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Spanish Pages 232 [235] Year 2018
Ante el desafío de vivir con otros
Ante el desafío de vivir con otros Controversias en la prehistoria de la tolerancia moderna: Castellion, Bodin, Montaigne
Manuel Tizziani
COLECCIÓN C I E N C I A Y T EC N O LO G Í A
∙∙∙∙∙∙∙∙∙∙∙∙∙∙∙∙ Tizziani, Manuel Ante el desafío de vivir con otros: controversias en la prehistoria de la tolerancia moderna: Castellion, Bodin, Montaigne / Manuel Tizziani 1a ed. Santa Fe: Ediciones UNL, 2018. 234 pp.; 25 x 17 cm (Ciencia y Tecnología) ISBN 978-987-749-104-3 1. Educación Superior. 2. Filosofía. 3. Historia. I. Título. CDD 190
Consejo Asesor de la Colección Ciencia y Tecnología: Luis Quevedo / Erica Hynes / Gustavo Ribero / Ayelén García Gastaldo / Claudio Lizárraga Dirección editorial Ivana Tosti Coordinación editorial Ma. Alejandra Sedrán Corrección Ma. Alejandra Sedrán Diagramación de interior y tapa Laura Canterna
∙∙∙∙∙∙∙∙∙∙∙∙∙∙∙∙ Esta tirada de 150 ejemplares se diagramó y compuso en ediciones unl
© Manuel Tizziani, 2018. © del prologuista, Fernando Bahr, 2018.
y se imprimió en docuprint sa, ruta panamericana km 37. parque industrial garín. calle haendel, lote 3 (b1619iea), garín, buenos aires. argentina, julio de 2018.
Queda hecho el depósito que marca la Ley 11723. Reservados todos los derechos. Impreso en Argentina Printed in Argentina * Sugerencias y comentarios: * [email protected]
© Secretaría de Planeamiento Institucional y Académico, Universidad Nacional del Litoral, Santa Fe, Argentina, 2018. Facundo Zuviría 3563 (3000) Santa Fe, Argentina [email protected] www.unl.edu.ar/editorial
A Estefanía, por la alegría de vivir en un mundo en el que también vive ella.
abandonen a sus dioses y vengan a inclinarse ante los nuestros; ¡si no, muerte a ustedes y a sus dioses! fiódor dostoievski, los hermanos karamazov
Índice Agradecimientos / 11 Prólogo / 13 Hacia la prehistoria de la modernidad / 15 1. Revisitando la historiografía / 16 2. El siglo de la tolerancia filosófica (1670–1763) / 20 3. En camino hacia la prehistoria / 38 4. La filosofía en la historia / 42 I. Un siglo bañado en sangre / 47 1. De las primicias luteranas al ascenso de Carlos IX / 50 2. El Concilio, el Edicto y la guerra: de la concordia a la tolerancia / 56 3. Un paso adelante, un paso atrás; el fracaso de los Edictos / 59 4. Los Politiques: la tercera posición sale a escena / 62 5. Hacia el Edicto de Nantes: el ascenso de Enrique IV / 65 II. Castellion: entre la herejía y el derecho a creer lo equivocado / 69 1. Sébastien Castellion (1515–1563) / 71 2. Una hoguera, una apología, dos respuestas / 74 2.1. El Traité des Hérétiques / 77 2.2. El Contra libellum Calvini / 93
3. Un país que se desangra / 107 3.1. Un reino, dos Iglesias: la Exhortation aux Princes / 108 3.2. La enfermedad de la coacción, el remedio de la libertad / 112 III. Bodin: entre la République y la Respublica literaria / 119 1. Jean Bodin (1530–1596) / 121 2. Les six livres de la République, o la solución politique / 124 2.1. Entre monarcómanos y liguistas / 125 2.2. Hacia la institución de un poder secular / 130 2.3. El poder de legislar / 134 2.4. Gobernar entre facciones / 137 3. La tolerancia de los sabios / 142 3.1. En la prehistoria del Heptaplomeres: la carta a Bautru des Matras / 143 3.2. El Colloquium, ¿un texto destinado al fuego? / 147 3.3. Los savants en escena / 150 3.4. De lo que no se puede hablar, mejor callar / 157 IV. Montaigne: entre la conservación política y el ensayo de la alteridad / 163 1. Michel de Montaigne (1533–1592) / 165 2. Las insinuaciones de un escéptico / 169 3. Ni güelfo ni gibelino / 176 3.1. Reforma religiosa y crisis política / 177 3.2. Un catolicismo sin dogma / 182 4. La alegría de vivir con otros / 186 4.1. Huir hacia lo ajeno / 188 4.2. En la carabela de piedra / 191 4.3. Con el culo en la montura / 194 4.4. Ciudadano de Roma, ciudadano del mundo / 197 4.5. El viaje como pedagogía de la diversidad / 200 Una pregunta, tres respuestas, muchos caminos abiertos / 207 Referencias bibliográficas / 219 Bibliografía / 219
Agradecimientos Sin el apoyo de muchas personas y algunas instituciones, este libro no hubiera sido más que una solitaria ensoñación. Entre las primeras, siento una especial gratitud con mis guías intelectuales, Ricardo Cattaneo y Fernando Bahr. A Ricardo debo mis orientaciones iniciales en la divertida y estimulante tarea de la investigación filosófica; a Fernando, el ejemplo indeclinable de lo que puede la pasión. Ese ejemplo, y un vínculo reforzado por algunas obsesiones compartidas, han logrado que el burocrático lugar del director sea ocupado por un maestro. A Graciela Vidiella debo la gentileza de haberme acompañado y aconsejado a lo largo de mi doctorado. Sus aportes bibliográficos, además, han resultado de crucial importancia para este libro. A Silvana Carozzi, el haberme mostrado la riqueza de los debates filosófico–políticos, y el haber reforzado ese vínculo académico y afectivo revelándome la importancia de situar esas discusiones en la historia. A Claudia D’Amico, Alberto Damiani y José Luis Galimidi, agradezco la atenta lectura y los provechosos comentarios que realizaron en ocasión de la defensa de mi tesis de doctorado, base del libro que aquí se presenta. Sus recomendaciones bibliográficas también me han permitido actualizar algunos detalles importantes. A mis padres, Juan Carlos y Nélida, debo, ni más ni menos, que la educación en los principios de la democracia y la autonomía. Son ellos quienes han alimentado en mí el anhelo de la libertad de pensamiento y de acción, y mis agradecimientos por un presente semejante exceden infinitamente esta página de papel. A Estefanía Szupiany, por último, debo un incondicional apoyo en todos mis días. Sin su compañía, sin su aliento, y sin su ejemplar entusiasmo a la hora
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de emprender a diario nuevos desafíos, es más que claro que mi labor no solo habría sido imposible, sino también inútil. Por otra parte, agradezco a las instituciones que me han brindado su apoyo y cobijo: al conicet, por la beca doctoral con la que he financiado la totalidad de esta investigación; a la Universidad Nacional del Litoral y a la Universidad de Buenos Aires, por haberme brindado, sucesiva y gratuitamente, la formación de grado y posgrado. Mi gratitud y compromiso con la universidad pública, gratuita y laica es, desde ahora y desde siempre, un principio irrenunciable.
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Prólogo Uno de los descubrimientos que más asombro despertó en mi ya lejana adolescencia, y acaso el motivo original por el cual me haya dedicado a la filosofía, es darme cuenta de que los que comúnmente llamamos «hechos» están sostenidos por ideas, de que la realidad —o al menos ciertos aspectos de ella— suele ser así porque algunos seres humanos la pensaron y quisieron. Hoy, y en esta parte del orbe, es un hecho que la mayoría de las mujeres y los hombres podemos convivir sin preguntarnos acerca de qué creencias religiosas tenemos (si alguna) o qué culto profesamos (si alguno). Este hecho, ya naturalizado para nosotros, es sin embargo producto de un larguísimo y azaroso entramado de teorías, argumentos, contraargumentos, pruebas, decisiones editoriales, lecturas, interpretaciones, decisiones políticas, etc., etc. Tal larguísimo y azaroso entramado (siempre potencialmente reversible, ay) produjo este hecho del cual hoy disfrutamos. La filosofía (pace Karl Marx) ha contribuido a transformar el mundo. Pienso en aquel descubrimiento adolescente al releer Ante el desafío de vivir con otros. Controversias en la prehistoria de la tolerancia moderna: Castellion, Bodin, Montaigne de Manuel Tizziani. Una parte esencial del entramado al que me refería, en relación precisamente con la convivencia pacífica de creencias diferentes, se nos ilumina en él. Y se ilumina en detalle. Asistimos al irse haciendo de la tolerancia, a su transformación de violencia reprimida hacia el no igual en reconocimiento positivo de la diferencia o en camino hacia él. Del hecho a sus fuentes.
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La perspectiva es interesante y muy novedosa. Se nos invita a recorrer la «prehistoria» de la tolerancia moderna, esto es, de lo que ciento cincuenta o doscientos años después alcanzará pleno desarrollo con los escritos de Baruch Spinoza, John Locke, Pierre Bayle y François–Marie Arouet, dit Voltaire. En esa prehistoria, dentro de un «siglo corto» (1517–1598) y tan alborotado como el xvi, tres figuras se destacan: Sébastien Castellion, Jean Bodin y Michel de Montaigne. Solo este último es comúnmente conocido para el lector contemporáneo; los tres, sin embargo, dieron pasos de gigante para poner en cuestión algunas palabras («herejía», «blasfemia», «obstinación», «idolatría», «rebelión») que dominaban el léxico teológico–político de la época. Tizziani analiza con cuidado los textos en que se plasma esa puesta en cuestión, dialoga con otros intérpretes, introduce conceptos originales, ensaya conclusiones. Por su parte, el lector un poco más entrenado en los siglos posteriores identifica para su deleite la posible génesis de tal o cual noción en Bayle, el parecido de tal o cual argumento en Locke o Voltaire. El trabajo es minucioso. Además de dominar con seguridad las fuentes primarias, Manuel Tizziani da la impresión de haberse leído «todo» lo que se podía leer en torno al tema. La prosa que lo demuestra, además, es agradable y fresca; se nota que el autor puede situarse empáticamente al interior de los textos que analiza y disfruta con lo que va escribiendo. Un prólogo es, en general, la invitación a leer un libro. Merece largamente esa invitación este libro de Manuel Tizziani. Un prólogo también debe ser corto («Dios te libre, lector, de un prólogo largo y de los malos epítetos», decía Quevedo). La palabra ahora es de Manuel...
Fernando Bahr
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Hacia la prehistoria de la modernidad ¿Qué es la tolerancia? ¿Cuál es su origen? ¿Cuáles son sus ventajas, cuáles sus límites? ¿Quiénes han sido sus defensores más prestigiosos, quiénes sus detractores? ¿Qué rol ha sido asignado al Estado en su defensa y cumplimiento? ¿Qué papel ha desempeñado la religión, y las diversas Iglesias, a la hora de atacarla o defenderla? ¿Cuáles han sido sus derroteros a lo largo de la modernidad? ¿Cómo ha llegado hasta nuestros días? ¿Qué significaba para los hombres del siglo xvi, qué significa para nosotros? He allí algunos de los interrogantes que ocupan el trasfondo de nuestra indagación. La que, como pretendemos dejar en claro en lo que sigue, tan solo se ha ocupado de un momento preciso y de un marco geográfico determinado en la historia de este polifacético concepto. En efecto, situaremos nuestra atención en la Francia del siglo xvi; más particularmente, en las posiciones desarrolladas por tres filósofos de la época: Sébastien Castellion (1515–1553), Jean Bodin (1530–1596) y Michel de Montaigne (1533–1592). Pero antes de adentrarnos en el contenido, señalemos algunos aspectos en relación con su forma inicial: a fin de clarificar nuestro objeto y nuestra meta, hemos decidido desarrollar esta introducción en cuatro apartados. Para situar esta búsqueda en el plano de las investigaciones actuales, en el primero de ellos realizaremos un repaso de ciertos presupuestos forjados en el marco de la historiografía de la tolerancia. Ese panorama será completado con la presentación de una serie de trabajos académicos que, durante las últimas décadas, han pretendido poner en cuestión dichos presupuestos. Luego de ello, con el
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fin de establecer un marco de trabajo todavía más específico, indicaremos los puntos centrales de algunas de las teorías más importantes desarrolladas entre el último tercio del siglo xvii y los dos primeros del xviii, es decir, durante el siglo de la tolerancia filosófica (1670–1763). Ello no solo nos posibilitará hacer referencia a pensadores ineludibles para nuestro tema, como Baruch Spinoza (1632–1677), John Locke (1632–1704), Pierre Bayle (1647–1706) y Voltaire (1694–1778), sino que también nos permitirá sentar las bases para indicar, llegada la conclusión, algunos puntos de contacto entre los debates modernos en torno a la tolerancia y aquellos que les precedieron. En un tercer momento nos abocaremos a realizar una presentación preliminar del contenido específico de nuestro trabajo. Este, como hemos anticipado, será referido íntegramente a reconstruir, analizar y esbozar una interpretación de las posiciones asumidas por Castellion, Bodin y Montaigne en la prehistoria de aquellas otras discusiones. Finalmente, expondremos una breve reflexión sobre el vínculo entre la filosofía y la historia. Allí referiremos a algunos escritos de Stephen Toulmin y Quentin Skinner que han representado una guía muy fructífera para nuestra propia indagación, al tiempo que intentaremos fundamentar la inclusión de nuestro primer capítulo. 1. Revisitando la historiografía
«Una historiografía francesa todavía vivaz querría que todo comience con Descartes», afirma Armogathe (2000:1), en clara referencia a la génesis de la modernidad. Una convicción —o, más bien, un anhelo— similar parece haber animado, al menos durante algún tiempo, a la historiografía de la tolerancia. Según nos indica Cary Nederman (2000), tres serían los presupuestos básicos sobre los que ella ha intentado sostenerse: el primero, que el debate acerca de la cuestión tuvo su origen y su motivo en la respuesta a un acontecimiento histórico determinado: la Reforma protestante que dividió a Europa a partir de la segunda década del siglo xvi; el segundo, que la primera teorización filosófica del concepto coincide con la Epistola de tolerantia (1686) de John Locke; el tercero, que el devenir histórico de dicho concepto se halla, en mayor o menor medida, ligado al nacimiento y la evolución del liberalismo, su teoría y su Estado. John Rawls (2006) bien puede servirnos de ejemplo para ilustrar la primera y la tercera de estas tesis. Según su interpretación, fue la Reforma el acontecimiento que «fragmentó la unidad religiosa de la Edad Media y condujo al pluralismo religioso, con todas sus consecuencias para los siglos posteriores» (17), alentando por primera vez una serie de pluralidades —no solo en el
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orden confesional— que serán ya una de las características distintivas de la cultura a finales del siglo xviii. Este acontecimiento marca un antes y un después, un hiato entre una sociedad cimentada sobre una única «religión autoritaria, salvacionista y expansionista», en la cual las personas no presentan demasiadas divergencias acerca de la índole del más alto bien, y otra caracterizada por la diversidad de concepciones. De modo tal que, si establecemos al cisma protestante como punto de partida de la pluralidad de pareceres, de actitudes morales y creencias religiosas, no hay mayores motivos para no concluir con Rawls que «el origen histórico del liberalismo político (y, más generalmente, del liberalismo) son la Reforma y sus secuelas, con las largas controversias acerca de la tolerancia religiosa en los siglos xvi y xvii» (18). En efecto, sostiene Rawls, la novedad radical aparejada con los posicionamientos teológico–políticos de Lutero y Calvino se halla en el problema de «¿cómo es posible que exista una sociedad entre quienes profesan distintos credos?» (18). Este conflicto, vivenciado de un modo trágico por quienes se enfrentaron a él en los albores de la modernidad, será «tomado muy en serio» —en su aspecto latente e irreconciliable— por el liberalismo político, el que no lo considerará ya «como un desastre, sino como el resultado natural de las actividades de la razón humana» (18) en condiciones de libertad. Las sociedades liberales de la posmodernidad se presentan, en tal sentido, como el corolario ineludible de este devenir histórico. Son algunas de estas ideas, también compartidas por Paul Ricoeur (2006), las que refuerza John Gray en su Two faces of Liberalism (2001). Según Gray, el Estado liberal tuvo su origen en el siglo xvi, gracias al derrumbe de los modos de vida estandarizados y a la eclosión de múltiples y diferentes modus vivendi. Como consecuencia de ello, sostiene, «los regímenes liberales contemporáneos son floraciones tardías de un proyecto de tolerancia que se inició en Europa en el siglo xvi» (11). En efecto, según su mirada, la principal tarea que hemos heredado de esta concepción «consiste en reacondicionar la tolerancia liberal para que pueda guiarnos en la búsqueda de un modus vivendi en un mundo más plural» (11). Concede Gray: «la tolerancia no empezó con el liberalismo… Sin embargo, el ideal de una vida en común no basada en creencias comunes es un legado liberal» (11). Nuestro desafío actual, entonces, no consiste sino en dar un paso más en esta gran labor de diversificación moral iniciada con el advenimiento de la modernidad filosófica: «Nuestra tarea es considerar en qué se convierte este patrimonio en sociedades que son mucho más profundamente diversas que aquellas en las que fue concebida la tolerancia liberal» (11). Victoria Camps (1990), cuyo parecer puede servirnos para ilustrar el segundo de los presupuestos mencionados, afirma también que «la lucha por la tolerancia coincide cronológicamente con la lucha por el liberalismo. Lo
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que significa que los problemas de la primera serán a su vez los problemas del segundo» (82). Sostiene, además, que estas contiendas análogas reconocen, en su devenir histórico y teórico, dos acontecimientos ineludibles: «El primero lo representa Locke con su Epistola de Tolerantia, alegato a favor de la libertad religiosa. El segundo lo representa el On Liberty de John Stuart Mill, defensa a ultranza de la libertad como tal» (82). Pero Camps no parece ser la única que atribuye a Locke —«el más grande teórico de la tolerancia», según palabras de Norberto Bobbio (1991:248)— la paternidad filosófica del concepto; por el contrario, como dice Nederman (2000), «pocos son los estudiosos que discuten la afirmación de que la primera defensa teórica de la tolerancia fue propuesta por John Locke en su Epistola de Tolerantia» (2). A lo sumo, algunos —como Zarka (2002)— se han contentado con señalar que la elaboración filosófica de este concepto, llevada adelante en el siglo xvii, tuvo una doble paternidad: la Epistola de Locke y el Commentaire Philosophique (1687) de Pierre Bayle. En sus palabras, mientras el primero buscó garantizar la coexistencia de las confesiones estableciendo una clara distinción entre la esfera del poder político y el ámbito del poder eclesiástico, el segundo intentó fundamentar la tolerancia a través de una defensa radical de la libertad de conciencia. En el transcurso de las últimas décadas, sin embargo, el predominio de esta interpretación canónica parece haber comenzado a ser puesto en duda por diversas voces. István Bejczy (1997) fue quien abrió el juego. Oponiéndose a aquel primer presupuesto según el cual la tolerancia solo entra en escena con posterioridad al cisma de la Reforma,1 Bejczy afirmará que esa representación de la historia del concepto es inexacta, pues también «en la Edad Media tolerantia fue un concepto político muy desarrollado, y ampliamente aplicado tanto en la esfera eclesiástica como en la secular» (365–366). En efecto, Bejczy intenta demostrar que, mientras que en la antigüedad y en los primeros tiempos del cristianismo el concepto refería a la esfera de la vida individual, concibiéndose como un sinónimo de patientia, la noción de tolerantia «como un concepto social y político, es un invento de la Edad Media» (368). Por esa misma época, John Christian Laursen y Cary Nederman se abocaron a la edición de una serie de estudios colectivos —en los que participaron, entre otros intelectuales destacados, Richard Popkin y Marion Leathers Kuntz— que 1 En relación con el tópico particular de la Reforma, puede considerarse la excelente compilación realizada por Nicolás Piqué y Ghislain Waterlot (1999). El objetivo particular de este texto es el de elaborar una genealogía de la idea de tolerancia que permita dar cuenta de su sentido moderno, y explicar las razones de su desarrollo a partir del siglo XVI, particularmente desde una perspectiva calvinista. Asimismo, más allá de la diversidad de enfoques asumida por los distintos participantes, la obra parece apoyarse sobre una paradójica tesis general según la cual la contribución de la Reforma a la tolerancia se habría llevado a cabo a pesar de los propios reformadores.
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llevaron por título Difference and Dissent: Theories of Toleration in Medieval and Early Modern Europe (1996) y Beyond the Persecuting Society: Religious Toleration Before the Enlightenment (1998). En dichas compilaciones, así como en algunas producciones posteriores (Nederman, 2000; Laursen, 2002; Nederman, Laursen y Hunter, 2005), estos autores buscaron trazar una vía alternativa al camino prescrito por el segundo de los presupuestos mencionados al inicio, presupuesto al que denominaron «the Locke obsession». En sus propias palabras, ese «tratamiento paradigmático de la cuestión [de la tolerancia], en mundo anglófono al menos, que tiende a comenzar con John Locke, dando luego un salto hasta Stuart Mill» (Laursen y Nederman, 1998:2). La compilación realizada por Alan Levine bajo el título Early Modern Skepticism and the Origins of Toleration (1999), por su parte, resulta un buen ejemplo para señalar una serie de voces disidentes respecto del tercer presupuesto implicado en aquella tesis oficial. En la introducción a dicha obra, Levine indica que, en oposición a la doctrina liberal —que tradicionalmente ha intentado justificar la tolerancia apelando a los derechos individuales—, los trabajos de los autores reunidos en esta compilación «examinan argumentos a favor de la tolerancia basados en una tradición largamente olvidada; la tolerancia derivada del escepticismo». (1) Dando cuenta de estos antecedentes —a los que sería posible sumar muchos otros2—, podemos afirmar que nuestra propia indagación pretende desandar un camino similar al que han recorrido los estudios en estas últimas décadas. En pocas palabra, el principal objetivo de este libro no es otro que continuar enriqueciendo la historiografía filosófica de la tolerancia desde una perspectiva particular: la de la prehistoria de la modernidad. Ahora bien, antes de centrar toda nuestra atención en ese escenario prehistórico, y de dar la palabra a Castellion, Bodin y Montaigne, nos será necesario detenernos en el siglo de la tolerancia filosófica. Allí encontraremos algunos elementos indispensables para proseguir este estudio y desarrollar nuestra propia hipótesis de trabajo.
2 Entre las diversas obras con las que hemos tomado contacto, podemos destacar el trabajo de Perez Zagorin (2003), las compilaciones dirigidas por Susan Mendus y David Edwards (1987, 1988), la editada por David Heyd (1996), y las recientes compilaciones de John Christian Laursen y María José Villaverde Rico (2011, 2012). Mirando hacia nuestras latitudes, también podríamos señalar las compilaciones dirigidas por Dos Santos (2010) y Peretó Rivas (2012), y los artículos de Svensson (2011a, 2011b, 2017) y Solari (2012, 2013).
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2. El siglo de la tolerancia filosófica (1670–1763)
Sea cual sea su origen, o el motivo que mayor impulso dio a los debates, o el filósofo que mejor expuso sus razones, sea cual sea la tradición que más partido ha sacado de ella, o que mejores sustentos le ha brindado, lo que sí parece indudable es que la tolerancia es una conquista propia de modernidad;3 uno de los legados políticos más significativos que hemos recibido de la Filosofía Moderna. En ese sentido, si nos disponemos a reconstruir —aunque sea brevemente— la historia de la tolerancia, deberemos reconocer una importante serie de escritos en el período clásico de la Edad Moderna. De hecho, sería difícil —por no decir absurdo— negar que, entre los siglos xvii y xviii, las producciones filosóficas a favor de la tolerancia religiosa y política, y las discusiones acerca de los límites legítimos de la libertad individual y civil, experimentaron un notable auge. Bastaría tan solo con recordar algunas de las obras más influyentes del período para comprender la validez de esa afirmación. En efecto, desconocer los aportes realizados por filósofos de la talla de Baruch Spinoza, John Locke, Pierre Bayle o Voltaire, entre tantos otros,4 sería un error inexcusable para quien quisiera reconstruir esta historia con un mínimo de rigor. Asimismo, dado que el objetivo general de nuestro trabajo consiste en ofrecer una interpretación de un debate ubicado en la antesala de todas esas discusiones, estimamos conveniente proseguir esta introducción con la presentación de algunos de los argumentos más destacados del siglo que transcurre entre el Tractatus theologico–politicus (1670) y el Traité sur la tolérance (1763). De ese modo, creemos que las distintas posiciones asumidas por Castellion, Bodin y Montaigne podrán ser consideradas con mayor detenimiento, comprendidas con mayor rigor y evaluadas con mayor equidad en el marco de aquella otra historia inmediatamente posterior. Así, una de nuestras suposiciones
3 Si bien —como intentaremos mostrar a lo largo de nuestro propio trabajo— las diversas posiciones en favor de la tolerancia parecen tener su origen en los conflictos teológico–políticos del siglo XVI, la historia nos indica que, luego de ese primer período en el que la exigencia se reducía a una tolerancia de orden religioso, sobrevendrán otros en los cuales la demanda adquirirá paulatinamente un carácter laico, llegando primero al terreno político y más tarde a la esfera de los derechos civiles (cf. Laursen, 2005). 4 Por motivos metodológicos, es decir, porque nuestra intención es solo ilustrar algunos de los argumentos principales desarrollados en la modernidad, es que aquí nos hemos permitido omitir a tantos otros pensadores de inclusión obligatoria en una Historia general de la Tolerancia. Si ese hubiera sido nuestro objetivo, el abordaje del pensamiento de filosófos de la talla de Tomás Moro, Francis Bacon, Thomas Hobbes, John Milton, David Hume, Jean–Jacques Rousseau o Immanuel Kant, hubiera resultado imprescindible.
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fundamentales es que los argumentos y tesis desarrolladas por quienes protagonizaron los debates modernos sobre la tolerancia parecen presentar una significativa serie de vínculos —tanto de aceptación como de reapropiación, reconfiguración o rechazo— con las posiciones asumidas por los tres filósofos que intentamos rescatar de aquella prehistoria. Indicado esto, podemos señalar también que la tesis que intentaremos sostener a lo largo de nuestro trabajo es que las producciones filosóficas de Castellion, Bodin y Montaigne, y las diversas posiciones asumidas por cada uno en particular, adquieren un mayor grado de inteligibilidad si ellas son comprendidas como posibles intentos de respuesta a los desafíos presentados por su particular contexto histórico, político e intelectual. En ese mismo sentido, en el marco de aquella meta general, podemos indicar que nuestros dos objetivos particulares son los siguientes: el primero consiste en ofrecer una interpretación de las diversas posiciones asumidas frente al conflicto por los tres autores mencionados (en donde residirá, también, nuestra mayor originalidad); el segundo, en indicar una serie de posibles puntos de continuidad y de ruptura entre aquellas posiciones prehistóricas y las desarrolladas por diversos filósofos en el transcurso de la modernidad. Para alcanzar el primero nos será necesario desandar los cuatro capítulos que componen este libro; para sentar las bases del segundo, que solo se completará en nuestra conclusión, debemos realizar al menos el breve recorrido que sigue en este apartado. En 1670, el Tratado teológico–político (TTP) nos enfrentará de lleno con la cuestión de la tolerancia.5 En el último capítulo de su obra, luego de un exten5 Aunque cabe recordar que Filippo Mignini (1994) sostiene —aun con la prudencia del modo interrogativo— que las reflexiones de Spinoza sobre la cuestión lo ubican más allá del horizonte intelectual de la tolerancia, entendida esta como «una concesión» brindada a aquellos que difieren en materia religiosa. En efecto, tanto la intencionada ausencia del concepto (utilizado solo una vez en sus textos, y en el sentido negativo de «paciente soportación»), como la clara distinción entre el ámbito de la religión y el de la filosofía, sitúan a Spinoza un paso más allá. Un camino similar ha sido emprendido por otros intérpretes, como Alain Billecoq (1998) y Diego Tatián (2009), y contradicho, al menos en parte, por Jonathan Israel (2012). Este último, aplicando su clásica clave exegética al tópico de la tolerancia, ubica a Spinoza entre defensores de una tolerancia radical (mientras que Locke sería el representante de la vertiente moderada), es decir, una tolerancia «esencialmente filosófica, republicana y explícitamente antiteológica», cuyas demandas principales consistirían en la libertad de pensamiento y expresión; en palabras de Spinoza, de la libertas philosophandi. Incluso establecidas estas salvedades, creímos pertinente incluir a Spinoza por dos motivos: el primero reside en el innegable valor de sus reflexiones a la hora pensar la relación entre la religión y la política, marco general de toda nuestra reflexión; el segundo, en la convicción —quizás contraria a la de Mignini— de que los horizontes intelectuales no poseen los límites precisos de una frontera geográfica, y que la historia intelectual tampoco se compone de una línea de dirección unívoca. Por el contrario, y como corolario de dichas premi-
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dido estudio filológico e historiográfico de las sagradas Escrituras, y a partir de un examen detallado de las capacidades y potencias inherentes a la condición humana, Spinoza llegará a la conclusión de que el Estado más acorde con las características del hombre es aquel en el que los ciudadanos puedan pensar y decir sin restricciones. Realicemos un muy breve repaso de sus ideas centrales.6 Por un lado, dijimos, Spinoza sienta las bases para el desarrollo de una exégesis histórico–crítica de las Escrituras, oponiéndose tanto a aquellos que pretendían desarrollar un método racionalista, subordinando el texto a la razón, como a quienes concebían la posibilidad de desandar la vía inversa, es decir, la de subordinar la razón al texto. Spinoza se muestra convencido de que ambas opciones resultan del equívoco de quienes «no saben separar la filosofía de la teología» (Spinoza, 2003:180), dado que la razón y las Escrituras poseen fines diversos. En tal sentido, la consecuencia más importante que puede extraerse de un análisis histórico–crítico de la Biblia radica en señalar que la misma no tiene por objeto trasmitir ningún tipo de teoría o verdad especulativa, sino que sus enseñanzas pueden ser reducidas a una serie de preceptos morales muy simples, cuya máxima capital reside en obedecer a Dios amando al prójimo. Y todo aquel contenido bíblico que pueda mostrarse incompatible con estos preceptos básicos no es sino el resultado de diversas adiciones históricas; las cuales, no obstante, no han alcanzado a trastocar el sentido último e íntimo de la Escritura.
sas, una de las intenciones propias de nuestro libro consiste en señalar que, al igual que Spinoza, Montaigne quizás también pueda ser ubicado un paso más allá de la simple tolerancia. Siempre que entendamos a esta, claro, como la acción de soportar aquello que no se puede impedir. 6 En cuanto al contexto histórico e intelectual en el que el TTP fue redactado, digamos lo siguiente: la Holanda de Spinoza fue escenario de intensos debates políticos y religiosos. En el ámbito secular, era posible hallar dos grupos enfrentados. El primero estaba encabezado por la casa real de Orange, e incluía a aquellos que sentían ciertas simpatías monárquicas; el otro, liderado por los hermanos de Witt, se erigía como representante de la naciente burguesía mercantil y de los sectores aristocráticos. Asimismo, cada uno de los grupos manifestaba su afinidad por las dos orientaciones confesionales en que se dividía el país: los remonstrantes —o arminianos, a los que adherían los hermanos De Witt— y los contrarremonstrantes —o gomaristas, con quienes simpatizaba la familia Orange—. En los años en que los liberales se mantuvieron en el poder (1653–1672), con Jan de Witt a la cabeza, los Países Bajos se convirtieron en un verdadero refugio para los perseguidos por motivos religiosos, pero este auge de la libertad se vio eclipsado luego del asesinato y linchamiento público de Jan y Cornelius de Witt, y la asunción del poder por parte de Guillermo III de Orange. Es este, muy brevemente, el espacio político en el que Spinoza —quien en forma explícita manifestaba sus simpatías por la figura de Jan de Witt— redactó su TTP (redacción que se prolongó por cinco años, entre 1665 y 1670). El texto despertó una enorme controversia, y en 1674, luego del viraje ideológico experimentado por los Países Bajos, su difusión fue expresamente prohibida. El mismo destino experimentó la Opera posthuma (1677) de Spinoza, editada por sus amigos más cercanos el mismo año de la muerte del filósofo.
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Todos estos elementos quedan claramente explicitados en los capítulos centrales del ttp, donde Spinoza afirma que «Dios no pide a los hombres, por medio de los profetas, ningún conocimiento suyo, aparte del conocimiento de la justicia y la caridad divinas, es decir, de ciertos atributos que los hombres pueden imitar mediante cierta forma de vida» (170). Establecido lo cual, se concluye que el conocimiento intelectual de Dios «no pertenece en modo alguno a la fe y a la religión revelada, y que, por consiguiente, los hombres pueden, sin incurrir en el crimen, equivocarse completamente al respecto» (171). Aclarada esta distinción entre la esfera del conocimiento y el ámbito de la acción, y dado que «el único objeto de la Escritura es el de enseñar la obediencia» (174), nadie podrá ser considerado «fiel o infiel» si no es a causa de sus obras, aunque muestre discrepancias en relación con las cuestiones dogmáticas. En tal sentido, afirmar que las discrepancias teológicas pueden habilitar la persecución es propio de hombres que todavía se hallan presos de la superstición, es decir, de los «vestigios de la antigua esclavitud» (7). De donde se sigue, de nuevo, que son realmente Anticristos aquellos que persiguen a los hombres de bien y amantes de la justicia, simplemente porque disienten con ellos y no defienden los mismos dogmas de fe. Pues quienes aman la justicia y la caridad, por eso sólo sabemos que son fieles, y quien persigue a los fieles es un Anticristo. (Spinoza, 2003:176)
Por consiguiente, afirma Spinoza, ni la teología debe oficiar de esclava de la filosofía, es decir, de la razón, ni la filosofía debe ser considerada ancilla theologiae. «Cada una posee su propio dominio: la razón, el reino de la verdad y la sabiduría; la teología, el reino de la piedad y la obediencia» (184). He allí la conclusión a la que se arriba hacia el fin de la primera parte del ttp, y con la que se da inicio a las consideraciones específicamente políticas. Pues, una vez que se han establecido cuáles son los márgenes que adquiere la libertad de razonar a partir de esta consideración de la religión por las obras, se hace necesario mostrar que esa misma libertad «puede y debe ser concedida sin menoscabo de la paz del Estado y del derecho de los poderes supremos, y que no puede ser abolida sin gran peligro para la paz y sin gran detrimento para todo el Estado» (11). Así, los argumentos desarrollados por Spinoza en los capítulos finales del ttp pueden ser esquematizados, muy brevemente, del siguiente modo: en primer lugar, Spinoza afirma que el derecho natural inherente a cada individuo posee la misma extensión que su deseo y su poder, de manera que, en estado de naturaleza, cada cual tiene derecho a todo aquello que puede, mientras que una vez que se ha sido instituido el Estado —cuyo fin no es otro que
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el de conservar a quienes le han dado origen a través de «un pacto dirigido por el solo dictamen de la razón» (191)—, los hombres ceden sus respectivos derechos a fin de «vivir seguros y lo mejor posible» (191). No obstante, aun cuando, por medio de este acuerdo de cesión de derechos, los hombres se pongan a sí mismos en la posición de tener que obedecer todas las prescripciones de la potestad suprema, nadie «podrá jamás transferir a otro su poder ni, por tanto, su derecho, hasta el punto de dejar de ser hombre; ni existirá jamás una potestad suprema que pueda hacerlo todo tal como quiera» (201). Ningún hombre es capaz de abandonar su derecho a la autopreservación sin perder con ello su propia humanidad, ni puede de entregar a otro su propia conciencia, es decir, su facultad de sentir y razonar libremente, sin ceder con ello su condición humana. Es imposible que la propia alma esté sometida a otro, ya que nadie puede trasferir a otro su derecho natural o facultad de razonar libremente y de opinar sobre cualquier cosa, ni ser forzado a hacerlo. De donde resulta que se tiene por violento aquel Estado que impera sobre las almas, y que la suprema majestad parece injuriar a los súbditos y usurpar sus derechos, cuando quiere prescribir a cada cual qué debe aceptar como verdadero y rechazar como falso y qué opiniones deben despertar en cada uno la devoción a Dios. Estas cosas, en efecto, son derecho de cada cual, al que nadie, aunque quiera, puede renunciar. (Spinoza, 2003:239)
Establecida la distinción entre el ámbito del pensamiento y el espacio de la acción, distinguida la filosofía de la teología y la razón de la religión, establecido que el culto religioso y el ejercicio de la piedad «deben adaptarse a la paz y a la utilidad del Estado, y que, por lo mismo, solo deben ser determinados por las supremas potestades, las cuales, por tanto, deben ser sus intérpretes» (229), señalada la democracia como el sistema político que más se aproxima al estado natural, y reconocido el inalienable derecho de los hombres a juzgar y razonar por sí mismos, «se demuestra que en un Estado libre está permitido que cada uno piense lo que quiera y diga lo que piense» (412). En consecuencia, una vez que se ha comprendido que la potestad del Estado —tanto en las cosas sagradas como en las profanas— refiere tan solo al ámbito de las acciones, y que ningún orden político puede intentar adueñarse del pensamiento de los hombres «sin condenarse a un rotundo fracaso» (240), «es necesario conceder a los hombres la libertad de juicio y gobernarlos de tal suerte que, aunque piensen abiertamente cosas distintas y opuestas, vivan en paz» (245). Así como lo hacen aquellos que viven en Ámsterdam.
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Sirva de ejemplo la ciudad de Ámsterdam, la cual experimenta los frutos de esta libertad en su gran progreso y en la admiración de todas las naciones. Pues en este estado floreciente y en esta ciudad tan distinguida, viven en la máxima concordia todos los hombres de cualquier nación o secta; y para que confíen a otro sus bienes, sólo procurar averiguar si es rico o pobre y si acostumbra a actuar con buena fe o con engaños. Nada les importa, por lo demás, su religión o secta. (Spinoza, 2003:246)7
Es exiliado en esa misma ciudad en donde, ante la crisis político–religiosa que asola a la Gran Bretaña en los años previos a la Revolución de 1688, John Locke redacta su Epistola de tolerantia (1686). En ella, y en las tres que le seguirán bajo el mismo título,8 el pensador inglés señalará los límites legítimos que caben tanto a la autoridad del Estado como a la autoridad de la Iglesia, así como las necesarias restricciones que debe asumir la tolerancia interconfesional a los fines de garantizar la paz civil; lo que lo llevará, finalmente, a afirmar la imposibilidad de admitir dentro de los confines de la comunidad política a católicos y a ateos. Veamos todo esto con más detalle. En términos generales, podríamos afirmar que el argumento principal desarrollado en la Epistola se reduce a la afirmación de que, no estando en nuestro poder el modificar nuestras ideas a voluntad, la coacción no resulta un instrumento que pueda utilizarse con eficacia para producir conversiones religiosas sinceras, rasgo crucial para alcanzar la salvación: «Ningún hombre puede, aunque quiera, conformar su fe a los dictados de otro hombre. Toda la vida y el poder de la verdadera religión consisten en la persuasión interior y completa de la mente, y la fe no es fe si no se cree» (Locke, 1991:10). Es sobre la base de esta concepción de la verdadera religión —la que, además de corresponder con un sentimiento de completa persuasión interior, ha de manifestarse exteriormente mediante la caridad y la tolerancia9—, que el filósofo inglés 7 Siguiendo a Alain Billecoq (1998), podemos señalar que Ámsterdam cumple aquí una cuádruple función: a) es un ejemplo ilustrativo de la tesis, b) resulta una validación histórica de la demostración, c) se muestra como un símbolo universal y d) como un emblema particular de la tolerancia. 8 La Epistola, publicada primero en latín, estaba dirigida a Philip van Limbroch, teólogo arminiano amigo de Locke, quien la publicó en Gouda en 1689. Fue traducida al inglés durante ese mismo año por el disidente William Popple, bajo el título A letter concerning toleration. Ante las críticas recibidas, Locke publicará una segunda Carta en 1690, la cual estará dirigida contra el clérigo de Oxford Jonas Proas; una tercera —la más extensa de todas— en 1692 y, finalmente, en 1702, una cuarta. Esta última, que quedará inconclusa, también será dirigida a Proas. Asimismo, ya antes de todas estas obras, en 1667, Locke había publicado un Essay concerning toleration. 9 «La tolerancia es la característica principal de la verdadera Iglesia», afirma Locke en línea inicial de la Epistola, y las primeras páginas no son sino un desarrollo de esta máxima: la tolerancia se
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traza una distinción tajante entre los ámbitos de injerencia propios del Estado y de la Iglesia, así como entre los fines que ambas instituciones persiguen. «El Estado es, a mi parecer, una sociedad de hombres constituida solamente para procurar, preservar y hacer avanzar sus propios intereses de índole civil» (8). De esta definición se sigue que al magistrado civil sólo le competen aquellas cuestiones exteriores que se encuentran relacionadas con el derecho civil, como la garantía de la libertad política de los súbditos o de los bienes que estos poseen, pero dicha competencia «no puede, ni debe, en manera alguna, extenderse hasta la salvación de las almas» (9), la que depende, como vimos, de una persuasión interna de la mente. El gobernante secular posee la potestad de dar la ley y de obligar con la espada a todos aquellos que están sometidos a su jurisdicción; no obstante, dado que esas mismas leyes carecen de toda su fuerza si no se cuenta con la posibilidad de recurrir al castigo, y dado que los castigos resultan «absolutamente impertinentes» en materia de fe, el ámbito de la religión escapa por completo a sus potestades. La Iglesia, por su parte, es definida como «una sociedad voluntaria de hombres, unidos por el acuerdo mutuo con el objeto de rendir culto públicamente a Dios de la manera que ellos juzgan aceptable a Él y eficaz para la salvación de sus almas» (13). Así, la pertenencia a determinada Iglesia no puede provenir más que de la libre voluntad —ya que «nadie nace miembro de una Iglesia» (13)—, y nadie está obligado a permanecer en el seno de ninguna religión sino es por la esperanza de alcanzar la vida eterna. Y dado que esta es, según Locke, «la obligación más alta que tiene la humanidad» (50), resultaría completamente irracional que alguien depositara su felicidad o miseria eternas en las manos de otro que le indicara qué debe creer. Asimismo, del mismo modo en que el gobernante secular cuenta con el recurso de la espada pública, los ministros de las diversas Iglesias cuentan con el recurso de «las exhortaciones, las admoniciones y los consejos», a fin de mantener unidos a los miembros de su sociedad, y con el de la excomunión, como «última y suprema fuerza de la autoridad eclesiástica» (17), para alejar de sus filas a aquellos obstinados para quienes no se albergan esperanza de reforma. A continuación, Locke se introduce de lleno en el análisis de los límites que poseen los deberes de la tolerancia. Estos pueden subdividirse en tres aspectos: en primer lugar, los deberes de tolerancia que conciernen a las Iglesias para con sus propios miembros; en segundo, los que refieren a los deberes mutuos de las distintas Iglesias; en tercero, a los deberes a los que el Estado debe apegarse ajusta tanto al Evangelio de Jesús como a la «genuina razón de la humanidad», afirma, mientras que la persecución religiosa, además de inútil, resulta un comportamiento completamente monstruoso y anticristiano.
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respecto de los asuntos de la fe.10 En relación con el primer punto, es claro que una Iglesia no está obligada a mantener en su seno a quien, habiendo sido amonestado, continúa transgrediendo las leyes de su sociedad, y pueden expulsarlo legítimamente; en cuanto al segundo, Locke establece que, del mismo modo en que ningún ciudadano tiene potestad sobre las creencias de otro ciudadano, ninguna Iglesia «tiene forma alguna de jurisdicción sobre las demás, ni siquiera en el caso de que el magistrado civil (como algunas veces ocurre) venga a ser de esta o de aquella comunión» (19). En tercer lugar, volviendo su mirada sobre los deberes de los magistrados, Locke reitera su convicción de que «el cuidado de las almas» no es algo que competa a las autoridades seculares, sino una responsabilidad propia de cada hombre para consigo mismo. Además, como ya se ha dicho, dado que no hay posibilidades de alcanzar una convicción sincera por medio de la coacción, toda amenaza no solo resulta inconveniente sino también estéril. Aunque la opinión religiosa del magistrado esté bien fundada y el camino que él indica sea verdaderamente evangélico, si yo no estoy totalmente persuadido de ello en mi propia mente, no habrá seguridad para mí en seguir dicho camino. Ningún camino por el que yo avance en contra de los dictados de mi conciencia me llevará a la mansión de los bienaventurados. (Locke, 1991:33)
Yendo un paso más allá, Locke analiza con cierto detalle cuáles son deberes de tolerancia de los magistrados seculares en relación con la libertad de culto y la libertad de creencia, y muestra asimismo cómo han de resolverse los posibles conflictos que puedan surgir entre el Estado y la Iglesia. En relación con el culto, es decir, con las ceremonias y los ritos, los magistrados no pueden hacer ninguna imposición (dado que, como dijimos antes, la Iglesia es una institución libre y la creencia un acto voluntario), ni tampoco poseen la facultad de realizar prohibiciones; siempre y cuando, claro, dichas ceremonias no resulten contrarias a las leyes civiles.11 «Lo que es legal en el Estado, no puede ser pro-
10 Un cuarto aspecto, no abordado aquí, refiere al deber de tolerancia que deben exhibir quienes ocupan cierto lugar jerárquico dentro de las diversas Iglesias. En relación con ellos, afirma Locke, quien intente desarrollar su actividad de predicación en consonancia con las enseñanzas de los apóstoles, está «obligado a advertir a sus oyentes acerca de los deberes de paz y buena voluntad hacia los hombres, tanto los equivocados como los ortodoxos, tanto aquellos que difieren de ellos en la fe y el culto como aquellos con quienes están de acuerdo» (24). Estos, además, evitarán invocar a «la autoridad del magistrado en ayuda de su elocuencia o de su sabiduría, no sea que, en tanto que profesan solamente amor por la verdad, su celo inmoderado, que respira solo fuego y espada, traicione su ambición y muestre que lo que ellos desean es el dominio temporal» (26). 11 En efecto, hasta aquellos que presuntamente incurren en la idolatría (concepto al que Locke otorga un valor relativo, convirtiéndolo en una acusación reversible) han de ser tolerados si sus
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hibido por el magistrado en la Iglesia», afirma Locke; no obstante, «aquellas cosas que son perjudiciales al bien público en su uso ordinario y que están, por lo tanto, prohibidas por las leyes, no deben ser permitidas a las Iglesias en sus ritos sagrados» (41). En cuanto a la libertad de creencia, resulta necesario distinguir entre los artículos de fe que refieren estrictamente al orden especulativo de los que pertenecen al orden práctico. Pues, «aunque ambos consisten en el conocimiento de la verdad» (47), los primeros se limitan a la simple comprensión mientras que los segundos «influyen sobre la voluntad y los modales» (47). Así, mientras las opiniones especulativas —como Locke repite hasta el cansancio a lo largo de la Epistola— quedan plenamente fuera de la injerencia de los magistrados seculares, en tanto «solo requieren ser creídas» y «no tienen relación alguna con los derechos civiles de los súbditos» (48), las creencias prácticas revelan una mayor dificultad. En efecto, dado que las acciones morales conciernen tanto al tribunal exterior del magistrado como al tribunal interior de la conciencia de los individuos, pueden presentarse allí diversos conflictos;12 conflictos que derivarán en algunas restricciones a los deberes de tolerancia del magistrado. En primer lugar, el gobernante secular no puede tolerar «ninguna opinión contraria a la sociedad humana o a las reglas morales que son necesarias para la preservación civil» (54), por más que estos ejemplos puedan resultar extremadamente raros. En segundo lugar, quedan excluidos de la tolerancia aquellos que se atribuyen a sí mismos, o a los miembros de su propia religión, «alguna prerrogativa peculiar», encubriendo bajo artilugios retóricos el carácter políticamente pernicioso de sus creencias,13 y también aquellos «que no quieren practicar y enseñar el deber de tolerar a todos los hombres en materia de
acciones «no son perjudiciales para los derechos de otros hombres, ni rompen la paz pública de las sociedades» (42). 12 El primer conflicto que analiza Locke, y sobre el que no ahondaremos aquí, refiere a aquel que puede darse entre la conciencia y la ley.Esto es lo que afirma: establecido que los hombres, además de sus vidas temporales, poseen almas inmortales —cuyo cuidado, como ya se ha dicho, es su obligación más alta— cuando existan conflictos entre las prescripciones del magistrado y la conciencia de una persona privada, la salvación eterna debe anteponerse a la obediencia temporal, «porque la obediencia es debida en primer término a Dios y después a las leyes» (52). Así, aun cuando estos conflictos «raramente ocurrirán» si se posee un gobierno verdaderamente orientado al bien público, si llegaran a ocurrir, «tal persona privada debe abstenerse de las acciones que juzga ilegales y cumplir el castigo, pues sufrirlo no es ilegal» (52). 13 El ejemplo de Locke —en franca alusión al catolicismo romano— es el de una secta que, no enseñando abiertamente que los hombres pueden incumplir sus promesas, pretende que dichas promesas pueden ser desestimadas cuando el destinatario de la misma es un hereje. Lo que implica, por ejemplo, el defender la licitud de no acatar las órdenes de un rey heterodoxo.
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religión» (56). En tercer lugar, no pueden ser tolerados quienes, al ingresar en una Iglesia, «se someten ipso facto a la protección y servicio de otro príncipe» (56), como ocurre específicamente con los católicos, quienes anteponen su obediencia al príncipe de Roma, subordinando el poder del magistrado secular a un gobierno extranjero. Finalmente, plegándose a un argumento casi unánime por esta época, Locke afirma que «no deben ser de ninguna forma tolerados quienes niegan la existencia de Dios» (57), máxima garantía de todas las promesas, convenios y juramentos sobre los que se sostiene la sociedad humana. «Prescindir de Dios, aunque solo sea en el pensamiento, disuelve todo» (57), afirma Locke, excluyendo a los ateos de cualquier posibilidad de tolerancia. Establecidas estas salvedades, que marcan límites muy precisos a su teoría, Locke finaliza su Epistola intentando rebatir una falaz acusación contra la «doctrina de la tolerancia»; la de ser la semilla de la cual germinan innumerables conflictos y sediciones. Ocurre exactamente lo contrario, sostiene; no es la tolerancia la que provoca que los seres humanos se maten entre sí, sino la intolerancia. La que se origina, a su vez, en la ambición de ministros y magistrados, y, por tanto, en una arraigada confusión entre el ámbito secular y el espiritual. No es la diversidad de opiniones (que no puede evitarse), sino la negativa a tolerar a aquellos que son de opinión diferente (negativa innecesaria) la que ha producido todos los conflictos y guerras que ha habido en el mundo cristiano a causa de religión. Las cabezas y jefes de la Iglesia, movidos por la avaricia y por el deseo insaciable de dominio, utilizando la ambición inmoderada de los magistrados y la crédula superstición de la inconstante multitud, los han levantado en contra de aquellos que disienten, predicándoles, en contra de las leyes del Evangelio y los preceptos de la caridad, que los cismáticos y los herejes deben ser expoliados de sus posesiones y destruidos. De este modo, han mezclado y confundido dos cosas que son en sí mismas completamente diferentes: la Iglesia y el Estado. (Locke, 1991:65)
Será por esos mismos años, y recluido en el refuge hugonote de Rotterdam, que Pierre Bayle redactará sus obras más importantes en relación con la cuestión de la tolerancia. El motivo particular que dará origen a sus reflexiones será la sanción del edicto de Fontainebleau —rubricado por Luis xiv el 17 de octubre de 1685—, por medio del cual se dejan sin efecto las disposiciones del Edicto de Nantes (1598), se decreta al catolicismo como única religión oficial del reino de Francia, y se insta a los protestantes a convertirse a dicha fe o a partir al exilio, transformando a l’hexagone en un país toute catolique. En ese
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escenario, Pierre Bayle redactará —aunque la edición será anónima14— el Commentaire Philosophique,15 donde sentará las bases de su particular doctrina: partiendo de premisas escépticas, Bayle sostendrá que la conciencia errónea posee los mismos derechos —y debe ser respetada de igual modo— que la conciencia que no se halla en el error, lo cual da lugar a una tolerancia universal y señala que los únicos individuos que no pueden ser admitidos legítimamente dentro de una sociedad son aquellos que ponen en peligro el orden civil y la seguridad de la República. Así, de la mano de Bayle, incluso los ateos obtendrán carta de ciudadanía. Vayamos a los detalles. En términos generales, el Commentaire philosophique se presenta como una crítica de los fundamentos teológicos y morales de la persecución religiosa; de ese eufemismo que los convertidores utilizan para legitimar su accionar, esa «violencia caritativa y salvífica que ejercen sobre los herejes para retirarlos de sus extravíos» (Bayle, 2006:51). Comparándolos con los tiranos y los sofistas, quienes mediante sus acciones han corrompido dos palabras (rey y filósofo) que en sus orígenes no poseían ninguna connotación negativa, Bayle afirmará lo siguiente en relación con el concepto de (convertidor): Originalmente, significaba un alma verdaderamente celosa por la verdad, y por desengañar a los errantes; no significa ya más que un charlatán, que un engañador, que un ladrón, que un saqueador de casas, que un alma sin piedad, sin humanidad, sin equidad, que un hombre que, haciendo sufrir a los demás, busca expiar sus impudicias pasadas y por venir, y todos sus desenfrenos. (Bayle, 2006:52)
14 Bayle parece haber sido muy consciente de la peligrosidad de su empresa; es por eso que el Commentaire apareció como una supuesta traducción francesa, realizada por «M.J.F.», de una obra publicada en inglés por «Jean Fox de Brugges», y con un falso pie de imprenta: «À Cantorbery, Chez Thomas Litwel» (la verdadera impresión se hizo en Ámsterdam y estuvo a cargo de Wolfgang). En relación con dicho pseudónimo, se ha señalado que el mismo puede haber implicado un homenaje para dos protestantes del siglo XVI que defendieron la tolerancia: el cuáquero Georges Fox y el anabaptista David Joris, quien vivió los últimos años de su vida en Basilea bajo el nombre falso de Jean de Bruggs y mantuvo una cercana relación con Sébastien Castellion. 15 En 1686 aparecerán las dos primeras partes del Comentario, mientras que en 1687 se publicará una tercera, en la que Bayle realiza un análisis filosófico de diversas cartas de san Agustín. Ante las críticas que Pierre Jurieu le hará en su Des droits des deux souverains (1687), Bayle responderá, en 1688, con un Supplément du Commentaire philosophique. Asimismo, además de estos intentos por bosquejar una teoría filosófica en favor de la tolerancia, Bayle escribirá y publicará, también en 1686, otra obra titulada Ce que c’est que la France toute catholique sous le règne de Louis le Grand. En ella, criticará fuertemente, y con una ironía corrosiva, la política de persecución puesta en práctica por Luis XIV.
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Mencionada esta apreciación, incluida en la página inicial del Commentaire, puede señalarse que Bayle dispone su crítica en dos partes: en la primera, caracterizada por una cartesiana confianza en «la luz viva y distinta que ilumina a todos los hombres» (88), reunirá una serie de argumentos con el objetivo de echar por tierra la interpretación literal de un máxima clásica entre quienes intentaban justificar la represión: la de Compelle intrare (Lucas: 14, 23), pronunciada por Jesucristo en la parábola del banquete. En la segunda, asumiendo una perspectiva diferente, y hasta irreconciliable con la anterior, Bayle buscará dar respuesta a las objeciones que podrían realizarse a los argumentos presentados en la primera parte. Repasemos los capítulos iniciales de cada una ellas a fin de indicar los puntos principales de su argumentación. En capítulo I de la Primera Parte, Bayle sienta las bases de su interpretación racionalista, bajo el posible influjo del Traité de morale (1684) de Nicolás Malebranche. Atribuyendo a san Agustín la paternidad del criterium para discernir entre el sentido literal y el sentido figurado de la escritura, y con el propósito de «refutar invenciblemente» a quienes intentan justificar su accionar represivo en la parábola del banquete, Bayle sostiene que, basándose en el principio de la luz natural, puede afirmarse que «todo sentido literal que contenga la obligación de cometer crímenes es falso» (85). Más extensa y claramente: Si tomándola [a la Escritura] literalmente, se compromete al hombre a cometer crímenes, o (para evitar todo equívoco) a cometer acciones que la luz natural, los preceptos del Decálogo y la Moral del Evangelio nos prohíben, se debe tener la plena seguridad de que le damos un sentido falso, y que, en lugar de la revelación divina, proponemos al pueblo sus propias visiones, sus pasiones y sus prejuicios. (Bayle, 2006:86)
De allí se sigue que «no podemos estar seguros de que una cosa es verdadera, sino en tanto ella se halla de acuerdo con esta luz primitiva y universal que Dios extiende en el alma de todos los hombres, y que conlleva infalible e invenciblemente la persuasión de quienes están bien atentos» (89). En tal sentido, los desacuerdos interpretativos respecto de la Escritura, y los conflictos que de allí devienen, parecen deberse a que esta «luz metafísica, que ilumina a todo hombre que viene al mundo» (89) se encuentra muchas veces supeditada a las pasiones y a los prejuicios, los que oscurecen casi por completo su sentido manifiesto. Ahora bien, sugiere un Bayle de aire familiarmente cartesiano, si cada uno «hace abstracción de sus intereses particulares, de sus costumbres y de su patria» (89), será capaz de reencontrarse con esta regla de la luz natural, con estos «sentimientos de honestidad impresos en el alma de todos los hombres;
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en una palabra, con esta razón universal que ilumina todos los espíritus, y que no falta jamás a aquellos que la consultan atentamente» (91). Y a los fines de reforzar el argumento según el cual toda revelación debe estar sometida a los principios que dicta, de antemano, esta razón natural, Bayle utiliza un recurso retórico admirable: nos remite al punto cero de la historia cristiana, a un lugar en cual habitaba un hombre sin prejuicios, sin costumbres y sin patria; al Paraíso mismo. Estoy convencido de que antes de que Dios le haya hecho escuchar alguna voz a Adán para enseñarle lo que debía hacer, ya le había hablado interiormente, haciéndole ver la idea vasta e inmensa del ser soberanamente perfecto y las leyes eternas de lo honesto y lo equitativo, de manera que Adán no se creyó obligado a obedecer a Dios tanto a causa de que una cierta prohibición había alcanzado sus oídos como a causa de la luz interior que lo había esclarecido, antes de que Dios hubiera hablado. (Bayle, 2006:90)
En tal sentido, afirma Bayle, incluso en relación con Adán es posible señalar que «la verdad revelada ha estado como sometida a la luz natural, para recibir de ella su atractivo, su sello, su registro y su verificación, y el derecho a obligar a título de ley» (90). Así, como abogado en defensa de los derechos de primogenitura de la razón natural, Bayle indica que todas las máximas morales que se disponen en el Antiguo y en el Nuevo Testamento, antes de adquirir validez, deben ser auscultadas con detenimiento por hombres capaces de supeditar sus pasiones, y las circunstancias históricas y políticas, a los principios de la luz universal que Dios ha impreso en cada uno. Serán ellos, pues, capaces de comprender que quienes sostienen que el Creador nos ha prescrito, a través de la revelación, acciones morales que contradicen en modo manifiesto estos primeros principios de la razón, están otorgando a esos pasajes un sentido falso. Es ése, precisamente, el equívoco que se ha producido desde tiempo inmemorial respecto de las palabras que Jesucristo profirió en la parábola del banquete. Pasemos a la segunda parte. Allí, como dijimos, Bayle no solo intentará responder a las presuntas objeciones que pudieran hacerse a los argumentos presentados en la primera mitad, sino que también realizará un desplazamiento muy importante en el abordaje de la cuestión. Tanto, que del mismo modo en que la primera parte del Commentaire podría ser inscripta dentro del marco del racionalismo, esta segunda bien podría situarse en los dominios del pirronismo. Más allá de esa discusión —que excede en mucho nuestro fin—, podemos indicar que, en el primer capítulo de esta segunda mitad, Bayle se dispondrá a analizar y a criticar otro clásico argumento que los perseguidores
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han esgrimido a su favor: «que la violencia no se utiliza con el fin de trastornar a las conciencias sino para despertar a los que se rehúsan a examinar la verdad» (175), es decir, que la coacción no tiene por fin torcer la voluntad del hereje, sino sugerirle —con cierta vehemencia— que revise los fundamentos sobre los que se sostiene su fe. El análisis de esta proposición conducirá a Bayle a repensar otro concepto clave a la hora de habilitar el uso de la violencia: el de obstinación. Y lo llevará a alcanzar una primera conclusión de peso: es imposible que los hombres, debido a su incapacidad para escrutar los corazones, puedan distinguir la «obstinación» de la «constancia», es decir, la tozudez y el capricho de la verdadera convicción de la conciencia. Aún más, el hecho de que un —supuesto— hereje rehúse modificar su convicción incluso habiendo sido «reducido al silencio por un convertidor» (183), y no encuentre manera adecuada de responder a las hábiles objeciones que este pueda plantearle, no implica en absoluto obstinación. Eso no significa nada, dirá Bayle, pues, según aclara, una convicción personal no siempre depende de la capacidad para defenderla. De hecho, pensar de ese modo podría conducirnos a grandes equívocos, pues, ¿no es claro que un hombre de buena memoria y con una profunda formación teológica y retórica estaría en muy buenas condiciones de derrotar en el campo de batalla de la argumentación a quienes carecen de ella? Es por eso, concluye, que «un hombre no debe ser tan imprudente como para hacer depender su religión de la habilidad, de la memoria y de la elocuencia de un ministro» (185). A continuación, Bayle añade otro elemento significativo en su argumentación, considerando «la cualidad relativa» de la experiencia. En tal sentido, nos indica, si no existen nociones comunes a las cuales apelar, ningún interlocutor estará en condiciones de aseverar que aquello que le parece evidente lo es por sí, y en tal sentido, lo es —o al menos debería serlo— también para los demás. Y si la verdad no tiene más que un carácter relativo, la acusación de «obstinación», al igual que la de ortodoxia y la de herejía, se convierte en una imputación reversible. Es ese carácter relativo, precisamente, el que dominará toda la segunda mitad del Commentaire, en la que la luz natural o razón universal «que esclarece las inteligencias» y «que no yerra jamás si se la consulta con atención», parece haber dado lugar a otro concepto de razón; a una razón postadánica, sometida indefectiblemente al cuerpo y a la relatividad cultural. Bayle recuerda de súbito el pecado original. Ya no le resulta posible, como al inicio, remontarse hasta el punto cero de la historia de la cristiandad; la caída es un hecho irrevocable, y las indudables limitaciones que ella ha impuesto a nuestras capacidades también lo son. Bayle opera así un desplazamiento desde aquella razón natural hacia una razón histórica y fortuita, y los elementos —intereses particulares, pasiones,
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patria— que desde el cartesianismo eran caracterizados peyorativamente, y se mostraban susceptibles de ser soslayados, devienen ahora, desde el pirronismo, inherentes a nuestra condición. La conciencia, en este nuevo marco, deja de mostrarse bajo su aspecto objetivo como esa recta razón infundida por Dios y comienza, poco a poco, a revelarse por su contracara, como una convicción subjetiva e individual. Ahora bien, dado que el hombre se presenta a partir de aquí como un ser intelectual y moralmente finito, dado que su alma se encuentra permanentemente agitada por pasiones diversas, dado que la mayoría de sus convicciones dependen más de su situación histórica y geográfica que de motivos estrictamente racionales, y, en conclusión, dado que en ese marco se hace imposible determinar cuál es la verdad en términos estrictamente objetivos, ese sentimiento interior experimentado como convicción de la conciencia, lejos de carecer de valor, se ve enaltecido. En efecto, comprendida la oscuridad en la que se encuentra sumida la verdad objetiva, al hombre no le resta sino la posibilidad de apelar a la claridad de la conciencia; ella se presenta como el nuevo criterio para discernir la conducta adecuada. Siendo Dios mismo quien, por motivos inescrutables para la razón humana, ha situado a los hombres en «circunstancias que le hacen muy penoso el discernimiento de lo verdadero y de lo falso» (322), lo único que los hombres pueden hacer, y lo único que —a ojos de Bayle— Dios se limita a exigirles, es un actuar de buena fe; no ya en relación con la verdad absoluta sino tan sólo siguiendo su verdad respectiva, o putativa. Dios nos propone de tal manera la verdad que nos deja en el compromiso de examinar aquello que nos propone y de buscar si es la verdad o no. Ahora bien, de allí se puede decir que no nos exige sino que examinemos bien y que busquemos bien, y se conforma con que, después de haber examinado lo mejor que hayamos podido, consintamos a los objetos que nos parezcan verdaderos, y que los amemos como un presente venido del cielo. (Bayle, 2006:320)
En este marco, actuar conforme a la conciencia, es decir, conforme a lo que se cree de buena fe, es equivalente a actuar en conformidad con lo que se cree que Dios ha prescrito y prescribe. Asimismo, actuar en contra de esa convicción interior es, según Bayle, el peor de los pecados imaginables. Y la conciencia errónea, o presuntamente falsa, no ordena ni obliga menos que la conciencia esclarecida, ni puede ser violentada con menor perjuicio. ¿Qué logra —o al menos qué busca— Bayle con estas reflexiones? Recusar una idea que, desde san Agustín en adelante, había servido de piedra de toque para quienes avalaban la persecución religiosa; aquella según la cual el error es equivalente a la corrupción del corazón, la ignorancia a la malicia y la herejía
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al crimen. «No creo que se tenga razón en decir que los que no encuentran en la Escritura tales o tales dogmas están afectados por un enceguecimiento voluntario y corrompidos por el odio que tienen a esos dogmas» (330). El error es involuntario, inocente (a veces, incluso, invencible); luego, debe ser tolerado. He ahí el axioma de su teoría:16 si una persona actúa de buena fe, siguiendo los dictados de su conciencia y no alterando con ello el orden civil ni la seguridad de la República,17 no existen motivos que puedan habilitar la represión. Más aún, si existieran, dado el carácter relativo de la verdad, ellos serían válidos para todas y cada una de las sectas; lo que devendría o en una guerra civil o en la dictadura de la religión dominante. Varias décadas más tarde, ya bien entrado el siglo xviii, Voltaire hará su propia defensa de la tolerancia cuando redacte, a modo de protesta filosófica, su Traité sur la tolérance à l’occasion de la mort de Jean Calas (1763).18 Haciendo pie en este caso particular, el filósofo ilustrado se remontará hasta la antigüedad para realizar una dura crítica del fanatismo originado en los desarreglos de las mentes supersticiosas. Desde una posición deísta, por la que proclamará las capacidades de la luz natural, intentará forjar una doctrina «de la tolerancia universal», capaz de garantizar la convivencia pacífica entre los ciudadanos de
16 La cual, como Bayle mismo advierte, no carece en absoluto de inconvenientes, pues el mismo argumento que había utilizado con el fin de intentar garantizar la tolerancia puede derivar en una paradoja: si aceptamos como premisa que deben seguirse los mandatos de la conciencia, aun cuando ella sea errónea, y la conciencia indica perseguir, el desobedecerla implicará también un pecado (cf. Bayle, 2006:298–299). 17 Bayle recurre aquí al brazo secular, y señala, a partir de la distinción entre las nociones de intolerancia (con un sentido religioso) y no–tolerancia (con un sentido político), que los únicos motivos que pueden inducir a no–tolerar a un individuo o a una secta en particular son aquellos de carácter estrictamente político. Dado que la conciencia es inescrutable para los hombres, el criterio de no–tolerancia que sigue el magistrado deberá atender sólo a las acciones; en particular, a aquellas susceptibles de trastornar la tranquilidad pública o atentar contra la seguridad del soberano. Así, por más que el Commentaire niegue expresamente la posibilidad de que los ateos sean aceptados y tolerados dentro de la comunidad política (299–300), queda claro que, si ellos no alteran el normal desarrollo de la vida del Estado, el magistrado no tendrá mayores motivos para reprimirlos. 18 Voltaire escribe con la certeza de que la condena y ejecución del comerciante Jean Calas, llevada adelante en la emblemática ciudad de Toulouse (bastión histórico del catolicismo y la ortodoxia), presentaba vínculos muy estrechos con la condición religiosa del reo: el 13 de octubre de 1761, Marc–Antoine Calas, hijo mayor de Jean, fue hallado muerto bajo confusas condiciones dentro de su propia casa. De las distintas conjeturas sobre lo sucedido, tomó cada vez más fuerza la del filicidio, y el motivo fue resumido en la intención de Marc–Antoine por abjurar de la fe reformada, fe en la que vivían sus padres, pero de la que ya se había alejado con anterioridad su hermano menor, Louis. Con estas pruebas, Jean Calas fue condenado a muerte el 9 de marzo de 1762 y ejecutado al día siguiente. Luego de la defensa de Voltaire, su caso, al igual que el de Michel Servet, adquirirá un valor emblemático para la historia de la tolerancia.
