad, el juicio, la memoria y la percepción de los animales, pero que el sitio particular de la lesión resulta irrelevante: todas las regiones del hemisferio contribuyen a esas funciones. En nuestra perspectiva histórica nos encontramos irónicamente ante una situación paradójica. Un hombre, Gall, con una idea de base cierta —diferenciaciones funcionales en la corteza cerebral— pero con un método acientífico, alejado de todos los estándares metodológicos mínimamente exigibles, frente a un hombre con una metodología impecable, Flourens, pero cuya premisa básica —indiferenciación cortical— el futuro revelaría errónea. La moraleja de todo este asunto es que lo único que permitió avanzar fue, ciertamente, la metodología científica y rigurosa. En palabras del historiador Finger, «si Gall y Spurzheim hubieran sido más objetivos en la forma de recoger los datos y más interesados en los efectos del daño cerebral, probablemente habrían sido capaces de ver que su idea de la localización era razonable, pero que sus procedimientos de muestreo y asunciones craneoscópicas eran defectuosas».13 Estos dos hombres tendían a buscar y aceptar sólo los casos que confirmaban sus teorías, y, a su vez, cada nuevo caso les reafirmaba en sus ideas preconcebidas. Se trataba, por tanto, de un círculo vicioso alimentado por una metodología sesgada que no ponía en cuestión ninguna hipótesis. Por otra parte, el hecho de que Flourens experimentara sobre animales con los hemisferios cerebrales poco desarrollados, tal como palomas, gallinas, patos o ranas, podría explicar su fracaso en encontrar zonas corticales especializadas. Esto, como luego veremos, se lograría en los años setenta del siglo xix con perros y monos. Además, una cosa era el cerebro, como inicialmente declarara Gall, y otra el cráneo. Las meticulosas mediciones de algunos anatomistas demostraron después que ni siquiera se podía averiguar el tamaño de un cerebro a partir de su cavidad craneal; mucho menos hacer estimaciones finas respecto a la superficie del órgano. Los senos y las cavidades óseas del cráneo se interponen y descartan a éste como indicador de la forma del córtex.
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Lo cierto es que la frenología comenzó a perder fuelle y cayó en descrédito entre la comunidad científica, tanto en Europa como en América. Cuando George Combe viaja a Estados Unidos entre 18381840 e inicia un ciclo de conferencias sobre frenología, comprueba decepcionado que el acogimiento es frío y la asistencia de colegas es escasa.* La frenología deja de citarse como especialidad científica y el American Journal of Phrenology fracasa como revista pretendidamente profesional. La, en otro tiempo entusiasta, Boston Phrenological Society cierra finalmente sus puertas.14
Broca y el informe clínico más importante del siglo xix A pesar de sus métodos chapuceros, la concepción de base que inspiraba a Gall no era errónea: es decir, la posible existencia de áreas especializadas en la corteza cerebral.** Pero faltaba demostrarlo de forma seria. Años después de su muerte, la década iniciada en 1860 vino en cierto modo a darle la razón, pero esta vez con una metodología científicamente rigurosa. En el debate entre los localizacionistas, que defendían la existencia de localizaciones o zonas concretas del córtex encargadas de funciones psicológicas específicas, y quienes las negaban considerando al córtex equipotencial, o sea, con las mismas capacidades en toda su extensión, vino a mediar involuntariamente y de forma casi definitiva una figura de gran prestigio en el escenario neurológico. El neurólogo francés Pierre-Paul Broca (1824-1880) presentó en 1861 un caso que, a juicio de muchos historiadores, podría considerarse el informe clínico más importante del siglo xix. Se trataba de Leborgne, * En contraste con la misma gira americana realizada por Spurzheim unos años antes, que tuvo una acogida calurosa. Anecdóticamente, Spurzheim murió de tifus en Estados Unidos antes de acabar su ciclo de conferencias. Al igual que Gall, su cráneo fue separado del cuerpo por expreso deseo de su dueño, y hoy se conserva en la Escuela de Medicina de Harvard. ** Otra cuestión era la materialización detallada de esta idea básica. Es decir, la jungla de «funciones» sui generis repartidas por todo el córtex, tal como creyó Gall, no corresponde a la realidad que hoy conocemos.
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un enfermo de cincuenta y un años que fue transferido al hospital Bicêtre, en el servicio quirúrgico de Broca. Este hombre sufría de epilepsia desde veinte años atrás y mostraba un cuadro que se había agravado en las últimas semanas. Durante años había sufrido una parálisis de la mitad derecha del cuerpo junto a una llamativa incapacidad: no podía hablar. Se le conocía como «Monsieur Tan», o «Tan-Tan». Parecía comprender el lenguaje sin dificultad y podía mover bien los músculos de la boca y la lengua, pero sólo conseguía pronunciar algo parecido a la sílaba «tan», de ahí su apodo. Cuando Leborgne muere una semana después de su ingreso, Broca le practica la autopsia y encuentra una lesión importante en su cerebro, en el lóbulo frontal del hemisferio izquierdo. Presenta sus observaciones a la Societé d’Anthropologie y concluye que esta lesión es el origen de la incapacidad de hablar del paciente. Paul Broca era profesor de patología en la Sorbona de reconocido prestigio, autor de cientos de artículos científicos. Firme partidario de aunar la investigación de laboratorio con la práctica clínica como la mejor forma de avanzar en el conocimiento médico, conciliaba con solvencia ambas actividades. En 1859 Broca funda la Societé d’Anthropologie francesa, la primera de su clase en el mundo. En sus reuniones tienen lugar acalorados debates sobre los temas del momento: el origen de las razas humanas, la inteligencia y la organización del cerebro. Una de las cuestiones candentes era, precisamente, si los hemisferios cerebrales funcionaban como una unidad indivisible o si tenían partes especializadas.15 Era un asunto peliagudo que no estaba en absoluto claro y, como hemos dicho, los científicos de la época se dividían al respecto. Por otra parte, algunos neurofisiólogos con amplia experiencia clínica, como Jean-Baptiste Bouillaud (1796-1881) o su yerno Aubertin, estaban convencidos de que la función del lenguaje residía en el lóbulo frontal, porque habían Figura 4.4. Cerebro de «Monsieur Tan», conobservado pacientes cuya pér- servado en el museo Dupuytren de París.
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dida del habla iba asociada a lesiones en esa parte. Hay que decir que el recuerdo desafortunado de la frenología, lastraba en cierto modo estas posiciones. Otros, como Gratiolet (1815-1865) y sus seguidores, negaban esa idea y citaban observaciones de daño frontal sin pérdida del habla. La presentación del caso de Leborgne por parte de Broca, en 1861, zanjó el debate a favor de los primeros. Cuando Broca recibió al paciente en su servicio, su estado era tal que la muerte parecía inminente. Dada su llamativa afemia, o incapacidad de hablar, el neurólogo comprendió que era una oportunidad para poner a prueba la cuestión de las localizaciones corticales, ya que una autopsia revelaría pronto el estado del cerebro. Broca invitó a Aubertin para examinar al enfermo moribundo. Éste había lanzado una especie de apuesta pública, declarando que abandonaría su posición localizacionista si alguien le mostraba un solo caso en el que un enfermo con afemia bien documentada tuviera los lóbulos frontales intactos. La predicción era, por tanto, que Leborgne debía de tener obligatoriamente una lesión en uno, o ambos, de los lóbulos frontales. La autopsia reveló que así era. Un día después de la muerte, Broca lleva a la Sociedad el cerebro de Leborgne, en el que era patente un daño severo en una zona muy concreta del lóbulo frontal izquierdo, en la parte inferior, a la altura de la tercera circunvolución. El cerebro se conserva hoy en el museo parisino de Dupuytren. Broca concluye que probablemente esta región cerebral alberga la facultad de producir el lenguaje hablado y así lo sostiene por escrito en un informe más detallado que presenta cuatro meses después. De este modo, el desafío previo de Aubertin y la autoridad moral de Broca convencieron a la audiencia de la localización cortical del habla. Además, esta observación tendería a repetirse y, durante los años siguientes, Broca documenta varios casos más de afasias,* o dificultades del habla por lesiones en la misma área de la corteza cerebral, hoy conocida como área de Broca. * Broca llamó a esta incapacidad «afemia», pero este término sería pronto reemplazado por el de «afasia», propuesto por el francés Trousseau, que es el más empleado hoy.
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Hay que decir que el caso de Broca no fue el primero que relacionaba una pérdida de habla con una lesión cerebral. Se sabía de otros informes aportados principalmente por Bouillaud. ¿Por qué tuvo, pues, tanto impacto el caso de Broca hasta el punto de dejar prácticamente zanjado el debate científico? El historiador Stanley Finger analiza la cuestión y propone cuatro razones:16 1) en primer lugar, Broca aportó más información, y mejor detallada, que la ofrecida por cualquiera de los casos anteriores; 2) Broca delimitó su área del habla en una zona cortical muy distinta de la que proponían los frenólogos, cuyo recuerdo infausto aún coleaba; 3) el espíritu de los tiempos había cambiado, y la comunidad científica era más proclive a distinguir entre el sistema desacreditado de los «bultos» en el cráneo propuesto por los frenólogos unas décadas antes, y el nuevo enfoque de estudiar las lesiones en el propio cerebro; 4) la propia credibilidad de Broca: él no estaba personalmente implicado en el debate y gozaba de gran prestigio como neurólogo y fundador de la Sociedad de Antropología. Broca no era un hombre impulsivo y defendía con firmeza sólo aquello de lo que estaba absolutamente seguro, y en la cuestión de las localizaciones cerebrales simplemente se basó en los hechos de forma rigurosa. Fue percibido, por tanto, como un juez imparcial.
Lateralización del lenguaje: el hemisferio izquierdo es especial El hecho de que la lesión de «Monsieur Tan» estuviera en el hemisferio cerebral izquierdo no era casual. Pero esto no fue evidente al principio. Ya desde Hipócrates se sabía que las heridas en un lado de la cabeza tendían a causar convulsiones y parálisis en la mitad opuesta del cuerpo. Se conocía, por tanto, que cada hemisferio controla fundamentalmente la parte opuesta del cuerpo, pero la relación entre lenguaje y mitad cerebral aún no se había descubierto. Durante los dos años posteriores al caso de Leborgne, Paul Broca analizó unos ocho casos más con síntomas parecidos, es decir, una pérdida o dificultad importante del habla. Le sorprendió que todos ellos presentaran invariablemente la lesión en el hemisferio izquierdo. Era, desde luego, mucho más de lo que cabía esperar por mero azar.
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Por otra parte, nuevos casos con lesiones en el hemisferio derecho no mostraban dificultades lingüísticas. Ante este conjunto de datos, Paul Broca publica en 1862 un artículo en el Bulletin de la Société d’Anthropologie en el que teoriza que el hemisferio cerebral izquierdo controla el lenguaje porque es el dominante y madura antes que el hemisferio derecho. Por esa razón, la mayoría de las personas son diestras, es decir, su mano derecha —y quizá otras partes del cuerpo, como la pierna o el ojo derecho— es la dominante y tiene más fuerza, habilidad, resistencia, precisión, etcétera, que la mano izquierda. Según este punto de vista, cuando el lenguaje hace acto de presencia durante el desarrollo infantil, la parte izquierda del cerebro lleva ventaja y está en mejores condiciones de hacerse cargo de esa función que la parte derecha.* En realidad es una explicación que se mantiene en líneas generales hasta hoy, pero la pregunta de por qué es precisamente el izquierdo el hemisferio dominante en la mayoría de la gente sigue sin respuesta; a fin de cuentas el 50 por 100 de la población podría ser diestra y el otro 50 por 100 zurda.** En la década siguiente del caso Leborgne, un neurólogo alemán de origen polaco, Carl Wernicke (1848-1904), describió un nuevo tipo de trastorno del lenguaje causado por daño cerebral. Aquí la lesión se situaba más atrás, en el lóbulo temporal también izquierdo, en una zona próxima al área auditiva, y el paciente mostraba síntomas muy distintos a los observados por Broca. Se trataba de la primera descripción de la afasia sensorial, o la llamada afasia de Wernicke, en la que existen graves problemas de compresión y el enfermo no entiende lo que se le dice. Si la afasia de Broca se caracteriza por un habla escasa, lenta y * Según esto, Broca creía que en las personas zurdas sucedía exactamente lo contrario; es decir, que la mayoría de los zurdos tendrían el lenguaje ubicado en el hemisferio derecho. Esto no así, la población zurda mantiene el lenguaje en el hemisferio izquierdo, pero aquí los porcentajes bajan hasta un 50-70 por 100, dependiendo de los estudios. ** La relación entre lenguaje y dominancia manual se ha observado en ciertos casos de zurdera contrariada. En el pasado, algunas escuelas consideraban la zurdera un «vicio» que había que corregir y ataban la mano izquierda de los escolares zurdos para obligarles a usar la derecha. Como resultado de esta medida coercitiva, aparecían a veces síntomas de tartamudez y otras dificultades lingüísticas.
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dificultosa, la afasia de Wernicke permite un habla rápida y fluida —de ahí que también se la conozca como afasia fluida—, pero vacía de contenido porque el hablante no puede manejar los significados de las palabras. Hoy, en cualquier seminario o curso de doctorado sobre afasias, no pasan ni cinco minutos antes de que afloren las dos palabras mágicas: Broca y Wernicke; y con ellas las correspondientes áreas cerebrales y sus respectivas afasias cuando éstas resultan dañadas. Si la parte izquierda del cerebro es la principal para el lenguaje en la mayoría de las personas, ¿qué sucede con la parte derecha? Mientras Broca presenta sus casos en la capital parisina, el padre de la neurología británica, John Hughlings Jackson (1835-1911), es conocedor de lo que se cuece en París desde la otra orilla del canal de la Mancha. Dedicado al estudio de la epilepsia, Jackson dispone de un amplio muestrario de historias clínicas de todo tipo y decide echar mano de ellas y comprobar las conclusiones de Broca. Para su asombro, descubre que, en los aproximadamente setenta casos registrados con dificultades en el habla, todos ellos, salvo uno, presentan algún tipo de parálisis en la parte derecha del cuerpo, lo que sugiere que la lesión cerebral afecta al hemisferio izquierdo. Se convence así del papel especial de este hemisferio en las funciones lingüísticas, tal como Broca sostenía. Al mismo tiempo, Jackson se interesa por otros casos clínicos en los que la lesión ocurre en el hemisferio derecho. Sus detallados exámenes clínicos revelan que estos pacientes tienden a fallar en las pruebas de carácter espacial y otras de tipo perceptivo. Por ejemplo, describe el caso de un hombre con parálisis en la parte corporal izquierda que es incapaz de percibir las caras, hasta el punto de ignorar el rostro de su propia esposa. Otros tienen dificultades en la organización espacial o el manejo de direcciones, incluso en entornos muy familiares. Detalla varios cuadros en los que los enfermos pierden la habilidad de orientarse y volver a casa a través de calles que han transitado durante años. Estos y otros casos de daño en el hemisferio derecho aportados por otros neurólogos proyectan la idea de que la mayoría de las funciones que parecen pertenecer a ese hemisferio es común a animales y humanos, como localizar e identificar objetos, orientarse en el espacio, etcétera. Simplificando mucho esta noción, se extiende la creencia,
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siempre amplificada y exagerada a nivel popular, de que el hemisferio izquierdo es la parte «más civilizada» y humana del cerebro, aquella que maneja el lenguaje y los contenidos simbólicos; mientras que el hemisferio derecho correspondería a la parte más «animal» o menos evolucionada. En cierto modo, se veía al hemisferio izquierdo como el guardián que controla e impide que se desmande el hemisferio animal derecho. En este contexto de los años setenta del siglo xix se publica la célebre novela de Stevenson, El extraño caso del Dr. Jekill y Mr. Hyde, que de algún modo recoge esa visión dual de la mente.
Berlín y los experimentos más importantes del siglo xix: la corteza motora El caso clínico de «Monsieur Tan» presentado en París por Broca en 1861, así como los que siguieron poco después, sugería la existencia de una zona de la corteza cerebral responsable del lenguaje humano; concretamente, en la parte inferior del lóbulo frontal izquierdo. Este hallazgo apuntaba, pues, en la dirección de que quizá el córtex tuviera lugares particulares, o localizaciones, para otras funciones específicas, no sólo el lenguaje. Ahora bien, esto no había quedado demostrado aún. Para los experimentalistas faltaba la prueba de fuego, más allá de casos clínicos aislados: experimentos controlados de laboratorio que pusieran de manifiesto estas localizaciones fuera de toda duda razonable. La filosofía que subyace de fondo es que los casos clínicos, siendo valiosos, adolecen de limitaciones por la naturaleza incontrolada e irrepetible de la lesión. Cuando se produce un daño cerebral por la causa que sea —un tumor cerebral, una enfermedad infecciosa o neurológica, un traumatismo craneoencefálico, un infarto cerebral u otro accidente cerebrovascular, etcétera—, su localización, extensión e importancia obedecen a causas fortuitas, ajenas al control humano. En un experimento de laboratorio, el investigador manipula las variables que pretende estudiar. En el caso de los pacientes es la propia naturaleza la que efectúa el «experimento» —desgraciado experimento— y manipula las variables de modo aleatorio.17 En el laboratorio, el cien-
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tífico puede repetir el experimento cuantas veces desee, variando de forma conocida las condiciones experimentales. Por el contrario, cada lesión clínica es única e irrepetible; no hay dos lesiones iguales. En este sentido, cada enfermo constituye un «experimento» distinto que corresponde a la metodología de caso único (N=1). Evidentemente, cuando se habla de practicar una lesión controlada y estudiar sus consecuencias, nos estamos refiriendo a animales no humanos. Otro enfoque experimental es el de la estimulación eléctrica del córtex y la observación de sus efectos. La prueba experimental llegaría desde Berlín, de la mano del tándem Fritsch-Hitzig y sus trabajos con perros. Estos dos neurofisiólogos germanos estaban, cada uno por su lado, interesados en averiguar si existían zonas de la corteza cerebral encargadas de los movimientos del cuerpo. Edward Hitzig (1838-1907), el más experimentado de los dos, había constatado que, aplicando corrientes eléctricas sobre la parte trasera de la cabeza o en las inmediaciones de los oídos, podían producirse movimientos de los ojos en las personas. Gustav Fritsch (1838-1927) había comprobado durante la guerra pruso-danesa que al limpiar con un paño zonas expuestas del cerebro de los soldados heridos, aparecían ocasionalmente contracciones de la parte opuesta del cuerpo. Este tipo de observaciones cuestionaban la creencia general de que la corteza era inerte con relación a las funciones motoras o de cualquier otro tipo. Recordemos que cuarenta años antes el académico francés Flourens, en sus múltiples experimentos contra la frenología, lo había intentado con cerebros de palomas y otros animales poco evolucionados, sin hallar ninguna respuesta cortical. Cuando ambos hombres coinciden en Berlín en los años sesenta, deciden embarcarse juntos en una serie de experimentos que, en opinión de muchos autores, serían los más significativos del siglo xix para entender la actividad del cerebro y su corteza. En lugar de aves o ranas, deciden utilizar perros por tratarse de un mamífero más evolucionado, y aciertan con la elección. Adscritos al Instituto Fisiológico de Berlín, como esta institución no disponía de espacios ni medios para animales, Hitzig ofrece su casa y habilitan una dependencia como laboratorio. No sabemos lo que pensó Frau Hitzig al respecto, aunque debía de ser una mujer de gran paciencia.18
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Figura 4.5. Cerebro de perro visto desde arriba. Dibujo publicado por Fritsch y Hit∆ zig en 1870. En el hemisferio izquierdo (el perro mira hacia la derecha) se han marcado los puntos que, al ser estimulados eléctricamente, causan movimientos en la parte derecha del cuerpo (o: pata trasera; +: pata delantera; #: cara; ∆: cuello).
La morfina se conocía como analgésico desde 1803 y el éter quirúrgico desde 1846, pero hay que señalar que los primeros experimentos se practicaron sobre perros sin anestesiar19. Más tarde usarían la morfina. El planteamiento era el siguiente. Se trataba de acceder al cerebro del animal y estimular eléctricamente distintos puntos de la corteza para examinar si se obtenía un efecto visible en alguna zona del cuerpo. Sabían que si la electricidad es muy intensa, ésta se extiende por la corteza y las conclusiones no pueden ser precisas y selectivas. Se sirvieron de una batería de corriente continua y ellos mismos ensayaban sobre su lengua la mínima intensidad galvánica capaz de dar un calambre. Los electrodos eran de platino de un milímetro y medio de grosor y procedieron a probar distintas áreas corticales mediante el contacto directo. Después de repetidos intentos descubrieron unas zonas relativamente escondidas, en la parte delantera del cerebro,* que al estimularlas provocaban movimientos corporales del lado opuesto. Estos movimientos eran específicos y seguían un cierto orden (Figura 4.5): en un punto concreto causaban contracciones de la pata delantera; estimulando otro punto próximo surgían espasmos en el cuello; en otro, las convulsiones aparecían en la pata trasera; era como una especie de mapa en el que parecían estar representadas, de forma grosera, diversas partes del cuerpo. Además estas sacudidas eran repetibles si se estimulaban de nuevo las mismas zonas. Con ello, la pareja Fritsch-Hitzig había demostrado a la comunidad científica cuatro cosas:20 * En estas zonas muy anteriores es difícil separar el cráneo del cerebro. Probablemente por esta razón, intentos previos de otros autores realizados también con perros habían resultado infructuosos.
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a) La estimulación eléctrica de ciertas partes de la corteza cerebral originaba movimientos contralaterales; lo cual confirmaba observaciones clínicas que se remontaban a Hipócrates en el siglo v a. C., como ya vimos. b) Sólo la estimulación de ciertas zonas del córtex anterior provocaba movimientos. Se trataba de lo que luego se conocería como corteza motora. c) La estimulación de partes específicas del córtex daba lugar a la activación de músculos o partes específicas del cuerpo. d) Las zonas excitables formaban un mapa consistente y repetible de movimientos del cuerpo. El paso siguiente de los alemanes fue aplicar la técnica de la ablación; es decir, la eliminación o destrucción selectiva de las regiones identificadas y observar qué le ocurría al animal una vez recuperado de la operación. Por ejemplo, después de la ablación del área cerebral representativa de la pata delantera, no aparecía una parálisis completa del miembro, como hubiera ocurrido en humanos con graves lesiones clínicas, sino que el perro deambulaba como si no fuera consciente de su existencia. La pata se movía pero, al correr o sentarse, se deslizaba desmañadamente debajo del animal, como si éste se hubiera olvidado de ella. Los experimentadores conjeturaron que, quizá, la hipotética corteza motora del perro estaba involucrada en una función más complicada que el simple movimiento de músculos particulares, más bien en la «conciencia» o intención de los movimientos complejos voluntarios. Fritsch y Hitzig dieron a conocer sus investigaciones a través de un extenso artículo publicado en 1870 en la revista Archiv für Anatomie und Physiologie. En él animaban, además, al resto de la colectividad neurocientífica a continuar en la búsqueda de nuevas áreas corticales especializadas.
Ferrier y los monos: la corteza sensorial Cuando el escocés David Ferrier leyó el artículo de los alemanes, se sintió muy molesto. No habían citado ni una sola vez a su estimado
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amigo y mentor Hughlings Jackson; como si no existiera. Ferrier había coincidido con Jackson en el National Hospital for the Paralysed and Epileptic* de Londres, el primer hospital británico para enfermedades del sistema nervioso, y Jackson, que sería conocido como el padre de la neurología británica, se había convertido en la primera autoridad en epilepsias.** La epilepsia es una especia de tormenta eléctrica que se desencadena en un foco y se extiende por la corteza cerebral. Hay gran variedad de causas, pero con frecuencia es residual de un trastorno cerebral anterior. La implicación del córtex en la epilepsia no era conocida en los tiempos de Jackson, pero éste lo sospechaba por su amplia experiencia clínica con la afección. Le llamó la atención el hecho de que en las crisis de convulsiones parciales, hoy conocidas como epilepsias de Jackson, los espasmos comenzaran en una parte del cuerpo y se desplazaran según un cierto orden. Si aparecían en la mano, continuaban por el brazo, alcanzaban el cuello y la cara y bajaban a la cadera, piernas y pie. Si empezaban en un pie, subían por la pierna hasta el tronco, el pecho, y se extendían al brazo y la mano. Para Jackson, que estaba convencido de la implicación cortical de la epilepsia, este comportamiento organizado de las convulsiones sugería que el episodio epiléptico se iba trasladando por hipotéticas zonas de la corteza responsables del movimiento muscular. A esto se unía el hecho de que ciertas lesiones parciales, circunscritas a regiones cerebrales particulares, afectaban a unas partes del cuerpo y a otras no. También dedujo certeramente que la supuesta corteza motora del hemisferio izquierdo debía de estar cerca del área de Broca, porque la pérdida del habla solía acompañarse de parálisis de la mitad derecha del cuerpo. Jackson dejó escrito todo esto en un artículo de 1870, y para su amigo Ferrier era imperdonable que los alemanes, al dar noticia de sus experimentos con perros sobre precisamente la corteza motora, hubieran desdeñado sus lúcidas observaciones. Tiempo después Ferrier comprendió que, en realidad, Fritsch y Hitzig no habían citado * La fundación se debió en parte a que varios miembros de la familia real padecían epilepsia. ** Una razón del interés de Jackson por la epilepsia obedeció al hecho de que su esposa la sufría y murió prematuramente a los treinta y un años de edad.
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el trabajo de Jackson sencillamente porque no lo conocían; lo cual suavizó su disgusto. David Ferrier (1843-1928) estudió psicología y luego se licenció en medicina con honores en su Escocia natal. Además de coincidir con Jackson, como ya hemos comentado, en el hospital para parálisis y epilepsias, desarrolló su actividad en el King’s College Hospital de Londres. En un momento dado, su amigo y también escocés CrichtonBrowne, a la sazón director del West Riding Lunatic Asylum en Yorkshire,* le convence para que se traslade a su centro y le promete toda clase de medios para investigar. Quiere demostrar que una institución de esas características es capaz de llevar a cabo investigación puntera y proporciona a Ferrier un laboratorio con espacio para todo tipo de animales, a lo que éste accede. Ferrier deseaba poner a prueba la teoría de Jackson de que las crisis epilépticas podían ser inducidas desde el córtex, y ahora ve una oportunidad inmejorable. En 1873 inicia una serie de experimentos y consigue verificar en los cerebros de conejos, gatos y perros muchas de las zonas motoras documentadas por Fritsch y Hitzig tres años antes. Los movimientos provocados parecen complejos y dirigidos hacia un fin; los animalitos exhibían acciones de agarrar, arañar, mover el hocico, y otras, bajo la acción de una estimulación eléctrica moderada. Si la estimulación se hacía más intensa, aparecían convulsiones masivas que recordaban en gran medida a las epilépticas, como esperaba Jackson. También practicó la técnica de la ablación, destruyendo partes específicas del cerebro para ver sus efectos, en la misma línea que los alemanes. Haciendo comparaciones entre especies, Ferrier reparó en un detalle: cuanto más evolucionado era el animal, más claras y significativas resultaban las consecuencias del daño cerebral. Comprendió, entonces, que la búsqueda de localizaciones funcionales sería más fructífera si trabajaba sobre el animal más próximo al hombre, por lo que solicitó una beca a la Royal Society para experimentar con monos y se volvió al King’s College Hospital junto a su ayudante de cirugía, Gerald Yeo. Con el tiempo, Ferrier fue interesándose en localizar otro tipo de * Así es como se conocían entonces las instituciones psiquiátricas británicas («asilos para lunáticos»).
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áreas, además de las motoras. Buscaba sobre todo descubrir una hipotética corteza sensorial, o, mejor en plural, aquellas partes del córtex que presumiblemente se encargarían de la información procedente de los sentidos. A veces obtenía movimientos estimulando regiones corticales alejadas de las motoras, y, en algunos ensayos, los monos mostraban reacciones similares a las de un animal normal cuando atiende a sonidos, a luces u otra clase de estímulos. Estas respuestas le hicieron pensar que quizá estaba ante las anheladas áreas sensoriales. Como un animal no puede hablar e informar de lo que oye o ve mientras es estimulado eléctricamente, Ferrier tuvo que recurrir a la ablación de las zonas candidatas y comprobar después si el dueño sufría merma en sus capacidades sensoriales. Gracias al trabajo de numerosos experimentos, Ferrier fue localizando áreas particulares del córtex de naturaleza sensorial. La empresa se vio facilitada porque recientemente se había descubierto el ácido carbólico como antiséptico quirúrgico y, gracias a él, un organismo tenía muchas posibilidades de sobrevivir tras una intervención de esta índole. Antes del ácido carbólico, la meningitis o una encefalitis mortal era la secuela casi segura de cualquier operación cerebral y el animal duraba escasos días. Ahora podía vivir semanas y meses, lo que permitía explorar mejor sus facultades en una situación normalizada, una vez restablecido. Gran parte de las áreas sensoriales que identificó Ferrier aún se mantienen en nuestros días. Por ejemplo, averiguó que al destruir la parte superior de la corteza temporal, el mono actuaba como si estuviera sordo del oído opuesto: había localizado el área auditiva primaria. Destruyendo una región en la parte inferior del lóbulo temporal, el animal perdía definitivamente su capacidad de oler el alimento o cualquier otro objeto. Donde Ferrier anduvo menos acertado fue respecto a la visión, porque no consiguió dar con el área visual primaria, que hoy sabemos que está en la parte más trasera del cerebro, en el lóbulo occipital. Le despistó el hecho de que otra zona distinta —el giro angular— respondía con movimientos de los ojos y pensó que se trataba del área visual. Ferrier publicó sus investigaciones en 1876 en un libro titulado The Functions of the Brain («Las funciones del cerebro»), dedicado, adivínenlo, a su querido y admirado Hughlings Jackson. La obra incorporaba unos espléndidos dibujos y eran dignos de destacar unos
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mapas funcionales señalados sobre el cerebro de un mono. Tal era su confianza sobre la existencia de estos mapas también en personas, que las mismas zonas aparecen extrapoladas sobre un cerebro humano en otro dibujo, aunque aún no había constancia experimental de ello (Figura 4.6). Ese mismo año fue elegido miembro de la Royal Society. Y dos años después, en abril de 1878, Ferrier, y sus amigos Hughlings Jackson, Crichton-Browne y Bucknell fundaron Brain, la prestigiosa revista científica que hoy continúa siendo una de las de mayor impacto mundial. Concretamente en 2007 ocupaFigura 4.6. Cerebros de mono (arriba el tercer puesto en el ranking in- ba) y humano (abajo) con las áreas ternacional de Neurología Clínica, estudiadas por David Ferrier. que abarca un total 147 revistas. Por otra parte, lo esencial de sus hallazgos lo presentó Ferrier en uno de los congresos de medicina más célebres de la historia, donde tendría lugar un verdadero combate científico entre él y un renombrado colega de ideas opuestas.
Año 1881: mano a mano en el congreso Londres vivió un acontecimiento singular en el verano de 1881: se convirtió en la sede del Séptimo Congreso Internacional de Medicina, la reunión más importante del campo médico y científico en general. La recepción en el Palacio de Cristal resultó espectacular. La reina Victoria y el príncipe de Gales presidieron los actos de honor junto a otras destacadas personalidades como el príncipe de Alemania y Prusia (luego emperador Federico III), el cardenal arzobispo de Westminster y los obispos de Londres y York. Se acuñó una medalla con-
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memorativa y, entre los más de tres mil asistentes, se encontraba la flor y nata de la medicina y neurofisiología mundial: por ejemplo, Pasteur o Charcot desde Francia, Koch de Alemania, y Hughlings Jackson, Jenner, o Huxley por parte británica.21 El congreso se dividía en secciones según las disciplinas, pero la Sección de Fisiología alteró el formato habitual consistente en una primera presentación del presidente de la mesa seguida del acostumbrado desfile de comunicaciones. En su lugar, se esperaba un auténtico duelo entre dos figuras sobresalientes y la expectación era extraordinaria. A pesar de los casos clínicos de Broca y los experimentos sobre la corteza motora y sensorial, aún coleaba el debate entre los detractores y los partidarios, cada vez más numerosos, de las localizaciones cerebrales. Esa mañana del 4 de agosto iban a enfrentarse con la artillería de sus argumentos dos pesos pesados bien conocidos en el mundillo neurocientífico. Llegado desde Estrasburgo, entonces Alemania, el profesor Friedrich Goltz (1834-1902) venía dispuesto a echar por tierra la pujante teoría de las funciones corticales gracias a unos contundentes trabajos que, en su opinión, la pondrían en entredicho. Frente a él, David Ferrier, del King’s College Hospital de la ciudad anfitriona, confiaba plenamente en la solidez de sus experimentos desde la posición contraria. Inició la sesión el profesor Goltz con voz impostada bajo su enorme mostacho. Para él, la teoría de las localizaciones cerebrales era como una apetitosa manzana, muy lustrosa por fuera, pero con un gusano por dentro, y él iba a probar en qué consistía ese gusano. Había llevado a cabo numerosos experimentos sobre perros y siempre obtenía el mismo resultado: a pesar de la extirpación de grandes porciones de la corteza cerebral, los animales conservaban sus funciones motoras y sensoriales prácticamente intactas, señal inequívoca de que el córtex no era responsable de esas funciones. Mostró un cráneo de perro con unos enormes orificios por donde había extirpado el tejido cerebral. Luego exhibió un frasco con un cerebro canino visiblemente mutilado; pesaba sólo trece gramos en comparación a los noventa gramos del cerebro completo. En esos dos animales, y en otros también intervenidos de forma semejante, Goltz había observado lo que esperaba: una pérdida general de inteligencia pero no de alguna capacidad particular de
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tipo motórica o sensitiva. Los canes habían exteriorizado reacciones anómalas, comían alimentos que jamás otro perro hubiera ingerido, entre ellos carne canina; toleraban olores que perros normales evitan, como el humo del tabaco. Pero, según Goltz, deambulaban sin problemas y sus sentidos de la vista y oído funcionaban perfectamente; sólo erraban en el reconocimiento inteligente de los estímulos, al responder mal a ruidos familiares como una llamada a la puerta, o desorientarse ante las señales acústicas tomando el camino equivocado. Además, Goltz estaba dispuesto a someterse al escrutinio general y, como prueba de ello, anunció solemnemente que había traído uno de sus pe- Figura 4.7. Cráneo del perro operado por Goltz. rros desde Estrasburgo con el fin de que un comité lo examinara y lo pudiera sacrificar para verificar sus lesiones. Un murmullo de asombro recorrió la sala ante ese golpe de efecto. A continuación, el otro ponente, el escocés David Ferrier, arrancó su exposición agradeciendo amablemente las palabras de Goltz, pero pasando a señalar las debilidades que, a su juicio, tenían sus argumentos. Experimentos con monos le habían llevado al convencimiento de que existían áreas corticales especializadas en el movimiento voluntario y en la percepción, pero antes debía de puntualizar un par de aspectos. En primer lugar, enfatizó el peligro de extrapolar los resultados desde unas especies animales a otras: Espero mostrarles que las hipótesis del profesor Goltz son irreconciliables con los hechos en los experimentos con monos; mientras que la
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94 Breve historia del cerebro hipótesis de la localización armoniza no sólo con estos hechos, sino también con los del profesor Goltz.22
En segundo lugar, Ferrier destacó que el trabajo de Goltz, al igual que otros estudios anteriores con ranas y palomas —recordemos a Flourens—, «nos ha mostrado cuánto pueden hacer los perros cuando sus hemisferios cerebrales han sido extensivamente destruidos». Pero, en su opinión, la ausencia de déficit sensoriales y motores llamativos se debía a la importancia de otros «centros inferiores», y sobre todo al hecho de que, pese a la dramática cirugía sufrida, los perros retenían «una porción, más o menos considerable, de su córtex cerebral». Acto seguido, Ferrier pasó a describir algunos de los monos que había estudiado en compañía de su ayudante Gerald Yeo en el King’s College Hospital. Uno de ellos, todavía vivo, no podía mover voluntariamente la parte derecha de su cuerpo, aunque era capaz de ver, oír y sentir. Un segundo mono, también vivo seis semanas después de una resección bilateral del córtex temporal, permanecía sordo, aunque no tenía impedimento en moverse o usar el resto de los sentidos. Y así con otros ejemplos. De esta forma, el cuadro de especializaciones corticales presentado por Ferrier no podía ser más distinto del cuadro generalista que había pintado Goltz. Para finalizar y, recogiendo el guante lanzado por el alemán, Ferrier manifestó a la sala que los animales estaban a plena disposición de la mesa para su examen y posterior sacrificio.23 Desenlace en el King’s College Antes de que las discusiones de la mañana finalizaran, el presidente consultó a los ponentes si esa misma tarde podían examinarse a los animales. Por supuesto, ambos corroboraron su compromiso. A las tres de la tarde, unos setenta y cinco asistentes se congregaron en el King’s College para ver a los animales. Se sacó al perro de Goltz traído desde Estrasburgo y se le permitió deambular libremente por el College para observar sus movimientos. Aparentemente no había pérdida ostensible de carácter motriz o sensorial, aunque de cuando en
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cuando su comportamiento parecía extraño. Por ejemplo, evitaba pasar por encima de una sección del suelo de cuadrados blancos y negros en forma de tablero de ajedrez, como si se tratara de un objeto tridimensional. La preservación de la vista quedó demostrada, no obstante, cuando, tras colocarle una capucha en la cabeza, el animal tropezaba con las cosas del entorno, lo que no sucedía al quitársela. El profesor reconoció que «a veces el animal resbalaba sobre el suelo, más a menudo con sus patas posteriores que con las anteriores» y que ocasionalmente «se golpeaba con las cosas al caminar, principalmente en el lado izquierdo del cuerpo».24 Goltz realizó entonces algunas demostraciones sobre disfunciones descritas en la exposición. El perro no reaccionaba frente a un látigo movido delante de él, ni respondía ante el gesto de un puño amenazante o la proximidad de una vela encendida. Para la audición, Goltz gritó al animal y sacudió ruidosamente el látigo, a lo que el can mostraba signos de haberlo oído, pero continuaba indiferente sin exteriorizar temor. Lo llamó y Goltz hizo notar que le oía pero no se orientaba para acudir a su dueño. Era capaz de encontrar trozos de carne por el olor, aunque no le molestaba el humo del tabaco. Después de varias comprobaciones del mismo tenor, el científico alemán se reafirmó en su tesis: el perro tenía disminuida su inteligencia pero conservaba los sentidos y su capacidad de moverse. Luego fue el turno de los monos de Ferrier. Primero presentó un animal al que el área motora izquierda había sido destruida siete meses antes. En sus propias palabras: El animal era normal en otros aspectos, excepto en los movimientos del brazo y pierna derechos. La condición de éstos fue reconocida como la más parecida a la hemiplejía de cierta duración en un hombre. El doctor Charcot exclamó: «¡Es un paciente!». Los movimientos de la pierna se veían seriamente afectados, y los del brazo bastante faltos de fuerza, quedando flexionado en el codo. El pulgar doblado sobre la palma y los demás dedos semiflexionados.25
A continuación trajeron al segundo primate, que tenía la lesión en los lóbulos temporales y, según Ferrier, se había quedado sordo:
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96 Breve historia del cerebro Al animal se le veía activo y vigoroso, sin el más ligero signo de parálisis motriz en alguna parte del cuerpo. Su visión era evidentemente perfecta y arrebataba vorazmente los trozos de comida que se le ofrecían. Sin embargo, se demostró claramente que era sordo. Mientras los dos monos estaban juntos en el suelo ante la audiencia, el Dr. Ferrier chasqueó un látigo en su proximidad; entonces el mono hemipléjico mostró signos vivos de sorpresa, pero el otro no exhibió la mínima indicación de que había oído algo. Se repitió varias veces este experimento con el mismo resultado. Se admitió que el animal estaba totalmente sordo y que no podía detectársele ninguna otra deficiencia.26
El veredicto Después de las demostraciones, todos los espectadores estuvieron de acuerdo en que tanto el perro como los monos presentaban los síntomas descritos. Faltaba ahora la parte más importante: comprobar las lesiones. A la vista de la conducta del perro, Ferrier estaba convencido de que las resecciones practicadas por Goltz, aunque extensas, no abarcaban las zonas motrices de la corteza. Sabía por propia experiencia, y por los trabajos de Fritsch y Hitzig, que en los perros éstas se hallan en una región cortical muy anterior, de difícil acceso a través del cráneo. En consecuencia, se les pidió permiso para sacrificar tanto
Figura 4.8. Cerebro del mono hemipléjico operado por David Ferrier.
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al perro como a uno de los monos, concretamente el hemipléjico. Así se hizo, y se llevaron los cerebros a un panel de expertos independientes para su detenido examen. Después de todas las comprobaciones anatómicas, el comité dio finalmente la razón a Ferrier. Efectivamente, el simio tenía el daño quirúrgico en el preciso lugar indicado por el escocés: ocupaba el área motriz izquierda, que en la época se la definía incluyendo una región frontal y otra parietal en torno a la cisura de Rolando —hoy sólo la parte frontal es considerada motora—. Por el contrario, el cerebro canino estaba extensamente mutilado pero, como Ferrier sospechó, conservaba intacto más córtex sensoriomotor de lo que Goltz había creído. Se felicitó a Ferrier y esa tarde el brindis se hizo en su honor. Ferrier en el banquillo La alegría del fisiólogo no duró mucho porque, a los tres meses, él y su ayudante Gerald Yeo recibieron una denuncia de la Victoria Street Society for the Protection of Animals from Vivisection al considerar que habían infringido la Ley contra la Crueldad a los Animales de 1876. En aquellos años la Sociedad era particularmente activa gracias al impulso de su presidenta, Frances Power Cobbe, una mujer temperamental de arraigadas convicciones. El caso judicial levantó expectación y fue seguido por los principales diarios londinenses, entre ellos el Times, ante una opinión pública dividida. También causó impacto en los medios especializados y un buen número de neurofisiólogos escribieron artículos en revistas científicas de todo el mundo; especialmente por las consecuencias que para la investigación podrían derivarse de un fallo condenatorio. En un número del prestigioso British Medical Journal, los editores defendieron a Ferrier y destacaron la relevancia que sus experimentos con simios tenían para la medicina.27 Es fácil imaginar el interés y la concurrencia de la profesión médica en la sala cuando empezó el juicio. A Ferrier se le dio a escoger entre una vista con jurado o sólo con juez, y se decidió por esto último por entender que así obtendría un fallo más ponderado. La acusación adujo que todos los animales gra-
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vemente dañados por motivos experimentales debían ser sacrificados antes de que desaparecieran los efectos de la anestesia. La defensa argumentó que los animales salían de la cirugía libres de dolor, como ocurría en cualquier otra intervención en humanos, y que se les mantenía durante semanas en condiciones saludables de asepsia para estudiar los resultados. Se resaltó el hecho de que sacrificar a los animales antes de despertar arruinaría el experimento porque su propósito consistía, precisamente, en observar los efectos conductuales causados por la lesión, una vez recuperados. No se trataba, por tanto, de nada gratuitamente cruel o inhumano. Después de múltiples razones en pro y en contra, el juez dictaminó sentencia exonerando a Ferrier y a su ayudante de toda culpa, por entender que no se había violado la ley. En la decisión probablemente pesó con fuerza la existencia de varios casos clínicos que se habían beneficiado de los «mapas funcionales» de Ferrier, tal como postuló la defensa. Eran pacientes cuyos cirujanos, siguiendo los hallazgos de Ferrier, habían podido anticipar la ubicación precisa de un tumor o un absceso, a tenor de los síntomas presentados. Esto suponía un gran avance porque ofrecía la oportunidad de trepanar el cráneo directamente sobre la zona sospechosa.
La «silenciosa» corteza frontal* Además de las zonas de la corteza cerebral encargadas de los movimientos y de cómo se sienten, ven, oyen, huelen o saben las cosas del entorno, Ferrier anhelaba descubrir las funciones de otras regiones corticales más escurridizas. Constataba que por delante de las áreas motoras se extiende un amplio territorio frontal que, aparentemente, es «silencioso» y no responde a la estimulación eléctrica. Si se destruye esta zona en los dos lóbulos frontales, los monos conservan intactos sus movimientos y sensaciones, pero se vuelven apáticos y parecen perder inteligencia general y capacidad de centrar la atención. Ferrier escribe: * Título tomado de un epígrafe de Finger (2000).
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Corteza cerebral 99 Los animales operados habían sido seleccionados por su carácter inteligente ... Así como antes estaban activamente interesados en su entorno y fisgoneaban con curiosidad todo lo que caía dentro de su campo de observación, ahora permanecían apáticos y torpes, amodorrados de sueño, respondiendo sólo a las sensaciones o impresiones del momento, o cambiando su desinterés por desplazamientos inquietos a un lado y otro, sin propósito alguno.28
También Fritsch y Hitzig habían encontrado síntomas parecidos en sus perros. Los animales, que sabían buscar y encontrar la comida encima de una mesa, perdieron esta habilidad después de operados. Asimismo, parecían olvidar rápidamente los trozos de alimento que se les acababa de mostrar. Sólo respondían a la comida que permanecía a la vista. Los alemanes señalaron, además, que este deterioro inusual del intelecto canino nunca era observable con otras lesiones corticales. Así que en el siglo xix empieza a dibujarse un cuadro que presenta a la corteza frontal, en su parte más anterior o prefrontal, como desentendida de operaciones específicas de tipo motor o sensorial, pero comprometida en funciones cognitivas de nivel superior, más abstractas. El caso de Phineas Gage En relación con la corteza frontal, siempre se cita un caso espectacular que sucedió en Estados Unidos a mediados de siglo. En 1848, Phineas Gage, un capataz de veinticinco años que trabajaba en una línea de ferrocarril a las afueras de Vermont, sufrió un aparatoso accidente que le destruyó parte de su córtex frontal en la parte delantera o prefrontal. Encargado de manejar los explosivos, su cometido consistía en introducir la carga explosiva hasta el final de un largo orificio horadado en la roca, colocar el detonante, añadir arena, y aplastar todo el conjunto con una barra de hierro de un metro de longitud. Un día se despistó y olvidó poner la arena; cuando presionó con la barra, la pólvora explotó y aquélla salió disparada atravesándole la cabeza de abajo arriba. La barra penetró por la mejilla izquierda y salió por la parte superior
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del cráneo antes de caer a veinte metros de distancia. Lo llamativo del caso es que Phineas no sólo no murió en el acto, sino que conservó la conciencia en todo momento y se recuperó milagrosamente al cabo de un par de meses. Sin secuelas graves aparentes, no obstante desde ese día «Gage ya no fue Gage», en palabras de su médico Harlow. El hombre que siempre había sido amistoso y eficiente se convirtió en alguien «cuyo equilibrio, por así decirlo, entre sus facultades intelectuales y sus inclinaciones animales parecía haberse destruido».29 Ahora era una persona irreverente, impaciente, inclinado a encolerizarse y poco confiable. Este radical cambio de la personalidad de Gage y de su comportamiento emocional representa una de las primeras descripciones del efecto de una lesión en la corteza prefrontal. A pesar de su fortuna con la brutal herida, Gage no tuvo un final feliz. Incapaz de reincorporarse al trabajo, llevó una vida errante iniciando y abandonando distintas actividades hasta que murió a los treinta y ocho años de edad, probablemente a causa de fuertes crisis epilépticas. Su cráneo se conserva en el Warren Anatomical Museum de Harvard y ha servido recientemente para la reconstrucción de la trayectoria que siguió la
Figura 4.9. Reconstrucción tridimensional del cerebro de Phineas Gage tal como fue atravesado por la barra metálica.
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barra y las estructuras que destruyó a su paso. Así, en 1994, Hannah Damasio y sus colegas de la Universidad de Iowa aplicaron las técnicas de neuroimagen para reconstruir en tres dimensiones el cerebro de Gage y la lesión sufrida.30
Lobotomías en el siglo xx Ya que hablamos de la corteza frontal, daremos un salto al siglo xx para comentar uno de los capítulos más sórdidos de la neurociencia reciente. Lo que empezó en Europa de un modo más o menos controlado, se descontroló al otro lado del charco en manos de un irresponsable. Durante las primeras décadas del siglo, la suerte de los enfermos mentales no era muy halagüeña y muchas instituciones psiquiátricas presentaban un panorama desolador. En palabras del historiador Edward Shorter, «tenías una enorme población de pacientes restregando sus excrementos por las paredes, desgarrando sus ropas, sentados confundidos en el suelo, un día tras otro sin fin. Y te dices: ¿Cómo puede vivir la gente así? ¿Cómo pueden ser forzados a vivir de esta manera?».31 Desde el punto de vista terapéutico, era muy poco lo que se podía hacer, sencillamente porque no existía un tratamiento digno de tal nombre. A lo sumo se intentaba aliviar los síntomas. En los casos más dolorosos, quienes vivían agitados en un continuo infierno al borde del suicidio, cualquier medida capaz de mitigar su espantosa situación sería bienvenida. En los años treinta se empezó a experimentar con las llamadas terapias de choque, concretamente tres: a) El electroshock, procedente de Italia, se aplicaba según la misma lógica con la que propinaríamos un manotazo a nuestro televisor averiado para que, si hay suerte, recomponga la imagen. Es decir, a veces funcionaba, pero sin saber muy bien por qué. Lo cierto es que, en algunos casos, los pacientes parecían experimentar cierta mejoría durante un tiempo; hoy la terapia electroconvulsiva se recomienda en determinados cuadros resistentes a la farmacología y bajo condiciones altamente controladas. b) Con el mismo fin se inducía el coma insulínico. Un médico vienés, de nombre Sakel, había descubierto que aquellos
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de sus pacientes diabéticos que eran adictos a los opiáceos soportaban mejor la abstinencia cuando, accidentalmente, les inducía un ligero coma por error en la dosis de insulina inyectada. Esta idea se trasladó al campo psiquiátrico. c) La tercera opción, la inyección de metrazol, un derivado del alcanfor, precipitaba unas convulsiones tan violentas que no era raro la fractura de huesos. En ese escenario no es de extrañar que se ensayaran opciones a todas luces extremas; una de ellas, la idea de destruir una parte del cerebro con la esperanza de que los síntomas más graves remitieran. Inicios en Portugal El portugués Egas Moniz (1874-1955), político y profesor de neurología en la Universidad de Lisboa, sería el primero en practicar una lobotomía prefrontal, en 1935. Tenía una sólida reputación porque había desarrollado un método que ofrecía las primeras angiografías cerebrales, o la visualización de las arterias a través de los rayos X, gracias a la inyección de un contraste intraarterial. Moniz fue nominado varios años como candidato al premio Nobel por sus trabajos sobre la angiografía, pero lo recibiría finalmente en 1949 en recompensa a la introducción de la lobotomía, una técnica muy controvertida y con la que se cometieron grandes abusos, como ahora veremos. Moniz pensó en la posibilidad de que dañando el cerebro frontal de los enfermos con graves manifestaciones clínicas quizá mejorarían su situación. Tenía la vaga noción de que la gente mentalmente enferma sufría el azote de ideas fijas que podrían residir de alguna manera en sus lóbulos frontales. Desarrolló esta opinión al revisar la literatura científica sobre tumores frontales y algunos de los síntomas acompañantes. Y, por otra parte, durante años se habían observado ejemplos de personas que, después de sufrir una lesión frontal en accidentes o batallas, se habían vuelto más tranquilas y menos propensas a la ansiedad. Era la única parte del cerebro cuya destrucción no implicaba la muerte segura de los individuos; recordemos el caso de Phineas Gage. En 1935 Moniz asiste al Congreso Internacional de Neurología y allí tiene noticia de los trabajos de Fulton y Jacobsen sobre dos chim-
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pancés a los que les habían extirpado los lóbulos frontales. Aunque la comunicación se centra en las dificultades cognitivas de los primates a resultas de la intervención, Moniz repara en un detalle tangencial: uno de los chimpancés, que originalmente exhibía una conducta violenta y neurótica, deja de mostrar signos de perturbación emocional. El profesor portugués interviene y pregunta a los autores sobre la posibilidad de aplicar el procedimiento en humanos con el fin de reducir su ansiedad o las ideas delirantes, ante lo que Fulton y Jacobsen se muestran alarmados. Pero Moniz regresa a su clínica con la determinación de ensayar una técnica semejante en personas enfermas. Aquí habría que señalar que, desde el punto de vista ético, es difícil aceptar que una metodología tan invasiva se extrapole, sin más, a humanos a partir de dos casos con chimpancés. La primera lobotomía tiene lugar el 12 de noviembre de 1935 en el hospital de Lisboa. Egas Moniz dirige la intervención en la que se taladran dos orificios lateralmente en el cráneo de una mujer diagnosticada de melancolía involutiva con ansiedad e ideas paranoides. A través de los orificios se inyecta alcohol puro para destruir y esclerotizar las conexiones subcorticales de la parte delantera del cerebro, es decir, las áreas prefrontales. La operación dura unos treinta minutos y la ejecuta el cirujano Almeida Lima bajo la estrecha supervisión de Moniz, ya que la gota que afecta a sus manos le impide operar personalmente. Según refiere Moniz, a partir de entonces la paciente mostraría una conducta aparentemente menos ansiosa y paranoide.32 En los cuatro meses siguientes se suceden un total de veinte intervenciones ensayando distintas técnicas con efectos desiguales. Moniz y Lima las dan a conocer mediante la publicación de dos artículos en 1936 y parece que los resultados más favorables ocurren en las patologías con mayor componente afectivo, mientras que los esquizofrénicos crónicos apenas presentan mejora. Moniz llama a su procedimiento «leucotomía prefrontal» —del griego «leuco» blanco; o sea, corte de la sustancia blanca—, y para ello emplea el leucotomo, un instrumento consistente en una varilla metálica con un hilo metálico en su interior; una vez introducido en el cerebro, se presiona el hilo y éste se comba y sobresale 0,5 centímetros por una ranura que hay al final del instrumento. Al girar el leucotomo, el alambre secciona un fragmento
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Figura 4.10. Leucotomo.
de materia blanca de un centímetro de grosor. Esta operación se repetía varias veces para destruir las fibras que conectaban las áreas prefrontales con las estructuras subcorticales del cerebro. Después de los primeros veinte casos, Moniz y Lima continuaron depurando su técnica con otros enfermos. Uno de los principales problemas es que Moniz sólo siguió a sus pacientes durante unas semanas después de la intervención. Aunque algunos experimentaron una reducción en su conducta agitada, no sabemos si este cambio fue estable en el tiempo. Por otra parte, nada hace pensar que las personas intervenidas tuvieran la capacidad de llevar una vida independiente fuera del hospital. Tampoco se hizo suficiente hincapié en el análisis de los efectos colaterales, que eran importantes. Un trabajo de seguimiento realizado por el neurólogo lisboeta Furtado concluye que, con una perspectiva de doce años, la población tratada por Moniz presentó muchas recaídas y ataques epilépticos, junto a una mortalidad elevada.33 Lobotomías en Estados Unidos. Walter Freeman Al mismo tiempo, en Estados Unidos corre paralela otra historia de infausto recuerdo en aquel país. En 1924, el joven neurólogo Walter Freeman (1895-1972) llega al hospital psiquiátrico Elizabeth de Washington a ejercer su profesión. A sus veintiocho años se convierte en el director de laboratorio más joven del hospital, pero se enfrenta a una institución en crisis que, como la mayoría de los psiquiátricos estatales de entonces, arrastra años de abandono. Queda impactado ante
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el escenario de cinco mil vidas extraviadas prácticamente dejadas a su suerte y siente «una extraña mezcla de miedo, asco y culpa».34 Como muchos neurólogos de la época, tiene una visión organicista de la enfermedad mental y está dispuesto a encontrar el lugar del cerebro donde radica la causa física de la patología. Cuenta a su disposición con la morgue del hospital en el sótano y dedica largos días y noches a medir y examinar los cerebros de los enfermos fallecidos. Ahora bien, sus esfuerzos son en vano: aparentemente los cerebros de los individuos psicóticos no se diferencian en nada de los cerebros normales. Freeman era un tipo entusiasta que siempre se creyó destinado a hacer grandes cosas en la medicina, y esto le supone un mazazo para sus aspiraciones. Su abuelo había sido por un tiempo el neurocirujano más famoso de América y el primero que extrajo con éxito un tumor cerebral de un paciente vivo. Todo un showman que gustaba practicar sus intervenciones ante nutridas audiencias; y su nieto no estaba dispuesto a quedarse a la zaga. Cuando Freeman lee en 1936 los trabajos de Moniz, ve la luz: ¡por fin una técnica nueva que podría revolucionar la neuromedicina! Su entusiasmo se desborda de nuevo y se ve a sí mismo como el gran introductor de la técnica en América. Carece de licencia para operar, por lo que se asocia con un joven cirujano, llamado James Watts, y durante unos meses estudian el procedimiento dispuestos a ponerlo en práctica. En septiembre de 1936 intervienen a su primer caso siguiendo una variante de los métodos de Moniz. Un testigo refiere la operación: «Recuerdo que la paciente estaba sobre la mesa de operaciones, todo estaba aséptico; y el Dr. Watts hizo una incisión en un lado de la cabeza, y taladró unos orificios, e introdujo un instrumento como una espátula de aproximadamente un cuarto de pulgada de ancho. Y el Dr. Freeman estaba sentado sobre un taburete unos seis pies atrás e indicando esto y aquello...». El neurólogo americano va más allá que Moniz, y en lugar de extraer pequeños fragmentos de materia blanca prefiere ordenar a Watts que seccione las conexiones de los lóbulos frontales mediante un movimiento angular del instrumento cortante. La paciente era una mujer de sesenta y tres años que había padecido años de depresión con ansiedad e insomnio. Cuando abrió los ojos, Freeman refiere que «su cara presentaba una plácida expresión» y que «por la
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tarde estaba bastante alerta, sin manifestar ansiedad o aprensión». Excitados por este primer caso, Freeman y Watts se lanzan a practicar nuevas lobotomías a través de su clínica privada. Después de una docena de intervenciones, Freeman declara que las lobotomías son un éxito, aunque tiene que admitir que incluso los casos más favorables presentan efectos colaterales problemáticos. En palabras de Shorter, «la definición de éxito por parte de Freeman era que los pacientes dejaban de sufrir agitación. Eso no significa que estuvieran curados, significa que podían darse de baja del asilo, pero eran incapaces de llevar una vida social normal. Solían quedar inermes y faltos de energía de forma permanente». El escritor Jack El-Hai ha publicado un libro35 sobre el tema y destaca que «después de la lobotomía se comportaban de una manera infantil. Había que volverles a enseñar cómo andar o hacer uso del baño. Muchos pacientes lobotomizados eran muy desinhibidos. Muchos presentaban bulimia. Definitivamente no eran la misma persona de antes de la operación».36 En noviembre de 1936 Walter Freeman acude a un congreso médico en Baltimore para presentar sus resultados. Anuncia que dispone, nada menos, de una nueva técnica capaz de curar la enfermedad mental. Ante la descripción del procedimiento, la acogida de la audiencia fue más bien de estupefacción; simplemente muchos colegas no daban crédito a que hubiera intentado tal cosa, es decir, infligir deliberadamente lesiones cerebrales con fines supuestamente terapéuticos. Otros, más ponderados, se alarmaron ante la perspectiva de que un método tan drástico se practicara sin ser contrastado previamente de
Figura 4.11. Dos formas de lobotomía.
