Autobiografía de Eric Clapton


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Autobiografía de Eric Clapton

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Eric Clapton

TÍTU LO ORIGINAL CLAPTON: TH E AU TO BIO G RAPH Y Publicado por: GLOBAL RHYTHM PRESS S.L. C / Bruc 63, Pral. 2.a - 08009 Barcelona Tel.: 93 272 08 50 - Fax: 93 488 04 45 Publicado en Estados Unidos por Broadway Books, The Doubleday Broadway Publishing Group, Random House Inc., Nueva York Copyright 2007 de E. C. Music \ Copyright 2007 de la traducción de Ezequiel Martínez Llórente Derechos exclusivos de edición en lengua castellana: Global Rhythm Press S.L. ISBN: 978-84-96879-14-0 DEPÓSITO LEGAL: B-2.279-2008 Diseño Gráfico PFP (Quim Pintó, Montse Fabregat) Preimpresión LOZANO FAISANO, S. L. Impresión y encuadernación SAGRAFIC

PRIMERA E D IC IÓ N EN GLOBAL RHYTHM PRESS enero de 2008 «

Bajo las sanciones establecidas por las leyes, quedan rigurosamente prohibidas, sin la autorización por escrito de los titulares del copyright, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento mecánico o electrónico, actual o futuro -incluyendo las fotocopias y la difusión a través de Internet- y la distribución de ejemplares de esta edición mediante alquiler o préstamo públicos.

Eric Clapton

Clapton La autobiografía Traducción de Ezequiel Martínez Llórente

g lo b a l rhythm

A mi abuela,>Rose Amelia Clapp, a Melia, mi querida mujer; y a mis hijas Ruth, Julie, Ella y Sophie

PRIMEROS

AÑOS

S

iendo todavía un niño de seis o siete años empecé a tener la sensación de que yo no era como los demás. Tal vez fuese por el hecho de que i gente hablaba sobre mí en mi presencia, pero como si yo no estuviera iHí. Mi familia vivía en Ripley, Surrey, en una casita que daba directamente ú prado comunal del pueblo. Formaba parte de lo que una vez habían sido ¿5 casas de beneficencia y constaba de cuatro habitaciones: dos diminu: os dormitorios arriba más una pequeña sala y una cocina abajo. El retrete estaba fuera, en un cobertizo de chapa situado al final del jardín, y no :¿níamos bañera, sólo una gran palangana de zinc que colgaba de la puerta rrasera. No recuerdo haberla utilizado jamás. Dos veces por semana, mi madre me restregaba con una esponja en „na pequeña tina de hojalata llena de agua, y los domingos por la tarde :3a a bañarme a casa de mí tía Audrey, la hermana de mi padre, que vi­ vía en los pisos nuevos de la carretera. Yo vivía con papá y mamá, que cupaban el dormitorio principal con vistas al prado, y con mi hermano Adrián, que tenía un cuarto al fondo. Dormía en una cama plegable, ai­ ronas veces con mis padres, otras veces abajo, según quién hubiera por ¿_í en ese momento. La casa no tenía electricidad, y las lámparas de gas d o dejaban de sisear. Me asombra pensar ahora que familias enteras vi­ vieran en esas casitas. Mamá tenía seis hermanas: Nell, Elsie, Renie, Flossie, Cath y Phyllis, :os hermanos, Joe y Jack. Los domingos era normal que se presentaran : : s o tres de ellos con sus familias para cotillear y ponerse al día de todo que nos pasaba a unos y a otros. En una casa tan pequeña, las conver­ s io n e s se producían siempre delante de mí mediante susurros que se :ercambiaban las hermanas como si yo no existiera. La casa estaba lle• i de secretos. No obstante, escuchando con cuidado esas pláticas empecé

a ensamblar poco a poco la imagen de lo que ocurría y a darme cuenta de que a menudo esos secretos estaban relacionados conmigo. Un día oí que una de mis tías preguntaba «¿sabes algo de su madre?», y entonces se me hizo la luz: cuando me llamaba en broma «pequeño bastardo», el tío Adrián decía la verdad. El impacto de ese repentino descubrimiento fue traumático, ya que en aquella época (yo nací en marzo de 1945), y a pesar de que abunda­ ban los hijos naturales debido a la gran cantidad de soldados y pilotos extranjeros que habían pasado por Inglaterra, la ilegitimidad suponía aún un estigma enorme. Aunque eso afectaba a todas las clases sociales, era especialmente grave entre las familias trabajadoras que, como la nuestra, vivían en pequeñas comunidades rurales y desconocían el lujo de la pri­ vacidad. Por todo ello empecé a sentirme muy confundido sobre mi po­ sición en el mundo y, junto al profundo amor que sentía por mi familia, surgió la sospecha de que, en un sitio tan pequeño como Ripley, yo se­ ría para ellos un motivo de vergüenza que siempre precisaría una expli­ cación. La verdad que finalmente descubriría era que papá y mamá, Rose y Jack Clapp, eran en realidad mis abuelos, que Adrián era mi tío, que Patricia, una hija de Rose nacida de un matrimonio anterior, era mi au­ téntica madre y que ésta me había dado el apellido Clapton. A mediados de los años veinte, Rose Mitchell, así se llamaba mi abuela entonces, se había enamorado de Reginald Cecil Clapton, conocido como Rex, un des­ lumbrante joven educado en Oxford e hijo de un militar destacado en la India. Se casaron en febrero de 1927 contra la voluntad de los padres de él, quienes consideraban que Rex se unía a una persona de clase inferior. La boda se celebró unas semanas después de que Rose diera a luz a su primer hijo, mi tío Adrián. Se instalaron en Woking, pero el matrimonio, por desgracia, duró poco ya que Rex murió de tisis en 1932, tres años después del nacimiento de su hija Patricia. Rose se quedó destrozada. Volvió a Ripley y pasaron diez años antes de que se casara de nuevo tras ser cortejada largo tiempo por Jack Clapp, un maestro estucador. Se casaron en 1942, y Jack, que se había librado del reclutamiento por una lesión en la pierna que arrastraba desde la in­ fancia, se convirtió en el padrastro de Adrián y Patricia. En 1944, como otros muchos pueblos del sur de Inglaterra, Ripley se vio inundado por soldados norteamericanos, y Pat, que contaba quince años, vivió una corta aventura con Edward Fryer, un piloto canadiense destinado cerca de allí.

Se habían conocido durante un baile animado por una banda donde él rocaba el piano. Pero resultó que estaba casado, así que cuando descubrió su embarazo, Pat tuvo que afrontarlo sola. Rose y Jack la cuidaron, y yo nací secretamente en el dormitorio del primer piso el 30 de marzo de 1945. Tan pronto como fue posible, cuando yo tenía dos años, Pat abandonó Ripley y mis abuelos me criaron como si fuera su hijo. Me pusieron el nombre de Eric, aunque todos me llamaban Ric. Rose era una mujer menuda, de pelo oscuro, rasgos delicados y una característica nariz puntiaguda conocida en la familia como «nariz M u­ dad!» por haberla heredado de su padre, Jack Mitchell. Sus fotos de ju­ v e n t u d la muestran como una joven muy hermosa, la más guapa con mterencia entre sus hermanas. Pero en algún momento al comienzo de la r-ierra, cuando acababa de cumplir treinta años, se sometió a una operación rara corregir un grave problema en el paladar. Mientras los cirujanos tra: i aban hubo un corte de energía que obligó a suspender la operación; el resultado fue una enorme cicatriz bajo el pómulo izquierdo que producía ¡a sensación de que le habían vaciado una parte de la mejilla. Siempre se *¿nriría algo inhibida por ello. Dylan ha escrito en «Not Dark Yet» que «dede cada cara hermosa hay algún tipo de dolor». El sufrimiento la consúó en una persona cálida y profundamente compasiva con los males aje­ nos. Ella fue el centro de mi vida durante buena parte de mi juventud. Jack, su segundo marido y el amor de su vida, era cuatro años más oven que Rose. Se trataba de un hombre tímido y apuesto de más de un metro ochenta, con rasgos muy marcados y cierto parecido a Lee Marvin; raimaba sus propios cigarrillos, que liaba con un tabaco oscuro y fuerte ornado Black Beauty. Era autoritario, como los padres de entonces, pero iimbién bueno y, a su modo, muy afectuoso conmigo, sobre todo durante mi infancia. En la relación no había mucho contacto físico y, como a todos jo s hombres de la familia, a Jack le costaba expresar sentimientos de afecto : cariño. Tal vez aquello se consideraba un signo de debilidad. Se gana­ ra ia vida como estucador y trabajaba para un constructor de la zona. Tam: :en era carpintero y albañil, así que se bastaba para construir una casa. Jack era un hombre extremadamente concienzudo, con una ética del irabajo muy severa, y ganaba un jornal estable que nunca varió mientras crecí, así que, si bien podría considerarse que éramos pobres, pocas veces nos faltaba el dinero. Cuando las cosas se ponían difíciles, Rose limpia­ ba casas o trabajaba a media jornada en Stansfield s, una empresa embo:¿ladora que tenía una fábrica en las afueras del pueblo y producía refrescos

con sabor a limón, naranja o vainilla. Cuando me hice mayor, durante las vacaciones trabajaba allí para ganarme un dinerillo pegando etiquetas y ayudando con los repartos. La fábrica, que parecía sacada de una obra de Dickens, recordaba a un hospicio con las ratas corriendo por todas par­ tes y un fiero bull terrier encerrado para que no atacara a los visitantes. Cuando yo nací, Ripley, hoy casi un suburbio, estaba todavía en pleno campo. Era la típica comunidad rural donde la mayoría de los vecinos son agricultores y hay que tener cuidado con lo que se dice si no quieres que todo el mundo se entere de tus asuntos. De modo que era importante ser educado. Para hacer las compras íbamos a Guildford en autobús, pero Ri­ pley también tenía sus propias tiendas. Había dos carnicerías, Conisbee y Russ; dos panaderías, Weller y Collins; la tienda de comestibles de Jack Richardson; la papelería de Green; la ferretería de Noakes; un sitio donde vendían fish and chips [pescado rebozado y patatas fritas] y cinco pubs. La mercería donde me compré mis primeros pantalones largos se llamaba King and Olliers y funcionaba también como estafeta de correos; ade­ más teníamos un herrero que herraba los caballos de las granjas vecinas. Todo pueblo tenía su confitería; la nuestra la regentaban las Farr, dos hermanas solteras chapadas a la antigua. Cuando entrábamos, la campanilla hacía «tilín tilín», pero ellas tardaban tanto en salir de la trastienda que teníamos tiempo de llenarnos los bolsillos antes de que un movimiento de la cortina nos avisara de su aparición. Yo compraba dos Sherbert Dabs o unos cuantos Flying Saucers con la cartilla de racionamiento de la fa­ milia, y salía con los bolsillos repletos de pastillas Horlicks y Ovaltine, que se convirtieron en mi primera adicción. A pesar de que, en conjunto, Ripley era un sitio delicioso para un niño, mi vida allí se había amargado por lo que había descubierto sobre mis orígenes. A consecuencia de eso empecé a aislarme de la gente. En mi familia se habían tomado al parecer decisiones irrevocables sobre cómo bregar con mi situación, y nadie me* había puesto al corriente de ningu­ na de ellas. Tenía que observar el código de silencio impuesto en casa — «no se habla de lo ocurrido»— , y además había una fuerte disciplina autoritaria en las cuestiones domésticas que me impedía formular pregun­ tas. Al pensar sobre ello ahora, creo que en la familia no sabían cómo explicarme mi propia existencia, y la culpa asociada a ese hecho los ha­ cía muy conscientes de sus propias limitaciones, lo que a la larga expli­ caría el enojo y la incomodidad que mi presencia suscitaba en casi todos. A raíz de eso me encariñé con el perro de la casa, un labrador negro 11a­

mado Prince, y me inventé a un álter ego llamado «Johnny Malingo». johnny era un joven encantador, jovial y despreocupado que arrollaba a cuien se pusiera por delante. Me evadía dentro de Johnny cuando las cosas me desbordaban y me quedaba allí hasta que la tormenta había pasado. También me inventé un amigo imaginario, Bushbranch, un caballito que iba conmigo a todos lados. A veces Johnny se convertía por arte de mada en un vaquero, montaba a Bushbranch y los dos cabalgaban hacia el crepúsculo. Por esa época comencé a dibujar de forma casi obsesiva. Mi primera fijación fueron los pasteles y empanadas. Por el prado solía apa­ recer un hombre empujando un carrito donde llevaba empanadas calientes. Siempre me habían encantado las empanadas — Rose era una excelente cocinera— y las dibujé muchísimas veces al igual que al pastelero. Lue­ go pasé a copiar de los tebeos. Rose y Jack tenían tendencia a mimarme por mi condición de hijo ilegítimo. Jack incluso me fabricaba los juguetes; recuerdo, por ejemplo, que me hizo una espada y un escudo preciosos. Fui la envidia de los otros niños. Rose me compraba todos los tebeos que quería. Era como si cada día viniera con un tebeo nuevo de Topper, Dandy, Eagle o Beano. Me encantaban los Bash Street Kids: siempre me daba cuenta de cuándo habían cambiado de dibujante porque observaba, por ejemplo, que el sombrero de copa de lord Snooty tenía algo diferente. Al cabo de los años copié incontables dibujos de esos tebeos: indios y vaqueros, romanos, gladiadores y caballeros con su armadura. En clase a veces no hacía los ejercicios, y comenzó a ser bastante habitual que mis libros estuvieran completamente llenos de dibujos. Comencé el colegio a los cinco años en la Escuela Primaria Anglica­ na de Ripley, que estaba emplazada en un edificio de piedra junto a la igle­ sia del pueblo. Enfrente se hallaba el salón de actos donde se impartía la catequesis dominical y donde oí por primera vez muchos de los viejos y hermosos himnos ingleses, entre los cuales mi favorito era «Jesús Bids Us Shine». Al principio iba a la escuela bastante contento. Muchos de mis vecinos del prado habían empezado a la vez que yo, pero a medida que pasaron los meses, cuando caí en la cuenta de que aquello iba para largo, me entró el pánico. La inseguridad que sentía sobre mi vida familiar me hizo odiar la escuela. Sólo quería ser anónimo para mantenerme al mar­ gen de toda clase de competición. Odiaba todo lo que me hiciera desta­ car y recibir una atención no deseada. Pensaba además que enviarme a la escuela era un modo de tenerme

fuera de casa, y empecé a cargarme de resentimiento. El señor Porter, un maestro bastante joven, parecía realmente interesado en descubrir las ha­ bilidades o el talento de los niños y en llegar a conocernos bien. Siempre que intentaba hacer eso conmigo, me embargaba el resquemor. Lo miraba con todo el odio que era capaz de acumular hasta que me acabó azotan­ do por lo que denominó «estúpida insolencia». No lo culpo; cualquiera que estuviera en una posición de autoridad recibía ese trato de mí. La única asignatura que me gustaba era arte, aunque llegué a ganar un premio por interpretar «Greensleeves» con la flauta dulce, el primer instrumento que aprendí a tocar en mi vida. El director de la escuela, el señor Dickson, era un escocés con una mata de pelo rojo. Nuestros caminos apenas se cruzaron hasta que tuve nueve años, cuando me convocó ante él por haberle hecho una insinuación obs­ cena a una chica de clase. Un día, mientras jugaba en el prado, había ha­ llado una pieza de pornografía casera tirada sobre la hierba. Era una espe­ cie de álbum hecho con trozos de papel torpemente grapados que contenía dibujos bastante rudimentarios de órganos genitales y estaba lleno de pa­ labras mecanografiadas que nunca había oído. Eso despertó mi curiosidad, ya que no había tenido ningún tipo de educación sexual, y por supuesto jamás había visto los genitales de una mujer. De hecho, hasta que vi ese libro ni siquiera estaba seguro de que los chicos fueran diferentes de las chicas. Una vez recuperado de la impresión tras ver los dibujos, me decidí a descubrir más cosas sobre las chicas. Era demasiado tímido para preguntar a las niñas que conocía en la escuela, pero había una alumna nueva en clase, y su condición de primeriza la convertía en presa fácil. Como si el azar lo hubiera dispuesto, la colocaron en el pupitre situado justo delante de mí, así que una mañana me armé de valor y le dije «¿te apetece un polvo?» sin tener ni idea de lo que significaba aquello. Ella me miró con expresión desconcertada, porque era evidente que no sabía de qué estaba hablando, pero en el recreo le contó a otra chica lo que yo le había dicho y le pre­ guntó qué significaba. Después del almuerzo me llamaron al despacho del director donde, tras ser interrogado sobre lo que había dicho exactamente y hacer la promesa de disculparme, me agaché y recibí seis espléndidos azotes. Salí de allí llorando, y todo el episodio tuvo un terrible efecto en mí, ya que a partir de entonces tendí a asociar sexo con castigo, vergüenza y bochorno, sentimientos que marcaron mi vida sexual durante años. Sin embargo, fui un niño muy afortunado en otro aspecto. En casa se vivían confusas ambigüedades y comportamientos difíciles de enten­

der, pero fuera había otro mundo, fuera estaba el campo y había un es­ pacio de fantasía que habitaba con mis amigos Guy, Stuart y Gordon. Los cuatro vivíamos en la hilera de casas situada frente al prado, y desconoz­ co si sabían la verdad sobre mis orígenes, mas creo que nada hubiera cam­ biado de ser así. Para ellos’yo era «el capitán», a veces abreviado a «el», pero normalmente me llamaban «Ric». En cuanto acababa la escuela salíamos por ahí con nuestras bicicletas. Mi primera bicicleta fue una James, que Jack me regaló después de darle la lata para que me compraba una Triumph Palm Beach de color escarlata y crema como la suya, que era, hasta donde yo sabía, lo máxi­ mo en bicicletas. Pero no había un modelo de Triumph para niños, así que Jack me compró una James. Pese a que tenía básicamente los mismos colores, no eran iguales, y aunque me esforcé mucho en ser agradecido, estaba decepcionado y probablemente se notó. Sin embargo, no dejé que eso me desalentara: le quité uno de los frenos, desmonté los guardabarros, le puse unas llanta nuevas para superficies de tierra o lodo y la convertí así en una «bicicleta de montaña». Después de la escuela nos juntábamos en el prado y decidíamos adonde ir. En verano solíamos bajar hasta el río Wey, que estaba en las afueras del pueblo. Todo el mundo iba allí, también los adultos, y había un sitio que nos atraía en particular porque había una presa. No nos permitían bañarnos en la parte más honda — un par de chicos se habían ahogado en esa zona— , pero en el lado donde la presa daba a aguas someras y formaba una cas­ cada, había pozas y pequeños salientes de roca; allí podíamos nadar sin riesgo o chapotear en el barro. Un poco más abajo, el río volvía por sus fueros y se hacía más profundo para convertirse en una buena zona de pesca donde aprendería a manejar la caña. Rose me compró una de color verde, con mango de corcho y carrete acoplado, que se vendía por catálogo. Era una caña barata y muy senci­ lla, pero me encantó desde el primer momento. Ése fue el comienzo de mi adicción a los artilugios. Me quedaba arrobado mirándola, y proba­ blemente pasé tanto tiempo jugando con ella como pescando. El cebo solía ser pan, y teníamos que tener mucho cuidado de no molestar a los autén­ ticos pescadores que siempre andaban cerca. Generalmente sólo aspirá­ bamos a pescar gobios, pero hubo un día memorable en que atrapé una carpa que debía de pesar casi un kilo. Un pescador experimentado que pasaba por la orilla se paró y me dijo: «Has cobrado una buena pieza». Yo me puse loco de contento.