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las diferentes confesiones religiosas. Asimismo, en términos generales, puede decirse que la defensa de la tolerancia es desarrollada por Voltaire en el marco de una fuerte crítica a la Iglesia Católica (Bello, 2006), a la que el filósofo considera como una de las principales responsables de los mayores males que afligen a la sociedad de su tiempo: la ignorancia, la superstición, el fanatismo, la intolerancia.19 Vayamos al Tratado. Luego de un breve relato sobre las circunstancias en las que se produjo la condena de Jean Calas, Voltaire señala este episodio como uno de los últimos resabios del fanatismo que, «indignado por los éxitos de la razón, se debate bajo ella con más rabia» (Voltaire, 2007:75), previendo —según la mirada optimista que nos trasmite el ilustrado respecto de su propio tiempo— que su reinado se haya próximo a su fin. No obstante, dado que «la debilidad de nuestra razón y la insuficiencia de nuestras leyes se dejan sentir todos los días» (76), resulta necesario emprender esta campaña de desagravio de la figura de Calas, la que, por su valor universal, servirá de lección a toda la humanidad: «el abuso de la religión más santa ha producido a un gran crimen», afirma Voltaire, «por tanto, interesa al género humano examinar si la religión debe ser caritativa o bárbara» (80). A partir de allí, se analizan las consecuencias prácticas del «suplicio de Jean Calas», echando una mirada retrospectiva, primero sobre el pasado inmediato de Francia20 y más tarde sobre la historia de los pueblos más célebres, como China, Japón, Grecia y Roma. Voltaire invita particularmente a quienes «están al frente del gobierno» o «destinados a grandes puestos» a dignarse a «examinar con madurez si, en efecto, debe temerse que la dulzura produzca las mismas revueltas que ha hecho nacer la crueldad» (86), y afirma, a su vez, que no han sido otros que «el furor que inspiran el espíritu dogmático y el abuso de la religión cristiana mal entendida [los que] han derramado tanta sangre» (86) a lo largo y a lo ancho de Europa. Por el contrario, «la Carolina, cuyo legislador fue el sabio Locke» (90), nos revela en los hechos que la tolerancia no provoca ninguna disensión, mientras que la actitud opuesta «ha cubierto la tierra de
19 Al respecto, es necesario resaltar que los argumentos de Voltaire no solo se desarrollan en el mencionado Traité, sino que también ocupan gran parte de su Dictionnaire philosophique (texto reeditado, revisado y aumentado en varias ocasiones entre 1764 y 1770); el que contiene, además, un artículo expresamente dedicado a la tolerancia. 20 El capítulo III del Traité, titulado «Idée de la Réforme du seiziéme siécle», es especialmente ilustrativo para nosotros, pues Voltaire sintetiza allí las atrocidades políticas a las que ha conducido en Europa, y en particular en Francia, la divergencia en las opiniones religiosas. En ese contexto que señala lo que sigue: «Hay gentes que pretenden que la humanidad, la indulgencia y la libertad de conciencia son cosas horribles; pero, de buena fe, ¿habrían producido calamidades comparables?» (85).
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carnicerías» (91). Y lo mismo ocurre con el Estado de Pensilvania, y con la ciudad de Filadelfia, que con su propio nombre les enseña a los hombres que son hermanos, y avergüenza a todos «los pueblos que todavía no conocen la tolerancia» (91).21 Inspirado por las legislaciones que William Penn y John Locke han brindado a los pacíficos y florecientes pueblos de la nueva Inglaterra, Voltaire señala que el derecho humano no puede estar fundado legítimamente más que sobre el derecho natural, y que «el gran principio, el principio universal de uno y otro, es, en toda la tierra: «No hagas lo que no querrías que te hiciesen»» (95). Por tanto, la presunta prerrogativa que esgrimen los intolerantes en favor de la coacción no es más que un absurdo; un sinsentido que surge de ignorar aquél precepto básico al que se resume la ley. Así, Voltaire señala «las horribles consecuencias del derecho de la intolerancia» (114), e insta a otorgar a los hombres la libertad de conciencia. ¡Pero cómo! ¿Se permitirá a cada ciudadano creer solamente en su razón, y pensar lo que esa razón esclarecida o equivocada le dicte? Es preciso, siempre que no se perturbe el orden: porque no depende del hombre creer o no creer, pero sí depende de él respetar las costumbres de su patria. (Voltaire, 2007:113)
En efecto, si se mira con detenimiento las sagradas Escrituras, se verá que son muy pocos los pasajes «de los que el espíritu de persecución haya podido inferir que son legítimas la intolerancia y la coacción» (126). En tal sentido, afirma Voltaire, tanto la parábola de las bodas (Mateo, 22:4) como la del banquete (Lucas, 14:23) han inducido a innumerables abusos, propios del espíritu persecutor: «Obligalos a entrar no quiere decir otra cosa, según los comentaristas más acreditados, sino: suplicad, conjurad, presionad, conseguid. Decidme, por favor: ¿qué relación hay entre esa súplica y esa cena y la persecución?» (127). Asimismo, los intolerantes parecen no haber tenido en cuenta que son casi unánimes los pasajes en los que «Jesucristo predica la doucer, la paciencia, la indulgencia» (129), instando a los hombres a reconocerse en la fraternidad. Y es, precisamente, sobre la base de ese reconocimiento que puede alcanzarse la «tolerancia universal», tal como lo expresa Voltaire en uno de los capítulos finales de su Tratado.
21 Para considerar las diferentes tradiciones de tolerancia y libertad de conciencia que se enfrentaron en las colonias de Norteamérica —principalmente, la iniciada por Roger Williams (The Bloudy Tenent of Persecution, 1644) y aquella que tiene sus orígenes en una tradición filosófica arraigada en Locke—, cf. Nussbaum (2011).
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No se necesita un gran arte, ni una elocuencia muy rebuscada, para demostrar que los cristianos deben tolerarse los unos a los otros. Voy más lejos: os digo que hay que mirar a todos los hombres como hermanos. ¡Cómo! ¿Mi hermano el turco? ¿Mi hermano el chino? ¿El judío? ¿El siamés? Sí, desde luego; ¿no somos todos hijos de un mismo padre, y criaturas del mismo Dios? (Voltaire, 2007:147)
De todos modos, más allá de su presunta pretensión de universalidad, Voltaire establece algunas exclusiones muy claras a las prerrogativas de tolerancia. Lo primeros que quedan fuera son aquellos que no conceden la indulgencia a otros, es decir, los intolerantes y los fanáticos; los que perturban el orden social con sus crímenes. Así, afirma el autor, «es preciso que los hombres empiecen por no ser fanáticos para merecer la tolerancia» (139). En segundo lugar, quedan excluidos de la sociedad voltaireana quienes niegan a Dios. Asumiendo a una posición similar a la de Locke, a quien profesa una explícita admiración, Voltaire niega la posibilidad de que los ateos sean admitidos legítimamente en la comunidad política, a causa de su presunta disolución moral. En efecto —recurriendo a argumentos muy similares a los que Jean Bodin explicitará en las obras a las que referiremos más abajo—, si es necesario optar entre dos males, la superstición es preferible al ateísmo. Tanta es la debilidad del género humano, y tanta su perversidad, que más le vale, sin duda, ser subyugado por todas las supersticiones posibles, con tal de que no sean mortíferas, que vivir sin religión. El hombre siempre ha tenido necesidad de un freno, y aunque fuese ridículo hacer sacrificios a los faunos, a los silvanos, a las náyades, era mucho más razonable y más útil adorar esas imágenes fantásticas de la Divinidad que entregarse al ateísmo. […] En todas partes donde hay una sociedad establecida se necesita una religión; las leyes velan sobre los crímenes conocidos, y la religión sobre los crímenes secretos. (Voltaire, 2007:143)
Llegamos así al fin de este recorrido, cuyo objetivo no ha sido otro que el ilustrar algunas de las ideas que se desarrollaron durante el siglo de la tolerancia filosófica. 3. En camino hacia la prehistoria
Antes de que toda esta historia sucediera, se produjeron en Europa, y en particular en Francia, una serie de discusiones y debates acerca de la tolerancia. Fueron muchos los pensadores y filósofos que, en el transcurso del siglo de
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la Reforma, dedicaron grandes esfuerzos para alcanzar la pacificación de una sociedad asolada por guerras civiles, matanzas y magnicidios, cuyo motivo —o, por qué no, su excusa (Montaigne, 2007:638; Bodin, 1997:161)— se encontraba en las divergencias de carácter religioso. Ahora bien, siendo imposible dar la palabra a todos ellos, hemos decidido seleccionar a tres que, por su variedad de enfoques y perspectivas, nos permitirán ofrecer una representación verosímil de los diversos intentos de respuesta forjados frente al conflicto durante aquel período. El primero de ellos será el humanista, traductor y teólogo Sébastien Castellion, quien, tan solo un par de meses después de la ejecución del médico español Miguel Servet, se verá implicado en una abrasadora discusión con los líderes de la reforma ginebrina: Juan Calvino y Teodoro de Beza. Su Traité des heretiques (1554), y más tarde, su Contra libellum Calvini (1554), serán concebidos con la intención de desarticular los argumentos que el propio Calvino había esgrimido, en su Declaratio ortodoxae fidei (1554), para convalidar la coacción de las conciencias y la licitud de la punición de los herejes por parte de los magistrados seculares. Ocho años más tarde, con motivo del inicio de la primera guerra civil francesa entre católicos y hugonotes, el mismo Castellion redactará un pequeño opúsculo titulado Conseil à la France désolée (1562). El argumento principal que presentará en dicha obra será el siguiente: la verdadera causa de la desolación de Francia no es la tolerancia, sino la ausencia de ella. La enfermedad que afecta a dicho reino es, por tanto, la ocasionada por aquellos que pretenden obligar a los demás, mediante el hierro y el fuego, a compartir sus convicciones, dando tan solo lugar a la hipocresía y al martirio. La solución de la enfermedad consiste, según Castellion, en dejar que cada cual crea a su propia cuenta y riesgo, siempre y cuando se comprometa a respetar un cúmulo mínimo de normas morales capaces de garantizar la paz. La ortopraxia ocupará de este modo el lugar de la ortodoxia, liberando de la coacción exterior el espacio de la creencia. Tres lustros después, desde una posición intermedia a la de católicos y protestantes —la de los politiques (Schmitt, 2009)—, y más preocupado por la paz civil que por la pureza del dogma, Jean Bodin presentará, en sus Six livres de la République (1576), una solución novedosa: a partir de la enunciación del principio de soberanía, entendido como un poder absoluto y perpetuo e indivisible, sentará las bases jurídicas de un nuevo orden político. El soberano de Bodin, poseyendo la suma del poder público, se posicionará por encima de cada una de las facciones religiosas, y los ciudadanos, aun perteneciendo a diversas confesiones, se hallarán sujetos a ese poder superior y común. Bodin sorteará de este modo el peligro de la sedición política por motivos religiosos y logrará, al mismo tiempo, postular una teoría política de la coexistencia pacífica.
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Ahora bien, siendo también un destacado humanista, Bodin no parece haberse contentado con postular esta única solución de Realpolitik, pergeñada en vistas a las inmoderaciones del vulgo que conforma la República. En tal sentido, postulará a la vez un desenlace puramente filosófico y especulativo para la cuestión. Una reflexión acerca la diversidad religiosa —y, en consecuencia, acerca de la tolerancia— tan solo apta, quizás, para ser practicada por los ciudadanos de ese «continente perdido» (Grafton, 2009)22 que se ha denominado Respublica literaria. Este proyecto será expuesto en el Colloquium heptaplomeres (c. 1593). En esta obra, Bodin hará dialogar a siete sabios, de diferentes nacionalidades y creencias religiosas, acerca de «arcanos relativos a cuestiones últimas». Luego de una larga discusión —llevada adelante en la emblemática ciudad de Venecia— referida a los más intrincados tópicos de la teología y de la filosofía (los milagros, la divinidad de Cristo o los sacramentos son algunos de ellos), los savants arriban a una conclusión un tanto paradójica. En efecto, si bien al final del diálogo aceptarán proseguir sus vidas bajo el techo de una misma morada y en una plena armonía, respetando a cada cual en su particular confesión religiosa —mientras ella sea sincera—, señalarán que, de ahí en adelante, las discusiones públicas o privadas acerca de las mismas cuestiones que ellos han debatido serán vanas y estériles. Como señala Joseph Lecler (1967b:186), «la disputa que él mismo [Coroneo] ha organizado será la última, puesto que nuestros siete sabios, como se dice al final del coloquio, nullam postea de religionibus disputationem haberunt». En tal sentido, el diálogo de Bodin bien podría recordar a la escalera de Wittgenstein (1992:183); la cual, una vez utilizada para subir, debe ser arrojada. Por esos mismos años, Michel de Montaigne presentará sendas reflexiones acerca de la realidad político–religiosa de su época. Ahora bien, aun teniendo en claro que resultaría muy difícil extraer de los Essais (1580) una teoría de tolerancia —sin incurrir con ello en el «mito de la coherencia» (Skinner: 2007:129)—, hemos creído posible emprender la arriesgada tarea de ofrecer una interpretación de la posición de Montaigne en relación con la cuestión. Según nuestra lectura, el ensayista mismo nos brinda algunas pistas que pueden guiar la exégesis: en un pasaje del libro i de sus Ensayos señala, por ejemplo, que 22 En una apreciación que bien puede servirnos para echar luz sobre el objetivo perseguido en el Colloquium de Bodin, Grafton (2009:18) señala que la República de las Letras se caracterizaba por ser una comunidad en la cual los ciudadanos no se reunían exclusivamente por compartir creencias; en ocasiones, por el contrario, diferían en muchas y en las más fundamentales de ellas. Pero lo que sí compartían era el esfuerzo por desentrañar la verdad, el respeto por la civilidad y por la integridad del ser humano, y la lucha, desde los diversos campos intelectuales, pero principalmente desde la filosofía, contra el fanatismo producido por la superstición. En tal sentido, la tolerancia es una de las virtudes civiles mejor ponderadas por estos republicanos.
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«el sabio debe por dentro separar su alma de la multitud, y mantenerla libre y capaz de juzgar libremente las cosas; pero, en cuanto al exterior, debe seguir por entero las maneras y formas admitidas» (Montaigne, 2007:143). A partir de esta declaración de principios, y como corolario de la distinción entre el fuero interno y el fuero externo, hemos conjeturado que Montaigne asumió una posición doble frente a la cuestión de la tolerancia. Una posición acorde a la que en el siglo xvii mantendrán los libertins érudits (Pintard, 2000:109), cuyo imperativo de acción se esbozará en la reconocida máxima Intus ut libet, foris ut moris est, esto es: «Por dentro como se quiera; por fuera, como sea la costumbre». Nacido en un país católico, y siendo miembro de una familia que, más allá de las divergencias, parece haberse mantenido en los lindes de dicha confesión, Montaigne será —por fuera— un miembro respetable de la religión que reconoce como autoridad máxima al obispo de Roma. Desde allí lanzará una dura crítica a los partidarios de la Reforma, quienes, a su juicio, se han excedido en el legítimo uso de la raison privée, ocasionando, en ese mismo exceso, conflictos muy inconvenientes para la vida de la comunidad. En tal sentido, puede decirse que los argumentos que Montaigne esgrime contra los hugonotes no son de naturaleza teológica, sino de índole política. Pues, como bien ha indicado Max Horkheimer (1995:154), al ensayista no parece interesarle demasiado de qué lado está la verdad (si es que está de alguno), sino cuál de los dos partidos es más idóneo para garantizar el orden y la paz. Ahora bien, incluso cuando Montaigne parece haber acomodado sus acciones a las formas admitidas, nos animamos a conjeturar que resulta improbable que haya decidido someter también la libertad de su conciencia a «las santas resoluciones y prescripciones de la Iglesia Católica, Apostólica y Romana» (Montaigne, 2007:457). Por el contrario, es difícil pasar por alto que, aun expresando el sometimiento de sus escritos a la autoridad de la censura, él mismo afirma que no encuentra ningún inconveniente en inmiscuirse en toda suerte de asuntos, «no con objeto de establecer la verdad sino para buscarla» (457). A nuestros ojos, es esta disposición escéptica —en el sentido etimológico de skepsis (Naya, 2002:22)— la que estimula a Montaigne a emprender un viaje que lo llevará a recorrer gran parte de Europa occidental, o la que lo incita a interrogar a los caníbales brasileños acerca de sus extrañas costumbres, indagando incluso sus opiniones acerca del orden social del viejo continente. Es con este mismo afán desprejuiciado que escribe, aludiendo a la libertad de conciencia, un encomio de las virtudes morales del denostado emperador Juliano. Y es ese talante, también, el que lo conduce hacia el gozo de la diversidad; el que le permite, al igual que a Sócrates, superar el espíritu municipal y alcanzar un espíritu cosmopolita. Es esa forma de ser, finalmente, la que
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le posibilita conciliar una posición política reticente a aceptar las novedades ofrecidas por los hugonotes con la tarea de elaborar una ética cuyas máximas capitales radican en el ensayo de la alteridad y la alegría de vivir con otros. He allí, en breves palabras, una exposición preliminar de nuestro esbozo de interpretación acerca de las posiciones asumidas por Castellion, Bodin y Montaigne en la prehistoria de la tolerancia moderna. 4. La filosofía en la historia
Es indudable que la mimesis es uno de los mecanismos más habituales a través de los que los seres humanos adquieren sus hábitos. Incluso podríamos conjeturar que esa tendencia imitativa bien puede servir de fundamento último para explicar muchas de las creencias, conocimientos y prácticas más arraigadas entre los hombres. Aplicando esta aseveración general a nuestro caso particular, podemos indicar que, si bien nuestro estudio quizás no pueda ser inscrito en los cánones de ninguna escuela o tradición de investigación particular, es cierto que, en el transcurso de su confección, hemos recibido diversos influjos teórico–metodológicos. Serán esas herencias las que intentaremos poner en claro en el presente apartado, pues ello no solo nos permitirá ubicar nuestra propia tarea en el océano de las investigaciones histórico–filosóficas, sino que también nos posibilitará, por un lado, echar más luz sobre nuestra propia hipótesis de trabajo, y por otro, fundamentar la inclusión del primero de los capítulos que forman parte de este libro. Nuestra primera herencia la hemos recibido de Stephen Toulmin; más en particular, del estudio que este autor británico realizó en su Cosmopolis. The Hidden Agenda of Modernity (1990). Según la tesis que expone allí, la filosofía occidental experimentó un importante desplazamiento a mediados del siglo xvii, el que podría ser caracterizado por el reemplazo de una concepción de la filosofía «parcialmente práctica» por otra «puramente teórica». Para Toulmin, en efecto, fue René Descartes quien «convenció a sus compañeros de viaje filosófico de que renunciaran a áreas de estudio como la etnografía, la historia y la poesía, tan ricas en contenido y contexto, y que se concentraran exclusivamente en áreas abstractas y descontextualizadas» (Toulmin, 2001:19). Este cambio supuso, entre otras cosas, un reemplazo de la retórica por la lógica y de la argumentación por la prueba. Como corolario de ello, preguntas tales como «¿Quién dirigió a quién qué argumento?» «¿En qué foro?» «¿Usando qué ejemplos?» dejarán de ser relevantes para la investigación filosófica. Del mismo modo, las argumentaciones desarrolladas entre personas particulares en situaciones específicas, tratando casos concretos, serán reemplazadas por
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el análisis teórico de «una concatenación de afirmaciones escritas cuya validez descansa en sus relaciones internas» (60). En tal sentido, concluye Toulmin: «Después de la década de 1630, la tradición de la filosofía moderna en Europa occidental se concentró en análisis formales de cadenas de afirmaciones escritas antes que en los méritos y defectos concretos de una manifestación persuasiva» (61). Florecerá de este modo un estilo de filosofar «centrado en la teoría», es decir, un estilo que se caracteriza por plantear sus problemas y buscar sus soluciones «en términos atemporales y universales»; el que, al mismo tiempo, definirá «la agenda de la filosofía moderna a partir de 1650» (34). Más allá de la exactitud de la interpretación desarrollada por Toulmin, o incluso de la posibilidad de aplicar su esquema general al tópico particular que aquí nos incumbe,23 la deuda que tenemos con el autor refiere principalmente a nuestro primer contacto con esa otra concepción de la filosofía que se desarrolló en toda su plenitud con anterioridad a 1630, y que Toulmin no solo caracteriza sino que también pone en práctica. En efecto, su reclamo respecto de nuestra urgencia por reapropiarnos de la sabiduría de los humanistas del siglo xvi y «desarrollar un punto de vista que combine el rigor más abstracto y la exactitud de la «nueva filosofía» con una preocupación práctica por la vida humana en sus aspectos más concretos» (Toulmin, 2001:19) es acompañado por un riguroso estudio acerca de los orígenes de la modernidad. En ese estudio, él mismo pondrá de manifiesto en qué medida las reflexiones y producciones filosóficas —aun aquellas que pretenden erigirse en modelos de racionalidad desencarnada— poseen vínculos muy concretos con los diversos contextos históricos, políticos e intelectuales en los que han sido desarrolladas, y en qué medida los aspectos retóricos y coyunturales son, en ocasiones, más importantes que el rigor de las pruebas argumentales a la hora de determinar el éxito o el fracaso de aquellas producciones. En tal sentido, podemos concluir, Toulmin nos ha brindado una importante lección respecto del carácter contingente de nuestra disciplina, proveyéndonos de nuevas herramientas para desarrollar la tarea historiográfica y filosófica. Nuestra segunda herencia proviene de Quentin Skinner. Las reflexiones metodológicas elaboradas en su ya clásico artículo «Meaning and understanding in the history of ideas» (1967), y la puesta en práctica de sus propias premisas en obras como Liberty before Liberalism (1998) o The birth of the State (2002),
23 Aprovechando «a Toulmin en contra de Toulmin», Fernando Bahr (2011) ha sugerido una serie de límites para el esquema propuesto por el autor. En particular, abocándose a un análisis de los argumentos desarrollados en favor de la tolerancia durante los siglos XVII y XVIII —es decir, luego de 1630—, Bahr ha pretendido mostrar que los aspectos retóricos y las preocupaciones prácticas continúan desempeñando, al menos en este tópico particular, un papel insoslayable.
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nos han brindado una serie de herramientas de suma utilidad a la hora de desarrollar nuestro propio modo de trabajo. Impactado por la lectura de la Autobiografía de Richard Collingwood, y por la edición de los Two Treatises of Government de Locke realizada por Peter Laslett, Skinner comenzará a experimentar la necesidad de dejar de concebir a los textos de filosofía política aislados de las circunstancias en las que fueron escritos. Esto es, dejar de pensarlos como textos arquitectónicos, «sostenidos sobre sólidas columnas filosóficas y destinados a establecer principios intemporales de la vida política» (Rinesi, 2007:10), para comenzar a entenderlos como pièces d’occasion, es decir, «como piezas situadas en un contexto determinado, y que no era posible estudiar productivamente sin preguntarse por las intenciones que su autor tenía al escribirlas» (10–11). En definitiva, como queda de manifiesto desde el mismo inicio de «Significado y comprensión», el programa intelectual de Skinner se erigirá contra una presuposición muy arraigada en el campo de la historiografía filosófica: la idea según la cual los textos y los autores establecen sus relaciones en una especie de tiempo sin tiempo. Frente a ese modelo de la «historia de las ideas» —identificada en términos paradigmáticos con la figura de Arthur Lovejoy (1940)— Skinner nos propone pensar «la historia de personas argumentando acerca de ideas» (Rinesi, 2007:11) en un contexto intelectual específico y con intenciones precisas. En tal sentido, su objetivo, según declara, no es otro que el ilustrar acerca de «los peligros que se originan si uno se aproxima a los textos clásicos de la historia de las ideas considerándolos como objetos de indagación autosuficientes» (Skinner, 2007:148). Así, las obras dejarán de ser interpretadas en su aparente intemporalidad para comenzar a ser comprendidas como un conjunto de posibles respuestas a los cuestionamientos realizados por diferentes interlocutores situados fuera del texto, es decir, en la historia. Ahora bien, dado que esas respuestas carecerán de sentido si ignoramos cuáles son los cuestionamientos que las han originado, o quiénes los actores a las que se dirigen, el método historiográfico propuesto por Skinner supone la concreción de dos procesos simultáneos: en primer lugar, la elucidación de las intenciones del autor; es decir, la comprensión de qué es lo que un autor determinado estaba haciendo cuando decía lo que decía (lo que supone el abordaje de los textos bajo una doble dimensión —ya expuestas con claridad por John Austin (1982)— la locutiva y la ilocutiva, la semántica y la pragmática). En segundo lugar, a fin de contribuir al esclarecimiento de esas intenciones, es necesario que el historiador sea capaz de reconstruir el contexto intelectual y político en el que dicho autor ha pretendido intervenir; es decir, comprender su propia producción en relación con otras producciones y debates contemporáneos. Este «trabajo arqueológico» (Skinner, 2004) sobre
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un contexto intelectual y la elucidación de las ideologías dominantes en él proveen las herramientas necesarias para juzgar las distintas producciones intelectuales con una mayor ecuanimidad. Realizada esta mínima presentación de las ideas capitales de Skinner, podemos señalar que este modo de comprender y practicar la historiografía de la filosofía nos resulta sumamente atractivo, pues creemos que él permite ofrecer representaciones seriamente comprometidas con la verdad histórica (o, en su defecto, con la verosimilitud). Así, nuestra propia labor ha intentado retomar algunas de las lecciones skinnerianas, traducidas en dos aspectos fundamentales: en primer lugar, en el esbozo de nuestra propia tesis, según la cual los argumentos desarrollados por Castellion, Bodin y Montaigne ganan en inteligibilidad si pueden ser comprendidos como diversos intentos de respuesta a las interpelaciones de su contexto político e intelectual; en segundo, en la necesidad de añadir un primer capítulo en el que dicho contexto pueda ser repuesto con la mayor exactitud posible. /// Digamos solo una palabra más acerca de la organización y contenido de nuestro trabajo, el que se hallará dividido en cuatro capítulos: en el capítulo i pretendemos reconstruir el contexto histórico, político e intelectual en cual se desarrollaron las diversas posiciones que analizaremos a lo largo del libro. Dicha reconstrucción, creemos, no solo nos permitirá enriquecer nuestras propias reflexiones en torno a la cuestión, sino que también nos posibilitará introducir al lector en el trasfondo de un siglo particularmente agitado, tanto en materia política como en materia intelectual. El capítulo ii estará íntegramente dedicado a la reconstrucción y análisis de las posiciones asumidas por el humanista Sébastien Castellion. Tal análisis, centrado en su particular noción de herejía, y en su defensa de la libertad de conciencia en el marco del inicio de los conflictos bélicos entre hugonotes y papistas, nos permitirá exponer los puntos centrales del ideario de un pensador particularmente desconocido en nuestras latitudes. En el capítulo iii nos abocaremos al estudio de los escritos de Jean Bodin. En especial, a dos sus obras más destacadas: Les six livres de la République y el Colloquium heptaplomeres. A través de ese análisis pretendemos poner en claro el doble posicionamiento —político y filosófico— que, a nuestros ojos, parece asumir el autor angevino frente a los conflictos ocasionados por las agitaciones religiosas. El capítulo iv nos permitirá analizar con detenimiento las argumentaciones presentadas por Michel de Montaigne. A través de ese estudio buscaremos reconstruir tanto la posición política asumida
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por el ensayista frente a la reforma protestante como su ética, cuya máxima principal parece radicar en el gozo de la vida en contacto con los otros. Esta organización nos posibilitará un estudio detallado de cada uno de los autores y, además, clarificar posibles relaciones —tanto de continuidad como de ruptura— que pueden esbozarse entre las posiciones asumidas por cada uno de ellos y algunas teorías de la tolerancia desarrolladas durante los siglos xvii y xviii. A un breve bosquejo de esos vínculos —es decir, de los múltiples caminos abiertos desde la prehistoria de la modernidad por Castellion, Bodin y Montaigne— estará dedicada la conclusión del libro.
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I. Un siglo bañado en sangre Tomando prestada una categoría con la que Eric Hobsbawm (1995) ha definido e interpretado al siglo xx, podríamos afirmar que, al menos en los aspectos filosóficos, políticos e intelectuales a los que se pretende circunscribir este libro, el siglo xvi francés fue un siglo corto. Así, del mismo modo en que el inicio del siglo xx coincide con el de la primera Guerra Mundial (1914) y su fin con la debacle de la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas (1991), producida nueve años antes de que el calendario gregoriano nos condujera hacia el vaticinado apocalipsis informático del y2k, podríamos sostener que el siglo xvi francés tuvo su origen fuera de la misma Francia, en la ciudad sajona de Wittemberg, el 31 de octubre de 1517. Aquel día, se sabe ya de sobra, el monje agustino Martín Lutero expondrá a la discusión pública las 95 tesis de su Disputatio pro declaratione virtutis indulgentiarum, iniciando un cisma irreversible en el seno de la Iglesia cristiana. La conclusión de este siglo tan particular, por su parte, sí tendrá que ver con un episodio eminentemente francés: adelantándose algunos años en el calendario solar, coincidirá con el ascenso al trono de Enrique de Navarra —ocurrido oficialmente solo tras su abjuración de la fe reformada, el 25 de julio de 1593— y la posterior sanción del Edicto de Nantes, el 30 de abril de 1598. Precisando todavía un poco más, y siguiendo aquí la clásica interpretación de Joseph Lecler (1967b:5), el siglo xvi podría ser subdivido en dos etapas. La primera de ellas abarcaría desde esos inicios, en las cercanías del año 1520, hasta el malogrado Concilio de Poissy, desarrollado entre los meses de septiembre
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y octubre de 1561. La segunda habría tenido su comienzo en los meses posteriores a la clausura de aquel Concilio, en enero de 1562, y su acto inaugural no habría sido otro que la sanción de la primera ley de tolerancia de la que se tenga memoria en suelo francés, el Edicto de Saint Germain. Luego de muchos vaivenes políticos e intelectuales, y de una larga serie de guerras civiles, esta etapa encontraría su desenlace en otro decreto de tolerancia: el Edicto de Nantes (1598). Asimismo, cada una de estas dos etapas se hallará imbuida por un espíritu político bien diferente: entre 1520 y 1560 se impondrá un intento conciliador, el cual se traducirá en la práctica a través de la búsqueda de la concordia, mientras que en la segunda mitad, es decir, en el período que transcurre entre 1560 y 1598, la búsqueda de la recomposición de la unidad religiosa —conseguida, incluso, a través del fuego y el hierro— será paulatinamente atemperada y reemplazada por un nuevo ideal, siempre provisional: el de la tolerancia.1 De este modo, la tradicional regla de «una fe, una ley, un rey» comenzará a verse ensombrecida, sobre todo por dos factores: en primer lugar, por el crecimiento y la organización política del partido protestante, que comenzará a reclamar medidas que favorezcan la libertad de conciencia y de culto; en segundo, por la propia forma de organización política del reino: no siendo Francia, como Alemania o Suiza, un mosaico de principados o cantones soberanos, sino un estado unitario, la solución adoptada tras la paz de Ausgburgo —bajo la máxima Cuius regio, eius religio [«Según sea la del rey, así será la religión [del reino]»]— resultará inaplicable. Realizada esta breve presentación general, podemos afirmar que —retomando algunos de los elementos metodológicos recogidos en los textos de Toulmin y Skinner— este primer capítulo tendrá por objeto reconstruir el contexto histórico, político e intelectual en el que se desarrollaron aquellas discusiones que pretendemos analizar en el resto del libro. El objetivo de esta reconstrucción es brindar un marco de mayor inteligibilidad a las posiciones asumidas por los diversos
1 Mario Turchetti (1986) se ha esforzado por atemperar la distinción dispuesta por Lecler, insistiendo en que los ideales de concordia y tolerancia no se mostraban de un modo antagónico ante los ojos de los hombres del siglo XVI. En tal sentido, afirma, la tolerancia no será concebida durante este período más que como una solución provisional, como una medida de emergencia ante la imposibilidad inmediata de recomponer la unidad; la cual continuará mostrándose como el ideal regulativo, ideal que se mantendrá incluso más allá de la sanción del Edicto de Nantes, durante todo el siglo XVII, y que explicará su revocación en 1685. No obstante, cabe señalar —con el mismo Turchetti— el carácter paradójico de la propia historia francesa de este período: «todos los esfuerzos en vistas a la concordia (paz, unidad de los súbditos), en vistas de un entendimiento confesional, de un acuerdo sobre los puntos fundamentales de la fe y sobre las cuestiones de las ceremonias y la liturgia; todos estos esfuerzos de concordia coducen paradójicamente a resultados de tolerancia. Se busca la unidad religiosa, pero no se consigue más que la división» (259).
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autores a los que haremos referencia. Es decir, de conocer y comprender, entre otras cosas, cuáles eran sus principales preocupaciones; quiénes los actores más destacados de su tiempo; cuáles sus idearios; cuáles los textos más representativos de esas posiciones; cuáles los conceptos disponibles para hacer frente a los problemas; cuáles las soluciones vislumbradas. Todas estas búsquedas, como ya hemos dado a entender en el último apartado de nuestra Introducción, serán llevadas a cabo desde otro presupuesto básico; uno que hemos tomado directamente de La méthode de l’histoire (1941) de Bodin, para quien la filosofía moriría de inanición en medio de sus preceptos si ellos no fueran vivificados por la historia. Asimismo, a fin de ganar en claridad expositiva, hemos decidido dividir la reconstrucción del siglo xvi francés en cinco apartados. En el número uno pretendemos reconstruir los primeros tiempos del conflicto religioso: iniciando con la llegada de las primeras noticias reformadas a suelo francés, y su recepción en el seno de ese círculo de humanistas agrupados en el Cenáculo de Meaux, reconstruiremos más tarde las estrategias políticas adoptadas —primero por Francisco i (1520–1547), y más tarde por Enrique ii (1547–1559)— para contener el avance de la novedad. Esta zigzagueante primera etapa, en la que la explosiva intransigencia real será acompañada por la penetración del protestantismo en el seno mismo de la nobleza, estará guiada por un ideal de reunificación y de concordia que llegará a su cenit durante el desarrollo del Coloquio de Poissy. Luego de la muerte de Enrique ii, y de un muy breve reinado de Francisco ii, la llegada al trono de Carlos ix marcará un punto de quiebre en la historia de este siglo. Con tan solo nueve años, e incapaz de hacerse cargo oficialmente del trono, la regencia del reino quedará en manos de Catalina de Médicis. Será ella, secundada por el canciller Michel de L’Hôpital, quien convocará a un concilio de reunificación doctrinal, el cual fallará rotundamente en sus objetivos. Es este fracaso, y el posterior intento por implementar el primer edicto de tolerancia, el que relataremos en el segundo apartado. En efecto, luego de su implementación, este edicto será rápidamente rechazado por los grupos católicos más intransigentes, lo que dará inicio a un período de 36 años de conflicto casi ininterrumpido. En el tercer apartado indicaremos los vaivenes políticos e ideológicos de la década comprendida entre el Edicto de Amboise (19 de marzo de 1563), que da por concluida la primera de las batallas entre las confesiones, y la fatídica noche de san Bartolomé (24 de agosto de 1572), en la que miles de protestantes serán asesinados en las calles de París. Este acontecimiento marcará otro punto de inflexión en los debates. En efecto, poco a poco, en medio de liguistas y hugonotes,2 comenzará a consolidarse una tercera y más moderada posición, 2 El término «hugenot» se convertirá en un vocablo corriente hacia 1560, y designará a los reformados en tanto fuerza política. Según relatan los historiadores, el término ya había sido empleado
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la de los llamados politiques. Reconociendo en la Exhortation aux princes uno de sus antecedentes más importantes, este grupo de pensadores comenzarán a concebir, más fuertemente a partir de 1574, una solución política para el conflicto religioso. A ellos dedicaremos nuestro cuarto apartado. Por último, reconstruiremos los acontecimientos comprendidos entre la muerte de Enrique iii (1589) y la sanción del Edicto de Nantes (1598). Es decir, los acontecimientos que marcan el paulatino ascenso de la figura de Enrique de Navarra y su acceso al trono de Francia. Ascenso que tendrá su nota más distintiva en el establecimiento de la primera ley de tolerancia que un país occidental reconocerá como válida para el conjunto de su territorio. 1. De las primicias luteranas al ascenso de Carlos IX
La llegada de los primeros escritos de Lutero a suelo francés ha sido datada en el año 1519 (Lecler, 1967b:6; Febvre, 1993:206–207). Serán esos opúsculos iniciales los que prepararán el terreno en el que germinarán los primeros retoños de la Reforma: el obispo de Meaux, Guillaume Briçonnet (1470–1534), y su vicario Jacques Lefèvre d’Étaples (1455–1537), junto a algunos otros destacados humanistas como Guillaume Farel (1489–1565), darán origen al Cénacle de Meaux, institución que tendrá por principal objetivo mejorar la formación de los sacerdotes en la predicación y difusión de las verdades del Evangelio. Ante la falta de formación evidenciada por el bajo clero de la época, el Cénacle pondrá sus energías en la trasformación de algunos aspectos centrales de la Iglesia. Sus miembros serán partidarios del evangelismo, es decir, de la doctrina que sostendrá la necesidad de realizar una reforma evangélica a través de la traducción vernácula del Nuevo Testamento. Su intención última no será otra que la de regresar a las raíces del cristianismo, a las enseñanzas originales de Cristo a través de la lectura directa de los textos sagrados, sin generar con ello un alineamiento inmediato con las posiciones defendidas por Lutero; aunque algunos de ellos, como Farel, comenzarán a adoptar algunas ideas que los alejarán paulatinamente del catolicismo. La Biblia y las Epístolas de san Pablo en Suiza por Jean Gacy, durante la década de 1530, quien en su Déploration de la cité de Genève denunciaba las obras sediciosas de los «Anguenotz», y su origen se hallaría en el concepto alemán Eidgenossen, que significa «confederados». Algunos autores clásicos, sin embargo, lo explican de una manera un tanto más inquietante. Henri Estienne (Apologie d’Herodote, 1566), por ejemplo, indica a los hugonotes como súbditos del rey Hugo, antiguo fantasma que merodeaba las murallas de la ciudad de Tours. Y aunque esta historia pueda tener un sesgo fantástico, posee una dosis de verdad, pues los reformados solo podían oficiar sus asambleas en forma oculta, y fuera de los límites de las ciudades.
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serán los principales medios para alcanzar aquella primera verdad evangélica, y es por ello que ambos textos serán objeto de una detenida labor filológica por parte de estos eruditos. Este círculo, a su vez, ejercerá una gran influencia sobre distintos humanistas y escritores como François Rabelais (1483–1553), y el propio Guillaume Briçonnet se convertirá en el director espiritual de la hermana del rey Francisco I, Margarita de Navarra (1492–1549), con quien mantendrá una extensa correspondencia. Ahora bien, aun cuando la escuela de Meaux «representa un reformismo que no tiene nada de revolucionario» (Lecler, 1967b:6), estas primeras manifestaciones humanistas, por su propio espíritu de renovación, parecen haber servido de mediación entre las tierras de Wittemberg y el suelo francés. De hecho, ante el peligroso avance de la novedad, la Facultad de Teología de la Sorbona, poco a poco convertida en un bastión inexpugnable de catolicismo, no demorará demasiado en exponer su primera condena de las doctrinas reformadas. Por otra parte, el clásico axioma «una fe, un rey, una ley» será considerado como una máxima capital durante este primer período, por lo que, a ojos de los católicos, las nuevas doctrinas serán concebidas como herejías a las que debe combatirse a través de todos los medios disponibles: la unidad es un ideal insustituible, que debe mantenerse incluso a través del uso de la violencia. Noël Beda, síndico del Parlamento de París, será quien se erija en uno de los representantes más encumbrados de esta actitud intransigente. Esta perspectiva antirreformista, sin embargo, convivirá con otra diferente; aquella expresada por los humanistas cristianos. Estos, a diferencia de Beda y los teólogos de París, serán partidarios de alcanzar el ideal de la unidad a través del diálogo y la caridad; a través de la «reforma de la vida moral antes que por las discusiones dogmáticas, por el retorno a la Biblia y a los Padres, más que por las vanas sutilezas de una escolástica decadente» (Lecler, 1967b:11). Guillaumé Budé será una de las caras más ilustres de esta otra actitud. Budé, al igual que muchos de los representantes de Meaux, se distanciará también de la posición rupturista asumida por Lutero, admitiendo siempre la autoridad de la Iglesia. En su De transitu Hellenismi ad Chistianismum (1534), manifestará su desacuerdo con aquellos «hombres ávidos de innovación» que pretenden aniquilar a la «esposa del señor», aboliendo «así la autoridad y los preceptos de la Iglesia» (Lecler, 1967b:14). En resumen, en esta primera época parecen haberse expresado tres actitudes intelectuales y políticas diferentes en relación con la novedad: en primer lugar, la de los católicos intransigentes, cuyos principales centros de acción serán el Parlamento de París y la Facultad de Teología de la Sorbona; en segundo, la de los propagandistas reformados, quienes incitarán al desacato político y religioso desde más allá de los Alpes; en tercero, la de los humanistas cristianos,
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quienes, siguiendo el ejemplo del propio Erasmo (Febvre, 1993:216), bregarán por una reunificación pacífica de las diversas confesiones sobre la base del reconocimiento de preceptos morales y doctrinales mínimos pero comunes. En efecto, la coexistencia de estas tres actitudes, y las fluctuantes relaciones entre sus distintos representantes y el poder soberano, provocarán una serie de vaivenes políticos en los años sucesivos. Repasemos rápidamente algunos de ellos. Entre 1521 y 1525, influenciado por el ánimo de la Sorbona, el rey simpatizará con una actitud más intransigente, dando paso a una primera ola de represión. Primero se condenarán los libros heréticos: el 13 de junio de 1521, el Parlamento de París dispondrá que la publicación de cualquier escrito sobre religión debía superar la censura de la Facultad de Teología antes de alcanzar la imprenta. Luego se condenarán a las personas: el 8 de agosto de 1523 Jean Vallière, acusado de haber negado la divinidad de Cristo, será quemado frente a las escalinatas de Saint–Honoré. Por su parte, los propios representantes del cenáculo de Meaux —Lefèvre d’Etaples, entre ellos— se verán obligados a exiliarse en la ciudad de Estrasburgo, la que al mismo tiempo se convertirá en unos de los refugios dilectos de los luteranos franceses. Luego de ese primer período, y de regreso del cautiverio sufrido tras de la derrota militar en la batalla de Pavía (1525), Francisco i intentará atemperar los ánimos más ardientes. Aconsejado por su hermana Margarita de Navarra, el rey se opondrá a Noël Beda estableciendo una diferencia entre los humanistas y los partidarios más radicales de la Reforma. Y si bien la integridad de la fe continuará detentándose como un sostén político y religioso imprescindible, esta distinción abrirá un primer espacio para la disidencia. Los herejes reformistas seguirán siendo perseguidos con gran ímpetu, mientras que los humanistas erasmianos y fabristas encontrarán un espacio más amplio para dar a conocer su propia estrategia de conciliación. De hecho, esta estrategia comenzará a experimentar una creciente aceptación hacia 1530, desarrollándose en dos frentes simultáneos: el primero se presentará como una disputa teórica contra la ideología de los miembros de la Sorbona; el segundo consistirá en el intento de trasladar a la praxis los principios políticos de la conciliación. En el ámbito de la primera disputa, la victoria más saliente se logrará el 8 de noviembre de 1533. Ese día, la Facultad de Teología se verá obligada a retractarse de su dictamen sobre el Miroir de l´ame pecheresse (1531), libro de Margarita de Navarra incluido en la nómina de obras prohibidas. En el marco de la segunda, el primer triunfo de los humanistas sobrevendrá de la mano de los hermanos Jean y Guillaume Du Bellay, quienes, a través de su consejo,
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lograrán de Francisco i el Edicto de Coucy (18 de julio de 1535). Se detendrá así la persecución de los novateurs y se abrirá la vía política de la conciliación.3 Más allá de estos primeros avances, la conciliación no obtendrá los éxitos esperados. Y el propio Francisco i, que había propiciado la senda de los humanistas a partir de su disputa política con Carlos v —lo que había redundado en un acercamiento con los príncipes luteranos de Alemania—, cambiará de estrategia luego de pacificar sus ánimos con el emperador. En una entrevista realizada en Aigues–Mortes (1538), ambos soberanos acordarán combatir la amenaza reformada en el seno de sus respectivos estados, lo que redundará en Francia en un nuevo período de persecución. Y aun cuando las hostilidades entre el rey y el emperador experimentarán un recrudecimiento hacia 1542, un nuevo factor interno impedirá volver a pensar en el camino de la conciliación como una opción viable. La Institutio Christianae Religionis de Calvino, publicada en latín en 1536, y editada en francés en 1541,4 brindará un marco doctrinal diferente de los reformados franceses.5 En efecto, como señala Lecler (1967b), mientras que el luteranismo alemán «es todavía susceptible de flexibilidad, la ortodoxia calvinista no admite ningún compromiso. En
3 Este Edicto vendrá a apagar el fuego iniciado por el afamado affaire des placards. Este affaire se produjo la noche de 17 al 18 octubre de 1534, cuando diversos pasquines fueron pegados en las calles de París y otras ciudades importantes, como Tours, Orléans, Blois y Rouen (de hecho, según se relata, uno de ellos fue incluso fijado en la puerta del dormitorio que el rey poseía en el palacio de Amboise). Los afiches, titulados Articles véritables sur les horribles, grands et importables abus de la messe papale, inventée directement contre la Sainte Cène de notre Seigneur, seul médiateur et seul Sauveur Jésus–Christ, eran obra de Antoine Marchourt (1485–1561), un pastor oriundo de Neufchâtel, y defendían una posición cercana a la de Ulrico Zwinglio, para quien la presencia de Cristo en la Eucaristía era sólo simbólica. En efecto, como su mismo título lo sugiere, el pasquín estaba directamente destinado a atacar la doctrina católica de la transubstanciación. La respuesta real no se hizo esperar: la afrenta exacerbó el moderado celo religioso del rey, quien hizo profesión de fe católica e inició la represión de los hugonotes, provocando 23 ejecuciones e innumerables exilios. 4 La primera edición latina de la Institutio estaba dedicada a Francisco I, en un evidente intento político de Calvino por ganar al rey para la causa de la Reforma. La versión latina definitiva aparecerá en 1559, y su traducción francesa un año más tarde. No obstante, desde el 1° de julio de 1542, la posesión de esta obra será prohibida en Francia bajo la amenaza de pena de muerte. 5 Para considerar con mayor detalle este aspecto, cf. Norman Amestoy (2009). Brevemente podemos señalar que, según Amestoy, el aporte más importante de Calvino residió en la constitución de una Iglesia calvinista, la que, con gran celeridad, se consagrará como la más sólida entre todas las que surgieron de la Reforma protestante, a partir de una rígida disciplina moral y teológica. En efecto, la afirmación de ciertos dogmas, como el de la doble predestinación, resultarán centrales en este nuevo escenario.
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consecuencia, cualquier posibilidad de conciliación se desvanece en Francia a partir de 1540» (25). El Edicto de Fontainebleau (1° de junio de 1540), por medio del cual el poder secular legitimaba su pretensión de convertirse en juez de los asuntos eclesiásticos, es una marca distintiva de este recrudecimiento en el conflicto. Los Parlamentos se convertirán en jueces de la herejía, y la Facultad de Teología de París se encargará de brindarles las herramientas necesarias para llevar a cabo su tarea: en enero de 1543 aparecerá una profesión de fe de 29 artículos, y una nómina de 75 libros prohibidos a causa de su contenido heterodoxo. Marcado por estos episodios, el reinado de Francisco I acabará signado por una agudización de las persecuciones, las que, entre sus consecuencias más elocuentes, encenderán la hoguera del humanista Étienne Dolet (1546).6 No muy distinto será el inicio del reinado de Enrique ii, quien, a diferencia de su padre, no parece haber mostrado nunca demasiada simpatía por las vías intermedias de resolución del conflicto. En efecto, bajo la influencia del cardenal de Lorena, Enrique crea en el Parlamento de París, el 8 de octubre de 1547, una segunda cámara criminal: la Chambre Ardente. Esta, enteramente dedicada al enjuiciamiento de los herejes, pronuncia alrededor de cinco centenares de arrestos entre fines de 1547 e inicios de 1550. La situación cambiará parcialmente durante ese último año, en el que Enrique ii decidirá devolver a los tribunales eclesiásticos la potestad de resolver las controversias sobre religión, pero el edicto de Châteaubriant (27 de junio de 1551) reafirmará la senda de la coacción, instrumentando nuevas medidas en defensa de la unidad de la fe. Algunos años más tarde, pero en esa misma dirección, el edicto de Compiègne (24 de julio de 1557) establecerá la pena de muerte como sanción única para el delito de herejía. La persecución continuará, pero sus resultados estarán lejos de ser los esperados: la Reforma francesa no solo mantendrá su número de adeptos, sino que incluso continuará incrementándolos. A tal punto que algunos miembros de la nobleza declararán abiertamente su devoción por la nueva fe. «La adhesión de Antonio de Borbón, rey de Navarra (marzo de 1558), y la de Francisco de Coligny, señor de Andelot, fueron en este período las más ruidosas» (Lecler, 1967b:30). 6 Étienne Dolet (1509–1546), impresor, poeta, orador, filólogo y humanista, fue perseguido por la ortodoxia católica y llevado a la hoguera en la plaza parisina de Maubert cuando sólo contaba con 37 años, a causa de haber extraído algunas conclusiones poco ortodoxas de sus lecturas de Cicerón. El clásico estudio que Lucien Febvre dedicó a Rabelais en la década de 1940 tuvo, entre otros fines, brindar una nueva imagen de Dolet, tradicionalmente acusado de «ateo». En efecto, como veremos en el capítulo II, hasta el propio Sébastien Castellion incurrirá en dicha acusación —la que, como se sabe, es extremadamente amplia e imprecisa— para con Dolet y Rabelais, intentando diferenciar a Miguel Servet de estos «seguidores de Luciano» de Samosata.
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En el año 1559 se producirán cuatro episodios clave en esta historia: la paz de Cateau–Cambrésis, la ejecución de Anne du Bourg, el sínodo de París y la muerte de Enrique ii. El primero de estos episodios, ocurrido el 3 de abril, marcará la paz entre los reyes de Francia, Inglaterra, España y Saboya, y volverá a dejarles libres las manos y los ejércitos para dedicarse a combatir la herejía hacia el interior de cada uno de sus reinos. En efecto, la división de los ánimos se extiende con tal magnitud en Francia que incluso los propios parlamentarios presentan posiciones diversas frente a la resolución del conflicto. En ese ámbito particular, Anne du Bourg fue uno de los opositores más destacados a la política de persecución desarrollada durante el reinado de Enrique ii. El 10 de junio de 1559, en presencia del propio rey, Du Bourg realizará una encendida intervención reclamando la suspensión de las penas contra los herejes hasta que tuviera lugar un verdadero concilio universal, expresando, además, una marcada simpatía por el calvinismo. Las consecuencias de su intervención no se harán esperar: apresado, interrogado y torturado, Du Bourg morirá ejecutado en la plaza de Grève el 23 de diciembre de ese mismo año. Por otra parte, el sínodo de París —realizado el 25 de mayo— resultará un acontecimiento de capital importancia en el desarrollo de la Reforma francesa. Desde la publicación de las Institutio de Calvino, dijimos, el protestantismo francés había experimentado un crecimiento muy notable; el que, al mismo tiempo, había ido acompañado de una considerable dispersión geográfica. Asimismo, el aspecto teórico, mucho más rígido en la teología calvinista que en la luterana, había ido consolidándose poco a poco, prefigurando el terreno para este último gran paso. De ese modo, 18 años después de la primera edición francesa del tratado de Calvino, la Iglesia Reformada «se declara mayor de edad e independiente, se yergue frente a la Iglesia católica y, envalentonada por el ejemplo del Sacro Imperio y de la paz de Augsburgo de 1555, exige al poder político un reconocimiento oficial» (Livet, 1971:8; cf. Le Roux, 2009:14). Esta consolidación y este reclamo irán acompañados de otro acontecimiento decisivo: la muerte accidental de Enrique ii, ocurrida el 10 de julio como consecuencia de una herida recibida durante un torneo. Este hecho, que implicará el ascenso al trono de su hijo Francisco ii —un joven de apenas dieciséis años de edad—, «hará volar en pedazos este sistema fundado sobre la imagen sólida y tranquilizadora del padre del reino, nuevo Hércules galo, garante de la armonía política» (Le Roux, 2009:9). «La súbita desaparición de Enrique ii ocurría en uno de los momentos más dramáticos de la Reforma francesa», añade Lecler (1967b:30). De un lado se posicionaban los defensores de la unidad de la fe y de la ley bajo el mando de un único rey; del otro, los propagadores de las novedades calvinistas, constituidos ya en una Iglesia y en un partido. La fuerte centralización del sistema político francés
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y el inusitado crecimiento de la Reforma impedían una resolución similar a la que habían adoptado cuatro años antes, a partir de la paz de Augsburgo (1555), los príncipes alemanes. Solo quedaban dos opciones: o aniquilar a los propagadores de la novedad por medio de la violencia, o tolerar la coexistencia de un modo provisional.7 2. El Concilio, el Edicto y la guerra: de la concordia a la tolerancia
El breve reinado de Francisco ii, adolescente de frágil salud, consagrado en Reims el 21 de septiembre de 1559 y muerto el 5 de diciembre de 1560, marcará «una aceleración en la desacralización de la autoridad monárquica» (Le Roux, 2009:35), y estará signado por el dominio de sus dos principales consejeros, Francisco de Guisa y Carlos de Lorena (tíos maternos de su mujer, María Estuardo). En tal sentido, puede ser considerado como una representación a pequeña escala de su propio padre, pues la política de intransigencia no mostrará demasiadas fisuras durante aquellos meses.8 No obstante, como una muestra más de las indecisiones de esta época, a partir del 30 de junio de 1560 —día en el que Michel de L’Hôpital será nombrado canciller de Francia— la situación comenzará a modificarse lentamente, aunque la solución moderada sólo encontrará mejores condiciones de desarrollo hacia finales de ese mismo año, cuando ascienda al trono el pequeño Carlos ix, de nueve años de edad.
7 Más allá de estas dos posibilidades, algunos humanistas destacados —como Guillaume Postel (1510–1581)— seguirán manteniéndose optimistas respecto de una posible reconciliación (y no solo francesa o europea, sino también ecuménica). Según señala Lecler (1967b:38–39), Postel pretende hacer resurgir el proyecto esbozado por Nicolás de Cusa (De Pace fidei, 1453), y, en su De Orbis terrae concordia (1544), afirma que la paz y la concordia son objetivos inalcanzables a partir de la simple tolerancia entre las diversas confesiones religiosas; antes bien, es necesario que el cristianismo en su conjunto sea capaz de alcanzar una cierta unidad doctrinal. Esta misma idea volverá a ser defendida por Postel tres años tarde, en su Panthenosia (1547), en donde sostendrá que es suficiente que los hombres se entiendan en las verdades esenciales, y que éstos no deben perseguirse a causa de ciertas divergencias que no son necesarias para la salvación. En suma, tres motivos de tolerancia se indican en esta exhortación: a) no hay que anticiparse al juicio de Dios; b) solo Dios conoce nuestras intenciones y por consiguiente el verdadero valor de nuestros actos y de nuestros propósitos; c) se puede conseguir la paz religiosa entre los hombres si logran ponerse de acuerdo en algunos puntos fundamentales. Lucien Febvre (1993:79) también refiere a las «bellas esperanzas cosmopolitas» de Postel. 8 Producto del descontento ante dicha situación, los reformados planearán la conjuración de Amboise (marzo de 1560), por medio de la cual intentarán hacerse de la persona del rey para liberarlo de la influencia de los Guisa. Si bien la conspiración no será exitosa, y muchos de sus participantes terminarán condenados a la horca, los meses siguientes señalarán un paulatino abandono de la intransigencia. 56
Imposibilitado de reinar a causa de su minoría, la regencia del reino —oficializada en los Estados Generales de Orléans, el 21 de diciembre de 1560— quedará en manos de Catalina de Médicis, quien encomendará al nuevo canciller la búsqueda de soluciones diferentes para el conflicto. Amigo y discípulo de Pierre du Chastel (Smith, 1994), Michel de L’Hôpital asumirá en ese marco —incluso contra las acusaciones de ateísmo proferidas por los católicos más férreos— una posición conciliadora (Kim, 1993). Se opondrá a la política de represión practicada durante los reinados de Francisco i y Enrique ii, principalmente a causa de que la coacción había mostrado ser, al fin de cuentas, una alternativa poco efectiva para restablecer la unidad de la fe; unidad, sin embargo, con la cual el Canciller parece haberse comprometido seriamente durante los dos primeros años de su mandato9 y para cuyo restablecimiento pacífico será convocado el Coloquio de Poissy. Asimismo, asumiendo otra de las ideas de su maestro, L’Hôpital bregará también por descriminalizar las opiniones. En este sentido, considerará como una necesidad el establecer una distinción entre la herejía y la sedición, es decir, entre las opiniones erróneas y los atentados contra la paz pública, estableciendo solo para estos últimos algún tipo de penalidad por parte de las autoridades seculares: solo los ateos y los sediciosos, dirá L’Hôpital, merecen los castigos más severos. Es por ello que la nueva legislación propiciada a través del Edicto de Enero permitirá el culto privado y prohibirá tanto la propaganda de las doctrinas reformadas como los panfletos difamatorios y los epítetos injuriosos. De igual modo, es necesario recordar que Michel de L’Hôpital no pretendía favorecer la consolidación de la división confesional en el ámbito público, ni tampoco concebía a la tolerancia como un valor moral, sino que lo único que ansiaba era encontrar los medios adecuados para combatir la violencia provocada por el cisma. Por ello, descartada la vía de la coacción y malogradas las soluciones del irenismo erasmiano a causa del fracaso del Coloquio de Poissy, el Canciller no tendrá más alternativa que aspirar a alcanzar una solución purement politique. Pues, como el propio L’Hôpital señalará en una carta enviada al papa Pío iv, el escenario francés imposibilita la realización de los deseos del sumo pontífice, es decir, la resolución del conflicto confesional a partir de la coacción y la ejecución de los protestantes. En este marco, recurriendo a 9 El discurso proferido por L’Hôpital en la sesión inaugural de los Estados Generales de Orleáns, celebrados entre diciembre 1560 y enero de 1561, puede ofrecer una clara caracterización de la posición asumida en aquel primer período. En ese discurso no encontraremos todavía el ideario de un politique, convencido de que es posible la subsistencia de un Estado en cuyo seno convivan dos religiones, sino el de un humanista erasmiano. Es decir, el de quien confía todavía en que posible la reconciliación de todos los cristianos a partir del reconocimiento de un cúmulo de creencias mínimas, y sobre la base del ejercicio de la caridad (Lecler, 1967b:47–51).
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una metáfora recurrentemente utilizada en la época, el canciller afirmará que, cuando los médicos notan que una medicina no surte ningún efecto, prueban con otra diferente. Y dado que en Francia ya no es posible impedir la existencia del culto reformado sin poner en riesgo la paz interna del Estado, no queda más remedio que asumir la necesidad histórica de instaurar la tolerancia.10 En definitiva, es cierta razón de Estado, y no una convicción de índole teológica o moral, la que conduce a establecer por primera vez la «tolerancia civil»,11 es decir, la coexistencia política de los cultos disidentes; coexistencia que, es necesario aclararlo, será considerada por muchos años solo como una solución meramente transitoria (Turchetti, 1991). La tolerancia no será postulada más que como una estrategia provisional capaz de aplacar los espíritus y patrocinar el diálogo, favoreciendo de ese modo una futura reconciliación. Pero volvamos brevemente sobre nuestros pasos. Como dijimos antes, Michel de L’Hôpital no fue el único partidario de la resolución pacífica del conflicto. Tres meses antes de su nombramiento, en marzo de 1560, Catalina de Médicis había logrado establecer el Edicto de Amboise por medio del cual se concedía la amnistía para aquellos protestantes que, aun habiendo conjurado contra la corona, aceptaran vivir como católicos. Con esa misma intención, Catalina había solicitado la convocatoria de la asamblea de los Estados Generales en Orleáns hacia finales de 1560 y había suscrito, el 19 abril de 1561, otro edicto por medio del cual se prohibían todas las disputas religiosas de carácter público y la propaganda en favor de la Reforma, pero se permitían las reuniones y los oficios religiosos en las casas particulares. Se establecía, de un modo tácito, una política de tolerancia —rechazada más tarde, en otros, por
10 En la primera edición del Dictionnaire de la Academia francesa (1694), más de un siglo después de estas consideraciones de L’Hôpital, todavía se definirá a la tolerancia desde esa misma perspectiva negativa: «Tolerancia: Condescendencia, indugencia para con aquello que no se puede impedir». 11 En efecto, afirma El Kenz (2006), la «tolerancia civil» se erige como una invención política que responde a una estricta necesidad de mantener la paz, distinguiéndose tanto de la «tolerancia religiosa», condenada al unísono por todas las Iglesias, como del ideal irrealizable de la concordia. En su especificidad, la «tolerancia civil» se distingue por el reconocimiento jurídico y político de ideas minoritarias consideradas, desde el aspecto teórico o religioso, como equivocadas. En tal sentido, cuando los magistrados del Parlamento de París rehúsen registrar el Edicto de Saint– Germain, y envíen diversas remontrances al rey, afirmando que la coexistencia de dos religiones contradecía las leyes del catolicismo, recibirán como respuesta una Déclaration et interprétation sur les moyenes les plus propres d’apaiser les troubles et séditions survenus pour fait de la réligion. En este documento, fechado el 14 de febrero de 1562, el rey insistirá en que el Edicto no pretende aprobar la existencia de dos religiones, sosteniendo que las disposiciones poseían un carácter meramente provisional. Asimismo, se insistirá en que la tolerancia postulada es de naturaleza civil, y no religiosa.
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el humanista Étienne de La Boétie (1983)— a la espera de la resolución de las disputas teológicas, objetivo principal con el que se convocó, en septiembre de 1561, el ya mencionado Coloquio de Poissy. Esa reunión, de la que participarán los más destacados representantes de ambas confesiones —el cardenal Carlos de Lorena por parte de los católicos y Teodoro de Beza, mano derecha de Calvino, por parte de los hugonotes— tendrá por fin instituir una serie de acuerdos mínimos capaces de permitir el establecimiento de un credo común, y, por lo tanto, de una única religión. Pero la cumbre quedará muy lejos de alcanzar los resultados esperados por Catalina y L’Hôpital, lo que los obligará a revisar rápidamente su estrategia (Lecler, 1967b:67). En ese nuevo contexto se propicia la sanción del Edicto de Enero (17 de enero de 1562), por medio del cual la política de tolerancia abandonará el carácter tácito para convertirse en una prerrogativa abierta y legal, aunque siempre transitoria. En concreto, el edicto permitía a los protestantes realizar sus diferentes oficios, en forma privada, en pequeños grupos; o en público, a condición de que lo hicieran durante el día y por fuera de las murallas de las ciudades. Sin embargo, las consecuencias que se derivarán de la sanción de este edicto tampoco cumplirán con las expectativas de quienes lo habían pergeñado, sino todo lo contrario. Instaurado con el fin de apaciguar los ánimos, moderar las pasiones y sentar las bases para alcanzar una futura reconciliación por medio de una cumbre nacional, la nueva disposición se convertirá en la chispa inicial de un conflicto de proporciones inusitadas; conflicto que únicamente encontrará su fin en 1598, de la mano de Enrique iv. Tan solo dos meses después de haber sido firmado, el edicto de pacificación provocará el inicio de las hostilidades cuando se produzca la matanza de Vassy (Nakam, 1982): Francisco de Guisa, líder del ala más dura del catolicismo y padre de Enrique, quien será luego uno de los representantes más destacados de la Liga, se encontrará junto a sus hombres con un grupo de hugonotes que, conforme a las nuevas disposiciones, celebraba sus ritos fuera de los muros de la villa. Ante lo que a sus ojos no será sino una perversión, no dudará en reprimir el oficio, dejando como saldo varias decenas de muertos y al menos cien heridos. Los líderes militares del partido hugonote, con el príncipe de Condé a la cabeza, tampoco tardarán en reaccionar, dando lugar al comienzo de las hostilidades militares. «La política de conciliación había fracasado; quedaba la guerra civil» (Maurois, 1958:170).
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3. Un paso adelante, un paso atrás; el fracaso de los Edictos
Como señala Georges Livet (1971), las primeras tres guerras de religión ocurridas antes de la noche de san Bartolomé, es decir, entre 1562 y 1572, experimentarán una dinámica similar: «toma de armas, operaciones militares fragmentarias, y una paz incierta durante la cual cada uno de los bandos prepara el desquite» (14). La primera de ellas, dijimos, tendrá su inicio en la matanza de Vassy y se extenderá por el transcurso de un año. Las diversas batallas marcarán el ocaso de los distintos líderes, abriendo un nuevo espacio para la negociación. Antonio de Borbón, combatiente del lado de los católicos, morirá en Rouen; el príncipe de Condé será capturado por las fuerzas reales luego de perder la batalla de Dreux, el 9 de noviembre de 1562, y el propio Francisco de Guisa recibirá una herida mortal durante el sitio de Orléans, en febrero del año siguiente. Las negociaciones de paz se iniciarán tras esa caída, y se establecerán formalmente a través del Edicto de Amboise (19 de marzo de 1563), el cual se convertirá en una suerte de modelo para la mayoría de los demás edictos sancionados por estos años. A diferencia del Edicto de Enero, esta nueva norma de pacificación será refrendada rápidamente por el Parlamento de París, dado que establecerá una serie de restricciones: no reconocerá de forma unánime la libertad de conciencia entre los reformados, sino que se la otorgará tan solo a los nobles y altos magistrados, establecerá la libertad de culto en una sola ciudad por cada bailía, no permitirá la construcción de templos reformados más que en los suburbios, e instituirá a París como una ciudad exclusivamente católica. Sin embargo, el Edicto de Amboise provocará distintos rechazos, tanto del lado de los católicos más intransigentes como del lado de los calvinistas, quienes considerarán inamisible la aristocratización operada por la norma en relación con los derechos de la conciencia. El autor anónimo de la Épître au Roi sur le fait de la religion (1564) será quien exprese este descontento con una mayor claridad, solicitando a las autoridades reales la extensión de los artificiales límites establecidos en la letra del edicto. Más allá de estos reclamos, Francia experimentará algunos años de paz relativa, al menos hasta 1567. La Michelade (matanza de 80 laicos, sacerdotes y religiosos católicos realizada por un grupo de hugonotes el día posterior al de san Miguel), ocurrida en Nîmes el 30 de septiembre de ese año, y el intento del príncipe de Condé por hacerse nuevamente de la persona del rey —con el fin de obtener condiciones de negociación más ventajosas para los hugonotes— serán las dos chispas que reavivarán la hoguera del conflicto. Esta nueva guerra, ocurrida sobre todo en las inmediaciones de París, verá su fin con la sanción la Paz de Longjemeau (23 de marzo de 1568), tregua con la cual se restablecía la vigencia del Edicto
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de Amboise. Sin embargo, estos distintos episodios parecen haber comenzado a menguar la confianza de Catalina en alcanzar una solución de los conflictos sobre la base de la estricta moderación; duda y desconfianza que sirven para explicar el alejamiento definitivo del canciller Michel de L’Hôpital.12 En efecto, Catalina no perdonará al canciller el haber desestimado el peligro de personajes como el príncipe de Condé, a quien la reina madre comenzará a considerar como un potencial criminal de lesa–majestad. Las hostilidades se reiniciarán en el verano de 1568. Ellas marcarán la entrada en escena del duque de Anjou, hermano de Carlos ix y futuro Enrique iii, y provocarán el repliegue de los dos más importantes líderes protestantes —el príncipe de Condé y el almirante Gaspard de Coligny— en la ciudad de La Rochelle. La guerra se extenderá por un par de años y encontrará su fin a través de la sanción de un nuevo Edicto de Saint Germain (8 de agosto de 1570). Esta nueva norma de pacificación irá un paso más allá que las anteriores, habilitará el culto público de la confesión reformada en los suburbios de las ciudades y establecerá, como novedad, cuatro plazas de seguridad para los protestantes —aunque solo por el transcurso de dos años— en las ciudades de La Rochelle, Montauban, Cognac y La Charité–sur–Loire. Como corolario de este nuevo espacio de libertad, el almirante Coligny recuperará su puesto en el consejo del rey. Y con la intención de consolidar todavía más las posibilidades de la encontrar una solución definitiva para los conflictos, Catalina pergeñará una política matrimonial, a partir de la cual se programará la boda entre uno de los más importantes líderes militares del partido hugonote, Enrique de Navarra, y la hermana del rey Carlos ix, Margarita de Valois. Sabemos de sobra que estos planes tampoco acabarán del modo esperado, sino todo lo contrario. Diez años después del primer conflicto desatado por el Edicto de Enero, el 24 de agosto de 1572, Francia entera se verá signada por el terror. Aquella noche, conocida como la «Noche de San Bartolomé», centenares de protestantes que habían concurrido a París para asistir a las nupcias serán masacrados por los partidarios más intransigentes del catolicismo. ¿Qué originará la matanza? Los historiadores admiten que la piedra del escándalo fue el intento de asesinato del propio Gaspard de Coligny, quien rápidamente se había ganado la enemistad de la reina madre (Lecler, 1967b:92–93). En ese sentido, el motivo último de la masacre, desatada dos días después de aquel
12 Ya retirado de la escena pública, pero todavía imbuido en su espíritu irenista, Michel de L’Hôpital compondrá dos breves opúsculos en los que insistirá con la conciliación como una solución real: el primero llevará por título Au roi Charles IX et à la reine mère; el segundo, Discours des raisons et persuasions de la paix. Sin embargo, ninguno de ellos tendrá una real incidencia sobre la escena pública, ya reticente a estas propuestas.
