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Spanish; Castilian Pages 316 [323] Year 2012
Indice Introducción Parte 3 Esfuerzos y recompensas La desmesura laboral La cuestión del mérito Parte 4 Sociabilidades y familias Irritaciones relacionales Familia: modelos y fisuras El difícil espacio de la pareja Conclusión Notas Bibliografía Anexo. Lista de entrevistados
LOM PALABRA DE LA LENGUA YÁMANA QUE SIGNIFICA SOL
© LOM Ediciones Primera edición, 2012 ISBN: 978-956-00-0329-4 Diseño de portada: Catalina Marchant V. Diseño, Composición y Diagramación LOM Ediciones. Concha y Toro 23, Santiago Fono: (56-2) 2688 52 73 • Fax: (56-2) 2696 63 88 www.lom.cl [email protected]
Kathya Araujo / Danilo Martuccelli
Desafíos comunes Retrato de la sociedad chilena y sus individuos Tomo II Trabajo, sociabilidades y familias
Introducción
EL OBJETIVO DE ESTE LIBRO ES presentar los desafíos comunes que deben enfrentar los individuos en la sociedad chilena contemporánea y situar, simultáneamente, el proceso de individuación –el tipo de individualismo y la modalidad de individuo– que se produce en este enfrentamiento. Para ello nos apoyamos en una investigación empírica realizada, durante más de tres años, con un centenar de personas.1 Un trabajo gracias al cual aprehendemos las estructuras sociales a través de las situaciones individuales, proponiendo un retrato particular de la sociedad chilena y de sus individuos alrededor de nueve grandes pruebas. Definimos las pruebas como desafíos históricos y estructurales, socialmente producidos, culturalmente representados, desigualmente distribuidos, que los individuos están obligados a encarar, pero que no definen de antemano los modos en que serán enfrentadas: el trabajo de los individuos. La pluralidad de posiciones ocupadas, los recursos asequibles, las estrategias desarrolladas, las habilidades desplegadas y las particulares formas de articulación de ideales y experiencias que realiza cada cual dan cuenta de esta variabilidad. Variabilidad que, sin embargo, solo puede cobrar toda su significación de cara a los desafíos comunes respecto de los que se despliega. De este modo, y en un camino de ida y vuelta, el trabajo singular de los individuos conduce hacia las pruebas comunes, y las pruebas dan luz sobre el sentido colectivo del trabajo de los individuos. Por intermediación de las pruebas y su enfrentamiento, la singularidad se constituye en la vía hacia lo común. Por razones exclusivamente editoriales, las nueve pruebas han sido presentadas en dos volúmenes. Ambos conforman una unidad, y lo hacen porque la inteligencia global del proceso que estudiamos solo es posible a través de su lectura conjunta. Es ésta la que permite reconstruir el carácter específico de la sociedad chilena en un momento como el actual. Cierto, cada una de las pruebas aborda una faceta distinta, tiene lógicas relativamente
autónomas y aporta de manera disímil al proceso de individuación en curso. Cada una de las pruebas apela a una dimensión de nuestras experiencias sociales, resuena y da sentido a un ámbito de nuestra vida social aportando, esperamos, inteligibilidad, por lo que puede perfectamente sostenerse en una lectura independiente del conjunto. No obstante, es solo la mirada acomunada de estas pruebas, nos parece, la que permite alcanzar una imagen de la sociedad a escala de los individuos con el fin de describir las maneras cómo se habita lo social. Hacer esta salvedad es tanto más importante cuanto que el trabajo de edición efectuado puede prestarse a interpretaciones reductoras. Las pruebas presentadas en el tomo 1 no son, bajo ningún aspecto, más estructurales o macro-sociales que las que son analizadas en el tomo 2. Todas las pruebas son estructurales en el sentido que le damos a este término en nuestro trabajo: condicionamientos particularmente activos en los que se enmarcan las experiencias y trayectos sociales. En el tomo 1, presentamos ya cuatro pruebas. Las dos primeras delinean lo que caracterizamos como la condición histórica específica a la sociedad chilena. A diferencia de muchos otros trabajos que por lo general acentúan de manera unilateral, y casi exclusiva, la fuerza del neoliberalismo en el país, nuestra investigación, sin desconocer la radicalidad de este proceso, lo matiza en sus alcances y, sobre todo, lo articula con otro proceso igualmente significativo, a saber, una revolución democratizadora que se expresa como exigencia de horizontalidad en todas las relaciones sociales. La tensión que se instala entre ambos procesos se declina, bajo múltiples modalidades, en otros dominios. Es lo que observamos en las dos otras pruebas analizadas en el primer volumen, la prueba de las posiciones sociales y la de las temporalidades vitales, ambas acompañadas por desasosiegos plurales. Una, en términos de una inconsistencia posicional generalizada, la que complejiza todos los “lugares” sociales haciendo que nadie se sienta definitivamente “seguro” y al “abrigo”. La otra, en términos de un desequilibrio temporal estructural que hace que, muchas veces, los individuos se sientan presos y agobiados por el sentimiento de una falta constante de tiempo y, especialmente, por el sentimiento de una pérdida de control de sus capacidades de inversión temporal. Bajo su doble influjo, la vida social les parece a muchos chilenos, como lo vimos, a la vez incierta y amputada.
EN ESTE SEGUNDO VOLUMEN presentamos otras cinco pruebas. Ellas también revelan la tensión entre una revolución neoliberal incompleta y una revolución democratizadora inacabada, pero al mismo tiempo, y de manera muy importante, ellas muestran cómo los desafíos que estudiamos requieren para su aprehensión ser articulados con otras orientaciones sociales y culturales específicas de cada ámbito. Los dos primeros capítulos, presentados en la primera sección, se organizan alrededor de los esfuerzos y las recompensas. Es en estas dos pruebas, el trabajo y el mérito, en las que, tal vez con más fuerza que en otras, es particularmente patente la tensión entre las dos revoluciones. Como en pocos otros ámbitos es visible, en efecto, por un lado, la presencia activa de la lógica neoliberal y la desestabilización que induce a nivel de los individuos (flexibilidad laboral, generalización de la competencia, sinuosidad de las trayectorias, entre otras) y, por el otro, el de una lógica democratizadora que se afirma a través de un anhelo creciente, y particular, de justicia (reconocimiento del mérito, respeto, buen trato). En la siguiente sección, estudiamos a través de tres capítulos los desafíos específicos que se observan a nivel de las sociabilidades interpersonales y en las relaciones familiares. En el primer caso, la prueba con los otros se comprende desde el cúmulo de muy diversas e importantes irritaciones interactivas. Luego abordamos lo que es el principal ámbito institucional hoy en Chile: la familia, distinguiendo dentro de ella dos tipos de pruebas. Por un lado, aquella que se produce por el choque entre fuertes modelos estandarizados, y muchas veces jerarquizados, de roles (la Madre, el Padre, el Deber filial...) y un conjunto de anhelos más horizontales y de reconocimiento creciente de la singularidad personal. Por el otro, la prueba específica en la pareja y lo que aparece como el muy difícil espacio de la conyugalidad, un ámbito sometido, como se verá, a agudas tensiones imaginarias y experienciales. La conclusión general de este libro, por último, propondrá un análisis unitario y transversal del proceso de individuación y del tipo de individuo que en él se produce, uno en el cual subrayaremos, de manera comparativa y distintiva, y en función de los resultados presentados en cada una de las pruebas abordadas, sus principales rasgos. Al final de la travesía, solo nos quedará esperar que el lector comparta con nosotros algunos razonamientos, pero, sobre todo, que hayamos podido
contribuir a que se sienta mejor armado para comprender a la sociedad en la que vive. En todo caso, ése ha sido el objetivo último de nuestro ejercicio: la vocación de poner en pie una sociología para los individuos, una sociología que recogiendo las experiencias individuales condujera a una visión de conjunto de la sociedad; que desde una cartografía de los desafíos comunes diera luz a los trayectos individuales; que ofreciera una manera de comprender la trama histórica que da textura a las maneras en que se habita Chile hoy.
PARTE 3 Esfuerzos y recompensas
La desmesura laboral
Sostener que el trabajo es una de las pruebas societales más relevantes es una afirmación que no solo podría con facilidad aplicarse a otros momentos históricos, sino, también, a muchas otras sociedades en la actualidad. Uno de los rasgos mayores de la prueba laboral es su tendencia a presentarse en términos muchas veces comunes en sociedades extremadamente disímiles. El mainstream de la discusión sostiene, así, por ejemplo, que los cambios en el mundo del trabajo pueden asociarse con tres grandes fenómenos: la flexibilización laboral; la incorporación de una filosofía de la competencia vía, particular pero no únicamente, los principios de gestión; y el debilitamiento del trabajo como fuente de sentido tanto personal como colectivo. La flexibilidad y la filosofía de la competencia, como lo han argumentado varios estudios, serían de los principales pilares de la revolución de la gestión en el mundo del trabajo ((Boltanski y Chiapello, 1999; Durand, 2004; Ehrenberg, 1991; Le Goff, 1996). Los cambios en las organizaciones productivas habrían, sobre todo, engendrado nuevos mecanismos de control y dominación que, luego de un largo período de separación entre la ejecución y la concepción del trabajo, habrían dado paso a nuevos mecanismos de control, los que exigirían renovadas formas de implicación subjetiva del trabajador (Womack, Jones y Ross, 1992; Clot, 1995). Algunos, incluso, no han dudado en afirmar que se habrían consolidado formas inéditas de identificación psíquica entre los trabajadores y las empresas, entre el Súper-Yo personal y los ideales organizacionales (Aubert y Gaulejac, 1991). Por lo demás, ha sido puesto en evidencia un notorio debilitamiento de formas de identidad colectivas (retóricas políticas, tasas de sindicalización) o de proyectos colectivos susceptibles de trasmitirle al trabajo una fuerte función en lo que concierne al sentimiento de pertenencia social. Transformaciones que explicarían muchos de los malestares y ansiedades que los asalariados expresan en el ámbito laboral.
Resultaría imposible sostener que estos procesos no están presentes también en el caso de la sociedad chilena. No es nuestra intención hacerlo. Sin embargo, como nuestro material lo muestra, el carácter y cualidad de los mismos deben ser comprendidos en su singularidad en el encuentro con una realidad como la estudiada por nosotros. Se revela difícil asimilar lo esencial de las experiencias laborales en Chile con la realidad antes descrita. Para empezar, cualquiera que sea la fuerza del proceso de flexibilidad laboral en las últimas décadas, éste se inserta dentro de una realidad social en donde el empleo nunca fue –o solo lo fue para un número reducido de asalariados– un soporte estable. Por supuesto, el trabajo fue un mecanismo de integración social, y muchos de los derechos sociales se distribuyeron desde él, pero el empleo jamás otorgó a muchos asalariados las protecciones estatutarias que tuvieron los trabajadores en sociedades en donde el Estado-benefactor se desarrolló en el marco de verdaderos pactos fordistas, en donde se intercambió la protección del empleo (y un incremento regular de los salarios) contra un trabajo repetitivo y de ejecución. De allí que la flexibilidad laboral haya desestabilizado a los trabajadores de manera distinta a como ha sido el caso en las experiencias europeas o norteamericanas (Castel, 1995; Sennett, 2000). Esta desestabilización, como lo veremos, se insertó dentro de una experiencia histórica diferente. Una constatación similar puede efectuarse a propósito de la impronta efectiva de la filosofía de la competencia en el mundo laboral. Sin estar ausente, su presencia no puede, empero, en absoluto ser comparada con lo que se observa en otras realidades nacionales, en donde reina su omnipresencia a nivel de las retóricas del management (Martuccelli, 2006). En Chile, la cultura de la competencia no se inscribe con la misma fuerza sobre las experiencias laborales, en parte a causa de los escasos esfuerzos hechos por muchas empresas para incrementar la productividad o de los magros resultados de estos esfuerzos, pero, también, a causa de muchos estereotipos que aún subsisten en torno a los trabajadores.2 La búsqueda de la adhesión de los empleados a la lógica de la firma, sin ser inexistente, no es en absoluto una realidad masiva en el país,3 y muchos asalariados han evocado, por ejemplo, experiencias de subimplicación laboral, tanto en el sector público como en el privado. Por supuesto, el trabajo prescrito no coincide jamás con el trabajo real, como la sociología del trabajo lo muestra por doquier desde hace décadas (una distancia que, digámoslo de paso, es la
mejor prueba de la irreductible autonomía presente en toda actividad laboral) (Castoriadis, 1973). Pero, en el marco de nuestras entrevistas, no son solamente los sempiternos límites del control laboral los que se denuncian, sino la existencia de prácticas ordinarias y más o menos consentidas de “relajo” o de trasgresión normativa en el trabajo,4 prácticas que desafían la idea de una mano de obra sometida por doquier a una movilización permanente de su implicación subjetiva. Finalmente, una interpretación que pone el acento en el debilitamiento de la capacidad del trabajo para dar sentido a las vidas y trayectos, debe ser puesta en cuestión si atendemos a nuestros resultados. Más que un debilitamiento, a lo que se asiste en el caso chileno es a un doble movimiento. Por un lado, el paso desde una producción de sentido heterocentrada hacia una autorreferida, es decir, hacia una presión por la producción de sentidos que, siendo en última instancia colectivos, deben ser tramitados y concebidos como propios. Por el otro, a la pluralización de sentidos sobre el trabajo, sentidos cuyo rasgo principal es su carácter altamente subjetivo, o dicho de manera más clara, que no se producen en referencia a identidades profesionales consolidadas sino en el marco de la relación con uno mismo o en la producción de sí. Pero además de la inconveniencia de una aplicación directa de la flexibilidad, la competencia y la producción de sentido tal como han sido interpretadas para otras realidades, es necesario considerar que estas tres dimensiones no pueden por sí solas dar cuenta de la naturaleza específica de esta prueba en el país. Para aprehender esta realidad es preciso articular estos procesos con factores asociados con otras pruebas, como, por ejemplo, la inconsistencia posicional (de la que la flexibilidad laboral no es sino una de las fuentes) o la temporal (motor de la cual es el trabajo-sin-fin, consecuencia, entre otras, de la pregnancia que la lógica de la presencia tiene a nivel de los ambientes de trabajo). Es en esta encrucijada de determinaciones históricas y constelaciones estructurales actuales específicas a la sociedad chilena que esta prueba encuentra sus contornos. Entonces, ¿cuál es el carácter de la prueba laboral? Para decirlo en breve, en el caso de Chile la prueba laboral se caracteriza por enfrentar a los individuos a una experiencia constante de desmesura. La desmesura laboral refiere al carácter de las demandas estructuralmente determinadas de esta esfera, las que se expresan a nivel de los individuos en una generalizada
percepción de sobreexigencia y de presión, aparecen como un incesante empuje a la acción, y son vividas, con mucha frecuencia, como una transgresión a los límites propios. Una sobreexigencia que, más allá de los datos estadísticos, constituye el marco perceptivo principal a partir del cual las personas ordenan sus prioridades, organizan sus juicios, enmarcan sus decisiones… y entienden sus malestares. Las desmesuras de lo laboral aparecen, principalmente, en forma de sobrerrequerimientos temporales, relacionales, de toma de riesgos, de aguante a la inestabilidad y el cambio, y de producción de sentido. En menor medida, son vividas como tales la tolerancia a la frustración salarial así como, presente especialmente, aunque no únicamente, en los sectores populares, las sobredemandas físicocorporales. Más allá de las especificidades de cada una de estas dimensiones, el punto de convergencia de lo que supone la desmesura laboral se cristaliza en la exigencia a la que se ven enfrentados los individuos de producir respuestas altamente singulares a los desafíos comunes que se les presentan. La desmesura de lo laboral es vivida, en términos generales, como una imposición no negociable. Una coerción en el sentido más literal del término. La tarea más básica y primaria: la de ganar el sustento de sí y de la familia.5 En la medida que la desmesura laboral en sus consecuencias para la faz temporal así como los efectos de las sobreexigencias en términos de retos posicionales han sido trabajadas en el tomo 1,6 nos abocaremos aquí a otras dimensiones. En primer lugar, a los efectos del cambio, riesgo, inestabilidad y frustración salarial en los recorridos laborales, los que aparecen signados por la heterogeneidad diacrónica y sincrónica. En segundo lugar, al desafío relacional que constituyen las culturas laborales y, en particular, los ambientes de trabajo, signados, entre otros, por el conflicto y la irritación. En tercer lugar, a sus consecuencias problemáticas en lo que se refiere a los sentidos y valores que se otorgan al trabajo. Antes de empezar el desarrollo argumentativo parece prudente advertir que en este capítulo, tanto o más que en los precedentes, no se tratará en absoluto de hacer un inventario de las diversas experiencias laborales en función de los distintos sectores, calificaciones o status, sino que el objetivo principal es, aquí, perfilar las grandes modalidades comunes que la prueba laboral, y sus consecuencias en la constitución de individuos, toma en la sociedad chilena.
La centralidad multívoca de la pluriactividad La ley del trabajo que rige en Chile desde 1979 institucionalizó una fuerte liberalización de las relaciones de trabajo. Aun cuando desde 1990 varias reformas han sido introducidas en el Código Laboral de 1987, aspectos mayores de la antigua filosofía persisten, comenzando por la posibilidad activa de los empleadores de despedir trabajadores y siguiendo con la limitación de la negociación colectiva al ámbito de la empresa (lo que restringe considerablemente las negociaciones sectoriales en el país, participando, a su vez, en el quiebre de los colectivos de trabajo) (Dirección del Trabajo, 2009). Un proceso acentuado, por lo demás, tanto por el modelo de capitalización individual a nivel de las pensiones como por la capacidad de elección de los individuos respecto de su cobertura de salud. En breve: en el país se ha asistido a una fuerte individualización de las condiciones laborales. Tomás Moulian (1998b: 53) ha dado cuenta de esta tensión de manera certera al oponer la valorización creciente intrínseca del trabajo (la apreciación subjetiva que los trabajadores dan a su labor) contra su desvalorización extrínseca (o sea, la acentuación de fenómenos de flexibilización laboral y de primacía del capital sobre el trabajo). En rigor, puede hablarse de un cortocircuito entre dos secuencias. En el momento mismo en que el trabajo, como lo veremos al final de este capítulo, se dotaba de significaciones cada vez más autorreferidas, el trabajo fue expuesto a una serie de transformaciones legales y organizacionales que disminuyeron su rol en la integración social de los trabajadores. Para comprender las consecuencias de estos procesos sobre los trabajadores, es preciso enmarcarlos dentro de las transformaciones más generales que ha conocido el empleo en un país en donde el sector privado ha ganado importancia al mismo tiempo que decreció el empleo en el sector industrial. Un proceso que al terciarizar y desobrerizar el trabajo, ha acelerado el proceso de multiplicación (y de pérdida de organicidad) de los vínculos de dependencia laboral. Sin desaparecer, la relación asalariada que puede llamarse “tradicional”, aquella basada en un empleador, un vínculo de subordinación y dependencia relativamente estable, y en el marco de un contrato formal, tiende a disminuir en Chile (Wormald y Ruiz Tagle, 1999; Cowan y Micco, 2005), dando paso a formas más individualizadas de contrato laboral. El modelo que se puso en práctica en el país no solo
disminuyó las protecciones y reglamentaciones públicas, sino que acentuó la responsabilidad de cada trabajador en lo que respecta a su trayectoria laboral, su fondo de pensión y de salud, y, por supuesto, tendió a individualizar, a nivel de las empresas, los salarios (Ramos, 2009). De ahí la complejidad creciente de la frontera entre sectores o estatus de empleo.7 Por ejemplo, es difícil asociar muchos de los llamados trabajadores independientes a empresarios, e incluso a pequeños empresarios, puesto que en muchos casos solo se trata de trabajadores más o menos especializados que las firmas se niegan a contratar como asalariados con el fin de no encarecer sus costos. La consecuencia de estos cambios son tanto más importantes cuanto que, en el caso de Chile, la flexibilización en el trabajo no se expresa esencialmente ni por la expansión de un importante sector informal (uno de los más bajos de América Latina),8 ni por un alto desempleo, sino por un conjunto de diversos procesos de segmentación dentro del mismo sector formal, en el que se consolidan perfiles cada vez más heterogéneos de trabajadores (en términos de condiciones de trabajo y de protección) (Soto, 2008). Una experiencia de flexibilidad que no concierne únicamente a los trabajadores, sino que incluye, también, como lo muestra la prueba de la inconsistencia posicional, a los ejecutivos. Un proceso acentuado por la tendencia a facilitar la precarización del empleo, presente, sobre todo, en las grandes empresas, pero, también, en el sector de la subcontratación, desde los años noventa (Abramo, Montero y Reinecke, 1997). La flexibilidad laboral es, sin duda, uno de los aspectos mayores de la experiencia en el trabajo y se expresa de múltiples maneras: por un descenso tendencial de los trabajadores con contratos indefinidos (que en el 2006 representaban 70% de los trabajadores contra el 81,2% en 1998), por un incremento de la polivalencia en los puestos de trabajo, por una precarización de las condiciones de trabajo en muchos sectores (Soto, 2008: 21). Un contexto en el que solamente 27% de chilenos sentían que gracias al trabajo formaban parte de su sociedad (PNUD, 2002: 96). La realidad descrita tiene como efecto que la búsqueda de un trabajo “estable” y bien “remunerado” sea una de las principales expectativas declaradas por muchos trabajadores. Una expectativa que también se explica, y en buena medida, por la experiencia de inconsistencia posicional, y su carga de inseguridad e incertidumbre, y por la del trabajo-sin-fin y sus
efectos de sobrecarga y conflicto. Las dos condiciones que constituyen el centro de las expectativas, estabilidad y buena remuneración, no obstante, en muchas ocasiones aparecen de forma excluyente y exigen estrategias diversificadas o cambios secuenciales de las prioridades. Las trayectorias adquieren significaciones diversas. Para unos, cuando se transita hacia el trabajo independiente, se busca una alternativa a las condiciones del trabajo asalariado, una mejor armonía entre vida personal y laboral (en particular entre las mujeres) y mejores ingresos. Para otros, cuando se da el “regreso” al sector asalariado, es la búsqueda de una estabilidad, la que, por relativa que sea, aparece como un contrapunto a un quiebre, a un agotamiento por sobreexceso de trabajo o escasez de ingresos.9 La confluencia entre condiciones estructurales que flexibilizan y precarizan el trabajo, las exigencias de tener que sostener la propia posición social, las consecuencias del afianzamiento del trabajo-sin-fin como coerción admitida por el sentido común y sus efectos en otras esferas de la vida y malestar personal, diseña una particularidad mayor del trabajo en Chile: trayectorias que presentan un desplazamiento permanente. Más allá de su importancia estadística, la significación de estos tránsitos de ida y vuelta de los trabajadores entre empleos dependientes e independientes es una clave de comprensión extremadamente rica. El punto es importante y exige ser comprendido en toda su complejidad. Si muchos asalariados se ven obligados a transitar entre estos dos sectores, muchos otros escogen, como lo muestra el estudio de Eduardo Acuña, y como lo corroboran nuestras entrevistas, pasar de uno a otro (Acuña, 2008). Resultado: la existencia de una fuerte movilidad en el mercado de trabajo que se traduce por una baja proporción de trabajadores que se mantienen en empleos protegidos.10 En todo caso, al escuchar a los individuos narrar sus vidas laborales es muy difícil no tener el sentimiento de que muchos de ellos, como lo resume una mujer de sectores populares, “han trabajado en todo… En todo”. Lo que aparece es, entonces, una evidente heterogeneidad de recorridos laborales en tanto que norma diacrónica. Pero, para comprender este conjunto plural de trayectorias es preciso introducir algunas precisiones. PARA DAR CUENTA DE LOS RECORRIDOS laborales es preciso partir, entonces, de la realidad extendida de la pluriactividad. Pero, en este marco se requiere introducir dos grandes distinciones.11 En primer lugar, en estos
recorridos se afirma, muy nítidamente, una tendencia, en todos los grupos sociales pero con variantes significativas, hacia una pluriactividad secuencial. Esto es, los individuos ejercen de manera principal un solo empleo pero éste varía de manera sustancial a lo largo de sus vidas profesionales, ya sea que ejerciéndose un mismo oficio se cambie de empleador, ya sea que se cambie de tipo de empleo (con estatus de asalariado o de trabajador independiente). En el primer caso, la diversificación concierne el empleador que se tiene; en el otro, la diversificación se centra en la propia tarea profesional. En segundo lugar, muchos trabajadores efectúan al mismo tiempo distintas actividades laborales, ya sea que tengan diferentes empleadores dentro de un mismo oficio o que, y es una figura menos frecuente, posean simultáneamente diferentes empleos (aquí, también, asalariados o trabajo independiente). Una situación en la cual, por momentos, se ejerce un solo tipo de oficio (o que permanece como principal) mientras que en otros el trabajador efectúa, en un mismo período, trabajos diferentes. En el primer subcaso estamos frente a lo que podemos denominar una pluriactividad mono-oficio simultánea, mientras que en el segundo se diseña una pluriactividad multi-oficio simultánea. En los dos casos, la vida laboral de un trabajador se encuentra diseminada en un conjunto heterogéneo de actividades y empleadores. Estas realidades modifican en profundidad el sentido de lo que habitualmente se denomina la carrera. En verdad, la familiaridad expresiva de este término, sobre todo entre las capas medias, no debe llevar a desconocer un aspecto central de la experiencia laboral, a saber que muchos asalariados no desarrollan –nunca tuvieron–, en el sentido estricto del término, una “carrera”. En efecto, para que el término tenga sentido es preciso que el individuo tenga el sentimiento sino necesariamente de vivir un proceso activo de movilidad social ascendente, por lo menos de vivir una serie de promociones laborales y salariales continuas. O sea, la carrera es inseparable de la idea de etapas que deben y han sido franqueadas. En este sentido, la noción está vinculada con un modo de individuación que tuvo su principal expresión en lo que, en los años cincuenta, William H. White Jr. (1957) designó como el “hombre de la organización”. Gracias a su conformismo y a su lealtad con la empresa (privada o pública), el individuo recibía, en contrapartida, estabilidad laboral y progresivamente un conjunto
de recompensas. La lealtad y, sobre todo, la justeza en aplicar las reglas (característica primera de la burocracia), eran, así, la mejor garantía de una carrera, y ello tanto más que, salvo para ciertos puestos de responsabilidad, la mayor parte de los asalariados hacían “carrera” gracias a la antigüedad. El mundo de la mesocracia chilena en el sector público, fue sin lugar a dudas un buen ejemplo de este tipo de carreras (Martínez y Tironi, 1985; Barozet, 2006). Pero si bien no todos los trabajadores tuvieron, necesariamente, acceso a una carrera profesional (en el sentido estricto del término), lo que sí es necesario reconocer es que ésta fue durante décadas la norma ideal en el mundo del trabajo. En este sentido, como lo subrayó Enzo Faletto (2007: 62-63), el sector público no solamente ha sufrido cambios importantes, sino que su peso dentro del país se ha transformado en profundidad. Uno de los grandes cambios acontecidos en el país desde 1973 consistió, a sus ojos, en el ocaso del período mesocrático, o sea, el aligeramiento del peso que tuvieron las capas medias en el imaginario social del país en beneficio de grupos sociales altos. Un desplazamiento bien reflejado, si seguimos su interpretación, en el tránsito del imaginario del empleo público y de la carrera funcionaria, en tanto que norma de evaluación profesional, hacia nuevos modelos de referencia, menos dados a la continuidad y forjándose alrededor de empresas privadas que manejan no solamente otros valores sino también otras imágenes de las trayectorias laborales. El análisis es justo. Pero el ocaso del imaginario de la carrera funcionaria es un proceso lento, al punto que aún hoy en día es posible dar con variantes de él incluso en el sector privado, pero bajo otras coordenadas. Sin desaparecer del todo, esta lógica de la carrera ha conocido una transformación importante en las últimas décadas. El tránsito es tanto cualitativo como cuantitativo. Contra este modelo se han impuesto otras referencias: la lógica de los proyectos, el autoemprendimiento, la flexibilidad en las trayectorias, la centralidad del discurso de la “oportunidad”, a la vez como signo de la crisis de la lealtad hacia una sola empresa y manifestación de individuos que han sido responsabilizados de su recorrido profesional (Sisto y Fardella, 2008). Frente a este conjunto de cambios, la antigua lógica lineal de la carrera estalla en una profusión de diversas formas de pluriactividad. Lo que nuestro material revela es que a diferencia de lo que es habitual en
muchos otras realidades (por ejemplo la europea), en donde la monoactividad es la norma cultural (Mouriaux, 2006), en Chile, y cualquiera que sea el peso real de las representaciones ideales, lo que prima es una u otra forma de pluriactividad (secuencial o simultánea).12 Adicionalmente, él revela que esta experiencia está, como era de esperarse, especialmente presente entre los sectores populares. En nuestra muestra, si esta experiencia fue evocada por la totalidad de las mujeres de sectores populares entrevistadas y por casi tres cuartos de hombres del mismo estrato (70%), la experiencia fue “solamente” evocada por 40% de hombres y mujeres de las capas medias. Sin embargo, y esto resulta esencial, lo que se debe leer de estos resultados es que la experiencia, con rostros distintos, no solo es visible entre los trabajadores poco calificados y de bajos ingresos, sino también entre profesionales exitosos y de altas remuneraciones. La pluriactividad forma parte del horizonte normativo ordinario de los trabajadores. Este horizonte, cuya estela histórica no puede desconocerse, no conduce en Chile, o lo hace solo muy marginalmente, a un nuevo pacto entre empresas y asalariados (dada la escasa disposición a dar seguridad a los trabajadores o a aportar a su empleabilidad futura vía formación permanente). Por el contrario, como lo veremos, el recorrido profesional es sistemáticamente percibido como una responsabilidad individual. ¿De qué manera se rediseñan los recorridos laborales en este contexto? Tres grandes perfiles diacrónicos se diferencian claramente a partir de lo encontrado: (a) la neo-carrera, una adaptación de la trayectoria a los nuevos tiempos en la que se observa una relativamente fuerte articulación entre la identidad y el itinerario aunque la idea de progresión no esté necesariamente presente; (b) el trayecto intencionado, modalidad en que los individuos articulan una importante pluriactividad simultánea con una mantenida identidad laboral, lo que les transmite, si bien a posteriori, un sentimiento de avance o por lo menos de continuidad profesional. Los actores reconocen una orientación definida a pesar de la sinuosidad de sus recorridos laborales; (c) el recorrido inercial, caso en el que la aguda pluriactividad secuencial cuestiona la identidad profesional alterando, por lo general, la idea de progreso o continuidad profesional. Los actores tienen al trabajo per se como una inercia gravitacional en sus vidas más que como una actividad con direcciones definidas. En los casos más extremos, pero no frecuentes, deviene en lo que podría llamarse una deambulación, pues viven su
experiencia en el trabajo como un itinerario sin brújula. La neo-carrera La primera figura concierne a los individuos que, en términos generales, se definen desde una sola gran actividad profesional y que, a pesar de una primera fase de inestabilidad en el momento de ingreso en el mercado de trabajo, han logrado estabilizar sus trayectorias alrededor de un solo empleo. “Yo me empleé para hacer artesanía en un Hotel y me mandaron a limpiar la piscina, las tinas de los turistas”. Una experiencia corta puesto que en el año dos mil entró a trabajar a un Ministerio, empleo en el que, a pesar de ejercer con un contrato precario, se encontraba en el momento de la entrevista casi diez años después, Loreto (SP). Si hemos traído a colación este primer ejemplo es porque se trata de un perfil en parte contra-intuitivo respecto a lo que la carrera en su versión tradicional denota. Lo que nos interesa subrayar es el hecho de que, más allá de los estatus laborales, lo esencial en el momento de caracterizar este tipo de trayectorias profesionales es la articulación principal (o sea, sin menoscabo de la existencia ocasional de otras actividades o empleadores menores) de un oficio y de un empleador principal, y un afianzamiento recíproco de identidad profesional y un itinerario relativamente continuo. Lejos de la carrera tradicional entendida como un proceso activo de promociones laborales y salariales continuas, la neo-carrera se caracteriza porque la percepción de progreso estatutario no necesariamente está presente, aunque pueda estarlo. Sin embargo, aunque no haya promoción, en el sentido estricto del término, la continuidad temporal y el fortalecimiento identitario se unen en la neo-carrera alimentando una conciencia profesional unitaria. La historia de Cristóbal (SP) es ejemplar. Empezó desde muy joven a trabajar en una barraca. Luego lo hizo por tres años en un aeropuerto como bodeguero, después de lo cual se desempeñó por un breve período en una fábrica de golosinas. Cuando lo entrevistamos, llevaba trabajando 19 años como estafeta en una universidad, lo que se había convertido en “su” empleo. Otro caso es el de Myriam (SP), quien primero trabajó en un restaurante, “yo hacía de todo, hacía de todo, pero me gustaba más atender las mesas”. A los 23 años empieza como aparadora de calzado en donde efectuó lo esencial de sus casi treinta años de vida laboral. La continuidad
profesional e identitaria se revela claramente en el hecho de que durante algunos años, por dificultades económicas en su sector, tuvo que dedicarse a otra actividad (“y yo me fui a trabajar a hacer aseo”) pero teniendo en mente siempre volver al mundo del cuero y los zapatos. Por supuesto, una figura como la de la neo-carrera sigue encontrando en la función pública un terreno privilegiado de desarrollo, puesto que en este sector la permanencia en el empleo es aún de rigor para muchos. “Trabajo en labores administrativas y ya llevo 30 años en el mismo trabajo”, afirma Cristina (SP), funcionaria que trabaja para un instituto armado. Constataciones similares fueron hechas para el caso de otros profesionales en este sector, sobre todo aquellos que trabajan en la salud (médicos y paramédicos). También estas trayectorias son visibles en algunos asalariados de grandes firmas económicas del sector privado. El recorrido profesional está animado por una lógica de etapas y de ubicaciones, lo que lleva en el fondo muchas veces a una pluriactividad secuencial de hecho. Sin embargo, en la medida en que esta pluriactividad es vivida dentro de una misma empresa, por lo general solo es percibida como una evolución de carrera. Es el caso de Alejandro, ingeniero, por ejemplo, quien empezó su vida profesional en obras antes de ir derivando hacia la parte inmobiliaria y comercial, pero siempre en el marco de una misma firma, lo que permite inscribir esta transición dentro de un claro proyecto de carrera profesional. Las figuras que hemos evocado son evidentemente muy disímiles entre sí. Algunos han tenido una “carrera” en el sentido más fuerte y convencional del término, pues en ellas la identidad profesional está íntimamente entrelazada no solamente a un status, sino incluso a un empleador principal y a una progresión profesional. En otros, por el contrario, la carrera se ha desarrollado en un solo sector y, principalmente, con un solo empleador, pero sin conocer ninguna promoción importante –una experiencia frecuente en muchas pequeñas y medianas empresas–. Cierto, los primeros han tenido (o han podido tener) dentro de su empleo promociones (y por ende una “verdadera carrera”), mientras que los segundos solo han podido conocer, si lo hicieron, revalorizaciones salariales. Sin embargo, desde el punto de vista de la experiencia laboral, algo les es común: junto con trayectorias relativamente continuas poseen –o afirman poseer– una fuerte identidad profesional y un sentimiento más o menos constante de acumulación de experiencias.
El trayecto intencionado La figura que ahora abordamos se da, especialmente, entre los miembros de las capas medias. Experiencia ambigua: para algunos ella es un signo indiscutible de éxito social, mientras que en otros, a la inversa, puede estar expresando la necesidad imperiosa de una búsqueda suplementaria de ingresos. En efecto, entre algunos de los profesionales más “exitosos” que entrevistamos, la vida profesional está marcada por el hecho de desarrollar esencialmente un mismo oficio pero para varios empleadores simultáneos. Una experiencia que, superficialmente, es análoga entre aquellos que tienen varias “pegas” al mismo tiempo para poder llegar a fin de mes… Sin embargo, obviamente, la línea de separación está trazada (además de por los montos de los ingresos), por la capacidad de control que los unos y otros tienen de sus trayectorias. Vale la pena insistir, esta figura no solo concierne a la experiencia de los profesionales independientes que tienen, por definición, varios clientes, sino que se trata de una experiencia profesional marcada por una consecuente prestación simultánea (que no anula la secuencial) de servicios, desde una sola identidad profesional, a varios empleadores. La experiencia es especialmente frecuente entre los profesionales de capas medias que acumulan empleos en un mismo oficio. Es el caso de Constanza, abogada, que trabaja, ya sea como asalariada, ya sea como prestataria de servicios, secuencial o simultáneamente, “de procurador de oficinas, en un banco, en una empresa minera”, sin descuidar, claro, “sus negocios personales”. También la de un profesor, Rodolfo, el que, en una modalidad que no es infrecuente en el país, daba clases hasta en tres colegios distintos. Esta es una experiencia que, bajo otro registro, es similar para otra profesora, Carolina, que a sus 21 horas de clases en un colegio le añade un trabajo en una editorial y que incluso se las arregla para enseñar algunas horas en dos universidades. Pero está también el caso de Sergio, psicólogo, quien además de su trabajo de consulta, el cual, manifiesta, tiene un peso decisivo dentro de su identidad profesional, se ve forzado por razones económicas a tener “otros dos trabajos”, sumando a su actividad el dictado de ciertas horas de clase en una universidad con algunos trabajos más o menos eventuales de consultoría. Es necesario subrayar que esta figura no es equivalente a la primera, la neo-carrera. Si desde un punto de vista identitario la semejanza puede ser
grande, puesto que tanto unos como otros se perciben realizando o teniendo un oficio sino único por lo menos principal, esta similitud esconde una profunda diferencia. El primer caso reenvía, incluso dentro del marco de una creciente inestabilidad estatutaria, al modelo de un recorrido profesional marcado por una lógica de fortalecimiento recíproco de la identidad profesional y un itinerario más o menos continuo que alimenta un sentimiento particular de progresión. El caso del trayecto intencionado es diferente. Los individuos poseen una imagen intrínsecamente móvil de sus itinerarios profesionales. La identidad profesional, por lo general definida, se articula al itinerario solo retroactivamente. La movilidad no les impide percibirse como los actores de un trayecto con una orientación precisa, pero esta percepción se da solo a posteriori (o mirando hacia atrás). En estos casos, el itinerario se produce dentro de un horizonte en el cual la progresión profesional no está necesariamente ausente, lo que sí se desdibuja es la idea de una carrera lineal, con un solo empleador, y por medio de peldaños claramente establecidos. El recorrido inercial En esta tercera figura la experiencia de la pluriactividad secuencial no solamente es aguda, sino que, por sobre todo, su realidad termina por conspirar contra la existencia de una identidad profesional en el sentido fuerte del término. Durante su recorrido laboral, el individuo ve disiparse progresivamente la identidad que se asoció, por ejemplo, con su formación universitaria o técnica,13 ya sea porque el oficio correspondiente solo es ejercido de manera intermitente o porque su realidad se disuelve en una serie desagregada de actividades laborales heterogéneas. Aquí, el individuo es un trabajador “puro”. Lo que lo constituye es la actividad genérica del trabajo en tanto tal. Hay que trabajar. Una experiencia que sin limitarse a esta figura, se da claramente entre quienes están sometidos, como Portes y Hoffman (2007) lo señalan, al emprendimiento forzado. En algunos, exclusivamente entre los miembros de las sectores populares, esta realidad se descubre desde la infancia: “Yo desde muy niña empecé a trabajar en una fábrica, era menor de edad, pero igual tenía que trabajar, mi mamá estaba separada de mi papá y éramos dos hermanos” Nora (SP). La realidad del imperativo del trabajo pasa por encima de toda realización identitaria, lo que en el caso de la mujer que venimos de citar
marca en profundidad toda su trayectoria laboral. Un testimonio al cual hacen eco muchos otros, de manera masiva entre las mujeres de sectores populares, como el de Bernardita (SP), quien se desempeñó en una fábrica como “singerista”, pero que luego conoció múltiples empleos: “yo trabajé hasta de nana”, “hice aseo”, “trabajé en el Persa, en un banco también”. En el fondo, la continuidad en el relato está dada por el hecho de estar siempre trabajando. Lo que se afirma a través de estos recorridos, y a pesar del desdibujamiento de la identidad profesional, es la voluntad de “avanzar”, solo que este avanzar significa cómo mejorar sus ingresos económicos y, en algunos, conocer formas posibles de movilidad social.14 Fabiola, una mujer de capas medias, expresa con nitidez esta figura. Durante todo su testimonio lo que primó es la experiencia “pura” del trabajo. El trabajo “era muy importante en mi vida, pa’ mí, yo hallaba que la vida estaba afuera, que el trabajo era mi ámbito más importante”. Su vida profesional está caracterizada por una sucesión de distintos empleos. Diseñadora gráfica, productora de cine, socia de una compañía de eventos, entre otros. Pasó del trabajo asalariado al independiente y también se movió en la dirección inversa. En su relato ninguna actividad laboral se afirma como hegemónica: es el trabajo –la “pega”– lo que es sistemáticamente afirmado: “Mi profesión era trabajar”. Precisa: “Trabajar… ¿en qué? Me da lo mismo, o sea, un poco lo mismo…” Una pasión por el trabajo que nunca puso en cuestión, a pesar de un costo personal real, puesto que cuando llegaba a casa a las 7 de la noche le embargaba “de verdad una culpa atroz” con respecto a sus hijos.15 La pasión por el trabajo en sí y para sí que expresa esta mujer, por contundente que sea, no deja de ser una experiencia frecuente. Salvo que no todos logran hacer de la “pura” pega, con tanto ahínco, el eje de una experiencia laboral multifacética, es decir, concebirla como una expresión personal. Para muchos, ella aparece, más bien, como una imposición azarosa o contingente. Sus vidas son el teatro de una sucesión de cambios de empleos. En cualquiera de los casos, lo que prima es la disolución del sentimiento de “tener” un oficio. Se “hace” un trabajo. Testimonios de este tipo fueron muy numerosos entre nuestros entrevistados. En muchos, lo que se impone es el sentimiento de una trayectoria no estandarizada. Una experiencia, por lo demás, frecuente en los recorridos laborales femeninos
marcados por una mayor discontinuidad debido a los retiros del mercado de trabajo para atender las labores especialmente de crianza.16 Si el fenómeno desborda a esta sola figura, es en este grupo de actores que se acentúa lo que ciertos estudios no han dudado en denominar como trayectorias autocentradas (Mauro, Godoy y Guzmán, 2001), o sea experiencias laborales en las que lo importante es “la centralidad referida a la acción de trabajar en sí, más que al vínculo con un empleo o con una empresa en particular” (Díaz, Godoy y Stecher, 2006: 33). La identidad se subordina a la trayectoria, y la trayectoria a la acción genérica de trabajar. Pero existe una versión más radical de esta figura: las trayectorias de deambulación. Lo que los relatos permiten entrever en estos casos, más bien minoritarios, es un sentimiento de desgobierno del recorrido laboral. Por cierto, no todos viven esta experiencia bajo la forma extrema de una pura deambulación sin objetivo. Sin embargo, en todos, el sentimiento de agitación comanda la descripción de las actividades laborales ejercidas, sea que esto se traduzca o no por una sensación generalizada de descontrol. Este es el caso de la sucesión de empleos evocados por Verónica (SP). El recorrido es tan plural que aparece incluso como inmanejable. Trabajó en un servicio de salud pública, pero dados los bajos salarios, se fue a una empresa privada (decisión de la que se arrepintió). Pasó entonces a prestar servicios en la oficina de una ONG extranjera. Continuó su vida laboral en una empresa de servicios financieros y posteriormente en una empresa telefónica. Entre uno y otro empleo se las arregló para trabajar como ama de llaves de “un millonario”. Cuando dejó ese trabajo, se enroló como vendedora de seguros, pero de manera eventual. Crea posteriormente una microempresa con apoyo de un programa estatal pero debido a un incidente en el que pierde la infraestructura debió reconvertirse temporalmente en vendedora ambulante. En el momento de la entrevista tenía nuevamente una microempresa, ahora colectiva… Experiencia particularmente nutrida de idas y venidas, se trata de una trayectoria que refleja otras. En esta versión del itinerario inercial no se logra constituir una narrativa de trayecto, esto es, darles una línea de articulación a las diferentes actividades laborales. Sus vidas, incluso cuando logran deslizar la afirmación de capacidades personales, están invadidas por un sentimiento permanente de urgencia o de necesidad. Muchas veces una mezcla de ambos. La contingencia narrativa, o sea, la impresión de una sucesión no necesaria de
empleos, aun cuando no sea una exclusividad de este tipo de actores, toma aquí su plena significación. Sobre todo, y a diferencia de otros relatos biográficos bifurcados, los que tienden a subrayar un momento de ruptura, lo que permite justamente darle un sentido a un recorrido (Bessin, Bidart y Grossetti, 2010), la deambulación y su contingencia aparecen como imposibles de erradicar. Lo que prima es el movimiento. El recorrido profesional está antes que cualquier otra cosa marcado por una movilidad sin pautas. EL CONTRASTE ES RELEVANTE ENTRE las figuras evocadas. Los individuos de la neo-carrera, evidencian trayectorias más continuas, menos tocadas por la pluriactividad, y concurrentes con el mantenimiento de sus identidades profesionales, en las que, sin embargo, la progresión tradicional no aparece como rasgo indispensable, aunque sí la percepción de una acumulación más o menos organizada de experiencias. Los individuos de los trayectos intencionados revelan decursos fuertemente tocados por la pluriactividad simultánea y, por lo tanto, escasamente lineales, pero asociados con una relativamente afirmada definición de identidad profesional y con un sentimiento de progresión aunque conseguido solo retrospectivamente. Los trayectos inerciales, por su parte, comprenden recorridos con una acentuada pluriactividad secuencial, que termina por debilitar identidades profesionales sin, no obstante, anular necesariamente las aspiraciones de progresión, las que son medidas esencialmente en términos de “pago”. En su versión más radical, asociada a la deambulación, el relato no se inscribe en ningún modelo seriado de recorrido de vida. A pesar de estas diferencias, las diversas figuras revelan un aspecto común. El elemento transversal en estas trayectorias, aun en aquellas del perfil de la neo-carrera, pero por cierto aquí de manera menos acentuada, es el sentimiento de desborde por las elevadas exigencias que estas trayectorias revelan en términos energéticos y psíquicos, de exposición a la inestabilidad, al riesgo, a la precariedad. En breve, estos itinerarios son expresivos de las sobreexigencias que dan carne a la desmesura laboral, efecto estructural que se les presenta como desafío corriente y cotidiano. Como toda sociedad bajo la impronta del capitalismo, la sociedad chilena está orientada económicamente, por un lado, hacia la producción de beneficios y, por el otro, por un conjunto de mecanismos que hace que los
individuos, en tanto que trabajadores libres, deban asegurar por sí mismos su subsistencia –y la de sus familias– en el mercado del trabajo. Resulta imposible desconocer la importancia de esta realidad, en un país en donde el sentimiento de tener que vivir estructuralmente con ingresos insuficientes forma parte del horizonte de un gran número de individuos.17 Esta realidad de base, propia del mundo capitalista moderno, se dio en América Latina, como los debates sobre la sociedad dual lo indicaron, en medio de importantes tensiones estructurales entre un sector urbano, “moderno”, y un sector rural, “tradicional”; más tarde, entre tipos de empleo. Es en esta filiación como deben comprenderse los cambios introducidos. Esto es, una región en la cual la actividad económica independiente o el sector informal definieron históricamente menos un universo paralelo al trabajo asalariado o al sector formal, y más un conjunto de situaciones extremadamente diversas de articulación con él. Situaciones que alimentaron, ayer como hoy, una familia amplia de recorridos laborales. Incluso bajo modalidades distintas, ya sea que se trabaje en el sector moderno, formal o informal, la experiencia profesional está sometida a recorridos laborales zigzagueantes o, en todo caso, a una pluriactividad, secuencial o simultánea, que al obligar a los individuos a tener diferentes ocupaciones durante su vida laboral, imprime una percepción de desborde: una situación incoercible a la que hay que poderse acomodar. Ello disminuye inevitablemente el rol del tipo de trabajo, profesión u oficio, como componente hegemónico de la dimensión identitaria.18 En este sentido, y en este marco, los roles y, sobre todo, las identidades profesionales son en Chile, como en otros países latinoamericanos, menos unívocos que en muchas otras sociedades. La pluriactividad, una práctica común sobre todo en los sectores populares pero también entre las capas medias, hace que a lo largo de su vida un actor tenga una pluralidad de oficios (o simplemente trabajos) y, por ende, una multiplicidad virtual de identidades (no es raro, por ejemplo, como lo hemos señalado, que un trabajador formal conozca períodos de trabajo informal, o que un asalariado complete su remuneración realizando una segunda actividad laboral fuera de su empleo principal). En un universo de este tipo, los ingresos que se obtienen a través de distintas actividades mercantilizadas son muchas veces más importantes a la hora de definir la autopercepción del actor que la identidad profesional o sus certificaciones educativas.
