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Spanish; Castilian Pages [345] Year 2010
Edición de
Margarita de* Olmo
Dilemas éticos en antropología Las entretelas del trabajo de campo etnográfico E D I T O R I A L
T R O T T A
Dilemas éticos en antropología Las entretelas del trabajo de campo etnográfico Edición de Margarita del Olmo
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C O L E C C IÓ N E S T R U C T U R A S Y P R O C E S O S S e r ie A n t r o p o lo g ía
Editorial Trotta, S.A., 2010 Ferraz, 55. 28008 Madrid Teléfono: 91 543 03 61 Fax: 91 543 14 88 E-mail: [email protected] http://www.trotta .es © Margarita del Olm o Pintado, para esta edición, 2010 © De los autores para sus colaboraciones, 201 0 ISBN: 978-84-9879-171-6 Depósito Legal: S. 1.111 -201 0 Impresión Gráficas Varona, S.A.
CONTENIDO
Contenido.......................................................................................... ...........
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Introducción: Margarita del Olmo.............................................................
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La negociación del trabajo de campo: Caridad Hernández.....................
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Novato en Valle de Chalco: reflexiones sobre la ética del antropólogo desde el recuerdo de una etnografía en una barriada mexicana: Jesús Adánez Pavón..........................................................................................
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Bagatelas de la moralidad ordinaria. Los anclajes morales de una expe riencia etnográfica: Angel Díaz de R a d a ..............................................
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Conflicto de intereses. Reflexión sobre un trabajo de campo en la escue la: Margarita del Olmo..........................................................................
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Antropología y reproducción: las prácticas y/o la ética: Diana Marre....
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De museos del saber a museos de los pueblos. El lugar de los antropólo gos: Fernando Monge............................................................................. La posición del antropólogo en la revalorización del patrimonio. El dile ma de la «participación observante» en la Batalla Naval de Vallecas: Elísabeth Lorenzi Fernández.................................................................. De responsabilidades, compromisos y otras reflexiones que llevan a la antropología aplicada: Alicia Re Cruz................................ ................
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«No estamos de acuerdo con algunas de tus interpretaciones»: gestión de la información en el trabajo de campo con personas estigmatiza das : Virtudes Téllez Delgado............................................................. . Ira en Irlanda: Nancy Scbeper-Hugbes.......................................................
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«Mi colegio sin mí»: dilemas en la definición de mi rol como etnógrafa: Carmen Osuna Nevado................................ j.......................................
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CONTENIDO
Delitos de omisión. Más allá de escribir o no escribir: actuar o no actuar: Pilar López Rodríguez-Gironés.............................................................. Hablan los niños. Evaluación crítica de plazas y espacios verdes. La «opi nión experta» de niños de Lavapiés para reformar su espacio vital: Waltraud Müllauer-Seichter...................................................................
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Sujetos como objeto de estudio: Matilde Fernández Montes...................
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Antropología y cuidados: dilemas éticos en la investigación con pacien tes: Manuel Moreno Preciado............................................................... Concluir el inicio de un proceso de reflexión conjunta:Pilar Cucalón ..
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Acerca de las autoras y autores.................................................................... índice general...............................................................................................
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INTRODUCCIÓN M a r g a r ita d el O lm o Centro de Ciencias Humanas y Sociales Consejo Superior de Investigaciones Científicas
No es frecuente hablar de ética en antropología, ni leer, ni estudiar, ni siquiera discutir. Al menos en España. Nuestros colegas norteamericanos hace tiempo que tienen la exi gencia, desde sus instituciones, de hacer firmar a la gente con la que trabajan un permiso explícito que llaman «consentimiento informado». En un seminario reciente, celebrado en la London School of Economics1, una colega y amiga que trabaja en Canadá nos preguntó al resto de los participantes (todos centrados en Europa) nuestra opinión sobre este requisito. La primera respuesta fue que, afortunadamente, en Eu ropa nadie nos lo exigía, porque de lo contrario el trabajo que había realizado esta persona, basándose en entrevistas informales, no hubiera podido hacerse. Y añadió: «Ese es un problema que tendrán que enfren tar ustedes allí, ya verán cómo se las arreglan». Con este libro yo quiero reclamar exactamente lo contrario: que no es un problema de los norteamericanos, que nos afecta a todos y que más vale que empecemos pronto a abrir esta discusión porque no sólo incide en la viabilidad de los trabajos, sino en su desarrollo, en sus conclusiones y, sobre todo, en el sentido de por qué y para qué traba jamos. Y me parece un tema especialmente relevante en el caso de que, como hacemos la mayor parte de los antropólogos en Europa, finan
1. El seminario titulado «Anthropology in the City. Methods, Methodology and Theory», se celebró en el Departamento de Antropología de la London School of Economics, Londres, 17-18 de septiembre de 2008.
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MARGARITA
DEL OL M O
ciemos nuestro trabajo con dinero público, que a mi modo de entender exige, de la misma forma, una responsabilidad pública2. Cada uno de los capítulos que reúne este libro es una invitación a abrir esta discusión desde un punto de vista diferente. Algunas de las perspectivas son coincidentes con otras en cuanto a los temas y a la for ma de abordarlos, pero otras veces están en franca contradicción. Esto es así porque no hemos resuelto nada; no se trataba tampoco de resolver nada. Lo que se pretendía era poner encima de la mesa, de una forma honesta, todo aquello que nos había incomodado, para lo que habíamos encontrado solamente soluciones parciales o precarias, o habíamos deja do francamente sin resolver. Este ejercicio supone darle la vuelta a la tela para ver las costuras, los remiendos, los errores y las veces que algo se ha tenido que volver a coser, lo que implica una buena dosis de humildad y a veces un doloroso ejercicio de escarbar en la intimidad y dejar expues to lo que normalmente se oculta. La única conclusión en la que todos hemos coincidido es que los dilemas éticos tienen que ver con la relación que en cada momento se es tablece y, por lo tanto, no hay soluciones universales, porque los intereses y los valores que orientan la relación entre las personas, tampoco lo son. Los compromisos éticos y las consecuencias de cada uno de ellos depen den del lugar, del momento y, sobre todo, de las personas involucradas en la relación. Por este mismo motivo la mayoría de nosotros llama la atención sobre la dificultad de prever los conflictos éticos que van a surgir en un trabajo de campo, y por lo tanto las soluciones que cada uno debe adoptar. Por la misma razón, la fórmula del «consentimiento informado» nos resulta una solución a veces poco viable y casi siempre poco eficaz, no sólo porque muchos de nosotros hemos peleado, con mucha intensidad pero sin ningún éxito, por «informar» antes de establecer un compromiso explícito, sino porque la mayoría de los dilemas éticos que surgen van mucho más allá y no se pueden resolver únicamente con un formulario que muchas veces se puede utilizar como un «cheque en blanco». Pero el hecho de que los dilemas éticos sean contextúales y depen dan de la relación que en cada caso se establece y como consecuencia no existan respuestas universales para ellos, no nos exime de la res ponsabilidad de plantearlos, sino justamente al contrario: tenemos que hacerlo porque no se pueden anticipar y tampoco presuponer que están resueltos. 2. Estoy haciendo aquí eco de una conversación mantenida con mi colega y amigo Bernd Baumgartl, durante mi estancia de investigación en primavera de 2009 en Navreme, Viena, financiada por un acuerdo entre la Academia de Ciencias Austriaca y el CSIC.
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INTRODUCCIÓN
Lo único que podemos suponer de antemano es que van a surgir y que nos van a sorprender. Y por ello es necesario hacer dos cosas: pre pararnos para enfrentarlos y plantearlos, cuando surjan, de una forma explícita. Para lo uno y para lo otro es necesario prepararse, aprender. Y una forma de aprender es analizar lo que han hecho otras personas y cómo lo han hecho. Espero que este libro sea un inicio.
La mayoría de los textos aquí reunidos son fruto de un seminario que se celebró en el Centro de Ciencias Humanas y Sociales del CSIC entre el 9 y el 19 de diciembre de 2008, con el título «Cuestiones de ética en antropología». El seminario se diseñó para que cada uno de los participantes planteara para discutir cualquier dilema relacionado con la ética surgido a partir de su propio trabajo de campo. El trabajo para presentar esta versión al lector se ha realizado en el marco del proyecto de investigación «Estrategias de participación y prevención de racismo en las escuelas II» (FFI200908762). Quiero agradecer a Matilde Fer nández Montes su paciencia a la hora de corregir la última versión de los textos, porque indudablemente ha mejorado su lectura.
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LA DECLARACIÓN SOBRE ÉTICA DE LA ASOCIACIÓN AMERICANA DE ANTROPOLOGÍA Y SU RELEVANCIA PARA LA INVESTIGACIÓN EN ESPAÑA N a n c y K o n v a lin k a Departamento de Antropología Social y Cultural Universidad Nacional de Educación a Distancia
L O S A N T R O P Ó L O G O S V AN A LA G U ER RA
En octubre de 2007 se publicaron varios artículos en los periódicos de Estados Unidos sobre la incorporación de antropólogos a unidades mi litares en Iraq y Afganistán, con titulares como «El ejército recluta a la antropología en las zonas de guerra» (Rohde, 2007) o «Cuando los antropólogos van a la guerra» (Weinberger, 2007). Esta incorpora ción ha sido parte de un programa que tuvo su comienzo a mediados del 2006, bajo el nombre de Human Terrain System (Sistema de Terre no Humano), con el objetivo, en palabras del teniente coronel Edward Villacres del Ejército de Estados Unidos, líder de un Human Terrain Team (Equipo de Terreno Humano) en Iraq, de «ayudar a los líderes de las brigadas a entender la dimensión humana del medio ambiente en el que trabajan, de la misma manera que un analista de mapas in tentaría ayudarles a entender los puentes y los ríos y cosas de ese tipo» (González, 20 0 8 )1. Algunos antropólogos que conozco en España manifestaron una gran sorpresa de que sus colegas estadounidenses se prestaran a colaborar con el ejército y condenaban en general la idea. En Estados Unidos se despertó el debate entre los antropólogos que consideraban que su co laboración podría salvar vidas y aportar una perspectiva más humana al ejército y aquellos que consideraban que este tipo de colaboración iba totalmente en contra de la ética de la disciplina. 1.
Las traducciones al español de los textos originales en inglés son mías..
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Desde este punto de partida, quisiera ofrecer aquí una serie de con sideraciones. Primero, ya que ninguna situación surge de la nada, creo que será muy fructífero explorar la historia de las relaciones entre las ciencias sociales (y la antropología en particular) y el poder militar en los Estados Unidos, con el propósito de comprender mejor estos acon tecimientos recientes. En segundo lugar, teniendo en cuenta el vínculo temporal-espacial de la ética y la imposibilidad de que exista una ética o moral atemporales, ahistóricas y sin contexto, veremos los distintos códigos de ética que ha elaborado la Asociación Americana de Antro pología (AAA) desde que se formó el primer Comité de la Problemá tica de la Investigación y la Etica en 1965 y los contextos en los que se formularon estos códigos. Incidiré de forma particular en el código más reciente, aprobado en febrero de 2009 por los miembros de la Asocia ción, como respuesta a las iniciativas actuales del ejército2. Finalmente, ofreceré como conclusión las lecciones que creo que podemos sacar para nuestro propio contexto, el de la investigación antropológica en España y la formación de antropólogos.
LA ANTROPOLOGÍA Y EL PODER MILITAR EN ESTADOS UNIDOS
Podemos dar comienzo a nuestra historia el día 20 de diciembre de 1919, cuando se publica una carta de Franz Boas en el periódico The Nation con el título de «Scientists as Spies» (Los científicos como espías). En ella, Boas denuncia la participación en actividades de espionaje de cien tíficos que fingen representar a instituciones y llevar a cabo investigacio nes científicas. Veamos lo que dice: Una persona que utiliza la ciencia como tapadera del espionaje político, que se rebaja presentándose ante un gobierno extranjero como inves tigador y pide ayuda en sus presuntas investigaciones con el propósito de llevar a cabo, bajo este encubrimiento, sus maquinaciones políticas, prostituye la ciencia de manera imperdonable y pierde el derecho de ser clasificado como científico. Por accidente han llegado a mis manos pruebas incontrovertibles de que por lo menos cuatro hombres que llevan a cabo trabajo antropo lógico, siendo empleados como agentes del gobierno, se presentan a
2. En febrero de 2009, después de la redacción de este trabajo, este código revisado se aprobó por votación de los miembros de la AAA. Se puede consultar en la siguiente di rección en la página web de la AAA: http://www.aaanet.org/issues/policy-advocacy/Codeof-Ethics.cfm.
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DECLARACIÓN
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gobiernos extranjeros como representantes de instituciones de Estados Unidos, enviados con el propósito de llevar a cabo investigaciones cien tíficas. No sólo han quebrantado la fe en la verdadera ciencia, sino que además han perjudicado la investigación científica de la manera más contundente posible. Como consecuencia de sus actos, todas las naciones miran con desconfianza al investigador extranjero de visita que quiere trabajar honestamente, y sospecharán maquinaciones siniestras. Estas acciones han levantado una nueva barrera contra el desarrollo de la cooperación internacional amistosa (Boas, 1919).
Su protesta le valió la censura de la Asociación Americana de An tropología, que le destituyó de su puesto en la Comisión de la Aso ciación, le presionó hasta que renunció a su cargo en el National Re search Council (Consejo Nacional de Investigación) y amenazó con echarle de la Asociación (Houtman, 2005). Según David Price (2000: 25-26), antropólogo que se interesa por la interacción entre la antro pología y el ejército y las agencias de inteligencia, uno de los factores que influyeron en esta decisión fue el miedo a que una publicidad ne gativa afectase el acceso al campo de otros antropólogos. Como ve remos, este mismo miedo, junto con la inherente incapacidad de la Asociación Americana de Antropología de imponer sanciones, debido a su naturaleza de asociación voluntaria, ha evitado una condena cla ra de situaciones similares en otros momentos. Sin embargo, también veremos que parece que ahora sí que se ha tomado una postura clara y contundente a este respectp. Debo mencionar aquí que no fue hasta junio del 2005 cuando, por voto general de los miembros de la Asociación, se revocó públicamente esa moción de censura a Boas (AAA, 2005). Si consultamos el diccionario, nos encontramos con que la ética es la «parte de la filosofía que trata de la moral y de las obligaciones del hombre» o el «conjunto de normas morales que rigen la conducta hu mana», siendo la moral la «ciencia que trata del bien en general, y de las acciones humanas en orden a su bondad o malicia» (Diccionario de la Lengua Española, 22.a ed., RAE). Estas definiciones sugieren la gran di ficultad de dar cuerpo a estos conceptos de ética, moral, las obligaciones del hombre, la bondad y la malicia, de manera acontextual y atemporal. Veamos ahora los distintos contextos de las relaciones de las ciencias so ciales en general y la antropología en particular, con el poder militar en los Estados Unidos, para poder abordar después los distintos códigos de ética de la Asociación Americana de Antropología a través de su historia y la necesidad de concebir un código de ética como un proceso conti nuo, cambiante e interminable.
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Después de la condena de la Asociación Americana de Antropología a Boas, otros muchos científicos sociales prestaron sus servicios en la Segunda Guerra Mundial —algunos probablemente como espías, otros de forma más abierta, aunque habría que preguntarse, por ejemplo, has ta qué punto entendían los informantes de Ruth Benedict las posibles repercusiones de su colaboración con ella— . Según Wax (1987: 1) esta actitud responde a un momento histórico en el que los ciudadanos esta dounidenses tenían fe en la bondad de su forma de organización políti ca y de su gobierno, un momento en el se podría entender que la ética exigía una respuesta comprometida en una lucha que se percibía como clara entre buenos y malos, oprimidos y opresores. Como explica Mark Solovey (2001: 173-177), profesor de historia de la ciencia en la Universidad de Toronto, en su artículo «Project Camelot and the 1960s Epistemological Revolution», después de la Segun da Guerra Mundial, gran parte de la financiación de la investigación en las ciencias naturales procedía de las instituciones militares y de agen cias gubernamentales. Al principio las ciencias sociales estaban margina das, pero durante la guerra fría se empezó a dar gran importancia a las llamadas «ciencias del comportamiento», en particular a la psicología y la economía y, más tarde, al análisis de sistemas, de lo que se esperaba que proporcionara modelos de estabilidad o inestabilidad de distintos regímenes nacionales para intervenir en ellos según los intereses de Es tados Unidos. Sin embargo, corrían ya otros tiempos. Dentro de la Asociación Americana de Antropología, Wax (1987: 2) identifica en esta época (des pués de la Segunda Guerra Mundial y en plena guerra fría) dos grupos: los antropólogos más mayores quienes aún apuestan por la democracia estadounidense como mejor forma de gobierno, están en contra de los regímenes totalitarios y ven la colaboración de antropólogos con el go bierno y las instituciones militares con buenos ojos, y los más jóvenes que denuncian la explotación imperialista de los pueblos menos poderosos y ven esta colaboración como una prostitución de la ciencia que perjudica a los pueblos estudiados, en contra de la ética de la antropología. En este momento de grandes proyectos en las ciencias sociales y de gran fe en su eficacia, pero de división de opiniones acerca de lo ético de colaborar con el gobierno o el ejército y recibir de ellos fondos para la investigación, se ideó uno de los proyectos más ambiciosos de toda la historia en las ciencias sociales, el infame Proyecto Camelot. Como re lata Solovey (2001: 180) en 1964 el Departamento de Defensa iden tificó una laguna en su conocimiento de «las condiciones culturales, económicas y políticas que generan conflicto entre grupos nacionales».
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Para remediarla creó un programa de contra-insurrección, el Proyecto Camelot. Varios elementos hicieron muy atractiva esta oportunidad para los científicos sociales: su validación de las ciencias sociales como reales y útiles, la oportunidad de colaboración interdisciplinar, la idea de con tribuir a la paz, la estabilidad y la propagación de la democracia y, des de luego, la generosa financiación (6 millones de dólares durante los primeros cuatro años, con rumores de 50 millones de dólares anuales después) (Solovey, 2001: 181-182). Sin embargo, Wax (1987: 3) cita dos acontecimientos importantes que reforzaron la nueva perspectiva ética de los antropólogos más jó venes que dudaban de la bondad del establishment. Por una parte, un acontecimiento anterior, los juicios de Nüremberg (1945-1949), con su énfasis en la responsabilidad moral individual, había estimulado la crea ción de códigos de conducta profesional para asegurar la protección de sujetos humanos en la experimentación científica. Por otra parte, un acontecimiento coetáneo, la guerra de Vietnam (1959-1975) y su cali ficación como una guerra injusta, les hacía reacios a colaborar con un gobierno en el que no tenían confianza. Así, citando a Wax (1987: 3): En este proceso, «la ética» para los antropólogos se redefinió como algo que trataba la naturaleza de la interacción entre el trabajador de campo y los grupos que le acogían y, en particular, temas tales como el «consenti miento informado» y la posibilidad de que el proyecto pudiera reportar beneficios (o perjuicios) (Cassell y Wax, 1980). La moralidad de la invéstigación de campo encubierta sigue siendo un tema clave. Es necesario subrayar que este tema no podía aparecer, y no apareció, en muchos contextos tradicionales (Raymond Firth in Tikopia; Jean Briggs entre los Utku de Chantrey Inlet), pero puede aparecer, y aparece, cuando se intenta hacer trabajo de campo entre poblaciones modernas y urbanas (Bulmer, 1982).
Según cuenta la historia Solovey (2001: 185-186), la polémica es talló cuando el antropólogo Hugo Nutini, profesor en Estados Unidos pero chileno de nacimiento, viajó a Chile en 1965 para reclutar a aca démicos para el proyecto. Dijo que los fondos venían de la National Science Foundation, un organismo no-militar. Simultáneamente, un científico social noruego que había rehusado participar al sospechar de los motivos políticos subyacentes, habló con los académicos chilenos, quienes se enfrentaron a Nutini. Este declaró su ignorancia de los fines nefastos del proyecto y dijo que cortaría su conexión; no obstante, el gobierno chileno le acusó de ser espía y le declaró persona non grata.
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Debido al escándalo, el Proyecto Camelot se canceló antes de ini ciarse. N o sólo se criticó desde todos los países que se colocaban en contra de Estados Unidos, sino también en el país, en el Congreso y en la academia, por sus objetivos claramente políticos y reaccionarios de su primir la rebelión en países con regímenes favorables a Estados Unidos y mantener la estabilidad de estos regímenes (Solovey, 2001: 187). El fracaso del Proyecto Camelot destruyó otras muchas investigaciones, especialmente en América del Sur y Central, al crear un clima general de sospecha sobre los motivos de cualquier investigación pagada desde Estados Unidos. Destruyó también las reputaciones de muchos acadé micos, personas que, como apunta Solovey, por lo general no se habían dado cuenta de la ideología y los valores que yacían detrás del pro yecto; personas cuya participación en estos valores e ideología, como explicó Horowitz en su testimonio ante el Congreso, les impedía ver la estructura de poder que dirigía, de manera insidiosa, su investigación (Solovey, 2001: 188-189). Solovey concluye que el legado del Proyecto Camelot para las cien cias sociales es triple. Primero, ha quedado muy clara la idea de que quien paga, manda, definiendo los problemas a estudiar y los resulta dos deseados. Si el poder político-militar financia los estudios, por algo será. Como dice Solovey (2001: 193): La respuesta generalizada se centró en el impacto corrosivo del patro nazgo y, en particular, la asociación con la institución militar. Respecto a este tema, la controversia Camelot resultó ser de una importancia singu lar, al generar preocupación acerca del impacto pernicioso del patronaz go militar sobre las capacidades críticas de los científicos sociales.
Provocó que la Asociación Americana de Antropología encargara un estudio sobre la política y la ética en las ciencias sociales a Ralph Beals que, en 1969, dio como fruto un libro en el que se habla del alto número de científicos sociales que trabajaban en la CIA y otras agencias de inteligencia (Velas, 1969, citado en Solovey, 2001: 193). En segundo lugar, hizo patente la existencia de la ideología en las ciencias sociales y, en tercero, resaltó la falacia del «científico social» neutral en cuanto a valores, y reclamó la necesidad de una reflexión detenida y seria, por parte de cada uno, sobre las implicaciones y conse cuencias morales de su trabajo (Solovey, 2001: 194-196). A partir del fracaso y el escándalo del Proyecto Camelot, los an tropólogos se volvieron hiper-conscientes de la responsabilidad personal de cada uno para comprobar las fuentes de financiación, tanto manifies
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tas como encubiertas, con dos motivos muy poderosos: primero, como parte de su obligación de proteger a las personas que estudia, tanto de cualquier repercusión negativa, como de la manipulación ideológica por parte de un gobierno extranjero, y segundo, por un sentido de supervi vencia profesional, por las consecuencias que el daño irreparable que un descuido en este sentido podría acarrear a la reputación y carrera profe sionales. Recuerdo con gran claridad que esta preocupación impregnaba la enseñanza de la antropología en el ambiente universitario en Estados Unidos a finales de los años setenta y principios de los ochenta. El crecimiento de la antropología aplicada no-militar, a partir de finales de los años setenta y las oportunidades de encontrar empleo fuera de las universidades, ha llevado a una gran diversificación de los campos de investigación y de la procedencia de los sueldos de los an tropólogos. De nuevo, la investigación antropológica corre peligro de tener que doblegarse a las perspectivas e intenciones de los que la fi nancian. La intención anunciada del contratante puede ser «ayudar», «mejorar las condiciones» y «facilitar la comunicación», intención que suele coincidir, por lo menos superficialmente, con la del antropólo go, de proteger a las personas y a los pueblos que estudia de cualquier consecuencia negativa, o incluso de ayudarles. Sin embargo, un gran número de antropólogos «aplicados» ahora dependen de estos sueldos no-académicos, formando un grupo importante que ha influido, como veremos, en la formulación de ciertos pasajes del código de ética, ha ciéndolos menos tajantes y más permisivos en ciertos aspectos. A continuación vamos a tratar las sucesivas elaboraciones de los códigos de ética de la Asociación Americana de Antropología y sus reac ciones a todos estos acontecimientos a lo largo de más de medio siglo3.
L O S C Ó D IG O S D E É T IC A D E LA A S O C IA C IÓ N A M E R IC A N A D E A N T R O P O L O G ÍA
El primer documento de principios que publica la Asociación Americana de Antropología es la Resolución sobre Libertad de Publicación adop tada por el Consejo de la Asociación en 1948. N o es exactamente un código de ética, ya que su propósito principal es proteger la libertad de publicación. Sin embargo, recoge claramente el deber de salvaguardar los intereses de las personas y comunidades objeto de estudio:
3. Los códigos de ética de la AAA se pueden consultar en su página web, concreta mente en: http://dev.aaanet.org/stmts/ethstmnt.htm.í!
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Puesto que una cantidad importante de la investigación puramente cien tífica en ciencias sociales está financiada por instituciones que pueden tener el derecho legal de publicar, suprimir o alterar los resultados de la investigación, o disponer de ellos de una manera que puede ser contra ria a la voluntad del científico y puede dar como resultado la supresión o la limitación de la libertad académica; pero: Puesto que también es cierto que la indiscreción en la publicación puede perjudicar a los informantes o grupos de los que se obtiene la información y puede dañar a las instituciones financiadoras; Se resuelve: (1) que la Asociación Americana de Antropología insta a todas las instituciones patrocinadoras a que garanticen a sus investigado res científicos la libertad absoluta de interpretar y publicar sus resultados sin censura ni interferencia; siempre que (2) se protejan los intereses de las personas y comunidades u otros grupos sociales; y que (3) en el caso de que la institución patrocinadora no desee publi car los resultados ni identificarse con la publicación, dicha institución permita la publicación de los resultados sin el uso de su nombre como agencia patrocinadora, por otras vías (AAA, 1948).
La preocupación principal aquí es la libre publicación de los resul tados, condición sine qua non para el libre ejercicio de la ciencia. Se protege igualmente a la agencia financiadora de los daños de la publi cación no deseada de los resultados y a las personas y comunidades objeto de investigación de los perjuicios resultantes de la indiscreción en la publicación (sin darles ningún control sobre qué se considera indiscreción). En el segundo capítulo del Handbook on Ethical Issues in Anthro pology (Manual de cuestiones éticas en la antropología), con el título de «The Committee on Ethics: Past, Present, and Future», James N. Hill (1987) explica la formación del comité de ética, los distintos retos a los que se ha enfrentado y su situación a finales de los años ochenta. Seguiré aquí su análisis e interpretación de los acontecimientos. Aunque Hill (1987: 1) opina que la acusación de la participación de antropólogos en investigaciones clandestinas no respondía a ninguna realidad, enfatiza el miedo que existía en estos momentos para el uso de antropólogos, a sabiendas o no, como espías, sobre todo en relación con el concepto de la investigación clandestina y el secreto de los resultados. Esto se per cibía como una amenaza a las ciencias sociales en sí y a los individuos implicados en la investigación. También se temía que la antropología adquiriera una mala reputación que cerraría el acceso al campo en el futuro y que la información producida se utilizara para controlar o des truir a las comunidades estudiadas (Hill, 1987: 1-2).
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En respuesta, la Asociación Americana de Antropología constituyó un Comité de problemas de investigación y ética en 1965 que produjo un informe que llevó a una «Declaración sobre los problemas de la investiga ción antropológica y la ética» que se adoptó en 1967 (AAA, 1967). Frente a lo breve de la resolución de 1948, este documento es más extenso, con una introducción y tres apartados. La introducción recoge la necesidad de estudiar a la humanidad, la de la cooperación internacional, la de la libertad de publicación y la responsabilidad de proteger la privacidad de las personas que ayudan a los antropólogos con su investigación. Dice que «la coacción, la decepción y el secreto no caben en la ciencia», una clara alusión a la institución militar, y afirma que «las situaciones que ponen en peligro la investigación varían de año en año, de país a país, de una disciplina a otra», subrayando la naturaleza contextual y procesual de un código de ética. Los tres apartados se titulan «La libertad en la investigación», «Fi nanciación y patronazgo» y «Los antropólogos empleados por el gobier no de los Estados Unidos». En el primero, se recoge la declaración ya mencionada de 1948, enfatizándola de la siguiente manera: Excepto en el evento de una declaración de guerra por el Congreso, las instituciones académicas no deben participar en actividades ni deben aceptar contratos de antropología que no estén relacionados con sus funciones habituales de enseñanza, investigación y servicio público. No deben involucrarse en actividades clandestinas (AAA, 1967).
Se denuncia, además, el excesivo control gubernamental de la inves tigación en el extranjero y recomienda, en el caso de antropólogos em pleados por el gobierno, que éstos participen en la planificación de los proyectos y en su realización, además de poder publicar sus resultados. En la sección sobre «Financiación y patronazgo» se establece, entre otras cosas, la obligación del antropólogo de conocer la procedencia de los fondos que financian su investigación, de no llevar a cabo ninguna investigación que, siendo patrocinada por el gobierno o la institución militar perjudique el acceso de futuros investigadores al campo y de informar a las personas que participan en sus investigaciones y a las autoridades de los países donde trabaja, acerca de sus fuentes de finan ciación y patrocinadores. Dice que tanto los miembros de la academia como los estudiantes deben evitar por todos los medios la participación en actividades clandestinas de recogida de información y denuncia el uso del título de antropólogo para encubrir tales actividades. Al tratar el tema de emplearse con el gobierno, lo más destacado es lo siguiente:
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Los antropólogos que contemplan o aceptan un empleo en una agen cia gubernamental de mayor envergadura que la creación de políticas deben darse cuenta de que se comprometerán a las misiones y a las políticas de la agencia. Deben buscar, de antemano, la definición más clara posible de los roles que se espera que desempeñen, además de las posibilidades de mantener contactos profesionales, seguir contribuyen do a la profesión mediante la publicación, y mantener los estándares profesionales en la protección de la privacidad de los individuos y gru pos que estudien (AAA, 1967).
Vemos aquí una clara reacción al escándalo del Proyecto Camelot y un primer intento de establecer unas pautas de «buen hacer» en la antro pología que van más allá de la intención de no perjudicar a las personas colaboradoras y cuya responsabilidad recae en el antropólogo como indi viduo; y segundo de estimular una reflexión profunda sobre los posibles conflictos entre los propósitos de los patrocinadores y la ética profesional del antropólogo, con la responsabilidad de rechazar cualquier empleo que pudiera comprometer esta ética. En 1968, según relata Hill (1987: 2), se establece un «Comité pro visional de ética» que se reúne al año siguiente para planificar la natu raleza de un comité permanente, proponer recomendaciones acerca de las relaciones éticas de la antropología con diversos grupos, entre otros, con los alumnos, las personas que acogen a los antropólogos, los gobier nos de los países de acogida, los patrocinadores de la investigación, el propio gobierno, los empresarios que les contratan y además para ver la manera de hacer cumplir estas pautas éticas. Como comenta Hill (1987: 5), este último punto sigue sin resol verse. La naturaleza misma de la Asociación —no es un órgano colegia do que determina el estatus de antropólogo de los miembros, sino una asociación voluntaria— la hace ineficaz en este sentido. Como sanción, poco puede hacer más allá de echar a un miembro o hacer público su rechazo del comportamiento no ético de un antropólogo. El resultado final de este comité provisional fue el Comité de ética que se formó en 1970. En este mismo año, explica Hill (1987: 3), se les acusó a unos antropólogos y otros expertos en temas tailandeses de un comportamiento no ético al participar en programas de contra-insu rrección puestos en práctica por los gobiernos de Estados Unidos y de Tailandia en colaboración. Más específicamente, se les acusó de recoger información sobre qué pueblos tribales se mantendrían leales al gobier no tailandés en el caso de invasiones comunistas, para prestar ayuda a esos pueblos y así asegurar su lealtad, con el posible perjuicio e incluso destrucción de los que no se calificaban como leales.
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De todas formas, no estaba claro si éste era el caso, o si los antropó logos estaban intentando informar a las agencias gubernamentales para que sus actividades no perjudicaran a los pueblos. Estas dudas produje ron una reprimenda al propio Comité de ética, por acusaciones sin fun damento y en la formación de otro comité liderado por Margaret Mead para investigar el tema. El Comité M ead llegó a la conclusión de que no había pruebas suficientes y declaró al de ética culpable de un comporta miento no ético por sus acusaciones sin pruebas. Esta situación recuerda la de Boas en 1919 y la presión para no empañar el buen nombre de la antropología. Los miembros de la Asociación rechazaron en su mayo ría esta declaración en noviembre de 1971 (Hill, 1987: 3-4). En mayo de 1971, se habían aprobado los «Principios de responsabi lidad profesional» para clarificar las declaraciones anteriores. Se fueron incorporando varias modificaciones hasta 1986. El preámbulo recoge la siguiente declaración: Los antropólogos trabajan en muchas partes del mundo en una aso ciación cercana y directa con las personas y con las situaciones que es tudian. Su situación profesional es, por lo tanto, única en su variedad y complejidad. Interactúan con su disciplina, con sus colegas, con sus alumnos, sus patrocinadores, sus sujetos de estudio, con su propio go bierno y con el del país de acogida, con los individuos y grupos parti culares con los que hacen su trabajo de campo, con otras poblaciones y grupos de interés en las naciones donde trabajan, y el estudio de proce sos y cuestiones que afectan al bienestar humano en general. En un cam po de compromisos tan complejos, los malentendidos, los conflictos y la necesidad de elegir entre valores en conflicto, es probable que surjan y que se generen dilemas éticos. Es una responsabilidad primordial del antropólogo anticipar estos dilemas y planificar su resolución de forma que no dañe ni a las personas a las que estudia ni, en la medida de lo posible, a la comunidad académica. En los casos en los que no se pue da cumplir con estas condiciones, sería aconsejable que el antropólogo abandonara la investigación (AAA, 1971/1986).
Se expresan aquí unas consideraciones muy serias sobre la respon sabilidad individual del antropólogo a la hora de anticipar los conflictos de valores que pueden surgir entre los distintos grupos a los que deban sus lealtades y la necesidad de resolverlos siempre de forma que no sean perjudicadas las personas que colaboran con sus estudios. Al preámbulo, le siguen unas pautas para cumplir con estas responsabilidades hacia los distintos grupos: las personas estudiadas, el público, la disciplina, los es tudiantes, los patrocinadores, los gobiernos (el propio y el de acogida).
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El apartado más extenso es el de las responsabilidades hacia las per sonas estudiadas. Allí se recoge por primera vez la obligación de explicar, lo mejor posible, los propósitos de la investigación a las personas que co laboran, con el derecho al anonimato y, además, la obligación de explicar que, a pesar de las mejores intenciones y los mejores esfuerzos, siempre es posible que este anonimato se vulnere de forma no intencionada. Se estipula la obligación de reflexionar sobre las posibles repercusiones del trabajo en la población estudiada y de informar sobre las posibles consecuencias a estas personas. Termina con un precepto general: Con respecto a todos los puntos anteriores, se debe actuar con el pleno reconocimiento de la pluralidad social y cultural de las sociedades de aco gida y la consiguiente pluralidad de valores, intereses y demandas en esas sociedades. Esta diversidad complica la tarea de elegir la investigación, pero ignorarla lleva a decisiones irresponsables (AAA, 1971/1986).
En cuanto a su responsabilidad respecto a la sociedad en general, aparte de la obligación de hacer públicos sus resultados y no llevar a cabo investigaciones secretas, lo más interesante es la nueva obligación de difundir sus conocimientos: Como individuo que dedica su vida profesional a la comprensión de otras personas, el antropólogo tiene la responsabilidad de hacerse oír públicamente, tanto de manera individual como de manera colectiva, sobre lo que sabe y lo que cree, debido a los conocimientos expertos y profesionales que adquiere en el estudio de los seres humanos. Es de cir, tiene la responsabilidad profesional de contribuir a una «definición adecuada de la realidad» en la que se puede basar la opinión pública y la política pública (AAA, 1971/1986).
Por primera vez, se les responsabiliza a los antropólogos de la forma ción de la opinión pública, de una «definición adecuada de la realidad». Esta tarea considero que es fundamental y prioritaria; un ejemplo es el Race Project4 de la Asociación Americana de Antropología cuyo propósi to es educar al público sobre los usos y abusos del concepto de raza. Con referencia a la responsabilidad hacia la disciplina, se recoge la recomendación de no llevar a cabo investigaciones secretas y de evitar incluso que lo parezca. Se detallan muchas responsabilidades hacia los alumnos, entre ellas, citaré sólo dos. Aquí la primera, y más importante para mis propósitos, 4.
Proyecto Raza, http://www.understandingrace.com.
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es la responsabilidad de educar a los alumnos acerca de los problemas éticos de la investigación e instarles a no participar en investigaciones de ética cuestionable. La segunda solamente apuntada como contraste con nuestras posibilidades actuales en España, es la obligación de ayu dar a los alumnos a conseguir un empleo en la profesión al terminar sus estudios. Ojalá tengamos algún día la posibilidad de asumir y hacer realidad esta responsabilidad. La sección sobre las responsabilidades hacia los patrocinadores es muy breve, pero enfatiza la obligación del investigador de reflexionar de antemano acerca de las intenciones y propósitos del patrocinador, a la luz de su comportamiento pasado; de exigir una revelación plena de las fuentes de financiación y del destino de los resultados de la investiga ción; de retener el derecho de tomar cualquier decisión ética que surja en la investigación; y de no llegar a acuerdos secretos con respecto a la investigación, los resultados o los informes. En cuanto a las responsabilidades con respecto a los gobiernos, el propio y el del país de acogida, se repite la prohibición sobre investiga ciones secretas. Aunque estos Principios de responsabilidad profesio nal declaran no invalidar, sino clarificar, los códigos anteriores, se nota una menor insistencia en el tema de los contratos gubernamentales o militares. Según Hill (1987: 4), a partir de los años setenta, los casos que llegaron al Comité cambiaron de naturaleza, desapareciendo el tema de la investigación clandestina que fue el motivo original de la elaboración de los códigos y los principios, para dar paso a cuestiones como la ex plotación de alumnos por los profesores, el plagio, las disputas sobre la propiedad y confidencialidad de los datos resultado de un contrato de investigación —reflejo de la importancia creciente de la antropología aplicada— y las relaciones entre antropólogos y colaboradores. Hill cita cuatro causas de estos cambios: el término de la guerra de Yietnam; el aumento del número de antropólogos y de la variedad de contextos, es pecialmente contextos aplicados, en los que trabajan; el aumento de la actividad política y económica del antropólogo; y la mayor competición por empleos y fondos de investigación. Dada la ineficacia del Comité de ética para dirimir conflictos, sugiere que maximice su papel como educador y como consejero, con el propósito de prevenir los problemas éticos (Hill, 1987: 6). Veremos que esto es precisamente a lo que se ha dedicado el C o mité, tanto a partir del Handbook on Ethical Issues in Anthropology (Cassell y Jacobs, 1987), como a través del nuevo Código de ética apro bado en 1998 (AAA, 1998), así como gracias a la última revisión.
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Creo interesante citar aquí el preámbulo del Código de 1998 porque refleja un cambio importante en su planteamiento. Hasta ahora, hemos visto que tanto el propio código como sus principios se ampliaban en cada revisión, incluyendo nuevos puntos para cubrir las nuevas situa ciones que iban surgiendo: la investigación militar secreta, la transpa rencia de la financiación, la previsión de posibles perjuicios para los co laboradores, los conflictos de intereses que surgen en una antropología aplicada contratada, los conflictos de intereses debidos a la diversidad de las poblaciones estudiadas, la propiedad de los resultados, etc. Los autores del Código de 1998, en cambio, se dan cuenta de la inutilidad de intentar cubrir las infinitas situaciones nuevas que surgen a diario. El Comité ha diseñado el Código como una herramienta para ayudar al antropólogo a pensar sobre ética. De alguna manera, elaborar el propio marco ético se ha convertido en responsabilidad individual del antropó logo; una tarea que, si se lleva a cabo con seriedad e integridad, puede dar lugar a una interiorización mucho mayor de los principios éticos. Veamos este preámbulo: Los investigadores, profesores y practicantes de la antropología son miembros de muchas comunidades distintas, cada una con sus propias reglas morales o códigos de ética. Los antropólogos tienen obligaciones morales como miembros de otros grupos, como la familia, la religión y la comunidad, igual que como miembros de la profesión. También tienen obligaciones para con la disciplina académica, la sociedad y la cultura en sentido amplio, además de la especie humana, otras especies, y el medio ambiente. Además, los trabajadores de campo pueden desarrollar relacio nes de interacción importantes con las personas o con los animales con los que trabajan, generando un nivel adicional de consideraciones éticas. En un campo de interacciones y obligaciones tan complejas, es in evitable que surjan malentendidos, conflictos y la necesidad de elegir entre valores aparentemente incompatibles. Los antropólogos son res ponsables de debatirse con tales dificultades y luchar para resolverlas de una forma que sea compatible con los principios expuestos aquí. El propósito de este Código es fomentar la discusión y la educación. La Asociación Americana de Antropología no juzga acusaciones de com portamiento no ético. Los principios y directrices en este Código proporcionan al antropó logo las herramientas para dedicarse a desarrollar y mantener un marco ético para todo trabajo antropológico (AAA, 1998).
En este Código de ética, por primera vez, se reconocen las múltiples pertenencias del antropólogo y por tanto, los distintos códigos éticos que pueden involucrar y entrar en conflicto. En la introducción, se afirma la
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utilidad de ejemplos ilustrativos y de estudios de casos para iluminar las decisiones éticas, afirmación que reconoce implícitamente la necesaria contextualización de estas decisiones. Aunque aquí no es posible resumir el documento completo, quisiera señalar las novedades principales. En la sección sobre la responsabilidad hacia las personas estudiadas, se incide mucho en el consentimiento informado de estas personas. El ápartado que trata la responsabilidad hacia la academia y la ciencia exige la inclusión de una sección que trate de cuestiones éticas potenciales en toda propuesta de investigación. Una nueva sección recoge el caso de la antropología aplicada, incidiendo en la posibilidad de los conflictos de compromiso con patrocinadores y personas estudiadas, por ejemplo. ^1 epílogo repite el reconocimiento de los múltiples códigos de ética re liantes de las diversas pertenencias de cada persona, reconociendo que 1 algunos momentos otras normas pueden tomar precedencia sobre el código profesional del antropólogo.
LA ANTROPOLOGÍA Y EL HUMAN TEKRAIN SYSTEM
El advenimiento del Human Terrain System, con la incorporación de an tropólogos a unidades militares, ha vuelto a despertar los fantasmas del espionaje, el perjuicio para los grupos estudiados y la influencia indebida de ideologías y políticas nacionales o militares en la investigación y la práctica de la antropología. Es difícil negar el sentido del argumento —esgrimido por todo antropólogo en algún momento— de que, si los responsables de cualquier tipo de acción (proyecto de desarrollo, me diación intercultural, programa de educación, etc.) hubieran escuchado a los antropólogos, todo hubiera funcionado mejor y las personas o el grupo en cuestión habrían salido beneficiados en lugar de perjudicados. Pero también es difícil comprender el papel de un antropólogo o una antropóloga, en traje militar con su arma de fuego, intentando inspirar confianza y dialogando con jefes tribales en Iraq o en Afganistán. Y so bre todo, nos cuesta creer en la bondad de las intenciones de un ejército extranjero en un país en guerra, con lo cual la participación del antropó logo se vicia, igual que en el Proyecto Camelot, con ciertas visiones del mundo y ciertos presupuestos que hacen más que difícil una apreciación equilibrada e independiente de la situación. En octubre de 2007, el Comité Ejecutivo de la Asociación Americana de Antropología publicó una declaración sobre el Human Terrain System Project (AAA, 2007b), en la que expresa su desaprobación de este proyec to como una aplicación no aceptable del coáocimiento experto antropo
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lógico, por los problemas éticos que plantea al antropólogo, sobre todo en los aspectos de conflictos cíe intereses, la posibilidad de causar daño a las personas estudiadas como posibles blancos de acciones militares y la imposibilidad del consentimiento informado y libre de las personas afectadas. Este tema también está tratado en el «Informe final» de la Co misión sobre el Compromiso de la Antropología con las Comunidades de Seguridad e Inteligencia de los Estados Unidos de América (AAA, 2007c), en el contexto más amplio de la participación de los antropólogos en actividades relacionadas con la seguridad nacional. Estos hechos llevaron a una moción, en la reunión anual de la Asocia ción Americana de Antropología de 2007, de revisión de ciertos conteni dos referentes a la transparencia y la libre circulación del conocimiento antropológico que se habían «debilitado» según Terry Turner, profesor emérito de las universidades de Chicago y Cornell (AAA, 2008a). Los miembros aprobaron la propuesta de revisión, que se ha llevado a cabo y se ha aprobado por el Comité Ejecutivo. Los miembros de la Asociación Americana de Antropología ratificaron este nuevo Código (AAA, 2008b) en febrero de 2009. Simultáneamente, se Ija sugerido la necesidad de una revisión más amplia del texto, revisión que durará hasta noviembre de 2010. Otro tema surgido en abril de 2008 es el Proyecto Minerva, una ini ciativa del Departamento de Defensa de los Estados Unidos para finan ciar investigación en las ciencias sociales en temas de seguridad nacional, tales como el terrorismo, el fundamentalismo religioso y la institución militar y la tecnología chinas. Una de las peticiones de la Asociación Americana de Antropología fue la participación de la National Science Foundation en el proceso de elección de propuestas de investigación, petición que al final se ha aceptado. N o obstante, en una carta de su pre sidenta en mayo de 2008 (AAA, 2008c) y, después, en una declaración a los medios en julio de 2008 (AAA, 2008d), la Asociación Americana de Antropología expresó su preocupación acerca de que la fuente de financiación determinara que sólo se pagaran proyectos que coincidan con los intereses del Pentágono. De nuevo, el control gubernamental o militar de la financiación puede hacer peligrar la libre elección de los temas de investigación. La Asociación Americana de Antropología también está cumplien do con su responsabilidad de educar sobre la ética a través de varios documentos publicados en su página web, en particular el Handbook on Ethical Issues in Anthropology (Cassell y Jacobs, 1987), pero también gracias a otras herramientas más recientes. Este documento, además de los artículos ya citados, incluye más de una veintena de casos, muchos
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de ellos con las soluciones de los antropólogos implicados y sugerencias y comentarios de otras personas. Los temas son muy variados, desde la propiedad de los cuadernos de campo de un antropólogo contratado por una agencia federal, hasta el dilema de un testigo de homicidio o la sospecha de negligencia médica, entre otros. Veamos brevemente un ejemplo, «El caso del bebé dañado» (Cassell, 1987a). Una antropóloga médica, investigando en la unidad de cuidados intensivos neonatales de una universidad, descubre que a un bebé, debi do a una serie de malentendidos o errores, no se le había practicado una prueba que hubiera prevenido el desarrollo del cretinismo por una con dición patológica. El resultado fueron daños irreversibles para el bebé. Aunque lamentaron el error, nadie informó de ello a los padres. El dilema de la antropóloga fue: ¿Qué hacer? ¿Dejar el tema como estaba, prote giendo así su acceso al campo de estudio? ¿Informar a los padres y avisar les de la posibilidad de acción legal? ¿Informar a alguna agencia estatal? Se adjuntan varios comentarios. El primero, de una antropóloga médica y un especialista en ética médica, dice que el antropólogo no puede confundir sus propios problemas éticos con los del equipo médi co. Tanto el equipo médico como los pacientes y sus familiares son los informantes en este caso y el antropólogo tiene obligaciones hacia to dos. Debió informar al responsable de la unidad de cuidados intensivos neonatales y conseguir que el equipo médico tomara una determinación clara y consensuada de informar a los padres del error. Además, sugie ren que se debió prever este tipo de situación y acordar de antemano un procedimiento con el equipo médico. Otra persona, director de un programa de ética y valores en medi cina, avisa de la necesidad de conocer los temas del campo para evitar malentendidos. Habida cuenta de la importancia de los seguros contra la negligencia y el control de riesgo en los hospitales, se imagina que la antropóloga habría entendido mal el caso, que podría ser mucho más complejo. Igual que el comentarista anterior, enfatiza la necesidad de preparar de antemano una manera de tratar situaciones de este tipo. Tanto los casos como su diversidad es fascinante de por sí. Pero la importancia, mucho más allá de cualquier solución a un problema es pecífico, es su valor como instrumento para pensar y discutir sobre las formas de resolver los dilemas y conflictos y, más aún, de poder imagi narlos de antemano y prevenirlos. Otros documentos en este Handbook incluyen la enseñanza de la ética en asignaturas emparentadas que incorporan trabajo de campo y la producción de «historias de vida» (Jacobs, 1987), además de suge rencias para celebrar un taller sobre problemas éticos en el trabajo de
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campo (Cassell, 1987b). Como se puede apreciar, ya desde hace tiem po, se están poniendo en práctica medios para enseñar a los nuevos an tropólogos a pensar en las implicaciones éticas de su trabajo, conforme a la nueva interpretación de un código de ética, no como un conjunto fijo de preceptos, sino como un proceso de reflexión. LA RELEVANCIA DE ESTOS PROCESOS PARA LA INVESTIGACIÓN ANTROPOLÓGICA Y LA FORMACIÓN DE ANTROPÓLOGOS EN ESPAÑA
¿Qué relevancia tiene todo esto para la investigación antropológica y la formación de antropólogos hoy en España? Obviamente, ni el contexto ni los problemas son exactamente los mismos. Que yo sepa, ni la institución militar española está reclutando antropólogos para sus brigadas, ni Defensa se ha dedicado a invertir cantidades ingentes de dinero en la investigación en las ciencias socia les. De momento, no parece que nos tengamos que preocupar por la existencia de un control militar de la producción y la aplicación del conocimiento antropológico. De todas formas, el ejército no es el único patrocinador que pue de problematizar la investigación. Cualquiera que haya preparado un proyecto I+ D sabe la importancia de darse cuenta de qué tipo de pro yectos se está financiando, los temas que se consideran prioritarios y —para desgracia de la antropología— la importancia dada a los aspec tos cuantitativos de la investigación. Somos conscientes de la relevancia concedida a los proyectos sobre las mujeres (pero ¿se puede investigar a las mujeres sin investigar a los hombres simultáneamente?), a la que se realiza sobre la inmigración (como si la inmigración fuera un proble ma en sí, sin tratar su percepción y rechazo por parte de la población autóctona), a la investigación sobre los grupos sociales «de riesgo» (¿y los problemas de fondo que abocan a ciertas personas a formar parte de estos grupos?)... Y nos vemos obligados a investigar sobre estos temas, si no pretendemos suicidarnos académicamente. Y en cuanto nos llega el dinero de un instituto, de una fundación, de un ayuntamiento o de una empresa particular, ¿hasta qué punto somos capaces de mantenernos independientes de los intereses y propósitos de esta fuente de financiación? ¿Hasta qué punto controlamos los resul tados de nuestra investigación? ¿Hasta dónde podemos proteger a las personas que han colaborado con nosotros? Nos podemos imaginar muchos ejemplos. Pienso, por ejemplo, en un estudio imaginario de la llamada mediación cultural en Madrid con
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grupos de inmigrantes. Como antropólogos, nos encontraríamos con varios grupos cuyos intereses podrían entrar en conflicto: la institución que financia el estudio, los inmigrantes, los mediadores, la población ma drileña en general. ¿Es correcto instar a los inmigrantes a modificar su conducta? ¿O debemos instar a los madrileños a modificar su juicio de esta conducta, a ampliar el abanico de comportamientos aceptables? ¿Tenemos que intentar cambiar algo? Y si creemos que sí, ¿qué modelo, de cuál de los grupos implicados es el modelo hacia el cuál se debe de tender?, ¿pondrán en una situación de desventaja nuestros informes y resultados a un grupo de informantes con respecto a otros? Las preguntas son infinitas, igual que las situaciones y contextos posibles. A lo largo de esta obra el lector tiene la posibilidad de infor marse sobre los problemas éticos de muchos antropólogos en temas y contextos de investigación tán diversos como la escuela, el patrimonio, en grupos estigmatizados, en las organizaciones indígenas de América y los barrios de México, en la Sierra Norte, en la acción o no-acción del antropólogo, en grupos de niños y en la adopción, por mencionar algunos. Hay varias acciones que podemos y debemos acometer. La Asocia ción Americana de Antropología nos ha señalado el camino hacia cier tas iniciativas: •
Debemos encontrar algún marco para discutir y elaborar un có digo de ética o suscribirnos a alguno ya existente, haciendo notar nuestras preocupaciones particulares. N o vale una simple inten ción de no hacer daño a las personas y grupos que nos acogen y ayudan. • Debemos incorporar la discusión y enseñanza de la ética a todas nuestras acciones educativas, tanto dentro como fuera de la univer sidad, y de manera especial en cualquier enseñanza que incluya tra bajo de campo. Y esto se debe hacer de tal forma que los estudiantes se impliquen de forma vital en esta discusión sobre las consideracio nes éticas. • Debemos exigir una sección que trate de consideraciones éticas en cualquier trabajo, proyecto o tesis que dirijamos. De la misma ma nera que se da por sentado que habrá un apartado de «metodolo gía», ¿se debe suponer un apartado de ética? • Debemos compilar un archivo de casos, preservando el anonimato de los implicados, fomentando la discusión de estos casos y estas propuestas sobre distintas formas de resolver los problemas. Estos casos se pueden utilizar no sólo como güías para la acción y para la
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discusión en el aula, sino para ayudarnos a pensar de antemano en los problemas que puedfen surgir en nuestro trabajo de campo. Una vez que nos pongamos a ello, se nos ocurrirán otras iniciativas nuevas y propias. Por ejemplo: *
• *
•
En nuestros campos de interés, cada uno puede ir haciendo un ar chivo de problemas éticos que nos encontramos en la literatura y en nuestros intercambios con colegas tanto españoles como de otros países. En nuestras publicaciones, podemos acostumbrarnos a tratar explí citamente los conflictos de intereses que surgen. En nuestros proyectos y trabajos de campo podemos esforzarnos en explicitar los supuestos y las perspectivas básicas de todos los impli cados, de las personas que nos ayudan en nuestros estudios, de los que los financian, de nosotros mismos, comprobando y tomando conciencia de nuestras tendencias a ajustar nuestra perspectiva a los intereses de unos u otros. Sobre todo, tenemos que acostumbrarnos a que la reflexión ética sea una parte integral de nuestro trabajo, no un añadido, una fiori tura adicional.
Con esto, y con las reflexiones que proponen otros artículos reuni dos en este volumen, tenemos materia para empezar a trabajar. R E F E R E N C IA S BIB LIO G R Á FIC A S
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LA NEGOCIACIÓN DEL TRABAJO DE CAMPO* C a r id a d H e rn á n d e z Departamento de Didáctica de las Ciencias Sociales Facultad de Educación Universidad Complutense de Madrid
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Creo que la antropología es una disciplina que incorpora la perspectiva crítica en su quehacer, así lo explícito cada vez que tengo ocasión de ha blar de sus aportaciones en el ámbito de la educación. En dichas ocasio nes hablo de L a mirada antropológica y... (Hernández, 2007: 257-276). Con ese enunciado intento referirme, de una forma sugerente, a una determinada perspectiva para abordar contextos sociales, tanto en situa ciones que se suponen materia de la disciplina como en las que, en princi pio, se presume que no lo son. De igual manera suelo utilizar la metáfora «ponerse las gafas de la antropología» para señalar la aproximación a situaciones familiares y cotidianas, dado que la disciplina «se ocupa de las cosas normales que le suceden a la gente corriente» (Kottak, 1994). Con ello quiero decir que la antropología afronta cualquiera de las cuestiones de ámbitos educativos como lo hace al acercarse a un objeto de estudio, a partir de sus axiomas, que podíamos resumir en el «extra ñamiento», la comparación y la perspectiva holística. Voy a ofrecer a continuación algunas citas para ilustrarlos. Sobre el extrañamiento o distanciamiento entre el antropólogo y el objeto: [...] hay que seguir ciertas normas antropológicas fundamentales. Prime ra, intentar dejar a un lado las propias preconcepciones o estereotipos * Este trabajo se enmarca en el proyecto de investigación «Estrategias de participa ción y prevención de racismo en las escuelas II» (FFI2009-08762).
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sobre lo que está ocurriendo y explorar el ámbito tal y como los parti cipantes lo ven y lo construyen. Segunda, intentar convertir en extraño lo que es familiar, darse cuenta de que tanto el investigador como los participantes dan muchas cosas por supuestas, de que eso que parece común es sin embargo extraordinario, y cuestionarse por qué existe o se lleva a cabo de esa forma, o por qué no de otra manera (Ericsson, 1973; Spindler y Spindler, 1982). Tercera, asumir que para comprender por qué las cosas ocurren así, se deben observar las relaciones existentes en tre el ámbito y su contexto, por ejemplo entre el aula y la escuela como un todo, incluyendo la comunidad, la comunidad a la que pertenece el profesor, la economía, etc. Siempre se debe realizar un juicio sobre el contexto relevante y se debe explorar el carácter de este contexto hasta donde los recursos lo permitan. Cuarta, [...] (Kathlee Wilcox, citado por Velasco et al., 1993: 97).
El segundo de los axiomas, la comparación (especialmente transcultural), nos permite percibir los objetos de estudio como una variante entre otras, señalando lo que tienen en común esas variantes: Y como es lógico, para poder formularse a sí mismo tales preguntas, uno debe pasar por el proceso de convertir en extraño todo lo familiar y cuestionárselo, preguntarse y preguntar por las razones que lo justifican: Para tal ejercicio, no exento de complejidad, no existe mejor recurso que el de tener experiencia de otros lugares, de otras culturas, de otros grupos humanos, sobre sus prácticas escolares y/o educativas (Wilcox, 1982: 458-459, en García Castaño, 1994: 18).
Por último, la perspectiva global u holística, requiere prestar aten ción a las interrelaciones del objeto con su contexto, es decir que impli ca descubrir cuáles son las conexiones en las que está inmerso: Hymes lo enuncia al insinuar que deben establecerse conexiones entre las diferentes cosas que componen las vidas de determinadas clases de personas. Ogbu alude a ello al proponer una aproximación a nivel múl tiple, que muestre la conexión de la educación formal con otros aspec tos de la vida social general, la economía, la estructura del sistema de oportunidades, las regulaciones político-administrativas y los modelos de realidad social, las cosmovisiones que tienen los diversos grupos que interactúan en el marco de las instituciones escolares. Wilcox lo sintetiza en el punto programático que habla de «situar las cosas en contexto». Y Wolcott se refiere a él explícitamente, advirtiendo que puede parecer evasivo (Velasco et al., 1993: 19).
Como consecuencia de esta forma de «mirar», la antropología con lleva una visión crítica muy persistente que abarca también nuestras pro
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pias formas de vida y nuestras convicciones. Éste es uno de los rasgos más conflictivos, pero permite y aporta un conocimiento crítico que exi ge reflexión y análisis de nuestros entornos y contextos, para verlos en su verdadera dimensión muchas veces, poniendo en evidencia, con fre cuencia, nuestras propias contradicciones y los engranajes que chirrían en nuestros esquemas y seguridades. Esta visión de la antropología me parece que puede aplicarse tam bién como un ejercicio de autocrítica, de tal forma que nos lleve a re flexionar y analizar la propia disciplina y su ejercicio, que entiendo es el foco de este libro.
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Es esta perspectiva crítica o más bien autocrítica la quiero relacionar con los apartados primero y segundo de la Declaración sobre ética de la Asociación Americana de Antropología (AAA, http://www.aaanet.org/ stmts/ethstmnt.htm1). Concretamente el punto b) del primer apartado dice: Los objetivos de la investigación deben comunicarse al informante lo mejor posible.
El punto c) del segundo afirma: Los antropólogos deben intentar mantener un nivel de integridad en su comportamiento en el campo que no ponga en peligro futuras investiga ciones. La responsabilidad no consiste sólo en analizar y escribir de una manera no ofensiva, sino en llevar a cabo la investigación de forma con sistente y comprometida con la honestidad: de manera abierta, comuni cando claramente quién financia el trabajo y cuáles son sus objetivos y velando por el bienestar y la privacidad de los informantes.
Estas dos pautas me remiten al comienzo de mi andadura como an tropóloga y a las lecciones, a modo de reglas de oro, que llevábamos para enfrentarnos al trabajo de campo:
1. La cita corresponde a la edición de 1971. La Asociación Americana de Antropo logía ha publicado una actualización en febrero de 2009: http://www.aaanet.org/issues/ policy-advocacy/Code-of-Ethics.cfm.
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— explicitar nuestro trabajo con claridad, no ocultarlo o disimu larlo; — ser honrados durante todo el proceso, tanto para con nuestros «estudiados» como para con la disciplina. Esa mirada hacia atrás, recordando las experiencias de trabajo de campo propias, me permite reflexionar, por un lado, sobre cómo se fueron conjugando esos principios con las realidades concretas a las que llegué a enfrentarme, y por otro, abordar la tarea de escribir sobre éti ca en antropología. Este recorrido retrospectivo me permite descubrir varios retos, uno de ellos es el de conseguir «integrarse» en el grupo es tudiado o, sencillamente, poder tomar parte en él, ser partícipe del ob jeto de estudio. Las «reglas de oro» mencionadas me exigieron un ejer cicio de reinterpretación al que me enfrenté en cada uno de los trabajos de campo que he realizado y a lo largo del desarrollo de los mismos. Como expresan Velasco y Díaz de Rada (1997: 23-25) al hablar del investigador en el trabajo de campo: En primer lugar, la originalidad metodológica consiste en la implicación del propio investigador en el trabajo, en su auto-instrumentalización. [...] La implicación personal supone a veces asumir riesgos [...] y encie rra estados de ánimo [...]. El trabajo de campo es un ejercicio de papeles múltiples. Como ya percibió Griaule, se trata en cierto modo de un juego de máscaras: «Volverse un afable camarada de la persona estudiada, un amigo dis tante, un extranjero circunspecto, un padre compasivo, un patrón inte resado, un comerciante que paga por revelaciones, un oyente un tanto distraído ante las puertas abiertas del más peligroso de los misterios, un amigo exigente que muestra un vivo interés por las más insípidas historias familiares, así el etnógrafo hace pasar por su cara una preciosa colección de máscaras como no tiene ningún museo». Naturalmente, la magia del etnógrafo no se reduce sólo a tal juego, pero resulta insoslayable tenerlo en cuenta cuando se hace referencia al «arte de hacer etnografía». [...] la mejor estrategia para el análisis de los grupos humanos es establecer y operacionalizar relaciones sociales con las personas que los integran. El modelo de situación teatral, la simulación dramática que mencio na Griaule, es un apunte de la singularidad metodológica que consiste en instrumentalizar las relaciones sociales con un objetivo de conoci miento. La observación participante exige la presencia en escena del observa dor, pero de tal modo que éste no perturbe su desarrollo [...]. En términos de la práctica metodológica todo esto implica que el in vestigador nunca trabaja sólo como investigador, trabaja también como
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vecino, como amigo, como desconocido, como hombre o mujer [...], como profesor o escritor, como aliado, [...] y con otros papeles que él se haya forjado o que le haya conferido el grupo que analiza con el que convive (Velasco y Díaz de Rada, 1997: 23-25).
