Dos escritos sobre psicología analítica

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Dos escritos sobre psicología analítica

Jung Carl Gustav

Obra Completa Volumen 7 editorial trotta

C. G. Jung Obra Completa Volumen 7

Dos escritos sobre psicología analítica

C. G. J ung Traducción de Rafael Fernández de Maruri

editorial trotta

La edición de esta obra se ha realizado con la ayuda de Pro Helvetia, Fundación suiza para la cultura, y de Erbengemeinschaft C.G. Jung

Carl Gustav Jung Obra Completa

tÍtulo original:

Zwei Schriften über Analytische Psychologie

© Editorial Trotta, S.A., 2007, 2013 Ferraz, 55. 28008 Madrid teléfono: 91 5430361 91 5431488 fax: e-mail: [email protected] Web: http://www.trotta.es © Walter Verlag, 1995 © Rafael Fernández de Maruri, para la traducción, 2007 diseño de colección Gallego & Pérez-Enciso Cualquier

forma de reproducción, distribución, comunicación pú-

blica o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.

Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita utilizar algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 45). isbn:

978-84-9879-477-9 (obra completa, edición digital pdf) 978-84-9879-481-6 (volumen 7, edición digital pdf)

isbn:

CONTENIDO

Prólogo de los editores.................................................................. Post-scriptum a la nueva edición revisada.....................................

1 3

i.  SOBRE LA PSICOLOGÍA DE LO INCONSCIENTE

Prólogo Prólogo Prólogo Prólogo Prólogo

a a a a a

la la la la la

primera edición......................................................... segunda edición........................................................ tercera edición.......................................................... cuarta edición........................................................... quinta edición...........................................................

7 8 10 11 11

1. El psicoanálisis...................................................................

13

2. La teoría del eros..............................................................

25

3. El otro punto de vista: la voluntad de poder..............

37

4. El problema de los tipos de actitud................................

49

5. Inconsciente personal e inconsciente suprapersonal o colectivo.........................................................................

75

6. El método sintético o constructivo.............................. a) Interpretación analítica (causal-reductiva).......................... b) La interpretación sintética (constructiva)...........................

93 96 98

7. Los arquetipos de lo inconsciente colectivo................ 105 8. Acerca de la concepción de lo inconsciente. genera lidades sobre la terapia..................................................... 131 Epílogo......................................................................................... 137

VII

CONTENIDO

ii. las relaciones entre el yo y LO INCONSCIENTE

Prólogo a la segunda edición........................................................ 141 Primera parte El influjo de lo inconsciente en la consciencia

1. Inconsciente personal e inconsciente colectivo.......... 145 2. Consecuencias de la asimilación de lo inconsciente.... 158 3. La persona como recorte de la psique colectiva.......... 177 4. Los intentos por liberar a la individualidad de la psi que colectiva. .................................................................... 185 A. La reconstrucción regresiva de la persona......................... 185 B. La identificación con la psique colectiva........................... 191 Segunda parte la individuación

5. La función de lo inconsciente. ....................................... 195 6. Ánima y ánimus. .................................................................. 211 7. La técnica de la diferenciación entre el yo y las figuras de lo inconsciente. ..................................................... 236 8. La personalidad mana. ....................................................... 252 Apéndice iiI. nuevos rumbos de la psicología 1. Los comienzos del psicoanálisis........................................... 269



2. La teoría sexual................................................................... 282

iV. la estructura de lo inconsciente 1. La diferenciación entre inconsciente personal e inconscien-

te impersonal...................................................................... 2. Consecuencias de la asimilación de lo inconsciente............. 3. La persona como recorte de la psique colectiva.................. 4. Los intentos por liberar a la individualidad de la psique colectiva.............................................................................. A)  La reconstrucción regresiva de la persona...................... B)  La identificación con la psique colectiva........................

VIII

295 300 313 318 318 321

do s e s c r ito s s o b r e p s ico l o g í a a n a l í tic a

5. Perspectivas principales para el tratamiento de la identidad colectiva.............................................................................. 322 Resumen.............................................................................. 334 ibliografía................................................................................... 339 B Índice onomástico........................................................................ 345 Índice de materias........................................................................ 347

IX

PRÓLOGO DE LOS EDITORES

El presente volumen séptimo de la Obra Completa de C. G. Jung contiene —de nuevo siguiendo el volumen correspondiente de las Collected Works, Bollingen Series XX, Pantheon, Nueva York, y Routledge & Kegan Paul, Londres— los dos escritos Sobre la psicología de lo inconsciente y Las relaciones entre el yo y lo inconsciente. Estos ensayos surgieron de artículos precedentes, en los que ya se dibujan las ideas fundamentales que son de importancia para la construcción del conjunto de la obra de Jung. En ambos, la materia que entraña de por sí alguna dificultad es expuesta de forma que sea lo más fácilmente comprensible, haciéndola accesible a un público más amplio. El primer escrito apareció con el título «Nuevos rumbos de la psicología» en 1912 en el anuario, editado por Konrad Falke, de la editorial Rascher, volumen III. En él trata Jung las distintas concepciones de lo inconsciente de Freud y Adler, y ofrece una primera introducción a su psicología de lo inconsciente, expuesta gráficamente mediante el material arquetípico de los sueños. El vivo interés que despertó este escrito animó a Jung, en el transcurso de los años, a reelaborarlo una y otra vez, modificando el título original primero como «La psicología de los procesos inconscientes», luego como «Lo inconsciente en la vida anímica normal y patológica», y finalmente de forma definitiva como «La psicología de lo inconsciente». El capítulo sobre los tipos fue eliminado cuando en 1920 apareció el libro de Jung Tipos psicológicos*, donde este *

OC 6.



DOS ESCRITOS SOBRE PSICOLOGÍA ANALÍTICA

tema es tratado por extenso. Sobre las ampliaciones y las modificaciones de cada caso se manifiesta Jung principalmente en los prólogos respectivos, que por ese motivo han sido recogidos en este volumen. El segundo escrito, Las relaciones entre el yo y lo inconsciente, publicado en esta forma por vez primera en 1928, surgió de un ensayo del año 1916, redactado en alemán, pero publicado sólo en francés, con el título «La Structure de l’Inconscient», y en inglés, en Collected Papers on Analytical Psychology, como «The Conception of the Unconscious». La versión alemana de este ensayo, que se creía perdida, pudo ser hallada de nuevo, junto con una posterior elaboración y ampliación de la primera versión, no fechada y tampoco publicada. Puesto que a este escrito se le concede en la obra de Jung una especial importancia, ya que no posee tanto el carácter de una introducción a los conceptos fundamentales, como más bien proporciona de forma apretada una visión de conjunto sobre las principales concepciones de Jung, los editores han encontrado justificado mantener las dos primeras versiones —como por lo demás el ensayo arriba mencionado del anuario de Rascher— en apéndice al presente volumen, aunque ello hiciera inevitables las repeticiones ocasionales. Las versiones tempranas de ambos escritos tienen interés histórico, pues en ellas se contienen ya las primeras formulaciones de los conceptos fundamentales de la psicología analítica, tales como lo inconsciente personal y colectivo, el arquetipo, la persona, el ánimus y el ánima, así como los primeros planteamientos de la teoría de los tipos. Al reproducir también estas versiones tempranas, que representan los primeros estadios en un proceso de elaboración que se extiende a lo largo de décadas, se le ofrece al lector la oportunidad de seguir el desarrollo de las ideas de Jung. Debemos agradecer la inestimable ayuda de la señora Aniela Jaffé y de la señora doctora Marie-Louise von Franz en la redacción de los textos. También damos las gracias a la señora Elisabeth Riklin por la elaboración del índice. Küsnacht, 1964



Post-scriptum a la nueva edición revisada

La nueva edición revisada incorpora en el apéndice, conforme a las Collected Works, los números de párrafo. Consecuencia de ello ha sido una modificación del texto, de la cual se da cuenta en las notas a pie de página. La escritura de la parte principal ha sido adaptada formalmente a los otros volúmenes de la Obra Completa; el contenido no se ha modificado. Quisiéramos agradecer a la señora Magda Kerényi su escrupulosa comprobación del índice. Ha cumplido esta tarea con sus habituales independencia y fiabilidad. Además, quisiéramos dar las gracias a la señora Crista Niehus por su colaboración en la revisión del texto. Octubre de 1987

Leonie Zander



I SOBRE LA PSICOLOGÍA DE LO INCONSCIENTE

PRÓLOGO A LA PRIMERA EDICIÓN

El presente trabajo1 es el resultado de la revisión a la que, a petición del editor y con ocasión de su segunda edición, sometí un ensayo, Nuevos rumbos de la psicología, publicado en 1912 en el anuario de Rascher. Las páginas que siguen son, pues, una modificación y ampliación de las aparecidas entonces. En mi primer ensayo me limité a exponer una parte sumamente importante de las concepciones psicológicas inauguradas por Freud. Los múltiples y considerables cambios que los últimos años han introducido en la psicología de lo inconsciente me han obligado a dilatar en gran medida el marco de dicho ensayo. Así, se ha acortado un buen número de explicaciones relacionadas con Freud, entrándose en contrapartida a considerar la psicología de Adler, a todo lo cual se ha añadido también, siempre que ello ha sido posible en el marco del presente trabajo, una exposición general y de carácter orientativo de mis propios puntos de vista psicológicos. Tengo que advertir al lector de que lo expuesto en estas páginas requerirá, debido a lo complejo de su materia, una buena dosis de paciencia y atención por su parte. Al contemplar mi trabajo estoy muy lejos de pensar que lo que tengo ante mí sea un todo acabado o suficiente en algún sentido. Esta exigencia sólo podrían satisfacerla amplios tratados científicos que se concentraran en algunos de los problemas rozados en el presente escrito. Por ello, a quien desee penetrar más profundamente en las cuestiones aquí planteadas me permito remitirle a la literatura especializada. Lo único que he pretendido ha sido procurar a mis lectores una cierta orienta1. La psicología de los procesos inconscientes, 1917.



sobre la psicología de lo inconsciente

ción sobre las ideas más recientes del núcleo de la psicología de lo inconsciente. Este problema, el de lo inconsciente, reviste a mi juicio tal importancia y actualidad que, en mi opinión, supondría una gran pérdida que algo que tanto nos afecta a todos y cada uno se esfumara ante los ojos del gran público, viéndose exilado a las páginas inaccesibles de una revista especializada, para terminar por fin viviendo una existencia oscura y apergaminada en las estanterías de una biblioteca. Los procesos psicológicos que han acompañado a la última guerra —en especial el increíble salvajismo de los juicios generales, las calumnias recíprocas, la inesperada cólera destructora, la inaudita oleada de mentiras y la incapacidad de los hombres para poner freno al demonio sanguinario— han puesto con toda claridad ante nuestros ojos el problema que representa ese inconsciente caótico que dormita inquieto bajo el ordenado mundo de la consciencia. Esta guerra ha mostrado inmisericorde al hombre civilizado que todavía es un bárbaro, así como el acerado azote que le espera en caso de que se le ocurriera volver a echarle la culpa a su vecino de sus propias malas cualidades. La psicología de los individuos responde a la psicología de las naciones. Lo que hacen las naciones, lo hacen también los individuos, y mientras los individuos continúen haciéndolo, las naciones también lo harán. Para que cambie la psicología de las naciones, antes tiene que cambiar la psicología de los individuos. Los grandes problemas de la humanidad no han sido jamás solucionados por leyes generales, sino única y exclusivamente por la renovación de la actitud de los individuos. Si alguna vez ha habido un tiempo en el que fuera absolutamente necesario y apropiado reflexionar sobre uno mismo, es nuestra catastrófica época. Pero quien reflexione constantemente sobre sí mismo chocará sin embargo con los límites de lo inconsciente, tras los cuales se alberga lo que tan necesario sería conocer. Küsnacht-Zúrich, diciembre de 1916

El autor

PRÓLOGO A LA SEGUNDA EDICIÓN Me alegra ver que a este pequeño escrito se le haya concedido vivir una segunda edición en tan poco tiempo, pese a que su contenido no sea seguramente nada sencillo de desentrañar para muchos. En lo esencial, salvo algunas pequeñas modificaciones y mejoras, no he introducido en la segunda edición ningún cambio, no obstante



pr ó logos

lo cual soy plenamente consciente de que los últimos capítulos, a causa de la dificultad y novedad extraordinarias de su materia, necesitarían de muchas más aclaraciones para que su comprensión resultara más sencilla y accesible. Sin embargo, dado que un tratamiento más detallado de los elementos discutidos en dichos capítulos transcendería con mucho el marco de una obra de divulgación más o menos popular, me he visto obligado a optar por atender a todas estas cuestiones con el detenimiento que se merecen en un nuevo libro, que actualmente se encuentra en preparación2. Las múltiples cartas que me han enviado los lectores desde la aparición de la primera edición me han mostrado que los problemas del alma humana despiertan también en un público más amplio un interés mucho más acusado de lo que yo suponía. Este interés obedece sin duda en no pequeña parte a la profunda conmoción que la Guerra Mundial ha supuesto para nuestra consciencia. La contemplación de esta catástrofe ha hecho que el hombre se sintiera invadido de nuevo por un profundo sentimiento de impotencia y volviese a reparar otra vez en sí mismo, en su interior, donde todo se tambalea y donde, por tambalearse todo, él busca algo que le sirva de sostén. Demasiados son aún los que buscan fuera. Unos creen en la engañifa de la victoria y el poder victorioso; los otros, en contratos y leyes; y los de más allá, en la destrucción del orden existente. Pero son muy pocos los que buscan dentro, en su propio ser, y todavía menos los que se preguntan si el mejor servicio que se puede prestar a la sociedad humana no consistirá en último término en que cada uno empiece por él mismo y someta a ensayo en su propio Estado interior esa supresión del orden existente, esas leyes y esa victoria que predica a voz en cuello en las calles, en lugar de exigírselas a los demás. A todo individuo le hace falta experimentar una revolución, dividirse internamente, contemplar la caída de lo dado y renovarse, pero ninguno tiene necesidad de imponer tales cosas a los demás bajo el hipócrita manto protector del amor cristiano al prójimo, el sentimiento social de responsabilidad o cualquiera de esas bellas palabras con las que se encubre la demanda inconsciente, personal e intransferible de poder. Que el individuo reflexione sobre sí mismo, que retroceda a los fundamentos de la condición humana, de su propio ser y de su destino individual y social, señala el comienzo de la curación para la ceguera que impera en nuestra hora.

2. Tipos psicológicos [OC 6,1].



sobre la psicología de lo inconsciente

El interés actual por los problemas del alma humana es un síntoma de ese retorno instintivo a nosotros mismos. De dicho interés es también devoto mi escrito. Küsnacht-Zúrich, octubre de 1918

El autor

PRÓLOGO A LA TERCERA EDICIÓN3 El presente escrito vio la luz durante la Guerra Mundial y debe en lo esencial su génesis al eco psicológico de este gran acontecimiento. Ahora la guerra ha terminado, y las olas comienzan con lentitud a morir en la playa. Pero los grandes problemas del alma planteados por la contienda siguen manteniendo ocupados los ánimos y los espíritus de todos los que reflexionan y buscan. A esta circunstancia debemos sin duda agradecerle que este pequeño escrito haya sobrevivido a la posguerra y viva en la actualidad su tercera edición. En vista de que desde la aparición de la segunda edición han pasado ya siete años, he creído necesario introducir un gran número de cambios y mejoras, especialmente en los capítulos sobre los tipos y lo inconsciente. He suprimido el capítulo sobre «La evolución de los tipos en el proceso analítico», porque desde entonces esta cuestión ha sido sometida a una profunda revisión en otro libro mío, Tipos psicológicos, al que me permito remitir al lector en relación con este asunto. Todo el que haya hecho un esfuerzo por escribir de una manera «accesible» sobre una materia que es extraordinariamente compleja y sobre la que la ciencia no ha llegado aún a ninguna conclusión definitiva, coincidirá conmigo en que esta tarea dista mucho de ser sencilla. Las dificultades se ven además acrecentadas por el hecho de que una gran parte de los problemas y procesos anímicos que he de tratar aquí son para muchos unos perfectos desconocidos. Más de una cosa puede chocar todavía con prejuicios o producir la impresión de ser arbitraria, no obstante lo cual debería tenerse en cuenta que a todo lo que puede aspirar un trabajo como el presente es a procurar una idea aproximada de su materia y servir de estímulo, razón por la que ha de renunciar de

3. En la tercera edición el título pasó a ser Lo inconsciente en la vida anímica normal y patológica.

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pr ó logos

antemano a una exposición y argumentación detalladas. Me daría por totalmente satisfecho si este librito cumpliera esa finalidad. Küsnacht-Zúrich, abril de 1925

El autor

PRÓLOGO A LA CUARTA EDICIÓN Con la excepción de unas pocas mejoras, en esta cuarta edición no se han introducido cambios. Un buen número de reacciones por parte del público me han hecho ver que la idea de un inconsciente colectivo, a la que he dedicado un capítulo del presente escrito, ha despertado un considerable interés, por lo que no quisiera dejar pasar la ocasión sin llamar la atención de mis lectores sobre los últimos años del Eranos-Jahrbuch (editorial Rhein), en cuyas páginas se han incluido significados trabajos de varios autores en relación con esta materia. El presente libro no pretende dar cabida a una suerte de informe completo sobre el entero contenido de la psicología analítica, por lo que algunas cosas en él están meramente insinuadas y otras ni siquiera se han nombrado. No obstante, abrigo la esperanza de que, en lo demás, cumplirá el modesto fin para el que fue escrito. Küsnacht-Zúrich, abril de 1936

El autor

PRÓLOGO A LA QUINTA EDICIÓN4 Desde la última edición han pasado ya seis años, y como en ella no se introdujo ningún cambio, me ha parecido oportuno aprovechar la actual edición para someter este librito mío sobre lo inconsciente a una revisión en toda regla. Con ocasión de ello se han podido eliminar o corregir muchas insuficiencias, así como extirpar lo redundante. Una materia tan difícil y compleja como la psicología de lo inconsciente ofrece la oportunidad no sólo de conocer muchas cosas nuevas, sino también de cometer muchos errores. La que se abre ante nosotros es una tierra nueva y de fronteras desconocidas, en la que penetramos a tientas y en la que no damos con el camino recto sino después de muchos rodeos. Aunque yo haya 4. El título fue en esta ocasión Sobre la psicología de lo inconsciente.

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sobre la psicología de lo inconsciente

hecho un esfuerzo por dar cabida en el texto a todos los puntos de vista posibles, el lector no puede esperar encontrarse en él con una exposición más o menos acabada de todos los aspectos principales de nuestros actuales conocimientos psicológicos en este terreno. En este escrito popular sólo me detengo en algunos de los puntos de vista más importantes tanto de la psicología médica como de mi propia línea de investigación, y ello sólo dentro de los límites de una modesta introducción. Un conocimiento fundado de estas cosas no puede adquirirse más que con el estudio de la literatura especializada, de un lado, y la experiencia práctica, de otro. En especial, al lector que quisiera hacerse con conocimientos detallados en este terreno me gustaría recomendarle que no sólo estudiara las principales obras sobre la psicología médica y la psicopatología, sino que examinara también a fondo los manuales de psicología. De este modo adquirirá por la vía más directa los necesarios conocimientos sobre la orientación y la importancia de la psicología médica. Gracias a este estudio comparativo se reconocerá hasta qué punto están justificadas las quejas de Freud a propósito de lo «impopular» de su psicoanálisis, o la sensación que yo he tenido siempre de encontrarme aislado en puestos de avanzadilla. No creo estar exagerando cuando digo que las ideas de la psicología médica moderna han encontrado todavía un eco muy reducido en la ciencia defendida en las universidades, pese a que entretanto, a diferencia de tiempos pasados, se hayan producido algunas excepciones dignas de reconocimiento. Las ideas nuevas, si no se limitan a ser embriagadoras, necesitan como mínimo una generación para afianzarse, y las novedades psicológicas aún mucho más tiempo, porque en este terreno en particular todo el mundo se considera a sí mismo, por así decirlo, una autoridad en la materia. Küsnacht-Zúrich, abril de 1942 El autor

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1 EL PSICOANÁLISIS

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Si quiere ayudar a sus pacientes, el médico —y con este título me refiero en particular al «neurólogo»— necesita conocimientos psicológicos, porque los trastornos nerviosos y, en general, todo eso que se conoce con los nombres de «nerviosismo», «histeria», etc., tiene un origen anímico y reclama, como es lógico, un tratamiento de la misma naturaleza. Agua fría, luz, aire, electricidad, etc., son eficaces de forma pasajera y, en ocasiones, ni siquiera. Donde el paciente sufre es en el alma y, todavía más en concreto, en las funciones más elevadas y complejas de ella, que uno apenas se atreve a seguir adscribiendo al campo de la medicina. El médico tiene en este caso que ser también un psicólogo, es decir, un conocedor del alma humana. Antes, es decir, hace casi cincuenta años, la preparación psicológica del médico dejaba todavía mucho que desear. Su manual de psiquiatría se limitaba exclusivamente a describir y clasificar clínicamente las enfermedades mentales, y la psicología que se impartía en la universidad era ya filosofía, ya la llamada psicología experimental, inaugurada por Wilhelm Wundt. De la escuela parisina de la Salpêtrière, dirigida por Charcot, partieron los primeros impulsos de una psicoterapia de las neurosis. Así, Pierre Janet dio comienzo a sus revolucionarias investigaciones sobre la psicología de los estados neuróticos, y en Nancy Bernheim retomó, con óptimos resultados, la propuesta para entonces ya olvidada 1. Grundzüge der physiologischen Psychologie, 51902. . L’Automatisme psychologique, 1889; Névroses et idées fixes, 1898. . Hippolyte Bernheim, De la Suggestion et de ses Applications à la Thérapeutique, 1886. Edición alemana de S. Freud, Die Suggestion und ihre Heilwirkung, 1888.

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sobre la psicología de lo inconsciente

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de Liébault, según la cual las neurosis debían tratarse mediante la sugestión. El libro de Bernheim fue traducido por Sigmund Freud, para quien supuso un estímulo decisivo. Por entonces todavía no existía una psicología de las neurosis y las psicosis. A Freud corresponde el mérito inmortal de haber sentado los fundamentos que hicieron posible una psicología de las neurosis. Su teoría partía de la experiencia práctica en el tratamiento de esta enfermedad, es decir, partía de la aplicación de un método, que él mismo bautizó como psicoanálisis. Antes de entrar más detalladamente en este asunto, es preciso decir algo sobre sus relaciones con la ciencia del momento. Aquí somos testigos de un extraño espectáculo, que viene a confirmar una vez más hasta qué punto estaba en lo cierto Anatole France cuando decía que «les savants ne sont pas curieux» [los sabios no son curiosos]. El primer trabajo de envergadura en este terreno apenas tuvo un pálido eco, a pesar de que sus páginas daban cabida a una concepción radicalmente nueva de las neurosis. Algunos autores se expresaban en términos elogiosos sobre la nueva obra, para a renglón seguido continuar exponiendo en la siguiente página sus casos de histeria a la manera antigua. Su conducta, pues, era similar a la de una persona que, tras alabar la idea o el hecho de la esfericidad de la Tierra, pasara a continuación a representarla con toda tranquilidad como un disco plano. Las siguientes publicaciones de Freud pasaron inadvertidas en lo esencial, a pesar de que, por ejemplo, en ellas se daba entrada a observaciones que revestían una enorme importancia para la psiquiatría. Al escribir Freud en 1900 la primera psicología real del sueño (un campo que hasta entonces había estado sumido en la más profunda oscuridad), la gente empezó a reírse, y cuando este mismo autor comenzó a iluminar en torno a 1905 incluso la psicología de la sexualidad, a encresparse. Si la psicología freudiana alcanzó una publicidad del todo insólita, una celebridad que transcendía con mucho los límites de los intereses científicos, ello se debió, desde luego, a esta ola erudita de indignación. Por este motivo, debemos considerar esta nueva psicología un poco más de cerca. En época de Charcot se sabía ya que el sínto-

. A. A. Liébault, Du Sommeil et des états analogues considérés au point de vue de l’action du moral sur le physique, 1866. . Breuer y Freud, Studien über Hysterie, 1895 [Estudios sobre la histeria]. . Die Traumdeutung, 1900 [La interpretación de los sueños]. . Drei Abhandlungen zur Sexualtheorie, 1905 [Tres ensayos para la teoría sexual].

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el psicoan á lisis

ma neurótico es «psicógeno», es decir, que tiene su origen en el alma. También se sabía, gracias precisamente a los trabajos de la Escuela de Nancy, que no hay un solo síntoma histérico que no pueda ser provocado por sugestión. Por último, se tenía igualmente conocimiento, gracias a los trabajos de Janet, de las condiciones psicomecánicas de los síntomas carenciales histéricos, como anestesias, paresias, parálisis y amnesias. Lo que se ignoraba, sin embargo, era el modo en que nace en el alma un síntoma histérico; en lo tocante a las relaciones causales psíquicas el desconocimiento era absoluto. A principios de los años ochenta, Breuer, un viejo práctico vienés, realizó un descubrimiento que estaba destinado a convertirse en el punto de arranque de la nueva psicología. Breuer tenía a su cuidado a una paciente joven y muy inteligente aquejada de histeria. Entre otros síntomas, la joven presentaba una parálisis espástica (rigidez) en el brazo derecho y sufría ocasionales ausencias y estados crepusculares; la muchacha había experimentado también una pérdida parcial de la facultad del habla y, privada del dominio de su lengua materna, ya no era capaz de expresarse más que en lengua inglesa (cosa que se conoce como afasia sistemática). Por entonces, trató de hallarse una explicación anatómica a estos trastornos, a pesar de que las zonas del cerebro de la joven por las que eran regidos los movimientos del brazo no mostraran ninguna disfunción que las diferenciara de las de una persona normal. La sintomatología de la histeria está plagada de imposibilidades anatómicas. Una señora que había perdido completamente el oído a causa de una afección histérica acostumbraba a cantar con mucha frecuencia. En una ocasión en que la paciente estaba cantando, su médico se sentó al piano sin que ella lo notara y empezó a acompañarla con suavidad; al pasar a una nueva estrofa, el médico alteró bruscamente el tono, y la paciente, sin apercibirse de ello, siguió cantando en la nueva tonalidad. Así, pues, oía y no oía. Las diferentes variantes de la ceguera sistemática nos ofrecen la oportunidad de observar fenómenos similares. Un hombre padece una ceguera histérica total. En el curso del tratamiento, recupera el sentido de la vista, pero al principio, y durante una larga temporada, la recuperación es sólo parcial: el paciente, en efecto, es capaz de verlo todo, excepto las cabezas de las personas. Ve a todas las personas que le rodean descabezadas. Así, pues, ve y no ve. A consecuencia de un gran número de experiencias parecidas, se llegó a la conclusión de que, puesto que las funciones sensoriales de los pacientes operaban perfectamente, la única en no ver ni oír era su consciencia. Este hecho entra en directa contradicción con la esencia de un trastorno orgánico, que afecta en todos los casos a la función en cuanto tal.

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Tras esta digresión, volvamos al caso de Breuer. Los trastornos de la joven carecían de causas orgánicas, por lo que su caso sólo podía ser descrito como histérico, es decir, como psicógeno. Breuer había observado que siempre que hacía que la joven le refiriese los recuerdos y fantasías que acudían a su mente hallándose sumida en estados crepusculares espontáneos o inducidos, su estado experimentaba una cierta mejoría durante algunas horas. A partir de aquí, Breuer decidió hacer un uso regular de este fenómeno en el curso ulterior del tratamiento. La paciente acuñó entonces un adecuado término con el que bautizar el nuevo método, talking cure [cura por el habla], al que en broma se refería también en ocasiones como chimney sweeping [limpieza de chimenea]. La paciente había enfermado mientras cuidaba a su padre, postrado en cama por una afección mortal. Como es natural, sus fantasías hacían casi siempre referencia a aquellas agitadas fechas. Los recuerdos de aquella época volvían a aflorar en los estados crepusculares con fidelidad fotográfica, hasta el punto de que el grado de precisión alcanzado por los detalles obligaba a suponer que la consciencia despierta jamás habría sido capaz de reproducirlos con la misma plasticidad y exactitud. (Esta capacidad que en no raras ocasiones muestra la memoria para aumentar su rendimiento en estados restringidos de consciencia recibe el nombre de hipermnesia.) De esta forma salieron a la luz cosas curiosas. Una de las muchas historias narradas por la joven discurría, por ejemplo, en los siguientes términos: En cierta ocasión, se despertó en mitad de la noche sintiéndose llena de angustia por el enfermo, que estaba siendo atacado por una violenta fiebre, y crispada por la tensión, ya se que se esperaba la llegada de un cirujano de Viena para una operación. La madre se había retirado por unos minutos, y Anna [la paciente] estaba sentada junto al lecho del enfermo, manteniendo apoyado el brazo derecho sobre el respaldo de la silla. La muchacha se sumió entonces en un estado de ensoñación y vio que una serpiente negra salía de la pared y se acercaba al enfermo con la intención de morderle. (Es muy probable que la paciente hubiera visto de verdad algunas serpientes en los prados que se extendían por la parte trasera de la casa, así como que esas serpientes reales que en el pasado habrían sido para ella causa de temor le brindaran ahora el material de su alucinación.) Anna quiso alejar al animal, pero se sintió como paralizada; el brazo derecho, que colgaba del respaldo, se le había «dormido», quedándose anestesiado y parético, y, al posar sus ojos en él, sus dedos se transformaron en pequeñas serpientes que acababan en una calavera (las uñas). Es probable que Anna hiciera esfuerzos por ahuyentar a la serpiente

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el psicoan á lisis

con el brazo paralizado, con lo que de este modo la anestesia y la parálisis se asociaron a la alucinación. Cuando ésta se desvaneció, Anna, angustiada, trató de rezar, pero ni una sola palabra acudió a sus labios; le era imposible expresarse en lengua alguna, hasta que, por fin, se acordó de un verso de una canción infantil inglesa y pudo seguir pensando y rezando en este idioma*. 7

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Ésta fue la escena en la que comenzaron la parálisis y el trastorno lingüístico, que desapareció con su narración. Y ésta fue la manera en la que el caso llegaría a su curación. Tengo aquí que contentarme con la mención de este único ejemplo. En el libro citado de Breuer y Freud se encontrará un gran número de ejemplos similares. Admitir que escenas de esta o parecida naturaleza causen un gran efecto e impresión es cosa que a todos nos parece comprensible, y lo habitual es inclinarse a pensar que la génesis de los síntomas es también consecuencia de aquéllas. Por aquella época las teorías sobre la histeria estaban dominadas por la idea del nervous shock. Esta concepción, que vio la luz en Inglaterra y contaba con el enérgico respaldo de Charcot, era apropiada para explicar el descubrimiento de Breuer. De ella nació lo que se conoce como la teoría del trauma, según la cual el síntoma histérico y en última instancia —es decir, en la medida en que toda enfermedad es un compuesto de síntomas— la histeria en cuanto tal son en ambos casos consecuencia de heridas anímicas (traumas), cuya impresión perdura inconscientemente durante años. Freud, que empezó siendo un colaborador de Breuer, pudo confirmar ampliamente este descubrimiento. Se vio de esta manera que ninguno de los varios cientos de síntomas histéricos debe su génesis a la casualidad, sino que su aparición está siempre causada por hechos anímicos, y en dicha medida la nueva teoría inauguró un amplio campo de trabajo empírico. Pero el espíritu investigador de Freud no pudo permanecer aferrado durante mucho tiempo a esta visión superficial de las cosas, ya que de inmediato se plantearon problemas más graves y complicados. Es obvio que nadie pondrá en duda que momentos de angustia tan acusados como los vividos por la paciente de Breuer son muy capaces de suscitar una impresión duradera. ¿Pero cuál es la razón de que aquélla llegase a experimentar vivencias de semejante naturaleza, en la que a fin de cuentas está claro que ha impreso ya su huella el sello de lo patológico? ¿Se debe acaso a los agotadores esfuerzos realizados por la paciente al cuidar de su padre durante su enfermedad? De ser *

Breuer y Freud, op. cit., p. 30.

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así, cosas similares tendrían que producirse con mucha mayor frecuencia, porque, por desgracia, las personas que tienen que cargar con este tipo de agotadoras tareas son muchas, y porque, por lo demás, su salud nerviosa dista mucho de estar siempre en las mejores condiciones para ello. La medicina cuenta con una excelente respuesta para este problema: «La X que hay que despejar en la ecuación reside en la disposición». Hay personas que son «proclives» a este tipo de cosas. En cambio, el problema que asediaba a Freud era el siguiente: dicha disposición ¿en qué consiste? Esta forma de plantearse las cosas condujo, como es lógico, a investigar la prehistoria del trauma psíquico. Todo el mundo ha sido testigo en más de una ocasión, en efecto, de que los participantes en una misma escena conmovedora son afectados por ella de muy diversas maneras, o de que cosas que a unos les dejan indiferentes o incluso les resultan agradables, a otros les inspiran el más hondo de los terrores: piénsese, por ejemplo, en sapos, serpientes, ratones, gatos, etc. Mujeres que asisten impertérritas a las más sangrientas intervenciones quirúrgicas ven todos sus miembros sacudidos por un escalofrío de repugnancia y angustia al entrar en contacto con un gato. Conozco el caso de una joven que padecía una histeria severa por haber experimentado un susto repentino. Esta señorita había acudido cierta tarde a una reunión social, cuando hacia las doce de la noche, al volver de camino a casa en compañía de varios conocidos, un carruaje que había aparecido de pronto a sus espaldas empezó a aproximarse a ellos a gran velocidad. Sus acompañantes se hicieron a un lado, pero ella, totalmente paralizada por el pánico, permaneció en mitad de la calle y echó a correr delante de los caballos. El cochero hizo restallar su látigo y empezó a proferir toda clase de maldiciones; en vano: ella siguió corriendo sin parar calle abajo hasta que llegó a un puente. Allí la abandonaron las fuerzas, e iba ya a arrojarse al río presa de la más profunda desesperación para no caer bajo los cascos de los caballos, cuando unos paseantes se lo impidieron. Encontrándose en San Petersburgo aquel sangriento 22 de enero de 1905, esta misma señorita fue a parar por casualidad a una calle que, en ese momento, estaba siendo «despejada» a tiros por el ejército. A derecha e izquierda, las personas que la rodeaban se desplomaban en el suelo heridas o muertas; sin embargo, ella, manteniendo una calma y una claridad de espíritu encomiables, acertó a divisar un portón por el que pudo ponerse a salvo en otra calle. Estos minutos terribles no le ocasionaron ulteriores molestias. De hecho, una vez transcurridos se encontró perfectamente, incluso de mejor humor que habitualmente.

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Es posible observar a menudo una conducta similar en lo esencial. De aquí se sigue necesariamente que la intensidad de un trauma tiene en sí muy poco de patógena y que el trauma ha de revestir, por el contrario, un especial significado para el paciente. En otras palabras, lo que bajo cualquier circunstancia desencadena la enfermedad no es el shock en cuanto tal, sino que para que éste pueda tener un efecto tal es preciso que coincida con una particular disposición psíquica, que, en según qué circunstancias, puede consistir en que el paciente atribuya inconscientemente al shock un significado específico. Con ello hemos dado con una clave que podría desentrañar el misterio de la disposición. La pregunta que hemos de hacernos reza, pues, como sigue: ¿qué especiales circunstancias rodean la escena del carruaje? La dama empezó a sentirse invadida por la angustia al oír que los caballos se acercaban al trote; por un momento le pareció que en ello se escondía una terrible maldición, que aquello vaticinaba su muerte o algo igual de espantoso. Fue entonces cuando perdió por completo el sentido. El momento decisivo parece residir en los caballos. La disposición de la paciente a reaccionar de una manera tan atolondrada a este insignificante suceso consistiría, pues, en que los caballos significan algo especial para ella. Cabría sospechar que en su pasado se esconde, por ejemplo, una experiencia desagradable con estos animales. Y, en efecto, así es, pues siendo todavía la paciente una niña de unos siete años de edad, en una ocasión en la que había salido a dar un paseo en coche con su cochero, los caballos se espantaron, aproximándose al galope al empinado borde de un río que discurría por un cauce excavado varios metros más abajo. El cochero saltó del coche, instándole a gritos a que le imitara, cosa que, de puro muerta de miedo que estaba, ella pensó que no sería capaz de hacer. Pero finalmente acertó a saltar justo en el último momento, mientras que los caballos y el carruaje se estrellaron contra el fondo. De que un suceso como éste pueda tener consecuencias muy profundas está claro que no es preciso aportar ninguna prueba. No obstante, este hecho no explica los motivos por los que más tarde tendría que producirse una reacción tan desproporcionada a una insinuación hasta tal punto inofensiva de una situación similar. Lo único que sabemos hasta ahora es que el síntoma posterior tuvo un preludio en la infancia. Pero lo patológico del mismo sigue sumido en la oscuridad. Para desentrañar este misterio necesitamos saber más cosas. En efecto, conforme nuestra experiencia ha ido enriqueciéndose, se ha comprobado que, en todos los casos analizados hasta ahora, a los sucesos traumáticos en la vida de los afectados se añadía, además, un tipo

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particular de trastornos que residían en el terreno del erotismo. Como es sabido, el «amor» es un concepto muy laxo que comprende cielo e infierno y une en sí lo bueno y lo malo, lo inferior y lo excelso. Este descubrimiento supuso un viraje considerable en la teoría de Freud. Si hasta entonces, permaneciendo más o menos fiel a la teoría breueriana del trauma, Freud había buscado la causa de la neurosis en los sucesos traumáticos, a partir de este momento el centro de gravedad del problema se desplazó a un punto totalmente distinto. Para entender lo que esto quiere decir, lo mejor que podemos hacer es acudir una vez más a nuestro caso a título de ejemplo. Nosotros entendemos perfectamente que los caballos puedan desempeñar un papel muy importante en la vida de la paciente; lo que no entendemos es lo absolutamente exagerado e inadecuado de su reacción posterior. Lo que la historia tiene de particular y enfermizo estriba en que los causantes de su terror sean unos caballos que no tienen nada de amenazadores. Si traemos ahora a nuestra memoria el descubrimiento de que los sucesos traumáticos coexisten a menudo con un trastorno en el terreno del erotismo, lo que en este caso habría que investigar es si nos hallamos acaso a este respecto ante algo desacostumbrado. La dama conoce a un joven caballero con el que tiene la intención de desposarse. Le ama y espera ser feliz a su lado. En principio, fuera de esto no nos es posible descubrir nada más. Pero nuestra indagación no debe dejarse desanimar por el simple hecho de haberse probado infructuosa tras una mera exploración superficial. Donde el camino recto no conduce a la meta, hay otras vías indirectas. Por ello, retrocedemos una vez más a ese extraño momento en el que la dama salió huyendo de los caballos. Preguntamos entonces por quienes la acompañaban en esa ocasión y por los motivos del festejo en el que acababa de tomar parte. La paciente responde que se trataba de una cena de despedida en honor de su mejor amiga, la cual partía para una larga estancia en un balneario extranjero a fin de reponerse de los nervios. La amiga está casada y, por lo que oímos, felizmente. Es también madre de un niño. De esta aclaración, que su amiga es feliz, tenemos fundadas razones para sospechar, pues si éste fuera el caso, es de suponer que la mujer no tendría ningún motivo para sufrir de los nervios ni necesitar reposo. Encaminando mis preguntas en otra dirección, alcanzo a enterarme de que cuando la paciente fue recogida en el puente por sus amigos, éstos volvieron a llevarla a casa de su anfitrión, al ser, a tan avanzada hora de la noche, el sitio más cercano en el que alojarla. Allí fue objeto de un recibimiento cordial en su agotado estado. Al llegar a este punto la paciente interrumpió su narra-

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ción, mostrándose alterada y confusa, y trató de cambiar de tema. Estaba claro que el recuerdo que había brotado repentinamente en su mente le resultaba penoso. Tras superar una terca resistencia por parte de la enferma, descubro que aquella noche había sucedido además algo sumamente notable. Su amable anfitrión le había hecho objeto de una encendida declaración de amor, suscitándose así una situación que, si tenemos en cuenta la partida de la señora de la casa, cabe muy bien calificar de un tanto difícil y escabrosa. Supuestamente, la declaración amorosa de su anfitrión fue para ella como un relámpago en un cielo despejado. Pero este tipo de cosas suelen tener siempre una prehistoria. El trabajo de las siguientes semanas consistió en ir desenterrando paso a paso toda una historia de amor, que me sería posible resumir más o menos en los siguientes términos: De niña, la paciente se comportaba exactamente igual que un muchacho. Le gustaban los juegos de los chicos, se burlaba de su propio sexo y huía de las maneras y ocupaciones femeninas. Tras la pubertad, en la que habría podido familiarizarse con el problema erótico, empezó a evitar toda compañía, y odiando y despreciando todo aquello que le recordara, aunque sólo fuera de lejos, el destino biológico del ser humano, terminó viviendo en un mundo de fantasías que nada tenían en común con la realidad. Así fue como, hasta que cumplió aproximadamente 24 años de edad, huyó de todas esas pequeñas aventuras, esperanzas y expectativas por las que se siente interiormente conmovida una mujer durante esa época. Fue entonces, sin embargo, cuando intimó en sus relaciones con dos caballeros, los cuales estaban llamados a traspasar el bosque de espinos que había ido creciendo a su alrededor. El primero de ellos, el señor A, era el marido de la que por entonces era su mejor amiga, y el segundo de ellos, el señor B, era el más fiel amigo del señor A. Ella encontraba agradables a ambos caballeros, aunque muy pronto le pareció que quien le resultaba mucho más grato de los dos era con diferencia el señor B. A raíz de ello, se llegó pronto a una relación de confianza entre ella y el señor B, y la gente empezó a hablar de la posibilidad de un compromiso. A causa de su relación con el señor B y con su amiga, la paciente frecuentaba también a menudo la compañía del señor A, cuya presencia causaba muy a menudo en ella una inexplicable excitación y nerviosismo. Por aquellas fechas, la paciente tomó parte en una reunión social más amplia, en la que sus amigos se hallaban también presentes. Ella estaba en aquella ocasión sumida en sus pensamientos, cuando, al jugar de manera distraída con su anillo, éste se escurrió de entre sus dedos y se deslizó rodando bajo la mesa. Los dos caballeros se pusieron

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a buscarlo, siendo el señor B el primero en encontrarlo, y, a la vez que le deslizaba una vez más el anillo en el dedo con una sonrisa de complicidad, dijo entonces en voz alta: «Usted sabe muy bien lo que esto significa». Al oír estas palabras, ella se sintió invadida por un extraño e irresistible sentimiento y, arrancándose el anillo del dedo, lo arrojó por la ventana. A continuación se produjo, como es natural, un silencio sepulcral, tras lo cual la paciente abandonó en seguida la reunión profundamente disgustada. No mucho tiempo después, la «casualidad» quiso que pasara las vacaciones de verano en un balneario donde se encontraban también el señor y la señora A. La señora A empezó por entonces a ponerse visiblemente nerviosa, por lo que la mayoría de las veces sus indisposiciones la obligaban a quedarse en casa, y la paciente tuvo así la ocasión de salir a pasear a solas con el señor A. En cierta ocasión, los dos fueron a dar un paseo en bote. La paciente se sentía traviesamente feliz y se cayó de repente por la borda. Como no sabía nadar, el señor A tuvo que hacer un gran esfuerzo para rescatarla, y cuando consiguió subirla de nuevo al bote, ella había perdido a medias el conocimiento. Entonces él la besó. Con este romántico suceso los lazos quedaron bien anudados. Pero la paciente no quiso tomar consciencia de lo profundo de esta pasión, evidentemente por estar acostumbrada desde siempre a pasar por alto este tipo de impresiones o —por mejor decirlo— a huir de ellas. Para disculparse ante sí misma, la paciente se esforzó aún más enérgicamente por comprometerse con el señor B, convenciéndose a sí misma todos los días de que lo amaba. Como es natural, este curioso juego no pasó inadvertido a la aguda mirada de los celos femeninos. La señora A, su amiga, había intuido su secreto y sufría la correspondiente tortura. Esto acrecentó aún más su nerviosismo e hizo necesario que tuviera que partir al extranjero para someterse a una cura. En la fiesta de su despedida, el espíritu maligno se llegó a oídos de la paciente para susurrarle lo siguiente: «Esta noche está solo; es necesario que te ocurra algo para que puedas volver a su casa». Y eso fue también lo que sucedió: a través de su extraña conducta ella terminó en su casa y consiguió lo que había estado buscando. Tras estas aclaraciones, todo el mundo se inclinará a pensar que sólo un refinamiento demoníaco sería capaz de urdir todo este encadenamiento de circunstancias y ponerlas a continuación en marcha. De lo refinado del asunto no se puede dudar. No obstante, su evaluación moral está sujeta a muchas más dudas, ya que estoy obligado a insistir enérgicamente en que los motivos que dieron lugar a la dramática representación de nuestra paciente no eran en absoluto conscientes para ella. Lo que le sucedió, suce-

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dió en apariencia por sí solo, sin que ella fuera en modo alguno consciente de los motivos. Sin embargo, de lo que no cabe dudar a tenor de la entera prehistoria del asunto es de que, mientras que la consciencia se afanaba en llevar a buen puerto el compromiso con el señor B, inconscientemente todo apuntaba a este final. La compulsión interna a tomar el otro camino fue más fuerte. Volvamos ahora a nuestras consideraciones iniciales, es decir, a la pregunta por el origen de lo patológico (o, lo que es lo mismo, extraño y excesivo) de la reacción al trauma. Basándonos en las conclusiones a que nos han permitido llegar experiencias reunidas por otras vías, hemos formulado la sospecha de que, además del trauma, en este caso se da también un trastorno en el terreno del erotismo. Esta sospecha se ha visto confirmada al cien por cien, y este hecho nos ha enseñado que el trauma en el que supuestamente reside la causa de la enfermedad no es más que una ocasión para que se manifieste algo que hasta entonces no era consciente, es decir, un profundo conflicto erótico. Este hecho despoja al trauma de su significado exclusivo, y en su lugar hace acto de presencia una concepción mucho más profunda y amplia, en la cual el agente patógeno es concebido como un conflicto erótico. Frecuentemente llega a nuestros oídos la siguiente pregunta: ¿por qué tendría que ser precisamente el conflicto erótico la causa de la neurosis?, ¿por qué no puede ésta obedecer a un conflicto diferente? A ello se ha de contestar lo siguiente: nadie afirma que tenga que ser así; pero la experiencia nos enseña que, con frecuencia, así es. Lo cierto, en efecto, es que, pese a lo indignadamente que se nos asegure lo contrario, el amor, sus problemas y sus conflictos revisten en la vida humana una importancia fundamental, una importancia que, como viene una y otra vez a descubrirnos un escrupuloso examen de estas cosas, es mucho mayor de lo que los mismos individuos se figuran. La teoría del trauma debe, pues, ser abandonada por obsoleta. Con el descubrimiento, en efecto, de que la raíz de la neurosis no se halla en el trauma, sino en un conflicto erótico oculto, el primero se ve despojado de todo significado causal.

. Como es natural, en ese amplio sentido, a él connatural, que no sólo abarca lo sexual. Con ello no está diciéndose que el erotismo y sus trastornos sean la única causa de las neurosis. El trastorno amoroso puede tener un carácter secundario y obedecer a causas más profundas. Hay otras posibilidades de convertirse en un neurótico. . Una excepción es la representada por las neurosis generadas por un shock genuino, como el causado por la explosión de una granada, el fenómeno conocido como railway spine [trauma de la espina dorsal causado por accidente ferroviario], etcétera.

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Con los descubrimientos relatados en el capítulo anterior la pregunta por el trauma encontraba una inesperada respuesta; pero, en contrapartida, el análisis tropezaba entonces con el problema del conflicto erótico, el cual, como muestra nuestro ejemplo, alberga un gran número de elementos anormales que a primera vista hacen difícil su comparación con un conflicto erótico habitual. Lo primero que resulta aquí llamativo y poco menos que increíble es que sólo se tenga consciencia de la actitud afectada, hasta el punto de que la verdadera pasión de la paciente permanezca oculta para ella. No obstante, en este caso no se puede negar que la verdadera relación erótica permaneció sumida en la oscuridad, mientras que la fingida se hizo dueña en solitario del campo de la consciencia. Si pasáramos a formular este hecho teóricamente, el resultado sería más o menos el siguiente: en la neurosis existen dos tendencias en estricta contradicción, de las cuales una es inconsciente. He formulado a propósito esta tesis en términos muy generales, porque con ello me gustaría destacar que, si bien es cierto que el conflicto patológico constituye un drama innegablemente personal, a la vez este drama es también la manifestación de un conflicto humano universal, pues la desunión consigo mismo es un rasgo que caracteriza en general al hombre civilizado. El neurótico es únicamente un caso especial dentro de esa clase de hombres desunidos consigo mismos que deberían fusionar en sí naturaleza y cultura. Como es sabido, el proceso cultural consiste en la progresiva doma de lo animal en el hombre y constituye un proceso de domesticación que no puede ser llevado a cabo sin que la naturaleza animal se rebele sedienta de libertad. Por la humanidad que se esfuerza en plegarse a las imposiciones de la cultura corre cada

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cierto tiempo una especie de embriaguez: la Antigüedad grecolatina supo de ella en la ola de las orgías dionisíacas, que, viniendo desde Oriente a romper en sus costas, se convirtió en un componente esencial y característico de la cultura antigua, contribuyendo en no poca medida con su espíritu a que en un gran número de sectas y escuelas filosóficas de los últimos siglos precristianos el ideal estoico se transformara en ascesis, y a que del caos politeísta de aquella época surgieran las religiones ascéticas de Mitra y de Cristo. Una segunda ola de embriaguez dionisíaca por la libertad corrió por la humanidad occidental en el Renacimiento. Es difícil juzgar la época en la que a uno le ha tocado vivir. En la serie de preguntas revolucionarias planteadas por el último medio siglo había sitio para una «cuestión sexual», que ha dado origen a todo un género literario. En dicho «movimiento» hundieron también sus raíces los inicios del psicoanálisis, cuyas teorías fueron influidas por él en no pequeña medida en una dirección unilateral. Nadie, en efecto, es del todo independiente de las corrientes de su época. Desde entonces, la «cuestión sexual» se ha visto en gran medida oscurecida por problemas políticos y relativos a la concepción del mundo. Pero esto es algo que en nada cambia el hecho subyacente de que la naturaleza impulsiva del ser humano venga una y otra vez a chocar con los límites de la cultura. Los nombres pueden muy bien cambiar, pero el hecho sigue siendo el mismo. Hoy sabemos también que la discordante con las imposiciones de la cultura no siempre es la naturaleza animal del hombre, y que, en muchas ocasiones, esta misma situación también la viven aquellas ideas nuevas que salen a la luz desde lo inconsciente y que son tan discordantes con la cultura dominante como los impulsos. En la actualidad se podría proponer fácilmente, por ejemplo, una teoría política de la neurosis, apoyándose para ello en el hecho de que los hombres de nuestros días son sacudidos sobre todo por pasiones políticas, de las cuales la «cuestión sexual» tan sólo fue un preludio insignificante. Incluso es posible que la cuestión política no sea en sí misma más que el avance de una conmoción religiosa de raíces aun mucho más hondas. El neurótico participa, sin ser consciente de ello, de las corrientes dominantes de su tiempo y las refleja en su propio conflicto. La neurosis está íntimamente vinculada con el problema de nuestro tiempo y representa en realidad un intento fallido del individuo por resolver en sí mismo el problema general. Ser un neurótico significa estar en discordia consigo mismo. El motivo de esta discordia estriba en la mayoría de los individuos en que mientras a la consciencia le gustaría atenerse a sus ideales morales,

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lo inconsciente persiste en aspirar a su ideal inmoral (en el sentido contemporáneo de esta palabra), cosa que la consciencia preferiría negar. Este tipo de individuos está compuesto por esas personas a quienes les gustaría ser más decentes de lo que en rigor son. Pero el conflicto puede también ser el inverso: hay personas en apariencia extremadamente indecentes y que no están dispuestas a reprimir ni uno solo de sus deseos. Sin embargo, en rigor ésta no es más que una pose pecaminosa, pues, en el fondo, poseen un aspecto moral, precipitado en lo inconsciente como la naturaleza inmoral lo ha hecho en el hombre moral. (De ahí que deba hacerse todo lo posible por evitar los extremos, ya que todos ellos dan motivo para sospechar de la presencia de sus contrarios.) Era necesario comenzar por estas consideraciones generales, a fin de facilitar un tanto la comprensión de lo que debe entenderse por «conflicto erótico». A partir de aquí, se puede empezar a discutir, de un lado, la técnica psicoanalítica y, de otro, la cuestión de la terapia. En lo que a la técnica se refiere, la cuestión decisiva es obviamente la siguiente: ¿cuál es el camino a la vez más corto y seguro de que dispongo para llegar a conocer lo que sucede en lo inconsciente del paciente? Los métodos empleados con este fin han sido diversos. El primero de ellos fue la hipnosis, consistente bien en interrogar al enfermo en estado de concentración hipnótica, bien en la producción de fantasías espontáneas por parte del paciente (en ese mismo estado). Este método sigue siendo aplicado ocasionalmente, pero en comparación con la técnica actual es un método primitivo y con suma frecuencia los resultados que pueden obtenerse son insatisfactorios. El segundo de estos métodos vio la luz en la Clínica Psiquiátrica de Zúrich y fue bautizado con el nombre de método asociativo. Este método registra con exactitud la existencia de conflictos en forma de lo que se conoce como complejos de representaciones sentimentalmente acentuadas que delatan su presencia merced a perturbaciones típicas del experimento. Pero el más importante de los métodos para llegar a conocer los conflictos patógenos es, como Freud se encargó de mostrar antes que ningún otro, el análisis de los sueños. De los sueños se puede decir que la piedra que desecharon los constructores se ha convertido en la piedra angular. Sin embar. Cf. Jung, Estudios diagnósticos de asociación, 1906 y 1910. Dos volúmenes [OC 2]. . Jung, «Consideraciones generales sobre la teoría de los complejos», en Energética psíquica y esencia del sueño, 1948 [OC 8,3].

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go, el sueño, ese fugaz e insignificante producto de nuestra alma, no empezó a sufrir un desprecio tan acusado hasta los tiempos modernos. Antaño se veía en él a un emisario del destino, a un amonestador y consolador, a un mensajero de los dioses. Hoy nos servimos de él como emisario de lo inconsciente; su misión consiste en revelarnos los secretos que están ocultos a la consciencia, y el sueño cumple este cometido con un sorprendente lujo de detalles. De acuerdo con las teorías de Freud, el «sueño manifiesto», es decir, el sueño tal y como nosotros lo recordamos, es una fachada que de entrada no permite adivinar nada del interior de la casa, ocultándolo cuidadosamente por medio de lo que se conoce como censura onírica. Ahora bien, si hacemos, siguiendo para ello unas determinadas reglas técnicas, que el soñante descienda a los detalles de su sueño, veremos muy pronto que sus ocurrencias giran en una cierta dirección y en torno a ciertas cuestiones, las cuales tienen un significado personal y encierran un sentido que, de entrada, no se hubiera sospechado que pudiera ocultarse tras el sueño, pero que, sin embargo, como con claridad cabe mostrar merced a cuidadosas comparaciones, guarda una relación muy precisa y en extremo sutil con su fachada. Este particular complejo de ideas en el que convergen todos los hilos del sueño es el conflicto buscado, si bien dentro de una cierta variación impuesta por las circunstancias. De acuerdo con la concepción freudiana, lo embarazoso e incompatible del conflicto está ahí tan oculto o disuelto que se puede hablar de cumplimiento del deseo. Sin embargo, tales cumplimientos sólo lo son de un deseo evidente en casos aislados, como en los sueños causados por un estímulo físico, cuando, tras percibir estando dormidos, por ejemplo, la sensación de que tenemos hambre, vemos cumplidos nuestros deseos de comer soñando con un opíparo banquete. También la idea insistente de tener que levantarnos, que vendría a contradecir nuestro deseo de seguir durmiendo, nos induce a soñar —viendo así cumplido nuestro deseo— que nos hemos levantado ya, etc. Pero la mayoría de los sueños están muy lejos de poseer una naturaleza tan sencilla. Según Freud, existen también deseos inconscientes cuya naturaleza es incompatible con las ideas de la consciencia vigil. Son deseos embarazosos que uno preferiría no confesarse, y en ellos es justamente donde el fundador del psicoanálisis descubre a los verdaderos tejedores de sueños. Así, por ejemplo, una hija ama tiernamente a su madre, tras lo cual, sin embargo, sueña que ésta ha fallecido y que este hecho es para ella causa de una profundísima congoja. Conforme a la manera freudiana de ver las cosas, en esta hija, y sin que ella sea consciente de ello, anidaría el deseo

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sumamente embarazoso de que su madre, frente a la cual abriga secretas resistencias, se despidiera lo antes posible de este mundo. Aun en las hijas más intachables pueden darse arrebatos como éstos, que sin embargo ellas serían las primeras en negar con vehemencia frente a todo el que las acusara de abrigarlos. A primera vista, el sueño manifiesto no da cabida a ningún cumplimiento del deseo, sino más bien a un temor o preocupación, es decir, a todo lo contrario de la emoción que se supone inconsciente. Pero lo cierto es que todos sabemos que muy a menudo, y normalmente con razón, una preocupación excesiva se hace sospechosa de todo lo contrario. (Un lector crítico se hará no obstante con razón la siguiente pregunta: ¿es exagerada la preocupación representada en el sueño?) Este tipo de sueños, en los cuales no hay en apariencia la menor huella de cumplimiento de un deseo, son muy numerosos. El conflicto trabajado en el sueño es inconsciente, igual que el intento resultante por solucionarlo. Nuestra soñante alberga de hecho la tendencia a que su madre se aleje de su lado. Expresándolo en el lenguaje de lo inconsciente, esto significa: que muera. Con todo, acusar a la soñante de albergar dicha tendencia no sería justo, porque quien en rigor ha fabricado este sueño no ha sido ella, sino su inconsciente. Su inconsciente es quien muestra una tendencia, para ella inesperada, a que su madre se aleje de ella. El mero hecho, en efecto, de que la hija sueñe con este tipo de cosas demuestra que no las piensa de forma consciente. La hija no entiende en absoluto por qué tendría su madre que alejarse de ella. Ahora bien, nosotros sabemos que un cierto estrato de lo inconsciente da cabida a todas aquellas reminiscencias que ya no somos capaces de evocar en la memoria y, además, a todos aquellos impulsos infantiles que no pudieron encontrar un empleo en la vida adulta. Se puede decir que la mayoría de las cosas que proceden de lo inconsciente poseen en principio un carácter infantil, y como ellas este deseo, que, en definitiva, equivaldría a algo tan sencillo como lo siguiente: «¿Verdad, papá, que cuando mamá muera, te casarás conmigo?». Esta expresión de deseos infantil es el sustitutivo de un deseo reciente de contraer matrimonio que la paciente observa no obstante, y por motivos que todavía sería preciso investigar, con embarazo. Este pensamiento, o mejor, la seriedad de la intención correspondiente, ha sido, como suele decirse en estos casos, «reprimido en lo inconsciente», por lo que se ve obligado a expresarse de manera infantil, ya que los materiales que están a disposición de lo inconsciente son en su mayoría reminiscencias infantiles. En apariencia, el argumento de nuestro sueño se reduciría a

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un simple ataque infantil de celos. La paciente estaría en cierto modo enamorada de su padre, por lo que le gustaría deshacerse de su madre. Pero en realidad su verdadero conflicto estriba en que, si por un lado estaría encantada de casarse, por otro no termina de resolverse a hacerlo: a fin de cuentas, una nunca puede saber a ciencia cierta lo que pasará entonces, ni si el marido será realmente el adecuado, etc. Por otro lado, en casa tampoco se está tan mal, ¿y qué pasaría si una tuviera que separarse de mamaíta y hacerse mayor e independiente...? Pero de lo que la muchacha no se da cuenta es de que la cuestión del matrimonio se ha convertido en algo serio que ha terminado por atraparla, por lo que ya no le es posible volver al regazo de papá y mamá, caminando hacia atrás como los cangrejos, sin llevar consigo al seno de la familia la cuestión planteada por el destino. Ella ya no es la niña de antaño, sino una mujer a la que le gustaría tomar esposo. Y como tal es también como vuelve sobre sus pasos, es decir, como alguien que desea un marido. Sin embargo, en la familia el marido es el padre, y sobre él recae ahora, sin que la hija lo sepa, el deseo de un marido. Tal cosa, sin embargo, es incesto. Y de este modo es como surge una secundaria intriga incestuosa. Freud da ahora por supuesto que la tendencia incestuosa sería la primaria y constituiría el verdadero motivo de que la paciente no pueda resolverse a contraer matrimonio. A su lado, el resto de los motivos aducidos significan muy poco para él. Frente a esta forma de ver las cosas, hace ya tiempo que vengo defendiendo el punto de vista de que el hecho de que de vez en cuando se produzcan incestos no prueba que exista una tendencia general en esta dirección, igual que el hecho de que haya asesinatos tampoco demuestra que todos los hombres alberguen un instinto homicida y creador de conflictos. Desde luego, no iré tan lejos como para decir que no se den conatos de toda clase de crímenes en todos los individuos. Pero entre la presencia de un germen como éste y un conflicto actual, con la escisión de la personalidad, basada en él, que puede observarse en la neurosis, hay todavía una distancia más que considerable. Cuando se sigue la pista con atención a la historia de una neurosis, lo normal es que se tropiece con un momento crítico en el que apareció un problema del que se salió huyendo. Sin embargo, esta huida es una reacción tan natural y extendida como la pereza, comodidad, cobardía, aprensión, ignorancia e inconsciencia en las que se basa. Donde las cosas se ponen desagradables, difíciles y peligrosas, lo más habitual es que uno vacile y haga cuanto esté en su mano por desaparecer. A mi modo de ver, con motivaciones como éstas tenemos ya más que suficiente, y desde mi punto

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de vista la sintomatología incestuosa, que sin duda está ahí y que Freud no se equivocó en percibir, constituye un fenómeno secundario que sería ya patológico. Con frecuencia los sueños se demoran en detalles aparentemente pueriles, por lo que producen una ridícula impresión. O bien sucede que su apariencia externa es hasta tal punto incomprensible que lo más que podemos hacer es confesar la enorme perplejidad que nos causa, motivo por el cual siempre hemos de vencer una cierta resistencia antes de armarnos de paciencia y ponernos en serio a analizar su complicada estructura. De conseguir al fin penetrar en el verdadero significado de un sueño, nos encontraremos sin embargo en mitad de los secretos del soñante y veremos con asombro que incluso los sueños en apariencia más absurdos están llenos de sentido, así como que en ellos sólo se habla de cosas graves e importantes. Este descubrimiento hace que tengamos que mostrar un poco más de respeto por eso que se llama abrigar una fe supersticiosa en el significado de los sueños, cosa para la que el espíritu racionalista de nuestro tiempo no había mostrado hasta ahora ninguna simpatía. Como dice Freud, el análisis de los sueños es la via regia hacia lo inconsciente; el análisis de los sueños nos lleva a descubrir los secretos personales más profundos, por lo que constituye un instrumento inapreciable en las manos del médico y del educador de almas. El método analítico en general, y no sólo el psicoanálisis específicamente freudiano, se compone en lo esencial de un gran número de análisis de sueños. En el curso de este tratamiento, los sueños van sacando progresivamente a la superficie los contenidos de lo inconsciente a fin de exponerlos al poder desinfectante de la luz diurna, y a lo largo del proceso se recupera también algún fragmento de valor que se creía perdido. No hay, sin embargo, que engañarse con respecto a este asunto: para esas muchas personas que tienen una idea equivocada de sí mismas el tratamiento es ante todo un suplicio en el que, conforme a la antigua sentencia mística, «entrega todo lo que tengas, y se te dará», están obligadas a empezar por renunciar a todas esas ilusiones en las que más íntimamente habían depositado su fe, a fin de hacer que algo más profundo, hermoso y completo nazca en ellas. Lo que en el tratamiento vuelve a ver la luz del día son verdades muy antiguas, y resulta especialmente curioso que en las cumbres de nuestra cultura actual haya la necesidad de esta suerte de educación anímica: una educación que, a pesar de que el análisis de nuestros días alcance profundidades mucho más hondas, se puede comparar en más de un aspecto con la mayéutica de Sócrates.

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La línea freudiana de investigación trató de demostrar que el componente erótico o sexual reviste una importancia absolutamente fundamental en la génesis del conflicto patógeno. Según esta teoría, entre las tendencias de lo inconsciente y el deseo inmoral, incompatible e inconsciente tiene lugar una colisión. El deseo inconsciente es infantil; es decir, es un deseo que proviene de la más remota infancia y que ya no quiere adaptarse a las circunstancias presentes, por lo que es reprimido, y, en concreto, por razones morales. El neurótico alberga en sí el alma de un niño, al que le cuesta mucho soportar que se le impongan limitaciones arbitrarias que para él no tienen ningún sentido; este niño, desde luego, se esfuerza por hacer suya la moral, pero al hacerlo entra en un conflicto consigo mismo: de un lado, quiere controlarse, de otro, liberarse, y a esta lucha se le llama neurosis. De tenerse una consciencia clara de todos los aspectos de este conflicto, lo más probable es que nunca se produjeran síntomas neuróticos; estos últimos sólo surgen cuando uno no es capaz de ver el otro lado de su ser y lo urgente de sus problemas. Únicamente con esta condición parece cobrar realidad el síntoma, el cual permite que el lado no reconocido del alma tenga la oportunidad de expresarse. Por ello —según Freud—, el síntoma es un cumplimiento de deseos no reconocidos que, de ser conscientes, entrarían en un vehemente conflicto con las convicciones morales. Como se ha dicho ya, esta dimensión oscura del alma escapa a la mirada de la consciencia; el enfermo, pues, no puede negociar con ella, mejorarla, resignarse o renunciar a ella, porque en rigor él no es en absoluto el propietario de los impulsos inconscientes; tras haber sido expulsados de la jerarquía del alma consciente, se han convertido en complejos autónomos que el análisis sólo podría volver a domeñar superando grandes resistencias. Determinados pacientes coinciden justamente en ufanarse de no tener un lado oscuro; aseguran que no padecen ningún conflicto, pero son incapaces de ver que, en contrapartida, su camino se ve obstaculizado por otras muchas cosas de origen desconocido, como humores histéricos, trabas que se ponen a sí mismos y a sus allegados, fiebres gástricas nerviosas, dolencias de todo tipo y condición, estados de irritación que no responden a ninguna causa y todo el ejército restante de síntomas nerviosos. Se le ha reprochado al psicoanálisis freudiano que pretendería liberar los impulsos animales del hombre (por fortuna reprimidos) y que, al obrar de este modo, podría llegar a provocar calamidades imprevisibles. Este temor es una prueba evidente de la poca confianza que se tiene en la eficacia de nuestros actuales principios

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morales. Se hace ver que los hombres sólo se retraerían de dar rienda suelta a sus instintos debido a la predicación moral; pero un regulador mucho más eficaz que éste es, sin embargo, la necesidad, la cual impone a la realidad unos límites mucho más convincentes que todos los principios morales. Es cierto que el psicoanálisis hace que se tome consciencia de los impulsos animales, pero no, como quieren algunos, para ponerlos directamente en manos de una libertad desenfrenada, sino para incluirlos en un todo con sentido. No hay, en efecto, una sola circunstancia en la que ser los dueños absolutos de nuestra personalidad no suponga una ventaja, pues, de lo contrario, los contenidos reprimidos se limitarán a obstaculizar nuestros pasos en otro lugar, y, por cierto, no en uno sin importancia, sino en el más sensible de todos. Pero si se educa a las personas para que distingan con claridad el lado oscuro de su naturaleza, hay que esperar que comprenderán también mejor a su prójimo y aprenderán a amarlo por este camino. De la disminución de la hipocresía y el acrecentamiento del autoconocimiento no pueden seguirse más que buenas consecuencias para el respeto al prójimo; porque si hay algo que resulte sencillo, es acostumbrarse a proyectar también sobre los demás las injusticias y violencias de que uno hace víctima a su propia naturaleza. Conforme a la teoría freudiana de la represión parece, no obstante, como si las únicas en reprimir su naturaleza instintiva fueran las personas demasiado morales. La persona inmoral que viviera su naturaleza impulsiva hasta sus últimas consecuencias tendría, según ello, que estar totalmente inmunizada contra la neurosis. La experiencia nos enseña que, como es lógico, las cosas están muy lejos de ser así. Estas personas pueden estar tan neurotizadas como las otras. Al analizarlas, lo que descubrimos es que en su caso la moral se ha limitado, lisa y llanamente, a sufrir una represión. Y cuando las personas inmorales deben su neurosis a este mecanismo, la imagen que despiden es, como acertadamente lo expresara ya Nietzsche, la del «pálido delincuente» que no está a la altura de sus actos. Ahora bien, es posible ser de la opinión de que en un caso como éste los restos reprimidos de decencia no serían más que convenciones infantil-tradicionales que habrían puesto un freno innecesario a la naturaleza impulsiva y a las que, por ello, se haría bien en extirpar de raíz. Al grito de écrasez l’infâme! [¡aplastad al infame!], se acabaría entonces en una teoría del mero y absoluto goce vital, lo que, como es natural, sería tan fantasioso como absurdo. No hay que olvidar nunca —y esto es algo que habría que recordárselo a gritos a la escuela freudiana— que la moral no es

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una cosa a la que se hubiera hecho descender del Sinaí en forma de tablas para imponérsela al pueblo, sino una función del alma humana tan vieja como la humanidad. La moral no es impuesta desde fuera: uno la lleva en último término dentro de sí a priori; ciertamente, no la ley, pero sí el ser moral, sin el cual sería imposible la convivencia de las sociedades humanas. De ahí que la moral esté presente en todos los estratos sociales. Es un regulador instintivo de la acción que ordena incluso la convivencia de las manadas animales. Pero las leyes morales sólo tienen validez dentro de un grupo humano cuyos miembros conviven entre sí. Transcendiéndolo, desaparecen. Lo que allí tiene validez en su lugar es la vieja verdad de que homo homini lupus (el hombre es un lobo para el hombre). Conforme la cultura gana enteros, se consigue someter a grupos humanos cada vez más grandes a una misma moral, pero hasta ahora no se ha conseguido que la ley moral prevalezca más allá de los límites de la sociedad, es decir, en ese espacio vacío que separa a sociedades independientes entre sí. Aquí siguen reinando, como antaño, la anarquía, la indisciplina y la peor de las inmoralidades, cosa que, sin embargo, sólo dice en voz alta el enemigo respectivo. La ortodoxia freudiana está tan convencida de que la sexualidad tiene una importancia fundamental y aun exclusiva en la neurosis, que ha extraído las consecuencias que de dicho convencimiento se siguen, haciendo víctima de un animoso ataque a la moral sexual de nuestros días. No puede dudarse de lo útil y necesario de su postura, pues en este terreno reinaban y continúan todavía reinando algunas ideas que, a la vista de lo extraordinariamente complejo del asunto, estaban necesitadas de muchas matizaciones. Así como en la Edad Media los negocios monetarios eran en general observados con desprecio, por no existir todavía una moral casuística, sino una mera moral global, así también hoy existe una moral sexual global. Toda muchacha que haya tenido un hijo ilegítimo es condenada, sin que nadie se interese en preguntarse si se trata o no de una persona decente. Toda forma de amor que no goce de una sanción legal es inmoral, sin que importe si quienes la viven son personas de valía o delincuentes. Estamos hipnotizados por el qué, y entretanto nos olvidamos del cómo, del hombre fáctico; igual que en la Edad Media, cuando los negocios monetarios no eran más que el oro resplandeciente y vehementemente codiciado y, por tanto, el Diablo. Pero las cosas no son tan sencillas. El erotismo es problemático, y lo seguirá siendo a despecho de lo que toda legislación futura tenga que decir al respecto. De un lado, forma parte de la natu-

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raleza instintiva original del hombre, la cual seguirá existiendo mientras el ser humano tenga un cuerpo animal. De otro, sin embargo, está emparentado con las formas más elevadas del espíritu. Pero sólo florece cuando espíritu e impulsos guardan una correcta armonía entre sí. De faltarle este o aquel aspecto, se produce un daño o, por lo menos, una pérdida unilateral del equilibrio que se desliza con facilidad hacia lo patológico. Un exceso de animalidad deforma al hombre cultural, y un exceso de cultura crea animales enfermos. Este dilema es un claro indicio de que el erotismo es causa de una enorme inseguridad en el ser humano. El erotismo es en rigor algo extraordinariamente poderoso que, como la naturaleza, se deja dominar y explotar cual si estuviera privado de fuerzas. Pero la victoria sobre la naturaleza hay que pagarla a un elevado precio. La naturaleza no tiene necesidad de declaraciones de principio; se contenta con paciencia y un sabio sentido de la medida. «Eros es un gran demonio», le decía la sabia Diotima a Sócrates. Uno nunca acaba de arreglárselas con él, o sólo se acaba con él para el propio perjuicio. Eros no es toda la naturaleza en nosotros, pero es cuando menos uno de sus aspectos principales. Por ello, la teoría sexual freudiana de la neurosis se asienta sobre un principio verdadero y efectivo. Sin embargo, peca de unilateral y reduccionista, y, amén de ello, comete la imprudencia de pretender encerrar algo tan inaprensible como el eros dentro de una grosera terminología sexual. En este sentido, Freud ha demostrado ser un típico representante de la era materialista, la cual alentaba la esperanza de que el enigma del universo podría ser solucionado algún día entre las paredes del tubo de ensayo. A edad más avanzada, el mismo Freud se apercibió de esta falta de equilibrio en su teoría y contrapuso al eros, que él llamaba libido, la pulsión de destrucción o de muerte. En una de sus obras póstumas escribe: Después de muchos titubeos y vacilaciones nos hemos decidido a aceptar sólo dos pulsiones básicas: eros y la pulsión de destrucción... La meta de la primera estriba en crear unidades cada vez más grandes y en mantenerlas, es decir, en la unión; la meta de la segunda, en cambio, en disolver las relaciones y destruir de

. Jung, «Sigmund Freud como fenómeno histórico-cultural» [OC 15,3]. . La primera en tener esta idea fue una discípula mía, la doctora S. Spielrein. Cf. «Die Destruktion als Ursache des Werdens»: Jahrbuch für psychoanalytische und psychopathologische Forschungen (1912). Este trabajo es mencionado por Freud, quien introduce la pulsión de destrucción o de muerte en su escrito Jenseits des Lustprinzips [Más allá del principio del placer], cap. 5.

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este modo las cosas... Por eso la llamamos también pulsión de muerte. 34

Me contentaré con esta breve cita, sin entrar a discutir los aspectos más cuestionables de esta concepción. Desde luego, es indudable que la vida, como cualquier otro proceso, tiene un principio y un fin, así como que todo principio es a la vez el principio del fin. Lo que sin duda quiere decir Freud es que, en el fondo, todo proceso es un fenómeno energético y que la energía como tal sólo puede originarse en una relación de tensión entre contrarios.

. S. Freud, Abriß der Psychoanalyse, cap. 2, pp. 70 s. Obras póstumas, Londres, 1941 [Compendio del psicoanálisis, t. 9, p. 3382].

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3 EL OTRO PUNTO DE VISTA: LA VOLUNTAD DE PODER

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Hasta ahora hemos contemplado el problema de esta nueva psicología esencialmente desde el punto de vista freudiano. Es indudable que con ello hemos visto algo —y algo, además, verdadero— a lo que nuestro orgullo y nuestra consciencia cultural tal vez digan que no; pero algo en nosotros asiente sin dudar. Muchas personas ven ahí escondido algo irritante que incita a replicar, e incluso más: algo que es motivo de temor; por ello no quiere reconocerse su existencia. Algo hay de tenebroso, en efecto, en el hecho de que en el hombre haya sitio también para un lado oscuro, no sólo compuesto, por ejemplo, de pequeñas debilidades y errores estéticos, sino también de una dinámica directamente demoníaca. El individuo raramente sabe de la existencia de esta última; pues a él, en tanto que individuo, se le antoja increíble que en algún lugar y ocasión pueda ir más allá de sí mismo. Dejemos, sin embargo, que estas inofensivas criaturas formen una masa y, según las circunstancias, de ella se alzará un monstruo delirante, y todos y cada uno de los individuos que lo compongan no serán ya más que una pequeñísima célula en el vientre de la bestia, donde de buen grado o por fuerza ya no podrán hacer otra cosa que compartir la sed de sangre del monstruo e incluso apoyarla con todas sus fuerzas. Al haber intuido, aunque sólo sea a tientas, estas potencialidades del lado oscuro del ser humano, se niega uno a reconocer su existencia, revolviéndose de una manera ciega contra el consolador dogma del pecado original, sin embargo tan inauditamente verdadero. Más aún, uno llega incluso a dudar si confesarse o no a sí mismo el conflicto que tan embarazoso le resulta percibir. Es comprensible que una orientación psicológica que insiste en el lado oscuro resulte inoportuna y aun amenazadora, porque nos obliga

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a enfrentarnos con lo absolutamente enigmático de este problema. Una oscura intuición viene a decirnos que a la postre no somos completos si se nos priva del hecho negativo de que poseemos un cuerpo que, como todo cuerpo, arroja inevitablemente una sombra, y que tan pronto como negamos ese cuerpo dejamos también de ser tridimensionales para convertirnos en una realidad plana y sin substancia. Y este cuerpo es un animal que alberga en sí el alma de un animal, es decir, un sistema vivo que obedece de modo incondicional a sus impulsos. Unirse a esta sombra significa decir sí al impulso y, con él, a esa terrible dinámica que se agazapa amenazadora en el trasfondo. De ella es de quien la moral ascética del cristianismo pretende liberarnos, aun a riesgo de sacudir los últimos cimientos de la naturaleza animal del hombre. ¿Se tiene claro lo que significa decir sí al impulso? Nietzsche quiso pronunciar ese sí y enseñar a otros a pronunciarlo, y hablaba totalmente en serio. No hay duda: Nietzsche se sacrificó a sí mismo, sacrificó su vida entera, con rara pasión, a la idea del superhombre, es decir, a la idea del hombre que, obedeciendo a su impulso, alcanza también a transcenderse. ¿Y cómo discurrió su vida? Como el mismo Nietzsche profetizó en el Zaratustra: en esa premonitoria caída en el vacío del volatinero, del «hombre» que se negaba a que «saltaran por encima» de él. Al agonizante le dice Zaratustra: «¡Tu alma morirá aun antes que tu cuerpo!». Y a Zaratustra le dice más tarde el enano: «¡Oh Zaratustra, tú, piedra de la sabiduría, alto te arrojaste; pero toda piedra arrojada tiene que — caer! Condenado a ti mismo y a tu propia lapidación: oh Zaratustra, lejos arrojaste la piedra — mas sobre ti caerá de nuevo». Cuando invocó sobre sí su Ecce homo, era ya, como en la ocasión anterior, demasiado tarde, y la crucifixión del alma empezó aun antes de que el cuerpo muriera. Se debe examinar críticamente la vida de quien así enseñó a decir sí, a fin de observar los efectos de tal doctrina en la persona misma que la enseñó. Pero si contemplamos su vida en estos términos, tenemos que decir que Nietzsche vivió más allá del impulso, en los aires cimeros del heroísmo, una cima que hubo de mantener con una dieta cuidadosísima y un clima selecto —sin olvidarnos de un considerable número de somníferos—, hasta que finalmente la tensión hizo que su cerebro saltara en pedazos. Nietzsche habló de decir sí y vivió un no a la vida. Su asco por el hombre, es decir, por el animal humano que vive del impulso, era demasiado grande. A la postre fue incapaz de engullir el sapo con el que tan a menudo soñó y que temía tener que tragarse algún día. El león zaratustriano devolvió a rugidos a la guarida de lo inconsciente

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a todos los hombres «superiores» que clamaban por una vida en compañía. Por eso su vida no nos convence de su doctrina. Porque el hombre «superior» quiere poder dormir también sin cloral, quiere vivir también en Naumburgo y Basilea «a pesar de la niebla y las sombras», quiere mujer y descendencia, quiere disfrutar de consideración y admiración en el rebaño, quiere un sinnúmero de cosas banales y, por fin, y no en último lugar, la estrechez de miras del burgués. Este impulso, es decir, el impulso animal de vivir, no fue vivido por Nietzsche. Nietzsche fue, a despecho de su grandeza e importancia, una personalidad enferma. ¿Pero de qué se alimentó entonces su vida, si no lo hizo del impulso? ¿Están en lo cierto quienes le reprochan que, en definitiva, Nietzsche dijo prácticamente no a su impulso? Sin duda, él difícilmente estaría de acuerdo con lo que acabamos de decir. De hecho, Nietzsche podría incluso demostrar —y sin ninguna dificultad además— que él vivió su impulso en el más pleno sentido de la expresión. Pero ¿cómo es posible, nos preguntaremos sorprendidos, que la naturaleza impulsiva del hombre le llevara precisamente a alejarse de los hombres, a vivir absolutamente aislado de los demás, a transcender el rebaño escudándose en su asco? De haber sido inducido a algo por su impulso, pensaremos, habría sido justamente a aparearse y engendrar, a perseguir placer y bienestar, a satisfacer todos los deseos de la sensibilidad. Pero nos hemos olvidado totalmente de que ésta no es más que una más entre las posibles orientaciones del impulso. Además del impulso de conservación de la especie, existe también un impulso de autoconservación. Es obvio que Nietzsche está hablando de este último impulso, es decir, de la voluntad de poder. Todo lo impulsivo, sea cual fuere su naturaleza, es para él una consecuencia de la voluntad de poder: desde el punto de vista de la psicología sexual de Freud, un enormísimo error, una mala inteligencia de la biología, un desacierto más de la decadente naturaleza neurótica. Porque a cualquier defensor de la psicología sexual le resultaría fácil demostrar que todo lo exaltado y heroico de la concepción nietzscheana del mundo y de la vida no es más que una consecuencia de la represión y negación del «impulso», es decir, del impulso que esta psicología reconoce como fundamental. El caso Nietzsche muestra, por un lado, cuáles son los efectos de la unilateralidad neurótica y, por otro, cuáles son los peligros que encierra el saltar por encima del cristianismo. En Nietzsche caló indudablemente muy hondo la negación cristiana de la naturaleza animal y por ello él trató de buscar una totalidad humana

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superior más allá del bien y del mal. Todo el que critica en serio la actitud fundamental del cristianismo se despoja a la vez de la protección que éste le garantiza, poniéndose inevitablemente en manos del alma animal. Éste es el momento de la embriaguez dionisíaca, la revelación sobrecogedora de la «bestia rubia», que se apodera del desprevenido con desconocidos temblores. El rapto lo convierte en un héroe o en un ser semidivino, en una magnitud que transciende lo humano. Y él se siente con toda razón «a seis mil pies por encima del bien y del mal». Al observador psicológico este estado le resulta conocido. Él lo llama «identificación con la sombra», un fenómeno que se produce con suma regularidad en los momentos de colisión con lo inconsciente y contra el que lo único que sirve de ayuda es una juiciosa autocrítica. Para empezar, y antes de nada, resulta sumamente improbable que uno haya descubierto repentinamente una verdad que vaya a conmover los cimientos de la tierra, porque esta clase de cosas suceden tan sólo en contadísimas ocasiones en la historia universal. En segundo lugar, hay que examinar con mucho cuidado si no habrá tenido lugar ya algo parecido en alguna otra ocasión. Nietzsche, por ejemplo, hubiese podido recurrir, como filólogo que era, a unos cuantos paralelos antiguos muy claros, lo que sin duda hubiera contribuido a tranquilizarlo. En tercer lugar, es necesario tener presente que una experiencia dionisíaca nunca podrá ser otra cosa que una recaída en una forma pagana de religión, con lo que en el fondo no se habría descubierto nada nuevo, excepto el volver a empezar otra vez la misma historia. En cuarto lugar, hay que tener muy en cuenta que esa elevación del ánimo a cumbres heroico-divinas de entrada tan risueña será seguida con toda seguridad por el descenso a un abismo no menos profundo. Con ello se disfrutaría de la ventaja de poder reducir toda esa desmesura a la medida de una excursión un tanto agotadora por la montaña, a la que sucedería la eterna cotidianeidad. Igual que todo arroyo busca un valle y un ancho río que descienda a la planicie, la vida no sólo discurre en el día a día, sino que convierte asimismo todas las cosas en vida cotidiana. Lo inusitado, si no ha de convertirse en una catástrofe, puede muy bien situarse a hurtadillas al lado de lo cotidiano, pero no con frecuencia. Si el heroísmo se torna crónico, se vuelve espasmódico, y lo espasmódico acaba en catástrofe, en neurosis o en ambas cosas a la vez. Nietzsche quedó atrapado en la alta tensión. Pero con un éxtasis tal hu-

. Cf. Jung, «Sobre lo inconsciente», 1918 [OC 10, § 17].

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biera podido perseverar igual de bien en el cristianismo. Con ello no se ha dado ni la más mínima respuesta a la pregunta del alma animal, pues un animal extático es un desatino. El animal cumple las leyes vitales, ni más ni menos. Se le puede llamar obediente y piadoso. Pero el extático salta por encima de las leyes vitales y se comporta a efectos naturales de forma desordenada. Ese desorden es una prerrogativa exclusiva del ser humano, cuyas consciencia y libre albedrío pueden desligarse ocasionalmente contra naturam de sus raíces en la naturaleza animal. Esta peculiaridad es el fundamento indispensable de toda cultura, pero, si se exagera, también el de las enfermedades del alma. Sin perjuicio sólo puede soportarse una determinada medida de cultura. En el fondo, el eterno dilema naturaleza-cultura es siempre una cuestión de demasiado o demasiado poco, no de lo uno o lo otro. El caso Nietzsche nos sitúa frente a la siguiente pregunta: ¿debe entenderse lo que le reveló la colisión con la sombra, es decir, la voluntad de poder, como algo inauténtico, como un síntoma de la represión?, ¿es la voluntad de poder genuina o algo meramente secundario? Si el conflicto con la sombra hubiera desencadenado una oleada de fantasías sexuales, la cosa estaría muy clara; pero lo que ocurrió fue algo distinto. La madre del cordero no era el eros, sino el poder del yo. De ahí habría que concluir que lo reprimido no era el eros, sino la voluntad de poder. En mi opinión, no hay ningún motivo para suponer que el eros sería genuino y la voluntad de poder inauténtica. Es indudable que la voluntad de poder es un demonio tan grande como el eros, y tan antigua y original como él. Pero pretender que una vida, como la de Nietzsche, vivida en toda su amplitud hasta su fatal desenlace en rara conformidad y coherencia con la naturaleza del impulso de poder subyacente, sería poco menos que una vida inauténtica, no se sostiene; de insistir en ello, se compartiría el mismo juicio equivocado que el propio Nietzsche dictara ya sobre sus antípodas, Wagner, al declarar: «Todo en él es falso; y lo que no lo es, está escondido o impostado. Es un actor, en todos los sentidos, buenos y malos, de la palabra». ¿Por qué este veredicto? Porque Wagner es justamente el representante de ese otro impulso básico que Nietzsche pasó por alto y sobre el que se levanta la psicología de Freud. Cuando indagamos si en Freud dejaría de conocerse ese segundo impulso, el impulso de poder, descubrimos que Freud acuñó para él el nombre de «pulsión del yo». Pero esas «pulsiones del yo» viven en su psicología una existencia un tanto miserable en comparación con el amplio, demasiado amplio, despliegue del elemento sexual. Sin embargo,

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la naturaleza humana es en realidad el vehículo de una lucha cruel y sin término entre el principio del yo y el principio del impulso: el yo, todo límites, el impulso, ilimitado, y ambos principios igual de poderosos. En cierto sentido, el hombre puede darse por afortunado por no ser consciente más que de uno de esos impulsos, y da también por ello prueba de su astucia cuidándose de llegar a conocer el segundo. Pero si llega a conocerlo, está perdido: entonces se ve sumido en el conflicto fáustico. Goethe nos ha enseñado en la primera parte de Fausto lo que significa aceptar el impulso, y en la segunda lo que significa que los aceptados sean el yo y su inquietante trasfondo. Todo lo que hay en nosotros de insignificante, diminuto y cobarde se atemoriza y contrae. Hay además un adecuado medio para ello: descubrir que lo «otro» en nosotros es «otro», es decir, una persona real que piensa, hace, siente y persigue todas esas cosas que son reprobables y despreciables. Con ello se ha atrapado al fantasma, dándose comienzo con satisfacción al combate con él. Aquí tienen su carta de nacimiento esas idiosincrasias crónicas de las que la historia de las costumbres nos ha transmitido algunos ejemplos. Uno de los más claros entre ellos está representado, como ya se ha dicho, por el «Nietzsche contra Wagner, contra Pablo», etc. Pero la vida cotidiana está plagada de este tipo de casos. Con este oportuno expediente se salva el hombre de la catástrofe fáustica para la que le faltan ánimo y fuerzas. Un hombre entero sabe, sin embargo, que incluso su rival más enconado, y aun toda una colección de ellos, no sirven en absoluto de contrapeso a su peor rival, es decir, al «otro» propio, a quien «mora en su propio pecho». Nietzsche albergaba dentro de sí a Wagner; por eso le envidió su Parsifal; pero aún hay más: él, Saulo, albergaba también dentro de sí a Pablo. Por eso se convirtió Nietzsche en un estigmatizado del espíritu; tuvo que vivir la cristificación, lo mismo que Saulo, cuando el «otro» le inspiró Ecce homo. ¿Quién se derrumbó frente a la cruz: Wagner o Nietzsche? El destino quiso que fuera precisamente uno de los primeros discípulos de Freud, Alfred Adler, quien pusiera los cimientos de una forma de entender la esencia de la neurosis que se asienta en exclusiva en el principio del poder. Reviste no poco interés, e incluso un particular aliciente, contemplar hasta qué punto puede cambiar de aspecto una misma cosa según la perspectiva desde la que se observe. Con el fin de adelantar en qué consiste la diferencia principal, empezaré por decir que en Freud todo responde a

. Über den nervösen Charakter, 1912 [Sobre el carácter neurótico].

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una estricta secuencia causal originada en hechos pretéritos, mientras que, por el contrario, en Adler todo obedece a un arreglo o compromiso condicionado por un fin futuro. Nombremos un ejemplo sencillo: una joven empieza a sufrir ataques de angustia. Por las noches se despierta en mitad de una pesadilla cualquiera profiriendo un grito espantoso; luego tiene grandes dificultades para calmarse y se aferra con fuerza a su marido, haciendo que éste le prometa que jamás la abandonará y deseando una y otra vez oír de sus labios que la ama con todo su corazón, etc. Poco a poco, todas estas cosas dan paso a un asma nerviosa, por la que en ocasiones se ve aquejada incluso durante el día. La ortodoxia freudiana se atrinchera de inmediato en este caso tras la causalidad interna del cuadro mórbido. ¿Qué albergaban las primeras pesadillas? Toros salvajes, leones, tigres, hombres depravados arrojándose sobre ella. ¿Qué es lo que le viene a la mente a la paciente al pensar en ello? Un episodio que vivió años atrás, siendo ella todavía una joven soltera, en una época en la que se hallaba hospedada en un balneario en la montaña. Durante su estancia allí los partidos de tenis fueron muy habituales, lo que hizo que de este modo se entablaran las consabidas amistades. Uno de los huéspedes era un joven italiano que golpeaba la pelota con especial maestría y que por las noches entendía también de pulsar las cuerdas de una guitarra. Se llegó así a un flirteo inofensivo entre los dos, que en cierta ocasión acabó en un paseo a la luz de la luna. Durante esta oportunidad se desató «inesperadamente» el temperamento italiano, lo que acarreó a la joven, que por entonces era aún muy inocente, un enorme susto. El italiano la «miró de arriba abajo» con unos ojos que no había podido olvidar jamás. Esa mirada sigue todavía acosándola en sus sueños; e incluso los mismos animales salvajes que la persiguen la miran así. Pero ¿es cierto que esa mirada tiene única y exclusivamente su origen en el joven italiano del balneario? En lo que a este asunto se refiere, acude a instruirnos un nuevo recuerdo. La paciente había perdido a su padre en un accidente cuando contaba unos catorce años de edad. El padre era un hombre de mundo que había viajado mucho. Poco antes de morir, se había llevado consigo a París a su hija en uno de sus viajes, donde, entre otras cosas, los dos fueron también a visitar el «Folies Bergères». Allí sucedió algo que causó por entonces a la muchacha una gran impresión: al abandonar el teatro, una mujerzuela llena de carmín se interpuso en el camino de su padre con inaudita frescura. Ella miró entonces asustada a su padre, esperando su reacción, pero lo que vio en sus ojos fue una vez más aquella mirada, aquel fue-

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go animal en su retina. Por entonces ese algo inexplicable la persiguió día y noche, y a partir de ese momento la relación con su padre cambió. En ocasiones, se veía invadida por una irritación muy grande y humores de la peor especie; otras veces sentía que amaba a su padre con indecible ternura; luego empezó de pronto a sufrir ataques de llanto que no obedecían a ningún motivo, y durante una temporada, siempre que su padre se encontraba en casa, se atragantaba horriblemente al comer, dando la impresión de ahogarse, tras lo cual perdía casi siempre la voz durante uno o dos días. Cuando llegó a casa la noticia de que su padre había muerto de improviso, fue presa de un desconsuelo absoluto que dio paso a ataques histéricos de risa convulsiva. Pero luego en seguida vino la calma y, a la vez que su estado mejoraba con rapidez, los síntomas neuróticos parecieron abandonarla por completo, corriéndose sobre el pasado el tupido velo del olvido. Tan sólo el incidente con el italiano rozó algo en ella que despertó sus temores. En aquella ocasión se separó con brusquedad del joven, y unos pocos años más tarde contrajo matrimonio. La actual neurosis no había dado comienzo hasta que no hubo dado a luz a su segundo hijo, es decir, justamente en el preciso momento en que había descubierto que su marido parecía albergar ciertos tiernos sentimientos por otra mujer. En esta historia quedan todavía muchas cosas que explicar: por ejemplo, ¿cuál es el papel desempeñado por la madre? De ésta hay que decir que se trataba de una mujer muy nerviosa que había pasado por todos los sanatorios y tratamientos terapéuticos imaginables, y que sufría asimismo de asma nerviosa y síntomas de angustia. Hasta donde la paciente alcanza a recordar, la relación entre sus padres estuvo siempre presidida por una gran distancia. La madre no acababa de entender al padre. La paciente había tenido siempre la sensación de que ella le entendía mucho mejor. Ella era también el objeto declarado de las preferencias de su padre y, en correspondencia con ello, en su interior la madre despertaba un sentimiento de frialdad. Estas indicaciones deberían ser suficientes para hacerse una visión de conjunto del curso de la enfermedad. Tras los síntomas actuales se esconden fantasías que en principio parecen guardar relación con el incidente con el italiano, pero que en realidad apuntan con toda claridad al padre, cuyo desgraciado matrimonio brindó tempranamente a la hijita la ocasión de conquistar una posición que debería haber sido ocupada por la madre. Tras esta conquista se halla, como es natural, la fantasía de que en realidad ella era la mujer más adecuada para su padre. El primer acceso

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neurótico estalló en el momento en que esta fantasía experimentó una seria sacudida, presumiblemente la misma que había sido ya también experimentada por la madre (cosa que, sin embargo, la hija desconocía). No resulta difícil comprender que los síntomas serían una expresión de que su amor había sido decepcionado y despreciado. Sus atragantamientos obedecen a esa sensación de opresión en la garganta, un fenómeno por el que, como es de todos sabido, suelen verse acompañados todos esos afectos vehementes que uno no es capaz del todo de «tragarse». (Las metáforas del lenguaje hacen a menudo referencia, como es sabido, a hechos fisiológicos de este tipo.) Al morir el padre sucedió que, aunque la consciencia de la muchacha se sintió sin duda absolutamente desolada, su sombra, no obstante, se reía, de un modo enteramente idéntico al de Till Eulenspiegel, triste al bajar de la montaña pero de buen humor cuando ascendía penosamente por ella, previendo en todo momento lo que estaba por llegar. Si el padre estaba en casa, ella se sentía triste y enferma; cuando él se ausentaba, su estado mejoraba de inmediato, como el de todos esos numerosos maridos y esposas que se esconden el uno al otro el dulce secreto de que no son del todo ni en toda circunstancia imprescindibles para su cónyuge. Que lo inconsciente tuviera por entonces un cierto derecho a reírse se advierte en el periodo de su posterior y total recuperación. La fortuna le permitió olvidarse de todo lo que había sucedido. Únicamente el incidente con el italiano amenazó con el posible regreso del inframundo a la superficie. Pero la mano de la muchacha cerró con celeridad la puerta, y ella se mantuvo sana hasta el momento en que el dragón de la neurosis volvió a aproximársele reptando, justo cuando creía que se encontraba ya en la cima de la montaña tras haber llegado al estado supuestamente perfecto de esposa y madre. La psicología sexual dice entonces: la neurosis debe aquí su origen a que en el fondo la enferma no ha acertado aún a librarse de su padre; y, por ello, esa experiencia vuelve a hacer aparición en el momento en que descubre en el italiano ese algo misterioso que tanta impresión le había causado ya durante el viaje a París con su padre. Estos recuerdos volvieron a ser reavivados, como es natural, por la análoga experiencia con su marido, en la cual reside el motivo que desencadenó la aparición de la neurosis. Cabría decir, por tanto, que el contenido y la razón de ser de la neurosis estribarían en el conflicto entre la fantasiosa relación erótico-infantil con su padre y el amor por su esposo. Pero si ahora observamos este mismo cuadro mórbido desde

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el punto de vista de nuestro «segundo» impulso —a saber, la voluntad de poder—, el asunto ya arroja un aspecto muy diferente. En la nueva perspectiva, el fallido matrimonio de sus padres habría brindado al impulso infantil de poder una oportunidad inmejorable. El impulso de poder, en efecto, quiere al yo en lo «más alto» en toda circunstancia, sin que importe cuáles sean las vías, ya directas, ya tortuosas, que sea preciso tomar para llegar allí. La «integridad de la personalidad» debe estar garantizada a cualquier precio. Aun el más inocente amago del entorno por abocar al sujeto aunque sólo sea a la insinuación más leve de sometimiento, halla por toda respuesta una «protesta masculina», por utilizar las palabras de Adler. La decepción de la madre y su repliegue en la neurosis brindó así a la paciente la tan deseada ocasión para desplegar sus ansias de poder y sus deseos de encumbrarse a la cima. Como es sabido, desde el punto de vista del impulso de poder el amor y la buena conducta son un magnífico recurso con el que hacer realidad nuestros fines. Lo intachable del comportamiento sirve en no raras ocasiones al propósito de forzar el reconocimiento ajeno. Siendo todavía una niña, la paciente dominaba ya el arte de comportarse de un modo afable y complaciente a fin de congraciarse con su padre y empezar de este modo por situarse por encima de su madre —no por amor al padre, sin embargo; el amor era tan sólo un medio adecuado para llegar arriba—. La risa convulsiva que siguió a la defunción del padre es una prueba elocuente de lo que acabamos de decir. Lo normal es pensar que una explicación como ésta da cabida a una espantosa devaluación del amor, cuando no, inclusive, a una maliciosa insinuación. Pero detengámonos a meditar sólo un minuto y observemos el mundo tal cual es. ¿De verdad nunca hemos visto a una de esas innumerables personas que aman y creen amar hasta ese preciso instante en el que, tras conseguir por fin lo que buscaban, se desvanecen como si jamás hubiesen amado? Y en último término, ¿no es la naturaleza la primera en comportarse de ese modo? ¿Es realmente posible un amor «desinteresado»? Si lo es, se cuenta sin duda entre las más supremas virtudes, que precisamente por esa misma razón son también extremadamente raras. E incluso tal vez sea posible que en general todo el mundo se incline a reflexionar lo menos posible sobre la finalidad del amor, pues de lo contrario podrían hacerse algunos descubrimientos que harían que sobre el valor de nuestro propio amor incidiera una luz un tanto menos favorecedora. La paciente se reía, pues, convulsivamente al morir su padre: por fin había llegado arriba. Se trataba de una risa histérica, es decir, de un síntoma psicógeno, de algo que no obedece a las razo-

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el otro p u nto de v ista : la v ol u ntad de poder

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nes del yo consciente, sino a una motivación inconsciente. Es ésta una diferencia que no debe menospreciarse y que de inmediato permite conocer cuál es el origen y el modo en que nacen ciertas virtudes humanas. Su correspondiente contrario, en efecto, descendió al infierno, es decir, a lo que ahora llamamos «lo inconsciente», donde llevan ya largo tiempo reuniéndose los contrarios de nuestras virtudes conscientes. De ahí que por pura virtuosidad no se quiera saber nada de lo inconsciente; de hecho, una de las cumbres de la astucia moral consiste en afirmar que no hay inconsciente. Pero, por desgracia, a todos nos sucede lo que al hermano Medardo en Los elixires del diablo de E. T. A. Hoffmann, es decir, que en algún sitio todos tenemos un hermano secreto y terrible que es nuestro propio y vivo reflejo; un reflejo que está unido a nosotros en carne y sangre, y que da cabida y albergue maliciosos a todo lo que con tanto agrado hicimos desaparecer bajo la mesa. La primera erupción de la neurosis de nuestra paciente se produjo en el momento en que se dio cuenta de que había algo en su padre que no podía controlar. Fue entonces cuando por fin se le hizo la luz y comprendió con qué finalidad podía ser buena la neurosis de su madre: en efecto, por fin se había dado cuenta de que cuando uno choca con algo que no puede dominar con ninguna otra clase de expedientes lisonjeros y razonables, dispone todavía de otro recurso del que ella no sabía nada hasta entonces y que la madre había sido la primera en descubrir: la neurosis. Y así fue como sucedió que la hija vino a imitar la neurosis de su madre. Pero ¿con qué finalidad podría ser buena una neurosis?, se preguntará uno con sorpresa. ¿Qué es lo que con ella cabe conseguir? Aquellos a quienes su entorno más inmediato haya familiarizado con un caso severo de neurosis conocen muy bien la respuesta a esta pregunta, y ninguno de ellos pondrá en duda lo mucho que con una neurosis se puede «conseguir». En realidad, no hay recurso que pueda comparársele a la hora de tiranizar una casa. Episodios cardíacos, ataques de asfixia y convulsiones de toda suerte y condición surten en especial un enorme efecto que difícilmente se puede superar: ríos de compasión desatándose, padres presa de sublimes angustias, ir y venir de criados, teléfonos sonando, médicos apresurándose, complicados diagnósticos, exploraciones minuciosas, penosos tratamientos, gastos extraordinarios, y, en medio de todo ese ajetreo, el enfermito inocente, al que incluso se acaba por expresar el más efusivo de los agradecimientos cuando por fin ha superado sus «espasmos». Tal fue el insuperable «arreglo» (por utilizar la expresión de Adler) descubierto por la pequeña, que lo ponía en práctica con

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éxito cada vez que el padre se encontraba en casa. Al morir éste, ya no fue necesario, pues por fin se estaba definitivamente arriba. El italiano voló rápidamente por la borda al acentuar en exceso su feminidad con el recuerdo oportuno de su virilidad. Pero cuando surgió la posibilidad de contraer un matrimonio adecuado, se enamoró, acomodándose sin queja al destino de esposa y madre. Mientras la admirada superioridad se mantuvo, todo fue a las mil maravillas. Pero al manifestar su marido cierto interés en otra parte, se vio una vez más obligada, como antaño, a hacer uso de nuevo de aquel «arreglo» tan extraordinariamente efectivo, es decir, a recurrir directamente a la violencia, pues había topado una vez más —en esta ocasión en su marido— con aquello que en su padre se había sustraído ya a su control. Tal es el aspecto que presentan las cosas desde el punto de vista de la psicología del poder. Mucho me temo que al lector le habrá ocurrido lo que a aquel cadí frente al que el primero en hablar fue el abogado de una de las partes. Cuando hubo terminado, el cadí le dijo: «Has hablado bien; está claro que tienes razón». A continuación, hizo lo propio el abogado de la parte contraria, y cuando hubo puesto fin a su discurso el cadí se rascó detrás de la oreja, diciendo: «Has hablado bien; está claro que tú también tienes razón». Es indudable que el impulso de poder desempeña una importantísima función. Es verdad que los complejos neuróticos de síntomas son también refinados «arreglos» que persiguen implacablemente su meta con una tenacidad inaudita y una astucia sin igual. La neurosis está orientada a un fin. Probándolo así, Adler nos prestó un inigualable servicio. Entonces, ¿cuál de los dos puntos de vista está en lo cierto? He aquí una pregunta que bien podría provocar más de un dolor de cabeza. Limitarse a superponer sin más ambas explicaciones es algo que no podemos permitirnos, porque las dos son absolutamente contradictorias entre sí. En un caso el hecho supremo y decisivo está representado por el eros y su destino; en el otro, por el poder del yo. En el primer caso el yo es un mero apéndice del eros; en el segundo, el amor no es más que un simple medio con el que hacer realidad el deseo de encumbrarse a lo más alto. Quien lo cifre todo en el poder del yo, se rebelará contra la primera explicación; pero quien considere que el amor es lo más importante, no podrá reconciliarse nunca con la segunda concepción.