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forma científica y rigurosa. Freeman pide tiempo para tales comprobaciones; argumenta que llevaría meses, incluso años, evaluar adecuadamente los progresos de los pacientes lobotomizados. Mientras tanto, promete solemnemente que la lobotomía sería sólo «una operación de último recurso». Sin embargo, Freeman está ciegamente convencido de la bondad de sus lobotomías y sabe que la verdadera batalla que hay que ganar es la de la opinión pública. Dentro de la profesión médica de aquellos años se consideraba poco ético criticar públicamente a un colega, por lo que cualquier discrepancia quedaba recluida al ámbito de la literatura especializada. Walter Freeman es un buen relaciones públicas y emprende una intensa campaña en los medios de prensa a favor de la nueva y prometedora cura; cultiva las relaciones con influyentes periodistas para promover su técnica. No tardan en aparecer titulares sensacionalistas en los principales diarios del país: «Milagros de la cirugía del cerebro», «Curando la mente con la cirugía», «Pacientes mentales se benefician de la operación revolucionaria», «El bisturí del cirujano restaura la salud mental a víctimas de los nervios»; el New York Times llama a la nueva técnica «la cirugía del alma» y el Washington Star la califica como «una de las innovaciones quirúrgicas más grandes de esta generación». Diefenbach y colaboradores han realizado un estudio sobre el papel de la prensa en la popularización de las lobotomías en Estados Unidos y concluyen que las noticias, claramente sesgadas a su favor, constituyeron un factor determinante en su rápida y amplia adopción como tratamiento psiquiátrico.37 Los periódicos cuentan historias de casos aparentemente beneficiados por la lobotomía. Aunque, con razón, hoy la técnica nos horroriza, pongámonos en el lugar de alguien de entonces enfrentado a una terrible disyuntiva; en palabras del historiador Valenstein, «si se trata de tu madre y tuvieras que elegir entre estar en un estado de terror... todo el tiempo, y la alternativa es que estuviera más tranquila y pareciera mas calmada, incluso aunque ya no fuera como antes, podrías escoger esto».38 Lo cierto es que Freeman elude a la profesión médica y a sus mecanismos de control y se apoya en una opinión pública poco formada y con tendencia a creer en soluciones milagrosas. Opinión pública a la que él mismo, con el efecto amplificador de los medios de masas, ha
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contribuido a conformar. Salvando las distancias, nos encontramos ante una realidad que nos recuerda a otros momentos de auge de la pseudociencia; por ejemplo la frenología del siglo xix, cuando Gall ignora a la Academia Francesa de las Ciencias y hace caso omiso de la falta de evidencias serias, difundiendo su doctrina a una sociedad proclive a las revelaciones sorprendentes. Afortunadamente, tarde o temprano la ciencia termina imponiéndose. Lobotomías a gran escala En 1946 la prestigiosa revista norteamericana Life publica «Bedlam», un reportaje sobre dos centros psiquiátricos estatales, uno en Cleveland y otro en una ciudad de Pensilvania. El texto se acompaña de fotos estremecedoras en las que aparecen los enfermos en condiciones infrahumanas, amontonados, acuclillados semidesnudos contra las paredes, o atados a los bancos. Acaba de finalizar la segunda guerra mundial y el impacto de las imágenes es enorme porque esas escenas recuerdan a las fotografías de los campos de concentración nazis, aún frescas en la retina de la gente. Y con el agravante de que esto no sucede en ultramar sino allí, en el propio país; de modo que la reacción general es que urge hacer algo en los psiquiátricos americanos. A Freeman estas imágenes le evocan sus primeros momentos en el Elizabeth de Washington y está convencido de que tiene en sus manos el remedio para la situación; en otras palabras, se plantea la aplicación de lobotomías a gran escala para, según su criterio, mejorar y dar de alta a un buen número de enfermos mentales. Antes de que las lobotomías puedan practicarse en serie, hay que simplificar el procedimiento. En palabras de El-Hai, «resultaba caro, requería los servicios de un neurocirujano, un anestesista, un quirófano. Y estas instituciones estatales, incluso aunque se llamaran hospitales, carecían de todas esas cosas».39 Tras meses de pruebas, Freeman cree que ha encontrado una ruta anatómica más directa hacia el cerebro: en lugar de trepanar el duro cráneo, podría acceder a los lóbulos frontales desde abajo, directamente a través de las órbitas oculares. La cavidad ósea que rodea a los ojos tiene un tabique superior relativa-
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mente fino; en una secuencia de archivo Freeman sostiene un cráneo en sus manos y señala «aquí el hueso es lo suficientemente delgado que deja traslucir la luz, y puede ser fácilmente perforado». Nacían así las célebres e infaustas lobotomías transorbitales. La historia nos dice que Freeman ideó la nueva técnica en su propia casa, en la cocina con un picahielo y un martillo, ensayando sobre un cráneo. A partir de ese momento, realizar una lobotomía era coser y cantar. El nuevo procedimiento es el siguiente. Primero se adormece ligeramente al paciente mediante uno o varios electroshocks; según Freeman, «habitualmente con tres descargas sucesivas es suficiente, pero en la gente anciana basta una sola; si es un joven robusto, pueden administrase cuatro, o incluso seis descargas, sin peligro».40 Acto seguido, un instrumento punzante, que en algunas ocasiones era literalmente un picahielo, se inserta en la cavidad orbital entre el párpado y el ojo, y con unos golpes de mazo se perfora el tabique superior, penetrando unos siete centímetros en el cerebro. A continuación, mediante un movimiento de vaivén, como si fuera un limpiaparabrisas, se procede a la destrucción de tejido cerebral, supuestamente de las conexiones entre los lóbulos prefrontales y el tálamo, de donde, según Freeman, procedían los impulsos emocionales desajustados. Luego se repite la operación a través del otro ojo. Todo ello consumía escasamente tres o cuatro minutos y las únicas huellas visibles eran dos ojos amoratados, a la funerala. Un día de 1946, su ayudante, el cirujano James Watts, irrumpió en la oficina mientras Freeman empezaba a aplicar el nuevo procedimiento sobre un paciente. Sostenía el picahielo en una mano y el martillo en la otra, sin las mínimas condiciones quirúrgicas de asepsia, etcétera, y Freeman le pidió que sostuviera el instrumental para sacar una fotografía. Watts no dijo nada, dio media vuelta y salió. Aquí terminó la colaboración entre ambos. Esta nueva forma de lobotomía transorbital resultaba rápida, barata, y capaz de realizarse de forma ambulatoria porque no requería un quirófano ni equipamiento quirúrgico. Podía, además, enseñarse a otros ayudantes con un entrenamiento mínimo. Freeman gustaba de practicarla con desparpajo, rodeado de público y dejándose fotografiar por los medios; se vanagloriaba de que, incluso, cirujanos hechos
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Figura 4.12. Walter Freeman practicando una lobotomía transorbital en el Western State Hospital del estado de Washington, en 1949.
y derechos habían vomitado o caído redondos al presenciarlo. Sentía cierta necesidad morbosa de impresionar a los demás; aparte del picahielo, utilizaba con frecuencia un martillo de carpintero en lugar de otro instrumento con apariencia más quirúrgica. Walter Freeman se embarcó en una campaña nacional de lobotomías ambulantes por los hospitales psiquiátricos de todo el país, al volante de su furgoneta, que él llamaba el «lobotomobile». Cuando llegaba a un hospital, muchas veces rodeado de prensa y fotógrafos, el personal colocaba en fila, sobre camas, a los enfermos que consideraba candidatos para la intervención, y él procedía a practicar las lobotomías en serie, una tras otra. El consentimiento informado y otras sutilezas por el estilo no eran propios de la época. En su etapa de máxima popularidad, a Freeman se le esperaba como una especie de salvador, pertrechado de una metodología de vanguardia capaz de curar y, de
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paso, aliviar el agobio de un personal hospitalario desbordado por la sobrecarga de internos. No hay que olvidar que la guerra mundial había generado un incremento dramático de los trastornos mentales, como secuela física y psicológica del conflicto. Quedaban lejos los tiempos en que Freeman prometió que la lobotomía sería sólo «una operación de último recurso». Contagiada por el entuFigura 4.13. Lobotomía transorbital. siasmo popular, una parte de la profesión médica acabó aceptando la técnica y se practicaron lobotomías en centros de élite como la Johns Hopkins, el Hospital General de Massachussets, o la Clínica Mayo. Se calcula que el número de intervenciones anuales ascendió de ciento cincuenta en el año 1945 a más de cinco mil en 1949. En este año la lobotomía recibió el máximo respaldo con la concesión del premio Nobel a su iniciador, el portugués Egas Moniz. Un caso célebre de lobotomía fue el de Rosemary Kennedy, una hermana menor de quien luego sería presidente de Estados Unidos. A su padre, el influyente Joseph Kennedy, entonces embajador en Gran Bretaña, le preocupaba la conducta de su hija, difícil de manejar en casa, y temía que un día apareciera embarazada o con una enfermedad venérea, lo que sería un descrédito para la posición familiar. Su médico le habló acerca de un nuevo tratamiento, un tipo de operación que podría calmar su comportamiento errático y le aconsejó que se pusiera en contacto con el Dr. Freeman. Dicho y hecho, Rosemary fue lobotomizada a la edad de veintitrés años, en 1941, mediante el procedimiento previo al transorbital. Fue la lobotomía número 66 en la carrera del neurólogo y parece que el padre tomó esta decisión por su cuenta, sin informar al resto de la familia. Lo cierto es que la operación resultó un desastre y Rosemary quedó mentalmente incapacitada
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para el resto de sus días, sin posibilidad de vida autónoma. Tuvo que pasar toda su existencia institucionalizada hasta que en 2005 murió a la edad de ochenta y seis años. Una historia muy triste. Por otra parte, se ha especulado sobre si la actriz americana Frances Farmer sufrió una lobotomía durante su internamiento de cinco años en el Western State Hospital de Seattle, pero no hay evidencia de ello. Una píldora arrincona a las lobotomías En los años cincuenta empiezan a publicarse en las revistas especializadas los primeros estudios a largo plazo sobre las lobotomías. Es el momento de evaluar de forma serena y científica su verdadero impacto, y los resultados no son alentadores. En palabras del escritor Robert Whitaker, «algunas personas no pueden abandonar la institución y se hallan en un estado casi vegetativo. Otras personas vuelven a casa, pero están como si fueran niños... Lo mejor que se podría ver es gente que tiene un puesto de trabajo, pero a menudo no están motivados para acudir al mismo. De esta manera, ahora tenemos un período largo, diez años, doce años, y empieza a ser difícil justificar esto como un milagro de la cirugía, precisamente porque vemos estos resultados a largo plazo».41 Muchos de los que habían llegado a apoyarla, ahora la desaprueban. La Asociación Médica Americana declara que «es inconcebible que un procedimiento que efectivamente destruye el cerebro pudiera restaurar un estado normal en el paciente». Hablar del éxito de la lobotomía es como hablar del éxito de un accidente de automóvil. Para muchos antiguos defensores, ahora la lobotomía les parece tan sutil como un tiro en la cabeza. Quienes más se oponen son los psicoanalistas freudianos que la condenan como un asalto brutal al cerebro. Pero Freeman es tozudo y ante este tipo de críticas su respuesta siempre es del mismo tenor: ¿qué técnica alternativa sugieren los detractores, especialmente para los casos más graves con tendencias suicidas? Los psicoanalistas no tratan a esquizofrénicos y con ellos de poco servirían sus sesiones de diván. La opinión pública se divide; muchas familias se sienten agradecidas con el neurólogo; otras lo aborrecen. En una oca-
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sión en que Freeman es abucheado por una audiencia de psiquiatras, su respuesta consistió en vaciar sobre la mesa una caja con unas quinientas tarjetas navideñas de felicitación mientras les espetaba: «¿Cuántas tarjetas de navidad han recibido ustedes de sus pacientes?».42 En esta situación, lo que de verdad daría la puntilla final a las lobotomías sería la aparición de un nuevo tratamiento. Y esto ocurrió a mediados de la década de 1950 en forma de una píldora que barrió los psiquiátricos norteamericanos y europeos. El descubrimiento de las propiedades de la clorpromazina, la primera sustancia con efectos antipsicóticos, se considera hoy como la primera gran revolución de la psiquiatría. El hallazgo fue casual, como ocurriría con tantas otras drogas; de hecho, no podía ser de otro modo pues aún faltaba una teoría sobre la bioquímica del cerebro. Un neurocirujano francés, Henri Laborit, buscaba un producto que calmara la ansiedad que muchos individuos sufrían antes de someterse a una operación. Entre sus ensayos, probó con una sustancia nueva que una compañía farmacéutica francesa había desarrollado muy recientemente, la clorpromazina, y quedó impresionado al observar la potente acción tranquilizadora que causaba en sus pacientes. Laborit pensó que quizá este compuesto podría ayudar a los enfermos mentales aquejados de extrema ansiedad y agitación. Y efectivamente, resultó que los efectos fueron espectaculares, porque los calmaba de modo muy notorio, pero, al mismo tiempo, sin adormecerlos o postrarlos en un estado de embotamiento. Y además reducía drásticamente las alucinaciones y los síntomas psicóticos de la esquizofrenia; se trataba, en realidad, del primer medicamento que tenía una acción genuinamente antipsicótica. No es difícil imaginar el gran cambio que supuso para la psiquiatría de mediados de siglo. En Estados Unidos se comercializó bajo el nombre de Thorazine y en Europa como Largactil. La publicidad americana hablaba inicialmente de una verdadera «lobotomía química», pero sin los inconvenientes de la cirugía. Como era de esperar, muy pronto la lobotomía perdió terreno a favor del nuevo tratamiento, éste sí, realmente revolucionario.
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asta el siglo xix, los interrogantes sobre el cerebro se centran en su estructura macroscópica, la que se puede ver a simple vista. Al arrancar el siglo xx las preguntas toman otro cariz y las nuevas técnicas, especialmente de microscopía y tinción, permiten planteamientos más ambiciosos que se dirigen a desvelar su estructura íntima. Es el siglo en que se reconoce a la neurona como la unidad fundamental del sistema nervioso; la pieza básica que compone el cerebro y los nervios de animales y personas. Y en este descubrimiento, el personaje clave indiscutible es el español Ramón y Cajal.
Las neuronas de Cajal Santiago Ramón y Cajal (1852-1934) era un excelente jugador de ajedrez, pero si recibió el premio Nobel no fue, claro está, por su manejo del gambito de rey o la defensa siciliana. Considerado el padre de la neurociencia moderna, es, sin lugar a dudas, «el científico más grande que ha dado España en toda su historia, y uno de los que por derecho propio pertenecen al selecto grupo de los grandes de la ciencia de todos los tiempos».1 Su figura se erige gigantesca, como un enorme árbol solitario en un páramo seco y pelado, pues, salvo contadas excepciones, así era la España de su tiempo en lo que a ciencia de vanguardia se refiere.
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A finales del siglo xix la mayoría de los anatomistas —Gerlach, Deiters, Golgi, entre ellos— estaba realmente perpleja ante las complejas formas de las células nerviosas y, sobre todo, por la maraña sin fin de filamentos que las rodeaba. Por supuesto, a esas alturas del siglo se conocía la célula y se aceptaba la teoría celular de los seres vivos, pero existía el convencimiento general de que el sistema nervioso era distinto y no se ajustaba a la misma.2 Esta confusión tomaba dos formas. Primero, no estaba claro si los largos axones y las más cortas pero muy ramificadas dendritas, visibles al microscopio, tenían algo que ver con los cuerpos celulares de las neuronas; y menos si ambos tipos de filamentos, o «procesos» como entonces se les llamaba, se originaban desde una célula individual. Una segunda confusión nacía del hecho de que los anatomistas no podían visualizar la membrana de las células nerviosas, de manera que muchos creían que el sistema nervioso era una inmensa red o telaraña sin separaciones internas. El impulso nervioso correría libremente por esa estructura reticular. Nos referimos, por tanto, a la llamada teoría reticular del sistema nervioso, en boga hacia el cambio de siglo.3 En este contexto científico y gracias a su genial contribución, Ramón y Cajal demostró al mundo varias cosas, pero fundamentalmente dos: a) Que el sistema nervioso está conformado por células nerviosas individuales e independientes que se comunican entre sí; demostrando definitivamente la validez de la teoría neuronal del sistema nervioso. Las neuronas se conectan a través de sus terminaciones, pero conservan su individualidad. En esas conexiones habría un pequeñísimo espacio de separación entre ambas células. b) Que las neuronas actúan como elementos polarizados, de forma que el impulso nervioso es unidireccional. Entra por las dendritas al cuerpo celular y sale por el axón. Esto supuso un enorme avance y, en opinión de muchos, el nacimiento de la neurociencia contemporánea. Por una doble razón: era un paso de gigante en sí mismo hacia la comprensión del funcionamiento
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del cerebro y del sistema nervioso en su conjunto; pero, al mismo tiempo, sentaba las bases para todo el programa de investigación del futuro. Así, en palabras de Albright y colaboradores: «en contraste con la caótica visión del cerebro que surgía del trabajo de Golgi, Gerlach y Deiters, quienes concebían al cerebro como una difusa red nerviosa en la que parecía posible todo tipo imaginable de interacción, Ramón y Cajal centró su análisis experimental sobre la función más importante del cerebro: el procesamiento de información».4 Ahora ya era posible empezar a poner orden en aquel laberinto antes inabordable, e iniciar el estudio de circuitos nerviosos concretos, como así emprendió Cajal. No faltan quienes comparan el impacto de Ramón y Cajal en la neurociencia con el de Darwin en la biología, o el de la teoría cuántica en la física.5 Santiago Ramón y Cajal* nació el primero de mayo de 1852 en Petilla de Aragón, un pequeño pueblo navarro enclavado en la provincia de Zaragoza. Su infancia, tal como cuenta él mismo en su autobiografía Recuerdos de mi vida,6 transcurrió con normalidad; era un chaval travieso y poco disciplinado en los estudios, aunque con excepcionales dotes para las artes plásticas. Hijo de un médico cirujano de pueblo, éste, don Justo, estaba resuelto por todos los medios a que se interesara en su especialidad anatómica. Según cuenta Cajal, uno de los trucos que ideó su padre consistía en llevárselo a viejos cementerios para recolectar huesos y estudiarlos en casa, y parece que tuvo éxito en su empeño. Disfrutaba dibujándolos y su placer estético se extendió hacia el conocimiento anatómico. Después de estudiar el bachillerato en Huesca, cursa medicina en Zaragoza, adonde se traslada su familia en 1870. Al terminar la carrera es llamado a filas para el servicio militar obligatorio. En esas fechas coincide el movimiento de independencia de Cuba contra la colonia española y allí se le destina como médico militar a uno de los puestos más duros de la isla, donde termina contrayendo la enfermedad de sus pacientes: la malaria de los pantanosos bosques tropicales. Después de convalecer en Puerto Prín* En muchos libros y artículos, el propio Cajal se queda con el apellido materno y no incluye el paterno (Ramón).
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cipe, se le manda a otro destacamento insalubre y ahí reaparece la enfermedad con renovada virulencia, forzando finalmente su regreso a España en el verano de 1875. De vuelta a casa, y una vez restablecido, ocupa una plaza provisional de profesor en Zaragoza al tiempo que se presenta a oposiciones en Madrid. En uno de sus viajes a la capital española, Cajal tiene la oportunidad de observar a través de un microscopio y queda tan fascinado que se propone la meta de comprar uno tarde o temprano. Con sus ahorros adquiere en Madrid un microscopio con accesorios y varios manuales, y un microtomo para obtener cortes muy finos de los tejidos orgánicos.7 En Zaragoza recibe una buena noticia: se le ofrece la dirección del Museo Anatómico de la Facultad de Medicina. En ese momento sus ingresos como director y la ayuda de clases particulares a estudiantes de doctorado le permiten formar una familia. En 1879 contrae matrimonio con la oscense Silveria Fañanás García con la que tendría siete hijos. Doña Silveria permanecería a su lado a lo largo de su longeva vida y se dedicaría en cuerpo y alma a su marido e hijos, en consonancia con el rol habitual de las mujeres en la España de la época. Cuatro años más tarde, Cajal gana la cátedra de anatomía descriptiva de la Facultad de Valencia, donde, al poco de su llegada, se desata una epidemia de cólera que azota a toda la región. La tasa de mortalidad es tan alta que las autoridades le piden que suspenda sus investigaciones y se dedique al estudio de la plaga. Lógicamente Cajal accede y, tras un tiempo de ensayos, elabora un informe monográfico sobre la naturaleza del cólera, y las medidas higiénicas indicadas para su prevención y tratamiento. En agradecimiento, el gobierno local le envía un magnífico microscopio Zeiss de última generación; el mejor regalo que podría recibir. La «reazione nera» de Golgi En 1887, Ramón y Cajal aprovecha una estancia en Madrid y visita al reconocido neuropsiquiatra Luis Simarro. Al igual que Cajal en Valencia, Simarro había organizado un laboratorio en su propia casa y le
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muestra unas preparaciones de tejido nervioso que había teñido según una nueva técnica procedente de Italia. Le explica que la aprendió en un viaje a París y que la usa para estudiar los cambios degenerativos de los cerebros de sus pacientes fallecidos. Cuando Cajal aplica el ojo al microscopio queda estupefacto, jamás había visto células nerviosas con esa perfección y tal grado de detalle. Según le informa el anfitrión, se trata de un método de tinción basado en una «reacción negra» inducida por dicromato potásico y nitrato de plata, que ha desarrollado el italiano Camillo Golgi en la Universidad de Padua. En realidad, cuando Simarro muestra sus preparaciones, la técnica de Golgi ya tenía catorce años de existencia, pero había pasado relativamente inadvertida. Años más tarde, Cajal escribiría en su autobiografía: Expresaba en párrafos anteriores la sorpresa sentida al conocer de visu la maravillosa potencia reveladora de la reacción cromo-argéntica y la ninguna emoción provocada en el mundo científico por su hallazgo. ¿Cómo explicar tan extraña indiferencia? Hoy, que conozco bien la psicología de los sabios, hallo la cosa muy natural. En Francia, como en Alemania, y más en ésta que en aquélla, reina una severa disciplina de escuela. Por respeto al maestro, ningún discípulo suele emplear métodos de investigación que no se deban a aquél. En cuanto a los grandes investigadores, creeríanse deshonrados trabajando con métodos ajenos.8
Impresionado por lo que ha visto, Cajal vuelve a Valencia resuelto a utilizar la técnica que tan espectaculares resultados promete.9 La microscopía antes de Cajal Para entender la importancia del método de Golgi conviene que hagamos un breve repaso a los antecedentes de la microscopía. Tal vez inventado por Galileo, el microscopio empieza a usarse en el siglo xvii para escudriñar el universo de lo muy pequeño. Son unos pocos pioneros, constructores de sus propios instrumentos, quienes se dedican con gran paciencia a pulir lentes cada vez más potentes y menos defectuosas. El físico inglés Robert Hooke combina una lente con un
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ocular y monta el primer microscopio compuesto. Entre sus múltiples observaciones, que recoge en su libro Micrographia de 1665, hay que destacar la de un corte delgado de corcho, material poroso que muestra una estructura de cavidades a modo de colmena y que a Hooke le recuerdan las celdas (cells en inglés) de una prisión. Gracias a su imaginación, la palabra cell, que significa tanto celda como célula en castellano, llegaría a ser el término más usado de la biología. Hooke había observado en realidad células muertas veFigura 5.1. Cajal en su laboratorio de Valencia. getales; nunca aplicó sus lentes a tejidos animales o a células vivas. Poco después, el italiano Marcello Malpighi sería el primero en observar células vivas al microscopio. Si se habla de microscopía, hay que citar obligatoriamente a Anton van Leeuwenhoek, un comerciante holandés de paños poseído por una irrefrenable curiosidad hacia lo muy pequeño. A mediados del siglo xvii construye unas lentes diminutas a partir de pequeños cristales y consigue aumentos —hasta 275— desconocidos en su época. Empleó unos procedimientos que guardó en secreto. Carente de formación científica, pero extraordinario observador, es el primer humano cuyos ojos se abren extasiados al mundo de los microorganismos acuáticos; puede considerársele en justicia el fundador de la bacteriología al visualizar por primera vez bacterias y protozoos. Contempla los glóbulos rojos de la sangre y descubre que el semen contiene espermatozoides. Como vimos en otra parte, aplicó sus instrumentos al examen del nervio óptico de una vaca para encontrar el hueco por
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donde supuestamente circulan los espíritus animales, pero, frustrado, tiene que aceptar su inexistencia. Sin ser científico se atreve a enviar una corta comunicación a la Royal Society de Londres dando cuenta de esta observación y proponiendo que tal vez la visión se transmite de un modo similar a las vibraciones newtonianas.10 A su muerte en 1723, una veintena de sus aparatos fue cedida a la Royal Society. Andando el tiempo llegamos a la teoría celular de los seres vivos, que aparece ya en el siglo xix. En 1838 el botá- Figura 5.2. Células observadas por Hooke nico Matthias Schleiden se con- en un fragmento de corcho. vence de que todas las plantas están construidas a partir de células. Un año después, Theodor Schwann extiende esta idea a todo el reino animal. Sin embargo, como vimos antes, la doctrina reticular, o reticularismo, dominante en la época, considera que la teoría celular de Schleiden y Schwann no es aplicable al sistema nervioso, porque se le ve más como un entramado de filamentos que como una colección de células. También por las mismas fechas, el checo Jan Purkinje (1787-1869) descubre las primeras neuronas, las grandes células del cerebelo que llevan su nombre, pero su relación con las fibras nerviosas le es desconocida. Tan importante como el microscopio, es la posibilidad de teñir eficazmente los tejidos que se van a observar. Leeuwenhoek tintaba de azafrán los cortes de músculos para distinguir mejor las fibras musculares. Antes de Golgi estaba muy extendido el uso del carmín, o grana, en la observación de las estructuras nerviosas. Se trata de un colorante natural de color rojo intenso que se extrae de unos insectos de la clase de las cochinillas y que aún se emplea en multitud de apli-
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caciones, incluyendo la industria alimenticia. Joseph von Gerlach fue uno de los anatomistas que más lo empleó en sus preparaciones microscópicas. En cierta ocasión, olvidó durante toda una noche varios fragmentos de cerebelo en una solución de carmín y a la mañana siguiente encontró que las células nerviosas habían quedado maravillosamente teñidas, mucho mejor que con el procedimiento habitual.11 No obstante, ningún método de tinción pudo compararse al ideado por Golgi. Camillo Golgi (1843-1926) hizo su descubrimiento en 1873 mientras trabajaba como médico en un hospital del norte de Italia. Tenía experiencia en investigación, pues había estudiado tumores cerebrales y tejidos del cerebelo durante los años de su formación en la Universidad de Pavía. Si estaba en el hospital era principalmente por asegurarse un trabajo fijo, pero jamás renunció a investigar en los momentos libres. El hallazgo que habría de revolucionar la microscopía mundial no se produjo en un sofisticado laboratorio de última generación, sino en la humilde cocina del hospital, que Golgi había habilitado como tal. Nunca explicó cómo se le había ocurrido la idea del nitrato de plata, un material sensible a la luz que se estaba empezando a aplicar en la fotografía. Parece que endureció sus muestras por unos días en dicromato potásico y luego las introdujo en una solución de nitrato de plata durante dos o tres días más. Después las trató con baños de alcohol y aceites, las lavó y las cortó en láminas para el portaobjetos. Sabiendo que el nitrato de plata se oscurece progresivamente ante la luz, guardó todas las preparaciones sobrantes en un lugar oscuro. Cuando Golgi miró por el microscopio, descubrió perplejo que el nitrato de plata propiciaba una reazione nera o reacción negra, que mostraba a las células y los afilados filamentos en color negro intenso sobre un fondo amarillo, con una nitidez desconocida hasta entonces; realmente parecían delicados dibujos hechos con tinta china. El «truco» del método de Golgi residía en que, además de su espléndida y bella reacción negra, ésta no oscurecía a todas las células de la preparación, sino sólo caprichosamente a unas pocas —apenas 1 por 100 del total— que destacaban mucho mejor. La razón de esta selectividad es todavía desconocida. De haber teñido la totalidad de las
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células, la consecuencia habría sido una maraña oscura inservible; de esta forma podía contemplarse con extraordinario detalle una neurona individual con todas sus conexiones, hecho imposible hasta ese momento. Sin embargo, esta propiedad le confería al método cierta impredecibilidad porque el investigador no podía decidir de antemano qué células, ni cuántas, iban a reaccionar. En 1875 Golgi ganó un puesto en la Universidad de Pavía, donde continuó investigando. Hay que decir que el italiano aprendió mucho sobre las dendritas y axones con su nueva técnica, pero, al ser tan selectiva e impredecible, era incapaz de comprobar dónde terminaban realmente estas conexiones. En consecuencia, este hecho le sirvió para reafirmarse en su creencia de que las células nerviosas aparecían fusionadas en una única estructura reticular. Irónicamente, pues, la misma técnica sirvió a Golgi y a Cajal para llegar a dos posiciones científicas completamente opuestas. Golgi ha pasado a la historia no sólo por su método de teñido microscópico, sino también por otros descubrimientos que llevan su nombre. De sus aportaciones hay que señalar la distinción entre dos clases de neuronas, Golgi I y Golgi II, con largos y cortos axones respectivamente, y la identificación de los órganos de Golgi en los tendones. Cajal modifica la técnica de Golgi Volviendo a Ramón y Cajal, éste regresa de Madrid con la determinación de aplicar el nuevo método de tinción a sus preparaciones. Queda verdaderamente cautivado por su poder analítico; recordando esos momentos, declararía después en uno de sus libros: Espectáculo inesperado: sobre un fondo amarillo perfectamente translúcido aparecen desparramados filamentos negros lisos y delgados o espinosos y espesos. Cuerpos negros, triangulares, estrellados, fusiformes. Se diría que se trata de dibujos en tinta china sobre un papel transparente del Japón. El ojo está desconcertado, aquí todo es sencillo, claro, sin confusión. Ya no es necesario interpretar sino ver y constatar.12
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A los pocos meses, en ese año de 1887, Cajal ocupa la cátedra de histología que se crea en la Facultad de Medicina de Barcelona, y se traslada allí con su familia. Aquí se inicia el período más productivo de su vida, reconocido en sus propias palabras, y continúa luego en Madrid, donde obtiene la cátedra de histología y anatomía patológica en 1892. Haciendo uso de la nueva técnica del nitrato de plata, emprende un estudio sistemático de la estructura íntima del sistema nervioso. Y mientras adquiere experiencia en su aplicación, la perfecciona cambiando algunos procesos; por ejemplo, comprueba que obtiene mejores resultados si los cortes histológicos son más gruesos y se les somete a una tinción más intensa —doble impregnación—. Así tiene más posibilidades de observar cómo se conectan dos o más células. Además, toma una decisión de gran transcendencia para la obtención de sus maravillosos resultados: opta por estudiar el sistema nervioso de embriones y animales jóvenes. El compuesto de plata actúa mucho mejor sobre los nervios desprovistos de la envoltura grasa de mielina y las neuronas destacan mucho mejor. En un comentario bastante citado, Cajal reflexiona: Puesto que la selva adulta resulta impenetrable e indefinible, ¿por qué no recurrir al estudio del bosque joven, como si dijéramos, en estado de vivero? Escogiendo bien la fase evolutiva [del embrión] ... las células nerviosas, relativamente pequeñas, destacan íntegras dentro de cada corte; las ramificaciones terminales del cilindroeje dibújanse clarísimas y perfectamente libres; los nidos pericelulares ... aparecen sencillos, adquiriendo gradualmente intrincamiento y extensión; en suma, surge ante nuestros ojos, con admirable claridad y precisión, el plan fundamental de la composición histológica de la sustancia gris.13
Con estos importantes cambios, Cajal consigue mejorar la técnica y soslaya algunas de las limitaciones que habían terminado por frustrar a Simarro y a otros neuroanatomistas. Empieza así la increíble colección de dibujos que hoy conocemos, ejecutados a tinta china con una precisión y maestría geniales. Algunos se han preguntado por qué no utilizó la fotografía, siendo como era un brillante y experto aficionado. La respuesta es que la microfotografía no
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Neuronas 125 Figura 5.3. Dibujos de Cajal. Arriba: células del cerebelo de un pollo. Abajo: circuitos de neuronas retinianas en los que se indica con flechas la dirección del impulso nervioso.
había avanzado lo suficiente y sus imágenes hubieran sido más pobres que las de una mano diestra aplicada al dibujo. Cajal explica que las fotografías serían comparables a los dibujos sólo en el caso de preparaciones muy finas, no en las gruesas, que eran las necesarias para el tejido nervioso. Una fotografía no podría reproducir los finos detalles percibidos en distintos planos ópticos. Con el ojo, el neuroanatomista puede ir cambiando constantemente de plano focal y componer la síntesis de un conjunto de planos de distintos niveles, capturando así el máximo detalle de cada uno. También había otra razón práctica de peso; en una carta a un discípulo suyo Cajal le comenta: En una imagen combinada, todas las células se copian con precisión; el único truco (ya usado por Golgi, Van Gehuchten, Rezius) consiste en reunir en un solo dibujo los elementos recogidos en varias secciones de la misma región. Sin este truco, mi libro sobre los centros neurales habría necesitado más de tres mil figuras, y eso en una época de penuria económica en la que una docena de grabados habría arruinado el equilibrio de mi economía doméstica.14
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Fruto de un programa de investigación sistemática y disciplinada, comienzan a surgir de su mano verdaderas joyas, inéditas para la ciencia de la época. Lo que Cajal va descubriendo, y describiendo hasta el último detalle, muestra claramente la estructura de neuronas individuales y la independencia de sus conexiones. Estudia cerebelos de aves, retinas, bulbos olfativos, córtex, troncos cerebrales, médulas espinales, etcétera, y siempre encuentra el mismo patrón general pese a la enorme variedad de formas neuronales. Dendritas y axones forman parte de un único cuerpo celular y son independientes de las dendritas y axones de otras neuronas; no hay, por tanto, continuidad, sino contigüidad entre elementos próximos, pero distintos. Por más que busca y rebusca no halla evidencia de que las conexiones se fusionen en una red continua. Va emergiendo así un cuadro mucho más ordenado y comprensible del sistema nervioso: ahora aparece constituido por células nerviosas individuales, cada una con un cuerpo celular y sus propias conexiones; ya no es una colección de núcleos perdidos en una confusa maraña de filamentos. Por otra parte, como trabaja en gran medida sobre embriones de animales, Cajal sorprende a las neuronas en diversas fases de su desarrollo. Ordenando los distintos momentos, puede obtener la secuencia completa y comprueba que la neuronas crecen alargando su axón a la vez que despliegan en su extremo una estructura en forma de «nido» o «cesta», de numerosas y cortas ramificaciones que pueden conectarse con múltiples dendritas de otras células. Figura 5.4. Dibujo de Cajal que mues- A este extremo axonal que parece tra neuronas en diferentes estados de avanzar con movimientos amedesarrollo. boides, de ameba, como si emitie-
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ra pseudópodos, Cajal le llama «cono de crecimiento»; su existencia sería luego confirmada por el biólogo americano Harrison con cultivos de tejido en vivo. También observa que de algunos axones salen ramas laterales con el mismo fin de favorecer las conexiones con otras células. Pero ¿cómo dar a conocer al mundo hallazgos tan valiosos? No satisfecho con las publicaciones existentes, Cajal resuelve fundar su propia revista con dinero de su bolsillo: la Revista Trimestral de Histología Normal y Patológica. Recorta gastos diarios, suspende incluso la cuota de su querido club de ajedrez, e imprime sesenta copias del primer número que envía a los principales anatomistas internacionales. Pronto comprendió que era una pérdida de tiempo porque España no contaba científicamente, y los especialistas de Alemania, Inglaterra, Francia... sencillamente no entendían el español. Transcurren los meses y sus trabajos pasan inadvertidos, sin citas en la literatura científica. Congreso de Berlín En octubre de 1889 se reúne la Sociedad Alemana de Anatomía en la Universidad de Berlín. Entonces Alemania era una gran potencia científica, y es lógico suponer que la élite de la anatomía mundial se iba a dar cita en el congreso. El médico español decide que es una oportunidad inigualable, y allí viaja con sus preparaciones y su microscopio Zeiss bajo el brazo. No comprende el alemán y debe hacerse entender con su rudimentario francés; por tanto, la mejor forma de comunicar los descubrimientos no es con la palabra, sino a través de las preparaciones microscópicas. Se le asigna una mesa en la zona de las demostraciones y Cajal coloca el microscopio con sus magníficas imágenes en negro. En palabras del historiador Finger, «la respuesta inicial a su exhibición deja mucho que desear. Como muchos histólogos tenían sus propias demostraciones, apenas se acercan para ver lo que les ofrecía. Estos científicos tendían a ser escépticos al principio, pensando que sólo un trabajo de segunda fila podía venir de un país atrasado como España. Pero, cuando contemplaron las bellas diapositivas de Cajal y observaron las células nerviosas con una claridad
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no vista hasta entonces, sus ceños fruncidos dieron paso a sonrisas y cálidas palabras de felicitación».15 El propio Cajal recuerda los primeros momentos así: Obtenido el permiso del rector para tomar parte en las tareas del susodicho congreso, reuní todos mis ahorros, y me encaminé, lleno de esperanzas, a la capital del imperio germánico. Desde muy temprano me instalé en la sala laboratorio ad hoc, donde en largas mesas y enfrente de amplios ventanales, brillaban numerosos microscopios. Desembalé mis preparaciones; requerí dos o tres instrumentos amplificantes, además de mi excelente modelo Zeiss, traído por precaución; enfoqué los cortes más expresivos concernientes a la estructura del cerebelo, retina y médula espinal, y en fin, comencé a explicar, en mal francés, ante los curiosos, el contenido de mis preparaciones. Algunos histólogos me rodearon; pocos, porque, según ocurre en tales certámenes, cada congresista atiende a lo suyo: después de todo, natural es que se prefiera enseñar lo propio a examinar lo ajeno.16
Y prosigue: Entre los que más interés mostraron por mis demostraciones, debo citar a Lis, Schwalbe, Retzius, Waldeyer, y singularmente a Kölliker. Según era de presumir, estos sabios, entonces celebridades mundiales, iniciaron su examen con más escepticismo que curiosidad. Sin duda esperaban un fiasco. Mas cuando hubieron desfilado ante sus ojos, en cortejo de imágenes clarísimas e irreprochables, el axón de los granos del cerebelo, las cestas pericelulares, las fibras musgosas y trepadoras, las bifurcaciones y ramas ascendente y descendente de las raíces sensitivas, las colaterales largas y cortas de los cordones de sustancia blanca, las terminaciones de las fibras retinianas en el lóbulo óptico, etc., los ceños se desfruncieron. Al fin, desvanecida la prevención hacia el modesto anatómico español, las felicitaciones estallaron calurosas y sinceras.17
El interés de los colegas es muy vivo acerca de las modificaciones introducidas por Cajal en la técnica de tinción de Golgi, porque algunos se sentían decepcionados con el método original. De pronto, Cajal
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pasa de ser un desconocido a ocupar el centro de atención de buena parte de la neuroanatomía internacional. Uno de los sorprendidos por las preparaciones cajalianas es el patriarca de la anatomía alemana, Albrecht von Kölliker, allí presente. Lo que muestra Cajal es un verdadero disparo en la línea de flotación de su postura favorable a la red nerviosa, pero no duda en felicitarlo sinceramente y hace lo imposible por franquear la barrera idiomática e introducir al español en los círculos del congreso. Siendo Cajal un personaje anónimo que llega de un país irrelevante para la especialidad, quizá otro hubiera aprovechado su prestigio y posición para marginarlo, o dejarlo en un segundo plano. Pero hace justo lo contrario; su amor por la verdad se impuso a sus planteamientos personales. En los meses siguientes Kölliker confirma las observaciones de Cajal con el nuevo método y no vacila en abandonar públicamente su enfoque reticularista. No sólo eso, a sus setenta y dos años ¡decide estudiar español para traducir a Cajal al alemán!; chapeau! por Kölliker, tipos así son los que la ciencia necesita. Desde luego, don Santiago no olvidaría esto jamás y en su autobiografía expresa su profunda gratitud hacia el anatomista alemán, con quien le unió una estrecha amistad. En realidad, en palabras de Cercós-Navarro, «evidentemente fue a Alemania, el país que siempre consideró Cajal como su segunda patria científica. Fueron los alemanes los que le dieron a conocer por todo el mundo e incluso en España. Se cuenta cómo algunas veces llegaban a Madrid y preguntaban dónde estaba Cajal y con sorpresa constataban que mucha gente no sabía quién era Cajal».18 De esta forma, el congreso de Berlín supone un campanazo que presenta al mundo las primeras aportaciones de Cajal. Él recuerda: «llegué a sentir el acre halago de la celebridad; mi humilde apellido, pronunciado a la alemana (Cayal), traspasó las fronteras; en fin, mis ideas, divulgadas entre los sabios, discutiéronse con calor». Es fácil imaginar la excepcional motivación con que el médico español regresa a Barcelona. A partir de entonces empiezan las maratonianas jornadas desde las nueve de la mañana hasta la medianoche, con la tranquilidad de quien se sabe incondicionalmente apoyado por el otro miembro del equipo matrimonial. Su abnegada esposa se dedica al 100 por 100 a la logística de retaguardia —la familia—, hecho habi-
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tual en la época. Sólo entre 1890 y 1891 escribe la asombrosa cifra de veintisiete publicaciones, entre libros y artículos.19 La ingente labor de Cajal va desbrozando y desenredando la maraña del sistema nervioso; en palabras que el anatomista Forster le dedica en 1894, gracias a él «el bosque impenetrable del sistema nervioso se ha convertido en un parque regular y deleitoso». Cada uno de sus hallazgos va confirmando con evidencia aplastante la teoría neuronal y, de paso, deja claro que la teoría celular es universal y también se aplica al sistema nervioso. Respecto a la teoría neuronal hay que aclarar una confusión muy extendida. Uno de los asistentes al congreso de Berlín, fue Wilhelm von Waldeyer, director del Instituto Anatómico de la universidad anfitriona. Impresionado por los trabajos de Cajal, publica una revisión sobre las células nerviosas, en la que es el primero que propone llamarlas neuronas.* El artículo en el que se acuña el término «neurona» aparece en seis partes durante el invierno de 1891, y es tal su resonancia en la comunidad científica que para muchos sería Waldeyer el padre de la teoría neuronal y a él se le atribuirían erróneamente algunas de las aportaciones cajalianas. Pero como el propio español aclara después: «Waldeyer, a quien personas mal informadas atribuyen la teoría neuronal, la apoyó con el prestigio de su autoridad, pero no contribuyó con una sola observación personal. Se limitó a una corta y brillante exposición de las pruebas objetivas aducidas por His, Kölliker, Retzius, Van Gehuchten y yo mismo, e inventó el término afortunado de neurona».** Otra gran contribución de Cajal sería el llamado principio de la polarización dinámica, según el cual el impulso nervioso es unidireccional. Sus observaciones microscópicas le llevan a la certidumbre de que cada neurona se comporta en realidad como un dipolo, donde la señal eléctrica entra a través de las dendritas y sale a través del axón. Era una idea atrevida, porque se sabía por algunos experimentos que si se aplica un fuerte shock sobre un largo axón la corriente eléctrica * Waldeyer gustaba de crear neologismos; también acuñó el nombre de «cromosoma». ** Las dendritas, antes llamadas procesos cortos, fueron así bautizadas por el anatomista His y el axón, antes llamado cilindro eje, debe su nombre a Kölliker.
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se propaga en ambos sentidos. Pero Cajal encontraba invariablemente la misma disposición neuronal en los órganos de entrada sensorial, como la retina o el bulbo olfativo: las dendritas se orientaban hacia la periferia y el axón hacia el interior, en la dirección del impulso hacia el centro del sistema. Mientras que en los nervios motores, que transmiten el impulso hacia la periferia, la disposición era justo la contraria. Este descubrimiento constituyó un enorme avance porque permitió trazar circuitos neuronales siguiendo el flujo de la señal nerviosa, como así hizo Cajal indicándolo con flechas (véase Figura 5.3). Llega el premio Nobel El prestigio y la autoridad de Ramón y Cajal crecieron hasta el punto de que un día de octubre de 1906 recibe desde Estocolmo un telegrama en su casa, con un escueto mensaje en alemán: «Carolisnische Institut verliehen Sie Nobelpreiss».20 Se le concede nada menos que el premio Nobel de Fisiología o Medicina junto a Camillo Golgi «en reconocimiento a sus trabajos sobre la estructura del sistema nervioso». Curiosamente, Golgi era un oponente científico porque aún defendía la vieja teoría reticularista. Más tarde Cajal escribiría «qué cruel ironía del destino emparejar, como gemelos siameses unidos por sus hombros, a adversarios científicos de caracteres tan contrastados».21 Cuando llega el día señalado, puede imaginarse la solemnidad del acto ceremonial. Están presentes la familia real sueca, los receptores anteriores del Nobel, diplomáticos, muchos otros científicos y un gran número de distinguidos asistentes. El rey Oscar II entrega personalmente las medallas a los dos galardonados. En el turno de los discursos la expectación es enorme; le corresponde a Golgi iniciar el uso de la palabra y, de pronto, los asistentes, incluido Cajal, ¡se quedan de piedra! Lo esperable es que Golgi disertara sobre su método de tinción y las posibilidades que abrió a la neurociencia; que pasara revista a sus relevantes hallazgos, como las células tipo Golgi I y II, los órganos de Golgi de los tendones y otras observaciones anatómicas pioneras, etcétera. En lugar de eso, Camillo Golgi se dedica a resucitar la difunta doctrina reticular del sistema nervioso y arremete brutalmente, sin ve-
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nir a cuento, contra la teoría neuronal. Aparte de que no era el lugar para plantear una polémica, supuso una torpe falta de cortesía hacia su compañero de ceremonia, tratándose del principal defensor de la teoría neuronal. Se habían hecho formidables progresos durante las últimas décadas y prácticamente nadie abrazaba ya el viejo planteamiento, pero Golgi hablaba como si nada hubiera cambiado desde 1873, año en que descubrió su método. En palabras de Finger, «Cajal y los otros reconocidos científicos de la audiencia tenían la misma idea. ¿Cómo podía este hombre, entre todos los hombres, ser tan ciego a los nuevos descubrimientos? ¿Cómo podía el individuo que había proporcionado a la comunidad científica los medios para ver el sistema nervioso de un nuevo modo y quien había hecho tan importantes descubrimientos ser tan opuesto a la doctrina neuronal? ¿Cómo podía ser tan despectivo ahora con el principal proponente de una teoría obviamente mejor?». Es muy probable que Cajal se sintiera herido, pero elegantemente no lo exteriorizó. Cuando le tocó su turno, leyó el discurso que tenía preparado y no hizo alusión a las agrias palabras de Golgi. Diez años más tarde, Cajal escribiría sobre este incidente: Hizo gala [Golgi] de una altivez y egolatría tan inmoderadas, que produjeron deplorable efecto en la concurrencia ... Y yo temblaba de impaciencia al ver que el más elemental respeto a las conveniencias me impedía poner oportuna y rotunda corrección a tantos vitandos errores y a tantos intencionados olvidos.22
Después del Nobel, Cajal continuó en plena actividad con la publicación de más de una docena de libros y un centenar de artículos. Antes ya había publicado su obra magna en 1899, Textura del sistema nervioso del hombre y de los vertebrados. Además del Nobel, a lo largo de su vida recibió las más altas distinciones: la medalla de oro Helmholtz, doctorados honoris causa en múltiples universidades, incluidas las de Oxford, Cambridge y la Sorbona, miembro de la Royal Society, sellos y monedas en su honor, y así un largo etcétera. Fue tal su prestigio que algunos investigadores fundamentaban sus teorías simplemente aventurando que Cajal habría propuesto una solución similar a la suya.23
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Hacia el final de su vida, Cajal enviuda en 1930 y un par de años más tarde se retira de todos sus cargos. Finalmente, muere el 17 de octubre de 1934 a los ochenta y dos años de edad. Se trataba de un hombre que, junto a su genialidad y rigor intelectual, tuvo desde el principio la determinación de lograr sus objetivos con una disciplina férrea. Como ejemplo, cuando decide abandonar el ajedrez para dedicarse en cuerpo y alma a la investigación, lo justifica así en su autobiografía, desde la mentalidad de la época: Si en el juego del ajedrez no se pierde dinero, se pierde tiempo y cerebro que valen infinitamente más. Y se despolariza nuestra voluntad, que corre por cauces extraviados. En mi sentir, lejos de ejercitar la inteligencia, como se ha dicho por muchos, el ajedrez la descentra y cansa. Consciente del peligro de mi situación, temblaba ante la desconsoladora perspectiva de convertirme en uno de esos tipos amorfos, sedentarios y ventripotentes que envejecen infecunda e insensiblemente en torno de una mesa de tresillo o de ajedrez.24
Después declara: «No volví a mover un peón durante más de veinticinco años».*
Sherrington y la sinapsis. Integración del sistema nervioso Sinapsis Gracias a Cajal, ahora se sabía que el sistema nervioso no era una red continua, sino un conjunto de neuronas individuales. Cada célula contaba con un cuerpo celular y también con sus propias conexiones —un axón y múltiples dendritas— independientes de las conexiones de las vecinas. También se conocía, por Cajal, que el impulso nervioso recorre un camino fijo de una sola dirección, siempre ingresando en la neurona a través de las dendritas y saliendo por el axón. Eso * Lo cual no fue del todo cierto, porque en alguna fotografía de ese período aparece librando una partida amistosa.