Cuando no íbamos al río nos dirigíamos a «las marañas». Ése era el nombre que dábamos al bosque situado tras el prado, donde escenificá­ bamos guerras muy serias entre indios y vaqueros o ingleses y alemanes. Creamos allí nuestra propia versión de la batalla del Somme cavando zanjas lo bastante profundas para ponernos de pie y disparar. Había en el bos­ que algunas zonas llenas de aulaga en las que era fácil perderse, y llamá­ bamos a ese lugar «la ciudad prohibida» o el «mundo perdido». Cuando yo era pequeño no me metía en el «mundo perdido» si no iba en grupo o con un chico mayor porque creía de verdad que no saldría de allí si entraba solo. Allí tuve mi primer encuentro con una serpiente. Estaba en mitad de un juego y oí una especie de silbido. Miré hacia abajo con las piernas ligeramente separadas y una víbora pasó entre ellas; era un bicho de casi un metro de largo. Me quedé rígido. Nunca había visto una ser­ piente, pero Rose les tenía pavor y me había contagiado el miedo. Me asusté y tuve pesadillas durante mucho tiempo. Cuando tenía diez u once años jugábamos de vez en cuando a «la caza de besos», y ésa era la única ocasión en que las chicas participaban en nuestros juegos. La regla consistía en que se les daba un tiempo para es­ conderse, después nosotros íbamos a buscarlas y si las encontrábamos obteníamos un beso como recompensa. El premio era a veces mayor, y entonces las chicas descubiertas tenían que bajarse las bragas. Pero, por lo general, las chicas del pueblo nos asustaban mucho. Parecían distan­ tes y fuertes y, en cualquier caso, mostraban poco interés por nosotros ya que reservaban sus atenciones para chicos «enrollados» como Eric Beesley, que siempre era el centro de todas las miradas y fue el primero en Ripley que se cortó el pelo al rape. Por otra parte, mi experiencia con la pornografía me había dejado la sensación de que si me insinuaba a una chica iba a ser castigado de algún modo, y yo no tenía ninguna intención de ser azotado día sí día no. Los sábados por la mañana, muchos de nosotros íbamos al cine, al ABC Minors Club de Guildford, lo que era una auténtica gozada. Veía­ mos apasionantes episodios de Batman, Flgsh Gordon o Hopalong Cassidy y comedias de Los Tres Chiflados o Charlie Chaplin. Había un presen­ tador y concursos en los que se nos animaba a subir al escenario para cantar o hacer imitaciones, algo que yo temía y siempre evitaba. Aunque tam­ poco éramos unos angelitos. Cuando se apagaban las luces sacábamos nuestros tirachinas y bombardeábamos la pantalla con castañas. A comienzos de los cincuenta, una forma típica de entretenerse para

ios chicos de Ripley era sentarse por la tarde bajo la marquesina del au­ tobús y mirar el tráfico con la vana esperanza de que pasara un coche deportivo; una vez cada seis meses veíamos un Aston Martin o un Ferrari, lo cual nos alegraba el día. Perdíamos la cabeza por algo de excitación, y nada era tan emocionante como quebrantar la ley... dentro de ciertos límites. íbamos a robar manzanas a la finca Dunsborough, lo que desde el punto de vista emocional resultaba espléndido porque su propietaria era la estrella de cine Florence Desmond y a veces veíamos a sus famosos amigos andando por el prado. Una vez conseguí el autógrafo de Tyrone Power. Por otra parte, las posibilidades de que te pillaran eran bastante altas ya que los guardas solían rondar por la zona. A veces íbamos a Cobham o a Woking para robar corbatas, pañuelos y otras bagatelas en las tiendas o para entregarnos a ocasionales ataques de vandalismo. Nos montábamos, por ejemplo, en uno de los trenes que desde Guildford paraban en todos los apeaderos, elegíamos un compar­ timento vacío — los cercanías no tenían corredores— y lo arrasábamos entre dos estaciones. Hacíamos añicos todos los espejos, destrozábamos los mapas, rasgábamos con navajas las redes para el equipaje, rajábamos la tapicería y bajábamos en la siguiente estación a carcajada limpia. Ha­ cerlo impunemente sabiendo que obrábamos mal nos daba una enorme inyección de adrenalina. Por supuesto, si nos hubieran pillado podrían ha­ bernos enviado al reformatorio, pero milagrosamente eso nunca ocurrió. Fumar era en aquellos días un importante rito de iniciación y, de tanto en tanto, caía en nuestras manos un cigarrillo. Recuerdo que cuando te­ nía doce años conseguí unos Du Mauriers, y me llamó especialmente la atención el envoltorio. Era muy sofisticado y daba sensación de madurez con su tapa de color burdeos y su enrevesado dibujo de líneas plateadas. Rose me vio fumando, o tal vez encontró la cajetilla en un bolsillo, pero en cualquier caso me llevó aparte y me dijo: «Muy bien, si quieres fumar fumémonos uno juntos; veamos si sabes fumar de verdad». Ella encendió uno de los Du Mauriers, me lo puso en la boca y yo le di una calada. «¡No, no y no!», dijo. «¡Para adentro, para adentro! Eso no es fumar.» Yo no sabía de qué estaba hablando hasta que añadió: «Tienes que aspirarlo, aspirarlo». Entonces lo intenté y, por supuesto, me sentó fatal y ya no volví a fumar hasta los veintiuno. Lo único que no me gustaba era pelear, un pasatiempo popular en­ tre muchos de los chicos. El dolor y la violencia me asustaban. Las dos familias a evitar en Ripley eran los Masters y los Hill, que eran tremen­

damente brutos. Los Masters eran primos míos, hijos de la tía Nell, una señora difícil de olvidar porque padecía el síndrome de Tourette, aunque en aquellos tiempos se la consideraba simplemente excéntrica. Cuando hablaba, intercalaba en su discurso las palabras «mierda» y «Eddie», de modo que cuando venía a casa decía: «Hola, Ric, mierda Eddie. ¿Está tu madre, mierda Eddie?». Yo la adoraba. Charlie, su marido, la doblaba en tamaño y estaba cubierto de tatuajes. Tenían catorce hijos varones, los hermanos Masters, mortíferos y siempre metidos en problemas. Los Hill también eran todos chicos, como unos diez en total, y eran los villanos del pueblo, o al menos eso parecía. Ellos eran mi némesis. Yo siempre temí que me atizaran, así que, cuando los Hills se metían conmigo, se lo de­ cía a mis primos esperando causar una vendetta entre los Hill y los Masters. Aunque por lo general intentaba mantenerme alejado de todos ellos. Desde muy pronto, la música jugó un papel importante en mi infancia porque, antes de que hubiera televisión, ocupaba buena parte de la vida en mi comunidad. Los sábados por la noche, la mayoría de los adultos se reunía en la British Legión Club para beber, fumar y escuchar a artistas locales como Sid Perrin, un gran cantante de pub con poderosa gargan­ ta que cantaba a la manera de Mario Lanza y cuya voz salía flotando hasta la calle, donde estábamos sentados nosotros con una limonada y una bolsa de papas. Otro músico local era Buller Collier, que vivía en la última casa de nuestra hilera y que salía a la entrada para tocar el acordeón. Me en­ cantaba mirarlo, no sólo por el sonido sino también por el aspecto de aquel brillante instrumento rojo y negro. Yo estaba más acostumbrado a oír el piano, ya que a Rose le encan­ taba tocarlo. Mis primeros recuerdos son de ella tocando un armonio, o claviórgano, que había en la sala, pero más tarde se hizo con un peque­ ño piano. También cantaba, la mayoría de las veces clásicos como «Now Is the Hour», un éxito de Gracie Fields, o «I Walk Beside You» y «Bless This House» de Joseph Locke, que era muy conocido en nuestra casa y el primer cantante que me cautivó por el sonido de su voz. Mis prime­ ras tentativas como cantante se desarrollaron en las escaleras que subían a los dormitorios de casa. Descubrí que en un sitio había eco, y me sen­ taba ahí para cantar las canciones del momento, sobre todo baladas po­ pulares, y aquello me sonaba como si estuviera cantando en un disco. Una buena parte de los genes musicales que pueda haber heredado vienen de la familia de Rose, de los Mitchell. Su padre, el abuelo Mitchell, un hombretón algo borracho y mujeriego, tocaba el violín y el acordeón,

v salía con Jack Townshend, un aclamado músico ambulante de la región, que tocaba la guitarra, el violín y las cucharas, y juntos interpretaban música tradicional. El abuelo vivía en Newark Lake, prácticamente a la vuelta de la esquina, y era un personaje importante en la vida del pueblo, especialmente durante el tiempo de la cosecha, ya que tenía un locomó­ vil. Era un poco raro y no muy simpático. Solía estar sentado en su sillón inormalmente bastante borracho) cuando yo iba a verlo con el tío Adrián. Como en el caso de la fábrica Stansfield s, había algo dickensiano en iodo aquello. Ibamos a visitar al abuelo a menudo, y fue tras verlo tocar el violín cuando se me ocurrió probar a mí. En él parecía algo muy fácil v natural. Mis padres me regalaron un viejo violín que encontraron en ¿Iguna parte, y creo que se suponía que aprendería con mirar y escuchar, pero sólo tenía diez años y me faltaba paciencia. Lo único que conseguí sacar del violín fue una especie de chirrido. Simplemente no pude hacerme con la física del instrumento (hasta entonces sólo había tocado la flauta dulce) y muy pronto abandoné. El tío Adrián, el hermano de mi madre, que entonces seguía vivien­ do con nosotros, era un personaje increíble que tuvo una gran influen­ cia en mi vida. Como de niño me habían dicho que era mi hermano, lo seguí mirando siempre de esa manera, incluso después de descubrir que en realidad era mi tío. El estaba muy metido en la moda y en los coches deportivos, y tuvo una sucesión de Ford Cortinas, normalmente de dos colores, melocotón y crema o algo parecido, con el interior adornado con amuletos y tapizado en cuero y falsa piel de leopardo. Cuando no anda­ ba toqueteando sus coches para mejorarles el aspecto y las prestaciones, los conducía muy rápido y a veces los estrellaba. Era además un ateo obsesionado con la ciencia-ficción, y tenía un armario lleno de ediciones baratas de Isaac Asimov o Kurt Vonnegut y algún otro material realmente bueno. Adrián era además inventor, aunque la mayoría de sus invenciones se limitaban al ámbito doméstico, como su original «dispensador de vina­ gre». El vinagre lo volvía loco, y lo ponía en todo, incluso en la crema. Rose no veía esto con buenos ojos y acabó prohibiéndoselo. Así que Adrián diseñó un dispensador de vinagre secreto que consistía básicamente en una botella de lavavaj illas que se escondía en la axila y de la que salía un tubo que le bajaba por la manga. Entonces pasaba la mano sobre lo que estu­ viera comiendo, presionaba en secreto la botella bajando el brazo y rociaba el plato con vinagre sin ser descubierto.

Adrian también era una persona muy musical. Tocaba la armonica cromática y bailaba muy bien. Le encantaba el jitterbug, y se le daba bas­ tante bien. Era un espectáculo digno de ver, ya que tenía el pelo larguí­ simo y echado para atrás con toneladas de fijador Brylcreem. En cuanto se ponía en marcha el pelo le caía hacia delante tapándole la cara, y en­ tonces parecía una criatura del fondo del mar. Tenía un tocadiscos en su cuarto y me solía poner los discos de jazz que le gustaban, cosas de Stan Kenton, los Dorsey Brothers y Benny Goodman. En la época parecía música proscrita, y yo sentí que me llegaba su mensaje. Desde muy pequeño, conocí la mayoría de la música a través de la radio, que en casa permanecía siempre encendida. Bendigo haber naci­ do en aquella época porque, musicalmente hablando, fue muy rica en su diversidad. El programa que todo el mundo escuchaba sin falta era TwoWay Family Favourites, una emisión en directo que ponía en contacto a los soldados británicos destinados en Alemania con sus familias en casa. Empezaba los domingos a las doce, justo cuando nosotros nos sentába­ mos a comer. Rose preparaba siempre una deliciosa comida dominical compuesta de rosbif, salsa y pudin de Yorkshire con patatas, guisantes y zanahorias, seguido de algo como un pudin de frutos secos y pasas con crema; y todo ello, acompañado de esa música asombrosa, constituía un auténtico banquete para los sentidos. Abarcábamos todo el espectro musical — ópera, clásica, rock and roll, jazz y pop— , de modo que ha­ bitualmente podía haber algo de Guy Mitchell, cantando «She Wears Red Feathers», luego una pieza para orquesta de jazz con Stan Kenton, mú­ sica de baile con Victor Sylvester, quizá una canción pop de David Whitfield, un aria de una ópera de Puccini como La Bohème y, si había suer­ te, la «Música Acuática» de Handel, una de mis favoritas. Me gustaba toda la música que expresara con fuerza emociones. Los sábados por la mañana escuchaba Childrens Favourites, presentado por el increíble Unele Mac. A las nueve en punto, estaba sentado junto a la radio esperando los pitidos, luego la introducción, «las nueve de un sábado por la mañana significa Childrens Favourites», a la que seguía la sintonía, una chillona pieza orquestal llamada Puffing Bill, y después el propio Unele Mac diciendo: «Hola niños de todas partes, aquí Unele Mac. Buenos días a todos». A continuación, ponía una extraordinaria selección de música, en la que mezclaba canciones para niños como «Teddy Bear s Picnic» o «Nellie The Elephant» con novedades como «The Runaway Train» y canciones folk como «The Big Rock Candy Mountain», y de tanto

en tanto algo del otro lado del espectro como Chuck Berry cantando «Memphis Tennessee», que me sacudió como una descarga eléctrica cuan­ do la oí. Cierto sábado, Unele Mac puso una canción de Sonny Terry y Brownie McGhee, llamada «Whooping and Hollering». En ella Sonny Terry to­ caba la armónica, que alternaba, muy rápidamente y con un sentido del ritmo perfecto, con un grito en falsete mientras Brownie le hacía el acom­ pañamiento con una veloz guitarra. Supongo que fue su carácter de no­ vedad lo que hizo que Unele Mac la seleccionara, pero a mí aquello me atravesó como un relámpago, y después de eso nunca me perdí Childrens Favourites por si la volvían a poner de nuevo, algo que Unele Mac hizo, como en rotación, una y otra vez. La música se convirtió en mi alivio, y aprendí a escucharla con los cinco sentidos. Descubrí que así podía borrar todos los sentimientos de miedo y confusión relacionados con mi familia. Estos aún se agudizaron más en 1954, cuando yo tenía nueve años y mi madre apareció de repente en mi vida. Por entonces estaba casada con un soldado canadiense llamado Frank MacDonald, y traía con ella a sus dos hijos pequeños, mis hermanastros Brian, de seis años, y Cheryl, de uno. Fuimos a esperar a mi madre al barco en Southampton, y una mujer muy glamurosa, atractiva y con melena de color castaño rojizo alzada a la moda del momento, descendió por la pa­ sarela. Era muy guapa, aunque había en su belleza una frialdad algo ás­ pero. Bajó del barco cargada de regalos caros que Frank, su marido, ha­ bía enviado desde Corea, adonde había sido destinado durante la guerra. Nos regalaron a todos chaquetas de seda con dragones bordados, cajitas Lacadas y cosas así. Aunque para entonces ya sabía la verdad sobre ella, y mis abuelos estaban enterados, nadie dijo nada cuando llegamos a casa, hasta que una noche, en la que estábamos todos sentados en la sala de nuestra peque­ ña casa, le solté de repente a Pat: «¿Puedo llamarte ahora mamá?». La rensión en la habitación se hizo insoportable durante un terrible y emba­ razoso momento. La verdad silenciada había salido por fin a la luz. En­ tonces Pat me respondió con mucha educación: «Creo que, después de rodo lo que han hecho por ti, lo mejor será que sigas llamando a tus abuelos mamá y papá»; en ese instante sentí un rechazo absoluto. Aunque intenté aceptar y entender lo que Pat me había dicho, eso quedaba fuera de mi alcance. Yo había esperado que me levantara en brazos y me llevara con ella al sitio del que había venido. La decepción que sentí

era insoportable, y casi de inmediato se transformó en odio e ira. Muy pronto las cosas se pusieron difíciles para todos. Yo estaba hosco, me encerraba en mí mismo y rechazaba el cariño de los demás porque sen­ tía que me habían rechazado a mí. Unicamente la tía Audrey, la herma­ na de Jack y mi tía favorita, era capaz de comunicarse conmigo: una vez a la semana venía a verme con juguetes y dulces, y con cuidado intenta­ ba acercarse a mí. A menudo yo la trataba mal y era abiertamente cruel con ella, pero en mi fuero interno estaba muy agradecido por su amor y sus atenciones. No facilitó nada las cosas el que Pat, que en público seguía siendo mi «hermana» para evitar complicadas explicaciones, se quedara allí la ma­ yor parte del año. Por el mero hecho de venir del extranjero, y por tener los niños sus acentos canadienses, en el pueblo los trataban como a estrellas y les daban atenciones especiales. Sentí que me apartaban a empujones. Estaba resentido incluso con mi hermanastro, Brian, que me admiraba y siempre quería salir a jugar con mis colegas. Un día pillé una rabieta en casa y salí corriendo hacia el prado. Pat vino detrás de mí, y entonces me volví y le grité: «¡Ojalá no hubieras venido! ¡Ojalá te marcharas!». En ese instante recordé lo idílica que había sido mi vida hasta ese día. Una vida sencilla, sólo yo y mis padres: aunque sabía que en realidad eran mis abue­ los, yo era el centro de atención y al menos había amor y armonía en la casa. Con aquella nueva complicación, era imposible adivinar adonde debía dirigir mis sentimientos. Esos sucesos en casa tuvieron un grave efecto en mi vida académica. En aquellos tiempos, a los once años debía pasarse un examen, llamado eleven plus, que decidía adonde ibas luego, si a una grammar school para quienes obtenían los mejores resultados, o a una secondary modern school para los que tuvieran peores notas. El examen se hacía en otra escuela, lo que implicaba que había que m etete en unos autobuses para ir a un si­ tio extraño donde hacíamos prueba tras prueba a lo largo de todo un día. Yo me quedé completamente en blanco. Estaba tan asustado por lo que me rodeaba, y me sentía tan inseguro e intimidado, que fui incapaz de responder a nada, de forma que suspendí claramente. No estaba muy preocupado, porque ir a los institutos de duildford o Woking hubiera supuesto separarme de mis camaradas, entre los que no se hallaba ningún intelectual. Todos ellos sobresalían en los deportes y tenían cierto desprecio por la escuela. Y con respecto a Jack y Rose, si se sintieron decepciona­ dos, la verdad es que no lo demostraron.

De modo que acabé en la St. Bede’s Secondary Modern School, que a a b a en la vecina localidad de Send, y allí empecé a descubrir cosas de m ia d . Transcurría el verano de 1956 y Elvis estaba en lo alto de las liscas. En la escuela conocí a un chico que acababa de llegar a Ripley. Se 11an&gajohn Constan tiñe, pertenecía a una familia de clase media alta que wwíi en las afueras del pueblo y nos hicimos amigos porque éramos muy üfcientes del resto. Ninguno de los dos se adaptaba. Mientras los demás ü c o s de la escuela se interesaban por el criquet o el fútbol, a nosotros amas daba por la ropa o por comprar discos de 78 rpm, con lo cual sólo nos pandeábamos ridículo y desprecio. Nos conocían como «los chiflados». Ib iba mucho a su casa, donde sus padres tenían un artilugio conocido ;: n o «radiogram», que era una mezcla de radio y gramófono. Fue el primero que vi. John tenía una copia de «Hound Dog», el número uno i: Eivis, y la ponía una y otra vez. Había algo irresistible en esa música, ¿demás la había creado alguien casi de nuestra edad, alguien como noaeeros que, sin embargo, parecía tener el control de su destino, algo que iL John ni yo podíamos siquiera imaginar. Conseguí mi primer tocadiscos al año siguiente. Era un Dansette, y a rrimer single que me compré fue When, el número uno de los Kalin jwíns, que había oído en la radio. Después compré mi primer álbum, The Z/':rping» Crickets, de Buddy Holly and the Crickets, al que siguió la honda sonora de High Society. Los Constantine eran además las únicas personas que conocía en Ripley con televisión, y solíamos ver Sunday Night m zre London Palladium, el primer programa de televisión donde apare­ a r o n músicos norteamericanos, que iban muy por delante en todos los ceddos. En la escuela acababan de premiarme — por tener todo limpio : rdenado— con un libro sobre Estados Unidos, así que estaba obsesioü&io con el tema. Una noche presentaron a Buddy Holly en el programc£. y yo pensé que me moría y subía al cielo. Ésa fue además la primera ■cz que vi una guitarra Fender. Jerry Lee Lewis cantó «Great Balls of Fire», bajista llevaba un bajo Fender Precisión. Parecía un instrumento del scacio exterior, y me dije a mí mismo: «Ése es el futuro. Eso es lo que lekro». De pronto me di cuenta de que estaba en un pueblo donde nunca .--¿.Tibiaba nada mientras en la televisión había algo que venía del futuro. Y yo quería ir allí. Un profesor de arte de St. Bedes, el señor Swan pareció reconocer algo *^alor en mí, ciertas habilidades artísticas, y se volcó para intentar ayulo n e . Me enseñó además caligrafía, y gracias a él aprendí a escribir con

un plumín itálico. El señor Swan me daba un poco de miedo, porque tenía fama de imponer una férrea disciplina y de ser muy severo, pero conmi­ go fue extremadamente amable, algo que de algún modo siempre tuve en cuenta. De manera que cuando llegó la hora de hacer el thirteen plus, un examen destinado a los estudiantes que no habían superado el eleven plus, decidí que me esforzaría de verdad ya que estaba en deuda con el señor Swan por su amabilidad. Lo cierto es que aprobé (aunque no sin recelos, pues sabía que iba a separarme de todos mis amigos de St. Bedes), y con trece años pasé a la Hollyfield Road School de Surbiton. Hollyfíeld supuso para mí grandes cambios. Me dieron un bono para el autobús, y tenía que viajar solo todos los días desde Ripley hasta Sur­ biton, un trayecto de media hora en la Green Line, a fin de ir a una es­ cuela con gente que no había visto nunca. Los primeros días resultaron muy duros: no sabía que iba a ocurrir con mis viejos amigos y tenía cla­ ro que perdería de vista a bastantes. Pero al mismo tiempo aquello era muy emocionante porque al fin había salido al ancho mundo. Aunque se tra­ taba de una escuela secundaria normal, Hollyfield era diferente porque incluía un departamento de arte preparatorio para la Kingston Art School. De modo que, aunque estudiábamos las asignaturas habituales (historia, inglés, matemáticas, etc.), un par de días a la semana nos dedicábamos por entero al arte: dibujo anatómico, bodegones y trabajos con pintura y ar­ cilla. Por primera vez empecé a brillar de verdad, y sentía que había en­ contrado mi camino. En cuanto a mis viejos amigos, yo había ascendido en el mundo y, aunque de alguna manera ellos sabían que eso estaba bien, no podían evitar meterse conmigo. Yo sabía que estaba avanzando. Hollyfield cambió mi perspectiva sobre la vida. Se trataba de un ambiente mucho más desinhi­ bido, con gente muy interesante. Estaba en las afueras de Londres, así que muchas veces nos saltábamos las clases e íbamos a pubs o a Kingston para comprar discos en los almacenes Bentalls. No paraba de oír cosas nuevas. De pronto descubrí la música folk, el jazz de Nueva Orleans y el rock and roll, y me quedé fascinado. La gente siempre dice que recuerda el lugar exacto donde estaba cuan­ do asesinaron al presidente Kennedy. Yo no, pero sí recuerdo el patio de la escuela el día en que murió Buddy Holly, y el ambiente que se respi­ raba allí. Aquello era un cementerio; todos estaban conmocionados y nadie decía palabra. Buddy era el más accesible de todos los héroes musicales de la época, y era auténtico. No se presentaba con un aspecto glamuro-

so ni tenía que representar ese papel, tocaba la guitarra de verdad y enzuna llevaba gafas. Era uno de los nuestros. Fue asombroso el efecto que nos produjo su muerte. Alguien dijo que la música había muerto después ae eso. Para mí, en realidad, pareció abrirse de golpe. La sección de arte de la escuela estaba en la Surbiton Hill Road no lejos ¿el edificio principal, así que los días en que nos dedicábamos a la creazon íbamos hasta allí para que el profesor nos pusiera a trabajar en bojfspnes, esculturas o dibujo. De camino pasábamos frente a la Bells Music Store, una tienda que se había hecho un nombre vendiendo acordeones ciando éstos hacían furor. Cuando estalló el boom del skiffle, estilo po­ larizad o en la mitad de los ciqpuenta por Lonnie Donegan con canciones ::m o «Rock Island Line» y «The Grand Coulee Dam», Bells viró el rumbo se convirtió en una tienda de guitarras. Yo me paraba siempre a mirar ios instrumentos del escaparate. Como casi toda la música que me gus~aha era con guitarra, decidí que quería aprender a tocar el instrumento, 15: que machaqué a Rose y a Jack para que me compraran una. Segurá­ ronte insistí tanto que sólo lo hicieron para que me callara, pero fuera fuese la razón, un día ambos tomaron el autobús conmigo hasta la Deuda y dejaron un depósito por el instrumento que yo había escogido : ?mo la guitarra de mis sueños. Yo había puesto los ojos en una Hoyer fabricada en Alemania que eosaba dos libras. Un artilugio curioso porque parecía una guitarra española rero tenía las cuerdas de acero, no de nailon. Era una combinación exraña y, para un novato, bastante dolorosa de tocar. Estaba empezando la osa por el tejado, ya que yo no sabía ni afinar una guitarra, por no ha­ rtar de tocarla. Como no tenía a nadie que me enseñara, me dispuse a orender solo, una tarea nada fácil. Para empezar, no me esperaba que aquel instrumento fuese tan grande, zas! del mismo tamaño que yo. Cuando por fin conseguí sujetarla, no podía rxiear el mástil con la mano, y las cuerdas estaban tan altas que apenas conseguía presionarlas. Tocar aquello parecía una misión imposible, y la 7íáiidad del hecho me abrumó. Pero también estaba increíblemente emoonado. La guitarra brillaba mucho y tenía algo de virginal. Parecía un ¿legante aparato venido de otro universo y, mientras intentaba rasguearla, sentía que estaba pasando al territorio de la madurez. La primera canción que me propuse aprender fue una pieza folk, «Scarjct Ribbons», popularizada por Harry Belafonte, pero de la que también había oído una versión bluesera a cargo de Josh White. La aprendí com­