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La incompatibilidad entre las dos teorías discutidas en los capítulos anteriores hace necesario un punto de vista de orden superior en el cual ambas puedan llegar a unirse. Por muy cómodo que nos resulte, no podemos, en efecto, rechazar una de ellas en beneficio de la otra, porque de examinarse ambas teorías de una forma imparcial, está claro que no queda otro remedio que admitir que las dos albergan verdades importantes, así como que, por muy contradictorias que éstas sean entre sí, ninguna de ellas puede ser excluida por la otra. La teoría de Freud es de una sencillez tan aplastante que a uno casi le resulta doloroso que alguien ose enmendarle la plana con una afirmación de signo opuesto. Pero lo mismo puede decirse de la teoría adleriana. Su sencillez es no menos evidente y sus explicaciones arrojan tanta luz como las de la teoría freudiana. De ahí que no tenga nada de sorprendente que los partidarios de ambas escuelas se aferren con tanta tenacidad a la verdad de su teoría respectiva. Por motivos que cualquiera es capaz de comprender, no quieren abandonar una teoría redonda y hermosa para trocarla por una paradoja o, lo que todavía sería peor, para verse perdidos en un maremágnum de opiniones contradictorias. Ahora bien, puesto que ambas teorías estarían en gran medida en lo cierto, es decir, puesto que las dos parecen dar razón de su objeto, es obvio que la neurosis tiene que presentar dos aspectos contradictorios, de los cuales uno será comprendido por la teoría freudiana y otro por la adleriana. ¿A qué podría deberse, sin embargo, que cada uno de los investigadores no perciba más que una de las dos dimensiones de su objeto? ¿Y por qué piensa cada uno de ellos que él sería el único poseedor de la verdad? Esto se

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debe sin duda a que, en virtud de su particular idiosincrasia psicológica, ambos investigadores ven primero en la neurosis lo que se corresponde con su propia forma de ser. No hay motivos para suponer que Adler tuviera que relacionarse con casos de neurosis completamente distintos a los de Freud. Está claro que ambos partieron de un mismo material empírico. Pero puesto que su personal forma de ser hacía que vieran las cosas de una manera distinta, los puntos de vista y las teorías que desarrollaron fueron también diametralmente diferentes. Adler ve cómo un sujeto que se siente oprimido e inferior trata de asegurarse por medio de «protestas», «arreglos» y demás «artificios» finalistas una superioridad ilusoria frente a no importa qué padres, educadores, superiores, autoridades, situaciones, instituciones y demás entidades. La misma sexualidad no es sino uno más de esos artificios. A esta forma de ver las cosas subyace como base una desacostumbrada acentuación del sujeto, frente a la cual se desvanecen la idiosincrasia e importancia del objeto. Los objetos entran dentro del prisma de observación tan sólo como vehículos de tendencias opresivas. Seguramente no me equivoco al suponer que en Adler las relaciones amorosas y cualquier otro deseo dirigido hacia un objeto constituyen asimismo una magnitud esencial; pero en su teoría de la neurosis la función que desempeñan no es ni mucho menos tan central como en la de Freud. Freud ve cómo sus pacientes dependen en todo momento de importantes objetos con los que están en todo instante relacionándose. Padre y madre desempeñan una función esencial; todas las influencias o condiciones que acabarán por tener importancia en la vida del paciente se retrotraen causalmente a estas dos potencias originarias. Una de las pièces de résistance [platos fuertes] de su teoría está constituida por el concepto de transferencia, es decir, por la relación del paciente con el médico. No hay ocasión en la que un objeto cualificado de una determinada manera no sea deseado o convertido por el sujeto en destinatario de una particular resistencia, y ambas cosas discurren siempre en concordancia con un modelo de relación con el padre y la madre que hunde sus raíces en la más temprana infancia. Cuanto se origina en el sujeto es en lo esencial un ciego deseo de placer. Sin embargo, la naturaleza de este deseo debe siempre su origen a objetos específicos. En Freud los objetos poseen una grandísima importancia. El poder determinante emana siempre de ellos, mientras que el sujeto se ve curiosamente privado de importancia y nunca deja de ser otra cosa que la fuente del deseo de placer y una «sede de la angustia». Como se ha indicado ya, Freud sabe también de la exis-

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tencia de «pulsiones del yo»; pero esta misma expresión viene a indicarnos ya que la idea que Freud se hace del sujeto es toto caelo distinta de esa magnitud determinada con cuyos ropajes se inviste el sujeto en la psicología adleriana. Es indudable que ambos investigadores contemplan al sujeto en sus relaciones con el objeto. ¡Pero cuán diferente es su percepción de esta relación! En Adler lo acentuado es un sujeto que trata de afianzar una posición de seguridad y mostrarse superior frente a no importa qué objetos; en Freud, en cambio, lo verdaderamente acentuado son los objetos que favorecerán u obstaculizarán las ansias subjetivas de placer conforme al dictado de su particular idiosincrasia. Estas diferencias no pueden ser por fuerza otra cosa que diferencias de temperamento, el contraste entre dos tipos humanos de mentalidad, de los cuales el primero tenderá casi siempre a localizar el origen del efecto determinante en el sujeto, mientras que el segundo tenderá casi siempre a localizar dicho origen en el objeto. Un punto de vista neutral, representado, por ejemplo, por el common sense, pensaría que los actos humanos están igual de condicionados por el sujeto que por el objeto. Como es natural, ambos investigadores hacen valer en contra de esta objeción que sus ideas no pretenden constituir una explicación psicológica del hombre normal, sino una teoría de la neurosis. Pero entonces Freud tendría sin duda que explicar y tratar algunos de sus casos desde la perspectiva adleriana, y Adler tendría que resignarse a considerar muy seriamente algunos de los puntos de vista de su antiguo mentor en ciertas ocasiones, cosa que, sin embargo, no ha tenido lugar jamás ni en uno ni en otro. La percepción de este dilema me indujo a preguntarme lo siguiente: ¿existen al menos dos tipos distintos de personas, de los cuales uno se interesa en mayor medida por el objeto y otro en mayor medida por sí mismo?, ¿y es eso lo que explica que el uno sólo vea lo primero y el otro sólo vea lo segundo, y que ambos lleguen de esta manera a conclusiones absolutamente distintas? Como se ha dicho ya, no hay motivos para suponer que el destino de los pacientes hubiera sido seleccionado a conveniencia, de tal manera que cada uno de esos grupos hubiera sido tratado en toda ocasión por un determinado médico. Hace ya mucho tiempo que he caído en la cuenta, tanto en mi caso como en el de mis colegas, de que hay historiales que parece que hubieran sido cortados a nuestra medida, mientras que otros terminan siempre por escurrírsenos entre los dedos. Para el buen fin del tratamiento reviste a la postre una importancia decisiva si entre médico y paciente puede darse o

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no una buena comunicación. Si al cabo de un breve plazo no se ha establecido de forma natural una cierta relación de confianza, el paciente haría mejor en acudir a otro médico. Yo mismo nunca he tenido reparos en recomendar a un paciente cuya forma de ser me resultaba ajena o antipática a otro colega, y ello mirando única y exclusivamente por el bienestar del enfermo, pues estoy seguro de que en un caso como ése mis servicios no serían los adecuados. Todo el mundo tiene unas limitaciones, y el psicoterapeuta es la última persona que debería pasarlas por alto. De existir diferencias personales demasiado grandes o aun incompatibilidades, se suscitan resistencias desproporcionadas e innecesarias y que, por lo demás, tampoco carecen de razón de ser. La controversia Freud-Adler es en realidad un mero paradigma, así como un caso más dentro de los múltiples tipos de actitud posibles. Le he dado vueltas a esta cuestión durante largo tiempo y finalmente he llegado a la conclusión, apoyada en un gran número de observaciones y experiencias, de que existen dos grandes actitudes o talantes básicos: la introversión y la extraversión. La primera de estas actitudes se caracteriza, de ser normal, por poseer un natural prudente, reflexivo y retraído que se toma su tiempo para darse, se asusta frente a los objetos, se conduce siempre un tanto a la defensiva y se esconde de buen grado detrás de un observar desconfiado. La segunda de estas actitudes, de ser normal, se caracteriza en cambio por poseer un natural complaciente y, en apariencia, franco y bien dispuesto que se adapta con facilidad a cualquier situación, establece nuevos lazos con rapidez y se aventura a menudo con despreocupación y confianza en situaciones desconocidas, rehuyendo toda posible vacilación. En el caso de la introversión lo decisivo es, obviamente, el sujeto; en el de la extraversión, el objeto. Estas breves indicaciones contienen, como es natural, tan sólo las notas más generales de ambos tipos. En la realidad empírica es difícil observar una de estas dos actitudes, sobre las cuales volveré más adelante, en toda su pureza. Ambas presentan un gran número de variaciones y compensaciones, por lo que en ocasiones no resulta nada fácil establecer el tipo. La causa de estas variaciones reside —además de en las fluctuaciones individuales— en el predominio de una determinada función consciente, como el pensamiento o el sentimiento, cosa que confiere en cada ocasión a la actitud básica un sello particular. Las compensaciones más . Se encontrará un tratamiento del problema de los tipos en mi libro Tipos psicológicos [OC 6,1].

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frecuentes del tipo básico obedecen por lo general a experiencias en las que la vida ha enseñado al individuo, a menudo de una forma muy dolorosa, que su propio natural no debería campar en exceso por sus respetos. En otras ocasiones —por ejemplo, en individuos neuróticos—, uno no acaba nunca de saber si se las está viendo con una actitud consciente o inconsciente, porque a consecuencia de la disociación de la personalidad tan pronto hace aparición una mitad como la otra, con lo que se nos impide que podamos formarnos un juicio preciso. Ese mismo motivo es también el que explica que sea tan difícil convivir con una persona neurótica. Gracias a la presencia efectiva de amplias diferencias típicas, de las cuales he descrito ocho grupos en el libro que acabo de mencionar un poco más arriba, me ha sido posible comprender las dos controvertidas teorías de las neurosis como manifestaciones de oposiciones típicas. Una vez efectuado este descubrimiento, se hizo necesario superar también el conflicto y construir una teoría que no se limitara a juzgar con imparcialidad una u otra, sino que fuera justa para con ambas en igualdad de términos. Con este fin, es indispensable que se haga pasar por el tamiz de la crítica a las dos teorías expuestas. Ambas son adecuadas para la tarea de reducir de manera dolorosa a una realidad banal un ideal sublime, una actitud heroica, una pasión o una convicción, si se las aplica a ese tipo de cosas. Pero no se las debería aplicar precisamente a éstas, porque en realidad estas dos teorías son instrumentos terapéuticos que proceden del arsenal del médico que extirpa lo patológico y perjudicial con agudo y despiadado bisturí, tal y como Nietzsche tratara también de hacer con su crítica destructiva de aquellos ideales que él tenía por excrecencias enfermas del alma de la humanidad (lo que en ocasiones también son). En manos de un buen médico, de alguien que sea un verdadero conocedor del alma humana y tenga —por decirlo con Nietzsche— «dedos para los matices», y aplicadas a lo que verdaderamente constituye la enfermedad de un alma dada, ambas teorías son un efectivo corrosivo: un corrosivo ajustado a la ocasión, si es administrado en la dosis adecuada; un corrosivo nocivo y peligroso, sin embargo, en una mano inhábil a la hora

. Ni que decir tiene que con lo dicho no pretenden abarcarse todos los tipos existentes. Otros criterios de diferenciación son la edad, el sexo, la actividad, la emotividad y el nivel de desarrollo. El fundamento de mi tipificación está constituido por las cuatro funciones de que dispone la consciencia para orientarse: sensación, pensamiento, sentimiento e intuición. Cf. Tipos psicológicos, 1950, pp. 467 ss. [OC 6,1 § 642 ss., o bien CW, § 577 ss.].

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de medir y ponderar. Las dos, en efecto, son métodos críticos que tienen en común con toda crítica lo siguiente: su aplicación es oportuna cuando algo ha de ser eliminado, disuelto y reducido, y absolutamente inadecuada cuando la tarea estriba en construir. De ahí que no habría que poner reparos a la aplicación de ambas teorías si como tóxicos medicinales ambas fueran siempre confiadas a la mano segura de un médico. Es en efecto necesario conocer en un grado inaudito el alma humana para poder emplear estos corrosivos con ventaja. Uno tiene que ser capaz de diferenciar lo patológico e inútil de lo que es valioso y ha de ser conservado, y tal cosa figura en última instancia entre las más difíciles de llevar a cabo. Quien quiera tener una idea clara del modo en que un médico puede equivocarse psicológicamente partiendo de un prejuicio vulgar y pseudo-científico, no tiene más que alargar la mano y echarle un vistazo al libro de Möbius sobre Nietzsche o incluso a cualquiera de los muchos tratados «psiquiátricos» sobre el «caso» Cristo: estoy seguro de que no vacilará en entonar «tres ayes» por todos los pacientes a quienes se hace víctimas de semejantes «interpretaciones». Ninguna de las dos teorías de la neurosis que nos ocupan es una teoría general, sino que ambas son, por así decirlo, un recurso de aplicación exclusivamente «local». Las dos disuelven sus objetos y las dos son reductivas. Sea lo que fuere aquello con lo que tropiezan, afirman: «no es más que...». El paciente se entera gracias a sus explicaciones de que sus síntomas vienen de aquí o de allá, y no son otra cosa que esto o aquello. Es obvio que pretender afirmar que esta reducción tendría que errar el tiro en toda ocasión, sería una cosa muy injusta; pero a los efectos de hacerse con una perspectiva global de la esencia tanto de un alma enferma como de un alma sana y elevada, una teoría exclusivamente reductiva es a todas luces insuficiente. Porque el alma humana, esté sana o enferma, no puede ser explicada en términos meramente reductivos. Es indudable que el eros está siempre y en todo lugar; es indudable que el impulso de poder penetra la totalidad del alma, tanto sus más elevadas cumbres como sus más profundos abismos; pero el alma no es sólo una cosa o la otra o, por lo que a mí toca, ambas a la vez, sino también lo que ella ha hecho ya con las dos y lo que está todavía por hacer con ambas. Cuando se sabe cuál es el origen de todo lo que hay en una persona, todavía no se la ha comprendido sino a medias. Si todo se redujera a eso, esa persona podría

. Paul Julius Möbius, Über das Pathologische bei Nietzsche, 1902.

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haberse muerto hace ya mucho tiempo. Como ser vivo, sin embargo, sigue todavía sin haber sido comprendida, porque la vida no es sólo el ayer, y cuando el hoy es reducido a él, la vida continúa aun sin haber sido explicada. La vida tiene también un mañana, y el hoy no será comprendido hasta que a nuestro conocimiento de lo que fue ayer puedan añadírsele los conatos del porvenir. Lo que acabo de decir es aplicable a todas las manifestaciones psicológicas vitales, incluidos los síntomas patológicos. Los síntomas de la neurosis, en efecto, no son solamente efectos de causas sidas, ya se trate de una «sexualidad infantil» o de un «impulso infantil de poder», sino también intentos de realizar una nueva síntesis vital —cosa a la que a renglón seguido hay que agregar: intentos que, sin duda, han resultado fallidos, pero que no por ello han sido menos intentos o dejado de tener una parte de valor y de sentido—. Todos ellos son semillas que se malograron debido a lo inclemente de las condiciones de la naturaleza externa e interna. El lector se preguntará sin duda: ¿cuál podría ser el valor y el sentido de una neurosis, esa inutilísima y pestilentísima plaga de la humanidad? Ser un neurótico: ¿con qué fin podría ser ésta una buena cosa? Pues seguramente con el mismo fin con el que, por ejemplo, el buen Dios ha creado a los mosquitos y a los demás bichos: para que el hombre se ejercite en la sana virtud de la paciencia. Esta idea, todo lo tonta que se quiera desde el punto de vista de las ciencias naturales, puede resultar especialmente acertada desde el punto de vista de la psicología, tan pronto como sustituimos en este caso «bichos» por «síntomas nerviosos». El mismo Nietzsche, a quien pocos aventajaron en rechazar ideas vulgares y estúpidas, reconoció en más de una ocasión lo mucho que le debía a su enfermedad. A más de uno he visto que tenía que agradecerle todas sus cualidades y razón de ser a que una neurosis le había impedido cometer los errores más grandes de su vida, obligándole a vivir de una manera que había hecho que maduraran sus más valiosas semillas, todas las cuales se habrían malogrado en su totalidad si la neurosis no le hubiera puesto con puño de hierro en su sitio. Lo cierto, en efecto, es que hay personas para las que el sentido de su vida y su verdadera significación moran en lo inconsciente, y a las que la consciencia no les ofrece nada más que seducciones y extravíos. En otras ocasiones las cosas son al revés. Y en ellas la neurosis esconde asimismo otro significado. En unos casos resulta apropiada una buena dosis de reducción, pero en otros este proceder está completamente fuera de lugar. Estoy seguro de que, aunque el lector se inclinara ahora a admitir que las neurosis pudieran llegar a tener algunas veces ese

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significado, esa inclinación seguiría pese a todo coexistiendo con su rechazo a reconocer que esta enfermedad pudiera responder en los casos banales ordinarios a fines de tan profundo calado y significación. ¿Qué podría tener de valioso una neurosis, por ejemplo, en el caso, arriba mencionado, de la paciente aquejada por ataques de asma y estados histéricos de angustia? Confieso que aquí semejante valor está lejos de hallarse al alcance de la mano, especialmente si se observa este caso desde la perspectiva de una teoría reductiva, es decir, desde el punto de vista del lado sombrío del desarrollo individual. Las dos teorías que hemos venido discutiendo hasta ahora comparten, como hemos visto, un mismo elemento: ambas ponen despiadadamente al descubierto todo lo que pertenece al lado sombrío del ser humano. Son teorías o, mejor dicho, hipótesis, que nos explican en qué consiste la naturaleza del elemento patológico. Por ello, de lo que se ocupan no es de los valores de una persona, sino de sus disvalores, los cuales hacen notar su presencia de una forma perturbadora. Un «valor» es una posibilidad gracias a la cual puede desplegarse energía. Ahora bien, en la medida en que un disvalor es asimismo una posibilidad gracias a la cual puede desplegarse energía —como con claridad meridiana podemos ver en las considerables manifestaciones energéticas de la neurosis—, en último término un disvalor es también un valor, sólo que es un valor que sirve de mediador a manifestaciones energéticas inútiles y perjudiciales. La energía, en efecto, no es en sí ni buena ni mala, ni provechosa ni nociva, sino indiferente, ya que todo depende de la forma que ella adopte. La forma confiere a la energía su cualidad. Pero, por otra parte, la mera forma sin energía es igualmente indiferente. Por ende, para que un valor cobre realidad efectiva, por un lado es necesaria la energía y, por otro, una forma valiosa. En la neurosis es indudable que la energía psíquica ha asumido una forma inferior e inaprovechable. Las ideas propias de las dos teorías reductivas discutidas hasta ahora sirven para disolver esa forma inferior, y en este punto manifiestan ser un adecuado corrosivo. Con ello nos adueñamos de una energía liberada, pero indiferente. Hasta el presente se ha supuesto que esa energía recién conquistada permanecería a disposición de la consciencia del paciente, el cual podría entonces hacer uso de ella a voluntad. Y al considerarse que la energía no era otra cosa que el impulso sexual, se hablaba de un

. Remito a mi libro Energética psíquica y esencia del sueño, 1948 [OC 8].

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empleo «sublimado» de la misma, presuponiendo que con la ayuda del análisis el paciente podía reconducir la energía sexual hacia su «sublimación», es decir, hacia una aplicación no sexual de dicha energía, como la práctica de una actividad artística, por ejemplo, o cualquier otra ocupación buena y provechosa. De acuerdo con esta forma de ver las cosas, el paciente dispondría de la oportunidad de sublimar sus impulsos arbitrariamente o siguiendo sus propias inclinaciones. Hasta un determinado punto es posible concederle a esta concepción una cierta razón de ser, toda vez que en términos generales el hombre es capaz de señalarle a su vida un rumbo determinado por el que caminar. Sin embargo, ninguno de nosotros ignora que, excepto tratándose de trayectos pequeños, no hay previsión ni sabiduría humanas que estén facultadas para colocarnos en una situación en la que podamos hacer que nuestra vida se atenga a una dirección prefijada de antemano. Esta forma de ver las cosas sólo está justificada, forzoso es reconocerlo, en presencia del tipo vital «ordinario», y ante el «heroico» dejaría sin duda de tener validez. Esta última variante vital también se da, y aun cuando sea evidente que es mucho más rara que la anterior, ante ella, ciertamente, ya no se podría decir que imprimir a la vida una determinada dirección no sea posible más que en una reducida medida o a muy corto plazo. La vida heroica es incondicional; en otras palabras, se rige por decisiones de la fatalidad, por lo que en ocasiones el hecho de resolverse a seguir una determinada dirección tiene un amargo fin. Pero la mayoría de las veces el médico tiene que relacionarse únicamente con personas y sólo en contadas ocasiones con héroes a voluntad, y en este caso el supuesto heroísmo de la gran mayoría de ellos no es por desgracia más que una rebelión infantil contra un destino superior o un mero farolear encaminado a encubrir un agudo sentimiento de inferioridad. En la todopoderosa vida cotidiana hay, por desgracia, muy pocas cosas que sean a la vez insólitas y saludables. El sitio de que dispone un heroísmo visible es muy limitado. ¡Con esto no quiero decir que no seamos conminados en absoluto a ser héroes! Al contrario. De hecho, lo difícil y peliagudo de la cuestión estriba precisamente en eso, es decir, en que la banal vida cotidiana tiene banales exigencias que plantearle a nuestra paciencia, entrega, perseverancia, capacidad de sacrificio, etc., que uno no puede cumplir más que con humildad y renunciando a toda clase de gestos heroicos y ávidos de aplauso, para lo cual, sin embargo, es imprescindible un heroísmo invisible desde fuera. Este heroísmo no brilla ni es admirado y busca siempre ocultarse bajo un vestido que no llame la atención.

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Éstas son las exigencias que, de no ser satisfechas, provocan una neurosis. Para escapar de ellas, algunos se han arriesgado a tomar la gran decisión de su vida y a llevarla a término a pesar de que, desde cualquier punto de vista, esa decisión no sea más que una equivocación. Ante un destino como éste lo único que cabe hacer es inclinarse. Pero, como ya se ha dicho, este tipo de casos son raros; los en verdad mayoritarios son los otros, y para ellos el rumbo seguido por la vida no dibuja una línea clara y precisa. ¿Quién se atrevería a describir de antemano, aun apoyándose en un profundo conocimiento de su propio carácter, el aspecto de esa posibilidad única? Sin duda, es mucho lo que se puede conseguir con la voluntad. Pero en lo que se refiere al destino de esas personalidades que poseen una fuerza de voluntad fuera de lo común, pretender someter también a cualquier precio el propio sino a la voluntad arroja una aspiración de todo punto falsa. Nuestra voluntad es una función que está regida por la reflexión, por lo que depende de la naturaleza de esta última, y nuestra reflexión, si ha de ser propiamente tal, tiene que ser racional, es decir, estar regulada por la razón. ¿Pero se ha demostrado alguna vez, o llegará a demostrarse alguna vez, que la vida y el destino concuerdan con nuestra humana razón y son por ello también racionales? Si de algo tenemos razones fundadas para sospechar es de que, contrariamente a ello, vida y destino son también irracionales y se asientan en último término sobre un fundamento situado más allá de la razón humana. Lo irracional del sucederse de los acontecimientos se muestra en lo que se conoce como casualidad, algo que, como es natural, estamos obligados a negar, ya que no es imposible concebir a priori un solo proceso que no responda a la causalidad y la necesidad y pueda, por tanto, ser de alguna manera casual. Pero en la práctica las casualidades están en todas partes, y con la suficiente evidencia, además, como para que podamos guardarnos nuestra filosofía causalista en el bolsillo. La vida en toda su riqueza responde y no responde a unas leyes, es racional e irracional. Por ello, la ratio y la voluntad en ella fundamentada sólo son válidas durante un breve trayecto. Cuanto más dilatemos el rumbo elegido racionalmente, más seguros podremos estar de que con ello estamos quitándole el sitio a las posibilidades irracionales de la vida, que sin embargo tienen idéntico derecho a ser vividas. No . A esta estricta causalidad ha venido a ponerle fin la física moderna, para la cual ya sólo hay «probabilidades estadísticas». En 1916 llamé ya la atención sobre lo relativo de la concepción causal en psicología, lo que por entonces me acarreó la animadversión de muchos. Cf. Collected Papers on Analytical Psychology, 1920, 2.ª ed., pp. X y XV.

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hay duda de que para el hombre fue de extraordinaria utilidad disponer en general de la capacidad de señalarle un rumbo a su vida. Que la conquista de la racionalidad sería la mayor conquista de la humanidad es algo que puede afirmarse sin la menor vacilación. Pero eso no significa que las cosas sean o tengan que ser así en toda circunstancia. La terrible catástrofe de la Primera Guerra Mundial vino a emborronar las cuentas de los racionalistas culturales más contumaces. En 1913 Ostwald escribió las siguientes palabras: El mundo entero está de acuerdo en que la actual situación de paz armada conforma una situación insostenible, que tarde o temprano ya no será posible mantener por más tiempo. Esta situación exige que las naciones hagan sacrificios enormes que exceden con mucho los gastos destinados a fines culturales, sin engendrar a cambio ningún tipo de valores positivos. Así, pues, si la humanidad encontrara un medio y una vía con los cuales ya no fuera necesario equiparse para guerras que nunca estallan y destinar una parte muy notable de las energías más jóvenes y capaces de la nación a una formación orientada a fines bélicos, el ahorro de energía conseguido de esta forma sería tan enorme que a partir de este momento habría que contar con un inaudito florecimiento del desarrollo cultural. Porque de los diversos medios para resolver las diferencias entre dos voluntades, la guerra, al igual que el enfrentamiento personal, es sin duda el más antiguo de todos, pero a la vez, y por ese mismo motivo, el más inapropiado, el que acarrea consigo un mayor y más nocivo dispendio de energías. Acabar de una vez para siempre con las guerras, tanto actuales como potenciales, responde, pues, enteramente a los designios del imperativo energético y constituye una de las tareas culturales más importantes de nuestro tiempo. 73

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Sin embargo, la irracionalidad del destino no quiso que las cosas discurrieran como en la racionalidad de nuestro bienpensante filósofo, y optó por hacer uso de los soldados y las armas acumulados. Y no se conformó sólo con eso, sino que quiso todavía mucho más: una desolación absurda y enorme, un asesinato en masa sin parangón, a resultas del cual tal vez sea posible que la humanidad llegue por fin a la conclusión de que con intenciones racionales sólo puede controlarse una parte del destino. Lo que es cierto de la humanidad en general lo es también de cada individuo; porque la entera humanidad está compuesta de simples individuos. Y la psicología de la humanidad es también la psicología del individuo. La Guerra Mundial nos brindó la opor. Wilhelm Ostwald, Die Philosophie der Werte, 1913, pp. 312 s.

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tunidad de vivir un espantoso ajuste de cuentas con las intenciones racionales de la civilización. Lo que en el individuo se llama «voluntad» recibe en las naciones el nombre de «imperialismo», porque la voluntad es la manifestación del poder sobre el destino, es decir, la exclusión de lo casual. La civilización es una «conveniente» sublimación racional de energías libres que ha sido creada con el concurso de la voluntad y la intención. En el individuo las cosas no son diferentes, y así como la idea de una organización cultural universal ha experimentado una cruel corrección por obra de esta guerra, el individuo tiene que experimentar también muy a menudo en su vida que las energías supuestamente «disponibles» se niegan a que se disponga de ellas. Encontrándome en los Estados Unidos fui consultado en cierta ocasión por un hombre de negocios de unos cuarenta y cinco años de edad. Se trataba del típico selfmademan norteamericano que había conseguido llegar a lo más alto a fuerza de trabajo, y los detalles de su caso serían una buena ilustración de lo que acabo de decir. El hombre había tenido mucho éxito en sus negocios y, tras crear una empresa de dimensiones enormes, había acertado también a organizar poco a poco sus asuntos de tal manera que pudiera pensar en retirarse de sus funciones directivas, cosa que había terminado por hacer dos años antes de nuestro encuentro. Hasta ese instante sólo había vivido para su negocio, en el que había concentrado toda su energía con esas increíbles intensidad y unilateralidad características de los empresarios norteamericanos de éxito, no obstante lo cual sus muchas ocupaciones le habían dejado el breve espacio de tiempo necesario para que pudiera comprarse también una magnífica villa en el campo, en la que tenía proyectado dedicarse a «vivir», concepto bajo el que se representaba una sucesión de paseos a caballo y en automóvil, partidas de golf y de tenis, parties, etc. Sin embargo, el hombre había hecho la cuenta sin considerar a la hospedera. Las energías que su retirada tornó «disponibles» no se sintieron atraídas por todas esas seductoras perspectivas, sino que se encapricharon de algo muy distinto. En efecto, pocas semanas después de que hubiera dado comienzo esa vida feliz tan ansiada, su cuerpo empezó a verse asaltado por unas peculiares y vagas sensaciones. A partir de ahí fueron necesarias solamente dos semanas para que se desatara una hipocondría en toda regla. Luego sus nervios se vinieron totalmente abajo. Nuestro hombre, una persona sana, extraordinariamente enérgica y de una fortaleza física fuera de lo común, se vio convertido en un niño llorón. Y con ello tocó a su fin todo su señorío. El hombre era presa de una angustia tras otra y se sentía mortalmente ator-

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mentado por todo tipo de sospechas hipocondríacas. Se decidió entonces a consultar a un famoso especialista, quien en seguida acertó a darse cuenta de que lo único que le faltaba era su trabajo. El paciente también creyó verlo así y se reintegró de inmediato a su antiguo puesto. Su decepción fue absoluta, sin embargo, cuando comprobó que ningún interés quería despertarse por su negocio. Probó entonces a tener paciencia e insistir, pero no sirvió de nada. La energía no quiso permitir que ningún medio la restituyera a su antigua ocupación, y, como es natural, su estado empeoró. Todo lo que hasta entonces había sido energía viva y creadora se volvió con inaudita violencia destructiva contra él. Su genio creador se rebelaba en cierto modo en su contra, y así como él había creado antes en el mundo grandes organizaciones, su demonio ideaba ahora sistemas de hipocondríacos sofismas no menos refinados para aniquilarlo totalmente. Cuando le conocí, se había convertido ya en una ruina moral insalvable. Aun así, hice lo que pude por explicarle que, si bien es cierto que siempre es posible retirar del negocio una energía tan gigantesca como la suya, la cuestión no radica tanto en hacerlo, sino en preguntarse en qué dirección. Ni los más hermosos caballos, ni los más veloces automóviles o los más amenos parties, suponen en según qué circunstancias un señuelo adecuado para la energía, a pesar de que racionalmente no pueda ponerse en duda que una persona que se ha pasado toda su vida trabajando sin un momento de reposo tiene en cierto modo derecho a disfrutar un poco de la vida. Primero trabajar y luego disfrutar de un bien merecido descanso: así deberían ser las cosas, ciertamente, si el destino se sujetara a los esquemas de la racionalidad humana. Pero el hecho es que las cosas discurren irracionalmente, e inoportunamente la energía reclama una pendiente que sea de su gusto, pues de lo contrario se limita a estancarse y volverse destructiva, regresando a situaciones pretéritas. En el caso que nos ocupa, dicha regresión se detuvo en el recuerdo de una infección sifilítica que nuestro hombre había contraído veinticinco años antes. Pero incluso ésta no fue más que una etapa intermedia de camino a la reviviscencia de recuerdos infantiles, que en el ínterin se habían desvanecido por completo de su memoria. Lo rememorado aquí fue su original relación con su madre, la cual vino a determinar de manera decisiva la posterior evolución de su sintomatología: se trataba de un «arreglo» con el que obligar a su madre (la cual había fallecido muchos años antes) a que le prestara su interés y sus atenciones. Tampoco esta situación fue la definitiva, pues la meta consistía en cierto modo en obligarle a volver a su cuerpo, después de que no hubiera vi-

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vido más que en su cabeza desde su juventud. El hombre había desarrollado una de las dimensiones de su ser, mientras que la otra permanecía encallada en un estado sordo y, por así decirlo, corpóreo. Era de esta diferente dimensión de la que hubiera tenido necesidad para poder «vivir». La depresión hipocondríaca vino en cierto modo a sepultarlo bajo presión en su propio cuerpo, al que hasta entonces siempre había desatendido. Si hubiera sido capaz de seguir el rumbo marcado por la depresión y las ilusiones hipocondríacas, tomando consciencia de las fantasías que brotan en un estado como el descrito, habría encontrado la vía hacia la salvación. Como es natural, no encontré ninguna comprensión para mis argumentos, tal y como, por otro lado, era de esperar. Un caso tan avanzado se deja tratar hasta el momento final, pero raras veces puede ser sanado. Este caso muestra claramente que transferir a voluntad la energía «disponible» a un objeto racionalmente elegido es algo que no está en nuestra mano. Y otro tanto debe también decirse, en general, de esas energías supuestamente disponibles de que nos hemos apoderado destruyendo sus inútiles formas mediante un corrosivo reductivo. Como ya se ha dicho, en el mejor de los casos esa energía sólo puede ser utilizada a discreción durante un breve periodo de tiempo. Pero la mayoría de las veces se niega a empuñar ni un solo minuto las posibilidades que la razón presenta ante su vista. La energía psíquica, en efecto, es una cosa voluble que quiere ver cumplidas sus propias condiciones. Energía puede haber toda la que queramos; mientras no se consiga fabricar un adecuado desnivel, no podremos explotarla. La cuestión de ese desnivel o gradiente es un problema eminentemente práctico que se plantea en la mayoría de los análisis. De llegarse, por ejemplo, a la propicia situación de que la energía disponible, lo que se conoce como libido, eche mano de un objeto racional, lo habitual es pensar que esa trasformación habría lle. A tenor de lo dicho hasta ahora, el lector se habrá percatado ya de que, en mi caso, el concepto de libido introducido por Freud, que tan adecuado resulta a efectos de usos idiomáticos, posee un sentido mucho más amplio. Para mí la libido es energía psíquica, equivalente a la carga de intensidad de los contenidos psíquicos. Freud identifica a la libido con el eros, conforme a sus presupuestos teóricos, y quiere que se la distinga en todo momento de una energía psíquica general. Así, Freud escribe (Gesammelte Schriften, vol. 5, p. 92): «Hemos definido la libido como una fuerza que puede experimentar cambios cuantitativos y con la que podrían medirse procesos y desplazamientos en el terreno del apetito sexual». En otro lugar Freud menciona que en el caso de la pulsión de destrucción le «falta un término análogo al de libido». Puesto que la supuesta pulsión de destrucción constituye también un fenómeno energético, me parece más sencillo definir la libido como un concepto general de intensidades psíquicas, es decir, como energía

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gado a buen puerto gracias a un esfuerzo consciente de la voluntad. Sin embargo, este pensamiento es equivocado, ya que ni aun el mayor de los esfuerzos habría sido suficiente si a la vez no se hubiera presentado un desnivel en la misma dirección. Hasta qué punto es este último importante, se puede comprobar allí donde, aunque se realicen por un lado los más desesperados esfuerzos y, por otro, lo racional del objeto o de la forma elegidos constituyan una evidencia para todo el mundo, sin embargo, no sólo no tiene lugar ninguna trasformación, sino que todo cuanto se verifica es únicamente una nueva represión. Hace ya tiempo que he acabado por comprender que sólo allí donde hay un desnivel puede continuar hacia delante la senda de la vida. Sin embargo, no hay ninguna energía donde no se dé una tensión entre opuestos; de ahí que sea preciso encontrar el opuesto de la actitud consciente. Resulta interesante comprobar que esa compensación antitética ha desempeñado también su función en la historia de la teoría de la neurosis: la teoría de Freud es la representante del eros; la concepción de Adler, la del poder. El opuesto lógico del amor es el odio, y el del eros, phobos (el miedo); psicológicamente, sin embargo, lo es la voluntad de poder. Donde reina el amor, no hay voluntad de poder, y donde prepondera el poder, el amor se ausenta. El uno es la sombra del otro. Quien defienda el punto de vista del eros, tendrá su sombra compensatoria en la voluntad de poder. Pero quien acentúe el poder, tendrá en el eros su opuesto compensatorio. Desde el unilateral punto de vista de la actitud consciente, la sombra es una parte inferior de la personalidad, por lo que es reprimida por intensas resistencias. Lo reprimido tiene sin embargo que devenir consciente para que pueda producirse una tensión entre opuestos, porque de lo contrario será radicalmente imposible seguir avanzando hacia delante. La consciencia se encuentra en cierto modo arriba, y la sombra, abajo, y puesto que lo alto aspira siempre a lo profundo, y lo caliente, a lo frío, toda consciencia busca, acaso sin sospecharlo siquiera, su opuesto inconsciente, sin el cual está condenada a estancarse, enarenarse o lignificarse. Sólo en el opuesto se inflama la vida. Fue una concesión a la lógica intelectual, de un lado, y a los prejuicios psicológicos, de otro, lo que indujo a Freud a denominar pulsión de destrucción o de muerte al opuesto del eros. Pues, en primer lugar, eros no significa lo mismo que vida; aunque a quien así lo piense el opuesto del eros tiene sin duda que parecerpsíquica en cuanto tal. Al respecto cf. Símbolos de transformación, 1952, pp. 218 ss. [OC 5]. Cf. además Energética psíquica y esencia del sueño, 1948, pp. 7 ss. [OC 8].

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le la muerte; y porque, en segundo lugar, todo el mundo piensa que lo contrario de su principio supremo encarnaría la esencia de lo destructivo, malvado y mortífero. Incapaz de reconocerle una fuerza vital positiva, lo teme y trata de eludir su presencia. Como se ha mencionado ya, hay un gran número de principios supremos vitales y determinantes de la cosmovisión, y en correspondencia con ello un número no menos abundante de opuestos compensatorios. Más arriba he destacado ya los que yo creo que serían los dos tipos principales de esta clase de opuestos enfrentados, a los que me he referido con los títulos de tipo introvertido y tipo extravertido. La existencia de estos dos tipos entre los grandes pensadores fue ya notada por William James, el cual acuñó sus diferencias en la distinción entre tender-minded y tough-minded. Una análoga distinción entre los tipos clásico y romántico dentro de los grandes estudiosos fue asimismo señalada por Ostwald. No soy, pues, el único —para no destacar más que a estos dos conocidos nombres de entre un grupo numeroso de afines— en haberse mostrado partidario de las ideas tipológicas. Investigaciones de carácter histórico han venido a mostrarme que no pocas de las grandes polémicas de la historia del espíritu reposan una vez más sobre la oposición entre estos dos tipos. El caso más importante de esta especie estaría representado por el conflicto entre nominalismo y realismo, el cual dio comienzo con las diferencias entre las escuelas platónica y megárica y tuvo su continuación en el seno de la filosofía escolástica, donde Abelardo inmortalizó su nombre al hacer por lo menos un intento por fusionar en el conceptualismo estas dos perspectivas contrarias10. Esta polémica se ha alargado hasta nuestros días, en los cuales se pone de manifiesto en el enfrentamiento entre materialismo e idealismo. Al igual que sucede con la historia universal del espíritu, todos los individuos toman nuevamente parte en esta oposición tipológica. De hecho, análisis más detenidos han venido a poner de manifiesto que los dos tipos contraen preferentemente matrimonio entre sí, con el fin —para ellos inconsciente— de complementarse recíprocamente. El natural reflexivo del introvertido le induce una y otra vez a reflexionar y meditar antes de actuar. Con ello, como es natural, sus actos pierden frescura y espontaneidad. Su timidez y desconfianza ante los objetos tienden a cristalizar en un natural vacilante, debido al cual experimenta dificultades constantes para . Pragmatism, 1911. . Große Männer, 1910. 10. Tipos psicológicos, 1950, pp. 64 ss. [OC 6,1 § 65 ss.; CW § 68 ss.].

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adaptarse al mundo exterior. Contrariamente a él, el extravertido mantiene una relación positiva con las cosas. Es en cierto modo atraído por ellas. Las situaciones nuevas y desconocidas le seducen. De hecho, cuando se trata de conocer algo que ignora, ni se lo piensa. Por lo general, actúa antes de reflexionar. Por ello, su actuar es rápido, ajeno a dudas y vacilaciones. Los dos tipos parecen haber sido creados para formar una simbiosis. El primero se ocupa de deliberar y el otro de tomar la iniciativa y actuar de forma práctica. Si se casan, juntos pueden formar un matrimonio ideal. Mientras estén completamente absorbidos por la adaptación a las múltiples necesidades externas de la vida, encajarán a la perfección. Pero si el marido gana el dinero suficiente o a ambos les cae del cielo una herencia importante que venga a poner fin a sus necesidades externas, los dos tendrán tiempo para ocuparse el uno del otro. Hasta entonces se mantenían hombro con hombro y luchaban juntos contra la necesidad. Ahora, sin embargo, se hallan frente a frente queriendo entenderse, y lo que descubren es que no se han entendido jamás. Cada uno habla una lengua distinta. Así es como comienza el enfrentamiento entre ambos tipos: una lucha venenosa y violenta en la que los dos se hacen blanco de mutuas recriminaciones, incluso aunque todo discurra en voz baja y en la más estricta intimidad. Pues lo cierto es que lo que es valioso para el uno carece de valor para el otro. Si las cosas fueran racionales, habría que pensar que, al ser los dos conscientes de sus propios valores, ninguno de ellos debería tener dificultades para aceptar los del otro, con lo que de este modo ya no habría lugar para un enfrentamiento. He tenido la oportunidad de contemplar un número más que suficiente de casos en los cuales se argumentaba de esta manera, pero únicamente para llegar a una meta totalmente insatisfactoria. Donde nos las habemos con personas normales, un periodo crítico de transición como el referido acaba por ser superado con más o menos dificultades. Normales, en efecto, son esas personas que en último término son capaces de vivir en todas aquellas circunstancias que les garanticen el mínimo necesario para poder subsistir. Un gran número de ellas son incapaces de hacerlo, y ésta es la razón por la que las personas normales no abundan. Lo que comúnmente entendemos por una «persona normal» es en realidad una persona ideal, cuya afortunada combinación caracterológica constituye un raro suceso. La gran mayoría de las personas que han alcanzado un cierto grado de desarrollo quieren vivir en unas condiciones de vida que les garanticen algo más que alimentación y reposo más o menos asegurados. Para ellas, el fin de una relación simbiótica supone una seria sacudida.

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No es fácil comprender por qué las cosas tendrían que ser así. Pero si nos paramos a pensar en que no hay una sola persona que sea meramente introvertida o extravertida, sino que a todas ellas les han sido otorgadas ambas posibilidades de actuación —aunque luego sólo hayan desarrollado una de ellas en calidad de función con la que adaptarse a las diversas situaciones—, de inmediato concebiremos la sospecha de que en el introvertido la extraversión dormita en algún lugar del trasfondo esperando a ser desarrollada, y que, en analogía con su caso, la condenada a una existencia igual de sombría en el extravertido es justamente la introversión. De hecho, las cosas son exactamente como las hemos descrito. El introvertido posee una actitud extravertida; sólo que él no es consciente de ella, porque la mirada de su consciencia está centrada en todo instante en el sujeto. Él también ve los objetos, de eso no hay duda, pero sus ideas sobre ellos son equivocadas o inhibitorias, por lo que se mantiene siempre que ello le es posible a distancia, como si los objetos albergaran algún tipo de poder o amenaza. Trataré de aclarar lo que quiero decir por medio de un sencillo ejemplo: dos jóvenes están dando un paseo por el campo y en su deambular ambos llegan a las inmediaciones de un bonito castillo. A los dos les gustaría contemplar su interior. El introvertido dice: «Me gustaría saber cuál es su aspecto por dentro». Y el extravertido responde: «Entremos, pues», al par que se apresta ya a traspasar la puerta. Entonces el introvertido le retiene: «Tal vez no esté permitido pasar», dice preocupado, mientras su mente es asaltada por una serie de confusas imágenes de violencia policial, denuncias, perros peligrosos, etc.; a lo que el extravertido contesta: «Siempre se puede preguntar. Verás cómo nos dejan entrar», mientras el trasfondo de su mente se llena de imágenes de ancianos y amables porteros, hospitalarios castellanos y posibles aventuras románticas. Gracias al optimismo del extravertido los dos consiguen entrar en el castillo. Pero es entonces cuando se produce lo inesperado. El castillo ha sido reformado por dentro, y todo lo que alberga son un par de salas y una colección de antiguos manuscritos. Casualmente, estos últimos despiertan el entusiasmo del joven introvertido. No ha hecho más que verlos y ya parece como si se hubiera operado en él una transformación. Sus ojos se abisman en la contemplación de los tesoros y sus labios dan paso a todo un cúmulo de exclamaciones de satisfacción. A continuación entabla una conversación con el vigilante, a fin de obtener de él toda la información que le sea posible. Pero como los resultados no responden a sus expectativas, pregunta si le sería posible reunirse en ese mismo

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momento con el bibliotecario, a fin de intercambiar un par de palabras con él. Su timidez ha desaparecido; los objetos despiden un seductor resplandor y el mundo presenta un aspecto completamente nuevo. Entretanto el humor del extravertido empieza a oscurecerse por minutos; su cara se vuelve cada vez más larga y empieza ya a contraerse en los primeros bostezos. Está claro que aquí no hay amables porteros ni caballeresca hospitalidad y que de románticas aventuras es inútil buscar ni la más remota huella. Lo único que tienen delante es un castillo transformado en un museo. En cuanto a los manuscritos, uno no necesita salir de casa para verlos. Mientras crece el entusiasmo del uno, el humor del otro empeora por momentos; el castillo le aburre, los manuscritos le recuerdan a una biblioteca, la biblioteca a la universidad, y la universidad a estudios y amenazadores exámenes. De forma paulatina, un velo sombrío viene a cernirse sobre el otrora tan interesante y atractivo castillo. El objeto se torna negativo. «¿No te parece genial —exclama el introvertido— que hayamos descubierto por pura casualidad esta increíble colección?». «Yo me aburro soberanamente», replica el otro, sin disimular ya por más tiempo su malhumor. El primero se enfada y se promete en su fuero interno no volver a viajar nunca más con un extravertido. Éste se enfada a su vez porque el otro se haya enfadado y piensa para sus adentros que en el fondo siempre ha sospechado que su compañero era un perfecto egoísta, por cuyos avaros intereses está echándose a perder para ambos el bonito día primaveral del que todavía podría disfrutarse ahí fuera. ¿Qué es lo que ha pasado? Los dos paseaban en compartida y feliz simbiosis hasta que llegaron a las puertas del fatal castillo. Allí, el pensador que todo lo medita antes de actuar, el (prometeico) introvertido, dijo: «Estaría bien verlo por dentro». El hombre de acción, el que sólo piensa las cosas después de hacerlas, el (epimeteico) extravertido, se ocupó a continuación de abrir una puerta11. Y es entonces cuando los tipos se invierten: al introvertido, el cual se había resistido hasta ese momento a entrar, ya no hay forma de hacerle salir, y el extravertido daría lo que fuera por retroceder a ese momento en el que no habían franqueado aún las puertas del castillo. El primero ha sido fascinado por el objeto; el segundo, por sus negativos pensamientos. Al posar sus ojos en los viejos manuscritos, la actitud del introvertido sufrió un vuelco. Su timidez desapareció, el objeto tomó posesión de él y él se entregó 11. Al respecto cf. mi comentario al Prometheus und Epimetheus de Spitteler en Tipos psicológicos, 1950, pp. 227 ss. [OC 6,1 § 261 ss.; CW § 275 ss.].

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de buena gana a su poder. En cambio, el extravertido empezó a experimentar una cada vez más fuerte resistencia hacia el objeto, terminando por caer preso de su malhumorada subjetividad. Aquél se convirtió en un extravertido, éste, en un introvertido. Pero la extraversión del introvertido y la introversión del extravertido son diferentes de la extraversión del extravertido y la introversión del introvertido. Antes, mientras los dos paseaban juntos en feliz armonía, ninguno de ellos era causa de incomodidad para el otro, porque cada uno se conducía de conformidad con su verdadero natural. Ambos veían en su acompañante una compañía positiva, porque sus actitudes se complementaban. Sin embargo, el que éstas lo hicieran se debía a que la actitud de uno incluía siempre la del otro. Esto es algo que podemos ver, por ejemplo, en la breve conversación frente a la puerta: entonces ambos querían entrar en el castillo. Cuando el introvertido dudaba de que el acceso estuviera permitido, sus vacilaciones tenían también un sentido para el otro. Análogamente, la iniciativa del extravertido tiene también validez para su acompañante. Así, la actitud del uno incluye también al otro, siendo ésta más o menos la situación en todos aquellos casos en los que un individuo se conduce conforme a la actitud que le es connatural, pues ésta se halla adaptada más o menos colectivamente. Éste es también el caso en la actitud del introvertido, aunque tenga siempre su origen en el sujeto. La actitud se limita aquí a ir del sujeto al objeto, mientras que en el caso del extravertido lo hace del objeto al sujeto. Pero en el momento en que el objeto predomina en el introvertido sobre el sujeto y lo atrae, su actitud pierde su carácter social. El introvertido se olvida de la presencia de su amigo, deja de incluirlo, se sumerge en el objeto y ya no ve hasta qué punto se aburre su compañero. Análogamente, el extravertido se olvida de sus buenos modales al verse defraudadas sus expectativas, es decir, en el momento en que él se repliega a sus ideas y estados de ánimo subjetivos. Podemos, pues, sintetizar lo ocurrido en la siguiente fórmula: en el introvertido el influjo del objeto ha hecho que saliera a la superficie una extraversión inferior, mientras que en el extravertido la que ha desalojado de su puesto a su actitud social ha sido una introversión inferior. Con ello hemos vuelto una vez más a la tesis de la que partíamos en un principio: lo que es valioso para el uno carece de valor para el otro. La función opuesta inferior puede ser inducida a salir a la superficie por sucesos tanto positivos como negativos. Una vez que se ha producido esta situación, hace aparición la susceptibilidad.

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La susceptibilidad es un síntoma de inferioridad. Con ello están puestos los fundamentos psicológicos de discordias y malos entendidos, y todas estas disensiones pueden producirse tanto entre dos personas como en nuestro propio fuero interno. La esencia de la función inferior12 se caracteriza, en efecto, por su autonomía; la función inferior es soberana, acomete sin previo aviso y ejerce una fascinación y un influjo aturdidor sobre nosotros, por lo que dejamos de ser dueños de nosotros mismos y ya no somos capaces de diferenciar con claridad entre nosotros y los que nos rodean. Y, sin embargo, a los efectos de un adecuado desarrollo del carácter es absolutamente necesario que permitamos que el otro lado, es decir, la función inferior, tome la palabra; porque a la larga es obvio que no podemos permitir que sea otro quien se ocupe simbióticamente de suministrarnos una parte de nuestra personalidad, ya que el momento en que podemos necesitar de la otra función puede hacer aparición en cualquier instante y sin previo aviso, pillándonos por completo desprevenidos, como permite comprobar el ejemplo arriba citado. Las consecuencias pueden ser además muy negativas: el extravertido, en efecto, perderá de este modo la relación con los objetos para él imprescindible, y el introvertido, la relación con su subjetividad. Inversamente, es asimismo indispensable que el introvertido pueda actuar, que no se vea frenado constantemente por dudas y vacilaciones, así como que el extravertido reflexione sobre sí mismo, sin por ello poner en peligro sus relaciones. Como cualquiera puede ver, introversión y extraversión son dos movimientos dirigidos o dos actitudes naturales y opuestas entre sí, que Goethe bautizó en cierta ocasión con los términos de sístole y diástole. En realidad, ambas deberían marcar un ritmo alternante por el que la vida discurriera en una secuencia armónica; pero a lo que parece es necesaria una sabiduría vital sin igual para alcanzar ese equilibrio. O bien habría que carecer enteramente de consciencia con dicho propósito, de tal manera que las leyes naturales no se vieran alteradas por ninguna clase de actos conscientes, o bien habría que elevarse a un grado muy superior de consciencia, a fin de estar en disposición de querer y ejecutar esos movimientos antitéticos. Puesto que no podemos volvernos atrás en la senda evolutiva, en dirección a la inconsciencia animal, cuanto nos queda es el difícil camino hacia delante en dirección a una mayor consciencia. Por supuesto, esa consciencia que posibilitaría

12. Cf. Tipos psicológicos, 1950, pp. 615 s. [OC 6,1 § 852 s., o bien CW § 763 s.].

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vivir el gran sí o el gran no de la vida de un modo voluntario y deliberado constituye un ideal absolutamente sobrehumano; pero, de todos modos, la meta sigue residiendo en ella. Por el momento, está claro que cuanto nuestra mentalidad actual nos permite es querer conscientemente el sí y soportar al menos el no. Cuando esto sucede, ya es mucho lo que se ha conseguido. El problema de los opuestos configura, como un principio inherente a la naturaleza humana, una etapa posterior en el progreso de nuestro conocimiento. Por lo general, este problema es un problema propio de la edad madura. El tratamiento práctico de un paciente nunca dará comienzo con este problema, especialmente tratándose de gente joven. Por regla general, las neurosis de los jóvenes obedecen a una colisión entre las fuerzas de la realidad y una actitud insatisfactoria e infantil que, en términos causales, se caracteriza por una dependencia anormal del joven con respecto a los padres reales o imaginarios y, en términos finales, por lo deficiente de sus ficciones, es decir, de sus intenciones y aspiraciones. En estos casos, las reducciones freudianas o adlerianas son lo más indicado. Pero hay muchas neurosis que no aparecen hasta que se ha llegado a la edad madura o que durante ese mismo periodo empeoran en tal medida que los pacientes se vuelven, por ejemplo, incapaces de ejercer una profesión. Como es natural, en este tipo de casos no es difícil demostrar que en la juventud se daba ya una inusual dependencia con respecto a los padres y abundaban todas las ilusiones infantiles concebibles, todo lo cual, sin embargo, no impidió que estas personas eligieran y desempeñaran con éxito una profesión y contrajeran matrimonio y permanecieran más o menos felizmente casadas hasta el momento en que, con la llegada de la madurez, se vino repentinamente abajo la actitud que habían mantenido hasta entonces. En un caso como éste, de poco sirve, como es natural, tomar consciencia de las fantasías infantiles, la dependencia de los padres, etc., aun cuando ésta sea también una parte imprescindible del procedimiento y resulte por ello con no poca frecuencia de ayuda. Pero en rigor en un caso de este tipo la terapia comienza propiamente cuando el paciente comprende que quienes obstaculizan su camino ya no son ni su padre ni su madre, sino él mismo, es decir, una parte inconsciente de su personalidad que continúa desempeñando los papeles del padre y de la madre. Y aun este mismo descubrimiento, por útil que sea, sigue siendo todavía negativo; es decir, lo único que significa es lo siguiente: «Veo que quienes se me oponen no son ni mi padre ni mi madre, sino yo mismo». ¿Pero quién es ese que sale a su encuentro desde su interior? ¿Qué misteriosa parte de la personalidad es esa que se

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ha escondido tras las imágenes de su padre y de su madre, haciéndole creer durante todo este tiempo que la causa de sus desgracias se había introducido en él viniendo de no se sabe bien dónde? Esa parte es la contrafigura de su actitud consciente, una contrafigura que no le dejará un solo instante de reposo y continuará sembrando su camino de obstáculos hasta el mismo día en que sea aceptada. No hay duda de que en los jóvenes puede ser suficiente con liberarse del pasado, pues ante ellos aguarda un futuro atractivo y lleno de posibilidades. Bastará con desanudar algunos lazos, y las ganas de vivir harán el resto. Pero ante personas que ya han dejado atrás una buena parte de su itinerario vital y frente a las cuales ya no hacen señas perspectivas de futuro extraordinarias, sino los viejos deberes de siempre y la dudosa satisfacción de envejecer, nuestra tarea es muy distinta. Si conseguimos que los jóvenes se desliguen de su pasado, veremos que transfieren las imágenes de sus padres a figuras sustitutivas más adecuadas: el sentimiento hasta ahora vinculado a la madre pasará a la esposa, y la autoridad del padre a maestros y superiores admirados o a instituciones. No es ésta, evidentemente, una ruptura fundamental, pero sí un camino práctico que las personas normales recorren también de forma inconsciente y, por ello, libre de trabas y resistencias dignas de mención. Las tornas son muy distintas tratándose de personas adultas que han dejado ya atrás, acaso con mayor o menor dificultad, este trecho del camino. Él o ella se habrán desligado ya de sus padres, tal vez fallecidos hace mucho tiempo, habrán buscado y encontrado en la mujer y el marido al padre y a la madre, habrán admirado a padres e instituciones, se habrán convertido ellos mismos en padres y madres, y habrán dejado tal vez todas esas cosas también atrás, terminando finalmente por comprender que lo que al principio tuvieron por una conquista y una satisfacción se ha transformado finalmente en un caro error, en una ilusión juvenil más, hacia la cual vuelven ahora los ojos en parte con pesar y en parte con envidia, porque lo único que les espera ya son la vejez y el fin de todas las ilusiones. Aquí ya no hay más padres ni madres; todas las ilusiones que habían proyectado en el mundo y en las cosas vuelven poco a poco a ellos, cansadas y desgastadas. La energía que retorna de todas estas relaciones se precipita en lo inconsciente, haciendo que reviva allí todo aquello cuyo desarrollo se había visto hasta ahora desatendido. De ser liberadas, las fuerzas maniatadas por la neurosis comunican a la persona joven ímpetus renovados, permitiéndole abrigar la esperanza —y contar con la posibilidad— de que su vida

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experimentará un nuevo enriquecimiento. Para las personas que han entrado ya en la segunda mitad de la vida el desarrollo de la función antitética que dormitaba en lo inconsciente supone una renovación. Pero esta última ya no pasa por la disolución de los vínculos infantiles, ni por la destrucción de las ilusiones infantiles y la transferencia de las viejas imágenes a nuevas figuras, sino por el problema de los opuestos. Como es natural, el principio de los opuestos figura ya a la base de la mentalidad joven, y una teoría psicológica de la psique juvenil debería tener en cuenta este hecho. De ahí que los puntos de vista freudiano y adleriano sólo sean contradictorios entre sí cuando exigen que se les reconozca la categoría de una teoría de validez general. En cambio, de contentarse con ser ideas auxiliares de carácter técnico, no son mutuamente contradictorios y tampoco recíprocamente excluyentes. Una teoría psicológica que esté llamada a ser algo más que un simple medio técnico auxiliar tiene que basarse en el principio de los opuestos, pues sin éste lo único que podría reconstruir es una psique neurótica y desequilibrada. No hay un solo sistema o equilibrio que se autorregule y a la vez carezca de opuesto. Pero la psique es un sistema que se autorregula. Volviendo ahora a recuperar el hilo que hemos abandonado antes, podemos decir que a partir de aquí habría quedado claro el modo en que en una neurosis, y precisamente en ella, residen los valores de que el individuo carece. También podemos volver ahora al caso de la joven jugadora de tenis y aplicar al mismo lo que hemos descubierto. Pensemos por un momento que la enferma hubiera sido «analizada», es decir, que el tratamiento le hubiera permitido ver con claridad qué pensamientos inconscientes se escondían tras sus síntomas, de tal modo que hubiera vuelto a adueñarse de esa energía inconsciente en la que estos últimos cifraban su poder. La pregunta práctica es entonces la siguiente: ¿qué debe suceder ahora con la energía a partir de este momento disponible? En armonía con el tipo psicológico de la paciente, lo racional sería que estas energías fueran transferidas nuevamente a un objeto: una actividad filantrópica, por ejemplo, o cualquier otra ocupación de provecho. Excepcionalmente —tratándose de naturalezas particularmente enérgicas, que en ocasiones no vacilarán en someterse a las más grandes torturas, o de personas para las cuales todo gire en torno a este tipo de actividades— es posible seguir este camino. La mayoría de las veces, sin embargo, no lo es, pues —que nadie lo olvide— la libido (es decir, la energía psíquica) ha tomado ya posesión inconsciente de su objeto, y éste no es otro

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que el joven italiano o que cualquier otro sustituto humano real. En tales circunstancias, es evidente que una sublimación semejante resulta tan deseable como imposible. Porque la mayoría de las veces el objeto real ofrece a la energía una pendiente más apropiada que la de cualquier otra actividad, por hermosa y filantrópica que sea. Por desgracia, abundan en exceso quienes están siempre perorando sobre cómo debería ser el hombre, en lugar de sobre cómo es realmente. Pero el médico se relaciona en todos los casos con personas reales, que se empeñarán además en seguir siendo las mismas hasta que su realidad sea reconocida en todas sus facetas. La educación sólo puede partir de la realidad pura y desnuda, y no de una imagen tan ideal como engañosa. Por desgracia, la mayoría de las veces no es posible señalarles una dirección a las llamadas energías disponibles. Siguen su propio camino. Más aún, lo han encontrado ya mucho antes de que hayamos conseguido desligarlas totalmente de sus vínculos con la forma inapropiada. Así, descubrimos, en efecto, que las fantasías de la paciente, antes ocupadas con el joven italiano, han sido a partir de ahora transferidas a la figura del médico13. Éste, pues, se ha convertido en el objeto de la libido inconsciente. Si la paciente se niega en toda circunstancia a reconocer la transferencia14, o si el médico no comprende el fenómeno o lo interpreta de forma equivocada, se suscitarán fuertes resistencias, que harán todo lo que esté en su mano para que la relación con el médico se vuelva de todo punto imposible. Luego los enfermos se marchan y se buscan otro médico u otra persona que les entienda o, de renunciar incluso a esta búsqueda, permanecen presos en su conflicto. De producirse, sin embargo, el fenómeno de la transferencia y ser éste aceptado, se habrá encontrado una forma natural que no sólo reemplazará a la forma antigua, sino que posibilitará también que el proceso energético discurra de un modo relativamente 13. Freud introdujo el concepto de transferencia para aludir a la proyección de contenidos inconscientes. 14. Contrariamente a lo que opinan algunos, yo no estoy seguro de que la «transferencia» sea un fenómeno regular e imprescindible para que el tratamiento llegue a buen puerto. La transferencia es una proyección, y la proyección puede tanto darse como no darse. Necesaria, desde luego, no es, y en ningún caso puede ser «fabricada», ya que surge, per definitionem, debido a motivaciones inconscientes. El médico puede resultar adecuado o inadecuado para la proyección. En ningún caso se ha dicho que tenga en todos los casos que corresponder al natural desnivel de la libido del paciente, ya que es fácil que frente a éste dibuje ya su silueta un objeto de proyección considerablemente más importante. En según qué circunstancias, la ausencia de la proyección sobre el médico puede incluso facilitar en gran medida el tratamiento, porque en tal caso los valores personales reales ocupan con mucha más claridad el primer plano.

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aproblemático. De ahí que cuando se permite que la libido siga su curso natural, ella misma encuentre el camino hacia el objeto para ella destinado. Allí donde las cosas son de otro modo, todo lo que se consigue es rebelarse despóticamente contra las leyes naturales o ser pasto de influencias perturbadoras. La transferencia comienza con la proyección de todas las fantasías infantiles concebibles, las cuales deben ser corroídas, es decir, reductivamente disueltas, cosa a la que se bautizó como disolución de la transferencia. Con ello la energía es liberada de su prisión en la forma inapropiada, y nosotros volvemos a encontrarnos una vez más frente al problema de la energía disponible. También esta vez confiaremos en que, antes de que nos hayamos puesto siquiera a buscarlo, la naturaleza habrá elegido ya el objeto que mejor desnivel pone a su alcance.

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Aquí da comienzo una nueva etapa en nuestro proceso de conocimiento. Hasta el momento, nuestro análisis ha venido disolviendo sin pausa las fantasías infantiles de la transferencia, hasta que el paciente mismo acaba por fin comprendiendo que había convertido a su médico en padre, madre, tío, tutor, maestro o como quiera que se llame a todas esas autoridades paternas. Sin embargo, la experiencia viene una y otra vez a mostrarnos que, pese a que el paciente haya realizado este descubrimiento, su mente sigue asistiendo a la aparición de otras fantasías, en las que el médico es representado incluso como un salvador o un ser semejante a Dios —naturalmente, en total contradicción con el buen juicio de la consciencia—. A ello hay que añadir que estos atributos divinos desbordan los límites de las ideas cristianas en que nos hemos criado, adoptando maneras paganas que, por ejemplo, y en no raras ocasiones, pueden traducirse en formas animales. En sí, la transferencia no es más que una proyección de contenidos inconscientes. Como resulta posible apreciar en sueños, síntomas y fantasías, los primeros en ser proyectados son los que se conoce como contenidos superficiales de lo inconsciente. En este estado el médico resulta de interés como posible amante (de modo poco más o menos similar al del joven italiano de nuestro caso). Luego pasa más bien a convertirse en un padre, que será bondadoso o colérico dependiendo de las cualidades que el padre real del paciente haya revestido para él. En ciertas ocasiones, el médico asume a ojos del analizando rasgos maternales, cosa que puede resultar extraña, pero que de todos modos entra asimismo en el marco de lo posible. Todas estas proyecciones fantásticas aparecen orladas de reminiscencias personales.

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Por último, pueden también hacer aparición formas fantásticas exuberantes. El médico aparece entonces revestido de cualidades misteriosas, como las poseídas, por ejemplo, por un mago, un criminal demoníaco o el bien correspondiente: es decir, un salvador. Otras veces la figura adoptada por el médico responde a una combinación de los dos lados. Entendiéndolo en sus justos términos, lo que esto quiere decir no es que la consciencia del paciente perciba forzosamente al médico como una de estas figuras, sino que es efectivamente representado en tales términos en las fantasías que salen a la superficie. Con frecuencia, a este tipo de pacientes no acaba de querer entrarles en la cabeza que sus fantasías tienen su origen en ellos, sin tener en realidad nada que ver, o muy poco, con el verdadero carácter del médico. Este error obedece a que no existe un sustrato de reminiscencias personales a disposición de este tipo de proyecciones. En ocasiones, resulta posible demostrar que fantasías similares tuvieron ya durante un tiempo de la infancia como protagonistas al padre o a la madre, aun a pesar de que ninguno de ellos hubiera dado en realidad motivo alguno para su aparición. En un escrito breve Freud mostró que Leonardo da Vinci fue influido en su vida adulta por el hecho de haber tenido dos madres. Este hecho, como el de la doble ascendencia, responde en esta ocasión a las circunstancias que en realidad rodearon la vida de Leonardo, pero ha desempeñado también un papel en el caso de otros artistas. Benvenuto Cellini, por ejemplo, vivió también esta fantasía. En general, se trata de un motivo mitológico. Un gran número de héroes son hijos en la leyenda de dos madres. La fantasía no debe su existencia al hecho de que los héroes tengan realmente dos madres, sino que constituye una imagen «primitiva» de difusión universal que, lejos de pertenecer al dominio de las reminiscencias personales, forma en realidad parte de los misterios de la historia del espíritu humano. Además de las reminiscencias personales, todo individuo alberga lo que Jacob Burckhardt bautizó acertadamente como las grandes imágenes «primitivas», es decir, lo que desde tiempos inmemoriales vienen siendo las posibilidades heredadas de la imaginación humana. Esta herencia explica el fenómeno, dicho sea de paso ya bastante singular, de que ciertos materiales y motivos legendarios se repitan una y otra vez en la misma forma a lo largo de todo el planeta, y explica también, por ejemplo, que nuestros . Eine Kindheitserinnerung des Leonardo da Vinci, 1910 [Un recuerdo infantil de Leonardo da Vinci].

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enfermos mentales sean capaces de reproducir las mismas imágenes y relaciones que nos son familiares gracias a textos antiguos. He mencionado algunos ejemplos de esta especie en mi libro Transformaciones y símbolos de la libido. Con ello no estoy afirmando en absoluto que las heredadas sean las representaciones. Lo heredado es únicamente la posibilidad de representarlas, lo cual es algo muy distinto. En este nuevo estadio del tratamiento, pues, las fantasías reproducidas ya no reposan sobre reminiscencias personales, sino que nos enfrentamos a las manifestaciones del estrato más profundo de lo inconsciente, donde dormitan las imágenes primitivas y comunes a toda la humanidad. Para aludir a estas imágenes o motivos me he servido del término «arquetipo» (o también «dominantes»). Gracias a este descubrimiento viene a añadirse una nueva idea a las que ya poseíamos: a saber, el conocimiento de que en lo inconsciente existen dos estratos. Tenemos, en efecto, que distinguir entre un inconsciente personal y un inconsciente impersonal o suprapersonal. A este segundo estrato lo llamamos también inconsciente colectivo, por estar desligado de lo personal y ser enteramente general y por resultar posible toparse con sus contenidos en todas partes, una propiedad que, como es natural, está muy lejos de ser compartida por los contenidos personales. Lo inconsciente personal alberga recuerdos olvidados, ideas reprimidas (que se ha preferido olvidar deliberadamente) y desagradables, percepciones «subliminales», es decir, percepciones sensoriales que no han sido lo suficientemente intensas como para alcanzar la consciencia y, por último, contenidos que no están lo suficientemente maduros como para ser conscientes. Este estrato de lo inconsciente se co. Nueva edición: Símbolos de transformación, 1952 [OC 5]. Cf. también «Sobre el concepto de inconsciente colectivo», 1936 [OC 9/1]. Para estas explicaciones cf. «El punto de inflexión de la vida», en Problemas psíquicos del mundo actual, 1950, pp. 220 ss. [OC 8]. . Para la aclaración de este concepto remito al lector a los siguientes trabajos, en los que podrá advertir el desarrollo experimentado: Símbolos de transformación [OC 5]. Tipos psicológicos, 1950, pp. 567 ss. [OC 6, § 759 ss., o bien CW § 743 ss.]. En De las raíces de la consciencia, cf. los ensayos «Sobre los arquetipos de lo inconsciente colectivo», pp. 3 ss. [OC 9/1,1]; «Sobre el arquetipo con especial consideración del concepto de ánima», pp. 57 ss. [OC 9/1,3]; «Los aspectos psicológicos del arquetipo de la madre», pp. 87 ss. [OC 9/1,4]. En Kerényi y Jung, Introducción a la esencia de la mitología, «Acerca de la psicología del arquetipo del niño», pp. 103 ss. [9/1,6]; «Acerca del aspecto psicológico de la figura de Core», pp. 215 ss. [OC 9/1,7]. Comentario a Wilhelm, El secreto de la Flor de Oro, 1929 [OC 13,1]. . Lo inconsciente colectivo representa la psique objetiva, y lo inconsciente personal, la psique subjetiva.

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rresponde con la figura, tan frecuente en los sueños, de la sombra. Las imágenes primitivas son las formas más antiguas y universales de representación de la humanidad. Son tanto sentimiento como pensamiento; de hecho, son inclusive dueñas de algo así co­ mo una vida propia y autónoma, y por ende similar a la de almas parciales, tal y como fácilmente podemos ver en esos sistemas filosóficos o gnósticos que se apoyan en la percepción de lo inconsciente como fuente de conocimiento. Las ideas de ángeles y arcángeles, los «tronos y potestades» paulinos, los arcontes de los gnósticos, la jerarquía celestial de Dionisio Areopagita, etc., tienen su nacimiento en la percepción de la autonomía relativa de los arquetipos. Con ello hemos acabado también por encontrar el objeto que elige la libido tras haberse liberado de la modalidad infantilpersonal de la transferencia. La libido baja por la pendiente a las profundidades de lo inconsciente, activando allí lo que hasta ese momento yacía adormecido. Ha descubierto el tesoro escondido al que la humanidad ha venido recurriendo desde siempre en sus creaciones y de donde ha hecho que se alzaran sus dioses y demonios y todas esas poderosísimas y potentísimas ideas sin las que el hombre deja absolutamente de ser hombre. Tomemos, por ejemplo, una de las ideas mayores que han visto la luz en el siglo xix: la idea de la conservación de la energía. El verdadero creador de esta idea es Robert Mayer. Contrariamente a lo que la invención de este principio induciría a pensar, Mayer era un médico, y no un físico o un filósofo de la naturaleza. Sin embargo, lo importante es saber que la idea no fue creada por él en el sentido genuino de esta expresión y que tampoco fue el resultado de la confluencia de ideas o hipótesis científicas por entonces existentes. Brotó en su creador como lo habría hecho una planta. En 1844 Mayer escribía las siguientes líneas a Griesinger: La teoría no es algo que yo haya incubado en mi escritorio. (A continuación Mayer pone a Griesinger al corriente de ciertas observaciones fisiológicas que había tenido la oportunidad de rea. Por sombra entiendo la parte «negativa» de la personalidad, es decir, la suma de las propiedades escondidas y desventajosas, las funciones defectuosamente desarrolladas y los contenidos de lo inconsciente personal. Cf. la exposición resumida en T. Wolff, «Einführung in die Grundlagen der Komplexen Psychologie», en Studien zu C. G. Jungs Psychologie, 1959, pp. 151 ss. . Para este concepto cf. «Consideraciones generales sobre la teoría de los complejos», en Energética psíquica y esencia del sueño, 1948 [OC 8,3].

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lizar entre 1840 y 1841, ejerciendo como médico a bordo de un navío mercante.) Si se quiere —prosigue en su carta— llegar a tener las cosas claras en cuestiones fisiológicas, es indispensable conocer los procesos físicos, a no ser que se prefiera trabajar estos asuntos desde un punto de vista metafísico, cosa que a mí siempre me ha disgustado profundísimamente. Así que me mantuve fiel a la física, absorbiéndome con tal delectación en el objeto que, cosa que dará ocasión de reír a más de uno, dejé casi por entero de interesarme por las lejanas tierras continentales, prefiriendo mantenerme a bordo, donde podía trabajar ininterrumpidamente y donde a ciertas horas me sentía, si se me permite utilizar esta expresión, inspirado como en ninguna otra ocasión, anterior o posterior, que pueda evocar en mi memoria. Encontrándonos en la bahía de Surabaya, ciertos pensamientos se abatieron sobre mí como un relámpago y tras perseguirlos con ahínco me condujeron a su vez a otras ideas. Aquellos tiempos han pasado ya, pero la comprobación tranquila de lo que entonces emergió en mí me ha enseñado que verdadero no es sólo lo que es objeto de un sentimiento subjetivo, sino lo que puede también demostrarse objetivamente. No nos preguntemos aquí si esto es algo que podría hacer un hombre tan ignorante, como yo, en cuestiones físicas. 107

En su Energética Helm opina que la nueva idea de Robert Mayer no es un pensamiento que hubiera ido desgajándose paulatinamente de las categorías recibidas gracias a una más profunda reflexión sobre ellas, sino una más entre esas ideas que, habiendo sido concebidas intuitivamente y teniendo su origen en otros campos de la actividad intelectual, se precipitan en cierto modo en la mente, haciendo que los conceptos tradicionales tengan que acompasarse a ellas.

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La pregunta es: ¿de dónde procedía esa nueva idea que se impuso a la consciencia con tan elemental violencia?, ¿y a qué debía su fuerza, con la que pudo adueñarse de la consciencia hasta el punto de hacer que dejara de prestar atención a las miles de impresiones que acompañan a un primer viaje por los trópicos? Contestar a estas preguntas está muy lejos de ser sencillo. Pero si aplicamos nuestra teoría a este caso, la explicación sólo puede ser la siguiente: la idea de la energía y su conservación tiene que ser una imagen primitiva que dormitaba en lo inconsciente colectivo.

. Robert Mayer, Kleinere Schriften und Briefe, Stuttgart, 1893, p. 213. Carta a Wilhelm Griesinger del 16 de junio de 1844. . G. F. Helm, Die Energetik nach ihrer geschichtlichen Entwicklung, Leipzig, 1898, p. 20.

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Como es natural, esta conclusión nos obliga a demostrar que en la historia del espíritu, haciendo notar en ella su presencia a lo largo de los milenios, ha existido realmente una idea primitiva como la referida. Esta demostración es de hecho relativamente fácil de efectuar. En las más diferentes regiones del planeta, las religiones más primitivas han sido edificadas sobre esta idea. Me refiero a las llamadas religiones animistas, cuya tesis más conspicua y decisiva es la de que existe una fuerza mágica presente en todas partes, en torno a la cual giran todas las cosas. Tylor, el conocido investigador británico, así como Frazer, han cometido el error de entender esta idea como animismo. En realidad, a lo que los primitivos quieren aludir con su concepto de fuerza no es en absoluto a almas o espíritus, sino a eso que el investigador norteamericano Lovejoy10 ha bautizado de forma acertada como primitive energetics [energética primitiva]. Este concepto corresponde a las ideas de alma, espíritu, dios, salud, fuerza corporal, fertilidad, poder mágico, influencia, poder, prestigio y medicina, así como a ciertos estados de ánimo caracterizados por suscitar afectos. Entre ciertos polinesios, los espíritus, las almas, los demonios, los poderes mágicos y el prestigio son todos ellos mulungu (es decir, ese primitivo concepto de energía); y cuando sucede algo sorprendente, todos los presentes exclaman: mulungu. Este concepto de fuerza arroja a su vez la primera versión del concepto de Dios entre los primitivos. La imagen no ha dejado de ser acuñada en las más diversas variantes a lo largo de la historia. En el Antiguo Testamento la fuerza mágica resplandece en la zarza ardiente a la vista de Moisés; en los Evangelios desciende del cielo sobre las cabezas de los apóstoles al derramarse el Espíritu Santo sobre ellos en forma de lenguas de fuego. En Heráclito es la energía cósmica, un «fuego siempre vivo»; entre los persas es el resplandor llameante del haôma, de la gracia divina; entre los estoicos es el fuego originario, la fuerza del destino. En la leyenda medieval es el aura, el resplandor de la santidad, que arde como una llama sobre el tejado de la cabaña que cobija el éxtasis del santo. En sus visiones esta fuerza se aparece a los santos como un sol, como la plenitud de la luz. Según una antigua tradición el alma misma es esa fuerza; en la idea de su inmortalidad se halla la de su conservación, y en la idea budista y primitiva de la metempsicosis (o transmigración de las almas) . Lo que se conoce como mana. Cf. N Söderblom, Das Werden des Gottesglaubens, 1916. 10. Arthur O. Lovejoy, «The Fundamental Concept of the Primitive Philosophy»: The Monist XVI (1906), p. 361.

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reside su ilimitada capacidad para cambiar, preservando a la vez su ser de forma constante. Esta idea lleva, pues, eones impresa en el cerebro humano. Por ello, está pronta en lo inconsciente de cada uno de nosotros. Bastará con que se den ciertas condiciones, y en seguida volverá a surgir. Es obvio que estas condiciones se cumplieron en el caso de Robert Mayer. Los mejores y más grandes pensamientos de la humanidad se forman sobre las imágenes primitivas como sobre un diseño básico. Son ya varias las ocasiones en que se me ha preguntado por el origen de estos arquetipos o imágenes primigenias. A mi juicio, la única forma de explicar su génesis pasa por suponer que son el precipitado de experiencias humanas que se repiten sin cesar. Una de las experiencias más comunes, y a la vez una de las más impresionantes, está representada por la trayectoria seguida por el Sol durante el día a la vista de todos. En lo inconsciente, ciertamente, somos incapaces de descubrir nada semejante, al menos en lo que se refiere al conocido proceso físico. Pero, a cambio, allí tropezamos con el mito del héroe solar en todas sus innumerables variaciones. Este mito, y no el proceso físico, es el que conforma el arquetipo solar; y de las fases lunares debe también decirse otro tanto. El arquetipo es una especie de predisposición a que se reproduzcan una y otra vez las mismas o parecidas representaciones míticas. Parece, pues, como si lo que se imprimiera en lo inconsciente no fuera sino la representación fantástica subjetiva suscitada por el proceso físico. De ahí que entre dentro de lo razonable suponer que los arquetipos son impresiones muchas veces repetidas de reacciones subjetivas11. Como es natural, esta hipótesis se limita a desplazar el problema, sin solucionarlo, a otro lugar. Nada nos impide suponer que ciertos arquetipos se hallan ya presentes en los animales, estando, por ello, universalmente afincados en la naturaleza del sistema viviente, sin ser en definitiva otra cosa que una manifestación más de la vida, cuyas propiedades concretas se sustraerían a toda ulterior explicación. Pero, a lo que parece, los arquetipos no son sólo impresiones de experiencias típicas una y otra vez repetidas, sino que a la vez se comportan también empíricamente como una fuerza o tendencia, a resultas de la cual las mismas experiencias son reiteradas una y otra vez. En efecto, siempre que un arquetipo aparece en un sueño, en la fantasía o en la vida, acarrea consigo un particular «influjo» o poder en

11. Cf. «La estructura del alma», en Problemas psíquicos del mundo actual, 1950, p. 127 [OC 8,7].

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virtud del cual opera de forma numinosa, es decir, emanando una fascinación o incitando a actuar en una determinada dirección. Tras la discusión de este ejemplo sobre el modo en que se generan nuevas ideas en el acervo de imágenes primitivas, volvamos una vez más a nuestra exposición del proceso de la transferencia. Hasta ahora hemos visto que en esas mismas fantasías en apariencia disparatadas y peregrinas la libido ha tomado posesión de su nuevo objeto: es decir, de los contenidos de lo inconsciente colectivo. Como he dicho ya, la proyección de las imágenes primitivas sobre el médico arroja sobre el futuro del tratamiento la sombra de una amenaza que no se debería subestimar. Las imágenes, en efecto, no sólo dan cabida a lo que de más hermoso y sublime ha sentido y concebido algún día la humanidad, sino también a todos esos actos vergonzosísimos y demoníacos de que los hombres han sido alguna vez capaces. En virtud de su energía específica (las imágenes, en efecto, se comportan como centros autónomos e investidos de poder), las imágenes ejercen un efecto fascinante y avasallador sobre la consciencia, por lo que pueden suscitar graves alteraciones en el sujeto. Esto es algo que puede comprobarse en las conversiones religiosas, en las sugestiones y, muy especialmente, en la irrupción de ciertas formas de esquizofrenia12. Si el paciente no fuese ahora capaz de diferenciar la personalidad del médico de estas proyecciones, toda posibilidad de entendimiento terminaría al cabo por desvanecerse, tornándose imposible una relación humana. Pero si el paciente logra esquivar esta Caribdis, se verá a renglón seguido arrastrado hacia la Escila de la introyección de dichas imágenes, donde dejará de atribuir al médico sus propiedades para pasar a predicarlas de su persona. Este nuevo paso es tan funesto como el anterior. En la proyección el paciente pasa de poner a su médico por las nubes de un modo tan exagerado como enfermizo a odiarle con todas sus fuerzas, haciéndole blanco de sus desprecios. En la introyección, de endiosarse a sí mismo de un modo ridículo a autoflagelarse moralmente. El error que comete en ambos casos consiste en atribuir a una persona determinada los contenidos de lo inconsciente colectivo. De este modo, el paciente convierte a otro, o se convierte a sí mismo, en un dios o un diablo. Aquí se muestra el característico efecto de la acción del arquetipo: este último se apodera de la psique con una suerte de 12. Análisis en detalle de un caso en Símbolos de transformación, 1952 [OC 5]; también en Jan Nelken, «Analytische Beobachtungen über Phantasien eines Schizophrenen»: Jahrbuch für psychoanalytische und psychopathologische Forschungen IV (1912), p. 504.

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elemental violencia, obligándola a traspasar los límites del reino de lo humano. El arquetipo es causa de exageraciones, infatuación (¡inflación!), compulsión, ilusiones y conmoción, y ello tanto para bien como para mal. Éste es el motivo de que los seres humanos hayan tenido siempre necesidad de demonios y no hayan podido vivir nunca sin dioses, a excepción de unos pocos especímenes astutos de homo occidentalis de ayer y anteayer, superhombres para los que «Dios ha muerto» y que, por dicho motivo, se han convertido en dioses y, aun más concretamente, en dioses de pacotilla de duras cabezas y helados corazones. La idea de Dios, en efecto, es en último término una función psicológica necesaria de naturaleza irracional, que no tiene nada en absoluto que ver con la cuestión de la existencia de Dios. Porque esta cuestión el intelecto no podrá responderla jamás; y porque aún menos podría existir una demostración de la existencia de Dios. Además, una demostración semejante sobra; la idea de un ser todopoderoso y divino está presente en todas partes, si no de forma consciente, sí inconscientemente, pues es un arquetipo. En nuestra alma hay algo cuyo imperio es superior al nuestro: de no serlo conscientemente un Dios, el «vientre» ocupará su lugar, como decía Pablo. Creo, por tanto, que lo más sabio es que se preste un reconocimiento consciente a la idea de Dios, porque de lo contrario cualquier otra cosa se convertirá en Dios y por lo general algo tan inapropiado y absurdo como lo que, por ejemplo, podría ingeniar una consciencia «ilustrada». La existencia de Dios es y seguirá siendo una cuestión sin respuesta. Pero el consensus gentium (el consenso de los pueblos) viene hablando de dioses desde hace eones, y durante eones seguirá aún hablando de ellos. El hombre puede pensar que su razón es todo lo hermosa y perfecta que quiera, pero hay algo de lo que siempre podrá estar seguro, y es de que la razón es a la postre sólo una más entre las posibles funciones espirituales, una función que no se ajusta sino a la dimensión de los fenómenos mundanales que con ella se corresponden. En derredor suyo y por todas partes se agolpa, sin embargo, lo irracional, lo que no concuerda con la razón. Y esa irracionalidad es asimismo una función psicológica, es decir, lo inconsciente colectivo, mientras que la razón está esencialmente ligada a la consciencia. La consciencia tiene que contar con la razón para empezar siquiera por descubrir un orden en el caos desordenado de los casos individuales del todo mundanal, pues sólo entonces podrá también, dentro al menos de la órbita humana, fundar a continuación un orden. Abrigamos la aspiración provechosa y digna de encomio de aniquilar el caos de lo irracional en nosotros y fuera de nosotros. Y en este proceso parece que

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hemos ido bastante lejos. En cierta ocasión, un enfermo mental me dijo: «Doctor, esta noche he desinfectado el cielo entero con sublimado sin encontrar en él a Dios». A nosotros nos ha sucedido también algo parecido. El viejo Heráclito, que realmente era un gran sabio, descubrió la más sorprendente de todas las leyes psicológicas: la función reguladora de los opuestos. Él la llamó enantiodromía, correr hacia su opuesto, concepto por el cual entendía que todo lo que existe termina algún día por convertirse en su contrario. (Recordaré aquí el caso arriba citado del empresario norteamericano, en el cual es posible apreciar a la perfección este fenómeno.) Así, la actitud cultural racional corre necesariamente en dirección hacia su opuesto, es decir, la desolación irracional de la cultura13. A nadie, en efecto, le es lícito identificarse a sí mismo con la razón en cuanto tal; porque el hombre no es ni puede ser meramente racional, ni lo será jamás. Esto es algo de lo que deberían tomar buena nota todos los doctrinarios de la cultura. Lo irracional ni debe ni puede ser aniquilado. Los dioses ni pueden ni deben morir. Acabo de decir que en apariencia existe algo así como un poder superior en el alma humana y que siempre que ese poder no esté representado por la idea de Dios, lo estará en su defecto por el vientre —por decirlo con las palabras de Pablo—. Lo que con ello quiero expresar es que siempre habrá un impulso o complejo de ideas que aúne en sí la mayor suma de energía psíquica, convirtiendo al yo en su vasallo. Por lo general, el yo se ve hasta tal punto atraído por este foco de energía que se identifica con él y cree no desear ni necesitar otra cosa. De esta suerte, se genera sin embargo una dependencia, una monomanía o posesión, una fortísima unilateralidad, que perturba en grado sumo el equilibrio psicológico. Es indudable que en la capacidad de hacer gala de una tal unilateralidad reside el secreto de unos cuantos éxitos, motivo por el cual la civilización hace celosos esfuerzos por adiestrar a sus hijos en tales alardes. La pasión, es decir, la acumulación de energías escondida en tales monomanías, coincide con lo que entre los antiguos era conocido como un «dios», y nuestros actuales usos idiomáticos siguen todavía su ejemplo. ¿O acaso no decimos que éste o aquél han

13. Esta frase fue escrita durante la Primera Guerra Mundial. No he querido modificarla, ya que alberga una verdad que se verá confirmada en más de una ocasión en el curso de la historia (palabras escritas en 1925). Como muestran los actuales acontecimientos, la confirmación no se ha hecho esperar demasiado tiempo. ¿Quién desea realmente toda esta desolación?... Pero todos sirven con devoción al demonio. O sancta simplicitas! (comentario añadido en 1942).

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convertido a esto o aquello en un dios? Uno piensa que está aún en disposición de querer y elegir, y no se da cuenta de que ya ha sido poseído, de que nuestro interés es ya el dueño y señor que ha atraído el poder hacia sí. Este tipo de intereses son, en efecto, una suerte de dioses que, una vez reconocidos por muchos, construyen poco a poco una «Iglesia», reuniendo en torno a sí todo un ejército de fieles. De esto se dice luego que es una «organización», seguida por la desorganizada reacción que trata de expulsar al Diablo con Belcebú. Pero la enantiodromía que está siempre al acecho cuando un movimiento se ha hecho con un poder incuestionable no supone ninguna solución al problema. En su desorganización es tan ciega como en su organización. De la cruel ley de la enantiodromía sólo escapa quien sabe diferenciarse de lo inconsciente, pero no por haber operado su represión —pues en tal caso su inconsciente se limitará únicamente a sorprenderlo por la espalda—, sino por haber tenido el acierto de representárselo de un modo visible como algo que es distinto de él. De este modo se ha dado el primer paso en dirección hacia la solución del problema de Escila y Caribdis que he descrito más arriba. El paciente tiene que aprender a distinguir lo que es yo de lo que es no-yo, es decir, la psique colectiva. Con ello se apropia de la materia con la que tendrá que enfrentarse a partir de este momento durante largo tiempo. Su energía, que hasta entonces yacía presa en moldes inútiles y patológicos, ingresa de este modo en el terreno que le es propio. De la diferenciación entre el yo y el no-yo forma parte el hecho de que el hombre sostenga la función de su yo sobre un fundamento firme, es decir, cumpla sus obligaciones para con la vida, de tal modo que sea a todos los efectos un miembro valioso de la sociedad humana. Todo lo que sea desatendido a este respecto se precipitará en lo inconsciente, reforzando su posición, con lo que el individuo correrá el peligro de ser devorado. Los castigos subsiguientes serán severos. Como insinuaba el viejo Sinesio, el «alma espiritualizada» (pneumatiké psyché) se convierte en tal caso en un dios y un demonio, sufriendo en este estado los divinos castigos, es decir, ese desmembramiento que padeciera ya Zagreo y que experimentara también Nietzsche en los inicios de su locura. La enantiodromía es verse desmembrado en los pares de opuestos propios del dios y, por tanto, también del hombre divinizado, que tiene que agradecer su semejanza con Dios a la superación de sus dioses. Tan pronto como empezamos a hablar de lo inconsciente colectivo, penetramos en una esfera y en una órbita de problemas que son ajenas al análisis práctico de

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los jóvenes o de personas que han permanecido demasiado tiempo encalladas en una etapa infantil. Donde las imágenes del padre o de la madre tienen aún que ser superadas, donde todavía es necesario conquistar un fragmento de vida externa que el hombre ordinario posee de una manera natural, lo mejor es no decir ni una sola palabra sobre lo inconsciente colectivo o sobre el problema de los opuestos. Pero donde las transferencias parentales y las ilusiones juveniles han sido ya abandonadas o están por lo menos maduras para ser superadas, estamos obligados a hablar tanto de lo uno como de lo otro. Aquí estamos fuera del alcance de las reducciones freudianas o adlerianas; porque a lo que en este punto nos enfrentamos ya no es a la pregunta por el modo en que podemos suprimir todo eso que impide que una persona pueda desempeñar una profesión, contraer matrimonio o contribuir de esta o aquella otra manera a la expansión de la vida, sino a la tarea de encontrar ese sentido que hace en general posible que la vida continúe y sea lo que creemos que debe también ser, es decir, algo más que un simple resignarse y dirigir una mirada llena de melancolía hacia el pasado. Nuestra vida es como el curso seguido por el Sol. Por la mañana el Sol brilla cada vez con más fuerza, hasta que finalmente, a mediodía, alcanza cálido y radiante la cumbre de su trayectoria. Luego viene la enantiodromía. El constante ganar terreno del Sol de la vida ya no es seguido por el acrecentamiento, sino por el desvanecerse de sus fuerzas. Del mismo modo, nuestra tarea es diferente según la persona sea joven o camine ya hacia la vejez. En el primer caso es suficiente con que limpiemos el camino de todos los obstáculos que dificulten la expansión y el ascenso; en cambio, en el segundo hemos de favorecer todo lo que sostenga el descenso. Un principiante joven y sin experiencia piensa siempre que de la suerte de los viejos ya no es necesario cuidarse, que en su caso todo habría llegado ya de todos modos a su fin y que a su edad tendrían ya la vida tras de ellos y su única misión sería la de oficiar de pilares momificados del pasado. Sin embargo, es una gran equivocación pensar que el sentido de la vida se agotaría con las fases juvenil y expansiva, y que, por ejemplo, una mujer con la menopausia estaría ya «acabada». El atardecer de la vida humana tiene tanto sentido como su amanecer; lo único que sucede es que su sentido y su propósito son del todo diferentes14. El hombre tiene dos metas: la primera es natural y consiste en la procreación de 14. Para estas explicaciones cf. «El punto de inflexión de la vida», en Problemas psíquicos del mundo actual, 1950, pp. 220 ss. [OC 8].

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una descendencia y en todo lo relacionado con su protección, de lo cual es parte el hecho de ganar dinero y labrarse una posición. Cuando se ha llevado a término esta meta, da comienzo una etapa distinta: la cultural. A la consecución de la primera meta contribuyen la naturaleza y, sobre todo, la educación; a la consecución de la segunda lo que contribuye es poco o nada. Muchas veces se abriga incluso la falsa ambición de que un anciano tendría que comportarse como un joven o, por lo menos, intentarlo, a pesar de que en su fuero interno él mismo sea quien con más escepticismo contemple este proceder. Éste es el motivo de que el paso de la fase natural a la cultural se les haga a tantos tan enormemente difícil y amargo. Estas personas se aferran a las ilusiones de su juventud o a sus hijos, a fin de salvar de este modo un pedacito de juventud. Esto último puede verse, por ejemplo, en el caso de esas madres que creen que el único sentido de su vida está en sus hijos y piensan que van a caer en un pozo sin fondo en cuanto se vean obligadas a renunciar a ellos. De ahí que no tenga nada de sorprendente que muchas neurosis severas den comienzo pasado el mediodía de la vida. Es ésta una suerte de segunda adolescencia o de segundo periodo «romántico», que en no pocas ocasiones se ve acompañado por todas las tormentas de la pasión (una «edad peligrosa»). Pero los problemas que se plantean a esta edad ya no pueden solucionarse recurriendo a las viejas recetas: la aguja que indica la llegada de esta hora ya no puede volver a desandar su camino. Lo que la juventud encontró y tenía que encontrar fuera, el hombre del atardecer tiene que encontrarlo dentro. En este punto nos enfrentamos a problemas nuevos, que a menudo acarrearán al médico más de un quebradero de cabeza. El paso de la mañana al atardecer coincide con una revisión de los valores anteriores. La necesidad impone examinar el valor de lo que contradice los ideales tempranos, percibir lo que hay de equivocado en las convicciones hasta ahora sostenidas, reconocer lo que había de falso en las verdades antiguas y sentir cuánto había de resistencia e incluso de enemistad en lo que hasta ahora creíamos que era amor. No pocos de los que se ven inmersos en los conflictos del problema de los opuestos arrojan por la borda todo lo que hasta ese instante les parecía bueno y deseable, e intentan seguir viviendo en contradicción con su antiguo yo. Cambios de profesión, divorcios, transformaciones religiosas y apostasías de toda suerte son los síntomas de ese oscilar hacia el otro polo. La desventaja que aqueja a este radical convertirse en lo contrario estriba en el hecho de que la vida anterior es entonces pasto de la represión, suscitándose así un equilibrio no menos precario que

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el existente anteriormente, cuando las contrafiguras de las virtudes y valores conscientes yacían aún oprimidas e ignoradas. Las perturbaciones neuróticas que acaso fueran antes consecuencia de lo inconsciente de las fantasías opuestas, se convierten ahora en trastornos nacidos de la represión de los antiguos ídolos. Como es natural, yerra, y en sumo grado, quien piensa que, cuando reconocemos lo que de no valioso hay en un valor o lo que de falso encierra una verdad, uno y otra habrían sido suprimidos. Lo único que ha sucedido es que ambos se han vuelto relativos. Todo lo humano es relativo, porque todas las cosas reposan sobre contradicciones internas, pues todo cuanto existe constituye un fenómeno energético. La energía, sin embargo, descansa necesariamente sobre una antítesis anterior, sin la cual no podría haber energía en absoluto. Lo alto y lo profundo, lo caliente y lo frío, etc., tienen forzosamente que existir para que el proceso de compensación, el cual no es otra cosa que energía, pueda tener lugar. Por ello, en la tendencia a rechazar todos los valores anteriores en beneficio de sus contrarios anida la misma exageración que en la unilateralidad primera. Pero dado que los rechazados ahora son valores indiscutibles y por todos reconocidos, las pérdidas de este modo sufridas son incalculables. Quien se conduce de este modo, se arroja a sí mismo por la borda junto con sus valores, tal y como apuntó ya Nietzsche en una ocasión. La cuestión no radica en convertirse en lo opuesto de uno mismo, sino en mantener los antiguos valores reconociendo a la vez lo valioso de sus contrarios. Esto es algo que implica un conflicto y un divorcio internos. Es comprensible que uno vacile antes de dar este paso, tanto en un sentido filosófico como moral; por ello, el expediente al que se recurre para no darlo consiste, con aún mayor frecuencia que en convertirse en lo opuesto de uno mismo, en enquistarse más que nunca en las viejas opiniones. Es preciso reconocer que en esta nada agradable manifestación por la que se distinguen algunos varones al envejecer hay pese a todo escondido un cierto mérito: al menos no se convierten en renegados, sino que se mantienen en pie, sin rendirse a lo incierto ni hundirse en el fango. Renuncian a declararse en bancarrota y se transforman en árboles que se limitan a marchitarse, en «testigos del pretérito», expresándolo eufemísticamente. Pero los síntomas concomitantes, la rigidez, la inmovilidad, la estrechez de miras y el no querer seguir avanzando con los otros de los laudatores temporis acti, resultan desagradables y aun perjudiciales; pues el modo en que defienden una verdad o cualquier otro valor peca hasta tal punto de intransigente y violento que el rechazo produci-

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do por sus malos modales supera con creces al atractivo despedido por sus valores, con lo cual consiguen todo lo contrario de lo que pretendían realmente. La causa de su rigidez se debe en rigor a su angustia frente al problema de los opuestos: se siente la presencia del hermano siniestro de Medardo, y en secreto se le teme. Por ello, no puede haber más que una única verdad y una única directriz de conducta, que, además, ha de ser absoluta, pues de lo contrario no garantizaría ninguna protección contra el desastre que se olfatea en todas partes menos en uno mismo. Es en nosotros, sin embargo, donde yace escondido el más peligroso de los revolucionarios, y esto es precisamente lo que ha de saber todo el que quiera cruzar a salvo a la segunda mitad de la vida. Con ello, trocamos sin duda la supuesta seguridad de que gozábamos por una situación de incertidumbre, desgarramiento y convicciones contradictorias. Lo malo de esta situación es que en apariencia no hay ningún modo de escapar a ella. Tertium non datur, dice la lógica: «no hay un tercero». Las necesidades prácticas del tratamiento de las enfermedades nos han obligado a buscar vías y recursos con los que poder escapar a esta insoportable situación. Siempre que una persona cree hallarse ante un obstáculo aparentemente insuperable, retrocede: opera, expresándolo ahora técnicamente, una regresión. Vuelve a aquellos tiempos en los que se encontró en una situación similar y trata de hacer uso una vez más de los medios que en aquella ocasión le resultaron de ayuda. Pero lo que fue de ayuda en la juventud, resulta inútil en la vejez. ¿De qué le sirvió al empresario norteamericano reincorporarse a su antiguo puesto? De nada en absoluto. Por ello, la regresión prosigue hasta la niñez (de ahí el volverse infantiles de tantos ancianos neuróticos) y, finalmente, hasta los días anteriores a la infancia. Esto que acabo de decir suena muy aventurado, pero en realidad se trata de algo que no sólo es lógico, sino también posible. Hemos dicho más arriba que lo inconsciente contiene en cierto modo dos estratos: el personal y el colectivo. El primero toca a su fin con los primeros recuerdos infantiles; el segundo, en cambio, da cabida a los tiempos preinfantiles, es decir, a los restos de la vida de los antepasados. Mientras que las imágenes mnémicas del estrato personal están en cierto modo llenas, por tratarse de imágenes vividas, los arquetipos del estrato colectivo, al tratarse de moldes que no han sido vividos personalmente por el individuo, son solamente moldes vacíos. En cambio, si la regresión de la energía psíquica penetra, transcendiendo incluso los días de la primera infancia, en las huellas o el legado de la vida de los an-

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tepasados, las que despiertan entonces son imágenes mitológicas: los arquetipos15. Abre así sus puertas un mundo espiritual interno del que no sabíamos nada, apareciendo contenidos que tal vez estén en contradicción directa con nuestras viejas opiniones. Estas imágenes poseen tal grado de intensidad que no tiene nada de extraño que millones de personas educadas se echen en brazos de la teosofía y la antroposofía. Esto se debe simplemente a que esos modernos sistemas gnósticos satisfacen la necesidad que la gente tiene de expresar y sintetizar en una fórmula esos hechos internos y mudos en mucha mayor medida que cualquiera de las formas cristianas de religión existentes, sin exceptuar del todo al catolicismo. Este último es, por supuesto, incomparablemente más capaz que el protestantismo de expresar los hechos que aquí nos ocupan por medio de un simbolismo dogmático y cultual. Pero ni tan siquiera él ha alcanzado nunca, en tiempos pasados o presentes, la plenitud del antiguo simbolismo pagano, el cual persistió por ello tenaz durante los primeros siglos cristianos, hasta que, finalmente, fue ramificándose poco a poco en ciertos afluentes, que entre la Alta Edad Media y la Edad Moderna nunca perdieron del todo su ímpetu vital. Es cierto que esos afluentes desaparecieron en gran medida de la superficie, pero modificando su figura han vuelto otra vez a ella, a fin de compensar la unilateralidad de la moderna orientación consciente16. Nuestra consciencia está hasta tal punto embebida de cristianismo, y aun hasta tal punto moldeada por él, que la antitética posición inconsciente no puede hallar aquí acogida, por la simple razón de que a los ojos de las ideas básicas reinantes dicha posición produce la impresión de ser excesivamente contradictoria con ellas. En efecto, cuanto más parcial, rígida e incondicionalmente sea mantenido un punto de vista, tanto más agresivo, hostil e incompatible será su opuesto, con lo que las perspectivas de una reconciliación entre ambos resultarán, en principio, muy poco alentadoras. Pero si la consciencia es capaz 15. El lector se habrá percatado de que aquí se ha deslizado en el concepto de arquetipo un elemento nuevo que no había sido mencionado hasta ahora. Este añadido no se debe a una falta de claridad involuntaria, sino a una ampliación intencionada del arquetipo por obra del factor kármico, tan importante en la filosofía hindú. El aspecto del karma es imprescindible a la hora de comprender en profundidad la esencia de un arquetipo. Sin entrar aquí en una descripción en detalle de este factor, quisiera cuando menos mencionar su existencia. La crítica se ha cebado en mí a cuenta del concepto de arquetipo. No tengo inconveniente alguno en conceder que el concepto es controvertido y ocasiona no pocas perplejidades. Pero siempre me ha sorprendido ver de qué conceptos se sirven mis críticos para expresar el material empírico en cuestión. 16. Cf. mi ensayo «Paracelso como fenómeno espiritual» [OC 13,4] y Psicología y alquimia, 1952 [OC 12].

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al menos de aceptar que todas las opiniones humanas sólo tienen una validez relativa, aun la antítesis perderá parte de su incompatibilidad. Entretanto, no obstante, esa antítesis buscará un medio adecuado con el que expresarse, por ejemplo en las religiones orientales del budismo, el hinduismo y el taoísmo. El sincretismo (es decir, la mezcla y la combinación) de la teosofía sale en gran medida al encuentro de esta necesidad, siendo justamente esto lo que viene a explicar el elevado número de sus éxitos. A través de las ocupaciones vinculadas con el tratamiento analítico se produce la aparición de experiencias de naturaleza arquetípica que reclaman una expresión y una figura. Como es natural, las ocasiones en las que se producen experiencias de este tipo no se reducen a ésta. Las experiencias arquetípicas tienen lugar en no pocas ocasiones de forma espontánea, y sus protagonistas no tienen en absoluto por qué circunscribirse a personas «psicológicas». A menudo he tenido que oír la descripción de las visiones y los sueños más sorprendentes de labios de personas de cuya salud mental no podría dudar ni tan siquiera un experto en la materia. La experiencia de un arquetipo suele ser guardada profundamente en secreto, porque sus protagonistas se sienten interpelados por él en lo más hondo de su fuero interno. Este fenómeno viene a ser una suerte de experiencia originaria del no-yo anímico, un contrario interno que nos desafía a enfrentarnos con él. Como es natural, en semejantes circunstancias uno busca un paralelo que le sea de ayuda, con lo que muy a menudo sucede que el hecho original se ve reinterpretado y acomodado a ideas prestadas. Un caso típico dentro de este tipo de experiencias es el representado por la visión que de la Santísima Trinidad tuvo el hermano Nicolás de Flüe17. Otro ejemplo similar es el de la serpiente de muchos ojos contemplada por Ignacio de Loyola en una visión, el cual se inclinó primero a ver en ella una aparición de origen divino, para pensar más tarde que había sido tentado por una imagen de procedencia demoníaca. Por obra de este tipo de reinterpretaciones la experiencia original es sustituida por imágenes y palabras tomadas de una fuente extraña, así como por opiniones, ideas y modelos que pueden no haber crecido en nuestro propio suelo y que, por ende, ya no estarán ligados a nuestro corazón, sino a nuestra cabeza y nada más que a ella, la cual, incapaz por completo de concebirlos, ni tan siquiera será capaz de interpretarlos. Se trata, por así decirlo, de bienes robados que no pueden prosperar. El sustitutivo 17. Cf. mi ensayo «Hermano Klaus» [OC 11,6]. Además, M.-L. von Franz, Die Visionen des Niklaus von Flüe, 1959.

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convierte a la persona en una sombra irreal. La persona reemplaza entonces realidades vivas por palabras vacías y consigue zafarse de este modo del padecimiento de los opuestos, elevándose en espiral a un mundo descolorido y bidimensional de espectros en el que todo lo vivo y creador se marchita y muere. Los hechos mudos que suscita la regresión a los días preinfantiles no tienen necesidad de un sustitutivo, sino de una configuración individual de la vida y las obras del individuo. Esas imágenes han llegado al ser desde las vidas, las alegrías y las penas de quienes nos precedieron, y quieren volver a vivir tanto en forma de experiencia como de hecho. Sin embargo, al entrar en contradicción con la consciencia, no pueden ser trasladadas sin más a nuestro mundo, por lo que se vuelve preciso encontrar un camino que ponga en comunicación a la realidad consciente con la inconsciente.

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La confrontación con lo inconsciente es un proceso que, en según qué circunstancias, puede ser también un sufrimiento y un trabajo, al que se denomina función transcendente, porque los datos en que se basa son reales e imaginarios —o racionales e irracionales—, y porque este trabajo tiende un puente sobre el espacio vacío que separa lo consciente de lo inconsciente. La función transcendente es un proceso natural —una manifestación de la energía procedente de la tensión entre los opuestos— y consiste en una sucesión de fantasías que aparecen espontáneamente en sueños y visiones. Este mismo proceso puede también observarse en las etapas iniciales de ciertas formas de esquizofrenia. Una descripción clásica de un desarrollo de este tipo figura, por ejemplo, en el relato autobiográfico de Gérard de Nerval Aurelia. No obstante, su ejemplo literario más importante está constituido por la segunda parte del Fausto. El proceso natural de la unión de los opuestos se ha convertido para mí en el modelo y fundamento de un método que en lo esencial consiste en provocar deliberadamente lo que por naturaleza sucede inconsciente y espontáneamente, integrándolo en la consciencia y la perspectiva consciente. Una de las desventajas de que se ven aquejados muchos casos radica, en efecto, en que no cuentan con ninguna vía o recurso con los que dominar mentalmente los sucesos que tienen lugar. Entonces es . Sólo más tarde he descubierto que el concepto de «función transcendente» figura también en las matemáticas superiores, en las cuales da nombre a la función de los números reales e imaginarios. Cf. también mi ensayo sobre «La función transcendente», en Espíritu y obra, Rhein, Zürich, 1958 [OC 8,2]. . Se encontrará una exposición de series de sueños en Psicología y alquimia [OC 12].