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quiere decir que cada axón pasa el impulso a las dendritas de otras neuronas. La siguiente pregunta era: ¿en qué consiste la unión entre dos neuronas?; o más concretamente, ¿cómo se une el extremo de una conexión con la siguiente, para transmitirle el impulso nervioso? Cajal había anticipado que en las conexiones entre las neuronas debía existir una pequeñísima hendidura no visible al microscopio óptico. Estamos hablando de lo que hoy conocemos como «sinapsis», uno de los términos más familiares de la neurociencia, y aquí la figura clave es el inglés Sherrington. Su aportación sobre esta cuestión puede resumirse en los siguientes aspectos: 1. Resaltó la importancia del enlace entre neurona y neurona, y a esa unión la bautizó con el nombre de sinapsis. 2. Hipotetizó, al igual que Cajal, que la sinapsis debía incluir un gap, o un hueco tan pequeño que resultaba invisible al microscopio óptico, pero con unas propiedades particulares, diferentes de las propiedades de las conducciones nerviosas. Según sus cálculos, en la sinapsis se producía una «pérdida de tiempo», es decir, se demoraba el impulso nervioso. 3. La sinapsis actuaría como una válvula dejando pasar la señal nerviosa en un solo sentido y evitando su retroceso o «regurgitación» hacia atrás. Charles Sherrington (1857-1952) sería uno de los neurofisiólogos más notables del siglo xx, merecedor del premio Nobel, e investido Caballero de la Orden del Imperio Británico. De corta estatura, activo, ordenado de costumbres, enjuto y buen deportista, Sherrington era de esa clase de tipos que, cuando los ves por primera vez, piensas: «este hombre vivirá muchos años». Y efectivamente murió a los noventa y cuatro años de edad, ya a mediados de siglo. De estampa pulcra, siempre impecablemente vestido; caballero educado, tímido, poco amigo de agasajos y lisonjas, fue además un apasionado amante del arte y la poesía. Al poco de nacer en Londres muere su padre, por lo que, lógicamente, no guardaría recuerdos de él, y gran parte de su curiosidad intelectual se la inculcó su padrastro. Estudió en Cambridge y allí em-
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pezó a investigar cuando el Departamento de Fisiología lo dirigía Michael Foster, fundador de la revista Journal of Physiology; entre sus profesores contó con Gaskell y Langley, célebres por sus investigaciones sobre el sistema nervioso autónomo, como veremos más adelante. Apenas cinco años más joven que Cajal, Sherrington profesaba verdadera admiración por el histólogo español. Su jefe de departamento, Foster, era además secretario de la Royal Society y en 1894 cursa invitación a Cajal para que sea él quien imparta las prestigiosas Croonian Lectures de ese año. Cajal duda porque tiene a una hija enferma: «una de mis hijas cayó, por aquellos días, enferma y mi instinto paternal se inquietaba, resistiéndose a abandonar a la paciente, no obstante, los alentadores vaticinios que, para tranquilizarme, hacía el médico de cabecera. Esto y la entereza de mi mujer, que me aconsejaba aceptar a todo trance la invitación, una carta sumamente agradable de M. Forster y otra no menos halagadora del profesor Ch. Sherrington, acabaron por decidirme. Este último reclamaba amablemente, a título de neurólogo, el derecho de hospedarme en su casa».25 Según cuenta Cercós-Navarro, «Sherrington hospedó a Cajal en su casa, lo agasajó y lo guió a través de Londres. Además efectuó con los preparados más demostrativos microfotografías destinadas a la proyección y le proporcionó todo lo necesario para dibujar en colores varios esquemas de gran tamaño».26 Huelga decir que las lecciones cajalianas fueron un éxito. Después de estar un tiempo por Europa, Sherrington acepta un puesto en la Brown Institution de Londres; y luego, en 1895, se instala como profesor de fisiología en la Universidad de Liverpool durante dieciocho años. Sherrington recuerda este período de Liverpool, junto a su esposa, como una época dorada en su vida, muy productiva y al mismo tiempo entregada a numerosas actividades sociales y artísticas. Después pasaría más de veinte años, entre 1913 y 1935, en la Universidad de Oxford, con la Gran Guerra de por medio. Debido a sus trabajos sobre la degeneración nerviosa, Sherrington tendía a pensar en las neuronas como entidades independientes, antes incluso de que Cajal lo demostrara de forma concluyente. Observa, como también lo hizo Cajal, que la pauta degenerativa que sigue a la muerte experimental de una neurona siempre resulta localizada y limitada, nunca difusa. Las fibras degeneran, se van secando por así
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decirlo, hasta un determinado punto del cual no pasan; esto le hace pensar que hay divisiones o barreras que delimitan a las neuronas como elementos biológicamente separados. Centra toda su atención en esos empalmes o junturas, a las que denomina sinapsis, y postula la existencia de un diminuto gap, o hendidura que separaría el protoplasma de una neurona del de su vecina. En realidad, Sherrington estaría hablando de verdaderos constructos fisiológicos, supuestos teóricos no visibles con los instrumentos de la época.27 Habría que esperar a que la llegada del microscopio electrónico, después de la segunda guerra mundial, confirmara su existencia. Hace cálculos y las cuentas no le cuadran. Cuando mide el tiempo que toman algunos reflejos nerviosos, comprueba que son más lentos de lo esperable según la velocidad de propagación de la señal nerviosa.* Comprende entonces que debe haber un retraso, una «pérdida de tiempo» en las sinapsis, en las que el impulso nervioso se demora porque necesita cierto lapso para cruzar el hipotético gap. Intuye, además, que estas junturas tienen propiedades diferenciadas de las del cableado nervioso y que podrían ser relevantes para entender muchas funciones del sistema nervioso. Sabe por Cajal que la señal neuroeléctrica viaja de forma unidireccional y, en consecuencia, tiene la certidumbre de que las sinapsis actúan como verdaderas válvulas que dejan el paso en un sentido, pero lo bloquean en el sentido opuesto, impidiendo el retroceso o, en sus palabras, la «regurgitación» de la transmisión neural. ¿Por qué se le ocurrió el nombre de sinapsis, término un tanto extraño que hoy, sin embargo, es familiar en las ciencias neurales? Su jefe de departamento en Cambridge, Michael Foster, le pidió que preparara un capítulo para la nueva edición de su Tratado de fisiología, publicado en 1897. En una parte del mismo, Sherrington escribe: Hasta ahora, por lo que se refiere a nuestro conocimiento presente, estamos inclinados a pensar que la punta de una ramita de la arborescen* Mediante un ingenioso procedimiento, el alemán Hermann Helmholtz había sido capaz de medir en 1849 la velocidad del impulso nervioso. El resultado era más lento de lo esperado: unos treinta metros por segundo; mucho menos que la velocidad de la electricidad por un cable.
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Neuronas 137 cia no es continua, sino meramente en contacto con la sustancia de la dendrita o cuerpo celular sobre los que incide. Tal conexión especial de una célula nerviosa con otra podría ser llamada una sinapsis.28 (La cursiva es nuestra.)
Sinapsis (original synapse en inglés) procede del griego y significa algo más que un simple enlace. Sherrington lo escogió porque el sentido en inglés es to clasp, abrochar, agarrar, asir, etcétera. Muchos años después uno de sus discípulos, John Fulton, le preguntaría por las razones de su elección y Sherrington le contesta en una carta: Me preguntas sobre la introducción del término synapse: ocurrió así. Michael Foster me pidió continuar con la parte del Sistema nervioso (Parte III) de una nueva edición de su libro Textbook of Physiology. Yo la había empezado y no había ido muy lejos cuando sentí la necesidad de un nombre para denominar a la juntura entre célula-nerviosa y célulanerviosa (porque tal lugar de enlace ahora ha entrado en la fisiología «cargado de importancia funcional»). Le escribí [a Foster] comunicándole mi dificultad y mi deseo de introducir un nombre específico. Sugerí usar syndesm. Él consultó a su amigo Verrall del Trinity, estudioso de Eurípides, y Verrall sugirió synapse, y como ofrece una mejor forma adjetivada, lo adopté para el libro.29 (Las comillas son nuestras.)
Desde una perspectiva evolutiva, Sherrington discute las ventajas de un sistema nervioso sináptico frente a un sistema reticular más primitivo, sobre todo en su capacidad de integrar las distintas partes del cuerpo. Los sistemas difusos de algunos invertebrados, como el de una medusa, son lentos y no pueden integrar dos puntos distantes del organismo sin involucrar a todo lo que se encuentra entre ambos. En los animales más evolucionados, los receptores sensibles a los objetos distantes —ojos, oídos, nariz— se concentran en el extremo del cuerpo que es delantero según la locomoción. Estos receptores deben ser integrados con musculatura remota, y para ello un sistema nervioso sináptico es el apropiado al ofrecer una conexión de largo alcance, rápida y unidireccional, que evita la difusión general de la señal.30
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Reflejos y la integración del sistema nervioso En el curso de sus investigaciones, Sherrington descubre algo que Cajal no podía haber anticipado a partir de sus dibujos: algunas neuronas en lugar de excitar, inhiben a otras neuronas. Él las llamó neuronas inhibidoras y fueron un elemento clave dentro del puzle más amplio del sistema nervioso. Sherrington ha pasado a la historia por varias cosas, pero principalmente por el concepto y nombre de sinapsis y por su visión integradora del sistema nervioso. Planteó la idea de que éste es un sistema integrador, una entidad compleja que compara, contrasta, sintetiza y prioriza una diversidad de estímulos para producir una respuesta apropiada. Y en todo este ajetreo armónico, desempeñan un papel clave los millones de sinapsis que interconectan el sistema. Para el neurofisiólogo inglés, las piezas básicas, los ladrillos que componen todo el conjunto altamente integrado, son los reflejos. A éstos corresponde el siguiente nivel de análisis, por encima de la neurona, y en ellos centró Sherrington buena parte de su vida investigadora. Primero veamos cuál era el «estado del arte» previo a Sherrington. Los reflejos entendidos como respuestas inmediatas, automáticas, involuntarias, que se producen en los humanos y animales ante unos estímulos determinados, son conocidos desde bien antiguo. Retirar rápidamente una mano del fuego, estornudar, toser, dilatar la pupila, salivar, cerrar los ojos ante un movimiento brusco de aproximación, la conducta de rascarse en un perro, etcétera, son ejemplos de reflejos. Recordemos que Descartes hace una distinción admirable entre conducta voluntaria e involuntaria y que, probablemente, es el primero que ofrece una descripción detallada del reflejo, aunque aún no lo denominara así, en sustantivo. La idea general es que el impulso nervioso —o el «espíritu animal» en términos cartesianos— es «reflejado» como un espejo y devuelto inmediatamente por el sistema nervioso en forma de respuesta motora. Durante mucho tiempo se creyó que la médula espinal era una mera colección de fibras que sólo servían para conectar el cerebro con el cuerpo. Pero Robert Whytt demuestra, en 1765, la inexactitud de esta idea cuando estudia los movimientos reflejos de las ranas decapi-
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tadas y comprueba que hace falta una espina intacta para que éstos se produzcan.31 Por ejemplo, al pellizcar o pinchar el anca de una rana sin cabeza, ésta incluso puede brincar, pero no ocurre si la médula espinal se ha destruido con una aguja. De esta forma, puso al descubierto la implicación de la médula en este tipo de movimientos emancipados del cerebro, o reflejos medulares.* Ya a principios del siglo xix, Magendie y Bell, cada uno por su cuenta, descubren la llamada ley Bell-Magendie, que viene a decir lo siguiente: a lo largo de toda la médula espinal hay una constante, y es que los nervios sensitivos, que transmiten las sensaciones desde los órganos sensoriales, entran en ella por la parte trasera —o sea, dorsal—, mientras que los nervios motores,** que envían las órdenes del movimiento, salen de la médula por su parte delantera, o ventral. Esto es así en humanos y en el resto de los vertebrados. Hasta entonces muchos creían que los nervios espinales eran «chicos para todo», que funcionaban a la vez como sensoriales y motores, propagando ambos tipos de mensajes en las dos direcciones. Marshall Hall es el primero, en la década de 1830, que habla de un arco reflejo para describir el recorrido del impulso nervioso en los reflejos medulares. También comprueba que pueden estar influidos por el cerebro y, acuña la expresión «shock espinal» para la depresión temporal de los reflejos medulares por causa cerebral, que ya había descubierto Whytt. Éste había observado que al poco de decapitar la rana los reflejos medulares no estaban activos y había que esperar unos quince minutos para su aparición gradual.*** Hacia finales del siglo xix se acumula ya un conjunto de información adicional. Por ejemplo, que cuanto más intenso es un estímulo, más amplio es el campo —en la piel o en los músculos— que puede desencadenar el reflejo; que la sucesión de varios estímulos subliminales —es decir, cuya intensidad está por debajo del umbral mínimo para disparar el reflejo— puede tener un efecto sumatorio y causar la * No todos los reflejos son medulares; por ejemplo, el reflejo de parpadeo o el pupilar son cerebrales. ** En realidad habría que hablar más propiamente de raíces sensitivas y raíces motoras; pero de momento nos vale así. *** Este período dura semanas en primates y humanos (por ejemplo, después de la sección de la médula en un accidente).
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respuesta refleja. También se había observado que un reflejo puede facilitar a otro reflejo, o que dos reflejos pueden interferir entre ellos.32 Todo este tipo de fenómenos, y otros como la fatiga refleja, Sherrington los explica no tanto por la conducción nerviosa en sí, sino por las propiedades de las sinapsis, vislumbrando así muchos de los descubrimientos que vendrían después. Sherrington analizó con lupa uno de los reflejos más simples de los mamíferos, el reflejo rotuliano. Comenzar por el más sencillo era la mejor forma de empezar a entender la fisiología de los reflejos. En realidad, es el primero que hoy nos viene a la mente cuando pensamos en un examen médico: la extensión rápida y automática de la pierna como respuesta a un golpecito con un pequeño martillo en la rodilla, en el tendón que se encuentra bajo la rótula. El golpe sobre el tendón ocasiona un brusco estiramiento del músculo, activando los receptores sensibles al alargamiento muscular y causando el reflejo. Su carencia puede significar graves desórdenes neurológicos y es el reflejo mejor conocido, gracias en parte al fisiólogo inglés. En su tiempo dos teorías proponían explicaciones contrapuestas: una que lo catalogaba de verdadero reflejo neural, y otra que lo veía como una mera reacción muscular de tipo local, porque era tan rápido —un quinto de segundo— que no parecía el resultado de la comunicación con el sistema nervioso central, ni tampoco tenía un propósito aparente.* Empleando distintas especies de mamíferos —perros, conejos, gatos y monos—, Sherrington demuestra claramente su naturaleza refleja y describe su arco o recorrido neural, que consta tanto de nervios sensoriales como motores. Es tan veloz porque se trata de un reflejo monosináptico, que incluye una única sinapsis, a diferencia de otros reflejos más lentos polisinápticos, con varias sinapsis; pues, como sospechaba Sherrington, es en las sinapsis donde se producen los principales retrasos de la conducción nerviosa. La secuencia neural aparece así: estimulaciónnervio sensorial-sinapsis en la médula-nervio motor-músculo, por este orden. Otro reflejo investigado por Sherrington, éste más complejo, sería el reflejo de rascado en perros y otros animales. Aquí participan mu* Esta cuestión sobre el propósito del reflejo sigue abierta.
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chos músculos coordinados en una secuencia estereotipada que ocurre cuando el animal extiende su pata trasera y se rasca el costado u otra parte del cuerpo en respuesta a un estímulo específico. Esta secuencia se inicia con la extensión y separación de los dedos de la pata activa para formar una zarpa de rascado, seguida de una serie repetida de movimientos de flexión y extensión de los músculos de la rodilla, tobillo y cadera, mientras que otros reflejos se encargan de mantener erguida la postura del animal durante la vigorosa fricción. Además de la estimulación mecánica, Sherrington se inventó el procedimiento de la «pulga artificial» que, mediante excitación eléctrica de la piel, simulaba la actividad de una pulga con el fin de provocar el reflejo. Este reflejo tiene una fuerte base medular porque se preserva en los animales descerebrados. Para Sherrington, los reflejos son la verdadera unidad de acción del sistema nervioso y entiende que las conductas motoras de cierta complejidad, tales como andar, correr o incluso respirar, se constituyen de cadenas de reflejos admirablemente integrados. Varios reflejos simples pueden combinarse para formar otros más complicados. Lo fundamental del sistema nervioso no son las respuestas aisladas, sino su capacidad de integración en un todo organizado. Esta visión supuso un gran paso adelante en la historia de la neurociencia. El movimiento tiene mucha importancia para nuestro hombre, porque es a través de él como se expresa el comportamiento organizado: ... mover cosas es lo único que puede hacer la humanidad, y el único ejecutante es el músculo, lo mismo para susurrar una sílaba que para talar un bosque.33
En 1904 Sherrington es invitado a impartir las prestigiosas Conferencias Silliman de la Universidad de Yale. Consisten en diez conferencias que recogen lo fundamental de su dilatada experiencia investigadora en relación al tema «Acción integradora del sistema nervioso». Al finalizar, las impresiones se dividen porque Sherrington no era el campeón de la oratoria fácil y fluida. Uno de los asistentes, lord Cohen, sentenció que Sherrington «no fue clasificado entre los lecturers más exitosos»:
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142 Breve historia del cerebro Luchaba por la ... palabra o frase que portara exactamente el significado, de manera que aparecía excesivamente dubitativo; calificaba a sus afirmaciones, insertaba paréntesis; de hecho daba la impresión de que sus pensamientos no estaban realmente en la sala de conferencias, sino contemplando y diseñando otro experimento.34
Lo cierto es que el conjunto de las Conferencias se publica en 1906 en forma de libro, bajo el título The Integrative Action of the Nervous System, y llega a ser valorado como uno de los tratados más relevantes de la historia de la neurociencia, un verdadero hito científico. Algunos lo han comparado con los Principia de Newton, o el Motu cordis de Harvey sobre la circulación sanguínea. Muchas de las ideas reunidas son de una extraordinaria modernidad, en su mayor parte fruto de un prolongado y brillante trabajo experimental. La manifestación más clara de la integración del sistema nervioso sería el fenómeno de la inervación recíproca, definida por Sherrington como una forma de coordinación en la que los reflejos inhibitorios espinales concurren habitualmente con los reflejos excitatorios. De manera que los reflejos no sólo excitan a los músculos, sino que también inhiben a sus antagonistas, o músculos contrarios. El ejemplo más simple es la relajación, fácilmente verificable, que se produce en el músculo contrario al que estamos contrayendo. Esto era muy visible en las preparaciones de animales descerebrados que Sherrington manejó a partir de 1896. La descerebración, principalmente de gatos —Sherrington adoraba a los perros y apenas los usó en experimentos de este tipo, en palabras de un ayudante—,35 consistía en la sección del tronco cerebral en el animal anestesiado, es decir, la estructura que sigue a la médula en su entronque con el cerebro. Esta operación cortaba cualquier conexión del cerebro con la médula espinal y, al mismo tiempo, dejaba al animal «anestesiado» para siempre, evitando la aplicación continuada de anestésicos que pudieran interferir en las respuestas reflejas. En gatos así preparados, Sherrington notaba que cuando estimulaba, por ejemplo, la pata delantera izquierda, ésta se movía hacia adelante a la vez que la pata trasera del mismo lado se extendía hacia atrás; pero simultáneamente, a causa de le inervación recíproca, las patas del otro lado exhibían los movimientos opuestos.
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Figura 5.5. Experimentos de Sherrington con gatos en estado de descerebración. Las flechas indican dónde se administran los estímulos.
Todo junto parece una pauta normal de deambulación, como si el gato moviera los miembros ordenadamente para caminar; lo llamativo del caso es que se encuentra absolutamente privado de «voluntad» o control consciente de sus acciones; es decir se trata de patrones complejos automáticos.36 Mediante la descerebración de los gatos, Sherrington desarrolló un valioso modelo experimental para ensayar con los circuitos medulares. Al seccionar el tronco encefálico, no sólo se bloqueaban las señales ascendentes de dolor, sino que se interrumpía la regulación normal de los reflejos desde los centros cerebrales superiores. Lo primero que sucede a estos animales es la llamada rigidez de descerebración, en la que los músculos extensores antigravitatorios intensifican su acción, libres del control modulador del cerebro. El tono muscular aumenta hasta el punto de que el gato podría mantenerse en pie. Al mismo tiempo, los reflejos medulares están exagerados, lo que facilita su estudio. En animales intactos los reflejos son más débiles porque existe un equilibrio entre la facilitación y la inhibición; las vías descendentes desde la corteza cerebral y otros centros cerebrales regulan y atemperan la intensidad de los reflejos. En el animal descerebrado, este control se ha perdido y los reflejos medulares campan a sus anchas, lo cual es una buena noticia para el investigador.37
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«Voces» en los músculos Cuando Sherrington trata de flexionar pasivamente una pata trasera en extensión rígida de un gato descerebrado, nota un aumento de la contracción de los músculos que están siendo estirados, oponiéndose a la flexión con una resistencia «activa». A este fenómeno lo denomina reflejo miotático, palabreja derivada de la raíz griega mio, músculo.* También descubre que el estiramiento de un músculo provoca que los antagonistas se relajen. Todo esto le lleva a la conclusión de que el hecho de estirar un músculo causa la excitación de ciertas neuronas sensoriales que «informan» a la médula sobre el grado de estiramiento, para que actúen los reflejos oportunos. Sherrington es el primero que propone la existencia de propioceptores en los músculos, o minúsculos órganos sensoriales que indican continuamente la situación de estiramiento del músculo. En sus palabras, serían como las voces del músculo. Sherrington sitúa a estos receptores en el interior de los diminutos husos musculares que existen en la masa muscular, dispuestos de forma paralela a las fibras musculares (véase Figura 5.6). Son como microscópicas bolsas alargadas de tejido conjuntivo que contienen un pequeño número de fibras musculares modificadas, o fibras intrafusales, rodeadas de terminaciones sensitivas que se activan ante cualquier alargamiento de las fibras. Constituyen verdaderos chivatos que están informando en todo momento sobre el estado de tensión y estiramiento del músculo. En esta categoría, también incluye a los órganos de Golgi de los tendones, sensibles a la tensión. Sherrington consideraba, certeramente, que toda esta información aferente, o de entrada en el sistema central, desempeñaba un papel clave en los movimientos complejos como la marcha, y otros. Distinguió entre estos propioceptores musculares, y dos tipos adicionales de receptores sensoriales: los exteroceptores de la piel, responsables del tacto, temperatura, dolor, picazón y otras sensaciones cutáneas, y los interoceptores que señalan los cambios internos y el dolor en las vísceras del cuerpo. * A su vez la raíz griega mio para referirse a músculo, procede de ratón, porque los músculos —por ejemplo un bíceps— eran vistos por los griegos como ratoncillos que corrían bajo la piel. La etimología tiene estas curiosidades.
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Figura 5.6. Huso muscular con fibras intrafusales.
A los setenta y cinco años de edad, Sherrington recibió muy merecidamente el máximo galardón científico en 1932, junto con Edgar Adrian, por «sus descubrimientos sobre la función de las neuronas».
El código de las neuronas. Edgar Adrian Después de Cajal y Sherrington era evidente que el sistema nervioso lo forman neuronas que se envían mensajes a través de sus conexiones o sinapsis. Pero ¿cómo codifican los nervios sus mensajes? ¿Cómo es el impulso nervioso? Éste es tan débil, que responder a estas cuestiones no dependía sólo de los neurofisiólogos, sino que estaba condicionado al avance de los instrumentos de registro eléctrico. Aquí la figura clave sería el fisiólogo inglés Edgar D. Adrian (18891977), que compartió el premio Nobel con Sherrington. Londinense de nacimiento, se formó, al igual que Sherrington, en Cambridge bajo la docencia de profesores de la talla de Gaskell, Langley o Keith Lucas. Durante un tiempo Adrian fue asistente en el laboratorio de Keith Lucas (1879-1916), quien estaba interesado en conocer la naturaleza del impulso nervioso. Años antes, en 1905, Lucas había conseguido contestar a una pregunta que le intrigaba desde hacía tiempo: ¿por qué un músculo es capaz de flexionarse de forma parcial, no necesariamente de modo completo? Cuando flexionamos un brazo a medio camino
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de su recorrido, por ejemplo, ¿cómo se explica que la masa muscular del bíceps no se contraiga totalmente, sino sólo hasta un punto que decidimos a voluntad? En principio hay dos explicaciones teóricas posibles: a) que las fibras musculares pueden contraerse parcialmente; b) que, en realidad, sólo se contraen algunas fibras de la masa muscular. Para descubrir qué explicación era la correcta, Lucas experimentó con ranas, pero en vez de acudir al grueso muslo del anca, se centró sobre un estrecho músculo de la espalda —dorsocutáneo— de sólo un par de centenas de fibras musculares. Decidió desgajar el músculo en estrechos haces de quince a treinta fibras cada uno, y trabajar directamente con ellos. Se trataba de una estrategia simple pero ingeniosa: a cada haz le aplicó una débil corriente eléctrica que fue incrementando suavemente en intensidad, al tiempo que registraba la respuesta muscular. La idea es que si las fibras musculares pueden irse contrayendo poco a poco, el registro presentaría un aspecto ascendente continuo. Si, por el contrario, las respuestas de las fibras son del tipo todo-o-nada (contraída o no-contraída), entonces la gráfica se parecería a una escalera con sucesivos peldaños, en la medida en que se van sumando las fibras que caen en contracción. Cuando Lucas examinó el registro no albergó dudas: aparecía una respuesta escalonada cuyo número de peldaños nunca superaba al número de fibras. Evidentemente las fibras no se andaban con «medias tintas», no podían contraerse sólo un poquito: o se contraían del todo o permanecían inactivas. Concluyó, por tanto, que la respuesta de las fibras musculares esqueléticas era claramente del tipo todo-o-nada. He aquí un ejemplo de cómo un buen experimento resuelve para siempre una incógnita teórica. ¿Pero qué pasa con el impulso nervioso? ¿Cómo es? Ésta era la siguiente —y más golosa— pregunta que Lucas quería contestar, y ahora contaba con la ayuda del joven Edgar Adrian. El desafío era enorme, dados los instrumentos disponibles en la época. En palabras del propio Adrian: El primer problema de la conducción es si el impulso nervioso es una cantidad variable, o si cada fibra única del sistema nervioso es siempre de la misma fuerza. La investigación de esta cuestión es de singular dificul-
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Neuronas 147 tad a causa de que el impulso es tan intangible. Si estimulamos un nervio motor y registramos la contracción del músculo que inerva, concluimos que ha pasado un impulso nervioso desde el origen de la excitación hasta el músculo; pero ¿cómo podemos tener un contacto más estrecho con el impulso nervioso, para aprender algo más sobre él que el mero hecho de que ha pasado o no a través del nervio? 38 (La cursiva es nuestra.)
Y concreta más: Queremos saber cómo varía el impulso en intensidad, si es más fuerte cuando el estímulo es más fuerte ... Sólo cuando podamos medir el impulso nervioso empezaremos a conocer los elementos de la conducción.39
Y la verdad es que lo de «medir el impulso nervioso» resultaba muy complicado con la tecnología de principios de siglo. Hay que tener en cuenta que, en sus mismos términos, «los nervios trabajan económicamente, sin cambio visible y con el más pequeño gasto de energía. Las señales que los transitan sólo pueden ser detectadas como cambios de potencial eléctrico, y estos cambios son muy pequeños y de muy breve duración».40 Efectivamente, la señal neuroeléctrica es del orden de unos pocos milivoltios y dura escasas milésimas de segundo; da vértigo sólo pensarlo para las posibilidades del momento. Consideremos brevemente estas condiciones. El registro eléctrico antes de Adrian Después de que Galvani encontrara la electricidad animal en los nervios de las ranas, los galvanómetros corrientes eran incapaces de detectarla. El galvanómetro es un aparato, así llamado en su honor, que se describe por primera vez en 1820 para detectar y medir una corriente eléctrica en un conductor metálico. Los primeros modelos contenían una aguja indicadora unida a un imán móvil rodeado por una bobina en la que circula la corriente que se quiere medir. Dependiendo de la intensidad de la misma, la aguja gira más o menos, venciendo la resistencia de un muelle previamente calibrado. La señal nerviosa es
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tan débil que la aguja permanecía inmóvil ante la actividad de nervios que, incluso, causaban fuertes contracciones en las preparaciones musculares. Hacia 1848, el fisiólogo alemán Emil DuBois-Reymond supo construir una serie de galvanómetros lo suficientemente sensibles como para detectar la señal nerviosa; lo cual supuso la prueba definitiva de que ésta era de carácter eléctrico. Dos años después, su amigo Hermann von Helmholtz ideó un complejo procedimiento para medir la velocidad de propagación del impulso nervioso, en contra de la opinión de muchos que lo consideraban una empresa inalcanzable. No eran pocos quienes creían que la señal nerviosa viajaba tan veloz como la electricidad en un cable, a unos trescientos mil kilómetros por segundo, casi tan rápida como la velocidad de la luz; y que, por tanto, sería imposible hacer mediciones en las distancias cortas de un nervio. Helmholtz estimó con precisión el brevísimo tiempo que transcurre entre la excitación de un nervio y el inicio de la contracción de un músculo de rana colgado y extendido en posición vertical con unos pesos. Merced a un ingenioso dispositivo, en cuanto administraba la señal eléctrica la propia contracción del músculo desconectaba el circuito. Analizó las diferencias de tiempos según estimulaba el nervio en distintos puntos, y realizó cálculos según la distancia al músculo. Su intuición se vería confirmada al constatar que la transmisión nerviosa en un medio biológico era mucho más lenta que la transmisión eléctrica en un conductor metálico, y, consecuentemente, podía medirse: del orden de veinticinco a treinta metros por segundo, según el tipo de nervio. La noticia de este importante descubrimiento la publicó Helmholtz en 1850 en un breve artículo de un par de páginas. Llegados a este punto faltaba algún dispositivo lo suficientemente sensible para analizar en detalle, y no sólo detectar, la forma de la señal nerviosa. Los principales esfuerzos se habían encaminado al estudio de la actividad eléctrica del corazón con fines diagnósticos. En 1878 el físico francés Lippman, que sería galardonado con el Nobel en 1908 por sus trabajos sobre la fotografía en color, inventó el llamado electrómetro capilar. En esencia consistía en un tubo de cristal relleno de mercurio, con uno de sus extremos acabado en un conducto finísimo, o capilar, sumergido en una solución diluida de ácido sulfúrico. La medida se basaba en el desplazamiento del mercurio a consecuencia de su con-
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tracción o expansión, dependiendo de la diferencia de potencial eléctrico entre el mercurio y la solución ácida, ambos conectados con sendos electrodos al cuerpo del paciente. Al ser tan sumamente fino el tubito capilar, podían observarse movimientos del mercurio ante pequeñas fracciones de voltio. Además un rayo de luz atravesaba la superficie del mercurio e impresionaba un material fotosensible, obteniéndose así un registro permanente.41 Con este dispositivo se lograron los primeros electrocardiogramas, un tanto rudimentarios, pero capaces de mostrar los primeros detalles de la onda cardíaca. Ahora bien, una cosa era la actividad masiva del músculo cardíaco y otra la débil señal de los nervios. En 1888, los ingleses Gotch y Horsley averiguaron que un electrómetro capilar podía aplicarse al sistema nervioso y detectar señales en los nervios periféricos y en la médula espinal. Once años más tarde y gracias al aparato, Gotch hizo el descubrimiento del fenómeno llamado período refractario, consistente en que un nervio no puede disparar una descarga inmediatamente después de otra, sino que debe existir un intervalo mínimo entre dos impulsos, o potenciales de acción, consecutivos. A pesar de todos sus esfuerzos, Gotch se quedó con la miel en la boca y nada pudo averiguar sobre el aspecto de las señales neuroeléctricas. Cada impulso aparecía como un simple y diminuto blip, una marca puntual que nada decía sobre su forma y dimensión real. Incluso la identificación de potenciales individuales era problemática porque el instrumento presentaba distorsiones por culpa de la inercia del mercurio, que seguía moviéndose después de un impulso. El paso siguiente para aumentar la sensibilidad de los galvanómetros vino también de los cardiólogos. El holandés Einthoven, considerado el fundador de la electrocardiografía moderna, inventó el voluminoso galvanómetro de cuerda, que le mereció el Nobel en 1924. La idea era que si se somete una «cuerda», o hilo conductor largo y muy fino al campo magnético de dos inmensos imanes, cualquier pequeñísimo fluido eléctrico que pasara por ese hilo lo haría vibrar ostensiblemente. Calibrando su tensión, podía alcanzar una sensibilidad eléctrica nunca vista, dada su exigua masa y el colosal campo magnético. El hilo era de cuarzo recubierto de plata, y los primeros desarrollos consistieron en un hilo tan fino, que se obtenía en la fundición del vidrio lanzando una flecha que arrastraba una hebra de ese material. Por
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culpa de los imanes, el galvanómetro de cuerda era un aparato enorme y costoso que ocupaba una sala entera, pesaba toneladas y requería varias personas para su manejo. Además, tenía que ser refrigerado para evitar el sobrecalentamiento. Ahora bien, sus registros electrocardiográficos mostraban rasgos de la onda cardíaca desconocidos hasta la fecha y comparables a los actuales. El paciente introducía las manos y un pie en tres grandes cubos de solución salina para que el aparato registrara su actividad eléctrica cardíaca.42 Pronto se hicieron versiones más reducidas. Es lógico suponer que los neurofisiólogos vieran al galvanómetro de cuerda como una promesa para investigar Figura 5.7. Galvanómetro de cuerda la conducción eléctrica en los nerde Einthoven. vios. Sin embargo, se decepcionaron al comprobar que su asombrosa sensibilidad no era suficiente para estudiar el pequeñísimo impulso nervioso. Para registrar tenues señales, los neurofisiólogos tenían que provocar intensos shocks eléctricos en gruesos nervios compuestos de cientos o miles de fibras. En esas condiciones sólo se podía ver algunos cambios rápidos y confusos.43 Ensayos con vapor de alcohol Cuando Lucas encomienda a su asistente Edgar Adrian el estudio del impulso nervioso, no puede permitirse el lujo de adquirir un instrumento tan caro y voluminoso como el galvanómetro de cuerda, por lo que ambos resuelven emplear un método indirecto con el auxilio de
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su, más barato, electrómetro capilar. Había precedentes de que otros autores habían narcotizado un nervio sometiéndolo a anhídrido carbónico u otras sustancias que interfieren en la conducción nerviosa. Teniendo en cuenta esto, Adrian diseñó una ingeniosa serie de experimentos usando vapores de alcohol. En resumen, aisló un largo nervio de rana y sometió algunos tramos de su recorrido a vapores de alcohol para debilitar el paso nervioso. Esto lo conseguía haciendo que el nervio atravesara el interior de una pequeña cámara en la que se habían liberado vapores etílicos. La exposición era lo suficientemente ligera para que no ocurriera una supresión total de la señal, sólo un debilitamiento parcial. En el experimento clave decidió someter dos tramos de un nervio al mismo tratamiento. Aquí había dos hipótesis posibles: a) Podía ocurrir que, una vez la señal se debilitara parcialmente al atravesar el primer tramo narcotizado (AG), no se recuperara en el tramo normal (GG’), y que luego en el segundo tramo narcotizado (G’B) acabara por desaparecer. El resultado es que la señal nerviosa no llegaría al músculo (Figura 5.8 superior). b) Si, por el contrario, el impulso nervioso se recupera completamente tras atravesar cada tramo narcotizado, la intensidad de la señal presentaría el hipotético perfil de la Figura 5.8 inferior y la corriente nerviosa alcanzaría finalmente al músculo de forma normal. Lo que sucedió fue, precisamente, esto último.44 Las mediciones de Adrian demostraban que el impulso nervioso recuperaba rápidamente su fuerza plena, sugiriendo que obedecía a las mismas leyes de todo-o-nada que se habían observado en la contrac-
Figura 5.8. Nervio sometido a vapores de alcohol en los experimentos de Lucas y Adrian.
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ción de las fibras musculares. No era una prueba definitiva, pero sí un argumento de peso. Por estos experimentos Edgar Adrian fue condecorado y nombrado en 1913 miembro oficial del Trinity College de Cambridge. Al desatarse la primera guerra mundial, todo se trastoca y mentor y discípulo deben interrumpir sus actividades para acudir a sus respectivos deberes patrióticos. Adrian sirve en un hospital atendiendo a soldados con lesiones neurológicas de guerra, muy abundantes. Lucas, desgraciadamente, muere en una colisión aérea en 1916 mientras ponía a prueba una instrumentación nueva para la Royal Air Force. Se perdió así de forma prematura un gran hombre para la ciencia, como años después recordaría Adrian en su alocución ceremonial del premio Nobel. Al acabar la guerra, Edgar Adrian finaliza el inacabado libro de Lucas, y sale a luz en 1917 con el título The conduction of the Nervous Impulse, en el que Lucas consta como autor y Adrian como revisor.45 En 1919 vuelve a Cambridge para hacerse cargo del laboratorio del malogrado maestro, con el objetivo de continuar las investigaciones sobre el impulso nervioso, y en esa ciudad pasó la mayor parte de su vida. Adrian era un tipo enérgico y deportista, como lo fue Sherrington. En la reseña biográfica del premio Nobel puede leerse: «A los ciudadanos de Cambridge les ha sido familiar durante mucho tiempo la figura canija y pequeña, dominada por sus prominentes nariz y barbilla en una expresión de determinación, enfilando su camino a gran velocidad sobre una bicicleta a través de las concurridas calles de la ciudad. Un experto esgrimista, es también un entusiasta montañero ... Entre otras distracciones de lord Adrian están el navegar y su gran interés por las artes».46 Primeros registros electrónicos A pesar de la extraordinaria sensibilidad alcanzada por el gigantesco galvanómetro de cuerda, los neurofisiólogos quedan pronto decepcionados al verificar que ésta es insuficiente para registrar en detalle la forma y tamaño de la señal nerviosa. Adrian tiene cada vez más claro
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que la solución ha de venir de la mano de los últimos avances de la electrónica. El gran esfuerzo tecnológico desarrollado con fines bélicos durante la primera contienda mundial había impulsado este campo y las nuevas válvulas de vacío, o termoiónicas, permitían construir instrumentos que amplificaban miles de veces una señal eléctrica. Se trataba del mismo tipo de válvulas de las radios de nuestros abuelos, aquellos receptores que se calentaban y tardaban minutos en encenderse antes de empezar a funcionar. Adrian se puso en contacto con el estadounidense Herbert Gasser de la Universidad de Washington en St. Louis, y gracias a sus indica- Figura 5.9. Válvula electrónica. ciones pudo construir un amplificador de tres etapas que era capaz de multiplicar por cinco mil la señal nerviosa obtenida con el viejo electrómetro capilar de Lucas. También incorporó un rudimentario tubo de rayos catódicos* para visualizar las señales. Una «avería» maravillosa La primera vez que Adrian probó el nuevo instrumental sobre una preparación músculo-nervio de rana, experimentó un sobresalto porque, nada más colgar el músculo de una sujeción, el amplificador empezó como un loco a mostrar frenéticas señales en la pantalla del tubo, en lo que a todas luces parecía una avería. Desconcertado, se temía lo peor: semanas de trabajo para recalibrar o reparar el aparato. Hizo nuevos ensayos y entonces observó algo extraño. En cuanto * El tubo de rayos catódicos fue el elemento base para las pantallas de los receptores de televisión.
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reposaba el músculo sobre una superficie, las señales cesaban bruscamente; ¿se había solucionado la avería? Si volvía a suspenderlo, aparecían de nuevo. Así, varias veces. Y entonces cayó en la cuenta de lo que pasaba. Nada de averías; en realidad, el instrumental registraba fielmente múltiples señales sensibles al alargamiento muscular. Al colgar el músculo, éste se alargaba y cientos de «voces» protestaban al unísono porque notaban el estiramiento de las fibras. ¡Eran los propioceptores de Sherrington! alojados en los diminutos husos musculares, que se excitaban a consecuencia del trasiego con la masa muscular. Una verdadera primicia: se captaban por primera vez gracias a la formidable amplificación de la señal. Un exaltado Adrian no podía dar crédito a lo que veía, «así que Sherrington tenía razón», pensó. Este inesperado y casual descubrimiento se dio a conocer en un congreso de 1925 y se publicó en 1926 en el Journal of Physiology, en el artículo «The impulses produced by sensory nerve endings. Part I». Auscultar a una neurona individual Con el optimismo en el cuerpo, Edgar Adrian supo que el paso siguiente sería la hazaña de conseguir el registro de una única neurona. Si gracias al amplificador de tres etapas se obró el milagro de capturar señales emitidas por decenas de propioceptores sensibles al estiramiento muscular, Adrian se propuso reducir el número de éstos hasta quedarse con unos pocos o, incluso con suerte, uno solo. Así podría escudriñar en detalle uno de los misterios de la naturaleza más perseguidos en aquellas décadas: qué tipo de mensaje envía una neurona para comunicar una «sensación». En este cometido le asistió el joven sueco Yngve Zotterman, antiguo estudiante de Cambridge y ahora investigador con una beca de la Fundación Rockefeller. Ambos ensayaron procedimientos con distintos músculos de rana, siempre buscando aislar la menor cantidad posible de fibras. Finalmente la mejor solución sería proceder a la inversa, tal como en su día operara Lucas; en lugar de empezar con el nervio e intentar dividirlo, partieron del músculo y lo trocearon en pequeñas piezas para quedarse con unos pocos
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receptores. Con fortuna, en algunos de los intentos podrían individualizar un único receptor. Zotterman recordaría por escrito aquellos momentos: Cuando registrábamos desde el nervio mientras se estimulaban los husos [musculares] estirando el músculo, nuestros registros mostraban que la respuesta eléctrica se derivaba de unas pocas fibras nerviosas sensoriales. Era como si estuviéramos grabando un cable telegráfico con muchas líneas simultáneas en transmisión. Lo cual no permitía ninguna lectura del código. Antes de abandonar esta preparación, sin embargo, un día hice cortes desde el lado medial del músculo, separando sucesivamente un huso muscular tras otro de su conexión con el nervio. Finalmente nos quedamos con una diminuta tira de músculo que obviamente contenía sólo un huso en funcionamiento, transmitiendo en una única fibra sensorial.47
Zotterman continúa: Bajo un fuerte estrés emocional, nos apresuramos a registrar la respuesta a diferentes grados de estimulación. Adrian corría arriba y abajo, controlando el aparato de registro en la habitación oscura y revelando las placas fotográficas. Estábamos excitados, los dos éramos conscientes de que eso que ahora veíamos nunca había sido observado antes y que estábamos descubriendo un gran secreto de la vida, cómo los nervios sensoriales transmiten su información al cerebro.48
Se había conseguido el santo grial: registrar una sola neurona y desvelar su código secreto. El análisis de la señal puso de manifiesto varios fenómenos; cada uno de ellos, un descubrimiento en sí mismo: a) Se confirmaba la naturaleza todo-o-nada del impulso nervioso, ya conocida por Adrian de forma indirecta mediante el método de los vapores de alcohol. Todos los impulsos registrados tenían la misma fuerza, no había impulsos fuertes y débiles (véase Figura 5.10).
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b) La neurona codificaba la intensidad de la sensación a través de la frecuencia de disparo. Adrian y Zotterman probaron a estirar el músculo de la rana suspendido con distintos pesos. Comprobaron que con un peso de 1/4 de gramo la neurona descargaba 21 veces por segundo; con 1/2 gramo lo hacía 27 veces, y con un gramo, 33. O sea, los nervios usaban una especie de código Morse con un único tipo de señal. c) La neurona se adaptaba muy pronto ante una estimulación constante, reduciendo su tasa de disparos. Este rápido descenso después de cada estallido inicial de descargas, sugería que los nervios estaban programados para responder a los cambios, más que a las condiciones estables. Por tanto, las neuronas usaban un código universal basado en la frecuencia de los impulsos nerviosos o potenciales de acción. No había códigos eléctricos distintos para transmitir una sensación de luz, frío o sonido. El código era el mismo y la diferencia estribaba en el lugar anatómico del cerebro adonde llegaba el mensaje. Una señal en la corteza visual sería interpretada como luz, mientras que la misma señal en la corteza auditiva se interpretaría como sonido. Una sensación débil no se codificaba por un impulso nervioso débil, sino por los mismos impulsos fijos, pero más espaciados. En palabras de Adrián, «todos los impulsos se parecen, sea que el mensaje esté destinado a suscitar una sensación de luz, de contacto o de dolor; si los impulsos se agolpan, la sensación es intensa, si están dispersos y separados por un intervalo la sensación es débil».49 Sobre la adaptación de las neuronas hay que decir que lo mismo sucede con las sensaciones; unas más que otras. Todos hemos experimentado, por ejemplo, esta situación: estamos leyendo un libro Figura 5.10. Descargas de una neurona individual en posición tumbada y en registradas por Adrian y Zotterman (1926). algún momento lo deja-
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mos sobre nuestro cuerpo para descansar. Al principio notamos su peso; pero, si permanecemos inmóviles, después de unos segundos ya no sentimos el libro, incluso se nos puede olvidar que lo tenemos encima. Es decir, los nervios sensoriales del tacto y de la presión se adaptan y reducen el ritmo de sus descargas. Por esa razón apenas notamos el vestido que llevamos puesto. A los receptores propioceptivos musculares les sucede otro tanto, pero de modo más rápido; nos informan constantemente sobre los cambios musculares de nuestro cuerpo, incluso los sutiles, pero se vuelven mudos en la inmovilidad. Adrian y Zotterman publicaron estos descubrimientos también en el volumen de 1926 de Journal of Physiology, bajo el título «The impulses produced by sensory nerve endings. Part II». La propiedad de la adaptación neuronal les fascinó particularmente y prosiguieron su estudio en otras modalidades sensoriales, como el olfato o la audición. Este fenómeno explica por qué nos acostumbramos tan pronto a los olores o a sonidos continuos. Incluso una persona dormida bajo un sonido constante se despierta cuando éste cesa, porque lo que realmente estimula al sistema nervioso son los cambios sensoriales. Adrian también haría mediciones en neuronas motoras. Empleó el nervio frénico que inerva el músculo del diafragma, esta vez en conejos. Ya no se trataba de un músculo estimulado por distintos pesos que lo estiraban en mayor o menor medida, sino que la estimulación venía del sistema nervioso central en forma de órdenes motrices. Cada vez que el animal hacía una inspiración y contraía el diafragma, se registraban las descargas del nervio, todas ellas de igual intensidad. Eran, pues, los impulsos enviados desde los centros reguladores del cerebro y también cumplían con las mismas leyes generales: señales fijas de tipo todo-o-nada y alteraban su ritmo como código de intensidad. El equipo de Adrian tuvo una valiosa y original idea que otros laboratorios no tardarían en copiar: como dispositivo de salida, además del tubo de rayos catódicos, decidieron conectar al amplificador un altavoz para escuchar las señales nerviosas. Con este sistema podían oír crepitar a los nervios, además de visualizar la señal, y en muchas ocasiones resultaba más fácil identificar con el oído cuándo se hallaban ante la señal de una única neurona. Hoy es práctica habitual.
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Edgar Adrian recibió el premio Nobel en 1932, junto a Sherrington, por su trabajo sobre las funciones de las neuronas, particularmente por haber sabido desvelar su código fundamental de comunicación. En su discurso tendría palabras de recuerdo emocionado hacia Keith Lucas y buena parte del contenido lo dedicó a resaltar los logros del tutor. «En mi trabajo he intentado seguir las líneas que Keith Lucas habría desarrollado si hubiera vivido, y soy feliz al pensar que honrándome a mí con el premio Nobel, ustedes han honrado al maestro junto a su pupilo».50 También tuvo palabras de gratitud hacia quienes hicieron posible que la neurofisiología se aprovechara de los avances electrónicos con válvulas de vacío: «Hay un límite para la sensibilidad de una válvula, pero afortunadamente un cambio tan pequeño como uno o dos microvoltios está dentro del rango de la amplificación útil. Muchos trabajadores han contribuido a la introducción de esta técnica en la fisiología, notablemente Forbes de Harvard, Gasser de St. Louis, que fue el primero en usar la alta amplificación, y Matthews de Cambridge, que ideó el apropiado oscilógrafo de metal móvil que es ahora de uso común; mi propio trabajo tiene una profunda deuda hacia todos ellos».51 Adrian era consciente de que, dado el nivel alcanzado por la neurofisiología, el análisis del diminuto y casi inapreciable impulso nervioso dependía de la tecnología electrónica: «No es sorprendente que el progreso en esta rama de la fisiología haya sido siempre gobernado por el progreso en la técnica física, y la llegada de la válvula triodo amplificadora ha abierto nuevas líneas tanto en este como en otros campos de la investigación».52 Nobel para los americanos La historia se completa si consideramos la trayectoria de los colegas estadounidenses que orientaron a Adrian en la construcción de su amplificador de tres etapas, particularmente Gasser. Los fisiólogos americanos Herbert Gasser (1888-1963) y su mentor Joseph Erlanger (1874-1965), de la Universidad de Washington, de St. Louis, recibieron el premio Nobel, doce años después, en 1944, por sus estudios sobre la propagación del impulso nervioso en axones individuales. Con un
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amplificador construido por Gasser y un asistente, Newcomer, un verdadero «manitas» de los dispositivos electrónicos, llevaron a cabo mediciones y observaron que las fibras conducen el impulso nervioso a distintas velocidades dependiendo del diámetro del nervio. Según esto, Gasser y Erlanger clasificaron las fibras nerviosas en tres tipos. Las de tipo A son las más gruesas y también las más veloces; conducen la señal a velocidades que llegan hasta cien metros por segundo, y son de tipo motor. Las de diámetro más reducido son del tipo C, están desmielinizadas, es decir, carecen de la cobertura grasa de mielina, y su velocidad de transmisión es la más lenta: inferior a catorce metros por segundo; las describieron como sensoriales y conducen la sensación del dolor.* Entre ambas, están las fibras de tipo B que pertenecen al sistema nervioso autónomo, que veremos en el capítulo siguiente. Los dos fisiólogos demostraron, además, que muchas otras propiedades de las fibras nerviosas varían con el tamaño y la velocidad de conducción; entre ellas, la duración del propio impulso y la del período refractario que le sigue.53
Electroencefalogramas: primeros ensayos Como hemos visto, Edgar Adrian centró el grueso de su investigación en el sistema periférico, que era donde mejor podía aislar y desvelar la naturaleza del impulso nervioso. Sin embargo, después de recibir el premio Nobel giró su interés hacia el sistema nervioso central y la acción conjunta de múltiples neuronas. De hecho, su discurso ceremonial finaliza con estas palabras: «Dentro del sistema nervioso central los eventos de cada unidad no son tan importantes. Estamos más interesados en las interacciones de un gran número [de unidades], y nuestro problema es descubrir la forma en que tienen lugar tales interacciones».54 * Podemos comprobar la lentitud de la propagación del dolor si reparamos en el tiempo que transcurre desde que nos lastimamos, por ejemplo, un dedo del pie y el momento en el que comienza el dolor. El lapso es menor si el lugar del golpe está más cerca del cerebro.
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Lo cierto es que por aquellas fechas una serie de artículos procedentes de Alemania había llamado la atención de Adrian. Se trataba de un desconocido profesor de neuropsiquiatría de la Universidad de Jena, Hans Berger (1873-1941), que aparentemente había logrado registrar ondas eléctricas del cerebro, como medida fisiológica de las funciones mentales. Seguía la estela de los primeros intentos del inglés Caton sobre el córtex expuesto de animales en la década de 1870; pero ahora la incipiente tecnología electrónica brindaba la oportunidad de capturar y amplificar estas debilísimas señales en humanos y, lo que era más importante, directamente desde el cuero cabelludo, sin necesidad de cirugía o anestesia. Berger era un tipo solitario en relación con sus experimentos; en su mayoría, eran ejecutados en su tiempo libre. Durante cinco años guardó silencio sobre ellos, sin darlos a conocer en congresos o publicaciones. Hacia 1929 comienza a comunicar sus hallazgos en un primer artículo titulado «Uber das Elektrenkephalogramm des Menschen» («Acerca del electroencefalograma del hombre»), publicado en la revista alemana Archiv für Psychiatrie. Ahí reconoce que inició los trabajos cinco años atrás, y él mismo proclama la fecha del 6 de julio de 1924 como la del nacimiento del electroencefalograma o EEG. Al principio, Hans Berger insertaba unas finas agujas metálicas en el cuero cabelludo, pero más tarde las cambió por electrodos planos adheridos sobre la piel y conectados a un oscilógrafo. Una vez que el sujeto estaba cómodo, Berger registraba la actividad espontánea del cerebro y observaba los cambios que se producían al pasar por diversas situaciones. Descubrió que durante el reposo, con los ojos cerrados, la actividad bioeléctrica tendía a sincronizarse en ondas lentas y amplias, en torno a diez ciclos por segundo. Entendía que este patrón representaba el ritmo espontáneo de descarga de los millones de neuronas repartidas por el
Figura 5.11. Imagen de uno de los primeros EEG obtenidos por Berger. Debajo aparece un patrón rítmico fijo para comparación.
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córtex. Cuando el sujeto abría los ojos, se perdía esta sincronía y las ondas eléctricas se volvían rápidas y pequeñas. La simple estimulación visual era, pues, suficiente para bloquear la pauta rítmica. Hay que decir que las publicaciones de Berger pasaron sin pena ni gloria en Alemania. El ánimo general de sus paisanos era de escepticismo y éstos albergaban dudas de que las supuestas ondas correspondieran realmente a la actividad del cerebro. Pero en Cambridge la reacción fue muy distinta.55 Adrian reconoce al instante que se encuentra ante un método valioso para el estudio de la función cerebral y lo que lee sobre las ondas de Berger le parece compatible con lo que sabe del impulso nervioso individual. Edgar Adrian se plantea, entonces, llevar a cabo sus propios experimentos sobre el EEG con la asistencia de un ayudante experto en instrumentación, Brian Matthews, quien construye un nuevo oscilógrafo para visualizar los registros. Trabajando con gatos y conejos anestesiados, ambos observan cómo las descargas pulsátiles de neuronas individuales del córtex tienden a conjuntarse y sincronizar sus impulsos en un ritmo común. Con electrodos sobre el cuero cabelludo confirman muchos de los hallazgos de Berger en humanos, y, además, añaden otros descubrimientos. Por ejemplo, una vez destruido el patrón rítmico de descargas al abrir los ojos, éste se recupera si se mantienen los ojos abiertos sobre un campo visual vacío; y, recíprocamente, el ritmo se bloquea si, mientras el sujeto tiene los ojos cerrados, se le pide que resuelva un problema con la imaginación visual. De esta forma, todo parece indicar que la cadencia de diez ciclos por segundo, hoy llamada ritmo Alfa, corresponde al estado en el que cerebro tiene disminuida su atención y conciencia. La mayor visibilidad de Adrian en el mundo científico desempeñó un papel importante en llamar la atención y extender esta técnica novedosa, especialmente en el ámbito anglosajón. Sus potencialidades supondrían una verdadera revolución en el campo del diagnóstico clínico y neurológico. Tras la constitución de la American EEG Society en 1947, el uso del electroencefalograma se popularizaría en la década de los cincuenta; pero antes, en los años treinta, se encontraron las primeras aplicaciones en el campo de las epilepsias, al identificarse los primeros picos EEG epileptiformes.
