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Spanish; Castilian Pages 330 Year 2023
ADAPTACIONES LITERARIAS EN EL CINE Y LA TELEVISIÓN ESPAÑOLES Historia, espacio, género Sally Faulkner Traducción de Manuel Cuesta
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La Casa de la Riqueza Estudios de la Cultura de España 68
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l historiador y filósofo griego Posidonio (135-51 a.C.) bautizó la Península Ibérica como «La casa de los dioses de la riqueza», intentando expresar plásticamente la diversidad hispánica, su fecunda y matizada geografía, lo amplio de sus productos, las curiosidades de su historia, la variada conducta de sus sociedades, las peculiaridades de su constitución. Sólo desde esta atención al matiz y al rico catálogo de lo español puede, todavía hoy, entenderse una vida cuya creatividad y cuyas prácticas apenas puede abordar la tradicional clasificación de saberes y disciplinas. Si el postestructuralismo y la deconstrucción cuestionaron la parcialidad de sus enfoques, son los estudios culturales los que quisieron subsanarla, generando espacios de mediación y contribuyendo a consolidar un campo interdisciplinario dentro del cual superar las dicotomías clásicas, mientras se difunden discursos críticos con distintas y más oportunas oposiciones: hegemonía frente a subalternidad; lo global frente a lo local; lo autóctono frente a lo migrante. Desde esta perspectiva podrán someterse a mejor análisis los complejos procesos culturales que derivan de los desafíos impuestos por la globalización y los movimientos de migración que se han dado en todos los órdenes a finales del siglo xx y principios del xxi. La colección «La Casa de la Riqueza. Estudios de la Cultura de España» se inscribe en el debate actual en curso para contribuir a la apertura de nuevos espacios críticos en España a través de la publicación de trabajos que den cuenta de los diversos lugares teóricos y geopolíticos desde los cuales se piensa el pasado y el presente español. Consejo editorial: Susana Asensio Llamas (CSIC, Madrid) Dieter Ingenschay (Humboldt-Universität, Berlin) Jo Labanyi (New York University) Fernando Larraz (Universidad de Alcalá) José-Carlos Mainer (Universidad de Zaragoza) Susan Martin-Márquez (Rutgers University, New Brunswick) José Manuel del Pino (Dartmouth College, Hanover) Joan Ramon Resina (Stanford University) Isabelle Touton (Université Bordeaux-Montaigne) Ulrich Winter (Philipps-Universität Marburg)
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ADAPTACIONES LITERARIAS EN EL CINE Y LA TELEVISIÓN ESPAÑOLES Historia, espacio, género
Sally Faulkner Traducción de Manuel Cuesta
Iberoamericana • Vervuert • 2023
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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www. conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47). Este libro es una traducción actualizada y aumentada de Literary Adaptations in Spanish Cinema publicado por Tamesis-Boydell & Brewer en 2004. © Iberoamericana, 2023 Amor de Dios, 1 – E-28014 Madrid Tel.: +34 91 429 35 22 © Vervuert, 2023 Elisabethenstr. 3-9 – D-60594 Frankfurt am Main Tel.: +49 69 597 46 17 [email protected] www.iberoamericana-vervuert.es ISBN 978-84-9192-314-5 (Iberoamericana) ISBN 978-3-96869-357-6 (Vervuert) ISBN 978-3-96869-358-3 (e-Book) Depósito legal: M-22234-2023 Diseño de cubierta: Rubén Salgueiros The paper on which this book is printed meets the requirements of ISO 9706 Impreso en España
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Contenido
Agradecimientos . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 11 1. Introducción . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 13 Textos y contextos . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 13 De las adaptaciones literarias a la cultura de la convergencia. Notas para la traducción de 2023 . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 35 2. Las películas después de Franco y la novela de posguerra. Estética e historia . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 41 La colmena (Camus 1982). En busca de la autenticidad . . . . 55 Tiempo de silencio, tiempo de protesta: Tiempo de silencio (Aranda 1986) . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 69 3. Espacios rurales y urbanos. Violencia y nostalgia en el campo y la ciudad . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 91 Espacio rural . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 100 Pascual Duarte (Ricardo Franco 1976). Violencia en el espacio absoluto . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 102 Los santos inocentes (Camus 1984). Nostalgia del espacio absoluto . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 110 Espacio urbano . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 119 Historias del Kronen (Armendáriz 1995). Violencia en el espacio abstracto . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 120 Carícies [Caricias] (Pons 1998). Más allá del espacio abstracto . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 128
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4. Revisitando la novela decimonónica. Las adaptaciones de Fortunata y Jacinta y La Regenta desde una perspectiva de género . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 141 Alas recortadas. Adaptaciones cinematográfica y televisiva de Fortunata y Jacinta . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 156 Fortunata y Jacinta (Fons 1970) . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 157 Fortunata y Jacinta (Camus 1980) . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 170 El gobierno de la mirada. Adaptaciones cinematográfica y televisiva de La Regenta . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 186 La Regenta (Gonzalo Suárez 1974) . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 189 La Regenta (Méndez-Leite 1995) . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 197 5. Una artera relación. La deuda de Buñuel hacia Galdós . . 213 Nazarín (Buñuel 1958). De la incertidumbre a la censura . . . 229 Tristana (Buñuel 1970). De la ambigüedad al sabotaje . . . . . 246 6. Conclusión. Cine e historia . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 271 Filmografía . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 277 Bibliografía . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 283 Índice analítico . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 315
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Para mis padres, Anthony y Helen Faulkner
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Agradecimientos
Este libro es una versión revisada de una tesis doctoral defendida en la University of Cambridge en 2001 bajo la dirección del catedrático Paul Julian Smith. Fue un privilegio que me guiase un estudioso tan inspirador. También quisiera dar las gracias a la catedrática Alison Sinclair y al Dr. Dominic Keown —ambos de la University of Cambridge— por alimentar mi interés en la cultura española moderna mientras cursaba la licenciatura, animándome a continuar con una investigación de posgrado y no dejando de apoyarme nunca desde entonces con sus generosas sugerencias. El catedrático Peter Evans, del Queen Mary College —de la University of London—, me ofreció muchos enfoques muy valiosos como examinador de mi tesis. Quedo muy reconocida también al catedrático D. Gareth Walters, de la University of Exeter, por sus útiles comentarios sobre una versión previa del presente libro. Mi tesis doctoral la financió un Postgraduate Award del Arts and Humanities Research Board. Querría asimismo agradecer al Fitzwilliam College, de la University of Cambridge, por seleccionarme para la beca de investigación en humanidades E. D. Davies de 1999 a 2001. Mis estancias de investigación en España las financiaron el Fitzwilliam College y la Jebb Fund Grant. A las fases finales de la publicación contribuyeron, en la University of Exeter, el comité de investigación de la School of Modern Languages y el Department of Hispanic Studies.
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Entre 2000 y 2002 presenté partes de los capítulos segundo, tercero, cuarto y quinto a modo de ponencias en los siguientes foros: el sexto Forum for Iberian Studies, titulado «Cinema and History» (University of Oxford); el congreso «Screening Identities» (University of Wales, Aberystwyth); el seminario del Centre for Research in Film Studies (University of Exeter); el Twentieth-Century Graduate Reading Group (University of Cambridge); el Hispanic Research Seminar (University of Cambridge); el Hispanic and Latin-American Film Seminar (Queen Mary College, University of London); el congreso «Travelling Texts: Spain and Latin America» (University of Stirling); el congreso «El género y el espacio» (Universidad de Huelva), y el congreso anual de la Association of Hispanists of Great Britain and Ireland (University of Cork). Doy las gracias a todos los organizadores y participantes por sus útiles apuntes. Algunos materiales de los capítulos segundo, tercero y quinto aparecieron en «The Question of Authenticity: Camus’s Film Adaptation of Cela’s La colmena», «Catalan City Cinema: Violence and Nostalgia in Ventura Pons’s Carícies» y «Artful Relation: Buñuel’s Debt to Galdós in Nazarín and Tristana». Agradezco a los editores de Studies in Hispanic Cinema, New Cinemas: Journal of Contemporary Film e Hispanic Research Journal, respectivamente, que me permitiesen reimprimir dichos materiales aquí. Para terminar, quisiera dar las gracias, por su acompañamiento emocional e intelectual, al Dr. Nicholas McDowell. Pennsylvania, Exeter, 2004 Para esta versión española del libro de 2004, quedo agradecida a los colegas, amigos y familiares que nombré en los agradecimientos primeros. También me gustaría dar las gracias a Rebecca Aschenberg, de Iberoamericana Vervuert, por su implicación en la presente versión española, así como a Manuel Cuesta por su esmero como traductor mío. St Leonard’s, Exeter, 2023
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Introducción
Textos y contextos El cine narrativo se debe, conforme hoy lo conocemos, a la literatura. Desde la consolidación, en el primer cine sonoro, de ese «modo institucional de representación» que todavía prevalece —y que se basa en las técnicas de la novela decimonónica—1 hasta la actual compra de
1 Noël Burch acuñó el término «modo institucional de representación» para referirse a las estructuras del sistema narrativo clásico (véase Cook 1995, 208 y 212215). Un artículo muy citado que Serguéi Eisenstein publicó en 1942, «Dickens, Griffith y el cine en la actualidad» —véase Eisenstein (1999)—, demuestra cómo las técnicas narrativas de D. W. Griffith se desarrollaron a partir de la novela decimonónica. A su vez, la obra de Griffith sentó las bases del mencionado «modo institucional de representación» (véase, por ejemplo, Peña Ardid 1996, 128-154). Si bien suele considerarse un axioma que, como afirma James Monaco (2000, 44), «el potencial narrativo del cine es tan notable que no ha desarrollado su vínculo más fuerte con la pintura —ni siquiera con el drama—, sino con la novela», habría que señalar que el desarrollo de la sintaxis fílmica fue influido por medios de expresión plurales, entre ellos la novela, el teatro y el folletín (véase Brewster y Jacobs 1997, VI). El trabajo de Ben Brewster y Lea Jacobs (1997) apunta de
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derechos de best sellers por parte de corporaciones cinematográficas globales, y desde la sofisticada intertextualidad literaria del cine de arte y ensayo hasta la lucrativa explotación comercial que las películas de Hollywood hacen de títulos de libros previamente promocionados, la influencia de la literatura en el cine —la «musa cruzada» (mongrel muse) de Raymond Durgnat (1977)— es una realidad de toda ficción fílmica. La historia de la relación entre la literatura y el cine es, por tanto, lógicamente la historia del cine mismo; pero el estudio de un aspecto concreto de esta relación, las adaptaciones cinematográficas de textos literarios, fomenta la investigación de dos asuntos tan importantes como específicos; a saber, la naturaleza formal del cine frente a la literatura, y el diálogo que se genera entre los distintos contextos históricos, culturales y de industria en que se producen los textos literarios y sus adaptaciones a la pantalla. Maneras de acercarse a las adaptaciones Un ámbito de estudio académico tan rico en sugerencias para el análisis de temas tanto estéticos como ideológicos se ha visto obstaculizado, sin embargo, por enfoques críticos y teóricos limitadores2. Esto se debe al hecho de que las adaptaciones literarias nunca han dejado de ser el campo de batalla en el que se dirimía el estatus del cine. En los primeros tiempos de este, las películas basadas en libros y obras teatrales suscitaron un debate sobre si la cinematografía podía calificarse de arte autónomo y, en caso afirmativo, cuál sería la «esencia» de tal arte. Más adelante, los estudios sobre adaptaciones fueron víctima del desarrollo del cine como objeto legítimo de la investigación académica. Los primeros debates sobre las adaptaciones literarias en el cine evidencian un sesgo extremo. Para quienes buscaban silenciar los hu-
algún modo a corregir lo que estos autores consideran un énfasis excesivo en la novela en su estudio de la influencia del drama sobre el cine de la década de 1910. 2 Para una panorámica (hostil) de la evolución de la crítica de las adaptaciones, véase Ray (2000).
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mildes orígenes del nuevo medio como espectáculo de feria y propugnar el cine como nuevo arte —atrayéndose así a los públicos de clase media—, las adaptaciones de textos canónicos eran la prueba de las credenciales artísticas del cine3. Otros, en cambio, aducían las adaptaciones literarias precisamente como prueba de lo contrario. Argumentando que tales películas ponían de relieve la deuda del cine para con otro medio artístico, afirmaban que aquel era dependiente de la literatura y carecía de modos expresivos propios4. En ambos casos, la apreciación de la naturaleza específica de las adaptaciones literarias quedaba oscurecida por motivaciones ideológicas espurias. Y esto encontramos que también sucedió cuando, en la década de 1950, la adaptación literaria volvió a dar pie a discusiones sobre la naturaleza del cine. En las páginas de los Cahiers du Cinéma, los influyentes pensadores de la Nouvelle Vague francesa planteaban la figura del director como «autor» (auteur) —adoptando, irónicamente, un concepto literario de autoría— en oposición al metteur en scène o littérateur, que se limitaba a transcribir obras literarias al medio fílmico. Dejando convenientemente al margen el hecho de que precisamente las películas que ellos reverenciaban estaban basadas en textos literarios —pensemos en cintas de Hitchcock como Los treinta y nueve escalones, basada en una novela de John Buchan, o Sabotaje, basada en una novela de Joseph Conrad, véase Naremore (2000, 6-7)—, estos críticos atacaban la tradition de qualité francesa de ese entonces por su
3 Al mismo tiempo que la neoyorquina Vitagraph Company y la parisina Société de Film d’Art andaban produciendo adaptaciones literarias —véase Naremore (2000, 4)—, en España, Films Barcelona e Hispano Films recurrían al canon literario español (por ejemplo, con Don Quijote de la Mancha, Cuyàs 1910). Luego, Adriá Gual se puso al frente de Barcinógrafo, que, con sede en Barcelona, produjo una serie de adaptaciones literarias como El alcalde de Zalamea (Gual 1914). Véase Seguin 1996, 9 y 13. 4 Por ejemplo, Virginia Woolf plantea, escribiendo antes de la introducción del sonido, que las adaptaciones literarias habían sido «desastrosas para ambos [el cine y la literatura]», y que el cine debería aspirar a transmitir «innumerables símbolos de emociones que aún no han conseguido encontrar expresión» (véase Woolf 1997, 265-266).
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excesivo empleo de la adaptación literaria5. Lo que estas diatribas parecen revelar es el temor de que las adaptaciones literarias despojasen al cine de su estatus de medio diferenciado, preocupación de la que se hace eco un crítico español, en una fecha tan posterior como 1989, al sostener que la adaptación literaria «es la renuncia a la autonomía del lenguaje cinematográfico» (Carlos Heredero citado en Losilla 2002, 125, nota 5). El trabajo académico sobre las adaptaciones literarias fue otra víctima del nacimiento de los estudios sobre cine como disciplina. Las adaptaciones de textos canónicos se convirtieron en la divisoria entre los estudios literarios y los fílmicos —para un relato típico de esto, véase Friedman (1993, XI-XII)—, y los estudiosos con formación académica en la más antigua de ambas artes interpretaron las adaptaciones cinematográficas desde el punto de vista de la crítica literaria. Los estudiosos del cine, por su parte, queriendo dejar claro el carácter autónomo de este como disciplina académica, hicieron suyas las ideas de la Nouvelle Vague francesa y o bien consideraron las adaptaciones literarias insuficientemente «cinematográficas», desatendiendo su estudio por completo —véase Braudy y Cohen (1999, 397)—6, o bien se limitaron a obviar los orígenes literarios de las películas, interpretando las adaptaciones cinematográficas como cualesquiera otros filmes (véase Peña Ardid 1999, 13). De manera que del estudio de las adaptaciones se empezaron a ocupar estudiosos de la literatura con poco conocimiento del nuevo medio7. 5 Véase el ataque de François Truffaut a la mencionada tradition de qualité —así como su llamamiento a una «politique des auteurs»— en su artículo de 1954 «Une certaine tendance du cinéma français» (véase Truffaut 1976). Los cineastas italianos también repudiaban lo literario cuando forjaron el igualmente influyente movimiento neorrealista (véase M. Marcus 1993, 4-10). 6 Ginette Vincendeau señala (2001, XV) que los manuales de estudios sobre cine —por ejemplo, The Cinema Book (Cook y Bernink 1999), The Oxford Guide to Film Studies (Hill y Church Gibson 1998) y El arte cinematográfico. Una introducción (véase Bordwell y Thompson 2001, primera edición en 1979)— tienden a ignorar las adaptaciones literarias. 7 Resulta sorprendente el hecho de que, en ocasiones, los autores de estudios publicados sobre literatura y cine sigan reconociendo, como lo más normal, que
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El resultado fue un enfoque de las versiones cinematográficas de los originales literarios en términos de fidelidad (fidelity criticism) y que evidenciaba este conocimiento desigual. Los críticos juzgan, en efecto, en qué medida una película es fiel al texto, pero, teniendo en cuenta que su pericia en el medio textual prevalece sobre su comprensión del medio cinematográfico, semejantes estudios tienden a presuponer una superioridad artística de la literatura y, mediante la comparación de un texto canónico con su adaptación, simplemente reconfirman dicha jerarquía y consideran las adaptaciones traiciones (véase Horton y Magretta 1981, 1). Robert Ray ofrece un convincente relato del desarrollo de este enfoque, planteando (2000, 45) que muchos autores de estudios sobre adaptaciones fílmicas se limitaban a trasponer las perspectivas del new criticism o formalismo estadounidense —con su «cosificada noción del texto» y su «famosa hostilidad a la traducción»— para «fomentar […] la obsesiva cantinela [de que] las versiones cinematográficas de clásicos literarios no conseguían igualar a sus modelos». El problema de este enfoque en términos de fidelidad no reside, por tanto, en que el texto literario y la adaptación cinematográfica se comparen desde el punto de vista de cuán fiel sea la adaptación. Porque una posible definición de «adaptación» es la siguiente: «Ajustar algo a otra cosa» (véase DRAE, v. s., «adaptar»). El estudio de las adaptaciones es, así, lógicamente una comparación entre «algo» y «otra cosa», y cualquier comparación dependerá esencialmente de la idea de fidelidad, pues la diferencia es lógicamente dependiente de la posibilidad de la semejanza. El problema del enfoque en términos de fidelidad consiste en que se trata de una perspectiva comprometida ideológicamente, ya que asume la superioridad de la literatura y, en consecuencia, la existencia de una jerarquía entre las artes. La primera monografía sobre el tema de la adaptación literaria —Novels into Film, de George Bluestone (1973)— da por descontada semejante jerarquía. Este estudioso, que escribió esta obra mientras los cineastas europeos rechazaban las adaptaciones en sus respectivas
no tienen un conocimiento formal de la cinematografía. Véanse Becerra Suárez 1997, 21 y Villanueva 1999, 185.
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cinematografías nacionales, sencillamente parte de la base de una superioridad de la novela y selecciona como muestras de su estudio adaptaciones fílmicas estadounidenses mediocres. El libro resultante es una vasta ilustración de la tautología de que la novela y la adaptación son diferentes porque la literatura y el cine son diferentes o, con otras palabras, de que «los rasgos que caracterizan a estos dos medios difieren tan profundamente, que cada uno pertenece a un género artístico distinto» (Bluestone 1973, VIII). Esta afirmación, si bien tampoco es que aporte demasiado, por lo menos no es controvertida. Decir cosas, sin embargo, como que «únicamente el lenguaje hace suyos […] motivos, sueños, recuerdos» (1973, XVIII), no solo delata una posible falta de conocimientos fílmicos —pues el cine surrealista, por dar un caso, exploró precisamente tales ámbitos—, sino que deja en evidencia un sesgo ideológico en favor de la más antigua de ambas artes. Con una reverencia hacia lo elitista y un desdén por lo popular y masificado casi estereotípicos, Bluestone observa (1973, 64) que «un arte cuyos límites dependan de una imagen en movimiento, de un público masivo y de una producción industrial, diferirá forzosamente de un arte cuyos límites dependan del lenguaje, de un público limitado y de una producción limitada». La distinción que Bluestone establece entre un «público masivo» y un «público limitado» revela un pensamiento modernista respecto a las jerarquías artísticas conforme al cual el enfoque en términos de fidelidad resulta lógico. Merece la pena considerar el tema de las adaptaciones literarias a la luz de Los intelectuales y las masas, de John Carey (1992). Este autor plantea provocadoramente que el significativo aumento de la alfabetización que se produjo en Europa a finales del siglo xix ponía en peligro lo que hasta entonces venía siendo el privilegio exclusivo de la alta literatura. «El propósito de la escritura modernista», sugiere Carey (1992, VII), «era excluir a los lectores recién instruidos —o “semiinstruidos”— y preservar el aislamiento intelectual respecto a las masas». Antes que esto, ya existía una distinción entre «los intelectuales» y «las masas» que venía dada por las diferencias en términos de instrucción. Carey recurre a Ortega y Gasset, el principal filósofo español de la Modernidad, para mostrar que, en el arte, el movimiento moderno buscaba mantener tal diferencia y, desarrollando
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esa estética suya rebuscada, «dividir al público en dos clases: los que pueden entender […] y los que no» (1992, 17)8. El persuasivo planteamiento de Carey arroja luz sobre el asunto de las adaptaciones literarias porque existen reveladoras semejanzas entre la denigración modernista del tipo de obras literarias que leen las «masas» recién instruidas, y la crítica hostil de las adaptaciones fílmicas de obras del canon literario reverenciado. La intelligentsia modernista condenaba, en efecto, la literatura popular compuesta «para las masas», por ejemplo las primeras novelas de J. B. Priestley —véase Carey (1992, 38)—, por el motivo de que tales obras implicaban que la literatura ya no era la prerrogativa exclusiva de dicha intelligentsia, cuya respuesta consistió en encarecer la oscuridad, la abstracción y la dificultad en la idea de que, «en arte, lo verdaderamente meritorio se considere la prerrogativa de una minoría, la de los intelectuales» (1992, 18). Menudo desastre, así las cosas, si el canon literario, e incluso las propias obras literarias del movimiento moderno, podían adaptarse al cine y hacerse, en consecuencia, accesibles a todos. No es de extrañar, por tanto, que Virginia Woolf, una figura prototípica de aquella modernidad, calificase las adaptaciones cinematográficas (1977, 265) de «desastrosas» e «innaturales». ¿Cómo podría ser de otra manera, teniendo en cuenta que, para ella (1977, 264), ver cine es una práctica de «los salvajes del siglo xx» por virtud de la cual «el ojo se traga sin más lo que le echen y el cerebro, gratamente excitado, se limita a ver suceder cosas sin forzarse a pensar»? Con una reveladora referencia al advenimiento de la educación pública, Woolf se queja (1977, 266) de que, en un medio como el cinematográfico, la gran literatura «queda reducida a palabras monosílabas que se garabatean a la manera de un escolar analfabeto». Lo que resulta sorprendente es que esta desconfianza en el nuevo medio continuase teniendo tanta influencia. Pues, aunque puede que el lenguaje se haya moderado, los sentimientos siguen siendo los mismos.
8 Cabe señalar que, en la España del siglo xx, el cultivo de lo abstracto en el arte a menudo se puede explicar por el deseo de eludir la censura de regímenes represivos como el franquista.
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La crítica en términos de fidelidad tiende, así, a condenar una «traición» hacia lo que subjetivamente se percibe como la «esencia» de un texto literario inevitablemente superior. Críticos tanto del cine estadounidense, como de cinematografías europeas, se han alineado, sin embargo —a menudo desde el rechazo posmoderno de «un texto modélico puro del que se desprenden copias devaluadas», véase Vincendeau (2001, XVI)—, para atacar semejante crítica esencialista, a la que califican —véase M. Marcus (1993, 16)— de «ejercicio glorificado del gusto personal»9. Pero el carácter cuestionable de la crítica en términos de fidelidad no debería hacernos desterrar sin más la palabra «fidelidad» del vocabulario de los estudios sobre adaptaciones cinematográficas. Debemos tener presente, antes bien, la observación de John Ellis (1982, 3) de que, «en las adaptaciones de clásicos literarios, o de best sellers, toda la estrategia publicitaria fomenta […] una valoración [basada en la fidelidad]». Lo que sí que ha de evitarse es la elitista asunción de que existe una jerarquía entre las artes. En los capítulos que siguen, la fidelidad está, por tanto, implícita en mis comparaciones de textos literarios y sus adaptaciones fílmicas, pero en ningún momento se asume que estas o aquellos sean superiores. Si los rechazos críticos de la crítica en términos de fidelidad han resultado convincentes, las metodologías alternativas que se han propuesto para el estudio de las adaptaciones cinematográficas no lo son tanto. Puesto que lo que suscita la mayor censura es la naturaleza subjetiva de la crítica en términos de fidelidad, los críticos han mostrado un especial deseo de insuflar, al contrario, objetividad en el análisis de las adaptaciones. Así, en la idea de redefinir el ámbito de los estudios sobre adaptaciones fílmicas, los críticos empezaron proponiendo varias tipologías con las que esperaban categorizar objetivamente las adaptaciones10. José Luis Sánchez Noriega, por ejemplo, propone un sistema
9 Véanse, igualmente, Horton y Magretta 1981; Andrew 1999; Orr 1984; Gould Boyum 1985; Rentschler 1986; Marcus 1993; Fernández 1996; McFarlane 1996; Mínguez Arranz 1998; Whelehan 1999; Naremore 2000; Ray 2000 y Stam 2000. 10 Véanse Wagner 1975; Beja 1979; Andrew 1999; Quesada 1986; Sánchez Noriega 2000 y Jaime 2000, 105-117.
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clasificatorio (2000, 76) por cuya virtud las adaptaciones de novelas se pueden categorizar según la fidelidad o la creatividad («ilustración, […] transposición, […] interpretación [o] libre»), el tipo de narrativa («coherencia estilística [o] divergencia estilística»), la extensión («reducción, […] equivalencia [o] ampliación») o los objetivos estéticos o culturales («saqueo: simplificación y/o dulcificación, [o] modernización o actualización»). Solo que tales tipologías simplemente están clasificando y no ofrecen una metodología alternativa para comparar textos literarios con sus adaptaciones cinematográficas. En segundo lugar, el atractivo de los enfoques teóricos desarrollados durante la década de 1960 ha resultado ser muy persistente entre quienes desean contrarrestar con una objetividad sistemática la brumosa subjetividad de la crítica en términos de fidelidad. La formulación del estructuralismo que Barthes hace en su obra temprana, la aplicación de esta teoría por parte de Metz en su estudio de la semiótica del cine, y el desarrollo de la misma en la narratología de Genette, proporcionaron a los críticos de las adaptaciones fílmicas las herramientas para comparar literatura y cine, y evitar esa jerarquía que va implícita en el discurso de la crítica en términos de fidelidad. Conforme al modelo estructuralista, lo cinematográfico y lo literario se consideran códigos cuyo punto de contacto en el nivel de la narrativa hace posible la adaptación entre medios distintos. Novel to Film, de Brian McFarlane (1996), es una muestra de cómo los críticos de las adaptaciones cinematográficas siguen cautivados por este modelo estructuralista, pero también delata la paradoja de que este enfoque presenta limitaciones obvias. Tras un rechazo convencional de la crítica en términos de fidelidad, McFarlane propone una metodología cuasicientífica consistente en comparar la novela y su adaptación en términos de códigos literarios y cinematográficos recurriendo, respectivamente, a Barthes y a Metz. Basándose en la estrategia estructuralista estándar de analizar cualquier narrativa desde la distinción de histoire y discours, este estudioso plantea (1996, VII) que estas categorías se traducen en «aquello que se puede trasladar de un medio narrativo a otro (esencialmente, la narrativa), y aquello que, al depender de sistemas significativos distintos, no se puede trasladar (esencialmente, la enunciación)», permitiendo al crítico establecer «el
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tipo de relación que una película pudiera mantener respecto a una novela en la que está basada» (énfasis original). Lo que resulta atractivo de este enfoque es que destierra, efectivamente, las jerarquías subjetivas propias de la crítica en términos de fidelidad; pero el problema del estructuralismo es que no puede dar cuenta del contexto ideológico. Y así, no obstante su preocupación por ofrecer únicamente «afirmaciones rigurosas, objetivas» —véase McFarlane (1996, 195)—, este autor apenas puede evitar que el tema de la ideología se termine colando en el estudio. Porque en su introducción intenta reprimir los asuntos ideológicos con la vaga excusa (1996, 22) de que «es complicado instituir una metodología uniforme para investigar hasta qué punto las condiciones culturales —por ejemplo las exigencias de periodos bélicos, o costumbres sexuales cambiantes— puedan llevar a que en una película observemos un cambio de énfasis respecto a la novela en la que se basa». Sin embargo, al darse cuenta de que semejantes extremos son cruciales para entender la adaptación literaria de Martin Scorsese El cabo del miedo (1991), película que la monografía que nos ocupa aborda en un estudio de caso, McFarlane añade (1996, 187-193) una interesantísima sección sobre contextos ideológicos que evolucionan, pero la separa del resto de su interpretación en calidad de zona de «foco especial». Hacia la conclusión de su estudio, aunque el autor sigue poniendo entre paréntesis —tanto tipográficos como conceptuales— las cuestiones ideológicas, lo reprimido reaflora. McFarlane confiesa, en efecto, indirectamente las limitaciones del enfoque estructuralista «cuantitativo»: El hecho de que el efecto que ejercen en el espectador otros textos […] y otras presiones —por ejemplo […] influencias extracinematográficas como puede ser el ambiente ideológico— no pueda analizarse fácilmente en los términos cuantitativos arriba expuestos, no significa que la crítica de las adaptaciones pueda permitirse ignorarlos (McFarlane 1996, 201; énfasis mío).
Es sorprendente que, después de más de treinta años, el estructuralismo siga resultando atractivo a críticos de adaptaciones cinematográficas como McFarlane. Dejando aparte las inconsistencias intelectuales del enfoque ya señaladas hace mucho tiempo por filósofos
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postestructuralistas como Derrida, y aun el rechazo de este modelo por parte de los propios Barthes y Metz en sus trabajos posteriores, la discusión que antecede sobre el asunto específico de la adaptación de la literatura al cine revela que un análisis estructuralista tiene limitaciones. La comparación de ambos medios en términos de códigos narrativos plantea el tema de la forma, pero no puede dar cuenta de los aspectos ideológicos —igualmente importantes— que vienen dados por la interacción de los contextos sociales, políticos y culturales, decisivos tanto para los textos literarios como para las películas. En el cine español, este desajuste entre la práctica artística y la respuesta crítica es particularmente notable. Si algo nos enseña la historia española del siglo xx, es que la actividad creativa se enmarca en un contexto ideológico, sobre todo durante la dictadura franquista y el subsiguiente despegue democrático. Y, sin embargo, resulta decepcionante constatar que no pocos estudiosos de las adaptaciones literarias del cine español —véanse Gordillo (1992); Monegal (1993); Caparrós Lera (1995); Bikandi-Mejias (1997); Gómez Blanco (1997); Mínguez Arranz (1998) o Sánchez Noriega (2000)— esquivan estos aspectos ideológicos tan palmarios y adoptan un enfoque estructuralista. El presente libro aspira a colmar el vacío creado por tal contradicción. Textos y contextos en el cine español En su análisis de adaptaciones literarias del cine español11, este estudio examina tanto los textos como los contextos. Va en la línea, por tanto, de Susan Hayward y Ginette Vincendeau —quienes, en la introducción del volumen colectivo French Film: Texts and Contexts, afirman (2000, 2) que «los textos fílmicos surgen de una compleja red de contextos» (énfasis original)— y Dudley Andrew, autor que forma parte del mencionado volumen colectivo de Hayward y Vincendeau —véase Andrew (2000)— y ha propugnado el estudio de «la sociolo-
11 En aras de la brevedad, aquí y en otras partes uso el término paraguas de «cine» con referencia también a la televisión.
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gía y la estética de la adaptación» (Andrew 1999, 458). En el ámbito de los estudios sobre el cine español, Román Gubern ha planteado que un enfoque contextual resulta especialmente adecuado: «El caso particular de la cinematografía española, inmersa en unos vaivenes sociopolíticos tan pronunciados, permite como pocas detectar estas turbulencias en la escritura de sus textos, incluso más allá de la voluntad o de la conciencia de sus cineastas» (Gubern 1995, 17). Un argumento fundamental para el presente libro es que una jerarquía modernista entre los medios expresivos no solo es ideológicamente cuestionable, sino que, además, resulta —como cabe demostrar— equivocada. Aquí realizo, en efecto, lecturas pormenorizadas tanto de textos literarios como de sus adaptaciones cinematográficas y pongo de relieve las posibilidades expresivas diferentes —pero igualmente profundas— tanto de las novelas y las piezas teatrales, como de las películas y la televisión. Otro objetivo principal de este libro consiste en oponerse, en la línea de Andrew y otros, al ahistoricismo de los estudios estructuralistas de las adaptaciones fílmicas, enfoque que de hecho evidencio —como hace Gubern— que resulta especialmente inapropiado para el estudio del cine español12. Abordo, así, las cuestiones contextuales tanto examinando el trasfondo histórico en general, como analizando la recepción de las películas en particular13. Este libro no es, sin embargo, un panorama exhaustivo del conjunto
12 Este libro responde, así, a la queja de Jorge Urrutia (1994, 27) de que «no existen prácticamente estudios que […] intenten explicar [las adaptaciones] en virtud de los motivos sociales e ideológicos»; también a la afirmación de Peña Ardid (1996, 30) de que una perspectiva ideológica es «la más adecuada para cualquier estudio global e histórico sobre la adaptación en España». Si bien los estudiosos de la tradición anglo-estadounidense han criticado el «cientifismo» (Smith 2000b, 23) del hispanismo peninsular —véanse López, Talens y Villanueva (1994, IX-XII) y Smith (2000b, 23-41)—, Santos Zunzunegui (1999) ha atacado provocadoramente el trabajo estadounidense sobre el cine español por considerarlo excesivamente preocupado por temas ideológicos —como el «cainismo», lo edípico y la violencia— en detrimento de cuestiones formales. Mi enfoque de las adaptaciones literarias promueve, sin embargo, un análisis tanto de la forma, como de la ideología. 13 Mis planteamientos sobre la recepción se basan en el examen de las selecciones de recortes de prensa que se conservan en la Filmoteca Nacional. La cantidad de mate-
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de las adaptaciones literarias del cine español, sino un estudio de doce adaptaciones consideradas tanto en calidad de textos, como en sus respectivos contextos14. Mis ejemplos están sacados del cine y la televisión de las épocas del tardofranquismo, la transición y la democracia, pero, llegados a este punto, un breve examen de las adaptaciones literarias realizadas durante la dictadura pondrá de manifiesto por qué es tan necesario un enfoque historicista. Mientras que, en la época del cine mudo español, los criterios que llevaban a seleccionar textos literarios para adaptarlos al cine eran sobre todo de carácter comercial —véase De Mata Moncho Aguirre (1986, 4)—, durante la dictadura dicho proceso de selección también estaba determinado por un programa ideológico15. En lo que se refiere al «cine oficial», la promoción de ciertos textos de la literatura nacional —y la exclusión de otros— mediante su adaptación al cine es fácilmente interpretable como una función de la propaganda. El proceso de seleccionar textos para su adaptación cinematográfica era análogo a las actividades de la censura estatal. Como pone de relieve Carmen Peña Ardid (1996, 30), la selección de textos que adaptar al cine
rial disponible para las distintas películas varía considerablemente, y en los recortes a menudo faltan la referencia de las páginas y datos relevantes sobre la autoría. 14 Este libro tampoco es, por tanto, un estudio de la cuestión (relacionada) del impacto del cine en los escritores contemporáneos, ámbito del que se ocupó por primera vez C. B. Morris en La acogedora oscuridad (1980). Véanse concretamente los trabajos de Rafael Utrera (1981, 1982, 1985, 1987, 1989 y 1988), así como Susana Pastor Cesteros (1996) y Juan Antonio Hormigón (1986). 15 Acaso sea erróneo sostener que el aparato propagandístico montado por la España franquista con su cine nacional fuese equivalente a los de la Alemania nazi o la Italia fascista —véase Labanyi (1995a, 207)—, y a veces se ha dado una importancia excesiva al hecho de que el propio Franco escribiese el guion de Raza (Sánchez de Heredia 1941). Así y todo, durante la dictadura, el cine estaba regulado ideológicamente mediante la censura, y el régimen buscaba la autojustificación y la exaltación a través de películas subvencionadas por el Estado, así como a través del No-Do, cuyos noticiarios y documentales debían proyectarse obligatoriamente antes del pase de cualquier película entre 1943 y 1975 (véase Sánchez-Biosca 2002, 15). La calificación de «interés nacional», establecida en 1942, también guardaba una obvia semejanza con la calificación nazi de Film der Nation (véase De España 1995, 73).
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la guiaban «condicionantes […] nada desdeñables de tipo ideológico que actuaron […] bajo la forma de una palpable censura política —y eclesiástica— que seleccionaba obras, autores e introducía modificaciones en los guiones escritos a partir de las obras literarias». Así, en su panorama de las adaptaciones literarias de entre 1939 y 1953, Rafael de España demuestra (1995, 70) que el cine franquista era un «escaparate cultural [que reflejaba] los criterios ideológicos dominantes en esa época: principio de autoridad, patriotismo irracional y defensa de los valores morales más tradicionales (familia y religión en primer lugar)». De España muestra (1995, 71) que los textos literarios adaptados al cine durante la mencionada época, que constituían el 33,2 % de la producción total, apuntaban a asociar el gran éxito popular con la línea política del régimen. Los estereotipados sainetes andaluces de los hermanos Álvarez Quintero, que eran textos populares y nada problemáticos, encabezan la lista de autores más adaptados al cine; les siguen las «novelas rosas» de Luisa María Linares, novelas que reforzaban los roles de género que el régimen de Franco prescribía. Como era de esperar, la lista incluye la obra de otros escritores conservadores como Wenceslao Fernández Flórez, Jacinto Benavente, Armando Palacio Valdés y Concha Espina, pero naturalmente excluye textos españoles tanto ideológicamente disidentes, como no castellanos. (Por ejemplo los de autores exiliados y —cosa bastante llamativa— los de Benito Pérez Galdós, de quien ya hablaremos en los capítulos cuarto y quinto del presente volumen.)16 Acaso más revelador del afán por promover una ideología monolítica resulte el tratamiento de Antonio Machado. El hecho de que sus textos seleccionados para adaptarse al cine fuesen los que escribió con su hermano Manuel, políticamente de derechas —La Lola se va a los puertos (Orduña 1947) y La duquesa de Benamejí (Lucia 1949)—, no solo suavizaba su voz disidente, sino que, además, según De España (1995, 76), aquellos textos teatrales se
16 De España señala (1995, 77) que también ciertos autores catalanes fueron objeto de adaptaciones cinematográficas durante esta época, si bien naturalmente las películas se producían en castellano.
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adaptaban de manera que prácticamente convertían a este autor en un simpatizante franquista. Ahora bien: si los textos que en esta época fueron escogidos (y rechazados) para adaptarse al cine lo fueron conforme a las preferencias de los censores, otro asunto distinto podía ser el modo en que cada cineasta operase sobre ese material. Román Gubern ha planteado (2002, 57) que la elección de textos probablemente fuese tan oportunista, como activamente política, ya que, si un libro había pasado previamente la censura, resultaba verosímil que también la correspondiente película la pasara, y Juan de Mata Moncho Aguirre señala, de manera parecida (1986, 5), que, debido al «respetable carácter literario» de las adaptaciones, «la censura permitía cierto atrevimiento moral». John Hopewell va un paso más allá cuando sugiere que la adaptación cinematográfica de obras literarias pasó a formar parte de la tradición disidente. Una manera de «esquivar la censura», afirma este autor (1986, 77), consistía en «basar tu película en un clásico, y luego subvertir el sentido de este» (énfasis original). Pero aquí Hopewell se está refiriendo a la posterior tradición disidente de cine de arte y ensayo, y el ejemplo que aduce de esta estrategia de cortina de humo es La leyenda del alcalde de Zalamea, adaptación cinematográfica que Mario Camus y Antonio Drove realizaron de sendas versiones de El alcalde de Zalamea de Calderón y Lope de Vega en una fecha tan tardía como 1972. Durante el periodo del que se ocupa De España, sin embargo, parece que, si bien había cineastas conservadores que adaptaban textos potencialmente radicales para que promoviesen, en cambio, la ideología franquista, en principio nada lleva a pensar que, a la inversa, la oposición ideológica recurriese a la adaptación subversiva de textos conservadores. (Con las excepciones, quizás, de las adaptaciones de obras de Pedro Antonio de Alarcón El escándalo [Sáenz de Heredia 1943] y El clavo [Gil 1944], sobre las cuales véase De Mata Moncho Aguirre 1986, 5.) De hecho, las adaptaciones cinematográficas disidentes de esta época tendían a basarse en textos discrepantes en los que la censura no había reparado. Los principales ejemplos serían Abel Sánchez (Unamuno 1917; Serrano de Osma 1946), La sirena negra (Pardo Bazán 1908; Serrano de Osma 1947), Las inquietudes de Shanti Andía (Baroja 1911; Ruiz-Castillo 1946), Nada (Laforet 1944;
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Neville 1947) e Historia de una escalera (Buero Vallejo 1949; Iquino 1950). En todos estos casos se presenta «un mundo menos edulcorado y edificante que el que contenían las novelas adaptadas antes» (De Mata Moncho Aguirre 1986, 5)17. Del legado subversivo de estas adaptaciones cinematográficas tomaron posesión los directores disidentes de las décadas de 1960 y 1970, cuya influencia resulta perceptible, a su vez, en las adaptaciones realizadas durante la transición a la democracia y más tarde. Para muchos de los directores del Nuevo Cine Español —sobre este movimiento, véase el capítulo cuarto—, la adaptación literaria constituía, como sugiere Hopewell, un modo de cuestionar —cuando no denunciar— la ideología franquista. La destacable adaptación cinematográfica que en 1964 Miguel Picazo dirigió de la novela de Unamuno La tía Tula (1921), película que ha sido considerada la mejor del cine español de la década de 1960 —véase Torreiro (1995b, 314)—, evidencia, en efecto, una deuda para con la obra de Serrano de Osma y lanzaba un ataque contra la ideología de género promovida por el régimen de Franco. Del mismo modo, en La busca (1966), que era su primera película y fue muy elogiada por la crítica, Angelino Fons adaptaba la novela homónima barojiana de 1904, una novela de crítica social. Semejante cuestionamiento de la ideología franquista reaparece en la película del Nuevo Cine Español que tuvo mayor éxito comercial: la adaptación que Fons realizó en 1970 de Fortunata y Jacinta, de Galdós. Esta cinta, aunque es posible que su carácter subversivo sea, en última instancia limitado, tuvo su importancia en la medida en que dio lugar, junto con la Tristana de Buñuel, a una serie de adaptaciones fílmicas de novelas decimonónicas, por así decir, de la
17 Véase también el estudio de Jo Labanyi sobre cómo, en el Abel Sánchez de Serrano de Osma, la novela de Unamuno y el cine negro «tal vez fungiesen de expresión indirecta, para los públicos españoles, de angustias más cercanas […] al hogar» (véase Labanyi 1995b, 11). Dicho estudio de Labanyi, que presta atención al carácter específico del medio fílmico —las convenciones del cine negro— y al mismo tiempo se ocupa de la significación ideológica de adaptar el mencionado texto en aquella época, proporciona un posible modelo para el análisis de las adaptaciones literarias del primer franquismo.
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lista negra, como en el capítulo cuarto expongo detalladamente18. En parte, el presente estudio rastrea uno de los legados del Nuevo Cine Español, movimiento rápidamente olvidado y con frecuencia pasado por alto. Me refiero a la voluntad de articular la disidencia a través de adaptaciones literarias. Sea cual sea la posición política que la adaptación cinematográfica promueva —de conformidad o de disidencia, de armonía con el texto literario original o de contraste con él—, un examen de las adaptaciones literarias realizadas durante el régimen franquista que neglija las cuestiones ideológicas es, así las cosas, insostenible. Cuatro de las doce adaptaciones analizadas en el presente estudio se produjeron, cuando no se estrenaron, en esta época: Fortunata y Jacinta (Fons 1970), Tristana (Buñuel 1970), La Regenta (Gonzalo Suárez 1974) y Pascual Duarte (Ricardo Franco 1976) ––el Nazarín de Buñuel (1958) fue una producción mexicana––. Sin embargo, el contexto ideológico sigue siendo crucial para el tratamiento de películas posteriores al régimen de Franco. Algunas de estas películas evidencian el legado de la adaptación literaria como expresión de la disidencia (por ejemplo, el Tiempo de silencio que Vicente Aranda dirigió en 1986). Otras se hacen eco de las tendencias del «cine oficial» franquista y ofrecen imágenes de la conformidad (por ejemplo, La Regenta que en 1995 dirigió Fernando Méndez-Leite). Mientras que las adaptaciones literarias suelen considerarse un ámbito pedestre de la práctica cinematográfica, esta panorámica del periodo franquista demuestra que podían conllevar tanto creatividad artística como intención subversiva. Resulta tentador, así, insistir, en el presente estudio, únicamente en estos aspectos disidentes y de cine de autor, sobre todo en la medida en que adaptaciones literarias de directores-autores españoles como Luis Buñuel, Carlos Saura y 18 En la nota 22 de dicho capítulo cuarto, enumero ocho de tales adaptaciones. Antonio Santamarina (2002, 171) menciona nueve adaptaciones de textos del Siglo de Oro en la misma época. Serían muy valiosos más trabajos sobre estas versiones, especialmente, comparándolas con adaptaciones de textos de ese momento realizadas en los primeros años de la dictadura, donde las piezas áureas se usaban para «evocar el glorioso pasado español» (véase De España 1995, 75).
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Víctor Erice realmente se prestan a tal examen19. Además, una serie de sensatas revisiones críticas de adaptaciones literarias han renunciado con éxito tanto a la crítica en términos de fidelidad, como al estructuralismo, mediante la adopción de un enfoque en términos de autoría fílmica20, y hasta ahora semejante análisis no se ha aplicado al cine español. Pero un estudio en términos de autoría fílmica o de cine de arte y ensayo, si bien podría compensar un desequilibrio crítico, promueve un relato distorsionado en la medida en que solo apunta a un ámbito particular y excepcional del conjunto de las adaptaciones literarias. Por ejemplo: el volumen colectivo que editaron Andrew Horton y Joan Magretta, concebido en respuesta a la selección de películas mediocres que George Bluestone efectuaba en su obra de 1957, aspiraba a mostrar «la adaptación como un arte» (Horton y Magretta 1981, 1-2; énfasis original), y consta de veintitrés contribuciones sobre las adaptaciones de los más famosos directores europeos de arte y ensayo (Godard, Pasolini, Wenders, Buñuel…). Se advierte, sin embargo, una tendencia a insistir en los logros de los cineastas en detrimento de los escritores, con lo que el volumen repite, sin perjuicio de que lo haga dándoles la vuelta, esas mismas asunciones sobre superioridades artísticas que caracterizaban a la crítica en términos de fidelidad. Para Horton y Magretta, igual que para los teóricos de la Nouvelle Vague —mucho de cuyo trabajo está incluido en el volumen—, el director tiene el papel supremo y, el escritor, uno humilde21. Esta jerarquía va implícita en el objetivo que se marcan de demostrar que las adaptaciones «proporcionan un mapa privilegiado de la “carretera creativa” por la que ha “viajado” un cineasta» (Horton y Magretta 1981, 2).
19 Por ejemplo, Bodas de sangre (Saura 1981; Lorca 1933) y Carmen (Saura 1983; Mérimée 1847; Bizet 1875); también El sur (Erice 1983; Morales 1985). Para las adaptaciones literarias de Buñuel, véase el capítulo quinto. 20 Véanse Horton y Magretta (1981); Marcus (1993) y Orr y Nicholson (1992, primera parte). 21 Para un ejemplo de esta asunción, véase el trabajo que esta monografía colectiva contiene sobre la adaptación que Buñuel hizo de la Tristana de Galdós (Eidsvick 1981).
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En el extremo opuesto, las adaptaciones literarias también pueden leerse como manifestaciones de la cultura popular, o bien como «un nuevo tipo de cine popular», según recientemente propugnaba Ginette Vincendeau (2001, XXI). Conforme a este planteamiento, cabría ir siguiendo las adaptaciones de sainetes, zarzuelas y novelas rosas que se realizaron en época franquista y tuvieron éxito comercial, y atender a la explotación comercial que entonces se hacía de los best sellers, de lo cual en el cine español encontramos ejemplos tan numerosos como en cualquier otra cinematografía22. Este enfoque se centraría, sin embargo, normalmente en adaptaciones que han sido subsumidas en otros géneros cinematográficos populares, principalmente el musical folclórico cascabelero —la «españolada»— y el cine negro23. El hecho de que el presente libro se ocupe tanto de películas disidentes y de arte y ensayo, como de obras que cabría calificar de conservadoras y comerciales, tiene su importancia en la medida en que, procediendo así, el libro refleja la gran diversidad de modos en que la adaptación literaria se ha utilizado en el cine español. Las adaptaciones que aquí se examinan están vinculadas por el hecho de que todas colocan en primer término sus orígenes literarios al reproducir el título, y a menudo airean dichos orígenes mediante la publicidad ––un ejemplo sería la carátula de la cinta de vídeo que Suevia Films distribuyó de La colmena, de Mario Camus, donde se deja claro que la película es «la obra maestra de Camilo José Cela»––. Algunas de estas adaptaciones son casos arquetípicos de cine de arte y ensayo —como la recién mencionada Tristana de Buñuel (1970)—24 y otras pueden considerarse cine popular —piénsese en el deseo de Montxo Armendáriz de rentabilizar, con su película de 1995, el superéxito
22 Véase el panorama de Labanyi (2002) de la narrativa española contemporánea, donde esta estudiosa indica qué novelas han sido adaptadas. 23 Véase Fernández 1996, 18-19. El cine negro nació del deseo de adaptar a la pantalla la ficción policiaca hard boiled, y el nombre de film noir deriva del término que designaba las colecciones de tales libros (série noire); véase Cook (1995, 93). 24 Véase el examen que Paul Julian Smith hace (2000b, 23-41) del término «cine de arte y ensayo» (art house cinema) en su lectura de El espíritu de la colmena, de Víctor Erice.
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editorial entonces reciente de Historias del Kronen—, pero la mayoría queda en algún punto entre ambos polos al simultanear objetivos culturales y comerciales. Las adaptaciones literarias demostraron ser especialmente sensibles al impacto que ejercieron en el arte los cambios habidos durante el periodo posterior a la muerte de Franco en la sociología del público. Como ha señalado Luis Miguel Fernández (1996, 18), «la adaptación literaria mantiene un alto grado de aceptabilidad en la medida [en] que satisface las expectativas de un público cada vez más escolarizado e informado [y] conocedor de los modelos literarios canónicos». Otra manera de referirse al hecho de que las adaptaciones literarias revisten formas culturales tanto «altas» como «bajas», es mediante un tercer término: el de lo middlebrow25. La anomalía de que los críticos aborden en términos dicotómicos el arte esotérico highbrow y la cultura popular lowbrow vuelve a evocar los prejuicios modernistas que examinaba Carey. A comienzos del siglo xx existía, en efecto, un interés creado en el sentido de que el arte de los «intelectuales» se mantuviese aparte del de las «masas», ya que este resultaba menos amenazador si se mantenía totalmente separado de aquel. Por volver con Woolf una vez más, cabría sostener que la condena que esta autora hace del arte middlebrow en su famosa ridiculización de lo «betwixt and between» —esto es, de obras que estarían como a caballo entre lo highbrow y lo lowbrow y, en consecuencia, no se sabría bien qué son, véase Woolf 1943a, 115— es incluso más enérgica que su denuncia del arte de las «masas». Para Woolf, lo middlebrow consti-
25 Para un tratamiento completo de la relevancia de este término de cara al cine español, véase mi A History of Spanish Film: Cinema and Society 1910-2010, originariamente publicado en Nueva York por Bloomsbury Academic en 2013, y editado en castellano en 2017 —Una historia del cine español. Cine y sociedad, 1910-2010— en Madrid/Frankfurt por Iberoamericana/Vervuert. [En la edición española de 2017 recién mencionada, se explica que «el concepto de middlebrow ––literalmente “ceja media”–– se relaciona con la dicotomía highbrow vs. lowbrow, palabras que significarían, en rigor, “ceja alta” vs. “ceja baja” pero que se usan, figuradamente, en el sentido de “intelectual” (o “pedante”) vs. “popular” (o “chabacano”). Lo middlebrow sería ––valoraciones aparte–– un híbrido de highbrow y lowbrow». (N. del T.)]
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tuye un contaminador híbrido que podría mancillar o adulterar el arte highbrow. En este contexto, su desdén para con la práctica de adaptar al cine clásicos de la literatura —práctica que mezcla peligrosamente elementos de las culturas highbrow y lowbrow— resulta más comprensible todavía. A la luz de estos prejuicios modernistas, el presente estudio busca, en parte, cuestionar la asunción de que lo middlebrow ha de ser algo necesariamente conservador y reaccionario —como se ha reprochado concretamente a las adaptaciones cinematográficas de la década de 1980 realizadas en el contexto de la «Ley Miró»— y sinónimo, por tanto, de conformismo artístico y ortodoxia ideológica. El dúplice objetivo del presente libro de abordar cuestiones tanto textuales como contextuales se vuelve unitario mediante el tratamiento de ciertos temas y mediante la aplicación de teoría crítica relativa a los mismos cuando dicha aplicación resulta adecuada o esclarecedora. De las doce adaptaciones analizadas en los cuatro capítulos que siguen, todas excepto una están basadas en novelas y todas son, con la excepción de dos que se hicieron para la televisión, adaptaciones realizadas para el cine. En lo que al género literario del texto base respecta, es cierto que debemos reconocer una diferencia entre la adaptación de piezas teatrales y la de novelas —en la nota 1 del presente capítulo veíamos que la novela se suele considerar más cinematográfica—, pero no es menos cierto que las adaptaciones de piezas teatrales y las de novelas suscitan exactamente las mismas cuestiones teóricas. Peter Evans ha señalado a este respecto (1997, 2) que, «por más que lo normal sea que las obras de teatro existan —a diferencia de las novelas— para ser representadas, y por más que el público teatral esté acostumbrado a ver montajes distintos que llevan a escena el texto de múltiples modos, el problema de la fidelidad sigue ahí». En cualquier caso, mi interés por la adaptación que aquí se incluye de una pieza teatral —Carícies [Caricias] (Pons 1998), capítulo tercero— reside en su relevancia para el tema que se examina de la negociación del espacio urbano. Del mismo modo, sin dejar tampoco de reconocer que la televisión es un medio distinto del cine —sobre todo en términos de consumo—, he incluido dos adaptaciones televisivas —Fortunata y Jacinta (Camus 1980) y La Regenta (Méndez-Leite 1995), capítulo cuarto— porque afectan al tema que nos ocupa del género y la representación. Tampoco he distinguido en-
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tre adaptaciones de textos en castellano y en catalán, sino que he incorporado ambas en la discusión de temas concretos (sin perjuicio de que el estudio de adaptaciones literarias en cinematografías no castellanas constituya una posible línea de futuras investigaciones). En los capítulos segundo, tercero y cuarto sitúo en primer término cuestiones de contexto histórico examinando tres temas que son cruciales para la España de finales del siglo xx: la recuperación de la historia de la dictadura en el periodo posterior al franquismo (capítulo segundo), la representación de los espacios rurales y urbanos tras la industrialización masiva que se produce a partir de la década de 1960 (capítulo tercero) y la negociación del feminismo y el patriarcado que tiene lugar en la época de cambio social que abarca el tardofranquismo, la transición y la democracia (capítulo cuarto). Cada tema se coloca en el marco de discusiones teóricas relevantes sobre la posmodernidad y la historicidad (capítulo segundo), el urbanismo (capítulo tercero) y el feminismo (capítulo cuarto), y cada uno suscita cuestiones formales relacionadas que tienen que ver con la afinidad entre el cine y la nostalgia (capítulo segundo), el cine y la ciudad (capítulo tercero) y el cine y el falocentrismo (capítulo cuarto). En el capítulo quinto me centro, en cambio, en cuestiones estilísticas y demuestro la influencia estética de Galdós en Buñuel, anteriormente pasada por alto. En este capítulo final aduzco consideraciones teóricas sobre el/ la narrador(a) en la ficción cinematográfica —la «pantalla mental» (mindscreen)— y relaciono el aspecto formal de la subversión del realismo con el aspecto ideológico de la transgresión de la ortodoxia26. Las cuestiones de texto y contexto resultan, por tanto, inseparables, y toda adaptación cinematográfica mantiene en tensión la influencia que sobre ella ejercen —o la inflexión que ella realiza de— la forma y la ideología del texto literario en el cual se basa. 26 En lugar de usar el sustantivo masculino para referirme a un género no marcado, opto por la fórmula más igualitaria ‘el/la espectador(a)’, ‘el/la lector(a)’, ‘el/la narrador(a)’, etc. Aunque puede indicar binarismo de género, la considero la mejor solución. Uso ‘el narrador’ para referirme al narrador literario donde se supone que este es masculino, por ejemplo, en el caso de los narradores claramente masculinos de Galdós.
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De las adaptaciones literarias a la cultura de la convergencia. Notas para la traducción de 2023 Desde la publicación de la primera versión del presente volumen (2004), la importancia de este ámbito de los estudios sobre el cine y la televisión —el de las relaciones de ambos medios de comunicación con otros— ha seguido creciendo. Dos años después de publicarse mi Literary Adaptations in Spanish Cinema, apareció Convergence Culture: Where Old and New Media Collide, de Henry Jenkins, volumen que nos permite reenmarcar las adaptaciones entre medios de comunicación distintos en una tendencia cultural más amplia por cuya virtud los públicos acceden a contenidos relacionados saltando entre múltiples medios. Pues bien: reconceptualizadas como un ejemplo temprano de esta «cultura de la convergencia», las adaptaciones cinematográficas de obras literarias —ámbito de estudio que en la «Conclusión» del volumen de 2004 yo calificaba de «Cenicienta de los estudios sobre cine»— hoy cabe considerar que ocupan un lugar central en la actividad cultural. Las adaptaciones exploradas en el presente libro, realizadas en la España de finales del siglo xx desde la novela y el teatro al cine y la televisión, ya apuntan a las múltiples interacciones entre medios de comunicación propias del siglo xxi, incluyendo las que se producen entre las artes visuales, la música, los videojuegos y esas intervenciones creativas diseñadas en función del público (audience-led) que hacen posible la tecnología digital. Como el presente libro mostraba en su momento, la literatura, el teatro, el cine y la televisión interactúan de maneras complejas y culturalmente enriquecedoras, como también es el caso con el resto de interacciones que permite internet. Jenkins escribe (2006, 6) que, «si el paradigma de la revolución digital partía de la base de que los nuevos medios de comunicación habían de desplazar a los antiguos, el paradigma en ciernes de la convergencia asume que los medios antiguos y nuevos han de interactuar de maneras cada vez más complejas». Con esta nueva edición de 2023 —en traducción castellana— de mis mencionadas Adaptaciones literarias en el cine español —que ahora pasan a llamarse Adaptaciones literarias en el cine y la televisión españoles—, espero que el marco teórico ampliado que Jenkins ofrece para
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las interacciones entre medios de comunicación distintos dé lugar a más investigación en este ámbito. Particularmente útiles a este respecto resultan los tres elementos que conforman el andamiaje conceptual de la cultura de la convergencia: el transmedia storytelling —esto es: el arte de contar historias saltando de un(os) medio(s) expresivo(s) o comunicativo(s) a otro(s)—, la «cultura popular participativa» y la «inteligencia colectiva». El útil concepto de transmedia storytelling abarca, en efecto, cualquier interacción entre medios, por ejemplo —pero no solo— entre la literatura y el cine; libera, por tanto, a las adaptaciones literarias de un limitante énfasis en la relación bidireccional entre el más antiguo y el más reciente de estos dos medios recién mencionados. No menos importante es el hecho de que este concepto también saca al estudio de las adaptaciones literarias de esos callejones sin salida conceptuales que explorábamos detalladamente —y con cierta frustración— más arriba en la presente «Introducción». (Me refiero a situaciones como la construcción de jerarquías entre formas artísticas supuestamente superiores o inferiores.) Los diálogos tridireccionales que analizo en el capítulo cuarto —entre las novelas, películas y series televisivas Fortunata y Jacinta (1886-1887, 1970, 1980) y La Regenta (1884-1885, 1974, 1995)—, podría resultar útil reenmarcarlos como ejemplos de transmedia storytelling. Ejemplos transmedia posteriores como la película Oviedo Express (2007) añaden ulteriores estratos de convergencia. En esta película, altamente autorreferencial y característica de la cultura de la convergencia, el director Gonzalo Suárez entreteje elementos de la adaptación cinematográfica de La Regenta que él mismo había dirigido más de tres décadas antes —en 1974— con elementos de la serie televisiva de igual título de 1995, a cuyos protagonistas originales —Carmelo Gómez y Aitana Sánchez-Gijón— él vuelve a recurrir para los personajes de Benjamín y Mariola, formando un cuadro que es, en sí mismo, un ostinato sobre la adaptación de la novela al teatro. El segundo concepto que conforma el andamiaje conceptual de la cultura de la convergencia de Jenkins nos permite reenmarcar el uso que en el presente libro hago de las críticas publicadas en la prensa. Eran las únicas fuentes disponibles en la época en que llevé a cabo esta investigación —a comienzos de la década de 2000—, pero hay
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que decir que tales críticas de la prensa limitaron mi valoración de la recepción. Las críticas de la prensa solamente reflejan, en efecto, los pareceres de periodistas profesionales del momento, quienes, para más señas, normalmente eran varones y a menudo trabajaban y publicaban en una prensa que, como las películas o las series televisivas sobre las que ellos escribían, estaba igualmente sujeta a la censura franquista. La identificación que Jenkins hace de esa «cultura popular participativa» a la que da lugar el potencial comunicativo —y creador de comunidad— que las redes sociales despliegan, es una invitación a realizar nuevas investigaciones sobre la recepción por parte del público. Además, si se tiene conexión a internet, el corpus de materiales —desde publicaciones de usuarios de redes sociales hasta webs de fans— resulta comparativamente accesible. Nos hallamos, por tanto, ante una nueva y estimulante vía para el estudio de las adaptaciones literarias estrenadas en la era de las redes sociales —Facebook empezó en 2004 y Twitter, en 2006—, si bien dichas redes también ofrecen a los estudiosos la oportunidad de asomarse a recuerdos de espectadores de estrenos pasados. Un original literario reelaborado con medios audiovisuales o de otro tipo, ¿por qué resulta significativo para unos públicos en unos momentos concretos? ¿Cómo puede una adaptación literaria resultar especialmente significativa en unos tensos momentos de cambio, cuando el país se está moviendo —política, sociológica, psicológicamente— desde la dictadura hacia la democracia? Estas preguntas que yo les hice en su momento a las críticas de prensa que en este libro se estudian, ahora pueden hacérsele también a un corpus mucho más amplio de materiales sobre la recepción por parte del público. Como en la presente «Introducción» se adelantaba, la cuestión de la fidelidad sigue siendo clave de cara a las maneras en que los públicos responden a estas preguntas. Al decir esto, no estoy tratando de restablecer la crítica en términos de fidelidad —el fidelity criticism—, que, como en estas páginas muestro, se metió en un berenjenal tremendo en su búsqueda de un traslado exacto —e inexistente— desde un medio de expresión a otro distinto. Estoy pensando, antes bien, en un nuevo concepto de fidelidad en cuanto preocupación crucial de unos públicos que están familiarizados con ambas versiones y pueden compararlas. Lo que pro-
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pongo es que no analicemos esta preocupación por la fidelidad para sacar información sobre las diferencias entre los textos, sino para sacar información sobre la recepción, por ejemplo, por qué determinados textos son importantes para determinados públicos en determinados momentos. De esto resulta, y aquí volvemos al tercer término de Jenkins —originariamente acuñado por el ciberteórico Pierre Lévy—, la necesidad urgente de reconocer y explorar la «inteligencia colectiva» —véase Jenkins (2006, 15)— del público. Esta idea de inteligencia colectiva deja al margen las preocupaciones de la Escuela de Frankfurt sobre la cultura de masas —o, como dice Jenkins, sobre «lo que los medios de comunicación están haciéndonos»— para centrarse, en su lugar, en las maneras que los públicos tienen de hacer que dichos medios respondan de manera significativa y creativa («Lo que nosotros estamos haciendo con los medios», véase Jenkins 2006, 249). De modo que, a la luz de la obra de Jenkins, matizo lo que, inicialmente, en la presente «Introducción» llamaba un enfoque en términos de «Textos y contextos». En el capítulo de Timothy Corrigan que abre la última gran panorámica de las adaptaciones literarias —la monografía colectiva Oxford Handbook of Adaptation Studies, aparecida en 2017—, este autor define la adaptación (2017, 23) «como un proceso», «como un producto» y «como un acto de recepción». Diferenciar entre «proceso» y «producto» en el análisis de lo que inicialmente yo llamaba «texto» constituye una útil invitación a analizar las contribuciones de todos los miembros del equipo creativo de una adaptación ya ultimada, esto es, no solo las contribuciones de quienes ocupan papeles visibles —de primera línea— como son los de productor, director, guionista o intérprete estrella, sino también las contribuciones de quienes están en posiciones menos llamativas —entre bambalinas— como son las de los montadores, los responsables del vestuario o los diseñadores de producción, todos los cuales participan en la recreación del texto literario. Hablar de «producto», y ya no de «texto», supone, por su parte, un recordatorio a los estudiosos de las adaptaciones para que presten atención a los diversos aspectos de un estreno —distribución, emisión o streaming— y se pregunten cómo todo eso se integra en —y dialoga con— aspectos más amplios de los «contextos» audiovisuales de la recepción, para lo que también
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podríamos usar el término de «culturas fílmicas» (véanse Triana-Toribio 2016; Ramos Arenas 2021). Por último, como reconoce Corrigan (2017, 33), la obra de Henry Jenkins dinamiza particularmente la consideración del «contexto» en el sentido de un «acto de recepción». La futura investigación sobre las adaptaciones literarias en el cine, la televisión y el internet españoles —tras el lanzamiento de múltiples plataformas digitales, debemos en efecto añadir el tercer elemento— está, por tanto, cargada de potencial. Por supuesto que desde 2004 han aparecido nuevas adaptaciones literarias, pero ahora internet también ha revolucionado el acceso a obras anteriores. (Tanto YouTube [2005] como Netflix [2007] empezaron tras la primera publicación del presente libro.) Todavía más estimulante resulta el hecho de que colocar las adaptaciones literarias en el marco teórico de la cultura de la convergencia fortalece el compromiso de los estudiosos con la recepción. Porque ya no tenemos que limitarnos a las críticas publicadas en la prensa y, sin perjuicio de que la brecha digital pueda plantear sus desafíos, nuestro acceso a la recepción por parte del público ha experimentado un cambio radical.
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Las películas después de Franco y la novela de posguerra. Estética e historia
El género cinematográfico de la adaptación literaria en la década de 1980. La coincidencia de una serie de factores sociales, políticos y relativos a la industria a partir de finales de la década de 1970 dio lugar a un florecimiento del género cinematográfico de la adaptación literaria en el cine español de la década de 19801. Dichos factores eran el deseo de recuperar un pasado anteriormente colonizado —deseo que caracterizó la cultura española desde medidos de la década de 1970—, la victoria del Partido Socialista de Felipe González en las elecciones de 1982 —y su política de subvencionar
1 En esta década también se produjo un boom de las adaptaciones literarias en otras cinematografías europeas como la francesa y la británica. Resulta extraño, por tanto, que el libro de Ginette Vincendeau (2001) Film / Literature / Heritage se centre únicamente en la década de 1990.
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un arte que proyectase su visión de una nueva España democrática y europea—, y los cambios en la financiación de las películas, que cristalizaron en el acuerdo alcanzado en 1979 entre el cine y Televisión Española para coproducir cintas basadas en el canon literario español, política formalizada en los decretos del PSOE conocidos como «Ley Miró» (1983)2. Si en la década anterior había habido un efímero estallido de entusiasmo por adaptar al cine novelas del siglo xix —véase el capítulo cuarto del presente estudio—, la muerte de Franco y la transición de España a la democracia generaron un interés por llevar a la pantalla literatura prohibida por el régimen franquista o concebida en oposición al mismo. Así, además de biopics como Lorca, muerte de un poeta (Bardem 1987), en la década de 1980 se realizaron una serie de versiones fílmicas de piezas teatrales de Lorca y Valle-Inclán como La casa de Bernarda Alba (Camus 1987), Bodas de sangre (Saura 1981), Luces de bohemia (Díez 1985) o Divinas palabras (García Sánchez 1987), y también se adaptaron al cine importantes novelas de posguerra como La colmena (Camus 1982), La plaza del Diamante (Betriu 1982), Réquiem por un campesino español (Betriu 1985) o Tiempo de silencio (Aranda 1986). Claramente enmarcadas en la corriente de recuperación de la literatura y la historia que se observa en más ámbitos de la cultura española, estas películas complementaban la ideología de los gobiernos liberales de centro y se financiaban mediante los acuerdos alcanzados entre el cine y Televisión Española, o bien, mediante subvenciones previstas en la llamada «Ley Miró»3. 2 Sobre el primer acuerdo financiero entre el cine y la televisión —el «concurso de los 1.300 millones» de 1979—, véase Gómez Bermúdez de Castro (1989, 151154). La «Ley Miró», así llamada por Pilar Miró —directora general de Cinematografía entre 1983 y 1985—, estableció un sistema de subvenciones basado en el modelo francés de avance sur recettes. Véanse, al respecto, Gómez Bermúdez de Castro 1989, 95-142; Losilla 1989; y Jordan y Morgan-Tamosunas 1988, 1-5. Sobre el sistema francés, Hayward (1993). 3 Véanse Hopewell 1986, Company Ramón 1989, Monterde 1989, Smith 1995, Riambau 1995 y Jordan y Morgan-Tamosunas 1998. Sobre la «industria de la recuperación» de la cultura española posterior a Franco, véase Labanyi (1995c, 402); sobre tendencias retrospectivas en el cine español, Hopewell (1986) y Jordan y Morgan-Tamosunas (1988, primer capítulo).
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A partir de finales de la década de 1980, la hostilidad de la respuesta crítica a estas adaptaciones ha sido notablemente homogénea4. Estas críticas tienden a insistir en tres áreas problemáticas. En primer lugar, encontramos, en efecto, un cuestionamiento del controvertido asunto de las subvenciones estatales. En segundo lugar, un enfoque de las versiones cinematográficas de los originales literarios en términos de fidelidad (fidelity criticism), con una tendencia a considerar las adaptaciones traiciones. Por último, una toma de partido por explicaciones escépticas de la historicidad posmoderna, especialmente las ofrecidas por críticos marxistas. El género cinematográfico de la adaptación literaria de la década de 1980 se ha interpretado, así, en primer lugar, destacando la política cultural del PSOE —heredada de la UCD— de producir películas que fuesen «sólidamente middlebrow» (véase Hopewell 1986, 266) y, al mismo tiempo, asegurasen «el mantenimiento de ciertos estándares culturales» (Jordan y Morgan-Tamosunas 1998, 2). Como escribe Paul Julian Smith (1995, 2) sobre La casa de Bernarda Alba (Camus 1987), película subvencionada por el Estado, su «historia oculta […] es la de un Gobierno socialista que patrocinaba un cine pensado para reflejar su propia política del consenso, un cine que se especializaba en adaptaciones de clásicos literarios con credenciales antiautoritarias incuestionables». En segundo lugar, los críticos han censurado el tratamiento de los originales literarios por parte de los directores. Apelando al discurso de la fidelidad, las adaptaciones literarias se han considerado invariablemente deficientes. Esto se explica por el hecho de que la política de la adaptación coincidió con unos cambios de amplio alcance en la industria fílmica española en el ámbito de la producción. Gracias a las generosas subvenciones, había mucho más dinero disponible para hacer películas que nunca antes; de ahí que este género cinematográfico de la adaptación literaria se caracterice por una producción de alto ni-
4 Estas críticas se hacen eco de muchos de los comentarios de la época sobre las películas, sobre todo en la prensa catalana. Sobre Tiempo de silencio, por ejemplo, véanse Guarner (1986), López i Llaví (1986), Quintana (1986) y Marinero (1988).
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vel, incluyendo costosas puestas en escena y estrellas en los repartos5. Dicho de otro modo: películas basadas, por dar un caso, en novelas que narraban las penurias de la posguerra (por ejemplo, La colmena, Cela 1951), se rodaban usando todos los rasgos estéticos del lujo (La colmena, Camus 1982). Esta combinación de «temas españoles y niveles de producción estadounidenses» —véase Hopewell 1986, 227— resultó particularmente desafortunada, y las respuestas críticas a este género cinematográfico han seguido la afirmación de Hopewell de que el cine español subvencionado evidencia una voluntad de ser «visualmente agradable a cualquier precio» (1986, 227). Carlos Losilla, por ejemplo, observa, en una línea parecida (1989, 41), que la adaptación literaria de la década de 1980 era «un film bonito, fino, agradable para la vista y para el oído aunque trate el tema más escabroso». Además de reprobar esta «traición» en el plano del contenido, los críticos también han señalado la incapacidad de los cineastas a la hora de emular la naturaleza formal de los correspondientes textos literarios. Una intensa interioridad se convierte, así, en una simplona especularidad (véase Company Ramón 1989, 60, a propósito de La plaza del Diamante); una fragmentación desorientadora se convierte en coherencia reconfortante (véase Jordan y Morgan-Tamosunas 1998, 35-36, sobre La colmena), y una perturbadora distancia narrativa se convierte en familiaridad que invita a identificarse (véase Company Ramón 1989, 81, sobre Réquiem por un campesino español). En resumen: el fracaso de las adaptaciones para sobrevivir a los originales literarios reside en su excesiva priorización de los aspectos miméticos en detrimento de los poéticos: El carácter fallido de las múltiples adaptaciones literarias perpetradas por el último cine español estriba, sustancialmente, en el abandono de las sugerencias poéticas que toda narración literaria encierra, dejándose llevar por la susodicha ilusión mimética; reflejando […] el texto sin leerlo (Company Ramón 1989, 79; énfasis original).
5 En estudios que dan cuenta de cambios similares habidos en la industria cinematográfica francesa, se afirma que el coste de una película estándar se triplicó. Véase Powrie 1997, 2.
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En tercer—y último— lugar, la puesta en escena histórica de estas adaptaciones literarias se ha interpretado, sobre todo en lo que se refiere a los periodos de la Guerra Civil y la posguerra, conforme a explicaciones marxistas de la superficialidad posmoderna publicadas en la misma época en que las películas se estrenaron. Barry Jordan y Rikki Morgan-Tamosunas, por ejemplo, concluyen su lectura de Los santos inocentes y La colmena citando (1998, 37) el texto de Fredric Jameson «Postmodernism or the Cultural Logic of Late Capitalism» (1982) para sugerir que la estetización de la historia que las películas hacen genera «una nueva connotación de “lo pasado” y una profundidad pseudohistórica en las que la historia de los estilos estéticos desplaza a la historia “real”». Más recientemente, Smith ha postulado un punto de coincidencia entre Belle Époque (Trueba 1992), cinta que él considera la «culminación» del cine histórico de la década de 1980, y la tesis de «History: A Retro Scenario» que Jean Baudrillard elabora en Simulacra and Simulations (2000). Smith cita, en efecto (2000b, 42) el argumento de Baudrillard (2000, 43-44) de que, en la era posmoderna, «la historia […] invade el cine. […] El gran acontecimiento de esta época [son] estos estertores de lo real y lo racional que se abren a una era de simulación. […] La historia se ha retirado, dejando tras de sí una nebulosa indiferente atravesada por corrientes, pero vacía de referencias. Es en este vacío donde los fantasmas de la historia pasada se desvanecen»6. Dado el notorio fracaso comercial de la mayoría de las costosas adaptaciones financiadas por el contribuyente español en la década de 1980, parece incontestable que, en conjunto, la política miroviana erraba el tiro. El argumento de que los originales literarios en los que
6 Muchos otros estudios sobre la cultura posfranquista demuestran la pertinencia de la teoría posmoderna. Teresa Vilarós (1998, 173-174) interpreta el tratamiento de la historia por parte de la «cultura del consenso» de la España de la transición en la línea de Jameson y Baudrillard. Rikki Morgan (1995), Marvin D’Lugo (1998) y Barry Jordan (1999) han insistido, todos ellos, en la relevancia, de cara al cine, de la teoría de Jameson sobre la «pseudohistoria». Estos trabajos se hacen eco de la crítica de tendencias similares en las culturas británica y francesa. Véanse Walsh 1992; Higson 1993; Powrie 1997 y Austin 1996.