Si recogemos lo hasta aquí expuesto, no es difícil sostener que la desmesura laboral radica también en el hecho que exige respuestas extremadamente individuales y singularizadas. Pero leer la situación contemporánea en Chile en términos de una individualización de trayectorias laborales, estableciendo, así, un parangón con las experiencias del Norte es una interpretación inexacta. Es, sin duda, más justo leer este proceso en su profunda continuidad histórica, insertándolo en la tradicional heterogeneidad y segmentación del mercado de trabajo en la región, una filiación que permite comprender por qué esta situación, por ansiógena que sea, no se traduce por una corrosión generalizada del carácter (Sennett, 2000) o por la aparición de individuos deficitarios (Castel y Haroche, 2003). Por supuesto, esta interpretación no reside en un dudoso culturalismo, sino en el hecho de que esta experiencia se inserta dentro de una realidad social estructural más amplia que hace que los individuos se produzcan con otros insumos distintos a los institucionales. Una experiencia en la que, como lo hemos visto, la presencia de la inconsistencia posicional y de la pluralidad de sus fuentes hace que, cualquiera que sea la importancia que debe otorgársele a la flexibilidad laboral en este proceso, no se pueda descuidar hasta qué punto ésta debe entenderse en una filiación histórica distinta. Los ambientes de trabajo: notas para una sociología del “chaqueteo” Los efectos estructurales a nivel de las experiencias laborales no solo están asociados a la diversificación de los recorridos profesionales, ellos también están vinculados con ambientes de trabajo signados por el aumento de tensión y conflictividad relacional, los que plantean elevadas exigencias a los individuos. Aunque esta conflictividad relacional es, como es esperable, discernible en los relatos sobre las relaciones verticales, entre jefes y empleados, en el modo del abuso principalmente, lo que se revela especialmente importante es que ella aparece de manera destacada a nivel de las relaciones horizontales, entre colegas. La magnitud de la percepción de exigencia relacional a este último nivel y los malestares que engendra son probablemente una de las características más salientes de la prueba laboral en el país. Una exigencia relacional desmesurada asociada a una práctica reconocida y nombrada masivamente: el “chaqueteo”.19 Sus proporciones obligan a darle un lugar destacado en nuestros análisis, puesto que el fortalecimiento de la cultura del chaqueteo en los ambientes de trabajo hace
que éste no sea un ámbito satisfactorio de autorrealización personal como, tampoco, de sociabilidad. Lo anterior implica que muchas de las exigencias desmesuradas que los individuos perciben en el mundo laboral se expresen en términos antes que nada morales.20 Las exigencias relacionales desmesuradas se entienden a partir de dos aspectos, principalmente. El primer aspecto, por supuesto, aunque nuestro material no alcance para dar cuenta a cabalidad de esta dimensión, es el rol activo que ciertos factores estructurales tienen en la degradación de los ambientes laborales. Por ejemplo, la externalización del empleo, un recurso muy utilizado, que, al propiciar una multiplicación de estatus dentro de la empresa, participa del deterioro de los ambientes de trabajo. Un fenómeno que está lejos de ser anecdótico: según ciertos estudios, hasta un 35% de los empleos de la economía chilena serían del tipo dependiente externalizado (Echeverría, 2006). Una de las consecuencias de este modo de flexibilidad es la consolidación de una serie de tensiones entre los trabajadores en el interior de una misma empresa, en función de la diversidad de los contratos de empleo. Para unos, los trabajadores de planta, los subcontratados son de estatus inferior, oportunistas y amenazantes para el propio estatus; para los subcontratados, a la inversa, el trabajador de planta es un acomodado, un arribista, y, por lo demás, viejo, obsoleto y privilegiado (Abarzúa, 2008: 83). El segundo aspecto es la generalización de la filosofía de la competencia económica y sus efectos, punto en el que nos detendremos antes de entrar propiamente en la discusión de las prácticas del chaqueteo. La competencia: filosofía y experiencia Una de las grandes rupturas producidas por el modelo económico impuesto en 1973 y reformado desde 1990, es la imposición de una cultura económica basada en la generalización de la competencia (Dardot y Laval, 2009). Verdadero pilar del neoliberalismo, la competencia se ha convertido en un discurso hegemónico en muchas instituciones en tanto capaz, por mediación de su uso retórico, de estimular prácticas que, en nombre de coerciones inexorables, dictadas desde el exterior, promovieron una profunda transformación de las relaciones sociales. Un proceso que no es ajeno a la aparición de nuevos equilibrios entre sectores económicos: sucesión de fases de desindustrialización, orientación de la inversión hacia sectores exportadores, terciarización de la economía, consolidación de
grupos económicos –bajo nuevas modalidades de asociación entre capitales nacionales y extranjeros– que articulan actividades industriales con actividades financieras, comerciales, agrícolas… Un proceso que rehabilitó la propiedad privada y los beneficios económicos, considerados como los motores del desarrollo económico, porque siendo garantes de la competitividad, parte significativa de la acción estatal debería orientarse hacia ellos (Faletto, 2007). Una descripción, la que hacemos, profusamente repetida en las lecturas de la realidad nacional. Pero, lo que aquí interesa es, ¿cuáles son las consecuencias que se han producido en las experiencias de trabajo tras la aclimatación local del discurso de la competencia? Como lo hemos adelantado, y si dejamos de lado ciertos sectores de actividad, globalmente no es bajo esta modalidad (la necesaria implicación subjetiva del trabajador) como debe entenderse el reto planteado por la generalización del discurso de la competencia. En otros términos, esta filosofía no produce, en general, adhesión y, por lo tanto, no se constituye en el sustrato de la implicación laboral de los individuos. Ciertamente, la filosofía de la competencia, desde la perspectiva de la eficiencia, se infiltra en ciertos juicios asertivos que conducen, por ejemplo, a valorar el sector privado por sobre el sector público, porque en el primero “hay más competencia”, lo cual generaría mejores –en todo caso más eficaces– rendimientos laborales. No obstante, y esto es decidor, pocos testimonios basados en las experiencias personales corroboraron este enunciado. Subrayemos por ello el relato de Esteban (CM), quien adhiere sin reservas a esta visión. Trabajando en una universidad privada habla de un espíritu común, “en el sector público eso es menos factible, por una razón, porque no hay proyecto común, no hay que salir a competir. Cuando tú estás en la Chile, que es una universidad grande, que es la Chile, ¿qué cosa común hay con 20 mil personas? En cambio acá, hay un objetivo común, hay que ser mejor, yo te diría que es eso, hay más equipo”. Sin embargo, esta visión está muy lejos de ser hegemónica en los discursos de los actores. En la mayoría de los casos, por el contrario, esta competencia es criticada, como lo hace Sergio (CM), para dar un ejemplo del mismo sector, quien se queja de la mercantilización y de la infantilización que la cultura de la competencia empresarial ha traído al ámbito de las universidades. La filosofía de la competencia y sus límites
A pesar de la fuerza de la presencia discursiva de esta filosofía a nivel de las instituciones, muchas de las personas entrevistadas nos relataron actitudes de pereza o relajo moral en el trabajo –colegas que piden permiso para retirarse temprano o no van al trabajo, como cuenta Daniela (SP)–. No es algo meramente anecdótico. Curiosamente, el mundo del trabajo, que es uno de los ámbitos sociales más regulados por la legislación y que, en principio, se piensa que está únicamente enmarcado por la preocupación exclusiva de la competencia y la eficacia, nos fue ampliamente descrito por medio de una serie de transgresiones personales. Este último aspecto debe ser subrayado, puesto que se trata, sin lugar a dudas, de una estrategia de presentación de sí mismos. Hacer alarde de viveza en el mundo laboral fue manifiestamente legítimo a ojos de muchos de nuestros entrevistados. Los relatos incorporaron testimonios de las habilidades de “pillo” que se aprenden haciendo el oficio de gasfitero, Alfredo (SP) o las prácticas de ejercicio profesional sin contar con la autorización legal aún, como una profesional de la salud lo hizo en su juventud, Beatriz (CM); de la evasión de impuestos como cuando “mis mismos jefes por tantas cositas de repente no dan factura y deberían darla, pero no la dan, y entonces ya estamos evadiendo impuestos”, Francisco (SP), o, como Aldo, mecánico automotriz, que reconoce “que estoy con impuestos hace muy poco tiempo, siempre trabajé a la mala, como se dice” y que pasa, acto seguido, a detallarnos ciertas prácticas… como comprar un repuesto al por mayor, con mejor precio, y facturárselo caro al cliente, antes de confesar entre risas: “Yo soy honesto… hasta que me pillen, ese es un buen dicho, todos somos honestos hasta que nos pillan, cuando nos pillan ya no somos honestos, hay que tratar que nunca nos pillen”. El mundo del trabajo, sin que se cuestione el esfuerzo que implica, se describe, entonces, como un universo en el que “de repente hay que hacer una triquiñuela (…) de repente no hay que ser tan honesto, y ser un poco malo”, Cristóbal (SP). Estas realidades alimentan incluso una lectura moral o consuetudinaria en el mundo laboral. Muchos gerentes se quejaron de asalariados que tienden a “sacar la vuelta”, Alejandro (CM) y otros, incluso, asociaron actitudes de este tipo con una representación –prejuicio– cultural: “Somos flojos, somos flojos, o sea si se puede no trabajar no se trabaja… O sea, ojalá no se note pero no se trabaja no más, así de simple. No existe la
cultura, la satisfacción de hacer bien el trabajo, y eso es un problema que viene de los españoles”, Gabriel (CM).21 Evidentemente, el relato de una experiencia de este tipo cambia de tonalidad cuando es enunciado por los asalariados. Evocando su trabajo en aseo, y las consecuencias de éste sobre su salud, Myriam (SP) cuenta que habiéndose “perjudicado” la columna” se las ingeniaba para tratar de desviar el control: “Porque había una persona que me estaba vigilando, entonces cuando ya era tanto el dolor, yo también tenía mis trucos, limpiaba así el pañito y empezaba a pasar a las escaleras pa’ descansar un poco y después le decía a la señora, ‘sabe que no puedo, de verdad que no puedo’”. Sin embargo, el que no se adhiera a esta filosofía no impide que la competencia generalizada aparezca una y otra vez en los testimonios, como característica principal de sus experiencias laborales. “Yo le diría que es una pelea constante, hay una competencia que no es tan leal, que hay que ganar, que hay que ganar, hay que insistir, hay que ser un poco patudo, no creerle a todo el mundo” Blanca (CM). Un relato similar es expresado por Mónica (CM), quien evoca un mundo laboral donde cuesta hacerse de amigos, porque es un mundo “muy competitivo, más agresivo, donde hay que cumplir con la pega”.22 El sentimiento de lucha de todos contra todos, asociado a la competencia, se declina tanto entre profesionales como entre empresas. Entre profesionales, lo que se denuncia es, en verdad, el inicio de una verdadera inflación de los títulos universitarios,23 y, tras ello, una exacerbación de la lucha por la sobrevivencia económica. Una competitividad que transformaría incluso, según Blanca, kinesióloga, la mentalidad de las nuevas generaciones: “Los cabros que llegan ahora son más patudos, y ‘aquí vengo yo’; no, nosotras éramos calladitas. Hay un ramo, siempre digo esto, que se llama marketing porque los cabros salen sabiéndose ‘marketear’ de una forma increíble, pero impresionante”. Esta competencia entre individuos se puede entender como el reflejo tanto de la que libran las empresas entre sí como de aquella que las empresas imponen a sus asalariados.24 Todos tienen que estar alerta, constantemente, a las vicisitudes del mercado. La generalización de la competencia termina por convertirse en una cultura común. Si algunos han podido cuestionar, al menos para ciertos actores y sectores, la realidad del vigor de la competencia
en el país (Engel y Navia, 2006), entre nuestros entrevistados la ansiedad que ésta genera estuvo siempre muy presente. “Yo vi eso” (la ansiedad)”, nos comenta Claudio (CM). “En el fondo, lo principal pasan a ser los resultados. Por ejemplo en las áreas comerciales de las empresas, en las áreas de marketing, de ventas, de repente hay gente que consume drogas, gente que tiene muchos problemas y causa muchos problemas, qué sé yo, porque tiene un indicador de, cómo se llama, de productividad”. Una realidad que conduce a prácticas reñidas con la ética o a valorizar antiguas prácticas “paternalistas” en las cuales aún encuentran, real o imaginariamente, formas de protección y de respeto. Lo que los testimonios evidencian es cómo la lógica de la competencia se potencia en un universo laboral cada vez más exclusivamente sometido a las exigencias de la rentabilidad económica. Si bien el mundo económico se rige desde hace mucho tiempo, en el marco de una sociedad capitalista, por la competencia, esta realidad fue amortiguada por una serie de factores sociales y mecanismos de inclusión por los cuales las empresas generaron distintas formas de lealtad. En el fondo, la búsqueda de los beneficios tenía que tomar en consideración otros criterios de evaluación. Por supuesto, esto jamás impidió los conflictos sociales y laborales, pero instauró, al lado de ellos, y, en mucho, gracias a su acción, formas particulares de afiliación profesional. Sin desaparecer completamente, sobre todo entre las capas medias y altas, en la actualidad los criterios de evaluación de los asalariados tienden a tornarse unidimensionales en función de la rentabilidad. Aquí reside una de las principales razones de los malestares enunciados en el mundo laboral. Nada atestigua mejor de esta transformación que las generalizadas experiencias y temores de las personas de mayor edad asociadas a la percepción de riesgo permanente. El carácter desechable de sí como trabajador y la reducción de “la expectativa de vida laboral”, son fuentes de incertidumbre, pero, al mismo tiempo, y también, ponen buena parte de las bases para los modos en que se estructuran los ambientes de trabajo: “Te lo voy a decir de mi empresa, por lo que uno sabe, primero, que… a ver, a la gente cada día se le paga menos y se le exige lo que tendrían que hacer dos personas por un mismo sueldo. Además, les sale mucho más barato un chiquillo joven por 350.000 pesos, que estar pagando 2 ó 3 millones de pesos, porque fueron subiendo y el sueldo obviamente se te fue subiendo, y
entonces el cargo, ese cargo, es súper-reemplazable… En ese sentido yo encuentro que la empresa como que le ha perdido un poco el valor a la experiencia de los que somos más mayores. Esa es la sensación que yo tengo, de que hoy en día todo es desechable”, comentó Sofía (CM) una mujer de 50 años. Una actitud que se acentúa a medida que se generaliza el sistema de incentivos individuales y la diferenciación de los salarios en una firma. La omnipresencia del chaqueteo En el contexto descrito, el chaqueteo tiene una importancia central a la hora de comprender las experiencias laborales, y tras éstas, lo que el desafío del trabajo entraña para el proceso de individuación.25 Los comentarios sombríos, que por supuesto no anulan las facetas luminosas que los chilenos encuentran en el trabajo, y en las que nos detendremos al final de este capítulo, son de rigor. Por su intermedio, el mundo laboral aparece como un universo hobbesiano de lucha de todos contra todos. No solo entre empleadores y trabajadores, sino, como ya lo subrayamos, también, y de manera relevante, entre los propios trabajadores. “La otra vez le comenté a un gringo de una persona a la que le iba muy bien y me dijo ‘qué fantástico, este tipo se lo merece, es realmente capaz y trabaja mucho’. En general, en Chile cuando tú escuchái que alguien empieza con la parte mono ‘no, y cuánto le pagaron a ese hueón que está tan limpiado’, ‘es que trabaja, hueón, y su familia’. Le dan un chaqueteo… o sea las culturas anglosajonas son mucho más, valorizan el trabajo”, afirmó Gabriel (CM). Néstor (CM) trabaja desde el sector privado con funcionarios. Su experiencia lo lleva a comentar que éstos son “muy chaqueteros, ya que por la espalda están criticando, tratando de socavar al otro”. “Hay hipocresía y el problema es que tú lo sientes, lo ves… Pueden estar, como digo yo, sobándote el lomo y por detrás pegándote la puñalada, y, después, tú igual lo sabes porque la gente que te quiere te lo dice”, contó Marta (SP). Roberto, obrero, relata cómo en la fábrica en que trabaja se cuida porque hay “malos colegas… El malo es el que escucha y cambia el tema central, el que escucha y cambia la versión… entonces, yo le puedo decir algo a una persona y él va y se lo dice a otra persona pero de otra forma. Además, todavía quedan chismes, entonces, uno tiene que saber qué es lo que comenta, a quién lo comenta”. Los testimonios expuestos podrían multiplicarse grandemente.
El chaqueteo y la envidia, el chaqueteo y la desconfianza, y el chaqueteo y la competencia, aparecen como elementos de un mismo universo semántico. Participan de manera constante en la forma en que se relatan las relaciones interpersonales y cómo ellas marcan los ambientes laborales. Pero, ¿cómo comprender sociológicamente la significación actual del chaqueteo?26 Para empezar, es preciso ver en la reiteración de esta lectura de las experiencias otra cosa muy distinta a una muy dudosa manifestación de la idiosincrasia nacional, como, por ejemplo, lo expresó José Victorino Lastarria, quien a mediados del siglo XIX hizo de la envidia, la calumnia y el chisme verdaderos rasgos del “carácter nacional”.27 Lo que ello delata no es un rasgo de carácter nacional, sino una tensión, específica a un momento histórico, entre un trabajo que se llena de significaciones subjetivas individuales y formas de trabajo que las asfixian o las pervierten (flexibilidad, competitividad). En efecto, la exacerbación de la competencia, en tanto que filosofía económica dominante, la extendida inseguridad e inestabilidad que se traduce en inconsistencia posicional, y las promesas y expectativas generalizadas de movilidad social que se expandieron en los últimos lustros, han traído como consecuencia, a nivel del trabajo, la generalización de sentimientos de desconfianza y de envidia de un nuevo cuño entre los asalariados. Insistamos: de un nuevo cuño. En efecto, si la envidia es un vicio constante en la vida social (Schoeck, 1995), éste tiende no solamente a acentuarse en ciertos períodos, sino también a tomar expresiones particulares: como se sabe, el advenimiento de anhelos igualitarios genera un conjunto plural de envidias, de celos y de menosprecios (Martuccelli, 2007a). Así, la envidia que alimenta el chaqueteo se incrementa a medida que se expande una cultura de la competencia generalizada.28 La asociación entre la expansión de la envidia y la implementación de la competencia generalizada es tal que Verónica (SP), quien ha trabajado tanto en el sector privado como en el público, no duda en afirmar que “lo más difícil es sobrevivir en el sector privado, eso es sumamente difícil, porque te encuentras con envidias, ambiciones, con un montón de cosas, es muy frío”.29 Pero ella no solamente es estimulada estructuralmente por la competencia generalizada, sino también por la toma de conciencia de que el mundo del trabajo es un lugar de acción estratégica en donde lo a repartir es pequeño, esto es, en donde no habrá lugar para todos… y en todo caso si lo hay, no se sabe jamás a ciencia cierta hasta
cuándo. Es la impresión de Patricia (CM). Luego de una estadía de varios años en el extranjero, en la que se especializó como médica, encontró muchas dificultades para reinsertarse laboralmente en Chile a su regreso. ¿Por qué? “Por el chaqueteo… aserrucharte el piso para que no puedas avanzar. Me encontré con que yo me fui no siendo un factor de importancia para nadie, y volví siendo un peligro de hacerle sombra a gente que ya tenía hecho un lugar y que lo último que les convenía era que yo llegara. Fue tremendamente difícil”. En este mundo limitado de espacio y sometido a la competencia abierta, el chaqueteo es un arma.30 Pero para interpretar la profusión de las prácticas de chaqueteo y la magnitud de sus efectos es preciso, además, partir de otra constatación estructural: la sociabilidad de los chilenos, dada la exigüidad relativa de las amistades y de la vida social (como lo veremos en el tercer capítulo de este tomo), y, sobre todo, dado el desequilibrio introducido por la prueba tempovital, se ve constreñida por un lado al ámbito familiar y, por otro, al ámbito laboral. O sea, el trabajo es, a causa de la lógica del trabajo-sin-fin, y su corolario, la lógica de la presencia en el lugar de trabajo, un dominio privilegiado de la sociabilidad interpersonal. Pero esta sociabilidad constreñida se produce en universos laborales que, dado el conjunto de transformaciones estructurales y la filosofía de la competencia, tienden a generar sentimientos masivos de desconfianza recíproca (Díaz, Godoy y Stecher, 2006: 50-51; Ramos, 2009: 282-292), en el contexto más general de una sociedad afectada por bajos índices de confianza interpersonal.31 El chaqueteo se materializa en un clima de desconfianza generalizada.32 Una actitud que genera un doble estándar en las conversaciones, y que transmite la sensación, por ejemplo, de que “a nivel profesional, cuesta mucho encontrar gente con la voluntad de trabajar abiertamente y trabajar bien, sin problemas, sin resquemores, sin tantos prejuicios, sin tanto temor, sin tanta cosa sucia que se viene hacia ti”, Javier (CM). Los más diversos colectivos de trabajo estarían, así, bajo el dictado de los rumores y las delaciones, como nos los cuenta Viviana (SP), al evocar el antiguo empleo de su marido: “Antes, cuando trabajaba en el supermercado, había compañeros que eran más arrastrados y andaban acusando por cualquier cosa”. Ahora bien, la desconfianza, en un solo y mismo movimiento, es, a la vez, acentuada y amortiguada por el chaqueteo. El chaqueteo acentúa la desconfianza recíproca entre trabajadores porque expande en el trabajo una
cierta duplicidad “gente chismosa, gente que te anda pegando en el hombro y por detrás te andan martillando”, Eugenio (SP), y genera una expectativa de daño constante que se expresa en actitudes de alerta y defensa constantes. Así, la desconfianza se convierte en un rasgo, casi una habilidad, concebida como indispensable para sortear la vida laboral. En la empresa, nos contó Victoria (CM), “lo que más me cuesta es la cosa más bien política. Me cuesta darme cuenta cuando quieren jugarme una mala pasada, o meterme una cosa por el lado, eso me cuesta un poco”. Antes de evocar a un colega del “centro médico, que siempre nos cagaba, siempre. Y todavía se los sigue cagando a mis colegas”, no en términos económicos sino en “hacer cosas envidiosas, de ir aserruchando el piso…”. Algo que a sus ojos es favorecido en las grandes estructuras: la tendencia a “desprestigiarse unos a otros”.33 En segundo lugar, y como ello ha sido afirmado desde una interpretación con vocación funcionalista, el chaqueteo –en tanto que expresión parcial de queja o jeremiada– es un signo inequívoco de pertenencia a una empresa. Es en este sentido que el chaqueteo amortigua, paradójicamente, la desconfianza. El individuo muestra –al chaquetear– que forma parte del colectivo. Gracias al chaqueteo, y por extensión a través de la queja o el rumor,34 los individuos afirman su pertenencia a una firma gracias a la función comunicativa de estas actitudes. En efecto, y en contra de lo que a veces se supone, la queja (como el rumor), simbolizan la pertenencia a un grupo, algo que, por ejemplo, da a entender la manera distanciada con la cual los asalariados se quejan entre ellos de sus condiciones de trabajo. Estas quejas más o menos ritualizadas en toda organización permiten “aceitar las relaciones” (Weeks, 2004; Foli, 2008). Por lo demás, esta interpretación no está tan alejada de aquella que ha podido ser avanzada desde el psicoanálisis, en donde se ha dicho muchas veces que la queja es también una manera de existir: una manera que tiene el individuo para gestionar sus relaciones con el entorno (Jacobi, 1998). El chaqueteo al dividir un grupo, crea otras solidaridades.35 EL CHAQUETEO ES UN ACTO DE AFIRMACIÓN INDIVIDUAL en un universo laboral altamente flexible y competitivo que acentúa y generaliza la desconfianza recíproca entre trabajadores en un momento en el que éstos se perciben poseyendo pocas capacidades colectivas de reivindicación. Desde esta perspectiva, se revela como la movilización de un recurso para dar
cuenta de una conflictividad social que, dada la desprotección que perciben, se les aparece como imposible por otras vías. La importancia del chaqueteo puede, así, ser puesta en relación con el descenso de la conflictividad sindical y social en el país. La continuación de la protesta, en un mundo generalizado de desconfianza, por otros medios. El chaqueteo se diseña como un mecanismo paralelo o subterráneo de poder en las relaciones horizontales (entre asalariados), y, solo marginalmente, frente a relaciones verticales (con respecto a los superiores). Así, si la práctica es ancestral en el país, tal como lo evidencian testimonios como el de Lastarria antes citado, su significación varía en este nuevo contexto. Aquí, el chaqueteo es un arma a la vez de defensa y de integración, de ataque y de división. Una frustración y un desahogo. Una confesión de impotencia y un acto de fuerza. Por supuesto, es evidente que las prácticas de desprestigio basadas en versiones tendenciosas existen en otras realidades y en otros sectores, pero es indispensable reconocer que en Chile, la percepción de su carácter constitutivo en las relaciones laborales está extremadamente extendida, tanto que termina por aparecer como una clave mayor para dar cuenta de la experiencia en este ámbito. El chaqueteo viene a sellar un complejo entramado social. Un mundo social en el cual cada actor depende demasiado de los otros miembros de un grupo como para permitirse expresiones conflictivas abiertas, pero, al mismo tiempo, un universo en el cual la individualidad se encuentra lo suficientemente afirmada como para necesitar expresar su inconformidad frente a la competencia o el maltrato. La frase venenosa es la solución personalizada de esta tensión societal. El resultado: la consolidación de una forma de conflictividad propiamente interindividual. Las relaciones sociales estructurales, sin desaparecer, son cuestionadas –únicamente cuestionadas, muchas veces–, a través de interacciones interpersonales y estrategias más o menos efímeras de guerra de todos contra todos, gracias a una pluralidad de alianzas constantemente sociodegradables. Por supuesto, en el pasado la conflictividad social entre el capital y el trabajo jamás eliminó la existencia de rencillas laborales interpersonales (algo que la sola existencia desde hace décadas del término “chaqueteo” en el mundo del trabajo ilustra). Pero, aun así, las contuvo dentro de márgenes subalternos (el conflicto principal era de otra índole). En cualquier caso, las englobó en una familia más amplia de significados, al
punto que incluso se pudo muchas veces leer el chaqueteo como una internalización de una estrategia patronal de división de los trabajadores. La explosión sino necesariamente de la práctica del chaqueteo por lo menos de su conciencia entre los entrevistados, puede entenderse como una consecuencia del debilitamiento en el mundo laboral de los lenguajes clasistas e incluso socioeconómicos a la hora de dar cuenta de los conflictos de intereses que se producen en él. Conflictos que, notémoslo, sin desconocer esta dimensión, no se expresan como en otros lugares esencialmente en términos de reconocimiento (Honneth, 1997; Fraser, 1997; Fraser y Honneth, 2006), sino a través de juicios y condenas morales de otro tipo. Sin que desaparezcan del todo los antiguos lenguajes clasistas, lo que se observa es la consolidación de un conjunto de nuevos lenguajes al momento de dar cuenta de las experiencias laborales de frustración, de los cuales el lenguaje de índole moral (y no el psicológico) es el que prima. Alfredo (SP), elector socialista, es un buen ejemplo. Tras una operación que lo alejó durante algún tiempo de su centro de trabajo, cuando regresa, descubre con estupefacción que “estaba despedido por abandono de trabajo”. Su amargura degenera en impotencia cuando advierte, según su testimonio, que “los de la empresa tenían comprados a los de la inspección del trabajo y me despidieron, yo salí sin plata, sin nada, luego de ocho años…”. Insiste: “Luego de 8 años, fue un robo hacia mí… Duele que en un gobierno democrático sigan haciendo lo mismo”. La denuncia, para ser legítima, o audible, tiene que revestirse de connotaciones morales. O sea, en el mundo laboral chileno actual, el lenguaje moral, tiende a convertirse en un potente operador discursivo de las injusticias y de las vejaciones en el trabajo. A lo que se asiste en el mundo del trabajo es pues a la extensión de una serie de tentativas, las más de las veces descompuestas o inacabadas, que tratan de estructurar un lenguaje capaz de restablecer un vínculo, de un nuevo cuño, entre las experiencias individuales y las quejas colectivas.36 Esto es: la queja se expresa más en términos morales que socioeconómicos, como si el primer lenguaje gozara de una mayor legitimidad a la hora de producir sino necesariamente la instauración de una queja social, al menos de dar expresión a un malestar personal. El adversario cambia de naturaleza. No es necesariamente, ni exclusivamente, el jefe, aunque lo siga siendo fuertemente en el modo del abuso, y no es, por lo general, como ello ha sido
constatado en otros países o períodos, el cliente (Mills, 2002). En Chile, para muchos, el colega de trabajo es un adversario laboral de cuidado. Síntoma de un profundo malestar profesional, esta actitud es inseparable, como lo vimos en el primer capítulo del tomo 1, de la cristalización en el país del imaginario de un sistema tentacular todopoderoso. Frente a él, los lenguajes políticos habituales y tradicionales aparecen como particularmente desarmados. El mundo del trabajo se transforma en un universo de juicio y condena moral. El trabajo y sus sentidos El trabajo es una realidad presente en todas las sociedades. Pero el trabajo no tiene el mismo sentido en todas ellas. Es en Occidente, y en los tiempos modernos, que el trabajo obtiene un peso civilizatorio sin precedentes, al punto que Simone Weil (1968) pudo afirmar, no sin razón, que se trataba de la única verdadera conquista del espíritu humano desde el mundo griego, o que Karl Polanyi (1994) pudo hacer de la mercantilización del trabajo uno de los pilares de las sociedades de mercado. En verdad, incluso en los tiempos modernos, es posible observar una pluralidad de “antropologías”, según el papel y el significado que se le otorga al trabajo, desde la inclinación natural por el intercambio de Adam Smith, la praxis prometeica del marxismo o la vocación protestante de Max Weber. Desde esta perspectiva, entonces, lo importante para comprender la prueba laboral no es tanto saber por qué trabajan los chilenos, sino qué sentido tiene el trabajo. Por supuesto, las dos preguntas se articulan por momentos entre sí, pero no son por ello menos distintas. A la pregunta del por qué, imposible no responder desde lo que es la coerción primera de una sociedad capitalista, a saber, la obligación en la cual se encuentra todo trabajador libre, como Marx lo expresó con claridad, de vender su fuerza de trabajo en un mercado laboral (ya sea como asalariado, ya sea como trabajador independiente). Sin embargo, y sin menoscabo de lo anterior, el trabajo es también un valor, aun cuando ambivalente, en las sociedades actuales.37 A la vez un deber y una práctica productora de derechos; un principio de integración y una experiencia sometida a múltiples formas de exclusión; un ámbito de estrategias permanentes y, al mismo tiempo, un dominio cargado de valoraciones afectivas y subjetivas; un lugar de competencia y de solidaridad; en breve, una actividad dotada de un conjunto plural de significaciones.
En el campo de los sentidos que adquiere el trabajo, distinguimos dos aspectos que se revelan en nuestro material. Por un lado, el carácter de los modos de producción de este sentido. Por el otro, el contenido específico de estas significaciones. Partamos por el primer aspecto. Como lo veremos, lo que caracteriza el mundo del trabajo en Chile actual es una personalización del sentido del trabajo, la que contrasta con formas de hetero-significación asociadas a las formas tradicionales en que fue reseñada la producción de sentido en este ámbito. Del trabajo heterocentrado a la producción autorreferida del sentido Ni la conciencia obrera o de clase, ni la identidad profesional, cualquiera que haya sido la fuerza de una y otra en ciertos grupos sociales (piénsese, por supuesto, en la fuerza de la conciencia obrera entre los mineros) (Touraine et al., 1966), permiten comprender cabalmente la significación del trabajo en el país hoy. Apoyándose en los resultados de una investigación efectuada a través de historias de vida, José Bengoa (2006: 153) constata la profundidad del derrumbe de la conciencia de clase en Chile, en los últimos lustros. Lo que con ello se subraya es el debilitamiento de un elemento central que subtendió a una lectura política del trabajo. Una lectura que primó en la manera en que las ciencias sociales dieron cuenta de este ámbito, lo que se encuentra bien reflejado, por ejemplo, en el hecho de que la sociología se interesó en la región más por el sindicalismo, el movimiento obrero o las variantes de la regulación laboral, que por sus significaciones propiamente subjetivas (Löwy, 2007). Esto es, lo que se subrayó fue que el sentido del trabajo estaba fuera de él: era un sentido heterocentrado. En rigor, vale la pena recordar que la conciencia prometeica de un sujeto trabajador productor del mundo, fue tenue en el país, como también lo fue la asimilación de la personalidad a un solo oficio; en consecuencia la identidad fue muchas veces más abordada por intermedio de una “decencia” que marcaba la pertenencia, social y cultural, a un grupo social privilegiado o definía estrategias de dignificación (Martínez y Palacios, 1996). Pero si con lo dicho es posible poner en cuestión una lectura exclusivamente política del trabajo, lo cierto es que también desde la perspectiva estatutaria el principal significado del trabajo, bien visto y de cerca, provenía desde el “exterior”. Por caminos distintos, lo que se impone en la actualidad es el reconocimiento de que los individuos otorgan significaciones subjetivas
cada vez más singulares al trabajo.38 La principal característica aquí es, entonces, que el sentido del trabajo es autorreferido. Por supuesto, como lo veremos, las significaciones son siempre colectivas, pero al evocar el trabajo, los individuos expresan relaciones subjetivas singularizadas (incluso a través de lógicas profundamente instrumentales).39 ¿Pero qué se debe entender, en Chile, por significación autorreferida del trabajo? ¿Es simplemente un avatar local de lo que otros han denominado la individualización y su expresión en el mundo del trabajo? (Beck, 2000) ¿Una transformación de su valor que hace que el trabajo pierda centralidad en la vida de los individuos, al punto de desencantarse, y de no ser sino una actividad entre otras, desprovista, entonces, del aura que se le otorgó en las sociedades industriales sobre todo europeas? Por el contrario, y a la inversa de lo que señala esta narración “importada”, el trabajo se dota, por razones y procesos particulares, de significaciones altamente subjetivas. En este sentido el peso subjetivo del trabajo se mantiene como lo muestra, por ejemplo, la profundidad de la erosión identitaria observable entre los individuos –sobre todo los varones– cuando se ven en la incapacidad de ser los proveedores principales de sus familias (Godoy, 2008: 243). Pero, aún más, el trabajo acentúa su rol en la percepción que los individuos tienen de ellos mismos, porque la significación de éste aparece producida retóricamente en referencia al sí mismo y no solamente a algún elemento referencial externo. En ese sentido, lo hace a través de un abanico de significaciones que se presentan como singulares, movilizando incluso en ocasiones sentidos en apariencia tradicionales pero que aparecen ahora con un fundamento que reside en sí mismo y no en el exterior. Es la primera faceta. En segundo lugar, a partir de nuestras entrevistas, es posible sostener que la producción de la significación del trabajo, ya no se hace únicamente desde identidades colectivas o a través de las posiciones sociales a las que él da acceso, sino que el sentido del trabajo y la relación con él se establece también a partir de elementos que apelan a atributos o sensibilidades personales. Por otro lado, y a diferencia de lo que muchos trabajos afirman, nuestros resultados sugieren que las significaciones autorreferidas del trabajo no pueden reducirse a un corte único entre asalariados que, efectuando trabajos poco calificados, expresarían esencialmente una relación instrumental, y aquellos que, ocupando puestos de responsabilidad o
empleos más prestigiosos, testimoniarían de una relación más expresiva. Si una correspondencia de este tipo es por momentos observable en ciertos casos, lo que prima en nuestro material son formas plurales de valorización del trabajo en todos los grupos sociales.40 La falta de acuidad de un corte posicional, que se define diferencialmente por el par instrumental/expresivo, ha sido ya puesta en cuestión por resultados de investigación que muestran que si bien las experiencias laborales de las mujeres están marcadas por menores ingresos, por una menor tasa de participación laboral,41 por una inserción en actividades menos prestigiosas y de menor reconocimiento social, o por una mayor vulnerabilidad (Abramo y Valenzuela, 2006), todo esto no impide, incluso entre aquellas que ejercen los oficios más precarios o “humildes”, la expresión de una valorización positiva y un fuerte carácter expresivo de la relación de trabajo (Guzmán, Mauro y Araujo, 1999). Adicionalmente, aporta a la crítica de una cesura por clase a este respecto el hecho de que un conjunto de estudios han reconocido, muchas veces con sorpresa, la enunciación de un placer en el trabajo, sobre todo cuando los asalariados que lo expresaban trabajaban en sectores de escasa remuneración y en medio de difíciles condiciones laborales (Baudelot y Gollac, 2003; Durand, 2004). El trabajo se percibe cada vez más desde una dimensión profundamente singular. Aunque no puedan dejar de considerarse ciertas diferencias de matices y gradaciones, este fenómeno es transversal. El relato de Pablo (CM) es sintomático por la pluralidad de significaciones que vehicula. Si todas las significaciones que enuncia son colectivas, cada una de ellas recibe una significación altamente referida a sí y no a algún tipo de regla común de atribución de sentido. En el momento de la entrevista se encontraba en vísperas de abrir un nuevo negocio, animado por un conjunto dispar de objetivos. “El tema de la independencia siempre ha sido una espinita clavada pa’ mí”, nos dijo. A pesar de que ya había tenido una experiencia de este tipo en la que le fue mal, había decidido otra vez arriesgarse. “Yo, cuando firmé el contrato es cuando me vino todo el pánico, o sea ‘¿si esto no resulta, qué voy a hacer?’”. Nos confesó: “Mira, la noche después, no dormí…”. Pero, reconoce que además de la plata (“y la plata para mí, sí es importante”) “otra parte re-importante pa’ mí es la satisfacción personal de proponerte un desafío y que te vaya bien… Y yo creo que ahí empieza uno a tomar cosas que al principio no toma, que también es
gratificante. El ser capaz de generar trabajo a otras personas, al menos a mí eso sí me gratifica”. El trabajo, en sus aspectos subjetivos, se dota, pues, de significaciones plurales y singulares. Lo que se afirma es su valor intrínseco para cada uno de los individuos y ello por razones, como lo veremos, diversas. Significaciones que no oponen, como es explícito en este testimonio, lo instrumental y lo expresivo, sino que leen, ambos, desde sí, es decir, desde lo que llamamos una perspectiva autorreferida. En este sentido, decir que en Chile los trabajadores tienen “nuevas” demandas expresivas o de autorrealización en el trabajo no da cuenta sino de una parte de lo que nuestros entrevistados manifestaron. Lo importante a notar es el desplazamiento de una significación heterocentrada del trabajo hacia otra más centrada en sí y susceptible de tomar múltiples significaciones. El trabajo es un ámbito en el cual los chilenos producen crecientemente sentidos autorreferidos. Las significaciones autorreferidas Antes de definir las formas de significación más frecuentemente encontradas en nuestro material, vale la pena partir por dos observaciones generales respecto al lugar de éste para las personas, las que permiten situar nuestros resultados. Primero. El trabajo es –y ha sido– una fuente indudable de autorrealización personal. La afirmación no es empero evidente a la luz de lo que han sido –y son– las experiencias laborales (condiciones de trabajo, explotación, accidentes, enfermedades…). Si bien los individuos siguen expresando insatisfacción, frustración o padecimiento a propósito del trabajo, no es ésta la tonalidad exclusiva en los relatos recabados. Lo que aparece, también, es una concepción que hace del trabajo un factor decisivo, en verdad, por momentos, inseparable de la propia individualidad. En este contexto, el trabajo recibe significaciones positivas que aparecen, no sin ambivalencia, es cierto, incluso en trabajos repetitivos. La consolidación de un sentido autorreferido en el trabajo aparece transformando el significado del padecimiento. Si formas tradicionales del padecimiento están siempre muy presentes (como la usura, el cansancio, las secuelas físicas o el estrés),42 lo que vale la pena subrayar en nuestros testimonios, incluso a través de fórmulas ambivalentes, es el reconocimiento de sus dimensiones positivas.43
“Las personas en general le damos mucho valor (al trabajo) no solamente en lo económico, sino también en lo social, en lo relacional, en lo profesional, en lo personal. Sin embargo, el discurso es ‘qué atroz, tenemos que trabajar’. Yo creo que estamos marcados por la premisa, no sé, eso de que ‘ganarás el pan con el sudor de tu frente’, marcamos para siempre que trabajo igual sufrimiento”, comentó reflexiva Victoria (CM). Segundo. Vale la pena subrayar nuevamente que las significaciones producidas no están asociadas a ejes o anclajes desde el exterior. Por un lado, esto quiere decir, y aquí está un factor de la radicalización en curso, que ellas no siempre pueden asociarse a perfiles profesionales estabilizados o a identidades colectivas. Los significados del trabajo están obligados a producirse con mucha frecuencia fuera de los préstamos de prestigio, horizonte o estatus laboral de perfiles profesionales claros y con continuidad, dadas las características estructurales de un mercado laboral flexible caracterizado por su alta rotación (Cowan, 2005), por trayectorias laborales más móviles (Guzmán y Mauro, 2004), y perfiles cada vez más heterogéneos de trabajadores, en términos de condiciones de trabajo y de protección (Soto, 2008). Del mismo modo, la producción autorreferida de sentido laboral se asocia también con una debilidad de referentes discursivos colectivos respecto del significado del trabajo; ello debido a un cruce de factores: el declive de los lenguajes sindicales y políticos afectados por procesos que, si bien generalizados, se especifican históricamente en la sociedad chilena, y la escasa impronta institucional y en los individuos de discursos provenientes del management. El lenguaje sindical fue fuertemente afectado por la búsqueda intencional del Estado, en el momento de la dictadura, del debilitamiento de las organizaciones y acciones colectivas y sus efectos posteriores (Drake, 2003). El lenguaje político fue debilitado por los procesos simultáneos de búsqueda de despolitización, fortalecimiento de las lógicas de mercado y desencanto con la política, que han afectado al país en las últimas cuatro décadas (cf. capítulo 1, tomo 1). Una realidad que la relativamente escasa impronta de los lenguajes del management refuerza en los individuos.44 O sea, y en esto reside el meollo del sentido autorreferido que se observa en el ámbito laboral, esta búsqueda no puede ser equiparada al caso europeo (por lo menos en la vertiente desarrollada desde la tesis de la individualización de Beck, 2000), en donde, en visible contraste con lo que observamos en
nuestras entrevistas, la individualización de las significaciones laborales es un efecto activo de prescripciones de instituciones o empresas. Vistos en conjunto, todos los factores enunciados aportan para perfilar una situación que permite comprender hasta qué punto el trabajo es susceptible de movilizar dimensiones y significaciones fuertemente personalizadas. –Profesionalismo o la virtud en la tarea En primer lugar, el trabajo es el ámbito en el cual se obtiene, y se afirma, una autopercepción positiva particular de sí mismo: la de ser un buen profesional o un buen trabajador. Sin lugar a dudas, en esta afirmación se mezclan a la vez elementos de la antigua conciencia de clase, e incluso de las identidades profesionales tradicionales, con nuevas exigencias personales, fruto de una visión más autorreferida del trabajo. En efecto, el trabajo y el sentimiento de ser un buen profesional o trabajador aparece en una estela ya conocida: como una virtud propiamente moderna, dotada de una dimensión esencialmente ética (Camps, 1999). Una forma de virtud, de excelencia de sí mismo, que permite manifestar a los otros, pero esencialmente a sí mismo, la posesión de un conjunto de cualidades. “Hago bien mi pega, porque me gusta lo que hago”, comentó Susana (CM), antes de precisar, “yo no hago las cosas en función de ‘¡ah! lo hiciste espectacular, lo hiciste fantástico’, lo hago porque es una satisfacción para mí hacerlo de esta forma, o sea, bien”. Insiste: “Me gusta trabajar”. La satisfacción en el buen desempeño de la tarea que sirve como afirmación individual, y es éste un punto fundamental, aparece de manera transversal, puesto que en todos los oficios, de uno u otro modo, se dio testimonio de su presencia. El mínimo común denominador no es otro que el hecho de que el trabajo devuelve la conciencia de poseer virtudes prácticas e intersubjetivas. Por supuesto, en esta virtud es posible observar la presencia de elementos de clase, de una ética profesional, incluso una forma de conciencia de un deber hacia un colectivo (una “vocación”) y, por ende, de la utilidad de lo que se hace, pero si estos elementos pueden ser rastreados, lo que el material revela es que se trata principalmente de combinaciones singulares de expresión de excelencia personal. Distintos relatos permiten comprenderlo. Del gran número de perfiles disponibles en nuestro material, elegiremos algunos. El primero es el de
Rodolfo, un profesor secundario que hace gala de una fuerte conciencia profesional. “Creo que he hecho bien mi trabajo, he sido profesional siempre porque siento que ser responsable es como el punto de partida para hacer cualquier cosa… Entonces siempre he sido profesional, siempre he sido cumplidor, puntual, trato de no fallar, de no tener licencias médicas, por eso me cuido harto, trato de no resfriarme, etc., porque me gusta ser profesional. La actividad docente me permite tener satisfacciones interesantes”.45 Dictando clases también en una universidad, evoca las buenas evaluaciones que recibe de parte de los alumnos, “porque hago las cosas como uno tiene que hacerlas”. Otra ilustración es el caso de Samuel, vendedor, que no duda en asociar fuertemente su personalidad y su empleo. Una asociación que él expresa en términos profundamente positivos, y como resultado de un aprendizaje y perfeccionamiento. Vendedor, ha hecho de su persona y su personalidad una herramienta de trabajo.46 “La parada del cliente siempre es un espejo de lo que yo voy a ofrecer, si eres un gallo bonachón, simpático, ‘muy buenas tardes, disculpe que lo moleste’ (…) mucha gente te va a atender bien. Entonces, esa es mi entrada”. Poseyendo una alta estima de su atractivo físico, añade “Me iba muy bien con las damas, entonces me aprovechaba de eso”. No hay cinismo en sus afirmaciones. Su descripción es hecha en tono de objetividad. Se trata de los efectos de su dedicación: su oficio lo aprendió en la calle y “andar en la calle te enseña mucho”. Su relación con la tarea que desarrolla no duda en enunciarla como una forma de virtud: “Si me preguntas qué sé hacer, yo sé vender puerta a puerta”, sostiene con orgullo y satisfacción.47 Tercera variante, y no menor, la de aquellos trabajadores que enfrentan cotidianamente el cambio tecnológico y que logran sobreponerse a éste. La virtud profesional es en este caso a la vez el fruto de una comparación con los colegas que no logran “adaptarse” y una fuente íntima de satisfacción. “A mí me lleva pilladito eso de la tecnología nueva, me quedo pillado porque antes eran partes más sencillas, más básico todo, ahora es electrónico, entonces fuera de tener conocimiento hay que tener afinidad, hay que saber trabajar con esos instrumentos, saber usarlos”, dice Aldo, un mecánico de mediana edad, pero avanza con orgullo: “aprendo así no más, he aprendido mucho con la experiencia de los años”. El relato de Roberto (SP), un obrero industrial, va en la misma dirección. Se dice –se sabe– un “buen trabajador”,
porque tiene muchas habilidades y, además, porque ha sabido renovarlas. “Por eso estoy trabajando todavía ahí, porque me pude adaptar a las nuevas tecnologías, cosa que otros no pudieron hacer”. Allí donde otros fracasaron, él supo adaptarse a las nuevas máquinas. “Eso fue el orgullo grande mío, sobreponerme a las exigencias y a las nuevas tecnologías”. Concluye: el trabajo en la fábrica “me ha permitido desarrollarme como persona, como trabajador. Sí, me gusta lo que hago, porque sé lo que estoy haciendo”.48 En este punto, nuestros resultados se distancian de una cierta antropología del trabajo. Una que, al haber asociado en exceso el trabajo a una sola gran forma de realización de sí (la identificación entre el artista y su obra), leyó otras modalidades como variantes de la alienación, o supuso que la valorización intrínseca del trabajo solamente era posible en oficios prestigiosos (o en todo caso en variantes del artesanado). Oscureció, de esta manera, varias facetas subjetivas –y altamente positivas– presentes en el trabajo. Por supuesto, la forma de producción de sentido presentada no está exenta de ambivalencia, y, ciertamente, muchos de los aspectos evocados para dar cuenta del profesionalismo también pudieron ser evocados de manera negativa en otros momentos de la entrevista. Pero lo central es que cuando fueron enunciados en términos positivos, lo fueron porque transmitían una experiencia positiva –la impresión de haber puesto algo de sí mismos en el trabajo–. Ello aporta al reconocimiento, cierto, de los otros, pero, dada la dificultad relacional asociada a esta figura (colega o superior) en el contexto de ambientes laborales vividos como conflictivos, también, y principalmente, a la producción no mediada de una imagen edificante y satisfactoria de sí. Ana, una psicóloga que trabaja con niños, da un buen ejemplo: se piensa como “una buena profesional”, pero, aclara, “no exitosa en el sentido social, porque yo no me hago propaganda”, pero sí, insiste, debido a la satisfacción que le transmite su involucramiento y compromiso en el trabajo con sus pacientes. La satisfacción proviene de lo que la virtud en la tarea devuelve, muchas veces en soledad, para la producción de la imagen de sí mismo. El sentido del trabajo se asocia, así, para algunos, con una afirmación, altamente personal, de la autoestima.49 Los individuos descubren y expresan una faceta importante de su personalidad en el ámbito laboral. Aquí también la autoestima es más el fruto de una experiencia y significación personal que el resultado, como en otras realidades, de una prescripción empresarial en
donde la confianza en sí mismo es percibida como un recurso para la productividad de la firma. Sin estar completamente ausente, no es este tipo de relatos el que primó en nuestras entrevistas. La autoestima extraída del trabajo es más bien el fruto de una relación consigo mismo en la realización de la tarea. Las mujeres, la autoestima y el trabajo Sin desconocer ni minimizar, por supuesto, lo que le toca a la pareja o los amigos en el proceso de confirmación de sí mismo –un tema que abordaremos en detalle en los capítulos ulteriores dedicados a estas dimensiones–, es importante subrayar el rol que, en este registro, y bajo esta significación, es susceptible de tener el trabajo. Si bien, según una encuesta del 2007, los hombres declaran más que las mujeres que el trabajo es muy importante en sus vidas (78,1% contra 71,9%), es el alto porcentaje declarado por las mujeres el que debe retener la atención (Barrientos, Hiner y Azócar, 2007: 89). En efecto, resulta imposible desconocer que esta cifra da cuenta de la experiencia de un número importante de mujeres que no trabajan o que lo hacen en empleos inestables. Una importancia que revela que el trabajo es un ámbito esencial de autoestima, y de recuperación de la autoestima. Algo que está presente entre las mujeres de capas medias, como Victoria, kinesióloga, quien afirmó: “Para mí, es un lugar súper mío, súper importante. Creo que me ha dado no solamente soporte económico y emocional, me ha ayudado a forjar y a fortalecerme como persona. Me ha hecho desarrollar áreas y competencias que jamás pensé”. Pero esta actitud, bajo otra modalidad, fue, sobre todo, evocada por las mujeres de sectores populares, quienes frente a problemas personales o familiares encuentran en el mundo laboral un indispensable suplemento o sustituto de reconocimiento. “Yo tenía la autoestima muy baja, muy baja” comentó Carmen (SP), quien pasaba, en el período que evoca su relato, por una fase conyugal difícil. “Y entonces ver que alguien te da la mano y te dice ‘gracias, gracias’ (personas de edad que cuida) (…) uno se siente ‘ah esa soy yo, la súper mujer’”.50 Olga (SP) dio un testimonio aún más conmovedor. Casada con un hombre inestable económicamente y muy autoritario “tenía permiso solamente de trabajar en las etapas cuando estábamos mal económicamente”. Hace
unos años, sin embargo, y por avatares de su vida conyugal, se instaló en un trabajo que le ha dado una fuerte autoestima “aunque sea vendiendo cosas, atendiendo un teléfono dando respuestas, solucionando algunos problemas”. La autoestima obtenida se apoya en lo que percibe como un reconocimiento estatutario: “Yo jamás pensé llegar a estar atrás de un escritorio”. Vale la pena insistir: la autoestima obtenida en el trabajo es sin duda de otra índole que aquella que se transmite en el ámbito conyugal (De Singly, 2006). Sin embargo, en ausencia de esta última o frente a sus deficiencias, los individuos encuentran en el universo laboral una forma activa de compensación. Si esta experiencia también se da entre hombres, su expresión es distinta, tomando la mayoría de las veces el camino del profesionalismo o de la intensidad. –Intensidad En segundo lugar, el trabajo, si bien de manera intermitente, aparece como un ámbito importante de intensidad vital e incluso de excitación existencial. Por supuesto, no todos los entrevistados conocieron fases de este tipo, sobre todo aquellos que trabajaron o trabajaban en actividades muy rutinarias.51 Quienes producen su vinculación al trabajo por intermediación de esta dimensión, lo expresan por medio de la narración pasional de una forma de excitación que solo experimentan en el trabajo. Ésta es presentada como el fruto de un desafío que termina poseyendo algo de lúdico. Cierto, en algunos de estos relatos, es posible advertir connotaciones asociadas a la virtud profesional, pero no es ello el elemento central. La clave está en la intensidad, en la ruptura de la rutina, en la fuerte implicación que exige de sí mismo, en lo que, por sobre todo, esta experiencia de intensidad decanta en uno mismo. Esta experiencia también nos fue narrada en una gama muy amplia de oficios, gama en la que el prestigio de la tarea no resulta necesariamente determinante. Es así, por ejemplo, que María (SP) relata que antes de empezar a trabajar en la calle como vendedora ambulante le daba vergüenza, pero luego no solo descubre que es una buena fuente de ingresos, sino que “es como una adrenalina, estás corriendo, a mí, al menos, me gusta”. La excitación se vincula a la exigencia de actualización permanente (un trabajo que cambia periódicamente porque se vende “lo que está en el momento de
moda”) y de la falta de predictibilidad (uno se ubica en la calle en “donde pudiera ponerme”). Por añadidura, la adrenalina se asocia al riesgo (cuando venían los “pacos, había que arrancar” para no dejarse quitar la mercadería). De hecho, la excitación estimulante hizo que terminara valorando trabajar en este tipo de actividad más que en casas particulares. El lenguaje masculino, sin lugar a dudas más competitivo y afirmativo e incluso por momentos guerrero, revela una experiencia similar. “Lo que más me gusta a mí es el tema judicial, el tema como abogado de guerra, estar pendiente, luchar, ganar, qué sé yo” (Rodrigo, abogado).52 Experiencia similar en Néstor (CM), quien asocia también la intensidad con un período de su vida profesional en el cual fue contratado “para programar el interfase de una empresa, a veces me quedaba el fin de semana, a veces me quedaba de amanecida, llegaba a la casa a ducharme, a cambiarme y volvía a ir al trabajo… Pero estaba en mi salsa, estaba fascinado con el tema”. Es indispensable subrayar que la experiencia de esta forma de intensidad no es permanente. No obstante, su realidad opera, incluso implícitamente, como norma de evaluación. En todo caso, el aburrimiento laboral se convierte en un tema legítimo si no siempre para renunciar, al menos para denunciar un empleo. El aburrimiento está directamente asociado a la falta de intensidad, y la intensidad, por su parte, a la realización personal, sean cuales sean los términos en que ello se defina. Con respecto a su trabajo en una agencia, Marisol (CM) señaló: “Fue bien choro pero después me aburrí… Tenía tope. Me aburría”, lo que la llevó a renunciar. Mónica (CM) lamenta que en el trabajo para ella, “ha sido muy difícil encontrar el espacio donde todas mis potencialidades puedan desarrollarse”. –Sociabilidad En tercer lugar, el trabajo, y ello a pesar de los muchos aspectos sombríos que posee, y que hemos analizado a través del chaqueteo, es también evocado como un importante ámbito de relaciones sociales. Ciertamente, esta experiencia es común a muchas otras sociedades, pero resulta imposible minimizar lo que esto implica en una sociedad en la que una parte esencial – en todo caso en términos temporales– de la sociabilidad se vive en el trabajo. La realidad del trabajo-sin-fin en la sociedad chilena sobrecarga de expectativas relacionales el mundo laboral. Lo anterior favorece la percepción simultánea de éste como un dominio de hostilidad (contaminado
por el “chaqueteo”, el abuso de poder y otras prácticas) y, a la vez, como un ámbito de sociabilidad luminosa. La satisfacción en el trabajo y los sentidos subjetivos que le son asociados, pasan también por las relaciones humanas. Esta dimensión de sociabilidad aunque general, es principalmente reconocida por las mujeres, para quienes la experiencia es puesta de relieve en contraste con el encierro y aislamiento de la vida doméstica. Ello es especialmente sensible en los sectores de menores recursos. La sociabilidad no se restringe a las relaciones con los o las compañeras de trabajo, las que además se encuentran muchas veces bajo presión, como se ha visto antes, sino que es con frecuencia asociada, en el caso de estas mujeres, a la realización misma de la tarea. Myriam, relatando su experiencia de joven como mesera, dice “me gustaba atender las mesas, me gustaba conversar, y con gente que tuviera algún sentido de la conversa”. Trabajando como empleada, Carmen (SP) indica una experiencia similar: “me gusta todo lo que tenga que ver con lo social, relacionarme, interactuar y todo eso”. El descubrimiento de esta faceta del trabajo ha podido incluso transformar “un trabajo que para mí era fome” –el de imprimir tarjetas–, en una experiencia interesante para Claudia (CM) gracias justamente a un trato “más entretenido con los clientes… Tenemos buenos clientes, los clientes nos consideran sus amigos, tratamos de resolver sus problemas, entonces ya lo veo desde otro lado. Como ha ido creciendo la cosa, es otra la visión que yo tengo del taller, creo que es entretenido”. Pero, si las mujeres son especialmente enfáticas en reconocer esta dimensión, ello no quiere decir que para los hombres sea menos importante. Nada expresa mejor esta función propiamente sociable del trabajo que su opuesto crítico. En muchos de nuestros relatos, el aislamiento durante el trabajo es presentado como una fuente esencial de insatisfacción. Trabajando como taxista, Ramiro se queja de su aislamiento, “uno no comparte”. Muchos otros, trabajando a domicilio, viven su experiencia laboral como un encierro. Myriam, aparadora de calzado, contó una experiencia ambivalente: “Yo le voy a decir, lo que me ayuda es estar trabajando en mi casa. ¿Por qué? Porque mi hija sale a trabajar afuera y yo le cuido a su niño… Pero lo otro es que estoy muriendo en estas cuatro paredes. Quiero, tengo ganas de hacer otras cosas, tengo otras necesidades y no las puedo hacer, porque esto es lo que me genera plata. Como un sueño mío sería trabajar de lunes a viernes y sábado-domingo, salir a vender algo”.
Quisiera, prosigue, “hacer otra cosa, compartir con gente, conocer, conversar”. Precisaremos mejor este punto cuando abordemos la prueba de la relación con los otros, pero, en un país en donde la relación social es problemática, y el ensimismamiento de rigor, resulta muy difícil desconocer la significación específica que el trabajo tiene, tanto más que vale la pena insistir, una parte importante de la sociabilidad personal se vive, dada la realidad del trabajosin-fin, dentro del dominio laboral. Más allá de lo anterior es aconsejable retener de la evidencia recogida, que en estos relatos la significación del trabajo se desliga de todo sentido colectivo (e incluso de toda referencia a una identidad profesional), para manifestarse únicamente como una satisfacción personal inducida por la sociabilidad intrínseca al trabajo. –Los ingresos económicos Finalmente, pero de manera extremadamente importante, el sentido del trabajo está asociado a los ingresos económicos. La “pega” es el salario. O, para ser más claros, una parte importante de la realización personal no se logra necesariamente a través de la ejecución de una actividad laboral sino en el momento del pago. El pago de “la pega” es un símbolo inequívoco de individuación. De allí el riesgo de una lectura unidimensional de esta situación que la asocia a una pérdida generalizada de sentido (PNUD, 2002: 96). Esta lectura negativa de los ingresos económicos como elemento de producción de sentido, se encuentra emparentada con interpretaciones de realidades noroccidentales, que han denunciado que el trabajo ha perdido lo esencial de su aura prometeica en aras de una significación esencialmente instrumental. Un fenómeno que, ya en los años veinte, los esposos Lynd (1959: 81) observaron en su célebre estudio sobre Middletown, al diagnosticar la afirmación creciente de una relación instrumental con el trabajo. Lo importante no era la satisfacción que se obtenía en el trabajo, sino el salario –los ingresos– que éste procuraba. El trabajo, como el “obrero de la abundancia” lo encarnó a cabalidad en los años sesenta, implicaba un tiempo sin interés, un “precio” que se aceptaba pagar, con el fin de disponer de recursos para soliviantar gastos familiares y realizar actividades de consumo y ocio (Golthorpe, 1972). No obstante, y más allá de la pertinencia o no de estas interpretaciones en aquellas sociedades, la importación en Chile de la lectura de la devaluación instrumental conduce a un impasse.