Esta auto-instrumentalización, ejercicio de papeles múltiples o jue go de máscaras, en cierto modo se pone en marcha desde el inicio, des de que se comienza la negociación del acceso (cuando empezamos a plantearnos cómo presentarnos o qué estrategia será adecuada para conseguirlo) y continúa a lo largo de todo el trabajo de campo, puesto que no se cierra con el acceso. En la obra citada de Velasco y Díaz de Rada (1997: 25) se habla tam bién de distintos modelos de relaciones sociales que se establecen en el trabajo de campo. Uno de ellos sería aquel en el que aparentemente son igualitarias, pero esconden relaciones asimétricas. Otro modelo diferen te respondería al hecho de que la información resulte de un intercambio que se obtiene por obligación. La compraventa donde la información es una transacción respondería a un modelo diferente, la intervención re presentaría otro modelo, y en uno distinto la información sería fruto de la confianza, etcétera. En este punto me gustaría añadir otro tipo de relación que creo que también existe en esta negociación del trabajo de campo, me refiero a una «relación de dependencia», porque creo que tiene una conexión directa con la interpretación de los principios éticos citados de la Asociación Americana de Antropología. Cuando queremos acceder o permanecer en el trabajo de campo, tenemos claro que dependemos de aquellos que nos pueden permitir o impedir la presencia en el lugar y con ello la posibili dad de establecer esas relaciones para obtener la información que busca mos. En esas situaciones, a veces, precisamente para conseguir el acceso, hacemos explícita esta relación de dependencia como una estrategia. Esta estrategia consiste en un reconocimiento de nuestra posición subordina da respecto de los que tienen ese poder y, por lo tanto, la información que buscamos, y el hacerla explícita puede convertirse en una herramien ta que favorezca el acceso al trabajo y a la información. En el caso de la antropología de la educación, además, caben otros modelos de trabajo de campo como los autores mencionados señalan (Velasco y Díaz de Rada, 1997: 26). Es posible que los investigadores estén implicados en tareas de la institución y conviene señalar, entre otras cosas, la posibilidad de que la investigación plantee el dilema de la incompatibili dad entre los papeles, por ejemplo entre las responsabilidades del investi gador como docente y las exigencias del investigador como antropólogo.
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A continuación me gustaría abordar el tema de la negociación del acceso y la permanencia eri el trabajo de campo en relación con los apartados de la declaración ética de la AAA (http://www.aaanet.org/ stmts/ethstmnt.htm) acerca de la obligación de explicitar nuestro trabajo a aquellos que estudiamos y que la honradez debe guiar todo el proceso. Con respecto al primer punto, explicar nuestro trabajo con claridad, comunicar los objetivos tan bien como sea posible. Creo que sin duda tra tamos de conseguirlo, que queremos «decir la verdad» sobre nuestro traba jo y nuestras intenciones, que en ningún momento nos planteamos men tir; pero también creo que existe la duda razonable de si decimos t o d a la verdad. Desde mi punto de vista el dilema no tiene que ver con el hecho de mentir o no, sino con el de ocultar parte de la verdad. El segundo punto al que quiero referirme tiene que ver con las con tradicciones que nos plantea el hecho de querer hacer compatibles dos papeles diferentes en la misma persona y al mismo tiempo, por ejemplo, el de profesor de una clase y el del investigador de campo. Voy a desarrollar ampliamente estos dos tipos de dilemas en el si guiente epígrafe a través de ejemplos de mi propio trabajo de campo.
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Me voy a referir a un trabajo de campo realizado en un Aula de Enlace2 de Educación Primaria durante el curso 2006-2007. Forma parte de un estudio más amplio cuyo tema es la integración de los alumnos extranje ros en el sistema educativo de la Comunidad de Madrid, que analiza las estrategias que la administración, los centros escolares, los profesores y los alumnos ponen en marcha para afrontar este proceso3. El acceso al trabajo de campo en un Aula de Enlace se presuponía relativamente asequible, dada mi situación profesional como profesora de la Facultad de Educación de la Universidad Complutense de Madrid
2. Las Aulas de Enlace forman parte del programa «Escuelas de Bienvenida», puesto en marcha por la Consejería de Educación de la Comunidad de Madrid en febrero de 2002, para facilitar la llegada e integración de estudiantes extranjeros (los denominados «inmi grantes») en las escuelas. Su objetivo se centra, fundamentalmente, en la enseñanza/aprendizaje de la lengua castellana. Véase la página oficial del programa: http://www.educa.madrid. org/portal/web/Bienvenida. 3. El trabajo mencionado se enmarca en los siguientes prpyectos de investigación: «Racismo, adolescencia e inmigración» (PR41/06-15046) http://campusvirtual.ucm.es/prof/ racismo.html y «Estrategias de integración social y prevención de racismo en las escuelas» (HUM2006-O3511/FILO) www.navreme.net/integration.
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(UCM), sin embargo fue lento y con dificultades. La primera aproxi mación que hice a algunos colegios públicos, apoyada en las relaciones establecidas con centros escolares como tutora del Practicum de los es tudiantes de Magisterio, no tuvo éxito. Me puedo explicar esta situa ción si tengo en cuenta que un trabajo de campo de corte etnográfico implica una permanencia frecuente y continuada en las aulas que no es habitual para los profesores, porque existe siempre el temor de que el trabajo de campo suponga una evaluación de su práctica profesional. El segundo intento de acceder a las aulas lo hice en centros concertados, apoyando las relaciones profesionales en las personales y así obtuve mejor respuesta. El marco de referencia que orientaba todo el trabajo de campo ve nía delimitado por los objetivos de los proyectos en los que se enmarca ba que se pueden resumir en: •
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contribuir al conocimiento de la integración social de alumnos in migrantes en el sistema educativo español, investigando el proceso y analizando medidas específicas de integración; averiguar las dificultades de integración de los alumnos y de los procesos de enseñanza-aprendizaje; conocer la percepción que los jóvenes y el resto de personas de su entorno inmediato tienen en relación con experiencias/situaciones de racismo; diseñar propuestas de actuación contra el racismo, destinadas al pro fesorado, a los educadores y a los profesionales que trabajan tanto en centros educativos como en otras asociaciones; contribuir a mejorar la formación inicial y permanente de los profeso res, los procesos de integración social y los logros de los estudiantes. Y las hipótesis de las que se partía:
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toda medida de integración que separa a un grupo de individuos del resto, dificulta el proceso; percibir las diferencias como deficiencias tiene como consecuencia emplear estrategias de compensación o suprimir las diferencias para eliminar las deficiencias; la homogeneidad es el marco de referencia que orienta la acción educativa, y por lo tanto el tratamiento de la diversidad; el etnocentrismo es la perspectiva con la que el grupo mayoritario cla sifica y evalúa la diversidad y se refleja en las interacciones sociales y en cómo se percibe a aquellos que son clasificados como diferentes;
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el racismo y la discriminación están presentes de manera implícita e invisible en los procesos educativos, son difíciles de percibir y mu cho más de aceptar, por lo que hacerlos evidentes puede contribuir a prevenirlos y a luchar contra ellos; todo ello, a su vez, apoyado en los marcos teóricos que proporcio nan las propuestas de la Educación Inclusiva, la Educación Intercultural4 y la perspectiva antropológica de la Diversidad Cultural5.
Estos objetivos, hipótesis y marcos de referencia conformaban el bagaje de acercamiento al trabajo de campo en el Aula de Enlace. Sin duda amplio y quizás complejo para explicar a nuestros interlocuto res en la negociación, tanto durante el acceso como a lo largo de su desarrollo. Por ello procuré clarificarlo y sintetizarlo para hacerlo más comprensible, haciéndolo compatible con la recomendación del cita do código ético de la AAA cuando señala que los objetivos de la in vestigación se deben comunicar tan bien como sea posible al informa dor. En este intento de buscar comunicar la idea del trabajo de forma simplificada y transmitir su interés general, utilizaba frases tales como «quiero conocer cómo funcionan las Aulas de Enlace y cómo aprenden español los estudiantes». Diciendo esto no estaba mintiendo al expli car lo que pretendía, pero me pregunto qué hubiera pasado si hubiera sido más explícita, como hago cuando estoy en un contexto académi co, utilizando frases tales como «quiero saber si excluyes/segregas a los chicos y cómo lo haces», o cualquiera de los objetivos e hipótesis que he mencionado anteriormente. Es evidente que hacerlo de esta forma sería más ético, en tanto que hace explícitas mis pretensiones de manera más clara, pero, por un lado, la complejidad del tema entendido desde la disciplina hace difícil la co municación y, por el otro, creo que, al menos en mi caso, hubiera hecho mucho más difícil un acceso que, de por sí, no fue fácil. Lo mismo ocurre cuando los profesores perciben alguna amenaza potencial de nuestra presencia en el aula o en el centro acerca de su propio papel, como el hacer una valoración de su trabajo docente, la interacción con los alumnos, la metodología, etc. En la negociación del acceso al trabajo de campo percibo esta amenaza como latente y por ello aclaro explícitamente que no va a ser así; ciertamente ese tema no es el centro del trabajo, pero va a aparecer en el proceso, lo que hago entonces es poner el foco en otros aspectos que no levantan suspica 4. 5.
Aguado (2006) y Grupo IN TER (2006). Hernández y Del Olmo (2005).
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cias. Un ejemplo sería «mi interés se centra en las interacciones entre los chicos y no en la metodología o la calidad docente del profesor». Por otro lado, nuestra estrategia de desenfocar los aspectos con flictivos del trabajo se ve reforzada, a su vez, por el principio ético de salvaguardar la identidad de los informantes, porque creo que hacer explícito nuestro compromiso de anonimato para con los informantes ayuda a suavizar o rebajar las posibles amenazas que nuestro trabajo puede suponer para ellos. El compromiso de anonimato significa que al publicar el trabajo no van a aparecer los nombres de las personas ni ningún dato que permita identificarles, y por lo tanto no se establece una relación directa con ellos, de manera que los juicios no les impli can ni directa ni públicamente. Otra cuestión importante en relación con este tema, pero que excede los límites del presente análisis, sería la pregunta de ¿por qué los profesores y los centros educativos mues tran tanto temor hacia una valoración negativa de su trabajo o de su papel? A esto es a lo que me refería cuando afirmaba al principio que el di lema ético no tiene tanto que ver con el hecho de mentir, sino con el de no decir toda la verdad, que es uno de los puntos que quería desarrollar en este capítulo y que podría ilustrar utilizando otros ejemplos. Descu brir contradicciones en las personas con las que trabajo, o cuestiones que se podría considerar que son políticamente inadecuadas o cualquier información de la que se deduzca fácilmente una valoración negativa, se convierte en material de análisis para las publicaciones académicas, pero se evita en las conversaciones con nuestros interlocutores en el trabajo de campo. Quiero ahora relacionar el segundo punto del código ético que he señalado al empezar estas reflexiones —ser honrados durante todo el proceso, tanto para con nuestros «estudiados» como para con la discipli na— con el tema de mi estatus como investigadora. A lo largo del trabajo de campo, mi situación profesional se inter firió con mi papel de antropóloga, porque en el contexto educativo, los profesores me asignaban el papel de docente de docentes, y por consiguiente, supuestamente experta en temas desde la perspectiva del propio sistema educativo. Las expectativas que generaba este papel asig nado entraban en contradicción con el que yo quería jugar como antro póloga. El rol de docente implica elegir, decidir y valorar en situaciones en las que, como antropóloga, prefería mantenerme al margen. Los retos de este doble estatus me plantearon un desafío constante en el trabajo de campo porque implicaban dos programas de actuación diferentes y, en ocasiones, el tratar de conjugarlos plateaba conflictos que debían ser
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solventados al mismo tiempo que continuaba la negociación de la per manencia en el trabajo de catnpo. En este tipo de conflictos hay que contemplar también el hecho de que como investigadora tenía conocimiento del sistema educativo, com partía el leguaje y conocía las reglas y parámetros que orientan las ac tuaciones e interacciones en el aula, por lo que se me suponía la capa cidad de juzgar. Estos desafíos permanentes a lo largo del trabajo de campo se plas maban en el diario, donde daba cuenta de cómo los iba afrontando, unas veces mejor que otras y donde reflejaba la dificultad de mante ner mi papel de antropóloga, atravesado constantemente por el papel adscrito de docente. La autorreflexión constante recogida en el diario sobre este aspecto me devolvía al trabajo de campo con una sensación de alerta continua hacia el conflicto de papeles, y con la decisión cons ciente de imponer el de investigadora sobre el de profesora. N o he encontrado la solución para estos desafíos, pero me han obli gado a preguntarme si al convertir estos retos y la preocupación por abordarlos en el foco de mi atención, no he restado posibilidades al propio trabajo de campo en general y a la observación participante y a la profundidad de la misma en particular. Todavía siguen abiertas muchas de las preguntas que me planteaba entonces: ¿Cómo conseguir librarme del papel de docente y convencer a mis interlocutores de que no lo pretendo ejercer en el trabajo de cam po?, ¿cómo lograr que este papel de docente no afecte al proceso de observación participante, en la recogida y la producción de información etnográfica?, ¿cómo hacer compatibles todas estas preguntas con los dos puntos de la declaración ética de la AAA a los que me he referido a lo largo de todo el capítulo?, ¿cómo interpretar estos principios éticos?, y ¿cómo instrumentalizar el papel de antropóloga? A pesar de estas dudas «éticas» me pregunto si no estoy reflexio nando sobre el problema fuera del problema. Desde la antropología tradicional se pretende conocer pero sin intervenir, y en la docencia hay que elegir, decidir y valorar cotidianamente, lo que implica una constante intervención. A lo largo de estas páginas he mencionado que no sólo me interesaba conocer cómo funciona el aula o cómo aprenden español los estudiantes, sino también si se excluye / segrega / incluye a estos chicos, cómo se hace, etc., y mi pregunta ahora es si todo esto no implica también decidir y valorar. La cuestión entonces es en qué se diferencia un tipo de decisiones de otro. Quizá en que se hacen desde marcos de referencia diferentes, pero el análisis antropológico consiste en hacer explícito lo que no está visible a simple vista, reconociéndolo
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e identificándolo y ello implica también una valoración, no sólo a la hora de decidir qué se investiga, sino en el proceso de análisis porque categorizar supone tomar decisiones. Como conclusión, retomando lo que decía al inicio de éstas páginas acerca de que la antropología es una disciplina crítica, que incorpora la perspectiva crítica en su quehacer, como un ejercicio de autocrítica, hasta tal punto que lo hace consigo misma también, al reflexionar y analizar la propia disciplina y su ejercicio. En este caso, lo he intentado aplicar a mi trabajo al reflexionar sobre mi propio recorrido.
R E F E R E N C IA S BIB LIO G R Á FIC A S
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NOVATO EN VALLE DE CHALCO: REFLEXIONES SOBRE LA ÉTICA DEL ANTROPÓLOGO DESDE EL RECUERDO DE UNA ETNOGRAFÍA EN UNA BARRIADA MEXICANA Je s ú s A d án e z Pavón Departamento de Historia de América II (Antropología de América) Universidad Complutense de Madrid
Novato es aquel que, empezando su andadura en el oficio de que se trate, es capaz de sentir que se ahoga pisando un charco y, al poco, caminar sin darse cuenta sobre brasas encendidas. Allá por 1991, en la entonces barriada de Valle de Chalco —hoy Municipio de Valle de Chalco Soli daridad— dentro de la gran conurbación de la ciudad de México, viví mi primera, aunque no demasiado temprana, experiencia etnográfica en América. En las páginas que siguen voy a hacer uso del recuerdo de ese trabajo novel, con algunos de sus charcos y sus brasas —nada dra máticos, por otra parte—, para reflexionar sobre cuestiones de ética en etnografía. Aquel trabajo de campo, dedicado a indagar en las formas de organizar los espacios domésticos y en su vinculación con las relaciones sociales de sus moradores, no constituyó mi experiencia inicial en América, pues años antes había tenido la oportunidad de conocer algunas regiones del continente integrado en equipos arqueológicos (saltar de la arqueología a la etnografía, y viceversa, traza un itinerario peculiar, pero —al menos en el ámbito del americanismo— no inédito). Hablando estrictamente, tampoco supuso mi primera experiencia etnográfica; previamente había colaborado en España con grupos de antropólogos en diversos contex tos, en cuyo seno, de hecho, surgió y se formalizó el proyecto que nos llevaría a unos cuantos de aquellos etnógrafos a Valle de Chalco. No obstante, la combinación de una mayor distancia cultural y una estancia más prolongada, compartiendo casa y vida con un manojo de personas del barrio, convirtió esa etnografía de 1991 en mi personal iniciación. Revisaré primero los parámetros del proyecto mismo y su práctica a la
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luz de las diversas declaraciones sobre ética publicadas por la Asocia ción Americana de Antropológía, para luego centrarme en el análisis de un conflicto fugaz, surgido al inicio del trabajo, que sobrepasa las indica ciones recogidas en dichas declaraciones.
PUBLICIDAD, PRIVACIDAD, CONSENTIMIENTO
Publicidad y privacidad son los dos ejes que articulan los distintos ar tículos y declaraciones sobre ética emitidas, a lo largo de los años, por la Asociación Americana de Antropología. La publicidad se refiere a la obligación de transparencia con respecto al proyecto de investigación; la privacidad a la obligación de proteger a quienes aportan información ante los daños que ésta pudiera causarles. Los dos ejes en conjunto, en el entendido de que ambos han de adoptarse no como requisitos forma les, sino como principios por aplicar y evaluar en cada caso, pretenden asegurar el compromiso fundamental: que las personas con quienes se trabaja no sufrirán perjuicios derivados de la propia investigación. El Código Etico de 1998 estipula que esa aplicación y evaluación debe incluirse como sección ya desde la fase de proyecto: Los investigadores antropológicos han de prever que se encontrarán con dilemas éticos en cada estadio de su trabajo y han de hacer esfuerzos de buena fe para identificar de manera previa potenciales reclamaciones y conflictos éticos en la preparación de las propuestas y en la realización de los proyectos. Toda propuesta de investigación debe incluir una sec ción que plantee y responda a las potenciales cuestiones éticas (AAA, 1998: III.B.l).
En nuestra propuesta de investigación sobre Valle de Chalco no se incluyó ese tipo de sección. Sí se plantearon, en los apartados dedicados a la metodología, necesidades como la de informar, desde el primer con tacto con el grupo y antes de cada entrevista formal, sobre los objetivos y los intereses del trabajo; la explicación de esos aspectos ante quienes acogen al etnógrafo es algo que, por otra parte, los anfitriones solicitan pronto — «quiénes son ustedes» y «qué hacen aquí» son dos preguntas lógicas cuando aparecen unas personas en un lugar y expresan su deseo de quedarse en él durante un tiempo— . También se recogieron en los mismos apartados las previsiones acerca del respeto al anonimato y la confidencialidad de las informaciones. Pero, como digo, no identifica m os la necesidad de abrir una sección en el proyecto mismo donde discutir potenciales problemas éticos. ¿Por qué? Por un lado, creo que la
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omisión puede explicarse apelando a que en los años en que se redactó aún no se había establecido esa práctica con suficiente formalidad. Pero lo interesante, por otro lado, es que no preveíamos que nuestra inves tigación, ni en sus objetivos ni en su desarrollo en el campo, pudiera causar daño alguno —y adelanto ya que la investigación en sí no lo hizo, si bien tal vez sí pudo provocarlos, como apuntaré más adelante, nuestra mera presencia. Uno de los elementos que más temores ha suscitado en la historia reciente de la reflexión ética en la etnografía —en relación con el re quisito de publicidad y continuando la cuestión de nuestra previsión de ausencia de perjuicios— ha sido la figura del patrocinador y sus propó sitos. La declaración de 1971 sobre los principios de responsabilidad profesional, corregida en 1984, contiene puntos expresos alertando de la necesidad de que el etnógrafo indague sobre los fines del patrocina dor y evalúe hasta qué punto entran en conflicto con el compromiso fundamental subrayado arriba; se insistía también en la obligación de evitar investigaciones secretas, con propósitos ocultos o que reserven la circulación de resultados a circuitos restringidos (AAA, 1986: 2a, 3a, 3b, 5, 6; véase también Velas, 1967). El escrupuloso detalle con que se intentó tipificar cada peligro, que era una reacción ante casos reales —como, por ejemplo, el Proyecto Camelot (véase Horowitz, 1967)— , se perdió en el código de 1998, en el que se consideró que quedaba subsumido en la obligación de transparencia, con independencia, ade más, de las fuentes de financiación —pública o privada— y las clases de investigación — «aplicada», «básica», «pura» o «contractual»— (AAA, 1998: III). Ocurre que el trabajo en Valle de Chalco, como la mayoría de los proyectos de investigación etnográfica generados en España sobre Améri ca, contaba con financiación pública española, inserta en programas que no mantienen sino propósitos muy amplios y relacionados con el cono cimiento; es cierto que tales programas suelen fijar líneas prioritarias que encauzan los proyectos en direcciones determinadas, pero eso no implica que existan agendas ocultas ni que se reserven parte de los resultados. Por esa razón no se suscitó en la preparación del proyecto la evaluación de ningún conflicto potencial relacionado con el patrocinador. Entreveo, no obstante, que conviene no perder un razonable estado de sospecha ante los requerimientos de la financiación, sea privada o pública. De cualquier forma, no toda esa sección destinada a los problemas éticos potenciales que exige el código de la AAA se refiere a las institu ciones o empresas que apoyan la investigación. Su ausencia en nuestro caso supuso también no formalizar a priori los posibles problemas deri
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vados de la obtención de información sensible o, dicho de otro modo, una evaluación del grado de sensibilidad del tipo de información que buscábamos para el tipo de personas que la aportarían (véase AAA, 1998: III.A). Las obligaciones éticas del etnógrafo para con las personas a las cua les investiga surgen de la peculiaridad metodológica del trabajo de campo en antropología: es el etnógrafo quien se desplaza al lugar donde residen esas personas para, conviviendo con ellas durante periodos prolongados, sumergirse en su modo de vida y alcanzar un grado de confianza tal que le permita acceder a contextos y declaraciones de carácter variablemente privado, dadas en confianza. La metodología que nosotros aplicamos en Valle de Chalco esta ba pensada para lograr una exploración del tema de investigación en una comunidad grande y en un tiempo relativamente corto. Se trataba, por un lado, de hacer un número no pequeño de entrevistas de carácter abierto en las que, partiendo de preguntas sobre la composición del gru po doméstico y sobre la biografía tanto del grupo como de la vivienda misma, interrogábamos sobre diversos aspectos directa o indirectamente relacionados con la asignación de espacios. Por otro lado, necesitábamos enriquecer esas entrevistas con una experiencia directa de la vida en Valle de Chalco, con una observación participante; lo logramos cuando, tras explorar distintos vericuetos y calles sin salida, nos pusieron en contacto con representantes de una asociación vecinal. Esos representantes, algu no de ellos con responsabilidades políticas a nivel municipal, accedieron a proporcionarnos un espacio en sus casas. Se convirtieron en nuestros anfitriones y en nuestros «informantes principales»: a ellos les preguntá bamos lo que no preguntábamos a otros, ellos supervisaban o nos acom pañaban en nuestros vagabundeos por el barrio, ellos nos concertaron las primeras entrevistas y, en general, nos vigilaron y cuidaron en un entorno que, no sin razón, consideraban peligroso —sobre todo por nuestra evi dente ignorancia de lugares y horas potencialmente peligrosas y, también, por el desconocimiento de que nuestra propia presencia podía ser hábil mente manipulada aquí y allá para su uso en las luchas políticas locales. ¿Pudo la investigación dañarles de algún modo? En lo que se refiere a nuestra presencia en el barrio y al grupo de «informantes principales», ellos fueron, como acabo de apuntar, quienes calcularon unos riesgos que nosotros desconocíamos y que nos afectaban a todos. Ellos nos concertaron una cita con el presidente municipal de Chalco para que no pareciéramos algo así como investigadores clandestinos; ellos leyeron, días después, el periódico local en el que apareció nuestra foto en las instalaciones municipales bajo un titular que se refería a nosotros como
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«observadores internacionales en las próximas elecciones»1; ellos nos aconsejaron, en fin, unas vacaciones en la Ciudad de México, para evi tar males mayores, el día en que se celebraron esas elecciones. Es obvio que tales maniobras buscaban dañar a nuestros anfitriones —los cuales, ya sobra decirlo, estaban ligados a partidos de la oposición— a través de nuestra presencia. Supongo que ellos también calcularon algún benefi cio genérico: un grupo de investigadores extranjeros quería conocer las viviendas de Valle de Chalco y, para hacerlo, había entrado en contacto con su asociación y no con otras personas u organizaciones. Muchos etnógrafos pueden contar historias análogas a ésta y en no pocas ocasio nes acaban con su salida prematura de la «comunidad». N o previmos esos riesgos y me parece que era imposible hacerlo. Uno cae en un lugar como un paracaidista —si púedo usar este térmi no con que en Valle de Chalco y en todo México se refieren a los que, generalmente por la noche, ocupan una parcela vacía para levantar su casa en ella— y es prácticamente imposible saber cómo va a encajar esa llegada en las tensiones propias de cada lugar y de todo lugar. Los ries gos a que somete el etnógrafo a sus informantes hay que calcularlos y tratar de sofocarlos sobre la marcha, en un proceso continuo. En nues tro caso, como se desprende de lo narrado, gran parte de ese trabajo nos lo hicieron otros. Por lo que se refiere a las informaciones obtenidas a través de en trevistas formales, conocíamos y seguíamos las obligaciones fundamen tales —la transparencia con respecto a nuestro trabajo y el respeto a la confidencialidad y el anonimato— . Lo que no llegamos a aplicar en nin gún caso fue el requisito formal de un previo consentimiento informado (AAA, 1998: III.A.4; AAA, 2004; véase también Fluehr-Lobban, 1998), si bien no creo que su ausencia en aquel momento supusiera peligro alguno. El consentimiento informado es un requerimiento nacido en la medicina cuyo uso se exige en la actualidad a todos los proyectos antro pológicos financiados con fondos federales en los Estados Unidos; supo ne informar al sujeto sobre los objetivos y riesgos de su participación en una investigación para que, asegurándose de que los ha comprendido y de manera voluntaria, consienta formalmente en dicha participación. Si se pretende seguir de un modo estricto, aportando una hoja escrita y solicitando una firma, estoy convencido de que en la mayoría de los 1. El Gobierno Federal de Carlos Salinas se había negado expresamente a admi tir observadores internacionales que garantizaran la limpieza de las elecciones parciales de 1991, demandados por quienes consideraron fraudulenta la victoria de Salinas sobre Cuauhtémoc Cárdenas en las elecciones presidenciales de 1988.
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casos etnográficos resultaría contraproducente, porque la desconfianza ante un documento impreso en el que estampar una firma provocaría con mucha frecuencia algo muy cercano a un «no-consentimiento noinformado». Pero considerado de un modo más amplio, el concepto recoge bien la esencia de las precauciones etnográficas tradicionales y la potencia insistiendo en su carácter.
ÉTICA Y MILITANCIA
Aun identificando algunos problemas, y sobre todo algunas omisiones, los párrafos anteriores retratan las actuaciones de quienes trabajamos en Valle de Chalco de una manera acorde con los principios de la ética profesional. N o obstante, sí experimentamos un conflicto ético que se sitúa más allá de esos principios, al menos tal como están expresados en las declaraciones a que vengo haciendo referencia. El conflicto surgió del fuerte contraste entre el carácter académico del tema de investiga ción («la organización del espacio doméstico») y la realidad palpitante y problemática —viva— con que nos topamos; y se materializó en la ur gencia y el vértigo de querer abandonar el primero, sustituyéndolo por otro más cercano a esa vida, más comprensible allí donde estábamos. N o fui yo quien, de entre el equipo de etnógrafos, expresó en pa labras esa conmoción; de hecho, lo que sí hice fue participar en su so focación, más por disciplina y responsabilidad ante quienes esperaban nuestros resultados en Madrid que por otra razón. El problema emergió en los primeros días de estancia en Valle de Chalco, cuando fuimos invitados a asistir a una reunión de la asociación vecinal que nos ha bía acogido para explicar allí quiénes éramos y qué queríamos hacer. Nuestro discurso fue bien recibido, pero uno de los presentes pidió la palabra y preguntó, creo que sin acritud, para qué les servía a ellos ese trabajo; en medio del desconcierto que nos invadió a los demás, uno de los etnógrafos se alzó, como impulsado por un resorte, para afirmar que nuestros objetivos no tenían para ellos utilidad alguna y que debía mos reemplazarlos en consecuencia. Desde la presidencia de la reunión gestos y palabras pedían sosiego ante el desmoronamiento público de los visitantes. Acerté entonces a decir una verdad que, aunque venía a cuento sólo a medias, terminó con el incidente y acalló las dudas de los reunidos: ¿no sería presuntuoso pensar que, con unos pocos meses de estancia, íbamos a ser capaces de contribuir a arreglar los proble mas de nadie? «Sólo podemos hacer nuestro trabajo —añadí— y, eso sí, ofrecérselo a ustedes para que sean ustedes quienes vean en qué puede
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resultar útil». El problema estaba reprimido un minuto después de ha ber surgido y no volvió a manifestarse. Pero se había sofocado en falso; aún hoy siento la punzada de aquel conflicto y sigo desconcertado al respecto. Nos habíamos topado de bruces con la demanda ética de comprome ternos con nuestros anfitriones, de actuar a favor de ellos con nuestro tra bajo. ¿Es ese tipo de compromiso una obligación ética para el etnógrafo? En la situación que acabo de evocar nos vimos obligados a responder a esta pregunta con poco más que un monosílabo, pero ahora, pasados los años y con el ritmo más pausado de un texto escrito, no tendría excusa dejar de sopesar con un mínimo detenimiento las respuestas. Entiendo que apreciar el alcance del trabajo etnográfico con humildad —que es a lo que allí apelamos— introduce correcciones importantes en un impulso moral que a veces, quizá sobre todo por atropellamiento, presume una relevancia de la que carece el investigador y su posible investigación; pero, obviamente, esto no resuelve la cuestión de fondo. El Código Etico hecho público en 1998 por la Asociación America na de Antropología no incluye la obligación de un compromiso como el que nos ocupa. Como puede leerse en el informe emitido por la co misión encargada de revisar las declaraciones anteriores con vistas a la redacción final de 1998, la omisión se basó en un argumento expreso y público que se centra en los problemas y contradicciones de un impulso moral tan bienintencionado como genérico: Responsabilidades con los pueblos y culturas estudiados. Aunque con simpatía hacia la noción de que el investigador antropológico debe ser capaz de ayudar a proteger y promover el bienestar de un pueblo o una cultura, la Comisión encontró que el concepto, en particular como obligación moral, planteaba los siguientes tipos de preguntas difíciles: ¿Quién determina qué está en el mejor interés del pueblo estudiado? En la mayoría de las comunidades no habrá una única opinión sobre qué está en el mejor interés y parece paternalista, si no presuntuoso, esperar que un investigador antropológico haga ese juicio por otros. [...] ¿Todos los grupos estudiados por los antropólogos merecen esfuerzos para pro mover su bienestar general? Parece que no (por ejemplo: hate groups, terroristas, carteles de la droga, etc.). ¿Qué significa «promover»? Una persona puede promover el bienestar general o un bienestar específico de muchas formas distintas [...]. La Comisión entiende y respalda el deseo de algunos investigadores antropológicos de ir más allá de la di fusión de los resultados de la investigación y de la educación, hasta una posición de defensa [advocacy]. La Comisión opina que la opción es de cisión del individuo. [...] Sobre la base de estas cuestiones, la Comisión opina que no ha de esperarse que un investigador antropológico deba
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actuar a favor o que «promueva el bienestar» de un grupo o cultura en estudio (AAA, 1995: IVD.2).
Es razonable que el Código Etico de la AAA, en tanto que código deontológico profesional, se centre en las responsabilidades del investi gador ante las situaciones que pueda provocar su investigación, dejando de lado las existentes con independencia de ésta. Lo que ocurre es que la vertiente puramente deontológica no agota las caras del problema. Desde una perspectiva más amplia, no hay situaciones con respecto a las que la investigación antropológica pueda considerarse independiente, aunque sólo sea por omitirlas. Nancy Scheper-Hughes, en un artículo publicado en 1995 por la revista Current Anthropology junto a otro firmado por Roy D ’Andrade al que aludiré después, nos ofrece una defensa vigorosa de una antropo logía militante —también «descalza» o «con corazón de mujer»— . En el contexto de su argumentación a favor de una disciplina activa, que no se limite a observar pasivamente esperando un cambio o a maquillar las realidades humanas ignorando las inhumanas, dos son —al menos en mi lectura— las propuestas de actuación que Scheper-Hughes hace al etnógrafo: la denuncia de situaciones injustas y el compromiso de co laboración con quienes las padecen2. En la medida en que la autora sugiere una división del tiempo y las lealtades entre la antropología y el trabajo político, la denuncia y el compromiso podrían desarrollarse en paralelo a la investigación etnográfica propiamente dicha. Ambas re ducen el desconcierto al que —volviendo ahora al recuerdo de Valle de 2. N o comparto el que la autora, en la defensa de la primacía de lo ético que condu ce a la obligación de la denuncia y el compromiso, coloque esos valores en un plano «precultural», fuera del alcance del relativismo (Scheper-Hughes, 1995: 418-420). Entender que la conmoción ante la injusticia y la reacción activa contra ésta constituyen valores universales, independientes de nuestra tradición cultural, le permite —es cierto— presen tar la obligación de militancia del antropólogo con mayor rotundidad, excluyendo de par tida críticas como la que expresa D ’Andrade (1995: 408): «Finalmente, el modelo moral actual [centrado en la opresión] es etnocéntrico. Es fuerte con la igualdad, (librarse de la desigualdad) y la libertad (librarse de la opresión). En mi opinión no son malos valores, pero son muy estadounidenses». A mi modo de ver, esa rotundidad de Scheper-Hughes se apoya sobre una base endeble; presumir la existencia de un patrón de medida universal con el que distinguir lo justo de lo injusto me parece una afirmación repetidamente refuta da a nuestro alrededor. La inexistencia de ese patrón, sin embargo, no estorba en absoluto el esfuerzo y la obligación de tratar de discernir qué es justo y qué es injusto. Reconocer en la igualdad y la libertad valores occidentales no implica automáticamente restarles fuerza; lo que nos exige es dejar en suspenso su formulación más abstracta y rotunda y hacer uso de ellos dándoles matices y contenidos en cotejo con realidades particulares — más complejas, por definición, que una mera abstracción.
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Chalco— he hecho alusión más arriba y, en efecto, ambas se practicaron entonces en cierto grado, si bien en aquel caso la población de nuestro estudio contaba con instrumentos de denuncia y de trabajo político mu cho más efectivos que los que nosotros podíamos aportar. N o obstante, su desarrollo en paralelo, como obligación del investigador antes que de la investigación, no afecta a la cara del problema que más directamente percibimos en Chalco: el tema mismo de investigación. Personalmente no creo que la forma privilegiada de lograr que el ob jetivo de una etnografía tenga utilidad para las personas objeto de estudio haya de seguir necesariamente el camino de detectar y revelar la injusti cia y la opresión. En esto coincido con el sentido general de la reflexión de D ’Andrade ( i 995) sobre la inconveniencia de mezclar lo que deno mina «modelos morales» de conocimiento, caracterizados por el carácter ético de su propósito primario —identificar qué es bueno y qué es malo y estipular recompensas y castigos (1995: 399)-L- y ejemplificados por el trabajo de Scheper-Hughes, y «modelos objetivos» de conocimiento, cuyo propósito es llegar a decir algo sobre las realidades empíricas con independencia, en tanto que indagación, del juicio que nos merezcan. Opino que la aportación principal de una etnografía reside en el grado en que aumenta nuestro conocimiento sobre la lógica y la dinámica de una realidad local3; los valores del etnógrafo operan, entonces, en la selección de los temas incluidos en su trabajo antes que en su desarrollo sustantivo. Lo que nos conmocionó en Valle de Chalco por efecto de una pregunta escueta —«¿para qué nos sirve eso que ustedes quieren ha cer?»— fue no saber encontrar un aspecto de su vida para cuya investi gación contáramos con preparación adecuada y que fuera relevante para el conocimiento de esa vida; o, mejor, no darnos cuenta entonces de que ese aspecto bien podía estar ya incluido en nuestro propio proyecto y que sólo faltaba —nada menos— ligarlo a la realidad local a través de su despliegue en el campo. Concluyo con un último apunte por el que estoy en deuda con Mar garita del Olmo. Por razones éticas como las que aquí se han revisado, y también por razones metodológicas — el trabajo del etnógrafo típi camente necesita ser aceptado por la población en estudio para que se pueda llevar adelante—, la selección de los temas o aspectos del tema de una investigación etnográfica ha de concretarse en diálogo con el grupo objeto de esa investigación (véase del Olmo, en este volumen). 3. Utilizo aquí la expresión «realidad local» siguiendo una afirmación de la ya ve nerable primera declaración del Grupo de Barbados (1974 [1971]): «[Cumple al antropó logo] volverse hacia la realidad local para teorizar a partir de ella».
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Me parece que con esta idea se puede terminar de salvar la brecha que un novato, allá por 1991, vio abrirse ante sí.
REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS American Anthropological Association (AAA), 1986, «Statements on Ethics: Prin cipies of Professional Responsibility». Documento electrónico, < http://www. aaanet.org/stmts/ethstmnt.htm> , consultado el 17 de diciembre de 2008. American Anthropological Association, 1995, «Commission to Review the AAA Statement on Ethics: Final Report». Documento electrónico, < http://www. aaanet.org/committees/ethics/ethrpt.htm> , consultado el 17 de diciembre de 2008. American Anthropological Association, 1998, «Code of Ethics of the American Anthropological Association». Documento electrónico, < http://www.aaanet.org/issues/policy-advocacy/Code-of-Ethics.cfm> , consultado el 17 de diciembre de 2008. American Anthropological Association, 2004, «Statement on Ethnography and Institutional Review Boards». Documento electrónico, < http://www.aaanet.org/stmts/irb.htm> , consultado el 17 de, diciembre de 2008. Beals, R. L., 1967, «International Research Problems in Anthropology: A Re port from the U.S.A.», Current Anthropology, 8/5: 470-475. D’Andrade, R., 1995, «Moral Models in Anthropology», Current Anthropolo gy, 36/3: 399-408. Fluehr-Lobban, C., 1998, «Ethics», en H. Russell Bernard (ed.), Handbook of Methods in Cultural Anthropology, Walnut Creek, AltaMira Press: 173-202. Grupo de Barbados, 1975 [1971], «Por la liberación del indígena», en A. Colombres (ed.), Por la liberación del indígena: documentos y testimonios, Buenos Aires, Ediciones del Sol: 20-31. Horowitz, I. L. (ed.), 1967, The Rise and Fall of Project Camelot, Cambridge (MA), The MIT Press. Scheper-Hughes, N., 1995, «The Primacy of the Ethical: Propositions for a Militant Anthropology», Current Anthropology, 36/3: 409-440.
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BAGATELAS DE LA MORALIDAD ORDINARIA. LOS ANCLAJES MORALES DE UNA EXPERIENCIA ETNOGRÁFICA" A n g el D ía z de R a d a Departamento de Antropología Social y Cultural Universidad Nacional de Educación a Distancia
¿Q U É D E M O N IO S H E D IC H O ?
Para hacer algo diferente del estricto trabajo de campo orientado por mis obsesiones teóricas en Guovdageaidnu (Noruega), a lo largo de una investigación que luego detallaré algo más, me propuse como profesor de español en la Escuela Sami de Estudios Superiores (Sámi Allaskuvla). En noviembre de 2003, antes de comenzar uno de mis cursos, me pasé por la secretaría para conocer el número de estudiantes que tendría ese año. La persona que estaba en ese momento de servicio no tenía la información. «Pregúntale a Anne Margrethe» —me sugirió—. Fui a buscar a Anne Margrethe, una trabajadora de la escuela a la que yo conocía. Al preguntarle semejante cosa, que estaba totalmente fuera de sus competencias (ella era docente en la institución), me sonrió amablemente y me dijo: «Debe de tratarse de Anne Margrethe Mortensen»1, y continuó: «lea eará olmmos, in mun... son lea mu gáibmi» («Es otra persona, no soy yo... es mi toca* He escrito este texto gracias a M argarita del Olmo que me invitó a participar con él en el XXVIII Curso Julio Caro Baroja del Consejo Superior de Investigaciones Científicas, en diciembre de 2008. Una parte de las ideas fundamentales de este ensayo ha surgido en un seminario de discusión sobre la Antropología frente al problema de los Derechos Humanos que comparto en la UNED con los profesores Francisco Cruces y Honorio Velasco. Ninguna de las ideas morales vertidas en este texto puede atribuírse les, pero sí el estímulo del debate. Como siempre, agradezco los comentarios críticos de los investigadores del CSIC presentes en la sesión, particularmente los de Pedro Tomé, Francisco Ferrándiz, Juan Antonio Villarías y Margarita del Olmo. Sus comentarios han inspirado especialmente la sección titulada «Intersubjetividad». 1. Todas las referencias personales mencionadas en este texto son apócrifas, salvo la de la nota 2.
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ya...»). Yo le repliqué con lo que en ese momento creí que sería una mera confirmación, en un sami algo inestable siempre en los primeros días de cada estancia: «Na, juo, son lea du guoibmi». Al oír esto, Anne Margrethe estalló en una carcajada. Le acababa de facilitar un motivo humorístico para reírse conmigo durante semanas. Volví a casa atormentado por una pregunta: ¿Qué demonios he dicho? No tenía a mano en mi memoria qué quería decir guoibmi, aunque sabía perfectamente que en sami, una len gua cuyo léxico está poblado de diptongos, hay que tener mucho cuidado con ellos. Me precipité sobre el diccionario y comprobé que guoibmi, esa palabra tan parecida a gáibmi, puede interpretarse básicamente de cuatro modos: escolta, amigo, esposa o esposo, y amante. No me cabía ahora duda de cómo la había interpretado Anne Margrethe, siempre propensa a hacer uso del más radical sentido del humor: «Claro —había sido mi respuesta— ella es tu amante»1. Esta anécdota es un ejemplo de lo que en este ensayo consideraré bagatelas de la moralidad ordinaria. Bagatelas que constituyen el teji do de la intersubjetividad en el trabajo de campo etnográfico, y que, en su aparente trivialidad, conforman sus únicos anclajes morales; o al menos la clase de anclajes morales que yo reconozco como imprescin dibles. Para personas como Anne Margrethe, acostumbradas a recibir a antropólogos que van a estudiar a «los samis», pero que previamente no se han molestado en aprender sami para poder comunicarse en su lengua materna, un antropólogo que sí lo ha hecho es una persona digna de compartir con ellas el sentido del humor, que es uno de los bienes morales más preciados de cualquier sociedad humana, aunque confunda a los tocayos con los amantes. Al sugerir que estas bagatelas son imprescindibles, estoy sugirien do que la vinculación moral del etnógrafo con las personas del campo pasa primariamente, para bien y para mal, por la inmediata relación intersubjetiva que mantiene con ellas en la práctica de campo, y no necesariamente por el supuesto valor práctico que, en un futuro más o menos distante, les será devuelto como producto de la investigación. Puede que el producto de la investigación etnográfica sea más o me nos útil a esas personas en el futuro, pero esa quimérica posibilidad, distante en relación con la práctica de campo, no debería llevarnos
2. Misterios del lenguaje. El profesor de lengua sami en la Universidad de Tromso Kjell Kemi, con quien ahora trabajo en la elaboración de un diccionario lingüístico de sámiespañol, me ha aclarado años después que gáibmi y guoibmi fueron alguna vez la misma palabra y se disociaron por transformación fonética. Mi lapsus contenía, pues, una ignorada verdad etimológica.
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a descuidar nuestro compromiso moral inmediato con esas personas concretas, aquí y ahora.
QUIMÉRICOS PROPÓSITOS
Antes de mostrar un surtido de modos de fabricar ese compromiso mo ral inmediato, o sea, antes de seguir contando bagatelas para relatar en qué consistieron mis anclajes morales en este trabajo de campo, voy a argumentar cómo, en mi caso, no era cuestión de confiar la reciproci dad a la supuesta utilidad práctica de mis conclusiones de investigación. Para ello, tal vez sería suficiente reconocer aquí que hoy, cinco años después de mi última estancia de campo, no tengo todavía ninguna con clusión que pudiera ser a esas personas de una utilidad tangible; aunque es cierto que voy elaborando textos que —según espero— pueden te ner alguna utilidad para otros investigadores, y quizás para algunos de los investigadores que trabajan en Sápmi (Díaz de Rada, 2004, 2007b, 2008). Pero esto sería sugerir que tal vez en un futuro aún más remoto devolveré a esas personas un conocimiento práctico en pago por su infinita generosidad durante mi trabajo de campo. N o confío en ello. Las dimensiones en las que mi trabajo etnográfico puede resultarles de alguna utilidad son, en general, tan distantes de cualquier vida concreta, que tendrían que entornar mucho los ojos para apreciar en él una ver dadera devolución recíproca. Este mal ya estaba sembrado desde el origen. Comencé a trabajar en este proyecto en el año 1995 (escribo en 2008), y, cuando acudí por primera vez a Guovdageaidnu en el año 2001, llevaba en mi agenda el siguiente problema de investigación: «indagar en las traducciones etnopólíticas de la pertenencia social en un contexto de relaciones interétni cas entre ‘samis’ y ‘noruegos’»3. Este enunciado quiere decir: investigar cómo es que los sentimientos de pertenencia social de las personas son traducidos por diferentes instancias más o menos burocráticas, desde las asociaciones civiles hasta las agencias de estado pasando por los parti dos políticos (entre otros), en argumentos de un sujeto etnopolítico. A 3. Este proyecto recibió los siguientes apoyos institucionales: en 2000, una ayuda del Departamento de Exteriores del Gobierno Noruego (Utenriksdepartementet) para el estudio de la lengua sami en la Universidad de Tromso; en 2002 y 2003, dos ayudas de la Wenner-Gren Foundation for Anthropological Research (Gr. 6896 y Gr. 7092); adicional mente, en 2002, recibí un ayuda del vicerrectorado de Investigación de la UNED, y en 2003 otra del Programa de Movilidad del Profesorado del Ministerio de Educación, Cultura y Deporte (PR2003-0276). Agradezco a todas estas instituciones su generosidad.
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través de este problema estoy indagando en la flexibilidad de las estruc turas estatales en cuanto a diversidad sociocultural, las dinámicas de la inclusión y la exclusión en las políticas de estado (por ejemplo, Schiffauer et al., 2004), las gramáticas de identificación y alteridad (Baumann y Gingrinch 2004), o los órdenes de estructuración política de las afini dades y pertenencias cotidianas (Cohén, 1982). Cada vez que mencio no este problema y explico su fundamento, mis colegas antropólogos aplauden el intento. En general, consideran que todo esto es relativa mente interesante. Pero ¿cómo puedo esperar que las personas de Guovdageaidnu, es decir, la mayor parte de ellas, encuentren alguna utilidad en semejantes obsesiones académicas? N o puedo esperarlo. La verdad es que sería como esperar que alguien que te tiende la mano considere adecuado que, en lugar de tenderle la tuya, le entregues los siete volú menes de En busca del tiempo perdido; una contraprestación absurda.; desmesurada y completamente irrelevante a un tiempo. Entiendo que los antropólogos, como otros animales académicos, valoramos tanto el fruto de nuestros empeños que podemos llegar a pensar que esa persona no puede dudar del valor de nuestras obras; sin embargo, yo prefiero darle la mano, en principio, inmediatamente. Y luego ya veremos.
UN ENUNCIADO MORAL
La etnografía es una experiencia de traducción entre el mundo social de las personas cuya acción estudiamos y el mundo social de la disciplina antropológica con sus procesos y estructuras de saber experto (Velasco y Díaz de Rada, 1997). Inserto en esta experiencia de traducción, el tra bajo de campo que forma parte de una etnografía sitúa necesariamente al etnógrafo, como a un traductor, en una posición de doble agencia. Durante el trabajo de campo, el etnógrafo coparticipa con las personas del campo, pero sólo lo hace (como etnógrafo) porque le mueve algún interés de análisis que tendrá pleno sentido fuera de ese campo social concreto, en el sistema universalista tejido a base de foros académicos, editoriales y otras instituciones expertas. Ese es el sistema universalista al que solemos referirnos vagamente por medio de la dudosa expre sión «comunidad científica». El desarrollo de la etnografía durante las últimas décadas, en las que se ha invertido la tradicional relación entre investigador «occidental» y nativo «no occidental» (Ogbu, 1974; Asad, 1986; Abu-Lughod, 1991), en las que se ha examinado a las propias ins tituciones expertas (Velasco et al., 2006), e incluso a los campos esco lar y científico en diálogo prácticamente horizontal con los etnógrafos
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(Hiñe, 2006; Díaz de Rada, 1996), no ha disuelto de ninguna manera la condición de doble agencia de la posición del trabajador de campo, sino que la ha complicado de formas evidentes. Esa condición de doble agencia es insoluble porque se encuentra asentada en el sentido mismo de la práctica etnográfica: la traducción cultural, o, si se prefiere, dicho en otros términos, la reconstrucción etic de un mundo emic. El sentido de la etnografía, y con ella del trabajo del campo, es producir conocimiento científico (Hammersley y Atkinson, 1994). Esto quiere decir que el compromiso moral prevalente del etnógrafo lo es en relación con ese vago universo de la sociedad del saber, concretado tal vez en sus colegas más próximos o significativos y también en sus estu diantes. Ese carácter prevalente es tanto más evidente cuanto más progre sa el etnógrafo en el trabajo analítico hasta la producción del texto final. El texto final en cualquier formato, si es que es un texto etnográfico, será la producción de un investigador con un compromiso primordialmente analítico. Un texto orientado por un compromiso primario con las per sonas del campo es, desde luego, posible, pero correrá siempre el riesgo de una visión sesgadamente naturalista del problema de investigación (Hammersley y Atkinson, 1994; Díaz de Rada, 2007a). Si ese riesgo se materializa de forma decisiva, el texto, en el extremo, simplemente dejará de ser una etnografía. Cuando, como fue mi caso en mi investigación en Sápmi, el proble ma de investigación tiene un fuerte contenido analítico, la lejanía entre los dos ámbitos del compromiso moral —la doble agencia moral— es patente. En el campo lo que primó es una moralidad ordinaria y concre ta basada en la coparticipación y la reciprocidad; en la mesa de trabajo analítico lo que prima es una moralidad universalista basada en criterios como el buen hacer analítico, la información bibliográfica fundada, la coherencia argumental, el reconocimiento de las fallas epistemológi cas y metodológicas, y la veracidad argumental. Entre ambos órdenes de moralidad no hay ninguna conexión evidente. Entre ambos no hay ninguna relación de necesidad. Esta agencia moral doble con dos moralidades relativamente inde pendientes puede conducir, de hecho, al principal riesgo ético en cuan to a nuestro tratamiento de las personas del campo; ésas a las que no ingenuamente instrumentalizamos con la selectiva etiqueta de «infor mantes»: o sea, personas recortadas para los fines informativos y ana líticos de nuestra investigación. Así, podemos permitirnos tratar a esas personas olvidando que siempre son algo más que meros «informantes» y que merecen como cualquier otra persona un tratamiento basado en la moralidad ordinaria de lo concreto.
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Una variante de ese olvido injustificable es aquélla que se presenta en la forma de las etnografías orientadas directamente a una aplicación y a un fin práctico, y que, si es que son etnografías y no meros textos políticos, habrán incorporado en su diseño de acción práctica alguna clase de conocimiento analítico sobre un campo empírico. Igualmente en esos casos, la moralidad del propósito aplicado, asentada sobre una comprensión analítica del mundo, puede ser completamente indepen diente de la moralidad concreta de las relaciones sociales en el campo. Esa moralidad del interés aplicado o práctico de la etnografía como resultado de la indagación analítica no garantizará en absoluto el que el etnógrafo haya tratado a las personas de su campo exactamente así, como personas. Al igual que cualquier etnografía orientada por fuertes propósitos analíticos (como la mía propia en Sápmi), esta etnografía diseñada para la aplicación puede responder primordialmente a una lógica universalista que pone el interés de obtener un supuesto y futuro beneficio práctico por delante del interés de practicar una moral ordi naria. Desde luego que ambos intereses no tienen por qué ser siempre contradictorios, pero pueden llegar a serlo; y, si prestamos una delicada atención a las bagatelas de la vida ordinaria, pueden llegar a serlo mu cho más a menudo de lo que parece a simple vista. Así pues, lo que quiero defender en este texto es una idea moral, y, como tal, según mi propio punto de vista que extenderé al final de este ensayo, un mera sugerencia muy debatible, pues soy de los que piensan que los juicios morales no tienen más fundamentación que el juicio pro pio, ni más solidez que su comunicabilidad y su fuerza de convicción. Este es el enunciado moral: los anclajes morales más firmes de un etnógrafo se encuentran en el sentido común local, y así, en el concreto compromiso de coparticipación y reciprocidad con las personas del campo. En mi opinión (moral) cualquier alteración de este marco básico, debida, por ejemplo, a la repugnancia práctica del etnógrafo en rela ción con las situaciones concretas de coparticipación, debería provocar una profunda e incómoda reflexión sobre las intenciones reales de co nocimiento analítico, la pertinencia de la etnografía basada en trabajo de campo en tales situaciones, y la posibilidad de configurar esa misma problemática analítica en otro campo. Naturalmente, este escenario pue de complicarse por el hecho de que esa incómoda reflexión puede no conducir, en la mayoría de los casos, a respuestas de todo o nada. Estos dilemas, a mi juicio, son inevitables y no existe para ellos ninguna clase de solución universal. Un poco más adelante mostraré cómo este simple punto de partida moral —tratar a las personas como tales— penetra indirectamente en el
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sentido analítico de la investigación etnográfica. Pero ya puedo avanzar que, de una manera general, una coparticipación guiada por ese princi pio conllevará decisiones en cuanto a una autolimitación práctica en la búsqueda de la información de campo. En mi opinión, esa autolimitación suele verse ampliamente compensada con el tiempo por la calidad y la validez de la información que, de hecho, se obtiene. Como indicábamos en La lógica de la investigación etnográfica, la información de campo es un regalo, no un botín de guerra (Velasco y Díaz de Rada, 1997).
BAGATELAS
Los anclajes morales de la experiencia etnográfica basada en trabajo de campo se asientan en los pequeños detalles prácticos de la coparticipa ción y la reciprocidad ordinaria, y no en esos grandes principios univer salistas que comúnmente —y equívocamente— denominamos «valores» (Díaz de Rada, 2007c). El primero de esos detalles prácticos consiste en el reconocimiento público y explícito de la condición de doble agencia ante las personas de nuestro campo, hasta donde sea posible. Esto se cifra en el reconocimiento abierto de las intenciones de nuestra investigación y muy especialmente cuando esas personas nos demandan esta clase de explicación. Me opongo firmemente a la denominada investigación «en cubierta» (Hammersley y Atkinson, 1994) que muchas veces tiene más de la paranoia moral del investigador que de las posibilidades prácticas y complejas de comunicación que presenta cualquier trabajo de campo real. En el orden de las bagatelas de la moralidad ordinaria se encuentra la anécdota de la tocaya y la amante, con la que abría esta contribución. Se trata de un principio elemental de coparticipación comunicativa, que en el caso de trabajos de campo realizados entre personas con sus propias lenguas maternas, exige del etnógrafo el aprendizaje de esas lenguas, hasta el máximo nivel de competencia posible. Este principio básico de la intersubjetividad, asentado en el sentido común de cual quier grupo humano, sólo puede llegar a contravenirse (y creo que esto sucede demasiado frecuentemente) desde una óptica aún deudora de las viejas prácticas coloniales, que llega a exigir de aquéllos que nos per miten observar su acción y nos regalan su palabra, el que lo hagan en nuestra propia lengua materna. Es ésta una forma de operar bien rara, si se piensa un instante. Naturalmente, como no hay universales morales ni siquiera en este plano tan aparentemente trivial, hay grupos de per sonas que pueden de hecho articular su vida social sobre la base de una lengua franca. Todo lo que tiene que hacer ,el etnógrafo es potenciar al
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máximo sus recursos lingüísticos adaptándolos a los de esas personas. Eso es todo. Un segundo aspecto de estas bagatelas de la moralidad ordinaria en el campo consiste en potenciar, igualmente al máximo, el significado de nuestra presencia en el campo. Esto conlleva el reconocimiento de que esa presencia probablemente nunca se convertirá en una plena copresencia, debido precisamente a la conciencia pública de nuestra condi ción de doble agencia. Hacer nuestra presencia lo más significativa posible para las perso nas del campo presenta varias facetas que puedo ilustrar con algunos ejemplos de mi trabajo en Sápmi. En cierta ocasión, una de las personas que trabajaba en la directiva de la Escuela Sami de Estudios Superiores (Sámi Állaskuvla) me pidió ayuda sobre la posibilidad de enviar a la prensa española una nota sobre las reticencias del Gobierno noruego a conceder a una escuela pública una cierta cantidad de dinero en concepto de financiación institucional. Hizo esta petición en el contexto de una restricción general de liquidez que el Gobierno noruego estaba practicando sobre las instituciones pe riféricas del Estado, incluidos los municipios, y que en esos días sumía a todas las autoridades locales en serios apuros económicos. La petición que me hizo ese directivo consistía en difundir una carta en español cuyo contenido vendría a mostrar el tratamiento que el Gobierno noruego, protagonista muy activo en todos los foros internacionales de «pueblos indígenas», estaba dando a su minoría interna. Era un ejemplo más de la estrategia de internacionalización que en muchas ocasiones ayuda a los agentes de las minorías a movilizar una visibilidad pública de sus problemáticas. N o dudé en hacer lo posible por ayudarle; aunque tam bién he de decir que mi ayuda no llegó a concretarse de ninguna ma nera, porque el Gobierno Noruego atendió finalmente a sus demandas en pocos días. En mi trabajo de campo en Sápmi, algunas personas se sirvieron de mí para traducir textos al español, desde la solicitud de tra ducir un curriculum para el acceso de una muchacha a una Universidad en América Latina, hasta la de poner unas líneas en español a un niño peruano, un chaval ahijado de una mujer de Guovdageaidnu a través de una organización internacional de protección de la infancia. Siempre estuve atento a estas pequeñas contribuciones, y siempre intenté res ponder inmediatamente a ellas, incluso si ello podía suponer un retraso en mi propia agenda de investigación. Sería por otra parte incontable la lista de ayudas que esas y otras personas me prestaron a mí en todos los órdenes de mí vida práctica, algunas de ellas enormes, como cuando una trabajador de la Állasukvla me llevó en coche, sin pedir nada a cam
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bio, a la ciudad de Alta, a más de cien kilómetros, un 24 de diciembre, para poder viajar a Oslo a reencontrarme con mi compañera después de tres meses de fatigoso trabajo de campo. Yo no me había informado adecuadamente y no sabía que en esa fecha no había transporte de au tobús. Este ejemplo sólo es uno entre un millón de la clase de cosas que puede necesitar un antropólogo de Madrid viviendo en pleno invierno en un lugar del Artico europeoi Hacer la presencia de uno significativa no consiste solamente en un elemental intercambio de favores. N o consiste sólo en hacerlos y en saber recibirlos, creando así un denso tejido de reciprocidades ordina rias. Consiste en algo más, y esto ya fue apuntado por Malinowski en su introducción a Los argonautas (1986). Ese tejido de reciprocidades se basa, en realidad, en una fina sensibilidad para captar los deseos y las aspiraciones de esas personas, qué es lo que en concreto ellos estiman importante, aquello por lo que merece la pena vivir. Hacer la presencia significativa quiere decir, también, comportarse con un sencillo supuesto de dignidad interpersonal. No sólo ni funda mentalmente esa gran dignidad que se predica en la Declaración uni versal de derechos humanos y que tiene como sustrato un concepto universalista e individualista de igualdad entre todos los seres humanos; sino la aún más grande pero concreta dignidad que se basa en el respeto a la diferencia. Un día (mejor dicho una noche), volviendo de una se sión del Parlamento Sami situado también a más de cien kilómetros del lugar donde yo residía, atropellé a un reno. En parte por el accidente, que pudo haber sido fatal, y en parte por mi total desconocimiento de qué hacer en esa situación, llegué a pedir refugio a la casa de una amiga. N o sólo me consoló en mi ataque de desesperación, sino que me indicó lo que debía hacer en la práctica: denunciar el atropello al día siguiente en la oficina de la policía local. Mi cuerpo me pedía huir de la situación; y, si me hubiera dejado llevar por mi propia sensibilidad, habría ocultado lo sucedido, que yo estimaba como un grave atentado contra la propiedad del ganado. N i se me hubiera pasado por la cabeza acudir a la policía. Sin embargo, decidí seguir el consejo de mi amiga. Al día siguiente, en la misma oficina de policía me encontré con la persona cuyos renos merodeaban por la zona del atropello y que presumible mente era la propietaria del animal. Allí recibí una lección de esa clase de dignidad, cuando me mostró su agradecimiento por haber seguido la elemental regla local de denunciar: de ese modo él podría cobrar el seguro del animal y la persona que me alquilaba el coche podría a su vez quedar libre de toda obligación por el accidente. Pasé esa noche, antes de poner la denuncia, sumido en temores irreales que emanaban de mis
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propios fantasmas morales, ésos que se nutren del desconocimiento de una regla básica: la gente suele convivir en mundos mucho más razona bles de lo que uno supone desde su sociocentrismo ético. Esta dignidad de la que hablo tiene también una dimensión analíti ca. Esas personas estudian su propia realidad, la analizan reflexivamente y escriben, muchas veces en sami, otras veces en noruego o en inglés, sobre su mundo y otros mundos. Mi conocimiento de la lengua sami y del noruego me ha abierto una valiosa ventana a ese mundo intelectual, enormemente rico, que incluyo de forma decisiva en las bibliografías de mis propias publicaciones; y que, por el momento, en un caso puntual, me he decidido a traducir (Joks, 2006). Esas personas escriben textos que no pueden ser pasados por alto en ninguna indagación analítica. Nuevamente, sólo un residuo de la vieja relación colonial puede llevar a ignorarlos. Hacer la presencia de uno en el campo significativo implica, ade más, construir en la medida de lo posible un rol práctico, una tarea con sentido local. Yo lo hice en este campo al ofrecerme como profesor de español. En una de mis estancias llegué a tener más de treinta estudian tes en una población de tres mil habitantes. Pensé que enseñar español podría serles inmediatamente útil para mejorar sus vínculos con el «in digenismo» internacional, aunque muchos de esos estudiantes acudie ron a mis clases por muy diversos motivos, en muchos casos impredecibles. M e conformo con saber que algo aprendieron, algo concreto e inmediatamente tangible, y que mi presencia allí fue en algún sentido útil, más allá de mis quiméricos y futuros propósitos de comprensión analítica. Además de hacer localmente significativa la presencia en el campo, forma parte de este conjunto de bagatelas de moralidad ordinaria, por fuerza incompleto, el compromiso con la más adecuada interpretación de las palabras y las acciones de las personas en el campo. Recuerdo una entrevista con un político local en la que yo estaba interesado en conocer su opinión sobre la existencia de los diferentes niveles políticoadministrativos. Para quienes consideran relevante ser «sámi» y lo tra ducen inscribiéndose en el censo electoral sami (sámi jienastuslohku), existen en Noruega cuatro niveles político-administrativos: el munici pio (suobkan), la región (fylka), el Parlamento Sami (Sámediggi), y el Parlamento y Gobierno noruegos (Stuoradiggi, Eiseváldi). En ese mo mento, a mí me cuadraba mejor con mi interpretación de la política local que este político concreto me mostrase su disconformidad (y la de su partido) con la existencia del nivel regional; y que se inclinase por entender que el Parlamento Sami podría suplir sin problemas, al
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menos en la región de Finnmark, la gestión encargada al gobierno re gional4. Lo cierto es que él se inclinaba hacia esa interpretación, pero con esta advertencia: Mun jáhkange. Muhto mun in nu vu_ola_at dán studeren. Muhto dát lea goit, dát lea goit máid mun nie jurddasan go... go juo jearat dán («Eso creo, pero no he estudiado esto con mucho fundamento. Pero, en todo caso... en todo caso eso es lo que pienso, puesto que lo preguntas»). Escuchar lo que dicen las personas en el cam po es prestar una fina atención a estas sutilezas de la comunicación or dinaria, que precisamente cualifican al trabajo de campo antropológico como una potente metodología de lo concreto y de lo complejo. En mis diarios son muy frecuentes estos avisos para navegantes, en los que las personas, como en este caso, advierten de modalidades tentativas en cuanto a su opiniones o juicios; modalidades de opinión o de juicio que sólo son comunicadas como procesos formativos, en curso, «puesto que tú me lo preguntas». Debemos saber escuchar estas modalidades expresivas porque en ellas se encierra lo que esa persona dice o hace. No deberíamos suponer, al menos en lo que se refiere al registro de sus pala bras o acciones, que nosotros somos sus autores primarios. Pero también debemos escucharlas porque en ellas se encierra el tesoro del proceso sociocultural, es decir todo aquello que, en el fluido de la vida en curso, en el discurso cultural, puede conducir a la puesta en duda de nuestros previos prejuicios estructurales (Díaz de Rada, 2008). Hasta aquí una pequeña muestra de algunas bagatelas de la moralidad ordinaria para dar que pensar sobre un único precepto que estimo por en cima de cualquier otro: en el trabajo de campo se trata de y con personas. Como cualquier precepto moral, éste, además de ser discutible no tiene otra justificación que la que le queramos dar, ni otra solidez que la que se alcance en nuestro acuerdo comunicativo. Sin embargo, no me resisto a sugerir que este sencillo precepto es además enormemente productivo en términos analíticos. Es decir, no sólo contribuye a hacer de nosotros me jores personas (que eso seguramente es imposible), sino también mejores investigadores. No importa cuánta información concreta podamos «per der» al conceder prioridad e este principio (aunque hay que recordar que no la teníamos), tratar a las personas del campo sencillamente como tales
4. Esta duplicidad institucional de la Fylke y el Sámediggi encierra en realidad enor mes problemas de política nacional y étnica, parte de los cuales se han puesto en eviden cia en el proceso de elaboración y promulgación de la denominada Ley de Finnmark (Finntnarkslov: Finnmárkku Láhka, Storting 2004-2005). En ella se establece el estatuto jurídico de propiedad y gestión de las tierras y las aguas en la región.