pletamente de oído, escuchándola y tocando por encima del disco. Tenía una pequeña grabadora portátil, mi orgullo y mi alegría, una Grundig que Rose me había regalado por mi cumpleaños con la que grababa mis en­ sayos guitarrísticos para escucharlos luego una y otra vez hasta conven­ cerme de que había pillado la composición. Había una dificultad añadi­ da: como descubrí más tarde, la guitarra no era muy buena. En un instrumento caro, las cuerdas no suelen estar muy separadas de los tras­ tes para facilitar así la presión de los dedos, pero en una guitarra barata o mal hecha las cuerdas se van separando del mástil entre la ceja y el puente, lo cual obliga a hacer mucha presión sobre ellas provocando así que duelan los dedos. Mis inicios fueron decepcionantes ya que nada más empezar rompí una cuerda y, al no tener de repuesto, tuve que aprender a mane­ jarme con cinco cuerdas. Durante bastante tiempo toqué de esa manera. La Hollyfield Road School influyó mucho para que mi preocupación por la imagen se acentuara. Allí me encontré con algunos personajes de peso con ideas muy claras sobre el arte y la moda. En Ripley había comen­ zado a llevar vaqueros, que en aquella época (yo tenía unos doce años) debían ser negros y tener una triple costura verde recorriéndolos por fuera, el último grito de entonces. La ropa de estilo italiano vino a continuación, con chaquetas de talle muy corto, pantalones estrechos y zapatos puntia­ gudos. Como la mayoría de las familias de Ripley, nosotros comprábamos todo por catálogo, el Littlewoods por ejemplo, y en mi caso Rose ajustaba la ropa si hacía falta. La guitarra casaba con el estilo beatnik, que se puso de moda a mediados de mi estancia en Hollyfield. Consistía en llevar los pantalones ceñidos y metidos por abajo, un jersey negro de cuello vuel­ to, una guerrera adornada con chapas de «no a la bomba» y mocasines. Un día estaba arrodillado frente al espejo gesticulando como un can­ tante mientras sonaba un disco de Gene Vincent cuando uno de mis compañeros pasó por delante de la ventana abierta. Se paró a mirarme y no olvidaré nunca la vergüenza que pasé: lo cierto es que al estímulo de la música misma se unía el deseo de llegar a ser uno de esos cantantes que veía en televisión, no una estrella del pop inglés como Cliff Richard, sino un astro americano como Buddy Holly, Jerry Lee Lewis, Little Richard o Gene Vincent. Sentía la llamada dentro* de mí y comprendía que aca­ baría marchándome de Ripley. Aunque aún era un inútil con la guitarra, quería simular que la do­ minaba cultivando la imagen que a mi entender debía exhibir un auténtico trovador. Me agencié un rotulador y con grandes letras escribí sobre la caja

las palabras LORD ERIC, suponiendo que eso era lo que hacían los tro­ vadores. Después até a la guitarra una cuerda para que me sirviera de correa y me imaginé junto a una novia, también vestida con el uniforme beat­ nik, yendo a un café para tocar música folk. La novia se materializó en la figura de una chica muy guapa, Diane Coleman, que también iba a Hollyfield. Ella vivía en Kingston, y tuvimos una corta pero intensa aventurilla, en la que el sexo volvió a hacer acto de presencia y yo sentí páni­ co. Hasta ese momento nos habíamos tomado cariño, y habíamos pasa­ do horas juntos escuchando discos en el salón de su madre. Mi carrera inicial como trovador resultó igual de breve. Diane y yo fuimos unas tres veces a un café-bar, con la guitarra LORD ERIC y todo, y los dos salimos avergonzados, yo por ser demasiado tímido para tocar y ella por contemplar todo aquello. Más tarde, cuando pensaba ya que mis esfuerzos eran en balde, descubrí otra guitarra. En Kingston había una especie de mercadillo, y un sábado, mientras daba una vuelta, vi una guitarra de aspecto muy extraño colgada en uno de los puestos. Era acústica, pero tenía una caja muy estrecha, casi como la de una guitarra inglesa medieval, y le habían pegado por detrás el di­ bujo de una mujer desnuda. Intuí que era buena. La cogí y, aunque no la toqué porque no quería que me oyera nadie, me pareció perfecta, la guitarra de mis sueños. La compré allí mismo por dos libras con diez chelines. No me pregunten de dónde saqué el dinero, posiblemente se lo sableé a Rose o lo «tomé prestado» de su bolso. La verdad es que no guardo un recuerdo claro de los arreglos financieros que tenía en aquella época con mis padres. Creo que me daban una paga semanal bastante decente, pero no hubiera sido impropio de mí, me avergüenza decirlo, buscar un suplemento para mis gastos con cualquier cosa que me quedara a mano. Por entonces ya dominaba algo la técnica conocida como clawham­ mer y ensayé con la nueva guitarra algunos de los temas folk que había aprendido. Comparada con la Hoyer, ésta era muy fácil de tocar. La caja era bastante pequeña y delgada, y tenía un diapasón muy poco conven­ cional, ancho y plano, como de guitarra española. Las cuerdas estaban muy separadas, así que resultaba bastante sencillo poner los dedos en ellas sin hacerse un lío con la mano, y se mantenían bajas a lo largo de todo el mástil, de ese modo, aunque había que tocar con cuidado y delicadeza, era igual de fácil hacerlo por arriba que por abajo. Resultó ser una George Washburn, un antiguo y valioso instrumento estadounidense fabricado originalmente por una empresa de Chicago que llevaba haciendo guita-

rras desde 1864. Por detrás de la caja de palisandro, alguien había pega­ do ese pedazo de papel con una chica de revista, y le había puesto barniz por encima. Resultaba difícil rascar la foto sin dañar la madera, y me cabreó que alguien le hubiera hecho eso a un instrumento tan bonito. Al fin tenía la guitarra adecuada, hecha para la música folk. Quizá ya podía conver­ tirme en el trovador que, según creía, estaba destinado a ser.

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S I G N A T U R E OF S T U D E N T

JzA jO S I G N A T U R E OF R E G I S T R A R - A C A D E M I C Y E A R



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LOS Y A R D B I R D S

uando a los dieciséis años comencé el Art A Level y me marché a la Kingston School o f Art para estar un año a prueba, ya empezaba a ker, por nombrar a unos pocos. Era un estilo que se adecuaba a la perfección a nuestra formación de guitarra, bajo, batería y teclados. John : :caba el piano, el órgano Hammond y la guitarra rítmica. A la batería :rn:amos a Hughie Flint, que luego formaría una banda con Tom MrGuinness llamada McGuinness-Flint. Yo tocaba la guitarra solista, y d bajista era John McVie, que después fundaría Fleetwood Mac con Mick r eetwood. Además de un bajista brillante, John era increíblemente dirmdo, con un sentido del humor muy negro y cínico. Por entonces, los

dos Johns y yo estábamos cautivados por la obra de Harold Pinter The Caretaker. Yo había visto la película, con Donald Pleasance como el va­ gabundo Davies, tantas veces como había podido, y me había comprado además el guión, buena parte del cual me sabía de memoria. Nos pasá­ bamos horas representando escenas de la obra, y nos intercambiábamos los papeles, de manera que algunas veces yo hacía el personaje de Asto y otras el de Davies o el de Mick, y nos moríamos de la risa. Al principio, al ser Mayall mucho mayor que el resto, y a nuestros ojos un respetable hombre de clase media que vivía con mujer e hijos en las afueras, las dinámicas dentro de la banda eran básicamente «él y nosotros». Lo veíamos en el papel de maestro, con nosotros como los chicos travie­ sos. John era tolerante hasta cierto punto, pero nosotros sabíamos que tenía un límite y hacíamos lo posible por llevarlo hasta ahí. Le tomábamos el pelo a sus espaldas, le decíamos que no sabía cantar y nos carcajeábamos cuando salía al escenario desnudo hasta la cintura. Era un hombre fornido, y no poco vanidoso, y nosotros queríamos ver hasta dónde podíamos estirar la cuerda antes de que perdiera los estribos. A John no le gustaba tener alcohol cerca cuando estábamos trabajando y, desgraciadamente, a McVie, que era nuestro portavoz, le gustaba mucho beber. Esto provocaba frecuen­ tes enfrentamientos entre los dos que uno u otro tenía que perder. Por muy adorable que fuera McVie, el alcohol con frecuencia lo volvía agresivo, y entonces había que dejarlo atrás o, como en una ocasión mientras volvía­ mos de un bolo en el norte, echarlo directamente de la furgoneta. Cuando aún no había pasado un mes de mi entrada en los Bluesbreakers, John me pidió que fuera al estudio para intervenir en unas can­ ciones que iba a tocar acompañando a Bob Dylan. Estaba muy emocio­ nado con aquello, ya que Dylan, que había venido de gira a Inglaterra, había solicitado expresamente conocerlo después de escuchar su tema «Crawling Up a Hill». Yo tenía con respecto a Dylan sentimientos encon­ trados debidos al hecho de que Paul Samwell-Smith era fan suyo, y a mí no podía gustarme nada que le gustara a Paul. Así que fuimos al estudio donde se desarrollaba la sesión y me presentaron a Bob y a Tom Wilson, su productor. Por desgracia no fui allí con una actitud abierta. No había escucha­ do realmente nada del material de Dylan y albergaba serios prejuicios contra él basados, supongo, en lo que yo pensaba de la gente a la que le gustaba. Por lo que a mí se refería, Dylan no era más que otro folkie. No entendía a qué venía tanto jaleo, y todos los que lo rodeaban parecían

sobreprotegerlo de mala manera. Hubo una persona de su círculo, no obstante, con la que congenié de inmediato, Bobby Neuwirth. Creo que era pintor o poeta. Al parecer era un colega de Dylan, pero se tomó la molestia de hablarme y de intentar ponerme al corriente de lo que pasa­ ba. No estoy seguro de que sirviera de mucho. Yo me encontraba como Mr. Jones en «Bailad of aThin Man», pero se ganó una amistad para toda _a vida. No recuerdo que Dylan hablara con nadie; tal vez era tan tími­ do como yo. Por lo que respecta a la sesión, no me acuerdo de mucho. Me carece que no acabamos ningftna canción, y luego Bob desapareció de repente. Cuando alguien preguntó dónde estaba, se nos dijo: «¡Ah! Se ha Jo a Madrid». No pensé demasiado en Dylan por un tiempo, hasta que :: Blonde on Blonde y, menos mal, al final lo pillé. En cuanto le di el sí a John, me metí en un calendario de trabajo que no había conocido hasta entonces. Si la semana hubiera tenido ocho noches, habríamos tocado las ocho, con doble sesión el domingo. Las contrataciones las llevaban dos hermanos, Ricky Johnny Gunnell, que eran .os dueños del Flamingo, en Wardour Street, un pequeño club emplazado tn un sótano, donde ponían la música soul más auténtica de todo Loncres. Se trataba de un local agitado y exclusivista, que se dirigía a una i^diencia bragada, compuesta sobre todo por gente negra a la que le retaba el R&B, el blues y el jazz de verdad. Los Gunnells representaban i muchas bandas que actuaban en el circuito nocturno londinense, a gente como Georgie Fame, Chris Farlowe, Albert Lee y Geno Washington. Rick t johnny eran un par de rufianes adorables que personificaban el lado amable de los bajos fondos del Londres del momento y sobornaban a la roiicía para que les dejaran abrir el club hasta las seis de la mañana. Tenian su propio territorio y eran tratados con respeto por figuras del hampa como los Kray. A John, el más pequeño y un hombre muy apuesto, le crj^aba la cara una cicatriz, al parecer causada por un botellazo. Su herm n o mayor, Rick, solía ponerse muy borracho y entraba en el club pre­ cintando a todo el mundo: «¿Por qué no está la banda tocando?». Auncue no había dudas sobre lo duros que eran, también les encantaba la música y siempre fueron amables conmigo, probablemente porque se nieron cuenta de que yo me tomaba la música muy en serio. Otro club al que solía ir era el Scene, en Windmill Yard, regentado pe r Ronan O ’Rahilly, quien luego montaría Radio Caroline, la primera ilación pirata de radio en Inglaterra. Allí me quedaba mirando a un poipito, con el que luego hice amistad, que tuvo una gran influencia en

el aspecto que quise tener en la época. Esos tipos llevaban una especie de híbrido entre la vestimenta típica de las universidades del Este norteame­ ricano y la moda italiana, personificada por Marcello Mastroianni, de modo que un día podían llevar sudaderas, unos pantalones bombachos y mocasines, y al siguiente trajes de lino. Era una pandilla interesante, ya que parecía estar a años luz en cuestión de estilo del resto. Yo los encon­ traba fascinantes. Todo el grupo venía del East End, e incluía a Laurie Alien, un batería de jazz; a Jimmy West y Dave Foley, que eran sastres y comenzaron un negocio, el Workshop, en Berwick Street, donde hacían trajes para gente como yo; y Ralph Berenson, un cómico e imitador nato. Yo tocaba a veces en el Scene, y una noche me propusieron hacer un bolo en otro local, el Esmeraldas Barn, un club nocturno en Mayfair, propiedad de los hermanos Kray. Fue una noche rara, porque toqué con la banda de la casa, y en el club no había nadie excepto los Kray, sentados a una mesa del fondo, mientras que yo no sabía qué diablos hacía allí. Parecía una especie de audición. Nos pagaban treinta cinco libras a la semana por tocar con los Bluesbreakers, e íbamos a recoger el dinero al despacho de los Gunnells, en el Soho. Era una paga fija, sin que importara cuánto trabajáramos y, aun­ que de tanto en tanto los otros miembros de la banda montaban follón para conseguir un aumento, yo no recuerdo que eso me preocupara de­ masiado, ya que mis gastos eran muy reducidos. Vivía de gorra, porque rara vez pagaba por algo y tenía manutención y alojamiento gratis. Pero no había duda de que nos ganábamos ese dinero. El plan era hacer un bolo y, después de haber acabado, tal vez tocar otra vez esa noche. El Flamingo abría los sábados toda la noche, y nosotros solíamos tocar allí, lo que estaba bien si antes habíamos actuado en Oxford o en otro sitio no demasiado alejado, pero que se hacía agotador si el concierto previo era en Birmingham, lo que nos obligaba a hacer un extenuante viaje de vuelta por la M I. Era importante viajar a aquellos lugares, que entonces nos parecían remotos, ya que el trabajo en los Home Counties era limitado, y para las bandas resultaba esencial tocar en los clubes más reputados del norte, a fin de ganar reconocimiento y consolidar una audiencia. Por nombrar unos cuantos sitios, estaban el Twisted Wheel en Manchester, el Club a Go-Go en Newcastle, el Boathouse en Nottingham, el Starlight en Redcar y el Mojo en Sheffield, donde Peter Stringfellow era el pin­ chadiscos. La idea de pagar a alguien por poner discos en un club antes de que saliera la banda era algo completamente nuevo, y Peter fue uno de

primeros pinchadiscos, con una selección realmente buena, sobre todo blues y R&B. Era emocionante ir a diferentes zonas del país. Las chicas estaban por rodas partes, y eso hizo que mi vida sexual fuera bastante extraordinaria, ya que salía y ligaba con todas las chicas al alcance de mi mano. La mavoría de las veces aquello no pasaba de un inocente magreo, y muy rara vez se llegaba de verdad hasta el final. En aquellos días, casi nunca tenías camerinos como las bandas de hoy, sino que simplemente te subías y bajabas del escenario desde el público. De ese modo, mi ligue podía ser ana chica que hubiera conocida mientras andaba por ahí antes del con­ cierto, o alguna en la que me hubiera fijado en el escenario. Sencillamente me ponía a hablar con ella y nos íbamos juntos. Recuerdo que en Basingstoke siempre me encontraba a una chica en particular. La banda tocaba dos sesiones, con un descanso de media hora,J y yo me veía con esa chica después de la primera parte, nos íbamos en­ tre bastidores y luego volvía al escenario con las rodilleras de los vaque­ ros cubiertas del polvo del suelo. Eso era algo bastante habitual, forma­ ba parte de la geografía de la gira en Bishop s Stortford, Sheffield, Windsor o Birmingham. No es que tuviéramos una chica en cada puerto: teníamos ana en cada concierto, y ellas parecían bastante contentas con ese tipo de relaciones, en las que sólo me veían de tanto en tanto. No puedo decir que ks culpe por ello. También nos encantaba viajar por Inglaterra porque pensábamos que eso era todo lo lejos que íbamos a llegar. A nadie se le hubiera ocurrido enviarnos a Irlanda o a Escocia, ya que no iban a pagarnos el hotel, así que después de los conciertos teníamos que volver a casa. Aunque cuesta imaginarlo ahora, ir hasta Newcastle para mí era como ir a Nueva York. Me parecía otro mundo. No entendía ni una palabra de lo que la gente decía, y las mujeres eran muy lanzadas y daban algo de miedo. Una no­ che nada atípica podía implicar un viaje a Sheffield para hacer un bolo vespertino a las ocho, salir luego hacia Manchester para tocar en un bar que abriera toda la noche, y conducir por último de vuelta a Londres para bajarnos en la Charing Cross Station a las seis de la mañana. Viajábamos en la furgoneta FordTransit de John. En los sesenta, existía roda una jerarquía asociada al tipo de furgoneta que una banda tenía. Una Bedford Dormobile, una antigualla fea de puertas correderas, denotaba an bajo estatus, pero poseer unaTransit mostraba que estabas en la cima. Tenían un motor muy potente e iban a todo trapo, así que podían reco­ üos

IT

rrerse largas distancias en ellas, y por dentro eran grandes y cómodas. El talentoso John, que también tenía su parte de inventor, se había adapta­ do el interior de la Transit según un diseño propio. Eso suponía crear un hueco especial a fin de llevar su órgano Hammond B3, que él había arreglado para cargarlo sobre dos varas, como en una silla de manos. Además, en el espacio que quedaba entre el órgano y el techo de la furgoneta, se había hecho una litera, de modo que, en los largos regresos de sitios como Manchester o Sheffield, mientras todos los demás íbamos en los asientos de delante, John se quedaba atrás, dor­ mido en su cama. Salvo en un par de ocasiones, nunca fuimos a dormir a una pensión o a un hotel. A lo máximo que podíamos aspirar, si tocá­ bamos en Manchester, de donde provenía la familia de John, era a que él nos invitara a quedarnos en casa de su familia. Yo lo hice una vez, y re­ sultó una experiencia bastante lúgubre, aunque mejor que estar sentado toda la noche en la furgoneta. Aquella era una vida increíble, y había momentos en los que no me creía que eso me estuviera pasando. Una noche, por ejemplo, Mike Vernos, que era el dueño de discos Blue Horizon, me pidió que bajara al estudio para hacer unas sesiones, y acabé tocando con Muddy Waters y Otis Spann, dos de mis héroes de toda la vida. Estaba completamente aterrado, pero no porque no creyera estar a la altura musicalmente. Era más bien que no sabía cómo comportarme delante de esos tipos. Eran increíbles. Llevaban unos bonitos trajes de seda holgados, con mucho estilo. Y eran hombres de verdad. Y allí estaba yo, un joven blanco y delgadu­ cho. Pero todo fue muy bien. Grabamos una canción llamada «Pretty Girls Everywhere I Go», y yo toqué el solo por encima de la guitarra rítmica de Muddy, mientras Otis cantaba y tocaba el piano. Estaba en el séptimo cielo, y ellos parecieron bastante contentos con lo que hice. En aquel momento, la gente empezó a hablar de mí como si fuera una especie de genio, y me enteré de que alguien había escrito la consigna «Clapton es Dios» en una pared de la estación de metro de Islington. Luego eso empezó a aparecer por todo Londres, igual que los grafitis. Yo esta­ ba algo perplejo, y una parte de mí huía de aquello. En realidad, no quería ese tipo de notoriedad. Sabía que me traería problemas. A otra parte de mí le encantaba la idea de que lo que había estado alimentando durante todos esos años recibiera por fin un reconocimiento. La realidad era, por supuesto, que a través de mí la gente accedía a una música que le era nueva, y yo me llevaba todo el mérito, como si hubiera inventado el blues.