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En el cerebro normal se distinguen varios tipos de ritmos EEG asociados a distintos estados de vigilia; principalmente, los siguientes: a) ondas Alfa, ya vistas, de 8-12 Hz o ciclos por segundos, cuando la persona está en reposo con los ojos cerrados. b) ondas Beta, más rápidas y pequeñas, de 12-30 Hz, cuando el cerebro está activo y atento. c) ondas Gamma, más rápidas aún, de 30-100 Hz, mientras se ejecutan ciertas funciones cognitivas que requieren alta concentración. d) ondas Delta, muy lentas y amplias, hasta 4 Hz, son las llamadas ondas del sueño profundo, que aparecen mientras se duerme sin soñar, son también muy comunes en los bebés. e) ondas Theta, de 4-7 Hz, sobre todo en niños y chicos pequeños, en estados de somnolencia o amodorramiento. La historia final del descubridor del EEG no fue feliz. Hans Berger dejó de publicar en 1938 y cayó en una profunda depresión, probablemente acrecentada por los acontecimientos que rodearon al ascenso nazi en su patria. Cuando es nominado para el premio Nobel en reconocimiento a su labor pionera en el descubrimiento del electroencefalograma, el gobierno nazi informa al comité sueco que el profesor ya había muerto. Efectivamente, asediado por la depresión y por problemas de salud en un entorno adverso, Hans Berger había decidido poner fin a su vida, colgándose el 4 de junio de 1941 en el hospital de Jena.
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ace apenas un siglo, ¿quién iba a pensar que las sustancias químicas son parte esencial del funcionamiento del cerebro y los nervios? ¿Y que ellas son la clave para que el tejido nervioso aprenda y sea capaz de guardar información en su interior? A principios del siglo xx, muchos científicos se preguntaban de qué manera una neurona transmite su mensaje a otra neurona a través de su punto de unión, o sinapsis, y cómo una neurona puede hacer que un músculo se contraiga. Se creía que el impulso nervioso salvaba esa frontera como lo haría toda corriente eléctrica: mediante el simple contacto. Aquellos que hipotetizaban la existencia de un microscópico hueco en la unión no tenían inconveniente en admitir que una especie de diminuta chispa eléctrica podría salvarlo. Pero algunos datos no encajaban con la explicación eléctrica, debido sobre todo a las observaciones de Sherrington. Si la transmisión era meramente eléctrica, ¿cómo es que la conducción nerviosa sufría una demora considerable en cada sinapsis? Y, por otra parte, ¿cómo era posible que las sinapsis actuaran como válvulas, permitiendo el tránsito en un solo sentido? A lo largo de las primeras décadas del siglo, una nueva idea se va abriendo camino con dificultad: quizá los nervios segregan ciertos compuestos químicos que son decisivos para transmitir los impulsos entre neurona y neurona.* Serían estas sustancias, o neu* Un extraordinario precedente fue el del fisiólogo alemán Emil Du Bois-Reymond. En 1877, veinte años antes de que Sherrington acuñara el término sinapsis, ya
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rotransmisores, las que realmente causarían la excitación o inhibición de las células nerviosas y musculares; y este nuevo enfoque suponía todo «un cambio de chip» en la forma de entender el cerebro y el sistema nervioso. En palabras del historiador Valenstein, «como el desciframiento del código genético y la creación de la bomba atómica, el descubrimiento de cómo funcionan las neuronas del cerebro es uno de los desarrollos fundamentales del siglo xx. El descubrimiento de los neurotransmisores revolucionó la forma de cómo pensamos sobre el cerebro y lo que significa ser humano».1 En la vertiente aplicada sirvió para empezar a concebir algunas enfermedades nerviosas en términos de excesos o deficiencias de estas sustancias. Así ocurrió enseguida con la miastenia grave, y más tarde con la enfermedad de Parkinson y otras. La letra pequeña de esta historia es una sucesión de avatares, dudas, argumentos a favor y en contra, que desembocó en una «guerra entre sopas y chispas», entre fisiólogos y los nuevos científicos farmacólogos. Y sus protagonistas son sin duda dos hombres, el inglés Henry Dale y el alemán Otto Loewi, que recibirían el premio Nobel en 1936 en un mundo sacudido por la llegada de los nazis al poder y la inminente segunda Gran Guerra. Para entenderlo mejor, «rebobinaremos» lo suficiente para situar cada descubrimiento en su contexto científico.
El sistema nervioso autónomo Las vísceras, como el corazón, estómago, páncreas, intestinos, riñones, etcétera, están inervadas por una porción del sistema nervioso conocido como sistema nervioso autónomo (SNA), originalmente referido como sistema «involuntario», ya que su acción no depende de la voluntad del individuo. Gran parte del conocimiento básico que hoy tenemos sobre el SNA se lo debemos al tándem de profesores de Cambridge, Walter Gaskell (1847-1914) y John Langley (1852-1925), que planteó que los nervios podían excitar a los músculos de dos formas: eléctricamente, que era la opinión mayoritaria, o también químicamente.
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ya hemos citado anteriormente, porque fueron los mentores de Sherrington e impartieron docencia a algún otro premio Nobel como el propio Edgar Adrian o Henry Dale, que trataremos después. Sus aportaciones serían tan decisivas que un contemporáneo suyo aseguró que leer algún escrito sobre el SNA antes de Gaskell y Langley sería «como leer una descripción del sistema circulatorio antes de Harvey». Gaskell, cinco años mayor que su colega, sucedió a sir Michael Foster en la jefatura del Departamento de Fisiología, y luego sería reemplazado en el cargo por Langley. Ambos fueron brillantes investigadores, aunque con desigual fortuna como profesores. Gaskell sabía motivar a sus estudiantes; alguno de ellos, como Henry Dale, recuerda sus clases como «una excitante aventura intelectual». Por el contrario, la retórica de Langley era seca y desabrida; pero su genio investigador convirtió su laboratorio en un foco de atracción para jóvenes con talento. Langley se hizo cargo de la edición del Journal of Physiology durante más de treinta años, la revista que había fundado Foster. La labor de Gaskell sobre el SNA se orienta fundamentalmente hacia su anatomía. Estudia secciones de la médula espinal de perros y otros animales y sigue los nervios en su camino hacia los distintos órganos. Utiliza ácido ósmico porque produce una reacción química con la capa grasa externa de mielina y vuelve negros a los nervios, que destacan a simple vista sobre los otros tejidos. Descubre que estos nervios contienen básicamente dos largas neuronas. Una, que hoy llamamos neurona preganglionar, se origina en la médula o en la base del cerebro y su axón llega hasta un conglomerado de células nerviosas conocido como ganglio. La segunda, o neurona posganglionar, se extiende desde el ganglio hasta la víscera. La ubicación de estos ganglios o estaciones de relevo es distinta según las partes del SNA. Gaskell distinguió tres partes en el sistema «involuntario», dependiendo de la altura de la médula a la que nacen los nervios: arriba del todo, la parte bulbar o craneal; en posición central, la parte simpática; y abajo, la parte sacra. Hoy, las dos partes extremas, bulbar y sacra, se agrupan como la división parasimpática del SNA. Observó que la parte o división simpática tenía unas características diferenciadas y sus nervios, que salen desde los niveles torácico y lumbar, llegan a casi todas las vísceras.
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Figura 6.1. Sistema nervioso autónomo .
En realidad, según descubre Gaskell, cada órgano está inervado simultáneamente por nervios de la división simpática y de la división que ahora llamamos parasimpática, con efectos generalmente opuestos. Por ejemplo, si se estimula el nervio parasimpático vago, que inerva al corazón, éste ralentiza sus pulsaciones. Pero si se estimula al nervio simpático del corazón, lo acelera, por lo que se le llamó nervio acelerador. Gaskell comprueba que el vago y el acelerador están separados en los mamíferos pero discurren juntos en batracios y reptiles como las ranas o los cocodrilos. Por su parte, Langley prefiere el estudio de las funciones. «Pinta» con nicotina los nervios y observa su acción en distintos niveles de su recorrido. Usa un hilo de coser a modo de minúsculo pincel que empapa en la solución nicotínica; comprueba que aplicando nicotina en un ganglio se interrumpe la transmisión nerviosa porque la víscera no
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responde a la estimulación preganglionar. Aparentemente la nicotina interrumpe sólo las sinapsis que están en el ganglio, pues al estimular la fibra posganglionar la víscera sí responde. A través de este método simple, Langley va determinando los lugares donde hay una sinapsis en el trayecto de los nervios. Además de la nicotina, prueba muchas otras drogas como curare, muscarina, pilocarpina, atropina o adrenalina en su acción sobre el SNA, observando cómo reaccionan las vísceras inervadas. Fruto del continuado trabajo de Gaskell y Langley se colocaron las piezas básicas de nuestro conocimiento sobre el SNA. En líneas generales el sistema simpático es el que interviene en los estados de emergencia, cuando procede una reacción de tipo «fight-or-flight», «luchar o volar (huir)», en la conocida expresión del eminente fisiólogo estadounidense Walter Cannon. Es el que se activa a tope, por ejemplo, si un gato se encuentra con un perro. Dilata la pupila, aumenta la fuerza y frecuencia de la contracción cardíaca, los bronquios se abren, el hígado libera glucosa en sangre, se acelera el metabolismo, etcétera; es decir el organismo moviliza todos sus recursos para dar una respuesta rápida y enérgica. Por el contrario, el parasimpático se estimula en los estados de relajación, al hacer la digestión, durante el descanso, etcétera. La pupila se contrae, el corazón retrasa el ritmo, los esfínteres se relajan, aumenta la motilidad y secreciones del tracto digestivo, etcétera.
Sustancias que actúan sobre el sistema nervioso Desde siempre se ha conocido la existencia de plantas y sustancias de poderosos efectos sobre el organismo, pero se trataba de un saber meramente empírico. Durante el siglo xix la farmacología se dedicó a catalogar información sobre un gran número de drogas, principalmente extractos vegetales, para el tratamiento de enfermedades. Mucha de esta información se obtenía sin ningún tipo de prueba sistemática y al conjunto de este conocimiento se le denominaba materia médica. Sin embargo, hacia el cambio de siglo la farmacología adopta un cariz experimental y aparecen los primeros ensayos que estudian de forma controlada los efectos que las sustancias causan sobre las vísceras y los
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músculos. Se registran cuidadosamente los cambios en la presión sanguínea, tasa cardíaca, constricción o dilatación de los vasos sanguíneos, salivación, lagrimación, sudor, secreciones glandulares, respuesta pupilar, así como la contracción o relajación de los músculos del cuerpo.2 Algunas de estas sustancias, o drogas, eran especialmente interesantes porque parecían imitar o interferir en la función del sistema nervioso. Como dijimos, la estimulación eléctrica del nervio vago típicamente enlentece el ritmo del corazón; y sucedía que algunas drogas potenciaban esta respuesta nerviosa, mientras que otras la bloqueaban. En algún momento, esta clase de observaciones puso a los científicos sobre la pista de que quizá el sistema nervioso también incorpora sustancias químicas naturales en su funcionamiento normal, pero la idea tardaría décadas en cuajar. Curare Son conocidos los primeros experimentos sobre esta sustancia realizados por el fisiólogo francés Claude Bernard (1813-1878). En 1844 escribió esta nota: Una flecha envenenada obtenida de un amigo que se relacionaba con indios nativos de Suramérica fue introducida bajo el tejido subcutáneo de un conejo, en la parte interna del muslo, y mantenida ahí durante treinta segundos. Se observó al animal. Al principio no ocurrió nada. Pero después de seis minutos, quedó totalmente paralizado: no se observaba ningún movimiento reflejo al pinchar al conejo, aunque el corazón continuaba funcionando. Después el animal murió y en la autopsia «no fue posible encontrar ninguna lesión» que explicara la parálisis y la muerte.3 (Las comillas son nuestras.)
El curare es una sustancia pastosa de color oscuro que los jíbaros y otras tribus amazónicas extraen de ciertas plantas del género Strychnos.* Con ella emponzoñan dardos lanzados con cerbatanas para ca* De otra planta del mismo género procede la estricnina.
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Figura 6.2. Experimento de Bernard con curare.
zar animales, que quedan paralizados a los pocos minutos. Su extraordinaria acción intrigó a Bernard porque, como hemos visto, no dejaba tras de sí ningún rastro, ninguna lesión en los tejidos. Cabía explicarla, por tanto, en relación con el sistema nervioso. Otras pruebas habían demostrado que un animal inmóvil inyectado con curare podía mantenerse vivo si se le aplicaba un respirador artificial, ya que el curare paralizaba los músculos respiratorios. En una serie de ingeniosos experimentos, Bernard localizó exactamente el sitio anatómico donde actuaba el curare. Aisló el nervio ciático de la rana, tanta veces estudiado, y lo sumergió en una solución de curare, cuidando de dejar fuera al músculo. La estimulación eléctrica del nervio contraía normalmente al músculo, señal de que el curare no bloqueaba la transmisión a través del nervio. Incluso si el curare se ponía en contacto con el músculo sin tocar al nervio, las contracciones también eran normales. La parálisis ocurría sólo cuando el punto de unión nervio-músculo, que hoy denominaríamos placa neuromotora, se sumergía en la solución venenosa. Es decir, el lugar crítico sobre el que actuaba el curare no era el nervio en sí, ni tampoco el músculo, sino la conexión entre ambos. Alguna potente reacción química tenía lugar ahí, lo que más tarde Sherrington llamó sinapsis, que cortaba brutalmente el paso desde el nervio al músculo. Hoy sabemos que el curare bloquea la acción del neurotransmisor acetilcolina que se encuentra en esas junturas y es clave para el paso del impulso nervioso. Adrenalina Tiempo atrás se conocía la existencia de unas pequeñas glándulas colocadas sobre los riñones que nadie sabía bien para qué servían. Sin duda
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eran indispensables, porque si se les extirpaban a los animales, éstos morían sin excepción. Se especulaba sobre si desempeñaban un papel importante en la eliminación de las sustancias tóxicas de la sangre; pero esta hipótesis no parecía atinada, ya que si se inyectaba a un animal extracto concentrado de la glándula de otro animal, resultaba mortal al cabo de un día o dos. Alguna poderosa y vital sustancia deFigura 6.3. Cápsula suprarrenal. bían contener estas glándulas adrenales, o cápsulas suprarrenales que, por una parte, era necesaria para la vida, pero, por otra, su exceso mataba. En el siglo xix, George Oliver, un médico inglés especialmente habilidoso para idear aparatos médicos, diseñó un nuevo dispositivo que medía el diámetro de los vasos sanguíneos bajo la piel y era extraordinariamente sensible a la presión arterial. A menudo experimentaba con diversas sustancias sobre sí mismo y su familia. Una de sus ocurrencias consistió en dar a comer a su hijo una pequeña cantidad de extracto adrenal y medir su presión sanguínea. No sabemos en qué diablos estaba pensando, porque era conocedor de sus potentes efectos sobre los animales. Quizá creyó que administrando una porción muy pequeña se curaba en salud. Lo cierto es que la presión sanguínea del pequeño se disparó de forma alarmante, aunque, por fortuna, la cosa no pasó a mayores. Oliver estaba excitado con el descubrimiento y viajó a Londres para comunicarlo a su colega Edward Schäfer, director del laboratorio de fisiología de la University College London. Según refiere Valenstein en su libro, cuando Oliver llega al laboratorio, encuentra a Schäfer ocupado midiendo la presión sanguínea de un perro, y entonces le urge a que inyecte al animal parte del extracto adrenal que había traído consigo. Al cabo de unos minutos de la inyección, contemplaron asombrados
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cómo la tensión sanguínea del perro subió tanto que sobrepasó la escala del aparato medidor.4 Oliver y Schäfer ensayaron el extracto sobre diferentes órganos y encontraron prácticamente los mismos efectos que causaban los nervios simpáticos; es decir, subía el ritmo cardíaco, contraía los vasos sanguíneos, aumentaba el tono muscular, etcétera. Publicaron sus observaciones en el Journal of Physiology en 1894 y 1895. Tres años después, el ruso Lewandowsky instalado en Alemania, descubrió que el extracto dilataba las pupilas y hacía salivar profusamente. Es decir, era como si la misteriosa sustancia contenida en esas glándulas adrenales, o adrenalina, se empeñara en imitar la acción del sistema simpático; pero nadie pensó entonces de forma seria que los nervios pudieran segregar una sustancia similar. Hubo, no obstante, quien se adelantó a su tiempo. Un estudiante de Langley, Thomas Elliot (18771961), presentó una comunicación en el congreso de la Sociedad Fisiológica de 1904 en la que sugería que la neurotransmisión en el sistema simpático quizá era debida a una sustancia natural, adrenalina u otra muy parecida, segregada por los nervios; pero esta idea no quedó registrada en las actas del congreso, publicadas al año siguiente. Muscarina Uno de los primeros británicos que tuvo el título de profesor de farmacología, una especialidad incipiente en el cambio de siglo, llevó a cabo unas interesantes observaciones con una sustancia derivada de las setas. Walter Dixon (1871-1931) trabajó en Cambridge con muchos compuestos pero uno de los más atractivos fue la muscarina, un extracto obtenido de la Amanita muscaria, esa seta venenosa de sombrero rojo con manchas blancas que aparece típicamente en los cuentos infantiles. Los insectos que se posan en ella quedan paralizados temporalmente. Aunque las muertes por su ingestión son raras, tiene una potente acción psicoactiva porque, hoy sabemos, interfiere en el normal funcionamiento de las sinapsis neurales. Durante años se usó por algunos pueblos de Siberia como droga alucinógena. Se sabía que la administración de muscarina enlentecía el corazón. Dixon observó que esta sustancia imitaba los efectos del nervio vago y
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también los de otros nervios del sistema parasimpático. En 1907 estimuló el nervio vago que inervaba el corazón de una rana y verificó que los latidos se hacían más lentos. Con ello simplemente confirmaba algo que ya se conocía décadas atrás. Lo novedoso es que decidió triturar el corazón estimulado y obtener un extracto que purificó en varias fases. Cuando aplicó el extracto a otro corazón, éste comenzó a latir más despacio. Se trataba de una anticipación del célebre experimento de Loewi que veremos más adelante. Dixon dedujo que tal vez alguna sustancia parecida a la muscarina era segregada por el sistema parasimpático en su funcionamiento. Se trataba de una deducción paralela a la de Elliot con la adrenalina respecto al sistema simpático. En cierto modo, fueron dos ideas adelantadas a su tiempo que, quizá por esa razón, tuvieron un impacto limitado sobre la comunidad científica de principios de siglo.
Henry Dale y la acetilcolina En esta historia de los neurotransmisores dos figuras cobraron un protagonismo especial y, como apuntamos, una de ellas fue el británico Henry H. Dale (1875-1961). Londinense de nacimiento, se formó en Cambridge como tantos otros fisiólogos que pasarían a la historia. Su primera educación tuvo lugar en la escuela de su barrio, cuyo vicedirector era un tal Edward Butler, autor de varios libros populares sobre el naturalismo y experto en un orden de insectos. Dale siempre atribuyó a la influencia de Butler su temprano interés por las ciencias naturales; particularmente su insistencia en que el mejor método para probar que uno ha comprendido algo es explicárselo a alguien que no sepa nada del tema. En sus memorias recuerda cómo muchas tardes se quedaba con Butler mientras éste le animaba a reescribir sus explicaciones: «ahora, chaval, vas a estar conmigo hasta que hayas escrito eso de manera que yo, y la más estúpida de las personas imaginable, no pueda malinterpretarlo». Aparentemente Dale disfrutaba del ejercicio de reescribir una y otra vez su explicación hasta que Butler le despedía con una patada en el trasero: «ahora lo has conseguido; no puedo malinterpretarlo ni tampoco mejorarlo. Largo de aquí». Reconocería que este hábito le permitió décadas más tarde enviar manus-
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critos al Journal of Physiology que fueron aceptados a la primera, sin correcciones, por parte del editor John Langley, que era célebre por sus «salvajes» revisiones. Con este bagaje, los años de formación en Cambridge fueron muy fructíferos. Allí le instruyeron Gaskell y Langley, máximas autoridades mundiales en el sistema nervioso autónomo, y tutores también del Nobel Sherrington. Henry Dale recuerda esa fase de su vida con especial cariño; mientras Gaskell aparecía como un excelente profesor, el brillante Langley era exacto, meticuloso, hipercrítico y renuente a la especulación teórica sin sólidas bases empíricas. Gran parte del carácter científico de Dale se debe a esta influencia: En retrospectiva, creo que la oportunidad del contacto diario con hombres de actitudes tan contrastadas, cada uno de ellos en su rango más alto y como exponentes y practicantes de su propia concepción de la investigación científica, tuvo un valor educativo mucho más grande que el que reconocimos durante el tiempo en que lo disfrutamos.5
Dale deja Cambridge en 1900 para completar su formación médica y hace prácticas en el hospital St. Bartholomew de Londres. La experiencia le resulta decepcionante. El contraste es brutal; piensa que la medicina que aprende no se apoya en fundamentos científicos y choca con la «autoridad oracular» del envarado personal hospitalario que hace valer su veteranía como único argumento. Es algo muy distinto a la atmósfera abierta de intercambio de ideas que reina entre las eminencias de Cambridge, donde «el muy grande W. H. Gaskell parecía estar listo para la discusión en un plano asumido de igualdad con el más humilde de nosotros».6 Esto acabó por decidirlo hacia la investigación y alejarse de la práctica clínica. En 1902 recibe una beca exclusiva para la gente de Cambridge y ocupa un puesto en el laboratorio del profesor Ernest Starling en la University College London. Allí estudia aspectos relacionados con la secreción de la insulina en el páncreas y, lo que es más importante, establece el primer contacto con quien años más tarde compartiría el Nobel, el alemán Otto Loewi, que se encuentra de visita por Gran Bretaña para adquirir experiencia de primera mano en investigación farmacológica.
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Dale ingresa en los Laboratorios Wellcome En 1904 la compañía Burroughs & Wellcome le ofrece un atractivo puesto en sus laboratorios de fisiología. Se trata de una importante firma farmacológica asentada en Londres y la propuesta viene de su gerente y cofundador Henry Wellcome. La mayoría de los amigos y colegas de Dale le desaconsejan el contrato; al fin y al cabo, en la universidad no se hará rico pero goza de libertad para orientar sus investigaciones en la dirección deseada, sin la presión ni la urgencia de la rentabilidad comercial de los resultados. En ese tiempo las principales compañías farmacéuticas realizan sólo investigación estrechamente relacionada con los productos en desarrollo y apenas investigación básica, que es la que realmente interesa a Dale. Pero Henry Wellcome le promete que será libre de continuar con sus intereses ya que la principal motivación de los laboratorios se dirige hacia contribuciones de «valor científico permanente». Henry Wellcome era un tipo curioso, además de emprendedor hombre de negocios, y no siendo un hombre de ciencia, se caracterizó por su permanente apoyo a ésta más allá de la búsqueda de beneficios inmediatos. Años después, con motivo de su muerte, Dale le reconocería su anhelo de que el nombre de Wellcome quedara asociado no sólo a hallazgos provechosos para la compañía sino al avance científico general. Recuerda que alguna vez Wellcome le contó que «él había elegido gastar su riqueza en apoyar la investigación igual que otro hombre la gastaba en un establo de carreras». Lo cierto es que después de sopesar los pros, entre ellos la posibilidad de un «sueldo para casarse», y los contras, Dale acepta el ofrecimiento; y en verdad no sabemos qué habría sido de sus contribuciones a la neurociencia sin el soporte inicial de Wellcome. Efectivamente, Dale continúa con sus trabajos; se casa y gana posiciones en los laboratorios, de los que termina siendo director. No obstante, al poco de entrar en la compañía, el señor Wellcome le menciona que «cuando pudiera encontrar tiempo sin interferir en sus propios planes, le daría una especial satisfacción si pudiera desentrañar el problema del cornezuelo del centeno (ergot en inglés) y las aplicaciones farmacológicas y terapéuticas de esa droga, pues están en un estado de confu-
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sión».7 Ironías del destino, esta sugerencia encaminó a Dale por un sendero que acabaría llevándole al premio Nobel. Investigando el cornezuelo del centeno El cornezuelo del centeno es un hongo (Claviceps purpurea) que crece en forma de cuerno oscuro en las espigas del centeno, aunque también en otros cereales. Es muy venenoso y durante siglos las comadronas lo usaron para evitar hemorragias en los partos y como droga abortiva al inducir intensas contracciones uterinas. A lo largo de la Edad Media estuvo en el origen de los temibles fuegos de San Antonio, o epidemias de envenenamiento masivo de poblaciones enteras por el consumo de pan hecho de centeno contaminado, particularmente en los años húmedos. El fuego de San Antonio, o fuego sagrado, produjo miles de muertes y se acompañaba de dolorosas sensaciones de quemazón causadas por su extrema acción vasoconstrictora que interrumpía el riego sanguíneo de los tejidos. Pies y manos se gangrenaban, se «secaban» —gangrena seca— y se volvían negros como el carbón, terminando por desprenderse. El origen resultaba misterioso y no se asociaba al ergotismo continuado, o intoxicación por cornezuelos. La única solución «terapéutica» consistía en una peregrinación a Santiago de Compostela o encomendarse a los cuidados de los monjes de san Antonio, de ahí su nombre. Un artículo de 1976, publicado en Science por una investigadora estadounidense, propuso que el ergotismo podría estar en la raíz de la conducta alterada de las célebres brujas de Salem, condenadas a muerte en 1692; pero esta interpretación es controvertida pues no explica por qué los síntomas se circunscribieron a determinadas personas.8 Henry Dale atiende la sugerencia de Wellcome y se pone manos a la obra. Pronto el cornezuelo se revela como una verdadera mina de oro de sustancias extremadamente activas.* Un químico de la empresa, George Barger, había extraído una serie de compuestos del hongo, * Del cornezuelo del centeno se derivaría el ácido lisérgico dietilamida-25, o LSD, sintetizado por Albert Hoffman en 1938.
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entre ellos la histamina; ahora se trataba de conocer sus efectos fisiológicos, sobre todo en el sistema nervioso, y esta tarea le correspondió a Dale. Una línea de investigación desvelaría más tarde la implicación de la histamina en el shock postraumático por heridas de guerra y en los fenómenos alérgicos. De las sustancias obtenidas del cornezuelo, hay otra que llama la atención de Henry Dale. Inhibía el ritmo cardíaco de un modo tan extraordinario que, en el primer ensayo, creyó que había matado al gato que usaba como sujeto experimental al no detectar ningún pulso o presión sanguínea. Conociendo los trabajos de Dixon, Dale piensa inmediatamente en la muscarina, pero los síntomas no encajan completamente. La acción de la nueva susFigura 6.4. Cornezuelo del centeno. tancia resulta mucho más potente y así como la muscarina es un compuesto estable, éste es enormemente inestable y se decompone enseguida. Entonces recuerda que otro fisiólogo, Reid Hunt, junto a su asistente René Taveau, había sintetizado una droga llamada acetilcolina que, según había informado en 1906, sus efectos sobre la circulación sanguínea la convertían en «la sustancia conocida más poderosa». Esta sustancia se elaboraba a partir de la colina, una especie de vitamina o nutriente que interviene en la formación de las membranas celulares y el metabolismo de las grasas. Con la ayuda de Arthur Ewins, otro químico de la empresa, Dale consigue probar que el derivado del cornezuelo no es otro que la acetilcolina; y esto es una sorpresa porque lo que se catalogaba como un producto artificial de laboratorio aparece ahora como componente natural de una planta. Los
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ensayos demuestran que la acetilcolina no sólo reduce drásticamente el latido cardíaco, sino que reproduce a la perfección todas las funciones del sistema parasimpático: aumenta la salivación y causa contracciones intestinales idénticas a las que tienen lugar durante la digestión. Incluso los efectos de la acetilcolina sobre el sistema parasimpático sobrepasan notablemente a los efectos de la adrenalina sobre el sistema simpático. Pero había una diferencia fundamental, la adrenalina se encuentra en el cuerpo, en las glándulas suprarrenales, mientras que la acetilcolina es una droga aparentemente externa. Probablemente este hecho hace desistir a Dale de dar un último paso teórico hacia la conclusión de que la acetilcolina era en realidad, como hoy sabemos, una sustancia segregada por el sistema nervioso parasimpático en su normal funcionamiento. Y también tuvo que ver su temperamento científico particularmente remiso a lo que él llamaba «teorización salvaje»; una especie de cautela intelectual que le hacía otorgar gran peso a las excepciones antes de saltar a generalizaciones arriesgadas. Para llegar a este descubrimiento sería decisiva la contribución de Otto Loewi, un hombre con un carácter muy distinto. Por otra parte, la inestabilidad química de la acetilcolina la descarta como droga terapéutica. Dale describe su acción como «inmediata» e «intensa», pero «extraordinariamente evanescente»: Es mucho más activa que la muscarina, aunque tan fácilmente hidrolizada que su acción, cuando se la inyecta en la corriente sanguínea, es remarcablemente evanescente, de manera que no puede administrarse de forma repetida con exactamente los mismos efectos, como [ocurre con] la adrenalina.9
La molécula de acetilcolina es muy frágil y, cuando se inyecta en la sangre, se descompone enseguida en sus dos componentes: ácido acético + la inerme colina. Dale sugiere certeramente que su corta existencia se debe a la veloz intervención de una enzima, hoy conocida como colinesterasa, que rompe la molécula en dos. Ante esto, la perspectiva de aislar o detectar acetilcolina natural en el cuerpo se volvía muy sombría y, en sus palabras, «imposible con los métodos conocidos». Como veremos, habría que esperar dos décadas a que un
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alemán, Wilhelm Feldberg, llevara a su laboratorio una nueva técnica extraordinariamente sensible basada en la reacción del músculo de un animalejo: la sanguijuela.
Otto Loewi: un inspirado sueño Hacia 1914 Henry Dale había establecido que la acetilcolina era la sustancia conocida más potente capaz de imitar los efectos del sistema parasimpático. Y paralelamente, junto a su colega químico George Barger, había descubierto que un compuesto muy próximo a la adrenalina, la noradrenalina (o norepinefrina), reproducía mejor que aquélla las funciones del sistema simpático. Desde nuestra perspectiva actual sólo faltaba una vuelta de tuerca: la acetilcolina se trataba de un neurotransmisor segregado por el sistema parasimpático, y la noradrenalina, de un neurotransmisor segregado por el simpático. Pero para llegar a estas conclusiones sería clave la figura del alemán Otto Loewi y su célebre experimento inspirado en un sueño. Otto Loewi (1873-1961) nació en Frankfurt en el seno de una familia judía de comerciantes de vino. Desde niño desarrolló un apasionado entusiasmo hacia el arte que le acompañaría toda la vida, pero sus padres le persuadieron de que estudiara una carrera más práctica como medicina. Después de su graduación en 1896, Loewi adquiere experiencia adicional en el hospital de Frankfurt, pero, al igual que le ocurriera a Dale en Inglaterra, termina frustrado por la práctica clínica y decide dedicarse a la investigación, y obtiene un puesto en los laboratorios del eminente farmacólogo Hans Meyer, en Marburgo. En 1902 Otto Loewi realiza un viaje formativo fuera de Alemania. Hacia el cambio de siglo el país germano había perdido parte de su liderazgo médico y otras naciones, particularmente Gran Bretaña, iban ganando terreno en esta disciplina. Loewi pasa una semana en Holanda y se dirige a Inglaterra con la intención de refrescar ideas sobre nuevos métodos de investigación bioquímica. En la University College London encuentra por primera vez a Henry Dale, a quien le causa una grata impresión. De carácter extrovertido, Loewi proyecta una encantadora imagen de hombre comunicativo y ameno conversador; de
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aquí surge una amistad que duraría toda la vida y los uniría en la conquista del Nobel. La verdad es que su afabilidad le lleva a granjearse múltiples amistades en su breve visita. Como refiere Valenstein, una de las metas del viaje era mejorar su dominio del inglés, pero se sentía tan impaciente por intercambiar ideas que a veces exclamaba «no tengo tiempo para aprender inglés correctamente; solo deseo hablarlo rápido».10 Corrían simpáticos rumores sobre su dicción y en otra visita que giró al año siguiente, nada menos que sir John B. Sanderson, «Regius Professor» de Cambridge, le honró con un encuentro personal. Después supo que el interés del gran Sanderson obedecía sobre todo al deseo de escuchar su inglés, cosa que el alemán se tomó con humor. Lo cierto es que Otto Loewi quedó agradablemente impresionado por el ambiente informal de la comunidad fisiológica británica y el desinhibido estilo de contrastar ideas entre colegas y estudiantes. Muy distinto de la tradición germánica, en la que la figura de «Herr Doktor Professor» raramente se cuestionaba.11 En 1905 el profesor Hans Meyer se traslada a Viena y Loewi le sigue a la capital austríaca. Tres años más tarde se casa, y al poco tiempo ocupa una plaza de profesor de farmacología en la Universidad de Graz, la segunda ciudad de Austria. Él y su esposa viven ahí durante treinta felices años en los que Loewi se convierte en un docente popular entre los estudiantes y muy respetado por sus colegas de la Facultad de Medicina, de la que es elegido decano. Por supuesto, sus investigaciones continúan y Otto Loewi llega a convencerse de que la acetilcolina es una sustancia natural segregada por el propio sistema nervioso e imprescindible para su funcionamiento; el problema estaba en cómo demostrarlo. Y entonces la idea le vino durante un sueño en una noche de 1921. Fue una anécdota que contó en varias ocasiones y que suele citarse como uno de los ejemplos célebres de incubación inconsciente de una idea que lleva a un descubrimiento: La noche anterior al Domingo de Pascua de ese año, me desperté, encendí la luz y garabateé unas notas en una pequeña hoja de papel. Después me volví a dormir. A la seis de la mañana recordé que había escrito algo importante pero fui incapaz de descifrar los garabatos. A la noche
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Loewi describió así el experimento inspirado por el sueño: Se aislaron los corazones de dos ranas, el primero con sus nervios, el segundo sin ellos. Ambos corazones se conectaron por cánulas de Straub llenas de solución Ringer [suero salino]. El nervio vago del primer corazón fue estimulado durante unos minutos. Después la solución de Ringer que había estado en contacto con el primer corazón durante la estimulación del vago se transfirió al segundo corazón. Éste redujo su velocidad y sus latidos disminuyeron igual que si se hubiera estimulado a su nervio vago. De modo similar, cuando se estimuló al nervio acelerador y se transfirió la solución Ringer de ese momento, el segundo corazón se aceleró y aumentaron sus latidos.13
Tenía lugar así una acción nerviosa «a distancia» desde un corazón latiente al otro, independientes entre sí, por lo que esta acción había de ser forzosamente química a través del suero salino compartido. Loewi utilizó los corazones de un total de catorce ranas de dos especies (Rana esculenta y Rana temporaria) y cuatro sapos. En cada experimento, al estimular el nervio vago del primer corazón se liberaría hipotéticamente una sustancia que pasaría con el suero al segundo coFigura 6.5. Experimento de Otto Loewi.
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razón, reproduciendo los mismos efectos que la estimulación del vago, es decir, frenando sus latidos. Aunque sus sospechas se dirigían hacia la acetilcolina, Loewi bautizó cautamente a este componente como Vagusstoff, o sustancia del vago, en alemán. Tenía una personalidad impulsiva con tendencia a teorizaciones atrevidas y prefirió contrarrestar esta imagen con cierta dosis de prudencia antes de acumular pruebas sobre la identidad del factor químico. Paralelamente, a la sustancia que aceleraba el ritmo cardíaco la llamó Acceleransstoff. No hay que pensar que el experimento de 1921 de Otto Loewi zanjó definitivamente la cuestión sobre la transmisión química de los nervios. Se dieron resistencias por varias razones, principalmente dos: era un experimento difícil de repetir y, por otra parte, no demostraba que la supuesta sustancia química fuera segregada por el nervio; a fin de cuentas podría ser producida por el propio corazón a resultas de la estimulación nerviosa —eléctrica en la lógica clásica—. Dado que el misterioso Vagusstoff era efectivamente acetilcolina, ésta, como hemos visto, es sumamente inestable y pequeñas variaciones experimentales comprometían su efecto. Por ejemplo, el mismo experimento replicado durante los meses calurosos del año no salía bien porque la acetilcolina se descompone más rápidamente que durante los meses fríos. Es sabido, hoy, que las especies de anfibios varían en su cantidad de colinesterasa disponible, la enzima que descompone a la acetilcolina, por lo que algunos investigadores no conseguían éxito con ciertas especies. Había tantas dudas al respecto que Loewi tuvo que repetir públicamente su experimento en el XII Congreso Internacional de Fisiología, que tuvo lugar en Estocolmo en 1926. Ahí efectuó dieciocho demostraciones exitosas; algunas de ellas con el requisito de «permanecer en un extremo de la sala y simplemente dar instrucciones, para descartar la posibilidad de que algún compuesto químico guardado entre las uñas pudiera caer sobre las preparaciones».14 Uno de los cambios que favoreció la ejecución del experimento consistiría en añadir una sustancia llamada fisostigmina, o eserina, un compuesto que protege a la acetilcolina bloqueando la acción destructiva de la colinesterasa. Se trata de un alcaloide de larga historia que se extrae del haba de Calabar, una enredadera que crece en África occidental. Ya desde tiempos precoloniales se conocía el uso ritual de esta planta
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Figura 6.6. Experimento de Loewi: contracciones del corazón de rana receptor. La primera marca muestra cómo éstas se debilitan (a su derecha) al recibir el suero del corazón donante al que se ha estimulado el nervio vago. La segunda marca indica el incremento de actividad cuando al corazón donante se le estimula el nervio acelerador.
por los habitantes de la región de Calabar, en Nigeria. Las semillas, o grandes habas, pulverizadas con agua se administraban en ejecuciones, o en macabras pruebas en las que su vómito significaba inocencia y, por tanto, la salvación. La palabra que los nativos pronunciaban con significado de «tragar» era esere, y de aquí se derivó el segundo nombre de la droga. Su mortal efecto se debía en realidad a que, al proteger a la acetilcolina de su normal descomposición, ésta se iba acumulando en la sangre y terminaba por paralizar el corazón, dada su acción inhibidora15. En pequeñas dosis, sin embargo, contribuyó a que el experimento de Loewi transcurriera de forma mucho más fácil, al estabilizar la acetilcolina en el suero salino impidiendo su rápida desaparición. La segunda objeción cuestionaba que el hipotético Vagusstoff se produjera directamente por el nervio vago. Nada excluía la eventualidad de que fuera el órgano, es decir el propio corazón, el que segregara la sustancia como resultado de su actividad. Loewi reconoce esta posibilidad y para descartarla resuelve paralizar al corazón donante con altas dosis de nicotina. En estas condiciones, sin embargo, la transferencia del Vagusstoff seguía ocurriendo tras la estimulación del nervio y los resultados eran los mismos. El siguiente paso de Loewi sería la identificación fehaciente de la naturaleza química del Vagusstoff y aquí entran en juego los trabajos de Henry Dale. Loewi conocía las publicaciones del británico sobre la
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acetilcolina y tenía fundadas razones para considerarla la candidata número uno. De todas las sustancias que podían replicar la función del nervio vago: muscarina, pilocarpina, colina y acetilcolina, únicamente esta última satisfacía todos los tests farmacológicos.16 Sólo algo no encajaba: jamás se había hallado acetilcolina en un cuerpo animal. Si iba a postularse como el primer transmisor químico descubierto en el sistema nervioso, lo lógico es que tarde o temprano se la encontrara en un organismo animal. Y esto vino de la mano de Henry Dale y su colega el químico Dudley. En 1929 visitaron un matadero local y adquirieron los bazos de bueyes y caballos recién sacrificados. Trituraron los órganos y maceraron la mezcla en alcohol durante un tiempo. Luego el alcohol fue filtrado y sometido a otras manipulaciones. Al final del proceso, de unos treinta kilos de bazos consiguieron aislar un tercio de gramo de acetilcolina, además de otras sustancias como la histamina. Dale y Dudley quedaron realmente encantados: por primera vez se había extraído acetilcolina de un animal.17 De esta forma, la acetilcolina dejaba de ser una simple curiosidad sintética o parte del extracto de una planta y surgía como un agente fisiológico que, uniendo los hallazgos de Loewi y Dale en sus respectivos laboratorios, aparecía como el primer neurotransmisor de la historia del cerebro y el sistema nervioso. No se tardó en encontrar acetilcolina en otras partes del cuerpo. En 1933, Engelhart, trabajando en el laboratorio de Loewi, halló acetilcolina en el humor acuoso del ojo después de estimular al nervio oculomotor. Ese humor era capaz de provocar una reacción semejante al nervio vago, ralentizando el corazón de una tortuga. Al año siguiente, investigadores canadienses encontraron la sustancia en la saliva de un gato después de estimular al nervio adecuado. Es decir, la acetilcolina no sólo era el producto del nervio vago del corazón, sino que iba surgiendo en otros nervios del sistema parasimpático.
La sanguijuela como testigo A raíz de estos descubrimientos, surgía la duda de si la acetilcolina también mediaba en la acción de los nervios motores sobre los múscu-
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los esqueléticos. Había indicios de ello, pero esta posibilidad chocaba con fuertes resistencias en la comunidad científica, porque siempre se había visto a la acción motora, de naturaleza rápida y robusta, como una respuesta inequívocamente eléctrica. Henry Dale y su colega John Gaddum habían observado que un músculo se contraía si se inyectaba una pequeña cantidad de acetilcolina en su sistema vascular, pero esto no demostraba que así fuera el mecanismo normal de la estimulación nerviosa. Hacía falta probar que los nervios espinales también segregan acetilcolina para que los músculos se contraigan. El problema es que presumiblemente la cantidad de esta sustancia sería tan exigua que, dada su veloz descomposición, ningún método al uso era suficientemente sensible para detectarla. Y entonces la solución vino de Alemania, gracias a la técnica desarrollada en el laboratorio de Feldberg con el músculo de sanguijuela. Wilhelm Feldberg (1900-1993), nacido en Hamburgo en una familia judía, se graduó en medicina en 1925, pero, al igual que hicieron Dale o Loewi, se decantó por dedicarse a la investigación básica antes que a la práctica clínica. Al poco de graduarse decidió efectuar una estancia con su mujer en Cambridge, en el laboratorio de Langley, quien a los seis meses muere inesperadamente. Entonces Henry Dale le invita a continuar el tiempo restante en su laboratorio, y éste sería el primero de una serie de encuentros entre ambos científicos. En 1932 Dale vuelve a reunirse con Feldberg, esta vez en Alemania, con ocasión de una reunión de la Sociedad Farmacológica de ese país. Allí Dale queda impresionado ante la comunicación que Minz, un colaborador de Feldberg, presenta sobre una nueva técnica muy sensible a la acetilcolina basada en una preparación del músculo de la sanguijuela. En la comida Dale se muestra ansioso por conocer los detalles de la misma, al tiempo que se habla de todo un poco. Al hilo de la conversación, Dale le pregunta a Feldberg sobre su opinión respecto a Hitler, cuyo Partido Nazi iba ganando fuerza rápidamente en Alemania. Feldberg le responde: «Sir Henry [Dale había sido investido caballero ese año], no debe preocuparse, él nunca ganará, y si lo hiciera, cocinaría sólo con agua»,18 expresión germana equivalente a que todo quedaría en agua de borrajas. Dale, que era una persona muy atenta a los acontecimientos políticos, le replica: «Feldberg, us-
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ted tiene mejor olfato para sus experimentos». Lejos de la mente del alemán el hecho de que sólo unos meses después, el 30 de enero de 1933, Hitler tomaría el poder y que, por su culpa, ese año tendría que abandonar precipitadamente su país con la ayuda de Dale. Durante 1933, bandas de camisas marrones campan a sus anchas por las calles de Berlín y otras ciudades alemanas y se desatan las primeras operaciones masivas de persecución de personas judías y activistas de izquierdas. Ese año todavía es posible abandonar el país y la Fundación Rockefeller inicia su célebre programa de becas a las instituciones que acogieran a científicos alemanes huidos. Henry Dale hace gestiones y escribe varias cartas a la fundación norteamericana para que se incluya a Feldberg en el programa. En una de ellas refiere: «De todas las personas que he tenido en mi laboratorio, él es quien más directamente ha continuado trabajando [en mi campo] ... Desde mi punto de vista, no hay nadie con quien más me interesaría trabajar».19 En julio de 1933 Feldberg llegó a Inglaterra mientras que su esposa Katherine, que no era judía, continuó con sus dos hijos unas semanas en Berlín ultimando gestiones. Esas primeras semanas de espera supusieron un verdadero calvario para Feldberg, en constante temor de que finalmente su mujer e hijos no lograran salir de Alemania. Las cosas cambiaban muy deprisa y llegaban noticias de pasajeros a los que se les había obligado a bajar de los trenes en las fronteras con Holanda. Por fortuna, pudieron finalmente reunirse con él. Un oficial de inmigración, que había observado en el puerto a Feldberg mientras esperaba nerviosísimo el barco que traía a su familia, comentó a Katherine a su llegada: «Mrs. Feldberg, no se le ocurra nunca dejar solo a su esposo otra vez». La de Feldberg fue una de las muchas historias de científicos judíos huidos de Alemania. Sin contar las atrocidades, la locura nazi consiguió, entre otras «maravillosas aportaciones a la humanidad», que Alemania cayera en picado en su liderazgo científico y cultural. Durante el primer año de la llegada de los nazis al poder, 2.600 científicos tuvieron que abandonar el país.20 Desde 1901, año en que se instauró el premio Nobel, hasta 1932, nada menos que un tercio de los galardonados eran de ese país. Les seguía Gran Bretaña con dieciocho premios y Estados Unidos con sólo seis. Tras la segunda guerra mun-
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dial las cifras se invirtieron. Veinte de los huidos de Hitler recibirían el premio Nobel —entre ellos Loewi o Eric Kandel por sus extraordinarios estudios sobre la memoria— y cincuenta ingresaron en la Royal Society, tal era la calidad científica de los refugiados. La actitud de los científicos británicos hacia sus colegas germanos fue en general receptiva, pero en el campo médico profesional no faltaron quienes vieron a los recién llegados como competidores y las principales organizaciones médicas se opusieron a su admisión.21 Era un tiempo en que la medicina alemana estaba reputada como la mejor del mundo. En este contexto, los Feldberg alquilaron un apartamento de dos habitaciones a diez minutos del laboratorio de Dale y la incorporación al trabajo fue feliz. Además del entendimiento entre Feldberg y Dale, ambos matrimonios hicieron enseguida muy buenas migas. La llegada de Feldberg supuso un fuerte impulso a la línea investigadora de Dale gracias a su técnica del preparado muscular de la sanguijuela. Inmediatamente diseñaron experimentos que demostrarían con claridad la presencia de acetilcolina procedente de la estimulación nerviosa de los músculos. El cuerpo de una sanguijuela sin tratar no es especialmente sensible a la acetilcolina, pero si se le sumerge en un baño con eserina, su sensibilidad se multiplica por un millón y lo demuestra contrayéndose. Un preparado así es capaz de detectar una parte de acetilcolina en... ¡quinientos millones de partes! de solución salina; algo impensable con cualquier otra técnica. En las pruebas, el sujeto experimental, usualmente un perro o un gato, se preparaba previamente con una inyección de eserina que evitaba la descomposición de la acetilcolina y otra inyección de heparina, un potente anticoagulante. El nervio estudiado se separaba ligeramente del cuerpo con un alambre y la sangre se recogía mediante una cánula unida a un tubo que se enfriaba con una envoltura refrigeradora para que pudiera actuar sobre el animal de sangre fría. La sanguijuela se encontraba suspendida en un vaso con solución salina y conectada a un dispositivo que registraba sus contracciones sobre un tambor rotatorio. En cuanto llegaba la sangre a la solución con la sanguijuela, bastaba que contuviera una ínfima proporción de acetilcolina para que el animalejo se contrajera ostensiblemente. Entre 1933 y 1936, Wilhelm Feldberg publicó veinticinco artículos experimentales junto a Dale y otros miembros del laboratorio. Se
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evidenciaba así que la mediación neuroquímica no sólo ocurría en el lento sistema nervioso autónomo (SNA), sino también en el rápido y vigoroso sistema espinal que gobernaba los movimientos musculares. Podría pensarse que tal vez Henry Dale no hubiera compartido el premio Nobel con Otto Loewi de no ser por la inestimable ayuda de Feldberg, pero éste siempre minimizó su contribución: «Tal vez traje una llave capaz de abrir una puerta, pero era sir Henry y John Gaddum [colaborador del laboratorio] quienes sabían qué puerta necesitaba ser abierta».22 En 1936 Henry Dale y Otto Loewi recibieron el premio Nobel por «sus descubrimientos relacionados con la transmisión química de los impulsos nerviosos». Loewi, sin embargo, tuvo poco tiempo para disfrutar de su premio. El 12 de marzo de 1938 los nazis marcharon sobre Austria, y a la noche siguiente una patrulla asaltó su casa a las tres de la madrugada y le detuvo por ser judío. Afortunadamente fue liberado dos meses más tarde y huyó a Nueva York, donde la universidad de la ciudad (NYU) le había ofrecido un puesto. Los nazis reclamaron y se quedaron con el dinero del premio Nobel y todas sus posesiones.
Primera aplicación clínica: la miastenia gravis La investigación básica es esencial para desentrañar los misterios de la naturaleza e ir ganando terreno a nuestra ignorancia sobre lo que nos rodea. Pero, en la medida en que va desvelando la realidad íntima de procesos y fenómenos, ofrece a menudo aplicaciones prácticas inicialmente no buscadas. El tempo de estas aplicaciones puede variar: a veces es lejano y hay que esperar a que se complete un «rompecabezas» entero; otras, aparecen de modo imprevisible. La técnica de las imágenes por resonancia magnética nuclear es valiosísima para el diagnóstico médico, pero fue un hallazgo inesperado gracias a los gigantescos aceleradores de partículas de la física de las altas energías. Sin esta clase de investigación fundamental de muy alto nivel y costosísimas inversiones, difícilmente se habría alcanzado esa metodología. Los desarrollos de la NASA han sido luego origen de un buen número de aplicaciones tecnológicas cotidianas.
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Salvando las distancias, algo parecido ocurrió tras el descubrimiento de los neurotransmisores como parte del funcionamiento normal del cerebro y el sistema nervioso en su conjunto. Nos ayudó a entender muchas enfermedades neurológicas en clave de excesos o carencias de determinadas sustancias químicas, como así pasó primero con la miastenia gravis y luego con la enfermedad de Parkinson y muchas otras. La miastenia gravis es una enfermedad autoinmune que cursa con rápida fatiga y progresiva disfunción de la musculatura esquelética. Los pacientes suelen presentar la mandíbula colgante, uno o dos párpados caídos, debilidad en los brazos y manos, problemas para sostener los objetos, habla disártrica y dificultades para tragar. Conforme avanza la miastenia, las personas van perdiendo movilidad y con frecuencia terminan confinadas a la cama. En los años treinta, Mary Walker (1888-1974), una doctora del hospital St. Alfege de Greenwich, en Inglaterra, tuvo la idea de tratar a estos enfermos incrementando el nivel de acetilcolina del organismo. Su razonamiento es que la respuesta muscular en la miastenia gravis le recordaba en gran medida al efecto del curare sobre las uniones neuromusculares. Consultando la literatura científica, dedujo que si el curare paraliza los músculos porque entorpece la acción de la acetilcolina, quizá la enfermedad se debía a una causa semejante.23 La acetilcolina no sirve directamente como medicamento porque se degrada al entrar en el torrente sanguíneo, pero Mary Walker pensó que si administraba eserina o fisostigmina, la droga que ya vimos protectora de la acetilcolina,* podría conseguir que el nivel de ésta aumentara y probablemente los síntomas mejorasen. Tal como describió en sendos artículos publicados en 1934 y 1935, Walker probó con dos casos. El primero era una mujer de cincuenta y seis años en un estado relativamente avanzado de la dolencia. Incapaz de sostener una bolsa de la compra o incluso su propia cabeza erguida, pasaba algunos momentos diarios en la cama. Walker decidió inyectar una dosis baja de eserina * Recordemos que la eserina es una droga anticolinesterasa, que actúa contra la enzima colinesterasa que, a su vez, rompe la molécula de la acetilcolina. Por tanto, tiene un efecto protector de la acetilcolina.
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Figura 6.7. Enferma de miastenia gravis tratada por Mary Walker, antes y después de la administración de eserina.
cada día.24 Los resultados fueron alentadores, aunque de corta duración: «entre media hora y una hora después de la inyección, el párpado izquierdo se levanta, los movimientos de los brazos son mucho más fuertes, la mandíbula cuelga bastante menos, la deglución mejora y la paciente se siente “menos pesada”».25 La mujer respondió todavía mejor a una dosis moderada, y con una cantidad superior las mejoras duraron hasta seis o siete horas. Mary Walker envió una carta a la prestigiosa revista médica The Lancet documentada con fotografías comparativas de los estados previos y posteriores al tratamiento. Inicialmente fue desestimada, pero la intervención de colegas veteranos testigos de lo sucedido en el hospital fue decisiva para su publicación inmediata. En ella, Walker sugería además que las drogas anticolinesterasa, como la eserina, podrían ser valiosas para tratar el botulismo y el emponzoñamiento por serpientes cobras, ya que en ambas circunstancias la muerte sobreviene a causa de un veneno de tipo curárico que actúa sobre las uniones neuromusculares paralizando los músculos, entre ellos los respiratorios. El siguiente caso, que Mary Walker publicó en el segundo artículo, consistió también en una mujer de mediana edad afectada de miastenia gravis, con los párpados caídos y con dificultades para tragar la comida. Esta vez empleó neostigmina, una droga sintética semejante a la fisostigmina, pero con menos efectos secundarios. A los pocos minutos de la inyección, la enferma pudo salir de la cama y andar una distancia considerable sin sentirse cansada.26 Las mejoras se acentuaron a los sesenta minutos, manteniéndose durante seis horas. Los fár-
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macos no curaban la enfermedad pero ayudaban a combatir sus síntomas. Estos sorprendentes hallazgos llamaron la atención de Henry Dale y Wilhelm Feldberg, realmente excitados ante una valiosa aplicación de su teoría sobre la acetilcolina como neurotransmisor. Consideraron a Mary Walker la primera persona que había aplicado un tratamiento bioquímico a la miastenia gravis, pero años después se supo que Remen, un médico alemán, había intentado tratar la enfermedad con neostigmina dos años antes de que Walker llevara a cabo el «milagro de St. Alfege». Remen había publicado la noticia sepultada dentro de un largo informe dedicado a otro objetivo, y el hecho pasó inadvertido en su momento.27
Guerra de «sopas y chispas» Los descubrimientos que les valieron el Nobel a Henry Dale y Otto Loewi no acabaron con la agria polémica entre los partidarios de la transmisión química y quienes la negaban y continuaban defendiendo la transmisión eléctrica de las conexiones nerviosas. Hoy sabemos que ciertas sinapsis son de naturaleza eléctrica, pero la mediación química de los neurotransmisores es el principio general de los enlaces del cerebro y el sistema nervioso.* A este debate, que se prolongó durante dos décadas, se le ha llamado en alguna ocasión la guerra de las «sopas» (sustancias químicas) y las «chispas» (electricidad), y dio título al magnífico libro que el historiador Valenstein dedicó al tema.28 En la guerra de «sopas y chispas» se blandieron por ambas partes argumentos de gran calado científico, pero en ella también intervinieron otras variables. En cierto modo, muchos neurofisiólogos vieron a los nuevos farmacólogos experimentales como intrusos en un campo donde hasta hacía muy poco ellos eran los únicos expertos. En los años treinta y cuarenta los fisiólogos ya operaban con cierto equipamiento electrónico en sus laboratorios, con amplificadores multietapa o panta* Y precisamente gracias a esta mediación química, el tejido neural goza de una plasticidad que le permite aprender y guardar información modificando la fuerza de sus conexiones, como demostraría Kandel décadas después, y luego veremos.