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contribuye enormemente a mejorar nuestra aprehensión de los procesos concretos de la identificación local. Esos procesos configuran el subtexto analítico de cualquier etnografía, pero muy especialmente de aquéllas que, como la mía propia en Sápmi, tratan directamente con problemas de identificación y etnicidad. He expresado ya en otro texto esta idea: «lEn mi trabajo de campo] tomé conciencia de que la alteridad radical no es sino una ficción improductiva; y descubrí que el valor de las personas de nuestro campo no radica en ser ‘otros’, sino sencillamente en que son seres humanos» (Díaz de Rada, 2008: 202). INTERSUBJETIVIDAD
Estoy manejando aquí dos ideas que pueden sonar contradictorias. Por una parte, estoy insistiendo en la intersubjetividad como proceso uni versal en el que se cimientan los mundos morales, y eventualmente los acuerdos acerca de la buena vida. Por otra parte, estoy insistiendo en que los juicios morales no tienen más fundamentación que el juicio propio, ni más solidez que su comunicabilidad y su fuerza de convicción. El prime ro es un enunciado universal de carácter empírico y analítico, no moral, y pertenece a la familia de enunciados antropológicos acerca del Homo Sapiens Sapiens. Lo que predica ese enunciado es que los seres huma nos, al entrar en copresencia, entran inevitablemente en comunicación (Watzlawick et al., 1985; Giddens, 1984,1987) y se construyen recípro camente como sujetos en el ir y venir de sus acciones, gestos y mensajes. Este primer enunciado es, pues, del mismo tipo que los siguientes: cual quier miembro de nuestra especie puede usar el lenguaje verbal, cualquier miembro de nuestra especie puede caminar sobre sus dos pies, cual quier miembro de nuestra especie puede tocar la punta del índice de su mano con la punta del dedo pulgar de la misma mano. Enunciar, en este sentido, que cualquier ser humano puede construir intersubjetivamente sus formas de acción social, es apuntar hacia esa categoría general que Schütz y Luckmann definieron como mundo de la vida (Lebenswelt): Por mundo de la vida cotidiana debe entenderse ese ámbito de la reali dad que el adulto alerta y normal simplemente presupone en la actitud de sentido común. Designamos por esta presuposición todo lo que ex perimentamos como incuestionable; para nosotros, todo estado de cosas es aproblemático hasta nuevo aviso [...] (Schütz y Luckmann 2001: 25).
El segundo enunciado podría entenderse en contradicción con el primero sólo a costa de suponer que, en él, la expresión «juicio propio»
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alude a una realidad exclusivamente individual. Pero esto no es nece sario. «Juicio propio» es, aquí, el juicio que sostiene un individuo-enrelación con otros, en un concreto escenario social. Ambos enunciados dejan de ser contradictorios tan pronto como in troducimos la idea de proceso. En el terreno de la reflexión sobre la m o ral, introducir la idea de proceso significa renunciar a dos cosas al mismo tiempo, que no por casualidad se desvanecen entonces conjuntamente: el individualismo moral como idea extrema de reclusión de los juicios morales en el interior de un único cuerpo biológico (Dumont, 1987; Harris 1989); y la idea de una moral definitiva, plenamente conseguida y acabada. Un ser humano concreto nunca es solamente un individuo en estado puro. Esa persona se construye a cada paso de su acción social, comunicativa, de forma intersubjetiva, y así construye también sus esce narios de convivencia, sus mundos morales. Naturalmente, este punto de partida, que se asienta en un juicio empírico-analítico, presenta diversos gradientes, de los cuales merece aquí la pena destacar dos. En primer lugar, contra el ideal habermasiano, ningún par de seres humanos concretos produce una intersubjetividad libre de restricciones (Habermas, 2010)5. Toda interacción comunicati va implica estructuras previas en cuanto al poder de definición de la rea lidad social, o poder político. Toda interacción comunicativa es, en este sentido fundamental, asimétrica. El hecho igualmente observable de que esas estructuras de asimetría sean hasta cierto punto negociables no nie ga la condición asimétrica de las interacciones. Cuando las instituciones que median en el intercambio comunicativo han alcanzado la suficiente solidez histórica, incluso las apariencias de flexibilidad de los marcos de poder suelen producir nuevas estructuras asimétricas, que pueden llegar a apoyarse tácitamente en las anteriores (Foucault, 1992). En segundo lugar, y muy especialmente en nuestro mundo contem poráneo fuertemente burocratizado, la interacción comunicativa difícil
5. Aunque cito aquí la obra central de Jürgen Habermas Teoría de la acción comuni cativa, el supuesto de una comunicación «libre de restricciones» es fundamental en toda su obra. Ese supuesto es básico para el experimento filosófico central de su trabajo: la demarca ción de las condiciones de posibilidad de una pragmática comunicativa universal (Habermas, 2010). Al referirme aquí a una posición contraria al ideal habermasiano quiero indicar sola mente que tal marco «libre de restricciones» es empíricamente improbable en la mayor parte de las situaciones inter subjetivas de la vida humana. También quiero indicar que, si como consecuencia de lo anterior, ya es dudoso que pueda alcanzarse un marco pragmático de in tersubjetividad universalmente válido, es decir, unas condiciones comunicativas de posibilidad de una ética universalmente válida, mucho más dudoso es que pueda alcanzarse una semántica ética (por ejemplo, una formulación lingüística de principios morales) con validez universal.
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mente puede entenderse en términos de mera copresencia inmediata (Bourdieu y Wacquant, 1992). Entre un agente y su propia acción me dia una cadena de instituciones, que, como cuando un individuo se enfrenta a la tarea de reconstruir su curriculum vitae para un puesto de trabajo, intervienen en una construcción distalizada de su experiencia proximal. La lejanía de esas instituciones en relación con la experiencia concreta del agente puede ser extremada en el escenario que denomi namos globalización, de manera que pocas acciones humanas (desde la aparentemente sencilla de tomar dinero de un cajero automático, hasta la de contratar la revisión médica de un hijo o elegir para él una escuela) incorporan una relación directa y sin mediaciones entre el agente y su propia acción (Velasco et al., 2006). El mundo contemporáneo extrema esta condición de la intersubjetividad. Buena parte de lo que sucede en la inmediatez de .cualquier interacción proximal (lo que en la clásica socio logía constructiva se denominaba «interacción cara a cara») se incorpora al diálogo concreto con formatos y códigos elaborados distalmente, lejos del escenario concreto de las acciones en el aquí y ahora. Estos gradientes confluyen, junto con otros, en la etnografía como práctica dialógica. Desde la intervención de los enormes esquemas asi métricos de la lógica colonial hasta los pequeños, ínfimos detalles que pueden llevarte a escribir en el diario expresiones como la siguiente: «Biret me ha pedido la traducción al español de un carta, con la can tidad de diario que llevo atrasado». La doble agencia penetra así en la moralidad de la práctica ordinaria como una tensión entre la recipro cidad interpersonal y las obligaciones de la academia, una tensión más en el prolífico juego de tensiones que configura la investigación etno gráfica (Velasco y Díaz de Rada, 1997). La lógica del etnógrafo prescribe, para el éxito de su empresa, una radical separación entre el campo y la mesa de trabajo, dos sentidos de la acción que han de ser higiénica mente separados y en la medida de lo posible deformados del lado de la mesa; pues un etnógrafo es ante todo un académico, es decir, alguien que puede en el extremo prescindir de las empatias del campo, pero en ningún caso de sus obligaciones analíticas (Wolcott, 2003). La práctica etnográfica se configura, en cambio, con grandes zonas grises entre esos espacios pretendidamente separados: fragmentos del registro, o del análisis, que a uno le recuerdan que trata con personas y no sólo con información o saber; momentos de la experiencia de campo en los que uno mira, casi despiadadamente, únicamente a través del filtro instrumental de las propias categorías analíticas. Sea como sea, lo único que tienes —creo yo para ti, que lees este texto— es un proceso moral siempre en construcción; y en relación con
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él, como proceso concreto, de poco sirve ignorar que lo que obtienes, es decir, lo que no tenías antes de acudir al campo y ahora tienes en ese alijo de conocimiento que denominamos «datos», depende crucialmen te de quienes te lo entregan.
GRANDES PRINCIPIOS
Así pues, aunque creo en la evidencia de la universalidad de la inter subjetividad, no creo en la posibilidad de fundamentación racional de una moral universal y, mucho menos, definitiva. Creo que cualquier orden moral es un orden situado (Díaz de Rada, 2007c), y que ningún rodeo o atajo filosófico puede evitar esta cruda realidad. Creo tam bién, en consecuencia, que la única moralidad útil es la que se construye en el diálogo intersubjetivo. Si hay algún espacio para la racionalidad, en el sentido que Habermas concedió a esta palabra pero, como he indi cado, en parte en contra de sus propias opiniones, ése es el del diálogo situado entre interlocutores, el del diálogo próximo, en constante reno vación. Michael F. Brown lo ha expresado virtuosamente en un reciente ensayo de revisión del concepto de «relativismo cultural»: Los principios morales que ofrecen los universalistas tienden a ser lo su ficientemente abstractos como para flirtear con la trivialidad; como en la expresión «cualquier sociedad sostiene que la vida humana es sagrada y no puede ser quitada sin justificación». No se trata exactamente de que tal enunciado sea incorrecto, pero en todo caso no es particularmente útil, dado el rango de circunstancias que pueden ser cualificadas como justifi cación en diversos escenarios culturales. Una aplicación contextualmente sensible del derecho natural requeriría heroicas proezas de casuística para incluir las variadas circunstancias del género humano. Sospecho que el re sultado empezaría a parecerse mucho al relativismo (Brown, 2008: 368).
La única propiedad universal de la acción humana —en lo que a moral se refiere— es su construcción situada, intersubjetiva y relacional, en condiciones concretas de asimetría política y, especialmente en nues tro mundo contemporáneo, de mediación burocrática. Esta propiedad se asienta sobre otra más básica: la acción moral humana es inevita blemente convencional. He discutido en otra parte este mismo asunto, a propósito del establecimiento de una edad penal para los menores (Díaz de Rada, 2003): esa edad será siempre fruto de un pacto inter subjetivo. Podrá o no estar informada científicamente, analíticamente, técnicamente, instrumentalmente (Díaz de Jlada, 1996); fundamentada
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en discursos de «expertos» con pretensión de universalidad. Con todas las ventajas prácticas de tal fundamentación —que puede haberlas, sin lugar a dudas— nada impedirá que la fijación de esa convención conten ga un inevitable depósito de pacto intersubjetivo, inexplicable en térmi nos diferentes de los del mero ejercicio de comunicación y sociabilidad humana. N ada lo impedirá, ni cuando se trata de los legisladores que deben fijar esa edad penal ni cuando se trata de los jueces que deben aplicar su doctrina. Pero la aprehensión instrumental del mundo social de la vida (Díaz de Rada, 1996) tiene tal fuerza en nuestra tradición intelectual que la moral universalista parece habernos encandilado con el brillo de la piedra filosofal. Una moral fundamentada umversalmen te, declarada como tal, parece prometer una solución final al problema básico de la vida humana: vivir con otros, convivir. Yo creo que, por el contrario, la pretensión de construir una moral universal es inevitable mente aporética y en mi opinión (moral) haríamos bien en reconocerlo así, de una vez por todas y ponernos manos a la obra con las consecuen cias prácticas que de ello se derivan. Algunas de esas aporías se han hecho evidentes en los discursos an tropológicos de las últimas décadas (y también en otros discursos). Si se sostiene el valor moral positivo de cada universo de convenciones sociales (aún en el caso de que tal insularismo sea convincente, que generalmente no lo es), entonces ¿hay que sostener el valor moral posi tivo del imperialismo occidental? (AAA, 1947; Steward, 1948; Barnett, 1948). Si se sostiene que la moral «occidental» es superior porque se funda en un refinado y avanzado sistema gnoseológico, entonces, ¿he mos de asumir que el único sentido de la ciencia social es la producción de verdad, en lugar de, por ejemplo, la producción de crítica?6 (contra Washburn, 1987), ¿hemos de creer que la verdad conduce a la bondad?, ¿hemos de creer que sólo los sabios tienen el derecho de un ejercicio moral y por tanto político? ¿Seremos entonces clasistas para evitar ser inmorales? Si se predica que la indagación antropológica puede con el tiempo ofrecer un auténtico mapa de principios morales universales, empíricamente fundado (Renteln, 1988), ¿habremos de sostener el va lor positivo del crimen, que es uno de los universales más universales en nuestra especie?
6. Debo esta formulación al profesor Honorio Velasco, que la expresó literalmente en el seminario que cito en la nota de agradecimiento. Naturalmente, la producción de crítica puede no colisionar con la producción de verdad; pero desde luego que también puede hacerlo. En la indecidibilidad de esta problemática radica esencialmente la aporía a la que aquí me refiero.
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¿Es necesario, para producir una moral que nos gusta, con la que nos sentimos identificados y que nos ayuda a convivir, que ésta se en cuentre sustentada en cosas como el relativismo moral (una idea uni versalista), la verdad analítica, o el empirismo factual? En mi opinión, no. N o lo es. En esos tres pilares no se encierra ninguna piedra filoso fal, porque tal piedra filosofal no existe. La moral se construye dialo gando y llegando a pactos convencionales, siempre provisionales, en el enrevesado camino de la vida práctica, poblado de bagatelas y de delicados ejercicios comunicativos. La moral, en una nueva expresión de Michael F. Brown, o es una moral dialógica (Brown, 2008: 369), o es un simple discurso de grandes principios con una muy escasa uti lidad práctica. Forma parte de nuestra tradición intelectual ese momento histórico crucial en el que los expertos de la ONU, redactores de la Declaración universal de derechos humanos, pidieron la opinión de la Asociación Americana de Antropología. La respuesta vino de la pluma de Melville J. Herskovits que redactó un contundente alegato de relativismo cul tural llevado en volandas, por la propia situación comunicativa, hacia el relativismo moral (el que respondía era «antropólogo», pero los que preguntaban eran «políticos»). Ninguna sociedad concreta tendría, a juicio de Herskovits, la exclusiva capacidad de promulgar una D ecla ración universal de derechos humanos, pues cada sociedad conforma su propio horizonte moral (AAA, 1947). H a llovido mucho desde en tonces. H oy en día la antropología ofrece un variado rango de posicio nes frente a este problema7, en un terreno en el que — como en tantos otros— es muy sencillo caer en la tentación de las exageraciones, las interpretaciones torcidas y los golpes bajos (Brown, 2008). En general, a mí me caben pocas dudas de que tanto Herskovits como sus críticos han intentado hacer lo humanamente posible para resolver un proble ma que, desde mi punto de vista, no tiene solución (Steward, 1948). Creo que Herskovits, como podría haber hecho cualquier otro, entró al trapo de un reto eminentemente tecnoburocrático, respondiendo con un universalista relativismo cultural (y moral), pretendidamente fundado en el juicio experto de los antropólogos, a la petición igual mente universalista que le estaba haciendo Naciones Unidas: «Como experto danos una respuesta eficaz para resolver de una vez por todas el misterio de la moralidad, danos un instrumento que nos permita re solver para siempre estos incómodos problemas prácticos». Pero ¿qué 7. Entre otros lugares, puede encontrarse una bibliografía ilustrativa de este proce so de discusión en Goodale (2006) y en el ya citado artículo de Brown (2008).
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hubiera pasado si Herskovits no hubiera entrado a ese trapo y, en lugar de ello, hubiera dado la siguiente respuesta?: «N o daré mi opinión sobre la Declaración universal que me envían como antropólogo, ni como experto, sino como persona. Y no daré mi opinión sobre una de claración que pretende ser absoluta, a través de su universalidad. M is colegas Alfred L. Kroeber y Clyde Kluckhohn distinguen claramente entre ambas cosas (por ejemplo, en Kroeber y Kluckhohn, 1963: 351) y convendría que ustedes también lo hicieran. Sí diré en cambio que la mejor manera de llegar a lo más parecido a esa declaración universal, es reunir a un representante legítimo de cada sociedad del planeta, sentarlos a todos en torno a una mesa, y pedirles que, hablando, lle guen a algún acuerdo básico. Esto no puede ser un instrumento, al menos no en el sentido de ayudar a llegar a conclusiones definitivas. M ás bien, ese conjunto de representantes debería tener que reunirse con carácter permanente, pues su materia de trabajo no es otra que la explicitación de convenciones, es decir, acuerdos que pueden ser útiles hoy e inútiles mañana». Representarnos esta fantaseada respuesta de Herskovits es repre sentarnos una especie de escenario utópico, lo que de algún modo mues tra fehacientemente que, en asuntos de moral, nuestros anclajes son realmente frágiles. Tal vez como personas sólo nos queden los anclajes de esas bagatelas ordinarias; y no digamos ya como etnógrafos o an tropólogos. Por lo demás tender a institucionalizar un foro planetario de debate moral, de la forma en que sea factible, me parece una tarea urgente, para la cual la Declaración universal de derechos humanos será sin duda un importante antecedente histórico. REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS AAA [American Anthropological Association, Executive Board], 1947, Statement on Human Rights, American Anthropologist, 49/4: 539-543. Abu-Lughod, L., 1991, «Wrting Against Culture», en Richard G. Fox (ed.), Recapturing Anthropology: Writing in the Present, Santa Fe, Schóol of Ameri can Research Press: 137-154, 161-162. Asad, T., 1986, «The Concept of Cultural Translation in British Social Anthro pology», en J. Clifford y G. E. Marcus (eds.), Writing cultures: The Poetics and Politics of Ethnography, Berkeley: University of California Press: 141-164. Barnett, H. G., 1948, «On Science and Human Rights», American Anthropolo gist, 50/2: 352-355. Baumann, G. y A. Gingrich, 2004, Grammars of Identity/Alterity. A Structural Approach, Nueva York, Berghahn.
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EXPERIENCIA
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ÁNGEL
DÍAZ
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CONFLICTO DE INTERESES. REFLEXIÓN SOBRE UN TRABAJO DE CAMPO EN LA ESCUELA* M a r g a r ita d el O lm o Centro de Ciencias Humanas y Sociales Consejo Superior de Investigaciones Científicas
INTRODUCCIÓN
Me gustaría introducir el tema del presente capítulo utilizando dos citas. La primera procede del prólogo de un libro titulado en inglés The Shadow Side ofFieldwork. Exploring the Blurred Borders between Ethnography and Life, que en español vendría a ser «La cara oculta del trabajo de campo. Una exploración de los límites inciertos entre la etnografía y la vida» escrito por Athena Malean y Annette Leibing. El prólogo lleva por título «In the Shadow: Anthropological Encounters with Modernity» y está firmado por Gillian Goslinga y Gelya Frank, quienes afirman: El trabajo de campo ha sido definido precisamente como el uso de una persona como herramienta de la investigación (Gosinga y Frank, 2007: XI)1.
La segunda cita a la que me refiero pertenece al libro de Karen O ’Reilly Ethnographic Methods: El trabajo cualitativo suele provocar cuestiones de ética que es necesario abordar y la etnografía no es una excepción. Los etnógrafos nos trasla damos a las vidas cotidianas de la gente, hablamos con ellos, los observa
* Este trabajo se ha realizado en el marco del proyecto de investigación «Estrate gias de participación social y prevención de racismo en las escuelas II» (FFI2009-08762). La mayor parte del material procede de la monografía, aún manuscrita, Re-Sbaping Kids. 1. Todas las citas han sido traducidas por mí.
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mos, les preguntamos, pensamos sobre lo que dicen, incluso escribimos sobre ello, analizamos lo que hacen y algunas veces lo criticamos todo. Es muy fácil pensar que todas estas actividades son inherentemente con trarias a la ética. Pero afortunadamente, en vez de abandonar la investi gación, estos problemas éticos provocan debates que han obligado a los investigadores a ser más conscientes, estar mejor informados, mostrarse más reflexivos y adoptar una postura más crítica con respecto a sus ac ciones, perspectivas y responsabilidades (O’Really, 2005: 59).
Mis razones para elegir estas dos citas para introducir el tema que me propongo discutir a continuación vienen determinadas por el hecho de que me parece que la primera resume admirablemente en una frase, la situación: los etnógrafos somos investigadores que usamos personas como herramientas. La segunda delimita con gran maestría la clase de problemas que nuestro trabajo suscita: lo que hacemos en el trabajo de campo son actividades intrínsecamente contrarias a la ética, pero este hecho no nos conduce a abandonar el trabajo a los que seguimos haciendo etnografía a pesar de ser conscientes de ello. No quiero negar con esto la idea de que abandonar el trabajo sea una respuesta ética y en este libro se incluye un capítulo en el que se aborda precisamente este tema de una forma directa (véase López RodríguezGironés en este volumen), pero mi propósito aquí es el de poner encima de la mesa algunos de los conflictos que mi último trabajo de campo me ha suscitado y junto con ellos quiero presentar mis limitadas respuestas. Soy consciente de que algunas de ellas, quizá las más relevantes, se han quedado sin resolver; en estos casos sólo puedo ofrecer mi incomodi dad para transformarla honestamente en materia de reflexión. He realizado mi último trabajo de campo a lo largo de los tres cursos escolares 2005-2006, 2006-2007 y 2007-2008 en un Aula de Enlace de secundaria de un colegio concertado de la Comunidad de Madrid en enero de 2002. Un Aula de Enlace es una medida puesta en marcha por la Con sejería de Educación de la Comunidad de Madrid para iniciar la escolarización y facilitar la integración de los niños que vienen del extranjero a nuestro país y se incorporan durante el curso escolar. En un Aula de Enlace los estudiantes pasarán un periodo de hasta nueve meses apren diendo castellano e idealmente solucionando las lagunas académicas que las Comisiones de escolarización hayan detectado, en grupos de hasta doce alumnos y de ocho a doce años, si se trata de un Aula de Enlace de Primaria, o de doce a dieciocho si hablamos de un Aula de Secundaria2.
2.
He tratado este tema más extensamente en Del Olmo (2007, 2009).
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REFLEXIÓN
S O BR E UN T R A B A J O
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M i trabajo de campo tenía dos ejes, el primero consistía en realizar observación participante en la clase propiamente dicha, para lo cual he compartido un día por semana con los chicos y las profesoras. El se gundo eje tenía la intención de entrevistar al personal técnico de la Co munidad de M adrid relacionado con esta medida. Por último, y con la intención de emplazarlo en una perspectiva comparativa, he hecho una exploración de programas semejantes en la ciudad de Viena (Austria) y en Texas (Estados Unidos), pero no un trabajo de campo etnográfico propiamente dicho. Este es el contexto en el que se inscriben los conflictos de intereses que tengo intención de explorar aquí con el objetivo de provocar a con tinuación una reflexión significativa sobre determinadas cuestiones de ética que, en mi caso, se inscriben en el epígrafe de «Relaciones con los estudiados» del Código ético de la Asociación Americana de Antropo logía (1998).
EL PROBLEMA DEL ACCESO AL TRABAJO DE CAMPO
Llevo trabajando en escuelas desde el año 2000, centrando mi atención en los profesores desde el 2001 y en los estudiantes a partir del 2004. Los contactos que he desarrollado a lo largo de estos años me han permitido la posibilidad de visitar colegios y entrevistar a profesores y estudiantes. Sin embargo, una vez que me propuse realizar un tra bajo de campo etnográfico de larga duración, las relaciones que tenía establecidas me sirvieron únicamente para conseguir palabras amables y promesas vagas, que invariablemente quedaban pospuestas hasta la próxima reunión. Pero estas promesas nunca se materializaron en un permiso definitivo para empezar mi trabajo de campo en un lugar con creto. Comprendo perfectamente que mi propuesta sólo podía ser per cibida como un proyecto intrusivo de dudoso objetivo, que requería una estancia demasiado larga y con un fin incierto. Después de varios intentos fallidos que siguieron el mismo camino de buenas palabras, vagas promesas y un aplazamiento de mi entrada en la clase hasta la próxima reunión, acabando en nada, pensé que era necesario replantear el proceso de negociación aceptando que como investigadora no tenía nada interesante que ofrecer a los profesores, así que lo que necesitaba era cambiar el marco de referencia de la re lación. Mi colega y amiga Caridad Hernández es un miembro del equipo de investigación en el que yo trabajo. A difereñcia de mí, ella ejerce como
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profesora en la Facultad de Educación de la Universidad Compluten se. Su Departamento tiene establecidos convenios de cooperación con distintos colegios para que sus alumnos realicen las prácticas. En este acuerdo voluntario, las escuelas reciben un suplemento extra de profeso res ayudantes para las aulas y los responsables de las mismas se muestran menos suspicaces a este tipo de presencia, quizá porque no se sienten juzgados por ellos o a lo mejor porque les importan menos sus juicios. Se trata en todo caso de una relación desigual en la que los profesores de aula mantienen una posición de poder clara frente a los profesores en prácticas. En mi caso, la relación que se establece es mucho más ambigua en términos de poder, o al menos más incierta. En este sentido, segura mente implica un riesgo demasiado difícil de calcular que no puede ser compensado por lo que yo puedo ofrecerles a ellos a cambio (véase el capítulo de Caridad Hernández en este volumen sobre su análisis de la negociación de la entrada en el trabajo de campo). El caso es que los acuerdos de la Universidad Complutense con las escuelas siguen las normas de cualquier proceso social de intercambio y los profesores saben qué esperar y qué recibir. Uno de los colegios; involucrados en este convenio es la escuela en la que yo he podido rea lizar finalmente mi trabajo de campo, pero creo que es necesario señalar también que se trataba de un colegio concertado en vez de uno público (como era mi intención inicial) porque este hecho ha jugado un papel importante a la hora de garantizar definitivamente mi acceso. Un profesor de aula en un colegio público disfruta de una libertad considerable a la hora de «hacer y deshacer» en su clase, y también de una relativa independencia con respecto al equipo directivo. La direc ción de un colegio concertado juega un peso específico más importante en el aula y la independencia del profesor se ve limitada en este sentido con respecto a un instituto público. De manera que cuando se negocia la entrada de un investigador en un colegio con un director o un jefe de estudios, las dos figuras que en mi experiencia han resultado más abiertas a mis propuestas, creo que sobre todo por el hecho de que no son ellos los que me van a tener día a día en su clase, es más fácil que su decisión resulte definitiva. Al decir todo esto no quiero minusvalorar la generosidad de la pro fesora que finalmente me permitió hacer el trabajo de campo en su clase, sino simplemente introducir un elemento importante a la hora de ana lizar las distintas dimensiones de mi papel, mi trabajo, y especialmente sus consecuencias.
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REFLEXIÓN
SOBRE
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C O N F L IC T O S D E IN T E R E S E S P R O V O C A D O S P O R M I TR A BA JO D E CA M PO E N LA C LA SE
El Aula de Enlace en la que he realizado mi trabajo de campo pertenecía a un colegio concertado madrileño del distrito de Latina, que junto con el de Puente de Vallecas, es el que ha concentrado el mayor número de Aulas de Enlace en la Comunidad (17 de un total de 137 para toda la ciudad)3. Este centro educativo está emplazado en un barrio de clase trabaja dora con una concentración de población inmigrante del 17,4% , se gún cifras del 20074. Las casas que rodean al colegio son en su mayoría antiguos edificios de protección oficial que en los últimos años están siendo renovados. La escuela está constituida por dos edificios separados, uno para los alumnos de Primaria y otro para los de Secundaria. Entre ellos se ha construido recientemente un polideportivo rodeado de una alambrada. Este colegio pertenece a una fundación no religiosa que es dueña de otros cuatro más en barrios diferentes, y también de una escuela dedi cada a Garantía Social. De acuerdo con la información que me ha facilitado la secretaria del centro5, en las matrículas del colegio no aparecen registrados los alumnos del Aula de Enlace (parece ser que tampoco los que pertenecen al Pro grama de Compensatoria), de manera que los estudiantes con los que yo he trabajado son invisibles en términos de matrícula oficial. Este hecho, aunque me sorprendió, creo que refleja perfectamente la posición que ocupan estos alumnos en el sistema escolar. La primera vez que entré en el aula, la tutora me presentó como una profesora de apoyo. M e dijo que prefería hacerlo así para evitar tener que dar complicadas explicaciones a las familias y yo respeté su decisión, ya que, por fin, me ofrecía la posibilidad de empezar el tra bajo de campo después de tantos retrasos causados por el complicado proceso de negociación de mi acceso. Soy consciente de que este he cho hubiera imposibilitado totalmente mi trabajo en Estados Unidos o en Canadá, donde las instituciones a las que pertenecen los investi gadores les obligan a obtener un permiso escrito expresando explíci tamente el consentimiento de cada persona que vaya a participar en el
3. Consejería de Educación (2007). Los datos se actualizan anualmente. 4. Anuario estadístico (2007) http://www.munimadrid.es/UnidadesDescentralizadas/UDCEstadistica/Publicaciones/AnuEstadistico/. 5. Entrevista realizada el 20 de abril de 2007.
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trabajo; cuando se trata de menores, el permiso lo tienen que firmar sus tutores legales. A lo largo de toda mi investigación he conseguido desarrollar unas relaciones muy cordiales con la profesora responsable del aula. Ella ha facilitado mi trabajo y me ha proporcionado cualquier información que le he pedido; muchas veces me ha ofrecido voluntariamente lo que ella pensaba que me podía interesar, aunque no siempre mis intereses coinci dían con sus expectativas. Me ha tratado con la misma flexibilidad que utiliza con los chicos y siempre ha esperado que hiciera en el aula lo que tuviese que hacer, aunque yo preferí siempre preguntar primero cómo podía serle útil. Nunca he tomado notas en la clase, con la excepción de alguna refe rencia que me facilitara el trabajo posterior de la escritura de mi diario de campo, pero sí he dibujado esquemas dos veces por día del lugar en el que nos sentábamos cada uno en la clase, puesto que aunque los sitios están más o menos adscritos, los alumnos cambian muchas veces al día de lugar para trabajar en grupos, por parejas o simplemente de acuerdo a sus gustos en cada momento. M i presencia ha sido siempre un motivo dé cambio de lugares: cuando no tenía que atender a un alumno en es pecial y podía sentarme donde quería, solía hacerlo entre las chicas que generalmente me hacían un hueco en medio de dos amigas. A pesar de que la profesora siempre me ha ofrecido las mayores fa cilidades para trabajar, creo que nunca ha tenido una idea clara de cual era mi objetivo, excepto de una forma superficial: mis repetidos inten tos de explicárselo han resultado un fracaso estrepitoso. Y tampoco le he resultado útil más que como una ayuda extra en clase o para pasarle información sobre los cambios en el programa, ya que las modificacio nes que introducen las normativas anuales llegan al aula mucho después de su publicación. Para el resto de los profesores del colegio, el jefe de estudios y la directora, yo era una antropóloga del CSIC que estaba haciendo una investigación en el colegio, pero soy consciente de que la mayoría de ellos, al menos al principio, me consideraban una profesora en prácti cas. De todas formas, mi estatus de investigadora ha servido en muchas ocasiones de coartada para mi extraño comportamiento y siempre que ha surgido un conflicto de intereses, el personal del centro se ha confor mado con dedicarme una mirada elocuente de desaprobación, pero casi nunca ha hecho una objeción expresa. Por otro lado, los chicos enseguida se dan cuenta de que yo no soy una profesora, a pesar de que me hayan presentado como tal y me han preguntado muchas veces sobre cuál es mi verdadero trabajo. Siempre
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he tratado de explicárselo, pero es una tarea que me resulta práctica mente imposible, con ellos más que con los profesores. Los alumnos no tienen una idea muy clara de qué es la investigación o para qué sirve un investigador y qué se supone que debe hacer. He intentado siempre apro vechar cualquier situación propicia para explicarles, muchas más veces de las que ellos han preguntado, y lo que suelo decirles es que me interesa saber cómo funciona el Aula de Enlace, qué cosas están bien y cuáles no, y que mi objetivo es conocer su opinión para tratar de cambiar lo que no funciona. Invariablemente me contestan que funciona bien y que están muy contentos, pero siempre tengo la impresión de que lo expresan de una manera formal y casi mecánica. Por este motivo creo que es necesario el trabajo de campo: compartir diariamente sus vidas me permite ver en qué ocasiones se resisten, cuándo lo hacen y por qué. Los alumnos siempre me han tratado con mucho cariño y respeto. He desarrollado relaciones más estrechas con algunos y cuando entraba en la clase, siempre se me tiraban literalmente al cuello para abrazarme. Sólo las chicas, los chicos casi nunca se atrevían a tocarme. Son ado lescentes muy conscientes del género y del comportamiento apropiado entre géneros, de manera que los más atrevidos y cariñosos me daban dos besos formales. Tengo la impresión de que los estudiantes de la clase «heredaban» de unos a otros su relación conmigo. El programa está pensado para que permanezcan en la clase seis meses como máximo, pero en los dos últimos cursos escolares este periodo de permanencia se ha ampliado a nueve meses. Sin embargo, la profesora prefiere que se incorporen cuanto antes a sus cursos de referencia por lo que muy pocos suelen per manecer el periodo estipulado. A lo largo de los tres cursos académicos de mi trabajo he conocido a 43 alumnos en la clase en grupos de doce. 25 eran chicos y 18 chicas. 14 procedían de Brasil, 13 de Rumania, 4 de China, 4 de Ucrania, 2 de Polonia, 2 de Marruecos, 2 de Bulgaria y 2 de la República Dominicana. Según datos facilitados por la Dirección General de Inspección Edu cativa de la Comunidad de M adrid6, durante el curso 2006-2007, es decir, el segundo año de mi trabajo de campo en la clase, había en la Comunidad 113.198 alumnos nacidos en el extranjero y los lugares de procedencia mayoritarios eran, por orden, Ecuador, Rumania, Marrue cos, Colombia, Bolivia, Perú, República Dominicana, China, Argentina y Bulgaria. 6. Documentos consultados en la Subdirección General de Inspección Educativa el 11 de mayo de 2007.
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Al principio me costó mucho tiempo empezar a desarrollar una re lación cercana con ellos, pero una vez que lo conseguí, los chicos que llegaban nuevos a la clase enseguida se incorporaban a la que los demás mantenían conmigo, cada uno en su propio estilo. Su lealtad principal, con alguna excepción, estaba dirigida sin lugar a dudas hacia la tutora que funcionaba como su persona de referencia, pero a pesar de ello, mi papel caía más fácilmente en un lugar ambiguo entre el del profesor y los compañeros. Esta ambigüedad siempre me ha beneficiado a la hora de lograr mi objetivo de analizar sus resistencias al programa, al sistema es colar en general y a las relaciones que los estudiantes desarrollan con los adultos en el colegio, que siempre funcionan como figuras de autoridad. Personalmente nunca he intentado ejercer este tipo de autoridad, de forma que cuando la profesora me dejaba sola en la clase con los chi cos, normalmente se escapaban contraviniendo la norma del colegio, pero nunca he sabido hacerles volver. Al principio lo intentaba, fun damentalmente porque me ponía en una situación difícil con respecto a otros profesores del colegio que cuando oían el jaleo que los chicos provocaban en el pasillo, sin ninguna dificultad les hacían entrar otra vez en la clase. Cada vez que ocurría algo así, los profesores en cuestión mostraban una sorpresa incómoda al verme a mí en la clase porque espe raban que, como mínimo, fuera capaz de mantenerlos dentro. Después de algún tiempo conseguí desarrollar una confianza suficiente para que su sorpresa no me molestara, de forma que disfrutaba de las ventajas que me proporcionaba mi papel y era capaz de mantenerme en él cuan do implicaba consecuencias desagradables. Otro tipo de conflictos me ha resultado más difícil de resolver a tra vés de mi papel ambiguo. Siempre que había un examen, los alumnos esperaban que les «soplara». Esta situación siempre me ha resultado in cómoda y nunca he conseguido encontrar una respuesta satisfactoria. Era consciente siempre de estar «de parte» de los chicos, pero por otro lado no podía poner en peligro mi relación con la profesora. De manera que algunas veces hice lo que los chicos suelen hacer en estas situaciones: so plar cuando la profesora no me veía. Muchas veces he tenido la suerte de no saber las respuestas a las preguntas del examen y en la mayoría de las ocasiones, la propia profesora ha resuelto el conflicto: ella misma acaba ba cediendo y dándoles las respuestas. Me he sentido cómoda cuando he conseguido que los chicos llegaran a las respuestas con un poco de ayuda por mi parte, pero francamente, no ha sido siempre así. He tenido muchos menos conflictos personales cuando tenían que ver con otros profesores del colegio, por ejemplo cuando he vagabun deado por los pasillos con algunos alumnos, generalmente alguna chica.
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Andar por el colegio sin un objetivo conocido por un profesor está ab solutamente prohibido y, a pesar de ello lo he hecho en muchas ocasio nes, con una excusa a mano por si éramos interpelados. Estaba clara mi lealtad hacia los chicos en estos momentos, pero con la profesora del aula las cosas no eran tan sencillas. Siempre he tratado de colocarme en el lado de los alumnos, pero eso no significa que aprobase su compor tamiento. Como antropóloga se supone que tengo que dejar mi juicio colgado fuera de la clase y utilizar únicamente el relativismo cultural para aprender, a través del trabajo de campo, por qué la gente hace lo que hace y cuáles son sus intereses. Hablando en términos generales, se podría simplificar la situación diciendo que había dos tipos de normas e intereses en juego y muchas veces ambas entraban en conflicto, me refiero a las de los chicos (que a la vez provocaban muchos conflictos entre sí) y las de los profesores (que se supone son para beneficio de los alumnos). Como antropóloga no tengo ningún problema en hacer esta distinción entre los valores de los chicos y los de los adultos, generalmente identificados con los de los profesores. Pero en algunas ocasiones era necesario aclarar mi postura con respecto a las dos al mismo tiempo, y muchas veces en franca contradicción. Sin embargo mis conflictos de intereses más profundos no han te nido que ver con las diferencias entre las normas de los chicos y las de los profesores, sino con las que había entre ellos mismos. Aquí no podía jugar la carta de mi lealtad hacia los estudiantes, puesto que ambas par tes del conflicto lo eran. En estas ocasiones he pretendido quedarme al margen, pero no lo he conseguido siempre, especialmente en aquellos casos en los que percibía que se estaban haciendo daño unos a otros. El problema es que los chicos se hacen daño continuamente, princi palmente porque se trata de adolescentes que están aprendiendo sobre los límites y también porque, como ocurre con cualquier relación entre seres humanos, los intereses de unos entran a veces en conflicto con los de otros y nos hacemos daño mutuamente. En estos casos he sufrido como persona, pero también como antropóloga, porque sinceramente no sabía qué hacer, echando mano del relativismo cultural en un momento, para tratar de evadir el conflicto al siguiente y meterme de lleno en él usando mis normas personales a continuación. En todos los casos me he sentido inconsistente e insatisfecha y el único provecho ha sido conocer me a mí misma y explorar los límites de mi resistencia al sufrimiento. El trabajo de campo en general me ha proporcionado suficientes ocasiones para sufrir, y no sólo cuando los alumnos se hacían daño unos a otros, sino cuando sentía que recibían un golpe más en sus machaca das vidas y que ese golpe tenía un efecto inmediato en sus esperanzas.
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He entendido por qué las chicas que son populares e inteligentes, que sienten que valen más fuera de la escuela que dentro, se dedican con toda su alma a las fiestas y a ligar, jugando la carta de las relaciones sentimentales demasiado pronto y demasiado peligrosamente. Ninguno de los chicos que he conocido en el Aula de Enlace tenía la ventaja de ser tan atractivo y popular, pero les he visto a veces comprender que les resultaba más fácil encontrar un trabajo, cualquier trabajo, porque entendían que iban a valer más así, al menos de momento. Este tipo de situaciones, unido a la ocasión en la que una de las chicas de la clase estuvo jugando con el hecho de pertenecer a una banda latina, han sido las que me han resultado más difíciles en el tra bajo de campo. Y la única forma de soportarlas era volver a mi vida, pero de esta manera sentía que les estaba fallando a los chicos, porque de hecho les estaba fallando. M i responsabilidad como etnógrafa me ha permitido estas huidas a cambio de la búsqueda de un tipo de reci procidad que fuera más allá. Cuando hablo de reciprocidad me refiero al hecho de devolver a la gente que involucramos en el trabajo de campo que nos ofrece sus pa labras y su afecto gratis, gracias a lo que los antropólogos construimos carreras académicas confortables, interesantes y, en mi caso, hasta bien pagadas. Pero no me estoy refiriendo a los intercambios que ocurren durante el trabajo de campo que, como toda relación social, están basados en algún tipo de intercambio: una ayuda extra en la clase, la posibilidad de acabar más deprisa los interminables ejercicios gracias a mi ayuda para dedicarse a cosas mucho más interesantes como escuchar música, prepa rar la próxima fiesta, el próximo modelito o la novedad que introducía en la clase mi papel rompiendo un poco la monotonía y el aburrimiento durante un ratito, algo de información, un favor personal, un contacto, algún libro, etcétera. No me refiero a ninguna de estas cosas que yo he invertido en el in tercambio, sino a un marco de referencia distinto en el que nos podamos colocar frente a frente a la gente con la que hacemos trabajó de campo y que nos enfrente a nuestras diferencias, especialmente cuando pertene cemos a la misma sociedad, que es siempre el caso, a pesar de lo que las circunstancias indiquen. Pero voy a dejar mi argumentación suspendida en este momento para retomarla al final del texto, porque me interesa introducir en la escena ahora la otra parte de mi trabajo de campo de la que aún no he hablado. Me refiero a mi papel entre las personas que han diseñado y puesto en marcha el programa de las Aulas de Enlace en la Comunidad de Madrid.
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CONFLICTOS DE INTERESES ENTRE LOS RESPONSABLES DE LAS AULAS DE ENLACE
Puesto que el interés central de mi trabajo no eran los chicos, sino qué consecuencias tenía en sus vidas la política de integración que ha puesto en marcha la Consejería de Educación de la Comunidad de Madrid, mi trabajo de campo no se limitó al aula, sino que tuvo otro eje cuyo obje tivo principal era entrevistar a las personas de la Comunidad que tenían una relación directa con la medida de las Aulas de Enlace, bien porque hayan sido responsables del diseño o porque su trabajo tuviera que ver con la puesta en práctica. Al final me ha resultado más difícil entrevistar a estas personas que conseguir un aula para realizar mi trabajo de campó, y mis dificultades se pueden dividir, a grandes rasgos, en dos tipos. El primer tipo tendría que ver con la gente responsable del progra ma, generalmente funcionarios públicos de categorías altas, rodeados de personal diverso que limita el acceso a ellos. Cuando hablo del personal que limita el acceso me refiero a secretarias, porteros y distintos tipos de asistentes que siempre me indicaban que la persona que yo buscaba estaba reunida o de viaje, que olvidaban pasar mis mensajes, perdían mis correos electrónicos, los faxes e incluso las cartas que enviaba para solicitar una cita con el funcionario en cuestión. Casi todas estas barre ras he conseguido salvarlas gracias a mi perseverancia, pero también al estatus de investigadora que disfruto en el CSIC. Algunas citas me ha costado un año y medio conseguirlas, pero finalmente nadie se ha negado a concedérmelas. Desgraciadamente nadie me permitió grabar ninguna de las entrevistas y cuando me han dejado consultar documentos, me han permitido tomar notas, pero no hacer copias. El segundo tipo de dificultades al que me he referido estaba relaciona do con otro tipo de funcionarios y trabajadores, cuyos puestos de trabajo se encuentran directamente de cara al público y que son los que ponen en práctica las decisiones y las regulaciones que deciden los anteriores. El acceso a ellos siempre me ha resultado bastante sencillo, pero una vez que explicaba los propósitos de mi trabajo, el hecho de pertenecer al CSIC ha jugado en contra mía, porque invariablemente me referían a sus superiores. Este obstáculo tiene que ver con el funcionamiento jerárquico de la administración, ya que una vez identificado mi «rango» dentro de la estructura, me dirigían a las personas que ellos identificaban como mis interlocutores y hablar directamente con ellos me ha resultado práctica mente imposible. De alguna forma percibían que su trabajo podría sufrir si hablaban francamente conmigo, así que no he insistido. Mi única posi
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bilidad ha sido la de conseguir entrevistas informales a través de personas conocidas cuya relación mutua restauraba la confianza, pero incluso en estos casos me han prohibido expresamente citar sus palabras. Mis mayores problemas —o quizá debería decir mis mayores desen cantos, para ser más exacta— no han sido, sin embargo, las dificultades de acceso ni los retrasos ni los esfuerzos para conseguir una entrevista, sino que han estado relacionados con el papel de mi trabajo en relación con el suyo. Como he dicho anteriormente, siempre me he presentado como investigadora y, al igual que en el colegio, he tratado de explicar el objetivo de mi investigación, dejándoles impresa una copia de mi memo ria y de alguna de las publicaciones relacionadas con el tema que hemos ido elaborando en este proyecto y en otros anteriores. Además he tenido un interés especial en aclarar que me hubiera encantado comentar, dis cutir, sugerir en materia de política de integración escolar y de hacerles llegar nuestras conclusiones. Estas ofertas han sido bienvenidas siempre con buenas palabras, pero nada más que eso: nunca me han llamado ni han mostrado ningún interés por el trabajo que yo o el resto del equi po realizaba. Me daba la impresión de que lo mejor que podía hacer era molestar lo menos posible e interferir en su trabajo y sus rutinas de la forma menos intrusiva y más corta. Después de este silencio y de otras experiencias desagradables a tra vés de otros proyectos, mis ya bajas expectativas sobre el efecto de la investigación en el diseño o reformulación de la política de integración educativa han sido borradas de un plumazo. Quizá la causa tenga que ver con el hecho de haberme comportado de una manera demasiado naíve, pero también puede deberse a la arrogancia de pensar que, como inves tigadora, tengo algo que decir a la sociedad y que la sociedad tiene el deber de escucharme. En todo caso, creo que puede resultar interesante partir de esta experiencia para ofrecer algunas preguntas para la discu sión: ¿cuál es el papel de una investigadora pagada por el Estado, como es mi caso?, ¿cuáles son mis responsabilidades con respecto a la sociedad en general y a la gente con la que trabajo en particular?, ¿para qué sirve llevar a cabo un trabajo de diseño antropológico sobre la puesta en mar cha de una medida de política pública?, ¿solamente para publicar trabajos académicos y que mi carrera individual se beneficie con ellos? Todas estas cuestiones me vuelven a enfrentar directamente con el tema de la reciprocidad. M e gustaría terminar mi argumentación ha ciendo un planteamiento final de mi trabajo desde esta perspectiva de modo que sirva para abrir una reflexión.
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E N B U SC A D E LA R E C IP R O C ID A D D E L TR A BA JO D E CA M PO . C O N C L U SIO N E S PARA U N D EB A T E
El tema de la reciprocidad ha sido el lugar al que me ha llevado mi doble reflexión por ambos caminos, desde la escuela y las personas res ponsables del diseño y la puesta en práctica de la política. Y ha sido la perspectiva a partir de la que he planteado mis conclusiones7. Linda Tuhivai Smith ha escrito un libro muy provocativo titulado Decolonizing Methodologies (Smith, 1999). Ella se refiere, como maorí, a la investigación sobre los maoríes en Nueva Zelanda, pero creo que sus conclusiones y sus desafíos son muy pertinentes aquí y en cualquier trabajo de campo, porque siempre trabajamos con personas «nativas», aunque lo hagamos en nuestras propias sociedades. Ella afirma y argumenta de manera agresiva, pero clara, y precisa lo siguiente: La investigación no es un ejercicio académico inocente y distante, sino una actividad en la que hay mucho en juego porque tiene lugar en unas condiciones sociales y políticas determinadas (Smith, 1999: 5).
Y un poco más adelante: Existen varios modos de dar a conocer el conocimiento y asegurarse que la investigación llega a las personas que han ayudado a que ésta sea posi ble. Dos de ellas, no muy utilizadas por la investigación científica, tienen que ver con el hecho de «rendir cuentas» a y compartir el conocimiento con la gente. Estas dos posibilidades tienen que ver directamente con el principio de reciprocidad y de retroalimentación (Smith, 1999: 15).
M i propio trabajo de campo ha sido posible gracias a tres grupos de gente, los encargados del diseño y la puesta en marcha de la medida política, los profesores y los alumnos. Y para seguir este consejo, debo «rendir cuentas» a y «compartir mi conocimiento» con todos ellos. En el caso de los profesores mi respuesta ha sido incluirles como socios en una red europea sobre Educación Intercultural financiada por la Unión Europea8. El objetivo de esta red es trabajar juntos para hacer propuestas de innovación en educación a través de la puesta en marcha
7. N o voy a tratar aquí las conclusiones, ya que el objetivo del presente trabajo es un análisis de las implicaciones éticas de mi investigación. 8. IN TER NetWork, financiada por el Programa Comenius, actualmente en curso (http://internetwork.up.pt/).
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de la Educación Intereultural en las escuelas de los países participantes. En este marco, las profesoras del Aula de Enlace con las que he trabaja do y la institución a la que pertenece el colegio participan como socios. La red les proporciona los fondos necesarios para establecer los marcos en los que podemos discutir, compartir y contradecir nuestras ideas con respecto a cómo debe atenderse la diversidad en la escuela. Y lo hace mos como socios de igual derecho, evitando la relación desigual que toda investigación establece entre el investigador y el investigado. Con respecto al grupo de personas responsable del diseño y la pues ta en marcha de la medida política, estamos preparando la organización de una reunión en el marco del proyecto en el que he realizado la in vestigación9, en la que podamos presentar nuestras conclusiones de una forma sintética, clara y sencilla, en un formato que esperamos sea de interés. El objetivo de esta reunión es doble. Por un lado presentar las respuestas a n u e s t r a s preguntas, pero por otro, pedirles que compartan las s u y a s . De esta manera pretendemos provocar un interés que ha pro bado ser muy escurridizo durante mi trabajo de campo. Pero mi mayor deuda la he contraído con los chicos y chicas de la clase. Y esta deuda es la más fácil de reconocer y la más difícil de pagar. Es probable que a la mayoría de ellos no la vuelva a ver. Algunos han vuelto a sus países de origen, muchos se ha marchado del colegio y todos han dejado ya el Aula de Enlace. Por este motivo, mi única posibilidad es pensar en los chicos de una forma genérica: como una categoría me tafórica elaborada a través de la ficción etnográfica y construida a partir de unos retales que representan los alumnos y alumnas que estuvieron en el Aula de Enlace y, por casualidad, se cruzaron conmigo. Ni siquiera de alguna manera representan la totalidad de los alum nos que ha pasado por un Aula de Enlace, de la misma forma que un trabajo etnográfico, como método cualitativo, no ha sido diseñado con una pretensión de representatividad10. Los etnógrafos estamos acos tumbrados a esta limitación y hemos aprendido a vivir con la inco modidad de sus inevitables consecuencias. Pero, de todas formas, la gente con la que trabajamos f o r m a p a r t e del grupo de población que nos interesa y su comportamiento es suficientemente s i g n i f i c a t i v o para
9. Un proyecto I+ D del Ministerio de Educación y Ciencia titulado «Estrategias de participación y prevención de racismo en las escuelas II», citado al principio de este trabajo. 10. He discutido esta cuestión en el Seminario Anthropology in the City: Methods, Methodology and Theory que se celebró en el Departamento de Antropología de la London School of Economics en septiembre de 2008, citado al principio de este texto. El trabajo resultante de la reunión se publicará en un libro que está en preparación.
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plantear las preguntas que hemos elegido a través de la investigación. Creo que el tipo de trabajo que realizamos no es adecuado para r e p r e s e n t a r , pero resulta una herramienta excelente para documentar cómo vive la gente sus vidas diariamente y, como tal, personalmente me ha proporcionado una ventana privilegiada para analizar cómo afectan las políticas a los recursos que las personas tienen al alcance para to mar decisiones a la hora de conseguir lograr sus expectativas. Estas expectativas se encuentran, a la vez, afectadas por las percepciones que la gente tiene acerca de lo que la sociedad presenta como deseable y no deseable. En términos de reciprocidad lo que creo que puedo ofrecer a los studiantes (a esta vaga categoría etnográfica de estudiante) y también ios profesores, es un análisis detallado de lo que la medida política omete y lo que realmente proporciona, y el porqué de estas diferen cias. Ello implica un proceso de reconocimiento, explicación y análisis de los mecanismos que están actuando en contra de la promesa. O para decirlo de una manera sencilla, lo que trato de explicar con mi trabajo es por qué uno no puede conseguir el premio a pesar de haber seguido todas las reglas del juego. En otras palabras, para resumir en una frase las conclusiones de mi trabajo, lo que éste pretende argumentar es por qué precisamente los estudiantes inmigrantes que se incorporan al sistema escolar de la Comunidad de Madrid con los niveles académicos más altos, los que trabajan más duro, los que cuentan con las expectativas más ambiciosas, que aprenden castellano rápidamente y cumplen todas las normas que establece la medida política, no pueden alcanzar sus objetivos en igual dad de condiciones con respecto al resto de los estudiantes, a pesar de que las aulas de Enlace tienen precisamente ese objetivo. De esta forma trato de transformar mi trabajo en una etnografía crí tica, que ha sido definida en un libro que lleva este mismo título como «Una etnografía convencional con una propuesta política» (Madison, 2005: 1). Y que más adelante aclara: La etnografía crítica comienza con la responsabilidad ética de enfrentar se a un problema injusto en un dominio particular de la vida (Madison, 2 0 0 5 : 5).
Me gustaría concluir citando unas recomendaciones de esta misma autora. Con ellas mi pretensión es hacer una contribución concreta al debate sobre ética:
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¿Cómo podríamos ser capaces de reflexionar y evaluar nuestro ob jetivo, nuestras intenciqnes y nuestro marco de referencia como in vestigadores? ¿Cómo podríamos predecir las consecuencias de nuestro trabajo y evaluar nuestra capacidad potencial de producir daño? ¿Cómo podríamos crear y mantener un diálogo de colaboración con tinua en nuestra investigación entre nosotros mismos como investi gadores y los otros como sujetos de estudio? ¿En qué sentido es relevante nuestra historia específica con respecto al significado más amplio y a la actividad general de la condición humana? ¿Cómo puede contribuir nuestro trabajo de manera más significati va a la equidad, a la libertad y a la justicia en términos de en qué lugar y con qué propuesta de intervención? (Madison, 2005: 4).
REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS American Anthropological Association (AAA), 1998, Code of Ethics of the Ame rican Anthropological Association (Approved June 1998), http://www.aaanet.org/committees/ethics/ethcode.htm (última visita 29 de abril de 2009). Anuario estadístico 2007, Madrid, Ayuntamiento de Madrid. Consejería de Educación, 2007, Centros docentes de la DAT de Madrid capital con Aula de Enlace. Curso 2007-2008 (información a 17 de diciembre de 2007). Documento accesible en la página oficial del Programa «Escuelas de Bienvenida», y actualizado anualmente (http://www.madrid.org/dat_capital/bienvenida/ae.htm). Del Olmo, M., 2007, «La articulación de la diversidad en la escuela. Un proyec to de investigación en curso sobre las ‘Aulas de Enlace’», Revista de Dialec tología y Tradiciones Populares, Madrid, CSIC, 62/1: 187-203. Del Olmo, M., 2009, «Un análisis crítico de las Aulas de Enlace como medida de integración», en M. Fernández Montes y W Müllauer-Seichter (eds.), La integración a debate, Madrid, Pearson: 170-181. Goslinga, G. y F. Geyla, 2007, «Foreword: In the Shadows: Anthropological Encounters with Modernity», en A. Malean y A. Leibing (eds.), The Sha dow Side of Fieldwork. Exploring the Blurred Borders between Ethnography and Life, Malden, MA, Blackwell Publishing: xi-xviii. Madison, D. S., 2005, Critical Ethnography. Method, Ethics, and Performance, Thousand Oaks, CA, Sage. O’Reilly, K., 2005, Ethnographic Methods, Londres-Nueva York: Routledge. Smith, L. T., 1999,DecolonizingMethodologies. Research andlndigenousPeoples, Londres-Nueva York/Dunedin, Zed Books-University of Otago Press.
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ANTROPOLOGÍA Y REPRODUCCIÓN: LAS PRÁCTICAS Y/O LA ÉTICA* D ia n a M arre Universidad Autónoma de Barcelona
En la introducción del libro The Ethics o f Anthropology: Debates and Dilemmas publicado en 2003, su editora, la antropóloga británica P. Caplan (2003), señalaba que en los años precedentes, especialmente desde 1997, se había producido una «explosión discursiva» sobre aspectos éticos en Occidente en diferentes ámbitos de la sociedad: la política, los gobiernos, la economía, la educación, la universidad, la academia y las ciencias, la antropología entre ellas (Caplan, 2003: 1-3). Una «explosión discursiva» que se ha incrementado durante 2008 y 2009 en diferentes ámbitos: económico (con la crisis vinculada al crédito y a los «activos tóxicos» pero, sobre todo, a las remuneracio nes percibidas por quienes se dedicaban a ello), político (por las causas que llevaron a las guerras de Afganistán y, sobre todo, de Iraq, pero, también, por el conocimiento del uso indebido de dinero público por parte de parlamentarios británicos que condujo a la primera dimisión de un presidente del Parlamento en los trescientos últimos años, por no mencionar los distintos procesos judiciales en que se hallan inmersas distintas figuras públicas españolas) y religioso (por la difusión de los
* Este artículo se realizó en el marco del proyecto de investigación «Adopción Internacional y Nacional: perspectivas interdisciplinares y comparativas» (M ICINNCS02009-1463-C 03-01) financiado por el M inisterio de Ciencia e Innovación y del que soy IP. Agradezco a Margarita del Olmo Pintado la invitación a participar en el seminario sobre «Cuestiones de ética en antropología» y en esta publicación, su enorme paciencia hacia mis dudas y demoras a la hora de terminar este capítulo, así como la detenida lectu ra y sugerencias realizadas sobre el mismo.
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resultados de diez años de investigación sobre los abusos a menores cometidos en Irlanda [El País, 3 de junio de 2009; El Periódico, 21 de mayo de 2009 y 3 de junio de 2009] por miembros e instituciones de la iglesia católica, similares a casos denunciados también en Italia, Estados Unidos o Australia). Desde la perspectiva de Caplan, en el caso de la antropología, la «explosión discursiva» relacionada con lo ético no tuvo que ver tanto con la gestación, aceptación y adscripción a un código ético, inherente a toda ciencia (no sólo las ciencias sociales), sino más bien con el hecho de que la ética está en el centro o en el corazón de la disciplina antropo lógica, es decir, en las premisas con las que operan quienes la practican, en su epistemología, teoría y prácticas; es decir, en todo eso que podría resumirse en ¿para qué y/o para quién se hace antropología? Y, en ese sentido, ¿necesita la ética de la disciplina ser repensada cada tanto tiem po porque cambian las condiciones de la existencia y el quehacer de la propia disciplina? y/o ¿la ética es algo que depende de los diferentes contextos en que se hace antropología? (Caplan, 2003: 3). Como un intento de respuesta a esas preguntas y a lo que podría estar sucediendo en la disciplina en España —reducción de los puestos de trabajo en las universidades e ingreso de antropólogos y antropólogas a otros ámbitos del mercado laboral, creación del Colegio Profesional, aprobación del grado en Antropología, incremento de auditorías y con trol de calidad de las tareas inherentes a la profesión en el ámbito univer sitario, entre otras—, de lo cual, el presente libro podría ser un ejemplo, hace tres décadas G. Appell (1978: 1, citado por Caplan, 2003: 5) señaló que es precisamente cuando los límites de una disciplina se redefinen cuando los discursos éticos se incrementan. Es decir, que los debates en torno a la ética son parte del camino a través del cual quienes hacen an tropología procuran constituirse como una comunidad moral. Escribir sobre antropología, reproducción y ética no es tarea sencilla. Los antecedentes con los que es posible dialogar sobre antropología y reproducción, antropología y ética o reproducción y ética son escasos. Sobre antropología, reproducción y ética es imposible porque los ejem plos son inexistentes. Sin embargo, al mismo tiempo que considero que no es una tarea sencilla, probablemente por eso mismo, creo que es im prescindible, al menos, intentarlo. Y eso es lo que me propongo hacer en este trabajo: abordar el tema, al tiempo que reclamar su inclusión no sólo en la agenda de la disciplina sino también en la de las prácticas sociales y las regulaciones políticas de las «nuevas» formas de reproducción. Comenzaré reseñando brevemente los antecedentes existentes so bre ética y antropología, antropología y reproducción, para hacer luego
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un breve recorrido por los cambios que han tenido lugar en la repro ducción en España, que la han convertido en uno de los primeros países del mundo en procesos de reproducción asistida y adopción transnacio nal. Finalmente, procuraré responder — o agregar más preguntas— a aquella que según Caplan (2003) resume la relación entre antropología y ética: ¿para qué y/o para quién es la antropología?