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estas películas se basaban resultaban con frecuencia más complejos e innovadores, también parece convincente. Y, durante el llamado «desencanto» de la década de 1980, la cultura española no evidenciaba tendencias nostálgicas análogas a las que sí que se identificaban en un ámbito global, con lo que la teoría aducida del fenómeno posmoderno pasa a ser pertinente. Cabe señalar, así y todo, que estos relatos críticos del género cinematográfico de la adaptación literaria de la década de 1980 contienen, en realidad, una narrativa más o menos oculta de la transformación del cine español posterior a Franco, esto es, la historia de la europeización de dicho cine, y de la adaptación del mismo a cambios habidos en los públicos fílmicos. La «europeización» conllevaba una mejora del nivel de las producciones que podía permitir a las cintas españolas competir en un mercado internacional, proceso atemperado por la simultánea afirmación de la tradición autóctona mediante el recurso al canon literario (véase Jordan y Morgan-Tamosunas 1998, 32). El real decreto del 1 de diciembre de 1977 ponía de relieve que «el cine español empieza a querer ser europeo» —véase Losilla (1989, 35)—, tendencia que fue reforzada por la llamada «Ley Miró» de 1983 (Jordan y Morgan-Tamosunas 1998, 32). Por una parte, esta europeización del cine español que se dio en la década de 1980 tuvo sus resueltos defensores; por otra, los comentaristas deploraban la desaparición de los géneros cinematográficos de antaño, que se consideraban más «españoles». Antonio Lara, por ejemplo, plantea, en la panorámica de las películas españolas de 1982 que escribió para el diario Ya (1983), que «el cine es parte insustituible de la cultura y necesita ser ayudado y sostenido por los poderes públicos», y que «el indiscutible desarrollo comercial [del cine] debe adecuarse a unas exigencias claras de política cultural», con lo que claramente se posicionaba a favor de los decretos mirovianos. Hacia la misma época, en una reseña hostil de Las bicicletas son para el verano (Chávarri 1983), Félix Martialay, del periódico conservador El Alcázar, se mostraba partidario —y esto cabe que sorprenda— de la cultura popular, lamentando (1984) que «ya no podrán existir esos films serie B más propios del cine español que estas grandes producciones supermillonarias». Entre otras reacciones posteriores de estudiosos,
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Losilla señalaba (1989, 33) que, si en la década de 1980 se produjeron menos películas, estas eran de una mayor calidad —una especie de «historia ascética de una purificación»—, pero Hopewell se hace eco (1986, 227) del artículo recién citado de El Alcázar, evidenciando una falta de contacto entre las prácticas cinematográficas europeas y españolas: «El problema con estas nuevas películas españolas de tanto lustre reside, al menos para los públicos españoles, en que, más que connotar unos niveles de producción más altos, se limitan a sugerir una realidad ficticia lustrosa, una realidad que parece una mentira». El género cinematográfico de la adaptación literaria de la década de 1980 se convirtió, así, en un sinónimo de la deplorada europeización del cine español; también pasó a asociarse a la transformación del público de los cines habida durante aquella década. En su panorama de la industria fílmica española de entre 1973 y 1987, Losilla afirma, en efecto (1989, 33), que, al principio de dicho lapso, ochenta y seis millones de españoles veían películas españolas en 5.632 salas de cine, mientras que, al final del mismo periodo, el número de espectadores había caído a menos de trece millones en 2.234 cines. Estas cifras nos hablan, por supuesto, de la feroz competencia de la televisión y el vídeo doméstico a la que el cine entonces se enfrentaba, problema en modo alguno exclusivo de España. Las películas subvencionadas de la década de 1980 responden, así, a estas transformaciones: se producían menos películas debido al drástico descenso del número de espectadores, y las películas que se hacían eran de mayor «calidad» en la medida en que el cierre de cines en zonas rurales y en los barrios conllevaba que los públicos se volviesen, como ha señalado Francesc Llinás, «cada vez más […] de clase media, instruidos y liberales» (resumido en Jordan y Morgan-Tamosunas 1998, 32). Como las películas subvencionadas por el Estado respondían tan adecuadamente a estas dos transformaciones, parece que el género cinematográfico de la adaptación literaria de la década de 1980 se convirtió en el ámbito en el que se reaccionaba críticamente frente a estas nuevas direcciones que tomaba el cine español después de Franco. Entre los críticos hay, sin embargo, una tendencia a echar la culpa, por así decir, a la política de las subvenciones, centrándose, más que en la causa, en el efecto. Jorge de Cominges, por ejemplo, se burlaba, escribiendo
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en El Periódico, de lo impecable de la producción de las adaptaciones literarias de Mario Camus, que, según este crítico —citado en Smith (1998b, 116)—, estaban más pensadas para llenar las cuotas de pantalla de la televisión estatal, que para atraer al público general que asistía a las salas de cine. Aunque estos comentarios se dirigen sobre todo contra la política de las subvenciones, Cominges en realidad deplora la transformación del cine español a la que dicha política responde. Pues los públicos han abandonado los cines en favor de la televisión, generando una demanda de películas pensadas tanto para su proyección en salas, como para su emisión televisiva. Además, aunque muchas de las adaptaciones de la década de 1980 fueron fiascos comerciales, lo cierto es que las películas de Camus supusieron éxitos de taquilla. Revaluaciones del género cinematográfico de la adaptación literaria. El presente capítulo quisiera ir más allá de la visión crítica «estándar» de las adaptaciones literarias de la década de 1980, visión que ha condenado estas películas en tres sentidos. En primer lugar, por considerarlas traiciones de sus originales literarios; en segundo, por ver en ellas obras que evocan nostálgicamente un «pseudopasado»; en tercer lugar, en cuanto ejemplos de los inconvenientes de la injerencia del Estado en el arte mediante el sistema de subvenciones. La novela y el cine, de Norberto Mínguez Arranz (1998), sugiere un posible modelo de revaluación. Este estudioso analiza cinco novelas de posguerra —entre las cuales están La colmena y Tiempo de silencio— desde el marco teórico estructuralista de un «análisis comparado de dos discursos narrativos» ––tal es el subtítulo de su mencionada monografía de 1998––. Si la visión estándar que arriba presentábamos de las adaptaciones literarias de la década de 1980 sitúa en primer término —con razón— cuestiones relativas al contexto de la industria —concretamente la legislación miroviana—, este énfasis en lo extratextual se realiza, en ocasiones, a expensas de lo textual. Así, en la medida en que prioriza lecturas pormenorizadas de las películas en cuanto códigos visuales que se comparan con los códigos verbales de las correspondientes novelas, el planteamiento de Mínguez Arranz constituye un apreciable intento de reequilibrar la balanza crítica. Su enfoque analítico le permite, en efecto, puentear un ámbito proble-
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mático de la visión crítica estándar: el debate sobre la política de subvenciones. Su «comparación [estructuralista] directa de los distintos lenguajes y mecanismos narrativos» —véase Mínguez Arranz (1998, 183)— también le permite dejar atrás el problema de la crítica en términos de fidelidad (fidelity criticism), toda vez que esas categorías subjetivas de «mejor» y «peor» que sustentan las acusaciones de «traición» son simplemente irrelevantes en su comparación «objetiva» de códigos. Igualmente ajenas a su análisis lingüístico resultan las intrincadas cuestiones de la historia y la nostalgia en un contexto posmoderno. Sin embargo, como comentábamos en el capítulo primero a propósito de la obra de Brian McFarlane (1996), resulta críticamente cuestionable obviar los aspectos ideológicos clave, que son cruciales para entender las razones por las que las adaptaciones cinematográficas se producen. Igual que sucedía con el cine español de época franquista —véase el capítulo primero—, la ideología sigue siendo un aspecto central para la comprensión de las adaptaciones literarias de la década de 1980, época en la que se llevaron al cine tantas obras de la literatura española disidente del siglo xx, que tales adaptaciones terminaron constituyendo su propio género fílmico. La adopción de un modelo estructuralista parece extraña en el caso del estudio de Mínguez Arranz, el cual ofrece, igual que McFarlane, un panorama detallado de «aspectos teóricos» —véase Mínguez Arranz (1998, segunda parte)— de aplicación universal. A diferencia, sin embargo, de McFarlane —quien lee una amplia gama de adaptaciones para demostrar dicho carácter universal—, los estudios de caso de Mínguez Arranz se refieren —véase la tercera parte de su monografía— al fenómeno específico y localizado de las adaptaciones fílmicas de la novela española de posguerra. Además, no hay ninguna alusión a la visión crítica estándar de tales películas. Una estrategia de revaluación alternativa que da cuenta de las cuestiones ideológicas sin ser por ello un remedo de la visión crítica estándar —y que incluye análisis textuales de las películas sin por ello recurrir al estructuralismo— consiste en leer el género cinematográfico de la adaptación literaria de la década de 1980 como una historia de dicha década. Este tipo de examen se centraría menos en lo que las películas de este género no logran decirnos sobre los textos
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literarios en que se basan —o en lo que no logran decirnos sobre las épocas históricas en las que están ambientadas—, y más en lo que sí que nos dicen sobre la historia social, política y cultural de la propia década de 1980. Se trataría, dicho de otro modo, de un enfoque afín al que a menudo se adopta para analizar la producción temprana de Pedro Almodóvar. A pesar, en efecto, de que las primeras películas de Almodóvar parecen situarse en un presente sin pasado —asunción sustentada por las declaraciones del propio director sobre la «desmemoria» de su generación—, algunos críticos —por ejemplo, D’Lugo (1991a, 47)— han expuesto las numerosas referencias veladas a la época franquista que dichos filmes contienen. Una revaluación del género cinematográfico de la adaptación literaria tendría por objetivo evidenciar que tales películas, aunque aparentemente se sitúan en el pasado, de manera indirecta se refieren al presente. Semejante interpretación también respondería a las críticas que suelen dirigirse al cine español de esta época en el sentido de que, dejando aparte a Almodóvar, se empeña en ignorar la experiencia contemporánea del país —véanse Heredero (1989) y Alonso Barahona citado en Morgan (1995, 164)—, fenómeno que Carlos Heredero ha calificado (de nuevo 1989) de «historia de un desencuentro». Conectaría, además, el nuevo cine de la década de 1980 —un cine «europeo», supuestamente «no español»— con la tradición cinematográfica nacional y evitaría el error crítico de considerar las adaptaciones literarias españolas una mera inflexión ibérica del género fílmico heritage7 7 En Chantal Cornut-Gentille D’Arcy (2006): El cine británico de la era Thatcher ¿Cine nacional o «nacionalista»? Zaragoza: Prensas Universitarias de Zaragoza, 99100, nota 78, leemos: «El término heritage films [“películas heritage”] es imposible de traducir al español de forma adecuada. Mantendré, por tanto, la expresión inglesa. […] Quizá la explicación más amplia y más clara sea […] “ficciones británicas para la pantalla situadas en el pasado”. […] Dicho esto, es interesante señalar que, para buena parte de la crítica cinematográfica, heritage cinema [“cine heritage”] […] es una etiqueta más o menos peyorativa. Mientras algunos críticos […] contemplan estas películas desde una perspectiva más neutra, es decir, como un tipo particular de la cinematografía contemporánea, típico de Gran Bretaña, pero corriente también en Europa, y hasta cierto punto en EE. UU., con sus propias variantes, como La edad de la inocencia (The Age of Innocence, 1993) o
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que se identifica en otras cinematografías europeas (véanse Higson 1993; Austin 1996 y Powrie 1997). Debido a las restricciones de la censura cinematográfica franquista, los directores disidentes desarrollaron la «estética franquista», un idioma fílmico oblicuo —metafórico— con el que hacían referencias indirectas al presente. Si el ejemplo más famoso de esto es el uso que Saura hace de la metáfora de la caza para referirse a la Guerra Civil en La caza (1965), también era normal que los directores utilizasen el pasado como metáfora del presente (por ejemplo, en La busca, Fons 1967). Como señalan Jordan y Morgan-Tamosunas (1998, 19), «la práctica de hacer referencias oblicuas al presente mediante referencias al pasado se mantuvo hasta bien entrada la transición; y no solo porque la censura cinematográfica no se aboliera hasta noviembre de 1977, sino también por la eficacia probada del procedimiento». Robin Fiddian y Peter Evans leyeron, así, las narrativas decimonónicas de pasión y celos de Prosper Mérimée y Georges Bizet que son la base de la Carmen de Saura (1983) como alegorías de procesos contemporáneos de cambio social y político en España (la transición y la entrada en Europa); de ahí que esta película de Saura constituya una «europeización» del mito (véase Fiddian y Evans 1988, 7), «el testimonio de una nación que intenta recoger las piezas de su identidad perdida» (1988, 83). Estos autores apelan, en efecto (1988, 52), a esta teoría de «presentes retrospectivos y pasados contemporáneos» en la que «la película de época funciona como un espejo bidireccional que refleja tanto imágenes del pasado, como perspectivas contemporáneas». Interpretan, por ejemplo (1988, 53-54), La verdad sobre el caso Savolta, de Antonio Drove (1978), como una «visión de la época de la transición política a través del prisma de acontecimientos históricos de la Barcelona de 1917», o la turbulenta política dieciochesca de Esquilache, de Josefina Molina (1989), como una metáfora de la experiencia política española contemporánea.
Mujercitas (Little Women, 1995), otros […] las observan de forma despectiva, como reflejos del conservadurismo británico de derechas». [N. del T.]
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Parece haber un potencial considerable en este tipo de interpretación de las adaptaciones literarias de la década de 1980 que se basaban en novelas de posguerra. En un plano textual, un análisis por ejemplo de La colmena, de Camus, revela un cifrado de la política de consenso de la transición. Ambientada en la España posterior a la transformación tremenda que supuso la Guerra Civil, esta cinta presenta a los españoles, tanto vencedores como vencidos, siguiendo adelante con sus vidas cotidianas como abejas en una colmena. Como antes comentábamos, ha habido críticos que han reprochado a Camus no haber sabido retratar lo duro de la vida de la década de 1940, pero, conforme a este tipo de lectura, la clave está precisamente en las semejanzas entre los personajes ficticios de la posguerra y los españoles —mucho mejor situados— de la década de 1980. Camus establece, en efecto, un paralelismo entre el consenso (forzoso) entre los españoles tras la Guerra Civil, y el consenso (voluntario) entre los españoles durante la transición a la democracia. Esta interpretación se hace eco del paralelismo que Román Gubern lee entre el consenso contemporáneo de la transición, y las películas sobre la Guerra Civil producidas durante dicha época, por ejemplo Retrato de familia (Giménez-Rico 1976) y Las largas vacaciones del 36 (Camino 1976): El proceso de transición a la democracia, basado en una reforma política consensuada entre la derecha y la izquierda, se reflejaba en un discurso cinematográfico que era predominantemente centrista —la guerra la perdieron todos— y en una mirada hacia atrás en la que no había ira (Gubern 1991, 104).
Del mismo modo, La plaza del Diamante, de Francesc Betriu, podía leerse como un cifrado de una serie de transformaciones clave que se estaban produciendo en la España de entonces. En primer lugar, la adopción de un punto de vista femenino sobre los turbulentos acontecimientos de la Guerra Civil y la posguerra refleja la visibilidad creciente de la mujer en la vida española tras el derrumbe del patriarcado franquista. En segundo lugar, La plaza del Diamante era la primera adaptación literaria ambientada en esta época que tenía un protagonista de clase trabajadora —véase Gubern (1991, 104)—, conque es representativa de la anhelada España inclusiva e igualitaria que la democracia inauguraba. Por último, tanto la película como la posterior serie televisiva, en la
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medida en que ponen el foco en Cataluña, reflejan el fortalecimiento de la identidad política, histórica y cultural catalana que siguió a la instauración del Estado de las autonomías de la Constitución de 1978. En ese sentido, La plaza del Diamante constituye una adaptación de manual: no solamente se produjeron dos versiones —una en castellano y otra en catalán—, sino que tanto la película como la serie de televisión también ponían de relieve la experiencia histórica catalana. Además, la película promocionaba el legado literario catalán en la medida en que se basaba en la novela con más éxito de la barcelonesa Mercè Rodoreda, exiliada durante el franquismo8. Esta adaptación parece ejemplificar, por tanto, la afirmación de José Enrique Monterde (1989, 48) de que, cuanto más influyan sobre un director los asuntos sociales y políticos del momento, más probable será que la película de época producida sea una «presentización» del periodo histórico en cuestión. En una vena similar, adaptaciones como Los santos inocentes —de Camus— y Réquiem por un campesino español —de Betriu— responden al éxodo rural experimentado en España poco antes de que estas películas se produjeran. Esta «presentización» de la historia mediante el tratamiento del espacio rural será objeto de examen en el tercer capítulo. En un plano extratextual, y considerando en su conjunto el género cinematográfico de la adaptación literaria de la década de 1980, la tendencia hacia la «presentización» informa nuestra comprensión de la España posterior a Franco. Si aparentemente las películas son fieles a las ambientaciones históricas de los textos literarios originales —ambientaciones que a menudo se reconstruyen minuciosamente mediante la puesta en escena—, dichas ambientaciones en realidad se convierten en
8 Dicho esto, resulta curioso constatar que la película tuvo más éxito en Madrid que en Barcelona, y que en consecuencia se emitió en la televisión catalana en una hora de baja audiencia, mientras que en la televisión española se emitió en una hora de audiencia alta (véase Casals 1984). Esto podría explicarse por un rechazo específicamente catalán de las adaptaciones literarias cinematográficas históricas en esta época. Véase la nota 4 del presente capítulo para las críticas a la política del PSOE de subvencionar tales películas; también la lectura que aquí efectúo, en el capítulo tercero, de la nostalgia urbana implícita en Carícies como fenómeno exclusivamente catalán.
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un reflejo de la época contemporánea. Puesto que estas películas parecen reescribir el pasado de manera que se corresponda con el presente, cabe sugerir que el sistema de subvenciones era un mecanismo que permitía a la UCD —y posteriormente al PSOE— proyectar sus visiones de la nueva España. Habría que señalar, sin embargo, que la tendencia a reescribir el pasado —o a reinterpretar el canon literario— con arreglo al presente es sospechosamente parecida a esa versión whig de la historia y la literatura — versión tendente a encomiar el momento presente como el mejor posible, después de un pasado siempre peor— fomentada durante el franquismo. La interpretación que en este capítulo hacemos del género de la adaptación literaria de la década de 1980 busca dar cuenta de este equívoco enfoque de la historia que estas obras presentan. Historia e historicidad. Si, por una parte, el tratamiento de la historia en el género de la adaptación literaria de la década de 1980 evoca una práctica cinematográfica no conformista en la que el pasado se utilizaba como metáfora del presente, por otra parte estas adaptaciones literarias repiten, paradójicamente, el modo en que las películas históricas del franquismo —por ejemplo las que producía CIFESA— se servían del pasado para trasladar el mensaje ideológico del régimen. Gracias a este intempestivo eco de la práctica franquista de explotar el pasado para justificar el presente, Monterde ha observado (1989, 47) que la «gran y contradictoria característica del cine histórico español de la transición [es] la voluntad de recuperación histórica». El género de la adaptación literaria de la década de 1980, según arriba comentábamos, en primer lugar muestra síntomas de la historicidad posmoderna de la cultura global contemporánea; en segundo lugar constituye, en sí mismo, un importante documento histórico de la España de la mencionada década. Por otra parte, este género de las adaptaciones da testimonio del ambiguo legado del cine histórico español, tanto en su versión franquista como disidente. Así, en lugar de llevar a cabo una interpretación de dicho género conforme a explicaciones hostiles de la «pseudohistoria» posmoderna —o bien una lectura del mismo como cifrado de la sociedad de la década de 1980—, en el presente capítulo propongo un análisis que da cuenta de la naturaleza contradictoria de la representación que el mencionado género fílmico hace de la historia en
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el contexto del cine español histórico. Voy a referirme al relato revisionista de la posmodernidad que ofrece Linda Hutcheon (1989), quien interpreta la cultura posmoderna como una combinación única de cuestiones estéticas e historia. Voy a abordar asimismo el tema de la adaptación literaria con una referencia específica al asunto de la representación de la historia. Evitando lo reduccionista de un discurso en términos de fidelidad, voy a enfocar la adaptación cinematográfica de textos escritos en una época histórica anterior como un lugar privilegiado para la interacción de la estética y la historia. Los textos seleccionados para un análisis pormenorizado son dos de las manifestaciones de este género fílmico que más éxito tuvieron en términos comerciales (La colmena) y de crítica (Tiempo de silencio). Ambas cintas se basan en novelas canónicas de la posguerra y están ambientadas en dicho periodo. La colmena (Camus 1982). En busca de la autenticidad Mario Camus. Oficio y negocio. Con una tercera parte de sus largometrajes basados en textos literarios, y habiendo dirigido para la televisión tres versiones de novelas bien conocidas, Mario Camus fue el cineasta al que en España más se asociaba con el género fílmico de la adaptación literaria9. Beneficiario de subvenciones para sus adaptaciones de La colmena, Los santos inocentes y La casa de Bernarda Alba, Camus fue igualmente una figura a la que se identificaba con las políticas mirovianas10. En consecuencia, los típicos reproches que, según arriba comentábamos, se suelen dirigir al género de la adaptación literaria de la década de 1980, a menudo los encontramos dirigidos a este director. Antonio Castro, por ejemplo, en Dirigido Por, opone el cine transgresor de Buñuel y el cine conformista de Camus, del que dice, de hecho, que «se ha convertido con el tiempo en el más solicitado
9 Véase https://www.imdb.com/name/nm0133426/?ref_=fn_al_nm_1. 10 Adviértase que la financiación de La colmena vino dada por el acuerdo alcanzado entre el cine y Televisión Española en 1979 —es decir, gobernando la UCD— y no, como se ha afirmado, por el sistema de subvenciones de Pilar Miró. (Véase Jordan y Morgan-Tamosunas 1988, 2.)
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de los especialistas en limar aristas, en hacer aceptable y digerible para la burguesía, (sic.) textos más o menos famosos» (citado en Sánchez Noriega 1998, 181). Del mismo modo que la crítica de las adaptaciones literarias de la década de 1980 es el cifrado de una respuesta a la transformación del cine posterior a Franco, la recepción consistentemente hostil de la obra de Camus acaso revele el malestar de la crítica a propósito de los cambios habidos en el papel del director. Resulta reveladora la mencionada comparación que Castro establece con un veterano director de arte y ensayo globalmente reconocido como es Luis Buñuel. Si anteriormente existía una distinción entre artista y artesano, entre director-autor y director de encargo, en la década de 1980 el auge del género cinematográfico de la adaptación literaria vino a enturbiar las aguas. Por más que los encomiaran por dirigir películas artísticamente prestigiosas —o películas con niveles de producción altos y basadas en el canon literario—, los cineastas como Camus no dejaban de trabajar por encargo, cosa que además no hacían yendo en pos de un esotérico proyecto artístico personal, sino bajo presiones políticas y comerciales. Hasta que Almodóvar y una nueva generación de directores encontraron el modo de combinar arte y negocio, los críticos deploraban por un lado el deceso de una industria dividida entre las obras maestras buñuelianas —aunque, naturalmente, Buñuel nunca formó parte en realidad de aquella industria— y el puro entretenimiento escapista, y por otro lado la sustitución de dicha industria por un cine homogéneo, europeo y middlebrow en la década de 1980. La filmografía de Camus refracta estas transformaciones habidas en el cine español. Formado en el Instituto de Investigaciones y Experiencias Cinematográficas —entonces llamado Escuela Oficial de Cinematografía—, el joven Camus recibió el influjo del neorrealismo y de las nuevas cinematografías de la década de 1960 y trabajó como guionista para las películas de Saura Los golfos (1959) y Llanto por un bandido (1963) (véase Sánchez Noriega 1998, 20-34). A propósito de sus películas tempranas Young Sánchez y Los farsantes (1963 ambas), Camus declaró: «Yo pertenezco a una generación que creía en una revolución» (citado en Sánchez Noriega 1998, 68). A diferencia, sin embargo, de muchos de los directores del paradójico Nuevo Cine Español —véanse los capítulos
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primero y cuarto del presente estudio—, Camus había de sucumbir al «compromiso comercial» (véase Hopewell 1986, 69), pasando por películas obviamente alimenticias —protagonizadas por las estrellas pop del momento— hasta acabar encontrando un nicho en las adaptaciones literarias de sesgo comercial, lo que también le permitió satisfacer una paternalista ambición de «dar a conocer la literatura a la gente que no lee» (Camus citado en Martínez Aguinagalde 1989, 699)11. Así las cosas, el estudio que José Luis Sánchez Noriega hizo sobre este director en términos de cine de autor parece mal planteado. Este estudioso propone —véase Sánchez Noriega (1998, 9)— que, mediante el análisis de la filmografía de un director, es posible construir su identidad como autor; pero semejante enfoque en términos de cine de arte y ensayo cuadraba, si acaso, a un director como Buñuel. De hecho, con Camus la situación recurrente es que él se borra a sí mismo de su trabajo. Sánchez Noriega escribe, así (1998, 379), sobre la disrupción mínima de la linealidad narrativa, sobre la claridad y el realismo del «estilo de tono menor» (énfasis original) de Camus; Smith, por su parte, critica (1995, 4) su «estilo anémico». En su vida, Camus hacía gala de una neutralidad como la que lo caracterizaba en su trabajo: no obstante su éxito de taquilla y crítica, evitó crearse un «personaje» de director, negándose a ir a los estrenos para cortejar a la prensa y concediendo pocas entrevistas. Como decía en su momento una crítica, «rodar y callar» (véase Hidalgo 1983). Lo cierto es que semejante neutralidad hacía de Camus el director ideal para el tipo de adaptación literaria que se promovía en la década de 1980. Como señala Phil Powrie (1997, 20) con relación al cine francés de la misma época, las adaptaciones literarias precisan de directores que sean autores —que pongan, por tanto, un sello de respetabilidad a la película—, pero que no lo sean tanto como para hacer sombra al autor del original literario. En vista, pues, de 11 Carlos Saura presenta una trayectoria profesional parecida. Tras una brillante producción disidente durante el franquismo, en la década de 1980 este director-autor contestatario se descubrió en una industria transformada e hizo su trilogía sobre la danza —orientada a la taquilla— e incluso un fiasco comercial subvencionado por el Estado (El Dorado, de 1987, la película española más cara que hasta entonces se había realizado).
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la formación que había recibido, de sus colaboraciones tempranas y de sus primeras películas políticamente comprometidas, Camus tenía este aire de respetabilidad del director de cine de arte y ensayo, pero siempre insistía en su «humildad» (véase Frugone 1984) y en su defensa de los autores literarios que adaptaba. Era, en consecuencia, tanto lo debidamente respetable, como lo suficientemente neutro como para que el acento recayese en los textos originales, y esto lo convertía en el candidato perfecto para el proyecto cultural tras el franquismo de elaborar una nueva identidad española echando mano de la literatura contestataria del siglo xx, de lo que sería un ejemplo su adaptación de La colmena. La colmena era una producción cinematográfica de altos vuelos: una adaptación de la novela canónica de posguerra de Camilo José Cela —quien luego ganaría el Premio Nobel— con un enorme presupuesto de noventa millones de pesetas y un reparto que incluía prácticamente a todas las estrellas españolas de ese entonces. La prensa fue siguiendo el proyecto de cerca, sobre todo las opiniones de Cela —que eran positivas—, los detalles de la producción y los problemas administrativos sobre el pago de las subvenciones públicas12. Pero la película resultó un éxito tanto de público como de crítica: La colmena fue la película española más taquillera de 1982 —véase Gómez Bermúdez de Castro (1989, 229)— y ganó el Oso de Oro en el Festival de Berlín de 1983. Primero voy a pasar revista a las críticas, y luego me ocuparé del discurso de la autenticidad, que, como expondré, en esta película es clave. En contraste con los elogios del momento del estreno, críticas posteriores efectuadas en términos de fidelidad (fidelity criticism) han señalado los puntos flojos de esta adaptación, centrándose sobre todo en cuestiones estilísticas. Como arriba adelantábamos, mientras que
12 Para informaciones aparecidas en la prensa de la época sobre las reacciones de Cela, véase «Reseña de La colmena, de M. Camus» (1982b). Para detalles relativos a la producción y a problemas administrativos, «Reseña de La colmena, de M. Camus» (1982a y 1982c). Para un resumen posterior del escándalo a propósito del apoyo financiero a la película, véase Guillot (1995, 38).
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a Cela lo encomiaron por conseguir un «encaje» perfecto de forma y contenido, a Camus lo criticaron por permitir que la fotografía excesivamente pictórica de Hans Burmann mandase al traste dicha síntesis. Veamos, por ejemplo, la siguiente crítica de Enrique Alberich para Dirigido Por: Cela empleaba un lenguaje [que] encaja de forma excelente con el triste trasfondo social que reflejaba. En cambio […] la fotografía de Hans Burmann parece empeñada en conseguir todo lo contrario, convirtiendo en un bello espectáculo los ambientes más deprimentes y claustrofóbicos, desarrollando una estética que podría denominarse como de «endulzamiento de la frustración», desechando la más consecuente opción de un feísmo concordante con la vulgaridad de esas vidas casi inexistentes (citado en Mínguez Arranz 1998, 139-140).
A pesar de la insistencia del director en que «no he caído en ninguna concesión para suavizar los hechos. […] El resultado es una película muy, muy, muy dura» —véase Santa Eulalia (1982)—, no cuesta mucho encontrar ejemplos de lo que Alberich llama «endulzamiento». Pensemos, por dar un caso, en el retrato de las prostitutas del burdel de doña Jesusa, a las que vemos protegiéndose del frío envueltas en unas mantas andrajosas, y luego desvistiéndose para desfilar ante los clientes. Camus podría haber puesto de relieve lo duro del asunto y, por tanto, lo irónico de la performance de estas mujeres, pero el ligero desenfoque favorecedor con que la fotografía de Burmann presenta en el prostíbulo una desnudez femenina voluptuosa sabotea el retrato que la novela hace de los infortunios de las prostitutas (véase, por ejemplo, Cela 1998, 309-316). Otro aspecto problemático de esta adaptación es la transformación del laberinto formal del texto de Cela en un lenguaje cinematográfico convencional. De hecho, Dru Dougherty se queda perplejo (1990, 19) ante el mero hecho de que una película intente adaptar «una novela que insiste en negarnos su fábula»: ¿Qué pensar de una película que pretende adaptar una novela cuyos sucesos, personajes y ambientes se multiplican hasta formar un enjambre de vidas sin ninguna unidad aparente y, lo más problemático para una industria de estrellas, sin ningún protagonista señalado?
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Algunos críticos han creído leer la película sobre el fondo de los elementos supuestamente cinematográficos de la novela (véanse Deveny 1988 y Mínguez Arranz 1998). La colmena de Cela consta, en efecto, de una serie fragmentada de estampas urbanas que, escritas todas en presente, se van entrelazando las unas con las otras acronológicamente a lo largo de tres días del Madrid invernal de diciembre de 1943. Pero, por más que la fragmentación, el montaje en paralelo y la simultaneidad puedan ser, todos ellos, propiedades de un medio cuyo lenguaje se caracteriza por ir saltando entre secuencias —secuencias que se pueden componer en un montaje acronológico— y por representar los acontecimientos inevitablemente en presente, así y todo una novela que explote tales rasgos no necesariamente ha de ser fácil de llevar al cine. Esto se debe a que el cine narrativo clásico se esfuerza por ocultar estos mecanismos de su lenguaje. El corte entre planos se esconde, así, mediante la «sutura»; el montaje en paralelo es infrecuente y ha de estar justificado por la trama (como en una persecución automovilística); en cuanto a su limitación al presente, el cine lo disimula recurriendo a narrativas lineales. En la mayor parte de su adaptación de La colmena, Camus adopta el lenguaje cinematográfico convencional, utilizando en general, más que un montaje en paralelo, un montaje de continuidad y siguiendo una trama que, a pesar de incluir numerosos meandros, resulta comparativamente lineal. En resolución: que, llevando a la pantalla fílmica el texto original, Camus borra, paradójicamente, la naturaleza fílmica del mismo. Camus y el productor/guionista José Luis Dibildos adaptan la novela de Cela como si de un transparente documento realista del Madrid de la posguerra se tratase. Dougherty observa con razón (1990, 21) que Camus es más fiel a la realidad histórica que inspira a Cela que el propio novelista, y plantea (1990, 20) que «la realidad primaria […] irrumpe en la película de una manera directa y desnuda […] que el discurso novelístico no puede igualar». Cela estaba claramente influido por las prácticas descriptivas del naturalismo, desarrollando su variante española de este —el tremendismo— en La familia de Pascual Duarte (1942) y anticipando las técnicas del nouveau roman en La colmena. Incluso actualizó la imagen decimonónica del novelista naturalista —que visitaba suburbios con su li-
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breta y su lápiz— con la siguiente descripción de su obra de 1951: «Lo que quise hacer no es más que lo que hice: […] echarme a la plazuela con mi maquinilla de fotógrafo y revelar después mi cuidadoso y modesto trabajito ambulante» (Cela citado en Urrutia 1998, 13). Huelga aclarar, sin embargo, que la novela resultante es cualquier cosa salvo una estereotipada instantánea fotográfica. Se trata de una sofisticada puesta al desnudo de la España franquista durante los «años triunfales», dejando en evidencia la retórica oficial —sin perjuicio de los vínculos de Cela con el régimen— mediante la perspectiva irónica del narrador13. Camus sustituye a este narrador poco fiable, que oscila entre la subjetividad coloquial de la picaresca y la cuasiobjetividad del naturalismo —ora fingiendo ignorancia, ora haciendo gala de omnisciencia—, por una cámara «objetiva»; de ahí que la sátira que viene dada por la repetición y la yuxtaposición, en gran medida se pierda. Los doscientos trece fragmentos del texto de Cela —que hace honor a su título de La colmena— presentan a nada menos que doscientos noventa y seis personajes (véase Urrutia 1998, 29). Si, por motivos prácticos, en la película hubo que reducir este número a veintiséis —véase Deveny (1988, 277)—14, la introducción de un protagonista en la adaptación cinematográfica de una novela que no lo tenía —véase Dougherty (1990, 19)— revela la poca disposición de Camus a reproducir los desafíos formales de Cela. El inquietante vacío que hay en lo más hondo de la novela de este, el/la espectador(a) lo deja de experimentar cuando el guionista Dibildos insiste en el papel de Martín Marco como protagonista, y Camus escoge para interpretarlo a José Sacristán, el popular héroe desafecto de las películas de la transición15. Aunque Mínguez Arranz haya afirmado (1998, 131) que, «si ya resulta difícil en la novela establecer con precisión el desarrollo tem13 Con respecto a los narradores literarios de Cela y de Martín Santos, sigo la convención crítica de usar ‘el narrador’. 14 Según la carátula del vídeo distribuido por Suevia Films, la producción incluye sesenta personajes. 15 Como en los créditos de la película no se menciona a ningún director de casting, la elección de los actores ha de atribuirse a Camus.
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poral de la historia, en la película resulta aún más complicado», lo cierto es que el guion de Dibildos impone carácter cronológico a una novela original que rechaza la linealidad, con lo que la película resulta mucho más accesible. Como el guionista dijo, «era preciso dotar a la novela de una estructura dramática de la que carecía» (Dibildos citado en Mínguez Arranz 1998, 124). Un ejemplo revelador de esta imposición de una estructura dramática es el tratamiento del personaje de Julita, interpretado por Victoria Abril. Símbolo de poco más que de las relaciones extramaritales en el contexto de los rígidos códigos morales del franquismo —y responsable de cierto cierta tímida excitación que el/la espectador(a) experimenta durante la artificiosa escena de «destape» de la casa de citas—, el desarrollo que Dibildos le da a este personaje de Julita sigue un arco convencional. Con su paulatino desengaño sobre las intenciones de Ventura —su novio— hacia ella, evoluciona desde sus bobalicones «¿Me querrás siempre?» del principio, hasta su resignada exclamación final —que no figura en la novela— de «Esto ni es amor, ni es nada». Además, esta «estructura dramática» le impone un cierre a una novela que, para desconcierto del/la lector(a), carece de tal cosa. La película deja claro el vínculo entre Martín y la muerte de Margot —primero lo acusan de asesinato y luego lo exoneran—, pero la novela es tercamente ambigua. El Martín de Cela no ha reparado, leyendo el periódico, en la noticia sobre un crimen sin resolver por el que las autoridades quieren interrogarlo, y el/la lector(a) se queda con la turbadora yuxtaposición del «mal asunto» de Martín y un perro moribundo (véase Cela 1998, 325-326). La versión de Camus termina, sin embargo, en el café La Delicia, con una voz en off de la novela. Por un lado, las escenas del café son las mejores de la película. Sin planos de establecimiento, usan con éxito múltiples planos travellings, planos con profundidad de campo, y una puesta en escena de espejos, además de una puerta giratoria eficazmente explotada para transmitir la repetición y la monotonía que expresa la voz en off (véase Cela 1998, 320). Por otro, sin embargo, el regreso constante a este espacio en la película hace que el mismo se convierta en un eje central comunitario, mientras que la novela se muestra inflexible en su representación de una alienación atomizada.
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Historia y autenticidad. La interpretación que antecede de la adaptación de Camus, en realidad prácticamente se limita a decirnos que merece la pena leer la novela, y ver la película no. Sin embargo, tal vez resulte más provechoso explorar los fascinantes puntos de convergencia y divergencia entre el texto original y su adaptación cinematográfica tomando en consideración el asunto de la historia. Cela saboteaba la retórica del régimen franquista —que buscaba justificar el presente mediante la referencia al pasado— ambientando su novela en un presente estancado y cíclico. La política cultural de la España democrática de la década de 1980, por el contrario, buscaba recuperar el pasado para interpretar el presente como parte de un proceso de progreso. En el primer caso se lamenta que la historia esté destinada a repetirse; en el segundo caso se celebra que no haya sido así. En el contexto de relatos posmodernos de la metaficción historiográfica, el presente capítulo examina la tensión entre una novela que rehúye la historia en la idea de cuestionar la visión dominante, y una película que busca representar la historia en la idea de crear la visión dominante. Es posible que las teorías posmodernas y postestructuralistas enterrasen hace mucho tiempo el concepto de «autenticidad» por considerarlo, en la representación histórica, una falacia poco creíble. En el contexto, sin embargo, de la España de la transición, dicho concepto seguía representando una preocupación vital. Con esto no estamos diciendo que la España de las décadas de 1970 y 1980 se caracterizase por la ingenuidad histórica, sino que estamos más bien reconociendo, en la estela de Paul Julian Smith (2000b), la «modernidad» específicamente española de aquella época, sin dejar que nuestro análisis de la misma quede subsumido en una tesis general de la «posmodernidad» global. Los relatos de la producción de La colmena y las críticas publicadas en la prensa con motivo del lanzamiento de la cinta evidencian una llamativa convergencia a propósito de la cuestión de la autenticidad. En una entrevista aparecida en Ya en el día mismo del estreno, por ejemplo, Camus insiste en cuánto cuidado puso para que la puesta en escena conllevase una recreación auténtica. «Lo que predomina», explica el entrevistador, «es el ambiente […] de la miseria que recorre las páginas del libro y que impregna “con bastante exactitud”, según
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Camus, la versión cinematográfica del mismo» (véase Santa Eulalia 1982; énfasis mío). Especialmente interesante desde el punto de vista de esta búsqueda de una recreación «exacta» o «auténtica» de la época en cuestión es la explicación que Camus ofrece para la interpolación de materiales de archivo procedentes de esta, aunque resulta ligeramente alarmante que el director equipare la autenticidad con el NoDo, la famosa máquina de propaganda del régimen de Franco: Me faltaba Madrid; el exterior. Me armé de valor y me atreví a hacer algo que quizá rechace algún espectador. Busqué unos planos en el NO-DO de aquellos días y los he incluido. Así la ciudad es la auténtica y no creo que se despegue del resto más que por la diferencia de la técnica fotográfica y las deficiencias del blanco y negro en que esas secuencias estaban filmadas. Su función es testimonial. Me parece que debía contarse con ellas (citado en Santa Eulalia 1982; énfasis mío.)
El productor y guionista Dibildos se hace eco de esta fe en que la película era una representación auténtica de aquellos tiempos. En ese entonces explicaba, en efecto, que «yo, como niño de la época, aún no he visto ninguna película que refleje aquellos años tal y como fueron realmente. Y, desde luego, a todo creador le apetece, por encima de todo, hacer lo que nadie ha hecho». Dibildos insiste, igual que Camus, en la puesta en escena: «Posiblemente sea uno de los grandes logros de la película. Todos los detalles están cuidados con mimo de entomólogo» (citado en Mínguez Arranz 1998, 138-139; énfasis mío). Esta fidelidad entomológica a la época —fidelidad que, como observa Dougherty, supera a la obra de Cela en su realismo documental— la consiguió, mediante una minuciosa recreación del Madrid de la década de 1940, Ramiro Gómez, el diseñador de producción. Casi todo lo que figuraba en los encuadres —por ejemplo, las revistas, las cartillas de racionamiento, los fósforos o los cigarrillos— databa de dicho periodo. De las trescientas botellas detrás de la barra del café La Delicia, la mitad eran auténticas (véase Deveny 1999, 71) y solo fue preciso confeccionar doce de los trajes, ya que el resto de los elementos del vestuario eran realmente de la posguerra (véase Mínguez Arranz 1998, 139). No es de extrañar, así, que los comentaristas del momento escribiesen sobre la «auténtica realidad española» de Ca-
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mus. La crítica que Diego Galán escribió para El País, por ejemplo, contrapone (1982) por una parte los compromisos que, debido a la censura, Cela hubo de asumir en el retrato que su novela hace de la realidad, y por otra parte el retrato auténtico de la realidad que efectúa la película de Camus: «Sólo muchos años después se ha podido relatar [la auténtica realidad española] con libertad». Que Cela aspirase a una mímesis transparente constituye, por supuesto, materia de discusión, y en cualquier caso el novelista no hizo concesiones a la censura, publicando primero La colmena en la Argentina. Así y todo, resulta fascinante la insistencia del crítico en que, en la España de la década de 1980, el progreso era tal que el realismo artístico, anteriormente comprometido, ahora por fin podía ser «auténtico». Cabe interpretar, en efecto, que esta adaptación cinematográfica se organiza en torno a la búsqueda de la autenticidad. La banda sonora está compuesta por diálogos de la novela, grabaciones de archivo de Radio Nacional de España y música de la época —«Ojos verdes», «Mi caravana», «La lirio» y «A media luz»—, solo ocasionalmente interrumpida por las composiciones originales de Antón García Abril. En cuanto a la imagen, el filme incorpora tanto materiales de archivo —con escenas de las calles de Madrid en la década de 1940—, como una secuencia del No-Do sobre la Semana Santa en España. En la cita que reproducíamos hace un momento, Camus expresaba su preocupación por que estas interpolaciones desentonaran con el tono del resto de la película, pero tal fue la energía que se dedicó a la puesta en escena, que lo cierto es que no desentonan. En el salto, por dar un caso, desde los materiales de archivo con escenas callejeras hasta otra vez el café La Delicia, hay una graphic match (correspondencia gráfica) entre las farolas y la iluminación del local. Y a pesar de que la película está rodada en color y los materiales de archivo son en blanco y negro, los marrones y grises seleccionados para la puesta en escena suavizan las diferencias. Esta cinta lleva a cabo, así, lo que Juan Miguel Company Ramón ha denominado con razón (1989) «la conquista del tiempo»: emplea un discurso de la autenticidad para contrarrestar ese tiempo presente en el que insiste en situarse todo lenguaje cinematográfico. Así las cosas, podemos entender esta adaptación de comienzos de la década de 1980, más que como un ejemplo del nuevo cine de la
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España democrática, como un filme plenamente situado en el contexto de la transición. La colmena es una manifestación tardía del cine documental que floreció en la década de 1970. Porque hay obvios paralelismos entre, por una parte, el deseo de rodar una «auténtica realidad española» y, por otra, el género documental, que se caracteriza por «su reintroducción de puntos de vista previamente excluidos y por su llamamiento a la autenticidad» (véase Jordan y Morgan-Tamosunas 1998, 20). Con su interpolación de materiales de archivo de la época, la película evidencia, en efecto, un claro parecido con un documental como La vieja memoria, de Jaime Camino (1977), que también combina materiales de archivo con entrevistas a figuras clave de la Guerra Civil. En su fusión, sin embargo, de formas dramáticas tanto documentales como de ficción, La colmena tuvo éxito comercial, mientras que los documentales de la década de 1970 habían sido, en general, fracasos desde el punto de vista de la recaudación. De todos modos, el referente ficcional de La colmena supone un alejamiento crucial respecto de las formas documentales previas. Cabría plantear que la película elude el problema de la ficcionalidad del texto original, abordando este como si de un estereotipado relato realista de la época se tratara. De hecho la propia novela, e incluso su autor, parecen subsumirse en ese afán general de autenticidad que caracteriza a esta adaptación, como si también ellos fuesen, por así decir, artículos «auténticos» de época que sumar a la puesta en escena. El cameo de Cela en la película, podríamos interpretarlo en este contexto: aparece como Matías Martí, un personaje de uno de los relatos breves del escritor que Dibildos incorporó en el guion —véase Mínguez Arranz (1998, 123)—, y estampa en la obra una especie de sello de autoría auténtica. Del mismo modo, la introducción de un ejemplar de la propia novela en la escena de alcoba entre Martín y Purita —donde él le lee del libro a ella— diríase que indica cómo la adaptación nos ofrece un acceso inmediato al texto original «auténtico». Y, por último, el pasaje del final del capítulo sexto de la novela —véase Cela (1998, 320)— que la voz en off lee sobre las últimas imágenes de la película da igualmente la impresión de una relación transparente entre el filme, la novela y la época histórica representada.
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Otra opción consistiría en explorar la posibilidad de que esta fusión de los inmezclables géneros del documental y la ficción constituyese una problematización consciente de la representación de la historia en cualquier forma estética. El documental presupone la posibilidad de la autenticidad, o bien una representación no mediata del pasado, pero la dependencia de una película histórica para con un referente ficcional preexistente —y, en el presente caso, uno muy conocido— cuestiona esa fe en la autenticidad y sugiere, acaso, que la representación del pasado es necesariamente mediata. Los cimientos de ambos géneros se socavan mutuamente, por lo que La colmena como representación histórica del Madrid de la década de 1940 es una contradictoria amalgama de autenticidad y estética. Podría sostenerse que esta combinación que La colmena hace de autenticidad documental y estetización ficcional delata una autoconciencia sobre la representación de la historia. Con otras palabras: podríamos leer La colmena como un ejemplo de lo que Linda Hutcheon califica de «metaficción historiográfica» posmoderna, conforme a lo cual el filme se revelaría sabedor de que …hoy conocemos el pasado […] a través de sus discursos, a través de sus textos, es decir, a través de los vestigios de los acontecimientos históricos: los materiales de los archivos, los documentos, los relatos de los testigos […] y de los historiadores. […] La ficción posmoderna simplemente explicita el proceso de la representación narrativa (Hutcheon 1989, 36).
Especialmente interesante a este respecto resulta la interpolación que Camus efectúa de materiales de archivo y del No-Do de la época. La fusión sin costuras entre, por una parte, planos documentales de las calles de la década de 1940 y, por otra, la reconstrucción del Madrid de posguerra que lleva a cabo Camus —fusión que se logra, según arriba comentábamos, mediante el uso de graphic matches (correspondencia gráfica) y paletas cromáticas parecidas—, sugiere un paralelismo entre ambas formas, quedando implícito que cada una constituye el correspondiente «discurso» en la «representación narrativa» de la historia. Este ensamblaje de documentos de archivo y ficcionales ejemplificaría, por tanto, la observación de Hutcheon
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(1989, 87) de que «los textos posmodernos hacen un uso (y abuso) consistente de documentos y documentación histórica en la idea de insistir tanto en la naturaleza discursiva de tales representaciones del pasado, como en la forma narrativizada en la que las leemos». Semejante puesta al descubierto del carácter construido de la representación tiene una resonancia particular en el contexto de los discursos de la ideología franquista. La interpolación que Camus realiza de materiales de archivo del No-Do podría leerse, en efecto, como una deconstrucción de estos discursos16. Y así, una lectura de la película como metaficción historiográfica —véase Hutcheon (1989)— sugeriría que el montaje en paralelo entre, por un lado, el sobrio relato que el No-Do hace del ritual católico y, por otro, la escena de sexo de Julita y Ventura en el cine, no busca únicamente hacer reír, sino que desinfla —deconstruye— la retórica oficial. Igual que en una secuencia anterior en la que una triunfal música militar acompaña las imágenes miserables de las colas de racionamiento, este juguetón montaje en paralelo de Camus revela la disparidad entre el ritual canónico que el locutor del No-Do describe y el comportamiento ilícito de la narrativa ficcional. Este entretejerse de varios discursos, un documento oficial de archivo —el No-Do— y un relato ficcional disidente —la novela de Cela—, revela, pues, una conciencia de la mediación de la realidad a través de las representaciones narrativas. Dado que estos discursos aparentemente dan acceso a la época histórica en que está ambientada la película, por extensión cabría plantear que La colmena camusiana evidencia los límites de la tesis de la autenticidad en que reposa el género del documental. El hecho de que Camus y Dibildos recurran a un famoso referente ficcional en su representación de la historia, y el hecho de que sugieran una equivalencia entre este texto de ficción y los textos de filmaciones originales y 16 Aunque el No-Do ya había sido cuestionado en películas disidentes previas como Bienvenido, míster Marshall, de Luis García Berlanga (1953), Camus fue uno de los primeros en someter a escrutinio su propósito ideológico en la época posterior a su desmantelamiento, que se produjo en 1981. (Desde el 22 de agosto de 1975, ya no era obligatorio proyectar aquellos noticiarios y documentales antes de cualquier película, véase Tranche y Sánchez-Biosca 2002, 15.)
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del No-Do, demuestra la afirmación de Hutcheon (1989, 58) de que la metaficción historiográfica pone de relieve que «la representación de la historia se convierte en la historia de las representaciones». La dificultad de esta interpretación es la cuestión de la autoconciencia. Si en La colmena hay una problematización del asunto de la autenticidad en la línea del de la metaficción historiográfica que estudia Hutcheon, se trata de una problematización, en el mejor de los casos, extremadamente sutil, lo que cuadra con ese tono comedido o tenue que Sánchez Noriega y Smith atribuyen a la filmografía de Camus. Probablemente sea más exacto concluir que La colmena de este director es una equívoca combinación de una ingenua búsqueda de autenticidad, y una artera puesta al descubierto del carácter construido de la representación histórica (con un énfasis en lo primero). Esta ambivalencia respecto a la cuestión de la representación histórica explica el hecho de que La colmena pueda interpretarse a la vez como una variante de la colonización franquista del pasado (las películas subvencionadas de la década de 1980 se volvían hacia el pasado para justificar el presente), y como un cuestionamiento de los discursos franquistas monolíticos (el No-Do). También podemos decir, en los términos del relato que Hutcheon hace de las políticas de la posmodernidad, que esta película imita y critica al mismo tiempo la visión dominante y es una combinación típicamente posmoderna de «complicidad y crítica» (véase Hutcheon 1989, 11). Tiempo de silencio, tiempo de protesta: Tiempo de silencio (Aranda 1986) En una primera aproximación, La colmena de Mario Camus y el Tiempo de silencio de Vicente Aranda se antojan películas sorprendentemente similares y sintomáticas, con ello, de esa insidiosa uniformidad que los críticos lamentan en el cine español de la década de 1980. Ambas cintas recibieron, en efecto, subvenciones del Estado; ambas se basaban en novelas importantes de la posguerra, y ambas fueron adaptadas por directores a los que en España se asociaba al género cinematográfico de la adaptación literaria. Aranda era, hasta cierto punto igual que Camus, el tipo de director adecuado para la clase de
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adaptación literaria de la que hablábamos arriba, ya que también en su filmografía encontramos una primera fase experimental —piénsese en Fata Morgana (1966), que fundó la Escuela de Barcelona—, y también él encontró posteriormente un nicho en el género fílmico de la adaptación, con un interés especial por la obra de Juan Marsé: La muchacha de las bragas de oro (1980), Si te dicen que caí (1989), El amante bilingüe (1993)17. Este director encarna, a semejanza de Camus, esa equívoca mezcla de autoría individual y conciliación artesanal que se supone es lo ideal para las adaptaciones literarias. Por decirlo en los términos de una crítica de la época, el de Aranda es «un cine personal [pero] paradójicamente fiel a los textos» (véase Guarner 1986). En una entrevista, sin embargo, este realizador insistía en su objetivo de controlar todos los aspectos de la producción de sus películas —véase Vera (1989, 165)—, y tendía a trabajar con el mismo equipo de profesionales, al que Enrique Colmena califica (1996, 83-92) de la «cuadra de Aranda». Tampoco hay que quitar importancia al hecho de que poseyera su propia productora, Morgana Films, que coprodujo Tiempo de silencio. Mientras que La colmena se puede considerar un proyecto lo mismo del productor/guionista Dibildos que de Camus, Aranda se reivindica como autor de su Tiempo de silencio en una medida mucho mayor. Por volver a las tres áreas problemáticas que arriba identificábamos de la interpretación crítica estándar de las adaptaciones literarias de la década de 1980, el Tiempo de silencio de Aranda también ha sido objeto de censuras en cuanto receptor de subvenciones públicas a través de los mecanismos establecidos por los decretos mirovianos. Esta película de Aranda, estrenada en marzo de 1986 —antes, por tanto, de la caída en desgracia de Miró, véase Brooksbank Jones (1997, 148)—, coincidió con el momento en que la política de subvenciones del Estado para el cine empezaba a cuestionarse seriamente ––terminó desmantelándose, de hecho, en 1994––. En 1985, un reportaje de El País causó cierta indignación al revelar detalles de esta política: veintitrés
17 Más de la mitad de las películas de Aranda fueron adaptaciones literarias; véanse https://www.imdb.com/name/nm0033005/?ref_=fn_al_nm_1 y Colmena (1996, 75).
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de los veintitrés proyectos de película que se habían presentado habían sido aprobados, y entre las tres películas más caras figuraba Tiempo de silencio, para cuya producción el contribuyente había aportado treinta y cuatro millones de pesetas (véase un resumen en Losilla 1989, 33). Nada raro, así las cosas, que algunos críticos de aquella época utilizasen la adaptación de Aranda como blanco de sus críticas a la política del gobierno (véase la nota 4 del presente capítulo). En Diario 16 se afirmaba —véase Marinero (1988)— que «[en Tiempo de silencio] se tiene la sensación de que todo está montado para responder a las bases inéditas por las que el Ministerio de Cultura debe guiarse para conceder las subvenciones anticipadas». Años después, el director Fernando Trueba diría con sorna que la crítica que el PP hacía de las películas mirovianas «parece llevar implícito que las películas de esos años las ha hecho el PSOE» (citado en Prout 1999, 55). Lo cierto es, sin embargo, que tal era prácticamente el caso con Tiempo de silencio: Luis Martín-Santos fue una figura clave del PSOE clandestino desde 1957 hasta su muerte en 1964 —véase Labanyi (1989, 54)—, y Aranda compartía su visión política de izquierdas (véase Colmena 1996, 14-15). Igual que sucedió con la película de Camus, también Tiempo de silencio recibió críticas desde el punto de vista de su fidelidad a su original literario (en el sentido de no estar a la altura del mismo). El Tiempo de silencio de Martín-Santos comparte la laberíntica estructura fragmentada y el narrador irónico de La colmena, pero, a diferencia de esta, va cartografiando una serie cronológica de sucesos a través de una polifonía de voces textuales. Un crítico dijo —véase Jordan (1990, 179)— que se trata de «una novela escrita por un intelectual, sobre intelectuales y destinada a ser leída por intelectuales». Nada tiene de raro, por tanto, que los críticos hayan comparado desfavorablemente la desafiantísima experiencia de la lectura con la experiencia de ver el filme: «Lo que en Martín-Santos era adivinación e instinto, es en Vicente Aranda prosecución y lógica» (Gil de Muro 1986). Por último, la ambientación temporal de Tiempo de silencio cabe interpretarse conforme a relatos teóricos de la posmodernidad hostiles a la misma. Es posible, en efecto, que, como demoledora historia de ilusiones perdidas, derrota y aniquilación, la película de Aranda no se preste de inmediato a la interpretación de la nostalgia posmoderna.
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No obstante, en la misma línea de Camus cuando exagera la relación amorosa entre Martín y Purita en su adaptación de La colmena —en la novela dicha relación solamente se insinúa, véase Cela (1998, 258)—, también Aranda vuelve exageradamente romántico el vínculo entre Pedro y Dorita en su adaptación de Tiempo de silencio. (El Pedro de la novela se muestra más bien indiferente: quiere «otra clase de mujer», véase Martín-Santos 1995, 112.) Y el hecho de que a estos personajes los interpreten apuestas estrellas como Imanol Arias y Victoria Abril, en cierta medida merma la narrativa de fracaso amargo, sugiriendo acaso una lectura de la película como un tratamiento nostálgico y pseudohistórico de la época de la posguerra. Recreación creativa. No obstante esta posible interpretación hostil, en general se reconoce, tanto en las críticas aparecidas en la prensa de entonces como en el trabajo de estudiosos posteriores, que Tiempo de silencio es una de las adaptaciones literarias de la década de 1980 más logradas artísticamente (véanse Quintana 1986; Guarner 1986; Company Ramón 1989 y Monterde 1989). Esto se explica por el hecho de que la película soporta relativamente bien un análisis en términos de fidelidad (fidelity criticism). Aunque Aranda posteriormente se adscribiría a un modo laxo de entender la adaptación según el cual la novela original «es un material bruto que hay que transformar en película, pero olvidándose de las trascendencias y considerándolo como algo simplemente utilizable» (citado en Costa Ferrandis 1991, 234), sus comentarios sobre la versión cinematográfica de Tiempo de silencio revelan un deseo de fidelidad reverencial. Aunque se vio forzado a cortar la mitad de la novela en el guion —véase Quintana (1986)—, así como a centrarse únicamente en los aspectos relacionados con la trama18, el director 18 El director declaró asimismo que veía este proceso de «condensar» una novela en una película como una fuente de inspiración: «Me gusta más el problema de síntesis que plantea la hora y media u hora y tres cuartos que la serie televisiva, me parece que esto obliga a una condensación, a una tensión y un esfuerzo que conllevan a un producto final superior» (citado en Palacio 2002, 521). La recreación era, para Aranda, creación ella misma.
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también expresó su objetivo de mantener el tono irónico del original y conservar el «espíritu» de los elementos no diegéticos de la novela (véase Mínguez Arranz 1998, 172). Tal era, de hecho, su deseo de fidelidad, que en la prensa informó —véase «Fascinación por un texto» (1985)— de que todos los actores estaban obligados a llevar consigo ejemplares subrayados del libro durante el rodaje. La crítica elogiosa que Company Ramón hace de la película en términos de fidelidad a su original literario (1989, 82-85) ha supuesto la base de la posterior recepción de esta adaptación cinematográfica en ámbitos académicos19. Este estudioso reproduce dos pasajes de la novela, la visita de Pedro y Matías a un bar durante su parranda —véase Martín-Santos (1995, 91-92)— y el discurso de Ortega y Gasset —(1995, 157-158)—, y ofrece sendos análisis plano a plano de las correspondientes traducciones fílmicas. En el primer caso, Aranda rueda toda la escena del bar desde fuera —desde detrás de las ventanas—, con lo que reproduce la distancia narrativa de la novela, llamando la atención conscientemente sobre el modo narrativo no naturalista y haciéndose cargo de la claustrofobia y el aprisionamiento de los personajes, los cuales cantan, borrachos, el verso de «En los pueblos de mi Andalucía» que dice: «Gozando el amor y la libertad». Además, esta secuencia introduce una amenazadora y ubicua presencia externa a la pantalla —esto es: la dictadura— mediante la represora figura de autoridad del sereno, que pone fin a la canción y restaura el «silencio» en la banda sonora de la película, que carece por completo de música de fondo extradiegética. En su segundo análisis, Company Ramón describe cómo Aranda introduce, en su traducción cinematográfica de la parodia que Martín-Santos hace del discurso, la perspectiva de un inquisitivo gato siamés, y muestra que cada inserción parentética irónica de la novela se corresponde con un salto de plano en la película. En vista de una equivalencia cinematográfica formal tan inventiva, Company Ramón concluye (1989, 83) que Aranda lleva a cabo una «operativa lectura» de la novela.
19 Dicha crítica de Company Ramón la citan Mínguez Arranz 1998, 174 y 176177, y Carmona 1991, 213-217.
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Las excelentes lecturas pormenorizadas que Company Ramón efectúa de estas dos secuencias de la película proporcionan el punto de partida para la interpretación aquí propuesta. En su versión mejor, la crítica de las adaptaciones en términos de fidelidad nos ofrece un sofisticado análisis formal de la película en cuestión, como es el caso aquí. Pero los análisis que Company Ramón lleva a cabo con este método crítico revelan las limitaciones del mismo. En su primera lectura pormenorizada, este estudioso observa que la película transmite, igual que la novela, el aprisionamiento y la claustrofobia que los personajes experimentan. De hecho, esta experiencia y la noción complementaria de circularidad constituyen motivos clave del conjunto del filme, y Aranda se aparta de la novela y transforma su final para insistir en estos elementos. Ahora bien: si la crítica en términos de fidelidad puede dar cuenta de estas semejanzas entre el texto literario y su adaptación cinematográfica, es incapaz de gestionar los cambios que la adaptación opera respecto a su original, cambios que en críticas poco finas tienden a despacharse como «traiciones» de aquella a este, y evidencian que el cine no puede hacer lo que la literatura sí. El presente capítulo, sin embargo, aspira a interpretar tanto las semejanzas como las diferencias desde el punto de vista de la representación de la historia. Porque, en su segunda lectura pormenorizada, Company Ramón demuestra, como adelantábamos, la capacidad de Aranda para reproducir formalmente la parodia que encontramos en la novela. En la medida, no obstante, en que la crítica en términos de fidelidad no puede dar cuenta de los distintos contextos ideológicos en que se concibieron el texto y la película, el mencionado estudioso pasa por alto el efecto de la sátira del discurso de Ortega y cómo dicha sátira funciona de modo diverso en la novela de Martín-Santos y en el filme de Aranda. El presente capítulo aspira, por el contrario, a interpretar las diferentes funciones que las parodias de la filosofía de la generación del 98 cumplen en la novela y en la película en el contexto de la representación histórica. Mientras que mi análisis de La colmena empezaba con una consideración de la «autenticidad» —tras lo cual mostrábamos que la película también podía leerse como una reflexión posmoderna sobre los discursos históricos—, en la presente lectura de Tiempo de silencio
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adoptamos el enfoque inverso. Para empezar vamos a analizar esta adaptación de Aranda como una metaficción historiográfica posmoderna. En primer lugar voy a sugerir, en efecto —del mismo modo que Jo Labanyi ha hecho ver (1989) que Martín-Santos somete a examen el discurso para revelar la imposibilidad de la representación de la realidad—, que Aranda cuestiona igualmente la representación de la historia. Pero en segundo lugar voy a plantear que la película transmite una fe en una representación histórica auténtica, fe que viene dada por la crítica inequívoca que Aranda hace del franquismo. Es decir, que, entre la novela y la película, nos movemos del silencio a la protesta. La representación de la historia. De la interrogación a la afirmación. La lectura que Company Ramón hace de la creatividad formal de Tiempo de silencio revela la atención que Aranda presta a la estética. En la medida, sin embargo, en que la película confiere una importancia destacada a su ambientación en la época de la dictadura de la posguerra, Aranda presta una atención no menor a la representación de la historia. Mientras que las interpretaciones marxistas de la posmodernidad —hostiles para con esta— plantearían que las dos querencias recién mencionadas se excluyen mutuamente, Hutcheon sugiere que pueden reforzarse la una a la otra. Para esta estudiosa, la metaficción historiográfica posmoderna se centra en el carácter textual de la historia y deconstruye —como arriba veíamos con relación al No-Do en La colmena— los discursos de los que la historia se compone. El logro destacado del Tiempo de silencio de Martín-Santos es el modo en que el autor emplea estrategias formales no solo para satirizar el régimen de Franco, sino también para exponer la resignación y la culpabilidad de los españoles que vivían bajo dicho régimen. Para Labanyi (1989) esta novela es, así, una dúplice reconstrucción: una reconstrucción de los mitos erigidos tanto por la dictadura, como por los ciudadanos de esta. Pero ambos géneros de desmitificación vienen dados por la forma de la novela. El régimen no podía satirizarse, en efecto, con un modo realista estándar, toda vez que «un narrador dotado de autoridad servía únicamente para reproducir el autoritarismo
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[que se] deseaba denunciar» (véase Labanyi 1989, 55). Del mismo modo, el autoengaño de los personajes no podía dejarse al descubierto mediante una narración omnisciente en tercera persona, ya que solo adoptando el punto de vista de aquellos —mediante el monólogo interno— podemos ver la manera en que «usan el lenguaje como herramienta mitificadora para conferir a sus vidas una falsa apariencia de solidez». Como resume Labanyi (1989, 55), «es mediante una puesta al descubierto irónica de las maneras en que el lenguaje permite al hombre mitificar el mundo, como Martín-Santos destruye la noción realista de que las palabras reflejan la realidad». Para la época en que Aranda adaptaba la novela —en 1986—, esa «realidad» se había convertido ya en «historia». Y del mismo modo que, en 1961, a Martín-Santos una narración autoritativa le parecía susceptible de replicar la autoridad del propio régimen, ahora una versión formalmente naturalista y mitificadora de la historia franquista era susceptible de replicar la manera en que las propias películas franquistas mitificaban la historia. Si, como ha planteado Hutcheon (1989, 3), «la posmodernidad trabaja para desdoxificar [“de-doxify”] nuestras representaciones culturales y su innegable vertiente política» —cosa que Camus consigue ensamblando referencias a la novela ficcional de Cela con materiales fílmicos de archivo y del No-Do—, Aranda parece alcanzar un objetivo parecido en su Tiempo de silencio mediante una cierta desnaturalización de la forma cinematográfica. Este director se hace eco, en el idioma del cine, de algunas de las estrategias formales de Martín-Santos, dejando al descubierto —como ha demostrado Company Ramón— el modo de enunciación del cine y llamando la atención sobre la descoyuntura que se da entre la representación y la realidad (histórica). Si la novela de Martín-Santos exploraba de una forma innovadora los modos en que el lenguaje se podía usar como herramienta para engañar y distorsionar, en su película Aranda transmite escepticismo sobre la autenticidad de las representaciones. Dado que, como el propio Aranda declaró, el guion aspiraba a ir siguiendo la novela lo más de cerca posible, los pasajes en los que el narrador de Martín-Santos revela la duplicidad del lenguaje están incluidos. Pero, en la medida en que el cine se compone de imágenes y sonidos —no solo de len-
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guaje—, la escena de la adaptación cinematográfica no alcanza la misma autorreflexividad del pasaje original de la novela. Una recreación más exacta de la reflexión autoconsciente de Martín-Santos sobre el lenguaje incluiría imágenes, que son el medio básico que el cine tiene para acceder a la «realidad». Del mismo modo que Martín-Santos muestra que el lenguaje esconde la verdad, Aranda muestra que las imágenes pueden esconder la verdad, por ejemplo, a través del tratamiento de ese hampón curtido que es Cartucho. Es el novio de la asesinada Florita, y su papel a lo largo de toda la película —hasta su acto de venganza final— consiste en ir espiando lo que va sucediendo, por lo que, de algún modo, es un sustituto del/de la espectador(a) dentro de la pantalla. Espía a Pedro y a Amador en la primera visita de estos a la chabola de Muecas, observa lo que allí sucede cuando Muecas y el curandero llevan a cabo el fatídico aborto de Florita, y de nuevo espía a Pedro y a Amador cuando llegan tras el aborto. En cada una de estas ocasiones, la interpretación que Cartucho hace de los hechos está equivocada. La primera visita de Pedro a ese barrio de chabolas madrileño está motivada por sus investigaciones sobre el cáncer en los ratones y no, como Cartucho infiere, por el objetivo de desflorar a Florita, quien en realidad ya ha sido preñada incestuosamente por su propio padre. La segunda vez que Pedro acude al suburbio, no lo hace para practicar el aborto a Florita, sino que su llegada ha sido orquestada por Muecas para implicar a Pedro en el crimen. Así pues, la película parece cuestionar que la imagen constituya una fuente fiable de «verdad»20. Este argumento de que la película problematiza de manera autoconsciente el acceso a la «realidad» se hace extensivo al tratamiento de su protagonista. El retrato de la subjetividad de Pedro desafía esa convención de la «objetividad» de la que el acceso a la «realidad» depende. Mientras que la mayoría de los monólogos internos que la novela contiene están incorporados en los diálogos de la película, Aranda
20 En su anterior película, La muchacha de las bragas de oro, Aranda también cuestionaba este vínculo entre imagen y «verdad» al escenificar los recuerdos claramente fraudulentos del falangista Forest en secuencias de flashback.
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conserva la perspectiva subjetiva de Pedro. Además de la presentación cinematográfica estándar de la subjetividad mediante el plano subjetivo, y además de dos secuencias en las que una voz en off lee monólogos de la novela —el célebre discurso existencial de Pedro en la cárcel, y su monólogo final de resignación cuando se marcha de Madrid—, el director también experimenta, para transmitir la perspectiva de Pedro, con el artificio de que un único actor encarne a varios personajes. Tenemos, así, que Victoria Abril, quien en los créditos solo figura como Dorita, no solamente interpreta a la precoz «Carmencita» de la casa de huéspedes, sino también a un escritor al que Pedro conoce en el bar durante su noche de farra con Matías, y a una prostituta del burdel de doña Luisa, que es donde los malhadados juerguistas acaban. Esta interpretación de varios papeles por parte de la misma actriz traslada el deseo que Pedro siente por Dorita, deseo que no encontramos en la novela y que culmina en la unión de ambos al regresar él a la casa de huéspedes, cuando altaneramente se santigua, ante una imagen de la Virgen que hay en el pasillo, antes de entrar en la habitación de Dorita para quitarle la virginidad, suceso que en la novela se presenta como una cuasiviolación no premeditada. Del mismo modo, el hecho de que Charo López interprete en la película tanto a la demacrada prostituta Charo, como a la aristocrática madre de Matías —en este caso sí que constan en los créditos ambos roles—, expresa las sospechas de Pedro sobre un complejo de Edipo de Matías. Por último, la grotesca visión del cuerpo sin vida y cubierto de sangre de Florita incongruentemente tirado en el suelo en el cóctel que ofrece la madre de Matías representa con bastante claridad el sentimiento de culpabilidad de Pedro sobre su implicación en el aborto chapucero practicado en la chabola de Muecas la noche anterior21. Esta distorsión de la objetividad mediante la manipulación de la forma fílmica para trasladar el punto
21 Estas manifestaciones de la perspectiva de Pedro —que resultan de lejos más subjetivas, valga la redundancia, que el plano subjetivo— también pueden analizarse provechosamente recurriendo a la teoría de Bruce Kawin (1978) sobre la «pantalla mental», a cuyo respecto véanse los capítulos cuarto y quinto del presente libro.
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de vista de Pedro parece cortocircuitar nuestro acceso a la «realidad» —y por extensión a la «historia»— en la película. Sin embargo, las diferencias entre los tratamientos que Martín-Santos y Aranda hacen de la mencionada relación de Pedro y Dorita indican una divergencia significativa entre el novelista y el director de cara a la representación de la realidad (histórica). Porque el hecho de que Victoria Abril encarne a varios personajes es un modo de sugerir la fascinación de Pedro por Dorita, pero la propia narrativa de la película confirma su atracción por ella. Del mismo modo, si Pedro asigna a Dorita subjetivamente el papel de una prostituta —al escritor del bar lo llama «puta», y a una puta del burdel la interpreta luego Abril—, la narrativa corrobora que la madre y la abuela de Dorita claramente la prostituyen. Asimismo, parece acertada la impresión subjetiva de Pedro de una relación edípica de Matías con su madre. Dicho de otro modo: las impresiones subjetivas de Pedro se corresponden fehacientemente con la «realidad» narrativa. Daría, así, la impresión de que, no obstante el hecho de que Aranda replique cinematográficamente algunas de las estrategias deconstructivas posmodernas de la novela de Martín-Santos, su versión de Tiempo de silencio revela, paradójicamente, una fe en esa misma representación «auténtica» que la posmodernidad cuestiona. Para explicar esta fe en la «autenticidad» podemos volver a los distintos efectos de la parodia del discurso de Ortega y Gasset en la novela y en la película. En la obra de Martín-Santos, el discurso que se parodia en el fragmento trigésimo tercero —véase Martín-Santos (1995, 154-158)— es solo una de las múltiples manifestaciones de su sátira de la filosofía de la generación del 98. Como señala Labanyi (1989, 55), la presencia de los escritores de dicha generación en Tiempo de silencio se debe la circunstancia de que las ideas de estos fueron retomadas por los fundadores de la Falange en la década de 1930 y pasaron a constituir la espina dorsal de la ideología del bando nacional. Resulta, así, bien claro que, dado el contexto de censura en el que escribía, Martín-Santos parodiaba la ideología de la generación del 98 a modo de crítica indirecta del fascismo. Comparando el tratamiento que hacen de la filosofía de esta generación la novela de Martín-Santos y la película de Aranda, Salvador Company Gimeno deplora (s. f., 7) que, en la adap-
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tación cinematográfica, las referencias a este pensamiento son «pocas y desviadas». Pero esta crítica en términos de fidelidad no da cuenta de las circunstancias transformadas en las que Aranda rodó su Tiempo de silencio. Mientras que Martín-Santos llevaba a cabo, en efecto, una crítica indirecta del régimen franquista, la película de Aranda constituye una denuncia directa e inequívoca; de ahí que la parodia de la generación del 98, sencillamente tenga menos importancia. En cuanto protesta contra la «realidad» de la España de Franco, de la que el propio Aranda emigró en 1952 —en la misma época en que está ambientado el filme—, este manifiesta una fe en el retrato exacto de dicho periodo histórico. A diferencia de la concepción que Camus y Dibildos tenían de La colmena, Aranda no pretende que se reconozca la «autenticidad» de su Tiempo de silencio, pero su crítica del franquismo presupone una representación histórica ajustada de la época de la posguerra. Buena muestra de ello es la reconstrucción que en la cinta se hace de un barrio de chabolas madrileño. El narrador de Martín-Santos describe la primera visita de Pedro a este lugar con una irónica y alambicada descripción en la que recurre a un exagerado lenguaje barroco (véase Martín-Santos 1995, 47-51). En su adaptación cinematográfica, Aranda elimina este filtro como de camuflaje y, mediante un plano subjetivo, compartimos la impresión que Pedro experimenta conforme se le van presentando las chabolas, que han sido reconstruidas en toda su miseria. Aranda reconoció que había cedido ante la presión comercial —véase Vera (1989, 168)— al escoger para encarnar a los protagonistas a los bien parecidos Abril y Arias, «la pareja salvapelículas del cine español» —«Reseña de Tiempo de silencio, de V. Aranda» (1988)—, y efectivamente ambos protagonizarían posteriormente El Lute (1988); pero casi todos los otros elementos de la película se adhieren a una implacable estética neorrealista. Si bien sería ingenuo establecer una equivalencia entre la exactitud histórica y las convenciones neorrealistas, la manera directa en que Aranda retrata la época recuerda al análisis de Daugherty de La colmena de Camus, película que este estudioso considera (1990, 20) «directa y desnuda» comparada con el texto de Cela. La cámara se centra, en crueles primeros planos, en las manos de Ricarda —hechas polvo de tanto trabajar—, en el pecho sudado de la grotesca
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madama de burdel que interpreta Enriqueta Claver y en el diente de oro de la desastrada prostituta que encarna López. En este caso no rige, por tanto, la crítica de que el género cinematográfico de la adaptación literaria de la década de 1980 se entrega a una estética pictórica. Lejos de los placeres visuales que asociamos a las convenciones del drama de época, la influencia cinematográfica inmediata de Aranda en este filme resulta ser el neorrealismo italiano, que asimismo había inspirado a artistas disidentes durante la dictadura22. Además, tanto esa escena pesadillesca del aborto que Pedro practica a la agonizante Florita —sin olvidar el espeluznante sonido del bisturí rasgando el útero de esta, sonido que parece ser que se sacó de la grabación de un aborto real, véase Jaime (2000, 166)—, como los invasivos planos de la autopsia, son extremadamente duros, lo que casa con la presentación explícita del sexo y la violencia que caracteriza al cine de Aranda. En vista de este deseo de denunciar el franquismo mediante una ajustada representación histórica de la época, cabría explicar las desviaciones de Aranda respecto de la novela en su adaptación cinematográfica. Lamentablemente, la importante metáfora de la enfermedad que encontramos en la novela, en la adaptación que nos ocupa falta: el intertexto con La peste de Albert Camus —donde se establece una equivalencia entre la enfermedad y el fascismo— no es una referencia cinematográfica, sino literaria; el flatulento policía de la película parece más un esperpento que una referencia a la afección que se extendía por toda la sociedad española, y Aranda presenta a Amador —parece mentira— como un padre de familia cuya esposa tiene un sanote bebé —¿acaso queriendo oponer las fértiles clases trabajadoras a la estéril burguesía?—, con lo que sabotea la sugerente descripción que la novela hace de un «vientre sin hijos, todavía concupiscente» (véase Martín-Santos 1995, 185)23. Sí que resultan eficaces, sin embargo, la trasposición y la elaboración que Aranda hace de la metáfora
22 Sobre la influencia del neorrealismo italiano en el cine, véase Kinder (1993, sobre todo el primer capítulo, 18-53). Sobre la influencia de dicho movimiento en la literatura, Jordan (1990, 101-115). 23 Sobre la metáfora de la enfermedad en la novela, véase Fiddian y Evans (1988, 37-40).