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necesario que intervenga una ayuda médica en forma de método terapéutico específico. Como hemos visto, las teorías de que hemos hablado al principio se fundamentan en un proceder exclusivamente causal y reductivo que disuelve el sueño (o la fantasía) en las reminiscencias que lo componen y en los impulsos a ellas subyacentes. Más arriba me he detenido en lo que de justificado y restrictivo tiene este proceder. Esta técnica toca a su fin en el momento en que ya no se pueden seguir reduciendo los símbolos oníricos a reminiscencias o pretensiones personales, es decir, cuando aparecen las imágenes de lo inconsciente colectivo. Querer reducir estas ideas colectivas a cuestiones personales es algo que carecería de sentido, y que no sólo carecería de sentido, sino que sería también perjudicial, como por desgracia me he visto obligado a aprender por propia experiencia. En realidad, hasta que tomé la difícil decisión de renunciar en el sentido expuesto a la orientación exclusivamente personalista de la psicología médica, me vi asediado por muchas dudas, que a la larga sólo los fracasos me persuadieron a abandonar del todo. De hecho, primero tuve que llegar a convencerme plenamente de que el «análisis», en lo que tiene de exclusiva disolución, debe verse forzosamente seguido de una síntesis, y de que existen materiales anímicos que, de ser meramente disueltos, no tienen prácticamente ningún significado, pero que de no serlo y ver confirmado e incluso ampliado su sentido con todos los medios conscientes (lo que se conoce como amplificación), despliegan toda una plétora de significados. Las imágenes y símbolos del estrato colectivo de lo inconsciente, en efecto, sólo hacen entrega de su significado si son sometidos a un tratamiento sintético. Así como el análisis desintegra el material fantástico simbólico en sus diversos componentes, el procedimiento sintético lo integra en una expresión general y comprensible. Este proceder está muy lejos de ser sencillo, por lo que me serviré de un ejemplo con el que esclarecer en su totalidad el devenir del proceso. Encontrándose en ese preciso punto crítico de transición que se sitúa entre el análisis de lo inconsciente personal y la aparición de los contenidos de lo inconsciente colectivo, una paciente mía tuvo el siguiente sueño: Me dispongo a cruzar un ancho río. Aunque en el lugar en el que me encuentro no hay ningún puente, acierto a descubrir un sitio por el que poder pasar al otro lado. Cuando me apresto a hacerlo, un enorme cangrejo que hasta ese . Para la definición cf. Psicología y alquimia [OC 12, § 403]. Además J. Jacobi, Die Psychologie von C. G. Jung, 21945, pp. 132 ss. [La psicología de C . G. Jung].

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momento se hallaba oculto bajo las aguas me atrapa por el pie con una de sus pinzas, negándose a soltarme. Luego me despierto con una gran sensación de angustia. Ocurrencias: Río: constituye una frontera difícil de traspasar; «tengo que superar un obstáculo»; «sin duda quiere decir que avanzo con mucha lentitud»; «está claro que tengo que llegar al otro lado». Vado: una oportunidad de cruzar sana y salva; «un posible camino»; «de lo contrario, el río sería demasiado ancho». El tratamiento alberga la posibilidad de superar el obstáculo. Cangrejo: el cangrejo estaba completamente oculto por las aguas; «no había podido verlo antes»; «el cáncer es sin duda una enfermedad terrible, incurable (se acuerda de la señora X, fallecida a causa de un carcinoma); esa enfermedad me da pavor»; «el cangrejo es un animal que camina hacia atrás»; «está claro que quiere arrastrarme al fondo del río»; «me atrapó con sus siniestras pinzas y yo sentí un miedo espantoso»; «¿qué es lo que no me deja pasar? Ah sí, tuve otra vez una escena tremenda con mi amiga». De esta amistad hay mucho que decir. Se trata de una relación que cuenta ya varios años, apasionada y próxima a la homosexualidad. La amiga de la paciente es parecida a ella en muchos sentidos, incluido el nervioso. Las dos comparten un acusado interés por el arte. Pero mi paciente es quien posee la personalidad más fuerte de las dos. Puesto que su relación es demasiado íntima y a resultas de ello cierra demasiado las puertas a las demás posibilidades de la vida, las dos sufren de los nervios, y pese a lo ideal de su amistad ambas se hacen mutuamente víctimas de terribles escenas y discusiones, que obedecen a una misma susceptibilidad. Lo inconsciente quiere así poner distancia entre ellas, pero ninguna de las dos quiere aceptarlo. Por lo general, el escándalo da comienzo cuando una de ellas dice que no se entienden lo suficiente, que tendrían que hablar más, con lo que tratan llenas de entusiasmo de comunicarse. Como es natural, al poco de hacerlo se produce un malentendido que da origen a una nueva escena, que resulta todavía peor que cualquiera de las anteriores. Faute de mieux [a falta de algo mejor], sus discusiones habían sido durante mucho tiempo para ellas un dulce sustitutivo del que no querían verse privadas. En particular, mi paciente fue incapaz durante mucho tiempo de renunciar a la penosa satisfacción de no ser entendida por su mejor amiga. Sin embargo, la última escena había sido causa para ella de un agotamiento «mortal», y ella misma había caído en la cuenta desde bastante tiempo atrás de que las oportunidades de esta amistad se habían agotado ya y de que

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lo único que la llevaba a creer que todavía constituía un posible ideal era un falso orgullo. La paciente había vivido ya una relación apasionada y fantasiosa con su madre, y tras su muerte había desplazado todos esos sentimientos hacia su amiga. a) Interpretación analítica (causal-reductiva) 128

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Esta interpretación se deja resumir en una sola frase: «Veo claramente que debería cruzar al otro lado del río (es decir, poner fin a la relación con su amiga), pero para mí sería mil veces preferible que ella me retuviera con sus pinzas (es decir, con sus abrazos). Así, pues, mis deseos serían infantiles: lo que me gustaría es que mi madre volviera a atraerme hacia sí rodeándome con sus conocidos y vehementes brazos». Lo incompatible de estos deseos reside en la fuerte corriente subterránea homosexual, de la que los hechos no permiten abrigar la menor duda. El cangrejo la apresa por el pie, ya que la paciente tiene pies grandes y «masculinos»; frente a su amiga, ella desempeña el papel masculino y tiene también las correspondientes fantasías sexuales. Como es sabido, los pies tienen un significado fálico. En conjunto, pues, la interpretación rezaría como sigue: el motivo por el que no quiere abandonar a su amiga estriba en que alberga deseos homosexuales reprimidos hacia ella. Pero como esos deseos son moral y estéticamente incompatibles con las tendencias de su personalidad consciente, han sido reprimidos, por lo que son inconscientes en mayor o menor medida. El miedo debe su origen a la represión de sus deseos. Aunque esta interpretación suponga, como es natural, una maliciosa devaluación de los elevados pensamientos que le inspiraba a la paciente su relación de amistad, sin embargo en ese momento del análisis ya no me habría tomado a mal una interpretación como ésta. Ciertos hechos la habían persuadido ya desde hacía tiempo de la existencia en ella de una tendencia homosexual, por lo que, a pesar de que esta inclinación le resultara todo menos agradable, la paciente habría sido capaz de admitirla francamente. De haberle, pues, participado yo esa interpretación en el presente estadio del tratamiento, no habría tropezado con . Una concepción semejante de ambas formas de interpretación se encuentra en el recomendable libro de Herbert Silberer Probleme der Mystik und ihrer Symbolik, 1914, 21961. . Dr. Aigremont (pseudónimo de Siegmar, barón de Schulze-Galléra), Fuß- und Schuh-Symbolik und -Erotik, 1909.

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más resistencias. Ella misma había superado ya con su conocimiento lo penoso de esta poco bienvenida tendencia. Sin embargo, la paciente no habría dejado de observar lo siguiente: «Pero, entonces, ¿cuál es la razón de que sigamos analizando este sueño? A fin de cuentas, en él no se dice nada que yo no sepa desde hace ya mucho tiempo». El hecho, en efecto, es que esta interpretación no le dice a la paciente nada nuevo, por lo que carece para ella de interés y efecto. Al comienzo del tratamiento, una interpretación como ésta habría sido imposible, por la sencilla razón de que, por entonces, los extraordinarios pudores de la paciente no habrían admitido nada semejante bajo ninguna circunstancia. En aquella época era preciso que se le administrara el «veneno» del conocimiento con sumo cuidado y en minúsculas dosis, a la espera de que la enferma fuera poco a poco volviéndose cada vez más razonable. Pero ahora que la interpretación analítica o causal-reductiva ya no constituye nada nuevo y se limita a repetir lo mismo una y otra vez con diferentes variaciones, ha llegado el momento de que estemos atentos a la posible aparición de motivos arquetípicos. Porque de aparecer claramente uno de estos motivos, con su aparición habrá sonado también la hora de que modifiquemos nuestros usos hermenéuticos. En este caso el procedimiento causal-reductivo presenta, en efecto, ciertas desventajas. La primera y más importante estriba en que no presta la suficiente atención a las ocurrencias de la paciente, como, por ejemplo, a la asociación de la enfermedad con el «cangrejo». En segundo lugar, la oscuridad en que se ha dejado la cuestión de lo peculiar de los símbolos elegidos. ¿A qué se debe, por ejemplo, que la madre-amiga adopte justamente la apariencia de un cangrejo? ¿No hubiera sido posible representarla con mayor belleza y plasticidad, por ejemplo, como una ondina? («Ella le medio arrastró, él medio cayó», etc.). Además, un pulpo, un dragón, una serpiente o un pez habrían llevado a cabo igual de bien esos mismos servicios. En tercer lugar, el método causal-reductivo se olvida de que los sueños son un fenómeno subjetivo y de que, por tanto, una interpretación no puede correlacionar al cangrejo únicamente con la madre o la amiga, sino que tiene también que relacionarlo con el sujeto, con la soñante en cuanto tal. La soñante es el sueño en su totalidad; ella es el río, el vado y el cangrejo; todos estos detalles, en otras palabras, son la expresión de condiciones y tendencias presentes en lo inconsciente del sujeto. A resultas de ello, he introducido la siguiente terminología: a las interpretaciones en que las expresiones oníricas pueden ser identificadas con objetos reales las llamo interpretaciones en el

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nivel del objeto. A estas interpretaciones se contraponen aquellas que refieren todos los componentes del sueño —por ejemplo, todas y cada una de las personas que participan en él— al soñante en cuanto tal. A este proceder lo llamo interpretación en el nivel del sujeto. La interpretación en el nivel del objeto es analítica: descompone el contenido del sueño en complejos de reminiscencias que están relacionados con situaciones externas. Por el contrario, la interpretación en el nivel del sujeto es sintética, ya que desvincula los complejos de reminiscencias subyacentes de los motivos externos y los concibe como tendencias o componentes del sujeto, volviendo a asociarlos con él. (Al experimentar no me limito a tener experiencia del objeto, sino que tengo ante todo experiencia de mí mismo, si bien únicamente cuando me rindo a mí mismo cuentas de mi experimentar.) En este caso, pues, todos los contenidos del sueño son comprendidos como símbolos de contenidos subjetivos. La hermeneusis sintética o constructiva consiste, pues, en la interpretación en el nivel del sujeto. b) La interpretación sintética (constructiva)

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La paciente no es consciente de que es en ella donde se esconde el obstáculo que sería necesario superar, es decir, una frontera que es difícil de cruzar y se interpone frente a todo futuro progreso. Aun así, es posible pasar la frontera. Pero justo en ese momento acecha un peligro especial e inesperado: algo «animal» (inhumano o sobrehumano) que camina hacia atrás y hacia las profundidades, y que amenaza incluso con arrastrar hacia el fondo a la soñante como personalidad global. Este peligro es como una enfermedad que mata, surge sin que nadie lo espere de no se sabe bien dónde y no puede ser curada (es irresistible). La paciente se figura que quien la obstaculiza y la arrastra consigo a las profundidades es su amiga. Mientras lo siga creyendo así, tendrá como es natural que operar sobre ella, «elevarla», adoctrinarla y reformarla; deberá hacer esfuerzos idealistas inútiles y sin sentido a fin de evitar ser arrastrada por ella en su caída. Los mismos esfuerzos, como es natural, serán también hechos por su amiga, pues en definitiva ésta se encuentra en la misma situación que la paciente. Así que . Cf. «El contenido de las psicosis», 21914. Apéndice [OC 3,2]. En otro lugar he bautizado también este procedimiento como método «hermenéutico». Cf. «La estructura de lo inconsciente», en el apéndice a este volumen.

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ambas saltan la una sobre la otra como dos gallos de pelea que trataran de sobrevolar a su oponente. Cuanto más se eleve una, tanto más tendrá que afanarse la otra por superarla. ¿Por qué? Porque las dos creen que lo que importa es la otra, el objeto. Analizar la situación en el nivel del sujeto permite remediar este contrasentido. El sueño, en efecto, indica a la paciente que en ella hay algo escondido que le impide cruzar la frontera, es decir, dar el paso de una a otra situación o actitud. Que el cambio local puede ser interpretado como un cambio de actitud lo convierte en prueba el modo de expresarse de ciertas lenguas primitivas, en las que, por ejemplo, la frase «me dispongo a marcharme» adopta allí la expresión «estoy en el lugar de irme». Para entender el lenguaje onírico tenemos necesidad, como es natural, de un gran número de paralelos provenientes de la psicología del simbolismo primitivo e histórico, porque en última instancia los sueños proceden en lo esencial de lo inconsciente, que guarda las posibilidades funcionales residuales de todas las edades que nos han precedido en la historia evolutiva. Un ejemplo clásico de lo que acabo de decir se encuentra en «el paso de las grandes aguas» de los oráculos del I Ching. Naturalmente, llegados aquí todo depende de que comprendamos qué quiere significarse con el cangrejo. Lo primero que sabemos de él es que se trata de algo que sale a la luz en su amiga (ya que es con ella con quien la paciente relaciona a este animal); y lo segundo, que ese algo se tornó también visible en su madre. Si madre y amiga poseen realmente este atributo, es cosa que carece de relevancia en relación con la paciente. La situación sólo cambiará si ella cambia. En la madre ya no hay nada que cambiar, pues está muerta. Y a la amiga no puede obligarle a hacerlo. Que quiera o no cambiar, es cosa suya. Que la cualidad que nos ocupa saliera ya a la luz en su madre, apunta a que su naturaleza es infantil. Así, pues, ¿qué misterio se esconde en la relación de la paciente con su madre y con su amiga? El elemento común está representado por una demanda apasionada y exaltada de amor, por cuya vehemencia se siente dominada la paciente. En esta demanda se aprecia, pues, la nota característica del insobornable anhelo infantil, que como es sabido codicia ciegamente. Se trata, por tanto, de un fragmento de libido sin educar, diferenciar ni humanizar, que posee además el carácter compulsivo de un impulso, es decir, de algo que no ha sido todavía apaciguado por su doma. De un fragmento

. Richard Wilhelm, I Ging. Das Buch der Wandlungen, 1924.

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de esta naturaleza el símbolo más acertado es el animal. Pero ¿por qué precisamente un cangrejo? Las asociaciones de la paciente nos llevan aquí al cáncer al que había sucumbido la señora X, cuando contaba prácticamente la misma edad que la paciente en la actualidad. Todo apunta, pues, a la insinuación de una identificación con la señora X. De ahí que tengamos que saber más cosas de ella. La paciente pone entonces en nuestro conocimiento que la señora X era una conocida suya que había enviudado siendo aún joven. Esta mujer, que era una persona muy alegre y con unas enormes ganas de vivir, había mantenido una gran cantidad de aventuras amorosas con hombres, y entre ellas destacaba la vivida con una persona bastante peculiar, un artista de talento a quien la paciente había conocido personalmente y que había causado en ella una impresión enorme y extrañamente fascinante. Es absolutamente imposible verificar una identificación sin una semejanza inconsciente en la que no se ha reparado. Así, pues, ¿qué semejanza guarda nuestra paciente con la señora X? En este punto pude hacer que la paciente recordara una serie de sueños y fantasías anteriores que habían mostrado a las claras que también ella poseía una vena muy alocada que, sin embargo, siempre había reprimido con inquietud, por miedo a que esta tendencia, que intuía oscuramente en su interior, le indujera a propinarle un vuelco inmoral a su vida. Con ello, ahora bien, hemos realizado un nuevo y esencial descubrimiento a la hora de comprender el elemento «animal». Se trata una vez más, en efecto, de nuestro viejo anhelo, tan indomable e impulsivo como siempre, sólo que en esta ocasión dirigido a los hombres. Con ello entendemos también otro de los motivos por los que la paciente es incapaz de desligarse de su amiga: tiene, en efecto, que aferrarse a ella para no caer en manos de esa otra tendencia que tan peligrosa le parece. Con este expediente se mantiene en una etapa infantil y homosexual, que, sin embargo, opera para ella como una defensa. (La experiencia nos dicta que éste es uno de los principales motivos para aferrarse a relaciones inconvenientes e infantiles.) Pero en dicho contenido reside también su salud, el germen de la futura personalidad sana que no se arredrará ante los desafíos de la vida. La paciente, sin embargo, había sacado una conclusión diferente del destino vivido por la señora X. Pensaba, en efecto, que su repentina y grave enfermedad y su temprano fallecimiento eran un castigo del destino por lo liviano de sus costumbres, por las que (no obstante no habérselo confesado nunca) tanto la había envidiado. Al morir la señora X, la paciente puso una cara moralmente muy larga, tras la que se ocultaba una alegría «humana,

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demasiado humana» por el pesar ajeno. Como castigo, el ejemplo de la señora X la llenó de un continuo temor a vivir y crecer, y ella misma se impuso la pesada carga de una amistad insatisfactoria. Como es natural, la paciente nunca llegó a tener claras todas estas relaciones, pues de lo contrario habría actuado de una manera muy distinta. Lo acertado de este descubrimiento pudo probarse fácilmente a partir del material disponible. Pero con lo dicho estamos aún muy lejos de haber llegado al final en la historia de esta identificación. La paciente, en efecto, destacó a continuación que la señora X era propietaria de unas aptitudes artísticas nada despreciables, que sólo habían empezado a desarrollarse con la muerte de su marido y habían terminado finalmente por llevarla a entablar una amistad con el artista que hemos mencionado antes. Este hecho parece ser uno de los motivos más importantes de la identificación, y para convencernos de ello sólo tenemos que recordar las palabras de la paciente al encarecer la enorme y extrañamente fascinante impresión que aquel hombre había producido en ella. Una fascinación de este tipo no emana nunca en exclusiva de una persona a otra, sino que es un fenómeno propio de una relación, de la que siempre son parte dos personas, al tener la persona fascinada que aportar una correspondiente disposición. La disposición tiene sin embargo que ser inconsciente para ella, pues de lo contrario no tendría lugar efecto fascinador alguno. La fascinación, en efecto, es un fenómeno irresistible para el que falta una motivación consciente; dicho de otro modo, la fascinación, lejos de ser un proceso voluntario, es un fenómeno que emerge de lo inconsciente y se impone a la consciencia imperativamente. Hay que suponer, por tanto, que la paciente tiene que albergar una disposición (inconsciente) similar a la del artista. Por ello, se identifica también con un hombre. Nos acordamos entonces del análisis del sueño, en el que tropezábamos con una insinuación de la «masculinidad» (el pie). De hecho, la paciente desempeña un papel masculino frente a su amiga; ella es la activa, la que dicta siempre el son al que la otra ha de bailar, la que dirige sus pasos y en ocasiones la obliga, incluso con violencia, a que haga cosas que sólo ella quiere hacer. Su amiga es pronunciadamente femenina, incluso en su aspecto externo, mientras que en la paciente hay sin duda una cierta masculinidad. Su misma voz es más enérgica y grave que la de su amiga. La señora X es retratada como una . No se me oculta que el motivo más profundo para que la paciente se identifique con el artista reside en un cierto talento creador por su parte.

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mujer muy femenina, cuya amabilidad y suavidad de maneras serían, a juicio de la paciente, comparables a las de su amiga. Este detalle nos pone sobre una pista nueva. La paciente desempeña obviamente el papel del artista frente a la señora X, pero en este caso dentro de la relación con su amiga. De este modo queda inconscientemente consumada su identificación con la señora X y con su amante. Con ello la paciente termina finalmente por vivir esa vena alocada que con tanto temor había reprimido; pero lejos de hacerlo conscientemente, actúa inconscientemente esa tendencia. La paciente, en otras palabras, vive poseída, como la actriz inconsciente de su complejo. Ahora sabemos mucho más del cangrejo del sueño. El animal representa la psicología interna de ese fragmento de libido aún por domesticar. Las identificaciones inconscientes arrastran una y otra vez a la paciente a las profundidades. Tienen la fuerza suficiente para hacerlo porque son inconscientes y porque, en consecuencia, escapan a todo conocimiento y corrección. El cangrejo es entonces un símbolo de los contenidos inconscientes. Estos últimos tratan en todo momento de que la paciente vuelva a su antigua relación. (Los cangrejos andan hacia atrás.) Relacionarse con su amiga y estar enferma son equivalentes, y eso es lo que la ha llevado a la neurosis. En rigor, este aspecto seguiría formando parte del análisis al nivel del objeto. Con todo, no hay que olvidar que si hemos llegado a realizar este descubrimiento ha sido únicamente por haber aplicado el nivel del sujeto, el cual demuestra así constituir un importante principio heurístico. Cabría darse por satisfecho con los resultados obtenidos hasta ahora, pero en este caso tenemos todavía que satisfacer las exigencias de la teoría, pues aún no se han evaluado todas las ocurrencias y todavía está por aclararse suficientemente el significado de la elección de los símbolos. Para terminar volvamos a lo observado al principio por la paciente, cuando ésta nos decía que el cangrejo estaba oculto en el río, bajo la superficie, y que ella no había advertido su presencia hasta el momento de disponerse a cruzar. Lo que ella no había advertido hasta ese instante eran justamente esas relaciones inconscientes en las que acabamos de detenernos; yacían ocultas bajo las aguas. El río es sin embargo el obstáculo que le impide llegar al otro lado. Se lo han impedido justamente esas relaciones inconscientes que la ataban a su amiga. Lo inconsciente era el obstácu-

. Heurístico = de valor para hacer posible un hallazgo.

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lo. Las aguas, por tanto, son lo inconsciente, o, mejor dicho, la no-consciencia, el permanecer oculto; el cangrejo es también algo inconsciente, pero lo simbolizado por él coincide en este caso con el contenido dinámico oculto en lo inconsciente.

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Nuestra tarea consiste ahora en elevar al nivel del sujeto las relaciones que hasta el presente sólo hemos comprendido en el nivel del objeto. Con este fin, hemos de desligarlas de sus objetos, contemplándolas como representaciones simbólicas de complejos subjetivos de la paciente. De ahí que, si intentamos interpretar la figura de la señora X en el nivel del sujeto, tengamos que concebirla en cierto modo como la personificación de un alma parcial, es decir, de un cierto aspecto de la soñante. La señora X es entonces una imagen de lo que a la paciente le gustaría llegar a ser y se niega pese a todo a encarnar, y representa, por tanto, una imagen parcial del futuro carácter de la paciente. El artista misterioso condesciende en principio de mala gana a ser elevado al nivel del sujeto, por estar ya cubierto por la señora X el aspecto de las aptitudes artísticas inconscientes que dormitan en la paciente. Cabría decir, sin miedo a equivocarse, que el artista es una imagen de lo que de masculino hay en la paciente, una masculinidad de la que no se tiene consciencia y que por ello reside en lo inconsciente. Una afirmación como ésta es verdadera en tanto en cuanto es un hecho con el que la paciente se engaña en este sentido. Ella, en efecto, cree ser sumamente delicada, sensible y femenina, y no tener nada en absoluto de masculino. De ahí que se sintiera desagradablemente sorprendida cuando llamé su atención por primera vez sobre sus rasgos masculinos. Sin embargo, el elemento . Este componente masculino de la mujer lo he bautizado como ánimus y el correspondiente componente femenino en el varón como ánima. Cf. § 296 ss. del presente volumen. Cf. también Emma Jung, «Ein Beitrag zum Problem des Animus», en La realidad del alma, 1947, pp. 296 ss.

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de lo misterioso y fascinante no se hospeda en dichos rasgos. En apariencia, se ausenta enteramente de ellos. Y, sin embargo, tiene que estar ahí, escondido en alguna parte, pues ella misma es quien a fin de cuentas ha dado a luz ese sentimiento. Cuando un rasgo como éste no puede ser encontrado a la primera en el soñante, la experiencia dice que su ausencia se debe siempre a que ha sido proyectado. Pero ¿en quién? ¿O acaso se encuentra todavía en el artista? Este último hace ya tiempo que no pertenece al círculo habitual de la soñante y obviamente tampoco puede haberse llevado consigo la proyección, ya que ésta permanece anclada en lo inconsciente de la paciente. Además, pese a la fascinadora impresión que este hombre causó en ella, la paciente no mantuvo ninguna relación personal con él. Para ella el artista fue más bien una figura de la fantasía. No, una proyección como ésta es siempre actual; es decir, en alguna parte ha de haber alguien sobre quien esté proyectado este contenido, pues de lo contrario la paciente lo albergaría de un modo palpable en sí. Con ello volvemos una vez más al nivel del objeto, por resultarnos imposible hallar esta proyección en ningún otro lugar. La paciente no conoce a ningún hombre que tenga para ella un significado especial, excepto yo, que como médico significo mucho para ella. Lo más probable, por tanto, es que haya proyectado ese contenido sobre mí. A decir verdad, yo no había notado en ningún momento nada semejante. Pero los elementos más refinados nunca hacen aparición en la superficie, sino que siempre salen a la luz fuera de la consulta. Por ello, escogiendo con sumo tacto mis palabras le hago la siguiente pregunta: «Dígame usted, ¿qué es lo que piensa usted de mí cuando no está conmigo? ¿Sigo entonces siendo el mismo?». Ella: «Cuando estoy a su lado, me resulta usted extremadamente cordial; pero cuando estoy sola o llevo una temporada sin verle, entonces su imagen cambia, con frecuencia de una manera muy extraña. En ocasiones tengo una visión extraordinariamente idealizada de usted. Otras veces las cosas son diferentes». Aquí se detuvo, por lo que le eché una mano: «Entiendo. ¿Y en qué sentido son diferentes?». Ella: «A veces usted me parece muy peligroso y siniestro, como un demonio o un mago malvado. Ignoro cómo acabo teniendo semejantes pensamientos. Usted no es así». Así que el contenido estaba transferido a mí, ausente de su inventario anímico. Con ello alcanzamos a tener conocimiento de otro punto esencial. Yo había sido contaminado (identificado) con el artista, con lo que naturalmente ella salía a mi encuentro en la fantasía inconsciente como la señora X. Valiéndome de los materiales reunidos con anterioridad (fantasías sexuales), estuve en

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disposición de probarle este punto fácilmente. Pero en tal caso yo mismo soy también el obstáculo, el cangrejo que le impide cruzar al otro lado. Si nos mantuviéramos en este caso particular en el nivel del objeto, las cosas se pondrían difíciles. ¿De qué serviría aquí que yo le explicara que «no soy ese artista, ni tampoco alguien siniestro, ni un mago malvado, etc.»? A la paciente todo eso la dejaría fría, porque todas ésas son cosas que sabe tan bien como yo. La proyección no desaparecería, y yo seguiría siendo un obstáculo en su futura evolución. Más de una terapia se ve detenida en este punto. Porque aquí no hay otra forma de escapar al abrazo de lo inconsciente que la de que el mismo médico se sitúe en el nivel del sujeto, es decir, se contemple a sí mismo como una imagen más. Ahora bien, ¿una imagen de qué? He aquí lo verdaderamente difícil de averiguar. «Bueno —dirá entonces el médico—, una imagen de algo que yace en lo inconsciente de la paciente». A lo que ésta replicará: «¡Cómo! ¿Que soy un hombre, y para más señas un hombre siniestro y fascinante, un malvado mago o un demonio? Eso jamás: algo así no lo puedo aceptar. ¡Es absurdo! Si hay alguien aquí que pueda ser todas esas cosas, esa persona no soy yo, sino usted». A la paciente no le faltan motivos para hablar así. Es mucho lo que desentona al querer trasladar a su persona este tipo de cosas. No puede condescender a ser transformada en un demonio, o, si acaso, tan poco como puede hacerlo el médico. Sus ojos despiden un cierto fulgor, y en su rostro cobra figura una torva expresión, el resplandor de una resistencia desconocida y nunca entrevista hasta ahora. De un solo golpe advierto que es posible que haya tenido lugar un embarazoso malentendido. ¿De qué se trata? ¿Acaso de un amor desengañado? ¿Tengo frente a mí a alguien que ha sido ofendido, que siente que han rebajado su valía? En los ojos de mi paciente hay algo propio de un animal de presa, algo realmente demoníaco. Así, pues, ¿es realmente una diablesa? ¿O soy yo el animal de presa, el demonio, y quien se sienta ante mí no es más que una víctima asustada que trata de defenderse de mis malvadas hechicerías con la fuerza de un animal desesperado? Pero todo esto no puede ser más que un absurdo, una fantástica ilusión. ¿Qué es lo que acabo de rozar? ¿Qué nueva cuerda acaba de ser pulsada? Sin embargo, se trata sólo de un instante pasajero. El rostro de la paciente adopta una vez más una expresión tranquila, y, como si se sintiera aliviada, dice: «Es curioso. Acabo de tener la sensación de que habría rozado usted ese punto que nunca he conseguido superar en mi relación con mi amiga. Es un sentimiento espantoso, algo inhumano, malvado y cruel. No tengo palabras

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para describir cuán siniestro es ese sentimiento. Él es el que hace que odie y desprecie a mi amiga en tales ocasiones, pese a que yo me resista a hacerlo con todas mis fuerzas». Estas manifestaciones arrojan una esclarecedora luz sobre lo que acaba de suceder. Yo he pasado a ocupar el lugar de su amiga, y ésta ha sido superada. El hielo de la represión se ha quebrado. Sin saberlo, la paciente ha entrado en una nueva fase de su vida. Ahora sé que todo lo que de malo y doloroso había en la relación con su amiga recaerá sobre mí. Huelga decir que también lo hará lo bueno, pero en apasionada contradicción con la misteriosa X que la paciente no ha sido nunca capaz de transcender: una nueva fase de la transferencia, por tanto, que sin embargo no permite distinguir con claridad en qué consiste esa X que ha sido proyectada sobre mí. Una cosa es segura: de quedarse atascada la paciente en esta forma de la transferencia, nos aguardan los peores malentendidos, porque entonces ella me tratará como ha tratado a su amiga; la X, en otras palabras, estará en todo momento ahí, en el aire, dando ocasión sin cesar a equívocos. A la postre la paciente terminará viendo en mí al demonio, pues le es de todo punto imposible aceptar que lo sea ella misma. De este modo surgen toda clase de conflictos irresolubles. Y lo primero que hace un conflicto insoluble es detener la marcha de la vida. Pero hay otra posibilidad: la paciente recurre una vez más a su antiguo medio de defensa contra esta nueva dificultad y salta por encima del punto oscuro, es decir, lo reprime una vez más, en lugar de mantenerlo en su consciencia, que es en realidad lo que, tan obvia como necesariamente, está reclamando el método en su totalidad. Con ello no se habría ganado nada; al contrario, la X amenaza ahora desde lo inconsciente, lo que resulta considerablemente más desagradable. Siempre que hace aparición un aspecto que resulta tan difícil de aceptar, hay que considerar muy cuidadosamente si constituye o no una propiedad personal. «Magos» y «demonios» serían los representantes de propiedades que, si en realidad han sido bautizadas con esos nombres, es para que se advierta enseguida que no designan propiedades humanas-personales, sino mitológicas. «Magos» y «demonios» son figuras mitológicas que expresan el sentimiento desconocido e «inhumano» que asaltó a la paciente. Estos atributos no son, pues, en ningún caso aplicables a una personalidad humana, aunque generalmente suelan ser proyectados sobre nuestros convecinos en calidad de juicios intuitivos ajenos a un análisis crítico y detenido.

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Este tipo de atributos son siempre un indicio de que los proyectados son contenidos de lo inconsciente suprapersonal o colectivo. Porque los «demonios» no son reminiscencias personales, como tampoco lo son los «magos malvados», aunque, como es natural, todo el mundo haya leído u oído alguna vez alguna cosa sobre ellos. Del mismo modo que, pese a que uno haya oído hablar también de las serpientes de cascabel, no pensará de inmediato y con el correspondiente afecto en este animal si se ve sobresaltado por el rápido deslizarse de una lagartija en la hojarasca, igualmente nadie dirá que su vecino es un demonio a no ser que a él vaya unido realmente una suerte de efecto demoníaco. Pero si este efecto constituyera realmente un rasgo de su carácter personal, tendría que hacerse notar en toda ocasión, con lo que esta persona sería en tal caso un demonio, una especie de hombre-lobo. Tal cosa, sin embargo, es mitología, es decir, psique colectiva, o individual. En la medida en que participamos de la psique colectiva histórica a través de nuestro inconsciente personal, inconscientemente vivimos, como es natural, en un mundo de hombres-lobo, demonios, magos, etc., pues todas estas son cosas que las edades que nos han precedido han saturado sin excepción de los más poderosos afectos. Del mismo modo, también participamos de los dioses y diablos, santos y criminales. Pero sería absurdo pretender atribuirse en persona estas posibilidades existentes en lo inconsciente. Por ello, es absolutamente necesario trazar una precisa línea de separación entre lo que cabe atribuirse personalmente y lo impersonal. Con ello, como es natural, no estamos negando en modo alguno que los contenidos de lo inconsciente colectivo puedan llegar a hacer sentir muy claramente sus efectos. Pero en tanto que contenidos de la psique colectiva se contraponen a la psique individual y son distintos de ella. Entre las personas ingenuas, por supuesto, estas cosas nunca estuvieron separadas de la consciencia individual, porque en su caso los dioses, demonios, etc., no eran concebidos como proyecciones anímicas y, por tanto, como contenidos de lo inconsciente, sino como realidades de suyo evidentes. Hubo que esperar a la llegada de la Ilustración para que se pensara que los dioses no existían realmente y para que no se viera en ellos otra cosa que proyecciones. Con ello fueron también liquidados. Pero la función psíquica que les corresponde no lo fue en absoluto, sino que se precipitó en lo inconsciente, y de este modo los intoxicados por un excedente de libido que hasta entonces había sido reservado para el culto a los ídolos fueron los hombres mismos. La depreciación y represión de una función tan poderosa como la religiosa tiene, como es natural, considerables

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consecuencias para la psicología del individuo. Lo inconsciente se ve, en efecto, fortalecido extraordinariamente por el refluir de esa libido, con lo que comienza a ejercer un enorme influjo sobre la consciencia a través de sus contenidos colectivos arcaicos. El periodo ilustrado acabó, como es de todos sabido, con los terrores de la Revolución Francesa. También en nuestro presente vivimos una vez más ese amotinarse de las inconscientes fuerzas destructivas de la psique colectiva. Su consecuencia ha sido un derramamiento de sangre sin igual. Tal es justamente lo que lo inconsciente buscaba. Su posición se vio desmesuradamente fortalecida antes por el racionalismo de la vida moderna, el cual arrebató su valor a todo lo irracional, haciendo así que la función de lo irracional se sumergiera en lo inconsciente. Pero una vez que dicha función se encuentra en lo inconsciente, opera desde allí devastadora e incontenible, como una enfermedad incurable cuyo foco no es posible extirpar por ser invisible. Porque entonces tanto individuos como naciones tienen que vivir por fuerza lo irracional e incluso aplicar sus más elevados ideales y los mejores recursos de su ingenio a conferir a la locura de lo irracional la figura más perfecta de que sean capaces. A escala reducida vemos esto mismo en nuestra paciente, la cual huyó de la posibilidad vital que le parecía irracional (la señora X) tan sólo para vivir eso mismo patológicamente y con grandes sacrificios en la relación con su amiga. La única salida consiste en reconocer que lo irracional es una función psíquica necesaria por existir en todo instante y en concebir sus contenidos no como realidades concretas (¡tal cosa sería un retroceso!), sino como realidades psíquicas —como «realidades», por tratarse de hechos que hacen sentir sus efectos, es decir, de cosas que operan—. Lo inconsciente colectivo, en tanto que precipitado de la experiencia y a priori de la misma, es una imagen del mundo que lleva eones formándose. En esa imagen han ido tomando forma con el paso del tiempo ciertos rasgos, los llamados arquetipos o dominantes. Ellos son los reyes, los dioses, es decir, imágenes de leyes imperativas y principios de regularidades promedio en el devenir de las imágenes, vividas por el alma sin cesar una y otra vez. Al ser esas imágenes una copia relativamente fiel de los hechos psíquicos, sus arquetipos, es decir, sus rasgos funda-

dera.

. Esta frase fue escrita en 1916. Sería ocioso decir que hoy sigue siendo verda. Como se ha indicado más arriba, es posible concebir los arquetipos como el efecto y precipitado de las experiencias vividas. No obstante, los arquetipos son también los factores que causaron tales experiencias.

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mentales universales, resultado de la acumulación de experiencias de idéntica naturaleza, se corresponden también con ciertos rasgos fundamentales físicos de carácter general. De ahí que sea posible que se proyecten directamente imágenes arquetípicas sobre el devenir físico a la manera de conceptos intuitivos. Uno de esos conceptos es, por ejemplo, el éter, el hálito o la substancia anímica originarios, en cierto modo representado en las creencias de todo el planeta; otro es la energía, la fuerza mágica, una idea que goza de una difusión no menos general. Debido a su parentesco con los objetos físicos, la mayoría de las veces los arquetipos hacen acto de presencia proyectados, en proyecciones que, además, cuando son inconscientes, cobran figura en las personas del entorno respectivo, por regla general a la manera de una subestimación anormal de su verdadera valía o lo contrario, dando ocasión a todo tipo de malentendidos, discusiones, entusiasmos y extravagancias de todo género. Se dice entonces que «uno ha convertido a éste o aquél en su dios» o que «fulanito y menganito son la bestia negra de X», siendo aquí donde tienen también su carta de naturaleza los mitos modernos, es decir, desconfianzas, prejuicios y rumores fantásticos. De ahí que los arquetipos sean cosas de extraordinaria importancia y considerable efecto a las que se debe prestar una grandísima atención. Limitarse solamente a reprimirlos sería muy poco aconsejable, porque su potencial infeccioso los hace dignos de que se reflexione cuidadosamente sobre ellos. Puesto que la mayoría de las veces aparecen en forma de proyecciones, y puesto que estas últimas sólo se asocian a aquello que les brinda un motivo para hacerlo, su estimación y valoración son todo menos sencillas. Por ello, cuando alguien proyecta al Diablo en su vecino, es porque esa persona alberga en sí algo que posibilita que la imagen se asocie a ella. Con ello en modo alguno está diciéndose que esta persona sea un diablo; al contrario: puede tratarse de una persona excelentísima, que sin embargo es incompatible con la que ha desencadenado la proyección, por lo que entre ambas se verifica un efecto «diabólico» (es decir, separador). Tampoco la persona de quien procede la proyección tiene por qué ser un diablo, no obstante lo cual ha de reconocer que alberga en sí algo diabólico de lo que hasta ahora —no en vano insiste en proyectarlo sobre otro— ni tan siquiera sería consciente. No por ello, sin embargo, es esta persona «diabólica», pudiendo ser una persona tan decente como la destinataria . Cf. «La estructura del alma», en Problemas psíquicos del mundo actual, 1950, pp. 149 ss. [OC 8, § 331 ss.].

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de su proyección. La aparición del Diablo en un caso como éste significa que estas dos personas son incompatibles entre sí (ahora y en un futuro próximo), por lo que lo inconsciente las dispersa y mantiene separadas. El Diablo es una variante del arquetipo de la sombra, es decir, del aspecto amenazador de la mitad oscura y no reconocida del hombre. Otro arquetipo, con el que es posible tropezarse de una manera casi regular en las proyecciones de contenidos inconscientes colectivos, está representado por el «demonio hechicero», cuyos efectos son casi siempre siniestros. El Golem de Meyrink y el mago tibetano de los Murciélagos, también de Meyrink, el cual desencadena con sus hechizos el estallido de la Guerra Mundial, serían dos buenos ejemplos de lo que acabo de decir. Como es natural, Meyrink no ha llegado a saber nada de todo esto gracias a mí, sino que ha ido gestándolo de modo independiente en su inconsciente, al conferir voz e imagen a un sentimiento similar al que mi paciente había proyectado sobre mí. El tipo del mago hace también aparición en Zaratustra. En Fausto es el héroe mismo. La imagen de este demonio dibuja sin duda uno de los peldaños más elementales y primitivos del concepto de Dios. Este demonio es el tipo del hechicero primitivo de la tribu o del curandero, una persona de talentos especiales investida de fuerzas mágicas. Esta figura acostumbra a encarnarse en un hombre de piel oscura y tipo mongoloide, cuando lo representado es un aspecto negativo y potencialmente peligroso. En ocasiones es muy difícil distinguirla, de ser posible hacerlo, de la sombra; aunque cuanto más prepondere la nota mágica, antes podrá separársele de ella, lo cual tiene no pequeña importancia cuando recordamos que esta figura puede también investirse del aspecto sumamente positivo del viejo sabio. Con el conocimiento de los arquetipos se ha dado un gran paso hacia delante. El efecto mágico o demoníaco del vecino desaparece, al hacerse retroceder el sentimiento siniestro a una magnitud definitiva de lo inconsciente colectivo. Como contrapartida, nuestra tarea es entonces muy diferente, y lo que a partir de este momento tenemos que preguntarnos es de qué modo tendría el

. La idea del curandero que comercia con los espíritus y dispone de fuerzas mágicas está tan profundamente afincada entre muchos primitivos, que éstos llegan incluso a pensar que entre los animales habría también «doctores». Así, los indios achumawis del norte de California hablan de coyotes normales y de «doctores coyote». . Cf. «Sobre los arquetipos de lo inconsciente colectivo», 1934 [OC 9/1,1]. Cf. también C. G. Jung, Consciente e inconsciente (Fischer, 1957).

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yo que enfrentarse con este no-yo psicológico. ¿Es posible contentarse con constatar que los arquetipos existen y hacen sentir sus efectos sobre nosotros, abandonando a continuación este asunto al cuidado de su propia dinámica? Con ello se habría labrado un estado de perpetua disociación, es decir, un divorcio entre la psique individual y la psique colectiva. A un lado tendríamos entonces al yo diferenciado y moderno; al otro, por el contrario, una suerte de cultura negroide, un estado primitivo, en otras palabras. Con ello habríamos situado, claramente analizada ante nuestros ojos, la que constituye nuestra situación actual: la costra de la civilización sobre una bestia de piel oscura. Sin embargo, una disociación como ésta reclama de inmediato la síntesis y desarrollo de lo no-desarrollado. Es preciso que se dé una unión entre estos dos fragmentos, porque de lo contrario resulta evidente qué decisión sería necesario tomar: sin que nada pudiera evitarlo, el primitivo sería una vez más pasto de la represión. Tal cosa, sin embargo, sólo es posible allí donde existe una religión aún válida y, por ello, viva, que con un rico simbolismo, desarrollado a lo largo de centurias, brinde a la dimensión primitiva de la persona una vía de expresión lo suficientemente amplia. Esta religión, en otras palabras, tiene que poseer en sus dogmas y ritos un representar y obrar que retrocedan a lo inmemorial. Tal es lo que ocurre en el catolicismo, lo cual constituye tanto su peculiar ventaja como el principal de sus peligros. Antes de entrar a considerar la cuestión, nueva, de una posible unión, volvamos una vez más al sueño del que partíamos. Con la ayuda de las reflexiones precedentes hemos ido comprendiendo su contenido cada vez mejor, y especialmente un fragmento esencial: la angustia. Ésta es una angustia primitiva frente a los contenidos de lo inconsciente colectivo. Hemos visto que la paciente se identificaba con la señora X, manifestando así que mantenía también una relación con el artista misterioso. Por su parte, el médico era identificado con el artista, y tras ello hemos visto también que yo, considerándose mi persona en el nivel del sujeto, era una imagen de la figura hechicera de lo inconsciente. Todo esto está cubierto en el sueño por el símbolo del cangrejo, del que camina hacia atrás. El cangrejo es el contenido vivo de lo inconsciente, que ningún análisis en el nivel del objeto puede agotar o neutralizar. Lo que nosotros hemos conseguido ha sido, sin embargo, que los contenidos mitológicos y psicológicos colectivos se desligaran de los objetos de la consciencia, consolidándose como realidades psíquicas exteriores a la psique individual. Con este acto de conocimiento nosotros «sentamos» la realidad de los

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arquetipos; más exactamente, sobre la base del conocimiento postulamos la existencia psíquica de tales contenidos. Éstos —quede aquí constancia expresa de ello— no son meros contenidos de conocimiento, sino sistemas psíquicos transubjetivos en gran medida autónomos, por lo que se hallan sometidos al control de la consciencia en un grado muy reducido, escapando de él muy probablemente en su mayor parte. Mientras lo inconsciente colectivo esté acoplado sin fisuras a la psique individual, no puede tener lugar ningún progreso; el límite, por hablar en términos idénticos a los del sueño, no podrá ser cruzado. Pero cuando la paciente se dispone pese a todo a atravesar la frontera, entonces lo antes inconsciente despierta, atrapándola por el pie y negándose a soltarla. Por el sueño y su material lo inconsciente es caracterizado, de un lado, como un animal inferior que mora oculto en la profundidad de las aguas y, de otro, como una peligrosa enfermedad que puede ser curada si se interviene a tiempo. Ya hemos visto hasta qué punto es correcta esta caracterización. El símbolo animal en particular apunta, como se ha dicho, a lo extrahumano, es decir, a lo suprapersonal; los contenidos de lo inconsciente colectivo, en efecto, no son solamente los residuos de modos arcaicos y específicamente humanos de actuar, sino también los residuos de las funciones de la línea genealógica animal del hombre, cuya duración ha sido en definitiva mucho mayor que la de la era, relativamente breve, de la existencia específicamente humana. Este tipo de residuos, o —por decirlo con Semon— de engramas, carecen de rival, cuando están activos, a la hora de detener la marcha hacia delante de la evolución y se las arreglan también como nadie para transformarla en un paso atrás en tanto no haya sido consumido del todo el volumen de energía activado por lo inconsciente colectivo. La energía, sin embargo, sólo volverá a ser útil de poder reintroducírsela en la cuenta a través de la confrontación consciente con lo inconsciente colectivo. Las religiones han conferido una figura concreta a este circuito de energía en la relación cultual con los dioses. Pero para nosotros estos modos y maneras se contradicen en exceso con el intelecto y su moral gnoseológica, y en términos históricos han sido además

. En su disertación filosófica sobre lo inconsciente en Leibniz (Das Unbewußte bei Leibniz in Beziehung zu modernen Theorien, Zürich, 1917), Hans Ganz acude a los engramas de Semon para explicar lo inconsciente colectivo. Mi concepto de inconsciente colectivo coincide sólo parcialmente con el concepto semoniano de los mneme filogenéticos. (Cf. Semon, Die Mneme als erhaltendes Prinzip im Wechsel des organischen Geschehens, Leipzig, 1904.)

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hasta tal punto superados por el cristianismo que en nuestro caso esta solución al problema ya no puede seguir oficiando de modelo ni constituir una posible opción. En cambio, si concebimos las figuras de lo inconsciente como fenómenos o funciones psíquicas colectivas, la voz de nuestra conciencia intelectual no se sentirá en modo alguno traicionada por esta hipótesis. Esta solución es racionalmente admisible. Y con ella hemos conquistado también la posibilidad de enfrentarnos con los residuos activados de nuestra filogénesis. Esta confrontación posibilita cruzar la frontera, por lo que le he dado el nombre de función transcendente (cf. arriba, § 121), lo que equivale a una evolución progresiva en dirección a una nueva actitud. Los paralelos con el mito del héroe saltan a la vista. Con frecuencia, el típico combate del héroe con el monstruo (el contenido inconsciente) tiene lugar a las orillas de un río o en un vado, como acostumbra especialmente a suceder, por ejemplo, en los mitos indios que han llegado a nosotros gacias al Hiawatha de Longfellow. Frobenius ha mostrado por medio de un amplio material que el héroe (al igual, por ejemplo, que Jonás) suele ser engullido por el monstruo en el combate decisivo. En el interior del coloso, el héroe empieza sin embargo a enfrentarse a su manera con la bestia, mientras el animal navega con él en su seno hacia oriente en dirección a la salida del Sol; para ello, en efecto, el héroe secciona con su espada un valioso fragmento de las entrañas de la bestia: su corazón, por ejemplo, gracias al cual se mantenía con vida (es decir, la preciosa energía por la que fue activado lo inconsciente). De este modo, el héroe da muerte al monstruo, arrojado entonces a la orilla por la corriente, donde su vencedor, renaciendo con posterioridad a lo que se ha bautizado como la travesía del mar nocturno (la función transcendente), sale otra vez al exterior, con suma frecuencia acompañado por todos aquellos a los que el monstruo había engullido antes que a él. Con ello queda restablecido una vez más el estado anterior de normalidad, pues, al habérsele sustraído su energía, lo inconsciente deja de ocupar una posición preponderante. Así, de manera sumamente gráfica, el mito describe el problema que también ocupa a nuestra paciente.

. Tal y como se expresa Frobenius. Cf. Das Zeitalter des Sonnengottes, 1904. . Remito a aquellos de mis lectores que tengan un interés más profundo por el problema de los opuestos y su solución y por la actividad mitológica de lo inconsciente a Transformaciones y símbolos de la libido, nueva edición 1952: Símbolos de transformación [OC 5]; cf. además Tipos psicológicos [OC 6,1] y «Sobre los arquetipos de lo inconsciente colectivo» (véase más arriba, nota 6).

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Tengo ahora que destacar el hecho no menor —que a buen seguro tampoco habrá escapado a la atención del lector— de que en este sueño la aparición de lo inconsciente colectivo adopta el halo negativo de una realidad amenazadora y dañina. Este fenómeno obedece a que la imaginación de la paciente muestra no sólo un grado de refinamiento poco común, sino incluso manifiestamente excesivo, lo que podría guardar relación con sus aptitudes literarias. Todas estas creaciones de su imaginación son no obstante un síntoma de su enfermedad, pues la paciente se deleita en exceso en sus fantasías, permitiendo que la vida real pase junto a ella sin tocarla. Añadir a ellas aún más mitología sería algo claramente peligroso para su integridad, pues frente a ella aguarda todavía un fragmento de vida externa por vivir. La paciente vive en la vida real en una medida en exceso reducida todavía como para poder arriesgarse a invertir su punto de vista. Lo inconsciente colectivo ha caído sobre ella y amenaza con alejarla de una realidad que todavía no se ha visto cumplida sino en muy insatisfactoria medida. De acuerdo con el sentido del sueño, lo inconsciente tenía por ello que adoptar una faz amenazadora para ella, pues, de lo contrario, la paciente se habría apresurado una vez más a convertirlo en un refugio con el que eludir las exigencias de la vida. Al emitir un juicio sobre un sueño es preciso observar con sumo cuidado de qué modo son introducidas en él sus distintas figuras. El cangrejo que personifica lo inconsciente, por ejemplo, es negativo porque, según se nos dice de él, «camina hacia atrás» y porque, además, en el momento decisivo apresa con sus pinzas a la paciente. Seducidos por los «mecanismos oníricos» ingeniados por Freud, como desplazamientos, inversiones y similares, hemos creído tener derecho a prescindir de la llamada «fachada» del sueño, presuponiendo que los verdaderos pensamientos se localizarían a la postre detrás. Contrariamente a ello, hace ya tiempo que vengo defendiendo el punto de vista de que nada nos autoriza a acusar a los sueños de efectuar en cierto modo maniobras de distracción intencionadas. La naturaleza puede ser oscura y con frecuencia impenetrable, de eso no hay duda. Pero de lo que no usa es de astucias como las humanas. De ahí que tengamos que suponer que los sueños son justamente como deberían ser, ni más ni menos10. Que presenten un determinado aspecto bajo una faz poco favorecedora no es razón para suponer que de este modo haya sido significada su faz positiva, ni nada que remotamente se 10. Al respecto cf. «Puntos de vista generales acerca de la psicología de los sueños», en Energética psíquica y esencia del sueño [OC 8,9].

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le parezca. La amenaza arquetípica en el vado es hasta tal punto clara, que el sueño podría ser contemplado prácticamente como una advertencia. Tengo no obstante que desaconsejar que se abracen este tipo de planteamientos antropomórficos: el sueño como tal no pretende nada en absoluto; es tan sólo un contenido que se limita a hacer acto de presencia por sí mismo, un mero hecho natural, como el azúcar en la sangre de un diabético, por ejemplo, o la fiebre de un enfermo de tifus. Sólo nosotros, si somos lo suficientemente inteligentes como para interpretar de forma correcta los signos de la naturaleza, hacemos de ellos una advertencia. ¿Pero de qué sería preciso advertirnos? La amenaza estriba, como es manifiesto, en que la paciente podría verse dominada por su inconsciente en el momento de pasar al otro lado. ¿Y en qué consistiría ese ser dominada? Las irrupciones de lo inconsciente tienen lugar con facilidad coincidiendo con importantes cambios y decisiones. La orilla desde la que la paciente llega al río constituye, como hemos visto, su situación actual, las circunstancias de su vida con las que nos hemos familiarizado. En dicha situación, ella ha recaído en una vía muerta neurótica, tal y como si hubiera tropezado con un obstáculo infranqueable. El obstáculo ha sido representado por el sueño como un río que puede vadearse. No parece, por tanto, constituir nada verdaderamente grave. Pero en el río acecha inesperadamente el cangrejo, que es quien representa el verdadero peligro, la verdadera razón por la que es o parece imposible pasar al otro lado. En efecto, de haberse sabido con antelación que el peligroso cangrejo se hallaba al acecho en este lugar, tal vez habría podido tantearse el paso por otro sitio o tomarse las precauciones pertinentes. En la actual situación sería muy de desear que la paciente pudiera cruzar al otro lado. El paso empieza por coincidir con una transferencia de la antigua situación a la persona del médico. He aquí lo novedoso. Si lo inconsciente no fuera imprevisible, tal cosa no supondría ningún desafío. Pero, como vimos, la transferencia amenaza con desencadenar la actividad de figuras arquetípicas, una actividad que nadie ha sabido prever. En cierto modo se ha hecho la cuenta sin considerar a la hospedera, «olvidándose de los dioses». Nuestra soñante no es una personalidad religiosa, sino «moderna». Ha olvidado la religión en la que fue educada un día e ignora totalmente que hay momentos de la vida en los que intervienen los dioses, o, por decirlo con mayor propiedad, situaciones que han sido diseñadas desde tiempo inmemorial para conmover nuestro ser hasta sus cimientos. Una de esas situaciones está representada, por ejemplo, por la pasión y los peligros del amor. El

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amor es capaz de conjurar poderes inesperados del alma contra los que se habría hecho bien en precaverse. La religio, entendida como un acto de someter a «cuidadosa consideración» amenazas y fuerzas desconocidas, se convierte aquí en la cuestión decisiva. De una simple proyección pueden brotar el amor y la entera fatalidad propia de él: algo que con quiméricas ilusiones podría arrancar a la paciente del curso natural de su vida. Lo que se abatirá sobre ella, ¿es bueno o malo, Dios o el Diablo? Al no saberlo, se siente a su merced. ¿Y quién puede decir que vaya a estar a la altura de esta complicación? Hasta ahora ha hecho todo lo que estaba en su mano para eludir esta posibilidad, y en el momento presente esta última amenaza con apoderarse de ella. Es éste un desafío del que habría que escapar o para el que, de aceptarlo, se requerirían, como suele decirse, una buena porción de «confianza en Dios» o de «fe» en que los acontecimientos tendrán pese a todo un feliz desenlace. Así es como hace acto de presencia, sin quererlo y de forma inesperada, la cuestión de la actitud religiosa frente al destino. Siendo ésta la faz de las cosas en el sueño, la única opción que de entrada le queda a la paciente consiste en retirar con sumo cuidado el pie, porque seguir adelante sería fatal para ella. Todavía no está en disposición de dejar atrás la situación neurótica; el sueño, en efecto, no le ofrece ningún indicio positivo para pensar que vaya a recibir algún tipo de ayuda por parte de lo inconsciente. Los poderes inconscientes no le son todavía propicios. Está claro que esperan que la soñante siga trabajando y reflexionando, antes de que pueda arriesgarse realmente a pasar al otro lado. Dado que no quisiera que este ejemplo negativo transmitiera no obstante la impresión de que lo inconsciente desempeña en todos los casos un papel desfavorable, referiré también otros dos sueños11, tenidos en este caso por un joven, merced a los cuales es posible observar su intervención desde un prisma diferente y bastante más amable. El ejemplo me es especialmente querido porque desde mi punto de vista no hay otro modo de solucionar el problema de los opuestos que siguiendo la vía irracional insinuada por las aportaciones de lo inconsciente, los sueños. Primero me ocuparé de que el lector se familiarice en alguna medida con la persona del soñante, ya que sin este conocimiento le sería muy difícil entender la particular atmósfera sentimental de los sueños. Hay sueños que son verdaderas poesías, por lo que no pueden ser entendidos a menos de conocerse todas las circuns11. Estos sueños son también discutidos en «El significado de lo inconsciente para la educación individual», 1928 [OC 17,6, § 266 ss.].

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tancias sentimentales que los rodean. El soñante es un joven de poco más de veinte años cuyo porte es todavía enteramente el de un adolescente. Su aspecto y manera de expresarse tienen incluso algo de la doncellez de una muchacha, y de ellos, y especialmente de la segunda, se deduce que ha recibido una formación y educación exquisitas. Se trata de un joven inteligente al que animan unos marcados intereses intelectuales y artísticos, y entre cuyas prioridades lo estético ocupa un primerísimo plano. De inmediato se percibe su buen gusto y lo refinado de su entendimiento para todas las formas del arte. Su vida sentimental es suave y delicada, y adopta con facilidad tintes vehementes, y su carácter es el propio de la adolescencia, aunque de naturaleza femenina. No hay en él ni una sola huella de la característica grosería de los adolescentes. Está claro que es aún demasiado joven para su edad, es decir, un típico ejemplo de desarrollo retardado, y con ello concuerda el hecho de que me visite a causa de su homosexualidad. La noche que precedió a nuestro primer encuentro, su reposo fue interrumpido por el siguiente sueño: «Me encuentro en una catedral de amplias naves, en la que me envuelve una atmósfera crepuscular y misteriosa. Alguien dice que es la catedral de Lourdes. En su centro hay un pozo profundo y oscuro por el que tendría que descender». Como cualquiera puede ver, el sueño es la expresión coherente de un estado de ánimo. Las observaciones del soñante son las siguientes: «Lourdes es la fuente mística curativa. Ayer pensé, como es natural, que buscaba el modo de curarme y que me haría tratar por usted. Según tengo entendido, en Lourdes hay un pozo parecido. Probablemente, tiene que ser desagradable descender a esas aguas. Pero el pozo de la iglesia era muy profundo». ¿Qué es lo que dice este sueño? En apariencia, es un sueño muy claro y uno podría contentarse con ver en él una suerte de formulación poética del estado de ánimo del paciente la víspera de su primera consulta. Pero esto es algo con lo que uno no debería contentarse nunca, porque de acuerdo con lo que nos dicta la experiencia los sueños son mucho más profundos y esconden muchos más significados. Prácticamente se podría pensar que el soñante habría acudido al médico con un ánimo poético, dando comienzo al tratamiento como quien entra en una solemne ceremonia litúrgica bañada por la luz crepuscular y misteriosa de un lugar santo. Cosa semejante, ahora bien, está muy lejos de concordar con lo sucedido en la realidad. El paciente se limitó a acudir al médico para hacerse tratar ese desagradable asunto que hemos mencionado antes, es decir, su homosexualidad. Ésta no tiene nada en absoluto de poético, y en cualquier caso del efectivo

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estado de ánimo de la víspera tampoco cabría deducir los motivos por los que el joven tendría que tener un sueño tan lírico, si estamos en lo cierto al suponer una causalidad tan directa para su génesis. Sin embargo, podría sospecharse que, pese a todo, lo que provocó el sueño fue precisamente la impresión causada por ese asunto tan falto de poesía que había hecho que el paciente visitara mi consulta. Entraría dentro de lo razonable suponer, por ejemplo, que, a causa justamente de lo poco poético de su estado de ánimo la víspera, el paciente tuvo un sueño tanto más poético, de un modo análogo, por ejemplo, a quien sueña con un suculento banquete por la noche tras haberse pasado el día ayunando. No se puede negar que en el sueño se repiten las ideas del tratamiento, la curación y lo desagradable del proceso, si bien poéticamente transfiguradas, es decir, de una forma tanto más satisfactoria para las vivas necesidades estéticas y emocionales del soñante. Éste será inevitablemente atraído por esta invitadora imagen, a pesar de que el pozo sea oscuro, profundo y frío. Algo de este estado de ánimo onírico sobrevivirá incluso al reposo, introduciéndose en la mañana de ese día en que el paciente ha de someterse a obligación tan desagradable y carente de poesía. Cabría incluso que la gris realidad fuera bañada por el leve resplandor dorado de los sentimientos del sueño. ¿Es ésta, acaso, la meta del sueño? Podría serlo, pues de acuerdo con mi experiencia la gran mayoría de los sueños poseen una naturaleza compensatoria12. Casi todos ellos hacen recaer el acento en la parte respectivamente contraria, a fin de mantener el equilibrio anímico. Pero compensar un determinado estado de ánimo no es el único fin de la imagen onírica. En el sueño se esconde también la rectificación de un determinado punto de vista. El paciente carecía de ideas precisas respecto del tratamiento a que se aprestaba a someterse. El sueño le brinda sin embargo una imagen en la que lo esencial del tratamiento que le espera está caracterizado mediante una metáfora poética. De ello nos persuadimos tan pronto como examinamos sus ocurrencias y observaciones a propósito de la imagen de la catedral. «Al oír esta palabra, “catedral” —dice—, me viene a la mente la catedral de Colonia, por la que me he sentido enormemente atraído desde mi más temprana infancia. Recuerdo que la primera en hablarme de ella fue mi madre, y recuerdo también que, cada vez que veía una iglesia en un pueblo, lo primero que hacía era preguntar si aquélla era la

12. El concepto de compensación ya fue empleado ampliamente por Alfred Adler.

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catedral de Colonia. Mi deseo era hacerme monje en una catedral como ésa». Lo descrito por el paciente en estas ocurrencias es una experiencia juvenil de gran importancia. Como casi siempre ocurre en estos casos, en el suyo se observa también la existencia de un vínculo especialmente fuerte con la madre. Por él no debe entenderse, no obstante, una relación consciente especialmente buena o intensa con ésta, sino más bien algo similar a un vínculo secreto y subterráneo, que en la consciencia tal vez se refleje únicamente en el retraso del desarrollo de su carácter, es decir, en un relativo infantilismo. Como es natural, el desarrollo de la personalidad trata de alejar al individuo de un vínculo tan infantil e inconsciente como éste, ya que no hay nada que obstaculice en mayor medida el desarrollo individual que la persistencia en un estado inconsciente y, casi podríamos decir, psíquicamente embrionario. Por ello, el instinto aprovecha la primera oportunidad que se le presenta para sustituir a la madre por un objeto diferente. Este objeto tiene que guardar en cierto sentido una analogía con ella, para poder llegar a reemplazarla realmente. Y esto es exactamente lo que ha ocurrido en el caso de nuestro paciente. La intensidad con la que su imaginación infantil se adueñó del símbolo de la catedral de Colonia corresponde a una fuerte necesidad inconsciente de encontrar un sustituto de la madre. Esta necesidad inconsciente se ve acrecentada todavía más en un caso en el que el vínculo infantil amenaza con convertirse en un problema. De ahí el entusiasmo con el que su imaginación infantil se apoderó de la imagen de la iglesia, pues la Iglesia es en todos los sentidos de la palabra una madre. No sólo se habla de la «madre» Iglesia, sino también de su seno; y en la ceremonia católica de la benedictio fontis la pila bautismal recibe el nombre de immaculatus divini fontis uterus (seno inmaculado de la fuente divina). Seguramente, todos nosotros opinaremos que para que este significado tuviera efecto en la fantasía sería preciso tener consciencia del mismo, así como que un niño ignorante jamás podría ser conmovido por estos pensamientos. Es indudable que este tipo de analogías no ejercen su efecto a través de la consciencia, sino siguiendo un camino muy diferente. La Iglesia, en efecto, representa un sustituto espiritual de orden superior que viene a reemplazar al vínculo meramente natural y, por así decirlo, nada más que «carnal» con los padres, por lo que de este modo los individuos son liberados por ella de una relación inconsciente y natural que, en rigor, no constituye en absoluto una relación, sino un estado de primitivísima e inconsciente identidad. Debido a lo inconsciente del mismo, dicho estado po-

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see una enorme inercia, que opone la mayor de las resistencias a todo desarrollo espiritual de orden superior, hasta el punto de que resultaría extremadamente difícil indicar en qué se diferenciaría esencialmente un estado como éste de la realidad anímica de un animal. La aspiración a que el individuo se desligue de ese estado inicial similar al de las bestias y el intento por convertir dicha aspiración en una realidad no constituyen, ahora bien, una prerrogativa exclusiva de la Iglesia cristiana, sino la forma moderna —y en especial occidental— de una aspiración instintiva que probablemente es tan antigua como la misma humanidad. La presencia de esta aspiración en sus más variadas formas es evidente en todos los pueblos primitivos que han alcanzado aunque sólo sea un cierto grado de desarrollo sin sucumbir posteriormente a los peligros de la degeneración. Me refiero, en efecto, a la institución de las iniciaciones o consagraciones masculinas. Llegados a la adolescencia, los jóvenes son conducidos a la casa de los hombres o a cualquier otro emplazamiento iniciático, donde se procede a distanciarlos sistemáticamente de su familia. A la vez son iniciados en los misterios religiosos, y de este modo se les introduce no sólo en una red de relaciones completamente nuevas, sino también, una vez operadas la renovación y modificación de su personalidad y en cierto modo su renacimiento —a la manera de un quasi modo genitus—, en un mundo nuevo. Con suma frecuencia, la iniciación va ligada a todo tipo de torturas y en no raras ocasiones a la práctica de la circuncisión y de rituales similares. Es indudable que este tipo de costumbres son extraordinariamente antiguas. En la práctica se han convertido poco menos que en un mecanismo instintivo, con lo que tienden a reproducirse una y otra vez por sí solas aun en ausencia de toda coerción externa, como en el «bautismo de los zorros» de las corporaciones universitarias alemanas o en las iniciaciones aun más contundentes de las sociedades estudiantiles norteamericanas. Estas costumbres están enterradas en lo inconsciente como una imagen primitiva. Al hablarle la madre al pequeño de la catedral de Colonia, esta imagen originaria fue rozada y despertada a la vida. Sin embargo, no se encontró ningún educador religioso que siguiera cultivando este principio. El chico siguió al cuidado de su madre, pese a lo cual el anhelo de un hombre que lo guiara continuó sin duda desarrollándose en él, aunque, ciertamente, en la forma de una inclinación homosexual: un desarrollo defectuoso que tal vez no hubiera llegado a producirse de haber sido un hombre quien se hubiera ocupado de estimular su infantil imaginación. La desviación hacia la homosexualidad cuenta, con todo, con un amplio nú-

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mero de antecedentes históricos. En la antigua Grecia, al igual que en otros colectivos primitivos, homosexualidad y educación eran, por así decirlo, prácticamente idénticas. En dicha medida, la homosexualidad del adolescente responde a la necesidad que este último tiene del varón, una necesidad sin duda equivocada, pero no por ello menos razonable. Cabría incluso decir que el miedo al incesto fundamentado en el complejo materno se extiende en general a todas las mujeres. A mi juicio, no obstante, un hombre inmaduro hace muy bien en tenerles miedo a las mujeres, porque por lo general sus relaciones con ellas acostumbran a vivir un desdichado desenlace. Según lo indicado por el sueño, para el paciente el comienzo del tratamiento equivale al cumplimiento del sentido de su homosexualidad, es decir, al ingreso en el mundo del varón adulto. Lo que nosotros nos vemos aquí obligados a analizar con el concurso de laboriosas y prolijas reflexiones para poder comprenderlo en su integridad, el sueño lo ha comprimido en unas pocas y expresivas metáforas, forjando así una imagen que apela con mucha mayor fuerza a la fantasía, la sensibilidad y el entendimiento del soñante que cualquier tratado didáctico. De este modo, el paciente fue mejor y más adecuadamente preparado para el tratamiento que con la más voluminosa colección de principios médicos y pedagógicos. (Éste es el motivo por el que creo que el sueño no sólo es una valiosa fuente de información, sino también una herramienta educativa o terapéutica sumamente eficaz.) A continuación viene el segundo sueño. Antes de entrar en él debo decir que el sueño que acabamos de discutir no fue tratado en la primera consulta. De hecho, ni siquiera fue mencionado en ella, y en lo sucesivo tampoco se dijo una sola palabra que guardara aun la más remota relación con lo que acaba de reseñarse. El segundo sueño reza como sigue: «Me encuentro en una gran catedral gótica. Tras el altar se alza un sacerdote. Yo me encuentro de pie frente a él acompañado por mi amigo y sostengo en mi mano una figurita japonesa de marfil con la sensación de que debería ser bautizada. De pronto aparece una mujer que es mayor que nosotros y que, tras quitarle a mi amigo su anillo de estudiante de la mano, se lo desliza en su propio dedo. Mi amigo se asusta, pensando que aquello podría comprometerlo de algún modo. Pero en ese momento se oye una maravillosa música de órgano». Destacaré aquí tan sólo aquellos aspectos que vienen a continuar y completar el sueño de la víspera. Sin posibilidad de error, el segundo sueño está relacionado con el primero. El soñante se encuentra de nuevo en una iglesia, es decir, inmerso en su iniciación

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a la masculinidad. Pero en esta ocasión ha aparecido una nueva figura: el sacerdote, de cuya ausencia en la situación anterior hemos hablado ya. El sueño confirma, pues, que el sentido inconsciente de su homosexualidad se habría cumplido, pudiendo así comenzar una nueva etapa de su desarrollo. La verdadera ceremonia iniciática, es decir, el bautismo, puede empezar ya. En el simbolismo del sueño se confirma lo que he dicho anteriormente, es decir, que operar este tipo de transiciones y transformaciones anímicas no sería prerrogativa de la Iglesia cristiana, y que en determinadas ocasiones este tipo de conversiones pueden ser forzadas por una imagen antiquísima y viva. Lo que según el sueño debería ser bautizado es una figurita japonesa de marfil. Al respecto el paciente observa lo siguiente: «Se trataba de un hombrecillo pequeño y grotesco que me recordaba al miembro viril. Admito que no deja de ser curioso que este miembro tenga que ser bautizado. Pero, a fin de cuentas, entre los judíos la circuncisión viene a ser una especie de bautismo. Sin duda, todo el asunto tiene que ver con mi homosexualidad, porque el amigo que se halla de pie a mi lado frente al altar es justamente la persona con la que mantengo una relación homosexual. Pertenece a la misma corporación de estudiantes que yo. Es evidente que el anillo que le distingue como miembro de la misma es un símbolo de nuestra relación». Como todo el mundo sabe, en su uso diario un anillo —la alianza, por ejemplo— es un signo que expresa la existencia de un vínculo o una relación. De ahí que en este caso podamos dar por supuesto con toda tranquilidad que el anillo de la corporación estudiantil es una metáfora de la relación homosexual, así como que el hecho de que el paciente esté en el sueño acompañado por su amigo significaría exactamente lo mismo. El mal que debe ser corregido es en definitiva la homosexualidad. De este estado de relativo infantilismo el paciente debe ser conducido a la vida adulta a través de una ceremonia muy semejante a la circuncisión con la ayuda de un sacerdote. Estas ideas se corresponden de un modo exacto con lo dicho anteriormente sobre el sueño precedente, por lo que hasta aquí los acontecimientos se limitarían a proseguir un curso lógico y racional valiéndose de representaciones arquetípicas. Es entonces, sin embargo, cuando se produce en apariencia un incidente perturbador. Una dama de más edad que los implicados se adueña repentinamente del anillo estudiantil; hace suyo, en otras palabras, lo que hasta ahora era una relación homosexual, y como resultado el paciente se siente invadido por el miedo a haber recaído en una nueva relación com-

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prometedora. Puesto que el anillo se encuentra ahora en el dedo de una mujer, se habría celebrado una especie de matrimonio, es decir, la relación homosexual habría pasado a convertirse en una relación heterosexual, pero una relación heterosexual de naturaleza peculiar, al tratarse de una dama de edad. «Esta mujer», dice el paciente, «es amiga de mi madre. Yo la tengo mucho cariño, pero para mí ella es en realidad una amiga maternal». Esta última frase nos descubre qué es lo que ha ocurrido en el sueño. A resultas de la iniciación se ha puesto fin a la unión homosexual, dándose comienzo en su lugar a una relación heterosexual, que de entrada consiste en una amistad platónica con una mujer parecida a la madre. Pese a su apariencia maternal, sin embargo, esta mujer ya no es la madre del paciente, por lo que relacionarse con ella supone, por tanto, dar un paso más allá de la madre y superar siquiera parcialmente la homosexualidad adolescente. El miedo al nuevo vínculo no es difícil de entender. Por un lado, es miedo a la semejanza de la mujer con la madre —lo cual podría significar que se ha disuelto la relación homosexual tan sólo para volver a caer sepultado una vez más bajo el abrazo materno—; por otro, es miedo a lo que de nuevo y desconocido puede acarrear consigo la vida heterosexual adulta, en la que cabe que tenga que hacerse frente a obligaciones como el matrimonio, etc. Que se trata sin duda alguna de un avance, y no de un retroceso, parece confirmárnoslo la música que se oye en el sueño a partir de este instante. El paciente, en efecto, es una persona muy musical, y su sensibilidad muestra una especial predilección por la solemnidad de la música de órgano. La música, por tanto, tiene para él el significado de un sentimiento sumamente positivo, un sentimiento que en este caso es señal de que el sueño ha vivido un final conciliador, volviendo así a dejar de nuevo tras de sí un sentimiento bello y solemne al despertar. Si se tiene ahora en cuenta que, para ese momento, el paciente se había limitado a visitarme en una sola ocasión, en la que lo hablado entre nosotros apenas había ido más allá de una simple anamnesis médica, se me dará sin duda la razón si digo que ambos sueños constituyen asombrosas anticipaciones. De un lado, los dos sueños arrojan sobre la situación del paciente una luz sumamente peculiar y extraña a la consciencia; de otro, sin embargo, esa luz confiere a la situación médica banal un aspecto que parece haber sido cortado como ninguna otra cosa a la medida de la idiosincrasia espiritual del paciente y al que en consecuencia pocas cosas serían capaces de aventajar a la hora de avivar sus intereses estéticos, intelectuales y religiosos. De este modo el tratamiento

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se vio afianzado sobre las mejores bases concebibles. Al significado de ambos sueños le falta muy poco para transmitir la impresión de que el paciente habría dado comienzo al tratamiento con la mejor de las voluntades y una absoluta confianza, mostrándose por entero dispuesto a dejar atrás su adolescencia y convertirse en un hombre. Pero en realidad las cosas fueron muy distintas. En su consciencia el paciente estaba lleno de vacilaciones y resistencias; y en el posterior curso del tratamiento se mostró en todo instante rebelde y arisco, dispuesto siempre a volver grupas a su anterior infantilismo. Los sueños se hallan por tanto en directa contradicción con su conducta consciente. Se mueven en la línea que apunta hacia el progreso, toman partido por el educador y permiten que se advierta de un modo claro su peculiar función. He dado a esa función el nombre de compensación. La progresión inconsciente forma con la regresión inconsciente un par de opuestos que, por así decirlo, mantienen la balanza en equilibrio. El influjo del educador equivale al del fiel en la balanza. En el caso de este joven las imágenes de lo inconsciente colectivo desempeñan un papel eminentemente positivo, lo que sin duda se debe a que el muchacho no mostraba ninguna peligrosa inclinación a reemplazar la realidad por un mundo de fantasías y servirse de él como un escudo para atrincherarse contra la vida. El influjo de las imágenes inconscientes es de alguna manera similar al destino. Es posible —¡quién sabe!— que esas mismas imágenes eternas sean eso a lo que llaman destino. Como es natural, el arquetipo está operando en todo momento y lugar. Pero el tratamiento práctico no siempre requiere —en el caso, claro está, de gente joven— que uno tenga que entrar en este punto en detalles con el paciente. En cambio, al llegarse a la mitad de la vida es necesario que se preste a las imágenes de lo inconsciente colectivo una especial atención, pues a esa edad ellas son la fuente en la que puede encontrarse un principio de solución para el problema de los opuestos. De la asimilación consciente de dichos datos brota la función transcendente, es decir, una concepción comunicada por los arquetipos que reúne los opuestos en una unidad. Con la palabra «concepción» no me estoy refiriendo a una comprensión meramente intelectual, sino a una comprensión vivencial. Como se ha dicho ya, un arquetipo es una imagen dinámica, un fragmento de psique objetiva que sólo se comprenderá correctamente de experimentarlo como una realidad opuesta y autónoma. Procurar una descripción general de este proceso, que como tal puede abarcar un largo periodo de tiempo, es cosa que, pese a

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arrojar una tarea en última instancia factible, carece en gran medida de sentido, ya que el arquetipo asume en los diferentes individuos las más diferentes figuras que concebirse pueda. El único elemento común consiste en la aparición de ciertos arquetipos. Mencionaré, en especial, los de la sombra, el animal, el viejo sabio, el ánima, el ánimus, la madre y el niño, a los cuales habría que añadir un número indeterminado de arquetipos que representan situaciones. Especial protagonismo corresponde a aquellos arquetipos por los que es representada la meta o metas del proceso de desarrollo. El lector puede consultar toda la información de que tenga necesidad al respecto en «Símbolos oníricos del proceso de individuación»13, así como en Psicología y religión y en el escrito que publiqué en colaboración con Richard Wilhelm: El secreto de la Flor de Oro*. La función transcendente no carece de meta, pues conduce a la manifestación del hombre esencial. Empieza por ser un mero proceso natural que en ocasiones discurre por su cuenta y de forma inconsciente, pudiendo incluso llegar a imponerse por la fuerza a los deseos del individuo de resistirse a él. El sentido y la meta del proceso estriba en la conversión en una realidad de esa personalidad que originalmente no iba más allá de un simple germen embrionario junto con todos sus aspectos. Se trata de la creación y despliegue de la totalidad original y potencial. Los símbolos de los que con este fin se sirve lo inconsciente son idénticos a aquellos que la humanidad ha venido utilizando desde siempre para expresar la totalidad, la integridad y la perfección; se trata, por lo general, de símbolos circulares y tetrádicos. He dado a este proceso el nombre de proceso de individuación. El proceso natural de individuación se convirtió para mí en modelo y pauta del método terapéutico. La compensación inconsciente de una consciencia neurótica alberga todos aquellos elementos que podrían corregir de una manera eficaz y saludable la unilateralidad de la consciencia si fueran conscientes, es decir, si hubieran sido comprendidos e integrados como realidades en la consciencia. Son contadas las ocasiones en las que un sueño alcanza tamaña intensidad como para derribar a la consciencia de su silla a resultas del shock. Por lo general, los sueños son demasiado débiles y en exceso ininteligibles como para ejercer un radical influjo en la consciencia, por lo que, a resultas de ello, la compensación discurre en lo inconsciente sin tener un efecto inmediato. 13. En Psicología y alquimia, 1952 [OC 12]. * OC 11,1 y 13,1.

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Ejerce, eso sí, un influjo; pero se trata de un influjo indirecto, que consiste en que la oposición inconsciente, al verse una y otra vez desatendida, vaya maquinando síntomas y situaciones que finalmente terminan por cruzarse de manera inevitable en el camino de las intenciones conscientes. El tratamiento se dirige, por tanto, a entender y apreciar en lo posible el significado de los sueños y las demás manifestaciones de lo inconsciente: de un lado, con el fin de impedir la formación de una oposición inconsciente que con el tiempo podría volverse peligrosa; de otro, con el de hacer el máximo uso posible del poder curativo de la compensación. Esta manera de proceder descansa, como es natural, sobre el supuesto de que el ser humano es capaz de alcanzar su totalidad, es decir, de que el hombre es por principio sanable. Menciono este supuesto ante la evidencia de que existen individuos que en el fondo no son del todo capaces de vivir y se vienen rápidamente abajo tan pronto como, por el motivo que sea, se dan de bruces con su totalidad. De no producirse esto último, pueden llegar a vivir hasta una edad avanzada, pero sólo como un fragmento o una personalidad parcial, sosteniéndose merced a un parasitismo social o psíquico. Con frecuencia, este tipo de ejemplares —sobre todo para desgracia de quienes les rodean— suelen ser consumados impostores que disimulan su mortal vacuidad tras un hermoso velo. Sería una empresa condenada al fracaso pretender tratarlos con el método que hemos discutido aquí. En su caso lo único que puede «ayudarles» es mantener las apariencias, pues la verdad sería para ellos insoportable o inútil. Cuando se trata un caso en la manera descrita, la dirección de los acontecimientos es cosa de lo inconsciente, y la crítica, la elección y las decisiones, de la consciencia. De haber dado estas últimas en el clavo, lo acertado de su elección se verá confirmado por sueños que mostrarán un progreso. De lo contrario, se verificará una corrección por parte de lo inconsciente. El curso del tratamiento se asemeja así en gran medida a una conversación ininterrumpida con lo inconsciente, en la cual debería resultar obvio, a tenor de lo dicho hasta ahora, que a la correcta interpretación de los sueños le compete un papel esencial. Sin embargo, ¿en qué momento —se preguntará con razón— puede estarse seguro de lo acertado de la interpretación? ¿Existe algo que recuerde siquiera lejanamente a un criterio digno de confianza a este respecto? Por fortuna, es posible responder afirmativamente a esta pregunta. Si nos hemos equivocado en nuestra interpretación o si ésta es de alguna manera incompleta, el siguiente sueño nos brindará a veces una primera ocasión en la que advertirnos de ello. Así, por

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ejemplo, el motivo original volverá a aparecer bajo una fisonomía aún más precisa, o nuestra interpretación será minusvalorada por una irónica paráfrasis, o bien hará notar su presencia una oposición directa y vehemente. Si suponemos ahora que volviésemos a equivocarnos incluso en estas apreciaciones, la general esterilidad y futilidad de nuestro proceder se tornarán visibles bien pronto en lo árido, infructuoso e insensato de toda la empresa, y tanto el paciente como el médico se verán sofocados o por el aburrimiento o por la desconfianza. Así como la interpretación correcta se ve recompensada por una reanimación, la incorrecta es condenada por la parálisis, las resistencias, las dudas y, sobre todo, por un recíproco distanciamiento. Como es natural, la situación de parálisis puede también deberse a las resistencias del paciente, al aferrarse testarudo por parte de éste, por ejemplo, a ilusiones obsoletas y demandas infantiles. Otras veces, a quien le falta la necesaria comprensión es al médico, como me sucedió a mí en cierta ocasión durante el tratamiento de una paciente sumamente inteligente, que por diversas razones me pareció un tanto sospechosa. Tras un comienzo prometedor, la sensación de que nunca terminaba por acertar de lleno en el blanco al interpretar sus sueños empezó a hacérseme cada vez más asediante. Traté entonces de descubrir en qué estaba equivocándome, pero al no poder hallar nada que explicara esos errores, hice un esfuerzo por convencerme de que no había nada de que preocuparse. Con el avance del tratamiento advertí sin embargo que nuestras conversaciones eran cada vez menos substanciosas y su soporífera falta de resultados cada vez más perceptible. Por último, me resolví a exponerle la situación con toda franqueza a la paciente —a la que, según me había parecido notar, los hechos no le eran tampoco desconocidos— tan pronto como volviera a personarse en mi consulta. Fue entonces, sin embargo, cuando la noche anterior a nuestro siguiente encuentro tuve el siguiente sueño: «Estaba atardeciendo y yo caminaba por una carretera a lo largo de un valle. A mi derecha se alzaba un castillo sobre una escarpada colina y en la más alta de sus torres una mujer se sentaba sobre una especie de balaustrada. Para poder verla con claridad tenía que inclinar la cabeza hacia atrás de tal modo que, al despertar, la nuca todavía me dolía por el esfuerzo. Pero el sueño había durado lo suficiente como para que me diera cuenta de que la mujer del castillo era mi propia paciente». Mi conclusión fue que si en el sueño tenía que hacer tales esfuerzos para elevar la vista, estaba claro que en la realidad me había relacionado con la paciente mirándola desde arriba. Al poner en su conocimiento el sueño y su interpretación, la situación

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experimentó de inmediato un cambio radical, produciéndose un avance en el tratamiento que superó todas las expectativas. En último término, este tipo de experiencias le sirven a uno, tras haber escarmentado en propia cabeza, para tener una confianza inquebrantable en lo fiable de la compensación onírica. Los muchos problemas implicados por la puesta en práctica de este método terapéutico han constituido la materia de los trabajos e investigaciones que he venido realizando durante las últimas décadas. Pero como en la presente exposición de la psicología de los complejos14, que es como me gustaría bautizar a mis ensayos teóricos, a todo lo que aspiro es a brindar una visión de conjunto de los mismos, me veo obligado a renunciar a detenerme con detalle en las muchas ramificaciones de sus implicaciones científicas, filosóficas y religiosas. Tengo, pues, que remitir al lector a la bibliografía ya citada más arriba.

14. Hoy designada como psicología analítica. Cf. T. Wolff, Einführung in die Grundlagen der Komplexen Psychologie, en Studien zu C. G. Jungs Psychologie, 1959.

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8 ACERCA DE LA CONCEPCIÓN DE LO INCONSCIENTE. GENERALIDADES SOBRE LA TERAPIA

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Se engañan quienes piensan que lo inconsciente es una cosa inofensiva que podríamos convertir en objeto de un juego de sociedad. Es cierto que lo inconsciente no tiene por qué ser siempre peligroso; pero tan pronto como surge una neurosis, su aparición es siempre una señal de la existencia en lo inconsciente de una particular acumulación de energía, es decir, de la presencia de una carga preparada en todo momento para explotar. En estos casos hay que andarse con mucho cuidado. De entrada, nadie sabe qué puede estar desencadenando cuando empieza a analizar sueños. Con ello tal vez esté poniendo en movimiento algo interior e invisible; y aunque lo más probable es que ese algo hubiera terminado por salir a la superficie más tarde o más temprano, también es posible que hubiera sucedido todo lo contrario y que nada de todo ello hubiese acabado por ver la luz del día. En cierto modo, uno empieza a cavar buscando un pozo artesiano y se arriesga a tropezar con un volcán. En presencia de síntomas neuróticos, se impone proceder con cautela. Pero los casos de neurosis están muy lejos de ser los más peligrosos. A veces es posible tropezarse con personas en apariencia normales y que no presentan ningún tipo de síntomas neuróticos. Estas personas —entre las cuales tal vez haya más de un médico o un profesor— se enorgullecen incluso de su normalidad y son modelos de buena educación, y la forma en que viven y sus ideas son asimismo de lo más corriente que imaginarse pueda. Pero su normalidad no es más que una compensación artificial a una psicosis latente (oculta). Los mismos afectados no sospechan nada de su verdadera situación. Es posible que sus sospechas sólo alcancen a expresarse indirectamente en un especial interés por la psicología y la psiquiatría y en sentirse atraídas por

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este tipo de cosas, como las polillas por la luz. Al ser activado y sacado a la luz su inconsciente por la técnica analítica, la saludable compensación es destruida, y lo inconsciente prorrumpe al exterior en forma de fantasías incontrolables y de los consiguientes estados de excitación que, en según qué circunstancias, pueden desembocar en una enfermedad mental y en ocasiones ser causa incluso de que estas personas se suiciden. Por desgracia, estas psicosis latentes no son excesivamente raras. El peligro de tropezar con este tipo de casos se cierne sobre todos los que se ocupan en el análisis de lo inconsciente, con independencia de lo amplias que sean su experiencia y habilidades. Pero incluso casos que no tenían por qué haber vivido un mal desenlace pueden verse echados a perder debido a la falta de pericia, supuestos equivocados, interpretaciones arbitrarias y un sinfín de cosas más. Esta característica no conforma, por otro lado, un rasgo exclusivo del análisis de lo inconsciente, ya que cualquier intervención médica, de malograrse, puede también tener esta consecuencia. La afirmación de que el análisis vuelve loca a la gente es una insensatez tan grande como la idea, que tantos comparten, de que por codearse con enfermos mentales los psiquiatras estarían condenados a perder el juicio. Prescindiendo de los riesgos propios del tratamiento, lo inconsciente puede también convertirse en una amenaza en sí y por sí. Uno de los peligros más comunes consiste en suscitar ciertos accidentes. Un buen número de accidentes de todo tipo —bastante más abultado, además, de lo que la gente cree— obedece a causas psíquicas. Desde incidentes de poca monta, como tropezarse, golpearse contra algo, pillarse los dedos, etc., hasta percances mucho más graves, como accidentes automovilísticos y catástrofes de alta montaña: todo puede tener una motivación psíquica y haber estado a veces incubándose durante días o durante meses. Tras examinar muchos casos de esta especie, he podido comprobar muy a menudo que en algunos sueños la presencia de este tipo de tendencias a autolesionarse había sido ya denunciada incluso con semanas de antelación. En todos los accidentes que, como suele decirse, se deben a despistes, habría que preguntarse por la presencia de esta clase de determinismos. Pues a la postre todos sabemos que lo que puede llegar a ocurrirnos debido a no estar del todo alerta por el motivo que sea, no son sólo tonterías, sino también cosas bastante más serias, que en el instante psicológicamente apropiado pueden incluso poner fin a nuestra vida. La sabiduría popular dice entonces que una persona «ha muerto en el momento justo», intuyendo acertadamente que su caso respondía

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a una secreta causalidad psicológica. Igualmente, es posible coadyuvar a la génesis o a la persistencia de una enfermedad física. El mal funcionamiento de la psique puede causar graves perjuicios al cuerpo, y, a la inversa, un padecimiento físico puede influir en el alma, pues cuerpo y alma no están separados, sino que son uno y el mismo viviente. Por ello, son raras las enfermedades físicas, incluso aun cuando no hayan sido causadas por motivaciones psíquicas, que no presentan complicaciones anímicas. Pero cometeríamos un error destacando tan sólo la dimensión menos propicia de lo inconsciente. En todos los casos habituales, si lo inconsciente se muestra poco propicio o aun peligroso, es sólo porque estamos enemistados con sus contenidos y somos sus adversarios. Adoptar una actitud negativa ante lo inconsciente, es decir, disociarlo de nosotros, redunda en nuestro perjuicio, porque su dinámica es idéntica a la energía de los instintos. Estar desvinculado de lo inconsciente significa lo mismo que estarlo del instinto y de nuestras raíces. Cuando se consigue crear esa función que llamo transcendente, la desunión toca a su fin y uno puede complacerse en la dimensión propicia de lo inconsciente. Entonces, en efecto, brinda lo inconsciente todos esos favores y ayudas que en desbordante plenitud puede conceder al ser humano una naturaleza bondadosa. Lo inconsciente dispone al fin y al cabo de posibilidades que están vedadas a la consciencia, pues puede recurrir a todos los contenidos psíquicos subliminales, a todo lo olvidado y pasado por alto, y a toda la sabiduría que, atesorada en miles de años de experiencias, ha ido depositándose en sus estructuras arquetípicas. Lo inconsciente está en todo momento manos a la obra, combinando sus materiales al servicio de la determinación del futuro, y al igual que la consciencia, crea combinaciones subliminales y prospectivas; la única diferencia es que las inconscientes aventajan en gran medida en finura y amplitud a las combinaciones conscientes. De ahí que lo inconsciente pueda ser un guía sin igual para el ser humano, si éste es capaz de resistirse a sus seducciones. El tratamiento práctico se rige por el resultado terapéutico obtenido. Éste puede, por así decirlo, aparecer en cualquier etapa del tratamiento, con total independencia de la dureza o duración de los padecimientos. Y, a la inversa, el tratamiento de un caso difícil puede prolongarse también mucho tiempo, sin que se alcancen ni necesiten alcanzarse etapas superiores en el desarrollo. Las . Cf. «Instinto e inconsciente», en Energética psíquica y esencia del sueño, 1958, pp. 261 ss. [OC 8,6, § 263 ss.].

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personas que, aun después de haber obtenido el resultado buscado en la terapia, atraviesan nuevas etapas por el mero placer de seguir desarrollándose son relativamente numerosas. No se necesita ser un caso difícil, pues, para tener que pasar por todas las etapas del desarrollo. Pero en toda circunstancia un grado superior de consciencia sólo es alcanzado por aquellas personas que estaban llamadas y destinadas a ello por naturaleza y albergaban en sí, por tanto, la aptitud y el impulso a alcanzar una superior diferenciación. En lo que a esta última se refiere, los hombres son, como es sabido, muy diferentes, igual que las especies animales, entre las que hay tanto revolucionarios como conservadores. La naturaleza es aristocrática, aunque no en el sentido de que hubiera preservado posibilidades de diferenciación sólo a especies escogidas. Y así es como son también las cosas en el terreno del desarrollo psíquico: no está reservado únicamente a individuos particularmente aptos. En otras palabras, para alcanzar un alto grado de desarrollo no se necesita ni una especial inteligencia ni ningún otro tipo de talentos, porque en dicho desarrollo las cualidades morales pueden venir en nuestra ayuda allí donde la inteligencia no basta. En ninguna circunstancia, sin embargo, sería lícito pensar que el tratamiento consiste en injertar en la gente fórmulas generales y complejos dogmas. En absoluto. Todos pueden conquistar para sí lo que necesitan a su manera y en su propio lenguaje. Lo expuesto aquí es tan sólo la formulación intelectual de un trabajo —el realizado por paciente y terapeuta— que dista bastante de parecerse a lo discutido en la labor práctica habitual. Los pequeños fragmentos casuísticos que he referido procuran una idea más aproximada que fiel de la práctica. No me sorprendería demasiado que el lector no fuera capaz de forjarse una idea precisa de la teoría y la práctica de la psicología médica actual de la mano de lo expuesto en los capítulos anteriores. De sus dificultades responsabilizaría más bien a lo precario de mis facultades expositivas, que sin duda apenas habrán conseguido brindar una imagen clara de esa totalidad inabarcable de pensamiento y experiencia que constituye el objeto de la psicología médica. Sobre el papel la interpretación de un sueño parecerá tal vez arbitraria, confusa y artificial; pero en la realidad esa misma interpretación puede constituir un pequeño drama de insuperable realismo. Vivir un sueño y su interpretación y ser lector de una exposición objetiva y sin vida son dos cosas completamente diferentes. Todo en esta psicología es en rigor experiencia; incluso la misma teoría —aun allí donde adopta las maneras más abstractas— tiene en lo vivido su origen inmediato. Cuando

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acuso a la teoría sexual de Freud de parcialidad, por ejemplo, en ningún caso estoy diciendo que esta teoría no tenga otra base que la simple especulación; ella es también una reproducción fiel de hechos reales que se imponen a la observación en la práctica. Y cuando las conclusiones de ahí deducidas toman cuerpo en una teoría parcial, lo único que esto indica es el gran poder de persuasión, objetivo y subjetivo, con que este tipo de hechos se ofrecen a la percepción. No puede pedírseles a los investigadores que se eleven por encima de sus impresiones más hondas y de su formulación abstracta, porque adquirir esas impresiones y domarlas con la reflexión es ya el trabajo de toda una vida. Frente a Freud y frente a Adler, yo conté con muchas ventajas: no haber crecido dentro de la psicología de las neurosis y sus unilateralidades; proceder del campo de la psiquiatría; haber sido bien preparado por la lectura de Nietzsche para la psicología moderna; y tener también ante mi vista, junto a las ideas de Freud, la evolución de las ideas adlerianas. De este modo me vi inmerso, por así decirlo, desde el principio en el conflicto, viéndome a la vez obligado a contemplar no sólo las opiniones de mis predecesores, sino también mis propias opiniones, como algo relativo, es decir, como la manifestación de un tipo psicológico determinado. Así como para Freud fue decisivo el caso breueriano ya mencionado, en la base de mis ideas se halla también una experiencia decisiva: los varios semestres en que, siendo aún un estudiante en prácticas, tuve la ocasión de observar el caso de sonambulismo de una muchacha. Dicho caso acabó convirtiéndose en el tema de mi tesis doctoral. A los familiarizados con mi producción científica les resultará no poco interesante comparar ese estudio, realizado hace ya cuarenta años, con mis ideas posteriores. El trabajo efectuado en este terreno es una labor de pioneros. Me he equivocado a menudo y en muchas ocasiones me vi obligado a revisar mis presupuestos. Pero soy consciente de ello, y por dicho motivo me he reconciliado también con el hecho de que, así como el día es necesariamente precedido por la noche, la verdad procede asimismo del error. Como advertencia me he valido de las palabras de Guillaume Ferrero sobre la misérable vanité du savant, por lo que ni he tenido miedo de cometer errores ni . Acerca de la psicología y patología de los llamados fenómenos ocultos, 1902 [OC 1,1]. 3. Les lois psychologiques du symbolisme, 1895, p. VIII: «C’est donc un devoir moral de l’homme de science de s’exposer à commettre des erreurs et à subir des critiques, pour que la science avance toujours... Ceux qui sont doués d’un esprit assez

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me he arrepentido en demasía de ellos. La investigación científica nunca ha sido para mí un medio con el que enriquecerme u obtener prestigio, sino una lucha con frecuencia amarga a la que me forzaba la experiencia diaria con los enfermos. Debido a ello, no todo lo expuesto aquí ha sido escrito con la cabeza, sino que parte lo ha sido con el corazón, y esto es algo que mis lectores no deberían perder de vista cuando al seguir la línea intelectual de mi discurso lleguen a determinadas soluciones de continuidad que no han podido ser reparadas del todo. Un fluir armónico de la exposición sólo puede esperarse allí donde uno escribe de cosas que domina. Pero cuando, al tratarse de ayudar a otros y curarlos, lo que se busca es un camino entre los escollos, a uno no le queda más remedio que hablar de cosas que en realidad ignora.

sérieux pour ne pas croire que tout ce qu’ils écrivent est l’expression de la vérité absolue et éternelle, approuveront cette théorie qui place les raisons de la science bien au-dessus de la misérable vanité et du mesquin amour propre du savant» [«Es un deber moral del hombre de ciencia exponerse a cometer errores y sufrir críticas para que la ciencia avance continuamente… Aquellos que están dotados de un espíritu lo bastante serio como para no creer que todo lo que escriben es la expresión de la verdad absoluta y eterna, aprobarán esta teoría que coloca las razones de la ciencia muy por encima de la miserable vanidad y del mezquino amor propio del sabio»].

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EPÍLOGO

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Para terminar tengo que pedirle perdón al lector por haberme atrevido a referir en estas pocas páginas un número tan grande de novedades difíciles de entender. Me expongo a que me haga blanco de sus críticas por creer que todo el que sigue sus propios caminos separado de los otros tiene la obligación de compartir con su sociedad lo que ha encontrado en su viaje de descubrimiento: sea ello agua fresca para los sedientos o el desierto arenoso de un error estéril. La primera sirve de ayuda, y el segundo, de advertencia. No son las críticas de los contemporáneos, sin embargo, sino los tiempos venideros, los que decidirán sobre la verdad o la falsedad de lo así descubierto. Hay cosas que hoy no son aún verdaderas, o que quizá no deban serlo, pero que tal vez lo sean mañana. Así que todo el que tenga, porque así lo ha decidido el destino, que seguir su propio camino, debe hacerlo fiando en la esperanza y con los ojos bien abiertos, como el que sabe de su soledad y de los peligros de sus abismos. Lo peculiar del camino aquí descrito obedece en no pequeña parte a que, en una psicología que tiene su origen en la vida real e influye en la vida real, ya no podemos acogernos a un punto de vista estrictamente científico-intelectual, sino que estamos obligados a tener en cuenta el punto de vista emocional, es decir, todo lo que hay de hecho en el alma. En esta psicología práctica lo importante ya no es un alma humana en alguna medida universal, sino las personas individuales y los múltiples problemas que las asedian. Una psicología que se limite a ser satisfactoria para el intelecto nunca será práctica, porque la totalidad del alma no podrá ser abarcada jamás por el intelecto por sí solo. Querámoslo o no, la hora de la concepción del mundo sonará, porque el alma reclama una expresión que englobe su totalidad.

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II LAS RELACIONES ENTRE EL YO Y LO INCONSCIENTE

PRÓLOGO A LA SEGUNDA EDICIÓN

Este librito tiene su origen en una conferencia que publiqué con el título de «La Structure de l’Inconscient» en los Archives de Psychologie en diciembre de 1916 (volumen XVI, p. 152) y que con un título diferente, «The Conception of the Unconscious», vio también la luz en mis Collected Papers on Analytical Psychology. El motivo de que mencione esta circunstancia obedece a mi interés en hacer ver que el presente escrito no constituye una publicación aislada, sino la expresión de un esfuerzo de varias décadas por captar el carácter y desenvolvimiento singulares del drame intérieur, es decir, del proceso de transformación del alma inconsciente, y exponer cuando menos sus rasgos principales. Esta idea, la autonomía de lo inconsciente, en la cual se cifra la principal diferencia entre mi concepción y la de Freud, acudió ya a mi mente en 1902, en una época en la que me encontraba ocupado con el historial psicológico de una joven sonámbula. En una conferencia que pronuncié en el Ayuntamiento de Zúrich, «El contenido de las psicosis», me aproximé a esta idea desde un ángulo diferente, y en 1912 procedí a mostrar algunos de los aspectos más importantes del proceso valiéndome de un ejemplo individual, a la vez que puse de manifiesto los paralelos étnicos e históricos de este acaecer psíquico, cuyo carácter es evidentemente universal. En el ensayo . Cf. «La estructura de lo inconsciente» en el apéndice a este volumen (§ 442 ss.). . Segunda edición, 1920. . Cf. Acerca de la psicología y patología de los llamados fenómenos ocultos, Leipzig, 1902 [OC 1,1]. . Publicada en 1908 [OC 3,2]. . En Transformaciones y símbolos de la libido, 1912. Nueva edición, Símbolos de transformación, 1952 [OC 5].

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mencionado más arriba, «La Structure de l’Inconscient», traté por primera vez de ofrecer un resumen de la totalidad del proceso. Se trató sólo de un simple ensayo, de cuya insuficiencia yo estaba más que plenamente convencido, pero las dificultades que su materia entrañaba eran tan grandes que se me hizo inimaginable pensar que me sería posible hacerles justicia, aunque sólo fuera en cierta medida, en las páginas de un único ensayo. Me conformé, por tanto, con una «comunicación provisional», aunque con la firme resolución de volver sobre el tema en una segunda ocasión. Doce años de ulteriores experiencias me permitieron someter a una total revisión más tarde, en 1928, mis manifestaciones de 1916, y el resultado de dichos esfuerzos es el presente librito. En esta ocasión me he centrado esencialmente en exponer las relaciones entre la consciencia del yo y el proceso inconsciente, y respondiendo a esta intención me he ocupado especialmente de esos fenómenos en los que debe verse una manifestación reactiva de la personalidad consciente al influjo de lo inconsciente. Con ello he tratado de aproximarme al proceso propiamente inconsciente de un modo indirecto, pese a lo cual tales investigaciones siguen estando muy lejos de haber alcanzado un final satisfactorio, toda vez que la cuestión principal, la pregunta por la naturaleza y la esencia del proceso inconsciente, continúa aún sin ser contestada. No me he atrevido a enfrentarme con esta tarea, de excepcional dificultad, sin haber reunido antes el mayor número posible de experiencias. Su solución queda reservada para el futuro. El lector de este librito me disculpará si le pido que, al leerlo, vea en él un serio intento por mi parte por adueñarme intelectualmente de un ámbito de experiencias nuevo e inexplorado. En sus páginas no se hallará un sistema de conceptos perfectamente estructurado, sino la formulación de complejos psíquicos de vivencias que hasta ahora no habían sido nunca objeto de una reflexión científica. Al ser el alma un dato irracional al que de ningún modo cabría equiparar a una razón más o menos divina según el modelo tradicional, nadie debería sorprenderse de que en la experiencia psicológica tropecemos muy frecuentemente con procesos y vivencias que no responden a nuestras expectativas racionales y que, por ello, rechaza nuestra consciencia racionalista. Como es natural, esta actitud no es la más apropiada para la observación psicológica, ya que peca en gran medida de acientífica. Nadie debe pretender imponerle a la naturaleza sus propios dictados, si en verdad quiere observarla discurrir en ausencia de toda interferencia. Son, pues, veintiocho años de experiencia psicológica y psiquiátrica los que he tratado de resumir aquí, por lo que mi libro

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pr ó logo

tiene cierto derecho a esperar que sea tomado en serio. Como es natural, en esta exposición no he podido decirlo todo. Una continuación del último capítulo la encontrará el lector en El secreto de la Flor de Oro, libro que publiqué en colaboración con mi difunto amigo Richard Wilhelm. No he querido dejar de hacer referencia a esta publicación, porque la filosofía oriental viene ocupándose desde hace muchos siglos de los procesos anímicos internos, motivo por el cual, en virtud precisamente del tan necesario material comparativo, posee un valor incalculable para nuestra investigación psicológica. Octubre de 1934

C. G. Jung

. Cf. el comentario a El secreto de la Flor de Oro, 1929. Sexta edición, 1957 [OC 13,1].

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Primera parte EL INFLUJO DE LO INCONSCIENTE EN LA CONSCIENCIA 1 INCONSCIENTE PERSONAL E INCONSCIENTE COLECTIVO*

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Como es sabido, para la concepción freudiana los contenidos de lo inconsciente se reducen a tendencias infantiles reprimidas a causa de su carácter incompatible. La represión es un proceso que da comienzo en la primera infancia bajo el influjo moral del entorno, perviviendo a lo largo de toda la vida. Mediante el análisis las represiones son eliminadas, y los deseos reprimidos, hechos conscientes. De acuerdo con esta teoría, lo único que alberga lo inconsciente serían aquellas partes de la personalidad que, de no haber sido en realidad reprimidas por la educación, podrían ser igualmente conscientes. Aunque desde cierto punto de vista las tendencias infantiles de lo inconsciente son las primeras en saltar a la vista, sin embargo sería una equivocación proponer una definición o un juicio de valor generales sobre lo inconsciente a partir de ellas. Lo inconsciente posee también otra dimensión: en su perímetro no sólo deben incluirse los contenidos reprimidos, sino también todo ese material psíquico que no ha alcanzado el umbral de la consciencia. Es imposible explicar el carácter subliminal de todos estos materiales valiéndose del principio de la represión, porque en tal caso con su levantamiento el ser humano se haría con una memoria fenomenal que ya no olvidaría nada. Destacaremos que, aparte del material reprimido, en lo inconsciente se encuentran también todos aquellos contenidos psí* Originalmente, este escrito fue impreso bajo el título de «La Structure de l’Inconscient» en los Archives de Psychologie. El presente tratado es una versión muy ampliada y sumamente modificada del texto original, nunca publicado en lengua alemana y que ha visto por primera vez la luz en OC 7. [Cf. «La estructura de lo inconsciente» en el apéndice al presente volumen, § 442 ss.]