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Cuando en 1959 se publicó uno de los primeros libros sobre antropo logía y ética (Edel y Edel, 1968 [1959]), los autores, una pareja com puesta por un filósofo y una antropóloga, dedicaron el primer capítulo a «definir el campo». Señalaron que la colaboración entre ambas disciplinas hasta entonces había sido escasa, en la medida en que la filosofía se ocupaba de lo «que debería ser», mientras que la antropología se ocupaba de lo «que es» y, si bien era cierto que muchos de los datos etnográficos tenían una relación estrecha con reglas o actitudes morales, o con sanciones y justificaciones, o con la forma en que la moral opera en relación con la vida cotidiana, pocas veces se había tenido en cuenta su relación con la ética en el ámbito de la antropología. Una afirmación que los autores constataron a través de la revisión del índice general de American Anthropologist en el que durante el pe ríodo comprendido entre 18*8 8 y 1938 sólo hallaron cuatro referencias a artículos sobre moral o ética. Esta tendencia se modificó entre 1938 y 1958 en que percibieron un mayor interés por cuestiones de ética a través de temas vinculados a la conciencia y la culpa, a objetivos y valo res, o en torno a las ideas de justicia o de relativismo ético (Edel y Edel, 1968 [1959]: 4). La necesidad de «definir o acotar el campo», en relación no tanto con la antropología sino más bien con la ética, es decir, con qué enten dían por ética y qué la diferenciaba de conceptos cercanos como moral, virtud, derecho, bondad, personalidad, pecado, sensación o, incluso, conciencia, culpa o vergüenza (Edel y Edel, 1968 [1959]: 4) se vincu laba, entre otras cosas, a la necesidad y dificultad de diferenciar ética y moral, algo que continúa sucediendo en la mayor parte de los trabajos sobre antropología y ética. En aquel trabajo pionero de 1959, esa dificultad quedó evidenciada en su título Anthropology and Ethics. The Quest for Moral Understanding (Edel y Edel, 1968 [1959]) y, de alguna manera, a lo largo de todo
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el texto en el que los conceptos y su carga semántica se superponen permanentemente. Una dificultad que, como los propios autores mani festaron, también se vinculaba al hecho de que si bien todos sabemos qué estamos diciendo cuando hablamos de moralidad, no nos ocurre lo mismo cuando observamos otras culturas o sociedades o cuando hace mos trabajos comparativos. Es decir, cómo estar seguros de que lo que tenemos en mente es lo mismo que tienen otras personas o que hemos comprendido bien lo que traducimos en términos de moral familiar o, lo que es lo mismo, a través de qué señal conoceríamos «lo moral» (Edel yEdel, 1968 [1959]: 7). Casi cuarenta años después, Caplan (2003) señaló que si bien ética y moralidad son dos palabras que se utilizan frecuentemente de mane ra intercambiable, hay quienes las diferencian. Por ejemplo, el filósofo Williams (1985, citado por Laidlaw, 2002: 316, a quien cita Caplan, 2003: 3) señaló que la ética es cualquier respuesta a la pregunta ¿cómo debería uno vivir?, mientras que la moral supondría un tipo de contes tación que incluiría obligaciones morales, tales como reglas, derechos, deberes, órdenes y culpas. Por otro lado, Pels (1999, citado por Caplan, 2003: 3) ha señalado que la palabra ética-tiene un «significado vacío» que puede ser utilizado casi para cualquier cosa. Finalmente, Caplan concuerda con Lévi-Strauss (citado por Shore, 1999: 124, citado por Caplan, 2003: 4) en que la ética, tanto sus códigos como los debates que la rodean, son «algo bueno con que pensar» porque esos pensa mientos informarán nuestras prácticas profesionales. Aunque no tengo la intención de realizar un estado de la cuestión sobre antropología y ética, ni tampoco una historia de la relación entre ambas1, sí quisiera, aun a costa de reconocer que se trata de una periodización basada en la antropología británica y norteamericana, siguien do a Caplan (2003), reseñar brevemente los distintos momentos por los que ha pasado la relación entre antropología y ética en las últimas décadas, sobre todo para conseguir una mejor ubicación del momento en que se encuentra actualmente. Antropología y ética en la década de los sesenta En la década de los sesenta se produjo el final del imperio colonial bri tánico en Africa, mientras que Estados Unidos estaba inmerso en una guerra en el Sudeste asiático y en movimientos internos sobre derechos 1. Para un estado de la cuestión sobre el tema ver Mills (2003); Caplan (2003: 28, n. 5); Evens (2008).
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civiles. En 1968, la publicación académica norteamericana Current An thropology abordó el papel de la ética en antropología a través de tres ar tículos reunidos bajo el título «Simposio sobre Responsabilidad». En con junto, los textos analizaban la responsabilidad de los científicos sociales, particularmente los antropólogos y antropólogas, el estatus de ciencia y objetividad para la antropología, la antropología como consecuencia del colonialismo, la relevancia de la misma en un mundo rápidamente cam biante y cómo desarrollarla relevantemente, si el trabajo de campo debe ría ser realizado fuera o dentro de la propia cultura, así como la naturale za del compromiso de los profesionales de la antropología hacia la propia disciplina, la gente estudiada y los estudiantes (Caplan, 2003: 5-6). Por lo que respecta a Gran Bretaña, si bien la reflexión fue más abun dante en la sociología que en la antropología, el antropólogo J. Barnes publicó su primer trabajo sobre el tema en 1963 (Barnes, 1963). En él analizaba en qué medida los parámetros de la antropología estaban cambiando rápidamente en el contexto de la descolonización, así como el papel del anonimato, el consentimiento informado y la ética de la publicación, para señalar la dificultad de separar ética de política y re clamar la redacción de un código ético profesional para la antropología británica que al menos recordarse a los etnógrafos que estos problemas deben ser resueltos y no pueden ser ignorados (Sjoberg, 1967: 211, citado por Caplan, 2003: 6-7). Antropología y ética en la década de los setenta La década de los setenta se caracterizó por las propuestas de reinven ción de la antropología a ambos lados del Atlántico. De acuerdo con Caplan (2003 : 7-11), cuatro libros compuestos por un conjunto de ar tículos publicados durante la década —dos en Estados Unidos (Hymes, 1972) y Berreman (1981), uno en Gran Bretaña (Asad, 1973) y uno en los Países Bajos (Huizer y Mannheim, 1979) reflexionaron y propusie ron formas de «reinvención» o «revisión» de la antropología desde una perspectiva ética. Para varios de los dieciséis contribuyentes reunidos en el libro de Hymes (1972), Reinventing Anthropology, esa reinvención era —o de bía ser— tanto un proyecto personal como disciplinario, en el que la ética debía responder al deseo de relacionar la antropología con el in cremento del bienestar de la humanidad. Berreman (1981) —uno de los autores de los tres artículos publica dos en Current Anthropology en 1968—, si bien publicó un libro en los ochenta, lo hizo con artículos escritos en los setenta en los que argumen
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taba reiteradamente que la responsabilidad social y la ética profesional constituían una obligación moral para quienes ejercían la disciplina con el objetivo de crear una ciencia social honesta y humana, capaz de so meterse constantemente a la crítica de aquellos a quienes estudiaban, sus colegas y los estudiantes. Para los autores, mayoritariamente británicos, reunidos en el libro de Asad (1973), la raíz de los problemas de la antropología estaba en que aún no había sido capaz de analizar profundamente su relación con el colonialismo y se preguntaban hasta qué punto éste había afectado su desarrollo. El más radical de los análisis fue la colección de artículos reunidos en el libro de Huizer y Mannheim (1979), uno de los productos del Congre so de la International Union o f Anthropological and Ethnological Scien ces (IUAES) de 1973. En la introducción, Huizer señaló que si bien los debates políticos recientes se habían centrado en la «cuestión ética», él creía que era más importante preguntarse al servicio de quién o cuál es, realmente, la función de la antropología o su propósito y cuál su utilidad para la gente investigada. Para ello proponía una «antropología de la libe ración» (Huizer, 1979: 5, citado por Caplan, 2003: 10), renombrada por él mismo en uno de los artículos del libro como «antropología acción», a través de la «visión desde abajo» que proporciona la discusión en peque ños grupos para hallar soluciones a través de la participación de la gente estudiada (Huizer, 1979: 406, citado por Caplan, 2003: 10). Por último, hacia el final de la década de los setenta se produje ron dos hitos influyentes para la relación entre antropología y ética: la publicación de Orientalism de Edward Said (1990), a partir del cual los antropólogos y antropólogas nunca más pudieron volver a escribir sobre el resto del mundo sin temor a ser acusados/as de alguna forma de «orientalismo» y el surgimiento de la crítica feminista, que no sólo llamó la atención sobre la desviación masculina de la antropología, sino que también sugirió nuevos paradigmas que impidieron volver a anali zar la humanidad a través del estándar único masculino. Antropología y ética en la década de los ochenta La relación entre antropología y ética en la década de los ochenta estuvo caracterizada, según Caplan (2003: 12-16), por el creciente impacto del feminismo, el surgimiento del postmodernismo y una presencia laboral creciente de antropólogos y antropólogas fuera de la academia. Si bien surgió durante los setenta, el feminismo maduró teórica mente en la década de los ochenta y tuvo sus principales órganos de
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difusión en Signs en Estados Unidos y en Feminist Review y Womerís Studies International Quarterly en Gran Bretaña. Se ocupó de diversos temas relacionados con la ética en antropología, pero lo más signifi cativo fue su propuesta de análisis de las relaciones de poder entre investigadores e investigados y lo relacionado con la «teoría del posicionamiento» — el standpoint— , es decir, el lugar desde el cual se hace etnografía. El postmodernismo, por su parte, tuvo su máxima expresión en la antropología de los ochenta en el libro de Clifford y Marcus (Clifford y M arcus, 1986) Writing Culture dedicado a cuestionar «quién es el autor» y «quién es la audiencia» de los trabajos antropológicos. En la misma línea de pensamiento, el postmodernismo también reclamó para la antropología mirar(se) (desde) su propio bagaje cultural, así como el análisis de los efectos que había producido sobre las sociedades estudia das, en lo que coincidía con el feminismo. Otros/ás, sin embargo, seña laron que mientras el feminismo contribuía a señalar que había grupos a los que escuchar — mujeres, minorías étnicas o sociedades coloniales—, el postmodernismo parecía negar la importancia de la ética a cambio de un relativismo que desdibujaba el centro o el discurso autoritario al que oponerse. En la década de los ochenta, una de las más prolíficas en cuanto a producción sobre antropología y ética, se produjo un cambio en la pro fesión, tanto en Estados Unidos como en Gran Bretaña, a partir de la insuficiencia de puestos de trabajo en el ámbito académico que resultó en un mayor número de antropólogos y antropólogas trabajando en el campo de la «antropología aplicada», lo que ha empezado a suceder en España recientemente. Paul Stirling lideró en Gran Bretaña el movimiento GAPP (Group for Anthropology in Policy and Practice) que respondió a la antropolo gía social británica, argumentando que la antropología aplicada tenía un estatus de segunda clase y proponiendo a antropólogos y antropólogas que dejasen de ser «mandarines» para convertirse en «misioneros» que emplean las herramientas de la disciplina para beneficio de la humanidad. En la misma línea, en un artículo de 1984, Akeroyd reclamó, como antes lo habían hecho Appell (1978) y Barnes (1963), que la antropología tenía que desarrollarse con compromiso ético e intelectual. Antropología y ética en la década de los noventa La relación entre antropología y ética en la década de los noventa es tuvo caracterizada, desde la perspectiva de Caplan (2003: 16-19), por
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el surgimiento en Europa de lo que se ha denominado «identidades po líticas», de más larga tradición en Estados Unidos, acompañado de la importancia creciente de un discurso sobre derechos humanos, el cre cimiento de la globalización y los cambios profundos acometidos en las instituciones occidentales de educación superior a partir del impacto de lo que se ha denominado «nuevas formas de conducción o gerencialismo» y la denominada «cultura de la auditoría». Las políticas identitarias en Europa emergieron como resultado de la caída del muro de Berlín en 1989, produciendo en algunos casos conflictos violentos como la guerra en los Balcanes entre 1991 y 1995 o el genocidio de Ruanda de 1994, por no mencionar los conflictos ét nicos e identitarios de «baja intensidad» existentes en diferentes países europeos, España incluida. Paralelamente, los discursos sobre los derechos humanos tuvieron un desarrollo creciente que para la antropología plantearon el grave problema de la pretendida universalidad, convirtiéndolos en un impe rativo categórico que chocaba con el hecho de que la «antropología procura comprender el contexto de los intereses locales» (Hastrup y Elsass, 1990: 301, citado por Caplan, 2003: 16). A mediados de la década de los noventa, Current Anthropology publi có el debate «Objectivity and Militancy: A Debate» integrado por el artí culo de Roy D ’Andrade, «Moral Models in Anthropology» (D’Andrade, 1995), y el de N. Scheper-Hughes, «The Primacy of the Ethical. Proposition for a Militant Anthropology» (Scheper-Hughes, 1995), sobre an tropología, «objetividad» y «ética o moral», con comentarios de Vincent Capranzano, Jonathan Friedman, Marvin Harris, Adam Kuper, Laura Nader, Tim O’Meara, Aihwa Ong, Paul Rabinow, y réplica de D ’Andrade y Scheper-Hughes. Desde la perspectiva de Scheper-Hughes, el rol de antropóloga y el de companheira no son incompatibles, sino todo lo contrario. Para fun damentarlo comparó la antropología realizada en Estados Unidos y el Reino Unido con la que se ha hecho en América Latina, Italia o Francia, donde antropólogos y antropólogas se comunican con «la polis» y «el pú blico», y donde la antropología activa y comprometida políticamente es percibida de una forma menos negativa. Por ello, Scheper-Hughes señala ba que dados los «tiempos peligrosos» que se viven, lo mejor es compro meterse y practicar una etnografía «suficientemente buena» que incluya reconocer — en el sentido de dar reconocimiento— a nuestros sujetos. La antropología, según Scheper-Hughes, debería insistir en una ex plícita orientación hacia «el otro», lo que requiere «testificar» o «atesti guar» vinculando a la antropología con la filosofía moral, mientras que
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reservaba la «observación» para las ciencias naturales. Al mismo tiempo, consideraba que, el hecho de no involucrarse, constituía en sí mismo una posición moral y un tipo de «ética» (Scheper-Hughes, 1995: 419). Un debate, el de 1995, en el que resonaban los de la década de 1960 re lacionados con la base del conocimiento y la posición de antropólogos y antropólogas. También durante la década de 1990, en diversos lugares, pero funda mentalmente en Gran Bretaña y Estados Unidos, se produjo una institucionalización de las auditorías, inspecciones, controles de calidad, selec tividad de las investigaciones y revisiones de la docencia en la educación superior, con el objeto de asegurar los estándares y la «transparencia». Algunos profesionales definieron al proceso como una forma de «auditar las culturas» a través de principios éticos, entre ellos M. Strathern quien reunió los artículos de doce autores en un volumen editado en 2000 al que tituló Audit Cultures. Anthropological Studies in Accountability, Ethics and the Academy (Strathern, 2000). Antropología y ética en los inicios del siglo x x j La década del 2000, según Caplan (2003: 20), con el 11S, el 7J y el 11M, la guerra en Afganistán e Iraq, el interminable conflicto palestino-israelí y los conflictos latentes en Irán y Corea del Norte, plantea una situación similar a la de los años sesenta cuando Estados Unidos y Gran Bretaña estaban involucrados en diversas guerras en los lugares más remotos del planeta, en relación con los cuales, la antropología no se distinguió ni por la abundancia ni por la intensidad de sus intervenciones y opiniones. Para exhortar a sus miembros a actuar como intelectuales públicos, la Asociación Americana de Antropología propuso en 1971 los Princi pies o f Professional Responsability que, en líneas generales, se resumían en lo señalado por N. Chomsky sobre que los intelectuales tienen la responsabilidad de «hablar de la verdad y de las mentiras» (Chomsky, 1969: 325, citado por Caplan, 2003: 21). Sin embargo, decidir qué es verdad y qué es mentira, al igual que reconocer qué es o no ético en términos de la sociedad y de la cultura en la que se trabaja, y no de la ética personal, sigue siendo lo suficiente mente complejo como para dificultar acuerdos mínimos. ANTROPOLOGÍA Y REPRODUCCIÓN
Muchos autores coinciden en señalar que la adopción ha tenido, tradi cionalmente, un rol periférico dentro de la antropología (Bowie, 2004;
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Goody, 1969; Howell, 2006; Terrell y Modell, 1994) con escasa inves tigación directamente relacionada con el tema, a pesar de la existencia de numerosas referencias a diversas formas de adopción y/o acogimien to en etnografías y monografías sobre diferentes culturas alrededor del mundo. Se trata de una escasez, que se convierte prácticamente en au sencia hasta los primeros años del siglo xxi, si nos referimos más espe cíficamente a la adopción transnacional. Una ausencia incomprensible si se tiene en cuenta que desde la adop ción pueden analizarse los sistemas de parentesco, los mecanismos de movilidad social o las formas de transmisión de la propiedad (Terrell y Modell, 1994). Un tema que, además, enraíza con conceptos centrales de la antropología social y cultural como el de persona, familia, infan cia, raza, etnicidad, clase, nación, identidad o pertenencia. Hay quienes han vinculado esa escasez y/o ausencia al declive que tuvieron los estudios sobre parentesco durante la década de 1980, debido a cierta forma de disolución de las fronteras que hasta entonces habían definido estrictamente los campos de estudio de la antropología social en económico, político, religioso y de parentesco (Carsten, 2000). Un declive en los estudios de parentesco que había sido precedido de una larga década de 1970, iniciada por el trabajo de D. M. Schneider (1980 [1968]) y la primera traducción al inglés de la obra de C. LéviStrauss sobre parentesco (Lévi-Strauss, 1969 [1949]), seguidas de una singular producción bibliográfica sobre el tema, cuya intensidad y exten sión pareciera haber cerrado también Schneider con su trabajo de 1984 (Schneider, 1984). Se trata de un declive de una década, cuyo final comenzó con las obras de F. Ginsburg y R. Rapp (1991), M. Strathern (1992) y M. Bouquet (1993) tras las cuales, la revitalización de los estudios sobre parentesco en antropología se debió, en gran parte, a las «nuevas» formas de parentesco y familias emergentes de la expansión de las nuevas técnicas de reproduc ción asistida, junto a las que o en el contexto de las cuales debe, desde mi perspectiva, analizarse la expansión de la adopción transnacional en España desde mediados de la década de 1990. Durante esa década, muchos países europeos occidentales modifi caron sus leyes de reproducción asistida para incluir diversas formas de reproducción: con material donado, subrogada (conocida también como alquiler de vientres) y «otras formas de parentalidad social recons tituida» (Akker, 2001). Como consecuencia de ello, en algunos de esos países, Noruega entre otros, las nuevas tecnologías de reproducción y la adopción transnacional son consideradas ambas formas de repro ducción asistida, en la medida en que constituyen las opciones con que
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cuentan las familias que no pueden concebir «normalmente» para re producirse (Howell y Marre, 2006). N o es el caso de España, cuya ley de Adopción Internacional (54/2007) es, probablemente, la más inclu siva del mundo occidental en la actualidad según la cual, cualquier per sona puede adoptar si ha sido evaluada como apta para convertirse en padre o madre adoptiva, lo que sucede en aproximadamente el 98 % de las solicitudes en primera instancia y en la casi totalidad en la instancia de apelación o en sede judicial. M. Inhorn y Birenbaum-Carmeli (2008) han señalado que entre los hallazgos de la antropología sobre las consecuencias de la utilización de las tecnologías de reproducción asistida en los últimos treinta años, está el hecho de que su sola existencia ha servido, hasta cierto punto, para marginar formas alternativas de constitución de familias a través de la adopción, en la medida en que las tecnologías de reproducción asistida se han convertido para el parentesco euro-norteamericano de base biogenética en la «solución natural» a la infertilidad (Inhorn y Bi renbaum-Carmeli, 2008: 182). Asimismo, señalan las autoras, las tecnologías de reproducción asis tida han contribuido a una pluralización de las nociones de vinculacio nes de parentesco (relatedness), así como a una noción más dinámica de «emparentamiento» (kinning) (Howell, 2003 y 2006) y del parentesco como algo en construcción antes que naturalmente dado. De hecho, las tecnologías de reproducción asistida también han introducido la ambi güedad y la incertidumbre en las relaciones de parentesco, incluidas las categorías fundamentales de maternidad y paternidad (Collard y De Parseval, 2007) a través de la incorporación de un amplio conjunto de casi, semi o pseudo formas biológicas de parentesco (Inhorn y Bi renbaum-Carmeli, 2008: 182). Las tecnologías de reproducción asistida han contribuido signifi cativamente también a diferenciar las distintas etapas y actores que intervienen en la producción de un hijo o hija. Una diferenciación a la que también ha contribuido la maternidad subrogada al «cuestio nar» el indisoluble vínculo que une a una madre con su hijo o hija, deconstruyendo «la» maternidad en diversas maternidades: genética, de nacimiento, adoptiva y subrogada, e incluyendo la probable exis tencia de varias madres «biológicas» para un solo hijo o hija (Inhorn y Birenbaum-Carmeli, 2008: 182). Sin embargo, el hecho de que la maternidad subrogada no haya sido reconocida legalmente en muchos países del mundo, europeos incluidos (España entre ellos), y los di versos casos judiciales a que ha dado origen, dan cuenta de la difícil aceptación que tiene toda forma de maternidad múltiple o pluri- o
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comaternaje (Collard y De Parseval, 2007; Inhorn y Birenbaum-Carmeli, 2008: 182). Finalmente, las tecnologías de reproducción asistida también cuestio naron la necesidad de la relación heterosexual para tener un hijo o hija (Cadoret, 2003) al incorporar la figura del o la «donante» para quienes contribuyen con el material genético reproductivo como ovocitos, semen y/o embriones, permitiendo la maternidad y paternidad a parejas he terosexuales con dificultades para concebir, a mujeres solas y a familias femeninas o masculinas del mismo sexo, si se suma en el último caso una gestación subrogada (Inhorn y Birenbaum-Carmeli, 2008: 183). La legislación española, a diferencia de lo sucedido en otros países, ha mantenido desde la primera ley de reproducción asistida de 19882, en las dos modificaciones parciales3 y en las reformas de 2003 y 20064, la prohibición de la maternidad subrogada y el carácter anónimo de la donación de material genético reproductivo, incluido embriones5, al tiempo que ha dejado en manos de los equipos médicos la intermedia-
2. Ley 35/1988, BOE de 26 de noviembre de 1988, con corrección de errores en BO E de 24 de diciembre de 1988, autorizaba la donación anónima de semen y gametos sin fines lucrativos a Centros Autorizados. 3. La ley 35/1988 fue modificada por Disposición final tercera de la Ley Orgánica 10/1995, de 23 de noviembre, del Código Penal afectando a los artículos 20 y 24 y por Sentencia 116/1999, de 17 de junio, del Pleno del Tribunal Constitucional afectando al artículo 20. 4. Leyes 45/2003, BO E de 22 de noviembre de 2003, y 14/2006, BO E de 27 de mayo de 2006. 5. El incremento del número de embriones sobrantes llevó, entre otras razones, a la reforma de la Ley de Reproducción Asistida en 2003. La ley 45/2003 limitó a tres los ovocitos que podían ser fecundados dentro de un mismo ciclo, autorizó la conservación de semen durante toda la vida del donante y la de óvulos con fines reproductivos y la donación de embriones sobrantes sólo con fines reproductivos. Cómo consecuencia de la entrada en vigor de la ley, en octubre de 2004, un Centro de Reproducción Asistida lanzó un Programa de Adopción de Embriones convocando a parejas o personas a adoptar embriones sobran tes de procesos de reproducción asistida cuyos propietarios no habían tomado ninguna decisión sobre ellos, es decir, que los habían «abandonado», y hubieran pasado más de cinco años congelados. A principios de septiembre de 2005 nació en Barcelona el primer niño adoptado siendo embrión de una madre sola, de 41 años, que declaró haberlo senti do propio desde el momento en que se supo embarazada y también no estar preocupada porque su hijo tuviera dos «hermanos» (nacidos de los embriones producidos al mismo tiempo que el suyo) porque el equipo médico le había asegurado que era imposible que se encontraran en toda su vida (El País, 3 de septiembre de 2005). Entre los interesados en este Programa destacó desde el inicio un grupo de parejas italianas, en su mayoría con hijos, que concurrían acompañadas por el sacerdote Oreste Benzi, presidente de la Comunidad Papa Juan XXIII y «muy conocido en Italia por su labor a favor de los marginados sociales» (http://www.cimaclinic.com/plantillas/plant_l l.asp?contenidoc=411& m enu=m 5).
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ción entre donantes y receptora asignándoles la responsabilidad en la elección de donantes para que garanticen la máxima similitud fenotípica e inmunológica entre unos/as y otros/as, así como las «máximas posibilidades de compatibilidad con la mujer receptora y su entorno familiar». Asimismo, la legislación también ha mantenido desde el prin cipio la prohibición de la maternidad subrogada en territorio español —aunque se permite su inscripción registral cuando han nacido fuera (El País, 10 de marzo de 2009)— por lo que muchas parejas y personas han recurrido a ella, inicialmente en California y actualmente en India, por sus costes más accesibles (Smerdon, 2008) —alrededor de 10.000 euros frente a los 25.000 o 30.000 de California— (El País, 3 de agosto de 2008; El Periódico, 14 de junio de 2009). Es evidente que el número de personas que hacen uso de las técnicas de reproducción asistida se ha expandido singularmente. Sin embargo, también lo es que las nuevas formas de reproducción son altamente estra tificadas y restringidas a las élites globales (Inhorn y Birenbaum-Carmeli, 2008: 179). Como sucedió antes —o sucede aún en otros lugares del mundo— con la píldora anticonceptiva, el aborto por aspiración, la es terilización quirúrgica, la amniocentesis o el diagnóstico preimplantacional, las nuevas formas de reproducción no son accesibles para mujeres de todas las clases, ingresos, profesiones y disponibilidad de tiempo. Como me dijo una madre adoptiva de una niña de origen chino con la que hablé en un encuentro anual de familias adoptantes en China en 2002 sobre los tratamientos con técnicas de reproducción asistida: La adopción es más barata y tiene resultados más seguros. Nosotros no podíamos afrontar más tratamientos sin saber qué pasaría. [...] Para mu chas mujeres la adopción es su primera opción, por razones económicas, pero también de disponibilidad de tiempo6.
Para otras, sin embargo, las razones económicas o de disponibilidad de tiempo también inciden en la elección del país donde adoptar. En los últimos años, si bien América Latina fue el continente donde inicialmen
6. En 2007 sólo el 36% de las familias catalanas que solicitaron una adopción trans nacional había realizado previamente un tratamiento de reproducción asistida (Font Lletjós, 2008). En los diez años que hace que trabajo en adopción transnacional, diversas familias y mujeres han manifestado su preferencia por adoptar niños o niñas de dos años en adelante «para que hubieran aprendido ya las primeras cosas como el control de esfínteres, comer y dormir», «porque los problemas en las lumbares me impiden cargarlo o agacharme du rante mucho tiempo por lo que prefiero que camine» o «porque a los tres años se inicia la escolarización obligatoria» que en Cataluña es de lunes a viernes de 9:00 a 17:00 horas.
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te la mayor parte de las familias españolas adoptaba, aceptando entre las condiciones tener que pasar en el país de origen entre cuatro y ocho semanas, cuando surgieron lugares que, como China, permitían resol ver la tramitación de la adopción con una estancia de sólo una semana o diez días, la mayoría de las familias escogió esa opción. Algo similar ocurre en algunos casos con Africa, pero por razones económicas. V Alcaide cita a diversas madres que señalan: La primera idea que tuve no fue adoptar un niño negro ni africano ni asiático, al principio quería un niño blanco... a medida que me he me tido en la adopción y he visto cómo funciona y he conocido los paí ses y he preguntado en las E[ntidades] C[olaboradoras de] A[dopción] internacionales] me he ido dando cuenta de cómo funciona. Al princi pio fui a pedir información a los países del Este y vistas las dificultades para adoptar allí y los precios descarté que fuese blanco. El primer con dicionante es el dinero, yo tengo un sueldo normal y con eso tengo que vivir, éstos son los países más caros, los descarto de entrada. Entonces me he ido acercando a otros países (Alcaide Uclés, 2008: 66).
Unas condiciones, las económicas, que según Alcaide propician una jerarquización de los países de origen: Africa me atrae también por el dinero, básicamente Rusia es desorbitante, entonces empiezas a bajar el listón, lo que sale mejor es Kazajstán, nada de Bulgaria ni Polonia... Vietnam va a abrir ahora, Nepal ha cerrado, y ya está, ya que Sudamérica está cerrada, los monoparentales también pueden en Colombia que funciona fatal (Alcaide Uclés, 2008: 66-67).
Pero no sólo los países de origen se jerarquizan por circunstancias económicas, también quienes acceden a esos países: Hay los pijos de la adopción que se van a países del Este porque se pa recen más a nosotros, la gente adopta en Rusia para tener un hijo más parecido, cuatro millones cuesta... (Alcaide Uclés, 2008: 67).
Contrariamente a lo señalado por M. Inhorn y Birenbaum-Carmeli (2008), en el caso de España, la difusión de las técnicas de reproducción asistida, más que contribuir a marginar formas de maternidad y paterni dad vinculadas a la adopción, contribuyó a su aceptación al «normalizar» la idea de que la reproducción puede incluir más de dos personas y al cuestionar la «tradicional» oposición binaria entre la — «natural»— re producción biológica y la —«social»— reproducción adoptiva. Al mos trar como posible la reproducción sin sexo, las técnicas de reproducción
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asistida profundizaron la separación entre sexo y reproducción, iniciada en muchos países occidentales en la década de 1950 con la difusión de la contracepción, aunque instalada en España sólo a partir de 1980. Así, tener un hijo o hija pasó de estar centrado en el sexo hetero sexual al «deseo de ser una familia». Un deseo cuya existencia es uno de los elementos clave a comprobar por los profesionales y técnicos encar gados de valorar a las familias adoptantes para otorgarles el certificado de idoneidad requerido para una adopción y cuya ausencia o sustitución por el sentimiento de solidaridad o altruismo puede comportar una no idoneidad. Cuando J. Terrell y J. Modell (1994) señalaron en 1994 que la an tropología no sólo se había ocupado escasamente de la adopción en ge neral sino que lo había hecho aún menos de las políticas y prácticas de adopción en las sociedades occidentales, lo consideraron un ejemplo de lo que los antropólogos y antropólogas encuentran interesante en otras culturas, pero no en la propia, por considerarlo del ámbito de lo profundamente privado. N o es casual que haya sido J. Modell quien, junto a J. Terrell, señalara en 1994 el escaso interés de la antropolo gía por la adopción. Ella es probablemente una de las primeras y más importantes excepciones para el caso de Estados Unidos en la ausencia de estudios sobre adopción desde la antropología social, en tanto ha estudiado durante los últimos veinte años la adopción en ese país a través de los testimonios de familias biológicas, adoptivas, hijos, hijas y profesionales involucrados en procesos de adopción (Modell, 1994; Modell, 2002; Schachter, Í009). En sus trabajos, incluido uno sobre adopción «abierta» en la que los padres de nacimiento y los adoptivos no sólo se conocen sino que, en algunos casos, mantienen alguna for ma de relación, ella sostiene que se trata de una relación que no crea pa rentesco debido a que las desigualdades entre las familias de nacimiento y las adoptivas favorecen a estas últimas y se mantienen muy presentes en las prácticas adoptivas estadounidenses (Modell, 2002: 70). Al igual que J. Modell para el caso de Estados Unidos, Claudia Fonseca ha trabajado durante los últimos veinte años sobre la adopción en y desde Brasil. Sólo un año después de la publicación del artículo de J. Terrell y J. Modell (1994), C. Fonseca publicaba un libro (1995) que reunía y ampliaba un conjunto de artículos publicados previamente en los que había acuñado y definido el concepto de circulación de meno res para referirse a las diversas redes de sociabilidad encargadas de la crianza de hijos e hijas entre las clases populares brasileras. En aquel temprano libro, Fonseca iniciaba también el estudio de las cada vez más frecuentes adopciones de menores brasileros por familias extranjeras, al
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que dedicaría luego una parte sustancial de sus investigaciones y don de proponía considerar como posibilidad, especialmente para los niños adoptados no siendo bebés, la puesta en práctica de una filiación «adi tiva» capaz de sumar la filiación adoptiva a la biológica. Posteriores tra bajos suyos han mostrado la eficacia de esas redes sociales en la crianza de niños y niñas, tan adecuadas como las familias nucleares, con los que no sólo ha cuestionado el sistema de adopción internacional brasilero implementado para adecuarse a la Convención de La Haya de 1993, sino también la aplicación indiscriminada de tratados y convenciones interna cionales que no incluyen —ni consideran— la existencia de prácticas cul turales diferentes a las del ámbito del parentesco euronorteamericano7.
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Como en otros países, la adopción transnacional en España se inició debido a la escasez de niños y niñas adoptables, lo que no significa la inexistencia o escasez de menores tutelados por el estado o en condicio nes de ser adoptados si se realizasen ciertas reformas legislativas8. Se 7. El cambio de siglo trajo consigo una «explosión» en los trabajos sobre adopción transnacional desde la antropología en forma de artículos, lo que se reflejó también a par tir del nuevo siglo en la aparición de diversos números monográficos Family Relations 49 (2000); Law and Society Review 36/2 (2002): Social Text 74/21 (2003) — coordinado por Toby Alice Volkman y Cindi Katz— , fue reeditado en 2005 como libro (Volkman, 2005); Journal o f Women’s History 19/1 (2007); Cbildhood 14 (2007) — no completamente de dicado a la adopción— y Journal o f Latin American and Caribbean Antbropology 14/1 (2009). Una tendencia similar se produjo en la publicación de libros conjuntos (Marre y Briggs, 2 009; Selman, 2 000; Volkman, 2005) y de monografías y etnografías sobre adopción transnacional (Dorow, 2006; Howell, 2006; Leinaweaver, 2009), así como en la realización de tesis doctorales, algunas de ellas realizádas por adoptados transnacionalmente (Hübinette, 2005; Kim, 2007). 8. En 2002, la presidenta de la Coordinadora de Asociaciones en Defensa de la Adopción y el Acogimiento (CORA), en su comparecencia ante la Comisión Especial sobre Adopción Internacional del Senado, solicitaba la «modificación de la legislación, el Código Civil en particular, con el objeto de clarificar las razones por las cuales los padres [biológicos] deberían perder la custodia de sus hijos. De esta manera, los menores insti tucionalizados podrían ser adoptados por familias españolas» (Comisión Especial sobre Adopción Internacional del Senado, 23 de septiembre de 2002). Hubo que esperar seis años, hasta finales de 2008, y a casi un año de sancionada la nueva Ley de Adopción Inter nacional, el 28 de diciembre de 2007, para que se constituyera una «Comisión Especial del Senado para estudiar la problemática de la adopción nacional y los temas afines relaciona dos con ella, como acogimiento, desamparo e institucionalización» (el subrayado es mío). El 1 de octubre de 2008 la prensa (La Gaceta.es, 1 de octubre de 2008) recogía la noticia de la aprobación por unanimidad por el Senado (DS. Pleno del 1 de octubre de 2008, p. 598)
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trata de una decisión facilitada por un bienestar económico que ha per mitido a las administraciones autonómicas asumir durante más tiempo la guarda y tutela de los alrededor de 30.000 menores que hay actualmente tutelados por diferentes administraciones estatales españolas (El País, 14 de noviembre de 2007, 18 de junio de 2009, 13 de julio de 2009). Lo que diferencia a España de Estados Unidos, Francia, Suecia o Irlanda, también con altos índices de adopción transnacional, es que en España, ese alto número e índice de adopciones transnacionales está acompañado del índice de natalidad más bajo de la Unión Europea (1,39 hijos por mujer) y probablemente del mundo, mientras que Francia (2,0), Suecia (1,9) e Irlanda (1,85) registraron los índices de natalidad más altos de la UE en 2007 (Reuters, 3 de julio de 2008), al tiempo que Estados Unidos registra el índice de natalidad más alto del mundo (El Periódico, 18 de enero de 2008) junto a uno también alto de adopción nacional y de acogimientos familiares. ¿Qué sucedió entre mediados de la década de 1980 y mediados de la primera década de 2000 para que España pasara de ser un país en el que algunas familias europeas buscaban niños o niñas para adoptar, a convertirse en el segundo del mundo en número de adopciones trans nacionales y el primero en adopciones transnacionales por habitante y por menor nacido vivo? Los anticonceptivos estuvieron prohibidos en España entre 1941 y 1978, cuando la anticoncepción fue despenalizada por decreto9 y se suprimieron los artículos del Código Penal que establecían que «vender, prescribir, divulgar u ofrecer cualquier cosa destinada a evitar la pro
de una propuesta (BO CG 26 de septiembre de 2 0 0 8 ,1, 79, p. 32) del PSOE, y de los grupos parlamentarios catalán y mixto —también recogida por la prensa unos días antes (Europa Press, 24 de septiembre de 2008)— de la creación de dicha Comisión Especial, publicada poco después en el Boletín Oficial de las Cortes Generales (BOCG, 6 de octubre de 2 0 0 8 ,1, 88, p. 6). Según explicó el portavoz de Educación, Política Social y Deporte del Grupo Socialista en, el Senado, Mario Bedera, el objetivo es conocer por qué habiendo alrededor de treinta mil menores bajo distintas formas de tutela del Estado, de los cuales un 10% reuniría los requisitos para ser adoptado, sólo se adoptan unos ochocientos niños y niñas españoles por año, mientras que las adopciones internacionales están en torno a las cinco mil anuales. Cinco o seis años resultan demasiados para empezar a estudiar algo que parecía tan evidente en 2002, lo que hace pensar que, tras la actual iniciativa está el incremento de la espera de las adopciones transnacionales registrado desde 2005 que ha producido una disminución en las adopciones transnacionales en 2006, 2007 y 2008, debida más a las dificultades de tramitación que a una disminución de las solicitudes, con el consecuente perjuicio económico para las entidades intermediarias, y económico y emocional para las familias. 9. Real Decreto 2275/78 (BO E de 25 de septiembre de 1978).
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creación era delito». En 1981, se aprobó la ley de divorcio10. La esteri lización quirúrgica voluntaria fue despenalizada en 1983, y en 1985 se despenalizó el aborto bajo tres supuestos aunque no a libre demanda, lo que está actualmente en pleno proceso de reforma11. Un conjunto de medidas que posibilitaron un control de la natalidad que se mantiene y consolida, como lo muestra la propuesta de nueva ley del aborto y la venta libre de la pastilla postcoital12. España pasó de tener uno de los índices de natalidad más altos de la UE (2,8 hijos por mujer) en 1975, a tener el más bajo (1,17) en 199513¿ una tendencia que también siguió el índice de nupcialidad que descen dió desde el 7,60 en 1975 al 5,04 en 200414, actualmente en la media de la UE. Si bien, después de 1995, la natalidad comenzó a recuperarse, en parte por las parejas con alguno de sus miembros extranjero, en 2007 estaba en 1,39 hijos por mujer, en último lugar de los países de la UE (El País, 4 de octubre de 2008) cuya media era de 1,52 hijos por mu jer15. Un bajo índice de natalidad acompañado de la media más alta de
10. Ley 30/1981 (BOE de 20 de julio de 1981). Esta ley ha sido modificada por la de 15/2005, de 8 de julio, por la que se modificaron el Código Civil y la Ley de Enjuicia miento Civil en materia de separación y divorcio, con el objeto de agilizar los trámites al suprimir la exigencia de separación previa. 11. Ley Orgánica 9/1985 (BOE de 12 de julio de 1985). 12. La V Encuesta Bayer Schering Pharma sobre Anticoncepción realizada en España en 2007 ha mostrado que el uso de los métodos anticonceptivos ha pasado del 49 % en 1997 al 80% en 2007 con la consolidación de la píldora y e:l preservativo como métodos seguros y reversibles en detrimento de los irreversibles como la esterilización femenina (4,1% ) y masculina (4,3% ) y otros sistemas como el método Ogino (0,5% ), los parches y anillos (4,3% ) o el coitus interruptus (2,5% ). El preservativo es el usado por el 38% de los usuarios mientras que la píldora se sitúa en el 20,3 %, muy lejos del perfil europeo, donde la píldora es el anticonceptivo más usado (49 % en Francia, 3 8 % en Alemania, 31 % en Reino Unido y 29% en Italia) (La Voz Digital.es, 24 de octubre de 2007). En algunas comunidades autónomas, como Cataluña, se ha propuesto considerar la posibilidad de aborto libre hasta las catorce semanas (La Vanguardia, 22 de abril de 2008), así como permitirlo hasta las veintidós, por malformaciones o «si las condiciones socioeconómicas de las gestantes son desfavorables» (El Periódico, 21 de abril de 2008). 13. A finales de los años setenta, en un hospital de Barcelona se atendían cien par tos diarios, mientras que actualmente no se superan los 3.500 anuales, de los cuales, un 5 4 % corresponde a mujeres inmigrantes. «Entrevista al jefe del servicio de Ginecología y Obstetricia del Hospital del M ar de Barcelona» (El Periódico, 22 de abril de 2008). 14. Instituto Nacional de Estadística, Indicadores Demográficos Básicos (http://www. in e.es/in ebase/cgi/um ?M =% 2Ft20% 2Fp318& 0=in eb ase& N =& L =0). 15. Cataluña, la comunidad autónoma española con el mayor índice de adopciones internacionales por habitante de España y del mundo, tenía un, índice de natalidad de 1,14 en 1995 y llegó a 1,46 en 2007 como consecuencia de la natalidad inmigrante, cuyos índices fueron en 2007 de 1,97 frente al 1,33 de la población no inmigrante. Mientras
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edad a la primera maternidad de la UE desde 1997, que pasó de 28 años en 1976 a 32 en 2006. Un estudio de 2006, cuyos resultados se difundieron a principios de 2008, indica que seis de cada diez mujeres españolas consideran que los hijos truncan su vida laboral, siete de cada diez en el caso de mujeres de entre 30 y 39 años. El 56% de las 10.000 mujeres del estudio asegu ró que la maternidad les obligó a reducir su actividad o interrumpir su trabajo, el 28 % se manifestó convencida de que, tras tener a su primer hijo, se le cerraron las puertas a las oportunidades de promoción en el empleo, el 17 % reconoció haber tenido que dejar de trabajar definiti vamente y el 8 % aseguró haber sufrido discriminación en su entorno profesional, el 42,6 % de las mujeres entre 20 y 44 años manifestó que no había tenido hijos aún y el 19,4% afirmó no querer tenerlos, una tendencia incrementada entre las mujeres de mayor nivel educativo que tienen menos hijos y lo hacen más tarde, a los 33,5 años de media (Del gado, 2007)16. La incorporación al mercado laboral de la mujer en igualdad de condiciones con el hombre continúa siendo una asignatura pendiente en España. Las mujeres y los jóvenes —por lo que en las mujeres jóvenes se duplica la desventaja— siguen siendo los grupos con el índice más alto de desempleo, así como con los peores contratos y salarios. Asimismo, la ausencia y demora en la implementación de políticas de conciliación de la vida laboral y familiar ha sido, en cambio, sustituida por una am plia difusión y liberalización de nuevas formas de reproducción, como la reproducción asistida y la adopción transnacional. En los últimos años se han producido avances17, así como hechos de un cierto valor simbólico, como la designación de mujeres al frente del Senado y del Parlamento por el anterior gobierno del Partido Popular, la conformación de un gabinete ministerial con igual número de hom-
que en 2007 los nacimientos de menores de padres extranjeros crecieron el 16,5% en Cataluña, los de padres españoles decrecieron el 2,8 % (Institut d’Estadística de Catalunya [Idescat], 27 de noviembre de 2008). 16. Un informe de la Fundación Madrina de 2008 señaló que el embarazo es la prime ra causa de despido entre las mujeres en España http://www.bebesymas.com/2008/03/06el-embarazo-es-la-primera-causa-de-despido-entre-las-mujeres, consultado el 6/10/2008. 17. Ley de promoción de la autonomía personal y atención a personas en situación de dependencia (BO E de 15 de diciembre de 2006), Ley orgánica para la igualdad efecti va de mujeres y hombres (BOE de 23 de marzo de 2007), Plan de Fomento del Alquiler (BOE 11 de enero de 2008), Ley de Conciliación de la vida laboral y familiar para ayu dar a las mujeres embarazadas y madres a través del permiso de paternidad, una ayuda de 2.500 euros por hijo que nace y ampliación de lasf'guarderías públicas.
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bres y mujeres, la designación de una mujer embarazada como Ministra de Defensa y de otras a cargo de dos de las tres vicepresidencias del poder ejecutivo por parte del Partido Socialista. Sin embargo, la reper cusión que todo ello ha tenido en la prensa nacional e internacional18, da cuenta de su excepcionalidad. A la menor cantidad de hijos por mujer y la más alta edad a la pri mera maternidad de la UE, España sumaba en 2007 — año en que la crisis no era aún la razón de todas las dificultades relacionadas con el (des)empleo en España— el último lugar de Europa en contratos de jornada reducida para mujeres — 8 % frente al 48 y 41 % de Holanda y Suecia, respectivamente— y el primero en contrato femenino temporal y precario —5 0 % del total de mujeres trabajadoras frente al 20% de sus homónimos hombres (El Periódico, 7 de abril de 2007)— . Asimis mo, el Barómetro de Clima Laboral Accor 2008 señaló que, mientras en Europa el porcentaje de conciliación de la vida laboral y familiar ascien de al 80% , en España es sólo del 66% y, lo que es peor, está en ocho puntos menos que en 2005, lo que la sitúa, también en este indicador, a la cola de Europa (El País, 27 de septiembre de 2008). Con estos indicadores, quizás resulte 'menos llamativa la trascen dencia adquirida por la designación de una mujer embarazada — de 37 años por otra parte— como ministra de Defensa, al tiempo que proba blemente resulten más significativas las consideraciones de la vicepresi denta del Gobierno —una mujer al final de la década de los cincuenta sin familia— cuando señaló que «no sólo se trata de una curiosidad, también es símbolo de la España que queremos construir», [en la que ninguna mujer tenga que] «elegir entre un trabajo y un hijo», [lo cual] «sea realidad más pronto que tarde para todos los niveles, para todas las españolas y en todos los lugares» (El Periódico, 23 de mayo de 2008). M ás allá de las intenciones, las decisiones, las estadísticas y sus re percusiones, en una versión aumentada —que no corregida— de la in formación proporcionada por J. Qvortrup (2005 : 1) sobre que el 4 0% de las mujeres alemanas que trabajaban en la academia no tenían hijos, y de los resultados mostrados por el estudio de 2006 (Delgado, 2007) que señalaban las dificultades que manifestaban las mujeres al desarro
18. El The Daily Telegraph bautizó a las ministras designadas en el último inicio de legislatura como las «zapettes» (The Daily Telegraph, 17 de abril de 2008; The Independent, 16 de abril de 2008; The Sunday Times, 20 de abril de 2008). Silvio Berlusconi, cuando fue nuevamente primer ministro italiano, dijo que el gabinete de Zapatero era «demasiado rosa» y que con tantas mujeres tendría muchos problemas para gobernar (The Independent, 20 de abril de 2008).
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llar al mismo tiempo su profesión y la maternidad, interesa señalar que las siete últimas plazas numerarias cubiertas en los últimos diez años en un departamento de ciencias sociales de una reputada universidad espa ñola, fueron ocupadas por siete personas —cinco mujeres y dos hombres en la década de los cuarenta— sin familia, algunas de las cuales, poste riormente, adoptaron transnacionalmente. A principios del siglo xxi, diversos observadores señalaron que está bamos entrando en un nuevo mundo de la reproducción que incluía tec nologías médicas de intervención genética, gestacional y de parentalidad, así como la globalización de la adopción (Akker, 2001: 148). Se trata de una observación que no ha hecho sino confirmarse y, si acaso, incremen tarse a lo largo de la primera década del siglo xxi en España. En los últi mos tiempos la prensa se ha hecho eco de numerosos embarazos, partos y maternidades por subrogación entre «famosos»19. Se trata, en la mayor parte de los casos, de maternidades en edades en que médicos y biólogos coinciden en que las posibilidades de engendrar mellizos disminuyen sus tancialmente, al tiempo que algunos han confirmado haber recurrido a la reproducción asistida, no sólo para programar una maternidad acorde con una muy apretada agenda profesional, sino también para reducir al máximo el «parón» profesional al que la misma obliga. A diferencia de lo que suele creerse, estas prácticas no quedan cir cunscritas al ámbito de la gente «famosa». En julio de 2008, el Congreso de la Asociación Europea de Embriología y Reproducción Asistida reali zado en Barcelona, señaló que en 2005 se habían hecho en España cerca de 42.000 ciclos de tratamientos de FIV (El País, 9 de agosto de 2008), una información que confirmaba una anterior que daba cuenta de la escasez de «óvulos y semen de todas las razas» que padecían las clínicas de reproducción asistida de Cataluña, donde la demanda de ovocitos y esperma se había duplicado en los últimos cinco años (El Periódico, 24 de junio de 2008). Esta demanda, sin embargo, no debería ser sólo atribuida a cierta forma de «turismo reproductivo», aunque también. En el II Congreso
19. Pueden mencionarse los recientes mellizos —un niño y una niña— de Angelina Jolie y Brad Pitt (El Periódico, 26 de julio de 2008), los de Jennifer López —también un niño y una niña— (El Periódico, 20 de marzo de 2008) o los de Lisa Presley — en este caso dos niñas— (El País, 11 de octubre de 2008), todas ellas en la década de los cuarenta, la maternidad en solitario — también de dos niñas— de la baronesa Thyssen (ABC.es, 1 de agosto de 2006), en la década de los sesenta, o la paternidad en solitario — esta vez de dos niños— de Ricky M artin (El Periódico, 22 de agosto de 2008), estos últimos a través de subrogación.
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Internacional del IVI (Instituto Valenciano de Infertilidad)20, celebrado en Barcelona entre el 19 y el 21 de julio de 2007, su director señaló que el número de mujeres jóvenes que congela sus óvulos para poder dedicarse a su profesión y más adelante recuperarlos, no sólo está cre ciendo, sino que se produce a edades cada vez más tempranas y sin que medie una enfermedad que lo indique, ya que se produce como un mecanismo de regulación de la fertilidad porque, señaló, «la mujer que está estudiando y acaba la carrera, congela sus óvulos y desarrolla su carrera profesional» y «cuando quiere tener hijos, tiene guardados unos óvulos de 22 años y no tiene que recurrir a una donante». Ello le permi te, agregó, «liberarse del problema de combinar la vida profesional con tener un hijo» y «funciona mejor que las políticas de natalidad», ya que «tener una guardería en el lugar de trabajo no va a hacer que las mujeres tengan más hijos» (El Periódico, 27 de septiembre de 2007). Asimismo, en un congreso sobre Diagnóstico Preimplantacional rea lizado en Barcelona se confirmó que los centros de reproducción asis tida atienden cada vez más mujeres que «rondan los 40 años y que se plantean tener un hijo por primera vez sin saber que, a esa edad, lo más habitual es que ya hayan agotado su reserva de óvulos capaces de dar lugar a un niño sano» (La Vanguardia, 22 de abril de 2008). El inicio de la incorporación de la mujer al mercado laboral que per mitió a muchas mujeres solas mantener a sus hijos consigo, reduciendo los menores disponibles para la adopción nacional, también incidió en Espa ña en el retraso de la maternidad, especialmente entre mujeres de clases medias que prefieren no tener hijos antes de consolidarse laboralmente, muchas de las cuales acuden a la adopción transnacional para remediar esa «estructural» infertilidad inducida por las condiciones laborales. Las adopciones transnacionales en España no son, por tanto — o al menos no lo son mayoritariamente—, el resultado de «guerras injustas», como lo fueron las de Corea o Vietnam, o de decisiones «injustas», como la política china del hijo único, aunque las favorezcan y faciliten. En el caso de España, parecen ser, al menos en parte, una forma de externalización de ciertas funciones reproductivas como el embarazo, el parto y los primeros tiempos de un hijo o hija. Esta posibilidad, en términos de poder, de constituir una familia más allá de cierta edad o a pesar de ciertos problemas de infertilidad, se incrementó durante la década de 1980 en algunos países del Occiden 20. Una clínica privada de reproducción asistida, originaria de la Comunidad Va lenciana, actualmente con sede en distintas comunidades autónomas españolas, Cataluña entre ellas.
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te desarrollado y durante los años de 1990 en España, no sólo por el desarrollo de las técnicas de reproducción asistida, sino también por las consecuencias de las desigualdades de distinto tipo que garantizan las condiciones necesarias para la producción de niños y niñas para la adop ción. Se trata de factores que han permitido esa «externalización», es decir, la «deslocalización» de ciertas funciones reproductivas hacia paí ses — en realidad, madres, es decir, mujeres— más baratos en India, China, Nepal o algunas naciones del Este de Europa, de América Latina o de Africa —a veces incluso siguiendo la «ruta» de la deslocalización de ciertas funciones productivas. E. J. Graff (2008) ha señalado que para muchas familias estadouni denses, la adopción transnacional resulta «más segura, más fiable y con más probabilidades de éxito» que las nacionales donde hay «un enor me miedo a que la madre biológica cambie de opinión a última hora», algo que no sucede en las adopciones transnacionales, señala la autora, favorecidas por un océano de por medio, pero también por la menor regulación existente en los estados donde se adopta, con poca legisla ción en temas de derechos de infancia, en los que, además, los padres — generalmente madres— biológicos, pobres y analfabetos, gozan de menor protección que en Estados Unidos. Son fundamentalmente las mujeres de las clases trabajadoras, empo brecidas o marginadas, quienes se encuentran ante una reproducción no deseada que se ampara en un «discurso sobre la moralidad y la familia» (Kertzer, 1993, citado por Ginsburg y Rapp [eds.], 1995: 4) y resulta en la (re)producción de niños 'y niñas para las clases medias locales e inter nacionales a través de distintos intermediarios que les «hacen el favor» de liberarlas del «problema» a través de una adopción, justificada en el «su perior interés del menor» establecido en la Convención de los Derechos del Niño —y de la Niña— que en noviembre de 2009 cumplió veinte años, porque proporcionará al niño o niña «una vida mejor» con una «buena» familia del «primer mundo» o de las capitales del «tercero». S. Colen (1995) demostró cómo las formas de violencia de género operan de manera conjunta —o complementaria— entre el Primer y el Tercer Mundo siguiendo a las mujeres caribeñas que dejaban a sus hijos con familiares en las islas para ir a Nueva York en busca de trabajos bien pagados, en los que cuidaban hijos e hijas de mujeres blancas de clase me dia que las contrataban por la ausencia de políticas públicas de apoyo, la imposibilidad de quedarse en la casa durante un tiempo por maternidad o una escasa o inexistente división sexual del trabajo. En España, si bien la contratación de ayuda para los hogares se ha incrementado desde 1994, facilitada por la inmigración femenina, ello
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no ha sido suficiente para muchas mujeres y familias que han debido recurrir a la adopción, es dpcir, a que otras asuman ciertas funciones reproductivas en su lugar. La diferencia entre éstas y las cuidadoras del Caribe que iban a Nueva York en busca de un mejor empleo sobre las que escribió S. Colen, es que no lo hacen como un trabajo bien remune rado. Ahora, como antes, la adopción no beneficia de ninguna manera a la madre biológica de un niño o a sus otros hijos e hijas, ni provee medios para mejorar su situación. Por el contrario, los beneficios van a parar a una larga cadena de profesionales, técnicos e intermediarios que no excluye a administraciones y gobiernos. En el caso de las madres biológicas, el beneficio consiste únicamente en evitar alguna forma peor de perjuicio, a pesar de que una adopción transnacional puede costar hasta 56.000 euros de los que sólo entre el 6 y el 10% (Leifsen, 2008) queda en el país de origen de los menores y nunca — o casi nunca— en manos de la madre biológica. En general, estas mujeres lo hacen por falta de recursos económicos, familiares o personales con que criar un hijo o hija, porque no pueden acceder a la contracepción, porque su pareja masculina ha tenido que emigrar inter na o internacionalmente, o porque una relación temporal las ha dejado con un hijo o hija que no puede mantener a su lado. Otras son víctimas de abusos sexuales o violaciones, muchas tienen otros muchos hijos e hijas para mantener, o son engañadas como sucedió con E l arca de Zoé y el avión de niños y niñas que fletaba hacia Francia con supuestos huér fanos de la guerra de Darfur, cuando en realidad eran niños y niñas del Chad con familias. Otras simplemente continúan dejando sus hijos e hijas en una institución cuando su situación no les permite hacer frente a su cuidado, o durante el invierno, con la idea de volver a buscarlos en el momento que la situación o el clima mejore, y al volver se encuentran con que sus hijos o hijas han sido dados en adopción, como ha mostra do C. Fonseca en diversos trabajos sobre adopción en Brasil, o como he escuchado en relatos de familias adoptantes.
PARA SE G U IR P E N SA N D O
En más de diez años trabajando en «nuevas» formas de reproducción, adopción internacional y técnicas de reproducción asistida, ha habi do muchos momentos y situaciones en las que he pensado y me he preguntado sobre aspectos éticos de mi trabajo. Y no incluyo en ese pensar o preguntar (me), como señalaba Caplan, cosas tales como soli citar autorización ante los comités de ética correspondientes o a aquellas
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personas con quienes trabajaba, o mi compromiso en relación con la protección de sus datos, su anonimato, o compartir los resultados del mismo, ineludibles e inherentes a la disciplina. M e refiero, más bien a cómo considerar ciertos aspectos de las prácticas sociales observadas y analizadas, sin caer en la dicotomía universalismo versus relativismo, por saber que el campo de la ética antropológica, como el de la ética social, es cambiante, pero tampoco sin eludir los aspectos éticos o morales. Es posible que la frecuencia de ese preguntar(me) tuviera relación con el hecho de que tanto la reproducción asistida como la adopción invocan, al tiempo que desafían, dos profundos tabúes culturalmente ro deados de silencio en nuestra cultura (Howell, 2006): el de que los pa dres —en especial las madres— no deberían dar sus hijos y el de que no tener descendencia es todavía causa de dolor, de vergüenza o requiere de explicaciones y/o justificaciones, en la medida en que diversas disciplinas han mostrado que convertirse en madre o padre es considerado un logro importante en el desarrollo de la persona, en tanto profundiza la autoconcepción, amplía las conexiones con la comunidad y actúa como un puen te con el pasado y las generaciones futuras (Akker, 2001; Homes, 2008). En ese sentido, las «nuevas» formas de reproducción cuestionan la frase con que hasta no hace mucho tiempo se definía al parentesco euronorteamericano de base biogenética según el cual «madre hay una sola», por lo que cualquier forma de pluri o multimaternaje, inherente a la adopción, la subrogación y la reproducción asistida a través de dona ción de embriones o de material genético reproductivo, resulta, cuanto menos, incómoda. Una incomodidad que, en el caso de España, a diferencia de otros países europeos o norteamericanos, la legislación ha interpretado ga rantizando el anonimato de quienes han donado material genético re productivo, embriones o hijos e hijas, prohibiendo el contacto entre do nantes y receptores, aún a costa de correr el riesgo de negar al producto de esa donación, los hijos e hijas, el derecho a su propia historia. Se trata de una legislación que al asignar, tanto al material genético reproductivo como a los hijos e hijas, el carácter de «don-ac(c)ión» y no de «mercancía» (gift y commodity en sus acepciones inglesas), siguiendo, probablemente, el camino iniciado a principios del siglo xx por la san gre y continuando, más recientemente, por los órganos, intenta impedir que quien dona se lucre con la «venta» de materiales necesarios para la supervivencia del individuo y la especie (Marre, 2009). Sin embargo, los datos etnográficos, los estudios científicos y la pren sa a menudo dan cuenta del hecho de que muchas «donaciones», tanto de
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material genético reproductivo como de hijos e hijas o de órganos, invo lucran considerables sumas de dinero que no son recibidas por quienes «d(on)an» aunque sí desembolsadas por quienes «reciben» la «donación». Esos mismos datos etnográficos, estudios y medios de comunicación a menudo también dan cuenta del hecho de que muchas «donaciones» se originan en la necesidad (El País, 21 de abril de 2006, 9 de mayo de 2008, 3 de marzo de 2009; El Periódico, 18 de noviembre de 2007). No es difícil hallar en un breve recorrido por la prensa o los materia les etnográficos sobre adopción, relatos sobre madres que han d(on)ado — o aband(on)ado— un hijo o hija por no poder (man)tenerlo. Tampoco es difícil hallar artículos de prensa o científicos que señalan que muchas donaciones de órganos se realizan por necesidad (Ferrado, 2009; Sche per-Hughes, 2000), como no lo es, salvando las distancias, oír a algunos estudiantes universitarios alentarse entre sí a donar sangre cuando se realizan las campañas anuales en las universidades para «desayunar me jor», o escuchar antiguas historias de estudiantes que recurrían a la do nación de semen para «mejorar la precariedad de la vida universitaria». Si bien las campañas destinadas a convocar a donantes de óvulos suelen apelar a la solidaridad de jóvenes estudiantes, proponiéndoles «hacer algo el próximo verano de lo que enorgullecerte» porque «lo que te hace extraordinaria no es tener óvulos, sino donarlos», no es menos cierto que los datos etnográficos también dan cuenta de que algunas jó venes suelen ser abordadas en los pasillos universitarios con la pregunta: «¿Quieres ganar un dinerito?», así como hay quienes donan para hacer frente a algún gasto imprevisto o a una necesidad. Si bien quienes «reciben» la donación, lo hacen por necesidad, ésta se menciona menos, probablemente porque la desigualdad —socioeco nómica— entre «donantes» y «receptores» tiende a desdibujar la nece sidad de los últimos. Como han señalado algunos estudios sobre mater nidad subrogada, aunque ésta ha posibilitado la alianza entre mujeres, también ha introducido jerarquías cuando la gestación es subrogada por mujeres de distinta clase y/o etnia a la que pertenece la madre de intención, que es lo que suele suceder habitualmente. Algo similar ocu rre en la adopción. Como ha señalado J. M odell (2002), para que una adopción —legal— exista, es necesario que alguien sea incapacitado para que otra persona pueda ser declarada capaz, especialmente cuan do, como es conocido, la inmensa mayoría de los menores adoptados no son huérfanos, sino huérfanos sociales. Ahora bien, ¿por qué esta donación requiere de la ausencia de con tacto entre donantes y receptores, como prescriben las leyes españolas para los usuarios de técnicas de reproducción asistida y de adopción
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y como promueven los convenios internacionales para las adopciones internacionales? En los últimos años hemos asistido al surgimiento y crecimiento de un movimiento global «concienciado» que propone la progresiva supre sión de intermediarios en la circulación de productos entre partes en desigualdad de condiciones porque reducen el beneficio de los produc tores al tiempo que incrementan los precios, a veces incluso estimulan do una demanda artificial y opacando los procesos. Más recientemente, se ha difundido la decisión del Comité de Cé lulas Madre del Empire State, estado de Nueva York, de fomentar eco nómicamente la donación de óvulos para investigar la clonación tera péutica a través del pago de hasta 10.000 dólares a las mujeres que donen óvulos para la investigación científica. Una decisión que ha sido recibida negativamente por quienes temen que las mujeres de bajos re cursos acudan demasiado a ella ignorando los riesgos que comporta y, positivamente, por quienes consideran que la investigación científica que permiten reporta beneficios para muchos, económicos incluidos (Elmundo.es, 30 de junio de 2009), de los que no han de ser excluidas las mujeres que producen los óvulos. Si bien, como se ha señalado, en el caso de España, las leyes requie ren del anonimato de los y las donantes —productoras— de material genético reproductivo y de hijos e hijas, y de la existencia de intermedia rios que impidan el contacto entre partes y el lucro de los y las «donan tes»21, sólo muy marginalmente han surgido algunas voces que reclaman claridad y control de las intermediaciones, mayor transparencia de los procesos, sus costos y destinatarios de los desembolsos, «visibilización» de los y las donantes y reconocimiento del derecho de los hijos e hijas adoptivos y nacidos a través de adopción de embriones o de donación de material genético reproductivo a su propia historia (Marre, 2009). ¿Cuál debería ser, si acaso cabe alguna, la posición de antropólogos y antropólogas ante la multiplicidad de matices inherentes a las prácti cas culturales relacionadas con las «nuevas» formas de reproducción? ¿Se debería, como hicieron en 1968 los textos publicados por Current Anthropology bajo el título «Simposio sobre Responsabilidad» ape lar a la responsabilidad de los y las antropólogas hacia la gente estudia da, revisar la relación entre antropología y colonialismo —incluido el interior— y/o reconocer la relevancia de la antropología en un mundo rápidamente cambiante? 21. http://w w w .elm undo.es/elm undosalud/2009/06/26/m ujer/1246006682.htm l (consultado el 30 de junio de 2009). '
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¿Se debería, siguiendo el trabajo de J. Barnes (1963), reconocer la dificultad para separar ética de política —y, actualmente, ética de econo mía y/o negocios— aunque reclamando la necesidad de un código ético profesional para la antropología española que recuerde a etnógrafos y etnógrafas que hay temas que no pueden ser ignorados y/o silenciados? ¿Se debería proponer, como lo hicieron los libros fundacionales so bre antropología y ética de los setenta (Hymes, 1972; Berreman, 1981; Asad, 1973; Huizer y Mannheim, 1979) una reinvención de la antro pología como un proyecto personal y disciplinario, en el que la ética responda al deseo de que la antropología contribuya al incremento del bienestar de la humanidad además de centrarse en saber al servicio de quién o cuál es realmente su función o su propósito, y cuál su utilidad para la gente investigada? ¿Se debería, como sugirió la antropología feminista y postmoder nista de los ochenta, centrarse en las relaciones de poder y reflexionar sobre el lugar desde el cual se hace etnografía y los efectos produci dos sobre quienes se estudia? ¿Se debería, siguiendo a N. Scheper-Hughes (1995), aceptar que el rol de antropóloga y el de companheira no son incompatibles e involu crarse, esforzándose por lograr un posicionamiento? ¿Se debería propiciar esa institucionalización de las auditorías, ins pecciones o controles de calidad, con el objeto de asegurar estándares y «transparencia» que M. Strathern (2000) definió como una forma de «auditar las culturas»? Entretanto se logran acuerdos mínimos, quizás merezca la pena re cordar que Barnes en 1963 definió al etnógrafo competente como alguien que si bien aprende a vivir con mala conciencia, sigue afectándole.