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del aprisionamiento que hay en la novela, así como el desarrollo que lleva a cabo del motivo de la circularidad. En cierto sentido, Aranda transforma con sagacidad ese tiempo de «silencio» lingüísticamente sugerente de Martín-Santos en un tiempo de «aprisionamiento» visualmente expresivo. Añádase que la casi total ausencia de música en la banda sonora se ha relacionado de forma más literal con el título de la novela (véase Vera 1989, 169). En un eco visual de las imágenes de hurones enjaulados que abren la película disidente de Saura La caza (1965), Aranda empieza a su vez su filme con animales enjaulados. Las imágenes de perros enjaulados con que arranca la cinta —son perros vendados por heridas que han sufrido durante experimentos en el laboratorio—, sobre las cuales leemos el intertítulo «Madrid, finales de los cuarenta, principios de los cincuenta», son una sinopsis de la película de Aranda. La insistente recurrencia del imaginario del aprisionamiento no constituye, en consecuencia, únicamente una juguetona prefiguración del aprisionamiento literal de Pedro, sino un sobrio retrato de la España franquista como una sociedad del aprisionamiento. (En sentido figurado pero, para algunos, literal.) Company Ramón ha señalado que hay un eco de la imagen de los perros enjaulados en la escena en la que a Pedro y a Matías se los encuadra, según arriba adelantábamos, a través de la vitrina del bar. La imagen vuelve a reaparecer sutilmente al final de la escena del cóctel que ofrece la madre de Matías, cuando se encuadra a Pedro desde fuera de las puertas acristaladas y el armazón de estas evoca los barrotes de la jaula. Y otro tanto —de manera ya más obvia— cuando a Pedro se le encuadra a través de los barrotes de su celda. Resulta crucial el hecho de que, cuando «sueltan» a Pedro, Aranda elabora un revelador eco visual de la imagen de este personaje tras los mencionados barrotes. En las escaleras de fuera de la casa de huéspedes, se lo encuadra junto con Dorita a través de los barrotes del pasamanos una vez que ella le ha confesado: «No consentiré que te me escapes». La interpretación que Aranda hace de la España de Franco como una sociedad del aprisionamiento se complementa mediante el leitmotiv del estancamiento claustrofóbico y la circularidad. Esto se inspira en el énfasis de la novela en ese «círculo vicioso incesante» de incesto y aborto sobre el que llama nuestra atención Labanyi (1989, 69). La
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circularidad resulta clave, en efecto, tanto en la composición formal como en el contenido metafórico del Tiempo de silencio de Aranda. Las imágenes de circularidad que la película presenta en el plano visual, se corresponden con el trazado circular de la estructura del filme. La imagen de Pedro comiéndose una pescadilla que se muerde la cola, imagen que está sacada de la novela —véase Martín-Santos (1995, 69)—, funge, igual que arriba decíamos de la imagen de los perros enjaulados, como sinopsis del filme. La circularidad queda igualmente de relieve en la secuencia del entierro de Florita. La escena está enmarcada en dos planos generales de la fachada de una iglesia. En el primero, el cortejo de Florita camina tras su ataúd, que es transportado por un coche fúnebre desde la izquierda hasta la derecha del cuadro… mientras un segundo cortejo se marcha, con un coche fúnebre idéntico pero vacío, desde la derecha hacia la izquierda. En el segundo plano general —el que remata la secuencia del entierro—, el cortejo de Florita lleva el coche fúnebre —ahora vacío— desde la derecha hasta la izquierda del cuadro… mientras otro cortejo se acerca con su ataúd en otro coche fúnebre idéntico de izquierda a derecha. La simetría formal de este díptico de planos transmite una tediosa sensación de circularidad y repetición. Del mismo modo, cuando a Pedro lo sacan de la cárcel, Aranda encuadra una simetría entre el primer término y el fondo: mientras al fondo Pedro se reúne con Matías y Dorita tras ser puesto en libertad, en primer término ingresa en la cárcel otro preso. Estas referencias de la película a la repetición cíclica culminan en la secuencia final, en la que Pedro y Dorita van a una feria en la que Cartucho asesina a la chica. La noria y los tiovivos que vemos al fondo al inicio de la secuencia pueden parecer de entrada inofensivos, pero la insistente recurrencia de las imágenes circulares introduce —sumada a la siniestra presencia de Cartucho— un tono amenazador. Cuando Dorita pide una canción, el organillero pone en marcha su instrumento con un movimiento circular; cuando la pareja baila, lo hace describiendo círculos y Dorita pide a Pedro que la haga girar una y otra vez, tras lo que la pareja se pone a dar vueltas en el tiovivo. Esto culmina en el asesinato: cuando Cartucho apuñala a la chica —que muere desangrada—, la cámara de Aranda describe un círculo alrededor de ellos. Martín-Santos también sitúa esta escena en una feria, pero Aranda explota cinemato-
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gráficamente esta localización hasta el extremo. Para empezar, evoca la secuencia del asesinato de Extraños en un tren, de Hitchcock (1951), cuando Cartucho acecha a su víctima; y apunta, como Hitchcock, a la incongruencia entre la música jovial de la feria y el brutal asesinato. Pero Aranda consigue utilizar dicha localización para insistir, además, en el motivo de la circularidad, cosa que logra encuadrando a un ridículo Pedro que sostiene una sarta de churros —cuya forma recuerda a la pescadilla enroscada que antes mencionábamos— mientras contempla al cuerpo sin vida de su novia, e inclinando la cámara hacia arriba para encuadrar la noria y el tiovivo, que nunca paran de dar vueltas y ahora son manifestaciones simbólicas del aprisionamiento de Pedro y de la repetición (véase Mínguez Arranz 1998, 182). Aranda se hace eco de este imaginario formal en la estructura de la película. Mientras que el Cartucho de Martín-Santos apuñala a Dorita en el costado, el Cartucho de Aranda hunde su cuchillo más abajo, en su vientre —véase Deveny (1999, 264-265)—, poniendo de relieve la simetría entre este asesinato y el de Florita, cuya muerte también resulta de la incisión de un instrumento metálico en su útero. Añádase que Aranda altera la secuencia final de la novela en su adaptación para reforzar la circularidad estructural. Al Pedro de Martín-Santos lo despiden, en efecto, de su laboratorio y abandona Madrid para convertirse en médico de provincias, lo que permite al novelista elaborar una parodia magistral, en el monólogo final del protagonista —véase Martín-Santos (1995, 279-287)—, del elogio que la generación del 98 hace de Castilla. El Pedro de la adaptación cinematográfica, sin embargo, se queda en el laboratorio y Aranda cierra el círculo fílmico al establecerse una correspondencia entre la imagen final de Pedro y la primera de la película. La única diferencia es que, al principio, Pedro mira con diligencia por su microscopio, pero al final deja vagar su mirada por la lejanía. Como observa Mínguez Arranz (1998, 181-182), el rostro de Pedro, en primer plano, está encerrado, atrapado en el encuadre. […] Su final es una clausura, pues el final es el principio, y la vida de Pedro parece condenada a girar sin avanzar repitiendo siempre el mismo ciclo, igual que la noria o el tiovivo a los que icónicamente ha sido encadenado.
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La presente lectura del aprisionamiento y la circularidad que hay en esta película haría extensiva esta metáfora del aprisionamiento y la repetición al conjunto de la sociedad que la misma retrata. Una última modificación que Aranda opera en la novela y que resulta pertinente para la presente discusión es la transformación que el cineasta lleva a cabo del personaje de Dorita, que se convierte en el héroe respecto al antihéroe que es Pedro. En la novela, Dorita es poco más que un caramelo que su celestinesca abuela le ofrece al protagonista, pero Aranda expande significativamente el personaje de Dorita que interpreta Victoria Abril. Esto va encaminado en parte a aprovechar el tirón comercial de esta actriz —que era la musa de Aranda y, para 1986, había sido la estrella de todas sus películas excepto una—, y en parte a añadir escenas de sexo razonablemente explícitas24. Pero Aranda también desarrolla el personaje de Dorita de manera que sea todo lo que Pedro no es. Cuando Pedro se engaña a sí mismo con el ensueño de ganar el Premio Nobel, ella no se hace ningún tipo de ilusiones sobre su propio papel para que su abuela pueda «tener un médico en la familia» —circunstancia de la que ella, en la novela, no se entera—25, y tampoco se adhiere al elogio que su abuela hace de su difunto esposo, al que la viuda califica —véase Martín-Santos (1995, 18)— de «muy hombre». (Dorita informa a Pedro sin floreos de que se trataba de un adúltero chancroso, estéril desde que le pegara la sífilis una prostituta filipina; de esto en la novela nos enteramos por los monólogos de la abuela, véase Martín-Santos 1995, 18). Si la respuesta de Pedro a su implicación en el aborto cuadra a la falta de resolución y a la inercia del clásico héroe existencial26, Dorita es, por
24 Véase el libro de Rosa Alvares Hernández y Belén Frías Vicente Aranda / Victoria Abril: el cine como pasión (1991). 25 La transformación de Dorita en la prometida de Pedro se expresa mediante el símbolo de la manzana. Dorita se come una manzana cruda («naturaleza») en la tarde previa a que Pedro la desflore, pero una manzana de caramelo («cultura») cuando sale con Pedro como su novia formal. 26 Es cuestionable que las preocupaciones existenciales —dependientes como son de la construcción del yo mediante el lenguaje— puedan trasladarse al cine. La obra maestra de Miguel de Unamuno Niebla se ha adaptado, sin embargo, como
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el contrario, sagaz (no informa a la policía del paradero de Pedro), avispada (encuentra a Pedro en el burdel mucho antes que la policía), enérgica (acompaña a Matías en una visita a un funcionario franquista para discutir el caso y lanza sus gafas a la otra punta de la habitación al sentirse frustrada ante la condescendiente falta de disposición del funcionario a ver la verdad) e ingeniosa (acude a la chabola de Muecas cuando se da cuenta de que a Pedro solo lo puede salvar el testimonio de Ricarda, como efectivamente luego se confirma que era el caso). Nada de todo lo cual tiene lugar en la novela. Mientras que en esta el único personaje que representa un destello de esperanza en tiempos oscuros es, en efecto, Ricarda —la esposa que termina rebelándose contra su violento marido para salvar a Pedro, véase Fiddian y Evans (1988, 43-46)—, en la película ese personaje es Dorita. Y si, no obstante su amarga denuncia de la España franquista, el Tiempo de silencio de Martín-Santos alberga cierta fe optimista en el cambio —véase Labanyi (1989, 95)—, la adaptación de la novela que hace Aranda resulta —dado que inviste a Dorita con tales cualidades positivas, pero al final la sacrifica— de un pesimismo absoluto. Aranda, que pertenecía a la misma generación de Martín-Santos —este nació en 1924 y aquel en 1926—, declaró que quería adaptar Tiempo de silencio desde que lo leyó en el momento en que se publicó (véase Fernández-Rubio 1986). Sin perjuicio del traslado cinematográfico que esta adaptación efectúa de parte de la estética deconstructiva de la novela, la película delata una fe en la representación histórica auténtica como medio de llevar a cabo una crítica del régimen de Franco. Tiene una la impresión de que se trata de la película que a Aranda le habría gustado hacer en 1961. De hecho, esta cinta y la posterior Si te dicen que caí se han interpretado como manifestaciones del «deseo [del director] de ajustar cuentas con el franquismo» (véase Guarner 1989), deseo que también queda de relieve por cómo, tras la abolición de la censura (1977), Aranda se ocupó —cosa infrecuente— de hacer
Las cuatro novias de Augusto Pérez (Jara 1975), pero el título sugeriría que el foco se sitúa en preocupaciones, más que ontológicas, románticas. Dicha novela también fue adaptada a la televisión por Fernando Méndez-Leite el mismo año.
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segundas versiones —íntegras— de sus películas que se montaron con la interferencia de los censores (véase Vera 1989, 26). Barry Jordan y Rikki Morgan-Tamosunas han advertido, sin embargo (1998, 55-56), respecto a los dramas de época sobre el periodo franquista, de que mientras que las imágenes del hambre, la represión, los extremos morales, la obsesión religiosa, etc., presentan una visión crítica de los valores y las repercusiones del franquismo, también tienen un efecto distanciador que separa la España contemporánea y democrática del atraso represor del pasado. La crítica que esas imágenes realizan del pasado incluye, por tanto, un discurso de liberalismo democrático autocomplaciente.
Parece, básicamente, que, si los cineastas suavizan sus imágenes del pasado, son anatema, y, si endurecen sus imágenes, también. Recordemos las críticas a La colmena de Camus por un lado; y, por otro, al Tiempo de silencio de Aranda cabría reprocharle, en efecto, su «liberalismo democrático autocomplaciente», toda vez que insiste en la dureza de la época de la posguerra. (Teniendo en cuenta semejantes recepciones, no es de extrañar que, en la década de 1990, los directores optasen por explorar la subjetividad y la fantasía en sus películas históricas.) Ahora bien: si nos censuramos a nosotros mismos del modo que Jordan y Morgan-Tamosunas sugieren, esto es, si nos abstenemos de representar cualesquiera suceso o situación pasados que entre tanto hayan mejorado —el Holocausto, la esclavitud, el fascismo—, lo que estaremos haciendo será sencillamente suprimir el cine histórico, lo que resulta a todas luces absurdo. La adaptación que Aranda hace de Tiempo de silencio constituye una repudiación de un periodo desperdiciado de la historia de España que resulta más desgarradora todavía que el original de Martín-Santos, pues el director lleva el peso de saber que el dictador iba a morirse en su cama. Este filme debería celebrarse como un logro histórico, no denigrarse como autocomplacencia liberalista. Conclusión. Historia y posmodernidad. Si las consideramos como una pareja, podríamos intercambiar perfectamente, en nombre de la fidelidad, las novelas originales en las que se basan estas adap-
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taciones cinematográficas de Camus y Aranda. La colmena de Cela retrata, en efecto, la circularidad y el estancamiento de la vida durante el régimen de Franco, igual que hace la versión fílmica de Aranda de Tiempo de silencio… y el Tiempo de silencio de Martín-Santos apunta a un futuro optimista, igual que hace La colmena de Camus. En otro curioso paralelismo, cada una de estas dos adaptaciones cinematográficas parece llevar a efecto lo que la otra se proponía. No obstante el afán de «autenticidad» que tantas veces expresaron Camus y Dibildos, y no obstante su adopción de un lenguaje fílmico en buena medida naturalista —tan distinto del de la novela—, su adaptación de La colmena supone —acaso a pesar suyo— un ensamblaje de discursos históricos diversos, por lo que se presta —acaso sorprendentemente— a ser interpretada como una reflexión posmoderna sobre la textualidad histórica. Por el contrario, y sin perjuicio de que la recreación creativa que Aranda efectúa de la forma deconstructiva de Martín-Santos sugiera una voluntad de realizar una contestación posmoderna de la escritura de la historia, el deseo del director de ser fiel a la acerba sátira de la novela original en su adaptación de Tiempo de silencio conduce a una inequívoca denuncia del franquismo que viene dada por la representación histórica auténtica. El presente capítulo muestra que la historia y la estética no son inmezclables y que la historia puede practicarse desde dentro de la historicidad. En su obra sobre la metaficción historiográfica posmoderna, Linda Hutcheon pone en cuestión las visiones marxistas de la «deshistorización» posmoderna, visiones como la de Fredric Jameson, quien deplora la «pérdida de la historia» en las películas posmodernas nostálgicas. Para Hutcheon, semejante ficción no es nostálgica y es histórica, entendiendo la historia no en un sentido marxista, sino en la presentación que la misma hace de los discursos de historias y en el reconocimiento que la misma hace de que, en un contexto posmoderno, «únicamente podemos conocer —y construir— el pasado a través de sus vestigios, a través de sus representaciones» (véase Hutcheon 1989, 113). Esta estudiosa considera, así, que el interés posmoderno por la estética es, paradójicamente, precisamente lo que hace a esta —según Hutcheon concibe el mundo— histórica. Mientras que un drama de época de la década de 1990 como puede ser Belle Époque (1992) res-
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ponde claramente a lo que plantean las interpretaciones hostiles de la nostalgia posmoderna —véase Jordan (1999)—, las adaptaciones de la década de 1980 examinadas en el presente capítulo exploran las tensiones entre los pensamientos de Jameson y Hutcheon. En nombre de la recuperación de una historia marxista «auténtica», La colmena de Camus deja al descubierto, en realidad, la «textualidad» de la historia. Y, no obstante su forma marcadamente deconstructiva, el Tiempo de silencio de Aranda demuestra que la historia marxista sigue siendo recuperable en un contexto posmoderno.
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Espacios rurales y urbanos. Violencia y nostalgia en el campo y la ciudad
El campo y la ciudad en la España del siglo xx. En El campo y la ciudad, estudio clásico que Raymond Williams publicó en 1973 sobre los espacios rurales y urbanos en la literatura inglesa —aquí cito la reedición de 1985—, este estudioso afirma que «la experiencia inglesa es especialmente significativa en el sentido de que una de las transformaciones decisivas en las relaciones entre la ciudad y el campo se produjo allí muy pronto y con una exhaustividad que, en ciertos sentidos, sigue sin encontrar parangón» (véase R. Williams 1985, 2). Si la significación de la experiencia inglesa de los espacios rurales y urbanos reside en su temprana Revolución Industrial, los conceptos del campo y la ciudad en la cultura española son importantes precisamente por lo tardío de la industrialización de España. Williams continúa diciendo que «incluso después de que la sociedad fuera predominantemente urbana, su literatura siguió siendo predominantemente rural durante una generación; e incluso en el
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siglo xx, en un país urbano e industrial, sigue habiendo una notable persistencia de ideas y experiencias más antiguas». Cuando los críticos insisten en la naturaleza urbana de la modernidad y la posmodernidad, la obra de Williams constituye un saludable recordatorio de la significación cultural de lo rural1. Si su afirmación final de que «hay casi una proporción inversa, en el siglo xx, entre la importancia relativa de la economía rural y la importancia cultural de las ideas rurales» (1985, 248) sigue siendo pertinente para la cultura inglesa, su relevancia de cara a la española es evidente. De hecho, la obra de Federico García Lorca, el escritor español del siglo xx más influyente y vendible tanto dentro como fuera de España, está imbuida de cultura rural. Mientras que el siglo xix es la época clave de la industrialización y la urbanización inglesas, en España, sin perjuicio de bolsas de desarrollo acelerado como el Madrid decimonónico —véase el cuarto capítulo—, fue el siglo xx el que vio una trasformación análoga del campo y la ciudad. Mientras que en 1900 dos tercios de la población trabajadora de España estaban empleados en la agricultura, esta cifra había caído a poco menos de la mitad para 1940 —véase Álvarez Junco (1995, 82)—, reduciéndose a una mera quinta parte para 1976 —véase Riquer i Permanyer (1995, 262)—, es decir, para la década en que el éxodo rural empezó a detenerse (véase Hooper 1995, 23). Así las cosas, cabe observar una tendencia curiosamente similar entre la cultura inglesa de finales del siglo xix —cuando autores como Thomas Hardy sitúan retrospectivamente sus dramas ruralistas en una época unos cincuenta años anterior—2, y la cultura española de finales del siglo xx. Parece que, cuanto más decae el trabajo agrícola en la vida económica de un país, mayor actualidad adquieren los temas rurales en la vida cultural del mismo. En España, el cine en particular ha reflejado el deseo nostálgico de inmigrantes
1 Véanse Bradbury (1976); Timms (1985); R. Williams (1992); Harvey (1990) y Clarke (1997). 2 Las novelas de Hardy de entre 1871 y 1896 estaban ambientadas en la Inglaterra rural de la década de 1830, previa al cercamiento. Véase Williams 1985, 9.
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urbanos de primera y segunda generación de revisitar un espacio rural que quedó atrás. Estas representaciones de espacios rurales, con ambientaciones de época y pasadas por la lente de las preocupaciones contemporáneas, serían ejemplos adicionales de esa «presentización» de la historia de la que en el capítulo segundo veíamos que habla José Enrique Monterde (1989, 48). Un caso representativo, aunque excepcionalmente exitoso, es la oscarizada Belle Époque, de Fernando Trueba (1992), con una ambientación idílica y fantástica en la década de 1930. En la medida en que la división entre lo rural y lo urbano ha existido desde que empezó la urbanización, las generalizaciones amplias sobre el campo y la ciudad resultan atractivas. Sin embargo, como Williams plantea convincentemente, por ese mismo motivo debemos insistir en la historicidad de nuestra experiencia de ambos ámbitos. «La tentación», advierte, consiste en reducir la variedad histórica de las formas de interpretación a lo que laxamente llamamos símbolos o arquetipos: abstraer las formas incluso más evidentemente sociales y conferirles un estatus eminentemente psicológico o metafísico. La reducción a menudo se produce cuando encontramos ciertas formas e imágenes principales que persisten a lo largo de épocas de gran cambio (Williams 1989, 289).
Los hechos históricos de la industrialización de España y la concomitante inmigración urbana que arriba esbozábamos resultan, por tanto, cruciales para una lectura del campo y la ciudad en el cine español. Además, la apropiación ideológica de los espacios rurales y urbanos por parte de la dictadura fue igualmente influyente en respuestas culturales posteriores. El elogio de la vida campesina que caracterizaba el pensamiento fascista del siglo xx prevalece en la retórica franquista. Como ha señalado Mike Richards (1995, 175), «el nacionalismo español, en cuanto expresión de la ideología de la derecha política española, estaba profundamente enraizado en una noción de España específicamente agraria». Añádase que la ideología franquista se apropió del mito de la nacionalidad que crearon los escritores de la generación del 98. El paisaje rural, muy especialmente
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el de Castilla, se instituyó como la sede para la construcción de la identidad nacional, cosa que, según veíamos en el capítulo segundo, sería objeto de parodia por parte de escritores subversivos posteriores como Martín-Santos. Especialmente durante los años iniciales del régimen, la propaganda franquista promovía ante el pueblo una imagen de España como paraíso rural, como «bosque de paz». Frente a ello, la ciudad se vilipendiaba como lugar de perdición3. Dado que, durante el siglo de existencia del cine, en España la manipulación ideológica y las transformaciones económicas de los espacios rurales y urbanos discurren paralelamente, la representación nostálgica del campo que Belle Époque ofrece a un público de urbanitas es solo una de las múltiples respuestas culturales posibles. Durante el régimen de Franco, por ejemplo, el cine ruralista articuló una potente tradición disidente. Esta corriente de oposición, que incluye el Pascual Duarte de Ricardo Franco —cinta que analizamos en el presente capítulo—, presentaba el carácter hostil del espacio rural en la idea de desacreditar el mito franquista de la naturaleza y atacar, en consecuencia, el conjunto de la ideología del régimen. Las posmodernas celebraciones posteriores al franquismo de las libertades y los placeres que ofrece la ciudad se antojan, por tanto, radicalmente desconectadas de esta tradición previa. Cabe afirmar, no obstante, que los cines ruralista y urbanista, a pesar de divergir en términos de forma, convergen en el plano ideológico. El homenaje cinematográfico a la vida urbana echa por tierra, en efecto, deliberadamente la denigración franquista de la ciudad, con lo que igualmente deconstruye la ideología franquista. Las cuatro películas que vamos a comentar en el presente capítulo serán examinadas, así, sobre el fondo de la evolución de estos contextos ideológicos e históricos.
3 Este ejemplo de una preocupación intelectual del cambio de siglo que luego alimentó el pensamiento fascista es característico de ese solapamiento entre la modernidad y el nazismo que se describe en Los intelectuales y las masas, de John Carey (1992). Para referencias al culto del campesino, véanse pp. 33-38. Para la apropiación del ruralismo por parte de Hitler en Mein Kampf, p. 206.
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Violencia y nostalgia. Consideraremos, además, dos asuntos aparentemente opuestos y que son recurrentes en la representación de los espacios rurales y urbanos que hace el cine español: la violencia y la nostalgia. Siguiendo a Raymond Williams, el enfoque historicista adoptado nos permitirá, en efecto, someter las oposiciones aparentemente binarias campo-ciudad y violencia-nostalgia a una crítica empírica (no a una reconfirmación abstracta). Aquí tiene su importancia cuestionar una aparente afinidad entre, por una parte, el espacio rural y la nostalgia y, por otra, el espacio urbano y la violencia —afinidad que parece haber surgido en el cine español posterior a Franco—, porque semejante esquema corroboraría, paradójicamente, la oposición franquista de un paraíso rural y una pesadilla urbana. En las cuatro adaptaciones cinematográficas que nos disponemos a analizar se percibe, de hecho, un equívoco solapamiento entre asuntos relativos a la violencia y la nostalgia tanto en el campo como en la ciudad, circunstancia que, como he de mostrar, se pone de relieve mediante la comparación de las mencionadas películas con los textos literarios en que se basan. La violencia que retrata el Pascual Duarte de Ricardo Franco (1975, pero estrenada en 1976), la primera película ruralista que vamos a examinar, va en consonancia con las tradiciones del cine ruralista disidente a las que arriba nos referíamos, si bien aquí la cuestión de la nostalgia la suscita una película de 1976 que se basa en una obra maestra literaria de 1942. En cuanto al filme ruralista de Mario Camus Los santos inocentes (1984), hereda la tradición de la violencia políticamente simbólica, pero también prefigura ambiguamente un tratamiento nostálgico del espacio rural como el que comentábamos a propósito de Belle Époque. La primera película urbanista que vamos a tratar —Historias del Kronen, de Montxo Armendáriz (1995)— presenta la violencia que en sentido figurado se ejerce sobre —y en sentido literal es ejercida por— los habitantes de la ciudad. La nostalgia por un espacio rural politizado, espacio que encontramos en otros títulos de la filmografía de Armendáriz, parecería estar implícito en estas imágenes. El tema de la violencia en la ciudad aparentemente continúa en Carícies [Caricias], de Ventura Pons (1998), aunque esta crónica urbana culmina en una fascinante articulación de la nostalgia por lo que cabría llamar una ciudad «humanista».
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Visualidad y hapticidad. Esta interpretación historizada de los conceptos ideológicos de violencia y nostalgia, la vamos a enmarcar en una discusión de la presentación cinematográfica formal de los espacios rurales y urbanos. Especialmente pertinente de cara a dicha discusión resulta el contraste entre lo que David Clarke ha llamado (1997, 8-9) la «visualidad» (visuality) y la «hapticidad» (hapticality) del medio fílmico. Para trazar esta distinción, lo más conveniente es empezar fijándonos, más que en la teoría, en la práctica cinematográfica. El cielo sobre Berlín, película de Wim Wenders (1987) basada en la película de Elvira Notari Duie paravise [Dos paraísos] (1928) —véase Bruno (1993, 216)—, bosqueja, en efecto, la oposición entre la «visualidad» (esto es: el espacio conforme lo percibe el ojo distanciado, voyerista) y la «hapticidad» (esto es: el espacio conforme lo percibe el cuerpo móvil, sentidor). Berlín, la ciudad protagonista de esta cinta de Wenders, se rueda ora desde la perspectiva de los ángeles —es decir: mirando hacia ella desde una altura distante—, ora desde la perspectiva de sus habitantes mortales, para quienes el ruido y el movimiento de la ciudad es una experiencia corpórea. Mientras que la «visualidad» implica una relación con el espacio regida por la distancia y el poder, la «hapticidad» indica la posibilidad del cine de presentar el espacio como algo táctil y cercano. La teoría cinematográfica ha tendido a insistir, como Emma Widdis ha planteado en Projecting a Soviet Space (1998), en la «visualidad» del medio fílmico, centrándose en el hecho de mirar y en su relación con la narrativa4. Widdis recurre, sin embargo, al cine no narrativo de la vanguardia soviética y a la teoría formalista contemporánea para demostrar que la representación del espacio revela la dimensión no solo «visual», sino también «háptica» del medio cinematográfico. (Hay que decir que ella no usa este último término.) «El cine», afirma esta estudiosa (1998, 97 y 101), «es capaz de representar la percepción encarnada [embodied perception], la visión en cuanto experiencia móvil, física. […] El proceso de la percepción
4 Para una discusión de ello desde una perspectiva de género, véase el capítulo cuarto del presente libro.
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cinematográfica se sitúa entre las experiencias cognitiva y física» (énfasis original). En El cielo sobre Berlín —igual que en buena parte del debate crítico sobre la cuestión del espacio—, es el «problema» de representación que la ciudad plantea lo que da lugar a la dúplice exploración de las posibilidades «visuales» y «hápticas» del medio fílmico. En el análisis que hace de las «prácticas espaciales» urbanas en La invención de lo cotidiano, Michel de Certeau elabora un modelo teórico llamativamente parecido tanto a la representación espacial que encontramos en El cielo sobre Berlín, como a ese paradigma de la «visualidad» y la «hapticidad» que arriba comentábamos. En un famoso pasaje, De Certeau dice, de la ciudad, que pueden experimentarla «los voyeristas o los caminantes». La manera «voyerista» de mirar la ciudad desde lo alto —él daba el ejemplo de la ciudad de Nueva York vista desde lo que era el World Trade Center— se transforma en un «ojo solar que mira hacia abajo como un dios». Esta perspectiva de panóptico «vuelve legible la complejidad de la ciudad e inmoviliza su opaca movilidad en un texto transparente»5. Sin embargo, quienes experimentan la ciudad cotidianamente viven «allá abajo», por debajo del umbral en el que empieza la visibilidad. Ellos caminan (una forma elemental de esta experiencia de la ciudad); son caminantes, son Wandersmänner cuyos cuerpos van siguiendo las anchuras y estrecheces del «texto» urbano que han de escribir sin ser capaces de leerlo (De Certeau 1988, 92-93).
El arte cinematográfico, que es tanto visual como móvil, es capaz de adoptar la posición tanto del «voyerista» como de los «caminantes», cosa que se evidencia en El cielo sobre Berlín. En el presente capítulo propongo leer los espacios tanto rurales como urbanos con estas herramientas conceptuales de la «visualidad» y la «hapticidad».
5 Hay una larga tradición que traza la significación de esta posición de control visual. Véase por ejemplo, de Jeremy Bentham, The Panopticon Writings (Bentham 1995) o, de Michel Foucault, Vigilar y castigar (Foucault 1991) y «El ojo del poder» (Foucault 1980).
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Espacios absolutos y abstractos. Estas cuestiones históricas y formales se pueden explorar de un modo útil tomando en cuenta la interpretación que Henri Lefebvre hace del espacio, concretamente la distinción que, en La producción del espacio, este estudioso investiga entre espacios «absolutos» y «abstractos» (véase Lefebvre 1999). El examen simultáneo que Lefebvre lleva a cabo de la historia de los espacios —desde las primeras estructuras feudales hasta las metrópolis contemporáneas— y de la negociación cultural de los mismos —desde el arte hasta la arquitectura— hace que su proyecto resulte tanto original para la filosofía, como sugerente de cara a la presente exposición. Lefebvre quiere dar cuenta de la naturaleza específica del «espacio social». Plantea que este ámbito se viene negligiendo en favor del «espacio mental», que, por su parte, nunca se ha definido claramente (Lefebvre 1999, 3-7). Sus conceptos gemelos de un terreno «absoluto» y otro «abstracto» constituyen una dualidad que puede usarse para explorar el espacio social. El espacio «absoluto» privilegia el espacio como cosa «vivida» —lo que Lefebvre llama un «espacio de representación»— y se opone al espacio «abstracto», en el que el espacio como cosa «vivida» queda eclipsado por el espacio como cosa «concebida», lo que Lefebvre llama «representaciones del espacio». En el espacio «absoluto», sostiene Lefebvre (1999, 33 y 4653), el hombre puebla la naturaleza, conservando con su entorno un vínculo que se corta en el ámbito «abstracto», en el que rige la lógica del capitalismo. En palabras de Derek Gregory (1994, 275), Lefebvre diferencia entre el «“espacio abstracto” de los sistemas económicos y políticos del capitalismo —un espacio externalizado, racionalizado e higienizado—, y el arremolinado y caleidoscópico “espacio vivido” de la vida cotidiana». El salto entre espacios «absolutos» y «abstractos» se corresponde, así, con la transición entre lo premoderno (el campo o la antigua ciudad) y lo moderno (la metrópolis urbana). Conviene señalar que estos ámbitos no son necesariamente discretos y pueden coexistir. La violencia que se escenifica en las películas ruralistas y urbanistas que vamos a analizar se examinará en el contexto de espacios «absolutos» y «abstractos», caracterizados los primeros por rituales simbólicos que vinculan al hombre con la tierra, y los últimos por procesos de
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abstracción que enajenan al hombre de su entorno. La cuestión de la nostalgia en estas cuatro películas también puede considerarse de un modo útil a la luz de la teoría espacial de Lefebvre. El cual hace la sugerente observación (1999, 140) de que, si por una parte hay un «fetichismo» epistemológico de «un espacio visual, inteligible y abstracto», por otra parte hay una «fascinación» por «un espacio natural que se ha perdido y/o redescubierto, por espacios políticos o religiosos absolutos». Cabe sostener que la «visualidad» del cine es capaz de satisfacer el «fetichismo» por lo primero, mientras que su «hapticidad» puede responder a la «fascinación» —o nostalgia— por lo último. Hay un paralelismo especialmente interesante entre, por un lado, la exposición que Lefebvre hace del lugar del cuerpo en sus meditaciones sobre los espacios «absolutos» y «abstractos» y, por otro, estas cuestiones de la «hapticidad» y la «visualidad» en el cine. La experiencia que tiene del espacio el cuerpo móvil y sentidor —los «caminantes» de De Certeau—, experiencia capturada por la «hapticidad» del cine, se corresponde de un modo sugerente con esa cercanía entre el cuerpo y el espacio que caracteriza el espacio «absoluto» de Lefebvre. Para demostrar esta cercanía, Lefebvre señala por ejemplo que, en el terreno «absoluto», el espacio puede ser medido por el propio cuerpo humano —pies, palmos, etc.—, y observa (1999, 110-111) que la relación del cuerpo con el espacio, una relación social de una importancia bastante mal comprendida en tiempos posteriores, todavía conservaba, en aquellos días primeros, una inmediatez que posteriormente degeneraría y se perdería: el espacio, así como el modo en que se medía y se hablaba de él, todavía conllevaba, para todos los miembros de una sociedad, una imagen y un reflejo viviente de sus propios cuerpos.
Ese desplazamiento que el ojo realiza del cuerpo en una representación cinematográfica «visual» del espacio —ese «voyerista» de De Certeau que mira desde lo alto de lo que era el World Trade Center— equivale, por el contrario, al extrañamiento del cuerpo en el espacio que caracteriza al espacio «abstracto» de Lefebvre. En un terreno en el que las representaciones del espacio desplazan a los espacios de representación —el espacio como cosa «concebida» desplaza al espacio
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como cosa «vivida»—, presenciamos, en efecto, «la eliminación del cuerpo» (véase Lefebvre 1999, 111). A propósito de la industrialización de España durante la segunda mitad del siglo xx, John Hooper ha observado (1995, 25) que «el “milagro económico” lo cambió casi todo en España: desde cómo y dónde vivía la gente, hasta el modo en que pensaban y hablaban». La respuesta cultural a esta transformación del campo y la ciudad españoles, o el salto desde lo que Lefebvre llama un espacio «absoluto» hacia un espacio «abstracto», fue objeto de una potente articulación, en las películas ruralistas y urbanistas que a continuación analizamos, mediante la violencia y la nostalgia.
Espacio rural Ese papel tan comentado del cine como vehículo de la expresión urbana no solo puede explicarse por el paralelismo temporal habido en el siglo xx entre los desarrollos cinematográfico y urbano. Daniel Bell conecta como sigue (1996, 106) lo urbano y lo cinematográfico: La vida en la gran ciudad, y el modo en que en ella se definen los estímulos y la sociabilidad, dan lugar a una preponderancia de las oportunidades para que la gente vea y quiera ver cosas (en lugar de leerlas u oírlas). […] Es el elemento visual de las artes el que mejor satisface tales pulsiones.
Como arriba decíamos, no es solamente una «visualidad» compartida lo que explica la afinidad. En la misma época en que los cineastas y teóricos soviéticos exploraban cuestiones relativas al movimiento y al montaje, Ezra Pound señalaba con relación a La tierra baldía, de T. S. Eliot (1922), que, «en una ciudad, las impresiones visuales se suceden las unas a las otras, se solapan, se superponen: son cinematográficas» (citado en Timms 1985, 3), lo que parece responder a aquella exigencia de Virginia Woolf —véase el capítulo primero, nota 4–– de que el cine representase experiencias «que aún no han conseguido encontrar expresión» (Woolf 1997, 266). En su lectura de exploraciones fílmicas de la ciudad realizadas entre 1926
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y 1928, Michael Minden subraya de forma parecida (1985, 203) la naturaleza «cinematográfica» de la urbe: Si se utiliza de cierta manera, el montaje se puede acercar a la experiencia visual de estar en una ciudad, […] a saber, una sucesión de imágenes y ángulos distintos que construyen una percepción que contrasta fuertemente con la percepción unificadora y uniforme de un pueblo o de un paisaje, una percepción radicalmente más veloz y menos continua que la que fomentan las formas tradicionales de la literatura, la escultura y la pintura.
La atención teórica prestada al espacio urbano en el cine contrasta con el desinterés de la crítica por el espacio rural. Los convincentes argumentos sobre un solapamiento entre la ciudad y lo cinematográfico implican que la «percepción […] de un pueblo o de un paisaje» podría ser más adecuada a «formas tradicionales de la literatura, la escultura y la pintura». Semejante asunción no casa con la práctica española del cine. Es posible que, en la época posterior al franquismo, la industria fílmica española haya dado lugar a una generación de cineastas urbanistas de visibilidad internacional, pero, si lo miramos en conjunto, las ambientaciones rurales y los temas ruralistas han sido fundamentales en el cine español6. En la presente sección voy a ocuparme de los modos en que Ricardo Franco y Mario Camus se sirven del medio cinematográfico en sus adaptaciones de dos textos ruralistas, y voy a demostrar que el retrato fílmico de lo que Lefebvre califica de espacio «absoluto» resulta especialmente revelador en términos de violencia y nostalgia.
6 En concreto, son cruciales para géneros como el musical folklórico y el drama rural (para este último, véase González Requena 1988, 14-26). En general, Katherine Kovács ha planteado (1991, 17) que, debido al papel instrumental desempeñado por la geografía y el terreno en la conformación de la historia y el sentimiento identitario de España, «el paisaje y la ambientación ocupan una posición central en el cine español». Aunque no menciona el cine español, véase también Ian Christie (2000, 166, 173, notas 2, 3 y 4) sobre «un reconocible género cinematográfico en el cual el paisaje, o la ambientación, tiene más significación que un mero fondo».
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Pascual Duarte (Ricardo Franco 1976). Violencia en el espacio absoluto A pesar de que tanto Cela como Delibes simpatizasen en su juventud con el bando nacional —véase Labanyi (1989, 42)—, La familia de Pascual Duarte (1942) y Los santos inocentes (1981) dejan en evidencia de varios modos la mitificación franquista del espacio rural. La obra de Cela, que es la primera novela importante escrita tras la Guerra Civil —véase Ward (1978, 200)—, retrata gráficamente la miseria rural, en un amargo contraste con la retórica del gobierno franquista de que el campesino español era «probablemente la más noble […] de todas las criaturas que pueblan el globo» (Hopewell 1986, 128). Retirada de la circulación por la censura del régimen en 1943 —debido al choque que suscitaba su presentación explícita de la violencia—7, La familia de Pascual Duarte inauguró el tremendismo, un realismo literario brutal que tuvo su influencia durante la década de 1940. Pascual Duarte, que era solo el segundo largometraje del joven director Ricardo Franco, se realizó en 1975, pero no se estrenó hasta 1976, muerto ya el dictador. Esta película la produjo el disidente veterano Elías Querejeta, quien también estuvo detrás de piezas de la misma época tan influyentes como El espíritu de la colmena (1973), La prima Angélica (1973), Cría cuervos (1975) y El desencanto (1976). Como estas otras obras, Pascual Duarte es una cinta clave de los comienzos de la transición a la democracia, época que suele considerarse que arranca en 1973, con el asesinato de Carrero Blanco (véase Grugel y Rees 1997, 182). Este filme supone, además —junto con Furtivos, de Borau, igualmente de 1975—, una importante contribución al género cinematográfico ruralista de arte y ensayo que inauguró La caza, de Saura (1965). Pascual Duarte está profundamente enraizada, como cuadra a una película de la transición, en la experiencia contemporánea de cambio político, pero al mismo tiempo exhibe una acuciante preocupación por reflexionar sobre la experiencia de la dictadura. Por una parte, su chocante retrato de la violencia y sus referencias directas
7 Luego volvió a autorizarse la publicación, véase Vernon (1989, 91-92).
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a la Guerra Civil son indicativos las relativas libertades estéticas y políticas de mediados de la década de 1970. Por otra parte, sin embargo, en cuanto adaptación de una novela publicada en 1942 —y ambientada en las primeras décadas del siglo xx—, este filme también contribuía a ese proyecto cultural de recuperar el pasado que, como ya en el capítulo segundo señalábamos, había de extenderse hasta bien entrada la década de 1980. Pascual Duarte es, de hecho, en este sentido una película doblemente retrospectiva: revela una voluntad tanto de recuperar una novela de posguerra disidente —tal era el caso igualmente con La colmena de Camus y con el Tiempo de silencio de Aranda—, como de replicar a un periodo de la historia española del que hasta entonces se había apropiado la propaganda franquista. En el meollo de Pascual Duarte, obra que John Hopewell consideró (1986, 128) la película española más impactante que se haya realizado, está el tema de la violencia. El papel de marco para la violencia que el espacio rural presenta en esta cinta, lo vamos a analizar con referencia al trabajo de Henri Lefebvre. Que el proyecto recuperador de Pascual Duarte pueda calificarse de nostálgico resulta, sin embargo, cuestionable. Aunque la película revisita un pasado rural desde un presente urbano de la manera que Williams describía arriba, tanto el propio tema como la manipulación que Ricardo Franco lleva a cabo de la forma fílmica impide al/a la espectador(a) establecer semejante relación no problemática y placentera con el pasado. Una comparación entre la novela y la película en términos de espacio «absoluto» resulta reveladora respecto al papel que la violencia desempeña en cada una. En La familia de Pascual Duarte, Cela representa un espacio «absoluto» con independencia de su retrato de la violencia. Esto lo logra, en primer lugar, mediante la descripción del entorno que el narrador Pascual hace en el capítulo primero del relato propiamente dicho. A semejanza de la ciudad medieval —que Lefebvre también sitúa en el terreno «absoluto»—, el entorno en que transcurre la novela de Cela es un «espacio natural poblado por fuerzas políticas» en el cual el espacio es algo, «más que concebido, “vivido”» (véase Lefebvre 1999, 48 y 236). Pascual escribe que su pueblo está organizado en torno a una plaza central que contiene el ayuntamiento, la iglesia y la casa del terrateniente del lugar, Jesús González de la Riva (véase
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Cela 1971, 26-27). Con otras palabras: el espacio rural se ordena alrededor de esta trilogía de poder simbólico. Al tratarse de una comunidad rural, se mantiene el vínculo entre el poder y la tierra; de ahí que el espacio sea algo «vivido» (un «espacio de representación») más que «concebido» (una «representación del espacio»). Como observa Lefebvre (1999, 229-230), semejante simbolización del poder mediante la organización del espacio es típica de un sistema feudal jerárquico. Además, el reloj del ayuntamiento estaba «parado siempre en las nueve», recuerda Pascual —véase Cela (1971, 26)—, «como si el pueblo no necesitase de su servicio». Con esta imagen, Cela transmite de un modo sugerente el estancamiento de este remanso rural, insistiendo asimismo en la irrelevancia del tiempo en un sistema precapitalista. La ausencia de este elemento de abstracción en la relación entre el hombre y la tierra es otra característica del espacio «absoluto» (véase Lefebvre 1999, 95). Por último, Pascual mide la distancia entre el pueblo y su propia casa como «unos doscientos pasos largos» (Cela 1971, 27). Como arriba señalábamos, en el terreno «absoluto» el espacio se mide con el cuerpo, prescindiendo, una vez más, de cualquier elemento de abstracción en la relación del hombre con su medio. El papel del cuerpo en la forma narrativa de esta novela de Cela es particularmente interesante en el contexto del espacio «absoluto» de Lefebvre. El vínculo entre el hombre y el entorno que se enuncia en este capítulo queda reforzado por el modo de la enunciación. Juguetonamente enmarcado por notas del transcriptor del texto, cartas y extractos de testimonios, el relato de Pascual está en primera persona. Toda la información textual relativa al entorno se transmite, por tanto, a través del filtro subjetivo de sus memorias. Su autobiografía revela, en efecto, cómo, en términos de Lefebvre (1999, 235), «el espacio absoluto asume significados que no van dirigidos al intelecto, sino al cuerpo». En el primer párrafo, el reo Pascual lamenta el injusto trato de que le ha hecho objeto el destino recurriendo a una elocuente imagen corpórea. Nacido en una árida llanura sobre la que pega un inclemente sol, este hombre observa que «hay mucha diferencia entre adornarse las carnes con arrebol y colonia, y hacerlo con tatuajes que después nadie ha de borrar» (véase Cela 1971, 25). Cela establece así que el espacio queda indeleblemente impreso en el cuerpo del hombre, y en párrafos
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posteriores el cuerpo se convierte en el canal para la experiencia del entorno. Pascual recuerda, por ejemplo, que las casas enjalbegadas eran «tan blancas, que aún me duele la vista al recordarlas» (1971, 26), y más adelante dice sobre la llanura que puede ver desde su celda que es «castaña como la piel de los hombres» (1971, 70). Esta personificación del espacio mediante los recursos específicamente literarios de la metáfora y el símil plantean un problema al adaptador cinematográfico. Pensemos, por dar un caso, en el siguiente símil. El reo Pascual dice sobre su pueblo badajocense que está «agachado sobre una carretera lisa y larga como un día sin pan, lisa y larga como los días —de una lisura y largura como usted para su bien, no puede ni figurarse— de un condenado a muerte» (1971, 25-26). Cuando el punto de vista narrativo se enfatiza hasta el extremo de que el/la lector(a) «no puede ni figurarse» lo que se está describiendo, su traducción a la pantalla —en la que el entorno puede verse objetivamente— resulta problemática. En términos de Lefebvre, en la novela el retrato del espacio «absoluto» se pone de relieve al presentarse el espacio como algo «vivido» —como un «espacio de representación»—, cosa que viene dada por la forma literaria. Sin embargo, mediante la representación de la violencia que ofrece la película Pascual Duarte, Ricardo Franco construye un espacio muy diferente, pero similarmente «absoluto». Aunque la vida de Pascual en la adaptación cinematográfica se transmite conceptualmente desde su propio punto de vista mediante una estructura de flashback, la intención del director no es repetir fielmente la subjetividad de la novela original, sino más bien, como observa Norberto Mínguez Arranz (1998, 96), «eliminar el componente retórico o literario para ceñirse a los componentes de la fábula». El hecho de que en la adaptación se mantengan los impactantes asesinatos —que ascienden a seis, incluyendo la ejecución del propio Pascual—, pero se abandone cualquier sensación de subjetividad o cualquier posibilidad de que el/la espectador(a) se identifique, explica las numerosas respuestas hostiles de que Pascual Duarte fue objeto cuando se estrenó (desde quienes se sentían desconcertados estéticamente, hasta quienes se sentían moralmente ofendidos). Primero voy a examinar cómo la violencia aparentemente sin motivo de la película es todo excepto gratuita —pues permite a
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Ricardo Franco reproducir el espacio «absoluto» de la novela y llevar a cabo una potente crítica del supuesto paraíso rural—, y luego voy a ocuparme del modo en que las estrategias formales adoptadas imposibilitan una respuesta nostálgica a este filme. Ya se tratase de una estrategia literaria deliberada o de una solución de compromiso forzada debida a la censura, la novela de Cela quita importancia al papel instrumental que el entorno —tanto el de la miseria rural, como el de la agitación política— desempeña en la motivación de los crímenes de Pascual. Esto no quiere decir que el determinismo ambiental carezca de importancia de cara a la violencia de La familia de Pascual Duarte: el espacio rural se construye cuidadosamente mediante la descripción del lugar, y el/la lector(a) va siguiendo como un detective una serie de pistas relativas al asesinato de Jesús por parte de Pascual, empezando con la ambigua alusión del epígrafe, que apunta a la Guerra Civil. Sin embargo, la novela también es un estudio psicológico de la criminalidad. En su adaptación, en cambio, Ricardo Franco aumenta la motivación en términos de entorno al mismo tiempo que disminuye la motivación en términos de psicología. Kathleen Vernon observa, en efecto (1989, 93-94), que con la eliminación de cualquier motivación o justificación introspectiva y psicológica de los actos de Pascual, pasa al primer plano una explicación más contextual, más histórica. Porque, si en la novela las referencias históricas son secundarias, tenues en sus repercusiones, en la película las correspondencias entre la vida del individuo Pascual y la realidad colectiva de España durante las décadas de 1920 y 1930 se hacen explícitas, yendo mucho más allá de la simple relación subordinada que un fondo mantiene con su primer plano8.
La politización de la película puede entenderse en el contexto de las nuevas libertades experimentadas durante la transición. Como señala John Hopewell (1986, 128), guionistas como Emilio Martí-
8 Es, por tanto, extraño que, en una entrevista, Ricardo Franco apunte a las dimensiones psicoanalíticas de la película, sugiriendo que todas las víctimas de Pascual son sustitutos de su hermana Rosario, el objeto prohibido de su amor (citado en Kinder 1993, 192).
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nez-Lázaro, Elías Querejeta y Ricardo Franco «fueron de los primeros cineastas españoles que adaptaron materiales en la idea de acentuar la relevancia política de los mismos, esto es, ya no en la idea de disminuir dicha relevancia por miedo a que los reprobase la censura». Así, el matricidio y el parricidio simbólicos de hacia el final de la película se prestan a ser interpretados como actos motivados por la Guerra Civil. Antes de ambos asesinatos, el director se centra en la pintada política que Pascual ve desde la ventanilla del tren, tras lo que le hace presenciar los vestigios de los cruentos enfrentamientos habidos en el pueblo. Se trata de dos elementos que claramente aluden a la Guerra Civil, y ninguno de los dos figura en el texto de Cela. Si en su adaptación Ricardo Franco enfatiza la significación contextual de la guerra, también pone en primer plano el espacio rural mediante la eliminación de la motivación narrativa. La indignación que muchos espectadores sintieron al estrenarse la película, indignación expresada sobre todo —y de la forma más virulenta— por espectadores extranjeros, viene dada por no advertir el papel que la ambientación desempeña en la representación de la violencia que hace el director9. Los ataques de Pascual a su perra y a su mula —ataques reales, como el director reconoció en una entrevista, véase Puig (1976)—, son particularmente interesantes a este respecto, ya que no guardan relación con el contexto de la Guerra Civil. La muerte de estos animales carece en la película, aparentemente, por completo de motivo, mientras que en la novela la muerte de Chispa y de la mula se explica, si bien retrospectivamente —véase Cela (1971, 33 y 96-97)—, asociándolo al aborto de la esposa de Pascual. (La monstruosa caracterización que la novela hace de la madre de Pascual, así como del resentimiento creciente de este hacia ella, nos preparan igualmente para el matricidio, véase, por ejemplo, Cela 1971, 62.) El Pascual que interpreta José Luis Gómez,
9 Sobre la respuesta hostil de los públicos españoles a la violencia de la película, véase Quesada (1986, 359). A pesar del premio de Cannes al mejor actor para José Luis Gómez, la prensa francesa se mostró especialmente crítica con la violencia —véanse Baroncelli (1977) y Grant (1977)—, y las reseñas estadounidenses de la película expresaron una absoluta indignación (véanse Barrett 1979 y Saenz 1979).
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sin embargo, le pega un tiro a quemarropa a Chispa, en apariencia sin motivo, tras una pausa insoportablemente tensa puesta de relieve por una cámara estática. Luego, el/la espectador(a) padece la secuencia —espantosamente larga— en que Pascual mata —de nuevo sin motivo aparente— a su mula, a la que apuñala repetidamente, secuencia de nuevo implacablemente rodada en un único plano con la cámara fija, mientras que en la novela la escena es objeto de «seis líneas bastante despreocupadas» (véase Hopewell 1986, 129). Ricardo Franco asocia este ataque a la muerte de la esposa de Pascual únicamente por yuxtaposición casual, omitiendo una secuencia que explicaría el vínculo causal. Como señala Rafael Utrera (1990, 70), la secuencia «prescind[e] del plano de apoyo que en una narración clásica aportaría la clave al/a la espectador(a) (la caída de Lola desde el animal)». Hopewell ofrece (1986, 28) una convincente refutación a la respuesta de que semejante violencia raya en lo meramente gratuito: En muchas películas españolas, las acciones parecen poco motivadas, […] hallándose la fuerza rectora de la conducta fuera del filme: en la propia historia española. De ahí la extrema importancia del detalle de fondo y de los personajes secundarios en las películas españolas (énfasis mío).
Volviendo a cuando Pascual mata a la mula, esta secuencia viene precedida de un plano general suyo corriendo por la llanura. Este plano, que recuerda el modo de usar la cámara de La caza, de Saura, es el rasgo cinematográfico distintivo de la pieza, reapareciendo en momentos narrativos clave como son este, el plano de apertura, la secuencia de cuando Pascual mata a la perra y la despedida de este y su hermana cuando ella marcha a Trujillo. Estilísticamente, el plano general puede parecer que corta el vínculo entre el hombre y el entorno, reduciendo a aquel físicamente a una mancha en el paisaje. En términos, sin embargo, de contenido narrativo, este plano general está imbuido —sumado a su acompañamiento acústico del silbante viento que barre la llanura— de un significado en términos de motivación. Señala, en efecto —en la medida en que se antepone tanto a la secuencia en la que Pascual mata a la perra, como a la secuencia en la que mata a la mula—, al espacio rural como la única motivación tras tales acciones.
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El asunto de la motivación refuerza el vínculo entre el hombre y la tierra, con lo que construye, en términos de Lefebvre, un espacio «absoluto», pues únicamente el paisaje o la ambientación explica la violencia de Pascual Duarte. Resulta, así, digno de destacarse el hecho de que, en el dosier de prensa de la película, Ricardo Franco afirme: «Hay […] una cierta insistencia en el plano muy general para que en ningún momento se pueda olvidar la desolación física en la que se mueven los sujetos de la acción». Es decir, que, mediante la forma fílmica, Ricardo Franco y Luis Cuadrado —el veterano director de fotografía de Querejeta— ponen de relieve el espacio rural en cuanto cosa, por muy terrible que pueda resultar, «vivida». Esto convierte a dicho espacio, en términos de Lefebvre, en un «espacio de representación». Es, asimismo, por medio de recursos formales como Pascual Duarte erradica cualquier posibilidad de una respuesta nostálgica por parte del público. Dejando al margen la violencia, en términos estilísticos la película niega sistemáticamente cualquier tipo de placer visual10. Se muestra, además, implacable en las exigencias que hace a la contribución intelectual del/de la espectador(a). La película apenas incluye diálogo, caracterizándose en cambio por las elipsis narrativas y por una desorientadora dirección de fotografía basada en el uso de planos secuencia —culminando en el insoportable plano congelado (cuarenta y cuatro segundos) de la cara de Pascual mientras le dan garrote—, planos generales, la cámara fija y esas composiciones en claroscuro por las que el mencionado Cuadrado es famoso (véase Kinder 1993, 131). Todo esto erige una distancia brechtiana entre el/la espectador(a) y la película, excluyendo cualquier posibilidad de identificación. Los pocos planos subjetivos que muestran la perspectiva de Pascual, así como los cuatro primeros planos extremos del rostro de este personaje —son los únicos de este tipo en toda la película, véase Vernon (1989, 90)—, destacan por su carácter excepcional. El marchamo estilístico de esta pieza es más bien, como hemos visto, el plano general. Aunque este plano puede que tenga la función narrativa de vincular al personaje
10 Resulta extraño que algunas críticas de la época comentasen lo bonito de los planos del paisaje; véanse Fernández Santos (1976) y Mohrt (1977).
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con el espacio, paradójicamente también genera en el/la espectador(a) un extrañamiento para con dicho espacio, en la medida en que le hace adoptar la posición deshumanizada de un ojo voyerista distante. Dicho de otro modo: en Pascual Duarte, el retrato del espacio rural viene dado, más que por la «hapticidad», por la «visualidad» del medio fílmico. El/La espectador(a) puede adoptar, en efecto, la posición de un/una observador(a) distanciado(a) y experimentar el espacio únicamente a través del ojo (no a través del cuerpo). Así es que, por una parte, la narrativa de la película establece una conexión entre el cuerpo y el espacio —igual que hace la novela— mediante las cuestiones de la violencia y la motivación, pero, por otra parte, la relación del/de la espectador(a) con la imagen niega la experiencia del espacio como «percepción encarnada». Lo primero quiere decir que el retrato de la violencia es instrumental de cara a la denuncia de la miseria del ámbito rural. Lo segundo, que la relación del/de la espectador(a) con dicho retrato no podrá ser nunca una relación de nostalgia. Los santos inocentes (Camus 1984). Nostalgia del espacio absoluto El novelista Miguel Delibes fue, en cierto sentido, el Poeta Laureado de la España castellana contemporánea. Sus elogios de la vida rural y del campesino castellano, elogios que se hacen eco de los mitos de la generación del 98 y de la ideología del bando nacional, gozaron del apoyo oficial durante el régimen y a menudo fueron celebrados con premios literarios (véase García Domínguez 1993b, 29-51). Si su proceso de cuestionar el supuesto paraíso rural empezó en novelas ruralistas como El camino (1950) y Las ratas (1962), estas obras celebraban al mismo tiempo —y en consecuencia contradictoriamente— la vida en el campo. Su Castilla, lo castellano y los castellanos, que se publicó en 1979 —tras la industrialización y urbanización de España—, podría calificarse de nostálgico en el sentido que arriba planteaba Williams. Por su parte, Los santos inocentes (1981) contiene todos los temas habituales de Delibes: una ambientación bucólica, la vida campesina y la caza. La novela es a la vez nostálgica y crítica en su evocación de la vida rural, salto conceptual que está incluido en la trasposición geo-
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gráfica que en la película se hace, desde la Castilla natal de Delibes, a Extremadura (véase García Domínguez 1993a, 163-164). Las novelas de Delibes siguieron deleitando tanto a los lectores españoles —véase Perriam et al. (2000, 138)— como a los críticos, y en 2001 llegaron a circular rumores sobre la candidatura de este escritor para el Premio Nobel de Literatura (véase Forjas 2001). Se trata de uno de los novelistas españoles contemporáneos que con más frecuencia ha sido adaptados al cine, lo que confirma esa predilección del cine español por la nostalgia rural que antes comentábamos. La adaptación de Los santos inocentes que Mario Camus dirigió en 1984, que fue la que mayor éxito comercial tuvo y más elogios recibió de la crítica entre las nueve adaptaciones cinematográficas de la obra de Delibes producidas durante los primeros años de la democracia —véase Utrera (2002, 319-320)—, también ha sido objeto de acerbos reproches por parte de los estudiosos del cine español (véanse Hopewell 1986, 226-228; Company Ramón 1989, 85-86 y Losilla 2002, 130-131). La dura crítica de una obra que en 1984 fue la película española con más éxito comercial hasta la fecha, y que en 1991 seguía figurando entre las cuatro películas más rentables de todo el cine nacional —véase Evans (1999, 3)—, puede abordarse teniendo en cuenta esa transformación de la industria cinematográfica española que exponíamos en el capítulo segundo. Los santos inocentes recibió subvenciones en el contexto de la «Ley Miró». A semejanza de Pascual Duarte, Los santos inocentes culmina en un acto de violencia simbólica. Tanto el Pascual de Ricardo Franco como el Azarías de Camus son, en efecto, campesinos empobrecidos cuyas narrativas desembocan en parricidios políticamente simbólicos: Pascual dispara al altanero terrateniente Jesús y Azarías ahorca al malévolo marqués Iván. Sin embargo, y no obstante las circunstancias cambiantes de la industria fílmica, las diferencias entre estas dos cintas, separadas solamente por ocho años —aunque a sus textos originales los separan cuarenta—, resultan pasmosas y atestiguan la transformación social y política que España experimentó durante la consolidación de la transición democrática que entre ambas se produjo. Vamos a ocuparnos brevemente de las distintas significaciones que los actos de violencia de Los santos inocentes tienen frente a los de Pas-
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cual Duarte, pero la presente sección la vamos a dedicar en gran parte a una lectura de Los santos inocentes en cuanto obra de nostalgia. Prestaremos atención también a la construcción de un espacio «absoluto» en la novela y en la película, así como al planteamiento de Lefebvre (1999, 122-123) de que semejante nostalgia del espacio rural es típica del espacio «abstracto». Patricia Santoro (1996, 161) ha calificado acertadamente de paradójica la ideología que sustenta Los santos inocentes de Delibes. Resulta evidente que en la novela, ambientada en 1962 —véase Torres Nebrera (1992, 59, nota 51)—, el vilipendiado terrateniente Iván representa al dictador Franco y a la jerarquía social que el régimen de este sostenía11. Como era de todos sabido que al caudillo le encantaba cazar, en La caza (1965) Saura se había servido igualmente de la metáfora cinegética para criticar la dictadura. Delibes era, sin embargo, también él un entusiasta de la caza, y su amor por esta práctica y por el entorno natural en el que la misma se desarrolla explica, en parte, la ambigüedad de Los santos inocentes. Y es que, por más que Delibes ofrezca una caracterización maniquea y una trama simbólica, su crítica queda socavada por una celebración sin tapujos de la caza y del campo. Por decirlo en términos de Lefebvre, esta novela retrata, más que un espacio «absoluto», la nostalgia por dicho espacio. De entrada puede parecer, en efecto, que la innovadora forma del texto sugiere un espacio «absoluto». Los santos inocentes de Delibes, a diferencia de la adaptación cinematográfica, no sitúa su elogio pastoral dentro de un marco no pastoral. La naturaleza rural de sus temas parece reflejarse, antes bien, en la naturaleza rural de su forma. Susan Paun de García ha planteado (1992, 71) que, con sus capítulos de frase única ininterrumpida, esta pieza transmite la oralidad de «un cuento contado por un campesino [que], si bien es omnisciente, habla cla11 La disposición de Delibes a criticar el franquismo tiene, sin embargo, sus límites. Al pedírsele que revisara —antes de empezar la producción— el guion de Los santos inocentes que habían escrito Antonio Larreta, Manuel Matjí y Camus, eliminó la escena en la que Iván recibe la comunión, escena que habría insistido en la complicidad de la Iglesia católica en las desigualdades sociales promovidas por el régimen (véase Utrera 1997, 857).
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ramente con el vocabulario y el tono de un “pobre”». Pero este carácter rural auténtico es discutible. Es posible, efectivamente, que el relato dé una impresión de oralidad debido a lo fluido y poco convencional de su puntuación, pero el hecho de que el autor incluya pasajes líricos que no hacen al caso, por ejemplo «Surgieron cinco zuritas, como cinco puntos negros sobre el azul pálido del firmamento» —véase Delibes (1994, 167; también 11, 16, 18 y 166)—, desmiente esa idea de Paun de García de un «un cuento contado por un campesino». Tales pasajes nos presentan la novela, más que como la representación de un espacio «absoluto», como una evocación nostálgica de tal espacio. Porque puede parecer que la novela da voz a sus personajes campesinos, pero los episodios dedicados a exponer el escaso nivel de alfabetización de dichos personajes dejan en evidencia el abismo que separa a estos del lenguaje escrito. Las clases de lectoescritura que recibe Paco tienen por fruto una frustración apabullada —véase Delibes (1994, 34-38)— y, cuando Iván pide a Paco y a otros que escriban sus nombres, les cuesta un trabajo espantoso (1994, 104-106). Es posible, por tanto, que Delibes elimine los signos de puntuación que distinguen los diálogos de los guardeses frente al relato del narrador12; incluyendo, sin embargo, errores gramaticales en los diálogos, pero no en el relato, la diferencia entre ambos salta a la vista. Los santos inocentes no es, por tanto, ese cuento auténtico de un campesino que dice Paun de García, del mismo modo que no es, como sugieren Barry Jordan y Rikki Morgan-Tamosunas (1998, 35), «un relato en primera persona […] narrado con las palabras del deficiente mental pero agudo observador Azarías en una recreación fonética, léxica y sintáctica cuidadosamente construida de su lenguaje y de sus procesos intelectuales». Y así, a diferencia de Pascual Duarte —donde los hechos de la narración están pasados por el filtro subjetivo de la autobiografía de Pascual—, en Los santos inocentes ni Azarías —que en muchos sentidos sería el protagonista del cuento de Delibes— ni ninguno de los personajes campesinos controla la forma de la novela.
12 Sigo la convención crítica de usar ‘el narrador’ para referir al narrador literario de Delibes.
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Esto resulta especialmente significativo de cara al espacio «absoluto». Azarías sería, en términos de Lefebvre, la quintaesencia del habitante de dicho espacio: un trabajador agrícola para el que el entorno rural constituye un espacio «vivido». La siguiente descripción de Daniel que encontramos en El camino es pertinente para el tipo de simbiosis entre el hombre y la tierra que posteriormente Delibes refleja a través de Azarías: «Sintió […] que la vitalidad del valle le penetraba desordenada e íntegra y que él entregaba la suya al valle en un vehemente deseo de fusión, de compenetración íntima y total» (citado en García Domínguez 1993b, 27). Es sumamente significativo el hecho de que, en Los santos inocentes, la quintaesencia del hombre de la tierra haya pasado a encarnarla un hombre con discapacidad mental. Nuestra respuesta ante este como lectores, por muy bondadoso y simpático que lo encontremos, es, así, la de un adulto ante un niño, actitud inevitablemente marcada por la superioridad y la distancia. Resulta crucial, en consecuencia, que esta sea la manera en que Delibes nos anima a reaccionar ante el entorno rural que Azarías representa: se trata de un objeto de nostalgia como puede serlo la pérdida de la inocencia de la niñez. Gregorio Torres Nebrera expresa esta idea (1992) con ese leitmotiv de la «Arcadia amenazada» que él ve en la obra de Delibes y que se ejemplifica en Los santos inocentes. Esta novela de 1981 es, en palabras de Torres Nebrera (1992, 60), «la amorosa elegía de un espacio vital —y social— en el que empieza a sentirse, más que nunca, como utópica la equilibrada comunicación del individuo con su semejante, del hombre con su medio». En resumen, Los santos inocentes de Delibes lleva a cabo la crítica de una representación simbólica del régimen franquista, pero al mismo tiempo se hace eco, paradójicamente, de uno de los pilares fundamentales de la ideología del mismo, esa celebración de la «España eterna» del paraíso rural. La nostalgia de Delibes fue retomada en su adaptación cinematográfica y tuvo un gran éxito popular13. Sin embargo, mediante el
13 Para la respuesta elogiosa de la prensa de la época, véanse, por ejemplo, Egido (1984) y San José (1984).
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añadido de un marco temporal, Mario Camus evidencia una autoconciencia respecto a la cuestión de la nostalgia que no encontramos en la novela. El espacio «absoluto» —el objeto de la nostalgia—, en esta adaptación cinematográfica no se construye a modo de motivación de la violencia, como sí ocurre en Pascual Duarte. A diferencia de en esta película previa, en Los santos inocentes la narrativa y la caracterización sí que dan amplia cuenta de los actos violentos. La actitud deshumanizadora de Iván para con los campesinos explica, en efecto, su desdén hacia Paco —que lleva a que este se rompa la pierna dos veces—, e igualmente simple es el motivo de Azarías para asesinar al «señorito»: se trata de un acto de venganza por haberle pegado este un tiro a su milana. Aunque es posible interpretar la pobreza rural como un factor adicional para el asesinato, dicho factor sería aquí mucho más tangencial que en Pascual Duarte, ya que quien lleva a cabo el crimen no es ninguno de los campesinos explotados, sino el cándido Azarías. Esta película indica el espacio «absoluto» —igual que la novela— mediante el personaje de Azarías, pero eso no quiere decir que en la adaptación adoptemos la perspectiva de este personaje —como tampoco es el caso en el libro—, sino que Camus pone de relieve cinematográficamente la afinidad entre Azarías y su entorno rural mediante la «hapticidad» del medio fílmico. El prólogo de Los santos inocentes, que condiciona nuestra respuesta al conjunto de la película, constituye una excelente ilustración del cine en cuanto «percepción encarnada». Nos referimos a la secuencia anterior a los créditos iniciales, la cual empieza con el Azarías de Paco Rabal entregado a la actividad que Delibes denomina (1994, 20) «correr el cárabo». Para empezar, la puesta en escena establece un paralelismo entre el hombre y el lugar, pues Rabal viste unas ropas andrajosas y del color de la tierra, como de hecho se especifica en el guion publicado: «Las manos y la cara tienen el color de la tierra» (Larreta, Matjí y Camus 1984, 1). Esta afinidad entre Azarías y el espacio rural es asimismo señalada por el modo en que se usa la cámara: mientras el hombre corre por la cresta de un cerro, aquella lo va siguiendo en un travelling que iguala su velocidad y nos permite ir atisbándolo por entre el follaje. Tenemos, además, una correspondencia entre sus gritos y el ulular de la mencionada ave rapaz. Por último, la subjetividad aquí transmitida continúa mientras
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va empezando el tema musical de la película, pues la percusión de la banda sonora se corresponde con el ruido de las pisadas de Azarías. Santoro sugiere (1997, 171) que dicha percusión también cuadra con la descripción que la novela hace en esa escena recién mencionada de Azarías «corriendo el cárabo». Leemos, en efecto —Delibes (1994, 20)—, que este hombre «oía claramente los rudos golpes de su corazón». Camus se sirve, en consecuencia, del modo en que el medio fílmico permite aproximarse a la experiencia que el cuerpo tiene del espacio para elaborar, en su prólogo, un himno al espacio «absoluto». Sin embargo, igual que en la novela, el hecho de que el discapacitado Azarías sea el canal de nuestra experiencia de tal espacio resulta sumamente problemático. Y es que, de nuevo como en la novela, nuestra identificación con este personaje está marcada por la simpatía… y por la distancia. Esta compleja respuesta es atribuible, en parte, a la convincente interpretación de Paco Rabal. El artículo «Paco Rabal: santo, inocente, actorazo» (Bonet Mojica 1984) es representativo de las críticas que aparecían en la prensa del momento, y este trabajo le valió al intérprete, en ese mismo año de 1984, el premio de Cannes al mejor actor, premio que compartió con el coprotagonista, Alfredo Landa, quien en la cinta encarna a Paco (véase Sánchez Noriega 1998, 258)14. Tanto en la novela como en la película, nuestra relación con el espacio rural retratado es de nostalgia. Si el texto de Delibes se deja llevar en ocasiones por un estilo lírico que no viene a cuento, el director de fotografía de Camus, Hans Burmann —responsable igualmente de esa nostalgia pictórica que caracteriza La colmena—, en ocasiones también se deja llevar por una pictorización excesiva de la imagen. Esta tendencia es la que John Hopewell reprueba en su influyente interpretación de esta cinta. Sin dejar de reconocer la crítica social que la película realiza, este estudio se muestra cáustico respecto al tratamiento formal: «La película retrata a una familia que vive en la miseria, pero su pulcro manejo de la cámara crea un efecto de pobreza
14 En un eco de su papel en Los santos inocentes, Rabal encarnó a otro campesino entrado en años y como de otra época en otra adaptación de Delibes, El disputado voto del señor Cayo (Antonio Giménez-Rico 1986).
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pintoresca». Esta crítica de «la tendencia a ser visualmente agradable a cualquier precio» (Hopewell 1986, 227) encuentra un eco en Jordan y Morgan-Tamosunas, quienes también observan (1998, 35) una descoyuntura entre el «áspero» contenido narrativo y la «suave» forma narrativa del filme. Semejante interpretación de Los santos inocentes como una colección gratamente nostálgica de «estampas conmovedoras» —tomo la frase de Giuliana Bruno (1993, 208)— se empeña en ignorar una serie de aspectos más turbadores que la narrativa de esta película contiene. Aunque es posible que el vínculo entre el hombre y la naturaleza se revisite de un modo agradable —de la manera que Delibes quería—, en la narrativa de esta adaptación dicho vínculo a veces se transforma en una conexión —bastante más turbadora— entre el hombre y el animal. Cabe, en efecto, que encontremos gratificante la forma en que Azarías grita cuando se comunica con su «milana bonita» o cuando en el prólogo «corre», como decíamos, «el cárabo». Pero esos sonidos como de bestia resultan enormemente inquietantes cuando quien los emite es la «niña chica», la hija discapacitada de la familia. La animalización del hombre culmina en la famosa escena en que el Paco de Alfredo Landa, quien se aviene al trato deshumanizador al que Iván le somete —lo trata como a un perro—, se pone a cuatro patas para ir olfateando el rastro de una perdiz abatida. De manera que, por más que el retrato del campo que hace Camus presente en ocasiones una dirección de fotografía pictórica, da la impresión de que Los santos inocentes, tomada en conjunto, aborda las contradicciones de la nostalgia. Los temas de la memoria y la nostalgia se sitúan en primer plano de manera obvia mediante la estructura de la película. Esta se organiza en torno a cuatro flashbacks introducidos, respectivamente, por intertítulos con los nombres de «Quirce», «Nieves», «Paco el Bajo» y «Azarías». Aquí lo que se pone sobre la mesa es la relación entre el pasado y el presente, es decir, que no se trata de representaciones cinematográficas diferentes de cuatro perspectivas subjetivas distintas. La memoria y la nostalgia también se introducen como temas inmediatamente después del prólogo, ya que los créditos pasan sobre una fotografía de la familia que se desvanece y vuelve a aparecer. Esta fotografía, descu-
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brimos más tarde, la tomó un visitante urbano —comparativamente rico— del cortijo, personaje que, asumimos, desea dejar constancia del curioso y alarmante espectáculo de la pobreza de esta familia. ¿En qué se diferencia —parece estar preguntándonos Camus— nuestra posición de espectadores frente a la de este fotógrafo? Añádase que, si tanto el propio cortijo como el campo circundante son lugares de ocio y esparcimiento para el demonizado Iván —y nosotros disfrutamos igualmente de los paisajes pictorizados que nos ofrece la película—, acaso el director esté también preguntándonos cuál es la relación de nuestra posición respecto a la de Iván. Los santos inocentes no ofrece las respuestas, pero explora las contradicciones que suscitan estas preguntas. Es posible, efectivamente, que a lo primero disfrutemos de esa experiencia «háptica» del espacio que proporciona el prólogo de la cinta, sobre todo teniendo en cuenta que Camus establece un contraste entre esta experiencia vital del espacio, y la que Quirce y Nieves tienen en la ciudad. La cámara móvil de la secuencia inicial del cárabo contrasta favorablemente con la cámara fija que rueda la llegada de Quirce a Zafra en tren, siendo este medio de transporte un símbolo obvio de la industrialización y la urbanización. Mientras que, en la secuencia precedente, el movimiento de la cámara responde al de Azarías —señalando el espacio como algo «vivido» en el terreno «absoluto» de Lefebvre—, en esta secuencia siguiente la relación entre el hombre y el espacio es más bien característica del terreno «abstracto». Quirce se mueve hacia nosotros en el tren, pero la cámara está quieta y refleja, con ello, la desconexión entre el hombre y el espacio. A Nieves la encontramos, de manera parecida, en una fábrica en la que, inicialmente, no podemos verla bien, del mismo modo que el ruido de las máquinas ahoga las voces humanas. Esto ejemplifica la eliminación del cuerpo que se produce en el espacio «abstracto», fenómeno que el/la espectador(a) experimenta momentáneamente con su incapacidad de ver u oír. La insistencia en que Quirce y Nieves saben leer y escribir, el hecho de que se los sitúe en un entorno urbano, el empleo que Nieves tiene en una fábrica y aun la inclusión de un tren y un autocar como medios de transporte modernos, todo esto sirve para hacer obvio ese contraste que Camus busca entre este entorno y el espacio rural que se
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evoca en los flashbacks. Nuestros sentimientos ambiguos frente a ese espacio recordado los recoge, en la adaptación, la descoyuntura entre los paisajes pictorizados y lo duro de la vida que en ellos se lleva. Una muestra especialmente gráfica de esto es la yuxtaposición del cruel trato que Iván dispensa a Paco cuando este se rompe la pierna, con un plano pictoriquísimo del campo al amanecer al día siguiente. En la década de 1980, semejantes jerarquías feudales explotadoras han sido desmanteladas en gran parte. No obstante, esa experiencia algo contradictoria de nostalgia por el campo persiste y Camus encuentra el modo de plasmar esta conflictiva memoria del sufrimiento, teñida de pesar. Las imágenes finales de la película fungen de síntesis de esta equívoca experiencia nostálgica. Quirce, el inmigrante urbano, está parado en una calle de una ciudad y levanta la vista al cielo, hacia una bandada de pájaros. La novela termina con una descripción parecida de los pájaros, pero aquí quien los mira es Azarías tras asesinar a Iván, lo que subraya su motivación de vengar la muerte de su milana (véase Delibes 1994, 176). En la adaptación fílmica, esta imagen simboliza de una manera elocuente un titubeante acercamiento entre lo rural y lo urbano y, de este modo, Los santos inocentes de Camus da expresión cinematográfica a la experiencia que en la España de la década de 1980 se tiene de la ciudad y el campo.