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llas de osciloscopios, y algunos tendían a mirar con cierto desdén a quienes se dedicaban a trabajar con «esputos, sudor, mocos y orina». Podía concederse que el lento y perezoso SNA funcionara mediante la mediación de sustancias químicas, pero, en opinión de una gran parte de la comunidad neurofisiológica, de ninguna manera ése era el modo de actuación del cerebro y el sistema nervioso central. No encajaba en sus esquemas que la rápida y vigorosa respuesta de los músculos esqueléticos resultara de una mediación química en las sinapsis nerviosas. Desde luego, no era posible negar la evidencia de que la acetilcolina interviene en la inervación muscular, pero muchos fisiólogos la relegaban a un papel secundario de simple modulador de la mediación eléctrica. La lista de los opositores a la mediación química fue larga; entre ellos, figuras influyentes como Albert Fessard, Ralph Gerard, Rafael Lorente de Nó, John Fulton, Herbert Gasser o Joseph Erlanger. Y de forma destacada, el gran John Eccles, reputado fisiólogo australiano que también recibiría el premio Nobel junto a Erlanger y Gasser. Por la otra parte, además de Henry Dale y Otto Loewi, el estadounidense Walter Cannon* sobresalió por su brillante defensa de la transmisión química. Se preguntaba: «¿Cómo los electroagonistas [defensores de la mediación eléctrica] pueden explicar la demora de 0,2-0,4 milisegundos que todo el mundo admite que ocurre en las sinapsis?». Este retraso, argumentaba Cannon, era entre cinco y once veces el requerido por la transmisión eléctrica: «El relativamente largo retardo en el ganglio [autonómico] se corresponde a un retraso similar en las placas terminales motoras [de los músculos esqueléticos]. Aquí los electroagonistas tienen un verdadero problema. Los quimioagonistas [defensores de la mediación química], por otra parte, pueden explicar este tiempo extra debido a las exigencias de una mediación química interpuesta».29 Lo cierto es que, pese a las resistencias numantinas, la verdad terminó por imponerse, como suele ocurrir en la ciencia, y las evidencias * En opinión del historiador Elliot S. Valenstein, Walter B. Cannon habría compartido el premio Nobel con Dale y Loewi, si no hubiera adoptado una posición teórica controvertida.
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se acumularon a favor de sustancias químicas localizadas en conducciones especializadas del cerebro y el sistema nervioso en general, y cuya intervención hacía posible las conexiones sinápticas, excitando en unos casos, e inhibiendo en otros, la tasa de disparo neuronal. El propio John Eccles terminó reconociendo en 1965, gracias a sus propios experimentos, que prácticamente todas las sinapsis nerviosas, tanto inhibitorias como excitatorias, eran químicas. Las pruebas más contundentes llegaron con el microscopio electrónico, desarrollado por la empresa alemana Siemens a finales de la década de 1930, pero interrumpida su utilización por culpa de la segunda guerra mundial. En los años cincuenta se mejoró su óptica así como las técnicas de fijación y preparación de los tejidos nerviosos. Su enorme potencia hizo visible la «ultraestructura» de las neuronas. Se pudo ver con toda claridad el gap o espacio sináptico que genialmente anticiparan Cajal y Sherrington. En 1954, los investigadores del Instituto Rockefeller, Palade y Palay, informaron de la existencia de pequeñas vesículas en las terminales presinápticas. Poco tiempo después se desveló la función de estas estructuras como reservorios que acumulaban y liberaban el neurotransmisor en el espacio sináptico. Al mismo tiempo, en la membrana postsináptica se identificaron a modo de minúsculos parches o «receptores» bioquímicos con los que se combinaban las moléculas del neurotransmisor y actuaban como sus últimos destinatarios en la sinapsis. Estos receptores tendrían enorme relevancia para entender la bioquímica de los neuFigura 6.8. Liberación de neurotransmi- rotransmisores y los mecanismos sores en el espacio sináptico entre dos neu- de acción de muchas drogas que ronas. operan como usurpadores de la
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sustancia natural. Además, una vez liberado el neurotransmisor en el espacio sináptico, una parte sobrante, que no se ha utilizado, es recaptada por la terminal presináptica. Algunos fármacos y drogas actúan sobre este mecanismo de recaptación. La lista de neurotransmisores se ha ensanchado y a día de hoy se conocen un centenar de esos mediadores químicos. Algunos de los más importantes los mencionamos a continuación.
Algunos neurotransmisores Como hemos visto, la acetilcolina fue el primer neurotransmisor en ser descubierto. Todos los movimientos voluntarios —correr, saltar, hablar, teclear— son posibles gracias a su mediación en las uniones nervio-músculo. Es el neurotransmisor de una parte importante del sistema parasimpático. Dentro del cerebro interviene en el control de la atención, la activación y la memoria. En la enfermedad de Alzheimer se ha observado una pérdida importante de este mediador. El curare y el veneno botulina funcionan bloqueando los receptores de la acetilcolina y pueden causar la muerte por parálisis de los músculos respiratorios. En muy pequeñas dosis locales, el tratamiento estético por botox reduce las arrugas de la cara porque paraliza los pequeños músculos de la zona inyectada. Muchos insecticidas y los gases nerviosos de la primera guerra mundial actúan impidiendo la descomposición de la acetilcolina y aumentando letalmente su concentración en el organismo, provocando temblores musculares y sacudidas incontroladas. La noradrenalina —o norepinefrina—, muy similar a la adrenalina (epinefrina), es el neurotransmisor del sistema simpático, tal como demostró el fisiólogo sueco Ulf von Euler en 1946. Interviene en las respuestas de alarma, aumentando los latidos del corazón y la presión arterial, dilatando los bronquios y los vasos sanguíneos, y otros cambios activadores. Las glándulas suprarrenales liberan noradrenalina en el torrente sanguíneo junto a su pariente la adrenalina. La dopamina es un neurotransmisor enormemente importante involucrado en muchas funciones cognitivas y asociado a los mecanismos de recompensa cerebral y emociones placenteras. Los estimulan-
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tes aumentan la cantidad de dopamina en el cerebro. En la enfermedad de Parkinson, la destrucción de las neuronas de la sustancia negra, una de las principales estructuras productoras de dopamina, genera un déficit que está en el origen de sus síntomas. Por esta razón, la enfermedad se trata con L-Dopa, una sustancia precursora de dopamina capaz de atravesar la barrera hematoencefálica, lo que no puede hacer la propia dopamina. En un cerebro normal los niveles de acetilcolina y dopamina están nivelados; cuando el equilibrio se rompe por la mengua de dopamina, la acetilcolina queda en exceso y tiende a expresarse muscularmente mediante temblores y otras manifestaciones. La cocaína bloquea la recaptación de dopamina y noradrenalina, lo que da lugar a un exceso de ambas sustancias en las sinapsis. Las anfetaminas tienen una estructura similar a la dopamina y sus moléculas fuerzan a las vesículas presinápticas a expulsar dopamina en el espacio sináptico. Es decir, aunque por mecanismos distintos, tanto la cocaína como las anfetaminas aumentan la dopamina en los enlaces nerviosos. La serotonina es otro neurotransmisor imprescindible segregado en el cerebro y, curiosamente, en el tracto gastrointestinal, donde se produce entre el 80 y el 90 por 100 del total del cuerpo. No sólo aparece en el humano o en los animales, también en hongos y otras plantas. Está íntimamente relacionada con la emoción y el estado de ánimo; regula, además, los mecanismos del sueño y la temperatura corporal. Un defecto importante de serotonina lleva generalmente a la depresión o a conductas coléricas, y, en los casos más extremos, puede conducir al suicidio. La acción del fármaco Prozac consiste precisamente en dificultar la recaptación de serotonina, favoreciendo su presencia en las sinapsis. Si se comparara la estructura molecular de la serotonina con la estructura de drogas como el LSD (Lysergic acid diethylamide, o ácido lisérgico dietilamida), la mezcalina (cactus peyote) o la psilocibina (hongos mexicanos alucinógenos), se constata una gran semejaza entre ellas —comparten uno o varios anillos indol—. Aunque no es conocido el mecanismo exacto de las drogas alucinógenas, desde hace décadas se baraja la llamada hipótesis de la «llave falsa en la cerradura». Al tener una estructura similar, las moléculas de estas drogas (llaves falsas) encajarían en los receptores sinápticos (cerraduras) de serotonina, impidiendo que la sustancia natural se fije y actúe
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en estos receptores al encontrarlos ocupados. De esta manera sobrevienen cambios significativos en los circuitos serotoninérgicos del cerebro, traduciéndose en la vivencia de alucinaciones y otros fenómenos psíquicos. Los tres transmisores anteriores, noradrenalina, dopamina y serotonina, forman parte del grupo de las aminas. El GABA (ácido gamma aminobutírico) es el principal neurotransmisor inhibitorio y actúa como freno de los neurotransmisores excitatorios que llevan a la ansiedad, por lo que tiene un efecto reductor del estrés. Algunos fármacos antiepilépticos potencian la acción del GABA. El glutamato es el pariente excitatorio del GABA. Se trata del neurotransmisor más común en el sistema nervioso central y tiene especial importancia para la memoria. En exceso resulta tóxico y algunas enfermedades neurodegenerativas de origen desconocido, como la temible esclerosis lateral amiotrófica (ELA) o la más manejable esclerosis múltiple (EM), están relacionadas con el glutamato. En ocasiones, el daño cerebral por un traumatismo puede llevar a un exceso de glutamato y ser éste la causa de la muerte de más células cerebrales que el propio trauma. Se contiene de forma natural en muchos alimentos. Muchos neurotransmisores fueron descubiertos primero y luego se verificó que algunas drogas actuaban porque interferían en su función. En el caso del opio y sus derivados (morfina, heroína) fue al revés. Su potente acción sugería la existencia de receptores opiáceos en el cerebro, pero no eran conocidos. Tras un accidente con el caballo, la estudiante de posgrado Candace Pert estuvo ingresada en el hospital recibiendo frecuentes inyecciones de morfina para calmar el dolor.30 Esta experiencia despertó su curiosidad por averiguar cómo actuaba la morfina en el cerebro, y años más tarde, en 1973, ella y su mentor Solomon Snyder de la Universidad Johns Hopkins conmocionaron al mundo científico con el descubrimiento de receptores cerebrales especializados a los que se fija la morfina para ejercer su extraordinario efecto analgésico. La pregunta siguiente era obvia: si estaban esos receptores es porque alguna sustancia natural parecida a ella debía existir en el cerebro. Esto desató una carrera en su búsqueda y dos años después, Hans Kosterlitz y su joven asociado John Hughes
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identificaron en su laboratorio de Escocia una sustancia natural de tipo opioide que se dio en llamar «endorfina», una contracción de las palabras «endógena» y «morfina». Si bien Kosterlitz y Hughes habían propuesto inicialmente el término «encefalina», más neutral, en los medios se popularizó el de endorfina, sugiriendo la idea de una «morfina» endógena natural. El descubrimiento de los receptores opiáceos y las endorfinas causó un gran impacto mediático y pronto se especuló de modo sensacionalista sobre rápidas curas para la adicción a la heroína y otras drogas. Se pecó de optimismo prematuro, pero la relevancia científica de estos descubrimientos está fuera de toda duda. En 1978, Snyder, Kosterlitz y Hughes recibieron el prestigioso Lasker Award, pero Candace Pert no. El hecho de que la bioquímica no fuera reconocida por su relevante contribución a estos hallazgos desató una polémica que llegó hasta las páginas editoriales de Science, pero Pert prefirió no entrar en la misma. En los años más recientes se ha ensanchado la definición de neurotransmisores para incluir a gases como el óxido nítrico y el monóxido de carbono, presentes en el sistema nervioso central y participantes en la estimulación de las neuronas.
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ste es un libro breve sobre la historia del conocimiento del cerebro; sobre las ideas-fuerza compartidas por generaciones enteras acerca de su funcionamiento, y sobre los principales hitos que hicieron cambiar y avanzar esas ideas. No es, por tanto, un libro sobre la neurociencia contemporánea. Durante las últimas décadas se ha avanzado más en esta empresa de conocer al cerebro que en toda la historia anterior.1 Los avances, propiciados entre otras causas por un desarrollo tecnológico sin precedentes, son innumerables y han tenido lugar en múltiples subcampos de la neurociencia. En este capítulo y el siguiente, hemos escogido sólo unos pocos descubrimientos para ilustrar, a modo de ejemplos, la naturaleza de esos cambios. Por supuesto, podíamos haber incluido muchos más. No obstante, la relevancia de los casos seleccionados es innegable y gran parte de ellos han merecido el premio Nobel.
Penfield: el mapa cerebral del cuerpo En la primera mitad del siglo xx había un interés creciente por conocer cómo se representa en la corteza cerebral la información procedente de los órganos sensoriales: ojos, oídos, tacto, etcétera. Gracias a las investigaciones del siglo anterior —recordemos los trabajos de
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Ferrier con monos o las observaciones de Hughlings Jackson* en personas epilépticas— sólo existía una noción general de algunas zonas sensoriales del cerebro. A finales de los años treinta, Wade Marshall (1907-1972) era probablemente el joven más prometedor y mejor formado entre quienes se dedicaban al estudio del cerebro en Estados Unidos, a juicio de su futuro discípulo Kandel.2 Pertrechado de las nuevas técnicas de registro de la actividad electrofisiológica de las neuronas, Marshall comenzó por estudiar cómo se reflejaban las sensaciones de tacto en el córtex de los gatos. Mientras realizaba el posgrado en la Universidad de Chicago, descubrió que, si se mueven los pelos de la pata del felino o se toca su piel, se generaba una respuesta eléctrica en la hoy llamada corteza somatosensorial,** que es la franja que está justo detrás de la cisura central o de Rolando, en el lóbulo parietal. Esto demostraba que las sensaciones del tacto tenían una representación cerebral, pero Wade quiso ir más allá. Se preguntaba si los puntos contiguos de la piel se reflejaban también en puntos contiguos de la corteza, o, por el contrario, estaban dispersos al azar. Para este fin, Wade Marshall se colocó bajo la supervisión del eminente biólogo Philip Bard, jefe del Departamento de Fisiología de la Universidad Johns Hopkins, en Baltimore, y en colaboración con otro investigador, Clinton Woolsey, puso a prueba sus hipótesis. De los gatos pasaron a los monos y hallaron que, tanto unos como otros, tenían la superficie del cuerpo sistemáticamente representada en la corteza somatosensorial como si fuera un mapa. Las zonas adyacentes del cuerpo —por ejemplo, los dedos— se reflejaban de manera ordenada en zonas adyacentes de la corteza. Poco después, el neurocirujano canadiense Wilder Penfield lo confirmaría con humanos, como ahora veremos. Todas estas investigaciones demostraban dos cosas: * Jackson había observado que no sólo las convulsiones siguen un orden corporal en algunos ataques epilépticos, sino que ciertas sensaciones de entumecimiento o quemazón se iniciaban en una parte del cuerpo y se expandían después por el resto siguiendo un orden. Estaba convencido, certeramente, de que este fenómeno de desplazamiento era el reflejo de algo que sucedía en la corteza cerebral. ** Del griego soma, cuerpo.
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a) Que tanto los humanos como los monos y otros animales tenían cada parte del cuerpo representada sistemáticamente en la corteza cerebral, formando una especie de mapa neural. De manera que las zonas próximas del cuerpo: dedos, manos, brazos, etc., también se proyectaban sobre zonas próximas corticales. b) Que este mapa no era proporcionado a la superficie corporal, sino que aparecía «distorsionado» en función de la importancia sensorial de cada parte. Así, las yemas de los dedos o la boca, que son zonas extremadamente sensibles —y, por tanto, con muchos órganos sensoriales cutáneos—, ocupaban una superficie cortical mayor que toda la espalda, cuya sensibilidad es muy pobre.* Desde el punto de vista motor también ocurre otro tanto en la corteza motora; de manera que las manos o la lengua, cuyos movimientos son enormemente complejos, abarcan una superficie en la corteza motora mucho mayor que, por ejemplo, los músculos de la pierna. La «distorsión» de este mapa varía según las especies animales. Por ejemplo, Woolsey comprobó que el conejo tenía una representación desproporcionadamente grande para el hocico al ser su principal herramienta de exploración del entorno. En general, los animales tienen sobredimensionada la zona cortical que corresponde a la parte del cuerpo más activa y sensible; ocurre con la cola en el mono araña, que es un palpador con la cola; las antegarras en el mapache; los pelos del bigote en las ratas, o la lengua y los labios en las ovejas, que son sus respectivos órganos exploratorios.3 (véase Figura 7.1). Años más tarde, se pondría de manifiesto la plasticidad del cerebro como resultado de las experiencias tempranas y continuadas. Así, los virtuosos del violín que empiezan a practicar de forma intensiva desde niños tienen más superficie cortical reservada para los dedos de la mano izquierda. * Por ejemplo, en la espalda es necesario que las puntas de un compás se separen más de cincuenta milímetros para ser discriminadas como dos puntas distintas. En los labios basta una distancia inferior a los tres milímetros.
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Figura 7.1. Representación de los mapas sensoriales de la corteza cerebral en distintas especies animales. Están señaladas en gris las zonas correspondientes a las partes más sensibles del cuerpo.
Después de estos trabajos, Marshall descubrió que los receptores visuales de la retina también están representados de forma ordenada en la corteza visual, en el lóbulo occipital. Y que los sonidos se representan en el área auditiva del lóbulo temporal, también de forma organizada según sus frecuencias, como las teclas de un piano. Por tanto, todo parecía indicar que el input, la información de entrada en el cerebro, aunque sea de naturaleza muy diversa dependiendo de cada canal sensitivo, desemboca en las áreas sensoriales de la corteza según el mismo principio organizativo: formando «mapas» neurales que guardan el mismo orden topográfico que los receptores de origen. Es decir, receptores adyacentes en origen, sea en la retina, el oído o en la piel, se proyectan sobre neuronas adyacentes de la corteza. Volviendo a los mapas corticales del cuerpo, éstos se vieron confirmados con precisión en los seres humanos gracias a los trabajos de Penfield. El neurocirujano canadiense Wilder Penfield (1891-1976), discípulo del inglés Sherrington y fundador del Instituto Neurológico de Montreal, desarrolló a principios de los años cuarenta una técnica quirúrgica para los casos graves de epilepsia que aún se emplea hoy. El llamado procedimiento de Montreal iba dirigido a delimitar con precisión el tejido cicatrizado epiléptico, causante de las crisis, para extirparlo sin dañar otras zonas esenciales para el funcionamiento
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mental. Como el cerebro en sí mismo no duele, porque carece de receptores del dolor, es posible aplicar anestesia local y levantar una parte del cráneo mientras el paciente permanece consciente y cuenta lo que experimenta. Antes de operar, Penfield aplicaba una pequeña corriente eléctrica a distintos puntos cerebrales y anotaba las sensaciones del sujeto. Así podía identificar y demarcar con exactitud, entre otras zonas, las áreas del lenguaje para ese individuo concreto y evitar lesionarlas en la operación. La epilepsia viene a ser una especie de «cortocircuito» que desata una «tormenta» eléctrica en la corteza. Antes de que se manifieste un ataque epiléptico, muchos enfermos experimentan un aura, o conjunto de sensaciones especiales que anuncian y preceden a las convulsiones. Mediante la estimulación, Wilder Penfield podía localizar en muchos casos las áreas corticales relacionadas con esas sensaciones.* En contra de lo que pueda parecer, los pacientes aceptaban con relativa tranquilidad el procedimiento prequirúrgico; tras decenas de intervenciones, Penfield escribió: « ... es un comentario interesante que, casi sin excepción, estos sujetos han ido hacia el calvario de la operación paciente e inteligentemente, incluso los niños pequeños».4 Una vez quedaba expuesto el cerebro, el cirujano canadiense aplicaba un electrodo a cada punto de interés y subía gradualmente el voltaje de la corriente. Un asistente iba anotando las sensaciones comunicadas por la persona junto a un número que representaba el lugar exacto de la corteza. Entonces se colocaba sobre el punto estimulado una pequeña etiqueta con ese número. Y de esta forma se conseguía un «mapeado» de las distintas funciones mentales en la región sobre la que se iba a intervenir. Penfield y sus colegas integraron los datos de centenares de pacientes y trazaron mapas topográficos generales de la representación del cuerpo sobre el córtex, tanto para los movimientos como para las sensaciones; es decir, detallaron el área primaria motora —de donde salen las órdenes de movimiento— y el área primaria somatosensorial —a donde llegan las «sensaciones» corporales—, ambas colocadas * Penfield no pudo evitar bromear con su mentor Sherrington, acostumbrado este último a trabajar toda la vida con gatos y monos, diciéndole «imagínese lo que es trabajar con un preparado experimental que puede hablar» (Kandel, 2007, p. 153).
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Figura 7.2. «Homúnculos de Penfield» de la corteza sensorial y la corteza motora.
respectivamente delante y detrás de la gran cisura central o cisura de Rolando. Mrs. Hortense Cantlie, una ilustradora médica que trabajaba para Penfield, dibujó los célebres «homúnculos de Penfield» que durante décadas han aparecido, y aparecen, en todos los manuales de neurociencia y psicología general. En ellos se reproducen las distintas partes del cuerpo a un tamaño proporcional a la superficie que ocupan tanto en la corteza motora como en la sensorial. A Penfield se le consideró en vida como el canadiense más prominente. En aquellos años se hizo popular en Canadá la frase «I can smell burn toast» (huelo a tostadas quemadas). Una de las pacientes operadas «percibía» ese olor característico cuando se acercaba un ataque epiléptico y Penfield localizó una zona cortical de la mujer que generaba esa sensación al estimularla con el electrodo. La Figura 7.3. Modelo tridimensional del frase se hizo famosa porque aparecía en un breve documental sobre «homúnculo de Penfield».
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Wilder Penfield en Heritage Minutes, serie de sesenta segundos de duración dedicados a un momento importante en la historia de Canadá y muy conocida en ese país. Corriendo el tiempo, a veces se ha extendido la noción errónea de que la percepción ilusoria de ese olor podría ser aviso de una crisis epiléptica en cualquier persona.
Hubel y Wiesel: internándose en la corteza visual Para la neurociencia cognitiva actual, decir Hubel y Wiesel es nombrar dos figuras legendarias, aunque vivas todavía. Si sabemos cómo la corteza cerebral procesa la información visual más que en cualquier otro sentido, se debe a los estudios en los años sesenta y siguientes de David Hubel y Torsten Wiesel, merecedores del premio Nobel en 1981. En palabras de Kandel, sus descubrimientos, junto a los de Vernon Mountcastle, han supuesto el avance más importante en la comprensión del cerebro desde los trabajos de Ramón y Cajal.5 Para entender este gran impacto científico, conviene que retrocedamos un poco y situemos los hallazgos en su contexto. Cualquier cerebro, humano o animal, debe construir algún tipo de representación del mundo que le rodea. Inundado por un torrente de datos continuamente cambiantes, este órgano constituye un asombroso mecanismo diseñado para poner orden y extraer patrones estables a partir de ellos. Todo organismo orientado a metas —obtener alimento o pareja sexual, evitar ser presa de otros, etcétera— debe generar para sobrevivir un cierto modelo de su entorno a partir de la confusa maraña de estímulos entrantes. Y parece que un dispositivo de procesamiento distribuido y paralelo es una de las mejores soluciones que podía encontrar la naturaleza en su andar evolutivo. En la segunda mitad del siglo xx creció el deseo de conocer la biología de esas representaciones internas y la investigación se dividió fundamentalmente en dos líneas: por una parte, el estudio electrofisiológico de cómo se representa la información en los animales y, por otra, el estudio de las imágenes funcionales en el cerebro humano. La primera es una aproximación muy invasiva, por lo que queda restringida a los animales no humanos, y aquí es donde se sitúa este apartado. La segunda, como veremos des-
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pués, es menos invasiva y ha sido posible gracias al desarrollo de las técnicas avanzadas de neuroimagen. Desde los trabajos de Marshall, Bard y Woolsey con monos, gatos y otros animales, y luego los de Penfield con humanos, se sabía que el input, o la información sensorial de entrada, se representa de modo Figura 7.4. Cerebro humano y algunas de organizado en la corteza cerelas partes más importantes de la corteza. bral, en cada una de las distintas áreas sensoriales primarias, formando «mapas» topográficos que respetan el orden de origen —retina, oído o tacto corporal—. Pero no se conocía nada acerca de lo que el cerebro hace después con esta información. Para internarse unos pasos en ese terreno ignoto hacía falta una herramienta más fina: el registro electrofisiológico de una neurona individual. Desde luego es una técnica tan invasiva que su aplicación en humanos era impensable. Los experimentos de Marshall, Bard y Woolsey se habían basado en un procedimiento de registro bastante grueso que recogía la respuesta eléctrica de miles de neuronas a la vez. En los años cincuenta empezó a ser posible registrar células individuales en la corteza de un animal vivo. Entre las innovaciones necesarias, se requería un microelectrodo lo suficientemente pequeño para insertarlo en el cuerpo de una neurona, y la llamada cámara cerrada de Davies, diseñada en el laboratorio de Mountcastle. Ésta consistía en un dispositivo cilíndrico en forma de jeringuilla con un microelectrodo en su interior, que se fijaba al cráneo del animal y evitaba desplazamientos indeseados por culpa de las pulsaciones cardiovasculares y respiratorias del córtex. Con esta técnica, Vernon Mountcastle (1918), que sucedió a Bard en la jefatura del Departamento de Fisiología en la Hopkins, convirtió su laboratorio en el centro pionero de registro cortical de células individuales e hizo unos descubrimientos revolucionarios.
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El hallazgo previo de que las personas y los animales tienen el cuerpo representado sobre la superficie del cerebro planteaba algunos problemas conceptuales. El tacto no es una sensación unitaria, se compone de varias sensaciones o submodalidades perfectamente separables. Podemos distinguir con nitidez entre, por ejemplo, la sensación profunda de presión sobre la piel y el suave roce superficial de una pluma. Son sensaciones somáticas claramente distintas procedentes de receptores separados. Pero ¿cómo las trata el cerebro en la corteza somatosensorial? Dar una respuesta era imposible con las gruesas técnicas anteriores, pero factible mediante el registro de neuronas individuales. Después de miles de registros, Mountcastle descubrió tres cosas importantes: a) Cada neurona de la corteza somatosensorial respondía únicamente a una submodalidad; estaban las neuronas que se habían especializado en la sensación profunda y las especializadas en la sensación superficial. b) Las neuronas que respondían a una submodalidad estaban segregadas de las correspondientes a la otra submodalidad, y en cada caso se distribuían en submapas coherentes del cuerpo entero. c) Las neuronas que respondían de modo idéntico se agrupaban en columnas verticales que iban desde la superficie cortical hasta la materia blanca que está debajo. La corteza cerebral es la materia gris formada por los cuerpos de millones de neuronas que extienden hacia abajo sus conexiones, o axones, que forman la materia blanca. En promedio tiene un grosor de unos 2,5 milímetros y en ella se pueden apreciar al microscopio seis subcapas distintas, según el aspecto de las neuronas.* Para su sorpresa, Vernon Mountcastle descubrió que las neuronas corticales que tie* Según las variaciones de estas seis subcapas, el neurólogo alemán Korbinian Brodmann distinguió y numeró a principios del siglo xx una cincuentena de áreas distribuidas por toda la corteza cerebral. Son las archinombradas áreas de Brodmann que aún se emplean como referentes anatómicos. Así, el córtex somatosensorial corresponde a las áreas 1, 2, y 3 de Brodmann y el córtex motor al área 4.
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nen la misma función se disponen de arriba abajo en columnas verticales que actúan como la verdadera unidad de funcionamiento. Cada columna, compuesta por cientos o miles de neuronas, emerge así como el módulo básico de procesamiento de la información en la corteza cerebral, idea que hoy es generalmente aceptada. Todos estos descubrimientos tienen importantes implicaciones teóricas e incluso filosóficas. Sugieren que el cerebro se guía por el principio de «divide y vencerás». La investigación de Mountcastle hace pensar que el cerebro separa las distintas submodalidades o componentes del mensaje sensorial, las trabaja por separado y luego las vuelve a integrar siguiendo sus propias reglas. Todo lo que se ha ido descubriendo en los años siguientes, en particular en el sistema visual, no han hecho sino confirmar esta idea genial. Es decir, el cerebro deconstruye y vuelve a reconstruir según sus propias leyes, de manera que el resultado final, la representación mental, no es una mera «fotocopia» del mundo exterior. En palabras de Mountcastle, «la sensación es una abstracción del mundo real, no su réplica».6 Esta larga introducción, relevante en sí misma, sirve para situar debidamente el trabajo de Hubel y Wiesel, quienes compartieron con Mountcastle el prestigioso premio Gross Horwitz. Aquí hay que contar una anécdota que refiere Eric Kandel, componente del jurado. En las deliberaciones, un miembro del jurado comentó que Mountcastle, Hubel y Wiesel representaban a la ciencia más avanzada pero que su trabajo tenía una «generalidad biológica limitada». Kandel replicó: «Sí, tiene razón. No se aplica al riñón o al bazo. Es mucho más restringido. Sólo ayuda a explicar el trabajo de la mente».7 En sus palabras oficiales al entregar el galardón, Kandel destacó: «Apreciamos la ciencia porque nos dice algo nuevo y excitante acerca del mundo que nos rodea. Sin embargo, lo que es especial y tan provinciano del trabajo que honramos esta noche es que nos dice algo nuevo y excitante acerca del mundo que está dentro de nosotros, sobre nosotros mismos».8 La historia empieza en la misma Universidad Hopkins que por aquellos años, como hemos visto, era el centro de referencia en el estudio cerebral de las sensaciones, no sólo de la piel, sino también de la visión y el oído. Allí, concretamente en el Wilmer Eye Institute, el respetado neurofisiólogo Stephen Kuffler prosigue durante la década de los cin-
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cuenta las investigaciones emprendidas por Marshall sobre la retina y el sistema visual. En el ser humano la visión es el órgano sensorial más informativo del entorno, en términos físicos. Quizá más del 80 por 100 de toda la información exterior que recibimos entra por los ojos. De hecho, si de pronto perdiéramos un sentido, sería la vista el que, con toda seguridad, nos colocaría en una situación de peligro para nuestra integridad (conduciendo un vehículo, trabajando en un andamio, cruzando una calle, etcétera) y el que más entorpecería nuestra navegación por el entorno. Esto no sucede con el oído o el resto de los sentidos.* La retina es la superficie interna del ojo que contiene millones de fotorreceptores o células sensibles a la luz, que convierten —transducen es el término exacto— la energía luminosa en impulsos neurales entendibles por el sistema nervioso. De cada ojo parten un millón de fibras nerviosas que se agrupan en el nervio óptico y conducen el mensaje sensorial hasta el cerebro, concretamente en su parte trasera u occipital, donde se encuentra la corteza visual primaria. La conducción no es directa sino que, antes, se establecen conexiones con otras neuronas en una gran estación de relevo previa, el denominado núcleo geniculado lateral (NGL). A partir del millón de impulsos nerviosos que el cerebro recibe en paralelo, impulsos que van cambiando continuamente cada centésima de segundo, éste, que se aloja en el cuarto totalmente oscuro de la caja craneal, ha de ser capaz de construir «una realidad» coherente de objetos y relaciones espaciales. Le va la supervivencia en ello. ¿Cómo lo hace? Ahora empezamos a entender los primeros pasos de este complejísimo y titánico proceso gracias a las geniales investigaciones de Hubel y Wiesel y los que les han seguido. Es como levantar los primeros centímetros de una larga alfombra y atisbar qué hay debajo. Si Marshall estableció que la información de la retina se proyecta sobre la corteza visual de forma ordenada, punto a punto, como así ocurría con otros sentidos, Stephen Kuffler (1913-1980) profundizó en esta idea estudiando la retina del gato mediante el registro de neu* Sin embargo, el oído tiene «truco» en nuestra especie. A través de su canal entra el gigantesco torrente de información simbólica que transporta el lenguaje. Pero ésa es otra cuestión. Ahora nos referimos a información física.
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ronas individuales. A su laboratorio del Wilmer Eye Institute de la Universidad Hopkins acudió en 1955 el sueco Torsten Wiesel (1924), invitado como estudiante de posdoctorado. Tenía una larga experiencia en psiquiatría, pues, por la profesión de su padre, prácticamente se había criado en un hospital psiquiátrico en las afueras de Estocolmo y practicado psicología adulta e infantil antes de decidirse por la neurofisiología. Acababa de estudiar la epilepsia en gatos durante el año anterior a su traslado. Cuando llegó al laboratorio de Kuffler, se encontró allí, por mera casualidad, con el canadiense David Hubel y de ese encuentro surgió una colaboración científica de más de veinticinco años, cuya influencia en la ciencia se la ha comparado a la de otros célebres tándems, como el de Hodgkin y Huxley, Watson y Crick, o Brown y Goldstein.9 David Hubel (1926) se había graduado en la Universidad McGill de Montreal y luego pasó un año en el Instituto Neurológico de Montreal que había fundado Penfield. Al llegar a Estados Unidos en 1954 para seguir un año de neurología en el hospital de Johns Hopkins, fue asignado al Walter Reed Army Institute of Research, en Washington, donde desarrolló un método de registro de células corticales en gatos despiertos. Para ello, ideó un microelectrodo barnizado de tungsteno lo suficientemente fuerte para penetrar en la meninge duramadre y acopló la cámara de Davies a un dispositivo que inmovilizaba la cabeza del gato. Así podía obtener registros continuados de neuronas individuales durante horas. La unión con Wiesel fue algo fortuito, como ambos cuentan en su revisión publicada en Neuron: Lo que nos llevó a estar juntos fue una afortunada chiripa. Al dejar el Walter Reed, David había planeado unirse al grupo de Mountcastle en la Medical School de la Johns Hopkins, para continuar allí sus trabajos sobre la visión. Pero en la primavera de 1958 el espacio en [el Departamento de] Fisiología estaba siendo remodelado, con la perspectiva de no poder ocuparlo durante muchos meses. Stephen Kuffler había estado al corriente de esto y accedió a la sugerencia de Ken Brown [un miembro de su equipo] de que David podría trabajar con Torsten durante nueve meses, o así, hasta que estuviera disponible el espacio de Fisiología. No pudimos prever que lo que empezó como nueve meses se convertiría en una colaboración de veinticinco años.10
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Prosiguen: Fuimos afortunados en muchos sentidos. Lo más importante fue el increíble golpe de suerte al estar en el laboratorio de Stephen Kuffler, donde tres grupos trabajaban totalmente independientes, apiñados en una minúscula cantidad de espacio, y en un ambiente informal y amigable ... La neurofisiología no era muy popular a finales de los cincuenta y los estudios sobre el sistema nervioso central se concentraban principalmente en la médula espinal. [Así que] Nos adentramos en un vacío y tuvimos el córtex visual prácticamente para nosotros en toda la década de los sesenta.11 (La cursiva es nuestra.)
En 1959, el jefe del laboratorio Stephen Kuffler recibió un ofrecimiento de la Universidad de Harvard, en Boston, y allí se trasladó con todo el personal y sus respectivas familias, incluidos los «brain boys» (chicos del cerebro), como se les conocía a Hubel y Wiesel.* La Universidad Hopkins les permitió llevarse consigo la mayor parte del instrumental. Durante el traslado, Kuffler les telefoneó desde Boston, mientras empaquetaban los equipos, para que dejaran al menos las ventanas. Toda la investigación posterior trascurriría, pues, en Harvard. Stephen Kuffler había hecho contribuciones fundamentales al estudio del funcionamiento de la retina. Sus registros de las células ganglionares individuales demostraban de forma llamativa que las neuronas retinianas no señalan simplemente niveles absolutos de luz, como cabría esperar desde un punto de vista físico, sino que más bien detectaban contrastes entre la luz y la oscuridad. Los estímulos más eficaces para excitar a estas células no eran luces difusas, sino pequeñas manchas o puntos de luz rodeados de oscuridad. O viceversa, puntos oscuros en un entorno luminoso. Kuffler descubrió los célebres campos receptivos retinianos, o la región del espacio visual que provoca una respuesta en una célula determinada. Sin embargo, a nivel cortical no se sabía cuáles eran los estímulos que excitaban a las neuronas, allí donde se proyecta el mensaje neural * A estos últimos les supuso inicialmente un detrimento en su sueldo y posición, que se subsanó después.
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recogido en la retina. ¿Funcionaría de modo semejante a la retina? Ésta era la pregunta fundamental de Hubel y Wiesel y, para su sorpresa, descubrieron que la corteza visual no respondía a pequeños puntos de luz como hacía la retina, sino a líneas, y otros estímulos más complejos como cuadrados o rectángulos. Es decir, las células corticales no se limitaban a reproducir fielmente el input llegado desde la retina y la subsiguiente estación de relevo, o núcleo geniculado lateral (NGL), sino que, gracias a sus intrincadas conexiones, eran neuronas capaces de abstraer líneas y otros rasgos del estímulo. Los comienzos partieron de la metodología de Kuffler y el tipo de estímulos que habían causado la respuesta retiniana: pequeños puntos o manchas redondas. Para los puntos luminosos Hubel y Wiesel usaron pequeñas chapas metálicas en las que habían taladrado un agujero, de distinto tamaño en cada una. Para los puntos opacos se valieron de transparencias de cristal con una mancha oscura pintada en el centro. La técnica de registro fue la que Hubel había perfeccionado en el Walter Reed, que permitía registros crónicos de una célula en un animal vivo durante horas o días. La historia inicial sería en cierto modo fortuita, tal y como Hubel y Wiesel relatan en su libro Brain and visual perception: the story of a 25-year collaboration («Cerebro y percepción visual: la historia de una colaboración de veinticinco años»): Pesimistas por naturaleza, nos asombramos cuando nuestro sistema para avanzar con el electrodo y registrar [la respuesta cortical del gato] funcionaba bien desde el principio. Encontramos fácil registrar células individuales y observar sus señales espontáneas del tipo todo-o-nada (como desviaciones en el osciloscopio y clics en el monitor de audio)* durante muchas horas. Pero en el primer día, o así, no tuvimos éxito en obtener unas respuestas claras. Comprobamos que el fallo no tenía nada que ver con el anestésico, sino que era cuestión de encontrar el estímulo adecuado ... El * Desde que Edgar Adrian tuvo la ocurrencia en Cambridge, en los años veinte, de acoplar un altavoz a la salida amplificada de la respuesta nerviosa, todo el mundo se apuntó a esta innovación porque resultaba muy cómodo detectar los impulsos en forma de clics auditivos. Esto sin abandonar el empleo del osciloscopio.
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Avances recientes (I) 211 cambio vino un largo día después de registrar a una célula durante horas. Localizar una zona de la retina en la cual nuestros puntos de estímulo provocaran algún indicio de respuesta [cortical] llevó muchas horas, pero finalmente encontramos un lugar que dio vagos indicios de respuesta. Trabajamos sin parar haciendo cambios. De pronto, mientras insertábamos una de nuestras transparencias en el oftalmoscopio, la célula pareció cobrar vida y empezó a disparar impulsos como una ametralladora. Nos llevó un rato descubrir que los disparos no tenían nada que ver con la pequeña mancha opaca [usada como estímulo] —la célula estaba respondiendo al suave movimiento de la sombra del borde de la transparencia de cristal mientras la insertábamos en la ranura—. Nos llevó todavía más tiempo y ensayos descubrir que la célula daba respuestas sólo cuando la débil línea era arrastrada lentamente hacia adelante en un cierto rango de orientaciones. Cada cambio de orientación del estímulo en unos pocos grados hacía las respuestas mucho más débiles, y una orientación perpendicular al ángulo óptimo no producía ninguna respuesta en absoluto. La célula ignoraba completamente nuestros puntos redondos blancos o negros. Cuando finalmente empezamos a pensar que ya no había nada más que hacer con esta célula, descubrimos que habíamos trabajado con ella durante nueve horas. Por supuesto, nuestro artículo de 1959 no dijo nada sobre nuestros afanes. Como es habitual en los informes científicos, presentamos los resultados desnudos, [sin indicar] excitación o alegría.12 (La cursiva es nuestra.)
De pronto surgió un terreno de juego inesperado, con reglas distintas. Las cosas en la corteza no funcionaban como en los campos receptivos de la retina, o incluso en el cuerpo geniculado lateral, como se comprobó después,* sino que la corteza visual primaria —también llamada V1 o área de Brodmann 17— era indiferente a los estímulos clásicos de puntos o manchas y respondía a un tipo de estímulos completamente distintos. Los animales —gatos, principalmente, y también monos— eran anestesiados con una inyección intraperitoneal, y la anestesia se man* Hubel y Wiesel verificaron en monos que la gran estación de relevo de las vías visuales antes de alcanzar la corteza, o núcleo geniculado lateral (NGL), responde a los mismos campos de la retina pero de forma más pronunciada.
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tenía durante horas con inyecciones adicionales. Los ojos se fijaban con una lentilla y se inmovilizaban con un potente relajante muscular que hacía necesaria la respiración artificial. En un primer momento Hubel y Wiesel se valieron del oftalmoscopio de Kuffler, pero pronto lo abandonaron para proyectar los estímulos sobre una pantalla. La instrumentación inicial era algo rudimentaria porque hubieron de adaptarse al equipamiento disponible, adquirido para otros menesteres. Así, para inmovilizar la cabeza del gato utilizaron parte del mecanismo del oftalmoscopio, pero eso dejaba al animal con la cara hacia el techo, por lo que tuvieron que colgar sábanas a modo de pantalla donde presentar los estímulos. El laboratorio de Vernon Mountcastle estaba en el mismo campus de la Hopkins, a unas manzanas del de Kuffler, y la relación entre ambos era amistosa. Alguna vez Vernon hizo una visita al laboratorio. Según Hubel y Wiesel: Trajimos sábanas de nuestras casas y las extendimos tapando las muchas cañerías que cruzaban el techo del laboratorio. Cuando Vernon paseó por ahí, nuestra sala debió parecerle un verdadero circo con una tienda y exóticos animales. Estábamos delimitando el mapa receptivo de tres células registrándolas a la vez ... El pensamiento de que pudieran alojarse en una columna análoga a las columnas somatosensoriales de Vernon seguramente estaba en la mente de los tres. Naturalmente, Vernon nos preguntó cuántas de esas células habíamos visto. Él acababa de publicar un artículo sobre el córtex somatosensorial en el que había observado unas seiscientas. Para nosotros un número literalmente astronómico. Contestamos que nuestra serie de tres células eran los números 3.006, 3.007 y 3.008. Con el fin de catapultarnos a una posición cercana a la de Vernon, habíamos empezado nuestras serie de células con el número 3.000, pero no dijimos nada de eso a Vernon.13
Así pues, los campos receptivos de las neuronas corticales no son circulares como los retinianos, más bien parecen especializados en detectar líneas o «bordes», es decir, cambios bruscos lineales de luminosidad que podrían servir para identificar los límites de los objetos. Además hay neuronas especializadas en líneas de una orientación de-
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terminada que no responden a orientaciones distintas. La neurona que dispara ante una línea vertical no lo hace ante una línea horizontal u oblicua; y viceversa. Y también neuronas que sólo responden ante líneas que se mueven en un sentido pero no en el otro. Hubel y Wiesel identifi- Figura 7.5. Registro de neuronas individuales can neuronas simples que para los experimentos de Hubel y Wiesel. responden a estos rasgos sólo en ciertas ubicaciones de la retina. Y encuentran neuronas complejas que integran la información de las simples y responden a estos rasgos de manera más abstracta, en cualquier parte de la retina en que se presenten. Y otras neuronas más complejas que responden a características más complicadas, como líneas cortas de determinada longitud, ángulos rectos y otros elementos. Al mismo tiempo que observan estas reacciones de las células, Hubel y Wiesel quieren desvelar la estructura de conexiones que explicaría su comportamiento. En la Figura 7.8 , vemos el esquema anatómico que muestra el paso de las neuronas simples a una neurona compleja. Las primeras, de las cuales se han dibujado tres, son sensibles a campos receptivos en forma de línea o borde vertical, pero confinados a ubicaciones específicas de la retina. La integración de sus conexiones en una célula compleja haría que ésta detectara un borde vertical en cualquier ubicación Figura 7.6. Respuesta neuronal del campo visual; es decir, se ha dado un a distintas orientaciones de una paso más de abstracción. Por supuesto, éste es un ejemplo muy simplificado. línea.
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Figura 7.7. Respuesta neuronal al movimiento de una línea.
De este modo se va adivinando una estructura jerárquica de procesamiento, donde cualquier estímulo es analizado por la corteza extrayéndole en primera instancia los rasgos más simples y, a partir de éstos, otros más abstractos y complejos para, hipotéticamente, construir una representación completa siguiendo sus propias reglas de juego. Esta jerarquía parece disponerse espacialmente según las distintas áreas de la corteza visual. En primer lugar, la corteza primaria V1 —área de Brodmann 17—, donde se proyecta el mensaje sensorial procedente de la retina, alberga principalmente neuronas de procesamiento más simple. En la siguiente área, o V2 —área de Brodmann 18—, que rodea a la anterior, aumenta la proporción de neuronas de procesamiento complejo; y más aún en la siguiente área más externa —V3 o área 19. Además, esta jerarquía lleva a una división del trabajo de forma que ciertas subáreas parecen especializarse en procesar el color (V4), otras el movimiento (V5), etcétera, para finalmente integrar toda esta información en un percepto único; pero estos últimos pasos estaban fuera del alcance de Hubel y Wiesel y aún lo están de la investigación actual. Otro hallazgo sorprendente que se puso de manifiesto desde los primeros registros Figura 7.8. Esquema que muestra a tres neude Hubel y Wiesel fue la orgaronas de respuesta simple conectadas a una nización columnar de la corteneurona de respuesta compleja.
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za visual, confirmando así la genial intuición de Mountcastle al considerarla un principio general del procesamiento del córtex. Surgía de nuevo la columna vertical, más que las neuronas aisladas, como la verdadera unidad funcional o módulo de procesamiento, al igual que Mountcastle lo había encontrado en la corteza somatosensorial. Si el electrodo penetraba la superficie cortical en ángulo recto, todas las neuronas que encontraba a su paso ejercían la misma función porque pertenecían a la misma columna; por ejemplo, respondían a la misma orientación de las líneas. Si los investigadores pasaban a otra columna, las neuronas cambiaban su orientación preferida. Además, estos cambios seguían un orden preciso, como resultó más patente en los primates. En palabras retrospectivas de Hubel y Wiesel: Registramos el córtex de monos durante varios años antes de percatarnos de una llamativa ordenación sobre la forma de estar dispuestas las columnas de orientación. En un memorable experimento, en una penetración que resultó ser oblicua a la superficie cortical, empezamos a notar que cada sucesiva orientación iba cambiando en un pequeño ángulo, unos diez grados, respecto a la anterior. Según avanzaba el electrodo la progresión era consistente en el sentido de las agujas del reloj durante unos veinte cambios, todos ellos dentro de un milímetro, y después la progresión se invertía [en sentido contrario al del reloj], abarcando otro milímetro, y después volvía a invertirse [en el sentido del reloj], y así continuaba [con los cambios]. Después de cinco horas sin levantarnos de la silla, habíamos registrado 54 cambios de orientación. Nunca habíamos visto antes un orden así, aunque habíamos visto indicios del mismo durante nuestro «mapeo» del córtex del gato en los primeros años sesenta.14
Dominancia ocular Otro hecho que intriga a Hubel y Wiesel es de qué modo se fusiona la información neural procedente de cada ojo. Antes de alcanzar la estación de relevo, las vías visuales se entrecruzan parcialmente en una estructura en forma de equis, llamada quiasma óptico, pero es en la
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corteza donde finalmente confluyen los impulsos nerviosos de ambos ojos. ¿Cómo lo hacen? ¿Cada ojo tiene su parcelita particular en la corteza, o se entremezclan de un modo más íntimo? Para averiguarlo emplearon un conjunto de técnicas sobre monos, entre ellas el llamado método Nauta, disponible desde los años cincuenta y Figura 7.9. columnas de dominancia ocubasado en la degeneración celar en el área visual. lular. Existían otros procedimientos degenerativos previos, pero mucho más burdos. El método Nauta consiste en lesionar o causar la degeneración de las neuronas y aplicar un tinte especial que tiñe selectivamente las fibras degeneradas o cicatrizadas. Se convierte así en una herramienta de primer orden para seguir «la pista» o el trazo de conexiones concretas en el océano de la materia blanca. Así que Hubel y Wiesel causaron la degeneración de las fibras de un ojo y las tiñeron para averiguar cómo se proyectaban en la corteza visual. El resultado es que las fibras teñidas aparecían bellamente dispuestas en estrechas bandas intercaladas entre las zonas blancas correspondientes al otro ojo, como la piel de una cebra. Cada banda oscura eran millones de neuronas vistas desde arriba cuyas conexiones procedían del ojo degenerado. Las bandas blancas eran las que procedían del ojo intacto. Demostraron, por tanto, que las neuronas del córtex visual están organizadas en columnas de dominancia ocular que responden preferentemente a un ojo.15 Estudios de deprivación visual Paralelamente a la exploración de la corteza con registros celulares, Hubel y Wiesel abrieron una segunda línea de investigación sobre los efectos de la deprivación visual. Si la primera línea era realmente ex-
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ploratoria —«viajes de pesca» en el argot científico— porque no había estudios previos, esta otra respondía a hipótesis más definidas. No quiere decir que despreciaran el primer enfoque, que tantos frutos les daba; en sus palabras, era el mismo que el de «los viajes de Colón al oeste, la mirada de Galileo a las lunas de Júpiter o las visitas de Darwin a las Galápagos», pero sentían la necesidad de alternarlo con trabajos más focalizados. Y aquí se encuadran sus célebres experimentos sobre los efectos de la deprivación sensorial en animales recién nacidos, principalmente gatos y monos. Observaron que el hecho de tapar un ojo durante unos días a un monito recién nacido tenía la consecuencia de una ceguera prolongada en ese ojo, que a veces se convertía en definitiva. Ante la falta de estimulación, las neuronas corticales que responden selectivamente a ese ojo pierden su capacidad de respuesta y acaban degenerando. Este procedimiento permitió estudiar las columnas de dominancia ocular mencionadas antes, pero, al mismo tiempo puso de relieve las desastrosas consecuencias de una carencia sostenida de estímulos visuales. Las aplicaciones al campo humano fueron muy claras. Aunque miramos con dos ojos, cada persona tiene uno de ellos como dominante; es el que de algún modo «tira del otro» en los movimientos oculares y el que automáticamente elegimos para mirar cuando sólo podemos usar uno. Una de las pruebas para averiguar el ojo dominante consiste en mirar un objeto —un naipe a cierta distancia, por ejemplo— a través de un visor de papel con forma de embudo que se estrecha al final. En esta situación, creemos mirar al objeto con ambos ojos, pero en realidad lo vemos sólo con uno, el dominante, como se comprueba fácilmente si cerramos alternativamente cada ojo. Otra prueba, sobre todo en niños, consiste en pedirles que miren algo a través de un agujero practicado en un folio; invariablemente eligen su ojo dominante, que puede variar según los individuos. El problema viene cuando un niño o niña sufre estrabismo por desviación de un ojo; en ese caso, las dos imágenes no coinciden y se impone la del ojo dominante. El cerebro «desconecta» la imagen del ojo subordinado, para no ver doble, y entonces se dice que este ojo se hace «vago», deja de ver. Los resultados de Hubel y Wiesel con gatos y monos alertaron del peligro que esta situación tendría en humanos, ya que podría deri-
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var en ceguera permanente del ojo vago a causa de degeneración neuronal por falta de uso. Desde entonces, se coloca durante un tiempo un parche en el ojo dominante para obligar a usar el otro ojo. Hubel y Wiesel se volcaron tanto en la investigación que, según ellos, «evitamos escribir el mismo trabajo más de una vez, hallando excusas para declinar invitaciones a los simposios que requerían manuscritos. Nunca escribimos revisiones, no siendo académicos por naturaleza y sabiendo que las revisiones pronto se quedan anticuadas».16 En palabras de Eric Kandel, «David y Torsten hicieron más que inaugurar el estudio del córtex visual primario, ellos sentaron las bases de lo que siguió en todos los sistemas sensoriales. Delinearon las propiedades y la organización jerárquica de las células simples y complejas, descubrieron la organización columnar en la orientación y la dominancia ocular, y culminaron su trabajo con el sobresaliente hallazgo de la plasticidad en las columnas de dominancia ocular durante un período crítico del desarrollo ... Este cuerpo de trabajo se erige como uno de los grandes logros biológicos del siglo xx».17 En 1981 recibieron el premio Nobel en Medicina o Fisiología junto con Roger Sperry. Torsten Wiesel se ha destacado por su defensa de los derechos humanos y formó parte del Comité de Derechos Humanos de la National Academy of Sciences de Estados Unidos. En 2001 se le propuso para el Consejo de los poderosos Institutos Nacionales de la Salud americanos, en tareas de asesoramiento a los países en desarrollo, pero su nombre fue vetado por razones políticas. Uno de los argumentos esgrimidos en privado es que «había firmado demasiados escritos en The New York Times críticos con el presidente Bush». Este incidente es uno de los ejemplos más citados de abusos contra la ciencia cometidos desde la Administración de Bush hijo. La investigación posterior a Hubel y Wiesel ha ido avanzando en la búsqueda de nuevos tipos de neuronas que respondan a rasgos cada vez más complejos en esa escalera o jerarquía funcional de procesamiento. La pregunta que flota sin respuesta es si existen lo que coloquialmente se conocen como células «abuela». Es decir, neuronas o grupos de neuronas especializadas en activarse ante estímulos tan
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complejos como la propia abuela, observada desde cualquier punto de vista. Hoy sabemos que la información que llega a la corteza visual primaria, en la parte occipital del cerebro, fluye a las áreas secundarias a través de dos grandes redes neuronales especializadas en trabajos muy Figura 7.10. Desde el área visual parten dos distintos. Una, que discurre grandes redes: la del «dónde» y la del «qué» por la base del cerebro, es la red del «qué», encargada de identificar a los objetos. La otra es la red del «dónde», que se extiende dorsalmente por el lomo del cerebro y se encarga de analizar la ubicación de los objetos y sus relaciones espaciales. Dentro de la primera se han encontrado zonas con funciones específicas, como la percepción del color, el movimiento, etcétera. Un caso en sí mismo es la percepción de las caras, que, en nuestra especie, constituyen un estímulo especial, distinto de todos los demás. De hecho, los bebés recién nacidos, sin apenas experiencia visual, dedican más tiempo a mirar dibujos esquemáticos de caras que a cualquier otra configuración. Hay una parte de la red neural del «qué», en la mitad derecha del cerebro, que quizá se ha especializado en ellas porque si se lesiona, por un traumatismo o un accidente cerebrovascular por ejemplo, aparece la llamada ceguera a las caras o prosopagnosia —del griego prosopos, aspecto o rostro, y agnosia, desconocimiento—. La persona que la sufre queda incapacitada para reconocer los rostros; y también, lógicamente, para recordarlos. Puede identificar cualquier objeto pero es incapaz de diferenciar, por poner un ejemplo, entre el retrato de su padre y el del rey Juan Carlos.* * El célebre neurólogo Oliver Sacks escribió un libro en 1970, que se hizo muy popular y se ha reeditado varias veces, con el título El hombre que confundió a su mujer con un sombrero, y cuya lectura recomendamos vivamente. Con un lenguaje ameno, pero riguroso, aborda multitud de síndromes neuropsicológicos.