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DE MUSEOS DEL SABER A MUSEOS DE LOS PUEBLOS. EL LUGAR DE LOS ANTROPÓLOGOS1 F e rn a n d o M on ge Departamento de Antropología Social y Cultural Universidad Nacional de Educación a Distancia
IN T R O D U C C IÓ N : LO S M U SE O S E N LA ACTU ALIDA D
Durante los últimos años los museos están sufriendo una serie de trans formaciones radicales. Están cambiando sus funciones, su relación con las culturas que representan y han pasado de ser espacios en los que se colecciona, conserva, investiga y muestra, a espacios de polémica y de discusión en los que las voces que se elevan en contra o a favor de los mismos no son sólo las de los académicos sino las de los grupos representados o, incluso las de la sociedad en general (González de Oleaga y Monge, 2009; Simpson, 2001: 1). Los museos han dejado de ser los templos en los que se expone el conocimiento, el arte de los es tados modernos, su visión del mundo de otros pueblos y culturas, para convertirse en espacios de interpretación y, a menudo, de lucha abierta entre los representados y aquellos que tradicionalmente tenían el poder de representarlos: los conservadores, los académicos y, en el caso de los museos etnográficos, los antropólogos. Los museos ya no son sólo templos neoclásicos en los que se ordena y se da sentido al mundo, en los que el visitante puede leer una historia u obtener una serie de con 1. En este artículo las descripciones que hago de los museos son producto de mis propias visitas; se corresponden, por lo tanto, con las fechas en las que las realicé, en algunos casos en distintos años y en sucesivas ocasiones, y no tienen por qué correspon der con el modo en el que los museos están ahora organizados. He preferido sacrificar la información y las citas a favor de una reflexión más personal que fomente una actitud más crítica hacia los museos. He tratado, asimismo, de mostrar la llamada antropología de los museos como un espacio en transformación.
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clusiones recorriendo sus galerías; en los museos actuales la vista ha de jado de ser el único de los sentidos en juego: en muchos casos podemos tocar los objetos expuestos, ver pequeñas películas, escuchar canciones e, incluso, hablar con aquellos que han producido esos objetos. En los museos actuales lo representado ya no es sólo un objeto valioso y único, lo efímero también tiene su espacio, y compite con otros espacios en los que los ciudadanos, los turistas emplean su tiempo. Se han convertido en lugares de visita obligatoria para aquellos que quieren conocer una ciudad, no importa que lo expuesto poco ten ga que ver con la ciudad misma, y constituyen una de las instituciones donde los estados, las ciudades, hacen gala de su importancia, refina miento, historia o capital cultural. En los museos, como en los grandes almacenes o los centros comerciales, se puede pasear, comer, tomar un refresco o ir de compras; de hecho, en muchos de ellos se puede dejar a los niños bien cuidados durante algunas horas o, incluso, inscribirlos en campamentos de día durante los periodos de vacaciones escolares2. ¿Qué mejor sitio que ese bastión de seguridades para dejar a nuestros hijos y emplear nuestro tiempo libre en ciudades que no conocemos? En España, sin embargo, los museos apenas son objeto de polémica. Ocasionalmente se discute sobre ellos: cuando el Estado decide impo ner un precio de entrada a todos los ciudadanos alegando que es una medida impuesta por la Unión Europea (cuando la Unión Europea lo que denunciaba era la discriminación de los de otros países de la UE, que tenían que pagar una entrada cuando los españoles entraban gratis), o la necesidad de «hacer valer» la cultura cobrando en los museos de las administraciones públicas para impedir que los jubilados pasen en ellos las tardes de lluvia. Algunas exposiciones estelares, a menudo en gira por distintos países del mundo, se convierten en fenómenos mediá ticos y, otras, en acontecimientos sociales: «Hay que ir». Sin embargo, no suelen ser espacios de polémica, se discute la ampliación del Museo del Prado, pero no el modo o lo que se expone en sus salas; se discute a ciertos artistas de vanguardia o aquellas exposiciones que buscan de safiar la estética o las concepciones de los visitantes; sin embargo, no se discute cómo el museo nos muestra el mundo. Tengo la sensación de que el museo sigue promoviendo un espectador pasivo, como si fuera una televisión en la que ni siquiera podemos cambiar de programa porque el mensaje que emite suele ser único, canónico. 2. En muchos museos de Estados Unidos también se pueden celebrar fiestas priva das o banquetes destinados a conseguir posibles benefactores. Para una breve introduc ción a los museos y sus transformaciones, véase González de Oleaga y Monge (2009).
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Algunos museos o, mejor dicho, los edificios que los albergan, se con vierten en protagonistas. Poco importa qué aloja el Museo Guggenheim de Bilbao3, pues lo importante es visitar el edificio diseñado por Frank O. Gehry, o si el Museo de la Ciencia de Valencia, cuyo nombre real poca gente conoce4, contiene buenas exposiciones, ya que lo que impone es la inmensa construcción de Santiago Calatrava; o si el Museo Nacional de Arte Romano de Mérida (MAR)5, diseñado por Rafael Moneo, con tiene buenas colecciones. Por supuesto, muchos de los grandes museos tradicionales están alojados en edificios con un gran valor intrínseco, nadie discute su belleza o el interés de hacer una visita. ¿Qué es lo que llama más la atención al visitante? Cuando hablamos de la bondad de- los museos nos estamos refiriendo a su calidad, a lo extraordinario de sus colecciones, a la calidad de la experiencia que nos ofrecen, apenas discutimos su valor ético, su relación con la sociedad o la cultura que reflejan, con nuestra propia perspectiva del mundo. Parece que sólo pueden gustarnos más o menos pero no molestarnos, insultar nos, engañamos. Los únicos casos que recuerdo en los que los visitantes reconocen el artificio que los construye, se producen cuando se trata de museos de otros países, culturas o identidades étnicas. En esos casos, puede uno mofarse de su falta de antigüedad, del valor «inferior» de lo mostrado, del nacionalismo pretencioso que esos mismos visitantes no reconocen en sus propios museos (que generalmente tampoco visitan si se encuentran en «su» ciudad). Sin embargo, la sensibilidad y capacidad crítica que los visitantes españoles muestran hacia los museos extran jeros no se manifiesta del mismo modo con los que existen en el país. Algunos, no obstante, pueden ser considerados polémicos por una parte de la ciudadanía que afirma una visión nacionalista particular, la espa ñola, por exclusión de otras como la catalana. Pero estos casos, como el Museu Nacional d’Art de Catalunya (MNAC)6, apenas incomodan, basta con no visitarlos. Sin duda, los nacionalistas son los otros y nuestros museos contienen valores auténticos. Cuando normas como la Ley de
3. http://www.guggenheim-bilbao.es. 4. Su nombre es Museo de las Ciencias Príncipe Felipe y forma parte de la Ciudad de las Artes y de las Ciencias, http://www.cac.es. 5. http://museoarteromano.mcu.es. Por cierto, el valor de los arquitectos estrella es tal que no deja de ser curioso el modo en el que se integra su nombre en el museo. En este caso la página web oficial indica para sorpresa del lector: «El 19 de septiembre de 1986 se inauguraba la sede actual del Museo, obra de Rafael Moneo Vallés, exponente clave de la Romanización de Hispania, explicada a través de las piezas recuperadas del yacimiento emeritense» (la cursiva es mía). 6. http://www.mnac.cat.
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la M em oria Histórica han generado tanta controversia, ¿cómo es posi ble que los museos sean en España tan poco polémicos? Antes de tratar de ofrecer algunas posibles respuestas a esta pregunta, abordaré algunos casos de otros países y me centraré, de forma particular, en aquéllos más relacionados con la antropología y los antropólogos.
LOS MUSEOS EN ESTADOS UNIDOS Y CANADÁ: LA EMERGENCIA DE LAS MINORÍAS
En 1989 tuve la ocasión de asistir a la celebración del centenario del estado de Washington en los Estados Unidos. Entre las celebraciones programadas se realizó una exposición conmemorativa de las culturas nativas del estado en el Museo Burke de Historia Natural y Cultura de la Universidad de Washington7, en Seattle. El modo en el que se mostraron las piezas representativas de las distintas culturas me sorprendió por su fragmentación. Por un lado, los conservadores-antropólogos exponían, contextualizadas en vitrinas, algunas de las piezas más interesantes de cada grupo, piezas que en su opinión representaban a esos grupos; por el otro, en la parte opuesta de la sala, los representados se representaban a sí mismos con carteles, fotos, paneles informativos y algunos objetos. En el espacio de los antropólogos, a primera vista, se representaba el pasado (¿acaso los museos no se especializan en eso?), mientras que el es pacio que los nativos habían utilizado hablaba del presente y del futuro. Sin embargo, la división no era el resultado de una serie de decisiones exclusivamente científicas o académicas, la exposición había terminado por fragmentarse a causa de la imposibilidad de combinar la lógica y diseño expositivo que los antropólogos querían desarrollar con la de los propios nativos representados e invitados a participar. En primer lugar, existía el problema de qué objetos elegir. Muchos de los más valiosos objetos que almacena el museo no se pueden enseñar al público, ya que su valor ceremonial privado lo impide. Ni siquiera los investigadores invitados teníamos un acceso fácil a esas piezas. En segundo lugar, los nativos reclamaban una concepción distinta de su pasado y sentían una mayor urgencia por manifestarse como grupos vivos, con sus problemas y, en algunos casos, sus reivindicaciones. Tras intensas y difíciles nego ciaciones, la exposición se transformó en ese espacio fragmentado, des igual en sus técnicas y métodos expositivos, en los mensajes que trans
7. Burke Museum of Natural History and Culture, University of Washington (http://www.washington.edu/burkemuseum).
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mitía y, con todo, bien sugerente de las dificultades que debe afrontar una exposición de estas características. ¿Quién habla en representación de quién y qué es lo que dice? ¿A quién debemos escuchar? Cada sábado por la mañana, un grupo nativo era invitado por el museo para que bailara, cantara y se representase ante el público. A las puertas del edificio, frente a una de las esculturas más representativas de la institución (una ballena asesina esculpida por Bill Holm, artista y con servador, nativo y antropólogo), los nativos bailaban y cantaban. Gene ralmente los grupos actuaban con sus ropas tradicionales y explicaban a los espectadores el significado de canciones y bailes. A veces, entonaban en inglés oraciones a la tierra y la vida y, si llovía, terminábamos den tro del museo hablando con ellos. Las fronteras entre el exterior y el interior del museo no sólo se borraban físicamente, los representados se auto-representaban y, a veces, de modos bien sorprendentes, no sólo por la dimensión política y ética de sus espectáculos o actividades, sino por la chocante ropa de la que hacían uso. Su vestuario nativo parecía más el de algunas películas que han conformado el imaginario popular de lo que es ser nativo que los trajes tradicionales que la documentación, fundamentalmente colonial, había recogido. Apenas un año más tarde, el Congreso de los Estados Unidos apro baba la Ley de repatriación y protección de tumbas de los nativos ame ricanos (a partir de ahora, NAGPRA, Native American Graves Protection and Repatriation Act8; véase Simpson, 2001: 283-287; Mihesuah, 2000). La nueva ley establecía que todos los museos que recibieran fon dos federales deberían elaborar inventarios y sumarios de los objetos de las culturas nativas americanas que existían en sus colecciones y publi car dichos inventarios en el Federal Register, con la finalidad de que todos aquellos restos humanos, objetos funerarios, objetos sagrados del patrimonio cultural de los nativos americanos con descendientes acre ditados en organizaciones y culturas nativas, tanto indias como hawaianas, puedan ser repatriados a sus grupos de origen. Los museos debían crear un grupo de expertos que se ocupara de seguir las normas que dictaba la nueva ley, elaborar los inventarios, entrar en contacto con las comunidades nativas y atender todas las reclamaciones de repatriación siguiendo la normativa legal. Aunque la ley y los procedimientos que ésta indica son más comple jos de lo que he indicado brevemente, dicha normativa legal trataba de 8. Public Law 101-601,16 de noviembre de 1990. Para acceder a una rica informa ción sobre la ley, los programas de desarrollo e información relacionada con la implanta ción de la misma, véase http://www.nps.gov/history/nagpra.
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corregir el tratamiento claramente injusto que habían sufrido y todavía sufrían estas minorías. Ningún otro grupo en Estados Unidos ha sido despojado de los restos de sus antepasados, ni de los objetos relaciona dos con dichos enterramientos, tampoco han sido excavados sus cemen terios sin el consentimiento expreso de sus descendientes. NAGPRA no sólo reconocía esa capacidad de control por parte de los diferentes grupos tribales, sino el derecho de los nativos a poseer su propio pasa do, así como la soberanía tribal truncada por la ruptura de los tratados —firmados entre naciones con plenos derechos— que habían ratificado los Estados Unidos en su proceso de expansión hacia el oeste. NAGPRA, además, se convertía en una poderosa herramienta de reconstrucción y renovación cultural de los grupos nativos que solicitaban la repatriación de su patrimonio cultural, al fomentar el reconocimiento del valor de su historia y la creación de museos y centros culturales para acoger y promover ese patrimonio en las comunidades nativas. A diferencia de los museos públicos creados por los estados modernos para fomentar la ciudadanía educando a sus visitantes en una serie de valores artísticos, culturales e identitarios, los museos nativos surgían de las propias co munidades y de sus necesidades de afirmación cultural y grupal9. Más al norte, en Canadá, dos museos, el del Departamento de An tropología de la Universidad de la Columbia Británica (MOA)10, en Vancouver, y el Real Museo de la Columbia Británica11, en Victoria, exponen de modo espectacular y muy cuidado todo tipo de objetos de las culturas nativas de la Costa Oeste del Canadá. En el primer caso, un edificio de cemento armado, diseñado en niveles descendentes e iluminado funda mentalmente por luz natural, nos va introduciendo en el mundo de las culturas nativas de la región cultural que conocemos como Costa N o roeste. Las piezas mostradas, muchas de ellas impresionantes, se tratan de ubicar en el contexto en el que habían estado emplazadas originálmente en las propias culturas. Al lado de la gran sala y del jardín exte rior, un parque diseñado por varios de los artistas nativos más grandes del momento muestra unas casas tradicionales. El momento culminante de la visita tiene lugar en una sala cuidadosamente iluminada, donde se ubica la escultura de Bill Reid, Raven and the First Men, que explica el
9. Existe un documental de gran interés que aborda esta cuestión: Who Owns the Past. The American Indian Struggle for Control o f their Ancertral Remains, dirigido y pro-, ducido por Jed Riffe (Jed Riffe Productions, Berkeley Media, Berkeley, 2001). 10. Museum of Anthropology (MOA) at the University of British Columbia, Vancouver (http://www.moa.ubc.ca). 11. Royal British Columbia Museum, Victoria (http://www.royalbcmuseum.bc.ca).
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mito del origen del hombre. Para los visitantes el museo se convierte en una experiencia total en la que, al final, para los que aún tengan ganas y tiempo, se ofrece la posibilidad de curiosear por el «almacén visible» (yisible Storage12): los almacenes y vitrinas en los que se guardan las pie zas no expuestas, pero que pueden buscarse y observarse en el orden y modo que los visitantes deseen... Un poco más al fondo, hay una gale ría en la que otros artistas nativos contemporáneos hacen exposiciones temporales de sus obras. El museo promociona las obras de arte y las artesanías nativas, y en su tienda, situada a la entrada, se pueden adquirir desde reproducciones, libros, pósteres, CD y objetos de poco valor hasta grabados numerados y obras de arte firmadas, de gran valor. En Victoria (Columbia Británica, Canadá), antes de entrar en el Real Museo Provincial, se puede visitar un edificio en el que artistas nativos es culpen un poste totémico. Aquí, una vez más, las fronteras entre el exte rior y el interior, entre los conservadores y los artistas nativos, se diluyen. Una serie de postes totémicos marcan una de las entradas al museo (la otra se realiza a través de su tienda) y en el interior los visitantes no sólo pueden observar, sino convertirse, en algunos momentos, en testigos o en una parte de las exposiciones. El museo no sólo se compone de vitrinas o dioramas, o de espacios en los que se muestran las esculturas, ya que se puede transitar por la reproducción de una antigua calle de la ciudad, con cine mudo incluido, aprender sobre la vida de los grupos nativos de la región antes y durante la colonización, pasear por la galería dedicada a los primeros pueblos (First Peoples Gallery), o entrar en la casa del jefe Kwakwabalasami, Jonathan Hunt, un jefe KwakwaKa’wakw (antes cono cidos por los antropólogos como Kwakiutl) de Tsaxis (Fort Rupert). Su hijo, Henry Hunt, y sus nietos, Tony y Richard Hunt, construyeron y es culpieron esta casa para el museo, pero conservan los derechos de uso13. En ella se pueden escuchar las canciones privadas de la familia (un gran privilegio dado que su valor para la familia y la cultura es vital) y hacerse una idea bastante precisa de cómo era la vida en su interior y cuáles eran los significados simbólicos de los objetos gracias a la forma en que están expuestos y adornan y dan vida a la casa. En estas secciones el contexto que se ofrece a los visitantes para aproximarse y comprender el mundo
12. Pueden abrirse y curiosearse armarios, cajones y cajas en las que se guardan con criterio museológíco las decenas de miles de piezas que no se muestran, existen guías que permiten localizar piezas concretas (por supuesto, los cajones y las vitrinas están protegi dos por planchas de metacrilato que impide que se puedan tocar, desorganizar o sacar). 13. Los datos relacionados con la casa los he obtenido de la página web oficial del museo: http://www.royalbcmuseum.bc.ca/First_People_Gall/.
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nativo no se fundamenta exclusivamente en las explicaciones de los an tropólogos, sino en la de los propios nativos. El mensaje, a diferencia del que se ofrecía en la exposición del centenario del estado de Washington, no está fragmentado, sino que articula los dos registros comunicativos para ofrecer una experiencia más cercana al mundo representado y, pese a todo, ha sido criticado por mostrar las secuencias de una controvertida película etnográfica, In the Land ofthe Head-Hunters (En la tierra de los cazadores de cabezas), filmada antes de 1914 por el fotógrafo Edward S. Curtis y que hoy se titula de forma más políticamente correcta: In the Land o f the War Canoés (En la tierra de las canoas de Guerra, reeditada en DVD en el año 2000 por The Milestone Collection). Tanto las casas que se pueden visitar en los museos del Departa mento de Antropología (MOA) en Vancouver, como la que se encuen tra dentro del Real M useo Provincial de Victoria, representan un tipo distinto de galería de exposiciones, porque los visitantes no sólo dis curren entre los objetos-iconos que representan a los nativos o a un mundo pasado, sino que entran en los propios objetos, las casas y las calles, y la experiencia provoca una representación propia, ya que sin la presencia del visitante los nativos no actúan (y para ello los propios nativos también tienen que estar allí). Durante los últimos años, además de las transformaciones de los mu seos gestionados por instituciones como el Estado o las universidades, ha surgido otro tipo de museos que da la voz a quienes no la tenían en las estructuras tradicionales: los excluidos, las minorías o la propia sociedad que cada vez se ve menos o peor representada en esos templos de cono cimiento. El 22 de marzo de 1974 un grupo de KwakwaKa’wakw fundó en Alert Bay, Columbia Británica (Canadá), la Sociedad Cultural U’M ista14 con el objetivo de trabajar por la supervivencia de la tradición cultural de los KwakwaKa’wakw. Entre sus objetivos más ambiciosos se contaba también la devolución de las propiedades culturales confiscadas por el gobierno en el pasado, en concreto reclamaba la devolución de la llama da Colección del Potlatch de Cranmer, que se encontraba almacenada en el Museo Canadiense de la Civilización, en Hull, el Real Museo de Ontario de Toronto, y el Museo del Indio Americano/Fundación Heye de Nueva York (Simpson, 2001: 153). La colección por cuya devolución 14. U’M ista Cultural Society: http://www.umista.org. D os excelentes documenta les producidos por esta sociedad relatan la confiscación del rico patrimonio cultural, así como las luchas para recuperarlo y el modo en el que lo exponen y hacen uso de él en la actualidad: Potlatch: A Strict Law Bid Us Dance (1975) y Box ofTreasures (1983).
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clamaba la banda Nimkish de los KwakwaKa’wakw fue confiscada por el agente indio William Halliday en 1922. Durante aquellos años las ceremonias del potlatch, centrales en las culturas nativas de la zona, estaban prohibidas15. Las consecuencias de celebrar un potlatch como el que convocó Dan Cranmer eran muy severas e incluían penas de cárcel por largos periodos de tiempo; por ello cuando el agente indio que los había sorprendido, William Halliday, ofreció al grupo un acuerdo en el que admitían no celebrar otro en el futuro y ceder como muestra de buena fe al Departamento de Asuntos Indios todos los objetos confisca dos, los nativos no tuvieron alternativa. A cambio de la cesión sólo 22 de los 50 acusados sufrieron penas menores de cárcel (dos meses), otros cuatro de seis meses (pero fueron liberados bajo custodia) y al resto se le suspendió la sentencia. A cambio de los varios cientos de objetos valio sos confiscados, el Departamento de Asuntos Indios les compensó con 1.495 dólares, una cantidad muy inferior al valor de mercado de sólo algunos de los objetos confiscados (Simpson, 2001: 154). Para alojar esa colección, cuya devolución reclamaban, construye ron en 1980 el Centro Cultural U’Mista. Este centro suponía una refor mulación de la concepción del museo tradicional, sin dejar de cumplir las funciones de conservación y cuidado fijadas por el Museo Nacional del Hombre del Canadá, además alojaba un aula educativa en la que esas mismas piezas eran utilizadas por los niños de la banda para apren der las tradiciones y a bailar y cantar con ellas del modo adecuado. La exposición de las piezas muestra a los visitantes un mensaje político claro: las injusticias que han sufrido por parte de los grupos coloniza dores en el pasado y, a los miembros de la banda, el valor de preservar y exhibir sus propios artefactos, su capacidad de recuperar su pasado e identidad, así como el objetivo de promover ceremonias, actividades artísticas, su propio arte y la enseñanza del KwakwaKa’wakw. N o es casual que la palabra U’M ista describa el retorno de la gente capturada por partidas de ataque de otros grupos (Simpson, 2001: 155). En Estados Unidos, la aprobación de la Ley de repatriación y pro tección de tumbas de los nativos americanos (NAGPRA) abrió una nue 15. El potlatch es una ceremonia organizada por un grupo que invita a otros grupos y bandas cercanas, aliadas y rivales, en la que se ensalza al jefe y a los que la organizan, y en la que se celebra una larga fiesta con bailes, comida y bebida, en la cual se regalan gran des cantidades de objetos de valor, así como comida y bebida a los invitados. El potlatch marca el estatus del grupo ante sus vecinos, así como el rango de su jefe, superior cuanto más regala, y compromete a los invitados a superar ese potlatch con uno mayor en un periodo determinado de tiempo. Entre 1894 y 1951 el gobierno de la Columbia Británica y luego del Canadá prohibió esta ceremonia.
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va etapa en los museos dedicados a los nativos y les ha devuelto la posi bilidad de construir sus propios museos y defender, tanto en éstos como en otros financiados con fondos federales, los mensajes y la imagen que se ofrece de ellos. Por supuesto, no todos los museos han aceptado o aplicado esta ley del mismo modo. Los cambios, las controversias y luchas por la repatriación del legado nativo continúan. En Berkeley, el Museo de Antropología Phoebe A. Hearst de la Universidad de Ca lifornia en Berkeley16, ha sido objeto de manifestaciones y boicots por parte de varios grupos nativos de California, que exigen la devolución a sus descendientes de los numerosos restos humanos y del patrimonio relacionado con él que allí se conserva. Un nativo, Ishi, muerto en 1915, ha sido el detonante que ha colocado a este museo y su departamento de antropología asociado, bajo el escrutinio y la crítica, tanto de los nativos que lo denunciaron en 1995, como de la sociedad en general17. El 28 de agosto de 1911, en un matadero a las afueras de Groville, California, apareció un nativo aterrorizado, desnutrido y con el pelo que mado. Se trataba, como pronto pudieron publicar los periódicos tras las primeras averiguaciones de los antropólogos, del último representante de un grupo que se creía extinto. Tras conocer la noticia, Alfred Kroeber (director del Departamento de Antropología de la Universidad de Cali fornia en Berkeley) envió a uno de sus colaboradores a conocer al nativo, alojado por su propia seguridad en la cárcel del pueblo, y poco después solicitó al Departamento de Asuntos Indios la tutela de este nativo. Unos días después viajó a San Francisco, lugar en el que se encontraba entonces el Museo de Antropología de la Universidad de California, y la historia se convirtió en un fenómeno mediático y popular. Tanto es así que Ishi, nombre que se dio al nativo Yahi, se convirtió no sólo en el primer em pleado nativo de la Universidad, como conserje del museo, sino en su exposición más popular durante los fines de semana. Atrás quedaban los años en los que el estado de California pagaba por indio muerto y las cacerías humanas que se emprendieron contra los nativos; el casi extinto indio americano generaba una gran fascinación entre los ciudadanos de 16. Phoebe A. Hearst Museum of Anthropology, University of California at Berke ley, http://hearstmuseum.berkeley.edu. 17. La historia de Ishi, cómo fue «expuesto» y tratado por su tutor y amigo, Alfred Kroeber, así como el modo en que los antropólogos actuales del Museo Phoebe A. Hearst y del Departamento de Antropología de la Universidad de California en Berkeley han entendido y reaccionado ante las denuncias, por parte de los nativos en 1995 es uno de los temas de investigación que tengo abiertos en la actualidad (Monge, 2007; existe una versión española en Müllauer y Monge, 2009; y Monge, en prensa; particularmente inte resante para este artículo es Scheper-Hughes, 2003).
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Estados Unidos y se estaba convirtiendo en uno de los motivos centrales de las Exposiciones Universales que se celebraban en ese país y en otros18. Algunos de los nuevos espectáculos de masas, como los Wild West Shows protagonizados por personajes como Toro Sentado y Buffalo Bill, tenían un gran éxito y contribuían a fijar una imagen de la realidad de los sal vajes indios americanos. Dichos espectáculos, junto con las exposiciones de seres humanos vivos, tanto populares como científicas, contribuye ron a modelar una pintura de los nativos o de pueblos exóticos y, como indican Nicolás Bancel, Pascal Blanchard y su equipo, «respondieron a los fantasmas de Occidente sobre los otros y dieron realidad al discurso racial en construcción» (Bancel et al., 2002: 5). Ishi vivió en la ciudad de San Francisco, en una habitación que existía en el museo, y contó con la amistad de varios antropólogos, entre ellos Alfred Kroeber, quien se encargaba de su tutela, como he indicado. Sin embargo, una enfermedad muy común entonces y particularmente virulenta entre los nativos, la tu berculosis, acabó con él apenas cinco años después de su aparición (25 de marzo de 1916). En ese momento Kroeber estaba trabajando en Nueva Cork, pero Ishi fue incinerado por sus amigos y enterrado con todo el respeto que establecía el protocolo de su grupo en un cementerio situado al sur de la ciudad. Años después, su vida, relatada por la segunda mujer de Kroeber, Theodora Kroeber (1964), se convirtió en un gran éxito edi torial, de hecho es el libro más vendido de la editorial de la Universidad de California. Este debería haber sido el final de una triste historia de reconciliación, como indica Jam es Clifford (2000); sin embargo, el 8 de junio de 1997 apareció un artículo en el diario Los Angeles Times que denunciaba el maltrato que, según un grupo de nativos, había recibi do Ishi y exigía la devolución de sus restos para celebrar un entierro dig no en su propio territorio. De acuerdo con los denunciantes, Ishi había sido diseccionado tras su muerte, una costumbre rechazada por él y por los nativos, y no había sido enterrado completo, un requisito para poder a viajar a la tierra de sus antepasados, ya que su cerebro se conservaba en el propio Museo de Antropología. Tras una larga investigación en la 18. N o voy a entrar a desarrollar aquí este tema que cuenta con una amplia biblio grafía; baste recordar que algunos de los espacios que hoy habitamos en las ciudades fueron diseñados para estas exposiciones, unos como arquitectura efímera que no fue desmontada (como el caso de la Torre Eiffel de París), otros como salas de exposiciones (como las que alberga el Retiro — el Palacio de Cristal y el Palacio de Velázquez— ubi cados en una zona del parque real de El Retiro de Madrid, recién abierto al público en tonces, y que acogió, en esos edificios, el pequeño lago artificial y la zona circundante, la Exposición General de las Islas Filipinas de 1887, o las exposiciones de Ashanti africanos en 1897, o la de esquimales en 1900).
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que estuvieron involucrados los nativos, la historiadora de la Universidad de California en San Franciscp, Nacy Rockafellar y el antropólogo Orin Starn, se localizó el cerebro de Ishi en el Museo Nacional de Historia N a tural de la Smithsonian Institution en Washington D.C. Las noticias del maltrato de Ishi se convirtieron en un escándalo a nivel estatal y se cons tituyó una Comisión de Investigación del Congreso de California ante la que tuvo que responder el Museo y el Departamento de Antropología de la Universidad. El escándalo no sólo activó la movilización de diversos grupos nativos californianos para la recuperación de los restos nativos así como otros objetos relacionados, sino que, además, colocó al M useo Phoebe A. Hearst ante la difícil situación de aplicar las normas que es tablecía NAGPRA. No he entrado aquí en la dimensión ética que tuvo sin duda la exhibición de Ishi en el museo o del trato que recibió por parte de sus amigos una vez muerto, tampoco me interesa desarrollar esta historia de los desencuentros entre los antropólogos y los nativos. Sólo quiero se ñalar cómo las exposiciones etnológicas o antropológicas que diseñaron los antropólogos con intención de interpretar y enseñar a los visitantes las culturas de otros pueblos pueden no ser el modo en el que los propios nativos quieren representarse, ni una estrategia adecuada para fomentar la multiculturalidad y convivencia. Tampoco parecen haber conseguido sensibilizar suficientemente a aquellos que visitan los museos de la despo sesión, colonización y racismo que han sufrido por parte de los poderes institucionales y la sociedad mayoritaria. NAGPRA ha abierto en los Estados Unidos una etapa nueva para los museos y las comunidades representadas en lo mismos, tras las dudas y conflictos originados por las reivindicaciones de repatriación, y a veces la polémica aplicación de la ley, los museos han ido aprendiendo a ajustarse a las exigencias de los nativos y las normativas de la ley. Desde el 15 de septiembre de 2008 existe en el M useo Phoebe A. Hearst un Comité de Repatriación, compuesto por seis miembros, profesores e investigado res reconocidos de derecho, ética, estudios nativos, antropología, biolo gía y antropología de los museos. Asimismo, el museo está realizando el inventario de los bienes comprendidos por la ley y estableciendo relacio nes con las comunidades nativas afectadas. En el Museo Burke de Seattle, mencionado anteriormente, un tótem de bienvenida preside hoy la entrada, y en honor de Bill Holm, artista nativo, conservador del museo y antropólogo, se ha creado el Centro Bill Holm para el Estudio del Arte de la Costa N oroeste19. Dicho Centro 19. Bill Holm Center for the Study of Northwest Coast Art. http ://www.Washington, edu/burkemuseum/bhc.
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promociona el arte nativo de la región y mantiene una serie de becas para artistas nativos residentes. Como el resto de los museos de estas características en los Estados Unidos, tiene su comisión relacionada con el NAGPRA y desarrolla lazos cada vez más fuertes con las comunidades cuyas piezas atesoran y exponen. Muchos de estos museos tienen ahora consejeros o consejos nativos que les asesoran en sus actividades. En Canadá, el Museo de Antropo logía (MOA) de la Universidad de la Columbia Británica de Vancouver está sometido a un profundo proceso de renovación y expansión en colaboración con las comunidades nativas de la zona. El proyecto se llama: Renewal Project - A Partnersbip o f Peoples (Proyecto de reno vación - Una asociación de pueblos) e incluye no sólo mayor espacio para la exposición o una renovación del Almacén Visible que se conver tirán en las Multiversity Galleries, sino el desarrollo de un Centro de Investigación Cultural en el que también trabajen nativos y ofrezcan su propia perspectiva, además existe una Red de Investigación Recíproca (Reciprocal Research NetWork, RRN) en la que se integran, online, este centro de investigación y los que desarrollan las propias comunidades nativas. Si bien el panorama existente esta todavía relativamente lejos de ser idílico, la nueva sensibilidad de los museos que alojan objetos de culturas nativas o exóticas, potenciada sin duda en Estados Unidos por NAGPRA o en Canadá por la Ley India, está transformando radicalmente la na turaleza y el lugar de los museos. Los antropólogos involucrados en los museos y las comunidades nativas tienen mucho que aprender y es en el museo como espacio de contacto y colaboración donde se pueden redirigir muchas de las prácticas de la antropología, así como su función de mediación entre las minorías y la sociedad mayoritaria. He abordado hasta ahora instituciones de gran importancia para las culturas nativas de ciertas áreas de Norteamérica, sin embargo, no me he referido a los grandes museos nacionales cuyo papel, sin duda, ha estado más claramente relacionado con la acción de las élites intelectuales que construyen el Estado moderno y lo elaboran en el museo a través de los objetos, narrando los orígenes y características básicas de la identidad nacional. En estos museos más que divulgar, se tiende a mostrar cómo son las personas que componen la nación. N i en Estados Unidos ni en Canadá ha existido hasta épocas más re cientes, un M useo Nacional que represente a las minorías nativas. En el M alí de Washinton, D .C., (la calle que comprende desde el Capi tolio al monumento a Lincoln y aloja en sus orillas la Casa Blanca y los M useos Nacionales de la Smithsonian Institution) no existía un
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museo dedicado a los nativos. Hoy, tras su creación en 1989 por una ley del Congreso, albergado en el edificio diseñado por un arquitecto nativo y dirigido por un nativo del M useo Nacional del Indio Ameri cano20, ocupa su lugar simbólico en esa calle que representa a todos los estadounidenses. El M useo Nacional del Indio Americano, que tiene otra sede en un edificio neoclásico de la ciudad de Nueva York (en la antigua Casa de las Aduanas en Manhattan), es una institución pecu liar. En este museo muchos de los conservadores no son antropólogos, sino nativos, y la relación con sus comunidades es muy intensa, tanto que conciben los museos comunitarios de los distintos grupos como una extensión del M useo Nacional. Existe un sistema de ayudas que permite el desarrollo de esos pequeños museos y abre la posibilidad de exponer piezas o celebrar exposiciones del M useo Nacional en sus locales. La revista que publican (American Indian) atestigua la vitali dad artística y cultural de los nativos y promueve su desarrollo. Las primeras exposiciones inauguradas en la antigua Casa de las Aduanas de Nueva York, en 1994, All Roads are Good: Native Voices on Life and Culture (Todos los caminos son buenos: Voces nativas sobre la vida y la cultura) y Creation’s Journey (Viaje de Creación21) dejaban claro al visitante su nuevo espíritu. Las culturas nativas no están muer tas, sus obras de arte, sus obras maestras, significan algo para ellos y en esas exposiciones podían escucharse las opiniones acerca de cómo las entendían ellos mismos y, sobre todo, cómo las sentían. Al lado de las interpretaciones de antropólogos e historiadores de arte, los guías y la exposición abrían las perspectivas nativas sobre su mundo. En una esquina habilitada para sentarse en tom o a un narrador, una anciana relataba a quien lo deseaba historias de su pueblo. Los mensajes que recibía el visitante no se limitaban, como he indicado, a la interpre tación antropológica, sino que ofrecían la posibilidad de acercarse a la visión ofrecida por los nativos y de interactuar con las piezas y los guías que las mostraban. El museo no sólo ayuda a reforzar la identi dad indígena y de enorgullecer a sus comunidades, sino que pretende construir una sociedad multicultural basada en el conocimiento y res peto mutuos.
20. National Museum of the American Indian (http://www.nmai.si.edu). 21. T. Hill y R. W Hill, Sr. (eds.), Creation’s Journey. Native American Identity and Belief, Washington y Londres: National Museum of the American Indian, Smithsonian Institution Press, 1994). La exposición se celebró en Nueva York entre el 30 de octubre de 1994 y el 1 de febrero de 1997.
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L O S M U SE O S A N T R O P O L Ó G IC O S E N ESPAÑA Y LA SO C IED A D M U LTIC U LTU R A L
¿Cómo han cambiado los museos de orientación y contenido antropoló gico en España? Sin duda, como en los casos que ya he mencionado, los museos en España también están sujetos a un fuerte proceso de transfor mación que, quiero pensar, no sólo está motivado por la sensibilidad y esfuerzos de sus conservadores y gestores, sino por los propios cambios socioculturales a los que está sometido el país. Denunciaba al principio de este trabajo el relativo desinterés por renovar los museos, la poca sensibilidad de la sociedad hacia la transformación de los mismos. ¿De qué modo representan los museos a los españoles? ¿Cómo muestran o interpretan su pasado? Se discute la Ley de la memoria histórica, el derecho del Estado democrático a eliminar o modificar los mensajes de jados en los espacios públicos por la dictadura de Franco y, sin embargo, apenas se discute de qué modo nos representan nuestros museos. Los antropólogos españoles, en concreto, presumimos de desarrollar una visión crítica de la sociedad y de la acción de nuestros antepasados en los territorios colonizados: ¿de qué modo se muestra América en el Museo de América22?, ¿representa ese museo a los muchos españoles e inmigrantes de origen latinoamericano? La respuesta parece obvia y, sin embargo, podemos alegar, en primer lugar, que se trata de un museo que se centra en piezas arqueológicas procedentes del pasado, así como de objetos de arte colonial. Sin embargo, su atractiva y moderna presen tación muestra una América en la que los esclavos procedentes de Africa o los trabajadores forzados de Asia «inmigraron»; en la que la caída de la población indígena se debió, sobre todo a las epidemias, y desde lue go donde el genocidio (que no se menciona) sólo se produjo en las áreas de colonización británica; una América en la que la voz nativa apenas se manifiesta y aparece acompañada al mayor logro de la colonización: un lenguaje común. ¿Tienen los museos que ofrecer un mensaje único, incontestable, naturalizado por el prestigio de las ciencias, entre ellas la antropología, o pueden ofrecer una ventana para que los visitantes desarrollen sus propias conclusiones? Durante los últimos años, los museos han aprendido a reorganizar sus colecciones permanentes y a mezclar partes de éstas con las de otros museos para mostrar historias o aspectos que ilustren dimensiones no
22. El análisis y parte de las reflexiones que vierto aquí han surgido de una investiga ción conjunta que realizamos M arisa González de Oleaga y yo sobre los museos en general y el Museo de América en particular: «El Museo de América: M odelo para armar» (2007).
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evidentes para el visitante, que no es un experto. Por ejemplo, el Museo del Prado y el M useo Nacional Centro de Arte Reina Sofía23 realiza ron en el año 2006 dos exposiciones conjuntas, Picasso, Tradición y Vanguardia24 que conmemoraban los veinticinco años del retorno del Guernica a España, en las que mostraba, en la primera, de qué modo la tradición artística española influyó en la creación vanguardista de Picasso (de un solo vistazo se podía comparar las Meninas de Velázquez con las de Picasso), y en la segunda, cómo retrató Picasso la guerra y de qué forma se relacionan sus cuadros con otras denuncias artísticas de la misma (en una sala convivieron durante la exposición el Guernica con El 3 de mayo de 1808 en Madrid. Los fusilamientos en la montaña del Príncipe Pío de Francisco de Goya, L a ejecución del emperador M axi miliano de Edouard Manet y, también de Picasso, Masacre en Corea. El visitante no sólo disfrutaba del arte y aprendía sobre el proceso de creación de Picasso, sino que salía de la exposición horrorizado). El Museo de América o el Museo Nacional de Antropología tam bién programan y diseñan exposiciones temporales sobre múltiples te mas. La variedad, las visiones de los antropólogos, de los fotógrafos, del patrimonio que atesoran nos permiten acceder a la diversidad humana, sin embargo la voz nativa no suele aparecer nítidamente o dirigir las exposiciones. En el Museo de América se celebra, según me ha indicado algún miembro del mismo, el día nacional de los países latinoamerica nos con una mayor presencia en España. Los talleres del verano per miten a los niños, jugando, ponerse en lugar de ciertos nativos, pensar sobre las piezas que se exponen en el museo y aproximarse al mismo. Sin embargo, esos juegos, no los hace un nativo americano cuando de sus piezas se trata. En el M useo de los Niños de Boston25 he podido asistir con mi hijo a un taller de bailes americanos del área realizado por un nativo americano al que luego tuvimos ocasión de conocer en un pow-wow en la Universidad; en el M useo de Bellas Artes26 de la misma ciudad, participé en un taller sobre danzas de Bali, por parte de un balinés afincado en los Estados Unidos, o en talleres de tambores y ritmos africanos. En ese mismo museo los niños pueden buscar, como
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http://www.museoreinasofia.es
Picasso. Tradición y Vanguardia (6 de junio / 4 de septiembre 2006): 25 años con el Guernica (Madrid, M useo Nacional del Prado, Museo Nacional Centro de Arte Reina Sofía, 2006). 25. Boston’s Childrens M useum (http://www.bostonchildrensmuseum.org, http:// www.bostonkids.org). 26. Museum of Fine Arts, Boston (http://www.mfa.org).
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detectives, personajes en los cuadros, pintar sus propias versiones de los mismos, pasar la mañana jugando en las salas. El Museo de los niños muestra la diversidad de la ciudad, cómo es un mercadillo de productos de comida mexicanos, cómo se organizaban las casas japonesas o cuánta gente viaja en el metro de Tokio. La antropología y los antropólogos de y en los museos tienen mucho que hacer y decir en estos espacios. En primer lugar, pueden manifestar su compromiso ético con aquellos de los que hablan y escriben y también con su propia sociedad y con las personas que visitan el museo. Hasta ahora parece, que nos basta con ofrecer interpretaciones académicamente correctas de las sociedades o mundos nativos, de los objetos expuestos, pero creo que tenemos que tratar de aproximarnos a nuestra tarea de un modo más reflexivo y crítico, mediar y comunicar en exposiciones en las que los nativos se muestren a sí mismos, ser aconsejados por ellos y llegar a acuerdos. Uno de los grandes beneficios que ha tenido la aprobación y desarrollo de NAGPRA ha sido la de relacionar los museos con las comu nidades nativas, abrir un medio estable de comunicación y asesoría que está generando mayor comprensión mutua y exposiciones socialmente sensibles. Los nuevos museos comienzan a mostrar a la sociedad cómo quiere ser representada y esa sociedad es, en muchos casos, multicultural. Los museos también son, como hemos visto, espacios de confron tación y eso no es malo; y pueden también emitir mensajes duros y desagradables para sus sociedades, museos y monumentos, como es el caso del Museo y Monumento al Holocausto en Berlín, ubicado al lado de la puerta de Brandenburgo, en el espacio que ocupaban algunos de los edificios, hoy destruidos, del régimen nazi: no es una experiencia agradable para el visitante, y sin embargo su visita hace mucho por la construcción de una sociedad más respetuosa y más abierta. Es obvio que el M useo de América en M adrid no puede ser una reproducción del Museo Nacional del Indio Americano, el contexto y la sociedad a la que se dirige y con la que se relaciona son distintos. La interacción con comunidades nativas es más difícil y, se puede argumen tar, menos relevante para los españoles, sin embargo también es posible con un sistema de ayudas económicas que permitan la estancia de ar tistas y expertos nativos para ofrecer su visión de las piezas, o trabajar con ellas, para hacer talleres o celebrar conciertos. Las propias comu nidades inmigrantes pueden relacionarse con los museos y desarrollar conjuntamente actividades con ellos que ayuden, en un plazo más largo del que duran esas actividades, a modular mensajes más acordes con las sociedades que mantienen esos museos. El Museo de América o el Museo Nacional de Antropología no son instituciones comunitarias, sin
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embargo pueden actuar como tales para visibilizar a esas comunidades que viven en España, afianzar su identidad y ayudar a que ellos se sien tan parte de y nosotros contemos con ellos. ¿Por qué los antropólogos no hemos hecho más en esta dirección? Este artículo no pretende acusar a los museos españoles, ni ofrecer un retrato de los esfuerzos que sin duda hacen los antropólogos conser vadores que trabajan en ellos, tampoco denunciarlos por falta de ética27. Los cambios que se han producido en los museos españoles a los que me he referido, y otros muchos, han sido notables durante los últimos años, y lo han sido a pesar de las pobres financiaciones y falta de interés de los gestores políticos de las administraciones autonómicas y estatal. Algunos museos han nacido durante las últimas décadas como heraldos de admi nistraciones autonómicas o urbanas demasiado deseosas de visibilidad, otros que son estandartes del país se someten a renovaciones que no pa recen tener fin. Los museos a los que me refiero, y los antropólogos que pueden relacionarse con los mismos, pueden desarrollar políticas más acordes con la dimensión multicultural que habitamos y adecuar los men sajes que emiten a una ética en consecuencia, más relativa y, por tanto, iftás cercana a los principios de los distintos componentes de la sociedad. En España apenas hemos abordado el tema de la devolución o re patriación del patrimonio a sus comunidades originarias. Sin duda éste es uno de los problemas más complejos y predominantes que tienen los museos de la era postcolonial (Simpson, 2001: 171-266). Parece que las únicas controversias con respecto a la repatriación surgen con la deman da de Elche por recuperar su Dam a, o la de Guernica por alojar el famoso cuadro de Picasso que muestra el horror del bombardeo durante la gue rra civil. Nadie parece poner en duda que los fondos que conservan el Museo de América o el Museo Nacional de Antropología estén con toda legitimidad en España. Cuando el pasado 6 de abril de 2009 apareció en
27. El Museo de América forma parte, tal como indica en su página web, de un proyecto de investigación europeo Museos como lugares de Diálogo Intercultural (http:// www.mapforid.it en el que participan instituciones de Italia, Hungría, Holanda y Espa ña). El Ministerio de Cultura de España y el M useo Nacional de Antropología también participan en este proyecto piloto. He podido trazar la participación en este proyecto de antropólogos y sus primeros resultados apenas se pueden evaluar. Entre otros, el Museo Nacional de Antropología ha lanzado, en este marco, una iniciativa llamada Contamos y nos cuentan. Diálogo intercultural en el Museo Nacional de Antropología en la que distin tos representantes de la sociedad, expertos y no expertos (entre ellos inmigrantes), hablan sobre una serie de piezas expuestas en el museo. Comparada con las experiencias que he relatado de otros países, ésta parece un poco más cauta y recelosa de la toma de posesión que puedan hacer de la pieza y del museo las comunidades invitadas a hablar.
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el diario El País un artículo28 sobre el aumento de las demandas por parte de muchos países y comunidades de la devolución de su patrimonio, los lectores que comentaron la noticia señalaron con toda rapidez la rapiña con la que se han construido museos como el Británico de Londres, y absolvieron la torpe colonización española que apenas se llevó nada de esos países. Esos mismos lectores denunciaban, a su vez, la expoliación del arte español que hoy está en Estados Unidos al mismo tiempo que, algunos de ellos, defendían que museos como el Británico, el Louvre de París o el de Pérgamo en Berlín, son instituciones de la humanidad y que, gracias a ellos esas piezas, hoy reclamadas por otros países, se han conser vado magníficamente. La antropología puede explicar a los defensores de los museos universales el valor que esas piezas tienen para aquellos que se sienten identificados con ellas y pueden colaborar en la resolución de esos conflictos si suplantar la visión de esas comunidades. «Los museos considerados tradicionalmente templos del arte y el conocimiento, así como guardianes de tesoros nacionales, se han trans formado en espacios de disensión y polémica, centros de actividad y discusión; ‘zonas de contacto’29 entre representaciones y aquellos repre sentados», se han convertido, en nuestra opinión (González de Oleaga y Monge, 2009: 730), en espacios de flujo, «zonas de contacto» donde una colección de objetos multimedia (cultura material, tradiciones orales en formatos de audio o vídeo, etc.) no sólo se reúne, preserva, investiga y muestra a los visitantes, sino también en espacios donde el papel de lo público es esencial. Hoy más que nunca, los museos necesitan ser lo que son y demandan las comunidades de su circunscripción; es decir, deben llevar a cabo un servicio público variado. N o sólo son un excelente cam po de estudio y actividad para la antropología sino, además, escenarios en los que es tan necesario desarrollar buenas prácticas como reflexionar críticamente sobre el papel y la ética de los antropólogos contemporá neos. ¿Qué podemos aprender y compartir entre todos? R E F E R E N C IA S B IB LIO G R Á FIC A S
Bancel, N., P Blanchard, G . Boetsch etal., 2002, «Introduction. Zoos humains: entre mythe et réalité», en Id. et al. (eds.), Zoos Humains, de la Vénus Hottentote aux Reality Shows, París, Editions La Découverte: 5-18. 28. C. Sierra, «Devuélveme el arte de mi país» (http://www.elpais.com , 6 de abril de 2009), 29. El término zona de contacto fue acuñado por M. L. Pratt, Imperial Eyyes. Travel 'Writing and Transculturation, Londres-Nueva York; Routledge, 1992.
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Clifford, J., 2000, «Ishi’s Store» (adaptación del manuscrito inédito de la con ferencia impartida en la Universidad de California, Santa Cruz, con motivo de la 35.a Faculty Research Lectures el 26 de octubre de 2000). González de Oleaga, M. y F. Monge, 2007, «El Museo de América: modelo para armar», Historia y Política. Ideas, procesos y movimientos sociales, 18: 273-293. González de Oleaga, M. y F. Monge, 2009, «Museums», en Iriya y Saunier (eds.), The Palgrave Dictionary of Transnational History. From the Mid-19th Century to the Present Day, Nueva York, Palgrave Macmillan: 729-732. Kroeber, Th., 1964, Ishi in Two Worlds. A Biography of the Last Wild Indian in North America, Berkeley, University of California Press. Mihesuah, D. A. (ed.), 2000, Repatriation Reader. Who Owns American Indian Remains?, Lincoln (NE), University of Nebraska Press. Monge, F., 2007, «Interpreting the Past and the Anthropological Modern Practice: Live Ethnological Exhibits, and Ishi’s Legacy», en Bodzsár y Zsákai (eds.), New Perspectives and Problems in Anthropology, Newcastle, Cam bridge Scholars Publishing: 46-55. Monge, F. (en prensa), «Exposing Ourselves: Live Ethnological Exhibitions in Museums of Anthropology. The Case of the Native, Ishi, and the Anthropologist, Alfred Kroeber», en Skalnick (ed.), Racism Many Faces, Pardubice, University Printer. Müllauer-Seichter, W. y F. Monge, 2009, Etnohistoria (Antropología histórica), Madrid, UNED. Scheper-Hughes, N., 2003, «Ishi’s Brain, Ishi’s Ashes. Reflections on Anthropo logy and Genocide», en Kroeber y Kroeber (eds.), Ishi in Three Centuries, Lincoln, University of Nebraska: 99-131. Simpson, M. G., 2001, Making Representations. Museums in the Post-Colonial Era, Londres y Nueva York, Routledge.
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LA POSICIÓN DEL ANTROPÓLOGO EN LA REVALORIZACIÓN DEL PATRIMONIO. EL DILEMA DE LA «PARTICIPACIÓN OBSERVANTE» EN LA BATALLA NAVAL DE VALLECAS E lís a b e th L o r e n z i F e rn án d e z Universidad Nacional de Educación a Distancia
Antes de comenzar la reflexión sobre los dilemas éticos surgidos en la relación con mi trabajo de campo, quisiera llamar la atención del lector sobre una cuestión que será el eje vertebrador de este texto: el compro miso del investigador con sus sujetos de estudio y la riqueza de conoci mientos que se genera desde esta interacción. Transformando el binomio «observación-participante» en «participación-observante» mi intención es marcar la importancia de la participación en un trabajo de campo, pero ante todo interrogarme sobre la tan requerida imparcialidad del obser vante y el arraigo del choque cultural y el extrañamiento del investigador como fuente de análisis social. Toda esta reflexión parte de mis vivencias relacionadas con la pu blicación de mi trabajo que tomó una cierta relevancia en el entorno que estudié. Los acontecimientos en este contexto y mi posición en el campo me provocaron algunos dilemas éticos que no me dejaban sentir tranquila, pero en aquel momento no me detuve a reflexionar sobre ellos. Sin embargo, el presente capítulo, no surgió tanto de la necesidad personal de planteármelos, sino gracias a la pregunta de otra persona: ¿podrías presentar un dilema ético que haya surgido de tu práctica como etnógrafa? La pregunta y la reflexión me han llevado hasta aquí y son una preciosa oportunidad para dar forma a cuestio nes que, por otro lado, han estado determinando mi trabajo de forma implícita. Para responder a la pregunta me remití al trabajo más intenso que había realizado hasta la fecha: una investigación en el madrileño barrio de Vallecas sobre una de sus fiestas más originales y polémicas, la Bata-
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lia Naval. Como etnógrafa y como autora de un libro sobre esta fiesta, jugué cierto papel a la hora de legitimarla ante los medios de comuni cación y la Administración. Y para desarrollar este capítulo sobre mis argumentos acerca de la ética profesional, lo que hice fue atrapar las controversias que generó la publicación de mi trabajo. Antes de continuar debo advertir al lector que en este texto la cues tión ética se ha convertido en un punto de partida para reflexionar sobre los dilemas que sentí durante los procesos participativos que im plicó mi práctica etnográfica. Pero para desarrollarlo no voy a hacer hincapié en la fase del trabajo de campo, donde la observación par ticipante juega un papel fundamental y donde podrían ubicarse cla ramente los dilemas ante las oportunidades de participación. Davydd Grenwood (2000: 27-49) reflexiona magistralmente sobre este m o mento de la investigación y las implicaciones para la metodología de la observación participante señalando cómo desestabiliza al investigador el hecho de que sus «informantes» se sientan también participantes de la observación. En mi caso, esta disposición no me generaba este con flicto, sino que me hacía sentirme más cómoda porque sus formas y el lenguaje me resultan familiares. Las controversias, en mi caso, llegaron después. Las reflexiones que voy a exponer a continuación se centran en las cuestiones que surgen al devolver los resultados de la investigación; es decir, cuando salí del sombrío refugio de la observación y quedé expues ta a la luz de las observaciones de los observados, además del «público» en general y de la academia. Pero para explicar bien los dilemas que afronté, debo primero ex poner por qué se generaba un clima de polémica en torno a la fiesta de la Batalla Naval, y por qué este clima me forzaba a situarme como antropóloga en una pequeña, pero compleja arena política local.
LA P O L É M IC A BA TA LLA NAVAL
Desde hace ya casi tres décadas, la Batalla Naval consiste en una gran guerra de agua colectiva en la cual todos y todas son víctimas y verdu gos. Con esta fiesta se conmemora y se defiende la irreverente y utópica independencia de Vallecas, proclamando la localidad como Puerto de Mar. Se celebra todos los años el domingo de julio más cercano a la mitad del mes, como punto y final extraoficial de las fiestas del distrito. El evento se convoca en el bulevar del distrito y allí, desde las cinco de la tarde, llueve gente cargada con cubos y pistolas, con la sana intención
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LA P O S I C I Ó N
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de mojar y recibir con buen humor los chapuzones propinados por los demás. Gente arremolinada en torno a cualquier fuente de agua se apre sura a llenar sus armas acuáticas para poder mojar a sus contrincantes. Los que se disfrazan de piratas, marineros y bañistas excéntricos ponen su nota de color. «Atrezzaturas» de barco representan sus propias bata llas y la charanga y la percusión riegan el ánimo con desordenadas notas musicales. Los cubos, pistolas y disfraces pincelan con su colorido la alegría y la algarabía de una fiesta a la cual han acudido cada vez, en los últimos años, más de siete mil personas. Desde sus inicios, en julio de 1982, cuando se proclamaba por pri mera vez «iVallekas, Puerto de M ar!», la Batalla Naval ha estado estre chamente ligadá a los movimientos sociales del distrito, una densa y cam biante red de asociaciones y colectivos, desde la cual se ha dinamizado la vida cultural del distrito. Este hecho, junto a otros factores, ha ido contribuyendo a fomentar una especificidad cultural vallecana, porque se han ido creado referencias comunes, lugares y momentos de encuen tro, tareas colectivas, conceptos, símbolos e iconos. Por otra parte, este trabajo cultural ha ayudado a cimentar la idea de Vallecas como barrio particular e independiente. M i objetivo al investigar la Batalla Naval era llegar a comprender la cabida que un evento así tenía en un distrito en rápida transformación, y cuál era su papel en la conformación de una identidad vallecana tan arraigada en el barrio, y en muchos elementos, ligada a una cultura de izquierdas. Con el tiempo esta observación dio lugar a mi tesis doctoral y a la publicación de un libro Vallekas Puerto de Mar. Fiesta, identidad de barrio y movimientos sociales (Lorenzi, 2006). El libro trata principalmente de responder la siguiente cuestión: ¿por qué en Vallecas el sentimiento identitario de barrio se manifiesta de forma tan intensa? M i trabajo no trata tanto de definir las condiciones que propician un sentimiento que es difícil de medir, sino de exponer la labor de promoción identitaria y de práctica cultural que llevan ha ciendo durante tantos años los movimientos sociales y que se encarna claramente en la Batalla Naval. Esta fiesta se celebra sin interrupción desde 1982, pero conseguirlo requiere un gran despliegue de esfuerzos y estrategias por parte de sus promotores, ya que no se trata precisamente de un evento que destile conformismo. Es una fiesta que proclama independencia y autonomía, tanto en su forma como en su contenido. La manera de usar y reclamar lo público en espacios y recursos (el agua) choca con las formas de en tender esta gestión por parte de los representantes locales del ayunta miento. Por otra parte, la alarma social >de los últimos años, generada
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en torno al problema de la sequía, nutre de argumentos a la prensa y a la administración para polemizar sobre la celebración1. En sus inicios, la fiesta tomaba cuerpo en un contexto en el cual el ayuntamiento de Madrid, con su espíritu de renovación, daba cabida en los programas festivos del distrito a las propuestas del entorno y cuan do las asociaciones de barrio promovían con especial ahínco las fies tas populares como parte esencial de su proyecto político. Durante esta convergencia de intereses, las fiestas de barrio y otro tipo de iniciativas (carnavales, festivales de rock...) encontraron cierto apoyo institucional. Es en este contexto cuándo nació la Batalla Naval. Con el tiempo, las juntas de distrito, consolidadas en sus funciones, empezaron a manifes tar su rechazo ante el uso que se hacía de la calle y de las bocas de riego. El momento en el que las reticencias se convirtieron en clara oposición se consolidó cuando el Partido Popular llegó a la Junta de Distrito, pro hibiendo la fiesta. A pesar de ello, la fiesta no se dejó de celebrar, pero sí supuso un re doblado esfuerzo para los distintos colectivos y promotores que tenían que idear diferentes estrategias que permitieran materializarla cada año. Durante cinco años (1995-2000) estuvo expresamente prohibida. La Junta levantó la prohibición cuando un grupo de personas se constitu yeron como la asociación «Cofradía Marinera de Vallekas» y negoció las formas de celebración de la fiesta, comprometiéndose a controlar el uso del espacio y del agua. Desde ese momento se ha celebrado de forma normalizada, aunque las polémicas en torno a las restricciones de agua a causa de la sequía han servido de argumento para problematizarla y negar recursos para su celebración. Por tanto, a pesar de que la fiesta tiene lugar una tarde al año, son cíclicos los numerosos esfuerzos que van dirigidos a conseguir materia 1. Ofrezco aquí una pequeña muestra de los titulares de prensa más polémicos en los últimos años: «La guerra de los rebeldes», E l País, 19 de julio de 1993; «La sequía no amargó la ‘batalla naval’», Ya, 18 de julio de 1994; «La Batalla Naval de Puente de Vallecas terminó con la intervención de la Policía Nacional», ABC, 17 de julio de 1995; «Bata lla Naval, batalla campal», E l País, 17 de julio de 1995; «La Batalla Naval clandestina de Vallecas se salda con ocho detenidos», 16 de julio de 1996; «La edil de Vallecas prohíbe la Batalla Naval por apología del terrorismo», E l Mundo, 18 de julio de 1998; «Ley Seca en Vallecas», Diario 16, 19 de julio de 1999; «La Batalla Naval de Vallecas será una fiesta pese a la prohibición», Diario 16, 17 de julio de 2000; «La edil de Vallecas autoriza la Batalla Naval tras cinco años de prohibición», E l País, 13 de julio de 2001; «Los vallecanos ‘se mojan’ por un puerto de mar», E l Mundo, 15 de julio de 2002; «Batalla Naval en plena sequía», ABC, 14 de julio de 2006; «Polémica en Vallecas por la batalla naval del domingo», 20 Minutos, 13 de julio de 2007; «Vallecas libra una batalla de 80.000 litros de agua para exigir mejores servicios sociales», E l Mundo, 20 de julio de 2008.
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lizar la Batalla Naval, calmando o desafiando al ayuntamiento, generan do opinión pública favorable y articulando un apoyo social en torno a su celebración. Bajo la piel de este esfuerzo, sus promotores buscan que la fiesta sea una ocasión para generar un momento lúdico de encuentro participativo y de activación de contenidos alternativos y de barrio. Tener en cuenta estos hechos es importante para que el lector pueda comprender cuáles son los dilemas éticos que voy a plantear en este capítulo, ya que en esta arena de despliegue de estrategias y argumentos legitimadores, la publicación de mi libro y mi papel como antropóloga cobró cierta relevancia como un elemento para reforzar la imagen de la Batalla Naval. Y a la inversa, esta arena me ha proporcionado una gran riqueza de oportunidades para difundir mi trabajo.
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La Batalla Naval, que en definitiva conjuga con particular localismo los elementos de un Reclaim the Streets (reclama las calles), se caracteriza fuertemente por la implicación de los movimientos sociales en la pro moción de un sentimiento de barrio. Esto es lo que ha hecho despertar interés hacia la fiesta lejos y cerca de las humildes fronteras vallecanas. N o es casual que el libro haya visto la luz gracias a dos editoriales, La Tarde y Traficantes de Sueños. Esta última se implica intensamente en la publicación de materiales y textos valiosos para los movimientos socia les, ya sea porque puedan representar una valiosa herramienta de análisis o porque se trate de materiales producidos desde la reflexión y la prácti ca2. En este sentido, para ellos, el principal objetivo de la publicación de mi trabajo era impulsar el libro como herramienta de reflexión sobre los movimientos sociales en el proceso de articulación de una identidad local. El libro promueve objetivamente el reconocimiento de la Batalla Naval como patrimonio cultural, pero para los editores y para muchos de sus lectores, su valor reside en que pone énfasis en la cultura como algo activo y resultado del trabajo colectivo.
2. «Traficantes de Sueños nace con el propósito de ser un punto de encuentro y debate de las diferentes realidades de los movimientos sociales. Intentando trascender este ámbito, trata de ir aportando su granito de arena para enriquecer los debates, sensi bilidades y prácticas que tratan de transformar este estado de cosas. Para ello construimos una librería asociativa, una editorial y un punto que coopera con redes de distribución alternativa. Los textos de la editorial se publican con licencia Creative Commons y con copyleft» (http://traficantes.net).