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atentado fallido, parece haber radicado en el temor de los líderes liguistas, secundados esta vez por la propia Catalina, ante el creciente influjo de los reformados en el consejo real. En otras palabras, la noche de San Bartolomé no parece haberse producido más que por el miedo de los grupos más fieles a los preceptos de Roma ante la posibilidad de perder su influencia y dominio sobre París, el más importante bastión del catolicismo francés (Le Roux, 2009:126–132). La sanción del Edicto de Boulogne (publicado en julio de 1573 y registrado por el Parlamento de París el 11 de agosto), a través de cual se otorgará una libertad limitada a los reformados, pondrá fin a la nueva guerra desatada tras la matanza, pero ya nada será igual. Ya no habrá vuelta atrás. En efecto, la consecuencia más significativa de todos estos enfrentamientos —y de todos los que se sucederán hasta el Edicto de Nantes— será la paulatina y creciente toma de conciencia respecto del carácter inexorable de la Reforma. Es decir, de la imposibilidad de retrotraer la situación política y religiosa al momento anterior al cisma iniciado por Lutero en 1517. Atrás quedarán los tiempos del irenismo de Erasmo, y de sus ideales ecuménicos; el futuro será solo de aquellos que, alejándose poco a poco de los ideales establecidos por la máxima de resguardar la unidad de la fe, comiencen a vislumbrar la posibilidad de cimentar los vínculos de los miembros de la comunidad, no ya a partir de la religión sino de la política. 4. Los politiques: la tercera posición sale a escena
Defensores de la unidad nacional, la independencia política y la libertad religiosa (De Crue, 1892; Livet, 1971:65), los politiques manifestarán algunas de sus intenciones durante el año 1574, a través de un opúsculo titulado Advis et très humble remotrance à tous princes, par un bon et très grand nombre de catholiques sur la mauvise et universelle disposition des affaires. Allí relatarán la calamitosa situación a la que han conducido a Francia los abusos en los que han incurrido ambos partidos, y se dirigirán a las distintas facciones para exhortarlas a hacer causa común con los intereses nacionales, reclamando, además, la convocatoria de los Estados Generales. El inicio de este nuevo escenario, sin embargo, estará signado por un nuevo enfrentamiento: el que sostendrán Enrique de Anjou (consagrado en el trono como Enrique iii luego de la muerte de Carlos ix, ocurrida el 30 de mayo de 1574) y su hermano Francisco, duque de Alençon, quien, como veremos con mayor detalle cuando nos refiramos a Jean Bodin, será uno de los representantes más encumbrados de esta nueva tendencia política (Lecler, 1967b:105).
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Luego de algunas nuevas trifulcas, y a instancias de los politiques, se suscribirá la paz de Monsieur y el consecuente Edicto de Beaulieu (sancionado el 6 de mayo de 1576 y registrado por el Parlamento de París el 14 del mismo mes), norma que excederá a todas las anteriores en sus concesiones hacia los protestantes. Por primera vez en la historia, el ejercicio del culto reformado se autorizaba en todas las ciudades del reino sin restricción de tiempo ni de personas —con la única excepción de la católica ciudad de París y sus suburbios— y se establecían, además, ocho plazas de seguridad para los hugonotes en la región sur del reino. Más allá de todas estas concesiones, la gran innovación de este Edicto estuvo representada por la institución de chambres mi–parties en los distintos Parlamentos; lo que implicaba que en cada uno de ellos quedara conformada una cámara con dos presidentes (uno por cada confesión) y 16 magistrados, ocho católicos y ocho protestantes. Todas estas medidas quizás puedan ser interpretadas como consecuencias del accionar de este grupo de hombres políticos, quienes desde los inicios de la década de 1560 habían madurado una solución diferente para los conflictos confesionales, reconociendo en las postulaciones teóricas de la Exhortación a los Príncipes y en las medidas prácticas asumidas por el canciller Michel de L’Hôpital dos antecedentes destacados Las Remontrances au Roy très chrétien Henry iii (1574) y el Discours sur les moyens de bien gouverner (Anti–Machiavel) (1576), del consejero del Parlamento de Toulousse, Innocent Gentillet (1535–1588), serán nuevas expresiones de esta tendencia, caracterizada por la búsqueda de la paz política con base en la libertad religiosa. En efecto, un texto anónimo bajo el título Exhortation à la paix aux Catholiques Franc̜ois aparecerá en Poitiers en 1574, y será atribuido al célebre publicista hugonote Philippe Duplessis–Mornay (1549–1623).13 Los lineamientos generales de esta Exhortation podrán encontrarse en otro panfleto sin nombre de autor aparecido dos años más tarde: la Romostrance aux États pour la paix (1576). El tópico defendido por el autor de este último opúsculo coincide con el de los politiques: si bien es cierto que sería preferible que existiera solo una única religión en todo el reino, el avance de la novedad ha sido tan grande que ya no resulta posible extirpar ese miembro sin arruinar todo el cuerpo. Es el reino mismo el corre peligro de desaparecer si se toman medidas incorrectas y apresuradas en vistas a garantizar su salud, como ya lo había constatado en los inicios de la década anterior el autor de la Exhortation
13 A Duplessis–Mornay se atribuye también, como veremos en nuestro capítulo III, el no menos célebre manifiesto contra el despotismo de los reyes titulado Vindiciae contra tyrannos, aparecido en 1579 bajo el seudónimo de Stephanus Junius Brutus.
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aux Princes. Y serán muchas de estas mismas ideas las que el propio Bodin intentará defender en sus Six livres de la République (1576). Los católicos más intransigentes —quienes veían en el nuevo rey a un personaje impotente para garantizar la unidad religiosa, pero también a un potencial aliado— reaccionarán con mucha energía ante estas nuevas ideas, y encontrarán una expresión natural de liderazgo en el duque Enrique de Guisa. Las dos tendencias se enfrentarán en la reunión de los Estados Generales, celebrada en Blois entre noviembre de 1576 y febrero de 1577: los partidarios de la Liga católica, representados por los diputados parisinos, postularán la necesidad de restablecer la unidad religiosa derogando todos los edictos de pacificación y prohibiendo el culto reformado; lo que, indudablemente, produciría una nueva guerra. Los politiques, representados por el propio Jean Bodin, diputado de Vermadois, también postularán la reunificación, pero solo por las «vías más suaves y santas»; reclamando, además, la convocatoria de un Concilio General o Nacional que dirimiera la cuestión. A pesar de los notables apoyos recogidos por la Liga, la precaria situación financiera en la que se encontraba Francia, y la imposibilidad de imponer nuevos tributos que permitieran financiar una empresa bélica como la que soñaban los seguidores de Guisa, e incluso el propio Enrique iii, terminará otorgando otra victoria parcial al partido moderado. El año de 1577 será testigo de breves enfrentamientos entre católicos y protestantes, los que encontrarán su fin a través de la Paz de Bergerac (17 de septiembre de 1577), a la que seguirá el Edicto de Poitiers (8 de octubre de 1577), el que se mostrará más restrictivo respecto a las concesiones brindadas a los protestantes. El ejercicio público del culto ya no será autorizado a los hugonotes en todo el reino, sino solo en los suburbios de una ciudad por región, continuando la prohibición de celebrar en París cualquier otra ceremonia que no fuera católica. Las plazas de seguridad, por su parte, serán reducidas de ocho a seis. De todas formas, y no obstante las restricciones que esta última norma establecía respecto de la anterior, la necesidad de resguardar cierto espacio de tolerancia parecía ya un hecho difícil de revocar. Y esto, en gran medida, gracias al especial empeño de los politiques. Sin embargo, luego de algunos años de relativa calma, en los que los distintos focos de conflicto fueron rápidamente controlados, un nuevo acontecimiento hará estallar los ánimos: Francisco de Anjou, hermano menor de Enrique iii y sucesor del trono, morirá el 10 de junio de 1584. Esto provocará una inusitada crisis política, debido que el sucesor legítimo de Enrique iii pasaba a ser automáticamente Enrique de Navarra, es decir, el líder más importante del partido hugonote. Ante la amenaza de un rey «hereje» (Lecler, 1967b:116), la Liga católica —parcialmente desarticulada a partir de 1577— retomará rápidamente
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la acción política firmará un pacto de cooperación con España y ejercerá una enorme presión sobre el monarca francés, quien, cediendo a los ánimos más intransigentes, firmará con los liguistas el Tratado de Nemours (11 de julio de 1585). En concreto, este nuevo edicto echará por tierra todas las normas anteriores, al declarar que la religión católica se convertía en la única confesión legítima en el reino de Francia. Se privaba a los hugonotes de ocupar cargos públicos y se los instaba a abjurar de sus creencias o a emprender el exilio; decisión que debían tomar en un plazo máximo de seis meses desde la sanción de la norma.14 La guerra estallará nuevamente, y la norma sancionada en Nemours será refrendada a través del Edicto de Unión (1588). No obstante, viendo tambalear su propio dominio sobre los territorios franceses a causa del poderío acumulado por las líneas más duras del catolicismo, Enrique iii dará un vuelco en su política y pergeñará el asesinato de los dos líderes de la Liga católica: Enrique de Guisa y su hermano, el cardenal de Lorena. El hecho será perpetrado en la víspera de la navidad del año 1588, y la doble sentencia de muerte implicará, también, el fin del propio rey. Enrique iii será declarado tirano por el liguista Jean Boucher en su De Justa Henrici Tertii abdicatione e Francorum regno, libriquator (1589), lo que lo ubicará en una situación de extrema precariedad política; precariedad a partir de la cual buscará restablecer los vínculos con Enrique de Navarra, su antiguo adversario. El Enrique de Anjou reconocerá al de Navarra como su legítimo sucesor, instándolo a convertirse nuevamente a la fe católica. El acuerdo de paz entre ambos se firmará finalmente el 30 de abril de 1589, y cuatro meses más tarde, el 1° de agosto, el rey será atacado en su recámara por el dominico Jacques Clément. Sobrevivirá sólo esa noche y dejará el trono en manos de su primo. 5. Hacia el Edicto de Nantes: el ascenso de Enrique IV
Con la desaparición de Enrique iii se producía aquel escenario tan temido por todos los miembros de la Liga: el posible advenimiento de un rey protestante. Sin embargo, los años posteriores al asesinato, y las notables resistencias ofrecidas durante ese período por los diversos actores políticos, eclesiásticos y militares, señalarán límites muy claros a dicha posibilidad. Poco a poco, quizás a regañadientes, Enrique de Navarra llegará a la conclusión de que
14 A esta intransigencia católica interna se le sumará un condimento externo de no poca importancia, cuando el papa Sixto V redacte una bula (9 de septiembre de 1585) por medio de la cual despojaba a Enrique de Navarra de sus derechos sobre su propio reino, y, por tanto, también de sus prerrogativas sobre la corona de Francia.
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Francia no admitirá jamás la posibilidad de que un abierto miembro de la iglesia reformada acceda al trono. Así, luego de muchas indecisiones, y tal vez a instancia de algunos destacados eruditos de la época,15 abandonará su antigua fe para adoptar la de Roma. La ceremonia de abjuración se producirá en catedral de Saint–Denis el 25 de julio de 1593, y el 27 de febrero del año siguiente Enrique iv será consagrado monarca de Francia en la catedral de Chartres. París reconocerá su autoridad el 22 de marzo, y, un mes después, la Facultad de Teología de la Sorbona lo recibirá como el «Rey muy cristiano». Finalmente, el papa Clemente viii le otorgará una absolución por medio de la cual será acogido nuevamente en el regazo de la Iglesia romana el 17 de septiembre de 1595. Así, luego de cinco años de intensas disputas intelectuales y políticas (cf. Lecler, 1967b:129–142), el trono de Francia quedará por fin en manos del primer representante de la casa de Borbón. Con él también llegará la tan ansiada paz: ya bajo el nombre de Enrique iv, y luego de su triunfal ingreso en la capital, el nuevo monarca promulgará el Edicto de Nantes16 (30 de abril de 159817), mancando el regreso a la senda de la política de la tolerancia iniciada, más de tres décadas antes, a través del Edicto de Enero (1562). La libertad de conciencia de los reformados quedará asegurada en todo el territorio del reino; la libertad de culto será establecida con ciertas ampliaciones respecto del Edicto de Poitiers, aunque la ciudad de París, al igual que en el resto de las normas anteriores, permanecerá siendo estrictamente católica. También se habilitará a los hugonotes la posibilidad de construir templos, garantizándoles, además, una serie de derechos civiles: el de celebrar consistorios, coloquios y 15 De acuerdo con los diversos relatos históricos, Michel de Montaigne parece haber sido uno de los principales consejeros de Enrique en esta materia. En efecto, el futuro monarca se hospedó en dos oportunidades en el castillo señorial de Montaigne. Y algunos de los textos del ensayista también ofrecen elementos —como intentaremos dejar en claro a lo largo de nuestro capítulo IV— que pueden resultar convincentes a la hora de pensar en la posibilidad de que Montaigne brindara a Enrique consejos de esa índole. 16 Cabe destacar que siete años antes, el 24 de julio de 1591, Enrique ya había sancionado el Edicto de Mantes, por medio del cual se anulaban los edictos de 1585 y 1588 —que habían establecido la unidad de culto en todo el reino— y se restablecían las disposiciones del Edicto de Poitiers, las que volverán a ser refrendadas mediante el edicto de Saint–Germain (15 de noviembre de 1594). 17 Más allá de está sanción, la aceptación del Edicto por parte de los distintos Parlamentos tendrá una considerable demora: el de París lo registrará el 25 de febrero de 1599; el de Grenoble, el 27 de septiembre de ese mismo año; el de Toulousse, el 19 de enero de 1600; el de Dijon, el 21 de enero; el de Bourdeux, el 7 de febrero; el de Aix, el 11 de agosto, y el de Rennes, el 23 de agosto de ese mismo año. El Parlamento de Rouen se resistirá a realizar este trámite hasta el 5 de agosto de 1609, y el de Toulouse, si bien había aceptado su vigencia en 1600, solo ordenará su transcripción en los registros del Parlamento en octubre de 1622.
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sínodos, y el de construir escuelas, colegios y universidades. Por último, a fin de garantizar una justicia imparcial, se volverán a crear las cámaras bipartitas en algunas ciudades importantes como Castres o París. Y se otorgarán unas 200 plazas de seguridad por el límite de ocho años. Sin embargo, más allá de todas estas disposiciones —muchas de las cuales ya habían sido establecidas por edictos anteriores—, podemos señalar dos características particulares que hacen al Edicto de Nantes. En primer lugar, esta nueva norma no referirá ya a un futuro Concilio general encargado de reunificar a los cristianos bajo una única religión. Luego de casi cuatro décadas de disputas y conflictos, y del avance de las propias iglesias protestantes, los actores parecen haber comenzado a tomar conciencia de que la Reforma no se había establecido en la realidad francesa de un modo provisional. En segundo lugar, tal como lo reclamará desde 1576 el autor de los Six livres de la République, la diferencia sustancial entre este Edicto y los anteriores la establecerá un poder político capaz de garantizar el cumplimiento de la norma. Un rey fuerte y decidido, cuya autoridad será aceptada de un modo indiscutible por los demás actores políticos. Ese, quizás, sea el más importante aporte de Enrique iv a la historia de la tolerancia francesa. /// Esbocemos una breve conclusión para nuestro recorrido. Resulta muy atractiva la tesis de Stephen Toulmin, quien sostiene que el asesinato del propio Enrique iv —ocurrido el 14 de mayo de 1610, a manos del fanático católico François Ravaillac— produjo un quiebre en la realidad política francesa, iniciando un nuevo período de intolerancia religiosa que tendrá su punto cúlmine en la Guerra de los Treinta Años. De hecho, aceptamos con él que el éxito histórico del proyecto filosófico de René Descartes (1977) (empeñado en «empezar todo de nuevo desde los fundamentos» (17), y en instituir un nuevo orden, una nueva Cosmópolis, y toda una nueva agenda de investigación a partir de la verdad intemporal e inconmovible del cogito) parece haber estado signado, al menos en parte, por la cruda experiencia de esos años. Es decir, por un contexto de crisis institucional que encontró, en la búsqueda e instauración de una renovada certeza teórica, una vía de escape a la desintegración (Toulmin, 2001:110). No obstante, y alejándonos aquí de la interpretación de Toulmin, hemos tratado de indicar que sería un error histórico suponer que el siglo xvi francés fue muy diferente del xvii. De hecho, el repaso de algunos de los acontecimientos medulares de la historia política e intelectual de esa centuria nos
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ha revelado un escenario en el cual las disputas religiosas estuvieron lejos de producirse en un clima de respeto mutuo y de aceptación de las diferencias. Luego de unos cuarenta años en los que el espíritu conciliador del irenismo erasmiano parece haber convivido con una marcada intransigencia política, luego del fallido Coloquio de Poissy (1561), y luego de los malogrados intentos pacificadores de Michel de L’Hôpital, la violencia política se verá generalizada. Así, ante el fracaso de esos intentos de conciliación, y del mismo modo en que Europa debió soportar durante el siglo xvii la Guerra de los Treinta Años (1618–1648), Francia padeció durante el transcurso de la segunda mitad del siglo xvi —entre la matanza de Vassy (1562) y el Edicto de Nantes (1598)— ocho guerras civiles en 36 años. De este modo, como muestran estos puros y duros datos históricos, el siglo en el que vivieron Castellion, Bodin y Montaigne parece haber revelado serios desafíos para la convivencia entre los hombres. Son esos desafíos los que hemos intentado representar a través del presente capítulo, pues creemos que su conocimiento quizás pueda echar un poco más de luz sobre las producciones filosóficas y los posicionamientos intelectuales asumidos por estos tres filósofos a los que ahora daremos la palabra.
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II. Castellion: entre la herejía y el derecho a creer lo equivocado «La elaboración de los principios y proyectos globales de tolerancia y la lucha por su aplicación fueron, por así decirlo, la gran tarea histórica de los oponentes, los marginados doctos, los exiliados y los intelectuales transgresores, ligados muy a menudo a minorías religiosas» (Rotondò, 1998:66). Humanista de vastos conocimientos, traductor y editor de la Biblia en lengua latina y vernácula, librepensador, defensor de la libertad de conciencia, calvinista, pero férreo oponente de Calvino, amigo y confidente del anabaptista David Joris, exiliado, denostado, refugiado en Basilea y finalmente muerto en la más absoluta miseria, Sébastien Castellion parece cumplir con todos los requisitos a los que refiere Rotondò. Ahora bien, considerando que Sébastien Castellion no es un pensador habitualmente incluido entre quienes conforman el canon de nuestra disciplina —a pesar del consejo de Pierre Bayle (1740), para quien nuestro humanista «debe tener un buen lugar entre los autores» (82)— hemos creído conveniente iniciar este segundo capítulo con un breve relato biográfico y bibliográfico. El segundo de nuestros apartados estará íntegramente dedicado al estudio de dos escritos clave para comprender la posición adoptada por Castellion a favor de la tolerancia, el Traité des héretiques (1554) y el Contre le libelle de Calvin (1554). No obstante, dado que ambos textos fueron redactados en respuesta a la ejecución del médico español Miguel Servet, y a la posterior apología realizada por Calvino en su Defensio ortodoxae fidei, también creímos conveniente comenzar dicho apartado repasando esos acontecimientos históricos.
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Del mismo modo, dado que ni la ejecución ni la posterior contienda textual se suscitaron en suelo francés, su inclusión en el marco de nuestro trabajo, creemos, debe ir acompañada de una breve explicación. Las principales razones que podemos aducir son las siguientes: en primer lugar, que el estudio de dichos textos resultarán cruciales para comprender el conjunto del pensamiento de Castellion, y su devenir desde una particular definición del concepto de herejía hasta una abierta defensa de la licitud de aceptar dos religiones en un mismo reino; en segundo, que el impacto producido por la ejecución de Servet superará ampliamente los muros de la ciudad de Ginebra, incluso hasta convertirse en uno de los paradigmas de la intolerancia; en tercero, que desde la redacción de su Institutio Christianae Religionis (1536) y la muerte de Martín Lutero (1546), la figura de Calvino alcanzará una influencia muy notable entre los protestantes de toda Francia. La primera sección, en la que analizaremos los argumentos desarrollados por Castellion en su Traité des hérétiques, estará a la vez subdivida en tres parágrafos. En el primero estudiaremos el prólogo de la edición latina de la obra, en el que Castellion —bajo el seudónimo de Martinus Bellius— realiza un pormenorizado análisis del concepto de herejía con el fin de poner en crisis una noción clave en los argumentos de los perseguidores. En el segundo parágrafo nos detendremos en el prefacio que el propio Castellion había redactado para su traducción latina de la Biblia en 1551. En este texto, incluido entre los pasajes compilados en el Traité, y dedicado al rey Eduardo vi de Inglaterra, ha sido consignado por los estudiosos como el primero en el que el humanista se opuso abiertamente a la persecución religiosa. Por último, centraremos nuestra atención en dos de los últimos textos que dan cuerpo a esta compilación. En ambos, escritos bajo los seudónimos de Georges Kleinberg y Basil Montfort, y atribuidos por la crítica al anabaptista David Joris y al propio Castellion, encontraremos ideas recurrentes en los escritos de este último. Las dos más importantes: a) que es la persecución, y no la libertad de conciencia, la que produce los mayores males al género humano; b) que debe existir una clara separación entre la espada secular y la autoridad espiritual. La segunda sección estará dedicada al estudio de la segunda respuesta brindada por Castellion a la apología del líder reformista, el Contra le libelle de Calvin. En cada uno de los parágrafos analizaremos tres de las principales ideas desarrolladas por Vaticanus, el personaje que da vida a la palabra del humanista. En el primero retomaremos la discusión en torno a dos nociones clave para comprender la posición de Castellion: la herejía y la blasfemia. Del mismo modo en que Calvino parece haber establecido una sinonimia maliciosa entre ambas nociones, Vaticanus se esforzará por mostrar la diferencia que existe entre ambas: mientras que la primera se reduce a una mera cuestión
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de opinión (en el peor de los casos, equivocada), y no afecta en absoluto la integridad de Dios, la blasfemia implica una negación de la divinidad que se traduce en actos. En efecto, al igual que la mayoría de los filósofos que se han abocado a la cuestión, Castellion concluirá que los blasfemos —es decir, los sediciosos— son los únicos individuos que deben ser punidos por sus actos. La herejía, en tanto, al referirse tan solo al ámbito de la opinión, no debe ser castigada. En el segundo nos detendremos —a partir de la analogía entre las pasiones de Cristo y de Servet— en la actitud de caridad y dulzura que Castellion recomienda adoptar para con aquellos que parecen equivocarse en materia de religión, oponiéndose una vez más al discurso de la persecución. «El mal jamás será vencido por el mal», afirmará, y quienes asuman y defiendan una posición contraria incurrirán en lisa y llana inhumanidad. En el tercer parágrafo, por último, nos referiremos a «la necesidad de reinterpretar espiritualmente las prescripciones carnales de la legislación mosaica» (Lecler, 1967a:400). Esta reinterpretación no sólo implica el abandono de la religión de la ley y la asunción de una religión del amor, sino que también señala una preeminencia de la ortopraxia por sobre la ortodoxia. Mientras la moral de Cristo puede ser comprendida fácilmente por cualquiera que así lo desee, sostiene Castellion, el dogma está plagado de oscuridades. Finalmente, el tercer apartado estará dedicado al análisis de las ideas desarrolladas por Castellion en el Conseil à la France desolée (1562), texto redactado en ocasión del inicio de las hostilidades entre católicos y protestantes en suelo francés. Ahora bien, dado que dicho texto presenta múltiples puntos de contacto con —y hasta una referencia explícita a— un escrito anónimo aparecido un año antes bajo el título Exhortation aux princes (1561), también creímos conveniente realizar un análisis de las tesis allí defendidas. Luego de repasar todos esos textos, y de analizar las diferentes tesis que en ellos se desarrollan, estimamos poder esbozar una interpretación general de la posición asumida por Sébastien Castellion en favor de la tolerancia y la libertad de conciencia. 1. Sébastien Castellion (1515–1563)
Sébastien Chatêillon —o Chatillon, latinizado bajo la forma de Castellion o Castalion— nació en Saint–Martin–du–Fresne en 1515 (cf. Buisson, 1892a–b; Guggisberg, 1997). No se conoce demasiado de su infancia, aunque sí se sabe que provenía de una familia poco acaudalada. Y que su padre, Claude Chatillon, fue un hombre honesto y laborioso, pero no muy letrado. En efecto, Castellion mismo nos ha brindado un testimonio muy esclarecedor al respecto:
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Mi padre era bueno, aun en la ignorancia de la religión; temía con horror sobre todo dos cosas: el robo y la mentira, y nos inspiraba ese mismo temor. Así, en nuestra infancia teníamos en la boca constantemente este proverbio de nuestra lengua materna: Ou pendre / Ou rendre / Ou les peines d’enfer attendre. De allí que, desde mis primeros años, siempre he sentido horror por esos dos vicios, de lo que son testigos todos los que alguna vez me han conocido en Ginebra o en otro lugar. (cit. Buisson, 1892a:3)
En efecto, esta posible distinción entre el conocimiento teórico de los dogmas de la religión, difícilmente discernibles incluso para quienes poseen grandes conocimientos teológicos, y la acción íntegra basada en preceptos simples e incontrovertibles será, a nuestro modo de ver, una de las claves para comprender sus argumentos en relación con la tolerancia de los herejes y de las sectas reformadas. Hacia 1535, Castellion se trasladará a Lyon e ingresará en el recientemente creado Collège de la Trinité. Allí tomará contacto con algunas de las obras más importantes de los humanistas de la época —como François Rabelais o Étienne Dolet—, y adquirirá un pormenorizado conocimiento de las lenguas clásicas. Tendrá, también, un primer acercamiento con la Institutio Christianae Religionis (1536) de Jean Calvin, a partir de cuya influencia adherirá a las ideas de la Reforma. Algunos años más tarde, en 1540, viajará a la ciudad de Estrasburgo, en donde mantendrá un encuentro con el propio Calvino, en cuya compañía se trasladará finalmente a la ciudad de Ginebra. Una vez allí, será designado director del Collège de Rive, cargo en el que se destacará por sus innovaciones pedagógicas: compondrá y publicará sus Dialogui Sacri (1542), una serie de diálogos de carácter moral cuya base se encuentra en diversas parábolas de las Escrituras. Esta obra tendrá un enorme impacto y será reeditada en muchas ocasiones a lo largo de Europa. Serán esos mismos años los que verán surgir las primeras divergencias teológicas entre Castellion y su maestro a propósito de la interpretación de algunos salmos; las mismas inducirán a Calvino a impedir que el humanista saboyano continuase ejerciendo sus labores docentes. Expulsado de su cargo, y ya en malos términos con su antiguo protector, Castellion se trasladará a la ciudad de Basilea —villa que se convertirá, poco a poco, en un refuge para aquellos individuos y grupos minoritarios de la Reforma, como los anabaptistas y los unitaristas italianos— en donde experimentará por primera vez una situación de extrema pobreza. En sus primeros tiempos en aquella ciudad, Castellion sobrevivirá recogiendo listones de madera de las aguas del Rin, y, más adelante, transitará sus días en diversos empleos: primero se desempeñará como corrector de imprenta, más tarde como lector de griego, y, finalmente, en agosto de 1553, será nombrado maître des Arts en
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la Universidad de Basilea. Pero aun en la penuria económica, Castellion no abandonará nunca sus afanes humanistas. Es así que durante esos mismos años se las arreglará para confeccionar dos traducciones de las sagradas Escrituras: su Biblia sacra latina aparecerá en 1551, mientas que la versión francesa, bajo el título Bible translatée avec annotations, lo hará en 1555.1 Es decir, un año después del momento en el que la relación entre Castellion y Calvino terminará de romperse definitivamente. Como veremos a continuación, Castellion reaccionará con mucha energía frente al martirio del médico español Miguel Servet, ejecutado en Ginebra a finales de octubre de 1553. Será este acontecimiento el que lo incite a componer su Traité des heretiques y su Contra libellum Calvini. Teodoro de Beza y Calvino no sólo responderán en varias ocasiones a los textos de Castellion, sino que también se encargarán de prohibir la publicación de las distintas réplicas confeccionadas por el humanista, e incluso realizarán diversas gestiones antes las autoridades de la Universidad de Basilea a fin de que Castellion sea separado de su puesto. Algunos años más tarde, en 1562, desatada la primera de las ocho guerras de religión en territorio francés, Castellion publicará su Conseil à la France désolée, reclamando la coexistencia pacífica de las confesiones y anticipándose en más de 30 años a la solución política que solo se alcanzará con la sanción del Edicto de Nantes. Al año siguiente dará a conocer su último escrito, una suerte de testamento filosófico, teológico y moral bajo el título De arte dubitandi et cofidendi, ignorandi et sciendi. En dicha obra, Castellion profundizará su distinción entre la oscuridad que exhibe la Escritura en términos doctrinales, y su claridad en cuanto a los preceptos morales, exhortando, al 1 Los títulos completos de estas traducciones son los siguientes: Biblia, interprete Sebastione Castalione, una cum eiusdem annotationibus (Johannes Oporinus, Basel, 1551) y La bible nouvellement translatée avec des annotations sur les passages difficiles. Par Sebastian Chateillon (chez Jean Hervage, Basel, 1555). De esta última versión, que experimentó diversas reediciones entres los siglos XVI y XVIII, existe una edición moderna: La Bible: 1555, nouvellement translatée par Sébastien Castellion (Paris, Bayard, 2005). Para mayores detalles sobre las intenciones que dieron origen a las traducciones de Castellion, las técnicas que este implementó en ellas, y la desfavorable recepción que suscitaron —sobre todo entre los teólogos ginebrinos y entre algunos otros editores, como Henri Estienne—, cf. Marie–Christine Gomez–Géraud (2007). Brevemente, Gomez–Géraud sostiene que la paciente labor humanista de Castellion, y su cuidado por brindar una transmisión rigurosa de los textos, se enmarca en sus proyectos de pacificación de los ánimos religiosos. En efecto, como veremos en detalle a lo largo de este capítulo, el humanista saboyano parece convencido de que muchas de las más grandes controversias corresponden tanto a la oscuridad de los propios textos bíblicos como a tergiversaciones exegéticas de teólogos interesados. En tal sentido, también, lo veremos muy aplicado en brindarnos una versión fidedigna de los ataques que Calvino supo dirigir a Servet, a fin de no incurrir en el mismo vicio de falsificación exhibido —con claras intenciones de facilitar su empresa de desprestigio del hereje— por el pastor ginebrino.
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mismo tiempo, a abandonar la letra para interpretar dichas máximas conforme al espíritu. Morirá ese mismo año, atravesando nuevamente una situación de penuria económica, y sólo eludiendo con la muerte un proceso judicial por herejía que sus adversarios habían logrado iniciarle algunos meses antes. Con contadas excepciones, su obra será motivo de una indiferencia general por parte de sus contemporáneos, y sólo Michel de Montaigne (2007:304–305) parece haberle rendido algún tipo de homenaje. Sin embargo, más allá de ese restringido impacto inmediato, su denuncia del fanatismo y su defensa de la libertad de conciencia brindarán a Castellion un lugar indiscutible en la historia de la tolerancia religiosa. Esa misma defensa lo situará, también, en los orígenes del ala liberal del protestantismo, y su legado será rápidamente recogido por Pierre Bayle. Sus ideas llegarán a los debates de la Asamblea Nacional de la mano del girondino Jean–Paul Rabaut Saint–Étienne (1743–1793), quien en su discurso del 23 de agosto de 1789 hará un encendido reclamo en favor de igualdad jurídica de los no–católicos, concentrando su atención en la libertad de conciencia y de culto. Y Ferdinand Buisson (1841–1932), uno de los padres del laicismo francés, no solo le dedicará un enorme estudio con motivo de su Tesis de Doctorado (1892) sino que también echará mano de algunos de los argumentos de Castellion para dar sustento a sus propias propuestas acerca de la educación no confesional. Finalmente, en otro hito de las letras contemporáneas, Stefan Zweig publicará, en 1936, durante el transcurso de uno de los períodos más dolorosos de la historia europea, su afamado Castellio gegen Calvin. Será en esas páginas en donde este judío austríaco, obligado a emigrar a Latinoamérica a causa de la persecución nazi, nos legará las palabras que siguen: Desde el punto de vista del espíritu, las palabras «victoria» y «derrota» adquieren un significado distinto. Y por eso es necesario recordar una y otra vez al mundo, un mundo que sólo ve los monumentos de los vencedores, que quienes construyen sus dominios sobre las tumbas y las existencias destrozadas de millones de seres no son los verdaderos héroes, sino aquellos otros que sin recurrir a la fuerza sucumbieron frente al poder, como Castellion frente a Calvino en su lucha por la libertad de conciencia y por el definitivo advenimiento de la humanidad a la tierra. (Zweig, 1937:248)
2. Una hoguera, una apología, dos respuestas
«Terrible es el precio que la ciudad paga por el orden y la disciplina, porque jamás conoció Ginebra tantas penas capitales, condenas, torturas y destierros, como desde la fecha en que ahí domina Calvino en el nombre de Dios»
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(Zweig, 1937:72). Con estas palabras, Zweig nos retrata el clima de la época en la cual nos situamos: siglo xvi, siglo de la Reforma, siglo de interminables batallas fratricidas iniciadas y sostenidas bajo el santo manto de la religión, consumadas en nombre del padre. Con ese marco de referencia, repasemos un episodio puntual que, tanto a causa de su particular crudeza como debido a sus repercusiones históricas y filosóficas (Pérez Zagorin, 2003:96), se ha convertido en un paradigma de la intolerancia y de la persecución religiosa: la ejecución de Miguel Servet. El 27 de octubre de 1553, luego de un largo proceso judicial e innumerables martirios, el médico español, presunto negador del dogma de la santísima Trinidad y, en tanto, precursor del unitarismo que popularizarán más tarde los italianos Lelio y Fausto Sozzini,2 es quemado en la hoguera, en la ciudad de Ginebra, a causa de su condición de hereje. Jean Calvin, guía espiritual de la capital reformada, será —junto a su mano derecha, Théodore de Béze— no solo el principal impulsor de la ejecución, sino un ulterior y acérrimo defensor de la violencia ejercida en el nombre de la verdad. Si bien es posible compartir la mirada de exégetas clásicos que intentan brindarnos una interpretación menos personalizada del affaire Servet (Buisson, 1892a–b), también parece indudable que los acontecimientos y discusiones posteriores a la muerte de este paradigmático hereje, pondrán a Calvino en el centro de la escena. Como afirmará con razón Joseph Lecler (1967a:378): «De todas formas, el «papa de Ginebra» adquirirá entre todos los reformados una fama especial de intolerancia, incluso para con miembros de sus propias filas». Así, más allá del apoyo que recibiera de parte de los líderes de las Iglesias reformadas ubicadas en las regiones aledañas —como Zurich—, y ante algunas miradas críticas que empezaban a desarrollarse en la época,3 Calvino parece haber experimentado cierta necesidad de defenderse, de brindar una explicación que pudiera ponerlo a cubierto de los reproches de quienes co-
2 Los escritos teológicos de Servet que parecen haber producido un mayor impacto entre los iniciadores del movimiento sociniano son sus dos primeros: De Trinitatis Erroribus (1531) y Dialogorum de Trinitate (1532). El que suscitará el mayor conflicto con Calvino, en tanto, es aquel titulado Christianismi Restitutio (1546), cuyo título resulta una clara alusión a la obra que mismo pastor ginebrino había publicado por primera vez diez años antes. 3 El epicentro de las criticas era la ciudad de Basilea, en la que comenzaban a concentrarse todos aquellos refugiados protestantes cuyas ideas resultaban poco atractivas a los ojos de la naciente ortodoxia. Entre los primeros opositores de Calvino puede señalarse al jurista paduano Matteo Gribaldi (c. 1505–1564), autor de una Apologia pro Serveto. Otro caso destacable es el Pierre Vandal, miembro de Consejo de Ginebra y líder del partido de los Libertinos. Reconocido como uno de los posibles autores del Livre des blâmes, opúsculo que denuncia la ejecución de Servet, se vio obligado a huir de la ciudad en 1555.
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menzaban a emparentar su accionar con el de los «papistas», aseverando que el motivo último de su posición teológica no se hallaba en el celo celestial, sino en una de las más bajas pasiones terrenales: la ambición. De este modo, «con las brasas de la hoguera de Servet todavía encendidas» (Buisson, 1892a:337) comenzará una acalorada discusión acerca de la legitimidad de hacer morir a los herejes. Cuatro meses después de la ejecución de Servet, en enero del año 1554, Calvino publicará la Declaratio orthodoxae fidei y la adaptación francesa de esta misma obra: Déclaration pour maintenir la vraye foy. En dicho texto, expondrá las razones por las cuales considerará lícito que quienes se apartan de la ortodoxia sean castigados, incluso con la pena capital, con el auxilio de los medios seculares. Asimismo, si bien es posible conjeturar —con la ayuda de Marius Valkhoff (1967:11–12) y Stefan Zweig (1937:151)— que todos los contemporáneos de la ejecución de Servet comprendieron sin demora que ella había producido un cisma moral en la Reforma, este hecho, y su posterior apología dogmática, parecen haber producido un impacto particular en Sébastien Castellion. El antiguo discípulo de Calvino no hará oídos sordos a los últimos gritos de aquel que moría en la hoguera a causa de sus ideas heterodoxas, ni mucho menos se permitirá pasar por alto las justificaciones que el líder reformista pretendía dar a lo que —a sus ojos— será, con toda seguridad, una corrupción del mensaje de Cristo. Interpelado por la violencia con la cual había sido ejecutado Servet y por la actitud intolerante que mostraba Calvino tanto en sus decisiones político–religiosas como en las opiniones vertidas en su Declaratio, Castellion publicará, en marzo de 1554, una compilación de textos en favor de la tolerancia de los herejes: el Traité des hérétiques (1554).4 Cabe aclarar que ese Traité no será una respuesta directa a la Declaratio de Calvino, sino un manifiesto de tolerancia que buscará posicionarse —al igual que Voltaire a partir del caso Calas— en el terreno estrictamente filosófico, esto es, más allá de las discusiones en torno al caso particular de Miguel Servet. Ello queda claro en el hecho de que el médico español no es nombrado siquiera una sola vez a lo largo de la obra. No obstante, esa refutación directa tampoco faltará: como veremos luego, Castellion compondrá —hacia finales 4 Un par de semanas antes, en febrero de 1554, el libro había sido publicado en latín bajo el título De Haereticis an sint persequendi. Théodore de Bèze publicará una refutación a esta versión latina del Traité bajo el título De haereticis a civil magistratu puniendis libellus, adversus Martini Belli farraginem et novorum Academicorum sectam, el que comúnmente será conocido como el Anti Bellius. La polémica encontrará su conclusión en una nueva respuesta de Castellion, titulada De haereticis a civil magistratu non puniendis, pro Martini Bellii farragine, adversus Theodori Bezae libellus. Authore Basilio Montfortio. Para un análisis más detallado de ambas obras, cf. Valkhoff (1960, 1961).
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de ese mismo año— una obra titulada Contra libellum Calvini, por medio del cual intentará rebatir una a una muchas de las proposiciones defendidas en su Declaratio por el líder reformista. 2.1. El Traité des hérétiques
Como solía ocurrir con los escritos del período en el que nos situamos, el título mismo de la obra resumía los objetivos más importantes perseguidos por el autor. Bajo ese criterio general, en la página inicial de la versión francesa del De haereticis puede leerse lo que sigue: Traité des hérétiques. A savoir, si on les doit persécuter, et comment on se doit conduire avec eux, selon l’avis, opinion, et sentence de plusieurs auteurs, tant anciens, que modernes. Grandement nécessaire en ce temps plein de troubles, & très utile à tous, & principalement aux Princes & Magistrats, pour cognoistre que est leur office en une chose tant difficile & périlleuse. «Celuy qui estoit né selon la chair, persecutoit / Celuy qui estoit né estoit né selon l’Esprit» Galatas 4:29. (Castellion, 1913)
De aquí podemos inferir que el Traité fue concebido por Castellion con la intención de aconsejar a los príncipes y magistrados seculares en relación con una cuestión especialmente «difícil y peligrosa» (Pérez Zagorin, 2000:112).5 La que, producto del particular escenario abierto luego del cisma protestante, se había convertido en una de los problemas centrales a resolver. ¿Debe perseguirse a los herejes? Será esta la pregunta crucial a la que el autor intentará dar respuesta, acompañando sus propias reflexiones con las «opiniones y sentencias de varios autores, tanto antiguos como modernos». Así, Castellion realizará una atenta compilación de las reflexiones que diversos padres de la Iglesia (san Agustín, san Crisóstomo, san Jerónimo), algunos de sus contemporáneos (Erasmo, Coelius Secundus Curio, Jean Brenz, Sébastien Frank) e incluso los dos líderes
5 En tal sentido, y aunque esto pueda resultar más patente en relación con Conseil à la France desolée o con la Exhortation aux princes, quizás también pueda ubicarse al Traité en esa larga tradición de escritos incluidos bajo el género de Speculum Princeps. En efecto, los espejos de los príncipes, textos cardinales en la filosofía política de la Baja Edad Media y el Renacimiento, tenían por objeto instruir a los distintos soberanos en ciertos aspectos centrales de su conducta gubernativa, como la guerra, la diplomacia o la religión. Entre algunos de los más destacados, pueden señalarse los siguientes: John de Salisbury, Policraticus (1159); Tomás de Aquino, De Regno (c.1260); Nicolás Maquiavelo, Il principe (1513); Erasmo de Rotterdam, Institutio principis Christiani (1516); Georges Buchanan, De jure regni apud Scotos (1579); Juan de Mariana, De rege et regis institutione (1598).
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reformados más importantes (Lutero y el propio Calvino) realizaron acerca de la cuestión. A través de ella buscará mostrar que los autores más influyentes de la tradición cristiana han coincidido siempre en su rechazo de la posición que pretende hacer morir a quienes incurren en la heterodoxia doctrinal (Curley, 2004). Así, ayudado por estos argumentos de autoridad, Castellion tendrá por objetivo final no solo defender la inocencia del error, sino también poner en claro la inhumanidad que implican tanto la coacción como el asesinato por motivos religiosos. En una palabra, si quisiéramos brindar una interpretación general de los textos recogidos por el autor, deberíamos decir que la meta de todos ellos se circunscribe a señalar la incongruencia que existe en empuñar la espada secular por motivos espirituales. Sinsentido que será señalado desde el prefacio de la edición francesa —atribuido falsamente a un traductor— que Castellion dirige al conde Guillermo de Hesse. Asimismo, aunque esta compilación represente la mayor parte del Traité, Castellion también incluirá una serie de textos de su propia mano: el prólogo de la edición del De haereticis, dirigido al duque Christophe de Würtemberg, en donde desarrollará algunas de las ideas más novedosas en relación con la herejía; el prefacio a su edición latina de la Biblia (1551), en donde expondrá su interpretación del verdadero mensaje de Cristo, recomendando a los magistrados a piedad y la moderación; y una suerte de epílogo, bajo el seudónimo de Basile Montfort, en el que resaltará las claras distinciones que deben existir entre los asuntos seculares y los asuntos espirituales. Serán esos tres breves textos a los que referiremos a continuación, añadiendo a nuestro análisis otro pasaje atribuido a Georges Kleinberg; seudónimo detrás de cual la crítica ha solido reconocer al anabaptista David Joris (Buisson, 1892b).6 2.1.1. Esa maldita palabra: Martin Bellie ante la herejía
Permítasenos iniciar este apartado dando la palabra a uno de los alter ego de Castellion, Martin Bellie, quien se propone hablar libremente «según su conciencia», respetando al mismo tiempo el mensaje que Cristo ha legado a los cristianos a través de «sus costumbres y su doctrina». 6 De todas maneras, sea de Joris o del propio Castellion, creemos que el texto Kleinberg continúa siendo relevante por dos motivos. Los que podemos expresar del siguiente modo: si fuera de Castellion, porque tendríamos un documento más en el cual apoyar nuestra interpretación de su obra; si fuera de Joris, porque contaríamos con un testimonio de primera mano en relación con las ideas que los refugiados de Basilea exponían en contra de la persecución. Y eso contribuiría a una de nuestras metas: la de reconstruir con la mayor fidelidad posible el contexto histórico, político e intelectual que originan los desafíos a los que Castellion intenta dar respuesta.
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Esta licencia de juicio que reina hoy en día, y que llena todo de sangre, me obliga, oh dulce Príncipe, a intentar detener con todas mis fuerzas este derramamiento de la sangre de quienes han pecado gravemente (la sangre de los llamados herejes), cuyo nombre hoy en día ha devenido en algo tan infame, tan detestable, tan horrible, que si uno desea que su enemigo sea prontamente condenado a muerte, no hay nada más simple que acusarlo de herejía. (Castellion, 1913:18–19)7
En esta época tan particular, prosigue el autor, no solo se persigue furiosamente a los herejes, sino también a «todos aquellos que siquiera osan abrir la boca para defenderlos» (19). De tal modo, que la mayoría de ellos son llevados al cadalso antes de que las causas de su acusación sean verdaderamente conocidas, o de que sus razones sean escuchadas y sopesadas con justicia e imparcialidad. No menos elocuentes que aquellas palabras de Stefan Zweig a las que referíamos más arriba, estas aseveraciones de Castellion condensan en breves renglones el sentir de una época; el odio y el desprecio que muchos de sus contemporáneos parecen haber experimentado frente a quienes eran catalogados con esta maldita palabra: «herejes». Es este el motivo último que da origen al texto de Castellion. La oscuridad e imprecisión del concepto de herejía —muchas veces reforzada y aprovechada con astucia por personajes como Calvino— posibilitaba que quienes detentaban el poder eclesiástico y político fueran capaces de rotular bajo esa categoría a sus potenciales enemigos, provocando funestas consecuencias. Es por ello que Castellion se propone —como primer objetivo— lograr una definición precisa de este malogrado concepto, no ya «según la opinión común
7 A partir de estos dichos, quizás podríamos aplicar al concepto de herejía las mismas reflexiones que Lucien Febvre destinó a la acusación de ateísmo en el siglo XVI, mostrando que dicho epíteto carecía de un sentido definido, y que su única función consistía en desprestigiar al adversario ante el público de lectores u oyentes. En efecto, señala Febvre (1993), cada época ha sabido construir su propio estereotipo de enemigo de la sociedad: «Hacia 1936, en París, el pequeño burgués que con gusto frecuenta las reuniones políticas será calificado de «hombre peligroso» por las comadres. Y bajando la voz, con el mismo tono con el que, en 1900, hubieran dicho: «un anarquista», ahora profieren: «¡un comunista, Señor!». Frases de nuestra época, en la que los problemas sociales interesan antes que todo. En el siglo XVI, sólo la religión iluminaba el Universo. Y el hombre que pretendiera no pensar como los demás, el hombre de palabras atrevidas, de crítica fácil, recibía las exclamaciones: «¡impío, blasfemo!» y, para terminar «¡ateo!»» (93). Al respecto, también puede consultarse el excelente ensayo de Reinhart Koselleck titulado «Conceptos de enemigo» (2012:189–197). Allí, el historiador alemán repone tres tipos de enfrentamiento: el de los helenos contra los bárbaros, en la antigüedad clásica; el de los cristianos contra los «infieles» o «herejes», una vez que Dios hubo ocupado el centro de la escena; y el de los hombres detentores de humanidad contra los in–humanos, una vez consumadas las revoluciones modernas y establecidas las declaraciones de los derechos.
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del pueblo, sino de acuerdo a la palabra de Dios» (25). Es decir, recurriendo directamente al mensaje que es posible hallar en las Escrituras. Asimismo, luego de haber identificado con certeza qué es un hereje, y quiénes pueden ser ubicados bajo esa categoría, el segundo objetivo que se propone Castellion es el de clarificar qué actitud deben adoptar los magistrados seculares y los líderes religiosos respecto de ellos. Así, el prefacio del Traité busca dar respuesta a estos dos interrogantes principales: ¿qué es un hereje? y ¿cómo debe ser tratado? (Zweig, 1937:167) Ayudado por las reflexiones de los autores antiguos y modernos, cuya compilación es la base sustancial del Traité des hérétiques, Castellion intentará dar respuesta a la segunda cuestión. Pero antes de llevar a cabo esa tarea de elucidación teológica y jurídica, el autor se embarca de lleno en una búsqueda que podríamos catalogar como histórico–filológica. Debido a que en estas sentencias [que forman parte de la compilación] se muestra, no lo que es un hereje (aquello que sin embargo debe ser conocido antes que cualquier otra cosa) sino cómo debemos tratar a los que son catalogados como herejes, expondré brevemente, por la palabra de Dios, qué es un hereje, a fin de que podamos apreciar con qué clase de gente es con la que tratamos. (Castellion, 1913:24)8
Es a partir de allí que el humanista realiza su búsqueda. Dirigiendo primero su mirada a las Escrituras y repasando palabra por palabra —ya que había realizado dos traducciones de la Biblia— las posibles ocurrencias del concepto, Castellion afirma que el término hereje puede encontrarse solo una vez en las santas Escrituras, «en el capítulo tercero de la epístola que San Pablo envía a Tito: «Evita al hombre hereje luego de una o dos amonestaciones, sabiendo que tal hombre es un pervertido, y un pecador que está condenado por sí mismo»» (26). Teniendo en cuenta esta única referencia, y de acuerdo con la definición que ella nos provee, es posible poner en claro dos importantes cuestiones: en primer lugar, que el hereje es un hombre obstinado que rehúsa la validez de las advertencias y de las amonestaciones; en segundo, que aquellos que se mantienen dentro de la ortodoxia no deben hacer otra cosa que 8 Hagamos aquí una aclaración: Castellion jamás afirmará estar defendiendo a los herejes; al contrario, será rotundo cuando señale: «Y no digo aquí nada para favorecer a los herejes (pues odio a los herejes)» (1913:19). Sin embargo, el talante de su texto, y su ardorosa labor por desentrañar la verdadera significación del concepto de herejía, podría permitirnos catalogar a su trabajo como una defensa de los herejes; es decir, en sentido estricto, de aquellos que piensan de modo diferente de quien detenta la voz y la palabra, sobre todo desde una posición de poder (cf. Pérez Zagorin, 2000:106–107).
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evitar tener un contacto directo con este testarudo. Luego de realizadas las amonestaciones correspondientes, nadie debe seguir malgastando sus energías en condenarlo en forma activa, ni menos aún en perseguirlo, torturarlo o matarlo, pues por esta extraña afición a mantenerse en el pecado aun contra los consejos y las advertencias recibidas, el hereje se condena a sí mismo. Y lo que es peor, no solo se condena a un castigo temporal, sino posiblemente a uno de carácter eterno. Así pues, según podría concluirse de esta primera, la medida más drástica que la Iglesia puede —y debe— tomar con esta oveja descarriada es apartarla del rebaño, es decir, excomulgarla. Por otra parte, en cuanto a la posible intervención de los magistrados seculares en la punición de los herejes, las Escrituras parecen limitarse a omitir la cuestión. Ahora bien, aclara el autor: Existen dos tipos de herejes u obstinados: los unos son obstinados respecto a las costumbres, como los avaros, los burlones, los lujuriosos, los borrachos, los perseguidores; y otros que, habiendo sido amonestados, no se corrigen… Los otros son obstinados respecto a las cosas espirituales y a la doctrina; a ellos es a quienes conviene propiamente el nombre de herejes, pues la palabra herejía es una palabra griega que significa secta u opinión. De allí que aquellos que se mantienen obstinadamente en una opinión o secta viciosa, sean llamados herejes. (Castellion, 1913: 26–27)
De esta subdivisión surge otra cuestión de suma importancia, pues, como afirma el propio Castellion, «juzgar la doctrina no es cosa tan fácil como juzgar las costumbres» (27). Por tanto, mientras que los miembros de las diferentes religiones son capaces de ponerse de acuerdo respecto de los crímenes del derecho civil y de las buenas costumbres que mantienen en pie y en paz una sociedad, pues todos ellos son capaces de acordar que los ladrones y los asesinos son «personas malvadas», no ocurre lo mismo cuando ingresamos en el terreno de las discusiones doctrinales (28). En estas, según lo podemos observar habitualmente, no solo los miembros de las diferentes religiones se condenan uno a otros entre sí —no sólo los judíos condenan a los musulmanes o a los cristianos por herejes, y viceversa— sino que incluso «los cristianos, en la doctrina de Cristo, están en desacuerdo con los cristianos en una gran cantidad de artículos; condenándose los unos a los otros y teniéndose mutuamente por herejes» (28–29). Sobre la base de estas últimas afirmaciones, que podremos encontrar reafirmadas en varias ocasiones a lo largo del Contra le libelle de Calvin, Castellion ha sido ubicado dentro de la tradición del liberalismo erasmiano, cuya característica principal residiría, según señala Edwin Curley (2004:49), «en hacer hincapié en los aspectos éticos del cristianismo,
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a expensas de la doctrina, suspendiendo el juicio acerca de muchas cuestiones teológicas, e insistiendo en que la fe realmente necesaria para la salvación era muy sencilla y poco controversial» (cf. Derwa, 1980). Así, luego de haber mostrado el sentido de la única ocurrencia de la palabra hereje en toda la Escritura, de haber señalado que en su raíz griega no posee ninguna connotación negativa, sino que solo alude a la pertenencia de un individuo a una escuela o secta específica, y de haber distinguido entre los obstinados respecto a las costumbres y los obstinados respecto de la doctrina, Castellion arriba a una contundente conclusión. Cierto es que, después de haber buscado largamente qué es un hereje, no encuentro otra cosa, sino que nosotros consideramos herejes a los que no concuerdan con nuestra opinión. Esto se pone de manifiesto en lo que vemos [a nuestro alrededor]: que no hay casi ninguna secta (las cuales son hoy tan numerosas) que no tenga a las demás por hereje, de manera que, si en esta ciudad o región eres considerado fiel, en la ciudad vecina serás considerado hereje. De tal modo que si alguien quiere vivir [sin ser perseguido], le es necesario tener tantas fes y religiones como ciudades o sectas existen: de la misma manera que quien va de país en país tiene la necesidad de cambiar su moneda día a día, pues la que en un lugar es buena, en otra parte carece de valor. (Castellion, 1913:24–25)
A partir de esta definición tan particular y novedosa, resulta claro que la noción de herejía deja de estar revestida por un carácter absoluto, claro y distinto, y cae —para escándalo de los acérrimos defensores de la ortodoxia— en el desdichado campo del relativismo (Curley, 2004:29; Beame, 1966:252–253). Según la interpretación que ofrece Castellion —de la que tanto partido sacará Pierre Bayle en su Commentaire philosophique— la acusación de herejía puede convertirse en un argumento reversible: lo que es un hereje a los ojos de los católicos, es un fiel ortodoxo para los calvinistas, y viceversa; o la doctrina que de un lado de Pirineos se considera verdadera y absolutamente apegada a la ortodoxia, del otro puede ser tenida por la peor de las herejías, por el peor de los insultos a la verdad y a la majestad divina. ¿Cómo actuar, entonces, frente a las disputas?, se pregunta Castellion desde este nuevo escenario relativista. Ciertamente, debe hacerse aquello que nos enseña San Pablo, responde de inmediato: «Que aquel que no come, no desprecie al que come» (29). Que los judíos o los turcos no condenen a los cristianos. Y que, del mismo modo, los cristianos no condenen a los turcos o a los judíos; «sino que les enseñen y atraigan por la verdadera piedad y justicia» (29). Es necesario que los hombres actúen así, señala, no solo porque el concepto de herejía se ha convertido en una acusación incierta, sino también porque
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este es el verdadero mensaje que Cristo nos ha legado, y, por consiguiente, el único remedio cierto con el que los hombres cuentan para dar fin a sus interminables contiendas. Asimismo, como puede inferirse a partir de estas últimas consideraciones, Castellion entiende que la doctrina que Cristo ha legado a los cristianos es susceptible de ser reducida a tres puntos incontrovertibles y fundamentales: evitar incurrir en la intolerancia de condenarse unos a otros, ejercitar la caridad mutua, y esforzarse por enseñar a los demás —por medio de ejemplos de justicia y bondad— la verdadera religión (cf. Pérez Zagorin, 2000:108). Los problemas que acucian al mundo resultan de no prestar la suficiente atención a estas verdades básicas y comunes, y de la obstinación de poner en el centro de la escena los aspectos controversiales de la doctrina, como el dogma de la Trinidad o la predestinación. Pues si bien es cierto que resulta muy difícil saber quién de todos —cristianos, judíos o musulmanes— está en la plena verdad, o quién de todos posee la clarividencia necesaria para elucidar las cuestiones últimas en las que se cimenta la creencia, lo que sí queda claro es que muchos de los miembros de cada una de esas sectas creen estar en posesión de una verdad absoluta e indubitable. Y lo que es más peligroso, muchos de ellos también parecen sentirse habilitados, a causa de esta convicción, a extender su verdad utilizando todos los medios que sean necesarios: no sólo la palabra o el ejemplo, sino también «el hierro y el fuego» (Montaigne, 2007:1533). Es esa última actitud, propia de los verdaderos obstinados, la que Castellion observa con horror a su alrededor. En ese mismo sentido, afirma, el verdadero mal que aqueja a la sociedad humana no es la diversidad de opiniones, y la tolerancia que ella necesariamente debe implicar para permitir la convivencia pacífica, sino su contrario; la intolerancia, la incapacidad de soportar la opinión contraria, la insuperable necesidad —promovida por algunos, a veces poderosos e influyentes— de alcanzar una plena ortodoxia, la univocidad doctrinal. La chispa que enciende la llama de cada una de las hogueras es la incapacidad que muchos hombres muestran para compartir su existencia con aquellos que piensan de un modo diferente, aun cuando sus costumbres básicas sean comunes. «Si pudiéramos gobernarnos [a nosotros mismos], seríamos capaces de vivir juntos y en paz» (30), afirma Castellion. Y si en medio de nuestras discordias —señala, como una posible solución pacífica—, fuésemos capaces de consentir en el dogma del amor mutuo, estaríamos en condiciones de convivir en paz más allá de las disensiones acerca de oscuras cuestiones doctrinales. No es así, constata apesadumbrado; «nos empeñamos en combatirnos mutuamente los unos contra los otros por odios y persecuciones y así nos percatamos de que cada día que pasa vamos de mal en peor» (30).
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Ahora bien, se pregunta Bellie en las postrimerías del prefacio, ¿quién, en su sano juicio, piensa estar actuando de acuerdo a las enseñanzas de Cristo cuando inmola y quema a un hombre vivo? ¿Quién puede estar convencido de que sirve a la causa de Jesucristo —que no es otra, como vimos, que la del amor y la caridad— con ese cruel modo de actuar? Oh Cristo, creador y rey del mundo, ¿ves tú estas cosas? ¿Has devenido tú totalmente otro del que eras, tan cruel y tan contrario a ti mismo? Cuando estabas sobre la tierra, no había nadie más dulce, más clemente, ni quien sufriera más injurias… ¿Estás ahora así de cambiado? […] Oh Cristo, ¿ordenas y apruebas tú estas cosas? (Castellion, 1913:31–32)
Parece claro que el mensaje de Cristo no es el responsable de las ejecuciones, de las hogueras, de las masacres y de las innumerables guerras fratricidas que la religión ha provocado a lo largo de la historia, y provocará todavía durante el siglo xvi francés. No es el mensaje de Cristo, sino la interpretación equivocada —y muchas veces intencionada— de los hombres (Pérez Zagorin, 2000:109), es decir, la mirada extraviada de aquellos que tergiversan su mensaje y hacen en su nombre exactamente lo contrario de lo que él les ha indicado tanto con su vida como con sus palabras: «Oh, ¡horrible blasfemia! ¡Oh malvada audacia de los hombres, que osan atribuir a Cristo aquellas cosas que son hechas por la orden e instigación de Satán!» (32). Así termina el prefacio de esta obra, con una exhortación final al duque de Würtemberg: «Me despido y pongo fin, estimando que por estas cosas entenderás con bastante claridad, oh príncipe, cuán contrarias son estas acciones a la doctrina de Cristo, y a sus costumbres» (32). Como breve conclusión de nuestro análisis, podemos señalar que Castellion se opone a la persecución y ejecución de los herejes por tres razones fundamentales. En primer lugar, por el carácter relativo de la noción de herejía; en segundo, por la oscuridad e incerteza que presentan las cuestiones doctrinales a las que refieren las Escrituras, lo que entraña una enorme dificultad a la hora de saber quién está en la verdad y quién en el error; en tercero, porque la mortificación de los cuerpos y la coacción de las conciencias son prácticas absolutamente contrarias al mensaje de la caridad y del amor mutuo que Cristo ha pregonado a través de su propia vida. 2.1.2. El mensaje de Cristo: un prólogo para el rey
Será este último punto el que abordará Castellion en el inicio del prefacio a su edición latina de la Biblia (1551), es decir, en aquella primera ocasión (Turchetti, 1999a; Pérez Zagorin, 2000; Hillar, 2002) en la que nuestro humanista
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hará pública su posición frente a los conflictos teológico–políticos que asolan a su época. «¿De dónde surgen tantas y tan grandes disensiones?» (Castellion, 1913:135), se pregunta en la apertura del texto que dedica a Eduardo vi, rey de Inglaterra. ¿Cuál es el origen de estos conflictos tan pertinaces que se han «desarrollado ya desde hace cientos de años, y a través de enormes disputas que no han podido ser todavía aplacadas» (135)? ¿Cuál es el motivo por el cual estos conflictos «se resuelven casi todos los días a través del derramamiento de sangre, en los que nadie duda de su propio juicio, y en los que no hay ninguno que no condene a los otros» (136)? La razón principal no es otra que la intolerancia teológica, esto es, la extrema dificultad que revelan los hombres para soportar en forma sosegada las divergencias en las creencias religiosas. En efecto, afirma Castellion, si alguien desacuerda con nosotros acerca de un solo artículo de religión, «lo condenamos y perseguimos por todos los rincones de la tierra, lanzándole nuestros dardos con la lengua y con la pluma; y ejercemos nuestra crueldad por medio de la espada, del fuego, del agua» (136), pues creemos que nos es lícito «hacerlo morir» por ello. Pero el aspecto más «indigno y perverso» de quienes defienden esa posición radica en que afirman realizar todas esas acciones «por el celo que tienen por Cristo, y por sus enseñanzas, cubriendo está crueldad digna de lobos con la piel de un cordero» (136). Esto resulta doblemente paradójico a ojos de nuestro humanista, pues pretender empuñar la espada en nombre de Cristo no solo implica una subversión completa de su doctrina del amor y la caridad, sino también un equívoco muy importante respecto del ámbito propio en el que se desenvuelven las disensiones doctrinales, y sobre el modo en el que ellas deben ser propiamente resueltas. Es algo poco conveniente el utilizar armas terrenales en una batalla espiritual. Los enemigos de los cristianos son los vicios, contra los cuales debe combatirse con la virtud; y curar los males contrarios utilizando los remedios contrarios: la doctrina derrota a la ignorancia, la paciencia vence a la injuria, la modestia resiste al orgullo, la diligencia se opone a la pereza, la clemencia batalla contra la crueldad, y la pura y verdadera conciencia deviene loable frente a Dios… Éstas son las verdaderas armas con las que la religión cristiana alcanza una verdadera victoria. (Castellion, 1913:139)
A partir este pasaje, Castellion retoma dos importantes distinciones que ya hemos podido observar en el texto redactado bajo el seudónimo de Martin Bellie, y con las que nos volveremos a topar en los escritos atribuidos a Kleinberg y Montfort: por un lado, la distinción entre el ámbito de injerencia del magistrado secular y el ámbito espiritual de los teólogos; por otro, la diferencia entre las oscuras cuestiones doctrinales y las claras acciones morales. En ese
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sentido, Castellion señala que crímenes como el homicidio, el robo o el adulterio han sido claramente censurados por la autoridad divina, quien no sólo «ha ordenado que sean castigados», sino que también «ha dispuesto de qué manera deben serlo» (139). «En estos casos no hay duda», afirma: «la orden de castigarlos dada por Dios no es oscura como para dudar de ella» (139). Asimismo, tampoco parece resultar dudoso que, en estos asuntos particulares, es el magistrado secular quien debe ocuparse de procurar la «defensa de los buenos». Es decir, de poner a resguardo de los crímenes seculares a aquellos que actúan de modo virtuoso, sean cuales sean las ideas que defiendan. Por otra parte, en ciertos aspectos de la religión y en la comprensión de la sagrada Escritura, «la cuestión es bien diferente», pues las cosas contenidas en ellas «nos han sido dadas oscuramente, y en la mayoría de las veces a través de enigmas; los que son motivo de disputa hace ya miles de años, sin que se haya llegado a ningún acuerdo» (140). Frente a esta delicada situación, que ya no es susceptible de ser resuelta a través del recurso a la espada secular, Castellion sugiere al rey, y por su intermedio a todos los lectores de su traducción de la Biblia, que el mejor modo de evitar que la tierra continúe siendo «regada con sangre inocente» es abstenerse de tomar partido en asuntos tan delicados, los que claramente exceden las competencias y capacidades humanas. De lo que se trata, en definitiva, es de no tomar en nuestras propias manos la difícil tarea de separar el trigo de la cizaña antes del momento de la cosecha, es decir, antes de que Cristo decida, por medio de su infinita sabiduría y autoridad, quién está del lado correcto. Dicho esto, concluye Castellion, la actitud más prudente que pueden adoptar los hombres —en particular, quienes detentan el poder político— frente a las indecibles disensiones doctrinales consiste en preferir siempre la patience y la douceur a la cruauté y el jugement téméraire, Pues «tengo por cierto que ninguna persona podrá jamás arrepentirse de haber utilizado la dulzura, la paciencia, la benignidad, la obediencia; pero de la crueldad y del juicio temerario, se arrepentirá siempre» (142). Así, la moderación y la dulzura son, a ojos de Castellion, dos atributos necesarios en quienes detentan el poder en tiempos de conflicto. 2.1.3. Kleinberg y Montfort, ¿o Joris y Castellion?
Vayamos ahora a los fragmentos finales y comencemos nuestro análisis de esta última parte del Traité des hérétiques por «La sentencia de Georges Kleinberg, por la cual él muestra cómo arruinan el mundo las persecusiones» (142); en ella veremos refrendadas, en forma extendida, muchas de las consideraciones que Castellion nos ha brindado de un modo sintético en su prólogo para el rey.
