Alpargatas contra libros: el escritor y la masa en la literatura del primer peronismo (1945-1955) 9783954876174

El peronismo fue el primer movimiento populista de América Latina en transformar de manera decisiva las estructuras del

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Spanish; Castilian Pages 238 [237] Year 2017

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Table of contents :
Índice
Introducción
I. El Contexto Intelectual De La Masa
II. La Masa, Miedo O Ilusión
III. La Invasión Como Relato
El Escritor O La Masa
Bibliografía
Índice Onomástico
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Alpargatas contra libros: el escritor y la masa en la literatura del primer peronismo (1945-1955)
 9783954876174

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ALPARGATAS CONTRA LIBROS El escritor y las masas en la literatura del primer peronismo (1945-1955) Javier de Navascués

ALPARGATAS CONTRA LIBROS El escritor y las masas en la literatura del primer peronismo (1945-1955) Javier de Navascués

Iberoamericana - Vervuert 2017

«Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográfi cos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47)».

© Iberoamericana, 2017 Amor de Dios, 1 - E-28014 Madrid Tel.: +34 91 429 35 22 Fax: +34 91 429 53 97 © Vervuert, 2017 Elisabethenstr. 3-9 - D-60594 Frankfurt am Main Tel.: +49 69 597 46 17 Fax: +49 69 597 87 43 [email protected] www.iberoamericana-vervuert.es ISBN 978-84-16922-26-0 (Iberoamericana) ISBN 978-3-95487-571-9 (Vervuert) ISBN 978-3-95487-617-4 (e-book) Depósito legal: M-5719-2017 Diseño de cubierta: af. diseño y comunicación Diseño de interiores: Carlos del Castillo The paper on which this book is printed meets the requirements of ISO 9706 Este libro está impreso íntegramente en papel ecológico sin cloro Impreso en España

A Marina, Santiago, Carlos, Nicolás, Luis y Tomás. A María de los Ángeles Marechal.

Índice

Introducción................................................................... 11 I. El contexto intelectual de la masa........................ 29 1. Proyectos educativos.................................................. 31 2. Contexto histórico..................................................... 42 Los antecedentes: la “Década infame”................... 42 La dictadura militar.............................................. 44 El triunfo de Perón............................................... 45 El segundo mandato............................................. 49 3. La retórica peronista: las funciones de la masa............ 51 4. Política cultural y propaganda.................................... 62 5. Peronismo y campo literario....................................... 65 II. La masa, miedo o ilusión........................................... 77 1. Ganar la calle: el 17 de octubre.................................. 77 2. La manifestación desde dentro: Jauretche................... 87 3. Una “emoción nueva” desde el nacionalismo católico: los Gálvez................................................................... 94 4. La manifestación como teatro: Borges........................ 109 5. La fiesta de Dionisos: Borges y Bioy Casares............... 118 6. La masa invisible: Beatriz Guido................................ 132 7. Una mirada desde la izquierda tradicional: María Rosa Oliver........................................................................ 137

III. La invasión como relato.......................................... 147 1. Casas tomadas: Cortázar y más allá............................ 147 2. Cortázar: la música de las élites frente a Dionisos....... 156 3. La intimidad amenazada: Bioy Casares....................... 166 4. Inundaciones, enfermedades, carnaval y osos invasores: el apocalipsis de Ezequiel Martínez Estrada.......... 172 5. La invasión controlada: Leopoldo Marechal............... 188 El escritor o la masa...................................................... 209 Bibliografía..................................................................... 219 Índice onomástico.......................................................... 233

INTRODUCCIÓN

Solo tiene catorce años y no sabe que en el futuro se llamará Stendhal. El joven Henri Beyle se entusiasma con las noticias sobre la ejecución de Luis XVI. Ya le tocaba, piensa. Todo su resentimiento hacia la nobleza procede de un amargo rechazo a su educación clerical y a la autoridad despiadada que ha ejercido su padre sobre él desde su mismo nacimiento. El tedio que le produce un mundo domeñado por normas irrespirables, la frustración permanente ante las puertas cerradas a la imaginación, todo eso le empuja a la rebeldía contra el orden impuesto por las élites. De ahí que, cuando comiencen las algaradas revolucionarias, Beyle sintonice su afán de libertad personal en la misma dirección que el pueblo y sus líderes revolucionarios. Grenoble, la ciudad natal del escritor, se une pronto a la lucha. El inexperto aspirante a jacobino se cuela en las reuniones de los exaltados, pero bien pronto sufre su primera decepción. La gente que allá va no es de su gusto, ni lo será nunca. En sus recuerdos de entonces escribe: Había allí unas mujeres de ínfima clase, muy mal vestidas. Se pedía la palabra desordenadamente… Me parecían horriblemente vulgares las gentes a las que hubiera querido amar… En una palabra, mi posición de entonces era igual a la de hoy: amo al pueblo y detesto a los opresores; pero sería para mí un suplicio vivir con el pueblo. Mi piel es demasiado fina, piel de mujer. De ahí quizá mi repugnancia inconmensurable por todo lo sucio, lo húmedo, lo negruzco (Stendhal, en Berges 34).

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¿No es una premonición lo que le pasa a Stendhal? ¿No suena a ese despego inconfesado en tantos intelectuales que desde entonces, desde 1789, han predicado otras revoluciones? Pero hay más en este pasaje. Es la prevención contra la masa. El miedo a ser tocado, o a formar parte de ella. La desgana ante las manifestaciones colectivas. Algo que a veces cuesta asumir a ciertos intelectuales, o al hombre de letras en general, sea de la ideología que sea, porque se está habituado a trabajar en la intimidad, a leer, a escribir, o a reflexionar en medio de un círculo de amigos y colegas. Se trata, por cierto, de un viejo reproche utilizado por los sectores más conservadores para lanzarlo contra la izquierda intelectual. Ya durante la larga polémica sobre el caso Dreyfus, el católico Ferdinand Brunetière1 acusaba a la casta de intelectuales franceses de juzgar sobre cualquier asunto, cuando en el fondo todos sentían un indisimulable deseo de distinción frente a la masa que pretendían defender (Winock, 56)2. De acuerdo con esta argumentación, el intelectual caería en un individualismo estéril y contradictorio, incapaz de comprender y resolver los problemas de un sujeto colectivo —la masa— y los imperativos sociales que de ella emanaban. Sin embargo, este tipo de crítica antiintelectualista, frecuente en los medios conservadores o directamente 1 Ferdinand Brunetière (1846-1906) fue un escritor católico, filólogo y director de la Revue des Deux Mondes, además de autor de una importante historia de la literatura francesa. 2 El romanticismo y el realismo decimonónicos ya presentan numerosas tensiones y contradicciones, entre las que, por ejemplo, la autorrepresentación de los artistas es un caso notable. De una parte, muchos de ellos se alinean en las filas socialistas; de otra, atacan el utilitarismo burgués y exaltan el arte puro, propio de espíritus incontaminados por la grosera multitud. Se detecta un profundo disgusto frente a la plebeyez de los gustos populares. Balzac, Gautier, Flaubert, Baudelaire, Goncourt, etc., reaccionan contra la democratización de las letras y su integración en la sociedad capitalista de masas (ver Calvo Serraller, 7379). Más adelante, el Modernismo hispánico escoge la posición marginal del intelectual y la diatriba contra la muchedumbre bárbara. Este discurso se lo apropiarán también los anarquistas de comienzos del siglo xx, como veremos para el caso argentino.

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reaccionarios, cae en una aporía difícilmente superable, ya que aquellos que argumentan contra los intelectuales incapaces de entender la marcha social suelen ser, a su vez, intelectuales ellos mismos y, por tanto, sospechosos de la misma incomprensión que denuncian ante sus colegas. Por otra parte, cómo ignorar los requerimientos que la modernidad impone al letrado en relación con su sociedad. La calle es el lugar donde cuajan espacialmente los grandes proyectos de transformación social que los reformistas han pensado en libros y luego discutido en selectos clubes de debate. Desde el pensamiento moderno, solo las manifestaciones multitudinarias legitiman planteamientos, consagran la voz soberana del pueblo que se define como tal en cuanto ocupa plazas y avenidas. Los reclamos de la colectividad adquieren un poder en la medida en que ella se expresa en términos cuantitativos. Por eso, al mismo tiempo que puede sospecharse de sus prevenciones aristocráticas, el hombre de letras es capaz de sentir una imperiosa fascinación por incorporarse a la multitud. Ella expresa por sí misma una fuerza simbólica superior a las argumentaciones del individuo. Llegados a este punto, nos instalamos en un dilema heredado desde finales del siglo xviii y que ha perdurado mientras los intelectuales han ejercido el poder de su palabra en el espacio público. ¿Hasta qué punto se asumen las conquistas de la colectividad? ¿Cómo conciliar el deseo de influir de manera positiva en la sociedad hasta identificarse con ella, sin ser absorbido por las carencias del mismo pueblo que se dice defender? La problemática a la que se aboca el intelectual se refiere a las fronteras de su campo de acción. Por una parte, experimenta la presión de un compromiso con la sociedad en la que denuncia numerosos errores, pero al mismo tiempo su espíritu crítico le paraliza, porque no deja de encontrar limitaciones en el mismo proceso transformador. “La modernidad funda una relación ambivalente entre el yo intelectual y su sociedad. De un lado el sujeto se pierde en la muchedumbre; de otro, reivindica su conciencia individual”, ha escrito Marc Augé (96).

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Pero antes de seguir, quizá deberíamos preguntarnos qué se entiende y cuándo empieza a hablarse del concepto de “intelectual”3. Se suele aceptar en Europa, y sobre todo en Francia, que a partir del caso Dreyfus (y aun antes) los intelectuales se arrogaron un magisterio moral que hasta entonces detentaba la Iglesia católica. Lo que Paul Bénichou (1981) llamó “el sacerdocio laico del intelectual” se basa en el papel central del letrado en la consolidación de los valores de la modernidad. De lo que se trata ahora es de convertirse en portavoces de un nuevo universo de referencias éticas y políticas, respaldadas en la dignidad del Hombre con mayúsculas. Como es sabido, desde la Revolución francesa se asiste a un rápido proceso de separación entre el poder temporal y el espiritual. Frente al poder material (político, económico y social), muchos creyeron necesario contraponer otro poder alternativo al del cristianismo en retroceso. Además de la secularización de la vida cotidiana, contribuyeron al estatus de los intelectuales el desarrollo de la prensa y el régimen de libertades de ciertos países. De ahí que el intelectual se sienta legitimado para influir en la vida pública a través del compromiso con determinadas ideas políticas que, de entrada, no se derivarían de su ocupación profesional. Por este motivo Jean-Paul Sartre arriesgaba esta definición de intelectual: Originalmente el conjunto de los intelectuales aparece como una diversidad de hombres que han adquirido alguna notoriedad mediante trabajos que proceden de la inteligencia (ciencias exactas, ciencias aplicadas, medicina, literatura, etc.) y que abusan de esa notoriedad para salir de sus dominios y criticar a la sociedad y los poderes establecidos en nombre de una concepción global y dogmática (vaga o precisa, moralista o marxista) del hombre (Sartre, en Winock 2010, 853).

Hay sin duda muchos debates sugeridos y matices que proponer a estas palabras, pero es innegable que toda reflexión sobre el 3 La bibliografía es sobreabundante; pueden consultarse sobre la cuestión los estudios de Altamirano (2013), Dosse, Winock, Walzer, Said, Shils, entre otros.

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intelectual comprueba el impulso del yo pensante hacia su sociedad y la capacidad de este último de “abusar”, de salir de su esfera especialista para opinar o criticar sobre otros ámbitos distintos de su competencia. Por razones semejantes no debemos olvidar el carácter histórico y circunstancial que tiene la actuación del intelectual. Según los contextos nacionales su autorrepresentación puede variar de forma considerable. En este libro, dedicado a las relaciones entre el intelectual y la masa en Argentina a través de su literatura, se han tenido en cuenta la especificidad histórica y las cualidades singulares del estatus del escritor en una sociedad marcada por un crecimiento demográfico acelerado, un caudal inmigratorio sin precedentes, y la consolidación de un Estado que, a fines del siglo xix, restringió la participación pública de una parte de su sociedad. La inserción del vocablo “intelectual” en Hispanoamérica fue bastante temprana, casi contemporánea del caso Dreyfus, en buena parte debido a la admiración probada que las élites habían sentido por Francia (Altamirano 2013, 25). Es justo decir que el campo estaba abonado, ya que a lo largo de todo el siglo xix el ejercicio de las letras se había anudado con estrechos lazos a la proyección en la vida pública por parte del escritor4. Periodistas y políticos llenan el ámbito literario hispanoamericano en su primer siglo de Independencia: Sarmiento, Mansilla, Ignacio M. Altamirano, Montalvo, González Prada, Isaacs, etc. Por la misma razón, los debates franceses acerca del estatus del intelectual cobran nueva vida en el otro lado del Atlántico. Desde los próceres de las letras independientes, de Sarmiento a Rodó, se asienta una oposición básica entre la masa, entendida peyorativamente como “chusma”, “turba” o “plebe”, y el sujeto intelectual que, desde la política, la literatura o el periodismo, trata de influir sobre un colectivo con el que mantiene una rela4 La bibliografía sobre el intelectual hispanoamericano se ocupa en su mayoría de marcos nacionales o locales. Es indispensable la obra colectiva en dos volúmenes dirigida por Altamirano (2008 y 2010). Pueden verse, entre otros, también Plotkin y González Leandri (2000) y los libros clásicos de Rama y Romero.

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ción ambivalente. Por un lado, el letrado le adjudica la condición de pueblo libre y soberano de acuerdo con los principios ilustrados que dan sentido a las repúblicas nacientes; de otro, teme su potencial peligrosidad como masa generadora de desórdenes que atentan contra la estabilidad del mismo sistema (Montaldo 2002, 59-68). El término “masa”, que tantas veces se asocia a “chusma” o “plebe” en el siglo xix, tiene un significado denigratorio en cantidad y en calidad. No siempre, por cierto, la masa ocupa el espacio urbano. Sarmiento llama “hordas” a las montoneras que perturban por las llanuras. En Facundo (1845) se observa un desprecio hacia un colectivo rural que, se supone, será ordenado en la medida en que la sociedad se urbanice. Echeverría, en “El matadero” (1870), va más allá, ya que el sujeto colectivo habita en la ciudad. De esta forma se expresan los miedos de una élite criolla y urbana ante la posibilidad de una reunión de la “chusma” con un único objetivo: la agresión hacia ese otro, el diferente que se identifica con el opositor unitario. En Echeverría la masa es abominable por el mismo hecho de ser un grupo indiferenciado de gente de baja condición que actúa como solo sabe hacerlo en esos casos. Es decir, ocupando un territorio —el arrabal, el matadero de la ciudad— y desde allí instalando un reino de barbarie: se distingue porque devora de forma salvaje un toro y luego, metafóricamente, a un enemigo del tirano, Juan Manuel de Rosas. Esta “ocupación” del espacio letrado, como veremos más adelante, se reduplica en algunas ficciones argentinas de la mitad del siglo xx. La literatura modernista hispanoamericana, con Martí o Darío a la cabeza, vuelve al tema con variaciones sustanciales. Martí trata de incorporar a la masa a un proyecto letrado en Nuestra América (1891). Por cierto, esta visión de la masa como testigo mudo que debe dejarse conducir hasta el proyecto que le señala el intelectual no es solo privativa de un líder político como el cubano. Por otro lado, también es notable que este no dejara de asustarse ante el escenario de una sociedad de multitudes, como fue la Nueva York que conoció en la etapa final de su vida. Sus Versos libres son elocuentes:

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¡Me espanta la ciudad! Todo está lleno De copas por vaciar, o huecas copas! ¡Tengo miedo, ay de mí, de que este vino Tósigo sea, y en mis venas luego Cual duende vengador los dientes clave! Tengo sed —mas de un vino que en la tierra No se sabe beber! ¡No he padecido Bastante aún, para romper el muro Que me aparta ¡oh dolor de mi viñedo! Tomad vosotros, catadores ruines De vinillos humanos, esos vasos Donde el jugo de lirio a grandes sorbos Sin compasión y sin temor se bebe! Tomad! Yo soy honrado y tengo miedo! (Martí 1995, 115-116).

La superioridad del intelectual modernista triunfa definitivamente en Ariel (1900) de Rodó. En este ensayo, como se recordará, Próspero, desde su mirador, educa a sus alumnos en las enseñanzas humanistas que formarán sus espíritus y, a la larga, informarán idealmente a la nación. Y cuando termine el libro, uno de los alumnos intuye el profundo sentido aristocrático de las enseñanzas de su maestro: Cuando el áspero contacto con la muchedumbre les devolvió a la realidad que les rodeaba, era la noche ya. […] Solo estorbaba para el éxtasis la presencia de la multitud. Un soplo tibio hacía estremecerse el ambiente con lánguido y delicioso abandono, como la copa trémula en la mano de una bacante… Y fue entonces, tras el prolongado silencio, cuando el más joven del grupo, a quien llamaban Enjolrás, por su ensimismamiento reflexivo, dijo señalando sucesivamente la perezosa ondulación del rebaño humano y la radiante hermosura de la noche: — Mientras la muchedumbre pasa, yo observo que, aunque ella no mira el cielo, el cielo la mira. Sobre su masa indiferente, como tierra de surco, algo desciende de lo alto. La vibración de las estrellas se parece al movimiento de unas manos de sembrador (Rodó 1985, 56).

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La actitud de Rodó es la de quien, manifestando la separación entre sujeto intelectual y masa, siente la urgencia de dirigir, siquiera mediante un subterfugio espiritualista, a la colectividad. Esta no miraba al cielo, es decir, a los ideales, pero era merecedora de la atención educadora de los aristócratas. Este juicio, a medias fascinado, a medias temeroso, persiste en otros países, en los que los analistas ven con alarmante preocupación la irresistible marea inmigratoria que está dando lugar a un acelerado proceso de crisis en las grandes ciudades de principios del siglo xx5. En Europa la irresistible aparición de las multitudes como agente político desafía los análisis de los intelectuales. Por hablar de algunos textos clásicos de la época, libros como La psicología de las masas de Freud, Psicología de las multitudes de Gustave Le Bon o La rebelión de las masas de Ortega y Gasset parecen confirmar, fuera de los presupuestos de sus diagnósticos, una atracción por el fenómeno a la vez que no ocultan profundas alarmas acerca de sus consecuencias. La obra genial y visionaria de Canetti, Masa y poder, tiene una raíz autobiográfica, según confiesa su autor, quien participó de joven en una manifestación, experiencia que hizo tambalear su conocimiento del mundo: Han transcurrido cincuenta y tres años y aún siento en mis huesos la emoción de aquel día. […] Me convertí en parte integrante de la masa, diluyéndome completamente en ella sin oponer la menor resistencia a cuanto emprendía. […] capté la verdadera imagen de aquello que, bajo la forma de la masa, ha dominado nuestro siglo […] Nunca he dejado de frecuentarla y observarla, y aun hoy día siento lo mucho que me cuesta separarme de ella, ya que solo he conseguido una parte mínima de mi proyecto inicial: conocer y comprender a la masa (Canetti 2003: 636, 645). 5 Aunque, por supuesto, a lo largo del siglo pasado, muchos intelectuales de izquierda revolucionaria o próximos a los movimientos populistas se adherirán a posiciones que invierten el esquema modernista de Rodó: ahora son los intelectuales quienes deban aprender de la masa, incluso fundirse con ella. Montaldo (en Navascués 2002, 66-67) destaca el ejemplo de Fernández Retamar en su Calibán o incluso el del Che Guevara. Antes que la literatura revolucionaria cubana, también pueden aducirse muchos ejemplos, algunos tan conocidos como el Neruda del Canto general o el Vallejo de España, aparta de mí este cáliz.

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La vivencia de la colectividad desde dentro impulsa a la pérdida de la conciencia de su individualidad. El sujeto, antes confiado en el valor de su libertad y de su criterio personales, se sumerge en una vivencia de la otredad que lo integra en la colectividad. Ese abrazo de los otros es positivo y negativo al mismo tiempo. En la fenomenología de Canetti la fascinación por la masa convive con el miedo que produce su fuerza irracional, desde los progroms a las noches de los cuchillos largos. Si los movimientos políticos que congregan multitudes son un signo del siglo xx, parece cumplirse aquí el diagnóstico ambivalente sobre la Modernidad formulado por Marshall Berman: “Ser modernos es encontrarnos en un entorno que nos promete aventuras, poder, alegría, crecimiento, transformación de nosotros y del mundo y que, al mismo tiempo, amenaza con destruir todo lo que tenemos, todo lo que sabemos, todo lo que somos” (Berman 1988, 4). La multitud es un sujeto social colectivo que actúa en tensión con el orden promovido por el Estado-nación moderno. Al mismo tiempo que desde el poder se ha llegado a alentar su conformación —tal el caso de los populismos—, no se desconoce la capacidad que tienen las masas de convertirse en una fuerza desestabilizadora, destructiva. Desde la teoría de la posthegemonía se ha señalado cómo esas masas funcionan en los regímenes populistas como una conjunción de hábitos y afectos, más allá de la pura y abstracta ideología, lo que permite gestionar el caos potencial que se derivaría de un descontrolado actuar de la multitud. Su condición es ambivalente6. El libro que el lector tiene en sus manos fue concebido alrededor de dos imágenes literarias de alcance político y un país en trance de modernización. El país es la Argentina, y las dos imágenes son la masa que cobra protagonismo en el espacio público, y el intelectual que se arroga el papel de figura privilegiada, individuo situado en 6 Las masas para Beasley-Murray pueden convertirse en “bad multitude, a truly monster and corrupt figure of devastation and destruction” (257), sobre todo si no se activa una política de contacto entre los cuerpos. Por eso, su condición es ambivalente: son tanto un agente de destrucción violenta como una fuerza constitutiva de lo que ha de venir.

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un espacio apto para la reflexión y el análisis. La tensión entre uno y otra constituye el germen de un estudio que necesariamente ha debido entrometerse en la historia y las ciencias sociales, antes de pasar al análisis literario propiamente dicho7. En efecto, tal y como veremos, la escisión entre el campo literario y el discurso político dominante es el cauce por el que discurrirá nuestro argumento. En la década del cuarenta del siglo pasado la literatura argentina contaba con una pléyade de escritores sin rival en el mundo hispánico. Era la época en que Jorge Luis Borges daba a luz Ficciones (1944) y El Aleph (1949), dos libros fundamentales de la literatura occidental del siglo xx. Poco antes Adolfo Bioy Casares había publicado La invención de Morel (1940) y un joven Julio Cortázar había comenzado a despuntar con sus primeros cuentos fantásticos. También por aquel entonces Leopoldo Marechal culminaba Adán Buenosayres (1948), la primera gran novela en español que recoge el guante arrojado por Joyce con su Ulysses. Buenos Aires se había convertido en un foco cultural de primer orden, alentado por el impulso académico en las ramas humanísticas o la llegada de intelectuales españoles que huían de la dictadura franquista y por otros escritores como Witold Gombrowicz, que hacían lo mismo con respecto a los desmanes de la Segunda Guerra Mundial. Incluso algunos grandes nombres hispanoamericanos (Onetti, Fuentes o Piñera) pasaron una temporada en la capital del Plata. Para redondear el panorama, ciertas revistas y editoriales contaban con un excelente nivel tanto en sus catálogos como en el cuidado formal con que se preparaban sus publicaciones. Este contexto cosmopolita y brillante se gestó en medio de una sociedad desmoralizada por la cínica rapacidad de sus dirigentes y una subterránea tensión social. El escenario se transformó con la llegada de un carismático coronel, Juan Domingo Perón. El presidente que rigió el país desde 1946 a 1955 no solo introdujo decisivas reformas sociales y 7 La bibliografía específicamente narratológica acerca del tema de las masas es, por lo que he podido comprobar, exigua. Pueden verse los estudios de Margolin, Richardson o Galván (2016).

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económicas, sino que demostró un modo original de explicar sus proyectos, un nuevo discurso político que incluía a los desposeídos y marginados en la construcción del país. Era el comienzo de una era histórica que atrajo a las masas al centro de la vida política. Claro reflejo de la fascinación que Perón ejerció sobre el proletariado argentino fueron las periódicas y multitudinarias manifestaciones de adhesión alentadas durante su gobierno. La experiencia de la colectividad masificada, resignificada en la categoría superior de Pueblo, marcaba el inicio de una lógica populista de profundo calado. El peronismo, más que una doctrina que su padre fundador explicaba magisterialmente en escritos y discursos, se convirtió en una constelación de símbolos colectivistas de poderoso efecto emocional. En el imaginario de sus seguidores las masas convocadas por el líder representaban la soberanía popular de la nación argentina. En consecuencia, un determinado programa político se terminaba por identificar peligrosamente con el proyecto nacional. Sin embargo, muchos escritores argentinos no sintieron el mismo entusiasmo. Afectados por los resortes totalitarios del peronismo, asustados por la dimensión masiva y demagógica del fenómeno, casi todos los intelectuales, desde la derecha liberal hasta la izquierda, se declararon en contra del régimen. Esta última constatación la han compartido hasta los peronistas más acérrimos: los escritores que simpatizaron con la nueva forma de hacer política fueron una minoría. El caso de Argentina es sustancialmente original en su raíz. Hablamos del primer gran movimiento populista en América Latina que llega al poder con un efecto transformador de la sociedad y que, sin embargo, no contó con el apoyo de la clase intelectual. Tratar de mostrar el dramático distanciamiento de la literatura argentina de la época y el gobierno peronista a través de la ficción del período es el propósito de este ensayo. A partir de aquí se mostrarán las reacciones de escritores de muy distintos campos ideológicos, no en un único plano discursivo, sino a través de las formulaciones simbólicas con que comparece el peronismo en el territorio de la ficción. Para ello, la primera parte se centra en las distintas expresiones del término “masa”, concepto capital en el debate intelectual y

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político argentino del medio siglo. Juan Domingo Perón manejó el término de forma dual, de acuerdo con los requerimientos de cada contexto. La carga peyorativa de la palabra “masa” tenía su origen en los discursos heredados de las élites letradas; no obstante, el discurso político peronista acabó por eliminar esos rasgos negativos al establecer la comunicación con nuevos receptores. Al cabo, la asimilación de masa peronista con pueblo argentino redundó en una identificación entre una determinada opción política y nación. Por otra parte, el contraste de esta “comunidad organizada”, por emplear la terminología de Perón, con la mayoría de las imágenes de la multitud producidas en el campo intelectual dominante será más que notable. ¡Alpargatas sí, libros no! Este sería el grito que, según los enemigos del gobierno, corearían sus seguidores. Era como decir que el peronismo no quería saber nada de la educación y cultura y que solo le interesaban las alpargatas, esto es, repartir las migajas de la demagogia entre las clases populares. Durante las décadas anteriores se habían promovido diversas iniciativas desde muy diferentes opciones ideológicas, tendentes a construir el proyecto de progreso nacional sobre la base pedagógica ilustrada sarmentina. Movidos por el odio a lo que representaba este renovado y gigantesco proyecto populista, ajeno al protocolo educativo decimonónico, los escritores en su mayoría se situaron en el bando opositor. El campo literario argentino se rompió en pedazos8. En realidad, la irrupción de las masas urbanas en el debate público se había producido varias décadas antes, con la abrumadora 8 Para el desarrollo de este punto y de las actuaciones de los escritores analizados, ha sido de suma importancia el concepto de “campo literario” propuesto por Bourdieau en su clásico Las reglas del arte. Como es sabido, para el sociólogo francés el campo literario se representa como un conjunto de instancias de carácter social, político, económico y cultural en pugna con otras fuerzas similares para convertir a una obra en aceptable literariamente. Este conjunto lo forman editores, autores, críticos, lectores… También ha sido fuente de inspiración la teoría de los polisistemas (Even-Zohar 1979 y 1990).

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llegada en el último cuarto del siglo xix de los contingentes inmigratorios procedentes de Europa. Ya por entonces las élites intelectuales veían con preocupación la pujanza de un nuevo proletariado destinado a formar parte central de la sociedad de las siguientes décadas. El triunfo del peronismo cincuenta años después vino a cambiar definitivamente el panorama y obligó a que los programas culturales se repensaran desde parámetros que hoy reconocemos como populistas. Para las clases altas y medias argentinas, educadas en una formación humanista a lo Rodó, que separaba con nitidez la alta cultura de los “subproductos” populares, fue una violenta sorpresa encontrarse que, desde el poder, se favorecieran ciertos códigos de conducta y representaciones artísticas hasta entonces minusvalorados, cuando no prohibidos. Esta es una de las razones por las que la gran mayoría de los intelectuales dio la espalda a Perón. Aquellos que siguieron la línea gubernamental y se adhirieron al nuevo régimen sufrieron la proscripción de sus colegas. Entretanto, el gobierno, con unas directrices más bien eclécticas, al tiempo que procuraba el acercamiento de las masas a la alta cultura, fomentaba un rescate del folclore del interior o del sainete criollo, manifestaciones populares que poco tenían que ver con la literatura de las élites, la música clásica, las vanguardias artísticas, etc. Necesariamente todo este ambiente de choque generó distintos productos culturales, uno de los cuales, la narrativa, dio cuenta de muy diferentes respuestas ante la irrupción de lo popular en el discurso público (Bracamonte 1996, 124-125). De acuerdo con este contexto, en la segunda parte me propongo estudiar las representaciones literarias de la masa, muy en particular la famosa manifestación del 17 de octubre de 1945, mito fundacional del peronismo. Como veremos, hay puntos de contacto en las percepciones de muchos relatos opositores, a pesar de las diferencias que pudieran existir entre conservadores y comunistas, por ejemplo. Todos eran unánimes en su desafección por la masa peronista. La tercera y última parte continúa el análisis textual con el tema de la invasión de las masas en algunos escritores representativos de

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la literatura argentina durante la década de lo que se conoce como “primer peronismo” o “peronismo clásico” (1945-1955)9. Veremos, por ejemplo, cómo el sujeto intelectual configura estrategias que preserven su identidad individual frente al acoso o la posible amenaza de un programa populista en exceso uniformador de las conciencias10. El escritor formado en una cultura liberal se siente marginado dentro de una agenda política colectivista y revolucionaria11. Esto pudo suceder incluso cuando el escritor llegó a apoyar el peronismo. Las excepciones serán aquellos relatos más afines al discurso oficial, aunque no siempre, como también comprobaremos. Nuestro enfoque parte de los estudios de Avellaneda (10-11) en los que se ponía de relieve cómo la nueva situación política traída por el peronismo se expresó, entre escritores procedentes de las clases media y alta, 9 Utilizo estas expresiones, comunes en la bibliografía sobre el peronismo, para referirme al período comprendido desde la manifestación del 17 de octubre de 1945 y el golpe de septiembre de 1955, la llamada “Revolución Libertadora”, que acabó con el gobierno de Perón. Se habla de “primer peronismo” o “peronismo clásico” para oponerlo a las distintas etapas por las que pasó el movimiento, en una permanente reinvención de sí mismo que se ha convertido en su sello de identidad hasta hoy. 10 Hubo muy diversas respuestas, incluso entre aquellos que se mostraron más críticos. Para un panorama sobre el género específico de la narrativa y el peronismo como tema literario, los estudios de Avellaneda o de Borello siguen resultando imprescindibles, además de trabajos más recientes como los recopilados por González (2015), o los de Pérez, Punte, Bracamonte o Edwards, entre otros. 11 Cierto intelectual liberal y humanista sufre de forma aguda ese relegamiento, o incluso persecución, en otros procesos contemporáneos más virulentos que el peronismo, como los que caracterizan a los totalitarismos europeos, ya sean soviéticos o fascistas. Véanse las desoladas memorias del húngaro Sándor Márai: “Un día tuve que darme cuenta de que en aquella revolución me correspondía un papel, a mí, al burgués despreciado: el de enemigo. La filosofía humanista, en cuya cultura y forma de vida había crecido, con cuyo legado moral e intelectual me identificaba y de la que nunca podría renegar, era el enemigo número uno a ojos de los portavoces de los sistemas totalitarios. Los ideales humanistas de la burguesía eran la diana contra la que los jóvenes de la nueva ideología debían disparar las metralletas que el partido les ponían en la mano” (Márai 123).

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como una invasión, real o figurada, de su espacio habitado12. Ahora bien, creo que el tema de la masa, en relación con el motivo de la ocupación espacial, rebasa la coyuntura histórico-política cuando se contempla desde la mirada de un sujeto fuertemente individualista y se refiere a un problema antropológico más amplio13. Desde nuestra perspectiva, el espacio es susceptible de ser “ocupado” por la masa en detrimento del individuo, lo que provoca de inmediato una respuesta defensiva por parte de este. En muchos casos los intelectuales, en sus escritos, urdirán planes de fuga, arcadias íntimas, lugares alternativos donde refugiarse y preservar su identidad; y en otros ejemplos más puntuales se difuminará la idea de masa al imaginar la ocupación peronista como resultado del esfuerzo de unos pocos sujetos conscientes. Mi análisis se ocupa sobre todo de nueve escritores de las banderas ideológicas más representativas de la Argentina del primer peronismo: Arturo Jauretche, Jorge Luis Borges, Adolfo Bioy Casares, Manuel Gálvez, María Rosa Oliver, Beatriz Guido, Ezequiel Martínez Estrada, Julio Cortázar y Leopoldo Marechal. Todos ellos vivieron de cerca el fervor y los himnos, los miedos y la violencia. El peronismo siguió inspirando el imaginario argentino décadas más tarde, y aún hoy es un tema cotidiano que une y enfrenta a los argentinos. Muchos han sido los escritores que desde 1945 han tomado al peronismo para abrazarse a él o zaherirlo sin misericordia. La vigencia del peronismo, que ha sobrevivido a su fundador mediante imprevisibles transformaciones, ha influido y sigue influyendo en 12 Este motivo, por cierto, puede rastrearse también en otros medios en los que una interpretación simbólica conduce a lecturas de carácter político, como el cine o el cómic de ciencia ficción en Argentina partir de 1955 (ver González Álvarez). 13 La tensión narrativa entre multitud y sujeto individual no es privativa del discurso político en la modernidad, sino que puede detectarse en relatos de todo tipo. Valgan ahora como ejemplo los relatos de viajes analizado por Jean-Didier Urbain, a través de la contraposición entre el viajero (libre, consciente, individualizado, “espiritual”) y el turista (masificado, ignorante, mercantilizado, etc.). Desde Theroux, Gerbault, Darío y tantos otros, hay una amplia literatura de desprecio al turista en su dimensión multitudinaria (Urbain 1993, 45-77).

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el imaginario artístico y literario de la Argentina. Muchos son los escritores que no pueden prescindir hoy de su sombra tutelar en el plano puramente creativo. En mi caso, he preferido realizar un corte selectivo y me he quedado con un grupo significativo que vivió el advenimiento histórico del primer gran fenómeno populista de América. Solo tangencialmente haré referencia a la gran evolución vivida de los años sesenta en adelante, cuando parte de la izquierda intelectual se vaya decantando hacia el compromiso revolucionario latinoamericanista y se integre al peronismo. El lector advertirá que me ha interesado el análisis narrativo por encima de las consideraciones especulativas, incluso en aquellos autores que destacaron más como ensayistas. Me ha atraído, por encima de las referencias abstractas, el relato personal que cada uno hizo de la experiencia masificadora del peronismo. Toneladas de libros y artículos se han generado alrededor del ideario peronista, sus relaciones con los grupos nacionalistas, el sindicalismo contemporáneo o la Iglesia católica, su deriva izquierdista en los años sesenta o la influencia de Eva Duarte en el imaginario argentino. Aunque en esta descomunal atención abunden los exámenes sobre sus debates ideológicos, he preferido una aproximación que evalúe los testimonios en su pura dimensión narrativa, con toda la carga subjetiva y ficcional que ello supone. Para Hayden White se debiera distinguir el evento (lo que ocurrió) del hecho histórico tal y como sería el relato transmitido por historiadores, novelistas, sociólogos, ensayistas, etc. La narración es, en este sentido, un elemento fundante de la Historia, ya que esta se presenta ante todo como relato, y, por tanto, como una construcción discursiva. A través de la fabricación de la historia llegamos, de forma inevitable, a versiones de los eventos filtradas por procedimientos retóricos: silencios, hipérboles, selecciones, inversiones temporales, recortes de lo realmente sucedido. De ahí, por cierto, la dificultad de encontrar una versión consensuada de los eventos históricos. Siguiendo, pues, esta idea, hemos partido de un terreno donde el disenso fue carta de naturaleza desde su misma aparición. A través de una estrategia característica de todo populismo, la razón peronista no aspiraba a la conciliación social, sino

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a instaurar una lógica hegemónica en nombre de un “pueblo”. Y ese pueblo se reveló, de forma evidente para sus partidarios y siniestra para sus detractores, en las tumultuosas manifestaciones con que el poder se legitimaba periódicamente. El peronismo fue, además de una reivindicación nacionalista de soberanía económica y un reclamo de justicia social, un fenómeno mucho más concreto. Fue una masa humana que se podía simbólicamente situar en un espacio urbano, algo físico, casi palpable, que se veía, se escuchaba y, según algunas sensibilidades tan exquisitas como clasistas, hasta se olía. El relato de esta experiencia primordial es lo que me ha interesado rescatar desde la perspectiva imaginativa y apasionada de la literatura14.

14 Tengo una deuda de gratitud hacia una serie de colegas y amigos que, con sus consejos, charlas, lecturas del manuscrito o visiones históricas me acercaron a lo que significó el primer peronismo y su tormentosa relación con los escritores: entre otros, Luis Galván, Mariana Moraes, Norman Cheadle, María Rosa Lojo, Ramiro Podetti, Mariela Blanco, Inke Gunia, Carolina Cerrano, Héctor Ghiretti, Carina González. También quisiera agradecer a la Prof. Ana Marta González, así como al ICS de la Universidad de Navarra, por su apoyo económico. Por último, un recuerdo especial guardo para María de los Ángeles Marechal, quien me abrió las puertas de su casa en Buenos Aires y de la Fundación que dirige desde hace tantos años.

I. El contexto intelectual de la masa

…sentado sobre el paredón, volvió a mirar al monstruo, millones de hombres, de chicos, de obreros, de empleados, de rentistas… ¿Cómo hablar de todos? ¿Cómo representar aquella realidad innumerable en cien páginas, en mil, en un millón de páginas? […] Seis millones de argentinos, españoles, italianos, vascos, alemanes, húngaros, rusos, polacos, yugoslavos, checos, sirios, libaneses, lituanos, griegos, ucranianos. Oh, Babilonia. La ciudad más gallega más grande del mundo. La ciudad italiana más grande del mundo. Etcétera. […] Lo nacional. Dios mío. ¿Qué es lo nacional? (Ernesto Sábato: Sobre héroes y tumbas). El pueblo está hecho de masas (Karmelo Iribarren: Diario de K)

Durante la primera mitad del siglo xx Argentina se convierte en un país netamente urbano. Para 1940 Buenos Aires es, junto con México, San Pablo y Río, una de las cuatro únicas ciudades de Iberoamérica que supera el millón de habitantes. En estas urbes se está formando un proletariado que, según mandan los acontecimientos de la época, se siente relegado de la toma de decisiones políticas. Esa masa, pese al olvido político que padece, va a ir formándose en arrabales cada vez más imponentes por su tamaño, inmensos pe-

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rímetros suburbanos habitados por gentes que surten de mano de obra a la incipiente economía industrial. ¿De dónde procedía todo aquel contingente humano? A partir de los años treinta se asiste a un notable movimiento de inmigración interior que desplaza a muchos habitantes de las provincias al extrarradio capitalino. José Luis Romero destaca cómo las ciudades masificadas en aquella época configuran sociedades escindidas: los nuevos emigrantes del interior buscan integrarse en un nuevo entorno que no conocen suficientemente y conviven con otros ciudadanos “normalizados” que miran con desconfianza, hasta con miedo, su llegada (Romero 336). Este proceso demográfico venía precedido de una profunda transformación política operada en el siglo anterior. El paso del orden colonial a la Independencia implicó, además de cambios ideológicos e institucionales, el proyecto de un demos regulador de la vida pública para los nuevos países. Sin embargo, el proceso hacia la modernidad no se iba a realizar sin grandes obstáculos. El problema era la identificación de quién era el pueblo soberano o, mejor dicho, sobre qué sector social debía recaer la fuente de la autoridad política. En el siglo xix, tras un período de turbulencias que concluye hacia 1870, las élites terminaron por adjudicarse esa función dirigente en exclusiva, pese a que los principios importados de Europa reclamaban una participación más amplia de la población. Es entonces cuando se consolida una oposición básica entre la masa, entendida peyorativamente como “chusma”, “turba” o “plebe”, y el sujeto intelectual que, desde la política, la literatura o el periodismo, trata de influir sobre un colectivo con el que mantiene una relación ambivalente. Por un lado, el intelectual le confiere la condición de pueblo libre y soberano de acuerdo con los valores ilustrados que dan sentido a las repúblicas nacientes; por otro, teme su potencial peligrosidad como masa generadora de desórdenes que atentan contra la estabilidad del mismo sistema (Montaldo 2002, 59-68). Los conceptos de populus y plebs en el discurso político decimonónico se presentan, pues, como antagónicos y sin armonía posible, ya que al final del siglo el Estado hispanoamericano se consolida como una república oligárquica que mantiene una concepción res-

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tringida de “pueblo”. Hay Estado, pero no conciencia vertebradora de nación ni de pueblo en sentido amplio (Guaraglia 33-51). En estas condiciones, los poderes despliegan mecanismos de control de las masas apoyándose en argumentos que defiendan la supervivencia de la comunidad nacional y, al mismo tiempo, garanticen las libertades individuales. Es notable observar que el pensamiento ilustrado europeo, inspirador de la formación de las naciones latinoamericanas, se establece sobre el fomento, desde el Estado, de un individualismo que exhorte a pensar por uno mismo y a buscar el propio interés. Ahora bien, paradójicamente, solo desde este individualismo se animará a alentar la prosecución de los intereses colectivos. Desde el patrón liberal, la promoción de las libertades individuales y la valoración de las propias capacidades del yo debería redundar en un beneficio de la comunidad. Como destaca Dülmen, “el triunfo de la libertad de pensamiento y de fe, del derecho de propiedad y la libertad profesional señalaron importantes hitos en el camino de una sociedad individual que, en todo caso, tampoco renunciaría a la idea de lo general, de lo que está por encima de todos los individuos” (Dülmen 146). En la América Latina del tránsito del s. xix al xx las oligarquías locales impulsaron las iniciativas privadas sin abandonar una retórica patriótica que sublimaba las ideas de progreso social y civilización. Sin embargo, estos discursos no llegaron a calar en los estratos populares, marginados de la práctica política y el desarrollo económico.

1. Proyectos educativos En Argentina, como en casi toda Hispanoamérica, el período que comprende aproximadamente entre 1880 y 1930 se caracteriza por cambios estructurales tan profundos que casi en cualquier observador de la época podemos encontrar dosis enfrentadas de optimismo e inquietud, ilusión y angustia. Se opera así un movimiento positivo y negativo al mismo tiempo, pero siempre tan vertiginoso que hace perder el pie a quienes lo viven o padecen por la rapidez de sus transfor-

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maciones. Es la impresión dual que algunos estudiosos como Berman han identificado con la percepción de la modernidad entre quienes la viven de forma consciente. En Argentina el colosal aumento de la población debido al fenómeno de la inmigración europea es el principal causante de este sentimiento ambivalente y turbador. La irrupción de las masas urbanas en el debate público empieza a producirse con el asentamiento de contingentes procedentes de Europa. Tras la derrota de Juan Manuel de Rosas en la batalla de Caseros (1852) se habían ido asentando las bases de “una república posible”, por utilizar términos propios de Juan B. Alberdi, uno de los intelectuales más influyentes del período. En aquel entonces se implantan nuevos medios para el progreso de un país que se sentía destinado, desde su clase dirigente, a ocupar una plaza de supremacía en su contexto regional: libertades económicas y políticas, impulso de la inmigración, inversión en ferrocarriles, etc. Un proyecto liberal acaba por instaurarse en el período conocido tradicionalmente como de la “Organización Nacional” (1852-1880), sobre todo durante las presidencias sucesivas de Mitre, Sarmiento y Avellaneda. La Argentina destaca por sus avances en materia educativa, con éxitos en el destierro progresivo del analfabetismo1, así como por el levantamiento de las restricciones sobre la libertad de prensa. Se abren librerías e imprentas en Buenos Aires, aparecen sociedades lectoras y los periódicos forman parte de la vida cotidiana de las ciudades. El sistema escolar y la prensa se convirtieron así en instrumentos de unificación social y de consolidación de una identidad política. En este sentido, se conforman unos determinados modelos socioculturales basados en las premisas del ideario liberal argentino: la inmigración europea y la homogeneización racial se convierten en las metas a las que se debe aspirar para construir una república de ciudadanos libres y progresistas. La producción literaria del período, muy en particular la novela, refleja los patrones sobre los que 1 Desde 1850 el 6,5% de los niños argentinos se encontraban dentro del sistema escolar; en 1883 ya eran el 28,6%. En 1869 el 46,5% de la población de Buenos Aires ya estaba alfabetizada (Ortiz 30).

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se articula un proyecto político y cultural cimentado en los valores liberales y pragmáticos de la civilización anglosajona mezclada con el sustrato criollo (Ortiz 35-71). Sin embargo, a partir de la década del 80, las élites, que habían impulsado el proyecto inmigratorio, empiezan a ver con inquietud la pujanza de ese nuevo proletariado destinado a formar parte central de la sociedad a lo largo de las siguientes décadas. Eugenio Cambaceres, novelista de la generación del Ochenta, describe en Música sentimental (1884) la llegada de un grupo de inmigrantes vascos al puerto de Buenos Aires: Lotes de pueblo vasco, hacienda cerril atracada por montones, al muelle de pasajeros de Buenos Aires, diez o quince años antes, con un atado de trapos de coco azul sobre los hombros y zapatos de herraduras. Lecheros, horneros y ovejeros, transformados con la vuelta de los tiempos y la ayuda paciente y resignada de una labor bestial, en caballeros capitalistas que se vuelven a su tierra pagándose pasajes de primera para ellos y sus crías, pero siempre tan groseros y tan bárbaros como Dios los trajo al mundo (Cambaceres 1).

Cambaceres no solo se irrita desde su perspectiva xenófoba y clasista, sino que denuncia la imposibilidad de que aquella gente “bárbara” haga sus raíces en la Argentina. Si la oligarquía dirigente favorecía la entrada multitudinaria de mano de obra foránea, ello se justificaba porque, a la larga, los extranjeros debían naturalizarse y cooperar en el desarrollo de la patria. Ya que el proyecto sarmentino se justificaba por la función civilizadora y homogeneizadora de la educación, la gran pregunta, entonces, era cómo integrar a aquellos contingentes, tan heterogéneos entre sí (vascos, gallegos, genoveses, calabreses, suizos, franceses, sirios, rusos…), en la estructura política y social que los acogía. Afincados en barrios semiabandonados o suburbios en malas condiciones, los nuevos pobladores iban creciendo en número imparable y, poco a poco, se organizaban en asociaciones políticas o se iban insertando en capas superiores de la sociedad. Pero esta última solución tampoco tranquilizaba a mu-

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chos intelectuales de las élites argentinas de toda la vida. La última novela de Cambaceres, En la sangre (1887), ya propone el desclasamiento de un hijo de inmigrantes italianos, convertido en arribista inmoral debido a un ventajoso casamiento. El final, con escena de violencia de género incluida, determina la imposibilidad de que el italiano disfrazado sea un ciudadano ejemplar. En aquellos años José María Ramos Mejía escribe un ensayo de título elocuente, Las multitudes argentinas (1899), en donde observa el ascenso de este nuevo tipo social, cuyo afán rudamente materialista es motivo de alarma si llega a convertirse en masa: “Este burgués aureus, en multitud”, —advierte Ramos Mejía — “será temible si la educación nacional no lo modifica con el cepillo de la cultura y la infiltración de otros ideales que lo contengan en su ascensión precipitada hacia el Capitolio” (Ramos Mejía 226). ¿Cuáles serán, por tanto, los frenos a la revuelta y la anarquía? Desde el enfoque ilustrado y liberal de Ramos Mejía, se necesita un sistema educativo que privilegie los valores ciudadanos de la república oligárquica y permita la estabilidad política, económica y social. La educación en las expresiones clásicas de la cultura europea se vuelve imprescindible para proponer una serie de excelencias (sensibilidad, gusto estético, espíritu cívico) al futuro ciudadano. Por un lado los gobiernos se esfuerzan en promover campañas de alfabetización que conduzcan a la Argentina al puesto de país civilizado que le corresponde. Las cifras, desde este punto de vista, son esperanzadoras al llegar el fin del siglo xix, como se demuestra con el emerger de un público lector que alimenta una industria cultural de literatura comercial, folletines y novelas por entregas2. Pero hacen falta, además, mediadores culturales para que la masa inorgánica no se vuelva peligrosa por incontenible, violenta, irracional. En ese contexto el intelectual se adjudica una función educativa volcada en la sociedad. Él se arroga la misión de desterrar los vicios de la barbarie ancestral y conducir al país a las altas metas que sus dirigentes prometen. 2 Sobre la aparición de un nuevo público lector en Argentina, ver los estudios de Sarlo (1985) y Prieto.

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Lo que señala Ramos Mejía, al igual que otros prohombres de su generación, es un proyecto que no nace de la noche a la mañana. En Argentina el recurso a las letras como instrumento civilizador ya hunde sus raíces en el pensamiento fundacional de un Sarmiento y va a emplearse en distintos escenarios ideológicos, tanto a derecha como a izquierda, desde entonces. Entre esos proyectos es imposible no mencionar a las publicaciones periódicas, que continúan formando parte indispensable del paisaje cultural. A lo largo de las tres primeras décadas del siglo xx aflora un buen número de revistas literarias, algunas de ellas con tiradas considerables, lo cual refleja el éxito de las políticas educativas de la época: Nosotros (1907-1934; 1936-1943), Inicial (19231926), Valoraciones (1923-1928), Martín Fierro (segunda época, 1924-1927), Síntesis (1927-1930), etc. Pero acaso la revista más importante, la que ingresa por más tiempo en el centro del campo literario argentino y obtiene mayor resonancia internacional, es Sur (1931-1966, sobre todo, aunque la revista sobrevive oficialmente hasta 1992). El núcleo ideológico de esta influyente revista proclama la misión redentora de las élites intelectuales a través de su actividad cultural. Se trataba de influir en la sociedad de forma casi invisible y metafísica, como una minoría civilizadora que, desde el cultivo del espíritu, influyera en el pueblo, alejándolo de la barbarie y de las tentaciones totalitarias de fascismos y comunismos (King 76-77). Los propósitos ilustrados de la dirección de Sur se decían alejados de cualquier compromiso ideológico siempre y cuando se respetaran las normas de las sociedades democráticas admiradas por su directora, Victoria Ocampo. A lo largo de su caudalosa historia Sur acogió las firmas de escritores conservadores, católicos, liberales, socialistas, comunistas… Eso sí, su compromiso con la causa aliada en la Segunda Guerra Mundial condujo a la revista a una notoria militancia antifascista que la enfrentó directamente con Perón. En este sentido, la directiva de Sur fue consolidando un núcleo temático dominante, el de la responsabilidad del intelectual ante los problemas que planteaba un mundo moderno amenazado a la vez por los totalitarismos y por la masificación de la cultura. Influida por

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la línea editorial de T.S. Eliot en su revista The Criterion, Victoria Ocampo se refiere en bastantes artículos a la misión del hombre y la mujer de letras, que no es otra que la de crear una élite capaz de difundir los valores universales de la cultura occidental en la sociedad de masas argentina (Gramuglio 2004, 101-105). Ella misma escribe lo siguiente en el número de noviembre-diciembre de 1955, tras rememorar su paso por la cárcel peronista: La tarea de conducir al mayor número posible de hombres al reconocimiento, no solo en palabras, sino también en actos, de la importancia fundamental de eso que prima sobre todo y que sin embargo es constantemente olvidado: la verdad es una tarea que nos incumbe. Es tarea de los intelectuales, de los educadores (Ocampo, en Sarlo 2001, 121).

Con semejante estilo elitista y un análogo interés redentor, aunque se originase desde muy distintas posiciones, aparecieron los Cursos de Cultura Católica. La Iglesia había visto con alarma cómo había sido desplazada en todos los niveles durante la configuración del Estado argentino, el período de la Organización Nacional (18521880) surgido tras la caída de Juan Manuel de Rosas. En 1922 fue clausurada una efímera Universidad católica y, como respuesta, un grupo de jóvenes intelectuales fundó los Cursos de Cultura Católica. Esta iniciativa al margen de las enseñanzas oficiales divulgó la filosofía tomista en Argentina y congregó a numerosos pensadores y escritores que compartieron tanto su credo católico como un sentir nacionalista conservador de cuño hispanizante3. Aunque se localizaran en bandos opuestos a otras iniciativas secularizadoras, los intelectuales católicos (Atilio dell’Oro Maini, César Pico, Tomás 3 Al calor de los Cursos se constituyeron otras actividades, como la creación de la revista Criterio en 1928, órgano de referencia de la intelectualidad católica argentina, dirigida durante muchos años por monseñor Gustavo Francheschi (sobre la función pedagógica de la literatura en Criterio, ver Rapalo y Gramuglio, 448-463). Todos estos proyectos gestaron un movimiento político cultural conocido como nacionalismo católico. El estudio clásico y más abarcador sobre el nacionalismo católico argentino es el de Zuleta.