En efecto, el salario ha permitido siempre obtener independencia, y más allá de ello una forma sino de decencia por lo menos de dignidad. Es posible que en esta valoración puedan encontrarse factores históricos: en el pago se realiza una expresión particular de sí, una que permite romper con la experiencia de la dependencia personal que durante mucho tiempo fue de rigor en la hacienda (Bengoa, 1990). Pero, más allá de los afluentes históricos, lo que resulta central es que, por un lado, el reconocimiento del valor instrumental del trabajo no solo no ha impedido la consolidación de significaciones subjetivas, sino que incluso, en la actualidad, el valor instrumental del trabajo posee en Chile una indudable significación subjetiva. La capacidad de producción de ingresos para la satisfacción de necesidades básicas y/o expectativas de consumo, en un medio percibido como extremadamente inseguro, móvil y demandante, aparece ya como un logro. Tener “pega” es concebido como un logro dignificante en sí mismo. Al mismo tiempo, el ingreso económico es un elemento de legitimidad personal, porque adquiere un valor indexal relevante en la medida en que responde exactamente a la lógica y valores del mercado tal como las personas lo perciben. La percepción del utilitarismo de las empresas, su falta de consideración por el factor humano, la preeminencia de una lógica de lucro que pone en último lugar el factor trabajo, hacen que el dinero adquiera, paradojalmente, el carácter de índice de reconocimiento. En un mundo percibido como especialmente orientado por las transacciones económicas y la usura y el máximo beneficio, los ingresos económicos se convierten en un signo relevante, por razones plurales, de valor personal.53 En efecto, la significación subjetiva del aspecto monetario e instrumental de la “pega” no está únicamente asociada al cumplimiento de expectativas sociales relativas al consumo, y su importancia para la distinción social (Moulian, 1998b; Stillerman, 2004 y 2005), sino que también toma otras significaciones, en particular asociadas a la esfera familiar. La familia y las obligaciones normativas para con ella se convierten, en una parte importante de los casos, en la referencia indirecta por la cual la relación con el trabajo entendida en términos de ingresos económicos puede constituirse en un dador de sentido, alejándose, de este modo, de ser simple evidencia de una pura relación instrumental. “Hay gente que está dispuesta más que otra a tomar riesgos, con el hecho de lograr no solo éxito, éxito económico sino
de otorgarles mayores posibilidades a tus hijos, darle más tranquilidad a tu familia y también la satisfacción de uno… Pa’ mí es re importante el tema, pa’ mí, probablemente muchos tipos te van a decir ‘no, que la plata pa’ mí no es importante…’ Y pa’ mí la plata sí es importante (ríe)” sostuvo Pablo, un profesional de clase media alta, quien, como lo hemos evocado, estaba a punto de reconvertirse en empresario. “Yo, bueno, además estoy incentivada porque mantengo mi plata, y esa plata la necesito para cubrir la universidad, para pagar el curso piloto, porque a mi marido no le da, entonces tenemos que estar los dos juntos, y apoyando esto”, dice Soledad (CM), quien declara trabajar básicamente para pagar los estudios de sus cuatro hijos y cuya trayectoria se ha orientado en función de los ingresos económicos más que del lado del sentido y coherencia profesional. Como los dos testimonios lo muestran, la provisión presenta una retórica que mantiene, por lo menos en apariencia, las determinaciones de género. Aparece, así, en dos modalidades: la provisión normativa en el caso masculino y la provisión oblativa en el caso femenino, lo que coincide con el hecho de que el trabajo se vive entre ellas como una prueba de amor maternal (Sharim y Silva, 1998). No obstante, es necesario considerar que esta última modalidad no puede ser leída como puramente sacrificial. Los ingresos, para las mujeres, son también una dimensión expresiva asociada a una ganancia de independencia. Ésta es una significación especialmente presente entre las mujeres de los sectores populares: la dimensión “instrumental” del trabajo (la prioridad otorgada a la obtención de ingresos) se reduplica en una dimensión claramente “expresiva” puesto que se juega en ello la posibilidad no tan solo de proveer a su familia sino de adquirir, gracias al trabajo, una mayor independencia en el seno de sus propias familias y sobre todo en referencia a sus maridos (Guzmán, Mauro y Araujo, 1999). Para las mujeres de los sectores populares, el trabajo es, así, indisociable de la dignidad y del orgullo en la medida que les permite asegurar un rol en el mantenimiento de la familia (Díaz, Godoy y Stecher, 2006: 47). Gracias a ello, una fuente importante de autovaloración. ¿Qué es común a este conjunto dispar de significaciones? El que todas ellas detallen una experiencia autorreferida con respecto al trabajo. Por cierto, estos sentidos son colectivamente producidos, pero no se inscriben más en referencia a significaciones hetero-centradas, y no se inscriben, tampoco, sino tangencialmente, en referencia a identidades profesionales
consolidadas. Lo que prima a la hora de enunciar la significación del trabajo son aspectos profundamente subjetivos que toman su sentido al reorganizarse –o no– desde la experiencia personal. Frente a los dos grandes escollos que son, por un lado, la acentuación de recorridos profesionales desarticulados y, por el otro, la transformación de los lazos sociales en el mundo del trabajo a causa de la generalización de la filosofía de la competencia, los individuos tienen que lograr darle un sentido autorreferido a su trabajo. He aquí el meollo de esta dimensión de la prueba laboral en Chile: partiendo de una familia plural de significaciones autorreferidas, puesta a ruda prueba en los recorridos profesionales y en los ambientes de trabajo, es preciso que los individuos busquen dotar de un sentido propio al trabajo. El rendimiento individual en la ardua tarea de producción de sentidos es una de las expresiones de la desmesura que enfrentan en relación con lo laboral. *** Las tres facetas de la prueba laboral que hemos explorado, aun cuando disímiles entre sí, confluyen en una realidad común. En todas ellas, en efecto, a través de procesos diferentes, se constata la experiencia de una exigencia desmesurada a desarrollar respuestas singulares. Ya sea en términos de los sentidos, de los recorridos, de la diferenciación antagónica producida por la flexibilidad o la competencia, sin descuidar, por supuesto, la omnipresencia del clima de desconfianza asociado al chaqueteo, lo que todos estos procesos diseñan es la realidad de un mundo laboral compuesto por una adición multifacética de experiencias que exigen una respuesta propia. Se trata de un ámbito en el cual, y cualquiera sea el tipo de empleo que se ejerza, lo que se vislumbra es un particular y paradójico sentimiento de soledad. Y tras él de dureza interpersonal. La desmesura laboral, ¿no es entonces la prueba manifiesta del triunfo del Homo neoliberal? ¿El advenimiento de un “nuevo” individuo como resultado de una combinación de bajos ingresos salariales, reducción de los servicios públicos, privatización generalizada de la actividad económica, precarización del derecho laboral, nuevos dispositivos de control gerencial, incremento constante de los anhelos de consumo? ¿No traduce esto la consolidación de un mecanismo de sumisión que, en nombre de la “libertad” de los actores, los condena –y encadena– de facto al trabajo, sometiéndolos
tanto más fácilmente a sus imperativos cuanto que les retira protecciones sociales y los gobierna, como lo hemos visto en el tomo 1, a través del endeudamiento? En breve, ¿no es esto acaso el corazón del Homo neoliberal, un individuo conminado antes que nada a definirse como un “sujeto económico”, y por lo tanto como un “empresario de sí mismo”? ¿Un individuo a quien le incumbe así, ya no solamente la responsabilidad de su autosustento económico, sino también la obligación permanente de sostener su “capital humano”? ¿El sujeto que emerge de este proceso, como lo anticipó Foucault (2004) en sus trabajos sobre la biopolítica, o Deleuze (1990) a propósito de la sociedad de control, no es, entonces, un individuo obligado a “hacer de sí mismo una empresa”, doblegado por la canalización de su deseo en el consumo, y por ende, el fruto indiferenciado de una economía y de una subjetividad? La prueba laboral testimonia, sin duda con mayor vigor que muchas otras, acerca de la fuerza del neoliberalismo en el país. Lo expresa con tanta mayor convicción que más allá de ella, impone un lenguaje y una percepción global de la vida social que hace que sea legítimo intercambiar, por ejemplo, derechos sociales universales (a la educación, a la salud) por créditos personalizados que garanticen el consumo de éstos bajo la forma de bienes de calidad. Su fuerza en todo caso testimonia sobre la realidad del neoliberalismo en el país y explica, por ende, el peso que le damos en nuestra interpretación. Sin embargo, y a pesar de lo anterior, su impronta no puede –no debe– llevar a unidimensionalizar la realidad. Los individuos no son nunca el mero fruto administrado de este proyecto. El proceso de individuación que los constituye pasa, también, por la expresión de otros anhelos como resulta patente incluso en las exigencias de horizontalidad activas en el mismo ámbito laboral o, como lo veremos en otros capítulos, en el deseo por asumir responsabilidades familiares, pero también por buscar formas singulares de realización de sí. Cierto, en mucho, la prueba del trabajo y sus desmesuras aísla a los individuos entre sí, los inserta en un horizonte cultural generalizado de competencia, destruye colectivos y solidaridades, los sobrerresponsabiliza a nivel de sus trayectorias laborales, junto con precarizar todas y cada una de ellas. Pero, al mismo tiempo, y a pesar de esta realidad, los individuos no dejan por ello de ser menos actores. Y lo son, por supuesto, no solamente cuando endosan los modelos de “subjetividad” que
se les imponen. Lo son también cuando expresan denuncias, muchas veces morales, de este universo y del chaqueteo generalizado que induce. Lo son cuando buscan darle un sentido personal a sus trayectorias, más allá del discurso, y a veces incluso en contra, del discurso sobre el capital humano y la necesidad de ser los “empresarios de su existencia”. Lo son, por supuesto, cuando en medio de la crisis de la significación del trabajo que es consubstancial al neoliberalismo, encuentran las maneras de dotar con otros sentidos sus actividades –ya sea en términos de virtudes profesionales, intensidades e incluso formas de sociabilidad–. Cierto, en las últimas décadas esta capacidad no ha dado lugar, sino muy parcialmente, a lo que algunos denominaran como “verdaderos” conflictos sociales. Sin embargo, y sin presagiar lo que el futuro depara, el proceso de individuación, tal como la prueba laboral lo revela en este capítulo, encierra muchos futuros posibles. En todo caso, sin ser el único dominio en el que esta realidad es perceptible, el trabajo es hoy en Chile uno particularmente duro, uno en el cual cuesta encontrar el equilibrio entre la lealtad frente al empleo y la conciencia personal; entre la usura de los antiguos lenguajes políticos y la generalización de idiomas morales; entre la interdependencia organizacional y la soledad subjetiva; entre la búsqueda de reconocimiento y la hostilidad cotidiana; entre una experiencia que no ha dejado de ser un elemento importante de la integración social de los individuos, y que al mismo tiempo, empero, declina y se vive cada vez más a través de significaciones heterogéneas y autorreferidas. La “pega” es, sin espacio para la duda, una prueba mayor de la individuación en la sociedad chilena.
La cuestión del mérito
El mérito –y su recompensa– es un asunto que ocupa fuertemente a los individuos en Chile. Su expansión como valor y elemento de enjuiciamiento se asocia con los cambios ocurridos en las últimas décadas y la intensidad con la que se instaló la lógica del mercado (cf. capítulo 1, tomo 1). Al mismo tiempo, es reflejo de una tendencia mayor del individualismo contemporáneo: aquella que valoriza el esfuerzo y el trabajo y, en particular, su recompensa, ya sea monetaria, ya sea en términos de movilidad social. Pero la pregnancia del mérito se relaciona, también, con el surgimiento y afianzamiento de extendidas demandas de democratización del lazo social (cf. capítulo 2, tomo 1). Desde esta última perspectiva, lo que es esencial para entender esta prueba, en rigor, es que en torno al mérito se juega una parte importante del sentimiento de justicia. O sea, no solamente el mérito es un principio de justificación y de autovaloración, sino que se constituye en una expectativa concreta a partir de la cual se evalúa la justicia de la sociedad. Mejor que muchos otros discursos, el mérito sintetiza un doble ideario: por un lado, se ubica en la estela de una demanda fuertemente legitimada por el modelo neoliberal de éxito personal y, por el otro, y al mismo tiempo, es una prolongación bajo otras coordenadas de un anhelo consuetudinario de igualdad social. El mérito, en virtud de la fuerza con la cual se lo reclama, y el peso que adquiere para la conformación de una imagen de sociedad y de las razones para la adhesión o no a ella, constituye una novedad en la sociedad chilena.54 Los resortes del mérito El mérito es una cuestión extremadamente sensible. Si se disipa o simplemente se hiere la convicción de que el proceso de selección favorece a los candidatos más meritorios, se derrumban los cimientos sobre los cuales éste apoya su legitimidad. Aquí está su verdadero talón de Aquiles. Como lo
veremos en detalle para el caso chileno, la arbitrariedad es el cáncer del mérito en la democracia. ¿Por qué? Porque sigilosamente, pero de manera más o menos visible, el peso de las herencias sociales se impone. Por supuesto, los individuos jamás ignoran esta faceta de la vida social. La ideología meritocrática convive en todos lados con un orden social en el cual las recomendaciones, las redes, el acceso privilegiado –y desigual– a la información falsean permanentemente la justicia enunciada. No es esto lo novedoso. La novedad en el Chile de hoy reside, precisamente, en la tensión que perciben y que vigorosamente denuncian los individuos entre estas dos tendencias contrarias. Por un lado, la conciencia de que jamás el país ha sido tan competitivo y con una invocación al mérito individual tan pronunciada como hoy, y por el otro, la convicción de que su reconocimiento está muy lejos de ser una realidad. Éste es el núcleo de la prueba meritocrática: la tensión que se produce en el encuentro entre el empuje coercitivo del ideal de la competencia, el que tiene como substrato legitimador al mérito, y la potencia de una experiencia social que muestra mecanismos en acción que ponen en cuestión este principio. A propósito de una utopía Comencemos por la utopía meritocrática.55 ¿Una sociedad puede realmente estar globalmente gobernada por el mérito? ¿Es posible concebir que las posiciones sociales se jueguen y vuelvan a jugar permanentemente? ¿No conspira esto contra la inercia de las posiciones y de las herencias, pero, también, y de manera sin duda más problemática, con otros criterios de justicia como la antigüedad en un cargo, un puesto obtenido por concurso o simplemente un statu quo indispensable para la continuidad de la vida social? ¿Es posible, es deseable, que todas las posiciones sociales, como en un hipotético equipo de fútbol, sean constantemente objeto de competencia? O, como lo indica con justeza Roberto Mangabeira Unger (2009: 244), ¿es posible eliminar la parte de “suerte” presente en toda “meritocracia”? ¿No exige esto, entonces, que una vez “socavada la clase en beneficio de la oportunidad, limitar luego la meritocracia en nombre de una visión de nuestra capacidad de compartir esa parte del destino que no podemos eliminar”? Reflexiones que recuerdan hasta qué punto detrás del reconocimiento del mérito yace, en el fondo, el proyecto utópico de una sociedad perfectamente móvil y competitiva.
En el caso chileno, si es verdad que versiones más o menos radicales de este proyecto son visibles en ciertos debates, no es bajo esta modalidad extrema como el tema del reconocimiento del mérito es movilizado por los individuos. No es en nombre de un mejor funcionamiento de la sociedad que es invocado, como ya lo señalamos, sino en nombre de la justicia. El anhelo de reconocimiento del mérito es, así, también, una pieza de convicción suplementaria respecto de la fuerza de las exigencias de transformación del lazo social presentes en el país. La fuerza de la temática del mérito es indisociable de sentimientos de frustración, así como de un extendido ejercicio crítico sobre la sociedad. Si es posible que para algunos, desde una mirada supuestamente “realista”, la frustración de los individuos sea considerada como efecto de una cierta ingenuidad, en ningún caso puede dejar de reconocerse la contundencia del hecho que muchos hayan persistido, y quieran seguir persistiendo, a pesar de todo, en aferrarse al horizonte de la meritocracia: asirse a la convicción de que ella es un camino para obtener, cierto que desde una perspectiva individual, una sociedad más justa. El mérito evidencia la coexistencia activa de modalidades distintas en que aparecen las demandas de justicia. Por un lado, a partir de la igualdad se exige un respeto a la persona en sí misma, más allá de sus realizaciones. Desde aquí testimonia, incluso en su vínculo evidente con los Derechos Humanos, sobre una valorización de la vida y de la persona como tales. El horizonte de la justicia se inscribe desde la igualdad de la ciudadanía. Por otro lado, y por el contrario, incluso en nombre de la igualdad, se anhela un reconocimiento diferencial entre los individuos. Desde esta perspectiva, la voluntad de materializar la justicia toma una expresión competitiva. La igualdad en la recompensa equitativa del esfuerzo personal es la que se convierte en el contenido de una promesa de justicia. Lo que se reivindica es la noción de un individuo que debe ser responsabilizado (y por ende recompensado diferencialmente) en función de sus logros y esfuerzos. O sea, de su mérito.56 Se está frente a una tensión específica entre los principios de igualdad y de movilidad, en la que la segunda prima sobre la primera a medida que el ideal de la meritocracia se impone (Méndez y Gayo, 2007). Por cierto, el discurso de la suerte, como lo veremos, no ha desaparecido en Chile, pero su presencia convive incómodamente con el mérito. La “chance”, la “suerte” siguen siendo percibidas como indispensables, al igual
que las “redes” y los “pitutos”. No obstante, se quiere creer que otra realidad es posible: una en la cual se juzga a las personas exclusivamente desde sus resultados. Si bien la “suerte” no es objeto de la misma crítica que la “cuna”, el debilitamiento de ambas como mecanismos de legitimación de las posiciones adquiridas testimonia acerca de la fuerza discursiva del mérito, y, tras él, al menos en parte, de la expectativa de un nuevo sendero de la igualdad. En este sentido, no es abusivo ver en el mérito un principio de justicia que, operando en una esfera específica, sobre todo en el registro de la promoción laboral y del ingreso, concibe como un acto de “tiranía”, para retomar la expresión de Michael Walzer (1993), toda intromisión externa (redes, pitutos…) en el proceso de evaluación. La expansión del mérito y sus matrices Sin haber estado nunca completamente ausente, el mérito jamás fue un pilar de la justicia en América Latina. El imaginario de la riqueza no fue sino en muy escasas experiencias percibido como puro mérito individual, incluso cuando ésta estaba efectivamente asociada al trabajo. El peso de las herencias y de los privilegios, pero también de las barreras sociales, hacía poco menos que ilusoria una reivindicación de este tipo. Entre la alcurnia extraída de la cuna (tan bien representada en Chile por los apellidos) (Stabili, 2003; Aguilar, 2011) y el golpe fortuito de la suerte que solo toca a algunos, no había, en verdad, espacio para el mérito. Hoy, por el contrario, el mérito se ha convertido en una fuente indiscutible de valoración personal y de evaluación de la sociedad. Su peso se expresa en el orgullo que los relatos transmiten, especialmente por haber sabido valerse a partir de su propio esfuerzo en una sociedad en la que, se entiende, todo se hace a través de “contactos” y de “conocidos”. Cristina (SP) lo expresa al relatar la manera en que consiguió su trabajo: “la verdad es que entré por méritos propios no más, no tenía a nadie”. Por “puro empeño”, nos precisa, yendo de un lado a otro “pasaba y preguntaba y volvía”. La expansión actual del mérito testimonia de una profundización del individualismo que, en este aspecto, no puede ser en absoluto ni enteramente disociado de ciertos valores introducidos por el modelo neoliberal como tampoco reducido a él. Ciertamente, y para empezar, la influencia del modelo neoliberal es patente en la valorización de la ambición personal, de la confianza en el esfuerzo propio, de la importancia del
“empuje”, de las “ganas” de tener éxito. En estos discursos normativos es posible observar, a nivel individual, la expresión de un modelo político colectivo. Los individuos, y esto vale en particular para los sectores de clase media, hablan del mérito como portavoces del sistema. De hecho, si entre las personas entrevistadas la distorsión del mérito por las lógicas sociales fue muchas veces denunciada, sin embargo, nadie denunció, por ejemplo, el discurso del mérito como una coartada para ocultar las desigualdades de herencia o la explotación. Esto es, se hizo una evaluación crítica del incumplimiento del principio, pero en ningún caso se planteó una visión crítica acerca del carácter o la función del mismo. Las frases son, en un primer nivel de enunciación, inequívocas: el que quiere, puede. ¿Qué se requiere para tener éxito en Chile? “A ver, hay que tener decisión, creerse el cuento, como uno le dice, ¿ya? Estar súper convencido, tener un objetivo muy claro y contar con los recursos ya sea económicos o tener acceso a quien te pueda financiar en lo que quieres hacer. Y yo te diría principalmente decisión”, respondió Néstor (CM), quien lo ve desde una perspectiva empresarial. En algunos, la ambición personal se convierte en un verdadero credo. Para triunfar, resumió Adolfo (CM), “tú tienes que ser ambicioso y trabajador”.57 Claudia (CM) es más moderada porque integra otros factores: “Para conseguir lo que uno se propone, creo que dos cosas son importantes: uno, tener perseverancia, el propósito y trabajar, trabajar, trabajar, y lo otro también es que alguien se dé cuenta que tú estas trabajando, trabajando y te tienda la mano”. Si atendemos a los testimonios con cuidado es posible ver que el éxito, en cuanto expresión de reconocimiento del mérito, es hecho residir en rasgos individuales. Pero, de manera importante, estos rasgos se especifican por su carácter difuso (y moldeable por tanto). La influencia del ideal neoliberal se asocia a una matriz retórica en la que, más que virtudes en la forma de hacer las cosas, se destaca la virtud de la potencia puesta en hacer las cosas. Esta definición que pone el acento menos en la modalidad que en la cantidad, se expresa en el uso de figuras asociadas a la dimensión energética de la acción. La fuerza, la decisión, la perseverancia, la garra aparecen como una retórica privilegiada de los fundamentos del éxito, especialmente en los sectores medios. Pero si talvez más que a propósito de cualquier otro elemento de la vida social, respecto al mérito es necesario reconocer la influencia de discursos
normativos que los ideales neoliberales han proyectado sobre la sociedad chilena, a ello es preciso añadirle, como lo hemos avanzado, una fuente adicional. Una en la cual éste se asocia preferentemente con la igualdad. Una perspectiva que, sin ser exclusiva, está bastante más extendida en los sectores populares. En esta matriz retórica, el mérito y el éxito son menos el fruto de una ambición individual o de la posesión de características cuyo sustrato es de tipo energético, difuso y maleable, que de un proceso de reconocimiento (cierto que individual) por parte de otros, a partir de marcos de criterios preestablecidos. El discurso de Roberto (SP), obrero migrante del sur del país, es sintomático. Para él, su éxito personal se funde con el incremento generalizado del nivel de vida en Chile, pero, sobre todo, su relato articula estrechamente el mérito al reconocimiento de los superiores: “primero, el que cumple, el que es respetuoso, buena persona, tiene mejores posibilidades”. “Tengo la suerte de que todo me lo han reconocido” y esto aun cuando estas apreciaciones no se traduzcan, necesariamente, por un aporte económico importante, “igual de repente que vaya el jefe y me diga ‘¿sabes?, te anotamos una anotación positiva en la hoja de vida’, igual es un motivo de satisfacción”. Detrás de los testimonios recién presentados se vislumbran las dos fuentes confluentes en las matrices retóricas que impulsan hacia el mérito: los ideales devenidos del mercado y aquellos vinculados con la igualdad. Matrices que tienen un impacto diferencial discernible en función de clase y que definen formas específicas de comprender el mérito y de evaluar sus exigencias y cumplimiento. En estos testimonios, asimismo, y más allá de estas diferencias, se revela la toma de conciencia del anhelo que el justo reconocimiento del mérito se imponga en el país, un proceso que a pesar de su carácter inicial resulta ya perceptible. Si las redes y los contactos son siempre actuales, la competencia se instala marcando una diferencia. “Cuando yo hablo con gente de mi familia, con mis tíos, ellos me dicen que antes todo era pituto, que si bien había una cuestión de méritos, si tú eras hijo de una familia ‘x’ era más fácil que ahora”, sostiene Sergio (CM). La cultura de la competitividad, sin abolir el juego de las redes, implica una tensión con otras exigencias, como aquella que hace que, en nombre de la competencia, las empresas busquen “tener gente con más talento”. No obstante, esta evidencia no es la que prima en la evaluación de la sociedad. No es la mejora en la instalación de este principio lo que gobierna los
testimonios, sino, por el contrario, la denuncia a la traición de sus expectativas. Es justamente la fuerza de sus anhelos lo que explica la virulencia de las críticas frente a los límites encontrados en un proceso que se percibe en curso. En resumen, si la sociedad chilena es globalmente percibida como siendo más competitiva hoy que ayer, y por ende más abierta al reconocimiento del mérito, esta innegable percepción de mejoría se traduce, por intermediación de las expectativas que despierta, en una explosión certera de frustraciones. El mérito, la escuela y la tecnocracia Para comprender la importancia del mérito es preciso entender esta inquietud desde registros diversos. Entre los factores en juego es importante subrayar que la cuestión del mérito es también el fruto de la impronta de un modelo tecnocrático que se afirmó con fuerza en las últimas décadas. La valoración del mérito no debe disociarse enteramente de esta realidad. Baste para ello recordar el aura (ningún otro término es posible) que rodea a muchos ministros de economía para entender hasta qué punto el mérito a través de la eficiencia técnica se ha convertido en una idea compartida.58 La credibilidad política depende de las certificaciones universitarias y expertas, las que, en última instancia, solo se obtienen en prestigiosas universidades extranjeras. Los títulos universitarios obtenidos en universidades extranjeras (y en primer lugar, los Estados Unidos) se convierten en garantías indiscutibles. Por supuesto, el fenómeno de la tecnocracia no es ni nuevo ni específicamente chileno. ¿Cómo olvidar a los “científicos” de Porfirio Díaz, en México, o a los “positivistas” en el Brasil? ¿Cómo obviar la influencia de la CEPAL y sobre todo del trabajo de Raúl Prebisch en los años sesenta? Sin embargo, en las últimas décadas se impuso una nueva versión de la tecnocracia: una que encontró en la economía (y en particular en la eficiencia de su gestión a nivel nacional) su principal terreno de expresión. En este proceso, el descrédito crítico de las antiguas políticas populistas fue a la par con la valorización de las virtudes de la enseñanza superior en el extranjero.59 La crítica a la tecnocracia es infrecuente,60 aún más, y por el contrario, es muchas veces, precisamente, en nombre de ella y de la “competencia” como se deslegitiman posiciones en el debate político.
El mérito, así, es el fruto de una competencia técnica, menos, mucho menos, en términos de innovación industrial que como una indispensable competencia gubernamental bien reflejada en Chile –como en tantos otros países–, por el Estado autoritario burocrático (O’Donnell, 1972), o, más recientemente, por el reformismo tecnocrático (Sorj y Martuccelli, 2008). Uno y otro han instituido, por lo menos parcialmente, su legitimidad desde la técnica como una manera de contrarrestar, en nombre de la eficiencia, muchas aspiraciones populares. Si el proceso ha tenido su máxima expresión en México (Centeno, 1994), en Chile la validación del modelo neoliberal a través de la ciencia y de la técnica ha sido también un factor importante, de lo que da testimonio el espacio que desde hace décadas se les otorga a los expertos en los debates públicos. Es ésta una realidad que conoció incluso una extensión durante los veinte años de la Concertación, en donde la valorización del experto se expandió desde la economía hacia las ciencias sociales, dando lugar a una nueva geografía de grupos expertos ligados a estos gobiernos (Silva, 2010). Este imaginario, en la medida en que apoyó su legitimidad sobre los conocimientos y las destrezas técnicas, participó en la expansión y afirmación de un credo meritocrático, valorizando así, sobre otras bases, ajenas a la igualdad o a la movilidad social, la escuela y las certificaciones educativas. En todo caso, es indispensable considerar la asociación entre estas dos realidades, por alejadas que parezcan en un primer momento, el mérito y la tecnocracia, cuando se trata de recrear la complejidad de líneas que se esconden detrás de este anhelo.61 Los límites al logro del mérito El horizonte del mérito se revela en tensión. Expresivo de lo anterior resulta el que, con frecuencia, en una sola frase los individuos articulen realidades antagónicas. Es el caso de Gabriel (CM), quien por un lado reconoce el vigor del cambio, “yo creo que sí han habido cambios, ya no están los apellidos, ya no está la alcurnia, está la plata y eso significa un cierto grado de movilidad”, pero, por el otro lado, confirma el peso de las relaciones personales y, sobre todo, del “sistema educacional que hace que al final los que tienen, sigan teniendo…”. Chile es hoy una mezcla de clase y de meritocracia, o sea, de herencia y de mérito. Es ésta una lógica que combina el reconocimiento del esfuerzo individual con la permanencia de una transmisión hereditaria
familiar, ya sea por las ventajas económicas, culturales o sociales (Shavit y Muller, 1998). Pero la combinatoria se especifica de tal manera que, como ha sido puesto en evidencia ya por otros estudios, los individuos reconocen que la sociedad chilena está más subjetivamente orientada al logro individual y a la meritocracia que lo que objetivamente revelan las trayectorias (Núñez, 2004b). En consonancia con esta brecha constitutiva, la fuerza de la prueba del mérito en el Chile de hoy se mide, antes que por testimonios de su realización, por el vigor de las denuncias de las fallas en su cristalización. La experiencia del mérito es tanto más frustrante cuanto más altas son las expectativas de los individuos, de allí que el sentimiento de injusticia se decline de manera distinta en función de los perfiles de los actores. En nuestra investigación es observable un escalonamiento entre los hombres de clase media, quienes fueron aquellos que más denunciaron los obstáculos al justo reconocimiento del mérito, luego las mujeres de clase media y los hombres de los sectores populares, casi a igualdad porcentual, y, por último, en proporción sensiblemente menor, las mujeres de los sectores populares. Sociografía nacional de un sentimiento específico de injusticia. Vistas de cerca, lo que estas diferencias revelan no es que las capas medias tengan más conciencia crítica o un número mayor de experiencias que denunciar; lo que en ellas puede leerse es que las capas medias se frustran porque creen más, o, más exactamente, creen más que habría que creer. La cautela de los sectores populares respecto a la promesa meritocrática, en cambio, se encuentra asociada con experiencias históricas y cotidianas que ponen en entredicho la oferta, debilitan las expectativas y, por tanto, adelgazan el fundamento de la denuncia. Son estas experiencias las que explican también el hecho de que las denuncias aparezcan mucho menos en el caso de las mujeres y especialmente las de sectores populares. Siendo las expectativas menores, debido a la experiencia histórica y actual de discriminación, los reclamos también lo son.62 Si las denuncias son mayores en las capas medias es porque las expectativas tienen especial pregnancia en ellas,63 aun cuando, como veremos, al mismo tiempo, son las más activas en utilizar mecanismos que ponen en entredicho el principio que defienden. En cualquier caso, la frustración y la denuncia se asocian con la percepción de un número importante de límites. Algunos de éstos poseen cierta legitimidad –sobre todo la educación–, otros, por el contrario, son denunciados como abiertamente ilegítimos. En todos los casos, no obstante,
la experiencia de los obstáculos a la cristalización del principio del mérito produce una herida de consideración al sentimiento de justicia. A continuación analizaremos una lista no exhaustiva pero sí relevante de estas barreras. [1.] Las certificaciones educativas como barrera. En primer lugar, y especialmente entre los miembros de los sectores populares, la educación, en verdad las certificaciones, aparecen como un obstáculo infranqueable.64 En Chile, dice Denisse (SP), “el título te lo da todo. Yo me siento súper limitada por mi título, siento que tengo experiencia, siento que tengo ganas, siento que soy capaz de muchísimas cosas, pero el título es una limitante. Si no lo tienes estás fregada con respecto a lo profesional”. “Está muy difícil la vida para conseguir lo que nosotros nos proponemos”, concuerda Olga (SP). “Yo quiero tener un trabajo en que pudiera ganar lo que me merezco pero veo que es difícil. Hoy día, si la gente no tiene educación, no puede aspirar a muchas cosas”. No hay salvación sin título.65 Este obstáculo revela ser más complejo de lo que pudiera suponerse a primera vista. Su naturaleza es ambigua e incluso paradójica. Por un lado, los estudios constituyen para muchos entrevistados la posibilidad de acceder a mejores posiciones sociales gracias al reconocimiento del mérito de los que éstos serían la prueba, pero, por el otro lado, y cuando los actores no disponen de ellos, las certificaciones son percibidas –también– como un cierre insuperable de horizontes. Una condición que vela habilidades y conocimientos devenidos de caminos no institucionales de aprendizajes y desarrollo. Un cierre que muchos perciben como una injusticia. En muchos, la conciencia de esta situación es muy clara, como en Isabel (CM), quien dice respecto a la promoción en un área para la que no está habilitada formalmente: “he conversado con mi jefe y me dice, ‘mira, yo veo todo lo que tú has hecho, veo toda tu trayectoria, todo tu curriculum pero a ti lo que te falta es el título no técnico, sino que el título profesional”. Su conclusión es clara: “la única manera de reposicionarse es tener un cartón”. Una posibilidad en general abierta a los sectores medios altos. La conciencia de esta realidad es también prístina entre los sectores populares, pero la percepción de no poder remontar este límite es mucho mayor. Ello no solo por lo que suponen las enormes diferencias en oportunidades y resultados según clase social en todos los ciclos educativos que caracterizan el país, sino porque las opciones de formación continua no están al mismo alcance
de estos sectores que de los sectores medios. En efecto, los sectores menos favorecidos enfrentan hoy el deterioro de la educación pública escolar (Razynski, 2010), y sus efectos en la cadena posterior de acceso a educación de calidad en el siguiente ciclo (Gajardo Ibáñez, 2006), al mismo tiempo que la privatización de la educación que implica niveles de gasto o de endeudamiento, especialmente en el tercer ciclo, hacen virtualmente imposible para muchos continuar educándose o rectificar rumbos respondiendo a las exigencias que se enfrentan.66 Retengamos la paradoja: las credenciales educativas que, como veremos, son el principal soporte del mérito, son, también, una expresión y una fuente privilegiada de injusticia. [2.] Cortesanos, estatus y jefes. En este caso, la justa recompensa al mérito se ve socavada por el ejercicio desregulado de poder por parte de los superiores. Frente a su uso –y su abuso–, Cristina (SP) expresa su malestar y su resistencia a poner en práctica ciertas actitudes que asegurarían la estima de éstos: “Que uno, por ejemplo, si yo hago bien mi trabajo yo no tengo que andarle ofreciendo cafecito, por ejemplo, a mi jefe para que él encuentre que lo que yo hago lo hago bien, te fijas, independiente de que yo, si quiero, después le ofrezca un café, pero que no sea ese el medio para que yo sea considerada”. Una jerarquía de posiciones que para otras personas refleja menos un juego de interacciones y más una simple injusticia estatutaria. Loreto (SP) subraya, así, cómo en su trabajo hay gente que está “más protegida que otra, pero no porque sea amiga del jefe sino que porque tiene otros niveles de protección… por una vía institucional”. Una situación estructural que hace que, en su caso, y dada la precariedad de su contrato de empleo, no haya “ningún reconocimiento” incluso “con la gente que se sabe que es capaz”. En estos relatos, los individuos subrayan que el mérito necesita ser reconocido para poder ser recompensado. Ellos perciben que como este proceso se desenvuelve en medio de relaciones sociales y, por supuesto, en función de las diversidades estatutarias de unos y otros, el reconocimiento del mérito personal se decide en función de las lógicas que gobiernan interacciones u ordenan estatus y no por las virtudes individuales. Detrás de este sentimiento se advierte, a la vez, un juicio moral y un juicio de clase. Lo que subyace es la conciencia de que, puesto que el mérito puede ser un peligro en un país marcado por la inconsistencia de las posiciones sociales, es mejor controlar y obstaculizar in nuce su recompensa. Uno nunca sabe…
Javier (CM), ingeniero cesante en el momento de la entrevista, lo expresó crudamente: “Tampoco es bueno que te vaya tan bien (…) Las redes de poder, o las redes de capacidad de gestión empiezan a estar preocupadas, porque hay personas que están siendo demasiado progresistas, demasiado de vanguardia, demasiado inteligentes, demasiados capaces, demasiado ‘bubu’”. Precisa: en muchos de sus trabajos “siento que he tenido… la sombra de terceros, de terceros que han tenido el temor de que yo me coma el trabajo del de al lado o de mi jefe”. Hay que aprender a ser cortesano. Porque a los que les va bien “son los que están dispuestos a agachar la cabeza”.67 Las evaluaciones se ordenan en función de criterios otros a los del desempeño de la tarea. Es posible, por cierto, que en este comentario, y en otros similares, existan dosis de racionalización o de justificación de las propias dificultades. Pero se encuentra en ellos, también, la expresión de lo que se percibe como una legítima frustración: la expresión de un conflicto entre individualidades que poseen cada vez más aspiraciones y que se sienten dotadas de nuevas capacidades, y una lógica laboral y societal que pone freno a estas energías. [3.] La pega no paga. El salario es la primera recompensa del trabajo en una sociedad capitalista. Su insuficiencia alimenta evidentemente formas importantes de frustración. Para muchos, en todo caso, el trabajo hoy en Chile “no paga” lo suficiente.68 Esta es una cuestión especialmente álgida en una sociedad en la que el dinero se ha convertido, como lo hemos discutido ya en el capítulo anterior, en un elemento constitutivo y, por tanto, en una dimensión legítima del reconocimiento, y en la que el consumo es un instrumento principal para la distinción. La moderación de los ingresos no solamente entraña obstáculos en el advenimiento de una sociedad de consumo (capítulo 1, tomo 1), también produce formas agudas de frustración ante el esfuerzo. “Me han tocado las dos situaciones: mirar el personal hacia abajo y mirar al personal hacia arriba”, señala Néstor (CM), “Se da mucho aquí que la gente no se siente comprometida con su trabajo”. Una situación que, entre otras razones, explica por qué los asalariados no tienen “el compromiso de ser parte de un grupo y de obtener resultados como grupo” porque “cuando se dan los resultados muchas veces las empresas no les reparten la torta hacia abajo”.69 La frustración engendra, aunque en grados diversos, retraimiento y desencanto. Eduardo (SP) contó, cómo no habiendo conocido aumentos
salariales desde hace años en sus distintos empleos decidió, entonces, “hacer mi trabajo a mi ritmo, tan simple como eso”. Experiencia similar a la de Fernando (SP), cocinero, quien pasó de auxiliar a cocinero en un hospital, “y eso fue bueno, porque ya te reconocen el trabajo, pero después el sueldo no acompaña”. El mérito no paga. El sueldo no acompaña. Los bajos salarios contradicen la creencia en el mérito y su recompensa y, de paso, ponen en cuestión los valores que se han solido asociar al logro del reconocimiento. Por ejemplo, la honestidad. El mérito de la honestidad se contrapone en algunos a la plata fácil y delictiva. “Mire, si una persona no ha trabajado nunca y tiene un feroz chalet, los autos últimos modelos… ¿de dónde sacó ese auto?”, pregunta Ingrid, habitante de un barrio popular, sobreentendiendo que se trata de traficantes de drogas, antes de proseguir: “yo tengo una casa de dos pisos, pero me costó el sudor de mi frente, de mi familia, y trabajando así po’”. Otros son más enfáticos en la crítica: “Las personas que surgen generalmente no son personas muy honradas, de repente hay que hacer una triquiñuela para poder surgir (…) Porque las personas que surgen así más rápidamente hay que tener, no hay que ser muy honesto, eso se ve en todos lados que de repente no hay que ser tan honesto y ser un poco malo… Con su trabajo uno subsiste, solamente subsiste”, piensa Cristóbal (SP). Los bajos salarios y sus consecuencias actúan erosionando valores y apuntalando la transgresión. Este aspecto salarial ha sido teatro de importantes discusiones en los últimos años. Los debates sobre el nivel de los salarios reales y su necesaria moderación frente a la globalización; la necesidad –o no– de instaurar, por ley, un salario justo; el incremento efectivo de los ingresos en las últimas décadas y su desigual reparto, son, entre otros, ejemplos de ello. Sin desconocerlos, los individuos subrayan, no obstante, otro aspecto. A la vez más vivencial y más normativo. Quisieran creer –sentir– que el esfuerzo, su esfuerzo, es recompensado monetariamente. El salario es un indicador del funcionamiento meritocrático en la sociedad. [4.] Privilegios y discriminaciones. El origen social aparece como un obstáculo principal a la justa recompensa del mérito. Claudia (CM), quien hace de su empuje la clave de su éxito empresarial, no duda en reconocer que “hay gente que lo marca mucho su condición. Si este país no es igualitario, no se nos abren a todos las puertas con la misma facilidad, o sea, sabe, ‘yo soy Claudia yo vendo, no sé, afiches’, no es lo mismo que otra persona no sé
con otro apellido, con más contacto, que su papá es empresario… Yo creo que hay gente que se le abren las puertas con más facilidad y hay gente que ni siquiera se atreve a golpear puertas, o sea por la inseguridad, la pobreza crea inseguridad, entonces, no todos tenemos la misma base”. En otros, la diferencia se jugaría a nivel del “carácter estético”, en verdad, en los rasgos fenotípicos. Esteban (CM) como Gabriel (CM) evocan el “tema de apariencia física, o sea, no sé, es una cuestión súper estigmatizada”, al punto que para tener éxito, el “tener cierto aspecto físico también es útil”, concuerda Adolfo (CM). Marisol (CM) piensa algo similar: el mundo laboral es un universo “injusto, clasista, un mundo para unos pocos que tuvimos la suerte de estudiar en buenos colegios, incluso de tener apariencias físicas determinadas, es un mundo cruel, bien cruel”. Y de todas formas se impone un criterio social: “Si hay una persona muy preparada que viene de un estrato social más bajo versus una incluso menos preparada de un estrato más alto, queda la más alta, y, además, como la educación de los colegios es tan dispar…”. ¿Qué hay de nuevo en esto si la discriminación y las lógicas de los privilegios son una constante en el país? La novedad reside, para volver a situarla, en la masiva frustración expresada por los entrevistados, pero, asimismo, en el hecho de que ésta se haya enunciado por lo general en primera persona. La discriminación étnica y los privilegios de clase, a los cuales se podrían añadir otras dimensiones, por colectivos que sean en su producción y mantenimiento, son denunciados desde experiencias personales. Es en esta alquimia donde reside la novedad. La constitución de una experiencia de injusticia que mezcla elementos colectivos y avatares singulares, que piensa el horizonte de la justicia –y del mérito– a escala individual, que evoca la igualdad a la vez como un principio común y como una coartada para justificar la ambición personal. [5.] El sexo del mérito. Por último, en una lista que podría alargarse, el no reconocimiento del mérito es un tema que se declina diferencialmente según género, aspecto enunciado reiteradamente por las mujeres de clase media. Es cierto que ello puede ser considerado como una figura más del caso anterior (privilegios y discriminaciones), pero su presencia y su fuerza son tales que merecen un párrafo aparte. Esto es así porque a diferencia del declive de la conciencia de clase o de la conciencia tácita (y muchas veces no verbalizada) de las discriminaciones fenotípicas, el no reconocimiento del
mérito por razones de género no cesa de ganar terreno a nivel de las conciencias. La fuerza de estos testimonios, y el vigor del sentimiento de injusticia que revelan, son inseparables de la afirmación creciente en las últimas décadas de una conciencia de género en el país. Una manera de afirmar hasta qué punto el reconocimiento del mérito, por individual que sea su expresión, como lo hemos subrayado, es indisociable de transformaciones colectivas. Pero vale la pena subrayar que se trata de un avance en las conciencias que, como lo revela su restricción a las capas medias en el caso del mérito, tiene un signo de clase. Corroborando otros resultados, nuestra investigación mostró cómo la inscripción de la conciencia de género es especialmente importante en los sectores más beneficiados a diferencia de los sectores populares, aunque la brecha disminuye entre las mujeres más jóvenes (Mora, 2006). Los motivos de discriminación evocados son varios: “Por ejemplo, hay una niña que era la mejor alumna y se le ocurrió tener guagua y no le dieron el premio a la mejor alumna”, Beatriz (CM).70 Susana (CM) es contundente: como mujer, para tener éxito, “tienes que esforzarte el doble”. Más allá de las diferencias en los motivos, es el mundo laboral en donde la discriminación genérica asociada al problema del mérito resulta especialmente patente: “Si tú quieres ser recepcionista tienes que ser mujer; quieres ser gerente general, tienes que ser hombre” afirma sin inmutarse Marisol (CM). Isabel, quien se desempeña en gestión administrativa, expresa un juicio similar. Para ella, los escollos profesionales para el reconocimiento del mérito, y por ende para que las mujeres puedan hacer una carrera, son innumerables. Para triunfar, precisó, “lo primero es haber nacido hombre, se te habrían abierto muchas más puertas. Lo segundo, es difícil luchar, yo en realidad he trabajado en una empresa que está diseñada para hombres, y que es de hombres, prácticamente. Es difícil como mujer abrirse paso. Hablando con un jefe hace mucho tiempo yo le dije ‘¿sabís que encontré la clave?: la única manera de que en una sociedad como ésta y en una empresa como ésta uno logre abrirse paso… es ser una mujer bien hombre’”. Ser una mujer bien hombre. LAS TENSIONES OBSERVABLES ALREDEDOR DEL MÉRITO deben comprenderse en el marco de una transformación más general. Se trata de un cambio en el cual la cultura, al incrementar y legitimar los anhelos de realización personal, termina por cuestionar principios consuetudinarios del
orden social. En este sentido, y a diferencia de lo que durante mucho tiempo afirmó el pensamiento sociológico, para el que la cultura (ya sea por interiorización de normas o por incorporación de hábitos) era lo que aseguraba el ajuste entre la sociedad y la personalidad gracias a la socialización, ésta posee hoy en día una función más ambivalente. Esta constatación no es una novedad; sin embargo, también es cierto que la mayor parte de los sociólogos se contentaron con interpretar las desviaciones como anomalías marginales. Para el mainstream de la sociología, como Durkheim y Parsons lo encarnan de manera contundente, la cultura, a través del proceso de socialización, era lo que garantizaba el acuerdo entre las expectativas personales y las chances objetivas. En el fondo, lo que se sostenía era que los individuos solo deseaban lo que pensaban que podían legítimamente obtener. La situación contemporánea es muy distinta. A diferencia de lo que supuso el pensamiento clásico, la cultura es hoy día una máquina que produce una inflación enorme de expectativas individuales. La razón de ello no se encuentra, necesariamente, como algunos lo han podido afirmar, en el modernismo (Bell, 1982), sino que vale la pena considerarla como una consecuencia más o menos directa de la impronta del mercado sobre la vida social. El mercado crea un conjunto de expectativas cada vez mayores, engendrando una inadecuación estructural entre nuestras aspiraciones personales y nuestras oportunidades objetivas.71 Los actores tienen expectativas que sobrepasan estructuralmente sus posibilidades de realización (Bourdieu, 1997). La cultura –las industrias culturales y el mercado– engendran deseos que, inscribiéndose como expectativas en los individuos, instauran una frustración a veces generalizada en situaciones sociales incapaces de satisfacerlas. La cultura ha cesado de ser solamente un factor de integración entre el individuo y la sociedad, y es también un factor activo, cada vez más frecuente, de fisión entre uno y otro. El mérito es hoy en Chile, como el consumo (capítulo 1, tomo 1), la expresión cabal de este proceso.72 Ahora bien, si las frustraciones frente al reconocimiento del mérito son múltiples, como venimos de desarrollarlo, los caminos posibles para obtener el “éxito” son básicamente dos. Un atajo: las redes. Una puerta: las certificaciones educativas. Veamos con detalle ambas vías.
El atajo hacia el éxito: las redes versus el mérito Antes de empezar nuestro argumento es necesario hacer algunas precisiones que aporten a la claridad del mismo. Para empezar, vale la pena aclarar una doble ambigüedad que de no ser explicitada podría distorsionar la comprensión del mecanismo de las redes en su relación con el mérito. Primera aclaración: si bien todos denuncian al mecanismo de las redes, al menos a nivel de los principios, el recurso a las mismas y la confesión de su utilización es ampliamente generalizada entre los entrevistados. Es decir, que hay una convivencia entre denuncia y práctica. Lo importante es que esta simultaneidad no debe ser tomada como resultado de una anomalía moral de los individuos, sino que ella se constituye en el objeto mismo que se ofrece para la comprensión del fenómeno social en juego. En toda sociedad, en todo período histórico, el recurso a las redes y a los contactos personales, el a veces denominado capital social, es un recurso importante en las estrategias de movilidad tanto individuales como colectivas. Pero en Chile este recurso consuetudinario es objeto hoy de críticas, la mayoría de las veces muy severas, en muchos casos inéditas. Detrás de ellas, por lo tanto, no es una simple continuidad lo que se vislumbra, sino una nueva demanda de justicia. Dicho en otros términos, que las redes puedan ser consideradas desde cierta perspectiva como un recurso positivo y deseable no anula el hecho de que ciertas funciones de las mismas puedan ser evaluadas negativamente así como tampoco que se transforme históricamente su valor y legitimidad. En segundo lugar, resulta indispensable precisar que nuestro análisis parte por romper con ciertos estereotipos activos en las ciencias sociales. Romper con una atribución de rasgos que se creyeron o se afirmaron como específicos de la región, y que colaboraron a crear la imagen de un continente transgresor (Araujo, 2009e). La idea de que los “favores” primaron sobre las “leyes”, o la “persona” sobre el “ciudadano”, como escribió Roberto Da Matta (2002) hace décadas, o, para enunciarlo en los términos de un análisis efectuado desde la teoría de sistemas, que la diferenciación social en Chile “mezclaría” formas de diferenciación funcional con modalidades informales de redes de estratificación y reciprocidad (Mascareño, 2010; también en parte, Cousiño y Valenzuela, 1994). En todos los casos, es la existencia de “perturbaciones” en el justo
ejercicio de la ley y en el funcionamiento de las instituciones, en mucho a causa de las redes, lo que se denuncia. El problema de estas interpretaciones es que, cualquiera sea la justicia de su análisis para el caso latinoamericano, tienden a subestimar en exceso el hecho de que todas las sociedades están atravesadas por múltiples relaciones sociales de “ayuda” entre los actores. Relaciones que se dan más allá de la existencia o no de mecanismos de solidaridad impersonales, y en medio de sociedades que se conciben como racionales, funcionales o instrumentales.73 Evocar lo anterior es importante: la utilización de las relaciones sociales como recursos (o capital) es un hecho generalizado más allá de la región. Ciertamente, esto no impide reconocer que haya en el lazo social elementos y mecanismos relacionales particulares que pueden tener consecuencias específicas a nivel de los procesos de individuación, pero el punto de nuestro argumento es que esta posibilidad no debe conducir a concebir, por ejemplo, el compadrazgo, y aún más el clientelismo, como elementos idiosincráticos exclusivos de la región (puesto que estos recursos interactivos también están presentes en otras sociedades, desde el África subsahariana hasta los Estados Unidos). Por supuesto, su presencia es disímil y es esta disimilitud, dentro de concepciones diferentes del lazo social, la que es la clave interpretativa. En el caso chileno actual, la pregunta por la especificidad nos retrotrae a la prueba de la inconsistencia posicional. CON EL FIN DE PERMANECER EN UNA POSICIÓN SOCIAL estructuralmente inconsistente, es preciso que los individuos pongan en práctica un conjunto dispar de estrategias para yugularla. En Chile, estas estrategias suponen formas particulares de contrato entre parientes o amigos que implican intercambios de favores y de amistad. Dan, así, lugar a un trato preferencial o a una ayuda, sobre todo cuando los miembros de las capas medias hacen frente a una dificultad para acceder a un bien o servicio o cuando tienen una necesidad económica (Lomnitz, 1971). En breve, este sistema reposa sobre reglas de endeudamiento y de obligatoriedad recíprocos en el marco de una ideología de la “amistad” basada en una lógica de favores y devolución de favores. Éste es un aspecto que se activa cuando las capas medias se enfrentan a las deficiencias del mercado, de los servicios o a la transformación de la protección social. Vale la pena notar que estos códigos del favoritismo se basan en la “confianza”, y se trata de un modo de
acción que, aun cuando muchas veces transgresivo, invoca, para operar, “valores humanos”. Una estrategia relacional que tiene reglas precisas: para pedir un favor, se empieza pidiendo un “consejo”, de tal manera que si ello no es posible, nadie pierda el buen semblante. Con el fin de paliar la inconsistencia de las posiciones sociales es preciso disponer de un conjunto de relaciones sociales (de compadrazgo, de clientelismo, de padrinazgo, de amistad…) que juegan un papel mayor en la regulación y en la reproducción de la posición social, y, más allá de ella, en la formación de los mismos individuos. Un rol de reproducción de clase que hace de las relaciones personales un recurso estratégico decisivo, y que es susceptible de declinarse en diferentes estrategias interactivas: desde lo que pueden denominarse como verdaderas “argollas”, hasta los más informales – pero siempre eficaces– “contactos” presentes en tanto que fuente ordinaria de información o de favor en muchas actividades cotidianas (Sánchez, 2009). Frente a la inconsistencia posicional resulta indispensable construir y tejer vínculos que incrementen la certidumbre de poder contar con la ayuda del prójimo.74 En el país, es probable ver en estas actitudes una continuación, sobre nuevas bases y prácticas, de acciones que, con prudencia, pueden ponerse en relación con la matriz sociopolítica de la hacienda. Es en ella, amén de tantas otras significaciones, en donde se podría encontrar la raíz de la “distancia antropológica” que ya hemos evocado entre el patrón y los peones (capítulo 2, tomo 1), y de formas excesivas de poder que se ejercían empero en el marco de compromisos morales asimétricos. En este universo, la desigualdad de recursos y de poder entre individuos fue tal que inevitablemente toda aspiración igualitaria tuvo que inclinarse ante la realidad de la asimetría (Bengoa, 1990). El clientelismo ilustra a cabalidad esta perversión. El poderoso hace y deshace, ordena y castiga, recompensa o excluye, y lo hace porque se encuentra en el centro de una red de favores y de deudas a las que ha logrado progresivamente extirparles toda dimensión general con el fin de fabricar vínculos exclusivamente particulares. La familiaridad personalizada con el patrón fue el gran mecanismo de la arbitrariedad discrecional. La insuficiencia de bienes y derechos hizo que el acceso a unos y otros dependiera en ciertos contextos del recurso a intermediarios más o menos asimétricos, en otros, de la única potestad del patrón.