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Figura 7.11. Así ve a sus amigos una persona con prosopagnosia.
En http://www.prosopagnosia.com/main/stones/ hay una página web muy interesante creada por Cecilia Burman, una mujer sueca que sufre este síndrome. Explica en primera persona (en inglés) que para ella las caras de sus amigos son como trozos de rocas: distinguir entre dos caras es como distinguir entre dos rocas; necesita inspeccionarlas detenidamente y buscar los detalles. No tiene la posibilidad de procesar la cara como un todo al primer golpe de vista.
Sperry y el «cerebro dividido» (split brain) Hubel y Wiesel compartieron el premio Nobel de 1981 (1/4 cada uno) con Roger Sperry (1/2); este último por sus «descubrimientos relativos a la especialización funcional de los hemisferios cerebrales». Veamos el contexto de su trabajo. Hay epilepsias tan graves que amenazan la vida de quien las padece, a razón de varios ataques diarios sin respuesta farmacológica. Una solución drástica puede consistir en la sección del cuerpo calloso que comunica ambos hemisferios cerebrales para que éstos queden desconectados entre sí; es lo que se conoce como cerebro dividido o split brain. Se mitigan así los efectos más extremos y se impide que la «tormenta» eléctrica cruce y se extienda al resto de cerebro. Por alguna razón poco conocida, no sólo se corta el paso del ataque al hemisferio opuesto, sino que también resulta más débil en el hemisferio donde se origina. Aunque parezca extraño, las personas con el cerebro dividido pueden llevar una vida aparentemente normal. Si observamos el cerebro desde arriba, su forma nos recuerda a la de una nuez con dos grandes mitades —hemisferios— claramente di-
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ferenciadas, unidas por una estructura central de materia blanca conocida como cuerpo calloso o comisura. Es el cableado que conecta las dos partes, constituido por un haz masivo de entre doscientos y doscientos cincuenta millones de axones que ponen en contacto zonas homólogas de ambos hemisferios. Cualquier proceso o reacción neural acaecida en una mitad, puede comunicarse inmediatamente a la otra mitad gracias a este puente de consistencia callosa. Visible a simple vista en las autopsias, se conocía la existencia del cuerpo calloso desde siglos atrás, y un debate que se arrastraba tenía que ver con las consecuencias que acarrearía su cortadura. Se especulaba, incluso, que la personalidad o la conciencia del yo individual podría escindirse en dos. Sin embargo, en la primera mitad del siglo xx, los ensayos con animales y las pruebas neuropsicológicas de personas a las que, obviamente por las razones médicas aludidas, se les había practicado una comisuroctomía, no mostraban secuelas llamativas. Son célebres las extensivas revisiones publicadas por Akelaitis en los años cuarenta.18 Aparentemente las personas intervenidas conservaban todas sus funciones mentales y una conciencia unificada, probablemente porque las dos mitades del cerebro seguían compartiendo otras conexiones subcorticales. Pero a partir de los años sesenta Roger Sperry demostró, mediante refinados experimentos, que estos pacientes presentan fenómenos conductuales muy curiosos que arrojan luz sobre la forma de funcionar de cada hemisferio cerebral. Nacido en Hartford, Connecticut, y después de un tiempo en la Universidad de Chicago, Roger Sperry (1913-1994) desarrolló la mayor parte de su investigación sobre los hemisferios cerebrales en el prestigioso Caltech, o Instituto Tecnológico de California, en Pasadena. Su más estrecho colaborador ha sido Michael Gazzaniga (1939), con quien firmó múltiples trabajos junto a Joseph Bogen, uno de los neurocirujanos que practicaron las intervenciones quirúrgicas. Sperry diseñó pruebas en las que los estímulos se presentaban a un solo hemisferio cerebral, obteniendo en ocasiones resultados sorprendentes. Antes hay que recordar que las principales vías nerviosas se entrecruzan, por lo que cada hemisferio controla y depende de la parte opuesta del cuerpo. Sperry observó que si un paciente con los ojos cerrados toca un objeto con su mano derecha (por ejemplo, unas tije-
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ras) lo puede nombrar sin problemas, porque la información táctil viaja directamente al hemisferio izquierdo, donde residen los centros principales del lenguaje. Pero si lo toca con la mano izquierda, es incapaz de nombrarlo, porque la información se proyecta al hemisferio derecho y desde ahí no puede cruzar al izquierdo para su identificación léxica. No obstante, Sperry comprobó que el objeto como tal sí es identificado: si luego se le pide que lo localice con la mano izquierda dentro de una caja con otros objetos, el paciente lo hace correctamente. Con la información visual ocurre algo semejante. Para ello efectuó lo que se conoce como experimentos de hemicampo visual. Si se presenta un objeto en el hemicampo visual derecho, es decir, en la mitad derecha del campo de visión mientras el paciente mantiene la mirada fija en un punto central, éste puede decir el nombre del objeto; pero si la presentación se hace en el hemicampo visual izquierdo, es incapaz de nombrarlo. Esto ocurre porque toda la información visual del hemicampo derecho se transfiere al hemisferio izquierdo, donde fundamentalmente reside el lenguaje; y, viceversa, la información del hemicampo izquierdo se transfiere al hemisferio derecho, menos dotado para el lenguaje. Por otra parte, pese a que, en líneas generales, los pacientes conservaban una conciencia unificada de sí mismos, en ocasiones vivían situaciones contradictorias respecto a la conducta de los dos lados del cuerpo. Por ejemplo, al vestirse podía darse el caso de que una mano intentara subir los pantalones mientras la otra pugnara por bajarlos. A través de numerosas pruebas, Sperry fue descubriendo las principales diferencias en el procesamiento de cada hemisferio. Como se Figura 7.12. Paciente con el cerebro dividido (split brain). La información de cada hemicampo visual se transfiere al hemisferio opuesto a través del quiasma óptico, pero luego no puede cruzar al otro lado al estar seccionado el cuerpo calloso (línea vertical). En A, la información del objeto no llega a la parte izquierda del cerebro, donde reside el lenguaje, y el paciente no puede nombrarlo. En B, sí llega y puede nombrarlo.
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esperaba, el hemisferio izquierdo funciona de un modo más verbal que el derecho y está mejor programado para manejar palabras y material simbólico, siendo más analítico, racional y lógico que aquél. El hemisferio derecho, por el contrario, se revela más holístico, emocional, impulsivo o incluso artístico; y es claramente superior en el manejo de las relaciones espaciales y geométricas,19 reconocimiento de caras y percepción musical. Sin embargo, esto no nos debe llevar a generalizaciones abusivas de tipo todo-o-nada. No significa, por ejemplo, que el hemisferio derecho carezca de capacidades lingüísticas. En su alocución del Nobel, Sperry destacaba los siguientes detalles: Nuestros primeros estudios con Michael Gazzaniga sobre estos pacientes parecían mostrar desde el principio que el desconectado hemisferio derecho de ningún modo era ciego o sordo a las palabras. Los tests lateralizados sobre las habilidades lingüísticas mostraban al hemisferio derecho ampliamente mudo y ágrafo, pero, no obstante, capaz de comprender, a un nivel moderado, palabras dichas en voz alta por el examinador ... También era capaz de leer palabras escritas presentadas rápidamente al hemicampo visual izquierdo ... y de escoger correctamente las palabras escritas o habladas que correspondían a los objetos o dibujos presentados, e ir correctamente de las palabras habladas a las escritas, y viceversa.20
Roger Sperry desarrolló dos líneas de investigación marcadamente diferenciadas. Una, por la que recibió el Nobel, acabamos de verla. La otra tuvo que ver con la forma en que las neuronas crecen y desarrollan sus conexiones hacia los lugares apropiados del cerebro. Llevó a cabo multitud de experimentos con peces, ranas, tritones y otros animales de extraordinarias capacidades regenerativas. Cortó nervios, giró ojos, injertó músculos en posiciones inusuales y esperó a ver cómo se restablecían las fibras nerviosas. Para su sorpresa, estos estudios mostraron que la formación de nuevas sinapsis y conexiones no ocurría, como muchos suponían, de manera aleatoria, sino que los axones crecían y se extendían hacia las localizaciones diana adecuadas.21 Los nervios ópticos regenerados crecían desde la retina hacia
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atrás para internarse en el cerebro y enlazar con los centros originales. Estas observaciones llevaron a Sperry a proponer una hipótesis que, en líneas generales, se considera acertada: la hipótesis del gradiente químico. Durante el desarrollo neuronal, los extremos de los axones, o conos de crecimientos, crecen y se alargan siguiendo «sendas» de naturaleza química hasta alcanzar el lugar apropiado del cerebro. Se trata de una línea de investigación apasionante en la que destacó singularmente una mujer que también recibiría el premio Nobel: Rita Levi-Montalcini.
Rita Levi-Montalcini y el factor de crecimiento neuronal La centenaria y feminista Rita Levi-Montalcini (1909) recibiría el premio Nobel de Medicina o Fisiología en 1986, junto a su colaborador Stanley Cohen, por sus impresionantes hallazgos sobre el factor de crecimiento de las neuronas. Esta extraordinaria italiana, actualmente senadora vitalicia de la República, nació en Turín en el seno de una familia judía de origen sefardí, y tuvo claro desde el principio que ella sería «su propio marido». El modelo familiar típicamente victoriano, en el que su madre y todas sus decisiones quedaban sometidas a la autoridad del marido, no le pareció de ninguna manera un proyecto de vida apetecible. Resolvió que nunca se casaría y se dedicó en cuerpo y alma a la investigación, la gran pasión de su vida. Una buena parte de su juventud transcurre huyendo de los totalitarismos y la guerra. En 1938 Mussolini dicta una orden que excluye a los judíos de las carreras profesionales o académicas y Levi-Montalcini tiene que proseguir sus estudios de medicina en Bruselas. Pero al poco tiempo los nazis invaden Bélgica y debe volver a su Italia natal, a la espera de que pasen los nubarrones. Aquí inicia algunas de sus investigaciones en su dormitorio de la casa de Turín. Cuando los aliados bombardean las ciudades italianas del norte, ella y su familia se trasladan al Piamonte, donde, en palabras del historiador Stanley Finger, «recogiendo huevos de gallina y trabajando sobre una mesa en su pequeña casa de montaña, [Levi-Montalcini] estudió diligentemente
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cómo se forman los nervios, migran y se diferencian durante su desarrollo».22 Al finalizar la guerra, recibe una carta de Viktor Hamburger, un alemán huido y respetado investigador de la Universidad de Washington, en St. Louis. Hamburger está impactado por las brillantes publicaciones de la joven investigadora y desea que se incorpore a la universidad norteamericana durante uno o dos años. Rita Levi-Montalcini accede excitada al ofrecimiento y, cuando llega a St. Louis en 1947, no sospecha que pasará allí los siguientes veintiséis años de su vida. La investigación de Rita Levi-Montalcini se dirigió a entender los mecanismos por los que las neuronas crecen y extienden sus conexiones, y para ello utilizó como sujetos experimentales a embriones de pollos. Continuando una línea que había iniciado Bueker, otro discípulo de Hamburger, la italiana decidió implantar células tumorales de rata en la membrana que recubre a los embriones. Consideraba que el sarcoma del roedor, como otros tumores, se componía de células que crecían desaforadamente merced a un hipotético factor químico de crecimiento, desconocido hasta entonces. La idea era que, de existir esa sustancia, actuaría sobre las células del pollito y también las haría crecer desproporcionadamente. Los resultados confirmaron su hipótesis de modo espectacular. Neuronas sensoriales y del sistema simpático del embrión «explotaban» como un sol rodeado de incontables filamentos que crecían en todas las direcciones, pero sobre todo hacia el tumor implantado. La influencia de éste era evidente y se trataba, ahora, de identificar al misterioso factor de crecimiento nervioso o NGF (nerve growth factor). Para ello contaría con la ayuda de su colaborador Stanley Cohen. Ensayando con distintas sustancias, Levi-Montalcini y Cohen descubrieron fortuitamente que el veneno de ciertas serpientes contenía sustancias que también estimulaban el crecimiento neural. Pequeñas cantidades podían desencadenar el desarrollo de nuevas conexiones nerviosas de un modo incluso más intenso que el tumor murino. Las glándulas venenosas de una serpiente son glándulas salivares, por lo que Cohen decidió probar con la saliva de ratas y descubrió la tercera fuente del NGF. Se demostraba así que este factor químico no sólo se producía en células cancerosas, sino también en células sanas. De esta
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manera se abrió la puerta al aislamiento e identificación de varias proteínas que ejercen este papel trófico de crecimiento neural, las llamadas neurotrofinas. Continuarían esta aventura otros grupos, entre ellos el constituido por los españoles Mariano Barbacid y Luis Parada junto a Eric Shooter y otros colegas de Massachussets.23 Los descubrimientos de Rita Levi-Montalcini han tenido relevancia teórica para comprender mejor los mecanismos de muerte y supervivencia celular. Sabido es que en el desarrollo de un nuevo ser muchas células no prosperan y mueren. También sucede lo mismo con el desarrollo del sistema nervioso del embrión: muchas neuronas mueren de forma natural durante el proceso. La pregunta era qué hacía que ciertas neuronas tuvieran más probabilidades de sobrevivir que otras. Los trabajos y la fina intuición de Levi-Montalcini han desvelado el papel que sobre esta supervivencia ejercen los lugares diana con los que se conectarán las neuronas, al liberar factores de crecimiento esenciales para su nutrición y desarrollo.24 Es como una especie de «llamada» química a distancia que atrae hacia sí el alargamiento de las fibras neurales, confirmando la hipótesis del gradiente químico de Sperry. Como suele ocurrir con la investigación básica, pronto surgió una derivación aplicada de los hallazgos de Levi-Montalcini y Cohen. Ayudaron a entender la naturaleza de un raro desorden hereditario, el síndrome de Riley-Day, cuyos enfermos tienen un pobre desarrollo del sistema nervioso simpático, que les produce numerosas anomalías fisiológicas, como presión arterial inestable, respuesta anormal al estrés, sensibilidad reducida al dolor y la temperatura, etcétera. Diversos experimentos apuntan a que la causa reside precisamente en una cantidad insuficiente de NGF para estimular y guiar el desarrollo de los nervios. Cuando se inyecta NGF en ratas preñadas, éstas desarrollan anticuerpos anti-NGF que cruzan la barrera placentaria. El resultado es que las crías nacen con unos niveles de NGF muy bajos y presentan alteraciones fisiológicas casi idénticas a las de los humanos enfermos.
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Kandel: la memoria de Aplysia
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a memoria, en sus múltiples formas, es probablemente la función más importante de cualquier sistema nervioso, sea humano o animal. Sin ella no sería posible el aprendizaje ni los organismos modificarían su conducta como consecuencia de la experiencia pasada. Bajo ese amplio concepto se incluyen fenómenos tan dispares como la memorización de la lista de la compra, el recuerdo de cómo se monta en bicicleta, o la atenuación de la respuesta de huida del calamar ante un estímulo repetido. Pero todos tienen algo en común: el registro de información en el tejido nervioso. Nos encantaría averiguar qué sucede en nuestra cabeza mientras almacenamos un recuerdo; qué cambios ocurren a nuestras neuronas para que se grabe de forma indeleble la información asociada, pongamos por caso, al recuerdo de nuestra boda. Y esto es lo que originalmente se planteó Eric Kandel (1929), científico estadounidense de origen austríaco que recibiría el premio Nobel en el año 2000. Gracias a los trabajos de Brenda Milner sobre el paciente H. M., que luego veremos, y a experimentos con ratas y otros animales, se sabía a comienzos de los años sesenta que el hipocampo, una estructura en forma de caballito de mar que se encuentra en el interior del cerebro, es una pieza clave en el registro de los nuevos recuerdos. Se sabía esto porque las lesiones del hipocampo siempre daban el mismo
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resultado: el sujeto, animal o humano, se volvía incapaz de conservar y recordar sus nuevas experiencias. La primera pregunta de Kandel sería, por tanto: ¿hay algo especial en las neuronas del hipocampo que las hace particularmente dotadas para almacenar información? Kandel reconoce en su magnífico libro sobre la memoria,1 cuya lectura recomendamos vivamente, que después de meses de trabajo junto a su colaborador Alden, «advertimos que nuestros descubrimientos, por muy interesantes que fueran, nos alejaban del tema de la memoria. Habíamos comprobado que las propiedades de las neuronas del hipocampo no diferían tanto de las conocidas en las neuronas motoras de la médula, y que no podían explicar la capacidad del hipocampo para almacenar recuerdos».2 Y concluye: «Nos llevó un año entender algo que debió haber sido evidente desde el comienzo: los mecanismos celulares del aprendizaje y de la memoria no descansan en propiedades especiales de la neurona, sino en las conexiones que ella establece con otras células de su propio circuito neuronal».3 Es decir, la clave para la memoria y el aprendizaje no estaba tanto en las neuronas individuales como en las conexiones o sinapsis que existen entre ellas, vieja idea que ya Cajal anticipó. Ahora bien, si se quería empezar a conocer en profundidad estos mecanismos, la grandiosa complejidad del sistema nervioso humano y de otros mamíferos lo hacía impracticable; particularmente con los medios disponibles en los años sesenta.4 Además, razones éticas obvias se oponían a la aplicación de técnicas invasivas en personas, como el registro de neuronas individuales. Se hacía necesario, en consecuencia, trabajar con un sistema neural mucho más simple, como el de los invertebrados. Pero... ¿no queríamos descubrir cómo se almacena el recuerdo de nuestra boda, o el del partido de tenis que jugamos ayer? Si se desea estudiar la memoria humana, ¿por qué nos vamos a los gusanos o caracoles? Las personas tienen lenguaje y la posibilidad de razonamientos abstractos y otras capacidades asombrosas que no vemos en el resto del reino animal. Sin embargo, sabemos que cualquier forma de aprendizaje descansa, en última instancia, en los mismos mecanismos celulares básicos. En palabras de Kandel:
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Avances recientes (II) 229 La cuestión fundamental no se plantea sobre si el cerebro humano encierra algo especial. Por supuesto que sí. Los términos de la cuestión en sus justos límites son si el cerebro y la conducta humanos participan de algo común con el cerebro y la conducta de animales menos evolucionados ... Los humanos compartimos muchas pautas de comportamiento con animales simples, considerando entre éstas una percepción elemental y la coordinación motora. Así, no existe ninguna diferencia fundamental, a nivel de estructura, química o función entre las neuronas y las sinapsis de los seres humanos y las correspondientes del calamar, el caracol o la sanguijuela.5 Ciertas formas de aprendizaje son comunes a todos los animales, algo confirmado ampliamente por los trabajos de campo de etólogos como Konrad Lorenz, Niki Tinberger y Karl von Frisch. Me parecía probable que, en el curso de la evolución, los seres humanos hubieran conservado algunos de los mecanismos celulares de aprendizaje y almacenamiento de recuerdos que ya estaban presentes en animales más simples.6
Hacía falta un animal simple que ofreciera la oportunidad de observar cómo están constituidos sus circuitos neurales, y que, al mismo tiempo, exhibiera conductas de aprendizaje, es decir «recordara» las experiencias pasadas y fuera capaz de modificar sus respuestas en función de ellas. Chip Quinn, uno de los primeros investigadores de la genética del aprendizaje en la mosca de la fruta, bromeaba años después al declarar que el animal ideal «no debe tener más de tres genes, debe ser capaz de tocar el violoncelo o al menos recitar griego clásico, y debe poder hacerlo con un sistema nervioso que conste solamente de diez neuronas grandes de colores diferentes y fácilmente reconocibles».7 Sin llegar a los extremos milagrosos de Quinn, sería estupendo que el invertebrado tuviera un número fijo de neuronas y que éstas no variasen de un individuo a otro. En 1912 Richard Goldschmidt había estudiado un gusano primitivo, Ascaris, y comprobó que su cerebro se componía de varios ganglios, o agrupaciones de neuronas, que en total sumaban exactamente 162 células en todos los individuos. Además, cada neurona ocupaba una posición fija en todos los gusanos.
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Eric Kandel ya había tenido alguna experiencia con invertebrados, concretamente en Nueva York al poco de graduarse en medicina en 1956. No es que tuviera intención de hacerse veterinario de cangrejos o langostas de río, sino que éstos brindaban la posibilidad de registros neurales en modelos simples. En su caso era una mera práctica de laboratorio, sin hipótesis novedosas, pero lo recuerda con el entusiasmo que le caracteriza: «Cada vez que perforaba la célula podía oír los chasquidos del potencial de acción. No me gusta el sonido de las balas, pero los tres chasquidos que producía el potencial de acción me resultaban fascinantes. La idea de que había conseguido perforar el axón y que estaba oyendo la actividad cerebral de la langosta cuando su sistema nervioso transmitía mensajes me parecía maravillosa. Me estaba transformando en un auténtico psicoanalista: ¡escuchaba los pensamientos profundos y recónditos de la langosta de río!».8 Tras varias consideraciones, en las que descartó a las langostas de río por sus neuronas demasiado pequeñas, Kandel decidió que un candidato excelente para estudiar el aprendizaje y la memoria en un sistema neural manejable era la Aplysia, una gran babosa o caracol marino sin concha. Llega a medir treinta centímetros y era conocida en la Antigüedad por los griegos, que la llamaban liebre de mar porque así parece cuando se queda inmóvil. Desde luego, se trata de un invertebrado superior al gusano Ascaris. El cerebro de la Aplysia tiene unas veinte mil neuronas agrupadas en nueve ganglios, cuatro pares y un impar. Algunas de sus células, especialmente las que se encuentran en el noveno ganglio impar, o abdominal, están entre las más grandes del reino animal. Además, estas neuronas gigantes son las mismas y ocupan posiciones fijas en todos los individuos, hasta el punto de que se les puede dar nombres propios. En particular, la conocida como neurona R2 (R de right, derecha) es tan grande que mide un milímetro de diáFigura 8.1. Aplysia.
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metro y es visible a simple vista. Para comparar, piénsese que algunas de las células estudiadas anteriormente por Kandel en el hipocampo se cuentan entre las mayores del cerebro de los mamíferos y miden apenas dos micrones, es decir, dos Figura 8.2. «Cerebro» de la Aplysia formado por nueve ganglios. milésimas de milímetro. A mayor abundamiento, investigar sobre la Aplysia resultaba muy cómodo porque la inserción de un minúsculo electrodo en una célula tan descomunal no causaba prácticamente ningún daño y «se podía terminar un experimento con Aplysia en seis u ocho horas, de modo que el trabajo se convirtió en algo placentero». Biografía Llegados a este punto, hagamos un alto en el camino para conocer algunos aspectos de la biografía de Eric Kandel. Nacido en Austria en 1926 en el seno de una familia de comerciantes judíos, sufrió la misma suerte que otros científicos perseguidos directa o indirectamente por la locura nazi. Muchos alcanzarían la eminencia y una veintena, entre ellos Kandel, recibirían el premio Nobel lejos de su patria. En su libro, Kandel recuerda con tristeza el día de la invasión de Viena por las tropas nazis, el 14 de marzo de 1938 o día de la Anschluss (anexión), y su decepción ante la aclamación popular a quien había desatado las primeras persecuciones de judíos en Alemania. «Y ahí fue la sorpresa. En lugar de encontrarse con furiosas multitudes de austríacos, Hitler fue recibido con entusiasmo por la mayoría de la población ... Ese súbito cambio de un pueblo que un día declamaba su lealtad a Austria y apoyaba a Schuschnigg y al día siguiente recibía a las tropas de Hitler como “hermanos alemanes” ... como habría de escribir después Hans
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Ruzicka, fue una de las “conversiones en masa más radicales y rápidas” de la historia».9 Kandel tenía ochos años, pero sus recuerdos son muy vívidos. Al día siguiente «todos mis compañeros de escuela me evitaron, excepto una niña, la otra judía de la clase» y los días que siguieron «fueron un verdadero infierno. Azuzados por los nazis de Austria, el populacho vienés se entregó a un frenesí nacionalista: al grito de “¡Abajo los judíos! ¡Heil Hitler! ¡Mueran los judíos!”, apalearon a los judíos y destruyeron sus propiedades. Los humillaron obligándolos a limpiar las calles de rodillas para eliminar todo vestigio de propaganda contra la anexión. Mi padre, por ejemplo, fue obligado a borrar con un cepillo de dientes el último vestigio de independencia austríaca: la palabra “Sí”».10 Pero el espectáculo de Viena bajo los nazis también me puso en contacto por primera vez con los oscuros aspectos sádicos del comportamiento humano. ¿Cómo hacer para comprender la súbita y despiadada brutalidad de tanta gente? ¿Cómo podía ser que una sociedad de gran cultura adoptara de un día para otro políticas punitivas y emprendiera acciones que nacían del desprecio de todo un pueblo? ... Una conclusión perturbadora para mi sensibilidad es que el nivel cultural de una sociedad no es un indicador fiable de su respeto por la vida humana.11
Estas traumáticas experiencias y el deseo de explicar sus razones últimas despertaron en Kandel un vivo interés por el psicoanálisis freudiano, muy en boga en la Viena de aquellos tiempos, que le acompañaría toda la vida.* Sus padres comprendieron que tal estado de cosas iría en aumento y decidieron emigrar a Estados Unidos, con la ayuda de un hermano de la madre que ya llevaba diez años viviendo allí. «Llegar a Estados Unidos fue como iniciar una nueva vida.» Los nuevos aires de libertad liberaron energías que fructificarían luego en brillantes realizaciones, como sucedió a tantos otros científicos, artistas, directores de cine, * De hecho, sus primeras motivaciones fueron desvelar la naturaleza biológica del inconsciente y otros conceptos psicoanalíticos; una empresa inabordable, que se recondujo hacia los mecanismos más simples de la memoria.
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etcétera. Pese a todo, los comienzos no fueron fáciles para su familia; lo habían perdido prácticamente todo y tuvieron que empezar de nuevo en un país muy distinto y con otra lengua. Muchos años después, Kandel haría una visita a su propia casa en Viena, ocupada por una familia que nada sabía de sus antiguos dueños tras los avatares de la guerra y la posguerra. En América Kandel continuó su formación secundaria y se graduó en medicina en la Universidad de Nueva York. Poco después se incorporó al laboratorio de Grundfest en la neoyorquina Universidad de Columbia. Allí conoció a su futura esposa, Denise Bystryn, una atractiva francesa de origen judío cuya familia también había huido de los nazis; ella se dedicaría a la investigación del abuso de drogas y alcohol en adolescentes. Después de trabajar para el laboratorio de neurofisiología de los Institutos Nacionales de la Salud, en Bethesda, y completar su formación en Harvard, Eric Kandel ocupó una plaza en la Universidad de Nueva York, donde llevó a cabo la mayor parte de sus trabajos sobre el sistema neural de la Aplysia. Formas simples de aprendizaje El caracol Aplysia, además de contar con un sistema experimentalmente manejable de veinte mil neuronas, unas dos mil por ganglio, tiene la ventaja de ser un organismo capaz de aprender y, por tanto, de registrar información en su sistema nervioso. La gran pregunta para Kandel era cómo. Desde luego, había rebajado sus planteamientos iniciales cuando ingenuamente propuso a sus mentores estudiar la biología del inconsciente y el yo freudianos. Si realmente anhelaba desentrañar los mecanismos biológicos más íntimos de la mente, a nivel celular, la ciencia debía empezar por algo abordable: las bases de la memoria y el aprendizaje en sus formas más sencillas. Aplysia exhibe las dos formas más simples de aprendizaje, también presentes en otros invertebrados: la habituación y la sensibilización. Mediante la habituación, un animal responde con menos intensidad a la presentación repetida de un estímulo que resulta inofensivo. Es la forma más elemental del aprendizaje y está presente en casi to-
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dos los invertebrados y, por supuesto, en los vertebrados. Gracias a ella, los organismos evitan un derroche de comportamiento innecesario. Cuando un animal se enfrenta a un estímulo nuevo, su primera respuesta es una mezcla de reflejos de orientación y de defensa. Frecuentemente incluyen la dilatación de la pupila, la aceleración del ritmo cardíaco y respiratorio y otras respuestas consumidoras de recursos energéticos. La repetición de ese estímulo, cuando no supone una amenaza real, da lugar a respuestas más débiles o nulas y permite que el organismo se reserve para otros estímulos potencialmente peligrosos. Es el mismo mecanismo básico por el que los humanos nos adaptamos a entornos ruidosos, o nos acostumbramos a nuestros propios latidos o al tictac del reloj del salón. Seguramente es también el primer proceso de aprendizaje en los bebés. El molusco Aplysia exhibe un reflejo de defensa característico que consiste en la retracción de su branquia, que Kandel consideró una respuesta ideal como medida del aprendizaje. La branquia, o agalla, es un órgano delicado que se halla en una cámara respiratoria protegida por un repliegue del cuerpo (manto) que termina en un conducto carnoso o sifón (véase Figura 8.2). Cualquier estímulo que roce al sifón, por suave que sea, genera automáticamente una brusca respuesta de repliegue del sifón y de la branquia. En condiciones normales la branquia se halla extendida como un paraguas; al retraerse, se encoge rápidamente hacia el centro. Es una respuesta muy extendida en el reino animal: ante una posible amenaza del entorno, cualquier organismo se repliega y expone al exterior la menor superficie corporal posible. Es el mismo mecanismo que nos lleva a apartar una mano del fuego. Gracias a la habituación, si se repite el estímulo inocuo, Aplysia responde de forma cada vez más débil y termina por no responder, porque la babosa ha aprendido que ese estímulo no representa una amenaza. La sensibilización es el proceso opuesto. Después de la aplicación de un estímulo nocivo, el animal queda sensibilizado y responde más intensamente a cualquier otro estímulo, aunque sea inocuo. Es una forma de aprendizaje ligeramente más compleja y asimismo tiene un valor de supervivencia al hacer que el organismo preste mayor atención y sea más reactivo ante un entorno potencialmente peligroso. En los humanos también puede observarse: después de oír una explosión
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nos sobresaltamos ante cualquier otro ruido, incluso débil, o damos una respuesta exagerada si alguien nos toca el hombro.12 En el laboratorio de Kandel se lograba la sensibilización de la Aplysia administrando una descarga eléctrica moderada en la cabeza o en la cola. Después cualquier estímulo débil causaba una intensa retracción de la branquia. Hay una tercera forma de aprendizaje que Kandel estudió en la Aplysia, y que supone un peldaño más arriba en la escala de complejidad de la memoria. Se trata de un aprendizaje asociativo porque conecta dos estímulos distintos que inicialmente no guardan relación entre sí; nos referimos al denominado condicionamiento clásico. Expliquémoslo brevemente. Todos hemos oído hablar del famoso perro de Pavlov. El ruso Ivan Pavlov, premio Nobel en 1904, observó de forma incidental un hecho muy curioso. Decimos incidental porque él estaba interesado en otras cuestiones relacionadas con la fisiología digestiva de los perros. Tenía a varios de estos animales en cautividad para sus experimentos y, lógicamente, eran alimentados con regularidad. Por costumbre, cada vez que les llevaban la comida se hacía sonar una campana de aviso. Un día se cercioró de que los perros salivaban copiosamente ante el ruido de la campana, sin la presencia de la comida. Repitió varias veces la observación y obtuvo el mismo resultado. Es decir, los perros se habían condicionado al sonido como si fuera un estímulo de comida. Se trata de un proceso de aprendizaje por el que una respuesta (salivación) que de forma natural está vinculada a un estímulo incondicionado (EI) como la comida, queda asociada a otro estímulo «neutro» —estímulo condicionado, EC— como el sonido de una campana, una luz, cualquier otra señal, etc., con el que originalmente no está relacionado. En este esquema el EI es un estímulo placentero —comida—, pero lo mismo sucede con estímulos aversivos. Por ejemplo, al aplicar una pequeña descarga eléctrica a la pata de un perro, éste la contrae inmediatamente. Si se empareja el sonido de una campana (EC) con la aplicación de la descarga eléctrica (EI), al cabo de varios ensayos basta el sonido para provocar la contracción de la pata. A veces un único ensayo es suficiente, y esta asociación puede ser muy potente y difícil de extinguir. En los humanos está en la base, por ejemplo, de muchas fobias, en las que un estímulo
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Figura 8.3. Conexiones nerviosas en la Aplysia.
inicialmente neutro (conducir un coche) puede quedar asociado de modo permanente a una respuesta intensa de temor por su emparejamiento con un estímulo aversivo (accidente). En los experimentos sobre la Aplysia, Kandel aplicaba un estímulo débil al sifón seguido siempre de una descarga a la cola. Después de varios ensayos, el estímulo débil en solitario provocaba una fuerte retracción de la branquia, incluso mayor que en los experimentos de sensibilización. El sistema nervioso de la Aplysia es relativamente abordable y Kandel y sus colaboradores pudieron descubrir los circuitos implicados en el reflejo defensivo, todos dependientes del ganglio impar o abdominal. Cada neurona establece conexiones precisas con otras neuronas. Y estas conexiones pueden ser de tipo excitatorio o inhibitorio, pero son siempre fijas, sin variar de signo. De este modo fue posible dibujar diagramas sobre la arquitectura neural de la babosa con la misma exactitud que el plano eléctrico de un edificio. En la Figura 8.3 se muestra uno de esos diagramas a título meramente ilustra-
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tivo. Insertando un microelectrodo en una neurona destino para «auscultar» su actividad mientras provocaba impulsos nerviosos en las neuronas de origen, Kandel iba localizando las conexiones y trazando el mapa correspondiente. Descubrió que al sifón le corresponden veinticuatro neuronas sensoriales del ganglio abdominal, de las cuales sólo se activan seis cuando se aplica un estímulo en un punto de la piel. Y estas seis neuronas son las mismas en todos los individuos. Las neuronas sensoriales transmiten la sensación táctil a otras seis neuronas motoras encargadas de contraer la branquia. Además de las conexiones directas sensoriales-motoras, descubrió la existencia de otras conexiones indirectas a través neuronas interpuestas. Llegados aquí, hagamos unas consideraciones sobre la naturaleza de la memoria. Sabemos que ésta, tanto en la Aplysia como en un jilguero o en un humano, responde a principios generales y comprende varias etapas. Pueden distinguirse, al menos, dos formas de recuerdo, uno breve y efímero, y otro relativamente duradero. Así, en los experimentos de habituación en el laboratorio de Kandel, se observaba lo siguiente. Después de una única sesión de entrenamiento con diez o quince estímulos táctiles el caracol se habituaba y dejaba de retraer el sifón y la branquia. Esta memoria era de corta duración, por lo que al cabo de una hora comenzaba una recuperación parcial del reflejo defensivo, y a lo largo de un día se había recuperado completamente. Sin embargo, cuatro sesiones más cortas, de diez ensayos cada una, dejaban una huella más profunda y la habituación duraba semanas.13 Esto ocurre en otros animales, incluidos los humanos. Si queremos aprender un listado de nombres o un texto literal de forma duradera, es más eficaz una práctica distribuida de pocos ensayos durante varios días que darse «un atracón» de muchos ensayos en un único día —práctica intensiva; esto lo saben bien los estudiantes de derecho cuando aprenden los artículos del Código Penal—. La práctica espaciada o distribuida deja tiempo a que los registros de memoria se consoliden en el cerebro. Por tanto, en líneas generales, podemos hablar de dos clases de memoria que probablemente resultan de procesos de naturaleza distinta: memoria a corto plazo y memoria a largo plazo. Si abrimos cualquier
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manual de psicología por el capítulo de la memoria siempre aparece un nombre en las primeras páginas: Ebbinghaus. El alemán Hemmann Ebbinghaus fue el primero que se planteó estudiar la memoria con el mismo grado de experimentación que una reacción química o la aceleración de los cuerpos en caída libre. Alquiló una buhardilla en París en los años ochenta del siglo xix y se tomó a sí mismo como conejillo de Indias. Con infinita paciencia dedicó semanas a memorizar listas de palabras sin sentido de tres letras, como DAX, BOK, WUX. Para ello, escribió un conjunto de dos mil palabras de este estilo y construyó listas de papel de distintos tamaños, entre 7 y 36 estímulos. Eligió estos estímulos sin sentido para garantizar un aprendizaje «puro», sin interferencias de significados o connotaciones que podrían variar entre unos individuos y otros. Memorizó cada lista por separado, leyendo las palabras en voz alta con la misma cadencia y sometiéndose a un plan de ensayos prefijado. Una vez memorizada una lista de cierta longitud, comprobaba en los días siguientes cuántos estímulos recordaba y cómo se iban olvidando según pasaban los días. De aquí salieron un conjunto de leyes o principios sobre la memoria humana que todavía son vigentes —curva del olvido, curva del aprendizaje, ley de la primacía, ley de la recencia, etcétera—. Ebbinghaus vio que la memoria era un proceso gradual: cuantas más repeticiones de una lista tenían lugar en el primer día, más estímulos recordaba al día siguiente. Pero encontró ciertas irregularidades. Por ejemplo, podía aprender una lista de seis o siete estímulos con una única presentación, pero si la lista era más larga necesitaba varias presentaciones; es decir, había un cierto «escalón» en torno a ese número. Por otra parte, descubrió que el olvido tiene dos fases: una fase inicial muy rápida, donde en la primera hora se pierden un gran número de estímulos, y otra fase posterior mucho más lenta donde la pérdida —el olvido— es gradual y dura semanas.14 La metodología de Ebbinghaus abrió brecha y en 1900 dos psicólogos, Müller y Pilzecker, llevaron a cabo un interesante experimento con tres grupos de voluntarios. A un grupo le pidieron que memorizaran bien una lista y comprobaron que al día siguiente la recordaban sin problemas. A otro grupo le pidieron lo mismo, pero además proporcionaron una segunda lista para memorizar inmediatamente después
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de la primera. Al día siguiente eran incapaces de recordar la primera lista. A un tercer grupo le dieron las dos listas, pero dejaron pasar dos horas entre la primera y la segunda. Al día siguiente este grupo recordó la primera lista sin dificultad. Es decir, esas dos horas transcurridas entre las dos listas habían sido críticas para que el recuerdo de la primera se consolidara, y no fuera «machacado» por el de la segunda. Esto hacía pensar que el cerebro necesita un tiempo para pasar la información de un formato efímero a otro más estable. Es decir, para pasar de la memoria a corto plazo —la que, por ejemplo, nos mantiene activo en la mente un número de teléfono— a la memoria a largo plazo, más firme y duradera. Y probablemente los mecanismos neurales de codificación son distintos. Hay múltiples fenómenos que evidencian la disparidad de los dos tipos de procesos. En general, la información de la memoria a corto plazo es más vulnerable que la de largo plazo. Un golpe en la cabeza o una conmoción cerebral borra los recuerdos inmediatamente anteriores. Un boxeador noqueado no recuerda los sucesos previos al KO. Las personas que sufren crisis epilépticas no suelen recordar los momentos que preceden al ataque. Un psicólogo estadounidense, Duncan, había aplicado en 1949 estímulos eléctricos al cerebro de animales que estaban aprendiendo una tarea y observó las consecuencias. Si la estimulación era inmediata al aprendizaje, olvidaban la tarea; pero, por el contrario, si las descargas se administraban horas después, los animales recordaban lo aprendido.15 Sabiendo esto, Kandel identificó, al igual que otros lo habían hecho en otras especies, ambos tipos de memoria en el caracol Aplysia. Lo extraordinariamente novedoso es que ahora podía poner en relación estos procesos con el sistema neural que los hacía posible y escudriñar qué cambios se operaban en sus circuitos. Tras un largo programa de investigación de altísima calidad, pertrechados con sus microelectrodos, equipos de registro de células individuales y técnicas de análisis bioquímico, Eric Kandel y sus colaboradores desvelaron hechos sorprendentes: a) Memoria a corto plazo. Aplysia aprendía las nuevas respuestas porque modificaba sus conexiones sinápticas. Se demostraba
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así la idea que ya Cajal y luego Sherrington habían anticipado. Durante la habituación, ciertas sinapsis entre las neuronas sensoriales del sifón y las neuronas motoras de la branquia se debilitaban, dificultando el paso del impulso nervioso; mientras que en la sensibilización las sinapsis se potenciaban haciendo más fluida la transmisión nerviosa. Durante el condicionamiento clásico se reforzaban las conexiones participantes en la asociación de los estímulos. Todo esto ocurría porque se liberaba más o menos cantidad, según los casos, de un neurotransmisor en el espacio sináptico; concretamente el glutamato. El glutamato funciona también como el principal neurotransmisor excitatorio en el cerebro de los mamíferos. Si su proporción aumenta en una sinapsis, el paso del mensaje nervioso es más fluido. Pero las cosas no eran tan simples. Kandel delimitó en la Aplysia dos tipos de circuitos: los circuitos mediadores de tipo sensorial-motor ya descritos y los circuitos moduladores formados por interneuronas que intervienen para modular, es decir, ayudar a reforzar o debilitar las conexiones anteriores. Esta acción se ejerce mediante la liberación colateral de otro neurotransmisor, la serotonina, también presente en los mamíferos y humanos. La investigación aisló paso por paso toda una cadena de reacciones bioquímicas que tienen lugar en la terminación presináptica, en las que intervienen moléculas perfectamente identificadas, como el AMP-cíclico y la proteína quinasa A. Las reacciones desembocaban finalmente en la liberación del glutamato en la hendidura sináptica. Todos estos procesos eran relativamente efímeros y revertían al cabo de minutos u horas. b) Memoria a largo plazo. Cuando el caracol ha consolidado un aprendizaje, éste queda inscrito en su cerebro de modo permanente durante semanas. Aquí, lógicamente, Kandel esperaba encontrar otra clase de cambios neurales. Era sabido que en este tipo de memoria interviene la creación de nuevas proteínas, porque si se administra a un animal en proceso de aprendizaje drogas que inhiben la síntesis de proteínas, éste queda con
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su memoria a largo plazo bloqueada, aunque no la de corto plazo. Cuando Kandel realizó sus experimentos con la babosa Aplysia existía la duda teórica de si la memoria a largo plazo tenía lugar en las mismas partes del sistema nervioso que la memoria inmediata. Sus resultados demostraron que sí, pero a través de un mecanismo distinto: las conexiones sinápticas quedaban permanentemente reforzadas durante la sensibilización porque... crecían nuevas terminales activas. De hecho, el número de estas terminales se duplicaba. Recíprocamente, durante la habituación se retraían parte de las terminales ya existentes. Y los mecanismos que se ponían en marcha en este florecimiento de nuevas conexiones eran... ¡de naturaleza genética! Es decir, se entablaba un diálogo molecular entre las sinapsis y los genes del molusco y éstos reaccionaban de un modo semejante a como lo hacen cuando crean un nuevo ser. Entrando en detalles, Kandel descubrió que en el interior de la neurona presináptica los genes se expresan movilizando un conjunto de reacciones moleculares que sintetizan ARN mensajero y nuevas proteínas que se envían, como ladrillos de construcción, a las sinapsis «marcadas» con serotonina, es decir, aquellas que habían participado en la memoria a corto plazo en las primeras fases del aprendizaje.* De esta manera, lo que había empezado en forma de cambios provisionales causados por los neurotransmisores, ahora se transformaban en cambios estructurales y persistentes con la construcción de nuevas terminales sinápticas. Cuando se desvelan estos mecanismos íntimos de la naturaleza sorprende su extraordinaria similitud a través de organismos muy lejanos en la escala evolutiva. Sucedió con el código genético humano cuando acabó de secuenciarse en 2001. De todo el ADN, en realidad sólo una pequeña parte, en torno a un 2 o 3 por 100, contiene los verdaderos genes o información hereditaria; se cree que el resto es mate* Para más detalles, aconsejamos encarecidamente la lectura del excelente libro de Kandel.
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rial «basura». El genoma de una persona y el de un chimpancé sólo se diferencian en poco más de un 1 por 100. El ser humano comparte mucho más material genético del que se sospechaba con otros animales, incluidos organismos tan simples como los gusanos. Parece como si la naturaleza hubiera realizado su principal proeza al crear la vida, y luego todo lo demás fueran variaciones sobre un mismo tema. Se sabe, por ejemplo, que el gen responsable de la generación de las extremidades en humanos y vertebrados es el mismo que genera patas y antenas en insectos y otros artrópodos. Otro tanto observamos con relación a la memoria y al aprendizaje. Aunque el ser humano es capaz de grandes abstracciones matemáticas y otras hazañas intelectuales, los mecanismos biológicos de su cerebro no son esencialmente distintos a los de otras criaturas. No tiene neuronas distintas, al igual que su carne está hecha de los mismos aminoácidos que el resto del planeta. En su libro sobre la memoria, Eric Kandel cita al genetista molecular François Jacob: A menudo se ha comparado el funcionamiento de la selección natural con el trabajo de un ingeniero. Sin embargo, esa comparación no es feliz. En primer lugar ... el ingeniero trabaja conforme a un plan previo ... A diferencia del ingeniero, la evolución no produce innovaciones a partir de cero. Trabaja con lo que ya existe, ya sea transformando un sistema para que cumpla una función nueva o combinando varios sistemas para generar otro más complejo. Si de todos modos uno deseara usar una comparación, habría que decir que ese proceso no se parece a la ingeniería sino al bricolaje ... El bricolaje recurre a trastos viejos ... Para construir objetos viables, el bricolaje usa lo que encuentra al alcance de la mano: cartones viejos, trozos de cuerda, de madera o de metal. Elige un objeto que por casualidad guardó en el taller y le da una función imprevista. Con una vieja rueda de automóvil hará un ventilador, con una mesa rota una sombrilla.16 (La cursiva es nuestra.)
Kandel concluye: En los organismos vivos, las capacidades nuevas se generan modificando levemente moléculas ya existentes y ajustando su interacción con
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Avances recientes (II) 243 otras moléculas también existentes. Durante mucho tiempo se creyó que los procesos mentales de los seres humanos eran únicos, y por ese motivo algunos de los primeros investigadores del cerebro esperaban hallar muchas clases nuevas de proteínas en lo recóndito de la materia gris. En cambio, hemos descubierto muy pocas proteínas específicas del cerebro humano y ningún sistema de señales exclusivamente suyo ... Todo lo viviente está compuesto por los mismos elementos, incluso el sustrato de nuestros pensamientos y de nuestros recuerdos.17
El hipocampo y la creación de nuevos recuerdos En las últimas décadas, muchos estudios han ido desvelando la importancia que una parte interna del cerebro, llamada hipocampo, tiene en el registro de la nueva información entrante y la generación de recuerdos para el futuro. Las fuentes de evidencia en humanos proceden de casos clínicos extremos; en animales, de trabajos con lesiones experimentales. Clive Wearing: el hombre con siete segundos de memoria De la noche a la mañana, Clive Wearing perdió su hipocampo por culpa de una enfermedad infecciosa. Desde entonces su cerebro es incapaz de registrar nuevos recuerdos. Parece un ordenador que sufriera un reinicio cada pocos segundos. Si ve a su mujer, la saluda efusivamente como si no la hubiera visto en meses, aunque ha hablado con ella cinco minutos antes. Durante años Clive ha llevado un diario en el que una única frase, en diversas variantes, se repite a los largo de cientos de líneas: «7.05. Ahora estoy despierto». Cientos de líneas encabezadas por la hora de su reloj y tachadas por una raya, salvo la última, que permanece con una marca a la espera de que, al minuto siguiente, Clive la tache y escriba la próxima línea señalándola con una nueva marca:
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√ 7.05. Ahora estoy despierto √ 7.19. Ahora estoy despierto; verdaderamente despierto √ 7.25. Estoy despierto √ 7.48. Ahora estoy despierto, es cuando realmente estoy despierto Es un continuo despertar, un eterno volver a empezar. El caso de Clive Wearing impresionó a millones de personas cuando la BBC grabó un espléndido documental sobre su vida en 1986.18 Veinte años después, Clive sigue teniendo una memoria de pocos segundos antes de que su mente vuelva a quedar en blanco. Completamente dependiente, de algún modo ha sabido adaptarse a su nueva situación y otro magnífico documental nos presenta lo que han sido esos veinte años para él y su familia:19 Clive: «Sé lo que se siente al estar muerto. Día y noche es lo mismo. No hay diferencia entre los sueños y nada de eso. No tengo sentidos, mi cerebro está completamente inactivo. Sin sueños ni pensamientos de ningún tipo».
Clive Wearing era un afamado musicólogo y director de orquesta residente en Londres cuando le afectó el virus herpex simplex en 1985. Este virus no atraviesa la barrera hematoencefálica, pero en ocasiones, una entre un millón, consigue hacerlo, entra en el cerebro y las consecuencias pueden ser desastrosas para el tejido neural. En el caso de Clive destruyó el hipocampo, una parte esencial para generar nuevos recuerdos, y algunas estructuras anexas del lóbulo temporal involucradas en la memoria pasada. Por eso, además de ser uno de los casos más extremos de amnesia anterógrada, o sea la incapacidad para almacenar nuevos recuerdos a partir del momento de la lesión, también sufre de amnesia retrógrada, o dificultad para recordar hechos anteriores a la lesión. En la amnesia retrógrada se cumple la llamada ley de Ribot: cuanto más cercanos son los recuerdos al momento del daño más probabilidades tienen de ser olvidados; cuanto más antiguos, mejor se recuerdan. Sin embargo, la capacidad musical de Clive permaneció intacta porque las habilidades y las destrezas adquiridas dependen de otros circuitos cerebrales en los que no interviene el hipocampo o el lóbulo
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temporal. Casi todos los días toca el piano con la misma maestría de entonces. Aunque él no lo recuerde. Reporteros: «¿Se siente diferente cuando toca música?». Clive: «No he escuchado una sola nota desde que estoy enfermo. No sé cómo es tocar música... cuando uno está inconsciente». Reporteros: «Pero ha tocado para nosotros hace dos minutos». Clive: «No soy consciente. Es algo completamente desconocido para mí. Nunca he escuchado una nota aquí».
Nuestra sensación de continuidad en la vida ocurre porque, gracias sobre todo al hipocampo, el presente deja un trazo que enlaza con la información recién registrada. Para Clive esto no es posible porque ese trazo «se funde como la nieve», en palabras de su esposa. Clive tiene sesenta y siete años en 2005 y vive en una unidad de lesiones cerebrales donde está constantemente atendido. Su mujer, Deborah, vive a un centenar de kilómetros y lo visita periódicamente. La enfermedad ha impedido que puedan vivir juntos durante estos veinte años. Deborah: «Si Clive saliera por la puerta, sin vigilancia, sin compañía..., sería como si se separase de una nave espacial, como si estuviera caminando por el espacio y de repente se rompiera el cable de modo que ya nunca más podría volver». Reporteros: «¿Clive conoce su propio nombre?». Deborah: «Sí». Reporteros: «¿Sabe la edad que tiene?». Deborah: «No». Reporteros: «¿Sabe dónde vive usted?». Deborah: «No. No tiene ni idea». Reporteros: «¿Sabe en qué trabaja?». Deborah: «No. Ni idea». Reporteros: «¿Sabe en qué día vive?». Deborah: «No». Reporteros: «¿Puede leer un libro?». Deborah: «No. Porque no recuerda la penúltima frase». Reporteros: «¿Puede ver una película?».
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246 Breve historia del cerebro Deborah: «No. Puede ver el rugby o el cricket. No sabe quién juega, ni la puntuación; pero cada golpe, cada intento, le resulta satisfactorio».
En la entrevista de 2005 Clive Wearing respondía así, después de veinte años de enfermedad: Reporteros: «¿Recuerda a Adele sentada junto a usted?». (Adele es la hermana de Clive, que ha estado hablando con él y se ha despedido hace dos minutos.) Clive: «No». Reporteros: «Recuerda qué llevaba puesto». Clive: «No. Nunca la he visto... Sois las primeras personas que veo. Los tres: dos hombres y una mujer. La primera gente que he visto desde que estoy enfermo. No hay diferencia entre el día y la noche. No hay pensamientos. No hay sueños. El día y la noche son siempre lo mismo. Un vacío, exactamente igual que la muerte». Reporteros: «¿Es muy difícil?». Clive: «No. Es igual que estar muerto; que no es muy difícil. Estar muerto es fácil. No haces absolutamente nada. No se puede hacer nada cuando estás muerto... Ha sido igual. Exactamente». Reporteros: «¿Echa de menos su antigua vida?» Clive: «Sí. Pero nunca he sido consciente para pensarlo. Nunca he estado aburrido o triste. Nunca he estado de ninguna manera. Es igual que la muerte. Ni siquiera sueño; la noche y el día son iguales». (...) Reporteros: «Si pudiese hacer cualquier cosa. Si tuviera la elección, ¿qué haría ahora?». Clive: «Tomar un gin tonic, creo... con un cigarrillo. (Risas.) Y luego... claro, conseguir esquivar el tiempo. Y que llegue ella (su esposa)».