En cuanto a la técnica, encontraba mejores que yo a montones de guitarristas estadounidenses blancos. Aparte de los tipos que eran celebri­ dades en el blues, había también muchos músicos blancos. Por ejemplo, Reggie Young, un músico de sesión de Memphis y uno de los mejores guitarristas que había oído. Lo había visto tocar con el Bill Black Com­ bo en la gira conjunta con las Ronettes. Don Peak, al que vi actuar con los Everly Brothers, y James Burton, que aparecía en los discos de Ricky Nelson, eran otros dos a mencionar. Los guitarristas ingleses que cono­ cía y que me habían dejado fuera de combate eran Bernie Watson y Albert Lee. Los dos tocaban en los Savages, la banda de Screaming Lord Sutch. Tanto Bernie como el pianista de Sutch, Andy Wren, eran unos músicos excelsos, y estaban muy por delante de cualquier otro en ese momento. Recuerdo oírles tocar «Worried Life Blues», el tema de Bic Ma­ ceo, y cómo Bernie doblaba las notas, algo que llevaba haciendo mucho más tiempo que nadie. Aunque tenía en cuenta a Jeff Beck, y también a Jimmy Page, sus raíces estaban en el rockabilly, mientras que las mías salían del blues. Me encantaba lo que hacían, y no existía ninguna competen­ cia entre nosotros; simplemente, tocábamos estilos diferentes. No obstante, a una parte de mí sí le parecía muy bien aquello de Clapton is God». Me habían echado de los Yardbirds, y habían puesto en mi lugar a Jeff Beck. De inmediato tuvieron una serie de éxitos, y eso me molestó bastante, así que cualquier elogio que viniera por el mero hecho de tocar, sin tener que venderme o anunciarme en televisión, era bienvenido. Hay algo en el boca a boca que resulta imposible de desha­ cer. En el fondo, estaba agradecido porque eso me daba prestigio, y lo mejor de todo era que se trataba de una reputación que nadie podía manipular. Después de todo, es mejor no bromear con los grafitis. Salen de la calle. A comienzos del verano de 1965, aunque seguía viviendo en la casa de John en Lee Green, pasaba mucho tiempo con unos amigos en un piso de Long Acre, en Covent Garden, propiedad de una mujer llamada Clarissa, novia de Ted Milton. Ted era un hombre de verdad extraordi­ nario. Poeta y visionario, lo había conocido en casa de Ben Palmer, y fue la primera persona a la que vi interpretar música con el cuerpo. Nos ha­ bíamos reunido en casa de Ben y, tras la cena, Ted puso un disco de Howlin Wolf y empezó a representarlo con todo su ser, bailando y usando expresiones faciales para interpretar lo que oía. Mientras lo miraba, com­ prendí por primera vez que puede vivirse de verdad la música, que se la

puede escuchar por completo y hacer que cobre vida, a fin de que forme parte de la tuya. Fue una verdadera revelación. Ted y Clarissa vivían en un segundo piso, que se componía de numerosos cuartos que daban a un largo pasillo y una cocina, y ese apartamento se convirtió durante un tiem­ po en el centro de nuestras vidas. El elenco de personajes incluía a John Bailey, al que conocíamos como «Dapper Dan» atildado Dan por su cuidado buen aspecto y coqueto gusto al vestir, y que estudiaba antropología; Bernie Greenwood, un médico con un consultorio en Notting Hill, que era además un gran saxofonista; Micko Milligan, joyero y peluquero a media jornada; Peter Jenner y Andrew King, quienes vivían en el piso de enfrente y habían empezado como mánagers de Pink Floyd; y mi vieja amiga June Child, que entonces trabajaba como secretaria de los anteriores. Volviendo la vista atrás, nos lo pasamos como nunca; bebíamos, fumábamos cantidades enormes de hachís y creíamos que todo lo que hacíamos era completamente original (y algunas veces lo era), en tanto que la pobre Clarissa tenía que salir a trabajar para pagar­ lo todo. Poco a poco, empecé a pasar una mayor parte de mi tiempo libre en ese escenario. Aquello era de verdad escandaloso. Nos pasábamos horas y horas escuchando música y bebiendo vino rosado Mateus, una fuente de dolores de cabeza que a mí me chiflaba. A veces nos embarcábamos en ataques espontáneos de risa, sin que nadie supiera la causa, cuando cap­ tábamos una determinada palabra, frase o algo que hubiéramos visto, y comenzábamos a reír histéricamente, hasta que era imposible parar. Po­ díamos estar literalmente horas sin dejar de reír. La risa era además par­ te de otro entretenimiento, en el que nos pasábamos el día escuchando una y otra vez la misma canción —una de las favoritas era «Shotgun», de Júnior Walker— hasta que perdíamos el conocimiento. Cuando nos re­ poníamos, comenzábamos de nuevo. A mitad del verano de 1965, de una manera completamente espon­ tánea, seis de nosotros decidimos montar una banda y viajar alrededor del mundo; para costearnos el viaje ofreceríamos conciertos por el camino. Nos bautizamos como los Glands. John Bailey sería el vocalista, y Bernie Greenwood tocaría el saxo. Jake, el hermano de Ted, se encargaría de la batería, y conseguimos que Ben Palmer volviera a sentarse al piano. Al bajo teníamos a Bob Rae. Cambiamos el coche de Bernie, un deportivo MGA, por una camioneta American Ford Galaxy para que nos sirviera de me­ dio de transporte, mientras que yo, con los cientos de libras que había

ahorrado de mi sueldo, me compré un amplificador y un par de guitarras. Teniendo en cuenta que supuestamente yo era la atracción de los Bluesbreakers, supongo que se puede decir que era un crío irresponsable por irme de esa manera. Si le mencioné a John algo al respecto, fue sólo para decirle que estaría fuera por un tiempo. Lo cierto que lo dejé plantado y, para llenar mi hueco mientras estaba ausente, él tuvo que rastrear entre un montón de guitarristas. Partimos en agosto, bien apretados los seis en la Ford Galaxy, y con­ dujimos por Francia y Bélgica, con el plan de seguir adelante hasta que encontráramos un sitio en el que tocar. No teníamos ni idea de lo que ha­ cíamos, y lo fiábamos todo a que la buena suerte se apareciera en nues­ tro camino. El viaje estuvo a punto de terminar nada más empezar. Lle­ gamos a Munich cuando daba inicio el famoso festival de la cerveza y, en una de las carpas, a Bob Rae le dio por encenderse el cigarrillo con un billete de cinco libras. Eso condujo a un serio rifirrafe entre él y otro miembro de la banda por la blasfema extravagancia de tal gesto, una pe­ lea que terminó con el equipo descargado del coche y la decisión unáni­ me de volverse para casa. A la mañana siguiente todo estaba ya arreglado, así que subimos el equipo a la Ford y nos pusimos otra vez en camino. Al pasar por Yugos­ lavia, en una carretera de adoquines entre Zagreb y Belgrado, el coche daba tales sacudidas que acabó por desarmarse. Tal como suena, la carrocería se separó del chasis. Tuvimos que conseguir un trozo de cuerda para atarlo alrededor y por debajo del coche. Así que teníamos a seis personas, con todo el equipo, viajando en un coche que se mantenía unido gracias a un trozo de cuerda. Aquello era un caos. Cuando finalmente llegamos a Grecia, a Tesalónica, nos moríamos de hambre, ya que hacía días que no habíamos probado bocado, ¡y en una carnicería comimos carne cruda! Al cabo, cuando alcanzamos Atenas, conseguimos un trabajo para tocar en un club llamado el Igloo. El Igloo recibía ese nombre porque estaba diseñado para que pareciera el interior de un iglú, y dentro todo tenía forma redondeada. Había una banda de la casa, los Juniors, cuyo mánager necesitaba un grupo que les hiciera de teloneros, ya que su actuación comenzaba a las siete y el club abría normalmente hasta las dos o las tres de la mañana. John Bailey con­ venció al tipo de que nos contratara. Encontramos un sitio en el que que­ darnos, una habitación en el ático de una casa que regentaba un viejo coronel egipcio. El lugar me encantó, y no tardé en empezar a divertir­

me como nunca. La actuación consistía en tres tandas por noche junto a los Juniors, que hacían canciones de los Beatles y los Kinks. Como no se las sabían muy bien, les echábamos una manita. Dos noches después de que consiguiéramos ese bolo, los Juniors se vieron envueltos en un accidente de coche, y dos de ellos murieron en el acto. A la mañana siguiente, mientras nos tomábamos un café en el club, el mánager entró y comenzó a gritar el nombre de Thanos, el teclista, uno de los chicos que habían muerto, del que al parecer estaba enamorado. «¡Thanos! ¡Thanos! ¡Thanos!», gritaba, y se puso a tirar vasos contra el espejo de detrás de la barra. Alguien nos recomendó que saliéramos de allí, así que nos marchamos mientras él hacía añicos el club. Estuvo cerrado durante dos días, y nos aconsejaron que no nos moviéramos de allí por­ que algo se les ocurriría. El club fue reparado, y alguien en representación del desconsolado mánager se me acercó para decirme que era necesario levantarse y ponerse en marcha de nuevo, y por eso querían que tocara con los Juniors. De modo que, cuando me quise dar cuenta, estaba dando un concierto con ellos, luego otro con mi banda, otro más con ellos y a continuación otro con mi banda, y así hasta que había tocado seis horas seguidas sin parar. Tras unos cuantos días haciendo eso, los Juniors despegaron de golpe. Yo me sabía todas las canciones de su repertorio, y al parecer le di un soni­ do nuevo a la banda; cuando me quise dar cuenta, estaba actuando en el Pireo ante diez mil personas. Me hacía mucha ilusión ayudar a los Juniors a conseguir audiencias mayores, pero todo eso tenía un tufillo al pop que intentaba dejar atrás. Era como un déjà vu. Mientras tanto, los Glands ya habían tenido suficiente y estaban deseando seguir viaje. Cuando le dije al batería de los Juniors que estaba pensando en irme, él me advirtió: «No te lo recomiendo. El mánager irá detrás de ti si intentas marcharte y te cortará las manos». No me dio la impresión de que estu­ viera bromeando, así que planeé la escapada. Ben compró en secreto unos billetes de tren, mientras los mienfbros de la banda empaquetaban todas sus cosas. Yo aparecí como todas las tardes en el ensayo de los Juniors, pero tenía un coche esperándome al otro lado del edificio. Después de la se­ ñal convenida, dije que me iba al baño, salí por la puerta de entrada, me metí en el coche y nos fuimos directos a la estación, donde Ben y yo co­ gimos un tren de vuelta a Londres, dejando a los Juniors en la estacada. Su batería fue nuestro topo, y a él fundamentalmente debo mis manos. «Gracias, tío, siempre estaré en deuda contigo.» Detrás de mí dejé una

preciosa Gibson Les Paul y un ampli Marshall. El resto de los chicos con­ tinuaron su viaje alrededor del mundo, aunque Dios sabe cómo sonarían sin guitarra ni piano. De nuevo en Inglaterra, a finales de octubre de 1965, me encontré con que mi puesto en los Bluesbreakers lo había ocupado Peter Green, un brillante guitarrista, más tarde en Fleetwood Mac, que había acosado a John para que le diera trabajo, apareciendo a menudo en los concier­ tos y gritando desde el público que él era mucho mejor que cualquie­ ra que tocara esa noche. Aunque apenas lo conocía, me dio la impresión de que allí había un auténtico joven turco, un músico poderoso y con confianza que sabía a la perfección lo que quería y a dónde iba, a pe­ sar de que no soltara prenda. Y por encima de todo, se trataba de un guitarrista fantástico, con un gran sonido. No lo hizo feliz verme, ya que eso ponía un brusco final a lo que obviamente había sido una buena gira para él. Un cambio que no me sorprendió demasiado fue que al final le habían dado la patada a McVie, que había sido reemplazado por Jack Bruce, el bajista de Graham Bond Organisation, al que había visto to­ car en el Marquee. Jack sólo estuvo unas pocas semanas antes de mar­ charse para unirse a Manfred Mann, tiempo durante el que actuamos en el circuito de clubes del sur de Inglaterra, pero esos pocos concier­ tos nos dieron la oportunidad de formarnos un juicio sobre el otro. Mu­ sicalmente hablando, era el bajista más contundente con el que jamás había tocado. Afrontaba la actuación casi como si el bajo fuera el ins­ trumento solista, aunque sin llegar al punto de interponerse, y su com­ prensión del tempo era fantástica. Todo eso se reflejaba en su modo de ser, apasionado y agudo. Me alegra decir que creo que la admiración fue mutua, y los dos nos compenetramos a la perfección, un anticipo de lo cue estaba por venir. El año 1966 resultó trascendental. Tuvo un gran inicio con la fiesta que John decidió celebrar por mi vigésimo primer cumpleaños en su casa de Lee. Era la primera ocasión en que iba a encontrarse con mis nuevos amigos del piso de Long Acre, y yo estaba muy orgulloso de dejarme ver con esa gente extraordinaria, que para mí componía la élite de la socie­ dad intelectual. Se trataba de una fiesta de disfraces. Alquilé mis trajes en Bermans, en Shaftesbury Avenue, cuyos escapa­ rates me quedaba mirando en mis frecuentes paseos nocturnos después ¿el Marquee. Consistían en un disfraz de pingüino, que tenía un pico que abría con un trozo de cuerda para dejarte mirar al exterior, y en un traje

de gorila. Comencé la noche como gorila, pero cuando me entró calor, cambié al traje de pingüino. Por alguna razón, durante el transcurso de la velada, me acordé de la historia de mi abuela y los cigarrillos, así que pillé un paquete de Benson & Hedges, que venían en una cajita dorada y eran el cigarrillo del momen­ to, me fui encendiendo uno tras otro hasta que tuve los veinte en la boca y me los fumé todos a la vez. (Seguí fumando durante treinta años, has­ ta que lo dejé a los cuarenta y ocho, momento en el que daba cuenta de unos tres paquetes al día.) Por último, al final de la noche acabé en la cama con una chica china muy guapa, que más tarde llegaría a ser una gran amiga. Cuando la fiesta se terminó, me consideré un adulto hecho y de­ recho, un hombre de mundo, un poco rebelde y anarquista quizá, pero, por encima de todo, experimentado. Sentía que mi vida estaba despegando. Pensándolo ahora, era como si le hubiera cerrado la puerta a mi pasado. Tenía poco o ningún contacto con mis viejos amigos de Ripley, y los la­ zos con mi familia eran muy débiles. Xotaba que iniciaba una vida com­ pletamente nueva, donde no habría espacio para llevar demasiado equi­ paje. Tenía una gran confianza en mis capacidades, y me daba perfecta cuenta de que ésa era la llave de mi futuro. De ahí que fuera extremada­ mente protector con mi talento, e implacable a la hora de cortar con todo lo que se pusiera en mi camino. No se trataba de una senda de ambición; no deseaba fama ni reconocimiento. Lo único que necesitaba era hacer la mejor música posible, con las herramientas que tenía.

T^lues Breakers: John Mayall with Eric Clapton fue el disco clave que me J ^ J dio a conocer de verdad al público. Se hizo en un momento en que sentía que había encontrado mi sitio dentro de un grupo que me permitía estar en un segundo plano y al mismo tiempo desarrollar mis habilida­ des conduciendo la banda en la dirección que yo consideraba adecuada. Nos metimos en los estudios Decca, en West Hampstead, durante tres días de abril y tocamos exactamente el mismo el repertorio que hacíamos so­ bre el escenario, con el añadido de una sección de viento en alguno de los cortes. Entre las canciones incluidas estaban «Parchman Farm», una pieza de Mose Allison en la que John hacía un solo de armónica; el tema de Ray Charles «Whatd I Say», con un solo de batería de Hughie Flint; y «Ramblirí on My Mind», de Robert Johnson, tema que canté yo mismo debido a la insistente petición de John aun sabiendo que se trataba de un error, puesto que la mayoría de los tipos que quería imitar eran mayores y te­ nían voces profundas, y yo me sentía muy incómodo cantando con mi agudo gimoteo. Al haberse grabado tan rápido, el álbum tenía una cualidad espontánea y acerada muy especial. Era casi como una actuación en vivo. Durante la sesión insistí en que me pusieran el micro exactamente donde lo quería (o sea, no demasiado cerca del amplificador) para poder tocar de forma que la guitarra sonara igual que en el escenario. El resultado fue el soni­ do con el que se me identificó después. Lo cierto es que aquello había ocurrido de modo accidental cuando intentaba emular las afiladas notas que Freddy King extraía de su Gibson Les Paul y obtuve, en cambio, algo muy distinto, algo mucho más grueso. Las Les Pauls tienen dos pastillas, una al final del mástil, que le da a la guitarra una redonda sonoridad jazzística, y otra al lado del puente donde se consiguen los agudos; ésta es

la más utilizada para lograr la típica sonoridad afilada del rock and roll. Lo que yo hacía era utilizar la pastilla del puente con los bajos al máximo para que el sonido fuera muy denso y estuviera al borde de la distorsión. Además empleaba toda la potencia de los amplificadores. Los ponía a tope, con la guitarra también al máximo, de modo que el volu­ men fuera muy elevado, casi desbordante. Cuando tocaba una nota, la mantenía haciéndola vibrar un poco con los dedos, y así sostenida se transformaba en un feedback distorsionado. Todo esto, junto con la dis­ torsión, dio lugar a lo que, supongo, podemos llamar mi sonido. El día en que hicieron la foto para la portada decidí colaborar lo menos posible porque odiaba que me fotografiasen. Para molestar a todo el mundo, compré un ejemplar de Beano y me puse a leerlo con gesto mal­ humorado mientras el fotógrafo trabajaba. La portada resultante mues­ tra a la banda sentada junto a un muro mientras yo leo un cómic, de ahí que el disco se conociera más adelante como «el álbum de Beano». Aunque estaba contento en los Bluesbreakers, empezaba a notar una cierta insatisfacción: en alguna parte de mí alimentaba la idea de conver­ tirme en cantante, algo que llevaba madurando desde la primera vez que vi a Buddy Guy tocando en el Marquee. A pesar de que sólo lo acompa­ ñaban un bajo y un batería, conseguía un sonido fuerte e intenso que me electrizaba. Daba la sensación de que no necesitaba a nadie más; podría haber tocado todo el concierto solo. Visualmente era como un bailarín con guitarra, y la tocaba con los pies o la lengua para lanzarla después por el escenario. Hacía que todo pareciera muy fácil y, mientras lo miraba, pensaba «yo puedo hacer eso». Mi confianza estaba por las nubes, me sen­ tía inspirado y empecé a creer que podía dar el salto, de modo que cuan­ do Ginger Baker, el batería de la Graham Bond Organisation, vino a ver­ me para hablar de una nueva banda, yo sabía a la perfección qué quería hacer. Ginger se acercó a hablar conmigo durante un concierto que los Blues­ breakers dábamos en Oxford. Lo había visto en el Marquee y en el Fes­ tival de Jazz de Richmond, pero yo no sabía mucho de él ni, en realidad, de percusión. Me imaginaba que debía de ser muy bueno ya que era la primera opción de todos los músicos a quienes yo apreciaba, así que me halagó que mostrara interés por mí. También me atemorizaba bastante porque tenía un aspecto más bien amenazador y una temible reputación detrás. A pesar de estar delgadísimo, Ginger parecía muy fuerte; era pelirrojo

y exhibía una perenne expresión de incredulidad mezclada con recelo. Daba la impresión de no tenerle miedo a nada ni de arrugarse ante na­ die. A veces arqueaba una ceja como si dijera: «¿Quién diablos te crees que eres?». Su cáustico sentido del humor, que no entendí de verdad hasta que llegué a conocerlo bien, era en sí mismo un fenómeno sorprenden­ te porque en el fondo se trata de un tipo tímido, amable, sensato y enor­ memente compasivo. Esa noche, después del concierto, Ginger se ofreció a llevarme de vuelta a Londres en su nuevo Rover 3000, que conducía como un auténtico loco. Durante el viaje me contó que estaba pensando en montar una banda y me preguntó si querría unirme a ella. Yo le dije que lo pensaría, pero que sólo estaría interesado si Jack Bruce participaba. Casi estrella el coche. Yo sabía que habían tocado juntos con Graham Bond y había oído que no se profesaban mucho cariño, pero entonces desconocía, y aún hoy no lo tengo demasiado claro, a qué se debía la inquina y si se trataba de algo realmente grave. Lo cierto era que yo los había visto tocar juntos en la banda de Alexis Korner, y ahí parecían estar perfectamente acoplados, como una máquina bien engrasada. Pero eso era música, y a veces con la música no basta. Al principio Ginger era muy reacio a volver a trabajar con Jack, y yo veía que aquello suponía un gran obstáculo para él, pero, cuando se dio cuenta de que era la única manera de que yo me incorporase, se mostró dispuesto a tomarse un tiempo para pensarlo. Al final volvió para decir­ me que, después de reflexionar, había decidido intentarlo, pero yo veía que el camino iba a ser arduo. De hecho, la primera vez que, en marzo de 1966, nos reunimos los tres en el salón de la casa de Ginger en Neasden, ellos dos comenzaron a discutir de inmediato. Ambos eran dos líderes natos y muy testarudos, y parecía inevitable que saltaran chispas entre ellos. Sin embargo, cuando comenzamos a tocar, aquello se convirtió en pura magia. Tal vez yo era el catalizador que precisaban para llevarse bien. Durante un tiempo fue al menos lo que pareció. Tocamos unas cuantas canciones en acústico incluidos varios temas nuevos de Jack que tenían un sonido de extraordinaria energía. Nos mirábamos y sonreíamos. No obstante, cuando hicimos el primer ensayo eléctrico me entraron las dudas porque de repente eché de menos el teclado al que me había acostumbrado en los Bluesbreakers. Tenía en la cabeza el ideal de Buddy Guy, que se las había ingeniado para convertir el sonido de un trío en algo contundente, y me daba cuenta de que eso estaba a su alcance, pero que

yo sería incapaz de lograrlo porque no tenía ni su virtuosismo ni su con­ fianza, lo cual suponía que la balanza se iba a inclinar sobre todo por el lado de Ginger y Jack. Lo cierto era que la banda me sonaba un poco desangelada, como si nos hiciera falta otro músico. Yo había tenido a alguien en mente desde el primer día: Steve Winwood, a quien había visto tocar en el Twisted Wheel y en otros clubes; su estilo y su voz me habían impresionado de verdad. Por encima de todo, parecía conocer muy bien el género. Creo que sólo tenía quince años por aquel entonces, pero si cerrabas los ojos cuando cantaba Georgia, hubie­ ras jurado que se trataba de Ray Charles. En lo referente a la música, era un hombre maduro en el cuerpo de un muchacho. Cuando hablé del asun­ to con Jack y Ginger, ambos dejaron bastante claro que no querían a nadie más en la banda. Deseaban que la formación siguiera como estaba. Sin embargo, siempre que entrábamos en el estudio para grabar un disco grabábamos nuestras pistas y luego añadíamos más cosas: como si agre­ gáramos a otro músico, Jack tocaba los teclados o yo pasaba de la guita­ rra rítmica a la solista. Muy pocas veces grabábamos sólo como trío. Seguimos ensayando en secreto durante unos cuantos meses siempre que se presentaba la oportunidad, y entre nosotros existía un acuerdo tácito por el que las cosas se mantendrían así hasta que estuviéramos listos para salir a la luz. Después de todo, los tres teníamos contratos con otras bandas. Pero Ginger se fue de la lengua en una entrevista con Chris Welch para el Melody Maker, y se armó el gran follón. Jack estaba furioso y casi llega a las manos con Ginger, y yo me vi en la ingrata necesidad de explicar­ me ante John Mayall, que había sido como un padre para mí. No fue una experiencia agradable. Le dije que me iba porque había llegado a una encrucijada en el camino y quería montar mi propia ban­ da. Me sorprendió bastante lo mal que se lo tomó y, aunque me deseó lo mejor, me fui con la certeza de que estaba muy cabreado. Creo que se sentía triste también, porque yo había contribuido a elevar el nivel de los Bluesbreakers. Mientras John estuvo al mando, el grupo se mantuvo en un perfil bajo orientado al jazz, pero yo había atizado el fuego para empujarlo en una nueva dirección. Después de haber sido una persona más bien for­ mal, John empezaba a disfrutar de aquel cambio con todo lo que conlle­ vaba (las chicas, el modo de vida, etc.), y eso lo estaba afectando. Creo que estaba contrariado porque yo saltaba del tren justo cuando éste ganaba velocidad. Ginger quería traerse a Robert Stigwood, el mánager de la Graham