Las formas más extremas de este modelo, sin lugar a dudas, han desaparecido. No obstante, la sombra cognitiva de este modelo relacional está siempre presente. Su presencia es activa, por ejemplo, no solo en el clientelismo político o en la actitud utilitaria y consumista que los ciudadanos tienen con sus derechos sociales, sino también en las demandas de los de abajo a los de arriba. Aquí, como ya Mauss (1991) lo entrevió a través de su estudio sobre el don, el verdadero poder de los de arriba consiste en su capacidad de imponer su voluntad merced a su capacidad de dar más que sus rivales, en desmedro de lo cual, inevitablemente, el poderoso –el patrón o el Estado– pierde su majestad y poderío. Ayudar a los de abajo es el precio, sistemático y continuo, que es preciso pagar para validar la fuerza del poderoso y preservar la relación privilegiada (o sea asimétrica) que tiene con sus clientes. Ahora bien, si lo anterior pudiera, con prudencia, insistimos, ser considerado como una herencia cognitiva transversal en la sociedad chilena, vale la pena a estas alturas más bien detenerse en las formas actuales y diferenciales que las redes toman para los individuos. Tres cuestiones principales respecto a la declinación de la prueba del mérito en la sociedad chilena actual deben así ser explicitadas. En primer lugar, el recurso a las redes está particularmente presente en los sectores más acomodados. Pero, y esto es central, con diferencias en capacidades para la movilización de las redes y toma de posición crítica respecto al mérito entre aquellos que pertenecen a lo que se podría llamar una clase media en ascenso y aquellos cuyo tiempo de pertenencia a este grupo social y sus raíces están en él más extendidas: la clase media instalada. Los primeros con menos redes, pero con un rápido y constante aprendizaje de las estrategias para su movilización, desarrollan posiciones críticas con mayor amargura que los segundos. En cualquier caso, el uso de una red fue admitido por tres cuartas partes de los hombres y la mitad de las mujeres entrevistados de las capas medias contra apenas un cuarto de los miembros, hombres y mujeres, de los sectores populares. Por supuesto, esto puede ser interpretado como resultado de los diferenciales de capital social en ambos grupos.75 En segundo lugar, si la distinción entre lazos fuertes y débiles, se ha convertido desde los trabajos de Marc Granovetter (1973) en una diferencia clásica en lo que concierne a la relación entre tipos de redes y obtención de
empleos, en los testimonios recaudados, y sin que esta distinción pierda del todo su valor, es otro aspecto el que fue traído a la luz. En nuestras entrevistas, la distinción entre lazos débiles que sirven para hacer contactos (tener acceso a la buena información) y lazos fuertes (aquellos que en el sentido más preciso del término se pueden concebir como una “red”) se desdibujan una y otra vez. O mejor dicho, los lazos débiles (los contactos) tienen de una u otra manera que estar insertos dentro de lazos fuertes (una “red”) para obtener su verdadero potencial práctico. De allí que, más allá de la mayor frecuencia con la cual los miembros de las capas medias evocan las redes con respecto a los sectores populares, ambos las evocan desde un saber similar: el contacto solo tiene sentido práctico duradero inserto en una red.76 En tercer lugar, y a pesar de lo anterior, la distinción es clara entre los sectores populares, quienes en sus relatos dan cuenta más bien de pitutos o de contactos que de verdaderas redes, y las capas medias, las que evocan tanto al contacto como al apoyo más estructural y permanente de auténticas redes. Donde las capas medias usan las redes para mejorar su acceso a las instituciones formales (Barozet, 2006), en los sectores populares, los contactos, incluso cuando toman la forma de “redes” tienden a operar como un mecanismo informal de protección frente a la exclusión (y muchas veces frente a los límites de las instituciones).77 Un proceso que, como algunos estudios dejan entrever, se tiende a transmutar en el caso de las élites en una auténtica “argolla”.78 No solamente los grupos socioeconómicos más altos tienen más capital social que los sectores populares, la naturaleza del mismo no es nunca similar. Trabajar las redes Vayamos a una cuestión esencial. Si hay una lección que reciben los individuos en este ámbito es que cualquiera que sea la forma o la densidad de una red, lo importante es saber usarla. Es esta verdad la que, como lo iremos viendo, complejiza profundamente la relación que los individuos tienen con el mérito. Si es cierto que las redes por sus diferenciales introducen una cuña en el mérito, por el otro lado, como los mismos individuos lo afirman, incluso cuando se dispone de redes es imprescindible saber activarlas, sostenerlas, trabajarlas, lo que, curiosamente, engendra una forma específica sino necesariamente de mérito por lo menos de esfuerzo. Es
verdad que muchas redes se heredan, pero incluso éstas deben ser sostenidas, y en último análisis, la responsabilidad de su mantenimiento, dada la trama social en la que se halla preso el individuo, recae sobre él. Las redes conspiran contra el justo reconocimiento del mérito, pero sostenerlas implica un esfuerzo personal que puede aportar significativamente a alcanzar formas de recompensa y éxito. Veámoslo con detenimiento. Para la mayoría, las redes son concebidas como un dato indiscutible de la realidad. “Yo creo que (las cosas) se consiguen más políticamente que técnicamente en las relaciones sociales”, dijo Victoria (CM). Una evidencia que se manifiesta en la vida cotidiana ya sea para buscar una pega, tener una información, o para arrendar un departamento, como el hermano de Marisol (CM), quien cada vez que requiere algo, empieza moviéndose, buscando “saber quién conoce a tal persona o quién lo recomendó, porque como tiene buena instrucción, ingeniero civil industrial de la Chile, siempre está tratando de saber quién es el gallo y quién lo conoce”. Las redes son más que un facilitador. Son “la” clave. “Los microempresarios que se la machucan, se la machucan, pueden haber muchas posibilidades… pero si no tienes un pituto estás jodido. Como dicen, en todos lados se cuecen habas” Marta (SP). Pero, se requiere agregar que el testimonio de la existencia y peso de este factor aparece en casi todos los casos acompañado de un tinte crítico: “Hay gente que ha subido a puestos claves muy rápidamente, ¿ya?, y si tú ves que no eran lumbrera, ¿a qué lo atribuyes?”, se pregunta con falsa ingenuidad Daniel, un ingeniero civil. Las redes son un dato de la realidad que aparece en los testimonios como un elemento de distorsión social que los individuos dicen rechazar. Un rechazo que podría denominarse moral formal en aquellos que pertenecen a las capas medias establecidas; un rechazo amargo y vivencial en aquellos cuya pertenencia a este sector es más bien reciente, los que contando con las herramientas educativas y los recursos económicos son conscientes de la precariedad comparativa de su relación con las redes. En un segundo momento, no obstante, las mismas personas se deslizan desde la denuncia de las redes hacia el reconocimiento, incluso si es a regañadientes, de la habilidad de aquellos que saben mantener los contactos. Se reconoce la importancia de esta habilidad sin que necesariamente se abandone toda tonalidad crítica. En este contexto, si las redes se deben, por un lado, a la clásica trayectoria o nacimiento, por el otro, son resultado de
una habilidad asociada a rasgos de personalidad o carácter. “A mí me gustaría que en esta sociedad uno pudiera conseguir las cosas mediante méritos; desgraciadamente el mérito no es una carta de presentación, por lo tanto tienes que utilizar las artimañas y en ese sentido me considero tonto, no soy bueno para inventar artimañas. Pienso que en general el mérito debería ser cosa para surgir, pero a veces pareciera ser que no lo es, son las mañas, el compadrazgo, eso me tiene picado porque he visto cómo otra gente, en otros ámbitos, asciende sin ser nada”, comenta Rodolfo (CM). Lo importante, entonces, es saber poder usar las redes.79 En verdad, hay redes y redes. Las redes aparecen como vínculos sociales privilegiados que actúan como sostenes en la vida (materiales y existenciales). Es el caso de Loreto (SP), para quien sus amigos o ex compañeros son soportes materiales, lo que la lleva a desarrollar como ella dice “la virtud de cultivar redes para ir salvándose”. Pero también el de Cristóbal (SP) para quien la iglesia y su participación en ella se convierten en surtidoras existenciales y de sociabilidad de primer orden. Es la forma privilegiada de su aparición en los sectores de menos recursos aunque no sea exclusivo de este sector. Las redes aparecen, también, como vínculos que se inscriben en una clara y explícita estrategia de logro profesional: “He hecho muy buenos amigos en el mundo laboral, y eso de hacer muy buenos amigos en el mundo laboral me permite hacer cosas bastante entretenidas ahora” afirma enfático Esteban (CM). Las redes se estructuran, tercera modalidad, como surtidores de beneficios efectivos en ámbitos diversos, ya sea desde la política o de la religión, por ejemplo.80 Aquí la religión, más allá de la fe, es antes que nada un espacio de contactos por beneficios concretos, como lo cree Sergio (CM) para quien “el auge que han tenido los Legionarios de Cristo es una cuestión inexplicable si no es por una red social”.81 Las redes son, pues, al mismo tiempo, objeto de crítica y realidad incontestable. Recurso incompatible con los principios pero recurso esencial. Las redes son plurales en sus alcances y en sus usos. Se tienen y se trabajan. O mejor dicho, las redes se tienen porque se trabajan. El pituto y las redes: confesiones y estados de ánimo Un número muy alto de personas entrevistadas reconoció espontáneamente haber hecho uso de pitutos.82 El carácter habitual de la declaración no deja dudas en cuanto a la familiaridad de la práctica. Incluso
entre los sectores populares, en donde la referencia al uso de las redes es menos constante, o en todo caso menos expuesto, los relatos abundan en lo que se refiere al pituto. Hablando de uno de sus hijos, Alfredo (SP) comenta que trabaja “en contabilidad en el Banco, a él lo metieron sin estudiar, por pituto, porque es, pituteando, pero está bien él, ya va a llevar diez años ahí, entonces eso es bueno”, y Guillermo (SP), hablando de su ex pareja nos cuenta que “ha encontrado trabajos a través de pitutos con un diputado que es pariente de ella”. Sin embargo, el recurso, por frecuente que sea, genera un cierto malestar. En verdad, un sentimiento moral particular que no es nunca auténtica culpabilidad. Tal vez nada lo designa mejor que un estado de ánimo (Martuccelli, 2007a). Daniel (CM) evoca así su postulación a una empresa minera y su ingreso gracias a ciertas redes: “Fue por un amigo de mi papá, del ámbito universitario también. Lamentablemente yo, en cierto sentido, estoy en contra de todo eso, pero existe, existe… Bueno, tengo una prima también, francesa, que lamentablemente tenía el grado idealista en cierta etapa de decir ‘¡no, cómo voy a hacerlo por dentro!’ pero el empujoncito te sirve igual”, concluye sonriendo, con cierta sorna, y con una cierta incomodidad. Actitud semejante en Daniela (SP), quien cuenta cómo el hecho de ser militante de un partido le permitió obtener un puesto. Confiesa “lo encontré atroz”. Lo cual empero, y a pesar de lo que la frase parece sugerir, no la lleva ni a condenar la práctica ni a pretender no recurrir más a ella en el futuro, sino solamente a manifestar un malestar auténtico: el de tener que recurrir a mecanismos que moralmente se desaprueban pero sin los cuales no se obtiene nada. Los estados de ánimo no se expresan únicamente cuando se recurre a una red. El estado de ánimo también se enuncia, con una ambigüedad profunda, como una queja cuando no se tienen redes. La ausencia de éstas aparece como un verdadero freno, incluso un obstáculo, a la progresión social y laboral. “Hay que ser capaz de tener determinados contactos, yo siento que finalmente eso va abriendo puertas y colocando a la gente en determinados espacios (…) Quienes van accediendo tienen ese nivel de relaciones”, dice Mónica (CM). Una afirmación que la lleva a formularse una autocrítica: “Siento que debería haber cruzado más, siento que en muchos períodos de mi vida he sido muy encerrada. Habría tenido que ampliar redes, no quedarme solo en la familia, tener más relaciones sociales, más contacto con
la gente”. Una actitud de retraimiento que ella explica por las comodidades que durante mucho tiempo disfrutó en su vida, las que al desaparecer (entre otras cosas a causa de su divorcio) la obligaron a tomar conciencia de su handicap social. Para todos, y por razones diversas, las redes forman parte de las exigencias personales. ¿Las redes son verdaderamente eficaces? La pregunta puede parecer provocadora dado el conjunto de testimonios evocados. Sin embargo, la pregunta es legítima: una convicción popular no es necesariamente una verdad. Nuestro material y nuestra técnica de investigación no nos permiten responder a cabalidad a una interrogante de este tipo, pero nos posibilita introducir algunas salvedades. Nuestros resultados nos conducen a reconocer, en contra de lo que tantos parecen afirmar, la lenta pero real apertura de un espacio creciente aunque quizás aún no suficientemente significativo de competencia más meritocrática en el país. Ellos indican que sin menoscabo de la eficiencia de ciertas redes, es preciso lograr diferenciar entre su eficacia real y la virtud natural de eficiencia que le otorga, sin reflejos críticos, la opinión pública. En particular, parece razonable diferenciar lo que es un efecto de la posesión de mayores capitales (culturales, económicos…) de lo que es del capital social. Finalmente, parece preciso darle más peso a analizar los casos cuando las “redes” no funcionan. Las más de las veces estos casos, como por lo general ocurre con nuestras intuiciones desmentidas por la realidad, no dejan rastro en la memoria, lo que permite persistir en la convicción de que sin redes nada es posible, cuando en rigor las redes son necesarias pero no suficientes. En todo caso, más allá de estas prevenciones, sea cual sea la dinámica entre su eficacia y sus desmentidos, resulta imposible minimizar el sentimiento de protección, incluso imaginario, que transmite el “tener redes”. Si no se es miembro de una red, las puertas se cierran. Si se es miembro de la red indicada, las cosas se dan naturalmente. Daniel (CM) señala, así, cómo a su padre, a pesar de su edad, “no le costó mucho reubicarse (gracias a sus redes)”, a tal punto para él, sin menoscabo de las competencias técnicas que se deben poseer, se impone “el tema éste de la amistocracia, además del tema técnico, sí, te tienen que recomendar”. La fuerza de la representación se reduplica por el tipo de representación
que se tiene de las mismas. No solo hay una enorme fe en la eficacia de las redes sino que la percepción de las mismas se asocia con una imagen de sociedad armada por círculos cerrados, lo que aumentaría la condensación de poder. Las redes son percibidas como circulares, lo que es leído como signo inequívoco de su clausura. Rodolfo (CM), profesor, quisiera dictar clases en la Universidad, pero percibe este universo como un muro. “Siento que predomina mucho en las universidades públicas, por ejemplo, la cuestión de las sectas, esos grupitos chicos. Y me atrevería a decir que esos famosos concursos públicos son para confirmar al que ya está, sin perjuicio de que esa persona tenga los méritos”.83 Por supuesto, si es verdad que la percepción más o menos fantasmática de argollas absolutamente cerradas es tal vez excesiva, esto no impide que muchas redes se caractericen por su fuerte tendencia a la clausura. Nada lo ilustra mejor que las redes que se mantienen desde la experiencia escolar. La clausura está de facto impuesta por la experiencia pasada –en ese grupo reducido de amigos del colegio, nadie puede añadirse a la lista–. Volveremos sobre este punto en un momento. Las redes: autoestima e imagen de sí Si frente a la inconsistencia posicional el recurso a las redes aparece como un antídoto más o menos eficaz, este antídoto está lejos de ser neutro. La búsqueda de la certidumbre a través de relaciones personales tiene un precio. Para el individuo lo que obtiene no se entiende nunca exclusivamente desde su mérito sino gracias a las redes en las que está inserto. Curiosamente, el individuo tiene una responsabilidad inusitada en su propio posicionamiento social pero vive su situación como fruto de un sistema colectivo que, al subrayar como esencial su pertenencia a un grupo, lo descalifica. Activar una red puede, así, producir un sentimiento paradójico de inseguridad y de autoestima: el trabajador, al conseguir empleo, no se siente escogido por un impersonal sistema de selección sino por la generosa concesión de un empresario, un amigo, un pituto, una red de pertenencia (Archila, 1991: 127). El mérito deja de ser individual pues se vuelve la propiedad de una red. La masividad de la presencia de las redes y la realidad del pituto en las capas medias84 tiene como efecto que un discurso dignificante del mérito esté menos presente que en los sectores populares. La satisfacción
individual, producida a partir del efecto dignificante del mérito fue un discurso escaso en las primeras y mucho más presente en los segundos. Paradójicamente, la escasez de redes, la que se asocia finalmente con mayor precariedad, abre espacio a una construcción de sí vía el relato del esfuerzo personal. Francisco (SP) nos cuenta en detalle cómo fue que se puso a buscar trabajo hace algunos años en Santiago. “Fui igual con un poco de vergüenza, de miedo, porque yo nunca había venido a buscar trabajo aquí, y siempre independiente y yo confiado en las cosas que iba a hacer, ya po’, y voy, paso por aquí (su actual lugar de trabajo), y empiezan a ver el curriculum y me dicen ‘podís venir mañana para las diez’”, y cuando lo entrevistamos, seguía trabajando en el mismo negocio. La afirmación del deseo de poder arreglárselas sola, sin intermediario, puede ser aún más patente. Paula (SP), tras ser despedida, rechaza una ayuda para conseguir un empleo. “No fui apitutada porque no quise. Le dije, ‘si quedo, quedo por las mías y si no me resulta y no encuentro nada más, ya, le hablo’. Había un jefe que había sido de nosotros en la otra textil. Me dijo, ‘¿Paula, hablo por usted?’. ‘No’, le dije. ‘Si no quedo, ahí lo vengo a buscar, pero déjeme probar por las mías’. Así que ahí quedé al tiro”, dice con evidente orgullo. Estas experiencias contrastan con todas aquellas en las que el empleo pasó por un contacto o una red. Pablo (CM) cuenta cómo su primer empleo se dio por relaciones familiares. “Las pegas salen por título y por contactos”, afirma de su lado Carlos (CM); mientras que Fabiola (CM), quien se lanzó en un negocio de eventos aprovechando una oportunidad, precisa bien que ésta le llegó por su red familiar: “Fue totalmente circunstancial, me pidieron que hiciera un evento y así empezó la cosa”. ¿Cómo conseguí trabajo? “Por contacto”, responde sin dudar Gabriel (CM), antes de contarnos: “lo que pasa es que hay una persona que es uno de los hermanos de uno de los socios de la empresa, que es socio de un concuñado mío…”. Marisol (CM), por su lado, consiguió un trabajo por una amiga que la llamó por teléfono, en el marco de un prenatal, sabiendo que estaba sin empleo. Lo central aquí es una construcción de sí que debe incluir como habilidad mayor, por conflictivo que resulte, la capacidad de mantener y movilizar redes. La migración, el progreso, el mérito Existe una experiencia en donde el discurso del mérito prima y brilla: la migración. Los relatos se asemejan. El choque de llegar del campo a la
ciudad. El temor de la gran ciudad. “Nunca fui a una fiesta acá, ni a una disco, porque le tenía terror, se escuchaban muchas cosas en mi pueblo acerca de Santiago, que pasaban cosas en las discos” Daniela (SP). Un temor que la excitación del viaje, como en Paula (SP), no logró paliar del todo: “Estaba aterrada, aterrada… Lo que fue divertido fue cuando me imaginaba Santiago otra cosa, como muy, muy lindo. Y era como… y todo era tan feo, habían casas más feas que en mi barrio. Había mucha suciedad, en mi pueblo no hay suciedad en las calles, buu, todo era atroz para mí. Lo más lindo eran los edificios… que nunca en mi vida había visto tantos edificios, y eso, pero la primera impresión fue como uff. La llegada es una puesta a prueba de sí mismo. Y uno no tiene el derecho de traicionarse. Me iba a trabajar y dejaba remojando porotos en la tarde para hacerlos al otro día; llegaba a la salida de mi trabajo a cocinar ahí, empezaba a las 15:30 de la tarde y recién a las nueve y media de la noche estaba almorzando, y los porotos me quedaban duros, pero igual me los comía. Perdí 15 kilos, porque me dormía con hambre, y en la noche no podía dormir del hambre y al otro día me levantaba y así era”. Sin embargo, continúa Roberto (SP) “nunca quise buscar a una hermana que tenía viviendo acá porque perfectamente podría haber ido con ella, pero dije que no, y si sobrevivo a esto va a ser por mi propio esfuerzo. Yo quería sobrepasar esa etapa solo, y me dije ‘si otros se sobreponen a cosas difíciles, ¿por qué no yo?’ Porque el hecho de volver ya era volver derrotado y yo no quería volver así, yo me creía capaz”. Aunque tal vez no lo sepa, Roberto resume en su relato la historia epónima de la inmigración y la modernidad. Es que, en todos, la migración se asocia con el sentimiento de haber realmente cambiado gracias al viaje. Más iniciativa, más ambición, más atrevimiento. Sobre todo, para todos ellos, Santiago fue no solamente una promesa, sino también una realidad: la posibilidad de aproximarse a la cultura, la educación, el consumo, otras formas de sociabilidad, y, claro, abrirles horizontes a los propios hermanos o a los hijos que vinieron. La migración es una prueba que terminó dándoles una recompensa merecida a su esfuerzo. El esfuerzo que es también el del desgarro del lugar de origen. El progreso que la migración buscó tiene, para muchos – no todos–, un precio: una nostalgia un tanto inefable del lugar de donde se viene. “Puerto Natales es mi infancia, mi paraíso, porque los únicos
recuerdos que tengo es de nieve, barcos, es como el territorio soñado de la infancia… para mí Puerto Natales es el Edén” confiesa Juan (CM). Una nostalgia algo injusta, puesto que muchos saben en el fondo de ellos mismos que la migración a Santiago les permitió “vivir cosas mucho más lindas de las que podría haber vivido allá” Roberto (SP). No todos los migrantes, por supuesto, tienen una imagen tan positiva de su experiencia: están los que volvieron, están los que no pudieron hacer sus proyectos, están todos aquellos que cotidianamente denuncian lo insoportable de la ciudad, de su frialdad y de su violencia. Pero aun así, entre los relatos de los migrantes en nuestra muestra, el reconocimiento del mérito tiene por lo general un sabor particular, distinto. Para ellos es imposible no comparar dos períodos: uno, el de la llegada, sin nada o con tan poco; el otro, el presente, con algo, poco o mucho, pero siempre con más. El recuerdo de esta realidad no conjura la frustración, pero transmite un sentimiento diferente frente al mérito. Su vida, muchas veces, incluso en medio de amarguras y arrepentimientos, de frustraciones y envidias, es la prueba, a sus ojos, de que tenían mérito… y que algo de éste se les terminó reconociendo porque supieron hacérselo reconocer. La puerta del éxito: las ambivalencias del mérito escolar Son dos grandes estrategias que se asocian con el éxito social: las redes y las certificaciones educativas. Una y otra lubrifican el reconocimiento del mérito, se constituyen en atajos que contribuyen paradójicamente a desvirtuarlo y se presentan como caminos disímiles de transmisión de una herencia familiar. Todos los individuos participan de este doble imaginario estratégico, salvo que, allí donde las capas medias tienden a asociar estrechamente ambos recursos (como lo veremos, las certificaciones educativas se expresan a sus ojos esencialmente como red), entre los sectores populares, los estudios son concebidos como una manera de paliar la ausencia inicial de redes. Es en este punto donde yace una de las claves del sentimiento de injusticia que recorre actualmente la sociedad chilena. Si bien el valor que los sectores populares otorgan a la educación no esperó las últimas décadas para manifestarse (se trata, por el contrario, de una expectativa de larga data), lo cierto es que el sentido que se le otorga a la educación en el momento actual
se especifica como una promesa individual de movilidad social. Éste es un anhelo que se apoya en las evidencias provistas por una sociedad que ha vivido un innegable y fuerte proceso de movilidad educativa (Brunner, 2007; Gayo, 2007), lo que se traduce en un aumento sostenido de expectativas escolares en la población: en un estudio del CIDE (2010), hasta un 79% de alumnos encuestados pensaba llegar a completar una formación de nivel universitario, y un 66,5% de estudiantes de cuarto medio estaban dispuestos a endeudarse con un crédito universitario para entrar a la educación superior. LA PRUEBA DEL MÉRITO al vincularse con la experiencia educativa se dota de significaciones distintas en función de los sectores sociales. La educación básica fue solo y exclusivamente evocada por los hombres y mujeres de sectores populares. Ella apareció, en mucho, para narrar a la vez las dificultades y los encantos de la infancia y la dimensión épica y dignificante de la pobreza. En el caso de las mujeres, lo hicieron para evocar hasta qué punto la escuela permitía escapar de las tareas domésticas impuestas por los padres, reiterando cómo, por razones de género, los espacios alternativos al doméstico aparecen como liberadores. En hombres y mujeres, la escuela básica aparece, también, muchas veces, considerada como el escenario de oportunidades perdidas, por la ausencia de guías y estímulos claros. Cuando ello se expresa es a este nivel que lo decisivo parece jugarse. Frente a estos testimonios, la ausencia radical de toda referencia a la escuela básica entre las capas medias tiene un sentido evidente. La carrera educativa no solo es más larga para ellas sino que comienza, y se juega de todas formas, más tarde. Es solamente en la secundaria y en la Universidad que la educación interviene en los relatos. En los entrevistados de estos sectores, lo que sobresale es que los estudios más o menos largos eran el horizonte “natural” de sus trayectorias personales, pero, también, en particular como experiencia de quienes pertenecen a los sectores medios establecidos, como lo analizaremos en detalle en un párrafo ulterior, que la escuela secundaria es un lugar decisivo para la constitución del capital social. Pero la prueba del mérito también se imbrica desde la perspectiva de clase con la experiencia de fracaso escolar. En este proceso, y cualquiera que sea la diversidad de factores que intervienen, resulta imposible desconocer, desde
la experiencia de los actores, el rol que le toca al suplemento de tiempo y oportunidades que poseen los miembros de las capas medias en el proceso de reconocimiento del mérito vía certificación educativa. Allí donde los miembros de los sectores populares no tienen, o tienen un derecho muy reducido al fracaso, los de las capas medias y medias altas disfrutan de un suplemento de oportunidad. Una frontera que no solamente se activa en caso de dificultad escolar, sino que, también, permite matizar los inevitables errores de orientación inicial cuando, por ejemplo, a causa de un puntaje insuficiente para ingresar a la carrera que se anhelaba, se debe comenzar la trayectoria universitaria por otro sendero. Del mismo modo que en términos de sector socioeconómico, la diferencia de los testimonios entre las generaciones, particularmente en los sectores populares, es decisiva en este punto. Entre los entrevistados de mayor edad pertenecientes a este estrato, el relato asocia estrechamente en la propia trayectoria escolar dos elementos en apariencia opuestos. Por un lado, la idea de la relativa rareza de una experiencia de logro escolar, el hecho de que para alcanzarlo se requería de un entorno familiar particular, y de aptitudes rápidamente reconocidas por el sistema educativo. Era solamente dentro de estas coordenadas que los estudios se convertían en un horizonte posible de movilidad para algunos de ellos. Por el otro lado, esta experiencia de prolongación de estudios se dio en una sociedad en donde las certificaciones, a causa de su carácter malthusiano, les garantizaron a aquellos que (entre los sectores populares) lograron obtenerlos, una integración entre las capas medias. Más simple: entre los mayores, entre los que la formación educativa se desarrolló entre mediados de los sesenta y los setenta, el avance en el sistema educativo era indisociable a la vez de una singularidad (ser un buen alumno) y de una garantía (su obtención aseguraba el ingreso en las capas medias). Para ellos, y leyendo el proceso actual desde su propia experiencia, sus hijos se encuentran en un indudable proceso de movilidad escolar ascendente.85 El pueblo, la escuela y el mérito En este universo, la movilidad por el mérito se inscribía en un proyecto familiar. “Para una familia proletaria chilena, no había otro camino que estudiar, no había otra posibilidad”, afirma Juan (CM), cuya familia de origen proviene de este sector. “Mi padre siempre decía ‘yo no quiero que
seas obrero, porque yo lo he pasado mal’, él no hacía épica con su condición, porque algunos sí lo hacían. Decían, ‘termina luego esa huevá de enseñanza media y nos vamos a trabajar a ferrocarriles los dos, a la minería’. Pero él nunca dijo eso, porque lo había pasado mal, se había sacrificado, y no era ese el deseo para sus hijos y sobre todo para mí, que era el mayor. Además habían sido capaces de detectar que yo era inteligente, entre comillas, y ahí apostaban los viejos, ‘a este cabro le va bien entonces démosle para allá’”. Aún así, notémoslo, en su familia, todos hicieron estudios. Nos precisa su experiencia: “Lo importante no era la plata, no era el tema para que te compres casa, autos, viaje, el tema era ser profesional, era más importante el tema de tener el cartón. De hecho, cuando yo lo tuve se los pasé a ellos porque eso era esa representación, ese salto, salir de ese círculo”. Una actitud que no duda en inscribir en la historia del país: “Desde los gobiernos de Pedro Aguirre Cerda en adelante se impone la idea de que la educación es progreso, hay una matriz positivista de los años 50 en Chile que la instalaron los gobiernos radicales, de la idea de que el esfuerzo, el estudio, muy de esos años que a pesar de la dictadura quedó instalada en el imaginario en un sentido chileno de que estudiar es progresar, hay toda una conceptualización de salir adelante, superar la pobreza”. Una experiencia que era mantenida viva por “profesores maravillosos, cagados de hambre, de historia, de filosofía, grandes formadores, y yo no creo (que a pesar de sus limitaciones económicas) hayan vivido infelices”. En verdad, esta nostalgia se refiere a un momento social muy preciso en la historia del país: aquel en el cual el sistema escolar dejó de ser un simple reproductor de la estructura social (como lo fue durante lo esencial del siglo XIX) y no era aún, como lo es cada vez más hoy en día, un sistema que reproduce las desigualdades sociales gracias a los diferenciales de certificación educativa. Entre uno y otro se establece, en todo caso a nivel del imaginario colectivo, un período en el cual el sistema educativo fue relativamente autónomo de la estructura social, pudiendo incluso jugar un rol de promoción. Entre los más jóvenes de nuestros entrevistados de este sector, aquellos que entran en el sistema educativo a finales de los setenta, la experiencia es diferente, más ambigua. Los dos postulados anteriores se han invertido. Por
un lado, en efecto, como lo hemos indicado, los estudios superiores forman parte cada vez más del horizonte de posibilidades de los sectores populares, en todo caso, del anhelo que muchos de ellos formulan para sus hijos o para ellos mismos. Una aspiración que la expansión de la educación superior, acompañada del desarrollo de un verdadero mercado universitario a nivel nacional, con calidad y precios muy disímiles, acompaña y sostiene (Monckeberg, 2007). Pero, por el otro lado, incluso si aún de manera un tanto difusa, se empieza a imponer la idea de que la obtención de títulos es insuficiente, que el valor de éstos se degrada a medida que se expande la certificación escolar, y que lo que hace la diferencia, por ende, no es el título en sí mismo sino el lugar de obtención… y la red que lo acompaña. Para las nuevas generaciones si los padres son un límite a superar (Dávila, Ghiardo y Medrano, 2005: 191), progresivamente este objetivo se inserta en el desajuste que prevén entre sus aspiraciones y sus posibilidades para cumplirlas.86 Es éste un sentimiento más aguzado mientras más joven. De hecho, según la Encuesta Nacional de la Juventud (2009: 74) del año 2008, hasta un 29,5% de los estudiantes secundarios piensa que con un título de enseñanza media “no se puede aspirar a nada”. Así, el contraste es mayúsculo entre la visión de los mayores y la de los jóvenes. Y es entre los últimos, como bien lo resume José Bengoa (2009: 67), que se expresa una doble percepción: el hecho de ser más que sus padres y al mismo tiempo de verse menospreciados por los antiguos ricos. El sistema escolar es una combinación entre la permanencia de la segregación de públicos escolares (según los orígenes sociales) y una selectividad fuertemente asociada, en sus grandes principios, al mérito personal.87 Sin embargo, como diversos estudios lo muestran, el origen social familiar y el grado educativo de los padres siguen siendo estadísticamente determinantes, como en tantos otros países, a nivel de las trayectorias escolares (Dávila, Ghiardo y Medrano, 2005 ; Rivas, 2008), y las oportunidades de ingreso al sistema universitario están relacionadas con el tipo de establecimiento educativo al que se concurre: municipal o privado (Manzi, 2006). Aún más: la relevancia del origen social familiar se agudiza dada la existencia de un sistema terciario con un gran número de universidades privadas. Esta característica del sistema educativo tiene como consecuencia el permitir que ingresen a la educación superior estudiantes que, aunque sus calificaciones escolares no hayan sido las mejores, logran
sortear este obstáculo gracias a sus ingresos económicos. Si bien es cierto que este incremento de la oferta educativa abre también oportunidades de acceso para estudiantes de menores recursos, por lo general se trata de ofertas educacionales de menor calidad y prestigio, lo que se asocia con certificaciones de menor valor en el mercado laboral. De este modo, si, por el momento, globalmente en el país los años suplementarios de estudio se traducen en mejores ingresos,88 lo que aporta a la expectativa meritocrática, esto no impide que progresivamente se asiente el sentimiento de que los títulos superan al número de puestos laborales existentes en un contexto, además, en el que los criterios para el reconocimiento exceden a la certificación misma. Se está frente al problema clásico de la adecuación entre la formación y el empleo, el que, sin ser general, conoce ya algunas modalidades patentes de saturación en ciertos sectores o empresas.89 En una situación de este tipo inevitablemente aparecen sentimientos de malestar cuando, a pesar de la obtención del título, no se da la promoción, y, especialmente, cuando se interpreta que ésta obedece a criterios que no corresponden a los que se esperaban, esto es, el justo reconocimiento del mérito certificado escolarmente.90 Aun cuando por el momento el fenómeno es limitado, la sobreeducación se perfila ya como un problema futuro (Rumberger 1981; Duru-Bellat, 2006). La conciencia de haber ingresado en una nueva era está muy presente, como lo hemos visto entre los profesionales cuando evocan la intensificación de la competencia laboral: “La competencia ha crecido enormemente. Si tú piensas que cuando yo egresé en Chile egresaban 70 psicólogos al año, y hoy salen 1.300. O sea, en veinte años esta cuestión ha cambiado mucho en términos de mercado”, comentó Sergio (CM). El punto es controvertido puesto que el resultado en mucho dependerá de la capacidad de la economía para producir empleos calificados en los años que vienen, pero indudablemente Chile vive el fin de un modelo mathusiano de titulación en donde la rareza de las certificaciones garantizaba a sus propietarios una rentabilidad resguardada. Aún más, a medida que la inflación de títulos se insinúa, se asiste a la consolidación y generalización progresiva de un nuevo juego de dos niveles en la certificación universitaria. Para unos, los sectores de menores ingresos, se ha producido la expansión de un sistema universitario, más privado que público,91 muchas veces juzgado de baja calidad, pero sobre todo, confinado
a certificaciones nacionales. Para los otros, los hijos de la élite y de las capas medias altas, el juego pasa no solo por las universidades nacionales más prestigiosas sino, también, por estudios de postgrado en el extranjero. Un comercio de ideas y de individuos cuyo impacto ha sido mayúsculo en la sociedad chilena. En todo caso, en la visión de individuos de los sectores menos beneficiados, se trata simplemente de una estrategia para elevar la barrera y proteger y acaparar lugares. Pero incluso cuando se ha estudiado en prestigiosas universidades, el regreso a Chile no es el mismo para todos. Aquí también, y a pesar de los niveles de formación y de calificación alcanzados, la verdadera carrera se hace “en casa”, y para ello es indispensable tener redes o haber sabido mantenerlas estando fuera. Algo que, como veremos, descubren rápidamente aquellos que creyeron poder olvidarlo. LA CONFIANZA EN QUE LA EDUCACIÓN es una herramienta para el mérito es, en todo caso, aún fuerte en Chile. Incluso cuando se viene “de abajo”, como dice Myriam (SP), es posible gracias a “una buena formación lograr lo que uno quiere”; porque, como prolonga Caterina (SP), “en esta sociedad hay que tener hartos estudios para empezar”. Aun cuando la confianza en la rentabilidad de los estudios empieza a cuestionarse o a erosionarse y la naturaleza de las reglas de la competencia se publicitan, la confianza en el valor de los estudios sigue siendo real entre muchos de los individuos de los sectores populares entrevistados. Perteneciendo a una generación que no tuvo acceso a los estudios superiores o terciarios, ven en el pago de los estudios de sus hijos la mejor garantía para el futuro de éstos. Los testimonios son conmovedores por lo que indican de amor parental y de anhelo de mejora social. Esforzándose por pagar los estudios superiores de su hija, Alfredo (SP) expresa una verdadera preocupación por comprar los libros que ella necesita, “yo no conocía el libro, pero ellos lo conseguían, ‘toma, aquí está la plata’. Estudia, no te preocupes, estúdiame nomás, tráeme buenas notas, si me traes buenas notas yo te pago todos los estudios, pero si no me traes y me traes malas notas no te voy a ayudar y vas a tener que trabajar”. La toma de conciencia es una evidencia compartida. “A ver, la mejor herencia que uno les deja a los hijos es el estudio, porque teniendo estudios se abren más posibilidades, porque fue duro para mí porque yo no tengo la enseñanza media completa… Yo postulé, por ejemplo, a una
máquina nueva que hicieron acá en la empresa, tenía todas las condiciones para estar allí, los conocimientos, la experiencia, lo único que falló es que no tenía la enseñanza media completa”, cuenta Roberto (SP). A sus ojos, como a los ojos de tantos otros padres de sectores populares, si su hijo realiza estudios superiores tendrá claramente mayores chances de las que él tuvo. Pero la confianza en el valor de los estudios entre los sectores populares tiene una fisura generacional, como lo hemos indicado. Los más jóvenes tienen una percepción distinta, sin duda más justa, puesto que miden con más precisión el diferencial de valor de los títulos. En breve: saben que el mérito no se obtiene solamente con un título sino que su reconocimiento es muchas veces dependiente de una red, pero, paradójicamente, la educación es el único elemento que, confían, podría eventualmente hacer contrapeso a la eficacia de aquélla. Están forzados a confiar. En verdad, el resultado es paradójico. Leído desde las instituciones y las políticas públicas, Chile pareció caracterizarse –ha sido la versión oficial por largo tiempo– por un sistema escolar altamente competitivo, en donde cualquiera que fuera la percepción acerca de su calidad, se habría ido instaurando una transparencia en el acceso a la información en lo que concierne a los diferenciales de calidad entre los distintos centros educativos. La educación gobernada por una lógica de mercado y de competencia entre instituciones sería el mecanismo de la justicia. Sin embargo, esta misma realidad es leída desde las experiencias evocadas por las personas entrevistadas de manera radicalmente distinta.92 En efecto, entre los sectores populares lo que se perfila es lo que podría llamarse una confianza forzada en el mercado escolar: por un lado, confían en él y en sus promesas de movilidad posible, en buena parte porque no entrevén otra vía posible, pero, por el otro, se enfrentan con la experiencia cotidiana de los límites: desde el costo de las matrículas, por supuesto, hasta la toma de conciencia de las disparidades de valor existentes entre los títulos, y de los límites de las oportunidades que la educación abre. Hoy como ayer, pero desde otras bases, los individuos pertenecientes a las capas medias y altas se “apropian” del sistema educativo y lo ponen a su servicio, pero esta anexión ya no pasa por la expulsión de los sectores populares sino que por su capacidad para crear y mantener, detrás de la transparencia aparente, un conjunto de mecanismos que aseguran la consolidación de lógicas de “mercados negros”. La red es, aquí, un
mecanismo de primera importancia. El mérito no sale ileso de esta operación. La gran contaminación: la escuela como red La reproducción y la transmisión de una posición social es una de las grandes preocupaciones de la familia. Esta realidad siempre presente, puede hacerse la hipótesis, pudo durante décadas efectuarse en el marco de una mayor despreocupación en los sectores más beneficiados, a tal punto las distancias sociales se percibían como insalvables, e incluso, en caso de accidente mayor, los recursos de clase se vivían como un antídoto eficaz. Es esta realidad, indisociablemente condición y experiencia, la que se ha modificado en los últimos lustros. La inconsistencia posicional si bien no ha destruido esta confianza, la ha herido durablemente. En este contexto, si la competencia educativa está muy lejos de asegurar el imperio de la meritocracia, ha conducido, sin embargo, a que la disputa por las posiciones sea más abierta hoy que ayer. Es la toma de conciencia, sobre todo entre las capas medias, pero no exclusivamente, de esta realidad, lo que está en el vértice de la transformación de la función de la escuela en Chile. Lo que se ha transformado particularmente es la manera explícita y estratégica en que las familias de sectores medios entienden y utilizan la herramienta escolar para preservar las oportunidades de sus hijos.93 La escuela aparece como un espacio entendido, de manera muy importante, como de entretejimiento de redes. Por supuesto, siempre lo fue de una u otra forma, pero dados los procesos de privatización y creciente segmentación de la educación, esta función aparece concebida como central para las oportunidades y privilegios futuros. Esquematizando el saber que subyace a estas estrategias: si la universidad o las certificaciones terciarias son un elemento discriminante en el ámbito laboral, las redes que se “tejen” durante la escolaridad, sobre todo secundaria, consolidan una barrera más o menos infranqueable. Por supuesto, la universidad es también un lugar importante en el cual se establecen contactos que serán muchas veces decisivos a lo largo de toda la vida laboral. Una evidencia que muchos relatos enuncian claramente, ya sea para juzgar positiva o negativamente su centro de estudios,94 algo de lo que da testimonio el relato de Rodrigo (CM), abogado, cuya familia tuvo que exiliarse en el extranjero y que al regresar a Chile descubrió que todo “me ha costado mucho más por no tener compañeros de curso, compañeros de
universidad que al final son tus contactos para toda la vida”. Sin embargo, y sin negar lo anterior, en las estrategias familiares una importancia distinta, y en el fondo distintiva, se otorga a la escuela. La razón es simple: es alrededor de estos niveles educativos que se traza, para muchos, la verdadera frontera entre grupos sociales. Por otro lado, es a este nivel en que es posible intervenir de manera menos interferida por otros factores. En nuestra investigación y en concordancia con otros resultados, la desproporción es enorme entre el interés y las competencias disímiles que los padres expresan en lo que concierne la elección del colegio de los hijos según su origen social (Raczynski, 2010 : 5-7). El tema, por supuesto, no está ausente entre los sectores populares. Cecilia (SP), nos cuenta, por ejemplo, que escogió el centro escolar de sus hijos por “la reputación del colegio, todos me han dicho que es bueno. Es un colegio católico y es bueno. De cuatro años están dando examen los niños para entrar al colegio”. “Bueno, mis hijos son lo más importante en mi vida, pretendo darles lo mejor, pretendo que estudien, los tengo en buenos colegios”, nos aseguró Samuel (SP), sin lograr, empero, darnos demasiadas precisiones sobre la calidad de éstos… Pero, al lado de testimonios de esta índole, en otros, manifiestamente, se trata de una reflexión totalmente ausente. Eugenio (SP) no recuerda, por ejemplo, el nombre del colegio donde van sus hijos… y Aldo (SP) resume la elección del colegio de su hijo de manera simple: “Es que siempre los colegios son como son en poblaciones; elegimos el que queda más cerca de la casa”. EL CONTRASTE ES ABISMAL respecto de las actitudes, preocupaciones, estrategias y negociaciones presentes entre las capas medias. Obviamente, esto no quiere decir, como tantas veces lo creen algunos miembros de estos sectores, que “ellos” se ocupan mejor de sus hijos. Y tampoco indica que las familias de sectores populares estén totalmente desprovistas de capacidades estratégicas.95 Lo que sí indica es que la preocupación familiar pasa por modalidades distintas del uso de la escolaridad como vía de reproducción social. Los testimonios en las capas medias son apabullantes e indican la conciencia de que éste es un momento álgido de decisión familiar. El colegio al cual se manda a los hijos está en el centro de las estrategias familiares.96 Desde la elección del lugar de residencia hasta la orientación valórica del
colegio (especialmente en los sectores más acomodados),97 pasando por el ranking académico, son parte de lo que se evalúa en las negociaciones entre los padres, de cara al importante esfuerzo familiar que supone asumir durante un lapso muy extendido costosas pensiones escolares.98 El tema es un pivote de la realidad familiar y, en todos los casos, una verdadera negociación conyugal.99 Las razones de la elección difieren fuertemente entre sí. Pero el objetivo, en el fondo, es siempre similar: por medio de los estudios se trata de obtener credenciales a la vez diferencialmente rentables en el mercado de trabajo y marcadores de una posición social. LA ESCUELA NO ES UNA RED MÁS. No es nunca, en todo caso, una red cualquiera. Dado el costo que implica tejerla, tanto en términos temporales como, por supuesto, económicos, esta modalidad de capital social forma parte de una de las garantías más tenaces de las que los individuos se sienten propietarios durante el resto de sus vidas. No es por ello raro que los comentarios evoquen la pertenencia a una red de este tipo. Un fenómeno particularmente activo entre las élites del país (PNUD, 2004: 179-180). “Yo hasta el día de hoy”, relata Alejandro (CM), “me sigo juntando con mis compañeros de colegio, jugamos fútbol todos los lunes, tenemos un grupo, mi mejor amigo era compañero mío del colegio. Esto genera un entorno social que te ayuda, por ejemplo, el trabajo que yo tengo hoy en día, y en el que llevo como 7 años, una de las razones por las que me quedé es que mi jefe, que es el gerente general, es ex alumno de mi colegio. Bueno, quizás no fue el factor determinante, pero, sin duda, influyó”.100 Juan (CM), hablando de su colegio, comenta que “hasta el día de hoy me invitan, yo he ido a algunas cosas, hay un registro, la iglesia conservadora trabaja muy bien y tú eres de acá para siempre, eres de la familia y te lo hacen sentir” y eso que él se apartó, religiosa y políticamente de ese sector social. Para otros, la importancia de este tipo de red sería tal que no dudan en hacer de su ausencia la clave de sus dificultades presentes. No haber ido a un buen colegio sería un handicap insalvable. “Los colegios del barrio alto son buenos, más caros, sí, pero hay una gran diferencia. Y una cosa bien importante que me enseña la vida hoy día que estoy sin trabajo, es que en este mundo, por lo menos a nivel nacional, la gente se mueve por red de contactos y los contactos tú los haces en los colegios, los círculos de amigos que tuviste cuando chico son los que finalmente te pueden tender una mano,
conseguir un trabajo, ayudarte a lograr un negocio, ahí está tu base, tu fortaleza pa’l resto de la vida. Creo que no aspirar a que tus hijos tengan la mejor red de contactos, pudiendo hacerlo, es tirarlos al barranco”, sostiene con amargura Javier (CM). Para los miembros de las capas medias establecidas, la carrera, la verdadera, todavía se empieza y se gana ahí. Y no solo, como lo piensan tantos padres de sectores populares, e incluso de las capas medias ascendentes, más tarde en la Universidad. Alejandro, sin cinismo, lo explica hablando del colegio al que van sus hijos: “Un colegio así no es fácil de financiar, además que un colegio así te da herramientas para el futuro, desde un punto de vista laboral y de contactos (…) Yo estudié construcción civil en la Universidad Católica. Un compañero mío que estudió en el liceo y que estudió en la Católica, probablemente desde el punto de vista académico después de egresado de la universidad sea igual o mejor que yo, pero lamentablemente por un tema que pasa a ser ya de… de donde viene uno, no tienen la misma suerte que ese que se formó en un colegio en donde hay contactos, amigos. Influye mucho más el colegio donde uno se formó que la misma universidad”.101 ESTA ESTRATEGIA REVELA UNA VERDADERA CONTAMINACIÓN entre los dos caminos del éxito en el país. Si para los sectores populares las redes se oponen al reconocimiento del mérito por certificación escolar, para las capas medias, las certificaciones y los centros de estudio son una red. A la separación de los caminos en el primer caso, se le contrapone la superposición de los mismos en el segundo. Para ganar en el juego del mérito no basta con tener más credenciales educativas que otros. Es imperioso tener las verdaderas “buenas” credenciales y poder “tejer” las cosas como se debe. Una y otra, la credencial y la red, se apoyan en un juego en donde prima una evidente asimetría de información. Sin embargo, más vale matizar, no estamos en verdad, sino en casos extremos, frente a un delito permanente de iniciados ni en un mercado negro sin bonos de racionamiento para todos. Si una imagen debe imponerse sería más bien la de un laberinto de vidrio. Es la transparencia aparente del sistema lo que produce la opacidad estratégica. Por eso, vale la pena recordar constantemente que no es para nada aconsejable desconocer que el mérito se instala, aun cuando lentamente, en
Chile; que es particularmente razonable tomar en consideración que las redes no son todopoderosas, y que es justo reconocer que la movilidad sustentada en el mérito es parte también de la experiencia de los individuos en esta sociedad. Cierto. Pero como lo hemos tratado de mostrar, desde los individuos, a estas evidencias, indiscutibles, se le sobreimponen la expansión de sentimientos de frustración y amargura, la movilización de estrategias y mecanismos que caen al mismo tiempo bajo su mirada crítica, y una lectura que privilegia la percepción de una sociedad injusta que no cumple con sus promesas. El mérito es un desafío, y lo es porque es el resultado de un doble cortocircuito. Por un lado, el que se produce en un universo social que a la vez valora y restringe la recompensa del mérito. Por otro, el que se activa en un país que se caracteriza por altas tasas de movilidad social en un contexto de desigualdad acentuada mantenida por mecanismos de cierre formales e informales (Contreras et al., 2005; Torche, 2005). ¿El mérito? Para intentar transmitir toda la fuerza de esta prueba, quisiéramos terminar con el testimonio –conmovedor– de una joven mujer, estudiante brillante, que vivía, en el momento de la entrevista, una inserción laboral muy por debajo de sus expectativas. Por supuesto, reconocemos que dada nuestra técnica de investigación, nada nos permite concluir sobre la justeza o no de su percepción en cuanto al verdadero valor de sus méritos. Sin embargo, lo que el cara a cara emotivo de una entrevista nos permite garantizar es la sinceridad absoluta de sus palabras y la profundidad de su decepción. “Yo soy súper estudiosa, la primera de la promoción, con la sensación de que la meritocracia funciona y entonces yo iba a salir y me iban a llamar porque era tan buena que iba a tener pega y no po’. Si uno no tiene redes… Al final es la pitutocracia… Me costó varios años encontrar una pega que se adecuara a todo lo que uno esperó, en el fondo, de vuelta de mano, en términos de sueldo, de responsabilidad, de previsiones”, nos comentó casi como apertura de la entrevista Elena (CM). Para explicar esta situación nos habla de su timidez, pero también que “ya había hecho el esfuerzo, entonces ahora tenía que devolverse y no me movía y no… La sensación tonta que uno tiene al principio de que estái no pidiendo trabajo sino un
favor”. Una situación que se complejiza porque nadie ha desarrollado en su familia la profesión que ella estudió: “Ni un pariente que tenga una red para buscar pega, amigos tampoco”. La dificultad se redobla por el machismo y sus secuelas en el ámbito laboral. “Está como este doble discurso permanente, como ‘ay ella que es tan estudiosa, pero como es mujercita’ y me tocó varias veces que me preguntaran ‘y bueno ¿vas a tener guagua el próximo año entonces? Porque si no, no te puedo dar la cátedra’. Así de simple”. Su decepción se abisma progresivamente. Para tener éxito, hay que “ser pillo. Como avispado, hincar el lugar y meterte por ahí… Si podís ponerte primero en la fila y eso no involucra a nadie más ¡ponte primero en la fila! Me he dado cuenta que los que están efectivamente consiguiendo sus propios proyectos, que pueden ser súper valorables, o no, son los que están ahí y se avispan… y que claramente los que están más arriba se han cagado o jodido a los otros de manera que no les importa. Como que uno se da cuenta de eso, que si uno no es vivo, si uno espera como pasivo, que la recompensa por el trabajo realizado llegue… yo creo que no viene. Entonces es buscártelas y ser pillo, eso”. El cinismo no logra empero hacer carne en ella, por el momento. Pero la amargura es auténtica y profunda. “Esa sensación que les decía yo que si yo me esforcé y nada y no pasó nada…Y yo vi compañeros míos que pasaron los cinco años chupando en el pasto y que ahora están de jefes… mientras que yo seguía marcando el paso”. “Yo decía que si yo hago mi trabajo y lo hago bien y lo hago en mi escritorio tranquila, va a llegar su recompensa porque lo estoy haciendo bien, pero si el jefe no lo vio, no se dio cuenta. Entonces, ahora es eso, es como el aparentar ‘uy estoy tan ocupada’ y pongo mis hojas ahí cuando pasa él y me voy después de que se va él porque si no es feo irse antes que se vaya el jefe… Es de aparentar, terrible, y yo que no quería caer en eso, he ido cayendo igual… Es complicado cuando uno lo verbaliza así tan claro porque es como una lucha permanente…” Entre dudas y amarguras concluye: “Me arrepiento de no haber sido pilla”. Si la meritocracia es un principio de justicia inapelable de las sociedades modernas (en las cuales el achievement debe primar sobre el adscription), el reconocimiento del mérito se enfrenta a un cúmulo de obstáculos, límites y distorsiones. Una dimensión sin duda particularmente fuerte en
Chile, en donde el trabajo se ha sobrecargado de tantas expectativas. El mérito es el hijo pródigo de la ética del esfuerzo y del trabajo, el principio natural de justicia de una sociedad que hace de la pega, y de su omnipresencia vital, un horizonte colectivo central. Frente a esta realidad, el trabajar sin reconocimiento, sin recompensa, ver su trabajo desaparecer confiscado o negado por un superior, aparece como una injusticia inmerecida e insoportable. *** La prueba del mérito somete a los individuos a una presión individualista de nuevo tipo, a una exigencia de justicia más personal que colectiva en sus frutos, a un sentimiento de frustración que eslabona, de manera inmediata, experiencias individuales y juicios críticos hacia el colectivo nacional. Chile, en la imagen de sus ciudadanos y ciudadanas, es hoy un país que habilita y que frustra. Un país en donde el éxito personal, y su correlato monetario, se han convertido en un criterio central de la valoración de las personas en pugna contra los antiguos criterios de la alcurnia y los mecanismos de cierre. Un país, no obstante, en el que la alcurnia no ha dejado para nada de ser relevante y los mecanismos de cierre siguen estando aún muy activos. La recompensa del mérito es, y será, una cuestión social y política sensible en el país. Cierto, por el momento, el incremento de expectativas no ha dado lugar a un desborde político,102 ni a la aparición masiva de conductas antisistémicas.103 Lo que prima es una tensión. Si por un lado se denuncia un orden social injusto en el tratamiento que concede al mérito, por el otro, solo se aspira a una mejora personal. Entre una y otra actitud, la tensión es inevitable. El lenguaje de la denuncia, en nombre de la igualdad, se estrella contra los reclamos de recompensa, en nombre del mérito personal.104 A pesar de la permanencia de importantes desigualdades sociales, la sociedad chilena está cada vez más permeada por exigencias crecientes de igualdad, un incremento de las expectativas y nuevas demandas de un justo reconocimiento de los diferenciales de esfuerzo. La revolución de las expectativas, que el reconocimiento del mérito condensa en un tono crítico, propicia anhelos y deseos subjetivos que la sociedad no solo se manifiesta incapaz de regular, sino que, incluso, paradójicamente, estimula creando el riesgo de producir expectativas que terminan entrando en colisión con las posibilidades objetivas reales de muchos de sus miembros.
Una vez más, pero ahora por un camino distinto, se vislumbra una de las grandes tensiones del proceso de individuación en Chile. Si por un lado las expectativas individuales y las exigencias por una justa recompensa del mérito dependen de recursos institucionales, por el otro, y frente a lo que muchos individuos perciben como obstáculos insalvables, se refuerzan simultáneamente sentimientos de injusticia y una búsqueda de respuestas y atajos exclusivamente individuales. La cuestión del mérito replantea entonces, pero sobre nuevas bases, el desfase entre las instituciones y los actores. Sobre nuevas bases porque lo importante no es solamente aquí constatar que los ideales se desdicen al calor de la experiencia sino comprender cómo, en el marco del proceso de individuación en curso, los actores terminan por dotarse del sentimiento paradójico, práctico y moral, de ser “más” que lo que la sociedad les reconoce.