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Muchos sostienen —afirma Kleinberg— que son los pecados los que causan las calamidades, las discordias y las guerras que asolan «actualmente a todo el mundo»: «En cuanto a mí, pienso que [la causa] es la crueldad, y el extremo rigor» (142). En efecto, según nos indica este autor, es necesario entender que, en el caso particular de la violencia y el derramamiento de sangre humana, existe una indefinida reproducción de la relación causal. En otros términos, que la violencia solo es capaz de producir más violencia, y que de ese modo la causa y la consecuencia son siempre una y la misma. Para comprobar el carácter inobjetable de este argumento, sostiene Kleinberg —o David Joris—, los príncipes no deben hacer nada más que prestar mayor atención a las lecciones que les brinda la historia; en particular, al caso específico de la ciudad de Münster, la que «nos revela de forma evidente (si es que no estamos más ciegos que topos)» (145) dos lecciones ejemplares: la primera, que las consecuencias derivadas de «purgar sangre con sangre» son siempre funestas; la segunda, que recurrir a la espada secular para dirimir cuestiones de religión no es menos pernicioso para la sociedad de los hombres, e incluso es un recurso que displace al propio Dios.9 [Pues] no hablo aquí de los homicidas o los adúlteros, o de otros malhechores similares, pues bien sé que la espada ha sido divinamente provista a los magistrados contra tales; sino que me refiero a la inteligibilidad de ciertos pasajes de la Escritura, cuyo sentido no ha sido develado aún, siendo todavía motivos de disputas. Y no creo que haya ningún [hombre] tan fuera de sí como para pretender sufrir la pena de muerte por negar una cosa cierta e indudable. (Castellion, 1913:145–146)
Resulta evidente que aquellos que han cometido un crimen como el homicidio, el robo o el adulterio, deben ser castigados con todo el peso de la ley por los magistrados seculares. Nadie duda de ello, pues las prescripciones
9 Es posiblemente este pasaje, al que le sigue un relato de las persecusiones sufridas por los anabaptistas, el que ha inclinado a los críticos a postular a David Joris como posible autor del texto atribuido a Kleinberg. Cabe recordar aquí que, durante los años 1534 y 1535, la «nueva Jerusalén» fue dominada por un grupo anabaptista que, una vez caído en desgracia, fue perseguido furiosamente a lo largo de toda de Europa, tanto por católicos como por protestantes. En ese marco de persecución, la propia historia de David Joris puede ser comprendida como otro paradigmático ejemplo de las actitudes extremas a las que puede conducir el fanatismo religioso: muerto en Basilea el 25 de agosto de 1556, bajo el nombre de Jan von Brügge, la verdadera identidad de Joris será revelada por algunos de sus seguidores un par de años más tarde; revelación ante la cual los restos del líder anabaptista serán exhumados y quemados en la hoguera junto con sus obras.
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que las Escrituras han brindado al respecto son «tan claras como el día». Sin embargo, cuando nos acercamos a algunas discusiones doctrinales, es difícil poder encontrar en ellas la misma certeza. Y, como consecuencia de su oscuridad, resulta más difícil aún hallar una opinión unánime entre los distintos interlocutores. De allí que es posible derivar del último pasaje citado un elemento novedoso: el de la buena fe a la hora de sostener los distintos puntos de vista. Pues ningún hombre en su sano juicio es tan irrazonable como para poner en duda una certeza incontrovertible, incluso a riesgo de sufrir la pena de muerte. En tal sentido, es posible afirmar que existe una distancia enorme entre la actitud de aquellos que incurren en el error, producto de la ignorancia o la oscuridad del asunto que se trata, y aquellos que cometen un crimen, infringiendo una norma a todas luces conocida. Es por ello que el error de buena fe y la impiedad son categorías tan antagónicas como la herejía y la blasfemia. En efecto, como veremos con mayor detalle en el Contra le libelle de Calvin, un impío es un hombre que niega deliberadamente a Dios, aún en contra de aquellas verdades más evidentes, mientas que un hereje es simplemente alguien que juzga de un modo diferente, pues no ve con claridad, ya sea por una deficiencia propia de su visión, ya sea por la oscuridad que envuelve al asunto. Asimismo, de esta incerteza que envuelve al asunto, se desprende el siguiente consejo para los príncipes: ¡Oh Cristo, ¡Oh fuerte Dios, Oh padre del siglo que ha de venir! ¡Oh Príncipe de la paz! ¡Oh luz del mundo, ilumina los ojos de los Príncipes a fin de que en lo sucesivo no sirvan ya más a la crueldad de Satán, sino a tu misericordia y clemencia! Oh Príncipes, y vosotros, gentes de justicia, abran los ojos, abran los oídos, teman a Dios, y piensen que finalmente deberán rendirle cuentas de vuestra administración. Muchos han sido castigados por la crueldad, mientras que ninguna persona ha sido castigada por la dulzura [douceur] y la clemencia. Muchos serán condenados al momento del juicio final por haber hecho morir a los inocentes, pero ninguna persona será condenada por no haber hecho morir. Inclínense pues del lado de la clemencia, y no presten oídos a aquellos que los incitan a matar. (Castellion, 1913:147–148)
La indulgencia y la piedad resultan en estos casos, afirma este consejero de príncipes, una actitud mucho más adecuada para resolver los conflictos confesionales que la inclemencia y el rigor. Pues, además, esa es la actitud que debe asumir un verdadero cristiano. Ése ha sido el ejemplo que el propio Cristo ha brindado a los hombres a través de sus enseñanzas y de su propia vida, y resulta necesario que quienes dirigen los destinos de los mortales sepan
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interpretar con mucha atención el mensaje de la caridad y del amor mutuo. Los soberanos deben abrir sus oídos a dos enseñanzas de Cristo: en primer lugar, que «jamás el mal será vencido por el mal» (150); en segundo, que las discusiones y disputas teológicas deben poder ser resueltas sin apelar jamás al recurso de la espada secular. Por la primera, Cristo ha instruido a los hombres en la patience y la douceur, indicándoles que se abstengan de arrancar la cizaña, i.e. «la herejía» (148), antes de que haya llegado el momento preciso de la cosecha. Pues, como hemos indicado pocas líneas más arriba, aquellos que confiesan equivocadamente el nombre de Dios no incurren en el error a consecuencia de su mala fe, sino de su ignorancia. Por la segunda, se ha establecido una clara distinción entre el ámbito en el que el magistrado se encuentra habilitado para regir con plena competencia, y aquel otro en el que el hierro y el fuego deben ser reemplazados por la espada espiritual, que no es otra que la palabra. Dios y el César no comparten sus dominios, por más que muchos «ambiciosos predicadores» (151–152) pretendan hacer creer a los hombres que sí lo hacen. «Oh Príncipes, no crean jamás a quienes les aconsejan derramar la sangre por la Religión» (149), afirma el autor, interpelando una vez más a los magistrados seculares. Conténtense con esta espada que el señor Dios les ha dado. Castiguen los pillajes, las estafas, los falsos testimonios y todos los delitos similares. Pero en cuanto a los que pertenece a la religión, defiendan a los buenos de las injurias de los otros. Éste es su oficio. La doctrina de la teología no debe ser defendida mediante la espada, pues si los teólogos consiguen eso de ustedes, que defiendan su doctrina por medio de las armas, los médicos podrían pretender con todo derecho la misma cosa; a saber, que ustedes los defendiesen contra las opiniones de los otros médicos, y así, de modo similar los dialecticos, los oradores, y todas las demás artes… ¿Y si un buen médico puede defender su doctrina sin la ayuda del magistrado, por qué no podría hacer lo mismo un teólogo? (Castellion, 1913:149–150)
La espada con la que se defienden los cuerpos no es apta para poner a cubierto a las almas. Y si esa confusión se suscita, hemos dicho ya junto a Kleinberg, la única consecuencia que los hombres pueden esperar es una disputa sin fin, y un constante derramamiento de sangre. A esta última observación se añaden, ya como conclusión del texto, otros dos argumentos: uno extraído del mensaje bíblico; el otro, de la experiencia histórica. En primer lugar, Kleinberg afirma que, si aquellos que sufren persecución en nombre de Cristo no son fieles, no existe sobre la tierra ningún fiel, pues, como dijo San Pablo, Todos aquellos que deseen vivir fielmente en Cristo, sufrirán persecución. Así, «si aquellos que son
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asesinados como herejes no son mártires (o al menos algunos de ellos), la Iglesia no tiene ningún mártir, pues nadie jamás ha sido asesinado por Cristo, sino bajo el título de hereje» (152). En segundo lugar, sostiene el autor, es posible observar en el mundo algunas ciudades en las cuales «hay casi tantas opiniones como cabezas», y en las que, sin embargo, «no se produce la persecución y no hay ninguna sedición». Hay en Constantinopla turcos, cristianos y también judíos, tres naciones con grandes diferencias entre ellas, en lo tocante a la religión, las cuales viven todas juntas y en paz. Ello no podría ser así si se produjesen persecuciones. De ahí que, si lo consideramos apropiadamente, encontraremos que son los perseguidores los que siempre originan los grandes males. Por lo tanto, Oh Príncipes y magistrados, si ustedes quieren obtener la paz y la tranquilidad, no obedezcan ya más a quienes los incitan a la persecución. (Castellion, 1913:156)
Pasemos ahora a considerar brevemente el texto atribuido a Basile Montfort bajo el título «Refutación de las razones que se acostumbra utilizar para mantener y defender la persecución» (157). En esta suerte de epílogo, y ya presentadas a lo largo del Traité las opiniones de las más eminentes autoridades en la materia, Castellion se propone indagar nuevamente si es lícito hacer morir a los herejes. Los que, como corolario de las indagaciones realizadas en el prólogo, son definidos ya simplemente como «aquellos con quienes ellos [es decir, los perseguidores] no están de acuerdo» (157). En esa búsqueda, Montfort introduce un argumento del que el escepticismo también ha sacado mucho provecho: la variación de las opiniones de los hombres a lo largo de la historia; la que implica una nueva relativización en nuestro juicio en relación con las cuestiones doctrinales: los ortodoxos de hoy pueden ser los herejes del mañana, como ha ocurrido en tantas otras ocasiones. He ahí una razón más para oponerse a los argumentos de los que, circunstancialmente, desempeñan el rol de perseguidores (cf. Pérez Zagorin, 2000:110). Yo, que he visto cuanta sangre ha sido derramada desde la creación del mundo bajo la excusa de la religión, y cómo los justos han sido siempre asesinados antes incluso de ser conocidos, temo que esa misma situación se repita en nuestro tiempo; es decir, que aquellos que nosotros hacemos morir por injustos sean reivindicados como justos por quienes vengan después de nosotros. Por esta causa refuto en este escrito, del modo que puedo, sus argumentos. (Castellion, 1913:158)
En efecto, no es muy difícil concluir que el ejemplo más claro y elocuente de esta variación es el del propio Cristo, quien durante su vida no sufrió más
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que persecuciones y acusaciones de sedición, y solo tras su martirio y su muerte fue reconocido como verdadero hijo de Dios y reivindicado por su integridad moral y su mensaje caritativo, mensaje que, al mismo tiempo, ha dejado a los cristianos como su máximo legado. En tal sentido, señala Montfort, Cristo jamás utilizó en sus disputas más que la palabra y la elocuencia, y quienes pretendan reconocerse como sus legítimos herederos no pueden hacerlo subvirtiendo un mensaje tan claro y evidente. Es la batalla de Cristo, la debemos luchar con las armas de Cristo. Que Cristo sea juzgado y defendido por aquellos que sufren persecución, puesto que él ha sufrido persecución; que se abran los ojos de los perseguidores, a fin de que vean que esos sacrificios que ellos realizar no placen a Dios, y que así convertidos, sean curados y salvados. (Castellion, 1913:158–159)
Asimismo, a fin de desarticular los argumentos que los perseguidores esgrimen en favor de su posición, Montfort sostiene que es necesario remontarse hasta el axioma teológico sobre el cual pretenden sostener sus pretensiones: «Vayamos, pues, a la causa. Ellos alegan esta ley, que está en el Éxodo: «Aquél que ofrezca sacrificios a otros que no sea el único Dios, será exterminado» (Éxodo: 22,20)» (159). A partir de aquí, Castellion retoma dos distinciones que desarrollará más ampliamente en su Contre le libelle de Calvin. La primera de ellas refiere a la diferencia que existe entre quienes sostienen alguna opinión equivocada y quienes actúan deliberadamente en contra de los preceptos de la religión y el Dios verdadero, es decir, a la diferencia que existe entre los herejes y los blasfemos. [Algunos] quieren que los herejes (como los llaman) sean condenados a muerte, siendo que estos no están convencidos de blasfemar según su propia conciencia (que es un gran testimonio). Y Cristo ha ordenado que ellos sean dejados hasta la cosecha, durante la cual la ambigüedad y la duda serán eliminadas por completo. Yo temo que los más grandes blasfemadores, quienes deberían ser condenados a muerte según esta ley, son aquellos que confiesan a Dios por medio de su boca, pero que lo niegan con sus acciones. (Castellion, 1913:162)
Reaparece aquí, con todas sus fuerzas, el ingrediente de la buena fe. Los herejes, aun cuando puedan incurrir en el error —juzgado éste desde un óptica relativa y ajena— a partir de las opiniones religiosas a las que prestan su consentimiento, actúan siguiendo las prescripciones de su propia conciencia, la «que es un gran testimonio». Es decir, los herejes jamás piensan estar rindiendo culto a un falso dios, o profesando una religión equivocada, sino
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que —como volverán a mostrarlo durante el siglo siguiente Locke y Bayle— siempre resultan ortodoxos para sí mismos. Los blasfemos, por el contrario, actúan de un modo hipócrita, desdiciendo con su modo de ser las afirmaciones que profieren solo de palabra. En ese sentido, Castellion afirma que, mientras que las acciones deben ser castigadas con todo el peso de la ley secular, los diferendos en las opiniones no implican, en última instancia, más que un crimen espiritual, «de lo cual se sigue que la pena deber ser espiritual, y no corporal» (162). Por lo tanto, como ya lo hemos dicho en relación con el prólogo de Bellie, el máximo castigo aplicable a los herejes es el de la excomunión. Esta última consideración nos remite a la segunda diferencia: la que existe entre las prescripciones brindadas por Moisés en el Antiguo Testamento y las que Cristo nos ha legado a partir de sus nuevas enseñanzas. Si queremos imitar a los antiguos, hagamos la misma cosa; abandonemos el nuevo Testamento, retornemos el viejo, y hagamos morir a todos aquellos a aquellos a quienes Dios ordena hacer morir; a saber: los adúlteros, aquellos que son rebeldes a sus padres y madres, los incircuncisos, aquellos que no festejan las Pascuas, y otros similares. (Castellion, 1913:165)
A diferencia de la ley prescrita por Moisés, a partir de la cual los ámbitos de la religión y la política se encontraban mutuamente implicados, las enseñanzas de Cristo han revelado a los hombres una distinción tajante entre lo que compete al César y lo que es Dios, es decir, entre la «espada carnal» y la «espada espiritual». Cada una de ellas, afirma Montfort, posee un ámbito de acción particular, y métodos muy distintos. Vemos aquí que es bien diferente el oficio del pastor y el oficio del magistrado… Pues si el magistrado puede matar por medio de la espada a aquellos que el pastor debe matar a través de la palabra, debemos aceptar, asimismo, que el pastor pueda matar por medio de la palabra a quienes el magistrado debe matar por medio de la espada. Y el magistrado no puede hacer mejor el oficio del pastor que el pastor el del magistrado. ¿Por qué mezclamos todo? Si ustedes poseen la palabra, conténtese con ella y castiguen con ella a los herejes, a los hipócritas, a los avaros, etc. y dejen a los magistrados castigar a los criminales mediante la espada, y devolver ojo por ojo, diente por diente, vida por vida, y dinero por dinero. (Castellion, 1913:170)
Afirmado todo esto, Montfort vuelve a interpelar a los perseguidores con los mismos interrogantes: ¿es lícito castigar a quién expresa una opinión diferente del mismo modo en que se castiga a un asesino? ¿Osaremos matar a quienes,
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confesando de buena fe a Cristo, «entiendan algunos pasajes de la Escritura de un modo diferente de nosotros, como si entre nosotros mismos acordásemos acerca de todas las cosas» (171)? Y aun castigando «justamente a los adúlteros, a los homicidas, a los impostores y blasfemos, ¿haremos morir con justicia a los herejes» (171)? De ningún modo, responde de inmediato: los herejes, en última instancia, solo podrán ser castigados con la «espada espiritual, pues han cometido un pecado espiritual» (171). A modo de conclusión, podemos señalar que las dos razones prácticas que animan a Castellion a aconsejar la douceur, tanto a los magistrados como a los doctores, son las siguientes: en relación con los primeros, sostiene que si los hombres son oprimidos a causa de sus opiniones religiosas, lo más probable es que la opresión provoque que las «ciudades queden vacías de hombres» (172); en relación con los segundos, que se guarden de aconsejar a los príncipes la persecución de los herejes pues, dadas las variaciones de la historia y la reversibilidad de la acusación de herejía, pueden ser ellos quienes terminen por ocupar el lugar de perseguidos; es decir, que se abstengan de poner en manos de los magistrados una espada de la que incluso ellos mismos son víctimas potenciales. 2.2. El Contra libellum Calvini
Pasemos ahora a considerar los argumentos desarrollados por Castellion en el Contra libellum Calvini,10 esta segunda respuesta que nuestro humanista redactará con la intención de refutar los argumentos esgrimidos por líder ginebrino. Y en la que se explayará —con una mayor abundancia y rigor,11
10 El título completo de la versión latina de la obra es el siguiente: Contra libellum Calvini in quo ostenditur conatur haereticos jure gladii coercendos esse. El título que Étienne Barilier dio a su traducción: Contre le libelle de Calvin dans lequel il tente de montrer que les hérétiques doivent être contraints par le droit du glaive (Carouge–Geneva, Editions Zoé, 1998). El texto del CLC circuló sólo de un modo clandestino y anónimo, siendo atribuido por Calvino a Martín Cellarius, profesor de Antiguo Testamento en la Universidad de Basilea. No obstante, esa paternidad ha quedado fuera de discusión luego de que Buisson (1892b:32) tuviera «la buena fortuna» de hallar en Basilea distintos fragmentos del texto redactados de puño y letra por el propio Castellion. La primera edición del texto se realizó en 1612, probablemente en Gouda y por parte de Jasper Tournay, aunque sin pie de imprenta; no obstante, la fecha aparece en la portada con un error (M.D.LC. XII) y ha dado lugar a algunas discusiones: Buisson ha sugerido que la misma podría ser una combinación entre el año de su publicación (1612) y el de su redacción (1562), aunque la mayoría de los estudiosos se inclinan a pensar que el año de composición del texto corresponde a 1554. 11 En cuanto a la forma del texto, algunos han señalado que el CLC se encuentra redactado en forma de diálogo, un género que ya había sido explorado por Castellion en sus Dialogi sacri, y que hunde sus raíces en personajes de la talla de Platón o Luciano de Samosata. Sin embargo,
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aunque todavía bajo un seudónimo12— en las discusiones ya desarrolladas en el transcurso del Traité des hérétiques. En efecto, si bien muchos de los argumentos que analizaremos en los distintos apartados de esta sección mostrarán aspectos recurrentes con los ya desarrollados en la anterior, creímos importante incluir al Contre le libelle de Calvin por dos motivos: el primero de ellos refiere al estilo, muy diversos respecto del desarrollado por Castellion en el Traité des hérétiques, lo que nos permitirá resaltar otros aspectos de su modo argumental; el segundo, a cierto carácter precursor que, sin mayores ambiciones, podríamos atribuir al presente libro.13 Como dijimos al inicio del capítulo, a fin de analizar los tres aspectos principales que pueden encontrarse en las ideas desarrolladas por Vaticanus, el personaje que da vida a la palabra de Castellion, subdividiremos esta sección en tres apartados: en primer lugar, retomaremos la discusión en torno a dos nociones clave para comprender la posición que nuestro humanista sostiene en esta época: la herejía y la blasfemia; en segundo, detendremos nuestra atención en la actitud de caridad, moderación y dulzura que Castellion recomienda adoptar —sobe todo a los magistrados y ministros, entre quienes traza una distinción tajante— para con aquellos que parecen equivocarse en materia de religión, oponiéndose una vez más al discurso de la persecución; por último, coincidimos con Joaquín Fernández Cacho (2006) en que dicha descripción no resulta la más adecuada: Castellio cita literalmente el texto de Calvino, que a continuación refuta, bajo el seudónimo de Vaticanus. Así, la obra se halla compuesta de ciento cincuenta parágrafos de citas textuales de Calvino, y finaliza con cuatro citas más extractadas de una carta que los miembros de la Iglesia de Zúrich habían enviado al líder ginebrino en ocasión de la muerte de Servet; todas ellas con la correspondiente réplica por parte de Vaticanus. En tal sentido, Ferdinand Buisson (1892b:34) ha señalado que la lucha «cuerpo a cuerpo» que mantienen los dos textos resulta una representación simbólica muy fiel del enfrentamiento mantenidos por estos «dos espíritus». 12 El seudónimo de Vaticanus, elegido por Castellion para personificar su posición a lo largo del diálogo, también ha dado lugar a algunas polémicas. Étienne Barilier (1998) señala que este puede resultar un homenaje a Cassander, humanista cercano a Erasmo con el que Castellion mantenía una relación de amistad; o incluso para el cardenal Sadoleto, gran corresponsal de otro amigo de Castellion, el famoso imprimeur hérétique bâlois: Amerbach. Sea como fuere, lo que sí parece quedar claro es, por un lado, que el seudónimo del presunto «papista» se constituye en un artificio retórico que busca darle una mayor potencia a la crítica que recibirá Calvino, y por otro, que Vaticanus se reconocerá como un verdadero cristiano en tanto y en cuanto defienda la idea universal de que el hombre es un hermano para el hombre. 13 En efecto, si bien contamos desde hace algunos años con una traducción española del Contra el libelo de Calvino (Huesca, Instituto de Estudios Sijenenses «Miguel Servet», 2009), no tenemos registros de que nos anteceda ningún estudio castellano del tenor que pretendemos darle al presente. Más aún, muchos de los pasajes que hemos traducido en nuestras páginas, tanto del Traité des hérétiques como del Conseil à la France desolée son, hasta donde nos consta, los primeros que se han vertido a la lengua castellana. Y algo similar ocurre, por ejemplo, con la Exhortation aux Princes, de la ni siquiera existe una edición moderna en lengua francesa.
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nos referiremos a la insistencia de Castellion por alejarse de las interpretaciones carnales de la Escritura, solo válidas para los tiempos de Moisés, y de prestar más atención a las prescripción morales que la venida de Cristo ha hecho entrar en vigencia. En tal sentido, veremos, esta reinterpretación no solo implicará el abandono de una religión de la ley y la asunción de una religión del amor sino que también señalará una preeminencia de la ortopraxia por sobre la ortodoxia. 2.2.1. La herejía y la blasfemia
Castellion comienza su Préface declarando que redacta su discurso atemorizado ante la «muy grande autoridad» alcanzada por la figura de Calvino; autoridad que, conjugada con las particulares opiniones reveladas por el pastor ginebrino en sus escritos posteriores a la ejecución de Servet, «representan un peligro para muchos creyentes» (Castellion, 1998:53).14 En resumen, afirma Castellion, su escrito se reduce a un esfuerzo por «mostrar al mundo, públicamente, con la ayuda de Dios, que aquellos que no desean ser conducidos a la muerte no deben dejarse engañar por Calvino, sino alejarse de él» (53; cf. Salvadori, 2010:57). En efecto, luego de la ejecución, y ante las distintas críticas que se le dirigieron, Calvino supo mostrar mucho esmero en defender públicamente su posición, redactando una obra «pintada y coloreada por una falsa apariencia de piedad» (55). Dicho esto, Vaticanus asume la difícil pero necesaria tarea de mostrar la falsedad de las posiciones asumidas por el líder de la reforma ginebrina, pero modificando el eje sobre el que han girado las discusiones sostenidas durante el affaire Servet. Así, el humanista declara que evitará en forma explícita «disputar [acerca] de la Trinidad, el bautismo u otras cuestiones arduas»,15 y solo 14 En efecto, según declara en su propia Defensio, Calvino encuentra en la defensa de la libertad de conciencia una estratagema urdida por Satanás para arrebatar a Cristo su rebaño. En tal sentido, como bien señala Stefania Salvadori (2010:55), es comprensible que la herejía no sea comprendida por el teólogo ginebrino como un simple e inocente error, sino que, en tanto niega el valor de la Escritura y el fundamento de la verdadera religión, ella era considerada como la más peligrosa de las blasfemias. He ahí, claro, el peligro de la mirada que Castellion atribuye a Calvino. 15 De las tres partes que componía la obra de Calvino (I. Demostración de los derechos que posee el magistrado de castigar a los herejes; II. Relato de los hechos de la tragaedia Servetana; III. Discusión teológica sobre la Trinidad y otras cuestiones de dogma), Castellion elude deliberadamente la tercera, señalando como uno de los motivos que lo inducen a evitar las discusiones teológicas el no poseer ninguna copia de las obras de Servet, y, por tanto, el no contar más que con la versión parcial que Calvino nos ha brindado de sus opiniones. No obstante, como intentaremos señalar a lo largo de nuestro análisis, dicha decisión no radica solo en ese aspecto circunstancial, sino en una consideración teológico–filosófica: Castellion no desperdicia ocasión
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hará hincapié en aspectos «que son exteriores» a todas esas trifulcas teológicas. Trifulcas que, como vimos, solo conducen a un laberinto de argumentaciones contrapuestas. Sentado ese principio metodológico, Vaticanus se dispone a mostrar la inconsistencia de la posición que Calvino ha asumido desde el título mismo de su obra: Défense de la foi orthodoxe sur la sainte Trinité, contre les monstrueuses erreurs de l’Espagnol Michel Servet ; où il est montré que les hérétiques doivent être contraints par le droit du glaive, et que le supplice, à Genève, de cet homme si impie, que nous désignons par son nom, était mérité. (Castellion, 1998:58)
Calvino incurre en un equívoco —o, a mejor decir, en una deliberada tergiversación— muy importante al asimilar el error y la impiedad, pues ninguna equivocación que tenga su origen en la sinceridad puede jamás ser calificada propiamente de tal. Más aun, «las sagradas Escrituras no llaman impíos sino a los que pecan a sabiendas y con un alma sacrílega» (59). Asentando su postura sobre esta confusión, la que lo ha llevado tanto a instigar la ejecución Servet como a intentar legitimarla, Calvino ha trastocado por completo el cariz adquirido por la ciudad de Ginebra desde el inicio de la Reforma: antiguo refuge de quienes eran perseguidos en tierras francesas e italianas, ha devenido un espacio de coacción incluso más férreo que aquellos en donde se reconoce la autoridad del obispo de Roma. Calvino ha dejado de ser considerado un simple frère para adquirir allí el título de dominus, y «domina de tal modo Ginebra que resulta mucho más peligroso ofenderlo [a él] que al rey de Francia en su palacio. Eso lo saben bien la innumerable [cantidad] de personas que ha expulsado y atormentado espantosamente» (68). De hecho, prosigue Vaticanus, la persecución de quienes no acuerdan con su parecer ha llegado a tal punto que no caben dudas de que «si el mismo Cristo viniera a Ginebra, se lo crucificaría. Pues Ginebra no es ya un lugar de libertad cristiana. Allí reina un nuevo papa, pero que quema a la gente viva, mientras que el de Roma, al menos, la estrangula antes» (71). Es por ese ambicioso afán de dominio que Calvino ha recurrido a una evidente estrategia retórica, difamando a todos sus enemigos bajo la denominación de «discípulos de Servet», a fin de volverlos odiosos ante los ojos de las «personas sin experiencia», y aplicándoles también «algunos nombres del infierno: ateo, libertino, anabaptista y otros por el estilo» (73). Del mismo de mostrar cuán oscuras y difíciles de decidir son las cuestiones teológicas, ni cuán claros y evidentes son algunos de los preceptos morales que pueden extraerse de las enseñanzas de Cristo, y que la actitud de Calvino no ha hecho más que contradecir.
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modo, ha utilizado su ingenio para circunscribir los debates a asuntos muy elevados, con el objetivo de que «muchas personas no comprendan nada», o de alterar los posicionamientos del propio Servet, siendo capaz de «obtener la victoria sin que su adversario pueda ser entendido» (73).16 Sin embargo, el mayor de los artilugios utilizados por Calvino ha consistido en una encendida condena de los herejes sin precisar jamás la noción de herejía. Calvino había prometido que hablaría de las penas aplicables a los herejes. Luego, él habló mucho de aquellos que se equivocan, de los impíos y de los blasfemadores. Como si los que se equivocan, los impíos, los blasfemadores, los apóstatas, los herejes fueran una y la misma cosa. A fin de que ninguna persona pueda constatar la diferencia, y darse cuenta de las mentiras de Calvino, jamás ha definido lo que es un hereje. En un asunto tan grave, véase como nuestro hombre juega con nosotros. (Castellion, 1998:143)
Ante esta estrategia de tergiversación y engaño, una de las tareas principales que abordará Castellion a lo largo de su libro será la de brindar una clara definición del concepto de herejía, siendo uno de sus objetivos centrales el mostrar que la herejía y la blasfemia, es decir, que el error doctrinal involuntario y la acción moral realizada en forma deliberada, no tienen nada en común. Vayamos directamente al parágrafo 129 del Contre le libelle de Calvin, donde esta cuestión se aborda en toda su complejidad. Como suele ocurrir a lo largo de todo el texto, Vaticanus comienza su respuesta fustigando la mala fe de Calvino, a quien acusa de haber recurrido a «toda suerte de razonamientos sofísticos» ante la imposibilidad de justificar el «baño de sangre de los herejes» a través de ningún texto bíblico, y porque tampoco «ha podido hallar ni un solo autor sagrado que ordene hacerlos morir» (266). Es por eso que, para «engañar mejor a sus lectores», Calvino nunca ha brindado una clara definición de aquello que debemos comprender por herejía, sirviéndose del saber común, y recurriendo a una estrategia argumental de consecuencias muy peligrosas: pretendiendo referirse a los herejes, es decir, a aquellos que incurren en una equivocación involuntaria, o de buena fe, ha hablado en forma abundante «de los falsos profetas, de aquellos que rinden
16 Castellion acusa a Calvino de haber presentado los argumentos de Servet de un modo incompleto o disimulado, a fin de poder brindar una mayor solidez a sus propias interpretaciones de los textos del español (cf. 1998:149). En contra de esta actitud, el propio Castellion se esforzará por reproducir fielmente los pasajes de la Defensio, lo que, según las palabas de Étienne Barilier (1998), podrían posicionarlo en la prehistoria de la «ética de la razón comunicativa» postulada por Jürgen Habermas.
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cultos a otros dioses, de los impíos, de los blasfemos, concluyendo que, si todos ellos merecen la muerte, también la merecen los herejes. ¡He allí su bella conclusión!» (266). «Los jueces, para actuar, ¿no deben fundarse en una ley escrita?», se pregunta Vaticanus. A lo que responde en forma inmediata: si aceptamos la validez de esta premisa básica, resulta necesario que quienes afirman que debe hacerse morir a los herejes están obligados a mostrar con toda claridad cuáles son las credenciales que los habilitan. O, en su defecto, a mostrar que los herejes caen bajo las mismas leyes que atañen, por ejemplo, a quienes incurren en la blasfemia. Si es así, ¡que lo prueben! Que nos muestren que la herejía es idéntica a la blasfemia. Si Dios quería que los herejes fuesen condenados a muerte, ¿por qué no lo especificó expresamente? ¿Es que, por azar, será ese un olvido de su parte? Tantos siglos, tantos libros, ¿y nunca una palabra al respecto? (Castellion, 1998:267)
Calvino intenta imponer una nueva ley; una ley que no sólo tiene muy endebles fundamentos teológicos, sino que también puede ocasionar resultados políticos muy temibles. Pues esta máxima según la cual es lícito hacer morir a los herejes, hecha propia por las distintas confesiones, resulta de extrema peligrosidad, dado que jamás ha existido ninguna secta que no haya pensado que la verdad se encontraba de su lado, y, por tanto, que todos las demás incurrían en la herejía. Así, si los hombres se obstinan en seguir el «consejo de Calvino, no habrá secta que no condene y que no persiga a todas las otras (¿qué secta no se considera a sí misma como la mejor?)» (269). Por tal motivo, a fin de desacreditar las opiniones de Calvino —y, en suma, la de todos los perseguidores— Castellion se propondrá mostrar (al igual que ya lo había hecho en su Traité des hérétiques, y como volverá a hacerlo en su Conseil à la France desolée) «qué son los verdaderos herejes, y cómo debemos actuar en relación con ellos» (259).17
17 Como bien señala Barilier (1998), las líneas que siguen a esta afirmación está redactadas por el «Castellion traducteur», quien exige a Calvino una extrema precisión semántica, y advierte al lector de las enormes consecuencias que pueden derivarse de incurrir en pequeñas incomprensiones lingüísticas. En una tónica muy similar, aunque algunos años más tarde, Montaigne (2007) afirmará que la mayoría de los conflictos que aquejan a los hombres se producen por motivos gramaticales: «Nuestro lenguaje tiene sus flaquezas y sus defectos, como todo lo demás. Los tumultos del mundo obedecen en su mayor parte a motivos gramaticales. Nuestras querellas no surgen sino del debate sobre la interpretación de las leyes; y la mayoría de las guerras, de la impotencia de no haber sabido expresar claramente los convenios y tratados de acuerdo entre los príncipes. ¡Cuántas querellas, y qué importantes, ha producido en el mundo la duda sobre el sen-
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Ocurre a menudo que cometemos grandes y peligrosos errores por no haber comprendido palabras de origen extranjero. Esto lo constatamos con el término ecclesia, que significa una «asamblea», una «reunión», y que ha degenerado, en las lenguas vernáculas, para pasar a significar un «templo». Misma cosa para idolum, que es una «imagen», pero que ha inducido a pensar falsamente que poseer «imágenes» no es poseer «ídolos». (Castellion, 1998:270)
En efecto, «si cada cosa tuviera su nombre en cada lengua, este tipo de errores no tendría lugar» (270); no obstante, dado que, en muchas ocasiones, los hombres de letras recurren a términos que tienen su origen en lenguas diversas, y los utilizan «frente a gentes ignorantes de estas lenguas», se producen grandes equívocos y peligrosas malas interpretaciones. Y esto es, precisamente, lo que ha ocurrido con el concepto de herejía, identificado por muchos con el concepto de blasfemia. En efecto, si se recorren las opiniones comunes, podrá comprenderse que el hereje ha pasado a ser considerado «un mago, un ateo, el sectario de otro dios, o algún monstruo de este género. De tal modo que se perdona más fácilmente a los ladrones, a los traidores y los parricidas que a aquellos que se designa como «herejes»» (270) En ese marco, Castellion señala que, según la etimología griega, la palabra herejía debe designar simplemente una elección. La que, en base a la mayor o menor coherencia que ella guarde con la palabra de Dios, debe ser juzgada como pieux —si quienes creen en ella actúan de acuerdo a las enseñanzas de Cristo—, como impies —si se desprecia a Dios después de haberlo conocido—, o como à mi–chemin —si se confiesa a Dios y cree en la Escritura, aunque no se la comprenda de un modo correcto—. Así, en efecto, mientras existen criterios morales muy evidentes que permiten excomulgar a aquellos obstinados que se empeñan en negar la verdad de las Escrituras, e incluso condenarlos a muerte por sus crímenes —como a cualquier otro que matara o robara—, la oscuridad de los dogmas teológicos impide bajo cualquier circunstancia que las Escrituras sean utilizadas, desde sus aspectos dogmáticos, como un criterio firme para juzgar las presuntas desviaciones doctrinales. En consecuencia, la única norma precisa se halla dada por la simple enseñanza de Cristo, y basta con seguir esos lineamientos para mantenerse dentro del terreno de la ortodoxia; o, a mejor decir, de la ortopraxia: «Pues la verdad no está en las palabras; ella está en los actos» (275).
tido de la sílaba Hoc!» (781) Esta última frase de Montaigne alude claramente a la interpretación de la sentencia de Cristo Hoc est corpus meum, «Este es mi cuerpo» (Mateo, 26:26; Lucas, 22:19), la que se encontraba a la base de la querella en torno al misterio de la eucaristía que mantenían católicos, luteranos, calvinistas y zwinglianos. En relación con estos tumultos, puede recordarse el mencionado affaire des placards, ocurrido la noche del 17 de octubre de 1534.
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2.2.2. Vaticanus y la doucer La «regla» del Señor consiste en amonestar al pecador en forma separada; luego, ante distintos testigos; finalmente, en advertir a la comunidad. La primera admonición de Calvino [a Servet] consistió en insultos; la segunda fue la prisión; la tercera, la hoguera. Este modo de ser no pudo aprenderlo del Señor llamado Cristo. (Castellion, 1998:82)
Así comienza Vaticanus su exhortación a la doucer. En efecto, continúa, la verdadera amonestación del hereje, para ser «buena y verdadera», debe «estar inspirada por la caridad» y no por las cadenas, como lo ha estado la de Calvino. La reprimenda debe tener por fin el convencer amigablemente a quien se equivoca del error en el que se encuentra sumido, evitando coaccionarlo de cualquier modo, ya sea con grilletes, con torturas o amenazas de muerte. Pues resulta una paradoja bastante cruel aquella que lleva a Calvino a estar tan «preocupado por la salud de las almas [como para llegar] al punto de quemar los cuerpos» (86). Y esta situación se torna todavía más problemática cuando caemos en la cuenta de que, mediante sus reivindicaciones teóricas, el pastor ginebrino «no sólo pretende mostrar que ha actuado justamente, sino también [convencernos de] que todos los herejes deben ser tratado como él ha tratado a Servet» (88). Siendo, además, que «pretende que sean tenidos por herejes todos aquellos que no piensan como él» (89). Oponiéndose a esta doctrina de la coacción, Castellion intentará mostrar que Calvino no puede invocar ninguna razón ni ninguna autoridad sólida en favor de su propia pretensión, la que se asienta sólo sobre su «deseo de reinar», es decir, sobre su ambición personal. Desarrollando esa estrategia argumental, Vaticanus traerá a colación algunos pasajes redactados por Calvino en la primera versión de su Institutio (1536), a fin de mostrar que las ideas allí desarrolladas se contradecían abiertamente con una doctrina de la persecución, y dejando en evidencia, además, de qué modo había ido modificándose la posición del pastor ginebrino en la misma medida en que había ido adquiriendo un mayor poder político (cf. Salvadori, 2010:53). En efecto, señala Castellion, «si alguien compara estos propósitos con el de este Calvino que escribe ahora, verá que estos dos textos se combaten como la luz y las tinieblas» (109). A partir de estas observaciones, puede señalarse que el objetivo perseguido durante estos pasajes centrales del texto es doble: por un lado, intenta mostrar que los magistrados no se encuentran facultados para castigar por medio de la espada secular las faltas espirituales; por otro, que la doctrina que Cristo nos ha transmitido, fundamentalmente a partir de sus ejemplos, nos obliga a ser pacientes, moderados y caritativos con aquellos a quienes consideramos en el error.
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Si Servet te hubiera combatido por las armas, habrías tenido razonar para apelar a los magistrados para defenderte. Pero él te combatía con escritos. ¿Por qué, contra escritos, has recurrido al hierro y a las llamas? ¿Por qué has llamado en tu rescate a los «piadosos magistrados»? (Castellion, 1998:123)
Así increpa Vaticanus a Calvino, introduciéndose de lleno en el primero de los aspectos mencionados. Es indudable que es preciso contar con cierta artillería para desempeñarse en cualquier batalla, pero también resulta evidente que la pluma no es un arma apta para combatir contra la espada, y que la espada material no puede ser utilizada con honor y legitimidad para combatir a aquellos que nos atacan desde la esfera espiritual. «Sin duda», afirma Castellion, «el servidor de Dios combate, pero con sus armas: la justicia, la fe, la paciencia, y otras virtudes que Pablo atribuye al cristiano (Efesios, 6:1). El arma de Calvino, por el contrario, es el hierro» (127). El papa de Ginebra ha aprendido del de Roma la peor de las lecciones: «a quemar a los hombres», olvidando por completo el verdadero mensaje de Cristo; quien jamás prescribió la licitud de ejercer la violencia en nombre de la religión, sino justo lo contrario. En efecto, si los robos, los adulterios y los asesinatos son castigados, «ellos no lo son para establecer el reino de Cristo, ni para justificar a los hombres, o volverlos piadosos… sino para proteger los cuerpos y los bienes de los buenos ciudadanos» (145). El consenso sobre la necesidad de que los magistrados castiguen este tipo de delitos es universal entre judíos, turcos y cristianos; no obstante, esa unanimidad en el espacio secular no debe conducirnos al equívoco de confundir el reino celeste con los asuntos terrestres. Es necesario no confundir en absoluto [ambos dominios]. Se trata, por el contrario, de poner cada cosa en su lugar, y de distinguir el reino celeste de los asuntos terrestres. El Cristo no se ocupa de aquello que no concierne a su reino. Pero sobre aquello que toca a su reino, su mensaje no deja lugar a dudas. Es por eso que, en estas cuestiones, siempre podemos retornar a él. (Castellion, 1998:146)
El dominus de Ginebra ha intentado confundir todo con una comparación absurda y falaz. Y sobre todo oscura. «Es el hábito de Calvino: cuando desea engañar a su auditorio o a sus lectores, comienza a hablar de una manera embrollada, escapando como una anguila en aguas turbulentas» (152). En una palabra, la analogía pergeñada por Calvino es la siguiente: del mismo modo en que, para enseñar el Evangelio es lícito recurrir a la elocuencia, aun cuando ella no sea indispensable, resulta legítimo, para proteger a la religión, recurrir a la espada, aun cuando ella no sea necesaria. El carácter absurdo de esta comparación, responde Castellion, es que la coacción no es a la religión lo
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que la elocuencia es a la doctrina, pues la religión existe sin el hierro, y necesita de la espada en la misma medida en que necesita «de la riqueza o el arado». En cuanto a nosotros —continúa—, proponemos una comparación netamente más adecuada: del mismo modo en que la espada, sea pulida, rugosa o aguda, es necesaria en el combate, el Evangelio, para ser enseñado, tiene necesidad del discurso, sea este rudimentario u ornado. De igual modo en que los combates se hacen con hierro, y no con palabras, la religión trata con las palabras, y no los golpes de espada (Castellion, 1998:153).
Es en este particular contexto, en donde Castellion intenta trazar una distinción tajante entre lo que compete al magistrado y lo que es propio del doctor, en el que introduce aquel pasaje que hará pasar a la historia al Contra libellum Calvini. Matar a un hombre no es defender una doctrina, es matar a un hombre. Cuando los ginebrinos mataron a Servet, no defendieron una doctrina, mataron a un hombre. La defensa de la doctrina no es un asunto del magistrado (¿qué tiene que ver la espada con la doctrina?), es asunto de los doctores. El deber del magistrado es el de defender al doctor como el defiende al campesino, al artesano, al médico, y a cualquier otro, contra las injusticias. Es por eso que, si Servet hubiera querido matar a Calvino, el magistrado hubiera estado en todo su derecho de defender a Calvino. Pero Servet lo ha combatido con argumentos y con escritos; él debía combatirlo con argumentos y con escritos. (Castellion, 1998:161)18
La defensa de la doctrina, es decir, de la religión, no compete en absoluto a los magistrados, sino tan solo a los ministros; de igual modo, no es a los ministros a quienes corresponde castigar delitos comunes como robos u homicidios,
18 En cuanto a la historia a la que hemos aludido, digamos muy brevemente lo siguiente: parece haber sido esta frase la que más impacto produjo en Ferdinand Buisson (1892) y Stefan Zweig (1937), y es la misma con la que Hans Guggisberg (1997) finaliza su biografía sobre Castellion. Asimismo, Étienne Barilier (1998) sostiene que en ella podemos encontrar uno de los más firmes pilares de la tolerancia sostenida por Castellion. Oponiéndose a las afirmaciones de Thierry Wanegfellen (1997), para quien dicha tolerancia se asienta principalmente en la oscuridad de las Escrituras, y, por tanto, en la imposibilidad de decidir cuál es el sentido último de ellas, Barilier cree que el posicionamiento de Castellion se asienta «dans le sentiment d’humanité» que el humanista exhibe frente al sufrimiento ajeno. Por otra parte, Barillier encuentra aquí una suerte de bisagra textual a partir de la cual la comparación entre la figura de Servet y la figura de Cristo, con sus respectivas pasiones, comienza a ser cada vez más elocuente.
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sino a los magistrados seculares. Estos no cuentan más que con la fuerza de la espada; aquellos, con las armas de la elocuencia y la palabra, pues Cristo lo ha dicho con toda claridad: la única espada que compete a los asuntos de la religión es la espada espiritual, y sus armas poco tienen que ver con el hierro y el fuego. Así, señala Stefania Salvadori (2010:58), «en contra de la afirmación, contenida en la Defensio, según la cual los magistrados tenían el mandato de defender la verdadera doctrina con la espada, Castellion nos recuerda que estos no habían sido establecidos para combatir las ideas, sino sólo para mantener el orden público en el que se basa toda sociedad». En tal sentido, el pastor y el doctor deben ser protegidos —del mismo modo en el que lo son todos los demás ciudadanos— de los posibles crímenes de los malvados, pero no de las argumentaciones que contradicen su parecer; las cuales deben ser refutadas por el solo uso de los razonamientos. En efecto, Castellion destinará la serie de apartados subsiguientes a desarticular uno de los principales argumentos esgrimidos en favor de la coacción secular por motivos espirituales: aquellos pergeñados por san Agustín a partir de la parábola del banquete.19 La estrategia argumental que desarrollará para refutar esos argumentos tiene, en términos generales, dos movimientos. En primer lugar, retomando una vez más la primera edición de la Institutio, Castellion intentará defender su posición a partir de las propias palabras de su adversario, develando el «escandaloso desacuerdo» que existe entre el Calvino que se hallaba desposeído de todo poder —y que, por tanto, trazaba una clara separación entre el magistrado y la Iglesia— y aquel que, habiendo accedido al dominio político y sentido la necesidad de sostener la ortodoxia de sus propias filas, ha comenzado a defender «que es el oficio del magistrado el coaccionar a la fe» (Castellion, 1998:167). En segundo lugar, retrotrayéndose hacia los orígenes de la doctrina cristiana, Castellion buscará mostrar que —incluso más allá de lo que haya pensado y dicho Agustín, o cómo se lo haya interpretado a lo largo de la historia— el ejemplo que el propio Cristo nos ha legado es más que claro. Algunos pretenden que los discípulos de Cristo deben cultivar la mansedumbre de la que el Señor daba prueba. Pues, dicen ellos, no fue con las armas que empujó a los obstinados a obedecerle. Él siempre intentó a atraerlos a través de una doctrina de la doucer, a fin de realizar la profecía de Isaías (42:1–4). (Castellion, 1998:169)
19 No solo los textos refutados nos recuerdan a aquellos que Pierre Bayle abordará más de un siglo después en su Commentaire philosophique, sino también la estrategia argumental. La que estará centrada, por un lado, en un detenido análisis de las Escrituras, y, por otro, en una clara subjetivación de la verdad, cuyo carácter resultará ya inseparable de la sinceridad de la creencia.
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A partir de esta afirmación, Vaticanus intentará mostrar, por un lado, que la espada de Cristo no fue otra que la palabra (y que, por lo tanto, él mismo nos alejó de toda posibilidad de recurrir a la espada secular), y por otro, que su ejemplo nos insta a abrazar una doctrina de la doucer, la paciencia y la caridad. Si Calvino, «que se pretende el vicario de Cristo», hubiera deseado imitar realmente a su propio maestro, «no debía enviar a Servet frente a los magistrados para que lo apresaran y mataran, ni ser su acusador. Él debía aprehender a Servet con sus propias manos, y con sus propias armas, esto es, la palabra» (171). Cristo jamás afirmó que había sido enviado a la Tierra para castigar a los hombres, sino todo lo contrario: Cristo dijo que no vino a condenar, sino a salvar. Es por eso que concedió el don de curar y de consolar, y otros por el estilo. Que él haya concedido el don de matar, no lo he leído en ninguna parte. Pero que él abolirá todo tipo de poder, sí lo he leído. Él nos ha dado una palabra fuerte e invencible, que nos permite obligar a los insumisos, pero no nos ha dado la espada. (Castellion, 1998:187)
Además, si miramos el ejemplo de sus seguidores más cercanos, nos encontraremos con iguales enseñanzas. Los apóstoles solo exhortaban a los hombres a través del verbo, y castigaban «a los culpables que tenían al alcance del poder de este verbo, por aquellos pecados que tocaban a las palabras y a la doctrina» (189). Mientas que «los magistrados deben castigar con su arma, a saber, la espada, a los culpables que tienen al alcance del poder de esta espada, por las faltas que esta espada tiene el derecho de castigar» (189). Si se obrara de otra manera, «se mezclarían las cosas sagradas con las cosas profanas» (189); tal como ha pretendido hacerlo Calvino a través del asesinato de Servet, asesinato con el cual no ha hecho sino «demostrar la debilidad de su palabra para la gloria de la espada, que es su Dios» (190). 2.2.3. La letra y el espíritu
Las Escrituras incluyen algunos testimonios que no carecen, al parecer, de una cierta claridad: «dejad que la cizaña crezca con el buen grano», dice Cristo, «a fin de que luego sean recogidos por separado (Mateo, 13:30). Pero, si actuamos exactamente así, no solamente el magistrado no tiene el derecho de usar la espada, sino que toda la disciplina está caduca» (194). A partir de esta afirmación de Calvino, Vaticanus sostiene que «es necesario explicar precisamente qué significa «arrancar la cizaña», dado que ello resulta de la más alta importancia para la cuestión presente» (194). En tal sentido, continúa,
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dejar que la cizaña crezca junto al trigo implica no juzgar antes de tiempo, es decir, esperar a que sea Dios el que decida quién se encuentra en la verdad y quién en el error. Pues es Dios, en última instancia, el único capaz de arrojar un poco de luz sobre las tinieblas que cubren muchos pasajes bíblicos, y de revelar, además, la verdaderas «intenciones de los corazones». «Estas cosas ocultas no serán reveladas antes de que brille el día de la venida de Dios», afirma Castellion, y, por tanto, antes de que ese día haya arribado, es imposible «saber quién será reprobado» (195). Resaltando nuevamente la clara distinción que debe existir entre el ámbito secular y el ámbito espiritual, Castellion señala que, cuando un magistrado hace ejecutar una sentencia capital en contra de un ladrón o un asesino, no está cometiendo falta alguna, pues no está apartando al reo de la comunidad espiritual fundada por Cristo, sino simplemente «arrancándolo de esta vida presente». Al mismo tiempo, los tribunales de justicia no condenan a muerte a un ladrón por que éste «sea malvado, sino porque ha hecho un mal» (196). Por el contrario, el castigo de los herejes no se limita a este mundo, dado que aquellos que pretenden hacerlos morir no reducen sus penas al ámbito temporal, sino que —al considerarlos intrínsecamente pervertidos— los condenan por toda la eternidad; lo que claramente representa «una manera de anticipar el juicio de Dios» (196). He aquí la razón por la que la condena capital de los herejes implica una «falta muy grave». Pues el carácter ilegítimo de esa condena se encuentra en las propias prescripciones que nos ha brindado Cristo durante su venida: Cristo nos ha ordenado dejarlos [a los herejes] hasta el momento de la cosecha, para evitar el caso de que por azar un hombre de bien fuese asesinado junto con ellos: más vale dejar que todos los malvados vivan hasta el Juicio antes de que un solo bueno sea muerto con ellos. (Castellion, 1998:197)
En tal sentido, puede afirmarse que, a diferencia de Calvino, Vaticanus pretende que ya nadie sea castigado de acuerdo con los preceptos de la ley mosaica (cf. Castellion, 1998: 236–239), caducos desde la llegada de Cristo. Posicionándose nuevamente en las antípodas del pastor ginebrino, quien pretende devolver a los hombres a los tiempos inmemoriales en los que los judíos leían a Moisés avec un voile sur le visage (ii Corintios, 3:15), Castellion pretende que todas las penas sean adoucies, pues actuar de otro modo sería «no comprender que el Cristo es el fin de la ley» (239). Es decir, la sustitución de la religión del castigo por la religión de la caridad. De todas formas, prosigue Castellion, aun cuando concediéramos a Calvino que «la venida de Cristo no ha modificado el orden político ni ha quitado
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ningún atributo al oficio del magistrado» (243), e incluso si aceptáramos «toda la ley de Moisés, eso no cambiaría nada del asunto» (244), dado que es imposible encontrar en toda la Escritura alguna ley que ordene castigar a los herejes con la muerte. Es por eso, en efecto, que la estrategia retórica de Calvino ha consistido básicamente en utilizar distintos circunloquios a fin de evitar brindar una clara definición de la herejía, al mismo tiempo que recurría a distintos engaños para asimilar los herejes a los blasfemos. «Equivocarse no es blasfemar», afirma Castellion, y dicha distinción resulta crucial, «sobre todo en las causas en las que la vida está juego, y si no queremos ejecutar hombres a la ligera, por un crimen desconocido, y que la ley no menciona jamás» (245). Así, puede decirse que Calvino ha incurrido en un doble abuso retórico: en primer lugar, ha pretendido que la ley tenga aplicación sobre quienes incurren en una equivocación, cuando ella «permanece muda» en relación con ellos; en segundo, ha insistido en que, luego de la venida de Cristo, «el reino de la ley permanece, y que permanecen las mismas razones para castigar» (245). Castellion, en tanto, habiendo dedicado gran parte de su atención a desarticular los artilugios retóricos que Calvino había esgrimido en favor de aquel primer abuso, dedicará algunos pasajes centrales del Contra libellum Calvini para defender una posición antagónica de esta segunda tesis sostenida por su adversario, afirmando que la venida de Cristo ha dejado caduca la ley mosaica: «¿Pero qué hombre sano de espíritu acordaría que bajo el reino de Cristo la ley permanece?» (245), se pregunta Castellion, respondiendo, algunas líneas más abajo, que no caben dudas de que el nacimiento de Jesús ha marcado un antes y un después en relación con la ley dada por Moisés. La ley, pues, fue trasferida, ella pasó de Moisés al Cristo, de la oscuridad a la luz, de la imagen a la cosa misma, de la carne al espíritu. Pablo ha dicho en otra parte que esta ley es espiritual, y es exactamente esto lo que yo mismo digo. (Castellion, 1998:246)
A diferencia de Moisés, Cristo ha establecido que las penas de aquellos que incurren en alguna falta respecto de la religión no deben ser corporales, sino tan solo espirituales. Esto implica que los magistrados seculares quedan excluidos de toda posibilidad de participar del castigo de los herejes, pues su ámbito de injerencia legítimo queda estrictamente reducido a los asuntos terrenales. Con la llegada de Cristo, «la pena ha pasado de la materia al espíritu», y la espada de acero ya no guarda ninguna «relación con las cuestiones de las ceremonias o la religión; de carnal, ella ha devenido espiritual» (251).
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3. Un país que se desangra
Como ya hemos señalado con cierto detalle en nuestro primer capítulo, el comienzo de la década de 1560 será decisivo para la evolución de la historia política y religiosa de una Francia desgarrada por las luchas entre protestantes y católicos. Luego de la muerte de Enrique ii, ocurrida hacia fines de 1559, se producirá un giro en la política real: en lugar de perseguir a los herejes, el gobierno se inclinará, primero, hacia una política de conciliación, y más tarde, hacia el reconocimiento de una tolerancia civil provisional; tolerancia que, como también hemos indicado, terminará por producir una serie de consecuencias paradójicas. El Edicto de Saint–Germain, sancionado en enero de 1562, no logrará establecer la paz sino que desencadenará una serie de conflictos políticos, religiosos y militares que solo encontrarán cierta pacificación duradera en las postrimerías del siglo de la Reforma. Es en el inicio de este escenario de pasiones encendidas en el que Castellion intentará interceder a través de su Conseil à la France desolée, un «manifiesto pacifista y ecuménico» (Valkhoff, 1967:10) a partir del cual intentará posicionarse en un espacio equidistante entre católicos y evangélicos —términos oficiales establecidos por los distintos edictos con el fin de evitar injurias mutuas—, y mostrar a ambos partidos que los males que asolan a la realidad francesa no provienen de las prerrogativas de la libertad, sino de su ausencia. En efecto, esbozando una línea de continuidad entre el Traité des héretiques, el Contra libellum Calvini y el Conseil à la France desolée, podríamos señalar que la desolación de Francia se debe a que los hombres —y principalmente quienes ocupan posiciones de poder y decisión— se han empeñado en adoptar la perniciosa doctrina impulsada por Calvino. Siguiendo el consejo de este ambicioso pastor, se ha confundido la impiedad con la herejía, la malicia con el error, el ámbito espiritual con el ámbito secular, la amonestación caritativa con la coacción de la espada. Todo ello no podrá tener más que trágicas consecuencias prácticas, y nada más que un remedio: dejar que cada uno crea a propia cuenta y riesgo, exigiendo solo el respeto de un cúmulo mínimo de preceptos morales. Ahora bien, dado que el escenario histórico, político e intelectual en el que se inscribe el Conseil resultaría incompleto sin una referencia a la anónima Exhortation aux princes, del que el propio Castellion (1967:53) admite haber tomado algunas de sus ideas, creemos necesario realizar un breve repaso de las principales tesis presentadas en este breve opúsculo antes de internarnos de lleno en el texto del humanista.
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3.1. Un reino, dos Iglesias: la Exhortation aux Princes
Retomando la interpretación realizada por Joseph Lecler (1967b), podríamos afirmar que «la Exhortación a los príncipes inaugura en Francia una serie de manifiestos en los que los defensores de la tolerancia expresan el punto de vista propiamente «político» y nacional» (56; cf. Beame, 1966:256). En tal sentido, el texto de la Exhortation aux Princes quizás pueda ser comprendido como uno de los más importantes exponentes de este período de transición al que nos hemos referido más arriba. Anónimo atribuido a Étienne Pasquier (1529–1615),20 impreso por primera vez en el año 1561, la Exhortación parece representar en sus páginas la conciencia de una época. La conciencia de un momento histórico en el cual comenzará a vislumbrarse tanto el resquebrajamiento de una estrategia política como el preludio de otra diferente. La que muere no es otra que la política de los Concilios; la que despunta, la de los Edictos: una estrategia política no ya basada en el anhelo de la reconciliación entre católicos y protestantes a partir de un credo communis, sino en la posibilidad de la coexistencia. En efecto, vista la dificultad de llevar a la práctica los ideales del irenismo erasmiano que habían guiado los destinos franceses entre 1520 y 1560, el autor de la Exhortation no dudará en dirigir su discurso a los príncipes y consejeros privados del rey, a fin de proponerles un golpe de timón capaz de evitar el desarrollo de los peligrosos movimientos de sedición que amenazan a Francia, y, por lo tanto, el colapso del reino. He ahí su motivo principal, su tesis: dado que ya no es posible alcanzar la reunificación religiosa, lo que queda por defender y resguardar es la unidad política. Pero también es cierto que el argumento político no es el único que se expresa en estas páginas; él se halla mixturado con otros dos: el primero refiere a la necesidad de respetar la libertad de la conciencia, evitando «forzarla con golpes de espada»; el segundo, a la urgencia por evitar que aquellos que adhieren a la naciente confesión reformada, al verla prohibida, terminen por adherir sus
20 Esta atribución se debe a que la Exhoration está firmada por «S.P.P.», de lo podríamos inferir el nombre latino de Pasquier: Stephanus Paschasii Parisinus. La misma se ha vuelto corriente desde que León Feugère (1848:209–210) incluyera a la Exhortation entre las producciones del humanista. Albert Chamberland (1899–1900) se opuso a esta atribución, y esgrimió muy buenos argumentos biográficos e históricos que permiten concluir que Pasquier difícilmente pudo ser el autor de la Exhortation. Joseph Lecler (1967b:51–52) tampoco comparte la opinión de Feugère, y retoma en su estudio algunas de las razones presentadas por Chamberland. De todas formas, más allá de quién haya sido efectivamente su autor, de lo que no se puede dudar es de su auténtica existencia en aquella época; lo que lo convierte en un documento de inestimable valor para reconstruir el escenario político e intelectual en que tuvo nacimiento esa posición filosófico–política que más tarde se consolidará con los politiques.
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voluntades a posiciones irreligiosas o ateas. Estas posiciones, como ya indicamos en nuestra introducción, y como volveremos a constatar en ocasión de nuestro análisis de Bodin, resultan, por esta época, el mayor de los peligros imaginable. Examinemos estos argumentos con más detalle. El autor comienza la Exhortation apelando a benevolencia de los magistrados, y reclamando para sí la libertad de hablar, «no bajo la esperanza de insinuarles otros instintos de religión que aquellos que cada uno posee particularmente, sino para que presten la vista y el oído» (s.p.p., 1561:3–4) a su discurso, concebido siguiendo los «deberes» que su propia conciencia «le ha ordenado». Realizada esta presentación, en la que la voz interior de la conciencia aparece por primera vez en un lugar destacado, el autor entra de lleno en su tema, impugnando la manera en que ciertos hombres de su tiempo suelen relacionarse con su religión: el modo en «como he visto que algunos la practican», afirma, provoca más contratiempos que beneficios, adquiriendo un papel contrario al que debería tener; en vez de producir paz y sosiego, genera discordia. Las discusiones de religión entre romanos y protestantes (pues encuentro mejor de elegir estos términos para el presente [discurso] antes que utilizar otros nombres de perniciosas consecuencias) no aportan ninguna comodidad más que una división en la comunidad, de donde nacen todas las sediciones. (s.p.p., 1561:4)
Del mismo modo en que los católicos consideran a los protestantes como «herejes y cismáticos», los protestantes detestan a los romanos a causa de su presunta idolatría y por los abusos en los que éstos han solido incurrir en la defensa de la «fe de sus ancestros». Estos abusos, podemos inferir de las páginas que siguen, no sólo son relativos al ámbito político, sino también al teológico. Por ese motivo, el autor de la Exhortation adoptará una posición de suma cautela, aseverando que resulta una «temeridad presuntuosa y obra de un hombre arrogante» el pretender brindar interpretaciones inequívocas de los caminos pergeñados por la voluntad divina. «Grandes y maravillosos son los misterios de este poderoso Dios» (9), por lo que resulta una empresa imposible para los hombres el penetrar en los motivos del cielo. Ahora bien, «¿qué podemos concluir de aquí?» (9), se pregunta el autor, que responde lo siguiente: si la voluntad divina resulta inescrutable para nuestros ojos, no nos queda más remedio que conformamos con aquel único instrumento de guía del que todavía disponemos. En tal sentido, lo que debemos procurar es «vivir todos en reposo con nuestra conciencia, y en la ley bajo la cual estimamos ser llamados» (10). En conclusión, dado que los misterios del cielo son una incógnita irresoluble para los seres humanos; que, como consecuencia de dicha incertidumbre, las discusiones entre las diversas confesiones son inevitables;
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y que, finalmente, esos altercados producen las más trágicas consecuencias políticas, no quedan más que dos soluciones posibles: o suprimir la religión protestante de los confines del reino, o establecer una nueva legislación que disponga la coexistencia pacífica, al menos de un modo provisional. Enemigo de los conflictos, y aun sugiriendo a los magistrados sus preferencias subjetivas por la religión de Roma, el autor de la Exhortation será un efusivo partidario de la segunda solución (cf. Lecler, 1967b:52–53): Así, para resolver todos estos problemas, y por los ejemplos antes mencionados, tenemos alguna advertencia de la voluntad del Señor, que no quiere que se proceda por medio del pillaje, o del furor mortal contra unos u otros; no hay medio más rápido y conveniente que permitir en vuestra República dos Iglesias: una de Romanos y otra de Protestantes. (s.p.p., 1561:10–11)
Es cierto que no serán pocos quienes objeten esta posible solución; será a ellos a quienes se destinarán las siguientes páginas. Y la estrategia utilizada por el autor para rebatir a quienes insisten en la necesidad de mantener una única religión en todo el reino consiste en mostrar las perniciosas consecuencias que se siguen de esa opción. ¿Qué podremos obtener del exilio forzado o la persecución de los opositores? Del primero no se obtendrá más que una France toute desolée, «desierta en la mayoría de partes, incluso de aquella gente distinguida» (12). De la segunda, una fe todavía más inquebrantable en las almas de los perseguidos, reforzada por las ejecuciones de quienes han optado por entregar su vida terrena antes que su salvación eterna. Y la guerra, en la cual los católicos, aun triunfantes, sólo serán capaces de alcanzar «una victoria ensangrentada». Las cosas han llegado a tal punto, que, debido a su gran número y cantidad, no podríamos acabar con los protestantes sin producir nuestra ruina general. Cuando hay algún miembro podrido en el cuerpo humano, es necesario seccionarlo antes de que el mal crezca… Del mismo modo, los sabios de todo el mundo han advertido que, ante la primera manifestación de las nuevas opiniones, es necesario cortarlas de raíz, por medio del fuego, de la espada y de la muerte, cuando su número todavía es pequeño. (s.p.p., 1561:14)21 21 Como veremos en nuestro próximo capítulo, este pasaje coincide plenamente con los consejos políticos que Jean Bodin brindará al soberano que enfrenta la difícil tarea de gobernar entre facciones. Y su impacto será tan grande que incluso sería posible rastrear su camino hasta el Esprit des Lois (1748) del barón de Montesquieu (1689–1755): «He aquí, pues, el principio fundamental de las leyes políticas en materia de religión. Cuando se es dueño de recibir en un Estado una nueva religión, o de no recibirla, es necesario no establecerla; cuando ella ya está establecida, es necesario tolerarla» (Montesquieu, 1995:307).
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Pero esta regla, tan clara y precisa, en la que todos los legisladores avezados del mundo parecen coincidir, ya no es aplicable al caso francés, donde el número de individuos que adhieren a las nuevas ideas ha aumentado de tal modo que todo el cuerpo del reino se encuentra contagiado. Es por eso que, no pudiendo erradicar la confesión protestante sin producir la ruina política del Estado, es necesario que la nueva Iglesia sea admitida junto a la católica. Aunque de modo provisional, hasta tanto un «Concilio Nacional o General» sea capaz de recomponer la unidad de la Iglesia Cristiana en base a los «primeros fundamentos de la fe» compartidos por papistas y hugonotes. Pues, en definitiva, es preferible que los hombres tengan una religión equivocada a que no tengan ninguna. De modo que es necesario impedir que los súbditos que han optado por la nueva fe caigan en el «abismo del ateísmo», el que no «aportará otra cosa que robos, pillajes, contiendas en el reino, y, en síntesis, confabulaciones peligrosas contra los magistrados» (23). Son ésas, pues, las únicas acciones que pueden esperarse «de un hombre que no tiene una Religión a la cual encomendarse» (23), de un hombre que no tiene temor a Dios. Es en este momento del texto que el autor añade otro ingrediente importante a su argumento, inclinándose a pensar que es posible trazar una distinción entre las creencias y las prácticas, y que, por lo tanto, no representará ningún inconveniente el admitir una diversidad de confesiones religiosas en el seno de la República, siempre y cuando se mantenga cierta uniformidad en las ceremonias. Son estas ceremonias, en definitiva, las que resultan de especial importancia para contener las acciones de los hombres comunes dentro de los márgenes de la ley: Pues cuando se dice que la Religión es el último freno para contener al pueblo en su deber, no se entiende por ello más que una Religión general fundada en las mismas ceremonias; pues es suficiente que el pueblo (aun en la diversidad de máximas) posea una aprehensión general y común del miedo a Dios, y el terror ante el juicio de la vida segunda. (s.p.p., 1561:26)
Bajo este nuevo paradigma, y ya otorgada la posibilidad de cada cual siga libremente su propia conciencia, el autor de la Exhortation encomienda al Príncipe una función muy específica y particular: la de controlar —sosteniendo su espada en una posición neutral (30)— que ninguno de los predicadores de las distintas confesiones transgreda los límites legítimos de su tarea, incitando la sedición por motivos religiosos. Esta sedición, de ocurrir, debe ser rápidamente resuelta por el soberano a través de la adopción de «un castigo tan severo, que el pueblo, intimidado, aprenda de tal ejemplo a no incurrir en la inmoderación» (30). Han sido los predicadores, en connivencia con
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los magistrados, los principales promotores de esa temeraria actitud que se sustenta en la imprudencia de «estimar que la fe cristiana debe conquistarse a golpes de puños y de bastón» (32), no propiciando otra cosa que la violencia, la sedición y el tumulto. El único «fruto de tales predicaciones es un espíritu de venganza» (33), el que, a su vez, ha provocado esta peste de la que Francia resulta tan claro ejemplo. Son estas, pues, las principales consideraciones realizadas por el autor de la Exhortation, quien niega haber tomado la pluma con la intención de oficiar de abogado defensor de los reformados. Su humilde función se resume, según afirma, a la un «pequeño ciudadano, reverente y temeroso de Dios», y su único fin ha consistido en intentar brindar algunos consejos, «un ruego más que una amonestación» (47), que puedan ayudar a alcanzar, luego de tantos tumultos, cierta pacificación política. Démosle la palabra una vez más, antes de internarnos de lleno en el texto de Castellion: Toda mi ilusión ante Dios consiste en desear el reposo público, la permanencia de nuestro Rey en la grandeza y la conservación de todos vosotros en vuestro estado y vuestro honor. ¡Por Dios, mis señores, no fuercen a golpes de espada nuestras conciencias! Todos nosotros (Romanos y Protestantes) somos Cristianos, unidos por el por el santo Sacramento del Bautismo; todos adoramos el mismo Dios, si no de la misma forma, si por lo menos con el mismo celo; amamos y ayudamos a nuestro prójimo por un mismo mandamiento; y obedecemos voluntariamente todos los edictos humanos de nuestro Príncipe. (s.p.p., 1561:43)
3.2. La enfermedad de la coacción, el remedio de la libertad
Pasemos ahora a Conseil à la France desolée, texto que terminará por ayudarnos a precisar cuál fue el devenir del posicionamiento de Castellion en relación con la tolerancia de la iglesia reformada y la libertad de conciencia de los herejes. Como dijimos más arriba, casi una década después de la ejecución de Servet, y ante el inicio de las guerras de religión en su país natal, ocurrido oficialmente en marzo de 1562 con la matanza de Vassy, Castellion hará oír su voz a través de esta nueva obra. En ella, como señala el expresivo subtítulo, el humanista —que se presenta una vez más en forma anónima— busca mostrar «la causa de la presente guerra, y el remedio que se le puede encontrar, y principalmente, señalar si es posible forzar las conciencias» (Castellion, 1967:15) sin que ello implique consecuencias más nocivas de las que presuntamente buscan evitarse mediante su coacción.