Bond Organisation, para que nos gestionara las cosas, una sugerencia a la que se opuso Jack alegando que eso comprometería nuestra indepen­ dencia y que sería mejor controlar directamente nuestros propios asun­ tos. Al final lo persuadimos y nos acompañó a hablar con «Stigboot», como lo llamaba Ginger, en su despacho de New Cavendish Street. Por aquel entonces, la empresa de Robert Stigwood ya había alcanzado un cierto éxito, aunque sobre todo gracias a cantantes pop como John Leyton, Mike Berry, Mike Sarne o un tipo nuevo llamado Oscar (en realidad Paul Beuselinck). Robert era un sujeto extraordinario, un australiano extravagante que imitaba las maneras de los ingleses adinerados. Solía llevar un blazer, unos pantalones grises, una camisa azul claro y un toque de oro por encima: parecía el epítome del hombre hedonista. Sentado tras su lujoso escrito­ rio, se embarcó en un monólogo rebosante de confianza en el que nos contó todas las cosas que podía hacer por nosotros y lo maravillosas que iban a ser nuestras vidas. Aunque aquello me sonaba al cuento de la le­ chera, me impresionó su evidente olfato artístico y pensé que tenía una visión del mundo tan peculiar como interesante. Además daba la impresión de que le gustaba de verdad lo que hacíamos, y creo que a su modo nos entendía. Tardé en darme cuenta de que los chicos guapos no le eran indiferentes, pero yo no tenía nada contra eso, y de hecho hizo que Ro­ bert me pareciera más vulnerable y humano. En cuanto a la música no teníamos ningún plan definido. Cuando fantaseaba sobre ello, me veía como Buddy Guy liderando un trío de blues con una sección rítmica muy buena. No sé qué imaginaban Ginger y Jack, aunque estoy seguro de que nuestro estilo se habría inclinado claramen­ te hacia el jazz. Como Stigwood seguramente tampoco tenía mucha idea de lo que hacíamos, estaba claro que todo el proyecto constituía una apues­ ta arriesgadísima. La simple idea de que un trío de guitarra, bajo y bate­ ría pudiera triunfar en la era de los grupos pop parecía como mínimo disparatado. El siguiente paso era pensar en un nombre para la banda. A mí se me ocurrió Cream por la simple razón de que todos nos creíamos «la crema de la música», el no va más en nuestros respectivos dominios. Describí la música que tocábamos como blues «antiguo y moderno». En el verano de 1966, toda Inglaterra salvo nosotros estaba sumida en la fiebre del Mundial, y nuestro primer concierto de verdad tuvo lu­ gar en mi vieja guarida, el Twisted Wheel de Manchester, el 29 de julio, víspera de la final. Conseguí que Ben Palmer saliera de su retiro, no para

tocar el piano sino para hacer de roadie, y fue él quien nos condujo al norte en el Austin Westminster negro que Stigwood nos había comprado. Era un coche bastante ostentoso, bien distinto del Ford Transit al que esta­ ba acostumbrado. Recuerdo la cara de horror que puso Ben cuando llegamos a nuestro destino y descubrió que la palabra roadie significaba algo más que «con­ ductor» y que una de sus tareas era cargar con todo el equipo. Estaba en fase de aprendizaje al igual que nosotros. Esa noche, el club estaba bas­ tante tranquilo, y nos habían añadido a última hora y sin avisar sustitu­ yendo a JoeTex, que había suspendido su concierto. Pero la actuación, que consistió sobre todo en versiones de temas de blues como «Spoonful», «Crossroads» y «Im So Glad», sólo era un calentamiento para el autén­ tico debut que Stigwood nos había preparado, dos noches después, du­ rante la sexta edición del National Jazz and Blues Festival en el Hipódromo de Windsor. Yo vestí para la ocasión una chaqueta de orquesta de baile que había comprado en Cecil Gee, la tienda de Charing Cross Road. Era negra con solapas de gro y hebras doradas como el papel de pared aterciopelado. Resulta curioso pensar en ello ahora, pero todos estábamos nerviosísimos. Éramos una banda desconocida que encabezaba el cartel y cerraba la se­ sión de la última noche. Después de haber actuado sobre todo en clubes, nos encontramos tocando al aire libre ante una audiencia de quince mil personas. Contábamos con un equipo muy modesto, y al ser un trío pa­ recía que nos faltaba potencia. Todo sonaba encogido, especialmente tras la actuación de los Who, la banda de rock más ruidosa por aquel enton­ ces. El tiempo era espantoso: diluviaba y sólo pudimos tocar tres temas antes de agotar el repertorio y de que Ginger anunciara: «Lo sentimos, no tenemos más canciones». Me parece que repetimos luego un par de temas, pero nadie pareció darse cuenta. Luego nos pusimos a improvisar y el público se volvió loco. La prensa musical también se volvió loca y nos describió como la primera «superbanda». Pasó un tiempo antes de que Cream despegara de verdad. Tras aquel baño de multitudes en el Festival de Windsor regresamos al circuito de salas de baile y clubs con un primer concierto el 2 de agosto en el Klooks Kleek, un club de R&B situado en el barrio londinense de West Hampstead. Aún estábamos buscando nuestro camino mientras trabajábamos duro para convencer al público de que un trío podía ser tan bueno como una ruidosa banda pop de cuatro miembros. Nos dábamos cuenta de que

teníamos que tocar material reconocible, pero también de que había que ampliar los límites de lo que la audiencia estaba dispuesta a aprobar. Al final, la solución era a menudo improvisar en escena. Yo no hablaba sobre nuestra dirección musical con mis dos compa­ ñeros porque entonces no sabía expresar esas inquietudes, de manera que casi todas las conversaciones/discusiones se producían entre Jack y Ginger, que estaban escribiendo su propio material; sobre todo Jack, que tra­ bajaba mucho con el letrista y poeta Peter Brown. La banda de Peter se llamaba los Battered Ornamenfs [adornos destrozados], y él tenía una ha­ bilidad especial para escribir extrañas letras (a las que Jack ponía música) con títulos como «She Was Like a Bearded Rainbow» [ella era como un arco iris barbado] o «Deserted Cities of the Heart» [abandonadas ciuda­ des del corazón]. Yo sólo podía influir en la banda con mi forma de to­ car o proponiendo nuevas versiones de viejos blues como «Sitting on Top of the World», de Howlirí Wolf, u «Outside Woman Blues», de Blind Joe Reynolds. La dinámica de tocar en un trío tuvo un gran peso en mi estilo pues me obligaba a buscar procedimientos para ocupar el espacio sonoro. Cuando tocaba en un cuarteto, con teclados, bajo y batería, podía auparme sobre la banda para hacer mis apuntes musicales entrando y saliendo a voluntad. En un trío tenía que suministrar más sonido, y eso me costa­ ba porque en el fondo me disgustaba tener que tocar tanto. Mi técnica cambió bastante ya que comencé a interpretar muchos más acordes con ceja y a puntear con las cuerdas libres para producir una especie de zum­ bido. Por supuesto, Stigwood tenía mucho interés en conseguirnos esa can­ ción de éxito que persiguen con ahínco todas las bandas, así que nos pa­ samos unos cuantos días de agosto grabando en un estudio de Chalk Farm hasta completar un tema, «Wrapping Paper», compuesto por Jack y Pe­ ter. Entraría en la cara A de nuestro primer 45 revoluciones, pero no fue hasta septiembre cuando finalmente grabamos en los Ryemuse Studios (un pequeño espacio situado sobre una farmacia de South Molton Street) la canción que mostraba nuestro verdadero potencial como banda. «I Feel Free», otra de las composiciones de Jack y Peter, era una can­ ción más rápida y rockera que poseía un ritmo vigoroso. Fue registrada con una grabadora de cinta Ampex, y Stigwood, asistido por el ingenie­ ro del estudio, John Timperley, se llevó el mérito como productor, aun­ que lo cierto es que fue un trabajo en equipo. Stigwood veía en esa can­

ción un single potencial, así que decidió dejarla fuera de nuestro primer disco, Fresh Cream, para que disco y single salieran a la vez a finales de diciembre. Era evidente que, después de dejar los Bluesbreakers, yo no podía continuar viviendo con John en Lee Green, así que pasé una temporada yendo de un sitio para otro: una veces me quedaba en Ripley, otras en Long Acre o en cualquier otro sitio donde hubiera una cama o un sofá libre. Pero había llegado el momento de buscarme un sitio donde vivir. La salvación vino en la forma de tres chicas estadounidenses a las que conocí tras uno de nuestros conciertos. Me puse a hablar con una de ellas —se llamaba Betsy— y me preguntó si me gustaría quedarme en su casa, que estaba en Ladbroke Square. Acabé mudándome al salón. Trabajaban como becarias en diferentes sitios, y aunque nuestras re­ laciones eran totalmente platónicas, la experiencia hizo que me sintiera increíblemente adulto: ahí estaba yo viviendo con el sexo opuesto y por mi cuenta. Por entonces me compré mi primer coche, un Cadillac Fletwood de 1938 con el volante a la derecha, que había sido fabricado para el London Motor Show y que yo había visto en un garaje de Seven Sisters Road. Era enorme, estaba en perfectas condiciones y sólo me costó setecientas cincuenta libras. Yo no sabía conducir, pero lo compré de todas maneras. El vendedor me lo aparcó justo delante de casa. El coche se quedó allí, cubriéndose de hojas, y yo me limitaba a mirarlo desde la ventana. Ben Palmer me llevó en un par de ocasiones a dar una vuelta en aquel trasto, pero me dijo que conducirlo resultaba una pesadilla porque era demasiado grande y no tenía dirección asistida. El 1 de octubre, casi dos meses después de nuestro debut en el Windsor, nos contrataron para tocar en el Central London Polytechnic, en Regent Street. Yo estaba haciendo tiempo con Jack en los camerinos cuan­ do apareció Chas Chandler, el bajista de los Animáis, acompañado por un joven negro estadounidense al que presentó como Jimi Hendrix. Chas nos informó de que Jimi era un guitarrista'muy brillante y de que le gus­ taría unirse a nosotros en un par de temas. Me atrajo su pinta y pensé que parecía saber lo que se hacía. Nos pusimos a hablar de música, y a él le gustaban los mismos bluesmen que a mí, con lo que me tuvo totalmente de su lado. Jack no puso tampoco ningún reparo, aunque me parece re­ cordar que Ginger era algo hostil a la idea. Jimi quería tocar una canción de Howlin Wolf titulada «Killing Floor». Me pareció increíble que se la supiera porque es un hueso muy duro de

roer. Jimi la interpretó justo como debe hacerse y me dejó estupefacto. La mayoría de los músicos suele contenerse cuando interviene en la actua­ ción de una banda que no es la suya, pero Jimi fue a por todas. Tocó la guitarra con los dientes, por detrás de la cabeza, tirado en el suelo, des­ patarrado. .. todo el repertorio. Era asombroso, y la música era espléndida, no simple pirotecnia. Aunque yo ya había visto antes a Buddy Guy, y sabía que muchos músicos negros son capaces de cosas parecidas, no dejaba de resultar asom­ broso hallarse justo al lado algo así. El público asistía al espectáculo completamente alucinado por lo que veía y oía. Todo el mundo estaba tan encantado como yo, aunque me recuerdo pensando que aquella fuerza de la naturaleza era algo a tener muy en cuenta, y eso me asustaba porque estaba claro que Jimi iba a convertirse en una gran estrella: él ya iba a toda marcha mientras nosotros aún estábamos ajustando la velocidad. El single I Feel Free salió en Estados Unidos con el sello Ateo, una división de Atlantic Records dirigida por el neoyorquino de origen tur­ co Ahmet Ertegun, una figura legendaria en el mundo de la música ne­ gra. Había sido el cerebro gris de artistas como Ray Charles, los Drifters o Aretha Franklin, y había producido muchos de sus discos. Ahmet ha­ bía mostrado interés por mí desde principios de 1966, cuando viajó a Londres para ver a Wilson Pickett, uno de sus artistas, que tocaba en el Teatro Astoria de Finsbury Park. Después del concierto, había organiza­ do una fiesta en el Scotch of St. James, un club de moda situado en Mayfair, y se quedó impresionado cuando salí a hacer una jam con la banda de Pickett. No pasó mucho tiempo antes de que Cream firmara por At­ lantic, y cuando Fresh Cream, nuestro primer álbum, estaba a punto de salir en Estados Unidos, Ahmet convenció a Stigwood de que era vital que fuéramos allí a promocionarlo. Estábamos muy emocionados. América era para mí la tierra prome­ tida. A los ocho o nueve años había ganado en la escuela un premio a la diligencia consistente en un libro sobre Estados Unidos lleno de fotos con rascacielos, indios y vaqueros, coches y un montón de cosas más, y cuando supe que íbamos a ir, lo primero que hice fue enumerar todas las cosas que había soñado realizar si alguna vez viajaba allí. Me iba a comprar una chaqueta vaquera con flecos y unas botas de cowboy, por ejemplo. Tam­ bién me tomaría un batido y una hamburguesa. Stigwood nos había re­ servado habitación en un hotel de la Calle 55 Oeste, el Gorham, un ver­ dadero antro, de donde emergíamos todos los días para actuar en el

programa por el que habíamos volado hasta allí, el Murray «the K» Show. Murray «the K» Kaufman era el pinchadiscos radiofónico de más éxito en Nueva York, y presentaba en el teatro de la RKO de la Calle 58 un espectáculo llamado Música en la quinta dimensión. Como no nos avalaba ningún éxito, nos habían puesto en lo más bajo de un estupendo cartel que incluía a Wilson Pickett, los Young Rascals, Simón and Garfunkel, Mitch Ryder y los Who. Había cinco actuaciones diarias y ningún artista, salvo los cabezas de cartel, tocaba más de cinco minutos. Los conciertos empezaban a las 10.30 de la mañana y seguían hasta las 20.30 de la noche. La mujer de Murray, Jackie, era la directora del coro, y las chicas, en realidad gogós, hacían un número en los intermedios llamado «Jackie and the K Girls’ Wild Fashion Show». Murray, que conducía el programa como un sargento, prohibía terminantemente a los músicos salir del teatro entre las actuaciones garantizando así el aburrimiento general, lo que a su vez derivaba en jugarretas como inundar los camerinos, llenarlo todo de ha­ rina o lanzar bombas de humo. El insistía en que acortáramos cada vez más las actuaciones, y aun cuando sólo tocábamos «I Feel Free», seguía diciendo que la canción era demasiado larga. Aquello era un completo caos. El primer día, mientras estaba sentado en el teatro viendo las diferentes actuaciones durante los ensayos, una preciosa rubia se sentó a mi lado. Tras entablar conversación me preguntó si me gustaría quedarme con ella mientras permaneciera en la ciudad. Era guapísima y, advirtiendo segu­ ramente mi timidez con las mujeres, hacía lo posible por que me sintie­ ra cómodo. Se llamaba Kathy y cuidó de mí durante toda mi estancia en Nueva York. Tenía su propio apartamento y me fui a vivir con ella. Me enseñó la ciudad y me llevó a varios sitios donde hice algunas de las cosas enume­ radas en mi lista. Recuerdo que me llevó a varios cafés del Village y a tien­ das de música como Mannys, en la Calle 48. También fui con ella a Kauffman, una talabartería donde comeré mis primeras botas de vaquero. Con aquella preciosidad del brazo pensaba que había muerto y estaba en el paraíso. Murray the K nos tenía en un puño, de modo que en ese viaje ape­ nas tuvimos posibilidades de explorar Nueva York, pero tampoco perdí todo mi tiempo libre. Salía mucho con Al Koopel-, teclista y guitarrista de los Blues Project, que también aparecían en el programa. La escena mu­ sical del Village hervía en aquella época, y un sinnúmero de clubes o bares comenzaban a despegar.

Una noche, Al me llevó al café Au Go Go de Bleecker Street para ver a Blood, Sweat and Tears, el grupo nuevo que había montado. Otra no­ che conocí allí a B. B. King, y los dos acabamos haciendo una jam después del concierto. Sencillamente subimos al escenario y tocamos un par de horas con los miembros de la banda que quedaban por allí. Fue fantás­ tico. En posteriores visitas a Nueva York solía ir al Village con Jimi Hendrix para deambular de un club a otro, sólo los dos, y tocar con quien estu­ viera actuando esa noche. Subíamos al escenario e improvisábamos has­ ta dejar al público extenuado. Nuestra última intervención en el Murray «the K» Show fue el Domin­ go de Pascua y coincidió con la primera «Be-in» de Nueva York, un en­ cuentro de veinte mil hippies que se celebró en la pradera del Central Park. Nos las ingeniamos para escabullimos del teatro y unirnos a aquellos in­ creíbles chalados de largas melenas que no paraban de bailar, cantar, fu­ mar porros y tragar ácido. Jack tuvo su primer viaje tras comerse unas palomitas de maíz bien impregnadas. Cuando, con un ciego enorme, regresamos a la RKO para nuestra última actuación, ideamos un plan para arrojar huevos y harina a Jackie K y a las chicas en cuanto subieran al escenario, pero, lamentablemente, Murray se olió el percal y abortó el proyecto. Entonces echamos nuestro arsenal en los camerinos. Estábamos locos por huir. Al día siguiente, el último antes de nuestra vuelta a casa, Stigwood había quedado con Ahmet Ertegon en que fuéramos a los Atlantic Studios a grabar material para un posible nuevo álbum. Conocer a Ahmet y a su hermano Nesuhi, y ser aceptados en esa singular familia musical, supuso un fantástico golpe de suerte para nosotros. Nada más teníamos un día libre porque nuestros visados caducaban, así que grabamos un solo corte, una canción titulada «Lawdy Mama» que había oído en el álbum Hoodoo Man de Buddy Guy y Júnior Wells. Fue el único tema que com­ pletamos antes de irnos, pero nos reservaron el estudio para el mes siguiente. En 1967, Londres bullía. Era un extraordinario crisol de moda, música, arte e ideas, un hervidero de gente joven preocupada de todas las mane­ ras posibles por la evolución de su arte. También había un movimiento underground donde repentinamente surgían tendencias o propuestas de­ cisivas como por generación espontánea, pues salían no se sabía muy bien de dónde. Los Fool eran un buen ejemplo; se trataba de dos artistas ho­ landeses, Simón y Marijke, que habían llegado desde Ámsterdam en 1966 y habían montado un estudio de diseño de ropa, carteles y portadas de

discos. Pintaban motivos místicos con unos fantásticos colores llenos de vida y habían sido apoyados por los Beatles, para quienes habían realizado un enorme mural de tres pisos en la pared de su Apple Boutique de Baker Street. Además habían pintado el Rolls-Royce de John Lennon con chillones co­ lores sicodélicos. Yo les pedí que adornaran una de mis guitarras, una Gibson Les Paul, que convirtieron en una fantasía sicodélica pintando no sólo la caja (por delante y por detrás), sino también en el mástil y en los trastes. Yo solía ir mucho a un club de Margaret Street, el Speakeasy. Era un club para músicos que llevaba Alphi O ’Leary y su hermana Laurie, que había regentado antes el Esmeraldas Barn para los Kray. Todo el mundo iba allí, y la gente subía al escenario a tocar con la banda que actuara esa noche. Fue allí donde tuve mi primer viaje con LSD. Estaba un día con mi novia, Charlotte, cuando entraron los Beatles llevando un acetato de su nuevo disco, Sergeant Peppers Lonely Hearts Club Band. Poco después aparecieron los Monkees, y Mickey Dolenz comenzó a repartir unas píl­ doras que, según decía, se llamaban STP. Yo no tenía ni idea de lo que era eso, pero alguien me explicó que se trataba de un ácido extremadamen­ te fuerte que podía durarte varios días. Todos lo probamos salvo Charlotte, pues habíamos acordado que ella se mantuviera sobria por si había una emergencia; poco después, George le dio al pinchadiscos el acetato para que lo pusiera. Aunque a mí los Beatles no me entusiasmaban, recuer­ do que fui consciente de que aquél era un momento muy especial para los presentes. Su música había evolucionado paso a paso a lo largo de los años, y aquel álbum era esperado por todo el mundo como una obra maestra. Al parecer había sido compuesto bajo los efectos del ácido, así que escucharlo en aquellas condiciones supuso una experiencia increíble. Ellos habían comenzado además a explorar el misticismo hindú, quizá por influencia de George, y en algún punto de la noche se oyó en el club el canto «haré Krishna, haré Krishna, Krishna Khrishna, haré haré». El ácido empezó a hacer efecto poco a poco, y muy pronto estábamos todos bai­ lando a los sones de «Lucy in the Sky» y «A Dav in the Life». Tengo que reconocer que aquello me conmovió mucho. Hacia las seis de la mañana salimos en tropel a la calle, donde una mu­ chedumbre de policías nos aguardaba apostada en la otra acera. Parecía ha­ ber centenares. Tal vez alguien les había dado el soplo de que los Beatles estaban dentro colocándose, quién sabe. El caso es que parecían conge­ lados, incapaces de moverse. John Lennon salió del Speakeasy con Lulú del brazo y, en ese instante, su bello Rolls-Royce pintado a mano apare­

ció por la esquina y se paró delante del club. Mientras montaba en el coche, John hizo a los policías el signo de la victoria; fue como si estuvieran ro­ deados por un campo magnético: se limitaron a quedarse allí, paralizados, y todos nosotros nos marchamos. El colocón me duró tres días. No po­ día dormir, y veía las cosas más extraordinarias. Lo más probable es que me hubiera vuelto loco sin la ayuda de Charlotte. La mayoría de mis vi­ siones parecían llegar a través de una pantalla de cristal pintada con jero­ glíficos y ecuaciones matemáticas, y recuerdo que era incapaz de comer carne porque se me aparecía el animal. Durante un tiempo me empezó a preocupar que los efectos no se pasaran nunca. Varios meses antes había conocido en el Speakeasy a uno de los grandes amores de mi vida, una guapísima modelo francesa llamada Charlotte Martin. Me enamoré locamente de ella nada más verla. Era hermosa de un modo sobrio, clásicamente francés; tenía largas piernas y un tipo in­ creíble, pero lo que me atrapó fueron sus ojos. Estaban ligeramente ras­ gados hacia abajo, había en ellos algo oriental y una expresión un poco triste. Enseguida empezamos a salir, y pronto nos fuimos a vivir juntos a un piso de Regents Park que pertenecía a David Shaw, socio de Stigwood y cerebro financiero de la compañía. Charlotte era una chica increíble, más interesada en el cine, el arte y la literatura que en los desfiles de moda, y nos divertíamos mucho jun­ tos. Una noche estábamos en el «Speak» con algunos amigos cuando se nos unió un conocido suyo australiano, un artista llamado Martin Sharp. Cuando oyó que yo era músico me comentó que había escrito un poema y que pensaba que podía quedar bien como letra de una canción. Daba la casualidad de que yo tenía una idea a partir de una de mis canciones favoritas de los Lovin Spoonful, «Summer in the City», así que le pedí que me enseñara el poema. Lo escribió en una servilleta y me lo entregó. Empezaba así: Pensabas que el plomizo invierno te hundiría para siempre, pero un barco de vapor te llevó hacia la furia del sol. Y los colores del mar ciegan tus ojos con trémulas sirenas, y alcanzas playas lejanas con los relatos del bravo Ulises. Estos versos se convirtieron en la letra de la canción «Tales of Brave Ulysses». Así se dio inicio a una larga amistad y a una colaboración muy provechosa.