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Casares, etc.), compartían el deseo de llegar a amplias capas de la sociedad —recristianizar la sociedad argentina—, a partir del estudio y la divulgación de la cultura católica. Escribe Zanca (2012) que “la sociabilidad de los jóvenes católicos de los años veinte no se distanciaba mucho del juvenilismo de los reformistas, que se había volcado en asociaciones, publicaciones y una sensibilidad compartida en Latinoamérica”. Con el tiempo algunos integrantes de los Cursos de Cultura Católica, insatisfechos por su escasa penetración en la sociedad de masas, se integraron en el movimiento peronista. Otra iniciativa importante es la del Colegio Libre de Estudios Superiores (CLES), creado en 1930 por intelectuales renombrados de variada procedencia, entre el liberalismo democrático y el socialismo: Roberto F. Giusti, Aníbal Ponce, Adolfo Bioy padre, José Luis Romero, Francisco Romero, Julio Payró, etc. Concebido como un centro de estudios superiores en paralelo a una universidad pública ultraconservadora, sus programas académicos se proponían el acercamiento a la alta cultura de capas amplias de la sociedad. Su preocupación educativa se volcó en los sectores medio-bajos y, en especial, en la formación de maestros de escuelas primarias y secundarias, a fin de multiplicar su labor (Pasolini 2006, 63-65). Uno de los fundadores del Colegio Libre de Estudios Superiores, el socialista Roberto F. Giusti, se planteaba su trabajo de crítico literario con un sentido casi apostólico. En sus memorias confiesa, con la retórica altisonante de la época, que el propósito de su vida de hombre de letras fue “la elevación del hombre americano, acaso su salvación, en la fraternidad de la cultura” (Giusti 184). Sin embargo, su misma tarea no estaba exenta de resabios elitistas. Si a Giusti se le recuerda hoy, es por haber sido el creador, junto con su amigo el izquierdista Alfredo Bianchi, de Nosotros, una notable revista cuya misión tenía una circulación real mucho más estrecha. Por eso su fundador recordaba que su finalidad era ante todo “cooperar en la formación de una sociedad espiritual donde los escritores se reconozcan amigos y solidarios frente a esa esfinge que es el público” (Giusti 199). Si seguimos el camino de derecha a izquierda, también el socialismo tradicional se siente mediador entre la esfera de la cultura

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letrada y las nuevas multitudes que se habían beneficiado de las políticas educativas de los gobiernos radicales de los años veinte. Es el caso, por ejemplo, de empresas culturales como la revista Claridad o la colección popular “Los pensadores” que, en esos años, “intenta proporcionar a los nuevos sectores alfabetizados un discurso para que articulen sus reclamos, argumentos, experiencias” (Montaldo 1999, 153). En efecto, se trataba de empresas culturales con una firme vocación pedagógica y política, como delataban los primeros autores editados por “Los pensadores”: Bujarin, Lenin, Voltaire, Baroja, Anatole France, etc. Aparecida en febrero de 1922, esta colección se destinaba a un público masivo y recién alfabetizado al que se quería dotar de una conciencia de clase. Gracias a precios muy bajos y tiradas amplias, los libros tuvieron un notable éxito de ventas (Cedro 2012, 51-53). A lo largo de esa década, y de la siguiente, fue agrandándose el proyecto ligado al ideario socialista mediante la fundación de la revista Claridad y el Ateneo Claridad. Sin embargo, en 1940, dentro de otra coyuntura económica, la editorial se vio obligada a clausurar sus colecciones y centrarse en temas específicos para sobrevivir. El caso de Claridad representa de forma excelente los objetivos de la izquierda cultural argentina anterior al peronismo: frente a una literatura folletinesca y comercial que emergía a través de las novelas de entregas en la prensa periódica, los impulsores de Claridad y “Los pensadores” querían que el público popular se hiciera con determinados libros, que se encontrara con textos formativos en lo social y en lo político. Los buenos resultados permitieron salir adelante a los gestores durante casi tres lustros, pero, en cuanto la empresa dejó de ser viable comercialmente, tuvo que cerrar. En el fondo, por muy proletaria que fuera su imagen, se trataba de un proyecto ilustrado que, desde una minoría intelectual, se dirigía a la masa para que esta fuera conducida a una toma de conciencia ajustada a los objetivos deseables por los mismos letrados4. 4 La estrategia de penetración de Claridad se suele comparar con la del Partido Socialista argentino articulado en torno a la organización de conferencias por barrios, creación de ateneos culturales, bibliotecas populares, etc. Por eso se ha

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Terminemos nuestro camino en la margen izquierda del río político argentino: el anarquismo también se caracterizó por su afán misional a través de publicaciones diversas. Al igual que sucedió con socialistas y comunistas, los anarquistas buscaron enlazar política y literatura con fines pedagógicos. De allí la importancia que otorgaban a la creación de imprentas, editoriales, revistas, escuelas y bibliotecas populares, grupos de teatro, formación de espacios de lectura, etc. La literatura generada desde estas instancias vuelca su preocupación por los modos con que el estado oprime al individuo y llama al combate contra la injusticia. Para ello se premia al poeta con la función de representar al pueblo y movilizarlo. Ajustado a una versión romántica que lo diferencia del ideario socialista, el poeta se erige en voz emblemática de los sufrimientos del pueblo al mismo tiempo que se distingue de él por ser una voz diferenciada y singular. Este tipo de discursos, por cierto, marca distancias entre el gusto artístico del letrado, por muy ácrata que sea, y el de la masa. Era un arte para el pueblo, pero no del pueblo. Por eso, el intelectual anarquista, si por un lado se presenta como el más capaz de entender a la masa, también percibe dolorosamente “la apatía de ese pueblo, ya que a la indiferencia por su suerte miserable y por la marcha de la revolución, se le suma la percepción de una intolerable sordera hacia el hecho artístico” (Ansolabehere 55). Un poema de Alejandro Sux, aparecido en el periódico Libre examen, de 1912, lo expone de forma transparente: De la torpe y hambrienta turbamulta que nunca comprender lo grande alcanza surgió un hombre titán y en lontananza sangrienta apareció la aurora oculta. Es el Gran Sembrador, el que en la inculta tierra arroja puñados de esperanza; el que a pesar de todo siempre avanza el que sirve de escarnio y se le insulta (Sux, en Ansolabehere 55).

dicho que su actuación fue más moral que política (Eujanián y Giordano 401).

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Novelas como La ciudad anarquista americana (1914) de Pierre Quiroule o Bohemia revolucionaria y Amor y libertad (1910) del citado Alejandro Sux reflejan unos programas revolucionarios gestados desde una minoría de elegidos. En los libros de Sux la acción es más abiertamente autobiográfica, frente a la trama utópica de Quiroule, y por eso mismo nos descubre mejor los entretelones del actuar de los letrados anarquistas. La redacción de artículos, cuentos, manifiestos y poemas en la prensa afín forma parte de la vida del protagonista, Arnaldo Danel. Este personaje, cuyo nombre propio es ya un guiño cultista al trovador provenzal Arnaut Daniel (1180-1200), está lleno de buenas intenciones hacia los obreros y su lucha, pero no puede soportar su ignorancia ni su indolencia. Se ve urgido a tomar la palabra en su defensa, lo que no impide que se presente también como un lúcido y amargo espectador de la barbarie de las multitudes. Así, frente a las manifestaciones, prefiere quedarse significativamente a un costado (Ansolabehere 173-174), expresando la distancia insalvable que siente entre él y el pueblo que dice defender5. No extraña, pues, el final de Amor y libertad, con Danel partiendo hacia Europa en busca de la consagración literaria. Sur, Claridad, el Colegio Libre de Estudios Superiores, los Cursos de Cultura Católica, las bibliotecas populares… Pese a sus nobles intenciones, estos proyectos civilizadores, más o menos conscientes herederos de “la larga tradición redentorista del letrado americano” (Rama 90), no llegaron a impregnar todas las capas de la sociedad. Algunos de ellos, como Sur, tuvieron un éxito indudable y duradero dentro de un ámbito restringido. La revista de Victoria Ocampo 5 Paradójicamente esta percepción ambigua de las manifestaciones anarquistas como signo de injusticia social y turba enferma la comparte Sux con autores conservadores como Francisco A. Sicardi. En la quinta parte (1902) de su Libro extraño (1894-1902), se define a la muchedumbre en huelga como “detrito social”, “gangrena” y “tumulto”, al mismo tiempo que no se soslayan las causas de estos desórdenes: el sistema no funciona porque no es capaz de encauzar reivindicaciones legítimas de los desposeídos. La solución que propone Sicardi, la negociación y armonización de intereses entre el proletariado y el capital a través de la regulación del Estado, anticipa curiosamente la doctrina peronista…

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ocupó el centro del campo literario argentino durante décadas y fue una publicación de referencia internacional, pero su público siempre estuvo reducido a una inmensa minoría. Otras iniciativas, en apariencia más amplias, como los libros de Claridad, llegaron a la clase media y solo a algunos sectores de la clase trabajadora. El saldo de estas propuestas se puso dolorosamente de relieve a partir de la década del cuarenta, encrucijada histórica de Argentina en la que multitudes descartadas de los sucesivos proyectos nacionales terminaron enfrentándose políticamente a otro sector social más compacto y “educado”. Por otro lado, los programas ilustrados estaban impulsados muchas veces por una élite que en absoluto compartía en su conjunto la necesidad de educar al pueblo. Frente a las buenas conciencias, aquí y allá se detectan testimonios de quienes ven con pesimismo el avance democrático en los espacios públicos y temen que el proceso modernizador destruya el orden tejido por la oligarquía. No todos los testimonios de las clases superiores siguieron el mismo camino pedagógico, sobre todo cuando se fuera produciendo en Argentina lo que Ortega y Gasset llamó la “rebelión de las masas” que tuvo su definitivo despertar a partir del triunfo electoral de los radicales en 1916. La solución de un encauzamiento por parte de una minoría educadora no servía para quienes solo veían en las muchedumbres trabajadoras una amenaza ciega e incapaz de ser dirigida por nadie. Así sucede, por ejemplo, con los recuerdos del doctor Adolfo Bioy, buen representante de la oligarquía terrateniente y padre del conocido escritor, quien escribió tres tomos de memorias. Los dos primeros, Antes del 900 y Años de mocedad han sido publicados, pero el tercero, al parecer, está incompleto y no ha conocido los honores de la imprenta. En ese tomo se encuentra un fragmento sobremanera interesante, en el que el autor glosa la impresión que le produjo una manifestación que celebraba la victoria de los radicales en las elecciones generales: El 12 de octubre de 1916 vimos venir, en su momento, una inmensa y espesa columna humana que cubría calzada y veredas, frenética

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Javier de Navascués y desbocada. A los cuarenta o cincuenta metros de su comienzo, en el centro mismo de su anchura, se alzaba Hipólito Yrigoyen, de pie en coche descubierto, vestido de frac, desnuda la cabeza, saludando, como un juguete de resorte, a diestro y siniestro, con mirada tierna de ojos encapotados en su rostro de árabe triste (Bioy 1997, XV-XVI).

La cita es impagable. Los prejuicios de la década del ochenta del siglo anterior, tal y como los vimos plasmados en Cambaceres, perviven en el relato memorialístico de Adolfo Bioy padre. El narrador ve asustado desde el exterior una turba que se adorna con calificativos de “frenética” o “desbocada” y un líder que parece, en realidad, manejado por la misma multitud, ya que saluda “como un juguete de resorte”. La masa, fuerza irracional, es quien arrastra al individuo, no al revés. La evocación del triunfo radical, primera victoria de un partido democrático mayoritario en unas elecciones libres en la Argentina, solo se concibe como un levantamiento popular encubierto. Evidentemente, Adolfo Bioy padre evoca los miedos de un patriciado ante el emerger de una clase media representada por el primer partido democrático de la historia argentina, el radical. Este episodio remite a otros sucesos que la clase de los Bioy temió con mayor intensidad dos décadas más tarde.

2. Contexto histórico Los antecedentes: la “Década infame” Impulsada por el contexto de crisis internacional y la debilidad de los partidos democráticos, la oligarquía va a favorecer el golpe militar de 1930 a cargo del general Félix Uriburu. El gobierno de la Unión Cívica radical fue depuesto y su presidente Hipólito Yrigoyen conducido a prisión. Desde entonces, y hasta 1943, un sistema ilegal de gobierno impuso su voz a través de elecciones amañadas. A Uriburu, un militar de simpatías fascistas, lo sustituyeron bien

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pronto para dar paso a una falsa restauración del orden democrático. Las presidencias de Agustín P. Justo (1932-1938), Roberto M. Ortiz (1938-1942) y Ramón Castillo (1942-1943) se sostuvieron gracias a la práctica del fraude electoral masivo. Sin embargo, la “Década infame”, como se ha llamado a este período de la historia argentina, no significó un simple retroceso en el desarrollo de la gestión de las muchedumbres en la política local. También se gestó una reconversión provocada por los nuevos agentes sociales. De la misma forma que el radicalismo de los años veinte había dado aliento a muchos sectores descontentos de la clase media, el decenio siguiente asiste a la entrada de un nuevo actor en la formación de las masas dentro del espacio público. Así, la Iglesia católica resurge con una fuerza desconocida desde el Congreso Eucarístico Internacional de 1934. Este episodio, presidido por Mons. Eugenio Pacelli, futuro papa Pío XII, fue la mayor movilización colectiva vivida en el país hasta entonces. Además de ser una representación de la fe popular, se demostró así el enorme poder de convocatoria que tenía el catolicismo y, por tanto, su valor inexcusable como interlocutor en futuras iniciativas (Zanatta 1996, 155-163). Así lo entendieron en su momento los dirigentes, con el presidente Justo a la cabeza, que olvidó repentinamente sus adhesiones masónicas cuando se retrató al lado de la Cruz en todos los actos religiosos del Congreso Eucarístico… A partir de aquí, la Iglesia se dota de una estructura organizativa capaz de promover la imagen de una Argentina piadosa ante la opinión pública. Las festividades religiosas se convierten en pretexto para la afirmación católica del país. “Solamente en 1938 la gente del pueblo rebalsó cuatro veces las plazas de la capital, en ocasión de la Pascua, Corpus Christi, Santa Rosa de Lima y 1.º Congreso Eucarístico Arquidiocesano” (Zanatta 1996, 322). También de esa etapa es la fundación de la Acción Católica (1931), el impulso de la labor social de la Iglesia o la puesta en marcha de los Cursos de Cultura Católica, que congregaron a numerosas figuras de la intelectualidad católica argentina: Tomás D. Casares, Mario Amadeo, Marcelo Sánchez Sorondo, Máximo Etchecopar, Leopoldo Marechal, Francisco L. Bernárdez, etc. Muchos de ellos desarro-

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llaron en los años siguientes una importante labor que inspiró la formación del peronismo en su vertiente ideológica. Sin embargo, ese nacionalismo católico nunca llegó por sí mismo a cuajar en una opción política de gobierno. Al mismo tiempo que se consagraba la presencia del catolicismo en la vida pública, el panorama social y político estaba experimentando una transformación sin precedentes. Era un proceso silencioso pero imparable. Tras el aluvión inmigratorio venido desde Europa, paralizado por las inclemencias del crac económico mundial, Argentina conoció un éxodo interior de consecuencias fundamentales para la reorganización del país. En consonancia con un relativo crecimiento industrial, se produjo una importante red de desplazamientos demográficos del interior a la capital. La crisis agrícola expulsó a muchas gentes hasta los suburbios de Buenos Aires y, a diferencia de lo que había sucedido en el pasado durante las décadas doradas de la inmigración extranjera, la ciudad no pudo absorber a las nuevas masas de trabajadores. El área metropolitana se inundó de trabajadores precarios o desocupados cuyo número no paró de aumentar. Hasta 1936 llegaban alrededor de 8.000 personas anuales a la ciudad; entre 1937 y 1943, la cifra creció hasta 70.000 de promedio; por fin, ya en pleno peronismo, se habla de 117.000 nuevos inmigrantes al año procedentes de las provincias. Gracias a este proceso, en menos de diez años la población de Buenos Aires se había incrementado en más de un millón de habitantes (Torre y Pastoriza 2002, 262). La ciudad estaba alimentando ya a una nueva base social que enseguida recibirá el apodo de “cabecitas negras”. La dictadura militar El 4 de junio de 1943 el presidente Ramón Castillo se encontraba en una situación sin salida. Desacreditado por una gestión ineficaz y por las acusaciones de corrupción electoral que gravitaban en la opinión pública desde los años treinta, su gobierno había perdido los apoyos que le habrían permitido seguir adelante. Además, se veía presionado por aquellos que deseaban la entrada de Argentina

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en la Segunda Guerra Mundial. Un núcleo de jóvenes militares de mediana graduación, el GOU (Grupo de Oficiales Unidos), estimuló entonces el golpe que, ese mismo día, acabó con la dinastía de gobiernos impopulares que había gobernado el país a lo largo de trece años. Un cuartelazo había destituido al líder radical Hipólito Yrigoyen y otro volvía a hacer lo mismo con el heredero de la primera asonada. En apariencia no cambiaban las tornas: enseguida los militares golpistas anunciaron medidas que tranquilizaron a la oligarquía al mismo tiempo que proclamaban su credo autoritario. Tres generales se sucedieron en la presidencia durante un período de tres años escasos: Arturo Rawson, Pedro Pablo Ramírez y Edelmiro Farrell, lo cual da idea de la falta de auctoritas que padecían los nuevos dirigentes. Sin embargo, entre los dueños de la situación se encontraba un coronel ambicioso y dotado de un original instinto político: Juan Domingo Perón. Este se hizo con el ministerio de Guerra y la cartera estratégica de Trabajo y Previsión, desde donde bien pronto desarrolló con gran autonomía una labor política que lo hizo enseguida muy popular entre las clases trabajadoras. La alianza de Perón con los sindicatos terminó fomentando suspicacias entre sus colegas. Además, los liberales y conservadores relacionados con el patriciado no soportaban su tono populista. Esta fobia antiperonista, que no haría sino crecer con el tiempo, llevó al gobierno a tomar una medida insólita: el 9 de octubre de 1945 tomó preso a Perón y lo recluyó en la isla Martín García. El triunfo de Perón La reacción de los seguidores de Perón fue sorprendente. El 17 de octubre, en una tumultuosa manifestación que colapsó el centro de Buenos Aires, exigieron la libertad inmediata de su líder. El gobierno, asustado ante el tamaño del problema, cedió y dio libertad a Perón para que se presentara a las elecciones del año siguiente. La fecha del 17 de octubre ha sido considerada como un jalón fundacional de la historia moderna argentina. Como escribe Félix Luna

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(1971), ese día, y todo el año en su conjunto, marcó el comienzo de la integración de la clase obrera en la vida política, además de refrendar una tajante división entre los argentinos. El fenómeno de las muchedumbres movilizadas no era nuevo en el país. Lo que cambió quizá fue la percepción que los propios argentinos tuvieron del poder que la masa podía ejercer sobre la vida pública. El 24 de febrero de 1946 se convocaron por primera vez desde el golpe militar de Uriburu unas elecciones libres que dieron como vencedor a Perón. Su coalición se impuso a una alianza de radicales, socialistas y comunistas, la Unión Democrática, por una diferencia de diez puntos. Enseguida el flamante presidente se rodeó de un gabinete caracterizado por su común sentir nacionalista, entre los que se encontraban antiguos radicales, nacionalistas católicos, sindicalistas y viejos camaradas de Perón. No se trataba, por cierto, de un gobierno militar: la mayoría de los colaboradores de Perón eran civiles de muy diversa procedencia ideológica, desde la derecha a la izquierda. El papel mediador de estos cuadros entre el líder y su fidelísimo electorado no debiera ignorarse (Rein 1998, 31-54)6. La Unión Cívica Radical había prosperado entre 1880 y 1930 al apropiarse del voto de las clases medias, en su mayoría formadas por inmigrantes. Pero en los años cuarenta, con el advenimiento de una etapa en la que ingresaban otros grupos excluidos en el centro de la vida social y política, acababa de aparecer un nuevo grupo de mayor trascendencia incluso en el rumbo histórico de la Argentina moderna: el peronismo. Así, las muchedumbres peronistas, integradas por

6 Entre los colaboradores más próximos estuvo otro militar, Domingo Mercante, quien desempeñó un papel decisivo en las movilizaciones obreras del 17 de octubre de 1945. Se ganó fama de administrador eficaz mientras fue gobernador de la provincia de Buenos Aires. Sin embargo, los probables recelos del matrimonio Perón terminaron por propiciar su caída (Zanatta 2011, 264-266). Otros notables de la primera hora fueron Juan Atilio Bramuglia, ministro de Relaciones Exteriores y uno de los hombres de más talento en el primer gobierno peronista, y Miguel Miranda, presidente del Banco Central, quien ejecutó la nacionalización de su Banco. Todos terminaron perdiendo poder conforme crecía la estrella de Eva Duarte.

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aquellos cabecitas negras del interior y aquellos descendientes modestos de la inmigración, se convirtieron en parte del paisaje urbano del centro de Buenos Aires. Ahora la mediación que se les ofrecía a las masas para reconducir su presencia no fue solo educativa, a la manera de los discursos de Ricardo Rojas, o a través de un partido burgués como lo fue la Unión Cívica Radical. Tampoco se invocó en exclusiva la doctrina cristiana para transformar un estado laico y liberal en una nación católica (Zanatta 2011, 237-260). Se trató más bien de una nueva forma de hacer política, basada en el carisma singular de su líder y en sus ideas eclécticas, pero eficaces, de dominio del espacio público. En la consolidación del discurso peronista, y su posterior radicalización, fue decisiva la participación activísima de Eva Duarte, la bella esposa del presidente. Dotada de un carisma sin igual, ella fue sin duda la cara más popular del régimen, además de la más contestada y odiada entre las élites. Evita, el nombre con el que ingresó en la historia y en la leyenda, se unió con devoción infinita al ideario peronista y reflejó en su persona la admiración que sentían millones de personas por su marido. En cierta forma fue la mejor imagen de Perón, el icono de un régimen que se encontró de pronto con una propagandista extraordinaria. Paradójicamente ciertos aspectos de la sociedad argentina se modernizaron a través de un discurso primitivo que presentaba al peronismo como una religión secular, con sus dogmas y sus devotos (Zanatta 2011). Ahora bien, al mismo tiempo, como toda religión entendida de un modo fundamentalista, Eva demonizaba a quienes se negaban a participar en el culto a la personalidad del líder. Desde el principio Eva acompañó a Perón de una forma desconocida en el modo tradicional de hacer política en Argentina. Sin embargo, su voz empezó a escucharse con claridad solo a partir de que su marido venciera en las elecciones de 1946. Al poco tiempo, la prensa oficial comienza a dar cuenta de las visitas a fábricas de la esposa del presidente. Poco a poco se la ve atendiendo personalmente a numerosas personas que, en lugar de dirigirse al Ministerio de Trabajo, quieren ser recibidos por Evita. Enseguida se habilita una

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Secretaría de Trabajo para ella. Las audiencias que ella misma personalmente dirige, día tras día, a cientos de humildes y desheredados, mientras hace esperar a embajadores y empresarios, han quedado para la historia y el mito. El alcance de esta actuación social confirma que, lejos de limitarse a representar un papel de comparsa de Perón, Eva está moldeando el peronismo a su genio y figura, gracias a su capacidad de asumir la representación de un imaginario religioso entre las capas populares. En efecto, a partir de ahora se configura una dimensión pseudomística de la gestión que ignora los compromisos con la racionalidad, la necesidad de negociar con las diferencias de opiniones o la lógica de los equilibrios presupuestarios (Zanatta 2011, 104-105). Las famosas citas de Eva con el pueblo en el vestíbulo de la Secretaría de Trabajo son el símbolo de un acercamiento inusitado del poder a ciertos sectores sociales que se habían sentido marginados hasta el momento y que, de pronto, veían en el “hada rubia” a una figura milagrosa que dispensaba favores desconociendo las reglas hasta entonces imperantes. De un lado, Eva Perón se erigía en el “puente de amor” entre el gobierno y su pueblo. Desde la Fundación que llevaba su nombre, recaudaba dinero para hospitales, repartía ropa y comida, apoyaba actividades festivas y reclamaba fondos para ancianos y familias necesitadas. Pero, además, su labor neutralizaba iniciativas sindicales paralelas al gobierno. No conviene olvidar que el principal perjudicado en la disputa del terreno político de Eva, y del peronismo en su conjunto, es la izquierda tradicional. La CGT, el omnipotente sindicato peronista, tuvo en Eva a un interlocutor y un aliado extraordinario (Navarro 2002, 328-334). Y aquí no conviene desdeñar el papel que, de nuevo, tuvo el sustrato religioso en el discurso sindical de la época. Cuando Eva Perón estaba agonizando, la CGT organizó el 20 de julio de 1952 una espectacular misa de campaña, en la que un sacerdote oficiaba la misa y otro explicaba el sentido de la vida y la obra de Eva a la multitud (Zanatta 2011, 22). Nuevamente, pues, la intersección entre masa y política, engarzada en una justificación religiosa. La sospecha de posibles infiltraciones comunistas de la CGT, sospecha que agitaba a la burguesía y a la Iglesia

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católica, se eliminaba con este tipo de escenificaciones masivas, en donde unos ministros de Dios sancionaban el mensaje social cristiano de la figura más visible del gobierno. La Fundación Eva Perón fue la máquina ejecutora de las políticas más arriesgadas y populares, al mismo tiempo, que acometió Eva Duarte. Incluso cuando la crisis económica empezó a azotar el país en 1949, se desviaban ingentes cantidades de dinero público a asistencia social, ayuda a países amigos o inauguración de infraestructuras. Y si Perón acostumbraba a hacer un tour propagandístico de vez en cuando, su esposa no solo lo acompañaba, sino que ella misma tomaba la delantera, y recorría pueblos y ciudades inaugurando hospitales, pistas deportivas, hogares para la infancia. Eso sí, con la vitola de su nombre por delante, lo que implicaba el fuerte carácter político y personalista de su acción. El segundo mandato Para desdicha del régimen, Eva Perón murió de un cáncer fulminante en 1952. En solo seis años de política activa su marcha dejó una huella imposible de cegar. En aquel entonces Perón estaba acometiendo su segundo mandato tras reformar a su conveniencia la Constitución y vencer de nuevo en los comicios de 1951. La ausencia de Eva obligó al presidente a ocupar de alguna forma el papel jacobino que había representado su esposa. En el segundo gobierno peronista se reforzó la dimensión populista del gobierno, a la vez que se tomaban medidas más agresivas en favor de la Revolución (González Leandri 118-120): varios dirigentes de la oposición fueron encarcelados, se controlaron las radioemisoras y la reforma educativa se asentó sobre bases abiertamente propagandísticas7. Aquel mismo año La Prensa, el periódico más beligerante, fue expropiado por presuntas irregularidades económicas y por la acusación de re7 Es conocido el tono panfletario con que se escribieron los nuevos manuales de lectura para enseñanza primaria. Sobre la “peronización” de los libros de texto, ver Plotkin 1994, 133-162.

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cibir fondos del exterior interesados en combatir al gobierno8. Otro importante diario tradicional, La Nación, prefirió seguir una línea más cautelosa y no corrió la misma suerte. Por desgracia, el panorama no era tan prometedor desde el punto de vista económico como años atrás. La atrevida política social de los comienzos empezaba a pasar factura. Se habían reducido las exportaciones agrícolas, Estados Unidos canceló sus importaciones y aumentó la inflación. En esta complicada coyuntura Perón dio muestras de flexibilidad y comenzó un acercamiento a posturas más liberales. En 1952 el gobierno congeló los salarios y redujo las partidas en derechos sociales. Además, contraviniendo su retórica soberanista en materia económica, se buscaron inversores extranjeros, especialmente en Estados Unidos. Pero el clima político estaba ya bastante turbio. En 1951 Perón había bloqueado una conspiración contra él a cargo de antiguos camaradas suyos. Poco a poco, los enfrentamientos entre opositores y adictos del régimen se van haciendo más violentos. Un atentado en la sede del sindicato oficial, la CGT, es contestado con la quema de sedes sociales de la oposición y del Jockey Club, palaciego bastión del patriciado. Lo peor es que estos desmanes, en buena medida, son tolerados por el propio gobierno. Al iniciarse 1955 Perón ya tiene enfrente a un buen puñado de sectores sociales: la alta burguesía, los intelectuales, parte del ejército (la Armada, sobre todo) y la Iglesia católica, quien había apoyado al régimen, pero cuyas relaciones se habían enfriado bastante en los últimos años. El 16 de junio se produjo una sangrienta intentona de golpe de estado. Aviones militares bombardearon la Plaza de Mayo 8 Sobre el peronismo y sus relaciones con la prensa, ver Cane. Es notable cómo el peronismo no solo impuso sus directrices, sino que ganó la batalla dialéctica a la oposición. Cuando el radical Frondizi discutió la medida tomada por el gobierno de intervenir La Prensa, no apeló al argumento del ataque a la libertad de expresión, sino que trató de refutar las acusaciones de mala gestión económica y de alianza con el imperialismo por parte del rotativo (Cane 22122). Es decir, se renunció al discurso liberal y se empezó a adoptar el discurso nacionalista de Perón.

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durante una manifestación de apoyo a Perón y dejaron un saldo espantosamente trágico: más de doscientos muertos. El gobierno echó la culpa a las autoridades eclesiásticas de estar detrás del atentado. Por la noche turbas de seguidores peronistas incendiaron varias iglesias de la capital. Este hecho liquidó todavía más la credibilidad del gobierno entre los grupos descontentos y desencadenó el definitivo golpe de estado el 16 de septiembre de 1955 a cargo del general Lonardi. Perón abandonó el país en dirección a Paraguay. Aunque pudiera parecer lo contrario, no había terminado una época de la historia argentina. Más bien, solo era el fin de la primera etapa de un movimiento, el peronismo, cuyas resonancias llegan hasta nuestros días.

3. La retórica peronista: las funciones de la masa Desde su nacimiento, el peronismo ha suscitado una enorme controversia sobre sus verdaderas filiaciones políticas. Muchas opiniones negativas proceden de un abanico político multicolor, oscilante desde la derecha a la izquierda. En sus primeras décadas de vida, muchos, entre las fuerzas políticas opositoras y los intelectuales antiperonistas, motejaron su ideario de fascista. Borges, que había destacado por su militancia antifascista durante la segunda guerra mundial, vio en Perón una encarnación criolla de Mussolini. Sin embargo, este modo de interpretación tal vez resulta hoy en día en exceso riguroso9. El primer peronismo, el llamado “clásico”, el que 9 El debate sobre la naturaleza del peronismo se abrió nada más vivirse su primera extinción, con el exilio de Perón en 1955. Las acusaciones de fascismo se habían manifestado antes entre los intelectuales opositores (Victoria Ocampo, Borges, María Rosa Oliver, Martínez Estrada, etc.). Sin embargo, como ha señalado Finchelstein, la doctrina peronista de los años cuarenta y cincuenta se inspiraba en el nacionalismo católico argentino de la década del treinta, al mismo tiempo que hacía suyas proclamas socialistas desde una lectura no marxista. Algo tenía, además, del fascismo italiano, sin ser identificable con el sistema predicado por Mussolini (Finchelstein 2011, 308-309). Cuando Perón cae, se inicia un proceso de reinterpretación del fenómeno que incluye a quienes lo ven como una expresión del nacionalismo popular antiimperialista

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se inicia en 1945 y concluye diez años después, se caracteriza por una amalgama de rasgos, de los cuales solo algunos coinciden con el fascismo10. Su mitificación del líder o su movilización vertical de las masas son rasgos fascistas. Durante su estadía en Italia en los años treinta Perón quedó impresionado por el prestigio internacional adquirido por Mussolini y por aquella retórica suya que encandilaba a las masas, al mismo tiempo que anestesiaba supuestamente sus tendencias destructivas. En cambio, la sublimación de la demanda social en detrimento de la energía productiva de la nación o la ambigüedad de sus relaciones con la Iglesia católica son aspectos menos sencillos de comprender. Al principio de su mandato, Perón vivió un idilio con la jerarquía, quien vio en el coronel al “hombre providencial” que haría realidad el “mito de la nación católica” (Zanatta 1999, 400-438), pergeñado una década antes, cuando el nacionalismo católico reaccionase frente al Estado laico que había cimentado la república desde el siglo xix. Sin embargo, aquel hombre que se abrazaba a la Virgen de Luján y afirmaba la catolicidad esencial de su gobierno fue quien terminó legalizando el divorcio y mirando hacia otro lado durante la quema de iglesias en Buenos Aires, en sorprendente coincidencia con las formas más extremas de la izquierda republicana española. Lo mismo se podría decir de su política económica, sustancialmente nacionalizadora en sus orígenes, pero que se fue abriendo al liberalismo al final. El balance del peronismo entre 1946 y 1955 es tan complejo como sus mismos inicios. Ciertamente sus logros sociales fueron innegables: mejora de la calidad de vida de sectores desfavorecidos, (Jauretche) o como la explosión revolucionaria de una Argentina profunda sin un asidero ideológico de origen europeo (Hernández Arregui, ver Neiburg 4995). También entonces se realizan los primeros estudios académicos de orden sociológico para comprender los orígenes del peronismo de la mano de Gino Germani. 10 Algunos estudiosos hablan de ambivalencia del discurso peronista: de un lado, se afirma como una revolución que va a traer la democracia popular a la Argentina, y de otro se proclamaba, a través de un discurso pseudorreligioso, la recuperación de las esencias hispanas y católicas del país (Plotkin 1994, 159).

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serios avances en los derechos de la mujer, inserción en la vida pública y atención a los derechos de grupos olvidados, etc. Pero algunos problemas estructurales persistieron. El desequilibrio crónico entre Buenos Aires y el resto del país se agravó con la llegada de la inmigración desde el interior. Los políticos se sintieron urgidos a responder a demandas que favorecían el desarrollo de nuevos núcleos urbanos arrimados al cinturón del Gran Buenos Aires. De ahí que las provincias se desatendieran y algunas leyes contribuyeran a abrir aún más el abismo centralizador (Luna 1982, 128-131). Por lo demás, en el saldo de los críticos antiperonistas se encuentran otras cuestiones no menos importantes, como los ataques a la libertad de prensa y de expresión o el vaciamiento de las arcas públicas. Sin embargo, no es este el espacio para realizar un juicio global sobre la significación política del primer peronismo. Más bien se trata de mostrar cómo su introducción generó una controversia histórica y una ruptura social a partir de la inserción en el debate público de sectores sociales hasta entonces ignorados. Esta realidad es la que se denomina “masa” en numerosos textos de la época, desde los discursos oficiales a la literatura opositora. Por eso, con independencia de las interpretaciones que reciba, el peronismo se caracterizó por ser un movimiento de masas, una encrucijada política, una doctrina de la “tercera vía”, una expresión nacionalista y, quizá entre otras cosas más, una nueva retórica. Su atractivo entre las clases trabajadoras no se explica solo por su habilidad para dar soluciones concretas a necesidades materiales o por su capacidad de reestablecer derechos democráticos que ya existían antes del golpe de Uriburu. Perón, de hecho, no era el único en proclamar la necesidad de que el pueblo se sintiera representado en el gobierno… Sus enemigos de la Unión Democrática en las elecciones de 1946 también proclamaban lo mismo. Unos y otros reaccionaban contra un clima de malestar muy amplio, de falta total de respuestas políticas desde el poder. El éxito del peronismo entre los trabajadores se debía, más bien, a esa nueva retórica a la que nos referimos, un discurso desconocido hasta entonces que negaba “la validez de la separación, formulada por el liberalismo, entre el Estado y la política

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por un lado, y la sociedad por otro. La ciudadanía ya no debía ser definida en función de derechos individuales (…), sino redefinida en función de la esfera económica y social de la sociedad civil” (James 1990, 29-30). Solo así se entiende que pasaran a un segundo plano las demandas políticas del liberalismo formal (libertad de prensa, elecciones libres, constitucionalismo, etc.) y, en cambio, se estimulara el proyecto de que la clase trabajadora se sintiera representada en su discurso estatalista y nacionalista. No es que se negase el régimen de libertades emanado del republicanismo constitucional, sino que el proyecto incluía prioridades de otro orden: la representatividad popular a través de una cooperación fluida con los sindicatos o, en un nivel más político, mediante la organización de pruebas de fuerza que darían legitimidad periódica a su labor de gobierno. Con periódicas manifestaciones masivas de respaldo, Perón trataba, en fin, de superar la escisión entre pueblo (de algunas capas fundamentales del pueblo) y nación-estado. La idea era hacer surgir de su movimiento de masas una nación, esto es, un ente colectivo ideal portador de soberanía y legitimador de la autoridad estatal. Todo esto se llevó a cabo a través de un discurso político más fresco y directo. A fin de asegurarse la identificación colectiva con su proyecto, Perón, con la complicidad insustituible de Eva Duarte, moldeó una forma inusitada de dirigirse al electorado en una Argentina donde había prevalecido una tajante separación de estilos entre las élites y las capas más modestas de la población. Fue mucho más claro que ningún político argentino, hasta el punto de que consiguió la aceptación de sus medidas y de su pensamiento gracias a una retórica eficaz que llegaba al corazón de su amplio electorado. Palabra y masa formaron en sus discursos una ecuación indivisible y un modo de hacer política. Como observa Carlos Altamirano: parafraseando uno de sus primeros y célebres proverbios —“Mejor que decir es hacer”—, podríamos afirmar que una de sus formas de hacer fue decir: tomar la palabra para conferir significado político a sus actos e incluirlos en el marco de una visión prescriptiva de la sociedad y del Estado” (Altamirano 2001, 26).

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Debemos precisar lo que Perón expresa en sus discursos y escritos acerca de las muchedumbres. El término masas, examinado en términos de alarma intelectual de la mano de Gustave le Bon, recorría los discursos de un Perón preocupado por frenar los impulsos colectivos sin orden ni concierto. En un principio, el líder argentino utilizó la palabra “masa” con un valor genéricamente positivo. Pero podía mantener prudentes distinciones semánticas de acuerdo con los receptores de su discurso. Según fuera su auditorio, trabajadores o empresarios, “masa” equivalía al concepto más amplio y amable de “pueblo”, o bien necesitaba de algunas precisiones. El mítico 17 de octubre de 1945 una muchedumbre de fieles reclamó y consiguió la liberación de Perón por parte del gobierno militar. Su líder, recién salido de la prisión, salió al balcón de la Casa Rosada e improvisó un discurso en donde agradecía la lealtad de sus seguidores y los felicitaba por haber conseguido una movilización eficaz. En diversos tramos de su alocución Perón se refirió a la muchedumbre que lo escuchaba como “masa sufriente y sudorosa”, “masa inmensa”, “masa grandiosa en sentimiento y en número” o “masa hermosa y patriota”. En todos estos casos se daba una identificación semántica completa de la masa con el término “pueblo” o, incluso con el “auténtico pueblo argentino”. En su operación sublimadora, Perón, incluso, llegó en esta ocasión singular a inmolar figuradamente su identidad personal en aras de la multitud: Dejo, pues, el honroso y sagrado uniforme que me entregó la Patria, para vestir la casaca de civil y mezclarme con esa masa sufriente y sudorosa que elabora en el trabajo la grandeza del país (Perón, en Plotkin 2007, 104).

En este abrazo simbólico de su yo con los otros el hablante está planteando su libre absorción por la masa anónima. Anonimia y pérdida de la individuación, rasgos definitorios de la masa para teóricos clásicos como Le Bon, Ortega o Canetti, están presupuestos en otros

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lugares del discurso oficial del peronismo cuando interpreta el día “fundador” del movimiento11. En el texto firmado por Eva Duarte, La razón de mi vida, se definía así a los peronistas en la misma ocasión: “¡Todos los que estuvieron aquella noche en la plaza de Mayo son descamisados! […] Y son descamisados todos los que entonces, de estar aquí, hubiesen ido a la plaza de Mayo […] Para mí por eso descamisado es el que se siente pueblo. Lo importante es eso; que se sienta pueblo y ame y sufra y goce como pueblo, aunque no vista como pueblo, que eso es accidental” (Duarte 95).

En efecto, la retórica peronista hará propia la denominación de “descamisado”, inventada en su día por la prensa detractora, y la adoptará para designar a sus fieles. Con ella se nombrará a la masa que habría tomado conciencia de su condición y se “siente pueblo”. Es, por supuesto, una designación metafórica, ya que el vestido no necesariamente define (“eso es accidental”). Lo que importaría sería participar activamente en los acontecimientos en los que el pueblo se expresaría como tal. Por ejemplo, haber tomado parte de las manifestaciones públicas en el centro simbólico del país, el lugar de la memoria por excelencia de la Argentina: la Plaza de Mayo. Ahora bien, así como la anonimia de la masa forma parte del discurso peronista a partir del 17 de octubre de 1945 y se institucionaliza en 1946, año de su primer triunfo electoral, esto no quiere decir que el líder no echara mano de ciertos matices para el término en otros contextos comunicativos. De hecho, salvo en ocasiones excepcionales como en la conmemoración anual del 17 de octubre, rebautizado por el gobierno peronista como Día de la Lealtad, Perón siempre guardó distancias en sus discursos entre su persona y la

11 Numerosos análisis coinciden en afirmar que el 17 de octubre de 1945 es la fecha simbólica de los orígenes del peronismo como movimiento de masas en la Argentina. Esta hipótesis se corrobora en el análisis de las reinterpretaciones que el peronismo hizo de la fecha, al apropiarse de unos sucesos que no solo tuvieron a los colaboradores más cercanos a Perón como exclusivos protagonistas (Plotkin 2007, 154-182).

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masa. Esta última palabra podía adoptar significaciones negativas en la medida en que no se asociara a una determinada dirección. No por azar Perón dejó que se le llamara “conductor”, “coronel” o “líder”. En agosto de 1944, cuando todavía estaba al frente de la Secretaría de Trabajo, pronunció un discurso en la Bolsa de Buenos Aires, en donde aseguraba a un público de empresarios que las masas sin dirección eran el mayor peligro para la estabilidad económica y social. Dos años más tarde, en otro contexto semejante, volvía sobre este punto y llamaba la atención sobre los atributos negativos de la masa: Las masas inorgánicas son siempre las más peligrosas para el Estado y para sí mismas. Una masa trabajadora inorgánica como la querrían algunas personas, es un fácil caldo de cultivo para las más extrañas concepciones políticas o ideológicas (Perón, en Altamirano 2001, 32).

Lo cierto es que la connotación negativa de “masa” en el lenguaje del discurso político estaba muy arraigada, acaso, entre otras razones, por influencia de discursos prestigiosos como el filosófico o el sociológico en las obras de Ortega y Gasset o Le Bon12. Por eso, encontramos que, no solo en boca de Perón, sino entre los mismos dirigentes sindicales de la CGT peronista, el término “masa” se podía emplear cargado de matices agresivos. Así se expresaba Ramiro Lombardía, del sindicato de transportistas, en los días anteriores al 17 de octubre:

12 La voz de narradores y ensayistas es la voz de las élites letradas, vengan del signo que vengan, y reflejan en cualquier caso la interpretación de su época desde su estatus privilegiado. Así sucede con los prejuicios sobre el término de “masa”. Esto, sin duda, es una limitación, pero resulta inevitable: Hobsbawn (60-62) advierte cómo nuestra percepción de las conciencias nacionales está mediada por los escritos de sus portavoces alfabetizados, pues no conocemos de verdad la expresión de la conciencia popular iletrada. Por esa misma razón, el estudio del lenguaje de las élites nos permite conocer cómo estas influyen en los discursos de otros niveles sociales y los determinan.

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Javier de Navascués Ninguno de ustedes ignora que el momento es sumamente grave, pues corremos el riesgo de perder el control del movimiento obrero que tanto nos ha costado organizar. Las masas obreras, para qué vamos a negarlo, nos están arrollando en forma desordenada (en Luna 2010, 158). El énfasis es mío.

Si la semántica deslizaba un uso peyorativo de la palabra “masa”, esto implicaba seguramente una desconfianza entre los hablantes hacia el potencial disolvente de la multitud. Es muy probable que el miedo a la muchedumbre alzada fuera más amplio de lo que se podría pensar y que abarcase incluso a muchos cuadros sindicales próximos al peronismo. Por eso no es difícil imaginar qué consideraba Perón “extrañas concepciones” cuando se dirigía a los empresarios en la Bolsa de Buenos Aires. Se refería, naturalmente, al peligro marxista revolucionario, al que veía como elemento disolvente de la nacionalidad y el orden público13. Mediante una amalgama de elementos extraídos de la doctrina social de la Iglesia católica, el fascismo italiano, el New Deal norteamericano y las aspiraciones nacionalistas de grupos conservadores argentinos, el justicialismo peronista fue apuntalando un ideario ecléctico pero inusitadamente eficaz en términos propagandísticos14. Perón proclamaba que el Es13 Señala Altamirano que es muy posible que Perón hubiera leído a Gustave Le Bon (Altamirano 2001, 32-33) y su obra La psicología de las multitudes. Esta obra no por azar fue traducida en Argentina en los años cuarenta. Le Bon debía de ser una cita frecuente entre los cuadros militares argentinos. Otros colegas de las escuelas militares citaban a Le Bon y manejaban su idea de la peligrosidad de las multitudes informes, como el vicealmirante Gonzalo D. Bustamante (Puiggrós y Bernetti 1993, 90-91). La diferencia con Perón es que Bustamante, como fiel elemento de la Armada, futuro cuerpo antiperonista, pensaba que debía reprimirse a los movimientos de masas en lugar de encauzarlos y dar respuesta a sus requerimientos. 14 En su Doctrina peronista (1946) señala los principios del movimiento: inspiración cristiana, nacionalismo, justicia social y equilibro entre el individualismo y el colectivismo (Altamirano 2001, 43). En sus primeros tiempos Perón tuvo de asesor a un abogado laboralista católico, José Miguel Figuerola. Muy posiblemente la impronta ideológica de la doctrina social de la Iglesia le viniera de ese lado (Page, 90-91 y Gambini, 119).

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tado debía servir como correa de transmisión entre poderosos y trabajadores. El 2 de diciembre de 1943 formuló en una charla radiofónica su idea de que cada problema social involucraba a tres partes interesadas: los patrones, los trabajadores y el Estado (Page 91). Este último debía mediar para conseguir beneficios en favor de la clase obrera sin que estos avances pusieran en peligro el tejido económico. En entrevistas posteriores con los empresarios siempre insistió sobre este punto. Sin duda sentía que su misión política y vital era la de encauzar las legítimas, e inevitables, reivindicaciones de la clase obrera, al mismo tiempo que evitaba los conflictos sociales. De un lado, siempre exhortó a los trabajadores a reclamar sus derechos a la Secretaría de Trabajo, mientras ocupó ese cargo, a fin de conseguir un trato justo entre capitalistas y asalariados. De otro lado, negoció con los sindicatos a fin de que sus reclamaciones no destruyeran el tejido empresarial. Un equilibrio entre el individualismo capitalista y los ideales colectivistas es lo que pretende el discurso justicialista, que se denomina a sí mismo de la “tercera posición”, frente a las opciones capitalista y comunista. La masa trabajadora, en definitiva, debía ser reconducida por un poder ejecutivo responsable. ¿Cómo llevar a cabo este proyecto? Aquí Perón en ocasiones resulta más explícito en sus escritos que en sus discursos. Se refiere entonces a la necesidad de gestionar los movimientos colectivos para que fueran políticamente eficaces y no amenazasen la paz social. Para todo este proyecto reserva un término (la “comunidad organizada”) que mejoraba, según él, a la muchedumbre que la modernidad había llevado a la deriva. La masa debía, pues, transformarse en comunidad organizada desde instancias oficiales: El imperativo de la COMUNIDAD ORGANIZADA [sic] es el punto de partida de toda idea de formación y consolidación de las nacionalidades y lo será cada día más en mayor escala en el futuro. Los más graves problemas que se presentan actualmente emanan de la inorganicidad, especialmente funcional, en la que se encuentran muchos países genéricamente llamados subdesarrollados, y la Argentina es un ejemplo de ello (Perón 1984, 133).

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Librada a sí misma, la masa es peligrosa, por lo que una y otra vez Perón remachará la idea de organización desde un punto de vista vertical. En los “Veinte puntos de la Doctrina Nacional Peronista” asegura que “los habitantes de la Nación solo pueden realizarse en la Comunidad Organizada” (Perón, en Martínez Estrada 1956, 221). ¿Cómo ha de llevarse a cabo esta comunidad? Cuando sus integrantes cumplan, de forma responsable, sus funciones sociales. Para tal cumplimiento se necesita un gestor, que es quien “conduce con los cuadros auxiliares del Estado, organismos estatales de acción social, económica y política, la masa organizada” (Perón, en Martínez Estrada 1956, 229). Así, la idea de nación no se inviste solo de la idea de comunidad imaginaria, según la conocida definición de Benedict Anderson15, sino que requiere de una infraestructura en la que el Estado se reorganice según parámetros verticales. La identificación de la comunidad imaginada con la estructura daría forma a la nación. Sin duda el sustrato de su formación de profesor de teoría de la guerra influyó en su misma concepción de comunidad organizada (Plotkin 2007, 45-49). Ya en sus escritos sobre ciencia militar, mientras enseñaba en la escuela de oficiales de Estado Mayor en 1932, Perón propone, siguiendo a Clausewitz y Von der Goltz, la idea de “nación en armas”, esto es, la construcción de una sociedad que, para sobrevivir ante las amenazas externas del mundo moderno, esté permanentemente preparada para un conflicto, tanto en la renovación constante de su armamento estratégico como en la misma estructuración social, inspirada en la concepción jerárquica del ejército (Puiggrós y Bernetti 1993, 46-52). La famosa frase de Clausewitz (“La política es la continuación de la guerra por otros medios”) permite entender cómo Perón trasvasó su formación estratégica y militar a su salto a la política. No por casualidad, en sus 15 Para Anderson, la nación es una comunidad construida socialmente, es decir, imaginada por las personas que se perciben a sí mismas como parte de este grupo. La nación peronista agruparía elementos de dos de las tres tradiciones definitorias sobre la nación, según Álvarez Junco (42-44): la estatalista, que identifica llanamente nación y Estado, y la voluntarista, que reconoce la voluntad común de vivir dentro de un mismo territorio durante un tiempo continuo.

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discursos apeló varias veces a la metáfora de la conducción para referirse al gobierno de la masa y su transformación en pueblo o comunidad organizada. Esa conducción iba asociada a la oportunidad de la educación colectiva. Perón tomaba así prestada una idea motriz del proyecto liberal contra el que reaccionaba, pero la actualizaba al relacionarla con otra imperiosa necesidad que no se contemplaba en el orden anterior: la salida de las muchedumbres a la calle. Así sucede en su libro titulado justamente Conducción política: Cuando una masa no tiene sentido de la conducción y uno la deja de la mano, no es capaz de seguir sola y se siguen los grandes cataclismos políticos. Así fue la revolución del 6 de septiembre. La masa se alzó contra su propio conductor y lo echó abajo […] Nosotros, quizá, seamos, en el orden político, los únicos políticos que en este país nos hemos dedicado a dar a la masa el sentido y el sentimiento adecuado para la conducción. Si la masa no hubiera tenido las conducciones que tuvo, cuando el 17 de octubre perdió el comando, perdió la conducción, no hubiera procedido como lo hizo. Actuó por su cuenta; ya estaba educada (Perón 1971, 33).

El proyecto consistiría, pues, en dotar a las masas de una organización (no solo de una conciencia, como postularía un discurso marxista) que las liberara de su natural anarquía y las constituyera en la categoría superior de “Pueblo”. Es notable el paralelo de estas ideas con la distinción entre masas abiertas y cerradas, intuida por Elias Canetti. Perón, el conductor según sus partidarios más ortodoxos, prefería manejar las masas cerradas, organizadas frente al temible caos que suponía enfrentarse a una muchedumbre desorganizada por ideologías disolventes. De acuerdo con sus estudios de estrategia militar, el principio fundamental que buscaba era el orden en la formación y destino de la colectividad. El peligro contrario era evidente: “Librada a sí misma, a su espontaneidad, la sociedad es desordenada y ese desorden es amenazador: amenaza la integridad del cuerpo social y la unidad nacional” (Altamirano 2001, 29).

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Es muy posible que Perón, según se deduce de sus escritos programáticos, quisiera adelantarse a la inminencia de los tiempos. Unos tiempos en los que la masa haría valer sus derechos. Si no se le ponía freno, podría llevar a la Argentina a la guerra civil que había vivido España o a una revolución comunista al estilo de la Unión Soviética. Desde una mirada crítica con el discurso peronista, un intelectual como Ezequiel Martínez Estrada interpretó este manejo como una táctica solapadamente fascista cuyo fin era neutralizar el avance de la izquierda tradicional en la Argentina. El propio Perón habría sentido la amenaza que, a sus ojos, encerraba una multitud librada a sus instintos, aunque se tratara de una revolución ultraconservadora como la que derribó al presidente Hipólito Yrigoyen en 1930. Según palabras de Perón, “un populacho ensoberbecido” asaltó en aquella ocasión la Casa Rosada sin que nadie pudiera detenerla (Page 48). Aquí la masa sería “populacho”, una versión degradada de “pueblo”. Debió de pensar que a él no le podía ocurrir lo que le sucedió a su antecesor como líder de multitudes. A fin de conjurar peligros futuros, se vio llamado a orientar la dirección de la masa a partir de su formación castrense, encuadrándola en asociaciones profesionales y estructuras sindicales. De la misma manera, se preocupó de instruir intelectual y moralmente según sus designios a la base social que apoyaba su régimen. El personalismo era la base sobre la que se podría ordenar la masa y llevarla a esa categoría superior de “pueblo” o “comunidad organizada”16.

4. Política cultural y propaganda Estos ambiciosos objetivos se divulgaron a través de muy diversos medios. Así, los medios de comunicación ligados al gobierno se adjudicaron un papel único en el proyecto de conversión de la 16 “Es preciso que la masa esté encuadrada por dirigentes capaces y que la conducción sea la garantía del éxito que buscamos” (Perón 1984, 174).

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masa en comunidad organizada. Las propuestas de gestionar la fuerza de las muchedumbres, previstas por los intelectuales de izquierda y derecha desde principios de siglo, Perón las ejecutaba, no solo desde la educación, sino a través de la propaganda oficial. Ahora bien, el control de las conciencias no se obtuvo, en primer lugar, por la represión en el campo de la alta cultura. En este sentido, se optó por estrategias distintas, por ejemplo, a las que encumbraron al PRI en México, que había ido aglutinando toda clase de ámbitos públicos desde la educación y la cultura hasta los sindicatos. Si México alumbró una estética singular como la del muralismo, en Argentina no hubo un peronismo literario o plástico. Las autoridades no tuvieron, por ejemplo, una orientación clara con respecto a las vanguardias, a diferencia de lo que ocurrió con el comunismo ruso, el nazismo o el fascismo. El ministro de Educación Ivanissevich abominaba de los ismos al mismo tiempo que el director del Museo de Artes Decorativas coleccionaba cuadros de las últimas tendencias (Fiorucci 52). Consecuentemente, no se impusieron directrices estéticas respecto a la política cultural. Lo que sí existió, en cambio, fue un genuino deseo de democratizar la cultura y de ensalzar las manifestaciones folclóricas. Así se comprende la fundación del Instituto de Folklore o la institución de un Día de la Tradición Popular en 1948. Al mismo tiempo era patente la preocupación por el acceso de las familias obreras a campos vedados de la alta cultura como los repertorios de teatros oficiales. El Teatro Municipal de Buenos Aires, el Cervantes o el Santos Discépolo albergaron a este nuevo público. Hasta el mismo Teatro Colón, el sancta sanctorum de las élites, se convirtió en escenario del sainete criollo El conventillo de la Paloma (Leonardi, 2010a, 76-77). Este y otros espectáculos dominados por una fuerte intención nacionalista provocaron el rechazo de la crítica teatral tradicional, que veía en ellos un lamentable rebajamiento del gusto. Asimismo, se “democratizó el espacio urbano” (Leonardi 2010b, 3) a través de la irrupción de sectores sociales de la periferia que comenzaron a formar parte de los nuevos espectáculos (revistas, musicales, teatro popular) que se hacían visibles en las

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calles del centro17. No menos importante es el uso oficial que se hace de los espacios públicos durante las festividades relacionadas con la conmemoración del Día del Trabajo. Ahí está, por ejemplo, la elección de una miss, la Reina del Trabajo, y los desfiles neobarrocos con carrozas alegóricas que representaban los derechos del trabajador. Esta combinación de masas, cultura y política servía al gobierno para divulgar sus realizaciones con la mayor pompa y circunstancia posibles (Leonardi 2010b, 4). El eclecticismo de que hicieron gala las autoridades culturales no significó que la cultura estuviera desatendida durante el peronismo. Eso sí, nunca se descuidó su función propagandística. De la misma forma que los periódicos fueron objeto de control directo, incluso la prensa humorística (Gené, en Soria 2010, 81-93), en el plano creativo se fomentó la reproducción de mensajes políticos mediante carteles publicitarios, escenografías efímeras, cortometrajes y documentales propagandísticos. “No fueron entonces las artes eruditas sino las gráficas el vehículo privilegiado para visualizar la acción y los objetivos de gobierno, y fue en ese plano donde se elaboró una normativa precisa en cuanto a temas y figuras” (Gené 19). La retórica visual peronista, concretada en gran cantidad de carteles y películas, construyó la imagen épica de un descamisado, solo o en multitud. Sin embargo, en el caso de los reportajes la muchedumbre nunca ocupaba demasiado tiempo la pantalla, ya que, en pocos segundos, la cámara se concentraba en la figura individual de una mujer, un trabajador, un anciano, todos ellos representantes simbólicos de los descamisados (Gené 70). Lo mismo se podría decir del cartelismo, que alternaba la presencia de las multitudes con personajes-tipo en donde se distinguían edades y sexos. Así, la identidad amorfa de la masa se perdía a favor de un signo individual que la designaba, la hacía comprensible y, hasta cierto punto, más 17 En este marco hay que leer el cuento “La banda” de Julio Cortázar, en donde un protagonista cultivado se cuela por equivocación en uno de estos espectáculos y asiste boquiabierto al show musical de unas muchachas que se denominan a sí mismas “banda de las alpargatas”…

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amable. Sin duda una utilización demasiado generosa de las masas podría recordar a la estética socialista en la que el peronismo se inspiraba, pero con la que no se deseaba confraternizar en el plano político. Es significativo que en los carteles políticos posteriores a 1950, cuando el régimen buscaba el entendimiento con las clases medias, las imágenes de las muchedumbres desaparecieran definitivamente (Gené 72). Masa sí, ma non troppo. Podría decirse que lo que hoy se denomina política cultural, abierta a actividades no vinculadas con la alta cultura, tuvo en el peronismo un antecedente notorio. Así como el peronismo trajo una nueva caracterización de los espacios públicos, plazas y avenidas ocupadas por la masa, los torneos y prácticas deportivas presentaban al deporte como una escuela de ciudadanía y una oportunidad para educar moralmente a las muchedumbres (Pons, en Soria, 49-65). En esa línea también se crearon los campeonatos Evita para niños o las concentraciones de jóvenes peronistas. Todo concurría a la coordinación de las masas en pos de consignas unánimes que exaltaban los ideales justicialistas, desde la propaganda de las revistas oficiales a los himnos que entonaban los equipos infantiles de fútbol18.