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Lo que sucede con la Batalla Naval en Vallecas es particular, pero no único. Promover el barrio como una plataforma politizada para fomentar una mejora en la democratización de la sociedad es un fenómeno exten dido que considero que tiene fuerte arraigo en muchas ciudades españo las, especialmente en aquellas donde el Movimiento Vecinal tuvo cierta fuerza durante el periodo de la Transición (Barcelona, Zaragoza, Sevilla). Esta herencia es muy interesante, pero lo que me más me ha llamado la atención de la Batalla Naval es la reactualización de este concepto ba rrial desde claves contra-culturales. La reivindicación de la fiesta como evento articulador de una identidad, de unas relaciones, de un conte nido, y como catalizador de la recuperación del espacio público es un fenómeno que se encarna en diversos lugares y sigue siendo en muchas ocasiones la «punta de lanza» de diferentes colectivos y redes de diver sos movimientos sociales. Sólo en M adrid podría nombrar decenas de situaciones similares que tienen que ver con diferentes contextos donde distintos colectivos son agentes y promotores de eventos lúdicos y fes tivos que acaban siendo referenciales de la escena cultural madrileña: ocupación lúdica de la calle por parte de la Bicicrítica el último jueves de cada mes, la participación del Espacio Popular Autogestionado El Patio Maravillas en las fiestas del barrio de Malasaña, la promoción de fiestas alternativas por colectivos de barrio en Aluche y el Barrio del Pilar... En Vallecas hay un amplio espectro de la población dispuesta e in teresada en la exposición y análisis sobre su fiesta más particular. Fuera de estas fronteras, el público más sensible a este tipo de análisis es aquel que participa en los movimientos antes descritos, para quien impulsar el componente festivo e identitario tiene un gran importancia. El libro vio la luz en junio del 2007, apenas un mes antes de la ce lebración de la Batalla Naval, por tanto, y gracias a la presencia que siempre tiene la fiesta en los medios de comunicación, recibí una intensa atención por parte de éstos, y durante un mes fui entrevistada al menos una docena de veces, primero en los medios locales, y más tarde en otros de alcance nacional. La Batalla Naval siempre ocupa un espacio preemi nente en los medios vallecanos, ya que es uno de los acontecimientos con más arraigo en el barrio. Ciertos medios de comunicación con fin social (Radio Vallekas, Tele-K) participan activamente en la fiesta, ya que la consideran una ocasión para promover el desarrollo comunitario. Para los de mayor alcance, la fiesta tiene cierto tirón, ya que es lla mativa, pintoresca y polémica, y encaja perfectamente en la parrilla de noticias veraniegas. La Batalla Naval en julio y la carrera de San Silves tre en Nochevieja son los dos momentos periódicos del año en los que el barrio de Vallecas es objeto de atención en los medios nacionales.
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Aunque conociera de sobra el reclamo que representa la Batalla N a val, ello no quiere decir que me sintiera preparada para que el libro recibiese este pico de atención. Dependiendo del interlocutor mediático que me tocara en cada ocasión, me sentía más o menos cómoda en mis entrevistas y exposiciones, pero cada vez que me pedían mi criterio sobre la fiesta, sentía el vértigo de la responsabilidad, ya que era cons ciente de que aquello que fuera a decir tendría impacto en la imagen que se proyectara del evento. Por otro lado, ante los medios de comunicación del barrio o cuando tenía que presentar el libro en Vallecas, siempre sentía cierta timidez, por la dificultad que implica el hecho de contar el estudio a sus prota gonistas, una vez que han visto desmenuzado el impacto de sus acciones aunque, con el paso del tiempo, las reacciones que recibí del público fueron para mí lo más enriquecedor y satisfactorio de este trabajo. El hecho de exponerme a mí misma y presentar mi trabajo al criterio de los «observados», aunque pudiera parecerme duro al principio, creo que han sido los mejores momentos, sin ellos, todo lo anterior hubiera per dido gran parte de su sentido. Pero lo que me producía mayor vértigo era la atención de los medios de mayor alcance porque era ahí donde se me pedía una posición bien clara sobre el nudo polémico de la fiesta: el uso del agua y del espacio con fines lúdicos y la controversia con la gestión municipal. Ante estos requerimientos sentía que debía actuar con responsabilidad y coherencia y creo que mi postura ante el tema se resume muy bien en este titular que he extraído de la prensa local: «No estamos despilfarrando el agua, la es tamos usando»3. Ante la polémica me posicionaba intentando acentuar el valor de la fiesta como una práctica social donde el agua es disfrutada en las fechas más calurosas del año por la población que se queda en Madrid y además es usada como un aglutinante social. Mi acento en el uso que se hace del agua, remite directamente a la perspectiva preformativa que uti licé para analizar la Batalla Naval como un ritual (Lorenzi, 2007: 26-28). Por este motivo, cuando me pidieron hacer una reflexión sobre mi trabajo de campo, la cuestión evocó enseguida la tensión que me generó esta situación en la que se me pedía tomar postura como antropóloga sobre el tema que había estudiado. íntimamente temía que esta toma de postura llegara a socavar la consideración sobre la calidad «científica» de mi obra, al no mantenerme en mi neutralidad. Este sentimiento de incomodidad chocaba con mi predisposición, porque personalmente
3.
Madrid Sureste, agosto de 2007, p. 3.
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consideraba que afirmar la legitimidad de la Batalla Naval no implicaba hacer ninguna afirmación qué no fuera válida. Además estaba apoyando una causa que consideraba buena. También era consciente de que mi mensaje sería más efectivo si mantenía las formas de la ciencia ante el público. Así y todo, defender mi trabajo y defender la Batalla Naval implicaba posicionarme como antropóloga.
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Com o he afirmado al principio, voy a utilizar la cuestión ética como trampolín para lanzarme a problematizar sobre la implicación del an tropólogo en la práctica etnográfica. En numerosas ocasiones se ha afirmado que el método etnográfico se distingue de otras metodologías por la implicación del investigador con aquello que investiga. Esta no es una afirmación banal porque nuestro objeto de estudio son, ante todo, las personas. El código ético más ci tado por los antropólogos, el de la Asociación Americana de Antropo logía (AAA, 1998), organiza los valores éticos según el tipo de trabajo (investigación, enseñanza, intervención aplicada) y el vínculo que esta blece con su labor: los financiadores, los sujetos estudiados, la academia o ciencia, estudiantes, colegas, público en general... Este código no establece una jerarquía entre estos vínculos, pero en el apartado que se refiere al proceso de investigación, marca intensa mente el compromiso que se genera con las personas que investiga. En concreto afirma que «el investigador debe estar atento a la demanda de la ciudadanía o de los anfitriones. La contribución activa y el liderazgo en la búsqueda de estas formas puede ser tan éticamente justificable como la inacción, el desapego, o la no cooperación, según las circuns tancias» (AAA, 1998: l ) 4. Desde que se inicia un proceso de investigación, hay distintos mo mentos en los que el antropólogo puede encontrarse frente a cuestiones éticas en su relación con los observados y la primera es la propia elec ción del tema de investigación. En mi caso, y gracias a la libertad que tuve, admito que esa fase estuvo determinada por cierta fascinación y por una intensa curiosidad hacia la politización barrial; debo admitir que esta cuestión me ha interesado desde hace tiempo y no sólo desde el punto de vista etnográfico. Quizás la elección del tema vino también im pulsada por el afán de desentrañar y situar por qué estas cuestiones eran 4.
Las traducciones son propias.
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significativas para mí, al mismo tiempo que quería poder ofrecer una reflexión para los colectivos que trabajan dentro de estos parámetros. El segundo momento tiene lugar durante el propio trabajo de cam po, cuando uno despliega sus formas de observación participante. Se podría afirmar que el método etnográfico se distingue de otras aproxi maciones metodológicas por la implicación del investigador en el con texto de investigación (Estalella y Ardévol, 2007) ya que su objetivo es lograr una aproximación holística que implique a todos los actores. Sin embargo, según Davydd Grenwood (2000: 27-49), ésta es una metodo logía con ciertas peculiaridades, ya que privilegia la observación como meta central y sólo invoca la participación de forma adjetivada. Esta idea, con una fuerte carga positivista, evoca un observador separado de/y distinto a sus «objetos» de observación. Efectivamente, cuando uno se encuentra situado plenamente en su trabajo de campo, tiene ya sus contactos establecidos y las rutinas de ob servación normalizadas, es el momento en el que puede desarrollar una nueva fase de compromiso en función de que el antropólogo se sienta más o menos implicado con las personas con las que trabaja. Ello depende de muchos factores: afinidad personal o política, posicionamiento metodo lógico, tiempo, capacidades, demanda de los sujetos... En este momento entran en juego dos sentimientos contrastados, pero complementarios: la sensación de que uno se siente integrado y la de que converge con las impresiones de choque, personal y/o cultural. En la tradición etnográfica esto supone una de las fuentes de reflexiones más ricas para la descripción etnográfica y el punto de partida básico para el análisis. Personalmente y a la hora de referir mi experiencia de campo, sentía que existía cierta mistificación del valor de este choque en el imaginario antropológico y ello me llevó a preguntarme si es tan necesaria esta sensación de extraña miento para identificar hechos culturales significativos. No quiero decir con esto que sintiera una total identificación con mis sujetos de estudio, pero en mi caso, el sentimiento de afinidad con las iniciativas que estaba observando era más fuerte que el del choque y esto hizo posible e incluso fácil que la observación participante se convirtiera en participación observante, no sólo desde lo que pudiera ofrecer como antropóloga, sino desde las demás facetas de mi persona (habilidades, contactos...). Admito que fue esta sensación de identificación previa con el objeto de estudio lo que me empujó a realizar simultáneamente tra bajo de campo comparativo en un barrio de Milán (Italia), con el fin de agudizar mis sentidos y tener una mayor capacidad de identificar las peculiaridades y recurrencias de las categorías culturales a las que me estaba acercando en Vallecas.
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Pensando en futuros proyectos de investigación que estoy intere sada en llevar a cabo, me cuestiono si será el choque lo que remueve realmente al etnógrafo a individuar procesos y particularidades cultu rales. También me pregunto si no serán las herramientas de la disci plina y la capacidad de abstracción las que realmente ofrecen la capa cidad de identificar e interpretar los hechos. La extrañeza surgida del contacto cultural ha sido, en un modelo etnográfico clásico, la fuente de reconocimiento de las particularidades culturales por parte de un observador externo y la experiencia del etnógrafo, la piedra de toque que lo saca a la luz. Según Raúl Sánchez M olina (2009: 15-16) Bronislaw Malinowski cimentó este modelo de trabajo, respaldado con estancias más o menos largas e intensas entre la «cultura observada», y así sentó las bases de las formas etnográficas, aunque su perspectiva empírica, que tiene más en cuenta las diferencias que las semejanzas culturales, ha sido ampliamente discutida a lo largo del siglo xx. Por ejemplo, Harris (1968: 484) señala cómo su óptica poco ayuda a dar cuenta de los procesos de cambio ya que sitúa a los observados en ni chos estáticos con sus propias particularidades. Por tanto, ¿no es hora de que empecemos a promover y legitimar formas de investigación de campo cuyo punto de arranque sean las semejanzas? Una última fase donde se sigue estableciendo el compromiso entre el investigador y las personas de su estudio (o penúltima, o antepenúl tima, nunca se sabe) es cuando éste da forma final a su trabajo convir tiéndolo en una obra. Es en este momento cuando surgen las ocasiones para devolver y exponerse ante el público en general, la academia; pero es también la ocasión en la que los observados podrán reconocerse en el texto y contrastarse con la descripción y análisis que se hace de ellos. Esta situación puede ser más o menos enriquecedora y satisfactoria, y el resultado depende pocas veces sólo del autor. En mi caso, la publicación del libro me proporcionó la oportuni dad de devolver lo tomado en el campo de trabajo. Varias presentacio nes del libro tuvieron lugar en Vallecas con todo lo que ello implicaba: sentirme expuesta, ser discutida, quizás reprochada, porque es cuando pueden aflorar las suspicacias de aquellos que no se sintieron incluidos o se perciben mal reflejados. Pero también es el momento de los agra decimientos, de recibir aportaciones interesantes y, sobre todo, de sentir el impacto que ha tenido una obra en las personas entre las que se ha realizado el estudio. Esto me llena de satisfacción. Cuando se acercaban las fechas de la Batalla Naval, la atención mediática me dio la valiosa oportunidad de usar mi trabajo como palanca de legitimación de la fies ta. En este sentido debo admitir que no era sólo una oportunidad para
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los promotores de la misma, sino que también suponía un reconocimien to para mí y mi trabajo. A pesar de la satisfacción que ello me proporcionó, debo admitir que se me presentaran algunos dilemas sobre el uso de mi trabajo: ¿no irá en detrimento de cierto principio de inmutabilidad de la ciencia?, mi posicionamiento ¿no pondría en duda su calidad científica?
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En definitiva, el dilema que me estaba planteando era el siguiente: ¿era ¿tico desde el punto de vista científico formar parte de este juego de ’iortunidades de legitimación de la fiesta? Voy a intentar situar al lec■r mejor ante este debate, y para ello me voy a permitir cambiar por completo de escenario. En cierta ocasión tuve la oportunidad de estar presente en una dis cusión entre estudiantes de antropología que estaban desarrollando tra bajo de campo en diferentes ámbitos, pero que se reunían para discutir en torno al concepto de «patrimonio»5. En esta ocasión la cuestión del patrimonio enmarcaba el debate sobre las formas de control que la co munidad de los indios Kuna de Panamá ejercían sobre los investigadores de campo que «extraían» conocimientos de su comunidad. Según Posey Darrel (1999: 19) este control forma parte de las estra tegias de ciertas comunidades indígenas, van dirigidas a evitar la dismi nución de la diversidad cultural y biológica y su explotación por parte de terceras corporaciones. Estas formas de control comunitario se ins piran en los conceptos de derecho de propiedad intelectual occidental y abarcan tanto elementos tangibles como algunos más etéreos como el patrimonio cultural (autentificación de artesanía, preservación y forta lecimiento de los conocimientos tradicionales), y consiste en compensar a los pueblos nativos por la utilización de sus conocimientos y recursos. Este tipo de estrategia depende de la capacidad indígena de controlar sus tierras y puede convertir a los investigados en colaboradores exper tos y controladores del flujo de información. El debate que se estableció en el seminario sobre patrimonio, a par tir de la experiencia de un investigador entre los Kuna, surgía del cuestionamiento de la legitimidad de establecer ese tipo de control por parte de cualquier agente sobre el conocimiento científico. Se planteaba si la 5. de 2003.
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«ciencia» es un valor universal que no puede ser sometido a este tipo de restricciones comunitarias ni dependencias políticas. Durante este debate, me revoloteaba una pregunta en la cabeza: ¿No somos acaso conscientes del valor que obtenemos de la informa ción que recibimos? ¿Asumimos que, de cierta forma, extraemos una ganancia (ya sea material o de prestigio) al interpretar o articular la información que nos dan? Al igual que el investigador, ¿no tienen dere chos los sujetos estudiados a participar de ello? Insertos como estamos en una sociedad que se mira en los poderosos espejos mediáticos, ¿no es consecuente que los sujetos a los que nos acercamos sientan necesidad de participar en la elaboración de la imagen que se va a trasmitir? Volviendo a Davydd Greenwood (2000: 31) y a sus reflexiones so bre la observación participante, él señala con gran agudeza que la par ticipación supone en definitiva una manera de adquirir conocimientos, pero normalmente los etnógrafos consideran que esos conocimientos son de su propiedad. En este caso, aquello que desestabiliza al etnógrafo en su relación con su campo de trabajo era el hecho de que el nativo fuese activamente consciente de los beneficios potenciales de sus contenidos culturales y que quisiera tomar parte en ellos y controlarlos para que repercutieran primero en beneficio de su comunidad y no sirvieran a fines contrarios. ¿Es ésta una situación característica de la contemporaneidad? Según Luis Vázquez León (2006), citando ajam es Glifford, ha pasado el tiem po en que el antropólogo podía presentar, sin contradicciones, el punto de vista nativo. Vivimos en la era de la «susceptibilidad identitaria». Cuando los grupos estudiados se «empoderan» es cuando el investiga dor empieza a preguntarse cuál es su papel. Incluso en esta situación, la mirada del etnógrafo se convierte en moneda de cambio para propiciar el «empoderamiento» étnico. Por otra parte, han sido numerosos los de bates en los que se planteaba el papel del antropólogo como exportador de la voz nativa. Ahora hay nativos que buscan su reconocimiento como tales y por tanto quieren tener su propia voz. El objetivo de exponer este caso ha sido el de facilitar al lector la capacidad de apreciar el valor de la identidad, factor que ahora vamos a extrapolar al contexto urbano de Madrid. Puede requerir un salto ex traño, pero quizás si hacemos explícito un condicionante fundamental, el de la identidad étnica, puede resultar más sencillo reconocer su ob jetivo: la susceptibilidad identitaria y el «empoderamiento» étnico son hechos a los que se llega a partir de un proceso activo que en muchos casos conlleva una dimensión de movimiento social. Los indios Kuna llevan años articulando activamente el concepto de comunidad étnica
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que están manejando, un concepto que es producto de la confluencia de varios factores, su propia memoria y su relación con un contexto políti co, económico y social más amplio. Por eso me refiero a este debate, aunque resulte alejado del contexto de barrio que me interesa en Madrid, porque es precisamente la activa ción identitaria del hecho cultural lo que me interesa observar en Vallecas. La demanda de control sobre su patrimonio cultural por parte de los Kuna me hizo reflexionar sobre el valor que podría tener mi trabajo para los colectivos de Vallecas, la posición en la que ello me colocaba y las oportunidades que se podrían ocasionar en un contexto activo de promoción identitaria y patrimonial.
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El eje central de mi trabajo en Vallecas se vertebraba en torno a la prác tica identitaria y la activación cultural. La Batalla Naval surgió de la mano de movimientos sociales que en ocasiones trabajaban la idea de barrio. M uchos han sido los colectivos que han contribuido a su or ganización hasta el día de hoy. Como tales, han promovido con otras actividades y eventos, la activación cultural del distrito, ensanchando el espectro y la idea de la especificidad cultural vallecana. Me interesaba especialmente el papel de los movimientos urbanos en la Batalla Naval y también el lugar que ocupa la fiesta y la cultura en el imaginario político del distrito. Plantear la «cuestión ética» en este capítulo me obliga a dar otra vuelta de tuerca a mis experiencias de campo y plantearme cuál es el papel de un investigador inserto en esas dinámicas culturales cuyos agentes reclaman un reconocimiento patrimonial. Para comprender este papel debemos primero situarnos en un con cepto multifocal de movimientos sociales y una noción problematizada de patrimonio cultural, que considero son dos hechos que interactúan de forma dinámica, dando cuerpo a múltiples casos tan similarmente singulares como el de Vallecas. En primer lugar, para referirme a movimientos sociales, empeza ré por emplear la definición de Sydney Tarrow (1997), precisamente porque presta una especial atención a la importancia de la dimensión cultural en la activación y desarrollo del concepto. Para Tarrow, es aquel fenómeno histórico y no universal que funciona como una campaña sostenida para realizar demandas, utilizando un repertorio de actuacio nes que publicitan la reclamación, basada en distintas combinaciones de organizaciones, redes, tradiciones, solidaridades que sostienen esas ac
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tividades. Las acciones colectivas se basan en redes compactas y estruc turas de conexión y utilizan marcos culturales consensuados orientados a la acción. Obviamente es el hincapié en la dimensión cultural lo que me atrae de las teorías de Tarrow, aunque coincido con M. Martínez (2002: 119-149) en su propuesta más dinámica, que considera los mo vimientos sociales como un conjunto de procesos sociales (actores más o menos implicados, organizaciones, actividades, discursos...), más que como una campaña sostenida, en relación directa con contextos sociales significativos a través de prácticas de intervención social. La relevancia de estas prácticas reside en su transversalidad y sus efectos abarcan di versos ámbitos (dentro y fuera del movimiento) y le proporcionan un carácter constructivo y creativo. Lejos de querer detenerme en la visión del expresivismo, que se cen tra en una «nueva» cultura política para explicar los procesos de desarro llo de los nuevos movimientos sociales, considero que ese carácter cons tructivo y creativo que señala Martínez es lo que nos aporta una visión más dinámica de la dimensión cultural en la teoría de la acción colectiva. Con esta perspectiva se desdibuja la dimensión teleológica de las activa ciones culturales («el trabajo cultural sirve para sostener la campaña») y apunta hacia sus efectos en aspectos amplios de la vida cotidiana. Desde mi punto de vista, me interesa señalar que uno de los fac tores para la conformación de un movimiento social es el fomento de una identidad común y de valores compartidos. La celebración de m o mentos de encuentro, de eventos, además de crear la conciencia de que existe una causa común, facilita la articulación de redes sociales en torno a esa cuestión, como formas de comunicación más fluidas que permiten la posibilidad de apelar a las personas para la acción colecti va y, lo que es más importante, potencian ratinas vitales que conectan todas estas dimensiones. Desde el punto de inflexión que supusieron las luchas del 68 se ha escrito mucho sobre la emergencia de los movimientos sociales. Yo no sabría si afirmar la novedad de este fenómeno, pero lo que me resulta cla ro es que una de sus características fundamentales actuales es una mayor conciencia del valor de la activación cultural y de su gran potencial. Por eso, el caso que me ocupa en Vallecas, me obliga a remitirme a una visión transversal de los movimientos sociales, ya que en las motivaciones de los promotores y participantes de la Batalla Naval, la dimensión cultural festiva y la socialización tienen un papel central dentro de su ideario. Es común oír decir que Vallecas es uno de los lugares de Madrid donde sus habitantes manifiestan con mayor intensidad un sentimiento de identidad barrial. Pero ¿cómo se mide el sentimiento identitario? No
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es que Vallecas tenga claves históricas y sociales especialmente diferenciadoras del resto de las localidades de M adrid, pero sí es cierto que cuenta con un mayor número de iconos propios, eventos y referencias comunes manifestadas de forma pública. Entonces ¿qué es lo que dife rencia a Vallecas de otros barrios y distritos madrileños? La respuesta se encuentra en la práctica identitaria y uno de los motores principales de esta práctica son los movimientos sociales. Cierto es que, en este distrito, se da una serie de condiciones que puede facilitar este sentimiento, pero ninguna de ellas es determinante para marcar la diferencia si no se da el paso de la definición. Jeff Pratt (2003), gran estudioso de diferentes expresiones de movimientos obre ros y nacionalistas, en su obra Class, Nation and Identiy se pregunta sobre los mecanismos identitarios de su conformación como movimien to. Para ello hace un amplio repaso de manifestaciones de este tipo que tuvieron lugar en la Europa del siglo pasado. Respondamos a la pregunta que nos hacemos en Vallecas jugando, al igual que hace Pratt, con los dos paradigmas que han definido la posición de los antropólogos a la hora de definir los cimientos del sen timiento identitario: sustancialidad e identidad relativa. ¿Qué es más importante en la constitución de la identidad: las vivencias personales que van conformando la percepción del yo (o el nosotros) o la relación con el otro que nos hace más conscientes de nuestras similitudes y di ferencias? Pratt afirma que la identidad no es sólo una narrativa, que es parte de una práctica. N o se puede construir una identidad desde la nada, tiene que tener cierto calado social para ser activada. Existe en Vallecas una multitud de focos que congregan a la gente apelando al sentimiento vallecano. Con la Batalla Naval he estudiado uno de ellos, y podemos entender que la fiesta pueda tener un gran po tencial, ya que actúa como marco de relación y activación de las redes sociales, pero nos queda plantearnos por qué es tan importante para sus promotores el que se reconozca como patrimonio cultural del barrio y, en consecuencia, qué papel juega en este contexto mi mirada de antro póloga. Para desarrollar este argumento quisiera recordar a Lloreng Prats (1999), quien define el patrimonio cultural como todo aquello que so cialmente se considera digno de conservación, independientemente de su interés utilitario. La activación del repertorio patrimonial, escoger un elemento cultural y dotarlo de los «valores sacros», no es un acto neutro o inocente, responde a unas estrategias políticas. Primero habrá un impulso inicial que se concretará en determinados sujetos sociales y/o personalidades, quienes después buscarán la legitimación social que
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emana del poder político. Estas estrategias no sólo son propias del po der constituido, sino también del alternativo, del de la oposición, del informal. Este fenómeno se dará con mayor impulso cuando esta opo sición no pueda luchar abiertamente o con la misma fuerza en la arena política. ¿Están todas las estrategias encaminadas a reforzar la legitimi dad de la Batalla Naval? Creo que la comprensión de este fenómeno será más completa si atendemos a la reflexión de José Luis García García (1998) en torno al concepto de patrimonio cultural, llamando la atención, no tanto hacia lo que representa en sí mismo, sino a los procesos que genera. Ade más de incidir en el concepto de patrimonio cultural como un mismo fenómeno cultural que debe ser explicado históricamente, aporta una idea que resulta muy útil para estudiar la Batalla Naval: el marco del patrimonio cultural se convierte en un recurso y por ello adquiere una dimensión política. Esto lo podemos observar en las estrategias desplegadas tanto por los indios Kuna de Panamá, como en el barrio de Vallecas. La bandera del patrimonio cultural se convierte en un recurso en un contexto donde su defensa es parte de la nueva generación de derechos, una punta de lanza para conseguir una mayor autonomía. Si pensamos en cuál es el objetivo principal de la Cofradía Marinera de Vallekas (la conservación específica de esta fiesta) y cuáles son las estrategias que se manejan para conseguir lo, daremos otro paso más en el análisis. El fin último del grupo gestor, la Cofradía Marinera, aunque vaya encaminado a enfatizar una imagen legitima de la Batalla Naval, no es reforzar una identidad vallecana, esto es algo que se hace en el camino, sino defender la fiesta en sí misma por que está en peligro, porque es independiente, divertida y parte de su vida. Es aquí donde volvemos a situar al investigador ante la defensa del patrimonio. Al hilo de esta cuestión, Silvia Paggi (2003: 95-98) nos re cuerda que un elemento cultural es etnológico cuando es reconocido en el ámbito de la disciplina. Importa poco que el elemento sea poten cialmente etnológico (porque todos los son), importa su apropiación por parte de los etnólogos. En general, los bienes tienen un aspecto volátil que no es más que su contexto de uso. Según Paggi, la escritura textual se convierte en el lugar de la mediación etnológica si se encuen tra el equilibrio entre las exigencias de la investigación y la necesidad de divulgación. Por eso, de la misma manera que he identificado la importancia de la activación cultural y la práctica identitaria en la articulación social y cultural de Vallecas, me planteo por qué no participar con mi trabajo y su devolución. Suele pasar que, ante la cuestión del patrimonio, el an
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tropólogo es más consciente del papel que juega en la revalorización de unos elementos, materiales o inmateriales, ante las instituciones y ante la opinión pública. Sabe que a la larga puede generar resultados y con secuencias para los sujetos estudiados. La conciencia del impacto genera en los profesionales un planteamiento más intenso sobre su papel y el valor ético de sus actos. Si desde la reflexión teórica sobre el patrimonio esta cuestión queda más o menos reconocida, ¿por qué la participación en este proceso de activación me ocasionaba contradicciones desde una ética profesional? Recordando la dificultad de encontrar en España reflexiones éticas en antropología, me daba cuenta de que pasa justo lo contrario al explorar los textos relacionados con el patrimonio cultural, ya que muestran una mayor conciencia del valor político que está contenido en una etiqueta etnológica y del impacto social que pueda generar la identificación y el reconocimiento etnográfico. La fuerza de la identidad de barrio está en el trabajo que hay detrás. En este sentido sentí que podía no sólo identificar y reconocer el valor de este trabajo de promoción identitaria, sino participar en este proceso. Esto no quiere decir que defienda aquí un arribismo irreflexivo, sino que insisto en el potencial del trabajo antropológico como herramienta de reflexión, y también que su calidad puede medirse en los procesos de los que participa. A partir de este punto puedo decir que el dilema ético que me plan teaba al principio de este texto se ha trastocado. Si al principio el cuestionamiento era, ¿está bien participar en estas dinámicas que observo?, ahora la pregunta cambia: ¿estaría bien no participar de estas dinámicas que observo?
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Tan antigua como la antropología es su preocupación sobre cómo el impacto de la observación puede condicionar a la «verdad científica». En este sentido, Marvin Harris (1968: 191-192) alude a uno de los pri meros debates que tuvo lugar dentro de la disciplina y que se generó a partir de la obra de Karl M arx, quien afirmaba que la única teoría de la historia que podía valer la pena es aquella que permita a los hombres hacer su propia historia. Harris señala que los críticos de este posicionamiento, como fuera Wittfogel, pensaban que esta imbricación de la teoría y la práctica, el hecho de que la ciencia esté ligada explícitamen
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te a un program a político, suponía que los valores de dicho programa podrían alcanzar cierta prioridad sobre los valores de la ciencia. Si nos remontamos al origen, no podemos eludir el hecho de que la antropología nace con una fuerte vinculación al naturalismo y sus formas de observación. Considero que esto ha marcado una impronta muy fuerte en la metodología de la disciplina, tanto que la observación participante, herramienta pilar de la etnografía, entra en contradicción con el miedo de influir en aquello que se está observando, propio del naturalismo, socavando la posibilidad de entenderlo en su desarrollo espontáneo, al igual que un ornitólogo debe hacer el menor ruido para no espantar a los pájaros que observa. El origen de la antropología tiene un marcado carácter pragmático, intentando responder a las cuestiones planteadas por la historia y otras disciplinas humanísticas, pero aplicando una perspectiva naturalista. Durante décadas, la objetivación del «otro» estuvo fuertemente influida por las oportunidades que brindaban las relaciones desiguales con los «primitivos». La relación con estos pueblos se establecía desde el colo nialismo y el servicio que podía prestar era en su forma aplicada, inves tigando «nativos» y aportando herramientas para el diseño de políticas de gestión de las colonias, lo que alcanzó su punto álgido en la Segunda Guerra Mundial. Es por eso por lo que después de este periodo mar cado por una intensa implicación metodológica, cobra gran fuerza una honda preocupación por la neutralidad de la antropología. La crítica a las políticas coloniales influye en la evolución de nuevas corrientes y una de las respuestas desde la disciplina fue replegarse en los muros de la academia para conservar la pureza científica. Es herencia del periodo colonial el nacimiento y desarrollo de la metodología más caracterizante de la antropología, la observación par ticipante. Malinowski, consagrado como el padre de esta metodología, es también uno de los principales propulsores de la profesionalización de la antropología aplicada al servicio de la administración colonial bri tánica (Malinowski, 1945). Según Toulmin (citado por Greenwood, 2000), la observación par ticipante no es más que la repetición de la posición clásica positivista, basada en el dualismo cartesiano. Por eso no es casual que el méto do característico de nuestra disciplina provoque continuamente una contradicción en la persona del antropólogo, que observa resignado cómo su presencia genera impacto en el entorno que estudia6. Por eso
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Este tema se trata en otros capítulos de este libro desde diferentes perspectivas.
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Greenwood (2000: 31) afirma que, más que de una metodología, se trata de una idea vaga e incoherente, que ofusca el papel del observa dor y difumina los eslabones entre las acciones que produce un análisis y las teorías antropológicas. En torno a esta contradicción, sobre todo con la emergencia de la antropología post-estructuralista, se han establecido numerosos proto colos y formas de explicitar el impacto del etnógrafo con el objetivo de resolver esta paradoja. Todas ellas implican una continua auto-revisión de las experiencias y sensaciones del observador, siempre atento al cho que, tanto cultural como personal, ya que es este choque lo que afina sus sentidos. Es aquí donde el cuaderno de campo se convierte en una herramienta tan importante. ¿Pero qué pasa si el investigador no siente tan marcado este choque en su experiencia de campo? ¿Tiene tanto peso el choque cultural? ¿Si el choque no se produce de forma marcada el investigador no será capaz de percibir e identificar los elementos y procesos que tienen lugar en el campo de observación? La vuelta gradual de la mirada etnográfica hacia las cuestiones más cotidianas de sus culturas de origen ha hecho que la cuestión del con tacto y del choque cultural pierdan centralidad. Antes el investigador debía sentir el extrañamiento, ahora debe interrogarse ante todo lo que se supone que es culturalmente obvio. Aún así, el momento del ex trañamiento sigue siendo una figura lingüística fundamental a la hora de redactar el texto, el punto de partida de la narración etnográfica y ello significa una búsqueda sistemática de las raíces de ese sentimiento, aunque no protagonice la relación del investigador con sus informantes. Para profundizar en las contradicciones que pueda generar la impli cación del autor con aquello que estudia y centrándonos en el momento de la redacción del texto, me remitiré a las reflexiones de Antón Fernán dez Rota (2008) sobre las políticas de narración en nuestra disciplina. Este autor identifica dos marcadas tendencias de realismo enfrentadas en la historia de la antropología: la representación, el «hablar en nom bre de», del realismo trascendental, y la evocación, el apelo a la multi plicidad inestable y de distintas articulaciones emergentes, del realismo reflexivo postmoderno. El realismo trascendental forma parte del primer proyecto antro pológico del siglo xx. En aquella época el antropólogo tenía que lidiar y competir por su legitimidad como emisor de juicio con una serie de figuras presentes en el campo de estudio que llevan allí más tiempo: misioneros, funcionarios, nativos. Por eso, en este contexto era necesario recubrir al antropólogo de cierta aura de profesionalidád, desautorizando al resto de
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las figuras en tanto que observadores amateur. Es aquí donde el autor del texto etnográfico se erige en ¡representador de las culturas. Según Fernández (2008), a partir de los acontecimientos de los años sesenta tiene lugar un punto de inflexión en la política de la narración determinado por las luchas contra el colonialismo, la emergencia de las contraculturas, las luchas feministas y la eclosión de nuevas formas de concebir el mundo a las que se le ha asignado el ambiguo nombre de posmodernidad. Se abrió la posibilidad de experimentar con los límites y contenidos de la disciplina, pero también con las formas narrativas, en la conciencia de que no es posible representar una cultura. En este sen tido hay una fuerte corriente de autores, como James Clifford (2001), que se abren al carácter reflexivo, polifónico y dialógico. Esta es una característica que les une a las formas de representación de los movi mientos sociales, eludiendo la paradoja de la soberanía. Si por una parte la calidad de un producto antropológico se mide por la profundidad de la inmersión del investigador en el contexto de la vida de sus protagonistas, por la otra se exige el contrapeso de una agu da y argumentada visión externa, un estilo de narración que lo marque y suficientes referencias que den cuenta de su distanciamiento. Porque la legitimidad del etnógrafo se construye en este frágil equilibrio entre el dentro y el fuera. Gracias a esta relación de preocupaciones metodológicas, quizás pueda entenderse que mi intención es aportar reflexiones éticas sobre la imparcialidad de la ciencia y el miedo a la ingeniería social que se ha generado desde la aplicabilidad de la antropología en el periodo colonial. Pero el objetivo de este texto no es ése, sino abordar el de bate desde otro punto de vista, quizás desde el otro extremo. Para mí la pregunta es: ¿hasta qué punto es ético mantenerse en el refugio de la imparcialidad? Con esta pregunta mi intención no es relativizar hasta el último extremo la naturaleza imparcial de la disciplina, sino señalar que la tendencia más normalizada es la estigmatización de la obra del investigador que se coloca en una posición.
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Placiendo memoria y una revisión sobre los valores y contenidos éticos asumidos en nuestro quehacer profesional, me doy cuenta de una cues tión fundamental: a lo largo de mi aprendizaje académico y mi desarro llo profesional en España, en ningún momento me he topado con una reflexión elaborada, ni con un código ético de referencia, pero tampoco
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he sentido ninguna presión o apremio desde la disciplina para buscarlo. H a sido gracias a este libro y al seminario que lo originó que me he planteado detenidamente la cuestión ética y he buscado con intensidad alguna referencia bibliográfica. Pero ¿por qué no existe un mayor de bate ético? Aquí confieso mi propia ignorancia que considero herencia del que hacer profesional y académico en nuestro contexto. Eso no quiere decir que no se adquiera un cierto patrón ético en la praxis, pero este patrón es intuido, rige nuestra forma de trabajar de una forma no explícita, por lo que es difícil, reflexionar sobre él. En mi propio caso, a partir de mi traba jo en Vallecas, este código intuido, asumido de forma acrítica, me indujo a plantearme este dilema: ¿la implicación o identificación con el objeto de estudio no va en detrimento de la calidad científica de mi trabajo? Si leemos el código ético redactado por la Asociación America na de Antropología (1998) podremos considerar que el compromiso ético del antropólogo se establece en varios niveles: con el sujeto de estudio, con la ciencia o la Academia, con los colegas y con la sociedad en general. Pero no se determina de forma explícita una prioridad en el orden de los compromisos. En mi propio caso, mi bagaje académico me hizo intuir que debía mantener mayores compromisos con la academia que con los sujetos que estaba estudiando, esto es algo que caracteriza fuertemente la práctica profesional en este país, y yo creo que la causa fundamental es la falta de referentes antropológicos fuertes fuera de la academia. Esta tendencia, unida a otros hechos, facilita la reclusión de la disciplina en este ámbito exclusivo, a pesar de que en muchas de sus vertientes converjan con prác ticas de intervención social y de que en la actualidad resurjan con fuerza los defensores de la antropología de orientación pública. Desde esta «intuición» me preguntaba si la excesiva implicación con el trabajo de campo podía ir en detrimento de su calidad académica. Precisamente esta idea implícita era la que me provocaba una serie de contradicciones con mis propias aspiraciones, y también con el bagaje metodológico y de valores adquirido en contextos fuera de la disciplina, donde estas premisas pierden todo sentido. El distanciamiento, el no tomar una posición de forma explícita, es realmente lo que me hubiese creado un verdadero dilema ético inserto en el contexto de relación que estaba desarrollando en el campo de mi trabajo. ¿Es lícito participar en la promoción de lo que se está estudiando, apoyar y promocionar la Batalla Naval? ¿Sería lícito no hacerlo? ¿Por qué no interrogarnos en cambio por la fina línea que separa la observa ción participante de la participación observante?
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D E L A O B SE R V A C IÓ N PA R TIC IP A N T E A LAS M E T O D O L O G ÍA S PARTICIPATIVAS
Siempre me ha llamado la atención en esta disciplina el escaso desarro llo de corrientes y metodologías participativas, al contrario de lo que ocurre en otras disciplinas sociales (sociología, intervención social, his toria...). N o estoy afirmando que no existan inquietudes, ni produccio nes en esta dirección, pero esta emergencia no ha alcanzado el desarro llo y la sistematización que ha tenido en otras disciplinas. Un ejemplo lo encontramos en el fuerte desarrollo de la Investigación-Acción-Participación sociológica. El mismo Davydd Greenwood (2000: 30-32), uno de los referentes más cercanos sobre Investigación-Acción-Participación antropológica, afirma que hay muy pocos investigadores dispuestos a deshacerse de sus bienes profesionales, ya que las técnicas participativas se perciben como una demolición de la observación participante y una pérdida de poder. Según este autor, la Investigación-Acción-Participa ción no es una disciplina ni un método, es un grupo de prácticas mul tidisciplinares orientadas hacia una estructura de compromisos intelec tuales. Democratizar las relaciones sociales en la investigación es un valor ético de la Investigación-Acción. Este enquistamiento de la antropología quizás se deba al fuerte arraigo del esquema del trabajo individual por evitar a toda costa trastornar aquello que se está observando (pocas veces podemos encontrar a los antropólogos trabajando en equipo) o a esa necesidad de marcar fuertemente el distanciamiento por sistema, para limpiar las trazas de la inmersión. Por otro lado, debo admitir que en la actualidad la cuestión ética y la de la participación empiezan a tomar fuerza desde el creciente interés de etnógrafos por los medios virtuales, un contexto en el cual surge con fuerza el término «mutualidad», que es una condición que se debe establecer entre investigador e investigados. Por ejemplo, Estatella y Ardévol (2007), en su proceso de investigación del fenómeno blogger, establecieron como estrategia de reciprocidad y propuesta de ética dialógica la elaboración de un «blog de campo», donde subyace la idea de que el investigador no sólo debe tomar, sino que también está obligado a dar, y que no debe únicamente interpelar, sino también exponerse a ser interpelado por los otros. La etnografía virtual, curiosamente, se está convirtiendo en un cam po donde se plantean con mayor frecuencia cuestiones éticas en rela ción con «los observados» y son numerosos los textos que dan cuenta de ello. Por sí mismo, internet es un medio en el que se plantean numero sos dilemas éticos que son de dominio general, como es la desdibujada
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frontera entre lo público y lo privado, el control o no de las redes y de los contenidos que circulan, la emergencia de trabajo colectivo y participativo de software libre... Muchos antropólogos están enriqueciendo los conceptos de la disciplina desde su posición en internet. Finalmente debo insistir en que mi intención no es afirmar que el planteamiento participativo sea aplicable en todo contexto, ni tampoco que en todos los contextos que he investigado este planteamiento me haya funcionado. Es más, en determinadas ocasiones me ha generado cierta frustración el hecho de no llegar a alcanzar al público al que me dirigía, publicar una obra y no tener la oportunidad de usarla, modelar la en la interacción con los demás y sus devoluciones. Por eso Vallecas se convierte aquí en un eje vertebrador de este plan teamiento, porque precisamente ha sido ahí donde ha tenido lugar esta confluencia, porque existe una articulación política y cultural que es una llamada constante a la participación, porque allí la reflexión sobre su pro pia historia propicia momentos de encuentro. Es éste el entorno donde he sentido la llamada, la curiosidad, la suspicacia, el interés y las oportu nidades de vertebrar las conclusiones de mi trabajo como una herramien ta aplicable. N o puedo presumir del hecho de haberme erigido en calidad de experta vallecana o de la Batalla Naval ni que esto significara una especial atención a mis sugerencias o mis criterios dentro de las redes que promueven esta fiesta u otros eventos. Pero la sensación que me queda al final de este texto es que yo estudiaba la práctica identitaria y que al final mi trabajo ha servido de recurso para la pragmática de la identidad.
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Antes de acabar me gustaría hacer un apunte sobre otra cuestión que pende sobre nuestra disciplina y cuya reflexión me ha surgido de mi contacto con Vallecas, ya que tuve ocasión de usar mi trabajo para una intervención socio-educativa. En la formación de esta oportunidad in fluyó mi propuesta, pero sobre todo porque es un tema que despierta fuerte interés y abre oportunidades de diálogo en este contexto. Muchos y muchas profesionales de mi generación, además de an tropólogos somos técnicos de la intervención social (enfermería, trabajo social, educación social, pedagogía...) y la antropología ha constituido una continuación en nuestra formación. Por eso, un profesional con un currículum anterior, como ha sido mi caso, puede desarrollar una fuerte tendencia a proyectar formas de intervención en el contexto de inves tigación. Es bastante usual que esta tendencia pueda chocar con lo que
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se espera de su trabajo y con la proyección curricular a la que aspire. Es duro intentar hacer converger' la intervención social y la antropología, no por su potencial ni por falta de referencias en otros lugares, sino por la falta de reconocimiento de una práctica integrada desde ambos sectores. En concreto, desde un marco profesional diferente, ejerciendo de mediadora vecinal en Vallecas, tuve la oportunidad de retomar los ma teriales de mi trabajo para realizar talleres socio-educativos en varios institutos de secundaria del distrito. El tema era exponer la participa ción de la juventud en la historia más reciente de Vallecas para poten ciar la comunicación intergeneracional e intercultural y conseguir una identificación más intensa con el entorno urbano. Con esta actividad quise incidir en una cuestión puesta de mani fiesto por otros investigadores locales: se valoraba que gran parte de la población de este barrio, sobre todo la más joven, no fuese consciente del gran valor que tuvieron los procesos de participación social en la his toria urbana, social y cultural del barrio. Por otra parte, de este estudio y de otros indicadores, se presumía cierta desconexión intergeneracio nal con respecto a los problemas de convivencia en el barrio y cierto sentimiento de inseguridad entre la población adulta. En el marco de las asociaciones de vecinos del distrito todo esto se valoró para facilitar el acercamiento y se construyó argumentando que una mejora de la convivencia sería más fácil si se potenciaba la transmi sión de la memoria local. También consideré que la ocasión podía ser una excelente oportunidad para recoger las percepciones y opiniones de la población más joven del barrio sobre su entorno más inmediato y su historia más reciente. La riqueza de este trabajo no sólo residía en el material trasmitido al alumnado de tres centros, sino en la posibilidad de haber contrastado estos materiales, la línea histórica y el imaginario vallecano que articulé con la realidad y la experiencia vital de los más jóvenes del distrito. Ele mentos que resultan extraños, otros que se reactualizan, y la emergencia de nuevos conceptos y expectativas con el entorno... Las impresiones del alumnado fueron recogidas y analizadas para proponer un proyecto de intervención dirigido a la juventud en el contexto del tejido asocia tivo de la zona.
T R A SLA D A R E L D IL E M A É T IC O
Para concluir, quiero resaltar la línea que vertebra la reflexión en este artículo: el gran peso que mantiene la perspectiva positivista en nuestro
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quehacer antropológico generando dilemas, por lo menos en mi caso, en contraposición con una práctica participativa y una formación desde la intervención social. Considero que esta convergencia de tendencias no debería debilitar la voluntad del profesional, sino, al contrario, de bería servir de fuente de enriquecimiento de la disciplina, y por tanto ofrecer mayores oportunidades de reconocimiento profesional. A pesar de que en el ámbito antropológico las metodologías participativas no parecen maduradas, su desarrollo y práctica es toda una realidad en otros contextos y el acercamiento interdisciplinar ayuda al trasvase de estas perspectivas. El recorrido hecho tenía como objetivo tratar del dilema ante la toma de posición del investigador en una arena política y trasladarlo al otro extremo: el dilema ante la no implicación. Consciente de que no es posible generalizar mi experiencia a todos los campos y casos de in vestigación, considero importante subrayar el fuerte peso del esquema positivista en nuestra práctica. En la frágil balanza de los compromisos éticos que adquiere el investigador durante su trabajo, este esquema influye con fuerza en todas las posturas efectivas que toma, colocándole más cerca de la ciencia que de sus sujetos de estudio.
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DE RESPONSABILIDADES, COMPROMISOS Y OTRAS REFLEXIONES QUE LLEVAN A LA ANTROPOLOGÍA APLICADA* A lic ia Re C ru z Department of Anthropology North Texas University
Nuestra disciplina está inexorablemente sujeta a sus contextos históricos y socioculturales, lo que significa que hay formas diversas de entender y practicar la profesión. Es el antropólogo/a y sus circunstancias quien ge nera la reflexión y discusión sobre «lo ético» del trabajo antropológico, al estilo de Ortega y Gasset, o al del «habitus» de Bourdieu, en relación con aquellos con los que trabaja, con sus colegas y con la profesión. Por este motivo, para trabajar en este texto he revisado mi pasado y analizado mis encuentros con las diferentes caras con que se me ha presentado la an tropología a lo largo de mi ejercicio profesional, con el fin de identificar cómo y cuándo apareció la discusión de «lo ético» y cómo ha ido cam biando a lo largo de la vida y la profesión. Ello me ha permitido hacer un recuento reflexivo de mi trayectoria como persona y como antropóloga, como madrileña que vive y trabaja en Texas, después de haber pasado por Nueva York y Yucatán. Desde este momento me gustaría expresar mi agradecimiento al lector, que me va a dar la oportunidad de contar esta historia que nace con la pasión por lo exótico de otras culturas y que termina con la pasión por el compromiso y la justicia social, como dimensiones fundamentales del trabajo antropológico.
D E V A LLECA S A N U EV A Y O R K , PA SA N D O P O R LA C O M P L U T E N SE
Nací en Vallecas, en la misma casa donde nacieron mi padre y mis abue los; era una córrala en la que vivían cuarenta familias muy humildes, la * Este trabajo se ha realizado en el marco del proyecto de investigación «Estrate gias de participación y prevención de racismo en las aulas II» (FFI2009-08762).
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ALICIA
RE C R U Z
gran mayoría muy pobres. Había cuatro retretes sin agua para atender las necesidades de los vecinoá. Algunas casas no tenían agua corriente. Historias de hambre, muerte y bombardeos de la guerra civil pululaban por doquier; creo que me llegaron antes que las de Caperucita Roja o la Cenicienta. Aprendí pronto que pertenecía al mundo de los pobres, de los humildes, al bando de los que perdieron y a uno de los barrios que fue más castigado por el franquismo durante la postguerra. Qui zás el temor y la rabia fueron responsables de que nunca se hablara o discutiera de política con mis padres en mi casa. Aprendí también que había nacido en el bando de «los de la capital», pues no había ni un solo miembro de mi familia que no fuera de Madrid, lo que significaba que no había ninguna posibilidad de ir de visita o vacaciones «al pueblo»; es decir, que en los veranos, la oportunidad que tenía de «saborear» las vacaciones era cuando íbamos al Parque Sindical de Madrid. Creo que fue el hambre por conocer otros lugares que no fueran Vallecas lo que me llevó durante mi adolescencia a desarrollar y nutrir una pasión desafo rada por saber cómo eran, pensaban, jugaban los niños de otros lugares, países y culturas. Por lo tanto, no es un accidente que eligiera Antropo logía como carrera universitaria. Cursé Historia en la Universidad Complutense de Madrid, en la es pecialidad de Antropología y Etnología de América. Quedé fascinada por el exotismo cultural con el que se me presentaban las culturas prehispánicas americanas y caí rendida ante las posibilidades que ofrecía el análisis estructuralista. El estructuralismo fue el modelo teórico que me permitió conectar el ser humano, su conducta, su pensamiento y su cultura, y admiraba la brillantez con la que Lévi-Strauss nos decía que las estructuras del lenguaje son equivalentes a las de la sociedad, que es posible descubrir estructuras universales del pensamiento humano por que están formadas de oposiciones binarias que se entretejen a modo de bricolaje de significados en cuentos, mitos y leyendas. Quizá lo que me parecía más revolucionario del mensaje estructuralista era que no hay forma de entender la realidad social sin el pensamiento crítico que nos muestra la estructura profunda, el origen de la lógica cultural. Aunque la discusión sobre ética en el trabajo antropológico no tuvo un papel central en mi formación inicial, el discurso académico apuntaba a la necesidad de establecer una clara distinción entre el sujeto y el objeto del análisis; el mensaje implícito era que el trabajo antropológico no debía interferir en la vida social de la comunidad, y que el antropólo go debía evitar promover cambios en el grupo que estudiaba, tanto, que intervenir era algo que se no consideraba ético. Los principios funda mentales de mi entrenamiento y formación apuntaban a la distinción
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entre sujeto y objeto, y entre teoría y praxis en el trabajo antropológico, la condición sine qua non de la neutralidad científica y de imparcialidad del investigador/científico.
LA CU LTU RA MAYA: D E «L O O T R O E X Ó T IC O » A «L O H U M A N O M ÁS C E R C A N O »
Cuando recibí una beca para asistir a uno de los cursos de verano en la Universidad Menéndez Pelayo de Santander, tuve la oportunidad de co nocer a Gary Gossen, jefe del Departamento de Antropología de la Uni versidad de Nueva York, en Albany. El me habló de las ayudas que ofrecía la Universidad a estudiantes extranjeros y me invitó a solicitar un puesto de ayudante en su Departamento. Lo hice, me aceptaron y allí empezó mi aventura profesional y personal en el Nuevo Mundo. Corría el año 1985 y estaba recién licenciada en Antropología y Etnología Americana por la Universidad Complutense de Madrid. En SUNY Albany abracé con pasión el modelo de antropología simbólica e interpretativa de Victor Turner (1967, 1969) y Clifford Geertz (1973). Descubrir el concepto de «liminalidad» fue tremendamente liberador, pues facilitaba el análisis del «proceso» cultural, instaba a pensar en «la cultura» como un constante flujo de cambios y transformaciones y, sobre todo, invitaba a proponer la articulación de la idea de caos y orden como principio fundamental en el entendimiento de la cultura y sociedad. Cuanto más leía a Clifford Geertz, más me apasionaba su humanismo y la forma en que proponía entender la cultura: como texto en acción que incita al antropólogo a una búsqueda explicativa de los significados contenidos en las ideas, creencias y valores culturales. Tuve la oportunidad de hacer mis primeras exploraciones de trabajo de campo entre los mayas de Yucatán, en 1986, en una pequeña comu nidad campesina, muy conocida en el ámbito antropológico norteameri cano, Chan Kom. Avatares del destino me llevaron justo a la comunidad maya en la que no quería acabar haciendo trabajo de campo, porque ya la habían estudiado numerosos antropólogos, profesionales y aprendi ces. Respondiendo a la llamada de «lo exótico», que había sido ya mati zada por mi entrenamiento en el estructuralismo y el simbolismo, tenía interés en la vida ritual y en la tradición oral de la comunidad. Aunque tuve oportunidad de vivir en casas no tradicionales, con electricidad, elegí una casa maya tradicional de bajareque y techo de guano. Todo ello suponía que por fin podía culminar el sueño de estudiar y vivir en tre un «otro» radicalmente diferente a mis orígenes en el asfalto urbano
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de Madrid. El ansia por conocer la vida campesina, en oposición a la ur bana, me llevó a esta comunidad de la que fácilmente quedé enamorada por su exotismo, también expresado en el empeño con que se presen taban sus gentes: «Aquí todos somos pobres, somos campesinos, somos mayas». Caí en Chan Kom durante la «Canícula» de 1986. La Canícula es percibida como «época de crisis», ya que, según sus habitantes, trae enfermedades infecciosas provocadas por parásitos (diarrea, disentería, vómitos, etc.). La Canícula aparece todos los años, a mitad de julio, y dura un mes. Este periodo es anómalo en muchos aspectos: hay sequía aunque es la época de lluvias, el maíz se encuentra en la etapa más vulnerable de su desarrollo y necesita el agua de lluvia para crecer; las enfermedades amenazan la salud pública, etcétera. Apasionada por el carácter simbólico «liminal» de la Canícula, regre sé en el verano de 1987. Fue entonces cuando pude identificar una nue va dimensión del fenómeno: durante la Canícula aparecían acusaciones de brujería que tenían que ver con muertes y enfermedades que pare cen aflorar durante este periodo. Aquéllos sobre los que se hacía recaer anónimamente la culpa eran, curiosamente, miembros de la familia del cacique de la comunidad, en su mayoría, jóvenes mayas que habían emi grado a mediados de los años setenta, cuando Cancún estaba naciendo como estrella turística internacional en la costa de Yucatán. Esta nueva dimensión social de la lectura «liminal» del fenómeno de la Canícula, me permitió descubrir la necesidad de incluir un nuevo modelo teórico para analizar críticamente la homogeneidad social y económica con que la comunidad se presentaba. Si los hijos del cacique, emigrantes en Cancún, era a quienes se acusaba de los males que aquejaban a la comunidad du rante este periodo liminal, ¿sería entonces cierta la imagen de igualdad social que pretendidamente presentaba la comunidad? ¿Cómo se articula la lectura liminal de la Canícula con la realidad social de la comunidad? Estas preguntas fueron las que impulsaron el diseño de la agenda de los dos años de investigación y trabajo de campo que realicé en Chan Kom, entre 1989 y 1990. El estudio estaba dirigido a mi tesis doctoral y fue financiado por una beca Fulbright del Ministerio de Culturá. Aunque mi entrenamiento en análisis estructuralistas y simbólicos me había proporcionado una lectura interesantísima de la Canícula como periodo liminal en el ciclo anual entre los mayas, las mismas contra dicciones sociales expresadas en las acusaciones de brujería demanda ban la necesidad de articular otros modelos teóricos más productivos para identificar la realidad social de la comunidad. Enfoques marxistas y de economía política me ayudaron a desvelar una realidad social mu cho más diversa y desigual. El censo socioeconómico que realicé en la
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comunidad desenmascaró profundas diferencias entre los campesinos ricos, inmersos en actividades comerciales y ganaderas, y los campesi nos pobres, dedicados a la siembra del maíz. Dentro del conjunto de los emigrantes se incluía tanto un grupo minoritario que había conseguido realizar el sueño de hacerse con sus pequeñas empresas, como una ma yoría de trabajadores de la construcción.
CU A N D O E L PA RAD IGM A D E C O N O C IM IE N T O SE TA M BA LEA
Profundamente revelador fue el hecho de descubrir las estrategias del gobierno mexicano a la hora de presionar a los campesinos para que emi graran a Cancún, pues la estabilidad económica y financiera de México depende enormemente de la industria turística. Durante mi estancia en Chan Kom fui testigo, por ejemplo, de campañas publicitarias desti nadas al consumo de herbicidas y fertilizantes para nutrir los campos de cultivo de maíz, llamados milpas. Una economía de subsistencia no permite al campesino la posibilidad de acumular capital para la compra de estos productos. La migración a Cancún se convertía entonces en la oportunidad de obtener dinero rápido a través de empleos temporales. El dinero ahorrado se podía invertir en estos productos y al mismo tiempo el gobierno obtenía mano de obra barata en la construcción para el desarrollo del imperio turístico de Cancún. Además de las muchas lecciones personales y profesionales que apren dí en Chan Kom, tuve el gran privilegio de ser testigo de un hecho que hizo tambalearse el paradigma de conocimiento y trabajo antropológico que me había alimentado hasta entonces. Debido al agotamiento de los nutrientes del suelo, la SARH (Secretaria de Agricultura y Recursos H i dráulicos) puso en marcha un programa agrícola de desarrollo comuni tario que tenía como meta conseguir que los campesinos mayas tuvieran una cosecha de maíz más abundante. Para ello, el proyecto tenía dos objetivos, el primero era convencer al campesino para que utilizara una semilla de maíz híbrida, y el segundo, hacer que cambiara su sistema tra dicional de siembra en triángulos, por un sistema de siembra lineal. El equipo técnico del proyecto estaba formado por un ingeniero agrícola y dos ayudantes. Celebraron numerosas reuniones con los campesinos para mostrarles cómo sembrar en línea y convencerles de los beneficios de la utilización de la semilla híbrida. Con una actitud de saber cómo hacer las cosas, respaldada por la autoridad que impone el conocimien to occidental, el ingeniero de la SARH no tenía ningún interés en ente rarse por qué el campesino maya había sembrado en triángulos durante
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cientos de años, ni le interesaba la opinión del maya respecto al uso de la semilla híbrida. Llegó la época de la siembra y la gran mayoría de los campesinos sembró en triángulos, utilizando la semilla natural. No me parece éste el lugar apropiado para presentar la documenta ción etnográfica que respalda el conocimiento del campesino maya sobre su entorno ecológico, las características y composición de los suelos, ni de los sistemas más efectivos y productivos de cultivo. Baste decir que este caso claramente presenta un choque de paradigmas de conocimiento diferentes, el local maya y el gubernamental modelado por premisas occi dentales, entretejidos ambos por obvias relaciones de poder. Este ejemplo representa uno de los tantos casos de errores culturales, particularmente en el ámbito de programas de desarrollo, al intentar transferir un cono cimiento occidental a ecosistemas naturales y culturales locales, como muy elocuentemente ha denunciado Escobar (1995). No sólo fracasó el proyecto de desarrollo, sino que corroboró el estereotipo del campesino maya como incapaz de subirse al carro de la modernidad, anclado en sus hábitos y tradiciones antiguas. ¿Qué hubiese pasado si el ingeniero hubiera sido capaz de entender la importancia cultural que tiene para el campesino maya el hecho de utilizar su semilla natural y el sembrar en triángulos? ¿Habría cambiado su discurso explicativo si hubiera conoci do la conexión espiritual del maya con su milpa y con el cosmos? ¿Habría entendido que sembrar linealmente descabala la lógica epistemológica de pensamiento maya que está más centrada en el círculo? Simbólicamente, el círculo representa un futuro originario en el pasado, muy diferente de la tradición epistemológica judeo-cristiana que propone un concep to temporal lineal en el que el futuro no tiene retorno. Dos triángulos unidos por el vértice conforman una estructura geométrica regular, con un centro; al sembrar en triángulos, el campesino maya reproduce una estructura geométrica similar a la forma en que concibe el cuerpo humano, dividido en cuatro cuartos unidos por el centro, el tipte, el ge nerador de orden y salud en el ser humano. De la misma forma, la milpa, para el maya, tiene cuatro esquinas, y el centro esta dedicado a levantar el altar en el que se celebra el ritual diario de pedir permiso a su dios para trabajar la naturaleza con que les ha provisto. N o sólo fue la falta de conocimiento, sino la actitud de imposición de un saber foráneo, descalificando el local maya, lo que dio al traste con el programa de la SARH. Con el tiempo, al reflexionar sobre este incidente, me di cuenta del papel revolucionario que puede tener nuestra disciplina si se pone en acción, si permite poner el saber científico al servicio de su acción po lítica. Aunque no formó parte, ni siquiera como anécdota de campo en
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la redacción de la tesis doctoral, me sorprendieron las repercusiones teóricas, metodológicas y éticas que tuvo el hecho de haber sido obser vadora participante del descalabro de este programa de desarrollo de la SARH en Chan Kom. Fue en SUNY, Albany, durante mi formación como estudiante de doc torado en Antropología, cuando conocí la obra de Kuhn (1992), que plantea una concepción de la ciencia que se transforma a golpe de revo luciones, lo que rompe con la consabida idea de que la ciencia avanza en un proceso lineal de acumulación de conocimientos. La obra de Kuhn provocó gran revuelo, al proponer la idea de paradigma científico para entender el avance de la ciencia, en vez de una sucesión de teorías que avanzan en sofisticación y refinamiento gracias a la acumulación de cono cimiento, sino como un complejo donde teoría y lógica científica abrazan los procesos sociales y la visión del mundo social. La propuesta de Kuhn caía en un terreno crítico y reflexivo ya abonado por el movimiento post modernista. El postmodernismo proponía unos postulados más volcados en la necesidad de mantener unas relaciones más horizontales y simétricas con aquellos que creíamos constituían el objeto de nuestra investigación y que en realidad estaban tan sujetos como nosotros mismos, los propios científicos. Todo ello supuso para mí la introducción a una visión más crítica del paradigma antropológico con el que me crié como aprendiz de antropóloga; con nuevas lentes me adentraba en el incómodo deba te de colonialismo intelectual, de los efectos de modelos de desarrollo. En definitiva, la reclamación positivista de mantener neutralidad ante el trabajo científico fue intensa y profundamente cuestionada. Pero el dilema se transformó entonces en la pregunta ¿intervenir o no intervenir para efectuar un cambio social?, y la respuesta reclamaba urgentemente conocer los precedentes antropológicos en los que se había hecho. Los casos latinoamericanos y en concreto los mexicanos, proporcionaban las primeras experiencias a la hora de contestar.