Espacio urbano Si la representación de la ciudad se ha planteado como un problema estético, la capacidad de representación del cine se ha propuesto igualmente como una solución. Como arriba comentábamos, era el nuevo medio fílmico el que parecía responder a la nueva experiencia de la ciudad, cuya representación aparentemente se sustraía a las artes tradicionales. Thomas Hardy escribió, sobre el Londres de finales del siglo xix, que «da la impresión de que [la ciudad] no se ve a sí misma. Cada individuo es consciente de sí mismo, pero nadie lo es de ellos mismos colectivamente» (citado en R. Williams 1985, 125). Sin embargo, la «visualidad» del cine parece permitir la representación de la ciudad en su conjunto (el «voyerista» de De Certeau), mientras que su
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«hapticidad» aparentemente se aproxima a la experiencia que tienen sus habitantes (los «caminantes» de De Certeau). Teniendo presentes los enfoques de Lefebvre sobre la producción del espacio, en la presente sección voy a explorar el paralelismo entre la «visualidad» del cine y la experiencia de la ciudad moderna en cuanto espacio «abstracto». Para Lefebvre, esta evacuación de la experiencia «vivida» que se produce en el espacio «abstracto» está íntimamente ligada a la urbanización, proceso que él describe (1999, 269) como «abstracción en acción». Este espacio «abstracto» de la ciudad moderna se vincula, además, al desarrollo de la burguesía y del capitalismo: La actividad productiva (el trabajo) dejó de ser una misma cosa que el proceso de reproducción que perpetuaba la vida social, pero, volviéndose independiente de tal proceso, el trabajo sucumbió a la abstracción. De ahí el trabajo social abstracto… y el espacio abstracto (Lefebvre 1999, 49).
En su estudio del urbanismo en la España contemporánea, Paul Julian Smith señala que esa imagen de Lefebvre de la ciudad como un espacio «abstracto» parece casar mal con la ciudad española moderna, que aparentemente se caracteriza por su carácter comunitario. No obstante, asuntos como el desempleo, la violencia y la privatización han supuesto que «la ciudad española no sea […] inmune a los “flujos” globales que han dislocado y evacuado la vida urbana» (Smith 2000b, 109). Mediante las cuestiones de la violencia y la nostalgia, las Historias del Kronen de Montxo Armendáriz y las Carícies [Caricias] de Ventura Pons exploran la ciudad española en cuanto espacio «abstracto». Ahora me dispongo a examinar, con referencia a los textos literarios que estas películas adaptan, en qué medida la «visualidad» del cine tiene parte en la creación de tal espacio «abstracto», y cómo su «hapticidad» podría apuntar, alternativamente, a un espacio «absoluto». Historias del Kronen (Armendáriz 1995). Violencia en el espacio abstracto Calificada de versión española de la novela de referencia de Douglas Coupland Generación X. Cuentos para una cultura acelerada —véase
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Fouz-Hernández (2000, 96, nota 3)—, Historias del Kronen, novela publicada en 1994 por José Ángel Mañas, constituye un ensayo sobre el «pasotismo» de la juventud urbana contemporánea15. Mañas adopta, en efecto, la perspectiva de Carlos, un «niño de papá» que se aburre y mata el tiempo en Madrid, durante el verano de 1992, saliendo por ahí con «la peña», o sea, con otros jóvenes como él. El contenido aparentemente inane de Historias del Kronen, libro que tuvo un éxito enorme y recibió elogios de la crítica por su virtuosismo formal, resulta significativo. Igual que en el relato que Coupland ofrece de una generación «sin nada contra lo que dirigir su enojo, sin nadie que mitigue sus miedos y sin cultura que sustituya a su anomia» —citado en Fouz-Hernández (2000, 83-84)—, el ciclo repetitivo de violencia, drogas y sexo de Historias del Kronen traza un círculo en torno a un inquietante vacío. La búsqueda de una satisfacción cada vez más inalcanzable culmina en la secuencia —innovadoramente narrada— del homicidio involuntario de Fierro (véase Mañas 1999, 248-258). La «introversión solipsista» de Carlos, afirman Chris Perriam et al. (2000, 217-218), «se inscribe textualmente en la penúltima sección que este personaje narra, en la que las voces de sus amigos se borran y se sustituyen por paréntesis vacíos», proceso de alienación que concluye con las palabras finales del muchacho: «Sois todos unos débiles. ( ) En el fondo, os odio a todos» (Mañas 1999, 258). La adaptación cinematográfica de Historias del Kronen que Montxo Armendáriz realizó un año después de publicarse la novela tuvo un éxito comercial comparable (véase, por ejemplo, García 1995, 38). Esta película urbana y sobre jóvenes, que se ha vinculado con Kids (Clark), El odio (Kassovitz) y Trainspotting (Boyle) —cintas estrenadas todas en el mismo año de 1995—, es el cuarto largometraje de Armendáriz y el único del director ambientado en Madrid. Pero la filmografía de este cineasta navarro, protegido del veterano productor vasco de la transición democrática Elías Querejeta, quien de hecho produjo la película que nos ocupa, en realidad corrobora lo que arriba
15 Véase Fouz-Hernández (2000) para un estudio de las semejanzas y diferencias entre las obras de Coupland y Mañas.
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exponíamos sobre la centralidad, en el cine español, de los temas y las ambientaciones ruralistas. Después de realizar, en efecto —véase Hopewell (1986, 271)—, dos cortos titulados Ikuska 11 —un documental sobre la Ribera navarra— y Nafarrako Ikaskinak [Carboneros de Navarra], los primeros largos de Armendáriz siguieron con los temas rurales, pero pasó a ambientar su cine en San Sebastián con Las cartas de Alou (1990) y luego, en Madrid con Historias del Kronen. Resulta significativo, sin embargo, el hecho de que regresara a su Navarra natal con la película nostálgica sobre ritos de iniciación Secretos del corazón (1997) y, después, con la exploración que lleva a cabo de la historia «silenciada» de los maquis en Silencio roto (2001). Tras una exposición —en la que haré referencia al espacio «abstracto» de Lefebvre— de los retratos de la ciudad que efectúan la novela de Mañas y la adaptación cinematográfica de Armendáriz, en la segunda parte de la presente sección consideraré la cuestión implícita de la nostalgia que esta película encierra. Particular interés reviste, de cara a la presente discusión, el hecho de que el retrato que Mañas hace de la violencia que ejerce una juventud española descontenta se asocie tanto a la ciudad, como al cine. En su lectura de las versiones novelística y cinematográfica de Historias del Kronen, Santiago Fouz-Hernández sugiere, en efecto, que «el espacio, o más bien los territorios, se convirtieron en un importante ámbito para la resistencia juvenil». Estos personajes ficticios, plantea, se apropian del Madrid nocturno «mediante la transgresión de todos los límites y reglas que impone la sociedad diurna» (2000, 93). Si bien cabe que tales espacios constituyan, conforme Fouz-Hernández indica, lugares de rebelión para los jóvenes, el planteamiento de que el comportamiento profundamente antisocial de estos —sexismo, racismo, robo, sexo casual, conducción temeraria— también instituye un espíritu de comunidad es cuestionable. Por una parte, los personajes sacan placer del entorno urbano —sus bares, discotecas, parques y carreteras les ofrecen subidones de alcohol, drogas, sexo y adrenalina—, lo que contrasta con las generaciones más viejas, para las cuales la urbe era un lugar de miedo y pesar. La tía de Carlos previene ingenuamente a este de que «hay gente muy mala por la calle, muchos drogadictos que roban a los viejos para drogarse» (véase Mañas 1999, 90), y su
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abuelo deplora en términos parecidos (1990, 92) que «no hay más que ver en qué se ha convertido Madrid. La ciudad moderna es monstruosa. […] Yo todavía me acuerdo cuando era joven y vivía cerca de la puerta de Toledo en una finca». La reacción de Carlos frente a sus parientes de más edad es estereotipadamente ofensiva: «Los viejos son personajes del pasado, fósiles. Hay una inadecuación entre ellos y el tiempo que les rodea» (1990, 52; énfasis mío). El disgusto de este joven ante la «inadecuación» de los viejos contrasta, pues, implícitamente con la ocupación de la ciudad que él mismo lleva a cabo. Por otra parte, sin embargo, Carlos también señala la descoyuntura de su propia generación. En su reprobación del «rollo sesentaiochista pseudoprogre de siempre» de su padre, el chico refunfuña —véase Mañas (1999, 74)— sobre que «los viejos […] lo tienen todo: la guita y el poder. Ni siquiera nos han dejado la rebeldía: ya la agotaron toda los putos marxistas y los putos jipis de su época». De hecho, a lo largo de toda la novela Mañas insiste en que esas búsquedas de esparcimiento de la generación de Carlos nunca bastan. El placer que estos jóvenes sacan de la ciudad es insatisfactorio, y la ocupación que efectúan del entorno urbano nunca deja de ser transitoria. Sus incursiones noctámbulas se limitan a rodear un espacio que no les pertenece. Mañas transmite, por ejemplo, la experiencia que tienen de las calles de la ciudad como volanderos atisbos nocturnos desde el asiento de un coche. Esta fugacidad se presenta en la novela mediante minimalistas sartas de nombres de vías y barrios que conectan las diversas «historias». En el capítulo sexto, por ejemplo, la llegada de Carlos al bar Kronen se señala con la secuencia: «Santa Bárbara, Colón, Avenida de América, Francisco Silvela» (1999, 99), mientras que el regreso a casa se indica con «Avenida de América, Emetreinta» (1999, 110). Esta técnica enumerativa, que omite verbos o pronombres, transmite formalmente esa evacuación del entorno urbano de la que los personajes son objeto, evacuación característica del espacio «abstracto» de Lefebvre. Resulta significativo el hecho de que Mañas también se sirva de esta técnica — que Fouz-Hernández equipara (2000, 84) a la lectura rápida de titulares de prensa— para descripciones del contexto sociopolítico del año de 1992 en que la novela está ambientada. Esto indica, en efecto, que
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estos personajes jóvenes están desvinculados de su contexto sociopolítico del mismo modo en que lo están del espacio urbano (véase, por ejemplo, Mañas 1999, 113). Si en la novela de Mañas se establece un paralelismo entre la vida urbana y el espacio «abstracto», esto queda enfatizado por la «visualidad» de la narrativa del autor, de la que hasta ahora exclusivamente nos hemos ocupado con referencia a la película. El protagonista de Mañas afirma que su generación concibe la experiencia a través de los medios de comunicación visuales: La cultura de nuestra época es audiovisual. La única realidad de nuestra época es la de la televisión. Cuando vemos algo que nos impresiona siempre tenemos la sensación de estar viendo una película. […] Somos los hijos de la televisión, como dice Mat Dilon (Mañas 1999, 45).
Sus comentarios nacen de su narrativa, que incluye descripciones como la siguiente: «El monólogo de Amalia, que es como la voz en off que ilustra mi toma de la Gran Vía» (1999, 80). Los comentarios de Roberto en el epílogo de la novela son particularmente interesantes a este respecto: «[Carlos] nos veía a todos como si fuéramos personajes de una película, de su película. Pero él era como si no estuviera ahí. No le gustaba vincularse afectivamente» (1999, 272-273). Como arriba comentábamos, esta experiencia de la ciudad en términos de «visualidad», y no de «hapticidad», es característica de la evacuación del espacio «vivido» y de la priorización del espacio «concebido» (en el campo «abstracto» de Lefebvre). Si Carlos concibe la vida urbana en términos de «visualidad» —como el «voyerista» de De Certeau—, eso significa que no puede participar en ella: él nunca forma parte de su propia película. El relato que Mañas hace de la violencia que ejerce la juventud madrileña insatisfecha traza, así, un espacio «abstracto» que es tanto urbano como cinematográfico. La adaptación al cine de semejante espacio «abstracto» es, por tanto, en cierto sentido obvia, dada la evidente afinidad entre el cine y esa «visualidad» de la que venimos hablando. Merece la pena señalar que, si el cine es igualmente capaz de presentar la ciudad como un espacio «absoluto» —sobre todo a través de su «hapticidad»—, las
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ciudades cinematográficas han tendido a ser negativas. Como señala Rob Lapsley (1997, 195), la ciudad [en el cine] rara vez es objeto de idealización. Aunque resulte en realidad sorprendente —dada la preferencia de tanta gente por las libertades, los estímulos y las energías de la existencia urbana—, […] la inmensa mayoría de las representaciones ficcionales de la ciudad han sido hostiles. Desde el Londres de Lirios rotos, de Griffith (1919), hasta el Nueva York de Seven (1995), la ciudad moderna se viene presentando como enemiga de la felicidad humana. En lugar de idealizar la ciudad, la estrategia predominante ha consistido en conjurar un «en otra parte» libre de penuria y ruina.
Tras examinar en primer lugar los modos en que Armendáriz construye cinematográficamente un espacio «abstracto» como contexto para la violencia de Historias del Kronen, me plantearé si efectivamente esta película «conjura» un «en otra parte» idealizado, lo que cabría entender como un síntoma de nostalgia. Aunque el paisaje urbano madrileño que se encuadra en el arranque de Historias del Kronen se adhiere a la convención cinematográfica clásica del plano de establecimiento, la repetición de dicho plano de paisaje urbano a lo largo de la narrativa nos alerta sobre la significación que el mismo tiene en la película. Este plano jalona, en efecto, la narrativa del filme, señalando el comienzo de cada uno de los ocho días que se relatan, lo que indica que, a semejanza del plano general que examinábamos en Pascual Duarte, trasciende su función convencional subordinada de mera premisa o simple fondo. Una lectura pormenorizada de los planos de paisaje urbano del prólogo apunta a lo que Lefebvre denomina espacio «abstracto». El skyline de Madrid de estos planos recuerda, inicialmente, al cariñoso retrato de Nueva York que Woody Allen hace al comienzo de Manhattan (1979). A diferencia, sin embargo, de dichas imágenes neoyorquinas —que el director estadounidense acompaña de los tonos celebrativos de la Rhapsody in Blue de George Gershwin—, el Madrid de Armendáriz se vincula a las notas discordes del tráfico, las campanas de las iglesias y las voces de teléfonos y altavoces, de manera que, en esta metrópolis acústica, la voz humana tan solo figura si la emite una máquina, lo que sugiere que al cuerpo se lo evacúa de ese espacio «abstracto»
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al que venimos refiriéndonos. Además, en el plano cinematográfico de paisaje urbano, la vida de la ciudad se mira desde lo alto (como el «voyerista» de De Certeau). La abstracción también apunta a los espacios «fálicos-visuales-geométricos» —o «concebidos»— de los espacios «abstractos» de Lefebvre (1999, 289). Si este tipo de planos de paisaje urbano se sirven de la «visualidad» del medio fílmico —poniendo de relieve la condición que el espacio tiene de cosa percibida por el ojo y apuntando a un espacio «abstracto»—, otros aspectos de la narrativa de Historias del Kronen parecen cuestionar tal abstracción. La secuencia de los créditos de inicio, por ejemplo, salta de estos planos generales que decimos a un plano medio del bar Kronen para terminar en un primer plano de Carlos, quien queda de este modo establecido como nuestro objeto de identificación y nos conduce al bar Kronen y a la narrativa de Historias del Kronen. En la medida en que la banda sonora pasa de la cacofonía recién mencionada a los rítmicos compases de la música pop, cabe interpretar esta secuencia como un movimiento desde el espacio «abstracto» de la metrópolis, al espacio «absoluto» que construyen los jóvenes. Sin embargo, como en la novela de Mañas, la ciudad se presenta como un espacio «abstracto» mediante el modo en que se la describe. Fuera de los planos de paisaje urbano, las calles de Madrid se perciben como atisbos borrosos desde un coche durante las excursiones nocturnas de alcohol y drogas que los adolescentes hacen por la ciudad. Esto expresa visualmente la incoherencia de la percepción que dichos jóvenes tienen de la urbe, así como la descoyuntura espacial en que se hallan. Esta experiencia del espacio como algo «abstracto» queda reforzada por la función coral de la banda sonora, con temas que gritan «No hay sitio para ti» y «¡Harto!». El acto violento con que el filme termina, el homicidio involuntario de Fierro que termina por convertirse accidentalmente en un vídeo snuff —esta muerte se graba, en efecto, en una videocámara que es el equivalente cinematográfico del monólogo de Carlos en la novela—, podríamos considerar que viene motivado por ese «páramo alienador, urbano y nocturno de los bajos fondos madrileños» en el que vive esta «generación perdida de jóvenes de clase media» (véase Jordan y Morgan-Tamosunas 1998, 198 y
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99). De hecho, la mencionada repetición que Armendáriz realiza del plano cinematográfico de paisaje urbano parecería indicar el papel de dicho paisaje en la motivación del crimen, como sucede con los planos cinematográficos de paisaje rural que Ricardo Franco utiliza en Pascual Duarte. Pero, mientras que en Pascual Duarte el vínculo entre la motivación y el entorno se interpretaba como algo que apuntaba a la conexión entre el hombre y la naturaleza —un espacio «absoluto»—, en Historias del Kronen dicho vínculo representa, antes bien, un síntoma de la violencia que se inflige sobre el ocupante del espacio «abstracto». La diferencia es la enjundiosa motivación alternativa que en la narrativa de la película se aduce para el comportamiento asocial de Carlos, empezando por lo exageradamente ofensivo de su carácter. A pesar del éxito popular de la cinta, este retrato maniqueo de la hostilidad del entorno urbano —retrato reforzado por la antipatía de los habitantes de dicho entorno— suscitó numerosos reproches en críticas aparecidas en la prensa cuando el filme se estrenó. El propio director daba a entender su actitud paternalista hacia el tema en una entrevista, argumentando que, «muchas veces, los adultos tratamos de obviar las partes menos agradables de la realidad» (Armendáriz citado en García 1995, 38). El cineasta fue criticado, como no cabe que sorprenda, por su actitud moralizante. Fernando Herrero, de El Norte de Castilla, escribe por ejemplo (1995) que Historias del Kronen es «un film pretendidamente subversivo que en realidad resulta moralista y vacío», planteamiento del que se hace eco Jesús Palacios cuando, escribiendo para Fotogramas, califica esta película de «una simple muestra más de la ola de moralidad reaccionaria que pretende, con cierto disimulo y seriedad, estigmatizar la juventud y sus valores» (citado en Fouz-Hernández 2000, 87; véase también Norberto Alcober citado en Fouz-Hernández 2000, 87, nota 19 de la misma obra). De hecho, este filme a veces cae, lamentablemente, en una especie de manual para buenos padres y en una descripción de Perogrullo del «pasotismo». Carlos es egoísta, viene de una familia nada comunicativa —la televisión es el interlocutor más activo mientras están sentados a la mesa para almorzar—, carece de metas, es un adolescente de libro y, para colmo, es sexista, racista, amigo de lo ajeno, irresponsable y sádico en su trato con los demás. (Todo esto se ejemplifica en
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su respuesta a la homosexualidad de Roberto.) De hecho, la película remarca lo ofensivo de su carácter con un episodio —que no figura en la novela— en el que roba a su madre y deja que echen la culpa a la asistenta y la despidan. El crítico cinematográfico de El País Ángel Fernández-Santos parece haberse quedado solo en su interpretación de Historias del Kronen como una película «ejemplar» y de lejos superior a la novela que adapta, texto que califica de «tópico». «La película […] nos sitúa», plantea Fernández-Santos (1995), «a la inversa que [su pretexto literario], no ante lo que un grupo de niños pijos madrileños tiene de diferente (cosa irrelevante), sino de lo que tiene de igual (cosa seria)». Huelga aclarar que es el crítico quien define qué es y qué no es «serio», categoría que aquí consistiría en la metáfora —más bien nebulosa— de «cuestiones permanentes de la vida en cualquier lugar y tiempo: la rutina y el tedio que envuelven los estados de indefinición del carácter» (Fernández-Santos 1995). Es justamente de tales cuestiones de las que la película se ocupa de un modo encorsetado, y es posible que el carácter unidimensional de su retrato de la ciudad también implique una nostalgia por lo que Lapsley llama un «en otra parte». Da la impresión, de hecho, de que ese lugar distinto idealizado es el campo que Armendáriz rueda en su filmografía previa y posterior. En Tasio, por ejemplo, el director insiste en «el carácter central del entorno rural de cara a [un] sentimiento de identidad» (véase Jordan y Morgan-Tamosunas 1998, 48), y la película termina con la negativa del protagonista a mudarse a la ciudad. Esta negativa a trasladarse a lo que se entiende como un espacio urbano hostil indica la asociación de la ciudad con los rasgos perversos del espacio «abstracto». Y esta asociación se confirma en Historias del Kronen, que es una especie de secuela hostil y urbana de esa película rural precedente de Armendáriz. Carícies [Caricias] (Pons 1998). Más allá del espacio abstracto Publicada y llevada a escena en 1992, la pieza teatral Carícies [Caricias], de Sergi Belbel, expresa la alienación y la soledad de la vida urbana contemporánea. Encomiado en su momento en la prensa como el director
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teatral más internacional de Cataluña —véase Costa (1998, 11)—, en esta obra Belbel explora las relaciones humanas arquetípicas mediante la interacción de personajes anónimos en una ciudad anónima. El carácter abierto de Carícies ha sido señalado por el propio dramaturgo, quien ha subrayado en entrevistas de prensa la naturaleza pesimista de su retrato de «[gent que en el fons] busca carícies, encara que no ho aconsegueixi […] en un món en el qual, a l’acostar-nos a la fi del millenni, cada vegada ens costa més expressar l’amor» (Cabeza 1998, 41), pero al mismo tiempo ha afirmado que «muchos dicen que es una obra negra y dura, pero yo la veo positiva y optimista» («Reseña de Carícies, de V. Pons» 1998). La pieza constituye, así, una sugerente plantilla para el adaptador cinematográfico, quien, a semejanza del director de escena, puede «representar» (perform) un texto de manera que sugiera su interpretación. La adaptación de esta obra de teatro fue la tercera película de lo que se ha llamado la trilogía literaria catalana de Ventura Pons, cuyas dos primeras entregas son El perquè de tot plegat [El porqué de las cosas] (1994) —filme basado en relatos de Quim Monzó— y Actrius [Actrices] (1996), basado en una pieza teatral de Josep Maria Benet i Jornet (véanse «Reseña de Carícies, de V. Pons» 1997 y Rubio 1997, 58). Pons, inicialmente director de escena, en los comienzos de su carrera pasó mucho tiempo rodando unas rudimentarias «comedias catalanas» que nunca se exportaban fuera de Cataluña. Su regreso a la literatura con estas cintas de la década de 1990 le permitió, sin embargo, incluso hacer incursiones en el mercado internacional (véase Jordan y Morgan-Tamosunas 1998, 171-172). La creación, por así decir, de su propia marca de cine literario urbano de arte y ensayo ha resultado funcionar de maravilla tanto dentro, como fuera de Cataluña. En 1999 adaptó otra pieza teatral de Belbel —Morir (o no)— que vuelve a jugar la baza de una temporalidad fluida, una ambientación barcelonesa y una estructura de estampas entretejidas. Sin embargo, el cine urbano de Pons de la década de 1990 anda bien lejos de la celebración de Barcelona que el director plasmó en Ocaña, retrat intermitent [Ocaña, retrato intermitente] (1978), documental de culto de la época de la transición dedicado al travesti más famoso de Cataluña. La austeridad de estos trabajos más recientes contrasta también con la trayectoria previa del cineasta en cintas
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cómicas. De hecho, esta sobria adaptación cinematográfica de las Carícies de Belbel diverge de las numerosas producciones teatrales de dicho texto, que insistían en su humor. No obstante el salto geográfico desde Madrid a Barcelona, y sin perjuicio de las diferencias —en lo que a la industria cinematográfica respecta— entre el cine comercial y el cine de arte y ensayo, los importantes temas de la violencia y la alienación que se dan en las modernas metrópolis afectan a Carícies en la misma medida en que afectaban a Historias del Kronen, aunque esa descoyuntura espacial que experimentaban los jóvenes madrileños ricos de Mañas y Armendáriz parece afectar a los habitantes de la Barcelona de Belbel y Pons con independencia de su edad y su clase social. Igual que en el estudio que antecede de Historias del Kronen, en la presente sección voy a leer la violencia que se despliega en la moderna metrópolis de Pons en el contexto del espacio «abstracto». Pero, si en la película de Armendáriz la nostalgia por un espacio «absoluto» parecía quedar implícita, aquí voy a plantear el notable cierre de la versión cinematográfica de Carícies como algo explícitamente nostálgico. Mientras que Pons es extremadamente fiel en su adaptación de la obra de Belbel —manteniendo prácticamente cada palabra de sus diálogos y, por tanto, su estructura de tiovivo, inspirada en La ronda—, la representación que hace en sus Carícies del espacio urbano es totalmente cinematográfica16. En términos de representación del espacio, Carícies ejemplifica, en efecto, la diferencia entre los medios expresivos literario y fílmico. No obstante su empleo de la lengua catalana, la obra de Belbel rehúye cualquier referencia al lugar en que transcurre. Carícies de Pons, a pesar de replicar cada escena de la pieza teatral, demuestra que esa relación indicadora más cercana que el cine mantiene con la realidad impide la construcción de un espacio hipotético en el modo que permite la literatura. Y es que, si en un texto literario un espacio puede quedar sin nombre, esto es mucho más complicado en el cine, toda vez que la imagen filmada, a diferencia de la palabra
16 La prominencia del diálogo en esta película —rasgo en general característico del cine de arte y ensayo— ha llevado a algunos críticos a lamentar el excesivo carácter literario de la cinta, véase Herrero (1998) y Marinero (1998, 24).
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escrita, lleva la impronta mecánica del lugar en la esencia misma de su forma. Así, mientras que Belbel puede situar, por dar un caso, la escena séptima de su obra en una indeterminada «estació central» —véase Belbel (1998, 49)—, la correspondiente secuencia de la adaptación cinematográfica se desarrolla en el lugar geográfico específico de la estación de Barcelona-Sants. Es significativo, sin embargo, que, por más que en la película Barcelona resulte reconocible como ciudad —Pons llega a encuadrar un letrero con el nombre de la mencionada estación ferroviaria—, en ningún momento veamos los monumentos más icónicos de esta urbe. Como Núria Bou y Xavier Pérez señalaban en una crítica aparecida en la prensa de entonces (1998), la película transcurre en «una gran ciutat contemporània que es deixa reconèixer fàcilment, tot i que el retrat no s’aturi en les llargues ombres de la Sagrada Família o en traç del dit de l’estàtua de Colom». Dicho de otro modo: a diferencia de la historia de amor de Almodóvar con Madrid —y con Barcelona en Todo sobre mi madre (1999)—, el film Carícies de Pons no es una caricia cinematográfica a la capital catalana. El modo en que Pons filma Barcelona hace pensar, de hecho, en el espacio «abstracto» de Lefebvre de manera parecida a los paisajes urbanos de Armendáriz. Esos desorientadores planos a cámara rápida del tráfico urbano nocturno que se insertan en las transiciones entre los once episodios de la narrativa hacen algo más que simplemente conectar las secuencias. Estos planos del tráfico, rodados desde la perspectiva tanto de los coches que van por las calles, como del metro que avanza bajo estas, parecen ofrecer también una explicación de las ariscas relaciones humanas contenidas en los mencionados episodios. La alienación y la soledad de los personajes, que afloran en una violencia tanto literal como figurada, se comprenden teniendo en cuenta que dichos personajes habitan un entorno urbano hostil. Estos planos de transición a cámara rápida constituyen la representación fílmica de la «abstracción en acción» de Lefebvre y recuerdan a esas descripciones enumerativas que antes comentábamos salpican Historias del Kronen. De hecho, en La producción del espacio Lefebvre calificaba al conductor de un coche de «sujeto abstracto» para el que el espacio no se experimenta sino a través de «el ojo» y «se presenta», por
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tanto, «únicamente en sus formas reducidas. El volumen ceda su lugar a la superficie» (véase Lefebvre 1999, 313; énfasis original). Este proceso de extrañamiento respecto del espacio, así como la reducción de este de volumen a superficie, se aceleran en las imágenes a cámara rápida. Obviamente, dichas imágenes quedan fuera de la percepción humana natural porque presentan el espacio de una manera que el cuerpo no está en condiciones de conocer. Señalan, así, esa evacuación del cuerpo que tiene lugar en el espacio «abstracto» y son la antítesis de la «hapticidad», esto es, del cine como «percepción encarnada». Estas secuencias de transición ponen de relieve, en consecuencia, la «visualidad» del cine o el modo en que este puede presentar el espacio únicamente a través del ojo. De donde se sigue que la «visualidad» no solo puede transmitir fenómenos reales —como la perspectiva del «voyerista» de De Certeau—, sino también indicar preocupaciones conceptuales como la alienación urbana del espacio «abstracto» de Lefebvre. Ese extrañamiento del cuerpo respecto del espacio «abstracto» que va implícito en los planos a cámara rápida encuentra un eco en muchos de los propios episodios narrativos. En la primera secuencia, por ejemplo, el cuerpo se ve sometido a una violencia aturdidoramente inmotivada al entablar, una joven pareja, una conversación banal sobre qué tomarán de cena. De este modo, esa negación del cuerpo de las secuencias a cámara rápida enmarca el abuso del cuerpo que se produce en los episodios narrativos. Las connotaciones románticas del título parecen, pues, irónicamente refutadas por la película. En una secuencia posterior presenciamos el único encuentro sexual explícito de esta cinta; lo protagonizan un varón de mediana edad y un chapero. Es un intento (condenado al fracaso) que el cliente hace de afirmarse existencialmente mediante la estimulación física. La experiencia corporal —parece remarcar la película— constituye un simulacro, ya que el hombre está tan preocupado de ver el acto sexual en un espejo, como de implicarse en dicho acto. Igual que el Carlos de Mañas —que concibe la vida como una película en la que él no sale—, este hombre de mediana edad borra su propia participación en lo que está sucediendo. Contemplando primero su propia imagen en el espejo, en segundo lugar la imagen de su amante en el espejo, y en tercer lugar a su amante, comenta —véase Belbel (1998, 64)— «Vo-
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saltres tres… els únics que m’estimeu», siendo él mismo el cuarto participante que falta. Esto parece demostrar la observación de Lefebvre (1999, 309) de que «sobre el espacio abstracto reina la soledad fálica y la autodestrucción del deseo. La representación del sexo ocupa, así, el lugar del propio sexo». Sin embargo, esta construcción de un espacio «abstracto» que encontramos en Carícies de Pons queda contrarrestada por el asunto de la motivación. Exactamente igual que Ricardo Franco vinculaba al hombre con el entorno de este modo en Pascual Duarte, el hecho de que nuestra única explicación para la violencia de Carícies sea la hostilidad de la ciudad indica que Pons señala igualmente un espacio «absoluto». Las importantes secuencias finales de la cinta también indican tal espacio. Sirviéndose de una táctica a la que volvería a recurrir ampliamente en Morir (o no), Pons revierte el tiempo en este episodio último, ya que el hombre maltratado acaba de salir de la escena de violencia doméstica que presenciábamos en el comienzo mismo de la película. Los planos de enlace que enmarcan este episodio final revisten especial interés de cara a la presentación del espacio urbano. Mientras que los retratos de la alienación incluidos en las secuencias narrativas del resto de la cinta han ido precedidos y seguidos de imágenes a cámara rápida, el encuentro final entre la madre y el hombre maltratado es distinto, señalando su contraste temático. Esta secuencia la introduce un plano de la calle desde la perspectiva de la mujer, que ve a su hijo caminando a velocidad normal —lo que supone un eco del plano de la misma calle (pero vacía) de la primera secuencia—, y la cierran imágenes a cámara lenta del tráfico en esa misma calle. Estos planos de enlace marcadamente distintos subrayan la diferencia narrativa de esta escena singular, en la cual una caricia no tiene resultados como el rechazo (en la escena tercera), el incesto (en la sexta) o el pago (en la novena). En esta secuencia hay una armonía, por primera vez en el filme, entre la velocidad de la acción en el espacio diegético y en el marco urbano: al plano de conexión a velocidad normal le sigue una secuencia narrativa a velocidad normal, y el subsiguiente remate a cámara lenta sigue a la secuencia de la caricia a cámara lenta. Este alineamiento entre la representación del espacio en las secuencias de enlace y en los
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episodios narrativos, o entre el hombre y su entorno, indica una transición al espacio «absoluto» de Lefebvre. El atribulado cuerpo también se reintroduce en estas secuencias finales. Por fin la ciudad se representa como un espacio conocido por el cuerpo, como lo es para los «caminantes» de De Certeau (1988, 92-93) o para los habitantes del terreno «absoluto» de Lefebvre (1999, 110-111). Y, del mismo modo que la visión de la calle concuerda con la experiencia que el cuerpo tiene del espacio, el cuerpo es alimentado, en el último episodio narrativo, por la única caricia genuina de la película. En estas secuencias finales Pons también introduce, generando otro contraste, la voz humana en la banda sonora del filme, que hasta este momento venía siendo meramente instrumental. Conforme la velocidad de la imagen va disminuyendo, los acentos melancólicos de Maria del Mar Bonet cantando «Jo em donaria a qui em volgués» van subiendo de volumen, y la letra de la canción termina articulando la soledad que atormenta a todos los personajes de la película, excepto a los dos últimos. Aflojando, por tanto, la tensión que se había ido construyendo a lo largo de la película, Pons revisa —y apunta más allá de— esa visión completamente pesimista de lo urbano que antecede, cartografiando con ello un avance, desde el retrato de las relaciones humanas como producto de un espacio urbano alienante, al retrato de los seres humanos como productores de su propio espacio en una suerte de ciudad «humanista». Esta resolución del final de Carícies recuerda a la que Wenders opera al final de El cielo sobre Berlín. En ambos casos encontramos, en efecto, una transición desde un espacio «abstracto» a un espacio «absoluto», y dicha transición la desencadena, en ambos casos, el amor romántico. En la película de Wenders, la renuncia que Daniel hace del espacio conforme lo conocen los ángeles —un espacio que se define por su «visualidad» y es, por ende, «voyerista» en términos de De Certeau o, en términos de Lefebvre, «abstracto»— para optar por el espacio conforme lo conocen los humanos —un espacio «háptico» que es el del «caminante» de De Certeau o el espacio «absoluto» de Lefebvre—, semejante decisión viene dada, en El cielo sobre Berlín, por el amor de este personaje por una mortal llamada —significativamente— Marion. Del mismo modo, la presentación que Pons hace de la caricia de una madre también echa por tierra la ciudad hasta entonces
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alienante. El espacio «abstracto» de la urbe, transmitido cinematográficamente mediante la «visualidad», queda sustituido por un espacio «absoluto» representado por la «hapticidad». Comparado con los episodios que lo preceden, el final de Carícies nos pinta un paraíso; esto podría calificarse de nostálgico. Ahora bien: el objeto de esta nostalgia parece ser el espacio «absoluto», un terreno en el que existe una armonía entre el hombre y su entorno. Sin embargo, las interpretaciones habituales de la nostalgia resultan insuficientes aquí. Y es que, tanto en la pieza teatral como en la película, Belbel y Pons problematizan, con las palabras que a continuación reproduzco, esa tentadora interpretación de la nostalgia como regreso a la plenitud nutricia del útero materno. La figura de la madre asegura tranquilizadora al joven: «No pateixi. El tractaré com si fos una mare. Millor i tot» (Belbel 1998, 72; énfasis mío). En su versión cinematográfica, Pons tampoco se olvida de una posible respuesta crítica que interpretase estas escenas finales como algo nostálgico. A diferencia de Los santos inocentes y de Historias del Kronen, esta cinta de Pons no transmite, en efecto, una nostalgia por un espacio rural perdido, nostalgia que cabría explicar en términos de la reciente urbanización de España. El retrato que Pons hace de la Barcelona de 1998 demuestra, así, que la nostalgia rural es menos relevante en una ciudad que ya se industrializó, junto con el norte de Europa, en el siglo xix (véase Mackay 1985, V). De modo que ese paraíso que Pons evoca al final de su narrativa de alienación urbana —lo que Lapsley llama un «en otra parte»— no es ningún paraíso rural, como tampoco hay en Carícies nostalgia por un espacio urbano perdido, cosa, esta última, que podría resultar particularmente tentadora en el contexto específico de Cataluña. En el relato que Emma Dent Coad ofrece de la persistente centralidad de la arquitectura modernista de cara a las nociones de identidad catalana, leemos, efectivamente (1995, 58), que Barcelona «destaca tanto en el número de edificios encargados, como en el de edificios que siguen existiendo (inmaculadamente restaurados); las mismas fuerzas políticas que fomentaron el modernisme han garantizado la supervivencia de ejemplos históricos». Pero, si dichas «fuerzas políticas» han osificado la identidad urbana catalana al asociarla a cierto periodo arquitectónico, el hecho de que
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Pons evite estudiadamente los edificios más icónicos —véase Bou y Pérez (1998, 57)— resulta especialmente significativo. Carícies rechaza tanto esa nostalgia por el espacio rural que es evidente en otras películas españolas, como esa nostalgia por el espacio urbano que se alinea con una definición estática de la identidad catalana. Lo que en la película de Pons emerge es un examen más complejo de la relación entre la ciudad y el ciudadano. Ese «en otra parte» de Lapsley que encontramos al final de Carícies es, enfáticamente, el mismo «aquí» urbano que se presenta en el resto de la narrativa de la cinta, teniendo en cuenta que la ambientación no cambia. Este paraíso no es, por tanto, nostálgicamente rural —no rechaza la ciudad sumariamente por hostil— y tampoco está simplistamente idealizado, es decir, que no apela a imágenes de la celebrada arquitectura barcelonesa. El final de Carícies nos hace pensar, antes bien, en esa descripción que Lefebvre hace de una ciudad anterior a su abstracción (un espacio a la vez urbano y «absoluto»). En un pasaje especialmente evocador de esa armonía entre los espacios urbano y doméstico a la que se alude en el cierre de este filme de Pons —mediante el paralelismo entre las secuencias de enlace y los episodios narrativos—, Lefebvre dice de semejante ciudad (1999, 247) que, en ella, «para el ciudadano y urbanita, el espacio de representación [“vivido”] y la representación del espacio [“concebido”], si bien no coincidían, sí que estaban en armonía y consonancia». Conclusión. Continuidad y cambio. En el cine de los años posteriores a la muerte de Franco, los asuntos de la violencia y la nostalgia han resultado especialmente sugerentes para directores dedicados al retrato de los espacios rurales y urbanos de la España de finales del siglo xx. Un acercamiento cómico a la presentación del campo y de la ciudad —por ejemplo las irreverentes parodias que Berlanga hace del supuesto paraíso rural de la propaganda franquista, o las lúdicas refutaciones almodovarianas de la supuesta pesadilla urbana que la misma propaganda vendía— también ha funcionado muy bien para mofarse de la dictadura. La exploración de la violencia y la nostalgia en espacios rurales y urbanos ha tenido, sin embargo, una expresividad más duradera.
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Así, en Pascual Duarte —película de la transición democrática temprana—, Ricardo Franco repite el impactante retrato que Cela hace de la violencia en la idea de demoler la mitificación franquista del campo español como paraíso de paz. Los santos inocentes de Mario Camus, por el contrario, ha sido objeto de críticas en cuanto «imagen de la campiña que se da a sí misma algo exótico para el espectador urbano, […] un “enlatado” de la vida rural para los espectadores de las grandes ciudades» (véase Losilla 1989, 41), reproche que cabría dirigir mejor a la novela original de Delibes. El hecho es que esta cinta de Camus, que tuvo un éxito popular enorme, se hace eco de la violencia de la película que Ricardo Franco estrenara en 1976, y al mismo tiempo explora recursivamente la contradictoria experiencia de la nostalgia por un espacio rural. Por otra parte, mientras que la novela de José Ángel Mañas Historias del Kronen impresiona por su gráfico retrato de la violencia —de una manera que acaso recuerde tanto a la novela de Cela como a la adaptación cinematográfica de Ricardo Franco—, la presentación de la violencia urbana que Montxo Armendáriz hace en su versión fílmica del texto de Mañas se hace eco, sin darse cuenta, del vilipendio franquista de la vida en la ciudad. El enfoque moralizante que Armendáriz adopta hacia el tema vuelve insípida su película, en contraste con la potencia de la de Ricardo Franco. Por citar la ocurrente salida de Palacios en su reseña para Fotogramas, al eliminar la carga de violencia psicológica y pornográfica [de la novela] que podía convertir la película en repulsiva y original dentro del cine español, sólo queda el superficial y vacío moralismo de la víctima designada, rodadas [sic] igual que uno de esos anuncios-amenaza de la Dirección General de Tráfico (citado en Fouz-Hernández 2000, 89-90).
Por último, las Carícies [Caricias] de Pons eluden una interpretación cómica de la pieza teatral de Sergi Belbel para mostrar que la violencia que se produce en la ciudad es susceptible de un retrato austero, pero que no adopte una actitud moralizante que se haga eco de la ideología franquista. El cierre aparentemente nostálgico de esta película trasciende la polaridad entre la violencia del espacio urbano
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y la nostalgia por el espacio rural, y apunta a un modo alternativo de ciudad «humanista». Las cuestiones de la violencia y la nostalgia en los espacios rurales y urbanos canalizan, así, tanto la continuidad como el cambio en el campo y la ciudad de la España moderna. Esto lo pone de relieve una consideración de estas cuatro películas no tanto cronológica, sino temática. El discurso de la violencia que comparten tanto la politizada Pascual Duarte de Ricardo Franco, como la comercializada Historias del Kronen de Armendáriz —películas diversísimas, por supuesto, en cualesquiera otros sentidos—, muestra cómo el entorno, ya sea este rural o urbano, puede reprimir al individuo. Sin embargo, mientras que la primera de estas dos películas satiriza la cantinela franquista de un supuesto paraíso rural, la segunda implícitamente está reconfirmando dicha cantinela. De manera parecida, esa película populista aparentemente disidente que es Los santos inocentes, y la cinta de arte y ensayo que es Carícies, comparten un discurso de nostalgia en su representación del espacio. Solamente que, si el primero de ambos filmes explora las contradicciones de un retrato nostálgico del campo depauperado, el segundo revela un anhelo por un espíritu de comunidad urbano que no necesariamente se encuentra en el pasado. Esta comparación entre textos literarios y sus adaptaciones literarias muestra que tanto la literatura como el cine pueden construir lo que Lefebvre denomina espacios «absolutos» y «abstractos». Buena parte de la discusión teórica sobre el cine parte de la base, sin embargo, de que el medio fílmico se presta a una presentación del espacio «abstracto» en particular. Mary Ann Doane, por ejemplo, plantea (1991, 190) que la tecnología moderna, incluyendo el cine, lleva a cabo una «desespacialización de la subjetividad», lo que Lefebvre consideraría un ejemplo de ese corte del vínculo entre el hombre y el entorno que es típico del espacio «abstracto». Lo cierto es que el cine también disfruta de una relación especialmente íntima con el espacio, toda vez que en su propia forma fílmica lleva la impronta del lugar, circunstancia en la que los neorrealistas italianos fueron los primeros en insistir al rodar en localizaciones reales. Esta contradicción podría resolverse tentativamente considerando el potencial único que el cine tiene para representar el espacio como lo
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percibe el ojo, y como lo experimenta el cuerpo. El cine puede, así, satisfacer estéticamente lo que Lefebvre llama (1999, 140) nuestro «fetichismo» del espacio «abstracto», pero también nuestra «fascinación» por el espacio «absoluto». La «visualidad» del cine sacia nuestro deseo de lo primero, mientras que su «hapticidad» responde a la llamada de lo segundo. El cine es, en conclusión, un instrumento sin par para la exploración estética tanto del campo, como de la ciudad.
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Revisitando la novela decimonónica. Las adaptaciones de Fortunata y Jacinta y La Regenta desde una perspectiva de género
La evidencia de una afinidad entre la novela decimonónica y la narrativa cinematográfica, y por tanto lo particularmente adecuado de adaptar al medio audiovisual dicha fuente, son cosas tanto teóricas como efectivas. Los teóricos del cine han planteado, en efecto, de manera convincente que el medio fílmico es más idóneo para adaptar novelas que piezas teatrales usando el modelo Dickens/Griffith1, si
1 Véase la nota 1 del primer capítulo; también Bazin (1977, 14) y Mínguez Arranz (1998, 54-57).
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bien el teatro ofrece un potencial idéntico para la creatividad cinematográfica (como hemos visto a propósito de Carícies). El supuesto paralelismo entre la capacidad mimética del realismo literario del siglo xix y el cine narrativo clásico, aparentemente explica la atracción de los adaptadores por novelas de esa época específica2. Enfocando el asunto desde una perspectiva ya no teórica, sino histórica, también cabe dar cuenta de la mencionada afinidad apelando a la contemporaneidad y contigüidad cronológica de ambos medios de comunicación3. Ninguno de estos dos planteamientos da cuenta, sin embargo, de la preferencia continuada por la adaptación de novelas de esta época. Las respuestas críticas a tales adaptaciones de la literatura inglesa insisten en las explicaciones ideológicas. La popularidad de la fórmula del drama llamado bust and bustles —frase que llama la atención sobre el vestuario femenino, en especial los vestidos con corset, que resaltan el escote, y con polisones—, por ejemplo las cintas de la productora Merchant Ivory en la década de 1980 —o el caudal de adaptaciones de novelas victorianas de la televisión británica—, se considera una manifestación de esa nostalgia que, como en el capítulo segundo comentábamos, caracteriza al género fílmico heritage en su conjunto4. No obstante, del mismo modo que en los capítulos que anteceden he mostrado que la relación entre el contexto histórico de una adaptación cinematográfica y el de su fuente literaria suscita cuestiones más complicadas que la mera nostalgia, una consideración de los roles de género también apunta más allá de ese impasse de interpretar el
2 Por este motivo, cuanto más se alejaba una novela del siglo xx de las convenciones del realismo decimonónico, tanto menos fácil resultaba traducirla a la pantalla. Para un relato de este proceso, véase Gimferrer (1999, 81-83). 3 Muchos novelistas de finales del siglo xix se beneficiaron de las recompensas comerciales de colaborar en adaptaciones cinematográficas. Véase, por ejemplo, Thomas Hardy en Sweet 2000. Resulta interesante especular en el sentido de que, de haberse desarrollado la carrera de Galdós una década después, el novelista habría podido dedicarse, en lugar de llevar a cabo una conversión de algún modo fallida a la novela dialogada —y luego al drama—, a escribir para el cine. 4 Sobre las cintas de la productora Merchant Ivory, véase Craig (1991). Sobre la televisión británica, Reynolds (1993, 4).
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fenómeno del género fílmico heritage exclusivamente en términos de superficialidad posmoderna5. Las novelas de Benito Pérez Galdós, uno de los autores españoles decimonónicos más renombrados y prolíficos, han sido las que con mayor frecuencia se han adaptado en la historia del cine y la televisión españoles6. Considerando, sin embargo, que su producción comprende setenta y siete textos, el número de los que han sido adaptados es comparativamente pequeño, ya que la cultura audiovisual española no parece compartir la fijación angloamericana por la novela del siglo xix. Como en el capítulo segundo explicábamos, en la época posterior a Franco los cineastas españoles se centraron sobre todo, al buscar fuentes para sus adaptaciones, en los textos de —o sobre— los periodos de la Guerra Civil y la posguerra. Esto resulta sintomático de la desatención de que ha sido objeto un autor como Galdós, marginado por la coyuntura política tanto en España como fuera (véase Jagoe 1994, 1-2). Su Fortunata y Jacinta, así como La Regenta de Leopoldo Alas «Clarín» —tenidas ambas por las mejores novelas españolas decimonónicas—, únicamente han sido adaptadas al cine una vez, en 1970 y 1974, respectivamente. Este balance resulta sorprendente si se compara con el destino fílmico de, pongamos, Dickens o Austen7. De hecho, en el cine y la televisión posteriores al franquismo,
5 Sobre la cuestión de los roles de género y las películas heritage en el cine británico, véase Monk (1995 y 1996-1997). En respuesta al trabajo de Andrew Higson, esta estudiosa afirma que «desdeñar monolíticamente el género cinematográfico heritage como un cine eminentemente “conservador” producido a comienzos de la década de 1990, era algo que se hacía —y únicamente podía hacerse— silenciando cuestiones que tales películas contienen sobre los roles de género y la sexualidad» (véase Monk 1996-1997, primera parte, 4). 6 Galdós es, como digo, el novelista que más se ha adaptado, pero los dramaturgos Serafín y Joaquín Álvarez Quintero y Carlos Arniches han brindado más obras a la pantalla (véase Utrera 1989, 8). 7 Aquí también hay que tener en cuenta factores relativos a la industria fílmica. Mientras que otros países occidentales permitieron a sus correspondientes televisiones y cinematografías desarrollarse en armonía, en España la colaboración entre ambos medios no se produjo hasta una fecha tan tardía como 1979. Sobre dicha colaboración en los Estados Unidos, véase Gomery (1983). Sobre la
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la novela decimonónica ha sido, en buena medida, patrimonio de la última, aunque las fechas de producción de las correspondientes series televisivas —Fortunata y Jacinta (1980); La Regenta (1995); téngase en cuenta asimismo Juanita la Larga (1982) y Los Pazos de Ulloa (1985)— revelan que tales adaptaciones, por mucho éxito que tuvieran, no se enmarcaban en una política continuada, como sí era el caso en la televisión británica. Estas circunstancias de la historia de la producción significan que el presente capítulo abordará un intrigante diálogo a tres bandas entre novelas escritas a finales del siglo xix —Fortunata y Jacinta, de Galdós (1886-1887), y La Regenta, de Clarín (1884-1885)—, películas hechas al final del régimen franquista —por Angelino Fons en 1970 y por Gonzalo Suárez en 1974, respectivamente—, y series de televisión producidas ya durante la democracia, respectivamente por Mario Camus en 1980 y por Fernando Méndez-Leite en 1995. Voy a intentar compensar el inmenso interés de la crítica por estas importantes novelas —pienso sobre todo en estudios recientes sobre cuestiones de género— con la escasa atención que hasta hace poco se ha prestado al cine español de la época final de la dictadura8 y a la televisión espasituación de la industria española, Gómez Bermúdez de Castro (1989, capítulo quinto). El apetito insaciable de Hollywood por el drama de época «británico» también es un aspecto a considerar aquí (véase Hipsky 1989). Como hemos visto en la Introducción, en 2007, Gonzalo Suárez estrenó Oviedo Express, sobre una compañía de actores de teatro que representan una adaptación escénica de La Regenta. 8 Sorprende que una publicación dedicada a las adaptaciones literarias en el cine español —y que aspira a ofrecer un «recorrido historiográfico» por tales películas, así como a «estudiar los perfiles dominantes, o más representativamente caracterizadores» (véase Heredero 2002, 13)— no se ocupe del periodo comprendido entre 1967 y 1975. Carlos Heredero, el editor de la monografía en cuestión, nos invita en su introducción a considerar que dicha época constituye un «hueco maldito» o una «especie de agujero negro para el cine de nuestro país, mal documentado, huérfano de catálogos oficiales y poco estudiado hasta el momento» (2002, 14). En los años transcurridos entre la publicación de la versión original del presente libro y esta su traducción española, publiqué una monografía —concretamente en 2006— sobre parte de esta época; incluye un estudio de La tía Tula. Este libro volvió a publicarse recientemente en la versión española
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ñola en general (véase Smith 2000a, 189). En los años transcurridos entre la publicación de la versión original del presente libro y esta su traducción castellana, los estudios sobre la televisión española han ido en aumento, incluyendo también comparaciones con el cine —véase, por ejemplo, May en preparación—, pero se sigue lamentando la escasez de trabajos escritos en español, comparados con los anglófonos (véase, por ejemplo, Smith 2018, 15). La crítica feminista de la novela española decimonónica ha florecido a lo largo de las pasadas décadas, un ámbito que se ha expandido para incluir a otros medios de comunicación como las imágenes de la mujer en la prensa contemporánea (véase Charnon-Deutsch 2000). Este creciente corpus de trabajos va a informar el marco teórico aquí aducido9. En la sección dedicada a Fortunata y Jacinta —que se titula «Alas recortadas»— me basaré en la importancia de la figura del «ángel del hogar» en la investigación galdosiana —véanse Aldaraca (1991) y Jagoe (1994)— y sugeriré la pertinencia de tal ideología de cara al estudio de las adaptaciones. Lou Charnon-Deutsch ha estudiado las maneras en que en la novela La Regenta se construye un «observador masculino tradicional» (véase Charnon-Deutsch 1990, 105); por mi parte, en la segunda sección del presente capítulo —que se titula «El gobierno de la mirada»— voy a sugerir que, en las adaptaciones de esta obra de Clarín, se posiciona un observador análogo. La ideología del «ángel del hogar» y la consideración del público desde una perspectiva de género no constituyen, obviamente, extremos teóricos discretos, como esta necesaria división podría llevar a pensar. Ambos ámbitos han de solaparse, así, en ambas secciones.
—revisada y aumentada— de la mencionada monografía: Un cine contradictorio. Ocho filmes españoles de la década de 1960, Madrid/Frankfurt: Iberoamericana/ Vervuert, 2022. También publiqué un estudio del ciclo de adaptaciones literarias, véase Faulkner 2016. 9 Este énfasis en los roles de género explica la ausencia de las adaptaciones buñuelianas de Galdós en el presente capítulo. Como en el capítulo quinto planteo, las preocupaciones de Buñuel en dichas cintas no guardan relación con tales roles. (La monografía de Peter Evans [1995] sobre el género y la sexualidad en la obra de Buñuel no se centra, en efecto, en ninguna de estas películas.)
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El «ángel del hogar». Los críticos literarios han mostrado que el imaginario relativo al «ángel del hogar» es sumamente revelador en las novelas galdosianas, y esta importancia tiene su reflejo en las adaptaciones audiovisuales de las mismas. El imaginario de la mujer como un ángel, que se solapa de modo sugerente con el de la mujer como un ave, tiene que ver con la cuestión de la difusa separación entre naturaleza y cultura. Los discursos decimonónicos relativos a las diferencias de género proponían que la feminidad comportaba una compleja amalgama de ambos elementos. La creencia de que la mujer era díscola y concupiscente «por naturaleza», y de que el varón la civilizaba mediante el matrimonio —creencia heredada de textos clásicos—, dio lugar, en la ideología patriarcal burguesa, al ideal angélico, en el que a la mujer se la consideraba «culturizada»… pero también se le negaba la sexualidad. Como explica Catherine Jagoe (1994, 8), «por primera vez en la historia occidental se construía, a la mujer en cuanto sexo, como moralmente superior al hombre. El precio era, sin embargo, la renuncia al deseo femenino». Pero ambas ubicaciones posibles de la mujer en la dicotomía naturaleza/cultura o ave/ángel coexistían. Como resume Jo Labanyi (1993a, 12) con referencia a la obra de Galdós, «[sus novelas] por una parte insisten en los modos en que la sociedad modela a las mujeres —el resultado es un “recorte de sus alas”—, pero por otra parte oponen a la mujer como una imagen de los cimientos naturales (e inmutables) de la sociedad». Otro aspecto clave de la ideología del «ángel del hogar» atañe al espacio. Como señala Jagoe (1994, 15), «uno de los cambios más ubicuos de la vida cultural y psíquica decimonónica se produjo en las percepciones occidentales del espacio social, que experimentó una división en dos esferas distintas, asociadas al género y nítidamente diferenciadas: la esfera pública y la privada». Aldaraca presta especial atención a la definición espacial del ángel burgués, observando (1991, 27) que «[este ángel femenino] se define, en última instancia, de una manera que no es ni ontológica ni funcional, sino territorial, esto es, con referencia al espacio que ocupa». Citando La perfecta casada, de fray Luis de León —texto escrito en 1583, pero especialmente influyente en el discurso de la domesticidad—, esta estudiosa continúa con que «la frontera de su existencia como mujer virtuosa empieza y termina en el umbral de su
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puerta: “Assí la buena mujer quanto, para sus puertas adentro ha de ser presta y ligera, tanto para fuera dellas se ha de tener por coxa y torpe”» (1991, 27). En un idioma que aún conserva la distinción —véase Moliner (1998, I, 409; II, 1 497)— entre una «mujer pública» —esto es: una prostituta— y un «hombre público» —esto es: «el que interviene activamente en la política»—, la ubicación de los personajes que examinamos —en casa o en la calle— dicta el estatus social de los mismos10. En su estudio sobre las escritoras decimonónicas La loca del desván. La escritora y la imaginación literaria del siglo xix (1980), Sandra Gilbert y Susan Gubar afirman que las imágenes de confinamiento y aprisionamiento espacial proliferan en la obra de tales escritoras. Aquí vamos a examinar la sensibilidad de los escritores y directores varones para con este asunto. Esa interpretación del espacio doméstico en términos de género que promovía la ideología decimonónica del «ángel del hogar» interactuaba con —y reforzaba— otros discursos contemporáneos, especialmente los atinentes a la oposición entre el hogar y la calle, o las esferas doméstica y urbana. Basándose en parte en el reciente y pujante ámbito de estudio de la geografía feminista —véase, por ejemplo, Rose (1993)—, el libro de Sharon Marcus Apartment Stories (1999), que impresiona por lo bien documentado que está, cuestiona tanto la división entre ambas esferas mencionadas, como la interpretación de cada una en términos de género. La autora demuestra, en primer lugar, que los rasgos específicos del bloque de pisos hicieron del mismo un entorno único para el entrecruzarse de las esferas doméstica y urbana. En segundo lugar cuestiona ese tópico de que la mujer del siglo xix estuviese ubicada en el terreno privado y, el hombre, en el público. Así, a diferencia de la casa unifamiliar y de la precaria corrala (tenement), que oponían la ciudad al hogar, los bloques de pisos conectaron la ciudad y sus viviendas de maneras reales e imaginadas, y los discursos decimonónicos sobre los bloques de pisos registraron las conexiones y coincidencias entre los espacios, valores y actividades urbanos y domésticos. […] Disolviendo la demarcación entre los espacios
10 «Public woman» también tiene este sentido en el idioma inglés, pero el último ejemplo de su uso aducido en el OED data de 1892. Véase The Oxford English Dictionary 1989, XII, 780.
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148 Adaptaciones literarias en el cine y la televisión españoles residenciales y colectivos, el bloque de pisos dio lugar a una geografía urbana de género que cuestiona prejuicios actuales sobre dónde encontraríamos a las mujeres y a los hombres en la ciudad del siglo xix, permitiéndonos ver, por dar un caso, que el hogar a menudo era un terreno masculino, y que los imperativos heterosexuales exigían la presencia de mujeres en las calles del mismo modo que en los hogares (Marcus 1999, 2-3).
Aunque sus materiales son el París y el Londres decimonónicos, el trabajo de Marcus también puede aplicarse a Madrid. Esta estudiosa cartografía, en efecto, un salto que la política espacial efectúa, desde los bloques de pisos parisinos «abiertos» de la Monarquía de Julio, hacia el proyecto de «cierre» del barón Haussmann en la Tercera República. Y un debate parecido sobre los méritos del bloque de pisos hizo furor en el Madrid el siglo xix, cuya población creció, desde los 206.435 habitantes de 1845, hasta los 487.169 de finales del siglo (véase Díez de Baldeón 1986a, 139); durante ese lapso surgió la clase obrera de la capital. A los méritos de la «casa mixta» o «inmueble cuartelario» —bloque de pisos que constituía la principal forma de vivienda durante el reinado de Isabel II, y en el cual las familias burguesas y proletarias vivían separadas, pero bajo el mismo tejado— se oponían las propuestas, en gran medida utópicas, que proliferaron durante el Sexenio Democrático y la Restauración para imponer la «zonificación» de Madrid y fomentar que las familias de clase obrera poseyeran viviendas unifamiliares. En estos proyectos traslucen motivos tanto humanitarios, como de conveniencia política. Porque la higiene era sin duda un problema en esta capital superpoblada, pero los ideólogos se daban perfecta cuenta de que, a diferencia de las mencionadas «casas mixtas» —donde las diferencias de clase aparentemente quedaban niveladas—, los barrios obreros auspiciaban la agitación revolucionaria, como habían dejado claro las experiencias del París decimonónico11. Pues bien: Galdós, el cronista más ilustre del Madrid del siglo xix, se ocupa en sus novelas de esta polémica arquitectónica con11 Sobre el debate decimonónico sobre las viviendas de la clase trabajadora, véase Díez de Baldeón (1986b). Sobre la interacción entre arquitectura y clase social en el Madrid del siglo xix, Díez de Baldeón (1986a).
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temporánea. Y ese solapamiento entre espacios públicos y privados que Marcus identifica en el bloque de pisos —lo que en Madrid sería el «inmueble cuartelario»— nos trae a la cabeza el prólogo del Nazarín de este novelista (1895), mientras que los comentarios de Marcus sobre la fluidez de las asociaciones espacio-género podrían haber sido escritos tras leer La de Bringas (1884), sátira galdosiana sobre la sociedad de la época de Isabel II y la Revolución de 1868. Este debate es un punto importante en Fortunata y Jacinta, la obra maestra de Galdós sobre la vida madrileña, publicada hacia el final de ese periodo de veintiocho años (1860-1888) en el que la población de Madrid se duplicó (véase Díez de Baldeón 1986a, 139). El novelista plantea el asunto de la vivienda de la clase obrera —la Cava de San Miguel y los suburbios—, el de la «zonificación» —la familia Santa Cruz encarna el ideal burgués de separación espacial, pero Galdós revela sus taras— y el de las caritativas soluciones «milagrosas» al problema urbano —Guillermina—, pero una discusión completa de todo esto excede el ámbito del presente libro. Lo que aquí vamos a considerar es la refracción de estas preocupaciones a través del género, esto es, las caracterizaciones que Galdós hace de la trotacalles Fortunata —de clase obrera— y de su hogareña contraparte burguesa Jacinta. La construcción del imaginario y del espacio que hacen estas novelas, los críticos literarios la han leído deconstructivamente o, por así decir, a contrapelo. De ahí que las alas «recortadas» —o el ave/ ángel «enjaulado»— se puedan leer como metáforas de la opresión femenina, culminando en el trabajo de Galdós sobre la pierna amputada de esa heroína que da su nombre a Tristana (1892). Si los estudiosos han demostrado que este ideal burgués de la feminidad era «completa y fundamentalmente contradictorio» (véase Jagoe 1994, 41), la pregunta a la que yo espero responder aquí es la de en qué medida los realizadores de cine y televisión también exploran esas contradicciones. El género y la cuestión del/de la espectador(a). Estas adaptaciones de Fortunata y Jacinta y La Regenta deben considerarse en sus propios términos como narrativas visuales, y resulta revelador
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compararlas a la luz de las teorías feministas de la identificación en el cine, y de los posibles placeres visuales que tales textos ofrecen a los espectadores. El punto de partida de la presente exposición es el solapamiento entre por una parte el influyente examen que Laura Mulvey hace del espectador masculino implícito en el cine narrativo mainstream (1999; originariamente aparecido en 1975), y por otra parte la formulación de Lou Charnon-Deutsch (1990) de un lector masculino implícito en la novela realista feminocéntrica española. En opinión de estas dos críticas, las representaciones culturales de la feminidad han de entenderse conforme a la teoría psicoanalítica, toda vez que proporcionan un espacio para que el sujeto masculino «reelabore fantasías y miedos sin resolver que sobrevivieron desde la infancia» (véase Charnon-Deutsch 1990, 164). Críticos literarios como Charnon-Deutsch han notado el paralelismo. Ella ha planteado, en efecto (1994, 65), que «las teorías cinematográficas sobre el sujeto [tienen] repercusión directa en los sujetos de la ficción narrativa clásica», y ha interpretado La Regenta recurriendo a teorías cinematográficas de la «sutura». Literary Adaptations in Spanish Cinema (2004), la versión inglesa del presente libro, fue el primer estudio crítico de las adaptaciones que combinó las teorías literaria y cinematográfica de los roles de género. En Gender and Representation, Charnon-Deutsch explica (1990, XI) que las novelas españolas decimonónicas como Fortunata y Jacinta y La Regenta «prescriben […] una lectura masculina de los textos», y que «la tarea de la crítica feminista [consiste en] exponer el modo en que las estructuras del poder masculino —y de la visión masculina— se divinizan en la literatura» (1990, XII; énfasis original). En el capítulo que sigue voy a examinar, por tanto, la tesis de que las adaptaciones audiovisuales de estos textos fomentan igualmente que el/ la espectador(a) adopte una «visión masculina». La teoría de Mulvey (1999, 837) de que en la pantalla los personajes femeninos tienden a cosificarse y a «connotar una ser-mirada-idad (to-be-looked-at-ness)» —por comparación con los personajes masculinos, que son sujetos activos y controlan la acción narrativa y el punto de vista— parece como hecha aposta para esta labor. Aunque se desarrollase en respuesta al cine clásico de Hollywood, el examen en vena psicoanalítica que el
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mencionado ensayo hace de la formación de la identidad tiene carácter universal, por lo que cabe trasladarlo al contexto europeo. Mulvey plantea, en efecto, que los públicos experimentan placer visual identificándose con los personajes varones; de ahí su afirmación de que ese modo cosificador de mirar —el gaze— es masculino. Como la propia Mulvey señaló posteriormente (1989, 29-38), este planteamiento presenta todo tipo de problemas: el primero, la cuestión de la espectadora femenina, que ha de adoptar una perspectiva masculinizada identificándose con los personajes masculinos que ve en pantalla. Los originales enfoques de Mulvey sobre el modo en que el cine podría «posicionar» a un/una espectador(a) son, por tanto, importantes, pero resulta efectivamente problemático que este ensayo ponga entre paréntesis al/a la espectador(a) cinematográfico(a) «de carne y hueso» —y, con ello, la especificidad cultural del contexto de la visualización de las películas— en favor del sujeto masculinizado hipotético o del espectador masculino implícito12. No es este el lugar para repasar las numerosas respuestas y desarrollos de que este planteamiento de Mulvey ha sido objeto —tanto más, cuanto que ya se ha encargado toda una serie de excelentes síntesis publicadas: véanse Gledhill 1991, XIII-XX; Mayne 1998; L. Williams 1994 y Stacey 1998 (sobre todo el capítulo segundo, «From the Male Gaze to the Female Spectator», 19-48)—, pero especialmente relevante de cara a la discusión que sigue es el trabajo que se ha llevado a cabo en el análisis de reacciones a estrellas cinematográficas femeninas por parte de públicos femeninos reales. El papel de la estrella fílmica española Emma Penella, tanto en la Fortunata y Jacinta de Angelino Fons, como en La Regenta de Gon-
12 En una proliferación más bien contraproducente de terminología, también se ha hablado de la oposición entre la «dirección» (address) cinematográfica —por cuya virtud una película «posiciona» al/a la espectador(a) en sentido althusseriano— y la «recepción» cinematográfica, o sea, el estudio empírico de las prácticas de audiencias efectivas, influenciado por los estudios culturales (véase Mayne 1998, 80). También se ha propuesto la «dicotomía del/de la espectador(a) “textual” frente al “empírico(a)”, esto es, del/de la espectador(a) “diegético(a)” frente al “cinematográfico(a)”» (véase Stacey 1998, 23).
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zalo Suárez, problematiza la interpretación de estas películas como ilustraciones patriarcales de la mirada (gaze) masculina13. Solventando la anterior incapacidad de explicar satisfactoriamente el papel desempeñado por ciertos intérpretes en la construcción del significado de una película, los estudios sobre estrellas cinematográficas han demostrado ser un ámbito en boga de la crítica de cine desde la publicación de Las estrellas cinematográficas, de Richard Dyer (1979). Los críticos feministas han contribuido a esta línea de investigación examinando las posibles identificaciones entre estrellas femeninas y espectadoras14. En el contexto del cine español, se han llevado a cabo varios trabajos sobre las estrellas femeninas de época franquista. Labanyi ha estudiado, en efecto, los modos en que las «españoladas» de la década de 1940 fomentaban que el público se identificase con actrices protagonistas fuertes como Imperio Argentina, actrices que a menudo trabajaban junto a protagonistas masculinos encarnados por actores desconocidos (véase Labanyi 1997, sobre todo 224-225)15. Del mismo modo, Penella trabaja, en Fortunata y Jacinta, con el por entonces desconocido actor Máximo Valverde —que está aceptable en su papel de Juanito— y con el italiano Bruno Corazzari —quien 13 Califico a Penella de «estrella» en el sentido más amplio del término, en cuanto «intérprete bien conocido […] al cual se le asignan papeles importantes y que es susceptible de atraer públicos» (véase Bordwell y Thompson 2001, 20), y adviértase que de estrella calificaba a esta actriz la prensa de la época (véase, por ejemplo, Martialay 1970). Mi lectura de su actuación en Fortunata y Jacinta y La Regenta no pretende ser un estudio completo en términos de estrellato, y los datos empíricos sobre las respuestas de los espectadores cinematográficos reales ante ella siguen, hoy por hoy, fuera de nuestro alcance. Serían de gran valor más trabajos sobre la recepción por parte del público y sobre la relevancia del personaje de esta actriz fuera de la pantalla. 14 Véase, por ejemplo, el libro de Jackie Stacey Star Gazing: Hollywood Cinema and Female Spectatorship (1998). 15 Desde la publicación de la primera versión de este libro, han aparecido varios estudios sobre el estrellato. Véase Perriam 2003, y Lomas Martínez y Gil Vázquez 2021. La próxima publicación de la investigación empírica de Labanyi et al. sobre la práctica de ir al cine en los primeros tiempos del franquismo —An Oral History of Cinema-Going in 1940s and 1950s Spain— ha de contribuir considerablemente al estudio de las estrellas españolas de aquella época.
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simplemente resulta inadecuado—, mientras que en La Regenta sus coprotagonistas son los mediocres actores británicos Keith Baxter y Nigel Davenport. En ambas cintas, Penella es claramente la estrella, y en Fortunata y Jacinta —y en algunos de los filmes que estudia Labanyi (1997, 225)— su nombre figura al comienzo de los créditos, antes incluso que el título. En su trabajo sobre Ana Mariscal —una popular estrella española de la década de 1940—, Susan Martin-Márquez sugiere (1999, 86) que, «para las espectadoras de ese entonces», esta actriz quizás ejerciera «un atractivo disidente incomparable». Peter Evans señalaba, de manera parecida (1997, 4), la resistencia simbólica a la ideología dominante que Amparo Rivelles lleva a cabo en Fuenteovejuna (1945). En las páginas que siguen sugeriré que la imagen de estrella de Penella —la imagen de una dinámica y potente «mujer de rompe y rasga» (véase Belategui 1999, 1), como ponen de relieve sus insípidos coprotagonistas masculinos— ofrece a las espectadoras la posibilidad de identificaciones positivas. Debido, sin embargo, a la falta de investigación empírica sobre los públicos de la época, esta propuesta no puede ir más allá de lo especulativo. Parece razonable, así y todo, plantear que la presencia de Penella contrarresta los modos en que, por lo demás, tanto la Fortunata y Jacinta de Angelino Fons, como La Regenta de Gonzalo Suárez, fomentan lecturas patriarcales. Aplicar al drama televisivo la teoría de la mirada masculina, o los enfoques de los estudios sobre estrellas cinematográficas, resulta problemático. La interpretación de los placeres visuales que hace Mulvey se basa en una comprensión psicoanalítica de los procesos de identificación que se producen una vez que el ego del/de la espectador(a) se suelta y su «fantasía voyerista» —véase Mulvey (1999, 836)— se desata en la penumbra de la sala de cine. La televisión, que normalmente se consume en un contexto doméstico y familiar, es totalmente distinta. En su trabajo comparativo sobre ambos medios, John Ellis opone (2000, 89) el «régimen de mirada atenta» propio del cine con esa «mirada de sesgo» que se saca del telespectador, cuya atención se distrae en el contexto doméstico y cuya visualización del producto en cuestión es, por tanto, intermitente (Ellis 2000, 163). Mientras que, en el cine, «al/a la espectador(a) se le da una posición de tal —una
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posición, por tanto, de voyerismo—, [así como] la posibilidad de ver los acontecimientos y aprehenderlos desde una posición de separación y de dominio» (Ellis 2000, 81), hay una «falta de posición verdaderamente voyerista en el/la televidente. El cual no mira, en efecto, atenta sino oblicuamente; ejerce una mirada sin poder» (Ellis 2000, 163). Si el camino para explorar como un proceso psíquico la identificación del/de la telespectador(a) nos queda, así las cosas, cerrado, tal vez puedan tener más salida algunas definiciones de la identificación más laxas que ofrecen los estudios sobre el estrellato cinematográfico, por ejemplo, la que habla de «empatizar o implicarse con un personaje» (véase Stacey 1991, 147). Hemos de asumir el matiz, eso sí, de que la televisión no produce «estrellas» del mismo modo que el cine, sino que lo que hace es más bien, como observa Ellis (2000, 91), «promover “personalidades”»16. En mis discusiones de las adaptaciones televisivas que Mario Camus y Fernando Méndez-Leite hacen de Fortunata y Jacinta y La Regenta sugiero, por tanto, un modelo alternativo para la identificación del público, a saber, el «plano de reacción» (reaction shot; véase Caughie 1990, 54). En el contexto de estas dos obras, sin embargo, también planteo la relevancia de los estudios sobre el tipo de identificación que se produce en el cine. Adaptaciones literarias televisivas como las dos que aquí examinamos son, en efecto, fenómenos infrecuentes en las parrillas de la programación (y más todavía, como arriba señalábamos, en las de la televisión de España). Buen ejemplo de ello es Fortunata y Jacinta. Con un presupuesto de ciento cuarenta millones de pesetas —la media para una película era entonces de diez millones—, esta serie deslumbró a los públicos con unos decorados y un reparto de una magnitud como nunca antes se había visto en la televisión española (véase Palacio 2002, 528)17. Las adaptaciones
16 Estas rígidas divisiones entre el cine y la televisión se han aflojado en el actual contexto de consumo audiovisual a través de plataformas de streaming. 17 Tele Radio informó de los detalles relativos al plató de veinte mil metros cuadrados, a los treinta y un actores principales, a los cien actores secundarios y a los tres mil quinientos extras (citado en Palacio 2002, 528).
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televisivas como esta sí que son susceptibles de suscitar la concentración del/de la espectador(a). Planteo, así —frente a ese lugar común de que ver la televisión es algo pasivo—, que los telespectadores también pueden mostrarse activos y atentos (véase Morley 1991, 16)18. Además, puesto que se trata de producciones de alto nivel, en tales adaptaciones literarias las estrellas del cine interpretan papeles clave. Igual que ocurriría en una película, la elección de Carmelo Gómez para el personaje del Magistral en La Regenta de Méndez-Leite resulta significativa, si bien ni Ana Belén —quien interpreta a Fortunata en la Fortunata y Jacinta de Camus— ni Aitana Sánchez-Gijón —quien interpreta a Ana en La Regenta— hacen a las series aportaciones tan radicales como las de Penella en ambas películas. En las páginas que siguen, a pesar de que presto atención a los rasgos específicos de la televisión como medio distinto, también aplico algunos de los enfoques que los estudios sobre cine ofrecen sobre el público considerado desde una perspectiva de género. La sugerencia del título del presente capítulo de que adaptar a la pantalla una novela se asemeja a «revisitarla» es una alusión a la famosa afirmación de Adrienne Rich (1980, 35) de que «la re-visión —el acto de mirar retrospectivamente, de ver con ojos frescos, de entrar en un texto viejo desde una orientación crítica nueva— constituye, para las mujeres, más que un capítulo de la historia cultural: se trata de un acto de supervivencia»19. Explorando en qué medida estas versiones audiovisuales repiten o reelaboran el discurso del «ángel del hogar» a través del modo en que presentan el imaginario y el espacio —explorando también en qué medida reproducen (o se resisten a)
18 Añádase que la sociedad ha codificado a este/esta telespectador(a) pasivo(a) como femenino(a) (véase Seiter et al. 1991; para un resumen de las respuestas feministas a esta asunción, véase Stacey 1998, 37-39). Esto es un interesante eco del modo en que, a comienzos del siglo xx, una intelligentsia recelosa de un cuerpo de lectores masivo gobernado por los periódicos, también codificaba como femeninos a tales lectores (véase Stacey 1998, 8.) 19 Esta cita de Rich inspiró el título de una monografía colectiva sobre crítica cinematográfica feminista cuya introducción utiliza de epígrafe el pasaje que yo cito aquí. Véase Doane, Mellencamp y Williams 1984, 1.