La grabación de «Tales of Brave Ulysses» y las otras canciones que conformaron el álbum Disraeli Gears se desarrolló en Nueva York a comien­ zos de mayo. La experiencia fue muy distinta con respecto a nuestro viaje anterior. Nos alojamos en el Drake Hotel de la Calle 56, y Ahmet conta­ ba con dos de las figuras del estudio: el joven productor de moda Félix Pappalardi, y uno de los ingenieros con más experiencia, Tom Dowd. Gra­ bamos todo el disco en una semana y luego me impresionó la habilidad de Félix para tomar lo que hacíamos y pulirlo hasta convertirlo en algo ven­ dible. La primera noche se llevó a casa la cinta que habíamos grabado de «Lawdy Mama», un blues clásico de doce compases, y al día siguiente vino con la canción transformada en un tema pop a lo McCartney, con letra nueva y otro título, «Strange Brew». La canción no me gustaba demasiado, pero debo reconocer que Félix supo crear un tema pop sin eliminar por completo el ritmo original. Al final se ganó astutamente mi aprobación al dejarme meter un solo de guitarra al estilo de Albert King. Cuando entramos en el estudio, Tommy Dowd, que luego se conver­ tiría en un buen amigo y resultaría decisivo en futuros proyectos, se quedó completamente desconcertado por nuestro modo de enfocar la grabación. Estábamos acostumbrados a hacer los discos como si fueran un directo, y no nos imaginábamos que hubiera que interpretar las canciones una y otra vez o que fuera necesario tocar los instrumentos por separado en pistas diferentes. Tampoco estaba él preparado para nuestro volumen (luego me enteré de que se nos oía a varias manzanas de distancia). En cuanto a Ahmet, él pensaba que yo era el líder de Cream y no dejaba de presionarme para que me encargara de las tareas vocales en lugar de Jack. Al final, ambos aceptaron que lo hiciéramos a nuestro modo. Durante las sesiones se dejaron caer por los estudios de la Atlantic músicos famosos de todo pe­ laje para dar su aprobación (Booker T, Otis Redding, Al Kooper y Janis Joplin entre ellos), y pronto se corrió noticia de que algo extraordina­ rio estaba en marcha. Nunca olvidaré la vuelta a Londres después de grabar Disraeli Gears, muy excitados por haber concluido un disco que considerábamos revo­ lucionario, una combinación mágica de blues, jock y jazz. Para nuestra desgracia, Jimi acababa de sacar Are yon Experienced?, y la gente no que­ ría escuchar otra cosa. El nos devolvió de una patada al mundo real y se convirtió en la sensación no sólo del mes sino de todo el año. Allí adon­ de fueras sólo existía Jimi, y eso me dejó hecho polvo. Pensaba que ha­

bíamos hecho nuestro disco definitivo, y al volver a casa nos encontramos con que no le interesaba a nadie. Eso supuso el comienzo de mi desencanto con Inglaterra, donde no parecía haber sitio para dos celebridades simultáneas. Lo que me encan­ taba de Estados Unidos era que daba la impresión de ser un enorme vi­ vero de obras, talentos y estilos musicales muy diversos. Por ejemplo, si sintonizabas la radio en el coche encontrabas emisoras de country, jazz, blues y rock reciente o clásico. Incluso entonces, las clasificaciones eran tan abiertas que parecía haber sitio para que todos se ganaran la vida con su trabajo sin renunciar a estar en la vanguardia de su campo. Cuando volví a casa daba la impresión de que no ibas a ningún lado si no ganabas to­ das las apuestas a diario. El lado positivo era que yo me lo estaba pasando muy bien pese a que el disco no se vendiera como habíamos esperado. Me había mudado de Regent Park a Kings Road, en Chelsea, para compartir un estudio con Martin Sharp, del que me había hecho muy amigo. Martin era un tipo encantador, con un apetito insaciable por la vida y las nuevas experien­ cias, pero al mismo tiempo era muy atento y considerado con los demás. Admiraba a Max Ernst, que había inspirado buena parte de su obra, y era y sigue siendo un gran pintor. Cuando lo conocí estaba empezando a escribir poesía. Nuestro apartamento era un ático del Pheasantry, un edificio del siglo dieciocho llamado así porque en él se habían criado fai­ sanes para la casa real. Tenía una gran cocina, tres dormitorios, un am­ plio salón con un bonito suelo de madera y estupendas vistas. Yo pinté mi habitación de rojo brillante y dorado, un reflejo perfecto de los tiempos que corrían. En el Pheasantry vivía una curiosa comunidad. Martin y yo ocupá­ bamos dos de las habitaciones, que compartíamos con nuestras respectivas novias, Eija y Charlotte. La tercera habitación pertenecía a otro pintor, Philippe Mora, y su novia Freya. La planta baja era un enorme estudio comprado o alquilado por el retratista Timothy Wildbourne, que se afa­ naba pintando un retrato de la reina mientras arriba nos poníamos dis­ cretamente ciegos. Pero el personaje más pintoresco entre nosotros, y seguramente el más interesante, era David Litvinoff. Litvinoff era uno de los hombres más extraordinarios que he cono­ cido, un judío del East End con mucha labia y una mente privilegiada a quien parecía no importarle un carajo lo que la gente pensara de él, aunque yo sabía que sí le importaba, y a veces de un modo doloroso. Hablaba sin

parar, normalmente saltando de un tema a otro. Tenía unos penetrantes ojos azules enclavados en una cara tallada con aspereza y atravesada por una gran cicatriz. Decía que era la consecuencia de un altercado con los Krays; nunca supe el motivo exacto y tampoco me sentía cómodo inda­ gando, pero en cualquier caso parecía llevar la cicatriz con orgullo. Litvinoff me contó que había trabajado en Fleet Street ayudando a preparar la columna de cotilleos de William Hickev para el Daily Express, un empleo que lo puso en toda clase de apuros, muchas veces relaciona­ dos con gente que lo sobornaba para que la dejara fuera de la columna. Sabía un montón de música, por lo que teníamos mucho en común, y era muy gracioso, con un humor cuyo blanco normalmente era él mismo. Recuerdo una ocasión en que caminábamos por Kings Road y le hice un comentario sobre la camisa que llevaba. ;Esta mierda?», me dijo antes de arrancársela por debajo de la chaqueta. Solíamos sentarnos en un café cercano, el Picasso, donde él se dedicaba a fulminar con feroces impro­ perios a quienes entraban por la puerta. Se acercaba a personas perfecta­ mente desconocidas y les lanzaba terribles diatribas señalándolas con el dedo a un centímetro de sus caras y diciéndoles lo que habían hecho, de dónde venían y en qué se equivocaban. Después volvía todo contra sí mismo como para redimir a la persona atacada. Era absolutamente extraor­ dinario, y yo lo quería muchísimo. Un día le mencioné a Litvinoff que mi obra teatral favorita era The Caretaker [el conserje, el encargado] y que había visto la película decenas de veces. Cuando oyó esto me dio a entender que conocía al hombre en que se había inspirado Pinter para el personaje del vagabundo Davies, y al cabo de poco tiempo apareció con ese tipo, cuyo auténtico nombre era John Ivor Golding. Era un vagabundo de los pies a la cabeza. Llevaba unos pantalones a rayas y una especie de levita raída sobre capas y más capas de ropa. Aunque estaba bastante loco, era muy elocuente y, al igual que Davis en la obra, enseguida donjinaba la situación y lograba manipular a todo el mundo con su encanto. Luego no podíamos librarnos de él, y creo recordar que continuaba por allí después de que me mudara. El Pheasantry era un lugar fantástico para vivir en 1967. Como se hallaba justo en medio de Kings Road, siempre había mucha animación en la calle, y estaba a un paso de todos los sitios a los que solía ir. Com­ praba la ropa en sitios como el Chelsea Antique Market, Hung On You o Granny Takes aTrip Yo y me vestía mezclando las prendas de segunda mano con algunas cosas nuevas. Acompañado por Litvinoff caminaba a

menudo desde el Picasso hasta el World s End, echaba luego un vistazo en el Granny’s y luego deambulaba de vuelta hasta el Pheasantry donde era normal que la gente se dejara caer para tomar una taza de té y fumarse un porro. La cantidad de caras diferentes que pasaban por allí a lo largo de una tarde era asombrosa, y nuestros «tes» acababan invariablemente en largas veladas escuchando música. Siempre había algo sonando, daba igual que fueran los Basement Tapes (el primer disco pirata de Dylan, que re­ cuerdo haber visto en manos de Litvinoff), el acetato con una nueva can­ ción de los Beatles o simplemente yo tocando la guitarra en un rincón. Cuando Cream actuó en ef séptimo Festival de Windsor durante la tercera semana de agosto, hacía un año de nuestro debut y no se nos pasó por alto lo poco que habíamos progresado. En cuanto a ventas de discos estábamos todavía muy por detrás de los Beatles y los Stones, e incluso por debajo de Hendrix. La enésima gira por el circuito de clubes había tenido sus altibajos, y nos había decepcionado que Stigwood no nos de­ jara tocar en el Festival de Monterey, especialmente después de ver el in­ creíble éxito que habían tenido allí Hendrix y los Who. Aunque nos devoraba la impaciencia por ir, Stigwood, en su infinita sabiduría, había decidido que si íbamos a lanzarnos a la conquista de Estados Unidos teníamos que hacerlo por la puerta trasera y no tocando en un gran evento al aire libre en el que estaríamos perdidos entre dece­ nas de artistas. De modo que cedimos ante su, para nosotros, indiscuti­ ble experiencia. Al menos nos levantaba el ánimo saber que en noviem­ bre, un semana después de la salida de Disraeli Gears, partiríamos hacia California. Lo cierto es que yo menospreciaba bastante el nuevo rock and roll de la Costa Oeste representado por bandas como Jefferson Airplane, Big Brother and the Holding Company y los Grateful Dead. En ese momento no entendía lo que hacían y pensaba que su sonido era de segunda fila. Me gustaban los Byrds o Buffalo Springfield y había oído un disco muy bueno de una banda de San Francisco llamada Moby Grape, aunque nunca los había visto en directo. En resumen, la sicodelia sobre la que tanto se hablaba me parecía en general muy aburrida. Bill Graham, el emprendedor visionario que a principios de 1966 ha­ bía convertido el local de la Academia de Danza Majestic en un espacio para el rock conocido como Auditorio Fillmore, nos invitó a tocar en San Fran­ cisco. La sala estaba en la esquina de las calles Fillmore y Geary y ya era toda una institución en la ciudad. Bill amaba la libre expresión de las ideas, quería

fomentar el talento y había tenido la visión de fundar un local al que la gente pudiera ir para hacer lo que quisiera con la mínima vigilancia. San Francisco era entonces el centro de la cultura de la droga, y creo que Bill básicamente hacía la vista gorda con respecto a su consumo: mientras nadie resultara perjudicado, la gente podía viajar con el ácido o fumar hierba a placer. En buena medida representaba una figura pater­ nal tanto para los músicos como para muchos otros creadores de la ciu­ dad (los dibujantes de carteles, por ejemplo); además era una persona respetada y querida por quienes trabajaban con él. Algunos insinuaban que estaba vinculado a personajes sospechosos y que tenía «enchufes», pero yo nunca vi ninguna prueba de ello. Bill nos dijo que tocáramos lo que quisiéramos durante el tiempo que nos apeteciera, aunque eso supusiera no parar hasta el amanecer: enton­ ces fue cuando comenzamos a explorar de verdad el potencial del grupo. En cualquier otro sitio habríamos estado preocupados por nuestra presen­ tación, pero en el Fillmore nadie podía vernos porque proyectaban jue­ gos de luces sobre la banda de modo que quedábamos sumergidos en un gran espectáculo luminoso, lo cual resultaba muy liberador. Podíamos tocar con toda el alma sin ninguna inhibición sabiendo que el público estaba más atento a lo que se proyectaba en la pantalla detrás de nosotros. Es­ toy seguro de que muchos de ellos, tal vez la mitad, iban además ciegos, pero eso no importaba: nos escuchaban de verdad, y esa atención nos animaba a adentrarnos en territorios completamente nuevos para noso­ tros. Empezamos a alargar los solos, y cada vez tocábamos menos cancio­ nes, pero mucho más largas. Cada uno buscaba su propio camino, lue­ go coincidíamos en algún punto donde todos llegábamos a la misma conclusión (ya fuera un riff, un acorde o tan sólo una idea), improvisá­ bamos durante un rato en torno a ese punto y luego retornábamos a nuestras respectivas sendas. Yo nunca había experimentado algo así. No tenía nada que ver con las letras o con las ideas; era mucho más profun­ do, algo puramente musical. Alcanzamos nuestra cima en ese momento. Aquélla fue una época increíble en que conocí a personajes fascinantes como Terry the Tramp, el jefe de los Ángeles del Infierno en San Francisco; Addison Smith, que tenía una casa flotante en Sausalito y de una manera auténticamente hippy, cuando la mayoría de la gente sólo la aparentaba; y Owsley, el químico que hacía la mayor parte del ácido que consumía­ mos. Nos alojábamos en un hotelito muy agradable llamado el Sausali­ to Inn que antes había sido un burdel, salíamos con músicos como Mike

Bloomfield y David Crosby, fumábamos marihuana y tomábamos un montón de ácido. A veces incluso tocaba puesto de ácido. La verdad es que no sé cómo lo hacía, porque entonces no me enteraba de si me fun­ cionaban las manos, de cuál era la guitarra que tocaba o de qué material estaba hecha. Durante un viaje me convencí de que podía convertir al público en ángeles o demonios según la nota que tocara. Nuestra primera gira por Estados Unidos duró siete semanas, y la culminamos volviendo a Nueva York para tocar doce noches en el Café Au Go Go y un par de fechas en el Village Theater, donde compartimos cartel con uno de los artistas favoritos de Martin Sharp, Tiny Tim. Ahmet me llamó una noche para pedirme que me pasara al día siguiente por los Atlantic Studios, ya que quería que conociera a alguien. Así que me fui hasta allí, y en sala de control estaba Aretha Franklin con toda su fami­ lia, sus hermanas y su padre. Se sentía la intensidad en aquel cuarto. Nesuhi Ertegun se encontraba allí también, con Ahmet y Tom Dowd, y sobre las tablas había al menos cinco guitarristas, entre los que se incluían (creo) Joe South, Jimmy Johnson y Bobby Womack, con Spooner Oldham, David Hood y Roger Hawkins en la sección rítmica. Todos esos músicos increíbles habían venido desde Muscle Shoals y Memphis para tocar en el álbum que Aretha estaba haciendo, titulado Lady Soul. Ahmet me dijo: «Quiero que entres ahí y que toques en esta canción», y sacó a todos esos guitarristas de la sala y me dejó a mí solo dentro. Es­ taba muy nervioso, porque no sabía leer música, y todos ellos tocaban frente al atril con la partitura. Aretha entró y cantó «Be As Good To Me as I Am To You», y yo hice la guitarra solista. Debo decir que tocar en ese disco para Ahmet y Aretha, con todos esos artistas llenos de talento, es aún uno de los momentos culminantes de mi vida. Los Cream se hicieron famosos gracias a las giras por los Estados Unidos. El público estadounidense nunca tenía suficiente, y creo que en cuanto Stigwood se dio cuenta de esto, vio además los signos del dólar, no sólo para él, sino también para nosotros. Cuando nos quisimos dar cuenta, estábamos de nuevo en la carretera por Estados Unidos, esta vez en un tour enorme de cinco meses. A una parte de mí le encantaban esas giras frenéticas, en las que saltabas del escenario al coche para ir hasta el siguiente concierto. En términos musicales, estábamos volando alto. Otro aspecto genial para mí de todo esto era poder llegar a un pueblo lejano y marcharme de él sin despegar la nariz del terreno, para mantenerme al tanto de lo que se cocía.

Yo estaba entonces muy interesado en la literatura underground nor­ teamericana. Charlie y Diana Radcliffe, dos amigos míos de Londres, me habían introducido en Kenneth Patchen y en su libro The Journal ofAlbion Moonlight. Se había convertido en mi biblia durante un tiempo y, aunque no sabía muy bien de qué iba, me gustaba mucho leerlo: era como escuchar música de vanguardia. Así que buscaba espíritus afines que pu­ dieran estar metidos en las mismas cosas que yo, y era tan sencillo como acercarse, presentarse y salir con ellos para ver a dónde conducía eso. ¿Actuaría ahora igual? No estoy seguro, pero hice muchos amigos de esa manera por todos los Estados Unidos, y conocí a algunas personas increí­ blemente interesantes. Por ejemplo, recuerdo una vez en que, durante un descanso de un concierto que dimos en algún lugar de la costa Este, cuando me estaba paseando entre el público noté un olor muy fuerte que resultó ser pachulí. El tipo que lo llevaba me dijo que se llamaba David y que vivía en un tipi, y me pidió que fuera a visitarlo al día siguiente. Estaba interesado en la cultura de los nativos americanos y había decidido intentar vivir como ellos, a la antigua usanza. Nos hicimos buenos amigos y, aún hoy, nos ponemos en contacto de vez en cuando. Conocí a gente como él por todo el país. Allí adonde fuera, siempre salía en busca de almas afines, excéntricos, músicos o gente de la que pudiera aprender algo. Un día en Los Ángeles, cuando estaba con el guitarrista y cantautor Stephen Stills, mi carrera con Cream estuvo a punto de terminarse de repente. Stephen me había invitado a su rancho en el cañón Topanga para ver un ensayo de su grupo, Buffalo Springfield. Fui allí con una chica, Mary Hugues, que era «la chica» en Los Angeles. Nos pusimos cómodos mientras la banda calentaba. Fue una sesión ruidosa, y un vecino debió de quejarse a los polis, que empezaron a llamar a la puerta. No les costó mucho caer en la cuenta de que todos estábamos fumando hachís, ya que el olor era demasiado evidente y, cuando nos quisimos dar cuenta, nos estaban lle­ vando a todos a la comisaría del sheriff de Malibú, y de allí a la prisión del condado de Los Angeles. Era un viernes por la noche, y me metieron en una celda con un grupo de tipos negros que de inmediato concluí de­ bían de ser Panteras Negras. Yo llevaba unas botas rosas de Mr. Gohill, una tienda de Chelsea, y el pelo me llegaba a la cinmra, así que pensé: «Estoy en apuros». Por suerte para mí, la noticia del aprieto en el que estaba había llegado a oídos de Ahmet, y él pagó la fianza para sacarme de allí. Luego tuve que presentarme ante un tribunal y jurar sobre la Biblia que no te­

nía ni idea de lo que era la marihuana. Después de todo, yo era inglés, y en Inglaterra no hacemos cosas como ésas. Salí de allí con mi reputación inmaculada, pero lo cierto es que aquello me afectó mucho. Pasar el fin de semana encerrado en la prisión del condado era una experiencia sufi­ cientemente horrible, pero una condena por drogas habría terminado de inmediato con la carrera de Cream en Estados Unidos, y también con mi futuro. Los cinco meses que pasamos de gira fueron una época de profunda agitación política en Estados Unidos, con manifestaciones contra la guerra en todos los campus del país y la tensión racial fermentando en las ciu­ dades. A mí la política nunca me había interesado, así que intentaba mantenerme al margen de todo, sin preocuparme de qué pasaba. De cuando en cuando me topaba con gente del circuito underground que era muy activa políticamente y, si era posible, me desviaba de mi camino para evitarlos. El 4 de abril, en Boston, fue cuando estuvimos más cerca de meter­ nos en problemas, la noche en que Martin Luther King Jr. fue asesinado. James Brown tocaba en un teatro enfrente de nosotros, y tuvimos que salir a hurtadillas por la puerta trasera de nuestro local, ya que la gente que sa­ lía del concierto de James Brown estaba destrozando todo lo que se le ponía al alcance. Esa noche cualquier blanco estaba en peligro y, durante las siguientes semanas, tocando en sitios como Detroit y Filadelfia, se podía mascar la tensión. Yo nunca había comprendido el conflicto racial, y tampoco había lle­ gado a afectarme directamente nunca. Supongo que ser músico me ayu­ daba a trascender el aspecto físico del tema. Cuando escuchaba música, no me importaba lo más mínimo la procedencia o el color de la piel de los artistas. Resulta curioso pues que, diez años después, se me tachara de racista por hacer borracho algunos comentarios acerca de Enoch Powell sobre un escenario en Birmingham. A partir de entonces aprendí a guar­ darme mis opiniones para mí, aunque nunca fue mi intención decir nada racista. Se trató más de un ataque a las políticas del gobierno de enton­ ces sobre la mano de obra barata, y sobre la confusión cultural y la super­ población resultantes de unas decisiones claramente fundadas en la ava­ ricia. Yo acababa de venir entonces de Jamaica, donde había visto un sinfín de anuncios de televisión en los que se publicitaba una «nueva vida» en Gran Bretaña; después veía en Heathrow a familias enteras de las Indias Occidentales asediadas y humilladas por la gente de inmigración, que no

tenía ninguna intención de dejarlos entrar. Era estremecedor. Por supuesto, algo también tuvo que ver el hecho de que un miembro de la familia real saudí le hubiera lanzado una mirada lasciv a a Patrie... quizá fue una com­ binación de las dos cosas. La frenética gira por Estados Unidos ñie el principio del fin de Cream, ya que una vez empezamos a trabajar con tai intensidad resultó imposi­ ble mantener la música a flote y comenzamos a hundimos. Parece que todo el mundo ha pensado siempre que el final de Cream vino causado sobre todo por la lucha entre nuestras personalidades. Puede que fuera cierto que Jack y Ginger habían andado siempre como el perro y el gato, pero eso no cubría más que una pequeña parte de todo el cuadro. Cuando tocas noche tras noche de acuerdo con un calendario agotador, a menudo no porque quieras hacerlo sino porque estás obligado por con­ trato, lo más fácil es que olvides los ideales que una vez te unieron a otras personas. También hubo momentos en los que se instaló la complacen­ cia, al tocar ante audiencias demasiado dispuestas a adorarnos. Comen­ cé a sentir cierta vergüenza por estar en Cream. ya que me consideraba un estafador. No estábamos avanzando hacia ninguna parte. Mientras viajábamos a través de los Estados Unidos, habíamos estado expuestos a influencias sólidas y extremadamente potentes, con el jazz y el rock and roll que crecían a nuestro alrededor, y sin embargo era como si no estu­ viéramos aprendiendo nada de todo ello. Lo que me decidió más que nada a parar en seco fue conocer la mú­ sica de The Band a través de un amigo mío. Alan Pariser, un empresario de Los Angeles que conocía a todo el mundo en el negocio de la música y que te ponía en contacto con cualquiera a quien quisieras conocer. Te­ nía las cintas del primer álbum del grupo, Music from BigPink, y era fan­ tástico. Me dejó helado, y además aquello evidenció todos los problemas que pensaba que teníamos. Allí había una banda que hacía lo que había que hacer, incorporan­ do influencias de la música country, blues, jazz y rock y escribiendo can­ ciones muy buenas. Me resultaba inevitable compararme con ellos, lo que era estúpido y fútil, pero yo buscaba febrilmente un patrón, y allí lo te­ nía. Al escuchar ese disco, a pesar de lo bueno que era, lo único que sentía era que nosotros nos habíamos quedado atascados, y quería dejar el grupo. Stigwood comenzó a recibir mis llamadas después de los conciertos, en las que le decía: «Tengo que irme a casa. No puedo hacer esto, tienes que sacarme de aquí». A lo que él me contestaba: «Sólo una semana más».