5. Peronismo y campo literario ¿Dónde quedaba la literatura en todo este ambicioso proyecto? Sin duda el peronismo no la situó entre sus prioridades propagandísticas, lo cual podría marcar otra diferencia con respecto a la mayor parte de los regímenes socialistas del siglo xx. A decir verdad, tampoco los gobiernos de las décadas anteriores manifestaron especial interés por promover las realizaciones letradas en el ámbito público. Solo quizá a fines del siglo xix, movida por sus afanes ilustrados, “la república oligárquica se había preocupado 18 “A Evita le debemos nuestro club/por eso le guardamos gratitud/cumplimos los ideales, cumplimos la misión/de la Nueva Argentina de Evita y de Perón” (en Rein 1998, 129).

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por reservar un lugar en ella al intelectual” (Halperín Donghi 88). Joaquín V. González, Ingenieros, Gálvez o Lugones colaboraron de una forma u otra con el régimen patricio. Pero la llegada de la democracia trajo consigo una nueva situación para las élites letradas, que no se vieron tan solicitadas por un gobierno apoyado por el respaldo de los votos. El triunfo en el sufragio universal masculino era suficiente para el nuevo gobierno en su operación legitimadora. Así pues, los escritores de la generación modernista adoptaron en general una actitud despectiva o directamente opositora al radicalismo democrático (Halperín Donghi 100-116). Solo los jóvenes de la generación de vanguardia manifestaron algún entusiasmo por el populismo yirigoyenista, pero ya fue tarde, porque poco después su gobierno cayó derribado por el golpe del 6 de septiembre de 1930. Así pues, no fue la posible indiferencia del peronismo hacia ellos lo que distanció a los intelectuales del nuevo gobierno. Esto no era nuevo. Probablemente lo que inspiraba mayor desconfianza eran ciertos resortes autoritarios que se unían al miedo a las posibilidades políticas de las masas movilizadas. En los años anteriores a 1945 la opinión pública argentina se había sentido emotivamente interpelada por los sucesos exteriores. El ascenso del nazismo, la Guerra Civil Española y la Segunda Guerra Mundial fueron ocasión de ardientes debates, tanto en la calle como en las tribunas ideológicas19. Las diferencias dentro del campo intelectual fueron creciendo entre nacionalistas por un lado y liberales, socialistas y comunistas por otro. Al llegar la dictadura militar de 1943 la brecha se agravó: el gobierno adoptó una política neutralista, aunque se sabía que varios miembros nacionalistas de su gobierno sentían simpatías por el Eje. Por eso, cuando Perón entró en el escenario político, con su currículum viajero por la Italia de Mussolini, fue visto entre la mayoría de los escritores como un miembro más de la casta profascista de los 19 Para las polémicas y tensiones sobre los fascismos, puede verse lo que expone Louis (57-95). Sobre la Guerra Civil española en Argentina, ver la completísima antología y el estudio preliminar de Binns.

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militares. Así las cosas, en 1946 el campo literario argentino estaba dividido por razones políticas. El reparto era muy desigual: Hay por lo menos dos puntos de acuerdo entre quienes se han interesado en las relaciones entre los intelectuales y el primer peronismo. El primero es que la casi totalidad de los escritores, artistas y universitarios liberales y democráticos fueron antiperonistas; el segundo, que si los intelectuales peronistas fueron muy contados, más contados fueron entre ellos quienes gozaban de prestigio y reconocimiento en el ámbito de la cultura (Sigal 483).

Con la aparición del peronismo, el centro de la clase intelectual, aquella que publicaba en la revista Sur o en los suplementos literarios de los periódicos La Nación20 o La Prensa, se vio a sí misma representada por una opinión unánime. Uno de sus representantes más característicos lo recordaba así: …todo el mundo estaba en contra del peronismo, de la dictadura… No sé cómo se fue dando vuelta esa situación… […] Y hay otra cosa, que el peronismo no se notaba. Quiero decir: el peronismo estaba seguramente en las fábricas, en otros lugares… No se notaba entre los escritores, entre la gente que uno veía… (Bioy Casares, en Sorrentino 90-91).

Pero el peronismo “existía”, claro que sí, y la cita transparenta el abismo existente entre los escritores de la alta cultura y la realidad cotidiana de la Argentina. Por eso, la explicación de la incomprensión entre el gobierno y la clase intelectual no solo se puede basar en un desacuerdo con respecto a materias de política exterior, sino en otros factores. Y uno de ellos fue la incapacidad de la primera por aceptar el ingreso de ciertos sectores, la “masa”, en el centro 20 Sobre el prestigio, ya desde comienzos del siglo xx, de publicar en La Nación, escribe Viñas: “Llegar a escribir en La Nación, convertirse en un hombre de letras, era el ideal que empezaba a fijarse y una categoría de validación social de los intelectuales. La ‘carrera’ literaria solo se confirmaba con un empleo en el diario o, por lo menos, con una colaboración” (Viñas 24).

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de la vida pública. Bioy Casares habla de que el peronismo “no se notaba”… No se notaría en los espacios físicos donde se movía la gente de su clase o entre los escritores de clase media que podía tratar, pero las cifras no pueden mentir. Si Perón consiguió movilizar a tantos millones de personas, es que no “todo el mundo” estaba en contra de él. Es notable cómo Bioy revisa su vivencia del período histórico que le tocó vivir. El reconocimiento de su sorpresa ante el surgimiento del movimiento de masas (“No sé cómo se fue dando vuelta esa situación”) descubre la inconsciencia de las élites letradas ante los desequilibrios latentes en el país en 1945. A su vez, el gobierno chocaba con los intelectuales también por su menor interés por la libertad de expresión. Todo populismo suele exigir una fidelidad sin recovecos, ni margen para la crítica individual. Desde el poder, la única opción aceptable para el intelectual era su asimilación a la lógica totalizadora de la nueva política y su integración en el cuerpo orgánico del estado, de forma que se sintiera “convertido a la unión mística con el pueblo, adaptado y purificado a la causa de su redención” (Zanatta 2015, 143). Así las cosas, el campo intelectual argentino, dominado por el pensamiento liberal, no era precisamente un terreno abonado para los proyectos populistas. Al mes de asumir su primera presidencia Perón interviene las universidades, se suprimen las asociaciones estudiantiles, se determina que los rectores fueran elegidos por designación presidencial y casi el setenta por ciento del profesorado sufre una purga por razones políticas (Miller 159). Tras las elecciones de 1946, un joven y desconocido Julio Cortázar, profesor en la Universidad Nacional de Cuyo (Mendoza), deserta de su trabajo harto del control peronista, y se muda a Buenos Aires…21 Esta anécdota solo es una entre las muchas de quienes, de una forma u otra, vieron afectado su empleo o su desempeño profesional, desde Borges a Martínez Estrada. 21 Cortázar había apoyado públicamente la candidatura de la Unión Democrática. Al ganar Perón, renunció a su puesto y escribió una sentida carta a sus estudiantes en donde justificaba su decisión. La historia se cuenta con más detalle en el ensayo biográfico de Montes Bradley (295-299).

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Por supuesto, también se trató de influir en el ámbito de los intelectuales desde dentro. En 1946 el interlocutor más señalado era la SADE (Sociedad Argentina de Escritores), un organismo creado en 1928 que había ido abandonando su apoliticismo de los orígenes y había tomado posiciones en los años anteriores a favor de los aliados y su ideario liberal democrático. Antes de la llegada de Perón el medio intelectual argentino había experimentado un clima creciente de tensiones entre bandos enfrentados por razones políticas. Lo que algún historiador ha llamado “la guerra civil ideológica” en Argentina (Zanatta 1996, 13) fue el resultado de la crisis del sistema democrático que desembocó en una agria polarización entre liberales y socialistas por un lado, y nacionalistas católicos del otro. Las opiniones sobre la Guerra Civil Española y la Segunda Guerra Mundial no hicieron sino acelerar el deterioro del clima de relativa tolerancia vivido durante el radicalismo. La SADE no fue inmune a este proceso. Algunos destacados miembros, como Arturo Cancela, Leopoldo Marechal o Manuel Gálvez, fueron puestos en la picota por colaborar con el gobierno de facto de Ramírez22. La asociación estaba, pues, fragmentada cuando llegó Perón al poder. Ciertas torpezas por parte de las autoridades justicialistas en el manejo de sus relaciones con la SADE confirmaron las sospechas de que el entendimiento era imposible. La SADE, a pesar de su reconocida matriz opositora, fue sobreviviendo hasta que acabó siendo clausurada en 1953. Hasta entonces, optó por no enfrentarse directamente con el gobierno, quien vigilaba de cerca sus actividades.

22 El 25 de agosto de 1945, en la reunión correspondiente de la SADE, se aprueba una solicitud de creación de una comisión que investigue las actividades de “escritores antidemocráticos” a fin de proponer su expulsión de la asociación y publicar una lista con sus nombres para que se les apliquen sanciones en Argentina y el extranjero (Archivos de la SADE, Acta 390, 25-8-1945, p. 133). La comisión fue integrada por Juan Carlos Lamadrid, Roberto Giusti, Eduardo González Lanuza, Conrado Nalé Roxlo y Enrique Amorim (Acta 392, 7-91945). La comisión no terminó su trabajo, pero Gálvez renunció a su puesto en la SADE el 5 de octubre de ese mismo año (Acta 395). Agradezco al profesor Norman Cheadle su gentileza en facilitarme copias de la documentación.

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Para ser justos, el silencio no fue solo una actitud de la SADE, sino que se extendió a la mayor parte de las instituciones culturales, que buscaban sobrevivir al intervencionismo gubernamental. La revista Sur, por ejemplo, se caracterizó por estrategias de oposición muy solapadas, como las críticas genéricas al nacionalismo cultural o el silenciamiento de las producciones culturales (novelas, revistas, conferencias, etc.) de las personas adictas al régimen (Fiorucci 2011, 127-134). Hasta 1955 los mismos escritores optaron por denunciar aspectos genéricos de la ideología del gobierno a través de vías indirectas como la Historia. Por ejemplo, la conexión entre la barbarie rosista del siglo xix y el peronismo, verdadero lugar común entre los antiperonistas, fue el origen del cuento “Homenaje a Francisco Almeyra” de Adolfo Bioy Casares, publicado por primera vez en el número 229 de Sur en 1954. Otras veces la crítica se hacía a través de las opiniones sobre la situación internacional, como en los artículos en los que Borges o Victoria Ocampo denunciaban los peligros del fascismo y elogiaban las victorias de las potencias occidentales, defensoras del orden democrático. Este tipo de reflexiones invitaban a que el lector argentino sacara sus propias conclusiones respecto de la situación política del propio país. Para contrarrestar la influencia de la SADE, Perón trató de reorganizar el campo cultural desde sus propios parámetros. Así hizo su aparición, por ejemplo, la Junta Nacional de Intelectuales, creada en junio de 1948 con una visión proteccionista del trabajo de artistas y escritores. La Junta, integrada por intelectuales afines, fue un organismo dependiente de la Subsecretaría de Cultura, con el que se pretendió defender el patrimonio cultural mediante un Estatuto del Trabajador Intelectual. Así, por ejemplo, se trató de que se respetaran y se aumentasen los derechos de autor o de que existiera una cuota mínima de libros argentinos en catálogos editoriales y librerías. El problema es que este tipo de reclamos ya lo venía haciendo la SADE, quien, por otra parte, se despegó del proyecto oficial alegando que, para disfrutar de estos derechos, la Junta Nacional imponía un régimen de censura y acatamiento a normas morales inasumibles con los principios de la libertad de expresión (Rivera 123-125). En

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consecuencia, desoídos por la mayor parte de los intelectuales argentinos, los proyectos de la Junta no llegaron a cuajar. Un destino semejante le esperaba a la ADEA (Asociación Argentina de Escritores), a la que se adhirieron los minoritarios escritores nacionalistas23. Fue un fracaso completo. Según el novelista Manuel Gálvez, uno de los pocos nombres conocidos de la Asociación, la mayoría de los socios estaba formada por autores de textos escolares (Gálvez 1965, 176). La iniciativa nunca obtuvo un impacto visible en la vida cultural y sus miembros más destacados terminaron por desanimarse y abandonarla. Por lo demás, las publicaciones cercanas al peronismo (Hechos e ideas, Sexto continente, por ejemplo) tampoco obtuvieron demasiado éxito. La primera de ellas, nacida en 1935, sufrió un progresivo intervencionismo por parte de personajes ajenos al mundo de la cultura. A partir de 1951, cuando ya se ha consagrado el giro más extremista a la política del gobierno, firmas de ensayistas adictos como Raúl Scalabrini Ortiz o Ernesto Palacio fueron sustituidas por las de burócratas y políticos. El régimen parecía impacientarse con las discusiones demasiado abstractas sobre la identidad cultural del país y acabó por utilizar la publicación para airear sus realizaciones coyunturales. En cuanto a Sexto continente, su vida fue más efímera, ya que solo alcanzó los ocho números entre julio de 1949 y octubre de 1950. Su precio accesible, dos pesos, hace suponer que estuviera subvencionada oficialmente24. Asimismo, el arco de colaboradores era más bien heterogéneo y abarcaba también autores extranjeros, principalmente latinoamericanos (el mexicano Vasconcelos, el bo23 Entre ellos: Delfina Bunge, Manuel Gálvez, Leopoldo Marechal, Gustavo Martínez Zuviría, Carlos Ibarguren, Carlos Obligado, Arturo Cancela, etc. (Fiorucci 105). Me ocupo de algunos de ellos en el presente volumen. Para una historia de la ADEA y de las principales iniciativas culturales de los intelectuales peronistas que menciono en las siguientes páginas, ver Fiorucci 103-118. Todavía se creó otra asociación que superase el fracaso de la ADEA, la SEA (Sindicato de Escritores Argentinos), pero obtuvo idénticos resultados que su antecesora (Edwards 43). Todo ello prueba el enorme poder del sector antiperonista en el dominio del campo literario argentino. 24 Cada ejemplar de Sur costaba 25 pesos, lo cual no quita para que su incidencia en el campo literario fuera muy superior (ver Martínez Gramuglia 354-355).

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liviano Carlos Montenegro o el colombiano José Antonio Osorio Lizarazo). Concebida con un planteamiento americanista que no ocultaba la doctrina peronista de la “tercera posición” en materia internacional, Sexto continente ofrecía una alternativa a la liberal y cosmopolita Sur. Su enfoque se centraba no solo en la historia argentina, la creación o la crítica literaria, artística o musical, sino que podían leerse en sus páginas entrevistas a actrices populares o notas sobre el folclore nacional, algo impensable en Sur. Es obvio que esta incursión en la cultura popular estaba en sintonía con las directrices del gobierno. De hecho, la revista no se preocupaba en disimular sus simpatías e incluía notas propagandísticas sobre los programas de turismo social, el Plan Trienal de la provincia de Buenos Aires o la nueva política bancaria. Todo esto no sirvió de mucho, en cualquier caso, porque la publicación cerró pronto. Lo cierto es que en el ámbito literario no congregó firmas que luego hayan ingresado en el canon argentino, a diferencia, una vez más, de Sur. En el apartado de selección de libros, al igual que ocurría con obras de teatro, exposiciones artísticas, o conciertos, la adhesión al peronismo la llevó a plantear una selección de libros guiada por las simpatías ideológicas de los autores. El criterio era “restrictivo”, ya que “se abordaban casi exclusivamente aquellos trabajos que compartían algún aspecto del ideario de la revista; es decir, no todos los autores analizados eran peronistas, pero aquellos que no lo eran, se destacaban por su catolicismo militante” (Martínez Gramuglia 370). En los últimos números la crítica literaria fue cediendo espacio a otras secciones, incluida la creación literaria, lo cual es tal vez otro índice del escaso impacto de la revista en el campo literario. El peronismo, que con tanta eficacia controló los medios de comunicación de masas, no supo o no pudo atraerse las conciencias de las élites culturales. Incluso los escritores leales al gobierno tampoco jugaron un papel considerable en la vida cultural. No es que faltaran nombres interesantes. Entre los creadores y ensayistas militantes o afines, el más importante de todos, Leopoldo Marechal; y después, José María Castiñeira de Dios, César Tiempo, Leonardo Castellani, Arturo Cancela, Ernesto Palacio, Arturo Jauretche,

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Elías Castelnuovo, Nicolás Olivari, Ignacio B. Anzoátegui, Fermín Chávez, etc. También podrían incorporarse a la serie algunos nombres de la cultura popular, como el tango: Homero Manzi, Enrique Santos Discépolo, Tulio Carella, Cátulo Castillo, José Gobello… Esta lista es, por cierto, poco uniforme en cuanto a la procedencia ideológica de cada uno. Había entre sus filas nacionalistas católicos, antiimperialistas del grupo radical FORJA, antiguos militantes de izquierda, etc. (Sigal 511-515). Todos ellos colaboraron en revistas y asociaciones leales al régimen, organizaron actividades teatrales, formaron orquestas con dinero público o ingresaron en los cuerpos técnicos de las secretarías culturales. Sin embargo, el régimen no les otorgó nunca un puesto de privilegio, ese estatus mediador entre el poder y el pueblo que caracterizó a otros procesos revolucionarios en América y Europa. En realidad, a no pocos les costó cara su adhesión al peronismo. El caso de Arturo Jauretche, exradical, forjista, y uno de los intelectuales más comprometidos con la causa peronista de la primera hora, es significativo del alejamiento progresivo de Perón con respecto a los hombres de letras. Jauretche, crítico con diversas directrices gubernamentales, acabó por renunciar a su puesto en el Banco de la provincia de Buenos Aires. Según Jauretche, Perón nunca quiso que hubiera intermediarios entre él y el pueblo, la “tropa”: Perón no quería que hubiera capitanes ni tenientes, ni sargentos, ni nada. Me lo dijo a mí en el ’45: Estaremos la tropa y yo, y la tropa y yo nos encontraremos en cada vuelta de la jornada. Yo le dije: Vea, no se olvide que en el 18 Yrigoyen se quedó solo y lo salvaron los “remeros”, los cuadros partidarios. Usted necesita esos cuadros. Piénselo. No me hizo caso (en Galasso 130-131).

La ausencia de intermediarios implica la pérdida del yo de quienes pudieran auxiliar con sus funciones mediadoras al líder. En la relación de poder que, según Jauretche, explica Perón, solo este último mantiene su individualidad. En consecuencia, el sujeto intelectual se diluye en la masa, procedimiento al que Jauretche se resiste, a pesar de que en otras ocasiones reclamase para el intelectual

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una absorción metafórica en la masa popular. En carta a Hernández Arregui, Jauretche describe con metáforas acuáticas la inserción de los intelectuales que, como ellos, se han embarcado en el movimiento histórico: “Alguna vez me habrá oído decir que la tarea en que estábamos no era de ninguno de nosotros, ni de las fuerzas existentes. Que todos éramos pequeños arroyuelos, ninguno de los cuales sería el río, siéndolos todos en su conjunto, cuando alguien cavase la montaña […] Pues bien, ese hombre [Perón] vino, cavó el cauce en el momento histórico preciso… y hoy estamos todos somos el río y ninguno lo es en particular…” (en Galasso, 129-130). Algo parecido sucedió con otro exmiembro de FORJA, Raúl Scalabrini Ortiz, quien había saludado a Perón como el nuevo Yrigoyen en sus ensayos y contribuyó a la política nacionalizadora con sus trabajos sobre la red ferroviaria argentina. Cuando rechazó un alto puesto oficial aduciendo razones personales, su nombre desapareció de las listas peronistas y se retiraron todos los subsidios a sus publicaciones (Miller 160-161)25. Uno de los mayores novelistas de la historia literaria argentina, Leopoldo Marechal, también sufrió lo suyo. Reconocido militante de la primera hora, su novela fundamental Adán Buenosayres (1948) fue abucheada primero y silenciada después entre los miembros del grupo Sur. Una resonante excepción fue la elogiosa reseña de un desconocido Julio Cortázar quien, años después, confesaba haber recibido amenazas telefónicas por haberla escrito. Marechal había formado parte del decisivo grupo martinfierrista de los años 20, junto a Borges, Girondo, Lange, Bernárdez, etc. Todavía una década más tarde estuvo entre los más conspicuos colaboradores de Sur. Sin embargo, la situación política nacional e internacional fue determinando un lento pero progresivo aislamiento en torno a su figura por parte de escritores antinacionalistas, muchos de ellos próxi25 “Los maestros del pensamiento peronista —Raúl Scalabrini Ortiz, Arturo Jauretche, Juan José Hernández Arregui— fueron completamente ignorados durante el régimen. Scalabrini Ortiz fue silenciado por la burocracia. Ni los diarios ni revistas oficiales le permitían escribir” (Sebreli 1992, 242).

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mos a la revista dirigida por Victoria Ocampo. Es un síntoma tal vez que Marechal renunciase a la vicepresidencia de la SADE en 193826 o que esta misma asociación se planteara su expulsión en 1943. La distancia con muchos de sus antiguos colegas persistió con el tiempo. En 1950 su nombre es propuesto por el nacionalista Carlos Ibarguren para la Academia Argentina de Letras pero es vetado por tres miembros27. El episodio descubre el enconado enfrentamiento por razones políticas vivido en aquel tiempo. Tras el golpe de 1955, su nombre dejó de aparecer en la prensa y en las revistas culturales de todo signo28. Como el mismo afectado describió con melancólica ironía: su ejemplo era el del “Poeta Depuesto”, igual que el país, en el proceso de “desperonización” que siguió a septiembre de 1955, había tenido su Gobernante Depuesto, su Militar Depuesto, su Abogado Depuesto, su Médico Depuesto, su Cura Depuesto, etc. (Marechal 2014, 144). Apenas publicó nada hasta 1965, año en el que su segunda novela, El banquete de Severo Arcángelo, obtiene el premio Forti Glori y su éxito lo saca del olvido. El caso de Leopoldo Marechal es una muestra de lo que les costaron a los escritores peronistas sus filias ideológicas. Ahora bien, tampoco puede decirse que su adhesión al peronismo le beneficiara personalmente. Como veremos más adelante en el capítulo dedicado a Marechal, la posición del autor de Adán Buenosayres dentro de las autoridades educativas 26 Ver la biocronología preparada por María de los Ángeles Marechal (2014, 1315). En la carta que se reproduce fotográficamente, Marechal afirma renunciar por el apoyo “que la C.D. de la SADE viene prestando al juego de ciertas instituciones que, sin tener en cuenta los intereses puros del arte ni el prestigio de la Nación, hacen del arte una fea cuestión de negocio” (María de los Ángeles Marechal 2014, 14). 27 Las personas que se opusieron fueron Enrique Banchs (a quien, por cierto, trata respetuosamente Marechal en su carta de renuncia de 1938), Roberto Giusti y Ricardo Sáinz-Hayes (María de los Ángeles Marechal 2014, 20). 28 “Vino lo del 55. Entré en una década de soledad terrible. Hasta que apareció El banquete, muchos —aquí y en el extranjero— me creían muerto. Cuando hace poco, en Cuba, me encontraba con algunos escritores chilenos, peruanos, mejicanos, y les era presentado, me miraban como se mira a un espectro” (Marechal hacía estas declaraciones en 1967 ([en Andrés, 68]).

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y culturales del régimen fue más bien secundaria. Nunca ocupó cargos relevantes ni obtuvo una visibilidad especial durante los años del peronismo29. El intelectual que apoyó al Perón de la primera hora se enfrentó a la mayoría de sus colegas por ese motivo, no obtuvo después un respaldo a fondo de su gobierno y padeció al final un único destino, que no fue otro que el del ostracismo tras el golpe de Estado de 1955.

29 Años después, Perón fue entrevistado en su exilio madrileño acerca de toda clase de asuntos, divinos y humanos. Al responder sobre sus gustos literarios, reconoció no haber oído jamás el nombre de Borges (sic), lo cual no deja de ser una manera irónica de ignorar al enemigo. “Yo prefiero leer a los hombres que conozco. A los otros no los leo”, dice en otro momento (Peicovich 65). Entre sus “conocidos” estaban Scalabrini Ortiz, Hernández Arregui, Manuel Gálvez o el nacionalista José María Rosa, uno de los fundadores de Sexto continente. Curiosamente Leopoldo Marechal no se halla en esa lista, ni tampoco Jauretche.

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1. Ganar la calle: el 17 de octubre Aunque la realidad argumentase que las masas hacía tiempo que estaban presentes en la vida pública argentina, el 17 de octubre de 1945, fecha de la manifestación popular a favor de la liberación de Perón, viene afirmándose como la fecha simbólica de una nueva sensibilidad en el país: la época de las masas en la calle y de lo que se ha dado en llamar “la democratización del bienestar”. Hasta ese día Juan Domingo Perón se había distinguido desde la dirección de la Secretaría de Trabajo por sus movimientos audaces en favor de una política social más justa. Para ello diseñó una alianza estratégica con los principales sindicatos del país. Sin embargo, el ascenso popular del coronel despertó recelos entre los sectores políticos y económicos más conservadores. Una potente Marcha por la Constitución y la Libertad, organizada por la oposición, llega a congregar a cientos de miles de personas. Socialistas, radicales, comunistas, democristianos y conservadores se unen para reclamar el fin del gobierno militar. En medio de este clima de airada tensión social, los antiguos compañeros de Perón deciden su proceso y encarcelamiento el 12 de octubre. Lo recluyen de inmediato en la isla Martín García a la espera de que amainen las presiones y se constituya un gobierno de transición. Es poco después, el 17 de octubre, cuando se produce la sorprendente movilización obrera que toma el centro de la capital con la exigencia de la liberación de Juan Domingo Perón. El gobierno, asustado ante la posibilidad de un enfrentamiento civil, accede a sus reclamos y la multitud, arrebatada de entusiasmo, termina la

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jornada viendo cómo su líder, recién liberado, les dirige la palabra nada menos que desde el balcón de la Casa Rosada…1 En el contexto político argentino ganar la calle era una meta importante. Era la lucha por conquistar la opinión pública. La sensación de poder que ello confería, tanto simbólica como positivamente, podía comunicar energía a los triunfadores y paralizar a los perdedores. El 17 de octubre de 1945 figura preponderantemente como el ejemplo clásico de lo que se puede lograr ganando la calle (Page 363).

Ganar la calle. Esa era la idea que movía afanes y miedos de unos y de otros. Aparte de la Marcha constitucionalista del 19 de septiembre de 1945, en la Argentina había precedentes de poderosas manifestaciones en la lucha de los sindicatos, los gobiernos de la Unión Cívica Radical o el resurgimiento católico de los años treinta. Estos últimos se habían preocupado de movilizarse para convencer a los distintos gobiernos de su auctoritas en la calle. No solo deben mencionarse las multitudinarias manifestaciones públicas de fe con motivo del Congreso Eucarístico Internacional de 1934, sino también las marchas por la soberanía y por la neutralidad de 1941 y 1942 que, según algunas crónicas de la época, habrían llegado a superar en número a las promovidas por la izquierda (Beraza 3739). Incluso los sectores menos exaltados en apariencia, como el centro liberal, se sentían empujados a salir a la calle. Poco antes de la gran movilización peronista del 17 de octubre, los partidarios de una Argentina laica y liberal habían desfilado por el centro, ya fuera para celebrar la liberación de París por las tropas aliadas o para apoyar una Constitución democrática. Valga el siguiente fragmento de una crónica antiperonista del periódico La Nación sobre la ma1 Se ha señalado muchas veces el 17 de octubre como la fecha de nacimiento del movimiento, como “mito fundacional del peronismo” (Neiburg 122-123). Las visiones contemporáneas y oficialistas subrayaban que el éxito del movimiento se explicaría por el liderazgo carismático de Perón. La bibliografía revisionista sobre la época pone en cuestión la validez de esta interpretación y subraya el papel del movimiento sindical (Rein 2005, 158-159).

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nifestación por la Constitución y la Libertad de septiembre de 1945 como contraste a todas las citas sobre las muchedumbres peronistas: Allí los pintores y escultores que exponen en el salón de los independientes; allí los de voces difundidas por las radios, y la belleza y simpatía de las “estrellas” de nuestro cine; allí el rector de la Universidad de Buenos Aires, y los profesores que sus institutos dictan cátedras, y los alumnos; allí, los abogados y los ingenieros y los arquitectos; allí los médicos y los industriales y los comerciantes. Y también el obrero de mano fuerte y gesto franco, y los estudiantes secundarios y las niñas que prefirieron a los atavíos primaverales los delantales blancos del liceo y de la escuela… ¡Es el pueblo!” (Anónimo, en Plotkin 2007, 68).

Desde esta óptica conservadora, por tanto, la masa sí se juzga simbólicamente pueblo en algunos casos, tal vez porque los obreros son solo una parte de él. Sin embargo, cuando una muchedumbre de personas excluidas del debate social y político, entre cien mil y doscientos cincuenta mil manifestantes, se hizo presente para exigir la libertad de su líder, algo cambió para siempre en el espacio público argentino. La entrada pacífica en el centro de Buenos Aires de esos miles de personas condujo sucesivamente a la incredulidad, el estupor y la condena final por parte de la opinión letrada dominante hasta el momento. Las crónicas próximas al gobierno conservador registraron enseguida el carácter transgresor y sorprendente de la manifestación. A sus ojos el espacio central de la nación, las calles principales de Buenos Aires y la Plaza de Mayo, se veían invadidas por una turba poco menos que carnavalesca. Esta percepción desde un punto de vista actual resulta anacrónica, ya que implicaba la dificultad de integrar dentro del pueblo argentino a una masa a la que no se reconocía como parte de la nación. Entre los clichés más repetidos en los relatos de la época hay dos o tres tópicos dominantes: uno de ellos es la absoluta otredad, el carácter extranjero de los manifestantes. En diarios antiperonistas como La Prensa se informó de que una turba antipatriota habría quemado banderas argentinas. Este tipo de informaciones buscaba enlazar a los peronistas con

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ciertas manifestaciones “antisistema” de antaño que persistían en la memoria de la opinión pública burguesa: la afrenta a la bandera argentina que se atribuía a grupos anarquistas durante la década del 102. Lo cierto es que en aquel contexto lo argentino se empieza a concebir como un valor en sí mismo, no solo entre la opinión pública, sino también en cenáculos culturales de lo más diverso. Los programas universitarios incluyen, por ejemplo, textos de autores como Lugones, Payró o Quiroga, antes de que el peronismo empiece su política de revalorización de lo autóctono (Korn, 15-19). En consecuencia, no serán los peronistas quienes tendrán la exclusiva de establecer una cortante distinción entre ellos, representantes de la “verdadera” Argentina, y los otros, la oposición de todos los colores ideológicos. En realidad, también los letrados disconformes vieron a las masas peronistas como una especie de exabrupto mafioso financiado por alguna potencia extranjera, a ser posible Alemania. La tensión social, a veces, llegó a producir casos algo pintorescos. Adela Grondona, una dama intelectual de la buena sociedad porteña, fue encarcelada por la policía peronista en 1948, junto a otras amigas suyas entre las que se encontraba Norah Borges. Su delito, según testimonio personal, fue cantar en la vía pública el himno nacional junto a sus compañeras después de haber escuchado decir a un individuo, con fuerte acento alemán, “Perón es un dios” (Grondona 18). Lo alemán, dentro del estereotipo liberal argentino de la época, se asociaba de inmediato al nazismo, con lo que los sobreentendidos estaban muy claros. Desde la iracunda mirada de sus detractores, Perón sería un fascista a sueldo del extranjero que utilizaba a elementos inadaptados del país. En palabras de la misma Adela Grondona, el 17 de octubre no era otra cosa que un montaje y, en consecuencia, sus participantes no podían calificarse de pueblo: “Para el 17 de octubre ocurre lo mismo. Ahora sabemos qué clase 2 En aquellos días la escritora católica Delfina Bunge de Gálvez salía al paso del infundio al destacar en el periódico El pueblo, justamente, que los peronistas habían marchado en paz y que nunca se quemaron banderas argentinas, como sí lo habían hecho los anarquistas años atrás (ver Bunge, en Chávez 21-23).

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de gente es esa a la que llaman pueblo, que sale a la calle en ciertas ocasiones y comete desmanes” (Grondona 56). La imagen teatralizadora fue una constante en el imaginario antiperonista. Así se revelaba la imposibilidad de concebir a los manifestantes como representantes del pueblo “propio”, el rechazo a considerarlos ciudadanos del mismo país3. Por razones similares, otros adversarios de Perón se fijaron en el aspecto “extravagante” de los manifestantes que ostentaban vestidos populares, es decir, que no habían llevado un atuendo aceptable para la situación o el espacio que los congregaba. Así, en el periódico oficial La capital se leía lo siguiente: La mayoría del público que desfiló en las más diversas columnas por las calles lo hacía en mangas de camisa. Viose a hombres vestidos de gauchos y a mujeres de paisanas […], muchachos que transformaban las avenidas y las plazas en pistas de patinaje; y hombres y mujeres vestidos estrafalariamente, portando retratos de Perón, con flores y escarapelas prendidas en sus ropas y afiches y carteles. Hombres a caballo y jóvenes en bicicleta, ostentando vestimentas chillonas, cantaban estribillos y prorrumpían en gritos (en Torre y Pastoriza 260).

Con el tiempo este 17 de octubre se ha convertido en un hito simbólico de la vida del país y, según la mira ideológica de los narradores, se ha analizado desde un signo positivo o negativo. Más aún: esta manifestación se ha convertido en un lugar común de los análisis sobre el peronismo. Será vista como una epifanía, negativa o positiva, para unos u otros. Desde cierta perspectiva fue el momento en que se puso al descubierto el verdadero rostro de una clase proletaria hasta entonces ignorada por el discurso oligárquico. Desde 3 Lamentablemente el mismo proceso se operó a la inversa cuando el discurso peronista consideró traidor y antiargentino a quien no aceptara las bases de su movimiento. “Cuando se observan las representaciones sobre la cultura y la sociedad en la Argentina suele descubrirse algo diferente: las imágenes que sirven para hablar de ella parecen invocar más la dicotomía que el consenso” (Neiburg 14).

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instancias oficiales, se elaboró en torno a la manifestación un relato mítico, por el que el acontecimiento adquiría un valor epifánico: era el signo elocuente del pueblo hasta entonces silenciado, oculto. A su alrededor se congregó toda una literatura apologética, adornada con un lenguaje épico, patrocinada con recursos estatales y dirigida a un público masivo. Basta pensar en algunas de las obras que se editaron en la época: Diecisiete de octubre, jornada heroica (publicación oficial sin pie de imprenta, 1948), Cuentos del 17 de octubre de Adolfo Díez Gómez (Biblioteca infantil General Perón, 1948), Antología poética de la revolución justicialista por Antonio Monti (1954), etc.4. En el otro lado, la marcha del 17 de octubre sería la señal siniestra y deforme, algo así como un carnaval fuera de lugar, alentado por una casta política integrada por bárbaros. El topos del carnaval no solo se introducirá en la opinión pública antiperonista posterior al 17 de octubre, sino que, como veremos, se prolongará y desarrollará en autores del futuro canon argentino: Borges, Bioy Casares, Martínez Estrada, etc. Puestas una enfrente de la otra, las versiones de estos dos grupos sugerían que las especulaciones teóricas sobre el país que habían proliferado en la década anterior se estrellaban contra una realidad tosca y sorprendente5. En las representaciones posteriores al 17 de octubre se suele insistir en su carácter inesperado. No son pocos los testimonios de escritores que se dijeron testigos oculares de la manifestación. En estos casos se repite un esquema narrativo análogo con independencia de la valoración ideológica que se realice. El testigo dice haberse ente4 Entre los más de cincuenta colaboradores se encontraban, aparte del compilador, María Granata, José María Castiñeira de Dios, Leopoldo Marechal, Juan Óscar Ponferrada, Santiago Ganduglia, Fermín Chávez, Alberto Vaccarezza, etc. Para otros títulos, además de los mencionados, ver Luna 1984, 226. 5 Un buen ejemplo sería el de Eduardo Mallea, escritor prominente del grupo Sur, quien adquirió gran popularidad con su teoría de las dos Argentinas, una “visible”, frívola, porteña y acomodada, y otra “invisible”, ligada al interior del país y a las clases populares. Sin embargo, cuando esa Argentina “invisible” salió a la luz, Mallea la rechazó. Su análisis, vinculado a categorías morales más que sociológicas o políticas, fue muy contestado por la crítica de izquierda tras la experiencia del peronismo (ver Sarlo 797-807).

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rado de la marcha por casualidad, mientras se encontraba encerrado en su casa del centro. De pronto el ruido, los gritos y cánticos, le hacen asomarse al exterior y tomar partido de forma casi inmediata. El peronista Leopoldo Marechal cuenta que se encontraba en su domicilio cuando le llegaron de la calle las voces de un gentío que, entonando una famosa canción, la transformaban en esta letra: “Yo te daré,/ te daré, Patria hermosa,/te daré una cosa,/una cosa que empieza por P,/¡Peroooón!”. Entusiasmado por el espectáculo de la masa (“Vi, reconocí y amé los miles de rostros que la integraban” ([Marechal, en Andrés 43]), se vistió apresuradamente y bajó a la calle para unirse a la manifestación que lo hizo peronista para el resto de sus días. Aunque se localice también en ese lugar privilegiado, la ventana que da a la calle, muy diferente es el juicio de Alicia Jurado, escritora próxima al cenáculo de Borges. Aquí la multitud es una “horda” salvaje que entona consignas de barbarie. Igual que Marechal, Jurado apela al recurso de la experiencia como argumento de autoridad, pero ahora para rebajar la categoría de los manifestantes: Fue en ese lugar, atisbando por la persiana entrecerrada del escritorio de la planta baja, donde vi y oí pasar las hordas del 17, gritando a voz en cuello: ¡Alpargatas sí, libros no! Repito: lo vi y lo oí, no me lo contaron otros, y esos aullidos cargados de trágico simbolismo me quedaron grabados a fuego en la memoria (Jurado, 230).

¿Alpargatas o libros? Las versiones variaron de un extremo a otro. Merece destacarse, no obstante, una de las más difundidas, la de Ezequiel Martínez Estrada, tan crítico con Perón como con sus detractores liberales. El autor de Radiografía de la Pampa también daba una visión muy negativa llena de perjuicios, pero algo más compleja que Jurado: El 17 de octubre Perón volcó en las calles céntricas de Buenos Aires un sedimento social que nadie habría reconocido. Parecía una invasión de gentes de otro país, hablando otro idioma, vistiendo trajes exóticos y sin embargo eran parte del pueblo argentino, del

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Javier de Navascués pueblo del Himno […] Lo habían desplazado u olvidado los políticos demagogos y Perón tuvo más que la bondad y la inteligencia, la habilidad de sacarlo a la superficie y exhibirlo sin avergonzarse de él, no en su calidad de pueblo, sino en calidad de una fuerza tremenda y agresiva que hacía peligrar los cimientos de una sociedad constituida con solo una parte del elemento humano […] El 17 de octubre salieron a pedir cuentas de su cautiverio, a exigir un lugar al sol y aparecieron con sus cuchillos de matarifes en la cintura, amenazando con una San Bartolomé en Barrio Norte. Sentimos escalofríos viéndolos desfilar en una verdadera horda silenciosa con carteles que amenazaban con tomarse una revancha terrible (Martínez Estrada 1956, 31-32).

Lo cierto es que la manifestación fue, en líneas generales, bastante pacífica6. Aunque se viera como un espectáculo de carnaval por sus contrarios, las agresiones de la “horda” fueron en general más simbólicas que otra cosa. La célebre fotografía de los manifestantes refrescándose los pies en la fuente de la Plaza de Mayo remite a una insurrección no violenta y atenuada. Puede verse cómo los mismos protagonistas se preocupan de llevar un traje “adecuado”, el saco, para moverse por el centro, aunque luego se descalcen en el agua. Los participantes cuidaron de mantener las distancias sociales. Se sabe que en el trance de ir a un espacio tan prestigioso no pocos trabajadores pedían trajes prestados (Plotkin 2007, 98). Y si luego se ha hablado de “descamisados” es porque esos mismos descamisados se quitaron la chaqueta que habían procurado traer. Arturo Jauretche, uno de los más sobresalientes intérpretes del peronismo desde un ángulo positivo, negaba que la marcha tuviera intenciones de venganza: “aquellas multitudes de octubre del 45, dueñas de la 6 Por supuesto hubo disturbios, como cuando algunos manifestantes lanzaron piedras contra los edificios de la universidad o se quemaron ejemplares de la prensa antiperonista. Pero lo que fue quizá más transgresor a los ojos de la clase media fue el carácter festivo, representado por disfraces, bailes y cantos populares. Esto contrastaba de forma casi monstruosa con los desfiles ordenados y solemnes, como eran los de las movilizaciones obreras del 1 de mayo organizadas por la izquierda tradicional (ver Torre 56-57).

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ciudad durante dos días, no rompieron una vidriera y cuyo mayor crimen fue lavarse los pies en la Plaza de Mayo, provocando la indignación de la señora de Oyuela” (Jauretche 2012, 8). Sin embargo, durante décadas los enemigos de Perón, para quienes la movilización se acogió con espanto, facilitaron la imagen de rotunda subversión social. Gestos como el de la fotografía de los hombres metiendo los pies en la fuente fueron leídos como violentos7. En el testimonio arriba citado, un observador tan controvertido como Martínez Estrada presenta primero la sensación de extranjería, la absoluta otredad con que se contempla a la masa, para luego reconocer amargamente que ella es también “pueblo”, una categoría superior en teoría, pero que se acompaña de cualidades violentas: “fuerza tremenda y agresiva”, “cuchillos de matarifes”, “horda silenciosa”. El autor se dirige a un lector con el que establece una complicidad cultural (uno y otro comparten el conocimiento de la matanza histórica de San Bartolomé), que se presume totalmente ajena a la masa peronista. En su nosotros inclusivo, “sentimos”, se percibe la sensación colectiva de amenaza, de invasión y destrucción de un espacio hasta entonces vedado a la gente así considerada. La primera persona, singular o plural, se muestra inquieta por la pérdida de privilegios sociales, además de víctima de un ataque a su propia identidad física. A lo largo de su ensayo panfletario Qué es esto Ezequiel Martínez Estrada acumula términos peyorativos para referirse al electorado peronista: “chusma”, “turba”, “plebe”, “populacho”. Sus leyes, dice, no son códigos civiles, sino “legislación de bandidos”. Se ha dicho más de una vez que cualquier reconstrucción del peronismo es una interpretación de la Argentina como nación. Martínez Estrada, quien en Radiografía de la Pampa (1935) había juzgado su país en 7 No en vano la iconografía peronista posterior ha utilizado, hasta el día de hoy, la imagen de “las patas en la fuente” como signo de sublevación del “pueblo” frente a un perenne orden oligárquico que hay que destruir. La participación de Eva Perón en esa manifestación, históricamente demostrada como inexistente (Zanatta 2011, 235), se incorporó al imaginario popular y se introdujo en estas representaciones.

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función de una visión fatalista de la Historia, postula que las gentes que apoyan a Perón forman el sustrato individualista e incívico que ha habitado siempre en la Argentina. El país sería inmune a una forma culta de gobierno, ya que su demos estaría condenado a un estado eterno de plebe. Es un absurdo que la masa se transforme en la categoría superior de pueblo o que adquiera conciencia de clase según la doctrina marxista. Perón “ha encendido la chusma […] que algunos tontos y necios confundieron con el proletariado” (1956, 97). Y esto no es posible porque la clase trabajadora organizada nunca ha existido (Martínez Estrada 1956, 99), destruida por represiones anteriores y por la inercia esencialmente cínica y perezosa que el amargo ensayista atribuye a sus compatriotas. Se entiende, entonces, que el concepto de “pueblo” comparezca en Martínez Estrada solo de forma muy tímida, aunque se asocie a la posibilidad de una ligera superioridad moral. Es lo que sucede, por ejemplo, cuando el autor apela a una proximidad momentánea de orden afectivo con su sociedad: “¿Qué causa de redención humana, de rebeldía, de afirmación de voluntad de levantar la cabeza con altivez ha dado alguna vez mi pueblo?” (Martínez Estrada 1956, 101, el énfasis es mío), se pregunta por un momento, para responderse inmediatamente de forma pesimista: “Cuando ha salido airado a la calle lo hizo con estandartes y carteles laudando a los caudillos en el poder” (Martínez Estrada 1956, 101)8.

8 Los planteamientos de Martínez Estrada le ganaron enemigos entre sus antiguos pares (Borges, Bioy Casares, el grupo Sur en su conjunto), quienes lo acusaron de pasarse al peronismo. Esto no era cierto, como es obvio. También sirvieron de inspiración a otros, como los jóvenes críticos de izquierda de la revista Contorno. La posterior evolución de Martínez Estrada, con su voluntario exilio de Argentina, permite entender cuán aislado fue quedando el autor con esa interpretación suya del país que negaba legitimidad a unos y a otros. Todavía hoy sus tesis causan controversias incluso entre la crítica académica (ver Pérez 84-85; Neiburg 75-82, etc.). Y paradójicamente, a veces su discurso puede ser leído con simpatía por peronistas militantes como Rodolfo Edwards, quien considera a Martínez Estrada como alguien que “era en el fondo peronista” (Edwards 209).

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2. La manifestación desde dentro: Jauretche Como es natural, la visión del intelectual peronista tiende a sublimar este episodio, o cualquier otro que se le parezca. La masa aquí no tiene los atributos agresivos de los testimonios opositores, sino que, al contrario, expresa la colectividad organizada en forma de pueblo, consciente por primera vez y formada políticamente. En el discurso oficial peronista, no necesariamente intelectual, se propone una superación de los “egoísmos” mediante la inserción armoniosa del yo en la colectividad. Fórmulas de equivalencia copulativa entre el sujeto y la multitud, que ya no es masa, sino comunidad organizada, o pueblo, son frecuentes en el discurso político de Eva Duarte: Conozco a mis compañeras, sí. Yo misma soy pueblo. Los latidos de esa masa que sufre, trabaja y sueña, son los míos (Duarte 1999, 74).

A partir de 1946 el gobierno empezó a conmemorar el “Día de la Lealtad” y para la ocasión se publicaban poemas de circunstancias en la prensa oficial. En uno de ellos se lee: Yo vi la multitud. Era la fiesta del grito y el sudor, que regresaba desde su noche lóbrega y funesta. Yo vi la multitud. Era la lava del volcán de la patria, ensangrentado, que su iracundia en la ciudad volcaba (Villanueva, en Chávez 95).

El poema sigue enfrentando en un tono épico a la muchedumbre y al yo poético contemplativo, hasta que este último se incorpora a la “fiesta” colectiva. Entonces, de acuerdo con la ecuación entre masa y pueblo, el yo adquiere su realización como persona: …yo vi la multitud y fui con ella remontando mis sueños hasta el cielo, y allí empañar a la mejor estrella.

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Javier de Navascués Fui con la multitud. Los que esa tarde no siguieron sus gritos y mi huella que Dios en su alta caridad los guarde (Villanueva, en Chávez 99).

El último verso de Héctor Villanueva, el autor de este poema al 17 de octubre, deja vibrando una advertencia a quien no participe de esa masa, que ha sido “tumulto ciego” hasta que Perón le ha señalado el camino (Villanueva, en Chávez 98). Con ese registro religioso, tan característico del peronismo de la primera hora, quien no siga los gritos de la multitud necesitará nada menos que del perdón de Dios… La poesía peronista, “oficial” por así decir, tiene un registro formal más bien tradicional y un mensaje que cruza lo místico con lo político9. La imprecación moral y el tono excluyente se explican entonces por el hecho de que los portavoces del peronismo realizan una identificación entonces novedosa: aquella manifestación ya no era masa, sino una entidad superior, una expresión del verdadero pueblo elevado a instancia sagrada. Y quien se enfrentaba al pueblo era excomulgado, se excluía solo, dejaba de formar parte de la comunidad sacralizada para convertirse en otro, en el amigo del extranjero y enemigo de la nación. Raúl Scalabrini Ortiz, intelectual nacionalista procedente del grupo FORJA10, declaraba acerca de la gente del 17 de octubre que representaba “el cimiento básico de la nación que asomaba por primera vez” (Scalabrini 323). Nada que 9 Un caso original y periférico con respecto al canon liberal y las formas tradicionales que aceptaban muchos lectores peronistas sería el de Leónidas Lamborghini (1927-2009), quien empieza a publicar en 1955 una poesía con fuerte carga narrativa y satírica. Las patas en las fuentes (1965), título que recuerda el episodio del 17 de octubre, desarrolla el tema de la resistencia peronista tras la proscripción de su líder (ver Pérez 293-323). 10 FORJA era una agrupación fundada en 1935 que trataba de rescatar el legado nacionalista del depuesto presidente Yrigoyen. Evidenciaba su descontento con el grupo pactista del gobierno del general Justo y con los sectores antipersonalistas del partido radical. Los forjistas defendían una política antiimperialista, antioligárquica y populista. En 1945 FORJA se disolvió en un gesto de complicidad con las circunstancias vividas a partir del 17 de octubre de ese mismo año.

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ver, pues, con la significación peyorativa de la masa. Aquello era, seguía Scalabrini, el “pueblo”, el “sustrato de nuestra idiosincrasia y de nuestras posibilidades colectivas”, y nótese el plural inclusivo del pronombre. La principal figura dentro de FORJA, Arturo Jauretche (19011974), también derivó por un tiempo hacia el peronismo11. En su polémico ensayo Los profetas del odio (1957) arremetía contra los escritores de la élite letrada, Martínez Estrada y Borges principalmente, debido a su incapacidad para comprender la dimensión popular del movimiento. Ellos serían, de acuerdo con su discurso nacionalista, portavoces de la “colonización pedagógica” que habría asolado la Argentina desde el triunfo del proyecto liberal en el siglo xix. De acuerdo con las tesis “post-coloniales” de Jauretche, la ideología liberal se impone en el estado argentino después de la batalla de Caseros en 1852 y el destierro del primer caudillo populista, Juan Manuel de Rosas. Otros acontecimientos, como la batalla de Pavón (1860) y la guerra de Paraguay bajo la presidencia de Sarmiento, no harían sino consolidar esa situación que implanta el liderazgo de la oligarquía y el desplazamiento de la masa criolla. El proyecto liberal, conducido por una minoría ilustrada, decidió las reformas necesarias desde arriba, con unos parámetros plagiados de las ideologías positivistas europeas y sin contar con el sentir tradicional de un pueblo ignorado. De esta forma se habría creado un estado tecnocrático, que representaría en última instancia los intereses de una oligarquía local y de las grandes potencias extranjeras que someterían a la Argentina a una política neocolonial, en todos los ámbitos, desde el económico al cultural (Jauretche 2012, 210 y ss.). Los intelectuales argentinos que tanto alardeaban de sus lecturas y experiencias cosmopolitas 11 Jauretche es uno de los principales representantes del pensamiento nacionalista argentino del siglo xx. Colaboró con el gobierno desde el primer momento y ocupó la presidencia del Banco de la Provincia de Buenos Aires en 1946, cargo que desempeñó durante tres años y medio, hasta que fue destituido. Su espíritu crítico lo llevó a enfrentarse con la dirección personalista de Perón y ciertas directrices de la segunda mitad de su mandato (ver Galasso 126-130).

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(Borges, Martínez Estrada, Victoria Ocampo, etc.) no serían sino representantes de lo que Jauretche llama la “colonización pedagógica” de Europa en Argentina12. El arielismo, patente en ciertos programas culturales influidos por el pensamiento antinorteamericano de Rodó, también era parte de ese gran engaño, esa “traición de los intelectuales” en versión rioplatense, que aspiraría a transformar la sociedad a partir de la obra callada y humanista de unos pocos elegidos que no se mezclarían con la masa. Unos y otros, dice Jauretche, desconocen las necesidades perentorias del pueblo. Así, la actitud del arielista “no admite cotejar la imagen grosera y tosca del obrero que participaba en los movimientos populares con la del obrero intelectualizado, consciente, uniformado y con numerito que está en el presupuesto de su concepción revolucionaria” (Jauretche 2012, 151). Las ideas de Jauretche no solo muestran un transparente sesgo nacionalista, sino que se basan en una retórica criolla, plagada de guiños al habla popular. De hecho, él se define a sí mismo como “paisano” y utiliza el “nosotros” para marcar su pertenencia a un grupo que establece un nítido corte con el de los letrados. Así, por ejemplo, cuando se siente obligado a citar un periódico popular que fue cerrado por la censura del gobierno militar de Uriburu, recuerda que fue uno de esos pasquines “que son los únicos que podemos tener los paisanos” (Jauretche 2012, 77). De esta manera perfila una imagen de sí mismo que contraviene la del escritor cosmopolita al estilo de Borges, Bioy Casares, Victoria Ocampo, Mujica Láinez, etc., consagrado en el campo literario dominante. Esto 12 Los ataques a la colonización pedagógica de Borges y Martínez Estrada, así como la reivindicación de la cultura local, no invalidan para Jauretche la validez de fuentes foráneas: Los profetas del odio se encabeza con un par de citas de José Hernandez y el P. Leonardo Castellani, y otras dos de Chesterton y Huxley. A los cuatro los moteja Jauretche como sus “maestros”. Se da la paradoja, entonces, de que su teoría de la colonización bebe de fuentes “coloniales”, de la misma forma que su planteamiento antiintelectualista se dirige a lectores intelectuales, procedentes en su mayoría de esa clase de “medio pelo” que tanto critica (ver Neiburg, 63 y ss.).