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prácticas de visualización dominantes—, este capítulo ha de mostrar que las adaptaciones cinematográficas y televisivas de estos textos canónicos de Galdós y Clarín posiblemente también efectúen ese acto de «re-visión» del que habla Rich.
Alas recortadas. Adaptaciones cinematográfica y televisiva de Fortunata y Jacinta El primero que asumió el reto de adaptar la obra maestra de Galdós fue, en 1969, Angelino Fons, cuya Fortunata y Jacinta —estrenada en 1970— se convirtió en la película con mayor éxito comercial del Nuevo Cine Español, recaudando más de veintiún millones de pesetas (véase Caparrós Lera 1983, 235-236). Mientras que las críticas aparecidas en la prensa de entonces respondían positivamente a esta obra —proclamándola cine «de calidad»— y ofrecían un benévolo elogio de su fidelidad a su fuente, los críticos posteriores echan mano precisamente del aspecto de la infidelidad para cargar contra esta adaptación20. Por su parte, la versión de esta misma novela que Camus realizó para la televisión —emitida en 1980— gozó de una «popularidad insospechada» lo mismo como programa televisivo que en vídeo — véase López-Baralt (1992-1993, 95)—21 y se dice que marcó la carrera de Ana Belén, quien interpreta a Fortunata (véase J. López 1993, 35). Pero dicha versión ha sido bastante ignorada por críticos posteriores; se omite, de hecho, en la monografía que José Luis Sánchez Noriega publicó en 1998 sobre este director. (Su anterior Cine en Cantabria: las películas de Mario Camus y los rodajes en Comillas sí que incluye esta serie en la lista de rodajes habidos en Comillas.)
20 Para la recepción en la propia época, véanse Martialay (1970) y Cebollada (1970). Para las críticas hostiles posteriores, López-Baralt (1992-1993, 94) y Torreiro (1995a, 364). 21 Fue un éxito sorprendente, de hecho, teniendo en cuenta el contexto de la producción, pues Televisión Española tuvo nada menos que ocho directores entre 1975 y 1982, una época en que la televisión nacional estaba sometida a presión política, dadas las turbulencias de la transición (véase Barroso y Tranche 1996).
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Los paralelismos entre la prosa de Galdós —quien dibujaba esbozos de sus protagonistas antes de escribir sobre ellos— y las artes visuales contemporáneas ya han sido objeto de investigación (véase Bly 1986). También se ha sugerido que la prosa de este novelista prefiguraba la técnica cinematográfica —véase Madariaga de la Campa (1989)—, aunque el endeble argumento de que la descripción detallada equivale a una toma panorámica lenta podría aplicarse a cualquier novela realista. El artículo de Mercedes López-Baralt (1992-1993) considera las relaciones entre Fortunata y Jacinta y la imagen en movimiento. Colocar estas adaptaciones en el marco de la teoría feminista nos permite añadir a la introducción de esta estudiosa. Fortunata y Jacinta (Fons 1970) La adaptación de Fortunata y Jacinta que Angelino Fons dirigió en 1970 ha de considerarse, en primer lugar, con relación a sus contextos de industria fílmica y sociopolítico. Esta película no solo fue rentable comercialmente, sino que, junto con la Tristana de Buñuel, lanzó el subgénero de las adaptaciones cinematográficas de textos decimonónicos de la década de 197022. Tales adaptaciones eran uno de los numerosos intentos de formar un cine español comercial en esa época. Enfrentada a la hegemonía de la industria fílmica estadounidense, a la competencia de la televisión, al ultraconservadurismo del máximo responsable estatal en materia de cine —Enrique Thomas de Carranza (1969-1974)— y a una serie de medidas políticas debilitadoras adoptadas entre 1970 y 1971 —añádase la deuda impagada del Estado para con los productores españoles, que ascendía a doscientos treinta millones de pesetas—, entre 1969 y 1977 la industria cinematográfica española atravesó una de sus crisis más severas (véase Torreiro 1995a, 346-348). El hecho de que en esta época se encargase dirigir películas de sesgo comercial a cineastas de la vanguardia del Nuevo Cine Es-
22 Dicho subgénero ya lo anticipaba el ¡Adiós, Cordera! de Pedro Mario Herrero (1966), cinta que, sin embargo, no tuvo éxito. Ni siquiera figura en la Historia del cine español de Gubern et al. (1995).
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pañol, ahora puede verse como algo típico del destino futuro del director disidente, quien parece comprometer sus principios para sobrevivir en la competitiva industria del cine de la España democrática. Tal fue, en efecto, la experiencia de Fons, a quien contrató el productor Emiliano Piedra, quien predijo sagazmente el potencial comercial de una adaptación cinematográfica de Fortunata y Jacinta tras el éxito de una versión teatral reciente de Ricardo López Aranda. En estas películas, el papel del productor es primordial; Luis Quesada afirma (1986, 87) que Fortunata y Jacinta se podría considerar «una película de productor más que de autor». No es solamente que el papel protagonista lo interpretase la esposa de Piedra —Emma Penella—, sino que la adaptación literaria era el marchamo del cine de este productor, quien había trabajado en la versión inacabada de Don Quijote de Orson Welles, produjo también las Campanadas a medianoche (1965) de este mismo director —filme basado en una serie de piezas de Shakespeare— y produciría asimismo tanto La Regenta —de la que abajo nos ocuparemos—, como la adaptación televisiva de 1992 del clásico cervantino. Además, la obra maestra madrileña de Galdós debía de resultarle especialmente atractiva a un hombre que el Diccionario Espasa del cine español califica de «madrileño por los cuatro costados» (véase Torres 1994, 376). Dejando al margen las transformaciones de la industria del cine, estas adaptaciones de novelistas decimonónicos progresistas también revelan la política cultural del régimen franquista. El destino de la producción de Galdós en pantalla es, en efecto, ejemplar. Después de tres adaptaciones de textos galdosianos previas a la Guerra Civil, durante la dictadura solamente se había adaptado una novela suya, la Marianela que Benito Perojo dirigió en 1940 —Nazarín (1958) fue una producción mexicana—, y esto se debía a lo que Quesada llama (1986, 82) el «recelo con que se consideró por parte de la España oficial, desde 1939, a Galdós». Aparte de las consideraciones comerciales —y del hecho de que 1970 marcase el quincuagésimo aniversario de la muerte del novelista—, la ráfaga de adaptaciones de las llamadas «novelas contemporáneas» galdosianas que en la década de 1970 siguió a esta Fortunata y Jacinta puede interpretarse como expresión de la liberalización gradual del régi-
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men de Franco23. Como señala Francisco Aranda (1971, 6), para 1970 «[Galdós] estaba empezando a ser objeto del elogio oficial. Su obra, considerada peligrosa hasta hacía poco, ahora, con el nuevo look que el Gobierno quería dar a sus actividades futuras, resultaba aceptable». Anteriormente, el régimen había promovido las novelas históricas de Galdós por razones patrióticas, pero había rechazado su obra previa y posterior por su anticlericalismo (véase Labanyi 1993, 57). Además, la ambivalente actitud frente a la mujer que tales obras revelaban, difícilmente se condecía con el ideal de feminidad que propugnaban organizaciones como la Sección Femenina. Los paralelismos entre el «ángel del hogar» decimonónico y el fomento, por parte del régimen franquista, de «una imagen “ideal” de lo femenino como una “eterna”, pasiva, pía, pura y sumisa mujer-madre para la cual la autonegación era el único camino a una auténtica realización» (véase Graham 1995, 184), no deberían extrañarnos, dado el carácter anacrónico del franquismo en su totalidad. Como Carmen Martín Gaite señala (1998, 59) en su panorama de los roles de género durante dicho régimen, el programa de educación de la mujer propugnado por la Sección Femenina «no distaba sustancialmente del baño de “cultura general” […] de las burguesitas casaderas del siglo xix retratadas por Galdós o Pérez Lugín». Añádase que el regreso por parte del franquismo a estos valores anacrónicos recibió expresión legal al anularse, en 1938, los avances de igualdad de género alcanzados durante la Segunda Repú23 Pensemos en Tristana (Pérez Galdós 1892; Buñuel 1970), Marianela (Pérez Galdós 1878; Fons 1972), La duda (basada en El abuelo, Pérez Galdós 1897; Gil 1972), Tormento (Pérez Galdós 1884; Olea 1974) y Doña Perfecta (Pérez Galdós 1876; Fernández Ardavín 1977). Tengamos presentes, asimismo, de Clarín, ¡Adiós, Cordera! (Alas 1893; Herrero 1966) y La Regenta (Alas 1884-1885; Gonzalo Suárez 1974); y, de Valera, Pepita Jiménez (Valera 1874; Moreno Alba 1975). Sobre este ciclo de novelas decimonónicas, véase Faulkner 2016. Estas adaptaciones cinematográficas podrían considerarse en paralelo con la información sobre las reediciones de las correspondientes novelas. El hecho, por ejemplo, de que La Regenta volviera a publicarse en 1966 —«tras décadas de ostracismo y prohibición»—, o que en 1969 apareciese una nueva edición de Fortunata y Jacinta —véase Sánchez Salas (2002, 198 y 199)—, indica los mismos impulsos liberalizadores.
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blica: «Desde el punto de vista legal», escribe Graham (1995a, 184), «hubo un regreso al Código Civil de 1889, que establecía la inferioridad jurídica de la mujer y hacía de las mujeres casadas, legalmente, menores de edad»24. Considerar a las mujeres menores a efectos legales constituía un regreso a la época de apogeo de la ideología del «ángel del hogar» (véase Graham 1995, 184). La revelación que Galdós hace en Fortunata y Jacinta de que la reverencia ideológica tributada al «ángel» burgués asexuado era codependiente de su concupiscente hermana proletaria —revelación que dejaba al descubierto las contradicciones del culto a dicho «ángel»— parece especialmente turbadora en una sociedad en la que los prostíbulos eran legales hasta 1956, y su prohibición nunca llegó a implementarse (véase Hooper 1995, 166). Cabría considerar, en consecuencia, el texto de Galdós a la luz de la observación de Helen Graham (1995, 191) de que, en la España autoritaria, «el precio más alto […] lo pagaban las miles de mujeres que experimentaban en sus propias vidas las contradicciones más agudas entre la ideología/política del Estado y la realidad material de la España autárquica». Fons tenía, por tanto, ante sí una gran oportunidad para relacionar Fortunata y Jacinta con esta socavada ideología de lo femenino y con las costumbres sexuales cambiantes del tardofranquismo. Animalidad y espiritualidad. Recursos iconográficos. Mercedes López-Baralt afirma (1992-1993, 94) que el registro simbólico de esta adaptación de Fons —concretamente el imaginario relativo a las aves y a la carne— supone el elemento más logrado de la película. Una interpretación de estos códigos simbólicos resulta, en efecto, esencial para apreciar la representación que Fons hace de la feminidad. Los críticos cinematográficos feministas han expresado su preocupación 24 Sieburth explica (1994, 180) que «a las mujeres se las devolvía deliberadamente al siglo xix mediante la derogación de la legislación republicana, que había empezado a mejorar su suerte». En consecuencia, las comparaciones entre la época de finales del siglo xix y la cultura franquista resultan reveladoras. Véase la que Stephanie Sieburth establece (1994) entre las novelas de las décadas de 18501870 y las de la década de 1960.
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por el hecho de que, «en el cine, hasta el estereotipo más descarado cobre carta de naturaleza, ya que se trata de un medio que presenta una convincente ilusión de una mujer de carne y hueso. […] Pues el signo cinematográfico […] es, antes que nada, icónico e indicador, mientras que el signo literario es, antes que nada, simbólico» (véase Doane, Mellencamp y Williams 1984, 6). Una lectura pormenorizada de la animalidad y la espiritualidad en esta adaptación de Fortunata y Jacinta nos permite disipar la ilusión mimética del cine y revela la construcción que Fons hace de los personajes. Este director se hace eco, en efecto —evidenciando lo que López-Baralt considera una sagacidad pasmosa—, de la caracterización ornitológica de Fortunata que Galdós lleva a cabo, introduciendo a este personaje en una habitación que está encima de una pollería. Esta escena, que examinaremos con mayor detalle abajo, traslada magníficamente la descripción galdosiana de la reacción de la «prójima» ante Juanito: En el momento de ver al Delfín, se infló con él, quiero decir, hizo ese característico arqueo de brazos y alzamiento de hombros con que las madrileñas del pueblo se agasajan dentro del mantón, movimiento que les da cierta semejanza con una gallina que esponja su plumaje y se ahueca para volver luego a su volumen natural (Pérez Galdós 1994-1995, I, 182).
La analogía se reitera al añadir Fons una secuencia en la que Fortunata duerme con Juanito sobre las plumas del gallinero de su tía, con un ave muerta colgada junto a ellos. Tampoco duda Fons en reforzar la polisemia de la voz «pájara». (Ave hembra o «mujer de malas costumbres», véase Moliner 1998, II, 537.) Mientras que el novelista hace que Estupiñá se refiera a Fortunata y a su amiga como «un par de reses muy bravas» (véase Pérez Galdós 1994-1995, I, 189), Fons agrega una escena en la que Barbarita y su criada espían a Fortunata cuando está trabajando en una carnicería del mercado, lo que permite al director hacer extensivo el juego de palabras a la compra de «carnes». Esta presentación de Fortunata como un ave/prostituta está más enraizado todavía en el código simbólico de la película de lo que sugiere López-Baralt. Cuando, por dar un caso, Jacinta se enfrenta a su marido por las relaciones de este con Fortunata, lo hace mostrándole
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una caja de plumas que ha sacado de la ropa de él, reduciendo figuradamente a Fortunata a la metonimia de una pluma. Este detalle no figura en la novela, aunque la Jacinta de Galdós posteriormente hace acopio de cabellos y botones incriminatorios (véase Pérez Galdós 1994-1995, II, 58-59). Mientras que los vínculos de Fortunata con la pollería son de carácter diegético, la asociación adicional que Fons establece entre este personaje y las palomas es un gesto romántico de connotaciones inapropiadas. El primer encuentro de Fortunata y Juanito se produce, por ejemplo, en un palomar en el que se oye el arrullo de las aves —en el original de Galdós se trata simplemente de una habitación en la primera planta (1994-1995, I, 182)—, o sea, en un tópico locus amoenus que, lamentablemente, nos recuerda a esa misma literatura romántica que Galdós estaba parodiando (véase Rodgers 1987, 136). En otro descuido, Fons desaprovecha la ocasión de oponer las alas como de pájaro de Fortunata con las angélicas de Jacinta. La ausencia de la caracterización de Jacinta como ángel es particularmente notable en la medida en que, además de ese simbolismo ave/carne que comentábamos, Fons también opera con la iconografía cristiana y clásica. Si Galdós subraya, en efecto, el paralelismo entre Juanito y Cristo, el énfasis en estas imágenes y la oposición de modelos paganos a las mismas son originales de Fons. La introducción de este vocabulario visual es, además, totalmente apropiada al medio fílmico. Tras una secuencia de créditos consistente en diversos planos de una deslucida cubierta de la novela, el filme propiamente dicho arranca con un primer plano extremo de una imagen del Niño Jesús, tras lo que la cámara va pasando por figuras del portal de Belén —del tipo de las que Almodóvar, como es bien sabido, parodiaría una década después— siempre en primer plano extremo. Finalmente, la cámara se detiene en otra imagen del Niño Jesús que Estupiñá acaricia justo antes de que le informen del nacimiento del heredero de los Santa Cruz25. Este código iconográfico tiene tal importancia en la película, que, mientras que a la Sagrada
25 Esto constituye un añadido a la novela. Aunque Galdós refiere (1994-1995, I, 142) que los Santa Cruz esperaban a su hijo «deseándole como los judíos al Mesías», el niño no nace en Navidad, sino en septiembre.
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Familia la vemos en primer plano extremo en esta secuencia, la familia real está prácticamente ausente. En un plano cuidadosamente compuesto, Fons recurre a la profundidad de campo para oponer a Estupiñá sosteniendo la imagen del Niño Jesús en primer término, con Baldomero sosteniendo al fondo a Juanito, su hijo recién nacido. El paralelismo al que estas dos escenas de nacimiento aluden asocia, por tanto, claramente a los Santa Cruz con la Sagrada Familia, y a Juanito con el Mesías, extremo que queda reforzado por un movimiento posterior de la cámara desde Juanito de niño, a una imagen del Niño Jesús. Su tránsito a la edad adulta se expresa luego con un fundido desde el niño a un Jesús adulto, y luego con el correspondiente movimiento de la cámara al Juanito adulto. Más allá de esta lúdica blasfemia de comparar a Juanito, un picaflor sin oficio, con el hijo único de Dios —blasfemia atribuible tanto a Galdós como a Fons—, este código simbólico resulta particularmente significativo cuando se considera junto a la iconografía clásica que se asocia a Fortunata, aspecto ya original de Fons. Esto se introduce por primera vez cuando a la Fortunata de Emma Penella se la yuxtapone con el atisbo de una estatua de un desnudo femenino en el estudio del artista Villalonga —después se la yuxtapone con un desnudo femenino pintado—, y queda especialmente claro cuando la cámara de Fons se mueve, desde una pintura de un desnudo clásico —uno que se asemeja a Baco, el dios romano asociado al goce sensual—, hasta Juanito y Fortunata en la cama. Yuxtaponer escenas amorosas con imágenes clásicas era, por supuesto, un modo de aludir al coito eludiendo a los censores. Ahora bien: si incluso la primera cita con Fortunata de Maximiliano —que es impotente— va precedida de un plano subjetivo en el que este personaje contempla un cuadro de otra diosa clásica que cuelga del techo de su farmacia, esta asociación recurrente de Fortunata con el arte pagano resulta ya más simbólica. La relación de Fortunata con Juanito es ajena, en efecto, al santo matrimonio, y este personaje femenino está caracterizado, todo él, como irreligioso. Como posteriormente observarían críticos feministas —véase Charnon-Deutsch (1990, 159)—, mediante el simbolismo Fons señala que, a diferencia de para sus hermanas burguesas —para las cuales el adulterio era, como escribe Tony Tanner (1979, 12), «una actividad,
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no una identidad»—, para esta heroína proletaria el adulterio rige el conjunto de su existencia. Los recursos simbólicos de la película presentan a Fortunata como una criatura salvaje, apasionada e impía. Tiene su importancia el hecho de que este código iconográfico se mantenga inalterado. La introducción de Fortunata en una pollería repleta de imágenes de aves, carne, matanza y fertilidad —huevos (incluyendo el que Fortunata está sorbiendo) y gritos de bebés— se corresponde exactamente con su muerte en ese mismo lugar tras dar a luz al heredero de los Santa Cruz. Ese subtexto de un Bildungsroman —de una «novela de aprendizaje»— feminista que en este y otros textos galdosianos han percibido críticos como Jagoe —véase el capítulo cuarto de su trabajo de 1994— queda, por tanto, aparentemente eliminado. Diríase que esta novela de Galdós se convierte, en manos de este cineasta, en un cuento didáctico en el que Fortunata se suma a las filas tanto de las mujeres literarias cuya belleza en la muerte se exhibe para que la admire un observador masculino —véase Bronfen (1993)—, como de las heroínas decimonónicas simbólicamente castigadas por su transgresión (mediante arsénico, las ruedas de un tren o una hemorragia posparto). La mirada masculina y la estrella femenina. La significación de los recursos iconográficos de esta película parece, pues, clara; pero esta Fortunata y Jacinta tal vez sea más ambigua en lo que a la identificación del público respecta. En esa secuencia de apertura que comentábamos de dos escenas de nacimiento paralelas, el registro simbólico de la película es evidente; cuál sea, sin embargo, la perspectiva que se establece resulta equívoco. Tras los primeros planos extremos iniciales de imágenes del portal de Belén, esta secuencia de arranque está rodada en dos planos secuencia. En la medida en que tales planos son infrecuentes en el cine mainstream, llaman nuestra atención sobre la perspectiva de la cámara. Por una parte, cabría plantear que el nacimiento se presenta desde un punto de vista masculino, toda vez que la cámara espera, con Estupiñá, fuera del paritorio. Por otra parte, podríamos decir que lo que se está haciendo es guardar una distancia respetuosa. Aunque también podríamos hablar de una distancia crítica que nos impide identificarnos con ninguno de los personajes.
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Menos ambigua parece, en cualquier caso, la escena en que Juanito conoce a Fortunata (escena que aparentemente ilustra la tesis de un espectador masculinizado). La comparación del modo en que se introduce a Fortunata en la novela y en la película resulta reveladora. En el fragmento de la novela que arriba transcribíamos, el narrador describe a Fortunata ahuecándose como un ave cuando la pareja se ve por primera vez (véase Pérez Galdós 1994-1995, I, 182). El mismo narrador señala, sin embargo, que, mientras Juanito espía a Fortunata —«Miró hacia dentro»—, ella lo espía a él también: «Parecía estar en acecho, movida de una curiosidad semejante a la de Santa Cruz, deseando saber quién demonios subía a tales horas por aquella endiablada escalera» (1994-1995, I, 182). No queda claro, por tanto, quién está espiando a quién. La ambigüedad queda reforzada por la ambientación de esta secuencia en un «entresuelo», lo que cabe entender literalmente como un piso situado entre el bajo y el principal de una casa, pero también figuradamente como la zona de localidades de un teatro que queda sobre el patio de butacas. La cuestión de quién sea el/la espectador(a) que mira, y quién esté en la escena siendo mirado, queda abierta. Pero Fons no reproduce esta ambigüedad: él sigue las referencias de Galdós a Juanito que espía a Fortunata, e ignora las que el novelista hace a Fortunata que espía a su vez a Juanito. En la adaptación Juanito tiene, pues, un rol activo: controla el movimiento narrativo al acercarse a Fortunata subiendo las escaleras, y se nos presenta como el sujeto que mira. Fortunata, por el contrario, tiene un rol pasivo: físicamente inmóvil en el palomar, e inicialmente ajena a la mirada fisgona de Juanito. Se la presenta, en efecto, como el objeto que está siendo mirado. Asume, como tal, el rol de la mujer como espectáculo, rol del que Laura Mulvey dice (1999, 837) que tiende «a funcionar contra el desarrollo de una línea argumental, congelando el flujo de la acción en momentos de contemplación erótica». Solo que aquí, como en las cintas clásicas de Hollywood que Mulvey analiza, este caso de pausa narrativa está cosido en el texto mediante nuestra identificación con Juanito —el sujeto masculino que mira—, por lo que «la mirada (gaze) del espectador y la de los personajes masculinos en el film se combinan claramente sin interferir la verosimilitud narrativa» (véase Mulvey 1999, 838). Además, el Juanito de Fons observa desde las
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sombras del corredor, mientras que a Fortunata la baña un haz de luz. Esto último evoca, sí, esa ambigua alusión de Galdós que comentábamos al «entresuelo» —¿de un teatro?—, pero aquí queda claro que el personaje masculino está mirando desde fuera de la escena, y el personaje femenino está en la escena siendo mirado. Esta interpretación de la introducción del personaje de Fortunata como una fantasía masculina de dominio escopofílico queda reforzado si consideramos esta secuencia a la luz del análisis de la subjetividad cinematográfica que Bruce Kawin ofrece en Mindscreen (1978). Aunque el interés principal de Kawin es la subjetividad radical del cine de vanguardia —extremo del que vamos a ocuparnos en el próximo capítulo con relación a la obra de Buñuel—, su concepto de «pantalla mental» (mindscreen) podría aplicarse aquí provechosamente. Este estudioso establece, en efecto, una útil distinción entre planos subjetivos explícitos —o sea: planos subjetivos propiamente dichos, que invitan al/a la espectador(a) a compartir los «ojos» del personaje en cuestión—, y planos subjetivos implícitos, que nos invitan a adoptar la «perspectiva, […] los énfasis» o la «pantalla mental» de dicho personaje (véase Kawin 1978, 190). Para introducir al personaje de Fortunata, Fons empieza adoptando la perspectiva de Juanito, quien fascinado regresa, cuando Fortunata lo deja para acudir a la llamada de su tía, a la habitación en la que acaba de conocerla. Sucede que la puerta se abre sola —como por arte de magia— y ante él se despliega un espacio fantástico. La escena está bañada en luz blanca, las palomas arrullan y un pájaro blanco como la nieve aletea en el lugar preciso en que por vez primera vimos a Fortunata. Entonces la puerta se cierra —de nuevo como por ensalmo— y este mundo fantástico desaparece. Dadas las asociaciones sexuales que arriba comentábamos de la «pájara» y el palomar, esta escena podría interpretarse como una pantalla mental de Juanito que reforzaría nuestra identificación con él, identificación ya establecida con los planos subjetivos propiamente dichos. A lo largo de la narrativa hay más ocasiones en las que la cámara cosifica simbólicamente a Fortunata. Resulta significativo el hecho de que, cuando ha vuelto de París, en el teatro de variedades Juanito y Jacinto la observen desde arriba, es decir, desde la misma perspectiva en la que se presenta a Ana Ozores en La Regenta —tanto verbal como
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visualmente—, y la primera vez que Maximiliano ve a Fortunata es análoga a la ocasión recién comentada en que la conoce Juanito. Lo que cabría denominar la naturaleza patriarcal de esta película, también se extiende al plano auditivo. Pues no es solo que Fons haga un uso excesivo de la voz en off, que es un modo de narración no cinematográfico —esto probablemente constituya un vano intento de condensar una novela tan extensa—, sino que además la voz que narra es masculina. Como han mostrado Mary Ann Doane (1980) y Kaja Silverman (1988), «las incorpóreas voces en off suelen ser exclusivamente masculinas, y la voz femenina suele estar sincronizada con la imagen de manera que pueda siempre identificarse claramente con —y quedar por tanto subordinada a— el espectáculo del cuerpo femenino» (resumido en Kinder 1993, 331). Particular interés reviste aquí la secuencia relativa al asunto de Pitusín, que se refiere todo él en voz en off. Este drama de la mujer estéril no solo se expone sin comunicar de ningún modo el punto de vista de Jacinta mediante la dirección de fotografía, sino que el personaje parece representar visualmente su aprisionamiento en un cuerpo de mujer, cosa que explica paternalistamente la voz en off masculina del narrador. Así y todo, la diferencia entre los retratos que Fons hace de Jacinta y de Fortunata es reveladora y cuestiona la tesis de que esta película constituya una lectura patriarcal de la novela. Si a la burguesa Jacinta, interpretada por la mediocre actriz italiana Liana Orfei —pues el filme era una coproducción hispano-italiana—, se la caracteriza remilgada y santurrona —como no ocurre en la novela—, a Fortunata, mujer de clase trabajadora, la interpreta la estrella española Emma Penella —nacida en Madrid— y se la caracteriza, igual que en la novela, espontánea y audaz. Dicho de otro modo: Jacinta, exponente de la ideología del «ángel del hogar» y, por extensión, de la Sección Femenina falangista, es sosa, mientras que Fortunata, que desafía dicha ideología, es fuerte. La interpretación que Penella hace de este personaje refuerza el poderío y la resiliencia del mismo. En su monografía sobre el productor Emiliano Piedra —esposo, como antes apuntábamos, de esta actriz—, Diego Galán refiere que el mencionado productor, el director Fons y el guionista Alfredo Mañas compartían la determinación de que el papel de Fortunata lo interpretase Penella, quien, no obstante un
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paréntesis de cuatro años en su carrera de actriz debido al matrimonio y a la maternidad —paréntesis que, informa Galán (1990, 53), ella aceptó «seguramente […] con alegría»—, acometió la labor con entusiasmo. Aquel sería, de hecho, el papel de su carrera, y Galán cita el comentario de esta actriz —aunque lamentablemente no lo fecha— de que «si Dios me dijera qué película querría hacer otra vez, no hay duda: Fortunata» (Penella citada en Galán 1990, 55)26. Resulta revelador el hecho de que aquí Penella identifique el título de la película con el nombre de su personaje, y lo cierto es que es ella quien sostiene la cinta. Esto genera una serie de tensiones en la misma, tensiones de ese tipo que tan fructíferamente ha analizado la crítica feminista «a contrapelo». Una de tales tensiones es la oposición entre la dirección de fotografía y la presencia de estrella de Penella. Incluso cuando su personaje aparentemente es objeto de control y cosificación en planos subjetivos —como en aquel que examinábamos en detalle de la escena en que Juanito la ve por vez primera—, diríase que la propia mirada desafiante de Penella, su expresión corporal y su porte le permiten liberarse del encuadre cinematográfico controlador. Galán refiere (1990, 51) que a esta actriz la angustiaban su corpulencia y su tendencia a coger peso, y que su voz profunda y ronca a menudo era doblada (1990, 56). En esta película, sin embargo, la figura de Penella refuerza lo robusto de su personaje. Otro tanto hace su voz, que aquí no se dobló. En esta cinta hay también una tensión entre, por una parte, la mirada supuestamente masculina que fomenta la dirección de fotografía y, por otra, la trama. Tenemos, en efecto, dos llamativas yuxtaposiciones que aumentan nuestra simpatía hacia la Fortunata de Penella. En primer lugar, cuando Juanito promete a Fortunata que vivirán juntos, Fons salta arteramente a una imagen de la boda de este zascandil con Jacinta. En segundo lugar, luego se yuxtapone una imagen de Fortunata ya embarazada y abandonada con otra de los huérfanos de Gui-
26 Merece la pena señalar que hasta ahora Penella no ha recibido atención como artista individual, sino que ha sido objeto de un capítulo titulado «Emma» en un libro sobre su marido (véase Galán 1990).
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llermina, lo que indica la condición de huérfana de la propia heroína y el posible destino futuro de su hijo bastardo. Esta resistencia que la Fortunata de Penella encarna frente a la ideología de género culmina, hacia el final de la película, con la presentación que Fons hace de la visita de este personaje a esa metomentodo burguesa que es Guillermina. El enérgico ataque de Fortunata a la ideología represora que le prohíbe el contacto con Juanito, el padre de sus hijos, es un impactante repudio del tipo de comportamiento propugnado por la Sección Femenina. La contundente réplica de la protagonista a la acusación de Guillermina de que está quebrantando «todas las leyes divinas y humanas», es que «para usted es fácil pensar así… Como es santa… Pero yo soy de este mundo. […] Para mí solo hay una ley: querer a quien se quiere, no puede ser cosa mala». Este rechazo de la hipocresía burguesa resulta especialmente convincente, debido en gran parte a la vehemente interpretación de Penella. La idea de que esta adaptación de Fons tira de sí misma en direcciones contradictorias vuelve a sugerirse hacia el final de la cinta. Fortunata, que por momentos parece una heroína protofeminista, a lo último se ve extrañamente domada. Una comparación con la novela resulta particularmente reveladora a este respecto. Porque la protagonista de Galdós muere declarando: «Soy ángel… yo también» (véase Pérez Galdós 1994-1995, II, 528). Catherine Jagoe plantea (1994, 119) que esto constituye una «redefinición radical» de esa ideología del «ángel del hogar» que se ha venido cuestionando a lo largo de toda la novela. El guion de Alfredo Mañas27, sin embargo, sustituye estas palabras por una incongruente reconfirmación, en boca de Fortunata, de la ideología de género dominante. «Yo soy la verdadera mujer del Delfín… pero, muerta yo, Jacinta será su mujer y tú su hijo», susurra, moribunda, la Fortunata de Penella a su bebé recién nacido, reconociendo con resignación que su muerte devolverá el mundo —léase: el orden burgués patriarcal— a su debido cauce.
27 En los créditos de la película también figuran como guionistas Ricardo López Aranda —autor de la versión teatral de Fortunata y Jacinta— y Fons, pero, siguiendo a Galán (1990, 53), considero a Mañas el guionista principal.
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Es posible que este final derrotista, sumado a la construcción de la mirada (gaze) masculina y al código simbólico estático de la película, en última instancia atenúe el desafío que la Fortunata de Penella plantea a la ideología de género dominante. Por momentos incluso aflora en la película una inquietante corriente subterránea misógina. Fons incluye, por ejemplo, una secuencia de un minuto en la que uno de los amantes de Fortunata la castiga brutalmente por su infidelidad con Juanito. Hoy en una película comercial, mainstream, una secuencia así de larga de un hombre ejerciendo la violencia contra una mujer resultaría incómoda a los públicos. Parece razonable plantear, de todas formas, que la Fortunata de Penella ofrecía a las espectadoras de la época la posibilidad de una identificación positiva. La novela de Galdós Fortunata y Jacinta puede soportar, a lo primero, una lectura patriarcal, pero termina resistiéndose a ella merced a la deconstrucción que lleva a cabo del imaginario del «ángel del hogar» y de la «pájara», así como por la ironía que envuelve a su narrador masculino burgués. Del mismo modo, podría interpretarse que la adaptación de Fons reconfirma la ideología patriarcal y suscita una mirada voyerista masculinizada, pero la actuación de Penella —y ocasionalmente la trama— problematizan dicha interpretación. Esta contradicción la encarna, en último extremo, la propia Penella en cuanto estrella cinematográfica femenina, ya que constituye al mismo tiempo una figura positiva de identificación como personaje independiente fuerte, y un foco de placer visual para la mirada masculina28. Fortunata y Jacinta (Camus 1980) Han pasado ya muchos años desde que los marxistas de la Escuela de Frankfurt condenaron la cultura de masas —por conservadora y reconciliatoria— en oposición al «arte», que podía transmitir de un modo único cualidades tan nebulosas como la negación y la trascendencia (véase David Morley citado en Kaplan 1983, XII). Asimis-
28 Esta idea de contradicción va en la línea de la que esboza Christine Gledhill en su introducción a Stardom: Industry of Desire (1991, XV).
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mo, han pasado varios años desde que teóricos tan distintos como Raymond Williams y Jean Baudrillard se hacen eco de esta crítica con referencia a la televisión, describiendo a esta como un «flujo» no discriminatorio que unifica elementos discretos —véase Williams (1990)—, o como un medio «que emite sus imágenes indistintamente, con independencia de su propio mensaje» (Baudrillard citado en Giles 1993, 70). Semejantes críticas han sido posteriormente cuestionadas por referirse exclusivamente a la práctica estadounidense —véase John Caughie citado en Giles (1993, 70)—, pero siguen embebiendo las concepciones de la televisión. Los estudios académicos sobre esta se han encontrado, así, frente al mismo tipo de «fetichización» que caracterizó el nacimiento de los estudios sobre cine; me refiero a esa supuesta superioridad de la literatura frente a este que, como en el primer capítulo comentábamos, sigue enmarcando algunos modos de acercarse a las adaptaciones. Los críticos más recientes han abordado hasta cierto punto esta negligencia académica del medio. Ya en 1993 señaló Paul Giles, con referencia a la televisión británica, que este medio es «el punto focal de las narrativas sociales y de la memoria popular» (1993, 72). Si hoy en día habría que añadir también la presencia de las plataformas de streaming, su observación de 1993 sigue siendo válida. Los análisis formales de la televisión son especialmente relevantes, en efecto, de cara a la discusión de la adaptación de Camus y apuntan a la querencia del medio televisivo por la adaptación de novelas decimonónicas. Ya la cuestión de la duración —la hora y media de metraje de la película de Fons frente a los diez capítulos de una hora cada uno que tiene la serie de Camus— indica que la televisión es mucho más adecuada para trasladar la amplitud balzaquiana de estas novelas. Además, como John Ellis ha señalado (2000, 170) en su comparación de la estética de la ficción cinematográfica y televisiva, la televisión «se orienta a la repetición de un dilema básico», mientras que el cine apunta a la «resolución de un movimiento narrativo inexorable». Esta naturaleza constantemente frenada de la narrativa televisiva, o esa experiencia del/de la telespectador(a) que Fernando Lara califica (1995) de «emoción interrumpida», sugiere que la televisión podría comunicar mejor los dilatados recovecos de la novela decimonónica.
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Los paralelismos entre las incertidumbres de la década de 1870 de Galdós y la de 1970 de Camus —cuya serie se produjo y se emitió al final de la década durante el jaleo de la transición democrática— resultan evidentes. Los disturbios estudiantiles con los que el director da inicio a la primera entrega de su serie en diez partes debieron de ser especialmente relevantes para los públicos televisivos de un país que recién salía de una dictadura29. Más turbador acaso resultara el retrato que Camus hace de la precaria política de la España de Galdós —una España que salta de la monarquía a la república con la misma ligereza con la que Juanito cambia entre esposa y amante— en un momento en el que la incipiente democracia del país parecía constantemente amenazada, y de hecho fue amenazada de manera muy real por el golpe de Tejero de 1981. Con un éxito de público enorme, esta adaptación también diríase una especie de plantilla para las series televisivas españolas en general. Hugh O’Donnell ha observado, en efecto (2000, 302), que «un rasgo muy llamativo de las telenovelas o culebrones españoles tomados en su conjunto, es la frecuencia con la que el tema de la herencia aparece». Pues bien: la Fortunata y Jacinta de Camus no solo toma el asunto de la herencia como uno de sus temas —termina con Fortunata, de clase obrera, cediendo su hijo bastardo (¿símbolo de la nueva España?) a la burguesa Jacinta—, sino que además dramatiza la cuestión del legado histórico al volver los ojos al clásico decimonónico galdosiano. Y así, aunque en ella no se nombra a Fortunata y
29 Tales escenas también documentan la abolición de la censura, que se produjo en 1977. Solo ocho años antes, escenas parecidas fueron eliminadas de la adaptación de Fons. David Sánchez Salas ha especulado (2002, 200) que se censuraron debido a procedimientos legales vigentes contra Emilio Castelar. También influiría, sin duda, que, desde la década de 1960 hasta la muerte de Franco, en las principales ciudades españolas se produjesen con frecuencia unas protestas estudiantiles que eran objeto de violenta represión, llegándose a la abolición del sindicato de estudiantes en 1965, y alcanzándose «un nivel de actividad sin precedentes» en 1968 (véase Grugel y Rees 1997, 92). Juan Antonio Bardem sí que consiguió incluir imágenes de disturbios estudiantiles en Muerte de un ciclista (1955), si bien los censores redujeron ampliamente el número de las mismas (véase R. Stone 2002, 49).
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Jacinta, la descripción más detallada que O’Donnell hace de las telenovelas españolas resulta especialmente relevante de cara a esta serie que Camus realizó en 1980: Los conflictos constantes a propósito del vínculo entre el pasado y el presente, y los sistemas concurrentes de valores que en torno a tales conflictos se arremolinan, como mejor se leen es como reflejo narrativo de la lucha de las generaciones españolas jóvenes por exigir su derecho a una sociedad moderna y participativa desde un pasado dictatorial y egoísta (O’Donnell 2000, 302-303).
Este choque entre «el pasado y el presente» —choque característico tanto de la época de la transición democrática como, según O’Donnell, de la telenovela española en general— se canaliza en Fortunata y Jacinta a través del retrato de la feminidad. Buena parte del trasfondo que arriba comentábamos para la adaptación cinematográfica de Angelino Fons resulta igualmente relevante aquí, aunque también cabría señalar que el rápido y sorprendentemente suave salto que se produjo desde una sociedad patriarcal a una sociedad en principio igualitaria —salto igual de rápido y de relativamente suave que todos los cambios que se produjeron en la mencionada transición— llevó a lo que Anny Brooksbank Jones ha calificado (1995, 390) de «desorientación en términos de valores» (value disorientation) respecto a la feminidad y la familia. Esta es la clase de desorientación que, en Fortunata y Jacinta, Galdós ya exploraba en el contexto de la «cuestión de la mujer» decimonónica, y de la que Camus logra hacerse eco en su serie televisiva homónima en el contexto de la transición. Que la serie se produjese cuando España estaba en suspenso entre el pasado y el futuro tiene su reflejo en el reparto de Camus, que complementa eficazmente el texto original de Galdós. Veteranas figuras como Fernando Fernán Gómez y Paco Rabal —icónicas de la tradición disidente de izquierdas— trabajan codo con codo junto a artistas que habían de convertirse en símbolos de la España moderna como Ana Belén y Charo López. Concretamente Ana Belén, quien encarna a la rozagante proletaria Fortunata en un afortunado eco de su papel de Amparo, la rebelde heroína de aquella adaptación cinematográfica del Tormento galdosiano que en 1974 dirigiera Pedro
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Olea30 —donde igualmente trabajaba Paco Rabal—, pasaría a ser el arquetipo de «progre» de una nueva España. Aves y ángeles. A propósito del alado imaginario que se asocia al «ángel del hogar», Mercedes López-Baralt opone (1992-1993, 94) la reiteración que Fons hace del imaginario galdosiano de ave/ángel al abandono del mismo por parte de Camus. Es verdad que, algunas veces, al/a la espectador(a) le resulta difícil establecer ciertas conexiones, por ejemplo la que se da, en el capítulo primero de la serie, entre la primera vez que vemos a Juanito —friendo huevos al fondo de un aula durante una clase magistral— y la primera vez que vemos a Fortunata, que está sorbiendo un huevo crudo31. Pero, aunque la explotación que Camus hace de este imaginario es más parca, resulta igualmente relevante. Después de presentarnos a Jacinta, por ejemplo, la cámara salta a imágenes de pájaros enjaulados, y es entonces cuando Fortunata hace su entrada en la narrativa sorbiendo huevos en la pollería. Esto puede entenderse de inmediato como algo distinto de ese uso que Fons hace del imaginario de las aves con el único fin de insistir en la caracterización de Fortunata como una «pájara». Las alas «recortadas» de Jacinta constituyen, sobre todo a la luz de los recientes enfoques académicos feministas, una evocadora metáfora de la restricción de su libertad en cuanto «ángel del hogar» burgués que ha cargado, como ser moral superior, con la «civilización» de su marido y ha visto, al mismo tiempo, cómo le negaban el deseo. De hecho, esta imagen inicial es indicativa del interés de Camus por los apuros no solo de Fortunata, sino también de Jacinta, como no era el caso en la versión de Fons. A la luz solamente de esta secuencia referida, la Fortunata «pájara» contrasta favorablemente con la Jacinta «ángel». Por último, la asociación de Fortunata y Jacinta mediante el simbolismo de las aves prefigura el vínculo que se desarrolla entre ambas mujeres, como abajo veremos.
30 Sobre esta adaptación, véase Faulkner 2013a, 128-133. 31 Sobre el significado de estas imágenes en la novela, véase Labanyi (1988).
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La asociación feminista del pájaro enjaulado y la esposa angelical reaparece tras la reconciliación de Fortunata con su marido en el octavo capítulo de Camus, quien entonces añade una secuencia de El barberillo de Lavapiés, de Francisco Asenjo Barbieri —zarzuela estrenada en 1874 y que no figura en el texto galdosiano—, en parte para ofrecer algún tipo de interludio musical —como hacía Fons al incluir la secuencia de flamenco de Antonio Gades— y en parte como gesto costumbrista para recrear el Madrid decimonónico. A diferencia, sin embargo, de los «Caracoles» que Gades bailaba en la película de Fons, esta zarzuela de Barbieri está cargada de significado simbólico. Para Fortunata, que acaba de decidirse a ser el ángel doméstico de su marido, la canción que suena, «Coser y cantar», resulta, en efecto, especialmente adecuada. La canción se le canta, además, a un pájaro enjaulado que hay en la escena, con lo que la sinonimia entre la condición de ángel y el aprisionamiento no podría ser más clara. La puerta y las escaleras. Fortunata y la liminaridad. A diferencia de Fons, Camus también cuestiona la ideología del «ángel del hogar» mediante la simbolización del espacio. La asociación de Fortunata con espacios liminares está presente en la novela, pero en la serie televisiva de Camus se convierte en un leitmotiv. Fortunata se resiste, en efecto, a esa nítida división del espacio que se asocia al patriarcado burgués decimonónico, que encontró su símbolo supremo en el «ángel» doméstico atado al hogar. En lugar de un palomar romantizado o de un «entresuelo», Camus nos presenta a su Fortunata en las escaleras de un bloque de pisos. Por una parte, esto puede entenderse como una referencia a la convención de que las figuras que subían o bajaban escaleras solían emplearse, en la iconografía de los siglos xviii y xix, para representar el acercamiento a la edad adulta o el descenso a la senilidad (véase Charnon-Deutsch 1994, 75). La experiencia de Juanito con Fortunata se presenta, así, como una etapa en su trayectoria personal hacia la madurez. Por otra parte, sin embargo, este primer encuentro a la mitad del ascenso de una escalera introduce un registro simbólico que resulta significativo a lo largo del conjunto de la serie.
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Aunque el Maximiliano de Camus conoce a Fortunata en una puerta —como en el texto galdosiano—, proposiciones le hace, igual que Juanito, en unas escaleras, lo que implica apartarse de la novela original. Y, tras el primer encuentro de la pareja en la puerta del piso de Feliciana —que se sitúa a la mitad de unas escaleras—, resulta significativo que Camus escoja un piso situado en lo alto de esas mismas escaleras para que Maximiliano instale a Fortunata como su mantenida. (En la novela galdosiana, la ubicación de esta vivienda no se concreta; se dice tan solo que era «un cuarto que estaba desalquilado en la misma casa», véase Galdós 1994-1995, I, 480.) Pues bien: aunque esto acaso indique arteramente —conforme a la metáfora arriba esbozada— la culminación de la hombría de Maximiliano, el hecho de que Fortunata viva en un ático refuerza el estatus de esta como criatura liminar, y al mismo tiempo muestra la sensibilidad de Camus para con la asociación tradicional entre el ático y las mujeres literarias transgresoras —véase Gilbert y Gubar (1980)—, lo que socava juguetonamente ese proyecto pigmalionesco de Maximiliano de modelar a Fortunata como una esposa burguesa «decente». Mientras que a Fortunata la conocemos en unas escaleras, la primera imagen que el/la espectador(a) tiene de Jacinta —y que no consta en el texto— es la de una mujer al amparo de las puertas —que cierra Barbarita— de su hogar familiar y de su lavadero, atendiendo jovial a las labores domésticas y llevando en el pelo un lazo verde, símbolo de la inocencia. Así la encuentra, en efecto, Barbarita: como el «ángel» doméstico ideal que ha de civilizar a su hijo. El destino de Jacinta va implícito en este estudiado modo en que Camus la introduce al telespectador. Barbarita cierra literalmente las puertas del lavadero, pero figuradamente está categorizando a Jacinta como «ángel del hogar» y la está aprisionando como a un pájaro enjaulado. Fortunata, por el contrario, se resiste a semejante confinamiento angélico, del mismo modo que posteriormente se ha de resistir al vínculo del matrimonio e igual que se resiste, en última instancia, a cualquier categorización simplista. La visualización que Camus hace de la primera tentación adúltera de Fortunata merece a este respecto un examen particular. A continuación, ofrezco una descripción detallada de la secuencia, que dura cinco minutos:
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1. Calle de ciudad, por la noche La cámara acompaña a los recién casados, que regresan caminando a casa. Fortunata se vuelve para mirar a un hombre que está entre las sombras del otro lado de la calle. Salto a plano subjetivo del hombre desde la perspectiva de Fortunata, que se da cuenta de que es Juanito. Empieza el tema musical de la serie. Salto al plano de la pareja. Salto a otro plano subjetivo de Juanito desde la perspectiva de Fortunata. Salto otra vez a la pareja, que entra por el portal. Cesa el tema musical de la serie. 2. El domicilio conyugal, instantes después El dormitorio. Maximiliano está en la cama con una migraña. Fortunata le da su medicina. Fortunata sale de la habitación. Salto al pasillo. Fortunata oye el trote de un caballo, luego pasos, y vuelve al dormitorio. Salto al dormitorio. Fortunata se quita las horquillas del pelo y oye que tocan a la puerta de la vivienda; va la criada. Fortunata oye unos susurros ininteligibles. La cámara y Fortunata se quedan en la habitación. Fortunata abre la puerta del dormitorio y permanece en el umbral; la criada le cuenta la conversación. Fortunata sale del dormitorio. Salto al pasillo. Fortunata cierra la puerta de la vivienda y vuelve a la habitación. Salto a la habitación. Fortunata se quita las joyas. Vuelven a tocar a la puerta de la vivienda. (La cámara salta brevemente a dicha puerta y, tras ello, de nuevo al dormitorio, donde sigue Fortunata.) Esta vez la criada no va. Empieza el tema musical de la serie y sigue hasta el final de la secuencia, subiendo de volumen conforme la agitación de Fortunata va en aumento. Fortunata sale del dormitorio. Salto al pasillo. Fortunata pega su oído a la puerta de la vivienda y oye a Juanito que la llama. Abre, y luego cierra, la mirilla. Oye pasos y vuelve a la habitación. Salto a la habitación. La cámara va girando para seguir a Fortunata hasta la ventana. Plano subjetivo desde la perspectiva de Fortunata mientras ve a Juanito alejarse caminando por la calle. Salto al plano de Fortunata en el dormitorio. Fortunata se queda junto a la ventana y luego va hasta Maximiliano, que duerme. Por último, se sienta en una silla a su lado.
La excitación creciente de Juanito mientras Fortunata prolonga su duda en el umbral del dormitorio y de la casa —su duda sobre los límites de su contrato matrimonial—, en realidad ya se ha prefigurado mediante una metáfora espacial: la impaciencia cada vez mayor de este hombre por descubrir si Fortunata está dentro o fuera del con-
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vento de las Micaelas. Como vemos, mientras Maximiliano yace solo en el lecho conyugal, Fortunata duda largamente en la puerta de la alcoba y de la casa; de hecho, entra y sale del dormitorio tres veces en la secuencia. Aquí Camus transmite espacialmente la tentación adúltera de Fortunata, explotando la metonimia por cuya virtud la habitación conyugal representa el matrimonio, y evocando el confinamiento territorial del «ángel del hogar». Esto es algo tanto creativo, como inspirado en el texto de Galdós, quien también transmite la tentación adúltera de Fortunata mediante el sueño de transgresión espacial que esta tiene. La lectura que antecede puede considerarse junto al correspondiente pasaje del texto galdosiano, que describe la pesadilla de Fortunata en su noche de bodas: «Se le armó en el cerebro un penoso tumulto de cerrojos que se descorrían, de puertas que se franqueaban, de tabiques transparentes y de hombres que se colaban en su casa filtrándose por las paredes» (Pérez Galdós 1994-1995, I, 681). La solidaridad creciente entre Fortunata y Jacinta, y la cristalización final de dicha solidaridad en el intercambio de Juanín, también se pone de relieve mediante el uso que Camus hace del espacio. La decisión de Fortunata de rechazar a Juanito en la segunda ruptura de ambos se expresa con la acción de ella de cerrarle en las narices la puerta de su dormitorio. Dicha acción constituye, es cierto, una típica manifestación de enojo, pero pasa a ser significativa mediante la repetición. Cuando Jacinta ya se ha hecho cargo del bebé, es Juanito quien debe adoptar la posición liminar en la puerta al sentir que está perdiendo el control sobre su esposa. Y resulta que Jacinta lo somete exactamente al mismo trato que Fortunata al rechazarlo y cerrarle la puerta en las narices. Es interesante constatar que en este punto Jacinta se autoafirma, pero permanece dentro de los límites del comportamiento del «ángel del hogar». Se queda en la casa, pero ejerce su poder desde dentro de la misma. Trotacalles y amas de casa. Reconsiderando el género y el espacio. El espacio entendido en un micronivel parece indicar, por tanto, una lectura feminista. En un macronivel hay una sugerencia aparentemente parecida de un empoderamiento mediante la asociación entre feminidad y espacio urbano. Esto puede entenderse en el
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contexto de los discursos contemporáneos sobre la división ideológica del espacio, y en el de la resistencia a dichos discursos por parte de Galdós y, posteriormente, de Camus. Como arriba señalábamos, la obra de Sharon Marcus revisa algunas de las asunciones básicas sobre esos discursos y apunta a una comprensión más sofisticada de las estrategias del novelista y del director. La oposición de un espacio público urbano asociado al género masculino y un espacio doméstico privado asociado al género femenino en la vida cultural y física del siglo xix se resume en la noción baudelairiana de flâneur, que transmite el concepto de la calle como terreno de la aventura y la observación masculinas conforme en Madrid lo fue tanto históricamente para Galdós cuando era un joven estudiante —véase Brenan (1963, 347-348)—, como ficcionalmente para Juanito y Jacinto. Sin embargo, la figura del flâneur difícilmente vele las incongruencias de esta división efectuada desde el punto de vista del género. Porque la mujer estaba, sí, ausente de este espacio masculino, pero también tenía, como es lógico, que estar presente para que el voyerista andarín tuviese algo que espiar. De ahí que se desarrollasen una serie de estereotipos para apuntalar esta división de género construida. Como sintetiza Elizabeth Wilson (1991, 5-6), «la mujer está presente en las ciudades como tentadora, como puta, como mujer caída, como lesbiana, pero también como feminidad virtuosa en peligro, como feminidad heroica que triunfa de la tentación y la tribulación». En la novela y en la adaptación televisiva de Fortunata y Jacinta, a Fortunata se la asocia con el espacio urbano. Esto puede considerarse, sin embargo, más que un símbolo del empoderamiento femenino, uno de los estereotipos arriba mencionados. Sea como sea, la asociación de Fortunata con la calle Galdós la transmite, en parte, mediante el uso que aquella hace del lenguaje callejero. López-Baralt se muestra crítica (1992-1993, 101) con que Camus no refleje la asociación lingüística que Galdós establece entre Fortunata y la calle32, pero Camus presenta dicho vínculo de modo visual —de manera apropiada, por
32 Estas críticas deberían dirigirse tanto a Camus y a Ricardo López Aranda —los guionistas de la serie—, como a Pedro Ortiz Armengol, el asesor literario.
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tanto, al medio televisivo— mediante la inserción de pastiches no narrativos de escenas callejeras que a menudo enmarcan las secuencias centradas en Fortunata. Esto resulta evidentísimo al haber un interludio de este tipo tras la secuencia en la que conocemos a la protagonista —cuando sorbe un huevo crudo—, e igualmente tras la secuencia de su muerte. La banda sonora de Camus también insiste en la relación de Fortunata con la calle, ya que asocia a la protagonista con la melodía del organillo, y Ana Belén es igual de famosa como cantante que como actriz33. Este motivo musical queda especialmente de relieve en la relación de Fortunata con Feijoo, y recordamos que este personaje en realidad encuentra a Fortunata en la calle. La asociación vuelve a reforzarse en la escena de la muerte de Fortunata, pues, cuando esta exhala su último aliento, la música del organillo cesa. Pero estas representaciones de una ciudad aparentemente «feminista» refuerzan, bien mirado, esos tópicos según los cuales una mujer de la calle es una prostituta. Ahora bien: el trabajo de Sharon Marcus en este ámbito apunta más allá de este impasse crítico sobre las representaciones del género y el espacio. El símbolo de las escaleras que arriba comentábamos, podría reconsiderarse a la luz de la descripción que Marcus ofrece (1999, primera parte) del bloque de pisos como «casa abierta», suprimiendo cualquier división entre lo público y lo privado, entre lo urbano y lo doméstico. Galdós insiste, en efecto, en el hecho de que la heroína vive en un bloque de pisos, bloque que describe como uno de los más altos de Madrid (véase Pérez Galdós 1994-1995, I, 180). Y este edificio de la Cava de San Miguel incluye tanto la pollería —y en consecuencia el comercio y el intercambio, metonimias de la calle y de la esfera pública—, como al menos dos hogares familiares distintos —el de Fortunata y el de Estupiñá— y por tanto también la esfera privada y doméstica. Este entremezclarse se revela en el texto mediante la descripción de la entrada del inmueble: «Portal y tienda eran una misma cosa en aquel edificio característico del Madrid primitivo» (Pérez Galdós 1994-1995,
33 López-Baralt señala (1992-1993, 101) que esto recuerda al vínculo de la muerte de Emma Bovary con la canción del ciego acompañada por el organillo en Madame Bovary, de Flaubert (1857).
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I, 181). El espacio mediador de las escaleras también supone, como el portal, una elocuente metáfora de esta fluidez, y a Fortunata —a quien conocemos allí— en adelante se la caracteriza asimismo como una mediadora. Dado el énfasis en las raíces proletarias de Fortunata —cuyos orígenes «terrenales» se aducen como una razón de peso para el interés de todos sus pretendientes a lo largo de la novela—, cabe explicar en términos de clase la fluidez espacial que a este personaje se asocia. La división de espacios privados y públicos, o de lo doméstico y lo urbano, era un fenómeno burgués que Galdós y Camus muestran carecía de relevancia para las clases trabajadoras. Daría la impresión, en efecto, de que Camus refuerza el estereotipo: mientras que la proletaria Fortunata se resiste a la prescripción espacial, la burguesa Jacinta se pliega a ella. Pero la fuerza del texto de Galdós, y posteriormente de la adaptación de Camus, reside en la deconstrucción de esta oposición entre ambos personajes femeninos. Mediante su matrimonio con Maximiliano y su búsqueda de la «decencia», Fortunata altera esta división entre el «ángel» burgués y la «pájara» proletaria. Porque es cierto que Jacinta hace su primera aparición en el lavadero, pero en lo sucesivo es a Fortunata a quien vemos ocupada en tareas domésticas: lavar, cocinar, coser, cuidar a niños (a Juanín), hacerse cargo de inválidos (de Maximiliano y de Mauricia). (Al «ángel del hogar» le correspondía, por supuesto, supervisar el desempeño de muchas de estas labores por parte de los miembros del servicio doméstico.) Como arriba comentábamos, esto en la novela culmina en la declaración que Fortunata hace de su propia condición de ángel en su lecho de muerte. Aunque Camus saca de su versión televisiva este aserto autoafirmativo, aquí no hay, en su lugar, una reconfirmación del patriarcado, como sí ocurría al final de la adaptación cinematográfica de Fons. El tratamiento que Camus hace de Jacinta, también rehúye el retrato unidimensional de un «ángel del hogar» (del mismo modo que la caracterización de Fortunata rehúye el retrato unidimensional de una «pájara»). López-Baralt señala (1992-1993, 99-100) que el sensible estudio que Camus efectúa de la Jacinta de Maribel Martín constituye un precedente de la revaluación crítica de este personaje. Esta estudiosa aduce la exploración que el director lleva a cabo de la sexualidad de Jacinta
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—oficialmente el ángel es, por supuesto, asexuado— y observa la adición de una secuencia al texto galdosiano en la cual Jacinta visita a Estupiñá. Dicha visita sigue al encuentro de Juanito con Fortunata; la futura esposa de Juanito pasa por la desreputada pollería y oye a aves graznar y a una mujer anónima (¿Fortunata?) cantando. La secuencia apunta a la futura rivalidad entre estas dos mujeres, y a su solidaridad final. De manera que, no obstante el hecho de que a Jacinta se la presente dentro del hogar, la complejidad de este personaje se desarrolla espacialmente. A diferencia, en efecto, del torpe tratamiento que Fons hacía del asunto de Pitusín, Camus desarrolla esta búsqueda maternal. Aquí a Jacinta se la rueda por la calle en su búsqueda, y, como en Galdós, la mujer visita los suburbios en pos del niño. La dirección de fotografía fomenta, con planos subjetivos y cámara en mano, nuestra identificación con ella. Camus cuestiona, por tanto —siguiendo a Galdós—, esa prescripción espacial del «ángel» burgués como una criatura «presta y vivaz» en el hogar, pero «tarda y embotada» en la calle (véase Aldaraca 1991, 27). Igual que en el original galdosiano, en esta adaptación el personaje de Guillermina también perturba las divisiones espaciales. Encarnación suprema de ciertos aspectos de la ideología del «ángel» —religiosidad, abnegación, asexualidad, caridad—, así como de la «feminidad heroica» de Wilson, Guillermina sugiere, en cuanto mujer emprendedora y conocedora de la calle, cualidades «masculinas». Echando abajo las fronteras entre el interior y el exterior —y la estricta asignación de ambos espacios a sendos géneros—, por una parte, es la mayor defensora de la permanencia de la mujer en casa, pero, por otra, ella misma organiza la construcción de casas y orfanatos y es una arrendadora. Su poder urbano y público, coexistente con una influencia doméstica y privada, guarda un sugerente parecido con esa figura de la portera del bloque de pisos parisino que analiza Sharon Marcus (1999, 63-80), figura que, igual que Guillermina, opera «entre el espacio y el lugar» (1999, 71). También resulta revelador comparar a Guillermina con la presentación que Graham hace de las responsables de la Sección Femenina falangista, figuras que los telespectadores de más edad seguirían teniendo presentes. Si bien la ideología de dicha Sección Femenina era «profundamente conservadora», sus dirigentes eran «mu-
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jeres solteras —y económicamente independientes— con un estilo de vida inusualmente autosuficiente. Había una notable discrepancia […] entre esto y el mensaje que propagaban» (véase Graham 1995, 193). Es decir, que tanto estas responsables de la Sección Femenina, como la Guillermina de Galdós, paradójicamente socavan la ideología que buscan promover. Los tropos espaciales asociados al flâneur se repiten en la adaptación de Fons, pero Camus percibe las áreas de resistencia a los mismos que hay en la novela galdosiana y las desarrolla. En el contexto del género, estas áreas de resistencia propiciaban una lectura feminista en la medida en que se negaban a confinar a sus personajes femeninos en el estereotipo y dejaban al descubierto el carácter construido de tales estereotipos. Esta resistencia también apunta a la revaluación crítica de estos discursos llevada a cabo en el campo de la geografía feminista (véase, por ejemplo, Marcus 1999). Escribiendo sobre las políticas de género del espacio urbano, Elisabeth Mahoney sigue a Gillian Rose (1993) al plantear lo obsoleto de «la codificación tradicional del espacio público como algo masculino, lo que implica y codifica la invisibilidad de las mujeres en lo urbano (resultando su presencia siempre problemática y transgresora)»; también sigue a esta estudiosa al insistir en que «una experiencia viva de lo urbano distinta […] requiere un paradigma teórico distinto. […] El espacio teórico […] está sometido a presión para dejar al margen la linearidad y el deseo de una visión panóptica, para poner ante los ojos la otredad, la diferencia y lo ecléctico» (véase Mahoney 1997, 171 y 169). El trabajo de Mahoney se basa en una lectura de la ciudad cinematográfica posmoderna, pero curiosamente se hace eco del cuestionamiento que Marcus lleva a cabo de los estereotipos espaciales decimonónicos y de la creativa respuesta de Camus a Fortunata y Jacinta. El punto de vista en la televisión. Si este estudio de los registros simbólicos y espaciales apunta a una interpretación feminista, lo siguiente que debemos plantearnos es si en la serie televisiva se produce la correspondiente superación de la tradicional cosificación cinematográfica de la mujer. La adaptación televisiva de Camus empieza, igual que la película de Fons, inscribiendo esta mirada (gaze) mainstream de
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género. A Fortunata inicialmente se la reduce, en efecto, mediante una metonimia —como ya sucedía con la caja de plumas en la adaptación cinematográfica de Fons—, pues la primera noticia que tenemos de su existencia está pasada por el filtro de la preocupación de Barbarita sobre su hijo. Al comienzo de la serie, Fortunata es solamente una risita que escapa de un carruaje que llega a la casa de los Santa Cruz a altas horas de la noche. En la novela, Barbarita percibe la influencia de Fortunata en Juanito por los cambios habidos en el habla de su hijo. Como antes comentábamos, los guionistas de la serie —Camus y López Aranda— no son sensibles a la riqueza lingüística de la obra de Galdós. El director sí que recoge, sin embargo, la descripción galdosiana de los cambios que provoca en el atuendo de Juanito su contacto con Fortunata —véase Pérez Galdós (1994-1995, I, 187-189)—, aspecto que se adecúa al medio visual. En su versión de la secuencia en la que Fortunata sorbe un huevo crudo, Camus también pasa por alto — igual que Fons cuando introduce a Fortunata— el hecho de que, en el original de Galdós (I, 182), ambos personajes se espían mutuamente. El realizador inscribe, antes bien, el paradigma de lo masculino/femenino y lo activo/pasivo. Por último, de la primera época de la relación de Juanito y Fortunata tenemos noticia tan solo desde la perspectiva de Juanito. Mediante un flashback Camus revela que Juanito se acuerda de aquello durante su luna de miel. La perspectiva masculina queda reforzada cuando la presentación de Maximiliano a Fortunata también se rueda desde el punto de vista de él. Con relación a otros ámbitos de la comunicación narrativa, cabría percibir un cuestionamiento de esta mirada de género. En el plano acústico, ya hemos señalado el dominio de la banda sonora por parte de Fortunata. Además, en esta adaptación televisiva no solo desaparecen las connotaciones patriarcales de un narrador masculino en voz en off, sino que el uso de la voz en off se reparte ahora equitativamente entre Fortunata y Maximiliano. Por ejemplo, se asigna a cada uno secuencias de monólogo idénticas en las que reflexionan sobre su matrimonio inminente. Y, de nuevo a diferencia de Fons, Camus presenta el asunto de Pitusín totalmente desde la perspectiva de Jacinta. En las visitas que esta hace con Guillermina a los suburbios madrileños, Camus usa una cámara en mano que fomenta
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nuestra identificación con la perspectiva de esta mujer y transmite su incomodidad en semejante lugar34. Por último, los dos únicos sueños incluidos en la serie televisiva —una clara invitación a que el/la espectador(a) se identifique y también un ámbito de especial interés para Galdós— son los sueños de Jacinta (sobre su infertilidad) y de Fortunata (sobre su amor por Juanito). Este foco en los personajes femeninos erosiona la perspectiva masculina que la narrativa inicialmente fomentaba. La lectura feminista de Fortunata y Jacinta que hace Jagoe no solo es relevante de cara al énfasis de Camus en la solidaridad femenina, sino que también resulta apropiada aquí por el uso que hace del vocabulario de la mirada (gaze): Mientras que la mirada cosificadora de Juanito sobre Fortunata dominaba el comienzo de la historia, la imagen más potente del final de la misma es la de la mirada mutua imaginaria que conecta a ambas mujeres, a Fortunata y a Jacinta, las cuales han afirmado su propia condición de sujeto y su solidaridad femenina a pesar del abismo de clase que las separa: «Bien podría ser que se miraran de orilla a orilla, con intención y deseos de darse un abrazo» (Jagoe 1994, 118; énfasis mío).
Camus transmite esta «mirada mutua» sororal sin cartografiar una apropiación femenina del vocabulario fílmico patriarcal de la mirada masculina. La comunicación de la perspectiva tanto de Jacinta como de Fortunata se transmite, en esta serie, más bien mediante lo que los estudiosos de los medios de comunicación denominan el «plano de reacción» (reaction shot) televisivo, que se adecúa, por tanto, a este medio. Esto queda demostrado, por ejemplo, con el modo en que las dos secuencias oníricas no ofrecen el punto de vista visual de Fortunata o de Jacinta, sino que presentan a ambos personajes reaccionando a los acontecimientos. Vemos, es verdad, a los personajes, pero somos conscientes de que la perspectiva es el punto de vista de ellos. Como
34 El uso de la cámara en mano en los suburbios podría aducirse como indicio de un equivalente camusiano del narrador burgués de Galdós. Esto expresa, en efecto, la distancia del narrador de la novela para con el proletariado, pero Camus es incapaz de transmitir lo que los críticos han llamado la ironía cervantina del narrador. Sobre la cuestión del narrador cinematográfico, véase el capítulo quinto del presente libro.
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señala John Caughie (1990, 54), «si el plano subjetivo […] es una figura fundamental para la identificación cinematográfica, […] el plano de reacción constituye una figura equivalente para el irónico carácter suspensivo de la televisión». Escribiendo sobre la perspectiva de género y el cine heritage, Claire Monk sugiere (1996-1997, segunda parte, 4) que esta falta de planos subjetivos convencionales no es exclusiva de la televisión, sino un rasgo formal del género cinematográfico heritage en general. La lectura que esta estudiosa hace de estas películas como un tipo de «género [fílmico] para mujeres» —sus ejemplos están sacados de las cintas de la productora Merchant Ivory— resulta pertinente también para la naturaleza feminista de la obra de Camus. Las características formales esbozadas por los estudiosos de la televisión y del cine heritage reflejan la manera en que Camus evoca —y después rechaza— la perspectiva masculina en Fortunata y Jacinta, permitiéndonos adoptar una posición de identificación con las protagonistas femeninas al compartir su reacción a los acontecimientos de sus vidas, en términos tanto de recortar como de desplegar sus alas.
El gobierno de la mirada: Adaptaciones cinematográfica y televisiva de La Regenta Dados los paralelismos históricos que al comienzo del presente capítulo mencionábamos entre Fortunata y Jacinta y La Regenta en términos de historia de la producción, buena parte del material histórico y teórico que ya hemos discutido resulta igualmente relevante aquí. Así, en un plano ideológico, la adaptación cinematográfica de una novela oficialmente considerada sospechosa podría interpretarse como progresista35. En cuanto a la industria fílmica, el productor Emiliano Piedra
35 El régimen franquista consideraba La Regenta una «admirable novela, pero no apta para señoritas» (artículo de El Español publicado en 1945, citado en Martín Gaite 1998, 149). Véase la nota 23 del presente capítulo sobre la reedición de esta novela en 1966.
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estaba ansioso por repetir el éxito popular de la Fortunata y Jacinta de Angelino Fons. Con La Regenta de Gonzalo Suárez (1974) replicó, en efecto, el formato de Penella como estrella de adaptaciones literarias y produjo la que más éxito comercial tuvo de todas sus películas (véase Hernández Ruiz 1991, 246). Las críticas del momento van desde el elogio benévolo —«Una gran película española», «Una referencia inesquivable en cualquier estudio del cine español»— hasta el escepticismo sobre la simplificación del texto de Clarín por parte de Gonzalo Suárez, llegando a la controversia abierta cuando Asturias Semanal publicó el artículo «No a La Regenta cinematográfica», en el que seis profesores de la Universidad de Oviedo —y un sacerdote— expresaban sus dudas sobre el proyecto, planteando que la adaptación de semejante texto merecía ¡un director extranjero!36. Fernando Méndez-Leite repitió el éxito de esta película con una versión televisiva tremendamente popular (1995) que atrajo a más de seis millones de espectadores (véase Lara 1995, 19). La crítica de la época exultaba. Valga el caso de Fátima Rodríguez, de Cambio 16, quien afirmaba que «la televisión consigue a veces rebelarse contra su sambenito de “caja tonta”. [El] éxito [de las series] resucita la “tele” de calidad […]. La Regenta consiguió atraer casi tantos espectadores como el intocable fútbol» (citada en Jaime 2000, 183). Hasta la publicación de la primera versión del presente libro, sin embargo, ni la película ni la serie habían recibido atención crítica. La ideología del «ángel del hogar» es menos pertinente para La Regenta que para la obra de Galdós. Aquí los principales actores del drama son aristócratas, mientras que los personajes burgueses —sobre todo Visitación— destacan por su llamativa superación del papel angelical doméstico. Visitación, cuyo nombre le va de maravilla, anda siempre haciendo visitas y nunca está en casa, dejando el cuidado de los niños y del hogar a un marido ausente en el texto. La única incursión que Ana 36 He aquí los artículos de prensa a los que acabo de referirme (en el mismo orden en el que los he ido mencionando): M. Rubio (1974), Martialay (1975), «Reseña de La Regenta, de G. Suárez» (1975) y «No a La Regenta cinematográfica» (1972). Las mismas personas entrevistadas en el artículo de 1972 hicieron su aportación a una posterior «Polémica asturiana en torno a la película La Regenta» (Álvarez 1975) y mostraron, como era de esperar, una opinión negativa sobre la cinta.
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hace en la novela en el ámbito doméstico dura poco —véase Alas (1995, 549)—, y ni la versión cinematográfica ni la televisiva la incluyen. No obstante, los registros iconográficos y espaciales que hemos comentado siguen siendo aplicables, toda vez que pertenecen a la misma ideología contemporánea de la feminidad a la que también respondía Clarín. Una posible ventaja del adaptador de la novela de Clarín —sobre el adaptador de la de Galdós— es la primacía que en este texto tiene la visión. Laura Rivkin ha señalado, en efecto (1987, 318-319), que la trama de La Regenta versa sobre el «combate de superficie de batallas de miradas y [sobre] la ceguera metafórica». Un claro ejemplo de esto es el rechazo de Ana a expresar su tentación adúltera con palabras, pues ella prefiere embarcarse en un complejo comercio visual con su pretendiente. El exhibirse y el mirar son igualmente importantes para el resto de los personajes de la novela, como evidencia la secuencia de la penitencia de Ana con los pies desnudos: «Vinagre admiró como todo el pueblo, especialmente el pueblo bajo, los pies descalzos de la Regenta» (Alas 1995, 574). De hecho, cabría plantear que el drama de esta novela es la dialéctica entre el mostrar inocente —los pies desnudos de Ana— y el exhibir a sabiendas —los pronunciados escotes de Obdulia—, vale decir, entre exponerse al escrutinio o jugar al juego de guardar las apariencias (el «ten con ten»). Si una comprensión feminista de las relaciones de poder que gobiernan el acto de mirar es, por tanto, relevante ya de cara a la novela, lo será especialmente en nuestra lectura de las adaptaciones de esta a la pantalla. También son reveladores de cara a la presente discusión los comentarios de Alison Sinclair (1998, 29) sobre las dimensiones visuales del texto: Es en la «exhibición» pública de Ana, […] ya sea la de la adúltera o la de la hija religiosa, donde reside el drama de la narrativa. En esta teatralidad «histérica», la novela y su histérica protagonista siguen las mejores tradiciones decimonónicas de la «exhibición» de las histéricas en La Salpêtrière.
Conscientes de las connotaciones de «exhibir a la histérica», podemos aproximarnos a los modos en que Gonzalo Suárez y Fernando Méndez-Leite «exhiben» a Ana Ozores.
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En esta sección voy a seguir a Charnon-Deutsch en su trabajo sobre la construcción, en el texto de Clarín, de un paradigma de un sujeto masculino que mira al objeto femenino que es mirado. También consideraremos, igual que en la discusión de Fortunata y Jacinta, posibles identificaciones de las espectadoras con la Ana de Penella, así como los procesos identificativos diferentes que operan en la televisión. La tendencia crítica a considerar La Regenta un texto de «disolución» (véase Labanyi 1986), «digresividad» (Gold 1995) y «entropía» (Sieburth 1987) es menos relevante aquí en la medida en que tanto la versión cinematográfica, como la televisiva, confieren a la novela una relativa coherencia. La Regenta (Gonzalo Suárez 1974) Las historias del cine español se muestran desdeñosas con este trabajo de Gonzalo Suárez. Casimiro Torreiro (1995a, 364) se burla calificándolo de «olvidable»; únicamente la monografía de Javier Hernández Ruiz (1991) sobre la considerable producción tanto literaria como cinematográfica de Gonzalo Suárez ofrece un examen detenido de La Regenta de este director. El director empezó su carrera fílmica a comienzos de la década de 1960. Su obra temprana se asocia, como la de Vicente Aranda, a la Escuela de Barcelona, un corolario posterior del Nuevo Cine Español, pero considerado más intelectual, más experimental y más influenciado por modelos europeos37. Dado que la política estética de esta escuela derivaba en buena parte de la de la Nouvelle Vague francesa —movimiento que se definía, como veíamos en el primer capítulo, por oposición a la tradición «de calidad» de las adaptaciones literarias respetables—, La Regenta fue un proyecto que Gonzalo Suárez asumió de mala gana. (Más tarde confesaría que fue
37 Gonzalo Suárez colaboró con Aranda en su Fata Morgana (1966), y luego produjo su propia El extraño caso del doctor Fausto (1969). Sobre la Escuela de Barcelona y el Nuevo Cine Español, véanse Torreiro (1995b) y Caparrós Lera (1983). Sobre la implicación de Gonzalo Suárez, Hernández Ruiz (1991, capítulos cuarto y quinto).
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su «única película absolutamente mercenaria», citado en Hernández Ruiz 1991, 241.) Contratado como director por Piedra —tras rechazar Pedro Olea el encargo—, Gonzalo Suárez no tenía margen para intervenir ni en el guion de Juan Antonio Porto, ni en el reparto. No obstante el afortunado vínculo con su papel de la transgresora Fortunata de Fons, el peso, la edad y la imagen de estrella de Penella la convertían en una Ana Ozores totalmente inapropiada, pero el director no tenía nada que decir al respecto porque, igual que en Fortunata y Jacinta, Piedra quería que su mujer fuese la estrella38. Gonzalo Suárez, nacido precisamente en Oviedo —lugar de ambientación tanto de la novela, como de la película—39, disfrutó, sea como sea, de la colaboración del experimentado director de fotografía Luis Cuadrado y, de hecho, la película sirvió para consolidar su posición como director, aumentar su caché e impulsar su carrera (véase Hernández Ruiz 1991, 242-246). A pesar de la atención que presta al imaginario en su posterior adaptación televisiva de Los Pazos de Ulloa (1985) —una de cuyas partes es La madre naturaleza—, en esta película de 1974 Gonzalo Suárez no se hace eco del ubicuo imaginario de la novela —que difumina simbólicamente las categorías de animal y humano— y es incapaz de rectificar la omisión, por parte de Porto, de esa escena terrible en la que Ana cae en una trampa para zorros de Víctor (véase Alas 1995, 192-193). El uso que en la película se hace del espacio también inscribe los roles de género que arriba señalábamos, como se hace patente en la secuencia que abajo veremos de Fermín mirando la ciudad40. Lo más revelador de esta adaptación cinematográfica es la exploración,
38 El rodaje de este retrato de una mujer joven sin hijos también tuvo que posponerse hasta después del nacimiento de la tercera hija de Piedra y Penella, que entonces contaba treinta y tres años. Olea no quiso aceptar el retraso que el embarazo conllevaba, de ahí que la película pasara a Gonzalo Suárez. 39 Véase la nota 43 para la información sobre la relación de Clarín con la ciudad. 40 Este no es el caso en la novela. Si bien Clarín también empieza con este ejemplo arquetípico de panopticismo y omnipotencia urbanos masculinos, en realidad es a personajes femeninos como Visitación y Obdulia a quienes presenta yendo de un lado para otro por las fangosas calles de Vetusta.