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Sentada esta base, Castellion comienza señalando que «la enfermedad de Francia» no es otra que la guerra civil, es decir, la guerra más «horrible y detestable» (17) que pueda imaginarse. Afirma, además, «que la causa principal y eficiente» de esa terrible enfermedad, «es decir, de la sedición y de la guerra que te atormenta [oh, Francia], es la coacción de las conciencias; y pienso que, si lo analizas con detenimiento, tú encontraras seguramente que eso es así» (19). El motivo principal de la desolación que aqueja al reino no es otro que la violencia ejercida sobre las conciencias, y quienes pretenden afirmar que por ese medio pueden alcanzarse la paz y la concordia no están prescribiendo sino engañosas soluciones y «falsos remedios». En efecto, hasta el momento en el que Castellion mismo redacta su pequeño opúsculo, fechado en octubre de 1562, los paradójicos tratamientos a los que —según nuestro humanista— se había recurrido con mayor asiduidad para apaciguar el conflicto podían reducirse a tres: el derramamiento de sangre, la coacción de las conciencias y la censura, como infieles, de todos a aquellos que no estaban de acuerdo, en términos doctrinales, con quien detentaba la palabra. Con el agravante de que, en general, el monopolio de la ortodoxia se encontraba en manos de quienes ostentaban una posición de poder político, lo que convertía a dicha acusación en una condena a muerte. Dicho esto, entonces, puede afirmarse que los principales adversarios de Castellion no serán otros que quienes profieren estos falsos discursos médicos, tanto desde el bando de los «papistas» como desde el bando de los «hugonotes». Así, con el objetivo de iniciar su ofensiva argumental, el autor cambiará el destinatario de su discurso: no ya será ya a Francia a quien dirija sus palabras, sino los miembros de cada uno de los dos partidos, a los cuales («a fin de evitar ofensas», y en consonancia con la actitud adoptada por el autor de la Exhortation) se referirá, no por el nombre que sus adversarios les atribuyen injuriosamente, sino a partir de los que ellos mismos se otorgan: las palabras «papista» y «hugonote» serán reemplazadas, a partir de este principio, por «católico» y «evangélico» (23). Así, dirigiéndose en primer lugar aux catholiques, Castellion les impugnará el hecho innegable de haber perseguido, encarcelado y asesinado de las formas más crueles que existen («en la hoguera, a fuego lento») a todos aquellos que han decidido alejarse de la religión de Roma. ¿Por qué crimen? «Porque ellos no han querido creer en el papa, o en la misa, o en el purgatorio, ni en tantas otras cosas de las cuales, quienes hasta ahora se han basado en la Escritura, ni siquiera los nombres han hallado en el mundo» (24). Frente a estas controvertidas cuestiones dogmáticas, las que por regla general no conducen más que a una serie de discusiones sin fin, Castellion interpela a los católicos del
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siguiente modo: «¿He ahí una bella y justa causa para quemar gente viva?» (24). Sin realizar mayores rodeos, afirma que: aun en esta vida «llena de ignorancia y de afecciones carnales», las «que muy a menudo enceguecen el entendimiento de los hombres, sin embargo, esta verdad los obliga, lo quieran o no, a confesar que han hecho a otros una cosa que ustedes no quisieran que otros les hiciesen» (25). En efecto, dado que ningún hombre podrá estar seguro de que su bando es el que detenta la verdad hasta el momento en el que todas las oscuridades que lo envuelven puedan aclararse, y no siendo ese momento de claridad otro que el del juicio final, Castellion insta a los católicos a dejar de obstinarse —guiados por criterios doctrinales tan inciertos y relativos— en seguir separando la cizaña del trigo. En definitiva, la ignorancia de los hombres es tan grande que resulta imposible saber «a quienes acusarán y a quienes excusarán sus conciencias en el día del justo Juicio» (25). Dirigiéndose aux évangéliques, por su parte, Castellion destacará la virtud que supieron mostrar en los primeros tiempos de la Reforma, sufriendo pacientemente la persecución y la injuria constante a las que los sometían los católicos, no devolviendo mal por mal, sino enseñando la otra mejilla, «según los mandamientos del Señor» (27). Ahora bien, inquiere a continuación: teniendo en cuenta ese magnánimo pasado, el que se halla tan en consonancia con las propias prescripciones morales de Cristo, «¿de dónde viene ahora una mutación tan grande en algunos de ustedes?... ¿Ha cambiado el Señor los mandamientos, y poseen ustedes una nueva revelación según la cual deben hacer todo lo contrario que antes?» (27). Considerando que el Evangelio no autoriza —sino todo lo contrario— ese cambio de actitud, Castellion ruega a los miembros de su propia confesión que recuerden y retomen esa antigua vía, esa forma de actuar originaria; les exige que presten oídos a su propia conciencia, y que —retomando el mismo consejo que supo dar a los católicos— se abstengan de hacer a los demás «una cosa que no quisieran que otros les hiciesen» (28). Como resulta evidente, en esta última apreciación respecto del accionar ideal de los protestantes puede encontrarse uno de los fundamentos clave de la argumentación que Castellion presenta en su Conseil, pues, tanto en lo ya dicho como en lo sucesivo, interpelando tanto a los calvinistas como a los católicos, y utilizando un recurso retórico similar al que Bayle hará explícito en el capítulo i de la primera mitad de su Commentaire philosophique (Barilier, 1998:27), el autor establecerá un criterio práctico e incontrovertible según el cual la verdad y la justicia de toda acción deberá ser juzgada según la razón natural. «No hagas al otro lo que no quieres que el otro te haga», es una regla tan verdadera, tan justa, tan natural, de tal modo escrita por el derecho de Dios en el corazón de todos los hombres, que no hay hombre tan desnaturalizado, ni tan apartado de
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toda disciplina y enseñanza, ni tan incontinente respecto de lo que se le propone, que no confiese que ella es recta y razonable. De donde se sigue que cuando juzguemos la verdad, la deberemos juzgar según esta regla. (Castellion, 1967:34)
Una vez que se ha reconocido esta norma de acción, una vez que se ha establecido su carácter indudable a causa de que ella ha sido inscrita directamente por Dios en el corazón de todo hombre no desnaturalizado, y ella se ha visto confirmada por «Cristo, que es la verdad», nadie debería atreverse ya a someter a los demás a su violencia caritativa. Pues, al mismo tiempo, tampoco parece que nadie esté dispuesto a considerar como una acción lícita el ser sometido por otras personas través de la fuerza y la violencia. De igual modo, cabe destacar que las prescripciones de quienes habilitan la coacción de las conciencias ajenas no sólo entran en franca contradicción con este principio del derecho natural inscrito por Dios en el corazón de todo hombre, sino también con todos los auténticos exemples que se han transmitido a través de los Evangelios: «En cuanto a los ejemplos, yo no encuentro ni en el Viejo ni en el Nuevo Testamento ningún personaje santo que haya forzado ni querido forzar las conciencias en el modo en el que ustedes lo hacen» (39). Más aún, la validez de la posición defendida por los perseguidores tambalea tanto por su endeble apoyo histórico y jurídico–filosófico, como por su evidente inutilidad práctica, esto es, por las perniciosas y paradójicas consecuencias que ocasiona. En efecto, Castellion busca demostrar —en el parágrafo titulado Les fruicts de contrainte de consciences— que, lejos de alcanzar el fruto deseado, es decir, la adscripción voluntaria de los herejes a la fe que se les propone como verdadera, la coacción solo es causa de martirios o hipocresía. Lo que depende, en última instancia, únicamente de la fortaleza anímica del imputado: quienes detenten un ánimo endeble y prefieran embargar la salud de su alma —y posiblemente su salvación eterna— con tal de no sufrir la tortura, la hoguera o el exilio, elegirán el camino de los judíos «marranos» (42);22 quienes, por el contrario, sean lo suficientemente fuertes como para soportar esos flagelos corporales, elegirán el de Servet:
22 Pierre Bayle arribará a conclusiones similares en el capítulo 2 de la segunda parte de su Commentaire. Luego de establecer tres premisas en contra de la validez de los motivos que conducen a violencia contra las conciencias (a. que ella es contraria a la equidad natural; b. que, si ese medio hubiera sido elegido por Dios, nos lo habría revelado de una manera expresa y unívoca; y c. que, si su validez hubiera sido establecida, todas las sectas se verían obligadas a utilizarla), Bayle concluirá que dicha violencia es también sumamente ineficaz por sus efectos. ¿Qué busca generar? La iluminación de la conciencia y adscripción honesta a una religión; ¿qué produce? Hipócritas y mártires. Los cuales, lejos de convertirse en malos ejemplos, devienen héroes sacrificados en nombre de la verdad (Bayle, 2006:202).
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Consideremos ahora los frutos que se obtienen de vuestra coacción. En primer lugar, si aquellos a quienes ustedes coaccionan son fuertes y constantes, ellos preferirán morir a lesionar su conciencia; ustedes los podrán asesinar, haciendo morir sus cuerpos, pero tendrán luego que rendir cuentas a Dios por ello. En segundo lugar, si son débiles y prefieren desmentir y lesionar su conciencia antes que soportar los tormentos y las torturas insoportables, ustedes harán morir sus almas, lo que es peor todavía, y de lo cual también tendrán que rendir cuentas a Dios. (Castellion, 1967:43)
Castellion retoma aquí una de las tesis principales de la Exhortation aux Princes. En efecto, luego de intentar mostrar que las actitudes que han asumido —tanto católicos como hugonotes— son al mismo tiempo contrarias a los principios y prescripciones morales de la Biblia y a los ejemplos históricos que a través de ellas se han transmitido, habiendo señalado además la inutilidad de la coacción, en tanto que su puesta en práctica no produce los efectos que los perseguidores esperan alcanzar, sino más bien los contrarios, Castellion intenta conducir a tous les enfants de France hacia la conclusión deseada. Ésta podría ser resumida de la siguiente manera: siendo la violencia y la «persecución de aquellos a quienes se tiene por herejes» (70) el origen de todos los males, el único y verdadero remedio proviene de permitir en Francia la instauración de dos Iglesias (cf. Skinner, 1993:257), y de dejar que cada uno crea según sus convicciones, es decir, según los dictados de su propia conciencia. Así concluye nuestro autor: Oh Francia, cesa ya de forzar las conciencias y de perseguir, deja de hacer morir a los hombres por su fe, permite que en tu país sea lícito que quien cree en Cristo reciba el Viejo y el Nuevo Testamento, y que pueda servir a Dios no según la fe de otro, sino según la suya propia. (Castellion, 1967:76)
/// Tomando prestadas las palabras de Mario Turchetti (1999a), podríamos concluir que las obras de Castellion condensan, en poco más de una década, tres de las acepciones más importantes que el concepto de tolerancia adquirirá durante el siglo xvi. La primera de ellas se corresponde con la posición defendida por nuestro humanista en el prólogo a su traducción latina de la Biblia, dedicado a Eduardo vi de Inglaterra. En este breve prefacio, Castellion exhortará al joven rey —y por extensión, a todos los seres humanos—, a hacer uso de la moderación y la caridad, única virtud capaz de apaciguar todas las controversias, dejando el juicio definitivo en manos de Dios. En efecto, dado
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que nadie podrá arrepentirse de haberse abstenido de hacer morir a un hombre, esta vía de la doucer y la paciencia es la más segura. «Estamos en presencia de una forma de tolerancia en un sentido general, que refiere a una actitud de indulgencia, de flexibilidad de espíritu. Podemos denominarla la primera fase de la tolerancia en Castellion» (Turchetti, 1999:23). La segunda acepción del concepto es aquella que puede hallarse tanto en el Traité des hérétiques como en el Contra libellum Calvini. En ambos textos, y bajo diversos seudónimos, Castellion expondrá su teoría de la tolerancia de los herejes simples, es decir, de quienes pueden ser catalogados como culpables de profesar una falsa creencia, sin que ello los haya conducido a cometer ningún delito penado por el derecho común. Nos referimos a los herejes que no han incitado o producido ninguna sedición política, ni han incurrido en ninguna contravención moral de la ortopraxia, sino que tan solo han postulado una posible desviación doctrinal a la ortodoxia. Estas dos acepciones (de tolerancia–moderación y tolerancia–indulgencia, según la caracterización de Turchetti), se verán complementadas por una tercera, ya más amplia; aquella desarrollada en el Conseil à la France desolée. En este breve opúsculo de intervención, Castellion no encontrará en la libertad religiosa una causa temible de levantamientos y trastornos civiles, sino la solución de los conflictos. En ese marco, instará a todos los cristianos —católicos y evangélicos— a recordar los fundamentos olvidados del cristianismo: la caridad, la fraternidad y la comprensión mutua. Y sobre esa base postulará que no es posible hallar más que un único remedio real para la desolación del reino, el que consiste en «permitir en Francia dos Iglesias». No obstante, señala Turchetti en relación con esta última acepción: permitir expresa aquí una noción que va más allá de la simple tolerancia; «permitir dos religiones significa legitimar de una vez por todas la religión reformada, aprobar por edicto real la legalidad del culto reformado. Si quisiéramos llevar al límite el consejo de Castellion, estaríamos en presencia de una forma clara de libertad religiosa» (28). Esta tercera acepción, entonces, no postula una medida provisional y circunscrita a ciertos individuos aislados que se han alejado del rebaño, sino que se postula de un modo definitivo e implica a la Iglesia evangélica en su conjunto, incluyendo también la posibilidad de postular una «apertura tolerante a otras religiones y otras sectas» (29).
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III. Bodin: entre la République y la Respublica literaria «Bodin (Jean), nativo de Angers, uno de los hombres más hábiles que vivieron en Francia en el siglo xvi» (Bayle, 1820:506). Aunque breve, el elogio con el que Pierre Bayle da inicio al artículo que le dedica en su Dictionnaire historique et critique no deja lugar a dudas. Bodin fue uno de los hombres más excepcionales que habitaron la Francia del siglo xvi: abogado, historiador, economista, demonólogo, teórico político, filósofo de la religión, son algunos de los títulos con los que podemos referirnos a este excéntrico personaje sin faltar a la verdad (Baudrillart, 1853:111). Ahora bien, aunque un tanto más reconocido que el de Sébastien Castellion, su nombre no suele ser mencionado con frecuencia en el ámbito filosófico de nuestras latitudes. Es por ese motivo que hemos decidido comenzar este capítulo iii haciendo un breve repaso de su vida y de su obra; repaso que puede brindarnos, también, algunas pistas significativas en relación con nuestra propia interpretación. Además de ese primer excurso, el capítulo contará con otros dos apartados, cada uno de los cuales estará dedicado al análisis de una obra particular del autor angevino: mientras en el segundo nos posicionaremos en el terreno político de Les six livres de la République (1576), en el tercero centraremos toda nuestra atención en las discusiones teológico–filosóficas abordadas en el Colloquium Heptaplomeres (c.1593). Esta división nos permitirá, al mismo tiempo, sentar las bases de nuestra interpretación de la perspectiva asumida frente al conflicto por Jean Bodin. Como dijimos antes, creemos que sus reflexiones lo
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posicionan en dos ámbitos diferentes. Por un lado, en la République, intentará brindar una solución pragmática a la inestabilidad política que producen en el seno de su sociedad las disputas de poder entre las facciones confesionales. Por otro, siendo un reconocido humanista, y un hombre de vastos intereses y conocimientos, Bodin nunca renunciará a las reflexiones filosóficas en torno a la religión, ni a la búsqueda por determinar cuál de todas es la verdadera (y esa búsqueda, de un modo manifiesto, será realizada en el Colloquium Heptaplomeres). Ahora bien, dadas las particulares circunstancias políticas de su tiempo, y también algunos acontecimientos que lo tuvieron como protagonista, Bodin parece haber concluido que dicha indagación solo puede ser realizada por un grupo muy restringido de personas, los savants, y en un ámbito muy singular: la República de las Letras. Con mayor detalle, podemos indicar que el segundo apartado se dividirá en cuatro secciones. En la primera nos referiremos directamente al contexto filosófico, político e intelectual en el que se gesta la République. Como veremos, Bodin intentará encontrar una posición intermedia entre los «monarcómanos» hugonotes y los fanáticos católicos de la Liga, ofreciendo al soberano un nuevo Manual de Navegación para atravesar la tempestad. En las secciones siguientes analizaremos tres capítulos centrales de la obra de Bodin; a saber, el capítulo viii del libro i, en donde el angevino explicita su novedoso concepto de soberanía; el capítulo x de ese mismo libro, en el cual podemos encontrar los atributos propios que se otorgan al soberano; y el capítulo vii del libro iv, en el que detendremos nuestra atención sobre los consejos prácticos que Bodin brinda a aquel monarca que debe gobernar un estado que no goza de uniformidad religiosa. El tercer apartado, por su parte, estará casi íntegramente dedicado al estudio del Colloquium Heptaplomeres. Solo en la primera de las secciones nos referiremos a un texto diferente, la Lettre a Bautru des Matras, redactada por Bodin hacia el mes de marzo de 1563; más precisamente, luego de que finalizara en Francia la primera guerra de religión. En ella, más allá de las simpatías que nuestro autor parece haber mostrado por la Reforma, creemos encontrar un antecedente muy revelador del propio Colloquium. Pues las diferencias que Bodin experimenta por aquella época con el católico Bautru son planteadas en un marco de respeto y concordia, al mismo tiempo que se critica la posición de quienes sostienen que los conflictos políticos que atraviesa Francia son responsabilidad exclusiva de los hugonotes. En la segunda sección relataremos el derrotero atravesado por el manuscrito del Heptaplomeres hasta 1857, año en el Ludwig Noack decidirá editarlo en forma íntegra por primera vez en la historia. En la tercera, haremos un breve repaso de las particularidades del escenario imaginario creado por Bodin, de los caracteres atribuidos a cada uno
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de los participantes e indicaremos algunas de las discusiones desarrolladas en los primeros tres libros. No obstante, lo más importante de esa sección estará dado por el análisis de las diversas posiciones que los eruditos sostienen en relación con la posibilidad de mantener discusiones acerca de la . Esas discusiones, en la que se enmarcará el debate de algunos puntos de notable importancia —como el de la divinidad de Cristo, la ocurrencia de los milagros, o la verdad o falsedad de las escrituras sagradas—, nos conducirán hacia un final tan paradójico como aleccionador: incapaces de encontrar una única verdad, los siete eruditos decidirán dar por concluidas las discusiones para continuar viviendo todos juntos en la morada del anfitrión católico, y admitiendo que cada cual lo haga respetando su más íntima convicción confesional. Será ese final el que abordaremos en la cuarta sección. A través de este recorrido, intentaremos echar algo más de luz sobre la posición que Jean Bodin asumió frente al desafío de la divergencia doctrinal, política y religiosa. 1. Jean Bodin (1530–1596)
Jean Bodin nació, según las conjeturas más probables, durante el mes de junio de 1530 en la ciudad francesa de Angers. Inició sus estudios en la casa de la orden de los Carmelitas, en donde el hermano de su madre oficiaba como prior, y luego se trasladó al convento de esa misma orden en París. Una vez en la capital, tomó contacto con las ideas humanistas y entabló una relación cercana con Pierre de la Ramée (1515–1572), de quien también parece haber adquirido cierto afán de crítica hacia la figura y la doctrina de Aristóteles. Según señala Marion Leathers Kuntz (2008:xiii), Bodin conoció profundamente el método lógico de Ramus, utilizándolo con gran asiduidad en sus propias obras. En efecto, tanto el Universae naturae theatrum como el Colloquium heptaplomeres, últimos dos escritos del angevino, parecen haber sido concebidos en base a este procedimiento argumentativo que implica, en primer lugar, una presentación general del tópico a tratar, y en segundo, el desarrollo sucesivo de las distintas aristas y dificultades particulares. Las razones de su salida de París —y de la orden de los Carmelitas— son inciertas, aunque quizás podría encontrarse un motivo en su falta de apego por la ortodoxia católica. En relación con ello, Pierre Mesnard (1951:xiii) nos recuerda que, durante el año de 1548, el prior de los Carmelitas de Tours, René Garnier, y otros dos miembros de la orden —uno de cuales poseía el nombre de Jean Bodin— fueron imputados de herejía por el Parlamento de París. Es posible, entonces, que Bodin haya abandonado la orden de su tío materno
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debido a sus simpatías por la fe reformada. En efecto, los archivos de la ciudad de Ginebra (Leathers Kuntz, 2008:xix) revelan también un matrimonio entre un hombre llamado Jean Bodin y una mujer de nombre Thyphaine Reynaude, residente de Ginebra y viuda de Leonard Gallimard, protestante ejecutado en Paris junto al hermano Venot, compañero de Bodin en la orden de los Carmelitas. Presunto habitante de la ciudad, es posible que Bodin haya sido testigo presencial de la ejecución de Miguel Servet; de ser así, también es posible que una escena tan cruda haya representado un fuerte impacto para sus simpatías juveniles. Si es que el angevino esperaba hallar en Ginebra un espacio seguro en el cual desarrollar en libertad sus reflexiones acerca de la religión, podemos estar seguro que esta hoguera produjo un giro radical en esa perspectiva. Bodin abandonará rápidamente el bastión calvinista, pero no así sus aparentes simpatías por explorar los caminos abiertos por la Reforma, los que parece haber seguido desandando por más de una década. De hecho, en la misiva dirigida a su amigo Jean Bautru des Matras, datada por los especialistas en los inicios de la década de 1560, Bodin recordará a su destinatario católico que las diferencias religiosas no son un impedimento para la amistad. A mediados de la década de 1550, Bodin se trasladará a Toulouse, ciudad en la cual estudiará Derecho, y en donde revelará su aspiración por acceder a un puesto docente. Es con ese fin que pronunciará su Oratio de instituenda in republica juventute (1559). Al no lograr su cometido, se trasladará nuevamente a París, en donde existen registros de su presencia desde el año 1561. Pero más afecto a las «meditaciones de la corte que a las improvisaciones del tribunal» (Baudrillart, 1853:115), Bodin se liberará paulatinamente de las obligaciones profesionales contraídas por su participación en el Parlamento de aquella ciudad para avocarse de lleno al estudio de la filosofía y de la historia del derecho. Producto de estas cavilaciones, el angevino compondrá su primera obra destacada, el Méthode de l’histoire; mejor conocido por su título latino: Methodus ad facilem historiarum cognitionem (1566). Dos años más tarde, revelando un espíritu infatigablemente curioso, Bodin dará origen a un nuevo escrito sobre economía política, la Reponse aux paradoxes de M. de Malestroit, touchant le fait des monnais et l’enchérissement de toutes choses (1568). Este será, según los estudiosos, el primer tratado metódico sobre la «inflación». Habiendo adquirido cierta reputación gracias a estas dos primeras obras, Bodin comenzará a frecuentar con mayor asiduidad el escenario político. Así, el mismo año en que publicará aquel segundo escrito participará también en la Asamblea de Estados de Narbonne y obtendrá allí un empleo como maître des requêtes. Tres años más tarde, en 1571, comenzará a desempeñarse como consejero de Francisco de Anjou (1555–1584), duque de Alençon, hermano menor de Carlos ix y Enrique iii —y jefe del partido de los politiques—,
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gracias a cuya influencia cortesana será nombrado procurador del rey. Siendo secretario de este abierto partidario de la solución tolerante, Bodin será acusado de calvinismo por los miembros más intransigentes del partido católico, y sólo salvará su vida en aquella fatídica noche de san Bartolomé gracias a la protección de Christophe de Thou (1508–1582), presidente del Parlamento de París. Este episodio lo llevará a alejarse definitivamente de París, atravesando un breve período de anonimato y estableciendo su residencia en la pequeña Laon, ciudad en la vivirá hasta el final de su vida. El año 1576 será particularmente importante en la biografía de Bodin. En él no sólo editará una de sus obras cumbres, Les six livres de la République, sino que también participará activamente en la vida política de Francia, oficiando como diputado del tercer estado por Vermandois en los Estados Generales de Blois (Ulph, 1947; Holt, 1987). Dicha asamblea cumplió un papel decisivo, no solo en la vida política de Bodin, sino también en la de toda Francia: enfrentado con los diputados parisinos, quienes oficiaban como portavoces de la posición del rey y de la Liga, y postulaban la necesidad de que todos los súbditos se unieran bajo una única religión «católica y romana», Bodin se mostrará partidario de una solución política. Defenderá la preeminencia de la paz, y postulará la convocatoria de un «concilio general o nacional» capaz de reglar la situación de la religión (Baudrillart, 1853:118). Ese posicionamiento político no sólo le costará un nuevo enfrentamiento con los partidarios de la Liga, sino también un creciente recelo por parte del rey. Mostrando una vez más su cariz polifacético, entre 1577 y 1578 Bodin participará de diversos procesos en los que se enjuiciarán a mujeres acusadas de brujería. Producto de estas actuaciones, y de su enfrentamiento teórico con el médico alemán Johannes Weier (1516–1588), compondrá uno de sus escritos más extraños y asombrosos: la Démonomanie des sorciers (1580). Al año siguiente, acompañando a su único y último protector, realizará un viaje a Inglaterra, donde el duque de Alençon se trasladaba con la intención de formalizar su compromiso matrimonial con la reina Isabel. Una vez allí, Bodin será testigo ocular de algunos rumores que habían llegado hasta sus oídos: su libro sobre la République había sido adoptado para la enseñanza en Londres y Cambridge desde el año anterior.1 El angevino se interesará mucho por las instituciones
1 En efecto, el impacto de la République no sólo se sentirá en Inglaterra, en donde Thomas Hobbes adoptará muchos de sus principios (Lloyd, 1991, 2003). También en España se convertirá en un libro prontamente leído, aunque su acceso a aquellas tierras estará mediado por la «enmiendas católicas» del traductor. Tal como lo indica el título de su primera edición castellana: Los seis libros de la República de Juan Bodino. Traducidos de lengua francesa y enmendados católicamente por Gaspar de Añastro Ysunza (Turín, Los Herederos de Bevilacqua, 1590).
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inglesas, y añadirá múltiples comentarios acerca de ellas en la reedición de su texto realizada en 1583. Luego de la muerte de Francisco de Anjou, ocurrida en 1584, Bodin se verá obligado a retornar a Laon, donde ejercerá nuevamente la magistratura hasta el año 1587, año en el que será designado procurador general. Pocas semanas después del asesinato de Enrique de Guisa y del Cardenal de Lorena, ocurridos hacia el final de 1588, la Liga católica ocupará completamente la ciudad de Laon y Bodin se verá obligado a alistarse en sus filas; lo cual representa una manifiesta contradicción con muchos de los principios políticos e intelectuales a los que supo adherir durante toda su vida: La adhesión de Bodin a la Liga no puede ser considerada más que como un episodio lamentable de su vida política; sus escritos y sus actos, junto con una conducta y unas opiniones tan netas y firmes, lo vinculan a la causa que, poco a poco, se identificará con la figura de Enrique iv. El funcionario puede haber participado por un instante del partido del duque de Mayenne; el filósofo y, salvo este corto eclipse, el hombre público, se ubicaron siempre allí donde se encontraran la nacionalidad y la tolerancia. (Baudrillart, 1853:134)
Finalmente, luego de la conversión al catolicismo de Enrique de Navarra (1593), Bodin se declarará abiertamente a su favor, e incluso incitará a sus conciudadanos —afectos todavía a las pasiones de la Liga— a reconocer la legitimidad de Enrique iv. No tendrá la fortuna de llegar a ver sancionado el Edicto de Nantes, pues morirá de peste en 1596. Sin embargo, en estos últimos y agitados años, tendrá las energías suficientes para componer dos voluminosas obras: el Colloquium Heptaplomeres (c.1593) y el Universae naturae theatrum (1596). 2. Les six livres de la République, o la solución politique
Tal como afirma Pedro Bravo Gala (1997:xxxii), quizás, un buen modo «de orientarse en el laberinto de casi un millar de folios que constituyen Los seis libros de la República consista en no perder de vista las consideraciones que, en apretada síntesis, hace Bodin en el prefacio de la obra». En efecto, como observaremos con mayor detenimiento en nuestro próximo apartado, Bodin brinda en esas páginas iniciales una serie de elementos indispensables para comprender cuáles fueron los motivos y las intenciones que dieron origen a su propia obra. Una elocuente crisis de autoridad política, mancillada por la radicalización de las rencillas confesionales, los consejeros impiadosos y el cre-
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ciente peligro representado por aquellos teóricos hugonotes que comenzaban a postular la posibilidad de desobedecer —e incluso asesinar— a los monarcas que faltaban a sus deberes, son las causas principales de su preocupación. Frente a este estado de cosas, Bodin postulará una solución tan novedosa como radical; una solución cuyo impacto excederá largamente el propio contexto histórico, político e intelectual del angevino: la instauración de un poder soberano de carácter absoluto, cuya característica principal esté dada por su cariz político, y no por su vínculo con la religión (Mairet, 1993:15). 2.1. Entre monarcómanos y liguistas
Luego del desengaño provocado por el proyecto de concordia, y de las paradójicas consecuencias ocasionadas por el Edicto de enero de 1562; luego de diez años de conflicto y de la fatídica noche de san Bartolomé, aquellos que — como Bodin— sentían cierta simpatía por la alternativa política, comenzarán a concebir que los males que se ciñen sobre el reino se deben tanto a los odios, las pasiones y las intransigencias de los partidos, como a la propia fragilidad de las instituciones; a los precarios e insuficientes cimientos sobre los que se encuentra constituido el orden político (Cardoso, 1996). En ese escenario, se hacía preciso reorganizar el marco institucional apelando a nuevas bases, encontrar un camino que permitiera crear una alternativa capaz de resolver, desde una órbita externa, las diferencias que intrínsecamente se mostraban insolubles. Jean Bodin hallará dicha solución en la instauración de un poder político que, antes que imponerse a las distintas facciones —a la manera de la Baja Edad Media— como un primus inter pares, pudiese sobreponerse a cada una de ellas. Y su intento de solución, expuesto con singular erudición en Les Six Livres de la Repúblique (1576), terminará por sentar no solo las bases de la monarquía absoluta,2 sino también las del propio Estado moderno (Skinner, 2003; García Gestoso, 2003). Como analizaremos con más detalle en lo que sigue, Bodin considera al poder soberano (definido por su carácter absoluto, perpetuo e indivisible) como verdadera causa formal de la existencia de la República. No es necesario, afirma el angevino, que quienes conforman un mismo Estado compartan leyes, idioma, raza, ni religión; el único requisito indispensable es que todos y cada
2 Sara Miglietti (2010) nos invita a poner en entredicho la imágen «desafortunamente todavía muy corriente de un Bodin «teórico del absolutismo», que apoyaría calurosamente el establecimiento de un monarquía autocrática y desprovista de todo control» (4–5). El principal ideólogo de esta representación ha sido Franklin (1973), aunque sus tesis han sido puestas en cuestión por autores como Zarka (1997) y Turchetti (2007).
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uno se encuentre sometido a un único poder soberano (Bodin, 1997:37). Así, del mismo modo en que una familia —unidad básica de la teoría política de Bodin (1997:16)— se constituye por «el recto gobierno de varias personas y de lo que les es propio bajo la obediencia de una cabeza» (18), una república puede ser definida como el recto gobierno de varias familias, y de lo que les es común —pues no hay república sin res publica (17)—, bajo un único poder soberano. Con base en esas consideraciones, Bodin explicita su novedosa teoría a través de una gráfica metáfora naval: Del mismo modo en que el navío solo es madera sin forma de barco cuando se le quitan la quilla que sostiene los lados, la proa, la popa y el puente, así la república, sin el poder soberano que une todos los miembros y partes de ésta, y todas las familias y colegios en un solo cuerpo, deja de ser república. Siguiendo con la comparación, del mismo modo que el navío puede ser desmembrado en varias piezas o incluso quemado, así el pueblo puede disgregarse en varios lugares o extinguirse, aunque la villa subsista por entero. No es la villa, ni las personas, las que hacen la ciudad, sino la unión de un pueblo bajo un poder soberano, aunque sólo haya tres familias. (Bodin, 1997:17; cf. Skinner, 2003:61)
El soberano no solo es el ingeniero que da forma al navío, sino también el capitán que debe encargarse de conducirlo hacia el puerto de la salvación. En ese sentido, las diversas facciones y corporaciones que han conducido a la república al borde de la anarquía —en particular, los «monarcómanos» hugonotes y los fanáticos católicos de la Liga— se muestran en este escenario como verdaderos incitadores del naufragio. Bodin, en tanto, integrándose en esa misma tradición de los Speculum Princeps a la que referimos en ocasión de nuestro análisis de los textos de Castellion, buscará poner a disposición del monarca un nuevo Manual de Navegación. En efecto, en el inicio mismo del Prefacio, el angevino señalará explícitamente cuáles son sus intenciones. Permítasenos recurrir a sus palabras con cierta extensión a fin de apreciar con claridad el cariz particular que Bodin pretende brindarle a su texto: Puesto que la conservación de los reinos e imperios, y de todos los pueblos, depende, después de Dios, de los buenos príncipes y sabios gobernantes, es justo, mi señor, que cada uno les ayude a conservar su poder, a ejecutar sus santas leyes o a llevar a sus súbditos a la obediencia, mediante máximas y escritos de los que resulte el bien común de todos en general, y de cada uno en particular. Esto, que siempre ha sido estimable y digno, nos es ahora más necesario que nunca. Cuando el navío de nuestra república tenía el viento de popa, solo se pensaba en gozar de un reposo sólido y estable… Pero desde que una tormenta
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tan impetuosa ha agitado al navío de nuestra república con tal violencia que incluso el capitán y los pilotos están exhaustos por el trabajo continuo, se hace preciso que los pasajeros les presten una mano, ya sea en las velas, ya sea en la cuerdas, ya sea en el ancla, y que aquellos a los que la fuerza les falta, brinden algunas buenas advertencias, o presenten sus votos y plegarias a aquél que puede comandar los vientos y amainar la tempestad, pues todos juntos corren el mismo peligro. (Bodin, 1997:3–4)
He allí la razón por la cual, «no pudiendo hacer nada mejor», Bodin se dispone a sentar las bases de un nuevo orden político que permita evitar la reproducción de episodios muy poco convenientes para el sostenimiento de la salud de la república, como el ocurrido cuatro años antes de la redacción de la République, durante la noche de san Bartolomé. En efecto, dado que es inevitable que los estados se encuentren sometidos a las mismas reglas que la naturaleza prescribe a todas las cosas (4), y por tanto, que sufran diversas mutaciones y modificaciones a lo largo de su existencia, lo más sensato es procurar «que el cambio sea pacífico y natural, si ello es posible, y no violento y sangriento» (4).3 En ese marco, no será ya la verdad (de la fe), sino la paz, el valor supremo que habrá que resguardar con todo el celo del que se disponga. Y la paz, según puede inferirse de las afirmaciones de Bodin, no germina sino del orden; orden que solo podrá garantizar, a su vez, quien siendo ajeno a los distintos intereses que se hallan en disputa, se muestre como un agente político imparcial y capaz de sobreponerse a la agitación de los conflictos confesionales, instituyendo una ley común a todos, y restableciendo de ese modo la tan ansiada unidad o armonía (307). He allí la necesidad de instaurar un poder soberano, y de encarnar ese poder en la figura de un monarca que, al mismo tiempo, representará para la república y el mundo político lo que Dios representa para el orden de la naturaleza (5, 291).
3 Como veremos más adelante, Bodin presta una gran atención a estas mutaciones, y establece una distinción entre la alteratio («alteración») y la conversio («cambio»). Esta diferenciación le permitirá, a su vez, señalar la disparidad que existe entre los cambios políticos, que afectan directamente a la soberanía, y, por tanto, a la forma del Estado, y las alteraciones en las leyes, en las costumbres o en la religión, que no suponen una modificación sustancial en el carácter más propio de la república, sino solo en un aspecto particular de su gobierno (cf. Couzinet, 2006)
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En ese marco, dijimos, Bodin entiende que la república4 de Francia tiene dos principales enemigos. Los primeros son los seguidores de Maquiavelo, muy «en boga entre los cortesanos de los tiranos» (5); los segundos, quienes propician absurdas teorías acerca de las prerrogativas del pueblo sobre los monarcas. Los primeros no son otros que quienes han convencido a Catalina y al rey de llevar a cabo la matanza de san Bartolomé, subvirtiendo con ello los legítimos fundamentos del orden y de la justicia. Siguiendo las recetas prescriptas por Maquiavelo, estos consejeros han puesto «como doble fundamento de la república a la impiedad y a la irreligión» (5),5 creyendo que por ese camino alcanzarían el éxito. Sin embargo, señala Bodin, si prestamos mayor atención a las lecciones de la historia, y sopesamos con más detenimiento cuál ha sido la fortuna de aquellos que han seguido las prescripciones del secretario florentino —y en particular la de César Borgia— seremos capaces de concluir que dichos principios han provocado el colapso de todos los que Príncipes que los han seguido. Las temibles lecciones de Maquiavelo han conducido a Francia al borde de la tiranía, con todo lo pernicioso que eso resulta; no obstante, afirma Bodin, hay algunos otros principios que son incluso más dañinos y perjudiciales, y que entrañan un riesgo incluso mayor: el de la anarquía. Existen otros, contrarios y enemigos de aquellos [cortesanos], pero quizás todavía más peligrosos, quienes, con pretexto de exención de cargas y de la libertad popular, inducen a los súbditos a rebelarse contra sus príncipes naturales, abriendo las puertas a una licenciosa anarquía, peor que la tiranía más cruel del mundo. (Bodin, 1997:6)
Bodin refiere aquí a los publicistas hugonotes. Los que, luego de la noche de san Bartolomé, abandonarán sus esperanzas de alcanzar una medida de tolerancia por parte de la monarquía dirigida desde las sombras por Catalina de Médicis, y comenzarán a desarrollar una ofensiva teórica y política mucho
4 Vale aclarar aquí que, en el contexto histórico, intelectual y lingüístico de Bodin, el concepto de república no refiere a una forma de gobierno particular —como sí lo hace para nosotros, herederos del liberalismo—, sino al estado en general. En tal sentido, veremos, la república puede ser administrada bajo un gobierno popular, pero también bajo la forma aristocrática o monárquica. 5 Bravo Gala (1997) ha señalado con razón que este furioso «antimaquiavelismo» expresado por Bodin en las páginas de su Prefacio «tendría un carácter polémico y circunstancial, sin ser necesariamente expresión de un desacuerdo teórico fundamental» (XLII) entre el florentino y el angevino. En efecto, Roger Chauviré (1914:192 y ss.) ha señalado algunas posibles conexiones entre la obra de Maquiavelo y la de Bodin. Y tampoco puede olvidarse que una de las críticas más fuertes que recibirán en la época los propios politiques es la de ser «discípulos de Maquiavelo», al supeditar la religión a la política, y dar prioridad al orden por sobre la verdad.
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más agresiva (Skinner, 1993:248). El primero de los textos que incitó a la revolución hugonota, editado por François Hotman, apareció en 1573 bajo el título Francogallia. Al año siguiente, Teodoro de Beza redactará —en un tono similar— la versión francesa de un texto titulado Du droit des Magistrats sur leurs sujets (1574), cuya versión latina aparecerá dos años más tarde. A esos dos primeros opúsculos, en los que se defendía el derecho de los hugonotes a revelarse contra el tirano católico, le seguirán tres textos de carácter anónimo: el primero, en forma de diálogo, llevará por título Le Politique (1574); el segundo, también bajo esa forma dialógica, Le Reveille Matin (1574); el tercero, por su parte, será conocido bajo el título de Discours Politiques (1574), resultará «el más revolucionario de todos y presentando una teoría más anárquica de la resistencia que ninguna otra obra del pensamiento político hugonote» (Skinner, 1993:314). Por su parte, los tres volúmenes de las Mémoires de l'estat de France sous Charles ix, de Simon Goulart —quien luego ocuparía el lugar de Teodoro de Beza en la administración ginebrina—, apareció por primera vez hacia finales de 1576, siendo reimpresos en una versión «revisada, corregida y aumentada» en 1578. Finalmente, en 1579, verá la luz el más afamado de todos los textos producidos en esta época por los teóricos hugonotes: la Vindiciae contra tyrannos (1579), atribuido a Philippe Duplessis Mornay. En él, el autor ofrecerá al público letrado el resumen más completo de los principales argumentos desarrollados por los monarcómanos en el curso del período posterior a la agudización del conflicto confesional. Según la concepción de Bodin, estos publicistas hugonotes —cuyas tesis principales radicaban en la defensa del derecho a la resistencia popular, y en la concepción del régimen de gobierno de Francia bajo un carácter mixto— resultan tan perniciosos para la salud de la república como los ateos, pues, al igual que ellos, incitan a los súbditos a dejar de lado «verdades evidentes» trasmitidas por las sagradas Escrituras.6 Nada se repite tanto en la Sagrada Escritura como la prohibición, no solo de matar o atentar contra la vida y el honor del príncipe, sino también de los magistrados, aunque sean perversos… Responder a las objeciones y argumentos vanos de quienes sostienen lo contrario, sería perder el tiempo. Al igual que quien pone en duda la existencia de Dios merece que sienta el peso de las leyes sin usar de argumentos, trato semejante debiera darse a quienes han puesto en duda verdad tan evidente, llegando incluso a publicar libros donde defienden
6 Un peligro similar es el que Bodin atribuye a las brujas y hechiceras que denunciará en su Démonomanie des sorciers; esto, quizás, pueda brindarnos una clave de interpretación capaz de conciliar sus más que diversas obras (Ramberti, 2008; Lavoyer, 2010)
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que los súbditos pueden justamente tomar las armas contra su príncipe tirano y hacerlo matar por cualquier medio. (Bodin, 1997:105–106)
Desde la perspectiva de Bodin, ningún súbdito tiene la potestad de desobedecer o de atentar contra la vida del príncipe soberano, ni siquiera cuando este haya incurrido en las mayores «impiedades y crueldades imaginables» (105). Por tanto, dado que los súbditos no tienen ninguna «jurisdicción sobre su príncipe, del cual depende todo poder y autoridad» (105), la única medida aceptable de reacción o de repudio contra la tiranía que Bodin parece admitir —es decir, siempre y cuando el monarca subvierta con su acción alguna ley natural o divina— es la de sustraerse a dicha autoridad por medio del exilio, interno o externo; o por medio de la huida hacia otro territorio, o por medio del retraimiento privado del escondite (106). En efecto, podríamos señalar, a modo de conclusión de este apartado, como el propio Bodin indicara hacia el final del Prefacio, que su obra estará íntegramente dedicada a combatir a estas «dos clases de hombres que, mediante escritos y procedimientos contrarios, conspiran a la ruina de las repúblicas» (6) y que actúan de ese modo «no tanto por malicia como por ignorancia de los negocios del estado» (6). En tal sentido, afirmando que la «ciencia política se encuentra oculta por tinieblas muy espesas» (4), el autor de la République se propone redactar una obra capaz de esclarecer muchos de sus principios esenciales. Quizás con la esperanza de que, de ese modo, monarcómanos y liguistas pudiesen rendirse ante las inobjetables evidencias esgrimidas en favor de una solución real de los conflictos, es decir, de una solución política.7 2.2. Hacia la institución de un poder secular
Pierre Manent (1990) lo ha dicho con claridad en el inicio de su Histoire intellectuelle du libéralisme: si consideramos de manera «retrospectiva, o negativamente» al modo de organización política establecido con anterioridad a los sistemas liberales, no tendremos más opción que referirnos al Ancien régime. Si, por el contario, describimos a ese régimen de un modo «positivo 7 El sesgo antiutopista de Bodin (1997) es elocuente desde las primeras páginas, en donde afirma que no pretende «diseñar una república ideal, irrealizable, del estilo de las imaginadas por Platón y Tomás Moro, Canciller de Inglaterra, sino que nos ceñiremos a las reglas políticas lo más posible. Al obrar así, no se nos podrá reprochar nada, aunque no alcancemos el objetivo propuesto, del mismo modo que el piloto arrastrado por la tormenta o el médico vencido por la enfermedad, no son menos estimados si éeste ha tratado bien al enfermo y aquel ha gobernado bien su nave» (12).
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o prospectivo», deberemos hablar de la «era de las monarquías «absolutas» o «nacionales»» (17). Monarquías a las que «dio su forma el concepto de soberanía; concepto radicalmente nuevo en la historia» (17). Fueron la crisis y la caída del Imperio Romano de Oriente las que, según Manent, prepararon el terreno para el surgimiento de este nuevo orden político, ligado íntimamente a un concepto hasta entonces inaudito. Habiendo entrado en crisis el modo de organización imperial, y no siendo ya viable un retorno a aquel viejo modelo de la ciudad–Estado propio de la antigüedad clásica, los hombres europeos se vieron en la necesidad de inventar un nuevo sistema de organización para su vida en común. Este nuevo sistema, al mismo tiempo, permitió resguardar —o, mejor dicho, inaugurar de un modo sui generis— el orden secular ante el avance de la Iglesia católica. En efecto, aun cuando el «modelo» ofrecido por la Iglesia —en tanto su razón de ser no consiste en regir la vida política de los hombres, sino en conducirlos hacia la salvación— no parece ubicarse en el mismo plano que el de la ciudad o el imperio, su injerencia en el plano temporal no resultará en absoluto desdeñable. Por el contrario, afirma Manent: «por su existencia misma y su propia vocación, la Iglesia planteará un inmenso problema político a los pueblos europeos» (19–20). Tal es así, que «el desarrollo político de Europa solo puede comprenderse como la historia de las respuestas dadas a problemas planteados por la Iglesia» (20). Ahora bien, ¿cuál es la razón de ese inmenso problema planteado por la corporación eclesiástica? Brevemente, el modo contradictorio en el que la Iglesia auto–concibe su propia función institucional: establecida con el fin de garantizar la salvación de las almas de los hombres en un mundo que no es este, sin embargo, autoproclama el derecho y el deber de establecer una atenta vigilancia sobre todas aquellas acciones que puedan poner en riesgo esa salvación. Así, aun cuando Dios y el César parezcan destinados a ejercer sus actividades en territorios radicalmente diferentes, esta contradicción autoperceptiva ha conducido a la Iglesia «a reivindicar el poder supremo, la plenitudo potestatis» (21). Ante esta crítica situación política, es decir, ante la imposibilidad de retornar a los modelos de organización ensayados con anterioridad, y ante el peligro del avance del modelo teocrático, el problema de los hombres europeos —de ese «mundo no religioso, profano, laico»— consistió en concebir un modo de organización política cuya forma «no sea ni la ciudad ni el Imperio» (25); una forma que, excediendo la particularidad de las antiguas polis, tampoco aspirara a la universalidad propia del Imperium. Se necesitaba, en todo caso, «una forma cuya universalidad fuera diferente de la universalidad del Imperio. Y sabemos que esa forma política habrá de ser la monarquía «absoluta» o «nacional»» (25).
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La figura política del rey adquirirá un rol central en esta nueva forma de organización, convirtiéndose en la piedra angular de todo el sistema. No obstante, aun cuando el monarca occidental reclame como fundamento de su legitimidad a la propia divinidad —pues, como ha quedado establecido desde san Pablo: «Todo poder viene de Dios» (Romanos, 13:1)—, tanto los conflictos con la presunta autoridad universal de la Iglesia, como la imposibilidad para erigirse en el vicarius Christi,8 le indicarán un nuevo campo de acción: el secular. En ese ámbito, su función principal radicará en sentar las bases de una nueva unidad política, diferente de la de la institución eclesiástica; «se encargará de constituir la ciudad profana, la civitas hominum, y la hará una, así como el mismo es uno» (30). En esa nueva organización, como ya señalamos al inicio, el concepto de soberanía adquirirá un papel central. Realizada esta breve reflexión general, pasemos a analizar el concepto de soberanía tal como lo presenta Jean Bodin en el capítulo viii del libro i de su République, pues creemos que ese análisis nos permitirá comprender con mayor profundidad en qué medida este concepto desempeña un rol clave, no sólo en la teoría política heredada y construida por la tradición, sino también en la solución politique que Bodin postula para los conflictos confesionales de su tiempo. Habiendo dicho antes que la república es un «recto gobierno de varias familias, y de lo que les es común, con poder soberano», resulta ahora necesario definir con mayor precisión qué es lo que se entiende por poder soberano, poder al que Bodin atribuirá tres características principales: la de ser perpetuo, la de ser absoluto y la de ser indivisible. En primer lugar, que el poder soberano sea perpetuo significa que no reviste límites temporales; que más allá de las diversas materializaciones y personificaciones que pueda tener, es decir, más allá del modo en cómo dicho poder sea administrado en la práctica, su naturaleza permanece inmutable y única a lo largo del tiempo: Digo que este poder es perpetuo, puesto que puede ocurrir que se conceda poder absoluto a uno o a varios por tiempo determinado, los cuales, una vez transcurrido éste, no son más que súbditos. Por tanto, no puede llamárseles príncipes soberanos cuando ostentan tal poder, ya que sólo son sus custodios o depositarios, hasta que place al pueblo o al príncipe revocarlos. Es éste quien permanece siempre en posesión del poder. (Bodin, 1997:47–48)
8 El título de Vicario de Dios, nos recuerda Manent, será solo reservado en Occidente para la figura del papa de Roma, quien se encargará de desarrollar todas las consecuencias de la «contradictoria» definición de la Iglesia a la que referimos antes. Al respecto, cf. Ernst Kantorowicz (1957:87–93).
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En segundo lugar, el poder soberano es absoluto en tanto y en cuanto no reconoce por sobre él a ningún otro poder que no sea «el de Dios y el de las leyes naturales» (51–52). Pues, si así no fuera, aclara Bodin, el príncipe no sería el verdadero titular de la soberanía, sino tan sólo su depositario, tal como ocurre, por ejemplo, con los distintos «magistrados intermedios» a los que el monarca recurre para administrar la república (Bernardo Ares, 1984). En tal sentido, concluye el autor, «es absolutamente soberano quien, salvo a Dios, no reconoce a otro por superior» (49; cf. Bobbio, 2008:80). El mundo político que nos representa Bodin, vertebrado a partir de estos caracteres distintivos del concepto de soberanía, reconoce una única división: la que existe entre aquel que posee el poder absoluto, perpetuo e indivisible, y aquellos que están desprovistos de él, aunque sean momentáneamente sus depositarios; es decir, entre el soberano y los súbditos. De este modo, no importa cuál sea el lugar que los distintos ciudadanos puedan ocupar en la esfera de la república, ni las creencias que profesen (no importa que sean nobles o artesanos, magistrados o comerciantes, católicos o protestantes), dado que, desde la óptica propia del monarca, todos ellos son iguales. En efecto, en tanto y en cuanto se encuentran sometidos a las leyes dictadas por el soberano, todos son súbditos. Así, resguardada la unidad política —a partir de que todos los súbditos son miembros de un cuerpo regido por una única cabeza—, Bodin pergeña un argumento politique en favor de la posible coexistencia de las confesiones. Cabe aclarar, sin embargo, que absoluto no significa ilimitado. Pues, aun cuando el príncipe soberano es tal en tanto posee un poder que lo distingue radicalmente del resto, existen algunas leyes que ningún gobernante legítimo puede violar sin incurrir en la tiranía. En tal sentido, afirma el autor: «Si decimos que tiene poder absoluto quien no está sujeto a las leyes, no se hallará en el mundo príncipe soberano» (52) Puesto que «todos los príncipes de la tierra están sujetos a las leyes de Dios y de la naturaleza, y a ciertas leyes humanas comunes a todos los pueblos» (52). En consecuencia, aun cuando el soberano queda exento de cumplir con las leyes civiles que él mismo ha prescrito, debe someterse a las leyes de Dios y a las de la naturaleza. Pero también a las que hacen «al estado y la fundación del reino» (56), como la ley sálica. De todas formas, más allá de estas restricciones, y como veremos con mayor detenimiento en el próximo apartado, «el carácter principal de la majestad soberana» consiste en la facultad de «dar la ley a los súbditos en general sin su consentimiento» (57). Así, es posible afirmar que «la ley no es otra cosa que el mandamiento del soberano que hace uso de su poder» (63), pues, del mismo modo en que Dios rige al mundo, el monarca soberano —quien recibe de aquel poder supremo todas sus prerrogativas— posee una absoluta jurisdicción sobre los destinos de la república.
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2.3. El poder de legislar
Según Carl Schmitt (2009a), la caracterización de Bodin «se orienta hacia el caso crítico, es decir, excepcional» (14). Aunque, «más que su definición de la soberanía, tan frecuentemente citada, cabe señalar a su doctrina sobre las «Vraies remarques de la souveraineté» como el comienzo de la moderna teoría del Estado» (14). Avalados por esta afirmación, analicemos ahora el capítulo x del libro I de la República, a fin de terminar de develar los atributos que Jean Bodin otorga a la soberanía, prestando especial atención a la facultad de legislar, principal y distintiva característica de la potestad soberana. Bodin inicia este capítulo reiterando una vez más la idea de que los príncipes soberanos son «la imagen de Dios en la tierra», y que han sido enviados por Él en la función de «lugartenientes» (Bodin, 1997:72). Establecido ese principio, el angevino se propone explicitar cuáles son los atributos exclusivos —es decir, únicos e incomunicables— que el ser supremo ha legado a los príncipes. Iniciada la búsqueda, sostiene que el primer y más importante remarque de la soberanía radica en el poder de legislar, es decir, en el poder de regir la vida de todos los súbditos de una república, sin que esa legislación emane de ninguna instancia superior a la de su propia voluntad. El primer atributo del príncipe soberano es el poder de dar leyes a todos en general y a cada uno en particular. Con esto no se dice bastante, sino que es preciso añadir: sin consentimiento de superior, igual o inferior. Si el rey no puede hacer leyes sin el consentimiento de un superior a él, es en realidad súbdito; si de un igual, tiene un asociado, y si de los súbditos, sea del senado o del pueblo, no es soberano. (Bodin, 1997:74)
Asimismo, señala Bodin, si se analizan con detenimiento los demás atributos que es posible otorgar al poder soberano, se podrá llegar a la conclusión de todos ellos se encuentran comprendidos en este primero. Lo que lo convierte en el atributo principal; o, a mejor decir, en el único. Ahora bien, son estas reflexiones las que permiten a Bodin no sólo hacer plenamente explícita la tercera característica distintiva de la soberanía (la de ser indivisible), sino también oponerse a otro de los principales argumentos esgrimidos por los teóricos hugonotes: el de la existencia, en el origen del sistema político francés, de un régimen mixto. En efecto, luego de indicar qué es lo qué entiende por soberanía, y cuáles son sus vraies remarques, Bodin se abocará al análisis de los diversos modos en la que el poder soberano puede ser ejercido. Desde su perspectiva, dejando de lado las diversas cualidades que los gobiernos pueden adquirir —es decir, dejando de lado la catalogación clásica que
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ponía el énfasis en distinguir regímenes virtuosos y corruptos—, y estableciendo solo una diferenciación en base a sus aspectos «de naturaleza», Bodin afirma que la soberanía puede ser ejercida: o por una sola persona, o por la menor parte de los miembros de una república, o por la mayor parte. Así, más allá de las distinciones y subdivisiones establecidas por muchos autores clásicos, quienes multiplican sin cesar el número de repúblicas posibles, existen sólo tres formas de estado: la monarquía, la aristocracia y la democracia. Así, oponiéndose a teóricos políticos de la talla de Aristóteles, Platón o Polibio, Bodin afirmará que los regímenes mixtos simplemente no existen, pues el poder soberano no puede ser dividido, y, por tanto, tampoco compartido. Si se admite que de la combinación de las tres [formas de república] se puede hacer una, es evidente que ésta será por completo diferente… Mas la mezcla de las tres repúblicas en una no produce una especie diferente. El poder real, aristocrático y popular combinados, sólo dan lugar al estado popular, salvo que se diese la soberanía, en días sucesivos, al monarca, a la parte menor del pueblo y a todo el pueblo, ejerciendo por turno, cada uno de ellos, la soberanía… En tal caso, habría tres clases de república que, además, no durarían mucho, al igual que una familia mal gobernada. (Bodin, 1997:88–89)
En efecto, dado que la soberanía es indivisible, resulta imposible combinarla, pues eso no conduce sino a una paradoja: los soberanos se convertirán al mismo tiempo en súbditos; lo que, para Bodin, no provocará más que una situación política insostenible a partir de un peligroso descrédito de la ley. Si el poder de legislar es puesto en diversas manos, se llegará al sinsentido de sostener que quienes dictan las normas legales son, al mismo tiempo, quienes deben someterse a ellas. Situación que resulta un absurdo político. En realidad, es imposible, incompatible e inimaginable combinar monarquía, estado popular y aristocracia. Si la soberanía es indivisible, como hemos demostrado, ¿cómo se podría dividir entre un príncipe, los señores y el pueblo a un mismo tiempo? Si el principal atributo de la soberanía consiste en dar ley a los súbditos, ¿qué súbditos obedecerán, si también ellos tienen poder de hacer la ley? ¿Quién podrá hacer la ley, si está constreñido a recibirla de aquellos mismos a quienes se da? (Bodin, 1997:89)
Luego de este recorrido, Bodin llegará a las siguientes conclusiones: en primer lugar, afirmará que los regímenes mixtos son imposibles, y, por tanto, que «no hay ni jamás hubo república compuesta de aristocracia y de estado popular y, mucho menos, de las tres repúblicas, sino que, por el contrario,
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solo hay tres clases de república» (91–92). En segundo, que, si esos regímenes fueran posibles, terminarían indefectiblemente en un enfrentamiento interno entre los diversos titulares de la soberanía, es decir, en una guerra civil entre las facciones monárquicas, aristocráticas y democráticas; guerra civil que, como también han postulado innumerables teóricos políticos a lo largo de la modernidad, es concebida por Bodin como la peor de las enfermedades que puede aquejar a una república. En tercer lugar, el angevino sostiene que, para evitar en el futuro todas esas confusiones en las que han incurrido anteriormente los filósofos, debe establecerse una clara distinción entre «el estado y el gobierno» (94): entre la forma de la república —que solo está dada por quien posee la titularidad de la soberanía, sea este uno, pocos o muchos—, y el modo en como ella se administra. Así, en efecto, aunque el gobierno de una república pueda adquirir las más diversas formas de administración, Bodin considera como un hecho «indiscutible que el estado de una república es siempre simple» (113). En definitiva, quien posee la titularidad de la soberanía, es decir, quien detenta el poder soberano, es quien dicta la ley. Los demás, ya sea que tengan un cargo administrativo dentro de la esfera de la república (como magistrados o jueces, por ejemplo), o que sean simples ciudadanos, son todos súbditos. Pero esta última distinción sirve también a Bodin para pergeñar un nuevo argumento político en favor de la posible coexistencia de católicos y protestantes. Pues la distinción entre el Estado y el gobierno le permite establecer, al mismo tiempo, una distinción entre el cambio y la alteración, es decir, entre una modificación esencial en el seno de la república, expresada por un cambio en la titularidad de la soberanía, y una simple mutación en aspectos secundarios, como las leyes civiles, las costumbres o la religión (165). En tal sentido, podemos concluir de aquí, una alteración en las costumbres confesionales de los súbditos franceses, e incluso en su legislación al respecto (como un edicto de tolerancia, por ejemplo), no afectará más que un modo secundario y accidental a la república, siempre y cuando la titularidad de la soberanía persista inmutable, esto es, siempre y cuando esos súbditos —sean católicos o hugonotes— se reconozcan a sí mismos como tales, y acaten las leyes que el soberano les impone sin su consentimiento. Realizado este breve análisis de la teoría política de Bodin, y de sus posibles derivaciones en relación con el tópico de la tolerancia, pasemos ahora a los consejos prácticos que el angevino brinda a un monarca encargado de gobernar entre facciones.
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2.4. Gobernar entre facciones
«Los libros iv y v de la República constituyen un tratado de pedagogía política, dirigido a exponer las reglas a las que debe acomodarse el gobernante que quiera conservar su Estado» (Bravo Gala, 1997:lxv). Tomando prestada esta afirmación, y con ese marco de referencia general, aboquémonos ahora al análisis del último capítulo del iv de la República, en el que Bodin brinda una serie de consejos prácticos a aquel soberano que deba enfrentarse a una situación particular: la de verse obligado a gobernar una república en la que los súbditos se hayan divididos en facciones; situación que se condice con la que atravesaba Francia. En primera instancia, Bodin pretende determinar si, acuciado ante esta situación particular, el príncipe debe tomar algún partido (obligando a sus súbditos a secundarlo en su decisión); o si, por el contrario, debe mantenerse en una posición neutral y equidistante respecto de los bandos en pugna. Iniciada dicha indagación, el angevino establece —como regla general— que la existencia de facciones resulta perniciosa y perjudicial en cualquier república, por lo que su surgimiento debe evitarse por todos los medios disponibles. Asimismo, si acaso dicho surgimiento no ha podido impedirse en una etapa germinal,9 deben buscarse todos los remedios necesarios para aliviar —y, si es posible, curar— el mal. En efecto, al igual que las pequeñas afecciones corporales pueden convertirse en una infección generalizada, la existencia de facciones puede provocar rápidamente la ocurrencia de una guerra civil; el peor de males políticos imaginables. En ese sentido, señala Bodin, es necesario tener en cuenta que las repúblicas monárquicas brindan un mayor margen de acción ante este tipo de conflictos que las aristocráticas o las democráticas, pues el soberano, al ser una única persona, puede mantenerse neutral con mayor facilidad que un pequeño grupo de hombres, o que un gran número de ellos. Si las facciones y sediciones son perniciosas para las monarquías, mucho más peligrosas son para los estados populares y aristocráticos. Los monarcas pueden conservar su majestad y decidir como neutrales las contiendas o, uniéndose a una de las partes, hacer entrar a la otra en razón o exterminarla totalmente.
9 He aquí, probablemente, un ejemplo de las lecturas maquiavélicas de Bodin. En efecto, en el capítulo III de su tratado, Maquiavelo (2003:69–70) había considerado como una característica distintiva de los príncipes virtuosos esta capacidad de «previsión».
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En cambio, en el estado popular, el pueblo dividido no tiene soberano, como tampoco lo tienen los señores divididos en facciones en la aristocracia, salvo que la mayor parte del pueblo o de los señores permanezcan neutrales y puedan mandar a los demás. (Bodin, 1997:203)
Por otra parte, Bodin establece dos clases diversas de sedición: en primer lugar, aquellas en las que las distintas facciones, o al menos una de ellas, «se dirigen directamente contra el Estado, o contra la vida del soberano» (203); en segundo, aquellas que no implican un peligro directo para quien detenta la soberanía. En el primer caso, que se condice claramente con lo postulado por los teóricos monarcómanos, el soberano «no puede tolerar que se atente contra su persona» (203), y debe apaciguar los sublevamientos «a cualquier precio»; en el segundo, la decisión debe ser mucho más meditada y, en algún sentido, moderada. Así, retomando lo dicho en el inicio del capítulo, Bodin reafirma que el soberano debe intentar apagar el fuego de la sedición cuando todavía es una chispa, utilizando todas las herramientas que se hallen a la mano, e incluso ajusticiando con toda premura a los cabecillas de la posible insurrección. Tales divisiones deben evitarse por todos los medios posibles, sin dejar de reparar en los detalles más insignificantes, ya que las sediciones y guerras civiles, frecuentemente tienen su origen en motivos triviales… Conviene, pues, antes que el fuego de la sedición se convierta en hoguera, echar sobre él agua fría o apagarlo del todo, es decir, apaciguarlo mediante dulces palabras y amonestaciones, o proceder mediante la fuerza. (Bodin, 1997:204)
Del mismo modo que resulta más sencillo rechazar la invasión de un enemigo extranjero antes de que éste haya atravesado las fronteras, es más simple evitar la extensión de las insurrecciones y los conflictos entre facciones que ponerles fin una vez que ellas ya se han desarrollado. Asimismo, en una observación que resulta de suma importancia para nuestro tema, Bodin aconseja al soberano —y en particular a aquel que conduce una república monárquica— mantenerse neutral frente al conflicto. En una palabra, lo insta a no olvidar que el lugar que ocupa en el sistema político no se asemeja al de un abogado que defiende los reclamos de una de las partes, sino al del juez, que es quien debe dirimir las disputas desde un lugar equidistante y superior. Cuando el príncipe no los puede concertar [a los sediciosos] ni con palabras dulces ni con amenazas, les debe dar árbitros intachables y aceptables por ellos; si procede así, el príncipe se ve liberado del juicio y del odio o descontento de
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la parte condenada… Sobre todo, el príncipe nunca debe mostrar jamás afección por uno que, por otro, pues ésta ha sido la causa de la ruina de muchos príncipes. […] Los reyes, que pretenden actuar como abogados, cuando son jueces y árbitros, y se olvidan del alto puesto que corresponde a su majestad al descender a los más ínfimos lugares para compartir la pasión de sus súbditos, haciéndose amigo de unos y enemigo de otros. (Bodin, 1997:205)
En efecto, el consejo de la neutralidad se vuelve todavía más importante cuando las causas de la sedición no son políticas, sino religiosas. En este caso, la posibilidad de granjearse enemigos particularmente acérrimos —y, por tanto, dispuestos a quitarle la vida— se convierte en un riesgo más que cierto, como lo enseña la historia de la Europa de las guerras de religión. Ahora bien, más allá de que, como vimos, una alteración en las costumbres confesionales no impliquen un cambio en la estructura política profunda de la república, dada la importancia práctica que ostenta la religión,10 y los indefinidos debates que pueden llegar a producirse si esos principios «intangibles» son sometidos a crítica, o expuestos a la discusión pública, el soberano de una república que goza de uniformidad confesional debe disponer la prohibición de debatir acerca de religión. Cuando la religión es aceptada por común consentimiento, no debe tolerarse que se discuta, porque de la disensión se pasa a la duda. Representa una gran impiedad poner en duda aquello que todos deben tener por intangible y cierto. Nada hay, por claro y evidente que sea, que no se oscurezca y conmueva por la discusión, especialmente aquello que no se funda en la demostración ni en la razón, sino en la creencia. Si filósofos y matemáticos no ponen en duda los principios de sus ciencias, ¿por qué se va a permitir disputar sobre la religión admitida y aceptada? (Bodin, 1997:207)
Esa interdicción, agrega Bodin, se asienta en la opinión común de todos los teóricos políticos —e incluso también de aquellos catalogados como ateos—, quienes coinciden en que ningún estado puede encontrar un sostén más sólido que el que le brinda la religión. Los propios ateos convienen en que nada conserva más los estados y repúblicas que la religión, y que esta es el principal fundamento del poder de los monarcas y señores, de la ejecución de las leyes, de la obediencia de los súbditos, del respeto 10 Nos encontramos aquí con otro elemento compartido con Maquiavelo (2008:84 y ss.), quien en sus Discursos había señalado abiertamente el valor de la religión como instrumentum regni.