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no quiere decir que Jauretche no mimara su figuración dentro de sus lectores. Como ha señalado Neiburg (54-55), se pasó la vida construyendo su autorretrato de intelectual nacional y popular, desde las primeras fotografías en las que se le ve de traje y corbata posando en la puerta de la Facultad de Derecho hasta aquellas otras de madurez en la que se inmortaliza en mangas de camisa mientras toma mate o un vasito de grapa con unos paisanos. Hay un tinte de fábrica en este proceso. Hijo de funcionario municipal y de maestra de primaria, su familia no era propietaria de tierras, pero venía de una clase media acomodada del ámbito rural. El contacto con el campesinado le instruyó, según sus propios recuerdos, y le permitió conocer de cerca la realidad directa del “pueblo”, la “auténtica” Argentina. Esta ecuación entre agro y patria, tan propia del pensamiento nacionalista en general, la realiza Jauretche para mostrar cómo los descamisados del 17 de octubre, venidos de la inmigración del interior del país, eran gentes que él conocía bien. Así rememoraba una manifestación parecida a la del llamado “día de la Lealtad”, la que festejó el triunfo electoral de Perón después de las primeras elecciones sin fraude en dieciséis años: Fue el 4 de junio de 1946. Perdido entre la multitud en la esquina de Perú y Avenida de Mayo, yo veía pasar la columna interminable que volvía de Plaza de Mayo, después de vivir los momentos eufóricos de la asunción del mando por el primer presidente elegido por la voluntad del pueblo, después de un largo interregno de proscripción y fraude […]. Nadie en esa multitud me reconoció. Me sonreí pensando que de haber pasado una columna adversaria, gran parte de ella me hubiera identificado para agraviarme. Y esa situación paradojal, de ser desconocido por mis amigos y conocido por mis enemigos, me confirmó en la certidumbre de una nueva Argentina de carne y hueso que estaba de pie. Muy feliz era de desaparecer con los escombros políticos de la otra, que yo había luchado por derrumbar para preocuparme por mi lugar en la nueva… era uno de los triunfadores, pero no estaba en la casa de gobierno, sino en la esquina de Avenida de Mayo y Perú, entre la multitud (Jauretche 2012, 226).

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Jauretche no teme perder por un momento su identidad a favor de esa muchedumbre (“Nadie en esa multitud me reconoció”) con la que se siente entrañado. Perdido en medio de la masa, su puesto simbólicamente marginal, en la esquina de Mayo y Perú, no parece importarle. Entre los escritores favorables al régimen, la masa asume un carácter sublimador del individuo, que llega a realizarse como tal en la medida en que se integra con los otros. Perón, en sus discursos, reforzaría constantemente la configuración de una dicotomía fundamental. De un lado, la colectividad (Patria/Pueblo/Peronistas), con la que el individuo “bien nacido”, cualquiera que fuese su ideología, debía identificarse; de otro, la división de los enemigos que siempre se representaban como múltiples y disgregadores (Antipatria/Antiperonistas/Oligarquía). Quien no se sintiera dentro de la primera opción y no se identificara con la “carne y el alma del pueblo” quedaba excluido de su condición de argentino (Svampa 304-305). La opción de desaparecer como individuo en el texto de Jauretche es, por tanto, una adhesión simbólica a una masa que ya no es chusma, como en el discurso liberal, sino que se identifica con la nación. Ahora bien, recordemos que, de acuerdo con el ideario expuesto en la doctrina del justicialismo, ha de haber un equilibrio entre los extremos del individualismo capitalista y el colectivismo de origen comunista. Esa “tercera vía” que tanto predicó Perón podía ser una solución de compromiso en el papel para los agentes sociales, pero presentaba dificultades a la hora de trasladarse a la vida real y, por ende, a la ficción que la representaba. La literatura peronista opta, con un patrón realista tradicional, por reforzar el carácter revolucionariamente positivo de la colectividad. Así ocurre en novelas como Las arenas (1954) de Miguel Ángel Speroni, o en Se dice hombre (1952), de Jorge Perrone. En esta última, durante la manifestación del 17 de octubre, el protagonista se ve arrastrado por el fervor popular y su experiencia alcanza el carácter de epifanía. Dentro del discurso populista de Perrone la masa eleva al individuo que, enclaustrado en sí mismo, es incapaz de entender la realidad de la patria. En cambio, la experiencia de in-

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mersión en la colectividad guarda un sentido gnómico, inaccesible para quien intentara algo parecido en soledad. Los posibles efectos secundarios (violencia, desórdenes, etc.) son males menores si se atiende al carácter puro de su revolución: A veces la multitud ofrece un curioso aspecto. Asume la condición de un animal fabuloso con el hocico hacia el suelo, un hocico que percibe los olores más sutiles, más imposibles de alcanzar. Vos solo, vos en tu condición de hombre solo, nunca serías capaz de alcanzar, de ubicar los olores en tal forma. La multitud siempre es un instinto. Está en posesión de la pureza. Aunque incendie tranvías o balee a otros hombres. Tal vez los ataque porque inconscientemente sepa que son hombres solos. La multitud odia al hombre solo (Perrone, en Borello 66).

En el fondo, la verdadera realización del yo estaría en perder su identidad en función de los otros, puesto que “el hombre será siempre multitud” y “su soledad es una fuga. Cuando se encierra en su cuarto pierde el control de la realidad, se evade, es extranjero” (Perrone, en Borello 66). Así pues, el rechazo de la masa y la afirmación del propio yo implicarían una ubicación espacial de fuga y de adhesión a otro espacio: la extranjería13. No cabe duda de que estos términos pueden ponerse en contacto directo con el ideario oficial peronista, que defendía el ideal comunitario de la nación por encima de los intereses egoístas del individuo. Pero, al mismo tiempo, no deja de ser patente que quien se oponía al discurso de Perón se arriesgaba a ser excluido del proyecto nacional. Dicho en otras palabras: no ser peronista podía ser tomado, en definitiva, como una renuncia a ser argentino, una traición a una patria que se expresaba democrática y simbólicamente en las marchas masivas del “pueblo”.

13 Desde una visión radicalmente comunitaria, incluso el miedo a la muerte individual se disolvería, según se desprende de la lectura de escritores implicados en otros procesos revolucionarios distintos de la Argentina (ver Galván 2011).

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3. Una “emoción nueva” desde el nacionalismo católico: los Gálvez Entre algunos católicos la manifestación del 17 de octubre se vio, de entrada, con una mezcla de asombro, temor y simpatía, como demuestra el artículo de Delfina Bunge (1881-1952), “Una emoción nueva en Buenos Aires”, publicado apenas una semana después del 17 de octubre en el diario militante El Pueblo. La autora era esposa del novelista Manuel Gálvez y, ella misma, miembro destacado de las élites letradas conservadoras (Zanatta 1999, 402-403). Delfina procedía de una ilustre familia de varones que habían conjugado la vida intelectual con la acción pública. Su hermano Carlos Octavio fue autor de algunos de los ensayos más influyentes del positivismo argentino de comienzos de siglo, Nuestra América (1903) y Nuestra patria (1910). Otros hermanos, Alejandro y Augusto Bunge, sobresalieron en esferas diversas. Al primero se le considera uno de los fundadores de la sociología científica en la Argentina; el segundo, por su parte, se vio interpelado desde muy joven por la condición desgraciada de tantos trabajadores inmigrantes y se afilió al recién nacido Partido Socialista, donde tuvo una destacada carrera. Aunque extraño, este giro social en el seno de elementos letrados del patriciado argentino no era tan infrecuente como se podría creer. Más adelante lo comprobaremos al tratar la familia de otra escritora, María Rosa Oliver. Delfina Bunge había sido en su juventud íntima amiga de la activísima Victoria Ocampo, la directora de Sur. Ambas compartieron inquietudes feministas, si bien en el caso de Delfina estas se filtraban a través de su fe religiosa (Lucía Gálvez, 238-261). Publicó ensayos sobre la condición de la mujer en Argentina y libros de texto para niños: desde sus ideas conservadoras, los objetivos de una mujer con preocupaciones sociales e intelectuales debían dirigirse a la formación en los valores de la familia tradicional. Nunca quiso romper del todo con el sistema heredado. Como ella misma detalla en su diario íntimo, su juventud transcurrió con todos los requisitos de su clase, entre bailes elegantes y clases de

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piano, vigiladas conversaciones con ricos lechuguinos y viajes iniciáticos por Europa14. Sin embargo, a pesar de su cenáculo social, Delfina Bunge intuyó que toda aquella muchedumbre podía ser el símbolo de un fenómeno nuevo, un fermento original que, tal vez, fuera de la mano de una política social más justa y en armonía con la doctrina social de la Iglesia. ¿Por qué no conciliar los ideales evangélicos con el mensaje de justicia social que se traslucía de los reclamos de los descamisados? Al igual que Delfina, no pocos católicos se sintieron apelados con parecidos argumentos y apoyaron al Perón de la primera hora. Y al contrario que ella, muchos otros católicos reaccionaron con acritud15. La lectura del artículo de Delfina empieza con una mención a los miedos de las élites ante la temida y fatal invasión de las masas en el espacio público. Pero eran miedos apaciguados, según la articulista. No era otra la “emoción nueva en Buenos Aires” sino la conjura del temor a esa subversión plebeya que analistas liberales y conservadores venían invocando desde hacía décadas: Emoción nueva la de este 17 de octubre: la eclosión entre nosotros de una multitud proletaria y pacífica. Algo que no conocíamos, que, por mi parte no sospeché siquiera que podía existir (Bunge, en Chávez, 21).

A continuación la articulista rememora el temor a las revueltas anarquistas, tan presente en las primeras décadas del siglo, o los suce-

14 Una biografía retaceada de la escritora y una selección del diario pueden verse en el libro de Lucía Gálvez (2000), nieta de Delfina. 15 Cuenta su marido Manuel Gálvez que Delfina Bunge recibió cartas amenazantes y llamadas telefónicas hirientes. Muchos suscriptores, todos católicos, se borraron del diario y los Gálvez dejaron de colaborar en El pueblo (Gálvez 1965, 290). Dentro del catolicismo, ya en los años treinta, surgieron grupos que, desde la filosofía personalista y el humanismo cristiano, se declararon abiertamente antifascistas. Estos mismos grupos interpretan a Perón como un líder fascista en la Argentina desde su primera hora y pasan a la oposición (ver Zanca 2010).

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sos de la Semana Trágica de 1919 que ella misma vivió con horror16. Para Bunge, la diferencia fundamental entre aquellas multitudes y la del 17 de octubre estaba en que el odio a la religión emanado de las manifestaciones de extrema izquierda estuvo ausente en la primera gran marcha peronista. Justamente el factor cristiano, que ella ve emerger de forma natural entre los manifestantes del 17 de octubre, es lo que distingue a estos de las otras masas revolucionarias. “Estas turbas parecían cristianas sin saberlo” (Bunge, en Chávez, 23), y por eso mismo no deseaban la destrucción ni la lucha de clases, “cosa terrible” que conduciría necesariamente a “los desmanes comunistas” (Bunge, en Chávez, 25). La paz social, pues, no estaría reñida con la caridad ni con la justicia, pues esas gentes tienen razón en sentirse olvidadas y descontentas. Llegados a este punto, no es difícil ver en estas ideas una aproximación al discurso peronista clásico que trata de armonizar los intereses de la clase trabajadora con el orden social en aras de la patria. De hecho, el otro punto amable para la escritora católica es el hecho de que aquellas turbas, “cristianas sin saberlo”, se manifestaban como argentinas de forma abierta. Nacionalismo y catolicismo, pues, se armonizaban como elementos integradores de una nueva emoción, un nuevo sentimiento que expresaba un proyecto político todavía por definir, según la autora. Por eso en las últimas líneas convocaba a los lectores del diario El Pueblo y a ella misma, es decir a los católicos “conscientes”, a que no defraudasen a “un pueblo pacífico en sus esperanzas de buena acogida y de un mínimo siquiera de justicia social” (Bunge, en Gálvez 25). Nótese que, aunque se mirase con simpatía, la adhesión al peronismo estaba condicionada. La escisión entre el “nosotros” y la otredad de la masa persistía a lo largo de todo el artículo y se reafirmaba en su conclusión. Al lector de El Pueblo para el que escribe Delfina le resulta inconcebible que su sector de católicos ilustrados no lidere un proyecto de tal magnitud. 16 Con el nombre de Semana Trágica se conoce en Argentina a una serie de disturbios ocurridos entre el 7 de enero y el 14 de enero de 1919, entre manifestantes obreros anarquistas y fuerzas paramilitares de tendencia ultraconservadora.

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Por otra parte, en su artículo la autora pasa de puntillas sobre la valoración que le merece el líder (“equivocada o no” esas gentes tienen auténtica fe, insiste), acaso porque le repugna a su alma aristocrática, acaso porque se da cuenta de que sus propios argumentos podrían llegar demasiado lejos ante ciertos lectores. En cualquier caso no sirvieron de mucho tales reservas. El artículo emocionado de Bunge suscitó airadas reacciones entre algunos sectores del catolicismo “democrático” de Buenos Aires, que temían la unión definitiva entre la revolución peronista y la Iglesia (Zanatta 1999, 403-404). Y no dejaban de tener sus motivos. En los primeros años del peronismo, la mayoría de la opinión pública católica y los medios intelectuales católicos compartieron mesa con Perón. El protoperonismo de Delfina Bunge encuentra un eco doméstico en la obra de su marido, el novelista Manuel Gálvez. Para el año 1945, Gálvez era un autor famoso en Argentina por sus novelas adscritas a una estética decimonónica: La maestra normal (1914), El mal metafísico (1916), Nacha Regules (1919), Historia de arrabal (1922), Hombres en soledad (1938). La crítica acostumbra a considerarlo el primer representante del “escritor profesional” en la Argentina, no solo por la ambición de sus planteamientos, sino por la apasionada actividad dirigida a forjarse un lugar como escritor: fundación de la Academia Argentina de Letras, del Pen Club y de la SADE, constante participación en la prensa local, autopostulación para el premio Nobel… (Viñas 37). Sus voluminosas memorias están dirigidas a configurar la imagen de escritor fiel a su vocación, contra viento y marea. Leída desde la perspectiva de hoy, su obra trata de pintar la sociedad de su tiempo desde un realismo ingenuo, sin ocultar una voz auctorial que divide el mundo en buenos y malos. En su conjunto puede definirse como una versión rezagada de los grandes proyectos novelescos de un Galdós, un Dickens o un Balzac17. La poética de Manuel Gálvez está hoy desfasada, pero es 17 En un país con una escasa tradición realista en el siglo xix, Gálvez fue “el novelista adecuado en el momento adecuado” (Gramuglio 2002, 151), ya que contribuyó a crear un público lector, como había sucedido en Europa con la

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justamente esa sencillez de planteamientos formales lo que nos va a permitir ver con más claridad las dudas y tensiones del católico conservador frente al nuevo fenómeno de masas que llama a su puerta. Como su mujer, Gálvez pertenecía a un estrato social e intelectual que arrastraba un agrio descontento a partir de la situación generada después del golpe de Uriburu en 1931 y hasta la llegada de Perón a la secretaría de Trabajo en 1943. Los gobiernos corruptos de la Década infame, especialmente el del masón Agustín P. Justo, no fueron del agrado de los sectores católicos, quienes vieron en ellos un retroceso al estado laico formado en la década de los ochenta del siglo anterior. La lectura de la que es quizá su mejor novela, Hombres en soledad (1938), nos pone en contacto con la desilusión generacional de las familias católicas y encumbradas a las que pertenecía Gálvez. Hombres en soledad escenifica un tema recurrente en el ensayo argentino de los años treinta. En esa época de crisis libros como El hombre que está solo y espera de Scalabrini Ortiz, Historia de una pasión argentina de Mallea o Radiografía de la Pampa de Martínez Estrada insisten desde diferentes planteamientos en la radical soledad del argentino. El cuestionamiento existencial del individuo nace de la sensación de frustración histórica que acucia a la generación que vive durante la Década infame. No es otro el problema que, en cantidad obsesiva, circula en las divagaciones del protagonista de Gálvez y en las elegantes tertulias de salón que se describen en la novela… Claraval es un escritor de público minoritario, casado con una muchacha de una encumbrada familia porteña. Vive con el anhelo de viajar a Europa, pero sus escasos recursos se lo impiden. A su alrededor se mueve un frívolo mundo de hombres y mujeres de la buena sociedad, todos ellos atados a una moral hipócrita. Un lento y fatal desencanto se va apoderando de la vida interior de Claraval, mientras la situación del país no mejora. En efecto, la crisis económica provoca el golpe militar de Uriburu novela realista. Ya en los años veinte, su figura, entonces consagrada, empieza a declinar por el empuje de otras propuestas más innovadoras procedentes de las vanguardias (Gramuglio 2002, 148-150).

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y la destitución de Yrigoyen. El ambiente que retrata Gálvez se extrae de los sectores de derechas, de modo que Claraval al principio demuestra cierta ilusión por el cambio, pero enseguida se desengaña. Hombres en soledad pinta la atmósfera derrotista de la Década infame, que también afectó a las capas altas y conservadoras de la sociedad argentina. Un amigo del protagonista decide ingresar en un convento; otro se hace fascista y acaba suicidándose al ver cómo las directrices del gobierno de Uriburu no responden a sus expectativas; otro viaja a Europa para no volver. En este contexto el héroe de Gálvez padece la soledad como un peso irremediable. Desea comunicarse con los otros, pero no lo consigue. En una de las pocas escenas en las que comparece un individuo de las clases populares, Claraval siente de pronto una revelación. Traba conversación en la calle con un sujeto procedente del interior, con toda probabilidad uno de aquellos inmigrantes que fueron llenando el extrarradio de Buenos Aires durante los años treinta y que prepararon el humus social de los descamisados de la década siguiente. Claraval le hace toda clase de preguntas: su interlocutor llevaba mucho tiempo en la ciudad, pero no se había acostumbrado a ella. Soñaba con volver a su provincia, pero no tenía dinero. Claraval, que parece apiadarse de él, intenta entrar en comunicación con aquel hombre que le confiesa sus dificultades para hacerse con el entorno, hasta el punto de haber pensado en suicidarse: — Dígame por qué… me gustaría saberlo… — Ah, ¡Señor! Porque esto… Hizo un amplio ademán con el que abarcaba la calle, la multitud, la ciudad. Y siguió, mientras Claraval bebía sus palabras: —… esto es espantoso, Señor. ¡Grandioso y espantoso! Y llevándose el pañuelo a los ojos, ahogó un sollozo, allí, en plena calle Florida, corazón helado de la ciudad (Gálvez 1957, 156).

Seguramente este acercamiento afectuoso al futuro descamisado, o padre de descamisados, es un anuncio de la futura actitud del católico Gálvez con respecto al peronismo de la primera hora. Es la conciencia crítica del estado posterior a Yrigoyen lo que aumenta la

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angustia de un protagonista que siente una repentina simpatía por un hombre muy diferente de él por razones sociales y culturales. Y es el propio Gálvez quien se está retratando en ese episodio que es todavía un atisbo de su posterior acercamiento al justicialismo. Pero es solo un atisbo: de hecho, Claraval nunca más vuelve a hablar con el provinciano. Las fronteras sociales son muy tajantes todavía en esta novela realista de 1938. Por lo demás, la tesis de la soledad, como decimos, va pautando la novela con ese ritmo didáctico tan propio de Manuel Gálvez. Una y otra vez Claraval encuentra motivos para reflexionar sobre la maldición de estar solo en medio de una ciudad tan grande como Buenos Aires. Afectado por el tema baudeleriano del hombre solo en la multitud, el personaje sufre una progresiva alienación que solo se vence en momentos muy concretos, como cuando acude a un local de tango. La música y el baile (emblemas de la nacionalidad) milagrosamente liberan la sensación de soledad y permiten una efímera comunión con los otros: El tango penetró en su alma casi instantáneamente, lo envolvió en una marejada sensual y humana. Claraval pensó que su soledad se había quedado fuera, en la calle. Todos aquellos hombres, extranjeros o no, sentían la influencia del tango. Hombres y mujeres se miraban como si una misma sensación los uniese. Claraval se imaginaba no ser un individuo, sino una parte de la multitud. El estar cerca de aquellos desconocidos, el formar con ellos una emoción, le hacía bien a Claraval (Gálvez 1955, 292).

Aunque la experiencia dure unos minutos, este momento es muy interesante si se lo pone en relación con las novelas del mismo autor en los años cuarenta, cuando ya el tema de la masa ingresa de forma triunfal. Hasta Hombres en soledad, el problema es el individuo que no sale de sí y que desea, bien que transitoriamente, entrar en contacto con el otro, ya sea el provinciano, ya sea la multitud que baila. Después, como enseguida veremos, son las masas peronistas con su misma existencia las que interrogan al escritor católico y lo obligan a tomar posiciones de forma más clara.

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Poco antes de Hombres de soledad, en su ensayo Este pueblo necesita… (1934) Gálvez proclamaba la necesidad de una regeneración moral, “sin politiquerías”, invitando a un sentido heroico de la vida que recuperase un sistema de valores. Unos valores que, sin ser explícitamente religiosos, lo eran en su propio proyecto de vida: la austeridad o pobreza evangélica, la ausencia de vanidad, la virtud del trabajo, etc. Como tantos otros, Gálvez esperaba con ansiedad la llegada de un líder heroico y redentor que acabase con el marasmo ético de la Década infame. En aquellos años escribe no sin intención sus biografías noveladas sobre dos grandes caudillos de la historia argentina: Rosas e Yrigoyen. La primera de ellas es un hito de la corriente historiográfica argentina conocida como revisionismo. Gálvez reivindica al controvertido presidente decimonónico por haber preservado el orden público tras un período de guerras civiles y anarquía y, sobre todo, por haber garantizado la soberanía nacional ante los intereses extranjeros. La defensa de Rosas fue un caballo de batalla de intelectuales nacionalistas que, en ciertos casos, se aproximaron a Perón. Sin embargo, el peronismo entre 1946 y 1955 tomó distancias frente a la figura de Rosas y, por el contrario, buscó un héroe menos polémico y más integrador: San Martín18. La Vida de Hipólito Yrigoyen. El hombre del misterio (1939) de Gálvez ya sí nos habla de un individuo más cercano al discurso oficial que se preparaba para los años cuarenta. Se trata de una hagiografía del caudillo derribado en 1931 y una alabanza al arquetipo de conductor moderno de masas que pocos años después se encarnaría en Perón. Gálvez reconoce no haber sentido ninguna afinidad con el radicalismo yrigoyenista y, de hecho, confiesa su alegría cuando el general Uriburu cometió el golpe de estado contra su biografiado. Sin embargo, otros vendrán que bueno te harán… el paso del tiempo, es decir, el régimen corrupto posterior, le convenció de las 18 San Martín sería un prócer “para todos”. Una prueba de cómo, en esta materia, el peronismo resultó más integrador fue cómo abrazó en su discurso también a figuras del panteón liberal como Sarmiento. Aunque no faltaron quienes vindicaran a Rosas en el régimen, un hecho elocuente es la negativa del gobierno a repatriar sus restos desde Inglaterra (ver Goebel 120-129).

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cualidades del expresidente radical. Por eso encuentra en él una afinidad con su ideal de político: austero, introvertido, humilde, astuto, laborioso. Las virtudes laicas del peludo, como era conocido popularmente Yrigoyen, son para el creyente Gálvez rasgos que se asocian con un misticismo inconsciente. ¿Cómo fue posible que la revolución radical no fuera violenta y al mismo tiempo pusiera en práctica una política social y soberanista? ¿Por qué nunca se atentó contra los derechos de la Iglesia católica? “El fenómeno” —se contesta Gálvez— “solamente se explica por la magnanimidad que es el fondo del alma argentina, y por la evangélica contextura de reformador de su jefe” (Gálvez 1940, 185). La figura pública de Yrigoyen sería la de un hombre religioso, sin él saberlo, y no hace falta subrayar la semejanza de esta interpretación con aquella religiosidad inconsciente que Delfina Bunge encontraba en los manifestantes del 17 de octubre… Para los Gálvez el pueblo argentino es naturalmente cristiano, la fe de las masas forma parte central de su identidad esencial como nación19. Por eso, su líder natural tendría que ser aquel que las comprendiera en su faceta religiosa. La Vida de Hipólito Yrigoyen de Manuel Gálvez, escrita en 1939, no es una biografía ingenua: es una obra ideológica que trata de rescatar un modelo de político que se habría perdido en la década anterior. En el retrato de Yrigoyen no podía faltar la fascinación de Gálvez por el caudillo que, gracias a su sensibilidad social, atrae a las masas y las saca a la calle para que demuestren pacíficamente sus emociones. La descripción del paseo triunfal hacia la Casa Rosada para asumir el primer gobierno democrático de la Argentina en 1916 muestra a un hombre más que aupado inmerso en la muchedumbre. Es un espectáculo que se califica como de “único en el mundo”, 19 Estas ideas ya estaban en el ensayo de Gálvez El solar de la Raza (1913), escrito a partir de los debates identitarios formados en torno al Centenario de la nación. Como ha estudiado Quinziano (2000, 261 y ss.; 2005), hispanidad y religión católica son para Gálvez propiedades esenciales del pueblo argentino y con ellos puede defenderse de elementos perturbadores (materialismo, multiculturalismo, marxismo, etc.) que desnaturalizarían su ser concebido como una entidad ahistórica. Ver también Olea Franco, 30-36.

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el de un presidente que se entrega “a las expansiones de su pueblo, sin guardia, sin ejército, sin polizontes” (Gálvez 1940, 150-151). Lo que acaso maravilla a Gálvez es que esa multitud no produce desórdenes, no es violenta ni subversiva. El carisma del líder es capaz de domesticarla y esa capacidad casi taumatúrgica es la que fascina al letrado conservador que es Gálvez. La trayectoria de Yrigoyen fue interpretada muy temprano por partidarios y detractores como un antecedente frustrado del programa populista de Perón. No extrañará entonces que Manuel Gálvez, en lógica continuidad de admiraciones, se declarase vivísimo admirador del Perón secretario de Trabajo y de su ideario. Ya en 1944 glosaba una célebre frase de Perón: “Sí, no debe haber hombres demasiado ricos ni demasiado pobres: Las grandes fortunas son tan injustas como las grandes pobrezas […] Las palabras del coronel son verdaderamente cristianas, patrióticas y salvadoras” (en Altamirano 2001, 27). La ecuación entre patria y cristianismo tuvo consecuencias, por cierto, en los primeros años del peronismo: se dictó la enseñanza religiosa obligatoria en las escuelas y se llevaron a cabo actos simbólicos, como la consagración nacional de la Virgen de Luján, que daban la impresión de que el régimen quería devolver al estado argentino una identidad católica perdida desde hacía más de medio siglo. Los nacionalistas católicos tenían motivos para estar satisfechos. Perón era el “hombre providencial” que esperaban, en palabras de Gálvez. Sin embargo, las fricciones entre la jerarquía católica y el estado comenzaron a surgir a partir de la segunda presidencia. Una serie de medidas de Perón, molesto por no poder “cooperar” en los nombramientos de los obispos argentinos, terminaron por hacer que las relaciones se rompieran. Los hechos que desagradaron a la Iglesia católica fueron múltiples y dispares: la ley del divorcio, la protección a la libertad de culto, incluso a las doctrinas espiritistas, el intervencionismo estatal en la caridad a través de la Fundación Eva Perón, ciertos detalles de la vida íntima del presidente tras la muerte de Eva… Luego vinieron los ataques a la libertad de expresión, que antes habían padecido otros grupos ideológicos

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sin que, por cierto, los medios católicos alzaran la voz en aquel entonces. El diario El pueblo, el mismo en el que Delfina Bunge había publicado su artículo en 1945, terminó siendo clausurado nueve años después en otra expresión de la desconfianza del régimen hacia los portavoces de un catolicismo que, poco tiempo antes, tantas alas había recibido20. Volviendo a Gálvez, es notable cómo su entusiasmo igualitarista se desvanece a partir de estos episodios y termina publicando después de la llamada Revolución Libertadora novelas abiertamente antiperonistas como El uno y la multitud (1955) y Tránsito Guzmán (1956). Su trayectoria desengañada es la de no pocos intelectuales de su grupo21. El conservador Reynaldo Pastor rememora escandalizado la usurpación blasfema de los títulos sagrados por parte de la multitud oficialista durante una romería al santuario de Luján: “En Luján, mientras se realizaba la tradicional procesión de la Virgen Epónima, la muchedumbre peronista blasfemaba cantando: “Perón, Rey, Señor” (Pastor, en Bosca 103). Otro ensayista, Bonifacio del Carril, teme el deslizamiento del peronismo hacia el comunismo revolucionario. Tras la Libertadora, sostiene que, frente a las masas peronistas, fácilmente manipulables, hay que oponer un gobierno fuerte que atajara cualquier tentación de retorno a la “tiranía”. Retomando los proyectos culturales de la Argentina anterior a Perón, pero con un ánimo mucho más represivo, Del Carril propone reeducar a la muchedumbre trabajadora mediante el uso de la fuerza, si fuera necesario (Zanca 2011, 63-65). Sin llegar a estos extremos, Gálvez se siente decepcionado por los desórdenes que caracterizarían al régimen en sus últimos años y, sobre todo, por su deriva anticlerical. De hecho, cuando el peronismo radicaliza su discurso 20 El pueblo había sido en general un diario adicto a Perón, salvo en los últimos años, de 1952 a 1954, cuando buscó un imagen más neutral. Para las razones de su clausura, nacida de un malentendido que solo se explica por el clima de desconfianza hacia la opinión pública católica, ver Miranda, especialmente, pp. 164-168. 21 Aunque no la de todos. Hay excepciones: Marechal, José María Castiñeira de Dios o Alfonso Sola González, por ejemplo, siguieron fieles a Perón.

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en los años cincuenta, Gálvez deja la ADEA, de la que había formado parte desde su fundación. Según su propio testimonio, fue la adulación extrema a Perón y Eva en la que había caído la asociación lo que le empujó a abandonarla (Gálvez 1965, 176). Un escritor tan explícito como Gálvez no podía dejar de consignar su desencanto en novelas aparecidas tras el golpe de septiembre de 1955. En El uno y la multitud (1955), libro de título revelador, se expone el temor del individuo procedente de la oligarquía a ser absorbido por las muchedumbres. No se trata, por cierto, solo del miedo ideológico a las turbas peronistas, sino a cualquier manifestación visible de amontonamiento humano. La playa de Mar del Plata, por ejemplo, es un escenario promiscuo y ordinario para Claraval, el mismo protagonista de Hombres de soledad, quien siente el horror de ser tocado, de formar parte de la masa indiferenciada. Pero, en cualquier caso, lo que se teme más es la dirección que pueda tomar una muchedumbre guiada por un determinado propósito. Su credo, sometido a las máximas conservadoras de orden social asociado a progreso, se tambalea en cuanto se presentan las muchedumbres de descamisados en el punto simbólico de la vida pública argentina: las calles y plazas del centro de Buenos Aires. En este sentido, las escenas que se dedican a la manifestación del 17 de octubre reproducen con una simetría invertida el artículo de su esposa Delfina Bunge escrito años atrás. En efecto, Claraval, álter ego de Gálvez, está escuchando la radio cuando de pronto le llaman la atención unos gritos que se oyen desde la calle. Su esposa Bela (trasunto de Delfina) le dice: “¡Fíjate qué curioso! No dan mueras a nadie, ni insultan a las ventanas de los oligarcas, que se están cerrando con hostilidad. No levantan el puño. No amenazan de ningún modo” (Gálvez 1955, 203). La comprobación de la alegría y el aire inofensivo de los manifestantes convencen a los Claraval de bajar a la calle para conocer el fenómeno de cerca. Y si hasta ahora la mirada no difiere demasiado del artículo de Delfina de 1945, la versión del marido introduce una variante fundamental: la masa, desde dentro, es un conjunto amorfo y ululante, de empujones y gritos, de miles de cuerpos que zarandean al protagonista:

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Claraval sentíase apaleado […] A sus vecinos se les multiplicaban los cuerpos, los brazos, las contracciones, los olores […] Allí no había almas individuales, sino un alma única, el alma multitudinaria. Pero él no se consideró sumergido, desaparecido en ella. Aunque opinase como ella, no sentía como ella, no vibraba como ella. Luchaba por no perder su personalidad. Luchaba sin apoyos, y no se consideraba él mismo, sino cuando hablaba el altoparlante, cuando hablaron Farrell y Perón, hombres individuales, que no pertenecían a la muchedumbre estentórea de la plaza (Gálvez 1955, 204).

En este testimonio (escrito en 1955, no en 1945) regresan motivos que ya vamos conociendo bien en la imagen de las muchedumbres: la pérdida del yo y la anonimia como rasgo propio de la masa. Gálvez, aunque acepta y comprende los motivos de la colectividad, no se siente parte de ella. No es solo su costado conservador y aristocrático lo que explica este temor que, desde los tiempos de Stendhal, ya está presente en el imaginario de tantos intelectuales en la modernidad, sean de derechas o de izquierdas (aunque sea más frecuente en las derechas). Es también un redescubrimiento del valor de la propia identidad que no desea ser absorbida. Por eso en las novelas del desencanto del peronismo, Gálvez relega su denuncia de la falta “esencial” de comunicación de los argentinos, evocada en Hombres en soledad, y recupera el ámbito privado. Ahora ya no se añora la comunicación… Así sucede, de forma aún más militante, en su siguiente novela. Tránsito Guzmán (1956) extrema el miedo al poder de la masa, al modo con que esta es capaz de destruir signos culturales o religiosos caros para el autor. Las turbas peronistas violaron espacios amados por los católicos como sucedió con la célebre quema de iglesias de 1955. A lo largo de las noches del 16 y el 23 de junio de 1955, fueron incendiados o saqueados el palacio y la curia arzobispal de Buenos Aires, además de varios templos de la época colonial. Aunque no hubo víctimas, las pérdidas patrimoniales fueron más que notables. Tránsito Guzmán sigue las andanzas de su protagonista, una beata que vive intensamente los últimos conflictos entre peronistas y católicos en el año del derrocamiento de Perón. El lector es

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informado de la cadena de desencuentros históricos que concluyen en el sangriento bombardeo de la Plaza de Mayo contra los seguidores del gobierno, y la quema y saqueo de iglesias del 16 de junio de 1955. Desde una perspectiva maniquea, que divide el mundo entre opositores (buenos) y peronistas (malos), asistimos al desarrollo de la historia a través de personajes ficticios extraídos en su mayoría de los cenáculos católicos que para entonces se habían alejado de Perón. Gálvez, por cierto, ha terminado con esta novela por invertir la ecuación formulada en Hombres de soledad: el aislamiento del individuo ya no es el problema; al contrario, puede ser la oportunidad de una comunicación trascendente, superior a las relaciones humanas. La protagonista, que permanece célibe porque, según dice, su único novio es Cristo, encuentra su mayor felicidad en la peregrinación cotidiana por las iglesias coloniales del centro: La soledad era el mayor encanto que Tránsito veía en San Francisco. En los días de trabajo nunca había allí más de una veintena de personas […] En aquella soledad de San Francisco Tránsito se encontraba consigo misma y con Dios (Gálvez 1956, 25).

La vocación contemplativa de la beata no le impide conspirar contra el gobierno, llevar mensajes a los golpistas y alentar a todo católico que se encuentra por la calle a la guerra santa contra Perón. Tránsito Guzmán es una novela de tesis apoyada en los discursos de sacristía de su personaje principal. Por eso, aunque muchas veces se ha dicho que Gálvez tiene a Pérez Galdós como modelo, quizá sea el padre Coloma su referente más directo. La novela es un documento valioso ante todo para conocer las reacciones de los sectores de la Iglesia argentina ante los hechos que culminaron con el golpe de septiembre de 1955. Y más todavía: no ofrece en realidad ninguna conciliación posible entre los bandos enfrentados. “Todos”, se nos dice en repetidas ocasiones, conspiraban contra el gobierno, pero ese todos es menos inclusivo de lo que se formula: representa a una parte de la sociedad solamente, aquella que apoyó la llamada Libertadora. Y ni siquiera la solución final redunda en grandes esperanzas

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para el discurso ideológico dominante en Gálvez. Cuando el joven sobrino de la protagonista se exalta proclamando todo lo que seguirá a la caída de Perón (supresión del divorcio, religión obligatoria en las escuelas, poder católico, unión de todos los argentinos…), su tía Tránsito comenta escépticamente para sí: “¡Pobrecito!” (Gálvez 1956, 222). Estas son las últimas palabras de la novela. Frente a la soledad del individuo lúcido que no cree en soluciones políticas y se refugia en Dios, las masas se alzan de dos maneras: de un lado, las grandes manifestaciones de católicos, en donde, se insiste, no hay atropellos de ningún tipo y se guarda el orden público pese a no estar autorizadas por el gobierno. El silencio, el recogimiento casi en oración, y la positiva falta de violencia en las consignas son las características de este tipo de masas (Gálvez 1956, 91-92). Del otro lado, se habla de las “turbas”, las “hordas peronistas”, que se lanzan a invadir los espacios sagrados de los católicos: la Catedral de Buenos Aires, las iglesias, la Curia episcopal. Las masas incontroladas, y no la soledad de los ciudadanos, son ahora el problema de la Argentina para Gálvez. Casi se podría decir que es el “exceso” de comunicación, que ha alentado el peronismo, lo que ha provocado la anarquía vivida contra la religión. Estos otros grupos humanos que habían sido vistos por Gálvez con simpatía por el hecho de ser inconscientemente cristianos, ahora se vuelven violentos y peligrosos para el orden religioso que él quiere para el país. Más aún: ese discurso religioso se ha infiltrado y transformado en ellos de forma monstruosa. Cuando los manifestantes peronistas son bombardeados por los aviones de la Marina, muchos caen en la misma Plaza de Mayo heridos de muerte. Y mientras agonizan, balbucean que ellos dan la vida por Perón. Este martirio, versión laica de las ofrendas vitales del mártir cristiano, llega a impresionar a la piadosa Tránsito, que no deja de ver en ella una muestra fanática de un amor por un hombre (Gálvez 1956, 145). Pero, por eso mismo, resulta para ella algo detestable y admirable al mismo tiempo. Aun así, para la protagonista a la larga el saldo es negativo sin ambigüedades. Es la suplantación del discurso religioso por parte del gobierno lo que solivianta a los personajes de la novela, y a su autor, quien ha reco-

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rrido un camino desde la adhesión al rechazo, que fue también el de muchos nacionalistas católicos de su tiempo.

4. La manifestación como teatro: Borges Los sectores liberales laicos no habían sobresalido por sus líneas de convergencia con los nacionalistas católicos en la década de los treinta. Sin embargo, en el clima de enconamiento vivido durante los años finales del peronismo, las líneas paralelas de unos y otros tuvieron que coincidir en el punto central del odio al enemigo común. Es un síntoma que Borges manifestara en privado su disgusto por los ataques contra las iglesias porteñas en julio de 1955 según se registra en el diario de Adolfo Bioy Casares (2006, 134-136). Ciertamente Borges no era sospechoso de simpatías clericales, pero su temor a la desorganizada muchedumbre lo llevó a solidarizarse con los católicos. Esta convergencia borgiana con los católicos podría documentarse, por supuesto, también en otros grupos, lo que revela cómo, para un intelectual singular y reputado, la amenaza peronista, con su imagen multitudinaria, solo se podría contrarrestar mediante la unidad de las élites intelectuales22. En el fondo, el problema estaba en el divorcio entre los doctores y el pueblo, tema que fue abordado al poco de huir Perón por Ernesto Sábato en su ensayo, polémico, cómo no, El otro rostro del peronismo (1956). Retomando una idea del político conservador 22 Vaya aquí un ejemplo relativamente conocido sobre las disputas en el campo cultural de la época. En 1945, año del fin de la Segunda Guerra Mundial y del comienzo de las presidencias peronistas, La SADE (Sociedad Argentina de Escritores), institución que apoya la causa aliada y es el elemento intelectual más resistente al gobierno, crea a instancias de Enrique Amorim el Gran Premio de Honor de la SADE. Y así, como desagravio a la negación del Premio Nacional de Literatura a Borges, la SADE le entrega su primer galardón al autor de Ficciones. Este, en su discurso de recepción busca el acuerdo entre los distintos sectores antiperonistas, basándose en un enemigo común: el nacionalismo (para más detalles, ver Podlubne, 128 y ss.).

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Mario Amadeo, Sábato anotaba que el peronismo había sacado a la luz “una profunda separación entre los intelectuales y el pueblo” (Altamirano, en Sarlo 2001, 25). La tesis de Sábato tomaba a su cargo, por decir así, tres tópicos sobre el análisis del peronismo: el del resentimiento entre los trabajadores como explicación del surgimiento, el del hiato entre las élites y el pueblo, y el de la culpa de la clase dirigente. Sábato evoca una revelación suya: cuando estaba festejando en casa de unos amigos la caída de Perón vio a dos criadas llorando en la cocina. En esa sencilla escena él reconoció que se levantaba un abismo entre los “suyos” y las clases populares encarnadas en aquellas mujeres. ¿Qué hacer entonces para salvar esa distancia? Se necesitaba, quizá, una síntesis, que ya estaba en la frase del general golpista Lonardi (“Ni vencedores ni vencidos”). Pero esa síntesis, pese a las proclamas de Sábato y de muchos otros, no se logró. El abismo entre la élite ilustrada y las clases populares es un diagnóstico en el que coinciden casi todos después de 1955, desde la derecha a la izquierda: Jauretche, José Luis Romero, Sábato, Mario Amadeo, Jorge A. Paita, David Viñas, Martínez Estrada… Salvar ese escollo se convierte en un desafío que, con un método u otro, va a escribirse en muchas agendas del futuro inmediato. Borges, sin embargo, no contempla esa posibilidad. Desde su punto de vista, el peronismo ha sido una amenaza a las libertades individuales, conjurada paradójicamente con un golpe de estado. En términos más generales, la misma obra de Borges está marcada por el temor a un abigarramiento humano que linda con el infinito. De ahí que sus espacios ideales, aquellos en donde el yo se encuentra a sí mismo, nazcan de una mirada desrealizadora y solipsista, tal y como ocurre en su poesía urbana de juventud, con sus calles desiertas, sus horizontes íntimos y sus crepúsculos soñadores donde se demora un poeta flâneur. En cambio, en su maravillada descripción del Aleph un melancólico y ficticio Borges asiste al desfile vertiginoso de imágenes reales o imaginarias del pasado, el presente y el futuro. El famoso y múltiple pasaje habla, entre otras muchísimas cosas, de “las multitudes de América” (Borges 1977,

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170), uno de los muchos elementos cuya visión aplasta al Borges ficcional. Quizá no sea casual el calificativo de americano para definir a las muchedumbres, como tampoco lo sea las circunstancias contemporáneas en las que se gesta el relato. Concebido y escrito durante los años del peronismo, El Aleph es, además de otros planos de lectura, una sátira del nacionalismo argentino encarnado en el grotesco y tumultuoso Carlos Argentino Daneri. Durante su juventud Borges había simpatizado con posiciones nacionalistas e, incluso, llegó a presidir un comité de intelectuales yrigoyenistas23. Su poesía del período, desde Fervor de Buenos Aires (1923) a Cuaderno San Martín (1929), está bañada de un lenguaje ostentosamente criollista. Su ensayo El idioma de los argentinos (1928) constituye una defensa de una lengua “argentina”, alternativa a la norma de la Península. Pero en la década del treinta va moderando sus entusiasmos por las causas populares. Es cierto que la crítica actual ha revalorado la apertura de Borges a los géneros populares, como el policial, las crónicas de sucesos o la crítica cinematográfica (Montaldo 2000, 153-154). Desde esta óptica Borges estaría rompiendo fronteras entre la alta cultura y la cultura oral popular y, frente a las programas pedagógicos levantados desde la izquierda y la derecha, estaría proponiendo nuevos modos de lectura, basados en el trasvase de géneros, en el diálogo entre el mundo erudito de la tradición occidental con el costumbrismo criollo, los relatos de maleantes o la literatura detectivesca. Pero toda esta actividad no invalida su prevención hacia formas populistas que se confunden con el autoritarismo criollo y con un sistema de exclusiones basado en la violencia de las masas. De hecho, el triunfo de los fascismos en Europa, alzados por masas descontentas con las democracias parlamentarias en Italia y Alemania, lo llena de alarma. De entonces es su lucha a través de escritos diversos en los medios contra el fascismo que va a conducirle a su decidido antiperonismo. Para Borges, el 23 En 1929 Borges oficiaba de presidente y Leopoldo Marechal, de vicepresidente (Williamson 188). Entonces eran amigos el futuro antiperonista y el peronista, respectivamente.

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fascismo es “un sistema de restricciones y exclusiones” (Louis 66) que atenta contra la autonomía de la cultura, un ámbito que Borges quiere dejar libre de intromisiones políticas autoritarias. En este marco de comprensión, las persecuciones nazis contra los judíos, pueblo que tanto ha aportado a la cultura occidental, no serían sino una de las expresiones más siniestras del fascismo. Cuando Perón llega al poder en 1946, el autor de Ficciones trabaja en un oscuro puesto de funcionario en la sección Miguel Cané de la Biblioteca municipal. Su famoso traslado al puesto de inspector de aves y conejos en el Mercado de Abastos es una humorada y una humillación que le inflige el nuevo régimen. Según recuerda en su autobiografía, cuando fue a protestar por el nombramiento le contestaron: “Y bien, usted estaba del lado de los aliados, ¿qué esperaba?” (Borges 1999a, 78). En una comida de desagravio que le ofrecen sus amigos escritores, interpretó el episodio con las siguientes palabras: No sé hasta dónde el episodio que he referido es una parábola. Sospecho, sin embargo, que la memoria y el olvido son dioses que saben bien lo que hacen. Si han extraviado lo demás y si retienen esa absurda leyenda, alguna justificación los asiste. La formulo así: las dictaduras fomentan la opresión, las dictaduras fomentan el servilismo, las dictaduras fomentan la crueldad; más abominable es el hecho de que fomenten la idiotez (Borges 1999b, 304).

Esta versión borgiana de sí mismo vuelve a apuntalar, muchos años después, su convicción de que Perón alentó un régimen filofascista. Lo cierto es que esta clase de interpretaciones excluyentes eran habituales en el campo intelectual, y no solo eran patrimonio de los nacionalistas. En realidad, también estos últimos podían padecer algún tipo de marginación desde la trinchera liberal. En 1945 desde la SADE, presidida en aquel entonces por Ezequiel Martínez Estrada, como ya vimos, se propone la expulsión de sus filas de Manuel Gálvez y Leopoldo Marechal, dos renombrados escritores nacionalistas. Gálvez intentó vengarse al embarcarse en la peronista ADEA (Asociación de Escritores Argentinos). En una carta al secretario de la ADEA, Manuel Alcobre, no oculta sus intenciones: “El Sindicato

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debe organizarse muy rápidamente para patearle el nido a la SADE, que quiere involucrarse en todo…” (en Edwards 38). Vana ilusión: la ADEA fracasó en toda la línea en su deseo de “patear el nido” a los escritores liberales y socialistas, como dijimos al referirnos a las tormentosas relaciones del peronismo con el campo literario. En todo caso, desde la dictadura militar de 1943, antes de la llegada de Perón a la presidencia, ya estaba declarada la guerra entre el campo de los intelectuales, dominado por el lado liberal, y el sistema político hegemónico. Tras su renuncia al cuerpo de funcionarios, Borges se dedica a dar conferencias al integrarse en el Colegio Libre de Estudios Superiores, uno de los órganos intelectuales de la Argentina liberal, paralelo a la Universidad que había sido tomada por los peronistas. En 1950 es elegido para presidir la Sociedad Argentina de Escritores, “uno de los escasos reductos contra la dictadura”, según palabras de Borges (1999, 81). Que la SADE inspiraba desconfianza en el gobierno es evidente y, de hecho, Borges cuenta en sus memorias que un individuo sospechoso asistía a las conferencias para anotar todo lo que allí se decía y que él mismo tenía un detective que lo seguía a todas partes. La versión que hace Borges de su actuación nos lo muestra como un resistente, pero lo cierto es que la programación de conferencias realizada durante su presidencia resulta más bien aséptica si la repasamos hoy en día: Balzac, Herman Melville, T. S. Eliot, Esteban Echeverría, Martin Buber, Franz Kafka, José Mármol, Domingo F. Sarmiento… Si entre los autores citados aparecen algunos de los nombres del panteón liberal del xix argentino, es tal vez para contraponerlos de forma oblicua a la situación política contemporánea. El combate intelectual contra la tiranía de otro tiempo tendría sus resonancias para los asistentes cómplices a una conferencia sobre Sarmiento o Mármol. Entre 1950 y 1953, años en los que Borges preside la SADE, Perón ha abandonado su idea de manejar el centro del campo intelectual argentino. Pero eso no quiere decir que el gobierno ignorase o le diese igual lo que opinasen los escritores. Por eso, para evitarse problemas, la SADE de Borges se abstuvo de condenar públicamen-

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te al poder ejecutivo (Fiorucci 2011, 82). Esta práctica fue habitual incluso en sucesos realmente graves. Cuando el 15 de abril de 1953, durante una concentración de la Plaza de Mayo, estallaron unas bombas colocadas por grupos opositores que causaron cientos de muertos, el gobierno reaccionó a su manera frente al atentado terrorista. La sede del exclusivo Jockey Club, la Casa del Pueblo, la Casa Radical y el Comité conservador fueron asaltados e incendiados por turbas peronistas. Asimismo, se procedió a encarcelar a miles de personas, muchas de ellas asociadas al sector intelectual. Miembros destacados de la SADE, como Enrique Banchs, Victoria Ocampo o Carlos Alberto Erro, estaban entre los procesados. Sin embargo, la SADE de Borges no se pronunció al respecto, considerando que una acción de defensa solo complicaría las cosas24. No sirvió de mucho porque, de todas formas, la SADE terminaría echando el cerrojo poco tiempo después por imperativo legal. El estamento letrado de la oposición liberal —no solo Borges—, no siempre se caracterizó por una resistencia épica. Su discurso antiperonista se llenó de signos en clave que apelaban a unos lectores iniciados que serían capaces de descifrar sobreentendidos. No hay muchos indicios políticos inmediatos en la obra borgiana, pero eso no quiere decir que, de una manera indirecta, lo referencial esté presente en ella para quien quiera leerlo. Textos como “Deutsches Requiem”, “Emma Zunz” o “Tema del traidor y del héroe” han sido 24 Véase, para más detalles, lo que refiere Fiorucci (2011, 81-84). El escritor de izquierda y expresidente de la SADE, Leónidas Barletta, se quejó públicamente de los hechos y denunció la actitud de la SADE. Incluso llegó a escribir un petitorio de liberación de los presos que llevaba la firma de otros colegas, entre otros el mismo Leopoldo Marechal. La firma de Marechal, escritor maldito entre los liberales del grupo de Sur solo por su adhesión peronista, invalidaba la legitimidad de la iniciativa para los más fervientes opositores de la SADE. El crítico socialista Roberto F. Giusti comenta en sus memorias que “cierto escritor paracomunista” y “un poeta pasado sin pudor al peronismo” (Giusti 262), Barletta y Marechal respectivamente, se “atrevieron” a pedir la libertad de sus compañeros cuando, en realidad, los intelectuales querían seguir en prisión para así denunciar la dictadura peronista. Esto lo escribe Giusti, quien, por cierto, nunca llegó a ser encarcelado.

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juzgados entre líneas como relatos políticamente comprometidos con la denuncia del nacionalismo y de Perón25 (Balderston 1993, 1-17). Su relato brevísimo “Ragnarök”, incluido en El hacedor (1960), es un notable ejercicio alegórico sobre las muchedumbres peronistas. Concebido en forma de sueño revelador, Borges facilita un escenario reconocible, la Facultad de Filosofía y Letras, y una hora algo más borrosa, el atardecer. En aquel espacio del saber se celebra un acto político de relieve, la elección de autoridades, cuando de pronto un “clamor de manifestación o de murga” (Borges 1997, 57) aturde a los universitarios. La turba hace su aparición en el claustro y emergen de ella cuatro o cinco sujetos de aspecto bizarro, mitad fieras, mitad seres mitológicos. Son “los Dioses” que se adelantan a recibir un homenaje. Pero, en cuanto uno de ellos comienza su discurso, empieza a cloquear de forma lamentable. La sospecha cunde entre los circunstantes que no pertenecen a la manifestación… Esos dioses parecen en realidad maleantes de baja catadura; su apostura no representa a las clases populares “honradas”, admisibles para el Borges soñador. No corresponden “a una pobreza decorosa y decente sino a lujo malevo de los garitos y los lupanares del Bajo” (Borges 1997, 58). Temiendo que estos personajes ridículos acaben por destruirlos, el narrador y sus compañeros sacan unos revólveres y abren fuego contra los intrusos. Se cumple así el Ragnarök, como sugiere el título, esto es, la batalla apocalíptica en la que los dioses serán destruidos según la mitología escandinava. Borges alude desde su perspectiva al clima de conflicto social

25 Después de las primeras interpretaciones “irrealistas” o “metafísicas”, la crítica ha venido rescatando en las últimas décadas el poder referencial de la literatura borgiana, como demuestran los estudios de Balderston (1993) o Sarlo (1995, 188-203). Así, por ejemplo, para una lectura sobre las actuaciones de Perón durante su paso por la secretaría de Guerra durante el gobierno militar de Ramírez, puede verse el estudio de Sonia Thon (2011) sobre “Tema del traidor y del héroe”. Las páginas de Ludmer (363-364; 408-409) sobre “Emma Zunz” se centran en la violencia antisemita, atribuida por Borges al peronismo, y que aquí aparecería velada en la historia del asesinato de un empresario judío a manos de una obrera.

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surgido en los años anteriores a El hacedor (1960): las gentes que invaden el recinto del saber, con su aspecto bárbaro y carnavalesco (la “murga”), transparentan a las masas peronistas26. Pero sus líderes, los Dioses, resultan falsos y ridículos; de ahí que sean destruidos antes de que sigan en el poder. Las catástrofes anunciadas en la Edda prosaica de Snorri Sturluson son, no obstante, el preludio para una nueva era de justicia y paz en el mundo. Borges, firme defensor de la Libertadora golpista, sugiere que tras la cruel supresión de los dioses peronistas se inaugurará una nueva época para la Argentina. El Ragnarök borgiano puede muy bien encubrir el golpe de 1955 que acabó con Perón. Este sueño irónico de un antiperonista de pro, con su final abierto y acaso esperanzador para Borges, no tiene piedad con los carnavalescos invasores. El hecho de que la turba eliminada sea más numerosa que los intelectuales que habitan la Facultad de Filosofía y Letras sería un hecho irrelevante. Al poco de derrumbarse el gobierno de Perón en septiembre de 1955, la revista Sur dedicó su número 237 a reflexionar sobre los acontecimientos. Borges colaboró con un artículo titulado “L’illusion comique” en que resumía sus juicios sobre el peronismo. En su lectura liberal del fenómeno, Perón sería una continuación criolla de Mussolini y Hitler, además de una resurrección en la historia argentina del autoritarismo populista de Juan Manuel de Rosas. En este análisis las masas juegan solo el papel de marionetas agresivas en manos de un demiurgo tiránico. Nada conmueven a Borges las manifestaciones multitudinarias, ya que ellas, por sí mismas, son solo expresiones demasiado visibles de un error fundamental. El divorcio entre el sujeto intelectual y la masa para él no es un problema digno de considera26 La asimilación con la murga carnavalesca se repite en muchos lados. Sucede, por ejemplo, con el relato “La murga” (1976) de Pedro Orgambide (Royo 153154). Por otra parte, las versiones sobre ocupaciones de recintos universitarios las recogen de forma explícita otros escritores. Martínez Estrada lo vivió así: “Todos recordamos con estupor cuando el Aula Magna de la Universidad de La Plata fue ocupada por las tropas sin camisa, milicias docentes nacifalangistas, y con qué recogimiento asistieron las autoridades castrenses y docentes. Entonces abandoné yo la enseñanza” (Martínez Estrada 2007, 51).