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por parte del director, de la cuestión del voyerismo, relevante tanto para la novela como para el medio fílmico. Una ciudad de voyeristas. La escena en que el Fermín de Pas de Clarín sube a lo alto de la torre de la catedral —alineando sin ambigüedades el falo y el poder en el registro simbólico de la novela— y contempla la ciudad de Vetusta —«su pasión y su presa», véase Alas (1995, 14)— con su igualmente fálico catalejo, no ha pasado inadvertida a los críticos literarios. James Mandrell resume como sigue (1990, 23) el poder patriarcal que se alía con esta mirada (gaze): «Existir en este mundo es existir dentro del ámbito del falo, ya se trate de la ley del Padre o del catalejo del Magistral». La traducción cinematográfica que Gonzalo Suárez hace de esta secuencia es significativa, en primer lugar, en términos espaciales. Silenciosa e inerte —como Ana en el suelo de la catedral al final de la adaptación—, Vetusta se extiende ante Fermín como un terreno virginal que conquistar con su mirada colonizadora. En segundo lugar, la perspectiva de Fermín desde lo alto es significativa en la manera que ya hemos señalado con referencia a Fortunata y Jacinta. En la novela, la querencia de Fermín por subir hasta el vértice de la torre o montaña más alta de cualquier lugar que visita se atribuye, en efecto, a su pericia de cazador —véase Alas (1995, 14-15)—, pero Clarín también explicita (1995, 14) el goce sexual que esta posición de dominio proporciona al Magistral: «Llegar a lo más alto era un triunfo voluptuoso para De Pas». Gonzalo Suárez revela esta dimensión de la mirada de Fermín yuxtaponiendo sagazmente a este con el fálico badajo de una campana de la torre, y haciendo que, acto seguido, el clérigo apunte su catalejo hacia la Regenta. Además, el modo en que el director rueda esta secuencia nos invita a pensar en la teoría de Laura Mulvey sobre el placer visual, teoría que antes examinábamos a propósito de la manera en que Fons presenta a Fortunata (sorbiendo un huevo). Tras una breve secuencia que esboza la corrupción monetaria de Fermín, la cámara de Gonzalo Suárez hace tilt (se mueve en vertical desde una posición fija en el trípode) y así recorre la torre de la catedral de abajo arriba; después los rótulos de crédito de la película van pasando sobre un plano estático de
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este símbolo de poder (bajo el sonido de campanas que repican y de una música majestuosa). Luego la cámara vuelve a recorrer de abajo arriba la torre, tras lo que salta a los oscuros faldones arremolinados de un sacerdote que también está subiendo por esta. Ya en lo alto, un primer plano nos muestra a este hombre desplegando su catalejo, pero su rostro no se ve: sigue siendo una figura oscura, anónima. Su posición replica, por tanto, la nuestra propia en la sala de cine mientras compartimos su visión —a través del catalejo— de Ana, quien, a diferencia del voyerista, queda totalmente a la vista a plena luz del día —la silueta o el contorno de ella resulta nítido si se compara con la figura indeterminada de él— y no es consciente de que está siendo observada. Esta secuencia cumple, pues, todos los requisitos que una película mainstream ha de reunir para explotar la «fantasía voyerista» del espectador masculino (véase Mulvey 1999, 836). Solo después de esta secuencia de espionaje furtivo se revela, mediante un primer plano de su cara, la identidad de la oscura figura. Este prólogo indica la transformación que Gonzalo Suárez lleva a cabo de la novela La Regenta en una película de ilícita escopofilia. A la secuencia recién descrita le sigue, en efecto, otra de Fermín espiando a Ana desde su confesionario. Luego, a Ana también se la mira furtivamente desde las ventanas del casino. La sospecha de Fermín sobre la tentación adúltera de Ana se expresa asimismo cuando este espía la mansión de los Vegallana. Ana, en cambio, es, por supuesto, casi siempre el objeto, nunca el sujeto que espía. La película evidencia, así, la afirmación de Charnon-Deutsch (1994, 68) de que, en la novela, «el espacio en el que Ana Ozores es la figura que se mueve está atravesado por múltiples miradas escrutadoras». El modo en que Gonzalo Suárez comunica —mediante sueños, «ataques» y autoflagelaciones— el tormento que Ana se inflige a sí misma confiere peso a la inscripción del texto del director en el registro del patriarcado. Aunque estamos al tanto del contenido de su primer sueño —como también lo estábamos del contenido de los sueños de Fortunata y Jacinta en la serie televisiva de Camus—, dicho sueño va precedido por las sugerentes imágenes de una voluptuosa Penella retorciéndose en su cama, cosa que, de hecho, no deja de hacer durante la secuencia. Sin embargo, el contenido de otros sueños posteriores
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—y, con ello, la perspectiva subjetiva de Ana— se elimina, quedando tan solo la imagen de una mujer jadeante y con el pelo revuelto que «se exhibe» ante el/la espectador(a), lo que nos recuerda tanto esa teatral «exhibición» de la histérica a la que se refería Sinclair, como ese voyerismo cinematográfico del que habla Mulvey. La mujer dormida, igual que la mujer muerta —como ha mostrado Bronfen (1993)—, responde claramente a la necesidad del voyerista de que la persona observada no sea consciente de su condición de tal. La secuencia de una Ana medio desvestida azotándose a sí misma también recuerda a ese espectador masculino sádico frente a un espectáculo femenino masoquista que describe Mulvey. Los críticos no han dudado en comentar con sorna que semejante película no hacía —como otras adaptaciones de novelas decimonónicas realizadas en la misma época— sino satisfacer el apetito de un público ávido de referencias subidas de tono a sacerdotes rijosos y amas de casa burguesas cachondas (véase, por ejemplo, Monterde 1989, 50). El Fermín de Gonzalo Suárez lo encarna, sin embargo, el actor británico Keith Baxter, lo que sugiere que el país no estaba preparado todavía para un clérigo español descarriado41. Es posible que ciertos elementos de la película resulten desafortunados, por ejemplo, la elección de Penella como protagonista, lo desigual del guion, y el nivel en general bajo de la producción (especialmente casposos son los trajes y decorados de época de la puesta en escena de Wolfgang Burman). Pero la exploración del voyerismo que se lleva a cabo en esta adaptación no solo revela una voluntad de indagar en un ámbito clave de la expresión cinematográfica, sino que también pone de relieve —de manera pertinente— este aspecto del texto original.
41 A Álvaro, el don Juan de Vetusta, lo interpreta otro actor británico, Nigel Davenport, y esta inclusión en el reparto de actores no españoles acaso suavizara el carácter subversivo de estos personajes. Esto podría explicar la elección de Nickolas Grace para interpretar a Lorca en Lorca, muerte de un poeta (Bardem 1987), si bien el atractivo de esta estrella británica de cara a los públicos anglo-estadounidenses también sería, sin duda, un factor de peso. Doy las gracias a D. Gareth Walter por dirigir mi atención sobre el reparto de esta película.
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La democracia de la mirada. El final de La Regenta de Gonzalo Suárez no solo constituye una importante divergencia respecto a la novela, sino que problematiza esta lectura de la película como una ilustración de la mirada masculina. Esto puede demostrarse mediante un examen pormenorizado de los cambios que Gonzalo Suárez opera en el final del original de Clarín, y mediante una consideración — como en el caso de la Fortunata y Jacinta de Fons— de la aportación de Penella a la película. Para empezar, la modificación del final de la novela significa que los cimientos del edificio de subjetividad masculina que se ha construido en esta adaptación cinematográfica empiezan a resquebrajarse en las últimas escenas. Una vez que Ana cae en el adulterio —cosa que ocurre en el hueco entre los capítulos vigésimo octavo y vigésimo noveno—, Clarín borra, como es sabido, del texto a este personaje, que está a todas luces ausente de la narración de los acontecimientos que han de transformar su vida; estoy pensando concretamente en ese duelo en el que Víctor (su marido) es abatido y del que Álvaro (su amante) huye. Gonzalo Suárez, por el contrario, elige presentar este suceso desde la perspectiva específica de la heroína. (Este cambio viene dado, más que por el guion, por la dirección de fotografía y por el estilo interpretativo; de ahí que yo se lo atribuya al director, y no al guionista.) La confrontación armada entre el esposo ofendido y el amante alevoso va precedida de un plano de una pensativa Ana, tras lo que Gonzalo Suárez va haciendo un montaje en paralelo entre el duelo —a cámara lenta— y tomas largas en primer plano de Ana rezando, culminando con un primer plano extremo de los ojos de la heroína, lo que sugiere su responsabilidad y su culpa para con los sucesos que presenciamos. Tales ojos son luego los que enfrentan la mirada de Álvaro —ahora medrosa— poco antes de que ella corra junto a su marido y se ponga a suplicarle que la perdone. Gonzalo Suárez también cierra, en este final, un círculo que había iniciado con la secuencia inicial del voyerismo de Fermín. En la penúltima secuencia compartimos, en efecto, un total de cuatro planos subjetivos con Ana —mientras esta espía los chismorreos de la gente de Vetusta sobre el duelo—, tras lo que la seguimos mientras huye a la catedral para recibir el rechazo de Fermín, quien la mira desde lo alto —esta vez sin catalejo— en un
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plano picado que se corresponde con el del principio. Al principio de la película, sin embargo, esta perspectiva panóptica enmarcaba a Ana como un objeto o un espectáculo. Ahora, al final, cabe, en cambio, que nos invite a simpatizar con la heroína como sujeto. Como en la Fortunata y Jacinta de Fons, aquí también es relevante la dominante presencia de Penella en la pantalla, toda vez que fomenta nuestra identificación con su situación desesperada, especialmente en la medida en que, hasta este punto, su actuación como la floja Ana ha resultado poco convincente42. Probablemente debido a que no fue él quien eligió a Penella para interpretar a este personaje, Gonzalo Suárez no consiguió darle la vuelta a la situación, es decir, no supo convertir en un valor el hecho de que un papel lo encarne un intérprete que, en principio, no da el perfil. La propia Penella hablaría posteriormente sobre las dificultades que este papel le supuso, lo que contrasta con su experiencia como Fortunata. Una serie de factores contribuyeron, en efecto, a que este trabajo se le hiciera especialmente arduo: el retraso que, como antes mencionábamos, su maternidad le supuso, y la necesidad de perder peso, a lo que se añadió la muerte de su madre justo el día antes de que empezara el rodaje (véase Galán 1990, 59). Penella luego reconocería, sobre este personaje de Ana Ozores, que «llegué a odiarla, a amarla, a aburrirme, a entusiasmarme y así sucesivamente» (citada en Galán 1990, 59). Parece razonable concluir que Penella «odiaba» a su personaje y «se aburría» al principio de la película, pero lo «amaba» y «se entusiasmaba» hacia el final. En las secuencias finales de la desesperación de Ana, Penella impone y convence: surge un retrato de Ana como un ser que piensa y siente, mientras que, a la protagonista de Clarín, Charnon-Deutsch la describe (1994, 70) como uno «pedazo de carne silenciosa y lánguida a la espera del beso de la rana». Al no tener datos fehacientes sobre la identificación por parte de los públicos, únicamente podemos especular sobre las respuestas de estos cuando se estrenó la
42 Los siete participantes en esa «Polémica asturiana en torno a la película La Regenta» que antes mencionábamos (Álvarez 1975) comparten la «opinión unánime: Emma Penella nunca debió ser elegida para interpretar a Ana Ozores».
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película, pero la sugerencia de que, al final de la cinta, Penella ofrece un modelo positivo para la identificación femenina, parece plausible. Así La Regenta de Gonzalo Suárez resulta interesante como artefacto cultural —en ocasiones, también como película— porque explora la tensión que envuelve los roles de género característicos de los estertores de la dictadura. Al mismo tiempo reconfirma los principios patriarcales tanto de siglo xix, como del franquismo, si bien también parece cuestionar dicha ideología de género. Si, en la novela de Clarín, la crítica social se efectúa mediante una punzante sátira de la sociedad de Vetusta43, en la película de Gonzalo Suárez el asunto es menos complejo. Una lectura pormenorizada de la dirección de fotografía revela que la perspectiva masculina «dictatorial» del comienzo de la cinta simplemente contrasta con la perspectiva de Ana que se presenta al final, lo que indica una distribución más «democrática» del punto de vista narrativo. Tener en cuenta el hecho de que es Penella quien interpreta a la protagonista revela a una actriz que brega por encarnar las contradicciones de su personaje, contradicciones a las que acaso la propia Penella aluda en sus declaraciones que arriba examinábamos de que amaba y odiaba al mismo tiempo a Ana Ozores. Sugerir, sin embargo, que Gonzalo Suárez en última instancia está dotando a la Ana de Penella de una conciencia de sí misma que en la novela se le niega, eso igual es ser demasiado generosos. Nuestra adopción de su perspectiva en el duelo podría leerse como un modo de reforzar la culpa de la adúltera. Otra opción sería interpretar que tanto la protagonista femenina, como los protagonistas masculinos —es decir: tanto Ana, como Álvaro y Fermín—, están sujetos al control de la fuerza social maligna que en la novela encarna Visitación. Advertimos, en efecto, que el escándalo que envuelve a Ana —o puede acabar envolviéndola— viene dado por el deseo que Vetusta tiene de ver. Clarín explica (1995, 71) que, desde aquel episodio con Germán cuando era niña, los habitantes de Vetusta «querían verla, desmenuzar sus gestos, sus movimientos para ver si se le conocía en
43 Cuando escribía la novela, Clarín era profesor universitario de Derecho en Oviedo, ciudad de la que Vetusta es un trasunto ficcional.
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algo». Visitación, por su parte, expresa como sigue el deseo colectivo de que Ana cometiera adulterio: «Quería ver aquel armiño en el lodo» (1995, 161). Aquí la sugerencia sería que el deseo de ver infamia va más allá del género de las personas y se hace extensivo a las figuras masculinas. Gonzalo Suárez incluye un interesante plano de los integrantes del triángulo adúltero en el comedor de la mansión de los Vegallana: Ana, el campo de batalla, aparece flanqueada por Álvaro y Fermín, los combatientes —si bien el Magistral es sustituido por Víctor en el duelo real—, quienes están uno frente al otro en precisa simetría a ambos lados de ella. Estos dos rivales combaten, así, por el dominio de Vetusta a través del cuerpo y la mente de la Regenta. Este plano también se corresponde exactamente con uno que se evoca en el ojo mental de Visitación: «Quería ver al confesor y al diablo, al tentador, uno frente de otro» (Alas 1995, 268). En la Vetusta de Gonzalo Suárez, da la impresión de que a todos los personajes los encuadra la fisgona mirada cinematográfica. La Regenta (Méndez-Leite 1995) La decisión de Fernando Méndez-Leite de dirigir una adaptación de este clásico literario para la televisión es típica de su política como director general del Instituto de la Cinematografía y de las Artes Audiovisuales (1985-1988). Al asumir el cargo tras la renuncia de Pilar Miró, mantuvo en funcionamiento el sistema de subvenciones que esta había introducido, sistema que, como en el capítulo segundo comentábamos, tendía a favorecer las adaptaciones cinematográficas del canon literario español. Irónicamente, sin embargo, esta adaptación de 1995 no recibió subvenciones y, para que Televisión Española aceptase emitir la serie, Méndez-Leite se vio obligado a reducirla, de las diez horas y media rodadas, a seis —y por último a cuatro y media—, cosa que al director le dolió mucho, ya que, según él mismo afirma —véase Méndez-Leite (1995, 111)—, su principal objetivo era la máxima fidelidad al texto. Al estar separada de su novela original por más de un siglo —lapso que llevó a España desde la Restauración borbónica hasta una democracia plenamente desarrollada—, cabría esperar que esta adaptación
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televisiva de Méndez-Leite registrase la transformación que los roles de género experimentaron entre la publicación de dicha novela (18841885) y la emisión de la serie (1995). Como en las exposiciones que anteceden, vamos a considerar la cuestión de los roles de género y su representación con relación al imaginario, al espacio y al punto de vista narrativo. El imaginario. Animales atrapados. Debido quizás a su mayor duración, en su adaptación de La Regenta Méndez-Leite incluye una serie de imágenes derivadas de la novela que, heredadas a su vez del «ángel del hogar» y de otros estereotipos de la feminidad, en la versión cinematográfica no figuran. En el texto de Clarín, la confusión entre Ana y el mundo animal resulta evidente en la medida en que se la asocia con la piel del tigre —véase Alas (1995, 51)— y la vemos caer por accidente en una trampa para zorros de Víctor, su marido (véase 1995, 192-193). Dicha confusión se expresa asimismo en términos ornitológicos. Tras el primer ataque de histeria de Ana, Clarín hace (1995, 60) que Víctor, que es muy aficionado a la caza, se despida de su esposa así: «¡Buenas noches, tórtola mía! Y se acordó de las que tenía en la pajarera». La homología entre Ana y el pájaro enjaulado queda ulteriormente reforzada con la yuxtaposición de una visita que su marido le hace… y otra que hace a la mencionada pajarera. El hecho de que, para Víctor, ambas visitas se mezclen, no escapa a la mordaz ironía del narrador de Clarín. A este personaje se lo describe, en efecto, como el «primer ornitólogo y [el] cazador sin rival de Vetusta» (Alas 1995, 61). Resulta, sin embargo, por una parte, que este hombre no es capaz de ejercer la caza en condiciones, por lo que Fermín se burla de él —(véase 1995, 608)— durante la lluviosa salida cinegética que ambos hacen desde la finca del Vivero. (Víctor también es incapaz de disparar a su rival adúltero cuando lo ve descolgándose de la ventana de su esposa [1995, 651] y durante el duelo [1995, 686].) Por otra parte, resulta que tampoco sabe mantener en su jaula a su pájaro. Méndez-Leite no indica las asociaciones de Ana con los pájaros hasta una secuencia que se sitúa ya hacia la mitad de la segunda parte de su serie televisiva, lo que lamentablemente elimina la función de prefigurar el aprisionamiento de esta mujer en la trampa para zorros,
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hecho que se incluye en la parte primera de la serie. En dicha secuencia, Álvaro va a despedirse de los Quintanar porque se marcha de Vetusta con motivo del verano, y Méndez-Leite desarrolla la referencia de la novela a la costumbre de Álvaro de acariciar un pavo real disecado que hay en el despacho de Víctor (véase Alas 1995, 414). El director hace, en efecto, que Álvaro acaricie distraídamente dicho pavo real mientras espera que Ana llegue al despacho. Él acaba de llegar del casino, donde lo hemos visto referir sus donjuanescas conquistas. Seducir a la esposa de su amigo, para Álvaro será —parece estar sugiriendo Méndez-Leite— un trofeo análogo a exhibir en el casino, igual que el ave disecada se exhibe en el despacho como símbolo del éxito de Víctor en la caza. (Incluso en el supuesto de que Víctor no haya cazado y matado el pavo él mismo, sino que exhiba el animal disecado como muestra de su estatus social, el hecho de que se trate de un pájaro asocia a dicho animal, y por tanto a Ana, con las aves que Víctor caza.) El consiguiente estatus parecido de Ana y del ave se expresa mediante la disposición formal del encuadre cuando la mujer entra: ambos —el pavo y ella— se sitúan simétricamente, lo que indica su equivalencia. La puesta en escena refuerza esta equivalencia en la medida en que las plumas pardas del ave se corresponden con el color del pelo de Aitana Sánchez-Gijón, la actriz que interpreta a la Regenta. También resulta significativo el hecho de que este pájaro sea, a todas luces, un objeto inanimado, pues no solo constituye un eco de las lecturas críticas de la Ana de Clarín como un «pedazo de carne», sino que también apunta a una interpretación feminista de las alas recortadas. Esto complementa una secuencia del capítulo noveno de la novela —lamentablemente no incluida por Méndez-Leite— en la que Ana trata de ordenar sus ideas mientras pasea por el campo y se compara a sí misma con el ave que ha estado observando: «Ese pajarillo no tiene alma y vuela con alas de pluma, yo tengo espíritu y volaré con las alas invisibles del corazón, cruzando el ambiente puro, radiante de la virtud» (Alas 1995, 175). No es solamente que esa compensación de la libertad mediante el alma que Ana concibe no se cumpla, sino que sus alas invisibles están simbólicamente recortadas, como esas alas inanimadas que han sido pegadas al costado del pájaro disecado del despacho de Víctor.
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La presentación que la serie televisiva hace de la intercambiabilidad de lo humano y lo animal sugiere una lectura feminista de la novela, pero esto resulta aquí mucho menos eficaz que en la adaptación de Fortunata y Jacinta de Camus. Para empezar, el contraste entre el «ángel del hogar» y la «pájara de la calle» no es relevante en La Regenta, por más que, para Víctor, los conceptos de ave y ángel sean intercambiables a la hora de referirse a Ana. Igual que Ana cuando cae en la trampa para zorros, Fermín también es descrito por Clarín (1995, 254) como «una fiera en su jaula». Méndez-Leite incluye la secuencia de la trampa para zorros —como antes comentábamos— en la primera parte de su serie, y al final de la parte segunda expresa un aprisionamiento análogo de Fermín. Representando visualmente la cita de la novela recién transcrita, yuxtapone una imagen de Fermín mirando impaciente desde la ventana de su despacho, y un plano subjetivo en el que el sacerdote se fija en un perro que está encerrado en un balcón de la casa de enfrente. El espacio. ¿Una esposa atrapada? Sin embargo, el énfasis que Méndez-Leite hace en su serie televisiva en el tema del aprisionamiento parece indicar que su lectura visual de la novela es sensible a la cuestión de los roles de género. Aquí Méndez-Leite también llama la atención —como Camus en su Fortunata y Jacinta— sobre los límites de los espacios cerrados. Porque es verdad que la «liminaridad» de Ana no cala, en el vocabulario simbólico de la serie, tan hondo como en la de Camus lo hacía respecto a Fortunata, pero la ubicación fronteriza de la heroína se expresa en los frecuentes planos que la muestran junto a las puertas y ventanas de la mansión de los Ozores, y a través de la celosía del confesionario. Con ello se sugiere el vínculo entre la Ana que se sitúa físicamente en los confines y la Ana que, con la tentación adúltera, se sitúa mentalmente en el «confín» de su contrato matrimonial. Esto se deja claro en una secuencia derivada de la novela —véase Alas (1995, 196-198)— en la que, atormentada por su frustrante aprisionamiento en un matrimonio vacío, Ana se aferra a la puerta de los jardines de la mansión y allí se enfrenta a Álvaro, manifestación de su deseo adúltero. La toma de conciencia por parte de Fermín de que Ana está tanteando tales límites, Méndez-Leite la expresa espacialmente mediante
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el deseo simbólico del sacerdote de (re)capturar a la mujer. Una serie de planos subjetivos que nos ofrecen la perspectiva de Fermín sobre Ana desde dentro del confesionario parecen, en efecto, atrapar a esta en la red que la celosía representa. Esto queda reforzado cuando el clérigo evoca el rostro de ella en su ojo o pantalla mental desde un papel en el que acaba de esbozar una rejilla semejante a la de una jaula o un confesionario. La correspondiente visualización de la cara de su confesor por parte de Ana se produce en el campo, por lo que connota, en cambio, libertad. El espejismo de la interiorización. Una nota sobre el espacio en la novela de Clarín. Esta manifestación del problema de los roles de género mediante el uso del espacio —aparentemente similar en Fortunata y Jacinta y La Regenta— funciona, sin embargo, de maneras crucialmente distintas en ambas novelas originales. Y esto problematiza una lectura feminista de los espacios simbólicos en la adaptación de Méndez-Leite. El sometimiento de la mujer al yugo del espacio doméstico y privado constituye, en efecto, una imposición social en la novela de Galdós, pero en la de Clarín es algo autoimpuesto. Mientras que Galdós indaga —y socava— la ideología del «ángel del hogar» con los personajes femeninos de Fortunata y Jacinta, Clarín escenifica con Ana los elaborados juegos de poder de una sociedad del simulacro. De manera que, por una parte, Fortunata y Jacinta ofrecen una transgresora resistencia a la ideología espacial de su época. Pero, por otra, Ana se rebela contra la sociedad de Vetusta —irónicamente— precisamente por el intento que hace de adherirse a la ideología espacial. Esa fluidez de los límites entre espacios públicos y privados de la que hablaba Sharon Marcus (1999, 2-3) es ubicua en la Vetusta de Clarín, por más que la disimule un poco el delgado velo del guardar las apariencias del orden social. Las imágenes que la novela ofrece de categorías difusas —como el entremezclarse de lo humano y lo animal en la secuencia de la trampa para zorros— también tienen su reflejo espacial. Visitación, por dar un caso, anda siempre saltando de espacios públicos a espacios privados y viceversa —por ejemplo, las calles de Vetusta y el dormitorio de Ana—, y es el principal canal por el que llegan al ámbito público
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informaciones privadas sobre Ana (como sus ataques de histeria). Del mismo modo, Petra, criada de los Quintanar, es el medio a través del cual llegan al confesor de Ana detalles sobre la vida privada de esta (sobre todo su adulterio). Las imágenes de límites difusos que los críticos han percibido en la novela —véanse Labanyi (1986) y Sinclair (1998, 35-38)— podrían leerse, en consecuencia, como metáforas del entrecruzarse de los espacios público y privado. Diríase que casi nada escapa a esta ilícita mixtura, desde lo animado (las turgencias de Obdulia rebosan de los prietos vestidos que habrían de sujetarlas; véase Alas 1995, 30), hasta lo inanimado (del relleno de las butacas de De Pas, se dice que asoma por las rajas de la tela que habría de contenerlo; véase Alas 1995, 204). Incluso los pies descalzos de Ana entran, de manera incongruente, en la esfera pública con motivo de su impactante penitencia procesional (1995, 577.) La respuesta de Ana a esta entremezcladura es retirarse a un espacio privado ilusorio que, paradójicamente, más público va volviéndose cuanto mayores van siendo los intentos de ella por hacerlo privado. Esto constituye una irónica subversión de ese afán feminista de escapar del aprisionamiento espacial que encontramos en Fortunata y Jacinta, si bien por parte de Ana no hay ninguna tentativa sostenida de ser un «ángel» burgués. Su apartamiento se explica, en efecto, ora con su emulación de un ideal de esposa, ora con su afección histérica, ora con su misticismo religioso. En esta lectura espacial de la novela, el adulterio se puede entender como la consecuencia inevitable de las contradicciones del proyecto de interiorización de Ana. La metáfora que Clarín establece al presentar como un edificio el matrimonio de esta mujer, resulta significativo a este respecto. El edificio conyugal está construido sobre la unión de Ana con Víctor —ella posteriormente se dirá que él era «la muralla de la China de sus ensueños» (Alas 1995, 108)—, y la perspectiva de la infidelidad se expresa mediante la penetrabilidad de dicho edificio. Álvaro inicialmente se refiere a Ana, en efecto, como a «una fortaleza inexpugnable» (1995, 127), mientras que al hecho de seducirla lo califica de asedio (1995, 434.) Pero, del mismo modo que la opacidad tras la que Ana trata de esconderse es ilusoria, los muros de su hogar conyugal son transparentes. La amistad de Álvaro con Víctor le da
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acceso a la casa y, así como Fortunata sueña con límites permeables en una manifestación de su deseo adúltero —véase Pérez Galdós (19941995, I, 681)—, durante la representación de Don Juan Tenorio Ana también se inscribe a sí misma en una narrativa de adulterio en términos espaciales simbólicos: «Ana se comparaba con la hija del Comendador [de Zorrilla]; el caserón de los Ozores era su convento […] y don Juan… ¡Don Juan aquel Mesía que también se filtraba por las paredes, aparecía por milagro y llenaba el aire con su presencia!» (Alas 1995, 357; énfasis mío). Da la impresión, por tanto, de que, a diferencia de en la Fortunata y Jacinta de Camus, la presentación que Méndez-Leite hace de la «liminaridad» de Ana no habría de leerse en términos de resistencia a la ideología patriarcal. En la sección final que sigue, voy a discutir si, en esta adaptación televisiva, la manipulación del punto de vista narrativo se resiste a, o refuerza, dicha ideología. La dictadura de la mirada. Como antes decíamos, en su trabajo sobre la ficción realista española —Gender and Representation— Lou Charnon-Deutsch planteaba provocativamente (1990, XII) que este género literario fue «escrito por varones desde una perspectiva masculina». La afirmación parece contradictoria en la medida en que las novelas que hemos examinado colocan en el centro de la escena a unas protagonistas femeninas y asumen, por tanto, la subjetividad femenina como su principal objeto de interés. Respecto a La Regenta, Charnon-Deutsch explica esta paradoja como sigue (1990, 105): Los pensamientos y los motivos de Ana, el personaje psicológicamente más desarrollado de Clarín, se diseccionan con un nivel de detalle sin parangón entre los contemporáneos del autor, pero, al describir la relación entre el narrador y la protagonista en La Regenta, una está midiendo constantemente, en lugar de una cercanía, una distancia. Hay una simpatía sin vínculo, y en ocasiones una búsqueda de placer en forma de voyerismo. Y no solo en las escenas de Ana frotándose con las sábanas o con la piel de tigre, sino también en sus masoquistas rendiciones a los hombres que desean dominarla.
Laura Mulvey plantea, en la misma línea, que el cine narrativo mainstream muestra una tendencia a representar a la fémina como ob-
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jeto y al varón, en cambio, como sujeto. En la adaptación cinematográfica de Fons de Fortunata y Jacinta, y en la versión de La Regenta de Gonzalo Suárez que arriba examinábamos, he mostrado que la asignación del papel protagonista a Emma Penella, y su estilo interpretativo, acaso hagan frente a lo que se ha llamado la «mirada masculina» (male gaze), ofreciendo posibilidades alternativas de identificación para públicos femeninos. De hecho, hacia el final de su película Gonzalo Suárez prueba a usar planos subjetivos que transformen la objetificación de Ana precisamente en subjetividad. En la adaptación televisiva de Fortunata y Jacinta de Camus, el «plano de reacción» (reaction shot) ofrece igualmente una alternativa al paradigma de Mulvey. En cuanto a la versión televisiva de Méndez-Leite, emitida en 1995 —cuando en principio la igualdad de género ya había sido por lo menos conceptualmente aceptada como algo fundamental para la vida española—, cabría esperar que adoptase algunas de estas estrategias. Pues bien: en este sentido podría parecer significativo el hecho de que Méndez-Leite suprima la escena del espionaje voyerista que Fermín hace con su catalejo en el primer capítulo de la novela, escena que, como arriba comentábamos, alinea el poder tanto con el ojo voyerista, como con el falo. Lo cierto es, sin embargo, que semejante estructura de poder patriarcal informa cada plano de la serie televisiva de Méndez-Leite. Esto se ejemplifica en el modo en que se nos presenta a Fermín. La primera vez que vemos al sacerdote, no lo encontramos espiando desde el campanario con su catalejo, sino ensayando un sermón sobre la infalibilidad del clero ante su madre y la criada, quienes guardan primero silencio y expresan después su admiración por el virtuosismo retórico de este ministro de la Iglesia. Luego a Fermín se lo alinea con la torre de la catedral —símbolo supremo del poder, como ya hemos comentado— en un plano que establece una correspondencia entre su figura en primer término y la silueta de la torre al fondo. Y, por si acaso el/la espectador(a) no se diera cuenta, esta asociación se hace explícita en una secuencia posterior —que no figura en la novela— en la que la criada le dice a su amo que «el señorito se parece a la torre de la catedral». La perspectiva de Fermín se expresa luego con un travelling subjetivo en la catedral —el sacerdote mira, por supuesto, a las «beatas»—, y su control ya más específico
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sobre la narrativa se transmite mediante otro plano subjetivo de él mirando a Ana y a Visitación dentro del templo. Tras este esbozo del personaje, la narrativa nos informa de que Fermín va a heredar de Ripamilán —el arcipreste— a la Regenta como confesante. Resulta sin duda significativo que, al referir el arcipreste la biografía de Ana a su sucesor, este —o sea: Fermín— pase a asumir la tarea de controlar la narrativa de la vida de Ana. Méndez-Leite establece así la naturaleza visual, lingüística y fálica del poder de Fermín. Semejante foco en el Magistral puede explicarse por el hecho de que, quien encarne al personaje, sea la célebre estrella española Carmelo Gómez, quien a lo largo de la serie transmite especialmente bien la megalomanía corrupta de Fermín. Además, en las reflexiones del propio Méndez-Leite sobre su adaptación, el director habla de la prioridad que dio a la caracterización, pero se refiere —y esto es significativo— a la complejidad no de Ana, sino de Fermín: «El Magistral [es] el gran protagonista de la novela y a mi juicio el personaje más rico y más apasionante que tiene La Regenta», véase Méndez-Leite 1995, 112. Esta afirmación revela que el director desatiende la exploración que Clarín hace de la subjetividad de su protagonista femenina para centrarse en un héroe masculino. Esta redistribución de los acentos es sumamente significativa en términos de roles de género y de representación de los mismos. Suprimiendo, en efecto, la exploración psicológica del personaje de Ana, Méndez-Leite reduce a la heroína de Clarín a un mero objeto o espectáculo. Pero este planteamiento de que la adaptación de Méndez-Leite establece una simplista oposición entre el espectador o sujeto masculino y el espectáculo u objeto femenino puede cuestionarse, pues, no obstante todo su poder fálico, Fermín no deja de estar dominado por su tiránica madre (Paula). Y así, en esa secuencia que antes comentábamos en la que el sacerdote ensaya un sermón, su pomposidad se deshincha humorísticamente al decirle la madre a su «Fermo» que no llegue tarde a cenar. Ahora bien: mientras que, en la novela, esta relación entre la progenitora y su vástago dramatiza los terribles conflictos del preedípico binomio madre-hijo —como ha demostrado Alison Sinclair (1995)—, en esta adaptación dicho aspecto de la relación entre ambos personajes parece incluirse tan solo a efectos cómicos.
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Además, conforme a la lógica de nuestro planteamiento, cabría esperar que la escena de Ana frotándose con la piel de tigre supusiera la culminación de esa división entre el sujeto/espectador masculino y el objeto/espectáculo femenino. Fijémonos en cómo se describe esta escena en la novela de Clarín: Después de abandonar todas las prendas que no habían de acompañarla en el lecho, [Ana] quedó sobre la piel de tigre, hundiendo los pies desnudos, pequeños y rollizos, en la espesura de las manchas pardas. Un brazo desnudo se apoyaba en la cabeza, algo inclinada, y el otro pendía a lo largo del cuerpo, siguiendo la curva graciosa de la robusta cadera. Parecía una impúdica modelo olvidada de sí misma en una postura académica impuesta por el artista (Alas 1995, 51).
Charnon-Deutsch ha interpretado esta escena como «pornográfica» (1990, 109), en el sentido de que se establece un espectador masculino deseoso que «despoja [a Ana] de su subjetividad». En su visualización de esta escena, Méndez-Leite se centra en plan voyerista en Ana desvistiéndose, pero de repente salta a un flashback sobre el recuerdo de Ana de su aventura con Germán y abandona por completo ese asunto subido de tono de la piel de tigre, conque aparentemente sustituye a la Ana objeto de deseo por una Ana que es un sujeto recordante. No obstante, la moderación de esta secuencia probablemente venga dada por el hecho de que Méndez-Leite pretendía que la serie se emitiese en la franja de máxima audiencia. Cabría incluso avanzar la hipótesis de que buena parte de los materiales acabaron en el suelo de la sala de montaje al verse el realizador obligado a reducir la duración de su versión televisiva en más de la mitad. La idea de que Méndez-Leite escenifica una lectura patriarcal de la novela se confirma, de hecho, a lo largo de toda la serie. En los sueños y ataques de histeria de Ana que siguen, no nos enteramos de sus pensamientos con «planos de reacción», sino que solo la vemos con su desgreñado —pero hermoso— cuerpo soñante, histérico o extático. Esta perspectiva voyerista hace pensar en el foco que Gonzalo Suárez ponía en la voluptuosa Penella, y contrasta con el tratamiento subjetivo que Camus hace de los sueños de Jacinta y Fortunata. Como tal, nuestra reacción ante Ana se alinea con la de los personajes masculinos libidinosos (Fermín y Álvaro). Esto queda claro cuando
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Visitación describe uno de los «ataques» de Ana a un ávido Álvaro: el/ la espectador(a) ya ha visto las lascivas imágenes que Visitación evoca en la imaginación de este calavera. Respecto al final de la adaptación de Méndez-Leite, resulta reveladora una comparación con la película de Gonzalo Suárez. Como antes comentábamos, Clarín expulsa a su heroína del texto tras la caída de esta en el adulterio. Méndez-Leite, a pesar de su extraña afirmación (1995, 118) de que él, en la última sección de su adaptación, transforma la novela, en realidad lo que hace es ir siguiendo fielmente la letra del texto de Clarín, pues, una vez que sucumbe a Álvaro, Ana está bastante ausente de la narrativa, y los acontecimientos relativos al duelo se filtran por los cotilleos del cabildo y el casino. Así, mientras que, en su adaptación de 1974, Gonzalo Suárez pone en cuestión la hegemonía fálica/visual previa cambiando el final de la novela, Méndez-Leite, en la serie televisiva, se limita a reconfirmar la dominación patriarcal. Méndez-Leite ofrece, por tanto, una versión del texto de Clarín que despliega el habitual paradigma de Mulvey del placer visual, eludiendo esa posibilidad que brinda la televisión —posibilidad explorada por Camus— de inscribir un «plano de reacción» potencialmente feminista. Esta lectura de la mirada como algo autoritario y masculino resulta más evidente todavía si analizamos el papel de la voz en esta serie televisiva. Las escenas de apertura resultan significativas a este respecto, en la medida en que nos presentan a Ana en su jardín mientras le hablan su marido y la amiga de ella. En un llamativo contraste con el modo en que antes veíamos que se presenta al pontificador Fermín, Ana está, en las primeras imágenes en que la vemos, simbólicamente callada: sencillamente hablan por ella Víctor y Visitación. El uso que Méndez-Leite hace de la voz en off es especialmente interesante a este respecto, ya que tal voz interviene tanto en la apertura, como en el cierre de esta adaptación. Del mismo modo que una mirada masculina «dictatorial» cosifica a Ana, una voz igualmente autoritaria la cosifica lingüísticamente. Como antes señalábamos, Kaja Silverman pone de manifiesto, en su estudio de la voz en el cine mainstream de Hollywood (1988, 48-49), que la voz en off incorpórea es exclusivamente masculina. (Femenina puede ser si se trata de una
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voz en off encarnada.) Esta estudiosa también plantea, con referencia a la teoría psicoanalítica (1988, 163-164), que tales voces en off alinean [al] sujeto masculino con el poder, con el conocimiento acreditado y con el derecho (en resumidas cuentas: con el padre simbólico). […] Al sujeto femenino, por el contrario, se lo excluye de posiciones de poder discursivo tanto fuera, como dentro de la diégesis cinematográfica clásica. Se lo confina no solo a ese lugar seguro que es la trama, sino, de hecho, a lugares seguros dentro de la trama, esto es, a posiciones que quedan dentro del eventual ámbito visual o auditivo masculino.
Ya se trate de condensar novelas muy extensas —como en el caso de la Fortunata y Jacinta de Fons—, o de incluir pasajes favoritos — como en La Regenta de Méndez-Leite—, el uso de la voz en off masculina incorpórea tiene estas significativas connotaciones de género. Al comienzo de la serie televisiva de Méndez-Leite, un narrador masculino ausente lee unos famosos pasajes de los dos primeros párrafos de la novela de Clarín —véase Alas (1995, 7)— mientras vemos una imagen de esa misma torre de la catedral que se está describiendo. Esta introducción, en sí misma benévola, conforma la impresión, en las mentes de los espectadores, de que el conjunto de la narrativa va a ser un cuento contado por un hombre sobre una mujer, y establece la voz masculina como todopoderosa. (No se explora, sin embargo, esa ironía saboteadora que las palabras citadas encierran: «La heroica ciudad dormía la siesta»; «La muy noble y leal ciudad hacía la digestión» [Alas 1995, 7].) Para el final de la adaptación, la vuelta a esta voz autoritativa —que ahora cita las terribles líneas últimas de la novela— resulta amenazadora: «Ana volvió a la vida rasgando las nieblas de un delirio que le causaba náuseas. Había creído sentir sobre la boca el vientre viscoso y frío de un sapo» (Alas 1995, 700). Estas líneas rematan una descripción masculina de la adúltera femenina: refuerzan la ideología patriarcal —pues alinean la voz masculina con la autoridad narrativa— y al mismo tiempo cosifican a la mujer como espectáculo. En las imágenes finales de la serie, la cámara se va alejando paulatinamente de Ana, que yace postrada en el suelo de la catedral —con el beso de vientre de sapo en la boca— bajo una música de redobles triunfales. La cámara se aleja de ella con repugnancia exactamente del
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mismo modo en que acaba de hacerlo Fermín, lo cual insiste en nuestra identificación no con ella, sino con él. Es un cierre cabal para una serie televisiva en la que Méndez-Leite explota el potencial autoritario y dictatorial del cine para reconfirmar el patriarcado a través tanto de la imagen, como de la banda sonora. La lectura de la novela que aquí hace el director, rehúye el desarrollo psicológico del personaje de Ana, reduciendo a este a un objeto o espectáculo. A la Regenta se la presenta, en efecto, como un pájaro disecado, como un animal atrapado, como un cuerpo extático en los brazos de Álvaro o como una desgreñada, pero hermosa histérica (en un preocupante eco de la «exhibición» de las histéricas de La Salpêtrière); jamás, en cambio, como un sujeto pensante. Es un objeto —o una cosa— que está ahí para el examen inquisitivo, como lo fuera de niña al comienzo de la novela —«Ana fue objeto de curiosidad general» (véase Alas 1995, 71)—, y de adulta al final de la misma: «En todo Vetusta no se hablaba de otra cosa» (1995, 682). A semejanza de ese medallón con el retrato de una mujer que aparece en la cubierta de la edición que Alianza Editorial sacó de la novela en 1995, Ana es una alhaja que examinar (u ocultar) a capricho de su dueño. Mientras que Camus explota las singularidades del medio televisivo para establecer un punto de vista femenino, la serie de Méndez-Leite revela cómo la mirada masculinizada del cine narrativo mainstream puede traducirse sin mayor problema a la televisión. A este respecto resulta significativo el hecho de que el director afirmase que, para él, el cine y la televisión son indistinguibles (véase Méndez-Leite 1995, 109). No solo está dejando de explorar, en consecuencia, las ambigüedades de la novela de Clarín para con los roles de género, sino que deja pasar también la oportunidad de acoplar las tramas entrelazadas, la falta de resolución y el carácter regresivo —véase Gold (1995)— de este «texto de huida» (Sinclair 1998, 32) al modo interrumpido, fragmentado y distraído en el que la narración televisiva también puede operar. No está cumpliendo, por tanto, su voto de fidelidad a la novela original. Conclusión. ¿Nostalgia de la diferencia sexual? En Nostalgia and Sexual Difference, Janice Doane y Devon Hodges plantean que la literatura estadounidense nostálgica de mediados y finales del siglo xx contiene impulsos antifeministas. Lo que dicen es que escritores
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nostálgicos como Christopher Lasch, John Irving y Harold Bloom se retiran a un tiempo pasado de diferencia sexual estable para escapar de esa turbulencia sobre los roles de género que es característica del presente. «Los escritores nostálgicos», observan Doane y Hodges (1987, 14), «sitúan el lugar [de la mujer] en un pasado en el que las mujeres tienen en el hogar, “de una manera natural”, la función de proporcionar un paraíso de estabilidad. […] Nóstos, es decir, “regreso al hogar”». Se puede discutir sobre semejantes generalizaciones, pero, si aplicamos estas ideas a los textos de los que aquí nos ocupamos, sugieren que esa «desorientación» a propósito de los roles de género —véase Brooksbank Jones (1995, 390)—, en la España de finales del siglo xx llevó a los cineastas, realizadores televisivos o productores a replegarse a una época de seguridad respecto a dichos roles en la literatura del siglo precedente. La primera ironía que socava este planteamiento tentadoramente simplista es el de que las postrimerías del siglo xix fueron, ya de suyo, un periodo de tensión en lo que a los roles de género se refiere. Dicha época presentaba, en efecto, unos curiosos paralelismos con la sociedad en evolución de finales del siglo xx. En segundo lugar, las novelas de Galdós y Clarín exploran —como han mostrado relecturas suyas feministas— tales tensiones relativas a los roles de género, e incluso trabajan por la corrosión del patriarcado burgués. El contraargumento de Doane y Hodges podría ser, naturalmente, que a lo mejor resulta que los adaptadores optan, si están resueltos a pintar una estabilidad en términos de roles de género, por ignorar las mencionadas tensiones y ambigüedades de los originales literarios. Calibremos, entonces, las adaptaciones audiovisuales que aquí hemos examinado de la Fortunata y Jacinta de Galdós, y de La Regenta de Clarín, desde la perspectiva del planteamiento de Doane y Hodges. En la adaptación cinematográfica de la novela galdosiana que Angelino Fons dirigió en 1970, los códigos simbólicos de la puesta en escena presentan a Fortunata como una «pájara de la calle» —y a Jacinta como un «ángel del hogar»—, y parecen masculinizar al espectador. En los términos de Doane y Hodges, esto significaría que la película es «nostálgica» en su retrato de las estabilidad de los roles de género. Lo cierto es, sin embargo, que la caracterización de Fortunata, y el hecho
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de que a este personaje lo interprete Emma Penella, conllevan una significativa resistencia a la ideología patriarcal. Debido, en efecto, al anacronismo del régimen de Franco, se da un revelador paralelismo entre las ideologías de género decimonónica y franquista, por lo que, sin perjuicio de la ambientación de época, la Fortunata y Jacinta de Fons es importante, toda vez que cuestiona unas relaciones de género no históricas, sino efectivas. La serie de televisión de Mario Camus responde a la alteración radical de los roles femeninos que, hasta cierto punto, se produjo durante la transición democrática, y puede calificarse de feminista. Desbarata algunos de los aspectos patriarcales que la película de Fons establecía, por ejemplo el imaginario, el espacio y la perspectiva narrativa implícita. Es verdad que cualquiera de estos elementos, tomado aisladamente, podría no corresponderse con una emancipación de la mujer. (Exactamente igual que Sharon Marcus nos advierte [1999, 8] de que el carácter fluido de las asociaciones entre espacios y roles de género, en el París de comienzos del siglo decimonono no creaba una «ciudad feminista» porque no existía un proyecto feminista político correspondiente.) Considerando, sin embargo, el conjunto de todos estos elementos, la serie televisiva de Camus puede verse como una celebración de la creciente emancipación femenina, y como una tentativa de reapropiarse de un pasado, una literatura y un espacio urbano anteriormente colonizados. Cabría esperar una corriente análoga de cambio entre las adaptaciones de La Regenta de Clarín que dirigieron Gonzalo Suárez y Fernando Méndez-Leite. La película de Gonzalo Suárez (1974) esboza en su prólogo el sujeto cinematográfico masculino arquetípico, omnisciente/omnipotente, y con ello inicialmente parece un peán falogocéntrico que ofrece al mismo tiempo placeres visuales mainstream y un refuerzo de la ideología de género patriarcal. En sus imágenes finales, sin embargo, esta cinta traza tentativamente la transformación de su heroína desde objeto mirado a objeto que mira, lo que cautelosamente prefigura el inminente cambio social en los roles de género. La adaptación televisiva de La Regenta de Méndez-Leite (1995) es, a pesar de ser el más reciente de los textos aquí examinados, en realidad, el más reaccionario en términos de roles de género. Pres-
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cindiendo, en efecto, del desarrollo psicológico que Clarín hace de su heroína, el director presenta a Ana Ozores, antes bien, como un objeto tanto en términos visuales como acústicos. Únicamente esta adaptación puede calificarse de lo que Doane y Hodges llaman «nostálgico». Desde la perspectiva de la España aparentemente «feminista» de la década de 1990, encuadra, en efecto, un mundo de hegemonía patriarcal indiscutida.
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Una artera relación. La deuda de Buñuel hacia Galdós
En los capítulos que anteceden he comparado el trabajo de varios directores cuyas adaptaciones han sido inspiradas por una serie de escritores, y lo he hecho en el contexto de tres temas: la historia, el espacio y los roles de género. En este capítulo final, voy a tomar las adaptaciones que Buñuel hizo de Galdós como estudio de caso. Buñuel y Galdós se cuentan, en efecto, entre los artistas españoles más influyentes del cine y la literatura, respectivamente. Por esta razón incluimos el Nazarín de Buñuel (1958), en muchos sentidos una película mexicana1. A diferencia de lo que ocurría con algunas de las adaptaciones consideradas en los anteriores capítulos, sobre la obra de Buñuel abundan los trabajos críticos —especialmente sobre Tristana, aunque 1 Para una consideración del estatus de Buñuel como director español, véase Kinder (1993, capítulo sexto), sobre todo la afirmación que esta autora hace (1993, 287) de que, «teniendo en cuenta que la nacionalidad de prácticamente todas las películas de Buñuel es híbrida, su condición de exiliado ayuda a demostrar que la nacionalidad es un constructo ideológico».
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las películas mexicanas van atrayendo cada vez más atención—, por lo que voy a ocuparme, como corresponde, de dichos enfoques previos. Considerar a Luis Buñuel un adaptador literario puede parecer, de entrada, una contradicción. ¿Cómo es posible asociar a este subversor, famoso por su irreverencia, con lo que tradicionalmente se ha considerado —tanto en términos de forma, como de contenido— un ámbito supuestamente poco ambicioso del arte fílmico? Esta discrepancia la pone de relieve Michael Wood, observando que, «para ser un cineasta de poderosa originalidad, Buñuel parte de guiones originales en relativamente pocas ocasiones». Nada menos que veintiuna de las treinta y tres películas de Buñuel fueron adaptaciones; el resto estaban «llenas de alusiones y de temas sacados de otros sitios» (véase Wood 1981, 331). También merece la pena señalar que, en su investigación de las influencias literarias presentes en las primeras fases de la carrera de Buñuel, Antonio Monegal concluye (1993, 15) que «la poética que vertebra la obra de Buñuel no se agota en el ámbito del lenguaje cinematográfico, no es cuestión de “cine puro”, sino del más impuro de los cines, contaminado de literatura»2. La réplica obvia a este aparente cuestionamiento de la originalidad del director consiste en insistir en la superioridad de la adaptación buñueliana frente a su fuente literaria. Semejante interpretación de Buñuel como adaptador confirma, en efecto, su integridad creativa. Descartar por completo este enfoque sería insensato: basta fijarse en la transformación que Buñuel lleva a cabo de la «trillada» (Buñuel citado en Havard 1982, 64) novela Belle de jour, de Joseph Kessel (1929) —convirtiéndola en el potente ataque a la burguesía que supone su película homónima de 1966—, o bien en su astuta reconstrucción de esa España exotizada que ofrece La mujer y el pelele, de Pierre Louÿs (1895) —véase Kovács (1979-1980)—, novela de la que saca su cerebral y surrealista cinta Ese oscuro objeto del deseo (1977). El
2 Piénsese también en el uso que Buñuel hacía de guionistas «literarios» como Jean-Claude Carrière, quien posteriormente trabajaría en adaptaciones como El amor de Swann (Schlöndorff 1983) y La insoportable levedad del ser (Kaufman 1984).
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director también nos dejó multitud de entrevistas y declaraciones en las que con frecuencia califica a sus textos fuente de pobres, como queriendo desanimar a quien pretenda dedicarse al estudio de las adaptaciones. Tal vez no sea buena idea desatender semejantes indicios de su voluntad de autor, pero parece más lógico examinar cualquiera de las declaraciones de este director del mismo modo en que abordaríamos cualquiera de las imágenes —en apariencia simples— de sus películas. La asunción crítica de una superioridad a priori de cualquier película de Buñuel respecto a su fuente literaria resulta especialmente desacertada en el caso de las adaptaciones buñuelianas de Galdós. No obstante esa boutade del director de que las novelas Nazarín (1895) y Tristana (1892) eran inferiores —de la segunda dijo (1994, 246) que «no [era] una de las mejores [de Galdós]»—, un examen más detallado de las adaptaciones revela una sorprendente deuda para con los textos. Como ha señalado Antonio Monegal (1993, 234), resulta significativo el hecho de que, en sus versiones cinematográficas, Buñuel transforme los textos de Daniel Defoe, Mercedes Pinto, Rofoldo Usigli, Octave Mirbeau, Kessel y Louÿs, entre otros —respectivamente Robinson Crusoe (1952); Él (1952); Ensayo de un crimen (1955); Diario de una camarera (1964); Belle de jour; Ese oscuro objeto del deseo—, pero, en sus adaptaciones de Galdós y de Charlotte Brontë, efectúe muchos menos cambios (respectivamente, Nazarín [1958] y Tristana [1970], y Abismos de pasión [1953]). El debate sobre la superioridad del texto literario o la adaptación cinematográfica, aquí gira en torno al tema de la condición de autor. Como expuse brevemente en el primer capítulo, existe, en efecto, una clara distinción entre las adaptaciones «comerciales» y las «de autor». En el primer caso, el director puede trabajar por encargo y el texto original se suele considerar superior a la película. La adaptación de arte y ensayo o de autor, por el contrario, constituirá una expresión de la visión creativa del director, y el texto literario a menudo se considerará un mero pretexto para una película superior al mismo. Puede que tenga algún sentido comparar el Nazarín (1958) y la Tristana (1970) de Buñuel desde el punto de vista de esta división. Nazarín, película tardía de la época mexicana del director —durante la cual este hubo de plegarse a los dictados comerciales de la industria fílmica—, se adhería
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a las prescripciones —propias del género de la adaptación— de la trama lineal, la caracterización sin ambigüedades y el realismo cinematográfico. De hecho, Buñuel convenció a Pancho Cabrera —quien había sido su productor— de que el realismo galdosiano había de atraer a los públicos de América Latina, y Cabrera puso el dinero para comprar los derechos de Nazarín —y también de Doña Perfecta— a la hija del novelista (véase Baxter 1995, 206)3. La historia de la producción de Tristana, por el contrario, se caracterizó por una mayor autonomía, toda vez que la cinta pertenece ya al periodo último de Buñuel, en el que el director gozó de una relativa independencia. Un examen más en detalle revela que semejante división entre estas películas resulta insostenible. Hay elementos clarísimos que apuntan a que Nazarín fue, en todos los sentidos, una película de autor. Fijémonos, por ejemplo, en lo que Gabriel Figueroa cuenta sobre su experiencia de rodar con el exigente Buñuel. Porque este prestigioso director de fotografía mexicano era famoso por su trabajo esteticista, pero se vio obligado a ejercer la dirección de fotografía sin florituras que Buñuel le demandaba. Además, aunque la duración estándar de un rodaje en la industria cinematográfica mexicana de ese entonces era de tres semanas, a Buñuel le concedieron, de manera excepcional, seis semanas para rodar Nazarín (véase Sánchez Vidal 1984, 219)4. De hecho, cuando Peter Evans empieza distinguiendo (1995, 36) entre las películas «comerciales» y las «surrealistas de arte y ensayo» de la época mexicana de Buñuel, coloca Nazarín en el segundo grupo. Del mismo modo, en lo que a Tristana se refiere, el director hubo de aceptar las exigencias de sus productores franceses, italianos y españoles, por ejemplo asignar el papel de Horacio a Franco Nero, y el de Tristana a Catherine Deneuve, aunque Buñuel inicialmente quería que este último personaje lo interpretase Silvia Pinal (véase Sánchez 3 Luego fue Manuel Barbáchano Ponce quien produjo Nazarín, pero Cabrera hizo lo propio con Doña Perfecta en 1950 —el estreno fue en 1951—, si bien de dirigirla se encargó Alejandro Galindro. Sobre esta película, véase Gramley (1995). 4 Buñuel dice otra cosa en su biografía, donde nos informa (1994, 190) de que únicamente para Robinson Crusoe le permitieron que el rodaje superase los veinticuatro días.
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Vidal 1984, 221)5. El director también tuvo que lidiar con los censores franquistas, quienes, nerviosos tras aquel rocambolesco y bien documentado despropósito en torno a Viridiana (1961), en 1962 habían bloqueado Tristana aduciendo… ¡que fomentaba los duelos! (véase Eidsvick 1981, 173). Esta breve exposición deja claro lo reduccionista de una artificiosa oposición entre películas «comerciales» y «de autor». Para empezar, es evidente que Buñuel destacaba en su control de todos los aspectos de la producción cinematográfica, siendo incluso capaz de transformar la aparente camisa de fuerza de la censura en un medio para la autoexpresión —de transformar, como lo expresa Charles Eidsvick (1981, 187), «una mordaza en una elocuente máscara»—, de lo que tenemos el ejemplo más notorio en la escena final de Viridiana. Resulta, pues, sencillamente obvio que Buñuel era un director-autor. Se ha sugerido, de hecho, que su obra también revela las limitaciones —de cara a los estudios sobre cine— de un enfoque teórico en términos de cine de autor o de arte y ensayo. Linda Williams plantea, en efecto, en su panorámica de los enfoques críticos de la producción buñueliana (1996, 203), que dicho enfoque en términos de cine de autor «es el método crítico que más mistifica y mitifica la obra de Buñuel». Semejantes interpretaciones de este cineasta tienden a ser —sostiene la estudiosa— excesivamente estáticas e ahistóricas en sus lecturas de los símbolos y temas recurrentes, por no hablar de que la noción de individualismo en que tal teoría reposa se contradice, de algún modo, con la naturaleza colectiva del movimiento surrealista, que para Buñuel supuso una influencia constante (véase Williams 1996, 202-203). Muchas lecturas críticas del Nazarín y la Tristana buñuelianos caen en esta trampa del enfoque en términos de cine de autor. Dando por buenas las declaraciones del director en el sentido de que las novelas fueron puros trampolines para su proyecto creativo, los críticos aducen los caracoleos surrealistas añadidos al Nazarín galdosiano y
5 Aunque algunos críticos la consideran inapropiada para el papel —véase Evans (1991, 96) y Sánchez Vidal (1984, 327)—, físicamente Deneuve es clavada a la Tristana que Galdós describe en su novela (véase Pérez Galdós 1982, 10).
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establecen la clara relación entre, por una parte, ese fetichismo tan comentado del director con los pies, y, por otra, la pierna amputada de Tristana (véanse, por ejemplo, Sánchez Vidal 1984, 330-331; Edwards 1982, 240). Un ejemplo gráfico sería la reacción de Gwynne Edwards (1982, 225) a la propuesta de considerar la Tristana original superior a la adaptación cinematográfica, reacción consistente en desdeñar dicha propuesta como propia de «alguien que, como no es infrecuente, no entiende a Buñuel». Nos hallamos ante una versión volteada de la crítica en términos de fidelidad (fidelity criticism), igual que arriba comentábamos —en el capítulo primero— a propósito de la monografía colectiva de Horton y Magretta. Porque cualquier demostración de una jerarquía (sc. previamente asumida) entre novela y adaptación será autotélica. Se basará, en efecto, en la previa asignación de un carácter superior a uno de ambos textos —en este caso, el cinematográfico— y consistirá en una mera paráfrasis de dicha asunción previa. Resulta desalentador que tales críticos cinematográficos se muestren tan prestos a olvidar los prejuicios que rodearon la admisión del propio cine en la academia como forma artística. Una vez más, el terreno en disputa es la adaptación entre medios distintos. Y esa superioridad que se presupone del autor literario de repente se convierte en superioridad —igualmente presupuesta— del autor fílmico. Más recientemente se han adoptado enfoques críticos alternativos de la obra de Buñuel, sobre todo en la medida en que el enfoque en términos de cine de autor ha ido perdiendo su atractivo teórico en los estudios sobre cine. A propósito de las películas de Buñuel basadas en novelas de Galdós, ha surgido una curiosa dicotomía entre planteamientos críticos para los cuales las novelas serían anecdóticas de cara al significado de los filmes —lecturas políticas/historizantes o psicoanalíticas—, y planteamientos críticos para los cuales las novelas serían fundamentales. Un exponente de la primera tendencia sería Dominic Keown, quien elabora (1996) una lectura marxista/althusseriana de la obra de Buñuel según la cual los protagonistas de este director inicialmente se rebelan contra —y luego acatan— los dictados ideológicos, dictados que Althusser articula como «aparatos ideológicos del Estado». (Se trata, en efecto, de una lectura independiente de las novelas origina-
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les.) El sacerdote que da nombre a Nazarín fracasa, así, en su emulación de una vida cristiana en el contexto de una «sociedad a todas luces hipócrita y capitalista», mientras que la amputación de la pierna de Tristana es una metáfora de la restricción que se impone al individuo en un sistema patriarcal (véase Keown 1996, 63). Los relatos historizantes puentean de una manera similar los orígenes novelísticos. Marcel Oms, por dar un caso, interpreta Tristana (1985, 160-163) como una «alegoría poética» de los acontecimientos históricos específicos de su ambientación que «trascendía con mucho la anécdota novelística originaria». Como dicha ambientación salta del ocaso de la dictadura de Primo de Rivera (1929) a la declaración de la Segunda República (1931) y al llamado «bienio negro» (1933-1935), el desarrollo de la trama y de los personajes de Buñuel están imbuidos de un significado simbólico6. La figura de Tristana es, para Oms, el símbolo de una España atrapada entre el liberalismo despótico de don Lope y el intelectualismo ineficaz de Horacio. Esta mujer se fuga con el artista, y la sangrienta represión que la República hace de la rebelión proletaria de 1933 coincide con la amputación de su pierna. En la primera escena tras la intervención quirúrgica, Tristana toca en el piano el Estudio revolucionario de Chopin. Tanto Tristana como Saturno constituyen, para Oms, símbolos de España. (Este estudioso califica al segundo [1985, 161] de «símbolo de una clase obrera todavía muda y encerrada en sí misma».) En una interpretación historizante parecida, Beth Miller también lee el giro de Tristana hacia la religión al final de la película (1983, 346-347) como un reflejo del poder del nuevo partido católico —la Confederación Española de Derechas Autónomas (CEDA)— tras las elecciones de 1933. Oms cita (1985, 163) una crítica de esta película que en 1970 publicó Miguel Bilbatúa considerándola una representación del fracaso de una serie de «Españas» distintas anteriores a la Guerra Civil —la burguesa, la liberal, la intelectual, la oprimida—, y tanto su interpretación como la de Miller se hacen eco en general de las críticas
6 Buñuel vivía en Madrid hacia el final de aquella época, según cuenta en Mi último suspiro (véase Buñuel 1994, capítulo duodécimo).
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españolas que, dedicadas al filme en su época, lo presentan como una reflexión sobre el correspondiente periodo histórico —véase la crítica de Julio Pérez Perucha para El Urogallo (1970) que cita Company (1997, 676)— o como una «parábola sobre España» (véase «Tristana de Luis Buñuel» 1979). Ese contexto específico de la década de 1930 también se asociaba a la España de 1970. Tal es el caso, por ejemplo, en Francisco Aranda (1971, 11). Juan Miguel Company observa, en la misma línea (1997, 676), que la exhibición de la mutilada desnudez de Tristana —una libertad amputada, desgarrada— ante Saturno (sordomuda representación del pueblo) para alimentar solamente un intangible imaginario masturbatorio, trasciende ampliamente las coordenadas históricas en las que se desarrolla la ficción para inscribirla, ejemplarmente, en el aquí y ahora del tardofranquismo de los años setenta.
Junto a las críticas historizantes proliferan las lecturas psicoanalíticas de la obra de Buñuel. Ambas coinciden en omitir la importancia de las novelas de Galdós. Marsha Kinder, por ejemplo, lee la secuencia recién mencionada de la exhibición de Tristana ante Saturno (1993, 318), en lugar de como una referencia a acontecimientos históricos —los de la década de 1930 o cualesquiera otros—, como una metanarrativa de exhibicionismo y voyerismo, y como una negociación freudiana de la carencia y el empoderamiento fálicos. De manera parecida, la interpretación psicoanalítica que Evans propone del deseo sexual en Tristana —interpretación que anticipa la exploración de la subjetividad que este estudioso lleva a cabo en su monografía de 1995 sobre este director— lee la película conforme a los escritos de Freud sobre la feminidad y la sexualidad, siendo así que, a juicio suyo, Tristana versa sobre «las estrategias masculinas para lidiar con la amenaza que se percibe en lo femenino» (véase Evans 1991, 92). Entre los trabajos críticos que consideran fundamental para la película el antecedente literario destacan, por supuesto, las comparaciones estructuralistas. Entre los críticos españoles aparecieron, por ejemplo, dos lecturas de la obra de Galdós en esta línea. La segunda parte de la monografía de Antonio Monegal que antes mencionábamos, Luis Buñuel de la literatura al cine (1993), sigue un modelo lingüístico —«en-
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tre lenguajes»— para comparar la «composición del signo» y el «montaje del discurso» de nueve adaptaciones buñuelianas entre las que se cuentan Nazarín y Tristana. Pues bien: este estudioso demuestra que, dado que los lenguajes literario y fílmico son diferentes, la adaptación es siempre un acto de transgresión. Ese objetivo que declara (1993, 12) de «aportar algún dato sobre el funcionamiento comparado de los lenguajes» se hace eco, por tanto, del enfoque de una larga serie de semiólogos españoles (de cuyo trabajo en el ámbito de la adaptación literaria, nos ocupábamos en el primer capítulo). El propio Monegal formula, de hecho —en el mismo párrafo recién citado—, una contradictoria puesta en guardia frente al mencionado objetivo que él mismo explicita. Confiesa, en efecto, que lo estrecho de su foco significa que «las implicaciones teóricas que se extraen no son necesariamente aplicables a otros posibles modelos». La monografía de Aitor Bikandi-Mejias sobre Tristana se basa, de manera parecida, en un modelo lingüístico de comparación entre la literatura y el cine, pero este autor plantea (1997, 178), rechazando la afirmación de Monegal de que ambos medios son irremediablemente distintos, que «ambos son lenguajes y, por consiguiente, ofrecen operaciones semejantes». Bikandi-Mejias califica este ámbito de estudio de «galaxia textual», y el consecuentemente amplio espectro de teoría estética, narrativa y semiótica aducida lleva a una desatención de la cuestión específica de la adaptación. En vez de llevar a cabo una comparación entre las novelas y sus adaptaciones en cuanto constructos formales, los críticos anglo-estadounidenses se han centrado en la significación ideológica de las novelas galdosianas, especialmente al formular una lectura de la Tristana de Buñuel. Charles Eidsvick, por ejemplo, plantea que, considerada con independencia de la novela, la película resultaba suave en su crítica de la realidad social (en parte, con el objetivo de eludir la censura española). La crítica subversiva que el filme encerraba, únicamente podía apreciarse en la comparación con la novela de Galdós: Buñuel volteó discretamente la tesis de la novela —a saber: que la gente se adaptará encantada casi a cualquier cosa— y con ello acataba indirectamente la asunción más básica de regímenes represivos como el franquista. […] [Tristana estaba haciendo] un aserto social, psicológico y político, si bien un aserto
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La propuesta de Eidsvick (1981, 177-178) de que «la teoría de la adaptabilidad humana presentada en la novela de Galdós es casi exactamente la base psicológica sobre la cual los regímenes represores […] basan su poder» es una cosa extraordinaria. Para empezar, lejos de ser el exponente involuntario del franquismo, el anticlerical y liberal Galdós era considerado peligroso por la dictadura. Y, aunque esta antipatía se atenuó durante el ocaso del régimen —véase Aranda (1971, 6)—, ya el mero hecho de adaptar una de las llamadas «novelas contemporáneas» galdosianas podía interpretarse, según explico en el capítulo cuarto, como cosa subversiva. En segundo lugar, los estudios literarios de la producción de Galdós evidencian la omnipresente ironía del novelista, a cuyo respecto Tristana —y en consecuencia su supuesta «teoría de la adaptabilidad»— no es ninguna excepción. Las comparaciones ideológicas con la novela también han llevado a algunos críticos a interpretar esta película de Buñuel como cautelosamente feminista. Robert Havard (1982) y Beth Miller (1983) leen, en efecto, tal mensaje en la adaptación que nos ocupa, pero ambos delatan un error de comprensión para con la ambivalencia que hay en lo más profundo de la Tristana de Galdós. Havard da a entender, por ejemplo (1982, 67), que una comparación entre la película y la novela revela una adopción del feminismo por parte de Buñuel: «Mientras que Galdós deja a Tristana derrotada, el final de Buñuel es más abierto, pues Tristana ciertamente va a seguir luchando y, ahora con su propia libertad mucho más que probable. La Tristana de Buñuel lleva el tema de la “pierna quebrada” y le da la vuelta». En primer lugar, aquí se está pasando por alto la dúplice ironía del narrador de Galdós, y de la presentación del desenlace de la novela. Y en segundo lugar, aunque la lectura de la transformación final de Tristana en la película es correcta, atribuir tales cambios al feminismo de Buñuel resulta problemático. Como han planteado Kinder y Evans, tras el retrato buñueliano del empoderamiento de Tristana hacia el final de la película parece haber, más que una simpatía benévola del director para con las políticas liberales, una exploración de la feminidad monstruosa.
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Quien más convincentemente ha planteado esto ha sido Jo Labanyi en su estudio sobre el fetichismo y la diferencia sexual en esta película de Buñuel. Renombrada estudiosa de Galdós a la vez que crítica cinematográfica, Labanyi basa su interpretación, en parte, en una comparación entre la novela y la película. Inicialmente, su mencionado estudio del fetichismo demuestra su tesis de una «colusión entre el deseo y la represión» (véase Labanyi 1999, 76) con independencia de la novela. De esto Labanyi saca el argumento de que la Tristana de Buñuel es, ella misma, un «texto fetichista» mediante la exposición de lo que Buñuel elimina de —o «reprime» en— la novela de Galdós. Y lo suprimido es, para empezar —con permiso de Havard—, la omisión de ese protofeminismo que los autores feministas de la época y los críticos de finales del siglo xx acertadamente han percibido en el texto (véase, por ejemplo, Pardo Bazán 1993). Lo segundo que se elimina es la «extraordinaria relación homoerótica» que Labanyi muestra se desarrolla (1999, 86-87) entre don Lope y Horacio en la novela. Así, al demostrar que la Tristana de Buñuel «enmascara el pleno reconocimiento de la ambigüedad de género que la novela muestra está presente tanto en los hombres como en las mujeres» (1999, 87), Labanyi está afirmando implícitamente la importancia del hecho de que la película sea una adaptación. Esta panorámica del trabajo crítico previo demuestra que, aunque las adaptaciones buñuelianas de Galdós tienen, naturalmente, su propio estatus de texto, tomar en cuenta su condición de adaptaciones puede revelar niveles ulteriores de interpretación. Más que centrarnos en qué añade a Galdós Buñuel —o, más interesante todavía, en qué elimina o reprime—, en el capítulo que sigue vamos a ocuparnos de la significación de las semejanzas. Narradores equívocos. La recepción de la obra de Buñuel por parte de los estudiosos llama la atención especialmente en el sentido de que sus películas parecen soportar enfoques críticos completamente opuestos. (Algunos de dichos enfoques, antes los calificábamos de «historizantes» y «psicoanalíticos».) Linda Williams, autora de Figures of Desire (1992) —una importante lectura lacaniana del cine surrealista—, retrospectivamente criticó su propia obra (1996, 205) por
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«establecer esa misma explicación estática que el cine de Buñuel se ha ocupado perpetuamente de evitar». En su repaso revisionista de las tendencias centrífugas de la crítica buñueliana, esta autora concluye que la «indecidibilidad» es el marchamo de un legado cinematográfico que «rechaza comprometerse con un significado unívoco» (1996, 199 y 205). En una literatura crítica insólitamente heteróclita, semejante énfasis en la ambigüedad encuentra cierta continuidad. Kinder, por dar un caso, plantea (1993, 291) que «la carrera de Buñuel en el exilio dialogiza el contexto nacional y el contexto de cine de autor, haciendo patente que ninguna de ambas perspectivas basta por sí sola», mientras que Wood (1981, 340) presenta a un Buñuel que nos enseña «a sospechar de cualesquiera explicaciones». En su autobiografía, el propio director reflexiona sobre los análisis críticos desde una distancia sardónica: «Toda esa compulsión por entenderlo todo me llena de horror» (Buñuel 1994, 175)7. Wood explica este recelo para con la interpretación como el legado surrealista de Buñuel, pues el surrealismo encierra, «en lo más hondo, una huida del significado» (1981, 337). Si los críticos han atribuido esta evasión perpetua del significado al surrealismo de Buñuel, semejante insistencia en la ambigüedad recuerda, bien mirado, llamativamente a la respuesta crítica a las novelas de Galdós. En 1966, Gerald Gillepsie planteaba, por ejemplo, que, «básicamente, el método narrativo galdosiano incluye puntos de vista diversos; la “realidad” del autor es multidimensional, en consonancia con su herencia cervantina» (1993, 97). Más recientemente, los críticos han afirmado que la consecuencia lógica de esto es una resistencia a la interpretación. Catherine Jagoe, valga el caso, escribe (1994, 181) que, en la obra de Galdós, «ningún discurso logra nunca subyugar a
7 Sobre las interpretaciones discordantes de La Vía Láctea (1969), por ejemplo, el director resume (1994, 245) que «Carlos Fuentes la veía como una película bélica antirreligiosa, mientras que Julio Cortázar llegó al extremo de sugerir que seguro que la había financiado el Vaticano. Las discusiones sobre la intención me dejan, al final, indiferente, porque, según yo lo entiendo, La Vía Láctea no está ni a favor ni en contra de nada en absoluto. […] Al final puede representar cualquier ideología política o incluso estética».
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los otros —gracias al maestro ejercicio de un ambiguo estilo de presentación narrativa»—, y esto indudablemente también puede decirse de las películas de Buñuel. Lo que el presente capítulo propugna es que la pluralidad de la respuesta crítica a Buñuel va cifrada en la naturaleza formal de su narración fílmica. Aquí planteo, además, que esta ambigüedad y volubilidad formal se encuentran igualmente en las páginas de Galdós, y que las adaptaciones buñuelianas de Nazarín y Tristana ponen en primer término este solapamiento. Así, si la deuda de Buñuel para con Brontë puede explicarse por la fascinación surrealista del director con el amour fou de Cumbres borrascosas, la influencia de Galdós puede atribuirse a la naturaleza irónica —voluble— de la narración de este autor, que Buñuel imita y desarrolla creativamente en el medio cinematográfico. Este enfoque da cuenta, así, de la multiplicidad de respuestas críticas a Buñuel. El análisis formal aquí ofrecido, ni pasará por alto los aspectos psicológicos de las obras de Buñuel y Galdós —toda vez que dichos aspectos vienen dados por la forma narrativa—, ni prescindirá de contextos sociopolíticos específicos, toda vez que dichos contextos influyen asimismo en las estrategias formales. La narración ambigua revela la común resistencia de Galdós y Buñuel al discurso y la ideología monolíticos, con los que tanto el escritor como el cineasta toparon en sus respectivas experiencias históricas8. El énfasis en los aspectos estilísticos nos permite puentear ese tipo de sesgo crítico que caracteriza las respuestas previas a la cuestión de por qué Buñuel adaptó a Galdós. El argumento de que este autor suponía para Buñuel un canal de la tradición cultural nacional es tanto vago, como políticamente conveniente. Permite, a los críticos ávidos de evidenciar una coherencia en un cine nacional comprometido por las experiencias históricas del siglo xx, reivindicar a este director como una «propiedad cultural» de España. Ello contrasta con la tendencia anterior a omitir a Buñuel de las antologías
8 Teniendo en cuenta que, durante su estancia de 1938 en los Estados Unidos, le dieron el trabajo de montar películas de propaganda nazi, Buñuel no era ajeno a la traducción de tales discursos e ideologías al cine (véase Buñuel 1994, 179-180).