PARTE 4 Sociabilidades y familias
Irritaciones relacionales
La relación con los otros es una prueba cotidiana y extendida en la sociedad chilena,105 una prueba que se complejiza de manera distinta a como ello ha sido observado en otros países. Lo que está en el corazón de este proceso no es el declive del hombre público y la tiranía de la intimidad, como Richard Sennett (1978) lo señaló para las sociedades europeas y norteamericanas, interpretando uno y otra como una consecuencia del abandono creciente de la teatralidad de la vida social y la búsqueda de agónicas relaciones auténticas entre individuos; por el contrario, como consta en los capítulos sobre el cambio histórico y como lo mostraremos en el dedicado a la familia, en Chile, los actores expresan un sentimiento opuesto; a saber: que el esquema y la sociabilidad estatutaria asfixian sus individualidades. No existe en este sentido ni un culto psicológico de la intimidad ni una cultura terapéutica de la autenticidad, aunque eventualmente una retórica de este tipo para la producción de sí esté en emergencia.106 No es, por tanto, esto lo que caracteriza el desafío que debe enfrentarse en la relación con los otros. La prueba de la relación con los otros toma la forma de una irritación continua y plural en las relaciones.107 Usamos la noción de irritación en su doble acepción de excitar cierto tipo de sentimientos e inclinaciones naturales como los celos, la envidia, el apetito o el odio, por ejemplo. Pero, también, y principalmente, en cuanto un efecto posible del roce continuado entre los cuerpos: una excitación que aumenta la sensibilidad y la reacción afectiva displacentera de manera tal que la magnitud de ésta deja de coincidir con la magnitud del estímulo. Un pequeño estímulo puede detonar reacciones desproporcionadas de ira o de ofensa. En el contexto de la irritación, los otros, entonces, son siempre una fuente virtual de perturbación. Éste es exactamente el contenido de la prueba de la relación con los otros en Chile. Se trata de una caracterización específica del lazo social que connota un conjunto de molestias y perturbaciones interactivas
entre individuos, que se extienden desde la cólera hasta la contrariedad, pasando por fastidios múltiples. Ahora bien, la relación con los otros ha sido abordada en Chile desde la perspectiva del malestar hace ya un buen tiempo. ¿Qué es, entonces, lo que nuestros resultados aportarían? En la versión más extendida de esta tesis, el sustrato del malestar relacional se hizo recaer en el temor al otro (Lechner, 2006: 509 y ss.; PNUD, 1998). Sin negar la veracidad de esta constatación, no es éste, nos parece, el núcleo principal de la prueba de la sociabilidad en el momento actual. La irritación interactiva no solo responde al temor al otro sino a sustratos distintos, muchas veces de actuación simultánea (como los procesos de movilidad social, las formas actuales de afirmación de ciertos grupos, los empujes a la horizontalización, entre otros fenómenos). En ocasiones, por ejemplo, es precisamente la ausencia del miedo al Otro, el que sostenía un cierto orden jerárquico, y la incertidumbre que ello introduce en las relaciones, lo que subtiende a la irritación (dando lugar a las figuras de la inseguridad, la desconfianza, la competencia, la reticencia, el temor o la decepción). Las irritaciones, en toda esta sección, están presentes tanto en el comercio con los anónimos como con los íntimos, ya sea en el ámbito público o en el privado; en relaciones durables del mismo modo que en las más episódicas y puntuales. Estas irritaciones se encuentran en los diferentes ámbitos de la experiencia social, lo que hace que ya hayamos topado con ellas en los capítulos anteriores y que nos toparemos con ellas en los ulteriores; en particular, aunque no únicamente, en nuestra discusión sobre la prueba del trabajo (el chaqueteo, de manera relevante); en las fuentes de la inconsistencia posicional; en la necesidad de tejer y sostener redes de influencia y su impacto para la prueba del mérito; en la difícil armonización, como lo veremos, de la conyugalidad; en las desavenencias entre jerarquía y expectativas de horizontalidad. Se trata en cada caso de irritaciones que deben ser entendidas en el contexto de los factores estructurales y las lógicas sociales en acción. Sin embargo, si como lo hemos visto, el tipo de factores y lógicas y el peso relativo de los mismos varía de un ámbito a otro, el telón de fondo básico y primordial para esta prueba son las dos dimensiones de la condición histórica actual: el empuje creciente a la horizontalización del lazo social que se produce en el país y sus obstáculos, y la expansión de una denostación
plural del “Sistema”, en la cual el enemigo se generaliza y se encarna siempre en otros, la competencia se expande, el valor de cambio se impone y la retracción interactiva aumenta. Dado que ya nos hemos detenido en varias irritaciones en el marco de las pruebas que hemos desarrollado hasta ahora, optaremos por iluminar en lo que sigue otros espacios relacionales. Para mostrar el alcance de esta prueba nos apoyaremos aquí en tres tipos de relaciones: aquellas que se establecen con los anónimos en el espacio público; las que se desarrollan con los vecinos en una contigüidad espacial; y, por último, las correspondientes a un ámbito más íntimo, con los amigos. En los tres casos, como lo veremos, cada vez por razones distintas, las relaciones sociales están envueltas en un “tufillo” resistente de irritación recíproca. Los anónimos y el espacio urbano108 La modalidad de relación con los otros, anónimos, se expresa y modela tanto en las interacciones con los demás citadinos como con aquello que la ciudad misma en su materialidad o por medio de sus evoluciones, les aporta como experiencia. En otros términos, la prueba de la relación con los otros no puede entenderse fuera del marco en el que se desarrolla. En lo que respecta a los otros anónimos, es la ciudad, el espacio urbano, lo que le da continente y textura. La precisión no es arbitraria: ¿cómo olvidar que en la descendencia de los estudios de Georg Simmel sobre la condición moderna, los trabajos de los sociólogos de la escuela de Chicago o las reflexiones de Henri Lefebvre o Richard Sennett y tantos otros, la ciudad ha sido reconocida hace más de un siglo como uno de los más importantes factores de individuación? Y es que es la ciudad la que da cuenta encarnadamente de procesos sociales y transformaciones estructurales propios de cada realidad y momento histórico. Entonces, para entender lo que está en juego en la relación con los otros, es recomendable empezar por acercarse a aquello que, más allá de elementos propiamente comunes a tantas metrópolis modernas, da la especificidad santiaguina. Santiago, como toda ciudad, es destinataria de mil adjetivos.109 A través de ellos, los santiaguinos expresan su apego, sus afectos, sus odios, hacia su propia ciudad. Una ciudad que no dejan de comparar, por lo general de manera negativa, con Buenos Aires; usualmente en términos positivos en referencia a otras capitales latinoamericanas. Santiago es la querida y la
insegura, la colapsada y la dinámica, la odiada y la fuente de oportunidades. Un lugar de nostalgia social y de orgullo económico. La ciudad a la cual llegan tantos migrantes internos y aquella de la cual tantos quieren irse. La ciudad de los encuentros y de las distancias, de los rincones evocados por nombres de lugares a los que nunca se ha ido, la del perímetro de circulación cotidiano, la del transporte moderno y sus innumerables complicaciones cotidianas, la ciudad segregada de las zonas residenciales y de las poblaciones, ciudad de los vecinos y de la casa propia. Por sobre todo, la ciudad de los afectos ambivalentes.110 Pero, tarde o temprano, la ciudad, y más allá de los afectos que incite, es fuente y escenario de irritaciones diversas. Santiago, cuya transformación urbana ha sido prodigiosa en las últimas décadas, expandiéndose a la vez de manera horizontal y vertical,111 enfrenta a los santiaguinos a una serie de retos cotidianos que tienen que ver con su viabilidad humana y ecológica, con la existencia de un espacio público que busca su identidad, pero, sobre todo, por supuesto, con una ciudad en la que se han complejizado las interacciones entre sus habitantes. Este es un aumento de complejidad que tiene más de un eco con la problemática tanto de la expansión del “sistema” en su faz de competencia, primacía del valor de cambio y división conflictiva expresada en desconfianza, como con la del afianzamiento de las expectativas de horizontalización del lazo social en una ciudad profundamente segregada y progresivamente marcada por la experiencia de la inseguridad. De manera concreta, son tres las grandes “junglas” que les ponen marco a estas irritaciones: (a) la jungla inmobiliaria y el encuentro con la experiencia de la preeminencia del valor de cambio sobre el valor de uso; (b) la jungla del transporte y el exceso de los otros en dos versiones: la violencia y la competencia individualista desmedida en el uso del espacio; (c) la jungla de la calle, en la que se juegan las tensiones entre las aspiraciones a la horizontalización y lógicas desreguladas de poder en acción. La jungla inmobiliaria: el valor de cambio El primer gran factor marco de las irritaciones, Santiago lo comparte con muchas otras ciudades insertas en sociedades capitalistas; a saber, la tensión, como Manuel Castells (1986) lo ha mostrado fehacientemente, entre su valor de uso y su valor de cambio.112 La fricción entre estos dos tipos de valor es así un problema estructural de las ciudades en el mundo de hoy,
aunque mal no sea porque cada una de ellas diseña dos experiencias distintas: como Jordi Borja (2003: 68) lo indica, el territorio estratégico de una ciudad no coincide jamás con el territorio vivido. El primero se piensa en términos de poder, dinero, rentabilidad. El segundo se experimenta en calles, comercios, recuerdos. Lo que el primero valoriza, el segundo lo denosta. Sin embargo, esta oposición, a diferencia de otras ciudades en donde el contraste permanece entre bambalinas (o solo es objeto de cuestionamiento a través de movilizaciones y luchas urbanas), en el caso de Santiago alimenta una toma de conciencia generalizada y cotidiana. Es de las primeras representaciones que aparecen al hablar de la ciudad. El crecimiento urbano, impulsado por un boom inmobiliario no adecuadamente regulado, tiene efectos visibles –y muchas veces nocivos– en la vida cotidiana. La lógica de mercado se impone sobre criterios de bienestar y el lucro define la escala citadina. La consecuencia es masiva: la irritación que esto produce a nivel urbano es inmediatamente perceptible para sus habitantes. El vínculo entre estas dos realidades del valor es explícitamente evocado por Virgilio (CM), economista. “Santiago como ciudad es una ciudad invivible. Es una ciudad que está colapsando, y algún día va a colapsar”. Cuestiona, como habitante y economista, la política de “fomentar el desarrollo inmobiliario a toda costa”, pero también un plan regulador que prevé para el 2030 “dos millones más de habitantes aquí en Santiago. Esto es un monstruo, realmente un monstruo”. Santiago, en su comentario, sería una más de las tantas edge cities actuales (Mitchell, 1999; Soja, 2000; Lizama, 2007: 28 y ss.) sometidas a una urbanización ilimitada que conduce, inevitablemente, a la caducidad de toda noción de centro urbano. La expansión metropolitana, como bien lo resume Carlos De Mattos (2005), se materializa en un periurbano difuso, de densidad decreciente, que no parece encontrar límites.113 En este contexto, es la regulación urbana, o mejor dicho su ausencia, la que es denunciada.114 Para Juan (CM), por ejemplo, “la cosa es a la chilena. Acá, por cada edificio botan 4 casas coloniales del 1750”. Una deficiencia que se traduce, más allá de consideraciones estéticas, por el deterioro palpable de las condiciones de vida. En los relatos, las “tomas” y las “protestas callejeras” de ayer –y la perplejidad a la que estos cambios sociales y habitacionales dieron lugar en los años cincuenta (Jocelyn-Holt, 1999)–, han dado paso al gigantismo
urbano como principal signo del triunfo de la ciudad como valor de cambio. Las críticas son virulentas y diversas. “La comuna (de La Reina) a mí me gustaba, no había mucho edificio en altura, había mucho árbol, mucho jardín”, sin embargo, paulatinamente, nos dice Rosa (CM), las cosas, al menos en el sector en donde ella vive, se han ido complicando: “los accesos son pésimos. Recientemente abrieron otra calle ancha entre medio del parque, lo que produjo mucha, mucha delincuencia. Cuando llueve un poco, aquí nos inundamos por todos lados”. El gigantismo urbano y los rascacielos, símbolos arquitectónico del milagro económico chileno, son percibidos como trampas de hacinamiento. Gabriel (CM) lamenta la explosión inmobiliaria que dificulta severamente la circulación porque construyen “mil quinientos condominios en un barrio y a ningún pelotudo se le ocurrió hacer las calles más anchas, y, entonces, te quedas con los mismos accesos, las mismas calles, pero con diez veces más personas”. El gigantismo urbano conspira brutal e inevitablemente contra la vida social. Para Javier (CM) Santiago es, simplemente, “un desastre”, “una microselva de ciudad”. El anonimato-liberador de la metrópoli moderna, se convierte en el anonimato-indiferente de la ciudad-mercado. La hija de su señora, nos dice, no tiene amigos en el barrio en el que viven, allí mismo donde él tenía de chico “doscientos cincuenta y ocho mil trescientos cuarenta y cinco”. La diferencia la explica “porque la vida cambió, porque han construido mucha calle, muchos departamentos, está sobrepoblado Santiago. O sea, esta, esta… era una callecita discreta, este era un pasajito, donde está mi casa es un pasajito, ahora hay lomo de toro porque pasa mucho auto, construyeron al fondo 7 torres, cada una con 90 departamentos, entonces ya pasa tanta gente. Gente que no conoces, claro, porque viven en el edificio y nunca nadie se saluda con nadie”. La gente, la gente, siempre gente en todos lados. “Lo que tiene de difícil (Santiago) es la cantidad de gente. De repente agota la cantidad de gente que hay en todos lados, de repente es como uff, y, bueno, el tráfico, sobre todo…”, comenta Rodrigo (CM). El valor de cambio expulsa el valor de uso. El anonimatoindiferente se convierte en el anonimato-irritante. Un signo indiscutible del declive del valor de uso de la ciudad es la muerte de los barrios. “Ese es el problema que tiene Santiago, que no tiene barrio ahora, no era así cuando yo era chica. Nosotros jugábamos todavía en Providencia, a una cuadra del Santiago College, pero en esa época jugábamos
en la calle, andábamos en bicicleta, en patines. ¡Ahí sí que uno conocía a todo el mundo!”, exclama Blanca (CM). La transformación urbana incontrolada, como dicen algunos, o bajo la sola égida del imperativo del capital, como prefieren pensar otros, también se refleja, y se denuncia, en los cambios que la lógica del consumo introduce en la ciudad. La desaparición de esta vida, de esta ciudad-valor de uso, se habría agudizado por la proliferación de los centros comerciales (los shoppings y los malls) y los supermercados de grandes superficies que modifican los hábitos de consumo, y aceleran la decadencia del pequeño comercio minorista barrial de proximidad.115 La ciudad, con la muerte del barrio y del conocido, es percibida como hostil y desgastante. Amores barriales Toda ciudad se organiza en un gran número de comunas administrativas, pero, también, se ordena en geografías barriales que terminan teniendo identidades culturales diversas y que diseñan perímetros personales dentro del espacio urbano. Eso que hace que ciertas calles sean “nuestras” calles, que un lugar público se convierta en un espacio “familiar”. Pero toda ciudad es generada, también, y quizás hoy con más agudeza que ayer, por el trabajo de sus propios habitantes para producir geografías subjetivas. Esta ciudad de las subjetividades traza, entonces, una geografía distinta a la que se produce desde indicadores administrativos, económicos o incluso histórico-culturales. Si el barrio en términos de administración o construcción intersubjetiva de larga duración está en extinción, la producción de un barrio subjetivo es una tarea constante a la que la mayoría de las personas se aboca aunque no siempre con éxito. En cualquier caso, aun por ausencia, el territorio “familiar” es una búsqueda generalizada y un anhelo. Se lo construye delimitándolo indistintamente a unas pocas cuadras, a un grupo de casas, a un sector o a una comuna. El apego al barrio, desde esta perspectiva, desafía lógicas clasistas binarias. Los apegos, los amores, son fuertes tanto en los barrios “cuicos” como en las poblaciones. Por mal reputado que sea un lugar, al barrio, a “su” barrio, como nos dijo Raúl (SP), mucha gente le tiene cariño. Incluso, nos aseguró, familiares suyos que se han ido a otro lugar, lamentan eso de único que hay en La Legua. ¿Qué cosa? “No sé”, responde pensativo, “No
sé… un espíritu tal vez”. El barrio que construyen subjetivamente nuestros entrevistados, tiene una característica particular: se confunde con la sociabilidad. Es el lugar familiar y de acogida formado por el otro conocido. Es el espacio en el que se “tiene hartos conocidos”, dice Patricio (SP). “Es un barrio, te digo, espectacular, un sector que está en la mitad de las relaciones que uno tiene de amistades, porque acá está Vitacura, acá está Providencia y de aquí pa’ acá Las Condes”, explicó Sofía (CM), superponiendo su vida social a su geografía urbana personal. Patricia (CM), ella, está encariñada con Providencia. Desde siempre. “No nos quisimos ir nunca de este barrio porque es un barrio como provincia, estas son calles muy tranquilas, entonces es un barrio que todavía rescata su idea de barrio, donde uno se saluda con el vecino y sabe quién existe al lado y un lugar donde uno va a la panadería a la esquina y saluda al señor del pan y saluda a la señora que vende en la pequeña paquetería que hay”. El barrio subjetivo, de la nostalgia o del presente, es principalmente el lugar de los otros conocidos, de los próximos, de las relaciones no irritadas. En el barrio de la geografía imaginada, el otro anónimo, por más irreal que esto sea, no existe. Es, pues, en el cotidiano de la vida que muchos santiaguinos perciben los efectos del mercado inmobiliario y la evidencia del valor de cambio que reina en la ciudad. Los barrios viven y mueren en función de operaciones inmobiliarias. En este marco, los otros anónimos, los extraños, no pueden sino ser una fuente de irritación porque su mera presencia es un signo del deterioro de la calidad de vida. La ciudad en su materialidad y en los desafíos que coloca a sus habitantes pone las condiciones para considerar al otro preferentemente como un intruso y una molestia. Santiago, agobiada por el valor de cambio, alimenta una doble fuga. Como lo venimos de evocar, hacia el pasado: la nostalgia; pero también hacia el Sur: la utopía. Muchos, en efecto, quieren irse. O mejor dicho dicen querer irse.116 Al Sur. Verdadero imaginario de fuga, es difícil saber si se trata de una utopía bucólica, de un proyecto alternativo de vida que empieza a tomar cuerpo entre ciertas capas sociales animadas por un deseo contracultural, una variante de la segregación urbana que no se enuncia abiertamente o simplemente de la nostalgia de antiguos migrantes. O, tal vez, es todo eso y
más. “Mis pretensiones son irme afuera, quiero irme al sur”, dijo Marta (SP). Similar es el deseo de Fernando (SP), cuyo sueño es irse “fuera de Santiago, ojalá en el campo, no sé, donde estemos más tranquilos”. Incluso cuando se tiene afectos positivos hacia la ciudad, el proyecto está presente, como en Rodolfo (CM), quien dice que le gustaría “en algún momento de mi vida, irme de Santiago”. La vida es inseparable de un lugar. Que el lugar de vida concentre, para tantos santiaguinos, tanta animosidad, que se viva la ciudad como una fatalidad o una necesidad pero no como una elección, describe algo profundo de su naturaleza urbana: el sentimiento de estar condenado a vivir en una ciudad que se percibe como insoportable. “Una ciudad pesada, con gente con muchos sueños truncados”, resumió José (CM). La ciudad, a sus ojos, es una fatalidad “porque cuando uno empieza a darse cuenta que lo que más quiere está acá, la ciudad no te acoge”. Un sentimiento que en el rechazo que expresa ofrece una unidad vivencial en una ciudad profundamente segmentada socialmente.
La jungla del transporte El segundo ámbito urbano de las irritaciones es el transporte. Casi se podría decir que como para el célebre personaje de la novela Ulises de James Joyce, Leopoldo Bloom, para una gran mayoría está presente la sensación, todos los días, que al salir a la calle, y sobre todo al tomar un transporte individual, pero más que nada colectivo, inician una verdadera odisea personal. Los términos son conocidos por todos. Los “tacos”, las “horas punta”, las migraciones que las capas medias y altas efectúan los fines de semana al salir y al entrar a la ciudad, la incomodidad de los transportes públicos, el Transantiago, el orgullo del metro y sus límites, la magnitud de las distancias, la vorágine diaria de las idas y venidas y el cansancio cotidiano. Desplazarse en Santiago es, para muchos, una experiencia habitual límite, a la vez diaria y extrema. Existe una vida en los transportes porque la vida, durante varias horas por día, se vive y consume en ellos.117 En este marco, dos modalidades de irritación en la relación con los otros aparecen preferentemente: la violencia y la competencia desconsiderada por el espacio. La violencia se expresa, para empezar, en la amenaza que constituyen los robos y las secuelas que éstos entrañan. Este tipo de relatos se concentraron en el transporte colectivo.118 En el metro y la micro se condensa, tal vez con más intensidad que en cualquier otro lugar, el sentimiento de inseguridad, pero, sobre todo, y más allá de él, de irritación. Hay que estar atenta, dice Josefina (SP) a que “en el metro nadie se te acerque mucho, o que no te vayan a estar mirando o que guardemos la platita pa’ prevenir que nos asalten”.119 La posibilidad de ser atacado y despojado está siempre abierta. Muchos testimonios fueron similares: en la micro “ahí sí te asaltan”, por eso cuando toma la micro, relató Sofía (SP) “salgo sin nada en la cartera. Entonces tengo sensaciones que antes no tenía, antes no me preocupaba de eso, y siento la sensación que hay que salir casi con el Carnet de Identidad y plata para la micro, o la tarjeta Redbanc”. La violencia en este caso abre a una actitud de desconfianza y alerta permanente. Pero el transporte colectivo no es solamente un lugar de inseguridad. Prolongando ese sentimiento y envolviéndolo, se da una experiencia cotidiana que muchos perciben como un verdadero atentado a su dignidad
ciudadana y personal. El transporte es un locus de enfrentamientos. Un surtidor de experiencias de desconsideración institucional y personal. Un espacio de expresión de individualismo egoísta extremo y de competencia desmedida por el espacio. El sistema de transporte en Santiago ha sido un nudo de conflicto para la ciudadanía (Montecinos, 2007). La privatización de los sistemas de transporte públicos a finales de los setenta y su fuerte desregulación en los ochenta, tuvo como efecto la existencia de una flota inapropiada, rutas ineficientes, y, derivado de que las ganancias de los choferes estuvieran en relación directa con los ingresos obtenidos por concepto de pasajes, prácticas de competencia en los recorridos (peleas y carreras para conseguir más pasajeros). Todo ello terminó por afectar la seguridad de los pasajeros y por fomentar prácticas discriminatorias con aquellos, como los estudiantes, que tenían reducciones de tarifas, así como un trato poco digno de los pasajeros (Muñoz, Ortúzar y Gschwender, 2008). Los problemas de los desplazamientos en la ciudad se agudizaron resultado del crecimiento económico y de la migración que atrajo la ciudad en cuanto polo nuclear de desarrollo especialmente en los años noventa. Para el 2006 el servicio de buses fue el peor evaluado dentro del sistema de transporte público, aunque el metro, ícono de la modernización del país tenía una buena evaluación (Procalidad, 2006). En busca de modificar la situación se planificó el plan de transporte urbano, Transantiago, que implicaba la introducción de un esquema de racionalización e integración. Su implementación fue fallida como resultado de errores de planificación, la confrontación de lógicas políticas y expertas, ausencia de consensos, falta de información al público y exceso de expectativas (Muñoz, Ortúzar y Gschwender, 2008), lo que tuvo como consecuencia el deterioro del servicio de transporte120 por aumento del tiempo de esperas y del número de trasbordos así como por la disminución de las frecuencias. Adicionalmente, estas fallas determinaron un alza en la demanda del servicio de Metro, y su consecuente abarrotamiento (NavasQuintero, 2008). Aunque se han implementado políticas para mejorar el servicio, y existen mejoras evidentes (por ejemplo, la sensible disminución de las lógicas competitivas en las calles entre unidades de transporte, la mejora de la seguridad vial, entre otras), en la percepción de los habitantes de la ciudad el transporte es, continúa siendo, una jungla.121 Más precisamente, y contra toda evidencia empírica o técnica, más jungla que
antes porque el metro, que era visto como la excepción dignificante, se ha convertido en un elemento más de la misma. De esta manera, por razones vinculadas con las políticas de transporte en la ciudad, movilizarse en el servicio público implica para los individuos exponerse al calor, al hacinamiento, a la ansiedad, y, por sobre todo, al maltrato. “Es una angustia andar en el metro… a la hora del taco es como animales” se queja Alfredo (SP). Este testimonio es una expresión transparente, y de ningún modo aislada, de la afrenta a la dignidad con la que esta experiencia tiende a ligarse, especialmente entre los sectores populares, los mayores usuarios de este tipo de transporte. Son precisamente estas condiciones las que ponen el marco a la relación con los otros. La escasez, la limitación espacial, la incomodidad, afianzan el que aparezca en las interacciones un afán de autoafirmación desmedida. Ocupar un lugar es vivido con excesiva frecuencia como una lucha sin cuartel por el lugar. La ansiedad por el espacio enceguece respecto al otro y sus necesidades. La presunción de la intención de autoafirmación agresiva del otro hará que todo roce o acontecimiento sea leído en clave de agresión o humillación…y exija una respuesta anticipada. El transporte público, en opinión de muchos, condensa la falta de urbanidad de los santiaguinos. “La gente es muy mala onda en las micros… que te miran, no te dan el asiento aunque vai con guagua como en mi caso ahora en estos tres años que la Andrea está chica, o cuando estaba solo viajaba mucho en las micros, o la gente es opaca, es antisocial entre comillas, o sea, no le importa nada, no le importa que al caballero que va al lado tuyo le quiten la billetera, nadie se mete, ¿cachái? la gente es muy individualista en todos los sentidos”, se queja Fernando (SP). Insiste: “Eso me choca, que la gente no te respete como persona, que no te respete si soy niño o adulto, y que, nada, les da lo mismo; me choca que la gente dé el empujón y después te dice disculpa, por último, la palabra permiso no se nombra mucho. Me carga que la gente hable tonteras delante de los niños en las micros”. Un individualismo egoísta se impone en una situación en la cual todo otro es una amenaza al propio espacio y un potencial proveedor de abuso. El Transantiago Nuestras entrevistas (2007-2009) coincidieron con el proceso de implementación del Transantiago. En los primeros meses, como se sabe,
el trastorno ocasionado por la reforma se convirtió en una de las principales frustraciones de los habitantes. Los hábitos se transformaron, los transbordos se multiplicaron, la espera se incrementó. Viviana (SP) se quejó de que el asunto estaba “medio latero, ahora los metros, los metros llenos, medio complicado eso ahora”. Algunos, los que pudieron, trataron de desfasar sus horarios para no encontrarse en los transportes en horas punta. El Transantiago “terrible, a veces pasaban dos horas parada ahí bajo la lluvia mojada. Me ha tocado ir caminando… y a veces tenía que pagar 4 locomociones… terrible”, se quejó Mariana (SP). El transporte, sin llegar a ser una barrera, se convierte en un agujero negro que consume energía: el “solo pensar que tengo que ir a Recoleta me da flojera” porque llegar a destino le lleva hasta dos horas y media de transporte por día. “De repente duermo, trato de dormir, trato de concentrarme, o a veces converso con la gente y, ahora, claro el tema es el Transantiago y lo malo que está” comentó, en octubre del 2007, María (SP). El sentimiento de maltrato institucional se expresó a este respecto con fuerza. Algunos incluso hasta relatan escenas esporádicas de protesta y revuelta. Cuando pasó lo del Transantiago, cuenta Elena (CM), “al principio, cuando se pasaban, se filtraban por atrás por la micro y no pagaban, y la gente aplaudía en un comienzo y después era como: ‘oye tenís que pagar, todos pagamos’… Era como esa bronca de que la cosa no resulta”. Otros expresaron su perplejidad. “Yo no entiendo cuando se inició el Transantiago por qué la gente no quemó todo, o sea francamente no entiendo cómo la gente no salió a quemar micros… O sea una cuestión, un maltrato a la gente en este país” dice con amargura Rodrigo (CM). Jorge (SP) se queja en un tono similar del Transantiago: para él “a pesar de tener desplazamientos cortos me han dado ganas de… en más de una oportunidad, de patear una micro, de llegar a patearla porque no pasa o pasan y pasan llenas y no te llevan. Y pienso en la gente que tiene que hacer uso diario del sistema y en las horas más conflictivas. Yo creo que debe ser una cuestión muy agotadora”. El maltrato institucional, aquí también, alimenta la desconfianza. Del Transantiago, nos dijo por ejemplo Ingrid (SP), en abril del 2008, “dicen que ha mejorado, pero los que tienen auto tal vez dicen que ha mejorado o los políticos, pero el que anda en los buses, se da cuenta que no. Además uno adentro anda como animal. No sé, a usted lo meten para adentro…”.
En América Latina, y en Chile, la modernización de los transportes públicos ha funcionado como un verdadero símbolo cotidiano de modernidad (Whitehead, 2010: 50). De allí, sin duda, también, el impacto tan negativo del Transantiago. Se rompió un orden. “Santiago… lo que no me gusta ahora es la locomoción. El metro (con el Transantiago) lo destruyeron. Hasta antes del Transantiago el metro era una delicia, tenía gente, pero no como ahora que está colapsado”, juzga Enrique (SP). Al maltrato se le aúna la incomprensión. No estamos ante un evento anecdótico. En él se percibe no solamente uno de los rasgos mayores de una ciudad como Santiago –el cansancio humano que se asocia con los transportes– sino también el profundo sentimiento de irritación que los individuos pueden desarrollar, más o menos puntualmente, frente a ciertas decisiones públicas. El choque del Transantiago no pudo ser, simbólicamente, más rudo. Si las ansiedades ligadas al transporte público son agudas,122 la circulación por la ciudad cuando se dispone de locomoción privada está lejos de encontrarse al abrigo de la irritación.123 Desde los años ochenta en adelante, la locomoción se ha vuelto un problema –o sea, los tacos, las restricciones vehiculares, los parquímetros y el Tag son inquietudes cotidianas–.124 “Cuando estoy metido en el taco y uno no avanza y qué sé yo… la vida en Santiago ya no es soportable”, piensa Sergio (CM), quien asocia este agobio a la magnitud de “los desplazamientos, las distancias”. “El tráfico es insoportable”, corrobora, como muchos otros, Blanca (CM). No se trata solamente de una impresión subjetiva. Entre 1995 y 2005, el parque automotor creció en el país a un ritmo anual cercano al 6%, el mismo porcentaje que para el quinquenio siguiente, produciendo un incremento consecuente de la tensión entre citadinos (INE, 2011; Tironi, 2006: 147). Este ritmo hizo que en la ciudad de Santiago el parque vehicular se multiplicara en 2,5 veces entre 1977 y 2001.125 En el año 2010 había el equivalente de 1,60 automóviles y station wagons por cada 10 habitantes, cifra que contrasta con las 1,24 unidades para el año 2005 (INE, 2011). No es solo el agobio lo que aparece en el relato de las interacciones en este ámbito, sino, también, experiencias extendidas de violencia expresadas especialmente en términos de prepotencia o intolerancia. “Hay un cierto nivel de violencia, de prepotencia, que cuesta bancarse. En un trayecto de media hora en auto, hay
un par de discusiones. Una vez un taxista me rompió el reloj por una doblada, que él dobló en segunda fila, qué sé yo, y el taxista me encerró, yo lo encerré y te digo que me agarró, me rompió el reloj, me rompió el espejo a patadas, me abolló el auto y después yo quedé, así, helado. Y comentando esto me di cuenta que a todo el mundo le había pasado esto, o sea, frecuente. Yo creo que, honestamente, no sabemos vivir en ciudad, no tenemos una cultura urbana”, comentó Sergio (CM). La intemperancia en este relato es un ejemplo vívido de la irritación de las relaciones, y el grado desmesurado de las respuestas que un estímulo puede desencadenar. La experiencia del transporte por banal que parezca es, analíticamente hablando, menos evidente de lo que parece. La escuela de Chicago afirmó la libertad asociada al anonimato y la pluralidad de reglas sociales que esto facilitó al multiplicar los grupos sociales en los cuales circulaban los individuos. En Santiago esta experiencia también existe, pero el anonimato no puede ser evaluado con el mismo entusiasmo. El otro anónimo es una fuente de perturbación. El comercio con los anónimos si es ganancia en libertad es, también, y prioritariamente, vivido en este contexto como fuente de tensiones. El anónimo pasado por el tamiz del transporte toma otro cariz. Es personaje de una “pesadilla” que recorre las memorias urbanas. El transporte no viene, entonces, solamente a tensar aún más, como lo hemos visto, la prueba tempo-vital, sino que tiene un rol mayúsculo a ojos de muchos en lo que respecta a la irritación relacional ordinaria, y, tras ella, en la producción del cansancio y el agobio cotidiano. En verdad, el proceso es doble. Por un lado, las coerciones en el transporte a las que son expuestos los habitantes de la ciudad por razones estructurales afianzan las condiciones para el surgimiento de tensiones múltiples en las relaciones entre ellos. Al mismo tiempo, y por otro lado, las tensiones relacionales provenientes de otras esferas de la vida social (los ambientes de trabajo, las presiones familiares, las exigencias temporales) hallan un espacio privilegiado de expresión en el encuentro cotidiano y habitual con los anónimos en la jungla del transporte. ¿El corazón de este marco de irritaciones relacionales? La competencia individualista desmesurada por el espacio promovida por lógicas de planificación en las que priman el valor de cambio sobre el valor de uso y la ceguera institucional a exigencias de dignificación que acompañan las crecientes expectativas de igualdad y horizontalidad.
La jungla de las calles La tercera esfera de irritación se asocia con las interacciones que se dan entre citadinos en el espacio público: en las calles.126 Esta dimensión está marcada por el desfase entre el orden urbano reinante que hace de Santiago una de las capitales más organizadas de América Latina, y el tono subjetivo, extremadamente sombrío, que los entrevistados manifestaron al hablar sobre la vida en la ciudad. Para describir esta dimensión de la jungla urbana, los adjetivos fueron plurales, pero detrás de ellos es posible detectar, una vez más, el rasgo común de la irritación. Mejor que muchos otros términos, la irritabilidad recíproca y cruzada resume lo que los santiaguinos viven cotidianamente: a la vez una experiencia de nerviosismo y de alerta particular, y un sentimiento común de familiaridad con las molestias. Las calles se constituyen en lugares de irritación constante porque el otro es visto como una fuente potencial de agresividad y conflicto. Los encuentros son entendidos desde la clave anticipatoria del enfrentamiento. Las calles son percibidas como lugares de roce relacional. Pero, y esto es muy importante, no se trata en la mayor parte de los casos de enfrentamientos explícitos, de larga duración y directos. Por lo general, se trata de roces que tienden a ser circunscritos, tramitados en sordina, tratados de modo indirecto. Santiago no es el escenario de un incendio relacional. Las tensiones relacionales urbanas con los otros toman más bien la forma de cortocircuitos (Araujo, 2009a). El otro como elemento irritante aparece en tres modalidades: en el modo de la violencia y la desconfianza; en el de la competencia e indiferencia; y en el de la humillación. Detengámonos en cada uno de ellos. La amenaza a la integridad personal está asociada a sentimientos de inseguridad. La inseguridad física es una inquietud efectiva para algunos y un estado habitual de vigilancia para otros: “hay que estar pendiente y evitar situaciones de exposición” Néstor (CM). Pero, algo que resulta extremadamente importante es que la afirmación de la inseguridad ciudadana es acompañada con la afirmación constante, especialmente en las capas medias, pero no solamente, que la amenaza no es de la magnitud que subjetivamente se le atribuye. En el fondo, se tiene conciencia de que Santiago es sentida como menos peligrosa de lo que se declara. Loreto (SP), por ejemplo, quien posee una posición social y laboral particularmente
inconsistente, expresa con fuerza su temor “de la violencia en las calles, sí, en todas partes. Me siento con temor de la violencia no solo de que me asalten y me entierren un cuchillo, sino que también de pronto andar súper ensimismada y que venga un tipo y que me pase por encima el auto porque andan súper rápido”. No obstante, luego de un momento, corrige su relato, matizándolo: “pero no es que me sienta paranoica en Santiago”. Por otro lado, si bien el sentimiento de inseguridad se aplica a diferentes espacios de la ciudad (la casa, las calles, el transporte) para todos los sectores sociales, cada uno de ellos pareciera concentrar en un lugar específico su mayor temor dentro de esta diversidad geográfica. Para los sectores de clase media, el centro de Santiago continúa siendo el espacio privilegiado del miedo. La imaginería del peligro, y esto a pesar de los esfuerzos de recuperación de esta zona, continúa siendo relevante. Aunque el sentimiento de vulnerabilidad en el propio lugar de residencia está presente, como lo muestran, por ejemplo, las medidas de seguridad de protección del hogar en estos grupos,127 existe una tendencia a colocar el núcleo del temor y del peligro en un “allá”.128 Gabriela (CM) fue explícita: “con el centro de Santiago yo tengo un poco de rollo psicológico porque siento que ahí las pocas veces que voy a hacer un trámite, voy solo con carnet de identidad, con lo menos posible, voy sin chequera, voy con cuidado, voy con una cartera chiquita. Tomo todas las precauciones”. En algunos, como ya lo hemos evocado en un capítulo anterior, la inquietud puede ser tal que, como lo comentó Beatriz (CM) “tengo amigas que no bajan de La Dehesa, Lo Curro”. Los trayectos urbanos de las clases medias más acomodadas tienen el centro de Santiago como su “allá”. Para los grupos de menores recursos, es por el contrario el propio sector de residencia el que concentra las preocupaciones en la geografía del miedo a la vulneración de la integridad física y violencia. “En el condominio de al lado”, nos comentó Sofía (SP), “se han movilizado, han colocado carteles ‘¡no queremos más delincuentes!’”. Esta geografía disímil del locus privilegiado del temor tiene efectos distintos. En los primeros, los sectores medios acomodados, se asocia con claras estrategias de evitación de las zonas percibidas como peligrosas, aumentado la segmentación de la ciudad. En los segundos, se trata de una retracción puertas adentro. En ambos casos, como lo veremos nuevamente, una lógica de encierro invade las relaciones urbanas. Detrás del temor y la inseguridad, se afirma, muy concretamente, la irritación de un entorno
urbano que perturba. Medido en términos de indicadores objetivos, el sentimiento de inseguridad debería ser menos agudo aquí que en otros lares129 (aun cuando la casi totalidad de entrevistados dijo haber sido víctima de un robo o un asalto), pero el sentimiento de inseguridad es una reunión compleja de factores diversos (Roché, 1993). En Santiago este sentimiento es potenciado por la atmósfera general de irritación y vulnerabilidad potencial que afecta las interacciones entre las personas, y que alimenta un sentimiento particularmente agudo de desconfianza mutua. Es verdad que en muchas ciudades del mundo la desconfianza entre anónimos es de rigor, pero en Santiago, como Francisca Márquez (2007) lo mostró comparándola con otras capitales latinoamericanas, esta actitud toma proporciones inquietantes. “Soy muy observadora de las personas”, contó Mariana (SP), “porque tú sientes la maldad en la piel”. La desconfianza evocada es una síntesis de experiencias diversas que hacen que, según Cristina (SP), todos “como que tratamos de resguardarnos no sé de qué, como que todos sentimos que alguien nos va a hacer algo”.130 La segunda modalidad del otro irritante aparece en la forma de la competencia y la indiferencia. Ambas cuestiones se expresan preferentemente en la falta de observancia a las reglas de la cortesía, de la urbanidad o de la civilidad.131 La sensación de encontrarse en una jungla en la vida urbana cotidiana no puede ser más decidora que en este testimonio: (se tiene la) “sensación que todo hay que ganarlo disputándolo al otro, ni siquiera existe el concepto de subirse ordenadamente al transporte público, o sea, todo tiene que ser empujándose”, dice José (CM). Bajo la apariencia de orden, las tensiones con el otro surgen de la percepción que en la vida social todo se alcanza a empujones… en metafórico y en literal. Es la potencia y la prepotencia las que organizan las relaciones. El otro invade y se impone. Ésta percepción, la que se nutre de las experiencias con las instituciones y el “sistema”, hacen que se esté obligado a buscar y defender por sí mismo el propio interés. De esta manera, el principio de competencia desregulada se encarna en las expectativas cotidianas que moldean las interacciones relacionales. Pero la cortesía o la urbanidad son puestas en cuestión también por la indiferencia, otro nombre para lo que es visto como efecto de un exceso de individualismo y la ausencia de un sentido de compromiso o solidaridad con
los otros. La indiferencia se revela, por ejemplo, en la falta de cuidado por los bienes urbanos comunes: “Porque, chuta, llega a dar pena: los paraderos que hacen bonitos, al día siguiente quedan hechos tira, igual los teléfonos, los semáforos”, se queja Alberto (SP). Ella se expresa, también, en un tópico extremadamente extendido: la frialdad y falta de empatía de las personas. Este es un tema traído a colación con mucha frecuencia de manera comparativa con las otras ciudades del país, y por lo tanto, presente indefectiblemente entre los migrantes de regiones, pero no solo en ellos: “Uno se ha caído muchas veces, a la gente le cuesta mucho ser solidaria, aquí lo piensa, piensa cuál es el beneficio de ser solidario, siempre está pensando en eso y cuesta mucho… entonces creo que Santiago significa todo ese tipo de cosas, el progreso tiene su costo”, afirmó Daniela (SP, migrante del sur). La tercera modalidad del otro de la irritación corresponde a la humillación. Esta dimensión está estrechamente vinculada con los empujes a la horizontalización del lazo social. Estos empujes, como lo hemos visto, conviven con la tendencia a estructurar relaciones asimétricas jerárquicas sostenidas en un juego de discriminaciones múltiples y lógicas de imposición de poder que buscan preservar los privilegios de unos sobre otros. Es ésta una forma de estructuración de las relaciones que implica que la afirmación propia tiene como condición un “borramiento” del otro o, por lo menos, su sometimiento pasivo (Araujo, 2009a). En este contexto, el otro aparece, frecuentemente, como un posible surtidor de diversos tipos de humillaciones: desvalorización, ninguneo, despotenciación. Por su parte, la expectativa de horizontalización genera una más aguda sensibilidad a los abusos en los modos de tratamiento recibidos por otros, al mismo tiempo que a una mayor disposición a responder a estos. Y a su vez la anticipación del abuso por parte de quienes detentan más poder y la actitud defensivaagresiva que esto acarrea, tiene como contrapartida la indignación o perplejidad en otros por los embates a un orden relacional jerárquico, aún en acción. Ambas dimensiones son carburante para encuentros irritados. Las interacciones, por mínimo que sea el nivel de conflicto potencial (el reclamo en una tienda o el topar de los cuerpos en la vía pública), al ser vividas e interpretadas en clave de humillación desatan reacciones irritadas desproporcionadas respecto del estímulo. El otro tiende a ser vivido como una permanente potencial afrenta a la autoestima y a la dignidad personal: “No eres amigo de ninguna persona que tenga auto, no eres amigo de
ninguna persona que vaya y que tenga más recursos que tú, esas personas con recursos obviamente no son amigos tuyos, sus papás y su gente los educa para que no se junten con la chusma, por decirlo de alguna manera, y yo precisamente era la chusma”, comentó a propósito de sus años de estudio Eduardo (SP). A PESAR DE ESTAS TENSIONES, las relaciones con los otros no se caracterizan por enfrentamientos abiertos de larga duración –y es por ello precisamente que hablamos de irritación–. No estamos frente a incendios sino a cortocircuitos. Una explicación para lo anterior es la existencia de variadas estrategias relacionales de tipo evitativo, entre ellas, la indiferencia, la retracción y la “privatización defensiva” del espacio urbano. De estas tendencias al ensimismamiento social y al aislamiento urbano, la casi totalidad de nuestros entrevistados tenía la más nítida conciencia. La indiferencia es, al mismo tiempo que una modalidad del otro irritante, un código urbano de conducta estratégica frente a lo que se percibe como la conflictividad y violencia potencial de las relaciones: “yo dejo vivir a la gente tranquila, yo observo, pero no me meto, no opino” resumió Eugenio (SP). La indiferencia no es, en última instancia, solo el efecto de la falta de interés o una expresión de individualismo puro sino, también, una forma de evitar un contacto con el otro que es previsto como enfrentamiento. La indiferencia es un simulacro intencional de función protectora. La retracción del espacio urbano, por su parte, es un fenómeno no solo santiaguino. En muchos otros lugares se han hecho constataciones semejantes, como, por ejemplo, en la distinción realizada por Mike Davis (1990) a propósito de Los Angeles, entre los que viven encerrados y protegidos, y que incluso se encierran para consumir mejor, y aquellos que, a la inversa, deambulan en las calles y son percibidos como una amenaza. En Santiago se encuentra una experiencia de privatización plural bajo la forma de una reclusión en el solo perímetro de la propia casa o en el de ciertos sectores (circuitos cerrados entre los barrios más pudientes o en un eje fuertemente heterogéneo, entre los barrios más populares). “El espacio público se usa poco en Chile, hay poco espacio público”, se quejó Luis (CM), para quien “los fines de semana (los santiaguinos) están pensando cómo arreglar su casa, no están pensando cómo relacionarse en el espacio público o cómo salir a compartir. Entonces cuesta la comunicación pública”. Si es
cierto que hay una idealización implícita presente en éste y en muchos otros testimonios de este tenor, también lo es que la mayor parte de nuestros entrevistados afirmaron que su tiempo libre en los fines de semana lo utilizaban para actividades de tipo familiar… normalmente en casas. Muchos sienten, como Mónica (CM), “que todos vivimos un poquito más encerrados dentro de las casas”.132 Frente a las irritaciones del espacio público, la casa es un refugio y un encierro. Los ritmos de vida, el cansancio, la reticencia, el temor son algunas de las razones evocadas. La vida, otra vida, se organiza detrás de los muros. La casa es presentada, entonces, como un refugio de tranquilidad frente a una ciudad que se percibe como hostil. Este aspecto es tan significativo que es posible hablar del segundo rostro de la vivienda. Una experiencia urbana que, en el interés exacerbado que testimonia hacia la propia casa,133 aparece como un interesante indicador de un sentimiento de individualismo que no se reduce, únicamente, a la mera expansión de una lógica individualista (o arribista) propiciada por la ascensión a la propiedad individual.134 En tercer lugar, estamos frente a una estrategia de uso privativo del espacio urbano de orden defensivo. Para José (CM) “todo se construye en torno a la apropiación familiar o individual de los espacios”. Es necesario distinguir entre dos tipos de privatización del espacio urbano (Schwartz, 2002: 20). El primero es una “privatización expansiva” que busca la apropiación colectiva del espacio público, muchas veces efectuada a través de luchas sociales o implantaciones informales. El segundo, que es el que aquí evocamos, es una “privatización defensiva” por la cual el individuo se repliega haciendo un uso personal del espacio urbano (barrios cerrados, enrejados). Esto último se encuentra bien expresado por el sentimiento extendido de habitar una ciudad en la cual se habría literalmente secuestrado el espacio público. La ciudad no se vive como un bien común.135 En suma, lo que caracteriza a estas tres estrategias de tipo defensivo frente a las irritaciones es que por su intermedio se expande el deseo de vivir encapsulado, protegido del entorno. Vivir en la ciudad requiere premunirse o recuperarse de la irritación. El resultado combinado de todas estas estrategias es, por cierto, la acentuación de las tendencias hacia la segmentación y la segregación, las que, a su vez, en un proceso que se retroalimenta, exacerban las fuentes de la irritación (Bengoa, 2006: 15-20). La segmentación hace de Santiago una ciudad con mundos paralelos.
Algunos no han dudado incluso en hablar de “dos ciudades” (CED, 1990). Sin embargo, la irritación relacional no puede ser solamente vinculada con este fenómeno. La animosidad relacional no es solo inter-clases sino intra-clases. En Santiago, se está frente una compulsión segregadora “transversal, que no es solo de clase social sino de muchas maneras que no se ven, poca permeabilidad, como membranas muy estancas y mucha tendencia a crear endogrupos y decir ‘es que los otros, es que estos’”, como lo formula con precisión Sergio (CM). EL ANONIMATO ES DE RAÍZ URBANA, cuestión que se expresa con claridad en el elogio que Georg Simmel (1986: 716-722) hizo del Extranjero en tanto que héroe epónimo de la modernidad. Esta es una experiencia que muchos santiaguinos dicen no habían experimentado hasta hace poco en una sociedad que conservaba muchos elementos tradicionales y tenía pocos lugares de recreación o de restauración.136 Una ciudad donde, se sostiene, “todo el mundo se conocía”. En su lugar, hoy en día, se impone la evidencia de una metrópolis anónima, moderna, cosmopolita, animada.137 Para algunos como Patricia (CM) por ejemplo, ello es parte del encanto de la ciudad hoy: “porque hay una sensación de vida, de movimiento y hay una cosa de anonimato, que sé que no hay en los lugares chicos”. Pero, tras este elogio, incluso en los más entusiastas, lo que se revela a renglón seguido es el lado oscuro y fracturado del anonimato. La experiencia del otro anónimo, no es anodina en Santiago. El anónimo, a diferencia de las discusiones para otras realidades, es mucho más villano que héroe. Obliga a una actitud de alerta constante. Aconseja estar a la defensiva. Impone señalar constantemente la existencia de una muralla protectora. Empuja a la anticipación agresiva y a desincentivar la cercanía. Agobia y cansa. “En general” nos dijo, así, Elena (CM), “es una ciudad estresable, como que estamos todos muy cansados, o sea como que lo que tiene el chileno también de un poco como de estar siempre agobiado y como con el ceño fruncido y como cansado de lo otro, cansado de su propia vida”. En Santiago, “la gente” termina siendo, confirma Guillermo (SP), “muy oscura, parca, cara de nada, no se ríe”. Para terminar de convencernos, jura que su “hermana era otra persona en Puerto Montt y en Santiago cambió. Se puso parca, enojona, mal, le afectó esta ciudad, claro, aquí hay un nivel de agresividad enorme, enorme… Tú sales a la calle y la gente te golpea. Acá no te miran, no
contestan… Santiago es violento, muy violento”. Violencia explícita y soterrada. No es un lugar para descansar o para disfrutar, es un campo minado. La ciudad y sus espacios públicos son el escenario de las tensiones producidas entre anónimos por el choque entre lógicas relacionales ordenadas por el poder y la jerarquía y expectativas de relaciones más horizontales; entre demandas de trato más digno y conductas animadas por la competencia desregulada; entre la esperanza de civilidad y la anticipación de daño respondida por una actitud defensiva-agresiva; entre las búsquedas de empatía y modalidades y estrategias evitativas de indiferencia y retracción. La irritación relacional es un problema que va más allá del enfrentamiento de clases o la defensa estatutaria, aunque incluya ambas. Es el problema del otro el que está en el centro.138 El generalizado desasosiego relacional obedece a un momento de profundas transformaciones estructurales y de valores que desestabilizan las lógicas y legitimidad de los principios relacionales largamente vigentes a diferentes niveles de la sociedad. Los vecinos Entre los otros anónimos de la ciudad y los amigos, se encuentran los conocidos y entre ellos los vecinos. Su especificidad es ser objeto a la vez de una demanda y un temor. El vecino sintetiza una frustración de índole interpersonal, pero por razones contrapuestas. Por un lado, porque es un anhelo no cumplido asociado con la nostalgia de un mundo social unido y marcado por la ayuda mutua recíproca. Por otro, porque es un recordatorio cotidiano de las dificultades de convivencia en la ciudad. La imagen del vecino como anhelo, presente en los dos sectores sociales, está con frecuencia asociada al reclamo por la pérdida del barrio y como modo retórico de afirmar las dificultades con el anonimato citadino.139 El vecino de la nostalgia es referido como alguien cercano, siempre presente, cálido. Pero este vecino es más una añoranza retórica que una realidad buscada. Se extraña un vecino que en realidad no se desea, o, por lo menos, no en las formas en que es evocado nostálgicamente. Lejos de la cercanía que caracteriza al ideal del vecino del pasado, el buen vecino ideal, hoy, es aquel discreto y distante: aquel que no irrita porque sabe guardar la distancia correcta, o sea, que si es susceptible de dar una ayuda en un momento preciso, no invade el resto del tiempo el espacio urbano personal. El vecino
puede llegar a ser una ayuda extraordinaria activa, pero debe, al mismo tiempo, hacer gala de una discreción ordinaria permanente. Ahora bien, ante la dificultad de que los otros –los vecinos– se ciñan a este libreto, se opta, por lo general, al menos como principio, por una toma de distancia precavida. Esta prescripción a la toma de distancia se encuentra transversalmente, pero el contraste es muy relevante entre los entrevistados de las capas medias y de los sectores populares. La distancia precavida en los sectores medios acomodados es no conflictiva, mientras que en los sectores populares está cargada de irritación. Mientras que en las capas medias el vecino no aparece como un desafío cotidiano, porque, en principio, es posible evitarlo, en el otro sector, éste es una perturbación potencial permanente porque es una presencia ineludible. En efecto, los sectores medios hablaron poco de sus vecinos (11 personas sobre 40), mientras que los sectores populares no solamente los evocaron espontáneamente con mayor frecuencia (más de la mitad de los entrevistados), sino que lo hicieron en términos muchísimo más problemáticos. La evocación de los vecinos en las clases medias fue hecha principalmente en términos de su inexistencia o, eventualmente, subrayando las buenas relaciones de vecindario.140 La dimensión conflictiva estuvo sistemáticamente ausente de los relatos. Lo anterior incluso cuando nuestros entrevistados de capas medias y altas residían en condominios, residencias en las que, como se sabe, las juntas de vecinos pueden tener connotaciones potencialmente más conflictivas. Inversamente a lo que afirma cierta representación estereotipada, entre los habitantes de los barrios de capas medias se advierten formas más satisfactorias de relaciones vecinales, porque más reguladas y distantes, en el día a día, a diferencia notoria de lo que expresaron los miembros de los sectores populares.141 Entre estos últimos, aunque ciertas formas colectivas de solidaridad se encuentren en acción (Márquez, 2004), en el cotidiano de la vida vecinal lo que prima es un sentimiento álgido de irritación. A pesar de la importante construcción de viviendas populares por vía de la acción del Estado, lo que se encuentra en este ámbito es el profundo descontento de los habitantes.142 Éste ha sido asociado con efectos negativos de estas políticas cuya magnitud ha llevado a hablar de la pobreza de los con techo y hasta de una “precariópolis” estatal (Hidalgo, 2007). Estos efectos negativos que van desde la calidad de las viviendas, la acentuación de la segregación, la ruptura de tramas sociales, la
escasez o inexistencia de servicios públicos básicos hasta el hacinamiento, se vinculan con una tendencia a la pérdida de solidaridad así como a un abandono de los espacios públicos y falta de iniciativa e interés (Ducci, 2009: 293-310). Desde nuestro material, estas condiciones estructurales aparecen íntimamente entramadas con la elevada irritación vecinal en los sectores de menores recursos. Esta actitud se nutre de fuentes diversas: del ruido desconsiderado en las noches; de la basura acumulada y la falta de ornato; de las peleas privadas de las que se es testigo; de las peleas públicas que hay que, incluso, protagonizar; de la distancia idiosincrática; de la violencia. Contra una visión idealizada de estos sectores, la ayuda mutua y la reciprocidad es limitada por la exigüidad de los recursos, lo que fomenta comportamientos altamente individualistas.143 El testimonio de Nora (SP) permite apreciar vértices distintos de esta irritación. Nora cuenta el conflicto con su vecino cuando los hijos de éste “se volvieron delincuentes”. “‘¿Cuándo yo te he palabreado?’, y el tipo diciéndome ‘tal por cual, que aquí y acá’ y yo le dije: ‘usted no me insulta, usted es mi vecino, lo conozco por eso, nada más; haga con su vida lo que le dé la gana, eso a mí no me interesa, pero a mí no me meta, porque yo no lo molesto a usted’. ‘No, pero es que usted anda sapeando’… Total tuvimos una conversación con el hombre y de ahí no molestó más”.144 Pero si esta rencilla está cerrada, varias otras siguen abiertas. La vecindad es dura: “Ustedes ven abajo (el patio del inmueble en el que vive) todo está sucio, crían perros la gente en el tercer, cuarto piso, la gente cría perros, no tienen espacio. Aquí vivo yo, mi pareja y nadie más y se nos hace pequeño. Entonces la gente, los perros van abajo, ensucian y ellos no barren porque viven arriba, es pero… lo peor que le puede pasar a un ser humano es vivir en estas viviendas”. Las razones de las rencillas se multiplican. Una irritación múltiple se instala frente a la cual la distancia es la mejor respuesta.145 “‘Hola’ ‘chao’ ‘¿cómo está?’ Nada más”, resume de manera categórica Eugenio (SP) su relación con los vecinos.146 Al vecino hay que mantenerlo a lo más como un “conocido”, como lo especifica Olga (SP): “Digamos que tengo conocidos de paradero que les llamo yo, conocidos de feria. A mí me encanta conversar con la gente, y yo converso con todo el mundo”. Pero esta conversación es puntual. Episódica. Y su frecuencia no es programada.147 Por supuesto, se dan en ocasiones también relaciones positivas y de solidaridad efectiva, pero ellas están siempre condicionadas a restricciones espaciales (el
mantenimiento de la distancia)148 y temporales (tienen como condición la larga duración del conocimiento del otro).149 Empecemos por lo último. Una buena relación de vecindad es explicada siempre por la antigüedad de una relación, el otro puede no ser una amenaza solo habiendo pasado por el tamiz del tiempo. El recién llegado o el nuevo vecino es, de este modo, siempre un extraño amenazante… “No conozco a nadie. Los vecinos son poco comunicativos acá”, se quejó abiertamente Fernando (SP). Incluso sus tentativas por participar en la Junta de Vecinos no han dado ningún resultado. Peor aún: “Para el año nuevo… el primer año nuevo que llegué aquí, intenté darle el abrazo como corresponde al vecino, po’, y no te pesca, como que se asustan”. Se ríe recordando la anécdota: “Le fui a decir ‘hola, vecino, feliz año nuevo’, ya, ya, claro, pero de repente no nos dimos cuenta que cerraron la puerta y se entraron (ríe) y… mala onda, puta, no sé, po’. ¿Cómo uno puede comunicar con el otro para caerle mejor po’?”. Fernando, no sabe que ser un “recién llegado”, más allá de sus buenas intenciones y esfuerzos, lo hace un extraño del que desconfiar y a quien temer, y ese rasgo temporal lo destina a las experiencias de ostracismo frente a las que expresa su desconcierto.150 Esta experiencia de reticencia a los “nuevos”, se encuentra vinculada a un relato que revela la violencia de las transformaciones que introdujeron en sus vidas políticas habitacionales que implicaron el desplazamiento y abandono de lugares de residencia marcados por redes históricas relacionales, y, por ende, una exposición al extraño (Márquez, 2008), pero, también, porque esta exposición se da en un contexto de reducción espacial y de deterioro de las condiciones de vida, que hace que las distancias necesarias (partiendo por las físicas, obviamente) no estén disponibles y que haya un empuje, en muchos, hacia la retracción.151 Mantener la distancia es un asunto central en las relaciones con los vecinos. Una preocupación casi obsesiva por la distancia en los sectores populares que es correlativa al sentimiento generalizado de ser invadido por los otros.152 En las zonas populares, como bien lo reflejó la película El Chacotero sentimental, entre los vecinos nada puede quedar escondido. Todo se ve. Todo se sabe. Todo se escucha. “Hay gente que es muy metida en la vida de los otros”, sostiene Viviana (SP), “personas copuchentas, por decirlo así, ¿ya? Y yo no me meto con nadie. Yo soy, así, de mi casa, saludo a mis vecinos, por supuesto, ‘¿hola cómo estás?’, pero no de pasillo, ¿me entiendes? (…) aquí, sin preguntarle a nadie me entero de cosas, ‘oye, ¿sabís
lo que le pasó a tal persona?’… Viejas copuchentas (ríe) que pasan pendientes, pegadas por la ventana mirando… ¡La gente sabía hasta lo que yo compraba!”. Bajo esta sombra, la vida vecinal puede incluso llegar a ser vista con malos ojos. Ingrid (SP) cuenta como “es tan picante la gente que por ejemplo en el verano no se sientan en la terracita, en el antejardín, no, ponen la silla en la vereda afuera, una cosa así, entonces, ahí se juntó otra persona de más allá, después otra de más allá trae otra silla y se sienta otra y al final hacen una cuestión grande y todos conversando, pero puras leseras deben conversar, puros cahuines. Saben la vida de todos, po’”. El uso del espacio común va a la par con las habladurías colectivas sobre la vida privada. La experiencia moderna del anonimato urbano tiene, pues, un rostro particular entre los sectores populares:153 no solo porque muchos de ellos, sobre todo las mujeres– al circular menos en el espacio urbano lo experimentan menos (McDowell, 1999), sino porque la privacidad es relativamente inexistente dentro de ciertos barrios.154 La exigüidad espacial de las viviendas obliga a desbordar sobre los espacios comunes como una manera de “agrandar” la propia casa, pero esta expansión tiene costos en conflictividad.155 LA VIDA DE LOS INDIVIDUOS es cada vez más inseparable de la experiencia urbana. Una experiencia que comparte muchos de los aspectos que constituyen lo propio de la condición moderna. Santiago está muy lejos de conocer, y padecer, el desorden o el gigantismo urbano del D.F. en México o de Sao Paulo, o los problemas de circulación que pueden conocer muchas otras ciudades latinoamericanas, pero detrás de su orden social y urbano innegables (incluso a través de la segregación), la caracteriza el ser percibida por sus habitantes como una ciudad voraz: una urbe omniconsumidora de energía humana a causa de la miríada de irritaciones que hemos ido describiendo, tanto con anónimos como con vecinos. Una ciudad en la cual el espacio público, en su dimensión urbana, tiende a ser visto como anémico; una metrópolis que no cesa de trazar calles para asegurar la circulación, y en la cual, empero, el incremento exponencial de automóviles termina por aumentar la contaminación y multiplicar el desasosiego habitual de los tacos. Santiago no aplasta a los individuos,156 pero los agota. Los desparrama en sus distancias. Los cansa en sus transportes. Les genera irritaciones múltiples en sus desplazamientos y en sus interacciones. Consume y exige
un alto monto de energías humanas. Hay que afrontar la ciudad. Esta es una experiencia que se sabe cotidiana pero no banal. Santiago no es, por supuesto, un mero agujero negro. Santiago también da y genera energías, como lo revelan los testimonios que evocaron el placer de salir a pasear, la necesidad de escaparse del encierro de la propia casa y de circular en la ciudad, de emborracharse en el anonimato urbano como confesaron tantos migrantes de pequeños pueblos, recreando, sin saberlo, el mito de la modernidad. Pero, en última instancia, Santiago no es energéticamente ambivalente. Si como en el relato de toda ciudad (Jacobs, 1969) las dos experiencias coexisten, en los testimonios recabados una de ellas prima sobre la otra. Desde la experiencia de los individuos, Santiago por sobre todo consume, en medio y a causa de sus irritaciones relacionales, más energía que la que transmite. En ella, frente a ella, la energía humana se consume. Se transforma, claro, pero también se disipa. Por supuesto, la ecuación no es la misma para los jóvenes o para los mayores, para las amas de casa o para los trabajadores, pero, en términos generales, los santiaguinos, a diferencia muy probablemente de otras ciudades latinoamericanas, la energía no la extraen de la ciudad. Algún día, quién sabe, Santiago será una batería vital para la mayoría de sus habitantes. La ciudad encontrará entonces –inventará– otro pulso y en las calles los santiaguinos sentirán una estimulación nerviosa de otro cuño. Pero, para ello, será necesario que se construya un imaginario urbano distinto al que actualmente expresan sus habitantes. Por el momento, insistamos, en este registro, la individuación se opera afrontando un espacio urbano en el que, en medio de sus irritaciones, hay que poder estar en condiciones de “gastar” las energías que han sido producidas en otras esferas. La amistad: utopía e irritaciones La irritación también concierne, como argumentaremos en los capítulos siguientes, a las relaciones familiares e íntimas. La convivencia es, muchas veces, evocada como una fuente inevitable de ella. Pero… ¿y la amistad? ¿No está ella, dado su fuerte carácter electivo y su renovación voluntaria y puntual, al abrigo de la irritación? Variable en sus formas,157 la amistad permite comprender y explorar una faceta íntima de la relación con los otros que no está del todo exenta de irritaciones.158 ¿Qué es una amistad?