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quicos que han descendido por debajo del umbral de la consciencia, incluidas las percepciones sensoriales subliminales. Además, en virtud no sólo de una amplia experiencia, sino también por razones teóricas, sabemos que lo inconsciente contiene también ese material que todavía no ha alcanzado el umbral de la consciencia. Dicho material está compuesto por los gérmenes de futuros contenidos conscientes. Asimismo, tenemos también motivos para sospechar que lo inconsciente, lejos de hallarse en reposo —en el sentido de mostrarse inactivo—, se mantiene en todo momento ocupado en agrupar y reagrupar sus contenidos. Hay que pensar que esta actividad sólo discurriría de forma totalmente independiente en casos patológicos y que, por lo general, está correlacionada con la de la consciencia en una relación compensatoria. Debemos suponer que, al tratarse de adquisiciones de la existencia individual, todos estos contenidos poseen una naturaleza personal. Puesto que dicha existencia es limitada, el número de las adquisiciones de lo inconsciente tendría también que serlo, y en tal caso entraría dentro de lo posible que lo inconsciente fuera vaciado por el análisis o que realizáramos un inventario exhaustivo de sus contenidos, en el sentido, por ejemplo, de que lo único en ser aún producido por lo inconsciente fuera lo ya conocido anteriormente o lo que hubiera sido previamente acogido en la consciencia. Del mismo modo habría que concluir, como se ha hecho notar ya, que la producción inconsciente podría ser detenida poniéndose fin al descenso de los contenidos conscientes en lo inconsciente por medio del levantamiento de la represión. Esto último es algo que, según nos dicta la experiencia, sólo es posible en una muy reducida medida. Nosotros animamos a nuestros pacientes a que conserven los contenidos reprimidos que han sido asociados de nuevo a la consciencia y les den cabida en sus planes. Pero, a juzgar por lo que la experiencia nos enseña diariamente, esta manera de proceder no parece tener ningún efecto en lo inconsciente, pues de sus profundidades siguen brotando tranquilamente todo tipo de sueños y fantasías que, de conformidad con la teoría freudiana original, tendrían que deberse a represiones personales. Si se continúa examinando este tipo de casos de forma consecuente e imparcial, se tropieza con materiales que sin duda son formalmente similares a los antiguos contenidos personales, pero que, sin embargo, parecen contener indicios que transcienden lo personal. A la hora de buscar un ejemplo que aclare lo que acabo de decir, acude con especial viveza a mi memoria el caso de una paciente aquejada de una neurosis histérica no demasiado severa,

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INCONSCIENTE PERSONAL e INCONSCIENTE COLECTIVO

que en lo esencial obedecía a lo que a comienzos de este siglo se denominaba todavía «complejo paterno». Se aludía así a la presencia obstaculizadora en el camino de una peculiar relación de la paciente con su padre (fallecido años atrás). La paciente había mantenido con su padre unas excelentes relaciones, fundamentalmente de carácter sentimental. En un caso como éste es muy frecuente que se desarrolle la función intelectual, que de este modo se convierte también en el puente que unirá más tarde a la persona con el mundo. De conformidad con lo dicho, la paciente se hizo estudiante de filosofía y su vivo afán por conocer se transformó en la razón que habría de liberarla de los vínculos emocionales con su padre. Esta operación puede tener un feliz desenlace cuando al sentimiento le resulta también posible operar en la nueva etapa creada por el intelecto: por ejemplo, estableciendo una relación sentimental equivalente (a la anterior) con el hombre adecuado. Pero en este caso la transición se negaba a tener lugar, por permanecer encallado el sentimiento en un equilibrio vacilante entre el padre y un hombre que no era precisamente el más apropiado. Como es natural, la progresión de la vida se vio detenida, haciendo aparición esa desunión consigo mismo tan característica de la neurosis. Una persona de las que llamamos «normales» no tendría dificultades en romper los grilletes del sentimiento en uno u otro punto con un acto enérgico de voluntad, o si acaso se deslizaría inconscientemente hacia el otro lado —cosa que tal vez sea lo más habitual— siguiendo la lisa pendiente del instinto, sin llegar a hacerse nunca una idea clara de la naturaleza del conflicto que se escondía detrás de ciertos dolores de cabeza o de cualquier otro malestar físico. Pero una cierta debilidad del instinto (que puede responder a muy diferentes causas) es suficiente para impedir una transición fluida e inconsciente. El progreso se queda entonces atascado en el conflicto, y el estancamiento de la vida resultante equivale a una neurosis. A consecuencia de dicho estancamiento, la energía psíquica fluye, en efecto, en todas las direcciones posibles, que de entrada no parecen servir a ningún propósito; surgen así, por ejemplo, inervaciones en exceso intensas del simpático, de las que se siguen trastornos nerviosos gástricos e intestinales, o bien se produce una excitación del vago (y con él del corazón), o acaba concediéndose un valor excesivo a fantasías y recuerdos que en sí mismos carecen de todo interés, pero que ahora obsesionan a la consciencia. (¡El piojo se transforma en un elefante!, etc.) En este estado se necesita un motivo ulterior que ponga fin al equilibrio mórbido, y la naturaleza misma avanza inconsciente e indirectamente en dicha dirección a través del fenómeno de la

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transferencia (Freud). En el curso del tratamiento, en efecto, la paciente proyecta la imagen del padre en el médico, convirtiéndolo en cierto modo en su padre, así como, en la medida en que el médico no es su padre, en un equivalente del hombre que ella no ha podido conseguir. De este modo el médico se transforma en cierto modo en padre y amante, o, en otras palabras, en objeto del conflicto. Los opuestos se fusionan en él, con lo que el médico viene prácticamente a constituir una solución ideal al conflicto. Con ello pasa sin quererlo a ser objeto por parte del paciente de esa estimación exagerada que al profano le parece poco menos que incomprensible y a resultas de la cual el médico se convierte en un salvador y un dios. Esta metáfora no es ni mucho menos tan ridícula como parece. De hecho, resulta un tanto excesivo ser a la vez padre y amante. Nadie es a la larga capaz de conseguirlo, y la razón es bien simple: cosa semejante es a todas luces excesiva. Uno tendría de hecho que ser como mínimo un semidiós para desempeñar siempre a la perfección este papel: tendría que poder ser siempre el que da. En principio, al paciente inmerso en una transferencia esta solución provisional le parece lo ideal. Pero a la larga dicho estado degenera en una situación de estancamiento que resulta tan perjudicial como el conflicto neurótico, pues en rigor sigue todavía sin haberse dado ni un solo paso en el camino hacia una solución real. El conflicto se ha limitado a ser transferido. De todos modos, una transferencia feliz puede conseguir —por lo menos temporalmente— que la neurosis se desvanezca por entero, y por este motivo Freud acertó plenamente al ver en la transferencia un agente curativo de primer orden, pese a lo cual siguió observando en ella un estado meramente provisional que, si bien constituye la promesa de una posible curación, se halla todavía muy lejos de ésta. Considero que estas explicaciones un tanto detalladas resultan indispensables para la intelección de mi ejemplo: mi paciente, en efecto, había ingresado en el estadio de la transferencia y se había topado ya con ese límite superior en que el estancamiento empieza a resultar desagradable. La cuestión que se planteó entonces fue: ¿y ahora qué? Como es natural, yo me había convertido en un perfecto salvador, por lo que, como es obvio, a la paciente la idea de tener que abandonarme le resultaba no sólo enormemente desagradable, sino directamente aterradora. En este tipo de situaciones, lo que se conoce como el «sano sentido común» recurre a todo su repertorio de argumentos habituales, que generalmente dan comienzo con admoniciones tales como «No hay más remedio que...», «Deberías...», «No puedes...», etc. Dado que, por for-

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tuna, el sano sentido común no es demasiado raro y tampoco demasiado ineficaz (hay pesimistas, lo sé), en este preciso estado de transferencia que el bienestar contribuye a intensificar, un motivo racional puede desencadenar el suficiente entusiasmo como para tomar una enérgica resolución y arriesgarse incluso a realizar un penoso sacrificio. De ser éste el curso de las cosas (y en ocasiones tal es de hecho su curso), el sacrificio realizado da su mejor fruto, y el hasta ahora paciente puede pasar de un salto a un estadio en el que está prácticamente curado. Por lo común, la alegría que este hecho procura al médico es tan grande que se deja de todo escrúpulo teórico en lo que se refiere a este pequeño milagro. Cuando el salto no se produce —como sucedió en el caso de mi paciente—, se ve uno enfrentado al problema de la disolución de la transferencia. En este punto la teoría «psicoanalítica» se interna en una gran oscuridad. En apariencia, a partir de aquí todo queda a merced de un oscuro fatalismo: las cosas han de volver a su cauce de alguna manera; así, por ejemplo, «el asunto se soluciona por sí solo, al terminársele —como en cierta ocasión me repuso un colega un tanto cínico— el dinero a la paciente». O bien son las ineludibles exigencias de la vida las que hacen imposible de alguna manera que se pueda persistir en la transferencia, tornando así obligatorio ese sacrificio que no fue realizado de forma voluntaria, a veces acompañado por una recaída más o menos radical. (¡No deben buscarse descripciones de tales casos en los libros que entonan las alabanzas del psicoanálisis!) Aunque está claro que hay casos desesperados que no tienen remedio, hay otros muchos que no tienen por qué permanecer enquistados y en los que no es en absoluto obligatorio que se salga de la transferencia lleno de amargura o cojeando de un tiro en la pierna. Lo que me dije —es decir, lo que me dije en el caso de mi paciente— fue que tiene que haber un camino claro y decente por el que una persona pueda dejar atrás una experiencia semejante, conservando a la vez toda su consciencia e integridad. A mi paciente, en efecto, el dinero se le había «acabado» hacía tiempo (si es que alguna vez había llegado a poseer alguno), pero yo tenía curiosidad por saber qué camino seguiría la naturaleza con el fin de encontrar una solución satisfactoria al estancamiento en la transferencia. Puesto que estaba muy lejos de creerme en posesión de ese sano sentido común que sabe perfectamente qué es lo que hay que hacer en toda situación, por peliaguda que sea, y puesto que mi paciente se encontraba en la misma situación de ignorancia que yo, le propuse que por lo menos espiáramos aquellos impulsos que proceden de una esfera psíquica que se sustrae a

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nuestra sabiduría e intenciones. Dichos impulsos eran, ante todo, los sueños. Los sueños contienen imágenes y relaciones entre ideas que no son creadas por nosotros de forma voluntaria y consciente. Surgen espontáneamente, sin nuestro concurso, y representan en dicha medida una actividad psíquica que se sustrae a nuestro libre albedrío. Por dicho motivo, los sueños son en realidad algo sumamente objetivo —que podríamos considerar como producto natural de la psique—, por lo que es lícito esperar de ellos que contengan indicios e insinuaciones relacionadas con ciertas tendencias básicas del proceso anímico. Y puesto que el proceso psíquico vital —como cualquier otro proceso propio de la vida— no se limita a constituir un mero discurrir causal, sino que es también un proceso teleológico y orientado a un fin, es lícito esperar de los sueños, los cuales no son sino un autorretrato del proceso psíquico vital, que presenten indicios tanto de una causalidad objetiva como de tendencias objetivas. En virtud, pues, de estas consideraciones, sometimos los sueños de la paciente a una celosa observación. Llevaría demasiado lejos reproducir palabra por palabra todos los sueños que vinieron después, por lo que bastará con que bosquejemos su carácter principal. En su mayoría los sueños estaban relacionados con la persona del médico, es decir, sus actores principales eran sin posibilidad de equívoco la soñante y su médico. Este último, sin embargo, conservaba su figura habitual sólo en raras ocasiones y en la mayor parte de los casos se veía sometido a singulares deformaciones. Unas veces su figura era de dimensiones sobrenaturales; otras el médico parecía tener una edad avanzadísima; y otras, finalmente, volvía a parecerse al padre de la paciente, aunque en este caso su figura aparecía entretejida de una forma extraña con la naturaleza. Esto último puede apreciarse en el siguiente sueño: «El padre de la paciente (en realidad un hombre de corta estatura) se alzaba de pie junto a ella en lo alto de una colina cubierta por campos de trigo. La paciente era de talla diminuta en comparación con su padre, cuya silueta se elevaba hacia el cielo como si fuera un gigante, y él la levantaba del suelo, sosteniéndola a continuación en sus brazos como si fuera una niña pequeña. El viento acariciaba los campos de trigo, y, al igual que éstos se mecían al viento, ella se mecía en sus brazos». Gracias a sueños como éstos o de similar naturaleza me fue posible apreciar una serie de cosas. Ante todo tuve la impresión de que, en lo inconsciente, la paciente transmitía la impresión de aferrarse de modo inconmovible a la idea de que yo era tanto su

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padre como su amante, con lo que, evidentemente, el vínculo fatal que era preciso disolver comparecía otra vez, y expresamente reforzado además. Aparte de ello, uno no podía por menos que observar que lo inconsciente ponía un especial acento en la naturaleza sobrehumana y, por así decirlo, «divina» del padre-amante, con lo que la estimación exagerada vinculada con la transferencia volvía una vez más a aparecer, viéndose de nuevo subrayada. Por dicho motivo, me pregunté qué era lo que sucedía realmente. En efecto, ¿seguía la paciente sin apercibirse de lo enteramente fantástico de su transferencia? ¿O es que a la postre era del todo imposible acceder por la inteligencia a lo inconsciente, lo cual se limitaba a perseguir algo desatinado e imposible de una manera ciega y estúpida? La idea freudiana de que lo inconsciente «sólo puede desear», la voluntad ciega y sin objeto de Schopenhauer, el demiurgo de los gnósticos, que en su vanidad se cree perfecto y, ciego y limitado, no crea en realidad más que lamentables imperfecciones, la sospecha pesimista, en definitiva, de que los fundamentos del alma y del mundo son en lo esencial negativo se aproximaba amenazadora a nuestra puerta. En contra de ello, creí no disponer de otra cosa que del buen consejo «deberías», fortalecido por un hachazo que cortara de una vez para siempre la cabeza a todas aquellas fantasías. Sin embargo, al reflexionar a fondo una vez más sobre los sueños, me pareció advertir la presencia de otra posibilidad. No se puede negar —me dije— que los sueños insisten en expresarse valiéndose de las mismas metáforas que tanto a la paciente como a mí nos son ya familiares hasta la saciedad por nuestras conversaciones. La paciente misma manifiesta estar perfectamente al tanto de lo fantástico de su transferencia. Sabe que me manifiesto ante ella como si fuera un padre y un amante semidivino, y es por lo menos capaz de diferenciar intelectualmente ambas cosas de mi realidad efectiva. Es evidente, por tanto, que los sueños repiten los pensamientos conscientes, pero restando a la vez de éstos la crítica consciente, que ignoran absolutamente. Los sueños reiteran, pues, los contenidos conscientes, sólo que no in toto, sino haciendo que la perspectiva fantástica de las cosas prevalezca sobre el «sano sentido común». Naturalmente, me hice la siguiente pregunta: ¿a qué es debida esta tozudez y cuál es el objetivo que persigue? Me parecía evidente que insistencia semejante había de tener algún sentido final, pues no hay nada que esté realmente vivo y carezca de algún tipo de finalidad, es decir, de lo que quepa dar razón, en otras palabras, limitándose a decir que no se trata más que de un simple

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residuo de ciertos hechos anteriores. Sin embargo, la energía de la transferencia es hasta tal punto intensa que transmite sin ambages la impresión de constituir un impulso vital. ¿Cuál es, por tanto, el objetivo de tales fantasías? Una observación y un análisis cuidadosos de los sueños, y especialmente de aquel que he referido aquí literalmente, permite apreciar la presencia de una marcada tendencia —contraria a la crítica consciente, la cual obedecería a una medida y un criterio humanos— a dotar a la persona del médico de atributos sobrehumanos y hacer de él una figura gigantesca: un ser viejísimo, mayor que el padre y de naturaleza similar a la del viento que sopla sobre la tierra. Así, pues, la cosa está clara: ¡hay que convertir al médico en un dios! ¿O eran a la postre las cosas al revés, y lo que en verdad pretendía lo inconsciente era crear un dios partiendo de la persona del médico, despojar en cierto modo a una idea de Dios de las envolturas de lo personal y mostrar así que la transferencia sobre la persona del médico no era nada más que una equivocación cometida en la consciencia, una necia jugada del «sano sentido común»? ¿Acaso es mera apariencia que la persona sea el objeto del impulso de lo inconsciente, que en realidad apuntaría en un sentido más profundo a un dios? ¿Podría ser que la demanda de un dios fuera una pasión nacida en una naturaleza impulsiva imparcial y mucho más oscura? ¿Una pasión acaso más profunda y fuerte que el amor a la persona humana? ¿Tal vez el sentido más propio y sublime de ese amor inútil que llamamos transferencia? ¿Tal vez un pedazo de «amor» real a Dios, ese amor desaparecido de la consciencia desde el siglo xv en adelante? Nadie pondrá en duda la existencia de un vehemente apasionamiento por la persona humana, pero que en la consulta del psiquiatra, representado en la prosaica figura del médico, un fragmento de psicología religiosa hace ya tiempo perteneciente a la historia, una curiosidad medieval, por así decirlo —piénsese en Matilde de Magdeburgo—, haga acto de presencia cual si se tratara de una realidad viva que cupiera tocar con los dedos, es cosa que parece demasiado fantasiosa como para que podamos tomárnosla en serio. Una actitud verdaderamente científica debe estar libre de prejuicios. El único criterio que nos dice si una hipótesis es válida estriba en preguntarse si ésta posee o no un valor heurístico o explicativo. La cuestión es ahora si sería posible contemplar como hipótesis válidas las posibilidades más arriba descritas. A priori, y del mismo modo que no hay ninguna razón que haga imposible que lo inconsciente «sólo» pueda «desear», tampoco hay ninguna razón que imposibilite que las tendencias inconscientes puedan

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apuntar a un objetivo que transcienda la realidad humana. Sólo la experiencia puede decidir cuál de las dos hipótesis es la que mejor concuerda con la realidad. A mi paciente, una persona muy crítica, esta nueva hipótesis no acababa de convencerla, pues a su sentir la concepción anterior, según la cual yo sería su padre-amante y representaría en cuanto tal una solución ideal al conflicto, poseía un atractivo incomparablemente mayor. No obstante, su intelecto era lo suficientemente sagaz como para aceptar la viabilidad teórica de una hipótesis como ésta. Entretanto, los sueños prosiguieron descomponiendo la persona del médico en proporciones cada vez mayores, sucediendo en combinación con ello algo que al principio yo fui el único en percibir con sorpresa: una socavación subterránea de su transferencia, si se me permite la expresión, a resultas de la cual la relación de la paciente con un amigo suyo fue profundizándose a ojos vista, no obstante el hecho de que en la consciencia ella siguiera aferrándose como siempre a su transferencia. Cuando llegó nuestra separación, no supuso ninguna catástrofe, sino una despedida en extremo razonable. Para entonces yo había tenido el privilegio de ser el único espectador del proceso de sustitución, y en su transcurso pude ver cómo el punto de referencia suprapersonal iba asumiendo una función que no puedo llamar más que dirigente y transfiriéndose a sí mismo una por una todas las estimaciones exageradas que antes eran personales, logrando así incrementar con esta afluencia de energía su influencia sobre la consciencia rebelde, sin que a la vez la consciencia de la paciente pareciera tomar especial nota de lo que sucedía. Gracias a ello me di cuenta de que los sueños no eran simples fantasías, sino autorretratos de desarrollos inconscientes, que hicieron que la psique de la paciente fuera poco a poco superando lo inconveniente de sus vínculos personales. Como acabo de mostrar, este cambio obedeció a que inconscientemente fue cobrando forma un punto de referencia suprapersonal, una meta en cierto modo virtual que simbólicamente se expresaba en lo que no puedo por menos de designar más que como una idea de Dios. La persona humana del médico era, por así decirlo, desfigurada por los sueños aumentando hasta proporciones sobrehumanas, como un padre gigantesco y viejísimo que a la vez se confundía con el viento y en cuyos brazos protectores la paciente reposaba como un niño de pecho. De quererse buscar en . Al respecto cf. «función transcendente», en Tipos psicológicos, 1950, p. 651 [OC 6,1, § 908, u OC, § 828, definiciones, s. v. «símbolo»].

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la idea consciente que de Dios tenía la paciente (educada en la religión cristiana) la fuente de la imagen divina de los sueños, habría que poner de relieve una vez más lo deformado de esta última. En las cuestiones religiosas la paciente muestra una actitud crítica y agnóstica, y su idea de un posible ser divino se ha difuminado hace ya tiempo en la esfera de lo inimaginable, es decir, en una abstracción absoluta. En contraste con ello, la imagen de Dios de los sueños responde a la idea arcaica de un demonio de la naturaleza, tal vez de un Wotan. El Qeo.j to. pneu/ma, «Dios es espíritu», ha sido aquí devuelto a su forma original, en la que pneu/ma significa viento: Dios es el viento, un ser más poderoso y mayor que el hombre, y un hálito invisible. En analogía con la lengua hebrea, en árabe ruh significa tanto «aliento» como «espíritu». Partiendo de la forma personal, los sueños desarrollan una imagen arcaica de Dios infinitamente distinta de su concepto consciente. Siempre cabría objetar que cuanto aquí se observa es sólo una imagen infantil, un recuerdo de la infancia. Y yo mismo no sería del todo enemigo de esta hipótesis si en ella se tratara de un anciano varón que se sentara en su dorado trono del cielo. Pero lo cierto es que no se trata en absoluto de un sentimentalismo semejante, sino de una idea primitiva que sólo puede corresponderse con una constitución espiritual arcaica. Este tipo de ideas primitivas, de las cuales he brindado un gran número de ejemplos en uno de mis libros, Transformaciones y símbolos de la libido, le inducen a uno a establecer una distinción en los materiales inconscientes, distinción que posee un carácter diferente al de la operada entre lo «preconsciente» y lo «inconsciente» o entre lo subconscious y lo unconscious. De lo justificado de estas distinciones no seguiremos discutiendo aquí. Cada una de ellas posee un determinado valor y es sin duda merecedora de que se profundice en ella como tal punto de vista. La distinción que la experiencia me ha obligado a realizar reclama sólo el valor de un punto de vista más. De lo dicho hasta ahora se sigue que en lo inconsciente tenemos en cierto modo que distinguir un estrato, al que cabría bautizar con el nombre de inconsciente personal. Los materiales albergados en dicho estrato poseerían una naturaleza personal por ostentar una serie de características que los distinguirían, de una parte, como una adquisición de la existencia individual y, de otra, como un factor psicológico que podría ser igualmente consciente. Por un lado, en efecto, es del . Pruebas detalladas en Transformaciones y símbolos de la libido, 1912. Nueva edición, Símbolos de transformación, 1952 [OC 5, cf. índice, «viento»].

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todo comprensible que elementos psicológicos incompatibles sean víctimas de una represión, haciéndose, por tanto, inconscientes, pero, por otro lado, eso no es obstáculo para que los contenidos reprimidos puedan volver a ser hechos conscientes y mantenidos en la consciencia una vez reconocidos. El motivo por el que reconocemos que estos materiales constituyen contenidos personales reside en que podemos demostrar que sus efectos o su origen se encuentran en nuestro pasado personal o hacen parcial acto de presencia en él. Son componentes constitutivos de la personalidad que forman parte del inventario de una personalidad de estas características, componentes cuya ausencia en la consciencia se salda con una inferioridad en este o aquel respecto, aunque no con una inferioridad que, por ejemplo, poseyera en sí misma el carácter psicológico de una mutilación orgánica o un defecto congénito, sino en la que se aprecia más bien el carácter de una omisión por la que se impondría un resentimiento moral. Que esa inferioridad sea moralmente percibida o sentida indica siempre que el fragmento que falta es algo que, a juicio del sentimiento, no debería en realidad ausentarse o de lo que, en otras palabras, cabría ser consciente a poco que uno se tomara las molestias pertinentes. El sentimiento moral de inferioridad no obedece acaso a un choque con la ley moral general, en cierto sentido arbitraria, sino al conflicto con el propio ser, que en razón del equilibrio psíquico exige que el déficit sea compensado. Siempre que dicho sentimiento de inferioridad hace aparición, su sola presencia indica que existe un imperativo a asimilar un fragmento inconsciente, así como la posibilidad de dicha asimilación. En última instancia quienes obligan a una persona, bien mediante el conocimiento de la necesidad, bien de forma indirecta, pasando por el tormento de una neurosis, a asimilar su ser inconsciente y tener de él consciencia son sus cualidades morales. Quien avanza a lo largo de este camino de conscienciación de su ser inconsciente conduce forzosamente el contenido de su inconsciente personal a la consciencia, ampliando de este modo el perímetro de su personalidad. Me gustaría añadir de inmediato que esa «ampliación» concierne ante todo a la consciencia moral, al autoconocimiento, pues por lo general los contenidos inconscientes que son liberados y conducidos a la consciencia por el análisis son en principio contenidos desagradables y, por ello, reprimidos, debiendo entenderse por ellos deseos, recuerdos, tendencias, proyectos, etc. Son los mismos contenidos que, por ejemplo, hace salir también a la luz de una manera similar, si bien en una medida mucho más reducida, una confesión general. Lo demás se sigue por norma general del análisis de los sueños. Con

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frecuencia, es interesante observar la manera en que los sueños van haciendo que emerjan —paso a paso, operando una exquisita selección— los aspectos más importantes. El conjunto de todo el material tiene como resultado, una vez agregado a la consciencia, una esencial ampliación del horizonte, un conocimiento de sí más profundo, del que hay que suponer que debería ser el más indicado para que la persona ganara en modestia y humanidad, no obstante lo cual no deberíamos olvidar que aun el autoconocimiento, del que no hay sabio que no espere los mejores efectos, opera de manera diversa en los distintos caracteres. Tal cosa permite que se tengan las experiencias más curiosas en el análisis práctico. Pero de ello trataré en el segundo capítulo. Como muestra el ejemplo de la idea arcaica de Dios, lo inconsciente parece sin embargo contener algo más que simples adquisiciones o peculiaridades personales. Mi paciente no tenía consciencia alguna de la relación etimológica entre «espíritu» y «viento», ni tampoco del paralelismo entre ambos. Jamás había reflexionado sobre dicho contenido y nunca se le había brindado información alguna al respecto. El pasaje crítico del Nuevo Testamento (to. pneu/ma pnei/ o[pou qe,lei) era para ella inaccesible, ya que no leía griego. Cabría que se tratara —en el caso de que estuviéramos realmente frente a una adquisición personal— de lo que se conoce como una criptomnesia, es decir, del recuerdo inconsciente de una idea con la que la soñante se habría familiarizado a través de la lectura en alguna ocasión pretérita. En este caso particular nada tengo que decir en contra de esta posibilidad. Pero he sido testigo de otros muchos casos —un gran número de ellos aparecen citados en la obra que he mencionado más arriba, Transformaciones y símbolos de la libido— en los cuales cabe excluir con toda seguridad aun la posibilidad de una criptomnesia. Incluso aunque el caso presente pudiera acogerse a esta categoría —cosa que tengo por muy poco probable—, todavía sería preciso decir cuál sería la disposición preexistente en virtud de la cual fue precisamente esta imagen la que persistió y fue luego «ecforizada» (Semon). Sea como fuere, en ella se trata —con o sin criptomnesia— de una imagen de Dios auténtica y genuinamente primitiva que prosperó en lo inconsciente de una persona de nuestros días, operando sobre ella un influjo vivo, un influjo que muy bien podría darle a uno qué pensar en un sentido psicológico-religioso. . Cf. Flournoy, Des Indes à la Planète Mars. Étude sur un cas de somnambulisme avec glossolalie, 1900; así como Jung, Acerca de la psicología y patología de los llamados fenómenos ocultos, 1902, pp. 100 s. [OC 1,1, § 138 s.].

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En dicha imagen no podría nombrar nada que fuera personal: es una imagen enteramente colectiva, cuyas manifestaciones étnicas nos son conocidas desde hace mucho tiempo. Esta imagen histórica y ampliamente difundida ha vuelto a cobrar vida por medio de la función psíquica natural, cosa que, en tanto en cuanto mi paciente vino al mundo con un cerebro que supuestamente sigue funcionando en la actualidad del mismo modo que en los días de los germanos, no debería constituir ninguna sorpresa. Se trata de un arquetipo redivivo, que es como he llamado a estas imágenes primigenias en otro lugar. Lo que vuelve a generar estas viejas imágenes es la manera de pensar primitiva y analógica de los sueños. No se trata de ideas heredadas, sino de vías heredadas. A la vista de estos hechos, tenemos sin duda que suponer que lo inconsciente alberga no sólo elementos personales, sino también impersonales y colectivos, en este caso en forma de categorías heredadas o arquetipos. Por ello, he formulado la hipótesis de que en sus estratos más profundos lo inconsciente daría en cierto modo cabida a contenidos relativamente animados y colectivos. Ésta es la razón por la que hablo de un inconsciente colectivo.

. Cf. Tipos psicológicos, 1950 [OC 6,1 definiciones, s. v. «imagen», y en otros lugares]. . De ahí lo equivocado de que se me reproche que mi punto de vista peca de «místico y fantasioso». . H. Hubert y M. Mauss, Mélanges d’Histoire des Religions, 1909, p. XXIX.

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El proceso de asimilación de lo inconsciente se ve seguido por curiosos fenómenos: unos edifican sobre él una infatuación o amor propio manifiesto e incluso desagradablemente intensificado; lo saben todo, están enteramente al corriente en lo que a su inconsciente concierne. Creen estar perfectamente al tanto de todo lo que de allí emerge, y en cualquier caso con cada hora que pasa se suben con cada vez más decisión a las barbas de su médico. Otros, en cambio, se sienten oprimidos e incluso agobiados por los contenidos de lo inconsciente. Su amor propio disminuye, y contemplan con resignación las muchas cosas extraordinarias que allí se generan. Los primeros, llevados por su amor propio, asumen una responsabilidad hacia su inconsciente que llega demasiado lejos y transciende toda posibilidad real; los segundos se niegan finalmente a ser responsables de nada que les atañe, aplastados por la consciencia de la impotencia del yo frente al imperio de lo inconsciente sobre el destino. Si observamos ahora más de cerca estas dos formas extremas de reacción, el análisis nos descubrirá que tras el amor propio optimista de los primeros se esconde una sensación de desamparo igual de profunda o, mejor dicho, mucho más profunda todavía, frente a la cual el optimismo consciente transmite la apariencia de no ser más que una compensación fallida. Tras la resignación pesimista de los segundos, sin embargo, se agazapa una obstinada voluntad de poder que, en lo que concierne a su seguridad en sí mismos, supera con mucho el optimismo consciente de los primeros. Con estas dos formas de reacción me he limitado a describir dos extremos groseros. Diferenciar una más amplia gama de mati-

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ces respondería más fielmente a la realidad. Como he señalado en otro lugar, todos los analizandos empiezan por abusar inconscientemente de sus descubrimientos, siguiendo en cada caso particular los derroteros que les marca su anormal actitud neurótica, a no ser que al comienzo mismo del tratamiento se vean liberados hasta tal punto de sus síntomas como para poder abstenerse de toda terapia ulterior. Uno de los factores más importantes en este caso es el constituido por el hecho de que en este estadio inicial todo sigue entendiéndose en el nivel del objeto, es decir, sin separarse imago y objeto y, por tanto, en relación directa con el segundo. Así, quien tenga en los «demás» el objeto de su predilección extraerá de todo aquello que en este estadio del análisis podría engullir como autoconocimiento la siguiente conclusión: «¡Luego así son los demás!», sintiéndose a continuación obligado, de acuerdo con su particular forma de ser, tolerante o intolerante, a bañar al mundo con su luz. El segundo, en cambio, el cual se siente más bien el objeto de sus semejantes que su sujeto, se sentirá abrumado por estos descubrimientos, experimentando el consiguiente hundimiento. (Como es natural, prescindo de esas numerosas naturalezas más superficiales que no acceden más que a una experiencia somera de estos problemas.) En los dos casos se produce una intensificación de la relación con el objeto: en aquél, en un sentido activo; en éste, en un sentido reactivo, produciéndose la aparición de una clara intensificación del elemento colectivo. El primero dilata el perímetro de sus acciones, el segundo, el de sus pasiones. Adler se ha servido de la expresión «semejanza con Dios» a fin de describir ciertos rasgos básicos de la psicología neurótica del poder. Al hacer uso yo también aquí de este término procedente de Fausto, el sentido que pretendo darle es más bien el de aquel conocido pasaje en el que Mefistófeles, tras escribir en el álbum de recuerdos del estudiante el versículo del Génesis, observa a continuación para sí: Limítate a seguir el viejo dicho y a mi tía, la serpiente, ¡y ten por cierto que algún día te horrorizará tu semejanza con Dios!.

La semejanza con Dios guarda relación, como bien puede verse, con el saber, con el conocimiento del bien y del mal. El análisis . «Eritis sicut Deus, scientes bonum et malum» [«Seréis entonces como Dios, conocedores del bien y del mal»]. . Fausto 1, escena cuarta.

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y la conscienciación de los contenidos inconscientes se ven seguidos por cierto grado de tolerancia superior, mediante la cual son también aceptados algunos fragmentos relativamente difíciles de digerir de la caracterología inconsciente. Esta tolerancia ofrece la apariencia de ser muy «superior» y sabia, y con frecuencia no es más que un bello gesto que, sin embargo, atrae hacia sí toda clase de consecuencias, no en vano se trata de la reunión de dos esferas que hasta entonces se habían mantenido cautelosamente separadas. Tras haberse superado no pequeñas resistencias, la unión de los pares de opuestos se ha verificado con éxito, por lo menos a primera vista. El superior grado de penetración y conocimiento, la yuxtaposición de lo que hasta ese momento estaba separado y la aparente superación del conflicto moral que de este modo cobra expresión son causa de un sentimiento de superioridad, al que cabe muy bien referirse con la expresión «semejanza con Dios». Esa misma yuxtaposición del bien y del mal, sin embargo, puede tener también una consecuencia diferente para otro temperamento. No todos, en efecto, sostendrán forzosamente la balanza del bien y del mal en su mano, sintiéndose a la vez superhombres; también habrá quien se sienta como un objeto desorientado situado entre el martillo y el yunque, quien no se crea necesariamente un Hércules en la encrucijada, sino un navío sin piloto que navega entre Escila y Caribdis. Y puesto que, sin saberlo, se halla inmerso en el mayor y más antiguo de los conflictos humanos, y sufre en vida la colisión de principios eternos, podrá tener la sensación de que es un Prometeo encadenado a la roca del Cáucaso o la de un crucificado. Tal sería asemejarse a Dios en el padecer. La semejanza con Dios, ahora bien, es un concepto que nada tiene de científico, pese a lo cual esta expresión describe con acierto el hecho psicológico como tal. Tampoco me figuro que todos y cada uno de mis lectores se habrán hecho sin más una idea de la peculiar constitución espiritual de la «semejanza con Dios». La expresión es para ello demasiado literaria, y, por dicho motivo, lo mejor será sin duda que describa con un poco más de detenimiento el estado al que hace referencia dicha categoría. Los descubrimientos realizados por el analizando le muestran por lo general toda una serie de cosas de las que hasta ese momento no era consciente. Como es natural, el analizando aplica también esos conocimientos a su entorno, y de este modo empieza a ver algunas cosas (o a creer verlas) que hasta entonces le estaban ocultas. En tanto en cuanto sus descubrimientos le han sido útiles, se complace en suponer que tienen que serlo también para los demás, y de este modo se vuelve arrogante con facilidad, posiblemente con la mejor de las inten-

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ciones, pero de un modo inoportuno para los otros. Tiene la sensación de poseer una llave que abre muchas puertas, tal vez incluso todas. El mismo «psicoanálisis» peca de esta misma inconsciencia ingenua con respecto a sus límites, como con claridad puede verse en la manera en que, por ejemplo, manosea las obras de arte. Puesto que la naturaleza humana no está compuesta sólo por luces, sino también por un buen puñado de sombras, los conocimientos conquistados en el análisis práctico son a menudo desagradables, y tanto más intensamente cuanto (como por regla general acostumbra a suceder) más se haya uno creído anteriormente lo contrario. Hay por ello personas que se toman muy a pecho los descubrimientos realizados, incluso demasiado, y se olvidan de que están lejos de ser las únicas en poseer un lado oscuro. Estas personas dejan la puerta demasiado abierta a la depresión y se inclinan a dudar en exceso de sí mismas y a pensar que ya nada está bien. Éste es también el motivo de que incluso entre los analistas haya investigadores excelentes que, aun teniendo muy buenas ideas, sin embargo nunca se atreven a publicarlas, por parecerles que el problema anímico que han descubierto es tan enorme que sería poco menos que imposible abordarlo científicamente. Donde unos rebosan entusiasmo debido a su optimismo, otros se vuelven miedosos y pusilánimes a causa de su pesimismo. Tales son las figuras en que se expresa el gran conflicto, por ejemplo, cuando es reducido a una escala menor. Pero incluso dentro de estas reducidas proporciones no es difícil reconocer lo esencial: la arrogancia de los primeros y la pusilanimidad de los segundos comparten una cosa en común, la inseguridad respecto a sus límites. Unos los dilatan de forma desproporcionada, otros los reducen también desproporcionadamente. Si tenemos ahora en cuenta que a consecuencia de la compensación psíquica una gran humildad está a un solo paso de la soberbia —y recordamos simultáneamente que «la soberbia precede siempre a la caída»—, nos será fácil descubrir que tras la arrogancia se esconden también los rasgos de un angustioso sentimiento de inferioridad. Más aún, llegaremos incluso a ver claramente que el exaltado es impulsado por una inseguridad que le lleva a alabar las verdades de las que no tiene certeza y reunir prosélitos, a fin de que sus seguidores le garanticen el valor y la fiabilidad de sus convicciones. Tampoco a él le van tan bien las cosas en su abundancia de sabiduría como para poder perseverar en ella sin compañía; en el fondo, se siente marginado, y su secreto temor a quedarse solo le induce a hacer públicas sus ideas y opiniones por todas partes, para en todas partes sentirse a cubierto de sus corrosivas dudas.

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¡Con el pusilánime es al revés! Cuanto más se retrae y oculta, mayores son las dimensiones que cobra en él su aspiración secreta a ser comprendido y reconocido. Aunque hable de su inferioridad, en el fondo no cree en ella. De su interior brota la obstinada convicción de que su valía no es reconocida, por lo que reacciona con gran susceptibilidad ante la más leve sombra de desprecio, exhibiendo siempre la expresión de alguien a quien no se comprende y cuyas justas pretensiones han sido humilladas. Con ello desarrolla un orgullo patológico y una insatisfacción desproporcionada que son lo último que le gustaría poseer, pero que, sin embargo, quienes le rodean tendrán también mayores oportunidades de sufrir. Ambos son a la vez excesivamente grandes y pequeños; su estatura media individual, que ya antes no disfrutaba de una posición segura, empieza ahora a fluctuar todavía más, resultando poco menos que grotesco que se denomine a este estado «semejanza con Dios». Pero puesto que ambos sobrepasan sus humanas proporciones, el uno aquí, el otro allá, los dos son un tanto «sobrehumanos» y, por ello, figuradamente hablando, «semejantes a Dios». Si queremos renunciar por completo a esta metáfora, propondría que se hablara de una inflación psíquica. A mi parecer, esta idea responde bastante bien a la realidad, al menos en la medida en que el estado en cuestión equivale a una dilatación de la personalidad que transciende los límites individuales, en una palabra, una infatuación. En dicha situación uno satura un espacio que por lo general no estaría en disposición de rellenar. Esto es algo que nadie puede hacer, a menos de apropiarse de contenidos y propiedades que en sí y para sí estarían más allá de nuestras fronteras. Lo que está fuera de nosotros pertenece bien a otro, bien a todos, bien a nadie en absoluto. Dado que la inflación psíquica, lejos de ser un fenómeno sólo suscitado por el análisis, es también igual de frecuente en la vida normal, podemos someterla asimismo a estudio en otros casos. Uno de los más corrientes consiste en la seria identificación de muchos varones con su ocupación o con su título. No hay duda de que mi cargo es la actividad que me es propia, pero a la vez mi cargo es también un factor colectivo que ha llegado históricamente a efecto gracias a la colaboración de muchos y cuya dignidad debe en exclusiva su ser al asentimiento colectivo. Por ello, cuando me identifico con mi cargo o con mi título, me comporto como si yo fuera el entero factor complejo y social que aquél representa, es decir, como si yo no fuera solamente el titular del cargo, sino también, y a un tiempo, el asentimiento de la sociedad. Con ello he dilatado extraordinariamente mis propios límites, usurpando propiedades

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que no están en absoluto dentro de mí, sino fuera. L’état c’est moi [el estado soy yo] sería el lema de este tipo de personas. En el caso de la inflación por el conocimiento se trata de algo en principio muy similar, pero que psicológicamente es todavía más sutil. El desencadenante de este tipo de inflación no reside en la dignidad de un cargo, sino en una considerable fantasía. Con el fin de aclarar lo que quiero decir me serviré de un ejemplo práctico: el caso de un enfermo mental al que tuve la oportunidad de conocer personalmente y del que Maeder se ha hecho eco en una publicación. El caso se caracteriza por una inflación sumamente pronunciada. (En los enfermos mentales, en efecto, uno puede observar a escala grosera y agrandada fenómenos que en las personas normales se hallan solamente insinuados.) El enfermo padecía una demencia paranoica acompañada de delirios de grandeza y se mantenía en contacto «telefónico» con la Madre de Dios y otras eminencias parecidas. En su realidad humana era un infeliz aprendiz de cerrajero que, contando sólo unos diecinueve años de edad, había perdido irremisiblemente la razón. El enfermo no había sido tampoco bendecido nunca con dones espirituales de ningún tipo, lo que sin embargo no le había impedido descubrir, entre otras cosas, la grandiosa idea de que el mundo era su particular libro de estampas, un libro en el cual él podía pasar de página siempre que así lo deseara. La demostración de este extremo era muy sencilla: tan pronto como quería ver una página nueva, todo lo que tenía que hacer era darse la vuelta. Era esto el mundo como voluntad y representación de Schopenhauer en desnuda y primitiva concreción. En el fondo, una idea chocante nacida en el aislamiento y la soledad más absolutos, pero expresada con una ingenuidad y simpleza tales que, en principio, a lo único que se sentía uno movido era a depararle una sonrisa a su tosquedad. Y, sin embargo, lo que subyacía en su más prístina esencia a esta primitiva noción era la genial visión del mundo de Schopenhauer. Nadie que no sea un genio o un loco será capaz de . A. Maeder, «Psychologische Untersuchungen an Dementia Praecox-Kranken»: Jahrbuch für psychoanalytische und psychopathologische Forschungen II (1910), pp. 209 ss. . Siendo todavía médico de la Clínica Psiquiátrica de Zúrich, acompañé por las distintas dependencias a un profano de gran inteligencia que nunca había visto un sanatorio mental por dentro. Al terminar nuestra ronda, exclamó: «¡Pero oiga, lo que usted tiene aquí es un Zúrich en pequeño, una quintaesencia de su población! Es como si alguien hubiera reunido los ejemplares más representativos de todos esos tipos con los que uno tropieza a diario en la calle. ¡Tíos raros y ejemplares escogidos de todas las clases y tamaños!». Nunca se me había ocurrido verlo desde ese punto de vista, pero no se puede dudar de que el hombre tenía una parte considerable de razón.

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romper los lazos con la realidad mundanal hasta el punto de estar en disposición de contemplar el mundo como si éste no fuera nada más que una imagen suya. ¿Ha sido capaz el enfermo de desarrollar o construir una idea como ésta? ¿Es la idea un bien que le habría tocado en suerte? ¿O constituye ésta un pensamiento en el que, en definitiva, el enfermo se ha limitado a hundirse? Su desintegración e inflación patológicas vienen a probar esto último. Quien habla y piensa ya no es él, sino algo que habla y piensa en él, y por eso el enfermo oye voces. Lo que le diferencia de Schopenhauer, por tanto, es que en su caso la idea ha permanecido en el estadio de una mera excrecencia espontánea, mientras que en el del filósofo esa misma idea es el resultado de una abstracción expresada en un lenguaje de validez universal. Con ello Schopenhauer ha obligado a la idea a abandonar la rudeza de su reino subterráneo por la clara luz diurna de la consciencia colectiva. Sería, pues, del todo equivocado suponer que la idea del enfermo posee un carácter y un valor personales, constituyendo, en otras palabras, un bien de su propiedad. El enfermo sería en tal caso un filósofo. Sin embargo, un filósofo, y a mayor abundamiento un filósofo genial, es únicamente quien consigue que la visión primitiva y meramente natural alce el vuelo en una idea abstracta y un bien universal consciente. Sólo este logro conforma un valor personal de su exclusiva propiedad, un valor que ese filósofo tiene derecho a atribuirse sin ser por ello presa de la inflación. En cambio, la idea del enfermo es un valor impersonal que ha prosperado de forma natural, un valor contra el que el enfermo nada ha podido hacer y por el cual ha sido incluso engullido y «trastornado», «transportado» a una situación de todavía mayor alejamiento del mundo. La indudable grandeza de la visión infló al enfermo en patológica expansión, en lugar de ser él quien hiciera suya la idea y la ampliara en una cosmovisión filosófica. El valor personal reside únicamente en el trabajo filosófico y no en la visión primaria. También en el filósofo se ha limitado esta última meramente a prosperar, y en concreto a partir de un patrimonio común a la humanidad en el que en principio todos tenemos parte. Las manzanas de oro proceden de un mismo árbol, sea un aprendiz de cerrajero idiota o el mismísimo Schopenhauer quien las recoja. Pero este ejemplo nos enseña todavía algo más: que los contenidos psíquicos suprapersonales no son ni mucho menos materiales indiferentes o muertos de los que uno pudiera adueñarse a discreción, sino magnitudes vivientes que ejercen una atracción sobre la consciencia. La identificación con el cargo o el título posee incluso algo seductor, y ésta es la razón por la cual son tantísimos

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los varones que no tienen más dignidad que la que la sociedad les otorga. Sería vano tratar de buscar una personalidad tras esta cáscara. Todo lo que se encontraría detrás de este estudiado envoltorio sería únicamente una miserable personita. La razón de que el cargo (o lo que en cada ocasión sea esta cáscara externa) resulte tan seductor se debe a que representa una fácil compensación a las insuficiencias personales. Pero no sólo hay atracciones externas, como cargos, títulos y demás papeles sociales, que son causa de inflación. Éstas sólo son las magnitudes impersonales que están ahí fuera, en la sociedad, en la consciencia colectiva. Pero así como más allá del individuo hay una sociedad, más allá de nuestra psique personal hay también una psique colectiva, es decir, un inconsciente colectivo, en cuyo seno hay asimismo cabida para atractivas magnitudes, como muestra el ejemplo arriba citado. Igual que en el primer caso uno es endiosado en el mundo por su dignidad («Messieurs, à présent je suis Roy»), uno puede desaparecer repentinamente, tan pronto como le acontezca contemplar una de esas grandes imágenes que confieren al mundo un nuevo semblante. Se trata de esas hechiceras représentations collectives que subyacen al slogan de los norteamericanos, a los refranes y, dentro ya de un nivel superior, al lenguaje de la poesía y la religión. Me acuerdo de un enfermo mental que no era un poeta ni nada de similar importancia. Se trataba únicamente de una naturaleza un tanto silenciosa, de un muchacho con una cierta tendencia a la exaltación. El chico se había enamorado de una joven, sólo que, como tantas veces ocurre, sin haberse cerciorado primero suficientemente de si era o no correspondido por ella. Su primitiva participation mystique le hacía dar por supuesto sin más que su propia emoción era también la emoción ajena, cosa que se produce casi siempre de forma natural en los estadios más elementales de la psicología humana. Así que el joven se había entregado a una apasionada fantasía amorosa, que sin embargo se vino precipitadamente abajo tan pronto como descubrió que la muchacha no quería saber nada de él. Su desesperación fue tal que al instante encaminó sus pasos hacia el río con el propósito de ahogarse. Era ya noche cerrada, y el reflejo de las estrellas resplandecía en las aguas oscuras. Al muchacho le pareció ver que las estrellas bajaban nadando en parejas por el río, y se sintió invadido por una maravillosa sensación. Olvidándose de sus intenciones suicidas se quedó mirando fascinado el extraño y dulce espectáculo, y paulatinamente fue cayendo en la cuenta de que cada estrella era el semblante de una persona, y aquellas parejas, amantes que pasaban frente a él como en un sueño sosteniéndo-

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se estrechamente abrazados. Fue entonces cuando descubrió algo completamente distinto: todo había cambiado, incluso su destino. Tanto su decepción como su amor se habían apartado de él; el recuerdo de la muchacha se perdía en la lejanía y la indiferencia, y en contrapartida —sus sentimientos no le permitían dudarlo— se le había prometido una inaudita riqueza. Supo, en efecto, que un enorme tesoro yacía oculto para él en el vecino observatorio astronómico. Así que, en torno a las cuatro de la mañana, fue detenido por la policía al intentar penetrar en su interior. ¿Qué es lo que le había sucedido? El pobre hombre había contemplado una imagen dantesca, una imagen cuya belleza, de haber sido expresada en versos, habría sido sin duda incapaz de comprender jamás. Pero la había visto, y la imagen le transformó. Su grandísimo dolor yacía ahora en la lejanía; un nuevo y desconocido mundo de estrellas que seguían su silenciosa trayectoria muy lejos de esta dolorida tierra se había abierto en el momento en que cruzó el «umbral de Proserpina». El vislumbre de una riqueza inaudita —¿quién no sería capaz de entender esta idea en lo más hondo de sí?— brotó en él con la fuerza de una revelación. Fue demasiado para su pobre cabeza de oficinista. Se ahogó, pero no en el río, sino en una imagen eterna cuya belleza se extinguió al mismo tiempo con él. Así como uno puede desvanecerse en un papel social, otro puede hacer lo propio en una visión interior, siendo de este modo privado de su entorno. Ciertas mutaciones incomprensibles de la personalidad, tales como súbitas conversiones u otras profundas alteraciones del ánimo, obedecen a la atracción ejercida por una imagen colectiva, la cual, como muestra el ejemplo recién referido, puede provocar una inflación sumamente pronunciada y ser causa de esta suerte de que la entera personalidad se disuelva. Esta disolución coincide con una enfermedad mental de naturaleza pasajera o perdurable, una «escisión de la psique» o «esquizofrenia» (Bleuler). La inflación patológica se debe, como es natural, a una debilidad de la personalidad, la mayor parte de las veces congénita, frente a la autonomía de los contenidos colectivos inconscientes. Seguramente, lo más cercano a la verdad consistiría en figurarse que nuestra psique consciente y personal reposa sobre el am. Cf. Tipos psicológicos, 1950 [OC 6, definiciones, s. v. «imagen»]. Léon Daudet, en su libro L’Hérédo, Paris, 1916, llama a este proceso autofécondation intérieure y lo entiende como la reanimación del alma de un antepasado. . Eugen Bleuler, «Dementia Praecox oder Gruppe der Schizophrenie», en Handbuch der Psychiatrie, 1911.

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plio fundamento de una disposición mental heredada y universal que, como tal, es inconsciente, y que nuestra psique personal es a la psique colectiva lo que el individuo, por ejemplo, es a la sociedad. Pero de la misma manera que el individuo no es sólo un ser radicalmente aislado y único en su género, sino también un ser social, la psique humana no es únicamente un fenómeno singular y enteramente individual, sino también un fenómeno colectivo. Y del mismo modo que ciertas funciones o impulsos sociales se hallan en contradicción con los intereses de los individuos singulares, la mente humana posee también ciertas funciones o tendencias que, a consecuencia de su naturaleza colectiva, se hallan igualmente en contradicción con las necesidades individuales. Este hecho obedece a que, desde que nace, toda persona posee un cerebro altamente desarrollado, que le permite acceder a una rica función mental que no ha adquirido ni desarrollado ontogenéticamente. Dado que los cerebros humanos muestran un grado similar de desarrollo, la función mental de este modo posibilitada es también colectiva y universal, siendo a partir de aquí como ha de explicarse, por ejemplo, que los inconscientes de los más lejanos pueblos y razas muestren un notabilísimo parecido, lo cual se ve, entre otras cosas, en el hecho, tantas veces puesto de relieve, de que los modelos y motivos míticos autóctonos presenten un extraordinario número de coincidencias. La semejanza universal de los cerebros tiene como resultado la posibilidad universal de una función mental homogénea. Esta función es la psique colectiva. Así como hay diferencias entre razas, tribus e incluso familias, existe también, superpuesta a la psique colectiva «universal», una psique colectiva que permanece circunscrita a la raza, la tribu o la familia. Por decirlo en palabras de P. Janet, la psique colectiva comprende las parties inférieures de las funciones psíquicas, la parte que está firmemente asentada y que, por así decirlo, discurre de forma automática, siendo a la vez congénita y ubicua, es decir, la parte suprapersonal o impersonal de la psique individual. La consciencia y nuestro inconsciente personal comprenden las parties supérieures de las funciones psíquicas, es decir, la parte que ha sido adquirida y desarrollada ontogenéticamente. El individuo que agrega la psique colectiva que le ha sido conferida a priori y de forma inconsciente al patrimonio que ha adquirido ontogenéticamente, como si la primera fuera una parte del segundo, am-

. P. Janet, Les Névroses, 1909.

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plía el perímetro de su personalidad de forma injustificada y con las correspondientes consecuencias. En la medida, en efecto, en que la psique colectiva coincide con las parties inférieures de las funciones psíquicas y, por tanto, con lo que se subordina a toda personalidad como su base, es gravosa para la personalidad y disminuye su valor, lo que se manifiesta en la inflación, sea en aquella mortificación del amor propio o en este inconsciente incremento del énfasis del yo, que en ocasiones llega a convertirse en una voluntad enfermiza de poder. Como el análisis hace que tomemos consciencia de nuestro inconsciente personal, el individuo se vuelve consciente de cosas de las que, por lo general, era ya consciente en el caso de otros, pero no en el suyo. Gracias a este descubrimiento, pues, pierde un tanto de su singularidad, se vuelve más colectivo. Las consecuencias de este tornarse colectivo no siempre son malas. En ocasiones, también son positivas, ya que también hay personas que reprimen sus mejores cualidades y claudican de forma consciente y sin medida ante sus deseos infantiles. Aunque con el levantamiento de las represiones personales lo primero en llevarse a la consciencia son elementos puramente personales, a ellos van adheridos sin embargo los elementos colectivos de lo inconsciente, los impulsos, cualidades y representaciones (imágenes) universales, incluidas todas aquellas fracciones «estadísticas» propias de nuestras virtudes y vicios promedio: «Todo el mundo tiene algo de criminal, de genio y de santo», como suele decirse. Finalmente, acaba tomando forma una imagen viviente que contiene bastante de lo que se mueve en ese tablero blanco y negro que es el mundo, tanto lo bueno como lo malo, lo bello como lo feo, preparándose de esta manera poco a poco una semejanza con el mundo a la que un buen número de naturalezas dispensa una calurosa acogida y que, en ocasiones, es también el momento decisivo en el tratamiento de una neurosis. He sido testigo de algunos casos que, al llegar a este estado, han conseguido por primera vez en la vida inspirar amor y sentir amor ellos mismos, o bien se atrevieron a dar ese salto hacia lo incierto al que hubieron de agradecer el encuentro con su personal destino. Y también he visto a no pocas personas que, por pensar que este estado era el definitivo, han perseverado durante años en una cierta euforia emprendedora. Como es natural, en muchas ocasiones he podido oír cómo se alababan este tipo de casos como un resultado de la terapia analítica, y por ello me veo obligado a decir que los casos correspondientes a esos seres eufóricos y emprendedores muestran una capacidad tan reducida para diferenciarse del mundo, que nadie podría llegar a considerarlos

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nunca un ejemplo de curación real. Soy de la opinión de que están curados y enfermos en la misma medida. He tenido, en efecto, la oportunidad de hacer un seguimiento de la vida de esos pacientes, y tengo que confesar que con frecuencia presentaron síntomas de inadaptación, así como que, en la medida en que perseveraron en esta línea, en todos ellos fue surgiendo poco a poco esa esterilidad y monotonía que caracteriza a todos los «des-yoizados». Como es natural, estoy hablando otra vez de casos límite y no de esas personas menos valiosas, más ordinarias y normales, cuyas cuestiones adaptativas son más bien de naturaleza técnica que problemática. Si en mí prevaleciera el terapeuta sobre el investigador, me sería imposible, como es natural, resistirme a rodear de un cierto halo de optimismo mis juicios, porque en dicho caso mi mirada se posaría en el número de las curaciones. Pero mi conciencia de investigador no se fija en el número, sino en la calidad de las personas. La naturaleza, en efecto, es aristocrática, y una persona valiosa pesa lo mismo que diez que no lo son. Mi mirada ha seguido a los hombres de calidad, y de ellos he aprendido lo ambiguo que es el resultado de un análisis meramente personal, y también a comprender los motivos de esa ambigüedad. Si al asimilar lo inconsciente damos erróneamente cabida a la psique colectiva en el inventario de las funciones psíquicas personales, se produce una disolución de la personalidad en sus pares de opuestos. Junto al par delirio de grandeza-sentimiento de inferioridad, tan claro en las neurosis y del cual hemos hablado ya, existen otros muchos pares de opuestos, aunque de todos ellos aquí me limitaré a destacar únicamente el par específicamente moral, es decir, el constituido por el bien y el mal. La psique colectiva no hace distingos, y junto a todo lo demás hay también en ella un sitio para las virtudes y vicios específicos del ser humano. Ahora bien, unos tienen sus virtudes colectivas por un mérito personal, mientras que otros añaden sus vicios colectivos a la lista de sus deudas personales. Ambas cosas son tan ilusorias como la grandeza y la inferioridad, pues las virtudes figuradas, lo mismo que los vicios figurados, son únicamente los pares morales de opuestos contenidos en la psique colectiva y que han hecho notar su presencia o han sido hechos conscientes de forma artificial. Hasta qué punto están contenidos estos pares de opuestos en la psique colectiva viene a mostrárnoslo el ejemplo de los primitivos, entre los cuales una misma tribu es alabada por unos observadores por sus excelentísimas virtudes y a la vez denostada por otros por lo extraordinariamente perverso de sus vicios. En el caso de los primitivos, cuyo grado de desarrollo personal, como es sabido, se ha-

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lla todavía en sus inicios, ambas cosas son ciertas, pues su psique es en lo esencial colectiva y, por tanto, inconsciente en su mayor parte. El primitivo es aún en mayor o menor medida idéntico a la psique colectiva, por lo que posee las virtudes y los vicios colectivos sin contradicciones internas, y sin que ni unas ni otros puedan serle imputados personalmente. La contradicción sólo se produce cuando da comienzo el desarrollo de la persona en la psique y la razón vislumbra la naturaleza incompatible de los opuestos. La consecuencia de este descubrimiento son los conflictos de la represión. Uno quiere ser bueno, por lo que debe reprimir lo malo; este punto señala también el fin del paraíso de la psique colectiva. La represión de la psique colectiva es lisa y llanamente una necesidad del desarrollo de la personalidad. El desarrollo de la personalidad en el primitivo, o, mejor dicho, el desarrollo de la persona, es una cuestión de prestigio mágico. Quienes aquí señalan el camino son las figuras del hechicero y del jefe de la tribu. Ambos se destacan del resto por lo singular de sus adornos y su manera de vivir, es decir, por la expresión de su papel. Estos peculiares signos externos sirven para diferenciar a un individuo del resto, y la posesión de secretos rituales especiales acentúa aún más dicha separación. Con estos y otros medios similares el primitivo genera una envoltura en torno a sí a la que puede darse el nombre de persona (máscara). Es sabido que entre los primitivos es precisamente valiéndose de máscaras reales como se opera un enaltecimiento o alteración de la personalidad en ocasiones especiales, como las constituidas, por ejemplo, por las fiestas totémicas. De este modo, el individuo destacado parece evadirse de la esfera de la psique colectiva y, de hecho, en la medida en que consiga identificarse con su persona, se evade de ella realmente. Esta evasión le confiere un prestigio mágico. Como es natural, sería fácil decir que el motivo que impulsa este desarrollo es el afán de poder. Se olvida totalmente, sin embargo, que la génesis del prestigio es siempre el producto de un compromiso colectivo, es decir, que para que aquélla pueda tener lugar ha de haber alguien que desee ese prestigio, así como un público que busque a alguien a quien poder conferírselo. En tales circunstancias, sería una equivocación decir que uno se reviste de prestigio partiendo de un deseo individual de poder: se trata más bien de un asunto eminentemente colectivo. Puesto que la sociedad en su conjunto tiene necesidad de una figura de carácter mágico, se sirve como vehículo tanto de la necesidad de poder que tiene un individuo concreto como de la voluntad que la mayoría tiene de someterse a él, provocando de este modo la aparición del prestigio personal. Un fenómeno que, como muestra

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la historia del origen de la política, reviste una importancia fundamental en la vida social de los pueblos. En virtud de la importancia del prestigio personal —importancia que haremos bien en no subestimar jamás—, la posibilidad de que se produzca una disolución regresiva en la psique colectiva supone una amenaza, y ello no sólo para el individuo destacado, sino también para sus seguidores. Sin embargo, una posibilidad como ésta sólo puede darse cuando la meta del prestigio, es decir, el reconocimiento general, ha sido ya alcanzada. Con ello la persona se convierte en una verdad colectiva, y éste es siempre el comienzo del fin. Crear prestigio, en efecto, no sólo constituye un logro positivo para el individuo destacado, sino también para su clan. Aquél destaca por sus obras; la multitud, por renunciar al poder. Mientras esta actitud deba ser conquistada y sostenida frente a influencias hostiles, el logro seguirá siendo positivo; pero tan pronto como ya no exista ningún obstáculo y se haya alcanzado la validez universal, el prestigio perderá su valor positivo y devendrá por regla general un caput mortuum. Luego se inicia un movimiento cismático, y el proceso vuelve a empezar desde el principio. Como la personalidad reviste una extraordinaria importancia para la vida de la comunidad, todo lo que pueda perturbar su desarrollo es observado también como una amenaza. La mayor amenaza estriba sin embargo en la disolución prematura del prestigio debido a una irrupción de la psique colectiva. Uno de los medios primitivos más conocidos para conjurar este peligro consiste en una incondicional ocultación. El pensamiento, el sentir y el logro colectivos son relativamente fáciles en comparación con la función y el logro individuales, por lo que la tentación de hacer que la función colectiva ocupe el lugar de la personalidad diferenciada es siempre muy grande. Mediante el debilitamiento, primero, y luego la final disolución en la psique colectiva (negación de Pedro) de la personalidad diferenciada y protegida por el prestigio mágico, se produce una «pérdida del alma» en el individuo, pues, en efecto, se ha omitido o anulado un importante logro. Por ello, la violación de un tabú se ve seguida de un castigo draconiano, el cual guarda una perfecta correspondencia con la seriedad de la situación. Mientras se insista en contemplar estas cosas en términos puramente causales, es decir, como residuos históricos y metástasis del tabú del incesto, seguirá siendo imposible comprender qué podrían encerrar de bueno estas medidas. Pero si observamos

. Freud, Totem und Tabu, Gesammelte Schriften, 1924, vol. 10 [Tótem y tabú].

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el problema desde una perspectiva teleológica, se verán aclaradas muchas cosas que yacían hasta ese momento en la oscuridad. A efectos del desarrollo de la personalidad, por tanto, la radical diferenciación respecto de la psique colectiva es un requisito indispensable, porque toda diferenciación defectuosa es causa de una inmediata disolución de lo individual en lo colectivo. A partir de aquí, sin embargo, existe el peligro de que en el análisis de lo inconsciente la psique individual se mezcle con la colectiva, lo cual tiene las desagradables consecuencias citadas más arriba. Cuando el paciente ejerce cierto influjo sobre su entorno, tales consecuencias van en perjuicio de su vitalidad o de quienes le rodean. En su identidad con la psique colectiva, en efecto, el paciente tratará inevitablemente de imponer a los demás las pretensiones de su inconsciente, porque la identidad con la psique colectiva acarrea consigo un sentimiento de universalidad («semejanza con Dios»), para el cual la psique diferente y personal de sus vecinos deja de ser un obstáculo. (Ese sentimiento se sigue naturalmente de la universalidad de la psique colectiva.) Una actitud colectiva presupone como algo natural que la psique de los demás tiene que ser igual de colectiva. Sin embargo, tal cosa supone pasar por alto las diferencias individuales sin ningún miramiento y deparar un trato equivalente a diferencias más generales también presentes dentro de la psique colectiva, como, por ejemplo, las diferencias raciales. Pasar por alto todo lo individual se salda, como es natural, con una asfixia del individuo, viéndose así extirpado el elemento diferenciador en una sociedad. El elemento diferenciador es el individuo. Los mayores logros en virtud, al igual que los crímenes más abyectos, son individuales. Cuanto más grande sea una sociedad, y cuanto mayor sea el apoyo brindado a causa de prejuicios conservadores a la suma de los factores colectivos característica de toda gran comunidad en detrimento de lo individual, tanto mayor será la aniquilación moral y espiritual del in. ¡De ahí el gran error de considerar los resultados de una psicología judía como un valor universal! Y así como a nadie se le ocurriría tampoco que la psicología china o la psicología india pudieran ser vinculantes para nosotros, acusarme de antisemita por ver las cosas de esta manera sería tan fácil y estúpido como decir que estoy lleno de prejuicios contra los chinos. Por supuesto, en una etapa más temprana y profunda del desarrollo anímico, donde todavía resulta imposible encontrar diferencias entre las mentalidades aria, semítica, camítica y mongólica, todas las razas humanas comparten una psique colectiva común. Sin embargo, con el inicio de las diferencias étnicas surgen también diferencias esenciales en la psique colectiva. Por ello, no podemos trasladar in globo a nuestra mentalidad la mente de razas ajenas sin perjudicarla sensiblemente, lo que sin embargo no es obstáculo para que muchas naturalezas instintivamente débiles se echen en brazos de la filosofía india y similares.

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dividuo, y tanto más cegada se verá la única fuente del progreso ético y espiritual de la sociedad. De este modo, lo único en prosperar es naturalmente la sociedad y cuanto el individuo tiene de colectivo. En cambio, lo que tiene de individual se ve condenado a la destrucción, es decir, a la represión. Con ello lo individual se precipita en lo inconsciente, transformándose allí regularmente en lo que por principio es malo, en lo destructivo y anárquico, lo cual, aun haciéndose notar socialmente en individuos singulares y con tendencias proféticas en destacados actos criminales (como magnicidios y similares), permanece sin embargo en penumbra en todos los demás, haciendo notar únicamente su presencia de manera indirecta en una inevitable decadencia moral de la sociedad. Es de todos modos un hecho manifiesto que la moralidad de una sociedad en su conjunto es inversamente proporcional a su magnitud, pues cuantos más individuos se reúnen, mayor es también el número de factores individuales que desaparecen y menor, en consecuencia, la moralidad que resta, por descansar ésta enteramente en el sentimiento moral y en la libertad individual que debe indispensablemente acompañarlo. De ahí que todo individuo en sociedad sea inconscientemente en cierto sentido peor persona que cuando actúa solo; pues es llevado a hombros por la sociedad y, en dicha medida, absuelto de su responsabilidad individual. Una gran sociedad, aunque esté formada por personas excelentes, tiene la misma moralidad e inteligencia que un animal grande, estúpido y violento. Cuanto mayores son las organizaciones, en efecto, tanto más inevitables son su inmoralidad y ciega estupidez. (Senatus bestia, senatores boni viri [el Senado es un bruto, los senadores, óptimas personas].) Por ello, cuando la sociedad acentúa de manera automática las cualidades colectivas en sus representantes individuales está premiando todo lo mediocre, todo lo que se apresta a vegetar de una manera fácil e irresponsable. Es inevitable que lo individual sea coaccionado. Este proceso da comienzo en la escuela, continúa en la universidad y se adueña de todo aquello donde el Estado mete mano. Cuanto más pequeño sea un cuerpo social, tanto más garantizada estará la individualidad de sus miembros y tanto mayor será su relativa libertad y, por ende, la posibilidad de la responsabilidad consciente. Sin libertad la moralidad no puede existir en absoluto. Nuestra admiración por las grandes organizaciones vacila en cuanto empezamos a vislumbrar la otra cara del milagro, es decir, la enorme acumulación y acentuación de todo lo primitivo en el ser humano, y la inevitable aniquilación de su individualidad en provecho del monstruo que, a fin de cuentas, toda gran organización es. En nuestros días,

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el hombre que responde en mayor o menor medida al ideal moral colectivo ha hecho de su corazón un antro de asesinos, conforme lo demuestra fácilmente el análisis de su inconsciente, aunque él mismo no se sienta en absoluto perturbado por este hecho. Y en la medida en que esta persona se haya «adaptado»10 con normalidad a su entorno, tampoco le molestará lo más mínimo la grandísima perversidad de su sociedad, a poco que la mayoría de sus semejantes demuestren creer en la elevada moralidad de su organización social. Lo que acabo de decir de la influencia de la sociedad en el individuo es cierto en iguales términos de la influencia de lo inconsciente colectivo en la psique individual. Como se desprende de mis ejemplos, este influjo es sin embargo tan invisible como visible es el primero. Así que no es de extrañar que no se entiendan los influjos internos y se considere que la mejor forma de referirse a la gente a la que le suceden estas cosas sea tachándola de rara, enferma y aun de trastornada. Si por casualidad se tratara de un verdadero genio, sólo lo advertirá la siguiente generación o la posterior. Así como nos parece evidente que alguien se ahogue en su dignidad, así también nos parece incomprensible que alguien busque otra cosa que lo codiciado por la mayoría y desaparezca en ello permanentemente. A uno le gustaría desearles humor a ambos, esa facultad del hombre que Schopenhauer consideraba verdaderamente «divina», la única que capacita al ser humano para que éste conserve la libertad de su alma. El análisis de lo inconsciente permite reconocer el influjo que ejercen en nosotros las formas e impulsos básicos colectivos del pensamiento y el sentimiento humanos. Tales impulsos y formas constituyen así una adquisición de la personalidad consciente, que no puede hacerlos suyos sin sufrir considerables trastornos. Por ello, durante el tratamiento práctico es importantísimo no perder de vista la integridad de la personalidad, pues el hecho de concebir la psique colectiva como un accesorio personal del individuo equivale a someter la personalidad a una atracción o presión casi imposibles de vencer. De ahí que sea absolutamente preciso distinguir con suma claridad los contenidos personales de los contenidos de la psique colectiva. Esta distinción, empero, no es nada fácil de realizar, porque lo personal brota de la psique colectiva y está íntimamente vinculado con ella. Por ello, es difícil decir qué contenidos deben calificarse de personales y cuáles han de considerarse colectivos. Es indudable que, por ejemplo, los sim10. Para «encaje» y «adaptación», cf. Tipos psicológicos, 1950, pp. 457 s. [OC 6,1, § 630, o bien CW, § 564].

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bolismos arcaicos con los que tan a menudo es posible tropezarse en sueños y fantasías son factores colectivos. Son colectivos todos los impulsos básicos y todas las formas básicas del pensamiento y el sentimiento. Todo aquello que los hombres han convenido en considerar general es colectivo, igual que aquello que todos comprenden, que constituye un bien general y que todos dicen y hacen. De examinarse las cosas más de cerca, uno no deja de asombrarse al contemplar lo mucho que de propiamente colectivo encierra lo que se conoce como nuestra psicología personal. Es tal su volumen que lo individual desaparece por completo a su espalda. Pero puesto que la individuación11 constituye una exigencia psicológica absolutamente indispensable, contemplando el predominio de lo colectivo es posible hacerse una idea de la especialísima atención que, con el fin de que no se vea completamente ahogado por lo colectivo, ha de prestarse a este tiernísimo brote que es la «individualidad». El hombre posee una capacidad utilísima para los intereses colectivos y la más perjudicial de todas para la individuación: la imitación. La psicología social no puede desaconsejar en absoluto su cultivo, pues sin ella son imposibles las organizaciones de masas, el Estado y el orden social; y ella, es decir, no la ley, sino la imitación, concepto en el que se hallan incluidas la sugestibilidad, la sugestión y la contaminación espiritual, es la verdadera forjadora del orden social. Sin embargo, un día tras otro vemos también cómo se usa o, mejor, cómo se abusa del mecanismo de la imitación a fin de distinguirse uno personalmente. Para ello, uno se limita lisa y llanamente a imitar a una personalidad sobresaliente o una cualidad o conducta raras, con lo que sin duda se llega a una diferenciación del entorno más inmediato en un sentido superficial. Como castigo —se podría casi decir— la semejanza con el espíritu del entorno, que no por eso deja de estar ahí, alza el vuelo hasta transformarse en un vínculo inconsciente y constrictivo con él. Por lo común, el intento, falseado por la imitación, de diferenciarse individualmente se queda en una pose, con lo que la persona permanece en el mismo estadio en el que ya se encontraba con anterioridad, sólo que unos pocos grados más estéril. Para descubrir lo que hay realmente de individual en nosotros es 11. Cf. Tipos psicológicos, 1950 [OC 6,1 definiciones, s. v. «individuación»]: «La individuación es... un proceso de diferenciación que tiene por meta el desarrollo de la personalidad individual... Puesto que el individuo no es sólo un ser individual y su existencia presupone una relación colectiva, el proceso de individuación no desemboca en su aislamiento, sino en una relación colectiva más intensa y universal».

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necesario empezar por reflexionar con rigor, siendo ésta la forma en que tomamos súbitamente consciencia de las extraordinarias dificultades que lleva aparejadas el descubrimiento de la individualidad.

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3 LA PERSONA COMO RECORTE DE LA PSIQUE COLECTIVA

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En este apartado nos enfrentamos a un problema que se presta a una grandísima confusión cada vez que se pasa por alto. He mencionado ya que mediante el análisis de lo inconsciente personal lo primero en ser incorporado a la consciencia serían contenidos personales, por lo que he propuesto designar a las partes de lo inconsciente que aun reprimidas siguen siendo susceptibles de tornarse conscientes con el título de inconsciente personal. Además, he mostrado que, al incorporarse a la consciencia los estratos más profundos de lo inconsciente —estratos que he recomendado bautizar con el nombre de inconsciente colectivo—, tiene lugar una ampliación de la personalidad que desemboca en una situación de inflación. Este estado se alcanza con la mera prosecución del trabajo analítico, tal y como sucedió en el ejemplo antes citado. Al proseguir con el análisis, agregamos a la consciencia personal propiedades básicas de la humanidad todavía impersonales y universales, originándose esa inflación a la que acabo de hacer referencia, que habría que considerar en cierto modo como una consecuencia desagradable del proceso de conscienciación. . Este fenómeno, consecuencia de una mayor consciencia, está muy lejos de ser una característica específica del tratamiento analítico y se produce siempre que los hombres son avasallados por un nuevo saber o descubrimiento. «El saber infla», escribía Pablo a los corintios, pues el nuevo conocimiento había trastocado la cabeza a algunos, como acostumbra siempre a suceder. La inflación no guarda ninguna relación con la naturaleza del descubrimiento, sino con el hecho de que un conocimiento nuevo pueda apoderarse hasta tal punto de una mente débil como para que ésta ya no pueda ver ni oír otra cosa. El conocimiento hipnotiza la mente y ésta cree que acaba de encontrar la solución al enigma del mundo, lo que, sin embargo, no es más que presunción.

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La personalidad consciente es un recorte más o menos arbitrario de la psique colectiva y está compuesta por una suma de hechos psíquicos que dan la sensación de ser personales. El atributo «personal» expresa la pertenencia exclusiva a esta persona determinada. Una consciencia exclusivamente personal insiste con una cierta inquietud en sus derechos como propietaria y autora de sus contenidos e intenta con ello crear una totalidad. Sin embargo, todos aquellos contenidos que se niegan a encajar en dicha totalidad son o bien pasados por alto y olvidados, o bien reprimidos y negados. Tal cosa equivale también a una suerte de autoeducación, si bien a una autoeducación que peca en exceso de arbitraria y violenta. En aras de una imagen ideal a la que uno gustaría asemejar la propia figura, se hace preciso sacrificar un número excesivo de rasgos humanos universales. De ahí que este tipo de ejemplares «personales» sean siempre en extremo sensibles, al ser sumamente sencillo que ocurra algo por lo que pueda acceder a su consciencia un fragmento desagradable de su verdadero carácter (de su carácter «individual»). A este recorte de la psique colectiva al que con frecuencia no es posible convertir en una realidad sino con grandes esfuerzos le he dado el nombre de persona. La palabra persona es de hecho la expresión acertada en este caso, pues originalmente la persona era la máscara de que se servían los actores para cubrir su rostro y por la que podía reconocerse el papel que debían desempeñar en escena. De arriesgarnos, en efecto, a establecer una clara distinción entre lo que habría que calificar de material psíquico personal y lo que tendríamos que considerar material psíquico impersonal, somos enseguida presa de la mayor de las confusiones, porque, Este proceso constituye hasta tal punto una reacción general que el libro del Génesis (Gn 2, 17) presenta ya el pecado de comer del árbol del conocimiento como un pecado mortal. En principio, sin embargo, habrá quien no termine de comprender del todo la razón por la que un poco más de consciencia, seguida por un tanto de presunción, tendría que ser algo tan peligroso. El Génesis presenta ese tomar consciencia como la violación de un tabú, como si con el conocimiento se hubiera traspuesto criminalmente una frontera sacrosanta. Y, a mi parecer, el libro está en lo cierto, porque todo nuevo paso en dirección a una mayor consciencia constituye una suerte de pecado prometeico: con el conocimiento se hace en cierto modo que los dioses sean víctimas de un robo, es decir, se arranca de su contexto natural algo que pertenece a los poderes inconscientes, entregándoselo al arbitrio de la consciencia. La persona que ha usurpado ese nuevo conocimiento experimenta sin embargo una alteración o ampliación de su consciencia, con lo que ésta pasa a ser desemejante de la de sus convecinos. Con ello la persona se eleva por encima de lo que en ese momento era humano («Seréis como Dios»), pero distanciándose a la vez de los hombres. La tortura que constituye esa soledad es la venganza de los dioses: esa persona ya no podrá volver con los hombres. Ha sido, como dice el mito, encadenada a las solitarias alturas del Cáucaso, abandonada de dioses y hombres.

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en rigor, de los contenidos de la persona nos vemos obligados a decir exactamente lo mismo que dijimos ya en su momento de la dimensión colectiva de lo inconsciente, es decir, que su naturaleza es universal. Sólo por la circunstancia de que la persona constituye un recorte más o menos aleatorio o arbitrario de la psique colectiva, podemos cometer el error de considerarla también a ella in toto como algo «individual»; sin embargo, como su mismo nombre indica, la persona es tan sólo una máscara de la psique colectiva, una máscara que transmite la engañosa sensación de ser individual y que, no siendo realmente más que un papel interpretado en el que toma la palabra la psique colectiva, hace que los otros y nosotros mismos pensemos que seríamos individuales. Al analizar la persona, disolvemos la máscara y descubrimos que lo que aparentaba ser individual es en el fondo colectivo, que la persona, en otras palabras, era únicamente la máscara de la psique colectiva. En términos rigurosos, la persona no es en absoluto «real». La persona es un compromiso entre el individuo y la sociedad que tiene por objeto lo que «cada uno de nosotros aparenta ser». Cada uno de nosotros adopta un nombre, adquiere un título, ejerce una función, y es esto o aquello. Como es natural, todas estas cosas son hasta cierto punto reales, pero en comparación con la individualidad del sujeto en cuestión su realidad es sólo secundaria, un mero compromiso en el que en ocasiones los demás participan en mucha mayor medida que él. La persona es una mera apariencia, lo que, hablando en broma, cabría bautizar como una realidad bidimensional. No sería justo, sin embargo, abandonar el hecho en este momento de la exposición sin a la vez reconocer que en la elección y definición peculiares de la persona reside ya algo individual, así como que, no obstante la identidad exclusiva de la consciencia del yo con la persona, el sí-mismo inconsciente, la verdadera individualidad, está presente en todo momento y se hace notar, si no de forma directa, sí indirectamente. Aunque la consciencia del yo es de entrada idéntica a la persona —esa figura de compromiso de la que uno se inviste para presentarse ante la colectividad y con la que, en dicha medida, interpreta un papel—, el sí-mismo inconsciente no puede ser reprimido hasta el punto de no hacerse notar. Su influjo empieza por manifestarse en la figura específica de los contenidos discordantes y compensatorios de lo inconsciente. La actitud puramente personal de la consciencia suscita reacciones por parte de lo inconsciente, las cuales, junto a represiones personales, dan cabida a conatos de desarrollo individual ocultos tras la envoltura de fantasías colectivas. Al analizarse lo incons-

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ciente personal, el material colectivo es conducido a la consciencia junto con los elementos de la individualidad. Me hago cargo de que a quien no esté familiarizado con mis ideas y mi técnica esta afirmación le resultará poco menos que incomprensible, especialmente tratándose de alguien que esté acostumbrado a observar lo inconsciente desde el prisma de la teoría freudiana. Pero si el lector fuera tan amable de traer una vez más a su memoria el caso de la estudiante de filosofía, sería posible con su ayuda hacerse una idea aproximada de lo que quiero decir con mi formulación. Al comienzo del tratamiento, la paciente no era consciente de que la relación con su padre la mantuviera ligada a él, ni tampoco de que, en consecuencia, estuviera buscando a un hombre parecido a su padre, al que sin embargo salía de inmediato al paso con su intelecto. En sí esto no hubiera supuesto un desacierto si su intelecto no se hubiera caracterizado por un peculiar carácter contestatario, un carácter con el que, por desgracia, es frecuente tropezarse entre las mujeres intelectuales. Un intelecto de estas características trata siempre de sacar a la luz los defectos del otro y pese a adoptar maneras preferentemente críticas, a la par envueltas en un tonillo desagradablemente personal, pretende que se le siga teniendo por objetivo. Por regla general, esto hace que los hombres pierdan del todo su buen humor, sobre todo cuando esas críticas, como acostumbra a suceder en no pocas ocasiones, hacen blanco en un punto sensible que, en interés de una discusión menos crispada, habría sido mejor no rozar. Pero lo que distingue a este intelecto femenino es que, por desgracia, busca mucho menos la objetividad de la discusión que puntos débiles a los que aferrarse con el fin de provocar la irritación del varón. En la mayoría de los casos, esta insistencia está muy lejos de responder a una intención consciente y a lo que obedece es más bien al objetivo inconsciente de obligar al hombre a que demuestre su superioridad y se haga de este modo digno de admiración. Por lo común, el varón no cae en la cuenta de que se le esté obligando a asumir el papel de un héroe, y ante el enorme desagrado que le producen los «alfilerazos» lo normal es que en el futuro opte por dar un rodeo antes de volver a encararse con la dama. Al final, todo lo que ella ve en él es al hombre que se somete desde un principio y que, por tanto, no es digno de su admiración. Como es natural, mi paciente tenía aquí mucho sobre lo que reflexionar, ya que para ella todos estos juegos eran enteramente inconscientes. La joven tenía además que examinar aún la novela formal que había venido desarrollándose entre su padre y ella desde la niñez. Me llevaría demasiado lejos describir aquí en detalle

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lo comprensivamente que la paciente, desde su más tierna infancia, se había relacionado inconscientemente con el lado oscuro y extraño de la madre de su progenitor, y la manera en que se había convertido —a una edad excepcionalmente temprana— en rival de su madre. Todo esto fue objeto del análisis de su inconsciente personal. Dado que a mí, aunque no fuera nada más que por motivos profesionales, no me estaba permitido dejarme llevar por la irritación, me convertí sin que nada pudiera evitarlo en héroe y padre-amante, con lo que aun la misma transferencia empezó siendo también un contenido de lo inconsciente personal. Mi papel heroico no era nada más que una apariencia, y así como yo me había convertido gracias a él en un mero fantasma, ella siguió también desempeñando su papel tradicional, es decir, el de una madre-hija-amante sapientísima y adultísima capaz de comprenderlo todo, un simple papel, una persona, tras la cual yacía aún escondido su auténtico y verdadero ser, su sí-mismo individual. En realidad, al identificarse todavía totalmente con su papel, la paciente no era en absoluto consciente de sí misma. Continuaba sumergida en las brumas de su mundo infantil y seguía sin haber descubierto el mundo real. Pero en la medida en que la naturaleza de su transferencia fue haciéndosele consciente con la ayuda del análisis, empezaron también a producirse aquellos sueños de los que he hablado en el primer capítulo. Dichos sueños hicieron que salieran a la superficie fragmentos de lo inconsciente colectivo, y de este modo se vino abajo su mundo infantil y, junto con él, nuestra comedia heroica. La muchacha volvió en sí y tomó consciencia de sus propias y auténticas posibilidades. Tal es el modo, al menos, en que acostumbran a discurrir las cosas en la mayoría de los casos suficientemente analizados. Que la consciencia que la paciente tomó de su individualidad fuera justamente a coincidir con la reactivación de una imagen arcaica de Dios no constituye en absoluto una coincidencia aislada, sino un suceso muy frecuente, que, a mi modo de ver, responde a una regularidad inconsciente. ¡Tras estas divagaciones volvamos a las reflexiones que acabamos de iniciar más arriba! Cuando se eliminan las represiones personales, la individualidad y la psique colectiva emergen fundidas una con otra, liberando las fantasías personales antes reprimidas. Las fantasías y sueños que hacen ahora aparición adoptan un aspecto un tanto diferente. Una de las notas infaliblemente vinculadas a las imágenes colectivas parece ser la representada por su carácter «cósmico», es decir, por la relación de las imágenes oníricas y fantásticas con cualidades cósmicas, como la infinitud temporal y espacial, la enorme ve-

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locidad y extensión del movimiento, las referencias «astrológicas», las analogías telúricas, lunares y solares, las experiencias de fuertes alteraciones en las proporciones físicas, etc. El uso evidente de motivos mitológicos y religiosos en el sueño apunta también en dirección a la actividad de lo inconsciente colectivo. El elemento colectivo anuncia muy a menudo su presencia por medio de síntomas específicos, por ejemplo, mediante sueños en los que uno navega por el espacio exterior como un cometa, o resulta ser la Tierra, el Sol o una estrella, o posee un tamaño descomunalmente grande o pequeño, o ha muerto, o se halla en un lugar desconocido, ajeno a sí mismo, confuso o sin juicio, etc. También hace acto de presencia, por ejemplo, la sensación de estar desorientado, así como vértigos y similares, a todo lo cual se añaden los síntomas de la inflación. La abundancia de posibilidades que encierra la psique colectiva es causa de confusión y desorientación. Con la disolución de la persona, en efecto, se produce un estallido de fantasías arbitrarias, que al parecer no serían sino la actividad específica de la psique colectiva. Esa actividad lleva a la consciencia contenidos de cuya existencia no se tenía hasta ese momento ni la más mínima sospecha. Sin embargo, en la medida en que aumenta el influjo de lo inconsciente colectivo, la consciencia pierde también su poder de dirección, pasando sin darse cuenta a ser guiada, a la vez que, paulatinamente, un proceso inconsciente e impersonal va haciéndose con las riendas. De este modo, la personalidad consciente es desplazada sin notarlo, como una figura más entre otras muchas, sobre el tablero de ajedrez de un jugador invisible, siendo precisamente éste, en lugar de la consciencia y sus propósitos, quien decide la partida del destino. En el ejemplo mencionado más arriba, ésta fue la manera en la que se llevó a cabo esa disolución de la transferencia que la consciencia creía imposible. La entrada en este proceso es inevitable cuando es necesario superar una dificultad aparentemente insoluble. Pondré expresamente de relieve que, como es natural, esta necesidad no aparece en todos los casos de neurosis, pues en lo que cabría considerar su mayoría lo único en sopesarse de entrada es la solución de dificultades momentáneas de adaptación. En cambio, los casos más graves no pueden curarse si no se produce una profunda «modifi. En este punto hay que señalar que los elementos colectivos no se limitan a su aparición en los sueños en este estadio del tratamiento analítico. Existe un gran número de situaciones en las que sale a la luz la actividad de lo inconsciente colectivo. No es éste, sin embargo, el lugar apropiado para discutir estas condiciones.

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cación del carácter» o de la actitud. En la mayoría, la adaptación a la realidad requiere un trabajo tan grande que durante mucho tiempo la adaptación al interior, a lo inconsciente colectivo, no entra ni siquiera en consideración. En cambio, si esta última adaptación se convierte en un problema, lo inconsciente pasa a ser el punto de partida de una atracción singular e irresistible, que ejerce un influjo muy poderoso en la orientación vital consciente. La preponderancia del influjo inconsciente, conjuntamente con la disolución de la persona y el destronamiento del poder rector de la consciencia a ella unidos, da paso a una perturbación del equilibrio psíquico, que en el caso del tratamiento analítico ha sido provocada artificialmente con el propósito médico de resolver una dificultad que mantenía en jaque el proceso de desarrollo. Como es natural, los obstáculos que pueden ser superados gracias a un buen consejo, una pizca de apoyo moral, una reflexión o una pequeña dosis de buena voluntad por parte del paciente, son infinitos. Con todo ello pueden también conseguirse muchas curaciones, no siendo raros los casos en los que uno no se ve precisado a decir ni una sola palabra sobre lo inconsciente. Pero existen también dificultades cuya solución satisfactoria se convierte en un completo enigma. En estos casos, si no se ha producido ya antes del tratamiento un trastorno del equilibrio psíquico, sin duda hará su aparición durante el mismo, y muy frecuentemente sin que el médico haya hecho nada para provocarlo. En apariencia, todo viene a indicar que estos pacientes se habrían limitado a esperar a encontrarse con una persona en la que confiar para abandonarse a sí mismos y poder derrumbarse. Una pérdida semejante del equilibro es en principio similar a un trastorno psicótico, es decir, lo único que la diferencia de las fases iniciales de una enfermedad mental estriba en que durante su evolución ulterior dicha pérdida desemboca en una mayor salud, mientras que el trastorno, en una mayor destrucción. Se trata de un estado de pánico, de venirse abajo en presencia de un conflicto para el que en apariencia no habría remedio. La mayor parte de las veces ese venirse abajo fue precedido por esfuerzos desesperados de la voluntad para controlar la situación. Luego vino el derrumbamiento, cuando la voluntad hasta entonces rectora terminó por desmoronarse. Las energías de este modo liberadas desaparecen de la consciencia, precipitándose de alguna manera en lo inconsciente. El hecho es que en estos momentos aparecen los primeros signos de una actividad inconsciente. (Remito al lector al ejemplo del joven enfermo mental.) Resulta evidente, pues, que la energía que abandona la consciencia ha activado lo inconsciente. La siguiente consecuencia

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es un cambio de actitud. Es fácil pensar que, en el caso del joven mencionado, un cerebro más fuerte habría interpretado la visión de las estrellas como una iluminación curativa, contemplando el sufrimiento humano sub specie aeternitatis, con el resultado de que la lucidez habría vuelto a su mente. De este modo se habría hecho a un lado un obstáculo en apariencia insuperable. Por dicho motivo, considero que la pérdida del equilibrio es un fenómeno que responde a una finalidad, pues reemplaza a la consciencia inoperante por la actividad automática e instintiva de lo inconsciente, la cual, además de tener por meta el establecimiento de un nuevo equilibrio, también alcanza dicha meta —presuponiendo, claro está, que la consciencia sea capaz de asimilar los contenidos generados por lo inconsciente, es decir, de comprenderlos y hacerlos suyos—. Si lo inconsciente se limita a imponerse sin más a la consciencia, lo que se produce es un estado psicótico. Y si su penetración no es total ni se alcanza ningún tipo de comprensión, el generado será un conflicto que paralizará todo progreso ulterior. Con la cuestión de la comprensión de lo inconsciente colectivo hemos dado sin embargo con una dificultad más que considerable, de la que me gustaría ocuparme en el siguiente capítulo.

. Theodore Flournoy, «Automatisme téléologique antisuicide: un cas de suicide empêché par une hallucination»: Archives de Psychologie VII (1908), pp. 113-137; así como Jung, Psicología de la demencia precoz, 1907, pp. 174 ss. [OC 3,1, § 304 ss.].

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4 LOS INTENTOS POR LIBERAR A LA INDIVIDUALIDAD DE LA PSIQUE COLECTIVA

A. LA RECONSTRUCCIÓN REGRESIVA DE LA PERSONA 254

Cuando la orientación consciente se derrumba, lo sucedido no es cosa baladí. Se trata siempre de un pequeño fin del mundo, en el que todas las cosas retornan una vez más al caos de los comienzos. Uno se siente expuesto, desorientado, como un navío sin gobierno entregado al capricho de los elementos. O eso parece al menos. Pero donde en realidad ha vuelto uno a precipitarse es en lo inconsciente colectivo, que a partir de ahora se hace con el control de la situación. Sería posible reunir un gran número de ejemplos de esta especie, en los que en el momento crítico aparece una idea salvadora, una visión o una voz interior, que con un irresistible poder de convicción confieren un nuevo rumbo a la existencia. Cabría también citar ejemplos, acaso no menos numerosos, en los cuales el derrumbamiento supuso una catástrofe que tuvo como consecuencia la destrucción de una vida humana, pues en momentos como éste se hacen también fuertes las convicciones enfermizas o se vienen abajo todos los ideales, lo cual no es cosa menos delicada. El primer caso da origen a una soledad psíquica o una psicosis; el segundo, a un estado de desorientación y desmoralización. Pero si los contenidos inconscientes acceden a la consciencia y la inundan con su casi demoníaco poder de convicción, surge la pregunta por el modo en que reaccionará el individuo. ¿Será avasallado por dichos contenidos? ¿Se limitará a depositar su fe en ellos? ¿Los rechazará? (Aquí no entraré a considerar el caso ideal: su comprensión crítica.) El primer caso está representado por las paranoias y las esquizofrenias. El segundo caso es un individuo extravagante

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de perfiles proféticos o una persona infantil que se separa de la comunidad cultural humana. El tercer caso está representado por la reconstrucción regresiva de la persona. En presencia de esta formulación aparentemente tan técnica, el lector no se equivocará al presumir que lo descrito es una compleja reacción psíquica que es posible observar en el curso de un tratamiento analítico. No obstante, sería un error pensar que un caso como éste sólo surge en dicha circunstancia. Es posible observar este proceso igual de bien, y con frecuencia incluso mucho mejor, en situaciones vitales que nada tienen que ver con un tratamiento psicológico, como, por ejemplo, todas aquellas situaciones existenciales en las que se ha producido la destructora intervención de un violento revés del destino. Reveses del destino los sufre sin duda todo el mundo, pero la mayoría de las veces se trata de heridas que curan y que no dejan tras de sí más que una cicatriz poco profunda. Aquí, en cambio, se trata de experiencias destructoras que pueden hacer pedazos a una persona o, cuando menos, mutilarla de forma duradera. Pensemos, por ejemplo, en un hombre de negocios que hubiera corrido demasiados riesgos y que a resultas de ello se hubiera visto obligado a declararse en bancarrota. Si nuestro hombre no se deja desanimar por esta deprimente experiencia y sigue conservando intacto su espíritu emprendedor, acaso saludablemente amortiguado, su herida habrá sanado sin mutilarlo. Pero si se derrumba, renuncia a seguir arriesgándose y se esfuerza trabajosamente por volver a reconstruir su reputación social en el marco de una personalidad mucho más limitada, desempeñando labores subalternas con la mentalidad de un niño asustado en un pequeño puestecillo situado a todas luces por debajo de sus capacidades, técnicamente habrá reconstruido regresivamente su persona. Aterrorizado por su experiencia, nuestro hombre retrocederá a una etapa anterior en el desarrollo de su personalidad, empequeñeciéndose y haciendo ver que todavía se enfrenta a la experiencia crítica, cuando en realidad lo último que se le ocurriría es repetir una osadía semejante. Y si bien es cierto que antes había pretendido cosas que tal vez no estaba en su poder realizar, el hecho es que ahora ni siquiera se atreve a intentar lo que en realidad no tendría dificultad alguna en llevar a cabo. Este tipo de experiencias se producen en todos los aspectos de la vida bajo todas las variantes posibles y, por ello, también en el curso de un tratamiento psicológico. También aquí coinciden esas vivencias con una ampliación de la personalidad, con una empresa aventurada de naturaleza interna o externa. En qué consiste la experiencia crítica en el caso del tratamiento viene a mostrárnoslo

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el ejemplo de nuestra estudiante de filosofía: se trata de la transferencia. Como he indicado más arriba, el paciente puede deslizarse por encima de la sima de la transferencia de forma inconsciente; en dicho caso, no es vivida como una experiencia y nada de importancia sucede. Como es natural, el médico podría sentir el deseo, por pura comodidad, de que todos sus pacientes respondieran a este esquema. Pero si los pacientes son inteligentes descubren por sí solos y sin necesidad de ninguna ayuda la existencia de este problema. Por ello, cuando el médico, como en el ejemplo arriba citado, es elevado a la categoría de padre-amante y, por ende, blanco de todo un aluvión de exigencias, se ve obligado a ingeniar algún medio o alguna vía con la que hacer frente a este alud, de tal modo que, por un lado, no se vea arrastrado por el remolino y, por otro, no se siga perjuicio alguno para el paciente. La interrupción violenta de una transferencia, en efecto, puede desencadenar una profunda recaída o algo peor, por lo que el problema debe ser manejado con sumo tacto y cuidado. La siguiente posibilidad consiste en abrigar la esperanza de que el «despropósito» se solucionará con el tiempo por sí solo. Con el tiempo, ciertamente, es obvio que todas las cosas terminan algún día por solucionarse, pero ese tiempo puede alargarse mucho y las dificultades tornarse insoportables para ambas partes, por lo que en un caso como el presente lo mejor es empezar por renunciar desde un principio al factor auxiliar «tiempo». Un instrumento mucho más adecuado con el que «combatir» la transferencia parece ser el brindado por la teoría freudiana de la neurosis. La dependencia del paciente es aquí explicada como una pretensión sexual infantil que habría pasado a ocupar el lugar de un uso racional de la sexualidad. Ventajas similares son también las brindadas por la teoría adleriana, en la cual se considera que la transferencia consiste en un apetito infantil de poder y una «tendencia a la seguridad». Ambas teorías se acomodan tan bien a la mentalidad neurótica que las dos pueden ser utilizadas para explicar cualquier caso de neurosis. Este fenómeno, que aunque en realidad no deje de ser muy curioso todo espectador imparcial se ve no obstante forzado a confirmar, sólo puede deberse a que el «erotismo infantil» de Freud y el adleriano «afán de poder» serían exactamente lo mismo, con total independencia de lo que los . Adler, Über den nervösen Charakter, Wiesbaden, 1912 [Sobre el carácter neurótico]. . Cf. el ejemplo de un caso semejante en Sobre la psicología de lo inconsciente [§ 44 ss. del presente volumen].

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defensores de ambas escuelas tengan que decir sobre el asunto. Lo que sale a la luz en el fenómeno de la transferencia es lisa y llanamente un fragmento de naturaleza impulsiva indómita, que en principio escapa a todo control. Las formas fantásticas arcaicas que van poco a poco emergiendo a la superficie de la consciencia no son sino una nueva prueba a favor de esta concepción. Es posible servirse de ambas teorías para intentar explicarle al paciente lo infantiles, imposibles y absurdas que son sus pretensiones, y al final puede incluso suceder, quién sabe, que aun él mismo se refugie en su racionalidad. Pero esto es algo que no todos los pacientes hacen, y el mío fue uno de ellos. No se puede negar que con esta clase de teorías el médico puede salvar las apariencias y arreglárselas para escapar a una situación delicada más o menos caritativamente. Hay pacientes por los que no merece la pena hacer mayores esfuerzos (o al menos no parece merecerla); pero hay también casos en los que es justamente por conducirse de este modo como se inflige un daño innecesario al alma del paciente. En el caso de mi estudiante tuve el oscuro presentimiento de que sería eso lo que sucedería, por lo que dejé a un lado mis intentos racionalistas a fin de brindarle a la naturaleza —no sin reservas, aunque sin exteriorizarlas— una oportunidad para corregir su propio disparate (pues eso, y no otra cosa, era lo que me parecía). Como he dicho ya, con ocasión de esta oportunidad realicé un descubrimiento sobremanera importante, a saber, que existe una autorregulación inconsciente. A lo inconsciente no sólo le es posible desear, sino también renunciar a sus propios deseos. Este descubrimiento, de extraordinaria importancia para la integridad de la personalidad, permanecerá opaco para quien se enquiste en la opinión de que lo único que tendría delante sería una manifestación de simple infantilismo. Una persona como ésta volverá sobre sus pasos en el umbral de este descubrimiento, diciéndose: «Como es natural, todo era un disparate. Soy un fantasioso que padece una enfermedad psíquica y que lo mejor que puede hacer es enterrar o arrojar por la borda lo inconsciente y todo lo que esté relacionado con ello». A continuación, esa persona se dirá a sí misma que el sentido de lo que tan ardientemente codiciaba estaba representado por un simple disparate infantil, y comprendiendo que sus exigencias eran absurdas aprenderá a ser tolerante consigo misma y a resignarse. En tal caso, ¿qué le queda por hacer? La respuesta es retirarse antes de luchar y reconstruir regresiva y todo lo buenamente que le sea posible su diseminada persona, una vez descontadas todas esas esperanzas y expectativas que florecieron un día en la transferencia, haciéndose con ello aún más pequeña,

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limitada y racionalista que antes. No puede decirse que esta solución constituya eo ipso una desgracia para todo el mundo, pues hay un número más que considerable de personas que debido a lo notorio de su incapacidad prosperan mucho mejor en un sistema racionalista que en libertad. Esto último se cuenta entre las cosas más difíciles. Los capaces de soportar esta solución pueden decir con Fausto: Bastante conocido me es ya el mundo, Más allá se nos difumina la visión; ¡Loco es quien mira allá, parpadeando, E inventa un igual a él sobre las nubes! Que se detenga, firme, y mire en torno: No es mudo este mundo ante el que es digno. ¿Para qué va a buscar eternidad? Lo que conoce, puede alcanzarlo. Así va peregrinando por el día terrenal; Cuando todo está lleno de fantasmas, prosigue su marcha.... 258

Esta solución sería la ideal si fuera cierto que uno puede realmente sacudirse de encima lo inconsciente hasta el punto de privarle también de su energía, reduciéndolo así a la inoperancia. Pero la experiencia nos dicta que de esa energía sólo puede sustraérsele una parte, y que lo inconsciente permanece siempre activo, pues contiene y es incluso la fuente misma de la libido, de la que manan en nosotros los elementos psíquicos. Por ello, uno se llamaría a engaño si creyera que puede arrancar definitivamente a la libido de los brazos de lo inconsciente con la ayuda de algún tipo de teoría o método como si dijéramos mágicos, alcanzando así en cierto modo a cortocircuitarlo. Es posible alimentar por un tiempo esta ilusión, para, finalmente, tener un día que decir con Fausto: Ahora está el aire tan lleno de fantasmas Que nadie sabría qué hacer para esquivarlos. Por mucho que un día claro y sensato nos sonría, La noche nos enreda en una telaraña de sueños; Regresamos alegres de un campo joven, Un pájaro grazna; ¿qué grazna? Infortunio. Rodeados estamos de supersticiones, antiguas y nuevas: Aparecen, se muestran y avisan. Y así intimidados estamos solos. La puerta chirría, y no entra nadie....

. Fausto 2, acto quinto, escena cuarta. . Op. cit.

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Nadie puede arrebatarle arbitrariamente su fuerza a lo inconsciente. En el mejor de los casos, todo lo que conseguiremos será engañarnos. Como dice Goethe: Aunque no me oyera oído alguno, Que retumbar tendría yo en el corazón; En figura transformada Uso yo colérica violencia.

Sólo hay una cosa que sea capaz de oponerse eficazmente a lo inconsciente, y es una incuestionable necesidad externa. (Aunque quien sepa algo más de lo inconsciente reconocerá también tras la necesidad externa el mismo rostro que antes le observaba desde el interior.) Una necesidad interna puede transformarse en una necesidad externa, y mientras exista una necesidad externa real, y no meramente fingida, la problemática anímica acostumbrará a carecer de efecto. Por ello, al Fausto al que repugnaba la «loca hechicería» le da Mefistófeles el siguiente consejo: ¡Bien! Un medio que obtener sin dinero, Médico ni brujería: Sal ahora mismo al campo, Empieza a cavar y abrir la tierra, Mantente a ti y a tu mente En círculo estrechísimo, Susténtate de alimentos puros, Vive con el ganado como ganado, y no tengas por pillaje Abonar el mismo campo que cosechaste.

Como es sabido, con la «vida sencilla» no valen poses, y, por ello, con fingir que se vive sencillamente jamás podrá comprarse la tranquilidad de una vida precaria y entregada a la merced del destino. La naturaleza no impone una vida como ésta a quien alberga en sí la posibilidad de vivirla, sino a quien alberga en sí la necesidad de hacerlo, y éste pasará de largo, ciego, frente al problema aquí planteado, que sus propias capacidades no le permiten entender. Pero si una persona es capaz de entender el problema fáustico, estará ya cerrada para ella el acceso a la «vida sencilla». Por supuesto, nada le impedirá comprarse una casa de dos habitaciones en el campo, hacer hoyos en su jardín con la pala y comer zanahorias crudas. Su alma se reirá de esta engañifa. Sólo lo que uno es realmente tiene virtud curativa. . Op. cit. . Fausto 1, escena sexta.