Paciente H.M. Clive Wearing es un caso grave de amnesia anterógrada que ilustra perfectamente el papel del hipocampo en la creación de nuevos recuerdos. Como su lesión afectó a otras regiones próximas del lóbulo
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temporal, también perdió parte de sus recuerdos previos a la infección —amnesia retrógrada—. Sin embargo, no es el ejemplo más estudiado. El caso más documentado de la historia reciente de la neurociencia es, con toda probabilidad, el conocido en el ámbito científico como paciente H. M.* para preservar su identidad. Su estudio ha dado lugar a decenas de artículos científicos por parte del grupo de Montreal de la doctora Brenda Milner, discípula de Penfield, y ha revolucionado nuestro conocimiento sobre la organización de la memoria humana. A los nueve años H. M. fue atropellado por un ciclista y recibió un fuerte impacto en la cabeza. El traumatismo ocasionó más tarde ataques epilépticos que se irían agravando con la edad, hasta el punto de padecer una decena de ausencias y un ataque epiléptico por semana. A los veintisiete años era incapaz de llevar una vida normal. Como se creía que el origen de los ataques estaba en los lóbulos temporales, se recurrió in extremis a una operación quirúrgica en 1953. El cirujano William Scoville extirpó la cara interna de los lóbulos temporales de ambos lados, así como el hipocampo, una estructura profunda de cada lóbulo. Entonces no se conocía el papel crítico del hipocampo. La intervención consiguió librar a H. M. de los ataques pero tuvo unos efectos catastróficos e inesperados sobre su memoria. Tal como pusieron de manifiesto los concienzudos análisis de Milner, el paciente conservó intacto su cociente intelectual y no presentaba dificultades en la atención, o en el lenguaje, tanto productivo como comprensivo. Perdió el olfato porque la operación había afectado a las áreas cerebrales olfatorias. Sin embargo, sus verdaderos problemas estaban en la memoria, de un modo semejante a como hemos visto en el caso de Clive Wearing. Incapaz de guardar nuevos recuerdos, H. M. presentó una forma severa de amnesia anterógrada, a la vez que también perdió la capacidad de recuperar parte de sus recuerdos pasados —amnesia retrógrada—. Sin embargo, los exámenes indicaban que H. M. conservaba la memoria a corto plazo —o memoria de trabajo en términos actuales—; es decir, la que usamos para memorizar un número de teléfono o para hilar las palabras en una frase. Ahora sabemos que en ella inter* El verdadero nombre de H. M. es Henry Gustav Molaison y murió recientemente en 2008 a la edad de ochenta y dos años, tal como reseña The New York Times.
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vienen estructuras prefrontales que no habían sido afectadas en la operación. H. M. podía llevar adelante una conversación normal siempre que las frases no fueran muy largas. Por otra parte, había un tipo de memoria a Figura 8.4. Prueba del dibujo de una es- largo plazo, que hoy llamamos trella vista a través de un espejo. memoria implícita, que conservaba completamente. H. M. podía registrar información no consciente y almacenarla, como así comprobó Milner en una serie de tests. Era capaz de aprender destrezas nuevas y conservarlas por tiempo indefinido; por ejemplo, en una prueba muy conocida que consiste en seguir con el lápiz el contorno de una estrella de cinco puntas (véase Figura 8.4) que sólo es visible a través de un espejo,* la progresión del aprendizaje era normal día tras día y el número de errores disminuía en la misma proporción que en las personas normales, lo que indicaba que guardaba la nueva información adquirida en los ensayos. Sin embargo, H. M. no era consciente de ello y no recordaba —memoria explícita— haber practicado esa tarea los días anteriores. Hoy sabemos que la memoria implícita que nos permite «recordar» de modo no consciente destrezas motoras como esquiar, montar en bicicleta, abotonarse, silbar, tocar el piano, o teclear el ordenador, dependen de circuitos en los que intervienen estructuras profundas del cerebro: los ganglios basales** o nuestro anterior cerebro reptiliano, y también el cerebelo. Estas estructuras estaban alejadas de las partes extirpadas.20 * Al principio es una prueba muy difícil, porque nuestra mano, vista a través del espejo, se comporta al revés de como esperamos. Hemos de aprender a reorganizar la relación entre la información visual y las órdenes motoras que enviamos a la mano. Y esto requiere varios días de ensayos. ** Estas estructuras se ven afectadas en ciertas dolencias neurodegenerativas como, por ejemplo, la enfermedad de Parkinson, en la que la escasez de dopamina afecta a circuitos vinculados a los ganglios basales. En esta enfermedad, el paciente tiene problemas con las rutinas motoras aprendidas, como abotonarse, vestirse, etcétera.
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Relevancia del hipocampo Los estudios de Brenda Milner y otros posteriores dejaron claro que la memoria humana no es una entidad única, hecha de una pieza, sino que está formada por componentes relativamente independientes y ligados a sistemas cerebrales distintos. Por esta razón, algunos tipos de memoria pueden aparecer afectados tras una lesión cerebral mientras que otros quedan a salvo. Muchas investigaciones señalan al hipocampo como una estructura clave para registrar la información de entrada y crear y consolidar los nuevos recuerdos para el futuro. El hipocampo se encuentra en la cara interna de los lóbulos temporales, a la altura de las orejas, y hay uno en cada lado del cerebro. Recibió el nombre por su forma curva que recuerda a un caballito de mar. En palabras de Tim Bliss, destacado neurofisiólogo de la University College London: ... hay muchos tipos de memoria; no es un fenómeno unitario. La memoria que usamos en nuestro día a día, la que nos dice lo que hemos hecho hoy, lo que comimos ayer, se almacena, al menos durante algún tiempo, en el hipocampo. Quedémonos con la idea de que la información que acompaña a cualquier experiencia vivida llega al hipocampo desde todos los centros sensitivos del cuerpo. Allí permanece probablemente durante más de un año. Pero, mientras tanto, el hipocampo establece una verdadera conversación con distintas regiones de la corteza [cerebral]: el córtex auditivo, el córtex visual... Esta conversación a dos vías entre el hipocampo y estas regiones corticales, este tráfico neuronal, es lo que se suele llamar el proceso de consolidación. Los recuerdos han de ser consolidados. Y en Figura 8.5. Hipocampo.
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250 Breve historia del cerebro ese proceso intervienen el hipocampo y el córtex. Finalmente los recuerdos abandonan el hipocampo y quedan almacenados definitivamente en la corteza. Así, la memoria de la infancia está en el córtex y no depende ya del hipocampo. Si lo retiráramos, no perderíamos esos recuerdos, pero no podríamos crear nuevos recuerdos.21
Al mismo tiempo, en estrecha conexión con esta función de memoria a largo plazo, el hipocampo es determinante para la orientación o navegación espacial en humanos y animales. Hay que tener en cuenta que estas operaciones exigen retener información sobre el entorno. Algunos pájaros como las urracas son capaces de guardar decenas o cientos de objetos en lugares distintos y luego recordar su ubicación exacta para recuperarlos en el futuro. Cuando se mide la estructura neuroanatómica equivalente al hipocampo en las aves, se descubre que las urracas poseen una estructura mucho mayor que los pájaros ordinarios. Si en las ratas y ratones se lesiona experimentalmente el hipocampo, quedan incapaces de registrar y recordar nuevos aprendizajes espaciales. Una prueba típica es el llamado laberinto de Morris (véase Figura 8.6) consistente en una piscina circular llena de agua opaca de color blanco. En una zona de la piscina hay una plataforma sumergida no visible desde la superficie. Cuando se suelta al roedor por primera vez, éste nada de forma frenética y errática por toda la piscina hasta que tropieza con la plataforma y se detiene sobre ella. En cada ensayo el ratón tarda menos tiempo en encontrar la plataforma, y, finalmente, es capaz de nadar directamente hacia la plataforma por-
Figura 8.6. Rata en un laberinto acuático de Morris. Izquierda: primer ensayo; derecha: ensayo octavo.
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que recuerda el camino. Sin embargo, los animales a los que se les ha dañado el hipocampo no pueden mejorar su rendimiento y se muestran incapaces de registrar la nueva información y aprender la tarea.22 Recientemente, un estudio de la University College London, publicado en el año 2000, reveló un hecho sorprendente: los taxistas londinenses tienen un hipocampo ligeramente mayor que el resto de las personas de la misma edad. Ser taxista en Londres no es cualquier cosa. Para obtener la licencia, hay que aprobar un examen durísimo después de prepararse durante dos años y conocer en detalle las veinticinco mil calles de la ciudad y sus itinerarios. Esta investigación, dirigida por la profesora Eleanor Maguire, halló mediante la técnica de imágenes por resonancia magnética que una parte del hipocampo de dieciséis taxistas tenía un volumen mayor que la misma zona en un grupo control. Se trata de un caso evidente de plasticidad neural, gracias a la cual el cerebro se adapta según el uso que se le da. La idea de la plasticidad no es nueva en relación al crecimiento. Lo que sí es nuevo es que esta capacidad plástica se mantenga todavía en la edad adulta.23
El cerebro emocional En los últimos treinta años hemos asistido a una verdadera explosión de estudios experimentales en la neurociencia afectiva orientados a conocer los sistemas cerebrales que subyacen a las emociones.24 La historia es mucho más larga y se remonta a Charles Darwin cuando publica en 1872 La expresión de las emociones en los animales y en el hombre, después de tres décadas de observaciones. El genial biólogo reduce la amplia variedad de emociones a unas pocas básicas y encuentra parecidos asombrosos entre humanos y otros animales en la expresión de estas emociones básicas, como la ira o el miedo. A lo largo de los años se suceden las contribuciones de figuras como el padre de la psicología americana William James y otros autores como Walter Cannon y Philip Bard. En 1937 James Papez plantea lo que se conoce como el circuito de Papez, que, con algunas modificaciones, sigue aceptándose hoy. De-
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Figura 8.7. Semejanzas en la expresión de las emociones básicas en animales y personas, según Darwin. En este caso, ira.
fiende que la entrada sensorial procedente de los sentidos llega a la gran estación de relevo del tálamo y desde allí la información se bifurca en dos circuitos. Uno, el de «pensamiento», continúa su camino hacia las áreas sensoriales de la corteza cerebral y otras estructuras posteriores, para que la información sea procesada cognitivamente y podamos percibir y ser conscientes de los objetos que nos rodean. El otro circuito, el de la «emoción», se dirige directamente desde el tálamo a un conjunto de estructuras centrales responsables del procesamiento emocional. Esta bifurcación de rutas tendría una ventaja evolutiva porque la senda emocional permitiría una respuesta rápida y automática ante un estímulo amenazante, sin tener que esperar a reconocerlo o comprenderlo, operaciones cognitivas que llevan más tiempo. Y ¿cuáles son esas estructuras encargadas de las emociones? El estadounidense Paul MacLean propone en 1952 el nombre genérico de sistema límbico para un conjunto de componentes ubicados en el interior del cerebro que incluyen a la amígdala, hipocampo, hipotálamo, parte del córtex cingulado y otras áreas relacionadas. Este término ya había sido sugerido por Broca setenta años atrás. Hay múltiples evidencias de que la amígdala es una de la regiones cerebrales más importantes para las emociones. Se trata de un pequeño núcleo doble —uno en cada hemisferio cerebral— del tamaño y la forma de una almendra —de ahí le viene el nombre— que constituye una especie de puerta de entrada al sistema límbico. Desempeña un papel clave en el procesamiento de las señales sociales emocionales; si se lesiona, el sujeto queda incapacitado para comprender los esta-
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dos emocionales transmitidos por las caras o las voces. Una expresión facial de miedo o ira no significa nada para esa persona. No hemos de pensar en las emociones como algo superfluo o disgregado del sistema cognitivo. Para entender hasta qué punto el componente emocional está imbricado en el procesamiento perceptivocognitivo, veamos un pasaje de las prestigiosas Conferencias Reith de 2003 de la BBC4 a cargo del renombrado neurocientífico de la Universidad de California en San Diego, Vilayanur Ramachandran:25 Ahora me gustaría recordarles un síndrome que discutimos en mi primera conferencia, la ilusión de Capgras. El paciente ha sufrido una lesión en la cabeza, digamos un accidente de tráfico. Parece bastante normal en muchos aspectos, neurológicamente intacto, pero de pronto comienza a decir que su madre es una impostora. Que ella es otra mujer que se hace pasar por su madre ... Bien, sucede que en este paciente la conexión que va desde las áreas visuales [del reconocimiento de caras] hasta el núcleo emocional del cerebro, el sistema límbico y la amígdala, ha sido cortada por el accidente. De manera que él ve a su madre y como las áreas visuales del cerebro responsables del reconocimiento de las caras no están dañadas, dice: «¡Eh! Tiene el aspecto de mi madre». Pero entonces no hay ninguna emoción porque el cableado que lleva la información a los centros emocionales está seccionado. Así que dice: «Si ésta es mi madre, ¿cómo es que no puedo experimentar ninguna emoción? Ésta debe ser una mujer desconocida. Ella es una impostora» ... La ilusión de Capgras es extraña, pero ahora les hablaré sobre un trastorno aún más extraño. Se llama el síndrome de Cotard, y el paciente comienza a declarar que está muerto. Sugiero que es un poco como Capgras excepto que en lugar de que sólo la visión [de las caras] está desconectada de los centros emocionales del cerebro, ahora todos los sentidos, todos, están desconectados de los centros emocionales. Así que nada de lo que él mira en el mundo tiene algún sentido, alguna significación emocional para esta persona, tanto si lo ve o lo toca. Nada tiene algún impacto emocional. Y la única forma en que este paciente puede interpretar esta completa desolación emocional es diciendo: «¡Oh! Yo estoy muerto, doctor». Aunque les parezca extraño a ustedes, es la única interpretación que tiene sentido para él.
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Técnicas avanzadas de exploración del cerebro En el pasado, el principal modo de estudiar las funciones de las diversas partes del cerebro humano consistía en observar los efectos causados por una lesión accidental; y ésta se delimitaba muchas veces mediante una autopsia post mórtem. Recordemos, por ejemplo, los casos clínicos presentados por Broca o Wernicke con relación al lenguaje. Los estudios basados en lesiones son muy valiosos, pero tienen importantes limitaciones. Las causas del daño cerebral, sean traumáticas, vasculares, tumorales, infecciosas o degenerativas, son, por su propia naturaleza, de carácter incontrolado y accidental. Con frecuencia afectan a múltiples estructuras adyacentes o superpuestas, siendo cada lesión un caso en sí misma. Sus efectos suelen atribuirse a la zona local dañada, pero las lesiones también destruyen sustancia blanca o vías de conexión, y la sintomatología puede resultar de la desconexión de áreas cerebrales distantes, remotas al sitio dañado. Hoy los neurocientíficos disponen de medios para estudiar las estructuras cerebrales también en individuos neurológicamente intactos. El primer avance significativo se dio en los años setenta con la implementación de los rayos X en las técnicas de tomografía axial computarizada (TAC), que permitió pasar de una imagen plana a un modelo tridimensional del cerebro. Además de estudiar la estructura del cerebro en reposo, interesa sobre todo conocer las áreas que se activan durante el desempeño de una función mental. En los últimos años hemos asistido a un verdadero auge tecnológico que ha brindado un conjunto de técnicas que pueden clasificarse en dos grandes grupos: técnicas de registro fisiológico, entre las que destacan los potenciales evocados y la magnetoencefalografía, y técnicas de neuroimagen, cuyos mejores representantes son la técnica PET y las imágenes por resonancia magnética funcional. El punto fuerte de las primeras radica en su excelente resolución temporal, al ofrecer precisiones de milisegundos o de milésimas de segundo. Por el contrario, la potencia de las segundas consiste en su magnífica resolución espacial, ya que proporciona imágenes de extraordinario detalle sobre la actividad cerebral.
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Potenciales evocados La técnica basada en los potenciales evocados (ERP, event-related potential) utiliza electrodos colocados sobre el cuero cabelludo para detectar la actividad bioeléctrica del cerebro. En realidad, la respuesta registrada es la EEG o señal electroencefalográfica —la misma de los electroencefalogramas clásicos—, pero tratada informáticamente para extraer de ella el potencial eléctrico relacionado con la presentación de un estímulo. La señal EEG es el resultado de miles de microprocesos neurales que tienen lugar simultáneamente en todo el cerebro. La presentación de un estímulo, sea visual o auditivo, opera cambios débiles en la actividad EEG que no son visibles porque quedan subsumidos dentro del incesante movimiento oscilatorio. A través de procedimientos matemáticos computarizados, que filtran y promedian la señal de múltiples registros, se elimina el «ruido» del EEG y se extrae la onda subyacente, mucho más débil, asociada al procesamiento del estímulo. Esa onda es propiamente el potencial evocado por el estímulo y es un reflejo, aunque imperfecto, de las operaciones mentales que provoca. Cada electrodo registra un potencial distinto y se utilizan varios de ellos a la vez, colocados en zonas específicas de la cabeza: 64 o 128 electrodos son números habituales; recientemente se emplean 256. El cráneo, al interponerse entre el cerebro y los electrodos, hace de elemento difusor de la actividad eléctrica, por lo que la imagen global de los ERP de toda la cabeza resulta muy difuminada, con poca resolución espacial y sin detalles topográficos. Por contra, la resolución temporal es excelente y se puede seguir al milisegundo la forma de Figura 8.8. Electrodos para el registro la onda desde la aparición del estí- de potenciales evocados.
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mulo. Es decir, los ERP no son propiamente una técnica de imagen del cerebro, sino una medida fisiológica de su actividad bioeléctrica. El cerebro humano reacciona típicamente mediante un conjunto de respuestas bioélectricas que dependen del tipo de procesamiento desencadenado. Estas respuestas están catalogadas y nombradas con una letra (P, Positiva o N, Negativa) seguida de un número que indica los milisegundos que tarda en aparecer una vez presentado el estímulo. Algunas de las respuestas evocadas más comunes son las siguientes: El potencial N100 es una respuesta negativa muy rápida —preatencional—, que suele aparecer a los cien milisegundos de la presentación de un estímulo auditivo imprevisto para el sujeto. Una de las respuestas evocadas más robustas es el componente P300, o pico positivo que surge aproximadamente a los trescientos milisegundos de la administración de un estímulo significativo cualquiera, lingüístico o no (por ejemplo, una palabra o la imagen de un objeto). Representa el procesamiento consciente del estímulo y es más intenso cuanto más impredecible es éste. Existe un componente muy interesante que guarda relación con el procesamiento del lenguaje: es el N400, descubierto en 1980 por Marta Kutas y Steven Hillyard de la Universidad de California en San Diego. Consiste en un «valle», o deflección negativa de la onda cerebral, que surge en torno a los cuatrocientos milisegundos. La situación típica consiste en la presentación de una frase cuya última palabra es anómala desde el punto de vista semántiFigura 8.9. Potencial evocado N400 al presentar co. Por ejemplo, si se comuna palabra semánticamente anómala («bebida»), para la respuesta bioelécen comparación con una palabra («comida») contrica ante la frase normal gruente con el contexto de la frase («La pizza esta«la pizza estaba demasiaba demasiado caliente para ser...»). Obsérvese que do caliente para ser comilos valores negativos están en la parte superior.
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da» con la respuesta ante la frase anómala «la pizza estaba demasiado caliente para ser bebida», el N400 surgiría alrededor de unos cuatrocientos milisegundos tras la presentación de la palabra «bebida». A veces los valores negativos se muestran en la parte superior de la gráfica (véase Figura 8.9). El N400 refleja procesos centrales de comprensión y es independiente de la modalidad sensorial del estímulo, sea visual o auditiva. Surge incluso ante el lenguaje de los signos para personas sordas. Puede emplearse para estudiar el grado de comprensión en personas afásicas. Se trata de una medida de gran valor pues, a fin de cuentas, es un registro fisiológico de un proceso cognitivo de alto nivel, como es la comprensión lingüística. Magnetoencefalografía Una medida de uso creciente es la magnetoencefalografía (MEG) o el estudio de los campos magnéticos generados por la actividad eléctrica cerebral, y registrados a través de unos dispositivos extraordinariamente sensibles. Estos microcampos magnéticos cerebrales son tan débiles que su captura debe realizarse en cámaras especiales aisladas del campo magnético terrestre. Se derivan directamente de las corrientes iónicas que surgen en las dendritas de las neuronas durante las transmisiones sinápticas. Un único campo es tan débil que es indetectable por sí mismo, pero sí lo es el que emerge de varios miles de neuronas activas a la vez con fibras paralelas. Ciertas estructuras tienen campos magnéticos en la misma dirección, que se refuerzan mutuamente, como es el caso de la capa de células piramidales de la corteza cerebral. En realidad, la magnetoencefalografía es conocida desde los años setenta, pero su desarrollo hubo de esperar a los avances en computación y microelectrónica. Tiene gran resolución temporal —mejor que un milisegundo— y constituye una buena medida del curso temporal de determinados procesos mentales. Su precisión espacial es mejor que la de los potenciales evocados, pero menos detallada que en las técnicas de neuroimagen. En clínica se usa cada vez más para localizar los focos irritativos de pacientes epilépticos, o la ubicación exacta
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de los centros de lenguaje en un individuo antes de una intervención quirúrgica. No obstante, hoy por hoy, la MEG cuenta aún con dificultades técnicas y metodológicas que hacen que deba complementarse con otras técnicas. Técnica PET El cerebro es un órgano muy exigente que requiere gran cantidad del oxígeno y los nutrientes aportados por la sangre. Siendo su peso aproximadamente un 2 por 100 del cuerpo, recibe el 20 por 100 del flujo sanguíneo que sale del corazón. La distribución de la sangre es desigual en su interior: la materia gris, formada por los cuerpos celulares de las neuronas, recibe el triple que la materia blanca, o conjunto de conexiones que conducen el impulso nervioso.26 La técnica de neuroimagen PET, conocida como tomografía por emisión de positrones (PET, Positron Emission Tomography) e introducida en los años 1980, se aprovecha del flujo sanguíneo para ofrecer una imagen de la actividad cerebral en un momento determinado. Antes se inyecta un marcador radiactivo que se mezcla con la glucosa contenida en la sangre. El marcador emite positrones de vida muy corta que pueden ser detectados, y la mayor o menor densidad de radiación muestra las zonas cerebrales más activas, es decir, las que consumen más glucosa durante el transcurso de un proceso mental. Un ordenador codifica en colores los distintos grados de actividad y ofrece una imagen detallada de esas zonas cerebrales que participan más activamente en una función mental. La PET requiere una maquinaria voluminosa y muy costosa, casi siempre ubicada en instituciones hospitalarias para uso clínico. Generalmente, a través de acuerdos con equipos y centros de investigación se destina parte del tiempo del instrumental a la actividad investigadora. Uno de los grupos pioneros en la aplicación del PET al estudio de procesos psicológicos ha sido el liderado por Michael Posner en la Universidad de Oregón, en colaboración con el Good Samaritan Hospital de Portland. En un influyente libro de 1994,27 Posner y Raichle presentan experimentos demostrativos de las distintas regiones cere-
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brales que se activan según el tipo de tarea. En el campo del lenguaje, la visión pasiva de palabras activa áreas occipitales y parietales próximas a las estructuras que procesan la información visual. La audición de palabras activa el córtex auditivo en el lóbulo temporal y el área de Wernicke. Pronunciar palabras activa el área de Broca. La generación de verbos activa las áreas de Broca y de Wernicke. Esta tarea consiste en proporcionar un sustantivo o un dibujo ante el cual el participante debe generar un verbo relacionado con el estímulo; por ejemplo, de «pluma», «escribir». Esto se hace mentalmente o de forma verbal, dependiendo del experimento. Es la tarea favorita para identificar el hemisferio locuaz, es decir el que alberga las funciones del lenguaje, antes de intervenir quirúrgicamente. Hay otras técnicas de imagen de detección radiactiva, como la SPECT (Single Photon Emission Computed Tomography) o tomografía computarizada basada en la emisión de fotón único. Esta tecnología muestra también información sobre el flujo sanguíneo cerebral, gracias a un marcador radiactivo emisor de rayos gamma que se inyecta en la sangre. Imágenes por resonancia magnética funcional A pesar de sus valiosas posibilidades, PET es una técnica ciertamente invasiva que implica la inyección en el cuerpo de una sustancia radiactiva. Aunque la dosis total de radiactividad es muy débil, en los últimos años han crecido las críticas hacia su uso, especialmente desde que en la década de los noventa ha entrado en escena una nueva técnica de neuroimagen menos invasiva. Nos referimos a las imágenes por resonancia magnética funcional (fMRI, functional Magnetic Resonance Imaging). Se basa en la técnica de resonancia magnética convencional que todos conocemos,* empleada en la obtención de * Los principios de la imagen por resonancia magnética se remontan a varias décadas atrás. Se han otorgado varios premios Nobel relacionados con avances incorporados a la técnica. El más reciente ha sido en 2003 a Paul C. Lauterbur y Peter Mansfield.
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imágenes detalladas de la anatomía interna de las distintas partes del cuerpo. La resonancia funcional exige la comparación de dos imágenes del cerebro, una obtenida durante una situación de reposo o tarea base (línea base), y otra mientras se realiza la función mental que se quiere estudiar. La diferencia entre ambas nos informa de las zonas cerebrales activadas durante la ejecución de esa función o proceso. La resonancia magnética convencional, o estructural, se fundamenta en las propiedades magnéticas del átomo del hidrógeno. Este elemento se encuentra sobre todo en el agua, la sustancia más abundante del cuerpo. Mediante un fuerte campo magnético externo se obliga artificialmente a que los campos magnéticos de los átomos de hidrógeno se alineen en la misma dirección. A continuación, con breves impulsos de radiofrecuencia se suspende temporalmente el campo externo y los átomos vuelven a su orientación magnética original. La vuelta a la orientación original genera una señal que va a depender de la densidad de los átomos de hidrógeno o, en otras palabras, de la distinta proporción de agua que contienen los tejidos anatómicos. Esto permite observar las distintas estructuras histológicas con un nivel de detalle desconocido hasta ahora. Estamos hablando de las resonancias habituales que hoy se practican en cualquier hospital con fines diagnósticos: desde la detección de un tumor cerebral hasta la rotura de ligamentos en una rodilla. Dicho sea de paso, la resonancia magnética es ejemplo de una poderosa técnica aplicada que se derivó de la investigación básica con los gigantescos aceleradores de partículas, en la física de las altas energías. Probablemente, sin la investigación básica nunca se hubiera tropezado con esta tecnología que tantos servicios aplicados ofrece. La resonancia magnética funcional va más allá de la convencional y, como su nombre indica, proporciona información sobre la actividad cerebral que acompaña a las funciones psíquicas. Se basa en las propiedades magnéticas de la hemoglobina, el componente de la sangre que transporta el oxígeno. Esta sustancia tiene propiedades magnéticas distintas cuando lleva oxígeno (hemoglobina), que cuando no lo lleva (desoxihemoglobina). Si la afluencia de sangre hacia una región del cerebro es mayor durante una determinada operación mental, crece en esa parte la proporción de moléculas de hemoglobina cargadas
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de oxígeno. De hecho, el ritmo en que el tejido cerebral consume el oxígeno es sobrepasado notablemente por el de su afluencia, por lo que las zonas funcionalmente activas experimentan un estado permanente de sobreoxigenación. Esto tiene consecuencias en la distribución de los campos magnéticos y es detectado Figura 8.10. Imágenes por resonancia magnética funcional. por el instrumental.28 Como se ha mencionado, el estudio de una función o subproceso específico requiere siempre la comparación entre al menos dos imágenes, una obtenida mientras se realiza la función y otra mientras ésta no se lleva a cabo, sirviendo de línea base. La diferencia entre ambas se codifica en colores y nos indicará las áreas cerebrales que han intervenido en la función mental. En algunos experimentos la línea base se toma mientras el sujeto está simplemente en reposo; en otros, el participante realiza una tarea que sirve de comparación con la que se quiere estudiar. Los diseños experimentales con fMRI son cada vez más sofisticados y se concede mayor importancia a la línea base. De hecho, ningún subproceso que pretendamos estudiar va a darse de forma pura y aislada, sino que formará parte de una tarea más compleja que inevitablemente incluirá otros subprocesos que no son objeto de nuestro interés. De acuerdo con el principio de sustracción, lo importante es conseguir una tarea base que sea exactamente igual a la experimental, salvo en el subproceso que queremos estudiar. De ahí, la importancia de escoger una tarea apropiada para la línea base. En ciertos diseños, es posible mantener la misma tarea para las dos condiciones, y lo que se cambia es el tipo de estímulos. En la fMRI no hace falta inyectar ninguna sustancia radiactiva, como en la técnica PET, pero no está exenta de limitaciones. Por de pronto, la señal debe registrarse bajo condiciones de inmovilidad casi absoluta de la cabeza, lo cual dificulta tareas en las que el sujeto deba
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dar una respuesta vocal.* Se recurre, sobre todo, a tareas encubiertas, de respuesta mental, o bien de respuesta motora a través de los dedos sobre una caja especial de respuestas. Las imágenes dependientes de los cambios del flujo sanguíneo tardan segundos en crearse, razón por la cual la resolución temporal es baja y no permite el seguimiento exacto del curso temporal de los procesos. La relación señal-ruido en una imagen individual es pobre, lo que obliga al promediado de muchas imágenes tomadas bajo las mismas condiciones. La maquinaria produce un ruido intenso que resulta problemático para algunos experimentos con estímulos sonoros. El fuerte campo magnético externo impide su aplicación —y sería altamente peligroso— en personas con marcapasos en el corazón o prótesis metálicas. Pese a estas desventajas, la fMRI ofrece una magnífica resolución espacial y constituye hoy en día la técnica de neuroimagen funcional preferida. Hallazgos En los últimos quince o veinte años se ha disparado el volumen de investigaciones que aplican las técnicas descritas. Basta hacer una búsqueda en las bases internacionales PubMed o PsycInfo y constatar que el número de publicaciones sobre procesos cognitivos o emocionales abordados desde un enfoque neurocientífico ha crecido casi exponencialmente. Algunos psicólogos hablan incluso de un cambio de paradigma desde la psicología cognitiva hacia la neurociencia cognitiva, aunque esto es materia de discusión. ¿Y qué es lo que hemos averiguado con estas técnicas? Muchas cosas, y más que se irán desvelando en los próximos años. Pero sería difícil singularizar una por encima de las demás, un descubrimiento particular a modo de hito revolucionario de la neurociencia contemporánea. Si hubiera que resumir en un par de frases lo que nos han mostrado estas metodologías avanzadas, especialmente las técnicas * Cada vez va apareciendo software más sofisticado que detecta los movimientos de la cabeza y los corrige detrayéndolos de la señal. Esto ofrece un margen de libertad mayor en el diseño experimental.
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de neuroimagen, sería así: «los procesos mentales aparecen más ampliamente distribuidos por la corteza de lo que se creía, y el cerebro se involucra de forma más global y orquestada de lo que sugería el enfoque clásico». En general, cuando se analizan las activaciones cerebrales que acompañan a cualquier función o proceso, encontramos las áreas que tradicionalmente se han asociado a dicha función y además muchas otras, distintas y distantes, que también se activan de forma coordinada. Sin negar la especialización funcional de las áreas corticales, especialmente las primarias, el cerebro muestra en cada operación mental, por simple que sea, una extraordinaria unidad funcional. Pongamos dos ejemplos relacionados con el lenguaje, la facultad exclusiva de nuestra especie. Las neuroimágenes demuestran que, cuando escuchamos el lenguaje, no sólo entran en acción las áreas supuestamente especializadas en la percepción del habla, sino también las que de ordinario intervienen en la producción del habla, como el área de Broca y otras. Esto sugiere que para descodificar los sonidos del habla, el cerebro echa mano de los mismos mecanismos neurales —o parte de ellos— que emplea para generar esos sonidos. Somos buenos oyentes porque somos hablantes. «Escuchar» implica de forma solapada «hablar» internamente, lo cual viene a confirmar, o casi resucitar, una vieja teoría de los años cincuenta que nunca llegó a morir: la teoría motora de la percepción del habla. El segundo ejemplo tiene que ver con el procesamiento del significado de las palabras. Las neuroimágenes descubren que cuando escuchamos o leemos una palabra aislada sobre una pantalla, se activan en nuestra corteza las regiones que tradicionalmente se han vinculado al manejo de los significados lingüísticos, como el área de Wernicke, y además muchas otras que ocupan posiciones lejanas a ésta. Además, estas activaciones varían según las palabras y los individuos. Por otra parte, aunque las imágenes revelan la dominancia lingüística del hemisferio izquierdo, apuntan también hacia una participación del hemisferio derecho. Así, el equipo de Friedemann Pulvermüller del Medical Research Council de Cambridge ha obtenido unos resultados sorprendentes que se han replicado en diferentes estudios. Observan que cuando leemos palabras que son verbos de acción vinculados a partes del cuerpo como «pellizcar» o «coger», se activan, junto a las
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áreas del lenguaje, las zonas de la corteza motora y sensorial que corresponden a las manos del individuo. Si se lee «besar» o «silbar» se activan las áreas correspondientes a los labios o la cara. Si se lee «chutar» o «patear» —to kick, en el original—, se activan las representaciones motoras y sensoriales de los pies. Y estas activaciones «extra» de manos, caras y pies ocurren de forma automática y muy rápida, antes de los doscientos milisegundos, lo que indica que probablemente forman parte del significado de la palabra y no se trata de posprocesos de imaginería mental, más lentos.29 Otros autores han encontrado activaciones en las áreas corticales del color, mientras se lee la palabra «verde» o «rojo».30 Nosotros, en la Universitat Jaume I de Castellón, y en colaboración con Friedemann Pulvermüller desde Cambridge, hemos observado lo siguiente mediante la técnica de imágenes por resonancia funcional: cuando una persona lee palabras como «canela», «ajo» o «jazmín», se activan regiones del cerebro involucradas en la percepción de los olores reales — córtex piriforme y córtex orbitofrontal—31 (veáse Figura 8.11). ¿Qué nos intentan decir todos estos datos? Parece que la información motora y sensorial asociada al referente está entretejida con la información fonológica de la palabra y forma parte de su significado. Tal vez, y esto es especulativo, si la primera vez que escuchamos y aprendimos en la infancia la palabra «taza», nos quemamos con el chocolate caliente, es presumible que, cada vez que oímos o leemos la palabra, se activen en nuestro cerebro zonas vinculadas a la sensación de calor como parte de nuestro «significado» de taza.32 Es decir, probablemente el cerebro incorpora información de naturaleza sensorial y motora en la representación del significado de una palabra.33 Esto desbanca la vieja idea de que los significados léxicos se hallan confinados en una región muy específica de la corteza cerebral; por el contrario, éstos esFigura 8.11. Cuando se leen palabras como tarían «desparramados» o dis«canela», «ajo» o «jazmín», se activan áreas cerebrales involucradas en la percepción de tribuidos a lo largo de amplias zonas del córtex, incorporanolores reales (indicadas con flechas).
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Figura 8.12. Webs neuronales activadas al leer palabras consistentes en verbos de acción («chutar», «coger», «besar», etc.) vinculadas a distintas partes del cuerpo. Estas webs abarcarían zonas «clásicas» del lenguaje (puntos blancos), pero también otras áreas que codifican información motora y sensorial sobre las partes del cuerpo asociadas semánticamente al verbo (puntos sombreados) relacionados con el pie en el caso de chutar; con la mano, en coger; y con la cara, en besar.
do múltiples fuentes de información neural, como así parece que sucede también con los recuerdos a largo plazo. Pulvermüller sugiere que los significados de las palabras se representan en el cerebro mediante webs neuronales, o redes de miles de neuronas fuertemente interconectadas entre sí, que se «encienden» y se activan como un todo en un par de décimas de segundo. Estas webs abarcarían dos tipos de regiones: a) las zonas clásicas del lenguaje, en torno a la cisura izquierda de Silvio —zonas perisilvianas—, que codifican el contenido fonológico y articulatorio de la palabra —cómo suena y cómo se pronuncia—; y b) otras zonas lejanas y bilaterales que codifican, entre otra, información motórica y sensorial asociada como parte del significado34. En el caso concreto de los verbos de acción estas webs abarcarían áreas lingüísticas perisilvianas y áreas que representan las partes del cuerpo vinculadas a esos verbos. (véase Figura 8.12).
Hacia el futuro Tratándose del cerebro, es difícil aventurar el futuro de forma realista más allá de cinco o diez años. Desde el punto de vista metodológico, los
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avances más recientes apuntan a la combinación de técnicas existentes aplicándolas de forma simultánea en un mismo experimento, aprovechando así los puntos fuertes de cada una. Por ejemplo, el registro sincrónico de potenciales evocados e imágenes por resonancia magnética funcional sobre el mismo participante aúna la excelente resolución temporal de los primeros con la espacial de las segundas. Recientemente se está extendiendo el uso de técnicas que permiten individualizar tractos de fibras o redes de conexiones particulares dentro de la sustancia blanca. Hasta el momento se han catalogado diez grandes redes involucradas en distintos subprocesos. Una técnica que lleva unos pocos años en uso promete interesantes desarrollos en el campo aplicado; nos referimos a la estimulación magnética transcraneal, que permite la activación o desactivación temporal y no invasiva de zonas específicas del cerebro. En otro orden de cosas, son esperables a corto plazo avances significativos en muchos campos, sea en la reparación de las lesiones medulares, sea en la comunicación del cerebro con dispositivos mecánicos de control motor, como manos, brazos o piernas artificiales; y así, una larga lista de posibilidades que se atisban para los próximos años. Respecto a la comprensión profunda de este órgano y cómo su funcionamiento genera una mente consciente en el ser humano, ése es otro cantar. Como veremos a continuación, la comunidad científica se divide aquí incluso en lo más básico: si algún día seremos capaces o no de dar con una explicación cabal a ese interrogante. Suena exagerado, pero quizá nuestro nivel de comprensión del cerebro no sea mayor que el que pudiera tener un medieval, o, si se prefiere, alguien de la época victoriana, sobre un televisor con el que se tropezara en funcionamiento. Comprobaría que moviendo ciertos botones se altera la voz o la imagen, que unas partes están más calientes que otras, etcétera, pero tendría que esperar al advenimiento de la teoría electrónica de la materia para entender su funcionamiento. Tal vez ahora suceda otro tanto sobre nuestra comprensión de por qué los circuitos neurales generan experiencias conscientes y necesitemos un nuevo paradigma que lo haga posible. O quizá exageramos y la solución se halla a la vuelta de la esquina, en un par de décadas. Pero todo esto es meramente especulativo.
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ómo diablos a partir de una colonia de «bichos» puede emerger un estado mental, o incluso un «yo»? Ésta sería la pregunta del millón crudamente formulada en términos coloquiales. Podemos repetirla en un tono más académico: ¿cómo es posible que una estructura orgánica de millones de neuronas interconectadas entre sí, cuyo funcionamiento individual es relativamente simple y conocido, genere estados mentales subjetivos y una personalidad unificada? Se trata del viejo problema de la conciencia o consciencia;* de la inmemorial cuestión filosófica acerca de la relación mente-cerebro o, si se prefiere, mente-cuerpo, sobre la que se han escrito ríos de tinta, y seguirán escribiéndose. Aquí nos aproximaremos al asunto desde una perspectiva científica, lo cual obliga a parcializarlo en aspectos específicos y mejor abordables por la investigación. Pero antes, unas breves reflexiones generales. Por lo que sabemos, y creencias religiosas aparte, la mente no es una entidad flotante separable del cuerpo. La mayor parte de la comunidad científica está de acuerdo en que la mente es el producto del ce* El Diccionario panhispánico de dudas de la Real Academia Española considera que, en lo referente al sentido general de «percepción o conocimiento», los términos «consciencia» y «conciencia» son intercambiables. No así respecto a un contexto moral, no tratado aquí, donde sólo se emplea «conciencia», con sentido de «capacidad de distinguir entre el bien y el mal».
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rebro. Es decir, no acepta la dualidad cartesiana de cuerpo y mente como entes disgregables con existencias propias. En este sentido, es ilustrativo el título que el prestigioso neurocientífico contemporáneo Antonio Damasio, premio Príncipe de Asturias de 2005, escogió para uno de sus libros más célebres: El error de Descartes.1 Sin embargo, en honor a la verdad hay que decir que el rechazo al dualismo no es unánime. Algunas figuras prominentes, como el filósofo Karl Popper o el neurofisiólogo y premio Nobel John Eccles, han defendido el dualismo durante toda su vida; pero esto es la excepción. Podemos decir que mente y cerebro forman una unidad indisoluble, las dos caras de una misma moneda. Cuando el cerebro muere y se descompone, desaparece para siempre todo vestigio de conducta y comportamiento mental de esa persona o animal; eso es lo que nos dice una y otra vez la experiencia de la vida, generación tras generación, sin excepciones. Si el cerebro se lesiona, aparecen desórdenes conductuales y funcionales fácilmente comprobables. Cuando el cerebro se destruye poco a poco por una enfermedad neurodegenerativa, como el Alzheimer, la mente y la personalidad del enfermo también se van perdiendo y disolviendo en el transcurso de los meses. Así que, se mire como se mire, la mente ocurre en el cerebro, es un producto del mismo. Y el cerebro está formado aproximadamente por cien mil millones de neuronas, rodeadas y sostenidas por muchas más células gliales. Filosóficamente, el problema de la conciencia conecta con el problema de la parte y el todo y los distintos niveles de organización de la materia. ¿Hasta qué punto puedo explicar el todo desde sus partes? Una molécula de agua no está mojada, pero muchas juntas sí. ¿Puedo predecir las olas del océano a partir de la estructura molecular de H2O? Una neurona mía no sabe español, pero muchas juntas sí. El filósofo californiano John Searle concibe la mente como un producto del cerebro, pero reconoce que esto supone un problema para el sentido común. Lo expone con la perspicaz prosa que le caracteriza: Por el momento el mayor problema es éste: tenemos una cierta representación de sentido común de nosotros mismos como seres humanos que es muy difícil de casar con nuestra concepción científica global del
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El problema de la conciencia 269 mundo físico. Nos pensamos a nosotros mismos como agentes conscientes, libres, cuidadosos, racionales en un mundo del que la ciencia nos dice que consta enteramente de partículas físicas carentes de mente y de significado. Ahora bien, ¿cómo podemos conjugar esas dos concepciones? ¿Cómo, por ejemplo, puede ser el caso de que «el mundo no contenga otra cosa que partículas físicas inconscientes y que, con todo, contenga también conciencia»? ¿Cómo puede un universo mecánico contener seres humanos intencionales —esto es, seres humanos que pueden representarse el mundo a sí mismos?—. ¿Cómo, para decirlo brevemente, «puede un mundo esencialmente carente de significado contener significados»?2 (Las cursivas son nuestras.)
Explicar la conciencia es el problema más complicado que la ciencia pueda tener sobre la mesa. Hasta hace unas décadas ni siquiera era considerada una cuestión abordable. Para ilustrar su complejidad, Eric Kandel toma como ejemplo la trayectoria vital de otro Nobel, Francis Crick (1916-2004), descubridor de la estructura de doble hélice del ADN junto a James Watson, y, en su opinión, «el biólogo más inspirado y de mayor influencia de la segunda mitad del siglo xx». En su capítulo dedicado a la conciencia, Kandel refiere: Cuando [Crick] dio sus primeros pasos en la biología, terminada apenas la segunda guerra mundial, se pensaba que la ciencia no estaba en condiciones de responder [a] dos grandes interrogantes; el primero: ¿qué distingue el mundo viviente del que no lo es? El segundo, ¿cuál es la naturaleza biológica de la conciencia? Crick decidió abordar primero la cuestión más sencilla, cómo distinguir la materia inanimada de la viviente, y se puso a investigar la estructura del gen ... En el curso de las dos décadas siguientes, Crick contribuyó a desentrañar el código genético. ... En 1976, a la edad de sesenta años [después de haber recibido el premio Nobel en 1962], Crick se consagró al otro misterio: la índole biológica de la conciencia. Se dedicó a esta cuestión durante el resto de su vida, en colaboración con Christof Koch, joven especializado en neurociencia computacional. Crick puso su inteligencia y su optimismo característicos al servicio de la nueva investigación ... No obstante, pese a treinta años de esfuerzos ininterrumpidos, sus avances fueron muy modestos.3
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El problema de la conciencia tiene, a nuestro juicio, dos formulaciones. A) Una más amplia que abarcaría al conjunto de los animales: ¿cómo puede ser que un sistema biológico, una maquinaria orgánica, sienta algo? B) La segunda es más restringida, probablemente circunscrita al Homo sapiens, y supone «el más difícil todavía»: ¿cómo puede ser que un sistema biológico piense, tenga un yo y construya un concepto de sí mismo y de los demás? Detengámonos un poco en la primera formulación y pasemos revista a algunas propiedades de los estados mentales, entendidos en su sentido amplio.4 Salvo unos pocos autores, nadie duda de que un animal sea capaz de sentir dolor y otros estados mentales subjetivos. A juzgar por las reacciones visibles del perro al que pisamos una pata involuntariamente, así como por sus respuestas fisiológicas medibles con aparatos —ritmo cardíaco, presión arterial, dilatación pupilar, contracción muscular, etcétera—, hemos de concluir que si no siente dolor lo disimula admirablemente: habría que darle un Oscar a la mejor interpretación del mundo. Recordemos las salvajadas perpetradas en los siglos xvi y xvii por el padre Malebranche a toda clase de animales ya que, en su opinión, al carecer éstos de alma son máquinas incapaces de experimentar verdaderas emociones, «comen sin placer, lloran sin dolor» y sus aullidos y otras muestras de sufrimiento son pura apariencia. Prácticamente nadie defendería ahora esta descabellada hipótesis. Pero, estiremos la cuerda, ¿siente dolor una mosca, tal como lo entendemos nosotros? ¿Y una bacteria? Pasemos de las sensaciones a otra característica de la mente, la «intencionalidad». Es difícil negar la «intención» de cazar al león que persigue con ahínco a una gacela, y a ésta la intención de huir. Probablemente, a la cucaracha que escapa apresurada de nuestra sombra habrá que concederle cierta «intención» de alejarse del peligro. Y una lombriz de tierra, ¿tiene realmente «intención»? ¿Y un coral? ¡Ojo!, no hablamos en sentido metafórico, como lo hacemos al referirnos al «comportamiento» de un huracán o un terremoto, sino en el sentido estricto y literal del término psicológico; es decir, una propiedad de ciertos sistemas nerviosos. Pasemos a otra característica de la mente, la «subjetividad» de los estados mentales. Éstos pertenecen sólo a un sujeto, a su dueño, y son intransferibles. Yo puedo sentir mis dolores y tú no puedes. Tú puedes
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sentir tu alegría, pero yo no. El dolor que siente mi mascota herida es sólo suyo, y no es mi dolor o el dolor de la mascota del vecino. Por último, una propiedad de los estados mentales es la «causación mental». La mente es algo sutil e inaprensible pero tiene consecuencias en el mundo físico, causa movimientos y transformaciones en el ciego universo de las partículas físicas. Nos movemos, los animales se mueven siguiendo sus «deseos» e intenciones. Como dice Searle: Yo decido, por ejemplo, levantar mi brazo y —he aquí— mi brazo se levanta. Pero si nuestros pensamientos y sensaciones son verdaderamente mentales, ¿cómo pueden afectar a algo físico? ¿Cómo puede algo mental tener una influencia física? ¿Se supone que pensamos que nuestros pensamientos y sensaciones pueden producir de algún modo efectos químicos sobre nuestros cerebros y el resto de nuestro sistema nervioso? ¿Cómo podría ocurrir tal cosa? ¿Se supone que pensamos que los pensamientos pueden enroscarse alrededor de los axones o sacudir las dendritas, o colarse dentro de la membrana celular y atacar el núcleo de la célula?5 (La cursiva es nuestra.)
En fin, si la primera formulación de la conciencia, que es amplia e incluye a los animales, es un tema «calentito» de difícil explicación —repetimos, cómo un sistema biológico puede sentir, desear, tener voluntad, etc.—, no digamos la formulación más restringida. ¿Cómo un sistema biológico meramente físico, hecho de moléculas y proteínas, puede pensar? ¿Cómo un sistema biológico puede crear una representación mental de sí y de los demás, y expresarlo mediante palabras? Sin querer, hemos llegado a los dos rasgos esenciales que, según Descartes, distinguirían al humano del bruto: la razón y el lenguaje. En todo caso, los aspectos científicos de esta segunda formulación los abordamos en los apartados siguientes.
Los problemas «fáciles» y el problema «duro» de la conciencia El filósofo australiano David Chalmers establece una distinción que, creemos, tiene calado teórico:
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272 Breve historia del cerebro Los investigadores usan la palabra «conciencia» de muchas formas diferentes. Para aclarar la cuestión, tenemos que separar primero los problemas que con frecuencia se cobijan bajo ese nombre. A tal fin, importa distinguir entre los «problemas fáciles» y el «problema duro» de la conciencia. Los problemas fáciles no son en absoluto triviales —encierran la complejidad propia de los problemas de la psicología y la biología—, pero el misterio central radica en el problema duro.6
Entre los problemas fáciles de la conciencia cuentan algunos como los siguientes. Uno importante sería el hallazgo de los correlatos neuronales de la conciencia, es decir, los procesos del cerebro más directamente vinculados a la experiencia consciente. Una forma de abordarlo podría ser identificar, mediante las técnicas de neuroimagen actuales u otras nuevas que puedan surgir, qué áreas cerebrales se activan mientras llevo a cabo una tarea conscientemente en comparación a cuando la realizo de forma automática e inconsciente. Muchos otros problemas pueden considerarse «fáciles», en la medida en que se vislumbra el camino que llevaría a su resolución en un futuro más o menos remoto. Chalmers enumera algunos: ¿cómo discierne el sujeto entre un estímulo sensorial y otro? ¿Cómo integra el cerebro toda la información procedente de fuentes dispares? ¿Cómo puede un individuo verbalizar sus estados mentales internos? ¿Qué diferencia hay entre la vigilia y el sueño? Estos y otros problemas tienen en común que se refieren, según Chalmers, a «cómo se realiza una función cognoscitiva o del comportamiento ... En cuanto la neurobiología especifica un mecanismo neuronal apropiado que muestra cómo se efectúan las funciones, los problemas se resuelven».7 Pero el problema duro es distinto y mucho más difícil de roer. Tiene que ver con lo que apuntaba Searle al principio del capítulo. ¿Cómo los procesos físicos del cerebro dan lugar a la conciencia? Incluso si cada función cognitiva o emocional fuera explicada con precisión en términos de circuitos cerebrales quedaría en pie un enigma: ¿por qué la actividad de esos circuitos o esos procesos neurales va acompañada de la experiencia consciente?8 Para entenderlo mejor suele citarse un experimento mental propuesto por el filósofo australiano Frank Jackson, conocido como la habitación de Mary:
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El problema de la conciencia 273 Mary es una científica brillante que, por alguna razón, se ha visto obligada [toda su vida] a investigar el mundo desde una habitación blanca y negra a través de un televisor en blanco y negro. Se ha especializado en la neurofisiología de la visión y ha adquirido, supongamos, toda la información física que hay que saber sobre lo que sucede cuando vemos tomates maduros o el cielo, y usa términos como «rojo», «azul», y así. Ella descubre, por ejemplo, qué combinaciones de longitudes de onda del cielo estimula la retina ... y resulta en la pronunciación de la frase «el cielo es azul» ... ¿Qué ocurrirá cuando Mary sea liberada de su habitación en blanco y negro, o se le dé un televisor en color? ¿Aprenderá algo o no? Parece obvio que aprenderá algo sobre el mundo y nuestra experiencia visual del mismo. Pero entonces es innegable que su conocimiento previo era incompleto. Aunque ella tenía toda la información física.9
Esto conecta con el concepto de «qualia», palabreja muy empleada en la filosofía de la mente referida a la cualidad subjetiva de nuestras experiencias mentales: la rojez del rojo, lo doloroso del dolor, el dulzor del azúcar, el sabor del vino, etcétera. El filósofo Daniel Dennett entiende, con razón, que qualia «es un término poco familiar para algo que no podría ser más familiar para nosotros: los modos como nos parecen las cosas».10 Existen diferentes longitudes de ondas de la luz, pero ¿existen los colores sin los ojos? Los qualia son privados e intransferibles. ¿Cómo explicarías el color rojo a una persona ciega de nacimiento? Resolver el problema duro consistiría precisamente en ser capaz de explicar cómo se pasa de los circuitos neurales a los qualia. Y hay que reconocer que en esta cuestión, pese a nuestro conocimiento actual sobre el funcionamiento del cerebro, seguimos tan despistados como nuestros tatarabuelos. Incluso la comunidad científica se divide entre quienes creen que jamás podrá resolverse el problema duro de la conciencia, porque escapa a la lógica y posibilidades de la ciencia, basada en el mundo físico, y quienes esperan que antes o después ésta pueda comprenderla. Para los primeros, conocidos como mistéricos, tal problema no es en realidad un problema, sino un misterio inabordable. En los segundos se coloca Damasio cuando declara que «sería absurdo predecir qué se va o no se va a descubrir. Sin embargo, creo que podemos arriesgar-
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nos a decir que para el año 2050 tendremos suficiente conocimiento de los fenómenos biológicos para suprimir el dualismo tradicional entre cuerpo y cerebro, cuerpo y mente, cerebro y mente».11 Entre ambos grupos se sitúan los agnósticos que prefieren no pronunciarse sobre la cuestión. Se han propuesto algunas explicaciones para la conciencia que, hoy por hoy, no pasan de ser conjeturas. Por ejemplo, Crick y Koch sostienen que la conciencia podría surgir de ciertas oscilaciones de la corteza cerebral, cuando las neuronas tienden a sincronizarse al disparar unas cuarenta veces por segundo, o cuarenta hertzios. Pero aunque fuera así, en cuyo caso describiría el cómo, dejaría sin respuesta al hecho de por qué esa sincronización genera una conciencia. Sir Roger Penrose, el prestigioso físico y matemático de Oxford, cuyas brillantes contribuciones a la teoría de la relatividad general y la cosmología están fuera de toda duda, plantea, junto al estadounidense Stuart Hameroff, que la conciencia emergería como resultado de procesos de naturaleza cuántica que tienen lugar en el interior de unos microtúbulos o estructuras proteínicas del interior de las neuronas. Quién sabe... quizá el futuro les dé la razón, pero, de nuevo, por ahora es meramente especulativo. Las páginas siguientes las dedicaremos a aspectos más parciales de la conciencia, examinados desde un punto de vista científico más que filosófico. Es decir, nos centraremos en los problemas «fáciles», en la terminología de Chalmers.