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por los magistrados, del temor de obrar mal y de la amistad recíproca de todos. Por ello, es de suma importancia que cosa tan sagrada como la religión, no sea menospreciada ni puesta en duda mediante disputas, pues de ello depende la ruina de las repúblicas. No se debe prestar oídos a quienes razonan sutilmente mediante argumentos contrarios, pues summa ratio est quae pro religione facit, como decía Papiniano. (Bodin, 1997:208)11
En tal sentido, cabe señalar que Bodin elude explícitamente el tópico de la «religión verdadera» (208), dando a entender que, en el terreno estrictamente político, no importa tanto cuál de todas sea la verdadera, sino que el príncipe esté convencido de que ella lo es. No obstante, cuando un soberano cierto de su religión se encuentra ante la difícil tarea de regir los destinos de una república en los que la sedición confesional ya se ha instalado, de modo tal que no puede ser extirpada sin ocasionar la ruina de la república, debe abstenerse de convertir a sus súbditos por medio de la fuerza. Por el contrario, afirma el angevino, el medio más efectivo y elevado que el soberano puede utilizar en dicho caso para atraer las voluntades de quienes no coinciden con su parecer, es la sinceridad de su propio ejemplo. Es esa, en efecto, la manera más perfecta de conducir a una república divida en facciones hacia el port de la santé. El príncipe que está convencido de la verdadera religión y quiera convertir a sus súbditos, divididos en sectas y facciones, no debe, a mi juicio, emplear la fuerza. Cuanto más se violenta la voluntad de los hombres, tanto más se resiste. Si el príncipe abraza y obedece la verdadera religión de modo sincero y sin reservas, logrará que el corazón y la voluntad de los súbditos la acepten, sin violencia ni pena. Al obrar así, no solo evitará la agitación, el desorden y la guerra civil, sino que conducirá a los súbditos descarriados al puerto de salvación. (Bodin, 1997:208)
Retomando aquí algunos de los argumentos ya presentes en la Exhortation aux Princes, Bodin sostiene que, si el soberano utiliza la coacción para intentar torcer las conciencias de sus súbditos, o prohíbe la práctica de aquella religión 11 Parece claro que, con el término «ateo», Bodin hace referencia a Maquiavelo, autor casi universalmente denostado bajo ese epíteto desde la aparición de El Príncipe. En ese sentido, menos de veinte años más tarde, el jesuita español Pedro de Ribadeneyra publicará una obra titulada Tratado de la religión y virtudes que debe tener el príncipe cristiano para gobernar y conservar sus Estados, contra lo que Nicolás Machiavelo y los políticos de este tiempo enseñan (1595), en la que tanto el secretario florentino como el propio Bodin serán identificados como propagadores de las doctrinas de Tácito, y, al mismo tiempo, como fuente en la que abrevan sus doctrinas los «políticos» de la época.
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con la que no concuerda, no hará más que empujar a muchos hacia el abismo del ateísmo; el cual representa, como también señala el autor de la Exhortation, la enfermedad más peligrosa que pueda aquejar al cuerpo de una república. En efecto, sostiene Bodin —en un argumento que tendrá un largo derrotero durante la modernidad, y que encontrará uno de sus más férreos oponentes en Pierre Bayle (1911)—, si un príncipe se ve arrastrado hasta la posición de tener que decidir entre dos males, resulta claro que el de la superstición es preferible a la incredulidad. Por el mismo motivo en que «la tiranía más cruel es preferible a la anarquía» (209), es decir, por la misma razón por la que el peor de los órdenes es preferible al desorden generalizado, «la mayor superstición del mundo no es tan detestable como el ateísmo» (209). Y esto por una simple razón: los supersticiosos, aun en su error y en sus excesos, siguen siendo temerosos de la justicia divina, último bastión del orden cuando se ha perdido el temor de los castigos prometidos por la humana. Por el contrario, poca injerencia podrá tener la ley secular en el ánimo de quienes ya no sienten ningún miedo ante las amenazas ultraterrenas, ni revelan ninguna esperanza al respecto. Así, dado que la incredulidad es concebida como una de las principales razones de la corrupción de las costumbres, concluye Bodin, el soberano «debe evitar el mal mayor [del ateísmo] si es imposible establecer la verdadera religión» (209). Por último, en las páginas finales de este capítulo, haciendo alusión a un principio del que no solo podremos hallar ecos en Bayle y en Voltaire (Hornik, 1961), sino con el cual también nos encontraremos en las páginas del Colloquium, el angevino señala que no existe mayor peligro para la salud de una república que la división de los súbditos en solo dos opiniones. No debe asombrarnos si en tiempo de Teodosio, pese a las muchas sectas existentes, no hubo guerras civiles; cuando menos había cien sectas, según el cálculo de Tertuliano y Epifanio y las unas servían de contrapeso a las otras. En materia de sediciones y tumultos, nada hay más peligroso que la división de los súbditos en dos opiniones, sea por razón de estado, sea por religión, sea por las leyes y costumbres. Por el contrario, si hay muchas opiniones, siempre habrá algunos que procuren la paz y concierten a los otros, quienes, de otro modo, no se avendrían jamás. (Bodin, 1997:209)
Finaliza de este modo el apartado en la que la posición politique del angevino se revela con toda claridad. Resumamos en una palabra sus puntos salientes: cuando una confesión cuenta con la adhesión unánime de los súbditos de una república, el soberano debe impedir por todos los medios —incluso coactivos— que se inicien debates que puedan mancillar dicha creencia, vigilando
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con mucho detenimiento el rol desempeñado por los distintos oradores y predicadores. Por el contrario, si no ha contado con la previsión suficiente como para impedir la generalización de las divisiones, o si le ha tocado hacerse cargo del mando de una república ya dividida, debe desestimar el uso de la violencia, optando por convencer a los súbditos descarriados a partir de su propio ejemplo. En ambos consejos, más allá de las diversas consideraciones acerca del uso de la fuerza, Bodin nos revela una apreciación común: la verdad de la religión, al menos en el ámbito público, queda supeditada a la utilidad que de ella podamos extraer. Al ser un garante del orden, la religión asume un rol muy destacado en la administración de una república, por lo que, si resulta imposible mantener a los súbditos en la verdadera, al menos debe evitarse que caigan en el ateísmo, permitiendo que practiquen sin restricciones aquella confesión a la que libremente adhiera su conciencia. 3. La tolerancia de los sabios
En un texto en el que analiza los argumentos de Pierre Bayle, J–M Gros (2002:99) sostiene que: Por supuesto, Bayle todavía cree que la «sana competencia» es necesaria en la búsqueda de la verdad, pero no en el terreno de las luchas religiosas, sino solamente en el seno de la República de las Letras. Allí, la guerra es fructífera, ya que se desarrolla en el campo que le es propio, el de la erudición y la ciencia, donde los «beligerantes» pueden someterse a un tribunal superior, aceptado previamente por cada uno: la experiencia, el razonamiento riguroso, un documento fehaciente, etc. Sin embargo, en el registro de las creencias religiosas, donde, por definición, una parte no racional es irreductible, el conflicto es estéril y sin fin.
Cierta o no, la conclusión de Gros posee una claridad inobjetable: las discusiones acerca de la verdad son sólo fructíferas en el ámbito de la República de la Letras, es decir, en ese espacio filosófico en el que la erudición y la ciencia alcanzan su mayor desarrollo, relegando a un lugar muy secundario todos los aspectos no–racionales. La experiencia, el razonamiento riguroso, un documento irrefutable, son algunos de los múltiples jueces imparciales que estos eruditos son capaces de reconocer, sin pasión y sin rencor, al momento de acabar con sus disputas. Por el contrario, no hay nada más estéril que incitar estas mismas discusiones en el ámbito de las creencias religiosas, en las cuales, por su propio cariz, es decir, por el entrometimiento ineludible de aspectos que poco tienen que ver con la lógica de la razón, los debates han
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solido convertirse en la chispa inicial de las hogueras más enormes de las que Occidente haya sido testigo. Echando mano de esta reflexión, apliquemos nuestra mirada a Jean Bodin. Pues, según la interpretación que intentamos sostener, Bodin parece haber desarrollado una convicción similar a la que Gros atribuye a Bayle: las disputas confesionales resultan del todo inútiles en el ámbito público y vulgar, en donde las razones se hallan irremediablemente mixturadas con —e incluso supeditadas a— las pasiones, en donde el poder militar de las distintas facciones es la mayoría de las veces el juez máximo de las disputas, y en donde la única solución posible no parece provenir de un razonamiento riguroso, ni de la exhibición de un documento incontestable, sino de un poder político soberano capaz de sobreponerse a todos aquellos que pretenden imponer su perspectiva particular. Sabido esto, el único espacio lícito en que los debates acerca de la verdadera religión parecen poder desarrollarse sin mayores inconvenientes es el de la República de las Letras (cf. Bots, Waquet, 2005; Bahr, 2008; Grafton, 2009; Burke, 2011; Fumaroli, 2013); ese otro espacio habitado por los eruditos de múltiples nacionalidades y distintos credos, en el que las opiniones más disímiles, y las ideas menos corrientes, pueden ser proferidas en un marco de respeto y tolerancia. Pues, como nos los hará saber el propio Bodin a través de Federico, el personaje del Coloquio que expresará la perspectiva del luteranismo: «Emprender discusiones sobre religión en público e intentar brindar pruebas no es menos peligroso que criminal… Pero, entre gente letrada, y en particular, he creído siempre que resulta de suma utilidad investigar los misterios divinos e intentarlos explicar» (Bodin, 1984:238). Será éste, pues, el particular camino de indagación que emprenderá Bodin a lo largo de su Lettre a Jean Bautru des Matras y en su Colloquium Heptaplomeres. A él nos dedicaremos a continuación. 3.1. En la prehistoria del Heptaplomeres: la carta a Bautru des Matras
La epístola a Jean Bautru des Matras «sur le fait de la religión» apareció por primera vez en una compilación titulada des François qui ont entendu la langue Hebraïcque (1665), compuesta por el protestante Paul Colomiès. Según señala el propio Colomiès, la carta de Bodin habría llegado hasta sus manos gracias a «D. Picterio nobili Andegavo parenti meo» durante el año 1649, y Pierre Bayle retoma este testimonio en el comentario L de su artículo sobre Bodin:
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El Sr. Ménage dice que ha sabido del protestantismo de Bodin por una de sus cartas a Jean Bautru des Matras, célebre abogado del parlamento de Paris. El Sr. Colomiés ha publicado una parte de esta carta en su Gallia Orientalis. Es claro como el día que es la carta de un buen hugonote. No está fechada, y lo único que podemos saber es que fue escrita luego de la primera guerra civil; entiendo que fue terminada en el mes de marzo de 1563. (Bayle, 1820:516–517)
Estas dos referencias, sumadas a las posiciones favorables asumidas por críticos clásicos como Henri Baudrillart, Roger Chauviré y Pierre Mesnard,12 han logrado que la autenticidad de la carta sea casi indiscutida en la actualidad. La datación es un tópico un tanto más controvertido, pues, más allá de la afirmación de Bayle, no contamos con ningún elemento textual que nos permita especificar la fecha exacta en que fue redactada. No obstante, Mesnard (1929) acepta como verosímil la versión que nos brinda el autor de Dictionnaire: «Bautru des Matras no pudo conocer a Bodin sino en París, es decir, luego de 1561, y, por otra parte, Bodin asume una libertad de palabra incompatible con los altos cargos oficiales que lo veremos desempeñar a partir de 1567» (3). Sea como fuere, lo cierto es que Bodin refiere directamente a los conflictos religiosos de su tiempo, y, frente a ellos, pone de manifiesto una posición contraria a la de su corresponsal, quien parece haber hallado en el protestantismo la causa inicial de las guerras civiles que asolan a Francia. En las líneas iniciales de su epístola, Bodin emprende un encomio de las relaciones fraternas basadas en la bondad natural de los hombres, afirmando que, si bien la religión y el «temor de la divinidad» resultan indispensables para la existencia de la virtud y la justicia —y, por tanto, para mantener en pie a la sociedad humana—, no menos importancia poseen las relaciones fraternas entre los miembros. Sentada esta base, Bodin se dirige a Bautru con el fin hacerle saber su convicción respecto de la posibilidad de mantener la amistad incluso con quienes profesan opiniones divergentes en materia de religión. En efecto, afirma el angevino, se equivocan aquellos que creen que sólo es posible mantener una relación fraternal con aquellos con quienes convenimos en nuestros pareceres «sobre las cosas divinas» (Bodin, 1853:136). Y uno de los ejemplos más célebres que la historia nos brinda al respecto es el de Marco Tulio Cicerón, quien mantuvo «una increíble amistad» con Pomponio Ático,
12 Henri Baudrillart no solo parece convencido de la originalidad de la carta, sino que también nos ofrece una versión francesa de la misma en su Bodin et son temps (1853:136–140). Algo similar ocurre con Chauviré, quien reedita la versión latina en el Apéndice de su Bodin, auteur de La République (1914:521–524). Pierre Mesnard (1929), por su parte, afirma que «la autoridad de esta carta parece hoy en día universalmente admitida» (3).
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destacado representante del epicureísmo, al mismo tiempo que atacaba muchos de los principios filosóficos que sostenían los del Jardín. Más allá de todas estas consideraciones, dado que la amistad sería todavía más profunda si los pareceres religiosos fueran unánimes, el angevino invita a Bautru a compartir sus diversas impresiones sobre la cuestión, a fin de alcanzar un acuerdo: Yo tampoco dudo de que nuestro afecto, que ha crecido tan rápidamente, alcanzaría su más alto grado si uniéramos nuestra manera de ver las cosas divinas. Para producir tan feliz efecto, te ruego y te conjuro a que me envíes tus pareceres y te remito mis exhortaciones. (Bodin, 1853:136–137)
Asimismo, poniendo de manifiesto que esta epístola forma parte de una serie de cartas intercambiadas entre ambos sobre el tema, el angevino afirma que en su última última misiva ya le había dicho que «las diversas opiniones sobre la religión no deberían molestarte, siempre y cuando tengas en cuenta que la verdadera religión no es más que la mirada de un espíritu puro sobre el Dios verdadero» (137). Sin embargo, la respuesta recibida a aquella primera carta no parece haber sido la que Bodin esperaba, pues, lejos de aceptar la posibilidad de alcanzar un acuerdo teológico, Bautru parece haberse posicionado en el espacio político, acusando al protestantismo de ser la principal causa de las guerras de religión «que incendian a toda Francia» (137). Ante esa respuesta, Bodin insiste en que las verdaderas causas de la guerra poco tienen que ver con la religión. Y mucho menos aún con el mensaje que Cristo ha legado a los hombres: «En cuanto a la opinión popular que atribuye el origen de estas guerras a la religión, es una injuria que afecta no solo a los cristianos, sino también a Cristo» (137). Estas injuriosas opiniones pretenden sostenerse en las propias palabras de Jesús: «No he venido a traerles la paz, sino la guerra» (Mateo, 10:34), desconociendo que ellas refieren a las disensiones que tienen lugar dentro de nosotros, y a «la guerra contra el demonio», pero que están muy lejos de presentarse como una justificación de la violencia que presumiblemente podría provocar la divergencia de pareceres. Estas falsas opiniones, continúa Bodin, habían sido ya desestimadas hace mucho tiempo por algunos padres de la Iglesia como Tertuliano, Justino y Lactancio, y sobre todo por san Agustín, quien en su Ciudad de Dios mostró con claridad que «las guerras civiles eran rechazadas por Cristo, y que ellas tenían por origen la impiedad de los hombres» (137). Aún más, reafirma el angevino, si la religión puede ser señalada como causa de las guerras, ese apelativo sólo puede ser utilizado en el sentido de una medicina que no ha podido servir de cura a una enfermedad ya demasiado avanzada.
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En tal sentido, como bien señala Pierre Mesnard (1929), la opinión de Bodin es que «las guerras de religión manifiestan el mal [que aqueja a Francia] antes que producirlo» (4); son el síntoma de la enfermedad, pero no el virus que la ha generado. En efecto, sostiene el autor de la epístola, es un dogma muy extendido que el hombre, ubicado por la mano de Dios en un lugar superior, ha extraviado su camino. Y que esa «corrupción eterna ha penetrado tanto en el corazón humano que ni la esperanza de las recompensas han podido conducirlo al bien, ni el terror de los suplicios ha podido apartarlo del vicio» (Bodin, 1853:138). No es la religión, entonces, la que produce los conflictos, sino los vicios intrínsecos a la condición de los hombres; la que, al mismo tiempo, parece corromper todo aquello que toca. En efecto, la corrupción y el desenfreno han consumido de tal modo a la mayor parte de los seres humanos que, si no existieran algunos más iluminados, «algunos hombres de elite de una virtud brillante» capaces de oficiar de guías, todos se habrían visto obligados a vagar eternamente en las tinieblas. Tales fueron, hace unos dos mil años, los santos personajes de los que la historia santa nos relata la vida, y los profetas de las dos épocas. Digo: ¡Pitágoras, Heráclito, Thales, Solón, Arístides, Anaxágoras, Sócrates, Platón, Jenofonte, Hermodoro, Licurgo, Numa, los Escipiones y los Catones! ¡Qué hombres! ¡De qué integridad, de qué sabiduría gozaron! Ninguno de ellos escapó a las calumnias de la impiedad, muchos fueron condenados al exilio, muchos inmolados frente a los altares, otros condenados a diferentes suplicios como ciudadanos sediciosos. Sin embargo, todos se asemejaron por las más acabadas cualidades morales y por una alta piedad, y, si debemos creer en Agustín, los platónicos estuvieron bien cerca de convertirse en cristianos. (Bodin, 1853:138)
En efecto, continúa Bodin, el propio mensaje que Cristo ha hecho bajar desde los cielos no es muy diferente del que aquellos otros hombres excelentes, todos paganos, enseñaron a sus congéneres: Fue Cristo quien vino del cielo a la tierra, animado de la chispa divina de los hombres elegidos y de una vida irreprochable, a fin purificar el universo manchado por la infamia de los vicios y los crímenes, y de conducir hacia el verdadero culto del Dios todopoderoso a los mortales encadenados por las odiosas supersticiones. (Bodin, 1853:138)
Cristo, al igual que Sócrates, Numa o Catón, no fue más que un hombre excelente; un hombre que, con base en el ejemplo de su virtud y una vida intachable, pretendió liberar al resto de los seres humanos de las idolatrías a las que
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los sometían los tiranos. Y si bien su destino no fue muy diferente del que tocó en suerte al maestro de Platón, «fue tal la potencia de su enseñanza», que ella pudo sobreponerse a todas las persecuciones, revelando que sólo la superstición es la verdadera causa de los conflictos. Ese dato histórico, podemos concluir con Bodin, no sólo resulta válido cuando consideramos la vida de Jesús, sino también cuando se toma en cuenta la realidad particular que aqueja a Francia: «Yo pienso, pues, mi querido Bautru, que tal es la causa de la guerra religiosa» (139). No obstante, cabe señalar en último lugar, más allá de las afirmaciones del angevino en relación con las posibles causas últimas del conflicto confesional, e incluso más allá de los divergentes pareceres que se ponen de manifiesto entre él y su interlocutor, Bodin no pretende obligar al católico Bautru a que se aparte de «la superstición y el error», i.e., del catolicismo. Por el contrario, como bien señala Mesnard (1929), la controversia se lleva a cabo en un tono «académico, y en un latín expresamente ciceroniano» (5), y el angevino solo busca convencer a su interlocutor a través de diversos argumentos. En tal sentido, tanto por el contenido temático que se desarrolla en estas breves páginas, como por el amable tono que asume la disputa, creemos posible considerar a la carta a Jean Bautru des Matras como un revelador antecedente de la posición que asumirá Bodin a lo largo del Colloquium heptaplomeres. Texto al que ahora dirigiremos nuestra atención. 3.2. El Colloquium, ¿un texto destinado al fuego?
«El Colloquium heptaplomeres, atribuido a Jean Bodin, es uno de los más extraños y fascinantes textos escritos en la historia de la Europa moderna» (Malcolm, 2006:95). El derrotero que el texto ha recorrido hasta nuestras manos no es menos extraordinario. Redactado, según las suposiciones más corrientes, hacia 1593,13 el Heptaplomeres no dejará la forma manuscrita hasta bien entrado el siglo xix. Georg Guhrauer publicará una versión parcial en 1841, mientras que la versión completa será editada por primera vez por Ludwig Noack en 1857. Una traducción inglesa, a cargo de Marion Leathers Kuntz, será presentada a mediados de la década de 1970, y la versión francesa editada por François Berriot —la cual se basa en un manuscrito anónimo
13 La suposición de esa fecha de redacción está dada por una inscripción que puede hallarse en el final de muchos ejemplares manuscritos, y que reza lo siguiente: «H.E.J.B.A.S.A. AE. LXIII, Haec ego Joannes Bodinus Andegavensis scripsi anno aetatis LXIII». Teniendo en cuenta la fecha de nacimiento de Bodin, sus 63 años corresponderían con el 1593. No obstante, diferenciándose de esta datación corriente, Marion Leathers Kuntz (2008) afirma haber encontrado un ejemplar, en los fondos de la Bibliothèque Mazarine, en el que figura la fecha de 1588.
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del temprano siglo xvii hallado en la Biblioteca Nacional de París— se editó recién en 1984. La primera traducción castellana, por su parte, fue editada en las postrimerías del siglo xx bajo el sello editorial del Centro de Estudios Políticos y Constitucionales de Madrid. Asimismo, si bien de la autoría del Colloquim fue atribuida a Bodin desde su primera recepción en los inicios del siglo xvii, época en la que se lo comprendía, a la vez, como una suerte de testamento religioso y como una summa de todos sus trabajos anteriores, esta hegemonía interpretativa comenzó a ser puesta en entredicho hacia finales del siglo pasado. En 1988, Karl Faltenbacher publicó una pequeña monografía en la que argumentaba que Bodin no podía ser el autor del Heptaplomeres, reelaborando sus argumentos en otro artículo de 1993, y ampliándolos más tarde, para una compilación aparecida en el año 2002. Ese mismo volumen incluye otros tres ensayos más —a cargo de Jean Ceard, Isabelle Pantin y David Wooton— que plantean diversas objeciones a la posibilidad de que fuera el angevino quien compusiera el coloquio de los eruditos. No obstante, intentado desarrollar una posición objetiva y conciliadora, Noel Malcolm (2006) analizó largamente cada una de las observaciones realizadas por estos cuatro estudiosos, concluyendo que, si bien es posible sostener que Jean Bodin no era el único autor capaz de redactar un texto como el Colloquium hacia finales del siglo xvi, «no existen razones convincentes para pensar que no lo hizo» (150). Todas estas discusiones provienen, en efecto, del hecho de que nunca se ha podido encontrar al menos una copia manuscrita de la propia mano de Bodin, y de que los primeros testimonios sobre la existencia del Heptaplomeres nos han llegado de actores que vivieron varias décadas después que el angevino (cf. Berriot, 1984:xxiv–xli). Gui Patin se halla, según sabemos, entre estos testigos iniciales, pues su firma aparece estampada en uno de los manuscritos junto a la fecha de 1627 (BnF Ms lat. 6566). Por estos mismos años, otros dos importantes filósofos darán cuenta de su existencia: el libertino erudito Gabriel Naudé y el holandés Hugo Grocio.14 En una carta enviada a Claude Peiresc, y fechada en 1630, Naudé afirmará haber leído este «De rerum sublimium arcanis que no puede imprimirse», y tres años más tarde, en su Bibliographia política (1633), declarará nuevamente que reprobaba el intento de aquellos que han osado comparar las diversas religiones:
14 Malcolm (2006) afirma que Marin Mersenne también formó parte de este grupo de testigos iniciales, y, aunque no pueda precisarse la fecha exacta en la que tuvo contacto con el texto, ese episodio se produjo «seguramente antes de 1641, cuando realizó tratativas para obtener copia de uno los manuscritos hechos por sus amigos en Inglaterra» (102).
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Como con un gran perjuicio para la verdadera piedad ha hecho en el pasado Pierre d’Ailly en un pequeño tratado de astrología De tribus sectis, Gerónimo Cardano en sus libros De la Subtilité, y Jean Bodin en un gran volumen que no ha sido impreso todavía, y que quiera Dios que no lo sea jamás, De rerum sublimium arcanis, Des secrets des choses d’enhault. (Naudé, 1633:48)
Grocio, por su parte, preparando su edición de De veritate religionis christianae, le escribirá en 1632 a Jean Des Cordes, traductor de Paolo Sarpi, solicitándole información sobre la «Bodini opus supremum», y, en respuesta, Des Cordes le hará llegar un ejemplar que tenía en su poder el 19 de septiembre de 1634. El presidente del parlamento de París, Henri de Mesme, también parece haber tomado contacto con un manuscrito del Heptaplomeres que se «encontraba entre las manos de los herederos de Bodin» (Berriot, 1984:xxvi), y cuyo ejemplar se conserva todavía en la Biblioteca Nacional de Francia. Y algunos años más tarde, 1651, la reina Cristina de Suecia encomendará a Claude Sarrau la adquisición de tan renombrado libro; al que, por diversos motivos, solo accederá tres décadas más tarde. Será Jean Baptiste Hantin el que, finalmente, en 1684, confíe su propio ejemplar a los colaboradores de la reina, quien no solo parece haberlo leído con atención —aunque con poco asombro—, sino quien también ordenó que se realizaran algunas copias, una de las cuales es posible hallar actualmente en la biblioteca del Vaticano. El Colloquium se convertirá por esta época, afirma Berriot (1984), en «uno de los libros por los cuales las letras de Europa se apasionan» (xxix),15 dando lugar a distintos comentarios y reacciones. Jean Chistian de Boinenburg, luego de haber leído la Bibliographie Politique de Naudé, ensayará una comparación entre Bodin, Servet, Socino y el autor anónimo de De Tribus Impostoribus, mientras que Hermann Conring, quien había analizado la République de Bodin en su De civil prudentia (1662), y había citado allí la «opus impium arcanorum», afirmará en 1673 que el angevino se había convertido en un hombre de «nulla religione». La primera refutación teológica del Heptaplomeres también se compondrá por estos años, y su autor será Pierre Daniel Huet (1843). En efecto, en su Demonstratio evangelica (1679), luego de atacar a Hobbes y a Spinoza, dos paradigmáticos ateos, Huet refutará «el peligroso diálogo De secret des choses sublimes en el que Bodin inserta todo el veneno de su judaísmo» (60). Y el
15 En efecto, en la catalogación de los manuscritos clandestinos más difundidos en Europa durante el período de la Ilustración temprana (1680–1750), el Colloquium heptaplomeres ocupa el segundo lugar, con un total de 105 copias. El podio es completado por el Traité des Trois Imposteurs (L’Esprit de Spinoza), con cerca de 200, y por el Examen de la Religion, de Cesar Chesneau Du Marsais, con 53 ejemplares (Israel, 2012).
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propio Pierre Bayle (1684:340–350) dedicará al Heptaplomeres varias páginas de su Nouvelles de la Republique des lettres durante el mes de junio de 1684. Sin embargo, quien mayor impacto parece haber acusado de la lectura del Colloquium fue uno de los más reconocidos adversarios teóricos de Bayle, Gottfried Leibniz. En efecto, las inquietudes juveniles de Leibniz por el Heptaplomeres han quedado registradas en una decena de páginas manuscritas compuestas por el filósofo entre 1668 y 1669 —editadas hace algunas décadas en su Philosophische Schriften (1990:125–143)—, y en una carta que envió a Jacob Thomasius haciéndole saber que no era favorable a una edición, pues el tratado parecía contener «más ciencia que piedad», y porque los argumentos judíos y naturalistas parecían sobreponerse a los del cristianismo. No obstante, ya en los años finales de su vida, Leibniz parece haber cambiado de opinión respecto de la inconveniencia de dar a conocer las ideas transmitidas allí por Bodin, indicándole a Sébastien Kortholt que una edición de la obra sería muy útil para instruir a los eruditos «en todas las materias de la filosofía y la teología». En efecto, retomando el encargo de Leibniz, será Christian Thomasius quien, al parecer, se encontrará detrás del «prospecto» publicado en Helmstedt por Polycarpe Leyser el 5 de enero de 1720, en el que se lanzaba una suscripción para la edición del Colloquium. Edición que, finalmente, e incluso luego de que el Leipziger Gelehrten Zeitung anunciará que la impresión ya había comenzado, fue prohibida por los Electores de Saxo y de Hanover. Ciento veinte años más deberán pasar para que el Colloquium heptaplomeres de abditis rerum sublimium arcanis, quizás destinado al fuego por el propio Bodin (cf. Berriot, 1984:xv), deje de ser el más antiguo de los manuscritos clandestinos para ver la luz pública. En suma, dos siglos y medio fueron necesarios para que sus ideas, tan sólo posibles de ser proferidas en la República de las Letras, sean finalmente admitidas fuera de sus fronteras. 3.3. Los savants en escena
Siete savants de religiones y nacionalidades diferentes reunidos en la ciudad de Venecia, en la casa de un humanista católico con ardientes deseos por conocer «los hábitos y las costumbres de los pueblos, incluso los más lejanos, y de llevar habitualmente a su mesa a todos los extranjeros» (Bodin, 1984:1).16 Probablemente resulte muy difícil imaginar una escena en la que la 16 Mathilde Bernard (2010) ha señalado que los eruditos reunidos en el Coloquio se hallaban resguardados por una doble barrera de protección respecto de los conflictos que se sucedíann en Europa: la primera era la ciudad de Venecia, la que, a pesar de su decadencia política, todavía
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diversidad sea tan explícita y elocuente como ésta con la que Bodin da inicio a su Colloquium,17 a la que tampoco le faltan los ingredientes metafóricos. El católico Paul Coroni acoge en su propia morada —ubicada, quizás, en la única ciudad de Europa en la que una asamblea de este talante puede ser llevada a cabo sin peligro— a distintos savants con los que, más allá de las diferencias religiosas, lo une profundo respeto por la palabra amistosa; característica a partir de la cual la controversia queda descartada desde el mismo inicio del diálogo (cf. Bodin, 1984:2). Friedrich Podamic, Hyerome Senamy, Diegue Toralbe, Anthoine Curce, Salomon Barcasse y Octave Fagnola, arribados desde Roma, Constantinopla, Augsburgo, Madrid, Amberes y Paris; he allí sus nombres y sus procedencias. Federico y Curcio serán, respectivamente, los representantes de dos de las confesiones cristianas llegadas al mundo con la Reforma: el luteranismo y el calvinismo; Salomón actuará como el portavoz del judaísmo, mientras que Senamo representará a lo largo del diálogo una posición escéptica y pagana. Diego Toralba, por su parte, dará cuerpo a una posición tan novedosa como influyente durante los siglos que seguirán al Coloquio: la de la religión natural. Octavio Fagnola, finalmente, se mostrará como un antiguo católico al que diversos motivos han llevado a abandonar esas creencias para convertirse en un seguidor de Mahoma. Será Octavio, precisamente, quien obtendrá un mayor protagonismo en el transcurso del muy breve primer libro del Heptaplomeres, en el que —más allá de algunas discusiones acerca la posibilidad de alcanzar la probidad sin poseer creencias religiosas18— se relata cómo este musulmán fue capaz de atravesar conservaba —al menos en el imaginario de los humanistas— sus antiguos atributos de ciudad tolerante; la segunda es la casa de Coroneo, este «coleccionista filántropo» que posee un genuino interés por los temas más diversos. 17 Retomando una historia que nos ha llegado del siglo XVII, Roger Chauviré (1914) ha afirmado que, según todo parece indicar, la escena del Colloquium no fue producto de la pura imaginación de Bodin. Guy Patin sería quien habría oído relatar a su amigo Gabriel Naudé la historia de una serie de coloquios realizados en Venecia entre cuatro personajes que, dos veces a la semana, se reunían a discutir sobre religión, y entre los cuales se encontraba un tal Coroni, proveniente de Rouen. El humanista Guillaume Postel, por su parte, habría servido de secretario a aquellos eruditos, y, tras su muerte —ocurrida en París en 1581— habría dejado aquellos papeles a Jean Bodin, quien se habría servido de esos apuntes para componer su propia obra. A favor de esta tesis, Chauviré señala el realismo de la escena creada por Bodin: no se trata una discusión artificial, en la que aquellos que intervienen podrían ser cómodamente reemplazados por los términos pregunta y respuesta; por el contrario, «la conversación, es animada, real, los personajes tienen cada uno su carácter» (2–3) 18 Serán Toralba, Senamo y Coroneo quienes participen de esta breve discusión, en la que la figura de Epicuro —el más célebre de los ateos antiguos— estará en el centro de la escena. El católico y el defensor de la religión natural se opondrán duramente al escéptico pagano, afirmando que resulta imposible que un hombre abrace la piedad al mismo tiempo «que se burla de las cosas
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una peligrosa tempestad marítima. A esta metáfora también se recurre en el párrafo inicial del diálogo, cuando es el propio relator del Coloquio —es decir, el secretario de Coroneo que comunica a un amigo a través de epístolas, modo de comunicación predilecto de la République des lettres (Burke, 2000), los detalles de las discusiones mantenidas por los savants— quien señala cómo fue capaz de llegar a costas venecianas escapando de las agitadas aguas de Europa: Habiendo recorrido las costas del mar Adriático, luego de una larga y difícil navegación, llegamos finalmente a Venecia, refugio común de casi todas las naciones, o de casi todo el universo, porque a los venecianos no sólo les agrada ver y alojar a los extranjeros, sino también porque allí se puede vivir con mucha libertad. Más aun, en otras ciudades y otros países se padecen restricciones, sea a causa de las guerras civiles, sea por el miedo a los tiranos, sea por las duras exacciones de los impuestos, o bien por causa de las incómodas búsquedas de aplicaciones de cada uno; esta única ciudad, estando exenta de toda servidumbre, me parece más agradable y más segura que cualquier otra. (Bodin, 1984:1)
A partir de este relato, podríamos conjeturar que, del mismo modo en que la République fue concebida por Bodin como un nuevo Manual de Navegación para los príncipes y soberanos que quisieran atravesar la tormenta de la sedición facciosa, la aparición de esta misma metáfora naval en el inicio del Coloquio podría indicar que el texto también fue concebido como una suerte de brújula. Pero no ya como una brújula con la cual guiar a los gobernantes en los asuntos del estado, sino como una que —quizás como lo comprendió el propio Leibniz hacia el final de su vida— fuera capaz de brindar orientación a los eruditos que osasen inmiscuirse en discusiones acerca de los arcanos últimos, y, principalmente, para quienes quisieran abordar la difícil cuestión de la religión verdadera. En efecto, antes de internarse de lleno en los debates teológicos, los eruditos debatirán con un marcado interés, durante los libros ii y iii, una serie de cuestiones muy diversas, sobre todo relativas a los misterios más ocultos del mundo natural (cf. Chauviré, 1914:29–31). Estos debates, en los que Toralba «aparece como el jefe del coro» (cf. Mesnard, 1929:17–19), finalizarán en las postrimerías del tercer diálogo, cuando Pablo Coroneo señale con cierta inquietud a sus interlocutores que, antes de entrometerse en cuestiones más elevadas, es necesario «resolver si resulta lícito al hombre de bien el discurrir sobre la religión» (Bodin, 1984:207).
divinas» (Bodin, 1984:5). La disputa es muy breve, y queda rápidamente trunca a causa de la intervención de Octavio, pero nos indica desde el inicio el talante que adquirirá el Coloquio de Bodin.
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El cuarto diálogo, por su parte, se iniciará con una serie de consideraciones acerca de la armonía, tópico en el que Leathers Kuntz (2008:xliii) encuentra un elemento clave para el análisis del pensamiento religioso que Bodin expresa en los últimos tres libros del Colloquium. En tal sentido, señala también Skinner (1993:253–254), «la idea de que todos los hombres de creencias religiosas auténticas sin duda convendrán en las bases fundamentales de su fe», logrando de este modo la tan ansiada armonía, es el supuesto básico del cual parecen partir los eruditos en el inicio de sus discusiones teológicas. Una suposición de acuerdo análoga, aunque inversa, reaparecerá al final del último de los diálogos, en particular en la boca de Senamo, cuando, en contraposición con aquel punto de partida (puesto en boca del naturalista Toralba), e incluso alejándose de la idea que Guillaume Postel había desarrollado en el De Orbis terrae concordia (1544), la característica básica y común reconocida por todos los participantes de la discusión no será positiva, sino negativa. Luego de largas intervenciones y debates que los llevarán a constatar su desacuerdo, los savants parecen concluir que la suposición básica capaz de implicarlos a todos ya no refiere a una verdad subyacente a las distintas manifestaciones históricas de la religión, sino, por el contrario, a la inevitable incertidumbre que encierra el núcleo mismo de las creencias religiosas. No obstante, del mismo modo en que la primera suposición brindaba un argumento muy claro en favor de la tolerancia, esta segunda no brindará menos elementos que la anterior. En la posición de Toralba, defensor de la religión natural, la coacción no se muestra como una opción válida en tanto y en cuanto todas las creencias poseen una fuente común; en la Senamo, defensor del escepticismo pagano, la intolerancia es sólo un signo de presunción y dogmatismo, pues solo quien ignora que la cuestión de la religión verdadera es indecidible es capaz de coaccionar a los demás para que compartan sus convicciones. En efecto, arriesgando una interpretación general, podríamos afirmar que, aunque este argumento escéptico haya sido puesto por Bodin en la boca de uno de sus personajes, todos los participantes del Coloquio parecen cada vez más dispuestos a aceptar tal punto de vista. Al fin al cabo, como veremos, todos reconocerán su incapacidad para persuadir a sus interlocutores por medio de argumentos racionales; lo que los llevará a aceptar, también, que la verdad de la religión no parece un tópico posible de ser resuelto en el ámbito de la razón, ni siquiera entre los eruditos, es decir, ni siquiera entre aquellos que son capaces de supeditar las pasiones al entendimiento. En tal sentido, la enseñanza moral que los eruditos extraerán de las consideraciones de Senamo, y de la propia experiencia que les ha provisto el Coloquio es, a resumidas cuentas, la siguiente: dado que incluso los dogmas fundamentales de la vera religio resultan indecidibles para la inteligencia humana,
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es posible que los hombres sostengan de modo sincero opiniones religiosas conflictivas, y hasta incompatibles. Asimismo, por la misma condición del entendimiento, y la oscuridad propia de los dogmas, también es necesario tener en cuenta que dichos desacuerdos probablemente nunca puedan ser subsanados. Así, finalmente, si el desacuerdo no solo es inevitable, sino que también se presenta como un fenómeno con el que habremos de lidiar mientras sigamos siendo humanos, lo más adecuado es tolerar que cada cual sea capaz de expresar sus creencias como las siente, siempre y cuando lo haga de un modo sincero. He allí el final del Coloquio, al que apresuradamente nos hemos conducido. Veamos ahora, entonces, con un poco más de detalle, el camino que nos conduce hasta allí. Aquella discusión acerca de la ideal armonía que da inicio al libro iv del Coloquio conducirá a los eruditos a constatar por primera vez el real desacuerdo que existe entre la mayoría de los hombres, e incluso entre aquellos que se profesan la amistad. Y el ejemplo que Bodin pone en boca del calvinista Curcio para hacer manifiesto ese hecho incontestable es exactamente el mismo que había utilizado unos treinta años antes, desde esa misma posición confesional, en su carta al católico Bautru: el mejor amigo de Cicerón no fue otro que el epicúreo Ático; sin embargo, el orador nunca dejó de pertenecer «a la secta de los Académicos, declamando en todos sus escritos contra los Epicúreos» (Bodin, 1984:215). A lo que Toralba añade que «es cierto que las Sectas de Académicos, Estoicos, Peripatéticos, Epicúreos y Cínicos disputaban las unas contra las otras; sin embargo, ellas no afectaban la unión y la paz de la ciudad» (216). En efecto, afirma por su parte el luterano Federico: «Cultivar una amistad y guardar la concordia en medio de tan gran diversidad de sentimientos acerca de las cosas divinas y humanas me ha parecido siempre, entre las cosas del mundo, la más difícil de todas» (216). Se mixturan en estas consideraciones dos cuestiones diferentes, como rápidamente lo entiende Curcio: «Cultivar una amistad es una cosa, y guardar la unión y la concordia es otra» (216). El cultivo de la amistad pertenece al ámbito personal, particular, incluso privado; el bregar por la concordia y la unión de los ciudadanos refiere a la res publica, a un ámbito que excede las relaciones particulares entre dos individuos. Dirigiendo su atención a este terreno político, y como ya lo había dejado en claro en su République, Bodin vuelve a señalar aquí que las divisiones —sobre todo religiosas— entre los ciudadanos pueden ser una causa de ruina para el Estado, principalmente, dirá por boca de Curcio, cuando «en una república el pueblo se divide sólo en dos facciones» (219). La historia nos enseña que la existencia de opiniones diversas en el seno de un mismo estado no resulta perniciosa para la paz pública, pues los distintos puntos de vista pueden ejercer balances y contrapesos entre sí, evitando el enfrentamiento generalizado; por
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el contrario, sí existen sólo dos grupos, la guerra civil es casi una consecuencia necesaria. A esta opinión se añade la de Federico, quien expresa que «no hay nada más deseable, en un gran Reino o en una gran ciudad, que todos tengan una misma religión», pues «desde mi punto de vista, he allí el fundamento más sólido de la amistad» (219–220). Y también la del católico Coroneo, quien afirma: «Ciertamente, debemos desear y pedir a Dios a la espera de que no haya en el mundo más que una religión, y que esa creencia sea la verdadera» (220). Ahora bien, cuestiona Senamo, abriendo toda una nueva perspectiva de discusión, cómo decidir cuál de todas es la correcta, siendo que los distintos jefes y pontífices de las distintas religiones afirman profesar la verdadera, y siendo, además, que todas ellas producen «un mismo sentimiento». En efecto, prosigue algunas páginas más adelante, ante la inmensa diversidad de opiniones que es posible observar en el mundo, resulta muy difícil decidir cuál de todas tiene la verdad. Por tal motivo, estableciendo una de las premisas básicas que recorrerá todo el Colloquium, dirige a sus interlocutores la siguiente pregunta: ¿Debido a que los Pontífices de todas las religiones poseen un odio mortal los unos contra los otros, no es más seguro el recibir todas antes que escoger una (la cual puede ser falsa) y excluir y condenar a otra que puede ser la más verdadera de todas? (Bodin, 1984:233)
Eludiendo momentáneamente la pregunta, Octavio volverá a internarse en el terreno de la res publica, indicando que «resulta muy peligroso para los príncipes y magistrados el intentar abolir una religión recibida por mucho tiempo, y que ostenta un origen muy antiguo» (233). Y no menos peligro existe, afirma Federico, en que una religión extranjera sea aceptada en el seno de un país con príncipes cristianos. No obstante, todos parecen coincidir en que la mayor de las amenazas no está dada por la religión, sino por la impiedad, la que se asume como corolario necesario del ateísmo. «Creo que todo el mundo está persuadido de que es mejor practicar una falsa religión ante que no tener ninguna» (233), afirma Coroneo, del mismo modo en que no existe ningún gobierno tan nocivo como la anarquía. En tal sentido, retomando otro tópico presente en la République, el católico expresa la opinión común de quienes prefieren la superstición a la doctrina del «detestable Epicuro» (cf. 345 y ss). En ese marco, el anfitrión vuelve sobre aquella cuestión que había quedado deliberadamente inconclusa desde fin del tercer diálogo, esto es, la de la licitud o no de discutir acerca de la religión: «Dado que insensiblemente hemos caído en los debates sobre la religión, antes de que vayamos más lejos, es necesario salir de la cuestión que fue propuesta ayer; a saber, si está permitido a un hombre de bien involucrarse en esta materia» (235). Apoyándose en las opiniones
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de Platón, Cicerón y Horacio, será Toralba quien brinde la primera respuesta, afirmando que «el vulgo no sería capaz de contemplar el esplendor de las cosas elevadas con sus turbados ojos», por lo que «resulta más conveniente callar (así como él [Platón] lo aconseja) que hablar a la ligera o poco dignamente de la cosa más santa del mundo» (235). Salomón se suma a esta consideración, afirmando que encuentra «muy peligroso discutir sobre la religión», no solo porque resulta un crimen hablar con irreverencia de Dios, sino porque los «acontecimientos que les siguen [a esas discusiones] son siempre funestos cuando se ha pretendido hacer cambiar de religión a alguien sin haber tenido éxito» (235). Senamo, por su parte, señala que, aunque una nueva religión pueda ser mejor y más verdadera que una antigua, la introducción de ella en una determinada sociedad difícilmente provoque más beneficios que males, pues los cambios en dichas creencias no han provocado más que guerras y pestes. En efecto, Octavio también acompaña este sentir, afirmando que lo único que han producido esas novedades son incertidumbres capaces de mancillar la piedad. Sin embargo, más allá de todas estas opiniones, Federico es quien trazará una distinción fundamental, la que posibilitará que el propio colloque entre savants tenga lugar. Emprender discusiones sobre religión en público e intentar brindar pruebas no es menos peligroso que criminal, a menos que uno sea capaz de hacerse escuchar a través de la voluntad de Dios, como Moisés, o por la fuerza de las armas, como Mahoma. Pero, entre gente letrada y en particular, he creído siempre que resulta de suma utilidad investigar los misterios divinos e intentarlos explicar. (Bodin, 1984:238)
En efecto, continúa Coroneo, «siendo amigos como somos, y [estando] unidas nuestras voluntades, ¿podremos ofender o ser ofendidos por la discusión?» (238). Y dirigiéndose directamente a Salomón, uno de los interlocutores más temerosos a la hora de aceptar la posibilidad de discutir sobre el tema, el anfitrión reiterará su compromiso con la amistad más allá de las divergencias que pudieran surgir: «Conjuro este miedo, mi querido Salomón; te prometo y doy fe por todos los demás que, seas tú vencedor o vencido, no seremos menos amigos por eso» (241). He allí la base sobre la que asienta el corazón teológico del Colloquium: los debates sobre la religión sólo serán posibles en privado —dado que incluso la confesión de Augsburgo había prohibido expresamente «los debates públicos» (242)—, y entre aquellos hombres capaces de prometerse la concordia y la amistad aun en la divergencia teológica. En efecto, los abundantes diálogos que siguen a estas intervenciones —y que, por motivos prácticos y temáticos, sería imposible reconstruir aquí— no harán
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más que poner de manifiesto el desacuerdo de pareceres que existe entre los eruditos. Este desacuerdo, finalmente, y más allá de los temores de Salomón, no implicará que uno de los siete pueda cantar victoria frente a todos los demás, sino todo lo contrario. 3.4. De lo que no se puede hablar, mejor callar
«He aprendido de los Pontífices de Roma que entre dos o más opiniones de los Doctores que discuten acerca de la religión, se puede tomar y seguir aquella que se considere la más probable sin ser hereje» (Bodin, 1984:667). Con esta intervención de Senamo da inicio la sección final del Colloquium de Bodin. En efecto, responde Coroneo, esa libertad es posible siempre y cuando las «discusiones remitan a cosas indiferentes, pero no si ellas incumben puntos principales de la religión o artículos de nuestra fe» (667). No obstante, responde Senamo —tal cual lo han puesto claramente de manifiesto las diversas discusiones mantenidas por los savants— resulta muy difícil determinar «cuáles son esos artículos de fe»; como bien lo reafirma Toralba: Veo que los judíos no acuerdan con los cristianos en materia de religión, y los mahometanos ni con los unos ni con los otros, e incluso entre los mismos mahometanos existen muchas opiniones diversas. Epifanio y Tertuliano contaron, en su tiempo, ciento veinte herejías entre los cristianos […] Los Cristianos Griegos son diferentes de los Latinos, los Romanos de los Alemanes, los Suizos y los Franceses de los unos y de los otros, Lutero de Zwinglio, Calvino de Stancaro, Beza de Castellion; brevemente, cada uno mantiene una opinión contraria a la de los demás, y todos se lanzan mutuamente injurias e imprecaciones. (Bodin, 1984:667–668)
A diferencia de Senamo, quien encuentra en estas interminables discusiones un fuerte argumento en favor del carácter indecidible de la cuestión, Toralba insiste en que el único modo de evitar los altercados es volver a «abrazar esta pura y simple religión de la Naturaleza», la cual se revela «como la más antigua y la más verdadera, y la cual nunca debería haber sido abandonada» (668). Salomón se opondrá a esta posición, principalmente porque una creencia de este tipo se vería desprovista de ceremonias, «sin cuales no es posible guiar hacia su fin al pueblo y al vulgo ignorante». En efecto, continúa, «si no se les propone [a los hombres simples] más que una religión desnuda, ellos nunca creerán que se trata de la verdadera» (668). El calvinista Curcio reprocha esta consideración de Salomón, señalando su reprobación de las ceremonias, en tanto y en cuanto ellas se presentan como un resabio del paganismo; mientras
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que Octavio señala que no conoce otra confesión «con menos ceremonias, ni que se aplique con mayor pureza al culto de Dios que la Mahometana» (669). Coroneo, por su parte, reafirmando la posición que usualmente ha asumido a lo largo de todo el diálogo, afirma atenerse a las prescripciones de la autoridad católica: «Creo que los Papas de Roma, desde Jesucristo, verdadero Dios y hombre, sus Apóstoles y sus discípulos, hasta hoy en día, por una feliz vía, han enseñado cuál es la verdadera Iglesia» (669). Y aun cuando no sea capaz de convencer a los hombres de esa verdad a la que presta su consentimiento, Coroneo afirma que «no desespera», ni que tampoco deja de elevar sus plegarias a Jesús «verdadero Dios y hombre», ni a su santa Madre, para que Dios tenga en la misericordia a todos aquellos que no comparten la perspectiva católica. Salomón retoma estas palabras, e insta a sus interlocutores a reconocer la obligación moral de imitar tal ejemplo de «piedad y de caridad», aunque se pregunta si sería realmente lícito que todos los allí presentes pudieran unirse «todos juntos en una plegaria a pesar de las diferentes opiniones sobre el hecho de la verdadera religión» (671). Senamo no duda demasiado y sostiene, aunque de modo interrogativo, que no existe ningún inconveniente en que todos los que están allí, «de buena fe», se reúnan para «pedir ardientemente a Dios el continuar por nuestro camino si estamos en la buena vía, y, si no lo estamos, que pueda conducirnos hacia ella por su bondad y su gracia» (671). En efecto, prosigue más adelante el propio Senamo, incluso más allá de todas las diferencias que se han puesto de manifiesto a lo largo del coloquio, quizás sea posible encontrar un mínimo punto de contacto entre todos: Todos los hombres, generalmente, desde mi punto de vista, reconocen a Dios por Padre de todos los otros Dioses… Salomón, Toralba y Octavio lo adoran únicamente, en detrimento de todos los otros. Federico y Curcio son de la misma creencia, excepto que sostienen que este mismo Dios, Padre de la Naturaleza, o, lo que es la misma cosa, su hijo coesencial y coeterno, fue revestido con nuestra carne en el vientre de una virgen y fue muerto por la salud del género humano, y son también de un mismo sentimiento en el resto de las cosas, menos en la Comunión, la confesión y las Imágenes. Coroneo, como es muy religioso, cree que es muy criminal el no adherir en todo momento y lugar a las ceremonias de la Iglesia romana. En cuanto a mí, a fin de no herir a ninguna persona, estimo mejor el aprobar todas las religiones antes que condenar una, la cual podría llegar a ser la verdadera. (Bodin, 1984:673)
«Yo preferiría verte caliente o frío, antes que tibio, en materia de religión» (674), reprende Salomón a Senamo, quien responde que han sido las controversias de los teólogos las que le han revelado lo difícil que resulta tomar
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partido. Es a causa de ellas, y a su natural propensión a rechazar tanto una «creencia ligera» como una «negación temeraria», que ha optado por seguir el ejemplo de Pablo: Entre los Judíos, soy Judío; entre los Gentiles, Pagano, y entre aquellos que no tienen ley, como si yo no reconociera ninguna. Me he hecho complaciente con el todo el mundo, a fin de ganar a todo el mundo (Corintios i, 9:20). «Es por esa razón», continúa Senamo —revelando el verdadero potencial político de la posición que sostiene—, «que la unión y la concordia de los habitantes de Jerusalén siempre me ha resultado muy agradable» (674). Allí todos tienen sus templos, todos se sienten libres de expresar sus diversas creencias en un marco de tolerancia mutua, lo que no solo redunda en un beneficio para aquellos que creen sinceramente, sino también en otro mucho más importante: el de evitar el ateísmo. Así, retomando un argumento que ya hemos tenido oportunidad de observar en la República, y que incluso sería posible retrotraer hasta nuestro análisis de la Exhortation aux Princes, Bodin pone en boca de Senamo aquella hipótesis que sostiene que la libertad para expresar las creencias religiosas es el mejor modo de evitar la hipocresía, y, por tanto, también la incredulidad. La que, al ser concebida por el angevino como un sinónimo de impiedad, resulta el principal peligro para la salud de la república. Teniendo en cuenta esto, vuelve a inquirir Senamo ante la duda postulada por Salomón: «¿Qué nos impedirá, entonces, mezclar nuestras plegarias en una, a fin de tocar a este Padre común de la Naturaleza y autor de todas las cosas, para que nos conduzca en el conocimiento de la verdadera religión?» (675). En efecto, refiriéndose ya estrictamente a las consecuencias políticas de hacer lugar a la multiplicidad, Senamo sostiene que si resultara posible persuadir a «todo el mundo» de que «los votos de todos los que, con un alma sincera, se dirigen a Dios, les son agradables, o por lo menos no le displacen, viviríamos en todas partes con misma tranquilidad con la que han vivido los Turcos y los Persas» (677–678). Octavio expresa su total acuerdo con la posición política asumida por Senamo, pues entiende que no «hay peste más peligrosa para las grandes ciudades que las disensiones entre los ciudadanos» (678). Coroneo también acuerda con ello, afirmando que es posible dejar que cada cual pueda vivir libremente en su religión siempre y cuando esa libertad no implique ningún peligro «contra la tranquilidad pública del Estado». Sin embargo, expresando una duda respecto de los límites de esa misma tolerancia, y trayendo a colación un clásico argumento del que se han valido los perseguidores —y que servirá a Bayle, como vimos en nuestra Introducción, para desarrollar todo su Commentaire philosophique— el católico afirma lo que sigue:
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Siempre debemos preferir la piedad a la utilidad pública, informándonos sobre la religión de cada uno, e incluso obligando a los rebeldes a asistir al servicio divino a pesar de sí mismos, tal como lo ordena la Santa Iglesia romana por sus Decretos y siguiendo aquello que dice San Lucas, a saber: Oblígalos a entrar. (Bodin, 1984:678)
Ingresamos de este modo en los parágrafos finales del Colloquium, en donde los savants que representan a las otras cuatro confesiones históricas que se hallan presentes en el diálogo expresarán su profundo desacuerdo con esa máxima de la Iglesia de Roma. El primero de ellos es el mahometano Octavio, quien se opone a una interpretación alegórica que permita brindar a la máxima un valor general, y señala la paradoja y la incivilidad que implica «el forzar a golpes de bastón, o amenazar de muerte» a los invitados que no quieren asistir al banquete de la boda. El siguiente es el calvinista Curcio, quien, retomando un argumento muy extendido entre los adherentes del protestantismo —y que se halla presente en Locke—, pondrá de manifiesto la imposibilidad de que un hombre adhiera sinceramente a la religión si es obligado a ello: «Tertuliano, siguiendo la misma opinión [expresada por Octavio], habló así: No se puede coaccionar en materia de religión: ella debe abrazarse voluntariamente y no por la fuerza» (679). En efecto, continúa, «tal como lo han resuelto los Concilios de Nicea, Constantinopla, Éfeso y Calcedonia, no debe combatirse a los herejes con las armas, sino con la doctrina, y no se debe pretender arrancar la cizaña antes de la cosecha» (679). El judío Salomón es quien sigue en la lista de los opositores, señalando que «La ley de Dios manda a los hombres varones el presentarse ante él al menos tres veces al año con obsequios, pero no quiere que ninguna persona sea obligada a ello» (679). En efecto, añade, el «verdadero crimen» no radica en dejar libres a quienes no deseen adherirse a una creencia sino, por el contrario, en obligar a alguien a adorar a Dios en contra de su propia voluntad. Es el luterano Federico quien finalizará la saga de opositores, luego de que Salomón, Curcio y Octavio realicen un repaso por varios ejemplos históricos en relación con la cuestión.19
19 Los ejemplos referidos por los savants son clásicos pero no por ello menos ilustrativos. Salomón referirá a las disposiciones de tolerancia adoptadas por el emperador Juliano; Curcio hará referencia a las persecuciones sufridas por los judíos por parte del rey Manuel de Portugal; Octavio, por su parte, señalará la acechanza de la que fueron objeto, en la España de Fernando de Aragón, tanto los judíos como los árabes.
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La respuesta de Teodorico, Emperador de los Romanos y de los Godos, merece ser inscripta en letras de oro sobre los frontispicios de los Palacios de todos los Príncipes de la tierra. Cuando fue invitado por el Senado a obligar a los Arrianos a seguir la religión Católica por medio de suplicios, él respondió lo siguiente: No puede obligarse en materia de religión, porque no es posible forzar a ninguna persona a creer en contra de sí misma. (Bodin, 1984:684)
Finalmente, luego de estas cuatro elocuentes intervenciones, de que tanto Toralba como Senamo hubieron propuesto sus diferentes soluciones para la cuestión, todos acordaron en la proposición sostenida por Federico. Y Coroneo, ya desligado de Lucas, convocó un coro de niños para que realizara un cántico titulado Ecce quam bonum et quam jucudum cohabitare frates in unum, es decir, «Es dulce y agradable el vivir todos juntos como hermanos». Luego de ello, los distintos savants «se abrazaron mutuamente en caridad» y decidieron continuar viviendo todos juntos en aquella afable y segura morada que les proveía Coroneo. [Lo hicieron] en una unión admirable, y exhibiendo una piedad y una forma de vida ejemplar, tomando sus comidas y estudiando siempre en común. Pero no discutieron nunca más de religión, aun cuando cada uno permaneció firme y constante en la suya, perseverando hasta el fin y en una santidad del todo manifiesta. (Bodin, 1984:684–685)
/// La religión de Bodin es, sin lugar a dudas, uno de los aspectos más controvertidos de su vida y de su obra. Entre sus contemporáneos, por ejemplo, Jacques Gillot supo decir que Bodin había muerto sine ullo sensu pietatis, no siendo ni judío, ni turco, ni cristiano, mientras que el jesuita Martín del Río se limitó a afirmar que sus opiniones resultaban ambiguas. Entre los exégetas más actuales, por su parte, muchos intentaron vincular al autor con alguna de las figuras de su obra: Pierre Mesnard (1929) sostuvo que Bodin se había mantenido siempre en los márgenes del catolicismo, lo que se evidenciaba en cierta simpatía por las posiciones asumidas por Coroneo; Paul Rose (1980) afirmó que era Salomón, el personaje judío del Colloquium, quien representaba su verdadero sentir; a diferencia de él, Guhrauer (1841), Noack (1857) y Baudrillart (1853) se inclinaron a pensar que era Toralba quien mejor coincidía con el parecer del angevino, mientras que Marion Leathers Kuntz (2008), un tanto más indecisa —y, por tanto, un tanto más cercana a nuestra propia opinión—, creyó ver representados en cada uno de los distintos personajes del Heptaplomeres los diversos pareceres que el propio Bodin experimentó a lo largo de su vida.
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Eludiendo explícitamente esta discusión —cuyo fin más razonable sería, quizás, aquel que propone la agogé iniciada por Pirrón de Elis—, nuestra intención ha sido mostrar que, más allá de cuál fuera su convicción más profunda, resulta indudable que Bodin intentó dar respuestas a los desafíos políticos y teológicos que le presentaba su época; siempre inclinando la balanza en favor de una actitud abierta y tolerante. En tal sentido, mientras que la République puede ser concebida como un modo de afrontar el posible naufragio político de Francia, solo capaz de ser evitado por un capitán de autoridad soberana indiscutible, el Colloquium también puede ser comprendido como una suerte de Manual de Navegación apto únicamente para el uso de los savants. En efecto, mientras que aquella primera obra parece haber buscado ilustrar a los príncipes y magistrados que debieran gobernar entre facciones, esta segunda quizás fue concebida como un modo de instruir a los hombres de letras sobre la enorme dificultad a la que se enfrenta todo ser humano que pretenda elucidar la difícil cuestión de la religión verdadera.
IV. Montaigne: entre la conservación política y el ensayo de la alteridad «Nunca causó extrañeza o sorpresa a nadie», afirma Stefan Zweig (2008:22). «Por fuera parecía un burgués, un funcionario, un noble, un católico, un hombre que cumplía con sus obligaciones sin llamar la atención; para el mundo exterior adoptaba el mimetismo de la discreción» (22). Todo ello, con el fin de «poder desplegar y observar en su interior el juego de los colores de su alma con todos sus matices». Estas palabras, referidas a Michel de Montaigne, brindan una caracterización muy apropiada del modo de ser adoptado por el ensayista del Périgord. Intus ut libet, foris ut moris est; he allí una de sus dilectas máximas de conducta, una guía para su filosofía y, por tanto, para su propia vida. El sosiego de la exterioridad le demanda adoptar con discreción las costumbres y los hábitos que encuentra establecidos allí donde ha nacido; la autonomía de su alma lo incita a mantener el espacio interior libre de toda atadura y de todo compromiso. «Distinguir la piel de la camisa» (Montaigne, 2007:1509), he allí su precepto. Ahora bien, a fin de mantener la organicidad y armonía de nuestro trabajo, y aun cuando Montaigne resulte un personaje considerablemente más popular que Castellion o Bodin, hemos decidido iniciar este último capítulo con una presentación del ensayista y de sus obras: los Essais y el Journal de voyage. Esta presentación nos permitirá, además, indicar algunos detalles muy singulares de la vida de Montaigne; detalles a partir de los cuales podrán comprenderse
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más claramente algunas de sus posiciones filosóficas frente a la difícil cuestión de la convivencia pacífica. En el segundo apartado nos detendremos en un aspecto crucial de la producción filosófica del ensayista: el de su propia práctica de escritura. Pues, si bien la lectura de sus Essais puede conducirnos a pensar que Montaigne adoptó una posición política moderada, o hasta conservadora, también parece posible afirmar que el ensayista siempre es capaz de sugerirnos, a partir de insinuaciones, «un horizonte distinto» (Bayod Brau, 2007:xlvii). Del mismo modo, anticipando una actitud muy habitual en los libertinos eruditos del siglo xvii, el ensayista parece haber adoptado como máxima práctica aquella sentencia que indica actuar por fuera según los mandatos de la sociedad en la que se vive, manteniendo por dentro la más absoluta libertad de juicio. Este análisis, creemos, nos permitirá sostener con mejores fundamentos nuestra propia interpretación acerca de la actitud que el ensayista parece haber adoptado en relación con la cuestión que aquí nos ocupa. En el tercer apartado nos detendremos a analizar una serie de textos en la creemos posible reconocer la actitud pública asumida por Montaigne frente a la religión en general, y frente al conflicto provocado por la Reforma protestante en particular. En la primera sección de ese apartado estudiaremos el capítulo 22 del libro i de los Ensayos, en donde el ensayista manifiesta una clara oposición a la actitud asumida por los hugonotes. A partir de dicho análisis, intentaremos mostrar que Montaigne no objeta a la Reforma francesa en términos teológicos, sino en términos estrictamente políticos: no teme el quiebre del dogma cristiano, sino los desórdenes públicos que generan los conflictos confesionales. Así, poco a poco, y como pondrá de manifiesto en su «Apología de Ramón Sibiuda» (ii, 12), Montaigne asumirá una posición equidistaste respecto de ambas facciones. Y si bien —ante la imposibilidad de elegir en base a un criterio firme— optará por mantenerse firme en las creencias que ha heredado de su padre, lo hará por motivos estrictamente pragmáticos. Será católico, pero un católico muy particular; ni güelfo ni gibelino, un católico sin dogma. Finalmente, en el cuarto apartado, buscaremos poner de manifiesto, no ya la actitud política que pareció asumir el ensayista frente al conflicto interconfesional, sino su propia ética en relación con el ensayo de la alteridad; ejercicio estrechamente vinculado con el reconocimiento de la diversidad como carácter propio de la naturaleza. Para lograr ese objetivo nos resultará indispensable desandar aquellos textos en los que Montaigne refiere a la experiencia del viaje. Es allí, creemos, donde pueden encontrarse algunas claves para comprender el verdadero valor que otorga el ensayista a esta apasionante aventura de «frotar nuestro cerebro con el cerebro de otros hombres». En la primera sección
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trataremos de mostrar que los tres motivos que más incitan su huida hacia lo ajeno son la incomodidad ante la guerra confesional, el hastío de lo ya conocido y el deseo de la novedad. En la segunda repasaremos aquellos primeros viajes de biblioteca realizados por el ensayista: sentado en el escritorio de su estudio, Montaigne convertirá a su torre en una verdadera carabela de piedra, y se embarcará en una travesía que lo conducirá desde la antigüedad clásica hasta las inhóspitas tierras de la France Antarctique. En la tercera, acompañaremos al ensayista en su travesía por Europa: emprendida en junio de 1580, y extendida por más de diecisiete meses, Montaigne realizará un viaje que lo conducirá desde su castillo natal, atravesando las tierras de Francia, Suiza y Alemania, hasta la cosmopolita Roma. Esas experiencias, que involucran una multitud de búsquedas particulares —entre las que se incluyen, claro, aquellas relacionadas con la religión—, acabarán con la adquisición de la ciudadanía romana. Tal acontecimiento, que analizaremos en la cuarta sección, poseerá para Montaigne un valor enorme. Él, que no detenta ninguna otra credencial semejante; que, tomando el ejemplo de Sócrates, se ha sentido toda su vida como un ser cosmopolita; que siempre ha «abrazado a un polaco como a un francés» con la misma naturalidad, finalmente alcanzará este título único: el de ciudadano de Roma, es decir, el de ciudadano del mundo, el de compatriota de todos los hombres. Finalmente, en la última sección volveremos nuestra mirada sobre las reflexiones de Montaigne en torno a la pedagogía de la diversidad, pedagogía que incluirá a la «escuela de las relaciones» entre sus primeras lecciones. Estas reflexiones, además, no sólo no permitirán reafirmar nuestra interpretación en relación con la ética que todo hombre de entendimiento debe asumir, sino también referir a la necesidad de mantener solo un compromiso exterior con los asuntos políticos. 1. Michel de Montaigne (1533–1592)
Nieto de Grimon e hijo de Pierre, Michel Eyquem, futuro señor de Montaigne, nació el último día de febrero de 1533 en el castillo señorial que su bisabuelo Ramón, un antiguo comerciante de pescado, había adquirido en el año 1477. Así, perteneciente a una familia de pequeña burguesía en ascenso, Montaigne será el primero en abandonar su apellido natal para adoptar públicamente el de su dominio. En efecto, el experimento pedagógico que Pierre Eyquem realizó con el pequeño Michel parece haber tenido la intención de brindarle las mejores herramientas para consolidar esa posición de reciente nobleza. A los pocos meses de nacido, fue enviado a vivir a los campos aledaños de su château, para que con la leche de su nodriza mamara también la austeridad de
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las costumbres. Y un tiempo más tarde, ya de vuelta en el castillo, fue puesto bajo la tutela de Gisbert Horst, un preceptor alemán encargado de enseñarle latín antes de que fuera capaz de articular cualquier palabra francesa. De este modo, Montaigne compartirá con los antiguos romanos su propia lengua materna, y no tendrá contacto con el francés de su país hasta después de los seis años, momento en que será enviado al Collège de Guyenne, situado en la ciudad de Burdeos. Será allí donde se sentirá por primera vez como un extranjero en su propia tierra, dadas las grandes dificultades que experimentará para establecer relaciones lingüísticas. Y más tarde, en 1546, ingresará en la Facultad de Artes de Burdeos, donde asistirá a los cursos del célebre traductor de Aristóteles, Nicolas de Grouchy, del humanista y teórico político escocés George Buchanan, y del gran orador Marc–Antoine Muret. Luego de aquella enseñanza inicial, Montaigne estudiará Derecho —según se supone, pues no hay datos concluyentes— en la ciudad de Toulouse, y una vez habilitado para oficiar como abogado, en 1555, comenzará a desempeñarse como consejero en la Cour des Aides del Périgord; cargo al que accederá a instancias de su propio padre, quien en agosto de 1554 había sido elegido alcalde de la ciudad de Burdeos. Se desempeñará en ese ámbito los próximos quince años de su vida, extrayendo de allí valiosas experiencias humanas y filosóficas. En cuanto a las primeras, la más importante de todas tendrá que ver con Étienne de la Boétie (1530–1563), con quien Michel Eyquem mantendrá una célebre relación de amistad; en cuanto a las segundas, la mayor lección que le proveerá su paso por los tribunales será el conocimiento del carácter contingente y arbitrario de las normas legales, lección a la que añadirá, años más tarde, algunas extraídas de su lectura de las Hipotiposis Pirrónicas de Sexto Empírico. Un tiempo después de su ingreso en el ámbito judicial, al disolverse aquella primera cámara especializada en asuntos fiscales, pasará a formar parte del Parlament de Bordeaux, en la recientemente constituida Chambre des Requêtes. Y tras la abolición de esta segunda, será trasladado a la Chambre des Enquêtes, de jurisdicción un poco más restringida, en donde se desempeñará durante los siguientes nueve años. Su experiencia parlamentaria culminará luego de los siguientes dos episodios: el 18 de junio de 1568 morirá su padre, Pierre Eyquem, dejándolo a cargo de la administración de sus dominios señoriales;1 a mediados del año siguiente, en julio de 1569, los miembros
1 En un intento por inmortalizar el propio legado paterno, Montaigne hará publicar, en enero de 1569, su traducción del Liber creaturarum de Ramón Sibiuda bajo el título La théologie naturelle. La dedicatoria de la obra está fechada el mismo día de la muerte de Pierre Eyquem, quien, habiendo recibido del humanista Pierre Bunel un ejemplar latino de la teología del catalán, había pedido a su hijo que realizara la adaptación francesa de la obra, pues encontraba en ella «un
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de la Grand Chambre rechazarán su solicitud de promoción, impidiéndole el ascenso dentro del sistema. Fastidiado ante esta decisión y fatigado por un trabajo que implicaba el entregar sus días al servicio de los demás, venderá su lugar en el Parlamento y se retirará al seno de las «doctas vírgenes», tal como lo ha dejado estampado en una de las paredes de su biblioteca. En el año de Cristo de 1571, a la edad de 38 años, en la vigilia de la calendas de marzo, el día de su cumpleaños, Michel de Montaigne, hastiado ya hace tiempo de la esclavitud del Palacio y de las tareas públicas, mientras, todavía incólume, anhela refugiarse en el seno de las doctas vírgenes, donde, tranquilo y libre de preocupaciones, atravesará finalmente la pequeña parte del trayecto que le queda por recorrer, sí los hados así se lo conceden, ha consagrado esta sede y este dulce escondrijo de sus antepasados a su libertad, tranquilidad y ocio. (Montaigne, 2007:1671–1672)
Este acontecimiento marcará el nacimiento del Montaigne filósofo. Pero también, como lo han puesto de manifiesto Philippe Desan (2006, 2014), el del Montaigne diplomático. Los siguientes años lo encontrarán abocado a la redacción de sus Ensayos, cuya escritura y reescritura le insumirán muchos de sus esfuerzos hasta el mismo día de su muerte. La primera edición de la obra, que constará tan sólo de los dos primeros libros, será realizada en Burdeos, en la imprenta de Simon Millages, en 1580, es decir, en el mismo año en que el ensayista emprenderá un viaje de diecisiete meses a través de Europa occidental. Retornará a su tierra hacia finales del año 1581 para hacerse cargo de un antiguo puesto político que había sido ocupado por su propio padre, la alcaldía de Burdeos, en que el rey Enrique iii lo había designado en ausencia el 1° de agosto. Ocupará dicha función por dos períodos consecutivos, hasta noviembre de 1585, y será reconocido por la pericia política con la que supo mantener cierta armonía entre las diversas facciones en una región particularmente agitada por el cisma protestante. Se retirará nuevamente de la vida pública tras esos cuatro años, y en los siguientes tres redactará un nuevo libro de los Ensayos, en donde incluirá muchas reflexiones sobre su peregrinaje europeo y su experiencia política. Su obra se reeditará en París, chez Abel L’Anglier, en 1588, incluyendo no solo este tercer libro sino también unas 600 adiciones en los dos anteriores.
libro muy útil y apropiado» contra las novedades de Lutero. El éxito de la primera edición llevará a Montaigne a publicar una segunda, revisada y corregida, en septiembre de 1581. Y a redactar su famosa Apologie, también a pedido —aunque, en este caso, de Margarita de Valois— en la segunda mitad de la década de 1570.