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La reconstrucción regresiva de la persona sólo constituye una posibilidad vital cuando uno tiene que agradecer el fracaso crítico de su vida a su propia soberbia. Con el empequeñecimiento de su personalidad retorna a la medida que puede colmar. Pero en cualquier otro caso resignarse y autoempequeñecerse constituyen una huida, que a la larga no resulta posible mantener más que con una neurosis. Viendo, no obstante, las cosas desde la consciencia del afectado, la impresión que transmite su estado no es la de que su situación constituya una huida, sino que le resulta imposible hacerse con las riendas del problema. El afectado se encuentra casi siempre solo y en nuestra cultura actual poco o nada será lo que salga a su encuentro para ayudarle; ni siquiera la psicología le ofrecerá en principio otra cosa que meras ideas reductoras, que subrayarán aún más el carácter inevitablemente arcaico e infantil de esos estados de transición, imposibilitándole así que los acepte. No se le ocurrirá que una teoría médica podría también cumplir el propósito de permitir al médico eludir más o menos elegantemente toda responsabilidad. Si este tipo de teorías reductivas se ajustan tan perfectamente a la esencia de la neurosis, es porque resultan de utilidad incluso para el médico. B. LA IDENTIFICACIÓN CON LA PSIQUE COLECTIVA

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La segunda posibilidad está representada por la identificación con la psique colectiva. Tal cosa equivale a aceptar la inflación, sólo que elevándola ahora a la categoría de sistema; en otras palabras, uno sería el afortunado propietario de la gran verdad que estaba por descubrir, del hallazgo definitivo en que se cifra la salvación de las naciones. Esta actitud no tiene por qué coincidir con una megalomanía, también puede hacerlo con esa forma más suavizada y bien conocida que encarnan el reformador, el profeta y el mártir. Los espíritus débiles, en los que tan a menudo hay un sitio para una medida tanto mayor de ambición, vanidad e ingenuidad mal avenida, corren no pequeño peligro de sucumbir a esta tentación. Con el acceso a la psique colectiva el individuo ve renovada su vida. Esta renovación podrá resultarle agradable o desagradable, pero tanto si es lo uno como lo otro, lo cierto es que en el fondo todo el mundo quiere aferrarse a ella: uno, porque de este modo ve acrecentada la sensación que tiene de estar vivo; el otro, porque en ella está encerrada la promesa de que su sabiduría verá de este modo grandemente incrementado su caudal; un tercero, por haber descubierto la clave con la que operar la transformación

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de su vida. De ahí que todos los que se niegan a perder el contacto con los grandes valores que yacen enterrados en la psique colectiva aspiren a mantener abierto de alguna manera ese acceso recién conquistado a los fundamentos primigenios de la vida. La identificación parece ser el camino más corto para ello, porque la disolución de la persona en la psique colectiva constituye una invitación formal a unirse en matrimonio con este abismo y perderse desmemoriado en él. Los mejores hombres no son extraños a este arranque de misticismo, y al igual que a ellos a todos nosotros nos es también congénita la «nostalgia de la madre», ese volver la vista atrás hacia la fuente de la que uno brotó un día. Como he mostrado en detalle más arriba, la nostalgia regresiva que Freud, como todo el mundo sabe, concibe como una «fijación infantil» o un «deseo incestuoso», alberga un valor y una necesidad especiales, como ponen de relieve los mitos, en los que justamente el mejor y más fuerte del pueblo, es decir, el héroe, es quien se rinde a esa nostalgia regresiva y se expone con conocimiento de causa al peligro de ser devorado por el monstruo del abismo materno primigenio. Si el héroe es héroe, sin embargo, lo es por no dejarse devorar definitivamente y derrotar a la bestia, y ello no sólo en una mera ocasión aislada, sino en gran número de ellas. Sólo la victoria sobre la psique colectiva tiene como resultado el verdadero valor, la conquista del tesoro, el arma invencible, el escudo mágico o lo que fuere que el mito haya urdido como bien apetecible. De ahí que quien se identifique con la psique colectiva —es decir, quien permita que el monstruo lo devore y se absorba en él— acceda también a los dominios del tesoro custodiado por la bestia, sólo que sin haberlo pretendido en absoluto, y tan sólo para su ruina. Seguramente, nadie que sea consciente de lo ridículo de esta identificación tendrá el valor suficiente para hacer de ella un principio. Lo peligroso de este asunto es que a muchos les falta el necesario sentido del humor o carecen de él justamente en este punto: son atrapados por un pathos, por una suerte de infatuación, embarazados de su propia importancia, que pone coto a toda autocrítica eficaz. No es mi intención negar en general que existan verdaderos profetas, pero en aras de la precaución me gustaría . Me gustaría recordar aquí una interesante observación de Kant en sus Lecciones de psicología (Leipzig, 1889), donde alude al «tesoro escondido en el campo de las representaciones oscuras, que constituye el abismo profundo y para nosotros inalcanzable de los conocimientos humanos». Este tesoro, como he mostrado en detalle en mis Transformaciones y símbolos de la libido [nueva edición, Símbolos de transformación, 1952; OC 5], es la suma de las imágenes primitivas de que está investida la libido o, mejor dicho, que constituyen el autorretrato de esta última.

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empezar por examinar con desconfianza todo caso de esta especie, por ser éste un asunto demasiado serio como para poder convenir a la ligera en que al primero en presentarse tenga por eso mismo que considerársele como un ejemplar auténtico. Los verdaderos profetas son los primeros en negarse con energía a que se les reclame inconscientemente este papel. De ahí que donde el profeta haya surgido en un santiamén, lo mejor sea pensar en un trastorno del equilibrio psíquico. Junto a la posibilidad de convertirse en un profeta se anuncia un gozo distinto, más sutil y, en apariencia, más legítimo: convertirse en discípulo de un profeta. Para una gran mayoría ésta es poco menos que la técnica ideal. Sus ventajas son las siguientes: el odium dignitatis, es decir, las obligaciones sobrenaturales del profeta, deviene un otium dignitatis tanto más dulce: uno es indigno; modestamente se sienta a los pies del «maestro», protegiéndose de sus propios pensamientos. La pereza espiritual se convierte en una virtud, y uno puede disfrutar por lo menos del brillo de un ser semidivino. El arcaísmo y el infantilismo de la fantasía inconsciente alcanzan su máximo sin tener que pagar por ello ningún precio, ya que todas las obligaciones son desviadas hacia el «maestro». Con su santificación, uno mismo alcanza a tocar el cielo sin ser en apariencia consciente de ello, a lo cual se añade que, aun cuando tampoco haya sido uno mismo quien ha descubierto la gran verdad, por lo menos la ha recibido de las mismísimas manos del «maestro». Como es natural, los discípulos se apresuran a juntarse, aunque no, acaso, por obra del amor, sino en el buen entendido de que, con la creación de un sentir colectivo común, les costará tanto menos esfuerzo afianzarse en sus convicciones. Tenemos así una identificación con la psique colectiva que al parecer es mucho más recomendable: otro es quien tiene el honor de ser un profeta y, con ello, cargar con la responsabilidad. Uno mismo es tan sólo un discípulo, aunque a la vez, y por eso mismo, el coadministrador del gran tesoro descubierto por el maestro. Uno siente la entera gravedad y dignidad de un cargo semejante, y considera que su máxima obligación y deber ético estriba en desacreditar a los que piensan de otra manera, ganar prosélitos y alumbrar con su luz a la humanidad —exactamente como si el profeta fuera él mismo—, siendo precisamente quienes se ocultan tras una persona en apariencia modesta los que, identificándose con la psique colectiva y rebosando vanidad, hacen de pronto aparición en la escena del mundo. Pues así como el profeta es una imagen primigenia de la psique colectiva, el discípulo del profeta es también una imagen primigenia.

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En ambos casos lo inconsciente colectivo causa una inflación, viéndose a la par perjudicada la autonomía de la individualidad. Pero puesto que ni mucho menos todas las individualidades tienen la fuerza suficiente para ser autónomas, la fantasía del discipulado es tal vez lo mejor que la mayoría de ellas puede encarnar. Los placeres de la inflación asociados proporcionan entonces por lo menos una pequeña contraprestación por la pérdida de la libertad espiritual. No debe perderse de vista, en efecto, que la vida de un profeta real o figurado está llena de sinsabores, decepciones y carencias, por lo que el ejército de discípulos que entonan «hosanna» posee el valor de una compensación. Todo esto es en términos humanos tan comprensible que casi habría que sorprenderse de que algún destino llegara a transcenderlo.

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Transcender las etapas tratadas en la primera parte es tan necesario como posible. La forma de conseguirlo consiste en seguir la vía de la individuación. Individuación significa llegar a ser un individuo y, en la medida en que por individualidad entendamos nuestra intimísima, definitiva e irrepetible manera de ser, llegar a ser uno mismo. De ahí que podamos también traducir «individuación» por «autoactualización»* o «autorrealización». Las posibilidades de desarrollo discutidas en los capítulos anteriores son en rigor formas de enajenación**, es decir, posibilidades en las que el individuo se desprende de sí mismo o renuncia a sí mismo en beneficio de un papel externo o de un significado figurado. En el primero de estos casos, el sí-mismo pasa a un segundo plano en beneficio del reconocimiento social; en el segundo, en interés del significado autosugestivo de una imagen primigenia. En los dos casos, pues, predomina lo colectivo. El hecho de renunciar a sí mismo en aras del colectivo responde a un ideal social y es considerado incluso como una obligación y una virtud sociales, a pesar de que con él puedan también cometerse abusos egoístas. De los egoístas se dice que son «individualistas», lo que, como es natural, no guarda ninguna relación con el concepto de «individuación» en el sentido que doy aquí a esta expresión. Contrariamente a ello, realizarse a sí mismo parece ser sin embargo lo opuesto a renunciar a sí mismo. Este malentendido está muy extendido y responde a la insuficiente distinción entre indivi-

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Verselbstung en el original. [N. del T.] Entselbstung en el original. [N. del T.]

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dualismo e individuación. El individualismo estriba en destacar y acentuar de forma deliberada la supuesta singularidad frente a las opiniones e imposiciones del colectivo. En cambio, la individuación equivale propiamente a un mejor y más acabado cumplimiento de las determinaciones colectivas del hombre, pues tener suficientemente en cuenta la singularidad del individuo permite un mejor rendimiento social que descuidándola o reprimiéndola. En efecto, más que en lo heterogéneo de su substancia o de sus componentes, la singularidad del individuo reside en la singular proporción de la mezcla o en la diferenciación gradual de funciones y capacidades en sí y para sí universales. Todos los rostros humanos tienen una nariz, dos ojos, etc., pero estos factores universales son variables, siendo esta variabilidad la que hace posible la singularidad individual. De ahí que la individuación no pueda ser más que un proceso de desarrollo psicológico que da cumplimiento a las determinaciones individuales, es decir, que convierte a la persona en ese ser singular y determinado que en definitiva es. Con ello, la persona no se transforma en un ser «individualista» en el sentido ordinario de la palabra, sino que se limita a cumplir su singularidad, lo que, como ya se ha dicho, es una cosa toto caelo diversa [completamente distinta] del egoísmo o del individualismo. Como unidad viviente, el individuo humano está compuesto únicamente por factores universales y, en dicha medida, es totalmente colectivo, por lo que no se halla en modo alguno en oposición con la colectividad. Por ello, una acentuación individualista de la singularidad entra en contradicción con este dato básico del ser viviente. Por el contrario, la individuación aspira justamente a una cooperación viva de todos los factores. Pero dado que los factores, siendo en sí universales, sólo existen en forma individual, tenerlos en cuenta en su integridad es asimismo causa de un efecto individual que no puede ser superado por nada y menos por el individualismo. La individuación no tiene otra finalidad que liberar al sí-mismo de las falsas envolturas de la persona, de un lado, y del poder sugestivo de las imágenes inconscientes, de otro. Con lo dicho hasta ahora debería haber quedado bastante claro qué significa psicológicamente la persona. Pero en lo que concierne a la otra parte, es decir, al influjo de lo inconsciente colectivo, la cosa ya no está ni mucho menos tan clara, porque aquí nos movemos en un mundo interno oscuro que resulta mucho más difícil de entender que una psicología, la de la persona, al alcance de todos. Todo el mundo sabe lo que significa «adoptar un aire oficial», «desempeñar un papel social», etc. Mediante la persona uno quiere hacer

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ver que es esto o aquello, o se oculta con agrado detrás de una máscara, o llega, inclusive, a construirse una persona determinada a la manera de una valla con la que protegerse. Por ello, comprender el problema de la persona no debería causar dificultades. Algo muy distinto es tratar de exponer, de una manera que resulte comprensible para todos, esos sutiles procesos internos que intervienen en la consciencia con la violencia de la sugestión. Indudablemente, como mejor podemos forjarnos una idea de estas influencias es ayudándonos de ejemplos provenientes del campo de las enfermedades mentales, la inspiración creadora y las conversiones religiosas. Una más que excelente descripción de este tipo de mutaciones internas figura en una narración que constituye, por así decirlo, un fiel trasunto de la realidad: la obra de H. G. Wells Christina Alberta’s Father. Cambios de similar naturaleza son también descritos en un libro muy recomendable de Léon Daudet, L’Hérédo, mientras que en las Varieties of Religious Experience de William James se encontrará una amplia selección de material. Aunque en un gran número de casos de este tipo se observa la presencia de factores externos que o bien suscitan el cambio de forma directa, o bien contribuyen al mismo en alguna medida, lo cierto es que el factor externo no constituye en todos los casos un motivo que explique suficientemente la génesis de un cambio de personalidad. En realidad, tenemos también que reconocer que dichos cambios pueden tener su origen en motivos, ideas y convicciones subjetivas internas, donde el papel desempeñado por los factores externos es bien inexistente, bien en grado sumo accesorio. En los cambios de personalidad patológicos ésta sería, por así decirlo, la regla. Los casos de psicosis que constituyen una reacción clara y sencilla a un suceso externo e imponente son excepcionales, motivo por el que para la psiquiatría la predisposición patológica hereditaria o adquirida constituye el factor etiológico fundamental. Otro tanto hay que decir, obviamente, de la mayoría de las intuiciones creadoras, pues prácticamente nadie se inclina a postular la existencia de un vínculo puramente causal entre la caída de la manzana y la teoría de la gravitación de Newton. Del mismo modo, todas esas conversiones religiosas que no son efecto directo de la sugestión o de un ejemplo contagioso obedecen sin duda a procesos internos autónomos, cuyo curso tiene su culminación en una mutación de la personalidad. Por regla . London/New York, 1925. . Paris, 1916. . London/Cambridge, Mass., 1902.

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general, estos procesos se distinguen por empezar poseyendo un carácter subliminal —es decir, inconsciente— y tornarse conscientes paulatinamente. El momento de su irrupción puede parecer en extremo súbito, al verse inundada la consciencia a cada instante por contenidos extraños y en apariencia inesperados. Al profano y al propio afectado las cosas pueden muy bien darles esa impresión, pero para el iniciado no hay en todo ello nada de repentino. Por lo general, la irrupción ha venido preparándose en realidad desde hace muchos años, con frecuencia durante décadas, y ya en la infancia posiblemente se observaran todo tipo de rarezas que, de una manera más o menos simbólica, apuntaban a procesos futuros anormales. Recuerdo, por ejemplo, el caso de un enfermo mental que se negaba a probar la comida y que opuso inauditas dificultades a ser alimentado artificialmente por medio de la sonda nasal. Fue incluso necesario anestesiarlo para poder introducírsela, pues de un modo harto singular el enfermo era capaz, por así decirlo, de tragarse su propia lengua, presionando hacia atrás contra la cavidad de la garganta, cosa que en aquella época supuso para mí un hecho tan nuevo como desconocido. En un intervalo de lucidez el paciente me confió que, siendo joven, le había dado vueltas a menudo al modo en que podría llegar a quitarse la vida, aunque todos los que le rodearan hicieran lo inimaginable por impedírselo. Lo primero que intentó con este propósito fue contener la respiración, hasta que comprobó que hallándose semiinconsciente empezaba otra vez a respirar. Por ello, abandonó estos intentos, pensando que tal vez estaría en disposición de conseguir lo que pretendía negándose a probar bocado. Esta fantasía le mantuvo ocupado hasta el instante en que descubrió que se le podía introducir la comida por la cavidad nasofaríngea, momento a partir del cual empezó a reflexionar sobre el modo en que le sería posible obstruir este acceso. Fue entonces cuando se le ocurrió la idea de hacer presión con la lengua hacia atrás. Al principio le fue imposible lograrlo, por lo que empezó a hacer ejercicios de forma regular, hasta que finalmente consiguió tragarse su propia lengua, de un modo acaso análogo a como este fenómeno suele producirse involuntariamente en algunas anestesias, sin duda a consecuencia de una relajación completa y artificial de la musculatura de la base de la lengua. De esta curiosa manera el joven se preparó para su futura psicosis. Tras el segundo ataque perdimos por completo la esperanza de curarlo de su enfermedad. Este ejemplo podría mostrar, entre otros muchos, que la irrupción posterior y en apariencia repentina de los contenidos extraños no tiene en realidad nada de súbita,

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sino el resultado de un proceso inconsciente que puede haberse alargado durante muchos años. La gran pregunta es entonces: ¿en qué consisten esos procesos inconscientes?, ¿y cuál es su naturaleza? Mientras sean inconscientes, nada puede, como es natural, decirse de ellos. Pero en ocasiones se manifiestan, en parte mediante síntomas, en parte por ciertos actos, opiniones, afectos, fantasías y sueños. Apoyándonos en la observación de este tipo de materiales, podemos llegar a una serie de conclusiones indirectas sobre el estado y la naturaleza respectivos de los procesos y desarrollos inconscientes, aunque nadie debería abrigar la ilusión de que de este modo habríamos conseguido penetrar en la verdadera naturaleza de dichos procesos. A todo lo que podemos llegar es a una suerte de «como si». «Ningún espíritu creado puede penetrar en el interior de la naturaleza», y tampoco en lo inconsciente. Sabemos, no obstante, que lo inconsciente no descansa jamás. Al parecer, se halla en todo momento manos a la obra; incluso cuando estamos durmiendo, soñamos. Es cierto que hay muchas personas que dicen que por lo general no tienen sueños; pero lo más probable es que simplemente no se acuerden de ellos. A veces sucede algo incluso más llamativo, como que las personas que han hablado en sueños no son capaces de acordarse la mayor parte de las veces del sueño relacionado con lo que decían, o no son capaces de acordarse siquiera de que han soñado. No pasa un solo día sin que seamos víctimas de un lapsus linguae, sin que nuestra memoria se olvide de una cosa que en otras ocasiones no tendría dificultad en recordar, o sin que seamos pasto de humores de cuyo origen nada sabemos. Todos éstos son síntomas de una actividad inconsciente coherente que, si bien de noche puede ser observada directamente en sueños, de día sólo es capaz de traspasar ocasionalmente las fronteras bien custodiadas de la consciencia. Conforme nos ha enseñado la experiencia hasta la fecha, podemos dejar sentado que los procesos inconscientes mantienen con la consciencia una relación de compensación. Hablo expresamente de «compensación» y no de «contraste», porque lo consciente y lo inconsciente no se oponen necesariamente entre sí, sino que se complementan recíprocamente en una totalidad, el sí-mismo. De ahí que, conforme a esta definición, el sí mismo constituya una magnitud de orden superior al yo. El sí-mismo no sólo comprende la psique consciente, sino también la inconsciente, por lo que representa, por así decirlo, una personalidad que también somos. Está claro que podemos imaginarnos en posesión de almas parciales. Así, por ejemplo, podemos vernos a nosotros mismos como

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persona. Pero está más allá de nuestras facultades imaginativas forjarnos una idea clara de lo que somos como sí-mismo, porque para efectuar esta operación la parte tendría que ser capaz de contemplar el todo. Y tampoco podemos albergar la esperanza de que algún día acabaremos siendo conscientes, aunque sólo sea de forma aproximada, del sí-mismo, porque por mucho que ampliemos los límites de nuestra consciencia siempre quedará un resto indefinido e indefinible de inconsciente, que forma también parte de la totalidad del sí-mismo. De ahí que éste nunca deje de ser para nosotros una magnitud con la que jamás podremos equipararnos. Los procesos inconscientes que compensan al yo consciente contienen todos aquellos elementos necesarios para la autorregulación de la psique global. A nivel personal, esos elementos están representados por motivos personales que aparecen en sueños al no gozar de reconocimiento en la consciencia, por situaciones cotidianas cuyo significado hemos pasado por alto, por conclusiones que no hemos extraído, por afectos que no nos hemos permitido tener o por críticas que nos hemos ahorrado a nosotros mismos. Sin embargo, cuanto más consciente se vuelva uno de sí mismo gracias al autoconocimiento y a los actos correspondientes, tanto más tenderá a desvanecerse ese estrato personal inconsciente superpuesto a lo inconsciente colectivo. Este hecho se ve seguido por la aparición de una consciencia que ya no está atrapada en el reducido universo egocéntrico de nuestra susceptibilidad personal y que participa en un universo más amplio, el del objeto. Esta consciencia ampliada ya no es ese ovillo susceptible y egoísta de deseos, miedos, esperanzas y ambiciones personales que ha de ser compensado o incluso corregido por tendencias personales inconscientes de signo opuesto, sino una función vinculada con el objeto, con el mundo, que hace que el individuo entre en una relación de comunión incondicional, obligatoria e indisoluble con la realidad. Los problemas que surgen en este estadio ya no son conflictos egoístas entre deseos, sino dificultades que nos afectan tanto a mí como a mis semejantes. En último término, los problemas propios de este estadio son problemas colectivos que ponen en movimiento la dimensión colectiva de lo inconsciente, ya que tienen necesidad de una compensación no personal, sino colectiva. Aquí podemos por fin experimentar que lo inconsciente es origen de contenidos que no sólo tienen validez para el individuo afectado, sino también para quienes le rodean e incluso, tal vez, para la mayoría o aun para todos ellos. Los elgeyo, establecidos en las selvas del monte Elgon, me explicaron que hay dos tipos de sueños: los sueños corrientes,

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propios de los hombres ordinarios, y las «grandes visiones», que sólo tienen los grandes hombres, como el hechicero o el jefe de la tribu. Los sueños pequeños no tienen importancia. Pero si uno de ellos tenía un «gran sueño», convocaba de inmediato a la tribu en asamblea, a fin de poner en conocimiento de todos los demás lo que había soñado. Y, sin embargo, ¿cómo sabe una persona si su sueño es «grande» o «pequeño»? La respuesta es que lo sabe por sentir de forma instintiva que el sueño es importante. La impresión causada es tan avasalladora que no piensa en guardárselo para sí ni por un instante. Tiene que contarlo, pues supone, y psicológicamente está en lo cierto, que lo que ha soñado reviste importancia para todos. El sueño colectivo sigue despertando en nosotros esa sensación que urge a su comunicación. Originado en un conflicto en la relación, tiene que ser llevado a la relación consciente, porque lo compensado por el sueño es ésta y no un mero equívoco personal interno. Los procesos de lo inconsciente colectivo no sólo se ocupan de las relaciones más o menos personales que mantiene un individuo con su familia o con el resto de su particular grupo social, sino también de las que mantiene con la sociedad, es decir, con la sociedad humana en general. Cuanto más universal e impersonal sea la condición que desencadene la reacción inconsciente, tanto más importante, heterogénea y avasalladora será la manifestación compensatoria. Ésta no urge a una comunicación privada, sino a una revelación, a una confesión, más aún, incluso a representar un papel. Para aclarar el modo en que lo inconsciente compensa relaciones, me serviré de un ejemplo. En cierta ocasión tuve la oportunidad de tratar a un caballero un tanto arrogante. Era propietario de un negocio, que dirigía conjuntamente con su hermano menor. Las relaciones entre los dos hermanos estaban presididas por una gran tirantez, siendo justamente, entre otras cosas, una de las principales causas de la neurosis de mi paciente. Las indicaciones que éste me suministró no me permitieron forjarme una idea clara de los verdaderos motivos de tanta inquina. El hermano menor era blanco de todo tipo de críticas, a las que mi paciente vino además a agregar un perfil muy poco risueño de sus aptitudes. Su hermano aparecía también a menudo en sus sueños, donde adoptaba siempre el papel de un Bismarck, un Napoleón o un Julio César, y residía en palacios como el Vaticano o el Yildiz Kiosk. En su inconsciente, pues, mi paciente sentía una evidente necesidad de enaltecer en un grado considerable el rango de su hermano me-

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nor. De ello concluí que mi paciente abrigaba por sí mismo una estima exagerada y tenía en muy poco las aptitudes de su hermano. El curso posterior del análisis vino a confirmar lo absolutamente acertado de esta deducción. Una joven paciente que sentía un afecto desmesurado por su madre soñaba una y otra vez con situaciones que proyectaban una faz muy desfavorable de su relación: la madre era en sus sueños una bruja, un espectro, su perseguidora. Había mimado a la hija por encima de toda medida humana y la ternura maternal había cegado hasta tal punto los ojos de la muchacha que era incapaz de percibir conscientemente el pernicioso influjo que su madre ejercía sobre ella, por lo que su inconsciente había convertido a la autora de sus días en el blanco de sus críticas compensatorias. En cierta ocasión yo mismo juzgué muy desfavorablemente las aptitudes intelectuales y morales de una paciente mía. En sueños vi un castillo en lo alto de un acantilado. En su torre más alta se abría una galería, y en ella estaba sentada mi paciente. No dudé en ponerla de inmediato en conocimiento de lo que había soñado, naturalmente con las mejores consecuencias. Como es sabido, uno acaba haciendo el ridículo justo delante de esas personas a las que tiene, contra toda justicia, en menos de lo que valen. Como es natural, lo contrario también puede suceder, como le ocurrió, por ejemplo, a uno de mis amigos. Siendo todavía un estudiante muy jovencito, solicitó ser recibido en audiencia por su «excelencia», el señor Virchow. Conducido a su presencia, quiso presentarse y pronunciar su nombre y, temblando de miedo, dijo: «Mi nombre es Virchow». Su excelencia, sonriendo de forma maliciosa, replicó: «Mira por dónde, ¿así que usted también se llama Virchow?». Está claro que la sensación que tenía mi amigo de no ser más que un cero a la izquierda había ido demasiado lejos a ojos de su inconsciente, por lo que éste hizo de inmediato que se presentara ante su excelencia como una autoridad de idéntica grandeza. En este tipo de situaciones, de carácter más bien personal, no hay necesidad, como es natural, de una compensación especialmente colectiva. En cambio, en el caso citado en primer lugar, el del arrogante caballero que dirigía un negocio junto con su hermano menor, las figuras de que se sirve lo inconsciente presentan una naturaleza colectiva muy acusada: se trata, en efecto, de héroes por todos conocidos. En tales circunstancias, las interpretaciones posibles son dos: o bien el hermano menor de mi paciente es un hombre que disfruta de una significación colectiva amplia y reconocida, o bien mi paciente sostiene una opinión exageradamente

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elevada de sí mismo con respecto a todo el mundo y no sólo con respecto a su hermano. La primera hipótesis no tenía nada en lo que sostenerse, mientras que, para persuadirse de lo acertado de la segunda, bastaba únicamente con tener los ojos bien abiertos. Puesto que la enorme arrogancia de mi paciente no sólo iba dirigida personalmente contra su hermano, sino también contra un grupo social más amplio, la compensación se sirvió de una imagen colectiva. Lo mismo debe decirse del segundo caso. Una «bruja» es una imagen colectiva, de ahí que tengamos que concluir que la ciega dependencia de la joven paciente no lo sea solamente respecto a su madre, sino también respecto a un grupo social más amplio, como ciertamente ocurría al vivir todavía la muchacha en un mundo exclusivamente infantil totalmente idéntico a sus padres. Los ejemplos citados conciernen a relaciones dentro del marco de lo personal. Pero existen también relaciones impersonales que en ocasiones hacen necesaria una compensación inconsciente. En este tipo de casos aparecen imágenes colectivas que poseen un carácter más o menos mitológico. Los problemas morales, filosóficos y religiosos, justamente por su carácter universal, son los que primero y más frecuentemente dan lugar a compensaciones mitológicas. En el libro arriba citado de H. G. Wells tropezamos con una compensación enteramente clásica: Preemby, un hombre corriente donde los haya, descubre que es en realidad la reencarnación de Sargón, el Rey de Reyes. Por fortuna, el genio del autor ha librado al pobre Sargón de la maldición del ridículo patológico, brindándole al lector incluso una ocasión en la que apreciar el sentido a la vez trágico y eterno de este absurdo lamentable: Mr. Preemby, un cero a la izquierda, cree ser el punto en el que confluyen las eras pretéritas y venideras. Una pequeña locura no es un precio demasiado caro por un descubrimiento como éste, presuponiendo, claro está, que el pequeño Preemby no acabe por ser definitivamente engullido por el monstruo de una imagen primigenia, lo que en el relato está casi a punto de suceder. El problema universal del mal y el pecado es otro de los aspectos de nuestras relaciones impersonales con el mundo. Por ello, este problema apenas si tiene rival a la hora de suscitar compensaciones colectivas. Como síntoma inicial de una severa neurosis obsesiva, un paciente tuvo a los dieciséis años el siguiente sueño: «Camina por una calle desconocida. Está oscuro. Tras él oye cómo se acercan unos pasos. Movido por una leve inquietud, aviva su marcha. Los pasos se acercan y su miedo aumenta. Empieza a correr, pero los pasos parecen darle alcance. Finalmente, se da la vuelta

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y descubre que su perseguidor es el Diablo en persona. Muerto de miedo da un salto y se queda suspendido en el aire». El sueño se repitió en dos ocasiones, señal de su especial importancia. Como es sabido, la neurosis obsesiva, con sus escrúpulos y ceremonias compulsivas, no sólo tiene la apariencia superficial de un problema moral, sino que está también infestada interiormente de crueldad, criminalidad y maldad perversa —ésta en un grado atroz—, siendo justamente la integración de toda esta perversidad contra lo que se rebela desesperada una personalidad por lo demás sutilmente organizada. Éste es el motivo por el que luego se han de llevar a cabo «correctamente» tantas ceremonias, que en cierto modo han de oficiar de contrapeso frente al mal que acecha amenazador en el trasfondo. Tras este sueño dio comienzo la neurosis, que en lo esencial consistió en verse obligado el paciente —con el fin, como él mismo acertaba a expresarse, de mantenerse en un estado de pureza «provisional» o «incontaminado»— a anular o «invalidar» el contacto con el mundo y todo lo que recordara su caducidad, ciñéndose a toda suerte de maniáticos formalismos, llevando a cabo escrupulosas ceremonias de purificación y observando con aprensión un sinnúmero de preceptos cuya complejidad excedía todo lo imaginable. Antes de que el paciente se forjara siquiera una idea imprecisa del infierno que le esperaba, su sueño le mostró que, si quería regresar de nuevo a la tierra, no le quedaba otro remedio que llegar a un pacto con el Diablo. En otros lugares he mencionado un sueño cuyo argumento está representado por la compensación de un problema religioso. Su protagonista era un joven estudiante de teología, y en su caso el desencadenante del sueño fueron sus numerosas dudas de fe, en el fondo muy similares a las habituales entre los hombres de nuestros días. En su sueño el joven era discípulo del «mago blanco», que sin embargo vestía enteramente de negro. El mago blanco le confiaba sus enseñanzas hasta un determinado punto, en el cual interrumpía sus explicaciones para decirle que, a partir de ese momento, los dos estaban necesitados de la ayuda del «mago negro». A continuación, éste entraba en escena, pero contra lo que cabía esperar, ataviado con ropas blancas. El mago negro aseguraba entonces que había encontrado las llaves del paraíso, pero que, sin embargo, le era necesaria la sabiduría del mago blanco para saber . Cf. «Sobre los arquetipos de lo inconsciente colectivo», en De las raíces de la consciencia, 1954, pp. 46 ss. [OC 9/1,1 § 70 ss.]; «Acerca de la fenomenología del espíritu en los cuentos populares», en Simbología del espíritu, 1953, pp. 16 ss. [OC 9/1,8 § 398 s.]; Psicología analítica y educación, 1950, pp. 96 ss. [OC 17/4, § 208 s.].

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qué hacer con ellas. Es obvio que este sueño contiene la cuestión de los opuestos, que, como es sabido, ha encontrado en la filosofía taoísta una solución muy diferente a la de nuestras teorías occidentales. Las figuras de las que se sirve el sueño son imágenes impersonales y colectivas, lo que corresponde a la naturaleza del problema religioso impersonal. En contraste con la solución cristiana, el sueño destaca la relatividad del bien y el mal en unos términos que evocan inmediatamente en nuestra memoria el recuerdo del conocido símbolo taoísta del yin y el yang. A pesar de lo anterior, sería ilícito concluir de tales compensaciones que cuanto mayor sea la profundidad de los problemas universales en los que la consciencia se sumerja, tanto mayor habrá de ser también el alcance de las compensaciones suscitadas necesariamente en lo inconsciente. De los problemas universales —si se me permite expresarlo así— es posible ocuparse tanto legítima como ilegítimamente. Legítimas son sólo este tipo de excursiones cuando nacen de una necesidad individual verdaderamente profunda y sincera. En cambio, si sólo es simple curiosidad intelectual o intentos de escapar de una realidad desagradable, su ilegitimidad es inevitable. En dicho caso, lo inconsciente es origen de compensaciones excesivamente humanas y exclusivamente personales, cuya única finalidad estriba, como es natural, en reconducir de nuevo la consciencia a la realidad cotidiana. Las personas que revolotean ilegítimamente en lo «infinito» tienen con frecuencia sueños ridículamente banales, los cuales tratan de templar lo excesivamente exaltado de sus ánimos. De ahí que de la misma naturaleza de la compensación podamos ya deducir la seriedad y lo justificado de las aspiraciones conscientes. Ciertamente, no pocos recelarán de suponer que lo inconsciente podría en cierto modo albergar «grandes» pensamientos. «Pero ¿cree usted en serio —se me objetará— que lo inconsciente sería capaz de construir algo así como una crítica constructiva de nuestros usos mentales occidentales?» Está claro que concebir este problema intelectualmente, e imputar a lo inconsciente intenciones racionalistas, equivaldría a arrojarse en brazos del absurdo. Es indudable que no se puede atribuir a lo inconsciente una psicología consciente. Su mentalidad es instintiva; lo inconsciente carece de funciones diferenciadas; no piensa en el sentido que nosotros le damos a esta palabra. Todo lo que hace es crear una imagen que responde a la situación consciente, una imagen tan conceptual como emocional y que puede ser cualquier cosa menos un producto racionalista de la reflexión. Se haría mejor en bautizarla como visión artística. Se olvida fácilmente que tampoco un problema

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como el que subyace al sueño mencionado en último lugar constituye para la consciencia del soñante un problema intelectual, sino una cuestión profundamente emocional. Para una persona moral, el problema ético representa una cuestión apasionada que hunde sus raíces tanto en los más profundos procesos impulsivos como en sus aspiraciones más idealistas. Para ella, el problema es trastornadoramente real. De ahí que nada tenga de sorprendente que las profundidades de su naturaleza tengan también algo que decir. Que todo el mundo crea que su psicología es la medida de todas las cosas —y que, si por casualidad ese «todo el mundo» resulta ser un cabeza hueca, semejante problema no entre jamás dentro de su campo de observación— es cosa que no debe ser motivo de ulterior preocupación para el psicólogo, pues está obligado a aceptar los hechos objetivos como lo que son, sin descontar lo que no esté de acuerdo con sus presupuestos subjetivos. Por ello, así como este tipo de naturalezas más ricas y complejas pueden ser legítimamente atrapadas por un problema impersonal, su inconsciente puede también responder igual de bien en el mismo estilo; y del mismo modo que la consciencia puede preguntarse: «¿Por qué este terrible conflicto entre el bien y el mal?», lo inconsciente puede igualmente responder: «Párate a pensar en lo que dices: ambos se necesitan; también en los mejores, y sobre todo en ellos, yace la semilla del mal, y no hay nada que sea tan malo como para que no pueda surgir de ello algo bueno». El soñante podría hacerse paulatinamente a la idea de que ese conflicto en apariencia insoluble responde tal vez a los prejuicios que abriga en cierto tiempo y lugar una muy concreta mentalidad histórica. La imagen onírica, en apariencia tan compleja, podría fácilmente desvelarse como una expresión gráfica llena de instintivo common sense, como el mero conato de una idea racional en la que una mente más refinada hubiera podido pensar conscientemente igual de bien. La filosofía china, desde luego, tuvo esa misma idea hace ya muchísimo tiempo. La configuración gráfica y extrañamente acertada del pensamiento es prerrogativa de ese espíritu primitivo y natural que vive en todos nosotros y que sólo ha sido oscurecido por una consciencia desarrollada en una sola dirección. Cuando observamos las compensaciones generadas por lo inconsciente desde este ángulo, con razón se podría reprochar a esta forma de ver las cosas que su juicio sobre lo inconsciente se apoya en exceso en el punto de vista de la consciencia. De hecho, en las presentes reflexiones siempre he partido de la perspectiva de que en cierto modo lo inconsciente se limita meramente a reaccionar a los contenidos conscientes; sin duda, de una forma muy

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ingeniosa, pero, pese a ello, huérfana de toda iniciativa. Lo último que pretendo, ahora bien, es dar la impresión de estar convencido de que lo inconsciente se limitara en todos los casos a reaccionar. Bien al contrario, un gran número de experiencias parecen venir a probarnos que lo inconsciente no sólo puede ser espontáneo, sino incluso hacerse con las riendas de la situación. Existen innumerables casos de personas que persisten en una mezquina inconsciencia sólo para convertirse al final en unos neuróticos. La neurosis causada por lo inconsciente las arranca de su sopor, muy a menudo en contra de su propia pereza o a pesar de sus desesperadas resistencias. A mi juicio, iría mal encaminado quien supusiera que, en tales casos, lo inconsciente actúa en cierto modo según un plan general y bien meditado, persiguiendo la realización de determinados fines. No he encontrado nada que viniera a confirmar lo acertado de esta suposición. El motivo impulsor —al menos en la medida en que nos es posible advertir la presencia de algo semejante— parece consistir esencialmente en un mero impulso a autorrealizarse. Si se tratara de un plan general (que habría que concebir teleológicamente), es obvio que todos los individuos que todavía fueran víctimas de una inconsciencia excesiva serían impelidos por un impulso incontenible a expandir las fronteras de su consciencia. Pero esto es algo que, como cualquiera puede ver, está muy lejos de responder a la realidad. A estratos enteros de la población ni se les pasa por la mente neurotizarse pese a lo notorio de su inconsciencia. Los pocos sobre los que recae este destino son hombres en realidad «superiores» que, por los motivos que fueren, han permanecido demasiado tiempo en un estadio primitivo. Su naturaleza no soporta a la larga persistir en una niebla para ellos antinatural. Como consecuencia de la estrechez de su consciencia y lo limitado de su ser y de su vida se economizan energías, las cuales se estancan paulatina e inconscientemente hasta que, por fin, estallan en forma de una neurosis más o menos severa. Detrás de este sencillo mecanismo no tiene por qué haber forzosamente un «plan». Un simple impulso a autorrealizarse sin más misterio sería del todo suficiente a efectos de explicación. También podría hablarse de una maduración tardía de la personalidad. Puesto que lo más probable es que todavía estemos bastante lejos de haber ascendido a la cima de la consciencia absoluta, todo el mundo es aún capaz de expandir las fronteras de su consciencia, motivo por el que también entra dentro de lo posible suponer que los procesos inconscientes llevarán siempre y en todo lugar a la consciencia contenidos que, una vez reconocidos, acrecentarían

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su perímetro. Contemplándolo desde este punto de vista, lo inconsciente vendría a constituir un dominio de experiencias de extensión indefinida. Si todo lo que hiciera este dominio fuese conducirse reactivamente con respecto a la consciencia, sería posible referirse a él como un universo psíquico de carácter especular. En este caso, la fuente esencial de todos los contenidos y actividades residiría en la consciencia, y todo lo que se podría encontrar en lo inconsciente sería, en el mejor de los casos, la imagen especular y distorsionada de los contenidos conscientes. El proceso creativo estaría encerrado dentro de los límites de la consciencia, y toda novedad sería lisa y llanamente el resultado de una invención o una reflexión conscientes. Los hechos empíricos hablan en contra de esta concepción. Todas las personas creativas saben que si hay una propiedad que esencialmente distinga al pensamiento creador es su espontaneidad. Dado que lo inconsciente no es un mero reflejo reactivo, sino una actividad autónoma y productiva, su dominio de experiencias constituye un universo propio, una realidad propia, de la que podemos decir que influye en nosotros en el mismo sentido en que nosotros influimos en ella, lo mismo que podemos decir del dominio de experiencias del mundo externo. Igual que los objetos materiales son los elementos que constituyen este último, los factores psíquicos son los objetos de aquel otro mundo. La idea de la objetividad psíquica está muy lejos de ser un descubrimiento reciente, y constituye más bien una de las «conquistas» más antiguas y universales de la humanidad: se trata de la convicción de que existe un mundo concreto de espíritus. El mundo de los espíritus, no obstante, jamás fue un descubrimiento como el de la generación del fuego por frotamiento, por ejemplo, sino la experiencia o la toma de consciencia de una realidad que nada tenía que envidiar a la del mundo material. Pongo en duda que haya hombres primitivos que no tengan conocimiento de la «acción» o «substancia» mágicas. («Mágico» no es más que otra palabra para «psíquico».) De hecho, todo indica que prácticamente todos ellos saben de la existencia de espíritus. Un «espíritu» es un hecho psíquico. Igual que nosotros distinguimos nuestra propia corporeidad de los cuerpos extraños, los primitivos (siempre que sepan algo de un «alma») establecen una distinción entre sus almas y los espíritus, de los cuales piensan que les son extraños y . Cuando no es así, debemos siempre recordar que en ocasiones el miedo que se tiene a los espíritus es tan grande que la gente niega incluso tenerlo. Fui testigo de esto mismo entre los habitantes del monte Elgon.

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ajenos. Los espíritus son objeto de la percepción externa, mientras que el alma propia, de la cual se piensa que está esencialmente emparentada con los espíritus (o una de las diferentes almas, en el caso de que se presuponga la existencia de una pluralidad de ellas), escapa por lo general a una supuesta percepción sensible. El alma (o una de las diferentes almas) se convierte tras la muerte en un espíritu que sobrevive al difunto y que, con frecuencia, ve además acompañada su supervivencia por un empeoramiento de carácter que viene a contradecir en parte la idea de una inmortalidad personal. Los batak llegan incluso a afirmar sin rodeos que las personas que han sido buenas en vida se vuelven malévolas y peligrosas siendo espíritus. Casi todo lo que los primitivos cuentan de las malas pasadas que los espíritus les juegan a los vivos, al igual que la imagen que en general se forjan de los revenants, responde hasta en sus más mínimos detalles a los fenómenos consignados por la experiencia espiritista. Y así como las comunicaciones de los «espíritus» espiritistas hacen que no veamos en ellas otra cosa que la actividad de fragmentos psíquicos parciales, los espíritus primitivos son también manifestaciones de complejos inconscientes. La importancia que la psicología moderna atribuye al complejo parental es un corolario inmediato de la experiencia que los primitivos tienen de lo peligroso de las actividades de los espíritus de los padres. Aun el error de apreciación que cometen los primitivos al suponer (sin a la vez reflexionar sobre esta suposición) que los espíritus serían realidades pertenecientes al mundo externo, tiene su continuación en nuestra hipótesis (sólo a medias acertada) de que los padres reales serían los responsables del complejo parental. En la vieja teoría traumática del psicoanálisis freudiano, e incluso más allá de ella, esta suposición constituía incluso una explicación científica. (Con el fin de evitar esta falta de claridad, propuse que se utilizara la expresión «imago parental».) El hombre ingenuo, como es natural, no tiene consciencia de que sus familiares más allegados, las personas que más inmediatamente influyen en él, engendren en su interior una imagen que, de un lado, sólo coincide parcialmente con ellos y que, de otro, está hecha de un material que tiene su origen en el sujeto mismo.

. Joh. Warneck, Die Religion der Batak, 1909. . Cf. «Los fundamentos psicológicos de la creencia en espíritus», en Energética psíquica y esencia del sueño, 21948 [OC 8,11]; cf. también A. Jaffé, Geistererscheinungen und Vorzeichen, 1958. . (Esta expresión fue la adoptada en el psicoanálisis. En la psicología analítica fue reemplazada por las expresiones «imagen primigenia» y «arquetipo parental».)

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La imago debe su ser a la acción de los padres y a las reacciones específicas del niño; de ahí que sea una imagen que reproduzca el objeto en una muy limitada medida. El hombre ingenuo cree, por supuesto, que los padres son tal y como él los ve. La imagen está inconscientemente proyectada, y cuando los padres mueren, la imagen proyectada sigue operando, como si se tratara de un espíritu que existiera en sí y por sí. El primitivo habla entonces de que los espíritus de los padres retornan por la noche (revenants), mientras que el moderno se refiere a este fenómeno con los nombres de complejo materno o paterno. Cuanto más reducido sea el campo consciente de una persona, mayor será el número de los contenidos psíquicos (imagines) que se manifiesten poco menos que a la manera de instancias externas, ora como espíritus, ora como potencias mágicas proyectadas en seres vivientes (magos, brujas). En una etapa del desarrollo un tanto más evolucionada, en la cual hay ya representaciones del alma, las imagines dejan también de estar proyectadas en su totalidad (cuando ello es así, incluso árboles y piedras conversan entre sí), de suerte que este o aquel complejo alcanzan a aproximarse a la consciencia lo suficiente como para que ésta ya no siga considerándolos una realidad extraña, sino como algo que forma parte de ella. No obstante, al principio este sentimiento de pertenencia no llega tan lejos como para que el complejo en cuestión sea percibido como un contenido subjetivo de consciencia. El complejo permanece en cierto modo suspendido entre lo consciente y lo inconsciente, por así decirlo entre dos aguas, de tal forma que si por un lado forma parte indiscutible del sujeto de la consciencia o está emparentado con él, por otro constituye una existencia autónoma y, como tal, es un ser que viene al encuentro de la consciencia, sin por eso estar obligado a plegarse a la intención subjetiva, pudiendo incluso constituirse en su superior jerárquico y, con suma frecuencia, en una fuente de inspiración, advertencias o información «sobrenatural». Psicológicamente, un contenido de estas características hay que entenderlo como un complejo parcialmente autónomo que todavía no estaría del todo integrado en la consciencia. Las almas primitivas, el ba y el ka egipcios, son complejos de este tipo. En un estadio superior y, en especial, en todas las civilizaciones occidentales, este complejo es siempre femenino (anima y psyché), sin duda por profundas y significativas razones.

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Entre los espíritus posibles, los de los padres son en la práctica los más importantes, lo cual explica la universal difusión de que goza el culto a los antepasados, que si originalmente tenía por única misión apaciguar a los revenants, en un estadio superior se convirtió en una institución esencialmente moral y pedagógica (¡China!). Los padres son los familiares más próximos al niño y los que mayor influjo ejercen en él. Sin embargo, en la edad adulta este influjo se interrumpe, por lo que las imagines de los padres son alejadas en lo posible de la consciencia, adquiriendo fácilmente, debido a lo persistente y puede que incluso opresivo de su influjo, un halo negativo. De este modo, las imagines de los padres subsisten como algo heterogéneo en un «afuera» psíquico, y a partir de ahora la mujer pasa a ocupar el lugar de los padres como el influjo más inmediato del entorno del varón adulto. La mujer acompaña al hombre y forma parte de él siempre que conviva con el varón y sea aproximadamente de su misma edad; la mujer no es su superior jerárquico ni por su edad ni por su autoridad o fuerza física. Pero es un factor influyente que, al igual que los padres, engendra una imago de naturaleza relativamente autónoma, aunque no una imago que, como la parental, hubiera que disociar, sino a la que ha de mantenerse más bien asociada a la consciencia. La mujer, con su psicología tan distinta de la masculina, es (y ha venido siendo desde siempre) una fuente de información sobre cosas para las que el hombre es ciego. Para él ella puede ser una inspiración; su intuición, con frecuencia superior a la del varón, puede serle a éste de provechosa advertencia, y su sensibilidad, orientada a lo personal, puede mostrarle caminos que la sensibilidad masculina,

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tan precaria en el aspecto personal, sería incapaz de encontrar por sí sola. Lo dicho por Tácito de las mujeres de los germanos estaría radicalmente en lo cierto en este caso. Sin duda alguna, aquí es donde reside una de las fuentes principales de la femineidad del alma. No parece, sin embargo, ser la única. Por descubrirse, en efecto, está aún el hombre que alcanzara a ser tan radical y absolutamente masculino como para carecer de toda cualidad femenina. Lo cierto es que, muy al contrario, los hombres más masculinos son también los primeros en poseer —aun cuando sólo sea en privado y a escondidas— una vida afectiva de gran sensibilidad (que con frecuencia, aunque equivocadamente, es por ello calificada de «femenina»). Entre los hombres se considera una virtud reprimir en lo posible los rasgos femeninos, al igual que entre las mujeres se tiene por algo inconveniente, o al menos así se han visto las cosas hasta la fecha, comportarse como un marimacho. La represión de los rasgos e inclinaciones femeninos desemboca, como es natural, en una acumulación de estas exigencias en lo inconsciente. La imago de la mujer (el alma) se convierte con la misma naturalidad en el receptáculo de estas aspiraciones, por lo que en la elección amorosa el varón sucumbe con mucha frecuencia a la tentación de conquistar a la mujer que mejor se corresponda con la particular naturaleza de su femineidad inconsciente y, por ende, a la que más perfectamente sea capaz de asumir la proyección de su alma. Aunque este tipo de elección sea contemplado y concebido en la mayoría de las ocasiones como la solución ideal, lo que el varón toma visiblemente en matrimonio de esta manera puede ser igualmente la peor de sus debilidades. (¡Este hecho explicaría algunos extrañísimos matrimonios!) En tales circunstancias, me inclino a pensar que, junto al influjo de la mujer, la propia femineidad del varón vendría también a dar razón de la femineidad del complejo del alma. En este caso no se trataría propiamente de una casualidad lingüística, como la que, por ejemplo, hace que el Sol sea femenino en alemán y masculino en otros idiomas, sino que en esta ocasión dispondríamos también de los testimonios del arte de todos los tiempos, y por encima de todos ellos de la famosa pregunta: habet mulier animam? La mayoría de los hombres que han sido agraciados con una cierta intuición psicológica saben perfectamente a qué se está refiriendo Rider Haggard cuando habla de aquella who-must-beobeyed [que-debe-ser-obedecida], así como cuál es la cuerda que

. Cf. Tácito, Germania, § 18, 19.

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resuena en su interior cuando leen la descripción que Benoit hizo de Antinéa. Tampoco suelen tener problemas para saber qué tipo de mujer es la que mejor encarna este hecho misterioso, pero a menudo más que claramente adivinado. El más claro indicio de que esta imagen del ánima femenina tiene que contener algo que transciende lo individual, algo que no debe una existencia efímera a la mera singularidad individual, sino que constituye una realidad típica que en algún punto hunde sus raíces mucho más profundamente que los visibles vínculos superficiales a los que acabo de hacer referencia, estriba precisamente en el amplio reconocimiento de que disfrutan este tipo de obras. Rider Haggard y Benoit expresan inequívocamente esta intuición en el aspecto histórico de las figuras que nos brindan del ánima. Como es sabido, no hay experiencia humana, ni es posible experiencia alguna, sin el concurso de una predisposición subjetiva. ¿Pero en qué consiste una predisposición tal? En una estructura psíquica en último término congénita, que permite que el ser humano pueda en cuanto tal tener dicha experiencia. Así, el entero ser del varón presupone la existencia de la mujer, tanto corporal como mentalmente. Su sistema está a priori acomodado a la mujer, a la par que preparado para un mundo muy determinado, en el que hay agua, luz, aire, sal, hidratos de carbono, etc. La forma del mundo en el que nace es congénita al varón a la manera de una imagen virtual. Y, así, padres, mujer, hijos, nacimiento y muerte le son congénitos a la manera de imágenes virtuales, de predisposiciones psíquicas. Estas categorías a priori son lógicamente de naturaleza colectiva; imágenes de padres, mujer e hijos que tienen un carácter general y que, por supuesto, nada tienen que ver con predestinaciones individuales. De ahí que haya también que pensar que estas imágenes están privadas de contenido y que, por dicho motivo, son inconscientes, así como que solamente adquieren contenido, influjo y, por último, consciencia al chocar con hechos empíricos que rozan la predisposición inconsciente y la despiertan a la vida. En cierto sentido, dichas imágenes son el precipitado de todas las experiencias de los antepasados, aunque no esas mismas experiencias. Tal es al menos lo que tendemos a pensar en el estado actual de nuestros reducidos conocimientos. (Tengo que confesar que hasta ahora nunca he encontrado pruebas irrefutables de que se hereden imágenes de la memoria, pero no creo que pueda excluirse absolutamente que, junto a aquellos precipitados colec-

. Cf. Rider Haggard, She, 1887; así como Pierre Benoit, L’Atlantide, 1919.

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tivos que no tienen nada de individual, puedan también heredarse determinados recuerdos individuales.) En lo inconsciente del varón hay una imagen colectiva heredada de la mujer, con cuya ayuda el primero aprehende el ser de la segunda. Esta imagen heredada es la tercera fuente importante de la femineidad del alma. Como el lector habrá comprendido ya, de lo que se trata aquí no es de un concepto filosófico o aun religioso de alma, sino del reconocimiento psicológico de la existencia de un complejo psíquico semiconsciente que constituye una función parcialmente autónoma. Como es obvio esta constatación tiene tanto que ver, o tan poco, con un concepto filosófico o religioso del alma como la psicología con la filosofía o la religión. No es mi deseo aventurarme aquí en una «disputa entre facultades» y tratar, por ejemplo, de mostrarles al filósofo o al teólogo lo que en realidad entienden ambos por «alma». Pero tengo que encarecerles a los dos que ninguno de ellos debe tampoco prescribir al psicólogo qué es lo que por «alma» tendría éste que entender. En la cualidad de la inmortalidad personal, que la concepción religiosa gusta de atribuir al alma, la ciencia no puede sino reconocer un mero indicio psicológico para ella encerrado en el concepto de autonomía. Tampoco en las concepciones primitivas es siempre propia del alma la cualidad de la inmortalidad personal, y ni tan siquiera la de la inmortalidad en sí misma. Dejando a un lado esta idea, inaccesible a la ciencia, todo lo significado por la «inmortalidad» es únicamente una actividad psíquica que transciende las fronteras de la consciencia. «Más allá de la tumba o de la muerte» significa psicológicamente «más allá de la consciencia», y no puede significar otra cosa, pues en última instancia la afirmación de la inmortalidad la profiere siempre y en todo lugar un hombre que está vivo y que, como tal viviente, no se halla de ninguna manera en disposición de hablar desde un «más allá de la tumba». Como es natural, la autonomía del complejo del alma viene a apoyar la idea de un ser invisible y personal que en apariencia viviría en un mundo distinto del nuestro. En la medida, pues, en que la actividad del alma sea concebida como la actividad de un ser autónomo que al parecer no estaría ligado a nuestra perecedera corporeidad, es fácil que surja la idea de que esta entidad existe en cuanto tal en sí y por sí, en un mundo, acaso, de realidades invisibles. Más difícil resulta aceptar, en cambio, que porque esta entidad autónoma sea invisible tenga eo ipso que ser inmortal. La cualidad de la inmortalidad podría deber perfectamente su origen a otro hecho, también mencionado: el peculiar aspecto histórico

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del alma. Rider Haggard nos ha brindado sin duda uno de los mejores retratos de este carácter en su She. Cuando los budistas dicen que, conforme uno se va perfeccionando merced a la absorción meditativa, va brotando también paulatinamente en su mente el recuerdo de sus vidas pasadas, están sin duda refiriéndose al mismo hecho psicológico, aunque con la diferencia de que en su caso no adscriben el factor histórico al alma, sino al sí-mismo. Armoniza, sin embargo, a la perfección con la actitud espiritual occidental, radicalmente extravertida, atribuir por sensibilidad (y por tradición) la inmortalidad a un alma que uno distingue mejor o peor de su yo y que se diferenciaría una vez más de este último en virtud de sus cualidades femeninas. Tendría perfecta lógica que entre nosotros, en virtud de una profundización de la cultura espiritual introvertida, hasta ahora descuidada, se verificara una transformación similar a la de la mentalidad oriental, desplazándose la cualidad de la inmortalidad desde la ambigua figura del alma (ánima) hacia el sí-mismo; pues lo que en definitiva constela una figura espiritual e inmortal en el interior (como es natural, a efectos de compensación y autorregulación) es sobre todo la exagerada estima que se deposita en el objeto externo y material. En el fondo, el factor histórico no es sólo inherente al arquetipo de lo femenino, sino a todos los arquetipos como tales, es decir, a toda unidad hereditaria, así espiritual como corporal. Nuestra vida, en definitiva, sigue siendo lo que siempre fue. En cualquier caso, en nuestra mente no hay nada perecedero, pues los mismos procesos fisiológicos y psicológicos por los que vienen caracterizándose los seres humanos desde hace cientos de miles de años siguen estando ahí, confiriendo a la sensibilidad interna el hondísimo barrunto de una continuidad «eterna» de lo viviente. Como quintaesencia de nuestro sistema viviente, nuestro sí-mismo no sólo alberga el precipitado y la suma de toda la vida vivida, sino que es también el punto de partida, el grávido suelo materno, de toda vida futura, cuyo presentimiento le está dado tan claramente al sentir interno como el aspecto histórico. Éstos son los fundamentos psicológicos en los que tiene legítimo origen la idea de la inmortalidad. En la concepción oriental falta el concepto del ánima tal y como lo hemos expuesto aquí, y, lógicamente, también el concepto de persona. Ambas cosas no tendrían nada de casuales, pues, como he indicado más arriba, existe una relación compensatoria entre la persona y el ánima. La persona es un complicado sistema de relaciones entre la consciencia individual y la sociedad, una suerte de oportuna más-

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cara que, por un lado, tiene como finalidad causar una determinada impresión en los otros y, por otro, ocultar la verdadera naturaleza del individuo. Que lo segundo no tenga razón de ser sólo pueden afirmarlo los que se han identificado hasta tal punto con su persona que ya no se reconocen ni a sí mismos, y que lo primero no sea necesario sólo pueden figurárselo los que no son conscientes de cuál es la verdadera naturaleza de sus semejantes. La sociedad espera, tiene, en definitiva, que esperar de cada individuo que represente el papel para él previsto todo lo perfectamente que le sea posible; así, si dicho individuo es, por ejemplo, un sacerdote, este sacerdote no sólo tendrá que desempeñar objetivamente las funciones de su cargo, sino que interpretar también en toda ocasión y en toda circunstancia sin vacilar dicho papel. La sociedad reclama esto como una suerte de garantía; todo el mundo tiene que permanecer en su sitio: uno es zapatero; otro, poeta. No se espera que ninguno de ellos sea ambas cosas. Y tampoco sería aconsejable que lo fuese, pues un hecho como éste causaría inquietud. Una persona como ésta sería «diferente» del resto de la gente, no se podría confiar del todo en ella. En el mundo académico sería un «diletante», en el político, una magnitud «imprevisible», en el religioso, un «espíritu libre»; sobre ella, en suma, recaería la sospecha de su falta de fiabilidad y adecuación a sus funciones, pues la sociedad está convencida de que sólo un zapatero que no sea además un poeta puede hacer zapatos con la profesionalidad requerida. La univocidad de la apariencia personal es cosa importante en la práctica, pues el hombre promedio, el único que la sociedad conoce, tiene que tener la cabeza centrada en una sola cosa para poder hacer algo de provecho; dos serían demasiado para él. Es indudable que nuestra sociedad se acomoda a este tipo de ideal. De ahí que no tenga nada de sorprendente que todo el que quiera hacer algo en la vida tenga que tener presentes tales expectativas. Y dado que en un sentido individual nadie podría, como es natural, sacrificarles todo, construirse una personalidad artificial se convierte en una absoluta necesidad. Las exigencias planteadas por el decoro y las buenas costumbres aportan también su granito de arena a la creación de una adecuada máscara. Tras ésta surge entonces lo que se conoce como «vida privada». Esta bien conocida separación de la consciencia en dos figuras a menudo ridículamente distintas constituye una agresiva operación psicológica que no puede dejar de tener consecuencias para lo inconsciente. La construcción de una persona adaptada al colectivo supone una enorme concesión al mundo externo, una verdadera autoinmolación que obliga directamente al yo a identificarse con la per-

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sona, de tal modo que por este motivo hay realmente gente que cree ser lo que está representando. Pero la «falta de alma» de una actitud como ésta es sólo aparente, pues lo inconsciente no acepta bajo ninguna circunstancia un desplazamiento semejante del centro de gravedad. Cuando observamos críticamente casos como éstos, descubrimos que esta magnífica máscara está interiormente compensada por una «vida privada». El piadoso Drummond se lamentó en cierta ocasión de que «el mal humor es el vicio de los piadosos». Como es natural, quien se construye una persona demasiado buena cosecha como contrapartida humores irritables. Bismarck tenía ataques histéricos de llanto, Wagner mantenía una correspondencia sobre los cinturones de seda de sus batas, Nietzsche se carteaba con una «querida Lama», Goethe sostenía conversaciones con Eckermann, etc. Pero hay cosas que son todavía más sofisticadas que los banales lapsus de los héroes. En cierta ocasión conocí a un hombre digno de veneración. Se le podría llamar sin dificultad un santo. Estuve observándole durante tres días, sin que en ningún momento pudiera hallar en él traza alguna de los defectos de un mortal. Mi sentimiento de inferioridad se tornó amenazador, y empecé a pensar seriamente en corregirme. Al cuarto día su mujer me consultó... Desde entonces no ha vuelto a ocurrirme nada parecido. Pero aprendí que quien se vuelve uno con su persona puede hacer que todo lo perturbador salga a la luz a través de su mujer, sin que ésta se aperciba de ello, aunque obligándola, eso sí, a que tenga que pagar su autoinmolación con una severa neurosis. Estas identificaciones con el papel social son en general generosas fuentes de neurosis. El hombre no puede librarse de sí mismo en aras de una personalidad artificial sin sufrir un castigo. El mero hecho de intentarlo es causa en todos los casos habituales de reacciones inconscientes: humores, afectos, miedos, obsesiones, vicios, debilidades, etc. El hombre socialmente «fuerte» se comporta con mucha frecuencia como una criatura frente a sus propias emociones en su vida privada. Su disciplina pública (que con tanta insistencia reclama de los otros) fracasa lamentablemente en lo privado. Las satisfacciones que obtiene de su empleo presentan en casa un semblante melancólico; su «intachable» moral pública ofrece un curioso aspecto tras la máscara. Y no hablemos de hechos, sino sólo de fantasías. Las mujeres de este tipo de varones tendrían también bastante que decir. En cuanto a su incansable altruismo, sus hijos son de otra opinión. En la misma proporción en que el mundo induce al individuo a que se identifique con su máscara, pasa también a encontrarse a

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merced del influjo de lo interno. «Lo alto se asienta en lo profundo», decía Lao-Tsé. Desde dentro se hace notar perentoriamente lo contrario, como si lo inconsciente, en definitiva, subyugara al yo con la misma fuerza con la que éste es atraído por la persona. No resistirse fuera a las artes de seducción de la persona equivale a una similar debilidad dentro frente al influjo de lo inconsciente. Fuera se desempeña un enérgico y vigoroso papel, dentro cobra cuerpo una debilidad afeminada frente a todas las seducciones de lo inconsciente; humores y afectos caprichosos, miedos e incluso una sexualidad feminizada (que puede llegar hasta la impotencia) se hacen progresivamente con el poder. La persona, la imagen ideal del varón, lo que éste debería ser, es compensada a nivel interno por una debilidad femenina, y el mismo individuo que se las da fuera de hombre enérgico se convierte interiormente en una mujer, en ánima, por ser justamente ésta quien sale al encuentro de la persona. Pero como el interior es oscuro e invisible para la consciencia extravertida, y uno es además tanto menos capaz de pensar en sus debilidades cuanto más se identifica con la persona, la contrafigura de ésta, el ánima, permanece también totalmente a oscuras, por lo que empieza por ser proyectada, de tal suerte que el héroe se convierte en un juguete en manos de su esposa. La mujer soporta con dificultad que sus poderes experimenten un incremento considerable. Se vuelve inferior, y así es como el varón recibe la agradecida confirmación de que el inferior en la «vida privada» no es él, el héroe, sino su esposa. Ésta alberga en contrapartida la ilusión, tan atractiva para muchas, de que por lo menos tendría por esposo a un héroe, despreocupándose de su propia insignificancia. A este juego de ilusiones se le llama con mucha frecuencia el «contenido de la vida». Así como a los efectos de la individuación, de la autorrealización, es indispensable saber diferenciarse de lo que se aparenta ser a ojos de los demás y de uno mismo, es igualmente necesario que uno tome también consciencia de su sistema invisible de relaciones con lo inconsciente, es decir, del ánima, para poder así diferenciarse de ella. De algo inconsciente no es posible diferenciarse. En lo que toca a la persona, es obvio que no resulta difícil hacer que alguien vea que su cargo y él son dos cosas diferentes. Pero del ánima, por el contrario, es mucho más difícil diferenciarse, y la razón se debe a su invisibilidad. La mayoría de la gente, es más, empieza por albergar el prejuicio de que todo lo que viene de den. Para la definición de este concepto cf. Tipos psicológicos, 1950 [OC 6,1; definiciones, s. v. «alma» e «imagen del alma»].

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tro tendría su origen en lo más íntimo de su ser. El «hombre fuerte» nos concederá tal vez que en su «vida privada» se conduce sin duda de una forma considerablemente indisciplinada, pero ésta, añadirá, es justamente su debilidad, con la cual se declara en cierto modo solidario. En esta tendencia se esconde, como es natural, una herencia cultural que haríamos mal en despreciar. En efecto, en cuanto el hombre fuerte reconoce que su ideal de persona sería responsable de que su ánima no tenga nada de ideal, sus ideales sufren una sacudida. El mundo se vuelve ambiguo, él mismo se vuelve ambiguo. Su fe en la bondad es presa de la duda; peor aún, su fe en la bondad de sus intenciones es presa de la duda. Cuando se repara en lo imponente de los presupuestos históricos a los que está unida nuestra idea más íntima de lo que sería abrigar una intención pura, se comprende que en nuestra actual forma de ver las cosas es mucho más cómodo acusarse de una debilidad personal que poner en tela de juicio nuestros ideales. Pero como los factores inconscientes son hechos tan determinantes como las magnitudes que regulan la vida de la sociedad, y tan colectivos como ellas, de la misma forma que soy capaz de ver lo que mi cargo reclama de mí y lo que yo deseo, puedo aprender a diferenciar igual de bien lo que quiero yo de lo que lo inconsciente me impone. De entrada, sin embargo, lo único en poder captarse es lo incompatible de las exigencias externas e internas, y el yo se halla en el medio, como entre el martillo y el yunque. Frente a este yo, que la mayoría de las veces no es más que la pelota con la que juegan las exigencias externas e internas, se alza sin embargo una instancia difícil de definir, y a la que bajo ninguna circunstancia me gustaría referirme con la capciosa denominación de «conciencia», pese a que, bien entendida, esta palabra sería también la que mejor vendría a designarla. Lo que ha sido de la «conciencia» entre nosotros lo ha descrito Spitteler con humor inigualable. De ahí que haya que hacer todo lo posible por eludir toda vecindad con este significado. Sin duda, se hará mejor en tener presente que ese trágico juego de rivalidades entre el interior y el exterior (que en el libro de Job y en Fausto adopta la figura de una apuesta con Dios) constituye en el fondo el energetismo del proceso vital, esa tensión entre los opuestos indispensables para la autorregulación. Por más diferentes que sean la apariencia y las intenciones de estos poderes enfrentados, en último término ambos significan y quieren la vida del individuo, y oscilan en torno . Cf. Carl Spitteler, Prometheus und Epimetheus, Jena, 1915; así como Jung, Tipos psicológicos, 1950, pp. 227 ss. [OC 6,1, § 261 ss., o bien CW § 275 ss.].

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a él como en torno al centro de la báscula. Precisamente porque los dos están correlacionados, se asocian también en un sentido central, que, por así decirlo, brota necesariamente del individuo con o sin su aquiescencia y es oscuramente presentido por éste. Uno tiene una intuición de lo que debería y podría ser. Desviarse de este barrunto significa extraviarse, equivocarse y enfermar. Sin duda, no es casual que de la palabra «persona» se deriven nuestros modernos conceptos «personal» y «personalidad». El mismo derecho con el que puedo decir que mi yo es personal o una personalidad, me asiste también para decir que mi persona es una personalidad con la que me identifico en mayor o menor medida. El hecho de que de este modo yo acabe poseyendo en realidad dos personalidades es algo que no debe ser causa de extrañeza, porque todo complejo autónomo, aun cuando sólo lo sea de forma parcial, se caracteriza por hacer aparición como una personalidad, es decir, personificado. Donde más fácilmente puede observarse esto último es sin duda en lo que se conoce como las manifestaciones espiritistas de la escritura automática y similares. Las frases acuñadas por esta vía son siempre enunciados personales que aparecen redactados en primera persona, como si detrás de cada uno de los fragmentos exteriorizados se escondiera realmente una personalidad. De ahí que un entendimiento ingenuo tenga de inmediato que pensar en espíritus. Como es sabido, las alucinaciones de los enfermos mentales nos ofrecen la oportunidad de ser testigos de un fenómeno similar, si acaso con la única diferencia de que en esta ocasión sería todavía más evidente que esas alucinaciones son ideas, o fragmentos de ideas, cuya relación con la personalidad consciente es a menudo inmediata para todo el mundo. La inclinación de los complejos relativamente autónomos a personificarse de inmediato es también la causa de que la persona haga aparición de un modo tan «personal» como para que el yo pueda llegar fácilmente a dudar de cuál sería su «verdadera» personalidad. Ahora bien, lo que es cierto de la persona y, en general, de todo complejo autónomo lo es también del ánima: es asimismo una personalidad, y por esa razón resulta tan fácil proyectarla en una mujer; dicho de otro modo: mientras el ánima sea inconsciente, estará siempre proyectada, porque todo lo inconsciente lo está. La primera en portar la imagen del alma es sin duda alguna la madre; posteriormente, lo son las mujeres que despiertan las pasiones del hombre, bien sea en un sentido positivo o negativo. Puesto que la madre es la primera portadora de la imagen del alma, separarse de ella supone una cuestión tan delicada como im-

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portante y que reviste la máxima significación pedagógica. De ahí que entre los primitivos observemos un amplio número de ritos encaminados a estructurar dicha separación. El mero hecho de hacerse adulto y separarse exteriormente de la madre es insuficiente. Para que la separación de ésta (y, con ella, de la infancia) sea realmente efectiva, es necesario añadirle el agresivo corte infligido por las iniciaciones masculinas y las ceremonias de renacimiento. Así como el padre opera como una protección contra los peligros del mundo externo, convirtiéndose de este modo para el hijo en el modelo ejemplar de la persona, la madre es para él una protección contra los peligros que le amenazan desde las oscuridades de su alma. Por ello, en las iniciaciones masculinas el iniciando es adoctrinado sobre las cosas del Más Allá, viéndose de este modo capacitado para prescindir de la protección materna. El hombre moderno civilizado se ve obligado a prescindir de esta medida pedagógica, acaso primitiva, pero en rigor magnífica, y en consecuencia el ánima es proyectada sobre la mujer en la forma de la imago materna, con el resultado de que, tan pronto como contraen matrimonio, los varones se vuelven infantiles, sentimentales, dependientes y sumisos, o, de ser otro el curso de las cosas, caprichosos, tiránicos y susceptibles, cuidadosos siempre del prestigio de su masculinidad superior; cosa en la que, como es natural, no hemos de ver más que una simple inversión de lo primero. La protección contra lo inconsciente que era su madre no se ha sustituido con nada, por lo que el hombre moderno conforma inconscientemente su ideal matrimonial de tal modo que su mujer disponga de todas las ocasiones concebibles para asumir el mágico papel de una madre. Tras la apariencia ideal de ese matrimonio exclusivo, el varón busca en realidad la protección materna, saliendo así seductoramente al encuentro del instinto de propiedad de la mujer. La angustia del varón frente a las oscuras imprevisibilidades de lo inconsciente confiere a su mujer un poder ilegítimo, con lo que el matrimonio se transforma en una «comunión» tan «íntima» que su propia tensión interna amenaza con hacerlo saltar por los aires en cualquier instante. O bien el varón hace todo lo contrario como protesta, llegándose así a idéntico resultado. Soy de la opinión de que a ciertos hombres modernos no sólo les hace falta llegar a conocer lo que les diferencia de la persona, sino también lo que les diferencia del ánima. Puesto que en lo esencial nuestra consciencia —muy en correspondencia con el estilo occidental— dirige siempre su mirada hacia fuera, las cosas internas yacen en la oscuridad. Esta dificultad es, empero, fácil de sortear, y para ello es suficiente con hacer alguna vez un esfuerzo

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por observar con la misma concentración y espíritu crítico el material psíquico que no hace aparición en el exterior, sino en la vida privada. Dado que lo normal es que uno guarde un púdico silencio sobre este otro lado (es posible que incluso temblando frente a su propia mujer, que bien podría traicionarle), para confesar luego lleno de arrepentimiento su «debilidad» en caso de verse descubierto, lo habitual es que el único método pedagógico consista en que uno elimine o reprima sus debilidades hasta donde le sea posible, o haga, por lo menos, todo lo que esté en su mano por ocultarlas al público. Con ello, sin embargo, no se ha conseguido absolutamente nada. Para aclarar lo que tenemos que hacer en realidad, ningún otro ejemplo se aviene mejor a mi propósito que el de la persona. Allí todo es claro y sencillo, mientras que en el caso del ánima todo es oscuro para nosotros, los occidentales. Cuando el ánima viene a desbaratar en todavía mayor medida las buenas intenciones de la consciencia, dando motivo a una vida privada que contrasta desagradablemente con el resplandor de la persona, ocurre lo mismo que cuando un hombre ingenuo que nada sospecha de la existencia de la persona choca en el mundo con penosísimas dificultades. Hay personas como éstas —«canadienses que nada saben de la afectada cortesía europea»—, gentes que carecen de una personalidad desarrollada y avanzan a tientas de una «trampa» social en otra totalmente indefensas e inocentes, pesados apasionados o criaturas conmovedoras, o bien, de tratarse de mujeres, espectros de Casandra temidos por su falta de tacto; eternos incomprendidos que no saben lo que hacen y que, por ello, presuponen siempre que serán perdonados; personas que no ven el mundo, sino que se limitan a soñarlo. Éstos son los casos en que podemos observar de qué modo opera una persona descuidada, así como lo que habría que hacer para poner remedio al mal. Este tipo de personas no podrá evitar sufrir desengaños y disgustos de toda índole y escenas y situaciones violentas más que de una sola manera: aprendiendo a entender de qué modo debe uno conducirse en el mundo. Estas personas tienen que comprender lo que la sociedad espera de ellas, darse cuenta de que en el mundo hay factores y personas que les superan en muchos grados, llegar a saber qué significa para los demás lo que ellas hacen, etc. Para quien ha educado su persona en la manera adecuada, éste es naturalmente el plan de estudios de un parvulario. Pero si ahora le damos la vuelta a la lanza y enfrentamos al propietario de una persona resplandeciente con su ánima, procediendo a renglón seguido a compararlos entre sí tras despojar previamente

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al hombre de su persona, veremos que respecto al ánima y sus necesidades está tan bien enseñado como aquél con respecto al mundo. El uso que ambos hagan de sus conocimientos puede, como es natural, ser un abuso, y lo será con suma probabilidad. Naturalmente, al hombre de la persona la perspectiva de que existen realidades internas le resulta tan absolutamente ajena como al otro la realidad del mundo, que para él tiene únicamente el valor de un escenario divertido o fantástico. Y, sin embargo, la existencia de las realidades internas y su reconocimiento incondicional constituyen, como es natural, la conditio sine qua non para tomarse en serio el problema del ánima. En efecto, si el mundo externo no es para mí más que un fantasma, ¿qué sentido tendría que yo hiciera el más mínimo amago por edificar un sistema con el que relacionarme con ese mundo y adaptarme a él? Del mismo modo, un punto de vista como el de que las manifestaciones del ánima «no son más que fantasías» jamás me inducirá a ver en ellas otra cosa que estúpidas debilidades. Pero si lo que pienso es que el mundo tiene un interior y un exterior, y que tanto el interior como el exterior tienen realidad, la misma lógica de las cosas me obligará a concebir que las molestias e inconvenientes que se abalanzan sobre mí desde dentro son un síntoma de que mi adaptación a las condiciones del mundo interno presenta ciertas insuficiencias. Y si reprimir moralmente al indefenso está muy lejos de curar los golpes que el mundo le propina, está claro que contabilizar resignadamente sus «debilidades» como tales tampoco le será de ninguna ayuda. Hay aquí motivos, intenciones y consecuencias en los que pueden intervenir voluntad y entendimiento. Pensemos, por ejemplo, en un «intachable» hombre de honor, en un filántropo por todos conocido, al que su mujer y sus hijos tienen miedo a causa de su ira y de sus explosivos humores. ¿Qué es lo que hace el ánima en un caso como éste? Podremos verlo de inmediato en cuanto dejemos que las cosas sigan su curso natural. Su mujer y sus hijos se distanciarán de él, y se hará el vacío alrededor. De entrada, nuestro filántropo empezará por lamentarse de la dureza de corazón de su familia y se comportará si cabe aún peor. Tal cosa hará que el distanciamiento sea absoluto. En tales circunstancias, de no haber sido abandonado por todo buen espíritu, el hombre tomará tras un tiempo nota de su aislamiento y empezará a comprender en su soledad de qué modo ha dado él lugar a esa separación. Tal vez se pregunte sorprendido: ¿qué diablos me ha pasado? —naturalmente sin percatarse del significado de esta metáfora—. Luego vendrán el arrepentimiento, la reconciliación, el olvido, la represión y, en breve,

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una nueva explosión. Está claro que el ánima trata de forzar una separación. Esta tendencia no responde, como es natural, a los intereses de nadie. El ánima se mete violentamente de por medio, como una amante celosa que deseara que el hombre fuese aborrecido por su familia. Un cargo o una posición social ventajosa pueden hacer lo mismo; pero allí entendemos cuál es el poder de la seducción. ¿A qué podría ser debido, sin embargo, que el ánima tenga el poder de ejercer una atracción como ésta? En analogía con la persona, tras ella deberían esconderse valores u otro tipo de cosas influyentes e importantes, como promesas seductoras. En momentos como éstos uno debe cuidarse de racionalizar. Sería lógico pensar que nuestro honorable caballero le sigue la pista a otra mujer. Puede ser. Puede ser incluso que el ánima lo haya querido así, a fin de conseguir tanto más rápidamente sus fines. No debería uno equivocarse y pensar que un arreglo de esta naturaleza constituye un fin en sí mismo, pues el intachable caballero que se ha casado como Dios manda de acuerdo con la ley puede divorciarse de su esposa igual de honorablemente sin que ello altere ni una sola coma de su actitud fundamental. El viejo cuadro se habría limitado a recibir un marco nuevo. En realidad, este compromiso es un medio del que se hace uso con suma frecuencia para llevar a término una separación... y hacer aún más difícil una solución definitiva. De ahí que uno se conduzca mucho más racionalmente no dando por supuesto que la meta última de la separación estriba en una posibilidad tan obvia. Más indicado es examinar el trasfondo de la tendencia del ánima. El primer paso consiste en lo que me gustaría llamar la objetivación del ánima, es decir, en el rechazo estricto de la tendencia a la separación como la propia debilidad. Sólo cuando esto ha sucedido ya, se puede en cierto modo preguntarle al ánima: ¿por qué quieres esta separación? Formular la pregunta en términos tan personales encierra una gran ventaja: con ello, en efecto, se reconoce personalidad al ánima, tornándose posible relacionarse con ella. Cuanta más personalidad se le reconozca, mejor. A todo el que esté acostumbrado a conducirse de una manera radicalmente intelectual y racional, todo esto le parecerá una completa ridiculez. Sin duda, pocas cosas serían tan absurdas como que alguien quisiera mantener algo parecido a una conversación con su persona no viendo en ella nada más que un simple medio de relación psicológico. Pero es que estas cosas sólo son absurdas para quien ya tiene una persona. Quien no la tiene, no es en este punto más que un hombre primitivo, es decir, un hombre que, como es de todos sabido, sólo tiene un pie en lo que comúnmen-

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te llamamos realidad, mientras que con el otro se sostiene en un mundo de espíritus para él absolutamente real. Aunque nuestro ejemplo sea en el mundo real un europeo de nuestros días, en el mundo de los espíritus es tan sólo el vástago de un hombre del paleolítico. De ahí que no le quede otro remedio que acudir a una suerte de escuela paleolítica de primera enseñanza, hasta haberse forjado una idea adecuada de los poderes y factores de un mundo distinto. Cuando esta persona concibe la figura del ánima como una personalidad autónoma y le dirige preguntas personales, está haciendo, por tanto, lo único correcto en su caso. Al proponer esta técnica, estoy hablando en serio. Como es sabido, dialogar consigo mismo es algo que no sólo caracteriza a todo el mundo, sino de lo que todo el mundo sería en principio capaz. Siempre que nos encontramos en un dilema angustioso, nos preguntamos (¿a quién si no?): ¿qué debo hacer? Y nosotros mismos (¿quién si no?) llegamos incluso a responder a nuestra pregunta. Si lo que queremos es conocer los sótanos de nuestro ser, no puede preocuparnos en demasía si vivimos en cierto modo en una metáfora. Debemos aceptar nuestro diálogo personal con nuestra «serpiente», como los africanos, como un símbolo de nuestro propio primitivismo (o, a Dios gracias, de lo que todavía hay de naturaleza en nosotros). Puesto que la psique no es una unidad, sino una multiplicidad contradictoria de complejos, la disociación necesaria para dialogar con nuestra ánima no nos resulta demasiado difícil. La técnica consiste sólo en permitir que nuestro interlocutor invisible tome la palabra, en poner en cierto modo momentáneamente a su disposición un mecanismo con el que expresarse, sin a la vez dejarnos vencer por la repugnancia que, de modo natural, puede causarnos un jueguecito de esta naturaleza, o por las dudas que sobre la «autenticidad» de la voz que de este modo sale a nuestro encuentro podrían suscitarse. Este último punto posee técnicamente una gran importancia. Es tal, en efecto, la costumbre que tenemos de identificarnos con nuestros pensamientos, que no hay instante en que no demos por supuesto que somos sus creadores. Y curiosamente lo más habitual es que nuestras ideas más insensatas sean también las primeras en dar pie en nuestro fuero interno a un hondísimo sentimiento de responsabilidad por nuestra parte. Si se fuera más consciente de que aun la fantasía más desatada y arbitraria está sujeta a leyes universales rigurosísimas, tal vez se estaría más dispuesto a contemplar justamente esa clase de pensamientos como sucesos objetivos, como si no fueran nada más que sueños y, por tanto, como una cosa de la que nadie está obligado a suponer que tenga algo que ver con una

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invención consciente que obedeciera a nuestra propia voluntad y arbitrio. Son no obstante necesarias una grandísima objetividad y falta de prejuicios si en verdad se le quiere dar al «otro lado» la oportunidad de desplegar una actividad psíquica perceptible. A resultas de la actitud represiva de la consciencia, el otro lado se ha visto obligado a manifestarse de un modo meramente indirecto y sintomático, la mayoría de las veces emocionalmente, por lo que los fragmentos de los contenidos ideativos o figurativos de lo inconsciente no han accedido a la superficie más que en momentos de gran emotividad, y aun entonces acompañados siempre por el fenómeno inevitable de que el yo se haya identificado momentáneamente con esas manifestaciones, aun cuando sólo fuera, evidentemente, para rechazarlas a continuación. Es un hecho que en ocasiones no damos crédito a lo que hemos podido llegar a decir poseídos por un determinado afecto. Pero, como es sabido, nos olvidamos de ello con facilidad o incluso negamos haber dicho una sola palabra en este sentido. Como es natural, hay que contar con estos mecanismos de defensa y rechazo si en verdad se quiere adoptar una actitud objetiva. La costumbre de intervenir, corregir y criticar sigue siendo por tradición muy fuerte, y por lo general se ve reforzada todavía más por esos miedos que, una vez más, uno no puede reconocer ni ante sí mismo ni ante los otros: es decir, miedo a las verdades destructivas, miedo a los descubrimientos peligrosos, miedo a las constataciones desagradables, miedo, en suma, a todas esas cosas que hacen que tantas personas estén dispuestas a lo que sea con tal de ahorrarse estar a solas consigo. Se dice que es egoísta o «poco sano» ocuparse de uno mismo: «no hay peor compañía que la propia; se vuelve uno melancólico perdido». Tales son los brillantes testimonios que se oponen a nuestra humana condición. En un sentido occidental, sin embargo, están absolutamente en lo cierto. Quien piense de esta manera, jamás entenderá, como es lógico, qué podría tener de placentera para otras personas la compañía de unos sucios gallinas como éstos. Si partimos del hecho de que, con frecuencia, los poseídos por un afecto revelan sin quererlo las verdades del otro lado, es aconsejable servirse justamente de un afecto para brindarle a éste la oportunidad de expresarse. De ahí que con el mismo derecho pueda decirse que uno debería ejercitarse en el arte de dialogar consigo mismo partiendo de un afecto y en el seno del marco por él dibujado, como si quien así hablara fuera el afecto mismo y como si lo hiciera desentendiéndose de nuestra razón crítica. Mientras el afecto hable, hay que renunciar a la crítica. Pero una vez que el primero haya presentado su causa, la crítica deberá ser tan es-

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crupulosa como cuando nuestro interlocutor es una persona real y próxima a nosotros. Y no basta sólo con eso, sino que réplicas y contrarréplicas han de continuar hasta tanto se haya puesto fin satisfactorio a la discusión. Si el resultado de ésta es o no satisfactorio, es cosa que sólo puede decidirla el sentimiento subjetivo. Como es natural, no tiene ningún sentido fingir. Ser radicalmente honesto consigo mismo y no anticiparse de manera apresurada a lo que el otro lado tenga que decir son condiciones indispensables de esta técnica de educación del ánima. Algo esconde, con todo, ese miedo al otro lado que nos caracteriza a los occidentales. Es, en efecto, un miedo que, incluso dejando de lado su realidad, no carece del todo de fundamento. A nosotros no nos resulta difícil entender el miedo que sienten el niño y el primitivo frente al mundo enorme y desconocido. De ese mismo miedo somos presa nosotros en nuestra dimensión interna infantil, en la cual tropezamos asimismo con un mundo enorme y desconocido. Pero lo único que tenemos es el afecto, sin saber que es miedo a un mundo, pues es un mundo invisible. Sobre este asunto sólo albergamos o meros prejuicios o ideas supersticiosas, e incluso ante personas que han recibido una educación uno no puede decir una sola palabra sobre lo inconsciente sin ser de inmediato acusado de misticismo. El miedo está justificado, sin embargo, porque nuestra cosmovisión racionalista y sus seguridades científicas y morales tan ardientemente abrazadas (por lo dudosas) son sacudidas por los datos del otro lado. De poderse evitar, la única verdad recomendable sería el enfático quieta non movere del burgués, cosa con la cual me gustaría poner expresamente de manifiesto que no estoy recomendando a nadie la técnica arriba descrita como algo necesario o aun útil, o por lo menos a nadie que no tenga que recurrir a ella obligado por la necesidad. Como se ha dicho ya, las etapas son unas cuantas; hay ancianos que mueren siendo todavía unos niños, y en el año del Señor de 1927 continúan aún naciendo trogloditas. Hay verdades que sólo lo serán pasado mañana, verdades que todavía lo eran ayer y verdades que no lo son en ningún tiempo. No obstante, puedo imaginar que alguien pusiera en práctica esta técnica impulsado, por así decirlo, por una santa curiosidad, un joven, si acaso, al que, si se pusiera alas, no sería por tener los pies paralizados sino por sentir ansia del sol. Pero está claro que un adulto que haya visto ya desvanecerse demasiadas de sus ilusiones, no se someterá a esta humillación interna ni volverá a pasar por los miedos de la infancia más que obligado por las circunstancias. No es cosa pequeña mantenerse entre un mundo

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diurno de ideales vacilantes y valores que se han vuelto dudosos y un mundo nocturno de fantasías que carecen en apariencia de sentido. Esta situación es de hecho tan inquietante que, seguramente, no habría una sola persona que no recurriera en ella a una garantía, ni siquiera aunque ésta supusiera acogerse a un «asidero en el pasado»: a esa madre, por ejemplo, que aliviaba sus miedos infantiles. El que tiene miedo necesita de amparo, igual que el débil precisa apoyo. De ahí que la mente primitiva creara ya, debido a una profundísima necesidad psicológica, una doctrina religiosa, encarnada en magos y sacerdotes. Extra ecclesiam nulla salus sigue siendo hoy en día una verdad válida para los que puedan recurrir a ella. A los pocos que no pueden hacerlo, todo lo que les queda es depender de una persona: una dependencia más humilde y orgullosa, un apoyo más débil y más fuerte que cualquier otro, a mi modesto entender. En cuanto al protestante, ¿qué es lo que habría que decir? No tiene ni Iglesia ni sacerdote. Todo lo que tiene es a Dios. Pero incluso Dios se ha tornado dudoso. El lector se preguntará sin duda sorprendido: «¿Pero qué es lo que tiene el ánima que son necesarios tales recursos para poder dialogar con ella?». Mi recomendación al lector sería que efectuara un estudio comparado de la historia de las religiones, insuflándoles a los testimonios que para nosotros ya están muertos la vida emocional que todavía sentían quienes vivían estas religiones. Con ello podría formarse un juicio de lo que alienta en el otro lado. Las religiones antiguas, con sus símbolos sublimes y ridículos, bondadosos y crueles, no brotaron en efecto de la nada, sino de este alma humana, tal y como en este momento continúa viviendo en nosotros. Todas esas cosas, las formas básicas de esas religiones, viven en nosotros y sobre nosotros pueden también abalanzarse en cualquier momento con violencia sobrehumana, es decir, en forma de una sugestión de masas contra la que el individuo se halla indefenso. Nuestros dioses terribles se han limitado a cambiar de nombre. Ahora todos ellos terminan en «ismo». ¿O por ventura hay alguien que tenga la cara de afirmar que la guerra mundial o el bolchevismo han sido grandes invenciones? Así como vivimos en un mundo externo donde en cualquier momento pueden hundirse los continentes, los polos cambiar y estallar una nueva epidemia, también vivimos internamente en un mundo en el que en todo momento puede brotar algo parecido, sólo que en forma de idea, sin ser por ello menos peligroso o traicionero. El hecho de no adaptarse a este mundo interno supone una omisión tan preñada de consecuencias como ser un ignorante o un inútil en el mundo externo. Igualmente, sólo una pequeñísima parte de la

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humanidad —en su mayoría afincada en esa poblada península de Asia que penetra en el océano Atlántico y se autodenomina «los doctos»— ha tenido la luminosa idea, a consecuencia de un deficiente contacto con la naturaleza, de que la religión no sería más que una suerte de peculiar trastorno mental de incomprensible finalidad. Vistas no obstante las cosas desde una distancia segura, por ejemplo desde el África central o desde el Tíbet, más bien parece como si esa parte hubiera proyectado un dérangement mental, para ella inconsciente, sobre pueblos que aún disfrutan de la seguridad del instinto. Puesto que las cosas del mundo interno influirán subjetivamente en nosotros tanto más intensamente cuanto más inconscientes sean, a quien desee dar un paso adelante en su propia cultura (¿y no empieza toda cultura por el individuo?) le será indispensable objetivar las influencias del ánima y tratar de descubrir a partir de ese instante cuáles son los contenidos que subyacen a dichas influencias. Con ello será capaz de adaptarse y procurarse una protección contra lo invisible. Naturalmente, dicha adaptación no puede verificarse sin hacer una serie de concesiones a lo exigido por ambos mundos. El resultado de ese tener presentes las exigencias de los mundos interior y exterior, o, por decirlo con mayor propiedad, el resultado de su conflicto, está representado por lo posible y lo necesario. Por desgracia, a consecuencia de su primitivismo a este respecto nuestra mente occidental no ha sido ni tan siquiera capaz de forjar aún un concepto para la unión de los opuestos en una vía media, esa pieza fundamentalísima de la experiencia interna, y todavía menos un nombre que pudiéramos poner al lado del Tao chino sin hacer el ridículo. Esa pieza es a la vez el hecho más individual y el cumplimiento más universal y regular del sentido del ser viviente. Hasta el momento presente mi exposición ha venido prestando atención únicamente a la psicología masculina. El ánima es una figura que, al ser femenina, viene única y exlusivamente a compensar la consciencia del varón. En la mujer, en cambio, la figura compensatoria posee carácter masculino, por lo que, en armonía con ello, su denominación no debe ser otra que ánimus. Si describir lo que debe entenderse por ánima dista ya mucho de ser una tarea sencilla, cuando de lo que se trata es de exponer la psicología del ánimus las dificultades se acumulan hasta tornar casi imposible este propósito. El hecho de que los varones se atribuyan ingenuamente a sí mismos las reacciones de su ánima, sin percatarse de que no pueden identificarse con un complejo autónomo, se produce una vez

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más en la psicología femenina, pero en un grado si cabe aún más acusado. En esta identificación con un complejo autónomo reside la causa principal de que la comprensión y la exposición del problema, dejando por un momento de lado su inevitable oscuridad y novedad, sean tan complicadas. El hecho, en efecto, es que todos nosotros partimos ingenuamente del supuesto de que nuestra casa no tiene más dueño que nosotros mismos. Por ello, lo primero que debemos hacer es acostumbrarnos a la idea de que en lo más íntimo de nuestra vida anímica habitamos en una especie de mansión que tiene por lo menos puertas y ventanas a un mundo externo, y cuyos contenidos nos afectan sin pertenecernos en absoluto. Muchos no encuentran nada fácil figurarse este supuesto, al igual que tampoco alcanzan a entender ni asimilar a la primera que sus semejantes no tienen necesariamente por qué compartir su misma psicología. Tal vez mis lectores piensen que esta última observación es hija de la exageración, pues en el fondo —dirán— todo el mundo es consciente de que existen diferencias individuales. Pero es preciso tener presente que nuestra psicología individual consciente tiene su origen en un estado original inconsciente y, por ende, impermeable a toda diferenciación (al que Lévy-Bruhl dio el nombre de participation mystique), y que, a resultas de ello, la consciencia de las diferencias supone una adquisición relativamente tardía de la humanidad y, muy probablemente, un fragmento relativamente pequeño del campo indeterminadamente grande de la identidad original. La diferenciación es la esencia y la conditio sine qua non de la consciencia. Inconsciente e indiferenciado tienen por ello un mismo significado, y todo lo que se verifica inconscientemente parte de la base de dicha indiferenciación, por lo que de entrada no es posible decidir si pertenece o no a uno mismo. A priori no se puede concluir si es parte de mí, de otro, o de ambos a la vez. Tampoco el sentimiento ofrece en este sentido un más seguro punto de apoyo. En tales circunstancias, no puede atribuirse eo ipso a las mujeres una consciencia inferior. La consciencia femenina es lisa y llanamente diferente de la masculina. Pero así como la mujer tiene con suma frecuencia muy claras toda una serie de cosas en las que el varón se limita a andar a tientas en la oscuridad, en éste hay también, como es natural, ámbitos de experiencia que para la mujer yacen aún en las sombras de lo indiferenciado, en lo fundamental cosas por las que aquélla no muestra de entrada sino un reducido interés. Por lo general, las relaciones personales tienen para la mujer más importancia y atractivo que los hechos objetivos y sus relaciones. Los vastos campos de la acción, la política, la

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técnica y la ciencia, el entero reino del espíritu masculino aplicado, yacen en su caso en las sombras de la consciencia. En cambio, la mujer desarrolla una consciencia muy fina para las relaciones personales y sus infinitos matices, los cuales suelen por lo general escapar a la atención del varón. De ahí que debamos contar con que lo inconsciente de la mujer presentará aspectos muy diferentes de los que encontramos en el caso del varón. Si tuviera que expresar en una sola frase qué es lo que diferenciaría al hombre de la mujer a este respecto, es decir, en qué se distinguiría el ánimus del ánima, lo único que podría decir sería que así como el ánima es causa de humores, el ánimus lo es de opiniones, y así como los humores del varón nacen en oscuros motivos, las opiniones de la mujer resposan sobre presupuestos igual de inconscientes y a priori. Las opiniones del ánimus poseen muy a menudo el carácter de sólidas convicciones que no son fáciles de remover o de principios cuya validez sería en apariencia intocable. Cuando analizamos estas opiniones, con lo primero que chocamos es con presupuestos de los que no se tiene consciencia, pero cuya existencia no queda otro remedio que postular. Dicho de otro modo, las opinones parecen haber sido pensadas como si existieran tales presupuestos. Pero en realidad no han sido pensadas en absoluto, sino que están ya ahí fijas y definitivas, y son además tan efectiva e inmediatamente convincentes como para que la mujer ni siquiera repare en la posibilidad de ponerlas en duda. Uno se inclinaría a pensar que, en analogía con el ánima, el ánimus tendría ahora que personificarse en la figura de un hombre. Sin embargo, la experiencia nos enseña que las cosas sólo son así parcialmente, pues a ellas viene inesperadamente a añadirse un hecho que hace que las circunstancias sean muy distintas a las presentes en el caso del varón. El ánimus, en efecto, no hace aparición en la figura de una sola persona, sino en la de una multiplicidad de ellas. En la novela de H. G. Wells Christina Alberta’s Father, todas las acciones y omisiones de la heroína están sometidas a una instancia moral superior, que en cada ocasión le dice, con severidad inexorable y total falta de fantasía, de un modo seco y preciso, lo que está haciendo y los motivos que la impulsan a hacerlo. Wells llama a esta instancia Court of Conscience. Esta pluralidad de jueces sentenciadores —una suerte de tribunal colegiado, por tanto— corresponde a una personificación del ánimus. El ánimus es algo así como una asamblea de padres y demás autoridades que pronunciaran ex cathedra juicios irrecusables y «racionales». Observando las cosas más de cerca, resulta evidente que en su mayor parte todos estos soberbios juicios no son sino sentencias y

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opiniones reunidas desde la infancia —es posible que de un modo inconsciente—, para a renglón seguido verse apiladas en un canon de verdades, rectitud y racionalidad: un thesaurus de presupuestos que tan pronto como se tenga necesidad de un juicio consciente y competente (lo que suele suceder bastante a menudo) vendrá en nuestra ayuda con una opinión. Unas veces estas opiniones adoptan la figura de lo que se conoce como el sano sentido común; otras, la de prejuicios absurdos; y otras, la de principios que ofrecen la apariencia de ser el resultado de la educación. «Así viene haciéndose desde siempre», «Lo dice todo el mundo», etcétera. Por supuesto, el ánimus es proyectado con la misma frecuencia que el ánima. Los varones que se adecuan a la proyección son o bien la viva imagen del buen Dios, siempre al corriente de todo lo que es necesario saber, o bien desconocidos reformistas que manejan un léxico generoso, en el que toda clase de cosas demasiado humanas han sido traducidas a la terminología de una «experiencia fecunda». Nuestra caracterización del ánimus sería en efecto incompleta si todo lo que éste representara no fuese más que una conciencia colectiva conservadora. El ánimus es también un reformista que, en radical contradicción con sus rectas opiniones, siente una gran debilidad por palabras desconocidas y de difícil comprensión, especialmente si con ellas se vuelve tanto más lícito prescindir de la odiosa reflexión. Igual que el ánima, el ánimus es un amante celoso que consigue sustituir a una persona real por una opinión sobre ella, una opinión cuyos fundamentos radicalmente inatacables no son puestos nunca en cuestión. Las opiniones del ánimus son siempre colectivas y pasan por encima de los individuos y los juicios individuales en los mismos términos en que el ánima se interpone entre el hombre y la mujer con sus anticipaciones y proyecciones sentimentales. Si la mujer es hermosa, estas opiniones tienen para el hombre algo de conmovedoramente infantil que despierta sus deseos de ayudarla y adoctrinarla paternalmente. Pero si la mujer no roza el sentimiento y lo que se desea de ella es competencia y no un desamparo y estulticia conmovedores, las opiniones del ánimus de ella son irritantes para el hombre, fundamentalmente por lo deficiente de su fundamentación —demasiadas opiniones porque sí, por tener, por lo menos, una opinión, etc.—. Los hombres suelen tornarse mordaces aquí, pues es un hecho incontrovertible que el ánima es siempre desafiada por el ánimus, con lo que toda ulterior discusión finaliza en una vía muerta (y viceversa, como es natural). En las mujeres intelectuales el ánimus es causa de argumenta-

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ciones y razonamientos que deberían ser críticos, pero que en lo esencial consisten en hacer de un punto débil secundario la cuestión principal. O bien sucede que una discusión en sí transparente es complicada sin remedio, aduciéndose un punto de vista completamente distinto que nada tiene que ver con lo discutido. Sin saberlo, este tipo de mujeres buscan únicamente alterar los nervios del varón, con lo que ellas mismas se tornan una presa aún más fácil del ánimus. «Por desgracia —me confesó en cierta ocasión una de estas mujeres—, yo siempre tengo razón». Todos estos hechos, tan conocidos como inconvenientes, obedecen única y exclusivamente a la extraversión del ánimus. Este último no forma parte de la función de relación consciente, y su verdadera misión estribaría más bien en posibilitar una relación con lo inconsciente. En lugar de tener siempre algo que opinar sobre las situaciones exteriores —es decir, sobre situaciones sobre las que se debería reflexionar conscientemente—, habría que obligar al ánimus, en lo que éste tiene de suministrador de ocurrencias, a volverse hacia dentro, donde, al permanecer fiel a esa función, lo comunicado por sus opiniones serían hechos relacionados con los contenidos de lo inconsciente. La técnica mediante la cual dialogar con el ánimus es en principio la misma que la del ánima. La única diferencia estriba en que lo que la mujer tiene aquí que observar críticamente son opiniones, aunque no con el fin de reprimirlas, sino con el de examinar sus orígenes y penetrar de este modo en su oscuro trasfondo, donde tropezará entonces con las imágenes primigenias, al igual que el varón que dialoga con su ánima. El ánimus es una suerte de precipitado de todas las experiencias reunidas por los antepasados femeninos en sus relaciones con los hombres. Más aún, el ánimus es también un ente creativo y creador, aunque no a la manera masculina, ya que lo que él da a luz es algo que podríamos denominar lógos spermatikós, de verbo creador. Así como el varón hace que su obra brote de su femineidad interna como una criatura acabada, la masculinidad interna de la mujer alumbra gérmenes creadores capaces de fecundar la femineidad del varón. Tal sería la femme inspiratrice, la cual —si su génesis ha sido equivocada— puede convertirse también en el peor de los sofistas y doctrinarios —lo que una de mis pacientes tradujo acertadamente en cierta ocasión como un animus hound [ánimus acosador]. Una mujer poseída por el ánimus corre en todo momento el peligro de perder su femineidad, su persona femenina adaptada. En idénticas circunstancias, un hombre arriesga afeminarse. Este tipo de transformaciones sexuales psíquicas obedecen única y exclusivamente a que los afectados han dirigido respectivamente ha-

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cia fuera una función que forma parte del ámbito interno. La causa de la perversión reside, como es natural, en reconocer insuficientemente —o incluso no reconocer en absoluto— la presencia de un mundo interno que se contrapone de forma autónoma al mundo externo, y que, como éste, tiene exigencias igual de importantes que plantear en lo concerniente a la adaptación del individuo. Por lo que toca a la pluralidad con la que el ánimus se distingue de la individualidad del ánima, me inclino a pensar que este hecho singular sería un correlato de la actitud consciente. La actitud consciente de la mujer es por lo general muchísimo más personal que la del hombre. Su mundo está formado por padres y madres, hermanos y hermanas, maridos e hijos. El resto del mundo está formado por familias similares que se dan los buenos días las unas a las otras, pero que en lo esencial sólo se interesan por sí mismas. El mundo del hombre está representado por la nación, el «Estado», consorcios de intereses, etc. La familia no es más que un medio para un fin, uno de los fundamentos del Estado, y su mujer no es necesariamente la mujer (o, al menos, no en el sentido que tiene esta expresión cuando ella dice «mi marido»). Lo universal le es al varón más cercano que lo personal, por lo que su mundo está compuesto por una multiplicidad de factores coordinados, mientras que el mundo de la mujer se difumina más allá de su marido en una especie de niebla cósmica. Por ello, la exclusividad apasionada es propiedad del ánima en el caso del varón, mientras que, por el contrario, la multiplicidad indeterminada lo es del ánimus en el caso de la mujer. Mientras que frente al hombre flota la figura perfectamente dibujada de una Circe o una Calipso, el ánimus encuentra más bien su expresión en el holandés errante y en los demás moradores desconocidos del mundo marino, seres, todos ellos, siempre de algún modo inconcretos, proteicos e impulsados por un motor. Estas manifestaciones hacen aparición sobre todo en sueños; en la realidad concreta pueden ser tenores, campeones de boxeo o grandes hombres que viven en ciudades lejanas y desconocidas. Los diferentes aspectos de estas dos figuras crepusculares del trasfondo oscuro (los verdaderos y a medias grotescos «guardianes del umbral», por utilizar el pomposo lenguaje de la teosofía) son inagotables y con ellos podría llenarse volúmenes enteros. Sus complicaciones y entrelazamientos son tan ricos como el mundo, y su amplitud es idéntica a la de la infinita diversidad de su correlato consciente, la persona. Ambas figuras se mueven todavía entre dos luces, por lo que nosotros apenas tenemos ojos para ver que, como el ánimus, el complejo autónomo del ánima es en rigor

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una función psicológica que, si ha usurpado la personalidad, o, por decirlo con más propiedad, si se ha adueñado de ella hasta la fecha, ha sido únicamente gracias a su autonomía y primitivismo. Sin embargo, avistamos ya una posibilidad de destruir la personificación de esas funciones tomando consciencia de ellas y convirtiendo así a ambas figuras en un puente con el que cruzar a la orilla inconsciente. Puesto que no nos servimos deliberadamente de ellas como funciones, son aún complejos personificados. Pero mientras permanezcan en este estado, se ha de reconocerles también que constituyen personalidades relativamente autónomas. No es posible integrarlos en la consciencia sin conocer sus contenidos. El diálogo con ellos ha de conducir a la luz sus contenidos, de modo que, hasta que no se ponga fin a esta tarea y hasta que la consciencia no se haya hecho con un conocimiento suficiente de los procesos inconscientes que se verifican en el ánima, ésta no podrá ser percibida realmente como una simple función. Como es natural, no espero que el lector se haya formado una idea clara de lo que el ánimus y el ánima significan. Confío, no obstante, en que cuando menos le haya quedado la sensación de que lo discutido en estas páginas no han sido en absoluto cuestiones «metafísicas», sino hechos empíricos que pueden también expresarse en un lenguaje abstracto y racional. He renunciado, sin embargo, deliberadamente a utilizar un lenguaje demasiado abstracto, porque en estas cosas, que tan inaccesibles se han mostrado hasta ahora a nuestra experiencia, lo verdaderamente importante y necesario no consiste en facilitarle al lector una colección de fórmulas abstrusas, sino una idea general de las posibilidades efectivas de experiencia. Nadie puede entender realmente estas cosas a menos de haberlas experimentado. De ahí que para mí sea mucho más importante mostrar las vías que hacen posible esta experiencia que acuñar fórmulas intelectuales, que, al no haber sido experimentadas, no podrían albergar otra cosa que quiméricas construcciones vacías. Por desgracia, abundan en exceso los que memorizan fórmulas y, tras agregarles experiencias en su mente, les abren luego las puertas crítica o crédulamente dependiendo de su temperamento. Los explorados aquí han sido un planteamiento nuevo y un ámbito psicológico de experiencias nuevo (¡y sin embargo tan antiguo!), por lo que sólo podremos decir algo que tenga cierta validez teórica cuando las correspondientes manifestaciones anímicas se hayan vuelto familiares para un número suficientemente grande de personas. Lo primero que se descubre son siempre hechos y nada más que hechos, no teorías. La formulación teórica es hija de una discusión entre muchos.

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En realidad, estoy en deuda con el lector y mi obligación sería brindarle un ejemplo detallado de la actividad específica de ánimus y ánima. Por desgracia, este tipo de materiales son tan complejos y reclaman además una cantidad tal de aclaraciones sobre cuestiones simbólicas, que, por más que hubiera sido de mi agrado, me ha sido imposible dar cabida a una exposición de esta naturaleza en el marco del presente escrito. He publicado algunos de estos productos y sus relaciones simbólicas en una obra independiente, a la que debo remitir al lector, aunque verá que en ella el ánimus no es mencionado ni siquiera en una ocasión, ya que en aquel momento ignoraba todo de esta función. Pero si le aconsejara a una paciente que diera rienda suelta a sus contenidos inconscientes, las fantasías así producidas serían muy similares a las allí analizadas. La figura heroica masculina casi nunca ausente en ellas es el ánimus. Y la sucesión de las vivencias fantásticas constituye una prueba de la transformación y disolución paulatinas del complejo autónomo. Esta transformación es la meta de la confrontación con lo inconsciente y, de no producirse, lo inconsciente seguirá ejerciendo sin merma un influjo determinante, que podrá ir desde alimentar y afianzar síntomas neuróticos a pesar de todo posible análisis y comprensión, hasta consolidar una transferencia enquistada, algo que, en lo que a malas consecuencias se refiere, en nada le iría a la zaga a una neurosis. En este tipo de casos no hay sugestión, buena voluntad o comprensión meramente reductiva que valgan a . Transformaciones y símbolos de la libido, 1912. Nueva edición, Símbolos de transformación, 1952 [OC 5].