TE X A S Y SUS M IST E R IO S
Llegué a Texas en 1992 como miembro del Instituto de Antropolo gía de la Universidad del Norte de Texas, un grupo de tres profesores. Deseando conocer las zonas de esta parte del país en la que vivían los mexicanos, pregunté por sus barrios en una fiesta de bienvenida en la universidad; mi interlocutor me espetó un «aquí no tenemos». La con notación de posesión implícita en el verbo «tenemos» me alertaba de las relaciones de poder y la respuesta, al mismo tiempo que encerraba un
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misterio por resolver, abría la puerta mágica de la curiosidad antropoló gica: ¿cómo es posible que no haya mexicanos en Texas? Como es fácil imaginar, me estrené como doctora en antropología dedicándome a los inmigrantes mexicanos del norte de Texas. Me entregué ciegamente a la tarea no sólo de identificar sus barrios, sino de divulgar su presencia en el área, para sacarles de su anonimato e invisibilidad. En el proce so de acercamiento a la comunidad, me sorprendió profundamente la habilidad, destreza y sabiduría de las mujeres inmigrantes a la hora de sobrevivir en un país que resulta profundamente hostil para los inmi grantes mexicanos que no entienden la cultura ni la lengua. Quedé aún más impresionada cuando me di cuenta de que los propios estudiantes de la universidad desconocían o conocían mal la realidad social de su entorno. En una de mis clases sobre «Migrants and Refugees» incluí una visita de campo a unos apartamentos donde la mayoría de los inquilinos eran inmigrantes procedentes de México. Al anunciar la visita, varios alumnos llamaron la atención sobre la «peligrosidad» que suponía llevar al grupo a un área en la que «había prostitución y crímenes casi todos los días». Dependiendo del contexto, la comunidad de inmigrantes se convertía en «invisible» o en «fuente del mal». En este discurso no te nían cabida ni la explotación económica ni la discriminación política que sufre el inmigrante latino. Así nació la necesidad de involucrarme como agente instigadora del conocimiento de la realidad social entre los estu diantes. Nunca se me había presentado tan claramente la responsabili dad social del antropólogo como científico social. N o me parecía sólo injusto, sino inmoral el hecho de mantenernos sujetos al objetivismo que reclama nuestro paradigma positivista, sin cuestionarnos lo que de bemos hacer con los resultados del trabajo. Como indica el aforismo marxista, para que exista la posibilidad de cambio social, es necesario nutrir la conciencia social; el camino que lleva a la justicia social, difí cilmente puede ser alcanzado por los que no conocen la composición social y el juego de poderes políticos y económicos. ¿Cómo es posible que el estudiante en Texas investigue, analice la diversidad cultural en sus cursos de antropología, sin conocer la diversidad cultural que encie rra su propio entorno? Como apuntaba anteriormente, me sentí fascinada por el mundo de las mujeres inmigrantes en Texas y aún más cuando descubrí que su respuesta de acomodación a su condición de inmigrante está com puesta por un entresijo de redes de asistencia en el que entran en juego servicios, información e incluso dinero. La que tiene coche da rides (o conduce) a las que tienen que llevar a sus niños a la escuela, ir al médico o a la tienda; a cambio, éstas cuidan los niños de aquéllas, cocinan para
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ellas o las proveen de algún otro servicio. Se reúnen y forman tandas, sistemas de crédito exentos de intereses (Re Cruz, 1998). Me pidieron que les enseñara inglés. La gerencia de los apartamentos nos habilitó una pequeña oficina en la que nos reuníamos dos veces a la semana, por la mañana; yo les enseñaba inglés, y ellas, entre historia e historia, me abrían las puertas etnográficas de su mundo «entre dos mundos», y me regalaban incontables lecciones como mujeres, madres y esposas. En resumen, mis avanzadillas profesionales en Texas empezaron a desligarse de la neutralidad que se exigía al científico social, delimitada por la clara distinción entre sujeto y objeto de investigación, y teoría y práctica en el trabajo antropológico. De alguna forma, los modelos metodológicos aprendidos para mantener la neutralidad y conseguir la validez científica del trabajo no encajaban. La experiencia antropológica con los mayas de Yucatán y con los inmigrantes mexicanos en Texas me señalaban la necesidad de utilizar paradigmas alternativos en el ejercicio etnográfico, más acordes con la praxis social. Efectivamente, la antro pología aplicada presenta una forma diferente de pensar y de ejercer nuestra profesión. Responde a las necesidades de la práctica profesional que requieren de la intervención para el cambio social y cultural; de hecho, esta forma de ejercer la antropología no se queda atrapada en la dimensión de servicio o de resolución de problemas sociales, sino que su esencia dialéctica la conduce a generar conocimiento a través de la investigación aplicada. Además, el antropólogo aplicado está sujeto al diseño y uso de técnicas y métodos muy rigurosos que, por estar encami nados a la resolución de problemas sociales, la mayor parte de las veces requieren el trabajo disciplinario en equipo y demandan la inclusión de los grupos afectados en el proceso de investigación. A mediados de los años noventa, el Instituto de Antropología contaba con cuatro miembros especialmente motivados por las incursiones en el área de antropología aplicada (Naylor y Jordán). Así surgió la idea de crear una especialidad universitaria en antropología aplicada.
LIBER TA D H E R N Á N D E Z Y LAS L E C C IO N E S D E A N T R O P O L O G ÍA A PLICA D A E N M É X IC O
México ha contribuido con uno de los capítulos pioneros y más pro ductivos, en el área de la investigación antropológica aplicada. Avalada por la obra de Gamio o Gonzalo Aguirre Beltrán (por nombrar sólo dos ejemplos de un grupo de grandes trabajadores sociales), la antropolo gía mexicana ha estado históricamente muy vinculada al planteamiento
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de políticas públicas, particularmente las relacionadas con los grupos indígenas. De hecho, para Gamio, la antropología era una forma de co nocimiento político; es decir, que el trabajo de campo y la investigación antropológica debían promover la acción social y política encaminada a integrar a los grupos indígenas en el proyecto de nación. Gamio (1916), considerado uno de los progenitores del indigenismo en México, propo ne forjar patria, buscando una ciencia que ayude a resolver los problemas más urgentes de la nación. Angel Palerm es un personaje legendario en el mundo de la an tropología mexicana y para mí tiene una relevancia particular porque representa al investigador aplicado forjado en el nuevo mundo, proce dente del viejo. Exiliado de España por la guerra civil, Palerm lleva su impronta marxista que cae en terreno fértil, abonado por la situación de marginalidad y desprotección de los grupos indígenas en México. Palerm llega a crear un modelo de saber y de hacer antropología, una escuela centrada en la praxis social y profesional que exige una relación dialéc tica entre teoría y práctica como fuente generadora de conocimiento. En 1996 conocí a Libertad Hernández, cuando era directora de PROCOMU (Programa Comunitario de la Mujer) y profesora del Depar tamento de Psicología Comunitaria en la Universidad Veracruzana de Xalapa. Vino al mundo con su hermana gemela y, en honor a la Revolución, recibió el nombre de Libertad. Tierra fue el que le dieron a su hermana que no sobrevivió. Antropóloga de formación y de corazón, fue la fundadora de un programa dirigido a impulsar y promover los derechos de los más desprotegidos y marginales en M éxico, mujeres y niñas de áreas rurales y de barrios pobres. Para ello, se valió de su alianza con el gobierno, ya que era funcionaria del PRI en Veracruz y utilizó las herramientas metodoló gicas de la investigación-acción. El reto que se propuso fue luchar contra las desigualdades sociales promoviendo la participación de las mujeres y niñas en la vida económica, política y social en condiciones de igualdad con el hombre. El espíritu sagaz y carismático que llevaba prendido en su nombre, Libertad, le permitió establecer vínculos entre instituciones oficiales, organismos no gubernamentales, el sector académico y la socie dad civil, confabulándolas en proyectos y programas relacionados con las demandas y necesidades de las mujeres y sus familias. La clave de su éxito era la construcción colectiva que nacía de la práctica, del acercamiento y del trabajo con las mujeres, gracias a una metodología participativa por la que la comunidad deja de ser objeto para convertirse en sujeto. Desde 1974, defendió la necesidad de involucrar a la comunidad en la identificación de sus problemas de salud y llegó a convencer a la Aca demia de Medicina Comunitaria de la Facultad de Medicina de la zona
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Xalapa de la necesidad de diseñar un programa académico que incluyera modelos alternativos de salud, incorporando antropología médica, me dicina social y los datos y el conocimiento etnográfico procedente del trabajo de campo. Este modelo metodológico no sólo pretende implicar al programa académico, sino que también expresa la necesidad de trans formar el modelo pedagógico tradicional. La metodología participativa entreteje relaciones dialécticas entre docencia, investigación y servicio social, de tal forma que el aula se lleva a la comunidad y la comunidad se transforma en el aula. Los grandes inspiradores de la obra de Libertad en México son los fundadores del legado latinoamericano del modelo in vestigación-acción: Paulo Freire, Fals Borda y Carlos Rodríguez Brandao. La destreza que Libertad tenía para la investigación-acción, unida a su alianza constante con los desprotegidos, marginados y explotados, tuvo resultados sorprendentes. No era extraño que entre grupos de mujeres con las que Libertad trabajaba, alguna de las integrantes se presentara a cargos políticos en sus comunidades. Muchas, intensas y profundas, fueron sus repercusiones y frutos como antropóloga líder en el uso de la metodología participativa, en su corta vida. Murió a los cuarenta y dos años, el 7 de agosto de 1998, violada y asesinada, según la versión oficial, por un taxista en México D.F. mientras asistía al seminario in ternacional «Nuestras niñas: derecho a la equidad desde la infancia», convocado por UNICEF. Hay otras versiones que apuntan a la amenaza en que se habían convertido sus programas y proyectos, empoderando las mentes, los espíritus y las manos de las mujeres en comunidades marginales. Descanse en paz. Con Libertad Hernández, organicé dos escuelas de campo en Xalapa, en 1997 y 1998. Un grupo de estudiantes de la Universidad del Norte de Texas se unía así a los proyectos que Libertad, como directora de PROCOMU, tenía en comunidades rurales del estado de Veracruz. Así fue como aprendí la praxis de la Investigación Acción Participativa (IAP), tanto de sus errores como de sus aciertos, pero sobre todo, de su poder revolucionario de cambio que da al traste con los presupues tos metodológicos y teóricos del paradigma antropológico tradicional. La IAP se centra en la propia realidad social de los propios participantes del proceso. Para la IAP, la realidad no es un conjunto de datos objeti vos sobre la población, ya que implica, además, la percepción que las gentes tienen de esta realidad, es decir su percepción subjetiva, de tal forma, que la objetividad y la subjetividad actúan dialécticamente. De manera que lo que resulta crucial para la investigación es permitir que la propia comunidad defina, analice y resuelva sus propios problemas, buscando la transformación de la realidad concreta. Es así como se pue
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de llegar a restituir la historia de culturas populares, reforzando su iden tidad (Fals Borda, 1986). A este respecto Freire nos recuerda que «hacer la historia es estar presente en ella y no simplemente estar representado en ella» (Freire, 1983: 130). Igualmente reveladora en la práctica de IAP en los proyectos de Li bertad, era la relación entre el investigador y las comunidades; lo que en el paradigma tradicional era una relación de sujeto-objeto, propia del positivismo-empirista, en la práctica de IAP se transforma en una relación de sujeto-sujeto. En oposición a la relación maestro-alumno en el «modelo de enseñanza bancario», que deposita los conocimientos de manera vertical, asimétrica, la relación sujeto-sujeto se transforma en una relación dialógica de maestro a maestro (Freire, 1983), de tal forma que ambas partes investigan, enseñan, aprenden al mismo tiempo que trans forman. Para Fals Borda (1986, 1987) este diálogo es el que permite al investigador deshacerse de su papel de erudito para convertirse en el que aprende, al saber escuchar los discursos procedentes de diferentes sintaxis culturales, al mismo tiempo que considera a sus representantes como sujetos activos y pensantes en el proceso de investigación. Es cierto que la IAP, con sus profundas raíces latinoamericanas ejem plificadas en la obra de Libertad Hernández, se aleja de los cánones antropológicos tradicionales y presenta una nueva lógica en la praxis, basada en el diálogo y en la relación simétrica de sujeto a sujeto, como generador de conocimiento. En este nuevo paradigma, la intervención es el requisito fundamental para conseguir el objetivo propuesto: la jus ticia social.
ANTROPOLOGÍA APLICADA EN LA UNIVERSIDAD DEL NORTE DE TEXAS
Tras varios años dedicados a pensar en el diseño y composición de la especialización de antropología aplicada, el programa se comenzó a im partir en el año 2000. Tiene varios objetivos; uno de ellos es el preparar al estudiante para desarrollar las herramientas antropológicas en terre nos que no sean exclusivamente académicos, por ejemplo en el trabajo con organizaciones no gubernamentales, agencias de gobierno, estatales o federales, incluso escuelas, empresas y negocios. Para ello, es indis pensable entrenar al candidato en la resolución de problemas por medio de diferentes estilos de colaboración. En la práctica de la antropología aplicada, es fundamental que el estudiante entienda las bases éticas de la investigación y práctica antropológicas.
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Quizás uno de los conceptos que más trabajo me costó incluir en mi vocabulario antropológico fue el de «cliente», es decir, la persona, agencia u organización que encarga el trabajo de investigación y que paga por él. Pero de esta manera las fuentes de empleo del antropólogo se han diversificado enormemente; hoy día podemos ser contratados en oficinas consultoras, organizaciones no gubernamentales, empresas, cor poraciones, escuelas e incluso oficinas de marketing. Esta diversificación laboral a la que el antropólogo aplicado se expone hoy, nos obligó a dise ñar un programa igualmente diversificado; de manera que contamos con asignaturas tales como: «antropología de los negocios», «antropología de las organizaciones», «antropología de la educación», «antropolo gía del medio ambiente», «antropología médica» o «antropología de la frontera», que incluye temas relativos a migraciones. El programa se compone de asignaturas troncales tales como «Teoría y métodos cuali tativos y cuantitativos en la investigación antropológica», además de un curso en el que se prepara al estudiante en la elaboración de propuestas de investigación, escritura técnica y creación de redes profesionales. De pendiendo de los intereses del alumno, el programa exige que se cursen dos asignaturas de otras disciplinas, con el fin de reafirmar el carácter interdisciplinario del programa y para que se acostumbre a trabajar en equipo. La parte más importante del programa está constituida por el diseño y desarrollo de un plan de investigación que se tiene que ajus tar a los intereses y necesidades del cliente con quien el estudiante elija trabajar. Contamos con una gran lista de clientes para quienes hemos trabajado: el Departamento de salud pública de Dentón, el Ayuntamien to de Dentón, el programa bilingüe de las escuelas públicas de Dallas, organizaciones no gubernamentales que trabajan con casos de violen cia doméstica y de asilo político, DELL (la multinacional productora de ordenadores y material tecnológico), etcétera.
DISCUSIÓN
Me crié en una tradición antropológica que tenía tendencia a descalifi car la antropología aplicada como a una hija ilegítima de la disciplina. Se valoraba más el trabajo etnográfico con lo exótico foráneo que el hecho de inmiscuirse en nuestros problemas y necesidades sociales. Me eduqué en una disciplina que se basaba en unos criterios fijos para de terminar lo que constituía conocimiento antropológico y lo que no lo era y quién podía generar y trabajar con este conocimiento y quién no (Foucault, 1971). La antropología pura, abstracta, ceñida a grupos et
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nográficos pequeños era considerada legítima, mientras que lo aplicado era descartado como un ejercicio subversivo y a veces corrupto, tal y como el proyecto Camelot desveló en su momento. El intervencionis mo resultaba demasiado arriesgado, particularmente cuando se trataba de trabajos con el gobierno o con agencias de desarrollo internacional. La no intervención era, definitivamente, la posición ética más segura. Consecuentemente, los antropólogos que ponían en práctica sus cono cimientos para resolver problemas sociales reales, eran considerados de segunda categoría. Con los pocos y breves documentos etnográficos que he utilizado en este artículo, he intentado mostrar cómo el trabajo de campo, bien con los campesinos y emigrantes mayas en Yucatán, bien con inmigran tes mexicanos en Texas, me ha empujado a considerar la responsabi lidad ética del antropólogo, particularmente cuando discriminación e injusticia social quedan al descubierto. Para mí, son estas situaciones las que mueven al antropólogo a considerarse un mero observador o un testigo. Si el primero acerca la antropología al ámbito de las cien cias, el segundo conecta nuestra disciplina directamente con la filosofía moral (Scheper-Hughes, 1995). El antropólogo como testigo va más allá de la observación, descripción y entendimiento cultural; intenta poner en acción los marcos teóricos, las técnicas y métodos antropo lógicos en la consecución de resultados y en la mejora de casos reales. Por eso considero el ejercicio de la antropología aplicada la alternativa más productiva de la práctica antropológica y, al mismo tiempo, creo que es el tipo de antropología que puede ejercer un papel clave como agente de cambio social en la construcción de una sociedad más justa y equitativa.
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«NO ESTAMOS DE ACUERDO CON ALGUNAS DE TUS INTERPRETACIONES»; GESTIÓN DE LA INFORMACIÓN EN EL TRABAJO DE CAMPO CON PERSONAS ESTIGMATIZADAS * V irtu d es T é lle z D e lg a d o Grupo de Investigación sobre Patrimonio y Culturas Populares Centro de Ciencias Humanas y Sociales Consejo Superior de Investigaciones Científicas
«The West still has tremendous discursive, military, and economic power. Our writing can either sustain it or tvork against its grain». E. W Said (1989: 224)
La reflexión sobre la ética profesional enriquece el trabajo de campo, a la vez que lo desafía. En cualquier caso, permite identificar las posiciones políticas, las demandas morales bajo las que se realiza y cómo éstas se interrelacionan entre sí. Pude experimentar y reconocer este pensamiento tres años después de comenzar mi investigación con distintas asociaciones socioculturales madrileñas, formadas por jóvenes musulmanes universita rios. Cuando inicié mis contactos no pensé que llegaría un momento en el que no sería bien acogida. No podía imaginar que un día escucharía que por sobrecarga laboral no seguirían colaborando con mi investigación con la que, a su entender, se estaba estigmatizando a un grupo de perso* Las reflexiones de este texto fueron enriquecidas por los comentarios de M ar garita del Olmo y Fermín del Pino tras su exposición en una sesión del XXVIII Curso Julio Caro Baroja del Consejo Superior de Investigaciones Científicas, en diciembre de 2008. Posteriormente el texto fue discutido con Nancy Konvalinka quien me ayudó a reconducirlo orientándome hacia otras experiencias similares que habían sido útiles para reflexionar sobre la práctica antropológica. La versión final del texto que presenté en dicho curso se ha beneficiado de los comentarios constructivos de Angeles Ramírez, Elísabeth Lorenzi y José Mapril. A su vez, agradezco la confianza y amabilidad de Angel Díaz de Rada, quien ha inspirado mis reflexiones al cederme, antes de ser publicado, el ensayo que elaboró para este mismo curso. f
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ñas que luchaba en su cotidianeidad para desprenderse de las etiquetas con las que social y mediáticamente se les estigmatizaba. La asociación con la que he vivido esta situación se creó en un mo mento en el que el atentado terrorista del 11M —perpetrado por per sonas que decían actuar en nombre del islam— hacía que ellos, en tan to que musulmanes, estuvieran en el punto de mira como sospechosos sociales. En esta ocasión el ataque se había producido en la ciudad en la que residían. Esta vez se sentían directamente señalados como poten ciales radicales terroristas y por esto, y por los sentimientos de dolor que compartían con él resto de la sociedad, decidieron tomar un papel social y político más activo para informar a la población en general so bre su ideología y creencias y para mostrar que no se les puede ni debe vincular con personas que han decidido acudir al terrorismo como arma política ni con terroristas que, en su opinión, no pueden ser represen tantes de su mismo grupo religioso, puesto que entre éste y los actos terroristas no existe ninguna vinculación exegética directa. En este texto, se habla de un grupo de población que se siente es tigmatizado, pero que por su alto nivel educativo cuenta con las herra mientas y el capital cultural necesario para trabajar en pro de revertir esa estigmatización y criticar y evaluar cualquier reflexión teórica que se realice sobre ellos. Con este capítulo se pretende partir de este ejem plo para trascender sus características y considerar las ideas que aquí aparecen a la hora de trabajar con cualquier persona, grupo o colectivo social que se sienta portador de un estigma en un contexto fuertemente politizado. Por eso, a través del caso expuesto, se procura reflexionar en primer lugar sobre esta situación de sentirse un colectivo estigmati zado que ha decidido resignificarse social y políticamente y sobre cómo la interiorización de un estigma y su uso político les impulsa a pensar que cualquier investigación que se realice sobre ellos lo que busca es incidir más en esa estigmatización. En segundo lugar, se reflexiona so bre supuestos éticos a tener en cuenta ante la realización y publicación de un trabajo de campo con este tipo de población. Porque ¿cómo se ha de gestionar la información producida tras la realización de un traba jo de campo cuando sus informantes no están de acuerdo en el modo en que es interpretada? ¿Quién establece los límites y convergencias entre lo que se piensa, se dice y se hace: han de ser los informantes o el/la an tropólogo/a? ¿Debemos limitarnos en exclusiva a repetir lo que dicen los informantes y nada más? ¿Cuándo se ha de explicitar nuestra posición política ante la situación encontrada? Con la intención de ofrecer una respuesta a estas preguntas, este texto se inicia con la exposición de los actos que las motivaron y su re
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flexión ética a partir de su comparación con otras experiencias similares, anteriormente explicitadas por otros/as antropólogos/as. Posteriormen te, se reflexiona sobre la condición estigmatizada del grupo y las reper cusiones que ello tiene sobre la información producida en el trabajo de campo. A continuación, se utiliza el ejemplo expuesto para cuestionarse cómo ha de gestionarse la moral y ética en él. Finalmente se sugieren unas pautas de conducta que conduzcan a una adecuada gestión de la ética y moral en las relaciones que se establecen durante y posteriormen te a su realización.
LAS MALAS INTENCIONES DESPROVISTAS DE MALA INTENCIÓN
Cuando en marzo de 2006 comencé mi trabajo de campo y contacté con la asociación que motiva esta reflexión ética, ya habían transcurrido dos años desde que comenzara su actividad. Les conocí en un acto público al que acudieron como invitados y les solicité recibir información de sus actividades con la anterioridad suficiente como para poder asistir a las mismas. Así lo hicieron y, gracias a ello, empecé a acudir a estas actividades y a prestar atención al funcionamiento, estructura, objetivos e intereses de la asociación. Los procesos de negociación por los que sus miembros definían sus intereses sólo podían ser conocidos si asistía a las reuniones internas de la asociación, por lo que, en varias ocasiones, les solicité permiso para acudir a ellas. Sin embargo, siempre obtuve una negativa por respuesta. Las explicaciones que ellos me daban no me parecieron inicialmente muy claras. Siempre me decían que tenían que plantearlo en las re uniones de la junta directiva, pero nunca me comunicaban su decisión. Ante el paso del tiempo, volví a solicitar acudir a las reuniones pero me contestaron que su contenido no era importante para mi investigación porque se dedicaba a tratar los temas de gestión de las actividades, qué material se compraría para las mismas, quién organizaría cada una de sus partes, etc. A esto añadieron que las reuniones sólo eran de interés para los miembros de la junta directiva. Aquí, influida por la perspec tiva de mi investigación, pensé que esta negativa se debía a que yo no compartía con ellos la fe religiosa por la que se unían y así fue como lo reflejé un año después en el apartado metodológico de mi investigación. Cuando redacté ese apartado ya les había realizado una entrevista colectiva en la que me habían hablado de los sentimientos de conmo ción con que vivieron los atentados terroristas, que fue la causa por la que decidieron crear la asociación. Por un lado, sentían todo el dolor
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que cualquier ciudadano madrileño experimentó en aquel momento y, por otro, necesitaban actuar reafirmándose políticamente para evitar que se les identificara o relacionara con aquellos que habían cometido el ataque, para evitar esa estigmatización. Mi malentendido con los miembros de la asociación surgió cuan do al leer la descripción que había hecho en este apartado metodológi co, sobre el modo de acceder a la asociación, la estructura y dinámicas de la misma, entendieron que esta descripción servía para alimentar o reforzar su estigmatización así como para representar erróneamente su proyecto político. Las dificultades descritas en el acceso fueron in terpretadas como una crítica hacia ellos por elitismo y/o separatismo. Las descripciones de sus miembros fueron vistas como si se les estu viera definiendo como discriminadores. Y el relato de algunas de sus dinámicas fue observado por ellos como si se les estuviera tratando de autoritarios e impositivos. La ingenuidad con la que abordé el modo de escribir aquel texto y la tranquilidad con la que ofrecí mis reflexiones para que fueran leídas y debatidas con ellos, no me permitió caer en la cuenta de que las palabras pueden ser leídas de distintas maneras, o que pueden ganar o perder significado en función del lector, sus experiencias y su posición política. Y con esto, lo que puede ser peor es que, sin tener una intención da ñina —y desde el convencimiento de que lo escrito no es interpretado como dañino por parte de algunos lectores— , podía estar olvidando la máxima que ha de dirigir los trabajos antropológicos: no perjudicar a las personas que aparecen en ellos. Inicialmente no encontraba ningún problema en el modo en que me estaba expresando y bajo esa idea les entregué por correo electrónico el informe que había redactado después de mi año de trabajo de cam po. Esperé su respuesta por un tiempo y al ver que no me contestaban preferí hablar con ellos para conocer sus opiniones, pues consideraba de gran importancia la retroalimentación que pudieran darme. Además conocía el malestar con el que le habían hablado a un colega sobre el modo en que ellos aparecían reflejados en otros trabajos. Así es que, cuando conseguí hablar con uno de sus miembros comprobé que su res puesta confirmaba mis temores. M e dijo así: «Algunos datos forman parte de tus interpretaciones y sobre eso no podemos decirte nada, pero no estamos de acuerdo con algunas de esas interpretaciones». Ante esta respuesta me urgía saber sobre qué no estaban de acuerdo y busqué una cita para conocer sus opiniones. En aquella ocasión me reuní con uno de los miembros de la asociación, tomé unas notas de los aspectos que más les habían disgustado y di mi explicación sobre lo que
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quería decir con cada uno de ellos, porque yo tampoco estaba de acuer do con las interpretaciones que ellos habían hecho de las intenciones de mi texto. Algo fallaba. Como les dije, me encontraba en el camino de mi investigación y si obtenía por escrito los comentarios a las referencias que habían generado el malestar, podía procurar solucionarlo. Valga este artículo como parte de mi intento de superar los malentendidos y reflexionar sobre los posibles motivos por los que han podido surgir los mismos. Sobre el texto que yo escribí y las reacciones posteriores, hay varios aspectos que destacar desde un punto de vista ético. En el caso que nos ocupa, el contexto social y político en que se produce el texto es visto de manera enormemente hostil por las personas que aparecen en él, al ser observado inicialmente como un producto de ese contexto y ser leído desde esa óptica. Se crea así una comunicación en la que los roles de emi sor y receptor son distribuidos atendiendo a una supuesta escala de poder en la que el emisor sería el redactor al que se le presupone la conniven cia con el contexto hostil para el receptor (protagonista) del texto. Esta situación viene a reforzar la afirmación de Steve Tyler, quien aseveraba que no se puede decir que haya nada que es observado, ni nadie que esté observando, sino que lo que se encuentra es una producción discursiva construida en un diálogo mutuo entre distintos agentes o actores (Tyler, 1986: 126). Y el diálogo que pretendo entablar aquí, constriñe a sus actores desde el momento en que parece establecerse entre oponentes sociales y políticos. La situación puede ser entendida como un ejemplo de la produc ción de los procesos de «indexicalidad» o dependencia de significado contextual y de «reflexividad» o doble proceso por el que los datos y situaciones descritas en un texto y contexto se elaboran y modifican recíprocamente, definidos por Graham Watson cuando reflexionaba so bre algunas circunstancias en las que se lleva a cabo la metodología de investigación antropológica (Watson, 1991: 75). Así, las palabras que conforman el texto que elaboré se cargan de un significado contextual que se impone a su voluntad descriptiva y analítica inicial, otorgándole un nuevo significado que no podría tener si se hubieran escrito en un contexto diferente social y político. Por esto, cuando sus protagonis tas lo leen, no dejan a un lado la situación a la que se enfrentan en su cotidianeidad diaria, sino que lo abordan desde la misma. Y en ella adoptan un rol y otorgan otro a su autor/a, reflejando cómo entienden el contexto, que como se ha dicho con anterioridad, contiene distintas circunstancias con las que se estigmatiza a las personas gracias a las cua les pudo escribirse el texto.
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Esta disposición puede observarse también en otros trabajos de cam po como el que Nancy Scheper-Hughes llevó a cabo en Irlanda (véa se su capítulo en este libro)! En ambos casos el contexto cobra fuerza para darle otro enfoque al texto y las posiciones políticas de las partes implicadas en la investigación se someten a cuestionamiento. Cuando Scheper-Hughes volvió a West Kerry, el lugar donde había realizado su trabajo de campo, observó cómo las personas que veinte años atrás ha bían sido informantes y amigos rechazaban o temían su presencia en el pueblo. Uno de ellos le espetó «¡Nos has atropellado, chica, nos has atro pellado! ¿Y tú llamas ciencia a lo que haces?». Su libro titulado Saints, Scholars and Schizophrenics: mental Illness in Rural Ireland (ScheperHughes, 1979) había sido interpretado en aquellas tierras como un em peño (una calumnia) por manchar el buen nombre de la comunidad. Al conocer esta reacción Nancy preguntó: «¿Hay algo que pueda hacer?», y su informante le contestó: «Deberías haberlo pensado antes. Mira, hija, el problema es que no nos has dado ningún reconocimiento» (ScheperHughes, 2000)1. Esta demanda de reconocimiento es la que también me han solici tado los miembros de esta asociación que fue creada con un proyecto político e identitario que buscaba revertir su estigmatización. Su deseo es que se hiciera saber que su primer esfuerzo tras los atentados fue la edición de un libro en el que recogieron, a través de dibujos y textos, los sentimientos de conmoción que se mencionan más arriba; y que la pu blicación de ese libro fue el motor de trabajo de la asociación. Pero mi trabajo de investigación era analítico y no podía limitarse a una exposi ción de las actividades e intereses de la asociación. De ahí que surgiera un malentendido entre los objetivos de mi presencia en sus actividades — que pudieron ser comprendidos como testimoniales de sus actos— y el texto producido tras reflexionar e interpretar las mismas. Como James J. Fox señalaba, el grupo, acostumbrado a recibir periodistas, no se había preparado para la llegada de una antropóloga cuya agenda no conocían de antemano. La aceptación de su presencia conllevaba un compromiso moral mucho mayor que el experimentado por la propia antropóloga (Fox en Carrithers, 2005: 448) y un compromiso político determina do, no definido por la antropóloga, sino otorgado por sus informantes. Mis intenciones eran conocer el funcionamiento, objetivos e intere ses de la asociación para valorar cómo los acontecimientos por los que ellos habían decidido unirse influían (y de qué modo), o no, en dichos 1. Esta cita ha sido extraída de la edición inglesa original y traducida por mí. La traducción completa del texto se incluye en este volumen.
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objetivos e intereses. N o era mi intención hablar de ellos como un gru po cerrado, sino exponer unas situaciones que creía les serían útiles para comprender el devenir de la asociación. Pero ese interés no había sido demandado por la asociación y por eso, no era ni valorado ni aceptado en sí mismo, es más, hasta podía servir para poner en cuestión la viabi lidad de su proyecto político. Las primeras críticas me acusaban de des conocer a las personas que formaban la asociación y de inventar activi dades que habían llevado a cabo durante mi trabajo de campo pero que, sin embargo, reconocían indirectamente la celebración de las mismas, al añadir que, en su opinión, no debían ser dichas o publicadas. Como en el caso de Nancy Scheper-Hughes, mi propuesta no se trataba sólo de describir lo «bueno» o lo que estaba «bien» en la asocia ción. Y como ella destaca, es aquí donde reside la violencia simbólica e interpretativa de mi presencia en ese campo (Scheper-Hughes, 2000). M i intrusión en él, sin ocultar su identidad, es aquí vista como parte del problema (aunque tengo la sensación de que con pseudónimos, la reac ción habría sido la misma, pues las personas se habrían visto igualmente identificadas en la lectura)2. Pero ¿es esto suficiente para afirmar que estoy reforzando su estig matización? ¿La diferencia de intereses implica una diferencia de enten dimientos? ¿Esta falta de consenso se debe sólo a trabajar con una p o blación estigmatizada en un contexto fuertemente politizado? ¿Cómo media el conocimiento de los significados del contexto en las interpre taciones de los acontecimientos que suceden en el mismo? ¿Cuáles son las implicaciones de trabajar con personas que son conscientes de tener un estigma? ¿Qué sucede cuando pretende revertirse ese estigma y uti lizarlo como categoría identitaria con la que reafirmarse políticamente en lugar de silenciarse y acatar una estigmatización? ¿Qué es el estigma?
EL ESTIGMA
En 1963, Eric Goffman reflexionó sobre el origen del término «estig ma» en su libro Estigma. L a identidad deteriorada. La obra comienza situando este origen en la Grecia clásica, cuando los griegos de aquella época crearon el concepto para referirse a signos corporales con los cuales se intentaba exhibir algo malo y poco habitual en el estatus moral de quien los presentaba. Los signos consistían en cortes o quemaduras 2. Aquí he preferido omitir algunas características o no entrar en más detalles para respetar la petición de un miembro de la asociación.
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en el cuerpo, y advertían que el portador era un esclavo, un criminal o un traidor —una persona corrupta, ritualmente deshonrada, a quien debía evitarse, especialmente en lugares públicos— . Goffman relata cómo, más tarde, durante el cristianismo, se agregaron al término dos significados metafóricos: el primero hacía alusión a signos corporales de la gracia divina, que tomaban la forma de brotes eruptivos en la piel; el segundo, se refería indirectamente a cómo la medicina había incor porado esta alusión religiosa para describir los signos corporales de per turbación física. En la actualidad, de acuerdo a Goffman, la palabra es ampliamente utilizada con un sentido bastante parecido al original, pero designando preferentemente al mal en sí mismo y no a sus mani festaciones corporales, que no son más que indicadores de aquello a lo que están haciendo referencia (Goffman, 1963: 11). Este mal y sus diferentes modalidades que despiertan preocupación cambian a lo largo del tiempo y a lo ancho del espacio, puesto que las condiciones estigmatizantes son sociales, políticas, históricas y culturales. Es la sociedad quien tácitamente establece los medios para categorizar a las personas y los atributos que se perciben como corrientes y naturales en los miembros de cada una de esas categorías. De este modo, el medio social establece las categorías de personas que en él se pueden encon trar, las «corrientes» y las «estigmatizadas». De ahí que en el intercam bio social rutinario tratemos con «otros» que no despiertan atención o reflexión especial y «otros» que nos descolocan internamente desde que nos ponemos cara a cara o conocemos las historias personales por las que podemos identificar en ellos un estigma. Por consiguiente, es pro bable que al encontrarnos frente a un extraño las primeras apariencias nos permitan prever en qué categoría se halla y cuáles son sus atributos, es decir, su «identidad social» (Goffman, 1963: 11-12). Esta confluencia o no de lógicas y estructuras de pensamiento que también están imbuidas de ética, en cuanto a los efectos éticos derivados de las consecuencias teóricas de su enfoque, son mencionadas también por Miguel Alberto Bartolomé, quien lanza una propuesta a modo de metáfora para procurar una solución que supere la lógica de construc ción especular en los datos obtenidos en el trabajo de campo. Este autor entiende que estos datos no son más que un reflejo de la realidad pero no la realidad, y proyectan frente al espejo «un nosotros» o «un ellos» que no es más que la apariencia de ambos pero no ellos mismos (Barto lomé, 2003: 214). La propuesta de Bartolomé consiste en releer Alicia a través del es pejo de Lewis Carrol para aprender del modo en que Alicia trasciende las fronteras refractivas del espejo y penetra en el mundo contenido en
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su interior. Bartolomé destaca que son las peripecias dentro de un uni verso aparentemente caótico las que la obligan constantemente a acep tar o moverse dentro de distintas lógicas que le proponen los diferentes personajes que encuentra en su camino. Aunque estas lógicas se mos traban irreductibles a la suya, las acepta desde el reconocimiento de su propia ignorancia del mundo de los otros y la indudable legitimidad de la diferencia. Sabe (o intuye) que los acontecimientos aparentemente caóticos dependen de una estructura subyacente definida y representa da por las reglas del ajedrez. Pero reconocer la presencia de ese tablero de ajedrez, prosigue Bartolomé, implícito en toda cultura, no equivale a la necesaria búsqueda de una reducción estructural. Las sociedades se mueven dentro de reglas predeterminadas que necesitamos conocer, al igual que en el ajedrez, pero las posibilidades de combinación de esas reglas son infinitas y lo que realmente importa es la configuración resultante que exhibe la especial lógica combinatoria de cada cultura (Bartolomé, 2003: 214). He decidido detenerme en esta observación de Bartolomé porque, a mi parecer, sirve para darnos una pista del modo de proceder antro pológico que puede ser útil tanto en cualquier entrada en el campo como ante el trabajo con personas cuyo reflejo es estigmatizado. Este procedimiento, en el caso del antropólogo, le obliga a atravesar varios espejos. Uno es el del estigmatizado, para conocer su lógica y otro es el del estigmatizante, para controlar con recelo el modo en que esta otra lógica toma en cuenta la información producida en el intermedio. Pues to que, volviendo a Goffman, tanto la información sobre una persona estigmatizada como la devaluación de su condición humana inherente a su estigma pueden ofrecer argumentos para practicar diversos tipos de discriminación y construir una teoría del estigma, esto es, pueden ofre cer una ideología que sirva para explicar su inferioridad y dar cuenta del peligro que representa esa persona, racionalizando así su animosi dad (Goffman, 1963: 15). El hecho principal de llamar la atención sobre la trampa en la que podemos caer con las diversas interpretaciones realizables de nuestros trabajos es que la persona estigmatizada alberga la sensación de ser una «persona normal», un ser humano como cualquier otro, un individuo que, por consiguiente, merece una oportunidad justa para iniciarse en alguna actividad (Goffman, 1963: 17) y busca una y otra vez los lugares desde los que mostrar esa «normalidad», también en nuestros textos. Esta negociación de representaciones habla del contexto y puede remi tirnos a la «indexicabilidad» a la que se aludía antes. Como Carrithers recuerda, la información del contexto hace que conozcamos nuestro pro-
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pió mundo en las alternativas y posibilidades del mundo de otras per sonas (Carrithers, 2005: 43,5). Por eso, en este caso, la interpretación de la existencia de malas intenciones en la redacción del texto, puede hablarnos de cómo sus protagonistas entienden las relaciones presentes en su contexto cotidiano fuertemente politizado, donde de cada per sona se espera distinta ética o moral en función de la posición política elegida por ella misma u otorgada por las demás. Al tomar conciencia de esta posible interpretación, he de analizar los supuestos éticos subyacentes en las relaciones establecidas en el trabajo de campo y la moral que hemos de mantener en él, en la escritura de los textos que de él se van derivando y en la devolución de los mismos. En este sentido, lo que busco es reflexionar sobre los acontecimientos vividos en y por el trabajo de campo para transformar la propia práctica antropológica y no adecuar a nuestros intereses los modos de proceder y entender de nuestros informantes (Scheper-Hughes, 1997: 35).
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Decía Angel Díaz de Rada que «los anclajes morales más firmes de un etnógrafo se encuentran en el sentido común local, y así, en el con creto compromiso de coparticipación y reciprocidad con las personas del campo» (véase Díaz de Rada en este volumen). El problema de esta afirmación aparece cuando se cree estar respondiendo a las relaciones de reciprocidad dando a conocer un trabajo encomiable, pero el modo con el que se describe su acceso a él rompe esas relaciones porque sus protagonistas encuentran violencia en él. De esta afirmación me gus taría destacar que el compromiso es válido e inicial, pero los anclajes morales locales son conocidos a veces con posterioridad a la realización del trabajo de campo, mediante los malentendidos que pueden crearse una vez que se escribe sobre la experiencia en él. Aunque a lo largo del trabajo de campo se pueda captar la sensibilidad ética y/o moral de las personas con las que se investiga, no siempre se pactan las palabras que se utilizarán al hablar de ellos y la devolución de los textos no suele ha cerse antes de que éstos aparezcan publicados. Lo importante es tener en cuenta que estas palabras tienen un contenido político que puede poner en cuestión la moral y las intenciones con las que se ha vivido en el campo o con las que se ha reflexionado lo ocurrido en él. Aquí es donde reside el problema porque, si sólo decimos aquello con lo que están de acuerdo nuestros informantes, ¿podremos ir más allá del discurso y la práctica oficial para encontrar contradicciones o
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debates internos donde reside parte de la información que buscamos? N o sólo se ha de ser cuidadoso acerca de cómo se escriben los textos, sino que en su devolución habría que esperar contar con una capacidad de autocrítica de los que aparecen reflejados, y con esta capacidad, no siempre se cuenta cuando hay déficits de comunicación. Y, por otro lado, ¿qué autoridad tiene un/a antropólogo/a para pensar que la interpreta ción realizada en su investigación ha de ser concebida como una crítica? Visto así, ¿de qué sirven las reflexiones postmodernas y el análisis de la desigualdad de poder entre las partes implicadas? Si una manera de superar esa desigualdad de poder es dar a conocer el trabajo que se está realizando y la posición que se tiene en el campo como investigador (aparte de cualquier otra función que pueda adop tarse), el hecho de hacerlo puede ser, a la vez, un motivo para ser ex pulsado de él. Y ése es el poder con el que cuentan las personas con las que establecemos la comunicación dialógica. Así es que, para ser justos, habría que dejarse llevar por él y poner a prueba la capacidad de análisis antropológico cuando ésta contraviene a los informantes con los que se ha establecido una relación intersubjetiva. Es esta intersubjetividad, a la que también se refería Díaz de Rada, la que está indexicalizada al contener los significados del contexto y será más o menos posible, en relación a los formatos y códigos que externamente se hayan elaborado, es decir, con relación a una demanda moral que se proyecta y entreteje desde fuera, en otra esfera en la que se refleja la experiencia particular de las relaciones establecidas en el trabajo de campo. Y es esta demanda moral externa, observable en un ámbito más amplio que aquel en el que se realiza el trabajo de campo, la que lo relaciona con el exterior por medio de vínculos establecidos por la imaginación o por las posibilida des que ofrecen los nuevos medios de comunicación. A veces no se sitúa o localiza en un contexto geográfico sino en una comunidad imaginada que transgrede las dimensiones de tiempo y espacio. Por esto, para co nocer las características de la moral localmente situada no basta —como afirma Díaz de Rada— con las relaciones inter subjetivas con los infor mantes, sino que habría que conocer igualmente las intersubjetividades que ellos establecen en otras esferas «reales» o imaginadas, porque éstas también influyen en las particularidades de los contextos desde los que se accede a ellos. En este conocimiento del proyecto político del grupo y de la moral que esperan encontrar en torno a él, o en el proceso de su búsqueda, el aprendizaje de lo correcto a partir de lo incorrecto y no sólo a partir de una suma de hechos, es de gran utilidad para transformar una situa ción desagradable de malentendidos en el análisis y conocimiento de las
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demandas morales de los miembros de la asociación que con anteriori dad no se había mostrado con claridad en la observación participante realizada en el grupo. Habría sido deseable no forzar una situación y haber accedido a este conocimiento de otro modo, pero las posiciones políticas y sus consecuentes demandas morales no son únicas u homogé neas, sino variadas y retroalimentadas en el tiempo y contexto social en el que se encuentran. De ahí que una parte del texto partiera con unos imponderables básicos, mientras que otra se escapara de unos preceptos mutables. A diferencia de lo que opina Carrithers de que en el estable cimiento y comprensión de las relaciones sociales que se dan en la rea lización del trabajo de campo se crea una moral que permite desarrollar códigos éticos para proceder en él (Carrithers, 2005: 439), éstos pueden no ser suficientes cuando el trabajo de campo finaliza y se elaboran textos en los que no sólo se describe, sino que también se analizan los datos producidos en él. También son insuficientes cuando en estos textos se presuponía que el/la antropólogo/a mantendría la posición política otor gada por los informantes, quienes pasan a cuestionar la moral del/de la investigador/a al manifestar su desacuerdo con lo interpretado por él/ella. Es en este salto en el que se ha de tener en cuenta no sólo lo que se dice sobre la gente, sino a la gente (Carrithers, 2005: 439) y donde aparecen los límites constrictivos a los que más arriba hacía referencia. Las demandas morales son situadas, pero no siempre en lo local. Además las personas entran en diálogo y negociación con esas deman das, las amplían, transforman, complican y enriquecen en función de sus posiciones políticas. Lo más importante ha de ser prestar atención a esa agencia individual o grupal para conocer el dinamismo con el que se mueve a lo largo del tiempo, puesto que lo que uno dice hoy puede convenir con los preceptos políticos y morales de otro momento y no con los actuales. Es de interés prestar atención a estas distintas posturas para conocer el punto de vista y la posición política de las personas con las que hemos trabajado. Como Alcita Rita Ramos resalta, podemos obtener ventajas en la práctica antropológica cuando los malentendidos improductivos se transforman en productivas oportunidades de pensa miento (en Carrithers, 2005: 450). En el caso expuesto en este artículo, una de las ventajas puede ser, por ejemplo, la de motivar la reflexión metodológica sobre cómo ha de gestionarse la información en contextos donde las personas, el colecti vo, o el grupo con el que se está trabajando tiene la conciencia de estar estigmatizado y decide afirmarse políticamente en el estigma por el que se le reconoce, resignificándolo.
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G E S T IÓ N D E LA IN F O R M A C IÓ N D E L TR A BA JO D E CA M PO C O N PE R SO N A S EST IG M A T IZ A D A S
¿Cómo debería un antropólogo considerar los potenciales impactos ne gativos que en la población estudiada pueden tener los datos de una publicación sobre un estudio realizado en esa población? Esta pregunta fue planteada por la Asociación Americana de Antropología (AAA) que se cuestionaba cómo gestionar los resultados de un trabajo cuando pue den volverse en contra de las personas con las que se ha realizado3. La AAA recuerda que la antropología consiste en la recolección de datos relacionados con el estudio de las culturas humanas, por lo que es imperativo que el antropólogo entienda que la presentación de la in formación, incluso científicamente hablando, tendrá un efecto en la po blación estudiada. Por esto^ existe la posibilidad de que el antropólogo se encuentre con un dilema ético relativo al interrogante de publicar o no publicar determinados datos. Incluso, a veces, la auto-censura que puede llevar a cabo cuando decide no publicar puede tener un efecto negativo para la disciplina y para la población estudiada que puede no quedar lo suficientemente representada o mal representada por la omi sión de la información. Pero, a veces, es el antropólogo el único investigador cualificado para entender la complejidad de las estructuras sociales de la población estudiada y presentar la información de tal modo que se facilite su com prensión en el resto de la sociedad. Así, es quizá mucho más importante que el antropólogo sea consciente de que una presentación sensacionalista de sus datos puede tener un mayor efecto en su población de estudio que la presentación en sí misma. Cuando redacté el texto al que me he referido actué movida por el sentido común y el principio moral de no maleficencia como el primer principio ético a procurar. Pero la experiencia demuestra que las buenas intenciones pueden ser insuficientes en algunos casos. En realidad, creo que todos somos conscientes de estos aspectos y procuramos que guíen nuestras investigaciones. Para evitar los efectos que el trabajo de campo antropológico puede acarrear en la recogida y publicación de los datos, se recomienda desde aquí consultar la guía ge neral elaborada por la AAA, en concreto los apartados de la Sección III, cuyo título es Información retrospectiva sobre el efecto del trabajo antro pológico y la colecta y publicación de datos y cuyo apartado c) reza: 3. Code ofEthics o f the American Antbropological Association, 1998, http://www. aaanet. or g/committees/ethics/ethcode.htm. -
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Los antropólogos no son los únicos responsables en el contenido de sus afirmaciones, deben considerar cuidadosamente las implicaciones socia les y políticas de la información que ellos divulgan. Deben hacer todo lo que está en su poder para asegurar que su información es bien entendida, correctamente contextualizada y usada de una manera responsable. A su vez, deben estar alertas del posible daño que el uso de su información por parte de otros colegas puede causar entre las personas que han colabora do en la investigación4.
Este compromiso es el que motiva la elaboración de este artículo que cobra mucha más fuerza cuando además coinciden el lugar del tra bajo de campo con el lugar de residencia. En este caso, se presupone un mayor conocimiento de las circunstancias en las que día a día viven los informantes con los que se trabaja. La toma de conciencia de este com promiso, de la existencia de distintas relaciones entre las personas pre sentes en el contexto, así como de las lógicas en las que éstos participan, ha de ser tenida en cuenta, principalmente o con mucha más atención, cuando se ha de gestionar la producción de información antropológica en el trabajo con personas estigmatizadas cuyo estigma está fuertemente politizado por él contexto en el que se encuentran.
REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS Bartolomé, M. A., 2003, «En defensa de la etnografía. El papel contemporáneo de la investigación intercultural», Revista de Antropología Social, 12: 199-222. Code of Ethics of the American Anthropological Association, 1998, http://www. aaanet.org/committees/ethics/ethco de.htm. Carrithers, M., 2005, «Anthropology as a Moral Science of Posibilitéis», Cu rrent Anthropology 46/3: 433-456. Fox, J. J., 2005, en comentarios a M. Carrithers, 2005, «Anthropology as a Moral Science of Posibilities», Current Anthropology 46/3: 448. Goffman, E., 1963 [2001], Estigma. La identidad deteriorada, Buenos Aires, Amorrortu. Ramos, A. R., 2005, en comentarios a M. Carrithers, 2005, «Anthropology as a Moral Science of Posibilities», Current Anthropology 46/3: 450. Schepher-Hughes, N., 1997, La muerte sin llanto. Violencia y vida cotidiana en Brasil, Barcelona, Ariel. Schepher-Hughes, N., 2000, «Ira en Irlanda», Ethnography, 1: 117-140 (véase el capítulo de la autora traducido al castellano en este volumen).
4. Code ofEthics o f the American Anthropological Association, 1998, http://www. aaanet.org/committees/ethics/ethcode.htm.
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Tyler, S., 1986, 126, citado en R. G. Fox (ed.), Recapturing Antbropology. Working in the present: Santa Fe (Nuevo México), School of American Resear ch Press: 73-92. Wattson, G., 1991, en R. G. Fox (ed.), Recapturing Antbropology. Working in the present: Santa Fe (Nuevo México), School of American Research Press: 73-92.
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IRA EN IRLANDA* N a n c y S c h ep er-H u g h e s Universidad de California, Berkeley
«Bueno, Nancy, siento decirte que no eres bienvenida, ya no. ¿Te han permitido alojarte en el pueblo?». Al oír estas palabras me invadió una sensación de torpeza. Yo estaba de pie en la entrada de la casa de campo de Martin que para mí había sido tan familiar, un caserío emplazado en escarpadas colinas de An Colchan, que era un lugar compuesto de nueve o diez granjas vetustas. En un tiempo fuimos buenos vecinos. En el verano de 1974 Martin entabló amistad con nosotros a pesar de las advertencias de sus hermanas mayores, hasta el punto de escudriñar mis simpatías políticas por las distintas actividades del IRA en la localidad, en las que tanto él como su extensa familia estaban implicados. «¡Ay! Debería haber escuchado a Aine», dijo Martin. A lo largo del último cuarto de siglo algunas de las memorias de An Colchan habían sido esculpidas en piedra. Los nombres de los Moriarty y O ’Neill estaban epigrafiados en las tiendecitas de West Kerry, para dar a entender que esta casa pública, este nombre o esta familia eran para siempre. Pero en esta ocasión, de lo que se estaba hablando era de mi empeño (una calumnia desde la óptica del pueblo) en manchar el buen nombre de la comunidad. Incluso un orgulloso nacionalista como Martin me estaba dando el consejo de que tuviera en cuenta las adver
* Este artículo fue publicado en el año 2000 en la revista Ethnography y se re produce aquí traducido por Margarita del Olmo con permiso de la autora (la traductora quiere expresar su agradecimiento a Thomas Ordoñez por su cuidadosa lectura y sus suge rencias a la versión final). Desgraciadamente el juego de palabras que el título implica en inglés (Ira en la tierra de la ira) se pierde en la traducción al castellano.
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tencias del pueblo: «¿No esperarás recibir correo mientras estás aquí?», me preguntó de manera inquietante. Martin conservaba una apariencia atractiva en su corta estatura, ahora llevaba gafas de diseño con montura dorada y aquella tarde vestía una impecable camisa blanca almidonada. Al lado de la puerta se po día apreciar un coche nuevo reluciente. Su casa de soltero, que compar tía algún fin de semana con una hermana mayor que vivía en la ciudad, había prosperado sin lugar a dudas a lo largo de las últimas dos décadas. Casi todos los signos de trabajo activo en el campo habían desaparecido: no había trazas de heno en estos preciosos pero escasos días templa dos de mitad de junio. Ni rastro del almiar que solía tener delante de la casa. Una rápida mirada hacia la derecha era suficiente para comprobar que el granero estaba vacío y completamente limpio. Además, la ropa tendida en la cuerda fuera de la casa no incluía ni pantalones de peto de trabajo ni camisas vaqueras. Lo que había sido una granja activa y productiva se había convertido en la casa de campo de un caballero, y ofrecía un tremendo contraste con lo que había sido en la infancia de Martin, cuando su adorado padre, el patriarca de una gran familia, se levantaba temprano las mañanas de invierno para bajar al mar a recoger distintas especies de algas marinas de la zona, medio congelado, embo zado en su camisa de faldones, y tratando de calentarse golpeando sus fornidos brazos contra el pecho. Todo ello, antes de empezar el trabajo real diario en la granja. Cuando Martin era aún muy joven, la familia envió a un hermano mayor y más fuerte a América con el objetivo de que Martin, uno de los hijos más jóvenes y vulnerables, pudiera quedarse al cargo de la granja familiar. A pesar de que el derecho de primogenitura todavía se respe taba, el padre patriarca tuvo la libertad de elegir entre los hijos quién le iba a heredar, y para ello tuvo en cuenta las habilidades, personalida des, aptitudes y necesidades de sus hijos, y también las suyas y las de su mujer cuando empezaron a envejecer. El padre se decidió por Martin, pero en vida del señor, la granja había dejado ya de ser un medio de vida envidiable, y por eso la rivalidad que hubiera podido surgir entre los hermanos se transformó en simpatía hacia el que quedaba atrás para cultivar la pequeña granja pedregosa de An Colchan. Los hermanos de Martin que se desperdigaron, tuvieron suerte y consiguieron llegar a pertenecer a las filas de la academia universitaria y del clero1. 1. El excelente estudio cuantitativo de Michael Hout (1089) sobre la movilidad social y la industrialización en Irlanda entre 1959 y 1973 indica que el «exceso» de hijos en las familias de las granjas rurales prosperaron mejor en las ciudades irlandesas a las que
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Aine, la hermana mayor, que secaba un plato con el ceño fruncido y miraba por encima del hombro de Martin, salió de la casa para pro pinarme una regañina: «¿Quién te ha nombrado a ti como autoridad? N o eras una persona tan importante cuando viniste a vivir a nuestra casa con tu familia. N o podías casi ni controlar a tus propios hijos. ¿Por qué no te vas a tu casa y escribes sobre tus propios problemas? ¡Dios sabe que tienes suficientes: los niños disparándose en las escuelas y los aviones americanos bombardeando hospitales en Kosovo! ¿Por qué la tomaste con nosotros?». Martin interrumpió: «¡Admítelo! Has escrito un libro para compla certe a ti misma a nuestras expensas. ¡N os has atropellado chica, nos has atropellado! ¿Y tú llamas ciencia a lo que haces?». Antes de que yo pudiera negar lo que había dicho, continuó «Ciencia, seguro, pero la ciencia de los escándalos. Cuando nuestros hijos van a Cork o a Dublín, les decimos que tengan cuidado con los libros sobre Irlanda escritos por extranjeros». Viendo que sus palabras habían hecho huella y que las lá grimas me resbalaban por las mejillas, ablandó su postura un poco, pero no así su hermana que rechazó rotundamente mis disculpas: «Dices que lo sientes, pero no te creemos. ¡Tus lágrimas son lágrimas de cocodrilo! Estás llorando por ti». Cambiando de tema, Martin se dirigió a mi hijo Nate que se en tretenía escondiéndose detrás de un gran seto que había al lado del granero. Las palabras de Martin fueron amables y respetuosas: «Tú eres un chaval estupendo y siento hablar así a tu madre delante de ti». A continuación dirigió su mirada hacia mí y dijo: «Está claro que nadie es perfecto. N o somos ningunos santos, todos tenemos defectos, pero tú nunca has escrito sobre nuestras virtudes, ño has hablado de lo bonito y ni de lo seguro que es nuestro pueblo. Tampoco has mencionado la vista que tiene el pueblo sobre el mar hacia el desfiladero de Conor. Ni has contado nada de nuestros músicos y poetas o de los bailarines que se mueven en el aire con la gracia de un hilo de seda. Además, hoy día no estamos estancados, hay mucha gente educada en el pueblo. Vale que hayas escrito sobre nuestros problemas, pero nunca te has ocupado de nuestras virtudes. ¿Por qué te has olvidado de hablar sobre la hospitali dad de los vecinos?, ¿y qué hay de nuestro amor a la madre patria que es Irlanda o del orgullo de defenderla?». Cuando yo protesté diciendo que no había escrito nada sobre las actividades radicales del pueblo por temor a que hubiera represalias desde el exterior, Martin me contestó: emigraron, incluso comparados con los hijos de la clase trabajadora nacidos en las propias ciudades.
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«¡Ah, pero en este caso te estabas protegiendo a ti misma!». «¿Hay algo que pueda hacer?», pregunté yo. «Deberías haberlo pensado antes. Mira, hija, el problema es que no nos has concedido ningún reconocimiento».
VUELTA A CASA
Habían pasado veinte años desde que una joven y un poco descarada etnógrafa, que venía con su familia tan poco convencional (un marido greñudo, amable y hippie y tres niños pequeños indisciplinados), trope zara, un poco aturdida y casi por omisión, con la relativamente aislada y rocosa comunidad de Ballybran, justo encima del espléndido desfila dero de Conor, en las montañas Slieve Mish, más allá de las Maharees, en las orillas de la Bahía Brandon. Un lugar sin salida en la punta este de la Península Dingle, en West Kerry. Era el final de la primavera de 1974 y habíamos llegado al final del camino, figurativa y literalmente. Habíamos pasado varias semanas en un coche alquilado reconociendo el terreno de West Kerry y West Cork, buscando una comunidad anglo-parlante (o al menos bilingüe), suficientemente amable como para que nos aceptara durante un año de trabajo de campo. Nuestras tentativas de procurarnos una casa solían empezar con el cartero local o el párroco residente, pero siempre nos contestaban que la gente que vivía en ese o en otro pueblo no iba a ver con buenos ojos el hecho de que un observador extranjero se instalara a vivir en la propia comunidad. El trabajo de campo etnográfico era aún un concepto extraño para la gente del campo, una gente que era cono cida por su extraordinaria hospitalidad, lo extremadamente reservados que eran y por la lealtad familiar. Los turistas que venían a pasar la esta ción de pesca del salmón en la península Dinge eran una cosa, suficien temente molesta ya, pero una antropóloga escritora que viniera a vivir era algo totalmente distinto. En un país que se dedica a prohibir libros y reverencia la letra escrita al mismo tiempo, cualquier autor tiene que aprender a pisar con cuidado y a elaborar un plan de huida rápida. La primera vez que llegamos a Ballybran me presenté y presenté a mi familia al pastor local de la bellísima media-parroquia con cierta inquietud. Mis documentos oficiales no me sirvieron para deslumbrar a este sacerdote con los pies en la tierra. Lo que sí conseguí es que hicieran cierto efecto las cartas que traía escritas por el cura de una universidad local, donde se decía que tanto Michael como yo éramos «suficientemente buenos católicos», aunque quizá un poco caprichosos, en nuestro entusiasmo post-concilio Vaticano II, en lo que se refería a
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la transformación de la Madre Iglesia. También apreció una nota casi ilegible de un antiguo amigo y mentor informal, el desaparecido estu dioso de derecho canónico David Daube, asegurando que éramos gen te decente y merecedores de confianza. De manera que, irónicamente gracias a las referencias y bendiciones de la misma Iglesia católica a la que me dedicaría a reprender en las páginas de mi libro, conseguimos acomodarnos en Ballybran unas semanas antes de la fiesta del Corpus Christi en junio de 1974, y nos quedamos hasta la primavera del año siguiente.
UN TOQUE EXQUISITO DE LOCURA IRLANDESA
Llegué a Ballybran con una serie de preguntas iniciales extrañas (en el sentido de raras y extranjeras): ¿por qué los irlandeses tienen las más alta tasa de hospitalizaciones por enfermedades mentales del mundo?, ¿por qué la esquizofrenia es aquí un diagnóstico de carácter primario? Yo creía que estudiando la «locura» podría aprender algo sobre la na turaleza de la sociedad irlandesa y su cultura como un todo. Profunda mente influenciada por los primeros trabajos de Michel Foucault, pensa ba que una sociedad se revela siempre más a sí misma en lo que excluye, en lo que rechaza y en lo que recluye. Según mi hipótesis, la locura irlandesa podía verse como una proyección de la especificidad de sus conflictos y cuestiones. ¿Qué estaba pasando en el remoto y supuestamente bucólico oeste de Irlanda donde había tantos casos psiquiátricos de jóvenes? ¿Quié nes eran los candidatos más plausibles para el hospital mental? ¿Qué acontecimientos podían desencadenar una crisis psiquiátrica? ¿Había realmente más enfermedades mentales en Irlanda o eran simplemente más proclives a clasificar de locos a los inconformistas? ¿Era tan recta y estrecha la vida en el campo irlandés que metía a algunos literalmente en una camisa de fuerza? ¿Qué ocurría en las familias campesinas irlan desas, en los espacios públicos de la vida del pueblo, en las escuelas, los pubs o la iglesia? El resultado fue un libro titulado Saints, Scholars and Schizophrenics: mental Illness in Rural Ireland (1979) [Santos, eruditos y esqui zofrénicos: enfermedad mental en la Irlanda rural], que suponía una mezcla de las nuevas y las viejas perspectivas: cuidados en la infancia y personalidad adulta, tests TAT y antropología reflexiva/interpretativa. De una forma teóricamente ecléctica, aplicaba ideas de Freud, Erikson, Durkheim, Gregory Bateson, R. D. Laining y Michel Foucault a una
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pequeña población de granjeros, pastores y pescadores que hablaban irlandés. Como metodología utilicé los métodos de trabajo de campo heterodoxos de un etnografía cualitativa e interpretativa, y a través de ellos conseguí reunir una gran cantidad de evidencias circunstanciales que permitían sustentar la patologenia de ciertos aspectos de las rela ciones sociales de la vida rural irlandesa, particularmente las que tenían lugar entre los sexos y entre padres e hijos. Mi conclusión fue que la Irlanda rural era un lugar donde resultaba difícil ser «sano» y que los ve cinos «normales» podían parecer más «pervertidos» que los que estaban internados en el hospital mental de County Kerry. La locura era, según argumenté, el guión social y había maneras correctas e incorrectas de «volverse» y de «estar» loco en la Irlanda ru ral, donde se permitía y hasta se alimentaba una excentricidad extrema, siempre que pudiera pasar por inocente ridículo, o si venía arropada bajo el manto de la espiritualidad irlandesa. «Mihal, bendito sea, no ha sido el mismo desde la muerte de su madre, ¿pero qué daño hace si se pasa toda la noche sentado en el establo cantando a las vacas? Mihal no verá nunca las paredes del manicomio de St. Finian. Sin embargo, no hay excusas que valgan para Seamus, un reacio soltero de 44 años que expresó su frustración en un baile de la parroquia, saltó al escenario borracho, exponiendo sus genitales delante de las chicas del pueblo. El sí que estaba bastante loco». En mi tesis, algunos de los puntos centrales fueron la anomia y la imagen moribunda del campo irlandés, consecuencias de los efectos acumulativos de la colonización británica, la gran epidemia de hambre (1845-1849), y de varios proyectos de desarrollo y «modernización» del siglo xx que consiguieron convertir la economía rural del oeste de Irlan da en un sector dependiente de Gran Bretaña primero y, a partir de la entrada de Irlanda en la Unión Europea en 1973, de Europa occidental en general. La consecuencia de estos procesos fue la destrucción de los úl timos vestigios de una economía campesina de subsistencia para preparar la transformación a los modos de producción capitalista. Los síntomas del mal que yo veía a mediados de la década de 1970 eran muy variados: el descenso en la población de los pueblos de la costa oeste como resul tado de una emigración hacia el exterior y una soltería permanente, la dependencia generalizada de los jóvenes del sistema de bienestar social, el desplazamiento de los granjeros pastores y pescadores, depresión, alco holismo y episodios de locura que estaban consiguiendo los índices más altos del mundo de hospitalización mental en las instituciones irlandesas. Bajo los tejados pintorescos de paja y entre los gruesos muros de arcilla de las casas rurales estaba transcurriendo un extraordinario dra
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ma emocional que consistía en poner etiquetas y negar, y que permitía a algunos niños irlandeses en el campo (especialmente las hijas y los hijos primogénitos) adquirir el estatus de personas adultas, una educa ción, y finalmente la emancipación con respecto a sus familias, mientras que reducía a otros (generalmente los que habían nacido después) a la situación de «sobras» que carecían de valor, en patéticos aindeiseoir. Cada familia rural tenía su primogénito de éxito como hijo preferido, y los hermanos menores, considerados solteros retrasados, dolorosa mente tímidos, sin esperanza y estigmatizados como ovejas negras. La aspiración de los padres de mejorar en estatus descansaba en los primo génitos, y todo se sacrificaba para que mejoraran sus oportunidades en la vida. Antiguamente, cuando la agricultura era todavía un medio de vida valorado y productivo, el primogénito hubiera heredado la granja, pero con la entrada de Irlanda en la Unión Europea, al primogénito se le criaba para «exportar», para ser emigrante. Los padres campesinos irlandeses se veían entonces enfrentados a un problema nuevo, el de cómo conseguir que al menos un hijo se que dara para trabajar en la granja y cuidarles cuando fueran mayores. Esta tarea implica el ejercicio de una cierta violencia psicológica: el recorte y la amputación de las aspiraciones del que ha sido designado para he redar la granja. En colaboración con profesores, dueños de tiendas y el párroco local, los padres campesinos tienen tendencia a crear un «hijo sacrificado», curiosamente no en la forma de un hijo desheredado o desposeído, sino en la versión más letal y ambigua del heredero de la granja. Desde que nace, se etiqueta al designado heredero como «la so bra», «el último de la camada», «los restos del puchero», «el cachorrito», «el ternero de la vieja vaca», y este niño se convierte en alguien que no podrá sobrevivir fuera de los límites tolerantes y familiares del pueblo. «Benditos los sumisos», dicen los textos, «porque ellos heredarán la tie rra»..., y con ella (me gustaría añadir a mí) una vida de soltería involun taria, pobreza, obediencia y abnegado servicio a los mayores. A través de un proceso continuo que consiste culpabilizarle y ridiculi zarle, el heredero de la granja acaba creciendo para cumplir un papel con unas expectativas de vida reducidas, y acaba creyéndose que sólo sirve para la granja y para el pueblo, lugares que generalmente no son buenos en ningún sentido. Desde el principio de mi carrera antropológica, me ha sorprendido la tremenda elasticidad y capacidad de resistencia del espíritu humano, a pesar de la violencia que la sociedad y la cultura nos imponen muchas veces. Y además en el caso de la Irlanda rural había un cierto tipo de recompensa: al chico que se queda en la granja se le reco noce su sentido del deber, su lealtad y la «santidad» como hijo.