A propósito de la amistad, el juicio de Georg Simmel (1986, t-1, capítulo 5) no fue completamente justo. Caracterizando la amistad como una actividad de develarse recíproco, Simmel pronosticó que el advenimiento de la diferenciación social implicaría un descenso de este sentimiento. En el marco de sociedades altamente diferenciadas, supuso, solo podrían darse develamientos parciales y secuenciales, lo que impediría el desarrollo de verdaderas y profundas amistades. Cada una de las personas con las que interactuamos solo tendría acceso a una parte de nuestra personalidad, lo que sustraería nuestra intimidad, en tanto versión total de cada uno de nosotros, de sus miradas. Una visión global de sí que era, si seguimos su análisis, la gran característica de la amistad. En la mirada simmeliana, el hombre moderno tiene demasiadas cosas que esconder como para poder tener verdaderamente amigos. Sin lugar a dudas, la visión de Simmel atrapa algo de la experiencia contemporánea; sin embargo, la caracterización que dio de la amistad no corresponde a cabalidad a la visión de nuestros contemporáneos. Para comprender esta experiencia es preciso reconocer los grandes cambios funcionales que ha conocido la amistad. Como diferentes estudios lo han sugerido, ella no es más un mecanismo central de la exploración identitaria.159 El develamiento que Simmel colocaba en el vértice de la amistad, así como el trabajo de mutua exploración identitaria con un otro significativo privilegiado, son hoy dos facetas individuales que tienden a realizarse de preferencia en el marco de la pareja (De Singly, 1996). Ciertamente, con ello no ha desaparecido la amistad, pero toma una forma distinta. ¿Qué es entonces lo que se espera de ella? Si la existencia de intereses y afinidades comunes es una evidencia, lo que mejor parece caracterizar su imagen en la sociedad chilena es de tres órdenes. En primer lugar, la amistad es vista como un poderoso vehículo del sentimiento de continuidad personal. Los amigos son concebidos como una memoria indisociablemente social y subjetiva de nuestra vida individual. Sin embargo, esta dimensión no tiene necesariamente una significación identitaria. Por el contrario, tiene una innegable connotación de sensualidad nostálgica. A diferencia del amor y, como lo hemos visto, de la pareja, que es un terreno altamente inestable de relación y se vive bajo la sombra de su mortalidad posible, la amistad es un remanso de recuerdos. En este primer sentido, la amistad es una utopía al abrigo de toda irritación. El amigo es, así,
menos un alter ego (un “amigo-espejo”, para utilizar la célebre frase de Montaigne y La Boétie, “porque eres tú, porque soy yo”), que una parte sustancial de la propia memoria. Es eso que, para retomar esta bella expresión, algunos trabajos denominan los “amigos fósiles” (Pahl, 2000). “Esos amigos”, explica con perspicacia Jorge (SP), “que a lo mejor no los ves en dos o tres años, pero de repente los llamas y están ahí, qué sé yo”. Son, como prefiere nombrarlos Victoria (CM), los amigos “fundamentalmente históricos”; son los de “esa época” (o sea los de la juventud –reconocen Eduardo, Juan, Rodolfo… y muchos otros); son, lo resume Constanza (CM), esos con lo que se mantiene una amistad “sobrenatural… Sobrenatural porque son esas amistades que vienen de la juventud de uno”.160 La memoria solidificada de lo que hemos sido. Los sentimientos hacia los amigos, desde esta perspectiva, son una manera de amar nuestro propio pasado. El amigo es un testigo de nuestra vida. Lo que nos une, no sin cierta nostalgia, a un pasado irreversible. Pero los amigos son más que eso. En segundo lugar, la amistad es una elección basada en la confianza de su incondicionalidad. Los amigos son aquellos que, verdaderamente, escogemos en la vida. La amistad supone la producción de un sentimiento sui generis de confianza. El amigo es, entonces, y de manera central en la sociedad chilena, aquel con el cual se puede contar. El amigo es “quien está ahí siempre. Gente con la que podís contar en lo emocional, como que podís contar en la tensiones, son un soporte”, define Victoria (CM). Los amigos “es la familia que yo elijo, me tocó una familia que la quiero y la respeto, pero elegí otra, sin dejarla de lado, esos son mis amigos, son esas personas que yo siento que las tengo acá al lado y las puedo llevar en la espalda, que son de confianza”, afirma Denisse (SP). El amigo, corrobora Elena (CM) “es alguien que está ahí incondicional, como la familia, pero escogido en el fondo, porque familia, pa’ mí, es eso, la incondicionalidad en todo”.161 En este sentido, la amistad es una forma de solidaridad que testimonia, desde el ámbito privado, acerca de la fuerza de los compromisos entre individuos. La solidez que se le supone a los compromisos sorprende. “Cuando tu amigo cae en desgracia”, dice Verónica (SP), “tienes que estar todos los días ahí con él. Siempre. No solamente cuando te tomái unos tragos, cuando vai a un recital y después te olvidaste de tu amigo, o sea, el estar ahí con los amigos siempre”.162 Por último, en tercer lugar, particularmente presente en el caso
masculino, el amigo es aquel que “te acepta como eres”. La caracterización no es en absoluto banal. En una sociedad en la cual, como lo hemos visto, la dictadura de las apariencias se vive como habiéndose impuesto (o en todo caso acentuado) con fuerza en las últimas décadas, la posibilidad de la autenticidad se convierte en un resorte mayor de la amistad. Si la autenticidad no es un motor central en la relación con los otros en lo público, es un elemento nuclear de la imagen de las relaciones de amistad. Pero resulta necesario hacer una digresión en este punto. La autenticidad aparece aquí menos como una exigencia ética de consistencia expresiva de sí que apunta a un trabajo de exploración interna (Taylor, 1994) y, mucho más, como la expresión de sí que deja de estar sometida a los controles y autocontroles inducidos por las exigencias externas. Se trata de una suerte de autenticidad libertaria. Más que el derivado de un trabajo introspectivo, la autenticidad concierne a la expresión directa de sí, liberada del exceso de cálculos y prevenciones que se está obligado a observar constantemente en las relaciones con los otros. Con los amigos se puede dejar de fingir. Ser uno mismo. Con los amigos hay “más honestidad”, dijo Luis (CM), “uno no finge cosas, uno no trata de aparecer haciendo cosas, uno es como es, comparte alegrías, qué sé yo, como te digo, uno no tiene una pose con los amigos”.163 La contraparte: una acentuación de la demanda de incondicionalidad del otro. El amigo es aquel que te acepta de manera absolutamente incondicional.164 Las definiciones de la amistad en estos tres órdenes revelan el modo en que ella, en su versión de ideal, está afectada por una sobrecarga de expectativas compensatorias. Así como la familia aparece como un paliativo de primer orden a la ausencia de soportes sociales colectivos, la amistad es imaginada como el espacio para la realización de necesidades no acogidas socialmente. En primer lugar, la amistad cumpliría la función de hacer el hilado del trabajo de memoria que no se encuentra colectivamente a disposición, como ya lo discutimos en otro capítulo (tomo 1). La amistad, permitiría una lectura de sí que trascienda la fragmentación producida por los acontecimientos históricos recientes, los que a falta de elaboración consensuada quedaron en condición de islotes anecdóticos individuales. La amistad, entonces, estaría obligada a ser un remiendo emotivo de los jirones de la memoria colectiva. En segundo lugar, como acabamos de ver, la amistad se concibe como una promesa de soporte personal ante las contingencias de la vida. Los amigos
son entendidos como soportes concretos y existenciales en un contexto de alta inestabilidad expresada en la expandida inconsistencia posicional, pero, también, en la presión por respuestas de tipo individual. Ante el desasimiento, la escasez de soportes institucionales, y la percepción aguzada de la contingencia y alta condicionalidad de la vida social, la amistad, como la familia, se cargan con la expectativa de constituirse en soportes incondicionales, por más imaginario o contraintuitivo que ello pueda ser. En tercer lugar, se espera que la amistad provea del lugar compensatorio de expresión libre y no controlada de sí. En este sentido, ésta estaría llamada a ser la contraexperiencia que alivia de las presiones estatutarias aún muy activas en la sociedad, como lo revela, por ejemplo, el análisis que haremos de la familia; de la ansiedad producida por la ruptura de patrones establecidos que abren al conflicto, la insatisfacción y la inseguridad relacional, claramente presentes como lo veremos en la conyugalidad; del auto-ocultamiento exigido por la competencia desmedida y hasta emponzoñada de los ambientes laborales y la vida social en general; y del autocontrol y la alerta exigidos por las multiformes irritaciones relacionales que venimos tratando en este capítulo. Esta sobrecarga de expectativas compensatorias de la que es objeto la amistad no es sin consecuencias. Es, precisamente, esta exuberancia de las demandas la que está en el fundamento de las decepciones e irritaciones con las amistades y, para empezar, de la escasez de amigos que se declara tener en Chile. ¿Por qué se tiene tan pocos amigos? La casi totalidad de los entrevistados se veían en efecto a sí mismos como poseyendo pocos amigos, una realidad que todos lamentaron de maneras diversas. Ciertos indicadores objetivos dan cuenta de esta situación. Según un estudio de la Universidad Católica de comienzos del 2000, los chilenos declaraban tener en promedio 3,3 amigos (un promedio que está por debajo de aquel declarado, por ejemplo, en los Estados Unidos, 6,2 amigos), y en una encuesta PNUD del mismo período un 45% de los encuestados hombres declaraba tener pocos amigos (42% de mujeres) y un 30% de hombres decía tener conocidos pero no amigos (41% entre las mujeres).165 Por detrás de esta declaración cuantitativa, lo que se revela es el trabajo permanente y exigente de distinción entre conocidos y los “verdaderos”
amigos o amigas.166 “Yo diría que tengo dos amigas, porque tengo muchas conocidas, pero tengo dos amigas. Una es amiga de la infancia y la otra amiga la conocí al pasar de los años, que es la que me escucha, la que escucha mis dramas, bueno, nos escuchamos mutuamente porque mis dos amigas tienen sus propios dramas y yo tengo el mío”, afirmó Olga (SP). Ramiro (SP) va en la misma dirección: “Bueno, amistad entre comillas, porque es difícil la amistad ahora, pero con hartos conocidos”. Para interpretar la unanimidad de este sentimiento se precisa cierta cautela. El sentimiento de no tener “verdaderos amigos” no es específico de la sociedad chilena. Ya en el célebre estudio que Robert y Helen Lynd (1959) consagraron a una ciudad de talla media en los Estados Unidos en los años veinte, una de las principales quejas de los individuos fue, no el aislamiento, sino la ausencia de verdaderos amigos. Sin embargo, dos elementos pueden dar pistas de la especificidad nacional. Por un lado, la insistencia en marcar la existencia numérica significativa de los conocidos. Por el otro, el cariz de autoirritación que acompañó la declaración de tener pocos amigos. Empecemos por la primera cuestión. Si la distinción entre amigos y conocidos puede ser interpretada como un marcador de la escasez de amistades, por el otro, ella no deja de revelar el peso imaginario y real del conocido en la concepción que los actores tienen sobre sus recursos en lo que atañe a sus trayectorias sociales y profesionales. Este peso puede ser asociado con la importancia de las redes en el acceso a bienes y oportunidades, como ya fue discutido en el capítulo sobre el mérito y como lo haremos en relación con la familia. Las redes reenvían más a los conocidos y a los “amigos” que a los amigos “verdaderos” (en tanto que fuente virtual de capital social), y los individuos hicieron sistemáticamente la diferencia entre estos niveles. En un contexto social en el que las redes cobran el peso que tienen en la sociedad chilena, la diferencia es de talla entre los que tienen muchos o pocos conocidos, lo que explica la precisión con la que los individuos situaron explícitamente la magnitud de sus conocidos. El conocido o el amigo que no es un “verdadero” amigo, es colocado, ciertamente, en un ámbito más operativo e instrumental de las relaciones sociales, pero la afirmación de tener muchos conocidos no debe ser interpretada como negativa o peyorativa –tener muchos conocidos es una afirmación positiva sobre las capacidades y recursos personales: una razón para enorgullecerse–. Pero si es motivo de orgullo, volvamos a insistir,
un conocido no se confunde con un amigo de verdad. Un amigo que es un “verdadero” amigo, es solo aquel que está cargado con las demandas (sobre demandas) antes aludidas. De esta manera, declarar pocos amigos es resultado del trabajo fino de distinción que hacen los individuos basado en la acción compuesta de la relevancia de las redes de contacto e influencia en la sociedad y de la sobrecarga de expectativas de la noción ideal de amistad. La autoirritación por tener pocos amigos, por su parte, se expresa no solamente en el hecho de que las personas declararon lamentarlo sino, también, en el trabajo autojustificativo que acompañó una tal declaración. Lo importante no es aquí el número de amigos –de “verdaderos” amigos– que se tiene, sino el sentimiento de que son pocos. Siempre demasiado pocos. Es con respecto a un ideal normativo curiosamente numérico que se construye esta irritación. ¿Por qué? Porque esta situación delata, a ojos de los propios entrevistados, una limitación.167 Si en primera instancia la justificación apeló a las coerciones externas (falta de tiempo, exceso de trabajo, responsabilidades familiares), indefectiblemente en un segundo nivel aparecieron explicaciones que aludían a los rasgos propios. Tener pocos amigos tiende a interpretarse como una consecuencia defectuosa del carácter.168 Matías (CM), para citar un caso, piensa que para subsanar su escasez de amigos debería “cambiar cosas de carácter, ser no tan introvertido, tal vez, aprovechar más las amistades, siento que he sido… a pesar de que tengo amigos, los he tenido, pero siempre como muy para adentro”. Las mujeres, por ejemplo, casadas con hombres “huraños” o poco dados a la vida social, justificaron sistemáticamente la escasa vida amical de sus cónyuges como una consecuencia directa de lo que juzgan una limitación personal. “Mi marido es más hacia adentro, no comparte mucho. Él, como se desenvuelve en lo laboral y lo familiar nomás, no tiene muchas amistades” dice Josefina (SP). “Mi marido tiene poquísimos amigos porque es súper-introvertido” afirma en un análisis similar Magdalena (CM). Tener pocos amigos es una confesión plural: que no se dispone de suficiente tiempo en la vida para dedicarse a lo esencial; que no se poseen capacidades de apertura y comunicación, o, si se prefiere, y en una concepción más social, que no se posee capacidades para tejer o mantener relaciones; que se es tímido o ensimismado, o que no se cuenta con suficiente “belleza” interior. Declarar tener pocos amigos indica, al menos implícitamente, un juicio negativo sobre uno mismo. La escasez de amigos se constituye en un
signo de las limitaciones personales, pasto para el juicio irritante sobre sí mismo. Por supuesto, la amistad no es, nunca fue, un asunto cuantitativo. La amistad requiere un comercio íntimo. La amistad pide ser cultivada. Ello, por supuesto, no quita la posibilidad de que sobreviva a la distancia o a los años, pero hace que la amistad no pueda sino ser una experiencia relativamente escasa en la vida. Sin duda que la prueba tempo-vital agudiza esta situación, pero se trata, en el fondo, solamente de una dificultad suplementaria. La irritación subjetiva engendrada por este sentimiento masivo de tener pocos amigos, con mucha probabilidad denota una vida social que se desea más profunda de lo que es y testimonia de una intimidad no explorada y de necesidades insatisfechas. Pero la amistad, también en Chile, sin dejar de significar una experiencia particular, rara y en parte exclusiva, se ha convertido en una forma de excelencia de sí mismo susceptible de ser cuantitativamente medida. Esta inflexión recibe el impacto, seguramente, de la vulgarización de una cierta literatura –piénsese en el libro de Dale Carnegie (1997), publicado en 1937, Cómo ganar amigos e influir sobre las personas–, así como por la valorización creciente que la literatura gerencial hace de las cualidades de conexión, red, inteligencia emocional que deben poseer los individuos,169 sin descuidar, por supuesto, la importancia de los “amigos” en las redes sociales como Facebook o Twitter. ¿Por qué los amigos decepcionan? El tema de la traición del mejor amigo es un tema eterno. Que sea por amor, dinero o poder, los ejemplos abundan en la historia de la humanidad. Desde las pequeñas traiciones en la escuela hasta las decepciones amargas de la vida adulta, la amistad no cesa de estar recorrida, aquí y en otros lugares, por experiencias difíciles. Ellas lo son tanto más que a diferencia de lo que se ha terminado por interiorizar a propósito de nuestras historias de amor, la amistad aún posee (y contra toda evidencia) un aura de virginidad y de eternidad relacional. La amistad, la “verdadera”, requiere siempre de una dosis de pureza en la entrega y de compromiso. Un sentimiento puro que es herido por los golpes de la vida. La ingratitud, en todos lados, marca si no la ruptura, por lo menos la lesión, muchas veces insuperable, de una amistad. ¿Entonces, cuál es la especificidad en el caso de la sociedad chilena? Fuera de explicaciones subjetivistas o de mentalidades que apelan a las
capacidades o incapacidades personales o colectivas para sostener relaciones de reciprocidad y lealtad, lo que es central subrayar es que la amistad en Chile, al estar cargada de exigencias compensatorias estructurales, perfila un lugar virtual particularmente álgido de decepción. El corazón y el desenlace de lo que la amistad impone en tanto prueba de nuestra relación con los otros, es que, cualesquiera que sean sus fundamentos, es siempre una apuesta de confianza sobre la base de expectativas definidas. En el caso chileno, la magnitud de las expectativas que impone el ideal de la amistad, y las tres grandes caracterizaciones que la constituyen, terminan conspirando contra su existencia efectiva. Este ideal obliga a diferenciar estrictamente entre conocidos y amigos, e incluso entre amigos y “verdaderos” amigos, haciendo de estos últimos depositarios de expectativas y montos de confianza muy elevados.170 Condena, por esta vía, la amistad a la decepción. Alimentando la cristalización con historias personales, los relatos se repitieron: frente a una dificultad más o menos severa o a una encrucijada vital, los amigos no estuvieron, se borraron.171 Ahora bien, en la decepción amistosa la responsabilidad recae siempre sobre el otro, a diferencia de lo que acontece en el desencanto amoroso. En el caso del amor, y cualesquiera que sean las faltas del otro, la autocrítica es real y, por lo general, frecuente: “¿cómo pude enamorarme de este tipo(a)?” El desencanto amoroso es una invalidación de lo más íntimo de nuestro juicio personal. Inevitablemente es, entonces y también, una herida narcisística. Por el contrario, en la amistad la decepción es esencialmente respecto de los otros. Sobre el otro. Sobre la relación con ellos. Siendo el otro el que toma a su cargo el peso de la decepción, se adelgaza la confianza en él. La defraudación de la amistad alimenta, entonces, una irritación desconfiada hacia los otros, allí donde la decepción amorosa desliza hacia un cuestionamiento individual. “Yo de amigos no soy mucho, seré desconfiado, no sé, pero para mí ser amigo es una cosa muy delicada, porque ser amigo es ayudarlo, guardar secretos, ayudarlo sin mala intención… y para encontrar gente así cuesta”, reconoce Roberto (SP).172 La búsqueda de una relación profunda.173 puede llevar, como en Susana (CM), a establecer y multiplicar relaciones superficiales, puesto que no le nace, nos dice, la confianza en los otros. Para no vivir contrariedades, el sigilo se impone.174 En algunos, como en Eduardo (SP), las expresiones pueden llegar a ser excesivas en la amargura que testimonian: “Aquí tú no puedes confiar en nadie, ¿cachái?… La verdad
es que establecer una relación de confianza con una persona es difícil, hoy en día es difícil, tienes que tener como, no sé, una especie de buena estrella para toparte con una persona que te siga en las de abajo”. Piensa un momento y concluye, amigo “es una consideración media fuerte, por decirlo así, lo que tú estableces aquí (en Chile) son relaciones”. La anticipación de la decepción y la falta de confianza asociada, aportan a una retracción de la amistad (aunque no de “relaciones” o de conocidos). Se pueden tener relaciones, pero una cosa muy distinta es permitir el ingreso a la intimidad (la casa, las confesiones, los secretos, los sueños). Hay que evitar ilusiones y expectativas respecto de una verdadera amistad aunque se puedan tener y desarrollar gestos amistosos.175 Durante la vida, en la vida, hay que aprender a morigerar las expectativas. Los mecanismos de autorregulación se imponen. Para evitar ser defraudado, hay que estar defraudado de entrada: “A mi amigo, aquí en la esquina, hasta pedirle 3 lucas puedo, nada más, ¿cachái?, por decirlo de alguna forma; más allá de eso no puedo abusar, y él sabe que más allá de eso conmigo no puede abusar, entonces como que llegamos a establecer relaciones de semiconfianza, ¿cachái?, es una especie así”, Eduardo (SP). En breve, las elevadas expectativas respecto de la amistad, azuzadas por razones estructurales, están destinadas a ser defraudadas. Ser defraudado se convierte en una premisa que antecede a la relación con los otros. Con ello, la confianza ya debilitada por diferentes procesos, y fundamento de toda relación de amistad, se debilita aún más. La desconfianza y la anticipación de la decepción empujan a tomas de distancia y mecanismos de autorregulación protectora en la relación con los otros. La amistad, más que ser remanso, se convierte en promesa de irritaciones. Pero si la queja es extendida por la falta de amigos y por el carácter decepcionante de la amistad, ello no implica que no se tenga amigos o amigas y que no exista una sociabilidad amistosa, Ella, aunque restringida, existe y de ella dan cuenta los relatos. Y el modo que toma esta sociabilidad se distingue de manera notoria a partir de criterios de género. Amistades e irritaciones masculinas La sociabilidad masculina nos fue relatada como una experiencia profundamente dual. Ella es, sin solución de transición, la risa y el llanto. Por un lado, la diversión socarrona, la burla mutua, los desafíos verbales (algo
que, vale la pena notar, muchos hombres no soportan, lo que los aleja de este tipo de sociabilidad), los chistes –por supuesto y sobre todo, eróticos–, la convivialidad y el trago. Por el otro, ella es la intimidad, la confesión, la vergüenza que se asume, la culpabilidad que se intenta diluir con las palmadas cómplices de los amigos, o con una frase brusca y llena de hombría y coraje.176 Y ambas facetas dan lugar a irritaciones particulares. Por un lado, entonces, la amistad es sentarse en un bar con su mejor amigo “y de lo único que nos preocupa es cómo va la niña que pasó por allá y qué harías con ella; vamos a comer y toma y toma y come y come”, resume divertido Esteban (CM). Esa amistad, para retomar la expresión de otro de los entrevistados, del club de Toby, ese grupo de amigos, que año tras año se reúne en una “amistad mamona todos los viernes en el bar”, al decir de Juan (CM). Por supuesto, no todos son dados a esta modalidad de amistad masculina. Pero ella no solo existe, sino que en la representación colectiva, y en la diferencia intergenéros, es desde ella, o sea, desde esta realidad indisociablemente experiencia y estereotipo, como se la sigue concibiendo. Notémoslo: entre nuestros entrevistados, la amistad masculina no nos fue en absoluto descrita como un universo de silencio.177 Al contrario, los amigos hablan entre sí. Cierto, las dinámicas de la conversación son distintas, la frecuencia de los encuentros varía en profundidad, la talla del grupo de amigos es muy disímil, y, sin embargo, hay algo que es común: el hecho que se habla. Con sinceridad, aunque sobre lo que se habla pueda ceñirse al estereotipo. “Con mis amigos hablamos de tres, y solo tres cosas”, dijo por ejemplo Juan (CM), “sexo, política y literatura”. Los dos primeros, y sobre todo el primero, es, sin lugar a dudas, el más plebiscitado. Lo anterior solo es cierto en parte. Los hombres también hablan del trabajo, de la familia, y de los problemas conyugales y personales. Pero reconocer esto implica reconocer la otra mitad de la amistad masculina. El llanto. Y esto solo es posible porque, por lo general, o, para ser más exactos, porque en principio, la amistad masculina es un universo de desfogue y de risotada. Solo en este marco la intimidad masculina es legítima. Si no existe el trago y el “hueveo”, la declamación más o menos imaginaria de las conquistas, los alardes públicos masculinos de seducción (ahí cuando se piropea, por ejemplo, a una “niña” exclusivamente en dirección del propio grupo de amigos), no es posible explayar la vida personal. La impersonalidad de la amistad masculina al desdramatizar la confesión, la hace posible e
incluso facilita algunas de sus respuestas. Respuestas que pueden ser incluso consideradas torpes, pero que tienen efectos reconfortantes: Maldecir a un patrón o a una mujer, pagar un trago. “Tengo amigos que son de copete, son de juerga; tengo amigos que cuando estoy cagado me dicen ‘toma negro, aquí tienes 10 lucas’”, resume Patricio (SP). La confesión masculina pasa muchas veces por las palabras, pero otras veces se limita a un gesto parco. Lo anterior debe alertarnos sobre la afirmación perentoria que algunos autores han hecho en las últimas décadas sobre la mayor o superior reflexividad personal de la que harían gala las mujeres con respecto a los hombres.178 Una reflexividad que les permitiría tener un mayor acceso a su intimidad. En vista de nuestro material, la conclusión es un tanto distinta. No solamente porque los hombres entrevistados testimoniaron de una real capacidad de análisis de sus emociones y experiencias, sino, también, y sobre todo, porque relataron un modo de intimidad específico, uno en el cual la palabra se prolonga en el gesto, uno en el cual una relación interpersonal estrecha puede darse, curiosamente, en medio de un grupo, sin perder por ello su intimidad… Para muchos, por el contrario, es solo en este ámbito colectivo, entre bromas y copas, que la confesión puede hacerse. La amistad masculina es, entonces, por encima de cualquier cosa un ambiente. Es en él, y solo desde él, como se hace posible la exploración íntima. Es este ambiente el que permite alternar los dos extremos –la risa y el llanto– y ser un poderoso vehículo de exploración y confesión. Un espacio de intimidad que, por supuesto, no todos despliegan, pero que no por ello deja de ser una posibilidad. Lo importante no es solamente lo que se hace con los amigos (deportes, juego, copete…), sino el hecho de que la actividad exterior conjunta hace más fácil –en verdad aceita– el juego permanente entre la risa y el llanto. Este ambiente de la amistad masculina está sujeto a irritaciones. De ellas, quizás la más relevante es la que se instala bajo la forma de presión. El copete y la fiesta –la risa– es un verdadero fastidio cuando la propia voluntad se ve avasallada por la dependencia o por la imposición de otros. Quizás su versión más extrema y prístina se presenta, en lo que se podría llamar la virilidad líquida: una torsión, irritante, de la amistad masculina. La virilidad líquida Ninguna mujer u hombre de capas medias evocó abiertamente este
aspecto de la amistad masculina. Cierto, unos y otros comentaron, al pasar, una sociabilidad organizada alrededor del alcohol, pero esto nunca tomó la importancia que se le otorgó al tema entre los sectores populares. Sin duda, las conveniencias y las convenciones sociales explican en parte este silencio, pero es probable, también, que más allá de la verdad de las prácticas, su percepción sea más aguda entre los sectores populares porque sus efectos suelen ser más nefastos. Las mujeres de este sector social lo evocaron con tono crítico, muchas veces, bajo la forma de una explicación del maltrato físico padecido por ellas u otras mujeres. “Tuve varios problemas con él (su marido), en el sentido de que hubo maltrato físico, psicológico, a él le gustaba mucho el trago”, cuenta Margarita (SP). Bajo la forma de una adicción que, apoderándose de ciertos hombres, termina por restringir sus voluntades, como lo relata Myriam (SP) que evoca conmocionada durante la entrevista el destino de su padre que enfermó del corazón, y que “se eliminó con el alcohol, no podía tomar, pero él seguía y seguía tomando”.179 Por el contrario, el tema fue abordado con un tono muy distinto por los hombres, al punto que, sin que ninguna pregunta haya sido explícitamente formulada al respecto, más de la mitad de los hombres de sectores populares entrevistados hablaron del trago como una realidad positiva. En verdad, como una manera de ser.180 Notémoslo: la aparición de la “botella” en los relatos es altamente sintomática. Si en general los objetos no fueron evocados (comenzando, curiosamente, por los nuevos soportes técnicos e informáticos), la cerveza estuvo omnipresente en los relatos. Ello revela acerca de la significación del alcohol para la sociabilidad masculina y su papel en la virilidad líquida. La virilidad líquida toma con cierta frecuencia la forma de una imposición amistosa y varonil, a la cual uno no puede negarse. Una actitud que engendra, por la presión que se sufre, una irritación efectiva. La forma de control es tal que casi podría hablarse de una suerte de continuidad entre uno de los grandes mecanismos de la amistad adolescente, la tiranía del grupo y esta variante de la amistad adulta. “Tengo un amigo con el que salgo y tomo tragos, incluso me llama por teléfono, y si sabe que yo voy en la micro me espera siempre en el paradero, incluso yo me bajo antes, pero igual… O, si no, me espera en el pasaje, y me dice, oye, vamos al súper y yo le digo no, si tengo que trabajar mañana, ya, po’, vamos, vamos, como que
tengo ese don de tonto de doblar el brazo, ya vamos, o sea que él me cuenta cosas y a él le pasan cosas trágicas, o sea necesita conversar con alguien y siempre tiene que estar la cervecita”. Su amigo, continúa Francisco (SP), es un bebedor incontinente: “Se toma un pack aquí, él toma todo el día, él trabaja en camiones. Ayer estábamos conversando y se tomó cuatro (botellas) en la mañana, tres en la tarde y dos en la noche. Eso es para él tomar agua”. Recordando sus primeros años de matrimonio, Jaime (SP) nos entregó un testimonio similar sobre este modo de control y de irritación grupal. “Los amigos que tenía eran todos separados y me decían ‘qué vas a llegar a la casa, quédate acá macabeo, que pesca a tu señora, sácale la cresta’, y yo nunca le he pegado a mi señora, ella me ha pegado a mí… Pero, bueno, eran todos separados ellos”. Una adicción al alcohol, y a su grupo de amigos, de la que logró liberarse gracias al apoyo de otro grupo, la influencia de la Iglesia y “del padre que me hace como el exorcismo, digo yo” (ríe). El testimonio de Jaime tiene otro aspecto igualmente importante. Su fase de juerga activa no solamente coincide con su juventud, también coincide con un período en el cual ganaba como vendedor –rápidamente y en los “locos años noventa”– importantes sumas de dinero diarias. Una experiencia similar a la de Patricio (SP), quien habiendo arreglado en un período un pololo con un amigo alrededor de un lote como cartero relata una situación similar. “Es que tienes plata todos los días y el tener plata te lleva a salir de la pega, meterte en la fuente de soda, meterte en el restaurant, meterte en la picá, ‘ya, tomemos una cervecita’ y terminas, no sé, a las tres de la mañana con la plata para el taxi que te lleve a la casa. Y no existe fin de semana. Todos los días son fin de semana”. Cuidador de autos, Ernesto hace de la posibilidad de transformar todos los días –y todas las horas– en fin de semana un elemento mayor de su estilo de vida: “A mí me gusta tomarme mi cerveza a cualquier hora”. Pero es sin duda el testimonio de Sebastián (SP) el más significativo. La razón es simple. Los amigos, sus sucesivos grupos de amigos, son el verdadero eje de su relato. Sebastián es él y sus amigos. Y los copetes conjuntos, por supuesto. Los distintos períodos de su vida están, así, activamente marcados por sus amistades. Como cuando trabajó de chofer en un centro abierto “íbamos a recitales, nos tomábamos una cerveza, yo
iba a alojarme a la casa de él (su amigo de la época) y ahí jugábamos cartas hasta tarde”. Todas sus experiencias conducen al trago. Incluso cuando de joven frecuenta “una iglesia, los mormones. Ahí compartíamos, jugábamos ping-pong y después íbamos a … a tomarnos una bebida al quiosco, ahí llegaron unos compadres y empezamos a hacernos amistades y ya después nos juntamos y después, bueno, dejé de lado la iglesia, nos juntamos con los cabros y empezamos a compartir, fumar cigarro, tomarse un copete” (ríe). El relato puede ser jocoso (cuando evoca la alegría de la sociabilidad etílica) o grave (cuando confiesa los estragos que el alcohol causó en él), pero gira siempre alrededor de los amigos y del trago. Empecemos por una anécdota divertida: cuando creó con unos amigos un club de deporte. “Estábamos tomando los fines de semana y decimos ‘sabí estamos tomando mucho, tomemos menos y hagamos un club deportivo’”. Y se pusieron a buscar un nombre al club “y de repente se pensó y se hizo; ya po’. Y así lo llamamos: ‘Club Deportivo XX; se pensó y se hizo’”. Nos cuenta que perdieron todos los partidos porque “nos fue bien mal, pero después nos salió peor, porque andábamos con ‘shores’ y nos poníamos a tomar cerveza; y después ya hacía mucho frío, y nos poníamos a tomar unos combinados y llegábamos como a las 6 de la mañana igual pa’ las casas. Lo que perdíamos en calorías jugando, lo recuperábamos con la cerveza”. Pero la experiencia también puede ser más sombría cuando relata una fase de su vida marcada abiertamente por la dependencia hacia el alcohol. “En ese tiempo me porté mal; así, estaba sumido en el copete. Estuve tomando casi como dos años; como tenía amigos choferes… los acompañaba y después, como siempre ellos andaban con plata, nos pasábamos a tomar un copete; después de la una, dos, tres, nos amanecíamos; llegaba de madrugada a casa, esperaba que saliera mi mamá a trabajar, llegaba a bañarme, me pegaba una ducha, y como a las cinco volvía a salir… En esa época… era todos los días tomar”. Los excesos del relato de Sebastián no deben llevar a descuidar lo esencial. La amistad masculina es siempre un ambiente. Uno que hace posible la dinámica alterna de la risa y el llanto, uno que es susceptible de deslizarse, alrededor del trago, y de las presiones que se ejercen, en formas de decepción y de exceso. Irritaciones.
Amistades e irritaciones femeninas A diferencia de los hombres, en las mujeres la amistad es menos propicia – en los relatos– a los extremos emotivos (el llanto o la risa; en verdad, el llanto en la risa), pero posee exigencias propias y, por ende, escollos diferentes. Por supuesto, las similitudes existen. De manera semejante a lo que sucede entre hombres, la amistad femenina está marcada por una lógica de reconforte vital, pero las razones son distintas. Para las mujeres la amistad es concebida más abiertamente como terapéutica, una especie de cura “abreactiva”, para usar términos prestados del psicoanálisis. El término “terapia” fue incluso utilizado por algunas de las entrevistadas. Este es un aspecto tanto más importante de señalar cuanto que el feminismo y los discursos expertos han hecho de la conversación entre mujeres, en los últimos cuarenta años, uno de los principales vehículos de afirmación identitaria. Las mujeres entre mujeres desarrollarían, sino una palabra-mujer específica, por lo menos una sociabilidad propia asentada en la voluntad interindividual de apoyarse mutua y frecuentemente.181 Gabriela, una dueña de casa, no duda así en caracterizar la amistad “como un apoyarse, nos apoyamos mucho, yo creo que eso es como una terapia que los hombres no hacen habitualmente”. Precisa: “Es una terapia porque no te guardas la pena, no te guardas los problemas, lo tiras todo pa’ afuera, si tienes que llorar lloras, entonces te desahogas. Yo siento que las amigas son angelitos de la guardia”. Una experiencia común presente en muchos grupos de reflexión.182 A diferencia de lo que relatan los hombres, en donde la bravuconería colectiva –la “risa”– está al servicio de la confesión (o sea, el ambiente hace posible la palabra), entre mujeres la conversación es el ambiente. Es por eso que para algunas, la irritación mayor de una amistad femenina es que ésta sea roída por la naturaleza de las conversaciones. Lo importante no es necesariamente lo que se dice, sino el ambiente que genera y perpetúa lo que se dice. Si el espectro de las conversaciones femeninas puede ser más amplio, cotidiano y doméstico, esto no debe ser confundido con la trivialidad comunicativa. Es precisamente ésta, la que es juzgada críticamente, y la que hace que algunas mujeres se alejen de este tipo de sociabilidad. No se trata de lo que se habla sino de cómo se habla. Una diferencia adicional es que la amistad femenina, más que la amistad masculina, requiere, si nos atenemos a nuestros testimonios, de una alta
periodicidad en los encuentros. Las amigas, entre amigas, tienen que verse, o hablarse, mucho y muy seguido. “Ani, una amiga, la veo todas las semanas; si no nos vemos una semana, nos hacemos un hueco para tomar algo o ella viene para acá y nos tomamos un té todos juntos con mi hija. A la Luisa, que es mi jefa en el colegio, la veo todos los días, siempre, pero también nos hacemos los espacios para conversar. A Helena la veo una vez al mes. A la Paulina que es la madrina de mi hija viene una vez a la semana, los veo harto, son como súper cercanos”, contó Carolina (CM). Un testimonio que no es raro entre las amistades femeninas. “Nos juntamos obligadamente seguido” confirma Gabriela (CM). Una inquietud que por supuesto es capaz de suscitar, según los vaivenes y las disponibilidades de la vida de unas y otras, irritaciones diversas. ¿Por qué este imperativo de frecuencia fue tan abiertamente presentado en las entrevistas? Tal vez porque la amistad femenina se vehicula por la palabra de una manera distinta a como lo hacen los hombres. La transparencia comunicativa que se busca entre mujeres exige la frecuencia, en la medida en que muchas veces tiende a realizarse o en muy pequeños grupos, o en relaciones estrechas entre dos y solo dos personas. La conversación en este sentido tiene que ser permanente. Como en una serie de televisión, no es posible, entre amigas, saltarse una intriga, un episodio de su vida. De allí, probablemente, la necesidad, de “hacerse un hueco” para ponerse al tanto; la necesidad tan fuerte entre mujeres de recomenzar la conversación en el punto donde se la dejó. Entre las mujeres, la confesión y la exploración íntima se inscriben en un continuum que requiere de un marco de frecuencia narrativa, mientras entre hombres, por el contrario, la confesión íntima es una disrupción momentánea y pasajera dentro de una sociabilidad socarrona. La amistad femenina es una narración ininterrumpida. Algo que, dada la exigencia de comunicación, intensidad y, especialmente, frecuencia que supone, puede engendrar sentimientos específicos de frustración (Jamieson, 1998: 100 y ss.), y, sin duda, formas múltiples de irritación. Dadas estas exigencias de continuidad y presencia, evidentemente, las presiones cotidianas, la sobrecarga de responsabilidades y de actividades y el control masculino conspiran contra el mantenimiento de la amistad, lo que aparece de manera más pronunciada en mujeres de sectores populares. En efecto, el relato de la amistad femenina surgió principalmente entre mujeres
de clases medias, las que evidenciaron estrategias diversas para hacerse el tiempo necesario para mantener estas amistades y su intensidad. El tema, en cambio, fue muchísimo menos evocado entre las mujeres de sectores populares, especialmente las mayores, entre quienes la experiencia de encierro y aislamiento es significativamente mayor. La asiduidad que exige la relación de amistad (la “verdadera” amistad) es obstaculizada por el hecho de que estas mujeres se encontrarían no solo más expuestas a las restricciones asociadas al control masculino, sino, también, dada la ausencia de ayuda doméstica y otras facilidades, a la sobrecarga de actividades laborales diarias, asalariadas y no asalariadas. De hecho, en muchos casos, en estos sectores apareció el relato de una “verdadera” amiga, que se perdió, no por alguna decepción, sino por las obligaciones de la vida (viven muy lejos, no se tiene tiempo…). La nostalgia por una relación de intensidad perdida, da paso a una aparente resignación con las relaciones esporádicas y de baja intensidad que se tienen, pero la soledad irrita. *** Como hemos tratado de mostrar a lo largo de este capítulo, las relaciones con los otros en la sociedad chilena se encuentran fuertemente irritadas. A causa de esta irritabilidad generalizada la vida social es percibida como una jungla relacional. Es quizás desde aquí que pueda entenderse la crítica y la distancia de los individuos con una sociabilidad que es, en general, percibida en extremo hostil y desgastante. El vigor de este sentimiento ha sido usualmente leído como una nostalgia comunitaria (Bengoa, 1996; PNUD, 2002; Tironi, 2005); no obstante no parece justificarse el paso de una constatación a otra. En verdad, la conciencia de una profunda irritación en las relaciones interindividuales da fe de una acentuación histórica inédita. Si esta temática no ha estado completamente ausente antes, no se constituyó, como en la actualidad –a diferencia de otras realidades nacionales–, en un reto mayor. Hoy lo es. Las relaciones irritadas con el otro están presentes en los más diversos ámbitos, desde las interacciones comunes en un supermercado hasta los modos de interacción en los debates políticos televisados, pasando por las reacciones ante eventos accidentales en la vía pública como un tropezón o un roce de cuerpos. El otro se ha constituido en un verdadero desafío cotidiano. Visto desde la perspectiva de la irritación, el otro es un destino para la desconfianza, un depósito de la decepción, una
fuente de amenaza para la integridad, un surtidor de humillaciones, un competidor por recursos tan básicos como el espacio o la dignidad. La sociedad chilena es una sociedad irritada. ¿Por qué? Porque la horizontalidad del lazo social complejiza los códigos entre individuos; porque las antiguas alcurnias sociales están bajo presión –como lo denota la descalificación del otro desde el siútico hasta el flaite–; porque lógicas jerárquicas y de abuso dejan de ser toleradas y naturalizadas; porque de manera difractada se busca encontrar en las relaciones con otros, y normalmente sin éxito, un paliativo a un conjunto de inconsistencias; porque en una sociedad en donde es desde las relaciones sociales como se concibe la continuidad de la vida social (Martuccelli, 2010a), esta irritación les recuerda a todos y a cada uno, el difícil camino de afirmación de la individualidad. Un tema presente, con modalidades específicas, en el ámbito familiar y conyugal.
Familia: modelos y fisuras
LA FAMILIA NO ES UN ASUNTO menor en Chile. La familia es un campo de batalla intelectual. A propósito de ella, se juega, más o menos sutilmente, incluso si envuelto en términos académicos, un verdadero conflicto valórico y político. Con frecuencia las interpretaciones están sobredeterminadas por voluntades normativas. Aun cuando se describen procesos, éstos son juzgados implícitamente desde cómo las cosas deberían ser (ya sea desde una óptica conservadora o modernizadora). Puesto el horizonte normativo en la liberalización, se ha evocado un conservadurismo fracturado en la familia (Martínez y Palacios, 2001). Concebido este horizonte del lado de la modernización y la individualización, se pone el acento en la crisis de la institución familiar como efecto y causa simultánemente de estos procesos juzgados ideológicamente como positivos y deseables (PNUD, 2002). Vistas desde una perspectiva conservadora, en la que la familia es normativamente garante del orden y estabilidad sociales, las transformaciones en curso son pensadas también como signos de una evidente crisis, pero, en este caso, sus repercusiones comportan un carácter de amenaza para la sociedad. En este sentido, como Nelly Richard (1998: 201) lo ha señalado con razón, la familia es un poderoso signo hegemónico de las últimas décadas, que recorre tanto la dictadura como los gobiernos democráticos. Ahora bien, si agrupamos las diversas posiciones es posible constatar que el debate en curso en Chile opone dos grandes concepciones de la familia. Por un lado, aquellos que, aun reconociendo cambios, insisten en el carácter fuertemente institucional de la familia, su capacidad para producir el orden social y engendrar individuos a la vez autónomos y conformes a las exigencias de la sociedad (Valenzuela, Tironi y Scully, 2006). Por el otro, aquellos que, sin negar la remanencia de estas funciones, prefieren subrayar la desinstitucionalización o la destradicionalización en acción a nivel de la familia, procesos asociados con un aumento de democratización de las
relaciones al interior de la misma (Garretón, 2000: 70; Valdés, CastelainMeunier y Palacios, 2006). En la primera lectura, las normas son “trascendentes” a los actores, y éstos deben plegarse a las exigencias del rol; en la segunda, por el contrario, las normas son el fruto de coproducciones sociales, de agenciamientos organizados circunstancialmente a partir de finalidades múltiples y muchas veces contradictorias entre sí. ¿Cómo situarse frente a este debate? Ni en una posición ni en otra. La familia en Chile, ciertamente, está en muchas de sus relaciones aún masivamente gobernada por una lógica institucional que dicta a sus miembros un conjunto de obligaciones a las cuales se ciñen, comenzando por la responsabilidad económica que les toca a unos y otros, y siguiendo, por supuesto, por la función universal de apoyo que todos esperan que ella cumpla. La familia es, así, una herramienta estratégica mayor, incluso si no todos pueden desplegar estrategias igualmente eficaces. La familia es un compromiso, sellado institucionalmente, entre intereses económicos y simbólicos, que facilita la acumulación de bienes y permite construir protecciones –emocionales y materiales–, las que se han vuelto tanto más importantes cuanto los individuos se viven en medio de una inconsistencia posicional estructural. La familia sigue, de esta manera, cumpliendo un conjunto de funciones esenciales para el mantenimiento y la reproducción del orden social. Las mutaciones que ella conoce desde hace décadas no la han vuelto “incierta” ni han destruido todas sus características tradicionales. Los matrimonios siguen gobernándose por la ley de la homogamia (los individuos tienden a casarse con alguien que pertenece a la misma categoría social); los roles sexuales, a pesar de sus transformaciones, siguen siendo de rigor; la familia sigue componiendo el lazo entre las generaciones. No obstante, y de otro lado, también es cierto que ciertas prácticas no tradicionales como, por ejemplo, los nacimientos fuera del matrimonio o la convivencia, aumentan y, particularmente, obtienen hoy significaciones muy distintas a las que tuvieron en el pasado.183 La textura de las relaciones entre padres e hijos ha sufrido transformaciones relevantes que renuevan las prácticas e interpretación de las jerarquías y las solidaridades. Las expectativas y demandas hacia la familia y desde ella han empezado un proceso de ajuste heterogéneo, cierto que a veces lento, a valores contemporáneos (o en su versión contemporánea, para ser más exactos) como igualdad o autonomía.