FE C I E G A

uando volví a Inglaterra a comienzos del verano de 1968 todo iba de perlas desde el punto de vista comercial. Habríamos puesto el cartel de no hay billetes en cualquier sala a la que hubiésemos ido. Disraeli Gears era uno de los discos más vendidos en Estados Unidos y tenía­ mos allí un gran éxito con la canción «Sunshine of Your Love». Pero todo eso carecía para mí de valor porque notaba que habíamos perdido el norte. Estaba harto del virtuosismo musical que practicábamos, nuestros con­ ciertos ya eran sólo una excusa para exhibirnos individualmente y habíamos tirado por la ventana cualquier espíritu de unidad que pudiéramos haber tenido al comienzo. También padecíamos una evidente incapacidad para llevarnos bien. Básicamente nos esquivábamos. Ya nunca salíamos juntos ni compartíamos ideas. Nos limitábamos a juntarnos en el escenario y luego cada uno se iba por su lado. Al final, eso estaba arruinando la música. Creo que Cream tal vez habría tenido una oportunidad de seguir con vida si hubiéramos sido capaces de escucharnos y de preocuparnos más por los otros, pero a esas alturas no había posibilidad alguna de que eso ocurriera. Éramos muy inmaduros y no sabíamos aparcar nuestras diferencias. Quizá un poco de descanso de vez en cuando nos hubiera venido bastante bien. La decisión de separarnos tal vez decepcionó a Robert Stigwood, pero seguro que no lo sorprendió. Había podido percibir cómo aumentaba el abatimiento en las muchas llamadas telefónicas que recibió desde Esta­ dos Unidos. Nos había dicho desde un principio que velaba por los in­ tereses de todos, pero a medida que pasaba el tiempo llegué a creer que comenzaba a depositar sus esperanzas sólo en mí. Entretanto acordamos realizar dos discos más (uno de los cuales ya estaba parcialmente graba­ do antes de abandonar Estados Unidos), llevar a cabo en otoño una gira

C

IO I

de despedida por Norteamérica y dar luego un par de conciertos finales en Londres. Fue maravilloso estar de vuelta en el Pheasantrv, donde encontré a LitvinofFmuy agitado porque había conseguido trabajo como supervisor de diálogos y consejero técnico en la película Performance, de Donald Cammell y Nicolás Roeg, que se rodaba en Chelsea. Lo habían contra­ tado por su profundo conocimiento de los bajos fondos ya que la película (básicamente un vehículo para el lucimiento de Mick Jagger, que inter­ pretaba a una estrella del rock en declive) estaba ambientada en el mun­ do del hampa londinense. Litvinoff tenía mil ideas sobre el desarrollo de la historia y todos los días venía a contarme las novedades del rodaje o a ponerme al tanto de lo que iba a ocurrir en la jomada siguiente. Una noche apareció con Donald Cammell, que se las arregló para provocar un cor­ te de luz en el piso y luego intentó meter mano a mi novia en la oscuri­ dad. Un tipo peculiar. La vida regresó pronto a la vieja rutina, con la gente dejándose caer para el té y las veladas musicales. Uno de los visitantes habituales era George Harrison, a quien conocía desde los tiempos de los Yardbirds. En aque­ llos días, yo no era el tipo de persona que inicia una amistad y simplemente lo consideraba un colega músico. George solía pasarse cuando iba a su casa de Esher desde el despacho que tenía en Savile Row, y a menudo traía acetatos con las grabaciones en las que los Beades estaban trabajando. A veces iba yo hasta su casa a tocar la guitarra y tomar ácido: poco a poco comenzó a forjarse una gran amistad entre los dos. Un día, a prin­ cipios de septiembre, George me llevó en coche a los estudios Abbey Road, en los que estaba grabando. Cuando llegamos, me dijo que iban a regis­ trar una de sus canciones y me pidió que tocara la guitarra en ella. Me cogió bastante por sorpresa, y pensé que era raro que me pidiera eso ya que él era el guitarrista de los Beatles y siempre había hecho un gran trabajo en sus álbumes. Me sentí también bastante halagado, pues no le piden a todo el mundo que toque en un disco de los Beades. Ni siquiera me había traído la guitarra, así que tuve que pedirle a George la suya. Mi lectura de la situación era que Paul y John solían desdeñar las contribuciones de George y Ringo al grupo. George presentaba cancio­ nes en cada proyecto y se encontraba siempre con que éstas eran relega­ das a un segundo plano. Si no me equivoco, pensaba que nuestra amistad le proporcionaría algún apoyo, que teniéndome allí para tocar se afian­ zaría su posición en el grupo y que tal vez así se ganaría un mayor respe­

to. Yo estaba un poco nervioso porque tanto John como Paul andaban a paso ligero y yo era alguien de fuera, pero todo salió bien. La canción era «While My Guitar Gently Weeps». Sólo hicimos una toma, y me pare­ ció que sonaba fantástica. John y Paul no mostraron gran entusiasmo, pero sabía que George estaba contento porque no paraba de escuchar el tema en la sala de control y, tras añadir algunos efectos y hacer una primera mezcla, los demás tocaron alguna de las canciones que ya habían graba­ do. Me sentí como si me hubieran admitido en su sanctasanctórum. Un par de semanas más tarde, George se pasó por el Pheasantry y me dejó los acetatos del disco dobfe en el que iba a aparecer la canción. Se trataba del Album blanco, la secuela largamente esperada de Sargeant Pepper. Al mes siguiente, cuando partí hacia Estados Unidos en la gira de despedida de Cream, me llevé conmigo los acetatos. Mientras estaba en Los Angeles, dejé oír algunas canciones a varios amigos y más tarde recibí una llamada telefónica de George. Estaba hecho una furia y me echó una bronca tremenda porque se había enterado de que yo andaba poniendo el disco. Recuerdo que me sentí terriblemente herido porque pensaba que estaba haciéndole un favor dando a conocer su música a gente con mu­ cho criterio. Aquello me devolvió a la realidad de golpe y resultó una buena lección sobre los límites que uno debe imponerse y la necesidad de no dar nada por sentado, pero me dolió una barbaridad. Por una temporada nos mantuvimos alejados, pero al cabo de un tiempo volvimos a ser amigos, aunque a partir de ese incidente nunca bajé del todo la guardia cuando estábamos juntos. Cream tocó sus últimos dos conciertos en el Royal Albert Hall de Londres el 26 de noviembre de 1968. Antes de empezar, sólo quería acabar de una vez con el compromiso, pero en cuanto me subí al escenario co­ mencé a animarme. Pensaba que era fabuloso poder irnos con la cabeza bien alta y salir de todo aquello con un mínimo de elegancia. También significó mucho para mí saber que entre el público no había sólo fans, sino también músicos amigos y gente de la escena cultural que había venido a despedirse. No obstante, por encima de todo sentía que habíamos to­ mado la decisión justa. Creo que todos lo sabíamos. Al final del segun­ do concierto no hubo fiestas ni discursos: simplemente, cada uno se marchó por su lado. Durante un tiempo fui bastante feliz como un simple músico de acom­ pañamiento. Tocaba con todo el mundo y eso me encantaba. En una de las primeras actuaciones de ese tipo, tan sólo dos semanas después de los

conciertos en el Albert Hall, actué con los Rolling Stones. Fue muy raro. Mick me había llamado para pedirme que apareciera por un estudio de Wembley donde los Stones estaban grabando un programa especial para la televisión titulado The Rolling Stones?Rock and Roll Circus. Yo estaba interesado porque Mick me había dicho que otro de los artistas que iban a participar eraTaj Mahal, un músico de bines estadounidense al que tenía muchas ganas de ver. Fue un cartel realmente asombroso que incluía, además de aTaj, a John Lennon con Yoko Ono, a Jethro Tull, a Marianne Faithfull y a los Who. Fue una actuación interesante. Mick hacía de maestro de ceremonias» presentando los diferentes números con sombrero de copa y chaqué. El guitarrista de Taj Mahal, Jesse Ed Davis, era fantástico, y se produjo un curioso dueto entre Yoko Ono y Ivry Gitlis, un violinista clásico. Yo to­ qué la guitarra con John Lennon en «Yer Blues*, dentro de una banda organizada para la ocasión en la que también figuraban Keith Richards al bajo, Mitch Mitchell a la batería e Ivry Gitlis al violín, y que se presentó con el nombre de Winston Legthigh and the Din}’ Macs. Yoko Ono hacía los coros. Desgraciadamente, todo el proyecto se vino abajo porque los Stones se encontraban en muy baja forma por entonces. Brian tenía un pie ya fuera de la banda y estaba claramente sometido a una gran presión, y yo notaba que todos estaban algo deprimidos. Como consecuencia, desafinaron mucho durante la actuación, que fue más bien mediocre. Cuando vio las cintas, Mick decidió que el programa no se emitiría. No mucho después, Ginger se presentó en el Pheasantry para suge­ rirme que me largase de la ciudad porque estaba en la «lista de Pilcher». El sargento Norman Pilcher, un célebre poli de Londres, se había hecho un nombre en la brigada de estupefacientes deteniendo a unas cuantas estrellas del rock, entre ellas Donovan, John Lennon, George Harrison, Keith Richards y Mick Jagger. Ginger me dijo que un conocido suyo perteneciente a la policía le había soplado que yo era el siguiente en la lista. De inmediato llamé a Stigwood al Oíd Barn, el caserón que poseía en la calle Stanford, al norte de Londres, para preguntarle qué debía hacer; me respondió que fuera allí y me quedase con él unos días. La primera no­ che que pasé en casa de Stigwood, Pilcher hizo una redada en el Pheasantry y colocó hachís por todas partes. Yo me sentí fat^l porque detuvieron a Martin y a Philippe, a los que no había avisado pensando que Pilcher sólo estaba interesado en mí. Nunca me perdonaré por aquello. La redada en el Pheasantry fue el anuncio de otras novedades, ya que

unos días después Ginger me contó que había oído el rumor de que Pilcher quería llegar a un acuerdo conmigo: si yo me iba de la ciudad y me mantenía lejos de su zona —su territorio— él dejaría de molestarme. De hecho, yo ya estaba bastante dispuesto a irme y, como por primera vez en mi vida tenía algo de dinero, decidí que podía emplear mis ganancias en comprar una casa. Hasta ese momento no había pensado mucho en asuntos financieros. En vez de pasar directamente a nuestras manos, el di­ nero iba al despacho del mánager y éste nos pagaba un salario semanal. Los alquileres y otros gastos esfaban a cargo de la oficina. Yo tampoco gas­ taba demasiado en el día a día aparte de las compras de ropa en Granny Takes a Trip, de modo que no presté mucha atención a lo que pasaba con el dinero hasta que tomé la decisión de marcharme de la ciudad. El miedo que me empujaba a salir de Chelsea me condujo también a comprar revistas sobre propiedades inmobiliarias. Si iba a vivir en el campo, quería que fuera en algún sitio cercano a Ripley. Así que inspec­ cioné varias casas por la zona de Box Hill y alrededores, un área muy bonita con vistas a los Surrey Hills. Un día estaba hojeando Country Life, y me fijé en la fotografía de una casa que parecía una villa italiana, con terra­ za de baldosas y balcón incluidos. Llamé al agente y concertamos una cita para vernos allí. Lo primero que me llamó la atención cuando conduje hasta allí, mientras me acercaba a la casa por el camino de entrada, fue lo perfecta­ mente situada que estaba, encaramada en lo alto de un lado de la colina y rodeada por un bonito bosque, con una hermosa vista que daba a la costa sur. Recuerdo que entré por la puerta principal y que aún había parte del mobiliario y algunas cortinas sueltas del anterior propietario. Todo esta­ ba podrido y mohoso, pero me enamoré del sitio. Nada más entrar, tuve la insólita sensación de volver a casa. Se rumoreaba que la casa, llamada Hurtwood Edge, había sido dise­ ñada por el gran arquitecto Victoriano Sir Edwin Lutyens, que había pla­ nificado la capital imperial de Nueva Delhi. Esto acabó resultando falso, y el verdadero arquitecto había sido Robert Bolton. La puerta de entra­ da tenía un pequeño porche anexo, para no dejar pasar las corrientes de aire, y desde allí se alcanzaba a ver el salón, que tenía ventanas en tres de los lados, una que miraba a la terraza y las otras dos con vistas a las co­ linas. Cuando di un paseo por el jardín, me asombró encontrar cinco o seis enormes secuoyas, que imaginé debían de tener cientos de años y ha­ brían sido plantadas mucho antes de que se construyera la casa. Adornaban

también la finca una palmera y algunos álamos, que le daban al lugar un aire mediterráneo. El agente me contó, de nuevo erróneamente, que la célebre horticultora Gertrude Jekyll había diseñado el jardín. Yo quería comprar Hurtwood en ese mismo momento y mudarme de inmediato. Cuando volví por segunda vez para comprobar si mi favorable primera im­ presión había sido fundada, sorprendí al agente y a su novia tomando el sol desnudos en la terraza. Resultó que estaban viviendo en la casa, que llevaba dos años vacía al no haberse mostrado nadie interesado por ella antes de mí. Creo que se quedaron bastante perplejos cuando se dieron cuenta de que tenían que irse. El precio era treinta mil libras, entonces la mayor cantidad con mu­ cho de la que había oído hablar. Yo no sabía nada sobre hacer negocios, y mucho menos sobre comprar una casa, así que fui a ver a Stigwood en busca de ayuda. El no pensaba en absoluto que treinta de los grandes fuera para tanto, y me dijo que la comprara. Cuando me quise dar cuenta, el trato se había cerrado y la casa era mía. La sensación fue extraordinaria. Nunca había tenido una casa propia. Desde el día en que me fui de Ripley, había estado vagabundeando de un sitio a otro, pasando la noche en alguna estación o durmiendo en el parque o en sofás de casas de amigos, para retornar luego a Ripley. Lo máximo que había tenido era el alqui­ ler en el Pheasantry, y ahora Hurtwood era mío, y con eso la satisfacción de tener un sitio donde hacer lo que me placiera. Lo que más me gustaba de Hurtwood era la soledad y la paz que se respiraban. También me encantaba la carretera que conducía hasta allí, que iba de Shere hasta Ewhurst y que en un punto, un sitio llamado «The Cut», se hacía de un solo carril y semejaba el lecho de un río excavado entre altas y escarpadas paredes de piedra. Aquello daba la impresión de tener mi­ les de años, y oí todo tipo de leyendas acerca de que había sido una ruta de contrabandistas. En invierno, la nieve colgaba de los árboles inclina­ dos y era como cruzar un túnel blanco. Cuando conducía por ahí, me sentía como si estuviera penetrando en la tierra de los Hobbits. Muy pronto decidí que ése era el sitio en el que quería vivir el resto de mi vida. Esta­ ba completamente seguro de ello. Hice la mudanza muy rápido, con mis guitarras, un par de sillones para el salón y una cama para el piso de arriba. También tenía una moto Douglas de 1912, que había comprado en una tienda de Ripley. En realidad no funcionaba. Me limitaba a empujarla por ahí, y se acabó quedando en medio del salón como una escultura. Me hice además otro regalo caro: un

par de enormes altavoces para salas de cine de casi dos metros de altura, fabricados por Altee Lansing con el nombre de The Voice of the Theatre. Estaban hechos de madera, cada uno tenía encima una trompeta metálica y con ellos mi equipo de música sonaba genial. Tras vivir unos meses en Hurtwood de un modo muy espartano, decidí que era el momento de hacer un cambio. En Londres por esa época irrum­ pió en escena un nuevo grupo de gente, los «hippies» aristócratas de las clases altas, que habían dejado los estudios y llevaban una especie de vida zíngara. Los líderes del círculo eran Sir Mark Palmer, que dirigía la agencia de modelos English Boys; Christopher Gibbs, un anticuario que había diseñado los decorados para Performance; y Jane, Julián y Victoria OrmsbyGore, los hijos mayores de David Harlech, el embajador británico en Washington durante la era Kennedy. Estilosos en el vestir y a la vanguardia de la moda, se rodeaban de gente artística e interesante con la que solían reunirse en los mismos sitios que yo frecuentaba, como el Grannys, el Chelsea Antique Market y el Picasso. Teníamos un amigo común en Ian Dallas, a quien había conocido en el Pheasantry y que estaba muy inte­ resado en el sufismo. Una noche me llevó al Bagdad House, un restaurante árabe en Fulham Road cuyo sótano estaba decorado como un bazar orien­ tal y que era un sitio fetén, a menudo frecuentado por varios miembros de los Stones y los Beatles. Allí fue donde me presentaron al joven y prome­ tedor interiorista David Mlinaric, conocido por el apodo de «Monster». Monster, quien había hecho muchas cosas para Mick Jagger, fue a petición mía a echarle un vistazo a Hurtwood, después de que yo lleva­ ra un tiempo intentado amueblarla. Quería que tuviera un aire español o italiano, y había estado comprando muebles en tiendas de antigüeda­ des en Chelsea y en Fulham, piezas de los siglos dieciocho y diecinueve, aunque como no había nadie que me asesorara me sableaban por todos lados. La casa tenía calefacción central, de modo que los muebles se com­ baban, agrietaban y empezaban a caerse a pedazos. También poseía algo de mobiliario árabe, algunas sillas indias talladas y una vieja mesa refec­ torio en la sala, lo que acababa por componer una mezcla curiosa de co­ sas de aquí y allá. Monster llamó a Christopher Gibbs para que le echa­ ra una mano y, poco a poco, consiguieron que la casa tuviera buen aspecto. Pusieron una alfombra tejida en el salón, para hacerlo más acogedor, y un encantador dosel antiguo en el dormitorio, además de muchos tapices persas y marroquíes, y de manera gradual aquello fue tomando forma. Estaba tan satisfecho con la manera como Hurtwood empezaba a

cuajar que quise hacerles algo similar a mis abuelos. Encontré una boni­ ta casita en Shamley Green y llevé a Rose y a jack para que la vieran. Ellos se mostraron encantados, por lo menos Rose; no estoy tan seguro sobre Jack. Los dos nos habíamos distanciado un poco, y tal vez él se sentía algo celoso. Rose siempre andaba emocionada por el modo como estaba evo­ lucionando mi vida, pero no creo que él entendiera de verdad qué había tan especial en todo aquello. Era un hombre orgulloso, y aunque yo in­ tentaba pensar en cosas que decir en nuestros encuentros, cuando la oca­ sión llegaba, el tiempo pasaba sin que ninguno de los dos hablara. Fue una auténtica pena. No obstante, Rose y Jack vivieron muchos años felices en esa casita, y durante largo tiempo las cosas fueron bien. En esa época me veía cada vez más a menudo con Georgc Harrison debido a que nos habíamos convertido casi en vecinos. George vivía con su mujer, Pattie, en una enorme casa llamada Kiníauns, dentro de una zona residencial de Esher, a una media hora en coche de Hurtwood. Tenía ventanas redondas y una enorme chimenea decorada por los Fool, los artistas holandeses, que además habían pintado murales por todo el edi­ ficio. Empezamos a pasar mucho tiempo juntos. En algunas ocasiones, tanto él como Pattie se pasaban por Hurtwood para enseñarme un coche nuevo o para cenar y escuchar música. Fue durante mis primeros días en Hurtwood cuando George escribió una de sus canciones más hermosas, «Here Comes the Sun». Era una preciosa mañana de primavera, y nos ha­ bíamos sentado en lo alto de un amplio campo al final del jardín. Llevá­ bamos las guitarras y estábamos rasgueándolas un poco, cuando él em­ pezó a cantar: «de da de de, it s been a long coid lonely winter» [ha sido un largo, frío y triste invierno], y poco a poco le fue dando cuerpo a la canción, hasta que se hizo la hora de comer. En otras ocasiones, yo me iba a su casa para tocar la guitarra con él o simplemente para pasar el rato. Recuerdo que ambos se entregaban también a las labores de casamente­ ros, y trataron de emparejarme con diversas chicas hermosas. Sin embargo, yo no estaba realmente interesado en ellas, ya que algo bastante inespe­ rado había empezado a ocurrir: me estaba enamorando de Pattie. Creo que lo que me movía al principio fue una mezcla de lujuria y envidia, pero todo eso cambió en cuanto conocí mejor a Pattie. Me ha­ bía fijado en ella por primera vez en los camerinos del Savile Theatre, en Londres, después de un concierto de Cream, y había pensado que era bella de una manera atípica. Esa impresión se reforzó cuando estuvimos un rato juntos. Recuerdo que pensé que su belleza era también interna. No se