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ción. Por eso, como veremos enseguida, la representación de la masa en piezas como “La fiesta del Monstruo”, escrita a medias con Bioy Casares, es la que de forma más exasperada niega al otro en su capacidad de ser representado social, política y hasta lingüísticamente. Para Borges en “L’illusion comique”, dos marcas siniestras caracterizan al régimen depuesto: una de ellas es la instauración del crimen institucional, propio de las dictaduras. Aquí Borges se une a las acusaciones de fascismo que eran moneda común entre la oposición contemporánea. La segunda infamia atribuible al peronismo es el rasgo teatral, farsesco, con que el aparato político adornaría y vendería sus discursos. Tampoco Borges inventa nada en la segunda parte de su análisis. La imagen del fenómeno peronista como una gran representación hizo fortuna en la propaganda de sus detractores, se impuso en el estamento letrado y hasta es posible que desde allí traspasara fronteras. Un joven periodista colombiano escribía el 11 de enero de 1950 que Eva Perón se dedicaba “a interpretar los episodios centrales de esa otra gran película aparatosa que es el actual gobierno argentino”. En efecto, Gabriel García Márquez, en sus crónicas contemporáneas, insiste en el papel que desempeña Eva en una tragedia que concluye en “opereta oficial” (García Márquez 149). Borges hace suya esta imagen de época y, de hecho, desarrolla su tesis en torno a esta segunda característica, dejando a un lado la acusación de la violencia estatal, quizás descartada por muy obvia o porque no tiene la misma potencialidad imaginaria. Para Borges las manifestaciones multitudinarias responderían a una voluntad escénica tramada por las autoridades: El día 17 de octubre de 1945 se simuló que un coronel había sido arrestado y secuestrado y que el pueblo de Buenos Aires lo rescataba; nadie se detuvo a explicar quiénes lo habían secuestrado ni cómo se sabía su paradero (Borges 1955, 10).

Para explicarse la popularidad del régimen caído, Borges acude a un ejemplo literario: ha sido una “voluntaria suspensión de la conciencia”, como diría Coleridge. Las masas creyeron el discurso

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inauténtico porque querían creérselo. Todo habría ocurrido como si se tratara de una representación de teatro: los actores (Perón y sus adláteres) actuaban ante un público que sabía que era una mentira, pero preferían suponer la verdad de los discursos. Los implícitos de tal razonamiento están claros: la parte del pueblo que secundaba a Perón no estaría legitimada para gobernar, ya que su asentimiento ante la comedia peronista estaría imbuida de algo peor que rudeza intelectual. Su defecto sería fundamentalmente moral: se trataba de un espectáculo de cinismo colectivo. Además, como sucede en el género dramático, la ilusión escénica solo dura un lapso de tiempo, el que transcurre entre la primera escena y la bajada del telón. El golpe militar aplaudido por la oposición liberal habría destruido la ficción política y reinstaurado la “verdad”. Ese vivir en una falsedad persistente, esa rotunda mentira que atribuye Borges a las masas peronistas reaparecerá, bajo el velo de la ficción, en el mencionado Ragnarök, en “El simulacro” (cuento también integrado El hacedor de 1960)27 y en “La fiesta del Monstruo”, escrito en colaboración con Bioy Casares.

5. La fiesta de Dionisos: Borges y Bioy Casares Jorge Luis Borges y Adolfo Bioy Casares llevaban escribiendo juntos desde 1942, cuando publicaron bajo el pseudónimo de Honorio Bustos Domecq Seis problemas para don Isidro Parodi, libro fundador del género policial en Argentina. En 1947 empezó a circular de forma semiclandestina “La fiesta del Monstruo”, una virulenta historia que solo en 1956, con el golpe de estado del año anterior, entró en la imprenta de la revista uruguaya Marcha. En 1977 apareció por primera vez en Argentina en los Nuevos cuentos de Bustos Domecq. Aunque “La fiesta del Monstruo” ocupa un lugar menor en 27 Se cuenta la parodia del entierro de Evita interpretada por un farsante con una muñeca rubia en un lugar remoto de Argentina. El paralelo con la historia real le sirve a Borges para reflexionar sobre la “irrealidad” que se habría vivido en el país con la “ficción” peronista.

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la producción de cualquiera de sus dos autores, se trata de un texto central en la literatura antiperonista del periodo. El relato cuenta en primera persona el viaje de una turba peronista desde los suburbios del Sur hasta el centro de Buenos Aires, donde todos formarán parte de una manifestación en homenaje a su líder. Hay una receptora interna del cuento, una tal Nelly, musa del narrador, cuya función en el relato es doble: en primer lugar hace verosímil la entrada del lenguaje oral; en segundo lugar, facilita el doble discurso del narrador, quien da cuenta de sus desventuras durante el viaje y, por otro lado, manifiesta un entusiasmo hecho de clichés políticos para dar la mejor imagen de sí mismo delante de su amada. Lo cierto es que durante el trayecto el narrador y sus compañeros sufren una serie de percances y dan diversas muestras de incivismo: se ven obligados a abandonar el camión que los transporta, tratan de robar una bicicleta, orinan en la vía pública, invaden un ómnibus y después lo incendian, etc. Ya cerca del final de su recorrido, entran en un bar, donde beben más de la cuenta y cantan la marcha peronista. De pronto, aparece un estudiante judío al que increpan por negarse a vivar a Perón. Lo zarandean y lo conducen a un terreno baldío. Allí mismo lo apedrean hasta morir. Tras saquear y quemar el cadáver, se dirigen a la Plaza de Mayo a escuchar “la palabra del Monstruo”, es decir, Perón. Hay muchos elementos que permiten identificar tal o cual aspecto del discurso peronista de la época: la sonrisa del Monstruo, asociable a la iconografía más difundida de Perón; su caracterización como “primer laburante argentino”, la alocución radiada para toda la nación, la música de “Los muchachos peronistas”, etc. El lenguaje, exageradamente jergal, contiene numerosas referencias animales para calificar a los personajes (Cortés Rocca, 187-190), lo que no deja de ser un guiño múltiple a la famosa expresión de “aluvión zoológico” con que el diputado radical Ernesto San Martino calificó a los peronistas28. 28 El asesinato del muchacho judío recuerda el del estudiante Aarón Salúm Feijó a manos de los fascistas de la Alianza Libertadora Nacionalista el 4 de octubre de 1945 (Avellaneda, 80). Otras claves desperdigadas dan a entender que la

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Pero andaríamos muy desorientados si pensáramos en “La fiesta del Monstruo” como un texto realista y comprometido al uso. Como no podía ser menos en un relato salido de la fábrica Borges-Bioy, el cuento se tiñe de variadas alusiones intertextuales que sugieren el carácter artificial del texto. El nombre del camionero que apalea al protagonista, Graffiacane, remite al de un diablo del Canto XXI del Infierno de Dante. Según ha destacado toda la crítica, los lazos literarios más claros apuntan a dos piezas centrales de la literatura argentina del s. xix: el poema “La refalosa” de Hilario Ascasubi y el cuento “El matadero” de Esteban Echeverría. La apelación a estos dos clásicos nacionales se relaciona con la interpretación de la historia local practicada por los intelectuales antiperonistas. Siguiendo un prejuicio arraigado, Borges y Bioy aplican la equivalencia de Perón con Rosas, el presidente federal contra el que escribieron Echeverría y Ascasubi. Entre otros cargos que se atribuyeron a Rosas y Perón, estaría un discurso demagógico y el desdén por las libertades individuales. Perón habría resucitado los modos y conductas del federalismo rosista, tan revindicado en los años treinta y cuarenta por historiadores de la llamada escuela revisionista. Así, desde la perspectiva de Borges, la Historia argentina estaría marcada por un movimiento cíclico de tensiones entre gobiernos “bárbaros”, dominados por usos nacionalistas de la vida pública, y otros “civilizados”, interesados por el proyecto liberal y europeizante. Ciertos valores como el orden, la civilidad y el respeto por las instituciones adornarían el patrimonio del patriciado ilustrado y liberal, mientras que el individualismo y la falta de cultura sería una característica de los populistas tanto del siglo xix como del xx. Curiosamente la posición de Perón, y de la mayoría de sus partidarios, no fue tan activa con respecto a la figura de su presunto predecesor, como ya vimos al referirnos a Gálvez. Aunque el revisionismo nacionalista había reimanifestación que va a aclamar al Monstruo es la del primer mítico 17 de octubre. El personaje de Rabasco, por ejemplo, que ayuda a la multitud a pasar el puente de Avellaneda, recuerda al coronel Filomeno Velazco, amigo y adicto de Perón que facilitó el paso del Riachuelo a los manifestantes (Romera Rozas, 208-209).

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vindicado a Rosas, el impacto de sus argumentos no pasó de algunas élites intelectuales. Oficialmente se prefirió exaltar a San Martín, como se demostró con los fastos dedicados a su centenario en 1950, y no se relegó a otros patrones del liberalismo como Sarmiento. El rosismo de Perón en los años cuarenta es un mito antiperonista. Sea como fuere, hablaremos de la incidencia que Echeverría y Ascasubi tienen para la comprensión del brulote imaginado por Borges y Bioy Casares y, a partir de ellos, veremos cómo se va configurando una imagen siniestra de la masa peronista, cómo se encadena una serie de atropellos que alcanzan su apoteosis en una “fiesta” sacrificial de tono dionisíaco. De “La refalosa” se toma la voz narrativa en primera persona, con la que el verdugo (federal en Ascasubi, peronista en Borges-Bioy) refiere con espeluznante frialdad el tormento y muerte de un opositor. Como se recordará, el poema pone en boca de un gaucho los tormentos que le infligirán al enemigo unitario: Unitario que agarramos Lo estiramos; o paradito nomás, por atrás, lo amarran los compañeros, por supuesto, mazorqueros, y ligao con un maniador doblao, ya queda codo con codo, y desnudito ante todo. ¡Salvajón! Aquí empieza su aflición (Ascasubi, 31).

Al igual que el poeta gauchesco, Borges y Bioy conciben una celebración macabra a la vez que inventan su propia lengua mediante una amalgama de restos de la lengua oral. Queda claro, sin embargo, que esta adopción de la voz del oponente ideológico, en este caso el peronista, en absoluto implica un acercamiento real a su punto de vista (Avellaneda, 81-89; Blanco 2014, 164). Por el contrario, el narrador intradiegético se desacredita una y otra vez desde sus propias

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palabras: a las soflamas idealistas le siguen o le anteceden palabras de “estilo humilde”. La sensación de extrañamiento que produce la lectura de “La fiesta del Monstruo” brota precisamente de la fuerte incongruencia entre el narrador-personaje y el lenguaje utilizado. El habla es puro “simulacro de oralidad” (Blanco 2014, 163) debido la saturación de palabras de argot, lunfardismos, italianismos, clichés del registro político de la época, etc.: Cuando por fin me enrosqué en la cucha, yo registraba tal cansancio en los pieses que al inmediato capté que el sueñito reparador ya era de los míos. No contaba con ese contrincante que es el más sano patriotismo. No pensaba más que en el Monstruo… (Borges-Bioy, 2).

Bioy Casares y Borges no adoptan la poética realista ni siquiera cuando incursionan en el género panfletario. Este acercamiento a la lengua coloquial de un determinado estrato produce una impresión artificial debido a su empleo hiperbólico. El efecto de realidad se rompe todavía más cuando el mismo narrador se refiere a sí mismo y a su grupo como la “merza”, o cuando nombra a Perón como el Monstruo, un apelativo común entre los antiperonistas para denigrar al presidente29. Es impropio que el narrador incorpore los insultos de los opositores a su propia caracterización con tanta normalidad. La contradicción inherente a estas intromisiones puede verse como un signo más de la enorme inautenticidad, del gran teatro del mundo, de la “illusion comique” que Borges veía en todas las puestas en escena del peronismo. La transformación hiperbólica de la lengua jergal nos pone, pues, sobre la pista de una visión farsesca de las masas peronis29 “Merza” o “mersa” es un ‘conjunto de personas de baja condición’, ‘de gusto ordinario, vulgar. Al rodear al muchacho judío para matarlo, el narrador dice: “Todos nos abrimos como abanico dejando al descubierto una cancha del tamaño de un semicírculo, pero sin orificio de salida, porque de muro a muro estaba la merza” (Borges-Bioy, 5). El mismo calificativo de “Monstruo” no es invención de Borges y Bioy. “¡Cuánta gente va a morir!, muchos inocentes caerán”, dice un personaje de Tránsito Guzmán (1956) de Gálvez, refiriéndose a la inminencia del golpe de estado de 1955. A lo que replica otro: “Con tal que muera el monstruo…” (Gálvez 1956, 122).

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tas. Para Borges el peronismo fue solo una especie de “Commedia dell’Arte”, algo irreal, una ilusión cómica en la que no creían seriamente ni sus protagonistas. ¿Cómo entonces esa política teatral llegaría a asumir tales dosis de violencia para ciertos intelectuales como Borges y Bioy? En su momento hemos visto que las versiones contrarias al 17 de octubre se negaron a creer en la “realidad” de aquellos hechos que contemplaban. Borges llegó a decir que se había fingido un secuestro y que nadie se molestó en sacar a la luz la verdad. Un lugar común en las crónicas contemporáneas era el de presentar a la manifestación como un carnaval de gente disfrazada, gente que, desde la óptica de La Nación, La Prensa u otra publicación antiperonista en 1945, no estaría legitimada para tener un poder representativo entre la ciudadanía. En “La fiesta del Monstruo” se escenifica esa imposibilidad a través de las contradicciones del narrador que, una y otra vez, utiliza expresiones inconcebibles para referirse a sí mismo, o habla de sus compañeros como argentinos desde siempre y todos tienen apellidos italianos o judíos… Las hazañas del grupo también desmienten sus convicciones: los peronistas desertan en cuanto pueden de la manifestación. No cabe duda de que la intención satírica moldea toda la verbalización del relato y solo la virulencia de la posición ideológica que toman los autores, su negación extrema a aceptar la visión del otro, explica este efecto antinatural. El recurso a la voz siniestra que busca la repulsión del lector se encuentra también en un cuento contemporáneo firmado en solitario por Borges, “Deutsches Requiem”, nada menos. Un breve paralelo con este relato nos proyecta más luces sobre el que ahora nos interesa. Publicado en Sur, en el número 136, de febrero de 1946, es decir un año antes que “La fiesta del Monstruo”, “Deutsches Requiem” opera con un procedimiento semejante. Como se sabe, trata la historia de un asesinato contada por el verdugo, en este caso un nazi. La víctima es la misma en los dos cuentos: un intelectual judío, da igual que sea un renombrado poeta o un anónimo muchacho porteño. Cómo narrar el horror desde dentro parece haber sido la intención. Los paralelos que podamos extraer a partir de aquí dan cuenta de la interpretación borgiana del peronismo como un rena-

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cer del fascismo en Argentina. Sin embargo, el carácter antiintelectual y el tono grotesco distancian a los desmedrados peronistas del cuento de Borges-Bioy del culto y gélido Otto Dietrich Zur Linde. La historia que escribe Borges en solitario reposa sobre los debates que en torno al nazismo surgen en la postguerra y, por tanto, adopta un enfoque reflexivo que evita la inmersión ficcional en lo que sucede (Louis, 294-297). El sofisticado desarrollo, la frialdad con que se atiende a las razones que justifican las atrocidades en los campos de concentración, no enmascaran el ideario antifascista de Borges, pero sí lo sitúan en un espacio intelectual menos comprometido que cuando tiene que contar el peronismo. “La fiesta del Monstruo”, historia de finalidad documental, es también más rica en detalles escenográficos y desde luego no elide las atrocidades. Borges, en definitiva, es mucho más pudoroso que Bustos Domecq. El segundo subtexto principal, “El matadero”, encierra aún más lazos que “La refalosa” o “Deutsches Requiem” con “La fiesta del Monstruo”, desde sus circunstancias extratextuales30 hasta la relación directa causa-efecto que se efectúa entre autoridad y violencia sacrificial. En “El matadero” hay un juez que no participa del macabro carnaval aunque anima a la chusma con su silencio. A la vez, manda de vez en cuando “restablecer el orden y despejar el campo” (Echeverría, 103). Es decir, deja hacer hasta un cierto límite para que la anarquía no termine por destruirle ni como autoridad ni como ser vivo… Este auténtico gestor del caos sanciona los desórdenes siempre que la escalada de violencia, las bromas obscenas y los ataques entre personas no conduzcan a la autodestrucción de todos. En el cuento de Borges y Bioy se habla de un personaje in absentia que también legitima los atropellos y el sacrificio final: el mentado Monstruo, Perón. Una y otra vez el narrador repite consignas peronistas, cuidadosamente deformadas por el contexto, y sus compañeros se lanzan a cantar mar30 Ambos textos aparecieron mucho más tarde, como se sabe. “El matadero”, escrito entre 1838 y 1840, solo se publicó en 1871, en la Revista del Río de la Plata, veinte años después de la muerte de su autor. Ya hemos citado las azarosas circunstancias de “La fiesta del Monstruo”.

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chas del partido mientras cometen sus desafueros. El gesto de escribir en una pared de la calle el nombre del líder con la orina de cada uno revela un paradójico desprecio de los bienes públicos: se hace para homenajear a quien debiera ser el guardián de su recto mantenimiento. Y, por supuesto, la muerte del judío se justifica en el nombre del Monstruo, el mismo para el cual se ha organizado “una jornada cívica en forma” en la que participan sus animalizados fieles después de haber cometido el salvaje asesinato (Borges-Bioy Casares, 1). La visión de la masa en los cuentos de Echeverría y Borges-Bioy también es afín. En el primero la chusma federal actúa como un conjunto informe y mezclado, sin que ningún participante destaque por encima de los demás. La espantosa mixtura de hombres, mujeres y niños, viejos y jóvenes, africanos y criollos, vísceras, barro y sangre en medio de una turba de animales de rapiña, asquea al narrador desde su perspectiva apolínea y clasista. “La estética de la mezcla”, como la ha llamado María Rosa Lojo (125-126), impera en “El matadero” y termina por anular la identidad de los individuos en favor de una comunidad tan manipulable como feroz. Es el perfecto escenario para el sacrificio ritual del diferente, del otro que se resiste a integrarse con la masa confusa y caótica. Por otro lado, como ha señalado Mariela Blanco respecto de “La fiesta del Monstruo”, “la descripción está puesta al servicio de destacar la ausencia, o mejor, la completa anulación de voluntades individuales en pos del comportamiento masificado” (Blanco 2014, 164). De ahí que en Borges-Bioy al narrador protagonista se le ningunee de forma constante entre sus compañeros; lo zarandean, se ríen de él, lo golpean… En un momento de descuido trata de escaparse del grupo, pero lo alcanza el camionero, líder de la barra, y lo derriba de un puñetazo. Ya en el suelo lo sigue golpeando y el narrador, lejos de quejarse, él mismo lanza hurras y vivas a Perón mientras recibe la paliza: Le aplicó súbito un mensaje que al día siguiente, por los chichones, todos me confundían con la yegua tubiana del panadero. Desde el suelo me mandé cada hurra que los vecinos se incrustaban el pulgar en el tímpano (Borges-Bioy, 3).

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Con esta conducta cobarde y grotesca el personaje busca integrarse como sea en el grupo de nuevo, del que ha estado intentando fugarse varias veces. La masa es, pues, un espacio incómodo que absorbe al yo y anula su libertad. Nada que ver con esa multitud de Jauretche o Perrone en la que el yo perdía gustoso su identidad en un gesto de generosidad moral. Por el contrario, aquí no se admiten disensiones en su seno y se busca la uniformidad de todos los que la componen, más que nada para aplastar al individuo y convertirlo en una marioneta. A lo largo de su recorrido la masa destruye a quien la rechaza desde el principio, como ocurre con el único personaje que se le enfrenta. El asesinato final del judío no es sino el resultado de este rápido envilecimiento de la chusma desde el momento en que se pone en movimiento el camión hacia la Plaza de Mayo31. Como en las crisis sacrificiales de las que habla René Girard (2002), la explosión de la violencia colectiva se precipita después de una serie de sucesos que han ido llenando de resentimiento o frustración al protagonista y a la comunidad que representa. Un repaso detenido al itinerario seguido por los manifestantes, muy en especial a su narrador, nos ofrece las pistas necesarias. Desde la segunda frase se descubren las dificultades físicas del protagonista (“tuve un serio oponente en la fatiga”) para incorporarse a la manifestación. El día anterior ya ha sufrido su primer revés: ha estado haciendo cola durante hora y media en el comité para que le den un revólver, como a los demás, pero, cuando le llega su turno, se le comunica que solo se repartirán el mismo día del acto. Como no se retiran ni él ni sus amigos, el encargado los echa a escobazos. No es la única vez que recibirá más de un golpe. Al meterse en la cama para descansar antes del gran día, no puede conciliar el sueño, porque “no pensaba más que en el Monstruo” 31 En un recorrido inverso al que nos conduce Echeverría, el espacio sacrificial no se localiza en el arrabal, sino en el mismo centro de la ciudad. De esta forma el escándalo, si cabe, es aún mayor. El viaje centrífugo, que desplazaba terriblemente la vida ciudadana al suburbio del matadero, se sustituye por un itinerario centrípeto, de modo que es la barbarie la que toma la iniciativa e “invade” la civilizada Buenos Aires.

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(Borges-Bioy, 2). Agotado por la mala noche, se viste de madrugada y empieza a esperar al camión que ha de llevarlo junto a otros peronistas desde su casa hasta el centro. Una y otra vez, a lo largo de interminables horas, hace señales a vehículos que pasan de largo. A las trece y veinte del mediodía por fin se engancha al camión prometido que, tras un viaje de cuadra y media… lo transporta al comité, donde repartirán los revólveres. Los detalles ridículos siguen acumulándose. Aún debe aguardar hora y media al sol hasta que reciba el arma, mientras tiene que aguantar las pedradas de los chicos que pasan por la calle32. Por fin el camión se pone en movimiento con todos debidamente armados. La gente está tan apretada que no hay espacio para sentarse y, para colmo, los compañeros corren a salivazos al protagonista. Cuando intenta escapar en alguna frenada, el líder del grupo, “el camionero”, lo devuelve a patadas al vehículo. En una parada, sale un momento y trata de encontrar un vendedor para su pistola, pero no lo encuentra. El camión se avería y todavía intenta una nueva fuga, pero sufre otra paliza a manos del camionero. Hallan un ómnibus y lo confiscan. Al subirse todos, el protagonista debe soportar alguna que otra broma grosera de sus compadres. Su versión de lo que le sucede, no obstante, sigue siendo totalmente inconsistente: “Para despistar, todos nos reíamos de mí” (Borges-Bioy 4). La incongruencia de la sintaxis responde a la incoherencia semántica del discurso. Cuando por divertirse, unos cuantos incendian el ómnibus, el camionero los castiga con un rodillazo y al protagonista le parte la boca. Para colmo, el desgraciado, verdadero payaso de las bofetadas, tiene que recuperar un diente mediante una compra “para recuerdo” (Borges-Bioy, 4). De nuevo sin vehículo que los transporte, el grupo entero ha de aguantar las burlas de los viandantes, como antes sufrió los hondazos de los pibes. Las injurias siguen hasta que se apoderan de otro 32 “Los pibes nos tenían a hondazo limpio, como si en cada uno de nosotros apreciara menos el compatriota desinteresado que el pajarito para la polenta” (Borges-Bioy, 2).

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camión en Avellaneda. Pero ya cerca del destino, vuelven a detenerse por culpa del tráfico rodado. Se bajan hartos de esperar: un bar se les ofrece a la vista. Como no tienen mucho dinero, el camionero vuelve a mirar a su alrededor y… le lanza una zancadilla al protagonista. Entre risas lo despoja en el suelo de unas cuantas monedas y, con ellas y lo que saca de un fondo común, pagan las bebidas. Es la última humillación antes del sacrificio del estudiante judío que pasaba inadvertidamente por allí. Una decena de sucesos brutales y ridículos se han encadenado hasta que, en el final de la jornada, la violencia criminal se apodera de todos. En este clímax de barbarie, algunos elementos de la muerte del estudiante guardan simetrías con la secuencia de humillaciones y desmanes vividos por el protagonista y sus compañeros: los hondazos con que los muchachos apedrean a los peronistas se reflejan en la lapidación del judío; el robo de las pocas monedas del protagonista anticipa el saqueo de las pertenencias del muerto; las cuchilladas en los asientos del ómnibus se relacionan con la cara del estudiante rajada con un cortaplumas; y, por fin, el incendio provocado del ómnibus, con la incineración del cadáver. Estos signos textuales, juego sutil de prolepsis desperdigadas en el relato, dan cohesión a una relación de causa-efecto, entre la ansiedad que sufre la comunidad y la explosión de violencia contra ese chivo expiatorio que es el judío. “Yo estaba lo más campante, pero la procesión iba por dentro” (Borges-Bioy, 4), confiesa el narrador. Y hablamos también de ansiedad colectiva, porque no es solo el protagonista payasesco quien sufre el calor y las apreturas, los golpes y las humillaciones, durante su recorrido desde Tolosa hasta el centro de Buenos Aires; en el fondo, todos se sienten obligados a asistir al acto con menor entusiasmo del que aparentan. El mismo Garfunkel, uno de los jefes de la reunión, se escapa en bicicleta en cuanto se avería el camión por primera vez (Borges-Bioy, 3). Dos terceras partes de los que salieron al mediodía en el primer camión han puesto los pies en polvorosa cuando alcanzan la avenida Mitre, en Avellaneda. Pero después, la muerte del judío congrega oportunamente a los que quedaban. La mirada de todos se concentra

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en un solo objetivo, el odio común al representante de lo que no son ellos. Entonces las diferencias entre unos y otros se desvanecen; ya no hay más deserciones, ya el protagonista no padece más vejaciones ni golpizas. Se sustituyen las agresiones parciales dentro del grupo por una cólera mucho mayor, porque esta se dirige a alguien que se encuentra fuera: el judío. El otro se convierte en el chivo expiatorio de todos los desencuentros inconfesados, él carga con el difuso malestar de los peronistas, disimulado apenas con el simulacro de alegría expresado en sus cánticos. El estudiante se niega a saludar los símbolos sagrados (la bandera, la foto del Monstruo) y, en consecuencia, el grupo se encuentra con el individuo ideal en el que descargar su ira después de una jornada de tensión acumulada. Por cierto, el sacrificio es inmediatamente anterior a la apoteosis siniestra con que concluye el relato. Una alegría incontenible, triunfal y colectiva (el discurso del Monstruo “se transmite en cadena” para todo el país) se expande tras la eliminación brutal del enemigo. Ha sido necesaria la muerte de un inocente para que se haya llegado a esta situación. Más de una vez se han comentado las referencias religiosas de “El matadero” y se ha planteado un paralelo entre la muerte del unitario y el sacrificio de Cristo en la Cruz (Lojo, 107-113). Quizá no sea inoportuno pensar en una aproximación semejante en “La fiesta del Monstruo”: el judío cae lapidado mientras murmura una oración. “El jude se puso de rodillas y miró al cielo y rezó como ausente en su media lengua” (Borges-Bioy, 5). La sugerencia se intensifica en la frase siguiente, “cuando sonaron las campanas de Monsterrat, se cayó, porque estaba muerto” (Borges-Bioy, 5). La muerte por apedreamiento era una suerte frecuente entre los castigos de la Antigüedad hebrea y, en líneas generales, del Mediterráneo oriental. Es lo que sucedió, por ejemplo, con la historia de san Esteban, el primer mártir de la Iglesia cristiana, o con cierto sacrificio de un ciego en Éfeso, en el siglo ii después de Cristo. Según recuerda René Girard (2002, 73-74), en la ciudad griega de Éfeso se padecía una epidemia de peste que diezmaba la población. El santón Apolonio de Tiana aseguró a los efesios que él sabía cómo eliminar la causa de tanto

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sufrimiento. Se vio entonces cerca de allí a un mendigo medio ciego de aspecto más bien repelente. Apolonio, entonces, animó a los efesios que le escuchaban a que cogieran todas las piedras que pudieran y las arrojasen sobre el mendigo. Le obedecieron y allí mismo mataron a la víctima señalada. Poco después, la ciudad sanó de la peste. Esta historia contiene los elementos suficientes para ilustrar la teoría del chivo expiatorio que el antropólogo francés propone para explicar los orígenes míticos de la violencia humana. El asesinato a cargo de la masa actúa como una especie de bálsamo. Los asesinos, una vez saciado su apetito de violencia, se calman, la paz social se restablece. En muchos mitos arcaicos la comunidad protagoniza un ritual violento al sentirse amenazada por un intruso, a menudo un extranjero, o una persona con deformaciones físicas o patológicas (Llano, 103). No hay que darle muchas vueltas para ver en el judío miope y portador de libros a ese otro absoluto, el otro que repugna al grupo, a la barra peronista. Algunos de sus atributos físicos lo marcan como víctima necesaria: las gafas y los libros, símbolo de cultura letrada; el pelo rojo, un rasgo que tantas veces ha delatado prejuicios en la cultura popular. Como recuerda Girard, en la violencia sagrada la víctima es un chivo expiatorio. Todo el mundo entiende perfectamente esta expresión. Chivo expiatorio denota simultáneamente la inocencia de las víctimas, la polarización colectiva que se produce contra ellas y la finalidad colectiva de esa polarización. Los perseguidores se encierran en la lógica de la representación persecutoria y jamás pueden salir de ella (Girard 1986, 56-57).

Por supuesto, aquí el chivo expiatorio es un representante de una comunidad que ha cumplido ese papel durante siglos. Borges y Bioy Casares exponen su idea de que el peronismo sería una continuación criolla del fascismo y el nazismo, y, como tal, tendría su vertiente antisemita. Toda esta mecánica del sacrificio ritual analizada por Girard ilumina, a nuestro modo de ver, el proceso de violencia en espiral al que se someten los peronistas de Borges y Bioy y que se consuma en

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la muerte del chivo expiatorio. Queda por ver cuál es la naturaleza de la instancia superior en torno a la cual se realiza el sacrificio. Como en otros mitos analizados desde las teorías de Girard, hay una divinidad sobre la que se justifica la muerte del inocente. En el cuento la veneración por el Monstruo se asimila al de una deidad pagana, misteriosa y terrible, como, por ejemplo, el fenicio Moloch, dios del fuego purificador al que se ofrendaban víctimas humanas, generalmente niños. Así como estos eran arrojados a la boca de un ídolo gigante de bronce en cuyo interior eran consumidos por el fuego, los verdugos peronistas acaban por quemar el cadáver, en un gesto que antecede a la apoteosis de alabanza del Monstruo: “Banderas de Boitano que tremolan, toques de clarín por doquier, la masa popular, formidavel” (Borges-Bioy, 5). Otro mito estremecedor en la misma línea: en Las bacantes de Eurípides los fieles de Dionisos se precipitan sobre Penteo y lo despedazan. La culpa del rey de Tebas ha sido no reconocer la fiesta en honor de Dionisos, el dios que rompe todas las normas. A su vez, la transgresión que ha cometido el estudiante judío es máxima: al negarse a rendirse ante el Monstruo, su castigo tiene que ser terrible a manos de los adoradores. Dionisos es el dios del desorden en la ciudad, aquel que vacía la polis y conduce a sus seguidores al campo, en donde se entregan a toda clase de conductas desenfrenadas. La fiesta concebida por Borges y Bioy Casares también concluye con un crimen y una alegría desaforada. En ese escenario tumultuoso el Monstruo se arroga la función divina de sancionar el castigo y recibir el homenaje delirante de sus fieles. Su misma representación adquiere un carácter dual: de un lado, se representa como el ser que representa la legalidad, el respeto a la opinión ajena, como dice uno de los verdugos, Bonfirraro; de otra parte, anima a la subversión y el desorden. Es, podría decirse, un gestor del caos. Una última observación sobre este Monstruo pintado con colores míticos y sombríos. Las líneas finales conducen directamente a la “fiesta” de la plaza de Mayo, que no es sino el premio tras el sacrificio ritual, y a “la palabra del Monstruo” (Borges-Bioy, 5). Con el anuncio de esa palabra radiada para todo el país concluye el relato.

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Pero lo que dice el Monstruo, sin embargo, entra en el terreno de lo indecible. El narrador, que tan locuaz se ha mostrado siempre, calla cuando tiene que repetir el mensaje del Monstruo. La voz del ser que ha animado a la masa a salir a la calle y destruir la vida de otros, no la escuchan los lectores. Esta última elipsis reproduce, con su elocuente silencio, el propósito excluyente con que se generó “La fiesta del Monstruo”.

6. La masa invisible: Beatriz Guido Se da la paradoja en las narraciones más furiosamente antiperonistas de que se acentúa el poder destructivo de la chusma peronista, al mismo tiempo que se le niega a esta su condición de “pueblo” y, por tanto, su carácter representativo de la nación. Por un lado, las turbas son peligrosas, debido al número de individuos que las forman; por otro, su número no sugiere, o no debiera sugerir, que represente a la mayoría de los argentinos. Un caso notable es la novela El incendio y las vísperas (1964) de Beatriz Guido, acaso el mayor éxito editorial de la literatura antiperonista en su momento. Ambientada entre dos fechas concretas (17 de octubre de 1952 y 15 de abril de 1953), la historia sigue dos líneas narrativas centradas en la familia oligárquica de los Pradere, compuesta por los padres y sus dos hijos. En la primera línea, la hija, Inés, se hace amante de un estudiante anarquista, Pablo Alcobendas, descendiente de un conocido militante ácrata: Severino di Giovanni. Al final la policía atrapa a Pablo y lo somete a toda clase de torturas hasta violarlo y castrarlo posteriormente. El desdichado fin de Pablo puede recordar a “El matadero” o a “La fiesta del Monstruo”. Y, como veremos más adelante en el caso de El sueño de los héroes de Bioy Casares, es la barbarie la que separa de forma irremediable a los amantes. La segunda coordenada sigue las maniobras del padre de familia, Alejandro Pradere, un rico propietario de gusto estético tan refinado como decadente, quien, para salvar de la expropiación a su histórica estancia Bagatelle, acepta colaborar con el gobierno peronista.

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Pradere asume el cargo de embajador en Montevideo, e incluso permite que, desde la legación diplomática en Uruguay, los servicios secretos del gobierno vigilen a los numerosos exiliados argentinos que se encuentran en el país vecino. Pero de poco van a servir estas transacciones que contrarían la conciencia de Pradere. Al final de la novela asiste horrorizado al incendio del Jockey Club a cargo de las turbas peronistas, con la destrucción de las obras de arte que él había amado toda su vida. Desesperado y lleno de remordimientos, Pradere se quita la vida. Poco después, se produce la expropiación de la quinta familiar, Bagatelle. El incendio y las vísperas trata, pues, de un pacto contra natura. Alejandro Pradere, a la manera de un gatopardo criollo, colabora con el gobierno pero, desde la óptica ideológica de la novela, es imposible tratar con el poder demoníaco del peronismo y salir con bien del negocio. El destino del personaje reenviaba a algunas cuestiones biográficas que atañían a la propia autora y que ella misma se encargó de airear33. Quizá este aspecto, además de la actualidad del tema y la transparencia de su mensaje, colaboraron al éxito editorial de la novela en su día. Beatriz Guido (1922-1988) pertenece a una generación más joven que Borges o incluso que Bioy: la del 55 o de los “parricidas”, como la llamó el crítico uruguayo Emir Rodríguez Monegal34. Su obra entera gira alrededor de la decadencia de la clase alta argentina a lo largo del siglo xx. El incendio y las vísperas, en este sentido, trata de comprender ese proceso poniéndose del lado de los que lo sufren, esto es, los Pradere, una familia representativa de la oligarquía liberal. A la vez, la voz ideológica no tiene problemas en situarse a favor de la extrema izquierda, encarnada en el anarquista Alcobendas. Derecha e izquierda aparecen unidas en un frente común 33 La novela está dedicada “a mi padre, que murió por delicadeza”. El padre de la autora fue el arquitecto Ángel Guido, quien, según su hija, “se hace peronista para salvar la belleza, el Monumento a la Bandera de Rosario, que lo hubieran destruido” (Guido 1973, 12). Siempre según Beatriz, el padre murió de un infarto que ella atribuía a la tristeza de haber apoyado al peronismo. 34 Para una semblanza biográfica de la escritora, puede verse el libro de Mucci 2002.

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contra el enemigo máximo: el peronismo. Jauretche (2013, 189) se refirió con acidez a esta novela como el producto de una escritora de “medio pelo”, es decir, alguien que socialmente aspira a emular a los que se encuentran por encima de ella al mismo tiempo que repite los clichés progresistas de la época. En Beatriz Guido parecen conciliarse los opuestos: se decía amiga personal del Che Guevara, al mismo tiempo que defendía el orden estético (y, por ende, político) de la tradición liberal. Por la misma razón, Guido confesaba haberse conmovido con el primer 17 de octubre, pero no con los siguientes… (Guido, en Vertbisky 3). La represión de las libertades individuales es una de las críticas más frecuentes al régimen, como en tantos otros escritores antiperonistas. Pero en su afán por denunciar el aparato dictatorial de Perón, Guido a veces carga tanto la mano que surgen dudas acerca de su exactitud. Así sucede cuando reinterpreta su carrera literaria durante el peronismo: No teníamos más remedio que ser antiperonistas, pero eso nos cerró las posibilidades de expresión. Hubiéramos podido publicar, pero a ninguno de nosotros se nos hubiera ocurrido colaborar en la prensa peronista (Guido, en Vertbisky 3).

Es bastante curioso que Guido hable de que se le cerraron las posibilidades de expresión cuando el campo cultural estaba dominado por la intelectualidad antiperonista. Revistas como Sexto continente eran apartadas o silenciadas del resto de los circuitos influyentes. El centro de los intereses de todos los escritores jóvenes como Beatriz Guido no estaba allí, sino en Sur, donde, por cierto, se le abrieron las puertas, siempre hospitalarias para quien no fuese peronista en los años cincuenta. ¿Qué quiso hacer entonces Guido al publicar su novela más polémica? Muy probablemente un ajuste de cuentas, y para ello se valió de una envoltura testimonial. El libro, con su epígrafe cronológico en el subtítulo, se presenta como una crónica novelada de los años en donde el peronismo radicalizó su discurso y sacó las masas a la calle. La virulencia del tono y de los hechos que se cuentan obliga

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a tomar partido necesariamente. Si el crítico es antiperonista, como es el caso de Rodolfo Borello, entonces se acepta el trabajo de Guido como fundamentalmente histórico. “La voluntad del testimonio histórico se sobrepone a toda consideración formal o estética”, dice Borello (208), quien a veces se apresura a valorar en exceso las cualidades referenciales de la literatura del período. En cambio, si nos vamos a la otra orilla, nos encontramos con el nacionalista Arturo Jauretche, quien dedicó una crítica tan lúcida como atroz al denunciar las debilidades documentales de la novela y los prejuicios clasistas que albergaba35. No se trata de que Guido inventase acontecimientos. La destrucción por el fuego de lugares sagrados para sectores críticos con el gobierno fue un hecho histórico, como lo fue la apropiación de espacios privados para uso público. Tampoco se puede negar que hubiera episodios represivos como los que cuenta la novela. Lo notable es la transformación que experimentan estos acontecimientos desde la mirada auctorial, siempre filtrada por el miedo al poder de las multitudes. Beatriz Guido capta esta situación en el final de su novela, cuando la familia protagonista, los Pradere, asisten impotentes a la arbitraria ocupación de su finca familiar. El subtítulo (“17 octubre de 1952-15 abril de 1953”) no solo exhibe un carácter documental. También apunta a la espantada fascinación de los opositores a Perón por las convocatorias organizadas para festejar el llamado “Día de la Lealtad”, esto es, el aniversario de aquel primer 17 de octubre… Con una de esas celebraciones se abre la novela y con la fecha de otra expresión colectiva, esta vez la de la quema del Jockey Club, se cierra. La secuencia de las dos fechas reunidas en el subtítulo resemantiza a la primera, como queriendo sugerir que toda reunión de masas trae como consecuencia la demonización del otro y la violencia ejercida contra el chivo expiatorio. 35 “Una escritora de medio pelo para un público de medio pelo”: así fulminaba Jauretche a Guido (Jauretche 2013, 189-203). Esta crítica invalida la novela desde un punto de vista referencial, pero pasa por encima de sus debilidades formales. Una lectura más moderna (Intersimone) sitúa a El incendio y las vísperas dentro de las convenciones de un folletín que se cruza con el relato de intención socio-política.

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Hemos afirmado que la novela filtra los miedos a las masas. Podría decirse aún más: transforma los acontecimientos presentándose como propios de un relato testimonial cuando en realidad estamos ante una novela de tesis y, por tanto, un texto ficcional. “To read a text as literature is to read it as fiction”, dice Jonathan Culler (128). Lo testimonial de El incendio y las vísperas solo comparece de forma parcial, tomado desde la perspectiva de un sector de la sociedad36. Aunque los lectores contemporáneos reconocieran acontecimientos, escenas o incluso personas reales detrás de la trama, la novela es el producto arreglado de unos sucesos históricos contados desde una determinada ideología. Esto se puede advertir de forma clara en el mismo inicio del libro. El extenso primer capítulo se desarrolla durante la jornada del 17 de octubre de 1952, día de fiesta obligatoria por decreto gubernamental. Frente a las narraciones más habituales de otros 17 de octubre, como las que vimos más arriba, aquí las descripciones de las multitudes han desaparecido como por encanto. Todo transcurre en los interiores de algunas casas de familias de clase media alta, donde los personajes comentan sucesos rutinarios, indiferentes a lo que pase en el exterior. Alguno pregunta a otro qué día es hoy, un detalle que revela el profundo desconocimiento de la realidad del país en el que vive. En las calles y avenidas próximas no se ve a nadie y los comercios están todos cerrados. Un silencio completo domina la ciudad, tan solo interrumpido por alguna radio remota que transmite un borroso discurso de Perón. Solo al final del capítulo un personaje dice que va a salir a la calle y otro le contesta que mejor no 36 Sobre la falta de neutralidad de la llamada narrativa testimonial, puede verse lo comentado por Miguel Gomes (187-204). “Notemos que tanto el testimonio etnológico, como el novelesco y el cronístico, cualesquiera que sean los límites entre ellos […], descansan sobre un modelo genológico mimético-transitivo, en el que la captación fiel de la realidad se combina con un deseo de intervención en ella…” (Gomes 204-205). El crítico se refiere a la literatura de apoyo a los sectores marginados de la sociedad, pero su afirmación vale, a mi modo de ver, para cualquier texto con pretensiones de reproducción “veraz” de la realidad y con una carga ideológica semejante a El incendio y las vísperas.

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pasar por la céntrica avenida Corrientes y le den ganas de vomitar (Guido 1990, 45). Es una alusión ligerísima a lo innombrable, pero suficientemente significativa. En el fondo, el problema abordado en esta novela, como en el de casi todas las versiones, peronistas y antiperonistas de la época, es la dificultad de asimilar al otro en el concepto integrador de pueblo37. Y así, pueblo y masa seguirían siendo por largo tiempo dos conceptos en discusión.

7. Una mirada desde la izquierda tradicional: María Rosa Oliver Este recorrido no se completaría sin centrarnos en la visión de la izquierda tradicional. Para los escritores próximos al Partido Socialista o al Comunista el movimiento puesto en marcha el 17 de octubre les robó fraudulentamente su espacio político natural. Muchos tuvieron que tragar un amargo cáliz al ver cómo aquellas multitudes oprimidas que debían ser instruidas cultural y políticamente se alejaban de las formaciones que habrían nacido para defender sus intereses. “Las minorías que hoy podrían orientar a la masa” —escribía José Luis Romero en 1949— “padecen la congoja de no sentirse representadas por ella” (citado por Altamirano 2011, 22). La mayoría de las valoraciones contemporáneas de izquierda juzgan al peronismo como una maniobra de la derecha reaccionaria para perpetuarse en el poder con el apoyo de sectores burgueses y el lumpen-proletariado. Perón sería un impostor que manejaría a las 37 No todos los intelectuales ligados al proyecto liberal se limitaron a denunciar sin más la agresión social de las clases emergentes. Sin renegar de su posición antiperonista, algunos trataron de comprender el fenómeno a partir del “divorcio entre los doctores y el pueblo”, como señalaba Ernesto Sábato: el mencionado Martínez Estrada, Sábato o Cortázar emprendieron ese rumbo con distintos resultados en sus análisis. También se esforzaron desde otras instancias, como es el caso de la revista izquierdista Contorno, dirigida por los hermanos Ismael y David Viñas, o el de las reflexiones de algún intelectual nacionalista católico como Mario Amadeo (Sarlo 2001, 128-135).

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masas obreras de forma paternalista despojándolas de su verdadera conciencia histórica de clase. Por eso los testimonios izquierdistas de la época hablan de fascistas totalitarios, de “malón peronista” (Montes Bradley 293) o de “hordas de desclasados”, víctimas de su propia ignorancia política (Svampa 317-319). Algunos observadores comunistas coinciden con los conservadores en la metáfora carnavalesca. El peronismo creaba paradójicas afinidades entre sus enemigos. De acuerdo con las informaciones oficiales del Partido Comunista, frente a la solemnidad y el orden de las manifestaciones del Primero de Mayo, los seguidores peronistas habrían aparecido el 17 de octubre disfrazados de gauchos, bailando y cantando, como “clanes con aspecto de murga” (James 1988, 451). El político socialista Américo Ghioldi creyó por entonces que la causa de todo era el resentimiento social y la falta de educación, propia de capas humilladas y bárbaras de la sociedad, capaces, según él, de lanzar eslóganes como el célebre de “alpargatas sí, libros no” (Svampa 319). Lo cierto es que gran parte de la izquierda argentina resucitaba para sí misma el análisis que la tradición liberal había dictaminado para la historia nacional del siglo xix. Como señala Altamirano (2011, 19-21), había asumido la creencia en el progreso nacional unida a los logros en el ámbito educativo, y en este sentido podía aceptar algunos planteamientos de liberales y conservadores, aunque también mantuviera diferencias más que notables en materia social. Todos coincidían en que, en la encrucijada de 1946, la civilización volvía a plantar cara a una barbarie que pugnaría por hacerse con el control del país. Perón sería, desde esta mirada, una reencarnación nazifascista de Rosas. Asumiendo una visión cíclica de la Historia, se entendía que las fuerzas reaccionarias del pasado, presuntas herederas del orden colonial hispano, volvían a hacerse presentes bajo la influencia de los regímenes totalitarios europeos. En el fondo, el fenómeno no sería sino una maniobra continuista respecto al gobierno militar en el que, por otro lado, había militado Perón. Vitorio Codovilla, líder del Partido Comunista en 1945, se unió a las filas de conservadores y liberales de la Unión Democrática en las elecciones de 1946, a fin de combatir al “naziperonismo”

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(Goebel 131-132). Esta identificación con el enemigo común en el contexto global de 1945 puede explicar la extraña compañía formada por la izquierda y la derecha tradicionales en la Argentina. Un poeta tan prominente como el comunista Raúl González Tuñón escribe desde su exilio chileno un Primer canto argentino (1945) en donde las masas obreras se lanzan a la calle estimuladas por el ejemplo de los héroes de la patria liberal, San Martín y Belgrano. La versión triunfal del comunismo se adoba aquí con el ropaje épico propio del discurso revolucionario contemporáneo y, al mismo tiempo, acude a la retórica patriótica tradicional. Sin embargo, el poeta ignora la emergencia de otra fuerza popular, a la que tiende a borrar del mapa político. Una ceguera tan evidente en un individuo bien consciente como González Tuñón puede explicarse como una estrategia de hacer desaparecer a Perón de la Historia y restarle votos38. Toda adhesión al programa del coronel innombrable será vista entonces como un error. El poeta comprometido no estuvo solo en sus apreciaciones. En el terreno de la novela, esta misma visión de una equivocada toma de conciencia se puede comprobar en títulos nacidos en el seno de la izquierda como El precio (1957) de Andrés Rivera, La ribera (1955) de Enrique Wernicke o Uno, el país (1960) de Pablo Rivas (Borello 117-146). Un caso interesante es el de Las brújulas muertas (1960) de Roger Pla, donde las multitudes peronistas braman sus consignas demagógicas a la vez que los opositores de extracción liberal son objeto de la ironía del autor… La atmósfera de crispación crece con el transcurso de la novela sin que mejore las referencias hacia los peronistas o los liberales. El acontecimiento del golpe de estado contra Perón está tratado con mucho distanciamiento39. 38 Un análisis semejante al mío y un cuestionamiento de los puntos de vista de González Tuñón, puede verse con más detalle en Alle (2011). 39 Bracamonte (2015, 284-286) estudia esta novela y la relaciona con el ideario de izquierda independiente del autor. Otra obra posterior, Intemperie (1973), “evidencia un notable cambio ideológico cultural con respecto a Las brújulas muertas” (Bracamonte 2015, 295), al estar imbuida ya del acercamiento de la época entre la izquierda intelectual y las cuestiones sobre lo nacional y lo popular.

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Como se sabe, algunos de los elementos afines al pensamiento revolucionario tradicional terminaron por aproximar posturas con el peronismo, en donde vieron a partir de los años sesenta una vía más rápida en Argentina de poner en práctica la lucha de clases40. Altamirano (2011, 19-28) describe tres posiciones de la izquierda respecto del peronismo naciente: una, la mayoritaria, que abomina del nuevo discurso porque lo considera nacido de una estrategia reaccionaria; otra, adscrita al PC, que elimina pronto la interpretación nazifascista y a la vez intenta una reconversión de las masas a su partido “natural”, esto es, el Comunista; y por último, una última corriente, ejemplificada en nombres como Rodolfo Puiggrós, que rescatan el mensaje nacionalista y antiimperialista del peronismo y lo tratan de conciliar con el marxismo ideológico. Estos últimos elementos acabarán colaborando con el gobierno de Perón y son los antecedentes de las transformaciones del peronismo en los años sesenta. La izquierda, por tanto, irá ajustando sus respuestas en la medida que el éxito en la clase proletaria del peronismo sea incuestionable. Por otro lado, algunos de los escritores por cuya obra hemos transitado hasta ahora también cambiarán su perspectiva enrocada en el individualismo, irán virando hacia la izquierda sin por eso adherirse al peronismo. Cortázar y Martínez Estrada serían, como veremos más adelante, los ejemplos paradigmáticos. Los dos, no por azar, abandonan Argentina en los años cincuenta. Entre aquellos que nunca variaron su postura antiperonista se encuentra María Rosa Oliver, (1898-1977), ensayista y buena amiga de Victoria Ocampo, la gran directora de Sur. Las dos tenían muchas cosas en común: procedían de familias encumbradas, mostraban idénticos intereses culturales y reaccionaban contra el papel subalterno que la sociedad otorgaba a las mujeres de su condición. Las dos amigas, por ejemplo, organizaron en 1936 la Unión de Mujeres Argentinas, cuyo objetivo principal era impedir que el 40 E incluso algunos se incorporaron al peronismo en la primera hora, como los izquierdistas Nicolás Olivari y César Tiempo (Borello 31). Todo esto les valió ser considerados como traidores.

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gobierno aprobara un proyecto de ley que trataba de restringir los derechos de las mujeres casadas (King 94). En el caso de Oliver su rebelión era aún más subversiva, porque afectaba a sus propias limitaciones físicas. A los diez años María Rosa fue diagnosticada de una poliomielitis cuyas tristes consecuencias no le impidieron llevar una vida intelectual y viajera. Aparte de la enfermedad, otro punto la alejaba de Victoria: su militancia izquierdista. En los años cuarenta, María Rosa Oliver viajó a Estados Unidos y manifestó cierta admiración por los valores democráticos de su sociedad. Llegó incluso a trabajar para los principales órganos norteamericanos de propaganda de guerra a fin de estimular a los países latinoamericanos en la lucha contra el fascismo. Sin embargo, el comienzo de la Guerra Fría y el progresivo imperialismo económico yanqui la condujo a posiciones prosoviéticas (Moraes 2015, 244-245). En 1958 recibió el Premio Lenin de la Paz; antes había viajado a la China de Mao y escrito un libro sobre su experiencia, Lo que sabemos hablamos (1955); más tarde defendió la Revolución Cubana y se hizo amiga del Che. En alguna de sus colaboraciones en la revista Sur defendió la postura soviética en la Guerra Fría (King 170). Todo esto la relegó dentro del grupo acaudillado por Victoria Ocampo, caracterizado por un liberalismo burgués. Como Victoria Ocampo, María Rosa Oliver se decantó por el ensayo antes que por la ficción. Colaboró como reseñista y articulista en revistas de diversa orientación: Sur, por supuesto, pero además otras publicaciones internacionales como la francesa Défense de la Paix, las norteamericanas Twice a Year y The Hollywood Quarterly, la mexicana Cuadernos Americanos o la británica The Penguin Review. Su presencia en revistas fuera de la Argentina nos dice elocuentemente que su puesto en Sur fue, ciertamente, marginal, pero que sus actividades no pasaron desapercibidas en otros foros. Oliver es autora de una autobiografía: tres libros, redactados entre 1960 y 1977, que desplegaban el itinerario vital de la inquieta ensayista desde su infancia hasta mediados de la década del cuarenta. La redacción del último volumen —Mi fe es el hombre— se terminó pocos meses antes de morir su autora, en abril de 1977.

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Aparte de su labor como articulista y narradora, publicó otros libros de viaje, como Lo que sabemos hablamos (1955), en colaboración con Norberto Frontini, sobre su viaje a la República Popular China en 1953. Como no podía ser menos, se trata de un libro de viaje filtrado ideológicamente por la coyuntura histórica de la Guerra Fría. Por eso, aunque la visión admirativa del pueblo chino surge una y otra vez, los autores van explicando las bondades del régimen maoísta, que no es otra la razón de su viaje. María Rosa Oliver nunca simpatizó en cambio con el peronismo, por mucho que este congregara multitudes de las clases populares. Su obra memorialística ofrece algunas pistas de las dificultades con que un intelectual comprometido con la izquierda podía encontrarse para aceptar esa masa imprevista de gente que no se vinculaba a los partidos tradicionales, socialista o comunista: […] vi llegar, subiendo de Retiro hacia Florida, gente que de a dos, de a tres, o suelta, formaba un largo, pero raleado desfile. No solo por los bombos, triángulos y otros improvisados instrumentos de percusión que, de trecho en trecho, los preceden, me recuerdan a las murgas de carnaval: parecen disfrazados de menesterosos. Me pregunto de qué suburbio alejado vienen esos hombres y mujeres casi harapientos, muchos de ellos con vinchas que, como a los indios de los malones, les ciñen la frente, y casi todos desgreñados. O será que el día gris y pesado, o una turgente convocatoria les ha impedido a esos trabajadores tomarse el tiempo de salir a la calle bien entrazados y bien peinados como es su costumbre. O habrán surgido de ámbitos cuya existencia desconozco. Su paso un tanto arrastrado denota que ya han caminado mucho. También parecen algo cansadas las voces que vivan a Perón (Oliver 343).