¿Cómo definir, entonces, desde este marco, la prueba familiar hoy día en Chile? Antes de entrar de lleno a presentarla, empecemos por un punto que es central y que separa aguas: a lo que se asiste en el ámbito familiar es a una prueba dual. Por un lado, sobre todo en lo que respecta a la relación entre generaciones, tanto con los propios padres como con los hijos, pero también en otras dimensiones (sociabilidad y función de ayuda), prima, en rigor, un conjunto de consideraciones institucionales más o menos corroídas por aspiraciones individualizadas. Por el otro lado, especialmente en lo que respecta a la conyugalidad, el quiebre institucional, sin ser absoluto, es, sin lugar a dudas, el marco desde el cual es preciso leer lo esencial de las transformaciones en curso. En breve, la familia es institucional en ciertas relaciones y no en otras. Una dualidad presente, en dosis diversas, en todas las familias. El implícito a ser subrayado de la afirmación anterior es que, más allá de una interpretación que pone el acento en el peso de las clases sociales para definir las orientaciones más o menos institucionales de las familias (Valdés et al., 2005),184 pero sin ponerla en cuestión, nuestro análisis es sensible a la evidencia de un funcionamiento disímil y propio de esferas al interior de ella. Una distinción que, a nuestro juicio, permite afinar de manera importante los análisis. Es precisamente la fuerza que le atribuimos a la dualidad de la prueba familiar la que explica por qué le dedicaremos dos capítulos diferentes. El primero, y presente, centrado en las relaciones entre las generaciones, la sociabilidad y la función de ayuda. El segundo, y siguiente, dedicado a la pareja conyugal. En la primera vertiente de la prueba familiar los individuos se pliegan masivamente a reglas generales. Es cierto que no se puede ser excesivamente tajante al describir este proceso, pero está justificado insistir en él: la separación entre roles sexuales, hay que reconocerlo, ha menguado, y nuevas constelaciones más singulares aparecen, pero, y esto es central, de ninguna manera han desaparecido; la autoridad de los mayores se ha transformado, pero no se debe olvidar que ésta sigue definiendo una clara jerarquía entre padres e hijos, en parte entre hombres y mujeres, y entre hermanos mayores y menores. En breve, y como veremos, los mandatos de la institución, incluso cuando aparecen como insuficientes, siguen ordenando lo primordial de las lógicas de acción de unos y otros. La dimensión estatutaria es la que explica ampliamente los diferenciales de las obligaciones intrafamiliares,185 permite entender las lógicas de acción de sus
miembros, así como también, define el carácter de las relaciones y la sociabilidad. La familia es un modelo. Pero la prueba comprende algo más: se estructura como una tensión entre el peso de esta dimensión estatutaria y un conjunto de aspiraciones individuales. La prueba familiar, entonces, se presenta como choques plurales entre la aspiración de los individuos a la transformación de las formas de ejercicio de las relaciones al interior de la misma, y una extremada fortaleza normativa de los lazos familiares expresada en el peso aplastante de las funciones estatutarias. De manera específica, las fricciones se desarrollan entre las exigencias masivas para el cumplimiento de las funciones estatutarias y un cúmulo de expectativas que apuntan al establecimiento de relaciones y dinámicas más singularizadas. Las exigencias estatutarias chocan con la ambición de tener un mayor espacio para soluciones novedosas que produzcan menos roces con otras demandas estructurales actuales (trabajosin-fin, lógica de la presencia, pluriactividad, expectativas de horizontalidad en las relaciones, entre otras), pero también que permitan integrar otros aspectos experienciales y existenciales. No se trata aquí, así, tanto del cortocircuito entre ideales tradicionales e ideales modernos, sino de las tensiones que se producen debido a la permanencia y fortaleza de una dimensión estatutaria, en parte tradicional en parte moderna, vivida como aplastante. Este capítulo, se propone, entonces, argumentar el peso de la dimensión estatutaria en la familia así como en hacer un análisis detallado de las fricciones más importantes que se le asocian, privilegiando como foco las relaciones generacionales en el ámbito de la parentalidad, la sociabilidad y la función familiar de ayuda. Antes de empezar el desarrollo argumentativo, resulta necesario subrayar que no se nos escapa la enorme cantidad de declinaciones que esta prueba tiene (debido a constelaciones de género, generación, clase social, configuración familiar, entre otras), las que han sido bien recogidas por diferentes estudios. No nos dispensaremos, ciertamente, de hacerlas notar y de analizarlas en detalle las muchas veces que consideramos pertinente, pero vale la pena recordar que lo que resulta de primera prioridad en un estudio como el que hemos emprendido es presentar la lógica marco de una prueba que afecta transversalmente a los individuos, hombres y mujeres, en Chile. No nos cabe duda que una vez establecida, quedarán todavía muchos caminos abiertos para estudios
futuros cuyo objetivo sea, precisamente, restituir a la prueba los rasgos particulares que ella adquiere en contextos específicos. La parentalidad Transmisiones generacionales Para comprender la fuerza de los patrones institucionales sobre los individuos, y sus fricciones, un buen foco de observación es el ejercicio de la parentalidad. En este punto, se quiera o no, hay que asumir un rol. Un deber. Una forma particular y plena de compromiso. Cristina (SP) lo expresa de una manera conmovedora: “yo digo ‘si yo estoy mal, mi familia va a estar peor’, porque se supone que yo soy el centro aquí, entonces yo no puedo estar mal”. Un molde relacional que se impone cierto que con características distintas para el caso de la paternidad y de la maternidad. Antes de mostrarlo, sin embargo, vamos a detenernos un momento en lo que nuestros entrevistados declararon en cuanto hijos, es decir, en la experiencia de las personas entrevistadas respecto a sus padres, pues ello permitirá dar el marco para entender, posteriormente, los resortes de la adhesión o distancia a un modelo estatutario de padre o madre cuando nuestros entrevistados deben ejercer ellos mismos estas funciones. La importancia simbólica del rol paterno fue evocada, en relación con sus propios padres, de manera muy activa por muchos de los entrevistados de entre 40 y 55 años (en ambas categorías sociales y en ambos sexos). Un modelo que se caracteriza por una autoridad –y un temor– que, por sobre cualquier cosa, es de índole estatutaria. Myriam (SP) cuenta cómo, por ejemplo, embarazada, tuvo mucho miedo de que su padre se enterara de lo acontecido: “Le tenía tanto respeto o temor a mi papá, no sé cómo decirlo, entonces, yo dije… y decidí hablar con mi hermano (la madre había fallecido) y que él más o menos lo vaya suavizando hasta que se lo contamos”.186 Este rasgo de figura inapelable hace que no resulte extraño que haya sido tantas veces descrito como un ser despótico: “Era el que se sentaba y no movía un pie; él llegaba a la casa y era el papá, hasta cigarros le tenían que tener ahí en la casa. ‘Vieja café; vieja, una ensaladita de fruta, ya, una macedonia’” Ramiro (SP). En nombre del padre Muy joven, apenas tenía 21 años, Felipe (CM), deja embarazada a su pareja
de la época, la que no tenía más de 19 años. ¿Casarse? “‘Cásate, ¿cómo va a nacer esa niñita así y no en el matrimonio?’. Así, súper conservadores mi familia y yo no, no era de esa idea. Hablé con mi papá y es algo que me marcó en la relación con mi papá, en el momento más difícil de mi vida, mi papá me apoyó… Lo invité a almorzar a un restaurant, yo a mi papá siempre lo he tratado de usted, una relación de admiración, de mucho respeto, yo decía ‘va a quedar la cagá’ (ríe). Yo iba pero así (temblando), lo invito a almorzar, trabajábamos juntos, y me dijo ‘hijo, lo que tú decidas, yo te apoyo’. Y esa frase me marcó. Me marcó. Hasta el día en que mi papá murió esa frase valió más que todo lo que me hubiera dicho o hecho en la vida. Increíble en el momento preciso, el apoyo, eso”, porque con su padre, “nunca fui amigo, hablamos cosas pero, puta, una relación entre comillas fría, súper impersonal”. Cuando lo echaron del seminario, Guillermo (SP) conoció una experiencia similar. Esperaba una reacción dura del padre. “Mi papá me preguntó ‘¿qué quieres hacer ahora?’ Y yo casi me caigo de poto, por suerte estaba sentado (ríe), porque jamás me imaginé ese nivel de persona. Yo le dije ‘la verdad no sabría decirte en este momento, dame un par de semanas’. Entonces me encerré en la pieza y me puse a pensar, di vueltas, estaba entre psicología y periodismo. Concluí que psicología era una tontera y periodismo era para mí, no sabía por qué, pero eso era…” El padre lo apoyó en su decisión y le pagó, para su sorpresa, el preuniversitario. Estos testimonios, y otros semejantes en nuestra investigación, recalcan un aspecto particular. Para muchos de los miembros de la generación de los hombres y mujeres entrevistados, el padre, estuvo asociado a una figura moral rígida. La personalización de una ley inflexible. Sin duda un temor. De ahí la sorpresa que enuncian estos relatos: el descubrimiento detrás del severo rol estatutario de un padre comprensivo. La sorpresa devenida de la repentina humanización del rol paterno. Pero esta función estatutaria (y muchas veces autoritaria) del padre está acompañada en los relatos por su lejanía en todo lo referente a la organización cotidiana de la familia. El “padre de antes”, como terminaron diciendo algunos, o sea el padre de los que hoy tienen entre 40 y 55 años, se caracterizaba por una carga simbólica indiscutida, pero su figura estaba marcada, también, por una inexistencia cotidiana casi absoluta. Una
ausencia que terminaba por poner en cuestión su solidez. El desfase entre estas dos realidades aparece de manera transparente en el siguiente comentario jocoso: “Mi madre era la que en ese tiempo llevaba todo, era la apoderada, la que iba a las reuniones escolares. Mi madre, en la familia, era la que se lo sabía todo, lo hablaba todo, coordinadora, ideóloga, por ella pasaba todo o creo yo, pero lo que yo percibo es que el discurso de la casa, el texto era construido por la vieja, y mi padre se acoplaba a eso y ella era la que llevaba más la batuta”, dice Juan (CM). Sergio, psicólogo, dice lo mismo y casi en los mismos términos: “Pongámoslo en términos metafóricos, yo siento que mi papá le dio la soberanía a mi mamá, los niños pertenecen a las mujeres, pertenecen a las madres”.187 Resultado: el padre estatutario y autoritario podía revelarse, en muchas circunstancias, extremadamente dúctil y débil. Marisol (CM) recuerda así cómo, por ejemplo, cambió de colegio por decisión propia. “Mi papá no tomaba muchas decisiones. Él trabajaba, estudiaba sus cosas de medicina y acataba lo que mi mamá decía, pero no sé como lo convencí…”. El espacio vacío dejado por el padre en la cotidianidad doméstica no es sin consecuencias. Para empezar, hay alguien que lo ocupa: la madre. En efecto, a diferencia significativa de la figura paterna, la madre se caracteriza por su omnipresencia en el mundo práctico y afectivo, como los testimonios anteriores han dejado ya entrever. Pero, aún más, se trata de una omnipresencia que sustenta mecanismos de control sobre los hijos y nutre relaciones de dependencia, especialmente de parte de los hijos varones. “A ver, mi mamá tiene aproximadamente 90 años, está bien parada la vieja, pero puta que huevea… Claro, puta, ayer me fui de aquí (de su trabajo) a las 12 y media (de la noche), llegué como a la una a la casa ¿cachái?, y, lo primero, prende la luz de su dormitorio, bueno, tienes que decirle, ‘oye mamá llegué…’ La cuestión es que prende la luz de su dormitorio, antes de que dijera ‘mamá llegué’, me dijo ‘puta, a la hora que vienes llegando, ¿por qué no llegas más temprano?’ ‘Porque andaba hueveando’ le dije yo. ‘Andaba trabajando’, ‘No es que’ ‘ya bueno chao’, ‘¿sabes mamá?, apaga la luz, voy a comer…’” Patricio (SP). Lo relevante aquí no es solamente el tipo de vínculo establecido sino la enorme legitimidad con la cual se lo asume y se lo enuncia. “Yo tengo una mamitis fuerte”, reconoce Virgilio (CM). “Lo primero es la familia. Si le llega a pasar algo a mi vieja, no sé lo que haría”, confiesa Sebastián (SP). “Mi mamita
para mí es todo. La quiero montones… Ella se separó muy joven, con 6 hijos a cuestas, y los sacó a todos, todos trabajadores, ningún malulo, entonces, todo, buena persona”, dice Aldo (SP), quien nos contó cómo, por ejemplo, incluso le costó irse a vivir con su esposa porque le daba “mamitis”. Una mezcla de dependencia afectiva más o menos reconocida, y de confort material: “Al principio uno sale de la casa, es difícil, porque uno está acostumbrado a todo lo de la casa, a la mamá, a los hermanos, los amigos, todo, todo…”. Aldo se mudó, cuando se casó… a dos cuadras de la casa de su madre.188 En breve, el retraimiento del padre dio lugar al copamiento del espacio por parte de la madre, lo que desemboca en una estrategia de control de éstas que tiene como instrumento principal su sobreimplicación en el cumplimiento de las solicitudes prácticas de los hijos, especialmente varones. El efecto en éstos: una posición subjetiva de dependencia a la figura materna (y por extensión femenina) en que la estilización de sí pasa por la imagen de desvalimiento infantil ante las incitaciones de la vida cotidiana. ¿Hijo o marido? No es extraño que la separación, la difícil separación con la familia de origen, y básicamente con la madre, dé lugar a tensiones conyugales.189 “A él (su marido), con su familia”, cuenta Elena (CM), “le ha costado un mundo el tema de cortar el cordón umbilical con su madre, sobre todo, que es la madre así sobreprotectora…” Nos precisa: su marido con “su familia es de visita semanal, dos veces por semana…” El punto genera fricciones en la pareja. “Siempre está ahí el tema de la frecuencia con él, que su familia ahí metida al medio siempre y demandando ‘¡han pasado tres días y no me has llamado!’ (…le dice…) este fin de semana ¿qué tenemos que hacer en el fondo?, ¿buscar el departamento donde vamos a vivir o tenís que ir de nuevo donde tu mamá que te invitó al almuerzo’? (ríe)”. Para Elena éste es un signo de inmadurez de su marido que no duda en generalizar: “Entonces, es un poco ahí el rollo también siempre del hombre chileno como de ser más niño también, y entonces dejarse llevar un poco”. ¿Ser como niño? “O sea que la mujer toma a su cargo toda la gestión práctica de la casa”. En general, dice, su marido es mucho de decir “‘¿dónde están las cosas?’ ‘Ahí en el mueble’ ‘Pero, ¿dónde?, búscamelas tú’ Como esa doble figura de yo soy el macho de la casa, pero a la hora de
los qué hubo ‘¿qué vamos a comer hoy día?’, ‘No sé po’, si te toca a ti cocinar’ ‘Pero tú qué querís cocinar y yo cocino’ Como dando la decisión al otro en el fondo”. El patrón de la omnipresencia práctica de la madre se traduce en los hombres en una cesión de las capacidades de decisión y de autonomía en estos ámbitos. Se trata, según éste y otros testimonios, de la preservación del lugar que les fue adjudicado por la madre en toda su potencia práctica: el del niño incapaz y dependiente. Néstor (CM) revela la insistencia de esta posición de hijo en la relación con las mujeres por medio de una falta inconsciente de atención masculina y de oscilación estatutaria entre hijo y marido. “Yo, por ejemplo, soy súper volado con el tema de las fechas y soy bastante informal respecto de los compromisos de cumpleaños y cosas así (…) No sé po’, a mí, por ejemplo, siempre me pasa que se me confunden las fechas de cumpleaños de mi señora con el de mi mamá, que los dos son en abril uno es el 16 y el otro el 18… Y ese tipo de cosas no me las perdonan…”. El rol estatutario de hijo de la madre tiñe el rol de esposo. La contracara de esta contaminación es la presencia en ellos de una apelación permanente a sus mujeres en cuanto madres, cuestión especialmente irritante para las más jóvenes, pero no solo… SI LA DEPENDENCIA Y LA FIJACIÓN en el modelo de incapacidad práctica marcan los testimonios masculinos, y se acompañan, en general, de una gran legitimidad de este tipo de vínculo y de la posición subjetiva que implica, en el caso de las mujeres el deslizamiento entre esposa y madre es vivido con mucha mayor incomodidad. Una razón es, por cierto, la experiencia de sobrecarga que ello les provee. Ser madre del marido aumenta la ya abultada agenda de tareas prácticas y emocionales. Otra razón: la difusa pero incisiva insatisfacción personal de tener que ocupar el lugar de madre con sus propios maridos. Aquí lo que se condensa es el malestar por lo que perciben como la dificultad de los hombres para ocupar un lugar distinto al del niño dependiente en la gestión de la cotidianidad práctica y afectiva. Un conjunto de juicios negativos se articulan en torno a este centro de gravedad. Pero este malestar se vincula también con una crítica muy extendida respecto de sus madres: el papel que éstas han desempeñado en la transmisión intergeneracional de las pautas de relación entre hombres y mujeres. El reclamo transversal es que ellas se hayan
sometido a sus padres, y, en consonancia, renunciado a sus vidas. “Mi marido, a regañadientes de repente. No le gusta, me dice: ‘te encanta andar metida en cuestiones’ y yo le digo, ‘pero es que a mí no me podís tener en la casa’. Yo escucho, por ejemplo, a mi misma mamá que toda su vida en la casa, dedicada a los niños, no tiene vida social, sale muy poco. Yo le pregunto a mi mamá, y yo creo que ni se acuerda cuándo fue la última vez que fue al cine, al teatro. Entonces, yo digo no poh, no quiero lo mismo para mí” Josefina (SP). Si bien se pudiera considerar que esta incomodidad tendría que ser más activa en los sectores medios debido a la cercanía de influencias culturales que promueven la igualdad de género y por los niveles educativos que alcanzan, en rigor no es así. Son particularmente las mujeres más jóvenes de sectores populares, sea las entrevistadas o las hijas de nuestras entrevistadas, las que revelan un malestar más profundo y activo, probablemente porque son las que viven de manera más aguda la contradicción entre las expectativas ideales actuales y un modelo tradicional de relaciones entre hombres y mujeres. Pero, al mismo tiempo, son ellas, en muchos casos, por ejemplo, las que intervienen de manera decidida en la defensa, protección y establecimiento de la conciencia de derechos y de dignidad de sus madres en las relaciones de pareja. El soporte intergeneracional de las hijas hacia las madres es muy activo y muy temprano entre mujeres de los sectores populares. Más allá del soporte material, lo que las hijas ofrecen es un apoyo para entender el mundo de una manera renovada y en ocasiones, incluso, facilitar la construcción de nuevas imágenes de sí, con mayor autovaloración y mayor autoconfianza en sus madres. Es el caso de Olga (SP), el que detallaremos un poco más adelante, quien ha recibido el apoyo permanente de sus hijas para enfrentar la relación con su pareja después de muchos años de abuso. Las hijas, en diferentes momentos de la vida y desde jóvenes, la aconsejan, le dan información legal y, finalmente, le consiguen un trabajo para que pueda salir de la casa. Ahora bien, las experiencias de omnipresencia materna también tienen efectos respecto de los cuales las mujeres no exhiben la misma distancia como lo hacen con respecto a los modelos de relación entre los sexos. La omnipresencia de la madre tiene como resultado la producción de un ideal del yo maternal muy elevado al que, en su inmensa mayoría, nuestras entrevistadas finalmente adhieren. A pesar de que algunas puedan ser
críticas con modelos maternos sacrificiales, la crítica se articula principalmente, como lo vimos, respecto a la relación de las madres con sus parejas. En contraposición, excepto en muy contados casos, la entrega materna a los hijos es puesta en cuestión. Aun más, en posiciones que explícitamente buscan distanciarse de formas tradicionales de ejercicio de la maternidad, el peso del ideal materno omnipresente en cuestiones prácticas y afectivas continúa funcionando como una referencia respecto a sus propios desempeños como madres. De este modo, si bien para nuestras entrevistadas es necesario poner a raya en la identificación con la madre la sumisión femenina a las figuras masculinas, la contracara, la exigencia de ser la proveedora afectiva por mediación de hacerse cargo de cuestiones prácticas, como prueba de amor principal a los hijos, se mantiene en todo vigor. En breve, es posible subrayar dos cuestiones en estas experiencias por lo demás tan disímiles. Dos elementos que ponen el marco para el ejercicio de la parentalidad de los y las entrevistados/as. Por un lado, que el padre que aparecía como todo simbólicamente, resultara en verdad muchas veces casi nada prácticamente… Es, precisamente, en contra de este desequilibrio que, en el fondo, y en medio de contradicciones, muchos de los entrevistados buscan, como lo veremos, enfrentar hoy su rol paterno. Por otro lado, que la madre, autoridad secundaria simbólicamente, resultara paradójicamente figura omnipresente en el mundo práctico y afectivo, fundamento para el establecimiento de dependencias y el ejercicio de poder… Es, en rigor, a semejanza y comparación con este modelo que nuestras entrevistadas intentan establecer de manera conflictiva, y con frecuencia culposa, su rol materno, en un contexto de exigencias estructurales y relacionales distintas a las de sus madres. Ser madre, ser padre hoy En lo que concierne a la relación con los hijos, la prueba familiar no se vive de la misma manera entre hombres y mujeres. En el caso de estas últimas, la maternidad se ha complejizado dando forma a un conjunto de nuevas tensiones. Si las causas son variadas, lo que interesa recalcar aquí en función de nuestro argumento es el papel que tiene para ellas una figura ideal de madre omnipresente extremadamente exigente. Una pesada sombra que debe conjugarse con condiciones estructurales que impiden la
concreción de un tal afán (la exigencia de entrar y responder a las demandas del mercado de trabajo) y de la aparición de nuevas expectativas en la construcción de sí que van desde el éxito profesional al anhelo del tiempo libre.190 ¿El efecto más declarado? El mantenimiento de una representación colectiva que hace de la presencia constante de la madre en el hogar un factor decisivo del bienestar de los hijos.191 Uno de los conflictos centrales que deviene de ello es aquel que se organiza alrededor del tiempo que se debe consagrar a los hijos, por lo que no hay nada de inesperado en que sean las mujeres que trabajan remuneradamente las que expresen con más intensidad un malestar, incluso culpa, en lo relativo a la experiencia de la maternidad. Claudia (CM) dice que “trata de compensar con ellos (sus hijos) el tiempo que uno no está, eso para mí es un desafío, o sea, poder en el poco tiempo que estás con ellos entregarles la mayor cantidad de cariño, de valores, de formarlos, de estar pendiente de que no se vayan a extraviar. O sea, la gran preocupación mía tiene que ver con el poco tiempo que uno les puede dedicar (por el trabajo) y el tiempo que tú estás con ellos, multiplicarlo”. Constanza (CM), expresa algo muy similar: “Mira, a mí lo que me ha preocupado siempre de los niños es que ellos tengan la certeza del amor que yo siento por ellos. Que sepan que tú estás ahí cuando llegan, cuando dicen ‘mamá’. Y creo, por lo tanto, en la calidad, pero el tiempo es muy importante, que sientan tu presencia”. La oscilación –y tensión–, es entre dos representaciones sociales. Según la primera, la presencia constante de la madre en el hogar sería un hito en el equilibrio futuro de los hijos –un aspecto que, no lo olvidemos, durante décadas fue un importante pilar de la representación familiar (Rosemblatt, 1995; Valdés, Caro y Peña, 2001)–. Según la segunda, que se ha venido desarrollando en muchos países a medida que aumentaba la tasa de actividad femenina, lo importante no es tanto el tiempo en sí como la calidad de los momentos dispensados a los hijos. Presas entre estas dos representaciones, con la balanza inclinándose fuertemente hacia la primera, se busca una vía para encontrar algún tipo de equilibrio. Se opta, en ocasiones, por el abandono de la actividad profesional.192 Se prefiere, o se es obligada por razones económicas, en otras, conciliar actividades. Pero más allá de las vías encontradas, en todas estas mujeres la maternidad y sus demandas son un desafío central, un surtidor de sentimientos que van desde la ambivalencia hasta la culpabilidad corrosiva.
“A mí me afectó esa vida, viví siempre con el sentimiento de culpa de trabajar, ¿te fijas?, entonces exigiéndome el doble. Yo siempre los desperté todas las mañanas, yo siempre les hice desayuno, y yo siempre los llevé al colegio, siempre, y de vuelta. Todo el rato que estaba acá (en la casa) era para ellos, hasta que se iban a acostar y seguía después con mi tema (el trabajo), o sea siempre exigiéndome el doble y culpándome”, confiesa Rosa (CM).193 Las mujeres enfrentan, así, la necesidad de construir la vida personal a través de representaciones colectivas contradictorias, esto es, entre la madre full time y la maternidad part-time. Entre ambas, los devaneos son constantes, y la tensión interiorizada patente (Olavarría y Céspedes, 2002). No resulta difícil descubrir lo que estos sentimientos denotan: la inscripción en lo más íntimo de sí de las consecuencias de uno de los grandes cambios socioculturales que ha vivido el país. Por un lado, la ampliación de los horizontes posibles para las mujeres, la expansión de un discurso de la igualdad, el aumento de autonomía económica por el ingreso masivo al mercado laboral, entre otros aspectos, alientan vidas femeninas asentadas en proyectos de tipo individual (Grupo Iniciativa Mujeres, 2002). Por el otro, la permanencia de un discurso que pone en el centro a la familia, la maternidad y los valores de cuidado y entrega, aumentan la pregnancia de las obligaciones del rol femenino y materno (Grau et al., 1997). Finalmente, las presiones de un ideal estatutario materno colectivo, la madre omnipresente, inscrito individualmente, proveen el motor afectivo de la contradicción. El extremado peso de la sombra de la imagen ideal, e idealizada, de “la” figura estatutaria de la Madre, por la entrega de sí que supone, se expresa claramente en el temor de las más jóvenes de que la maternidad las despoje de sus proyectos de vida o de sus sueños en beneficio exclusivo de una maternidad de carácter absorbente y excluyente de toda otra dimensión vital. “Yo no quería tener guagua, yo quería estudiar y peleábamos y yo… O sea de hecho siempre pensé en un aborto, yo tenía a la Josefina, no sé, tenía un mes de embarazo y yo culpaba a Martín, no de que me hubiese obligado ni nada de eso, sino que le decía ‘tú vas a poder hacer lo mismo de siempre, si tú quieres vas a estudiar, yo no, soy yo la que me voy a quedar con la guagua’. Tenía mucha rabia, mucha rabia”, cuenta Claudia (CM). Este temor, por supuesto, no siempre se materializa, y ello, en mucho, debido a las estrategias de diversificación y de inversión temporal y energética
femenina,194 o, si lo hace, la decepción tiende a mitigarse debido al descubrimiento de la dimensión “placer” del tener hijos, como lo veremos. Aún más, como lo muestran otros estudios, las mujeres de las generaciones menores pueden interpretar de maneras renovadas la maternidad y presentarse en adecuación a ello; no obstante, el fantasma sigue siendo activo. Si las nuevas representaciones habilitan a la postergación de la maternidad,195 no conducen a la transformación de las concepciones de las formas de ejercicio de las mismas. Lo interesante, una vez más, y en el marco de un estudio como el nuestro, es tratar de entender la ecuación social que se revela detrás de estos temores a la maternidad. Se está frente a un miedo cuyas razones, sin dejar de ser múltiples,196 se retrotraen, también, a la fuerza de una figura estatutaria materna que aplasta –en su exigencia idealizada y en el sacrificio de sí que exige–, a muchas mujeres de “carne y hueso”. Elena (CM) expresó este temor de manera muy clara al referirse a la suerte de lobotomización que observaba entre sus amigas cuando tenían hijos: “Y esta cabra que era tan entretenida y ahora lo único que habla es de la guagüita que se tiró un pedo y que no sé qué… Esa cosa como de centrarnos solo en los hijos y de ver lo que les pasó a nuestras amigas como que no… como que hace que se me quiten las ganas bastante (de ser mamá)”. Difícil expresar con mayor fuerza el choque entre una inquietud personal y una figura estatutaria. COMO A PROPÓSITO DE LA MATERNIDAD, LA PATERNIDAD es imposible de ser comprendida si no se toma en cuenta el peso que, sobre las masculinidades reales, posee el modelo de la paternidad ideal, esto es, la sombra del padre estatutario.197 En este caso, la fuerza de este desfase es tal que es incluso posible evocar una suerte de Súper yo colectivo paterno que aplasta a las masculinidades reales. La palabra que condensa a lo que ellos se ven enfrentados es responsabilidad.198 Los hijos son una responsabilidad. Un padre debe amar a sus hijos, claro, pero por sobre cualquier cosa el padre asume responsabilidades. Lo primero en la paternidad, resume Javier (CM), “es la responsabilidad. Mucho más fuerte que todos los buenos deseos de amor es la responsabilidad. ¿En qué colegio la voy a poner?, ¿podrá estudiar?, ¿no podrá estudiar?, ¿estará sana?, ¿no estará sana?, ¿podré pagarle los estudios?, ¿podré pagarle una buena salud?, ¿podré?, ¿podré?, ¿podré?…”. La
ansiedad es evidente y, por supuesto, no exclusiva de este caso. Ella es la compañera del cuestionamiento sobre las capacidades propias que supone para los hombres la paternidad. En ningún caso, entre nuestras entrevistadas, la pregunta por la maternidad se formuló en términos de la capacidad personal para responder a las exigencias. Eso aparece como dado. Para ellas, más que de una pregunta, de lo que se trata es de la constatación de la exigencia conflictiva de articular factores múltiples. La maternidad no las pone en juego a partir de un cuestionamiento radical de sus rasgos intrínsecos y habilidades para cumplir su función. En cambio, para los varones la paternidad lo que abre de manera aguzada es una pregunta que los compromete fundamentalmente en términos de sus recursos personales. La paternidad es un acontecimiento, y una puesta a prueba constante, que involucra al propio ser y su capacidad para cuidar a otro respondiendo al mundo. Ser padre, dicen al unísono los entrevistados, es ser un proveedor.199 Y ello, dados los sentimientos de inconsistencia posicional que priman en un momento como el actual, no es sencillo. Pero ser un padre es, también para ellos, mucho más, especialmente para los hombres de los sectores medios. Las críticas a sus propias figuras paternas y la experiencia de los límites y de la precariedad de una tal figura, funcionan como impulso a ir más allá, pero, al mismo tiempo, es, precisamente, frente a ese “mucho más” que los más se ven embargados por un cierto desasosiego. Esta responsabilidad, notémoslo, es considerada con cierta regularidad como un “peso”,200 pero este peso es simultáneamente una experiencia de profunda realización personal, una insignia de logro en el camino de constitución de sí. Tener hijos es “fundamental, porque te genera un nivel de responsabilidades que uno nunca ha tenido. Y al final les terminan dando sentido a las cosas”, sostiene Gabriel (CM). La paternidad: una responsabilidad plural Si la responsabilidad, como se observa en muchos de estos testimonios, está asociada con la dimensión económica, resulta inexacto reducirla a esta sola inquietud. La paternidad es una responsabilidad plural en donde, detrás de las inquietudes económicas, es posible advertir una forma particular y, aunque no exclusiva, por lo menos específicamente masculina de solicitud hacia el otro (Gilligan, 1985). “Yo ya había tenido
sobrinos chiquitos, los había criado, los había tomado en los brazos, pero tener hijos de uno, de su propia sangre, dije ‘chuta, ya será…’ Te da más responsabilidad. Cuando pasó eso, yo me siento orgulloso de haber sido como soy ya, y ahora que tengo una familia, me tengo que hacer responsable”, comenta Eugenio (SP). Cuando se casó, continúa, “mi mujer tenía 18 años… Sí, po’, por eso la cuidé. Yo dije ‘metí las patas y me caso contigo, no voy a dejarte tirada’. Porque hay hombres que se corren… Yo asumí, hay que ser hombre, yo asumí con la cría, porque a lo mejor si no hubiese querido, habría respondido pero no me hubiese casado”. La paternidad es una responsabilidad que se asume. Varias décadas después, y confrontado al costo de educación de sus hijos, sigue queriendo poder asumir su paternidad. “En estos momentos mi objetivo es que (mis hijos) estudien. Si los podemos ayudar, los vamos a ayudar hasta donde podamos”. El enfrentamiento con la responsabilidad es el núcleo del rito de pasaje que es para muchos la paternidad. Por cierto, frente a este desafío, que provoca fuertes sentimientos de ansiedad, algunos avanzan y otros retroceden. Patricio (SP) es un padre ausente que se reivindica como tal. Es su madre anciana la que se ocupa de su hijo, y ello a pesar de que viven en la misma casa. Una actitud de dimisión paterna que, nos dice, es aún más acentuada con su otro hijo, el menor, del cual reconoce tener “poca responsabilidad en su educación, porque vive más con la mamá, y con los abuelos maternos”. La literatura y las ciencias sociales han dado cuenta de esta actitud a partir de la figura del padre ausente.201 Si bien, y con razón, la verosimilitud de la tesis ha sido puesta en cuestión en vistas de su realidad empírica (Valdés, 2007: 79), su innegable valor estriba en su capacidad para capturar un imaginario social a partir del cual se concibe la paternidad como ausencia. El padre ausente es la cristalización representacional de aquellos que retroceden, ya sea como ausencia real o como cesión simbólica.202 Un retroceso que, como lo muestra nuestro material, es azuzado por el peso implacable de la figura ideal del padre estatutario. Este ideal no solo asusta por las dificultades para su cumplimiento debido a razones estructurales (flexibilidad en el mercado de trabajo, bajos salarios, etc.), sino que lo hace porque exacerba el miedo a perder “la” libertad, o,
dicho en otros términos, a no disponer de ciertos espacios de autonomía personal. Esta experiencia se constituye, así, en el encuentro de dos afluentes. Por un lado, lo que es difícil no calificar, desde el punto de vista de los actores, como el miedo a una irresponsabilidad hacia los propios hijos y, en este sentido, una transgresión al principio mismo de la familia como institución de ayuda mutua, y, por el otro, un anhelo de adhesión a un modo de vida despojado de responsabilidades que busca prolongarse en el tiempo, al que no dudaron en tildar de egoísmo. Es en este sentido que un número importante de nuestros entrevistados evocó el ingreso en la paternidad como la obligación de tener que dejar de pensar en “yo” o de poder seguir diciendo “nosotros” (la pareja), para aceptar ser por encima de todo una familia, esto es, centrarse alrededor de los hijos. “Los niños te ponen una cuota de inmediatez, de responsabilidad, un tema de se acabaron los ‘yo’, se acabaron los ‘nosotros’. Durante dos años lo único que hacíamos era hablar de los niños”, recuerda Gabriel (CM). Así, el hecho de que la paternidad se perciba como una renuncia de la propia individualidad, es lo que da cuenta de la reticencia que se tiene ante ella (sobre todo cuando la vida fuera de la familia aparece como uno de los ámbitos privilegiados de expresión de esa individualidad). A un mundo juvenil que se representa, sin lugar a dudas de manera ficticia, como de total irresponsabilidad se le opone la responsabilidad ilimitada de la familia y la paternidad. Como fue referido con frecuencia, y para retomar el lenguaje de los entrevistados, cuesta mucho dejar de ser egoístas, o para decirlo en otros términos, renunciar a una experiencia de individualidad. “Me costó la paternidad”, confiesa Roberto (SP), “porque era egoísta… Sí, es que lo que pasa es que yo tenía mis cosas y estaban ahí, y si salía y luego volvía, estaban ahí, y después ya no era lo mismo… entonces me costó igual. A mí me costó un mundo dejar ciertas cosas de lado y darme cuenta de que la otra persona (en la familia) tenía los mismos derechos que yo”. Muchos otros comentarios relataron tensiones similares. Incluso Luis (CM), quien nos habló de la paternidad en términos entusiastas (“la paternidad es un sentimiento indescriptible, nunca la había vivido, es una cuestión indescriptible, o sea es como una parte de uno”), no dejó por ello de recalcar cuánto le exigió tener que sobrepasar su egoísmo: “Yo soy un tipo egoísta, individualista, y todo eso se ha ido muriendo… como una pena de algo que se muere, me siento como
que se mueren mis sueños… Por otra parte, sé por qué se mueren, y es súper bonito saber por qué se mueren”. Egoísmo, egoísta. No pasa desapercibida la carga de desaprobación moral que conlleva el término elegido. La justicia de un tiempo para sí o de un espacio de autonomía individual en el seno de la familia, aparecen como ilegítimas. Uno y otro les pueden ser accesibles en términos prácticos, pero les están, curiosamente, vedados como demandas legítimas.203 De ahí, tal vez, el mantenimiento de la tradición, entre algunos, del padre ausente –una manera de vivir, incluso desde la amoralidad, una individualidad que se percibe amputada por la paternidad–. El padre estatutario aparece, también aquí, como en el caso de las mujeres, como una verdadera oblación de sí. Por supuesto, esta oblación es con frecuencia voluntaria y anhelada, pero eso no implica que no aparezca como una coerción contra el “cuidado de sí mismo”. A diferencia de las mujeres, quienes han obtenido, o empiezan a obtener, colectivamente, que se les reconozca en el seno de la familia, y de sus deberes estatuarios, la legitimidad de una aspiración propiamente individual, ello es manifiestamente inexistente entre los hombres. Esta aspiración se expresa, entonces, por medio de una paternidad ausente o a tiempo (muy) parcial, o de una sobreimplicación laboral en la cual se busca un tiempo propio, incluso bajo la modalidad de la coerción profesional. La amoralidad o el trabajo-sin-fin, con toda la diferencia de legitimidad que poseen, son, sin embargo, dos estrategias de escape de la paternidad. Por cierto, en este asunto, más que en muchos otros analizados en este libro, la mayor prudencia analítica se impone. Las razones íntimas por las cuales alguien asume o no, desea o no, ser padre, y, por supuesto, las maneras como decide enfrentarlo reenvían, sin duda, a muchos elementos simbólicos e inconscientes, pero no por ello los testimonios recabados se insertan menos en el marco de una prueba común que, en su modalidad específica, debe leerse en el contexto de un conjunto de relaciones sociales históricas. Es esta perspectiva la que organiza nuestra interpretación. La paternidad, en la eficacia y la aureola simbólica que la envuelve, se revela como un molde aplastante. El peso del ideal, la conciencia de la inconsistencia posicional, las exigencias asociadas al machismo, hacen que se concentre en esta función un núcleo importante de ansiedad masculina. Un temor que es tal vez más facil de gestionar entre los miembros de las capas medias –sin duda mejor dotados en recursos económicos y sociales–,
pero también entre ellos su peso es real e intimidador.204 Ante la sombra de la paternidad, y sin posibilidad muchas veces de reivindicar un espacio de autonomía personal intrafamiliar, muchos se ven, entonces, tentados de hacer exit –ya sea de manera directa desertando; ya sea de manera indirecta a través del trabajo-sin-fin. La gran transformación: la relación con los hijos En la familia tradicional, pero también en la familia nuclear moderna, como Talcott Parsons (1964) lo señaló, la preeminencia simbólica de la relación conyugal sobre la relación filial era uno de los zócalos de su funcionamiento. Una realidad que permitía incluso, desde la sociología, dar cuenta de la manera en que los hijos debían, más allá o en medio de conflictos intrapsíquicos, asumir un rol subalterno dentro de la familia. Es esto lo que ha cambiado. Si en la familia en Chile hoy se revela el inusitado vigor de los roles estutarios, por otro lado, ella ha cesado de apuntalarse simbólicamente desde la conyugalidad. En el próximo capítulo analizaremos en detalle las razones de esta transformación; por ahora, vamos a centrarnos en la principal consecuencia que esto implica en la dinámica interna de las familias: en su enorme mayoría, la relación con los hijos prima sobre la conyugalidad. Una primacía de tal magnitud que hace que resulte inexacto evocar la relación entre un modelo de familia filial-centrado y otro modelo de familia conyugal-centrado en términos de conflicto. La primacía del modelo de familia filial-centrado es indicutible y es, precisamente, desde esta hegemonía que se pueden expresar ciertas frustraciones o explorarse ciertas vías.205 La familia es, antes y por encima de cualquier otra cosa, la relación con los hijos. “Mis hijos son lo primero, mis hijos son lo primero, después mi marido y después mis papás”, sentencia y resume Margarita (SP). En nuestras entrevistas, la relación con los hijos fue abordada entusiasta y detalladamente por más de tres cuartos de las mujeres (tanto de los sectores populares como medios), y por un número también muy significativo de los hombres, especialmente de las capas medias. Si bien la palabra masculina popular en lo que concierne a la relación con los hijos fue menos intensa afectivamente que la de los otros actores entrevistados,206 no por ello difirió de los modos de evocación generales. Es ésta una modalidad narrativa que sugiere que la importancia de los hijos no debe leerse solamente como resultado de su importancia en el marco de los mandatos culturales de
género, sino que va más allá. Todos hablaron de la relación filial esencialmente a través de historias, recordando situaciones o anécdotas, nombrando la mayoría de las veces a sus hijos por sus nombres, una necesidad en la narración que testimonia de la singularidad anhelada de este vínculo. No se habla de “los hijos”. Se habla de los propios hijos. De Juan o de María. El centro de la vida. O, mejor dicho, el centro declarado de la propia vida. “Los hijos son el centro de mi vida” Esta centralidad se inscribe, por cierto, en un proceso de largo aliento propio del mundo occidental, como lo ponen en evidencia el debate abierto aún acerca de si el amor filial “nació” o no en el siglo XVIII o si hubo o no una era susceptible de ser asociada con lo que se llamó el mundo del “niño rey” (Ariès, 1960); las tesis acerca de la consolidación del amor hacia los hijos basadas en razones demográficas (Shorter, 1975; Goody, 2010) o, más recientemente, las discusiones acerca del hecho que el lugar de los hijos en la dinámica familiar se haya modificado a medida que la horizontalidad relacional ganó terreno a nivel de las generaciones (De Singly, 1996). Pero, más allá de este recorrido, lo que interesa aquí es subrayar el altísimo peso específico que esta relación tiene en el caso chileno hoy. Los y las entrevistados/as hicieron gala de un auténtico voluntarismo declarativo para autopresentarse como personas cuyo eje central de vida se organiza alrededor de los propios hijos. En algunos, estas declaraciones se produjeron en las entrevistas como una incisiva entre dos relatos principales; en otros, como una declaración explícita y solemne. Las palabras escogidas se quieren contundentes y encantadas. Algunos de los muy numerosos testimonios recabados pueden servir para iluminar lo anterior. Los hijos son un mundo. “Mis hijos son mi mundo, sí, son mi mundo” Daniela (SP). Son el centro de interés vital. “No existe otra cosa más interesante en mi vida que estar con mis hijos jugando o mirándolos, o haciendo cosas” Luis (CM). Un renacimiento personal. “Mira yo creo que cuando nació mi hijo como que yo tuve la sensación que estaba viviendo por algún motivo… Digamos que antes estaba viviendo por vivir” Adolfo (CM).207 El sentido de la vida. “Lo máximo que me ha pasado en la vida, lo mejor, no me ha pasado nada mejor que tener hijos. Es lo que más me ha llenado el corazón. Yo siempre pensé que los niños los iba a cuidar la nana, que yo iba a
ser profesional. Pero cuando nacieron cambió mi vida. Mis niños, mis hijos es lo que más quiero. Lo que más amo, es lo último a lo que renunciaría, o sea renunciaría a mí antes que a ellos, ¿cachái?”, Marisol (CM).208 Una experiencia de trascendencia. Los hijos aportan “una sensación de trascendencia. Una cosa que los hombres estamos poco relacionados a otros seres, pero cuando tenís un hijo es como que tu hijo o tu hija esté bien es parte de tu necesidad, ¿cachái? No es un otro, es una proyección de uno mismo”, Rodrigo (CM).209 ¿Qué es lo que se puede colegir de esta obsesión declarativa acerca de la importancia absoluta y central de los hijos en la propia vida? Este centramiento, por lo menos declarativo, colectivamente legítimo de la vida personal alrededor de los hijos debe entenderse en toda su complejidad. Más exactamente, en su triple complejidad. Para empezar, es innegable que debe ser cargado a cuenta de la legitimidad que otorga la parentalidad y del peso de la dimensión estatutaria en la familia, que venimos de discutir. Innegable. Pero, en rigor, ni es éste el único afluente, ni siquiera, nos parece, el más importante. La segunda entrada explicativa es que ella es, también, una consecuencia colateral de la profunda crisis que vive la conyugalidad, una situación por la cual el centro de la familia se desliza desde la pareja conyugal hacia los hijos.210 “Porque si no hubiese sido por esta chiquitina, yo le digo habría sido más fome pa’ uno porque habríamos estado solos los dos. En cambio ella ahora nos da, no nos deja tranquilos” admite Viviana (SP). Muchos son explícitos en reconocer, en este marco, que sin los hijos, sus matrimonios ya habrían estallado. Gabriela (CM) reconoce abiertamente que, por momentos, se quedó en su vida de pareja “por inercia, porque los niños me necesitaban”. Volveremos sobre esta dimensión en el capítulo siguiente. En tercer lugar, la retórica abultada de la centralidad de los hijos denota, sin lugar a dudas, el efecto del fuerte empuje a la singularización de los lazos a pesar de, y muchas veces en fricción con, la fuerza de los deberes estatutarios, aspecto en el que nos detendremos a continuación. El corazón del cambio: la proximidad con los hijos La posición adquirida por los hijos en la familia testimonia de un cuestionamiento de la primacía simbólica estatutaria de la conyugalidad sobre los otros componentes familiares, pero, también refleja lo que es uno de los principales cambios de la familia chilena contemporánea: la
consolidación de una relación afectiva más horizontal con los hijos. Por supuesto, esta transformación se inscribe en la estela de la transformación más general de la horizontalidad del lazo social evocado en el tomo 1, pero toma aquí ribetes propios. Los testimonios insistieron en subrayar la contraposición entre los padres muy “estrictos” y “distantes” que se tuvo, y explayarse acerca de la relación muy “estrecha” y “afectiva” que se tiene con los propios hijos.211 Relaciones afectivas y próximas: detrás de su aparente banalidad se esconde lo que podría considerarse el corazón de la revolución de la vida privada en Chile. Cada cual expresa esta proximidad de manera distinta y, como veremos, sus consecuencias son diferenciales en el caso de las madres y los padres. Un elemento transversal es que se expresa subrayando la oposición o distancia entre lo que hicieron sus padres y lo que ellos hacen, fórmula especialmente presente en los hombres, con certeza debido a la novedad del mandato de proximidad en la paternidad.212 “Cuando los niños salieron, estaban en la clínica, yo tomé un curso en la clínica para cambiar pañales”, en cambio, comenta Gabriel (CM), “mi papá nunca fue así”.213 En esta dinámica, los cambios percibidos o, al menos, apelados por considerarlos legítimamente deseables, son múltiples. Blanca (CM) es transparente: la gran diferencia entre generaciones en lo que concierne a la filiación “es la comunicación entre padres e hijos”.214 Pero la diferencia reside también en una relación más estrecha, más física, corporal. El regaloneo. La sensualidad de los contactos. Margarita (SP) está muy contenta de que sus hijas sean muy cariñosas. Una de sus hijas, por ejemplo, “llega a las cinco de la tarde acá, y ‘salgamos juntas’, o sea, ella es así, estoy acostada en mi cama y ella se acuesta al lado mío. No, son bien cariñosas (mis hijas)”.215 Un tercer cambio enunciado, en particular por las mujeres, es la aparición de una relación de complicidad producto de una mayor cercanía cultural. Josefina (SP) lo expresa del siguiente modo: “no sé, he tratado de ser como más amiga, porque antiguamente los papás tenían la idea de que entre más estrictos eran, mejores papás, y ahora como que ha cambiado un poco”. Finalmente, la transformación se encarna en que la insatisfacción del deseo de proximidad es vivida hoy como frustración activa. Lo que fue una experiencia común para los propios padres (“mi papá, yo lo conocí muy poco. Mi papá trabajaba, llegaba y yo ya estaba durmiendo, no tengo recuerdos de mi papá participando en casa” –Sergio, CM), se vive ahora con
verdadero descontento por muchos.216 El sentimiento de “haber pasado al costado de algo” se generaliza a medida que se acentúa la experiencia del contacto con los hijos, y la importancia de la búsqueda de este contacto. La fusión relacional madre-hija María (SP) está separada desde hace mucho tiempo y tiene una hija. Del padre sabe poco y nada. Reconoce que la idea de ser madre soltera formaba parte, desde muy joven, de sus posibilidades de vida, pero su hija llegó en un momento en que no la esperaba, solo que “cuando llegó… bien, feliz, feliz”. Desde hace un tiempo ha decidido que la hija se quede viviendo con la abuela porque trabajando como empleada doméstica con horarios muy largos, teme por su seguridad. A pesar de esta distancia física, entre María y su hija existe una estrecha relación. La joven se ha constituido, al calor del primado de los afectos, y dando forma a un nuevo tipo de definición del lazo familiar, en su gran amiga. Todo lo hacen juntas. La evidencia del relato de esta vida de pareja materno-filial es constante. El polo referencial, el contraste existencial en la narración es realizado en torno a la figura de la hija. Así, por ejemplo, relata que a ella le gusta comprar pero que no es “marquera”, a diferencia de su hija que “es medio marquera”, lo que genera pequeñas rencillas entre ellas. “Es parecida a mí, en el carácter, de decir las cosas, ella”, afirma. Entre ambas se construye, para María, el verdadero espacio de intimidad. Su hija le habla mucho de sus dificultades, “me habla de sus cosas, cuando algo no le gusta, me dice ‘que tú no me escuchas, que tú no me entiendes’. Yo le digo, ‘el día que tú pololees, quiero saber yo y no que me digan ‘oye, la Elena está pololeando’. Y yo creo que me va a contar porque cuando le gusta un niño me dice ‘oye, me gusta éste’”. La complicidad es activa. “Yo aparte de ser tu mamá, quiero ser tu amiga”, le dice, y de todas formas no quiere “que algún día diga ‘no, es que mi mamá nunca me entendió’, o que le pase algo, no. Me acuerdo cuando ella tuvo la primera regla, ella me dice ‘siéntate, tengo algo que contarte, algo muy grave’, y yo me imaginé lo peor, entonces yo ‘ya, ya, ya’ y me dijo ‘me llegó la regla’ y yo dije ‘ah, era eso’ (se ríe)”. Confiesa: “yo pensaba que iba a ser abuela” (se vuelve a reír). En este tema “yo siempre le digo, si tú metes las patas, en buen chileno, olvídate que yo te voy a cuidar la guagua, porque yo tuve una sola hija, si yo no tuve más hijos fue por no hacerme cargo de más hijos y por
darte a ti cosas. Pero me dice que no, que no quiere una guagua, porque ha visto amigas de su mismo colegio que ya tienen guagua, así que ella se da cuenta que no es fácil, poh’”. María tiene a su hija en el centro de su vida. Lo que define el vínculo es una suerte de fusión relacional. Esta fusionalidad relacional no estuvo enteramente ausente entre los padres; sin embargo, es especialmente descollante en las relaciones madre-hija. En este contexto, son las mujeres de los sectores populares las más atingidas, y, como ha sido puesto en evidencia por otro estudio, con particular agudeza en el caso de las jefas de hogar debido al aislamiento y la debilidad de las redes (Könn, 2010). Pero esta fusionalidad no es exclusiva de los casos de monoparentalidad y aislamiento, incluso cuando viven en pareja, la relación de las madres con las hijas adquiere esta textura. Con frecuencia, ésta reemplaza o compensa una vida matrimonial inexistente o insatisfactoria, pero sería inexacto afirmar que se reduce a esta función compensatoria. La relación madre-hija es, como se sabe, y como Freud ya lo dejó entender, un lazo particularmente complejo (Eliacheff y Heinich, 2002). Una complejidad afectiva que se profundiza cuando, por las diversas razones que acabamos de señalar, la hija tiende a convertirse en el único partner comunicacional de la madre. Vale la pena subrayar que, sin embargo, ver en esta fusionalidad relacional solamente una figura patológica, como podría ser catalogada por una mirada psicológica, es erróneo. Desde un punto de vista sociológico, detrás de esta definición relacional entre madres e hijas es posible rastrear la presencia de una forma particular de concientización femenina. Lo que se articula en esta forma de relación son procesos esenciales de ayuda mutua y solidaridad genérica y generacional dentro de la familia, los que, como vimos un poco antes, pueden ir no solo de madres a hijas sino, también, de éstas en dirección a sus madres. Para las madres de los sectores populares, por ejemplo, y como lo muestra el caso aquí retratado, el cultivo de la intimidad y la complicidad con las hijas está asociado con la voluntad de que las hijas no sufran el mismo difícil destino que ellas vivieron. Sin negar, entonces, la existencia de casos abiertamente patológicos, es importante no descuidar que una lectura patologizadora de esta cercanía relacional madre-hija termina, al cabo, por convertirse en un juicio de clase. ¿Por qué? Porque uno de los mecanismos de afirmación
más importantes de las mujeres en los sectores populares se expresa, justamente, a través de la fusionalidad relacional madre-hija. Una transformación importante que hay que poder analizar con más atención, y que se expresa en el hecho de que en contra de lo que durante mucho tiempo fue de rigor en muchas sociedades, a saber, la preferencia que las madres de los sectores populares tenían por el hijo varón (Schwartz, 2002), entre muchas de nuestras entrevistadas fue patente el deseo de hacer de la relación madre-hija el vínculo privilegiado. El ideal romántico se ha plasmado menos en la pareja, y más, mucho más, en relación con los hijos. La sensualidad, llena de pudor, con la que se dio cuenta de esta relación, salta a la vista. Lo importante con los hijos, por encima de todo, son los afectos, el tocarse, el transmitir cariño, abrazarse. En fuerte oposición a lo que nos fue relatado a nivel de la pareja, en donde la corporalidad está prácticamente ausente, la expresión afectiva corporal ocupa un espacio relevante en los relatos, excepto en el caso de los hombres de sectores populares, menos atingidos por la expectativa de una parentalidad más cercana y aún más fieles a la dimensión estatutaria (Olavarría, 1998 y 2001; Rebolledo, 2008). La familia, la relación con los hijos, más precisamente, es un espacio de sensualidad (en el sentido amplio de la palabra) y de libidinización privilegiado. Para Javier (CM), la paternidad “fue la primera vez en mi vida que me enamoré, por primera vez en la vida puedo estar con alguien abrazándola, tocándola, a una mujer chiquita de este porte, pero la gozo todo el día, un amor incansable”. Una sensualidad y afectividad familiar que no sustituye a las obligaciones estatutarias familiares, pero que, con seguridad, las complejiza notablemente. De hecho, es precisamente debido a que este lazo es más afectivo, más próximo, que se desarrolla un empuje, conflictivo, a repensar los deberes estatutarios, pero, también, es por ello que la relación con los hijos puede convertirse, para muchos, en el eje de la realización personal. La relación con los hijos está, así, enmarcada, por un lado, por una responsabilidad absoluta y aplastante (el deber estatutario) y, por el otro, por una alta sensualidad (el placer de la paternidad y la maternidad). Aquí está uno de los grandes desafíos de la prueba familiar: articular al mismo tiempo el mantenimiento de los deberes estatutarios y una relación muy afectiva y próxima en la gestión cotidiana de los lazos con los hijos.
LA PROXIMIDAD Y LA GESTIÓN DE LOS AFECTOS que se le asocia tienen un efecto de recomposición relacional. Dos dimensiones de esta transformación son fundamentales. Por un lado, la agudización de la función de soportes que tienen los hijos. Por el otro, la compleja y desafiante gestión de la autoridad en la relación con ellos. Veamos con más detalle ambas. La proximidad afectiva con los hijos y el empuje a la horizontalidad en la relación puede dar lugar a experiencias particulares. No se trata, sin duda, de algo absolutamente novedoso, pero su significación no es por ello menos importante, como lo demuestra la emoción con la cual nos fueron usualmente contadas estas historias. ¿De qué se trata? De que los hijos se convierten, explícitamente, en soportes existenciales de los padres. Para algunos, incluso, el término es apenas exagerado, se vive como un verdadero milagro relacional. El hijo se descubre en facetas distintas. Es un “amigo”. En verdad, un hijo que asume, desde y gracias a los afectos instaurados, una función diferente. La emoción en el relato fue palpable: detrás de los deberes estatutarios que quisieron o debieron asumir (y que por momentos ejercieron una presión muy fuerte sobre ellos), había –también había– un universo asombroso de afectos y de singularidades. Se trató, para muchos, de un descubrimiento, de aquellos grandes en la vida. Felipe (CM) lo evoca al hablar de su bancarrota económica y de las serias dificultades que vivió. En ese momento descubrió que sus “hijas, eso es mucho más importante, en los momentos difíciles me apoyaron, qué se yo… Explicarle a una hija, yo lo cuento con mucho orgullo, en esa época tenía, no sé, 13 años una, 11 años la otra, y explicarles que no les podía regalar nada para la Pascua cuando les había dado todo lo que querían, hueón… Y tenerles que explicar que no les podía dar nada y que lo entendieran, y lo aceptaran, por decirte este detalle, para mí fue una cuestión… ¡ah!, lo cuento hasta con orgullo aunque no debiera contarlo, pero lo cuento con mucho orgullo, eso para mí tiene importancia…” El testimonio de Olga (SP) fue tanto o más emotivo. Al evocar la separación con su marido, dice: “Las únicas en las que yo me he apoyado fueron mis hijas”. Se confiesa casada durante varias décadas con un marido que la maltrataba, y “creo que fue una cosa de cobardía, de mucha cobardía” que ella se explica en parte porque pensó que era lo mejor para educar a sus hijas, pero “me equivoqué porque igual mi marido las ha ofendido, las ha
humillado mucho por una cobardía mía”. Maltratada físicamente, fue “mi hija que me llevó a la comisaría y después me llevó a la posta a constatar lesiones”. Fueron sus hijas, nos dijo, las que la ayudaron a encontrar la confianza para oponerse a su marido. “Entonces, me aferré mucho a mis hijas… Yo, ya, ya, con mis hijas somos una, mis hijas me cuentan todas sus cosas, yo les cuento, ellas me han dicho muchas veces ‘mamá qué estás haciendo aquí’, ‘mamá esto otro’, ‘mamá decídete a tomar una resolución porque los años pasan y pesan’. Pero, bueno, eh, estoy intentándolo hacer (separarse), pero ha sido duro, muy duro”. Los hijos en todos estos relatos fueron un soporte. Un alivio. Una ayuda. Una comprensión íntima de sí que suscita la más profunda de las emociones. Magdalena (CM) tuvo que mudarse de una casa grande a una chica por una crisis financiera. “Un día estaba súper apenada en la casa chica, y le dije ‘Rodrigo pero qué atroz, estamos todos apretados’, ‘no mamá’, me dice, ‘estamos más unidos’. Entonces me dije de qué me estoy preocupando, los niños lo están tomando así, o sea, no tengo derecho a tomarlo de otra forma”. Estos testimonios pueden relacionarse con los relatos a propósito de la sorpresa por el apoyo de la figura paterna frente a una dificultad, la que hemos discutido un poco antes. En ambos casos, el otro fue un soporte de sí. Sin embargo, el sentido del descubrimiento es radicalmente distinto. En el caso del rol paterno estatutario lo que sorprendió fue la afirmación de un juicio personalizado y de una comprensión singular –descubrir una persona detrás de un rol–. En el caso de los hijos, lo que sorprende es, en cambio, la forma que toma este apoyo, el que, más allá del afecto que atestigua, es un indicio que los hijos asumen una función filial de tipo horizontal –descubrir un rol delante de una persona. LA OTRA CONSECUENCIA RELACIONAL se ubica, como dijimos, en el ejercicio de la autoridad. En una relación tan imbuida de afectos, el ejercicio de la autoridad con los hijos se convierte en un asunto espinoso. Aquí, también, es preciso advertir la especificidad de la situación chilena. En parte esta dificultad fue vinculada con una desorientación básicamente cultural y con la necesidad de buscar suplementos de información para realizar esta tarea.217 Pero estos fueron los casos minoritarios, en particular, de los sectores medios. Esta modalidad no describe el núcleo de la dificultad
enunciada por la mayoría de las personas interrogadas. El núcleo duro de la tensión se explica, por un lado, por el vigor de la conciencia de los deberes estatutarios que deben asumirse (y, por ende, de una cierta e inevitable verticalidad relacional), y, por el otro, por el anhelo creciente de una relación estrecha, afectiva, cómplice, con los hijos –lo que exige una relación lo más horizontal posible. El tema de la sobreprotección de los hijos ilustra bien esta tensión. “Uno es sobreprotectora de los hijos”, afirma Paula (SP), quien se cuestiona durante la entrevista esta actitud. Su reflexión no fue aislada, muchos se preguntaron si no habían “malcriado” a sus hijos; otros, más aún, dijeron ser conscientes de que no “lo estaban haciendo bien”. “Uno comete muchos errores cuando eres mamá soltera, quizás por la carencia o la ausencia del papá”, afirma Verónica (SP), quien, frente a esta carencia, “tendía a sobreprotegerlo (a su hijo), darle más de lo que podía darle”, al punto de lamentar que su hijo “se resista a madurar, a crecer, a ser independiente. Ésa es la parte que me tiene complicada”. La crítica a los hijos se transforma siempre en una autocrítica. Una y otra vez es el “regaloneo” que dieron a sus hijos la causa de las dificultades de éstos: su hijo, por ejemplo, nos dice Alfredo (SP), ha sido “mal enseñado porque lo regaloneé mucho”. Roberto (SP) piensa lo mismo: “Igual somos de esos de darle gusto a los hijos. Al mayor lo malcriamos. Habría sido necesario ser más rígido para que él valorara lo que se le estaba dando, porque cuando uno da demasiado no se valoran las cosas”. La cuestión clave es, aquí, la dificultad para contrarrestar los efectos de encontrarse embargados por la afectividad y por el placer que les procuraba (o procura) dar placer a sus hijos. Las dificultades en la crianza de los niños aparecen como una consecuencia del triunfo de los afectos relacionales sobre los deberes estatutarios. Dictar las reglas no es fácil.218 Pero sostener las reglas dictadas es aún más difícil.219 Felipe (CM) lo expresa con sinceridad, “¿Qué me ha costado harto (con los hijos)? Puta, ponerles los límites, rayarles la cancha; puta, siempre he escuchado yo ‘de los hijos no hay que ser amigos, hay que ser papá’… Y yo, hueón, me cuesta poner el límite, el rayado entre que no se te pasen pa’ la punta y ser el papá que te respeten, cosa que yo no sé; no soy mucho de la idea de tirar los galones para que te respeten, no soy mucho de esa teoría medio autoritaria”.