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del cine español escritas durante el régimen franquista, pero encierra un sesgo ideológico equivalente9. Aunque sitúo en primer término —como es debido— el legado artístico español de Buñuel al poner el foco en sus películas galdosianas, mi intención no es ni insistir en esas referencias autóctonas, ni defender un «Buñuel español», ya que las influencias de este cineasta son claramente incontables. En el presente examen de las adaptaciones de Nazarín y Tristana, recurro a discusiones teóricas sobre el carácter específico del/de la narrador(a) cinematográfico(a) y me pregunto hasta qué extremo esos narradores galdosianos tremendamente ambiguos se replican en las mencionadas adaptaciones. Así, mientras que en el capítulo cuarto examinábamos la reproducción fílmica de los lectores masculinizados de Galdós y Clarín, aquí el foco pasa a recaer en la cuestión relacionada del narrador. Al abordar los rasgos particulares de la narración cinematográfica, los teóricos del cine se han mostrado prudentemente escépticos ante una trasposición directa de modelos literarios. Sin embargo, como antes veíamos, el deseo de demostrar el carácter específico del cine ha llevado a desatender muchos puntos de comparación útiles con la literatura, siendo así que influyentes visiones de la narración fílmica como La narración en el cine de ficción, de David Bordwell (1985), o Point of View in the Cinema, de Edward Branigan (1984), rechazan la noción de un/una narrador(a) cinematográfico por considerarla una «ficción antropomórfica» (véanse Bordwell 1985, 62 y Gunning 1999, 470). Sin dejar de reconocer los peligros de una trasposición directa de una noción de autor(a) o narrador(a) implícito(a), algunos teóricos de la narrativa más recientes han revisado ese énfasis de Bordwell y Branigan en la narración impersonal del cine en la idea de mostrar «la utilidad, de cara a la teoría cinematográfica, de una figura afín a la del/de la narrador(a) implícito(a)». También «de cara a discutir» —lo que resulta significativo para el cine de Buñuel— «aquellas películas en las que claramente encontramos varias versiones concurrentes
9 Omitía a Buñuel, por dar un caso, la Historia del cine español (1965) de Fernando Méndez-Leite (sénior), véase Gubern et al. (1995, 10).
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desde cuyas demandas divergentes el/la espectador(a) debe construir […] el conjunto de la historia», véase Braudy y Cohen 1999, 398. Tom Gunning, por ejemplo, plantea que el cine tiene ciertamente una predisposición, más que a «decir», a «mostrar» —este estudioso habla (1999, 464) de «un exceso de mímesis por comparación con el significado»—, pero que en cualquier caso existe una función organizadora —una entidad teórica— a la que podríamos llamar «el/la narrador(a) fílmico(a)» (1999, 472). De manera parecida, Seymour Chatman rechaza la noción de narración impersonal de Bordwell, propugnando que un ente narrativo regente o «narrador(a) cinematográfico(a)» constituye un medio que permite al/a la espectador(a) «racionalizar la presentación de los planos» en el conjunto del filme (Browne citado en Chatman 1999, 476). Chatman plantea —y con ello nos trae a la cabeza las estrategias narrativas de Buñuel— que, cuando la narración de una película es voluble —el principal ejemplo que este autor aduce es Pánico en la escalera, de Hitchcock (1950)—, entonces queda de relieve dicho ente narrativo regente, por ejemplo en el caso de «una discrepancia entre lo que el/la narrador(a) cinematográfico(a) presenta, y lo que la totalidad de la película implica» (véase Chatman 1999, 479). La cuestión específica de la ambigüedad narrativa se puede explorar con ayuda del examen que, según arriba comentábamos, Bruce Kawin efectúa en Mindscreen (1978) de la subjetividad en el cine. Como en el capítulo cuarto veíamos, Kawin primero ofrece (1978, 190) una taxonomía para el estudio de la subjetividad de los personajes ficcionales en el cine, diferenciando entre lo que determinado personaje ve —«Comparte mis ojos»—, su perspectiva —«Comparte mi perspectiva, mis principales preocupaciones»— y sus pensamientos —«Comparte mi ojo mental»—, siendo la «pantalla mental» (mindscreen) esto último. Pues bien: Buñuel, al adoptar una estética brechtiana —evitando el convencional establecimiento de una identificación entre el/ la espectador(a) y el/la personaje—, se sirve, de manera selectiva, de la pantalla mental, cosa que a menudo hace, como en Tristana veremos, con un efecto narrativo disruptivo. La categoría —ya más compleja— que Kawin propone (1978, 190) de cine de pantalla mental consciente de sí misma —«Comparte mi perspectiva reflexiva»—, también nos proporciona una herramienta teórica con la que examinar la práctica
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narrativa buñueliana. En esta categoría caen películas que presentan un campo visual que puede concebirse como el producto de una mente que no es la de ningún personaje ficcional, sino la pantalla mental de un/una narrador(a) externo(a) a la pantalla. Kawin sostiene, en efecto, que tales películas pueden entenderse, por tanto, como «cine en primera persona», toda vez que el/la «narrador(a) externo(a) a la pantalla», el «personaje autoral» o el «autor ficticio» —al cual no hay que identificar sin más con el director— es la fuente subjetiva de la enunciación10. El presente capítulo va a explorar la hipótesis de que la solución de Buñuel para los sagaces narradores literarios galdosianos de primera persona es la pantalla mental. Linda Williams ya sugirió (1992, 102) que el primer cortometraje de este director, Un perro andaluz (1928), se puede entender como un ejemplo de ese cine en primera persona que Kawin postula: Si […] el prólogo desencadena la pantalla mental del resto de la película, los subsiguientes momentos de violencia desencadenan puntuales avances a la pantalla mental que se pueden leer como las fantasías subjetivas y proyecciones inconscientes de individuos dentro de la pantalla mental inicial: pantallas mentales dentro de la pantalla mental.
Un corolario de tan laberíntico esbozo formal es que una «pantalla mental dentro de una pantalla mental» —o una narración en primera persona dentro de una narración-marco en primera persona— transformaría a la primera persona que funge de marco global en un marco en tercera persona. Semejante punto de deslizamiento se hace eco del desconcertante salto que en las novelas de Galdós se produce, desde la narración en primera persona, a la narración en tercera persona. Hace pensar, además, en lo permeable de los límites entre el estilo indirecto libre de tercera y de primera persona, siendo el estilo indirecto libre un
10 Para Kawin, la película Persona, de Ingmar Bergman (1966), cinta que Buñuel menciona (1994, 224) como una de sus predilectas, es un ejemplo de dicha narración autoconsciente en primera persona. La película, plantea este estudioso (1978, 11-12), «remite continuamente afuera de sí misma, a una mente soñante que sería simplista identificar tanto con la de Bergman, como con la de los personajes».
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dispositivo habitual en la ficción realista tardía y un recurso, adviértase, empleado por Galdós. De ahí que la artera relación galdosiana —esto es: las estrategias formales a las que este novelista recurre para subvertir la convención realista— constituya la deuda de Buñuel para con Galdós. Esto no quiere decir, sin embargo, que Buñuel no explote determinados elementos «realistas» de las novelas de este autor, por ejemplo el avance narrativo lineal y cierta coherencia en el plano de la trama y la caracterización, ya que tales elementos destacan en las adaptaciones galdosianas buñuelianas si se comparan tanto con la anterior producción del director, como con sus películas francesas posteriores. Así y todo, quedarse en esta fidelidad superficial a las novelas Nazarín y Tristana constituiría una lectura miope. Del mismo modo que la convencionalidad de superficie representó con frecuencia una cortina de humo que permitió a Buñuel desarrollar otras inquietudes, no debemos permitir que dicha convencionalidad ofusque nuestro análisis de la reproducción, por parte del cineasta, de los cuestionamientos que Galdós hace del realismo. Nazarín (Buñuel 1958). De la incertidumbre a la censura La historia de la producción de Nazarín que arriba comentábamos, demuestra la capacidad de Buñuel para trabajar como director-autor incluso en el contexto de una industria fuertemente comercializada. El éxito de esta película lo han documentado ampliamente otros autores, por ejemplo, Agustín Sánchez Vidal, quien se muestra entusiasmado con una obra que, nos dice (1984, 220), generó más interés que cualquier otra película de la historia del cine mexicano. También merece la pena señalar que, tras ganar el premio de la crítica de Cannes en 1959, Nazarín fue «la película que relanzó a Buñuel en la escena internacional, convirtiéndose en la base de la segunda parte de su carrera, la más rica» (véase Baxter 1995, 248). Película al mismo tiempo mexicana y española, Nazarín ejemplifica las contradicciones del exilio. Financiada por un productor mexicano —Manuel Barbáchano Ponce—, la cinta también contaba, excepción hecha de la intervención del actor español Paco Rabal, con un reparto, un equipo de producción y una ambientación histórica y
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geográfica del país norteamericano. Sin embargo, este filme también representa la primera adaptación buñueliana del gran novelista decimonónico de España, Benito Pérez Galdós11. Tal vez quepa esperar, así, que Buñuel se sitúe en una posición equívoca en la industria cinematográfica mexicana, exactamente igual que le sucede en la española. En las historias del cine mexicano, este director es, en efecto, al mismo tiempo visible e invisible. Como señaló Carl Mora (1982, 91), Buñuel es, «para muchos mexicanos —sobre todo para los que viven en los Estados Unidos—, […] el único nombre que les viene a la cabeza si se habla de cinematografía mexicana», pero, a la vez, «la incidencia de [su] obra en la industria fílmica de México fue insignificante». Del mismo modo que el conjunto de la producción de este director ha inspirado una literatura crítica insólitamente discrepante, la recepción que Nazarín tuvo en su momento fue notablemente heterogénea. Los críticos de Buñuel están siempre encantados de contar que el periódico católico de entonces La Croix consideró esta película «profunda y auténticamente cristiana», y que la «Oficina Católica Internacional del Cine» por poco le concede un premio por su exaltación de los valores cristianos, situación que provocó aquella declaración de Buñuel —hoy de todos conocida— de que «gracias a Dios todavía soy ateo» (véase Sánchez Vidal 1984, 218 y 228)12. Resulta, sin embargo, que el periódico comunista L’Humanité también encomió esta película… por transmitir doctrina marxista (véase Rodgers 1995, 59). No es de extrañar, por tanto, que los críticos buñuelianos lleguen a otras tantas conclusiones diferentes. Buen ejemplo de lo cual es la secuencia final de la cinta, no incluida en el guion y añadida, a lo que parece —véase Julio Alejandro citado
11 Prácticamente borrado de la vida cultural española en la España de Franco —para más detalles, véase el capítulo cuarto del presente libro—, Galdós era, por el contrario, un autor predilecto en la comunidad de españoles exiliados, que en consecuencia celebró el centenario de su nacimiento en 1943, mientras que en España se ignoró dicha efeméride (véase Fuentes 2000, 141). 12 Estos elogios de la Iglesia católica podrían explicar, en parte, por qué se permitió a Buñuel volver a la España de Franco a rodar Viridiana. Nazarín, sin embargo, estuvo prohibida hasta 1968 (véase Quesada 1986, 82).
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en Sánchez Vidal (1984, 218)—, de manera espontánea por Buñuel durante el rodaje. Siguiendo, en efecto, la diégesis que la película efectúa del brutal desengaño de Nazarín sobre sus valores cristianos, la interpretación estándar de cuando este personaje acepta una piña de manos de un vendedor de fruta es la de «un gesto simbólico de humanidad que trasciende la cuestión de si [dicho personaje] es o no cristiano» (véase Higginbotham 1979, 109). Para Dominic Keown, sin embargo, en realidad es el rechazo inicial de la fruta por parte de Nazarín lo que indicaría un tal rechazo de la religión. Su aceptación de la misma señala un regreso al engaño mesiánico del personaje, objeto de una mordaz parodia por parte del director: Nazarín sale aparentemente más convencido que nunca de su identidad con el rey de reyes. La magistral imagen de cierre reitera el icono estándar, que se subvierte magníficamente en la medida en que advertimos que el orbe de majestad que sostiene orgulloso en su mano izquierda es, en verdad, una piña (Keown 1996, 64).
Otra alternativa la ofrece María Dolores Boixadós. La semejanza de la piña con una granada de mano confirma el planteamiento de esta estudiosa (1989, 102) de que esta película de Buñuel traza la evolución de Nazarín de pacifista cristiano a anarquista revolucionario armado13. Pues bien: esta diversidad de respuestas se corresponde con la de los estudiosos de la literatura a propósito del original de Galdós. Eamonn Rodgers ofrece, en efecto, un resumen de la disparidad que él percibe en los tratamientos críticos de esta obra, abarcando desde lecturas del sacerdote como una figura inequívoca de Cristo —tales son los casos, por ejemplo, de Alexander A. Parker en su «Nazarín, or the Passion of Our Lord Jesus Christ according to Galdós» (1967) y de Gwynne Edwards (1982, 117)—, hasta apreciaciones más iluminadas de las iro13 Estas múltiples interpretaciones de la piña recuerdan al debate sobre esa caja enigmática de Belle de jour cuyo contenido el/la espectador(a) nunca alcanza a ver. Cuando le preguntan qué había en aquella caja, Buñuel deja, por supuesto, desarmados a todos contestando (1994, 243): «Lo que tú quieras que haya».
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nías y complejidades de la novela (véase Rodgers 1995, 51-53). Esta dualidad refleja, curiosamente, todo ese jaleo de cristianismo versus comunismo que arriba comentábamos y que se formó en torno a la versión cinematográfica. Y el vínculo reside, por supuesto, en la ambigua narración que caracteriza tanto a esta, como a su modelo literario. Como sintetiza Rodgers (1995, 53), «no es tanto que Buñuel esté subvirtiendo o contradiciendo la novela, como que se está centrando en ciertas implicaciones irónicas que ya están presentes en el texto de Galdós, y las está desarrollando en una dirección más radical». «Sagaz cronista». El prólogo de Galdós y la pantalla mental de Buñuel. La ironía que subyace al Nazarín de Galdós deriva, en parte, de sus referencias intertextuales duales. La novela esboza una versión de Don Quijote en la que el lugar de las novelas de caballerías lo ocupan los Evangelios. Así, ese Cristo contemporáneo que es Nazarín emprende un episódico viaje por el sur de Madrid aplicando una lectura literal del Nuevo Testamento a la sociedad decimonónica, como su homólogo manchego hiciera con las novelas caballerescas en la España del siglo xvi14. Esta inspiración cervantina en los niveles de la caracterización y la trama tiene su reflejo en la estructura formal de la novela de Galdós, que es igualmente metaficcional. El empleo autoconsciente que Cervantes hace de lo que Diane Urey llama (1982, 66) el «dispositivo de la crónica —[dispositivo que] evidencia ficcionalidad al proclamarse histórico»—, se reproduce, en Nazarín, mediante referencias a unas dudosas «cróni14 La secuencia de Galdós (1999, 121-144) en que Nazarín conversa con don Pedro de Belmonte evidencia una deuda especial con la novela de Cervantes. Puede relacionarse, como han señalado Jo Labanyi (1993b, XIX) y otros, con la conversación entre don Quijote y el duque y la duquesa en la segunda parte —por ejemplo en el capítulo trigésimo primero—, o bien, como ha sugerido Peter Goldman (1974, 105), con el episodio de don Quijote con el león (capítulo décimo séptimo de la segunda parte). También Belmonte puede considerarse una figura quijotesca: «Está más loco que una cabra. […] Se metió en tales estudios de religión y de tiología, que se le trabucaron los sesos» (Pérez Galdós 1999, 144145; véase Goldman 1974, 107). Además, la relación entre el Nazarín de Galdós y su secuela Halma (1895) es afín a la que se establece entre las partes primera y segunda de Don Quijote (véase Urey 1982, 67).
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cas nazaristas» —véase, por ejemplo, Pérez Galdós (1999, 236)—, y la novela galdosiana empieza, como la de Cervantes, poniendo en primer término la perspectiva del narrador en el prólogo15. Para Peter Bly (1991, primer capítulo), este prólogo constituye «una clase magistral de estrategias de lectura». Pues bien: no es solo que Buñuel asimile dicha enseñanza —«apurando», de hecho, «la lección», como dice Rodgers (1995)—, sino que reelabora esa «perspectiva múltiple que fomenta la lección metodológica de la primera parte» (véase Bly 1991, 27), convirtiéndola en una pantalla mental cinematográfica autoconsciente. Las perspectivas plurales de Galdós derivan de su construcción de un narrador escurridizo y cambiante. La subjetividad de la perspectiva de dicho narrador se indica no solo mediante la primera persona gramatical, sino también mediante la atención que se presta a la separación, en términos de clase, entre el sujeto y el objeto de la narración. El narrador masculino, burgués y su amigo periodista del «Madrid alto, […] nuestro Madrid», a duras penas pueden contener el rechazo que sienten hacia los ocupantes de la casa de huéspedes de clase trabajadora, «lo más abyecto y zarrapastroso de la especie humana» (véase Pérez Galdós 1999, 39 y 16). Este énfasis en la parcialidad narrativa abre la puerta a esas múltiples perspectivas de Bly que recién mencionábamos, y la invitación a identificar diferentes puntos de vista queda reforzada por la astuta revelación, por parte de Galdós, de las cuestionables credenciales epistemológicas de su narrador. Igual que el (¿mismo?) narrador de Halma —la novela que, publicada siempre en 1895, continúa a Nazarín—, el observador de clase media que filtra nuestra visión de la casa de huéspedes de la tía Chanfaina despliega su pomposa erudición con grandilocuentes descripciones de sí mismo como «sagaz cronista» —véase Nazarín, Pérez Galdós (1999, 9-10)— o «erudito investigador» —véase Halma, Pérez Galdós (1913, 5)—, pero 15 La influencia de Don Quijote también resulta crucial en Tristana. William Shoemaker afirma que el texto de Cervantes es «la más duradera y persistente de las recreaciones literarias de Galdós, apareciendo en evocadoras citas y adaptaciones lingüísticas, en episodios y situaciones similares y paralelos, en un sustrato de humor e ironía jocoserios y en profundas reencarnaciones» (citado en Condé 2000, 25).
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su conocimiento resulta ser precario, esto es, o bien conjetural (véase Nazarín 1999, 10), o bien absurdamente exagerado (véase Halma, 1913, 5-7). Esto no significa que los comentarios de dicho narrador no puedan ser de repente esclarecedores. De hecho, en la primera frase de Nazarín, el narrador señala el abismo que existe entre el significante y el referente al hablar de «una calle cuya mezquindad y pobreza contrastan del modo más irónico con su altísono y coruscante nombre» (véase Pérez Galdós 1999, 9). Como explica Bly (1991, 10), «lo que es irónico es el contraste entre la incapacidad del narrador para percibir la significación de algunas de sus propias observaciones, y su extrema sensibilidad para con el engaño del lenguaje en otras». La invitación que se hace al lector para que identifique el «engaño del lenguaje» y lo haga extensivo a una desconfianza hacia el narrador, culmina en el tratamiento galdosiano de la fuente de la narración. Evocando el Cide Hamete Benengeli de Cervantes, el narrador de Nazarín posterga el origen de su relato en una flagrante parodia de los principios empiristas del anterior realismo y del naturalismo de su misma época. Sugiriendo a lo primero que es posible que la historia sea obra del periodista que arriba mencionábamos —periodista caracterizado, adviértase, como un gacetillero ávido de escándalos, a diferencia de nuestro «sagaz cronista»—, el prólogo termina con una extraordinaria elusión de su origen narrativo. Respondiendo de una manera autoconsciente a preguntas hipotéticas sobre su propio papel en la creación del personaje de Nazarín, el narrador difiere y difiere la fuente de la narración… hasta acabar efectuando un pasmoso —y poco convincente— borrado de sí mismo del texto: «¿Quién demonios ha escrito lo que sigue? ¿Ha sido usted, o el reportero, o la tía Chanfaina, o el gitano viejo?» […] Nada puedo contestar, porque yo mismo me vería muy confuso si tratara de determinar quién ha escrito lo que escribo» (Pérez Galdós 1999, 40). La respuesta cinematográfica de Buñuel a este prólogo opera en una serie de niveles. Encontramos, por supuesto, una semejanza superficial en términos de trama, caracterización, diálogos y ambientación, pues tanto al sacerdote de Galdós, como al de Buñuel, los conocemos en míseras casas de huéspedes venidas a menos y pobladas por prostitutas y personas desamparadas o marginales. Más revela-
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dores resultan, sin embargo, el escrutinio al que Buñuel somete la ambigüedad estilística de este episodio, y la reproducción de dicha ambigüedad en la pantalla mental fílmica. Los créditos van pasando sobre una serie de grabados de escenas callejeras mientras oímos música ambulante, ruido de caballos y ganado, y gritos de vendedores. La secuencia termina con un salto entre un grabado y un plano cinematográfico en el cual los actores parten de las mismas poses que los personajes del grabado. (Semejante arranque, que Saura aplicaría de manera parecida al abrir Carmen [1983] con los correspondientes grabados de Gustave Doré, coloca en primer término, de una manera autoconsciente, el carácter construido de la representación, igual que hace en su prólogo Galdós.)16 Luego la cámara apunta hacia arriba para mostrar el nombre de la casa de huéspedes —«Mesón de Héroes»— mientras prosigue el organillo y rebuzna un burro. Viene entonces un fundido a un grupo de prostitutas que están contándose chismes. Esto traslada aquella avisada reflexión del narrador que arriba citábamos sobre la discrepancia entre el nombre de la calle y la sórdida realidad de la misma, así como la advertencia de dicho narrador (masculino) al lector (implícitamente heterosexual, masculino e, incluso, putero): «No tome […] al pie de la letra lo de casa de huéspedes, […] pues entre las varias industrias de alojamiento que la tía Chanfaina ejercía, […] que todos hemos conocido en edad estudiantil, […] no hay más semejanza que la del nombre» (Pérez Galdós 1999, 10-11). Evocando las líneas iniciales de La Regenta —cuya ironía pasó por alto Méndez-Leite—, la cámara de Buñuel señala, como el narrador de Clarín, el contraste entre el heroísmo del nombre y lo humilde de la naturaleza de la fonda. Este tipo de yuxtaposiciones, Gwynne Edwards las considera (1982, 136) un rasgo estilístico fundamental de esta película. Este estudioso plantea, en efecto, que tales yuxtaposiciones apuntan al abismo existente entre el protagonista y su entorno —que aquel no logra comprender—, pero esto es incorrecto resumirlo, como Edwards hace (1982, 118), en
16 En términos de Kawin (1978, 18-19), esto sería una «pantalla mental […] en la que la propia película, o el narrador ficticio, es consciente del acto de presentación».
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términos de una «ironía característicamente buñueliana». Debido a su lectura errónea de la novela —véase Rodgers (1995, 51)—, Edwards no consigue apreciar que la ironía es galdosiana, y que las referencias cervantinas que él atribuye a Buñuel son igualmente de Galdós. Además, las yuxtaposiciones podrían entenderse de un modo más fructífero en cuanto evidencia de una presencia controladora externa a la pantalla: el/ la narrador(a) cinematográfico(a) o la pantalla mental. Una visión global del montaje del Nazarín de Buñuel revela una perspectiva consistentemente sarcástica —irónica— que da la impresión de lo que Kawin llama (1978, 114) el «designio» (mindedness) del ojo de la cámara. Ese efecto saboteador generado por la repetida oposición que se establece entre lo mundano y lo ultramundano lleva al/a la espectador(a) a presumir, en efecto, un narrador satírico y secular externo a la pantalla. Una oposición especialmente elocuente se establece, a la manera de los contrastes irónicos del prólogo, cuando Nazarín empieza a explicar a Ándara cuestiones teológicas básicas y los principios fundamentales del cristianismo. Antes de que empiece a hacerlo, la cámara salta deliberadamente a una imagen de una cacerola en el fuego. Cuando su voz se atenúa abordando la primera cuestión —«¿Por qué nacemos?»—, la acción ha dado un salto adelante y vemos a Ándara añadiendo carne al guiso. Esto puede ser una indicación de la respuesta subjetiva de Ándara al sermón del sacerdote —olvidar dicho sermón en favor de necesidades corporales más urgentes—, pero también parece razonable pensar que sea indicio de un narrador que señala el abismo entre la especulación espiritual y la necesidad terrena17. Un graphic match (paralelismo gráfico) entre el fuego de la fonda y el fogón en el que se prepara chocolate para Nazarín y don Ángel —cuyo nombre no es casualidad— no solo subraya la diferencia entre comidas básicas y de lujo, sino que también revela, de manera parecida, el desapego de Nazarín para con cualquier preocupación práctica.
17 El cuadro de Velázquez Cristo en casa de María y Marta —que lleva la fecha de 1618—, al subordinar a María y al Mesías al fondo y centrarse en Marta —que está cocinando en primer término—, parece haber influido en esta secuencia. Quedo en deuda con Xon de Ros por haberme señalado la relevancia de esta pintura.
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Tras la secuencia de los sacerdotes bebiendo chocolate caliente, objeto predilecto de la sátira buñueliana —retomado en Tristana—, viene un notorio contraste gráfico entre por una parte un inhabitual plano picado del tentempié de chocolate y bizcochos de Nazarín, y por otra parte un plano horizontal —a la altura de los ojos— de los peones del ferrocarril trabajando. Semejante yuxtaposición de ineficacia clerical y actividad laboral prefigura claramente el desarrollo más elaborado que Buñuel hace de esta técnica en el famoso montaje en paralelo de Viridiana entre el rezo del ángelus y la obra en construcción. Si volvemos al prólogo de la novela, parece razonable sostener que esta pantalla mental de primera persona —cuya presencia se percibe a través de todas estas yuxtaposiciones irónicas— es afín al visitante burgués galdosiano de la «calle de las Amazonas». El travelling del nombre de la posada podría ser un plano subjetivo de uno de los acaudalados caballeros que están inspeccionando el edificio a efectos de su instalación eléctrica. Este personaje luego observaría a las prostitutas, y después sería uno de los dos que entrevistan a Nazarín (como el narrador y su amigo periodista en la novela de Galdós). Tales personajes actúan como «observadores desde dentro de la pantalla» (on-screen observers) —por usar la expresión de Marvin D’Lugo—18 para los planos iniciales descriptivos de la fonda; también como portavoces del narrador en la entrevista con Nazarín, que desencadena la narrativa de la película. Sin embargo, esta coincidencia entre el/la narrador(a) cinematográfico(a) y un observador burgués que está dentro de la pantalla se mantiene únicamente durante el prólogo. La presencia de estos hombres en la sórdida casa de huéspedes es, de hecho, otra yuxtaposición característica de la pantalla mental. Su atuendo, su acento y su actividad, relativa a la instalación eléctrica —este detalle es original de Buñuel—, sirven de contrapolo a los de los habitantes de la fonda. Además, como señala Rodgers (1995, 54), la transformación que Buñuel efectúa del narrador y el periodista galdosianos en un rentista y
18 D’Lugo (1991b, 7). Su concepto desarrolla el de Nick Browne de «espectadores desde dentro del texto» (spectators-in-the-text); véanse D’Lugo (1991b, 38) y Browne (1999).
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un proxeneta, hace todavía más irónico el sermón de Nazarín a estos sobre la pobreza y la humildad cristianas. Lo que indica la perspectiva narrativa del resto del filme es, más que estos observadores burgueses, el pastiche inicial de escenas callejeras costumbristas y la correspondiente banda sonora. Rodgers señala que dicha banda sonora establece el primer contraste irónico de la película. Los sonidos de la calle ponen de relieve el «ingenuo ascetismo» de Nazarín, así como su «desapego de la realidad», y tienen su eco —con idéntico efecto— a lo largo de toda la película (véase Rodgers 1995, 53). Si Rodgers muestra que la banda sonora ofrece un contraste irónico con la filosofía de Nazarín, otro tanto rige para el lado visual de la película. Ambos aspectos forman parte, en efecto, de la mencionada pantalla mental. Del mismo modo que el narrador irónico de Buñuel se manifiesta mediante el montaje, la presencia de esta conciencia externa a la pantalla queda también de relieve mediante la dirección de fotografía y la puesta en escena. Aquí resulta reveladora una comparación entre, por una parte, este biopic buñueliano de un Cristo contemporáneo y, por otra, tratamientos cinematográficos de la misma época de temas bíblicos. Durante la década de 1950, Hollywood generó, en efecto, una serie de superproducciones épicas bíblicas —a menudo bastante pomposas— como David y Betsabé (King 1951), La túnica sagrada (Koster 1953), Salomé (Dieterle 1953) y Los diez mandamientos (Mille 1956). La vida de Cristo en concreto fue objeto de Rey de reyes (Ray 1961) y de La historia más grande jamás contada (Stevens 1965). Los recursos estilísticos de tales películas consisten en «caros y elaborados decorados, formatos panorámicos con colores brillantes, músicas machaconas y miles de extras» (véase B. Stone 2000, 69). Para representar la naturaleza mesiánica de su tema, estos filmes también se caracterizan por una dirección de fotografía grandiosa, con imponentes panorámicas del firmamento y planos contrapicados de figuras semejantes a Cristo con la vista alzada al cielo. El final de Salomé, de William Dieterle —que culmina con el Sermón de la Montaña de Cristo—, es uno de los muchos ejemplos posibles. Tras un plano general amplísimo de la atentísima multitud, la virtuosa cámara apunta hacia arriba para mostrar un vasto cielo lleno de luz celestial que emana del hombre que está hablando.
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En una oposición diametral a tales filmes, Buñuel apela a una estética minimalista, no obstante su perversa acotación de que rodó la película en «varios bellísimos pueblos de […] Cuautla» (citado en Sánchez Vidal 1984, 216). Los comentarios de Gabriel Figueroa sobre su experiencia como director de fotografía en Nazarín resultan especialmente reveladores a este respecto: He encontrado el truco para trabajar con Luis. […] No hay más que plantar la cámara frente a un paisaje soberbio, con nubes magníficas, flores maravillosas, y cuando estás listo le vuelves la espalda a todas esas bellezas y filmas un camino lleno de pedruscos o una roca pelada (citado en Sánchez Vidal 1984, 219).
Este comentario a menudo funge de epígrafe para el trabajo de Buñuel como director-autor y ha terminado convirtiéndose en una anécdota famosa —véase, por ejemplo, Carlos Saura citado en Hopewell (1986, 227)—, pero también describe la pantalla mental narrativa que rige el lado visual de esta película. Del mismo modo que la banda sonora contrasta —como ha mostrado Rodgers— con el engaño en que vive Nazarín, la insistencia de Buñuel en discretos planos a la altura de los ojos —o picados— de lo gris, tosco y feo pone asimismo de relieve, de una manera irónica, los pretenciosos y melifluos ideales del sacerdote. Al/A la espectador(a) se le niega implacablemente el placer visual —como lamenta Figueroa— en términos de puesta en escena y dirección de fotografía. Apenas se cuela un plano general del paisaje de Cuautla y, cuando dicho paisaje se atisba desde el cerro en el que Nazarín y sus seguidores se han refugiado, la cámara inmediatamente apunta hacia abajo para mostrarnos al enano Ujo abriéndose paso por entre los matojos. De nuevo, cuando los presos caminan por el campo, Buñuel se cuida de que su cámara muestre a los actores y la polvorienta carretera con travellings a la altura de los ojos y travellings picados que garanticen que únicamente los andrajosos convictos llenen el encuadre19.
19 El desarrollo, por parte de Jean-Luc Godard, de un «estilo de cámara no burgués» (véase Henderson 1970-1971) en su obra política de finales de la década de 1960 es un interesante elemento de comparación. Brian Henderson muestra, en
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Del mismo modo que la dirección de fotografía revela el trabajo de un narrador cinematográfico, la puesta en escena también proporciona un comentario irónico sobre el protagonista de la cinta. Esos pintorescos pueblos que Buñuel menciona, o bien están apestados, o bien repletos de animales. Y la columna de presos marcha, sí, por el pintoresco campo de Cuautla; pero nosotros solo vemos el polvoriento camino. No se nos obsequia, en resumidas cuentas, con ninguno de esos bucólicos placeres con los que el propio Nazarín sueña cuando piensa, desde la hedionda fonda/prostíbulo, en «el olor de las flores del campo»20. Un último aspecto de la pantalla mental de Nazarín tiene que ver con la recontextualización. Julio Alejandro, quien coescribió con Buñuel el guion tanto de la película que ahora nos ocupa como de Tristana, hizo la siguiente reflexión: «Galdós es enormemente fílmico: el problema está en que hay que envolverle en un ambiente que necesita, que le urge» (citado en Sánchez Vidal 1984, 325). Así, del mismo modo que Tristana se traslada a 1929, el Madrid de finales del siglo xix de la novela de Galdós se convierte en el México del dictador militar Porfirio Díaz, lo que supone, a juicio de Rodgers (1995, 57), una alusión a la España de Franco. El hecho de que la pantalla mental se alinee con un narrador externo a la pantalla —trascendiendo la identificación con cualquiera de los personajes de la ficción— puede hacer que dicha pantalla efectúe un tratamiento irónico tanto de Nazarín —que está desapegado de su entorno—, como de dicho entorno mismo. La novela la reubican en la dictadura de Porfirio Díaz dos añadidos, a saber,
efecto, que en Weekend (1967), película que dio inicio a la segunda época de la producción de Godard, la dirección de fotografía y la puesta en escena crean una «planitud» que desmitifica el mundo burgués. «El plano secuencia, y la construcción con un único plano, sugieren una sustancia burguesa infinitamente exigua —absolutamente plana— que no cabe elaborar, sino únicamente ir cartografiando» (Henderson 1970-1971, 14). 20 Gilles Deleuze ha relacionado el papel que el entorno tiene en la obra de Buñuel y Von Stroheim, con la tradición naturalista francesa de Zola: «Von Stroheim y Buñuel son realistas: jamás se ha descrito el entorno con tanta violencia o crueldad» (1996, 125). Las adaptaciones galdosianas podrían ser el vínculo entre la obra de Buñuel y esta tradición literaria naturalista.
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el motín de los trabajadores del ferrocarril que provoca el ofrecimiento del penitente de trabajar sin salario —a cambio solamente de comida—, y la reprimenda de Nazarín a los personajes-tipo de un coronel, un sacerdote y una señora burguesa por maltratar a un campesino. Que esta sátira pueda darse en tantos niveles, se debe a que la perspectiva narrativa no está alineada con la de los propietarios burgueses del prólogo. En el primero de los dos ejemplos recién mencionados, la ingenuidad de Nazarín se parodia en su acto poco fraterno, pero, en el segundo, nuestro protagonista hace gala de solidaridad y eso permite al narrador criticar a una sociedad militar, católica y burguesa. La manipulación de la narración que Buñuel así efectúa, también pone de manifiesto una de las contradicciones involuntarias de la novela de Galdós. El hecho de que el narrador de semejante novela sea burgués resulta, en efecto, sumamente problemático, ya que la novela primero abraza, pero luego descarta, las implicaciones de clase de su mensaje. Como explica Jo Labanyi (1993b, XII) haciendo que Nazarín lea un mensaje político en las enseñanzas de Cristo, pero solo para negar las implicaciones políticas de ese mensaje, Galdós puede abordar el asunto —apremiante en su época— de la injusticia social, y al mismo tiempo evitar conclusiones que justifiquen la violencia revolucionaria contra su propia clase.
Buñuel, libre de tales perspectivas ideológicas equívocas, sí que puede señalar las conclusiones políticas lógicas de la experiencia de Nazarín. El Nazarín buñueliano es muy crítico, pero, como las diferentes interpretaciones de la película atestiguan, esta en ningún momento adopta una perspectiva partidista, cosa que solo serviría para replicar esos discursos ideológicos monolíticos propios del porfiriato o del franquismo. Y esto sucede, en parte, gracias a esa pantalla mental general aquí tratada, pero quizás también se deba a la inclusión de discursos plurales. Perspectivismo múltiple y pantallas mentales dentro de pantallas mentales. Arriba comentábamos que, en su lectura de Un perro andaluz, Linda Williams muestra (1992, 102) que, en dicha
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película, los ejemplos de violencia «desencadenan puntuales avances a la pantalla mental». Dado que tales pantallas mentales se corresponden con las experiencias psíquicas subjetivas de los personajes dentro del marco general de la pantalla mental autoconsciente que rige el conjunto, estamos hablando de «pantallas mentales dentro de pantallas mentales» (1992, 102). De lo cual hay dos ejemplos claros en Nazarín. Tanto Beatriz como Ándara —las Sancho Panzas del don Quijote que es Nazarín— experimentan, en efecto, fantasías subjetivas. La pantalla mental de Beatriz se activa, como en Un perro andaluz, con un momento de violencia. Durante la pelea de Ándara con Camella, los cuerpos contorsionados de ambas prostitutas despiertan la fantasía sexual de Beatriz con Pinto, el amante que la ha rechazado. Esto es claramente un caso en el que se nos invita a compartir los pensamientos del personaje, o bien el ojo (o la pantalla) mental del mismo. Esta pantalla mental de un personaje contrasta, sin embargo, con la pantalla mental general que arriba comentábamos, ya que aquí no tenemos autoconciencia (véase Kawin 1978, 190). La visión alucinatoria que Ándara tiene de Cristo riéndose —visión que transforma ese icono convencional de un humilde mártir que ve Nazarín en una figura grotesca y desdeñosa— constituye un momento de subjetividad parecido, si bien aquí no hay ningún acto violento que funja de desencadenante directo. A diferencia de las representaciones cinematográficas convencionales de la subjetividad —por ejemplo, aquel plano subjetivo y aquella pantalla mental de Juanito en la Fortunata y Jacinta de Fons que comentábamos en el cuarto capítulo—, estos ejemplos de cine subjetivo no fomentan la identificación del/de la espectador(a) con los personajes. En la medida en que ambas fantasías mencionadas insisten en la carne sobre el espíritu —o en lo humilde sobre lo elevado—, pueden leerse más bien como funciones de la pantalla mental general. Igual que su corpulento precedente literario —Sancho Panza—, tanto la hermosa Beatriz, amante de Pinto y enamorada de Nazarín —y aquejada por ataques histéricos sexualizados y por tendencias suicidas—, como la fea Ándara —prostituta violenta y agresiva—, representan el cuerpo frente al espíritu que es Nazarín. Cuando está refugiada junto al sacerdote, Ándara reconoce, en efecto, que hasta entonces la habían convencido,
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más que los fundamentos de la fe cristiana, las ideas de un ateo — cuyo nombre de nuevo no es fortuito— llamado «señor Tripas»21. El narrador cinematográfico también construye un momento de astuto contraste entre espíritu y cuerpo durante la retirada de Ándara, tras su pelea, a los aposentos de Nazarín. Cuando este cándido sacerdote descubre el hombro de la mujer —para dejar al descubierto la herida que le han infligido con un cuchillo—, los críticos han comentado la irónica semejanza de dicha herida con la vagina —véase Sánchez Vidal (1984, 225)—, de ahí lo cómico de esta secuencia, que termina con Nazarín llevando a la prostituta inconsciente a una cama —véase Edwards (1982, 136)— y que además recuerda al cuerpo herido de Cristo en las representaciones estándar del tema. De esta manera, si Nazarín personifica la represión de la carne, la herida de Ándara sirve de recordatorio de que, en lo más hondo de la iconografía de la religión de aquel, hay una fascinación por el cuerpo22. Gérard Gozlan también relaciona este énfasis en el cuerpo —que se opone diametralmente a la perspectiva del sacerdote— con la naturaleza formal de la película, o sea, con lo que vengo llamando la «pantalla mental» del narrador: [Para Buñuel,] la noción humano se precisa al situarse por principio y constantemente al nivel de la carne… En lugar de una puesta en escena majestuosa en que lo corporal y lo físico son enviados a dimensiones convenientes, una puesta en escena notablemente sensible a las necesidades más naturales: el sexo, el hambre, el frío (citado en Sánchez Vidal 1984, 230; énfasis original).
Si las mencionadas fantasías de estas dos mujeres constituyen saltos explícitos al cine en primera persona, inicialmente parece que hay un tratamiento implícito de la subjetividad del sacerdote. La oposición entre la religiosidad de Nazarín y la pantalla mental secular estructura, en efecto, le película, cartografiando el aparente avance de Nazarín
21 Buñuel cambia el nombre que Galdós le da al mismo personaje, «Bálsamo» (véase Pérez Galdós 1999, 54), nombre que, con sus connotaciones de provisión de confort, resulta igualmente apropósito. 22 Véase Julia Kristeva, Pouvoirs de l’horreur (aquí 1982, 11-12), sobre la permeable interfaz entre lo sublime y lo abyecto.
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desde el engaño hacia el desengaño. Una presentación especialmente elocuente de la colisión entre ambos elementos sigue a los disturbios que, como antes adelantábamos, el penitente vagabundo crea entre unos peones y su capataz. Nazarín se marcha cuando el jaleo empieza, y oímos disparos mientras el sacerdote, ajeno a esto, coge una ramita de un olivo. El símbolo bíblico del ramo de olivo queda expuesto, así, por parte de la pantalla mental como algo absolutamente irrelevante para la situación que es el caso —situación provocada, además, por la metedura de pata del clérigo—, pero en ningún momento dejamos de tener presente el punto de vista —tan distinto— de nuestro protagonista. Nazarín se vuelve una vez más a la naturaleza para trascender la condición humana que lo rodea cuando coge distraídamente un caracol y lo mira arrastrarse por su mano mientras Ándara admite sus celos por el trato preferente que él otorga a Beatriz. El choque entre las emociones terrenales de la mujer y la abstracción del sacerdote se expresa, de nuevo, mediante el contraste entre la perspectiva del protagonista y el marco de la pantalla mental irónica. Sin embargo, por más que sea este sacerdote quien dé nombre a la película —y por más que la película trace una evolución aparentemente convencional de dicho personaje desde el delirio a la cordura—, Nazarín llama la atención en el sentido de que evita presentar la subjetividad de su protagonista. Aquí resulta revelador un análisis formal del tratamiento de este personaje conforme a la taxonomía de Kawin para la subjetividad en el cine, pues, aunque se usan contraplanos cuando Nazarín mantiene conversaciones, no hay un trabajo subjetivo de la cámara que nos proporcione la perspectiva visual de Nazarín. Esto resulta especialmente notable cuando el personaje aparece contemplando unas vistas, como es el caso desde la fonda o desde lo alto del cerro. En la medida en que no compartimos su visión mediante un plano subjetivo, parece que está mirando sin ver nada, en un estado de abstracción que el/la espectador(a) no puede compartir23. Arriba señalábamos que, a diferencia de lo que ocurre con Beatriz y Ándara,
23 Labanyi señala (1999, 88) que encuadrar a personajes que miran a algo que queda fuera de la pantalla es una convención buñueliana.
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de Nazarín nunca se nos ofrece una pantalla mental. Su punto de vista implícito se opone siempre, de hecho, de manera irónica a la pantalla mental general que funge de marco al filme. Es posible que el único momento de subjetividad venga dado por la inclusión, en la banda sonora, de los tambores de Calanda. (Justo al final de la película, cuando Nazarín lleva en la mano la piña.) No queda claro, sin embargo, si se trata de sonido subjetivo o de un añadido irónico por parte de la pantalla mental general. De ahí ese debate continuo que arriba comentábamos sobre el significado del dicho final. La elaboración de un narrador irónico en la versión cinematográfica buñueliana del Nazarín galdosiano replica, en parte, la ironía de su fuente, pero no puede mantener la inapelable indecidibilidad que hay en lo más hondo de la novela de Galdós. No obstante las lecturas equivocadas de la película que se hicieron tras su estreno —encomiando su supuesto retrato de la moral cristiana—, hay una obstinada negativa a dotar a Nazarín, canal de dicha ideología, de ningún tipo de subjetividad. Esto, por una parte, permite a Buñuel desarrollar un sofisticado equivalente de un narrador galdosiano autoconsciente —sobre todo a través del montaje, la dirección de fotografía y la puesta en escena—, pero, por otra parte, reduce esa tensión que subyace al texto de Galdós entre las perspectivas ideológicas del narrador y del protagonista. La secuencia relativa a la epidemia de viruela ilustra lo distinto de uno y otro tratamiento. Aunque el de Galdós es característicamente irónico en su uso exagerado del lenguaje —además se insinúa el masoquismo de Nazarín—, el/la lector(a) puede percibir, así y todo, los esfuerzos del sacerdote como algo positivo (véase Pérez Galdós 1999, 146-163). El tratamiento de Buñuel omite, por el contrario, cualquier efecto positivo del comportamiento de Nazarín e incluye una recreación del Diálogo entre un sacerdote y un moribundo —del marqués de Sade— en la cual los esfuerzos del protagonista por convencer a una moribunda de que abandone el amor terrenal en favor de las riquezas del cielo resultan del todo inútiles. En la novela, sin embargo, cuando al pueblo apestado llegan médicos, Nazarín dice que «aquí no hacemos falta ya» (Pérez Galdós 1999, 161). Y, como señala Antonio Monegal, la inclusión de una frase parecida en la película —«Aquí ya nada tenemos que hacer»— transforma el significado del original, porque aquí la frase viene cuando la mori-
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bunda rechaza a Nazarín. («La primera afirmación está hecha después de un labor eficaz. […] La segunda es el resultado de un fracaso. […] Resulta evidente que “su reino no es de este mundo”», véase Monegal 1993, 129.) De manera que el Nazarín de Buñuel anticipa famosos tratamientos posteriores del tema mesiánico —lo mismo internos, que externos a Hollywood— como El Evangelio según san Mateo, de Pier Paolo Pasolini (1966), o La última tentación de Cristo, de Martin Scorsese (1988). Hacia el final de la novela de Galdós (1999, 195-196), el alcalde, perplejo, concluye: «O era don Nazario el pillo más ingenioso y solapado que había echado Dios al mundo, como prueba de su fecundidad creadora, o era… ¿Pero quién demonios sabía lo que era, ni cómo se había de discernir la certeza o falsedad?». Sin embargo, esta incertidumbre no se mantiene en el Nazarín de Buñuel. Aparte de ese ejemplo de solidaridad entre el sacerdote y el campesino maltratado que Buñuel añadió al texto galdosiano, Monegal puede resumir (1993, 188) que «de la película se borran las acciones eficaces del personaje galdosiano para subrayar, por el contrario, la vertiente destructora de su pasividad: su pulsión irrumpe en el mundo como una amenaza a la razón». Es esta amenaza a la razón lo que lleva a Rodgers a concluir (1995, 53) que Buñuel desarrolla la ironía de Galdós en una dirección más radical de cara a un tratamiento reprobatorio del personaje. Teniendo en cuenta, de todas formas, que el/la lector(a) de la novela galdosiana ni siquiera puede estar seguro de dónde están los límites de la razón, el texto de 1895 que inspiró a Buñuel ha de considerarse más radical. Tristana (Buñuel 1970). De la ambigüedad al sabotaje Mientras que el gobierno de Franco despojó a Viridiana de su españolidad y le asignó nacionalidad mexicana, Tristana se estrenó en España en 1970 sin mayor contratiempo (véanse Eidsvick 1981, 174; Kinder 1993, 314). El escándalo provocado por la anterior película que Buñuel había hecho en su país natal supuso un veto de siete años para el proyecto de Tristana, pero, cuando la cinta finalmente se estrenó, nada menos que el Sindicato Nacional del Espectáculo la declaró la mejor película española de 1970. Una selección de recortes de prensa del periódico franquista Solidaridad Nacional —conservada
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en la biblioteca de la Filmoteca Española y anteriormente pasada por alto— revela, de hecho, que esta película fue elogiada por ser «entrañablemente, […] netamente española» (véase Munsó Cabús 1971). Si inicialmente «tanto la forma como el contenido se percibieron en general como algo bastante convencional y realista» (véase Kinder 1993, 314), los críticos posteriores han insistido, por el contrario, en la naturaleza «profundamente subversiva» de todos los aspectos de la expresión cinematográfica de Buñuel en Tristana (véase la cita del Observer que figura en la carátula de la edición en vídeo distribuida por Black Star). Como arriba comentábamos, las reacciones de los estudiosos han sido —indudablemente para regocijo de Buñuel— insólitamente dispares, cubriendo todo el espectro desde lo político, lo historizante, lo psicoanalítico, lo feminista y lo estructuralista. Igual que ocurre con el Nazarín de Buñuel, la historia de la recepción crítica de su Tristana guarda un notable paralelismo con la de la correspondiente novela galdosiana, cuya publicación, tres años posterior a la de Nazarín, pasó prácticamente inadvertida en 1892 (véase Pardo Bazán 1993, 49). Escribiendo un siglo después, Lisa Condé afirmó, sin embargo (2000, 12), que la crítica literaria sobre este texto había proliferado hasta tal punto, que «Tristana se reconoce ahora como una producción literaria eminentemente moderna y de gran complejidad narratológica». Esa ambigüedad galdosiana característica en la que esta novela reposa, también ha llevado a extraordinarias diferencias entre las diversas opiniones críticas. Si con Nazarín dichas diferencias giraban en torno a la cuestión del cristianismo, en Tristana vienen dadas por el tratamiento equívoco del feminismo o, más exactamente, de lo que en el siglo xix se llamaría la «cuestión de la mujer». Hay, por tanto, críticos que leen esta novela como un ataque al feminismo —interpretando la amputación como el castigo del autor a su heroína—, pero también los hay que la consideran una «alegoría feminista» en la que el autor se alinea con la, por así decir, «desgracia» (rotten lot) de la mujer (véase un resumen en Jagoe 1994, 127 y 209-210, notas 27 y 28). A la última de las dos conclusiones recién mencionadas se ha llegado tanto gracias a, como a pesar de, la profunda ironía del texto. Edward Friedman plantea, en efecto, que no podemos hacer una lectura «directa» de la castración simbó-
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lica de Tristana y del silenciamiento narrativo del final de la novela, toda vez que el matrimonio de esta mujer con don Lope es «conscientemente absurdo» (véase Friedman 1982, 223). Sin embargo, esta ambigüedad narrativa también se extiende, sin lugar a dudas, al tratamiento aparentemente simpático que el narrador dispensa a las aspiraciones feministas de la protagonista al comienzo de la novela. Condé concluye igualmente que Tristana es «una novela nítidamente protofeminista», pero que lo es únicamente «a pesar de toda la ironía y ambigüedad». Esta estudiosa avanza, de hecho, la hipótesis de que la propia ambigüedad acaso sirva para satirizar las convenciones patriarcales, pero no advierte —como tampoco Friedman— que dicha ambigüedad apunta con mayor frecuencia a la propia heroína feminista de la novela (véase Condé 2000, 85). La visión galdosiana del feminismo es claramente problemática, pero no es esto lo que interesaba del texto a Buñuel. Al director «no lo encendieron», propugna Condé (2000, 70), «los apuros de la Tristana de Galdós», sino más bien la equívoca presentación narrativa de este personaje24. La tendencia a discutir esta adaptación cinematográfica en términos de feminismo se explica, en parte, por el cambio que Buñuel opera en el original galdosiano —empoderando a Tristana—, y en parte porque la narración equívoca y la «cuestión de la mujer» están inextricablemente ligadas en el texto original. Resulta, sin embargo, de lejos más provechoso separar ambos aspectos con relación a la película de Buñuel, pues, si en nuestro examen de esta adaptación dejásemos al margen tanto el feminismo de Galdós, como al narrador de este novelista, estaríamos tirando el grano con la paja. En su versión fílmica Buñuel se basa, en efecto, en técnicas formales galdosianas, si bien lo hace para desarrollar otros intereses en lo que al contenido narrativo respecta. 24 El propio Buñuel afirmaba, por supuesto, que había adaptado esta novela por la pierna amputada (véase Sánchez Vidal 1984, 330). Indudablemente, también debió de influir el «milagro de Calanda» —lugar natal de Buñuel— de 1640: «La Virgen había restituido su pierna amputada a un campesino que cada día había ungido su muñón con aceite bendito, como Buñuel no se cansaba nunca de contar» (véase Labanyi 1999, 80).
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Los usos de la incertidumbre. Los narradores de Galdós y Buñuel. El artificio de la narración de Galdós en Tristana queda de manifiesto en las páginas iniciales de la novela. Igual que sucedía en Nazarín, el narrador de primera persona exhibe de inmediato su subjetividad tanto en términos de conocer a los personajes —«Tuve conocimiento de tal personaje», véase Pérez Galdós (1982, 7)—, como de ser un observador ideológicamente sesgado. Del mismo modo que el narrador de la novela de 1895 revela su implicación en el ilícito comercio de la casa de huéspedes de la tía Chanfaina —«Que todos hemos conocido en edad estudiantil», (1999, 11)—, e igual que el narrador de La de Bringas reconoce haber sido amante de Rosalía —«[Ella] quiso repetir las pruebas de su ruinosa amistad», (1993, 305)—, el conocido de don Lope que en Tristana refiere la historia condena —pero al mismo tiempo se ve comprometido en— la siguiente descripción del libertinaje de dicha figura: Cuantos conocían a Garrido, incluso el que esto escribe, abominaban y abominaban de tales ideas, deplorando con toda el alma que la conducta del insensato caballero fuese una fiel aplicación de sus perversas doctrinas. Debe añadirse que a cuantos estimamos en lo que valen los grandes principios sobre que se asienta, etcétera, etcétera… se nos ponen los pelos de punta sólo de pensar cómo andaría la máquina social si a sus esclarecidas manipulantes les diese la ventolera de apadrinar los disparates de don Lope (Pérez Galdós 1982, 24).
Jagoe interpreta eficazmente este pasaje (1994, 128) como «un globo aerostático que colapsa con el pinchazo de un “etcétera, etcétera”». Como no cabe que sorprenda, la volubilidad de la narrativa va de la mano con tan notoria subjetividad. Prefigurando las prácticas que arriba examinábamos de Nazarín y Halma, el narrador de Tristana oscila entre el conocimiento parcial y el absoluto, entre la conjetura cuestionable y la autoridad omnisciente. Semejante impredecibilidad se extiende a su tratamiento de los personajes principales, llevando la incertidumbre, como antes señalábamos, a la cuestión de si el narrador es feminista o misógino. A diferencia de la exuberancia que envuelve al narrador de la novela, el rasgo distintivo del narrador buñueliano equivalente es más bien la
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sutileza. Mientras que la volubilidad explícita del narrador novelístico es irónica —y con frecuencia humorísticamente jocosa con fin satírico—25, la volubilidad implícita del narrador cinematográfico sabotea discretamente la sensación de certeza narrativa del/de la espectador(a). Si la película da la impresión global de un «designio» (mindedness) —véase Kawin (1978, 114)— externo a la pantalla y que genera una pantalla mental afín al narrador literario, esto a menudo se revela con relación a —y especialmente en contraste con— la subjetividad de los protagonistas, como abajo veremos. No obstante, dicha pantalla mental también puede percibirse aisladamente. Del mismo modo que la apertura de Nazarín subraya de manera autoconsciente su estatus de representación mediada a través del fundido desde el grabado de la escena callejera, la pantalla mental de Tristana indica sutilmente una conciencia recursiva mediante su primera imagen de un panorama de la ciudad de Toledo. El plano general escogido para enmarcar los créditos evoca el tratamiento del tema que hiciera El Greco —habitante de dicha ciudad—, y al mismo tiempo contrasta con dicho tratamiento, toda vez que se muestra la parte más sórdida de la urbe (véase Edwards 1982, 226). De manera que, como sucede en Nazarín, este plano inicial ya nos está avisando de que el narrador de la película es un narrador autoconsciente que, paradójicamente, rehúye el virtuosismo estilístico en favor de una estética minimalista. En esta película pueden identificarse, aunque tengan por efecto la contención, ciertas técnicas formales que contribuyen a la impresión de la pantalla mental de un narrador externo a la pantalla. En su comparación de la novela y la película de Tristana, Colin Partridge afirma (1995, 208) que Buñuel replica los dispositivos narrativos galdosianos de «escenas cortas, saltos repentinos en la acción y opiniones distintas sobre un personaje», lo que resulta en lo que podríamos llamar una estética de la interrupción. Este estudioso plantea, en efecto, que la naturaleza formal de la adaptación de Buñuel se hace eco de tales dispositivos:
25 El narrador confunde, por dar un caso, las cartas de amor de Tristana y Horacio —«“Te quise desde que nací…” Esto decía la primera carta…, no, no, la segunda», (1982, 44)—, deshinchando, con ello, los manidos sentimientos expresados.
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Se reducen a su mínima expresión esencial escenas de apretado dramatismo; el flujo regular de la narración se rompe con saltos abruptos entre escenas; en escenas consecutivas distintas pueden entrar, dominándolas, protagonistas distintos; el imaginario onírico posee una facticidad más potente que la realidad normal; los cambios temporales a menudo no es tanto que se indiquen, como que se infieren; y unos movimientos de la cámara sutiles, casi inexistentes, sugieren una presencia analítica escrutadora en la medida en que la cámara asume el lugar del narrador galdosiano oculto (1995, 208).
Mi planteamiento es precisamente que dicho narrador galdosiano a menudo está todo salvo oculto, pero los dispositivos narrativos que Partridge aquí enumera como los de una «presencia analítica escrutadora» apuntan a la pantalla mental. De manera que, bajo ese banal realismo de superficie que se percibió al estrenarse la película en España —por cuya causa Francisco Aranda comentó (1975, 241) que Tristana no tenía «una sola escena brillante»—, lo que tenemos es un sutil ensayo de disrupción narrativa. La pantalla mental genera incertidumbre en todos los niveles, alterando constantemente los planos espacial y temporal, recurriendo a la interrupción como fuerza de sabotaje discursivo y erosionando la frontera entre la realidad de la vigilia y la del ensueño. Las secuencias de apertura, que se corresponden con el periodo inicial de inocencia de Tristana, ilustran estos destacables rasgos formales que esboza Partridge. También son indicativas de la pantalla mental de un narrador cinematográfico voluble. Cada secuencia se reduce, efectivamente, «a su mínima expresión esencial», mientras que de establecer la caracterización se encargan un par de «estampas» elocuentes. Se eliminan, de hecho, elementos esenciales de la narración, pues, aunque hay un plano de establecimiento de la casa natal de Tristana, no ocurre lo mismo antes de la primera escena del piso de don Lope, lo cual resulta desconcertante en la medida en que dicho piso ha de ser el escenario de la principal acción narrativa. Desprovisto, pues, casi por completo de planos de establecimiento y sin ornatos estilísticos como graphic matches (correspondencias gráficas) —salvo cuando estas carecen de propósito discernible, por ejemplo el salto desde el brasero redondo de don Lope a la ruleta del barquillero, véase Labanyi (1990, 90)—, el flujo narrativo no resulta, como señala Partridge, regular, sino abrupto
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o interrumpido26. Y, así, esta ambigua pantalla mental —que fomenta lo que Labanyi denomina una «resistencia a la inteligibilidad»— se revela en estrategias formales como el «uso de un engañoso montaje de continuidad y […] la estrategia opuesta de cortar, prácticamente en todas las secuencias, tanto los planos iniciales o de establecimiento, como los planos de cierre» (Labanyi 1990, 90)27. De hecho, los fotogramas finales de la primera secuencia —la del partido de fútbol— se colocan, perversamente, al final de la película. Con semejantes omisiones, la coherencia espacial y temporal tiene que deducirse, como evidencia esa chirriante yuxtaposición de la escena de don Lope rechazando ejercer de juez de campo en un duelo y la de Tristana en el campanario con los chicos sordos28. En la primera secuencia de la película —la que sigue a ese plano de establecimiento de la ciudad al que nos referíamos—, Buñuel rueda un partido de fútbol de los chicos sordos. Aquí se nos presenta a los personajes principales Tristana y Saturna; luego, mediante un puente sonoro, a don Lope. Sin embargo, resulta especialmente inquietante para el/la espectador(a) cuando luego Buñuel nos muestra a don Lope entrando en un bloque de pisos, y entonces salta al interior del piso de la difunta madre de Tristana. Suponemos que es un piso del bloque de pisos que acabamos de ver desde fuera. Sigue una discusión entre los tres personajes sobre las posesiones de la difunta, y una confirmación de la tutela de Tristana por parte de don Lope. Como acabamos de ver a Saturna presentando a Tristana en el partido de 26 Para Partridge (1995, 208), en Tristana «la interrupción se convierte en una fuerza narrativa fundamental». Resulta interesante comparar esto con la observación de Michael Wood sobre la importancia de la interrupción en la obra de Buñuel. Para Wood (2000), la interrupción es crucial de cara a la cuestión del deseo, que en las películas buñuelianas jamás se satisface: «El deseo y la insatisfacción son dos caras de la misma moneda». 27 Francisco Aranda señala (1971, 10) que este corte de «fotogramas al comienzo y al final de prácticamente cada plano», los cineastas de la Nouvelle Vague francesa lo heredaron de Buñuel. 28 El guion publicado de la versión francesa de Tristana menciona un plano de establecimiento de la catedral y la torre —véase Buñuel (1971, 36)—, pero tales planos fueron luego suprimidos.
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fútbol como la pupila de don Lope, la escena del piso de la difunta madre tiene que ser, por lógica, anterior al partido de fútbol. Sin embargo, no se introduce en términos lógicos como flashback, y de hecho la acción narrativa no vuelve a la altura del presente del partido de fútbol —que no vuelve a mencionarse— hasta transcurridos por lo menos veinte minutos de película. En cuanto al manejo de la cámara en esta escena, la sutil gestión de los planos a la que Partridge se refiere hace pensar en la dirección de fotografía minimalista que arriba comentábamos a propósito de Nazarín —también en el trabajo político de Godard, véase Henderson (1970-1971)—, ya que todas las secuencias están rodadas con la menor interferencia posible del montaje o del movimiento de la cámara. La secuencia dura más de dos minutos; incluye solo dos posiciones distintas de la cámara y un corte. La acción se desarrolla ante una cámara a la altura de los ojos que únicamente se mueve para que sigamos viendo a los personajes. Más que simplemente «minimalista», podríamos decir que la naturaleza estilística de la película es, de hecho —igual que en Nazarín—, perversamente austera. En una escena posterior, por ejemplo, Tristana va al campanario por la «hermosa vista», pero el/la espectador(a) solo puede ver a Tristana y a Saturno mirando dicha vista, que queda fuera de la pantalla. En su biografía del director, Francisco Aranda cuenta que el operador de cámara de Tristana, José Aguayo, tomó un plano general desde los claustros y Buñuel respondió: «Pero es bonito. Córtalo» (citado en Aranda 1975, 241). La incertidumbre narrativa llega al extremo cuando la secuencia aparentemente realista del campanario termina con la visión surrealista que Tristana tiene de la cabeza cercenada de don Lope en sustitución del badajo de la campana, tras lo que viene un salto a ella despertando como de una pesadilla29.
29 Para una interpretación psicoanalítica de la imagen de la cabeza cercenada, véase Labanyi (1999). Adviértase también la significación de la leyenda toledana de que, cuando los moros tomaron la ciudad, utilizaron cabezas de cristianos como badajos de campana (véase Sánchez Vidal 1984, 336).
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El desasosiego que crea en el/la espectador(a) semejante manipulación de la forma fílmica por parte de la pantalla mental se prefigura en el mencionado partido de fútbol, que no consta en la novela. Aquí resulta crucial un elemento estilístico que Partridge no menciona: el uso del sonido30. Tras el plano general de la ciudad de Toledo bajo el sonido de campanas de iglesia, vemos a Tristana y a Saturna caminar hacia el partido de fútbol. Aquí proporcionan cierta continuidad las campanadas —que siguen oyéndose—, pero también pueden oírse, inexplicablemente, borbotones de agua, mientras que las aguas del río que se veía en el plano general de la ciudad no se mueven. Los ruidos del silencioso partido resultan, a lo primero, desconcertantes, pero el/ la espectador(a) termina encontrando una explicación cuando se revela la sordera de los chicos. Resulta significativo que Buñuel eliminara una escena prevista en el guion en la que se ve a un grupo de alumnos usando gestos, lo que habría dejado la sordera de inmediato clara al/a la espectador(a) (véase Buñuel 1971, 15-16)31. El ruido de un tren cercano que acompaña la pelea de Saturno durante el partido, acaso solo sea comprensible retrospectivamente, cuando la rebelión de Saturno en el campo de fútbol se corresponde con la rebelión de Tristana al marcharse de Toledo con su amante en tren. (No se trata de un detalle naturalista, ya que la estación de tren de Toledo no está cerca.) Al repique de las campanas tenemos luego una alusión juguetona y oblicua, cuando el campanero le dice a Tristana que la gente ya no entiende el lenguaje de las campanas. Esto no constituye, sin embargo, una explicación, y el/la espectador(a) solo puede conjeturar el significado de los diversos sonidos. La posición de desventaja epistemológica que el/la espectador(a) experimenta representa, no obstante, un brillante paralelismo de la discapacidad de los chicos sordos. Con otras palabras: el/la narra-
30 Para la importancia del sonido en la obra de Buñuel en general, véase Kinder, quien señala (1993, 292) que, no obstante el hecho de que sus dos primeras películas fuesen mudas, este director empezó su carrera en 1928, es decir, justo cuando andaba introduciéndose el cine sonoro. 31 Antonio Lara se equivoca cuando afirma (2001, 66) que las modificaciones que Buñuel operó sobre el guion durante el rodaje y el montaje no privaban nunca al/a la espectador(a) de «información esencial».
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dor(a) cinematográfico(a) urde una especie de sordera o discapacidad figurada en el/la espectador(a), lo que supone un eco de la acción visual y apunta a la discapacidad como tema principal de la película a través de la sordera de Saturno y la amputación de Tristana32. La prefiguración de la amputación mediante el juego de palabras tiene su origen en el juguetón narrador galdosiano, que Buñuel replica en la pantalla mental. Los repetidos primeros planos de piernas que hay en la película hacen pensar, obviamente, en el interés de Buñuel por el fetichismo a propósito de los pies —véase por ejemplo Diario de una camarera (1964)—, pero también presagia de modo patente la intervención quirúrgica de Tristana. De hecho, tales imágenes prefiguradoras —la presencia de una mutilada fuera del café de don Lope en la escena que precede a la de cuando Tristana conoce a Horacio, o la mujer mutilada con muletas que pasa por delante de Tristana y don Lope mientras estos pasean por el parque poco después de que don Lope empiece a sospechar la infidelidad de Tristana y se lo haga saber—, semejantes imágenes anticipatorias trasladan de una forma más bien brutal los sutiles retruécanos verbales del texto. Robert Havard plantea (1982, 65) que el medio visual tiene una dúplice ventaja sobre la novela en lo que a este tema vital de la amputación se refiere. El efecto chocante de la belleza deformada se presenta con una inmediatez clínica que evita el sentimentalismo, pero, al mismo tiempo, la persistencia del foco visual en piernas proporciona un contexto profético que reduce el carácter arbitrario [que el] suceso [tiene en la novela].
Teniendo en cuenta la mayor cercanía comparativa del significante cinematográfico respecto de su referente —su «exceso de mímesis», véase Gunning (1999, 464)—, Havard tiene razón al señalar el distinto efecto que provoca la inmediatez de la película. Pasa por alto, sin embargo, el hecho de que el contexto profético de la amputación 32 La sordera del propio Buñuel, que empeoró en 1969, año del rodaje de Tristana —véase Aranda (1975, 239)—, acaso también fuese significativa en este contexto. Nuevamente he de expresar mi gratitud a Xon de Ros, que es quien me ha señalado este importante detalle biográfico.
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viene dado por Galdós, por lo que, en la novela, la intervención quirúrgica no es, en modo alguno, arbitraria. Como han observado numerosos críticos literarios, la Tristana de Galdós es una dramatización de la expresión «La mujer en casa con la pierna quebrada», expresión que en la novela nunca se menciona, pero que en la película de Buñuel se pone en boca de don Lope. Mediante astutos juegos de palabras, el narrador galdosiano presagia la amputación e indica la estructura de poder patriarcal que a la misma subyace, estructura tan sucintamente condensada en ese zafio dicho. Al destino de Tristana se apunta primero con la advertencia de Saturna de no «saca[r] los pies del plato» (Pérez Galdós 1982, 29), pero Tristana deja que sus pies vagabundeen… y acaba perdiendo uno. De hecho, el sagaz narrador nos informa de que los primeros pensamientos de Tristana tras la operación están dedicados al «pasito ligero que la llevaba en un periquete al estudio de Horacio» (1982, 148), con lo que está dando a entender que ha perdido la pierna debido a esta actividad. Semejante asociación entre pies o piernas y vagabundeo moral es objeto de ulterior desarrollo mediante el uso del verbo «claudicar», que significa tanto «cojear», como «fallar por flaqueza moral en la observancia de los propios principios o normas de conducta» (véase Diccionario de la lengua española 2000, I, 487). Este juego semántico deja claro, por tanto, que la pérdida de la pierna, o la cojera permanente, es una consecuencia directa de la veleidosidad moral, como don Lope evidencia cuando reprende a su pupila diciendo: «Sé que has claudicado moralmente, antes de cojear con tu piernecita» (Pérez Galdós 1982, 125). Aunque el narrador cinematográfico llama la atención —en una vena parecida— sobre la equivalencia entre el piano que se compra para Tristana y su miembro amputado —lo que traslada el juego de palabras de la novela sobre el «órgano», véase Labanyi (1999, 80)—, en general la pantalla mental cinematográfica debe basarse en una transcripción directa, mientras que el narrador literario puede expresar dobles sentidos mediante juegos de palabras. Por último, a la pantalla mental fílmica podemos considerarla responsable de la recontextualización de la novela, así como de los paralelismos que se establecen entre la narrativa y acontecimientos
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históricos mediante el montaje en paralelo. Convertir las vidas personales de sus personajes en emblemas de los sucesos socio-políticos de la época es, por supuesto, uno de los rasgos distintivos del arte novelístico galdosiano, y esto a menudo resulta más difícil de conseguir en la pantalla. (Como en el cuarto capítulo veíamos, en su adaptación televisiva de Fortunata y Jacinta, Mario Camus solo logra aludir a la metáfora de matrimonio/adulterio y monarquía/república.) Sin embargo, los sugerentes paralelismos entre la diégesis del filme y los sucesos de 1929-1935 contemporáneos a la misma —paralelismos que han puesto de relieve Marcel Oms y otros— parecen apuntar a la labor de una conciencia ajena a la pantalla y afín a la que traslada al México de Porfirio Díaz el Madrid del Nazarín galdosiano. De esto es indicio, para empezar, la trasposición de la Tristana de Galdós a Toledo. El plano general de la ciudad al que arriba nos referíamos, permite a los espectadores caer en la cuenta de que dicha ciudad es la sede de la Iglesia católica, y además se asocia históricamente al asedio de su Alcázar, defendido por soldados del bando nacional durante la Guerra Civil (véase Labanyi 1999, 76). Dicho de otro modo: Toledo se vincula, mediante estos dos conceptos básicos, con la represión franquista33. Con esto en mente, el salto de la cámara que vincula la seducción de Tristana por parte de don Lope con los disturbios proletarios y la sofocación de los mismos por parte de la Guardia Civil parece significativo en el sentido de que prefigura tanto la rebelión de Tristana, como la amputación de su pierna. El propio Buñuel señaló, por supuesto, que, «como el resto de mis películas, [Tristana] tampoco contendría crítica social ni condena de esto o aquello» (citado en Aranda 1975, 218), pero críticos posteriores también nos advierten de que «cualquier lectura política de las imáge-
33 El estoicismo de los defensores del Alcázar, y en concreto la capacidad de suportación del coronel Moscardó —cuyo hijo había sido ejecutado por los republicanos—, fueron convertidos por la propaganda franquista en una leyenda de la bravura de los combatientes del bando nacional, sobre todo en la película Sin novedad en el Alcázar (Genina 1940), que en realidad era una producción italiana, pero fue adoptada por el gobierno de Franco como un símbolo de la españolidad (véase Monterde 1995b, 209, nota 14.)
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nes de la policía, la Iglesia y la represión patriarcal que hay en Tristana debe tomar en cuenta la demostración que la película hace, mediante su tratamiento del fetichismo, de que la desviación y la represión van de la mano» (véase Labanyi 1999, 88). La rehistorización de la novela que la película efectúa está, en consecuencia, cargada de ambigüedad narrativa: Buñuel construye una resbaladiza pantalla mental cinematográfica que engendra múltiples posibilidades interpretativas gracias a la herencia de los equívocos narradores galdosianos. Por una parte, la incertidumbre que esta pantalla mental general produce con su minimalismo estilístico resulta más perturbadora que la lúdica ambigüedad del narrador literario, pero, por otra, el modo en que dicha pantalla mental traduce la ironía y los juegos de palabras del narrador literario resulta, más que equívoca, cruda. Abusadores y abusados. Distanciamiento e implicación narrativos. A diferencia del Nazarín de Buñuel —que sorprendentemente omite cualquier retrato de la subjetividad del héroe—, la pantalla mental de Tristana se evidencia en la interacción entre la subjetividad de ese/esa narrador(a) cinematográfico(a) general y las subjetividades de los personajes, o sea, en «pantallas mentales dentro de pantallas mentales» (véase Williams 1992, 102). Un panorama de la presentación formal de las subjetividades de los protagonistas parece sugerir que hay una igualdad entre Tristana y don Lope. Si nos servimos de la taxonomía de Kawin para la subjetividad cinematográfica, resulta que estamos al tanto de no pocos aspectos de la perspectiva en primera persona de cada uno de estos dos personajes. Mediante la gestión subjetiva de la cámara —«Comparte mis ojos»—, compartimos, en efecto, las miradas eróticas tanto de don Lope como de Tristana en diversos puntos de la película: Tristana cuando ve por primera vez a Horacio en el patio, y don Lope cuando mira lujuriosamente a una chica por la calle, o cuando luego va detrás de la propia Tristana. En cuanto a la pantalla mental propiamente dicha de ambos personajes —«Comparte mi ojo mental»—, se traza mediante la inclusión de sueños: la visión surrealista de Tristana sobre la cabeza cercenada de don Lope, y la pesadilla de este sobre el abrazo entre Tristana y Horacio. Es posible discernir, por último, el punto de vista de cada
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personaje («Comparte mi perspectiva»): la inocencia de Tristana —y su posterior rebelión y venganza tras desflorarla prematuramente su abusivo guardián—, y el carácter disoluto de don Lope y su posterior arrepentimiento y docilidad tras la intervención quirúrgica de Tristana. Con Buñuel, sin embargo, resulta infructuoso —como siempre— preguntarse con quién se está animando a los/las espectadores(as) a identificarse. Una pregunta más provechosa es la siguiente: dado que se representa la subjetividad de ambos personajes, ¿respecto de quién —y cuándo— muestra el/la narrador(a) implicación o distanciamiento y por qué? Como ha señalado Robert Havard (1982, 69), en Tristana el modo de presentar a los personajes recuerda a los exempla dieciochescos, que derivaban del didactismo entonces asociado a géneros literarios de estampas como la fábula o el sainete. El narrador que en las primeras páginas de la novela pinta el cuadro del personaje caballeresco pero libertino de don Lope, en la película es reemplazado, en efecto, por una serie de elocuentes esbozos que revelan hábilmente a dicho personaje. Y así, tras calificar el maestro de escuela a don Lope de «un gran caballero» —calificación que funge de puente sonoro con nuestra primera imagen del don Lope que encarna Fernando Rey—, sigue un contraste brillantemente conciso entre el flirteo de este personaje —que se retuerce el bigote— con una mujer por la calle, y su servil saludo —quitándose el sombrero— ante una señora burguesa de más edad que pasa con su hijo. En una estampa parecida, vemos a don Lope dando indicaciones equivocadas a los perseguidores de un ladrón para demostrar su principio liberal de defender al desamparado. Dos exempla revelan, por último, su caballeresco desdén por los asuntos comerciales: cuando vende sus objetos de plata y un cuadro a un anticuario, y cuando rechaza —como arriba adelantábamos— ejercer de juez de campo en un duelo por encontrar indigno que este sea, como proponen los padrinos, solo a primera sangre34.
34 En el guion estaba previsto que don Lope participara en un duelo —véase Buñuel (1971, 34-36)—, pero, por imposición de la censura, la secuencia en cuestión no se rodó.