Este fragmento procede del último volumen de memorias de María Rosa Oliver. Conviene ponerlo en relación con las decenas de páginas de la autora dedicadas a la heroica lucha popular en la Guerra Civil española o contra los nazis en la Unión Soviética. Oliver es la misma que se siente hondamente conmovida con su viaje a la China de Mao o que en otros escritos predica su admiración por

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Stalin. Estas proclamas no eran infrecuentes en la época. La izquierda argentina había ignorado el mensaje nacionalista incorporado por Perón. Según Goebel (130-133), ello se debió a sus orígenes ortodoxos de corte internacionalista. Juan B. Justo, el fundador del Partido Socialista, no dejaba de ser un demócrata social que ponía en un segundo plano el discurso patriótico. La atención por las reclamaciones acerca de la soberanía política y económica se identificaban demasiado con una derecha nacionalista que terminó apropiándose del mensaje antiimperialista en los años cuarenta. Esto no quiere decir, obviamente, que la izquierda pretendiera distanciarse de los reclamos populares. Sin embargo, el testimonio de Oliver resulta tan paradójico como elocuente acerca de la ceguera de algunos intelectuales socialistas y comunistas. La misma narradora que vibra con las masivas reivindicaciones en España o Rusia es la que juzga con incredulidad la primera gran manifestación obrera a la que asiste en su propio país, la del 17 de octubre. Los trabajadores deben de estar disfrazados, como si fueran de carnaval, se dice a sí misma Oliver… Es notable que en esta visión carnavalesca coincidan escritores conservadores como Borges o Bioy con otros de izquierda. Es el asombro ante una realidad inaceptable, con independencia del sesgo ideológico con que se mire. Más aún: según Oliver, no lucen bien vestidos “como es su costumbre”, entre los trabajadores argentinos. Esta es tal vez una idea heredada de su difunto padre, personaje acomodado con simpatías de izquierda que influyó no poco en el destino de su hija. Por otro lado, coincide con esa absoluta otredad que sintieron los demás espectadores antiperonistas41. 41 El padre de María Rosa Oliver comenta así esta anécdota de Jean Jaurès, el líder obrero de paso por Buenos Aires: “Cuando estuvo aquí, a la media hora de comenzado el desfile que los gremios habían organizado en su honor, preguntó: ‘¿Pero cuándo van a desfilar los obreros?’ Costó convencerlo de que aquí los trabajadores andan siempre bien trajeados. Claro, en Francia e Inglaterra es distinto y ni qué decir en Rusia” (Oliver 100). Por supuesto, no quiere decir esto que Oliver no tuviera una gran sensibilidad hacia los trabajadores de su propio país. Solo quiero poner de relieve ciertas paradojas de su discurso, aunque fueran difícilmente salvables en su caso por razones de constricción social.

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Resulta interesante confrontar esta versión negativa con la escena que pinta Oliver de las manifestaciones que ella vio durante su viaje infantil a Europa. Así retrataba a las sufragistas inglesas que marchaban alegre y ordenadamente por las calles de Londres: En las filas en que una tras otra marchaban, ocupando enteramente la calzada, las mujeres eran como todas, quizás mejor que todas, porque, fuesen jóvenes o viejas, estuviesen bien o pobremente vestidas, sus caras reflejaban alegría (Oliver 244).

Aquí la manifestación no solo se identifica con el credo ideológico de la voz auctorial. Hay una complicidad que va más allá y que se explica por el hecho de que todas las manifestantes son mujeres y porque, además, circulan sin amenazar a nadie, según la mirada de Oliver. Por eso sus caras reflejan alegría, a diferencia de los peronistas, sucios, cansados y, según parece, disfrazados de pobres. De todas formas, una pregunta maliciosa puede formularse si nos atenemos a las circunstancias con que la viajera se enfrenta a una y otra manifestación. ¿Por qué María Rosa Oliver ensalza el fenómeno popular siempre que se trate de un hecho lejano en el espacio? ¿Por qué la lucha social de izquierdas despierta simpatías cuando se tienen noticias indirectas de ella, o se la conoce en un viaje al extranjero? De nuevo importa referirse a la conciencia internacionalista de la izquierda argentina del momento. Ciertamente las posibles contradicciones de María Rosa Oliver podrían resolverse mediante el recurso a la identificación, que ella misma realizaba, entre peronismo y fascismo. Sin embargo, aunque Perón tomó prestados muchos elementos del fascismo mussoliniano, ayudó a algunos nazis y manifestó simpatías por el régimen franquista, mantuvo el respeto al orden republicano, su gobierno careció de un carácter militarista y llevó a cabo una política económica más bien ecléctica. El fascismo glorificaba a la juventud y la acción, mientras que el discurso de Perón y, sobre todo, de Eva, se centraba en los niños y los desheredados. Las proximidades entre el peronismo y el fascismo europeo no son tan claras, como demuestra la discusión sobre la na-

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turaleza del fenómeno gestada desde 1955 (Neiburg). Por otro lado, no deja de ser paradójico el hecho de que la estética de la propaganda peronista se alimentara de fuentes artísticas e ideológicas que Oliver aprobara en sus viajes por el extranjero: el New Deal norteamericano o el cartelismo soviético (Gené 2008). Más aún, como ha señalado Finchelstein (2011), la estética fascista, entronizada en el espacio público de los años treinta por ciertas organizaciones como la Legión Cívica argentina, desaparece durante el peronismo. Lo que Oliver ve con alarma es la llegada de obreros mal vestidos, a los que cree disfrazados, o supone venidos de algún lugar que ella no conoce. Para Oliver, Perón no sería sino un gran falsario, y su régimen una illusion comique, como ya vimos que el propio Borges (1955, 9-10) observaba, en coincidencia curiosa entre el conservador arquetípico y la mujer izquierdista. Quizás no fuera en vano que los dos frecuentasen el mismo grupo literario, el de la revista Sur, y que sus familias perteneciesen al patriciado tradicional. Como ya señalé antes, la cuestión no es tan sencilla, al margen de lo problemático de adjudicar sin matices la etiqueta de fascista al populismo justicialista. Debemos pensar también en la procedencia social de Oliver y su formación elitista, que se combinaba sin demasiado conflicto con esas simpatías socializantes del padre, de venerada memoria por parte de la cronista42. Por eso su malestar con el peronismo no fue quizá solo político, sino también estético, mal que le pesara a una persona de ideales como siempre fue Oliver.

42 En el segundo volumen de sus memorias, Oliver recuerda una ocasión en la que viajaban en coche de caballos a la función nocturna del Teatro Colón. Por el camino, se encuentran a un hombre tirado en la acera, probablemente muerto. A la sorpresa de la niña, el padre le dice si no sabe que en este país la gente se muere en la calle. El suceso suscita estupor en la testigo, pero enseguida se vuelve a la vida regalada en la que participa el padre con el resto de su familia, madre y hermanos.

III. La invasión como relato

1. Casas tomadas: Cortázar y más allá Tuve en mi pago en un tiempo hijos, hacienda y mujer; pero empecé a padecer, me echaron a la frontera. ¡Y qué iba a hallar al volver! Tan solo hallé la tapera (Hernández 21).

Los versos de Martín Fierro exponen la queja de aquel que ha sido desahuciado por maniobras injustas de los de arriba. Al gaucho se le arrebatan su casa y su familia. Arrojado a la pampa, su destino es no encontrar un espacio que lo acoja de forma definitiva. La nostalgia de un hogar se prolonga en el fenómeno del moreirismo, nacido del folletín de Eduardo Gutiérrez (1879-1880), y aún reaparece en la literatura de la inmigración. Gauchos e inmigrantes comparten un mismo sino textual: son personajes desposeídos1. Si cierta literatura argentina del siglo xix denuncia el despojamiento del hogar en un movimiento que va de arriba a abajo, durante el primer peronismo las categorías se subvierten. Un lugar común, el de la casa invadida u ocupada, cifra muchos relatos de la época. El célebre cuento cortazariano “Casa tomada” (1946) ha sido juzgado desde una lectura política que, en principio, podría resultar 1 Son “arquetipos de la marginalidad”, en palabras de Campra, grupos sociales que, junto al indígena, generan toda una literatura sobre la privación del espacio y la desposesión de la propia lengua. Ver Campra 17-29.

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ajena a un lector no argentino2. En la historia de los hermanos expulsados del hogar por culpa de la enigmática entrada de unos seres indefinidos apenas sucede nada. Un hombre y una mujer, hermanos entre sí, viven largos años en la casa familiar ocupados en pequeñas y minuciosas tareas: las colecciones de él, los bordados de ella. Hay unas pocas referencias al medio y la época argentinas. Todo ocurre mansamente en la década del cuarenta, los hermanos reciben dinero de los campos de su propiedad, parte de la casona familiar mira a la calle Rodríguez Peña… Hasta que de pronto se escuchan unos ruidos al fondo de la casa y los inquilinos se mudan a otra parte. Transcurre el tiempo y cuando se vuelven a oír ruidos, deciden escapar a la calle teniendo cuidado de que la puerta esté bien cerrada para que ningún “pobre diablo” entre y se encuentre con la casa tomada. No es extraño que la crítica haya visto opciones de lectura que nada tengan que ver con claves políticas. Sin embargo, lo cierto es que el cuento se leyó en Argentina como una representación simbólica del peronismo y que esta vía ha condicionado incluso los análisis de críticos extranjeros. Por eso, para evaluar el impacto que tuvo el cuento de Cortázar en su entorno inmediato, no importa tanto que el cuento dispare con meticulosa ambigüedad hacia otras lecturas posibles. Acaso será más eficaz tener en cuenta que en su momento histórico “Casa tomada” fue entendido como una expresión de la invasión multitudinaria del peronismo en todos los ámbitos de la vida cotidiana, incluso el de la intimidad del hogar: La familia pequeño burguesa vive pared por medio de un conventillo y oye las rudas expresiones de alegría de la familia cabecita negra y hasta tiene que soportar las exigencias de la sirvienta —cuando la tiene— cabecita negra. Un cuento de Julio Cortázar, “Casa tomada”, expresó fantásticamente esta angustiosa sensación que el cabecita negra provoca en la clase media (Sebreli 1965, 104).

2 Esta lectura se consolida en la crítica académica de los años sesenta, sensible a la politización del medio, y la asume y discute el propio Cortázar en diversas declaraciones (ver Gómez 76-87).

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Son palabras del ensayista de la generación del 55 Juan José Sebreli, y quizá lo más importante no sea dar tanto por absoluta esta interpretación en sí misma, cuanto dejar constancia del modo circunstancial con que fue leído el cuento. En su día “Casa tomada” fue descodificado como la irrupción de la masa peronista en la vida rutinaria de la burguesía argentina. Según ha señalado Gamerro (82-83), otros cuentos de Bestiario (1951), la colección en la que se inscribe el cuento, son susceptibles de leerse políticamente, pero solo “Casa tomada” ha provocado genuino interés desde esta interpretación porque solo aquí funciona la matriz narrativa básica del espacio invadido por fuerzas extrañas. Cortázar apretó una tecla que conectó con la alarmada percepción de un grupo social, la clase media3. A partir de aquí la invasión de los espacios privados se convierte en un esquema estructural que se repite, con mayor o menor concreción política, en otros relatos antiperonistas. Esta percepción agresiva de los otros se delata como un lugar común de la época, que va más allá de la pura ocupación de espacios públicos como la Plaza de Mayo en los múltiples testimonios sobre el 17 de octubre. En realidad, dentro de la literatura antiperonista existe todo un conjunto de ficciones cuyo argumento gira alrededor de la invasión de espacios privados (Avellaneda, 11-13). Y como en Cortázar, que no se preocupó de dejar referencias históricas, no pocas veces se recurre al desvío simbólico y a la elusión de circunstancias concretas. En esta línea propondremos dos autores conocidos en nuestro itinerario: Beatriz Guido y Adolfo Bioy Casares. Como ya vimos, El incendio y las vísperas cuenta la expropiación de una hacienda ficticia, un suceso que bien pudo suceder en los últimos años del peronismo. Su autora regresa al tema con el cuento “Ocupación”, del volumen Los insomnes (1973), en donde el único descendiente de un linaje oligárquico visita regularmente la quinta 3 La casa como espacio feliz de la intimidad y refugio contra las amenazas a la sensibilidad individual fue estudiada por Bachelard en su libro seminal (75-81). Justamente por deconstruir los valores analizados por el fenomenólogo francés tiene tanta fuerza el motivo de la casa ocupada en el imaginario espacial.

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familiar para gozar de unos placenteros encuentros nocturnos con unas desconocidas muchachas… Al final, las amantes resultan ser las seis hijas del administrador que han concebido seis hijos varones del amo y terminan ocupando entre todos la casona. La desposesión del espacio se produce a partir de la utilización sexual del protagonista, que resulta ser un juguete inconsciente en manos de las futuras ocupadoras. Según iremos viendo, esta relación entre la invasión y el sexo abusivo es un leitmotiv de muchas ficciones sobre el tema4. En un tono menos evidente, el cuento de Bioy “La pasajera de primera clase” trata la oposición entre lo privado y la invasión exterior de un público enigmático y hostil. La narradora y protagonista describe su vida como pasajera de primera clase en un crucero y se queja de las incomodidades que padece frente a la buena suerte que tienen los de segunda que, por ser más numerosos, reciben mejor atención de los camareros. La alegoría se va haciendo cada vez más siniestra y explícita cuando se refiere de pronto que los pasajeros de segunda incursionan en la sección reservada a los mejores camarotes —otra vez el tema de la ocupación—, y apresan a un pobre pasajero de primera al que arrojan al agua. El miedo se apodera entonces de los “ricos” del pasaje, ya que todos los días por la mañana se miran unos a otros para comprobar si están vivos o si esta noche le ha tocado a alguno de ellos. Así pues, la masa comparece de nuevo con su cara más peligrosa desde la óptica ultraconservadora. El texto de Bioy separa a unos y otros por la condición social y económica, lo que acaba por convertir el relato en una alegoría acerca del conflicto que reproduce en su país durante los años de Perón. Y, por supuesto, el individuo (la pasajera) se niega a rebajarse y transformarse en masa, con lo que el miedo persiste: “Yo, por algún defecto incurable 4 Incluso antes de las narraciones mencionadas hasta ahora, Beatriz Guido merodeaba alrededor del tema de la invasión asociado a la violación física en su primera novela, La casa del ángel (1955). La joven protagonista vive encerrada en una mansión hasta que un hombre la visita y termina abusando de ella. El episodio tiene el efecto de arrojar a la protagonista fuera de la casa. Para un análisis en relación con la posesión y desposesión traumática del entorno familiar en esta y otras narraciones hispanoamericanas, ver Aínsa (421-439).

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en gente mi edad, no me avengo a convertirme en pasajera de segunda” (Bioy Casares 1982, 346). Podríamos alargar la lista de ficciones sobre la ocupación de casas, muchas veces mansiones, que son susceptibles de leerse en clave política antiperonista durante los años sesenta y setenta. En casi todas las narraciones una fuerza exterior acaba poniendo al descubierto el estado precario de la existencia de los inquilinos5. La rentabilidad de “Casa tomada”, su potencialidad a la hora de estimular a narradores que partieran de posiciones diferentes al antiperonismo, se puso de manifiesto con un cuento importante de la década del sesenta, “Cabecita negra” (1961) de Germán Rozenmacher (1936-1971). Contado desde una estética deudora del realismo crítico, este relato puebla de referencias concretas el esquema abstracto de “Casa tomada”. El protagonista, el señor Lanari, ha salido a la calle a sacudirse el insomnio. Él es un laborioso profesional de clase media, su mujer y su hijo han ido a pasar el fin de semana al campo. Ninguna preocupación importante parece inquietar su vida. De pronto, en medio de la noche, escucha el aullido de una mujer que pide socorro. Cuando localiza de dónde proviene, se encuentra con una “cabecita negra”6, una muchacha de origen humilde que se encuentra tirada en la calle, probablemente borracha y golpeada. A los gritos llega también un vigilante; el señor Lanari, que no puede evitar el desprecio hacia quienes considera inferiores, se dirige al representante del orden llamando a la mujer “cabecita negra”. El gesto de complicidad le sale mal: “Entonces se dio cuenta que el vigilante también era bastante morochito pero ya era tarde” (Rozenmacher 1). El aludido, molesto, se vuelve contra Lanari, quien trata 5 Sería interesante analizar, en esta dirección, novelas como La Leyes de la noche de Héctor A. Murena, Ceremonia secreta (1960) o Los asesinos en los días de fiesta (1973) de Marco Denevi; o incluso el cuento “Los Tarmas” de Isidoro Blaistein. Ver también Borello 187-189. 6 Con el término “cabecita negra” se designa peyorativamente desde la clase media y alta argentinas a individuos de la clase trabajadora. Uno de los clichés que se les atribuye es el de tener un tono moreno de piel. Durante el peronismo gran parte de los “cabecitas negras” apoyó a Perón.

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de ganárselo, invitando a él y a la mujer a subir a su casa para tomar una copa. Así se consuma la “invasión”. La mujer se echa a dormir la borrachera en la cama de matrimonio, mientras el vigilante se sirve con entusiasmo bebidas del mueble bar. Los guiños contemporáneos a la escisión entre los cabecitas negras y la clase media se plasman en las reflexiones del atribulado anfitrión: El señor Lanari recordó vagamente a los negros que se habían lavado alguna vez las patas en las fuentes de plaza Congreso. Ahora sentía lo mismo. La misma vejación, la misma rabia. Hubiera querido que estuviera ahí su hijo. No tanto para defenderse de aquellos negros que ahora se le habían despatarrado en su propia casa, sino para enfrentar todo eso que no tenía ni pies ni cabeza y sentirse junto a un ser humano, una persona civilizada. Era como si de pronto esos salvajes hubieran invadido su casa (Rozenmacher 2).

Al final resulta que la mujer es hermana del vigilante. En un arrebato de rabia el hombre, que cree que Lanari ha hecho daño a su hermana, lo golpea hasta dejarlo inconsciente. Pasadas las horas, el protagonista se despierta y descubre la casa saqueada y la puerta abierta7. El contexto ha cambiado desde que Cortázar escribiera su “Casa tomada”. El peronismo ha sido proscrito y una porción notable de sus integrantes se han ido desplazando hacia la izquierda marxista. Rozenmacher, aunque no apoyara la idea de lucha armada, pertenece a un núcleo de escritores que se adhieren al peronismo después de 1955. Su relato, movido por la denuncia social y política, explota el tema de la invasión a partir de una determinada lectura de “Casa tomada” que va más allá de la misma textura formal del cuento. Ahora bien, Rozenmacher otorga una significación opuesta a la ocupación del que podrían haber formulado Bioy o Guido. Los invasores son, en realidad, gente que antes ha sido desposeída socialmente. Lanari, representante de la pequeña burguesía aliada con la oligarquía dominante, busca utilizar al vigilante para mantener su 7 Esta imagen final de la puerta abierta rinde homenaje, a la vez que parodia, a Cortázar, quien había “dejado” su casa tomada con la puerta cerrada.

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estatus, pero encuentra que hay una solidaridad que él no entiende entre los “negros”. Al final, él, que quiere mantener el sistema en la calle, obtiene un resultado opuesto al que esperaba. No solo es débil en el espacio exterior, sino que es derrotado en el interior, en su propia casa. Las fuerzas del orden se ponen del lado de la mujer humillada, aprovechándose de la flaqueza de Lanari, quien se ve obligado a introducirlos en su vivienda. La crítica ha subrayado el diálogo con el tópico puesto en circulación con la lectura de “Casa tomada”. Mediante una mayor concreción en sus circunstancias, el relato continúa enfocado en la mente del personaje invadido, solo que ahora conocemos también algunas de sus miserias culpables. No es una señora más o menos inocente, como en Bioy Casares, o un individuo víctima de sus debilidades, como en Guido, sino un personaje mediocre, insolidario y egoísta. La serie continúa después de “Cabecita negra” a lo largo de las décadas del sesenta y setenta. El contexto político se ha transformado con la proscripción del peronismo y la izquierda ha comenzado sus movimientos de aproximación. En esta línea se puede situar, por ejemplo, el joven Ricardo Piglia, quien también asume la tradición, para desviarse de ella, con un cuento titulado de manera más que significativa “La invasión” (1967)8. Rozenmacher había respetado en lo básico la secuencia de invasor (“barbarie”)-invadido (“civilización”)9. Piglia invierte los términos. Ahora el “invasor” es el civilizado, quien ingresa en el ámbito irónicamente simbólico del “bárbaro”, la cárcel. El estudiante Renzi, álter ego de tantos relatos de Piglia, ingresa en una celda donde se encuentran dos presos comunes. Aunque Renzi intenta hacerse pasar por uno de ellos, el abismo es insalvable. Sus compañeros le reconocen por sus maneras 8 Respecto a las ideas de Piglia en aquella época, simpatizante de izquierda, valga esta anotación de su diario de 1965: “Me refiero a los efectos culturales del peronismo y a sus mitos con simpatía, pero está claro que yo no soy peronista y no me dejo encandilar por el pragmatismo” (Piglia 2015, 208-209). 9 Aunque soy consciente de que a esta afirmación hay que ponerle importantes matices: es el invadido quien sale al exterior (la calle) a encontrarse con la barbarie y es él quien termina engendrando la violencia (ver Blanco 2014, 170-172).

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y su lenguaje: él es “otro” y no quieren saber nada de él. Cuando llega la hora de acostarse, obligan al educado Renzi a irse a una punta de la celda, para que no les moleste mientras uno sodomiza al otro. Piglia se nutre de algunos tópicos del tema (la invasión, el encierro, la transgresión sexual) para acercarse a una cuestión de época: la alienación del intelectual en un entorno hostil y sus dificultades a la hora de hacerse uno con la gente del “pueblo”. Lo que Rozenmacher y Piglia hacen es revisar el tema en una situación histórica distinta: es el momento en que la clase media intelectual se vuelve sobre sí misma y trata de acercarse a la clase trabajadora a través de la radicalización ideológica. Agotado el proyecto liberal de Sur, los años sesenta y setenta asisten a un desplazamiento hacia la izquierda del campo literario argentino al que se suma un contexto internacional marcado por la Guerra Fría. El intelectual en Argentina se ve impelido por los reclamos del compromiso con la lucha contra un sistema injusto10. Los debates sobre la pertinencia, o no, de una literatura exclusiva, dirigida a las minorías letradas, forman parte del discurso dominante entre la intelectualidad argentina e hispanoamericana11. El cuento de Piglia plantea, pues, un tema propio de los años 60 y 70: la dicotomía entre el compromiso con la masa, por una parte, y la formación elitista del escritor por otra. El final perturbador y abierto deja la tensión sin resolver. La fascinación que ejerce el tema de la invasión del espacio propio se prolonga en otros contextos pero desde situaciones igualmente traumáticas. La pérdida del hogar está en las raíces sentimentales

10 Sobre los debates en este tiempo histórico marcado por la convicción del intelectual de izquierda que se autorrepresenta como agente de un cambio político irrenunciable en América Latina, puede verse el importante libro de Gilman, 2003. Valga ahora otra anotación de Piglia en su diario de 1965: “¿Qué puede hacer un hombre ante la injusticia del mundo? Juntarse con otros que buscan modos de actuar no-individuales. Salir del yo y de la conciencia subjetiva, ése es el camino de Marx y de Wittgenstein […] La eficacia —la respuesta—, no puede ser individual” (Piglia 2015, 205). 11 Para un resumen de los debates en las décadas del sesenta y setenta acerca de la relación entre el intelectual y la revolución, ver Nemrava 33-42.

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de una novela como La casa y el viento (1982) de Héctor Tizón. Como ha analizado Nemrava (85-90), el protagonista se ve obligado a abandonar su casa, lugar original de la memoria del yo, y se ve arrojado al exilio por razones políticas. Relato localizado en la dictadura militar de los años setenta, La casa y el viento compone “el largo rodeo de un hombre alrededor de su casa” (Tizón 174). La nostalgia del hogar perdido se produce por la acción de una fuerza que emana de arriba, de un poder que en este caso no se identifica con el peronismo, pero que en cualquier caso aplasta al individuo, como sucedía en las ficciones antiperonistas. Algo más tarde, ya en la literatura argentina de nuestros días, el tema de la invasión ha persistido de manera más o menos directa. Una versión elusiva es la que propone, por ejemplo, Samanta Schweblin en su cuento “Nada de todo esto” (2015), donde una madre algo cleptómana y su atribulada hija se cuelan en las casas de familias “bien” y se llevan objetos que acaban enterrados en el jardín de la suya. Tal vez el hilo político no sea el más directo para leer este relato, pero desde luego su historia refleja con elocuencia el potencial germinador del cuento lejano de Cortázar. Otros autores como Daniel Guebel en La vida por Perón (2004) y el mismo Carlos Gamerro con La aventura de los bustos de Eva (2004) han propuesto variantes que desarticulan aquella relectura peronista de izquierdas (Plotnik 255-264) que, como habíamos visto en Rozenmacher y Piglia, había replicado a las primeras versiones sobre la ocupación. La vida por Perón de Guebel presenta a unos jóvenes revolucionarios de clase media que «invaden» la casa de un obrero. Como el Renzi en “La invasión”, pero con una negatividad que no se encontraba en Piglia, los muchachos peronistas operan de acuerdo a unos presuntos ideales y desconocen a aquel a quien pretenden salvar. De hecho, terminan atropellando la vida de la familia obrera. El día en que muere Perón, el grupo de jóvenes revolucionarios invade la casa de una familia modesta de obreros peronistas en donde se está realizando el velatorio del padre. Lo que allí pretenden es sencillamente monstruoso: ellos, que han sido los secretos asesinos del difunto, intentan hacer pasar el cadáver de este por el de Perón después de

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maquillarlo a su conveniencia. La finalidad es adelantarse a un operativo militar que, según sus informes, trata de hacer desaparecer el cadáver del general Perón. A partir de aquí la novela va ingresando en el terreno de la farsa más desopilante, desacreditando a tirios y troyanos, pero muy en especial a los militantes revolucionarios de la izquierda peronista. Desde Guido a Piglia, de Bioy Casares a Guebel y Schweblin, la secuencia de espacios ocupados que hemos ido recorriendo nos habla de la potencia de la imagen urdida por Cortázar. Anticipándose de forma involuntaria al contexto posterior a 1955, en el que estaba prohibida toda mención de los nombres del presidente depuesto y su esposa, “Casa tomada” juega con lo no dicho y estimula una forma de representar el peronismo, hecha de alusiones y silencios, que tendrá notable fortuna12. Las últimas décadas, en cambio, con la muerte de Perón y las trágicas consecuencias para el país que trajeron los siguientes gobiernos, modificaron el peronismo y también sus modos de representación. Pero incluso en los casos más recientes que hemos repasado persiste la fascinación por el tema de la casa tomada.

2. Cortázar: la música de las élites frente a Dionisos Julio Cortázar abandona Argentina de forma definitiva en 1951 y establece su residencia en París, desde donde va a consagrarse como una de las voces fundamentales de la narrativa hispánica del siglo xx. Se ha dicho más de una vez que el ruido de las marchas peronistas no le dejaba escuchar en paz la música de Alban Berg en el interior de su departamento porteño (Herráez 88-89). Exageraciones apar12 Nos referimos a un proceso amplio que concluyó después de 1955 con la “desperonización” sistemática de las instituciones. Aquellos individuos afines al peronismo que ocuparon puestos de responsabilidad (cátedras universitarias, juzgados, alto funcionariado, etc.) fueron depurados y sustituidos por miembros de la antigua oposición. Gamerro (84) recuerda que el decreto ley 4161 del 5 de marzo de 1956 dio sanción legal a la tendencia a no nombrar directamente a Perón y Eva (tal el caso de cuentos de Viñas, Walsh, Onetti, etc.).

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te, el joven y exquisito Cortázar sin duda sintió un hondo disgusto con el espectáculo carnavalesco de la política de su tiempo. Incluso participó en algunos actos en contra del nacionalismo imperante13. Cuando, tiempo después, en los años sesenta haya conocido la Cuba de Fidel Castro, explicará su proceso vital e intelectual como el fruto de una toma de conciencia política de izquierda latinoamericanista. Los años pasados en Argentina serán juzgados y recreados a partir de la nueva construcción que hace de sí mismo como escritor comprometido con el socialismo. En 1945 Cortázar impartía clase en la Universidad Nacional de Cuyo (Mendoza) y estuvo entre los integrantes de una algarada antiperonista. Como ya sabemos, al año siguiente dejó la universidad al sospechar lo que se venía encima (Perón intervino las universidades nada más comenzar su primer mandato) y se fue a vivir a Buenos Aires14. Cortázar hablará, años después, de cierta indiferencia suya con respecto a la situación política, en el sentido de que, aunque abominaba del peronismo y se sentía de izquierdas, no sentía la necesidad de actuar contra él (Cortázar y Prego Gadea, 207-208). En esta revisión de su propia vida, pasa por alto su efímera participación en ciertas movilizaciones universitarias, acaso por considerarla poco significativa. Sin embargo, Cortázar sí se posicionó políticamente. No fue la imposibilidad de escuchar música dodecafónica con tranquilidad lo que lo decidió a salir de Argentina. Y así, aunque no se le puede encasillar al lado de los escritores más clasistas de Sur, grupo con el que mantuvo una ambivalente relación, en algunos relatos suyos de los años cuarenta 13 Léase la carta a Lucienne de Duprat, del 16 de diciembre de 1945, donde un encendido Cortázar cuenta cómo se encerró junto a cincuenta estudiantes en protesta contra el gobierno, cómo fueron presos y, cómo “por una simple circunstancia afortunada” (Cortázar 2000, 190), a saber, el encarcelamiento de Perón, les liberaron. 14 Para estos pormenores, el autoexilio de Cortázar y su fascinación por París como meta definitiva de su vida, ver el estudio biográfico de Herráez (88-114) o el de Montes Bradley (339-366). Este último da una versión desmitificada de un Cortázar “sobreviviente”: su liberalismo no le habría impedido recibir el empleo de profesor en la Universidad Nacional de Cuyo durante el régimen militar de facto, aunque no tuviera las credenciales necesarias.

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y cincuenta es posible encontrar un desfase entre el grupo “popular” y el individuo o la pareja: solo así se pueden leer, por ejemplo, “La banda”, “Ómnibus” o “Las puertas del cielo”. El primer Cortázar comparte en aquel tiempo el temor por la mezcla de los intelectuales nacionalistas católicos o los liberales de Sur15. En una carta de 1946, en vísperas de la primera victoria peronista, anota que se ha introducido en “el proceloso mar de la política” al presenciar dos actos electorales de socialistas y comunistas, además de participar “con inmenso orgullo” en una manifestación de la Unión Democrática, la coalición que será derrotada poco después (Cortázar 2000, 199). Sin embargo, las referencias políticas expresas que nos han llegado de esa época son relativamente escasas y a veces algo elípticas, como el mote de “ornitorrinco” con que obsequiaba al ministro de Educación y luego director de Biblioteca nacional, el católico Gustavo Martínez Zuviría (Montes Bradley 254). No es extraño que en sus relatos, imbuidos de una estética de la sugerencia, acudiera al desvío simbólico, sin entrar a la denuncia exasperada de “La fiesta del Monstruo”. En ciertos cuentos del primer Cortázar nos encontramos con un procedimiento fundamental por el que el peronismo se nombra sin ser nombrado. Es un desvío sugerente que tiene tanto que ver con la poética de la ambigüedad que práctica Cortázar para otros temas como con la misma percepción que tiene el autor de esa realidad próxima e indecible por monstruosa, mezclada, confusa. Las multitudes que desfilaban por el centro de Buenos Aires, con su grotesca exhibición de gustos populares, debieron de perturbar al refinado lector de Keats. Gamerro llama provocativamente a Cortázar “inventor del peronismo” o, lo que viene a ser lo mismo, inventor de un modo de expresarlo. Y añade:

15 “Nada horroriza más al Cortázar de aquella época que lo revuelto, lo mezclado, lo que no está en su sitio”, comenta Gamerro (87) respecto de cuentos contemporáneos como “La banda” o “Las puertas del cielo”. Ese asco por la mezcla social se remontaría a “El matadero” (1870) de Esteban Echeverría, tal y como ya vimos en nuestro análisis de “La fiesta del Monstruo”.

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Cortázar es el primero en percibir y construir el peronismo como lo otro por antonomasia: su mirada no intenta inscribir al peronismo en discursos previos, sino construir un discurso nuevo a partir de la irrupción del peronismo como lo refractario a la comprensión del entendimiento y a la simbolización del lenguaje. El peronismo es lo que no puede decirse; por eso en su versión más memorable, “Casa tomada”, se manifiesta únicamente con ruidos imprecisos y sordos, susurros ahogados (Gamerro 100).

El peronismo expresado mediante una retórica monstruosa ya lo habíamos visto en Borges y Bioy Casares. Ahora la imagen sonora de “Casa tomada” remite a una determinada idea musical que se asociaría a ese movimiento de masas que Cortázar intenta expresar mediante recursos alusivos. Otro ejemplo memorable es “La banda”, con la chirriante puesta en escena de las majorettes peronistas que tanto espeluznan al protagonista por su doble condición de ser reales y falsas. Ese ridículo espectáculo popular, hecho de saltos, ruidos y música penosa, no es otra cosa para Cortázar que el peronismo. Menos difundido es el ejemplo de El examen, novela escrita en 1950 y publicada en 1986. En medio de una Buenos Aires irreal, invadida por una extraña niebla y por un aire irrespirable que impide hablar con normalidad, transcurren las vidas de unos jóvenes universitarios que deben acudir a unas clases de lecturas en voz alta en aulas universitarias cada vez más masificadas. Como ya se ha señalado alguna vez, es notable que la universidad en la novela sea llamada “la Casa” (Orloff 44-45). Al igual que en el cuento famoso, la universidad ha sido tomada por un número ingente de estudiantes, resultado directo de las políticas igualitarias en materia educativa de Perón16. La falta de explicaciones claras 16 Orloff hace notar que durante el período completo del peronismo el número de matriculados en la universidad argentina se multiplicó por cuatro, hecho que Cortázar vivió en carne propia como docente en Cuyo (Orloff 42-56). En consecuencia, resulta inevitable leer El examen de acuerdo con la reciente experiencia universitaria de su autor.

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puede difuminar ante el lector actual esta y otras referencias de un texto que, en realidad, funciona como una alegoría antiperonista. Uno de los episodios más implicados en el contexto político del momento nos presenta una multitud que asiste a unas misteriosas exequias conocidas como el “ritual del hueso”. Volvemos a encontrarnos el cruce de la masa con el (mal) gusto musical. Los cuatro protagonistas, dos parejas jóvenes dotadas de un esnobismo muy cortazariano, deben atravesar la Plaza de Mayo que se encuentra tomada por una manifestación que venera al “hueso” (¿premonición del duelo colectivo por Eva Perón?17), al mismo tiempo que un grupo corea “Ella es… ella es… ¡de Chapadmalal!”(Cortázar 1986, 51)18. Una misteriosa y pegajosa niebla acosa Buenos Aires cuando los héroes se internan en esa masa informe de hombres y mujeres vestidos de la misma manera, con trajes de tono oscuro. Una música clásica “fácil” (Rachmaninoff, Tchaikovsky, Suppé) ameniza el acto y, desde la óptica elitista del autor, subraya la fealdad y lo antinatural de los asistentes. El mal “olor” de los violines asusta a los jóvenes intelectuales que sienten repulsión, ningún deseo de integrarse en la masa. El examen y “La banda” no dejan de ser muestras menores; sin embargo, en el cuento “Las ménades” adquiere una complejidad 17 Eva murió en 1952 y, como se sabe, su sepelio fue mítico y multitudinario. El episodio del ritual del hueso fue juzgado por algunos lectores amigos como una anticipación del acontecimiento. Tiempo después, cuando por fin la novela sale a la luz, va acompañada de una nota en la que el autor desdeña sus presuntas capacidades proféticas: “El futuro argentino se obstina de tal manera en calcarse sobre el presente que los ejercicios de anticipación carecen de todo mérito” (Cortázar 1986, 5). 18 Para el lector argentino de la época sería una alusión transparente a la iniciativa de la Fundación Eva Perón de financiar vacaciones gratis a gente de pocos recursos en las playas de Chapadmalal, en el sur del país. “Además de tener colonias de vacaciones para niños, como la de Ezeiza, [la Fundación] subvencionaba vacaciones de jubilados, obreros, estudiantes y niños en sus unidades de turismo de Uspallata (Mendoza), Chapadmalal (Buenos Aires), donde había trece hoteles con una capacidad total para 4.000 personas” (Navarro 1994, 202).

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y una consistencia estética mayor el conflicto del yo con la masa, simbolizado a través de la representación musical. Las referencias directas al peronismo no existen; no obstante, como sucede con el modo de lectura inaugurado con “Casa tomada”, es posible realizar una interpretación contextual desde la fuerte polisemia que brinda el texto19. Como se recordará, en este relato incluido en la colección Final del juego (1956) el público de un concierto de música clásica, arrebatado por el entusiasmo, se arroja sobre la orquesta y devora a los intérpretes de una orquesta de provincias. El episodio, clásico ejemplo cortazariano de la incursión de una fuerza transgresora en la vida cotidiana, alude al mito de las bacantes que devoran a Penteo. El desorden social debido a la irrupción de Dionisos entre las gentes de Tebas, tal y como lo dramatiza Eurípides, aquí se transforma en un rito sanguinario que obedece a la pasión musical que enardece a un auditorio. Antes revisamos los mecanismos de la violencia colectiva en “La fiesta del Monstruo”. Ahora, en una clave más polisémica, asistimos a otra celebración salvaje en un espacio dedicado en apariencia al disfrute de los bienes de la civilización. El teatro Corona (transparente disfraz del Colón de Buenos Aires) va a despedir al viejo Maestro y para ello se ha dispuesto un programa tan heterogéneo como asequible: todo empieza con El sueño de una noche de verano de Mendelssohn y acaba con la Quinta de Beethoven. En 19 Y, de hecho, ya se han hecho varias lecturas en relación con el contexto político, como la de Morello Frosch, o la de Ana Luengo y Klaus Meyer-Minnemann. Para estos últimos críticos el maestro vendría a identificarse con Perón, y la mujer de rojo que dirige el asalto a la orquesta con Evita. La radicalidad del discurso de Eva terminó diluyendo el discurso de su marido, vendría a decírsenos. En mi opinión, se trata de una lectura demasiado rígida para acomodarse a Cortázar, aparte de que la iconografía de Eva nunca se asoció al color rojo, sino, más bien todo lo contrario, al blanco y al celeste. En el imaginario argentino de la época, Eva es un mito ambivalente: un hada rubia, una agitadora de masas o un cadáver embalsamado, pero no una exaltada bacante. Además, es incongruente asociarla al rojo. El rojo es color simbólico de violencia, de sangre y hasta de barbarie rosista, y por eso lo lleva la mujer que dirige el ataque a la orquesta.

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medio, Richard Strauss y Debussy, el “difícil”. Pero nada de Bártok ni de sonoridades arriesgadas… El narrador, que se presenta como un condescendiente espectador de las pequeñeces humanas, se encarga de explicar el ingenuo entusiasmo con que reaccionan sus conciudadanos ante las dotes del director. Un hecho importante sucede en el entreacto: los asistentes no paran de animarse con comentarios admirativos que no terminan de velar, por cierto, los escasos conocimientos musicales de todos. La excitación general crece a cada asentimiento que uno ve en el otro. Solo el narrador se da cuenta de que su frialdad no genera ninguna respuesta en el interlocutor, que no recibe de él la esperada respuesta entusiasta. En cuanto un espectador nota que el narrador no le sigue la corriente, se vuelve hacia otro que le confirma en sus entusiasmos. De esta forma, cuando se reinicia el concierto, las pasiones individuales han crecido al confrontarse con las del grupo y todo está preparado para la masacre. Con ironía el texto anota: Guillermina Fontán venía presurosa hacia nosotros. Repitió todos los epítetos de las chicas con lágrimas en los ojos, conmovidos por esa fraternidad en la admiración que por momentos hace tan buenos a los humanos (Cortázar 1993, 55).

Para explicar el vértigo de la violencia masiva en “La fiesta del Monstruo” apelábamos a la teoría de la violencia de René Girard. Este recurso tal vez puede añadir también alguna luz a la forma con que Cortázar expone el delirio colectivo de “Las ménades”. Según Girard, nuestros deseos no son naturales ni espontáneos, como pretende el psicoanálisis, sino aprendidos de otros, imitados de otros. Hay una retroalimentación del deseo humano que se produce a través de la imitación de lo que el otro quiere. Ya en la literatura clásica, por ejemplo, los deseos de un sujeto por un objeto se reproducen a través de la mediación de modelos. Don Quijote quiere ser caballero andante por mediación de Amadís. Este esquema de deseo, a su vez, se repite en la persona de Sancho Panza, quien quiere ser otro a imitación de su amo, que se erige

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en modelo. La conexión creciente de deseos en una sociedad, señala Girard en libros posteriores a su primer Mentira romántica y verdad novelesca, va produciendo rivalidades entre los individuos que desean, puesto que suelen coincidir en sus objetos de deseo20. Todo esto engendra un hervidero de tensiones que termina por explotar en un conflicto. Estas tesis, por cierto, superan el campo exclusivo de la crítica literaria para entrar en la antropología. Girard señala cómo en las culturas primitivas se encuentran numerosos ejemplos de esquemas de rivalidad que culminan en auténticas crisis sacrificiales que, paradójicamente, resuelven las tensiones sociales y apaciguan a la masa: En la crisis sacrificial todos los antagonistas se creen separados por una diferencia formidable. En realidad, todas las diferencias desaparecen paulatinamente. En todas partes aparece el mismo deseo, el mismo odio, la misma estrategia, la misma ilusión de formidable diferencia en una uniformidad cada vez más total. A medida que la crisis se exaspera, todos los miembros de la comunidad se convierten en gemelos de la violencia. Llegaremos a decir que unos son los dobles de los otros (Girard 1998, 87).

El deseo mimético y la consecuente crisis sacrificial en “Las ménades” aflorarían cuando cada espectador refrenda su pasión por la música al confrontarnos con la de los otros. En su deseo de mostrarse singulares, van formando una masa que termina borrando diferencias y acaban siendo indistinguibles en medio de la turbamulta. Todos compiten por ser los más sensibles: al principio se les llenan los ojos de lágrimas; después vienen los gritos y los desmayos; más tarde, el abandonar los asientos y acercarse al director de orquesta; por último, abalanzarse sobre los músicos y devorarlos. Este proceso tiene mucho de atávico. Cortázar quiere expresar una liberación de instintos que se encadena mediante la progresiva emulación de unos con otros de modo que, como en 20 Una excelente discusión de los mecanismos de la violencia según Girard, en la literatura, puede verse en Llano, 21-92.

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otros relatos suyos, las conductas individuales van creando lazos, formando redes mediante el abandono del control racional21. La gente devora a la orquesta, no por odio, sino por una infinita admiración compartida en la que unos rivalizan con otros por ver quién ama más la música. Y tanto aman que destruyen el objeto de sus deseos. En medio de esta orgía sacrificial, se establece la dicotomía entre el individuo frío y consciente, que observa temeroso el espectáculo, y la masa informe que atropella todo. Hasta los atributos humanos se pierden en cuanto la masa embiste en una sola dirección. En efecto, cuando el gentío pierde el control es comparado con “una masa de búfalos” que se abalanza sobre el escenario. Antes la masa negra ha sido comparada con una bandada de cuervos o con una bandada de moscas. El “aluvión zoológico” de “La fiesta del Monstruo”, donde también abundaban las referencias animalísticas, también está presente en el turbión desaforado de “Las ménades”. El narrador, en cambio, contempla las escenas de canibalismo, y su actitud, si bien es de horror, también lo es de cierto complejo de culpa por no participar de la pasión colectiva: Yo veía todo eso, y me daba cuenta de todo eso, y al mismo tiempo no tenía el menor deseo de agregarme a la confusión, de modo que mi indiferencia me producía un extraño sentimiento de culpa, como si mi conducta fuera el escándalo final y absoluto de aquella noche (Cortázar 1993, 65).

21 Es uno de los puntos fuertes de su poética, que gira en torno a la formulación de vías alternativas a la razón: el absurdo, la locura, el juego, el amor, el arte (ver Scholz 25 y ss.). Estos cauces buscan una comunicación con el otro que no puede ser puramente racional. En 62, modelo para armar o Libro de Manuel la conexión con el otro termina configurando una superación de la identidad individual y creando lo que Cortázar llama “la figura” (Scholz 103). Esta “figura” no es asimilable a la masa furiosa de “Las ménades” o a las muchachas incultas de “La banda”, pero contiene algunos paralelos, lo que explica la ambigüedad con que son miradas estas formaciones.

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Ambigua actitud: por un lado, horror ante el espectáculo; por otro, culpa por no participar en él. ¿De dónde viene este sentimiento de incomodidad? Acaso de la incapacidad de participar por sí misma. Si, para Cortázar, el arte tiene la finalidad de ponernos en comunicación con el otro, salir de sí para ser otro (Scholz 15 y ss.), entonces el narrador queda excluido de ese proceso. La actitud del narrador es ambivalente, como fue la de Cortázar con respecto al peronismo. Su percepción no puede igualarse a la de Borges, Bioy o Victoria Ocampo. En El examen las burlas contra la masa inculta eran tan patentes como la autoironía con que los jóvenes intelectuales valoraban sus propias boutades. Aunque en sus narraciones contemporáneas del peronismo Cortázar ponga una distancia entre su yo y el sentimentalismo barato y la pseudocultura de los otros, no es menos revelador que, para él, esa realidad que descubre detrás del disfraz del mal gusto musical de la masa no es otra cosa que la “verdad”. Una verdad social a la que no puede ser ajeno. Hay todo un proceso de definición del espacio del intelectual espectador que se va a ir concretando en los años siguientes, que se hace patente en la actitud con que el otro va a ir transformándose desde esa muchedumbre invasora de los inicios a otras formalizaciones más complejas, en las que el lector es apelado a tomar decisiones frente a la pasividad de un Horacio Oliveira, en Rayuela22. En “Las ménades” emergen las dudas del intelectual ante la masa que se van a despejar en la década del sesenta, cuando Cortázar se entusiasme con los ideales revolucionarios desde su lejano autoexilio parisino. En ese sentido, su actitud corre en paralelo con otras voces disconformes que no encontrarán acomodo en ninguno de las opciones visibles en la Argentina en la década del 50.

22 Véase el análisis de Orloff para Rayuela (174-191, por ejemplo) y para toda la obra en su conjunto, que viene a enfrentar la tesis tradicional de un Cortázar “apolítico”, frente al más “evolucionado” que se convierte en arquetipo de escritor de izquierda latinoamericanista. En Cortázar subyace siempre un elemento político, aunque no siempre se defina de modo coherente.

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3. La intimidad amenazada: Bioy Casares Un lugar común en la crítica sobre Bioy Casares es el trazado de una línea conveniente entre las características del autor de La invención de Morel y las de su amigo y maestro, Jorge Luis Borges. Seguramente es una inquietud comprensible, pero algo injusta. Las afinidades entre uno y otro no ocultan lo que una atenta lectura revela en los cuentos y novelas de Bioy: el dominio de los registros orales, el tema sempiterno del enamoramiento o una mayor atención al entorno inmediato. En el contexto de los años cincuenta, el oficio de Bioy Casares ya ha madurado y descubre, a través de sus marcas personales, algunos tópicos del antiperonismo elaborados de forma solapada, con el giro alusivo que encontramos en Cortázar. También Bioy fue leído a la manera de “Casa tomada”, como enseguida veremos. Para comprender el camino que lleva a este tipo de lecturas, será oportuno considerar el valor que las primeras novelas de Bioy conceden al espacio del yo23. La invención de Morel (1940) es la novela sobre un solitario, un fugitivo que escapa de la tumultuosa civilización para construirse una utopía personal en una isla del Caribe. Tras el ingenioso argumento de ciencia ficción, se va dibujando el retrato de un misántropo que abunda en alegatos malthusianos en los que abomina de la humanidad. Al final el protagonista intenta una comunicación con otro ser, su amada Faustine, pero, como todo lector sabe, se trata de una relación fantasmal, un simulacro de amor eterno. Algo semejante puede decirse del protagonista de la siguiente novela de Bioy, Plan de evasión (1945). Nevers evita el contacto con los otros, como si de ellos solo esperase amenazas. La cicatriz que lleva en el rostro se debe al castigo que durante su adolescencia le infligió un grupo de muchachos. Es el signo indeleble de su prevención contra los otros lo que justifica su deseo de una fuga sin fin. El personaje se aleja desde el comienzo de la sociedad 23 Sobre los espacios aislados y el deseo de una utopía individual en esta primera etapa de Bioy Casares, pueden verse los estudios de Levine, Cerda Neira o Navascués (1995, 26-39).

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urbana, porque “en las grandes ciudades no es posible encontrar la felicidad” (Bioy Casares 1986, 81). Por eso acepta un destino en un lugar tan remoto como la capital de la Guayana francesa y después se siente interesado por las islas-penal en donde transcurre toda la acción. Incluso en aquellos lugares abandonados, donde la compañía se identifica con unas pocas personas, Nevers continúa buscando refugio en otros entornos privados: la biblioteca del penal es un espacio dichoso porque allí puede distraerse de la compañía de los demás mediante la lectura o cualquier otra estrategia imaginativa que suponga la ensoñación de otro lugar… De una forma menos abstracta que en estas primeras novelas, el cuento “En memoria de Paulina” (1948) expresa también el anhelo de una felicidad compartida en la intimidad de la mujer amada. El arranque del cuento nos lleva a una edad dorada, una Arcadia inocente y algo kitsch: ella y él se encuentran en una oscura y recoleta glorieta de laureles, recinto privado en el que los amantes se rodean de rosas, laureles, leones de piedra. Ese universo selecto se alimenta de románticas lecturas compartidas en las que solo caben dos personas, sin que nadie deba perturbar su felicidad mutua. Sin embargo, esta situación idílica se rompe de forma definitiva con la aparición de otro hombre, el odioso Montero, un individuo vulgar que arrebata a Paulina de las delicadas manos del narrador. La irrupción de Montero no es solo la de un rival, sino la de todo un catálogo de rasgos negativos que el relato se encarga de resaltar: el mal gusto estético, la brutalidad en las maneras, la fealdad física, la violencia. “En memoria de Paulina” es la historia de la progresiva invasión de una ominosa presencia: la de un mundo feroz que apenas se nombra y que, poco a poco, sustituye al apolíneo universo que se enunciaba al principio. Aunque este cuento, como La invención de Morel o Plan de evasión, se resista a una lectura directamente política, lo cierto es que uno y otros adquieren nuevas tonalidades al ponerse en relación con la siguiente novela de Bioy Casares, El sueño de los héroes (1954), en donde comparece algo más claramente el contexto político contemporáneo. En efecto, si valoramos el deseo de intimidad como un

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eje en torno al cual se articula la producción de Bioy desde sus inicios, entonces la presencia de los otros solo se podrá percibir como un peligro para la felicidad del individuo. Aquí el enfrentamiento con la colectividad se hace visible con la introducción del tema del carnaval, espectáculo transgresor que anula las diferencias sociales (Bajtín) y que, como veremos, tiene resonancias contemporáneas con otra “fiesta” que el autor rechaza, la del peronismo. En las representaciones sobre el 17 de octubre veíamos cómo las congregaciones de los seguidores de Perón eran vistas por los intelectuales de la oposición como un grotesco carnaval. En el imaginario antiperonista las categorías sociales se subvertían en las manifestaciones: los participantes iban disfrazados y se toleraban conductas inadmisibles. El fondo carnavalesco de la novela de Bioy Casares debe ponerse en relación con esta línea interpretativa. El sueño de los héroes cuenta la trágica historia de amor entre dos jóvenes, Emilio Gauna y Clara Taboada. Durante las tres noches del carnaval porteño de 1927, Emilio se va de juerga con la barra que lidera un siniestro malevo, el doctor Valerga. En la madrugada de la tercera noche, Gauna se despierta de una confusa borrachera sumido en recuerdos extraños: entre otros, una muchacha enmascarada que bailó con él en el céntrico salón Armenonville y una pelea a cuchillo con Valerga. Después de un tiempo, Gauna consigue olvidar todo aquello, sin saber a ciencia cierta si sucedió o no en realidad. Entretanto conoce y se casa con una joven, Clara, hija de un hombre tenido por sabio en el barrio donde viven, el “brujo” Taboada. Son felices por un tiempo, pero tres años después el suegro muere repentinamente. Emilio, que hasta ahora había seguido los prudentes consejos de Taboada y había abandonado su vida anterior, gana un dinero en las apuestas y decide recuperar el tiempo perdido. Invita a sus excompañeros de fiestas y a Valerga a pasar con él tres noches del carnaval. Su plan es volver por todos los lugares donde pasaron en 1927 y repetir las experiencias que recuerda a fin de saber qué pasó exactamente en la última noche… Al final de la novela entendemos que el brujo Taboada, dotado de poderes adivinatorios, sabiendo que Emilio Gauna estaba destinado

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a morir la noche de carnaval de 1927, mandó a su hija Clara a que se reuniera con Emilio en el Armenonville y lo separara de Valerga. Clara era, pues, la misteriosa muchacha enmascarada que recordaba Emilio. Sin embargo, por una fatal circunstancia, la muerte del brujo desata otra vez la maquinaria del destino. Gauna vuelve a las andadas, participa en el carnaval de 1930 y termina enfrentándose a Valerga a cuchillo en la tercera noche. La novela concluye con el asesinato de Emilio. Aunque el tiempo ficcional transcurra en las postrimerías del radicalismo democrático, no es imposible detectar algunas señales de que Bioy Casares escribe su mejor novela con la mente puesta en su contexto más inmediato, esto es, el dictado por el peronismo. Un sutil entramado de incongruencias temporales y espaciales, analizadas en su día por María Luisa Bastos (1980), revela una lectura que pone al descubierto las afinidades entre los hechos de la novela y algunos acontecimientos políticos de la época. Los desplazamientos, por ejemplo, de los integrantes de la pandilla carnavalesca son de la periferia al centro urbano, que invaden con gestos y palabras que recuerdan a los discursos nacionalistas del peronismo. Al mismo tiempo, El sueño de los héroes concreta la oposición entre el amor privado y los otros, tal y como se había formulado en libros anteriores. Ahora la agresión proviene de un grupo de desalmados, los falsos amigos de Emilio, y muy en particular de Valerga, un tipo vulgar, inculto, violento y cobarde al mismo tiempo, imbuido de un patrioterismo y una conciencia social que se asociaría con el peronismo desde la mirada de Bioy24. Al igual que en Borges, pocas veces la masa se representa en la narrativa de Bioy y, cuando lo hace, siempre es vista de forma ame24 Valerga y su grupo son seres asociales cuyo comportamiento roza lo delictivo. Esto no les impide manifestarse como personas con conciencia social. De nuevo aquí entraríamos en la visión teatral del peronismo que iguala a Bioy con Borges. “Mientras Antúnez cantaba, como podía, Don Juan, Valerga, mirando unas casitas bajas y viejas, comentó: ‘¿Cuándo, en lugar de esta morralla, se levantarán aquí fábricas y usinas?’. Maidana se atrevió a proponer la alternativa: ‘O un barrio de casas chiches para obreros’” (Bioy Casares 1984, 152).

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nazante para el individuo. El motivo del carnaval, recogido en El sueño de los héroes (1954) y otros lugares de la obra de Bioy25, comparece aquí como la expresión descontrolada de las masas que se echan a la calle en un tiempo mágico y cíclico (tres noches de los carnavales de 1927 y 1930), dispuestas a transgredir todas las normas vigentes en el resto del año. Por eso este es el reinado del doctor Valerga, emblema desdichado de la barbarie criolla en el que, no por azar, Borges vio en el momento de la publicación un símbolo del peronismo: Cabe sospechar que los argentinos podemos concebir una sola historia; la amarga y lúcida versión que Adolfo Bioy Casares ha ideado corresponde con trágica plenitud a estos años que corren (Borges 1954, 89).