Correlatos neurales de la conciencia Los ordenadores tienen en su interior un director de orquesta, un verdadero «cerebro» dentro del cerebro electrónico: el microprocesador —por ejemplo, Pentium—. De todos los componentes, el microprocesador es el centro ejecutivo, el estado mayor que dirige las operaciones de la máquina. Es el que hace y deshace, recibe y manda información desde o hacia los registros de memoria, y quien realmente maneja los contenidos simbólicos o numéricos a través del código digital de unos y ceros, o, más exactamente, de circuitos encendidos y apaga-
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dos. Cuando el microprocesador falla, todo el sistema falla; una avería suya, aunque mínima, paraliza a todo el conjunto. Si el cerebro tuviera una estructura equivalente, un «microprocesador» natural, éste sería el candidato ideal para ser considerado la sede de la conciencia. Pero los cerebros no tienen tal componente porque su principio de funcionamiento es otro al de las computadoras. Éstas se basan en el procesamiento serial, en el que cualquier tarea es desmenuzada en multitud de pasos simples llevados a cabo uno tras de otro por el ejecutor central, eso sí, a una velocidad vertiginosa. Por el contrario, el procesamiento del cerebro es paralelo, el trabajo se «reparte», se distribuye entre millones de circuitos neurales que actúan de forma simultánea. Y aunque el cableado orgánico sea más lento que el electrónico, es ese paralelismo masivo el que le confiere su extraordinaria potencia. Esas dos formas de procesar la información, serial y paralela, hace que máquinas y cerebros tengan distintos puntos fuertes y débiles. Cualquier tarea descomponible en pasos secuenciales, como una operación aritmética, será efectuada mucho más rápida y eficientemente por un computador. Pero la capacidad de obtener patrones invariables a partir de entradas muy diversas, la operación de extraer, o «abstraer», lo que hay de común en múltiples estímulos cambiantes es ideal para una arquitectura paralela, y con ella tropezó la naturaleza en su camino evolutivo. Por eso los cerebros son mucho mejores en reconocer formas, objetos, escenarios, rostros, letras, palabras..., generar conceptos en definitiva. Es éste el tipo de procesamiento paralelo y distribuido que realizamos todos los días, segundo a segundo; mientras que resolver una simple multiplicación o una raíz cuadrada puede suponernos una proeza mental. Cuando conseguimos que una máquina se acerque mínimamente a algunas de nuestras funciones, como reconocer la escritura manual, identificar palabras habladas o siluetas de barcos en una pantalla, es porque diseñamos programas que emulan el funcionamiento paralelo del cerebro: las llamadas RNA o redes neuronales artificiales. En fin, esta digresión es para dejar sentado que los cerebros, por la propia lógica de su actividad paralela y masiva, carecen del equivalente a un microprocesador central que dirija el conjunto de sus operaciones, lo que le situaría como el primer lugar donde buscar los corre-
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latos neurales de la conciencia. Ésta no surge de ninguna estructura específica y fija del cerebro, sino más bien de redes distribuidas de circuitos nerviosos.12 Los correlatos de la conciencia serían las estructuras cerebrales o los patrones de actividad neural que podrían guardar relación con la experiencia consciente. Muchos autores distinguen entre las bases neurales del nivel general de la conciencia y las bases neurales de los contenidos conscientes particulares. Nivel general de la conciencia Antes que nada debemos precisar que detectar una correlación entre dos elementos o variables no quiere decir que exista una relación de causa-efecto entre ellos. Es el problema general de las correlaciones, que por sí solas no indican qué es primero, si el huevo o la gallina. Por ejemplo, en una población de todas las edades hay una correlación entre el tamaño de la nariz y el de la inteligencia, pero no hay ninguna relación de causa-efecto entre las dos variables;* lo que sucede es que hay una tercera variable —edad— que actúa por detrás sobre ambas a la vez. En nuestro caso, si nos despertamos de un sueño y al mismo tiempo cambian nuestras ondas electroencefalográficas (EEG) hay una correlación entre el EEG y el estado despierto, pero ¿cuál es la causa y cuál la consecuencia? ¿Los cambios en la actividad de las ondas cerebrales causan el despertar, o es a la inversa? ¿O ambos obedecen a un tercer factor que no conocemos? Cuando caes dormido, el nivel general de conciencia decrece paulatinamente hasta un punto en el que pareces virtualmente inconsciente. El sueño es un lugar común, una demostración diaria de que la conciencia puede cambiar dramáticamente.13 De hecho, durante las primeras fases de ondas lentas, en las que no existen los sueños oníricos * Sólo puede demostrarse una relación causa-efecto cuando la manipulación experimental de una variable (que actúa como VI o variable independiente) da lugar a un cambio en la otra variable (que actúa como VD o variable dependiente). En nuestro ejemplo, un tanto rebuscado, se demostraría si una operación de cirugía estética que alargara o acortara la nariz resultara en un aumento o disminución de la inteligencia, lo que, afortunadamente, no sucede.
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—fase no REM—, son los únicos momentos de la vida adulta durante los cuales un humano sano puede decir que no experimenta nada en absoluto.14 Parece que los cambios neurales que ocurren en el paso de la conciencia al sueño tienen lugar fundamentalmente en las redes corticotalámicas que conectan masivamente a la corteza cerebral con el tálamo. El tálamo es una estructura voluminosa situada en el centro del cerebro, por debajo de la corteza, y formada por un conglomerado de núcleos* que sirven de estaciones de relevo a la información sensorial que viene desde los sentidos, en su camino hacia el córtex. El tálamo proyecta millones de conexiones a la corteza como si fueran los radios de la rueda de una bicicleta. También recibe conexiones desde ella. Cuando hacen aparición los sueños, se entra en lo que se conoce desde los años cincuenta como fase REM (Rapid Eye Movements) o de movimientos rápidos de los ojos. Estamos entonces en otro estado de conciencia que se acompaña de cambios rápidos en las ondas EEG. También se le llama sueño paradójico porque se da la circunstancia de que una actividad cerebral más intensa coincide con un relajamiento muscular del cuerpo. En el laboratorio, si se despierta a un durmiente que comienza a mostrar estos movimientos oculares generalmente informa de que está soñando. Además, parece que estos movimientos coinciden en parte con la actividad del sueño. Por ejemplo, si el participante sueña que está mirando un partido de tenis es muy probable que sus ojos se muevan en dirección horizontal, a izquierda y derecha. Pero esta afirmación hay que matizarla porque las personas ciegas de nacimiento también mueven los ojos mientras sueñan.15 A lo largo de una noche las personas pasan por varios períodos REM que suman alrededor del 20 por 100 del tiempo total. Hay varias teorías acerca del papel biológico que cumplen los sueños, lo que significa que, a día de hoy, no lo sabemos con certeza. Los momentos REM son fácilmente observables en nuestras mascotas, como perros y gatos; pero si es una iguana, olvidémonos de ello, porque los reptiles no muestran signos de actividad onírica. Lesiones apropiadas en gatos, * Uno de ellos es el NGL, o núcleo geniculado lateral, que es la estación de relevo de las vías visuales, y que ya vimos a propósito de los trabajos de Hubel y Wiesel.
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en una zona del cerebro que inhibe los movimientos durante los sueños, permiten que el animal exprese con movimientos reales las actividades que lleva a cabo en los sueños. El francés Michel Jouvet observó así que los gatos sueñan que realizan conductas de exploración, de acecho y ataque a presas.16 Algunos autores se han preguntado si los sueños podrían suponer en los mamíferos una dosis extra de entrenamiento en comportamientos que son cruciales para la supervivencia. En otras palabras, podrían reflejar un aspecto fundamental del mecanismo de memorización de los animales.17 Pero, de nuevo, es especulativo porque las conductas observadas bien podrían ser meros «subproductos» de la actividad cerebral, sin ninguna función especial. Dicho esto sobre el sueño, la anestesia general es la manipulación exógena más común del nivel de conciencia. Los anestésicos son de dos tipos, inyecciones intravenosas e inhalantes, y en ambos la transición a la inconsciencia suele ser relativamente brusca, lo que sugiere que los procesos neurales que sostienen a la conciencia cambian de una forma no lineal. En las células, los anestésicos tienen un efecto global de reducción de la excitabilidad nerviosa, bien aumentando la inhibición o disminuyendo la activación. Muchos anestésicos acrecientan la acción inhibitoria del neurotransmisor GABA o interfieren sobre la excitatoria del glutamato y otros neurotransmisores.18 Desde el punto de vista macroscópico, las neuroimágenes muestran que los efectos más consistentes durante el momento crítico de la pérdida de conciencia se relacionan con una disminución de la actividad del tálamo, dentro de un contexto de descenso general del metabolismo (30-60 por 100) en muchas regiones cerebrales.19 En resumen, sólo somos conscientes de aquello que supone actividad en el córtex, pero para ello tienen que entrar en funcionamiento otras partes cerebrales que están por debajo de él, activándolo. Tanto en los fenómenos de sueño natural como en la anestesia inducida, desempeña un papel clave una estructura que recorre verticalmente en forma de red el tronco cerebral hasta el tálamo: el llamado sistema reticular activador ascendente (SRAA). Formado por un conjunto de núcleos conectados entre sí, suministra activación general a todo el sistema potenciando la actividad de las conexiones entre tálamo y corteza cerebral. Cuando vamos cayendo en el sueño, el SRAA agota su
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actividad y hace que el tálamo disminuya el ritmo de sus impulsos hacia la corteza hasta perder la conciencia, es decir, quedar dormidos. El SRAA puede ser intoxicado y paralizado por desechos metabólicos, como sucede en el coma hiperglucémico. Contenidos de la conciencia La parte más interesante de la experimentación sobre la conciencia no es tanto la que tiene que ver con el nivel general de ésta, como la búsqueda de los correlatos neurales que acompañan a experiencias conscientes particulares. Con diferencia, el campo de pruebas favorito para obtener nuevos datos, más allá de las reflexiones filosóficas, es el de la conciencia visual. Esto por varios motivos; en primer lugar porque, gracias a los geniales trabajos del tándem Hubel-Wiesel y quienes les siguieron, sabemos más del procesamiento visual que de cualquier otro sistema perceptivo. En segundo lugar, tratándose el humano de un mamífero eminentemente visual, la visión constituye, en palabras de Logothetis,20 una verdadera «ventana a la conciencia». Ver significa ser capaz de pecibir el mundo y las cosas que tenemos delante. Para este fin no basta con captar información visual de diferentes longitudes de onda, sino que nuestro cerebro ha de invocar experiencias anteriores que encajen con la información de entrada, activando representaciones que tenemos almacenadas en nuestra memoria. Sólo de este modo podemos interpretar la información en términos de objetos significativos en un mundo tridimensional. En este proceso el cerebro siempre aporta mucha información que no está presente en el propio estímulo. Un ejemplo, propuesto por Crick y Koch, nos ayuda e entenderlo. Si miramos a una persona que nos da la espalda, podemos ver su cogote, pero no su rostro. Sin embargo, inmediatamente lo inferimos con toda naturalidad y asumimos, sin haberlo visto, que delante hay un rostro, porque si la persona en cuestión se volviese y resultara que no tiene rostro nos llevaríamos un buen susto.21 En todo este tipo de procesos desempeñan un papel importante la atención y la memoria. En el estudio de la conciencia visual, el paradigma experimental típico es el denominado de rivalidad binocular. Consiste en la presen-
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tación simultánea de dos imágenes distintas, una a cada ojo. Lo que sucede es que, en lugar de que ambas imágenes se solapen y se mezclen en la conciencia del sujeto, éste ve primero una imagen completa, luego la otra, en una secuencia alternante. Por ejemplo, si se presenta a un ojo un conjunto de líneas paralelas verticales, y al otro ojo líneas paralelas horizontales, lo que se percibe no es una mezcla componiendo una cuadrícula, sino que en un momento se ven las líneas en una orientación, y poco después en la otra, y viceversa, entablándose una rivalidad competitiva entre ambas imágenes. Es decir, el cerebro de una persona sometida a esta situación toma primero conciencia de una percepción visual y después de la otra. Gracias a los trabajos de Logothetis y su equipo, podemos decir que los primates superiores también experimentan este fenómeno. En un estudio ya clásico, entrenaron previamente a macacos Rhesus a tirar de una palanca ante una imagen determinada, y de otra palanca ante una imagen distinta. Una vez aprendida y consolidada esta conducta, les presentaron ambas imágenes en situación de rivalidad binocular. A juzgar por sus respuestas, el animal percibía cada imagen por separado de forma alternante, al igual que los humanos. De esta forma, aunque el mono no puede hablar, «informa» a través de la palanca qué imagen percibe en cada momento. Esto es una buena noticia para el experimentador porque le deja las manos libres para usar una técnica extraordinariamente reveladora, pero tan invasiva que no es posible aplicarla en humanos: el registro de neuronas individuales y localizar cuáles modifican sus disparos al tiempo que cambia el contenido de la conciencia visual. Así, el patrón de estímulo A podría provocar actividad en una neurona, mientras que el patrón B no la provocaría. La idea es descubrir si los estados de conciencia pueden obedecer a la activación de ciertas zonas del cerebro o de grupos de neuronas especiales, cuya actividad represente la experiencia consciente del sujeto.22 Si volvemos a los trabajos de Hubel y Wiesel, recordaremos que los impulsos procedentes de las retinas llegan a la corteza visual primaria, o área V1, y desde aquí se transfieren a otras áreas de funcionamiento más complejo a través de un sistema jerarquizado del que aún conocemos poco. Parece que existe una división del trabajo en zonas especializadas en procesar atributos particulares de la información vi-
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sual, como el color, el movimiento, ciertos grupos de líneas, etcétera. Los primeros registros sobre la corteza V1 indicaron que la activación de sus neuronas era necesaria para la experiencia visual, pero no daban lugar, por sí mismas, a la conciencia visual, del mismo modo que la actividad de la retina es necesaria para poder ver, pero nadie piensa que en ella resida la base de la conciencia visual. Sin embargo, más allá de esta primera etapa V1, se están encontrando otras regiones cerebrales más estrechamente relacionadas con la experiencia visual consciente. Recientes investigaciones con neuroimágenes en humanos indican que la actividad de ciertas zonas del córtex parietal y prefrontal podrían estar asociadas con la conciencia visual, porque su actividad muestra cambios que tienden a coincidir con las fluctuaciones de las imágenes en los experimentos de rivalidad binocular.23 Su amplia localización nos da una idea de cuán distribuidas pueden estar en el cerebro las bases neurales de la vivencia consciente. En los próximos años se abren interrogantes para ser contestados desde este paradigma de la rivalidad binocular. Por ejemplo, ¿es la conciencia una función de la intensidad de la actividad neuronal en estas áreas, o está más relacionada con el timing de esa actividad, en forma de sincronización de los disparos celulares, como sugieren algunos autores? ¿Corresponden los correlatos de la conciencia a la actividad de sólo una fracción de la población neuronal dentro de esas áreas? Y de ser así, ¿qué características particulares presentan esas neuronas?24 Un experimento casero que ilustra perfectamente el fenómeno de la conciencia visual en la rivalidad binocular es la llamada prueba del «gato Cheshire» de Duensing y Miller.25 Como es sabido, el gato Cheshire es un personaje del cuento Alicia en el país de las maravillas que tiene la facultad de aparecer y desaparecer a voluntad; Figura 9.1. Lugares de la corteza activaademás puede desaparecer gra- dos en distintos estudios sobre conciencia dualmente hasta que no queda visual.
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más que su amplia sonrisa flotando en el aire. Algo parecido puede ocurrir en esta prueba. Para llevarla a cabo necesitamos un espejo que interponemos oblicuamente entre los ojos, dividiendo nuestro campo visual (véase Figura 9.2). Colocándolo adecuadamente, podemos ver por un ojo el objeto que tenemos delante, por ejemplo una persona, un gato, un jarrón... o cualquier otra cosa; y por el otro ojo, el reflejo de la pared sobre el espejo. Si, mientras miramos ambas imágenes a la vez, agitamos una mano de forFigura 9.2 Experimento de rivalidad ma que su imagen aparezca reflejabinocular utilizando un espejo. da en el espejo, inmediatamente perdemos la visión de la cara de la persona, o el objeto en cuestión, porque la experiencia visual del movimiento se impone sobre la imagen fija. Lo curioso es que si hemos fijado previamente nuestra atención en un rasgo particular del rostro, por ejemplo la boca o los ojos, este rasgo permanece visible aunque el resto desaparezca de nuestra vista. Se trata de un efecto de alto nivel claramente relacionado con nuestra conciencia visual.
Conciencia de uno mismo Entender la emergencia de un «yo» a partir de un cerebro físico es un colosal desafío para la ciencia contemporánea, probablemente el más difícil de todos, junto a los grandes enigmas de la biología y la física. Los seres humanos somos conscientes de nosotros mismos. Sabemos que existimos, que ocupamos un lugar y un tiempo concreto. ¿Son los animales también conscientes de sí mismos? En 1970 el psicólogo norteamericano Gordon Gallup Jr. propuso una demostración que, a su juicio, sería determinante para averiguar este extremo: la
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prueba del espejo. Si un animal daba muestras de reconocerse a sí mismo al verse en un espejo sería una evidencia de que dicho animal tenía autoconciencia. He aquí las impresiones del propio Gallup ante esta prueba: Yo solía decirles a mis alumnos que nunca nadie había oído, visto, saboreado ni tocado una mente y que tampoco había forma de que yo pudiera experimentar sus sensaciones; mucho menos las de una especie distinta a la nuestra. Así que, aunque existieran mentes, se situaban fuera de los dominios de la ciencia. Desde entonces he cambiado de opinión. Hace unos cuantos años que comencé a estudiar si los primates podían reconocerse a sí mismos en un espejo. La mayoría de los animales reacciona ante sus imágenes como si se les hubiera puesto frente a un animal diferente.26
Sin embargo, Gallup encontró que los chimpancés y los orangutanes eran una excepción y aprendían que el reflejo especular era una representación de ellos mismos. Para Gallup, estos animales «son criaturas conscientes de su propia existencia y que pueden convertirse en objeto de su propia atención». No obstante, chimpancés y orangutanes son animales socialmente interactivos y enseguida reaccionan ante la imagen del espejo, ¿cómo distinguir si se reconocen a sí mismos o creen estar ante otro congénere? Gallup ideó un sistema que desde entonces se ha utilizado por laboratorios de todo el mundo: anestesió al animal y le pintó una mancha de pintura roja en la frente. Cuando se despertó, y una vez familiarizado con el espejo, el chimpancé comenzó a utilizar su imagen para guiar los dedos hacia la pintura y tocarla, oliendo después sus dedos, en muchos casos. Evidentemente, sabía que la imagen reflejada no era otro chimpancé, sino él mismo. Se han hecho pruebas con un gran número de animales distintos, pero sin éxito. Por más que se ha ensayado en otras especies de monos los resultados salen negativos. Por ejemplo, con los macacos: Susan D. Suárez y yo [Gordon Gallup] tuvimos una pareja de macacos que se habían criado juntos en la misma jaula, continuamente expuestos
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Parece que, a todas luces, el cerebro de un macaco no está preparado para desarrollar un concepto de sí mismo. Los datos registrados con los gorilas son problemáticos porque ellos evitan mirar a los ojos de otro igual. En general la prueba del espejo ha resultado infructuosa, pero se habla de un caso individual —concretamente una hembra conocida como Koko— que dio muestras de autorreconocimiento. Hasta hace muy poco se pensaba que sólo estos primates superiores, junto al ser humano, eran las únicas especies capaces de superar la prueba del espejo. Desde luego, no nuestras mascotas más queridas, como perros o gatos, por no hablar de hámsteres u otros mamíferos menos evolucionados. Sin embargo, en 2001 los investigadores Diana Reis y Lori Marino presentaron pruebas de que los delfines también se reconocían a sí mismos frente al espejo, en una muestra de intrigante convergencia con los grandes simios y humanos.28 Más recientemente, en 2006, se ha observado que los elefantes también pueden superar el test. Hay que decir que no todos los psicólogos consideran la prueba del espejo demostrativa de que un animal tiene conciencia de sí mismo, y hay cierto debate en torno a esta cuestión. Es evidente que los humanos son la especie que más claramente se autorreconoce frente a un espejo. Pero ¿a partir de qué edad? De acuerdo con las primeras observaciones de Beulah Amsterdam en 1972,29 ocurre lo siguiente. Entre los seis y doce meses de edad, los bebés reaccionan ante su imagen especular como si se tratara de otro bebé: sonríen, vocalizan, y exhiben conductas sociales de aproximación. Estas conductas tienden a persistir al entrar en el segundo año de vida, a las que se añaden reacciones de timidez y evitación. Hacia los dieciocho meses aparecen las primeras muestras de autorreconocimiento y algunos infantes comienzan a valerse de su reflejo para investigar la marca en la nariz que el experimentador le ha colocado inadvertidamente —no hace falta emplear anestesia con bebés—. A los dos años de edad, esta exploración la realizan ya la mayoría de los niños, señal de que se reconocen a sí mismos.
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Ahora bien, ¿cómo un cerebro es capaz de construir un concepto de sí mismo? Creemos que una de las explicaciones más atinadas es la que propone Antonio Damasio. Según el neuropsicólogo estadounidense, la clave está en la capacidad del cerebro para representar su entorno a partir de la información entrante. En sus palabras: Las células del riñón o hígado llevan a cabo su función y no representan a ninguna otra célula o función. Pero la células cerebrales, de cualquier nivel del sistema nervioso, representan entidades o acontecimientos que puedan darse en cualquier parte del organismo. Las células del cerebro se han diseñado para operar sobre otras cosas y otros quehaceres. Nacieron para ser cartógrafos de la geografía de un organismo y de los sucesos que acontecen en esa geografía.30
Es decir, el cerebro es un dispositivo que ha emergido a lo largo de millones de años de evolución para generar representaciones del medio que le rodea. Y en ese entorno representado, hay, por así decirlo, un subentorno, muy especial, siempre presente, el del propio organismo. Aquí residiría la semilla del yo: Para mí [Damasio], el fundamento biológico del sentido del yo se halla en los mecanismos cerebrales que representan, instante a instante, la continuidad del mismo organismo ... El cerebro utiliza sus estructuras de representación del organismo y de los objetos externos para crear una nueva representación de segundo orden.31 (La cursiva es nuestra.)
Conciencia de la mente del otro ¿Cómo podría averiguar si mi hijo de cuatro años es consciente de que los demás tienen una mente como él? La prueba del algodón es el célebre test de Sally y Anne. Veamos la Figura 9.3 para entenderlo. Se van presentando las láminas, mientras se dice: 1) Ésta es Sally y ésta es Anne. 2) Sally guarda una pelota en la cesta. 3) Luego Sally se va y Anne se queda sola. 4) Entonces Anne cambia la pelota de sitio y la esconde en la caja. 5) Luego vuelve Sally y quiere coger la pelota.
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¿Dónde la buscará?, ésta es la pregunta clave. Si el niño es capaz de representarse la mente de Sally y su estado de conocimiento, dirá que Sally buscará la pelota en la cesta, que es donde la guardó y donde ella cree que está. Por el contrario, si el niño sólo tiene en cuenta su propio estado de conocimiento y no es consciente de la mente del otro, responderá que Sally buscará la pelota en la caja. Éste es un test internacionalmente reconocido diseñado en 1983 desde la Universidad de Salzburgo, en Austria, por los profesores Wimmer y Perner.32 También puede aplicarse mediante marionetas. Para superarlo se requiere una edad mental de cuatro años; la mayoría de los niños de tres años fracasa porque aún no ha desarrollado de forma plena una conciencia sobre la mente del otro.
This is Sally
This is Anne
Sally puts her ball in the basket
Sally goes away
Anne moves the ball to her box
Where will Sally look for her ball
Figura 9.3 Test de Sally y Anne.
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Los niños autistas, aunque sean inteligentes, tienen grandes dificultades con este test y no lo superan. De hecho es una de las principales pruebas diagnósticas. El autismo es un trastorno grave de origen biológico, cuyas causas aún no se conocen. Afortunadamente es raro y sólo afecta a uno o dos de cada mil niños. El principal problema reside en la comunicación verbal y no verbal con los demás. Muchos autores creen que el núcleo del fallo autista radica en la incapacidad del cerebro para procesar un tipo especial de información del entorno: aquella que procede de unos objetos muy particulares, nuestros semejantes; es decir, la información social. El bebé autista se muestra indiferente ante la sonrisa de su madre, no le dice nada. No asocia sonrisa con alegría o placer en el otro. Ni una cara afligida con tristeza. En él no se disparan los mecanismos automáticos de nuestra especie que conducen a inferir un estado mental interno en el otro. En 1985, uno de los máximos expertos en autismo, el profesor de Cambridge Simon Baron-Cohen, publicó, junto con Alan Leslie y Utah Frith, un artículo con un título revelador: «¿Tienen los niños autistas una “teoría de la mente”?».33 Desde entonces, este trabajo se ha convertido en un elemento de referencia para muchos de los estudios realizados sobre el autismo. El concepto de «teoría de la mente» proviene del campo de la cognición animal, a partir de los trabajos pioneros de David Premack y Guy Woodruff al intentar demostrar que los chimpancés podían comprender la mente humana. Estos autores publicaron en 1978 su célebre artículo «¿Tienen los chimpancés una teoría de la mente?»,34 y desde entonces se acuñó el término en el ámbito científico. Lo definieron así: Al decir que un sujeto tiene una teoría de la mente, queremos decir que el sujeto atribuye estados mentales a sí mismo y a los demás ... Un sistema de inferencias de este tipo se considera, en sentido estricto, una teoría, en primer lugar porque tales estados no son directamente observables, y en segundo lugar, porque el sistema puede usarse para hacer predicciones, de forma específica, acerca del comportamiento de otros organismos.35
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En uno de los experimentos más conocidos, Premack y Woodruff pasaron un vídeo a un chimpancé en el que se veía a uno de sus cuidadores, encerrado en una jaula, intentando coger un plátano colgado del techo por encima de la misma. En otra secuencia el plátano estaba en el suelo, fuera del alcance de la mano. A la vista aparecían diversos instrumentos que podrían ayudarle en su objetivo: una banqueta para subirse, un palo, etc. En el momento en que el cuidador iniciaba los intentos infructuosos de alcanzar la fruta con las manos, los investigadores paraban la imagen y mostraban dos fotografías, una de ellas con la solución correcta. Por ejemplo, en el caso del plátano en el suelo, la fotografía presentaba a un ser humano sosteniendo un palo y sacándolo entre los barrotes para llegar hasta él. De un total de 24 ensayos, el animal eligió la imagen correcta en 21. Después de múltiples experimentos similares, los autores concluyeron que los chimpancés son capaces de desarrollar una teoría de la mente, es decir, de atribuir al personaje humano estados mentales como la intención, el deseo o el conocimiento. Consideran que el animal «supone» que el humano «desea» alcanzar el plátano y que «sabe» cómo hacerlo. Premack y Woodruff apoyan esta afirmación en el hecho de que los chimpancés en estado natural muestran conductas de cooperación entre los miembros de la comunidad y, en algunos casos, incluso de engaño. Gordon Gallup, el inventor de la prueba del espejo también está convencido de que si un primate supera la prueba y tiene conciencia de sí mismo, también está capacitado para inferir estados mentales en los demás. Pero esta opinión no es unánime. Otros científicos destacados, como Daniel Povinelli, dudan de que los chimpancés tengan una verdadera teoría de la mente. Concretamente este autor ha llevado a cabo, desde la Universidad de Louisiana, una serie de experimentos centrados en la visión. Se pregunta si los chimpancés saben que un humano «ve» con sus ojos. En sus palabras, «cuando nos damos cuenta de que alguien vuelve los ojos hacia un objeto determinado, automáticamente interpretamos su acción en términos de sus estados psicológicos subyacentes —qué es lo que capta su atención, qué es lo que está pensando o qué tiene intención de hacer a continuación—».36 Nosotros, los humanos, entendemos que ver resulta de una representación en la mente del que mira. ¿Podemos decir que los primates creen lo mismo?
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Es cierto que los chimpancés siguen la mirada de otros simios y también la de los seres humanos, pero ¿infieren que el otro está «viendo»? Para averiguarlo, Povinelli y su equipo diseñaron una serie de experimentos basados en uno de los gestos comunicativos más habituales en estos monos: el de pedir.37 Primero establecieron las bases del experimento permitiendo a los chimpancés solicitar comida a una persona sentada lejos de ellos; en respuesta, ésta les entregaba una manzana u otra fruta. Luego les pusieron frente a dos experimentadores conocidos, uno que les ofrecía comida y otro que les ofrecía un trozo de madera poco apetecible. Los chimpancés no tuvieron problema; tras mirar a ambos, inmediatamente gesticulaban hacia el que sostenía el alimento e ignoraban al otro. A partir de aquí empezaban los experimentos reales.38 La idea era presentar simultáneamente dos personas, una «vidente» y otra «invidente», y observar si el chimpancé obraba en consecuencia. En un caso el invidente tenía los ojos tapados con una cinta ancha, mientras que el vidente tenía la cinta alrededor de la boca. En otro caso, una de las dos personas se tapaba los ojos con las manos. En una tercera situación, el invidente tenía la cabeza metida dentro de un cubo. Hay que decir que los chimpancés estaban familiarizados con el cubo y frecuentemente jugaban a esconder la cabeza dentro del mismo, sacándola de vez en cuando para echar una miradita. Una cuarta situación consistía en dos experimentadores sentados, uno de frente y otro de espaldas. En realidad la mayoría de estas variantes provenían de lo que hacían los propios monos durante sus juegos espontáneos. El razonamiento es que si los chimpancés eran conscientes de que únicamente un humano podía ver, sólo dirigirían los gestos hacia el que puede verles. Los resultados fueron desalentadores; salvo en el cuarto supuesto, los chimpancés gesticulaban indistintamente tanto a la persona que podía verles como a la que no. Únicamente resultó positiva la prueba en que un experimentador estaba sentado de frente y el otro de espaldas. En palabras de Povinelli: ¿Por qué sólo en este caso? Al principio supusimos que la prueba frente/espalda era sencillamente el contraste más obvio y natural entre ver y no ver ... Pero empezó a rondarnos por la cabeza otra idea más inquietan-
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290 Breve historia del cerebro te. Tal vez la excelente actuación de los simios en la prueba frente/espalda no tuviese ninguna relación con razonamientos sobre quién les viese o no. Quizá se limitaban a repetir lo que les habíamos enseñado en la primera parte del estudio, gesticular hacia alguien que está de frente.39
Para despejar la duda, repitieron el cuarto experimento con una variante. Ahora las dos personas aparecían sentadas de espaldas, pero una de ellas tenía la cabeza girada hacia atrás y miraba al chimpancé por encima del hombro. Ésta es una postura familiar para los simios, que suelen mirarse unos a otros por encima del hombro. La predicción de la teoría de la mente es que los chimpancés dirigirían sus gestos de petición principalmente a la persona con la mirada e ignorarían a la otra. Sin embargo, los resultados demostraron que éstos gesticulaban al azar por igual a las dos personas; no significaba nada especial el hecho de que una de ellas le mirase. Así, en palabras de Povinelli, «aunque muchos de estos chimpancés daban pruebas de autorreconocimiento [en el espejo] desde hacía más de cuatro años, no había ninguna de que entendieran de verdad uno de los aspectos empáticos más fundamentales de la inteligencia humana: la comprensión de que los demás también ven».40 Hay que decir que todas estas pruebas las superan con éxito los niños de dos y tres años de edad. Por tanto, la cuestión de si los chimpancés y otros primates superiores disponen de una teoría de la mente, aunque sea rudimentaria, sigue abierta. Por otra parte, si nos fijamos en los sistemas de comunicación animal y los comparamos con el lenguaje humano es posible extraer algunas conclusiones. Como señalan Seyfarth y Cheney,41 las vocalizaciones animales pueden ser desencadenadas por una extraordinaria variedad de estímulos de todas clases: visuales, acústicos, olfativos, etcétera, pero hay una clase de estímulos que aparentemente no desempeña ningún papel en la comunicación animal. Su ausencia es llamativa porque tales estímulos son precisamente los responsables de la mayor parte de las vocalizaciones humanas. ¿A qué clase de estímulos nos referimos? A los estados mentales que inferimos en los otros. Una función del lenguaje humano consiste en influir en la conducta de los demás cambiando su mente; es decir, modificando lo que ellos saben, creen, desean, sienten, etcétera. Para dos humanos involucrados en una
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conversación, la percepción del estado mental del otro juega un papel clave y es, probablemente, el tipo de estímulo que da lugar a la mayoría de las vocalizaciones. Cuando una persona habla con otra, le imputa estados mentales de alegría, abatimiento, ignorancia, le atribuye deseos, conocimientos, intenciones, creencias, etcétera, y asume que tales estados mentales pueden ser afectados por lo que escucha y, a su vez, estos estados afectarán la conducta del oyente. Es decir, el emisor tiene una teoría de la mente sobre el receptor. Trabajos de observación naturalista han intentado comprobar si en algunos animales, particularmente primates, la hipotética percepción del estado mental de otro individuo puede constituir un estímulo capaz de causar vocalizaciones. Hasta la fecha no se ha encontrado evidencia de ello. Los monos verdes no intentan enseñar a los más jóvenes, ni modifican su conducta vocal en función del conocimiento o ignorancia de los receptores. Los macacos Rhesus y japoneses tampoco modifican sus llamadas en función del grado de información o ignorancia que sus crías tienen sobre la presencia de un depredador. Tampoco los chimpancés parecen ajustar sus vocalizaciones para informar a individuos ignorantes de su localización o de la localización de la comida. Es decir, en contraste con los humanos, parece que los primates (y el resto de los animales) no producen vocalizaciones en respuesta a su percepción de la ignorancia o necesidad de información de otros individuos de la especie. Más allá de la comunicación vocal, los datos conductuales van en la misma línea: aunque los chimpancés tienen expresiones culturales y son capaces de utilizar herramientas (palitos para capturar termitas, por ejemplo), no hay evidencia de que individuos expertos enseñen intencionadamente a otros inexpertos, o traten de modo distinto a los ignorantes y a los expertos.42 Algunos autores creen que esta diferencia entre humanos y el resto de los animales podría guardar relación con la capacidad de crear representaciones mentales que transciendan el aquí y ahora y la posibilidad de hacer planes futuros con esas representaciones.43 Si observamos lo que comunican los humanos, gran parte de su contenido se refiere a objetos o situaciones no presentes. Los animales parecen anclados en el aquí y ahora inmediatos y dan escasas muestras de elaborar planes para más allá de unos pocos minutos. Por ejemplo, los
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chimpancés de algunas áreas geográficas pelan y utilizan largas varitas que introducen en los termiteros para sacar termitas. Se trata de una manifestación cultural compartida por las comunidades de ciertos enclaves africanos. Pero, en condiciones naturales, nunca se ha observado que un individuo prepare varios palitos para su uso futuro, en previsión de que escaseen en otro lugar.
¿Podría pensar una máquina? En 1945 se construyó el ENIAC, el primer ordenador electrónico de propósito general. Pesaba 27 toneladas y ocupaba una sala de casi doscientos metros cuadrados. Se componía de más de diecisiete mil válvulas de vacío y cada pocos minutos se fundía una de ellas, por lo que un grupo de operadores había de estar pendiente de reponerlas. Se dice, aunque quizá sea exagerado, que al encenderse dejaba a oscuras a la mitad de Filadelfia. Desgraciadamente el objetivo inicial era bélico, como en tantos otros avances tecnológicos: calcular las trayectorias balísticas de los nuevos armamentos empleados durante la segunda guerra mundial. Cada arma requería un libro lleno de tablas. En lugar de ser computadas manualmente por ejércitos de mujeres durante jornadas enteras, el ENIAC las obtendría él solito en pocas horas. Pero su construcción se demoró, y cuando estuvo a punto, la guerra ya había finalizado. Pronto las nuevas máquinas demostrarían ser algo más que simples «masticadores» de números. También se revelaron competentes en el manejo de información simbólica y hallaron nuevas y más elegantes soluciones a teoremas clásicos de la lógica matemática. Por un momento parecía que no había límites a sus posibilidades. En la década de los sesenta se fantaseaba que en el año 2000 estaríamos rodeados de robots y máquinas inteligentes con las que nos comunicaríamos de tú a tú, como hacemos entre los humanos. Para la psicología, los ordenadores supusieron una nueva metáfora que ayudó a alumbrar al naciente paradigma de la psicología cognitiva. Términos de la cibernética como «procesamiento de la información», «acceso directo», «memoria a corto y largo plazo», «memoria de trabajo», etcétera, se traslada-
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ron al terreno de la psicología para ayudar a comprender el funcionamiento de la mente. Lo cierto es que el desarrollo informático ha sido vertiginoso en términos cuantitativos. Cualquier PC actual contiene miles de veces el sistema informático de la NASA que llevó al hombre a la Luna. Dicen los expertos que, si el ritmo de progresión y abaratamiento experimentado por los ordenadores en las últimas décadas hubiera sucedido en otros campos como, por ejemplo, la automoción, hoy un coche Mercedes costaría menos de cien euros. Lo cierto es que el saldo de los últimos cuarenta años ha sido una mezcla agridulce de éxitos y fracasos. Por una parte las computadoras son capaces de vencer o hacer tablas con el campeón mundial de ajedrez, resolver sistemas de ecuaciones de un millón de incógnitas, o llevar a cabo proezas impensables de cálculo integral, y, por otra, no alcanzan al talento de un simple insecto para desenvolverse en un entorno cambiante. Esta dicotomía es el reflejo de dos formas distintas de trabajar: procesamiento serial en los computadores y paralelo en los cerebros. Hoy, en 2010, nos conformaríamos con vehículos de decisión autónoma que deambularan por la superficie marciana sin quedar encallados ante el primer obstáculo. Pero dejemos correr los años y tendrán sentido algunas preguntas que ahora suenan a ciencia ficción. Preguntas que, recordemos, ya se planteó Descartes más de tres siglos atrás. ¿Podría llegar a pensar una máquina? Ante esta cuestión, el filósofo de la mente John Searle hace una declaración previa: ¿Puede una máquina tener pensamientos conscientes en el mismo sentido en que los tenemos usted y yo? Si entendemos por «máquina» un sistema material capaz de desempeñar funciones (¿y qué otra cosa podría, si no, significar?), resulta que los humanos somos máquinas de una clase biológica especial y, como los humanos piensan, es evidentemente cierto que hay máquinas capaces de pensar.44
Hay un debate en torno a la llamada IA, o inteligencia artificial, entre lo que podríamos denominar escuelas filosóficas californianas; representadas, por una parte, por el filósofo de la Universidad de Cali-
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fornia en Berkeley, John Searle, y, por otra, por los esposos Paul y Patricia Churchland de la Universidad de California en San Diego.45 Todo va a depender de una cuestión más profunda, para la que no tenemos respuesta aún: ¿en qué consiste pensar? Si pensar, y toda la vida mental asociada, es el producto de las conexiones entre millones de unidades elementales de procesamiento —neuronas—, y es precisamente la consecuencia de esas interconexiones, entonces podríamos tener resultados semejantes en cualquier sistema que incorporara la misma estructura de enlaces. Es decir, si el pensamiento surge como una propiedad emergente de millones de contactos que se intercambian información entre sí, y no como una propiedad de la materia que constituye a esos contactos, entonces la respuesta sería sí. Porque en ese caso, el hecho de que esa complejísima estructura de interconexiones esté implementada en un tipo de materia u en otro se tornaría anecdótico. Sería irrelevante que las unidades interconectadas fueran de carne —materia orgánica— o de silicio, si realizan las mismas funciones. Del mismo modo que las operaciones simbólicas y numéricas son las mismas en un hardware de un tipo u otro; 2 + 2 son 4 tanto en una calculadora de circuitos de acero como en otra de circuitos de cobre, de estaño o de nervios de calamar, porque la esencia del cómputo no está en el material de los circuitos sino en cómo éstos se conectan entre sí. Igual que un jaque mate sería el mismo con piezas de ajedrez de madera o de plástico. Si el pensamiento y las propiedades psicológicas del cerebro responden a esa lógica computacional, insistimos, la materia de los circuitos no sería determinante y cabría imaginar máquinas artificiales con propiedades mentales. Ésta es la postura que defienden los esposos Churchland y quienes se encuadran en la llamada posición fuerte de la IA. Contra los que se niegan a imaginar la posibilidad de que propiedades mentales puedan surgir en una máquina artificial, los Churchland recuerdan lo siguiente del pasado: El poeta y pintor William Blake y el poeta y naturalista Johann W. von Goethe tenían por inconcebible que partículas diminutas pudieran por sí mismas constituir, o ser causa suficiente, del fenómeno objetivo que llamamos luz. Incluso en nuestro siglo [xx], no han faltado quienes hayan considerado más allá de lo imaginable que la materia inanimada
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El problema de la conciencia 295 pudiera jamás llegar, por sí misma, a constituir vida o ser suficiente para la vida, cualquiera que fuere la forma en que estuviera organizada. Lisa y llanamente, lo que las personas podamos o no imaginar con frecuencia nada tiene que ver con lo que sucede, aun cuando las personas en cuestión sean sumamente inteligentes.46 (La cursiva es nuestra.)
Por el contrario, la posición de John Searle y sus seguidores tiene otro enfoque, en la llamada posición débil sobre la IA. Para Searle, el pensamiento es un producto biológico de un órgano particular, el cerebro, del mismo modo que la digestión lo es del estómago. El cerebro produce, «segrega», vida mental al igual que el hígado segrega bilis o el páncreas insulina. En sus palabras: Los cerebros son órganos biológicos específicos, y sus específicas propiedades bioquímicas les permiten provocar la conciencia y otros fenómenos mentales. Las simulaciones computarizadas de procesos mentales proporcionan modelos de los aspectos formales de estos procesos. Ahora bien, simulación y duplicación no deben confundirse ... Podríamos imaginar una simulación computarizada de la acción de péptidos en el hipotálamo, precisa y exacta hasta la última sinapsis. Pero igualmente podríamos imaginar una simulación de la oxidación de los hidrocarburos en el motor de un automóvil o de la acción de los procesos digestivos en un estómago que está digiriendo pizza. Y la simulación no es cosa más real en el caso del cerebro que lo es en el del motor o del estómago.47 (La cursiva es nuestra.)
Es decir, al igual que la simulación de, por ejemplo, la digestión no es digestión en sí misma, ni la simulación de la combustión de hidrocarburos es combustión real ni hace funcionar el motor de un coche, la simulación por una máquina de un proceso inteligente y consciente no es inteligencia y conciencia en sí misma. En fin, claramente dos posturas divergentes en un planteamiento abierto, porque, como dijimos, antes tendríamos que averiguar en qué consiste realmente pensar y tener estados mentales.
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• Notas
CapíTulo 1: ¿Corazón o Cerebro? 1. Scott y Wise, 2003. 2. Finger, 2000. 3. Hipócrates, 400 a. C. On the Sacred Disease. Disponible en http:// classics.mit.edu/ 4. Finger, 1994. 5. Trad. de Singer, 1956, en Finger, 2000. 6. Spencer, 1929, en Singer, 1949. 7. Freemon, 1994. CapíTulo 2: espíriTus animales y venTríCulos 1 2. 3. 4. 5. 6. 7. 8. 9. 10. 11.
Duby, 1976, p. 11. Cobb, 2002. Karenberg y Hort, 1998. Quin, 1994. Gross, 1998. Telfer, 1955, p. 341, en Finger, 1994. Green, 2003. Corner, 1927, en Gross, 1998, p. 35. Finger, 2000. Pevsner, 2002. Finger, 2000.
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298 Breve historia del cerebro 12. 13. 14. 15. 16. 17. 18. 19. 20. 21. 22. 23. 24. 25. 26. 27. 28. 29. 30.
Masa, 1536, en Barcia Goyanes, 1994, p. 20. Finger, 2000. Finger, 1994. Singer, 1925, p. 39, en Clower, 1998. Cobb, 2002. Descartes, 1637, p. 55. Ibid, p. 64. Ibid, p. 63. Descartes, 1662, p. 61. Descartes, 1637, pp. 63-64. Descartes, 1641, p. 107. Descartes, 1662. Descartes, 1637, pp. 64-65. Ibid, pp. 65-66. Ryle, 1967, p. 15. Ibid, p. 16. Ibid, p. 17. Ibid, p. 18. Finger, 2000.
CapíTulo 3: eleCTriCidad animal 1. 2. 3. 4. 5. 6. 7. 8. 9. 10. 11. 12. 13. 14. 15. 16.
Cobb, 2002. Swammerdam, 1759, en Cobb, 2002. Jaynes, 1970, en Cobb, 2002. Cobb, 2002, p. 298. Kuhn, 1970. En Finger, 1994. Smith, 1905, p. 426, en Finger, 2000. Clower 1998, p. 210. Pera, 1992, p. 58, en Clower, 1998. Piccolino y Bresadola, 2002. Clower, 1998. Micheli-Serra, 1999. Piccolino y Bresadola, 2002. Sleigh, 1998. Ibid, pp. 223-224. Ibid, p. 237.
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Notas 299 CapíTulo 4: CorTeza Cerebral 1. Gross, 2007. 2. Ibid, p. 323. 3. Gross, 1998. 4. Ibid, p. 326. 5. Solución: se trata de Peter Kürten (1883-1931), conocido como el sanguinario «Vampiro de Düsseldorf»; es el nº 3. Los demás personajes nacieron en la misma fecha: Alberto Gerchunoff (1), escritor y periodista argentino; Leonard Ekman (2), botánico sueco; y Hermann Abendroth (4), director de orquesta alemán. 6. Lavater, 1775-1778/1840, p. 480, en Collins, 1999. 7. Lombroso, 1893, p. 314. 8. Gall, 1835, vol. V, pp. 277-278. 9. Ibid, vol. V, pp. 278-279. 10. Marshall y Gurd, 1995/1996. 11. Clarke y Jacyna, p. 238. 12. Wright, 2005. 13. Finger, 2000, p. 236. 14. Ibid. 15. Finger, 2004. 16. Finger, 2000. 17. Caramazza, 1992; Cuetos, 1999. 18. Finger, 2000. 19. Gross, 2007. 20. Ibid. 21. Tyler y Malessa, 2000. 22. Ibid, p. 1019. 23. Klein, Langley y Schäfer, 1883. 24. Tyler y Malessa, 2000. 25. Ibid, pp. 1021-1022. 26. Ibid, p. 1022. 27. Finger, 2000. 28. Ferrier, 1876, pp. 231-232, en Finger, 1994, p. 321. 29. Harlow, 1868, en Dalgleish, 2004, p. 586. 30. Damasio et al., 1994. 31. Documental The Lobotomist, 2008, PBS. 32. Finger, 1994. 33. Furtado, 1949, en Finger, 1994.
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300 Breve historia del cerebro 34. 35. 36. 37. 38. 39. 40. 41. 42.
Documental The Lobotomist, 2008, PBS. El-Hai, 2005. El-Hai en el documental The Lobotomist, 2008, PBS. Diefenbach, 1999. Valenstein en el documental The Lobotomist, 2008, PBS. El-Hai en el documental The Lobotomist, 2008, PBS. Freeman en el documental The Lobotomist, 2008, PBS Whitaker en el documental The Lobotomist, 2008, PBS. Freeman, hijo, en el documental The Lobotomist, 2008, PBS.
CapíTulo 5: neuronas 1. 2. 3. 4. 5. 6. 7. 8. 9. 10. 11. 12. 13. 14. 15. 16. 17. 18. 19. 20. 21. 22. 23. 24. 25. 26.
Sinopsis de Recuerdos de mi vida, ed. de Fernández Santarén. Albright et al., 2000. Ibid. Ibid, p. 53. Guillery, 2005. Ramón y Cajal, 1917. Finger, 2000. Ramón y Cajal, 1917, vol. II, p. 76. De Carlos y Borrell, 2007. Finger, 2000. Ibid. Ramón y Cajal, 1899, tomado de De Carlos y Borrell, 2007, p. 10. Ramón y Cajal, 1917, vol. II, p. 101. Traducido de Sotelo, 2003, p. 76. Finger, 2000, p. 210. Cercós-Navarro, 2002, p. 481. Ibid, p. 481. Ibid, p. 482. Finger, 2000. De Carlos y Borrell, 2007, p. 14. Ibid, p. 14. Ramón y Cajal, 1917, vol. II, p. 490. Sotelo, 2003, p. 76. López Piñero, 2006, pp. 275-276. Cercós-Navarro, 2002, p. 482. Ibid, p. 482.
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Notas 301 27. 28. 29. 30. 31. 32. 33. 34. 35. 36. 37. 38. 39. 40. 41. 42. 43. 44. 45. 46. 47. 48. 49. 50. 51. 52. 53. 54. 55.
Finger, 2000. Shepherd y Erulkar, 1997. Bennett, 1999, p. 115. Levine, 2007. Ibid. Ibid. Kandel, 2007, p. 674. Swazey, 1968, p. 84. Tansey, 2008. Finger, 2000. Kandel, 2007, p. 717. Lucas, 1917, p. 4. Ibid, p. 4. Adrian, lectura del Nobel (Nobelprize.org). Barold, 2003. Ibid. Finger, 2000. Lucas, 1917. Disponible en http://www.archive.org Biografía de Edgar Adrian en Nobelprize.org Finger, 2000, p. 250. Ibid, p. 250. Kandel, 2007, p. 102. Adrian, lectura del Nobel (Nobelprize.org). Ibid. Ibid. Sourkes, 2006. Adrian, lectura del Nobel (Nobelprize.org). Finger, 2000.
CapíTulo 6: neuroTransmisores 1. 2. 3. 4. 5. 6.
Valenstein, 2005. Ibid. Bennett, 2001, p. 44. Finger, 2000. Valenstein, 2005, p. 33. Ibid, p. 33.
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302 Breve historia del cerebro 7. 8. 9. 10. 11. 12. 13. 14. 15. 16. 17. 18. 19. 20. 21. 22. 23. 24. 25. 26. 27. 28. 29. 30.
Ibid, p. 39. Caporael, 1976. Valenstein, 2005, p. 44. Ibid. Finger, 2000. Valenstein, 2005, pp. 57-58. Ibid, pp. 58-59. Ibid, p. 61. Finger, 2000. Valenstein, 2005, p. 65. Finger, 2000. Valenstein, 2005, p. 73. Ibid, p. 74. Ibid, p. 76. Ibid, p. 75. Ibid, p. 81. Finger, 2002. Finger, 2000. Finger, 2000, p. 177. Ibid. Remen, 1932. Valenstein, 2005. Ibid, p. 177. Wayne, 2006.
CapíTulo 7: avanCes reCienTes (i) 1. 2. 3. 4. 5. 6. 7. 8. 9. 10. 11.
Damasio, 2000. Kandel, 2007. Thompson, 1977, p. 237. Penfield y Boldrey, 1937, p. 397. Kandel, 2009, p. 2734. En Kandel, 2007, p. 351. Kandel, 2009, p. 2734. Ibid, p. 2734. Ibid. Hubel y Wiesel, 1998, p. 401. Ibid, p. 401.
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Notas 303 12. 13. 14. 15. 16. 17. 18. 19. 20. 21. 22. 23. 24.
Hubel y Wiesel, 2004, p. 60. Ibid, p. 62. Hubel y Wiesel, 1998, p. 409. Véase Hubel, 1982. Hubel y Wiesel, 1998, p. 408. Kandel, 2009, p. 2738. Akelaitis, 1941. Finger, 2000. Sperry, 1982, p. 1223 (lectura del Nobel publicada en Science). Jessel y Kandel, 1998. Finger, 2000, p. 287. Albright et al., 2000. Ibid.
CapíTulo 8: avanCes reCienTes (ii) 1. Kandel, 2007. 2. Ibid, p. 170. 3. Ibid, p. 170. 4. Kandel y Hawkins, 1992. 5. Kandel, 2007, p. 39. 6. Ibid, p. 173. 7. Ibid, p. 177. 8. Ibid, p. 135. 9. Ibid, p. 47. 10. Ibid, p. 35. 11. Ibid, p. 49. 12. Ibid. 13. Kandel y Hawkins, 1992. 14. Ebbinghaus, 1885. 15. Duncan, 1949. 16. Kandel, 2007, p. 276. 17. Ibid, pp. 276-277. 18. Equinox: prisioner of consciousness (1986). Documental dirigido por John Dollar. Channel 4. 19. El hombre con siete segundos de memoria (The Man With 7 Seconds Memory, 2005). Documental dirigido por Jane Treays. BBC. 20. Ward, 2006.
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304 Breve historia del cerebro 21. ¿Por qué nos engaña el cerebro? Programa Redes, n.º 331, 26 de octubre de 2004. TVE. Dirigido por Eduard Punset. 22. Morris et al., 1982. 23. Maguire et al., 2000. 24. Dalgleish, 2004. 25. Ramachandran, Reith Lectures 2003. 26. Scott y Wise, 2003. 27. Posner y Raichle, 1994. 28. Fiez, 2001. 29. Hauk et al., 2004; Pulvermüller, 2005. 30. Martin et al., 1995. 31. González et al., 2006. 32. Damasio y Damasio, 1992. 33. Pulvermüller, 2002. 34. Ibid. CapíTulo 9: el problema de la ConCienCia 1. 2. 3. 4. 5. 6. 7. 8. 9. 10. 11. 12. 13. 14. 15. 16. 17. 18. 19. 20.
Damasio, 2003. Searle, 1985, p. 17. Kandel, 2007, p. 434. Searle, 1985. Searle, 1985, p. 21. Chalmers, 2002, pp. 4-5. Ibid, p. 6. Ibid. Jackson, 1982, p. 130. Dennet, 1988. Damasio, 2002, p. 35. Kinsbourne, 1997. Tononi y Koch, 2008. Ibid. Shafton, 1995. Jouvet, 1979. Winson, 2002. Tononi y Koch, 2008. Ibid. Logothetis, 2002.
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Notas 305 21. 22. 23. 24. 25. 26. 27. 28. 29. 30. 31. 32. 33. 34. 35. 36. 37. 38. 39. 40. 41. 42. 43. 44. 45. 46. 47.
Crick y Koch, 2002. Logothetis, 2002. Rees et al., 2002. Ibid. En Chalmers, 2002. Gallup, 1999, p. 86. Ibid, p. 86. Reiss y Marino, 2001. Amsterdam, 1972. Damasio, 2002, p. 34. Ibid, p. 35. Wimmer y Perner, 1983. Baron-Cohen et al., 1985. Premack y Woodruff, 1978. Ibid, p. 515. Povinelli, 1999, p. 91. Ibid. Povinelli et al., 2000. Povinelli, 1999, p. 92. Ibid, p. 92. Seyfarth y Cheney, 2003. Tomasello y Call, 1997. Calvin, 1994. Searle, 1990, p. 10. Churchland y Churchland, 1999. Ibid, p. 21. Searle, 1999, pp. 13-14.
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Título Breve historia del cerebro Autor Julio González No se permite la reproducción total o parcial de este libro, ni su incorporación a un sistema informático, ni su transmisión en cualquier forma o por cualquier medio, sea éste electrónico, mecánico, por fotocopia, por grabación u otros métodos, sin el permiso previo y por escrito del editor. La infracción de los derechos mencionados puede ser constitutiva de delito contra la propiedad intelectual (Art. 270 y siguientes del Código Penal)
Título original: Breve historia del cerebro © del diseño de la portada, Jaime Fernández, 2012 © de la imagen de la portada, © Photos.com © 2010, Julio González Álvarez
© Editorial Crítica, S. L., 2012 Av. Diagonal, 662-664, 08034 Barcelona (España) www.planetadelibros.com Primera edición en libro electrónico (epub): abril de 2012 ISBN: 978-84-9892-382-7 (epub) Conversión a libro electrónico: Newcomlab, S. L. L. www.newcomlab.com
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