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Algunos herederos de granjas nunca acaban ajustándose a lo que se espera de ellos y maduran de mala manera, convirtiéndose en individuos malhumorados, huraños y amargados, apartados de la vida humana. Otros se transforman en solteros deprimidos y alcohólicos, que pasan la vida en los distintos pubs que atienden una población de cuatrocien tos vecinos y algunos granjeros más. Algunos otros se convierten en excéntricos eremitas, y otros se apartan tanto de los márgenes de la estrecha vida del pueblo que acaban siendo pacientes del hospital men tal de St. Finian en Killarney. Muchos de ellos se sienten asaltados por miedo paranoico a que su cuerpo sea invadido, o están obsesionados por deseos, fantasías y necesidades sexuales reprimidas. ¿Por qué no se escapan? Algunos lo hubieran hecho si hubieran po dido, pero casi siempre se ven a sí mismos como hombres incompletos a los que les falta algo, demasiado blandos. Yo he oído decir en presencia de uno de esos hijos que se quedan en casa: «Seguro, nuestro Paddy es un viejo vago, blando y sentimental, lleno de dutcas (refiriéndose a una camaradería cálida, casi maternal)», mientras el hombre en cuestión asentía con la cabeza para confirmarlo. De ahí el «doble vínculo» (dos órdenes contradictorias) de la Irlanda rural, por un lado, «no vales nada, no puedes vivir sin la granja; si hubieras tenido coraje, te habrías ido hace años», y por el otro, «te necesitamos, tú eres todo lo que tene mos, ¿cómo puedes pensar en dejar a tu pobre viejo padre? ¡Eres la úl tima esperanza que nos queda!». Una tercera orden impide escapar del centro de este dilema: «Quédate y serás siempre un niño, o márchate y serás un hijo desleal». Todo esto está reforzado por una poderosa ideo logía: una versión autoritaria y puritana del catolicismo que reafirma la violencia simbólica derivada de la explotación social y familiar. Había reinterpretado la hipótesis de Gregory Bateson de que la es quizofrenia está generada por un doble vínculo (Bateson y otros, 1963), aplicándola a un contexto social más amplio, para demostrar que no son sólo las familias las que pueden ser partícipes de patrones de comunica ción distorsionados, sino que puede darse el caso en comunidades ente ras que pueden perjudicar al individuo para rescatar un sistema social. Comportamientos que incluyen el uso de chivos expiatorios, conspira ciones, mitos familiares y relaciones de «mala fe» es posible encontrar los, no sólo en familias enfermas y débiles, sino también en comunidades vulnerables. Las situaciones sociales y económicas pueden crear un do ble vínculo hasta el punto de que las familias campesinas se encuentren fuertemente presionadas para utilizar tácticas desleales con el objetivo de preservarse a expensas del hijo elegido, y la comunidad entera puede no sólo aceptar, sino reforzar estos «mitos familiares» distorsionados. No
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era mi intención echar la culpa a los padres, sino iluminar un aspecto del inconsciente colectivo en la Irlanda rural y que, una vez reconocido, pudiera ser posible que el chivo expiatorio que se ha creado —el hijo bueno para quedarse en casa— se emancipara y se liberara.
LA REACCIÓN DE LOS «NATIVOS». ANTROPOLOGÍA DE SOFÁ
Irónicamente, a principios de 1980, justo cuando me acaban de notificar que iba a recibir el premio Margaret Mead de la Sociedad de Antropolo gía Aplicada a un libro que «comunicaba ideas y conceptos antropológi cos a un público interesado más amplio», Saints, Scholars, and Schizofrenics se vio envuelto en una polémica transatlántica. Las primeras críticas al libro consistían en argumentar que Ballybran no existía en absoluto, y que era una composición construida a partir de trocitos de decenas de comunidades rurales, tanto reales como imaginadas. Pero en la primavera de 1980 un columnista del Irish Times, Michael Viney, se fue a la penín sula Dinge, pedaleando en su bicicleta de diez marchas, entre vendavales y recias lluvias, para buscar lo que describió más tarde en una de sus columnas como el «valle mítico de Ballybran». Después de algunos intentos fallidos y otros de confusión de identi dad, Viney (1980) por fin pudo alegrarse de haber alcanzado su deseada meta, al conseguir materializarse en la atmósfera acogedora del Pub de Peg. «Sí», le dijo la persona que estaba al frente del establecimiento, identificándose a sí mismo, «iYo era uno de los que [en el libro] no creía en estadísticas sociológicas!». «La señora Scheper-Hughes había pasado su tiempo allí con regularidad», especuló Viney con una pinta de Guinness en la mano, «de la misma forma que lo hacía yo en ese momento, mientras se veía la lluvia arreciar desde las montañas a través de la puer ta abierta». En una columna posteriot (1983), Viney se describió como pensaba que podía haberle visto la antropóloga: A veces, pedaleando por la colina hacia la oficina de correos, atravesando muros viejos, recubiertos de una costra de helechos y liqúenes, dirigía mi mirada hacia las casitas (que para el propósito de mi historia se empeque ñecen con la bruma del Atlántico), me preguntaba cómo habría podido entender la antropóloga nuestra comunidad (y particularmente a mí, un personaje bizco y despeinado, embozado en un chubasquero negro y una gorra chorreando agua, alienado e irremisiblemente alejado de su gente de ciudad, el epítome de la anomia sobre ruedas). ¿Habría llegado a la conclusión de que nuestra media-parroquia... ofrecía una perspectiva to talmente nueva con respecto a [su] derecho y capacidad de existir?
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Tanto la academia irlandesa como el pueblo irlandés y en particular la comunidad irlandesa-americana, estaban listos para empezar la batalla. La perspectiva que yo había desarrollado, una versión de la crítica cul tural, se calificaba de prejuiciada y etnocéntrica. Hay que admitir que mi propuesta se distanciaba bastante de la etiqueta antropológica que con siste en describir sólo lo que es «bueno» o está «bien» en una sociedad y cultura determinadas. Se supone que uno no debe usar la antropología para hacer diagnósticos sobre determinados miembros de un cuerpo social, como una especie de patólogo cultural. Fui cuestionada acerca de por qué mi descripción de una sociedad rural infeliz y agobiada de conflictos era tan distinta de la clásica de Conrad Arensberg (1937), que presentaba una pintura casi adorable del campesino. Quizá en parte la diferencia radicaba en el hecho de que mi etnografía estaba contada, no desde la perspectiva de un hombre mayor sentado confortablemente en el pub y en el centro de la vida campesina irlandesa, sino desde la ópti ca de los frustrados hijos de mediana edad. Aquellos que tendrían que esperar hasta los cincuenta, si tenían suerte, para convertirse en adultos propiamente dichos, e incluso entonces les decían que aún tenían que servir (de pies y manos) a los mayores que se habían retirado a la habi tación del oeste de la casa y que, a diferencia de sus padres antes que ellos, nunca se casarían, dada la disparidad demográfica de los sexos (las chicas del pueblo hacía mucho que lo habían abandonado, atraídas por la libertad que representaba una migración hacia el exterior), ni tampoco tendrían una familia y con ello un poder propio. Saints, Scholars, and Schizofrenics ofrecía una mirada contra-hegemónica de la vida rural irlandesa, pero esta mirada resultó chocante para algunas sensibilidades que la vieron como «anti-irlandesa», «anti católica» o «anti-clerical»2. Sydney Callahan (1979: 311), en su incisiva reseña de mi libro para la revista católica progresista Commonweal, me 2. El debate se desarrolló en los siguientes artículos: S. Callahan, «An Anthropologist in Ireland», Commonweal, 25 de mayo de 1979: 310-311; M . Viney, «Geared for a Gale», The Irish Times, 24 de septiembre de 1980; N . Scheper-Hughes, «Replay to Viney and to Ballybran», The Irish Times, 21 de febrero de 1981; E. Kane, «Cui Bono? Do Aon Duine?», RAIN, 51, agosto de 1982; N. Scheper-Hughes, «Ballybran - Replay to Eileen Kane», RAIN, 51, agosto de 1982; E. Kane, «Replay to Scheper-Hughes», RAIN, 52, octubre de 1982; J. Messenger, «Replay to Kane», RAIN, 54, febrero de 1983; P. N ixon y P. Buckley, «Replay to Kane», RAIN, 54, febrero de 1983; E. Kane, J. Buckling, M. M cCann y G. McFarlane, «Social Anthropology in Ireland - A Response», RAIN, 54, febrero de 1983; M. Viney, «The Yank in the Córner: Why the Ethics of Anthropology Are a Concern for Rural Ireland», The Irish Times, 6 de agosto de 1983; Nancy ScheperHughes, «From Anxiety to Analysis: Rethinking Irish Sexuality and Sex Roles», Journal ofWomen Studies, 10, 1983: 147-160.
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acusa de prejuicios religiosos y sugiere que soy «extrañamente suspicaz hacia el idealismo religioso de la gente», y dice que «mi hostilidad hacia la represión sexual jansenista en Irlanda, una hostilidad fomentada [pre sumiblemente por humanistas seculares como yo], me ha vuelto [a mí] sorda para [que yo pueda] interpretar fenómenos religiosos». Donde yo he visto autosacrificio innecesario, Callahan cuestiona si «algunas de las represiones no merecen la pena» y sugiere que «la inteligencia, el aprendizaje, la música, la ética del trabajo y el sacrificio altruista por la familia y por ideales más altos pueden crecer en Irlanda exactamente a costa de reprimir severamente el sexo, la agresión y el individualismo. Si los valores de la Irlanda rural de autodisciplina y mortificación de la carne contribuyen al aislamiento, al celibato, a la depresión, a la locura y al alcoholismo de los campesinos solteros, también hay que tener en cuenta que son las causas del bajo índice de asaltos físicos, violaciones, adulterio y divorcio en la República de Irlanda». Otro tipo de críticas procedía de la irlandesa-americana Eileen Kane (1982), quien describe Saints como una violación no ética de la priva cidad de la comunidad y del derecho a mantener «sus secretos». Esto se refiere tanto a los secretos mejor guardados, como a todo lo contrario (Bourdieu, 1977: 173), es decir, los que cualquiera en la comunidad debe preservar para mantener la complicidad colectiva y todas sus for mas de mala fe que hacen posible la vida social; tales como la violencia simbólica contra el heredero de la granja, disfrazada de preocupación y generosidad hacia los pobres e ineptos hijos pequeños del pueblo. En mis variadas respuestas niego el hecho de que los antropólogos tengan la obligación de guardar secretos comunales, especialmente aquellos que protegen lo que Sartre (1956) entendía por relaciones de «mala fe». En From Anxiety to Method, George Devereux (1977) argumentó que, tanto en el campo como en el sofá, las dinámicas de la transferen cia y contratransferencia pueden tener una influencia en las relaciones del etnógrafo y en el análisis resultante. De hecho, el campo puede con vertirse en un gran test de Rorschard para un antropólogo ingenuo. Si no se guarda la suficiente distancia crítica ni una perspectiva reflexiva, el resultado puede estar distorsionado por culpa de omisiones impor tantes, interpretaciones, descripciones ambiguas, etc. Los etnógrafos pueden usar el campo para resolver sus propias ansiedades y sus con flictos neuróticos sobre los vínculos, el poder, la autoridad, la sanidad, el género o la sexualidad. De hecho, confrontar y proyectar en vez de evitar o negar pueden llevarnos a la distorsión, haciendo interpretacio nes claramente subjetivas que contradicen lo que los nativos entienden sobre su cultura y sus relaciones sociales.
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De vez en cuando, Devereux advierte que el etnógrafo debería pa rar y analizar la naturaleza de las relaciones que ha establecido, tanto en el campo como en casa, en el proceso de análisis y en la escritura. El objetivo de este autoanálisis etnológico sería sacar a la luz y desembara zarse de las capas de subjetividad y de los prejuicios que se van creando, y que distorsionan la percepción de una realidad etnográfica objetiva. Devereux fue un empiricista hasta el final, que creía en la perfección objetivista de los hechos, datos e interpretaciones antropológicas. Sin embargo, después de la controversia, la solución de Devereux me pareció poco satisfactoria. Tal y como yo lo veía, el verdadero dilema y las verdaderas contradicciones consistían en argumentar cómo se puede saber lo que sabemos si no es filtrando la experiencia a través de cate gorías enormemente subjetivas, tanto a la hora de pensar como a la de sentir, y que representan nuestra propia forma de ser, como en mi caso sería el hecho de haber sido una mujer educada en una escuela católica americana, considerarse una católica rebelde y ambivalente, post-freudiana, neo-marxista y feminista en mi primer encuentro con los vecinos de Ballybran. Tanto el peligro como el valor de la antropología residen precisa mente en el choque entre las culturas y las interpretaciones de los antro pólogos y sus sujetos de estudio, cuyos encuentros están inspirados por un compromiso abierto, por la franqueza y la receptividad. M i conclu sión fue entonces que no había una forma «políticamente correcta» de hacer antropología. La antropología es por naturaleza intrusiva e impli ca un cierto grado de violencia simbólica e interpretativa con respecto a percepciones del mundo intuitivas, y también parciales, de las personas «nativas». La pregunta entonces se transforma en una cuestión de ética y se podría formular así: ¿Cuáles son las relaciones apropiadas entre el antropólogo y sus sujetos de estudio? A quién debe su lealtad y cómo se puede respetar este compromiso a lo largo del trabajo de campo et nográfico, en la escritura y especialmente en el problemático dominio de la antropología psicológica y psiquiátrica, que centra su atención en la enfermedad y la aflicción, en la diferencia y la marginalidad, y por lo tanto, determina una visión especialmente crítica.
SUPERACIÓN: EN RECONOCIMIENTO A AN CLOCHAN
A lo largo de las dos últimas décadas, Ballybran ha recibido un número pequeño pero estable de antropólogos y sociólogos europeos y norte americanos —con la edición de bolsillo de Saints, Scholars and Schizo-
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phrenics en la mano— en busca de algún protagonista del libro por las aldeas dispersas por las montañas. Y de esta forma el drama ha conti nuado imperturbable hasta hoy, gracias a un juego del escondite que se desarrolla entre los aldeanos y sus defensores, los curiosos y sus interlo cutores a escala global. Por supuesto que hoy día ni «Ballybran», ni la antropología, ni los propios etnógrafos son lo que eran a mediados de la década de 1970. El Ballybran que yo describí es casi irreconocible, sus últimas granjas techadas de paja han sido arrasadas para dejar paso a modernas casas construidas al estilo de ranchos suburbanos. La única casa de techo de paja que queda de verdad es la de Nellie Brick que fue una tienda de té, pan y mantequilla, y que ahora ha sido renovada y transformada en un pub romántico y acogedor para turistas. El interior es de estilo rústi co inglés y la paja ha sido importada de Polonia, pero por lo menos los que han construido el tejado son de Killarney, aunque hayan aprendido su oficio «tradicional» gracias a los fondos de desarrollo de la Unión Europea. Pero el tejado sigue oliendo tan dulce y resulta tan acogedor como siempre; algún alma generosa ha decidido colgar un letrero de cartón en el alféizar de la ventana para indicar que se trata de «La ven tana de Nellie», el mismo punto privilegiado desde el que antiguamente se podía fiscalizar la vida del pueblo. Por supuesto que si yo escribiera el libro ahora por primera vez, con la ventaja de la retrospectiva, algunas cosas las hubiera hecho de manera distinta. Hubiera evitado el uso de pseudónimos «bonitos» y «conven cionales», y no habría mezclado las señas de identidad cuando describía los personajes, presumiendo de manera inocente que este disfraz y esta máscara podían impedir que las personas del pueblo se identificaran fácilmente entre sí. He llegado a comprender que la práctica tradicional de conferir anonimato a «nuestras» comunidades e informantes engaña a pocos y no protege a nadie —excepto, quizá, al propio antropólogo—, y creo que esta práctica picaresca nos da demasiada libertad a la hora de escribir, de hablar, de traducir e interpretar la vida del pueblo. El anonimato nos hace olvidar que debemos a nuestros sujetos de estudio antropológico a la hora de escribir el mismo grado de cortesía, empatia y amistad que les prestamos cara a cara en el campo, cuando aún no son nuestros sujetos de estudio, sino la gente que nos puede servir de gran ayuda, y sin la cual, literalmente, seríamos incapaces de sobrevivir. Sacrificar el anonimato significa que tendremos que escribir etnografías menos conmovedoras y más cautelosas, lo que desde lue go es un precio alto para cualquier escritor. Pero nuestra versión del juramento hipocrático —no causar daño, en la medida de lo posible,
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a nuestros informantes— parece que nos debería exigir precisamente eso. Además, una hermenéutica de la (propia) duda podría ser útil para atenuar la franca brutalidad de los relatos de la vida de otras personas tal y como las vemos: de cerca, pero desde fuera, y a través de un cristal oscuro. Y con respecto a la selección de mis observaciones, lo que no dije y podía haber dicho sobre An Clochan a mediados de la década de 1970, era que el pueblo ofrecía una perspectiva extraordinaria para observar una comunidad rural cerrada sobre sí misma, en la que la jerarquía y las diferencias sociales habían sido limadas con bastante éxito, donde se veía con malos ojos el hecho de «darse importancia», en interés de la communitas, y donde, a pesar de la regla general del patriarcado fa miliar en la granja, se criaba a las niñas para que alcanzaran gran éxito; las mujeres no tenían que casarse, y las solteras podían tener ovejas, cuidar vacas, estar al frente de un pub en el pueblo, dirigir una escuela de primaria o de secundaria, regañar a los charlatanes o mandonear al cura hasta que se rindiera en una discusión teológica o política concre ta. Las mujeres rurales podían elegir entre casarse pronto o esperar y casarse más tarde con hombres mucho más jóvenes. De la misma forma, especialmente cuando se trataba de una familia sólo de hijas, podían rechazar distintas propuestas de matrimonio para quedarse en casa y heredar las tierras de su padre, junto con su pipa favorita, o el pub familiar, incluyendo el tambor de piel de cabra. M ás aún, las mujeres casadas conservaban su apellido y sus identidades sociales e individuales previas al matrimonio. Es posible que no haya otro lugar donde las mujeres pudieran sen tirse más libres para andar por las carreteras rurales solas por la noche, sin miedo a ser asaltadas o al cotilleo malicioso. N o he visto en ningún otro sitio mujeres y hombres bromeando entre ellos en público, sin que el humor se reduzca a un doble sentido, ni tampoco donde los solteros y solteras sean aceptados como miembros normales de la sociedad sin problemas, capaces de vivir vidas autónomas, aunque solitarias. Nadie se sorprendía de que un hombre soltero, además de atender su cose cha, cocinara sus patatas, criara sus ovejas y tejiera calcetines y jerséis. Qué diferente es este panorama del que describe Ivan Illich (1982: 67) de la lamentable situación de los hombres solteros en algunos lugares tradicionales de Europa que están caracterizados por la «complementariedad» de géneros: Se puede reconocer a un soltero desde lejos por su aspecto fétido y lú gubre... Hombres solitarios que no dejan ni sábanas ni camisas cuando
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se mueren... Un hombre sin mujer, sin hermana, madre o hija no puede hacer su ropa, ni lavarla ni coserla; tampoco puede cuidar a sus hijos ni ordeñar una vaca.
Cuando yo hice mi estudio, la vida social de An Colchan no se re ducía a la pareja. Ambos sexos se vestían de manera informal y la figura que uno podía ver delante caminando en la carretera, embozada en capas de pantalón, chaleco de lana y abrigo largo, calzada con botas verdes Wellington embarradas y con un bastón, podía ser una mujer conduciendo su pequeña manada de vacas. Puedo haber malinterpretado algunos aspectos importantes de la vida en la comunidad, especial mente aquellos en los que los vínculos de género y parentesco eran tan o incluso más importantes que un vínculo sexual o erótico. Si las rela ciones matrimoniales eran problemáticas, la causa se debía, en parte, al hecho de que el matrimonio interrumpía y se entrometía, compitien do con otros afectos y lealtades igualmente valorados. Estoy segura de que ningún antropólogo hoy día sugeriría la existencia de una jerarquía apropiada de afectos, tales como que las amistades de toda la vida, se mejantes por naturaleza a las que existen entre hermanos y hermanas, tendrían menos valor que las relaciones conyugales. El índice de hospitalizaciones psiquiátricas era alto, pero las viola ciones y agresiones sexuales no se conocían. El robo era tan raro que una de las definiciones de excéntrico era la de una persona preocupada por la seguridad de sus propiedades, y se podía diagnosticar un caso de esquizofrenia paranoica por el simple hecho de haber acusado a los vecinos de querer robarle a uno el rebaño, o de mover a su favor las piedras que marcaban la linde entre las tierras. «Brendan el violador», a quien yo entrevisté en un hospital mental rural en Killarney, había pe cado sólo con sus pensamientos y, según su propia historia, era virgen y sin éxito en cuestiones de sexo. De la misma forma, en An Colchan, una mujer joven y casada como yo podía aceptar ir a la espalda de Morris, en su moto, sin miedo a ninguna traza de escándalo, del mismo modo que podía sentarme y hablar con el sacerdote local tomando un taza de té a media mañana, en pijama, en el salón de su casa. Las tareas de la casa, la jardinería y la preparación de las comidas estaban reducidas al mínimo, dejando libertad tanto a hombres como a mujeres para acometer cualquier otra actividad voluntaria, y se pasaba mucho tiempo libre fomentando amistades y camaradería —los hom bres en alguno de los pubs locales, en torno a las ovejas o en los mer cados regionales, las mujeres en las tiendas, en actividades relacionadas con la iglesia o la escuela, y las mujeres más mayores en las ventanas o
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haciendo visitas a amigos o parientes lejanos— . Había tiempo para con tar historias y tiempo para jugar, para reunirse alrededor de los muertos en velatorios y entierros —un día completo se pasaba en el funeral de cada uno de los 38 vecinos que murieron en 1974— . Todo el mundo te nía radios y algunos televisores, pero la mayor parte de la gente prefería aún «entretenimiento vivo», y se reunían con frecuencia, especialmente en invierno, en los pubs, en la iglesia y en las casas de los demás para disfrutar tocando música, cantando, bailando o recitando poesía. Tanto a jóvenes como a viejos, a hombres y a mujeres, se les fomentaba que tu vieran su propio repertorio de canciones, poesías o pasos de baile, que la gente les pedía que representaran en cuanto se quitaban el sombrero. Y si bien la timidez y la modestia de los hombres solteros podían quitar el aliento, la costumbre institucionalizada de la «persuasión» podía con vencer al pescador o pastor más reacio a representar su «número para la fiesta» y deslumbrar a la audiencia. La ética de la modestia y la deferencia aseguraba que ningún can tante sobresaliera de los demás y también que a nadie se le prestase me nos atención. Para ello tendría lugar el intercambio de llamadas y res puestas — «Cántanos una canción, Paddy»; «No, no puedo», etc.— que permite una cierta expresión de alabanzas y agradecimientos, pero que a veces podía desembocar en la burla — «Seguro que es el mejor cantante del pueblo»— . Todo ello promueve un firme sentido de soli daridad comunitaria a costa del individuo, suprimiendo cualquier tra za de arrogancia o engreimiento. En otras palabras, la igualdad social se promovía también a través del ingenio de las burlas que he descrito en Saints, Scholars, y que tiene un efecto adverso en los individuos más vulnerables psicológicamente, porque son menos hábiles a la hora de valorar y responder a estos mensajes de doble sentido: si uno rechaza la alabanza está echando a perder la alegría de sus camaradas, si la acepta, hace el ridículo de tomársela seriamente. Gragory Bateson, que desarrolló la teoría del «doble vínculo» en la esquizofrenia que he utilizado en mi libro, entendía que las pautas de comunicación humana eran extremadamente complejas, y argumentaba que algunas de las órdenes de un doble vínculo podían dañar a los indi viduos, mientras que otras, al contrario, podían ser beneficiosas para dis tintas personas, incluso terapéuticas. Los duelos verbales y los desafíos interactivos, tan característicos del ingenio de la Irlanda rural, pueden haber contribuido a la disonancia cognitiva que sufren algunos esquizo frénicos que no son capaces de distinguir entre lo literal y una verdad metafórica, pero también es cierto que estas pautas de comunicación han contribuido a la larga tradición de santos, poetas y eruditos en Irlanda.
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De manera que, igual que conté la anécdota de la burla cruel a un tímido soltero en el pub, a quien tomaban el pelo sin misericordia por que no era capaz de hablar conmigo sin tartamudear, cometí el error de no hablar de otra anécdota, el mismo día que nos marchábamos del pueblo, cuando, mirando a través de la ventana de mi casa, apareció el mismo tímido soltero de pie, debajo de un árbol, al final del sendero que llevaba a nuestra casa. Me preguntaba qué haría ahí, merodeando tanto tiempo, pero me fui a seguir haciendo el equipaje y terminar de limpiar la casa. Sin embargo, cada vez que miraba por la ventana, allí seguía él, quieto y casi en la misma postura. Después de varias horas, se me ocurrió que estaba esperando a que yo saliera de la casa y recorriera 'se sendero para ir al pueblo a hacer algún recado, así que metí a los bés en el cochecito y en la mochila y salí como si fuera a la oficina correos. Cuando me acerqué a Paddy, levanté un dedo tímidamente y doblé el cuello hacia él, haciendo el gesto que se entendía en Kerry como un saludo. Paddy vino hacia mí, me tendió una mano que yo cogí entre las mías y me dijo: «Nos dejas. Yo sólo quería..., me gustaría..., bueno..., qué Dios te bendiga, señora. Qué Dios bendiga también a Michael y a los pequeños». En todas mis idas y venidas como antropóloga no he recibido un adiós tan precioso para mí como éste, que tanta lucha interior le había exigido al que lo ofrecía y que al final había conseguido hacer con tanta dificultad. Lo más irónico del caso es que una antropóloga como yo, que siem pre había estado buscando una sociedad relativamente igualitaria, exen ta de diferencias de clase y género, se había tropezado justo con ella al principio de su carrera y no había sido capaz de reconocerla ni de saber apreciarla. El igualitarismo del pueblo se expresaba también a través de las difíciles decisiones que tenían que hacer sobre la herencia, el tema central de mi tesis. Y si estas decisiones no resultaron nunca fáciles para ninguna de las generaciones, padres e hijos acababan adquiriendo al final un estrecho compromiso de justicia, comprometiéndose a tratar de corregir cualquier pérdida que un hermano hubiera tenido a expensas del otro. A diferencia de las normas de primogenitura en la Inglaterra rural, basadas en el modelo de que «el ganador se quedaba con todo», las familias campesinas irlandesas hacían un gran esfuerzo para que los hijos e hijas «desheredados» tuvieran también algún tipo de seguro de vida, bien a través de una cuidadosa búsqueda de relaciones con perso nas que se dedicaban al comercio o a otros oficios en el pueblo vecino (véase Arensberg, 1937), bien gracias a la Iglesia católica y su exten sa red de instituciones educativas o de caridad, e incluso buscando la ayuda de parientes y antiguos vecinos en él extranjero. De esta forma,
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ningún hijo irlandés desheredado era enviado al mundo a «buscar for tuna» por sí solo como ha ocurrido con tantas generaciones de hijos «desheredados» en la Inglaterra rural (véase Bird-well-Pheasant, 1998). Como resultado de ello, la diáspora de los irlandeses que a lo largo de las generaciones ha contado con un número significativo de vecinos de la parroquia de An Colchan, ha contribuido significativamente a la cultura y a la civilización del mundo angloparlante (véase Hout, 1989, capítulo 5; Keneally, 1998). Por todas estas razones y para lo que pueda valer aho ra, vaya mi reconocimiento hacia An Colchan.
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Para empezar, he querido que la verdad de la vida tenga una realidad concreta y me he sentido más satisfecho cuando el poema es más directo, cuando supone una re presentación franca del mundo que reemplaza, defiende o contradice (Seamus Heaney, 1995: 12).
Uno de los puntos centrales del método antropológico consiste en la labor de hacer de testigo, lo que requiere una inmersión comprometida en los mundos de nuestros sujetos de estudio durante un periodo de tiempo largo. Como la poesía, la etnografía es un acto de traducción y el tipo de «verdad» que produce no puede ser sino profundamente subjetiva, porque resulta de la colisión entre dos mundos y dos culturas. Por eso la pregunta sobre los peligros de «perder la objetividad» en el campo, bastante frecuente por otro lado, está fuera de lugar. Nuestro trabajo exige simplemente una subjetividad muy disciplinada, y aunque existen métodos y modelos científicos, apropiados para otras formas de hacer antropología, la etnografía, tal y como yo la entiendo, no es una ciencia. Igual que el poeta que decide meterse en otra obra con el propósi to de traducirla (Seamus Heaney, por ejemplo, describe su entrada en la poesía de Dante3), el antropólogo ha visto algo intrigante en otro mundo. Puede ser tan simple como: «¡Ah!, ¡me gusta eso!, voy a ver si puedo entender cómo funciona ese particular modo de ser, pensar y sentir el mundo; es decir, qué sentido tiene, qué es lógico y qué no; en definitiva, la pragmática y la poesía de esa otra forma de vivir». Y 3. Esta sección está inspirada en una discusión entre Seamus Heaney y Robert Haas sobre «el arte de traducir poesía» en la Universidad de California en Berkeley, el 9 de febrero de 1999.
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entonces pensamos: «Sí, voy a ir allí y a ver si puedo volver con una narración, una historia natural, una descripción densa (llámese como se quiera) que podría enriquecer nuestra forma de entender el mun do». Igual que cualquier otra forma de traducción, la etnografía tiene el mismo objetivo que un depredador y un escritor. N o se hace «a cambio de nada», de una forma totalmente desinteresada, es por algo, muchas veces para ayudar a entender, da lo mismo que sea la esquizofrenia, que una proyección de temas culturales o las formas de resolver los dilemas humanos perennes sobre la reproducción de los cuerpos, las familias, los hogares o las granjas. El propio Seamus Heaney (1999) cuando habla de su ambicioso proyecto de traducir el «Beowulf»* recurre a una metáfora generativa basada en la relación de los vikingos con Inglaterra e Irlanda, distin guiendo entre el periodo que se conoce como los ataques vikingos y el que se denomina de asentamiento. El ataque es un excelente motivo para una traducción poética. El poeta puede atacar la poesía italiana o alemana y volver con una especie de «botín» llamado, por ejemplo, «imitaciones» de Homero o «imitaciones» de Virgilio. Alternativamen te, como hizo el propio Heaney en la traducción de Beowulf, el poeta puede aproximarse a la traducción como si se tratara de «asentarse», lo que significa entrar en la obra «haciéndola propia», apoderándose de ella para sus propios propósitos artísticos. Esta última perspectiva requiere más tiempo porque es necesaria la imaginación: uno cambia la obra y la obra le cambia a uno. De la misma manera se podría decir que hay una forma de «incur sión» y una de «asentamiento» a la hora de llevar a cabo una traducción antropológica, aunque tenemos garantizado el hecho de que en nuestra disciplina, ambas perspectivas pueden convertirse en las peores pesa dillas. Ninguna de las dos posturas tiene muchos adeptos en el mun do postcolonial en el que la mayoría seguimos trabajando. En nuestro vocabulario «incursión» fue lo que Margaret Mead hizo algunas veces, entrando en una cultura en busca de una idea o una práctica que pudie ra ser útil para las madres jóvenes de Boston o los adolescentes de Los Angeles. Otra forma de incursión es el tipo de investigación «rápida y sucia» que a veces hacemos con un objetivo concreto: evaluar un pro grama de prevención de SIDA en Bostwana o en cualquier otro lugar, de una agencia internacional o gubernamental, sobre la supervivencia * El legendario héroe de un poema inglés anónimo del siglo vin que vence a un monstruo y se convierte en rey, pero luego muere luchando contra un dragón (http:// www.wordreference.com). (N . de la T.)
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de los niños en el norte de Brasil. Rápida y sucia (una incursión si se quiere) pero necesaria y a veces valiosa por derecho propio. Y además están la etnografía y la observación participante, activi dades de asentamiento por excelencia. Entramos, nos acomodamos y tratamos de quedarnos el máximo tiempo que la gente sea capaz de tolerar nuestra presencia. Como «personas viajeras» que somos, esta mos a merced de los que nos recogen, igual que los que nos acogen están a nuestra merced a la hora de representarles, después de que vivir entre y con ellos se acabe. Los antropólogos somos una tribu nómada e inquieta, cazadores y recolectores de valores humanos, casi siempre motivados por nuestro propio sentido de estrañamiento en la sociedad y en la cultura que existencialmente nos expulsa. Yo me fui a la Irlanda rural en gran parte buscando mejores formas de vivir, y las encontré fundamentalmente entre algunos de los viejos con los que pasé la mayor parte de los días y largas noches de invierno en An Colchan, los mismos que quizá me predispusieron a desarrollar una visión abiertamente crí tica de la vida en el pueblo a mediados de 1970.
L A H U ID A D E L C O N E JO : LA PARTIDA
La fatídica visita de Martin fue el augurio del principio del final de mi vuelta a An Colchan. Al día siguiente empecé a sentir el peso de la cen sura social cerrándose, no en torno a mí personalmente, sino alrededor de los que me alojaban (en la expresión vernacular del pueblo, los que me habían «alimentado y sustentado») o los que me habían tomado bajo su protección. Cuando por ejemplo S. vino a desayunar conmigo la ma ñana siguiente, llegó en un estado de profunda agitación. No había dor mido bien la noche anterior: «Me despertó una pesadilla terrible», dijo. «Era una sensación horrible: mi casa era invadida por una fuerza oscura, un viento malintencionado o un invasor extraño». Y me miró a mí de una manera vacilante, como si buscara una explicación para su horrible sueño. Yo le respondí que las casas suelen ser símbolos del cuerpo, de uno mismo, y lo dejé ahí. Pero esa noche me tocó a mí despertarme por una visita fantasma, una criatura con capucha que con un dedo largo y delgado señalaba ha cia el mar por encima de mi cabeza. Igual que Scrooge*, me desperté fe liz de ser la de siempre por la mañana y resistí la necesidad de abrazar la madera del cabecero de la cama prometiendo: «Ya no soy la misma que *
El personaje de Cuento de Navidad de Charles Dickens. (N. de la T.)
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era», pero sabía que no era verdad en muchos aspectos fundamentales. Entonces cogí mi cuaderno de notas (que al final acabó por causarme problemas) y anoté algunos pensamientos entrecortados. Impresionada, terminé mis rondas diarias por el pueblo, pero ya con el corazón pesaroso y el paso incierto. Saludé con la mano a un solitario segador, el primero que había visto en varios días. N o me reco noció y paró para tomarse un descanso. Hablando de nada, le pregunté por qué se tomaba tanto trabajo en hacer pequeños montones de heno en vez de grandes almiares. «Porque el heno es mucho más delicado así y les gusta más a los animales», me respondió, y se tocó la gorra en señal de saludo cuando me fui. Después de la vista de Martin empecé a andar por las carreteras rurales con la cabeza gacha, y mirando de una forma que no supusiera automáticamente que la persona que me encontraba me tenía que responder, no fuera a ser que luego tuviera que lamentar lo. Y adopté la costumbre de anunciarme así ante las puertas abiertas de mis antiguos amigos y conocidos: «Es Crom Dubh, la falsa, que ha vuel to a An Colchan». De hecho empecé a sentirme muy parecida a Crom Dubh, la fuerza pagana que como un alter-ego del pueblo simbolizaba todo lo oscuro, lo escondido, lo secreto, lo gigante, lo enredado entre las zarzas del viejo cementerio; en definitiva, todo aquello a lo que uno debe resistirse. Mi presencia era un recuerdo diario de «la sal en la heri da», como dijo uno de los vecinos del pueblo, de todo lo que les hubiera gustado esconder, negar o dejar que permaneciera secreto. Sin embargo, la mayoría de los habitantes del pueblo no me evitaba. Muchos de ellos volvían a la costumbre de contarme dolorosas historias y me ponían al día de la vida de la gente del pueblo, de lo que había ocu rrido y de los cambios que había habido en la parroquia. Algunas veces parecía que algo les hacía hablar, en ocasiones por pura necesidad. Una tarde Kathleen, con un movimiento de cabeza, me dijo: «Tú eres como el psicoanalista del pueblo y nosotros los que estamos en el diván. Parece como si no pudiéramos parar de hablar». Y el hecho de que yo no fuera buscando secretos no significaba la más mínima diferencia, simplemente porque no había manera de escapar de ellos. Y como mi estancia en el pueblo no tenía otro objetivo que el de visitar a la gente, mi presencia se convirtió en un obstáculo, incluso para mí misma. En este mundo tan pequeño, las palabras eran tan peligrosas como las granadas o las balas, tanto para aquellos que las ofrecían como para los que las escuchaban. Una pareja anciana se arriesgó a pasear conmigo en público, co rriendo un riesgo social considerable. Según dijeron, era lo que debía hacer un cristiano, sin pensar en lo que otros podían pensar o decir. Aiden llegó a convertirse en mi camarada de combate y, después de una
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tarde que pasamos haciendo visitas de casa en casa juntos, me comentó cansinamente: «¡Ay! Es cansado este trabajo de campo». Cuando la si tuación se puso más espinosa le pedí al nuevo sacerdote de An Colchan que me ayudara a convocar una reunión en la parroquia para que pu diera disculparme en público, de manera general, por el dolor que hu biera podido causar a la comunidad, y para que los vecinos del pueblo pudieran expresar su ira colectiva. De esta forma esperaba, seguramente de manera ingenua, que podíamos limpiar la atmósfera y seguir hacia adelante. Le expliqué lo difícil que era hacer este trabajo de arrepenti miento y explicación casa por casa. El sacerdote no estaba seguro, sin embargo, y me preguntó: «¿Estarás dispuesta tú?, ¿estarán dispuestos ellos}, ¿no crees que supondría reclamar demasiada atención hacia una vieja herida?, ¿deberías pedir perdón?, ¿sería bueno que lo hicieras?». El buen padre me prometió reflexionar sobre ello con algunas personas de confianza de la parroquia y ponerse luego en contacto conmigo. «Pero ven a misa este domingo», me insistió. Cuando, días después, me dirigí a la fila de los que comulgaban, el padre M ., sosteniendo la hostia sa grada en alto y mirando a su alrededor, pronunció mi nombre en alto? muy alto en realidad, y me dijo: «Nancy, recibe el cuerpo y la sangre de Cristo». Pero después de la misa me comentó que celebrar una reunión en la parroquia iba a ser muy arriesgado y que debía seguir haciendo lo que hasta entonces: rondas de visitas a las casas, de la mejor manera que pudiera. Cuando volví andando a casa sola después de la misa me preguntaba cuánto tiempo más debía quedarme. La respuesta del pueblo llegó enseguida y me sacudió los oídos. Hubo señales de aviso unos días antes de que el problema se avecinara, en el pub: las conversaciones enmudecían de repente en el momento que yo entraba, de manera que les devolvía una sonrisa y giraba sobre mis talo nes para salir. Una tarde pasé por delante de algunos lugares que habían sido objeto de acoso por parte de los locales, incluyendo bombardeos de casas y coches; nunca hubo ningún herido en estos ataques, pero el daño a las propiedades era considerable y el mensaje que transmitían, suficientemente claro. La parroquia estaba controlada, en parte, por un grupo pequeño pero activo de nacionalistas locales que amenazaban e intimidaban. Entre la gente «indeseada» del pueblo estaban los propie tarios ingleses, los que se sospechaba que eran homosexuales, los que aparentemente se dedicaban al negocio de la droga, hombres gombeen (pequeños capitalistas locales que compraban viejas granjas), y yo, esa nueva especie de extraña y amiga, la antropóloga. M is amigos en la localidad estaban impresionados por la ola de rechazo, y sus lealtades se veían, lógicamente, divididas. La última tarde
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de mi estancia en An Colchan volví a mi B & B * llena de historias que contar. Había sido un buen día porque había conseguido tomar contac to con algunos queridos conocidos, y mi desfallecido espíritu estaba re puntando, pero en cuanto metí la cabeza en la cocina de B. para decirle que bajaría en unos minutos para tomar el té, se dio la vuelta y la vi con la cara enrojecida por algo más que la llama del fuego de la cocina. «Ten go muy malas noticias», me soltó. «¿Pasa algo malo en casa?», le pregun té con la garganta agarrotada. «¿Le pasó algo a Mitchel o a los niños?». «No, no, nada de eso. Pero, Nancy, tienes que marcharte ahora mismo, esta tarde. N o puedes ni comer aquí, no puedes volver a dormir aquí». «¿He hecho algo mal?», pregunté, «¿he ofendido a alguien en el pue blo hoy?». Estaba ya entrada la tarde, me sentía cansada, me dolían los pies y no tenía ningún medio de transporte a mi alcance. ¿Sería posible llamar a esta hora un taxi al pueblo de Tralee, tan lejos? «¿Te podría alojar alguien por esta noche?», me preguntó B. «Déjame pensar», le con testé estúpidamente, «mientras voy arriba a hacer el equipaje». En la pequeña habitación del ático me movía como si estuviera en un sueño, metiendo mis escasas pertenencias en la maleta que saqué de debajo de la cama. N o había comido desde la mañana, y me había saltado la cena la noche anterior, así que además de cansada, estaba hambrienta. Pero ¿dónde podía ir?, ¿quién podía estar a salvo de la amenaza que le habían hecho a B.?, y ¿qué le habrían dicho?, «¿saca a esa mujer de aquí antes de que alguien resulte herido?». Sentada en el borde de la estrecha cama, garabateaba en mi cuaderno pensamientos para aclarar mi cabeza, pero estaban tan revueltos que arranqué la página, la arru gué convirtiéndola en una pelota, y la tiré a la papelera. Fuera se estaba haciendo de noche. La casa más cercana en la que pensaba que podía quedarme estaba a más de una milla, pero caminé rápidamente hacia allí. Me recibieron de manera amable pero cautelosa, y mi nuevo amigo me hizo saber que, al final, la comunidad se había cerrado en lo que a mí concernía. «No es justo», dijo, «pero no te he dicho que no fuera a ocurrir. Ahora nadie debe ser visto contigo». Sin embargo, insistió amablemente en que me quedara esa noche e incluso una semana si quería. Se negaba a que le intimidaran, según dijo. «Bue no, entonces me voy a buscar mis maletas, pero sólo me quedaré hasta mañana por la mañana, y te pido perdón por ponerte en esta situación». «Se trata sólo de un libro», dijo, «y la gente de aquí te diría a ti aparte que les ha hecho pensar un par de cosas, por ejemplo, cómo criar y tra tar a los propios hijos», y se rió, «todas las madres jóvenes aquí se han *
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propuesto dar el pecho a sus bebés, y se pasan todo el tiempo abrazán dolos. A veces creo que es para demostrarte algo». Cuando volví a mi casa de «huéspedes» para recoger mis maletas, mi antiguo amigo y mentor en el pueblo estaba esperándome en el salón. «¿Dónde has estado? Estábamos preocupados. Hemos encontrado una solución», dijo desanimado, «Puedes pasar aquí la última noche, yo me encargo de que nadie eche la culpa a B., y a primera hora de la mañana volveré a buscarte. Estáte completamente preparada. Te llevaré hasta Limerick y desde allí puedes coger el autobús para Dublín. N o protestes, insisto. Por lo menos así iremos a despedirte hasta el próximo condado, y mientras podemos hablar». La mañana siguiente, cuando bajaba las escaleras con cuidado de no hacer ruido, un cuenco de té fuerte y un plato con tostadas me estaban esperando en la «habitación de los huéspedes». ¡Ah!, pensé, es la Lon na Bais, la costumbre de la última comida que se deja justo antes de que muera un viejo ser querido4. La familia de la casa se había reunido alre dedor de la larga mesa de la cocina para tomar el desayuno que comie ron en medio de un silencio casi monástico. Yo traté de quedarme tam bién callada en la habitación de al lado. Cuando me separé de B. para marcharme es cuando por fin ella me hizo afrontar mi crimen: «Todo ese tiempo que pasabas arriba en tu habitación, no estabas sólo leyendo, ¡estabas escribiendo! Has dejado un reguero de papeles en la papelera. La gente dice que estabas escribiendo. Te han visto garabateando en tu cuaderno fuera del pub en Branden». «No lo voy a negar», dije yo, «pero
4. De acuerdo con la tradición de West Kerry, se espera que los «viejos» sientan la llegada de la muerte, que generalmente suele estar representada en el dicho «La muerte no ha salido aún de Cork de camino para venir a buscarme», o «Me ha dado, he sentido el golpe en el corazón». Muchos viejos vecinos hablan con gran satisfacción del momento en que su madre o padre ancianos se metieron en la cama y mandaron a buscar al sacer dote diciendo: «H oy es mi último día», o «Seguro que no llego a la noche». Una manera más discreta de señalar que la muerte está próxima era pedir la última comida, cuando los viejos pedían el Lon na Bais, la «tía» Ana explicaba lo siguiente: «Una mañana, como dos semanas después de que yo volviera de América, me llamó mi padre a la cabecera de su cama y me pidió que le llevara un gran cuenco de té y dos rebanadas finas de pan recién hecho. ‘Padre’, dije yo, ‘debe estar equivocado. Nuestra gente no ha usado cuencos desde hace más de un siglo. Supongo que querrá decir una taza grande de te’ . ‘Es un cuenco lo que quiero’, replicó. Le ofrecí coñac para aliviarle el dolor, pero me paró y me dijo: ‘N o hija mía, no necesito ya eso, ya tomé suficiente cuando era niño. Hoy voy a ver a D ios’. Así que le llevé el té y la tostada, lo dejé al lado de su cama, pero nunca llegó a tocarlo. Se quedó sentado en la cama sonriendo y esperando con ansiedad. Murió aquella noche... ¿verdad que fue una muerte bonita? Era lo que los antiguos llamaban Lon na Bais, la comida de la muerte».
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¿es un pecado tan grave? Tenía necesidad de escribir sobre mi confusión y mi soledad». Después B. me dio un abrazo rápido y me dijo al oído: «Siento todo esto. Ignórales y sigue haciendo un buen trabajo». Después continuó el ritual de Lon na Bais, cuando mi mentor me acompañó a hacer la última ronda de visitas por el pueblo, regalándo me los ojos por última vez. Fue como una procesión fúnebre, me llevó en coche lentamente por todos los lugares queridos para mí. «Echa una última mirada», dijo, «aquí está tu Brandon Head, y allí tu lechería, o lo que queda de ella. Y ahí está tu escuela, en unas horas los niños se pon drán en fila para entrar. Y ahí está tu Pub de Peg, tu casa del sastre Dean, y tu casita de la viuda Bridge comida por las zarzas». Cuando llegamos a la última curva y pasamos el caserío de Ballydubh, cuando ya casi no se veía el pueblo, me obligó a darme la vuelta y apreciar la vista de las montañas y el mar. «Y aquí está tu An Colchan», dijo, «pero ahora lo mejor que puedes hacer es despedirte». Parece que al final estábamos hechos el uno para la otra, nos cono cíamos bien y nos entendíamos bien. Los dos más duros que los clavos, orgullosos y cabezotas. La impenitencia casa con lo inexorable. Así que de alguna forma, los vecinos tenían razón cuando decían: «No creemos que realmente estés pidiendo perdón». En su forma de ver las cosas, hu biera supuesto una renuncia a mí misma y a mi controvertida profesión, algo que no podía hacer. Escribí Saints desde una perspectiva concreta, en un momento de tiempo determinado, y siendo una antropólogaetnógrafa particular. El tiempo, como dicen, lo cura todo, no existe la ira eterna ni el amor eterno. Todo puede cambiar. El sentido de la proporción y el sentido del humor pueden acabar por restaurar el orgu llo herido. Y mientras tanto, como el sastre de Ballybran habría dicho «déjalo como está». Los próximos veinticinco años pueden pasar más rápidos que los veinticinco últimos. Y, si Dios quiere, tanto Crom Dubh como yo descubriremos un camino para volver a «nuestro» pueblo. R E F E R E N C IA S B IB LIO G R Á FIC A S
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NANCY SCHEPER-HUGHES
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«MI COLEGIO SIN MÍ»: DILEMAS EN LA DEFINICIÓN DE MI ROL COMO ETNÓGRAFA* C arm en O su n a N e v a d o Becaria MAEC-HECI Centro de Ciencias Humanas y Sociales Consejo Superior de Investigaciones Científicas
Este texto está inspirado en la charla que impartí en el curso «Cues tiones de ética en antropología». La finalidad de mi intervención era poner en evidencia los problemas éticos con los que me encontré al realizar trabajo de campo en un aula de bachillerato. Estos problemas, probablemente, no hubieran surgido en otro contexto —si mi elección de instituto hubiera sido otra— por lo que considero importante seña lar brevemente la finalidad principal de mi observación y de la elección del aula donde realicé mi investigación, en la que surgieron todos los dilemas que iré presentando más adelante. La investigación a la que me refiero está enmarcada en el proyecto «Estrategias de participación social y prevención del racismo en las escue las II»1. En un momento en el que términos como integración y racismo están totalmente vinculados a otros como inmigración, minorías étnicas y necesidades educativas especiales, pensé que sería interesante hacer ob servación en un aula donde los alumnos compartiesen —al menos apa rentemente— nacionalidad, estrato social y capacidades de aprendizaje, es decir, en un grupo «homogéneo». La idea era comprobar si en un aula «homogénea» —como la calificarían los profesores— el nivel de integra ción era completo y, por tanto, el desenvolvimiento de las clases y del proceso de enseñanza-aprendizaje, carente de escollos y posibles proble * Los problemas éticos aquí expuestos surgieron en el curso de una investigación cuyos resultados han sido publicados como «La diversidad negada. Factores de inclusión y exclusión en un aula de bachillerato», en Fernández Montes y Müllauer-Seichter (2009). 1. FFI2009-08762. Mi estudio estuvo más relacionado con el concepto de «inte gración».
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mas. Por otro lado, como el proyecto de investigación ya estaba avanzado cuando yo comencé mi trabajo, uno de los desafíos era conseguir, lo antes posible, un aula donde realizar mi trabajo de campo. De este modo, la elección vino determinada por una doble moti vación: 1. observar las dinámicas en un aula aparentemente «homogénea»; 2. comenzar cuanto antes con la observación. Teniendo en cuenta estos dos factores, me incliné por intentar hacer el trabajo de campo en el instituto donde yo estudié. En otras sesiones, había escuchado a mis compañeras hablar de lo difícil que puede resul tar conseguir permiso para realizar observación en un aula; pensé que las relaciones que mantenía con mi antiguo colegio podrían facilitarme a mí la tarea y darme un rápido acceso al trabajo de campo. No obstante, tal y como me recomendaron, elaboré un plan de trabajo para que las personas encargadas de darme permiso supieran exactamente qué quería hacer y durante cuánto tiempo. Lo cierto es que nunca reflexioné sobre las implicaciones que podía tener hacer etnografía en un contexto tan conocido, donde todo —menos los alumnos— sería familiar.
N E G O C IA C IÓ N D E L ESPA CIO PARA E L TR A BA JO D E C A M PO
Tener contactos clave a los que acudir —a la hora de comenzar la ne gociación para empezar con la observación— es siempre fundamental. Así, una vez realizado el plan de trabajo, decidí ponerme en contacto con una profesora que podía facilitarme la entrada al instituto. Se trata de una persona muy respetada en la institución, tanto por el profesorado como por los alumnos, y con la que yo siempre tuve muy buena relación. Sabía que si ella aprobaba mi proyecto, me ayudaría a que la direc tora y la jefa de estudios también lo hicieran. Así, me cité con ella en una cafetería y allí estuvimos toda una tarde charlando. Le conté las novedades de mi vida, me contó las de la suya y de ahí pasé a relatarle la intención de mi investigación y de desarrollarla en un aula del instituto; le pareció una propuesta interesante y se mostró dispuesta a ayudarme en la negociación. Por tanto, gracias a ella y a la relación de confianza establecida entre ambas, un camino que podría haber estado repleto de obstáculos, se convirtió en un cómodo sendero2. Habían pasado sólo dos días desde nuestro encuentro en la cafetería y ya tenía cita en el despa 2. Véase Del Olmo (2003) sobre el tema de la construcción de la confianza y su importancia en el trabajo de campo.
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cho de la directora para presentarle mi proyecto y pedirle permiso para comenzar con la observación. En aquel primer encuentro ya debería haber sido consciente de que mi rol de antigua alumna podría presentarme algún tipo de dilema, pero estaba tan centrada en conseguir mi objetivo que pasé por alto los detalles. La directora del instituto había sido, en su día, profesora mía. Le planteé mi idea de investigación y debo decir que aceptó de un modo un tanto condescendiente, como si su permiso viniese dado más por mi rol de antigua alumna (y el hecho de no tener argumentos convincentes para poder negarse) que por el interés que el proyecto podía suscitarle. Así que, a pesar de haber conseguido mi objetivo a la primera, no pude evitar sentirme un tanto incómoda por esta «cesión». Una vez que la directora me dio su permiso, pasé a hablar con la jefa de estudios que, contra todo pronóstico, me facilitó las hojas de matrí cula3 para que yo misma eligiera el curso donde quería hacer observa ción. Eso sí, sus recomendaciones iban dirigidas hacia las aulas donde podía encontrar mayor número de inmigrantes que, por supuesto, se rían «las más representativas e interesantes». Quizá sea necesario aclarar desde el principio que, a pesar de haber explicado ya mis intenciones, creo que nunca fueron del todo entendidas; el interés general — por parte del profesorado— por focalizar mi trabajo en clases con presencia de alumnos extranjeros, así como su incomprensión ante mi elección de aula, fue una constante durante mi estancia en el instituto. N ada más entregarme las hojas de matrícula, esperaron que hiciera una elección inmediata. Obviamente, una decisión rápida, en público y sin muchos criterios4 no es la ideal..., sin embargo, a veces las circuns tancias son las que mandan: debía elegir en ese preciso momento. Fue una conversación entre ellas (jefa de estudios y otras profesoras presen tes) la que facilitó mi elección; hablaban de la presencia en una de las aulas de un chico cuya nacionalidad no tenían clara y estaba siendo cen tro de un interesante debate cuyo objetivo era averiguar si había nacido en España o si era «inmigrante», por un lado, y, por otro, en caso de ser extranjero, determinar su nacionalidad, dado que su fisonomía podía
3. Algunas de mis compañeras, después de tiempo trabajando en una escuela, no han conseguido ver las «famosas» hojas. Podría afirmar que este hecho se debió, también, a mi rol de antigua alumna y, por tanto, a que me conocían de antemano. 4. Como ya he dicho, mi intención era hacer observación en un aula donde todos los alumnos fueran españoles, pero más allá de eso no tenía claro qué criterios seguir; nunca esperé que mi elección debiera ser inmediata.'
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ser atribuida a diferentes orígenes. Esa discusión despertó mi interés tan to como para decidir realizar fel trabajo de campo en dicha aula. Mi plan de trabajo contemplaba ir un día a la semana durante diez sesiones, así que restaba decidir qué día iría a hacer la observación. No se me ocurrió en ese momento ver qué profesores impartían las mate rias en el curso que había elegido, lo que resultó ser un error que me generaría problemas posteriores. Una vez decidido el día de observación participante, debía pedir permiso —uno por uno— a los profesores encargados de impartir las materias correspondientes. Sólo dos eran nuevos en la plantilla, el res to me había dado clase tanto a mí, como a mis hermanas y entre ellos se encontraba un profesor con el que tuve más de una experiencia desagradable durante mis años de estudiante en el instituto. Cuando me di cuenta pensé por un momento en cambiar el día de observación para evitar ese nuevo encuentro. Sin embargo, el día que había elegido resultaba ideal por ser el más completo en horario, así que me propuse lidiar con mis recuerdos y experiencias. Quizá no fue la mejor deci sión, puesto que, tal y como me comentarían más tarde algunas colegas, pudo interferir en mi percepción de lo que ocurría durante sus clases. En todo caso, nuestra visión como antropólogos nunca está exenta de la influencia de las experiencias acumuladas y el bagaje personal5; no considero, por tanto, que este incidente fuera más importante que otros en el transcurso de la investigación. Utilicé la sala de profesores para esperar al responsable de cada cla se y pedirle permiso para realizar mi trabajo. Debo decir que todos me escucharon, pero ninguno me pidió explicaciones; sin embargo, me gustaría llamar la atención sobre un comentario que se repitió con fre cuencia: «No has elegido un aula representativa». Aquel día, me fui del instituto con la sensación de que nadie tenía cla ro cuál era mi intención. Al término de mi observación, tuve exactamente la misma sensación. Este hecho fue la causa de un constante dilema ético, ya que una de las «obligaciones» más claras de un antropólogo es que las personas que participan en la investigación estén informadas y entiendan los objetivos de la misma6. Creo que nunca lo conseguí.
5. Tal y como lo expresan otros autores: «El punto de partida de la investigación cualitativa es el propio investigador: su preparación, experiencia, y opciones ético/políti cas» (Rodríguez, Gil y García, 1999: 65). Sobre esta temática se recomienda especialmente: Rabinow (1977) y Geertz (1989). 6. Véase «StatementsonEthics. Principiesof ProfessionalResponsibility» (AAA, 1986).
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Cuando llegó el momento de ir al instituto y comenzar con el trabajo de campo, al sonar el despertador, cruzó mi mente un pensamiento: ¿Por qué habré elegido bachillerato? Son muy mayores, me van a tomar el pelo, me voy a sentir ridicula... ¿Y si no voy?... Toda la seguridad que había mostrado en la elaboración de mi plan de trabajo, al negociar la entrada al instituto, la elección del aula... todo se vino abajo y, de pronto, sentí que no era capaz de volver a entrar en las aulas: sobre todo, por mi propio y nuevo rol y la inseguridad que éste me provocaba. Me asaltaba la pregunta: ¿cómo voy a entrar en un aula con antiguos profesores y chavales adolescentes, intentando pasar, al menos al principio, desapercibida?; ¿cómo voy a manejar el modo en que los alumnos — a los que no sentía tan lejos en edad— me trataran?; ¿y cómo me voy a sentir con antiguos profesores? Mi desánimo pasajero era tal que, conscientemente, llegué un poco tarde al colegio, cuando ya había empezado la primera clase, de manera que decidí no entrar hasta la segunda, y utilicé ese tiempo para preparar mi entrada y lidiar con la ansiedad que me producía el hecho de vol ver a estar en un contexto demasiado familiar, con la excepción de los alumnos. Cuando llegué al instituto me dirigí directamente al despacho de la jefa de estudios, porque consideraba importante —y ético— recordarle mi presencia. En un primer momento no me reconoció y tuve que volver a explicarle mis intenciones, socavando —todavía un poco más— mi desmejorado ánimo. Acto seguido pasé a la sala de profesores y, cuando me disponía a salir para encaminarme al aula, me encontré a una de las docentes. La charla con ella dio lugar a que, de nuevo, se hiciera tarde; cuando quise llegar al aula, la puerta estaba cerrada. Finalmente, decidí que cuanto más tiempo pasara sería peor y que no me convenía retrasar más el momento de la entrada. H asta este momento, he presentado mi experiencia de campo de manera lineal, como una lógica sucesión de acontecimientos. A partir de ahora, paso a ordenar el contenido de este artículo conforme a tres categorías o apartados, en los que se aglutinan anécdotas que ponen de manifiesto mis dificultades en este trabajo de campo. Dichas categorías están ligadas unas con otras, pero considero que, con esta estructura, es más sencilla la exposición y la comprensión de las ideas: 1) definición de mi propio rol; 2) relación con los profesores y; 3) relación con los alumnos.
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LA D E F IN IC IÓ N D E M I PR O PIO R O L
Al entrar en el aula, mi principal objetivo era que el profesor o profe sora de turno me cediera un hueco para presentarme ante los alumnos y explicarles, también a ellos, la finalidad de mi presencia en su clase. Pero como llegué tarde (y toda la responsabilidad fue mía) comencé mi observación sin que los alumnos tuvieran la más remota idea de qué hacía ahí y de quién era. Me dirigí al profesor que, sin prestarme mayor atención, me indicó que me sentara... el problema era ¿dónde? En un aula de instituto no suele haber mesas vacías; esta vez, afortunadamente, había una silla. Uno de los alumnos me indicó que podía sentarme a su lado (en esta silla que él utili zaba a modo de mesa auxiliar) así que, sintiendo el peso de casi treinta mi radas, me dirigí a la última fila y allí me quedé. Esta situación espacial que me había tocado en suerte, me pareció una bendición en ese momento: por lo menos no pueden darse la vuelta para mirarme7 —pensaba—. Pero, cuando todavía estaba saboreando mi suerte, el profesor me presentó: ésta es una antigua alumna del instituto que ha venido colaborando con un proyecto y os va a observar y tomar notas, así que ya podéis ser buenos. Esta frase fue totalmente desafortunada: tanto por lo que dijo como por cómo lo dijo. Dio la impresión de que era una inspectora que iba a fiscalizar su comportamiento y, de pronto, mi situación al final de la clase se convirtió en una desventaja puesto que podían sentirse vigilados por la espalda. El profesor de la siguiente hora tampoco me dio lugar para presentarme, por lo que llegó el recreo y los alumnos seguían sin saber cuál era mi función. Cuando sonó el timbre de fin de clase, el alumno que tenía al lado y con el que había intercambiado unas cuantas palabras me dijo: Profe, ahora hay recreo. Y como colofón, pude escuchar cómo un alumno de otra clase, al llegar al aula donde yo estaba, preguntaba: —