Si un lector privilegiado como Borges veía la relación con la política contemporánea, ¿dónde estarían representadas las masas peronistas en El sueño de los héroes? Al desplazar el foco temporal quince años atrás, Bioy utiliza recursos alusivos, a partir de los cuales serán los gestos y las palabras del grupo quienes nos darán ciertas pistas. Sin ser tan numerosa, la patota comandada por Valerga guarda alguna semejanza con la barra peronista de “La fiesta del Monstruo”. Los falsos amigos de Gauna cometen parecidos desmanes durante sus viajes por Buenos Aires desde la periferia al centro; destrozan los medios de transporte en los que se suben. En ambos grupos hay desertores, asustados por la barbarie: muchos integrantes de la barra en “La fiesta del Monstruo”, el peluquero Massantonio en El sueño de los héroes; por fin, la carrera de unos y otros concluye con la muerte violenta de un individuo que se sale de la norma: Gauna es 25 Véanse, por ejemplo, los cuentos “Historia prodigiosa”, “Clave para un amor”, “Máscaras venecianas”, etc. En Bioy el carnaval suele ser el escenario del triunfo del mal y de la separación de los amantes. Tiene un carácter diabólico que se compadece con las mismas palabras del autor: “Las fiestas siempre me asustaron. En toda fiesta tiene parte el diablo. Yo lo sentí así desde chico” (Bioy Casares, citado por Scheines 61).

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el único que, desde el principio, se singulariza por sus costumbres y Valerga lo trata con deferencia. Él, que es el único casado y se ha reintegrado a la barra después de tres años, acaba siendo muerto por Valerga sin que nadie lo defienda, acosado, “como por un cerco de perros hostiles” (Bioy Casares 1984, 178). Donde más claramente comparece la masa con su poder disgregador es a partir del capítulo 48, cuando el protagonista entra en el salón Armenonville. Allí una muchedumbre de gente enmascarada está bailando un fox. Es el episodio decisivo de esa novela, el reencuentro de los protagonistas, Clara y Emilio, cuando los dos se encuentran bailando en la pista del prestigioso salón de baile. Pero, de pronto, un empujón de la gente los separa. Y los separa para siempre. La descripción de la muchedumbre ciega y enmascarada se adorna con sugerencias diabólicas y teatrales: Sonó entonces un platillo estridente, cambió la música, se volvió más rápida y más agitada, y todos los bailarines, como impulsados por un júbilo diabólico, se tomaron de la mano y corrieron serpenteando en una larga fila. Volvió a sonar un platillo y Clara se encontró en los brazos de un enmascarado y vio a Gauna con otra mujer. Trató de desasirse; el enmascarado la sujetó con firmeza y, mirando hacia arriba, dio una carcajada teatral (los énfasis son míos; Bioy Casares 1984, 170).

El texto insiste en estos dos rasgos: lo diabólico y lo teatral de la celebración. La masa arrebatada por el vértigo carnavalesco asume una falsedad colectiva expresada en las máscaras que todos llevan. Así se permite el intercambio de parejas que tiene fatales consecuencias. Como Clara no está ya para defenderlo de su destino, Emilio acaba peleando con el malvado doctor Valerga en un descampado y muere. Así las cosas, la novela de Bioy está marcada por diversas antítesis (civilización frente a barbarie, luz frente a tinieblas, familia frente a amigos, etc.), algunas de las cuales son de orden espacial: el ámbito privado, es decir, el nido de amor de Gauna y Clara frente a los espacios públicos: las calles y los locales nocturnos (Navascués 1995, 53-59).

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El carnaval es, de una parte, la ocasión del desencuentro, de la agresión de la masa que invade la calle y destruye la intimidad. Es, como señalaba Bajtín, un tiempo que interrumpe el ciclo de normas sociales aceptadas, pero no para desembocar en una celebración de la vida colectiva, de acuerdo con el teórico ruso en su análisis de la cultura popular, sino para provocar el fin de la pareja amorosa y la muerte del individuo. La muchedumbre en donde se confunden clases sociales es un monstruo que produce inquietud en la mentalidad aristocrática de Bioy. Las relaciones humanas preferibles serían, entonces, erótico-amorosas. O galantes, si se quiere, pero siempre íntimas. Se anhela la soledad de los amantes como refugio frente a un exterior estúpido, mal educado y agresivo. Pero cuando la masa entra en acción, toda felicidad se destruye. El carnaval en El sueño de los héroes es el tiempo del desorden social y de la muerte. Además, como en “La fiesta del Monstruo” en la celebración del discurso de Perón, las festividades están marcadas por la profunda irrealidad de lo vivido. Son fiestas en las que los individuos pierden su identidad en favor de otra mucho más violenta. Si Borges se refería al peronismo como una “illusion cómique” con resultados desastrosos, el patético carnaval de Bioy destruye las convenciones necesarias para la felicidad de los protagonistas y estimula las conductas más diabólicamente teatrales.

4. Inundaciones, enfermedades, carnaval y osos invasores: el apocalipsis de Ezequiel Martínez Estrada Al iniciar la década del cuarenta, Ezequiel Martínez Estrada (18951964) ya ha alcanzado un estatus de privilegio en el mundo literario argentino. Después de años en los que ha cultivado con denuedo la poesía, el teatro y el ensayo, sus relaciones son excelentes. Entre 1942 y 1946 ejerce la presidencia de la SADE y, desde su tribuna, se otorga la faja de honor a Borges en 1944. Para entonces se ha consagrado como poeta y, sobre todo, como ensayista en Radiografía de la Pampa (1933) y La cabeza de Goliat (1940). Su puesto en el canon

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parece asegurado: ha recibido premios y se le invita a todas partes del país a pronunciar conferencias. También ha viajado al extranjero en 1942, en calidad de destacado intelectual argentino, invitado nada menos que por el Departamento de Estado de los Estados Unidos. En aquella oportunidad tiene la oportunidad de recorrer copiosas bibliotecas norteamericanas y examinar si tienen sus libros en sus catálogos. “En la Biblioteca de la Universidad [Harvard] hay 7 obras mías. Me conocen” (Martínez Estrada 1985, 101). Puntualmente examina archivos y comprueba si su nombre figura en ellos, en un gesto que revela su preocupación por conocer su estatus en un plano internacional. Unos años más tarde recibe el gran premio de honor de la SADE y acaba siendo candidato al premio Nobel de Literatura. El advenimiento del peronismo va a alterar su vida de forma trascendental. Militante opositor de la primera hora, en 1946 renuncia a su trabajo y se retira a un campo de su propiedad en Goyena. Como a tantos intelectuales, el nuevo gobierno le resulta una reencarnación de la barbarie que cíclicamente emergería en el país, de acuerdo con ideas predicadas en Radiografía de la Pampa. Las restricciones de las libertades individuales y las disposiciones populistas en materia educativa le resultan intolerables. Denuncia, por ejemplo, la prohibición de lectura de El crimen de guerra de Alberdi, al mismo tiempo que se implantan textos cívicos para la formación de las nuevas conciencias, títulos como Manual del conductor, Reglamento del recluta o La razón de mi vida: “La instrucción pública impartida por sargentos y domadores de potros y por actrices de arrabal” (Martínez Estrada 2007, 48). Pero su disgusto va mucho más lejos que en la mayoría de sus contemporáneos. Martínez Estrada sufre durante varios años una patología de la piel (hiperqueratosis o “peronitis”, como la llamaba con cierto humor) que él atribuye siempre al malestar que siente hacia aquella Argentina que se transforma a sus ojos. Entre 1951 y 1955 pasa por el internamiento en diversos hospitales y tiene que interrumpir su labor escrituraria. Acribillado por tratamientos a base de inyecciones, se recluye en su casa sin apenas poder moverse. La política y la enfermedad van acosándolo y re-

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configurando su posición dentro de la sociedad literaria. Durante el peronismo se aleja de la capital y compra un departamento en Bahía Blanca. Por una curiosa paradoja Perón también padeció a lo largo de su vida de un mal incurable en la piel: psoriasis… Los extremos a veces parece que se tocan por alguna parte. Lo cierto es que el año de la destitución de Perón, 1955, Martínez Estrada sale de su estado de postración y realiza un notable examen de conciencia: Durante mi enfermedad muchísimas veces, casi como obsesión, he pensado que estaba sufriendo un castigo por alguna falta ignorada por mí. Los teólogos dicen que es menester que el reo sepa qué pecado ha cometido para ser culpable; a mí me parece que no hay castigo sin culpa […] Mi situación es muy semejante a la de Job y en lugar de discurrir sobre el bien y el mal, di en cavilar sobre mi país. Pues así como padecía yo una enfermedad chica, él padecía una enfermedad grande; y si yo pude haber cometido alguna falta pequeña, él la habría cometido inmensa, Yo y mi país estaban enfermos. […] Había entonces una relación verdadera y misteriosa entre individuo y sociedad, entre ciudadano y nación, entre historia y biografía. Era nuestro caso, el de mi país y el mío (Martínez Estrada 1956 b, 1).

Perón, continúa Martínez Estrada, ha sido un castigo de Dios para una Argentina ciega, corrupta, irresponsable. Siguiendo esta lógica puritano-jansenista, como la llama Viñas (1996, 208), corresponde buscar al culpable y este lo encuentra en la oligarquía tradicional, la clase dirigente que constituyó el país desde la segunda mitad del xix y que no ha estado a la altura de sus responsabilidades. En libros desolados y nihilistas como Cuadrante del pampero (1956) y ¿Qué es esto? (1956), Martínez Estrada denuncia la demagogia peronista, a la vez que se revuelve en tono bíblico contra el patriciado, la oposición liberal, los políticos tradicionales y los grupos intelectuales que se niegan a entender la escisión social provocada por el peronismo. Comienza así una deriva apocalíptica que lo va a enfrentar con sus antiguos camaradas, sin que esto le sirva para aproximarse a ningún otro bando reconocible del campo literario.

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Polemiza con Borges, a quien había premiado doce años antes y ahora lo llama “turiferario a sueldo”26. Polemiza con Giusti, con Bioy, con Mujica Láinez. Deja de publicar en Sur y, aunque todavía se le encuentra en La Nación, se pasa al periódico Propósitos, dirigido por el izquierdista Barletta (Moraes 2015a, 244-245). Ataca a la SADE, que él mismo había presidido en dos ocasiones, por su pasividad moral ante la quema de unos libros “pornográficos” de Norman Mailer. Le irrita la nueva censura postperonista. Tampoco recibe parabienes de los nacionalistas, claro está. Jauretche le dedica una crítica tremenda en Los profetas del odio, acusándolo de servidor encubierto de la oligarquía cultural. Solo le tienen en cuenta los escritores más jóvenes: los socialcristianos de Ciudad, y los izquierdistas de la revista Contorno, quienes le rinden homenaje en un número de su revista (número 4, diciembre de 1954). Expulsado del campo literario hegemónico del que había formado parte, el país se le vuelve inhabitable. Comienza entonces una etapa de autoexilio. Viaja a la URSS y a Rumanía en 1957, una elección de viaje que nada tiene de casual27. Aunque sigue abjurando del peronismo, por mucho que algunos de sus representantes (John William Cooke) estén virando ya hacia el socialismo, Martínez Estrada va poco a poco perfilando su pensamiento hacia un latinoamericanismo de izquierda. En 1959 va a Austria, Suiza y Alemania, y también ese mismo año es invitado a Chile. Incapaz de seguir en Argentina, donde no hace sino perder auditorio, se traslada a México en 1959 y, poco más tarde, a la Cuba de Fidel. En estos nuevos auditorios encuentra un asentimiento público que ha perdido en Argentina28. No tiene nada de extraño que sintiera una 26 Sobre las polémicas y descalificaciones entre Martínez Estrada y Borges después de 1955, puede verse el detallado trabajo de Vázquez, en donde también repasa los ataques de Jauretche a Martínez Estrada. 27 Para los itinerarios vitales y el “turismo intelectual” de aquellos años existe una excelente tesis doctoral aún inédita de Moraes (2015b). 28 “A cada uno de estos lugares […] fue en calidad de escritor, participando o promoviendo reuniones o seminarios de trabajo, haciendo oír su palabra no siempre grata para quienes lo invitaban, actuando con total independencia

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enorme admiración por el Che Guevara. En La Habana permanece hasta 1963, pero tampoco termina de encontrar su sitio. Sus libros sobre Martí (Familia de Martí, Diario de campaña de José Martí) no se alinean con la doctrina oficial. Al final regresa a su tierra natal y muere en 1964 en Bahía Blanca. David Viñas se pregunta “cuál es el lugar” desde el cual escribe Martínez Estrada después de 1955 (Viñas 1996, 211). En efecto, su exilio voluntario no fue sino la respuesta a otro tipo de destierro, una incapacidad de encontrar un “lugar” en el mundo que se reflejó en su obra literaria de manera acuciante. Esa dificultad de establecer una relación armónica con el espacio circundante es lo que analizaremos en las páginas que siguen, refiriéndonos en particular a la producción narrativa de Martínez Estrada. La poesía y, sobre todo, el ensayo habían encuadrado al autor de Radiografía de la Pampa en el centro del campo literario argentino hasta la década del cuarenta. Sin embargo, entre 1940 y 1960, el tiempo del triunfo y caída del peronismo, se decanta por el relato breve, que alterna con su género preferente: el ensayo. Como hace notar Borello (167), el cuento permite expresar a Martínez Estrada mejor que cualquier reflexión especulativa ciertos aspectos íntimos que el escritor percibe en su realidad inmediata. De ahí que sus relatos de esta época deban leerse de forma oblicua, figurada, como una constelación de símbolos de la situación política que tanto afectó a su creador. Y así, a partir de este giro hacia la ficción, son visibles las huellas de los temas de las muchedumbres en la calle y la invasión de los espacios privados. En efecto, una lectura atenta de los cuentos de Ezequiel Martínez Estrada desvela las sacudidas de un inquietante hilo común: el miedo a la masa29. La fobia hacia una amenaza exterior es todavía de criterio, como lo prueban sus cartas y el amplio testimonio de amigos y adversarios” (Orgambide, 84-85). Aun reconociendo que la independencia de Martínez Estrada pudo provocar disensiones también fuera de la Argentina, es innegable que el escritor buscó otros ámbitos donde crecer fuera de su país. 29 Aunque no se refiera directamente al contexto, puede verse el sensible estudio de Weinberg, quien destaca la presencia de una realidad ominosa e innom-

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diluida y metafórica en “La inundación” (1943), el primer y magnífico relato del autor, pero se termina concretando en las historias de Marta Riquelme. Examen sin conciencia (1956). Este último título congrega narraciones escritas en los años del peronismo, como “Sábado de gloria” (1944), “La cosecha” (1948) y “Examen sin conciencia” (1949). Solo un año después del exilio de Perón aparecen todas integradas en un libro. Y todas ellas, además, asumen bajo máscara simbólica la denuncia de ciertos aspectos de la vida política contemporánea. En las líneas que siguen nos detendremos en el análisis de algunas de estas historias. En “La inundación” cierta comunidad de una zona rural se refugia en una iglesia de un diluvio que no da tregua. La lluvia es tan intermitente y los acosa hasta tal punto que su destino es morir encerrados. Al final hay un breve intermedio, pero enseguida vuelve la lluvia y la sensación de opresión no hace sino crecer con el nivel del agua. El esquema estructural se repite, con variantes, a partir de entonces: una amenaza externa acosa a una persona o a un grupo humano. A partir de aquí, esta línea narrativa no se altera, sino que se va profundizando hasta llegar a una situación absurda o imposible. Leído en su contexto, “La inundación” tiene que ver con la incertidumbre provocada por las noticias de la Segunda Guerra Mundial y la crisis de gobierno de 1943 que culminaría con la dictadura militar. Martínez Estrada estaría intuyendo o anunciando un “apocalipsis” que fácilmente se concretaría en la inminente llegada de Perón a la política. Por cierto, esta suerte de vis profética se amoldaría a la imagen que su autor quiso dar de sí mismo en las últimas décadas de su vida. En cuentos inmediatamente posteriores como “Sábado de gloria” la amenaza ya no se da contra un grupo, sino contra un individuo. Julio Nievas, un veterano empleado de la administración, se ve envuelto en una kafkiana red burocrática que es el resultado de un nuevo gobierno militar y fascistoide. Mientras el protagonista vaga brable en los espacios narrativos de Martínez Estrada, así como el carácter laberíntico de muchos de ellos (Weinberg 410-421).

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por los edificios gubernamentales en busca del permiso para irse de vacaciones de Semana Santa (es Sábado de Gloria), una multitud afuera ocupa plazas y calles, dando vivas y entonando el Giovinezza y el Uber Alles, canciones que remiten al fascismo mussoliniano y al nazismo (Martínez Estrada 1975, 56). Los dardos apuntan al gobierno militar impulsado por el GOU entre 1943 y 1945, pero hay otras escenas en donde las alusiones ya pertenecen al tiempo peronista. Concebido en forma de collage, el cuento se reparte entre fragmentos de historiadores argentinos del siglo xix, obras literarias del mundo hispánico y secuencias sacadas de la Argentina en los años 1930 (el golpe de Uriburu), 1943 (el golpe del GOU), 1945 (el 17 de octubre) y 1946-1955 (los gobiernos de Perón). No es difícil entender, por ejemplo, el paralelo entre la narración de las entradas de los gauchos bárbaros en la Buenos Aires del siglo xix y la “invasión” de las muchedumbres peronistas. En el siguiente fragmento se mezclan las referencias al 17 de octubre de 1945 con alguna frase del Tirano Banderas de Valle-Inclán, lo que le presta un sabor carnavalesco y bananero a la atmósfera: Las turbas armadas y las tropas mancomunadas desfilaban como si se tratara de una ciudad invadida por el extranjero. Andaba suelto de acá para allá el generalito Banderas con sus tropas. Y de allá para acá el coronel Pagola con las suyas. El otro coronel Del Monte se aprestaba también a invadir con sus colorados. A la mañana comenzaron a formarse los grupos y manifestaciones, primero taciturnas y luego enardecidas. Cada cincuenta metros daban un grito estentóreo y proseguían arrastrando las chancletas con un ruido imponente. Fueron hasta el Hospital Muñiz donde estaba cautivo el Coronel. Hicieron vivaques en las plazas, se lavaban los pies en las fuentes, se secaban las banderas y comían asado. La noche fue de apoteosis. Pasearon con antorchas de diario encendidas. Llegaron a la Plaza de Mayo donde aguardaban atados los caballos a la Pirámide (Martínez Estrada 1975, 54).

Las referencias a los individuos lavándose los pies en las fuentes son muy obvias y se relacionan con la iconografía más común del 17

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de octubre. Esa “invasión” de la que se habla al comienzo del fragmento toma cuerpo en el gesto de los manifestantes de aliviar los pies en un espacio, la fuente de la Plaza de Mayo, que era un lugar poco menos que sagrado desde la óptica clasista de su tiempo. Por lo demás, la imagen de los caballos atados a la Pirámide de la Plaza de Mayo, recuerda a una entrada de los gauchos en Buenos Aires, lo que confiere al texto un aire anacrónico. La historia se repite cíclica y fatalmente para Martínez Estrada, quien comparte la interpretación liberal de que Perón resucitaba la barbarie decimonónica instaurada por Rosas. También tienen interés desde el punto de vista simbólico otros relatos como “Viudez” (1945) o “La cosecha” (1948)30. Vuelven aquí los miedos al acoso exterior, pero, en lugar de plantearlos en términos urbanos, Martínez Estrada los enmarca en un territorio, el campo, que habían sido objeto de debate sobre el carácter de la patria en décadas anteriores31. Vayamos al primero de los mencionados:

30 “La cosecha” alude a las dificultades que tienen los propietarios de las provincias cerealeras al enfrentarse a la nueva situación legal de los peones durante el peronismo. En efecto, las reformas emprendidas por el gobierno pretendían mejorar (y, de hecho, mejoraron) la calidad de vida y la posición social del campesinado. Para Martínez Estrada, él mismo pequeño propietario, lo único que se consiguió fue soliviantar al paisano y llevarlo a una actitud combativa contra los dueños de la tierra. Todo esto sucedería en detrimento de la producción, como se quejaba amargamente el autor en carta a un amigo: “Estamos en plena cosecha… ¿quiere usted creer que el gobierno todavía no ha entregado las bolsas para trigo —solamente a razón de tres por hectárea y se necesitan veinticinco—? Esto es inconcebible… De todo esto saco unas lindas observaciones para el cuento ‘La cosecha’, que había escrito el año pasado, pero se me enriquece con episodios fabulosos. ¡Esto es tocar con las manos la verdadera realidad! Peones, no hay. Por el transporte cobran ‘a piacere’… Para conseguir un repuesto hay que esperar cinco días” (Martínez Estrada, en Borello, 169170). Quien escribió estas líneas y concluyó el relato “La cosecha”, terminó emigrando a la Cuba en los años sesenta y alabando la Revolución castrista. 31 El campo como espacio simbólico de la identidad nacional argentina es objeto de debate desde la generación del Centenario: Lugones, Rojas, Gálvez, Borges o, por supuesto, el mismo Martínez Estrada ofrecen respuestas diversas (ver el estudio de Montaldo, 1993).

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doña Rosa Inés, una madre de familia numerosa, acaba de enviudar. Toda la historia se recrea con moroso estilo en las desgracias de esta pobre mujer, inflamada de ganas por sacar adelante a sus cuatro hijos pequeños, pero espantosamente sola en sus intentos. Entre los pocos vecinos que van a visitarla al velorio, uno de ellos le informa de que su marido la ha dejado en la ruina, llena de deudas. Entretanto, mientras sus hijos pequeños corretean por la casa, la hija mayor le dice que una vaca acaba de caerse al suelo por culpa de la sed. El campo está sufriendo una fuerte sequía y Rosa Inés tiene que acarrear a toda prisa varios cubos de agua del pozo para salvar al animal, único sustento de su familia. Después, decide ir a pedir ayuda a un vecino, pero, mientras se encamina hacia la estancia, se le hace de noche y se extravía en el campo. En medio de la total oscuridad, empieza a gritar pidiendo socorro y sus gritos atraen a un tropel de vacas que la rodean por completo. Esa “masa de mugidos, informe, única, horrible presencia de esos centenares de animales asustados” (Martínez Estrada 1975, 114-115), es la primera y característica presencia simbólica de la multitud hostil que acosa al individuo. Cegada por la falta de luz, Rosa Inés trata de escapar de los cuerpos animales que la oprimen. Con angustia se va abriendo paso entre las ancas y los lomos, herida por el roce de las astas y mojada por sudores y orines. Y así como hemos visto que las multitudes humanas pueden sentirse como un cuestionamiento del yo que es absorbido por los demás, la protagonista se siente “como un ser sin razón, sin voluntad, sin forma humana, confundida en una masa viviente que se empujaba pateando con fuerza el suelo” (Martínez Estrada 1975, 115). Tras esta experiencia nauseabunda, consigue regresar a casa sin su propósito inicial de pedir ayuda a su vecino. Pero allí le espera otro disgusto: le aguarda su odioso cuñado, quien le recuerda que la propiedad está a su nombre y que, ahora que ha muerto su hermano, piensa demandarla por todo el arriendo adeudado. A la mañana siguiente, Rosa Inés se dirige en compañía de su hija mayor al pueblo en busca de un juez para arreglar los asuntos legales. Se encuentran con la oficina cerrada porque es carnaval. El de Martínez Estrada es un carnaval siniestro, como el que vimos en Bioy Casares.

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En la puerta del juzgado han abandonado el cadáver de un hombre disfrazado de payaso y con dos orificios de bala en el pecho. La imagen es una premonición de lo que les va a ocurrir poco después. Mientras regresan con las manos vacías, se les estropea la pechera del carro de caballos. En medio del campo infinito y envuelto en una especie de neblina, hace su aparición un hombre a caballo. Está regresando del carnaval, y todavía lleva puesto el disfraz y la máscara de indio. No es casual que diga llamarse burlonamente Calfucurá, como el cacique: en este personaje se acumulan los signos de una barbarie ancestral desde la perspectiva del autor. Tras intimidar a las mujeres, intenta abusar de la niña. Rosa Inés, para proteger a su hija preadolescente, se deja violar por el individuo. El motivo perturbador del carnaval prosigue hasta el final, cuando la madre y la hija consiguen llegar a la casa familiar tras la humillación recibida. En cuanto abren la puerta se encuentran con una muchedumbre de familiares que, ignorantes de la muerte del marido, han venido a festejar el carnaval. Van todos disfrazados y su presencia no es para nada alegre. “Habían invadido la casa sin tener en cuenta el duelo. Hablaban de despojarlos, como bandidos y como borrachos” (Martínez Estrada 1975, 149-150). Entre esta gente ordinaria, que devora la poca hacienda que tiene la anfitriona sin hacer caso de su tristeza, la hija mayor encuentra a un primo suyo en el que le parece reconocer los rasgos del violador de pocas horas antes. A la invasión del cuerpo, sigue la invasión del hogar: doble violación de la intimidad. Por fin, Rosa Inés consigue echarlos a todos entre maldiciones… “Viudez” juega con una idea predilecta del autor, como es la soledad del individuo frente al inmenso entorno natural, el desierto argentino, y en oposición a las muchedumbres, ya sea la masa deshumanizada de las vacas o la turbamulta desalmada de familiares. Uno de los elementos recurrentes que mueve la acción es el de los papeles legales que acreditan la propiedad de la tierra. Rosa Inés intenta en vano entenderlos y hacerlos valer de alguna forma. Pero sus esfuerzos no van a servir de nada. La visita a personas que la asesoren no se realiza; el juez no trabaja porque es carnaval; y al final los niños,

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aprovechando la ausencia de la madre, han empezado a jugar con ellos y los han roto en mil pedazos. Sin duda se está aludiendo así a la imposibilidad de establecer un arreglo mediante leyes racionales. La legalidad en forma de letra escrita es impotente ante la liberación de las fuerzas irracionales expresada en el empuje de la fiesta carnavalesca. Se subvierte el poder tradicional de la ciudad letrada: lo escrito ya no vale en un nuevo contexto dominado por la plebe populista. De ahí que la consecuencia fatal sea la violencia sin freno ni castigo. En realidad, el cuento transmite la derrota fatal de la civilización frente a una barbarie que invade todo, cuerpos y hogares. Por eso el “indio” Cafulcurá humilla a la mujer indefensa. ¿Habremos de recordar las otras agresiones a la intimidad física desde “El matadero” a “La fiesta del Monstruo”? “Viudez” sigue una tradición que opone el individuo indefenso frente a la masa agresora. Tampoco es azarosa la escenificación del carnaval, donde se celebra la total inversión de categorías legales y morales, como antes veíamos en El sueño de los héroes. Hay tres pasos que conducen al clímax grotesco: el payaso asesinado, el episodio del violador y, por último, la familia de saqueadores borrachos. El homicidio, la violación y el robo, la usurpación de espacios y cuerpos ajenos, son las formas de conducta admitidas durante este carnaval espantoso ante la ausencia de gobierno, porque el juez no se presenta. Y quien vive y sufre el carnaval, por cierto, es el individuo, no la colectividad. Esta última, por el contrario, es la transgresora por excelencia, como se revela en el final del relato. Los familiares prolongan su fiesta al introducirse en el ámbito de Rosa Inés, invadida y vejada una y otra vez. Por eso, aunque los enmascarados se muestren extraordinariamente felices, el efecto que transmite la narración es el opuesto. La fiesta no es cómica ni alegre, porque el punto de vista es el de Rosa Inés, un personaje desdichado que no puede participar de la alegría común. El carnaval, entonces, tiene un sello terrible que se asimila a una idea inquietante sobre la estética de lo grotesco32. Entramos 32 Las teorías más difundidas sobre el carnaval y la cultura popular en el análisis literario, tal es el caso de Bajtín, han insistido en el carácter liberador de la fiesta,

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aquí en la relación que el carnaval adquiere en relación con el pesimismo existencial de Martínez Estrada. Como señaló Kayser para el Romanticismo, lo grotesco puede expresarse no solo cómicamente, sino a través de una categoría que designa lo siniestro, lo nocturno, lo abismal. El principio a partir del cual se constituiría lo grotesco sería la aniquilación de las ordenaciones de nuestro mundo, todo aquello que consideramos “normal”. De ahí que uno de sus efectos sea el temor que procede ante la cercanía de lo monstruoso, a veces asociado a lo diabólico33. Los cuadros de Füssli y Goya, los relatos de Hoffmann y Poe, dan la nota sobre una tradición grotesca que, según el crítico alemán, continúa hasta el siglo xx. En este contexto pienso que el relato de Martínez Estrada encaja en una idea de grotesco que establece una tajante separación entre el yo y el mundo “otro”, enajenado. Este estado de anarquía generalizada, en donde ya no se respetan leyes y se atropella a los débiles bajo pretexto de un bien social, fácilmente puede relacionarse con lo que supone el peronismo para Martínez Estrada. Lo mismo que sucede con la idea de la naturaleza inhumana de Radiografía de la Pampa, el cuento resume la visión política del autor. Las imprecaciones antiperonistas de ¿Qué es esto? están detrás de “Viudez”. El peronismo sería una especie de carnaval siniestro, en donde una parte de los argentinos participó en detrimento de los otros… “La guerra estaba declarada” es la frase que remata una historia que alude a las tensiones fratricidas que vivió el autor (Martínez Estrada 1975, 153). O mejor aún: para Martínez Estrada la guerra estaba declarada, podría decirse, entre él y el pueblo argentino, cuando llegó el peronismo al poder. el potencial transformador de la muerte en vida a través de la transgresión de códigos normativos. Sin embargo, tengo dudas sobre su pertinencia en el cuento de Martínez Estrada, ya que Bajtín se centra en los efectos cómicos del carnaval en la colectividad y en cómo el vértigo de la alegría sublima los miedos del yo en favor de la alegría comunitaria. Este planteamiento es justo el contrario de “Viudez”, que se enfoca en un individuo que sufre la unánime transgresión social. 33 En “Viudez” el personaje del viajero que se cruza con las mujeres y abusa de ellas, “parecía el demonio con poncho” (Martínez Estrada 1975, 135).

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Antes de concluir, no podríamos terminar el recorrido por esta red de miedos simbólicos sin hacer referencia a un interesantísimo texto, aún inédito, que se conserva en la Fundación Martínez Estrada, de Bahía Blanca, Argentina34. Es un dato poco conocido el hecho de que Martínez Estrada había viajado a Suiza35 de paso hacia la Unión Soviética en 1957. Estuvo en Berna y Zúrich y, aunque no dejó referencias en forma de diario, sí esbozó otro tipo de testimonio. Es el relato “Berna”, insertado en una colección de Escritos de viaje, de un carácter mucho más referencial. Frente a otras narraciones descriptivas de viajes del autor, animadas por un afán documental, “Berna” adopta el disfraz genérico de relato de viaje realista para introducir un argumento con intención fantástica y satírica. Al comenzar el relato, tenemos la impresión de que el texto tiene una intención referencial, con pretensiones informativas y un carácter descriptivo, rasgos propios, en definitiva, del género de la literatura de viajes. Berna es una ciudad típicamente suiza, y esto equivale a decir: hermosa, limpia, bien construida y mantenida cada día y todos los años en forma higiénica. Las primeras experiencias convencen al forastero de que ha sido dispuesto con complacencia, porque todo está servido para servirlo y agasajarlo (Martínez Estrada s.a. 1).

Esta sensación de inmediata comodidad, tanto en el nivel de la enunciación como en el enunciado, se rompe de forma brusca cuando, de pronto, el viajero refiere su encuentro con un oso en plena calle. Se trata de un oso, aclaremos, suizo y, por tanto, civilizado: 34 Agradezco a la Prof. Mariana Moraes su gentileza al pasarme copia del texto, fruto de su investigación doctoral. El cuento procede de los fondos de la Biblioteca Nacional de Buenos Aires y el original se encuentra en Bahía Blanca (Argentina). 35 Carlos Adam, autor de la más completa bibliografía de Martínez Estrada, registra manuscritos inéditos de los viajes de Martínez Estrada como: “Notas de viajes: U.R.S.S. Berna. Zúrich. Lucerna. Ginebra. Iasnaia Poliana” (Adam 131). Adam no habla del año. Pero sí lo hace otro biógrafo, Orgambide: “1957, a Rumania y la URSS” (Orgambide 84).

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Advertí ante mí un enorme oso pardo, muy ceremonioso, que con una mano me hacía señas de que lo siguiera y con la otra se golpeaba suavemente el pecho que cruzaba una banda con la leyenda: “Hotel Osorio” (Martínez Estrada s.a. 1).

Enseguida nos deslizamos hasta la esfera de lo irreal. Como Berna es la ciudad que ha hecho del oso pardo su escudo y su bandera cantonales, los osos forman parte de la población junto a los seres humanos. La convivencia es, en apariencia, pacífica, y los animales, antaño perseguidos, se han integrado en la comunidad como ciudadanos honorarios. Más aún: su imagen es ensalzada en estatuas, marcas comerciales, vitrales, impresos periodísticos… Por dondequiera que uno vaya, se encuentra con estos pacíficos ciudadanos que se ofrecen a acompañar a las ancianas a cruzar la calle o cuidan de los niños pequeños en los parques. Con un tono que imita el de una guía turística, el narrador anima a simpatizar con estos peculiares individuos que, incluso, desempeñan oficios públicos, como conductores de tranvías… Sin embargo, un matiz inquietante se cuela en medio del elogio casi completo: “Las locomotoras siguen a su cargo, desde que triunfaron en una huelga de automotores en 1951” (Martínez Estrada s.a. 6). Poco a poco el discurso del narrador se va volviendo contradictorio. Así, “da gusto entenderse con estos seres que han dejado de ser animales irracionales sin haber adquirido del todo, por lo menos hasta ahora, los atributos humanos de razón, cálculo y picardía” (Martínez Estrada s.a. 4-5); pero, al mismo tiempo, se ha dado el caso de que “se temía una sublevación en masa de los súbditos alfabetizados” (Martínez Estrada s.a. 7), es decir, los osos más cualificados que se emplean en oficios de servidumbre. De hecho, como las familias de osos son más prolíficas que las humanas, en 1957 la población de Berna era de 600.000 seres humanos y 536.000 osos. Esos últimos disfrutan cada vez de más privilegios y de vez en cuando celebran reuniones multitudinarias de carácter político. Procesiones de más de treinta mil osos desfilan con puntualidad a las cinco de la tarde por el centro de la capital mientras

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los atemorizados seres humanos echan el cerrojo a los negocios y el tráfico se detiene por el centro… El lector, a estas alturas, ya puede ir sacando consecuencias en términos de lectura alegórica. Igual que en los relatos opositores sobre las masas peronistas, los ciudadanos de Berna se encierran en sus casas y contemplan los desfiles. También el tema de la ocupación sale de inmediato: Algunos sociólogos vaticinan que un día más o menos próximo, si los osos logran coordinar sus fuerzas y organizarse en clase confederada, con conciencia de tal, podrían ocupar la ciudad, sus mercados, casernas, iglesias, bancos y tomar posesión del gobierno de la Confederación, de la Unión Postal Universal, de la Central de Hoteles Cosmopolitas… (Martínez Estrada s.a. 12).

Dos asonadas, continúa el texto, se registran en la historia de Berna. En una de ellas, los osos pobres, aquellos que viven en las afueras, llamaron a otros congéneres de muy distantes lugares e invadieron la ciudad en forma pacífica. Como en otras ocasiones, “ocuparon” las casas de sus hermanos los osos urbanos. Pero, no contentos con eso, llenaron las plazas y las calles del centro. La descripción de su llegada recuerda las versiones antiperonistas sobre los manifestantes del 17 de octubre: los osos se entregan a toda clase de “efusiones desordenadas y festivas”, se emborrachan, trepan a los árboles de los parques y abrevan en las fuentes… Las autoridades, incapaces de tomar medidas fuertes, no se atrevieron a disolver a tan molestos huéspedes y se limitaron a soportarlos y esperar a que se fueran (Martínez Estrada s.a. 15-16). Cuando lo hicieron, había aumentado el número de “población honoraria”, ya que más de 80.000 decidieron quedarse. La segunda gran manifestación de los osos invierte el recorrido del viaje anterior, ya que ahora la masa no se mueve hacia la ciudad, sino que escapa de ella. El 6 de junio de 1934, se dice, la población ursina decidió salir de la ciudad y echarse al campo. En ese entorno los animales comenzaron a recuperar su barbarie primitiva y se entregaron a la poligamia. Los seres humanos se encontraron que no tenían mano de obra para los trabajos manuales pesados o para los

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cuidados de las familias. Para colmo, a ello “se unía el temor a las represalias de las divinidades totémicas” (Martínez Estrada s.a., 17), esto es, los dioses-osos, que, según la tradición, protegen a la ciudad. Las autoridades volvieron a hacer gala de debilidad al suplicar a los osos que regresaran. Tras varios intentos en los que algunos emisarios se dejaron convencer para integrarse a la barbarie, por fin los osos cambiaron de opinión y regresaron, acaso porque llegaba el invierno y añoraban el calor de las casas humanas… El relato se cierra con el discurso tranquilizador y falsamente optimista del comienzo: Desde entonces, la convivencia de la ciudadanía honoraria y la civil es tan armoniosa como la de los suizos alemanes, los suizos franceses y los suizos italianos […]. Cesó la promiscuidad de las familias y Berna continúa siendo, gracias a Dios, el centro de atracción de los turistas del mundo occidental como un anticipo del paraíso terrenal de la confraternidad de razas y de especies (Martínez Estrada s.a., 19-20).

No es difícil proponer una lectura alegórica de esta Suiza invadida por la barbarie plantígrada. En este viaje imaginario de Martínez Estrada convergen dos temas bien conocidos: los desfiles de las bárbaros dentro de la ciudad y la ocupación del espacio, privado o público, por parte de la misma masa. Además, la asimilación simbólica de la masa con la población de osos remite a otra metáfora favorita del discurso antiperonista: la que niega toda ciudadanía argentina a los peronistas por considerarlos “animales”. Nos recuerda al famoso “aluvión zoológico” que ha terminado por convertirse en una frase común del lenguaje sociopolítico argentino. Se advierte, no obstante, una leve novedad con respecto a otros testimonios, incluso los del mismo autor: el tono distanciado, tal vez por poco consciente, con que el narrador enfoca los sucesos. Si, como acabamos de leer, el final recupera el lenguaje políticamente correcto de la armonía social entre animales y seres humanos, ello se debe a que el narrador adopta un presunto discurso oficial de reconciliación que no tiene asidero. La famosa frase del general Lonardi, tras la destitución de Perón, “Ni vencedores ni vencidos”, buscaba un entendimiento con la masa peronista a la que se había privado de su líder.

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Seguramente es ahí por donde debe leerse “Berna”. Escrito después de su viaje a Suiza en 1957, este cuento fantástico es un sueño a la distancia sobre la Argentina contemporánea. En ese momento las estrategias de reconciliación ya han fracasado y Aramburu ha iniciado su política de desperonización sistemática. Martínez Estrada se ubica en la línea más dura. Por eso se burla de la posibilidad de todo acuerdo, de la misma manera que pinta un absurdo sistema social basado en una concordia irrealizable. Nada, en realidad, puede esperarse de los osos, ya que son peligrosos por naturaleza. La sustitución del peronista por un improbable oso civilizado no hace sino acentuar la ironía de todo el relato. Pero, a su vez, la sátira también alcanza a las clases dirigentes de esta Suiza-Buenos Aires. Débiles e incapaces, los políticos no pueden detener la invasión de animales forasteros y se dejan extorsionar por la huida de los “ciudadanos honorarios”. Atenazados por el remordimiento histórico (sus antepasados cazaron osos en los bosques), ahora permiten que sus antiguas víctimas secuestren emocionalmente a sus presuntos superiores, los humanos.

5. La invasión controlada: Leopoldo Marechal De acuerdo con su testimonio, Leopoldo Marechal se hizo peronista a raíz de la tumultuosa y mítica manifestación del 17 de octubre. Marechal cuenta que se encontraba en su domicilio cuando le llegaron de la calle las voces de un gentío que, entonando una famosa canción, la transformaba en esta letra: “Yo te daré,/ te daré, Patria hermosa,/te daré una cosa,/una cosa que empieza por P,/¡Peroooón!”. Entusiasmado por el espectáculo de la masa (“Vi, reconocí y amé los miles de rostros que la integraban” [Andrés 43], se vistió apresuradamente y bajó a la calle para unirse a la manifestación que lo hizo peronista para el resto de sus días. Tal y como lo estamos presentando, la visión de la masa en Marechal sería idéntica en apariencia a la proclamada por sus compañeros de partido y los intelectuales afines. Sin embargo, veremos que esto no puede afirmarse sin importantes matices.

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Leopoldo Marechal (1900-1970) fue, sin duda, el escritor más importante entre las filas peronistas. Su adhesión al movimiento le condujo a un alejamiento del centro del campo literario argentino, dominado por el grupo liberal de Sur. Su lectura a posteriori de la manifestación del 17 de octubre se enfrenta a quienes lo juzgaban una ceremonia carnavalesca, una ilusión teatral que no reflejaba la auténtica realidad argentina. Por el contrario, con el peronismo “se vio entonces que el país entero vivía una revolución auténtica y no un simulacro” (Marechal 1998, 132. El subrayado es mío). Esta afirmación parece replicar en la distancia al pequeño relato de Borges, justamente titulado “El simulacro”. Para terminar de explicar la situación del país, Marechal afirma la separación entre una patria “real”, que él identificaba con las concentraciones humanas del centro de Buenos Aires, y una minoría letrada que viviría encerrada en su burbuja estetizante. La masa peronista sería “la Argentina invisible, que algunos habían anunciado literariamente y que no bien la conocieron le dieron la espalda” (Marechal, en Andrés 43). La obvia alusión a Mallea, conspicuo integrante de Sur, y su teoría de las dos Argentinas, la visible y la invisible, refleja ya el distanciamiento del que venimos hablando, porque Marechal había jugado en la primera línea del campo literario durante dos décadas. En los años veinte había formado parte de la brillante y tumultuosa generación martinfierrista, junto a Borges, Girondo, González Lanuza, Bernárdez, etc. Participó en homenajes a escritores forasteros, fundó revistas y se enzarzó en polémicas, ya fuera contra el españolismo de Guillermo de Torre, ya fuera contra la literatura social del grupo de Boedo. Su actividad dio un giro notable en la década siguiente, cuando se integró en los cenáculos de los Cursos de Cultura Católica. Sin embargo, al mismo tiempo que publicaba en Ortodoxia y en Sol y luna, revistas próximas al nacionalismo católico, su nombre continuaba figurando entre los colaboradores de Sur, junto a antiguos camaradas de la bohemia vanguardista como Jorge Luis Borges36. Su 36 Borges y Marechal fueron buenos amigos en sus comienzos literarios. Posteriormente la política los fue alejando, a la vez que iban desarrollando una ca-

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caso resulta notable por lo que tiene de revelador de esa elasticidad que había en los espacios culturales antes del peronismo. En sus primeros años Sur había abierto sus puertas tanto a liberales como a marxistas, revisionistas y nacionalistas católicos. Pero esa fluidez de movimientos se fue perdiendo a partir de la Guerra Civil española y la Segunda Guerra Mundial, cuando la situación política obligó a los intelectuales a situarse a un lado u otro de la barrera (King 92-99). Ciertamente Marechal ya se había puesto al descubierto en los gobiernos inmediatamente anteriores a Perón. Llamado por el escritor integrista Hugo Wast, entonces ministro de Educación del gobierno de Ramírez, Marechal ocupó el cargo de director general de Cultura entre 1945 y 1948. Poco después, formó parte del comité pro candidatura de Perón en el que se encontraban otros intelectuales simpatizantes del movimiento: Arturo Cancela, Hipólito J. Paz o José María Castiñeira de Dios. Sin embargo, las cosas no le fueron tan bien a partir de entonces. Durante el peronismo, Marechal fue desjerarquizado en 1948 a la Dirección de Enseñanza superior y artística, que dependía de la recién nombrada Secretaría de Cultura37. Quien lo sustituyó en el cargo al mando de la cultura fue Antonio Castro, historiador local cuyo mayor antecedente en su currículum era el de haber sido director del Palacio San José en Entre Ríos (Fiorucci 32-34). Marechal debió de sentir que se le relegaba en favor de figuras menos relevantes. El tiempo le daría la razón38. rrera literaria que renovó la narrativa argentina con diferencias y paralelos entre ambos. Una lectura de esta relación, a través de la influencia que ejerció Joyce, puede verse en Cheadle; acerca de la divergencia de sus presupuestos políticos y culturales, ver Blanco 2015a. 37 Para todos los datos arriba señalados es imprescindible la bio-cronología preparada por la hija del escritor, María de los Ángeles Marechal (2014, 16-18). El organigrama completo del Ministerio de Educación, creado en 1949, para sustituir a la Secretaría de Educación, puede verse en Puiggrós y Bernetti 1995, 253-254. 38 En los años siguientes ocuparon la cartera de Cultura José María Castiñeira de Dios (1950-52), poeta y discípulo de Marechal, y Raúl de Dromi (1952-54). Este último ya era alguien que no estaba para nada ligado al mundo cultural. Con el paso de los años, el gobierno peronista fue incorporando figuras meno-

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Para colmo, toda esta visibilidad pública la paga cara en el terreno literario. Cuando en 1948 publica su obra maestra, Adán Buenosayres, una nube de silencio rodea su aparición. Su antiguo compañero de armas martinfierristas, Eduardo González Lanuza, arroja una crítica demoledora nada menos que en Sur, la publicación central que una década antes había acogido a Marechal39. Hay que esperar quince años para que los vientos de la crítica cambien dentro de un nuevo entorno político y se empiece a reconocer en esta novela su valor extraordinario. Hasta entonces la estela de Marechal es mirada con suspicacia, cuando no con franca hostilidad, en el centro del campo literario. Durante los años del peronismo algunos de sus antiguos compañeros, ahora alineados con la oposición política, le rehúyen o maniobran para desacreditarlo. Apelemos a un dato menos conocido que el de la interesada incomprensión de Adán Buenosayres: En 1950 se le propone para el ingreso en la Academia Argentina de Letras como miembro de número. Pese a haber obtenido quórum, tres académicos se abstienen, por lo que no puede ser incorporado. Entre ellos, no por azar, se encontraba el socialista Roberto Giusti (María de los Ángeles Marechal 2014, 20), el mismo que había invitado a Borges a formar parte del Colegio Libre de Estudios40. La situación empeoró a la caída de Perón, cuando nuestro autor fue relegado al ostracismo. Marechal se denominó a sí mismo “poeta res o advenedizos en el campo de la cultura, como el caso de la dirección de la Comisión de Bibliotecas Populares, que corrió a cargo de un obrero del sector frigorífico en 1949 (Fiorucci 2011, 34). 39 La anécdota se completa con la excepción de Cortázar, quien fue casi el único en comentar positivamente la novela (Navascués 1990). Totalmente desapercibida pasó otra reseña laudatoria firmada por J.A. García Martínez en la efímera revista oficialista Sexto continente, lo cual es un índice del escaso punch del peronismo en los medios literarios. 40 Roberto F. Giusti (1887-1978), fundador de la importante revista Nosotros, se vinculó al socialismo tradicional, a la vez que era un hombre del establishment literario opositor. Estuvo detrás del proyecto de expulsión de la SADE de Marechal y Gálvez (aunque con este último se reconcilió, según dice en sus memorias, acaso porque Gálvez giró hacia el antiperonismo).

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depuesto”41. Era el resultado de la “desperonización” llevada a cabo por las autoridades surgidas después del golpe de Estado y la confirmación de que la dicotomía entre escritores liberales y nacionalistas, expresada en sus mayores representantes, Borges y Marechal, se resolvía a favor de los primeros. Mientras Marechal desaparecía de la escena hasta mediados de la década de los sesenta, cierto escritor sobresaliente, a la vez que oscuro exfuncionario de una biblioteca popular, era ascendido de un plumazo a la dirección de la Biblioteca Nacional (Borges 1999a, 81-82). Si Marechal recibió el desdén de los antiperonistas, esto no quiere decir que obtuviera siempre el reconocimiento entre los suyos. El saldo aquí es más ambivalente de lo que se esperaría. Es cierto que, por ejemplo, obtuvo el premio de la Comisión Nacional de Cultura por su drama Antígona Vélez y que se estrenó musicalmente su Canto de San Martín, auspiciado por las autoridades, en el Cerro de la Gloria (Mendoza) (Marechal 2014, 84). Sin embargo, ya hemos mencionado el discreto lugar que tuvo durante la administración peronista. Y quizá es revelador que otro notorio intelectual nacionalista, Arturo Jauretche, opusiera en 1956 a Borges y Arturo Cancela, respectivamente (Jauretche 191-192) como paradigmas de la consagración literaria de un escritor del sistema liberal (Borges), así como el olvido de otro “popular” o peronista (Cancela). En su lectura del canon literario argentino, el nacionalista Jauretche elige a un autor de su cuerda, y se olvida de Marechal, acaso porque este último no dejaría de ser demasiado “europeo”, “cosmopolita”, “colonizado” para la poética criolla que el mismo Jauretche preconiza. Lo mismo pasa con Hernández Arregui, ensayista fundamental para comprender el giro a la izquierda del peronismo, quien solo cita tres veces a Marechal en toda su obra (Georgieff 80). Así pues, a pesar de ser el escritor más prominente y con carrera más prestigiosa del justicialismo, Marechal nunca ocupó puestos 41 Marechal elabora toda una teoría sobre su proscripción intelectual después de 1955 (2008, 147-165) en su ensayo “El poeta depuesto”, recogido en su libro misceláneo Cuaderno de navegación.

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auténticamente relevantes ni se convirtió en eso que podríamos denominar un intelectual oficial, acaso porque el régimen no se encontraba especialmente interesado en engendrar una figura con esa función, como sí lo hicieron los movimientos revolucionarios en Cuba o Chile. Perón demandaba una adhesión total a su persona, lo cual era difícil de obtener entre intelectuales dotados de un prestigio y un aquilatado sentido crítico. Si leemos con atención un poema suyo fechado en 1960, “La Patria”, vemos a Marechal no como un obediente compañero peronista sino como un escritor dotado de juicio independiente. El poema es un compendio didáctico, dedicado a su discípulo intelectual, José María Castiñeira de Dios. Marechal se dirige a quien fue un miembro destacado dentro del partido y le expone su visión ideal de la política. Así, dentro de su sistema cristiano de valores, el ejercicio de un cargo público se asemejaría al de un padre de familia, que debe alternar, dice Marechal, el rigor con la dulzura. Y a continuación vienen estos versos: Empero, no confundas esa paternidad con un fácil reparto de juguetes (Marechal 1974, 77).

¿Cómo no reconocer en esta andanada a una de las imágenes propagandísticas del régimen? Eva Perón repartiendo miles de juguetes entre las familias más necesitadas del país… Ciertos gestos demasiado groseros para su espíritu crítico no podían ser de su agrado. Una docena de años después de la caída de Perón, Marechal recordaba con ligera amargura su escaso papel en una revolución en la que creyó desde la primera hora: El movimiento me ignoró. Y lo justifico, porque estaba sobre todo preocupado por solucionar problemas económicos más perentorios. No creo, desde luego, que se deba hacer eso: una revolución debe solucionar todos los problemas paralelamente (Andrés 68).

La tercera frase de Marechal invalida a la segunda. Al principio, acepta su descarte del movimiento y apela a la línea oficial dando razón del afán de resolver los desequilibrios económicos (“Y lo jus-

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tifico…”), pero enseguida Marechal precisa que su postura personal no es esa: ha de haber un proceso en paralelo que garantice los cambios en la alta cultura. Aquí, aunque sea a regañadientes por parte del interesado, vemos un cierto desacuerdo con la línea oficial. En el fondo, la declaración de Marechal manifiesta las vacilaciones y tanteos de un peronista formado en el ambiente humanista y cosmopolita del Buenos Aires de la primera mitad del siglo xx, un poeta que se consagró en el mismo núcleo vanguardista que Borges y que después asistió a los Cursos de Cultura Católica en donde se imbuyó de la filosofía antigua y medieval. De ahí que sus planteamientos sobre la soledad del artista y su finalidad espiritualizadora en la formación de una nueva sociedad, probablemente no tuvieran demasiado eco entre compañeros suyos de partido. Sus ideas acerca de la cultura procedían de un campo opuesto42. Como observa Georgieff (180), “Marechal está más cerca de Victoria Ocampo o de Mallea que de Hernández Arregui o Cooke cuando hace una evaluación crítica de la tradición literaria”. La afirmación no es excesiva si se tiene en cuenta el roce de Marechal con las corrientes dominantes en la cultura argentina hasta mediados de los años cincuenta. Así como Victoria Ocampo defiende a aquellos happy few que, con su trabajo intelectual, irían mejorando espiritualmente al pueblo, Marechal considera que la política cultural debe favorecer la labor de los individuos más dotados y formados en los valores humanísticos. En un artículo de los años treinta, “Aristófanes contra el demagogo” (1934), Marechal había dibujado el melancólico lugar que le correspondería al intelectual en la sociedad de masas, a saber, el de la soledad del individuo lúcido y minoritario. El demos no hace caso del artista, dice Marechal. Las multitudes, cegadas por el materialismo democrático, estarían incapacitadas para comprender los valores del espíritu. Por otra parte, Marechal, a pesar de su nacionalismo, nunca renunció a planteos que fusionaran elementos nativos con otros europeos. En su “Carta al Doctor Atilio dell’Oro Maini” se defiende 42 Sobre la amplitud de fuentes y tradiciones culturales utilizadas por Marechal, puede verse el documentado estudio de Fernanda Bravo (2015).

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el lugar que la literatura argentina debe tener en relación con la tradición foránea, de modo que, por un lado, se dialogue con ella y al mismo tiempo se practique una reapropiación “irreverente”, libre de los condicionantes fronterizos que los clásicos europeos tienen respecto de otros: Los pueblos americanos tienen hoy, a mi entender, un mayor sentido de lo “ecuménico”, que les hace admitir y entender con facilidad (yo diría con “naturalidad”) los hechos universales […] Somos herederos de la sustancia intelectual de Europa, herederos legítimos y directos. Alighieri, Cervantes y Shakespeare son tan míos como podrían serlo de un italiano, un español y un inglés. Somos legítimos herederos, profesores y continuadores de la civilización occidental; y con una ventaja a nuestro favor; la que nos da el hecho americano en el sentido de la “no retórica” y el no parti pris nacional […] James Joyce, un europeo, hizo de su Ulises una paráfrasis modernísima de la Odisea de Homero. Un escritor norteamericano, puesto en igual empresa, no debe recurrir a Joyce, sino a Homero en persona. Tal hizo O’Neill, el admirable escritor norteamericano. En esa obra estamos algunos de nosotros (Marechal 1998, 322-323).