trataba sólo de su apariencia, aunque sin duda era la mujer más bonita que había visto en mi vida. Consistía en algo más profundo. Salía de dentro de ella también. Era su manera de ser, y aquello me cautivó. Nunca ha­ bía conocido a una mujer tan perfecta, y me sentía abrumado. Me daba cuenta de que tendría que dejar de ver a George y a Pattie, o si no ceder a mis emociones y decirle a ella lo que sentía. El desbordamiento de to­ dos esos sentimientos se llevó por delante mi relación con Charlotte. Habíamos estado juntos unos dos años, y yo la había amado tanto como era capaz de amar, pero entonces se interponía entre otra persona y yo, otra persona que, aunque inaccesible para mí, dominaba cada uno de mis pensamientos. Charlotte retornó a París durante una temporada, y más tarde mantuvo una larga relación con Jimmy Page. No la volví a ver en mucho tiempo. También codiciaba a Pattie porque se trataba de la mujer de un hombre poderoso que parecía tener todo lo que yo quería: coches asombrosos, una carrera increíble y una esposa preciosa. Ésa sensación no era nueva para mí. Recuerdo que cuando mi madre regresó a casa con su nueva familia, yo quería los juguetes de mi hermanastro porque me parecían más caros y mejores que los míos. Esa impresión nunca me abandonó, y definitiva­ mente formaba parte de lo que sentía por Pattie. Sin embargo, encerré esas emociones bajo siete llaves y me enfrasqué en la tarea de decidir cuál iba a ser el siguiente paso de mi carrera. La separación de Cream no fue como la de los Yardbirds, donde ha­ bía otro grupo al que ir. Entonces no tenía nada más montado y duran­ te un tiempo me moví en el vacío, limitándome a tocar aquí y allá. Me pasaba el día solo en Hurtwood, y a menudo me acordaba de Steve Winwood, del que me enteré que había dejado TrafFic. La conclusión lógica parecía ir a ver a Steve, ya que cuando había comenzado a albergar las primeras dudas sobre Cream, solía pensar que él era la única persona que conocía con la suficiente habilidad musical y energía para mantener la banda unida. Si los demás hubieran compartido mi interés y le hubieran dejado entrar, Cream podría haber evolucionado hacia una formación de cuarteto con Steve como vocalista solista, un puesto para el que no me faltaba la capacidad, pero sí la confianza. Steve tenía una casita en Aston Tirrold, en un punto apartado de Berkshire Downs, donde Traffic habían escrito buena parte del disco Mr. Fantasy, así que lo llamé y empecé a pasarme por allí. Bebíamos, fumá­ bamos, hablábamos mucho y tocábamos la guitarra. Yo le mostré una

canción que había compuesto sobre el hallazgo de Hurtwood, Presence o f the Lord, que en el segundo verso dice: «I have finally found a place to live just like I never could before» [por fin he encontrado un sitio donde vi­ vir como ninguno de los que tuve antes]. La mayor parte del tiempo es­ tábamos los dos solos, y jugábamos con la idea de formar un grupo sin ponernos a hablar realmente sobre ello. Matábamos el tiempo adrede, sólo para divertirnos y conocernos mejor. Una noche me encontraba con Steve en su casa, fumando unos po­ rros e improvisando, cuando nos sorprendieron unos toques en la puer­ ta. Era Ginger. De alguna manera había llegado a sus oídos lo que está­ bamos haciendo y había averiguado nuestro paradero, a pesar de que la casita de Steve no quedaba precisamente a mano, rodeada como estaba por campos arados. La cara de Steve se iluminó en cuanto vio a Ginger, mientras que a mí se me encogió el corazón, ya que hasta entonces la cuestión había sido únicamente pasarlo bien, sin ningún plan. Había puesto mucho cuidado en no precipitarme con Steve, y mi intención era que las cosas siguieran su cauce para ver a dónde nos llevaban. La apari­ ción de Ginger me asustó porque de repente me vi en otra banda, y con ella vendrían la maquinaria de Stigwood y todo el bombo que había ro­ deado a Cream. Recuerdo que pensé: ;Oh, no! Pase lo que pase ahora, seguro que va a salir mal». Me guardé todas esas impresiones para mí, porque aún no había en­ contrado una voz propia. Cuando las cosas iban bien, era sencillo seguir la corriente, pero si las cosas se ponían difíciles o feas, sentía resentimiento contra esa corriente en lugar de intentar hacer algo al respecto, y cuan­ do me había hartado me limitaba a irme o a desaparecer sin haber abierto la boca. A pesar de mis reservas con respecto a Ginger, tenía tantas ganas de trabajar con Steve que no hice caso a mi intuición, pensando que todo saldría bien porque Steve lo llevaría a buen puerto. Aposté por su visión, y más que mantenerme firme, opté por seguir adelante y ver lo que pa­ saba. En tanto nacía la nueva banda, una chica maravillosa traída a Hurt­ wood por Monster entró en mi vida. Se llamaba Alice Ormsby-Gore, y era la hija pequeña de David Harlech. Apenas contaba dieciséis años, y era perturbadoramente bella, con una espesa melena castaña rizada, ojos grandes, una sonrisa enigmática y una risita contagiosa y encantadora. Pensé que era deslumbrante y, a pesar de me gustaba muchísimo, ni se me pasó por la cabeza que algo saldría de allí. La diferencia de edad parecía

enorme, y tenía un aspecto muy frágil y un poco como de otro mundo. Me invitó a ir a una fiesta en Londres con ella, lo que me sorprendió bastante. Acudí y no me hizo ni caso en toda la noche, a pesar de que, aparte de Monster e Ian Dallas, no conocía a nadie allí. Por alguna razón, a pesar de mí mismo, y aunque no parecíamos ni remotamente compatibles, la encontraba del todo irresistible. Con su aire melancólico y las ropas árabes con que solía vestirse, había salido direc­ tamente de un cuento de hadas. Ian Dallas estimulaba esta fantasía, ya que me contaba el cuento de Layla y Manjun, una romántica historia de amor persa en la que un joven, M*anjun, se enamora apasionadamente de la hermosa Layla, pero el padre de ésta prohíbe el matrimonio y él enloquece de pasión. Ian siempre decía que Alice era la perfecta Layla y, aunque en su opinión Manjun debía ser Steve, yo albergaba otros planes. No tengo ni idea de lo que vio ella en mí, quizá me consideraba alguien de fuera que le serviría para molestar a su grupo, quién sabe, pero tras unos días de torpe cortejo, se vino a vivir conmigo y la locura comenzó. Desde el comienzo la situación fue muy difícil e incómoda. Yo no estaba enamorado de Alice; mi corazón, y buena parte de todo lo demás, estaban con Pattie. También me resultaba muy violento el tema de la diferencia de edad, sobre todo desde que ella me había dicho que toda­ vía era virgen. En realidad, el sexo jugaba un papel muy pequeño en nuestras vidas. Éramos más bien como hermanos, aunque yo esperaba que al final eso se transformaría en una relación normal. El padre de Alice era un gran aficionado al jazz, y ella había heredado de él el amor por la música, así que escuchábamos muchos discos, y fumábamos mucho hachís. Otra cosa también digna de mención me vino a la cabeza más tarde. Cuando tenía unos siete u ocho años, mi amigo Guy y yo teníamos un juego en el patio del colegio que consistía en troncharnos de los nombres más ridículos en los que pudiéramos pensar, y el más estúpido con el que habíamos dado era Ormsby-Gore. Cuando las cosas se pusieron realmente mal entre Alice y yo, temí en serio que relacionarme con una chica de la clase alta como ella formara parte de un resentimiento infantil, conecta­ do con las emociones inspiradas por mi madre, para rebajar a las muje­ res, y que en mi fuero interno mis planes fueran: «Aquí tengo a una OrmsbyGore, y voy a hacerla sufrir». Durante las primeras semanas tras la venida de Alice, Steve se pasa­ ba por Hurtwood y tocábamos durante horas. Yo había acondicionado el salón como sala de estar y de música, con una mesa, sillas y un gran sofá,

además de un kit de batería, teclados y amplificadores para las guitarras. El equipo se desperdigaba por toda la habitación, con magnetófonos y mi­ crófonos para las grabaciones y cables que recoman el pasillo. En reali­ dad era casi un estudio, y no parábamos de tocar y grabar, tanteando el ambiente todo el rato. Al comienzo usábamos una pequeña caja de rit­ mos, hasta un día en que Steve comentó que quería proponerle a Ginger unirse a nosotros. De modo que Ginger vino también para quedarse, y una vez tuvimos batería, empezamos a buscar un bajista. Yo era muy reacio a pasar de nuevo con Ginger por la misma experiencia de Cream, pero pensé que si eso hacía feliz a Steve, al menos habría que intentar poner­ lo en marcha. Sobre el bajista, conocía del Speakeasy a Rick Grech, que estaba en el grupo Family. Éramos buenos colegas, se trataba de un gran tipo, así que se juntó con nosotros. Los primeros ensayos de la nueva bancu se realizaron en Hurtwood. Comenzábamos a trabajar alrededor del mediodía, y tocábamos hasta bien entrada la noche. Nos divertíamos mucho, aunque aquello pronto se nos fue de las manos y nos limitábamos a dar vudtas sin que la música llegara a ningún lado. Sin embargo, en cuanto entramos en el estudio las canciones empezaron a tomar forma. Yo ya tema escrita Presence of the Lord», y se me ocurrió además hacer una versión de una canción de Buddy Holly, «Well... Alright». Steve también tenía algunas canciones, como «Sea of Joy y Can t Find My Way Home», aunque en esencia seguíamos impro­ visando como grupo sin que nos importara demasiado lo que hacíamos. Al final alguien tuvo la brillante idea de contratar al joven y talento­ so productor Jimmy Miller, con vistas a darle un enfoque a la música y registrar algunos cortes para un posible disco. Jimmy había trabajado con Steve en los discos de Traffic, y parecía la elección natural. Pronto, sin embargo, se filtró la noticia en la prensa musical de que yo estaba tocando de nuevo con Ginger, y de que Steve, una gran estrella por sí mismo, tam­ bién estaba implicado. Por primera vez, hasta donde yo sabía, asomaba la cabeza la terrible palabra «supergrupo *. En ese punto se dispararon las alarmas para mí, aunque decidí tirar adelante con todo y ver qué sucedía, ya que Steve estaba involucrado y tampoco tenía ninguna otra cosa inte­ resante en marcha. Tal vez, de una manera subliminal, mi ambición era recrear The Band en Inglaterra, una idea que sabía conllevaba enormes riesgos, y ésa es posiblemente la razón por la que llamé al nuevo grupo Blind Faith [fe ciega]. Comenzamos nuestra carrera profesional el 7 de junio de 1969, con

un concierto gratuito en Hyde Park. Era el primer concierto de rock en la historia del parque, y se presentaron más de cien mil personas. Antes del concierto nos reunimos en el despacho de Stigwood y, en cuanto vi a Ginger, se me encogió el corazón. A lo largo de los años, con sus idas y venidas, Ginger había tenido esporádicos encontronazos con la heroí­ na. Atravesaba períodos en los que consumía y luego se mantenía limpio por un tiempo. Al parecer ese consumo era desencadenado a menudo por situaciones estresantes, debuts, ambientes nuevos y cosas así, aunque habíamos estado tocando y ensayando durante una buena temporada y él parecía bastante contento. Pero ese día lo miré un instante a los ojos y tuve la certeza de que había recaído. Me puse furioso, y me embargó la misma sensación que la noche en que llamó a la puerta de Steve. Sentía que retrocedía a la pesadilla que había sido parte de Cream. Cuando tocamos ante esa multitud hacía una tarde bonita y soleada, pero yo no me encontraba allí. Había desconectado. Quizá estaba equi­ vocado, y Ginger no se había pinchado, pero sentía que todo lo que ha­ bíamos conseguido hasta entonces haciendo piña, ensayando y tocando había sido una completa pérdida de tiempo. Recuerdo que pensaba: «Si éste es el primer bolo, ¿qué demonios nos espera?». Puede que al públi­ co le encantara y que hubiera un gran ambiente, pero en realidad yo no quería estar allí. Tampoco ayudó el hecho de que nos dieran poquísima potencia. Carecíamos de la amplificación necesaria para tocar al aire li­ bre en un parque, y sonábamos bajo y como de hojalata. Salí del escenario temblando como una hoja y con la sensación de que habíamos decepcio­ nado a la gente. Mi mecanismo de echar culpas se cebó en Ginger, creando un resentimiento que no hizo más que crecer y crecer. Stigwood no nos daba tiempo para pensar. Fuimos derechos a la ca­ rretera en una gira por Escandinavia con el objetivo de asentar la banda, y aquella táctica funcionó. Ginger regresó desde el filo, y por primera vez sonamos bastante bien. Recuperamos algo de potencia al tocar en loca­ les pequeños, y la banda empezó a avanzar a grandes pasos. Al volver a casa, nos metimos en el estudio para acabar el álbum con Jimmy. Un día recibí una llamada de Bob Seidemann, a quien había cono­ cido en San Francisco. Bob era un fotógrafo excelente, un poco excéntrico y muy divertido. Habíamos pasado muy buenos ratos juntos en los días del Pheasantry. Parecía sacado de un dibujo de Robert Crumb, que tam­ bién era amigo suyo. Era muy alto, con una crespa cabellera que se le levan­ taba por detrás, cabeza y nariz muy grandes y piernas largas y delgadas.

Bob me comentó que tenía una idea para la portada de nuestro dis­ co. No me dijo qué era, sólo que iba a prepararla y entonces nos la ense­ ñaría. Cuando finalmente nos la presentó, recuerdo que me pareció bas­ tante dulce. Era la fotografía de una chica joven, casi pubescente, con una melena pelirroja rizada y desnuda de cintura para arriba, que sostenía en las manos un avión plateado de último diseño, creado por mi amigo el joyero Micko Milligan. Detrás de ella había una verde colina, un paisaje parecido a Berkshire Downs, con un cielo azul de nubes blancas pasaje­ ras. Me encantó en cuanto la vi, ya que en mi opinión captaba muy bien el significado del nombre de la banda; la yuxtaposición de la inocencia, en la figura de la chica, y la experiencia, la ciencia y el futuro, represen­ tados por el avión. Le dije a Bob que no debíamos arruinar la imagen poniendo el nombre del grupo en la portada, así que tuvimos la idea de escribirlo a cambio en la funda. Cuando se quitaba ésta, quedaba la fotografía inmaculada. No obstante, la portada causó una gran polémica. La gente decía que la re­ presentación de la joven era pornográfica, y en Estados Unidos los distri­ buidores amenazaron con boicotearla. Como estábamos a punto de em­ barcarnos en una gran gira por el país, no nos quedó más alternativa que cambiarla por una instantánea de ia banda de pie en el salón de Hurtwood. Tras nuestro debut en el Madison Square Garden de Nueva York, el 12 de julio de 1969, quedó bastante claro que no necesitaríamos emplear­ nos a fondo para atraer a las multitudes. Había por ahí muchísimos fans tanto de Cream como de Traffic, y lo cierto era que nosotros no sabíamos, y tampoco nos importaba, lo que representábamos. Volviendo la vista atrás, me doy cuenta de que desde el principio supe que eso no era lo que quería hacer, pero fui perezoso. En lugar de poner más tiempo y esfuerzo en intentar convertir la banda en lo qu^ yo creía que tenía que ser, elegí la actitud más cómoda, que era buscar algo que ya tuviera una identidad propia. Eludí por completo la responsabilidad de ser un miembro del grupo, y me acomodé a mi puesto de mero guitarrista. Eso frustraba a mucha gente, que pensaba que yo debía tener un papel más preponderante, en­ tre ellos a Steve, que cada vez estaba más molesto por el hecho de que no diera un paso al frente y cantara más. La gira con Blind Faith nos hizo a todos muy ricos, y llevó el álbum directamente a lo alto de las listas de ventas estadounidenses, pero terminó con la desintegración de la banda.

La responsabilidad fue toda mía y sólo se debió a una cosa: a la par que crecía mi desencanto con lo que hacíamos, me sentía más y más fascina­ do por nuestro grupo telonero, Delaney & Bonnie. A comienzos del verano, mi amigo Alan Pariser me había enviado el acetato de una banda de la que era mánager, compuesta por un matrimo­ nio, Delaney y Bonnie Bramlett, que provenían del sur y cantaban con el nombre de Delaney & Bonnie. Habían tenido el honor de ser el pri­ mer grupo blanco de la historia en firmar con la Stax, la compañía de discos de Tennessee fundada por Jim^Stewart y Estelle Axton, precursora del sonido soul sureño y de Memphis. Su disco, The Original Delaney & Bonnie: Accept No Substitute, era R&B auténtico, lleno de sentimiento, con un gran trabajo de guitarra y una fantástica sección de viento, y me en­ cantó a la primera. Cuando le conté a Alan lo que pensaba sobre ellos, me preguntó si podía meterlos con nosotros en el cartel de la gira estadouni­ dense. Se me hacía duro de verdad salir después de Delaney & Bonnie, puesto que pensaba que eran muchísimo mejores que nosotros. Su banda tenía a todos esos fenomenales músicos del sur, que conseguían un sonido en verdad rotundo y tocaban con una confianza absoluta. La sección rítmica estaba compuesta por Cari Radie al bajo, Bobby Whitlock a los teclados y Jim Keltner a la batería; la sección de viento incluía a Bobby Keys al saxo y a Jim Price a la trompeta; y Rita Coolidge ponía voces junto a Bonnie. Resultó que eran grandes admiradores míos, y también de Steve, así que empezaron a rondarnos, y no tardé mucho en abandonar todas mis res­ ponsabilidades como miembro de Blind Faith y comencé a salir con ellos. El modo en que enfocaban la música era contagioso. En el autobús, sacaban sus guitarras y se pasaban todo el día tocando canciones en los viajes, mientras que nosotros éramos mucho más individualistas y reser­ vados. Empecé a viajar y a tocar con ellos, algo que creo disgustó bastante a Steve, que debió de pensar que me había convertido en una especie de traidor. La verdad, aunque me costaba decírsela, era que en Blind Faith me sentía perdido. Era como un hombre que sale de una habitación al pasillo, y que cuando siente cerrarse la puerta tras él, ve que otra se abre. Al otro lado de esa puerta estaban Delaney & Bonnie, y yo me sentía irre­ sistiblemente atraído hacia ellos, aunque sabía que eso destruiría la ban­ da en la que había puesto tanta fe ciega.

DEREK AND THE

DOMINOS

S

i no hubiéramos compartido cartel con Delaney & Bonnie, posible­ mente Blind Faith habría sobrevivido y nos habríamos reagrupado al final de la gira, a fin de intentar resolver nuestros problemas y seguir ade­ lante. Tal vez. Sin embargo, la tentación que Delaney me ponía delante era irresistible. Me planteó cara a cara lo mismo que Steve, es decir, que tenía que evolucionar, y no sólo como guitarrista. A la petición de que cantara mi canción «In the Presence of the Lord», Steve me había respon­ dido: «Bueno, tú la escribiste, así que tú tendrías que cantarla». Le insis­ tí en que debía hacerlo él y, mientras grabábamos la canción, no dejé de interrumpirlo para hacerle sugerencias sobre cantarla de un modo u otro, hasta que al final explotó: «Por favor, deja de decirme cómo cantarla. Si quieres que se cante así, ¡cántala tú mismo!» Se puso bastante agresivo, lo cual me cogió un poco por sorpresa, así que decidí dejarlo trabajar. Pen­ sándolo ahora, sé que Steve estaba en lo cierto. Yo había escrito esa can­ ción tras mudarme a Hurtwood Edge, y era una declaración muy perso­ nal, no necesariamente religiosa, pero sí una declaración sobre lo sucedido: «Por fin he encontrado un sitio donde vivir como ninguno de los que tuve antes». Al menos debería haberla intentado cantar yo, aunque no creo que mi versión me hubiera llegado a gustar tanto como la suya. Delaney era de la misma opinión que Steve, aunque enfocaba las cosas desde un prisma ligeramente diferente. Crecido en Misisipi, era un per­ sonaje único, de larga melena y barba, y había adoptado convincentemente la personalidad de un predicador baptista del sur que lanzaba un mensaje apocalíptico. Podría haber resultado chocante, si no hubiera sido porque, cuando cantaba, acertaba de pleno y te elevaba de verdad. Entonces creía por completo en él. Una noche fuimos a ver a Sha Na Na, y tras volver a mi hotel tomamos un poco de ácido y empezamos a tocar la guitarra.

En algún momento, Delaney me ir.;: r : : lamente a los ojos y dijo: «¿Sabes?, tienes que empezar a cania: ya. r.i¿ de liderar tu propia ban­ da. Dios te ha dado ese don, y si no i: asas se .: llevará». Me quedé pas­ mado ante la certeza con que decía:; e.; ; v .a verdad es que dio en el blanco. El ácido probablemente le añad; : a. ¿santo también un poco de hondura. Pensé para mí mismo: Puede : _e este en lo cierto. Será mejor que empiece a hacer algo al respecto Ararte ae mis primeras fantasías sobre lo que Cream podrían haber si¿>: .a primera vez que con­ sideré en serio la idea de emprende: una : arre 'i en solitario. El último concierto de Blind Faith ce.ebro en Honolulu un 24 de agosto, y después volví para Inglaterra H urr.;*: : a. Pero el 13 de septiem­ bre, un sábado por la mañana, cuanc aparas me había instalado, el te­ léfono sonó. Era John Lennon. — ¿Qué haces esta noche? — me a ; —Nada —le contesté. — Bien, ¿quieres hacer un bolo c