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Ese viaje a París, sin embargo, no será realizado por Montaigne con la única intención de dar a la imprenta una nueva versión de su obra, sino también para interceder en el afianzamiento de las relaciones diplomáticas entre Enrique iii, ya en malos términos con los miembros de la Liga católica, y Enrique de Navarra, gobernante de aquella región en la que el ensayista nació y vivió, y huésped de su château en dos oportunidades. Dicha estancia, además, le deparará una gran sorpresa: las noticias acerca de la admiración que le profesaba una joven llamada Marie Le Jars (1565–1645). Pasmado ante aquella devoción, Montaigne visitará a Marie en su castillo de Gournay–sur–Aronde, designándola desde ese momento bajo el rotulo de fille d’alliance. El ensayista morirá algunos años más tarde, el 13 de septiembre de 1592, dejando inconclusa una última reedición de su obra. De ella se hará cargo la propia Marie de Gournay, quien —con la ayuda del poeta Pierre de Brach (1547–1605)—, entregará a la imprenta parisina un nuevo manuscrito en 1595. He allí los trazos principales de la vida de Michel de Montaigne; quien, habiendo nacido en 1533, forma parte de lo que Peter Burke (1985) ha denominado la «generación de 1530». Según indica Burke, la característica distintiva de este conjunto de intelectuales, historiadores y políticos —entre los que podríamos incluir también a Jean Bodin— consistió en ser «el primer grupo sin recuerdo del mundo anterior a la Reforma» (9), es decir, en ser un grupo de pensadores cuyo principal desafío radicó en enfrentar e intentar recomponer un mundo signado por la escisión religiosa, política y militar. Pero Michel Eyquem no sólo integró este agregado tan particular de pensadores, sino que además nació en una familia marcada en su mismo seno por la división religiosa: su padre, Pierre Eyquem, pertenecía a una estirpe de tradición católica bastante apegada al dogma; su madre, Antoinette de Loupes (o Antonieta de López), por el contrario, pertenecía a una familia de judíos portugueses (o españoles), convertidos al catolicismo no más de dos generaciones atrás, pero siempre sospechados de judaizar en secreto. A esta dicotomía heredada debemos sumar el hecho de que dos de sus hermanos —Jeanne y Thomas— adhirieron luego a la fe reformada. En tal sentido, teniendo en cuenta aquella herencia intelectual y este particular panorama social y familiar, quizás podríamos afirmar que el ensayista supo criarse —literalmente desde la cuna— en medio de un clima ambivalente, de desmembración y tolerancia. Pues, según él mismo afirma, su familia supo caracterizarse siempre por la fraternidad y las buenas relaciones (cf. Montaigne, 2007:245), manteniéndose unida aún a pesar de las divergencias confesionales (Marinas, Thiebaut, 1994).
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2. Las insinuaciones de un escéptico
¿Son los Essais un libro de «buena fe»? Esta pregunta, crucial para ensayar una interpretación sobre las prácticas escriturales y políticas de Montaigne, es la que intentaremos responder a lo largo de este segundo apartado. Una de las sospechas fundamentales sobre la que se sostiene nuestra indagación es la siguiente: más allá de aquellas innegables afirmaciones que han contribuido a convertir al perigordino en un representante del conformismo político, o incluso del conservadurismo,2 quizás sea posible hallar en sus textos algunas insinuaciones que, leídas con atención, podrían posicionar a este escéptico en los albores de una práctica de escritura en la que la figura de un lecteur suffisante asumirá un rol protagónico. Esta práctica, indicamos de manera preliminar, podría caracterizarse por un decir a medias, por un decir inconcluso, vacilante, discordante;3 un decir en el que las opiniones menos tradicionales serán mixturadas con aquellas más usuales y corrientes; en el que las mercancías prohibidas serán ingresadas «de contrabando» (La Mothe Le Vayer, 1988:11) en el puerto de la ortodoxia, ocultas en medio de un mar de palabras de apariencia piadosa
2 Trazando una genealogía de esta interpretación conservadora, quizás podríamos retrotraerla hasta la clásica obra de Fortunat Strowski (1906). Sin embargo, también resulta necesario señalar que esta interpretación es tan sólo una de las muchas posibles: en cierta consonancia con Strowski (1938), Max Horkheimer (1995) declaró a Montaigne un tenaz conservador del orden establecido, enemigo acérrimo de cualquier revolución. Otros estudiosos, en cambio, consideraron que, si bien Montaigne fue un filósofo políticamente moderado, también fue un férreo defensor de la libertad negativa. En tal sentido, podríamos señalar a David Schaefer (1979, 1980, 1990), quien vio en nuestro ensayista a un precursor de la ideología liberal que encontraría una de sus más claras manifestaciones en el siglo xix, con pensadores como John Stuart Mill. Más acá, es decir, más cerca de una consideración progresista del perigordino, podríamos referir a la mirada de Jordi Bayod (2007, 2010a, 2010b, 2013a,2013b), quien nos invita a pensar en un Montaigne incitador de rebeliones intelectuales. 3 Si bien nuestra hipótesis de lectura mantiene un vínculo innegable con la concepción del «arte de escribir» forjada por Leo Strauss (2009), también es cierto que nuestra perspectiva no es del todo compatible con la suya. De hecho, siguiendo una consideración realizada por Jean–Pierre Cavaillé (2007:32), creemos que tanto aquellos que niegan las ideas esotéricas como aquellos que pretenden develarlas incurren en una misma falta: la de suponer una doctrina homogénea y coherente, dejando de lado las tensiones, dificultades, contradicciones e irresoluciones propias de los textos. Teniendo eso en cuenta, lo que nos interesa remarcar en los escritos de Montaigne es precisamente este carácter fragmentario, indeciso y discordante, pues quizás sean esas grietas textuales, esas ideas dichas a medias, las que habiliten una lectura cuyas conclusiones trasciendan los límites atravesados por el propio escritor. Asimismo, en relación con las posibilidades de realizar una lectura «straussiana» de los Essais, las posiciones son diversas, e incluso antagónicas: por ejemplo, mientras que Philippe Desan (2007) considera que tal práctica sería «abusiva y errónea», Edwin Curley (2005) —aun reconociendo que «muchos estudiosos de Montaigne encontrarán esta lectura repugnante»— la realiza con interesantes resultados.
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e inocua; un decir construido en base a ironías, evasivas y subterfugios; un arte de escritura, finalmente, en la que cercanía y la amistad —e incluso la complicidad— entre quien anota y quien lee alcanzarán un valor sin precedentes, y en el que el escepticismo, despreocupado ya por mantener fidelidades con las diversas escuelas u orientaciones clásicas, se convertirá poco a poco en una herramienta de combate contra los prejuicios de la opinión común. Creemos, además, que este análisis en torno a la escritura y al escepticismo nos brindará bases más sólidas a la hora de intentar fundamentar nuestra propia interpretación de la actitud intelectual —ética y política— asumida por Montaigne frente a los conflictos interconfesionales. Dicho esto, vayamos a nuestro tema e intentemos responder a la pregunta inicial. En el prefacio de sus Ensayos, en donde interpela directamente a sus lectores, Montaigne realiza dos afirmaciones clave acerca del sentido que atribuye a la publicación de sus pensamientos. Dichas aserciones abren y cierran, respectivamente, el prólogo del autor. En la primera afirma: «Lector, éste es un libro de buena fe»; en la segunda: «Así, lector, soy yo mismo la materia de mi libro» (Montaigne, 2007:5). Ahora bien, ¿cuál es el significado que puede asignarse a estas dos breves frases inaugurales? La respuesta es simple, pues, según puede inferirse de su conjunción, los Ensayos pretenden erigirse en un libro que diga la verdad, solo la verdad y nada más que la verdad acerca de quién lo escribe, es decir, en un libro que represente —o, más bien, que presente4— en cuerpo y alma el retrato de su autor. Un retrato que no oculte nada de sí, ni las virtudes más encomiables ni los vicios más vergonzosos. En efecto, si tomamos en cuenta el concepto de jurídico de «buena fe» que Cicerón (2003) expone en su De Officiis, y que Montaigne conocía mejor que nosotros, nos encontramos con una disposición del derecho romano que ordena «que el vendedor advierta [al comprador] todas las faltas que conoce en aquello que vende» (141). 4 Jesús Navarro Reyes (2005, 2007) ha analizado con cierto detalle la evolución del concepto de lector a lo largo de sucesivas ediciones de los Ensayos. Según su mirada, el texto de Montaigne, originalmente destinado sólo a la consulta de parientes y amigos, irá ampliando paulatinamente sus destinatarios. Así, poco a poco, irá perdiendo su carácter «doméstico y privado» para convertirse en un texto cuyo lector potencial no es otro que todo aquel que pueda caer bajo l’humaine condition. En el mismo sentido, los Ensayos dejarán de ser un mero recordatorio de su autor, una representación textual de una corporalidad, para convertirse en un texto de presentación; el lector lejano, que no ha tenido ya la posibilidad de conocer a Montaigne en persona, sólo dará con él a través de sus Essais. Por otra parte, si bien coincidimos en la creciente universalización del discurso de Montaigne —la que lo ha convertido en un clásico de la literatura—, nuestra interpretación difiere en parte de la de Navarro. Pues, al mismo tiempo en que muchas de las ideas de los Ensayos son recibidas por un público muy amplio, algunas de ellas, las más radicales y heterodoxas, serán solo reapropiadas por un reducido grupo de lectores.
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Es el propio Montaigne quien, a mitad de camino entre aquellas dos declaraciones iniciales, reafirma esta misma idea, asegurando que mediante la edición de sus escritos no ha buscado alcanzar ni la fama ni la fortuna, ni ha intentado dotarse a sí mismo de un falso prestigio: No he tenido consideración alguna ni por tu servicio ni por mi gloria. Mis fuerzas no alcanzan para semejante propósito… Si [este libro] hubiese sido [escrito] para buscar el favor del mundo, me habría adornado mucho mejor, con bellezas postizas. Quiero que me vean en mi manera de ser simple, natural y común, sin estudio ni artificio. Porque me pinto a mí mismo… [Y] de haber estado entre aquellas naciones que, según dicen, todavía viven bajo la dulce libertad de las primeras leyes de la naturaleza, te aseguro que me hubiera gustado muchísimo pintarme del todo entero y del todo desnudo. (Montaigne, 2007:5)
Mal que le pese, Montaigne no ha tenido la fortuna de nacer y vivir entre los tupinambás del litoral brasileño; por el contrario, le ha tocado —según su propia mirada— la desgracia de habitar en medio de una civilización en la que las reglas de la civilidad pedantesca han llegado a ser virtudes cardinales. La Francia de Montaigne es la de esos maestros de escuela que carecen de toda otra cualidad que no sea libresca, y que ocultan sus inepcias detrás de una elegante toga y resonantes máximas latinas. El ensayista vive en una época en la que lo útil y lo honesto han bifurcado sus caminos irremisiblemente; en la cual el arte del disimulo y la razón de Estado han pasado a desempeñar un rol insustituible en el sostenimiento de la sociedad política (Collins, 1992; Knee, 2000; Cardoso, 2012; Thompson, 2013). Una época, finalmente, en la que la mentira parece haber dejado de ser concebida como ese pernicioso vicio que socava los vínculos humanos para convertirse en un hábil instrumento de poder. Sabemos, también, que el período en el que vivió Montaigne fue uno de los más agitados de toda la historia europea en términos teológico–políticos. El siglo xvi fue, a la vez que el siglo del «otoño del Renacimiento» (Bouwsma, 2001), el siglo de la Reforma: el siglo en el que guerras fratricidas conducidas y ejecutadas en nombre de Dios, y so pretexto de piedad y religión, desangraron desde el interior a la Francia natal de nuestro ensayista. Ahora bien, en ese contexto político e intelectual, agravado incluso por el accionar de una incipiente Inquisición —que tras el concilio de Trento (1545–1563) comenzará a ejercer cada vez mayor presión sobre las opiniones y actos individuales—, ¿cuáles son los límites del decir honesto? ¿Qué puede decirse sin peligro? ¿Qué debe callarse? ¿Cuáles son las mercancías prohibidas en el puerto de la ortodoxia? Teniendo todo esto en cuenta, ¿puede acaso ignorarse la regla de comportamiento a la que referirá Descartes algunas décadas más tarde: larvatus
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prodeo? ¿Es acaso posible pasar por alto aquella otra afamada máxima de Tácito respecto de la rareza de los tiempos en la que todo puede ser pensado, e incluso dicho (cf. Montaigne, 2007:1405)? Parece cierto, o al menos probable, que no todos los pensamientos habrán de ser igualmente bienvenidos en las tierras de la opinión común. Y Montaigne sabe, luego de la emblemática persecución de la que fue objeto Miguel Servet, y de la miseria que le sobrevino a quien oficiara de su defensor, que las opiniones poco ortodoxas —en particular en materia teológica y política— pueden llevar a quienes las sostengan a sufrir una muerte trágica y dolorosa, o una vida plagada de penurias. Sabe, además, que «la valentía tiene sus límites, como todas las demás virtudes» (Montaigne, 2007:67), y que la «ley de la resolución y de la firmeza» no implica que no debamos protegernos «de los males e infortunios que nos amenazan, ni, por consiguiente, que no debamos tener miedo de que nos sorprendan. Al contrario, cualquier medio honesto para defenderse de las desgracias es no sólo lícito, sino loable» (62). Teniendo en consideración todas estas cuestiones, cabría preguntarse una vez más cuál es el significado que podemos atribuir a otra afirmación —también crucial— que Montaigne desliza en aquel mismo aviso «Al lector». En ella, el perigordino insiste en que a lo largo de los Ensayos «mis defectos se leerán al natural, mis imperfecciones y mi forma genuina en la medida en que la reverencia pública me lo ha permitido» (5). ¿Cuáles son los límites de esa reverencia? ¿Cuáles son las fronteras que el decoro público han impuesto a este afán del ensayista por presentarse ante los demás sin estudio ni artificio? ¿Cuán cerca —o cuán lejos— está del mundo francés tardo renacentista la posibilidad de mostrarse ante los lectores por entero y al desnudo, como si fuera un habitante originario de los pueblos de la France Antarticque? ¿Cuántas máscaras ha debido portar Montaigne para cumplir con respetabilidad las reglas del civismo y de las buenas maneras aceptadas a su alrededor? En ese contexto, ¿puede seguir concibiéndose a los Ensayos como un libro escrito bajo una estricta bonne foi, en el cual es posible encontrar claramente explicitas todas las ideas y opiniones de Montaigne? ¿No nos es legítimo, acaso, dudar al menos por un momento de esta honestidad brutal? Y si el planteo de esa duda nos es permitido, ¿podríamos considerar a Montaigne como a un pensador con dos caras?, ¿podríamos entenderlo como a un pensador de la trastienda, que se ha servido de ironías, sugerencias e insinuaciones para dar cuerpo a algunas ideas de escaso vínculo con las opiniones oficiales de los censores del Sacro Palazzo (Smith, 1981)? Según la lectura que intentamos ensayar, no resulta descabellado pensar que Montaigne haya al menos entrevisto esta posibilidad: «Debemos reservarnos una trastienda del todo nuestra, del todo libre, donde fijar nuestra verdadera libertad y nuestro principal retiro y soledad» (Montaigne, 2007:327), nos dice
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algunos años antes de redactar aquel prefacio dirigido al lector. De eso se trata, parece insinuar; de apropiarse de una arrière–boutique que sea total y completamente privada, en la cual poder expresar, sin peligros y sin miramientos, los pensamientos menos corrientes, las ideas más audaces, las conclusiones más intrépidas. Aquellas solo trasmisibles a un pequeño número de personas, de hombres de entendimiento, capaces de entenderlas, e incluso de tolerarlas. El sabio es, según el propio Montaigne, aquel hombre de entendimiento que además de poseer buenas disposiciones naturales ha logrado pulir sus ideas a través del estudio y de la reflexión. Es, además, quien conoce en detalle cuán peligrosa e intolerante puede llegar a ser «la turba de hombres» (381) que deja arrastrarse a diestra y siniestra por todas las pasiones existentes, y quien sabe de los peligros que corre quien enfrente esa turba. En pocas palabra, el sabio sabe disimular. Conoce la importancia de actuar exteriormente como la mayoría, conformando sus hábitos a las disposiciones del país en el que le ha tocado nacer, y de reflexionar interiormente como una pequeña fracción de individuos, gozando de esta «libertad aristocrática y viril» de las nos habla Manent (2014). El sabio debe por dentro separar el alma de la multitud, y mantenerla libre y capaz de juzgar libremente las cosas; pero, en cuanto al exterior, debe seguir por entero las maneras y formas admitidas. A la sociedad pública no le incumben nuestros pensamientos; pero lo restante, como acciones, trabajo, fortuna y vida, debemos cederlo y entregarlo a su servicio y a las opiniones comunes. (Montaigne, 2007:143–144)
Para lograr ese objetivo, para alcanzar esa libertad de pensamiento y de juicio, la trastienda se convierte en un lugar estratégico. Y Montaigne la posee. Su biblioteca, ubicada en el tercer piso de la torre de su castillo señorial, asume un rol fundamental en esta historia. Ella otorga un sustento físico a la interpretación que aquí estamos ensayando. Pues, acerca de ese íntimo espacio, el mismo Montaigne afirma: Paso ahí la mayor parte de los días de mi vida, y la mayor parte de las horas del día… Mi casa, en efecto, está encaramada en una colina, como dice su nombre, y no tiene pieza más aireada que ésta, que me agrada porque su acceso es un poco difícil, y porque está algo apartada, tanto por el provecho del ejercicio como por alejar de mí a la multitud. Aquí tengo mi morada. Intento adueñarme de ella por completo, y sustraer este único rincón a la comunidad conyugal, filial y civil… ¡Qué miserable es, a mi juicio, quien no tiene en su casa un lugar donde estar a solas, donde hacerse privadamente la corte, donde esconderse! (Montaigne, 2007:1237)
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Montaigne gusta de la soledad, de la vida retirada, de las reflexiones incisivas acerca de sí mismo y de la condición humana. Pero también es cierto que la imagen del ensayista ermitaño hace tiempo que ha sido dejada de lado. Géralde Nakam (1982, 1984) ha mostrado suficientemente cuán equivocada era esa mítica representación. En efecto, podemos afirmar que Montaigne fue, a la vez que un excelso conocedor de Séneca y Plutarco, un destacado actor en los asuntos de su tiempo, siendo, como vimos, alcalde por dos períodos consecutivos de la ciudad de Burdeos. Lo que nos conduce hacia otra consideración de relevancia: aun cuando Montaigne señale que —debido al riesgo que se corre— prefiere eludir las reflexiones acerca de las «cosas presentes», y aun cuando afirme ser para sí mismo «su física y su metafísica», está claro que sus escritos no sólo refieren unívocamente a su persona, a la manera de una autobiografía, sino que representan también una lúcida reflexión acerca de muchos tópicos centrales para la filosofía, e incluso se entrometen en álgidos debates políticos y teológicos (Bayod Brau, 2007). Es por todo ello, y por algunas otras consideraciones del propio Montaigne que todavía podríamos sumar, que aquí nos hemos permitido forjar la hipótesis según la cual cabría pensar que, a sabiendas de las amargas experiencias individuales que puede ocasionar una expresión excesivamente intrépida, e, incluso, de los profundos inconveniente políticos que podrían producir dichas ideas en manos de quienes son incapaces de moderar sus afectos, el perigordino se ha contentado con sembrar en sus Ensayos ciertas semillas «de una materia más rica y más audaz» (341–342). Montaigne parece haber inscrito, en sus libres ejercicios de reflexión, ciertos guiños, ciertas señas, ciertas marcas de sentido capaces de habilitar una lectura menos apegada a la ortodoxia teológica y la conservación política. Sus Ensayos, creemos entender, quizás posean un sentido íntimo, velado, sólo abierto a los lectores sagaces, a un pequeño y selecto grupo de los hombres de entendimiento. Es el mismo Montaigne, quien parece reafirmar nuestra tesis: Ahora bien, en la medida que el decoro me lo permite, hago notar aquí mis inclinaciones y afectos; pero con más libertad y de más buena gana por mi boca a cualquiera que desee informarse sobre ello. En cualquier caso, en estas memorias, si se mira bien, se encontrará que lo he dicho todo, o indicado todo. Lo que no puedo expresar, lo señalo con el dedo: Verum animo satis haec uestigia parua sagaci / sunt, per quae possis cognoscere caetera tute [«Pero a un espíritu sagaz le bastan estos pequeños vestigios, mediante los cuales podrá conocer todo el resto» (Lucrecio, 1984, i, 402–403]. (Montaigne, 2007:1465)
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Él, que ha realizado esa misma experiencia en incontables ocasiones, que ha forjado su propio texto a partir de la relectura y reapropiación de los autores clásicos (Butor, 1968), que ha propuesto en base a la práctica de la libertad del juicio toda una novedosa pedagogía, sabe que «el lector capaz descubre a menudo en los escritos ajenos otras perfecciones que las que el autor ha puesto y ha advertido en ellos y les presta sentido y aspectos más ricos» (Montaigne, 2007:157). Se genera de este modo una suerte de complicidad entre quien escribe sirviéndose de ironías, insinuaciones y conclusiones discordantes, y quien ejercita una lectura sagaz y atenta. «La mitad de la palabra pertenece a quien habla, la otra mitad a quien escucha» (1626), afirma el ensayista, y esta breve proposición revela en este contexto un novedoso sentido. El texto queda incompleto sin aquel destinatario capaz de actualizar y completar su significado, sin aquel que aporta la otra mitad, sin aquel que puede develar el reverso de la ironía, de convertir las insinuaciones en ideas, de gestar conclusiones en base a las sugerencias. Es este, y solo este, el que ha alcanzado a comprender la verdadera potencia de la palabra escrita. Los Ensayos tienen la particularidad de «crear su propio público», nos ha dicho Pierre Manent (2014). Se trata de un público selecto, acotado, con el que Montaigne sólo se comunica a través de insinuaciones y sigilosos susurros. Al resto, a todos los demás, a aquellos que sólo frecuentan sus escritos sin la perspicacia del lector atento, el autor les dice tan sólo lo que desean escuchar, o, a mejor decir, lo que son capaces de tolerar. Montaigne enarbola un discurso público del mismo modo en que asume una actitud pública. La política, al igual que la palabra explícita, implica para el ensayista un compromiso inapelable con las leyes y las costumbres instituidas. El trascender ese límite, al menos de forma abierta y desembozada, no sólo constituye un riesgo para quien hace explicitas las ideas, sino también para la sociedad política en su conjunto. Pero, por otra parte, del mismo modo en que sugiere privadamente —y si es posible por medio de su boca— algunas ideas poco usuales al lecteur suffisante, Montaigne asume también una actitud privada: si el del afuera, el de la política, es el ámbito de la obediencia, el del adentro, el de la ética y el pensamiento, es el ámbito propio de la libertad. Allí ya no hay peligro; allí todo puede ser compartido, dicho o debatido; allí ya no subsisten ni los compromisos políticos, ni los civiles, ni los religiosos. Allí cada cual puede actuar como le plazca, siempre y cuando ajuste sus formas exteriores a las leyes establecidas. Dicho todo esto, podemos finalizar este apartado reafirmando nuestra tesis: sería posible establecer un vínculo entre este modo tan particular de escritura cifrada que Montaigne adopta en los Ensayos, y la actitud que el propio perigordino parece haber asumido frente a los conflictos interconfesionales.
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Así, del mismo modo en que adoptará una actitud pública de suma cautela, oponiéndose —por estrictos motivos políticos— a las innovaciones propiciadas por la Reforma, Montaigne también será capaz de abrirse a una infinidad de experiencias privadas, experiencias en las cuales el contacto con la alteridad —étnica, política, religiosa— será una de las premisas cardinales. A partir de ellas, el reconocimiento de la diversidad, como condición inherente de la naturaleza, se convertirá en una conclusión necesaria. 3. Ni güelfo ni gibelino
Hacia el final de su vida, aludiendo metafóricamente a la disputa mantenida por papistas y antipapistas en la Italia del siglo xii, pero en referencia a las guerras de religión que asolaban desde varias décadas atrás a su Francia natal, Montaigne describirá su situación personal del siguiente modo: Caí en las desgracias que la moderación acarrea en tales enfermedades. Me zurraron por todas partes. Para el gibelino, yo era güelfo; para el güelfo, era gibelino. La situación de mi casa, y el trato con los hombres de mi vecindad, me presentaban con una apariencia; mi vida y mis acciones, con otra. No me lanzaban acusaciones, pues no había por donde atacarme —jamás me aparto de las leyes—; y si alguien me hubiera investigado, me habría tenido que dar explicaciones él. Eran sospechas mudas que circulaban bajo mano, en las cuales nunca falta verosimilitud en una mezcolanza tan confusa —como tampoco faltan espíritus envidiosos o ineptos. (Montaigne, 2007:1558)
A partir de esta referencia, la posición que intentaremos defender a lo largo de este tercer apartado es la siguiente: más allá de su explícita y pública adscripción al catolicismo, el ensayista perigordino parece haber pretendido sostener un posicionamiento equidistante respecto de las dos facciones en pugna. Con el objetivo de defender este postulado, el camino que habremos de recorrer será el siguiente: en primer lugar repasaremos las críticas que Montaigne realiza a aquellos que, so pretexto de celo religioso, intentan introducir un sinnúmero de reformas políticas (reformas que implican, además, un incierto éxito futuro y un indudable perjuicio presente); en segundo, intentaremos develar algunos de los fundamentos filosóficos sobre los que se sostiene la posición político–religiosa de Montaigne. Allí repasaremos el modo en que interpreta, reactualiza y utiliza el escepticismo que Sexto Empírico presenta en sus Hipotiposis Pirrónicas; en particular, el modo cómo interpreta y pone en práctica el criterio de observación vital que, según Sexto, regía el comportamiento de los pirrónicos. Luego de dicho análisis, finalmente, esperamos 176
estar en condiciones de fundamentar por qué creemos que la posición pública que Montaigne asume frente a los conflictos religiosos de su época podría ser catalogada como escéptica. O, a mejor decir, como un catolicismo sin dogma. 3.1. Reforma religiosa y crisis política
«Sobre la religión de Montaigne se ha dicho todo y lo contrario de todo» (Onfray, 2007:220), se ha afirmado con cierta ironía, pero no por ello menos razón. Veamos algunos pocos ejemplos: en su ya clásico estudio sobre el «pensamiento religioso de Montaigne», y tomando en cuenta algunas actitudes que el ensayista parece haber asumido a lo largo de su peregrinaje europeo —como la visita al santuario de la virgen Loreto—, Maturin Dreano (1936, 1969) defendió la sincera adscripción de Montaigne al catolicismo. Donald Frame (1955, 1994), por su parte, fue de los primeros en afirmar que la ascendencia judía que Montaigne había recibido por su línea materna podía ser interpretada como una de las causas de su actitud tolerante, y, en tal sentido, no han faltado quienes han pretendido ver en nuestro ensayista a un presunto judío marrano (Villey, 1908; Strowski, 1938). Asimismo, en su influyente Historia del escepticismo, Richard Popkin (2003) concluyó, principalmente a partir de los argumentos esgrimidos en la «Apología de Ramón Sibiuda», que la posición de Montaigne podría ser definida como fideísta, en tanto que el ensayista consideraba al escepticismo pirrónico como un buen aliado de la fe católica. Jordi Bayod Brau (2007), por último, ha sostenido que la educación exclusivamente laica que sugiere en el capítulo sobre «La formación de los hijos» podría darnos una pista acerca de la verdadera importancia que Montaigne otorgaba a la religión en la vida de los hombres en general, e indicarnos su posición respecto al catolicismo en particular. Ante este escenario, al que sería posible sumar muchas otras voces disidentes, parece estar en lo cierto Biancamaria Fontana (2008): Podemos encontrar, en la ambivalencia de los comentarios, el reflejo de la cuestión, siempre irresuelta, de la «verdadera» posición religiosa expresada —o más bien disimulada— en los Ensayos. Una tradición interpretativa tormentosa, presa de las vicisitudes políticas, ha atribuido a la obra de Montaigne dos identidades difícilmente conciliables: por un lado está el libro del autor cristiano, preocupado por evitar las trampas dogmáticas y las disputas doctrinales, que obtiene el imprimatur de las autoridades eclesiásticas en 1580; por el otro, la obra del autor escéptico y secretamente ateo, del que Pascal y los devotos reclaman la inclusión en el Índex, obtenida en 1676, y del que se apropiará más tarde la corriente materialista y libertina de la Ilustración. (28)
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Ahora bien, sin mayores pretensiones de acabar con esta polémica —tan difícil de dirimir como la que rodea a la de la religiosidad de Bodin—, nuestra intención es sumar una nueva mirada según la cual las críticas que Montaigne lanza a quienes propician la Reforma religiosa poco tienen que ver con el deseo de resguardar intacta la ortodoxia del dogma católico. De hecho, si bien creemos posible afirmar que, al menos de las puertas de su château para afuera, nuestro ensayista fue tan católico como su propio padre, también creemos plausible postular la tesis de que esta adhesión social al catolicismo no implicó para Montaigne una devoción sin atenuantes por la religión que había heredado; por el contrario, significó sólo una toma de posición política en favor del partido que se mostraba capaz de garantizar el orden y la estabilidad del Estado (Horkheimer, 1995:154; Lacouture, 1999:219). Con esto no sólo pretendemos señalar la perspicacia de Montaigne para detectar los intereses políticos y las vanidades personales implícitas en las guerras de religión, lo que con toda claridad puede leerse en los Essais, sino también, y principalmente, su inquietud ante el carácter disgregador de la Reforma, y ante la posibilidad inminente de la ruina del orden social establecido. Ya en tema, entonces, podemos señalar que uno de las más claras críticas realizadas por el ensayista al partido hugonote, y, por extensión, al acontecimiento mismo de la Reforma, puede encontrarse en los pasajes medulares del ensayo que lleva por título «La costumbre y el no cambiar fácilmente una ley aceptada» (i, 22). Allí, luego de enumerar algunas de las determinantes consecuencias que la costumbre posee sobre la vida y las opiniones de los seres humanos, Montaigne destaca la importancia que dicha «fuerza inercial» (Navarro Reyes, 2005) adquiere a la hora de instituir y mantener en pie a la sociedad, estableciendo mandatos de juicio y acción, y dejando a los hombres satisfechos con las reglas que les instituye. El principal efecto de su poder es sujetarnos y aferrarnos hasta el extremo de que apenas seamos capaces de librarnos de su aprisionamiento, y de entrar en nosotros mismos para discurrir y razonar acerca de sus mandatos. En verdad, puesto que los sorbemos con la leche de nuestro nacimiento, y puesto que la faz del mundo se presenta en tal estado a nuestra primera visión, parece que hubiésemos nacido con la condición de seguir este camino. Y las comunes figuraciones que encontramos revestidas de autoridad a nuestro alrededor, e infundidas en nuestra alma por la semilla de nuestros padres, parece que fuesen las naturales y generales… Los pueblos criados en la libertad y en el autogobierno consideran monstruosa y contranatural cualquier otra forma de gobernarse. Los que están habituados a la monarquía piensan igual. Gracias a la costumbre todo el mundo está satisfecho del lugar donde la naturaleza lo ha fijado. (Montaigne, 2007:138–139) 178
Atento lector de La Boétie y Bodin, Montaigne no solo reconoce que la costumbre es uno de los pilares fundamentales de la sociedad humana, sino también que la historia enseña que los cambios políticos repentinos pocas veces han resultado favorables para la convivencia civil y la paz social. Es muy dudoso que pueda encontrarse un beneficio tan evidente al cambiar una ley aceptada, sea la que fuere, como daño hay en modificarla. Un Estado es, en efecto, como un edificio hecho de diferentes piezas ajustadas entre sí con una unión tal que es imposible mover una sin que el cuerpo entero se resienta. (Montaigne, 2007:144)
He ahí las dos premisas básicas de su argumentación: la costumbre es necesaria para mantener el pie a la sociedad; los cambios en la legislación resultan peligrosos. Desde allí abrirá fuego contra el bando enemigo, contra esos protestantes que, disconformes con las leyes y mandatos que la sociedad les ha legado, pretenden subvertir el orden de las cosas merced a las fantasías de su raison privée (Taranto, 1994:32), sin tener certeza acerca de los resultados que puedan derivarse de esa revolutio. De acuerdo a lo expresado por Montaigne, es connatural al hombre acatar como válidas —y hasta postular el alcance universal de— las normas y los mandatos ingeridos con la leche materna, y satisfacerse con ello. Ahora bien, yendo un paso más allá, el ensayista no sólo indica el aparente valor genérico de esa regla, sino que también parece mostrar cierto entusiasmo al respecto. Dos son los motivos que, sumados a las premisas ya mencionadas (el valor civilizador de la costumbre (Brahami, 2001:129) y la incertidumbre que provoca su transformación) lo inducen a ello. En primer lugar, la conciencia respecto de la arbitrariedad y contingencia que poseen en última instancia todas las instituciones humanas. De allí que, aun cuando muchas veces él mismo osará contradecir esta prescripción en el ámbito privado (Langer, 2001), Montaigne (2007:743) sostiene que la aceptación pasiva de las normas consuetudinarias es indispensable para evitar el derrumbe del orden social (Oakeshott, 1998:110). Toda institución, toda ley, no tiene otro sostén que el que brinda su pervivencia ininterrumpida en el tiempo; dicho de modo más elegante: «muchas cosas admitidas con una resolución indudable no tienen otro apoyo que la barba cana y las arrugas del uso que las acompaña» (Montaigne, 2007:141). Es por ese motivo que los hombres deben aceptar incondicionalmente las leyes de su país natal, pues, si se remontaran hasta los principios que les han dado origen, terminarán por encontrarse con un acto de decisión —tan accidental como injustificado— que poco o nada tiene que ver con la justicia. Y ello, al menos para el común de los seres humanos, lejos de presentarse como un acto liberador, no provocará otra sensación que el desasosiego. 179
Pero existe otro motivo, sin el cual el anterior resultaría quizás paradójico: los humanos son seres inconstantes; su condición ontológica —al igual que la del cosmos— es demasiado frágil y variable como para sostenerse por sí misma. «El mundo no es más que un perpetuo vaivén» (1201) en el que todo se tambalea sin descanso, y la costumbre, aunque en muchas ocasiones pueda presentarse como una «maestra violenta y traidora» (127), es, quizás, la única herramienta real de la que ser humano dispone para ponerse a resguardo de un rodar incesante. Rehusar las invenciones y sostenerse en las costumbres, siendo a la vez prudentes y moderados en la obediencia que se les guarda, parece ser el único antídoto eficaz contra la fortuna, la que ahora se presenta como la verdadera «reina y emperatriz del mundo» (Burke, 1985:46). Es desde allí que Montaigne realiza la crítica a la novedad de la Reforma; no en virtud de su celo religioso, ni a partir de las imprevisibles consecuencias teológicas que esa renovación podía implicar, sino principalmente perturbado por los trágicos efectos políticos y sociales que ella conlleva. Tal como ha señalado Skinner (1993:288), Montaigne no denuncia a los hugonotes por los vicios que pueden fecundar con sus novedosas creencias, ni se opone a ellos por considerarlos corruptos en términos morales o religiosos, sino porque entiende que las primicias que tienen para ofrecer al mundo no serán bien recibidas, ni traerán como consecuencia la paz y la concordia entre los ciudadanos franceses. En efecto, según lo que indican los pasajes aquí citados, Montaigne considera a la Reforma como una fuerza política potencialmente destructiva y peligrosa: la guerra despezada Francia ante sus ojos; es una «verdadera escuela de traición, de inhumanidad y de bandidaje» (Montaigne, 2007:999), el «arte de destruirnos y matarnos mutuamente, de arruinar y echar a perder nuestra propia especie» (689), una fatal calamidad que corroe internamente a su país natal. Es por tal motivo que le opone toda la elocuencia de su pluma, y es ese el contexto en el que nos dice lo que sigue: La novedad me hastía, sea cual sea su rostro, y tengo razón, pues he visto algunas de efectos muy perniciosos. La que nos acosa desde hace tantos años no lo ha desencadenado todo, pero puede decirse con verosimilitud que lo ha producido y engendrado todo por accidente: incluso los males y estragos que se infringen después sin ella y en contra de ella… Una vez dislocada y disuelta por ella la ligazón y contextura de esta monarquía, y de este gran edificio, en especial en su vejez, deja paso y vía libre a tales daños. (Montaigne, 2007:145)5 5 Más allá de esta clara crítica a los iniciadores de la Reforma, resulta muy importante resaltar que Montaigne no presenta menos reparos para criticar agudamente a quienes, como los integrantes de la Liga católica, han devuelto mal por mal, agudizando la crisis política: «Pero si los que
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Los hugonotes resultan, según la mirada de Montaigne, los culpables iniciales de dislocar y disolver la ligazón, provocando de las guerras civiles de religión que acosan a su país. Ellos, en muy alta estima de sí mismos, incurriendo en el vicio de la presunción, han intentado trastocar el orden que se asentaba en cientos de años de tradición, y lo único que han conseguido ha sido perturbar por completo la paz civil, introduciendo en el seno mismo de la comunidad un sinfín de controversias. Prescribiendo un purgante equivocado, o de poca eficacia, no han logrado sino que el cuerpo del Estado se resienta por completo, no pudiendo evacuar los humores perniciosos que lo enferman. En dicho contexto, concluye un Montaigne cercano a la posición de los politiques (Horkheimer, 1995:145), si la religión cristiana posee una gran utilidad, la posee en términos políticos, pues no ofrece otro beneficio comparable al de recomendar a sus adeptos la obediencia al soberano y el acatamiento de lo que dictan las leyes del país en el que se habita: «La religión cristiana posee todos los signos de una suma justicia y utilidad; pero ninguno más manifiesto que la estricta recomendación de obedecer al magistrado y conservar los Estados» (Montaigne, 2007:147). Los protestantes han transgredido las barreras del legítimo uso de la razón, intentando someter a sus fantasías privadas las leyes del Estado y las leyes de Dios. Calvino y los suyos no han hecho otra cosa que sacrificar el modesto —pero sumamente necesario— orden civil en aras de una verdad superior, la cual difícilmente pueda encontrar en los hechos la misma legitimidad o el mismo provecho general (Oakeshott, 1998:111). En este sentido, según concluye Montaigne, existe una gran diferencia entre la actitud de quienes siguen de manera sosegada las leyes y las costumbres del país en el que habitan, y la de aquellos que, no contentos con el orden recibido, han pretendido someter a su propio juicio particular y privado las proposiciones de la ley, que atañen al bien público. Mientras unos muestran simplicidad y modestia, los otros no hacen sino encarnar los vicios más detestables del ser humano: la presunción, la vanidad, la pretensión de saber.
inventan son más dañinos, los imitadores son más viciosos cuando se entregan a ejemplos cuyo horror y maldad han conocido y castigado… De esta fuente primera y fecunda, toda clase de nuevo desenfreno saca felizmente imágenes y patrones con que turbar nuestro Estado» (Montaigne, 2007: 146).
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3.2. Un catolicismo sin dogma
Como hemos visto, «Montaigne no era un católico corriente» (Burke, 1985:33). Más allá de la profesión de fe católica que añadirá a sus escritos luego de la censura que realizaran los ministros del Sacro Palazzo a la primera edición de los Essais (Montaigne, 2007:457–458), las críticas que esgrimirá contra las prácticas intolerantes asumidas por muchos de los dignatarios más encumbrados de la fe de Roma pueden darnos una pista para entender esa extrañeza.6 Y todo lo dicho aquí en relación con la posición politique que asumirá frente a la Reforma no persigue otro objetivo que el de contribuir a develar ese misterio. Según nuestra tesis, la actitud que Montaigne asume ante la crisis política provocada por los hugonotes —y, como corolario general, su propia posición frente a las creencias religiosas— no puede ser comprendida en toda su dimensión sin tener presente sus simpatías por el escepticismo antiguo (Burke, 1985:29). De hecho, postulamos que la recepción de las Hipotiposis Pirrónicas de Sexto Empírico7 debe ser considerado un ingrediente insoslayable a la hora de intentar brindar una interpretación de la posición asumida por el ensayista ante al cisma; la que puede ser comprendida como una posición política (o teológico–política) en tanto y en cuanto las convicciones religiosas puestas en jaque por los protestantes forman parte, según la mirada de Montaigne, de un cúmulo de creencias y leyes heredadas. Estas leyes y creencias no poseen otro objetivo que sostener el orden y la cohesión de un sistema de organización 6 En efecto, Edwin Curley (2005:25) ha indicado al menos seis razones que nos podrían ayudar a comprender de qué modo el perigordino rehusaba una sumisión total a los dogmas de la Iglesia Católica: en primer lugar, su desaprobación del castigo de las brujas, al no poder convencerse de la existencia de un ser humano que poseyera dotes sobrenaturales; en segundo lugar, su crítica —retomada más tarde por David Hume— a la existencia de los milagros; en tercero, su dura reprensión a la conquista del nuevo continente y la evangelización forzada de sus habitantes nativos; en cuarto, el espanto que le ocasiona la persecución, por parte del rey Manuel I, de los judíos portugueses (entre los que, posiblemente, se hallaban algunos de sus antepasados maternos); en quinto, sus argumentos en contra de la tortura, ya sea utilizada como método de investigación judicial o como método de castigo; por último, su elogio a Juliano, emperador romano denostado como apóstata por la Iglesia de Roma. Podría agregarse uno más, y de no poca consideración: la utilización del sustantivo fortune, en lugar de «Divina Providencia», para referirse al devenir del Cosmos. Este último, señalado por los censores como un elemento a enmendar, jamás fue corregido por Montaigne. Serán todas esas divergencias las que provocarán que los Essais sean introducidos en el Index Librorum Prohibitorum el 28 de enero de 1676. 7 Redactado, según las conjeturas más probables, en la segunda mitad del II d.C., este compendio de escepticismo será reeditado en el año 1562 por Henri Estienne, provocando un enorme impacto en la cultura y en la filosofía del Renacimiento y la Modernidad (cf. Floridi, 2002; Popkin, 2003).
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social determinado, el cual, a su vez, no pertenece más que a un momento histórico particular y a un sitio específico. Según nuestra clave de abordaje, entonces, sugerimos un Montaigne que podría ser situado en las cercanías del Maquiavelo de los Discursos, o del politique Jean Bodin; un Montaigne que habría sentido simpatías por el pirronismo, no ya —o no tan sólo— como un posible camino hacia la fe, sino principalmente por sus bondades civiles, políticas y sociales.8 En tal sentido, apoyándonos en la interpretación esbozada por Craig Brush (1966), podemos afirmar que los argumentos presentados en el ensayo sobre la costumbre resultan compatibles con este recurso de Montaigne a los elementos que el pirronismo le provee. Es bajo estas circunstancias, y frente a la presunción de los protestantes, que el ensayista no solo reconoce la falibilidad de la razón humana para alcanzar la verdad, o para establecer normas de conductas fiables o duraderas —y menos aún de carácter universal—, sino que también acata los sabios consejos prácticos que esta particular escuela antigua nos ha legado. Así, conociendo muy bien las prescripciones de orientación vital que Sexto Empírico (1996) señaló en sus Hipotiposis pirrónicas, y, en particular, aquel tercer precepto que indica a los pirrónicos guiar sus acciones de acuerdo con las leyes y costumbres de la sociedad en la que les ha tocado vivir, absteniéndose de emitir juicios afirmativos o negativos acerca de su validez, Montaigne parece optar, sin dogmatismo, por esta posición filosófico–política (Brush, 1966:47). Habiendo llegado a la conclusión —al igual que los escépticos antiguos, y más aún luego del descubrimiento del 8 La tesis que nos propone Richard Popkin (2003), hemos dicho, es que la respuesta de Montaigne a las objeciones realizadas a la Theologia naturalis de Ramón Sibiuda sirven al perigordino para realizar una «defensa de una nueva forma de fideísmo: el pirronismo católico» (84). Cabe destacar que, con nuestra interpretación no buscarnos confrontar directamente con la posición de Popkin, sino sugerir otra lectura posible de algunos pasajes de la obra del ensayista. Sabemos muy bien que este autor cuenta con una innumerable cantidad de pruebas textuales que avalan su interpretación, pero creemos entender que otras tantas, o al menos las suficientes, pueden ser alegadas a nuestro favor. Claro está, por otra parte, que diferimos en las supuestas motivaciones que Montaigne habría tenido —o en los resultados que habría buscado alcanzar— echando mano del pirronismo, pues mientras que Popkin sugiere motivos relacionados con el aspecto religioso, nosotros proponemos motivos más estrechamente ligados con una posición política, o teológico–política. En este sentido, quizás, en favor de nuestra interpretación, o por su cercanía con ella, deberíamos tener en cuenta la distinción que realiza Terence Penelhum (1983) entre dos tipos diferentes de fideísmo (el conformista, por un lado; el evangélico, por otro), situando a Montaigne dentro del primer grupo, es decir, entre aquellos autores que optan por mantenerse en el cristianismo simplemente por motivos sociales, haciendo de la fe católica una simple profesión civil, y sin intentar, como Pascal o Kierkegaard, claros representantes del segundo grupo, superar las dudas pirrónicas en una apasionada rendición de toda su individualidad a las verdades sobrenaturales.
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Nuevo Mundo— de que el orbe terrestre es muy diverso en materia de usos y costumbres, y que la religión forma parte de ese conjunto de principios que hacen a nuestra propia y particular herencia, Montaigne se dispone a seguir el consejo de Sexto: suspende el juicio y se atiene a lo dado. Sabe, pues él mismo lo afirma en las páginas iniciales de su «Apología», que «somos cristianos por la misma razón que somos perigordinos o alemanes» (Montaigne, 2007:640), y que la religión no nos ata sino con lazos humanos, pues no la acogemos sino a nuestro modo, y no por más motivos que por haber nacido en el país en el que tradicionalmente se le rinde culto. Todo esto es signo muy evidente de que no acogemos nuestra religión sino a nuestra manera y con nuestras manos, y no de otro modo que como se acogen las demás religiones. Nos hemos encontrado en el país donde se practicaba, o nos fijamos en su antigüedad o en la autoridad de los hombres que la han defendido, o tememos la amenaza que dedica a los incrédulos, o seguimos sus promesas… Son lazos humanos. Otra región, otros testigos, similares promesas y amenazas podrían imprimirnos por la misma vía una creencia contraria. (Montaigne, 2007:640)
«Todas las religiones funcionan de la misma manera», afirma Philippe Desan (2007a:25). «Ellas se imponen a partir de prácticas culturales específicas. Ellas nos son dadas». La religión, al igual que las demás normas y disposiciones legales, y del mismo modo que nuestros hábitos y costumbres, forma parte de nuestra herencia. Y renunciar a ella, a ese único y tan endeble punto de sostén, implica, sin más, el riesgo de caer nuevamente en las garras de la fortuna, o en el delirio de las elucubraciones que el entendimiento humano es capaz de elaborar cuando queda librado a sí mismo. Desde esa perspectiva, incapaz de encontrar un criterio racional para elegir entre los distintos argumentos religiosos, y desconfiando de las fuerzas humanas para alcanzar alguna certeza en este terreno, Montaigne sigue el consejo de los pirrónicos: decide mantenerse firme —al menos en cuanto a la forma exterior— en el seno del catolicismo, es decir, en aquella religión que la fortuna ha tenido a bien otorgarle. Porque sea cual fuere la verosimilitud de la novedad, no soy dado a cambiar, por mi temor a perder con el cambio. Y puesto que no soy capaz de elegir, asumo la elección ajena y me mantengo en la posición que Dios me ha asignado. Si no lo hiciera así, no podría abstenerme de rodar incesantemente. De esta manera, me he mantenido, por la gracia de Dios, íntegro, sin agitación ni turbación de conciencia, en las antiguas creencias de nuestra religión a través de todas las sectas y divisiones que nuestro siglo ha producido. (Montaigne, 2007:854)
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Las leyes, nos sugiere Montaigne, no adquieren su legitimidad por su similitud con el ideal de la justicia: no deben su crédito al hecho de ser justas, sino simplemente al hecho de haber sido establecidas. Todo orden público, sea el que fuere, se sostiene sobre estas «ficciones legítimas» (799), pues son esas leyes y esas costumbres (entre ellas, las leyes y costumbres religiosas) las únicas herramientas de las que disponen los seres humanos para atenazar los desvaríos de su errante espíritu. En efecto, es en el marco de todas estas consideraciones, y dirigiéndose directamente a Margarita de Valois, aquella misma que probablemente había encargado a Montaigne la redacción de una apología de Sibiuda,9 que el ensayista realiza esta extensa afirmación: Os aconsejo, en vuestras opiniones y razonamientos, así como en vuestra conducta, y en todo lo demás, moderación y templanza, y que rehuyáis la novedad y la extrañeza. […] Decía Epicuro de las leyes que las peores nos eran tan necesarias que, sin ellas, los hombres se devorarían entre sí. Y Platón prueba que sin leyes viviríamos como animales. Nuestro espíritu es un instrumento errabundo, peligroso y temerario; es difícil añadirle orden y mesura. Y en estos tiempos vemos a los que poseen alguna singular excelencia por encima de los demás y alguna vivacidad extraordinaria, desbordados, casi todos, en la licencia de opiniones y comportamientos. Es un milagro encontrar a alguno sereno y sociable. Con razón se le ponen al espíritu humano las barreras más estrictas que se puede. En el estudio, como en lo demás, hay que contarle y ordenarle los pasos, hay que adjudicarle por medio del arte los límites de su caza. Se le refrena y atenaza mediante religiones, leyes, costumbres, ciencia, preceptos, penas y recompensas mortales e inmortales; aun así, vemos que, por su volubilidad y disolución, escapa a todos esos lazos. Es un cuerpo vano, que no tiene por donde ser aferrado ni dirigido; un cuerpo vario y disforme, en el que no puede establecerse nudo ni asidero… El espíritu es una espada temible para su mismo
9 Tras haberse casado con Enrique de Navarra, y luego de que este lograra escapar, en 1576, de la corte parisiense —donde se hallaba cautivo luego de la noche de san Bartolomé— para abrazar nuevamente la fe calvinista, Margarita logrará reunirse con su marido en septiembre de 1578, en la ciudad de Burdeos. Instalada en la zona de la Aquitania, la reina convertirá a su corte de Nérac —en donde permanecerá hasta 1582— en un notable centro cultural, y, en febrero de 1579, participará activamente de una conferencia política en la que enfrentarán católicos y protestantes. Ante esta particular situación, y habiendo leído la traducción de La Théologie naturelle de Sibiuda realizada por Montaigne en 1569, la princesa parece haber solicitado a nuestro ensayista —asiduo concurrente de la corte de Nérac, y gentilhombre de la cámara del rey de Navarra desde 1577—, que le proveyera de su socorro para enfrentar a los teólogos calvinistas, a lo que Montaigne responderá con su «Apología» (cf. Maia Neto, 2012).
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poseedor si uno no sabe armarse con ella de manera recta y juiciosa. Y no hay animal al que con mayor justicia haya que poner anteojeras para mantenerle la vista sujeta y fija hacia adelante, y para evitar que se extravíe a un lado u otro fuera de los carriles que el uso y las leyes le trazan. Por tanto, será mejor que os ciñáis al camino acostumbrado, sea el que fuere, que emprender el vuelo a esta licencia desenfrenada. (Montaigne, 2007:836–837)
Es por ese motivo, y no por otro, que Montaigne se aleja de la Reforma. Es por esto mismo que siente hastío por las novedades, sugiriendo a Margarita actuar con mesura y moderación. Es por eso que afirma, no sin cierto alivio, que las leyes le han hecho un gran favor al elegirle amo y partido. Es por eso que sostiene que la mejor condición política (o teológico–política) para cada estado es aquella en la cual dicha nación se ha sostenido sin turbaciones a lo largo del tiempo. Es por eso mismo que, de acuerdo con la interpretación que aquí hemos intentado defender, Montaigne parece recurrir al pirronismo a fin de utilizarlo como una herramienta política. El pirronismo, en efecto, había mostrado que las leyes y costumbres no tenían sino un valor convencional y, al mismo tiempo, que toda búsqueda en relación con el valor de verdad de esas convenciones debe conducir a los individuos a una disputa sin otro final razonable que la suspensión de juicio. Por todo ello, pese al horror que le provocan las feroces conductas de algunos de los miembros de su propio partido, y a partir de las consecuencias inconvenientes que ha visto en las innovaciones reformistas, Montaigne intentará sostener públicamente una tercera posición. Siguiendo el criterio de observación vital de los pirrónicos, vivirá sin dogmatizar, guiando su conducta por la tradición de leyes y costumbres heredadas. No será güelfo ni gibelino; ni hugonote ni papista. Será un católico escéptico; o, a mejor decir, un católico sin dogma. 4. La alegría de vivir con otros
En los capítulos 8 y 9 del libro i de su diálogo De Constantia (1584), editado por primera vez en medio de los conflictos confesionales, el estoico Justo Lipsio (1547–1606) retrata dos actitudes propias de los hombres vulgares: en primer lugar, la de llorar sus males privados como si fueran públicos; en segundo, la de despreocuparse de los males ajenos cuando se encuentran exentos de ellos. El primero de estos comportamientos es caracterizado por el autor como un «ambicioso fingimiento», un fraude por medio del cual los hombres semejan sentir un mal público con el mismo sentimiento con el que lamentan un mal particular siendo que, en realidad, hacen exactamente lo contrario. «Lo que
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realmente te atormenta es lo que traes dentro del pecho» (Lipsio, 1616:24), señala Langio a Lipsio. Los males públicos movilizan el ánimo de estos hombres vulgares sólo en la medida en que pueden afectarlos en forma privada; de modo inverso, cuando las preocupaciones y dificultades afectan a quienes presuntamente les son ajenos, ellas los traen sin cuidado, e incluso hasta parecen regocijarlos. Por tal motivo —indica el preceptor a su discípulo— si la guerra civil que por ese entonces afectaba a Flandes10 hubiera tenido lugar en Etiopía o India, dicho suceso hubiera pasado inadvertido para la inmensa mayoría de estos hombres. ¿Por qué razón? «Porque aquella no es nuestra patria» (27), responderían. Ahora bien, cuestiona nuevamente Langio, el director de conciencia de Lipsio: ¿Aquellos hombres y tú no tenéis un mismo origen y una misma naturaleza? ¿No estáis debajo de un mismo cielo, y en una misma redondez de la tierra? ¿Juzgáis por patria estos pocos montes que ciñen estos ríos? Yerras; todo el mundo es patria, donde quiera que los hombres nazcan de aquella celestial semilla. Pregunto uno a Sócrates de dónde era. Le respondió directamente: de todo el mundo. Porque el ánimo grande y elevado no se encierra en los límites puestos por la opinión, sino que todo el universo es suyo, por medio de la imaginación y el entendimiento. (Lipsio, 1616:27)
A diferencia de los hombres vulgares, los hombres de entendimiento —siguiendo el ejemplo de Sócrates— son capaces de librarse de los grilletes que las opiniones comunes imponen a la libertad del juicio. Son estas almas fuertes quienes, además, supeditando el lazo nacional al universal, contraponen su modo de ser a esta actitud municipal, siendo capaces de sentir que el mundo entero es su patria y todos los hombres sus compatriotas. Es ésa la lección que Lipsio aprende del maestro de Platón: el chauvinismo no conduce sino a la ceguera del entendimiento, y esta ceguera, a su vez, no provoca sino el fanatismo y la exaltación de lo propio, dando lugar a una despreocupación por —y un menosprecio de— lo ajeno. Es esa misma lección la que Michel de Montaigne tomará de Sócrates, y de su propio amigo Lipsio. En tal sentido, los Essais no solo condensan en sus páginas una posición política y teológica de suma cautela, sino que también pueden ser comprendidos como un ejercicio 10 El conflicto al que refiere Lipsio es la Guerra de los Ochenta Años, que enfrentó a las Diecisiete Provincias de Flandes contra su hasta entonces soberano, el rey de España. La rebelión contra el monarca hispánico comenzó en 1568 y finalizó en 1648, con la Paz de Westfalia. Su consecuencia más importante fue el reconocimiento de la independencia de las siete Provincias Unidas, hoy conocidas como Países Bajos.
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filosófico de reconocimiento de la diversidad; como un relato fascinante de la inmensa pluralidad de la que los hombres son capaces. Y el Journal de voyage bien podría ser entendido como una puesta en práctica (a la vez que como una confirmación) de algunas de las lecciones éticas aprendidas por nuestro ensayista durante sus primeros diez años de reflexión y escritura. En efecto, como pretendemos poner en claro a lo largo de este último apartado, íntegramente abocado a analizar la experiencia del viaje, tanto en los ensayos de su juicio como en los ensayos de su acción privada, Montaigne nunca dejará de retomar aquella primordial lección aprendida de Sócrates: el sabio, ante todo, deberá poseer un espíritu cosmopolita, aspirar a ser un ciudadano del mundo. Dicho esto, podemos afirmar que el camino que nos resta por recorrer es el siguiente: en primer lugar, realizaremos un repaso por los motivos que conducen a Montaigne a emprender su huida. Luego analizaremos la importancia brindada por el ensayista a los viajes de biblioteca, para, más tarde, acompañarlo por sus travesías por Europa. A partir de este tercer paso creemos poder mostrar, con cierta claridad, en qué medida aquellas lecciones teóricas aprendidas por medio del estudio y la reflexión pudieron ser puestas en práctica, incitando a Montaigne, además, a instrumentar los medios necesarios para ser reconocido ciudadano de Roma. El valor simbólico de este título honorífico será analizado en nuestra cuarta sección, luego de la cual volveremos nuestra mirada sobre las propias lecciones pedagógicas que Montaigne brinda a su discípulo ideal. El objetivo final de todo el recorrido es comprender de qué modo el cosmopolitismo defendido y practicado por el ensayista adquiere, en su particular contexto histórico e intelectual, un carácter y un valor muy notable. En efecto, el talante universal del sabio, y el gozo desprejuiciado de la diversidad, se encuentran en las antípodas de los principios chauvinistas y facciosos que guiaban por ese entonces las opiniones y acciones de la mayoría de los seres humanos. Ese talante, también, parece poco coincidente con el asiduo carácter conformista, o hasta conservador, que se ha atribuido a las posiciones filosóficas de Michel de Montaigne. 4.1. Huir hacia lo ajeno
Aun habiendo sido un período particularmente agitado en términos políticos y teológicos, el siglo xvi fue también un siglo de grandiosos descubrimientos geográficos y astronómicos. Un siglo en el cual tanto el carácter ilimitado del firmamento como la inmensidad de nuestro propio planeta comenzarán a develarse en toda su plenitud. Un siglo en el que, según palabras de Alexandre Koyré (1998), el mundo dejará de ser un espacio cerrado y definido para
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devenir un universo infinito. La creciente influencia de la teoría copernicana y los viajes transatlánticos de Colón marcarán una época, dando paso a una verdadera revolución cultural, política y económica. Pero como toda revolución ocurrida en la historia de la humanidad, dicho proceso provocará dos actitudes contrapuestas: por un lado, la de los reaccionarios, es decir, la de quienes se mostrarán incapaces de superar los prejuicios de su civilización natal y señalarán la barbarie de las costumbres diferentes a las propias; por el otro, la de los entusiastas, esto es, la quienes contemplarán el estallido de los límites de mundo como una posibilidad inédita de abocarse de lleno a la experiencia del otro. Retomando la metáfora de Koyré, lo que intentaremos indicar en esta primera sección es el modo particular en el que Michel de Montaigne da cuenta, a través de sus escritos y reflexiones, de esa sensación de creciente diversidad. El espacio del mundo se abre ante sus ojos y hace manifiesta la existencia de una inmensa cantidad de seres y culturas, las que, a su vez, comportan distintas opiniones, hábitos y costumbres. En tal sentido, acordamos con Ezequiel de Olaso (1994), quien afirmó que Montaigne fue uno de los humanistas que experimentó con mayor profundidad el descubrimiento de América, y, también, uno de los intelectuales que mejor representó en sus textos este estallido de los límites del mundo y su consecuente diversificación. Siendo, además, como hemos intentado mostrar en nuestras consideraciones precedentes, un filósofo que supo develar con gran precisión el carácter contingente, arbitrario y enceguecedor del hábito y la costumbre. Hecha esta observación general, y siguiendo las propias afirmaciones de Montaigne, podemos identificar tres motivos que incitan la huida del ensayista hacia lo ajeno: el primero de ellos refiere al deseo de cosas nuevas y desconocidas, al deseo de experimentar el plaisir de la varieté (Montaigne, 2007:1473); el segundo, contracara del anterior, radica en el hartazgo producido por aquellos hábitos y costumbres excesivamente frecuentados, es decir, aquellas formas de ser que embotan el entendimiento y apagan el ingenio; el tercero, por último, en el descontento que le producen los conflictos permanentes en los que se ha visto sumida Francia luego de la Reforma iniciada por los hugonotes. Son esos motivos, sin más, los que llevarán a intentar limar su cerebro con el del otro; los que conducirán —primero a través de los libros y más tarde sobre su montura— a ensayar la alteridad. Como ya hemos señalado varias veces, la Francia del siglo xvi —y, más en particular, la región de la Aquitania en la que vivió durante toda su vida Montaigne— fue testigo dilecto de los conflictos civiles y militares ocasionados por los desacuerdos entre católicos y protestantes. Destacamos nuevamente este hecho, pues entendemos que el contexto histórico, político e intelectual
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frente al cual reaccionó el ensayista tiene en dichos acontecimientos un condimento insoslayable. En efecto, más allá de haber invertido grandes esfuerzos para poner de manifiesto la arbitrariedad con la que sus contemporáneos condenaban, por ejemplo, la presunta barbarie que entrañaba el canibalismo practicado por los indígenas de la France Antarctique, y de haber reaccionado frente a este prejuicio cultural que los llevaba a condenar todo aquello que les resultara ajeno —permaneciendo ciegos, además, para con sus propios vicios y crueldades (Fielbaum, 2011)—, Montaigne parece haber sufrido particularmente este clima de inestabilidad e intolerancia que asoló por más de treinta años las zonas aledañas a su señorío. En tal sentido, podríamos afirmar que la huida del ensayista —primero de las funciones públicas hacia el interior de su biblioteca, y luego desde su propio castillo hacia tierras lejanas y desconocidas—, y el deseo de lo diverso, guardan una íntima relación con su incomodidad ante este acontecimiento particular. En efecto, incluso podríamos suponer que lo que Montaigne observa en las disputas teológicas y confesionales, y en las guerras civiles que ellas provocan, es la materialización misma de la presunción y de la intolerancia humana; el más claro signo de barbarie: la imposibilidad de comprender y de convivir con aquel que concibe el mundo desde una perspectiva diferente, por el simple hecho de que su parecer es producto de particularidades históricas diversas. Montaigne constata, por las masacres que se cometen a diario a su alrededor, que la crueldad, el fanatismo y la intolerancia se han convertido en moneda corriente, e incluso en hábitos propios de los hombres con quienes le ha tocado convivir. Veo no una acción, ni tres, ni cien, sino costumbres cuya práctica es común y admitida, que son tan feroces por su inhumanidad, sobre todo, y por su deslealtad, para mí la peor clase de vicio, que no tengo ánimos para concebirlas sin horror. Y me asombran casi tanto como las detesto. El ejercicio de estas maldades insignes es prueba de vigor y de fuerza del alma tanto como de error y de desorden. (Montaigne, 2007:1425) Este pasaje ilustra con claridad el desagrado de Montaigne frente al feroz espectáculo que observa a su alrededor, y del que nadie se encuentra exento. Pues, como él mismo afirma, incluso «la facción más justa no deja de formar parte de un cuerpo corrupto y podrido» (1482). En efecto, si a esta turbación de ánimo somos capaces de añadir aquellas reflexiones del ensayista en relación con la fuerza inercial de la costumbre, y, en consecuencia, en relación con la arbitrariedad y contingencia de todo modo de ser, de toda opinión y de toda creencia, quizás seamos capaces de comprender con mayor claridad sus deseos de libertad. Montaigne anhela alejarse del espectáculo de desenfreno que acon-
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tece a su alrededor, y aspira, también, a sobreponerse a aquellos prejuicios que, como el resto de los seres humanos, ha mamado con la leche materna. Pues son esas mismas prevenciones —expresándonos en términos cartesianos— las que hablan a través de los labios de quienes juzgan sin demora la heterodoxia de aquellos que sostienen opiniones diversas, incluso siendo capaces de recurrir al hierro y al fuego con tal de extender entre esos otros su propio parecer. Es cierto que el exilio interior resulta, para el hombre de entendimiento, un recurso muy valioso a fin de establecer cierta distancia respecto de las opiniones comunes, pero no es menos cierto que el viaje, es decir, la huida de lo presuntamente propio, tampoco deja de ser concebida como una opción viable. En el caso particular del ensayista, esta opción parece resultar doblemente benéfica, pues al mismo tiempo que el éxodo parece servirle para resguardarse de ese atroz escenario francés, también puede satisfacer aquel otro deseo: el de experimentar la diversidad, el de vivir en carne propia la diferencia. Así pues, guiado por este doble factor (cf. Navarro Reyes, 2005:192), Montaigne comienza un proceso de desarraigo que lo llevará, primero, a una travesía imaginaria por las páginas de los diarios de viajeros y las historias antiguas, y, más tarde, a una extendida cabalgata por diversos países de Europa. 4.2. En la carabela de piedra
El 28 de febrero de 1571, el mismo día en el que cumplía treinta y ocho años, y luego de tres lustros ininterrumpidos en la función pública, Montaigne tomó una de las decisiones más importantes de su vida: cansado de la esclavitud que significaba la labor política y jurídica que había desempeñado hasta ese momento para cumplir con las expectativas paternas (Jordan, 2003); hastiado del carácter arbitrario y artificioso de las leyes francesas; horrorizado ante el desolador panorama de las guerras civiles de religión, decidirá retirarse y refugiarse en su castillo, en su arrière–boutique, con el fin de pasar libre y plácidamente lo que le quedaba por vivir. Inicia de este modo su particular búsqueda de lo diverso. Libre de las ataduras temporales, de las obligaciones mundanas exteriores, en un escondrijo en el que cuenta con más de mil volúmenes, Montaigne se dispone a realizar sus viajes de biblioteca, sus periplos imaginarios (Marinas, Thiebaut, 1994). Pues, como bien se ha dicho, la mayor parte de las travesías del ensayista no han sido realizadas con los pies, sino tan sólo con la mente (Navarro Reyes, 2005). Así, alista su trastienda y hace de ella una «carabela de piedra» (Martínez Estrada, 1956:xvii) que lo conducirá al encuentro de los más exóticos personajes, de las más extravagantes costumbres, de las más excéntricas creencias. Sus pies echan
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a andar por el recinto, y con la oscilación de la caminata su propia mente se transporta hasta la Roma antigua, hasta la Francia antártica, hasta el Imperio de los Aztecas, hasta Esparta y Atenas. Una vez allí, en esta particular trastienda, Montaigne se relacionará con diversos autores, conocerá las más variadas ideas filosóficas a través de la lectura de Diógenes Laercio, se enterará de los asuntos privados de los héroes antiguos a través de las Vidas de Plutarco y conocerá las más excéntricas formas de existir a partir de los relatos de viajeros. En particular, entablará una relación directa con los clásicos latinos, como nos lo señala en el capítulo que dedica a «Los libros» (ii, 10). Y nunca parece haber podido desprenderse de todo de la impronta que le produjo aquella primera lectura de la niñez: la Metamorfosis de Ovidio. Montaigne comprende cuánto provecho puede sacar un lector diligente de esta actividad, y sabe, del mismo modo que René Descartes (2004:11), cuánto se asemeja la lectura de los clásicos a las travesías realizadas por tierra y por mar.11 Los libros le permiten conversar con las personas más distinguidas de los siglos pasados, quienes se convierten, al mismo tiempo, en la mejor y más importante compañía que todo hombre de entendimiento debe poseer. En efecto, en el capítulo titulado «Tres relaciones» (iii, 3), Montaigne establece con claridad cuál es la importancia que debe otorgarse a esta interacción con los libros. Allí, luego de analizar la relación que vincula a los hombres con otros hombres, y las relaciones que pueden establecerse entre hombres y mujeres, Montaigne reflexiona acerca de este tercer modo de vínculo que el ser humano tiene la posibilidad de establecer: Estas dos relaciones [con hombres y con mujeres] son fortuitas y dependientes de los demás. Una es enojosa por su rareza; la otra se marchita con la edad… La de los libros, que es la tercera, es mucho más segura y más nuestra. Cede a las primeras las otras ventajas, pero tiene a su favor la constancia y la facilidad de su servicio. Ésta acompaña toda mi vida, y me asiste por todas partes. (Montaigne, 2007:1234–1235)
Amante de los libros, Montaigne considera que no existe mejor ni más fiel compañía para la vida humana que la que ellos prestan. Y son ellos mismos,
11 A propósito de esta comparación, cabe señalar que, si bien Montaigne acordaría con las consideraciones de Descartes que refieren a la posibilidad de ampliar nuestra mirada librándonos de la fuerza de la costumbre, difícilmente aceptaría como un factor negativo el «volverse extranjero en su propio país», sino todo lo contrario. En efecto, el mayor provecho del viaje reside en esta capacidad de borrar las barreras de la nacionalidad; en ser capaz de «abrazar a un polaco como a un francés».