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la hora de doblegar el poder de lo inconsciente. Con ello no está diciéndose —punto sobre el que me gustaría insistir expresamente— que todos los métodos psicoterapéuticos sean en su conjunto un fracaso. Quisiera únicamente poner de relieve que, en no pocos casos, el médico tiene que tomar la resolución de ocuparse a fondo de lo inconsciente, de confrontarlo en el sentido literal de la expresión. Esto, naturalmente, es algo distinto a una interpretación. En este último caso, se da por supuesto que el médico sabe de antemano para poder interpretar. Pero en el primero —la mencionada confrontación— la cuestión no estriba en interpretar, sino en suscitar procesos inconscientes que penetren en la consciencia en forma de fantasías. Siempre es posible hacer un esfuerzo por interpretar esas fantasías, y en muchos casos puede ser extraordinariamente importante que el paciente se haga una idea de lo significado por ellas. Pero lo verdaderamente decisivo estriba en que el paciente viva sus fantasías hasta el final, comprendiéndolas en la medida en que su comprensión intelectual forme también parte de la totalidad de la experiencia. No quisiera, sin embargo, concederle la primacía a la comprensión. El médico tiene, como es natural, que poder serle de ayuda al paciente llegado el momento de comprender; pero el médico no puede comprenderlo todo, ni lo comprenderá en muchas ocasiones, y en lo posible debería mostrarse muy precavido frente a las artes de la interpretación. Porque lo esencial y primario no reside en interpretar y comprender las fantasías, sino en el hecho de vivirlas. Alfred Kubin, el autor de El otro lado, nos ha brindado en este libro una magnífica descripción de lo inconsciente; es decir, Alfred Kubin ha descrito en esta obra lo que el artista que hay en él ha experimentado de inconsciente, y en este sentido la suya es una experiencia artística que, en lo que debe incluir toda experiencia de estas características para poder ser considerada como una experiencia humana, pecaría de incompleta. A todos los interesados en estas cuestiones les recomendaría que leyeran con mucho cuidado este libro. Descubrirán en él la siguiente laguna: en él se ve y se vive de forma artística, pero no de forma humana. Por experiencia «humana» entendería que el autor no sólo se viera incluido pasivamente en la visión, sino que saliera también al encuentro de sus figuras, reaccionando y obrando con plena consciencia. La misma crítica haría también a la autora de las fantasías de que me ocupo en mi libro mencionado anteriormente; también ella se limita a ser espectadora, o en el mejor de

. München, 1908.

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los casos víctima, de las fantasías que brotan de su inconsciente. Una confrontación real con lo inconsciente exige la presencia de un punto de vista consciente contrapuesto a sus creaciones. Trataré de explicar lo que quiero decir ayudándome de un ejemplo. En cierta ocasión, uno de mis pacientes tuvo la siguiente fantasía: «Veo a mi prometida caminando calle abajo en dirección al río. Estamos en invierno y el río está helado. Ella empieza a caminar sobre el hielo, y sigo sus pasos. Mi prometida se adentra entonces profundamente en el cauce, donde la capa de hielo es más delgada, y al ver que en la superficie se abre una grieta oscura, surge en mí el temor de que ella pueda arrojarse dentro. De hecho, mi prometida acaba hundiéndose en el hielo, mientras yo la contemplo con tristeza». Este fragmento, perteneciente a un contexto más vasto, permite que reconozcamos muy claramente cuál es la actitud de la consciencia: una actitud en la cual el paciente se limita a ser un mero espectador y una desamparada víctima de los acontecimientos; la imagen fantástica, en otras palabras, es una imagen meramente contemplada y sentida, a la que la insuficiente participación del paciente acaba reduciendo, por así decir, a la categoría de una realidad bidimensional, en la que la fantasía es en todo momento una simple imagen que, si bien resulta gráfica y emotiva, está sin embargo rodeada por un halo onírico de irrealidad. Dicha irrealidad se debe a que el paciente no participa activamente en la fantasía. Si ésta fuera real, el paciente no habría reparado en medios con tal de evitar que su prometida se suicidara. Podría haberla sujetado, por ejemplo, impidiendo así físicamente que se arrojara en la grieta. Si el paciente se hubiera conducido en la realidad igual que en su fantasía, es obvio que se habría visto paralizado, bien por el terror, bien por la idea inconsciente de que en el fondo no tendría nada que objetar a que su prometida decidiera quitarse la vida. El hecho de que el paciente se conduzca pasivamente en la fantasía no es más que una expresión de la manera en que generalmente se relaciona con la actividad de lo inconsciente: ésta, en efecto, ejerce sobre él el influjo fascinante de un narcótico. En realidad, el paciente vive asediado por toda clase de ideas y obsesiones depresivas, tales como que su vida no sirve para nada, que sobre su persona pesa una irremediable tara hereditaria, que su cerebro está degenerando, etc. Estos sentimientos negativos son otras tantas autosugestiones que él acata sin discutir. Por supuesto, en su intelecto el paciente no tiene ninguna dificultad en entenderlos y negarles toda validez. Pero ésta es justamente la razón por la que los sentimientos siguen ahí. Intelectualmente son in-

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expugnables, porque donde descansan no es sobre una base intelectual o racional, sino sobre una vida fantástica inconsciente e irracional impermeable a toda crítica. En este tipo de casos, debe brindársele a lo inconsciente la oportunidad de generar fantasías, y el fragmento arriba citado es justamente el producto de tal actividad fantástica inconsciente. Puesto que lo que tenemos aquí es un caso de depresión psicógeno, la depresión del paciente obedece precisamente a este tipo de fantasías, cuya existencia era, sin embargo, absolutamente desconocida para él. En un caso genuino de melancolía, fatiga extrema, intoxicación, etc., las cosas serían al revés: el paciente tendría este tipo de fantasías por estar deprimido. En cambio, en un caso psicógeno de depresión el paciente está deprimido porque tiene este tipo de fantasías. Mi paciente era un joven muy despierto al que un largo análisis había puesto intelectualmente al corriente de las causas de su neurosis. Sin embargo, el hecho de que su intelecto tuviera conocimiento de ellas no introdujo ningún cambio en su depresión. En un caso como éste el médico no debe molestarse en profundizar con mayor ahínco todavía en la etiología de la enfermedad, porque si una comprensión más o menos amplia no se ha demostrado ya de ninguna ayuda, el descubrimiento de un nuevo pedacito etiológico tampoco lo hará. En este caso lo inconsciente disfruta lisa y llanamente de un ascendiente absoluto, es decir, posee un poder de atracción tal que es capaz de sustraer a los contenidos conscientes todo su valor, de privar de libido, en una palabra, al mundo consciente, engendrando así una «depresión», un abaissement du niveau mental [descenso del nivel mental] (Janet). Sin embargo, en este último caso tenemos que contar —conforme a la ley de conservación de la energía— con que en lo inconsciente se verificará una acumulación de valor (= libido). No es posible captar la libido sino como forma determinada; la libido, en otras palabras, es idéntica a las imágenes de la fantasía, y nosotros sólo podemos volver a liberarla de lo inconsciente haciendo que emerjan las imágenes de la fantasía a ella correspondientes. De ahí que en un caso como éste estemos brindándole a lo inconsciente la oportunidad de hacer que sus fantasías asciendan a la superficie. De este modo es también como ha surgido el presente fragmento. Se trata de un ejemplar que procede de una larga serie de imágenes fantásticas de gran riqueza, correspondiente a esos montos de energía que perdieron la consciencia y sus contenidos. El mundo consciente del paciente se ha vuelto frío, vacío y gris, mientras que, por el contrario, lo inconsciente está lleno de vida, poder y abundancia. Una de las características esenciales de

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la psique inconsciente estriba en que se basta a sí misma y no sabe nada de escrúpulos humanos. Lo que haya caído en lo inconsciente será allí conservado, sin que importe si la consciencia sufre o no por dicha causa. La consciencia puede pasar hambre y frío, mientras lo inconsciente reverdece y prospera. Tal parece ser, al menos, el aspecto que las cosas ofrecen de entrada. Sin embargo, si examinamos lo sucedido con un poco más de detenimiento, descubriremos que esa humana despreocupación de lo inconsciente tiene un sentido e incluso una finalidad y una meta. Hay metas anímicas que transcienden las metas conscientes y que incluso pueden serles hostiles. Un comportamiento hostil o inhumano de lo inconsciente para con la consciencia sólo lo observamos allí donde ésta adopta una actitud equivocada y arrogante. La actitud consciente de mi paciente era tan unilateralmente intelectual y racional, que la naturaleza en él se rebelaba y aniquilaba su entero mundo consciente. Sin embargo, mi paciente no podía dejar por sí solo de ser racional y apoyarse en una función diferente —como el sentimiento, por ejemplo—, por la simple razón de que no la poseía. Esa función estaba en manos de lo inconsciente. Por ello, la única salida que nos quedó fue cederle en cierto modo el timón de los acontecimientos a lo inconsciente, brindándole así la oportunidad de hacerse contenido de consciencia en forma de fantasías. Si antes el paciente se aferraba a su mundo intelectual, defendiéndose con meros argumentos de lo que él creía su enfermedad, ahora ha de ponerse del todo en manos de ésta, y, si sufre una depresión, ya no le será lícito refugiarse en el trabajo o cosas similares para olvidarse de ella, sino que tendrá que aceptarla y cederle en cierto modo la palabra. Obrar de este modo significa todo lo contrario a dejarse arrastrar por un determinado estado de ánimo, como de modo característico sucede en una neurosis; por el contrario, lejos de constituir un signo de debilidad o equivaler a una rendición incondicional, es un difícil logro consistente en que, pese a la seducción ejercida por su estado de ánimo, uno mantenga la objetividad y convierta ese estado de ánimo en su objeto, en lugar de permitir que éste devenga el sujeto dominante. El paciente tiene que intentar que su estado de ánimo hable con él; éste tiene que decirle cuál es su aspecto y en qué clase de analogía fantástica puede expresarlo. El fragmento arriba mencionado es la visualización de un estado de ánimo. Si el paciente no hubiera mantenido su objetividad, la imagen de la fantasía habría cedido su lugar a un sentimiento paralizante y el paciente se habría limitado a tener la sensación de que a la postre nada es capaz de evitar que todo se vaya al diablo,

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que su enfermedad no tenga remedio, etc. Pero al haberle brindado a su estado de ánimo la oportunidad de expresarse en una imagen, el paciente ha conseguido al menos transformar en un contenido de consciencia un pequeño monto de libido, de poder configurador inconsciente, en forma de imagen, sustrayéndoselo así a lo inconsciente. Este intento es no obstante insuficiente, porque la experiencia integral de la fantasía, que es lo verdaderamente exigido, no sólo consiste en contemplar y padecer, sino en participar de forma activa. El paciente satisfaría dicha exigencia si se condujera en la fantasía del mismo modo en que, a no dudarlo, lo haría en la realidad. Él jamás se limitaría a contemplar sin hacer nada cómo se ahoga su prometida, sino que intervendría en el curso de los acontecimientos, impidiendo que ella llevara a cabo sus planes. Esto es justamente lo que debería suceder también en la fantasía. Si el paciente consiguiera comportarse en la fantasía del mismo modo en que lo haría en una parecida situación real, habría demostrado que se toma en serio su fantasía, es decir, que concede a lo inconsciente un valor incondicional de realidad. Con ello, el paciente habría salido victorioso sobre su unilateral actitud intelectual, reconociendo así indirectamente la validez de la perspectiva irracional inconsciente. De este modo quedaría satisfecha la exigencia de vivir la fantasía en su integridad. No sería lícito minusvalorar, sin embargo, lo que esto significa realmente: mi mundo real está amenazado por una irrealidad fantástica. Resulta dificilísimo olvidarse, aunque sólo sea por un momento, de que en definitiva todo esto no es más que una simple fantasía, un producto de la imaginación que a uno le parece absolutamente artificial y arbitrario. ¿Cómo sería posible declarar que algo así es «real» o llegar, inclusive, a tomárselo en serio? Sin duda, no se nos exige que creamos en una especie de doble vida, en la que aquí seríamos unos modestos burgueses típicos y allí los protagonistas de inauditas aventuras y los desfacedores de enrevesados entuertos. No debemos, en otras palabras, concretar nuestra fantasía. Sin embargo, el ser humano muestra una notable inclinación a hacerlo, hasta el punto de que, en lo más hondo, todo el rechazo mostrado hacia la fantasía y todas las críticas con las que se pretende disminuir el valor de lo inconsciente deben exclusivamente su origen al miedo a esta inclinación. Ambas cosas, concretar y el miedo a hacerlo, son supersticiones primitivas —las más acusadas de todas— en lo que se conoce como personas ilustradas. En su vida burguesa el ilustrado es, por ejemplo, un za-

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patero de oficio, que en su secta se inviste, sin embargo, de la dignidad de un arcángel, o bien lo que a ojos de todos no sería más que un pequeño comerciante, sin embargo entre los francmasones ostenta una grandeza oscura; durante el día uno se sienta en su oficina, pero por la tarde, en su círculo, es una reencarnación de Julio César, falible como hombre, pero infalible en su cargo. Éstas son las concreciones a las que no nos referimos. Frente a todo esto, el credo científico de nuestra época ha desarrollado una fobia supersticiosa a la fantasía. Ahora bien, lo único real es lo que actúa. Y las fantasías de lo inconsciente lo hacen, de ello no puede caber la menor duda. Ni siquiera el más inteligente de los filósofos puede estar seguro de que no vaya a convertirse en la víctima de una agorafobia enteramente absurda. Nuestra famosa realidad científica no nos protege ni lo más mínimo de la supuesta irrealidad de lo inconsciente. Bauticémoslo con un nombre amable o desagradable, tras la cortina de imágenes fantásticas está actuando algo, algo real y cuyas manifestaciones vitales hay que tomar también muy en serio. Pero antes de nada es preciso vencer la tendencia a concretizar, es decir, tan pronto como se entra en la cuestión de la interpretación, no debe uno tomarse las fantasías al pie de la letra. Mientras estemos viviendo la fantasía, nunca será posible tomársela, es cierto, con la literalidad suficiente. Pero si lo que queremos es entenderla, no debemos pensar que la apariencia, es decir, la imagen fantástica, sea idéntica a lo que actúa tras ella. La apariencia no es la cosa misma, sino una simple manifestación suya. Mi paciente, pues, no vive la escena del suicidio «en otro plano» (aunque con la misma concreción que un suicidio real), sino que vive algo real que tiene la apariencia de un suicidio. Estas dos «realidades» contrapuestas, el mundo de la consciencia, de un lado, y el mundo de lo inconsciente, de otro, no discuten su rango, pero se relativizan mutuamente. Que la realidad de lo inconsciente sea relativa es cosa a la que sin duda no se opondrá una enconada oposición; en cambio, que se ponga siquiera en duda la realidad del mundo consciente es algo que será tolerado con mucha menos paciencia. Y, sin embargo, ambas «realidades» son un hecho psíquico, una apariencia psíquica que se recorta sobre un irreconocible trasfondo oscuro. Bajo una mirada crítica nada resta de una realidad absoluta. De lo esencial y el ser absoluto no sabemos nada. Pero vivimos influjos diversos: de «fuera», por mediación de los sentidos, de «dentro», por mediación de la fantasía. Así como nunca afirmaríamos que el color verde existe en sí y por sí, tampoco deberíamos

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concebir una experiencia fantástica como algo que existe en sí y por sí y, por tanto, como algo que hay que tomar al pie de la letra. La experiencia fantástica es la expresión de otra cosa, una apariencia que ocupa el lugar de algo desconocido, pero real. El fragmento de fantasía mencionado coincide en el tiempo con una ola de depresión y desesperación, y la fantasía expresa este hecho. El paciente tiene en realidad una prometida. Ella representa para él el único lazo que lo vincula emocionalmente con el mundo. Su desaparición sería el final de la relación del paciente con el mundo, una catástrofe que nada podría remediar. Pero su prometida es también un símbolo de su ánima, es decir, de su relación con lo inconsciente. De ahí que la fantasía exprese al mismo tiempo que su ánima está desvaneciéndose una vez más en lo inconsciente, sin que él haga nada por impedírselo. Este aspecto muestra que el estado de ánimo del paciente es nuevamente más fuerte que él. Dicho estado de ánimo lo arroja todo por la borda, mientras el paciente se limita a asistir inerte. El paciente, sin embargo, podría intervenir e impedir que su ánima se desvaneciera en la grieta. Considero primordial este último aspecto, porque el paciente es un introvertido cuya relación con la vida está regulada por hechos internos. Si el paciente fuera una persona extravertida, el primordial para mí debería ser el primer aspecto, porque en el caso del extravertido la vida está regulada ante todo por sus relaciones con sus semejantes. El extravertido podría deshacerse de su prometida y, por tanto, de sí mismo, debido a un simple capricho, mientras que el introvertido se perjudica verdaderamente a sí mismo cuando arroja por la borda su relación con el ánima, es decir, con el objeto interno. La fantasía de mi paciente es, pues, una clara muestra del dinamismo negativo de lo inconsciente, es decir, de una tendencia a apartarse del mundo consciente que discurre con la energía suficiente como para llevarse consigo la libido de la consciencia y vaciarla. Ahora bien, al tomar consciencia de la fantasía, se impide que ésta siga discurriendo de forma inconsciente. Si el mismo paciente interviniera activamente (en la forma arriba descrita), llegaría incluso a apoderarse de la libido que aparece en la fantasía, haciéndose así con un ascendiente algo más enérgico sobre lo inconsciente. Tomar progresivamente consciencia de fantasías que de lo contrario seguirían siendo inconscientes —participando a la vez activamente en el acontecer fantástico— es algo que, como he tenido oportunidad de comprobar en gran número de ocasiones, tiene varias consecuencias. La primera de ellas consiste en una expansión de los límites de la consciencia a resultas de la consciencia-

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ción de un sinnúmero de contenidos inconscientes; la segunda, en un desmantelamiento progresivo del dominio que sobre la consciencia ejerce lo inconsciente; y la tercera, en la verificación de un cambio de personalidad. Como es natural, ese cambio no estriba en absoluto en una alteración de las originales predisposiciones hereditarias, sino en una modificación de la actitud general. Aquellas agudas diferencias y oposiciones entre lo consciente y lo inconsciente, que con tanta claridad podemos observar en las naturalezas conflictivas y neuróticas, obedecen casi siempre a una notable unilateralidad de la actitud consciente, la cual concede preferencia absoluta a una o dos de sus funciones, obligando a las demás a ocupar un abusivo segundo plano. Tomando consciencia de las fantasías y viviéndolas, las funciones inconscientes e inferiores son asimiladas a la consciencia: un proceso que, como es natural, nunca se verifica sin tener profundas consecuencias para la actitud de esta última. De entrada, preferiría dejar por un momento a un lado la pregunta por la concreta naturaleza del cambio experimentado por la personalidad, para pasar a destacar lo profundo del mismo. A este cambio, meta de la confrontación con lo inconsciente, le he dado el nombre de función transcendente. Esta curiosa capacidad que tiene el alma humana para transformarse, y que la función transcendente viene justamente a expresar, constituye el objeto primordial de la filosofía alquímica de la baja Edad Media, donde halló expresión en el conocido simbolismo alquímico. En una obra magnífica, Silberer llamó la atención con gran lujo de detalles sobre el contenido psicológico de la alquimia. Como es natural, seguir en este caso la opinión común y reducir la corriente espiritual «alquímica» a un asunto de retortas y hornos de fusión sería un imperdonable error. Verdad es que la alquimia presenta también este aspecto, en el cual han de verse los dubitativos comienzos de la ciencia química. Pero la alquimia ofrece también una dimensión espiritual que no debería subestimarse y que psicológicamente no ha sido hasta ahora en absoluto valorada como se merece. Esa dimensión está representada por la «filosofía alquímica», el escalón previo y titubeante de la psicología más moderna; y su secreto reside en la función transcendente, es decir, en la transformación operada en la personalidad por la mezcla y combinación de componentes nobles y groseros, de las funciones diferenciadas e inferiores, de lo consciente y lo inconsciente. . Die Probleme der Mystik und ihrer Symbolik, 21961. . Cf. Psicología y alquimia, 21952 [OC 12].

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Pero así como los inicios de la ciencia química se vieron deformados y enmarañados por representaciones y arbitrariedades fantásticas, la filosofía alquímica fue también incapaz de abandonar las inevitables concreciones de una mente todavía grosera e inmadura para una formulación psicológica, no obstante lo cual la vivísima intuición de las más grandes verdades mantuvo presa la pasión del pensador medieval en el problema alquímico. Nadie que haya vivido en su integridad el proceso de asimilación de lo inconsciente negará el hecho haber sido atrapado y transformado por él en lo más hondo de su ser. Pese a ello, no me tomaré a mal que el lector sacuda con incredulidad la cabeza por no ser capaz de figurarse de qué modo podría llegar a ejercer el más mínimo influjo la quantité négligeable [cantidad despreciable] de una simple fantasía (véase el banal ejemplo citado más arriba). No tengo reparo en conceder que, a la vista del problema que la función transcendente representa y del extraordinario influjo a ella atribuido, el fragmento de fantasía arriba mencionado está muy lejos de resultar iluminador. Sería, sin embargo, sumamente difícil —y aquí me veo obligado a apelar a la buena voluntad del lector— encontrar un solo ejemplo que lo fuese, ya que todos ellos poseen la desagradable propiedad de no resultar convincentes y significativos más que a título individual y subjetivo. De ahí que siempre les aconseje a mis pacientes que no pequen de ingenuos pensando que lo que para ellos ha sido personalmente de la máxima importancia tendría por eso mismo que revestir idéntico significado desde un punto de vista objetivo. En su casi absoluta mayoría, los hombres son radicalmente incapaces de ponerse en el lugar de otra persona. Tal cosa es incluso un arte sumamente raro, que ni siquiera llega demasiado lejos. Incluso la persona que mejor creemos conocer, la que primero vendría a decirnos que la entendemos a la perfección, es en rigor una extraña para nosotros. Es diferente. Y lo máximo y mejor que podemos hacer es adivinar y tener presente dicha alteridad, guardándonos a la vez de ser lo suficientemente necios como para querer interpretarla. De ahí que yo no pueda aducir nada verdaderamente convincente, es decir, nada que convenza al lector en los mismos términos en que han sido convencidos aquellos para quienes este tipo de vivencias fueron una cuestión íntima. Estamos obligados a creerles, en analogía con lo que nosotros mismos hemos vivido. Y por último —si todo lo demás falla— lo indudable es que siempre podemos percibir el resultado final, es decir, la modificación experimentada por la personalidad. Teniendo presentes estas re-

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servas, me gustaría proponer a la consideración del lector un nuevo fragmento fantástico. En esta ocasión, la fantasía fue vivida por una mujer, y en comparación con el ejemplo anterior lo primero que salta a la vista es la totalidad de la experiencia. La observadora participa de forma activa, haciéndose así dueña del proceso. De este caso poseo una gran cantidad de material, el cual culmina en una profunda mutación de la personalidad. El fragmento tiene su origen en un estadio tardío del desarrollo de la personalidad, y es parte orgánica de una larga serie de transformaciones interrelacionadas que tienen por meta alcanzar el centro de la personalidad. Es posible que a primera vista no resulte sencillo entender qué es lo que estaría significándose con la idea de un «centro de la personalidad», por lo que intentaré aclarar este problema con unas pocas palabras. Si se piensa que la consciencia y su centro, es decir, el yo, son lo opuesto a lo inconsciente y se añade a esta idea la de la progresiva asimilación de lo inconsciente, es posible representarse dicha asimilación como una suerte de aproximación entre la consciencia y lo inconsciente, con lo que el centro de la personalidad total ya no coincidiría con el yo, pasando a situarse en un punto central equidistante de la consciencia y lo inconsciente. Este punto sería el centro de gravedad del nuevo equilibrio, un nuevo centrado de la personalidad global y un centro acaso virtual que, al ocupar una posición central entre la consciencia y lo inconsciente, conferiría a la personalidad un nuevo y seguro fundamento. Como es natural, no tengo reparos en admitir que este tipo de visualizaciones no son más que los toscos intentos de una mente limitada para expresar hechos psicológicos inefables y apenas descriptibles. Podría también expresar esto mismo con las palabras de Pablo: «Y ya no vivo yo, sino que Cristo vive en mí»; o apelar a Lao-Tsé, haciendo mío su Tao, el camino del medio y el centro creador de todas las cosas. Lo significado es en todos los casos lo mismo. Hablo aquí como un psicólogo consciente de sus responsabilidades éticas hacia la ciencia, y es justamente por ello por lo que tengo que decir que estos hechos son factores psíquicos de influencia indiscutible; hechos psíquicos concretos que, lejos de ser invenciones de una mente ociosa, obedecen a muy determinadas leyes, y de los que se siguen causas y efectos regulares, razón por la que nos es posible probar su presencia en los pueblos y razas más diversos tanto de nuestros días como de hace miles de años. No sostengo ninguna teoría sobre la naturaleza de estos procesos. Para ello sería preciso empezar por saber ya cuál es la naturaleza de la psique. Por el momento me contento con consignar los hechos.

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Pero vayamos a nuestro ejemplo. Se trata de una fantasía que muestra un intenso carácter visual, de algo que, en una terminología ya en desuso, bautizaríamos como una «visión». Sin embargo, no es una «visión onírica», sino una «visión» para cuya contemplación es suficiente concentrarse intensamente en el trasfondo de la consciencia; cosa, eso sí, que no puede tener lugar a menos de verse precedida por una larga práctica*. La paciente vio lo que sigue (reproduzco la visión con sus mismas palabras): «Subí a lo alto de la montaña y llegué a un lugar donde vi siete piedras rojas ante mí, siete a ambos lados y otras siete a mi espalda. Yo estaba de pie en el centro de ese cuadrado. Las piedras eran lisas como escalones. Traté de levantar las cuatro que estaban más cerca de mí y, al hacerlo, descubrí que eran los pedestales de las estatuas de cuatro dioses que habían sido enterradas en el suelo cabeza abajo. Las desenterré y a continuación fui alzándolas en torno a mí, con lo que pasé a verme en su centro. De pronto, se inclinaron unas contra otras hasta tocarse con sus cabezas, formando una especie de tienda sobre mí. Yo caí al suelo, diciendo: “Caed sobre mí si así lo deseáis. Estoy cansada”. Entonces vi que fuera, en torno a los cuatro dioses, se había formado un círculo de llamas. Pasado un rato, me levanté una vez más y derribé las cuatro estatuas, y al caer en el suelo brotaron cuatro árboles. Luego se elevaron del círculo llameante llamas azules que empezaron a quemar el follaje de los árboles. Entonces dije: “Esto se tiene que acabar; yo misma tengo que arrojarme a las llamas para que las hojas no se quemen”. Dicho esto, me arrojé al fuego. Los árboles desaparecieron, y el círculo de fuego se contrajo en una única gran llama azul que me elevó del suelo». Con ello la visión tocaba a su fin. Por desgracia, ignoro por qué vía y con qué medios me sería posible aclararle al lector de forma concluyente el significado en extremo interesante de esta visión. El fragmento citado ha sido extraído de un contexto mucho mayor, por lo que sería necesario explicar todo lo sucedido antes y después para poder entender el significado de la imagen. Un lector imparcial puede de todos modos reconocer sin dificultad la idea del «punto central», alcanzado merced a una especie de ascenso (la subida a la montaña = trabajo, esfuerzo). El lector no tendrá tampoco que hacer un esfuerzo especial para volver a reconocer el famoso problema de la cuadratura del círculo, perteneciente también a la esfera alquímica. Dicho problema está si* Este método ha sido bautizado en otro lugar como imaginación activa. Cf. Psicología y religión, 41962, p. 96 [OC 11,1, § 137 s.].

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tuado aquí en el lugar adecuado, a la manera de una expresión simbólica de la individuación. La personalidad total cobra figura en los cuatro puntos cardinales del horizonte, los cuatro dioses, es decir, las cuatro funciones que posibilitan orientarse en el espacio psíquico, y en el círculo que engloba el todo. La victoria sobre los cuatro dioses, los cuales amenazan con ahogar al individuo, equivale a la liberación de la identidad con las cuatro funciones, un cuádruple nirdvandva («libre de opuestos»); de ahí se sigue una aproximación al círculo, a la totalidad indivisa. Y a ésta le sucede, una vez más, la elevación final. Me veo obligado a contentarme con estas pocas alusiones. Quien se tome la molestia de reflexionar un poco sobre ellas podrá hacerse una idea aproximada del modo en que se verifica la transformación de la personalidad. Al participar activamente, la paciente se mezcla con los procesos inconscientes y toma posesión de ellos dejándose atrapar por los mismos. Así es como se verifica la unión de lo consciente y lo inconsciente. Su resultado es el movimiento ascensional en la llama, la transformación en el seno del fuego alquímico, el nacimiento del «espíritu sutil». Ésta es la función transcendente, consecuencia de la unión de los opuestos. Tengo que detenerme en este punto en un error que posee capital importancia y en el que mis lectores, y especialmente los médicos, suelen incurrir habitualmente. Ignoro a qué podría deberse que den por supuesto en todo instante que todo lo que yo escribo tenga que estar forzosamente relacionado con mi particular método terapéutico. En el momento presente las cosas están muy lejos de ser así. Yo escribo sobre psicología. Por ello, destacaré expresamente que, lejos de consistir mi método terapéutico en que yo les inspire a mis pacientes extrañas fantasías a las que habrían de aferrarse con el fin de modificar su personalidad, ni en ningún otro absurdo similar, a lo que yo me limito es meramente a constatar que hay ciertos casos en los que la evolución de los acontecimientos sigue tales derroteros —pero no porque yo le haya obligado a nadie a seguirlos, sino porque así es como los hechos se suceden a consecuencia de una necesidad interna—. Para no pocos de mis pacientes este tipo de cosas son y seguirán siendo siempre absolutamente incomprensibles. Es más, si por casualidad tuvieran la posibilidad de seguir uno de estos caminos, todo lo que verían en él sería una deplorable vía muerta, de la que yo sería el primero

. Al respecto cf. Tipos psicológicos, 1950 [OC 6,1].

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en apartarles. El camino de la función transcendente es un destino individual. Pensar que quien sigue un camino como éste está emulando los pasos de un anacoreta psíquico, alejado de la vida y del mundo, sería de nuevo una completa equivocación. Antes bien, al contrario, un camino como éste no es posible ni puede tener éxito a menos que las específicas tareas mundanales que se les plantean a este tipo de individuos sean también solucionadas en la realidad. Las fantasías no son sustitutivos de algo vivo, sino frutos del espíritu que le tocan en suerte a quien paga su tributo a la vida. El holgazán no vive otra cosa que su enfermizo miedo a vivir, el cual no le abrirá los ojos a ningún sentido. Tampoco trabará nunca conocimiento con este sendero quien haya encontrado el camino de vuelta a la Madre Iglesia. En su seno hay sin duda un sitio para el mysterium magnum. Quien haya retornado a ella podrá llevar allí una vida plena de sentido. Y, finalmente, tampoco será jamás impresionado por esta ciencia el hombre ordinario, porque los hombres ordinarios se contentan con lo poco que está a su alcance. Ruego, pues, al lector que comprenda que estoy escribiendo sobre hechos y no sobre métodos terapéuticos. Los dos ejemplos de fantasías representan la actividad positiva de ánima y ánimus. En la medida en que el paciente participe de forma activa, la figura personificada del ánimus o del ánima se desvanecerá, convirtiéndose en una función de relación entre consciencia e inconsciente. Pero si los contenidos inconscientes (es decir, esas mismas fantasías) no son hechos conscientes, se seguirá de ello una actividad negativa y una personificación, es decir, la autonomía de ánimus y ánima, surgiendo así anormalidades psíquicas y estados de posesión que recorrerán todo el espectro de grados posible, desde las «ideas» y los estados de ánimo más habituales hasta la psicosis. Todos estos estados se caracterizan por un mismo hecho, consistente en que algo desconocido se apodera de una parte mayor o menor de la psique y afirma imperturbable su repulsiva y nociva existencia a pesar de toda reflexión, razonamiento y actuación emprendidas para desalojarlo, dando así a conocer el poder de lo inconsciente frente a la consciencia: una posesión, en una palabra. En este caso, la parte anímica poseída desarrolla por lo general la psicología del ánimus o del ánima. El íncubo de la mujer consiste en una sucesión de sátiros masculinos, el súcubo del varón es una mujer. Como cualquiera puede ver, este peculiar concepto de un alma que, dependiendo de la actitud consciente, existe de forma autónoma o se transforma en una función, no tiene absolutamente nada que ver con la idea cristiana de alma.

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La fantasía de mi paciente es un ejemplo típico de la naturaleza de los contenidos producidos por lo inconsciente colectivo. Aunque en su forma son enteramente subjetivos e individuales, su contenido es colectivo. Son, en otras palabras, imágenes e ideas universales que aparecen en muchas personas y, por tanto, fragmentos que asemejan al individuo a los demás seres humanos. Cuando estos contenidos permanecen inconscientes, el individuo se ve mezclado inconscientemente a su través con otros individuos; dicho de otro modo, un individuo que no sea consciente de tales contenidos no estará diferenciado, no estará individuado. Cabe plantear aquí la pregunta por los motivos por los que sería deseable que una persona se individuara. La respuesta es que la individuación no es sólo deseable, sino incluso indispensable, porque a través de la mezcla el individuo cae en estados y realiza acciones que dan en un desacuerdo interior. De toda mezcla e indiferenciación inconscientes, en efecto, emana una compulsión a ser y actuar como quien no se es. Por ello, en una situación como la referida no es posible ni sentirse uno consigo mismo ni asumir responsabilidad alguna. Uno se siente preso en la indignidad, la esclavitud y la inmoralidad. El hecho de saberse en desacuerdo consigo mismo coincide justamente, sin embargo, con ese estado neurótico e intolerable del que a uno le gustaría liberarse. Pero escapar a esta situación es imposible a menos de ser y obrar como quien uno mismo cree que es. Al principio, las personas barruntan sólo de forma oscura y titubeante en qué consiste tal cosa, pero conforme evolucionan su intuición se vuelve cada vez más clara y sólida. Cuando alguien puede decir de sus estados y acciones: «Ése soy yo, así actúo yo», puede identificarse con ellos por difícil que le resulte hacerlo, y responsabilizarse de unos y otras pese a sus intentos por evadirse de toda responsabilidad. No obstante, es preciso reconocer que no hay nada que resulte tan difícil de soportar como uno mismo. («Buscabas la carga más pesada, y te encontraste a ti mismo», decía Nietzsche.) Pero incluso este logro, el más difícil de todos, se vuelve posible cuando uno es capaz de diferenciarse de los contenidos inconscientes. El introvertido descubre esos contenidos dentro de sí mismo; el extravertido, en su proyección sobre el objeto humano. En ambos casos los contenidos inconscientes suscitan ofuscadoras ilusiones por las que nosotros mismos y las relaciones con nuestros semejantes se falsean y se tornan irreales. Por estos motivos, la individuación es indispensable para ciertas personas, y ello no sólo como una necesidad terapéutica, sino como un elevado ideal, como una idea de lo mejor que uno puede hacer. No me está permitido pasar

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por alto que éste es a la vez el primitivo ideal cristiano del Reino de Dios, el cual «está dentro de vosotros». La idea que subyace a este ideal no es otra que la de que el recto obrar nace en la recta reflexión y que no hay curación ni mejora para el mundo que no haya empezado en el individuo mismo. Quien viva de la caridad o propinando sablazos a sus semejantes, jamás solucionará la cuestión social, por decirlo drásticamente.

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El material del que partiré en esta ocasión en mis reflexiones lo constituyen esos casos en los que ha llegado a efecto lo que en el capítulo anterior se expuso como la primera de nuestras metas, es decir, la victoria sobre el ánima como complejo autónomo y su transformación en una función de relación entre la consciencia y lo inconsciente. Con la consecución de esta meta se consigue que el yo quede desligado de todos los lazos que lo mantenían enredado en la colectividad y lo inconsciente colectivo. Mediante este proceso, el ánima pierde su demoníaco poder de complejo autónomo, por lo que, al habérsele privado de su potencia, ya no puede volver a ejercer una posesión. El ánima ya no es quien custodia el tesoro desconocido, ni Kundry, la diosa mensajera demoníaca de naturaleza a la vez animal y divina, ni la «señora-alma», sino una función psicológica de naturaleza intuitiva de la que, con los primitivos, cabría decir: «Se va a la selva para hablar con los espíritus»; o «Mi serpiente me habló»; o expresándolo en el lenguaje mitológico de los niños: «Me lo ha dicho el dedo meñique». Aquellos de mis lectores que conozcan la descripción que hizo Rider Haggard de she-who-must-be-obeyed recordarán muy bien el poder mágico de esta personalidad. She es una personalidad mana, es decir, un ser lleno de propiedades ocultas y hechiceras (mana), investido de conocimientos y poderes mágicos. Como es natural, todos estos atributos deben su origen a la proyección ingenua de un autoconocimiento inconsciente, que expresado en palabras un poco menos poéticas equivaldría poco más o menos a lo siguiente: «Reconozco que opera en mí un factor psíquico que puede zafarse de mi voluntad consciente de las más increíbles formas. Este factor puede meterme en la cabeza las ideas más pe-

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regrinas, provocarme afectos y estados de ánimo desagradables y contrarios a mis deseos, inducirme a hacer cosas sorprendentes de las que no puedo responsabilizarme, interferir de la manera más irritante en mis relaciones con los demás, etc. Me siento impotente contra este hecho, y lo peor de todo es que estoy enamorado de él, por lo que tengo incluso que admirarlo». (Los poetas acostumbran a referirse a esto con el nombre de «temperamento artístico», los que no son poetas se disculpan de otras maneras.) Ahora bien, cuando el factor «ánima» pierde su mana, ¿dónde va a parar? La respuesta, evidentemente, es que obra en posesión de quien se ha enseñoreado del ánima, en correspondencia con la idea primitiva de que quien ha dado muerte a la persona mana se incorpora su mana. ¿Pero quién se ha enfrentado al ánima? Evidentemente, el yo consciente, por lo que éste ha pasado a hacerse cargo del mana. Y así es como el yo consciente se convierte en una personalidad mana. Esta personalidad es sin embargo una dominante de lo inconsciente colectivo, el conocido arquetipo del hombre poderoso, el héroe, el caudillo, el mago, el hechicero y santo, el señor de hombres y espíritus y el amigo de Dios. Ésta, ahora bien, es una figura masculina colectiva que emerge del trasfondo oscuro y se apodera de la personalidad consciente. Este peligro psíquico es de naturaleza sutil y puede destruir todo lo que ha sido ganado —por ejemplo, todo lo que ha sido ganado en la confrontación con el ánima— produciendo una inflación de la consciencia. De ahí que, en un sentido práctico, tenga no pequeña importancia saber que en la jerarquía de lo inconsciente el ánima no es más que el más elemental de los escalones y una más entre las figuras posibles, y que su superación constela una nueva figura colectiva que de aquí en adelante se incorporará su mana. En realidad, la figura que atrae hacia sí el mana, es decir, el valor autónomo del ánima, es la del mago —como he preferido bautizarla en aras de la brevedad—. Sólo en caso de estar inconscientemente identificado con esta figura, podré figurarme que soy el propietario del mana del ánima. Pero esto es algo que en esas circunstancias haré sin excepción en todos los casos. La figura del mago tiene en el caso de las mujeres un equivalente no menos peligroso: la gran madre, una figura maternalsuperior e infinitamente misericordiosa que todo lo comprende y disculpa, que ha querido siempre lo mejor y que ha vivido siempre para los demás, sin preocuparse jamás de sí misma. Al igual que el mago es el portavoz de la última verdad, la gran madre es la descubridora del gran amor. Y así como el gran amor nunca es

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valorado, la gran sabiduría nunca es comprendida, y uno y otra no pueden soportarse entre sí. Ha de haber aquí un profundo malentendido, pues lo que tenemos es sin duda una inflación. El yo se ha adueñado de algo que no es suyo. Pero ¿cómo se ha adueñado de este mana? Si en verdad ha sido el yo quien ha vencido al ánima, el mana le pertenece, y en tal caso la conclusión sería correcta: uno se ha convertido en alguien importante. ¿Pero entonces cuál es el motivo de que esa importancia, el mana, no ejerza ningún influjo en los demás? ¡Porque el hecho es que éste sí que sería un criterio fundamental! La respuesta a esta pregunta es que el mana no ejerce ningún influjo porque lo cierto es que uno no se ha convertido en alguien importante, sino que se ha limitado a mezclarse con un nuevo arquetipo, una nueva figura inconsciente. Así, pues, nos vemos forzados a concluir que el yo no ha vencido al ánima y, en consecuencia, tampoco se ha hecho con su mana. Lo único que se ha producido ha sido una nueva mezcla con una figura que, al corresponder a la imago del padre, es de su mismo género y posee un poder si cabe aún mayor: De la violencia que une a todos los seres se libera el hombre que se vence a sí mismo.

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Así es como el hombre se convierte en un superhombre que aventaja en dignidad a todos los poderes, en un semidiós, es posible que incluso en algo más... «Yo y el padre somos uno», esta impresionante confesión, con toda su terrible ambigüedad, tiene su origen justamente en este momento psicológico. En comparación, lo único que puede hacer nuestro triste y limitado yo, de poseer una chispa de autoconocimiento, es echarse atrás y abandonar lo antes posible todas sus ilusiones de poder y significación. Todo ha sido una equivocación: el yo no ha vencido al ánima, por lo que no se ha adueñado de su mana. Lo sucedido no es que la consciencia se haya convertido en señora de lo inconsciente, sino que el ánima ha visto empequeñecerse su señorial arrogancia en la misma proporción en la que el yo ha podido confrontarse con lo inconsciente. Pero esta confrontación no se ha saldado con la victoria de la consciencia sobre lo inconsciente, sino con la creación de una situación de equilibrio entre ambos mundos. Si el «mago» pudo, pues, tomar posesión del yo, es únicamente porque éste soñaba con una victoria sobre el ánima. Un sueño . Goethe, Die Geheimnisse. Ein Fragment.

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abusivo, y todo abuso del yo es seguido por un abuso de lo inconsciente: En figura transformada uso yo colérica violencia.

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De ahí que al renunciar el yo a sus pretensiones de victoria, toque automáticamente a su fin el ser poseído por el mago. Pero ¿y el mana? ¿Cuál es su paradero? ¿Quién o qué se transforma en mana cuando ni siquiera el mago puede ya hacer magia? Lo único que sabemos hasta ahora es que ni la consciencia ni lo inconsciente tienen mana; pues una cosa es segura, y es que cuando el yo renuncia a sus pretensiones de poder, no se origina tampoco ninguna posesión, es decir, que incluso lo inconsciente habrá perdido su poder. En tales circunstancias, el mana tiene que haber ido a parar a manos de algo que es consciente e inconsciente, o que no es ni lo uno ni lo otro. Ese algo es el «centro» de la personalidad buscado, ese algo indescriptible que puede situarse entre los opuestos y operar su reconciliación, el resultado del conflicto y aun lo «rendido» por la tensión energética: el devenir de la personalidad, un individualísimo paso hacia delante, la siguiente etapa. No pretendo que el lector se haga cargo por entero de todos y cada uno de los aspectos del problema que con tanta rapidez acabo de recapitular. Mi deseo es que no vea en dicho resumen más que una suerte de exposición, cuyo desarrollo riguroso entraré a discutir a continuación. El punto de partida de nuestro problema viene dado por la situación que surge cuando los contenidos inconscientes suscitados por los fenómenos del ánima y del ánimus han llegado en un grado suficiente a la consciencia. La mejor manera de concebir este proceso es la siguiente: los contenidos inconscientes empiezan siendo cosas de la esfera personal, posiblemente similares a las fantasías del paciente masculino referidas más arriba. Más tarde empiezan a aparecer fantasías que tienen su origen en un inconsciente impersonal y que en lo esencial dan cabida a un simbolismo colectivo, como el que, por ejemplo, constituye la visión de la segunda de mis pacientes. Pese a lo que pueda parecerle a un entendimiento ingenuo, estas fantasías ya no son desordenadas ni caprichosas y se sujetan a ciertas directrices inconscientes que convergen en una determinada meta. Por ello, con lo que mejor se puede comparar a estas posteriores series de fantasías es con procesos de inicia. Fausto 2, acto quinto, escena cuarta.

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ción, por ser éstos sus analogías más próximas. Todas las tribus y agrupaciones primitivas que han llegado a estructurarse en alguna medida cuentan con iniciaciones propias, a menudo sumamente complejas, que desempeñan un papel importantísimo en su vida social y religiosa. Al pasar por ellas, los muchachos se convierten en hombres y las muchachas en mujeres. Los kavirondos insultan a quienes no se someten a la circuncisión o excisión llamándolos «animales». Este hecho muestra que las costumbres iniciáticas son esos medios mágicos por los que el hombre deja de ser un animal y se convierte en un ser humano. Las iniciaciones primitivas son a todas luces misterios de transformación de la máxima importancia espiritual. Con suma frecuencia, los iniciandos, a los que se familiariza con los misterios, las leyes y la jerarquía de la tribu, de un lado, y con doctrinas cosmogónicas y míticas, de otro, son sometidos a crueles métodos terapéuticos. Las iniciaciones han perdurado en todas las naciones civilizadas. En Grecia, los antiquísimos misterios eleusinos pervivieron al parecer hasta el siglo vii d.C. Roma fue inundada por religiones mistéricas. Una de ellas fue el cristianismo, que todavía hoy, aunque de una forma ya pálida y degenerada, sigue conservando las viejas ceremonias de iniciación en el bautismo, la confirmación y la comunión. No habrá nadie, pues, que esté en situación de negar la enorme importancia histórica de las iniciaciones. En comparación con la importancia histórica de las iniciaciones (¡véanse los testimonios de los antiguos en relación con los misterios eleusinos!), la Modernidad no tiene nada con lo que competir. La francmasonería, los rosacruces legendarios, l’Église Gnostique de la France, la teosofía, etc., son pálidos sustitutivos de algo que en la lista de pérdidas históricas se haría bien en escribir en mayúsculas. El hecho innegable es que en los contenidos inconscientes hace aparición con inequívoca claridad el entero simbolismo iniciático. Replicar que todas estas cosas no son al fin y al cabo más que viejas supersticiones absolutamente huérfanas de cientificidad sería tan inteligente como observar, en presencia de una epidemia de cólera, que ésta no es en definitiva más que una enfermedad infecciosa y, a mayor abundamiento, antihigiénica. La cuestión, en efecto, como me veo una y otra vez obligado a recordar, no consiste en si los símbolos iniciáticos constituyen o no verdades objetivas, sino en si esos contenidos inconscientes son o no equivalentes de las prácticas iniciáticas y ejercen o no

. Cf. H. Webster, Primitive Secret Societies, 1908.

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un influjo en la psique humana. Tampoco radica la cuestión en si estos símbolos resultan o no bienvenidos. Basta con que se hallen presentes y activos. Dado que en el presente contexto me es imposible detenerme en detalle en tales series de imágenes, algunas muy largas, el lector deberá empezar por contentarse con los pocos ejemplos que le he dado, depositando a continuación su confianza en mí cuando le digo que se trata de relaciones que siguen una determinada lógica y apuntan a un determinado fin. De esta expresión, la de que «apuntan a un determinado fin», me sirvo no obstante con ciertas vacilaciones. Esta expresión quiere que se la utilice con precaución y dentro de unos límites. Entre los enfermos mentales, en efecto, es posible observar series oníricas cuya sucesión carece al parecer enteramente de finalidad, y entre los neuróticos esas mismas series son sustituidas por sucesiones de fantasías de las que debe decirse otro tanto. El joven paciente a cuya fantasía de suicidio he aludido más arriba, está muy cerca de generar series de fantasías sin rumbo si no aprende a participar de forma activa e intervenir conscientemente. De otro modo, el rumbo seguido carecerá por completo de meta. Lo inconsciente es un mero proceso natural: por un lado, carece de intenciones; por otro, alberga sin embargo esa direccionalidad potencial por la que se caracteriza en último término todo proceso energético. Pero si la consciencia participa de forma activa, si vive cada etapa del proceso y alcanza a comprenderla aunque sólo sea intuitivamente, cada una de las imágenes que venga a continuación se asociará a la última de las etapas de este modo conquistadas, y el proceso emprenderá de este modo un rumbo que apunta a una determinada meta. La primera meta de la confrontación con lo inconsciente consiste en alcanzar un estado en el que los contenidos inconscientes dejen de serlo y de expresarse indirectamente en fenómenos ánimus o ánima, y, por ende, alcanzar un estado en el que el ánimus (y el ánima) se conviertan en una función de relación con lo inconsciente. Mientras no devengan una tal función, ánimus y ánima serán complejos autónomos, es decir, factores perturbadores que se saltarán los controles de la consciencia, comportándose como auténticos aguafiestas. Al ser éste un hecho de sobra conocido, mi expresión «complejo» se ha convertido en una palabra de uso corriente en el último de los sentidos citados. Cuantos más «complejos» se tengan, más poseído se estará, y si una persona como ésta tratará de forjarse una idea de esa personalidad que se manifiesta a través de sus complejos, llegaría eventualmente a la conclusión de que esa personalidad no puede ser más que una mujer histérica

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(¡ánima!). En cambio, si esa misma persona toma consciencia de sus contenidos inconscientes, primero como contenidos fácticos de su inconsciente personal y a continuación como fantasías de lo inconsciente colectivo, terminará por dar con las raíces de sus complejos, alcanzando así a liberarse de su posesión. Con ello toca también a su fin el fenómeno ánima. Sin embargo, ese algo hasta cierto punto todopoderoso que ha causado la posesión —lo que no puedo sacudirme de encima ha de ser superior a mí en alguna manera— tendría lógicamente que desaparecer junto con el ánima; uno debería quedar entonces «libre de complejos», por así decirlo, psicológicamente limpio, y en tales circunstancias no podría suceder nada que el yo no permitiera, y de desear algo el yo, nada debería ser capaz de interponerse importunamente en su camino. Con ello se habría asegurado al yo una posición inatacable, la imperturbabilidad de un superhombre o la superioridad de un sabio perfecto. Ambas figuras son imágenes ideales —de un lado, Napoleón, de otro, Lao-Tsé—, y las dos responden a la idea de lo «extraordinariamente influyente», la expresión de la que se sirve Lehmann en su conocida monografía para explicar el significado de la palabra mana. De ahí que me refiera sencillamente a una personalidad de estas características como una personalidad mana. Ésta corresponde a una dominante de lo inconsciente colectivo, a un arquetipo que ha venido cobrando figura desde tiempo inmemorial en la psique humana merced a las experiencias correspondientes. El primitivo no analiza, por lo que no conoce los motivos por los que otro es superior a él. Si ese otro es más inteligente o más fuerte que él, es porque tiene mana, es decir, una fuerza mayor que la suya. Esa fuerza puede también perderla el otro; por ejemplo, por haber pasado alguien por encima de él mientras dormía, o porque un tercero ha pisado su sombra. Históricamente, la personalidad mana se convierte en la figura del héroe y el hombre-Dios, cuya figura terrena es el sacerdote. De hasta qué punto siguen siendo los médicos personalidades mana, los terapeutas tendrían bastantes cosas que decir. Por ello, al atraer en apariencia hacia sí el poder propio del ánima, el yo se convierte directamente en una personalidad mana. Este proceso constituye un fenómeno casi regular. Hasta ahora no he observado un proceso evolutivo más o menos avanzado de este estilo, . F. R. Lehmann, Mana, 1922. . Según la superstición popular, el rey cristianísimo podía curar la epilepsia por la imposición de manos.

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en el que no haya tenido lugar, al menos de forma pasajera, una identificación con el arquetipo de la personalidad mana. Que así ocurra es, por lo demás, lo más natural del mundo, por ser precisamente eso lo esperado no sólo por uno mismo, sino también por todos los demás. Resulta muy difícil evitar tenerse una pizca de admiración por haber penetrado con la mirada más profundamente que otros, y es tal la necesidad que sienten los otros de encontrar en alguna parte un héroe tangible, un sabio superior, un guía y padre, o una autoridad indiscutible, que aun los más simples diosecillos ven cómo se les construyen e inciensan templos con la mejor de las disposiciones. Lo que aquí se manifiesta no es solamente la lamentable estupidez de unos adoradores sin juicio, sino una ley natural psicológica, la de que aquello que fue, volverá a ser una y otra vez. Y así volverán de hecho a ser una y otra vez las cosas, mientras la consciencia no quebrante la ingenua concreción de las imágenes primigenias. Ignoro si debe desearse o no que la consciencia altere las leyes eternas; lo único que sé es que en ocasiones las altera y que esta medida constituye para algunas personas una necesidad vital, aunque ello no sea óbice para que esas mismas personas se sienten a renglón seguido en el trono del padre, sancionando una vez más la verdad de las antiguas leyes. Lo cierto es que resulta muy difícil ver de qué modo cabría escapar al poder superior de las imágenes primigenias. Estoy también muy lejos de creerlo posible. Lo único que uno puede hacer es cambiar de actitud, dificultando así su propia e ingenua caída en manos de un arquetipo y verse a continuación obligado a desempeñar un papel en perjuicio de su humanidad. El hecho de estar poseído por un arquetipo convierte al ser humano en una figura meramente colectiva, en una suerte de máscara tras la que su humanidad no sólo no puede desarrollarse, sino que es progresivamente mutilada. De ahí que se deba tener presente el peligro que implica caer en manos de la dominante de la personalidad mana. Este peligro no sólo consiste en que uno mismo se convierta en una máscara paterna, sino en que sucumba también al atractivo de esa máscara cuando ésta es llevada por otro. Maestro y discípulo son en este sentido una sola cosa. La disolución del ánima significa que se ha tomado conocimiento de las fuerzas motoras de lo inconsciente, pero no que hayamos privado a esas fuerzas de su poder. Éstas pueden volver a caer sobre nosotros de una forma nueva en cualquier momento. Y así lo harán con toda seguridad en cuanto la actitud consciente muestre una laguna. El poder se opone al poder. Cuando el yo se arroga poder sobre lo inconsciente, lo inconsciente reacciona con

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un sutil contraataque, en este caso con la dominante de la personalidad mana, cuyo enorme prestigio ejerce un influjo irresistible sobre el yo. Contra ello sólo es posible protegerse confesando sin reservas la propia debilidad frente a los poderes de lo inconsciente. De este modo no opondremos a lo inconsciente ningún poder parejo, con lo que tampoco estaremos desafiándolo. Es posible que al lector le parezca curiosa mi forma de hablar, en la que de algún modo parece que estoy aludiendo a lo inconsciente en términos personales. Con ello no quisiera despertar en él la equivocada impresión de que la idea que me hago de su naturaleza en mi fuero interno responda a este tipo de esquemas. Lo inconsciente está compuesto por procesos naturales que transcienden la esfera de lo humano-personal. «Personal» es tan sólo nuestra consciencia. Por ello, cuando hablo en términos de «provocación», mi intención no es insinuar que lo inconsciente se sienta en alguna manera ofendido, ni que les juegue malas pasadas a los hombres —como los dioses antiguos— movido por los celos o el afán de venganza. A lo que me refiero es más bien a algo similar a un error en mi dieta psíquica, del que, como es natural, se seguirán trastornos en mi equilibrio digestivo. Lo inconsciente reacciona de un modo automático, al igual que mi estómago, que figuradamente se venga de mí. Cuando me arrogo poder sobre lo inconsciente, estoy dando un traspiés en mi dieta psíquica: una actitud poco afortunada que, en interés del propio bienestar, sería mejor evitar. Mi poco poética comparación resulta, con todo, un tanto moderada cuando se tienen presentes los amplios y devastadores efectos morales a que da lugar un inconsciente perturbado. En este sentido, preferiría hablar de la venganza de un dios ofendido. Con la diferenciación del yo del arquetipo de la personalidad mana, se ve uno forzado a tomar consciencia —exactamente igual que en el caso del ánima— de esos contenidos inconscientes específicos de esta personalidad. Históricamente, la personalidad mana ha obrado siempre en posesión del nombre misterioso, la ciencia secreta o la prerrogativa de conducirse de una particular manera (quod licet Jovi, non licet bovi [lo que está permitido a Júpiter, no está permitido al buey]): en una palabra, de la distinción individual. Para el varón, el hecho de tomar consciencia de los contenidos que estructuran el arquetipo de la personalidad mana implica liberarse por segunda vez y de manera auténtica del padre, y para la mujer, liberarse de la madre y tener así percepción por primera vez de su propia individualidad. Esta parte del proceso responde a su vez exactamente a lo buscado por las iniciaciones

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primitivas concretas, incluido el bautismo, es decir, la separación del iniciando de sus padres «carnales» (o «animales») y su renacer a lo que ciertas religiones mistéricas antiguas, sin olvidarnos del cristianismo, bautizaron como la novam infantiam, la inmortalidad y la infancia espiritual. A partir de aquí, existe la posibilidad de renunciar a identificarse con la personalidad mana, concretándola en un «padre celestial» extramundano investido con los atributos de la absolutez (la cual parece significarlo todo para muchos). Con ello, se conferiría a lo inconsciente una superioridad no menos absoluta (¡de tenerse la fe suficiente para ello!), con lo que todo valor desembocaría igualmente allí. Como lógica consecuencia de todo ello, a este lado quedaría únicamente un hombrecillo inútil, inferior, miserable e infestado de pecado. Como es de todos sabido, esta solución se convirtió en una cosmovisión histórica. Dado que aquí me estoy moviendo únicamente en un terreno psicológico, el único reparo que debo hacerle a esta solución —un reparo alejado, por lo demás, de toda propensión por mi parte a proclamar mis verdades eternas a los cuatro vientos— es que al hacer que todo valor supremo se alinee del lado de lo inconsciente y edificar a partir de ahí un summum bonum, me veo en la desagradable obligación de inventar también un Diablo de idéntico peso y dimensiones, que constituya el contrapeso psicológico de mi supremo bien. Mi modestia, sin embargo, no permitirá bajo ninguna circunstancia que me identifique con el Diablo. Cosa semejante pecaría en exceso de arrogante y haría además que yo entrara en insoportable contradicción con mis supremos valores. Y eso es algo que en mi déficit moral no puedo permitirme de ningún modo. De ahí que, por motivos psicológicos, mi recomendación sea que no se construya ningún dios con el arquetipo de la persona. «Absoluto» significa «desligado». Decir que Dios es absoluto significa situarlo más allá de toda relación con los hombres. El hombre no puede entonces actuar en Dios, y Dios no puede tampoco actuar en el hombre. Un Dios tal estaría totalmente desprovisto de interés. De ahí que no pueda hablarse más que de un Dios tan relativo con respecto al hombre como éste con respecto a Dios. La concepción cristiana de Dios como nuestro «Padre celestial» expresa de un modo exquisito la relatividad de Dios. Prescindiendo totalmente del hecho de que aquello que el hombre puede decir de Dios es todavía menos de lo que puede decir una hormiga sobre los tesoros del Museo Británico, está claro que el impulso a declarar que Dios es «absoluto» responde única y exclusivamente al miedo a que Dios pudiera volverse «psicológico». Como es natural, tal cosa sería un peligro. En cambio, un Dios absoluto no significa nada para nosotros, mientras que un Dios «psicológico» sería real. Este Dios podría alcanzar al hombre. La Iglesia parece ser un instrumento mágico para proteger al hombre de esta eventualidad, pues a fin de cuentas escrito está que «es terrible caer en manos del Dios vivo».

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lidad mana, es decir, que no se le concrete; porque de este modo impido que mis valores y disvalores se proyecten en Dios y en el Diablo, y de esta suerte recobro mi dignidad humana, mi propio y específico peso, del que tanta necesidad tengo para no convertirme en una pelota inerte en manos de los poderes inconscientes. Cuando uno se relaciona con el mundo visible, tiene que estar loco para pensar que es dueño de él. Uno sigue aquí, como es natural, el principio de la non-resistance frente a todos los factores superiores hasta un determinado límite individual, en el cual aun el más pacífico burgués se transforma en un sanguinario revolucionario. Inclinar la cabeza frente a la ley y el Estado es un modelo recomendable de la que debería ser nuestra actitud habitual frente a lo inconsciente colectivo. («Dad al César lo que es del César, y a Dios lo que es de Dios».) Hasta aquí, no nos resultaría difícil hacer una reverencia. Pero en el mundo hay también factores a los que nuestra conciencia no puede decir sí de modo incondicional, y ante los que sin embargo inclinamos pese a todo nuestras cabezas. ¿Por qué? Porque hacerlo es más práctico que lo contrario. Del mismo modo, existen factores en lo inconsciente frente a los que no podemos ser más que astutos. («No os resistáis al mal». «Ganaos amigos con el injusto dinero». «Los hijos del mundo son más astutos que los hijos de la luz», ergo: «Sed cautos como serpientes e ingenuos como palomas».) La personalidad mana tiene un conocimiento y una voluntad superiores a los nuestros. Al tomar consciencia de los contenidos que subyacen a esta personalidad, nos vemos en la obligación de habérnoslas con el hecho de que hemos aprendido algo más y queremos un poco más que otros. Como es sabido, este desagradable parentesco con los dioses acarreó tales quebraderos de cabeza al pobre Angelus Silesius que, de golpe y porrazo, retornó desde su superprotestantismo al más profundo seno de la Madre Negra, omitiendo la estación intermedia de un luteranismo que se había vuelto inseguro —por desgracia, para grave perjuicio de sus aptitudes líricas y su salud nerviosa—. Y, sin embargo, Cristo y, después de él, Pablo lucharon con este mismo problema, como con claridad puede advertirse merced a un número no pequeño de indicios. El Maestro Eckhart, el Goethe de Fausto y el Nietzsche de Zaratustra han vuelto a aproximarnos un tanto a esta cuestión. Goethe y Nietzsche lo intentaron con la idea de la dominación: aquél, con el mago y el hombre de voluntad sin escrúpulos que llega a un pacto con el Diablo; éste, con el señor de hombres y el sabio superior que renuncia tanto al Diablo como a Dios. En Nietzsche el hombre está solo y, como él,

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es un neurótico financiado por un sostén económico vitalicio que no conoce Dios ni mundo. Nada, pues, que pueda constituir un ideal para el hombre real que tiene que alimentar a una familia y pagar impuestos. No hay argumento que pueda convencernos de la inexistencia del mundo; ningún sendero milagroso nos conducirá lejos de él. No hay argumento que pueda convencernos de que lo inconsciente no nos afecta. ¿O es que el filósofo neurótico puede demostrarnos que no padece una neurosis? Eso es algo que no podrá demostrarse ni a sí mismo. Por ello, estamos aquí con nuestra alma entre las exigentes influencias internas y externas, y de alguna manera tenemos que ser justos con ambas, lo que sólo seremos capaces de hacer hasta donde alcancen nuestras individuales aptitudes. De ahí que debamos reflexionar sobre nosotros mismos, pero no sobre lo que «se debería hacer», sino sobre lo que se puede y debe hacer. De este modo, el hecho de disolver la personalidad mana tomando consciencia de sus contenidos vuelve a conducirnos, como es natural, a nosotros mismos como algo que, existiendo y respirando, se extiende entre las imágenes de dos mundos y sus fuerzas, fuerzas de las que tenemos sólo una oscura intuición, pero que percibimos tanto más claramente. Ese «algo» es ajeno a nosotros y a la vez sumamente próximo, nosotros mismos y a la vez lo que nosotros no podemos reconocer, un punto central virtual de una constitución tan misteriosa que puede reivindicarlo todo, incluso su parentesco con animales y dioses, cristales y estrellas, sin que por ello nos maravillemos y sin que ni tan siquiera nos sintamos disconformes. Ese algo reclama también todo eso, y no tenemos nada en nuestras manos con que corresponder equitativamente a esa exigencia, y aun así nos sentimos aliviados al oír su voz. He dado a ese centro el nombre de sí-mismo. Intelectualmente, el sí-mismo no es más que un concepto psicológico, una construcción que aludiría a una entidad que no podemos comprender porque transciende todas nuestras capacidades cognoscitivas, tal y como se desprende de su misma definición. Con los mismos derechos podría darse a esa entidad el nombre de «Dios en nosotros». En apariencia, los comienzos de nuestra entera vida anímica tienen su origen inextricable en este punto, y todas las supremas y ultimísimas metas parecen tener en él su fin. No hay modo de escapar a esta paradoja, tal y como ocurre siempre que intentamos describir algo que transciende los límites de nuestro entendimiento. Confío en que un lector atento tenga perfectamente claro que el sí-mismo tendría tan poco que ver con el yo como el Sol con la Tierra. No es posible confundirlos, y tampoco se trata de endiosar

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al hombre o humillar a Dios. Lo que transciende los límites de nuestro humano entendimiento es de todos modos inalcanzable para él. Por ello, cuando nos servimos del concepto de Dios, lo único que estamos haciendo es formular un hecho psicológico determinado: la independencia y superioridad que ciertos contenidos psíquicos ponen de manifiesto en su capacidad para cruzarse en el camino de nuestra voluntad, asediar nuestra consciencia e influir en nuestros actos y estados de ánimo. Sé de la indignación que causará oír que un estado de ánimo inexplicable, un trastorno nervioso e incluso un vicio incontrolable puedan ser en cierto modo una manifestación de Dios. Pero si este tipo de cosas, que tal vez sean malas, fueran artificialmente descontadas del grupo de los contenidos psíquicos autónomos, la primera en sufrir una pérdida irreparable sería la experiencia religiosa. Deshacerse de este tipo de cosas, reduciéndolas a un «no es más que...», es un eufemismo apotropaico. Con ello lo único que se ha hecho es reprimirlas, y por lo general lo único que con esa represión se gana es un mero simulacro de ventaja, una ilusión pobremente maquillada. Nada de ello redunda en un enriquecimiento de la personalidad, y sí en su empobrecimiento y ceguera. Lo que nuestra experiencia y conocimientos actuales creen malo o, por lo menos, carente de valor y de sentido, puede parecerle a una etapa superior de conocimiento y experiencia una fuente de bendiciones, aun cuando, como es natural, todo dependa del uso que uno haga de sus siete demonios. Negar que éstos tengan sentido sustrae a la personalidad la sombra que le corresponde, condenándola así a ver mutilada su figura. La «figura viva» necesita de profundas sombras para no perder su plasticidad. Sin las sombras no es más que una engañosa imagen plana: un niño más o menos bien educado. Con ello vengo a aludir a un problema que es mucho más importante de lo que invitan a pensar las pocas palabras utilizadas para expresarlo a continuación: en lo fundamental la humanidad se encuentra todavía psicológicamente en la infancia, una etapa que no es posible saltarse. La gran mayoría tiene necesidad de autoridades, guías y leyes. Este hecho no debe ser pasado por alto. La superación paulina de la ley sólo está al alcance de quienes saben sustituir la conciencia con el alma, y son muy pocos los capacitados. («Muchos son los llamados, pero pocos los escogidos».) Y aun esos pocos andarán este camino sólo por sentirse internamen-

. Nombrar lo malo con una palabra distinta a fin de conjurar su amenaza.

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te instados a hacerlo, por no decir obligados, pues dicho camino es delgado como el filo de una navaja. Concebir a Dios como un contenido psíquico y autónomo convierte a Dios en un problema moral, algo manifiestamente muy incómodo. Pero si esta problemática no existiera, Dios no sería real, porque entonces carecería de todo engarce en nuestra vida. Dios sería únicamente un espantajo conceptual histórico o un sentimentalismo filosófico. Si dejamos de hablar de la idea de lo «divino» para hacerlo únicamente de contenidos autónomos, intelectual y empíricamente estaremos haciendo lo correcto, pero con ello habremos silenciado una nota que psicológicamente no puede faltar. Pues al hacer uso de la idea de lo «divino», estamos describiendo acertadamente el peculiar modo y manera en que experimentamos la acción de los contenidos autónomos. Podríamos también servirnos de la expresión «demoníaco», siempre que con ello no diéramos a entender que en algún sitio nos hemos reservado un Dios concretado que responda plenamente a nuestras ideas y deseos. Sin embargo, nuestros juegos de prestidigitación no nos ayudarán a convertir en realidad un ser cortado a la medida de nuestros deseos, y el mundo se acomodará a nuestras expectativas tan poco como ellos. Al atribuir, pues, el epíteto de «divina» a la acción de los contenidos autónomos, reconocemos que tienen un poder relativamente superior al nuestro. Y este poder superior es el que ha obligado en todo tiempo a los hombres a concebir aun lo inimaginable, e incluso a infligirse las más grandes torturas, con tal de reaccionar en la manera debida a esa acción. Ese poder es tan real como el hambre o el miedo a la muerte. El sí-mismo podría ser descrito como una suerte de compensación al conflicto entre el interior y el exterior. A mi parecer, esta fórmula no andaría del todo desencaminada, pues el sí-mismo posee el carácter de un resultado y una meta conquistada, algo que sólo cobra realidad paulatinamente y es experimentado con mucho esfuerzo. Así, el sí-mismo es también la meta de la vida, pues es la expresión más completa de esa combinación del destino que llamamos individuo, y no sólo de él, sino también de un grupo entero en el que todos sus miembros se complementan entre sí hasta obtener una imagen acabada. Se alcanza la meta de la individuación con la sensación del sí-mismo como algo irracional, un ente indefinible al que el yo no se opone ni está sometido, sino del que depende y en torno al que gira en cierto modo como la Tierra alrededor del Sol. Utilizo la palabra «sensación» a fin de identificar el carácter perceptivo de la

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relación entre el sí-mismo y el yo. En dicha relación no hay nada reconocible, porque no somos capaces de decir nada de los contenidos del sí-mismo. El yo es el único contenido del sí-mismo que conocemos. El yo individuado siente que es el objeto de un sujeto desconocido y superior a él. A mi modo de ver, lo que psicológicamente cabe constatar alcanzaría aquí la última de sus fronteras, porque la idea de un sí-mismo es en sí y para sí un postulado transcendente que, si bien puede justificarse psicológicamente, científicamente no se puede demostrar. Dar un paso más allá de la ciencia es un requisito indispensable del desarrollo psicológico aquí descrito, porque sin este postulado no sabría cómo describir satisfactoriamente los procesos psíquicos que empíricamente tienen lugar. De ahí que el sí-mismo reclame para sí por lo menos el valor de una hipótesis, al igual que la estructura del átomo. Y así —en caso de que incluso aquí nos circunscribamos a los límites de una imagen—, el sí-mismo es algo vivo y sumamente poderoso que desafía todas mis capacidades interpretativas. No pongo en absoluto en duda que el sí-mismo sea una imagen, pero es una imagen en la que estamos todavía contenidos. Soy perfectamente consciente de que este escrito mío plantea unas dificultades nada comunes a mis lectores. Y aunque es cierto que he hecho todo lo posible para facilitar su comprensión, hay una dificultad que no he logrado subsanar, a saber, la representada por el hecho de que las experiencias que subyacen a mis explicaciones son desconocidas para la mayoría y, por tanto, extrañas, razón por la que no puedo esperar que mis lectores me sigan en todas mis conclusiones. Aunque, como es natural, a todo autor le agrada verse comprendido por su público, lo que en verdad me importa no es la interpretación que se dispense a mis observaciones, sino llamar la atención sobre un ámbito de experiencia vasto y aún por descubrir que quisiera hacer accesible a muchos a través de este libro, pues mi impresión es que en sus todavía grandes oscuridades las respuestas descansan sobre algunos enigmas a los que la psicología de la consciencia ni tan siquiera se había aproximado hasta ahora. Pero dado que bajo ninguna circunstancia quisiera arrogarme la pretensión de haber conferido su expresión definitiva a estas respuestas, me daré por totalmente satisfecho si lo que he escrito fuera considerado como un simple ensayo, sin duda necesitado de mejoras, de formular una respuesta.

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III NUEVOS RUMBOS DE LA PSICOLOGÍA*

1. LOS COMIENZOS DEL PSICOANÁLISIS 407

Como todas las ciencias, la psicología ha pasado también por una época filosófico-escolástica que en parte continúa aún viva en el presente. A esta suerte de psicología filosófica debe hacérsele el reproche de que decide ex cathedra cuál ha de ser la naturaleza del alma y qué propiedades tienen que ser suyas en este mundo y en el Más Allá. El espíritu de las modernas ciencias naturales ha venido a poner fin en gran medida a estas fantasías, haciendo que su lugar sea ocupado por una metodología empírica exacta. De ella ha surgido la actual psicología experimental, que los franceses conocen también con el nombre de psicofisiología. El origen de esta orientación hay que buscarlo en la descontenta mente de Fechner, quien en su Psicofísica se aventuró a introducir puntos de vista físicos en la aprehensión de los fenómenos psíquicos. Esta idea {y en no menor medida los admirables errores de esta obra} se demostró de gran fecundidad. El contemporáneo de menor edad de Fechner, y bien podemos decir que su continuador, fue Wundt, a cuya gran erudición, capacidad de trabajo e inventiva para los

* Primera versión de Sobre la psicología de lo inconsciente, publicada en Raschers Jahrbuch für Schweizer Art und Kunst, Zürich, 1912. Este trabajo fue revisado por C. G. Jung, quien tras añadirle varios capítulos volvió a entregarlo para su publicación en el año 1917 con el título de La psicología de los procesos inconscientes. Tras una nueva revisión vio por fin la luz la versión definitiva, reproducida en la parte principal del presente volumen. Los pasajes tachados en la revisión aparecen entre llaves, a fin de que el lector pueda seguir la evolución experimentada por el texto. . Leipzig, 1860.

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métodos de la investigación experimental hemos de agradecerles la orientación hoy predominante en la psicología. Hasta fechas muy recientes, la psicología experimental ha sido, por así decirlo, esencialmente académica. El primer intento notable por hacer que al menos una parte de sus numerosos métodos experimentales pudiera ser utilizado en la psicología práctica partió de los psiquiatras de la antigua escuela de Heidelberg (Kraepelin, Aschaffenburg y otros), ya que, como bien puede comprenderse, los primeros en sentir una necesidad urgente por conocer de un modo exacto los procesos psíquicos fueron los médicos del alma. La siguiente en plantear ciertas exigencias a la psicología fue la pedagogía, y debido a ello hemos asistido al nacimiento en los últimos tiempos de una «pedagogía experimental», cuyos representantes más destacados han sido Meumann, en Alemania, y Binet, en Francia. Si lo que en verdad quiere es ayudar a sus pacientes, el médico —y con este título me refiero en particular al «neurólogo»— necesita imperiosamente conocimientos psicológicos, porque los trastornos nerviosos y, en general, todo eso que se conoce con los nombres de «nerviosismo», «histeria», etc., tienen un origen anímico y reclaman, como es lógico, un tratamiento de la misma naturaleza. Agua fría, luz, electricidad, magnetismo, etc., sólo son eficaces de forma pasajera y, en la mayoría de las ocasiones, ni siquiera. Con suma frecuencia, todos estos recursos no son más que artificios indignos que sólo buscan sugestionar al paciente. Pero donde sufre el enfermo es en el alma y, todavía más en concreto, en las funciones más elevadas y complejas de ella, que uno apenas se atreve a seguir adscribiendo al campo de la medicina. El médico tiene en este caso que ser también un psicólogo, es decir, un conocedor del alma humana, por lo que, al verse una y otra vez asediado por esta obligación, se vuelve como es natural a la psicología, cansado de que su manual de psiquiatría no le ofrezca nada con lo que solucionar sus necesidades. La actual psicología experimental, sin embargo, está muy lejos de introducirle de una manera coherente en los procesos anímicos más importantes en la práctica, pues su finalidad es otra, a saber: aislar procesos colindantes con lo fisiológico, todo lo simples y elementales que pueda, y estudiarlos también de forma aislada. Lo infinitamente variable y mudable de la vida mental individual le resulta a la psicología experimental extraordinariamente antipático y, por ello, sus datos y conocimientos son en lo esencial meros detalles a los que les son además ajenos contextos más vastos. Quien quiera conocer el alma humana, pues, llegará desgraciadamente a saber muy poco de ella

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por boca de la psicología experimental. Sugiriéndole que {renunciara a la ciencia exacta} se despojara de su bata de erudito y, despidiéndose de su estudio, vagabundeara con humano corazón por el mundo, por los terrores de prisiones, manicomios y hospitales, por turbias tabernas arrabaleras, burdeles y casas de juego, por los salones de la sociedad elegante, las bolsas, los mítines socialistas, las iglesias, los revivals y los éxtasis de las sectas, viviendo en carne propia amores, odios y todas las formas de la pasión, estaríamos dándole un mejor consejo a su deseo, y él regresaría a su casa con un saber mucho más profundo que el que jamás habría podido adquirir en los libros, por gruesos que fueran, y podría ser realmente un médico para sus enfermos, un verdadero conocedor del alma humana. Forzoso sería perdonarle, si su veneración por lo que se conoce como los «pilares» de la psicología experimental no fuera ya muy acusada. Porque entre lo que la ciencia llama «psicología» y lo que la práctica cotidiana espera de la «psicología», se ha «abierto un hondo abismo». Estas insuficiencias se convirtieron en el origen de una nueva psicología. Esta creación tenemos ante todo que agradecérsela al vienés Sigmund Freud, el genial médico e investigador de las enfermedades nerviosas funcionales. Cabría llamar psicología analítica a la psicología por él inaugurada. Bleuler ha propuesto para ella el título de «psicología profunda», a fin de indicar con dicha denominación que la psicología freudiana se ocupa de las profundidades o trasfondos del alma, a los que también se ha bautizado como lo inconsciente. Freud se ha limitado a poner nombre al método de su investigación: él lo llama psicoanálisis, y por este rótulo ha llegado también a ser de todos conocida esta rama de la psicología. Antes de entrar un poco más detalladamente en este asunto, es preciso decir algo sobre sus relaciones con la ciencia del momento. Aquí somos testigos de un extraño espectáculo, que viene a confirmar una vez más hasta qué punto estaba en lo cierto Anatole France cuando decía que «les savants ne sont pas curieux» [los sabios no son curiosos]. El primer trabajo de envergadura en este terreno apenas tuvo un pálido eco, a pesar de que sus páginas daban cabida a una concepción radicalmente nueva y fundamental de las neurosis. Algunos autores se expresaban en términos elogiosos sobre la nueva obra, para a renglón seguido continuar . E. Bleuler, «Die Psychoanalyse Freuds»: Jahrbuch für psychoanalytische Forschungen II, 1910. . J. Breuer y S. Freud, Studien über Hysterie, 1895 [Estudios sobre la histeria].

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exponiendo en la siguiente página sus casos de histeria a la manera antigua. Su conducta, pues, era similar a la de una persona que, tras alabar la idea o el hecho de la esfericidad de la Tierra, pasara a continuación a representarla con toda tranquilidad como un disco plano. Las siguientes publicaciones de Freud pasaron totalmente inadvertidas en lo esencial, a pesar de que, por ejemplo, en ellas se daba entrada a observaciones que revestían una enorme importancia para la psiquiatría. Al escribir Freud en 1899 la primera psicología real del sueño (un campo que hasta entonces había estado sumido en la más profunda oscuridad), la gente empezó a reírse, y cuando este mismo autor comenzó a iluminar en torno a la mitad de la última década incluso la psicología de la sexualidad, a encresparse, por cierto a veces muy soezmente, cosa que ni siquiera en los últimos tiempos ha dejado de suceder. Con qué cuidado pone aquí la gente manos a la obra es algo que puede apreciarse en el ingenuo dictamen, que pude escuchar con mis propios oídos, de uno de los más sobresalientes neurólogos parisinos en un congreso internacional del año 1907: «La verdad es que no he leído las obras de Freud» (nuestro hombre, en efecto, no sabe una sola palabra de alemán), «pero en lo que concierne a sus teorías les aseguro que todo lo que hay ahí no es más que mauvaise plaisanterie [broma pesada]». {Freud, el viejo maestro venerable, me dijo en cierta ocasión: «La primera vez que alcancé verdaderamente a darme cuenta de lo que había descubierto fue al comprobar la resistencia e indignación que se suscitaban por todas partes, por lo que desde entonces he aprendido a juzgar la valía de mis obras según el grado de hostilidad que inspiran. La teoría sexual es la que más indignación provoca, luego en ella se escondería lo más valioso. Los verdaderos bienhechores de la humanidad parecen ser sus herejes, porque la oposición mostrada a las falsas doctrinas impulsa a los hombres en dirección a la verdad. Pero quien dice la verdad es un animal dañino, pues induce a los hombres a errar».} {Al lector, pues, le es lícito suponer que esta psicología ha de tratar de un caso único en su género, si no de una sabiduría irracional, sectaria u oculta, pues, de lo contrario, ¿qué impulsaría, por así decirlo, a todas las autoridades científicas a rechazar el asunto a limine?} . Recopilación de ensayos sobre la teoría de la neurosis, 2 vols., 1906. . Die Traumdeutung, 1900 [La interpretación de los sueños]. . Drei Abhandlungen zur Sexualtheorie, 1905 [Tres ensayos para la teoría sexual].

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Por este motivo, debemos considerar esta nueva psicología un poco más de cerca. En época de Charcot se sabía ya que el síntoma neurótico es «psicógeno», es decir, que tiene su origen en el alma. También se sabía, gracias precisamente a los trabajos de la escuela de Nancy, que no hay un solo síntoma histérico que no pueda ser provocado en iguales términos por sugestión. Lo que se ignoraba, sin embargo, era el modo en que nace en el alma un síntoma histérico; en lo tocante a las relaciones causales psíquicas el desconocimiento era absoluto. A principios de los años ochenta, Breuer, un viejo práctico vienés, hizo un descubrimiento destinado a convertirse en el punto de arranque de la nueva psicología. Breuer tenía a su cuidado a una paciente joven y muy inteligente aquejada de histeria. Entre otros síntomas, la joven presentaba una parálisis espástica (rigidez) en el brazo derecho y sufría ocasionales ausencias y estados crepusculares; la muchacha había experimentado también una pérdida parcial de la facultad del habla, pues privada del dominio de su lengua materna ya no era capaz de expresarse más que en lengua inglesa (cosa que se conoce como afasia sistemática). Por entonces, tal y como en ocasiones sigue haciéndose aún en nuestros días, trató de hallarse una explicación anatómica a estos trastornos, a pesar de que las zonas del cerebro de la joven por las que eran regidos los movimientos del brazo no mostraran ninguna disfunción que las diferenciara del centro correspondiente en una persona normal {que le propinara una bofetada a su vecino}. La sintomatología de la histeria está plagada de imposibilidades anatómicas. Una señora que había perdido completamente el oído a causa de una afección histérica acostumbraba a cantar con mucha frecuencia. En una ocasión en que la paciente estaba cantando, su médico se sentó al piano sin que ella lo notara y empezó a acompañarla con suavidad; al pasar a una nueva estrofa, el médico alteró bruscamente el tono, y la paciente, sin apercibirse de ello, siguió cantando en la nueva tonalidad. Así, pues, oía y no oía. Las diferentes variantes de la ceguera sistemática nos ofrecen la oportunidad de observar fenómenos similares. Un hombre padece una ceguera histérica total. En el curso del tratamiento, recupera el sentido de la vista, pero al principio, y durante una larga temporada, la recuperación es sólo parcial: el paciente, en efecto, es capaz de verlo todo, excepto las cabezas de las personas. Ve a todas las personas que le rodean descabezadas. Así, pues, ve y no ve. A consecuencia de un

. Cf. Breuer y Freud, Studien über Hysterie, 1895.

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gran número de experiencias parecidas, hace mucho tiempo que se ha llegado a la conclusión de que, puesto que las funciones sensoriales de los enfermos operan perfectamente, la única en no ver ni oír es su consciencia. Este hecho entra en directa contradicción con la esencia de un trastorno orgánico, pues en todos los casos afecta de alguna manera a la función en cuanto tal. Tras esta digresión, volvamos al caso de Breuer: los trastornos de la joven carecían de causas orgánicas, por lo que su caso sólo podía ser descrito como histérico, es decir, como psicógeno. Breuer había observado que, siempre que hacía que la joven le refiriese los recuerdos y fantasías que acudían a su mente hallándose sumida en estados crepusculares espontáneos o inducidos, su estado experimentaba una cierta mejoría durante algunas horas. A partir de aquí, Breuer decidió hacer un uso regular de este fenómeno en el curso ulterior del tratamiento. La paciente acuñó entonces un adecuado término con el que bautizar el nuevo método, talking cure [cura por el habla], al que en broma se refería también en ocasiones como un chimney sweeping [limpieza de chimenea]. La paciente había enfermado mientras cuidaba a su padre, postrado en cama por una afección mortal. Como es natural, sus fantasías hacían casi siempre referencia a aquellas agitadas fechas. Los recuerdos de aquella época volvían a aflorar en los estados crepusculares con fidelidad fotográfica, hasta el punto de que el grado de precisión alcanzado por los detalles obligaba a suponer que la consciencia despierta jamás habría sido capaz de reproducirlos con la misma plasticidad y exactitud. (Esta capacidad que en no raras ocasiones muestra la memoria para aumentar su rendimiento en estados restringidos de consciencia recibe el nombre de hipermnesia.) De esta forma salieron a la luz cosas curiosas. Una de las muchas historias narradas por la joven discurría, por ejemplo, en los siguientes términos: En cierta ocasión, se despertó en mitad de la noche sintiéndose llena de angustia por el enfermo, que estaba siendo atacado por una violenta fiebre, y crispada por la tensión, ya se que se esperaba la llegada de un cirujano de Viena para una operación. La madre se había retirado por unos minutos, y Anna [la paciente] estaba sentada junto al lecho del enfermo, manteniendo apoyado el brazo derecho sobre el respaldo de la silla. La muchacha se sumió entonces en un estado de ensoñación y vio que una serpiente negra salía de la pared y se acercaba al enfermo con la intención de morderle. (Es muy probable que la paciente hubiera visto de verdad algunas serpientes en los prados que se extendían por la parte trasera de la casa, así como que esas serpientes reales que

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en el pasado habrían sido para ella causa de temor le brindaran ahora el material de su alucinación.) Anna quiso alejar al animal, pero se sintió como paralizada; el brazo derecho, que colgaba del respaldo, se le había «dormido», quedándose anestesiado y parético, y, al posar sus ojos en él, sus dedos se transformaron en pequeñas serpientes que acababan en una calavera (las uñas). Es probable que Anna hiciera esfuerzos por ahuyentar a la serpiente con el brazo paralizado, con lo que de este modo la anestesia y la parálisis se asociaron a la alucinación. Cuando ésta se desvaneció, Anna, angustiada, trató de rezar, pero ni una sola palabra acudió a sus labios; le era imposible expresarse en lengua alguna, hasta que, por fin, se acordó de un verso de una canción infantil inglesa y pudo seguir pensando y rezando en este idioma. 416

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Ésta fue la escena en la que comenzaron la parálisis y el trastorno lingüístico, que desapareció con su narración. Y ésta fue la manera en la que el caso llegó a su curación. Tengo aquí que contentarme con la mención de este único ejemplo. En el libro citado de Breuer y Freud se encontrarán un gran número de ejemplos de esta naturaleza. Admitir que escenas de esta o parecida naturaleza causen un gran efecto e impresión es cosa que a todos nos parece comprensible, y lo habitual es inclinarse a pensar que la génesis de los síntomas es también una consecuencia de aquéllas. Por aquella época las teorías sobre la histeria estaban dominadas por la idea del nervous shock. Esta concepción, que vio la luz en Inglaterra y contaba con el enérgico respaldo de Charcot, era adecuada para explicar el descubrimiento de Breuer, y en ella tuvo su nacimiento lo que se conoce como la teoría del trauma, según la cual el síntoma histérico y en última instancia —es decir, en la medida en que toda enfermedad es un compuesto de síntomas— la histeria en cuanto tal son en ambos casos consecuencia de heridas anímicas (traumas), cuya impresión perdura inconscientemente durante años. Freud, que empezó siendo un colaborador de Breuer, pudo confirmar ampliamente este descubrimiento. Se vio de esta manera que ninguno de los varios cientos de síntomas histéricos debe su génesis a la casualidad, sino que su aparición está siempre causada por hechos anímicos, y en dicha medida la nueva teoría inauguró un amplio campo de trabajo empírico. Pero el incansable espíritu investigador de Freud no pudo permanecer aferrado durante mucho tiempo a esta visión superficial de las cosas, ya que de inmediato se plantearon problemas más graves y complicados. Es obvio que nadie pondrá . Breuer y Freud, Studien über Hysterie, p. 30.

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en duda que momentos de angustia tan acusados como los vividos por la paciente de Breuer son muy capaces de suscitar una impresión duradera. ¿Pero cuál es la razón de que aquélla llegue a experimentar vivencias de semejante naturaleza, en la que a fin de cuentas está claro que ha impreso ya su huella el sello de lo patológico? ¿Se debe acaso a los agotadores esfuerzos realizados por la paciente al cuidar de su padre durante su enfermedad? De ser así, cosas similares tendrían que producirse con mucha mayor frecuencia, porque, por desgracia, las personas que tienen que cargar con este tipo de agotadoras tareas son muchas, y porque, además, su salud nerviosa dista mucho de estar siempre en las mejores condiciones para ello. La medicina cuenta con una excelente respuesta para este problema: «La X que hay que despejar en la ecuación reside en la disposición». Hay personas que son «proclives» a este tipo de cosas. En cambio, el problema que asediaba a Freud era el siguiente: dicha disposición ¿en qué consiste? Esta forma de plantearse las cosas condujo, como es lógico, a investigar la prehistoria del trauma psíquico. Todo el mundo ha sido testigo en más de una ocasión, en efecto, de que los participantes en una misma escena conmovedora son afectados por ella de muy diversas maneras, o de que cosas que a unos les dejan indiferentes o incluso les resultan agradables, a otros les inspiran el más hondo de los terrores: piénsese, por ejemplo, en sapos, serpientes, ratones, gatos, etc. Mujeres que asisten impertérritas a las más sangrientas intervenciones quirúrgicas ven todos sus miembros sacudidos por un escalofrío de repugnancia y angustia al entrar en contacto con un gato. Conozco el caso de una joven que padecía una histeria severa por haber experimentado un susto repentino. Esta señorita había acudido cierta tarde a una reunión social, cuando hacia las doce de la noche, al volver de camino a casa en compañía de varios conocidos, un carruaje que había aparecido de pronto a su espalda empezó a aproximarse a ellos a gran velocidad. Sus acompañantes se hicieron a un lado, pero ella, totalmente paralizada por el pánico, permaneció en mitad de la calle y echó a correr delante de los caballos. El cochero hizo restallar su látigo y empezó a proferir toda clase de maldiciones en vano: ella siguió corriendo sin parar calle abajo hasta que llegó a un puente. Allí le abandonaron las fuerzas, e iba ya a arrojarse al río presa de la más profunda desesperación para no caer bajo los cascos de los caballos, cuando unos paseantes se lo impidieron. En cambio, encontrándose en San Petersburgo el sangriento 22 de enero de 1905, esta misma señorita fue a parar por casualidad a una calle que, en ese mismo momento, estaba siendo «despejada» a tiros por el ejército. A de-

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recha e izquierda, las personas que la rodeaban se desplomaban en el suelo heridas o muertas; sin embargo, ella, manteniendo una calma y una claridad de espíritu encomiables, acertó a divisar un portón por el que se puso a salvo en otra calle. Estos minutos terribles no le ocasionaron ulteriores molestias. De hecho, una vez transcurridos se encontró perfectamente, incluso de mejor humor que el habitual. Es posible observar a menudo una conducta similar en lo esencial. De aquí se sigue necesariamente que la intensidad de un trauma tiene en sí muy poco de patógena (es decir, de desencadenante de la enfermedad) y que lo decisivo en este tipo de casos reside en las especiales circunstancias que rodean su aparición. Con ello hemos dado con una clave que podría desentrañar el misterio de la disposición. La pregunta que hemos de hacernos reza, pues, como sigue: ¿qué especiales circunstancias rodean la escena del carruaje? La dama empezó a sentirse invadida por la angustia al oír que los caballos se acercaban al trote; por un momento le pareció que en ello se escondía una terrible maldición, que aquello vaticinaba su muerte o algo igual de espantoso. Fue entonces cuando perdió por completo el sentido. El momento decisivo tiene evidentemente su origen en los caballos. La disposición de la paciente a reaccionar de una manera tan atolondrada a este insignificante suceso consistiría, pues, en que los caballos revisten un significado especial para ella. Cabría sospechar que en su pasado se esconde, por ejemplo, una experiencia desagradable con estos animales. Y, en efecto, así es, pues siendo todavía la paciente una niña de unos siete años de edad, en una ocasión en la que había salido a dar un paseo en coche con su cochero, los caballos se espantaron, aproximándose al galope al empinado borde de un río que discurría por un cauce excavado varios metros más abajo. El cochero saltó del coche, instándole a gritos a que le imitara, cosa que, de puro muerta de miedo que estaba, ella pensó que no sería capaz de hacer. Pero finalmente acertó a saltar justo en el último momento, mientras los caballos y el carruaje se estrellaban contra el fondo. De que un suceso como éste pueda tener consecuencias muy profundas está claro que no hay que aportar ninguna prueba. No obstante, este hecho no explica los motivos por los que más tarde habría de producirse una reacción tan desproporcionada a una insinuación totalmente inofensiva. Lo único que sabemos hasta ahora es que el síntoma posterior tuvo un preludio en la infancia. Pero lo patológico del mismo sigue sumido en la oscuridad. Para desentrañar este misterio necesitamos saber más cosas. En efecto, conforme nuestra

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experiencia ha ido enriqueciéndose, se ha comprobado que, en todos los casos analizados hasta ahora, a los sucesos traumáticos en la vida de los afectados se añadía, además, un tipo particular de trastornos a los que no es posible referirse de otro modo que como trastornos de tipo amoroso. Como es sabido, el «amor» es una cosa muy laxa que comprende cielo e infierno y une en sí lo bueno y lo malo, lo inferior y lo excelso. Este descubrimiento supuso un viraje considerable en la teoría de Freud. Si hasta entonces, permaneciendo más o menos fiel a la teoría breueriana del trauma, Freud había buscado la causa de la neurosis en los sucesos traumáticos, a partir de este momento el centro de gravedad del problema se desplazó a un punto totalmente distinto. Para entender lo que esto quiere decir, lo mejor que podemos hacer es acudir una vez más a nuestro caso a título de ejemplo: nosotros entendemos perfectamente que los caballos puedan desempeñar un papel muy importante en la vida de la paciente; lo que no entendemos es lo absolutamente exagerado e inadecuado de su reacción posterior. Lo que la historia tiene de particular y enfermizo no estriba en que los causantes de su terror fueran los caballos. Si traemos ahora a nuestra memoria el descubrimiento de que los sucesos traumáticos coexisten por lo regular con un trastorno en el terreno amoroso, lo que en este caso habría que investigar es si nos hallamos acaso en este respecto ante algo desacostumbrado. La dama conoce a un joven caballero con el que tiene la intención de desposarse. Le ama y espera ser feliz a su lado. En principio, fuera de esto no nos es posible descubrir nada más. Pero nuestra indagación no debe dejarse desanimar por el simple hecho de haberse probado infructuosa tras una mera exploración superficial. Donde el camino recto no conduce a la meta, hay otras vías indirectas. Por ello, retrocedemos una vez más a ese extraño momento en el que la dama salió huyendo de los caballos. Preguntamos entonces por quienes la acompañaban en esa ocasión y por los motivos del festejo en el que acababa de tomar parte. La paciente responde que se trataba de una cena de despedida en honor de su mejor amiga, la cual partía para una larga estancia en un balneario extranjero a fin de reponerse de los nervios. La amiga está casada y, por lo que oímos, felizmente. Es también madre de un niño. De esta aclaración, que su amiga es feliz, tenemos fundadas razones para sospechar, pues si éste fuera el caso, es de suponer que la mujer no tendría ningún motivo para sufrir de los nervios ni necesitar . Al amor puede aplicársele la vieja sentencia mística: «Cielo arriba, cielo abajo, éter arriba, éter abajo, todo lo de arriba, todo lo de abajo, tómalo y alégrate».