Juicios como estos tienen poco que ver con una vindicación exclusiva de la creación en términos puramente nacionalistas. El texto de Marechal es de 1957. Por aquellos años Borges había pronunciado su conferencia “El escritor argentino y la tradición”, publicada por primera vez en 1953 e incluida después en la segunda edición de Discusión (1957). La idea antinacionalista de Borges tiene interesantes puntos de contacto y divergencias con los presupuestos marechalianos: “¿Cuál es la tradición argentina? Creo que podemos contestar fácilmente y que no hay problema en esta pregunta. Nuestra tradición es toda la cultura occidental, y creo que tenemos derecho a esta tradición, mayor que la de cualquier habitante de un u otra nación occidental” (Borges 1995, 200). Cuando Marechal defiende la ausencia de color local en la “retórica” nacional o la reescritura conjunta de diversas tradiciones europeas, no hace sino coincidir por un momento con los postulados cosmopolitas y antinacionalistas de

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Borges. No es casualidad que uno y otro se formaran literariamente en el ambiente irreverente de la juventud martinfierrista. Ciertamente, las intenciones son distintas, sobre todo si los confrontamos con sus reacciones respectivas frente al contexto histórico contemporáneo. La lectura de la tradición según Borges tiene, por ejemplo, un sesgo antiespañolista del que carece Marechal43. Además, este último sostiene una “universalización” del alma nacional que no es admisible en la poética borgiana, para quien tales conceptualizaciones son fenómenos contingentes. Su mirada busca, más bien, el descentramiento de la tradición y trata de invalidar el valor de “lo nacional” por esencialista. Ahora bien, que un intelectual opositor al peronismo se resista a revindicar por sí mismos los elementos folclóricos o telúricos no tiene nada de especial. Pero que un nacionalista como Leopoldo Marechal no destaque la inspiración popular por encima de las obras del canon occidental tal vez merezca alguna atención. Borges y Marechal concuerdan, salvando matices, en su reflexión sobre determinada incorporación de la cultura europea en la literatura argentina. Y, de la misma forma, ambos tienden a desconfiar de las propuestas estatalizadoras (mucho más, Borges, por supuesto), ya que para ambos el valor del sujeto es central para la realización artística44. Así las cosas, desde los parámetros populistas, ¿debía hacerse una revolución humanista en la cultura? ¿Cómo conciliar los aportes de la literatura, el arte o la filosofía occidentales con la divulgación popular y los mensajes nacionalistas de amplio espectro? A partir de 1946 Marechal hace suyas las directrices del régimen y tiende una mano a la posibilidad de una cultura al alcance de las masas. Eso sí, este reto se podía llevar a cabo solo a través de una 43 Balderston (2013) analiza dos borradores previos del texto borgiano y destaca las intenciones antinacionalistas de Borges y sus juicios negativos frente al purismo de cierta tradición hispanizante. 44 Aunque, como agudamente anota Blanco (2015a, 466-467), Marechal se separa del concepto de “individuo”, antídoto del totalitarismo para el Borges de “Nuestro pobre individualismo”, y lo trasciende por el más amplio de “persona”, que insiste en su naturaleza espiritual.

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difusión desde arriba, como se pone de relieve en algunos escritos programáticos: “Proyecciones culturales del movimiento argentino” (1947), “La poesía lírica: lo autóctono y lo foráneo en su sentido esencial” (1949) o “Simbolismos del Martín Fierro” (1955). En el primero de los textos mencionados, publicado en la revista oficial Argentina en marcha, Marechal defiende que a la política social se le debe agregar “la participación del hombre argentino en la cultura y su acceso a las formas intelectuales que le faciliten la comprensión de la Verdad, la Belleza y el Bien” (Marechal 1998, 133). La mención de los tres trascendentales del Ser indica que el autor no ha abandonado su formación escolástica, lo cual sugiere que su visión de la política cultural no abandona la admiración por los valores clásicos de la civilización europea. La empresa de encauzar la producción artística correspondería al Estado, por supuesto, pero la dirección de las realizaciones culturales se ha de encaminar de arriba a abajo, mediante equipos formados por los “mejores” en cada campo específico de las artes y las ciencias. Ellos son los elegidos, los “destinados a llevar a las masas, directamente, todas las formas de la cultura” (Marechal 1998, 139). La sociedad organizada para el peronista Marechal establecería, pues, funciones “naturales” para sus distintos colectivos y el espacio que le correspondería al artista sería minoritario y privilegiado45. Este, al igual que el educador, asumiría la misión de relacionarse “amorosamente” con su pueblo, de manera que superase la tentación del individualismo estetizante, al mismo tiempo que sacaría de la oscuridad a quien no tendría la facultad de producir belleza. La producción cultural y su difusión, por tanto, se tendría que estimular desde el ámbito público para que el movimiento desde la minoría hacia la masa se vertiera de forma eficaz. Otra política cultural que ignorase esta relación se precipitaría en el peligro 45 “Dentro del conjunto social los creadores forman una minoría, una élite. La mayoría de los hombres que integran un pueblo entran en el panorama de su cultura solo como “asimiladores”, cada uno en la medida de su receptividad” (Marechal 1998, 151).

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de un superficial localismo. Si no se entrega la tarea de difusión cultural a las élites más preparadas, puede caer en la banalización masificada de lo popular: Aquí es conveniente sortear un peligro: en los movimientos revolucionarios que, como el nuestro, sacuden todas las fibras del país, es frecuente, y hasta inevitable, que algunos estratos inferiores de la cultura salgan a la superficie y se abroguen derechos que, en esa materia, solo confieren [sic] a la capacidad y el talento creador (Marechal 1998, 139).

Conviene matizar que esta visión jerárquica de la programación cultural no descarta la atención a las formas populares, como pudieran serlo la poesía y la canción folclóricas. Lo que ocurre es que, para Marechal, estas manifestaciones “profundas” del “espíritu” nacional, han de ser rescatadas y “devueltas” al pueblo (Marechal 1998, 141) por medio de los educadores y estudiosos. Desde una perspectiva neorromántica asumida por el autor de Adán Buenosayres, cierta poesía colectiva habría expresado a lo largo de la historia la “voz” del pueblo argentino. Pero solo a través de sus correctos intérpretes sería posible encontrar unos valores que trascendiesen sus elementos locales y elevasen su mensaje a un plano universal. ¿Cómo encajaron estas ideas dentro del proyecto peronista? Creemos que, debido a su formación humanística, Marechal siempre sintió el alejamiento de los sectores más populistas del peronismo. Aunque colaborase en distintos puestos oficiales relacionados con la educación y la cultura, no parece haberse sentido cómodo en su faceta de hombre político46. Sus alegatos alrededor de una política que respetase los planos locales y universales en la difusión de la cultura y en la creación artística estaban en consonancia con algunas empresas llevadas a cabo durante el peronismo, pero también cho46 Léanse, por ejemplo, su “Primer apólogo chino” y “Segundo apólogo chino”: son dos breves textos recogidos en su Cuaderno de navegación que dan fe de las dificultades del autor de integrar sus preocupaciones filosóficas en el lenguaje y el actuar de políticos a los que dice haber servido.

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caban de frente con otras iniciativas que reivindicaban las formas de lo que se daría en llamar la cultura de masas. Se ha dicho más de una vez, lisa y llanamente, que el peronismo se destacó por su carácter antiintelectual (Svampa 330-335). Para ser más precisos, el movimiento no ignoró el campo de la cultura, al menos desde nuestros parámetros actuales. Lo que hizo más bien fue emplear unos mecanismos que tendían a dar un mayor protagonismo a sectores no tradicionalmente implicados en ella. Un caso muy concreto y revelador sería el protagonizado por la misma Eva Duarte, quien trató de manejar a su modo los resortes de la vida cultural (Zanatta 2011, 336)47. La inclusión de sectores sociales hasta ahora relegados significó, también aquí como en otros ámbitos sociales, una “democratización de la cultura” cuyos efectos más visibles fueron, por ejemplo, los repertorios populares en los espacios teatrales más exclusivos (Leonardi 2010a, 67-77). Una dicotomía nueva se instalaba, pues, en el proyecto cultural peronista: de un lado, lo nacional, expresado en las manifestaciones artísticas, teatrales y folclóricas de gusto popular; y de otro, lo universal, asociado al elitismo extranjerizante de la Argentina anterior48. Desde algunos sectores del peronismo se invalidaba, por tanto, aquello que no se correspondía con “lo argentino” puro, de manera que se apartaban los monumentos literarios y culturales de la Europa no hispana. Todo legado de origen francés o británico, o europeo en general, se identificaba con el gusto de las oligarquías dominantes. En este punto Marechal —lector de Arios47 En 1950 llega un adicto a Eva, Armando Méndez San Martín, al Ministerio de Educación. Este pide enseguida las renuncias de todos los altos funcionarios del Ministerio, y de las instituciones que de él dependían como la Academia Nacional de la Historia, la Biblioteca Nacional, la Academia Argentina de Letras, el Museo de Bellas Artes, la Comisión Nacional de Cultura… Su furor pro-Evita le lleva a destituir al presidente de la Academia de Letras por no proponer a la Jefa Espiritual de la Nación para el premio Nobel de literatura (Zanatta 2011, 337). 48 La idea era reivindicar una tradición propia, nacional, hasta entonces menospreciada por las élites locales. El tiempo, para el caso de la novela, vino a dar razón a los intentos políticos del peronismo, si bien tal vez no hiciera ninguna falta la intervención del Estado (Navascués 1999, 227-230).

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to, Santo Tomás de Aquino, Guénon, Dante o Nietzsche— manifestó su descontento en alguna ocasión, a partir de su convicción de que el populismo no debía adueñarse de la “alta” cultura49. No quería esto decir, por supuesto, que se renunciara a lo vernáculo, sino que había de encontrarse una fórmula que armonizase el apego a lo nativo con las exigencias llamadas universalistas. Durante los años del peronismo el propio Marechal intentó integrar lo criollo en la tradición occidental desde el mismo título de su obra maestra, Adán Buenosayres (1948), que sintetiza la figura del hombre universal con el nombre de la ciudad porteña. Una estrategia semejante sigue el título de su drama Antígona Vélez, estrenada en 1951. Y otros dramas suyos de la época, como el Don Juan, fechado en el mismo año que el Adán50, manifiestan una gran admiración por el teatro de Shakespeare, localizado en un contexto propio. Desde luego, si Marechal expresó su distancia respecto a algunas realizaciones culturales del peronismo, esto no quita para que su adhesión en otros niveles pueda calificarse de casi absoluta. Desde el punto de vista doctrinario, el peronismo para él era “casi perfecto” (Marechal, en Andrés 51), de acuerdo con la teoría ortodoxa de la “tercera posición”, basada en los propios discursos del líder. Ambos, Perón y Marechal, se refieren a la necesidad de armonizar los intereses de la clase trabajadora y la empresarial. El Estado debía regular que el capital no se excediese en su búsqueda de beneficios al mismo tiempo que velaba para que el proletariado no se alzase y destruyera el tejido socioeconómico. Como hemos visto, Perón trató de dirigir los impulsos de una masa obrera sin conciencia política clara en un cuerpo organizado que dirimiera sus reclamos con la patronal bajo la tutela pacificadora del Estado. En una línea algo semejante, Marechal afirmaba años después que “el peronismo […] transformó una masa numeral en un pueblo esencial” (Andrés 67). La masa, 49 “Yo no creo que la orquesta del Colón debió emplearse para tocar tangos; o el escenario del Colón para representar El conventillo de la Paloma” (Marechal, en Andrés 68). 50 Ver el manuscrito recogido en María de los Ángeles Marechal 2015, 41.

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por tanto, sería un ente ciego y potencialmente peligroso frente a la concepción cívica de pueblo, ordenado en torno a una conciencia de sí mismo y una finalidad política coherente. Toda esta visión de la colectividad, como demos necesitado de redención por obra y gracia de ciertos elegidos, tendrá su correspondiente réplica narrativa. Adán Buenosayres (1948), la obra maestra de Marechal, no aborda directamente el tiempo histórico que estamos analizando, pero presenta a un protagonista lanzado al exterior de las criaturas, muy lejos del “refugio” solipsista. Las páginas iniciales ofrecen una panorámica positiva de la gran ciudad, ofrecida desde los cielos a un lector de “mirada gorrionesca”. Desde allí, una “mazorca de hombres”, “buques altos y solemnes”, “trenes orquestales” componen un paisaje armónico y optimista de una ciudad que poco tiene de alienante (Marechal 2013, 92). Podría verse tal vez en esta obertura novelesca una visión optimista de la masa, abrigada por el credo peronista del autor. El título de la novela refrenda un afán de síntesis unitiva que se despliega desde el plano metafísico al político: Adán es el individuo enfrentado a la colectividad local de “Buenosayres”. Como ha destacado Mariela Blanco, un proyecto inclusivo de nación anima las ideas del autor, que incorpora en su novela polifónica las voces múltiples de la inmigración. “Adán Buenosayres puede ser leído […] como un intento de la literatura por dotar de sentido el significante vacío ‘pueblo’ en pos de dotar de unidad nuestra plural identidad nacional” (Blanco 2015b, 54). La realidad plural no es una amenaza, sino un haz de posibilidades. Y, aunque las multitudes no salgan bien paradas más adelante, en los círculos infernales de Cacodelphia, donde son asociadas a turbas descerebradas, no es menos cierto que uno de los personajes lúcidos de la novela, el Astrólogo Schultze, comenta que un líder “hará maravillas” (Marechal 2013, 458) con ese barro. Se trata, a mi juicio, de una clara alusión a Perón. Ahora bien, a pesar de que a Marechal se le conoce por su monumental Adán Buenosayres, no es esta la novela donde se define mejor políticamente. Megafón, o la guerra (1970), expone con mayor claridad sus convicciones en este terreno. No ha de buscarse

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aquí una glorificación de los movimientos colectivos, como sucedía en otros relatos peronistas a lo Perrone. Al contrario, las muchedumbres como tales quedan fuera de las aventuras revolucionarias del protagonista, Megafón, un individuo solitario y con aficiones metafísicas, de formación desordenada y vocación poético-religiosa como la de su autor. La novela exhibe un conjunto de temas de inequívoca filiación populista: a saber, una comunidad en busca de su homogeneidad perdida, la metáfora de la comunidad política como cuerpo humano (simbolizada en el descuartizamiento final de Megafón, emblema del pueblo argentino), una matriz religiosa, una herida abierta que debe restañarse (la deposición del peronismo, el asesinato de Juan José Valle), el señalamiento de los enemigos internos del pueblo, la regeneración moral basada en la devolución de la soberanía a sus legítimos dueños51. No obstante, aunque Megafón, o la guerra trata una historia basada en el despojamiento del poder popular después de la llamada Revolución Libertadora de 1955, la imagen más visibilizadora del “pueblo”, esto es, la de un gentío congregado en torno a un conjunto de consignas, no tiene aquí ninguna relevancia actancial. Las masas están ausentes del paisaje de la novela. Los personajes realmente activos y conscientes son el Autodidacto de Flores, Megafón, y un puñado de amigos y seguidores que lo acompañan en sus empresas. Marechal maneja el tema de la invasión del espacio privado, pero lo realiza con originales variantes con respecto a todos los escritores que hemos visto. Frente a Bioy, Guido, Martínez Estrada o Cortázar no entra al carácter feroz del invasor. Ni siquiera incluye la violencia de los relatos simpatizantes con el peronismo sobre la ocupación (Rozenmacher, Piglia). Su peronismo no viene de la generación rebelde de los años sesenta. Tampoco le interesa retratar a las manifestaciones multitudinarias, como hemos visto que hacen Borges y Bioy, Jauretche, Perrone u Oliver. La colectividad comparece en 51 Para una caracterización del populismo de acuerdo con estos rasgos, ver Zanatta 2015, especialmente 17-43 y 107-112.

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Megafón, o la guerra solo al principio, cuando el protagonista esboza una teoría sobre la natural belicosidad del pueblo argentino si se encuentra reunido en torno a un gran espectáculo deportivo. Ya sea en un match de fútbol de gran rivalidad o en un ring de boxeo, la masa, nos viene a decir Marechal, es ciega en su violencia. Por eso hay que canalizar su agresividad latente, “buscarle un destino al arsenal” (Marechal 1970, 21). La solución que propone, pues, es una batalla contra los poderes fácticos dirigida desde unos pocos individuos conscientes, unas “élites” compuestas por el protagonista Megafón y sus discípulos. Este pequeño ejército se impone el deber de salvar a la patria a través de lo que se denomina el proyecto de las Dos Batallas, esto es, un conjunto de acciones que tienen una finalidad terrestre (la denuncia de las injusticias políticas y sociales) o bien una finalidad espiritual (la purificación interior de los “guerreros” participantes). Marechal, con su personalísimo sentido del humor, enhebra episodios en los que los diálogos absurdos y las acciones disparatadas ponen en ridículo a una serie de representantes arquetípicos de quienes, según su catalejo ideológico, son los responsables del caos post-peronista en la Argentina: la oligarquía tradicional, el imperialismo yanqui, la banca privada, la clase política o el estamento militar, entre otros. Todos ellos forman un entramado alegórico de lo que sería la configuración de un “enemigo interno” del pueblo (o externo, si se trata del embajador yanqui, transparente alusión a Braden, el diplomático que enfrentó a Perón en las elecciones de 1946). Ese enemigo que el discurso populista construye de acuerdo con su lógica de enfrentamiento en aras de la reconstrucción de una comunidad originaria52 es lo que Marechal noveliza en clave satírica, humorística y, mucha atención, incruenta. Porque se trata de acciones incruentas, en las que unos pocos elegidos por Megafón 52 Véase, por ejemplo, lo señalado por Zanatta: el enemigo interno “es una figura clave de la visión del mundo populista, que evoca el espectro de los conflictos políticos e ideológicos transformados en guerras de religiones, en gérmenes patógenos dispuestos a atacar el cuerpo sano de la comunidad a la que el populismo pretende garantizar la salud y la cohesión, sobre la base del amor y la honestidad” (Zanatta 2015, 192).

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(el “altavoz” de una Argentina silenciada) acometen la tarea de enfrentarse a los enemigos del pueblo. Ellos llevarán a cabo la tarea de dar un sentido a la belicosidad de una masa que no puede expresarse con una dirección clara. Las operaciones, basadas en la invasión de las casas de los alegóricos representantes del antiperonismo, reciben nombres cómicos: “Operación Aguja”, “Invasión al Gran Oligarca”, “Biopsia del Estúpido Creso”, etc. El carácter mediador e incruento de la estrategia marechaliana se refleja en uno de los capítulos más interesantes de la novela: el “Atraco al alma del general González Cabezón”. Megafón lo lleva a cabo con un dispositivo de comando integrado por cuatro personajes: el oficial retirado Troiani, los payasescos Barroso y Barrantes, además del propio protagonista. Son ellos quienes se cuelan en el departamento de la calle Las Heras y someten a un interrogatorio catártico al general, figura en la que se reconoció en su día a algunos militares golpistas, sobre todo a Pedro Eugenio Aramburu. De ahí que le recuerden su responsabilidad en el fusilamiento del militar antigolpista Juan José Valle o en el del secuestro del cadáver de Eva Perón. González Cabezón se revela entonces como un hombre atormentado por unos remordimientos fantasmales que se le aparecen por las noches a la manera de las Euménides griegas o los espíritus de Shakespeare. El allanamiento de vivienda de Megafón entra en paralelo con las apariciones del espectro de la mujer, o sea, Eva, “uno de sus invasores nocturnos” (Marechal 1970, 207). El castigo del general es verse acosado en su hogar por enemigos externos e internos, todos ellos movidos vengativamente por su comportamiento criminal en el pasado. Si comparamos estos “ataques” a la intimidad del hogar con los imaginados por los contemporáneos antiperonistas, vemos que Marechal coincide en mostrar la ruptura de los límites entre lo privado y lo público, pero elimina el carácter violento y cruel para poner en escena un happening humorístico que nada tiene de desasosegante para el lector. A través del diálogo farsesco de los invasores con el acosado González Cabezón saldrían a la luz las miserias de una casta militar argentina que no inspira ninguna piedad, sino más bien risa o desprecio. Los mediadores son

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Megafón y su equipo, quienes desvelarían en su “ataque” la verdadera cara de unos dirigentes cuya principal falta sería haberse manchado las manos de sangre a costa del pueblo y sus líderes morales, Juan José Valle y Eva Perón. Marechal no solo imagina una revolución sin agresiones físicas, hecha de allanamientos más o menos pacíficos de moradas ajenas. También postula en su novela póstuma un reconocimiento al papel del sujeto intelectual dentro del peronismo. En su papel mediador, el protagonista, un autodidacto del barrio de Flores, está destinado a desnudar a los enemigos de la revolución y a levantar el megáfono figuradamente para que todos los reconozcan. Su proyecto de las batallas en su doble dimensión, terrestre y celeste, exterior e interior, política y espiritual, solo se entiende desde la reflexión filosófica, ejercicio propio del intelectual que desea implicarse en el curso de los acontecimientos contemporáneos. Sin embargo, esta función privilegiada, que podría integrarse en un programa marxista revolucionario, tampoco encajaba con tanta facilidad en el populismo peronista. Observa Ernesto Laclau que la lógica política del populismo no necesita de la mediación del intelectual, ya que el poder busca una inmediata conexión con el pueblo. La última novela de Marechal reflejaría, por tanto, las tensiones interiores de un intelectual que quiere aproximarse a una causa populista. Los problemas proceden cuando el mismo interesado se ha formado en el seno de un proyecto cultivado para la Argentina: primero, en la vanguardia cosmopolita de la revista Martín Fierro, y más tarde, en los Cursos de Cultura Católica, impregnados de filosofía griega y escolástica medieval. Marechal se hizo escritor publicando en las mismas revistas exquisitas que Borges, Girondo, Mallea, González Lanuza o las hermanas Ocampo. El caso de Marechal es extremadamente interesante, en la medida en que juega con los miedos de sus antiguos camaradas martinfierristas y los sublima en el altar del credo peronista. Sin embargo, su fe en materia social y económica contrasta con las reservas que tenía con respecto al campo de la cultura. Quedaba la cuestión de cuál sería el papel de la alta cultura en medio de la torrentera

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populista. Marechal propone un entreveramiento de tradiciones, la criolla y la universal, pero las propuestas marechalianas no obtuvieron suficiente eco entre sus propias filas. La única escena auténticamente violenta de Megafón, o la guerra no se produce a costa de los enemigos, ya sean oligarcas, militares o políticos, sino en la persona del propio protagonista. Estamos ya en la aventura final, la culminación de las dobles batallas de Megafón: las terrestres, basadas en la denuncia de los culpables de la crisis argentina; y las celestes, que se expresan con un lenguaje que identifica el nivel simbólico con el plano real. Megafón sigue la pista de una misteriosa mujer, la escondida Lucía Febrero, emblema de la Belleza trascendental cuya visión exquisita deparará la felicidad a quien sea digno de contemplarla. Lucía se encontrará, al final, en el centro de un burdel, el Château des Fleurs, una espiral centrípeta de múltiples estancias en el centro de la cual se halla la mujer prisionera. Tras un sinfín de aventuras en las que van quedando atrás los compañeros de Megafón, este consigue entrar en la habitación donde se halla Lucía. Sin embargo, cuando el héroe cae en éxtasis al contemplar la belleza de aquella mujer, entran unos guardianes y lo matan sin que él intente defenderse. La gesta ha quedado inconclusa, y por eso Marechal, como narrador testigo, convoca a los lectores a continuar la búsqueda para que el sacrificio de Megafón alcance su cometido. Es el mismo Megafón, el intelectual vocero del pueblo, quien se inmola, dejándose matar como simbólico sacrificio que redima a los demás. Último episodio, podría decirse, de la tensión interior de un pensamiento que salva la condición de un sujeto intelectual que se niega a perder su identidad. Más bien al contrario, la perfeccionaría hasta el grado heroico cuando proyecta su acción hacia la salvación de una masa ciega. Antes, al releer “La Fiesta del Monstruo” o “Las ménades”, apelábamos a la teoría de la violencia girardiana para explicar cómo el sacrificio de un chivo expiatorio servía para el apaciguamiento de las tensiones comunitarias. Marechal remite de forma explícita a algunos mitos paganos (por ejemplo, el mito de Orfeo despedazado por las bacantes de Tracia ([Marechal 1970, 25]). Hay, además,

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una constelación esotérico-simbólica que puede ser convocada para explicar las fuentes culturales de la enigmática Lucía Febrero y la paradójica suerte de su adorador, asesinado y descuartizado por sus enemigos (Lojo 65-98). Sin embargo, es imposible no ver en el sacrificio voluntario de Megafón para salvar a la Patria un reflejo de la pasión y muerte de Cristo, el chivo expiatorio que se deja matar de forma cruel para salvar a los otros. Es un paralelo menos erudito, tal vez, pero no por ello menos próximo al pensamiento marechaliano. Según Girard (2002), la diferencia entre Cristo y las víctimas expiatorias de los mitos paganos radica en dos puntos fundamentales: el primero es que Cristo es inocente de principio a final, y lo sabe; en segundo lugar, él mismo se ofrece sin resistencia a la muerte que le preparan sus verdugos, con intención de perdonarlos y redimir a toda la comunidad. Desde este enfoque la muerte de Megafón se configura simbólicamente a partir de la del mismo Cristo. No hay ensañamiento físico con los culpables, sino que la violencia revierte sobre el sujeto inocente. Ahora bien, para entender mejor el final de Megafón, o la guerra tendremos que relacionar estas ideas de redención en su dimensión “celeste” (como diría Marechal), con el contexto político en que se gesta el libro y en el que los personajes están ficticiamente envueltos. A lo largo del relato se han ido descubriendo las fallas sociales de la comunidad argentina, descifradas por el protagonista, intelectual y profeta, luchador de batallas terrestres y celestes. ¿Qué solución postular para una sociedad rota, dividida por la acción de unos sectores corrompidos? ¿Cómo llamar la atención de una multitud traicionada y al mismo tiempo inconsciente? ¿Cuál es la guerra necesaria para que la comunidad despierte de su letargo y recupere el poder que le fue secuestrado en 1955? El intelectual tiene el poder de la palabra, pero esto no es suficiente si la palabra misma no es atendida. Los happenings contra los poderes fácticos, las batallas terrestres, no han dejado víctimas físicas y no han pasado de ser unos espectáculos grotescos visibles para unos pocos elegidos. La solución pareciera estar en la última batalla, la batalla celeste que ha supuesto el descubrimiento de Lucía Febrero. Al final, pues, solo quedaría, desde la óptica cristiana de un Megafón-Marechal que ha

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sentido la proscripción de unos y el olvido de otros, el ofrecimiento del propio yo, cargando sobre sí mismo los pecados de los demás. Así, el paralelo con Cristo redirecciona el impulso vengativo no hacia los culpables, sino hacia la víctima propiciatoria que se inmola libremente. El monstruoso descuartizamiento de su cuerpo pone de relieve en un orden simbólico la llamada a una salvación de una sociedad argentina sacudida por el violento robo de su poder soberano después de 1955. El intelectual, marginado durante el peronismo y depuesto después de él, un individuo aislado, independiente y lúcido, es el héroe elegido para la inmolación necesaria que, de acuerdo con la lógica de la violencia comunitaria, cierre el ciclo de la “guerra” a la que se ha convocado en la novela póstuma de Marechal.

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Parafraseando a Borges, la historia del peronismo imaginario podría resumirse en unas cuantas metáforas urdidas por sus enemigos intelectuales: el carnaval, la invasión, el aluvión zoológico1... Dicho sea de paso, la literatura antiperonista no engendró una constelación de imágenes de una gran originalidad. El carácter no humano o la carnavalización de la masa estaban también en el lenguaje de la prensa y los políticos opositores. Por eso tal vez el mejor emblema alrededor del cual se explica el imaginario del periodo entre los escritores, peronistas y antiperonistas, es un individuo que observa a una muchedumbre que canta y corea los nombres de sus líderes. Aquí se reúnen los dos protagonistas de este libro: el yo y la multitud. Elias Canetti intentaba dilucidar cuáles serían las cualidades fundamentales de la masa y, para ello, apelaba a lo que, según él, sería un miedo primordial del hombre: el temor a ser tocado por lo desconocido. La masa neutralizaría tales miedos en la medida en que tiende a igualar a propios y a extraños, de forma que el otro dejaría de sentirse como amenaza: En cuanto nos abandonamos a la masa, dejamos de temer su contacto. Llegados a esta situación ideal, todos somos iguales. Ninguna diferencia cuenta, ni siquiera la del sexo. Quien quiera que sea el que se estreche contra uno, es idéntico a sí mismo. Lo sentimos 1 Claro que está que los peronistas no se quedaron callados. El apelativo popular de “gorilas” para sus opositores o la atribución orgullosa del término “descamisados” para referirse a sí mismos son ejemplos de apropiación del lenguaje del contrario para defender sus propias posiciones y atacar con las mismas armas lingüísticas que el enemigo.

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como nos sentimos a nosotros mismos. Y, de pronto, todo acontece como dentro de un solo cuerpo. Quizá sea esta una de las razones por las que la masa procura apretarse tan densamente; quiere liberarse al máximo del temor que tienen los individuos a ser tocados. Cuanto más intensamente se estrechen entre sí, más seguros estarán los hombres de no temerse los unos a los otros. Esta inversión del temor a ser tocado es característica de la masa (Canetti 4).

La libre integración en las multitudes produce en el individuo un sentimiento de seguridad. La comunidad arropa y revela una nueva sensación de pertenencia. Los testimonios peronistas hablan de una suerte de epifanía al rozarse el protagonista con la muchedumbre que le hace sentirse parte de una comunidad nacional, como antes no le había sucedido. Esta vivencia, por cierto, no es exclusiva de los populistas, sino que se recoge en los relatos opositores. Basta reconocer la euforia de Borges al participar en las celebraciones por la caída de Perón: Tras una noche insomne y ansiosa, casi toda la población se volcó a las calles, aclamando la revolución y gritando el nombre de Córdoba, donde se había producido la mayoría de los combates. Nos entusiasmamos tanto que durante mucho rato no advertimos la lluvia que nos calaba hasta los huesos (Borges 1999a, 81, los énfasis son míos).

En su relato autobiográfico, Borges asegura haber experimentado el olvido de sí y la integración en una multitud que era “casi toda la población”. El pudor narrativo difumina el entusiasmo individual al integrarse el yo dentro de una colectividad en éxtasis: nos emocionamos con tal intensidad que se llegó a perder la sensación física de la lluvia. El fervor hace desaparecer la conciencia de un sujeto que se funde en una comunidad con la que se siente entrañado. Así pues, aunque con menos frecuencia que en las versiones peronistas, la masa puede terminar sublimándose en algo semejante al pueblo desde el parámetro liberal. También puede repasarse la encandilada narración de María Rosa Oliver sobre la Marcha por la Constitu-

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ción y la Libertad, o cómo Victoria Ocampo (en Londres, eso sí) asiste a la coronación de la reina Isabel II, fusionada con la gente común del noble pueblo inglés: El 8 de febrero nos mezclamos con la multitud que esperaba delante de Saint-James Palace para oír proclamar reina a Elizabeth… Nosotros, que amamos a Inglaterra, le deseamos mucha suerte a la nueva soberana (en Galasso, 128).

Sin embargo, cabe preguntarse también qué sucede cuando el individuo se resiste a formar parte de la multitud, cuando el sujeto defiende a toda costa su yo respecto de los demás2. El temor a ser tocado se reduplica, por el miedo a que las distancias se anulen aún más debido al poder espacial que ejerce la masa. Esta llega a ocupar espacios completos que antes habían sido privativos de pequeños grupos sociales o meros individuos. Ciertamente este miedo, podría objetarse, no es global y Canetti, en su ensayo genial y visionario, está realizando una fenomenología muy personal. Sin embargo, sus conclusiones son acaso relacionables con las vivencias de otros escritores periféricos y contemporáneos. El miedo a la multitud es un tema recurrente en la producción literaria argentina de los años cuarenta y cincuenta. Este miedo físico a la masa acéfala llegaría a implicar la pérdida de la propia identidad, incluso a veces de la vida. Naturalmente hay excepciones cuando el espectador es peronista. Lo que, por ejemplo, a un Jauretche le interesa, a la mayoría de los letrados le horroriza. Este último sentimiento aglutina a católicos, liberales, independientes e incluso a intelectuales de izquierda… El caso de los nacionalistas católicos como Manuel Gálvez, al principio, simpatizante del régimen, ayuda a comprender mejor que la 2 En su estudio pionero sobre el tema, Gustave Le Bon subrayaba el carácter anónimo de la masa, además de la reducción hipnótica del individuo que se encuentra dentro de ella, lo que conducía fácilmente a la violencia colectiva (Le Bon, 37-51). No deja de ser interesante, por cierto, que la traducción argentina de este libro, editado en 1901, sea de 1945, fecha coincidente con el advenimiento del peronismo. Otra fuente obvia era Ortega y Gasset.

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adscripción al peronismo planteaba tensiones internas en aquellos intelectuales formados en los modelos culturales de prestigio, asociados a los ideales humanistas de la civilización europea occidental. El relato sobre las muchedumbres no solo demoniza o sublima a la masa, sino que de forma indirecta representa al sujeto intelectual en su relación con la colectividad. En la primera parte analizamos el lenguaje político del peronismo y su reapropiación del significado de la “masa”. Frente a los discursos pedagógicos de una élite que intentaba integrar desde arriba a unas multitudes miradas con recelo desde la época de la oligarquía, Perón propone nuevos modos de representación. El peronismo se caracterizó por ser un movimiento de masas, una encrucijada política, una doctrina de la “tercera vía”, una expresión nacionalista y, como hemos analizado aquí, una nueva retórica. Su atractivo entre las clases trabajadoras no se explica solo por su habilidad para dar soluciones concretas a necesidades materiales, sino por dirigirse a ellas ignorando el lenguaje distanciado de las élites. Parte de ese nuevo lenguaje incluía la renuncia a la carga peyorativa que tenía la palabra “masa”, cuya connotación negativa se superaba por la adopción de significaciones más abstractas como “pueblo”, o incluso “nación” o “patria”. Era difícil que en el contexto intelectual de la época un régimen como el peronista obtuviera un eco positivo. La mayor parte de los miembros del campo intelectual tomó posiciones hostiles. Perón empezó alternando la vara del rigor con la de la dulzura: trató de imponer a su gente en las instituciones culturales, casi a la vez que intentaba manejar el campo intelectual mediante la creación de nuevas instancias como revistas o asociaciones de intelectuales. Ante el poco éxito de sus propuestas, acabó por utilizar medidas represivas. Por otro lado, solo una minoría de escritores se adhirió al peronismo, lo que les acarreó el rechazo y la marginación de sus colegas. La crítica literaria sobre el periodo ha aireado el famoso caso de Borges, apartado de su empleo durante el peronismo. No se conoce tanto la persecución sufrida por colegas suyos que estaban en el otro lado ideológico de la orilla, como Gálvez o Marechal, quien padeció el silencio alrededor de su obra maestra y fue perseguido

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por la SADE a causa de sus ideas. De esta forma se consuma una profunda escisión en el campo intelectual argentino. A diferencia de otros procesos revolucionarios en América Latina, el peronismo no tuvo una política cultural uniforme ni alcanzó a organizar una poderosa estructura en la que albergar la producción de sus escritores y artistas. En consecuencia, no se puede hablar de intelectuales orgánicos que ejercieran de mediadores culturales. Esa función de portavocía, eje de relaciones entre el pueblo y el poder ejecutivo, estuvo ausente, porque, en realidad, Perón nunca vio la necesidad de establecer cauces intermedios. La situación de los intelectuales afines al peronismo se vio influida por el carácter populista del régimen, que afectó también al campo de la cultura. En la segunda parte vimos cómo las multitudinarias manifestaciones de apoyo a Perón, en especial las que conmemoraban el mítico 17 de octubre, pusieron de relieve la ocupación de unos espacios públicos reservados a una parte de la sociedad argentina. Las versiones opositoras desde la derecha a la izquierda tradicional se negaron a aceptar la equivalencia simbólica entre masa y pueblo. Por eso suelen referir el carácter “extranjero” de los manifestantes o, incluso, acuden al tema literario del carnaval para desacreditarlas. Si aquello era un carnaval, entonces no podía ser algo muy serio. Más bien, se explicaba como la irrupción de un falso país, tan efímero y mentiroso como un baile de máscaras. Tal y como hemos visto, hay un trasvase de esta imagen desde las crónicas periodísticas y los relatos memorialísticos de una María Rosa Oliver a las ficciones simbólicas de Martínez Estrada o Bioy Casares. La teoría de la illusion comique de Borges resume estas miradas excluyentes que rechazan ver la “verdad” social del peronismo. Borges emplea la imagen teatralizadora para descalificar al contrario y augurar el carácter finito de la “representación”, una vez Perón fue destituido. En el fondo su imagen de la ilusión teatral no deja de ser una versión refinada de los prejuicios que la opinión pública y la prensa antiperonista aireó justo después del 17 de octubre de 1945. Las manifestaciones podían ser percibidas como agresivas por su misma condición de masa. Frente al discurso oficial de un Perón que invierte los significados negativos que las élites adjudicaron al

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vocablo “masa”, los relatos antiperonistas funcionan todavía desde la oposición individuo (civilización) y multitud (barbarie). En efecto, en ciertas historias se apela a una violencia atávica, liberada del corsé civilizatorio. En “La fiesta del Monstruo” o en “Las ménades” asistimos a una escenificación de la agresión colectiva que exige una víctima propiciatoria, el estudiante judío o el director de orquesta. De acuerdo con la concepción de la violencia de René Girard, vimos cómo en estos textos funciona la violencia como un cauce de liberación de tensiones colectivas. Las imágenes de las manifestaciones en la literatura dominante de la época construyen, en general, un paisaje alienante y violento. Todo ello es un índice del alto grado de exclusión de este tipo de discursos, que se resisten a aceptar a la masa como parte de su idea de nación. Beatriz Guido expone de manera elocuente ese “no querer mirar” de las clases altas en la obertura de El incendio y las vísperas, la novela antiperonista más vendida en los años sesenta. Otras veces el peronismo era algo de lo que no se hablaba, un tabú lingüístico. La Nación o La Prensa de 1946 citaban a Perón con eufemismos y circunloquios como “un militar retirado que actúa en política” o “el candidato de algunas fuerzas recientemente creadas” (Luna 1971, 464). En situaciones más íntimas Perón podía ser el “Monstruo” y Eva Duarte, “esa mujer”. Así lo recoge, por ejemplo, Tránsito Guzmán de Gálvez. En la tercera parte nos centrábamos justamente en ese aspecto silenciado a partir de Cortázar, quien con sus cuentos, en especial con “Casa tomada”, permite un nuevo modo de leer el peronismo, antes y después de su proscripción. A partir de Cortázar, muchos relatos opositores se escriben para ser leídos entre líneas. Las críticas sobre los cuentos de Martínez Estrada, El sueño de los héroes de Bioy Casares e, incluso, “Emma Zunz” o “Tema del traidor y del héroe” de Borges, son deudoras de este paradigma interpretativo. El filtro de las alusiones impulsa una serie de ficciones antiperonistas, muchas de ellas centradas en el tema de la invasión de los espacios privados. A partir de la lectura de Cortázar se llega a generar una pequeña tradición de relatos que dialogan unos con

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otros y van modificando a través del tiempo la relación de invasores e invadidos, siempre de acuerdo con los nuevos contextos políticos en la Argentina. “Cabecita negra” de Rozenmacher, cuento escrito desde una generación posterior a 1955, deconstruye la tradición de lecturas antiperonistas al invertir la valoración que se realiza de los ocupantes y los ocupados. Dentro de los autores que utilizan el desvío simbólico para referirse al peronismo, hemos destacado a Cortázar, Bioy Casares y Martínez Estrada. Cada uno de ellos recurre a algunos elementos ya delineados en el análisis del tema de la manifestación pública. Cortázar, jugando con un motivo dilecto, el de la música, se ensaña en el mal gusto y la brutalidad de la masa; Bioy Casares, movido por una pulsión de su obra de madurez (el anhelo de intimidad), expresa su disgusto en El sueño de los héroes, donde también recurre al espacio invadido y carnavalizado por los bárbaros peronistas; Martínez Estrada, acaso el escritor que de manera más convulsa vivió la experiencia del peronismo, recurrió a la narración breve para explicar el miedo a las amenazas externas: el empleo de los motivos de la invasión y el carnaval también están presentes en él. Su cuento inédito “Berna”, del que hemos extraído algunos pasajes, refleja la imposibilidad de negociación que ve Martínez Estrada ante una sociedad animalizada. El último capítulo se ocupa de la versión del tema de la ocupación del espacio desde la perspectiva de un representante del peronismo de la primera hora, Leopoldo Marechal. A diferencia de las generaciones jóvenes del peronismo, que se van a identificar con los ideales guerrilleros de los años sesenta y tratan el tema con una violencia favorable a la idea de la lucha de clases, Marechal revisa el tema de forma tragicómica en su tercera novela Megafón, o la guerra. La crueldad aquí se revierte, paradójicamente, en el mismo héroe, a través de su autoinmolación. Las entradas o invasiones que realizan los comandos megafonianos en distintas casas de los representantes de los poderes fácticos son incruentas y se quedan en un nivel satírico. De forma solapada la novela dialoga con el tema de las casas tomadas inaugurado por Cortázar adaptándolo a un tono burlesco. La violencia y el miedo

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se disuelven mediante la catarsis por la risa marechaliana. De acuerdo con sus parámetros populistas, la historia señala a un conjunto de enemigos internos del pueblo que son sucesivamente desenmascarados. Sin embargo, la lógica totalitaria no actúa de forma completa, ya que los culpables no son víctimas de una represión física; son más bien sometidos a unos juicios de Dios de cuyo veredicto salen malparados. Pero al final solo hay una víctima de la violencia colectiva, que no es otra que el mismo protagonista. El caso de Marechal es especialmente interesante, no solo por el ostracismo que sufrió después de 1955, sino por las dificultades que podía tener un escritor formado en la cultura letrada de las élites al abrazar la causa peronista. Su figura y su producción, poco interesada en servir de hilo conductor al discurso populista dirigido a las masas, nunca fue impulsada seriamente por el peronismo. Se entiende así, al margen de otros condicionantes vitales, la sensación de aislamiento que transmite la última novela de Marechal, quien escenifica en su héroe el drama del intelectual peronista que desea aportar a la causa el poder de una palabra que su misma Revolución no está especialmente interesada en promover. “Una de las características más espectaculares y más comentadas de Borges es o fue su capacidad de situarse en el centro del sistema literario argentino, repensando, redefiniendo, refundando los elementos que lo componen y lo ubican en la cultura universal”, escribe Premat (2006, 9). En efecto, más de una vez se ha abordado el paradigma de Borges, que representaría algo así como el meridiano desde el cual se interpretaría el desenvolvimiento del sistema literario argentino. Desde los tiempos de la revista Contorno se ha establecido con éxito la dicotomía Borges-Arlt, pero también después Borges-Puig, Borges-Cortázar, Borges-Sábato, Borges-Piglia, Borges-Saer… ¿Y Borges-Marechal? En relación con la materia que hemos ido manejando en este libro, el binomio Borges-Marechal permite preguntarse por las relaciones del campo literario argentino desde los años 20 a los 70 del siglo pasado: las reacciones y los silencios de la crítica, las afinidades y divergencias programáticas, las adhesiones y alejamientos con respecto a los discursos de poder. Desde

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un marco biográfico, ambos coincidieron en su juventud martinfierrista, lo que les nutrió de un aprecio por la cultura humanista y les llevó a formar parte del centro de la intelectualidad argentina en los años veinte y treinta: dos líneas que se cruzan y se detienen en un mismo punto. En la década del cuarenta optan por caminos definitivamente opuestos en lo político, lo que trae consecuencias para la situación de cada uno dentro del campo literario. El clima revuelto del país terminó de destruir cualquier reencuentro. A todo ello contribuyeron los desaires ante cierta novela, la denegación de un premio, el desplazamiento de un empleo de bibliotecario o el ostracismo injusto tras un cambio de gobierno. Dos líneas que se alejan: el escepticismo liberal y el nacionalismo populista. Ahora bien, fuera de las exclusiones padecidas por los dos, he tratado de destacar algunos puntos en común que perduraron, pese a todo, en las poéticas de Borges y Marechal. Basta pensar en el impulso creador que procede seguramente de la fuerte conciencia de vivir en una periferia geográfica y cultural. Su relación multiforme con la tradición literaria occidental es un elemento que, con variaciones de uno y otro lado, los aproximan. Ambos comparten una esfera de preocupaciones y más puntos de convergencia de los que pudiera pensarse. La crítica actual ya ha ido despejando algunos prejuicios: ni Marechal es un nacionalista cerrado, ni Borges un escritor despreocupado de la cultura popular. Durante el velorio nocturno de Juan Robles, uno de los episodios más cómicos del Adán Buenosayres, el protagonista y sus jóvenes amigos intelectuales, entre los que se encuentra un Borges de caricatura, se conducen de forma un tanto escandalosa. Entonces el pesado Rivera se acerca solemnemente a un Samuel Tesler bastante perjudicado por el alcohol y le sacude un zapatillazo en la cabeza. Este brote inesperado de violencia sirve de catarsis para que se recupere la cordialidad entre todos. Es un golpe simbólico, como si la alpargata popular propinara un aviso en la mente libresca del intelectual, todo contado en un tono zumbón. ¿Alpargatas o libros? Borges y Marechal trabajan sobre los dos polos de la oposición, materiales heterogéneos que

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manejan con brillante irreverencia. Las líneas de Borges y Marechal se alejan y se vuelven a encontrar, por ejemplo, en Adán Buenosayres y “El Aleph”, la enciclopedia y la miniatura. En estos dos textos contemporáneos se refiere el drama del poeta que pierde a una amada ideal, incomprensiva y perdida en el más allá de la muerte. Beatriz Viterbo o Solveig Amundsen son modulaciones de un arquetipo de la mujer accesible desde la cultura letrada, así como los intentos de transmutarla en materia literaria nos remiten a Dante, figura tutelar de las dos piezas. Así pues, frente a la apabullante irrupción de la modernidad masificada, Borges y Marechal ejemplifican las tensiones y contradicciones del escritor de su tiempo, formado en la conciencia de pertenecer a una minoría formada en los valores humanísticos y, al mismo tiempo, volcado en la preocupación por un mundo en transformación política y social. Ante el desafío del discurso populista, ante la presencia física de unas masas hasta entonces irreconocibles, ellos, como el resto de sus compañeros, no pudieron quedarse indiferentes. Aquí las réplicas de uno y otro fueron opuestas. En el plano biográfico el dibujo de sus líneas terminó por distanciarse, como sucedió con la escisión de la sociedad que les tocó vivir. Quede a la crítica la tarea de reanudar las conexiones que la historia separó sin aparente remedio.

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Índice onomástico

A Adam, Carlos 184 Aínsa, Fernando 150 Alberdi, Juan B. 32 Altamirano, Carlos 14, 15, 54, 5758, 61, 103, 110, 137-138, 140 Altamirano, Ignacio M. 15 Álvarez Junco, José 60 Amadeo, Mario 43, 110 Anderson, Benedict 60 Andrés, Alfredo 75, 188-189, 193, 200 Ansolabehere, Pablo 39-40 Ascasubi, Hilario 120-121 Augé, Marc 13 Avellaneda, Andrés 24, 119, 121, 149 B Bachelard, Gaston 149 Bajtín, Mijaíl 168, 172, 182-183 Balderston, Daniel 115, 196 Balzac, Honoré de 12 Banchs, Enrique 75 Barletta, Leónidas 114 Bastos, María Luisa 169 Baudelaire, Charles 12 Beasley-Murray, Jon 19 Bénichou, Paul 14 Beraza, Luis Fernando 78 Berman, Marshall 19, 32

Bernárdez, Francisco L. 43 Bernetti, Jorge 58, 60, 190 Bianchi, Alfredo 37 Binns, Niall 66 Bioy Casares, Adolfo 20, 25, 37, 41-42, 67-68, 70, 109, 117-118, 121, 124-125, 127-128, 130132, 149, 151, 166, 167-171, 214-215 Blaistein, Isidoro 151 Blanco, Mariela 27, 121-122, 125, 153, 190, 196, 201 Borello, Rodolfo 24, 93, 135, 139140, 151, 176, 179 Borges, Jorge Luis 20, 25, 51, 68, 70, 76, 109-118, 120-125, 127-131, 145, 166, 169-170, 172, 189, 192, 195-196, 210, 213-214 Bosca, Roberto 104 Bourdieau, Pierre 22 Bracamonte, Jorge 23, 24, 139 Bravo, Fernando 194 Brunetière, Ferdinand 12 Bunge de Gálvez, Delfina 71, 80, 94-97, 102, 104-105 C Calvo Serraller, Francisco 12 Cambaceres, Eugenio 33-34, 42 Campra, Rosalba 147

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Índice onomástico

Cane, James 50 Canetti, Elias 18-19, 55, 61, 209, 210 Casares, Tomás D. 37, 43 Cerda Neira, Kristov 166 Cerrano, Carolina 27 Chávez, Fermín 73, 80, 87-88, 9596 Cheadle, Norman 27, 69, 190 Cooke, John William 175 Cortázar, Julio 20, 25, 64, 68, 74, 140, 148-149, 152, 155-166, 191, 214 Cortés Rocca, Paola 119 Culler, Jonathan 136 D Darío, Rubén 16, 25 Del Carril, Bonifacio 104 Denevi Marco 151 Díez Gómez, Adolfo 82 Dosse, François 14 Duarte, Eva 26, 46-47, 49, 54, 56, 87 Dülmen, Richard van 31 E Echeverría, Esteban 16, 120-121, 124-126, 158 Edwards, Rodolfo 24, 71, 86, 113 Etchecopar, Máximo 43 Eujanián, Alejandro 39 Even-Zohar, Itamar 22 F Fernández Retamar, Roberto 18 Finchelstein, Federico 51, 145

Fiorucci, Flavia 63, 70-71, 114, 190, 191 Flaubert 12 Freud, Sigmund 18 Fuentes, Carlos 20 G Galasso, Norberto 73-74, 89, 211 Galván, Luis 20, 27, 93 Gálvez, Lucía 94-95 Gálvez, Manuel 25, 69, 71, 95-108, 112, 122, 191, 214 Gambini, Hugo 58 Gamerro, Carlos 149, 155-156, 158-159 García Márquez, Gabriel 117 García Martínez, J. A. 191 Gautier, Théophile 12 Gené, Marcela 64-65, 145 Georgieff, Guillermina 192, 194 Gerbault, Alain 25 Germani, Gino 52 Ghiretti, Héctor 27 Gilman, Claudia 154 Giordano, Alberto 39 Girard, René 126, 129-131, 162, 163, 207 Giusti, Roberto F. 37, 75, 114, 191 Goebel, Michael 101, 139, 143 Gombrowicz, Witold 20 Gomes, Miguel 136 Gómez, Susana 148 Goncourt, Edmond de 12 González Álvarez, José Manuel 25 González, Carina 24, 27 González Lanuza, Eduardo 191 González Leandri, Ricardo 15, 49 González Prada, Manuel 15 González Tuñón, Raúl 139

Índice onomástico Gramuglio, María Teresa 36, 97, 98 Grondona, Adela 80, 81 Guebel, Daniel 155 Guido, Beatriz 25, 132-135, 137, 149-150, 214 Gunia, Inke 27 Gutiérrez, Eduardo 147 H Halperín Donghi, Tulio 66 Hernández Arregui, J. J. 52, 74, 76, 192 Hernández, José 147 Herráez, Miguel 156-157 Hobsbawn, Eric J. 57 I Intersimone, Luis Alfredo 135 Isaacs, Jorge 15 J James, Daniel 54, 138 Jauretche, Arturo 25, 52, 73-74, 8485, 89-92, 110, 126, 134-135, 175, 192 Jurado, Alicia 83 K Kayser, W. 183 King, John 35, 141, 190 Korn, Guillermo 80 L Lamborghini, Leónidas 88 Le Bon, Gustave 18, 55, 57-58, 211

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Leonardi, Yanina A. 63-64, 199 Levine, Suzanne Jill 166 Llano, Alejandro 130, 163 Lojo, María Rosa 27, 125, 129, 207 Louis, Annick 66, 112, 124 Ludmer, Josefina 115 Luengo, Ana 161 Luna, Félix 45, 53, 58 M Mailer, Norman 175 Mallea, Eduardo 82, 98 Mansilla, Lucio Victorio 15 Márai, Sándor 24 Marechal, Leopoldo 20, 25, 43, 74-75, 83, 111-112, 114, 188208, 215, 216 Marechal, María de los Ángeles 27, 75, 190, 192, 200 Margolin, Uri 20 Martí, José 16-17 Martínez Estrada, Ezequiel 25, 51, 60, 62, 68, 83-86, 98, 110, 112, 116, 140, 172-181, 183188, 214-215 Martínez Gramuglia, Pablo 71-72 Meyer-Minnemann, Klaus 161 Miller, Nicola 68, 74 Miranda, Lida 46, 104 Montaldo, Graciela 16, 18, 30, 111, 179 Montalvo, Juan 15 Montes Bradley, Eduardo 68, 138, 157, 158 Monti, Antonio 82 Moraes Medina, Mariana 27, 141, 175, 184 Morello Frosch, Martha 161

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Índice onomástico

Mucci, Cristina 133 Murena, Héctor A. 151 N Navarro, Marysa 48, 160 Navascués, Javier de 18, 166, 171, 191, 199 Neiburg, Federico 52, 78, 81, 86, 90-91, 145 Nemrava, Daniel 154-155 Neruda, Pablo 18 O Ocampo, Victoria 35-36, 40, 51, 70, 75, 140-141, 194, 211 Olea Franco, Rafael 102 Oliver, María Rosa 25, 51, 140-145, 210 Onetti, Juan Carlos 20 Orgambide, Pedro 116, 176, 184 Orloff, Carolina 159, 165 Ortega y Gasset, José 18, 41, 55, 57, 211 Ortiz, Eugenia 32, 33 P Page, Joseph A. 58-59, 62, 78 Paita, Jorge A. 110 Pastoriza, Elena 44, 81 Pastor, Reynaldo Alberto 104 Peicovich, Esteban 76 Pérez, Alberto J. 24, 86, 88 Perón, Juan Domingo 20-22, 45-55, 57-62, 212 Perrone, Jorge 92-93, 126, 202 Piglia, Ricardo 153-155, 202 Piñera, Virgilio 20

Pla, Roger 139 Plotkin, Mariano 15, 49, 52, 55-56, 60, 79, 84 Podetti, Ramiro 27 Pons, María Cristina 65 Prego Gadea, Omar 157 Premat, Julio 216 Prieto, Adolfo 34 Puiggrós, Adriana 58, 60, 140, 190 Punte, María José 24 Q Quinziano, Franco 102 Quiroule, Pierre 40 R Rama, Ángel 15, 40 Ramos Mejía, José María 34, 35 Rapalo, María Ester 36 Rein, Raanan 46, 65, 78 Richardson, Brian 20 Rivas, Pablo 139 Rivera, Jorge B. 70, 139 Rodó, José Enrique 15, 17-18, 23, 90 Rodríguez Monegal, Emir 133 Romera Rozas, Ricardo 120 Romero, José Luis 15, 30, 110, 137 Royo, Amelia 116 Rozenmacher, Germán 151-155, 202, 215 S Sábato, Ernesto 29, 109-110, 137 Sáinz-Hayes, Ricardo 75 Sánchez Sorondo, Marcelo 43 Sarlo, Beatriz 34, 36, 82, 110, 115, 137

Índice onomástico Sarmiento, Domingo F. 15-16, 35, 89 Sartre, Jean-Paul 14 Scalabrini Ortiz, Raúl 71, 74, 76, 88, 98 Scheines, Graciela 170 Scholz, László 164-165 Schweblin, Samanta 155 Sebreli, Juan José 74, 148-149 Shils, Edward 14 Sicardi, Francisco A. 40 Sigal, Silvia 67, 73 Speroni, Miguel Ángel 92 Stendhal 11, 12, 106 Sturluson, Snorri 116 Sux, Alejandro 39-40 Svampa, Maristella 92, 138, 199 T Theroux, Edward 25 Thon, Sonia 115 Tizón, Héctor 155 Torre, Juan Carlos 44, 81, 84 U Urbain, Jean-Didier 25 V Vallejo, César 18 Vertbisky, Horacio 134 Villanueva, Héctor 87-88 Viñas, David 67, 97, 110, 174, 176 W Walzer, Michael 14 Weinberg, Liliana 176-177

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Wernicke, Enrique 139 Williamson, Edwin 111 Winock, Michael 12, 14 Z Zanatta, Loris 43, 46-48, 52, 68-69, 85, 94, 97, 199, 202-203 Zanca, José A. 37, 95, 104 Zuleta Álvarez, Enrique 36