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en efecto, los que le permiten viajar sin moverse de su torre; los que le permiten realizar esta primera etapa de desarraigo, este primer movimiento de descentramiento del juicio: Los libros de historia y los de viajes le mostraban aquellas tierras y aquella diversidad de costumbres que tanto anhelaba conocer. Gracias a ellos puede culminar el proceso de descentramiento en dos sentidos distintos. En primer lugar, sus lecturas le ayudan a realizar un descentramiento temporal: Montaigne busca un lugar para su yo en otra época, huyendo del momento histórico que le tocó vivir. En segundo lugar imagina, gracias a sus lecturas, un descentramiento espacial que fundamentalmente se dirige hacia el Nuevo Mundo recién descubierto. En su afán por escapar de un nosotros temporal y espacial que lo asfixia, Montaigne idealiza la lejanía: frente a un presente caduco, busca la grandeza de los clásicos; frente a la Europa corrupta, la pureza del salvaje. (Navarro Reyes, 2005:197)
Montaigne se aleja primero con la imaginación; los libros le hacen sentir que habita entre los clásicos de Roma. Con ellos conversa, con ellos pasa largos períodos en su biblioteca, donde transcurren —según declara— «la mayor parte de los días de mi vida, y la mayor parte de las horas del día» (Montaigne, 2007:1236). Ellos están allí, tan cercanos como cualquier otra persona viva, o quizá más aún. Pues, como lo ha experimentado con su propio padre, la muerte no lo aleja de aquellos a quienes ama: [Los antiguos romanos] están muertos. También lo está mi padre, tan enteramente como ellos, y se ha alejado de mí y de la vida en dieciocho años tanto como éstos lo han hecho en mil seiscientos; no dejo, sin embargo, de abrazar y de cultivar su memoria, amistad y sociedad con una plena y vivísima unión. (Montaige, 2007:1487)
Mantiene con estos muertos una relación de extrema vivacidad. Los considera presentes a través de sus escritos, y aprovecha su compañía para instruirse en la diversidad de usos, costumbres y maneras. Es mediante esa íntima relación, que su biblioteca parece haberse convertido en una suerte de espacio paralelo a aquel en el que transcurre el conflictivo siglo xvi francés. Al subir a ese recinto, Montaigne logra privacidad, intimidad, libertad de juicio. Se aleja de la multitud para acercarse a los hombres de entendimiento, a esas almas fuertes y ordenadas que son capaces de conducirse rectamente por un camino propio; se aleja de las guerras y de las opiniones comunes, de los fanatismos, y experimenta el dulce sabor de la autonomía; se aleja de ese mundo en el que constantemente se encuentra obligado a decidir, a tomar partido, y se
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introduce en aquel otro en el que puede en ampararse en la epoché, suspender su juicio y escuchar con atención las opiniones más diversas; se sustrae allí de toda relación «conyugal, filial y civil», y se dispone a andar errante en medio de clásicos y caníbales. 4.3. Con el culo en la montura
Casi diez años duró esa primera etapa de viajes de biblioteca: desde el 28 de febrero de 1571 hasta el 22 de junio de 1580. Esta última es, sin duda, otra de las fechas simbólicas que determinaron la experiencia vital de Montaigne, y que contribuyeron, además, al desarrollo de las múltiples y variadas reflexiones filosóficas que componen los Ensayos. Ese día, dijimos, hastiado de las guerras que acontecían a su alrededor y con anhelos de conocer con sus propios ojos aquella diversidad que hasta ese momento había experimentado sólo a través de la imaginación, Montaigne decide emprender un viaje. Una larga travesía a caballo que lo llevará por Francia, Suiza, Austria, Alemania e Italia, y que quedará minuciosamente documentada en su Journal de voyage.12 Montaigne huye y desea. Huye de la rutina, de la intolerancia de liguistas y hugonotes, de la ruina del Estado; desea experimentar la diversidad, conocer una realidad diferente de aquella en la que se encuentra sumido desde hace tantos años, frecuentar otras opiniones, observar y ensayar diversos modos de vida. Viajar me parece un ejercicio provechoso. El alma se ejercita continuamente observando cosas desconocidas y nuevas. Y no conozco mejor escuela para formar la vida, como he dicho a menudo, que presentarle sin cesar la variedad de tantas vidas, fantasías y costumbres diferentes, y darle a probar la tan perpetua variedad de formas de nuestra naturaleza. (Montaigne, 2007: 1451)
Es claro de qué huye; no lo es menos qué busca. Montaigne, como volverá a hacerlo explícito en su particular pedagogía, desea frotar su cerebro con el de otro; ensayar la diversidad de mœurs et façons, experimentar la alegría de vivir
12 El manuscrito del Journal, olvidado durante mucho tiempo en un viejo arcón del castillo de Montaigne, fue descubierto de un modo fortuito por el abad Prunis en 1770, mientras realizaba diversas pesquisas para redactar una historia del Périgord. La primera edición fue puesta en la imprenta algunos años más tarde, en 1774, y estuvo a cargo de Meunier de Querlon, quien nos relata de qué modo está compuesto el texto: al manuscrito le faltaban algunas páginas iniciales, y un poco más de un tercio se encontraba redactado por un secretario, quien, presuntamente, escribía al dictado de su señor. El resto del texto pertenecía a la pluma de Montaigne, aunque gran parte de él no estaba escrito en francés sino en italiano.
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con otros. Así, con el pretexto de pasearse por los distintos baños de Europa en busca de una cura para su enfermedad, el cólico nefrítico que sufría desde algunos años atrás, el ensayista se lanza, al azar, en la búsqueda de lo diverso. «Montaigne tiene siempre por principio: cuanta más variedad, mejor» (Zweig, 2008:92). Es por ello que se arroja al encuentro de lo desconocido, del otro, de lo Otro con mayúscula: «He ahí la grandeza realmente innovadora del autor de los Ensayos, la ilimitada apertura al Otro: persona, cultura, etnia, creencia» (Lacouture, 1999:41; cf. Todorov, 1983, 1991). Montaigne busca liberar su juicio privado de aquellas ataduras a las que lo somete la costumbre y la necesidad política; intenta alejarse lo más posible de las creencias heredadas, de las constricciones de las leyes y la religión que le ha legado Pierre Eyquem, y no encuentra mejor manera de hacerlo que frecuentar todo aquello que es diferente de sí; anhela desligarse de su nosotros a través de un «juego de máscaras» en el que el fin último reside en la posibilidad de transfigurarse en otro (Navarro Reyes, 2007:196). Es bajo esos preceptos que realiza su travesía, tal como se registra en su Journal: acude al sitio de la ciudad de La Fère con el fin de presentarle al católico rey de Francia la primera edición de sus Essais. En Epernay, visita la Iglesia de Notre Dame, en cuyo cementerio se hallaba la tumba el mariscal Strozzi, primo de Catalina de Médicis y célebre por haber sido acusado de ateísmo; también mantiene un encuentro con el afamado teólogo Juan Maldonado, con quien discute sobre los baños y los conflictos religiosos. En Vitry–le– François registra «tres historias memorables», entre las que se cuenta la de «ocho mujeres de los alrededores de Chaumont en Bassigny complotadas, hace algunos años, para vestirse como hombres y continuar así su vida por el mundo» (Montaigne, 1983:77). Ya en Suiza, se pasea sin preocupaciones por tierras protestantes; recorre e inspecciona con todo cuidado sus iglesias y experimenta «un placer infinito» al observar la libertad en la que viven los habitantes de algunos pequeños pueblos como el de Mulhouse (en donde, por ejemplo, se realizan matrimonios interconfesionales). En la Basilea de Erasmo y Castellion, mantiene distintos encuentros con eruditos y hombres de letras: el médico Félix Plater, el profesor de jurisprudencia Samuel Grynaeus, el autor del Theatrum vitae humanae, Théodore Zwinger, y el afamado jurisconsulto protestante François Hotman, quien había incluido en uno de sus panfletos monarcómanos el Discours de la servitude volontaire de La Boétie, y con quien más tarde Montaigne mantendrá correspondencia. En Baden, como tantos otros lugares, «ensaya la diversidad de costumbres» (101), comiendo y durmiendo según los hábitos del lugar específico en el que se encuentra. En Zúrich no muestra reparos en mantener una larga conversación con un ministro zwingliano, ni en señalar que las enseñanzas de teólogo suizo se acercaban llamativamente a la de los primeros cristianos. 195
En Lindau, constata que «todas las ciudades imperiales tienen libertad de dos religiones, católica y luterana, según la voluntad de sus habitantes» (112), y se lamenta de no haber llevado consigo un cocinero que pudiera aprender todos los platos exóticos que prueba. En Isny, «como era su costumbre, fue a encontrarse con un doctor en teología de la ciudad» (115), y mantiene con él una extensa discusión sobre el sacramento de la eucaristía. En Augsburgo, vuelve a constatar que «los matrimonios ente católicos y luteranos se realizan ordinariamente, y quien más lo desea se somete a las leyes del otro» (126), y en su paso por la tierra germana no deja de sorprenderse de la capacidad que poseen sus habitantes para ingerir incontables jarras de cerveza, ni de celebrar, donde quiera que vaya, el encuentro de una mujer bella. Finalmente llega a Italia, suelo en el que también ensaya lo diverso: mientras está allí, y una vez que se ha hecho cargo de la redacción de su Journal, Montaigne escribe su propio texto en italiano. En la emblemática Venecia, se entrevista con el diplomático francés Arnaud du Ferrier, acusado de velado calvinismo y diputado de Carlos ix en el concilio de Trento, y se lamenta por encontrar a la ciudad un «poco menos admirable» de lo que la había imaginado. También visita Ferrara, Bolonia, Florencia y Siena, y, el 30 de noviembre de 1580, llega a Roma, la ciudad más universal de toda la cristiandad. Una vez allí, se entrevista con el papa Gregorio xiii y recorre con gran interés la biblioteca del Vaticano; somete sus ensayos a la autoridad de los maestros del Sacro Palazzo y se toma la libertad de desestimar sus objeciones; peregrina a Loreto, como el más ferviente de los católicos, pero también se hace invitar a una circuncisión, y visita las sinagogas judías; participa de las fiestas paganas de los carnavales y observa azorado la tortura de Catena, un célebre delincuente martirizado en la plaza pública por el devoto pueblo romano. Todas estas, y muchas más que podrían agregarse, son las observaciones consignadas por Montaigne en el Journal de voyage, el cual podría ser concebido, al igual que los Essais, como un registro inacabado e inacabable de la ilimitada diversidad que caracteriza al orden natural. Si viéramos el mundo en misma medida que no lo vemos, percibiríamos, probablemente, una perpetua multiplicación y vicisitud de formas. Nada es único y raro con respecto a la naturaleza, aunque sí con respecto a nuestro conocimiento, que un miserable fundamento de nuestras reglas, y que nos suele representar una imagen muy falsa de las cosas. […] Nuestro mundo acaba de encontrar otro, ¿y quién nos garantiza que será el último de sus hermanos, habida cuenta de que a éste los demonios, las sibilas y nosotros lo hemos ignorado hasta ahora? (Montaigne, 2007:1357–1358)
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La experiencia del viaje, ya sea imaginaria, intelectual o física, se revela como una experiencia única a la hora de ayudar al hombre a comprender que su modo de ser es uno entre muchos. Es decir, que sus creencias, opiniones y prácticas —incluidas las políticas y las religiosas— poseen orígenes tan arbitrarios y contingentes como todas aquellas que adoptan los demás, no pudiendo detentar otro fundamento que la «barba cana y las arrugas» que las acompañan. He ahí la principal lección que Montaigne extrae de su huida hacia lo ajeno: el ensayista, ya de un temperamento poco apasionado por la dulzura de su aire nativo, refuerza en sí aquella virtud que caracteriza a las almas fuertes, a los hombres de entendimiento; ésa que permite seguir las prescripciones del maestro de Platón, deponiendo los lazos fortuitos del nacimiento y la herencia en favor aquellos otros, más propios, que tienen su única razón en la libre elección y en los vínculos que unen a todos los seres humanos. No porque lo dijera Sócrates, sino porque en verdad es mi inclinación, y acaso no sin algún exceso considero a todos los hombres compatriotas míos, y abrazo a un polaco como a un francés, posponiendo el lazo nacional al universal y común. No me apasiona mucho la dulzura del aire nativo. Los conocidos completamente nuevos y míos me parecen tan valiosos como los conocidos comunes y fortuitos de la vecindad. Las amistades que son nuestras en plena adquisición suelen prevalecer sobre aquellas a las que nos ligan el hecho de compartir la región o la sangre. La naturaleza nos ha puestos libres y sin lazos en el mundo; nosotros nos aprisionamos en ciertos rincones. Como los reyes de Persia, que se obligaban a no beber jamás otra agua que la del río Coaspes, renunciando por necedad a su derecho a consumir las demás aguas, y secando, en lo que a ellos concernía, el resto del mundo. (Montaigne, 2007:1450)
En efecto, a partir de la experiencia del viaje, alejándose poco a poco de la multitud y de las creencias heredadas, y abriéndose camino hacia la diversidad, Montaigne llegará a ser un cosmopolita, un verdadero ciudadano del mundo. 4.4. Ciudadano de Roma, ciudadano del mundo
En todo el orbe hay dos ciudades que seducen particularmente a Montaigne: la primera es París, «gloria de Francia» y último bastión en el que el ensayista deposita sus esperanzas respecto del sostenimiento de la unidad política del reino; la segunda es Roma, aquella en la cual los sentimientos de extranjería
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se tienen poco o nada en cuenta. En efecto, como ya hemos mencionado al inicio, gracias al experimento pedagógico que su propio padre puso en marcha de la mano del médico Horstanus, Montaigne posee con Roma un vínculo privilegiado. Casi desde su nacimiento, y gracias a esa primera crianza latina, Montaigne parece haber experimentado en carne propia una cierta sensación de desarraigo, siendo una suerte de romano republicano exiliado en la Francia del Renacimiento tardío (Bayod Brau, 2007:xlv): Me han criado desde mi infancia con éstos [los clásicos]; he sabido de los asuntos de Roma mucho tiempo antes que los de mi casa. Conocía el capitolio y su situación antes de conocer el Louvre, y el Tíber antes que el Sena. He tenido más en la cabeza las costumbres y las fortunas de Lúculo, Metelo y Escipión que las de cualquier otro hombre de nuestro tiempo. (Montaigne, 2007:1487)
Roma, destino último de este azaroso viaje de diecisiete meses y ocho días,13 se presenta ante sus ojos como su propia morada. Heredero de su cultura, conocedor de sus costumbres, versado en su fortuna y en su historia, Montaigne no se conforma con ser simplemente un romano en el alma, sino que se empeña, «con sus cinco sentidos», en ser reconocido oficialmente como tal a través de una bula del Senado. «Es un título vano», nos dice tras haber conseguido la anhelada distinción, «aunque he experimentado mucho placer por haberlo obtenido» (Montaigne, 1983:232). Asimismo, al igual que en un detallado pasaje de su Journal de voyage, en el capítulo en el que nuestro ensayista desarrolla sus reflexiones sobre «La vanidad» (iii, 9), esa característica tan propia y vacua de los seres humanos, Montaigne destaca este placentero suceso de su vida, y transcribe por completo el texto de «la bula auténtica de la ciudadanía romana» que le fuera otorgada «el año 2331 de la fundación de Roma, y el 1581 después del nacimiento de Cristo, el tercer día de los idus de marzo» (Montaigne, 2007:1494). Este «vano favor» de la fortuna, como él mismo lo define, y aun tratándose de una simple «recompensa honorífica» (ii, 7), regocija el ánimo de Montaigne, quien también afirma: «Dado que no soy ciudadano de ninguna ciudad, estoy muy satisfecho de serlo de la más noble que ha habido y habrá nunca» (1494). Ahora bien, ¿cuál es la importancia simbólica que, según la interpretación que estamos ensayando, puede brindársele a este acontecimiento? ¿Qué
13 Más allá de la que presencia de Montaigne en Roma alcance, según nuestra mirada, un valor simbólico muy notable, es necesario señalar, no obstante, que solo las circunstancias parecen haberlo hecho dirigirse finalmente hacía allí. Pues, si damos fe a las «creencias» de su secretario, en su afán de búsqueda de la diversidad, el ensayista hubiera preferido ir «hasta Cracovia o a Grecia» antes que internarse en Italia (cf. Montaigne, 1983:153).
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significa para Montaigne el haber logrado este simple —y presuntamente vano— título honorífico? ¿Por qué le provoca tanta satisfacción, contento o alegría? En el marco de nuestro análisis, podemos afirmar que esta investidura alcanza una importancia muy notable, pues es la materialización concreta y la expresión más acabada de muchas de las reflexiones filosóficas que subyacen tanto a los Essais como al Journal de voyage. En efecto, de acuerdo con nuestra lectura, ser ciudadano de Roma, la ciudad más universal de la que hasta ahora se haya tenido noticias, representa para Montaigne un reconocimiento oficial como ciudadano del mundo. Roma es la «única ciudad común y universal», y, ser parte de ella lo habilita expresamente a supeditar cualquier lazo municipal y geográfico —entre los que se cuentan, claro, los contingentes y arbitrarios vínculos políticos y religiosos— a esta vinculación común. Roma… confederada desde hace tiempo y por tantos motivos con nuestra corona, única ciudad común y universal. El magistrado supremo que manda en ella es reconocido igualmente en otros lugares; es la ciudad metropolitana de todas las ciudades cristianas. En ella el español y el francés, cada cual, está en su casa. Para ser uno de los príncipes de tal Estado, sólo se precisa formar parte de la Cristiandad, dondequiera que sea. No hay lugar aquí abajo al que el cielo haya abrazado con tal influencia favorable y tal constancia. (Montaigne, 2007:1489)14
En una palabra, el reconocimiento de la ciudadanía romana representa para Montaigne la realización material de aquella máxima de Terencio que adornaba una de las vigas centrales de su biblioteca: Homo sum humani a me nihil alienum puto. «Hombre soy y nada de lo humano puede serme ajeno»; es esta sentencia, en definitiva, la que orienta y conduce las búsquedas de Montaigne; la que le permite alejarse de la multitud para poner en suspenso todas aquellas prescripciones que la política y la religión lo obligan a adoptar públicamente; la que le posibilita encontrar satisfacción en sentirse reconocido como un compatriota de todos los hombres. De este modo, podemos concluir, el ensayista es capaz de conciliar una posición política y pública en la que la conservación del orden se ha convertido en una máxima inapelable, con una ética privada en la que el ensayo
14 En relación con este pasaje, cabe mencionar el comentario de Willem Frijhoff (1998): según su mirada, a diferencia del cosmopolitismo secular que proclamarán los filósofos de la Ilustración, el ideal de sabio cosmopolita que detentan Erasmo y Montaigne se mantiene todavía dentro de cierta tradición cristiana; cristianismo que, sin embargo, se halla mixturado de un modo muy original con aquella otra tradición iniciada por Sócrates y Diógenes y continuada por Epícteto y Cicerón.
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de la alteridad se muestra como la guía más adecuada, como el ideal más elevado. Es ese ensayo el que le permite experimentar con alegría —y no ya con incomodidad o pena, como le sucede a la multitud de hombres que lo rodean— aquella característica más propia de nuestro mundo: la variedad, la diversidad. No accidentalmente, esa diversidad se revela como la conclusión más natural desde la primera edición de los Ensayos, cuyas líneas finales transcribimos a continuación: Yo no odio las fantasías contrarias a las mías. Tanto disto de asustarme al ver la discordancia de mis juicios con los ajenos, y de volverme incompatible con la sociedad de hombres porque tengan otro parecer y tomen otro partido que yo, que, al contrario —dado que la variedad es el uso más general que ha seguido la naturaleza, y más en los espíritus que en los cuerpos, pues tienen una sustancia más dúctil y susceptible de formas—, me parece mucho más raro ver convenir nuestras inclinaciones y nuestros propósitos. Y jamás hubo en el mundo dos opiniones iguales, como tampoco dos cabellos o dos granos. Su característica más universal es la diversidad. (Montaigne, 2007:1176)
4.5. El viaje como pedagogía de la diversidad
Hemos buscado señalar hasta aquí de qué modo, a través de la experiencia del viaje, Montaigne intenta liberar su entendimiento y su acción —al menos en lo que refiere al ámbito privado— de las ataduras y constricciones de la política y la religión. Repasando sus viajes de biblioteca y la extensa cabalgata que lo condujo por los múltiples caminos de Europa, nos hemos propuesto reconstruir ese proceso de descentramiento del juicio. El que, al mismo tiempo, no sólo es capaz de conducirlo a una mejor comprensión de los pareceres ajenos, sino también a un reconocimiento de la diversidad como característica universal de la naturaleza. Ahora bien, esos dos primeros pasos —coronados con el reconocimiento oficial del cosmopolitismo romano— nos han permitido abrir la vía hacia el último de los escalones: el de la reflexión. Como decíamos al inicio de este cuarto apartado, uno de los fines principales del viaje radica en la posibilidad de que el sujeto logre romper las barricadas que insensiblemente le impone a diario la fuerza inercial de la costumbre, pueda despojarse del etnocentrismo político, religioso y cultural, y alcanzar así una comprensión mucho más acabada y cabal de todo aquello que le es —presuntamente— ajeno (Llinás Begon, 2005): «En mis viajes», afirma, «para aprender siempre alguna cosa de la comunicación con otros —que es la más bella escuela que existe—, observo la práctica de llevar siempre a mis
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interlocutores a hablar de aquello que mejor saben» (Montaigne, 2007: 71). Y sus observaciones filosóficas sobre la cuestión se hacen todavía más claras en aquel capítulo que lleva por título De l’institution des enfants. Dedicado a Diana de Foix, condesa de Gurson, el ensayo sirve a Montaigne para reflexionar detenidamente sobre la «formación de los hijos», posibilitándole, además, hacer explícitos muchos de los principios éticos y políticos a los que hemos referido a lo largo de este capítulo. En tal sentido, veremos, el ensayista no solo recomendará que su discípulo ideal sea objeto de una pedagogía escéptica y peregrina, sino que también pondrá un marcado énfasis en que los compromisos políticos del escolar sean reducidos a un mero vínculo exterior, absteniéndose de afectar la libertad de su entendimiento. En ese marco, luego de haber realizado una fuerte crítica a esos pedantes que no poseen otra capacidad que la libresca, Montaigne insistirá una y otra vez en que la educación debe tener como fin principal la formación del juicio (Foglia, 2011). Todas las tareas del tutor deben estar abocadas a dicha constitución. En tal sentido, retomando un par de metáforas extraídas de las Epístolas morales a Lucilio (Séneca, 1994), el ensayista afirma que es necesario que el aprendiz sea capaz de digerir todos aquellos alimentos que su alma ha ingerido. Pues regurgitar la comida tal como se la ha tragado «es prueba de mala asimilación e indigestión. El estómago no ha realizado su operación si no ha hecho cambiar la manera y la forma de aquello que se le había dado a digerir» (Montaigne, 2007:190–191). Al igual que las abejas liban el polen de distintas flores a fin de engendrar un producto propio y completamente diferente, el discípulo de Montaigne deberá ser capaz de transformar y fundir «los elementos tomados de otros para hacer una obra enteramente suya, a saber, su juicio» (192). En efecto, dado que «la verdad y la razón son elementos comunes a todos» (192), cada cual debe esforzarse en lograr hacer propios los razonamientos ajenos, y abstenerse de aceptar ningún dogma por el simple hecho de que haya sido Aristóteles quien supo darle origen. Que se lo haga pasar todo por el cedazo, y que no aloje nada en su cabeza por simple autoridad y obediencia; que los principios de Aristóteles no sean para él principios, como tampoco los de estoicos o epicúreos. Debe proponérsele esta variedad de juicios; que elija, si puede; si no, que permanezca en la duda (Montaigne, 2007:192)
Asimismo, dado que la meta principal de la educación radica en el ejercicio del entendimiento, en aprender a juzgar libremente más allá de las ataduras que imponen la escuela y la sociedad, el texto del que habrá de estudiar el discípulo de Montaigne no es otro que el del gran libro del mundo. En efecto,
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la sección central del capítulo está especialmente dedicada a la escuela de las relaciones humanas. Las relaciones humanas le convienen extraordinariamente, y la visita de países extranjeros, no sólo para aprender, a la manera de los nobles franceses, cuántos pasos tiene la Santa Rotonda o la riqueza de las enaguas de la Signora Livia o, como otros, hasta qué punto el semblante de Nerón en alguna vieja ruina de allí es más largo o más ancho que el de cierta medalla similar, sino para aprender sobre todo las tendencias y costumbres de esas naciones y para rozar y limar nuestro cerebro con el de otro. (Montaigne, 1997:194)
Y «yo quisiera que empezaran a pasearlo desde la primera infancia» (194), afirma a renglón seguido Montaigne, quien sabe que el entendimiento resulta más blando y menos resistente durante la infancia, y que, por el contrario, la costumbre no hace sino naturalizar los puntos de vista admitidos en la sociedad en la que se ha nacido, bloqueando con barricadas todos los caminos que se alejen del usual. El objetivo de estos consejos pedagógicos es evidente: resulta sumamente provechoso abrirse al encuentro con el otro, aprender y ensayar sus costumbres, sus hábitos, sus tendencias, sus modos de ser, evitando, al mismo tiempo, ese vicio en el que incurre la mayoría de los hombres: la vanidosa tendencia de viajar tan sólo con la intención de esparcir por el mundo la propia visión de las cosas, o protegidos —mediante las armaduras de la costumbre— contra contagio de todo lo foráneo. Según sostiene el propio Montaigne, resulta «una impertinencia y una incivilidad oponerse a todo aquello que no se acomoda a nuestro gusto» (196), a todo aquello que nos resulta extraño. Por eso, la experiencia del viaje debe implicar todo lo contrario: transitar por los más diversos senderos se convertirá en un ejercicio de notable beneficio para este discípulo ideal, en tanto le permitirá entrar en contacto con todo lo que es diferente de sí: observar costumbres desconocidas, oír ideas inauditas, interiorizarse de prácticas políticas y religiosas diferentes, experimentar en carne propia hábitos y formas de vida disímiles. En una palabra, podemos decir que Montaigne propone para su escolar un ensayo de la alteridad, una experimentación y un reconocimiento de la diversidad, una práctica de ese mismo ejercicio que él ha intentado realizar durante gran parte de su vida, tanto con el entendimiento como con las piernas. He ahí el verdadero valor pedagógico del viaje, la razón por la cual el ensayista encuentra en estos paseos la mejor escuela para formar la vida. Como él mismo afirma, en un pasaje en donde la crítica y la indagación se muestran tan vinculadas como contrapuestas:
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La diversidad de formas entre una nación y otra sólo me afecta por el placer de la variedad. Cada costumbre tiene su razón… Cuando he salido de Francia y, para ser corteses conmigo, me han preguntado si quería que me sirvieran a la francesa, me he reído y me he precipitado siempre a las mesas más llenas de extranjeros. Me avergüenza ver a nuestros hombres embriagados con ese necio humor de alejarse de las formas contrarias a las suyas. Les parece encontrarse fuera de su elemento cuando se encuentran fuera de su pueblo. Allí donde van, se atienen a sus costumbres y abominan las extranjeras. Si hallan a un compatriota en Hungría, celebran el azar. Ahí los tenemos: se reúnen y congregan, condenan todas las costumbres bárbaras que ven. ¿Por qué no bárbaras, puesto que no son francesas? Y todavía éstos son los más hábiles, que las han examinado, para denigrarlas. La mayoría no emprenden la ida sino la vuelta. Viajan protegidos y encerrados tras una prudencia taciturna e incomunicable, defendiéndose del contagio del aire desconocido… Por el contrario, yo viajo muy harto de nuestros usos, no para buscar gascones en Sicilia —he dejado bastantes en casa—; prefiero buscar griegos y persas. Los abordo, los examino; a eso me entrego y aplico. Y lo que es más: me parece que apenas he encontrado costumbres que no sean tan buenas como las nuestras. (Montaigne, 2007:1469–1470)
Montaigne, que no se apasiona el aire nativo, no teme el contagio del aire desconocido, pues, a diferencia de muchos de sus contemporáneos, no encuentra en ese contagio ningún perjuicio, sino todo lo contrario: la apertura es la expresión más acabada de una sana actitud mental, dado que, como «se dice con toda razón, un hombre honesto es un hombre mezclado» (1470). El ensayista expresa por todas partes una curiosidad casi sin límites; tanto sus Essais como su Journal nos revelan su deseo por abarcarlo todo, por ensayarlo todo, por experimentarlo todo. Y ese mismo afán escéptico —en el sentido etimológico del concepto de skepsis— es el que desea promover en este potencial discípulo al que destina su ensayo: Es preciso infundir en su fantasía una honesta curiosidad para indagarlo todo; verá cuanto haya de singular a su alrededor: un edificio, una fuente, un hombre, el sitio donde se libró una antigua batalla, el lugar por donde pasaron César o Carlomagno… Preguntará por las costumbres, los recursos y las alianzas de uno y otro príncipe. Son cosas cuyo aprendizaje es muy grato y cuyo conocimiento es muy útil. (Montaigne, 2007:198–199)
El aprendiz habrá de viajar poniendo en suspenso la validez universal de sus creencias heredadas, y siendo igualmente atraído por todo: «un boyero, un albañil, un transeúnte» (198). El viaje se convertirá de este modo en un nuevo
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ensayo, en un ejercicio de duda, de aprendizaje, de indagación; en un ejercicio de mestizaje (Navarro Reyes, 2005) en el cual hasta los prejuicios más arraigados habrán de ser puestos en juego, y cuya recompensa más preciada no será otra que la clarificación del juicio. En efecto, luego de haber desandado múltiples y diversos caminos, luego de haber visto y frecuentado aquello que le es ajeno, el sujeto logrará una notable claridad para su entendimiento. Solo quien ha realizado la experiencia del periplo por la alteridad y, por tanto, alcanzado una verdadera comprensión de la diversidad que caracteriza a la naturaleza, es quien puede juzgar en perspectiva, con una mirada más amplia. Tal ser humano, más cerca de Sócrates que de un párroco de aldea, puede representarse «las cosas según su justa medida». El juicio humano extrae una maravillosa claridad de la frecuentación del mundo. Estamos contraídos y apiñados en nosotros mismos, y nuestra vista no alcanza más allá de la nariz. Preguntaron a Sócrates de dónde era. No respondió «de Atenas», sino «del mundo». Él, que tenía la imaginación más llena y más extensa, abrazaba el universo como su ciudad, proyectaba sus conocimientos, su sociedad y sus afectos a todo el género humano, no como nosotros, que sólo miramos lo que tenemos debajo. Cuando las viñas se hielan en mi pueblo, mi párroco deduce la ira de Dios sobre la raza humana, y piensa que la sed debe adueñarse ya de los caníbales. Al ver nuestras guerras civiles, ¿quién no exclama que esta máquina se trastorna y que el día del juicio nos agarra por el pescuezo, sin reparar en que se han visto muchas cosas peores, y en que, mientras tanto, las diez mil partes del mundo no dejan de darse la buena vida?... Todos padecemos insensiblemente de este error —error de gran consecuencia y perjuicio—. Pero si alguien se representa, como en un cuadro, esta gran imagen de nuestra madre naturaleza en su entera majestad, si alguien lee en su rostro una variedad tan general y constante, si alguien se observa ahí dentro, y no a sí mismo, sino a todo un reino, como el trazo de una punta delgadísima, ése es el único que considera las cosas según su justa medida. (Montaigne, 2007:201–202)
El ensayista rescata una vez más esta vieja imagen del Sócrates cosmopolita; de este hombre de entendimiento que supo posponer y subordinar cualquier vínculo nacional, político o religioso al vínculo común y universal. Despojado de las ataduras de la costumbre, desprovisto de las obligaciones civiles que lo obligan a sostenerse públicamente dentro de los márgenes de la religión de Pierre Eyquem, Montaigne logra abrazar a un polaco como a un francés, pues entiende que, más allá de las máscaras culturales, existe entre los seres humanos un vínculo anterior: «Cada hombre comporta la forma entera de la condición humana» (1202).
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A diferencia de Descartes, quien cincuenta años más tarde considerará de un modo negativo el hecho de que el viaje pueda hacernos «extranjeros en nuestro propio país», Montaigne entenderá que el periplo por la alteridad, lejos de alejar al aprendiz de un espacio geográfico, histórico y político específico, lo convertirá en un ciudadano del mundo, en un cosmopolita. El mundo, y su natural diversidad, es el espejo en el que cada ser humano puede —y debe— mirarse para juzgarse en la perspectiva correcta. Y es gracias al viaje, en definitiva, que el discípulo será capaz de realizar ese extraordinario movimiento, arrancándose las anteojeras que la costumbre impone con sigilosa tiranía, y comprendiendo, finalmente, el mensaje de ese gran libro del mundo. Este gran mundo, que algunos incluso multiplican como especies bajo un género, es el espejo en el que debemos mirarnos para conocernos como conviene. En suma, quiero que éste sea el libro de mi escolar. Tantos humores, sectas, juicios, opiniones, leyes y costumbres nos enseñan a juzgar sanamente los nuestros, y le enseñan a nuestro juicio a reconocer su imperfección y su flaqueza natural; cosa que no es pequeño aprendizaje. (Montaigne, 2007:202)
/// Exeat aula qui vult esse pius. «Abandone el palacio quien pretenda ser piadoso»; he allí la sentencia de Lucano, adoptada por Cicerón y reapropiada por Maquiavelo, a la que Montaigne también hace suya en el capítulo sobre «La vanidad». A ella podríamos añadir otra de Tácito a la que hemos referido más arriba: Rara temporum felicitate, ubi sentire quae velis, et quae sentias dicere licet [«Rara la felicidad de los tiempos en los puede pensarse lo que se quiera, y decirse lo que se piensa»]. Y también esta otra del orador romano: «Quizás tendrás que decir algo que no sientas, o hacer algo que no apruebes. Pero, ante todo, acomodarse al tiempo, esto es, plegarse a las necesidades, ha sido siempre propio de los sabios» (Cicerón, 1992:413). No todos los tiempos resultan igualmente propicios para expresar, de modo franco y abierto, ideas pocos corrientes, o para sostener argumentos alejados del sentir común, o para intentar posicionarse, sin tapujos, en un espacio equidistante entre güelfos y gibelinos. Montaigne lo ha estudiado en la historia, y también lo ha comprendido por su propia experiencia: En otros tiempos intenté aplicar, al servicio de las acciones públicas, las opiniones y reglas de vida tan rudas, nuevas, sin pulir o impolutas, como las tengo, nacidas en mí o proporcionadas por mi formación, y de las cuales me sirvo, si no tan cómodamente, al menos con seguridad en privado —una virtud escolar
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y novicia—. Las encontré ineptas y peligrosas. Quien anda entre la multitud, tiene que desviarse, apretar los codos, retroceder o avanzar, incluso tiene que abandonar el camino recto, según lo que encuentre; tiene que vivir no tanto con arreglo a sí mismo como con arreglo a los demás, no según lo que se propone, sino según lo que le proponen, según el tiempo, según los hombres, según los asuntos. (Montaigne, 2007:1479)
Son estas pruebas textuales, y todas las demás que hemos intentado aducir a lo largo de este capítulo, las que, según creemos, pueden brindar un rasgo de verosimilitud a la interpretación que hemos intentado sostener. La que puede ser resumida del siguiente modo: Montaigne parece haber adoptado una posición ambigua frente al conflicto confesional que afecta a su Francia natal. Por un lado, en términos públicos y político, plegando su acción a las leyes y costumbres del país en el que la fortuna lo había depositado, supo aceptar con moderación las prescripciones de su religión heredada, oponiéndose a las sediciones políticas propiciadas por los hugonotes. Por el otro, en privado, manteniendo a su entendimiento y a su voluntad libre de aquellos grilletes a los que se sometía puertas afuera de su biblioteca, supo desarrollar una ética en la cual el ensayo de la alteridad y el reconocimiento de la diversidad, como rasgo propio de la naturaleza, se convirtieron en los principios cardinales de su conducta.
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Una pregunta, tres respuestas, muchos caminos abiertos Según señala Martin Fitzpatrick (2000), a causa de la urgencia producida por el conflicto confesional desatado tras la Reforma, durante el período de la modernidad temprana surgirán «al menos seis aproximaciones, tanto intelectuales como prácticas, a la cuestión de la tolerancia» (27), las que, además, nutrirán por diversas vías los modos y las ideas del siglo de la Ilustración. Los presupuestos que dieron cuerpo a esas diversas posiciones no fueron plenamente independientes, mostrándose muchas veces de un modo superpuesto, y en vinculación con los contextos y circunstancias históricas; no obstante lo cual, «en cierto sentido, [dichas posiciones] se transformaron en tradiciones identificables a lo largo del temprano período moderno» (27). Realicemos un breve repaso de las mismas. La primera de estas tradiciones se cimentó en el imperativo de obedecer a la propia conciencia, y, desde esa base, defendió el legítimo derecho de atenerse a dicho mandato. Fuertemente reforzada por la intervención de Lutero en el estrado de Worms, esta tradición argumentó que la fe no puede ser establecida en ninguna conciencia a través de la coacción, y por tanto, que las persecuciones jamás serán capaces de producir una creencia religiosa sincera. La segunda posición tiene sus orígenes en la teología irénica del humanismo renacentista, «una tradición consensual y amante de la paz nacida en reacción al feroz conflicto provocado por la Reforma» (27). Conocidos bajo el rótulo de latitudinarios en la Gran Bretaña, y de arminianos en los Países Bajos, los partidarios de esta tradición
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se caracterizaron por dejar en un segundo plano las instituciones religiosas para concebir al cristianismo a partir de un núcleo de verdades morales esenciales, las que, al poder ser aceptadas de un modo unánime por todos los creyentes, estarían en condiciones de eliminar de una vez por todas las sangrientas contiendas interconfesionales. En ese sentido, esta tradición puede ser considerada como un desarrollo tardío de las posiciones tardo–medievales que pretendían garantizar la pax y la concordia. Vinculada con ésta, la tercera tradición es la del humanismo escéptico, la cual, retomando los argumentos del escepticismo antiguo, «desafió la opinión de que una única comprensión racional de la religión cristiana era posible» (28). Los escépticos reconocieron que todos los creyentes resultaban ortodoxos para sí mismos, y que la razón humana no era un instrumento confiable para guiarse en las discusiones religiosas. Por tal motivo, concluían, debe permitirse que cada cristiano elija libremente su propio camino hacia Dios. La cuarta tradición, que podríamos denominar escéptica libertina, se presenta como la radicalización de la posición anterior, extendiendo a deístas y a ateos la posibilidad de acceder al derecho a la tolerancia. Asumiendo como estandarte la máxima Intus ut libet, foris ut moris est, estos librepensadores establecieron una distinción entre los muchos y los pocos, aceptando la necesidad de sostener una religión civil, pero resguardando un ámbito íntimo en el cual la libre indagación fuera posible.1 De ese modo, postularon la posibilidad de que la élite ilustrada pudiera pensar y comportarse en privado de un modo diferente de como lo prescribían la teología ortodoxa y la religión, siempre que fueran obedientes a la autoridad pública. La tradición republicana, quinta en esta clasificación que nos propone Fitzpatrick, hará hincapié en el valor de la religión como cemento moral de la sociedad civil, estableciendo unos pocos dogmas básicos y centrales (la creencia en un solo Dios, en la Providencia, en el castigo de los malos y la recompensa de los buenos) cuya aceptación común permite la existencia de diversas prácticas y creencias. Del mismo modo, esta tradición postulará una fe religiosa mínima como requisito necesario para la ciudadanía, y, por tanto, como condición para acceder al beneficio de la tolerancia, dejando de lado la posibilidad de que los ateos pudieran formar parte de la sociedad política. La tradición politique, por último, se mostrará como una respuesta a los conflictos religiosos del siglo xvi. Tomando conciencia de las divisiones irreductibles producidas por la contienda confesional, los politiques postularán la necesidad de establecer una serie de acuerdos con las minorías religiosas, pues comprenderán que intentar imponer 1 En este sentido, como bien señala Fitzpatrick, el potencial anticlerical e irreligioso de esta tradición es muy importante; sin embargo, esas «libres indagaciones» también condujeron a muchos de sus representantes a adherir a una forma de religiosidad particular: el fideísmo.
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la uniformidad religiosa mediante la coacción provoca consecuencias políticas, sociales y hasta económicas seriamente perjudiciales. Por razones pragmáticas, por tanto, esta tradición se manifiesta a favor de una tolerancia limitada para las minorías religiosas —en particular para los hugonotes en Francia— mientras que, a menudo, también persiste en la aspiración de restablecer la unidad confesional —que continúa siendo un ideal— mediante medios persuasivos. Por otra parte, como suele ocurrir con los conceptos filosófico–políticos que han llegado a formar parte de nuestro acervo contemporáneo, el de tolerancia parece haber experimentado, a lo largo sus varios siglos de existencia moderna, una serie de transformaciones semánticas de consideración (cf. Laursen, 2005). En efecto, si tomamos prestadas algunas de las indicaciones generales realizadas por Paul Ricoeur (2006), podemos señalar al menos tres episodios bien diferenciados en el derrotero semántico del concepto. El primer significado habría adquirido todo su espesor en el período abordado en este libro. Según «este umbral mínimo de la tolerancia» (20), asumir una actitud tolerante en el siglo xvi implicaba aceptar —algo muy diferente de aprobar— con cierta resignación un factum que no resultaba posible impedir.Y era ésa, en efecto, la actitud política que Montaigne (2007) parece haber atribuido a Enrique iii en ocasión del edicto de Beaulieu, donde se concedía una amplia libertad de conciencia y de culto a los hugonotes franceses: «en honor a la devoción de nuestros reyes, más bien creo que, no habiendo podido lo que querían [es decir, alcanzar la reunificación de los súbditos bajo una única creencia] han aparentado querer lo que podían» (1014). En este sentido, también es necesario indicar que la tolerancia, como concepto y como práctica, luego extendida al ámbito político, étnico, cultural, etc., tuvo su origen en la necesidad de apaciguar los conflictos religiosos y confesionales. Un segundo período, que podríamos circunscribir temporalmente entre la segunda mitad del siglo xvii y la primera del xviii, estará signado por una paulatina actitud de apertura hacia las opiniones y convicciones ajenas; no para adoptarlas, pero sí al menos para comprenderlas. Esta etapa traerá aparejada, según Ricoeur (2006:20), «una cierta suspensión de la violencia», y en ella se producirá un acontecimiento clave: el reconocimiento del derecho al error, «unido a la idea de que cada cual tiene el derecho a vivir según sus propias convicciones» (21) y a la presunción de la libertad como una de las características distintivas de la conciencia humana. La idea de la verdad experimentará una aguda crisis, y el concepto de tolerancia franqueará con ella un umbral decisivo, pues «la benevolencia ante ideas que no se comparten cederá el paso a la sospecha de que una parte de la verdad puede encontrarse fuera de las convicciones que forman la base de las tradiciones en las que hemos sido educados» (21).
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Todos estos acontecimientos prepararán el terreno para el advenimiento de una tercera y definitiva etapa, la «que se alcanzará con el movimiento de la Ilustración francesa en la época de los Enciclopedistas» (21), esto es, en la segunda mitad del siglo xviii. Este último período arribará a su más elaborada materialización práctica a través de la declaración de derechos, estableciendo «un poder político neutro, que no se incline por ninguna confesión ni privilegie a ninguna comunidad religiosa, sino que proteja a todos los cultos por igual» (21), y, al mismo tiempo, instituyendo a la libertad de conciencia y expresión como prerrogativas propias de los seres humanos en tanto tales. Así, la tolerancia dejará de ser interpretada como una concesión brindada por quien detenta una posición de poder, o como un mal menor al que debemos acceder a regañadientes, para comenzar a ser concebida como un derecho. Es en el marco de las continuidades indicadas por Fitzpatrick y las discontinuidades señaladas por Ricoeur en donde, de acuerdo con nuestra mirada, quizás puedan advertirse con mayor precisión los diversos itinerarios intelectuales y políticos desandados por la tolerancia durante la modernidad filosófica. Estos itinerarios, según hemos intentado indicar a lo largo de estas páginas, tal vez podrían remontar su origen hasta los distintos intentos de respuesta brindados ante el desafío de vivir con otros por Sébastien Castellion, Jean Bodin y Michel de Montaigne en la prehistoria de aquella modernidad. Hagamos algunas indicaciones al respecto a fin de concluir nuestro recorrido. I. Castellion
Según hemos señalado en nuestro capítulo ii, en el prefacio de la traducción latina de la Biblia que Castellion dedica a Eduardo vi de Inglaterra es posible hallar una primera defensa de la tolerancia. En este breve prólogo para el rey, el humanista recordará al joven monarca cuál es el verdadero mensaje de Cristo, exhortándolo a hacer uso de la moderación y la caridad, únicas virtudes capaces de apaciguar todas las controversias y conflictos religiosos, dejando en las exclusivas manos de Dios el enjuiciamiento de las conciencias y los corazones. En efecto, dado que nadie podrá arrepentirse de haberse abstenido de hacer morir a un hombre, y dada la incerteza que envuelve a todas las discusiones de la teología dogmática, la vía de la doucer, la moderación y la paciencia es la más segura que un magistrado prudente puede y debe adoptar. Estos primeros argumentos serán retomados y enriquecidos en dos obras capitales de nuestro humanista, el Traité des hérétiques y el Contra libellum Calvini, obras que hallarán su motivo principal en el enjuiciamiento y la ejecución del médico español Miguel Servet. En el primero de estos tratados,
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Castellion adoptará distintos seudónimos con el fin de brindar una serie de consideraciones en relación con la cuestión de la tolerancia. En el prefacio, Martin Bellie nos invitará a reflexionar sobre un concepto clave para los promotores de la persecución, el de herejía, revelando el carácter relativo y circunstancial de dicha noción (y, como corolario, la posibilidad de que la acusación se torne reversible). Bellie muestra, además, que no es posible hallar ninguna prueba bíblica que ordene hacer morir a aquellos que parecen incurrir en una equivocación doctrinal, sin ocasionar con dicho equívoco ninguna perturbación moral o política. Georges Kleinberg y Basile Montfort, por su parte, tomarán la pluma con el fin de añadir algunos fundamentos más a los argumentos de Bellie: el primero buscará defender que, dada la disparidad de los asuntos, debe existir una clara diferenciación entre el ámbito de injerencia propio del magistrado secular y aquel que concierne al ministro de la religión. En efecto, Cristo nos ha enseñado por su propio ejemplo que la espada con la que se defiende la doctrina verdadera no es más que espiritual, y que recurrir al hierro y al fuego para mancillar las almas no sólo es ilícito, sino también inútil. Montfort, a su vez, insistirá en la clara distinción que es posible trazar entre la herejía y la blasfemia, y, del mismo modo, en aquella que puede establecerse entre los oscuros dogmas de la teología y las claras prescripciones de la moral. En tal sentido, puede decirse que la exigencia de ortodoxia será reemplazada por la de ortopraxia. Todos estos argumentos serán retomados y profundizados por Vaticanus, el personaje que da voz a nuestro humanista en el Contra libellum Calvini: la necesidad de distinguir con claridad el error de la impiedad, la de establecer una diferenciación entre la espada secular y la espiritual, enfatizando la doucer como virtud verdaderamente cristiana, y la de mostrar que el mensaje del amor de Cristo nos ha relevado de cumplir la ley de Moisés, son los ejes cardinales de este texto. Al mismo, algunos años más tarde, Castellion añadirá el Conseil à la France desolée. En este breve opúsculo de intervención, publicado en ocasión del inicio de las guerras civiles en suelo francés, el autor no solo concebirá a la persecución como un mal moral que afecta la libertad de las conciencias individuales, sino como una enfermedad política que es incluso capaz de acabar con la vida de toda una comunidad. En tal sentido, siguiendo el ejemplo del anónimo autor de la Exhortation aux Princes, Castellion postulará que la libertad religiosa, lejos que convertirse en una causa temible de levantamientos y trastornos civiles, representa la verdadera solución de los conflictos. En ese marco, instará a todos los cristianos (católicos y evangélicos) a recordar los fundamentos olvidados de su fe: la caridad, la fraternidad y la comprensión mutua. Sobre esa base, afirmará también que no es posible hallar más que un único remedio real para la desolación del reino; el que consiste en permitir en
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Francia dos Iglesias. De este modo, Castellion no solo reclamará el respeto de la libertad de conciencia de ciertos individuos aislados que se han alejado del rebaño, sino que insistirá en la necesidad de que las autoridades políticas reconozcan a la Iglesia reformada en su conjunto. Lo más sano, dirá, es que cada cual pueda servir a Dios según su propia fe, sin recibir imposiciones externas. Muchas de estas ideas serán retomadas y reconfiguradas hacia fines del siglo xvii de la mano de Locke y Bayle. El primero, en efecto, no solo encontrará en la caridad el rasgo distintivo de la verdadera religión y el verdadero mensaje que nos ha legado Cristo, o sostendrá que es imposible que la fe pueda ser impuesta mediante la coacción, sino que también insistirá en la divergencia de fines que persiguen la Iglesia y el Estado, y, por tanto, en la necesidad de una estricta separación entre ambas esferas. La salvación de las almas y el sostenimiento del orden político transitan su camino por carriles del todo diferentes, y quien pretenda mezclar la espada secular con la espiritual incurrirá en una confusión de funestas consecuencias. Bayle (1713:157–158), por su parte, habiendo tenido contacto directo con los textos de Castellion, y aun asumiendo un tono crítico al respecto, intentará brindar fundamentos más sólidos y filosóficos a proposiciones muy similares: la distinción entre el error y la mala voluntad; la reducción de las funciones del magistrado secular al mero sostenimiento del orden político; la concepción de la persecución como un acto ilegítimo contra los derechos de la conciencia —incluso de aquella que presuntamente puede hallarse en el error—; la desarticulación y relativización de conceptos clave para sostener la intolerancia, como los de ortodoxia y herejía; las dificultades para discernir lo verdadero de lo falso, sobre todo en materia teológica, y, como corolario, la preeminencia de la ortopraxia por sobre la ortodoxia. Todos estos elementos darán forma a su posicionamiento en favor de la tolerancia, el que, al igual que aquel sostenido por el humanista saboyano, no carecerá de enemigos en el seno de sus propias filas. Si damos crédito a las palabras de Mario Turchetti (1999a:29), quizás podría decirse que las discusiones sostenidas por Pierre Bayle y Pierre Jurieu no son más que la continuación de aquellas iniciadas, más de un siglo antes, por Sébastien Castellion y Jean Calvin. 2. Bodin
En nuestro capítulo iii hemos intentado mostrar que, más allá de cuál haya sido la convicción religiosa de Jean Bodin, resulta difícil negar que el angevino ensayó múltiples respuestas para los desafíos políticos y teológicos que le presentaba su época; siempre inclinando la balanza, además, en favor de una actitud abierta y tolerante.
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En primer lugar, centrando nuestra atención en la esfera política, nuestra intención ha consistido en mostrar de qué modo los Six livres de la République pueden ser concebidos como una suerte de nuevo Manual de Navegación, un manual capaz de brindar al soberano francés las herramientas necesarias para afrontar con éxito la tempestad en la que se encontraba sumida la república. Enfrentando a los liguistas católicos que habían pergeñado tras bambalinas la matanza de san Bartolomé, y a los monarcómanos hugonotes que postulaban abiertamente el origen popular del poder y el carácter mixto del régimen de gobierno, Bodin intentará brindar nuevos fundamentos al poder político. Su concepto de soberanía se convertirá en el eje vertebral de todo su sistema, permitiéndole resguardar la unidad política del reino ante la posible y tan temida disgregación confesional. En efecto, hemos dicho, más allá de ser católicos o protestantes, comerciantes, artesanos o magistrados, todos los súbditos de los que nos hablará el angevino se encontrarán indefectiblemente unidos y en un plano de igualdad, al encontrarse sujetos a una misma ley. Ley que no emana sino de la libre voluntad de quien detenta la summa potestas. Así, la república permanecerá una en tanto quien sanciona la ley también es uno. Asimismo, dado el carácter pedagógico–político que reviste la République, hemos intentado señalar también algunos de los consejos prácticos que Bodin ofrece al soberano, poniendo el énfasis en aquellas advertencias brindadas al príncipe que debe enfrentar la difícil situación de gobernar entre facciones. Esta ardua tarea, afirma el angevino, debe seguir reglas muy precisas a fin de evitar el naufragio de la república y lograr conducir el navío hacia el port de la santé: mantenerse en una posición de neutralidad frente a los conflictos que no afectan directamente a su persona —sobre todo si éstos tienen un origen religioso—, conservando su estatus de juez soberano y no involucrándose como abogado de parte; impedir la introducción de una nueva religión en una república con unidad confesional; prohibir los debates públicos acerca de la religión; evitar la coacción de las sectas una vez que se han arraigado y diseminado; preferir la superstición al ateísmo. He allí algunos de los consejos del politique Jean Bodin. En segundo lugar, luego de haber analizado las soluciones propuestas por Bodin para el ámbito de la République, nos hemos internado en el territorio de la République des Lettres a fin de mostrar cómo aquellos debates acerca de la religión verdadera —expresamente prohibidos en el ámbito público— eran abordados con entera libertad por los eruditos del Colloquium heptaplomeres. Asimismo, intentando trazar una cierta prehistoria del coloquio, hemos analizado algunos de los elementos que Bodin nos presenta en su epístola a Bautru des Matras, redactada tras los inicios de las guerras civiles francesas. La posibilidad de sostener una relación amistosa más allá de las diferencias
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confesionales, la elevada consideración de una palabra franca y cordial, aun en las discrepancias, y la disolución moral como verdadera causa de los conflictos que afectan a Francia, son algunos de los aspectos más destacados. Varios de ellos volverán a aparecer en las páginas del Colloquium, ese diálogo ecuménico entre siete eruditos de diferentes nacionalidades y convicciones religiosas. Ubicados en la apacible ciudad de Venecia, y resguardados por las murallas del palacio de aquel anfitrión católico y humanista, los savants emprenderán una apasionante discusión que, lejos de conducirlos a un desenlace de respuestas positivas, les revelará la imposibilidad de decidir, y, como corolario de dicha imposibilidad, los incitará a asumir a la tolerancia interconfesional como única solución posible. Ya no habrá más debates sobre religión —ni públicos ni privados—, y cada cual será acogido cordialmente en su creencia, siempre y cuando ella se encuentre en consonancia con los dictados de su conciencia. La posición politique asumida por Bodin, y algunas de la tesis de su République, alcanzarán una notable difusión en los siglos siguientes, provocando las más disímiles reacciones: denostado por los teólogos católicos que no ven en él más que a un Maquiavelo francés, será leído con mucha atención por quienes deben dirigir los asuntos del Estado. En tal sentido, más allá de haber sido acusado de incrédulo, Bodin parece haber otorgado un gran valor político y moral a la religión, insistiendo en la necesidad de preferir la superstición al ateísmo. Esta tesis, presente a su vez en la Exhortation aux Princes de 1561, será retomada tanto por Locke como por Voltaire, quienes se opondrán de un modo tajante a la posibilidad de extender la tolerancia a los ateos, y rechazada por Pierre Bayle; rechazo que se hará explícito en los Pensées diverses sur la comète, y que puede encontrarse de un modo implícito en el Commentaire philosophique. Las ideas clandestinas proferidas por Bodin circularán con gran afición entre los ciudadanos de la República de las Letras durante los siglos xvii y xviii. Un repaso por las diversas reacciones manifestadas por algunos de ellos frente al Colloquium bastaría para indicar a este texto como un eslabón insoslayable en la cadena de las reflexiones en relación con la verdad de la religión y la tolerancia interconfesional. Leído y discutido de un modo apasionado por personajes de la talla de Grocio, Patin, Naudé o Leibniz, e incluso quizás también conocido por Spinoza (Popkin, 1986, 1988), las discusiones centrales desarrolladas en el texto de Bodin llegarán con fuerza al siglo de la Ilustración. Siglo en el que Lessing las reconfigurará de un modo magistral en su Nathan el sabio (2009).
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3. Montaigne
En nuestro capítulo iv, por último, hemos intentado desentrañar la particular actitud asumida frente al conflicto por Michel de Montaigne, resaltado su cariz ambivalente. Intus ut libet, foris ut moris est; he allí, según la interpretación que hemos intentado sostener, el principio de acción y reflexión adoptado por el ensayista. Y ha sido ese mismo principio el que hemos buscado poner de manifiesto a través de algunas consideraciones sobre el propio modo de escritura asumido por Montaigne. Más allá de la declaración de bonne foi que es posible hallar en el aviso «Al lector», y de las usuales interpretaciones conformistas que se han brindado del pensamiento del perigordino, nuestra intención ha sido mostrar que cabría la posibilidad de pensar que existen en los Essais ciertos indicios, ciertas marcas de sentido, ciertas insinuaciones capaces de sugerir —al menos al lector diligente y sagaz, al hombre de entendimiento— una perspectiva diferente. Y, de igual modo, que aun cuando Montaigne haya adoptado una actitud pública de suma cautela frente al conflicto confesional, oponiéndose a las innovaciones propiciadas por la Reforma, también será capaz de abrirse a una infinidad de experiencias privadas; experiencias en las cuales el ensayo de la alteridad —étnica, política, religiosa— será una de las premisas cardinales a partir de las que el reconocimiento de la diversidad, como condición inherente de la naturaleza, se convertirá en una conclusión casi inevitable. En cuanto al primer aspecto, es decir, en cuanto a la faz pública asumida por Montaigne, hemos intentado hacer notar que la reticencia del ensayista a aceptar las novedades ofrecidas por la Reforma, lejos de hallarse cimentadas en consideraciones teológicas, o de asentarse en un juicio respecto del valor de verdad implicado en dichas novedades, se reduce, en última instancia, a estrictos motivos filosóficos y políticos. Montaigne se muestra muy consciente de las perniciosas consecuencias prácticas que puede ocasionar una mutación en las leyes y creencias heredadas, sobre todo a causa de la particular volubilidad del entendimiento humano, herramienta doble y maleable que es capaz de adoptar las formas más diversas, siendo incapaz de dejar de «rodar incesantemente» una vez que ha abandonado su primera posición. Por tales motivos, el ensayista rehúye de las primicias que ofrecen al mundo los hugonotes —aunque sea muy consciente del fanatismo y dogmatismo de los miembros de la Liga—, echando mano de las herramientas que le brinda el escepticismo pirrónico, y decide mantenerse firme, sin dogmatizar, allí mismo donde lo han depositado la herencia y la fortuna. Será católico, es cierto, pero los mismos motivos que es perigordino.
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Por el otro, en privado, manteniendo a su entendimiento y a su voluntad libre de aquellos grilletes a los que se sometía puertas afuera de su biblioteca y de su castillo, Montaigne supo desarrollar una ética en la que el ensayo de la alteridad se convertirá en un principio cardinal, y a partir de la cual el reconocimiento de la diversidad, como rasgo propio y esencial que caracteriza al mundo natural, devendrá su corolario. En este sentido, hemos intentado mostrar de qué modo la experiencia del viaje —tanto intelectual como físico— adquiere una importancia notable a la hora de realizar ese ejercicio de desarraigo, el que no tiene otro fin que el de convertir a cada hombre en un cosmopolita. Asimismo, a fin de dar un fundamento más sólido a nuestra interpretación, no sólo hemos realizado un análisis de la propia experiencia que Montaigne nos relata en sus Ensayos y su Diario de viaje, sino que también hemos detenido nuestra mirada sobre el particular modo de enseñanza sugerido por el ensayista para su discípulo ideal. En efecto, si —como sugiere Jordi Bayod (2007)— la pedagogía propuesta por Montaigne puede brindarnos algunos indicios acerca de sus convicciones más profundas, es más que claro que el hombre que pretende formar nuestro ensayista, antes que un polaco o francés, será un ciudadano del mundo. Como bien ha señalado Fitzpatrick en las reflexiones a las que hemos referido más arriba, la duplicidad de la escritura y de la acción adoptada por Montaigne, y difundida entre la sociedad de gens de lettres del siglo xvii por Pierre Charron, tendrá una muy buena recepción entre los libertins érudits. Será este grupo de hombres —conformado, entre otros, por Gabriel Naudé, Pierre Gassendi y François de La Mothe Le Vayer— quien hará propio el motto de actuar hacia el exterior en conformidad con las leyes y costumbres del país en el que se ha nacido manteniendo, en la interioridad, la libertad del juicio y el entendimiento. Esta particular actitud, combinada con un espíritu de indagación escéptica, les permitirá alcanzar una clara comprensión del carácter arbitrario y contingente que poseen todas las creencias de los hombres, posibilitándoles, además, evitar incurrir en la presuntuosa actitud de censurar aquellas convicciones que difieren de las propias. Y es un espíritu muy similar el que puede hallarse, ya bien entrado el siglo xviii, en la declaración que Voltaire (2009) realiza en el inicio del artículo que dedica a la Tolérance en su Diccionario filosófico: «¿Qué es la tolerancia? Es el patrimonio de la humanidad. Todos estamos moldeados de debilidades y de errores. Perdonémonos recíprocamente las necedades es la ley primera de la naturaleza» (494). Son algunos de estos elementos escépticos, mixturados con una profesión de fe deísta, los que permiten a Voltaire autoproclamarse defensor de la tolerancia universal, es decir, de carácter cosmopolita.
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Indicado este posible vínculo, nos gustaría ensayar una última reflexión en relación con Montaigne. Parece posible afirmar que la posición política asumida por el perigordino frente al conflicto confesional puede ubicarse un paso más acá de la abierta tolerancia, en tanto que el autor se muestra reticente a aceptar en el seno de una sociedad habituada al catolicismo las novedades de la Reforma. No obstante, y he ahí, quizás, el principal aporte del ensayista para pensar la cuestión, la actitud privada que éste parece haber asumido, y la ética del ensayo de la alteridad que la caracteriza, tal vez puedan permitirnos ubicar a nuestro autor un paso más allá.2 En efecto, si hemos de definir a la tolerancia como aquella actitud que nos permite soportar, incluso a regañadientes, aquellas opiniones y formas de ser que no podemos impedir, es claro que Montaigne no puede ser incluido entre sus partidarios. Por el contrario, lejos de experimentar la diferencia y la diversidad con un gesto adusto y turbado, a la manera en que parecen hacerlo muchos de sus contemporáneos, las experiencias y reflexiones que él mismo nos ofrece se encuentran animadas por un espíritu de jovialidad y alegría; son el reflejo de una escéptica y «honesta curiosidad por indagarlo todo», una honesta y escéptica curiosidad que busca comprender la propia condición del mundo y del hombre, y se aleja, lo más que es posible, de aquel huraño semblante revelado por uno de los más ilustres filósofos presocráticos. Demócrito y Heráclito fueron dos filósofos. El primero, encontrando vana y ridícula la condición humana, no aparecía en público sino con un semblante irónico y risueño; Heráclito, apiadado y compadecido de esa misma condición nuestra, tenía el semblante siempre triste, y los ojos llenos de lágrimas. Prefiero el primer humor. (Montaigne, 2007:439)
Alejado de la actitud encarnada por Heráclito, Montaigne parece haberse lanzado a los caminos revelando un talante expresivamente democríteo. ///
2 En tal sentido, quizás podríamos describir la actitud de Montaigne con un juicio similar al que Filippo Mignini (1994) dedica a Spinoza: el horizonte de la tolerancia práctica parece para él un ideal superado, en tanto y en cuanto «el amor al prójimo, realmente vivido, está más orientado a la gozosa edificación que a la melancólica soportación» (126).
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Realizadas todas estas consideraciones, digamos sólo una palabra más, a modo de conclusión final. Del mismo modo en que Castellion, Bodin y Montaigne han iniciado, cada uno a su modo, diversos caminos de indagación, también nosotros hemos intentado dar un paso más por este floreciente sendero de búsqueda que ha comenzado a desandar la historiografía de la tolerancia en las últimas décadas. No obstante lo cual es necesario remarcar que, en el intento por dar una respuesta al desafío que nos plantea el vivir con otros, seguramente restan todavía muchas sendas por explorar y muchos caminos abiertos.
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