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reposo. Encaminando mis preguntas en otra dirección, alcanzo a enterarme de que, cuando la paciente fue recogida en el puente por sus amigos, éstos volvieron a llevarla a casa de su anfitrión, al ser el sitio más cercano en el que alojarla. Allí fue objeto de un recibimiento cordial en su agotado estado. Al llegar a este punto, la paciente interrumpió su narración, mostrándose alterada y confusa, y trató de cambiar de tema. Estaba claro que el recuerdo que había brotado repentinamente en su mente le resultaba penoso. Tras superar una terca resistencia por parte de la enferma, descubro que aquella noche había sucedido además algo sumamente notable. Su amable anfitrión le había hecho objeto de una encendida declaración de amor, suscitándose así una situación que, si tenemos en cuenta la ausencia de la señora de la casa, cabe muy bien calificar de un tanto difícil y escabrosa. Supuestamente, la declaración amorosa de su anfitrión fue para ella como un relámpago en un cielo despejado. Pero este tipo de cosas suelen tener siempre una prehistoria. El trabajo de las siguientes semanas consistió en ir desenterrando paso a paso toda una historia de amor, que me sería posible resumir más o menos en los siguientes términos: siendo niña, la paciente se había comportado exactamente igual que un muchacho. Le gustaban los juegos de los chicos, se burlaba de su propio sexo y huía de las maneras y ocupaciones femeninas. Tras la pubertad, en la que habría podido familiarizarse con el problema erótico, empezó a evitar toda compañía, y odiando y despreciando todo aquello que le recordara, aunque sólo fuera de lejos, el destino biológico del ser humano, terminó viviendo en un mundo de fantasías que nada tenían en común con la brutal realidad. Así fue como, hasta que cumplió aproximadamente 24 años de edad, huyó de todas esas pequeñas aventuras, esperanzas y expectativas por las que se siente interiormente conmovida una mujer durante esa época. (A este respecto, las mujeres dan prueba con suma frecuencia de una admirable falta de sinceridad para consigo mismas y para con el médico.) Fue entonces, sin embargo, cuando intimó en sus relaciones con dos caballeros, los cuales estaban llamados a traspasar el bosque de espinas que había ido creciendo a su alrededor. El primero de ellos, el señor A, era el marido de la que por entonces era su mejor amiga, y el segundo de ellos, el señor B, era el más fiel amigo del señor A. Ella encontraba agradables a ambos caballeros, aunque muy pronto le pareció que quien le resultaba mucho más grato de los dos era con diferencia el señor B. A raíz de ello, se llegó pronto a una relación de confianza entre ella y este caballero, y la gente empezó a hablar de la posibilidad de un compromiso. A causa de su relación con el señor B y con su amiga,

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la paciente frecuentaba también a menudo la compañía del señor A, cuya presencia causaba muy a menudo en ella una inexplicable excitación y nerviosismo. Por aquellas fechas, la paciente tomó parte en una reunión social más amplia, en la que sus amigos se hallaban también presentes. Ella estaba en aquella ocasión sumida en sus pensamientos, cuando, al jugar de manera distraída con su anillo, éste se le escurrió de entre los dedos y se deslizó rodando bajo la mesa. Los dos caballeros se pusieron a buscarlo, siendo el señor B el primero en encontrarlo, quien, a la vez que le deslizaba una vez más el anillo en el dedo con una sonrisa de complicidad, dijo entonces en voz alta: «Usted sabe muy bien lo que esto significa». Al oír estas palabras, ella se sintió invadida por un extraño e irresistible sentimiento y, arrancándose el anillo del dedo, lo arrojó por la ventana. A continuación se produjo, como es natural, un silencio sepulcral, tras lo cual la paciente abandonó en seguida la reunión profundamente disgustada. Poco tiempo después, la «casualidad» quiso que pasara las vacaciones de verano en un balneario donde se encontraban también el señor y la señora A. La señora A empezó por entonces a ponerse visiblemente nerviosa, por lo que la mayoría de las veces sus indisposiciones la obligaban a quedarse en casa, y la paciente tuvo así la ocasión de salir a pasear a solas con el señor A. En cierta ocasión, los dos fueron a dar un paseo en bote. La paciente se sentía traviesamente feliz y se cayó de repente por la borda. Como no sabía nadar, el señor A tuvo que hacer un gran esfuerzo para rescatarla, y cuando consiguió subirla de nuevo al bote, ella había perdido a medias el conocimiento. Entonces él la besó. Con este romántico suceso los lazos quedaron bien anudados. Para disculparse ante sí misma, la paciente se esforzó aún más enérgicamente por comprometerse con el señor B, convenciéndose a sí misma a todas horas de que lo amaba. Como es natural, este curioso juego no pasó inadvertido a la aguda mirada de los celos femeninos. La señora A, su amiga, había intuido su secreto y sufría la correspondiente tortura. Esto acrecentó aún más su nerviosismo e hizo necesario que tuviera que partir al extranjero para someterse a una cura. En la fiesta de su despedida, el espíritu maligno se llegó a oídos de la paciente para susurrarle lo siguiente: «Esta noche está solo, es necesario que te ocurra algo para que puedas volver a su casa». Y eso mismo fue también lo que sucedió: su extraña conducta dio con ella en la casa del señor A, y ella consiguió lo que había estado buscando. Tras estas aclaraciones, todo el mundo se inclinará a pensar que sólo un refinamiento demoníaco sería capaz de urdir todo este encadenamiento de circunstancias y ponerlas a continuación

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en marcha. De lo refinado del asunto no se puede dudar. No obstante, su evaluación moral está sujeta a muchas más dudas, ya que estoy obligado a insistir enérgicamente en que los motivos que dieron lugar a la dramática representación de nuestra paciente no eran en absoluto conscientes para ella. Lo que le sucedió, sucedió en apariencia por sí solo, sin que ella fuera en modo alguno consciente de los motivos. Sin embargo, de lo que no cabe dudar a tenor de la entera prehistoria del asunto es de que, mientras que la consciencia se afanaba en llevar a buen puerto el compromiso con el señor B, inconscientemente todo apuntaba a este final. La compulsión inconsciente a tomar el otro camino fue más fuerte. Volvamos ahora a nuestras consideraciones iniciales, es decir, a la pregunta por el origen de lo patológico (o, lo que es lo mismo, extraño y excesivo) de la reacción al trauma. Basándonos en las conclusiones a que nos han permitido llegar experiencias reunidas por otras vías, hemos formulado la sospecha de que, además del trauma, en este caso se da también un trastorno en el terreno amoroso. Esta sospecha se ha visto confirmada al cien por cien, y este hecho nos ha enseñado que el trauma en el que supuestamente reside la causa de la enfermedad no es más que una ocasión para que se manifieste algo que hasta entonces no era consciente, es decir, un profundo conflicto erótico. Este hecho despoja al trauma de su significado patógeno, y en su lugar hace acto de presencia una concepción mucho más profunda y amplia, en la cual el agente patógeno es presentado como un conflicto erótico. Frecuentemente, llega a mis oídos la siguiente pregunta: ¿por qué tendría que ser precisamente el conflicto erótico la causa de la neurosis? ¿Por qué no puede ésta obedecer a un conflicto diferente? A ello ha de contestarse únicamente lo siguiente: nadie afirma que tenga que ser así; pero la experiencia nos enseña que así es {por muy grande que sea el número de padres, tíos, tías, padrinos y educadores que se escandalicen}. Lo cierto es que, pese a lo indignadamente que se nos asegure lo contrario, el amor10, sus problemas y sus conflictos revisten en la vida humana una importancia fundamental, una importancia que, como viene una y otra vez a descubrirnos un escrupuloso examen de estas cosas, es mucho mayor de lo que los mismos individuos se figuran. La teoría traumática debe, pues, ser abandonada por obsoleta. Con el descubrimiento, en efecto, de que la verdadera raíz de la

10. Como es natural, en ese amplio sentido, a él connatural, que no sólo abarca lo sexual.

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neurosis no reside en el trauma, sino en un conflicto erótico oculto, el primero se ve despojado de todo significado patógeno. 2. LA TEORÍA SEXUAL 425

Con este descubrimiento la cuestión del trauma quedaba solucionada y liquidada, pero, en contrapartida, el análisis tropezaba entonces con el problema del conflicto erótico, el cual, como muestra nuestro ejemplo, alberga un gran número de elementos anormales que prima vista hacen difícil su comparación con un conflicto erótico habitual. Lo primero que resulta aquí llamativo y poco menos que increíble es que sólo se tenga consciencia de la pose, hasta el punto de que la verdadera pasión de la paciente permanezca oculta para ella. No obstante, en este caso no se puede negar que la verdadera relación erótica permaneció sumida en la oscuridad, mientras que la pose se hizo dueña en solitario del campo de la consciencia. Si pasáramos a formular este hecho teóricamente, el resultado sería más o menos el siguiente: en la neurosis existen dos tendencias en estricta contradicción, y de las cuales una, al menos, es inconsciente. {A esta fórmula debe hacérsele el reparo de que, como todos pueden ver, parece haber sido cortada únicamente a la medida de este único caso, por lo que a nivel general carecería de validez. A formular este reparo empieza ya uno por inclinarse por el mero hecho de que a nadie le es posible conceder sin más que los conflictos eróticos estén tan generalmente extendidos. Uno tiende más bien a pensar que este tipo de conflictos tienen verdaderamente su sitio en la literatura, ya que se los representa como algo novelesco11. Pero esta concepción está muy lejos de ser acertada, porque, como todo el mundo sabe, donde se representan los dramas más increíbles y conmovedores no es en los escenarios teatrales, sino en los corazones de personas normales y corrientes, frente a las que pasamos inadvertidamente de largo y que, a no ser por sufrir una crisis nerviosa, jamás darían a conocer al mundo las terribles batallas que se libran en su interior. Y aunque lo que más difícil le resulte entender al profano sea lo frecuentemente que los enfermos son los primeros en no tener ni idea de que en su interior habría estallado la guerra civil, si se piensa en lo numerosas que son las personas que lo ignoran todo de sí mismas, a nadie le

11. Cf. la novela de Karin Michaelis Eheirrung; cf. asimismo el escrito de Forel Die sexuelle Frage.

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será lícito sorprenderse en demasía de que también haya quienes lo desconozcan todo de sus verdaderos conflictos.} {Aunque el lector estuviera dispuesto a admitir de ahora en adelante que existan conflictos patógenos e incluso inconscientes, no dudo de que se resistirá a aceptar que pudiera tratarse de conflictos eróticos. Y si mi querido lector es una persona un tanto nerviosa, esta sospecha llegará incluso a indignarle; porque lo cierto es que uno está acostumbrado, debido a la educación recibida en casas y escuelas, a santiguarse hasta tres veces ante palabras como «erótico» o «sexual», motivo por el que piensa oportunamente que este tipo de cosas no se dan o, si acaso, en muy raras ocasiones y muy lejos. Y es justamente aquí donde tienen su origen los conflictos neuróticos.} Como es sabido, el proceso cultural consiste en la progresiva doma de lo animal en el hombre y constituye un proceso de domesticación que no puede ser llevado a cabo sin que la naturaleza animal se rebele sedienta de libertad. Por la humanidad que hace esfuerzos por plegarse a las imposiciones de la cultura corre cada cierto tiempo como una especie de embriaguez: la Antigüedad grecolatina supo de ella en la ola de las orgías dionisíacas, que, viniendo desde Oriente a romper en sus costas, se convirtió en un componente esencial y característico de la cultura antigua, contribuyendo en no poca medida con su espíritu a que en un gran número de sectas y escuelas filosóficas de los últimos siglos precristianos el ideal estoico se transformara en ascesis, y a que del caos politeísta de aquella época surgieran las religiones ascéticas gemelas del mitraísmo y el cristianismo. Una segunda ola de embriaguez dionisíaca por la libertad corrió por la humanidad occidental en el Renacimiento. Es difícil juzgar la época en la que a uno le ha tocado vivir. Pero si vemos qué dirección toman las artes, el sentido del estilo y los gustos generales, lo que la gente lee y escribe, las asociaciones que funda, las «cuestiones» que están a la orden del día y las cosas contra las que ponen el grito en el cielo los pequeño-burgueses, veremos también que, en el amplio registro de nuestras actuales cuestiones sociales, una de las primeras es la llamada «cuestión sexual», de la cual son abogados personas que se agitan ante la moral sexual existente y a las que les gustaría sacudirse de encima el peso de la culpabilidad moral que siglos anteriores han venido depositando sobre el eros. A estas aspiraciones no se les puede negar sin más su existencia ni acusarlas de que carecerían de razón de ser; están ahí y tienen sin duda motivos para hacerlo. Resulta de mayor interés y utilidad examinar atentamente las raíces de estos movimientos de nuestro tiempo que unirse al

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coro de las plañideras morales que {con histérico arrobo} vaticinan el pronto hundimiento moral de la humanidad. Dejemos que los moralistas hagan uso de su prerrogativa y no confíen apenas en Dios, pensando que el hermoso árbol de la humanidad sólo podría prosperar apuntalándolo, ligándolo y recortándolo, a pesar de que el padre Sol y la madre Tierra le hayan permitido crecer para alegría suya según sabias y profundas leyes. Las personas serias saben que hoy en día existe algo así como una cuestión sexual. Se sabe que el rápido desarrollo de las ciudades y su nueva forma de trabajar, favorecida por una extraordinaria división del trabajo, y la creciente industrialización del campo y el aumento de la seguridad de las condiciones de vida privan a la humanidad de un gran número de oportunidades de expresar sus energías afectivas. El campesino y sus actividades, que son siempre diversas y le procuran, en virtud de su contenido simbólico, satisfacciones inconscientes que los trabajadores de las fábricas y los oficinistas no conocen ni obtendrán jamás; la vida en la naturaleza, los hermosos momentos en los que el campesino hunde como señor y fecundador de la tierra el arado en el surco y arroja con gesto majestuoso las semillas de la futura cosecha; su justificado temor a la violencia destructora de los elementos; su alegría ante la fertilidad de su mujer, que le da hijos e hijas que representan una nueva fuerza de trabajo y un mayor bienestar: todas éstas son cosas de las que nosotros, los hombres urbanos, modernas máquinas de trabajar, estamos soberanamente alejados. ¿Acaso no nos falta ya la más natural y bella de las satisfacciones: poder contemplar la llegada de nuestra propia simiente, la «bendición» de los hijos, con alegría pura y sin mezcla? {Los matrimonios en que no florecen todas las artes de alcoba pueden contarse con los dedos de la mano. ¿No es éste el comienzo de nuestra despedida de las alegrías que la madre naturaleza otorgó a sus hijos primogénitos?} ¿Es posible felicitarse por ello? Luego la gente se arrastra a su trabajo (por las mañanas hay que ver las caras a las 7.30 horas en el tranvía), donde el uno fabrica sus ruedecitas y el otro escribe cosas que no le interesan; ¿qué tiene de sorprendente que no haya un solo varón hecho y derecho que no sea miembro de tantas sociedades como días tiene la semana, o que para las mujeres florezcan toda clase de sectas en las que depositar sobre algún héroe del grupo todos esos anhelos incumplidos que el varón satisface «para su alborozo» en el restaurante bebiendo cerveza y dándose aires de importancia? A estas fuentes de insatisfacción se añade un hecho nuevo y nada pequeño. La naturaleza ha equipado al hombre indefenso y desarmado con un gran volumen de energía, que ha de

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capacitarle no sólo para soportar pasivamente los grandes peligros de la existencia, sino también para vencerlos. La madre naturaleza ha preparado a su hijo para soportar muchas necesidades {concediendo a su superación esa preciosa recompensa de que nos habla Schopenhauer cuando dice que la felicidad no es en realidad más que la cesación de la desgracia}. Contra estas apremiantes necesidades existenciales estamos protegidos la mayoría de las veces, por lo que todos los días somos tentados por la soberbia; pues el animal hombre se vuelve petulante siempre que la dura necesidad no le aprieta. ¿Es por ello por lo que realmente pecamos de soberbios? ¿En qué fiestas orgiásticas concedemos un momento de respiro a esta superabundancia vital de fuerzas? Nuestras ideas morales no contemplan este expediente. {Recapitulemos todas las fuentes desde las que se precipita la insatisfacción como un torrente sobre nosotros: la renuncia a seguir engendrando y dando a luz, cosa para la que la naturaleza nos ha equipado con gran cantidad de energías; la monotonía de la división actual del trabajo, por la cual es eliminado todo interés en la materia; y finalmente el aseguramiento de la vida contra la guerra, la anarquía, la violencia, las epidemias, la mortalidad infantil y femenina, del cual se sigue una gran economía de energía: todas estas cosas arrojan, una vez sumadas, un total de energías desocupadas que tienen forzosamente que hacerse un hueco. Pero ¿cómo? El número de los que se enfrentan a los peligros en gran medida connaturales a nuestra existencia practicando deportes de riesgo es relativamente reducido; la mayoría se ve obligada a crearse un equivalente de la calamidad en el alcohol, en un desenfrenado dar caza al dinero y en un embriagado y enfermizo cumplir con el deber y matarse a fuerza de trabajar, para de este modo escapar a un amenazador estancamiento de sus energías del que podrían seguirse extravagantes consecuencias. De ahí que hoy en día nos las veamos con una cuestión sexual. Por aquí le gustaría salir a la energía, pues eso es lo que desde siempre ha ocurrido gozándose de seguridad y buena alimentación. En semejantes circunstancias, no sólo se multiplican los conejos; por este tipo de caprichos naturales son también burlados los hombres. Burlados por haberse encerrado a cuenta de sus ideas morales en una estrecha jaula de cuya considerable estrechez nadie se apercibió mientras la amarga necesidad no apretó aún más el nudo. Pero ahora el cerco sobre el hombre urbano ha acabado por estrecharse demasiado. A su alrededor, seductora, acecha la tentación, y cual invisible alcahuete se abre paso a hurtadillas por la sociedad el conocimiento de los medios anticonceptivos, los cuales hacen que no haya pasado nada.}

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¿Pero por qué contenerse moralmente? ¿Por religiosa deferencia, acaso, a la cólera de Dios? Prescindiendo de una falta de fe profundamente extendida, las personas creyentes están también en su derecho a ser francas, preguntándose si ellas, de estar en el lugar de Dios, castigarían una travesura {erótica} con una condena poco menos que eterna. Ideas semejantes no pueden ser ya reconciliadas en absoluto con nuestro concepto decente de Dios. Nuestro Dios es por fuerza demasiado tolerante como para escandalizarse en exceso por algo así. {La falta de carácter y la hipocresía son mil veces peores.} Con ello se ha sustraído su trasfondo efectivo a la moral sexual12 un tanto ascética y, sobre todo, un tanto hipócrita de nuestro tiempo. ¿O acaso somos tan soberanamente sabios y estamos tan perfectamente instruidos en lo insignificante del devenir humano que eso nos libra de caer en la tentación? Por desgracia, las cosas están muy lejos de ser así {más bien nos tiene maniatados la sugestión tradicional, y por cobardía y despreocupación el rebaño continúa avanzando al trote por la misma senda}. El ser humano tiene en lo inconsciente un olfato muy fino para el espíritu de su época; adivina sus posibilidades e intuye en su fuero interno lo inseguro de los fundamentos de la moral actual, que ya no está asentada sobre una fe religiosa viva. De ahí nacen la mayor parte de los conflictos éticos de nuestro tiempo. El impulso sediento de libertad carga contra las vacilantes barreras de la moralidad: los hombres viven en tentación, quieren y no quieren. Y como ni quieren ni pueden pensar en lo que de verdad quieren, sus conflictos son en su mayor parte inconscientes, siendo de ahí de donde proceden las neurosis. La neurosis está por ello íntimamente vinculada, como podemos ver, con el problema de nuestro tiempo y representa en realidad un intento fallido por parte del individuo por resolver en sí mismo el problema general. Ser un neurótico significa estar en discordia consigo mismo. El motivo de esta discordia estriba en la mayoría de los individuos en que mientras a la consciencia le gustaría atenerse a sus ideales morales, lo inconsciente persiste en aspirar a su ideal inmoral (en el sentido contemporáneo de esta palabra), cosa que la consciencia preferiría en todo momento negar. A este tipo de personas les gustaría ser siempre más decentes de lo que en rigor son. Pero el 12. {La supresión de los burdeles es uno más de los hipócritas efectos contraproducentes de nuestra famosa moral sexual. La prostitución no desaparecerá por ello. Cuanto menos organizada esté y menos supervisada se vea, tanto más vergonzosa y peligrosa será. Puesto que este mal existe y seguirá existiendo siempre, seamos más tolerantes y hagamos que la cosa sea lo más higiénica posible. Si no nos hubiéramos tapado los ojos con anteojeras, la sífilis habría sido controlada hace ya mucho tiempo.}

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conflicto puede ser también el inverso; hay personas en apariencia extremadamente indecentes y que no están dispuestas a reprimir ni uno solo de sus deseos; sin embargo, en rigor ésta no es también más que una pose pecaminosa, pues, en el fondo, poseen un aspecto moral, precipitado en lo inconsciente como la naturaleza inmoral lo ha hecho en el hombre moral. (De ahí que deba hacerse todo lo posible por evitar los extremos, ya que todos ellos dan motivo para sospechar de la presencia de sus contrarios.) Era necesario comenzar por estas consideraciones generales, a fin de facilitar un tanto la comprensión de lo que debe entenderse por un «conflicto erótico». {Éste es el punto clave en la entera concepción de la neurosis.} A partir de aquí, se puede empezar a discutir, de un lado, la técnica psicoanalítica y, de otro, la cuestión de la terapia. {A esta última cuestión, no obstante, irían aparejadas un buen número de puntualizaciones y de difíciles observaciones casuísticas, que desbordarían en gran medida del marco de esta breve introducción. Hemos, pues, de contentarnos con volver a echar una mirada a la técnica del psicoanálisis.} En lo que a la técnica, se refiere, la cuestión decisiva es obviamente la siguiente: ¿cuál es el camino a la vez más corto y seguro de que dispongo para llegar a conocer lo que sucede en lo inconsciente del paciente? Los métodos empleados con este fin han sido diversos. El primero de ellos fue la hipnosis, consistente bien en interrogar al enfermo en estado de concentración hipnótica, bien en la producción de fantasías espontáneas por parte del paciente (en ese mismo estado). Este método sigue siendo aplicado ocasionalmente, pero en comparación con la técnica actual es demasiado primitivo y, por ello, insatisfactorio. El segundo de estos métodos, conocido con el nombre de método asociativo13, vio la luz en la Clínica Psiquiátrica de Zúrich y su valor es sobre todo de carácter teórico-experimental. Con él se consigue llegar a formarse una idea amplia, aunque superficial, del conflicto inconsciente («complejo»)*. El método más profundo es el análisis de los sueños, descubierto por Freud14. De los sueños se puede decir que la piedra que desecharon los constructores se ha convertido en la piedra angular. Sin embargo, el sueño, ese fugaz e insignificante producto de nuestra alma, no empezó a sufrir un desprecio tan acusado hasta los tiempos 13. Cf. Jung, Estudios diagnósticos de asociación, 2 vols., 1906/1909 [OC 2]. * La exposición de la teoría de los complejos se encuentra en Psicología de la demencia precoz, 1907 [OC 3,1]. 14. Freud, Die Traumdeutung, 1900 [La interpretación de los sueños].

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modernos. Antaño se veía en él a un emisario del destino, a un amonestador y consolador, a un mensajero de los dioses. Hoy nos servimos de él como emisario de lo inconsciente; su misión consiste en revelarnos los secretos que están ocultos a la consciencia, y el sueño cumple este cometido con un sorprendente lujo de detalles. La exploración analítica de los sueños descubrió que el sueño tal y como nosotros lo recordamos no es más que una fachada que no permite adivinar nada del interior de la casa. Ahora bien, si hacemos, siguiendo para ello unas determinadas reglas técnicas, que el soñante descienda a los detalles de su sueño, veremos muy pronto que sus ocurrencias giran en una cierta dirección y en torno a ciertas cuestiones, las cuales tienen un significado personal y encierran un sentido que, de entrada, no se hubiera sospechado que pudiera ocultarse tras el sueño, pero que, sin embargo, como con claridad cabe mostrar merced a cuidadosas comparaciones, guarda una relación {simbólica} muy precisa y en extremo sutil con su fachada15. Este particular complejo de representaciones en el que convergen todos los hilos del sueño es el conflicto buscado, si bien dentro de una variación impuesta por las circunstancias. Lo embarazoso e incompatible del conflicto está ahí tan oculto o disuelto que se puede hablar de cumplimiento del deseo; no obstante, habría enseguida que añadir, los deseos que se cumplen en los sueños no son en apariencia los nuestros, sino aquellos que con frecuencia serían los primeros en venir a contradecirlos. Así, por ejemplo, una hija ama tiernamente a su madre, tras lo cual, sin embargo, sueña que ésta ha fallecido y que este hecho es para ella causa de una profundísima congoja. Este tipo de sueños, en los cuales no hay en apariencia la menor huella de cumplimiento de un deseo, son muy numerosos, y nuestros eruditos críticos dan una y otra vez traspiés por seguir siendo incapaces todavía {—incredibile dictu—} de empezar ante todo por distinguir entre el contenido manifiesto y el contenido latente del sueño. Es éste un error que hay que poner cuidado en no cometer: el conflicto trabajado en el sueño es inconsciente, igual que el intento resultante por solucionarlo. Nuestra soñante alberga de hecho la tendencia a que su madre se aparte de su lado; expresándolo en el lenguaje de lo inconsciente esto significa: que muera. Ahora bien, nosotros 15. {Las reglas del análisis de los sueños, las leyes de su construcción y el simbolismo conforman, unidos, prácticamente una ciencia, y son en cualquier caso uno de los capítulos más importantes de la psicología de lo inconsciente. Su comprensión es imposible sin estudios especiales.}

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sabemos que un cierto estrato de lo inconsciente da cabida a todas aquellas reminiscencias que ya no somos capaces de evocar en la memoria y a todos aquellos impulsos infantiles que no pudieron encontrar un empleo en la vida adulta, es decir, a toda una serie de desconsiderados deseos infantiles. Se puede decir que la mayoría de las cosas que tienen su origen en lo inconsciente poseen un carácter infantil; y como ellas este deseo, que en definitiva equivaldría a algo tan sencillo como lo siguiente: «¿Verdad, papá, que, cuando mamá muera, te casarás conmigo?». Esta expresión de deseos infantil es el sustitutivo de un deseo reciente de contraer matrimonio que la paciente observa no obstante, y por motivos que todavía sería preciso investigar (en este caso), con embarazo. Este pensamiento, o mejor, la seriedad de la intención correspondiente, ha sido, como suele decirse en estos casos, «reprimido en lo inconsciente», por lo que se ve obligado a expresarse de manera infantil, ya que los materiales que están a disposición de lo inconsciente son en su mayoría reminiscencias infantiles. {Como han venido a mostrar las últimas investigaciones de la escuela de Zúrich16, estos materiales no sólo estarían compuestos por reminiscencias infantiles, sino también por «recuerdos raciales» que transcenderían las barreras individuales.} {Dado que éste no es el lugar para que amontonemos un gran número de ejemplos a fin de esclarecer ese campo extraordinariamente complicado que constituye el análisis de los sueños, tendremos que contentarnos con los resultados de la investigación: los sueños son un sustitutivo simbólico de un deseo personal importante al que no se ha prestado la suficiente atención durante el día, es decir, sobre el que se ha operado una «represión». Debido a la orientación moral predominante, esos deseos insuficientemente reconocidos que se esfuerzan por salirse simbólicamente con la suya en el sueño son por lo general deseos eróticos. De ahí que no sea aconsejable que contemos en voz alta nuestros sueños frente a personas enteradas, porque con frecuencia su simbolismo es transparente para quien conoce las reglas. Uno de los ejemplos más claros a este respecto está representado por las tan frecuentes pesadillas, que por lo general son un símbolo de intensos deseos eróticos.} En apariencia, los sueños se demoran con frecuencia en detalles absolutamente pueriles, por lo que causan en nosotros una ridícula impresión. O bien sucede que su apariencia externa es 16. Cf. Jung, Transformaciones y símbolos de la libido, 1912 [versión revisada y ampliada en OC 5].

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hasta tal punto incomprensible que lo más que podemos hacer es confesar la enorme perplejidad que nos causa, motivo por el cual siempre hemos de vencer una cierta resistencia antes de armarnos de paciencia y ponernos en serio a analizar su confusa estructura. De conseguir al fin penetrar en el verdadero significado de un sueño, nos encontraremos sin embargo en mitad de los secretos del soñante y advertiremos con asombro que incluso los sueños en apariencia más absurdos están llenos de sentido, así como que en ellos sólo se habla de asuntos del alma sobremanera graves e importantes. Este descubrimiento hace que tengamos que mostrar un poco más de respeto ante la antigua creencia supersticiosa en el significado de los sueños, cosa para la cual el espíritu racionalista de nuestro tiempo no había mostrado hasta ahora ninguna simpatía. Como dice Freud, el análisis de los sueños es la «vía regia» hacia lo inconsciente; el análisis de los sueños nos lleva a descubrir los secretos personales más profundos, por lo que constituye un instrumento inapreciable en las manos del médico y del educador de almas. En correspondencia, los ataques de quienes se nos oponen arremeten también contra este método con argumentos que, en lo esencial (si prescindimos de las corrientes personales), responden en gran medida a la profunda impronta escolástica por la que todavía se caracteriza el pensamiento científico de nuestros días. Si hay algo que venga a sacar despiadadamente a la luz la moral fraudulenta y la pose hipócrita del ser humano y a confrontarlo de una manera plástica con el otro lado de su carácter, es sin duda el análisis de los sueños; ¿qué podría entonces tener de extraño que algunos tengan la impresión de que les han pisado el dedo gordo del pie? En este punto tengo siempre que acordarme de la magnífica estatua del placer mundano en la catedral de Basilea, que al frente exhibe una sonrisa arcaico-dulce, pero que por detrás está cubierta de sapos y culebras. El análisis de los sueños le da la vuelta a la situación y muestra por fin el otro lado. Difícilmente podría seguirse discutiendo el valor ético de esta corrección de la realidad. Se trata de una operación dolorosa, pero sobremanera útil, que exige mucho de médico y paciente. En lo que tiene de técnica terapéutica, el psicoanálisis se compone en lo esencial de un gran número de análisis de sueños. En el curso de este tratamiento, los sueños van sacando progresivamente a la superficie la suciedad de lo inconsciente a fin de exponerla al poder desinfectante de la luz diurna, y a lo largo del proceso se recupera también algún fragmento de valor que se creía perdido. Se trata de una catarsis de singular naturaleza, que recuerda lejanamente

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a la mayéutica socrática, el «arte de la comadrona». No hay, sin embargo, que engañarse con respecto a este asunto: para ese gran número de personas que han adoptado frente a sí mismas una actitud en buena medida afectada y objeto de una fe inconmovible, el psicoanálisis es ante todo un suplicio en el que, conforme a la mística y antigua sentencia, «Entrega lo que tengas, y se te dará», están obligadas a empezar por renunciar a todas esas ilusiones en las que más íntimamente habían depositado su fe, para hacer que algo más profundo, hermoso y completo nazca en ellas. Lo que en el tratamiento psicoanalítico vuelve a ver la luz del día son verdades muy antiguas, y resulta especialmente curioso que en las cumbres de nuestra cultura actual haya la necesidad esta singular versión de la educación anímica, una educación que, a pesar de que el psicoanálisis alcance profundidades mucho más hondas, se puede comparar en más de un aspecto con la mayéutica de Sócrates. En el enfermo tropezamos siempre con un conflicto que en un determinado punto está relacionado con los grandes problemas de la sociedad, por lo que, cuando el análisis llega hasta él, el conflicto en apariencia individual del enfermo revela ser un conflicto general de su entorno y de su tiempo. En este sentido, la neurosis no es en realidad sino un intento individual (aunque fallido) de solucionar un problema general; de hecho, está obligada a serlo, porque un problema general, una «cuestión», no es un ens per se, sino algo que existe únicamente en el corazón del hombre individual. {La «cuestión» que mueve al enfermo, es —I can’t help it— la «cuestión sexual», o, por decirlo aún más precisamente, el problema de la moral sexual actual. Los crecientes deseos del enfermo de vivir la vida, disfrutarla y contemplar una realidad llena de colorido son muy capaces de tolerar los límites que necesariamente le impone la realidad, pero no así de hacer lo propio con las barreras arbitrarias y mal fundamentadas de la moral actual, la cual ahoga en exceso el espíritu creador que brota de las profundidades de la tiniebla animal. Porque} el neurótico alberga en sí el alma de un niño, al que le cuesta mucho sobrellevar que se le impongan limitaciones que para él no tienen ningún sentido; el neurótico, desde luego, se esfuerza por hacer suya la moral, pero al hacerlo entra en una profunda discordia y desunión consigo mismo: por un lado, quiere controlarse, por otro, liberarse, y a esta lucha se le llama neurosis. De tenerse una consciencia clara de todos los aspectos de este conflicto, es obvio que nunca se producirían síntomas neuróticos; éstos sólo surgen cuando uno no es capaz de ver el otro lado de su ser y lo urgente de sus problemas. Únicamente con esta condición cobra realidad el síntoma,

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que de este modo contribuye a que el otro lado tenga la oportunidad de expresarse. El síntoma es, por tanto, una expresión indirecta de deseos no reconocidos que, de ser conscientes, entrarían en vehemente conflicto con nuestras ideas morales. Como se ha dicho ya, esta dimensión oscura del alma escapa a la mirada de la consciencia, el enfermo, pues no puede negociar con ella, corregirla, resignarse o renunciar a ella, porque en rigor él no es en absoluto el propietario de los impulsos inconscientes; tras haber sido expulsados de la jerarquía del alma consciente, se convierten más bien en complejos autónomos, que el análisis sólo podría domeñar superando grandes resistencias. Entre los pacientes, son muchos los que se ufanan de no conocer conflictos eróticos; aseguran que la cuestión sexual es un disparate, por carecer ellos de toda sexualidad. Estas personas son incapaces de ver que, en contrapartida, su camino es obstaculizado por otras muchas cosas de origen desconocido, como humores histéricos, trabas que ponen a sí mismos y a sus allegados, fiebres gástricas nerviosas, dolencias de todo tipo y condición, estados de irritación que no responden a ninguna causa y todo el ejército restante de síntomas nerviosos. {Aquí es donde se esconde lo que falta, porque al gran conflicto del hombre cultural actual sólo unos pocos predilectos del destino escapan; la gran mayoría toma parte en este conflicto general y, además, de modo necesario.} Se le ha reprochado al psicoanálisis que pretendería liberar los impulsos animales del hombre (por fortuna reprimidos) y que, al obrar de este modo, esta terapia podría estar abriéndole la puerta a calamidades imprevisibles. Este temor es una prueba evidente de la poca confianza que se tiene en la eficacia de nuestros actuales principios morales. Se hace ver como si la moral fuera la única razón por la que los hombres se retraerían de dar rienda suelta a sus instintos, pero mucho más eficaz efecto regulador tiene, sin embargo, la necesidad, la cual impone a la realidad unos límites mucho más convincentes que todos los principios morales. Es cierto que el análisis libera los impulsos animales, pero no, como quieren algunos, para ponerlos directamente en manos de una actividad desenfrenada, sino al servicio de usos superiores, y ello respetando las posibilidades de los distintos individuos y la necesidad que cada uno de ellos tenga de tales usos («sublimados»). No hay, en efecto, una sola circunstancia en la que ser los dueños absolutos de nuestra personalidad no suponga una ventaja, pues, de lo contrario, los contenidos reprimidos de la personalidad se limitarán a obstaculizar nuestros pasos en otros lugares, y, por cierto, no en aquellos sin importancia, sino en los más sensibles de todos;

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este gusano destruye siempre la pepita. {De ahí que siempre sea mejor aprender a soportarse, en lugar de estar en guerra consigo mismo, dejando de resolver inútilmente las dificultades internas en la fantasía para convertirlas en una experiencia real. De este modo se conseguirá al menos vivir, en lugar de consumirse en estériles luchas.} Pero si se educa a las personas para que distingan con claridad el lado oscuro de su naturaleza, hay que esperar que comprenderán también mejor a su prójimo y aprenderán a amarlo por este camino. De la disminución de la hipocresía y el acrecentamiento de la tolerancia para con uno mismo no pueden seguirse más que buenas consecuencias para el respeto al prójimo, porque si hay algo que les resulte sencillo a los hombres es acostumbrarse a proyectar también sobre los demás las injusticias y violencias de que hacen víctima a su propia naturaleza. {Al englobar el conflicto individual en el problema moral general, el psicoanálisis transciende con mucho los límites de una mera terapia médica, entregando al paciente una sabiduría vital basada en puntos de vista empíricos que, junto al conocimiento de su propio ser, le facilita a la vez distintas oportunidades para pasar a formar parte de ese orden de cosas. En qué consisten esos diversos puntos de vista es algo en lo que no podemos entrar aquí. Igualmente, sería difícil llegar a formarse una idea acertada del análisis basándose en la literatura actualmente disponible, ya que por el momento está muy lejos de haberse publicado todo lo que entraría en consideración en la técnica de un análisis en profundidad. En este terreno son muchos los problemas de envergadura que aguardan aún su solución definitiva. Por desgracia, el número de trabajos científicos en este campo sigue siendo todavía bastante reducido, ya que aún son demasiados los prejuicios que inducen al grueso de los estudiosos a abstenerse de colaborar en esta magna empresa.} {Todos esos fenómenos desacostumbrados y enigmáticos que se agrupan en torno al psicoanálisis hacen sospechar —conforme a los mismos principios psicoanalíticos— que aquí está pasando algo muy importante, algo a lo que (como es habitual) el público cultivado empieza por oponer los afectos de la más viva resistencia. Pero magna est vis veritatis et praevalebit [grande es la fuerza de la verdad y prevalecerá].}

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IV LA ESTRUCTURA DE LO INCONSCIENTE*

1. LA DIFERENCIACIÓN ENTRE INCONSCIENTE PERSONAL E INCONSCIENTE impersonal 442

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Desde los días en que se produjo una ruptura con la escuela de Viena por la cuestión del principio analítico de explicación (sexualidad o energía pura y simple), nuestras ideas han recorrido un largo camino. Una vez dejado de lado el prejuicio sobre el fundamento explicativo por el supuesto de un fundamento puramente conceptual, cuya naturaleza se dejó en suspenso, el interés se volvió al concepto de lo inconsciente. Como es sabido, para la concepción freudiana los contenidos de lo inconsciente se reducen a tendencias infantiles reprimidas a causa de su carácter incompatible. La represión es un proceso que da comienzo en la primera infancia bajo el influjo moral del entorno, perviviendo a lo largo de la vida. Mediante el análisis estas represiones son eliminadas, y los deseos reprimidos, hechos conscientes. En teoría, lo inconsciente se vería de este modo vaciado y, por así decirlo, suprimido, pero en la práctica continúa generando fantasías de deseos infantiles y sexuales hasta la vejez [202]**. * Reproducimos aquí el trabajo sobre el que C. G. Jung basó la redacción de Las relaciones entre el yo y lo inconsciente (cf. § 202 ss. del presente volumen), que en la versión aquí reproducida no fue nunca publicado en lengua alemana. Este trabajo, una conferencia de 1916 pronunciada en la Escuela Zuriquesa de Psicología Analítica, fue publicado con el título de «La Structure de l’Inconscient» en Archives de Psychologie XVI (1916). Los pasajes de la versión original que fueron modificados o tachados más tarde han sido reproducidos entre paréntesis en las notas a pie de página. La segunda versión, más reciente, figura en el texto entre llaves. ** [Los números encerrados entre corchetes hacen referencia a los párrafos de la versión definitiva, reproducida en el presente volumen.]

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De acuerdo con la teoría freudiana, lo único que alberga lo inconsciente serían aquellas partes de la personalidad que, de no haber sido en realidad reprimidas por el proceso cultural, podrían ser igualmente conscientes. {Aunque desde un cierto punto de vista las tendencias infantiles de lo inconsciente son las primeras en saltar a la vista, sin embargo sería una equivocación proponer una definición o un juicio de valor generales sobre lo inconsciente a partir de ellas. Lo inconsciente posee también una distinta dimensión:} En su perímetro no sólo deben incluirse los contenidos reprimidos, sino también todo ese material psíquico que no ha alcanzado el umbral de la consciencia. Es imposible explicar el carácter subliminal de todos estos materiales valiéndose del principio de la represión, porque en tal caso con su levantamiento el ser humano se haría con una memoria fenomenal que ya no olvidaría nada [203]. Destacaremos que, aparte del material reprimido, en lo inconsciente se encuentran también todos aquellos contenidos psíquicos que han descendido por debajo del umbral de la consciencia, incluidas las percepciones sensoriales subliminales. Además, en virtud no sólo de una amplia experiencia, sino también por razones teóricas, sabemos que lo inconsciente contiene también ese material que todavía no ha alcanzado el umbral de la consciencia. Dicho material está compuesto por los gérmenes de futuros contenidos conscientes. Asimismo, tenemos también todos los motivos del mundo para sospechar que lo inconsciente está muy lejos de hallarse en reposo —en el sentido de mostrarse inactivo— y se mantiene en todo momento ocupado en agrupar y reagrupar las llamadas fantasías inconscientes. Hay que pensar que esta actividad sólo discurriría de forma relativamente independiente en casos patológicos y que, por lo general, está correlacionada con la de la consciencia en una relación compensatoria [204]. Debemos suponer que, al tratarse de adquisiciones de la existencia individual, todos estos contenidos poseen una naturaleza . (Primera versión: Según esto, el contenido esencial de lo inconsciente tendría un carácter personal. Sabemos hasta qué punto es verdadera la teoría freudiana y hasta qué punto pecarían de fantasiosas las quejas de Freud y sus discípulos a cuenta del rechazo de la sexualidad, el principio de la represión, etc. Los fenómenos descritos por Freud son reales, pero no comprenden la totalidad de los fenómenos inconscientes.) . (Primera versión: El cambio es real, pero constituye un caso específico. Si lo que llamamos mala memoria fuera siempre y en todo lugar una consecuencia de la represión, las personas que tienen una memoria excelente no podrían ser víctimas de represiones o neurosis. La experiencia nos dice que las cosas están muy lejos de ser así. Sin duda, existen casos que presentan una memoria anormalmente mala y en los que a primera vista es obvio que la represión se lleva la parte del león. Pero lo cierto es que este tipo de casos son relativamente raros.)

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personal. Puesto que dicha existencia es limitada, en propiedad el número de las adquisiciones de lo inconsciente tendría también que serlo, y en tal caso entraría dentro de lo posible que lo inconsciente fuera vaciado durante el análisis, es decir, que algún día llegara a realizarse un inventario exhaustivo de los contenidos inconscientes por medio del análisis, en el sentido, por ejemplo, de que lo único en ser aún producido por lo inconsciente fuera lo ya conocido anteriormente o lo que hubiera sido previamente acogido en la consciencia. Del mismo modo habría que concluir, como se ha hecho notar ya, que la producción inconsciente podría ser detenida poniéndose fin al descenso de los contenidos conscientes en lo inconsciente por medio del levantamiento de la represión. Esto último es algo que, según nos dicta la experiencia, sólo es posible en una muy reducida medida. Nosotros animamos a nuestros pacientes a que conserven los contenidos reprimidos que han sido asociados de nuevo a la consciencia y les den cabida en sus planes. Pero, a juzgar por lo que la experiencia nos enseña diariamente, esta manera de proceder no parece tener ningún efecto en lo inconsciente, pues de sus profundidades siguen brotando tranquilamente lo que parecen las mismas fantasías sexuales infantiles que, de conformidad con la teoría anterior, tendrían que deberse a represiones personales. Si se continúa examinando este tipo de casos de forma consecuente, va poniéndose poco a poco al descubierto todo un inventario de fantasías desiderativas incompatibles de sorprendente composición. Junto a todas las perversiones sexuales posibles, se tropieza también con todos los crímenes imaginables, las más grandes hazañas que figurarse pueda y curiosos pensamientos de cuya existencia jamás se habría sospechado en el analizando [205]. A título de ejemplo de lo que acabo de decir, me gustaría recordar el caso de aquel paciente esquizofrénico de Maeder para quien el mundo era, según sus propias palabras, su particular libro de estampas. El paciente en cuestión era un desventurado aprendiz de cerrajero que había enfermado muy pronto y que a lo largo de su vida nunca había dado prueba de haber sido agraciado con prendas espirituales de ningún tipo. En lo que concierne a su idea de que el mundo era su particular libro de estampas, un libro en el que le bastaba con darse la vuelta y mirar hacia otro lado para pasar de página, está claro que esta idea no es más que la expresión en un lenguaje metafórico y primitivo del mundo como voluntad . A. Maeder, Psychologische Untersuchungen an Dementia Praecox-Kranken, 1910.

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y representación de Schopenhauer. La intuición del enfermo posee un carácter tan majestuoso como las ideas del filósofo. La única diferencia estriba en que la intuición del primero no ha superado el estadio de una mera excrecencia, mientras que en el caso del segundo esa misma idea ha abandonado el estadio intuitivo por el de una abstracción que se expresa en un lenguaje de validez universal [228]. Sería, pues, del todo falso suponer que la idea del paciente posee un carácter y un valor personales. En ese caso habría que reconocerle al paciente la dignidad de un filósofo. Pero, como he hecho notar ya, filósofo es solamente quien eleva la idea que ha brotado naturalmente al nivel del pensamiento abstracto, trasladándola así a los dominios del lenguaje por todos reconocido. Las ideas filosóficas de Schopenhauer constituyen un valor personal de su exclusiva propiedad. En cambio, las intuiciones del paciente no son más que un valor impersonal que ha prosperado de forma natural y sobre el que el único autorizado a invocar derechos personales de propiedad sería quien elevara dichas intuiciones a la categoría de una idea abstracta, traduciéndolas a un lenguaje de validez universal. Sin embargo, sería un error estimar en demasía el valor de este último logro y querer reconocérsele al filósofo incluso el mérito de haber elaborado o dado a luz esta idea. La idea primitiva nace en él tan naturalmente como en el enfermo y no es sino un fragmento más de esos bienes universales de la humanidad a los que en principio todos tienen acceso. Las manzanas de oro proceden de un mismo árbol, sea un aprendiz de cerrajero o el mismísimo Schopenhauer quien las descubra [229]. Este tipo de ideas primitivas, de las cuales he brindado un gran número de ejemplos en mi trabajo sobre la libido, le inducen a uno a establecer una distinción entre los materiales inconscientes, una distinción que posee un carácter diferente al de la operada entre lo preconsciente y lo inconsciente o entre lo subconscious y lo unconscious. De lo justificado de estas distinciones no seguiremos discutiendo aquí. Cada una de ellas posee un determinado valor y es sin duda merecedora de que se profundice en ella como tal punto de vista. La distinción que la experiencia me ha obligado a realizar reclama sólo el valor de un punto de vista más. De lo dicho hasta ahora se sigue que en lo que llamamos inconsciente tenemos en cierto modo que distinguir un estrato, al que cabría bautizar con el nombre de inconsciente personal. Los materiales albergados en dicho estrato poseerían una naturaleza personal por ostentar una serie de características que los distinguirían, de una parte, como una adquisición de la existencia individual y, de otra,

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como un factor psicológico que podría ser igualmente consciente [218]. Por un lado, es del todo comprensible que elementos psicológicos incompatibles sean víctimas de una represión, haciéndose, por tanto, inconscientes, pero, por otro lado, eso no es obstáculo para que los contenidos reprimidos, una vez reconocidos, puedan volver a ser hechos conscientes y mantenidos en la consciencia. Reconocemos que estos materiales constituyen contenidos personales porque podemos demostrar que sus efectos o su origen se localizan en nuestro pasado personal o hacen parcial acto de presencia en él. Son componentes constitutivos de la personalidad que forman parte del inventario de una personalidad de estas características, componentes cuya ausencia en la consciencia se salda con una inferioridad en este o aquel aspecto, aunque no con una inferioridad que, por ejemplo, poseyera en sí misma el carácter psicológico de una mutilación orgánica o de un defecto congénito, sino en la que se aprecia más bien el carácter de una omisión por la que se impondría un resentimiento moral. Que esa inferioridad sea moralmente percibida o sentida indica siempre que el fragmento que falta es algo que a juicio del sentimiento no debería en realidad ausentarse o de lo que, en otras palabras, cabría ser consciente a poco que uno se tomara las molestias pertinentes. El sentimiento moral de inferioridad no obedece acaso a un choque con la ley moral general, en cierto sentido arbitraria, sino al conflicto con el propio ser, que en razón del equilibrio psíquico exige que el déficit sea compensado. Siempre que dicho sentimiento de inferioridad hace aparición, su sola presencia indica que existe un imperativo a asimilar un fragmento inconsciente, así como la posibilidad de dicha asimilación. En última instancia quienes obligan a una persona, bien mediante el conocimiento de la necesidad, bien de forma indirecta, pasando por la tortura de una neurosis, a asimilar su ser inconsciente y tener de él consciencia son sus cualidades morales. Quien avanza a lo largo de este camino de conscienciación de su ser inconsciente conduce forzosamente el contenido de su inconsciente personal a la consciencia, ampliando así de un modo considerable el perímetro de su personalidad [218]. {Me gustaría añadir de inmediato que esa «ampliación» concierne ante todo a la consciencia moral, al autoconocimiento, pues por lo general los contenidos inconscientes que son liberados y conducidos a la consciencia por el análisis son contenidos incom. Por ejemplo, deseos o tendencias reprimidos incompatibles con la moral o los sentimientos estéticos del individuo.

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patibles y, por ello, reprimidos, debiendo entenderse por ellos deseos, recuerdos, tendencias, proyectos, etc. Son los mismos contenidos que, por ejemplo, hace salir también a la luz de una manera similar —si bien en una medida mucho más reducida— una confesión general. Con todo, la analogía con la confesión sólo resulta apropiada en lo que se refiere a la anamnesis, en lo que ésta tiene también de reproducción consciente. Lo demás se sigue por norma general del análisis de los sueños. Con frecuencia resulta extremadamente interesante observar la manera en que los sueños van haciendo que emerjan —paso a paso, operando una exquisita selección— los puntos más importantes. El conjunto de todo el material tiene como resultado, una vez agregado a la consciencia, una esencial ampliación del horizonte, un conocimiento de sí más profundo, del que hay que suponer que debería ser el más indicado para que la persona ganara en modestia y «humanidad», no obstante lo cual no deberíamos olvidar que aun el autoconocimiento, del que no hay sabio que no espere los mejores efectos, opera de manera diversa en los distintos caracteres. Tal cosa permite que se tengan las experiencias más curiosas en el análisis práctico. Pero de ello trataré en el siguiente capítulo} [218]. 2. CONSECUENCIAS DE LA ASIMILACIÓN DE LO INCONSCIENTE 451

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El proceso de asimilación de lo inconsciente se ve seguido por curiosos fenómenos. Unos edifican sobre él una infatuación o amor propio manifiesto e incluso desagradablemente intensificado: lo saben todo, están enteramente al corriente en lo que a su inconsciente concierne. Creen estar perfectamente al tanto de todo lo que de allí emerge, y en cualquier caso con cada hora que pasa se suben con cada vez más decisión a las barbas de su médico. Otros, en cambio, se sienten cada vez más oprimidos por los contenidos de lo inconsciente y a cada momento que pasa pierden un poco más de su amor propio o su infatuación, aproximándose a una sorda resignación respecto a las muchas cosas extraordinarias que tienen allí su génesis. Aquéllos asumen llevados por su amor propio una responsabilidad hacia su inconsciente que llega demasiado lejos y transciende toda posibilidad real; éstos se niegan finalmente a ser responsables de nada que les atañe, aplastados por la consciencia de la impotencia del yo frente al imperio de lo inconsciente sobre el destino [221]. Si observamos ahora más de cerca estas dos formas de reacción, el análisis nos descubrirá que tras el amor propio optimista

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de los primeros se esconde una sensación de desamparo igual de profunda o, mejor dicho, mucho más profunda todavía, frente a la cual el optimismo consciente transmite la apariencia de no ser más que una compensación fallida. Tras la resignación pesimista de los segundos, sin embargo, se agazapa una obstinada voluntad de poder que, en lo que concierne a su seguridad en sí mismos, supera con mucho el optimismo consciente de los primeros [222]. {Con estas dos formas de reacción me he limitado a describir dos extremos groseros. Diferenciar una más amplia gama de matices respondería más fielmente a la realidad. Como he señalado en otro lugar, todos los analizandos empiezan por abusar inconscientemente de los descubrimientos del análisis, siguiendo en cada caso particular los derroteros que les marca su actitud neurótica, a no ser que al comienzo mismo del tratamiento se vean liberados hasta tal punto de sus síntomas como para poder abstenerse de toda terapia ulterior. En esta fórmula reside también un punto de partida desde el que dar comienzo a la descripción de los efectos del autoconocimiento analítico. Uno de los factores más importantes en este caso es el constituido por el hecho de que en este estadio inicial todo continúa entendiéndose en el nivel del objeto, es decir, sin separarse imago y objeto y, por tanto, en relación directa con el segundo. Así, quien tenga en los «demás» el objeto de su predilección extraerá de todo aquello que en este estadio del análisis podría engullir como autoconocimiento la siguiente conclusión: «¡Luego así son los demás!», sintiéndose a continuación obligado, de acuerdo con su particular forma de ser, tolerante o intolerante, a bañar al mundo con su luz. El segundo, en cambio, que se siente más bien el objeto de sus semejantes que su sujeto, se sentirá abrumado por estos descubrimientos, experimentando el consiguiente hundimiento. (Como es natural, prescindo de esas numerosas naturalezas más superficiales que no acceden más que a una experiencia somera de estos problemas.) En los dos casos se produce una intensificación de la relación con el objeto: en el primero, en un sentido activo; en el segundo, en un sentido reactivo, produciéndose la aparición de una clara intensificación del elemento colectivo; uno dilata el perímetro de sus acciones, el otro, el de sus pasiones} [223]. {Adler se ha servido de la expresión «semejanza con Dios» . En cierto sentido, la semejanza con Dios está ahí antes del análisis, por así decirlo, a priori, y ello no sólo en el neurótico, sino también en el individuo normal, con la diferencia de que en éste la persona está efectivamente separada de la percepción de lo inconsciente, y en aquél esta separación le resulta cada vez más difícil. Como consecuen-

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a fin de describir ciertos rasgos básicos de la psicología neurótica del poder. Al hacer uso yo también aquí de este término oriundo de Fausto, el sentido que pretendo darle es más bien el de aquel conocido pasaje en el que Mefistófeles, tras escribir en el álbum de recuerdos del estudiante el versículo del Génesis, añade a continuación las siguientes palabras: Limítate a seguir el viejo dicho y a mi tía, la serpiente, ¡y ten por cierto que algún día te horrorizará tu semejanza con Dios!

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La semejanza con Dios guarda relación, como bien puede verse, con el saber, con el conocimiento del bien y del mal. El análisis y la conscienciación de los contenidos inconscientes se ven seguidos por un cierto grado de tolerancia superior, mediante la cual son también aceptados algunos fragmentos relativamente difíciles de digerir de la caracterología inconsciente. Esta tolerancia ofrece la apariencia de ser muy «superior» y sabia, y con mucha frecuencia no es más que un bello gesto que, sin embargo, atrae hacia sí toda clase de consecuencias. De lo que se trata, en efecto, es de reunir dos esferas hasta entonces cautelosamente separadas. Tras haberse superado no pequeñas resistencias, la unión de los pares de opuestos se ha verificado con éxito, por lo menos a primera vista. Esta total penetración, la yuxtaposición de lo que hasta ese momento estaba separado y la aparente superación del conflicto moral que de este modo cobra expresión, es causa de un sentimiento de superioridad al que cabe muy bien referirse con la expresión «semejanza con Dios». Esa misma yuxtaposición del bien y del mal, sin embargo, puede tener también como consecuencia el padecimiento del conflicto cósmico, el despertar del dios que sufre. Tal sería la otra forma de asemejarse a Dios} [224]. La semejanza con Dios, ahora bien, es un concepto que nada tiene de científico, pese a lo cual describe con acierto el hecho psicológico como tal, siendo preciso examinar con más detenimiento cuál sería el origen de esta actitud (así como los méritos que habría hecho para ser conocida por este nombre). Como la misma expresión indica, el anormal estado del analizando consiste en atribuirse valores que obviamente no puede invocar como cia de su especial sensibilidad, el neurótico participa en un grado mayor que el individuo normal en los procesos de lo inconsciente, por lo que en su caso la «semejanza con Dios» es más evidente. Con el conocimiento de lo inconsciente que procura el análisis, dicha semejanza se refuerza, lo cual puede advertirse, entre otras cosas, en el desagradable dogmatismo de ciertas opiniones psicoanalíticas.

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suyos, ya que ser «semejante a Dios» significa ser semejante a un espíritu superior al espíritu humano. Cuando conservamos para su uso psicológico la hipostatización del concepto de Dios, observamos que este término no sólo comprende ese hecho dinámico que he sometido a discusión en mis Transformaciones y símbolos de la libido, sino también una cierta función mental que posee un carácter colectivo de orden superior al de la mente individual. En efecto, de la misma manera que el individuo no es sólo un ser radicalmente aislado y único en su género, sino también un ser social, la mente humana no es únicamente un fenómeno singular y enteramente individual, sino también un fenómeno colectivo. Y del mismo modo que ciertas funciones o impulsos sociales se hallan, por así decirlo, en contradicción con los intereses de los individuos singulares, la mente humana posee también ciertas funciones o tendencias que, a consecuencia de su naturaleza colectiva, se hallan igualmente en contradicción con contenidos individuales. Este hecho obedece a que, desde que nace, toda persona posee un cerebro altamente desarrollado, que le permite acceder a una rica función mental que no ha adquirido ni desarrollado ontogenéticamente. Dado que los cerebros humanos muestran un grado similar de desarrollo, la función mental de este modo posibilitada es también colectiva y universal. Es partiendo de aquí como debe explicarse la circunstancia, por ejemplo, de que los inconscientes de los más lejanos pueblos y razas muestren un notabilísimo parecido, el cual se ve, entre otras cosas, en el hecho, tantas veces puesto de relieve, de que los modelos y motivos míticos autóctonos presenten un extraordinario número de coincidencias [235]. La semejanza universal de los cerebros tiene como resultado la posibilidad universal de una función mental homogénea. Esta función es la psique colectiva, la cual se divide en espíritu colectivo y alma colectiva. Así como hay diferencias entre razas, tribus e incluso familias, existe también, superpuesta a la psique colectiva . Este conflicto se produce cuando hay que someter los deseos o ideas personales a las leyes sociales. Cf. J. J. Rousseau, Émile, I: «Que faire… quand, au lieu d’élever un homme pour lui-même on veut l’élever pour les autres? Alors le concert est impossible. Forcé de combattre la nature ou les institutions sociales, il faut opter entre faire un homme ou un citoyen; car on ne peut faire à la fois l’un et l’autre» [«¿Qué hacer… cuando, en vez de educar a un hombre para sí mismo, se quiere educarlo para los demás? El concierto es entonces imposible. Forzado a combatir a la naturaleza o a las instituciones sociales, hay que optar entre hacer a un hombre o a un ciudadano; pues no se puede hacer a la vez una cosa y otra»]. . El espíritu colectivo es aquí el pensar colectivo, el alma colectiva, el sentir colectivo, y la psique colectiva, la entera función psíquica colectiva.

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«universal», una psique colectiva que permanece circunscrita a la raza, la tribu o la familia. Por decirlo en palabras de P. Janet, la psique colectiva comprende las parties inférieures de las funciones mentales, la parte que está firmemente asentada y que, por así decirlo, discurre de forma automática, siendo a la vez congénita y ubicua, es decir, la parte suprapersonal o impersonal de la función mental individual. La consciencia y nuestro inconsciente personal comprenden las parties supérieures de las funciones mentales, es decir, la parte adquirida y desarrollada ontogenéticamente, a la que se deberían las diferencias personales [235]. Así pues, el individuo que agrega la psique colectiva que le ha sido conferida a priori y de forma inconsciente al patrimonio adquirido ontogenéticamente, amplía el perímetro de su personalidad de forma injustificada y con las correspondientes consecuencias. En la medida, en efecto, en que la psique colectiva coincide con la partie inférieure de la función mental y, por tanto, con lo que se subordina a toda personalidad como su base, es gravosa para la personalidad y disminuye su valor, lo que se manifiesta en aquella mortificación del amor propio y en el inconsciente incremento del énfasis del yo, que en ocasiones llega a convertirse en una voluntad enfermiza de poder [235]. Pero en la medida en que la psique colectiva se antepone también a la personalidad por ser la que como sustrato materno posibilita realmente las diferencias personales y constituye la función mental común a todos los individuos, su agregación a la personalidad puede también provocar una hipertrofia del amor propio, que será compensada a su vez por un extraordinario sentimiento inconsciente de inferioridad. {Mediante el análisis de su inconsciente personal, en efecto, el individuo se vuelve consciente de cosas de las que, sin duda, era ya consciente en el caso de otras personas, pero no así en el suyo. Gracias a este descubrimiento, pues, pierde un tanto de su singularidad, se vuelve más colectivo, su dimensión colectiva se ve, como hemos dicho ya, fortalecida. Las consecuencias de este tornarse más colectivo no sólo son «malas»; pueden ser «positivas», ya que también hay personas que reprimen sus mejores cualidades y claudican de forma consciente y sin medida ante sus deseos infantiles. Aunque con el levantamiento de las represiones personales lo primero en llevarse a la consciencia son elementos puramente personales, a ellos van adheridos sin embargo también los elementos colectivos de lo inconsciente, los impulsos, cualidades y representaciones (imágenes) universales, así como todas aquellas fracciones «estadísticas» propias de nuestras virtudes y vicios promedio: «Todo el mundo tiene algo de criminal, de ladrón, etc.», como suele decirse.

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Finalmente, acaba tomando forma una imagen viviente que contiene bastante de lo que se mueve en ese tablero blanco y negro que es el mundo, tanto lo bueno como lo malo, preparándose de esta manera poco a poco una semejanza con el mundo a la que un buen número de naturalezas dispensa una calurosa acogida y que, en ocasiones, es también el momento decisivo en la cura. He sido testigo de algunos casos que, al llegar a este estado, han conseguido por primera vez en la vida inspirar amor y sentir amor ellos mismos; o bien se atrevieron a dar ese salto hacia lo incierto al que hubieron de agradecer el encuentro con su personal destino. Y también he visto a no pocas personas que, por pensar que este estado era el definitivo, han perseverado durante años en una cierta euforia emprendedora. Como es natural, en muchas ocasiones he podido oír cómo se alababan este tipo de casos como un resultado de la terapia analítica. Si bien yo mismo soy terapeuta, siempre me he enorgullecido de no engañarme con respecto a mis éxitos. Estando aún interesado en la hipnosis, pude comprobar espantado la mendacidad de los datos ofrecidos por ciertos libros de renombre. Resolví no hacer jamás semejante cosa, y por ello he de decir que los casos que corresponden psicológicamente a esos seres eufóricos y emprendedores están aquejados por una capacidad tan reducida para diferenciarse del mundo, que nadie podría considerarlos nunca como un ejemplo de curación real. De ahí que arrojen una luz singular sobre aquellos casos clásicos: soy de la opinión, en efecto, de que están curados y enfermos en la misma medida. He tenido en efecto la oportunidad de hacer un seguimiento de los ejemplos más «brillantes», y tengo que confesar que con frecuencia presentaron síntomas de inadaptación, así como que, en la medida en que perseveraron en dicha línea, en todos ellos fue surgiendo poco a poco esa esterilidad y monotonía que caracteriza a todos los «des-yoizados». Como es natural, estoy hablando otra vez de casos límite y no de esas personas menos valiosas y más ordinarias y normales, cuyas cuestiones adaptativas son más bien de naturaleza técnica que problemática. Si en mí prevaleciera el terapeuta sobre el investigador, me sería imposible, como es natural, resistirme a rodear de un cierto halo de optimismo mis juicios, porque en dicho caso mi mirada se posaría en el número de las curaciones. Pero mi conciencia de investigador no se fija en el número, sino en la calidad de las personas. Por desgracia, la naturaleza es aristocrática, y una persona valiosa pesa lo mismo que diez que no lo son. Mi mirada ha seguido a los hombres de calidad, y de ellos he aprendido lo ambiguo que es el resultado del análisis meramente personal, y también a comprender los motivos de esa ambigüedad} [236].

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Si al asimilar lo inconsciente damos cabida a la psique colectiva en el inventario de las funciones mentales personales, se produce una disolución de la personalidad en sus pares de opuestos. Junto al par delirio de grandeza-sentimiento de inferioridad, tan claro en las neurosis y del cual hemos hablado ya, existen otros muchos pares de opuestos, aunque de todos ellos aquí sólo me limitaré a destacar el par específicamente moral, es decir, el constituido por el bien y el mal (Scientes bonum et malum). La psique colectiva no hace distingos, y junto a todo lo demás hay también en ella un sitio para las virtudes y vicios específicos del ser humano. Ahora bien, unos tienen sus virtudes colectivas por un mérito personal, mientras que otros añaden sus vicios colectivos a la lista de sus deudas personales. Ambas cosas son tan ilusorias como la grandeza y la inferioridad, pues las virtudes figuradas, lo mismo que los vicios figurados, son únicamente los pares morales de opuestos contenidos en la psique colectiva y que han hecho notar su presencia o han sido hechos conscientes de forma artificial. Hasta qué punto están contenidos estos pares de opuestos en la psique colectiva viene a mostrárnoslo el ejemplo de los primitivos, entre los cuales una misma tribu es alabada por unos observadores por sus excelentísimas virtudes y a la vez denostada por otros por lo extraordinariamente perverso de sus vicios. En el caso de los primitivos, cuyo grado de desarrollo personal, como es sabido, se halla todavía en sus inicios, ambas cosas son ciertas, pues su función mental es esencialmente colectiva. El primitivo es aún en mayor o menor medida idéntico a la psique colectiva, por lo que posee igualmente las virtudes y los vicios colectivos, sin contradicciones internas y sin que ni unas ni otros puedan serle imputados personalmente. La contradicción sólo se produce cuando da comienzo el desarrollo de la persona en la mente y la razón vislumbra la naturaleza incompatible de los opuestos. La consecuencia de este descubrimiento son los conflictos de la represión. Uno quiere ser bueno, por lo que debe reprimir lo malo; este punto señala también el fin del paraíso de la psique colectiva [237]. La represión de la psique colectiva es lisa y llanamente una necesidad del desarrollo de la personalidad10. {El desarrollo de . (Primera versión: Ambos caminan de la mano con el acrecentamiento y la reducción del amor propio.) . (Primera versión: ... en la medida en que se hizo consciente...) 10. (Primera versión: ... pues la psicología colectiva y la psicología personal son en cierto sentido incompatibles. Siempre que una actitud psicológica adquiere un valor colectivo en la historia del espíritu, da inmediatamente comienzo una sucesión de cismas. Donde más claramente puede verse esto es en la historia de la religión. Una actitud co-

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la personalidad en el primitivo, o, mejor dicho, el desarrollo de la persona, es una cuestión de prestigio mágico. Quienes aquí señalan el camino son las figuras del hechicero o del jefe de la tribu. Ambos se destacan del resto por lo singular de sus adornos y su manera de vivir, es decir, por la expresión de su ser. Estos peculiares signos externos sirven para diferenciar a un individuo del resto y la posesión de secretos rituales especiales acentúa aún más dicha separación. Con estos y otros medios similares el primitivo genera una envoltura en torno a sí, a la que puede darse el nombre de persona (máscara). Es sabido que entre los primitivos es precisamente valiéndose de máscaras reales como se opera un enaltecimiento de la personalidad en ocasiones especiales, como las constituidas, por ejemplo, por las fiestas totémicas. De este modo, el individuo destacado parece evadirse de la esfera de la psique colectiva y, de hecho, en la medida en que consiga identificarse con su persona, se evade de ella realmente. Esta evasión le confiere un prestigio mágico. Como es natural, sería fácil decir que el motivo que impulsa este desarrollo es el afán de poder. Se olvida totalmente, sin embargo, que la génesis del prestigio es siempre el producto de un compromiso colectivo, es decir, que para que aquélla pueda tener lugar ha de haber alguien que desee ese prestigio, así como un público que busque a alguien a quien poder conferírselo. En tales circunstancias, sería una equivocación decir que uno se reviste de prestigio partiendo de un deseo individual de poder: se trata más bien de un asunto eminentemente colectivo. Puesto que la sociedad en su conjunto necesita de forma inconsciente de una figura de carácter mágico, en el posible portador del símbolo dicha necesidad se sirve como vehículo de la voluntad de poder, y en el resto, de su voluntad de someterse a él, provocando de este modo la aparición del prestigio personal. Como muestra la historia del origen de la política, este fenómeno reviste una importancia fundamental en la vida social de los pueblos. Aun hoy, el prestigio personal no ha visto menoscabado ni en un ápice su importancia como factor de desarrollo social} [237]. lectiva, pese a ser necesaria, encierra siempre una amenaza para el individuo. La actitud resulta amenazadora porque sofoca y ahoga con demasiada facilidad la diferenciación personal. Esta cualidad la actitud la debe a la psique colectiva, que no es sino el producto de la diferenciación psicológica del poderoso instinto gregario humano. El pensar, el sentir y los logros colectivos resultan relativamente fáciles en comparación con la función y los logros individuales, de donde se sigue con suma facilidad esa nivelación con la función colectiva tan peligrosa para el desarrollo de la personalidad. La pérdida de personalidad es sustituida, siguiendo una ley psicológica eterna, por una vinculación y una identificación compulsivas e inconscientes con la psique colectiva.)

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{En virtud de la importancia del prestigio personal —importancia que haremos bien en no subestimar jamás—, la posibilidad de que sufra una disolución regresiva en la psique colectiva supone una amenaza, y ello no sólo para el individuo destacado, sino también para los de su partido. Sin embargo, esta posibilidad sólo puede darse cuando la meta del prestigio, es decir, la validez universal, ha sido alcanzada ya. Con ello la persona se convierte en una verdad colectiva, y éste es siempre el comienzo del fin. Crear prestigio, en efecto, no sólo constituye un logro positivo para el individuo destacado, también para su clan. Uno destaca por ejercitar el poder, la multitud, por renunciar individualmente a él. Mientras esta actitud deba ser conquistada y mantenida frente a influencias hostiles ambientales, el logro seguirá siendo positivo; pero tan pronto como ya no exista ningún obstáculo y la actitud se haya vuelto colectiva, es decir, válida a título universal, el prestigio perderá su valor positivo y devendrá por regla general un caput mortuum. Luego se inicia un movimiento cismático, y el proceso vuelve a empezar desde el principio} [238]. {Como la personalidad reviste una extraordinaria importancia para la vida de la comunidad, todo lo que pueda perturbar su desarrollo es observado también como una amenaza. La mayor amenaza estriba sin embargo en la disolución prematura del prestigio debido a una irrupción de la psique colectiva. Uno de los medios primitivos más conocidos para conjurar este peligro consiste en una incondicional ocultación. El pensamiento, el sentir y el logro colectivos son relativamente fáciles en comparación con la función y el logro individuales, por lo que la tentación de hacer que la función colectiva ocupe el lugar de la personalidad diferenciada es siempre muy grande. Mediante el debilitamiento, primero, y luego la final disolución en la psique colectiva (negación de Pedro) de la personalidad diferenciada y protegida por el prestigio mágico, se produce una «pérdida del alma» en el individuo, pues, en efecto, se ha omitido o anulado un importante logro. Por ello, la violación de un tabú se ve seguida con frecuencia de un castigo draconiano, el cual guarda una perfecta correspondencia con la seriedad de la situación. Mientras se insista en contemplar estas cosas en términos puramente causales, es decir, como residuos históricos y metástasis del tabú del incesto, seguirá siendo imposible comprender qué podrían encerrar de bueno estas medidas. Pero si observamos el problema desde una perspectiva teleológica, se verán aclaradas muchas cosas que yacían hasta ese momento en la oscuridad} [239]. {A efectos del desarrollo de la personalidad, por tanto, la ra-

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dical diferenciación respecto de la psique colectiva es un requisito indispensable, porque toda diferenciación defectuosa es causa de una inmediata disolución de lo individual en lo colectivo} [240]. A partir de aquí, sin embargo, existe el peligro de que en el análisis de lo inconsciente la psique individual se mezcle con la colectiva, lo cual tiene las desagradables consecuencias citadas más arriba. Cuando el paciente tiene cierto poder sobre su entorno, tales consecuencias van en perjuicio de su vitalidad o de quienes le rodean. En su identidad con la psique colectiva, en efecto, el paciente tratará inevitablemente de imponer a los demás las pretensiones de su inconsciente, porque la identidad con la psique colectiva acarrea consigo un sentimiento de universalidad («semejanza con Dios»), para el cual la diferente psique de sus vecinos no supone ningún obstáculo. {La actitud colectiva presupone como algo natural que la psique de los demás tiene que ser igual de colectiva, ya que de lo contrario no sería colectiva en absoluto. Sin embargo, tal cosa supone pasar por alto las diferencias individuales sin ningún miramiento y deparar un trato equivalente a diferencias tipo también presentes dentro de la psique colectiva. Pasar por alto todo lo individual se salda, como es natural, con una asfixia del individuo, viéndose así extirpado el elemento diferenciador en una sociedad. El elemento diferenciador es el individuo. Los mayores logros en virtud, al igual que los crímenes más abyectos, son individuales. Cuanto más grande sea una sociedad, y cuanto mayor sea el apoyo brindado a causa de prejuicios conservadores a la suma de los factores colectivos característica de toda gran comunidad en detrimento de lo individual, tanto mayor será la aniquilación moral y espiritual del individuo, y tanto más cegada se verá la única fuente del progreso ético y espiritual de la sociedad. De este modo, lo único en prosperar es naturalmente la sociedad y cuanto el individuo tiene de colectivo. En cambio, lo que tiene de individual se ve condenado a la destrucción, es decir, a la represión. Con ello lo individual se precipita en lo inconsciente, transformándose allí regularmente en lo que por principio es malo, en lo destructivo y anárquico, lo cual, aun haciéndose notar socialmente en individuos singulares y con tendencias proféticas en destacados actos criminales, permanece sin embargo en penumbra en todos los demás, haciendo notar únicamente su presencia de manera indirecta en una inevitable decadencia moral de la sociedad. Es un hecho manifiesto que la moralidad de una sociedad en su conjunto es inversamente proporcional a su magnitud, pues cuantos más individuos se reúnen, mayor es también el número de factores colectivos en ser sumados y mayor, asimismo,

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el número de factores individuales que desaparecen junto con la moralidad, por descansar ésta enteramente en el sentimiento moral y el mérito del hombre individual. De ahí que todo individuo en sociedad sea mucho peor persona que cuando actúa solo. Una gran sociedad, aunque esté formada por personas excelentes a título individual, tiene la misma moralidad e inteligencia que un animal antediluviano grande, estúpido y violento, y no que una asamblea de personas. Cuanto mayores son las organizaciones, tanto más inevitables son su inmoralidad y ciega estupidez. Por ello, cuando la sociedad llega incluso a acentuar de forma planificada las cualidades colectivas en sus representantes individuales, está premiando todo lo mediocre, todo lo que se apresta a vegetar de la manera más fácil e irresponsable; en cambio, la personalidad diferenciada e individualizada es exterminada. Este proceso da comienzo en la escuela, continúa en la universidad y se adueña de todo aquello donde el Estado mete mano.} {Cuanto más pequeño sea un cuerpo social, tanto más garantizada estará la individualidad de sus miembros y tanto mayor será su libertad y, por ende, su moralidad, pues sin libertad la moralidad no puede existir. Nuestra admiración por las grandes organizaciones desaparece en cuanto empezamos a vislumbrar la «otra cara» del milagro, es decir, la enorme acumulación y acentuación de todo lo primitivo en el ser humano, y la inevitable aniquilación de su individualidad en provecho del monstruo que, sin excluir a la Iglesia, toda gran organización es. En nuestros días, el hombre que responde en mayor o menor medida al ideal moral colectivo ha hecho de su corazón un antro de asesinos, conforme lo demuestra fácilmente el análisis de su inconsciente, aunque él mismo no se sienta en absoluto perturbado por este hecho. Y en la medida en que esta persona sea normal y esté adaptada, tampoco le molestará la grandísima perversidad de su sociedad, a poco que la mayoría de sus semejantes demuestren creer en la elevada moralidad de su organización social. De ahí que sean nuevamente los neuróticos quienes reaccionen, pero no porque la sociedad se haya convertido en un monstruo —esto es algo que normalmente les deja fríos—, sino porque son incapaces de soportar ese conflicto en sí mismos. Para que el neurótico alcance a solucionarlo, lo primero que hay que hacer es disminuir lo colectivo de su forma de ver las cosas} [240]. Es posible solucionar los mayores malentendidos al respecto comprendiendo y valorando que existen tipos psicológicos diversos cuya psicología no puede ser forzada a encajar en el esquema de nuestro propio tipo. Que un tipo pueda comprender íntegra-

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mente al otro es ya prácticamente imposible, pero comprender a la perfección a otra individualidad lo es absolutamente. De ahí que sea aconsejable mostrar respeto por las demás individualidades, y radicalmente necesario hacerlo en el seno de un análisis, so pena de correr el peligro de sofocar por completo el desarrollo personal del otro. No obstante, debe tenerse en cuenta a la vez que el primer tipo piensa que ha concedido libertad al segundo otorgándole libertad para actuar, mientras que el segundo cree haber hecho lo propio concediéndole al primero libertad para pensar. En el análisis ambas cosas deben estar garantizadas, en la medida en que el analista pueda mostrarse de acuerdo por motivos de autoconservación. Querer entenderlo e interpretarlo todo puede ser tan inútil y nocivo como no querer entender nada. El análisis de lo inconsciente permite poner de manifiesto el influjo que ejercen en nosotros las formas e impulsos básicos colectivos del pensamiento y el sentimiento humanos. Tales formas e impulsos constituyen así una adquisición de la personalidad consciente, la cual no puede hacerlos suyos íntegramente sin sufrir daños11. 11. En este punto me gustaría señalar que, al renunciar a preguntarme aquí cuál sería el aspecto ofrecido por nuestro problema a la luz de la psicología de los tipos, sigo un propósito deliberado. Para encontrar las fórmulas que habría que utilizar en el lenguaje de los tipos es necesario un examen específico y nada sencillo. El extravertido, por ejemplo, entiende por «persona» algo distinto que el introvertido. Aquí me contentaré con indicar las dificultades que acarrearía consigo una empresa como ésta. En la infancia, en efecto, la función consciente y adaptada es arcaico-colectiva. Con todo, esta función adquiere pronto un carácter personal, del que puede incluso llegar a revestirse para siempre en caso de que el individuo no se sienta especialmente impulsado a desarrollar su tipo hasta el ideal. De suceder esto último, la función consciente adaptada alcanza sin embargo un acabamiento que puede reclamar una validez universal, por lo que pasa a ostentar un carácter colectivista que se opone al carácter colectivo verdaderamente original. Según esta manera de expresarse, pues, la psique colectiva sería idéntica al «alma de la masa» en el individuo, mientras que la psicología colectivista constituiría una actitud sumamente diferenciada con respecto a la sociedad. En el introvertido la función consciente adaptada es el pensamiento, que en una etapa inferior del desarrollo es personal pero que, sin embargo, presenta una tendencia a asumir un carácter universal de naturaleza colectivista, a diferencia del sentimiento, el cual sigue siendo marcadamente personal si permanece consciente, y arcaico-colectivo, si permanece inconsciente o reprimido. Lo mismo debe decirse del pensamiento y el sentimiento del extravertido. Además de esta diferencia, de por sí considerable, el hecho de que el papel y el significado de la «persona» sean muy distintos en el introvertido y en el extravertido introduce una segunda diferencia mucho más honda. En el introvertido se trata de una aspiración a mantener la integridad del yo, resultando así una actitud con la propia persona muy distinta a la del extravertido, que todo lo cifra en sus sentimientos, incluso a costa de su propia persona. Con estas indicaciones debería ser suficiente para que pudiera verse a cuán extraordinarias dificultades tendría que hacer frente nuestra ex-

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Por ello, durante el tratamiento práctico es importantísimo no perder de vista la meta del desarrollo personal. Pues el hecho de concebir la psique colectiva como un bien o un lastre personales del individuo equivale a someter a la personalidad a una atracción o presión que serán casi imposibles de vencer. De ahí que sea absolutamente preciso distinguir con suma claridad lo inconsciente personal de los contenidos de la psique colectiva. Esta distinción, empero, no es nada fácil de realizar, porque lo personal brota de la psique colectiva y está íntimamente vinculado con ella. Por ello, es difícil decir qué contenidos deben calificarse de personales y cuáles han de considerarse como colectivos. Es indudable que, por ejemplo, los simbolismos arcaicos con los que tan a menudo es posible tropezarse en sueños y fantasías son factores colectivos. Son colectivos todos los impulsos básicos y todas las formas fundamentales del pensamiento y el sentimiento. Todo aquello que los hombres han convenido en considerar general es colectivo, igual que aquello que todos comprenden, que constituye un bien general y que todos dicen y hacen. De examinarse las cosas más de cerca, uno no deja de asombrarse al contemplar lo mucho que de propiamente colectivo encierra lo que se conoce como nuestra psicología personal. Es tal su volumen que lo individual desaparece por completo a su espalda. Pero puesto que la individuación constituye una exigencia psicológica absolutamente indispensable, contemplando el predominio de lo colectivo es posible hacerse una idea de la especialísima atención que, con el fin de que no se vea completamente ahogado por lo colectivo, ha de prestarse a este tiernísimo brote que es la «individualidad» [241]. El hombre posee una capacidad utilísima para los intereses colectivos y la más perjudicial de todas para la individuación: la imitación. La psicología social no puede desaconsejar en absoluto su cultivo, pues sin ella son imposibles las organizaciones de masas, el Estado y el orden social; y ella, es decir, no la ley, sino la imitación, concepto en el que se hallan incluidas la sugestibilidad, la sugestión y la contaminación espiritual, es la verdadera forjadora del orden social.

posición si quisiéramos contemplar nuestro problema desde el prisma de la psicología de los tipos. Esto explicaría también los motivos de que renunciemos a esta forma de ver las cosas. [Este tema es tratado ampliamente por el autor en sus Tipos psicológicos, donde tras un examen a fondo del material se abandona la identificación del introvertido con el tipo intelectual y la del extravertido con el tipo sentimental. Cf. Tipos psicológicos, definiciones, s. v. «tipo»; OC 6,1.]

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Sin embargo, un día tras otro vemos cómo se usa o, mejor, cómo se abusa del mecanismo de la imitación, a fin de distinguirse personalmente. Para ello, uno se limita lisa y llanamente a imitar una personalidad sobresaliente o una cualidad o conducta raras, con lo que sin duda se llega de hecho a una diferenciación del entorno más inmediato en un sentido superficial. Como castigo —se podría casi decir— la semejanza con la psicología del entorno, que no por eso deja de estar ahí, alza el vuelo hasta transformarse en un vínculo inconsciente y constrictivo con él. Por lo común, este intento, falseado por la imitación, de diferenciarse individualmente se queda en una pose, con lo que la persona permanece en el mismo estadio en el que ya se encontraba con anterioridad, sólo que unos pocos grados más estéril. Para descubrir lo que hay realmente de individual en nosotros, es necesario empezar por reflexionar con rigor, siendo ésta la forma en que tomamos súbitamente consciencia de las extraordinarias dificultades que lleva aparejadas el descubrimiento de lo individual [242]. 3. LA PERSONA COMO RECORTE DE LA PSIQUE COLECTIVA 464

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Llegados a este punto nos enfrentamos a un problema que se presta a una grandísima confusión cada vez que se pasa por alto. He mencionado ya que mediante el análisis de lo inconsciente personal lo primero en ser incorporado a la consciencia serían otros componentes personales, por lo que he propuesto designar a las partes de lo inconsciente que aun reprimidas siguen siendo susceptibles de hacerse conscientes con el título de inconsciente personal. Además, he mostrado que, al incorporarse a la consciencia los estratos más profundos de lo inconsciente —estratos que he propuesto bautizar con el nombre de inconsciente impersonal—, tiene lugar una ampliación de la personalidad que desemboca en el estado de «semejanza con Dios». Este estado se alcanza con la mera prosecución del trabajo analítico, gracias al cual empezamos a llevar de nuevo a la consciencia los componentes reprimidos de la personalidad. Al proseguir con el análisis, agregamos a la consciencia personal propiedades básicas de la humanidad todavía impersonales y universales, originándose esa ampliación a la que acabo de hacer referencia, que habría que considerar en cierto modo como una consecuencia desagradable del proceso de conscienciación [243]. La personalidad consciente es para nosotros un recorte más

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o menos arbitrario de la psique colectiva. En propiedad, se caracteriza únicamente por no ser a priori consciente de las cualidades humanas básicas y generales y haber reprimido a continuación, más o menos arbitrariamente, una serie de elementos psíquicos o caracterológicos de los que podría también ser consciente, para de este modo alcanzar justamente ese recorte de la psique colectiva que llamamos persona. La palabra persona es de hecho la expresión acertada en este caso, pues originalmente la persona era la máscara de que se servían los actores para cubrir su rostro y por la que podía reconocerse el papel que debían desempeñar en escena. De arriesgarnos, en efecto, a establecer una clara distinción entre lo que habría que calificar de material psíquico personal y lo que tendríamos que considerar material psíquico impersonal, somos enseguida presa de la mayor de las confusiones, porque, en rigor, del contenido de la persona nos vemos obligados a decir exactamente lo mismo que dijimos ya en su momento de la dimensión impersonal de lo inconsciente, es decir, que su naturaleza es colectiva. Sólo por la circunstancia de que la persona constituye un recorte más o menos aleatorio o arbitrario de la psique colectiva, podemos cometer el error de considerarla también a ella in toto como algo individual. Sin embargo, como su mismo nombre indica, la persona es tan sólo una máscara de la psique colectiva, una máscara que transmite la engañosa sensación de ser individual y que, no siendo realmente más que un papel interpretado a través del que toma la palabra la psique colectiva, hace que los otros y nosotros mismos pensemos que seríamos individuales [245]. Al analizar la persona, disolvemos la máscara y descubrimos que lo que aparentaba ser individual es en el fondo colectivo. Con ello devolvemos al «diosecillo de este mundo» a su origen, el dios universal, justamente la personificación de la psique colectiva. Al final, tomamos consciencia con asombro de que la persona era únicamente la máscara de la psique colectiva12. {En términos rigurosos, la persona no es en absoluto «real». La persona es un compromiso entre el individuo y la sociedad que tiene por objeto lo que «cada uno de nosotros aparenta ser». Cada uno de nosotros

12. (Primera versión: Reduzcamos las cosas a la pulsión fundamental de la sexualidad, con Freud, a la voluntad elemental de poder del yo, con Adler, o al principio general de la psique colectiva, que abarca tanto el principio freudiano como el adleriano, siempre llegaremos al mismo resultado: la disolución de la personalidad en lo colectivo. De ahí que en todo análisis lo suficientemente profundo se llegue a ese momento en que es preciso tomar consciencia de aquella «semejanza con Dios» mencionada más arriba.)

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adopta un nombre, adquiere un título, ejerce una función, y es esto o aquello. Todas estas cosas son sin duda reales, pero en comparación con la individualidad del sujeto en cuestión su realidad es sólo secundaria, un mero compromiso en el que en ocasiones los demás participan en la misma medida que él. El embrujo del nombre y otras pequeñas ventajillas «mágicas», como títulos y similares, aportan el prestigio necesario para que este compromiso pueda cobrar vida} [246]. {No sería justo, sin embargo, abandonar el hecho en este momento de la exposición sin a la vez reconocer que en la elección y definición peculiares de la persona reside ya algo individual, así como que, no obstante la identidad exclusiva de la consciencia del yo con la persona, el sí-mismo inconsciente, la verdadera individualidad, está presente en todo momento y se hace notar, si no de forma directa, sí indirectamente. Aunque la consciencia del yo es de entrada idéntica a la persona —esa figura de compromiso de la que uno se inviste para presentarse ante la colectividad y con la que, en dicha medida, interpreta un papel— el sí-mismo inconsciente no puede ser reprimido hasta el punto de no hacerse notar. Éste empieza por dar sus primeras señales de vida en la figura de las manifestaciones discordantes y compensatorias de lo inconsciente. La actitud puramente personal de la consciencia en estos casos suscita reacciones por parte de lo inconsciente, las cuales, junto a represiones personales, dan cabida a conatos de desarrollo individual y fantasías colectivas. Al analizarse lo inconsciente personal, el material colectivo es conducido a la consciencia junto con los elementos de la individualidad [247]. Cuando se eliminan las represiones personales, la individualidad y la psique colectiva emergen, pues, fundidas una con otra, liberando las fantasías personales antes reprimidas. Las fantasías y sueños que hacen ahora aparición adoptan un aspecto un tanto diferente, aunque yo no sería capaz de indicar en qué consiste ese cambio con la precisión suficiente como para que fuera posible reconocerlo a partir de su descripción. La única característica en la que hasta ahora me ha parecido ver un elemento indiscutiblemente común a todos esos sueños y fantasías sería la representada por su carácter «cósmico», es decir, por la relación de las imágenes oníricas y fantásticas con cualidades cósmicas, como la infinitud temporal y espacial, la enorme velocidad y extensión del movimiento, las referencias «astrológicas», las analogías telúricas, lunares y solares, etc. Que los elementos cósmicos hagan aparición de una forma tan clara significa que el sujeto se halla en el estado de «semejanza con Dios»} [250].

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Este estado anuncia muy a menudo su presencia por medio de síntomas específicos, por ejemplo, mediante sueños en los que uno vuela por el espacio exterior como un cometa, o resulta ser la Tierra, el Sol o una estrella, o posee un tamaño descomunalmente grande o pequeño, o ha muerto, o se halla en un lugar desconocido, ajeno a sí mismo, confuso o sin juicio, etc. También hacen aparición sensaciones físicas, como, por ejemplo, ser demasiado alto para la propia piel o estar demasiado gordo, o bien se tienen sensaciones hipnagógicas como caer o ascender sin término, o que el cuerpo aumenta de tamaño, así como sensaciones vertiginosas. Psicológicamente, este estado se caracteriza por una gran desorientación respecto a la propia personalidad, respecto a lo que uno seguiría siendo realmente; o bien sucede que se está especialmente seguro de saber en qué se habría convertido uno mismo en ese preciso momento. Son frecuentes la intolerancia, el dogmatismo y la alabanza y el desprecio de sí mismo, así como el menosprecio y la falta de comprensión hacia los no «analizados» y sus opiniones y actividades [250]. La abundancia de posibilidades que encierra la psique colectiva es causa de confusión y desorientación. Con la disolución de la persona se produce también un estallido de fantasías, que al parecer no serían sino la acción de la psique colectiva. Esta erupción de fantasías lleva a la consciencia materiales e impulsos de cuya existencia no se tenía en realidad hasta ese momento ni la más mínima sospecha13 [251]. Ser capaz de soportar esta impresión no siempre es sencillo14. {Subjetivamente, las cosas presentan con frecuencia otro aspecto, pues o bien la irrupción de lo inconsciente colectivo no es notada en absoluto, o bien se la contempla, en caso de ser notada, como un fenómeno positivo. En ambos casos la persona será desplazada sobre el tablero como cualquier otra figura de la fantasía, a no ser que consiga, apoyándose en la normalidad, levantar una vez más su persona anterior y ahogar de este modo su ulterior desarrollo. De este dilema volveremos a ocuparnos con detalle más adelante. La entrada en este proceso es inevitable siempre que el paciente tropieza, más allá de sus dificultades momentáneas de adaptación y de su resolución, con la necesidad de desarrollar su personalidad. Pondré expresamente de relieve que, como es natural, estas necesidades de desarrollo 13. (Primera versión: Se produce aquí el entero florecer del pensar y el sentir mitológicos.) 14. (Primera versión: De aquí que este estadio se cuente entre los verdaderos peligros del análisis, cosa que no debería silenciarse.)

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no hacen aparición en toda oportunidad, ya que en lo que cabría considerar como la mayoría de los análisis lo único en sopesarse de entrada es la solución de dificultades momentáneas de adaptación. En cambio, los casos más graves no pueden curarse si no se produce una profunda «modificación del carácter». En la mayoría, la adaptación a la realidad requiere un trabajo tan grande y tan insoslayable, que durante mucho tiempo la adaptación al interior, a lo inconsciente colectivo, no entra ni siquiera en consideración. En cambio, si esta última adaptación se convierte en un problema, lo inconsciente pasa a ser el punto de partida de una fuerza singular irresistible que confiere un nuevo giro al itinerario vital consciente. El influjo ejercido por lo inconsciente puede manifestarse en forma de una recaída en la neurosis, en la figura, que acabamos de ver, de una «semejanza con Dios» positiva o negativa, o de muchas otras maneras, aunque todas ellas se dejan reducir a dicha «semejanza» como a su fórmula fundamental, siendo una de sus notas características la desorientación en lo relativo a la significación última de la individualidad} [252]. Es éste un estado al que debería ponerse fin lo antes posible, ya que guarda una analogía demasiado estrecha con una perturbación del equilibrio mental. Una de las características esenciales de la gran mayoría de los desequilibrios mentales no orgánicos estriba en que lo inconsciente reprime y reemplaza en gran medida a la función consciente. El lugar de la función de realidad pasa a verse ocupado por lo inconsciente, que a partir de este instante se inviste de un valor real. Los pensamientos inconscientes se tornan audibles en forma de voces, o visibles en forma de visiones, o perceptibles en forma de alucinaciones físicas, o bien devienen juicios inconmovibles de naturaleza delirante cuya verdad es antepuesta a la de la misma realidad. De un modo parecido, aunque no idéntico, con la disolución de la persona en la psique colectiva lo inconsciente irrumpe en la consciencia. Pero lo que distingue a este proceso de un trastorno mental estriba en que lo inconsciente es sacado a la luz con la ayuda del análisis consciente, cuando menos al comienzo de este último, momento en el que todavía es preciso vencer grandes resistencias culturales contra lo inconsciente. Más tarde, una vez demolidas las barreras erigidas tiempo atrás, lo inconsciente acostumbra a hacer aparición de una forma más espontánea, hasta el punto de que en ocasiones llega incluso a derramarse en cierto modo en la consciencia. En este estadio es cuando más natural resulta la analogía con un trastorno del equilibrio psíquico {de modo similar, por ejemplo, a como los momentos de inspiración

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en los grandes hombres presentan con frecuencia un gran parecido con estados patológicos}. No obstante, tal cosa sólo sería una enfermedad mental real si el contenido inconsciente conformara una realidad que reemplazara a la realidad consciente15. {Los contenidos de lo inconsciente pueden incluso ser objeto de fe, sin que por ello pueda hablarse de un trastorno mental en el sentido riguroso de la palabra, ni siquiera aunque apoyándose en dichas convicciones se realicen actos poco habituales. La obsesión paranoica, por ejemplo, está más allá de la dependencia de la fe, pues surge a priori como una verdad que no necesita de aquélla para existir válida y eficazmente. En nuestro caso siempre es posible preguntarse si quien ha vencido ha sido la fe o la crítica. Un trastorno mental real no conoce esta alternativa.} 4. LOS INTENTOS POR LIBERAR A LA INDIVIDUALIDAD DE LA PSIQUE COLECTIVA

A) La reconstrucción regresiva de la persona 471

El insoportable estado de identidad con la psique colectiva urge, como ya se ha dicho, a adoptar soluciones radicales. Para disolver el estado de semejanza con Dios las vías disponibles son de entrada dos. La primera de ellas consiste en que uno haga un esfuerzo por reconstruir regresivamente el pasado estado de la persona, intentando domesticar lo inconsciente con la ayuda de una teoría reductiva; es decir, declarando, por ejemplo, que lo inconsciente no es más que sexualidad infantil, una sexualidad que, reprimida en el pasado, habría sobrepasado su plazo hace ya mucho tiempo y con respecto a la cual lo mejor que podría hacerse sería sustituirla por una sexualidad normal. Esta explicación se apoya en el evidente simbolismo sexual del lenguaje inconsciente, al que aquí se haría objeto de una interpretación literal. Una segunda posibilidad consiste en valerse de la teoría adleriana de la neurosis, concibiendo la semejanza con Dios como una «protesta masculina» y como un afán infantil de poder y una tendencia a la seguridad. Esta segunda opción se apoya en las no menos evidentes pretensiones de poder que el material inconsciente conlleva. Por último, también sería posible declarar que lo inconsciente no es más que la arcaica psicología colectiva de los primitivos, con 15. (Primera versión: ... es decir, si los contenidos de lo inconsciente fueran, en otras palabras, objeto de una fe incondicional.)

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lo que, además de tener suficientemente en cuenta el simbolismo sexual y las aspiraciones a un poder «semejante al de Dios» del contenido inconsciente, estaría también prestándose la atención debida a sus aspectos y tendencias religiosos, filosóficos y mitológicos. La conclusión es en todos los casos la misma: lo inconsciente no es más que esto o aquello, y en cualquier caso un esto y un aquello que se sabe conocidos y reconocidos desde hace ya tiempo como infantiles, inútiles, absurdos, inviables y obsoletos, por lo que lo único que se puede hacer al respecto es encogerse de hombros, quitarle importancia al asunto y resignarse. Si lo que en verdad se quiere es seguir viviendo de un modo racional, lo único que uno puede hacer es reconstruir todo lo buenamente que le sea posible ese recorte de la psique colectiva que llamamos persona, dejar a un lado los hechos analíticos y olvidarse cuanto antes de que se tiene un inconsciente. Uno se atiene entonces a las palabras de Fausto: Bastante conocido me es ya el mundo, Más allá se nos difumina la visión; ¡Loco es quien mira allá, parpadeando, E inventa un igual a él sobre las nubes! Que se detenga, firme, y mire en torno: No es mudo este mundo ante el que es digno. ¿Para qué va a buscar eternidad? Lo que conoce, puede alcanzarlo. Así va peregrinando por el día terrenal; Cuando todo está lleno de fantasmas, prosigue su marcha; Siguiendo su camino encuentra tribulación y fortuna, ¡Él! insatisfecho en todo instante [257].

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Esta solución sería la ideal si fuera cierto que el hombre puede realmente sacudirse de encima lo inconsciente hasta el punto de privarle también de su libido, reduciéndolo así a la inoperancia. Pero la experiencia nos dicta que no se le puede despojar de su energía, y que lo inconsciente permanece activo, pues contiene y es incluso la fuente misma de la libido, de la que manan en nosotros los elementos psíquicos primigenios, las ideas emocionadas y las emociones intelectivas, esas semillas aún indiferenciadas de lo formal y lo emotivo. Por ello, uno se llamaría a engaño si creyera que puede arrancar definitivamente a la libido de los brazos de lo inconsciente con la ayuda de algún tipo de teoría o método como si dijéramos mágicos, alcanzando así en cierto modo a cortocircuitarlo. Es posible alimentar por un tiempo esta ilusión, para, finalmente, tener un día que decir con Fausto:

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Ahora está el aire tan lleno de fantasmas Que nadie sabría qué hacer para esquivarlos. Por mucho que un día claro y sensato nos sonría, La noche nos enreda en una telaraña de sueños; Regresamos alegres de un campo joven, Un pájaro grazna; ¿qué grazna? Infortunio. Rodeados estamos de supersticiones, antiguas y nuevas: Aparecen, se muestran y avisan. Y así intimidados estamos solos. La puerta chirría, y no entra nadie. ¿Hay alguien ahí? Cuidado: ¡Responder que sí es forzoso! Fausto: ¿Y tú, quién eres tú? Cuidado: Alguien que está aquí. Fausto: ¡Aléjate de mí! Cuidado: En mi sitio estoy. .............................................................. Aunque no me oyera oído alguno, Que retumbar tendría yo en el corazón; En figura transformada Uso yo colérica violencia [258]. 474

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No es posible «analizar» lo inconsciente hasta el final, obligándolo así a callar. Nadie le arrebatará sus fuerzas a la larga. De ahí que conducirse con arreglo a la posibilidad aquí descrita no sea otra cosa que engañarse a sí mismo y recaer en una nueva forma de represión. {Mefistófeles contempla otra posibilidad que no debe desestimarse, pues responde a una realidad. Mefistófeles le dice a Fausto, a quien le repugna la «loca hechicería» y quien con gusto renunciaría a su atolladero: ¡Bien! Un medio que obtener sin dinero, Médico ni brujería: Sal ahora mismo al campo, Empieza a cavar y abrir la tierra, Mantente a ti y a tu mente En círculo estrechísimo, Susténtate de alimentos puros, Vive con el ganado como ganado, y no tengas por pillaje Abonar el mismo campo que cosechaste [258].

Quien alberga realmente en su interior la posibilidad de llevar este género de vida, nunca correrá el peligro de fracasar en

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cualquiera de las demás posibilidades, pues su naturaleza no le obligará a afrontar un problema que sus capacidades no le permiten entender. De tropezar, sin embargo, con el gran problema, esta salida estará cerrada para él.} B) La identificación con la psique colectiva 476

La segunda posibilidad está representada por la identificación con la psique colectiva. Tal cosa equivale a aceptar la «semejanza con Dios», sólo que elevándola ahora a la categoría de sistema; en otras palabras, uno es el afortunado propietario de la gran verdad que estaba por descubrir, del hallazgo definitivo en que se cifra la salvación de las naciones. Esta actitud no tiene por qué coincidir con una megalomanía, también puede hacerlo con esa forma más suavizada y bien conocida que encarnan el profeta y el mártir. Los espíritus débiles, en los que tan a menudo hay un sitio para una medida tanto mayor de ambición, vanidad e ingenuidad mal avenida, corren no pequeño peligro de sucumbir a esta tentación. Con el acceso a la psique colectiva el individuo ve renovada su vida. Esta renovación podrá resultarle agradable o desagradable, pero tanto si es lo uno como lo otro, lo cierto es que en el fondo todo el mundo quiere aferrarse a ella: uno, porque de este modo ve acrecentada la sensación que tiene de estar vivo; el otro, porque en ella está encerrada la promesa de que su sabiduría verá de este modo grandemente incrementado su caudal. De ahí que ambos, al negarse a perder el contacto con los grandes valores que yacen enterrados en la psique colectiva, aspiren a mantener abierto de alguna manera ese acceso recién conquistado a los fundamentos primigenios de la vida16. La identificación parece ser el camino más corto para ello, porque la disolución de la persona en la psique colectiva constituye una invitación formal a unirse en matrimonio con el «océano de la divinidad» y perderse desmemoriado en él. Los mejores hombres no son extraños a este arranque de misticismo, y al igual que a ellos a todos nosotros nos es también congénita la «nostalgia de la madre», ese volver la vista atrás hacia la fuente de la que uno brotó un día [260].

16. Quisiera recordar aquí la interesante observación de Kant en sus Lecciones de psicología cuando se refiere al «tesoro, escondido en el campo de las representaciones oscuras, que constituye el abismo profundo y para nosotros inalcanzable de los conocimientos humanos». Este tesoro, como he mostrado con detalle en mi trabajo acerca de la libido, es la suma de las imágenes primitivas de que está investida la libido o con las que se expresa.

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Como he mostrado en detalle más arriba, la nostalgia regresiva que Freud, como todo el mundo sabe, concibe como una «fijación infantil» o un «deseo incestuoso», alberga un valor y una necesidad especiales, como ponen de relieve los mitos, en los que justamente el mejor y más fuerte del pueblo, es decir, el héroe, es quien se rinde a esa nostalgia regresiva y se expone con conocimiento de causa al peligro de ser devorado por el monstruo del abismo materno primigenio. Si el héroe es héroe, sin embargo, lo es por no dejarse devorar definitivamente y derrotar a la bestia, y ello no sólo en una mera ocasión aislada, sino en gran número de ellas. Sólo la victoria sobre la psique colectiva tiene como resultado el verdadero valor, la conquista del tesoro, el arma invencible, el escudo mágico o lo que fuere que el mito haya urdido como bien apetecible. De ahí que quien se identifique con la psique colectiva —es decir, quien permita que el monstruo lo devore y se absorba en él— acceda también a los dominios del tesoro custodiado por la bestia, sólo que sin haberlo pretendido en absoluto, y tan sólo para su ruina [261]. {De ahí el no pequeño peligro de sumergirse en la psique colectiva a través de la identificación. Si esto ocurre, se da un paso atrás, y con ello se comete una nueva estupidez, negándose y reprimiéndose además el principio de individuación tras la máscara del acto individual y la ofuscación de figurarse que uno habría descubierto lo más propio de sí. En realidad, lo descubierto no ha sido eso, sino las verdades y errores eternos de la psique colectiva, donde justamente se pierde lo más propio de sí.} La identificación con la psique colectiva es, pues, un error que, aunque de otra forma, tiene un fin tan lamentable como el primer camino, es decir, que conduce a la separación de la persona y la psique colectiva. 5. PERSPECTIVAS PRINCIPALES PARA EL TRATAMIENTO DE LA IDENTIDAD COLECTIVA

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Con el fin de resolver el problema de cómo enfrentarse a la asimilación de la psique colectiva dentro del tratamiento práctico, primero tenemos que identificar los errores en que incurren los dos caminos hasta ahora discutidos. Como hemos visto, ninguno desemboca en los resultados apetecidos. El primero de estos caminos se limita a devolvernos al punto de partida, privándonos de los valores vitales que yacen en la psique colectiva. El segundo nos conduce en línea recta a la psique

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colectiva privándonos de nuestra existencia humana separada, la única, sin embargo, que ofrece la posibilidad de llevar una vida soportable y satisfactoria. Ambos lados encierran valores incondicionales de los que en ningún caso debería verse privado el individuo. El error, pues, no se encuentra ni en la psique individual ni en la colectiva, sino en la exclusión mutua. De esta inclinación es amiga la tendencia monista, que siempre y en todo lugar olfatea y busca un único principio. En tanto que tendencia psicológica general, el monismo es una peculiaridad del pensamiento y la sensibilidad culturales, y como tal responde al impulso de elevar esta o aquella función a la categoría de principio psicológico supremo. El tipo introvertido conoce únicamente el principio intelectual, mientras que el tipo extravertido conoce únicamente el principio emocional*. Este monismo psicológico, o, mejor dicho, este monoteísmo psicológico, cuenta entre sus ventajas con su sencillez, y entre sus desventajas con su unilateralidad. De un lado, excluye de sí la multiplicidad y la verdadera riqueza de la vida y del mundo; de otro, garantiza la viabilidad de los ideales de nuestro presente y de nuestro pasado inmediato. Pero en él no hay realmente un sitio para que el ser humano pueda prosperar. De esta tendencia a la exclusividad es también amigo el racionalismo. Lo propio de él consiste en descartar sin más todo lo que lógico-intelectualmente o lógico-afectivamente se oponga a su punto de vista. Con respecto a la razón, el racionalismo es asimismo monista y autocrático, y en este sentido hemos de estarle profundamente agradecidos a Bergson por haber roto una lanza a favor del derecho a existir de lo irracional. La psicología tendrá por ello que hacerse a la idea de que, por incómodo que esto pueda resultarle al espíritu científico, hay que reconocer la existencia de una pluralidad de principios. Sólo siguiendo este camino podrá evitarse la fosilización de la psicología. (En este sentido es mucho lo que la psicología tiene que agradecer a las investigaciones pioneras de William James.) Frente a la psicología individual, sin embargo, la ciencia tiene que renunciar incluso a sí misma. Porque hablar de una psicología individual científica es una contradictio in adjecto. El objeto de la ciencia está necesariamente constituido siempre y en toda ocasión por la parte colectiva de la psicología individual, pues el individuo, por definición, es único e irrepetible. Un psicólogo individual * Cf. § 462, nota 7.

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«científico» negaría la psicología individual y se haría sospechoso, y no sin fundamento, de hacer pasar su propia psicología por su psicología individual. Cada psicología individual tiene que contar con su propio manual, porque el manual general no contiene más que psicología colectiva. Con estas observaciones me gustaría ir adelantando algo sobre el tratamiento del problema antes nombrado. El error fundamental en que incurren ambos caminos estriba en que los dos identifican al ser humano con una u otra parte de su psicología. Y aunque ésta es tanto individual como colectiva, no lo es sin embargo hasta el punto de que sea necesario disolver lo individual en lo colectivo o lo colectivo en lo individual. Entre la persona y el concepto de individuo hay que establecer, en efecto, una rigurosa separación, pues la primera puede disolverse enteramente en lo colectivo. Lo individual, en cambio, es justamente lo que nunca puede fundirse o identificarse con lo colectivo ni ser jamás idéntico a ello. De ahí que identificarse con lo colectivo o separarse arbitrariamente de lo colectivo sean lo mismo que caer enfermo. Es absolutamente imposible, ahora bien, distinguir con precisión lo individual de lo colectivo en un caso individual, y además esta distinción no sería de especial ayuda para nuestro propósito ni tendría tampoco un excesivo valor para él. Es suficiente con saber que el alma humana es tan individual como colectiva y que su bienestar depende enteramente de que estas dos dimensiones aparentemente contradictorias cooperen entre sí de un modo natural. En los dominios de la vida puramente instintiva este conflicto, naturalmente, no existe, a pesar de que la vida puramente física tenga también que satisfacer exigencias individuales y colectivas. En lo que llamamos instinto, es decir, en la actitud natural inconsciente, existe ya una armonía. El cuerpo y sus capacidades y necesidades dictan sin más esas órdenes y limitaciones que impiden toda desmesura y desproporción. Sobre el cuerpo se fundamenta asimismo la individualidad mental, que nunca puede llegar a efecto de no reconocerse los derechos del cuerpo. Inversamente, el cuerpo no puede prosperar si no se acepta la idiosincrasia mental. Que el lector me perdone por describir mediante una imagen grotesca el que para mí sería el punto de partida para solucionar nuestro problema: me refiero, en efecto, al asno que Buridán supuso indeciso entre dos montones de heno. El planteamiento de Buridán es a todas luces falso: el problema no consiste en si el montón de heno de la izquierda es mejor que el de la derecha, ni si el animal debería empezar a comer por un lado o por el otro, sino en lo que al asno le gustaría, en lo que le apetecería hacer.

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Sin embargo, lo que al asno le gustaría es que el objeto decidiera por él. La pregunta es: ¿cuál es ese paso adelante que en este instante surge naturalmente de este individuo? A esta pregunta no hay ciencia, sabiduría, religión ni consejo, por bueno que sea, que respondan. Sólo un examen absolutamente desprejuiciado de los brotes psicológicos de vida que nacen de la colaboración natural de lo consciente y lo inconsciente, de un lado, y lo individual y lo colectivo, de otro. Ahora bien, ¿dónde podemos encontrar esos brotes de vida? Unos los buscan en la consciencia, otros, en lo inconsciente. Pero la consciencia y lo inconsciente no son, respectivamente, más que caras de la misma moneda17. La función que estamos buscando, es decir, la función unificadora, la encontramos en las fantasías creadoras. En la fantasía fluye todo lo que es susceptible de actuar. Pero la fantasía goza de mala fama entre los psicólogos, y las diferentes teorías psicoanalíticas le han dispensado hasta ahora el trato correspondiente. Tanto en Freud como en Adler la fantasía es únicamente un «velo» simbólico tras el cual se ocultarían las pulsiones o las intenciones básicas postuladas por ambos investigadores. Frente a esta forma de ver las cosas —y no precisamente por razones teóricas, sino por motivos esencialmente prácticos— es necesario poner de relieve que, por mucho que este tipo de explicaciones den razón causal de la fantasía, rebajando a la vez su valor, sigue siendo pese a ello el sustrato materno que alumbra todo lo que alguna vez ha impulsado la vida del hombre en la senda del progreso. La fantasía posee un valor propio e irreductible: ser esa función psíquica que hunde sus raíces tanto en los contenidos conscientes como en los inconscientes, tanto en lo individual como en lo colectivo. ¿A qué debe entonces su mala fama la fantasía? Esta mala fama estriba ante todo en que no es posible tomarla al pie de la letra. La fantasía entendida en un sentido literal pierde su valor. Semióticamente, como en Freud, pasa a tener un interés científico. Pero si se la entiende hermenéuticamente, como símbolo real, nos

17. (Primera versión: No hay que olvidar, en efecto, que los sueños son compensatorios de la consciencia. De no serlo, habría que ver en ellos una fuente de conocimiento superior a ella, con lo que llegaríamos una vez más felizmente a la mentalidad de la interpretación de signos y tendríamos que cargar de nuevo con los inconvenientes de la superstición; o bien habría que negarles en general todo su valor, como hace el juicio vulgar.)

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hará esa seña que necesitamos para vivir en armonía con nosotros mismos. Un símbolo, en efecto, no es un signo que encubra algo que todos conocen18, sino un intento de aclarar analógicamente lo que todavía no se conoce del todo y se halla aún en trance de devenir19. La fantasía, por tanto, pone a nuestro alcance lo que deviene bajo la figura de una analogía más o menos acertada. Reduciendo analíticamente esa figura a una generalidad por todos conocida, aniquilamos el verdadero valor del símbolo. Sólo responderá a su verdadero valor y sentido si permitimos que prospere dentro de una interpretación hermenéutica. La esencia de la hermenéutica, un arte antiguamente muy apreciado, consiste en agregar nuevas analogías a la analogía ya suministrada por el símbolo, empezando por las analogías subjetivas brindadas por las ocurrencias del paciente y siguiendo con las analogías objetivas aportadas por los conocimientos generales del analista. Con la ayuda de este proceder el símbolo de partida experimenta una ampliación y enriquecimiento, surgiendo así un cuadro sumamente complejo y polivalente. De ahí brotan luego ciertas líneas evolutivas psicológicas de naturaleza tanto individual como colectiva. No hay ciencia humana que pueda demostrar que estas líneas estén en lo cierto; al contrario, el racionalismo podría probar con suma facilidad lo opuesto. Pero las líneas aquilatan su validez en su elevada significación vital. Y eso es justamente lo que importa en el tratamiento práctico, que las personas vuelvan a vivir y no que los principios de su vida sean racionalmente demostrables o «correctos». {Esta concepción es la única que les parece aceptable a las personas que sienten y piensan científicamente, pero no así a ese numerosísimo grupo de pretendidos estudiosos para los que la cientificidad no sería un principio ético superior a su propia mente, sino un simple medio para organizar los datos de la experiencia interna y darles un valor universal. Ninguna persona que se ocupe seriamente de psicología negará que, junto al número relativamente reducido de los que abrazan los principios de la cientificidad o del tecnicismo, la humanidad anda más que sobrada de representantes de un principio muy diferente. Se corresponde muy bien, por ejemplo, con el espíritu de nuestra cultura actual que en un 18. Es decir, la pulsión básica general o la intención general elemental. 19. Al respecto cf. también H. Silberer, Probleme der Mystik und ihrer Symbolik, Wien, 1914, nueva edición 1961; Jung, Transformaciones y símbolos de la libido [edición revisada OC 5], así como «El contenido de las psicosis» [OC 3,2].

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diccionario enciclopédico quepa leer las siguientes palabras bajo «astrología»: «Uno de sus últimos cultivadores (de la astrología) fue I. W. Pfaff, dos de cuyas obras, Astrología (Bamberg, 1816) y La estrella de los tres sabios (Bamberg, 1821), serían raros anacronismos. En cambio, en naciones orientales como Persia, China y la India, la astrología sigue disfrutando hoy en día de una gran popularidad y prestigio». Salta a la vista que hay que estar ciego para escribir algo semejante. En realidad, la astrología florece entre nosotros como nunca. Existe toda una biblioteca de libros y revistas astrológicos, y todos ellos venden una cantidad de ejemplares muy superior a la de las mejores publicaciones científicas. Los europeos y americanos que solicitan que se les haga un horóscopo no se cuentan por miles, sino por millones. La astrología es un negocio próspero. Y, sin embargo, el diccionario enciclopédico insiste en decir: «El poeta Dryden (fallecido en 1701) fue uno de los últimos que pidieron que se le hiciera una carta astral». La verdad, sin embargo, es que la Christian Science inunda Europa y América. Cientos de miles de personas juran a este y al otro lado del océano sobre la teosofía y la antroposofía, y quien por casualidad piense que los rosacruces serían una curiosidad de tiempos pasados haría mejor en abrir bien los ojos, porque si lo hiciera podría ver que están tan vivos como siempre. La magia popular y las ciencias ocultas nunca han disfrutado de mejor salud, y pensar que sólo la hez del pueblo se mostraría proclive a este tipo de supersticiones sería una gran equivocación. Hay que subir muy, pero que muy alto, para encontrarse con los representantes del otro principio.} {El interesado en conocer la verdadera psicología de los seres humanos debe tener muy presente todas estas cosas. Porque si un porcentaje tan alto de la población tiene tal insoslayable necesidad de este polo opuesto del espíritu científico, hay algo de lo que podemos estar seguros, y es que la psique colectiva tendrá en cada individuo —por científico que éste sea— la misma reclamación psicológica que hacer. De hecho, una buena parte de lo que nuestro tiempo tiene de «científicamente» escéptico y crítico no es otra cosa que una compensación fallida a los intensos y profundamente enraizados impulsos supersticiosos de la psique colectiva. Hemos visto ya cómo algunas de las cabezas más críticas han caído totalmente presas de esta reclamación colectiva directa o indirectamente, convirtiendo en un fetiche su particular teoría científica}*. * En la primera edición de OC 7 los § 494 y 495 fueron añadidos al § 477. No obstante, su verdadera localización no es segura. Con el fin de que la división en

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Como es obvio, fiel al espíritu de la superstición científica uno se apresura a hablar aquí de sugestión. Pero hace ya mucho tiempo que tendría que saberse que las personas sólo aceptan las sugestiones que les vienen bien y que más allá de ellas no hay sugestión que valga, pues de lo contrario tratar una neurosis sería extraordinariamente sencillo, bastando para ello con que nos limitáramos a sugerir la salud. Este ir y venir de chismes pseudocientíficos sobre la sugestión descansa sobre la superstición inconsciente de que la sugestión poseería realmente una fuerza mágica que actúa por sí sola. Pero quien no esté dispuesto a colaborar desde lo más hondo de su corazón no responderá a sugestión alguna. Por la vía del tratamiento hermenéutico de las fantasías llegamos —en la teoría— a la síntesis del individuo con la psique colectiva; pero en la práctica sigue aún faltándonos una condición indispensable. Pues si hay algo que caracterice a la naturaleza regresiva neurótica —y así lo ha aprendido también el aquejado de esta enfermedad en el curso de la misma— es no tomarse en serio ni a sí misma ni al mundo y confiar siempre en que este o aquel médico, este o aquel método o esta o aquella circunstancia curarán sus heridas aun en ausencia de toda colaboración digna de este nombre por su parte. Luego, naturalmente, se da uno de bruces con la cruda realidad. Sin un compromiso absoluto y total por parte del paciente, no se produce ninguna curación. No hay cura mágica para la neurosis. Desde el momento en que empezamos a transitar la vía simbólica previamente definida, el paciente tiene que acompañarnos. De engañarnos y engañarse, el fracaso está asegurado. El paciente tiene que vivir verdaderamente la línea vital que ha visto y reconocido como suya, hasta que se produzca una reacción clara por parte de su inconsciente que nos muestre que ha empezado a caminar de buena fe por una senda equivocada. Quien carezca de esta función moral, ser fiel a sí mismo, jamás se librará de su neurosis. Pero quien la posea, encontrará el camino con el que escapar de ella. Ni el paciente ni el médico pueden sin embargo caer en la trampa de pensar que el «análisis» sería suficiente para acabar con una neurosis. Tal cosa equivaldría a engañar y engañarse. Al final es siempre el hecho moral el que decide la partida entre salud y enfermedad.

párrafos progresara correlativamente, fueron adaptados a las Collected Works. (Cf. CW 7, nota 18.)