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El tratamiento irónico de este personaje se caracteriza, más que por esa ambigua condena de su ideología que hemos visto en la novela, por el distanciamiento cómico. El/La narrador(a) cinematográfico(a) ofrece al/a la espectador(a) la ridícula imagen de don Lope en pantuflas blandiendo uno de sus ya ornamentales floretes. Lo ridículo de esta imagen queda de algún modo atenuado al quedar las pantuflas fuera del cuadro —no vemos los pies de don Lope—, pero Tristana acaba de remarcar el hecho de que el hombre las lleva, cuando ha planteado que quizás no fuese adecuado recibir a sus visitantes con ellas puestas. Resulta significativo también el hecho de que ciertos elementos positivos de su caracterización que encontramos en la novela, en la película se eliminan. (Por ejemplo la circunstancia de que es pobre porque vendió una casa y sus pinturas para ayudar al padre de Tristana —que se había arruinado—, y luego su colección de armas para pagar la medicación y el funeral de la madre de la chica; véase Pérez Galdós 1982, 16 y 20.) En la película solo podemos asumir que el empobrecimiento que lo fuerza a vender sus bienes es una consecuencia de su anterior vida disipada, como deja claro la referencia que Buñuel y Julio Alejandro hacen, en su sinopsis de Tristana, a la «fortuna dilapidada en gustos» de don Lope (citados en Lara 2001, 34). Sin embargo, por si acaso el/la espectador(a) cayese en la autocomplacencia y en la ilusión de una superioridad moral, esto queda saboteado por el tratamiento formal de la escena en que el personaje seduce a su pupila. Se nos niega, en efecto, la excitación voyerista cuando don Lope nos cierra la puerta en las narices tras echar al perro de la alcoba. John Hopewell lo expresa como sigue (1986, 164-165): «Al/A la espectador(a), que está como al acecho de esta escena —con independencia de cómo juzgue la moral de don Lope—, Buñuel lo coge con el pie cambiado y lo deja con el rabo entre las piernas en una deliciosa negación de la omnisciencia —aquí visual— típica del ironista oral». En este punto, el/la narrador(a) cinematográfico(a) insiste en su distanciamiento respecto al personaje de don Lope, distanciamiento afín al desapego irónico que, como antes comentábamos, el/la narrador(a) cinematográfico(a) muestra para con el sacerdote en Nazarín. Este/Esta narrador(a) externo(a) a la pantalla genera, por el contrario, lo que parece un sentimiento de implicación con la heroína abusada de Tristana. En el guion publicado se le asigna, en efecto —véase Buñuel
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(1971, 15)—, «un aire de inocencia casi infantil» al principio de la película, mientras que su destino futuro como concubina de don Lope y mutilada se prefigura en tanto que el/la narrador(a) cinematográfico(a) se centra en el retrato que ella limpia de una de las conquistas de don Lope, e incluye una serie de primeros planos de piernas. Esa secuencia del principio en la que la vemos haciendo como que toca el piano en una mesa, expresa de manera elocuente tanto su afinidad con el sordomudo Saturno —cuyas palabras son igualmente silenciosas y quien solo se comunica mediante gestos—, como su futura discapacidad. Esto también hace pensar, según antes decíamos, en la discapacidad figurada del/de la espectador(a), por cuya virtud la pantalla mental parece reforzar ulteriormente nuestra afinidad con Tristana. Su primera pesadilla sobre la cabeza cercenada de don Lope genera, así, una sensación de miedo y premonición que el/la espectador(a) comparte, sugiriendo también la simpatía del/de la narrador(a) cinematográfico(a). Si volvemos a la novela, vemos que el narrador galdosiano también muestra inicialmente simpatía en su tratamiento de su heroína, pero sobre esto arroja dudas una corriente subterránea de ambigüedad. Así, si bien el narrador no condena las poco convencionales ideas protofeministas de Tristana, el modo en que las presenta resulta revelador. Porque el «sistema seudo-caballeresco» de don Lope (véase Pérez Galdós 1982, 15) se describe, sí, ambiguamente, pero se presenta en estilo indirecto libre. La complicidad del narrador con la disoluta filosofía del personaje se transmite, por tanto, mediante el solapamiento formal entre la primera persona y la tercera. Pero esta descripción de la ideología de don Lope mediante el estilo indirecto —entre los capítulos primero y cuarto— contrasta con el uso del estilo directo para expresar, en el capítulo quinto, las ideas de Tristana. Esta primera exposición de la ideología «feminista» de Tristana se realiza, en efecto, íntegramente en estilo directo (en el contexto de un diálogo de Tristana con Saturna). La impresión global es, en consecuencia, la de una implicación del narrador con el personaje masculino, y un distanciamiento respecto del personaje femenino. No obstante la impresión de que la primera parte de la adaptación cinematográfica de Buñuel —que se corresponde con la inocencia de Tristana— traza una oposición entre la condena del abusador y la
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simpatía por la abusada, la ambigüedad galdosiana tiene su eco en la pantalla mental. El máximo acto de traición que Tristana lleva a cabo para con su guardián —la implicación en su asesinato— se indica sagazmente en la primera acción de la película: cuando, a pesar de su pálido y frágil aspecto aniñado en ese punto, la chica ofrece, semejante a Eva, una manzana a Saturno35. Además, las características formales disruptivas que comentábamos en la sección precedente dificultan el establecimiento de cualquier tipo de simpatía hacia ella por parte del/de la espectador(a). La implicación del/de la narrador(a) cinematográfico(a) respecto al personaje se vuelve problemática por la incesante insistencia en la incertidumbre. La manera interrumpida, por ejemplo, en que el/la narrador(a) presenta la pesadilla de Tristana —y posteriormente la de don Lope— problematiza, como digo, la interpretación de la misma como una pantalla mental. De haber empleado el/la narrador(a) un tratamiento formal convencional del tema —vemos con Tristana los badajos de las campanas, la vemos volver a casa, la vemos acostarse y entonces vemos su visión de la cabeza cercenada de don Lope—, esto podría leerse como un esbozo de su subjetividad. El/La narrador(a) externo(a) a la pantalla elimina, sin embargo, estas dos secciones de enlace —los planos de cierre de la primera escena, y los planos de apertura de la segunda—, con lo que convierte la secuencia en una inquietante disrupción surrealista de la lógica que separa la vigilia del ensueño36. En la novela, el desconcertante o ambiguo retrato de Tristana culmina en el tratamiento de su aventura con Horacio, y esta relación también desencadena la transformación de Tristana que tiene lugar en la película. Así, mientras que la novela y la adaptación son aparentemente distintas porque Buñuel elimina la sección epistolar37 y permite a Tristana ir a París con Horacio, hay una semejanza en el plano de la 35 Beth Miller plantea (1983, 340) que la caracterización que Buñuel hace de Tristana depende de «imágenes tipo» (stock images) de la feminidad. 36 Esta es una disrupción típica de Buñuel. La vigilia y el ensueño se confunden llamativamente en Belle de jour y El discreto encanto de la burguesía. 37 Hay críticos que consideran, equivocadamente, que la novela es epistolar toda ella (véase Sánchez Vidal 1984, 328).
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forma. En la novela, el hasta entonces receloso tratamiento de Tristana por parte del enigmático narrador pasa a ser especialmente interesante a propósito de su aventura con Horacio. Dado que la relación sexual entre el añejo don Lope y su lozana pupila reúne todos los requisitos del estereotipo, cabe, en efecto, que el/la lector(a) espere que la relación de Tristana con el joven galán Horacio enmiende los males de la relación previa. Pero Galdós frustra cualquier expectativa de semejante cuento de hadas o «novela rosa» al someter dicha aventura, literalmente, a una parodia grotesca. Tristana conoce tanto al hijo de Saturna —un personaje menor en la novela—, como a Horacio, al mismo tiempo en el capítulo séptimo, cuando se cruza con un grupo de chicos sordomudos y ciegos. Los críticos ya han observado que esto puede estar detrás de la transformación de Saturno que Buñuel lleva a cabo —véase Labanyi (1999, 90)—, pero también merece la pena insistir en la presentación narrativa del encuentro de la joven pareja y en la significación de la discapacidad física de cara a su relación. La primera vez que Tristana ve al pintor, el narrador se desliza al estilo indirecto libre —«¿Qué hombre era aquél?»—, pero inmediatamente recula ante tal modo de implicarse e informa del resto de la secuencia en estilo directo. Añade, además, un elemento moralizante y prefigurador al yuxtaponer la primera visión que Tristana tiene de Horacio con una advertencia sobre jugar con fuego, como también agrega una referencia a la falta de comedimiento de la protagonista: ¿Qué hombre era aquél? Habíale visto antes, sin duda; no recordaba cuándo ni dónde, allí o en otra parte; pero aquélla fue la primera vez que al verle sintió sorpresa hondísima, mezclada de turbación, alegría y miedo. Volviéndole la espalda, habló con Saturno para convencerle del peligro de jugar con fuego, y oía la voz del desconocido hablando con picante viveza de cosas que ella no pudo entender (Pérez Galdós 1982, 40).
Como en el caso de la significación que antes examinábamos del verbo «claudicar», el narrador de Galdós asocia la relación de la joven pareja con el imaginario de la discapacidad y la enfermedad en una clara prefiguración del destino que aguarda a Tristana por embarcarse en una aventura fuera del hogar. El sagaz narrador insiste en la signi-
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ficación de la presencia de los chicos discapacitados cuando ambos se conocen al citar la exclamación de Tristana de que «necesito que me hable, aunque sea por telégrafo, como los sordomudos» (Pérez Galdós 1982, 41), y al referirse posteriormente a dicho encuentro como «la tarde aquella de los sordomudos» (1982, 44). No es fortuito que el «flechazo» provoque afasia en ambos personajes — (1982, 41)—, y, como observa Jagoe (1994, 131), el narrador se refiere oblicuamente al comienzo de su relación sexual en términos de discapacidad: «Desde aquel día ya no pasearon más» (Pérez Galdós 1982, 75). Por último, a pesar del efecto deformante que la relación ejerce en Horacio —el pensamiento de un futuro con Tristana le inspira un «terror sordo» (1982, 95)—, este personaje puede recuperarse de dicha relación como de una «dulce enfermedad» (1982, 87). Dicha relación obviamente lleva, sin embargo, directamente a la discapacidad permanente de Tristana. El sagaz narrador presenta al profesor de piano de esta —de lo que en la película hay un eco en la mencionada escena en la que Tristana hace como que toca el piano— como alguien «que habría convertido en organista a un sordomudo» (1982, 173). En la adaptación cinematográfica, el primer encuentro de Tristana con Horacio es igualmente equívoco en términos formales. Del mismo modo que la presencia autoconsciente del narrador cinematográfico resulta clara en esa escena que antes comentábamos en la que al/a la espectador(a) se lo expulsa de la alcoba junto con el perro, la participación interruptora del narrador es otro tanto explícita cuando, más tarde, Tristana conoce a Horacio. Tristana y Saturna llegan a una calle que se bifurca, tras lo que la criada va a ver el revuelo suscitado por un perro rabioso, y Tristana se adentra en un patio, tras lo que fija su mirada en Horacio. El establecimiento de la expectativa de un «romance burgués, y no de una aventura picaresca propia de los bajos fondos» (véase Kinder 1993, 317), expectativa reforzada al encarnar a Horacio el galán cinematográfico italiano Franco Nero —el guion especifica que este personaje «recuerda por su vestimenta la imagen estereotipada del pintor parisiense» (citado en Havard 1982, 64)—, es subvertida por un artero manejo de la cámara. Seguimos, en efecto, a Tristana mientras accede al patio, y compartimos con ella un plano subjetivo de su primera visión de Horacio. Pero la expectativa de aso-
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marnos a la subjetividad de Tristana se nos ofrece, y a continuación se nos niega, del mismo modo que el narrador galdosiano adopta, y luego rechaza, el estilo indirecto libre. Cuando la pareja se mira por primera vez, la cámara salta al perro. Entonces un guardia civil se acerca a este con una pistola, y la cámara vuelve al patio, esta vez ofreciendo un travelling picado desde una grúa. Esta distancia extrema respecto a los personajes ahoga, sumada al ruido de una obra en construcción, la conversación de la pareja, obligando al/a la espectador(a) a ocupar, una vez más, una posición de discapacidad. Entonces la cámara vuelve al asunto del perro rabioso, pero, del mismo modo que nos hemos perdido el clímax del «romance burgués», también nos perdemos la acción de la «aventura picaresca», pues al perro ya le han pegado un tiro. Marsha Kinder resume la secuencia como sigue (1993, 317-318), en unos sugerentes términos que apuntan a la presencia de un/a narrador(a) cinematográfico(a), o sea, de una pantalla mental: «Se nos recuerda que, fuera de la narrativa de Tristana, hay un/una enunciador(a) ausente, pues la película va saltando entre ambos episodios alternativos [y] nos perdemos el clímax dramático de ambos». En su interpretación del voluble narrador de la novela galdosiana, Catherine Jagoe observa (1994, 138) que, «conforme la novela progresa, va surgiendo una curiosa red de complicidad entre el narrador —cada vez más misógino— y los dos personajes masculinos». En la película, en la medida en que el arco que describe el personaje de Tristana transforma a esta desde la figura del inocente abusado en la de la «puta arquetípica» (véase Miller 1983, 353), parece lógico que esto vaya contrapesado mediante una implicación cada vez más simpática con don Lope. Así como la pesadilla de Tristana se ubica en la primera mitad del filme, en la segunda —que es la de la rebeldía y vengatividad cada vez mayores de la protagonista— don Lope tiene una pesadilla análoga en la que, como arriba adelantábamos, ve el abrazo de ambos jóvenes amantes. Es importante señalar que esta hipótesis de una creciente simpatía para con don Lope —afín a la que Jagoe observa en la novela— no depende, como en esta, de la cuestión del feminismo, sino que es más bien una respuesta a la transformación de Tristana en la encarnación de la feminidad monstruosa. La Tristana de Galdós se convierte, tras la amputación, en una
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sombra de su anterior yo, en un ave domesticada que pierde su voz narrativa en la medida en que cesa de escribir cartas. («Tristana deja la escritura», escribe Lisa Condé [2000, 65-66], «para convertirse en una creación “circunscrita” por un hombre».) A la Tristana de Buñuel, por el contrario, su desfiguramiento la empodera de un modo terrible: es una encarnación del «“inevitable” terror del hombre a la mujer» (véase Labanyi 1999, 90). Con otras palabras: la posible misoginia de Galdós es social, mientras que la de Buñuel es psicológica. La inquietante naturaleza narrativa de la película lleva a Kinder a hacer el enigmático comentario (1993, 317) de que «sirve a los intereses de aquellos patriarcas que la diseñaron», con lo que probablemente esté aludiendo tanto a Galdós como a Buñuel. Aunque el planteamiento de que el narrador de la novela es un misógino resulta sostenible, la complicidad análoga propuesta para la película entre el/la narrador(a) cinematográfico(a) y don Lope queda en entredicho por las intervenciones interruptoras de dicho(a) narrador(a). Igual que sucedía con el sueño de Tristana sobre el badajo de la campana, la supresión del montaje de continuidad despoja de cualquier sentido a la pesadilla de don Lope sobre el abrazo entre Tristana y Horacio en el estudio del pintor. No cabe interpretar, en consecuencia, dicha pesadilla como una pantalla mental convencional que represente el punto de vista de don Lope. Además, lejos de compensar el retrato de una Tristana cada vez más astuta con un tratamiento simpático de don Lope, el/la narrador(a) cinematográfico(a) delata una antipatía paralela para con este libertino decrépito, cuya avanzada edad y cuya hipocresía son objeto de una parodia inmisericorde. En la elocuente secuencia penúltima de la película, la pantalla mental encuadra a una vampírica Tristana caminando ominosamente con sus muletas pasillo abajo, pasillo arriba, y a un patético y viejo don Lope bebiendo chocolate con los sacerdotes. Resulta revelador, en efecto, comparar esto con los pasajes finales de la novela, en los que una sosa Tristana se dedica a la repostería, y un don Lope que envejece se deleita criando pollos. Como se ha señalado tantas veces, las últimas palabras de la novela expresan la ambigüedad decisiva, arrojando ciertas dudas sobre la posición antifeminista del narrador: «¿Eran felices uno y otro?… Tal vez» (Pérez Galdós 1982, 182). No obstante,
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la impresión que deja la película tras retomar en su cierre imágenes clave de la narrativa —en orden inverso y bajo el sonido del repique de campanas de la apertura, pero reproducido al revés— es la de un enigma irreductible. Dicho de otro modo: si de la Tristana de Galdós existen muchas lecturas sostenibles, de la de Buñuel no hay ninguna. Difícilmente deba sorprendernos, de hecho, que el/la espectador(a) no pueda identificarse ni con Tristana, ni con don Lope —habida cuenta de las disruptivas intervenciones del narrador cinematográfico—, y dicho/a espectador(a) ni siquiera está en condiciones de fijar una interpretación estable de una escena concreta debido a la posición de discapacidad figurada que le ha urdido, con su papel saboteador, la pantalla mental del narrador. Conclusión. Histoire y discours. En su resumen de la obra de Buñuel, John Hopewell afirma (1986, 164) que «la histoire cede continuamente ante el discours». La lectura que en el presente capítulo he llevado a cabo del/de la narrador(a) cinematográfico(a) de Nazarín y Tristana ofrece un análisis de los modos en que esto ocurre. En lugar de atribuir la forma cinematográfica a la intervención manipulativa del director-autor, resulta más provechoso concebir un «designio» (mindedness) —véase Kawin (1978, 114)— externo a la pantalla e independiente de la coyuntura biográfica del realizador. Esto libera, en efecto, al estudioso del cine de esa tiranía del enfoque en términos de director-autor o de cine de arte y ensayo, situando por el contrario en primer término —como es debido— el carácter específico de la narración cinematográfica formal. Los críticos de Buñuel suelen mencionar un elemento que se ha dado en llamar «presencia analítica escrutadora» (véase Partridge 1995, 208), «enunciador(a) ausente» (Kinder 1993, 317) o «ironista oral» (Hopewell 1986, 165), pero el presente capítulo constituye el primer estudio que sintetiza tales planteamientos recurriendo al concepto de pantalla mental. Las adaptaciones que Buñuel hace de Galdós muestran algunas de las incontables semejanzas y diferencias entre la enunciación fílmica y la literaria, pero también ponen de manifiesto la cuestión —a menudo negligida— de la deuda del director para con el mencionado autor. Si, como observa Jenaro Talens (1993, XVII), Buñuel «sistemá-
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ticamente denunció y negó, en cada película que hizo, la pretensión del realismo de representar la verdad», en las novelas de Galdós —que Buñuel leyó con avidez desde su juventud— la falacia mimética del realismo se dejaba igualmente al descubierto, y también se cuestionaba una correlación que se daba por hecha entre el realismo y la ingenuidad estilística. Afirmar que, en consecuencia, Buñuel aprendió todas sus habilidades de duplicidad narrativa de las páginas de Galdós sería exagerar algo38. La influencia galdosiana fue, en cualquier caso —como señala Colin Partridge (1995, 208)—, «más fundamental de lo que [solamente] dos adaptaciones sugieren». Si uno/una busca con el debido empeño, puede llegar a encontrar declaraciones de Buñuel que confirmen (aparentemente) cualquier posición crítica. Lo cierto es, sea como sea, que, en una entrevista con Max Aub, el director declaró que «es la única influencia que yo reconocería, la de Galdós, así, en general, sobre mí» (citado en Utrera 1989, 6). El presente capítulo demuestra que esa «estética de la ambigüedad» (Goldman 1974 sobre Nazarín; Jagoe 1994, 134-135, sobre Tristana) que Galdós desarrolló mediante sus narradores, y la subsiguiente distancia analítica que dichos narradores fomentaban entre el/la lector(a) y los personajes —distancia que anacrónicamente calificamos de «brechtiana»—, están en la base de las adaptaciones buñuelianas de Nazarín y Tristana. En la primera de ambas películas, Buñuel explora el potencial de utilizar el narrador cinematográfico a efectos satíricos, lo que vemos repetido con la mayor claridad en el tratamiento de la novicia de Viridiana39. El tipo de sabotaje que en Tristana se ejerce de
38 La irónica voz en off de Las Hurdes (1933), que Buñuel escribió con Pierre Unik, es un ejemplo temprano de autoconciencia formal, treinta años anterior a la primera adaptación buñueliana de Galdós. 39 Ya ha habido críticos que han señalado el toque «galdosiano» de esta película —véase Monterde (1995a, 292)—, o, más concretamente, que deriva de Halma —véase Hopewell (1986, 261, nota 10)—, y se puede considerar esta cinta otra adaptación galdosiana, solo que no explícita, como hizo Román Gubern (2000) y he hecho yo (2013b). Resulta intrigante, así y todo, que Buñuel recurriese al mismo guionista —Julio Alejandro— para Nazarín, Tristana y Viridiana, así como que el director inicialmente proyectase combinar tanto el Nazarín
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la fiabilidad narrativa tendría, por su parte, una influencia enorme en el periodo siguiente —el último— de la producción de este director. En su estudio de 1986 sobre la volubilidad narrativa en el cine —Narración en la luz—, George Wilson señala que, si bien películas como Persona, de Bergman, «resulta que no satisfacen una amplia gama de restricciones clásicas de la forma narrativa», dichas «restricciones clásicas no tienen una aplicación definida» en el contexto de la modernidad. De manera que las películas modernistas no deben considerarse, en rigor, ejemplos de narración voluble o no confiable, porque el concepto de «volubilidad» presupone, en este contexto, una noción de verdad sobre el mundo ficcional de la película —verdad sobre sobre la cual la narración puede luego no ser confiable— que la historia de los acontecimientos de tales películas está, deliberadamente, demasiado fracturada como para soportar (G. Wilson 1986, 42).
Si Nazarín y Tristana son, como he planteado aquí, ejemplos de narración voluble, lo son porque la premisa del realismo, por muy sujeta que esté a asedio, permanece intacta. Como en las novelas de Galdós, la convención realista sigue siendo, no obstante los significativos desafíos que se le plantean, una piedra de toque. Las películas experimentales de la última etapa creativa de Buñuel —después de Tristana— son propiamente modernistas en el sentido que dice Wilson, pero eso no implica que Galdós deje de ser una influencia tácita. Las adaptaciones galdosianas de Buñuel, y más concretamente la réplica que el director efectúa de las arteras estrategias formales del novelista, ayudan a explicar la génesis de las últimas películas —las francesas— de Buñuel.
como la Halma de Galdós en su adaptación cinematográfica de 1958, si bien posteriormente rechazó la idea (véase Sánchez Vidal 1984, 224). Desarrollé esta tesis del film Viridiana como «galdosiano» en Faulkner 2013b.
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Resulta revelador que el tema de una tesis doctoral inédita sobre Buñuel escrita en la España de Franco fuese la cuestión —aparentemente «segura»— de las adaptaciones en la obra del director (véase Lara 1973 y 2001, 9, para un relato retrospectivo sobre el estudio de Buñuel en esa época). Si posteriormente Buñuel ha sido recuperado por los críticos —en España y no solo— como el cineasta disidente por antonomasia, las adaptaciones cinematográficas de textos literarios siguen envueltas en un aire sospechoso de conformidad, por lo que los estudios sobre las adaptaciones han languidecido. En este ámbito han dominado, en efecto, críticos estructuralistas que adoptan un enfoque ahistórico, y estudiosos de la literatura ávidos de aventurarse en un nuevo medio expresivo. Las adaptaciones literarias llevan siendo demasiado tiempo la Cenicienta de los estudios sobre cine. Aduciendo ejemplos del cine y la televisión españoles de las épocas del tardofranquismo, la transición y la democracia, el presente libro ha intentado demostrar que estas películas ponen de relieve importantes cuestiones sobre el cine y la histo-
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ria. Me he centrado en el cine desde los puntos de vista de la forma, la figura del autor1 y la industria. Las lecturas pormenorizadas de textos literarios comparados con sus adaptaciones audiovisuales evidencian diferencias formales fundamentales entre los respectivos medios de expresión. El cine, por ejemplo, con su inevitable énfasis en lo visible, parece predispuesto a la nostalgia, porque lo visible es siempre potencialmente reductible a la mera superficie. Pues bien: el presente estudio analiza la tendencia del cine a evocar sentimentalmente un antiguo pasado politizado, un espacio rural perdido o un periodo anterior de estabilidad en lo que a diferencia de género y sexual respecta. También demuestra, sin embargo, que el cine puede problematizar la nostalgia apelando a un discurso de autenticidad —por ejemplo en La colmena— o yuxtaponiendo la violencia y la pictorización, por ejemplo, en Los santos inocentes. Este libro demuestra, asimismo, que la manipulación del espacio resulta particularmente expresiva en el cine. El motivo del aprisionamiento puede emplearse, por dar un caso, para llevar a cabo una sátira política —como se ilustra en Tiempo de silencio— o bien para efectuar una deconstrucción del patriarcado, como ocurre en la Fortunata y Jacinta de Mario Camus. Además, esa combinación sin par de «visualidad» y «hapticidad» del medio fílmico —el espacio conforme lo experimentan el ojo o el cuerpo— permite al cine representar de una manera única entornos rurales y urbanos como lo que Lefebvre denomina espacios «absolutos» o «abstractos». Esta comparación entre los medios expresivos también cuestiona la asunción de que el cine está limitado a la narración omnisciente en tercera persona, mientras que la literatura puede manipular su modo de enunciación a capricho. Mi investigación sobre el punto de vista considera el solapamiento entre, por una parte teorías feministas del espectador masculinizado del cine narrativo mainstream y, por otra, afirmaciones relativas al lector de la novela realista, pero también revela cómo el cine y la televisión podrían representar la subjetividad femenina (por ejemplo, mediante el reparto). El disruptivo narrador
1 Uso la forma masculina del sustantivo ya que mis ejemplos son directores que se identifican como hombres.
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de pantalla mental de Nazarín y Tristana demuestra que el cine puede engendrar ambigüedad narrativa igual que la literatura. Las adaptaciones literarias también ponen de relieve aspectos relativos a la figura del autor en el cine. La teoría postestructuralista ha resultado especialmente útil a la hora de corregir una excesiva reverencia de los estudios sobre cine a la figura del director entendido como autor (auteur), igual que prestó un buen servicio a la hora de reconsiderar, en los estudios literarios, los enfoques biográficos. Las adaptaciones literarias colocan en primer término la autoría plural y llevan a cabo una intertextualidad llamativa. Pensemos en esa frase tan citada de un ensayo que Barthes publicó en 1968 (aquí 1977, 146), según la cual «un texto no es una línea de palabras que lanza un único significado “teológico” —el “mensaje” del Autor-Dios—, sino un espacio multidimensional en el que una multiplicidad de escritos — ninguno de ellos original— se mezclan y colisionan». Las adaptaciones presuponen claramente una autoría dual —la del/de la escritor(a) y el/la directora(a)—, pero en los análisis que anteceden también han surgido los diversos roles desempeñados en la construcción del significado por los productores, los guionistas, los directores de fotografía y los actores. Dichos roles no son exclusivos, por supuesto, de las adaptaciones literarias, pero tales películas ponen de relieve el proceso de la intertextualidad. En la Fortunata y Jacinta de Angelino Fons, por ejemplo, las diferentes lecturas de la novela original escenifican el modo en que múltiples textos «se mezclan y colisionan», toda vez que la película apunta en muchas direcciones distintas, combinando de manera equívoca elementos tanto reaccionarios, como progresistas. El texto es, en términos de Barthes, «multidimensional», ya que combina la visión liberal de Galdós en Fortunata y Jacinta con las del director disidente Fons, el guionista conservador Alfredo Mañas, la potente actriz Emma Penella y el productor de sesgo comercial Emiliano Piedra. Las adaptaciones literarias son asimismo reveladoras del modo en que el cine opera en cuanto industria, sobre todo en lo que se refiere a la cuestión de las subvenciones estatales. Es un hecho digno de atención que los gobiernos ávidos de reforzar la identidad nacional hayan financiado con entusiasmo las adaptaciones literarias, que en consecuencia han tendido a asociarse a nociones paternalistas de la
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educación nacional. En el cine español de comienzos del franquismo —cuando las obras literarias adaptadas a la pantalla ilustraban la visión que el régimen tenía de la españolidad—, esto podría interpretarse como pura propaganda. Cuando, ya en la década de 1960, José María García Escudero —director general franquista de Cinematografía y Teatro— subvencionó las películas que se conocen colectivamente como Nuevo Cine Español, la situación era más compleja. En la medida en que muchas de estas películas las hacían directores respetados y se basaban en las obras de autores de renombre como Unamuno, Baroja y Galdós, promovían una imagen de España como país situado a la vanguardia intelectual. Pero los directores también explotaban los modos en que las obras literarias cuestionaban la ideología franquista, de manera que sus adaptaciones pueden leerse como productos contradictorios. (Por ejemplo la Fortunata y Jacinta de Fons.) En la época posterior a Franco, los sistemas de subvenciones establecidos por la UCD y el PSOE —sistemas que tendieron a subsumirse bajo la rúbrica de la «Ley Miró»— fueron objeto de crítica por reproducir aquellas prácticas propagandísticas de la dictadura. Se señalaba, en efecto, que los textos seleccionados para su adaptación cinematográfica —obras, por ejemplo, de Martín-Santos, Cela y Lorca— parecían promover sospechosamente esa imagen liberal de una «nueva España» que propugnaban los correspondientes gobiernos. Las propias películas, sin embargo, reflexionan —como es el caso con La colmena de Camus— sobre su inscripción en un proceso por cuya virtud un sentimiento identitario del presente se forja a través de la relación con obras literarias del pasado. Cuando entre la publicación de un texto literario y la producción de su versión cinematográfica ha transcurrido tiempo, las cuestiones históricas pasan a ser cruciales. A propósito de las adaptaciones literarias del cine español, han surgido tres modelos para describir este proceso. En primer lugar, una época posterior puede apropiarse de determinada época pasada para reflejar sus propias preocupaciones. Aquí el ejemplo clave sería la apropiación de textos del Siglo de Oro, en la España del primer franquismo, mediante adaptaciones subvencionadas por el Estado como Fuenteovejuna (Román 1945). En segundo lugar, la relación entre el pasado y el presente podría calificarse de nostálgica.
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De las doce adaptaciones aquí examinadas, tres podrían caer en esta categoría, y es interesante constatar que las tres se produjeron en la década de 1990. La versión televisiva de La Regenta de 1995 evita, en efecto, la problemática relativa a los roles de género que resulta evidente en el texto original, proyectando en cambio un retrato reaccionario de la España decimonónica de provincias. Por su parte, la representación de la ciudad contemporánea que ofrece Historias del Kronen —también de 1995— implícitamente evoca una comunidad rural anterior, mientras que Carícies (1998) cartografía la vida urbana de una manera que hace pensar en una ciudad anteriormente «humanista». En tercer lugar, las adaptaciones literarias pueden oponerse a la nostalgia, como de hecho hacen —de maneras importantes— el resto de las adaptaciones aquí examinadas. Cronológicamente, estas adaptaciones se sitúan entre la apropiación de la historia por parte del franquismo temprano en las décadas de 1940 y 1950, y las respuestas nostálgicas a la historia habidas en la década de 1990. Esto indica que la época en la que tuvo lugar la modernización de España —las transformaciones geográficas, económicas, políticas y sociales que se produjeron, a grandes rasgos, entre finales de la década de 1950 y finales de la de 1980—2 fue asimismo la época en la que las representaciones del pasado se convirtieron en un terreno en disputa que reflejaba aquellos cambios. Las dos versiones de Fortunata y Jacinta y la adaptación cinematográfica de La Regenta, por ejemplo, muestran cómo adaptar un texto del pasado puede ser un modo de examinar —y criticar— el presente con relación a los roles de género. El retrato de los turbulentos climas políticos del México del porfiriato y de la España previa a la Guerra Civil que hacen, respectivamente, el Nazarín y la Tristana de Buñuel podrían leerse igualmente como cifrados críticos del presente de la dictadura de Franco3. Pascual Duarte y Tiempo de 2 Esto se corresponde, simplificando, con el lapso comprendido entre el Plan de Estabilización Económica emprendido por los reformadores franquistas en 1959, y el ingreso de la España democrática en la Comunidad Europea en 1986. 3 Estas adaptaciones de las novelas de Galdós Fortunata y Jacinta, Nazarín y Tristana ofrecen un importante correctivo a esa tendencia global de la cultura española del siglo xx de denigrar o ignorar a este importante autor.
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silencio eluden la nostalgia y se apropian de la inmediatez de la imagen cinematográfica para retratar la violencia y el sufrimiento de maneras que politizan sus representaciones del pasado. La colmena y Los santos inocentes son más equívocas, ya que combinan la inmediatez del cine con la tendencia de dicho medio a recrearse en las superficies. Esta adopción y esta crítica simultáneas de los discursos nostálgicos diríase que ejemplifican las contradicciones de la representación cinematográfica de la historia. Dado que «reconstruir el pasado» (véase Jordan y Morgan-Tamosunas 1998, V) se ha identificado como un rasgo clave del cine y la cultura españoles de la época posterior a Franco, es importante revaluar lo que anteriormente se ha entendido como una tendencia exclusivamente posmoderna a la luz de los modos en que las adaptaciones literarias conectan el cine y la historia.
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Filmografía Carícies [Caricias] (1998) Director: Ventura Pons Productor: Ventura Pons Compañías productoras: Els Films de la Rambla; Televisión Española; Televisió de Catalunya Guionistas: Sergi Belbel; Ventura Pons Director de fotografía: Jesús Escosa Montador: Pere Abadal Actores principales: Rosa María Sardà (mujer) David Selvas (joven) Duración: 90 minutos
La colmena (1982) Director: Mario Camus Productor: José Luis Dibildos Compañías productoras: Ágata Films; José Luis Dibildos; Televisión Española Guionista: José Luis Dibildos
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Director de fotografía: Montador: Actores principales: Duración:
Hans Burmann José María Biurrún María Luisa Ponte (doña Rosa) José Sacristán (Martín Marco) 108 minutos
Fortunata y Jacinta (1970) Director: Angelino Fons Productor: Emiliano Piedra Compañías productoras: Emiliano Piedra Producción; Mercury Produzione Guionistas: Ricardo López Aranda; Angelino Fons; Alfredo Mañas Director de fotografía: Aldo Tonti Montador: Pablo G. del Amo Actores principales: Bruno Corazzari (Maximiliano) Liana Orfei (Jacinta) Emma Penella (Fortunata) Máximo Valverde (Juanito) Duración: 108 minutos
Fortunata y Jacinta (1980). Serie de televisión en diez partes Director: Productor ejecutivo: Compañías productoras: Guionistas: Director de fotografía: Montador:
Mario Camus Salvador Agustín Televisión Española; Televetia; Telefrance Mario Camus; Ricardo López Aranda Juan Martín Benito José María Biurrún
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Filmografía
Actores principales:
Duración:
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Ana Belén (Fortunata) François Eric Gendron (Juanito) Maribel Martín (Jacinta) Mario Pardo (Maximiliano) Diez episodios de aproximadamente 60 minutos
Historias del Kronen (1995) Director: Productor: Compañías productoras: Guionistas: Director de fotografía: Montadora: Actores principales: Duración:
Montxo Armendáriz Elías Querejeta Elías Querejeta; Claudie Ossard Productions Montxo Armendáriz; José Ángel Mañas Alfredo Mayo Rosario Sáinz de Rozas Juan Diego Botto (Carlos) Jordi Mollà (Roberto) 95 minutos
Nazarín (1958) Director: Productor: Compañía productora: Guionistas: Director de fotografía: Montador: Actores principales:
Duración:
Luis Buñuel Manuel Barbáchano Ponce Producciones Barbáchano Ponce Luis Buñuel; Julio Alejandro Gabriel Figueroa Carlos Savage Marga López (Beatriz) Rita Macedo (Ándara) Paco Rabal (Nazarín) 97 minutos
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Pascual Duarte (1976) Director: Productor: Compañía productora: Guionistas: Director de fotografía: Montador: Actores principales:
Duración:
Ricardo Franco Elías Querejeta Elías Querejeta Emilio Martínez-Lázaro; Elías Querejeta; Ricardo Franco Luis Cuadrado Pablo G. del Amo Maribel Ferrero (Lola) José Luis Gómez (Pascual) Diana Pérez de Guzmán (Rosario) 106 minutos
La Regenta (1974) Director: Productor: Compañía productora: Guionista: Director de fotografía: Montador: Actores principales:
Duración:
Gonzalo Suárez Emiliano Piedra Emiliano Piedra Producción Juan Antonio Porto Luis Cuadrado José Antonio Rojo Keith Baxter (Fermín) Nigel Davenport (Álvaro) Emma Penella (Ana) 89 minutos
La Regenta (1995). Serie de televisión en tres partes Director: Productor ejecutivo:
Fernando Méndez-Leite Eduardo Ducay
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Filmografía
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Compañías productoras: Classic Films Producción; Televisión Española Guionista: Fernando Méndez-Leite Director de fotografía: Rafael Casenave Montadora: Nieves Martín Actores principales: Juan Luis Galiardo (Álvaro) Carmelo Gómez (Fermín) Aitana Sánchez-Gijón (Ana) Duración: Tres episodios de aproximadamente 90 minutos
Los santos inocentes (1984) Director: Mario Camus Productor: Julián Mateos Compañías productoras: Ganesh Producciones Cinematográficas; Televisión Española Guionistas: Antonio Larreta; Manuel Matjí; Mario Camus Director de fotografía: Hans Burmann Montador: José María Biurrún Actores principales: Alfredo Landa (Paco) Terele Pávez (Régula) Francisco Rabal (Azarías) Duración: 105 minutos
Tiempo de silencio (1986) Director: Vicente Aranda Productor ejecutivo: Carlos Durán Compañías productoras: Lola Films; Morgana Films; Televisión Española
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Guionistas: Director de fotografía: Montadora: Actores principales: Duración:
Vicente Aranda; Antonio Rabinad Juan Amorós Teresa Font Victoria Abril (Florita) Imanol Arias (Pedro) 107 minutos
Tristana (1970) Director: Luis Buñuel Productores ejecutivos: Joaquín Gurruchaga; Eduardo Ducay Compañías productoras: Época Films; Talía Films; Selenia Cinematográfica; Les Films Corona Guionistas: Luis Buñuel; Julio Alejandro Director de fotografía: José F. Aguayo Montador: Pedro del Rey Actores principales: Catherine Deneuve (Tristana) Lola Gaos (Saturna) Franco Nero (Horacio) Fernando Rey (don Lope) Duración: 95 minutos
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Índice analítico
Abel Sánchez (película) 28 Abismos de pasión (película): véase Buñuel, Luis Abril, Victoria 62, 72, 78-80, 85, 282 acuerdo cine-TVE de 1979 42, 55, 143 Actrius [Actrices]: véase Pons, Ventura adaptaciones teatrales 33, 129 adaptaciones televisivas 33, 154 véase también novela decimonónica Aguayo, José 253, 282 de Alarcón, Pedro Antonio 27 Alas, Leopoldo («Clarín») 143-145, 156, 159, 187-191, 194-203, 205212, 226, 235 La Regenta (novela) 141, 143-145, 150, 159, 186, 188, 192, 210, 211, 235 Alberich, Enrique 59 alcalde de Zalamea, El (pieza teatral) 27 alfabetización 18, 113 Alejandro, Julio 230, 240, 260, 268, 279, 282 Allen, Woody Manhattan 125
Almodóvar, Pedro 50, 56, 131, 162 Todo sobre mi madre 131 Althusser, Louis 218 Álvarez Quintero, Joaquín y Serafín 26, 143 amante bilingüe, El (película): véase Aranda, Vicente Ana Belén 155, 156, 173, 180, 279 Andrew, Dudley 20, 23, 24 «ángel del hogar» 145-147, 155, 159, 160, 167, 169, 170, 174-176, 178, 181, 187, 198, 200, 201, 210 en la obra de Benito Pérez Galdós 145, 146, 169, 170, 187, 201 Aranda, Francisco 159, 220, 251-253, 255, 257 Aranda, Vicente 29, 42, 69, 70-77, 7989, 103, 189, 222, 281, 282 El amante bilingüe (película) 70 Fata Morgana 70, 189 El Lute 80 La muchacha de las bragas de oro (película) 77 Si te dicen que caí (película) 86
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316 Adaptaciones literarias en el cine y la televisión españoles Tiempo de silencio (película) 29, 42, 43, 55, 69-76, 79, 80, 83, 86-89, 103, 272, 281 Argentina, Imperio 152 Arias, Imanol 72, 282 Armendáriz, Montxo 31, 95, 120-122, 125, 127, 128, 130, 131, 137, 138, 279 Las cartas de Alou 122 Historias del Kronen (película) 32, 95, 120-122, 125-128, 130, 131, 135, 137, 138, 275, 279 Nafarrako ikaskinak [Carboneros de Navarra] 122 Ikuska 11 (documental sobre la ribera navarra) 122 Silencio roto 122 Tasio 128 Aub, Max 268 Austen, Jane 143 arte y ensayo, directores de/autor, cine de 15, 29-30, 56, 102, 129-130, 138, 215-218, 224, 267 estudios en términos de cine de autor 30-31, 57, 217-218, 273 véase también Buñuel, Luis; Erice, Víctor; Saura, Carlos autenticidad 55, 58, 63-69, 74, 76, 79, 80, 88, 272 Barbáchano Ponce, Manuel 216, 229, 279 barberillo de Lavapiés, El (zarzuela): véase Barbieri, Francisco Asenjo Barbieri, Francisco Asenjo El barberillo de Lavapiés (zarzuela) 175 Barcelona 15, 51, 53, 129-131, 135 véase también Cataluña
Baroja, Pío 27, 274 La busca (novela) 28 Barthes, Roland 21, 23, 273 Baudelaire, Charles 179 Baudrillard, Jean 45, 171 véase también posmodernidad Baxter, Keith 153, 193, 216, 229, 280 Belbel, Sergi 128-132, 135, 137, 277 Carícies [Caricias] (pieza teatral) 128-130, 137 Bell, Daniel 100 Belle de jour (película): véase Buñuel, Luis Belle de jour (novela): véase Kessel, Joseph Belle Époque: véase Trueba, Fernando Benavente, Jacinto 26 Benet i Jornet, Josep Maria 129 Bergman, Ingmar Persona 228, 269 Betriu, Francesc La plaza del Diamante (película) 42, 44, 52, 53 Réquiem por un campesino español (película) 42, 44, 53 Bilbatúa, Miguel 219 bicicletas son para el verano, Las (película) 46 Bikandi-Mejias, Aitor 23, 221 Bizet, Georges 30, 51 Blanco, Carrero 102 Bloom, Harold 210 Bluestone, George 17, 18, 30 Bly, Peter 157, 233, 234 Bodas de sangre (película): véase Saura, Carlos Boixadós, María Dolores 231 Bonet, María del Mar 134 Borau, José Luis Furtivos 102 Bordwell, David 16, 152, 226, 227
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Índice analítico Bou, Núria 131, 136 Branigan, Edward 226 Bringas, La de (novela): véase Pérez Galdós, Benito Brontë, Charlotte 215, 225 Cumbres borrascosas (novela) 225 Brooksbank Jones, Anny 70, 173, 210 Bruno, Giuliana 96, 117 Buñuel, Luis 12, 28-31, 34, 55-57, 145, 157, 159, 166, 213-241, 243, 245-250, 252-263, 266-269, 271, 275, 279, 282 Abismos de pasión 215 Belle de jour (película) 215, 231, 262 como director-autor 229, 239 Ese oscuro objeto del deseo 214, 215 Un perro andaluz 228, 241, 242 Él 215 Ensayo de un crimen 215 Diario de una camarera 215, 255 época francesa tardía 229, 269 época mexicana 215, 216 Nazarín (película) 29, 158, 213, 215-217, 219, 221, 225, 226, 229, 230, 236, 239-242, 244, 246, 247, 250, 253, 258, 260, 267, 268, 273, 275, 279 Robinson Crusoe (película) 215, 216 Tristana (película) 28, 29, 31, 157, 159, 213, 215-218, 220-227, 237, 240, 246, 247, 250-253, 255, 257, 258, 260, 265, 267-269, 273, 275, 282 Viridiana 217, 230, 237, 246, 268, 269 Burman, Wolfgang 193 Burmann, Hans 59, 116, 278, 281
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busca, La (película): véase Fons, Angelino busca, La (novela): véase Baroja, Pío Cabrera, Pancho 216 Calderón de la Barca, Pedro 27 camino, El: véase Delibes, Miguel Camino, Jaime 52, 66 La vieja memoria 66 Campanadas a medianoche: véase Welles, Orson Camus, Albert La peste 81 Camus, Mario 27, 31, 33, 42-44, 48, 52, 53, 55-65, 67-72, 76, 80, 87-89, 95, 101, 103, 110-112, 115-119, 137, 144, 154-156, 170-176, 178-186, 192, 200, 203, 204, 206, 207, 209, 211, 257, 272, 274, 277, 278, 281 La casa de Bernarda Alba (película) 42, 43, 55 La colmena (película) 31, 42, 44, 52, 55, 58, 60, 63, 66-70, 72, 74, 75, 80, 87-89, 103, 116, 272, 274, 276, 277 Los farsantes 56 Fortunata y Jacinta (serie de televisión) 33, 36, 144, 149, 150, 154157, 170, 172, 173, 179, 183, 185, 186, 200, 203, 204, 257, 272, 275, 278 La leyenda del alcalde de Zalamea 27 Los santos inocentes (película) 53, 55, 95, 110-112, 115-119, 135, 137, 138, 272, 276, 281 Young Sánchez 56 cabo del miedo, El: véase Scorsese, Martin Carey, John 18, 19, 32, 94 Carícies [Caricias] (película): véase Pons, Ventura
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318 Adaptaciones literarias en el cine y la televisión españoles Carícies [Caricias] (pieza teatral): véase Belbel, Sergi Carmen (película): véase Saura, Carlos de Carranza, Enrique Thomas 157 cartas de Alou, Las: véase Armendáriz, Montxo casa de Bernarda Alba, La (película): véase Camus, Mario Castilla 84, 94, 111 Castilla, lo castellano y los castellanos: véase Delibes, Miguel Castro, Antonio 55, 56 Cataluña 53, 128, 129, 135 identidad 53, 135, 136 literatura 129 véase también Barcelona catolicismo 219, 230, 241, 257 anticlericalismo 159, 222 iconografía 160, 162-164, 175, 188, 243 rituales 68, 98 Caughie, John 154, 171, 186 caza, La: véase Saura, Carlos Cela, Camilo José 31, 44, 58-66, 68, 72, 76, 80, 88, 102-104, 106, 107, 137, 274 La colmena (novela) 44, 45, 48, 55, 58, 60, 61, 65, 67, 71, 72, 75, 80, 88 La familia de Pascual Duarte 60, 102-107, 137 censura franquista 19, 25-27, 37, 51, 65, 70, 79, 86, 102, 106, 107, 172, 217, 221, 229, 259 abolición de la 86, 172 evasión de la 27, 221 véase también estética franquista de Certeau, Michel 97, 99, 119, 120, 124, 126, 132, 134
Cervantes, Miguel de 232-234 Don Quijote (novela) 232, 233 Charnon-Deutsch, Lou 145, 150, 163, 175, 189, 192, 195, 203, 206 Chatman, Seymour 226 Chopin, Frédéric 219 cielo sobre Berlín, El: véase Wenders, Wim CIFESA (Compañía Industrial del Film Español, S.A.) 54 cine franquista («cine oficial») 25, 26, 29, 76 cine histórico 25, 26, 29, 76, 87 véase también posmodernidad; representaciones del pasado cine mexicano 229, 230 cine negro 28, 31 cine popular 31 ciudad, representaciones de la: véase espacio urbano Clarke, David 92, 96 Claver, Enriqueta 81 clavo, El 27 Colmena, Enrique 70, 71 colmena, La (película): véase Camus, Mario colmena, La (novela): véase Cela, Camilo José Cominges, Jorge de 47, 48 Company, Juan Miguel 220 Company Gimeno, Salvador 79 Company Ramón, Juan Miguel 42, 44, 65, 72-76, 82, 111 campo, representaciones del: véase espacio rural Condé, Lisa 233, 247, 248, 266 convergence culture 35 Corazzari, Bruno 152, 278 Corrigan, Timothy 38, 39 Coupland, Douglas 120, 121
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Índice analítico Generación X. Cuentos para una cultura acelerada 120 Cría cuervos: véase Saura, Carlos cristianismo 230-232, 243, 245, 247 Biblia películas épicas sobre la 238, 246 Nuevo Testamento 232 iconografía 160, 162-164, 231, 242, 243 véase también «ángel del hogar»; catolicismo Cuadrado, Luis 109, 190, 280 cuerpo 78, 84, 96, 97, 100, 167, 197, 206, 209, 242, 243 cuerpo y experiencia del espacio 99, 104, 105, 110, 116, 118, 125, 132, 134, 272 cultura de la convergencia 35, 36, 39 Cumbres borrascosas: véase Brontë, Charlotte Davenport, Nigel 153, 193, 280 David y Betsabé 238 Defoe, Daniel 215 Delibes, Miguel 102, 110-117, 119, 137 El camino 110, 114 Castilla, lo castellano y los castellanos 110 Las ratas 110 Los santos inocentes (novela) 45, 55, 102, 110-115, 137, 272, 281 Deneuve, Catherine 216, 217, 282 Dent Coad, Emma 135 Derrida, Jacques 23 desencanto, El 102 «desencanto» 46 Diálogo entre un sacerdote y un moribundo: véase Sade, marqués de
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Diario de una camarera (película): véase Buñuel, Luis Díaz, Porfirio 240, 257 Dibildos, José Luis 60-62, 64, 66, 68, 70, 80, 88, 277 Dickens, Charles 13, 141, 143 Dieterle, William Salomé 238 diez mandamientos, Los 238 discapacidad 254, 255, 261, 263-265, 267 sordera/sordomudez 220, 254, 255, 260, 263, 264 Divinas palabras (película) 42 D’Lugo, Marvin 45, 50, 237 Doane, Janice 209, 210, 212 Doane, Mary Ann 138, 155, 161, 167 documental 25, 64, 66-68, 122, 129 véase también autenticidad Don Juan Tenorio (pieza teatral) 203 Don Quijote (novela): véase Cervantes, Miguel de Don Quijote (serie de televisión) 158 Don Quijote (película inacabada): véase Welles, Orson Doña Perfecta (novela): véase Pérez Galdós, Benito Doré, Gustave 235 Dougherty, Dru 59-61, 64 drama de época 81, 88, 144 Drove, Antonio 27, 51 La leyenda del alcalde de Zalamea 27 La verdad sobre el caso Savolta 51 Duie paravise [Dos paraísos]: véase Notari, Elvira duquesa de Benamejí, La 26 Durgnat, Raymond 14 Dyer, Richard 152
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320 Adaptaciones literarias en el cine y la televisión españoles Edwards, Gwynne 218, 231, 235, 236, 243, 250 Eidsvick, Charles 30, 217, 221, 222, 246 Él: véase Buñuel, Luis Eliot, T. S. 100 Ellis, John 20, 153, 154, 171 enfoque estructuralista de las adaptaciones 21-24, 48, 49, 63, 220, 273 Ensayo de un crimen: véase Buñuel, Luis Erice, Víctor como director-autor 30 El espíritu de la colmena 31, 102 escándalo, El 27 Ese oscuro objeto del deseo: véase Buñuel, Luis Escuela de Barcelona 70, 189 Escuela de Frankfurt 38, 170 espacios y roles de género (gendered spaces) 26, 142, 143, 145, 150, 159, 190, 196, 198, 200, 201, 205, 209211, 2013, 275 espacio «absoluto» 98-106, 109, 110, 112-116, 118, 120, 124, 126, 127, 130, 133-136, 138, 139, 272 definición 98 espacio «abstracto» 98-100, 112, 118, 120, 122-128, 130-135, 138, 139, 272 definición 98 espacio rural 53, 93-95, 100-104, 106110, 112, 115, 116, 118, 135-138, 272 apropiación por parte del franquismo 93, 102 en el cine 53, 93-95, 103, 107109, 110, 112, 115, 116, 118, 135138, 272 cine ruralista disidente 95
en la literatura 102, 104, 106, 112, 116 nostalgia por el 95, 112, 115, 135138 véase también «espacio absoluto»; «hapticidad» espacio urbano 33, 95, 101, 119, 124, 128, 130, 133-137, 178, 183, 211 en el cine 101, 130 en la literatura 179 en la televisión 133, 179, 211 violencia en el 137 véase también «espacio abstracto»; «visualidad» de España, Rafael 26, 27, 29 «españolada»/«folklórica» 31, 152 españolidad 246, 257, 274 de Buñuel 246 en el cine 274 visión franquista de la 257, 274 véase también exilio Espina, Concha 26 espíritu de la colmena, El: véase Erice, Víctor Esquilache: véase Molina, Josefa estética brechtiana 227 estética franquista 51 véase también oposición a Franco en la cultura (en el cine) estrellas 43, 57-59, 72, 151-155 femeninas 151, 152 estudios sobre las 152 véase también Penella, Emma estudios sobre televisión 153-155, 171173, 186, 209 europeización del cine español 46, 47 Evangelio según san Mateo, El (película): véase Pasolini, Pier Paolo Evans, Peter 11, 33, 51, 81, 86, 111, 145, 153, 216, 217, 220, 222
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Índice analítico exilio 224, 229 existencialismo 78, 85 Extraños en un tren: véase Hitchcock, Alfred familia de Pascual Duarte, La: véase Cela, Camilo José farsantes, Los: véase Camus, Mario Fata Morgana: véase Aranda, Vicente feminismo/feminista 34, 145, 147, 150, 152, 155, 157, 160, 163, 164, 168, 169, 174, 175, 178, 180, 183, 185, 186, 188, 199-202, 207, 209212, 222, 223, 247-249, 261, 265, 266, 272 perspectiva femenina 96, 141, 145, 155, 186 la «cuestión de la mujer» 173, 247, 248 Fernán Gómez, Fernando 173 Fernández, Luis Miguel 20, 31, 32 Fernández Flórez, Wenceslao 26 Fernández-Santos, Ángel 109, 128 Fiddian, Robin 51, 81, 86 fidelity criticism (enfoque de las versiones cinematográficas de los originales literarios en términos de fidelidad) 17, 37, 43, 49, 58, 72, 218 Figueroa, Gabriel 216, 239, 279 flâneur 179, 183 Fons, Angelino 28, 29, 51, 144, 151, 153, 156-163, 165-175, 181-184, 187, 190, 191, 194, 195, 204, 208, 210, 211, 242, 273, 274, 278 La busca (película) 28, 51 Fortunata y Jacinta (película) 28, 29, 36, 143, 144, 149-153, 156-158, 161, 164, 170, 187, 189-191, 194,
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195, 204, 208, 210, 211, 242, 273275, 278 Fortunata y Jacinta (novela): véase Pérez Galdós, Benito Fortunata y Jacinta (película): véase Fons, Angelino Fortunata y Jacinta (pieza teatral): véase López Aranda, Ricardo Fortunata y Jacinta (serie de televisión): véase Camus, Mario; López Aranda, Ricardo Fouz-Hernández, Santiago 122-123, 127, 137 Franco, Francisco 25, 26, 28, 29, 32, 41, 42, 46, 47, 53, 56, 64, 75, 80 82, 86, 88, 94, 95 112, 136, 143, 159, 172, 211, 230, 240, 246, 257, 271, 274-276 muerte de 32, 42, 136, 172 Franco, Ricardo 29, 94, 95, 101-103, 105-109, 111, 128, 133, 137, 138, 280 Pascual Duarte 29, 94, 95, 102, 103, 105, 109, 110, 111, 113, 115, 125, 127, 133, 137, 138, 275, 280 franquismo 25, 28, 34, 53, 54, 57, 58, 62, 75, 80, 81, 86-88, 94, 101, 112, 143, 152, 159, 160, 196, 220, 222, 241, 271, 274, 275 época de la posguerra («años del hambre») 45, 55, 72, 80, 87 roles de la mujer 26, 159, 165, 196, 211 véase también censura franquista; representaciones del pasado espacio rural; Sección Femenina; españolidad Freud, Sigmund 220 Friedman, Edward 247, 248
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322 Adaptaciones literarias en el cine y la televisión españoles Fuenteovejuna (película) 153, 274 Furtivos: véase Borau, José Luis Gades, Antonio 175 Galán, Diego 65, 167-169, 195 García Abril, Antón 65 García Berlanga, Luis 68 García Escudero, José María 274 García Lorca, Federico 92 generación del 98 74, 79, 80, 84, 93, 110 Generación X. Cuentos para una cultura acelerada: véase Coupland, Douglas Genette, Gérard 21 Gershwin, George 125 Gilbert, Sandra 147, 176 Giles, Paul 171 Gillepsie, Gerald 224 Godard, Jean-Luc 30, 239, 240, 253 golfos, Los: véase Saura, Carlos Gómez, Carmelo 36, 155, 205, 281 Gómez, José Luis 107, 280 González, Felipe 41 Gozlan, Gérard 243 Graham, Helen 159, 160, 182, 183 Greco, el 250 Griffith, D. W. 13, 125, 141 Gubar, Susan 147, 176 Gubern, Román 24, 27, 52, 157, 226, 268 Guerra Civil (española) 45, 51, 52, 66, 102, 103, 106, 107, 143, 158, 219, 257, 275 Gunning, Tom 226, 227, 255 Halma (novela): véase Pérez Galdós, Benito «hapticidad» 96, 97, 99, 110, 115, 120, 124, 132, 135, 139, 272 Hardy, Thomas 92, 119, 142
Haussmann, barón 148 Havard, Robert 222, 223, 255, 259 Hayward, Susan 23, 42 Heredero, Carlos 16, 50, 144 heritage, cine 50, 142, 143, 186 Hernández Ruiz, Javier 187, 189, 190 Historia de una escalera (película) 28 Historias del Kronen (película): véase Armendáriz, Montxo Historias del Kronen (novela): véase Mañas, José Ángel historia más grande jamás contada, La 238 Hitchcock, Alfred Extraños en un tren 84 Los treinta y nueve escalones 15 Pánico en la escalera 227 Sabotaje 15 Hodges, Devon 209, 210, 212 Hollywood 14, 144, 150, 152, 165, 207, 238, 246 Hooper, John 92, 100, 160 Hopewell, John 27, 28, 42-44, 47, 57, 102, 103, 106, 108, 111, 116, 117, 122, 239, 260, 267, 268 Horton, Andrew 17, 20, 30, 218 Hutcheon, Linda 55, 67-69, 75, 76, 88, 89 véase también posmodernidad identificación en el cine 37, 109, 116, 126, 150, 164-166, 170, 182, 186, 189, 195, 196, 204, 209, 227, 240, 242 en la televisión 153, 154, 184-185 teorías feministas de la 150, 152, 153 industrialización 34, 91-93, 100, 110, 118 inquietudes de Shanti Andía, Las 27
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Índice analítico intertextualidad 14, 273 Irving, John 210 Isabel II 148, 149 Jagoe, Catherine 143, 145, 146, 149, 164, 169, 185, 224, 247, 249, 264, 265, 268 Jameson, Fredric 45, 88, 89 véase también posmodernidad Jenkins, Henry 35-39 Jordan, Barry 42-47, 51, 55, 66, 71, 81, 87, 89, 113, 117, 126, 128, 129, 276 Juanita la Larga (serie de televisión) 144 juventud 102, 121, 122, 124, 127, 268 Kawin, Bruce 78, 166, 227, 228, 235, 236, 242, 244, 250, 258, 267 Keown, Dominic 11, 218, 219, 231 Kessel, Joseph 214, 215 Belle de jour (novela) 214 Kids 121 Kinder, Marsha 81, 106, 109, 167, 213, 220, 222, 224, 246, 247, 254, 264-267 Labanyi, Jo 25, 28, 31, 42, 71, 75, 76, 79, 82, 86, 102, 146, 152, 153, 159, 174, 189, 202, 223, 232, 241, 244, 248, 251-253, 256-258, 263, 266 Lacan, Jacques 223 Landa, Alfredo 116, 117, 281 Lapsley, Rob 125, 128, 135, 136 Lara, Antonio 46, 187, 254, 260, 271 Lara, Fernando 171 largas vacaciones del 36, Las 52 Lasch, Christopher 210
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Lefebvre, Henri 98-101, 103-105, 109, 112, 114, 118, 120, 122-126, 131134, 136, 138, 139, 272 véase también «espacio absoluto»; «espacio abstracto» León, fray Luis de La perfecta casada 146 leyenda del alcalde de Zalamea, La (película): véase Camus, Mario; Drove, Antonio Lévy, Pierre 38 liminaridad 175, 200, 203 Linares, Luisa María 26 Llanto por un bandido: véase Saura, Carlos Lola se va a los puertos, La (película) 26 Lope de Vega 27 López, Charo 78, 81, 173 López Aranda, Ricardo 158, 169, 179, 184, 278 Fortunata y Jacinta (pieza teatral) 169 Fortunata y Jacinta (serie de televisión) 33, 36, 144, 149, 150, 154157, 170, 172, 173, 179, 183, 185, 186, 200, 203, 204, 257, 272, 275, 278 López-Baralt, Mercedes 156, 157, 160, 161, 174, 179-181 Lorca, muerte de un poeta 42, 193 Losilla, Carlos 16, 42, 44, 46, 47, 71, 111, 137 Louÿs, Pierre 214, 215 La mujer y el pelele 214 Luces de bohemia (película) 42 Lute, El: véase Aranda, Vicente Machado, Antonio 26 Machado, Manuel 26
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324 Adaptaciones literarias en el cine y la televisión españoles madre naturaleza, La (parte de la serie de televisión Los Pazos de Ulloa): véase Suárez, Gonzalo Madrid 53, 60, 64, 65, 67, 78, 82, 84, 92, 121-123, 125, 126, 130, 131, 145, 148, 149, 167, 175, 179, 180, 219, 232, 233, 240, 257 en el siglo xix 92, 148, 149, 175, 180, 240, 257 en la época contemporánea 121123, 125, 126, 131 en la posguerra 60, 64, 65, 67, 82 Magretta, Joan 17, 20, 30, 218 Mahoney, Elisabeth 183 Mandrell, James 191 Manhattan: véase Allen, Woody Mañas, Alfredo 167, 169, 273, 278 Mañas, José Ángel 121-124, 126, 130, 132, 137, 279 Historias del Kronen (novela) 32, 121, 122, 128, 130, 137 Marcus, Sharon 147-149, 179, 180, 182, 183, 201, 211 Marianela (película): véase Perojo, Benito Marianela (novela): véase Pérez Galdós, Benito Mariscal, Ana 153 Marsé, Juan 70 Martialay, Félix 46, 152, 156, 187 Martín, Maribel 181 Martín Gaite, Carmen 159, 186 Martínez-Lázaro, Emilio 280 Martin-Márquez, Susan 153 Martín-Santos, Luis 61, 71-77, 79-88, 94, 274 Tiempo de silencio (novela) 48, 55, 71, 72, 75, 79, 80, 86-88
marxismo 43, 45, 75, 88, 89, 123, 170, 170, 218, 230 véase también posmodernidad de Mata Moncho Aguirre, Juan 25, 27, 28 McFarlane, Brian 20-22, 49 memoria 117, 119, 171 véase también nostalgia Méndez-Leite, Fernando 29, 33, 86, 144, 154, 155, 187, 188, 197-209, 211, 226, 235, 280, 281 director general del Instituto de la Cinematografía y de las Artes Audiovisuales 197 La Regenta (serie de televisión) 29, 33, 36, 144, 154, 155, 186, 197, 198, 200, 201, 205, 208, 211, 235, 275, 280 Merchant Ivory, películas de la productora 142, 186 Mérimée, Prosper 30, 51 Metz, Christian 21, 23 middlebrow 32, 33, 43, 56 Miller, Beth 219, 222, 162, 265 Minden, Michael 101 Mínguez Arranz, Norberto 20, 23, 48, 49, 59-62, 64, 66, 73, 84, 105, 141 mirada masculina 153, 164, 170, 185, 194, 204, 207 véase perspectiva masculina Mirbeau, Octave 215 Miró, Pilar 42, 55, 70, 197 «adaptaciones mirovianas» 71 decretos mirovianos 46, 70 «Ley Miró» 33, 42, 46, 111, 274 política miroviana 45, 55 modernidad 18, 19, 63, 92, 94, 269 modernisme 135 véase también Barcelona
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Índice analítico Molina, Josefa Esquilache 51 Monegal, Antonio 23, 24, 215, 220, 221, 245, 246 Monk, Claire 143, 186 Monterde, José Enrique 42, 53, 54, 72, 93, 193, 257, 268 Monzó, Quim 129 Mora, Carl 230 Morgan-Tamosunas, Rikki 42-47, 51, 55, 66, 87, 113, 117, 126, 128, 129, 276 Morir (o no) (película): véase Pons, Ventura muchacha de las bragas de oro, La (película): véase Aranda, Vicente Mulvey, Laura 150, 151, 153, 165, 191-193, 203, 204, 207 mujer y el pelele, La: véase Louÿs, Pierre Nada (película) 27 narración en el cine 76, 108, 113, 167, 194, 225-228, 232, 233, 241, 248, 251, 267, 269, 272 autoconciencia 69, 115, 242, 268 imágenes 29, 51, 66, 68, 76, 77, 82, 83, 87, 93, 95, 101, 119, 125, 132, 133, 136, 162, 163, 172, 174, 192, 198, 207, 211, 215, 255, 262, 267 «modo institucional de representación» 13 narrador 34, 61, 167, 185, 223, 226-228, 235-238, 240, 241, 243, 245, 249-251, 256, 258, 260-262, 264-268, 272 primera persona 228, 243, 258 tercera persona 228, 275 subjetividad 61, 77, 78, 87, 105, 115, 138, 166, 194, 220, 227, 233,
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242-245, 250, 258, 259, 262, 265, 272 véase también identificación; «pantalla mental» (mindscreen); voz en off narración en la literatura 44, 76, 194, 225, 228, 232, 234, 249, 272 autoconciencia 67, 115 imágenes 77, 145, 147, 174, 198, 201, 202, 255 narrador 61, 71, 75, 76, 80, 113, 165, 170, 185, 198, 203, 222, 226, 228, 233-235, 237, 245, 248-251, 255, 256, 258, 259, 261, 263-266, 268 primera persona 104, 113, 233, 237, 249, 261 tercera persona 261 subjetividad 105, 203, 205, 249, 265 narración en la televisión 209 imágenes 171, 208 narrador 184, 208 véase también «plano de reacción» narrador: véase narración en el cine; narración en la literatura; narración en la televisión naturalismo 60, 61, 234 Nazarín (película): véase Buñuel, Luis Nazarín (novela): véase Pérez Galdós, Benito neorrealismo italiano 81 Nero, Franco 264, 282 novela decimonónica 13, 141, 144, 171 afinidad con el cine 141 afinidad con la televisión 144, 171 nostalgia 34, 49, 53, 71, 89, 91, 95, 99, 100, 110-112, 114-117, 119, 120, 122, 125, 128, 130, 135-138, 142, 272, 275, 276
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326 Adaptaciones literarias en el cine y la televisión españoles véase también posmodernidad; espacio rural Notari, Elvira Duie paravise [Dos paraísos] 96 Noticiarios y Documentales (NoDo) 25, 64, 65, 67-69, 75, 76 Nouvelle Vague francesa 15, 16, 30, 189, 252 novela rosa 263 Nuevo Cine Español 28, 29, 56, 156, 189, 274 Ocaña, retrat intermitent [Ocaña, retrato intermitente] véase Pons, Ventura odio, El 121 O’Donnell, Hugh 172, 173 Olea, Pedro 159, 173, 174, 190 Tormento (película) 159, 173 Oms, Marcel 219, 257 oposición a Franco en la cultura 42, 94, 95 en el cine 42, 94, 95 en la literatura 42 véase también «estética franquista»; espacio rural Orfei, Liana 167, 278 Ortega y Gasset, José 18, 73, 79 Oviedo Express, véase Suárez, Gonzalo Palacios, Jesús 127, 137 Palacio Valdés, Armando 26 Pánico en la escalera: véase Hitchcock, Alfred «pantalla mental» (mindscreen) 34, 78, 166, 227, 243 Parker, Alexander A. 231 Partridge, Colin 250-254, 267, 268 Pascual Duarte: véase Franco, Ricardo Pasolini, Pier Paolo 30, 246
El Evangelio según san Mateo (película) 246 Paun de García, Susan 112, 113 Pazos de Ulloa, Los (serie de televisión): véase Suárez, Gonzalo Penella, Emma 151-153, 155, 158, 163, 167-170, 187, 189, 190, 192196, 204, 206, 211, 273, 278, 280 como estrella 151-153, 167, 168, 170, 187, 190 en Fortunata y Jacinta (película) 28, 29, 36, 143, 144, 149-153, 156-158, 161, 164, 170, 187, 189-191, 194, 195, 204, 208, 210, 211, 242, 273275, 278 en La Regenta (película) 151, 153, 155, 193, 194, 196, 280 Peña Ardid, Carmen 13, 16, 24, 25 Pérez, Xavier 131, 136 Pérez Galdós, Benito 26, 28, 30, 34, 142-146, 148, 149, 156-166, 169, 170, 172-176, 178-185, 187, 188, 201, 203, 210, 213, 215-218, 220226, 228-237, 240, 241, 243, 245251, 253, 255-258, 260-269, 273275 Doña Perfecta (novela) 159, 216 Fortunata y Jacinta (novela) 28, 36, 141, 143-145, 149, 150, 158160, 170, 173, 191, 201, 202, 210, 273, 275 Halma (novela) 232-234, 249, 269 La de Bringas (novela) 149, 249 Marianela (novela) 158, 159 Nazarín (novela) 149, 215-217, 229, 232-234, 245, 247, 249, 257, 269 Tormento (novela) 159, 173
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Índice analítico Tristana (novela) 30, 149, 159, 210, 218, 221, 222, 229, 247-249, 256, 257, 259, 267-269, 275 véase también «ángel del hogar» perfecta casada, La: véase León, fray Luis de perro andaluz, Un: véase Buñuel, Luis perspectiva masculina en el cine 152, 164-167, 168, 170, 184, 194, 196, 207-208, en la literatura 150, 179, 203-204 en la televisión 153, 185-186, 209 véase también feminismo Perojo, Benito 158 Marianela (película) 158 perquè de tot plegat, El [El porqué de las cosas]: véase Pons, Ventura Perriam, Chris 111, 121, 152 Persona: véase Bergman, Ingmar peste, La: véase Camus, Albert Picazo, Miguel La tía Tula (película) 28, 144 Piedra, Emilio 158, 167, 186, 190, 273, 278, 280 Pinal, Silvia 216 Pinto, Mercedes 215 «plano de reacción» 154, 185, 186, 204, 207 plaza del Diamante, La (película): véase Betriu, Francesc plaza del Diamante, La (novela): véase Rodoreda, Mercè Pons, Ventura 33, 95, 120, 128-131, 133, 134-137, 277 Actrius [Actrices] 129 Carícies [Caricias] (película) 33, 53, 95, 120, 128-131, 133-138, 142, 275, 277 Morir (o no) (película) 129, 133
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Ocaña, retrat intermitent [Ocaña, retrato intermitente] 129 El perquè de tot plegat [El porqué de las cosas] 129 Porto, Juan Antonio 190, 280 posmodernidad 34, 55, 63, 69, 71, 75, 76, 79, 87, 92 «metaficción historiográfica» 63, 67-69, 75, 88 «pseudohistoria»/«historicidad» 34, 43, 45, 54, 88, 93 original/copia/«simulacros» 20, 45 véase también cine histórico; representaciones del pasado postestructuralismo 23, 63, 273 Pound, Ezra 100 Powrie, Phil 44, 45, 51, 57 Priestley, J. B. 19 prima Angélica, La: véase Saura, Carlos Primo de Rivera, Miguel 219 propaganda 25, 64, 94, 103, 136, 225, 257, 274 PSOE (Partido Socialista Obrero Español) 42, 43, 53, 54, 71, 274 psicoanálisis 106, 150, 153, 208, 218, 220, 223, 247, 253 públicos 15, 28, 35, 37, 38, 46-48, 107, 151-154, 170, 172, 181, 193, 195, 201, 204, 216 cambios en los públicos españoles 32, 46-47 espectadores femeninos 151, 204 Querejeta, Elías 102, 107, 109, 121, 279, 280 Quesada, Luis 20, 107, 158, 230 Rabal, Paco 115, 116, 173, 174, 229, 279, 281
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328 Adaptaciones literarias en el cine y la televisión españoles ratas, Las: véase Delibes, Miguel Ray, Robert 14, 17, 20, 238 realismo 34, 57, 64, 65, 102, 142, 216, 229, 234, 251, 268, 269 en el cine 216, 251, 268 en la literatura 64, 65, 102, 142, 216, 229, 234, 268, 269 Regenta, La (película): véase Suárez, Gonzalo Regenta, La (novela): véase Alas, Leopoldo («Clarín») Regenta, La (serie de televisión): véase Méndez-Leite, Fernando representaciones del pasado 68, 275, 276 apropiación por parte del franquismo 93, 275 recuperación con la democracia 34, 42, 54, 89 véase también cine histórico; posmodernidad Réquiem por un campesino español (película): véase Betriu, Francesc Retrato de familia 52 Rey, Fernando 259, 282 Rey de reyes 238 Rich, Adrienne 155, 156 Richards, Mike 93 Rivelles, Amparo 153 Rivkin, Laura 188 Robinson Crusoe (película): véase Buñuel, Luis Rodgers, Eamonn 162, 230-233, 236240, 246 Rodoreda, Mercè 53 La plaza del Diamante (novela) 42, 44, 52, 53 Rodríguez, Fátima 187 ronda, La (pieza teatral) 130 Rose, Gillian 147, 183
Sabotaje: véase Hitchcock, Alfred Sacristán, José 61, 278 Sade, marqués de 245 Diálogo entre un sacerdote y un moribundo 245 sainete 26, 31, 259 Salomé: véase Dieterle, William Sánchez Noriega, José Luis 20, 23, 56, 57, 69, 116, 156 Sánchez Vidal, Agustín 216, 217, 229, 230, 239, 240, 243, 248, 253, 262, 269 Sánchez-Gijón, Aitana 36, 155, 199, 281 Santoro, Patricia 112, 116 santos inocentes, Los (película): véase Camus, Mario santos inocentes, Los (novela): véase Delibes, Miguel Saura, Carlos 29, 30, 42, 51, 56, 57, 82, 102, 108, 112, 235, 239 Bodas de sangre (película) 30, 42 Carmen (película) 30, 51, 235 La caza 51, 82, 102, 108, 112 como director-autor 29, 57 Cría cuervos 102 Los golfos 56 Llanto por un bandido 56 La prima Angélica 102 Scorsese, Martin 22, 246 El cabo del miedo 22 La última tentación de Cristo 246 Sección Femenina 159, 167, 169, 182, 183 Segunda República 219 Secretos del corazón: véase Armendáriz, Montxo Shakespeare, William 158 Si te dicen que caí (película): véase Aranda, Vicente
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Índice analítico Silencio roto: véase Armendáriz, Montxo Silverman, Kaja 167, 207 Sinclair, Alison 11, 188, 193, 202, 205, 209 sirena negra, La (película) 27 Smith, Paul Julian 11, 24, 31, 42, 43, 45, 48, 57, 63, 69, 120, 145 Suárez, Gonzalo 29, 36, 144, 152, 153, 159, 187-197, 204, 206, 207, 211, 280 La madre naturaleza (parte de la serie de televisión Los Pazos de Ulloa) 190 Los Pazos de Ulloa (serie de televisión) 144, 190 La Regenta (película) 29, 36, 144, 151, 153, 159, 187, 189, 192, 194196, 204, 280 Oviedo Express 36, 144 subjetividad: véase narración en el cine; narración en la literatura subvenciones 42, 43, 47-49, 54, 55, 58, 69-71, 111, 197, 273, 274 véase también «Ley Miró» (Miró, Pilar) surrealismo 224 Talens, Jenaro 24, 267 Tanner, Tony 163 Tasio: véase Armendáriz, Montxo Tejero, golpe de (23-F) 172 túnica sagrada, La 238 treinta y nueve escalones, Los: véase Hitchcock, Alfred tía Tula, La (película): véase Picazo, Miguel tía Tula, La (novela): véase de Unamuno, Miguel Tiempo de silencio (película): véase Aranda, Vicente
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Tiempo de silencio (novela): véase Martín-Santos, Luis Todo sobre mi madre: véase Almodóvar, Pedro Tormento (película): véase Olea, Pedro Tormento (novela): véase Pérez Galdós, Benito Torreiro, Casimiro 28, 156, 157, 189 Torres Nebrera, Gregorio 112, 114 Trainspotting (película) 121 transición a la democracia 25, 28, 34, 42, 45, 51, 52, 54, 61, 63, 66, 102, 106, 111, 121, 129, 137, 156, 172, 173, 211, 271 transmedia storytelling 36 tremendismo 60, 102 Tristana (película): véase Buñuel, Luis Tristana (novela): véase Pérez Galdós, Benito Trueba, Fernando 45, 71, 93 Belle Époque 45, 88, 93-95 UCD (Unión de Centro Democrático) 43, 54, 55, 274 última tentación de Cristo, La: véase Scorsese, Martin de Unamuno, Miguel 27, 28, 85, 274 La tía Tula (novela) 28, 144 Urey, Diane 232 Usigli, Rodolfo 215 Utrera, Rafael 25, 108, 111, 112, 143, 268 Valle-Inclán, Ramón María del 42 Valverde, Máximo 152, 278 verdad sobre el caso Savolta, La (película): véase Drove, Antonio Vernon, Kathleen 102, 106, 109 vieja memoria, La: véase Camino, Jaime
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330 Adaptaciones literarias en el cine y la televisión españoles Vincendeau, Ginette 16, 20, 23, 31, 41 violencia 24, 81, 91, 95, 96, 98, 100103, 105-111, 115, 120, 121, 122, 124, 125, 127, 130-133, 136-138, 170, 228, 240-242, 272, 276 política 95 véase también espacio urbano Viridiana: véase Buñuel, Luis «visualidad» 96, 97, 99, 100, 110, 119, 120, 124, 126, 132, 134, 135, 139, 272 voz en off 62, 66, 78, 124, 167, 184, 207, 208, 268
Don Quijote (película inacabada) 158 Wenders, Wim 30, 96, 124 El cielo sobre Berlín 96, 97, 134 Widdis, Emma 96 Williams, Linda 151, 155, 161, 217, 223, 228, 241, 258 Williams, Raymond 91-93, 95, 103, 110, 119, 171 Wilson, Elizabeth 179, 182 Wilson, George 269 Wood, Michael 214, 224, 252 Woolf, Virginia 15, 19, 32, 100 Young Sánchez: véase Camus, Mario
Welles, Orson 158 Campanadas a medianoche 158
zarzuela 31, 175
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