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Con la construcción de las líneas vitales se cobra consciencia de las direcciones en que fluye respectivamente la libido. Estas líneas vitales no coinciden exactamente con las «líneas rectoras ficticias» de Adler, que en realidad no son sino esos intentos arbitrarios para separar la persona de la psique colectiva y conferirle autonomía. De hecho, es más, se podría decir que la «línea rectora ficticia» es un intento fallido de crear una línea vital. Lo inoperante de la ficción se muestra también en que su línea es mantenida espasmódicamente y durante demasiado tiempo. En contraste las líneas vitales construidas hermenéuticamente son cortas, porque la vida no sigue líneas rectas que penetren profundamente en el futuro. «Toda verdad es corva», decía Nietzsche. Por ello, las líneas vitales no son principios ni ideales universales, sino perspectivas y actitudes de efímero valor. El descenso de la intensidad de la vida, la pérdida sensible de libido o incluso un excesivo predominio de la inercia nos indican cuándo ha sido abandonada la línea vital y cuándo debe empezar o debería empezar una nueva. Entretanto, es suficiente con dejar en manos de lo inconsciente la localización de la nueva línea. Esta actitud no debe ser la recomendada en toda circunstancia al neurótico, a pesar de los casos que hayan aprendido a arrojarse de vez en cuando en brazos de eso que se conoce como casualidad. Sin embargo, a la larga no es aconsejable dejarse llevar, y de hacerlo sería bueno que por lo menos no se dejaran de vigilar atentamente las reacciones de lo inconsciente, los sueños, los cuales son como un barómetro que indica exactamente el grado de unilateralidad de nuestra actitud20. 20. Téngase presente que bajo este significado del sueño no debe buscarse una función «moral», y que no estoy diciendo que haya que buscarla en el sueño. Tampoco es esta función una función teleológica, en el sentido de una teleología filosófica, es decir, de una finalidad o, mejor dicho, de la indicación de una finalidad. He señalado ya muy a menudo que la función del sueño es ante todo compensatoria, al representar el material subliminal constelado por la situación actual de la consciencia. Ahí no se esconde ni una intención moral ni nada teleológico, sino que el fenómeno debe entenderse de entrada causalmente, no obstante lo cual sería injusto con la naturaleza de la psique entenderla de un modo meramente causal, ya que ésta no sólo soporta, sino que exige incluso que se la observe finalistamente (también la causalidad es una manera de ver las cosas), es decir, que uno se pregunte para qué sería bueno que sea precisamente ese material el constelado. Con ello no se está diciendo que el significado final de un fenómeno haya existido en la forma de un fin dado a priori en sus etapas previas. Como es sabido, sería gnoseológicamente incorrecto deducir del evidente significado final de los mecanismos biológicos una finalidad preexistente, no obstante lo cual también sería una torpeza apoyarse en el rechazo justificado de esa deducción para sacrificar la perspectiva finalista. Lo más que se puede decir es que parece existir la indicación de una finalidad preexistente. En psicología hay que cuidarse tanto de creer en la causalidad como de la teleología.

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De ahí que considere necesario —a diferencia de otros— que el paciente permanezca en contacto con su inconsciente incluso después de concluido el análisis, a fin de evitar una recaída21. Pues estoy convencido de que el análisis sólo habrá tocado realmente a su fin cuando el paciente tenga un conocimiento digno de este nombre de los métodos con los que permanecer en contacto con lo inconsciente y sepa psicológicamente lo suficiente como para comprender siquiera de forma aproximada su respectiva línea vital, ya que de lo contrario su consciencia no será capaz de seguir la dirección seguida por la corriente libidinal, ni podrá tampoco apoyar conscientemente las resultantes de su individualidad. Todo caso severo de neurosis tiene necesidad de este equipamiento para no ver comprometida su curación. En este sentido el análisis no es un método que los médicos puedan monopolizar, sino un arte, técnica o ciencia de la vida psicológica que debería seguir cultivándose tras la curación en beneficio propio y de los que nos rodean. De entenderse esto en sus justos términos, ya no se será un profeta psicoanalítico ni un reformador del mundo, y comprendiendo de verdad cuál es el bienestar general uno hará que los conocimientos ganados en el tratamiento prosperen sobre todo en él mismo, predicando mucho antes con el ejemplo de su vida que con meras palabras o propaganda misionera. {Soy perfectamente consciente de que con estas observaciones me estoy moviendo en un terreno muy delicado, una tierra virgen que la psicología tiene aún que conquistar. La labor que estoy obligado a realizar es la de un pionero. De ahí que tampoco se me oculte que muchas de mis formulaciones presentan profundas insuficiencias y que el hecho de saberlo no puede tampoco contribuir esencialmente a perfeccionarlas. En tales circunstancias, debo pedirle al lector que no se deje desanimar por los defectos de mi exposición y que haga un sincero esfuerzo por entender lo que trato de decirle. A la vista de este problema básico, me gustaría añadir, en aras de la claridad, alguna otra cosa más, particularmente en lo tocante a las relaciones del concepto de lo individual con lo personal, de un lado, y lo colectivo, de otro.} {Como he indicado ya, lo individual empieza por manifestarse en la particular selección de esos elementos de la psique colectiva que sirven a la composición de la persona. Aunque dichos componentes, como ya se ha dicho, no son individuales, sino colec21. Con ello no está diciéndose, como es natural, que el paciente tenga que adaptarse sólo a lo inconsciente y no al mundo real.

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tivos, su combinación o la selección de un grupo ya combinado (de un modelo) sí es individual. Éste sería el núcleo individual cubierto por la máscara personal. En la especial diferenciación de la persona se manifiestan las resistencias de la individualidad frente a la psique colectiva. Al analizar la persona, conferimos a la individualidad un valor superior, acrecentando así su conflicto con la colectividad. En el sujeto este conflicto constituye, como es natural, una oposición psicológica. Con la disolución del compromiso entre las dos mitades de un par de opuestos, ambos polos ven acrecentada su actividad. Dentro de la vida puramente inconsciente y natural este conflicto no existe, a pesar de que la vida meramente fisiológica tenga ya que satisfacer tanto necesidades individuales como colectivas. La actitud natural inconsciente es armónica. Pero una función psicológica diferenciada contiene siempre, debido a su unilateralidad, fomentada por la intención racional consciente, una tendencia a la desproporción. Incluso lo que se conoce como individualidad mental es también una expresión de la corporeidad individual, a la que, por así decirlo, es idéntica. (Esta frase, como es natural, puede también ser invertida en un sentido espiritualista, aun cuando ello no introduzca ninguna modificación en el hecho psicológico de que cuerpo e individualidad estén íntimamente relacionados.) Sin embargo, a la vez el cuerpo es también algo que iguala en gran medida al sujeto con sus semejantes, a pesar de que cada cuerpo individual sea diferente de todos los demás cuerpos. Igualmente, la individualidad mental o moral es algo diferente de todo lo demás que, sin embargo, por su propia constitución equipara en todos los sentidos al ser humano a los demás seres humanos. Todo ser viviente que, sin obedecer a una imposición, tenga la oportunidad de desarrollarse de un modo enteramente individual, se convertirá, precisamente por llevar su individualidad a cumplimiento, en el tipo ideal de su especie y, por ende, figuradamente hablando, en un ejemplar de validez universal.} {La persona es siempre idéntica a una actitud típica en la que domina una única función psicológica, como, por ejemplo, el pensamiento, el sentimiento, la intuición, etc. Esta unilateralidad es siempre causa de una relativa represión de las demás funciones y en consecuencia la persona viene a obstaculizar el desarrollo individual. De ahí que la disolución de la persona sea un presupuesto indispensable de la individuación. Y de ahí, asimismo, que sea imposible individuarse de un modo deliberado, porque la intención consciente conduce más bien a adoptar esa típica actitud que elimina todo lo que «no encaja». La asimilación de los contenidos

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inconscientes desemboca, en cambio, en un estado en el que la intención consciente ha quedado fuera, viéndose sustituida por un proceso de desarrollo que nos parece irracional. No hay individuación en ausencia de este proceso, y su producto es la individualidad tal y como la hemos definido más arriba, es decir, como algo a la vez singular y universal. Mientras la persona exista, la individualidad estará reprimida, delatando como mucho su presencia en la selección de los requisitos personales, es decir, de lo que en cierto modo sería el atrezo dentro de la función. Pero es únicamente al asimilarse lo inconsciente, y sólo entonces, cuando la individualidad cobra un más preciso relieve y, con ella, ese fenómeno psicológico que une al yo con el no-yo y que llamamos actitud, una actitud que, sin embargo, aquí ya no sería típica, sino individual.} {Lo paradójico de estas fórmulas procede de la misma raíz de la que brotó un día la polémica de los universales. La tesis animal nullumque animal genus est define y permite comprender la paradoja fundamental. Lo «realmente existente» es el individuo; lo universal existe psicológicamente, pero reposa en las similitudes realmente existentes de los individuos. Así, el individuo es esa singularidad que posee en mayor o menor medida esas cualidades sobre las que descansa el concepto colectivo «colectividad», y cuanto más individual sea el individuo, más desarrollará esas cualidades en que se fundamenta el concepto colectivo de una humanidad.} {Espero contribuir al esclarecimiento de este complejo problema poniendo de relieve la arquitectónica de los factores en cuestión. El primer concepto básico con el que tenemos que habérnoslas es el de mundo real. Por él hay que entender en un sentido muy general ese contenido de consciencia que está compuesto, de un lado, por las imágenes percibidas del mundo y, de otro, por los sentimientos e ideas conscientes que de ellas se derivan. El segundo de esos conceptos es el de inconsciente colectivo. Por él hay que entender ese contenido de lo inconsciente que está compuesto, de un lado, por las percepciones inconscientes de procesos externos reales y, de otro, por todos los residuos de las funciones filogenéticas de percepción y adaptación. Una reconstrucción de la imagen inconsciente del mundo arrojaría como resultado una imagen del modo en que ha venido siendo contemplada desde siempre la realidad externa. Lo inconsciente colectivo contiene o es un reflejo histórico del mundo. Es en cierto modo un mundo, si bien un mundo de imágenes. El mundo de la consciencia es también colectivo en gran me-

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dida, al igual que el mundo inconsciente. Estas dos esferas de la psique componen, unidas, la psique colectiva en el individuo. Frente a la psique colectiva se alza un cuarto concepto, el de la individualidad. El individuo está en cierto modo en el punto central entre la parte consciente y la parte inconsciente de la psique colectiva. El individuo es, como si dijéramos, el reflejo en el que el mundo de la consciencia puede contemplar su inconsciente imagen histórica, el espejo que, como decía Schopenhauer, sostiene el intelecto ante la voluntad. Dentro de esta arquitectónica el individuo sería, por tanto, algo así como un punto o una línea de separación, ni consciente ni inconsciente, o, por mejor decirlo, ambas cosas a la vez, consciente e inconsciente. Esta paradójica naturaleza del individuo psicológico se contradice con la naturaleza de la persona. La persona es enteramente consciente o susceptible de serlo, y conforma una figura de compromiso entre la realidad externa y el individuo. Su entero ser, por tanto, equivale al de una función con la que el individuo se adapta al mundo real. La persona se sitúa, pues, entre éste y la individualidad. Más allá de la individualidad, en la cual parecen hallar tanto la consciencia del yo como lo inconsciente su interioridad más absoluta, nos encontramos con lo inconsciente colectivo. A primera vista, el lugar que entre los inconscientes individual y colectivo correspondería a la persona está vacío. Pero la experiencia me ha enseñado que allí existe también una suerte de persona, aunque de carácter compensatorio, que (en el varón) podría recibir el nombre de ánima. El ánima sería una figura inconsciente de compromiso entre el individuo y el mundo inconsciente, es decir, entre el individuo y las imágenes históricas del mundo o las imágenes primitivas. Con este ánima nos encontramos con mucha frecuencia en sueños, donde en el caso del hombre adopta la figura de una mujer, y en el de la mujer, la de un hombre (ánimus). Una buena descripción de esta figura puede encontrarse en tres obras de Spitteler, Imago, Prometeo y Epimeteo, donde es el alma de Prometeo, y Primavera olímpica, donde es el alma de Zeus.} {De identificarse el yo con la persona, el ánima estará proyectada, y, como ocurre con todo lo inconsciente, esa proyección no se detendrá hasta posarse en un objeto real de nuestro entorno. De ahí que el ánima se encuentre por lo general en la mujer amada, algo de lo que es posible darse cuenta fácilmente en las manifestaciones del enamoramiento. Los poetas ofrecen también en este sentido una gran cantidad de material. Cuanto más normal sea el sujeto, menor será el grado en que se manifestarán las

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cualidades demoníacas del ánima en el objeto del entorno más inmediato. Para esta proyección se eligen objetos más alejados, de los cuales no son de temer inmediatas interferencias. Pero cuanto más sensitivo sea el sujeto, más cerca de él se situarán las proyecciones demoníacas, que al final pueden incluso llegar a romper los tabúes familiares, dando así lugar a las típicas novelas familiares neuróticas.} {Cuando el yo se identifica con la persona, el centro individual es inconsciente, viniendo poco menos que a ser idéntico a lo inconsciente colectivo, al ser en cierto modo colectiva la entera personalidad. En estos casos lo inconsciente tiene un gran poder de atracción, que coexiste con una vehemente resistencia al mismo, por temerse que los ideales conscientes puedan ser destruidos.} {Hay casos —he sido testigo de ellos fundamentalmente entre artistas o naturalezas apasionadas— en los que el yo no está localizado en la persona (función de relación con el mundo real), sino en el ánima (función de relación con lo inconsciente colectivo). En dicho caso individuo y persona son conjuntamente inconscientes. Lo inconsciente colectivo es una parte de la consciencia y una gran parte del mundo real constituye un contenido inconsciente. Este tipo de personas sienten frente a la realidad el mismo miedo cerval que las personas corrientes frente a lo inconsciente.}

RESUMEN 516*

A. Dentro del material psicológico tenemos que distinguir entre contenidos conscientes y contenidos inconscientes. 1. Los contenidos conscientes son en parte personales, cuando su universalidad no está reconocida, y en parte impersonales, es decir, colectivos, cuando se les reconoce su universalidad. 2. Los contenidos inconscientes son en parte personales, cuando se trata de materiales de naturaleza personal que fueron un día relativamente conscientes para ser luego reprimidos, es decir, cuya validez universal no fue reconocida al hacerse conscientes, y en parte impersonales, cuando se trata de materiales que hay que reconocer como impersonales y universales y de los que no se pue-

* Los §§ 511-515 de la edición inglesa (CW) corresponden a las notas al pie 1-4 de la presente edición. Por ello la serie numérica se interrumpe aquí.

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de demostrar por ningún medio que hayan sido conscientes con anterioridad ni siquiera relativamente. 517

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B. La composición de la persona 1. Los contenidos personales conscientes constituyen la persona consciente, el yo consciente. {2. Los contenidos personales inconscientes están relacionados con los elementos y gérmenes de la individualidad que están sin desarrollar y con lo inconsciente colectivo. Todos estos contenidos aparecen en combinación con los contenidos personales reprimidos (inconsciente personal) y disuelven, una vez asimilados por la consciencia, la persona en el material colectivo.} C. La composición de la psique colectiva 1. Los contenidos conscientes e inconscientes de naturaleza impersonal o colectiva componen el no-yo psicológico, la imago objetiva. Estos materiales, en tanto que inconscientes, son idénticos a priori a la imago objetiva, es decir, se manifiestan como cualidades del objeto y sólo son reconocidos como cualidades psicológicas a posteriori. {2. La persona es una imago subjetiva que, como la imago objetiva, está compuesta en gran medida de materiales colectivos, al ser la persona un producto de compromiso con la sociedad y haberse identificado el yo más bien con ella que con la individualidad. Cuanto más identificado esté el yo con la persona, en mayor medida se confundirá el sujeto con su manifestación, constituyendo un sujeto des-individualizado.} 3. La psique colectiva se compone, por tanto, de la imago objetiva y de la persona. {Cuando el yo es, pues, idéntico a la persona, la individualidad está enteramente reprimida y la entera . (Primera versión: II. Los contenidos inconscientes personales constituyen el sí-mismo, el yo inconsciente o subconsciente. III. Los contenidos conscientes e inconscientes de naturaleza personal constituyen la persona.) . (Primera versión: I I. La persona es esa agrupación de contenidos conscientes e inconscientes que se oponen como yo al no-yo. La comparación general de contenidos personales de distintos individuos tiene como resultado una amplia semejanza que llega hasta la identidad, eliminando en gran parte la naturaleza individual de los contenidos personales y, por ende, de la persona. En dicho sentido, debe verse en la persona un recorte de la psique colectiva, y en dicho sentido la persona es un componente de la psique colectiva.)

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psique consciente es colectiva. Este hecho conforma el máximo de adaptación a la sociedad y el mínimo de adaptación a la propia individualidad.} D. Lo individual {1. Lo individual es el principio de la singularidad en la combinación de los elementos colectivos en la persona y sus manifestaciones. 2. Lo individual es un principio que viene a resistirse a la exclusividad de la función colectiva. Lo individual posibilita diferenciarse de la psique colectiva y fuerza en ocasiones esa diferenciación. 3. Lo individual es una tendencia u orientación del desarrollo que siempre se diferencia y separa de una colectividad dada. 4. De lo individual se diferencia el individuo, el cual está, de un lado, determinado por el principio de la singularidad y la diferenciación, y, de otro, por su pertenencia incondicional a la sociedad. El individuo es un miembro indispensable del todo social. 5. El desarrollo de la individualidad es a la vez el desarrollo de la sociedad. La opresión de la individualidad bajo la preponderancia de las ideas y organizaciones colectivas equivale a la decadencia moral de la sociedad. 6. El desarrollo de una individualidad nunca puede verificarse por medio de la relación personal por sí sola, sino que necesita también de la relación anímica con lo inconsciente colectivo, y viceversa.} E. Lo inconsciente colectivo {1. Lo inconsciente colectivo es la parte inconsciente de la psique colectiva, la imago objetiva inconsciente. 2. Lo inconsciente colectivo está compuesto por tres tipos de contenidos: en primer lugar, por percepciones, ideas y sentimientos subliminales que no han sido reprimidos debido a incompati. (Primera versión: I . Lo individual es en parte el principio que determina la selección y limitación de los contenidos que se consideran personales. II. Lo individual es el principio que posibilita y en ocasiones hace necesaria una progresiva diferenciación de la psique colectiva. III. Lo individual se manifiesta en parte como un obstáculo para el rendimiento colectivo y como una resistencia contra el pensamiento y el sentir colectivos. IV. Lo individual es lo singular en la combinación de elementos psicológicos generales {colectivos}.)

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bilidades personales, sino por ser desde un principio subliminales, al poseer un reducido poder estimulador o estar escasamente investidos de libido; en segundo lugar, por restos subliminales de funciones arcaicas que existen a priori y que podrán volver a entrar en funcionamiento en cualquier momento tan pronto como se produzca un cierto estancamiento de la libido. Dichos residuos no sólo poseen una naturaleza formal, sino también dinámica (impulsos); en tercer lugar, por combinaciones subliminales en forma simbólica que todavía no son susceptibles de ser conscientes. 3. Un contenido actual de lo inconsciente colectivo consta siempre de una amalgama de los tres puntos recién nombrados, por lo que la expresión puede ser leída tanto en un sentido como en otro. 4. Lo inconsciente colectivo aparece siempre proyectado en el objeto consciente. 5. Lo inconsciente colectivo en la persona A es más similar a lo inconsciente colectivo en la persona Z que cualquier asociación de ideas consciente y reciente en el intelecto de A y Z. 6. Los contenidos más importantes de lo inconsciente colectivo parecen ser las «imágenes primitivas», es decir, las ideas e impulsos vitales colectivos e inconscientes (la vida y el pensamiento míticos). 7. Mientras el yo sea idéntico a la persona, la individualidad constituirá asimismo un contenido esencial de lo inconsciente colectivo. La individualidad empieza por aparecer en los sueños y fantasías de los varones bajo una figura masculina, y en los sueños y fantasías de las mujeres bajo una figura femenina. Posteriormente, ambas figuras aparecen revestidas de atributos hermafroditas, viendo así caracterizada su posición central. (Se encuentran buenos ejemplos de ello en el Golem y La noche de Walpurgis de Meyrink.)}

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F. El ánima {1. El ánima es una imago subjetiva inconsciente similar a la persona; y al igual que ésta es propiamente un compuesto formado por lo que se aparenta ser en el mundo y lo que de éste se contempla, el ánima es la imagen del modo en que el sujeto se conduce frente a los contenidos de lo inconsciente colectivo o una expresión de los materiales colectivos inconscientes que son constelados inconscientemente por el sujeto. Se podría también decir que el ánima reproduce el modo en que el sujeto es contemplado por lo inconsciente colectivo.

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2. Cuando el yo abraza la perspectiva del ánima, la adaptación a la realidad se ve seriamente comprometida, porque aunque el sujeto está perfecta e íntegramente adaptado a lo inconsciente colectivo, carece de toda adaptación a la realidad. En este caso el sujeto vuelve a estar des-individualizado.}

. (Primera versión: T  enemos que dividir los contenidos conscientes e inconscientes en individualistas y colectivistas. I. Individualistas son los contenidos cuyas tendencias de desarrollo progresan en dirección a una diferenciación de lo colectivo. II. Colectivistas son los contenidos cuyas tendencias de desarrollo apuntan a la universalidad. III. Para poder considerar a un contenido dado como individual o colectivo en cuanto tal tendríamos necesidad de más criterios, porque la singularidad es muy difícil de probar, aun cuando siempre y en todo lugar se halle presente. IV. La línea vital del individuo es la resultante de la tendencia individualista y colectivista del proceso psicológico.)

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dos escritos sobre psicología analítica

— Jenseits des Lustprinzips, Leipzig/Wien/Zürich, 31923 [Más allá del principio del placer, en Obras completas 7, cit.]. — Totem und Tabu, Ges. Schriften X, Wien, 1924 [Tótem y tabú, en Obras completas 5, cit.]. — Drei Abhandlungen zur Sexualtheorie, Ges. Schriften V, Leipzig/Wien, 1924 [Tres ensayos para la teoría sexual, en Obras completas 4, cit.]. — Eine Kindheitserinnerung des Leonardo da Vinci, Ges. Schriften IX, Leipzig/Wien, 1925 [Un recuerdo infantil de Leonardo da Vinci, en Obras completas 5, cit.]. — Die Traumdeutung, Ges. Schriften II, Wien, 1925 [La interpretación de los sueños, en Obras completas 2, cit.]. — Abriß der Psychoanalyse, en Schriften aus dem Nachlaß 1892-1938, London, 1941 [Compendio de psicoanálisis, en Obras completas 9, cit.]. Frobenius, Leo, Das Zeitalter des Sonnengottes, Berlin,1904. Ganz, Hans, Das Unbewußte bei Leibniz in Beziehung zu modernen Theorien, Tesis, Zürich, 1917. Goethe, Johann Wolfgang von, Werke. Vollständige Ausgabe letzter Hand, 31 vols., Cotta, Stuttgart, 1827-1834 [Obras completas, trad. de R. Cansinos-Assens, 4 vols., Aguilar, Madrid, 1945]. Haggard, Rider, She, Leipzig, 1887 [Ella, trad. de A. Laurent, Edicomunicación, Barcelona, 1997]. Helm, George F., Die Energetik nach ihrer geschichtlichen Entwicklung, Leipzig, 1898. Hubert, Henri, y Marcel Mauss, Mélanges d’histoire des religions, Paris, 1909. Jacobi, Jolande, Die Psychologie von C. G. Jung, Zürich, 41959 (ed. ampliada) [La psicología de C. G. Jung, trad. de J. M. Sacristán, EspasaCalpe, Madrid, 1976]. James, William, The Varieties of Religious Experience. A Study in Human Nature, London/Cambridge (Mass.), 1902 [Variedades de la experiencia religiosa, trad. de F. J. Yvars, Edicions 62, Barcelona, 1986]. — Pragmatism. A New Name for some Old Ways of Thinking, London/ New York, 1911 [Pragmatismo: un nuevo nombre para viejas formas de pensar, trad. de R. del Castillo, Alianza, Madrid, 2000]. Janet, Pierre, Névroses et idées fixes, 2 vols., Paris, 21904-1908. Jung, Carl Gustav, Acerca de la psicología y patología de los llamados fenómenos ocultos (1902), OC 1,1. — Sobre la psicología de la dementia praecox: un ensayo (1907), OC 3,1. — «El contenido de las psicosis» (1908/1914), OC 3,2. — «Puntos de vista generales acerca de la psicología del sueño» (1916/1948), OC 8,9. — «La función transcendente» ([1916] 1957), OC 8,2. — «Sobre lo inconsciente» (1918), OC 10,1. — «Instinto e inconsciente» (1919/1928), OC 8,6. . Las obras citadas en este volumen han sido ordenadas cronológicamente.

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bibliografía

— Collected Papers on Analytical Psychology, New York, 21920. — «Los fundamentos psicológicos de la creencia en los espíritus» (1920/1948), OC 8,11. — Tipos psicológicos (1921), OC 6. — Psicología analítica y educación (1926/1946), OC 17,4. — «La estructura del alma» (1927/1931), OC 8,7. — «El significado de lo inconsciente para la educación individual» (1928), OC 17,6. — Comentario al libro El secreto de la Flor de Oro (1929), OC 13,1; cf. también Wilhelm. — «El punto de inflexión de la vida» (1930-1931), OC 8,16. — «Sigmund Freud como fenómeno histórico-cultural» (1932), OC 15,3. — «Hermano Klaus» (1933), OC 11,6. — «Consideraciones generales sobre la teoría de los complejos» (1934), OC 8,3. — «Sobre los arquetipos de lo inconsciente colectivo» (1934/1954), OC 9/1,1. — «Sobre el arquetipo con especial consideración del concepto de ánima» (1936/1954), OC 9/1,3. — «Sobre el concepto de inconsciente colectivo» (1936), OC 9/1,2. — «Los aspectos psicológicos del arquetipo de la madre» (1939/1954), OC 9/1,4. — «Acerca de la psicología del arquetipo del niño» (1940), OC 9/1,6. — «Acerca del aspecto psicológico de la figura de la Core» (1941/1951), OC 9/1,7. — «Paracelso como fenómeno espiritual» (1942), OC 13,4. — Psicología y alquimia (1944), OC 12. — «Acerca de la fenomenología del espíritu en los cuentos populares» (1946/1948), OC 9/1,8. — Símbolos de transformación (1952), OC 5. — Bewußtes und Unbewußtes. Beiträge zur Psychologie, Fischer, Frankfurt a.M., 1957. — Acerca de la psicología de la religión occidental y de la religión oriental (1963/1979), OC 11. — Energética psíquica y la esencia de los sueños (1967, edición completamente revisada 1976, 41982), OC 8. — Estudios diagnósticos de asociación (1979), OC 2. — v. tb., Jung, Enma; Kerényi, Karl, y Wilhelm, Richard. Jung, Emma, «Ein Beitrag zum Problem des Animus», en C. G. Jung, Wirklichkeit der Seele. Anwendungen und Fortschritte der neueren Psychologie (Psychologische Abhandlungen IV), Rascher, Zürich, 1934. Nuevas ediciones: 1939, 1947 [La realidad del alma, OC 18,113; 8,13; 10,7; 16,12; 15,1; 15,3; 15,8; 15,9; 17,7; 8,17]. [La contribución de Emma Jung fue publicada por separado, junto con el ensayo «Die Anima als Naturwesen», con el título Animus und Anima por Rascher en 1967. Nueva edición revisada por L. Jung-Merker y E. Rüf, Bonz, Fellbach, 1983.]

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Justino Mártir, Apologia secunda, PG VI, col. 441 ss. Kant, Emmanuel, Vorlesungen über Psychologie, Leipzig, 1889. Kerényi, Karl, y C. G. Jung, Einführung in das Wesen der Mythologie, Zürich, 41951 [Introducción a la esencia de la mitología, contribuciones de Jung OC 9/1,6 y 7]. Kubin, Alfred, Die andere Seite, München, 1908 [La otra parte, trad. de J. J. del Solar, Siruela, Madrid, 1989]. Lehmann, Friedrich Rudolf, Mana, Leipzig, 1912. Lévy-Bruhl, Lucien, Les fonctions mentales dans les sociétés inférieures, Paris, 21912. Liébault, Ambroise Auguste, Du Sommeil et des états analogues considérés au point de vue de l’action du moral sur le physique, Paris, 1866. Longfellow, Henry Wadsworth, The Song of Hiawatha, Boston, 1855 [El canto de Hiawatha, trad. de J. Quingles, Olañeta, Palma de Mallorca, 1992]. Lovejoy, Arthur O., «The Fundamental Concept of the Primitive Philosophy»: The Monist XVI. 1906. Maeder, Alphonse, «Psychologische Untersuchungen an Dementia Praecox-Kranken»: Jahrbuch für psychoanalytische und psychopathologische Forschungen II, Leipzig/Wien, 1910. Mayer, Robert, Kleinere Schriften und Briefe, Stuttgart, 1893. Meyrink, Gustav, Der Golem, Leipzig, 1915 [El Golem, trad. de J. R. Hernández Arias, Valdemar, Madrid, 2006]. — Fledermäuse, Leipzig, 1917. Möbius, Paul Julius, Über das Pathologische bei Nietzsche, Wiesbaden, 1902. Nelken, Jan, «Analytische Beobachtungen über Phantasien eines Schizophrenen»: Jahrbuch für psychoanalytische und psychopathologische Forschungen IV/1, Wien/Leipzig, 1912. Nerval, Gérard de, Aurelia, Paris, 1913; trad. alemana de F. Hindermann, Basel, 1943 [Aurelia, trad. de J. B. Alique, Olañeta, Palma de Mallorca, 2001]. Ostwald, Wilhelm, Große Männer, Leipzig, 41910. — Die Philosophie der Werte, Leipzig, 1913. Pfaff, Johann Wilhelm Andreas, Astrologie, Bamberg, 1816. — Der Stern der drei Weisen, Bamberg, 1821. Rousseau, Jean Jacques, Émile ou de l’éducation, Paris, 1851 [Emilio, o de la educación, trad. de M. Armiño, Alianza, Madrid, 1990]. Semon, Richard, Die Mneme als erhaltenes Prinzip im Wechsel des organischen Geschehens, Leipzig, 1904. Silberer, Herbert, Probleme der Mystik und ihrer Symbolik, Wien/Leipzig, 1914; Darmstadt, 21961. Söderblom, Nathan, Das Werden des Gottesglaubens, Leipzig, 1916. Spielrein, Sabine, «Die Destruktion als Ursache des Werdens»: Jahrbuch für psychoanalytische und psychopathologische Forschungen IV, Leipzig/Wien, 1912. Spitteler, Carl, Prometheus und Epimetheus, Jena, 1915. — Olympischer Frühling, 2 vols., Jena, 1915-1916. — Imago, Jena, 1919.

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bibliografía

Warneck, Johann, «Die Religion der Batak», en J. Böhmer (ed.), Reli­ gionsurkunden der Völker I, Leipzig, 1909. Webster, Hutton, Primitive Secret Societies, New York, 1908. Wells, Herbert George, Christina Alberta’s Father, London/New York, 1925. Wilhelm, Richard, Das Geheimnis der Goldenen Blüte. Ein chinesisches Lebensbuch. Mit einem europäischen Kommentar von C. G. Jung, München, 1929 [El secreto de la Flor de Oro, trad. de R. Pope, Paidós, Barcelona, 1982]. [Prólogo de Jung, en OC 13,1.] — I Ching. Das Buch der Wandlungen, Jena, 1923 [I Ching, El libro de las mutaciones, trad. de D. J. Vogelmann, Edhasa, Barcelona, 2005]. Wolff, Toni, «Einführung in die Grundlagen der Komplexen Psychologie», en Die kulturelle Bedeutung der Komplexen Psychologie (Homenaje a C. G. Jung en su sexagésimo cumpleaños), Berlin, 1935; reed. en Toni Wolff, Studien zu C. G. Jungs Psychologie, Zürich, 1959. Wundt, Wilhelm, Grundzüge der physiologischen Psychologie, 3 vols., Leipzig, 51902-1903, ed. revisada.

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ÍNDICE ONOMÁSTICO*

Abelardo, Pedro: 80 Adler, Alfred: p. 7, 4, 50, 53s., 57, 59s., 78, 17012, 199, 224, 453, 46612, 490, 500 (v. tb. controversias) Aigremont (barón de Schulze-Galléra): 1285 Ángelus Silesius (Johann Scheffler): 396 Aschaffenburg, G.: 408 Benoit, Pierre: 298s. Bergson, Henri: 483 Bernheim, Hippolyte: 2 Binet, Alfred: 408 Bismarck, Otto E. L. von: 279, 306 Bleuler, Eugen: 233, 410 Breuer, Josef: 35, 4s., 6*, 8, 4113, 413s., 4158, 417 (v. tb. obras de Freud) Burckhardt, Jacob: 101 Cellini, Benvenuto: 100 Charcot, J. M.: 2, 4, 8, 413, 417 Daudet, Léon: 2335, 270 Dionisio Areopagita: 104 Diotima: 33

Drummond, H.: 306 Dryden, J.: 494 Eckermann, J. P.: 306 Eckhart, Maestro: 397 Fechner, G. Th.: 407 Ferrero, Guillaume: 200 Flournoy, Theodor: 2193, 2523 Forel, August: 42511 France, Anatole: 3, 411 Franz, Marie-Louise von: 11917 Frazer, James: 108 Freud, Sigmund: p. 7, p. 12, 2s., 6*, 8, 10, 20-23, 25, 27, 33s., 39, 43s., 56-61, 777, 78s., 9413, 100, 162, 199, p. 141, 206, 2398, 256, 261, 410s., 4137, 4158, 417, 419, 432, 437, 4441, 46612, 477, 490, 491 (v. tb. psicoanálisis; psicología, freudiana, controversias) Frobenius, Leo: 160 Ganz, Hans: 1597 Goethe, Johann Wolfgang von: 43, 87, 258, 306, 3801, 397 Griesinger, W.: 106 Haggard, Rider: 298s., 303, 375

*  La numeración de los índices remite al párrafo correspondiente. Los números volados o asteriscos indican que la mención se encuentra en una nota perteneciente a ese párrafo. Las remisiones pueden referir a cualquiera de los índices.

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Helm, G. F.: 107 Heráclito: 108, 111 Hoffmann, E. T. A.: 51 Hubert, H.: 2206 Ignacio de Loyola: 119 Jacobi, Jolande: 1223 Jaffé, Aniela: 2937 James, William: 80, 270, 483 Janet, Pierre: 2, 4, 235, 344, 456 Julio César: 279, 352 Jung, C. G. (v. obras de; médico y paciente; caso[s]; psicología analítica) Jung, Emma: 1411 Kant, Emmanuel: 2607, 47616 Kerényi, Karl.: 1023 Kraepelin, E.: 408 Kubin, Alfred: 342 Lao-Tsé: 308, 365, 388 Lehmann, F. R.: 388 Leibniz, G. W.: 1597 Leonardo da Vinci: 100 Lévy-Bruhl, Lucien: 329 Liébault, A. A.: 2 Longfellow, Henry Wattsworth: 160 Lovejoy, Arthur O.: 108 Maeder, Alphonse: 228, 447 Mauss, M.: 2206 Mayer, Robert: 106s., 109 Matilde de Magdeburg: 215 Meumann, E.: 408 Meyrink, Gustav: 153, 520 Michaelis, Karin: 42511 Möbius, Paul Julius: 66

Napoleón: 279, 388 Nelken, Jan: 11012 Nerval, Gérard de: 121 Newton, Isaac: 270 Nietzsche, Friedrich: 29, 26-43, 65s., 68, 113, 115, 153, 199, 306, 373, 397, 501 Nicolás de Flüe: 119 Ostwald, Wilhelm: 72, 80 Pablo, san: 43, 110s., 2431, 365, 397 Pedro, san: 239, 459 Pfaff, I. W.: 494 Platón: 79 Rousseau, Jean Jacques: 4556 Schopenhauer, Arthur: 212, 229, 240, 428, 447s., 507 Semon, Richard: 159, 219 Silberer, Herbert: 1284, 360, 49219 Sócrates: 26, 33, 437 Söderblom, N.: 1089 Spielrein, Sabine: 334 Spitteler, Carl: 8211, 311, 5074 Sinesio: 113 Tácito: 296 Tylor, E. B.: 108 Virchow, Rudolf: 282 Wagner, Richard: 43, 306 Warneck, Johann: 2936 Webster, H.: 3843 Wells, H. G.: 270, 284, 332 Wolff, Toni: 1035, 19114 Wundt, Wilhelm: 2, 407

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ÍNDICE DE MATERIAS

abaissement du niveau mental (Janet): 344 abstracción, abstraer: 447 achumawi(s), los (indios): 1545 adaptación: 236, 252, 457, 460, 468, 50121, 507, 518, 521 adolescencia/pubertad: 173, 180, 182 adolescente (v. muchacho) afasia: 4, 413 afecto(s): 47, 108, 272, 307, 323, 375, 441 (v. tb. emoción, sentimiento) África central: 326 agua: 140, 159 — fría (medio terapéutico): 1, 409 aire (como medio terapéutico): 1, 409 alma, anímico: pp. 9s., 1, 4, 21, 27, 30, 36, 65ss., 777, 108, 110s., 119, 122, 194, 201, pp. 141s., 212, 225, 2409, 257s., 293, 295, 297, 302s., 314s., 326, 329, 340, 360, 371, 374, 397, 401, 407, 409s., 413, 416s., 433, 438, 486, 519 (v. tb. psique) — colectiva: 456, 504 (v. tb. psique) — de los antepasados: 2335 (v. tb. espíritu) — espirtualizada, pneumatikh. ych,: 113 —, femineidad del: 301 — parcial: 104, 141, 274 — y cuerpo (v. cuerpo) alquimia, alquímico: 360, 367s. (v. tb. filosofía)

altruismo: 307 alucinación: 6, 312, 415, 469 amante, el/la: 206, 212, 213 amnesia: 4 amor: 10, 14, 31, 49s., 55, 57, 78, 115, 133, 164, 236, 379, 419, 422s., 457 —, trastorno en el: 419, 422 amor a Dios: 214 amplificación (v. método) análisis/proceso analítico/tratamiento: p. 11, 26, 113, 119, 123, 170, 174, 182, 184, 187, 192-194, 198, 202, 205, 218, 222-224, 227, 236, 240s., 243, 248, 279, 342, 344, 438-440, 443, 446, 450, 452s., 457, 460-462, 464, 466, 46814, 470, 472, 474, 480, 492, 499, 501s. (v. tb. psicoanálisis; método del p.; terapia; interpretación de los sueños) — análisis de los sueños (v. interpretación de los sueños) anamnesia: 182, 450 anciano/el sabio: 154 anestesia: 4, 6 ángel, arcángel: 104 angustia: 44, 58, 69, 116, 123, 128, 157, 173, 181, 285, 307s., 324s., 352, 369, 415, 417-419, 428 (v. tb. miedo) anillo (en sueños): 177

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dos escritos sobre psicología analítica

ánima (psic.): 1411, 299, 303s., 309s., 314, 316-323, 326-329, 331-334, 336, 338-341, 355s., 370, 374, 376s., 380-382, 384, 387s., 507, 508, 521 — como imago subjetiva: 521 —, objetivación del: 321 —, personificación del: 370 anima (teol.): 295, 303 animal(es), animal: 28, 35, 41, 97, 109, 133s., 1545, 159 —, línea genealógica: 159 —, naturaleza: 30, 32, 35, 40s. — salvajes (en sueños): 45 animal, lo animal: 17, 28, 32, 37 (v. tb. animal; impulso) animismo: 108 ánimus: 1411, 331-341, 370, 384, 387, 507 —, personificación del: 370 antepasados, culto a los antepasados, vida de los antepasados: 118, 120, 296, 300, 336 (v. tb. espíritu[s]) antiguo, Antigüedad: 17, 427, 436 Antiguo Testamento (v. Biblia) antisemitismo: 2409 antroposofía: 118, 494 árbol: 366 — del conocimiento: 2431 arcontes, los: 104 arios, ario: 2409 arquetipo(s), arquetípico: 102, 104, 109s., 118, 129, 141-191, 219, 303, 389s. (v. tb. imagen originaria) — de la madre: 314-316 — de la personalidad mana (v. mana, personalidad) — de la sombra: 152-154, 185 — de lo femenino: 303 — de los padres: 294, 296 (v. tb. padres; espíritu[s] de los antepasados) — del ánima: 185 (v. tb. ánima) — del animal: 185 — del ánimus: 185 (v. tb. ánimus) — del hombre poderoso: 377 — del niño: 185 — del padre: 380 — del Sol: 109 — del viejo sabio: 154, 185, 217, 388 «arreglo» (A. Adler): 44, 53, 57, 75, 320

arroyo (en sueños): 124, 140, 163 arte, obra de arte, artista, artístico: 72, 137, 142, 156s., 224, 298, 342, 510 arte arcaico, arcaico, primitivo: 103, 150, 159, 217 (v. tb. función; símbolo; inconsciente colectivo) ascetismo, ascético: 17, 35, 427 asesinato: 22 asimilación (psic.): 218, 253, 359, 450, 480 (v. tb. inconsciente, lo inconsciente) asma: 45, 69 asociación: 6, 129 (v. tb. método) astrología, astrológico/horóscopo: 466, 494 aura/resplandor de la santidad: 108 ausencia(s): 4, 413 azul (v. color[es]) ba (egipcio): 295 batak, los (aborígenes de Sumatra): 293 bautismo, pila bautismal: 171s., 176s., 384, 393 benedictio fontis: 171 bestia: 160 (v. tb. monstruo) Biblia — Antiguo Testamento: 108 – Génesis, libro de: 2431 – Job, libro de: 311 – Jonás, libro de: 160 — Nuevo Testamento: 219 – evangelios: 108 – primera epístola de Pablo a los corintios: 2431 bien y mal: 10, 40, 110, 164, 224, 237, 287, 289, 453, 457s. blanco (v. color[es]) bolchevismo: 326 bruja: 280, 284, 295 budismo, budista: 108, 118, 303 burdel: 43012 caballo(s): 8ss., 417ss. California: 1545 Calipso: 338 calor/fuego: 368 — fuego originario: 108 cambio de sexo (psic.): 337 camitas, camítico: 2409

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ÍNDICE DE MATERIAS

cangrejo/carcinoma (en sueños): 123, 126, 128s., 133, 138, 140, 158, 162s. capacidad de hablar: 4, 6, 413 carácter, caracterológico: 465, 468 carcinoma (v. cangrejo) caso(s)/historial(es) clínico(s) en general: 236, 252 — de ceguera histérica: 20, 413 — de identificación con la profesión, cargo o título: 227s. — de la estudiante con complejo paterno: 206-216, 219, 247s., 255, 257 — de la fantasía de un hombre cuya prometida quería suicidarse: 343357 — de la fantasía de una mujer con 4 x 7 piedras: 364-373 — de la hija que soñó que su madre había muerto: 21s., 434 — de la inflación de un aprendiz de cerrajero paranoico que contemplaba el mundo como si fuera un libro de estampas de su propiedad: 228s., 447, 448 — de la muchacha que dependía en exceso de su madre y la criticaba en sueños: 280, 284 — de la paciente que mantenía una relación homosexual con una amiga: 123-140, 141-148, 150, 157, 161 — de parálisis histérica y ausencias: 4, 413 — de sonambulismo (disertación de Jung): 199 — de sordera histérica: 4, 413 — del enfermo mental que se negaba a comer: 270s. — del estudiante de teología con dudas de fe: 287 — del hombre arrogante con sueños paranoicos que se llevaba mal con su hermano: 279, 283 — del hombre que reacciona regresivamente a una bancarrota: 254 — del joven estudiante que visitó a Virchow: 282 — del joven exaltado que tuvo una visión dantesca de las estrellas: 231s., 252 — del joven homosexual: 167-191

— del miedo a los caballos: 8-15, 417422, 425 — del norteamericano que se volvió hipocondríaco al dejar de trabajar: 75, 111, 117 — del paciente con una neurosis obsesiva al que se le apareció el Diablo en sueños: 285s. — pesadilla, ataques de angustia, asma: 44-55, 69, 98 — que permaneció estancado hasta que el analista tuvo su propio sueño: 189s., 281 casualidad: 72 catedral (en sueños) (v. iglesia [templo]/catedral) catolicismo, católico: 118, 156, 171 causalidad: 725 cefalalgia: 206 centro (v. medio, punto central) chimney sweeping: 5, 414 China, chino: 296, 327, 494 Christian Science: 494 cielo — asiento de la divinidad: 108, 217, 394 — e infierno (metafóricamente): 10 ciencia, científico: 405, 407, 409, 440, 483s., 491, 494ss., 502 Circe: 338 círculo, circular: 186 —, cuadratura del: 367 circuncisión: 172, 177, 179, 384 civilización: 74, 111 colectivo, lo colectivo, colectividad: 122, 219, 234s., 240ss., 245ss., 267s., 277s., 300, 306, 333s., 372, 374, 377s., 384, 390, 452, 455460, 462s., 465s., 484ss., 506s., 509, 519, 5214 (v. tb. sociedad; individuo; psique; inconsciente colectivo) — identidad: 480-510 cólera: 319 Colonia: 170 color(es) — azul: 366 — blanco: 287 — negro: 287 — rojo: 366 cometa (en sueños): 467

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compensación, compensar, compensatorio: 78, 80, 170, 182, 187, 190, 192, 204, 222, 247, 265, 274s., 277-280, 283ss., 287s., 290, 303s., 306, 309, 328, 404, 445, 452, 457, 466, 507 (v. tb. sueño) — colectiva: 285 complejo(s): 20, 27, 137, 293, 323, 329, 339, 432, 434, 438 — autónomo: 341, 374, 387 — del alma/psíquico: 298, 302 — materno: 173, 294 — paterno: 206, 294 concepto de Dios: 108, 110, 154, 217, 430, 455 conceptualismo: 80 conciencia: 311, 401 — colectiva: 333 condiciones psicomecánicas: 4 confesión, confesión general: 218, 450 confirmación: 384 conflicto: 13s., 16-22, 27, 35, 43, 49, 80, 147, 206, 218, 224s., 252s., 257, 289, 327, 359, 382, 404, 422, 425s., 430ss., 434, 440, 450, 453, 460, 486, 504 — erótico: 426, 438 — neurótico: 426 — patógeno: 426 conmoción: 110, 231 conocimiento/saber: 224, 2431, 453, 477 consciente, (de la) consciencia: p. 8, 4, 11, 16, 41, 68, 78, 80s., 87, 99, 103, 108, 110, 118, 136, 148, 157, 171, 182-187, 189, p.142, 203259, 270, 288-295, 296, 302, 305, 309, 312, 323, 328s., 342, 344347, 349, 354, 357-360, 365s., 370-372, 374-396, 400, 406, 413, 415, 421s., 425, 430, 433, 438, 444-446, 450-452, 456s., 462, 465-466, 468-470, 489, 501, 503, 505, 507, 510, 520 — colectiva: 229, 516, 518 — combinaciones: 197 —, contenidos de la: 202, 251, 290, 295, 344, 446, 507, 516-518 — devenir/tornarse consciente: 198, 2431 (v. tb. toma de consciencia)

— e inconsciente: 21, 27, 51, 63, 110, 120s., 136, 171, 247s., 251s., 336, 360, 365, 368, 374, 382, 46211, 464, 489, 507, 5171 — individual: 150 — personal: 243, 464, 517 consciente, lo, el hecho de ser consciente: 209, 2431, 274, 291, 300, 330, 342 contenido(s): 300, 327, 396 — autónomos: 403 — colectivistas: 5214 — colectivos: 233, 241, 457, 462, 516-518, 520s. — conscientes: 5214 — del sí-mismo: 405, 5171 — impersonales: 464s., 518 — inconscientes/de los inconscientes personal y colectivo: 233, 5171, 5214 (v. tb. inconsciente) — individuales: 5214 (v. tb. individuo) — individualistas: 5214 — personales: 205, 218, 241, 243, 457, 462, 464, 516s., 5182, 519s. — psíquicos: 777, 118, 134, 143s., 158, 203-205, 230, 295, 400, 402, 465 – subliminales: 196, 203s. — reprimidos: 28, 218, 450 contraer matrimonio (v. matrimonio) controversia Adler-Freud: 61 controversia Freud-Jung: 199, 442 conversión religiosa: 110, 233, 270 cosmogonía, cosmogónico: 384 cosmos, cósmico: 250, 453 (v. tb. mundo) coyote: 1545 creador, lo creador: 75, 1378, 270, 292, 336, 438, 490 crimen: 446 criptomnesia: 219 crisis nerviosa: 425 cristianismo, cristiano: 17, 35, 40s., 97, 118, 159, 172, 217, 287, 371, 373, 384, 393, 427 Cristo: 66, 224, 397 cuadratura del círculo (v. círculo) cualidades psicológicas: 518 cuerpo/carne: 32, 35s., 486 — corporeidad: 293, 303, 504 — y alma/psique: 194, 303

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ÍNDICE DE MATERIAS

— y mente: 303, 486 culpa: 2431 culto, cultual: 118 cultura: 16s., 30, 32, 41, 72, 74, 327, 427, 444, 470, 482 — civilizaciones: 295, 384 —, naturaleza y (v. naturaleza) curar, curación: 7, 168s., 200, 206, 236, 252, 373, 416, 457, 497, 501s.

dioses: 21, 105, 110s., 113, 150s., 159, 2441, 326, 366, 392, 433 disociación (v. personalidad, escisión de la) disposición psíquica: 8s., 136s., 219, 417 divino, lo: 403 dogma, dogmático, dogmatismo: 118, 156, 4531 dragón: 261, 477 (v. tb. héroe; monstruo; bestia)

demiurgo: 212 demonio, demoníaco: p. 13, 33, 42, 75, 105, 110, 113, 143, 145, 147, 149s., 153, 508 — de la naturaleza: 217 demostración de la existencia de Dios: 110 depresión: 76, 344, 347, 355 deseo, cumplimiento del deseo, deseos: 21, 27, 202, 212, 216, 218, 257, 434s., 438, 446, 450, 4556 — de la sensibilidad: 38 — erótico: 435, 443 (v. tb. erótico) — incestuoso (v. incesto) — infantil: 128, 236, 434, 443, 457 — sueños de deseos (v. sueño) desmoralización: 254 desorientación: 254 destino: 21s., 55, 72-75, 108, 135, 164, 183, 201, 221, 231, 236, 251, 254, 258, 369, 404, 433, 451, 457 Diablo, diablo(s): 31, 110, 150, 152, 285, 394s., 397 —, Dios y el (v. Dios) difuntos: 293 Dioniso, dionisíaco: 17, 40s., 427 Dios (de Dios): 108, 110s., 113, 214, 325, 377, 395-400, 402s., 430, 466 — como Padre del cielo: 3946 — hombre-Dios: 389 — Madre de Dios: 228 — Reino de Dios: 373 — semejanza con Dios (Adler): 97, 113, 224, 240, 453s., 460, 464, 466, 468, 471, 476 — y el Diablo: 110, 119, 164 — y el hombre (v. persona[s]/ser[es] humano[s])

Ecce homo (v. Nietzsche, Friedrich) edad, la: 114 Edad Media: 31, 118, 360 educación, educador: 93, 114, 173, 182, 192, 203, 296, 314, 316, 323s., 437 Egipto, egipcio: 295 Église Gnostique: 385 electricidad (medio terapéutico): 1, 409 Eleusis, eleusino (v. misterios) elgeyo, los: 276, 2935 embriaguez: 427 (v. tb. Dioniso) embrión, embrional: 171 emoción, emocional: 289 (v. tb. afecto, sentimiento) empiría, empírico: 109, 300, 340, 405, 407, 417, 440 (v. tb. experiencia) enantiodromía: 111-114 encantamiento/magia, mago, poder mágico: 108, 143ss., 149s., 258, 287, 295, 325, 375, 377ss., 382, 397, 473 encarnación: 303 encumbrarse a la cima/llegar a lo más alto (v. superioridad) energía, psíquica, energética: 71s., 74-78, 90, 93, 110s., 115, 118, 121, 151, 158s., 192, 194, 206, 214, 216, 252, 257, 293, 345, 382, 428s., 442, 473 —, conservación de la: 106, 108 — cósmica: 108 enfermo, el, enfermedad: 2, 6, 8-11, 13, 27, 32, 41, 45, 47, 49, 65, 67ss., 93s., 132, 138, 194, 417, 425, 438, 485, 497, 499 (v. tb. enfermo mental)

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dos escritos sobre psicología analítica

enfermo mental, enfermedad mental: 2, 110, 113, 192s., 228, 231, 233, 252, 270s., 312, 386, 470 — nervioso: 409 Epimeteo, epimeteico: 62 epístola a los corintios (v. Biblia) Eranos-Jahrbuch: p. 11 eros: 16-34, 42, 55, 67, 777, 78s., 427 erotismo, erótico: 10, 13, 149, 16, 19, 27, 32, 420, 422s., 425s., 431, 435 (v. tb. eros; sexualidad) escolástica (v. filosofía) escuela de Adler: 256 escuela de Heidelberg: 408 escuela de Nancy: 4, 413 escuela de Zúrich (v. tb. escuela de Viena): 434 escuela freudiana/escuela de Viena: 30, 442 escuela megárico-estoica (v. filosofía) espectro (v. espíritus de los antepasados) espejo, imagen especular: 292, 507 espiritismo, espiritista: 293, 312 espíritu(s), espiritual/mental: 32, 108, 217, 219, 240, 303, 325, 368s., 454, 458 — colectivo: 456 — de la época: 430 — de los antepasados/revenants, espectro: 108, 1545, 293s. (v. tb. alma) – de los padres: 294, 296 — de los muertos: 293, 377 (v. tb. de los antepasados) — e impulso: 32 — Santo: 108 — y el cuerpo (v. cuerpo) esquizofrenia: 110, 121, 233, 254, 447 Estado: 240, 242, 395, 463 estado crepuscular: 4, 413-415 este mundo: 407 (v. tb. mundo) estoico: 17, 108, 427 estrella/astro: 250, 466 éter: 151 ético, moralidad: 240, 460, 519 (v. tb. moral) eucaristía: 384 euforia: 457 experiencia: 109, 119, 122, 151, 193, 196, 200, p. 142, 293, 300, 340,

400, 406, 445s., 449, 494 (v. tb. empiría) experimento, experimental: 20, 432 éxtasis: 41, 108 extraversión, extravertido: 62, 80-82, 303, 309, 336, 356, 373, 46211, 482 factor social: 83s., 227, 233, 240, 267, 307, 373, 384, 427, 438, 455, 519 falo, fálico: 128, 177 familia: 238, 456 fantasía(s), imágenes de la fantasía: 5, 11, 20, 30, 47, 49, 97ss., 109s., 115, 121s., 134, 144, 161, 171, 174, 183, 192, 205s., 213ss., 228, 241, 248, 250s., 270, 272, 307, 319, 323, 341-362, 369s., 384, 387, 414s., 432, 439, 466, 490s., 497 — arcaicas: 256, 263, 520 — colectivas: 247, 462, 466 — cósmicas: 466 — de deseo: 446 — inconscientes: 445 — infantiles: 96s., 446 (v. tb. infantil) —, interpretación de las: 341-357, 364-372 — personales: 250, 466 —, series de: 384 — sexuales: 128, 144, 446 Fausto, fáustico: 43, 121, 153, 224, 257s., 311, 3822, 397, 453, 472s., 475 fe: 287, 470 feminidad (v. mujer) fertilidad: 108, 428 filantropía: 93 filosofía, filosófico: 284, 302, 402, 471 — alquímica: 360s. — china: 290 — de la escuela megárico-estoica: 80 — escolástica: 80, 407, 437 — gnóstica: 104 — india: 11815, 2409 — nominalismo (v. nominalismo) — oriental: p. 143 — platónica: 80 (v. tb. Platón) — realismo (v. realismo) — taoísta: 287 filósofo: 447s.

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ÍNDICE DE MATERIAS

física, físico: 725, 106, 109, 407 fisiología, fisiológico: 47, 106, 303, 409 francmasonería: 352, 385 fuego/llama: 108, 366 —, robo del: 2431 fuente: 171 función(es): 466 — arcaica: 520 — colectiva: 239, 4567, 459 – arcaico-colectiva: 46211 — colectivista: 46211 — consciente – de la intuición: 642, 505 – de la sensación: 642, 347 – del pensamiento: 63, 239, 241, 289, 46211, 482 – del sentimiento: 63, 239, 241, 46211, 482, 505 — inconsciente: 359 — inferior: 85, 359 — intelectual/mental: 206, 235, 455458 — moral: 498 — psicológica/psíquica: 110, 150, 235, 339, 374, 4567, 490, 504s. — sexual/sexualidad: 471 — social: 235 — transcendente: 121, 159, 184, 196, 360, 362, 368 – en las matemáticas superiores: 1211 gato: 417 generación, engendrar: 429 Génesis (v. Biblia) gnosis, gnóstico: 104, 118 gracia divina: 108 Grecia: 173, 384 guerra, Guerra Mundial: pp. 9s., 72, 11113, 326 haôma (persa): 108 hechicero/brujo: 153s., 377, 459 hermafrodita: 520 hermenéutica, hermenéutico: 491 héroe: 309, 341, 377, 389, 477 (v. tb. mito del héroe) hija y madre: 21, 45, 47, 52, 127, 129, 133, 248, 280, 393, 434

— y padre: 22, 45ss., 49-53, 88, 206, 211, 247s., 415 hijo (v. madre; padre) hipermnesia: 6, 415 (v. tb. memoria) hipnosis, hipnótico: 20, 432, 457 (v. tb. método) hipocondría: 75 histeria, teoría de la histeria, histérico: 1, 3s., 8, 28, 45, 51, 206, 387, 411, 413s., 417, 427, 438 —, sintomatología de la: 4, 413 historia de la religión: 326, 45910 (v. tb. religión) historia del espíritu: 80, 100, 108 hombre-lobo: 150 homosexual, homosexualidad: 127129, 135, 167, 169, 173s., 176-181 horóscopo (v. astrología) I Ching: 132 idea/imagen de Dios, representación de Dios: 142 — arcaica: 217, 219, 248 idea obsesiva (v. paranoia) idea(s): 106, 289, 326, 447s., 457, 473, 520 (v. tb. pensamiento) idealismo: 80 Iglesia (institución): 171s., 176, 325, 369, 3946, 460 iglesia (templo)/catedral: 167s., 170s., 173, 175 Ilustración: 150 imagen(es): 104, 119, 122, 145, 151, 183s., 219, 289, 293, 300s., 372, 405, 457, 507 — colectiva: 233, 250, 284 — mitológica: 118, 250 — primigenia/primitiva: 109, 219, 2607, 264, 267, 2938, 389 (v. tb. arquetipo) imagen del alma: 314 (v. tb. arquetipo de la madre) imaginación activa: 366* imago, imagines: 294, 296s., 316, 452 — del objeto: 518 — subjetiva: 518, 521 imitación: 242, 463 impotencia: 308 impulso, pulsión (en Freud): 17, 27, 3539, 43, 71, 122, 133, 214, 289, 434, 438s., 455, 457, 46612, 486, 520

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dos escritos sobre psicología analítica

— animal: 28, 439 — básico: 46612, 490, 49218 — colectivo: 236, 241 — de autoconservación: 38 — de conservación de la especie: 38 — de destrucción: 33, 777, 79 — de muerte, tanático: 33, 79 — de poder: 43-55 — naturaleza impulsiva: 28ss., 40, 256 — sexual: 43 (v. tb. sexualidad) — social: 235 — vital: 36 ss. incesto: 22s. — deseo incestuoso: 261, 477 — miedo al incesto: 173 inconsciencia: 23, 115, 172, 224, 291, 329 inconsciente, lo inconsciente: pp. 7-11, 16-28, 37, 41, 48, 51, 68, 78, 80, 90s., 93, 103, 109, 121, 132, 138, 140ss., 144s., 148, 150-153, 155, 158s., 163-166, 172, 176, 186s., 189, 192-200, pp. 139-266 passim, 410, 417, 421, 425s., 428, 430, 432ss., 437s., 442-520 — asimilación de lo: 221-242, 361, 451-463, 505 — aún no consciente: 520 — colectivo/transpersonal: p. 11, 97-120, 122s., 141-191, 202-220, 230s., 240, 243-253, 254, 265, 269, 275, 278, 374, 377, 384, 387s., 395, 468, 507, 509s., 517, 520 –, contenidos de lo: 103, 110, 123, 150, 157ss., 233, 236, 372, 516ss., 520s. –, definición de lo: 507 –, símbolos de lo: 122 —, combinaciones de lo: 197 —, contenidos de lo: 26, 9413, 98, 138, 140, 157, 160, 202ss., 218, 221, 224, 247, 253s., 275, 323, 336, 341, 358, 370, 372s., 384s., 387, 393, 443ss., 451, 453, 470s., 505, 510, 516ss. — impersonal: 464 —, lenguaje de lo: 434, 471 (v. tb. lenguaje onírico)

—, partes susceptibles de tornarse conscientes de lo: 204, 243, 464 — personal: 97-120, 127, 150, 159, 202-220, 234s., 243-253, 275, 442-450, 456s., 462, 464, 466, 507, 516s. (v. tb. psique individual) –, contenidos de lo: 103, 150, 218, 450, 517 —, segregación de lo: 195 — y consciente (v. consciente) íncubo – súcubo: 370 India, la: 494 indios, los: 160 (v. tb. achumawis) individualismo, individualista: 267s. individuo, individual, lo individual, individualidad: 18, 150, 172, 234s., 238-242, 244-248, 250, 254-265, 266-269, 275, 300, 305, 308-310, 334, 362, 367, 369, 372s., 382, 393, 404, 423, 434, 439s., 446, 455-457, 459-463, 465s., 468, 471-479, 481s., 484-486, 488-490, 495, 497, 501, 503-510, 517-521 — y colectivo: 239s., 24111, 460-463, 466, 484-486, 489, 490, 503, 504, 518, 519, 5214 (v. tb. colectivo) — y lo personal: 241, 503 — y sociedad: p. 9, 234, 240, 460-463 (v. tb. factor social) infancia: 10, 88, 99, 117, 203, 217, 325, 419, 443, 46211 infancia espiritual: 393 infantil, impulsos infantiles, infantilismo: 21s., 27, 30, 88, 91, 117s., 133s., 171, 182, 189, 202s., 248, 254, 257, 259, 261, 284, 374, 434, 443s., 471s. —, erotismo/sexualidad: 49, 67, 134, 256, 442, 471 —, fijación: 477 —, impulso de poder: 67, 256, 471 — preinfantil, de la infancia temprana: 118, 120 infierno (v. cielo) inflación (psic.): 110, 227-229, 231, 233, 235, 243, 250, 260, 265, 378, 380 iniciación: 172, 176, 180, 315, 384s., 393 (v. tb. iniciaciones masculinas) iniciaciones masculinas: 172, 176, 314s. (v. tb. iniciación)

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ÍNDICE DE MATERIAS

inmortalidad: 108, 293, 302s., 393 inspiración: 270, 295s., 470 instinto, instintivo: p. 10, 171s., 195, 206, 289s., 486 intelecto, intelectual: 110, 159, 201, 216, 247, 288s., 344, 347, 350, 482s., 507 — femenino: 247 inteligencia: 240 interpretación (v. sueño) introversión, introvertido: 62, 80-96, 303, 356, 373, 46211, 482 introyección: 110 intuición (v. función) investigaciones étnicas: 219 irracional, lo irracional: 111, p. 142, 405, 483 (v. tb. racional - irracional) jerarquía celeste: 104 Job, libro de (v. Biblia) Jonás, libro de (v. Biblia) juventud: 113, 117 ka (egipcio): 295 karma, kármico: 11815 kavirondos, tribu africana de los: 384 Kundry: 374 lenguaje: 47, 447 — lengua materna: 4, 414 — lenguaje onírico: 132 lenguas de fuego: 108 ley(es): p. 8, 30, 111, 242, 384, 395, 401, 450, 4556, 463 — de la naturaleza (v. naturaleza) liberación (psic.): 373 libertad: 240, 460s. libido (Freud): 33, 77, 93ss., 110, 133, 138, 150s., 258, 2607, 344s., 349, 357, 449, 473, 47616, 500s., 520 llave (en sueños): 287 lo,goj spermatiko,j (v. palabra creadora) Lourdes (en sueños): 178 luz: 108 — (como medio terapéutico): 1, 409 madre: 58, 89, 113, 260, 314ss., 325, 476 — complejo materno (v. complejo) — e hija (v. hija) — e hijo: 75, 88, 171, 179, 314ss.

— Gran Madre: 379 — hija-amante: 248 —, nostalgia de la: 476 magia, mago, mágico: 237, 239, 261, 287, 293, 295, 316, 382, 384, 459, 477, 496 — poder: 108, 154, 375 magnetismo: 409 mal/males: 285ss., 287, 289, 395 mana, personalidad mana: 1089, 374-406 —, definición de: 375s. manía de grandeza (v. paranoia) mártir: 476 Más Allá, el: 302, 407 máscara: 245s., 269, 305-308, 390, 459, 465s., 477, 504 masculino, lo masculino, masculinidad: 53, 137, 141, 316, 328 — en la mujer: 141, 507 materialismo, materialista: 33, 80 matrimonio/contraer matrimonio: 179, 181, 297, 316 medicina/ciencia médica: 1, 409 médico: 1, 2, 65s., 192, 389, 409, 475 (v. tb. psicoterapeuta) — neurólogo: 1, 409 — psiquiatra: 193 — y paciente: 1, 8-12, 20-27, 58, 71, 88, 95, 98, 110, 119, 121, 127-140, 143-148, 157, 162, 165-182, 189, 205-217, 221-224, 248, 251s., 255-257, 259, 279284, 342-344, 413-415, 417-421, 425, 432-441, 446s., 451, 461, 497 (v. tb. análisis; psicoterapeuta; interpretación de los sueños; transferencia) medio/centro, punto central/núcleo, centro: 364s., 367 Mefistófeles (v. Fausto) melancolía: 344 memoria/capacidad de recordar/hipermnesia: 6, 203, 415, 4442 menopausia: 114 metempsicosis, transmigración de las almas: 108 método/técnica: 497, 502 — analítico: 192s. (v. tb. interpretación de los sueños)

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dos escritos sobre psicología analítica

—, arreglo como: 320 (v. tb. arreglo) — asociativo: 20, 432 — de la amplificación: 122 — de la imaginación activa (v. imaginación) — de la individuación: 185ss. (v. tb. método junguiano) — de Sócrates: 26, 437 — del psicoanálisis/freudiano: 3, 20, 27s., 410s., 431-441 — empírico: 407 — experimental: 408 — freudiano (v. método del psicoanálisis) — hipnótico: 432, 457 — junguiano: 247, 341-373 — sintético/constructivo: 121-140, 148 — terapéutico: 65 miedo/phobos: 78 miedo a la muerte: 403 miedo a los espíritus: 2935 misterio, ocultación: 459 misterios: 384 — de Eleusis: 384 — de transformación: 384 — religión mistérica (v. religión) mística: 260, 476 mito, mitos, mítico: 109, 152, 235, 2431, 384, 455, 477, 520 — del héroe: 109, 160, 261, 477 mitología, mitológico: 100, 118, 149s., 158, 46813, 471 — y psicología (v. psicología) Mitra, religión de Mitra, mitraísmo: 17, 427 Moisés: 108 mongoles, mongólico: 2409 monismo, monista: 482 monoteísmo: 482 monstruo: 477 monte Elgon: 276 moral, moralidad: 18, 27ss., 35, 218, 237, 240, 284, 286, 296, 307, 324, 394, 402, 427-430, 435, 438s., 443, 450, 458 (v. tb. ético) — sexual: 31, 427, 430, 438 muchacha/muchacho: 384 muerte: 79, 300, 302 mujer: 53, 296-298, 328, 384, 507s., 520 (v. tb. varón)

— en el varón: 142, 296ss., 308, 337, 507 — imagen heredada de la: 301 mulungu: 108 mundo: 236, 248, 275, 284, 318s., 324, 326s., 355, 369, 395, 397s., 403, 447, 457, 482, 497, 50121, 507s., 510, 521 (v. tb. cosmos) — cosmovisión/concepción del mundo/forma de ver las cosas: 80, 201, 310, 394 — espacio: 467 — imagen del mundo: 507 mundo de los espíritus: 322 música: 181 nacimiento, dar a luz: 300, 429 naturaleza: 32s., 41, 43, 95, 236, 257, 326, 428, 457 — ciencia natural: 407 —, leyes de la: 95 — y cultura: 16, 41, 115 negro (v. color[es]) nervioso, nerviosismo: 1, 27, 68, 409s., 420, 438 neurosis, neurótico: 2ss., 10, 14, 16ss., 22s., 27, 29, 31, 33, 39ss., 44s., 47-50, 52, 57, 60, 63s., 67s., 78, 88, 91ss., 114s., 117, 163, 187, 192, 206, 218, 223s., 236s., 252, 256, 259, 279, 290s., 306s., 342, 344, 348, 359, 373, 386, 397, 411, 413, 419, 423, 425, 430s., 438, 4442, 450, 452s., 458, 460, 468, 496-499, 501, 508 — neurosis debida a un shock: 159 — obsesiva: 285s. —, síntomas de la: 27, 54, 67, 192, 342, 438 niño, infantil: 27, 114, 324s., 438 nirdvandva: 367 nominalismo: 80 Nuevo Testamento (v. Biblia) números — «4»: 186, 366s. — «7»: 366 numinoso, lo numinoso: 109 objeto (del objeto), objetivo: 57-62, 77, 80-84, 86, 93-96, 105, 110, 130, 132, 141, 158, 171, 199, 223,

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ÍNDICE DE MATERIAS

275, 289, 327, 348s., 356, 362, 373, 405, 452, 487, 493, 508, 518, 520 — propiedades del: 518 obras de Freud — Compendio del psicoanálisis: 335 — Estudios sobre la histeria: 35, 8, 4113, 4137, 417 (con J. Breuer) — La interpretación de los sueños: 36, 4115, 43214 — Más allá del principio del placer: 334 — Recopilación de ensayos sobre la teoría de la neurosis: 4114 — Tres ensayos para la teoría sexual: 37 — Un recuerdo infantil de Leonardo da Vinci: 1001 — Tótem y tabú: 2398 obras de Jung — «Acerca de la fenomenología del espíritu en los cuentos populares»: 2874 — Acerca de la psicología y patología de los llamados fenómenos ocultos: 1413, 1992, 2193 — «Acerca del aspecto psicológico de la figura de Core»: 1023 (con K. Kerényi) — Collected Papers on Analytical Psychology: 725, p. 141 — Consciente e inconsciente: 1546 — «Consideraciones generales sobre la teoría de los complejos»: 202, 1046 — «El contenido de las psicosis»: 1316, p. 141, 49219 — «El punto de inflexión de la vida»: 1012, 11414 — El secreto de la Flor de Oro: 1023, 185, p. 143 (con R. Wilhelm) — «El significado de lo inconsciente para la educación individual»: 16611 — Energética psíquica y esencia del sueño: 202, 714, 777, 1046, 16210, 1951, 2937 — Estudios diagnósticos de asociación: 201 — «Instinto e inconsciente»: 1951 — Introducción a la esencia de la mitología: 1023 (con K. Kerényi) — «La estructura de lo inconsciente»/

«La Structure de l’Inconscient»: 1316, pp. 141s., p. 145*, p. 295* — «La estructura del alma»: 10911, 1524 — «La función transcendente»: 1211 — La psicología de los procesos inconscientes: p. 71, p. 269* — Lo inconsciente en la vida anímica normal y patológica: p. 103 — «Los aspectos psicológicos del arquetipo de la madre»: 1023 — «Los fundamentos psicológicos de la creencia en espíritus»: 2937 — Nuevos rumbos de la psicología: p. 7 — «Paracelso como fenómeno espiritual»: 11816 — Problemas psíquicos del mundo actual: 1012, 10911, 11414, 1524 — Sobre la psicología de la dementia praecox: 2523, 432* — Psicología y alquimia: 11816, 1212, 1223, 18513, 3604 — Psicología y educación: 2874 — Psicología y religión: 185, 366* — «Puntos de vista generales acerca de la psicología del sueño»: 16210 — La realidad del alma: 1411 — «Sigmund Freud como fenómeno histórico-cultural»: 333 — Símbolos de transformación/ Transformaciones y símbolos de la libido: 777, 1012, 1023, 1609, 12, p. 1415, 2172, 218s., 2607, 3411, 43416, 455, 49219 — «Símbolos oníricos del proceso de individuación»: 185 — «Sobre el arquetipo con especial consideración del concepto de ánima»: 1023 — «Sobre el concepto de inconsciente colectivo»: 1012 — Sobre la psicología de lo inconsciente: p. 114, 2562, p. 269* — «Sobre lo inconsciente»: 401 — «Sobre los arquetipos de lo inconsciente colectivo»: 1023, 1546, 1609, 2874 — «The Conception of the Unconscious»: p. 141

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dos escritos sobre psicología analítica

— Tipos psicológicos: p. 92, p. 10, 631, 642, 8010, 8211, 8512, 1023, 1609, 2161, 2194, 2335, 24010, 24111, 3093, 3114, 3675, 46211 obsesiones, ideas obsesivas: 307 Occidente: 317, 327 (v. tb. Oriente - Occidente) oculto, ocultismo: 375 ojos, serpiente de muchos: 119 ontogénesis, ontogenético: 455ss. optimismo – pesimismo: 222, 225, 452 opuestos/pares de opuestos: 78, 88, 91s., 111, 113, 115-120, 121, 1609, 166, 182, 184, 195, 206, 237, 287, 311, 367s., 382, 458, 504 —, compensación de los: 78 —, unión de los: 121, 184, 206, 224, 327, 368, 382, 453 organización de masas: 242 órganos de los sentidos, función sensorial: 4, 293, 413s. orgía: 428 — dionisíaca: 17, 427 Oriente – Occidente, oriental – occidental: 303s. paciente (v. médico y paciente) padre: 45ss., 58, 88, 97s., 113, 206ss., 217, 389 — complejo paterno (v. complejo) — del cielo (v. Dios) — e hija (v. hija) — e hijo: 315, 394 — padre-amante: 206, 212, 216, 248, 256 padres: 88s., 293s., 300, 393 (v. tb. espíritus de los antepasados) — complejo parental: 293 —, imago de los (v. arquetipos) — transferencia parental: 113 paganismo, pagano: 118 palabra creadora/lo,goj spermatiko,j: 336 paraíso/Edén: 287 parálisis: 4, 6s., 413, 415s. paranoia/manía de grandeza, megalomanía, paranoico: 237, 254, 260, 458, 470, 476 — demencia: 228

paresia: 4 partes de lo inconsciente susceptibles de tornarse conscientes (v. inconsciente) participation mystique: 231, 329 pasión: 111, 133 patología, patológico: 10, 13, 20, 23, 27, 113, 204, 270, 419, 422, 445, 470 (v. tb. significado patógeno) pecado: 285 — original/caída en pecado: 2431 –, dogma del: 35 pedagogía experimental: 408 pensamiento: 107, 462, 4682, 505 (v. tb. función) — colectivo: 4563, 4596, 519 percepción filogenética: 507 percepción(es) sensorial(es)/ subliminal(es): 103, 204, 293, 445, 50120, 520 pérdida del alma: 239, 459 Persia, persa: 108, 494 persona (persona): 243-260, 264, 267, 269, 274, 304-322, 337, 339, 464-476, 479, 485, 500, 504s., 507-510, 517-521 — consciente: 516 —, contenidos de la: 245, 465, 5182 —, definición de la: 305, 459, 466 —, disolución de la: 468, 476, 505 persona(s) /ser(es) humano(s)/ hombre(s), humano, lo humano: p. 8, 32, 35-43, 93, 110s., 113, 117, 152, 235, 242, 2431, 390, 392, 430, 437, 439, 450, 454, 458, 460, 46211, 463, 468, 481, 494, 504, 510, 520 — civilizado: p. 8, 16, 30, 316, 438 — creador: 292 —, desarrollo de la: 237, 459, 46211 — genial: 470 — humanidad: p. 8, 17, 30, 65, 72ss., 102, 104s., 110, 186, 224, 243, 264, 293, 329, 401, 427s., 448, 464, 494, 506 — ideal: 80 — individual: 201 — ingenuo: 150, 294 — moderno/de nuestros días: 17, 219, 287, 460 — moral: 18, 28s., 289, 435, 450, 460

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ÍNDICE DE MATERIAS

— normal: 80, 370, 4535, 457, 460 — señor de hombres: 397 — superhombre: 36, 110, 388 — y animal/lo animal: 17, 27, 32, 35, 37, 159, 384, 427s. — y Dios: 110, 113, 3946, 402s., 455 personalidad: 28, 37, 78, 88, 1034, 110, 132, 134, 149, 171s., 186, p. 142, 218, 227, 230, 233, 235, 237, 239, 241, 243s., 251, 254s., 257, 259, 274, 286, 291, 305, 307, 312, 321, 339, 377s., 400, 439, 444, 450, 457, 460, 462-465, 467s., 508 —, cambio/transformación de la: 233, 270, 358-361, 364, 368s. —, centro de la: 364s., 382 — consciente: 465 —, desarrollo de la: 460-463 —, disolución de la: 233, 237, 458, 46612 —, escisión/disociación de la: 22, 63, 323 —, integridad de la: 50 — parcial: 188, 203 —, pérdida de la: 45910 — personalidad mana (v. mana) — total, conjunta: 365, 367 perversión: 337 — sexual: 446 pesimismo (v. optimismo) phobos (v. miedo) placer: 38, 58 (v. tb. libido) pneu/ma: 217, 219 (v. tb. espíritu; viento) poder, necesidad de poder, impulso de poder: p. 9, 35-55, 67, 74, 78, 108, 235, 237, 381s., 389, 391, 403, 459, 466 (v. tb. superioridad) —, teoría del: 471 (v. tb. Adler, Alfred) —, voluntad de (v. voluntad) polémica de los universales: 506 Polinesia: 108 politeísmo, politeísta: 427 política, político: 17 posesión: 370, 382, 384, 388 pozo (en sueños): 167-169 praxis del analista (v. casos/historiales clínicos) —, teoría y: 199 preconsciente, lo: 449 primitive energetics (Lovejoy): 108

primitivo (v. arte arcaico) primitivo, los primitivos: 108, 154, 156, 172s., 237, 293, 322ss., 374, 384, 388, 393, 458ss., 471 proceso de individuación/autorrealización: 186, 266-406, 505 —, definición del: 24111, 266s. profeta, profético, profetismo: 262ss., 476 Prometeo, prometeico: 82, 224, 2431, 507 prostitución: 43012 protestantismo, protestante: 118, 325, 396 proyección, proyectar: 9413s, 96, 98s., 110, 142ss., 149-153, 164, 294s., 297, 309, 314, 316, 326, 333, 373, 375, 395, 508, 520 psicoanálisis: p. 12, 1-15, 17, 19-34, 208, 224, 293, 407-424, 431, 437, 439ss., 4535, 490, 502 (v. tb. Freud, S.; psicología freudiana) psicofisiología: 407 psicología, psicológico: pp. 7ss., 2, 39, 60, 68, 725, 74, 78s., 92, 138, 192, 194, pp. 142s., 218, 228, 231, 267, 277, 289, 303, 322, 325, 328s., 360s., 365, 369, 380, 394s., 399ss., 403, 405s., 407-441 passim, 449s., 454s., 457, 461, 482ss., 489, 494, 502-507, 516, 5214 — analítica/junguiana: p. 7, pp. 10s., 19114, 2938, 410, 457 (v. tb. médico – paciente) — china: 2409 — científica: 201 — colectiva: 241, 459, 462, 471 — de la consciencia: 288, 328, 406 — de la religión: 219 — de las neurosis: 2, 199 — de lo inconsciente: pp. 7-12, 1-201 passim — de los complejos/más tarde: analítica: 191 — del poder: 54, 223s., 453 (v. tb. Adler, Alfred) — experimental: 2, 407ss. — femenina: 329 — filosófica: 2, 407

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dos escritos sobre psicología analítica

— freudiana: p. 7, 2s., 35, 39, 43 (v. tb. psicoanálisis) — india: 2409 — individual: 240s., 462s., 485 — judía: 2409 — junguiana (v. psicología analítica/de los complejos) — masculina: 328 — médica: p. 12, 122, 199 — moderna: 199, 293, 360 — nueva: 409 — práctica: 201, 224, 408 — profunda: 410 — religiosa: 215 — sexual: 39, 49 — social: 242 — y mitología: 149s., 1609, 250 (v. tb. inconsciente colectivo) — y pedagogía: 408 psicólogo, el: 1, 365, 409, 490 (v. tb. médico) psicopatología: p. 12 psicosis, psicótico: 2, 192, 252ss., 270, 370 psicoterapia, psicoterapeuta: 2, 61, 88, 192-200, 236, 342, 457 psique/ych,, psíquico: 4, 777, 92, 110, 184, 194, pp. 141s., 210, 227, 254, 260, 274, 293, 296, 300, 317, 323, 345, 354, 365, 369s., 375, 385, 388, 392, 405, 407, 413, 444, 465, 50120 (v. tb. alma) — colectiva: 113, 150, 156, 231, 234241, 243-253, 254-265, 456-460, 462, 464-470, 471-479, 480s., 494, 497, 500, 504, 507, 518ss. –, contenidos de la: 462 — contenidos (v. contenido) —, existencia/realidad de la: 151, 155, 158, 302 — individual/personal: 149, 156, 158s., 231, 234s., 240, 481ss. —, trastorno de la: 252 — y cuerpo (v. cuerpo) psiquiatra, psiquiatría: 2s., 192s., 199, p. 142, 215, 270, 408s., 411 psiquiátrico: 2284 puntos cardinales: 367 química: 360s.

ratio, racionalismo, racional-irracional, racionalidad-irracionalidad: 72s., 75ss., 110s., 121, 150s., p. 142, 257, 289, 350, 436, 483, 493 ratón: 417 raza, diferencias raciales: 240, 455s. razón: 72, 110s., p. 142, 257 real - irreal, realidad - irrealidad: 350s., 353 realismo: 80 recuerdo(s)/reminiscencia: 99-102, 122, 150, 218, 300, 414s., 420, 434 — infantil: 434 regicidio: 240 regresión, regresivo: 117s., 120, 254259, 471-475, 477, 497 religio: 164 religión(es), religioso: 17, 110, 150, 156, 159, 164s., 172, 217, 284, 287, 302, 325s., 384, 400, 430, 471, 489 — animista: 108 — antigua: 326 — cristiana (v. cristianismo) — mistérica: 384s., 393 — oriental: 118 — pagana: 41 — primitiva: 108 reminiscencia (v. recuerdo) Renacimiento: 17, 427 renacimiento: 393 représentations collectives: 231 represión, reprimir: 21, 27ss., 39, 42, 77s., 103, 128, 134, 137, 146, 148, 150, 202-205, 218, 236s., 240, 243s., 247, 250, 297, 319s., 323, 434s., 439, 443-450, 457, 458ss., 46211, 464-469, 471, 474, 478, 505, 516ss. resplandor de la santidad (v. aura) revelación: 278 revenants (v. espíritus de los antepasados) Revolución Francesa: 150 risa convulsiva: 45, 50 rito(s), ritual: 156, 459 rojo (v. color[es]) Roma (Imperio): 384 ruh (hebreo, árabe): 217

360

ÍNDICE DE MATERIAS

saber (v. conocimiento) sabio, el: 397 (v. tb. arquetipo del viejo sabio) sacerdote: 176, 179, 325, 389 salida del sol: 160 Salvador: 97, 99, 207 santo, el/lo(s) santo(s): 108, 150, 306, 377 sapo: 417 semitas, semítico: 2409 sensación de hambre: 21 sensaciones físicas: 206 sentido de la vida: 114 sentido de la vista: 413 sentimiento de inferioridad: 57, 72, 85, 218, 225, 237, 306, 450, 457s. sentimiento: 125, 206, 289, 296, 307, 334, 344, 473, 483, 507, 520 (v. tb. afecto; sentir) sentir: 45910, 462 (v. tb. función) ­— colectivo: 4567, 459, 5203 serpiente: 6, 119, 415, 417, 453 sexualidad, sexual: 3, 148, 17, 27, 31, 33, 57, 71, 777, 199, 256, 308, 411, 42310, 425-441, 4441, 46612, 471 (v. tb. erotismo; infantil; fantasía) sífilis: 75, 43012 significado patógeno: 418, 422, 424 (v. tb. patología) símbolo, simbolismo, simbología, simbólico: 118, 122, 129ss., 156, 186, 355, 360, 367, 434s., 459, 490, 520 — animal: 159 — arcaico: 241, 462 — onírico (v. sueño) — simbolismo sexual: 471 sí-mismo, el/auto-/de sí mismo: p. 9, 218, 247, 267, 274, 303, 329, 399s., 404s., 450, 460, 5171 — autoconciencia: 221, 236, 451, 457, 4588 — autoeducación: 244 — autognosis/autoconocimiento/conocimiento de sí mismo: 218, 275, 375, 381, 450, 452 — autoinmolación: 437 — autorrealización (v. proceso de individuación)

—, contenidos del (v. contenido) —, definición del: 274 — inconsciente: 247, 466 — suicidio: 192, 344, 354, 386 simpático: 206 sincretismo: 118 síntoma psicógeno: 4, 51, 344, 413 sociedad secreta de los rosacruces: 385, 493 sociedad, orden social: p. 9, 30, 113, 201, 227, 230s., 240, 242, 246, 278, 305, 311, 318, 438, 459, 460, 463, 466, 518 sol: 108, 114, 250, 298, 405, 427, 466s. sombra (psic.), lado oscuro: 27, 35, 41s., 47, 69, 78, 103, 152, 154, 225, 248, 400, 439 subliminal: 196s., 203s., 270, 444s., 520 (v. tb. umbral; percepción sensorial) súcubo (v. íncubo) sueño/onírico, sueños: 21, 45, 98, 109, 119, 121, 134, 158, 165-191, 205, 209-214, 216-219, 241, 248, 272s., 275ss., 279ss., 285-289, 323, 338, 411, 450, 473, 48917, 501, 507, 520 (v. tb. alucinación; fantasía; visión) — aislados: 21, 123, 165, 189, 211, 285, 287 — angustioso: 44, 435 — censura onírica: 21 — colectivo: 277 — compensatorio: 170, 190, 48917, 50120 — contenidos oníricos: 130 – manifiestos y latentes: 434 — cósmico: 466 — interpretación/análisis/hermeneusis de: 20, 22-26, 123-140, 157-191, 192, 199, 209-220, 280-290, 342, 432-437, 450 – al nivel del objeto: 130, 139, 141, 143s., 158, 223, 452 – al nivel del sujeto: 130ss., 139, 141, 145, 157 – analítica/causal-reductiva: 128131, 490 – sintética/constructiva (v. método)

361

dos escritos sobre psicología analítica

— lenguaje onírico (v. lenguaje) — sentido del sueño: 21, 24, 122, 434, 436 — series de sueños: 1212, 386 — simbolismo onírico: 122, 176, 435 — sueño de deseos: 21 (v. tb. fantasía) — vígil: 6, 343, 366ss., 414s. (v. tb. fantasía, visión) sugestión, sugestivo: 2, 4, 242, 269s., 342, 413, 496 — autosugestión: 344 — sugestión de masas: 326 sujeto, subjetivo: 58, 62, 81-86, 1034, 110, 130ss., 141, 199, 223, 289, 295, 300, 327, 362, 372, 405, 452, 493, 504, 508, 518, 521 — imago subjetiva (v. imago) superioridad/ascender, llegar a lo más alto: 48-55, 57, 453ss. (v. tb. poder) superstición: 352, 385, 436, 473, 48917, 494 tabú: 239, 508 — del incesto: 239, 459 — familiar: 508 —, violación de un: 2431, 459 talking cure: 5, 414 taoísmo: 118, 287, 327 técnica (v. método) tecnicismo: 494 teleología: 50120 temperamento: 60 teólogo, teología: 302 teoría sexual: 425-441 (v. tb. erotismo) teosofía: 118, 339, 385, 493 terapia, terapéutico/tratamiento: 19, 65, 117, 192-200, 223, 236, 373, 431, 439s., 452 (v. tb. análisis; médico y paciente) tétrada/cuaternidad: 186 Tibet: 326 tiempo: 17s. tierra — planeta: 3, 250, 405, 467 — tierra de labor: 428 tipo mongoloide: 154 tipo, tipos, psicológicos: p. 10, 63, 80, 461 (v. tb. Jung, C. G., obras) — clásico: 80 — romántico: 80

— tipo de actitud: 56-96 – extravertida (v. extraversión) – introvertida (v. introversión) toma de consciencia/conscienciación: 28, 88, 218, 224, 236, 243, 275, 293, 339, 357, 387, 393, 396, 398, 450 (v. tb. consciente, devenir/tornarse) totalidad: 40, 186, 188, 367 tótem: 459 transferencia (en el análisis): 93ss., 97s., 105, 110, 144, 146s., 163, 206-216, 248, 251, 255ss., 342 (v. tb. médico y paciente) — disolución de la: 208 transformación/metamorfosis: 341s., 368, 374 (v. tb. misterios) trastorno del equilibrio psíquico: 470 (v. tb. trastorno mental) trastorno del lenguaje: 4, 415 trastorno mental: 469s. trauma/herida anímica, traumas, traumático: 8ss., 13, 16, 293, 417ss., 422, 424s. travesía del mar nocturno: 160 tribu: 456 Trinidad: 119 umbral: 203s., 444s. (v. tb. percepción sensorial; subliminal) útero: 171 vado (en sueños): 125, 160, 162 vago: 206 varón/hombre adulto: 173s., 307, 309, 319, 330ss., 384, 520 (v. tb. mujer) —, femenino en el (v. mujer) — y mujer: 173, 297-301, 330s., 335, 370 Vaticano: 279 vicio: 236s., 457s. — colectivo: 458 vida mental: 410 vida, líneas vitales: 36s., 41, 79, 113, 120, 303, 369, 402, 404, 476, 481s., 486, 489s., 493, 497, 500ss., 504, 5214 viento: 211, 214, 217, 219 (v. tb. pneu/ma) vínculo heterosexual: 178 virtud: 236, 457s.

362

ÍNDICE DE MATERIAS

— colectiva: 458 «visión»: 366 (v. tb. espíritu[s]; visión[es]) visión(es): 119, 121, 133, 185, 342, 469, 472 — de la serpiente: 119 — de la Trinidad: 119 voluntad: 35-55, 72, 74, 77, 375, 447, 507 — de poder: 35-55, 78, 457, 459 voz, voces (v. alucinaciones) Wotan: 217 Yildiz Kiosk: 279 yin y yang: 287

yo: 42s., 50s., 55, 111, 113, 156s., p. 141, 405, 451, 457, 46211, 4661, 505, 507-510, 518, 520s. —, consciencia del: p. 142, 247, 466, 507, 517 —, impulso del: 43, 58 — inconsciente: 5171 — no-yo: 113, 119, 155, 505, 518 — subconsciente: 5171 Zagreo: 113 Zaratustra (v. Nietzsche, Friedrich) Zeus: 507 Zúrich, Clínica Psiquiátrica de: 20, 2284, 432

363

LA OBRA DE CARL GUSTAV JUNG

A. OBRA COMPLETA*

Volumen 1. ESTUDIOS PSIQUIÁTRICOS

1. 2. 3. 4. 5. 6. 7. 8. 9.

Acerca de la psicología y patología de los llamados fenómenos ocultos (1902) Sobre la paralexia histérica (1904) Criptomnesia (1905) Sobre la distimia maniaca (1903) Un caso de estupor histérico en una mujer en prisión preventiva (1902) Sobre simulación de trastorno mental (1903) Peritaje médico sobre un caso de simulación de trastorno mental (1904) Peritaje arbitral sobre dos peritajes psiquiátricos contradictorios (1906) Acerca del diagnóstico psicológico forense (1905)

Volumen 2. INVESTIGACIONES EXPERIMENTALES ESTUDIOS ACERCA DE LA ASOCIACIÓN DE PALABRAS

1. 2. 3. 4. 5. 6. 7. 8. 9. 10. 11.

Investigaciones experimentales sobre las asociaciones de sujetos sanos (C. G. Jung y F. Riklin, 1904/1906) Análisis de las asociaciones de un epiléptico (1905/1906) Sobre el tiempo de reacción en el experimento de asociación (1905/1906) Observaciones experimentales sobre la facultad de recordar (1905) Psicoanálisis y experimento de asociación (1905/1906) El diagnóstico psicológico forense (1906/1941) Asociación, sueño y síntoma histérico (1906/1909) El significado psicopatológico del experimento de asociación (1906) Sobre los trastornos de reproducción en el experimento de asociación (1907/1909) El método de asociación (1910) La constelación familiar (1910)

* Los paréntesis indican las fechas de publicación de originales y revisiones. Los corchetes señalan la fecha de elaboración del texto.



INVESTIGACIONES PSICOFÍSICAS

12. 13. 14. 15. 16. 17. 18. 19.

Sobre los fenómenos psicofísicos concomitantes en el experimento de asociación (1907) Investigaciones psicofísicas con el galvanómetro y el pneumógrafo en sujetos normales y enfermos mentales (C. G. Jung y F. Peterson, 1907) Nuevas investigaciones sobre el fenómeno galvánico y la respiración en sujetos normales y enfermos mentales (C. G. Jung y C. Ricksher, 1907) Datos estadísticos del alistamiento de reclutas (1906) Nuevos aspectos de la psicología criminal (1906/1908) Los métodos de investigación psicológica usuales en la Clínica Psiquiátrica de la Universidad de Zúrich (1910) Breve panorama de la teoría de los complejos ([1911] 1913) Acerca del diagnóstico psicológico forense: el experimento forense en el proceso judicial ante jurado en el caso Näf (1937)

Volumen 3. PSICOGÉNESIS DE LAS ENFERMEDADES MENTALES

1.

2. 3. 4. 5. 6. 7. 8. 9. 10.

Sobre la psicología de la dementia praecox: un ensayo (1907) El contenido de las psicosis (1908/1914) Sobre la comprensión psicológica de procesos patológicos (1914) Crítica del libro de E. Bleuler Zur Theorie des schizophrenen Negativismus (1911) Sobre el significado de lo inconsciente en psicopatología (1914) Sobre el problema de la psicogénesis en las enfermedades mentales (1919) Enfermedad mental y alma («¿Enfermos mentales curables?») (1928) Sobre la psicogénesis de la esquizofrenia (1939) Consideraciones recientes acerca de la esquizofrenia (1956/1959) La esquizofrenia (1958)

Volumen 4. FREUD Y EL PSICOANÁLISIS

1. 2. 3. 4. 5. 6.

La doctrina de Freud acerca de la histeria: réplica a la crítica de Aschaffenburg (1906) La teoría freudiana de la histeria (1908) El análisis de los sueños (1909) Una contribución a la psicología del rumor (1910/1911) Una contribución al conocimiento de los sueños con números (1910/1911) Reseña crítica del libro de Morton Prince The Mechanism and Interpretation of Dreams (1911)

7. 8. 9. 10. 11. 12. 13. 14. 15. 16.

Acerca de la crítica al psicoanálisis (1910) Acerca del psicoanálisis (1912) Ensayo de exposición de la teoría psicoanalítica (1913/1955) Aspectos generales del psicoanálisis (1913) Sobre psicoanálisis (1916) Cuestiones psicoterapéuticas actuales (Correspondencia Jung/Loÿ) (1914) Prólogos a los Collected Papers on Analytical Psychology (1916/1917/1920) El significado del padre para el destino del individuo (1909/1949) Introducción al libro de W. Kranefeldt Die Psychoanalyse (1930) La contraposición entre Freud y Jung (1929)

Volumen 5. SÍMBOLOS DE TRANSFORMACIÓN (1952) [Reelaboración del libro Transformaciones y símbolos de la libido (1912)]

Volumen 6. TIPOS PSICOLÓGICOS 1. 2. 3. 4. 5.

Tipos psicológicos (1921/1960) Sobre la cuestión de los tipos psicológicos (1913) Tipos psicológicos (1925) Tipología psicológica (1928) Tipología psicológica (1936)

Volumen 7. DOS ESCRITOS SOBRE PSICOLOGÍA ANALÍTICA 1. 2. 3. 4.

Sobre la psicología de lo inconsciente (1917/1926/1943) Las relaciones entre el yo y lo inconsciente (1928) Nuevos rumbos de la psicología (1912) La estructura de lo inconsciente (1916)

Volumen 8. LA DINÁMICA DE LO INCONSCIENTE

1. 2. 3. 4. 5. 6.

Sobre la energética del alma (1928) La función transcendente ([1916] 1957) Consideraciones generales sobre la teoría de los complejos (1934) El significado de la constitución y la herencia para la psicología (1929) Determinantes psicológicos del comportamiento humano (1936/1942) Instinto e inconsciente (1919/1928)

7. 8. 9. 10. 11. 12. 13. 14. 15. 16. 17. 18. 19.

La estructura del alma (1927/1931) Consideraciones teóricas acerca de la esencia de lo psíquico (1947/1954) Puntos de vista generales acerca de la psicología del sueño (1916/1948) De la esencia de los sueños (1945/1948) Los fundamentos psicológicos de la creencia en los espíritus (1920/1948) Espíritu y vida (1926) El problema fundamental de la psicología actual (1931) Psicología Analítica y cosmovisión (1928/1931) Realidad y suprarrealidad (1933) El punto de inflexión de la vida (1930-31) Alma y muerte (1934) Sincronicidad como principio de conexiones acausales (1952) Sobre sincronicidad (1952)

Volumen 9/1. LOS ARQUETIPOS Y LO INCONSCIENTE COLECTIVO 1. 2. 3. 4. 5. 6. 7. 8. 9. 10. 11. 12. 13.

Sobre los arquetipos de lo inconsciente colectivo (1934/1954) Sobre el concepto de inconsciente colectivo (1936) Sobre el arquetipo con especial consideración del concepto de anima (1936/1954) Los aspectos psicológicos del arquetipo de la madre (1939/1954) Sobre el renacer (1940/1950) Acerca de la psicología del arquetipo del niño (1940) Acerca del aspecto psicológico de la figura de la Core (1941/1951) Acerca de la fenomenología del espíritu en los cuentos populares (1946/1948) Acerca de la psicología de la figura del pícaro (1954) Consciencia, inconsciente e individuación (1939) Acerca de la empiria del proceso de individuación (1934/1950) Sobre el simbolismo del mándala (1938/1950) Mándalas (1955)

Volumen 9/2. AION (1951) Volumen 10. CIVILIZACIÓN EN TRANSICIÓN 1. 2. 3. 4.

Sobre lo inconsciente (1918) Alma y tierra (1927/1931) El hombre arcaico (1931) El problema anímico del hombre moderno (1928/1931)

5. 6. 7. 8. 9. 10. 11. 12. 13. 14. 15. 16. 17. 18. 19. 20. 21. 22. 23. 24. 25.

Sobre el problema amoroso del estudiante universitario (1928) La mujer en Europa (1927) El significado de la psicología para el presente (1933/1934) Acerca de la situación actual de la psicoterapia (1934) Prólogo al libro Reflexiones sobre la historia actual (1946) Wotan (1936/1946) Después de la catástrofe (1945/1946) El problema de la sombra (1946/1947) Epílogo a Reflexiones sobre la historia actual (1946) Presente y futuro (1957) Un mito moderno. De cosas que se ven en el cielo (1958) La conciencia moral (1958) El bien y el mal en la Psicología Analítica (1959) Prólogo al libro de Toni Wolff Studien zu C. G. Jungs Psychologie (1959) El significado de la línea suiza en el espectro de Europa (1928) El amanecer de un mundo nuevo. Reseña del libro de H. Keyserling: Amerika. Der Aufgang einer neuen Welt (1930) Reseña de H. Keyserling La révolution mondiale et la responsabilité de l’esprit (1934) Complicaciones de la psicología norteamericana (1930) El mundo ensoñador de la India (1939) Lo que la India puede enseñarnos (1939) Apéndice: Nueve comunicaciones breves (1933-1938)

Volumen 11. ACERCA DE LA PSICOLOGÍA DE LA RELIGIÓN OCCIDENTAL Y DE LA RELIGIÓN ORIENTAL



RELIGIÓN OCCIDENTAL

1. 2. 3. 4. 5. 6. 7. 8. 9.

Psicología y religión (Terry Lectures) (1938/1940) Ensayo de interpretación psicológica del dogma de la Trinidad (1942/1948) El símbolo de la transformación en la misa (1942/1954) Prólogo al libro de V. White God and the Unconscious (1952) Prólogo al libro de Z. Werblowsky Lucifer and Prometheus (1952) Hermano Klaus (1933) Sobre la relación de la psicoterapia con la cura de almas (1932/1948) Psicoanálisis y dirección espiritual (1928) Respuesta a Job (1952)



RELIGIÓN ORIENTAL

10. 11.

Comentario psicológico al Libro Tibetano de la Gran Liberación (1939/1955) Comentario psicológico al Libro Tibetano de los Muertos

12. 13. 14. 15. 16.

(1935/1960) El yoga y Occidente (1936) Prologo al libro de D.T. Suzuki La Gran Liberación. Introducción al budismo zen (1939/1958) Acerca de la psicología de la meditación oriental (1943/1948) Sobre el santón hindú. Introducción al libro de H. Zimmer Der Weg zum Selbst (1944) Prólogo al I Ching (1950)

Volumen 12. PSICOLOGÍA Y ALQUIMIA (1944) Volumen 13. ESTUDIOS SOBRE REPRESENTACIONES ALQUÍMICAS 1. 2. 3. 4. 5.

Comentario al libro El secreto de la Flor de Oro (1929) El espíritu Mercurio (1943/1948) Las visiones de Zósimo (1938/1954) Paracelso como fenómeno espiritual (1942) El árbol filosófico (1945/1954)

Volumen 14/1. MYSTERIUM CONIUNCTIONIS I (1955)

Volumen 14/2. MYsTERIUM CONIUNCTIONIS II (1956) Volumen 15. SOBRE EL FENÓMENO DEL ESPÍRITU EN EL ARTE Y EN LA CIENCIA 1. 2. 3. 4. 5. 6. 7. 8. 9.

Paracelso (1929) Paracelso como médico (1941/1942) Sigmund Freud como fenómeno histórico-cultural (1932) Sigmund Freud. Necrología (1939) En memoria de Richard Wilhelm (1930) Sobre la relación de la Psicología Analítica con la obra de arte poética (1922) Psicología y poesía (1930/1950) Ulises: un monólogo (1932) Picasso (1932)

Volumen 16. LA PRÁCTICA DE LA PSICOTERAPIA

PROBLEMAS GENERALES DE LA PSICOTERAPIA

1. 2. 3. 4. 5. 6. 7. 8. 9.

Consideraciones de principio acerca de la psicoterapia práctica (1935) ¿Qué es psicoterapia? (1935) Algunos aspectos de la psicoterapia moderna (1930) Metas de la psicoterapia (1931) Los problemas de la psicoterapia moderna (1929) Psicoterapia y cosmovisión (1943/1946) Medicina y psicoterapia (1945) La psicoterapia en la actualidad (1945/1946) Cuestiones fundamentales de psicoterapia (1951)



PROBLEMAS ESPECIALES DE LA PSICOTERAPIA

10. 11. 12.

El valor terapéutico de la abreacción (1921/1928) La aplicabilidad práctica del análisis de los sueños (1934) La psicología de la transferencia (1946)

Volumen 17. EL DESARROLLO DE LA PERSONALIDAD 1. 2. 3. 4. 5. 6. 7. 8.

Sobre conflictos del alma infantil (1910/1946) Introducción al libro de F. G. Wickes: Analyse der Kinderseele (1927/1931) Sobre el desarrollo y la educación del niño (1928) Psicología Analítica y educación (1926/1946) El niño superdotado (1943) El significado de lo inconsciente para la educación individual (1928) Del devenir de la personalidad (1934) El matrimonio como relación psicológica (1925)

Volumen 18/1. LA VIDA SIMBÓLICA 1. 2. 3.

Sobre los fundamentos de la Psicología Analítica (1935) Símbolos e interpretación de sueños (1961) La vida simbólica (1939) Complementos a los volúmenes 1, 3 y 4 de la Obra Completa

Volumen 18/2. LA VIDA SIMBÓLICA

Complementos a los volúmenes 5, 7-17 de la Obra Completa

Volumen 19. BIBLIOGRAFÍA

Los escritos publicados de C. G. Jung Obras originales y traducciones La Obra Completa de C. G. Jung Seminarios de C. G. Jung

Volumen 20. ÍNDICES GENERALES DE LA OBRA COMPLETA

B. SEMINARIOS

Conferencias en el Club Zofingia ([1896-1899] 1983) Análisis de sueños ([1928-1930] 1984) Sueños infantiles ([1936-1941] 1987) Sobre el Zaratustra de Nietzsche ([1934-39] 1988) Psicología Analítica ([1925] 1989) La psicología del yoga kundalini ([1932] 1996) Visiones ([1930-1934] 1998)

C. AUTOBIOGRAFÍA

Recuerdos, sueños, pensamientos (con A. Jaffé) (1961)

D. EPISTOLARIO

Cartas I [1906-1945] (1972) Cartas II [1946-1955] (1972) Cartas III [1956-1961] (1973) Correspondencia Freud/Jung (1974)

E. ENTREVISTAS



Conversaciones con Carl Jung y reacciones de A. Adler, de I. Evans (The Houston films) (1946) Encuentros con Jung (1977)