La sociabilidad familiar o la fuerza del clan Para decirlo directamente y de entrada, un aspecto destacado que revela el peso de esta institución en el caso de la sociedad chilena es que la sociabilidad de las personas tiende a restringirse a la familia. Aún más, la sociabilidad familiar aparece como altamente legítima, esto es, aparece como normativamente primaria, a lo que hay que sumarle que se trata de una sociabilidad caracterizada por la fijeza de los roles estatutarios. Los individuos enfrentados a esta realidad evidencian sentimientos de asfixia y encierro. La sociabilidad familiar como exigencia se expresa, para empezar, en la exigüidad de los lazos sociales y amicales, los que se suelen justificar en nombre de la dinámica y de la fuerza de los lazos familiares.220 Vale decir que es en el perímetro familiar que muchos desarrollan lo esencial de su vida social. “Asaditos”, se hacen, cuenta Eugenio (SP), con “cierta frecuencia”, pero “se hacen en familia solamente”. “Yo soy mucho de familia, para mí, por ejemplo, tengo varios hermanos, entonces, a ver, yo como que siempre he centrado mi vida en lo que es la familia, siempre estoy rodeada de mucha familia, preocupada por ellos”, comenta Alicia (CM). El testimonio anterior no es aislado. En el caso de Susana se expresa en el hecho de que una vez por semana se reúnen todas las hermanas en casa de la madre y cada una con sus hijos respectivos. “Somos súper aclanados”, como lo enuncia Magdalena (CM), es, probablemente, el modo más común y extendido de dar lingüísticamente forma al peso de la familia en las prácticas de sociabilidad, cuestión que aparece no solo en su forma positiva sino también en su forma negativa. “No puedo quejarme de mis hermanos”, dice Javier (CM), “pero no somos hermanos muy cercanos, no somos un clan, nos juntamos muy rara vez, porque (mis padres) crearon una realidad muy competitiva, muy pelotuda, si se puede decir en buen castellano, muy pelotuda, mucha rencilla menor, y debo decir con tristeza que de los tres yo fui el único exitoso entre comillas… y soy el menor, y esa diferencia me ha marcado en el sentido de que soy el ejemplo a seguir y soy el menor… Y eso genera… claro, celos… y me ha costado y les ha costado aún más a ellos”.221 La familia es normativamente un clan y las relaciones estrechas y exclusivistas que ello supone formatean la sociabilidad. El aclanamiento
aparece como modelo relacional paradigmático, ya sea por presencia o por ausencia, y aunque es cierto que no todos se pliegan a él, lo que es importante recalcar es que incluso en estos casos la fuerza normativa de la familia aclanada está presente. La ausencia de una relación cercana y de contacto permanente con la familia tiene que ser explicada por los individuos, es decir, si esta sociabilidad familiar está insuficientemente desarrollada o simplemente ausente, los individuos se sienten obligados a dar una explicación justificativa. “Todos juntos –3 hermanos– casi no nos vemos, porque se murieron mi mamá y mi papá”, Fabiola (CM). Otros explican esta toma de distancia partir de una situación familiar compleja222 o por conflictos o, con frecuencia, por envidia.223 Se trata de una sociabilidad cuyo fundamento es una incontestada legitimidad, la que, como ya vimos en el capítulo sobre temporalidades vitales en el primer tomo, hace que, por ejemplo, la presión por dedicar más tiempo a la familia se constituya en un afluente central de la conflictiva articulación de las diferentes esferas de vida desde un punto de vista temporal en la sociedad chilena. Segundo punto a considerar: lo que prima en la mayoría de los casos, más allá de que las relaciones sean buenas o malas, cercanas o distendidas, frecuentes o espaciadas, es una sociabilidad institucional y estatutaria entre los miembros de la familia. El peso del rol estatutario es tal que éste puede, incluso, llegar a bloquear ciertas formas de comunicación, como comenta Daniela (SP), quien se ve imposibilitada de contar sus problemas a sus hermanas porque “a ver, para mis hermanas, yo soy (desde chica) la que soluciona los problemas, entonces yo no podría ir con un tema donde ellas”. Nos explica: “porque son más chicas”. Se corrige. Bueno, “no son más chicas… pero tienen 2 años menos que yo”. O sea, la relación aparece como congelada en el rol estatutario que en tanto hermana mayor le fue endosado en el pasado. Por supuesto, apenas se entra en detalle en la materia, las imágenes son más contrastadas. Cualquiera que sea la fuerza de la lógica institucional y, sobre todo, el peso de las convenciones y obligaciones, los lazos familiares están siempre envueltos, aunque sea de manera tenue en general, por algún tipo de consideraciones afines entre sus miembros. En efecto, en los mismos relatos aparecen evidentes signos de singularización relacional. En algunos, ello supone un alejamiento de los
hermanos, o de los padres, o de distancias que se establecen en función justamente de afinidades o de su ausencia. Con su hermana mayor, comenta Guillermo (SP) “nos llevamos bien, dentro de lo posible, porque son otros tiempos, y yo no la voy a visitar tanto porque ella vive muy lejos, y además ella tampoco me va a ver a mí”. Por el contrario, añade, “mi hermana menor es pinochetista” y sin embargo, y a pesar de estar muy alejado de sus opiniones políticas, con ella, dada su “necesidad afectiva estoy más junto a ella, vamos al cine, la voy a ver, estamos juntos los jueves, la voy a buscar al terminal, la voy a dejar al terminal cuando se va para el sur, cosas así”. Sin embargo, en general es la lógica institucional que empuja a una sociabilidad estatutaria la que tiende a primar en los relatos. Pero, tercer aspecto a tener en cuenta, la fuerza de las dimensiones estatutarias no debe llevar a descuidar un aspecto esencial: la generalización de una ambivalencia que testimonia, a la vez, del mantenimiento de formas de sociabilidad estatutaria dentro de la familia y del sentimiento creciente de asfixia que los individuos tienen frente a ellas. Un buen ejemplo es la constante problematización de las distancias entre los diferentes miembros de la familia, una preocupación extendida entre los entrevistados. Intentemos ser precisos. Para empezar, no es de un cambio en el que la tradición habría dejado de pautear los comportamientos y prácticas de que se trata. Tampoco nos encontramos frente a la generalización de soluciones más individuales, las que serían instauradas por medio de procedimientos contractuales. Por lo menos nuestro material no admite una tal tesis. No es éste el registro en el cual se inscriben las distancias, cercanías o deudas intrafamiliares. ¿Por qué? Porque las personas coinciden en considerar absolutamente obvia y natural la obligación de sociabilidad familiar y, en verdad, lo único que disputan es lo tocante a los detalles de sus modalidades efectivas: tipo o frecuencia. O, en otros términos, no hay duda acerca de la perentoriedad de la obligación familiar de sociabilidad y del rol estatutario que se está obligado a jugar en ella, lo único que puede disputarse es el grado de aclanamiento que se puede o está dispuesto a aceptar. “A mi mamá”, contó Carolina (CM), “le gustaría que nos viéramos más, pero nos vemos harto, para mí mucho… A mi mamá la he visto los fines de semana pasados… y ya mucho (ríe)”. Lo dice antes de expresar su desaprobación: su hermana, relata, “construyó la casa al lado de mi mamá, y ella le construyó una casa a su lado a mi hermano, entonces, todos están así como aclanados, todos
juntos, entonces, toman desayuno juntos, almuerzan juntos, comen juntos…” lo expresa en un crescendo en el cual se advierte una punta de ansiedad. Se reasegura: “Nosotros estamos a tres kilómetros de ellos”. En una familia marcada por el sello de las obligaciones estatutarias, ganarse un espacio personal no es una tarea sencilla. Tanto más que, y ésta es la característica principal del sistema de roles estatutarios, en la familia los individuos no tienen muchas veces otra identidad que la que les asigna, con una fuerte permanencia, el rol que juegan en la configuración familiar. El tiempo no existe en la familia estatutaria. Se es padre o hijo o hermano mayor (o menor) de por vida. Por supuesto, las relaciones evolucionan con el paso de los años, pero el otro es de una vez y para siempre asignado a una identidad. Una vez más, su personalidad, aun cuando se la reconozca, lo es dentro de un modelo de roles. Es por eso que ganar independencia puede ser algo tan importante. Al respecto, ningún otro testimonio fue tan certero y emotivo como el de Sofía (CM). En “familias tan grandes” como la suya, dice, “todo el mundo te opina de todo y como yo también viví lejos, yo me acostumbré a no tener que pedir opinión y que nadie me diera opinión a mí; entonces, yo en eso soy súper libre, entonces, yo salgo y bueno, hay una cosa que pasa siempre, me llama cualquiera de mis hermanas y me dice: ‘¿por qué no te venís a almorzar?’ ‘No, es que no puedo’ ‘Pero ¿qué vai a hacer?’ ‘Te estoy diciendo que no puedo’ ‘Pero ¿para dónde vai a ir?’ Entonces, le digo yo muchas veces, voy a tal parte, pero otras veces le digo ‘si te estoy diciendo que no voy a ir, no tengo por qué decirte pa’ dónde voy’, porque simplemente no quiero que se metan en mi vida, en mi vida de privacidades, de mis intimidades”. La presencia de esta sociabilidad estatutaria pesa porque impone obligaciones de encuentro o porque mantiene formas de control informal. Pero también lo hace porque da lugar a modos de presión que son tanto más difíciles de soportar cuanto que se enuncian (y se reciben) desde un registro que reivindica una incontestable legitimidad. Elena (CM), una joven mujer que tiene problemas para instaurar una distancia protectora con la familia, lo revela con claridad al relatar las presiones que sufre para tener hijos. “Mi mamá está rezando por mis hijos que vienen en camino. La tía que te agarra la guata y ‘ya mijita, ya va a venir…’ Mi hermana ya tiene uno y ya está embarazada del segundo. Entonces, todos me miran a mí, como yo soy mayor y la otra más chica, entonces ‘¿qué pasa que tú todavía no tienes?’ Y
como el problema, porque el problema, si uno ya tiene treinta años, lleva dos años de matrimonio, está bien, tiene plata pa’ solventar un hijo ¿por qué no? Entonces éste es como el cuestionamiento desde afuera”. La familia: institución multifuncional y multidireccional de ayuda Por importante que sea la sociabilidad intrafamiliar a la hora de comprender el vigor institucional de la familia, lo esencial se juega, sin lugar a dudas, en torno a su función de soporte cruzado y recíproco. En rigor, el término ayuda puede resultar insuficiente para describir esta dimensión, pues lo que se evidencia aquí, con inusitada frecuencia, es que la familia supone una verdadera exigencia de don o sacrificio de sí, sea que se la considere o no problemática. Como es de esperar (aunque veremos luego que las cosas son más complejas), es en el contexto de la maternidad en que esta modalidad de afirmación aparece de manera más frecuente: en la familia, con los hijos, lo importante es que sientan “que uno siempre está, para bien o para mal, en todas. Para mí una familia es un núcleo que se apoya y que se quiere, y se demuestra”, resume Soledad (CM). En concordancia con muchos otros resultados, la familia es percibida como particularmente importante por los chilenos: para un alto porcentaje ella tiene mucho más importancia que los amigos, el trabajo o la religión.224 Su función es central en la vida de los individuos. Si es cierto que identitariamente no dependen exclusivamente de ella (como lo fue quizás en el pasado), en términos de oportunidades y soportes, los individuos se piensan a sí mismos como indisociables de sus vínculos familiares. “Lo más importante es la familia”, sostiene con convicción Alejandro (CM), “yo creo que las energías tienen que estar puestas ahí, en tu familia. Cuando uno tiene un problema, los primeros en ayudarte, los primeros en apoyarte son la familia. Yo siento que trabajar la familia te ayuda también a la felicidad”. Ya sea destacando su presencia o lamentando su ausencia, las personas refieren a la familia como el surtidor más importante de soporte material e inmaterial. Claudia (CM) encontró los términos para darle sentido a esta diferencia con simplicidad. Protección material: “Si no puedo ir a buscar a mi hijo, yo llamo para la casa de mi hermano, que yo sé que lo va a ir a buscar; a ellos les confío mis hijos como si fuera, no sé, po’, como si fuera yo misma, yo llamo y si necesito algo ahí están mis hermanos”. Protección inmaterial: cuando evocó el vínculo de apoyo familiar “que me entrega seguridad, yo
creo que si yo ando un poco triste y me voy a sentar un rato donde mi mamá, y el hecho de estar sentada en el sillón ahí con mis hermanos tomándonos un té, yo ya estoy tranquila, me tranquiliza, me siento protegida”. En breve, la familia, incluso o sobre todo en medio de las dificultades, es una evidencia: “Mi familia ha sido adorable en un sentido y detestable por otro (conflictos diversos), pero es mi familia, me la banco, la quiero y sigo pensando que en algún momento todos vamos a poder caminar para el mismo lado”, sentencia con serenidad Denisse (SP). Tanto en la vida cotidiana como ante los eventos extraordinarios de la existencia, el individuo es él y sus soportes familiares. Esta función de apoyo aparece en todos los niveles y concierne a todas las relaciones familiares. La familia surte de vínculos y contactos que pueden ser determinantes para las oportunidades laborales, como vimos en un capítulo anterior. La familia es, y esto de manera destacada, una fuente de apoyo financiero. María (SP) recibió, por ejemplo, el apoyo familiar para hacerse cargo de la manutención de sus hijos: “Igual me ayudaron un poquito, porque las tías igual a veces me compraban, le regalaban zapatillas, me regalaban ropa. Entonces igual me ayudaban, entonces como que no faltó (nada para sus hijos)”. Sebastián (SP) es más enfático: “Con mi hermano, normalmente, si me falta plata, así, yo lo llamo y siempre me presta, ése es mi banco fijo (ríe)”. Pero la familia también es una fuente de cuidado y soporte emocional. Margarita (SP), quien sufre una severa y repentina enfermedad unos meses antes de la entrevista, constata satisfecha que su hermana y su cuñado “siempre vienen para acá, siempre están preocupados (por mi enfermedad). Me vienen a ver todos los días, me llaman todos los días. O sea, no tengo nada que decir de ellos”. Lo que todos estos testimonios revelan es la multifuncionalidad y la mutidireccionalidad de la familia en tanto que institución de ayuda. Pero volvamos un momento a la última frase de la cita anterior. Ella permite subrayar un siguiente elemento en el análisis que estamos realizando. La familia cumple con una función de ayuda multidireccional y multifuncional, como venimos de exponer, pero, y esto es central, ello es posible debido al hecho de que, para los individuos, las obligaciones estatutarias son de rigor y ellas definen exigencias de ayuda recíproca que aparecen siendo percibidas de manera muy clara y transparente. Margarita, nuestra entrevistada, juzga la acción de su hermana y cuñado desde allí. Lo
que la frase “o sea, no tengo nada que decir de ellos” revela es que la obligación estatutaria, y el apoyo implícito que ésta define, fueron ejercidos al nivel que era esperable. Margarita percibe con claridad la existencia de una tabla de medida. En efecto, la función de ayuda, y los compromisos a los que ella obliga, están tan internalizados que decisiones de largo plazo se toman teniendo como horizonte el que ellas permitan cumplir con las obligaciones que devienen del pacto implícito de soporte mutuo familiar. Un buen ejemplo son las decisiones residenciales. Es el caso de Aldo (SP), que vimos hace un momento, y su decisión de vivir a pocas cuadras de su madre, y el de Margarita (SP), quien también vive cerca de los padres porque prefiere “estar cerca de ellos por cualquier cosa, además, un día nos pueden tender una manito, de repente quedarse con la niña y todo eso”. Pero, también, es visible en el testimonio de Cristina (SP) y su decisión de que su madre anciana venga a vivir a casa de ella, a pesar del monto suplementario de esfuerzo que le impone, y en el de Elena (CM), cuyo suegro “se compró un departamento en Las Condes y nos lo arrienda más barato… y lo compró ahí porque está cerca de él para que lo vayamos a ver”. El compromiso de apoyo familiar recíproco es –normativamente–, entonces, una evidencia. Bernardita (SP) se encarga de las salidas escolares de su nieto, considerándolo parte natural de sus obligaciones. Cecilia (SP) sabe que ante una urgencia siempre puede, dice, recurrir a su hermana. “Si yo tengo que hacer algo muy urgente, yo le digo a mi hermana, ‘¿me podís ver a los niños?’ y me los ve”. Pero no solo es la claridad de las obligaciones estatutarias lo que explica la adhesión que garantiza el cumplimiento de esta función familiar, también hay una dimensión motivacional: el empuje al cumplimiento de las obligaciones estatutarias en la familia es aguzado por el hecho de que todos saben que son susceptibles de depender, en algún momento, del otro. El ciclo entre las generaciones refleja bien esta pauta. Paula (SP) tuvo que ponerse a trabajar muy joven para ayudar en su casa, algo que lamenta profundamente y relata con tono de reclamo. No obstante, no duda, en el momento de la entrevista, y estando “corta de dinero”, en pedirle ayuda a sus hijos. El apoyo familiar diseña un perímetro en el cual la memoria de las adiciones y las sustracciones se pierden en el tiempo. Mariana (SP) recibía en el momento de la entrevista una ayuda financiera de su hija: “Me ayuda, porque yo no puedo complementar. De hecho estamos haciendo una sola
olla, para ella y para mí en la casa de ella”. Y no solo eso. Su hija y su yerno “han sido mi aval para que me entreguen mi casa… Ella me ayuda con los niños, ella ha truncado su profesión para ayudarme a mí”. Una ayuda, en verdad manifiestamente un sacrificio, que ella lamenta como madre, y tanto más que su yerno “siempre le recalca eso a ella (su hija) y yo me siento culpable, eso es lo único que me duele”. La ayuda entre los miembros de la familia no es vivida conscientemente ni como una retribución ni como una deuda, por supuesto. En términos retóricos, la formulación suele enfatizar, especialmente en el caso de las mujeres, pero no solamente, que se trata de dar todo y sin pensar. “¿Qué es lo más gratificante? Que uno cuando da a los hijos, da pero sin condiciones, o sea uno se da por entero y puede servir y puede hacer todo sin medida”, dice Caterina (CM). La lógica del don (dar-recibir-devolver) es la que enuncia con más justicia la modalidad de este tipo de relación (Mauss, 1991). Sin embargo, incluso esta última caracterización es en parte insuficiente. Lo que importa subrayar aquí es la exigencia moral que pesa sobre los individuos en tanto que miembros de una familia, una de tal magnitud que no pueden sustraerse a ella legítimamente. De ahí que a pesar de las múltiples denegaciones fácticas, la familia pueda ser tan masivamente vista como una garantía frente a los problemas, al punto que termina por suscitar la experiencia, para no decir la convicción, de que “en el mundo como que no estás solo. La familia siempre ha estado ahí, siempre ha estado ahí, nunca me ha fallado” dice Jorge (SP). Sin embargo, no todo es luminoso. Existen varias aristas sombrías. Una de ellas es que esta concepción multifuncional y multidireccional de la familia como soporte privilegiado en tanto manera de paliar una serie de riesgos o insuficiencias institucionales cotidianas, hace que las relaciones afectivas no estén jamás enteramente inmunes al cálculo instrumental. No se trata de cinismo en esta actitud. Las relaciones son, con mucha probabilidad, sinceras y los afectos profundos, pero sobre ellas sobrevuela siempre la posibilidad de que la relación afectiva se transforme –tenga que transformarse– en una relación de “ayuda”. Esta conciencia implícita no “degrada” los vínculos afectivos familiares en una relación instrumental, pero los inserta en un continuum que los combina con redes clientelares, de ayudas, deudas y favores.
EN TODOS LADOS LA FAMILIA ES HOY por hoy un soporte indispensable para los individuos, y en muchas sociedades una de las instituciones más valoradas de la vida social. Pero en el caso de la sociedad chilena este rol de soporte se ejerce de manera particular. Esta función se constituye en una manera de yugular el temor a la inconsistencia posicional, de encontrar una solución a una urgencia cotidiana dados los ritmos tempo-vitales, de acceder y mantener redes de contacto e influencia. La familia aparece como un universo de ayuda particular y preferencial entre parientes, instaurando un espacio de intercambio de favores y obligaciones. Ella reposa, de manera axial, sobre reglas de endeudamiento y de obligatoriedad recíprocas. La familia, obviamente, no se reduce a este rol. Pero resulta imposible no colocar en el zócalo de la individuación esta función, a tal punto es álgido el sentimiento que tienen los actores de estar amenazados por la inconsistencia posicional, de sentirse impotentes o abandonados ante o por las instituciones públicas, y, por ende, la necesidad de tener que encontrar, desde el ámbito familiar, estrategias de respuesta frente a ello. Desde este ángulo, la necesidad no es solamente, como en las redes vistas en el capítulo sobre el mérito, la de construir vínculos que incrementen la certidumbre de poder contar con una ayuda puntual y pragmática, sino que se trata de apoyarse en vínculos que en su pregnancia institucional transmitan alguna forma de certidumbre indisociablemente existencial y social, o sea, una forma de solidez. Estamos en presencia de otro de los grandes rasgos del proceso de individuación en Chile. La independencia relativa hacia los otros ha sido, en mucho, en las sociedades modernas, el fruto de un modo de individuación que encontró en el desarrollo del Estado-providencia su principal factor, sobre todo en Europa continental, en el lapso de solamente algunas décadas.225 La situación en Chile es otra. A pesar de la importancia de las políticas públicas, los individuos, como lo hemos visto ya a propósito de otras pruebas, tienen que encarar constantemente los límites de los apoyos institucionales. Por supuesto, los beneficios estatales, tanto bajo la forma de derechos como de elementos más discrecionales y asistencialistas, existen, pero éstos no alcanzan para transmitir a los individuos el sentimiento de estar al abrigo de los riesgos más frecuentes de la vida social. Por el contrario, los actores tienen la convicción de que deben encontrar, y forjar, por sí mismos estos soportes. Y para ello, los otros, en rigor las relaciones
familiares, dada la irritación en las relaciones con los otros no familiares, se convierten necesariamente en recursos potenciales indispensables. Es a partir de la conciencia de esta realidad que se perfila una línea de continuidad, dentro del ámbito familiar, entre relaciones afectivas e instrumentales. Una situación que resulta tierra fértil para las recriminaciones cruzadas. El universo de la crítica familiar La salud de la institución familiar está resguardada por las dimensiones que acabamos de señalar. Sin embargo, estas realidades son, al mismo tiempo, objeto de críticas más o menos virulentas. Parece desaconsejable, sin embargo, ver en ellas un mero fruto de un proceso incipiente de desinstitucionalización. Ellas, también, y al contrario, testimonian bajo una modalidad crítica sobre la fuerza del modelo institucional y de las expectativas legítimas que éste supone. Es, en efecto, en nombre de este ideal institucional como los individuos ejercen la crítica en el ámbito familiar. La dimisión de los roles estatutarios y las transmisiones generacionales Las recriminaciones son múltiples y se inscribe cada una de ellas en un registro profundamente singular, pero en todas lo que aflora es la distancia con el ideal. Es en referencia a una figura normativa anhelada como se juzga la propia situación: “Yo tuve una familia muy disfuncional”, nos dice Fabiola (CM), “entonces, cuando formé una familia, yo sabía todo lo que no había que hacer (ríe)”. La formulación crítica se dirige hacia todos aquellos que no son capaces de ejercer convenientemente, o sea, en acuerdo con el ideal, sus funciones estatutarias, y, sin sorpresa, se centran en las figuras parentales, pero con una clara diferencia en las modalidades según se trate del padre o de la madre, siendo las dirigidas al primero significativamente mayores. No es sorprendente, dado el ya analizado desfase entre un fuerte y compacto rol estatutario y su debilidad relativa, que los padres sean el blanco principal. Tampoco es de extrañar que sea precisamente la denuncia a sus debilidades la que adquiera un carácter más radical. Puesto que el padre es principalmente aquel que asume un rol inequívoco de proveedor de recursos, es esta limitación la que es en primer lugar subrayada, pero, no es solo ella, también, lo es, por ejemplo, su función de guía en el mundo: “Mi papá es un poco de ese pensamiento que dice, ‘te eduqué, ahí tienes el título’.
¡Mentira! ¡Ahora dime lo que hago! ¡Ahora dame tus valores! ¿Qué hago, qué hago para manejar mi vida, qué rumbo tomo, con qué estrategias juego, a qué le pongo más priorización, a qué le pongo más energía, dónde aplico yo, qué capacidades hago, por qué, cómo, cómo hacer?”, exclama Javier (CM) en un fraseo en el que no es difícil percibir la profundidad de su frustración. Los relatos expresan un desasosiego profundo y más general, que se desarrolla en torno a las implicancias de la frase “el padre no estuvo”. Es la ausencia de los padres lo que está en juego, y si bien ésta puede ser real (“no tuve a mi papá, se me borró del mapa, se fue enojado con mi mamá, se fue a otra ciudad, y yo no tuve papá en el fondo” –Patricia, CM), no es esto lo esencial. La ausencia que verdaderamente cuenta es aquella que se produce en la dimisión de los padres de sus funciones estatutarias: “Fue muy, muy, muy buen papá hasta que empezó a pelear con mi mamá como pareja y eso transmutó su papel como padre” como dice Javier (CM), o “mi papá no era mucho lo que aportaba. No estaba nunca” como testimonia María (SP). El padre es más un rol que una persona, y los juicios se ordenan a partir de este punto de partida. El testimonio de Denisse (SP) es transparente: “La única vez que necesité de él fue para resolver un tema económico de la universidad, no estuvo, y eso fue hace dos años, y bueno, van a ser dos años que no hablo con él”. Cierto, nos dice, “es mi papá, lo respeto. Debo quererlo y respetarlo por el hecho de ser mi papá. Pero mayor contacto con él, no hay”. Difícil enunciar con más claridad que el padre es, por sobre todo, un rol, y la exigencia es que se ajuste a él. La crítica a la madre es de otro talante y se concentra exclusivamente en las mujeres entrevistadas.226 Entre éstas, la principal crítica no es la dimisión de las funciones estatutarias. Lo que se cuestiona aquí, es el tenor de la transmisión intergeneracional. En este marco, como ha sido ya expuesto, el tono crítico se concentra de manera sobresaliente en el machismo ante el cual se doblegaron y que se esforzaron en exceso en transmitir. “Mi mamá siempre nos enseñó a cocinar para que los hombres estuvieran contentos”, recuerda Magdalena (CM). “Mi mamá fue una persona muy machista… Yo amé mucho a mi madre, la cuidé mucho, la ayudé hasta el último día de su vida, pero mi mamá fue muy machista, mi mamá era de las personas para las cuales la mujer tenía que ser eso, estar ahí, criar hijos, atender al marido, de hecho, cuando yo era chica, yo tenía que barrer la calle antes del desayuno, mientras mis hermanos tomaban desayuno”. “Cuando somos demasiado
machistas, somos nosotras las culpables, las mujeres, nunca el hombre”, dice Olga (SP). El punto del malestar es doble. Por un lado, el rechazo a rasgos del modelo materno que se contraponen a las exigencias y expectativas actuales en la constitución de sí. Pero, por otro lado, la perturbación por el desajuste entre estas expectativas y un modelo de funciones estatutarias que aparece, cierto que con modificaciones, aún demasiado presente como ideal en sus propias vidas. En los dos casos, la fisura en la transmisión intergeneracional entre madres e hijas y los reclamos que la acompañan revelan las dificultades para producir una cierta consistencia entre las exigencias estatutarias transmitidas aún parcialmente vigentes y nuevos ideales que afirman y estimulan a la persona tras el rol. La ingratitud y la deslealtad familiar Pero es a propósito de lo que es otra de las principales funciones de la familia –la de soporte– que las críticas son más incisivas. Este conjunto de críticas y su intensidad debe ser entendido en su especificidad social e histórica: la familia, a causa justamente de la fuerza simbólica de los vínculos que la constituyen, es susceptible de ser un espacio a la vez radical y elástico de críticas. Dicho de otro modo, el encono de ciertas posiciones y actitudes es posible precisamente porque el lazo familiar posee una alta persistencia y a él subtiende la creencia imaginaria de su indestructibilidad. La violencia crítica se concentra en la deslealtad cruzada o unilateral de los miembros de una familia. La fuerza que adquieren va de la mano con la legitimidad que tienen. Lo que resulta inaceptable es la desafección de una obligación estatutaria. Esta renuencia a cumplir con las obligaciones es interpretada desde la ingratitud… y, en un dominio como la familia, con las álgidas funciones de soporte que tiene hoy en día en Chile, es posible aceptar todo menos, justamente, la ingratitud. Las críticas pueden ser duras. Verónica (SP), quien ve, por ejemplo, muy poco a sus hermanos, evoca una injusticia de género que, en su caso, no puede sino ser interpretada como una ingratitud de parte de sus hermanos hombres hacia su madre. La lógica de la injusticia, por cierto, va más allá de este caso: reside en las definiciones de género que estipulan que las labores de cuidado residen en las mujeres (Aguirre, 2007). “Cuando mi mamá se enfermó” nos dice, “como yo era la única hija mujer tenía que cuidarla, estuve con ella hasta que falleció”. El deber filial femenino hay que asumirlo.
Pero ello no anula el sentimiento que otros –los propios hermanos– no hicieron lo que hubieran debido hacer. Ingrid (SP) es clara: obligada por las circunstancias económicas a trabajar desde los 14 años como empleada doméstica, con el fin de ayudar a sus padres y a su familia de origen, repite varias décadas después un juicio que sin duda emitió desde muy joven: “Mis hermanos no eran tan buenos hijos (como yo), porque como que no los ayudaban a ellos (sus padres) mis hermanos mayores”. La ingratitud es el horizonte y el argumento último de la obligación estatutaria. Pero la ayuda que se espera no es ilimitada. La economía moral de la familia sabe reconocer la legitimidad de otras obligaciones estatutarias, y, por ende, el diferencial de recursos y de posibilidades de unos y otros. Ingrid (SP), quien, como acabamos de ver, cuestiona la escasa ayuda que sus hermanos dieron a sus padres, es capaz, empero, unos minutos después de explicarnos cómo, ante sus dificultades económicas actuales, “hay un solo hijo que me ayuda no más, los otros no, porque tienen niños y están estudiando los niños, entonces tampoco pueden aunque quisieran”. Vale la pena recalcar que este tipo de crítica no fue exclusiva de un solo sector social, pero ella fue más frecuente entre los miembros de los sectores populares. La razón es simple: al ser la inconsistencia posicional de este grupo social aguda, la familia es con más frecuencia solicitada en su multifunción de ayuda. Aún más. Si la diferencia de trayectoria económica al interior del grupo familiar no es exclusiva de este sector, es en estas familias en que las diferencias de ingresos entre distintas ramas familiares tienden a aparecer de manera más pronunciada, abriendo el espacio para las recriminaciones. Bernardita (SP) lamenta así, por ejemplo, que la familia de su marido “que tiene billete en el sur, tiene terreno en el sur, nunca nos han ayudado (…) y yo no les pedí plata, solo quería que por lo menos le ayudaran a ella (su hija) con sus estudios y nunca ayudaron”. El corte, en estos casos, puede ser radical. Las relaciones se tensionan, las distancias se imponen. Pero, a pesar de ello, la fuerza simbólica del ideal de la ayuda familiar es tal que termina por sobrevivir a los desmentidos prácticos. Es así como, por ejemplo, esta misma mujer puede, en el lapso de muy breves momentos, pasar de una denuncia llena de rencor respecto de una ingratitud pasada a la afirmación, idílica, de una familia unida: somos, nos dice, “amables dentro de la familia; los pocos que quedamos, siempre nos estamos ayudando”. La familia estatutaria siempre ha estado recorrida por el fantasma de la
ingratitud, sobre todo, por supuesto, la de los hijos hacia los padres. Un temor al cual la sociedad, durante mucho tiempo, dio una solución a través de la doble realidad de la herencia y del linaje. El padre poseía un poder indiscutido sobre una y otra. Este poder era muy diferente en función de los grupos sociales, pero su presencia testimoniaba la existencia de un mecanismo de control efectivo bajo la amenaza de desheredar a las nuevas generaciones. La familia hoy ya no se inscribe –o muy parcialmente– en este registro (Valdés, 2009). No solamente las relaciones son irrigadas de manera distinta por los afectos, sino que, especialmente, las transmisiones de herencia y de linaje operan de forma muy distinta a medida, por ejemplo, que el diploma se convierte en un operador central de la herencia familiar (De Singly, 1997). ¿Por qué? Entre otras, por la simple razón de que el diploma es un acelerador de herencia del cual, una vez adquirido, los hijos no pueden ser desheredados, lo que inevitablemente transforma las relaciones de poder entre las generaciones. Sin embargo, y es una salvedad importante, la herencia familiar no es solamente un diploma o un patrimonio, es, también –y a veces sobre todo–, un activo de redes, y sobre ellas, de una u otra manera, aún se advierte la sombra del poder parental. En efecto, la acusación de ingratitud es un estigma en una sociedad que hace de la familia estatutaria uno de sus principales baluartes morales. La acusación de ingratitud es la herramienta de una forma de control moral sobre los miembros de la familia y, en particular, sobre los hijos. *** SOCIOLÓGICAMENTE, LA FAMILIA en Chile hoy se caracteriza por la impronta de los deberes estatutarios sobre los individuos. Ellos ordenan las relaciones entre los miembros de la familia estableciendo de manera estricta las funciones que cumplen unos respecto a otros, especialmente en las relaciones entre padres e hijos; definiendo rigurosas obligaciones de sociabilidad; y prescribiendo normas sobre los compromisos de ayuda recíproca. Si es cierto que existen transformaciones respecto de algunos roles, lo que da lugar a un cierto espacio de juego entre los actores, por el contrario, en lo que concierne al acatamiento de las funciones estatutarias que les tocan a unos u otros, la permanencia es profunda. Para retomar el término de los actores, la familia es un esquema. Lo continúa siendo a pesar de la erosión progresiva de lo que, en el censo del 2002, era el modelo
mayoritario –la familia biparental con hijos basado en el matrimonio (un 46,7% del total)–.227 Si otros modelos se afirman relativamente (familias unipersonales, monoparentales, recompuestas, progresivamente homosexuales), esta evolución, curiosamente, en todo caso desde los relatos de los individuos, no debilita en sus experiencias el inmenso peso del molde institucional. De ahí, la crítica legítima que puede hacerse a una interpretación que pone el acento en el carácter desinstitucionalizado de la familia en Chile hoy. La fuerza normativa de los lazos familiares, y, sobre todo, la eficacia simbólica de las funciones estatutarias, siguen siendo una realidad vigente. Pero, junto con lo anterior, la familia es, al mismo tiempo, el escenario de búsquedas y anhelos de escapar al sentimiento de asfixia que genera esta imposición y de producir modalidades relacionales más singularizadas y, especialmente, dúctiles. En esta perspectiva, lo que prima es la tensión entre lo que efectivamente viven los actores y la manera normativa –ideal– como creen que deberían vivir y hacer las cosas. La primera faceta de la prueba familiar se juega, así, en el choque plural que se observa entre las individualidades y los modelos, entre el empuje de los individuos para buscar otras formas de establecimiento de las relaciones entre los miembros de la familia y el esquema inconmovible que resulta de las funciones estatutarias, entre el deber estatutario que es preciso asumir y las fallas personales que se experimentan para lograrlo. Los hombres y mujeres entrevistados no dejaron, así, de decirnos que eran humanos, demasiados humanos. De ahí la importancia adjudicada a los afectos, al contacto, a la proximidad. Es desde ellos como se conjura la sombra de un ideal colectivo de parentalidad que aplasta, aun cuando bajo modalidades distintas, a mujeres y hombres. En el fondo, todos, pero cada cual a su manera, y a fin de cuentas de manera solitaria, intentan hoy liberarse de la impronta de estos modelos. Lo hacen para sentirse menos exigidos. Para poder asumir estos roles de manera más intensa, efectiva y serena hacia los otros. Más allá, entonces, del debate normativo sobre la salud o la crisis de la familia en Chile, o del debate ideológico entre la tradición y la desinstitucionalización, la familia es hoy, leída a escala de los individuos, el teatro de una prueba común transversal a estas interpretaciones. Desde el punto de vista de las relaciones intergeneracionales aquí analizadas, lo que cada uno persigue no es solamente que se descubra su persona detrás del rol
de padre o de madre, sino, y de manera mucho más urgente, lograr que cada cual se descubra como una persona cuando y mientras se es padre o madre.
El difícil espacio de la pareja
LA SEGUNDA FACETA de la prueba familiar es la conyugalidad, y, por lo tanto, la pareja.228 La presencia de esta temática en nuestras entrevistas fue absolutamente masiva. En rigor, fue el único tema abordado con detalle por la totalidad de los entrevistados. En ellos y en ellas y sus dichos, se reflejó hasta qué punto el asunto los “trabajaba”, los “implicaba”, los “desestabilizaba”, pero, sobre cualquier otra cosa, les concernía.229 La confesión de Magdalena (CM) expresa bien el corazón de muchos testimonios recogidos: la pareja “me trabaja, o sea, me desgasta, me hace llorar, me hace enfurecerme; tratar de que mi marido sea de una forma y que va a seguir siendo como es porque no lo puedo cambiar. Esa parte a mí me trabaja”. Isabel (CM) no solamente lo corrobora, sino que reconoce: “Creo que la pareja es el trabajo más difícil”. Que la pareja, y la conyugalidad, sea una prueba tan absolutamente extendida y de tan alta intensidad para las personas, es, sin duda, uno de los reveladores descubrimientos empíricos de nuestra investigación.230 La pareja es un trabajo arduo que compromete social y afectivamente. Es un trabajo porque en ella se piensa, de ella se sufre y, quizás todavía más importante, a ella, en última instancia, y, por paradójico que suene, se la añora. ¿Por qué? Porque la presencia física y social de una pareja no necesariamente recubre a lo que se supone, se imagina y se espera de la pareja. Lo que esta prueba revela es, en última instancia –y como veremos–, que tras la exigencia estatutaria de la pareja lo que se juega es una compleja y contradictoria estructuración de las expectativas respecto a la conyugalidad. Si la pareja desde un punto de vista psíquico es, y probablemente siempre ha sido, una empresa imposible dada la inalcanzable complementariedad (Lacan, 1981), la legítima incomodidad respecto a ella en la sociedad chilena no admite ser tratada como autoevidente. Esta perturbación no es individual o psicológica meramente, sino que es, por el contrario, el resultado de procesos sociales
divergentes. En este contexto, la pareja es vista más como un campo de lucha que de encuentro. La conyugalidad es concebida como pasto para la ilusión, la incerteza y la decepción.231 Empecemos por el principio. El dato de entrada para acercarse a la pareja y la conyugalidad en Chile es que casi todos se encuentran sometidos a lo que puede denominarse como un imperativo social: hay que tener pareja. En algunos casos este imperativo aparece incluso como una verdadera urgencia. Quedarse solos, y esto para hombres como para mujeres, sin excepción, es vivido, sea que se esté frente a la evidencia o frente al horizonte, como una fatalidad. La vida es en pareja.232 O mejor dicho, la vida debería ser en pareja, puesto que Chile es el país de la OCDE (2011) con el mayor porcentaje de solteros en su población (39% contra un promedio de 26%) y que, como en otros países, se afirma el fenómeno, por razones diversas, de parejas que no cohabitan (LAT –Living apart together). Entonces, el punto de partida es que la pareja es una exigencia estatutaria extendida, y su peso no es para nada menor. Pero éste es solo un primer nivel de esta realidad, existen otras dimensiones que es preciso aprehender. Por un lado, en efecto, si bien el imperativo es masivamente reconocido por las personas, también es cierto que su influencia para las decisiones u orientaciones no es definitiva. Para algunos, especialmente las mujeres de sectores populares, las experiencias de la vida han mostrado que, en una frecuencia muy por encima de la que sería deseable, resulta más sabio hacer oídos sordos al mandato social. Para muchas, no solo se trata del descubrimiento de que se puede estar sin una pareja, sino que con frecuencia ésta es, de muy lejos, la mejor opción. Para otros, ha quedado ya claro que el cumplimiento de la prescripción, a la que se aferran particularmente los hombres y los sectores medios, no es de suyo el camino hacia la paz y satisfacción personal. El mandato se cumple con desconfianza y aun desaliento. Pero hay más. Lo que se revela en los testimonios de los individuos respecto de la conyugalidad, no es solo la presión del mandato y su relativa puesta en cuestión debido a las experiencias, sino la presencia de una difícil cohabitación entre tres grandes ideales disímiles de pareja (Protección, Fusión, Independencia) y, por cierto, a sus efectos en la vida concreta. La prueba conyugal, según lo desarrollaremos en este capítulo, procede pues de la tensión entre estos tres ideales que de manera simultánea y contradictoria
aportan a conformar las expectativas sobre la pareja y la conyugalidad, al mismo tiempo que tienen efectos concretos en las formas encarnadas de relación. A diferencia notoria, por ende, de lo que ocurre en la prueba familiar estudiada en el capítulo anterior (las tensiones engendradas por los imperativos estatutarios), en lo que toca a la pareja la ecuación es muy distinta. Si el peso estatutario no está del todo ausente (hay que “tener” una pareja), la prueba se configura alrededor de un cúmulo inestable de modelos ideales que entran en competencia y roce. En todo caso, la naturaleza de la prueba conyugal dentro del proceso de individuación es inseparable de un conjunto de importantes cambios estructurales. Si nos apoyamos en los datos del Censo del 2002, el estado civil más frecuente entre las personas entre 30 y 59 años era el matrimonio (62,5%), los solteros representaban (17,7%), los convivientes (10,3%) y el resto (anulados, separados y viudos) un 9,5%.233 El número de hijos nacidos fuera del matrimonio se incrementó de manera importante en las últimas décadas, sobrepasando incluso las tasas del siglo XIX, aun cuando se trata de una realidad radicalmente distinta, puesto que ya no testimonia de un abandono paterno, sino de parejas que deciden no casarse (como lo atestigua el importante número de estos nacimientos que son reconocidos por los padres).234 Las familias recompuestas, las que siguen siendo minoritarias en Chile, dejan, no obstante, de ser una excepción, y, especialmente, tienden a dejar de ser condenadas socialmente, aun cuando, ciertamente, ellas presentan perfiles muy distintos según los grupos sociales. Todo lo anterior indica la existencia de una mayor tolerancia en el ámbito íntimo, lo que los debates acerca de la pareja homosexual también revelan. En Chile, entonces, como en tanto otros países (Roussel, 1989; Théry, 1993), el derecho, a pesar de la fuerza de los criterios normativos prácticos siempre en acción, ha evolucionado, viéndose obligado ya no tan solo a recordar principios sino a participar en la regulación de situaciones cada vez más complejas, como lo indican, por ejemplo, las transformaciones jurídicas respecto a la disolución del vínculo matrimonial (ley de divorcio) o sobre la filiación. Desde esta perspectiva es entonces posible hablar de un proceso de desinstitucionalización, en el sentido en que la institución del matrimonio pierde peso como único sostén legítimo de la pareja y la familia, o que la presencia de la pareja conyugal se debilita como núcleo central y nuevas constelaciones familiares se afirman. Sin embargo, si lo que estos estudios
aportan no es menor, resultan empero insuficientes para aprehender lo que acontece efectivamente en el marco de la pareja y la conyugalidad. La prueba conyugal está estructurada, por un lado, por la tensión observable entre estos tres grandes ideales de pareja y, por el otro, por las maneras en que esta tensión propiamente simbólica se encarna en las experiencias cotidianas. En este sentido, es posible decir que lo propio de la prueba conyugal es participar de un registro más amplio de pruebas caracterizadas por el desgarro entre el ideal y las experiencias (Araujo, 2009a). Como lo veremos, dos puntos álgidos de la vida conyugal en los que se condensa con fuerza la tensión entre estos imaginarios son, por un lado, la gestión del poder y del dinero (o sea, el choque entre la Protección y la Independencia), y, por el otro, el temor de la fisión conyugal (o sea la colisión entre la Protección y la Fusión). Estudiar las relaciones conyugales A lo largo de toda nuestra investigación nos hemos apoyado activamente en el conjunto dispar de notas, impresiones, descripciones de lugares que consignábamos al final de cada entrevista. Ese material nos permitió controlar ciertas contratransferencias inevitables en un trabajo de campo cualitativo de esta índole. Pero ese material nos permitió, sobre todo, y esto es particularmente visible en este capítulo, contextualizar cuidadosamente las frases, los silencios, las miradas, las pausas, las emociones contenidas que se hicieron presentes durante las entrevistas, aspectos que no dudaremos en hacer visibles. A lo anterior se añade otra cuestión. Si a lo largo de toda nuestra investigación es patente el hecho de que los análisis transmitidos por los actores toman más la forma de una “narración” que de una “reflexión”, en el ámbito de la prueba conyugal esta tendencia llegó a su paroxismo. Los imaginarios y los problemas, las contradicciones y las desilusiones nos fueron sistemática y muy vívidamente narradas. El verbo no está seleccionado al azar. Todas las personas entrevistadas, todo el tiempo, narraron muchos aspectos de sus vidas, pero en ningún otro ámbito como a propósito del dominio conyugal el talento narrativo fue tan desarrollado y constante. Si en lo que concierne a las relaciones laborales el relato se realizó muchas veces desde una estructura abstracta de relaciones sociales (el patrón y el asalariado); por el contrario, en este ámbito las
relaciones nos fueron contadas o bien como relaciones altamente personalizadas (es Juan, es Sofía) o bien a través de estereotipos genéricos (“los” hombres, “las” mujeres) convocados con una enorme cercanía identificatoria. En todo caso, para responder a las preguntas e incluso para ir mucho más allá de lo que se preguntaba, los entrevistados eligieron relatar situaciones vividas por medio, muchas veces, de un lenguaje extremadamente “visual”. El primer imaginario: el ideal de la Protección Para describir el núcleo central de este imaginario nos apoyaremos en la novela de Jorge Amado (1969), Doña Flor y sus dos maridos, recreándola, sin embargo, libremente en función de nuestro material empírico. Por supuesto, una novela escrita hace varias décadas, ambientada en el nordeste de Brasil, y en la cual elementos fabulosos intervienen constantemente en la ficción, parece ser algo muy alejado de la realidad contemporánea de la pareja en Chile, y, sin duda, lo es. Pero no por ello es menos una estructura imaginaria que, con indispensables licencias interpretativas, nos permitirá dar cuenta de ciertos procesos. De la novela de Amado, lo importante, para nuestro propósito actual, es menos la contraposición entre el juerguista (el primer marido de Doña Flor, Vadinho) y el farmacéutico (su segundo marido, Teodoro Madureira) en tanto que representación dicotómica del ideal romántico femenino, que la descripción –más romántica de lo que muchas lecturas han querido reconocer– del rol y del personaje del farmacéutico. En él, como se verá, se condensa un imaginario particular, la Protección, y tras ella el rostro más personalizado del Protector235 o la Protectora, cuya vigencia y alcance siguen siendo muy activos. Se trata de un imaginario de pareja construido alrededor de la figura de alguien que asegura, da estabilidad y protege.236 Una relación basada en una disimetría asumida entre los cónyuges. Visto desde el punto de vista del imaginario del Protector, a primera vista el término puede ser desconcertante. Lo que está en juego aquí en tanto que ideal es que la figura del “buen marido” se concentra en aquel que da seguridad. Pero, ¿cómo puede la “protección” y la disimetría de facto sobre la que se apoya ser un ideal de pareja? ¿No va esta actitud en contra de lo que tantos estudios indican acerca del empoderamiento de las mujeres? No. Se termina muchas veces por cortocircuitar niveles si se asume que la creciente
aspiración igualitaria de las mujeres debería traducirse en el abandono del ideal romántico, y, en el caso chileno, en la toma de distancia radical con respecto al imaginario de un vínculo protector disimétrico. Los dos fenómenos no van atados causalmente y no son necesariamente contradictorios. ¿Por qué? Primero, porque como lo encontramos reiteradamente en el caso de las mujeres, por mucho que sus aspiraciones igualitarias sean explícitas, este imaginario está muy presente. Pero la ausencia de contradicción radica también en que, en rigor, no se puede considerar que este ideal sea uno asimilable al tradicional. El ideal tiene elementos transfigurados de modelos tradicionales, pero no es idéntico a ellos. Ya no se trata del modelo masculino en que la protección se asocia directamente al ejercicio hegemónico del poder y respecto del cual se establecen relaciones de acatamiento y sumisión. Si el vínculo de Protección puede ser asimétrico, y lo es muchas veces, no lo es con necesidad, o, dicho de otro modo, el ideal es disimétrico siempre, pero no en todos los casos esta disimetría debe ser hecha equivaler con asimetría jerárquica. Para entenderlo es preciso comprender este verbo, protección, en toda la pluralidad de sus declinaciones y toda la complejidad afectiva que connota y que, sin lugar a dudas, el melodrama en América Latina y su presencia en las telenovelas refleja mejor que muchos estudios sociológicos (Herlinghaus, 2002). Ahora desde el lado en que este imaginario actúa en el caso masculino: ¿no es acaso contradictorio el ideal de Protección, la figura de la Protectora, con las atribuciones de género masculinas, tal como se han discutido usualmente, las que ponen énfasis en las características de fortaleza e independencia? (Olavarría, 2001). De nuevo la respuesta es negativa. La expectativa de espacio propio, el reclamo íntimo de libertad masculina, convive con el imaginario de la Protectora: la mujer que ancla en el mundo y que en esa medida funciona como una barrera a la deriva permanente. La pareja encarna, en este caso, la estabilidad, pero también la protección emocional, cotidiana, doméstica, contra el mundo. La protectora sostiene la muralla contra los avatares mínimos y no tan mínimos de la vida cotidiana, y, en particular, pero no solo, en los hombres de sectores populares, defiende contra las seducciones amenazantes del mundo (el alcohol, los amigos, el uso irrestricto del tiempo en el trabajo). Este imaginario como acabamos de expresarlo, puede entonces, leerse
tanto desde el punto de vista femenino como masculino, por lo que la exposición que sigue respetará esta distinción. No obstante, privilegiaremos, en primer lugar, la mirada de las mujeres, puesto que son ellas las más explícitas garantes de este ideal.237 LA IMPRONTA DEL MARIDO-PROTECTOR se hace notar desde el momento mismo del pololeo, un tema muchísimo más abordado por las mujeres que por los hombres. Lo importante es lo que ello revela: aun en medio de la fase de enamoramiento hay que saber guardar la cabeza “fría”. La razón es legítima aunque no necesariamente se lo reconozca: hay que conservar una actitud estratégica, no porque no haya suficiente amor, sino porque al amor, muchas veces, le faltan recursos… El pololeo es un período que dos personas se otorgan mutuamente para descubrirse y descubrir si son capaces o no de proyectarse juntas en el futuro, un proceso en el cual, implícita o explícitamente, es preciso tomar decisiones y hacer cálculos. La mayoría de las veces este cálculo es implícito e incluso infra consciente, como la fuerte tendencia a la homogamia lo testimonia, o sea, el hecho de que los individuos establezcan parejas con personas pertenecientes a su mismo medio social. En el universo de la Protección, y a diferencia sensible de lo que veremos a propósito de los otros ideales, el amor es muy rara vez evocado como un “flechazo”. Es siempre una elección sopesada, incluso cuando el error adviene. Una experiencia que, según este relato, y asumiendo explícitamente una lógica instrumental, fue masivamente evocada por las mujeres de sectores populares. Muchas de ellas buscaron, paradójicamente, la independencia por medio de relaciones conyugales francamente asimétricas. Olga (SP), se casó para irse de su casa, “como un escape y una solución para tener lo mío, para tener mi casa, para tener mis hijos, creo que esa fue la razón por la cual hice ese matrimonio”. Una decisión sobre la que dirá, dado su fracaso conyugal: “Pucha, no debí haberme casado, nunca debí haberme casado”. Los relatos fueron realizados muchas veces en tono jocoso, un modo de negociar, probablemente, el hecho de que la afirmación fría del cálculo se opone al ideal del amor romántico. Por supuesto, estos relatos son retrospectivos, y existe la posibilidad de que en el momento mismo los sentimientos y las ilusiones hayan sido más activos, pero la presentación
efectuada acentúa fuertemente el aspecto de juicio calculado en juego. Puesto que la pareja, y el matrimonio, es la búsqueda de una forma de seguridad, la cuestión central consiste en saber si se está o no haciendo la elección correcta. Algunas cuentan haber dudado hasta el último minuto, como Bernardita (SP). Luego de estar sola varios años, se casó con un hombre bastante mayor que ella, y cuando se “estaba casando en el civil me estaba arrepintiendo y mi hermano mayor me decía que no me arrepintiera…” Si, como lo veremos en un momento, en el ideal de la fusión el amor es un factor esencial del relato, aquí, por el contrario, es el cálculo y, a veces, aunque no esencialmente, la falta de enamoramiento. “Lo que pasó conmigo es que nunca hubo amor, porque yo me casé porque necesitaba que alguien me ayudara nomás, y pensé, por otro lado, que él iba a cambiar, pero resulta que el hombre nunca cambia, nunca cambia el hombre” Ingrid (SP). A los 23 años, cuenta Myriam (SP), cuando entra a trabajar en un taller, se produce el encuentro: el dueño, un señor mayor, “separado el hombre, solo, triste y abandonado (ríe), y yo también necesitaba un poquito de ternura (ríe), y ahí fue, ahí nos juntamos”. Otras veces la búsqueda del Protector aparece como un horizonte frente a una desilusión amorosa.238 En todos los casos, las circunstancias empujan a tener en cuenta los aspectos de protección material, emocional o social de las relaciones personales.239 ¿Cómo tasar a un hombre? Nora (SP) relata el proceso de evaluación de su marido sin tapujos. Separada del padre de sus hijos, vivió durante años una situación familiar difícil, hasta que, un buen día, “el tipo reaparece”. Progresivamente. Llegó, nos dice, “no porque yo te quiero todavía o porque yo me acuerdo, él llegó aquí con todas sus cosas, empezó a venir nomás… Uno como mujer sabe cuando hay interés, empezó a venir, a veces venía un día, a veces otro (…), qué sé yo, venía. En cierta oportunidad, le dije, ‘mira, si tú estás pensando algún día venirte a vivir a mi casa, no, porque no somos los jóvenes de ayer, inexpertos, hoy día cada uno sabe lo que pisamos y si algún día decidiéramos estar juntos tiene que ser de común acuerdo’. Fue como decirle vente, a los días llegó con una bolsa con ropas, y ahí me lo dejó aquí, y yo dije, ya, analicé al hombre, yo no tenía compañero, ni marido, yo en ese tiempo era pobre, me faltaba esto, me faltaba el otro, y que esto
y que lo otro, y yo veía a mis vecinas que llegaban sus maridos con cajas de mercadería, iban a la feria, que pintaban, que hacían esto y lo otro… Entonces yo analicé al hombre”. Sin embargo, “cuando volvió acá me decepcionó tremendamente, porque yo tuve que hacer de mamá y de papá, yo donde andaba tenía que martillar, tenía que arreglar un mueble, tenía que hacer todo yo nomás po’… Y, yo, pensando en eso, decía yo, pucha será mi tiempo que yo viva como toda persona normal y que tenga una persona que se preocupe de mí”. El relato la perturba puesto que regresa, varias veces, sobre las razones de su decisión… y de su error: “También pensé en eso y pensar además una oportunidad para mis hijos de que conocieran al padre, que crearan un lazo de amor de papá e hijos más que nada, más que nada porque yo había aprendido a trabajar, a valerme por mí misma, había logrado tener mis cosas, pero después me lamenté, porque me ocasionó mucho problema”. Más allá del error de la tasación, lo importante aquí son los criterios de la evaluación: un compañero protector que provea, aporte con tareas prácticas, alivie de obligaciones, pero, también, y principalmente, con un compromiso de preocupación afectiva por ella. El Protector no es solo un dador material, es un muy concreto soporte existencial multifacético. SERÍA INJUSTO E INÚTIL OSCURECER EN EXCESO EL CUADRO. El enamoramiento, por supuesto, existe en el imaginario de la Protección. Sin embargo, y aquí está el núcleo del asunto, no es el eje principal de la decisión. Lo importante es la doble conciencia de la necesidad de “estar” con alguien y de saber escoger lo “seguro”. Y si este imaginario es más explícitamente asumido entre los sectores populares que entre las capas medias, no está, sin embargo, en absoluto ausente entre estas últimas. Nada lo ejemplifica mejor que la tradición, aún muy activa hace apenas una generación, de establecer relaciones de pareja en medio de una importante diferencia de edad (entre los entrevistados no fue raro mencionar diferencias de 10 años o más). El punto es importante. La diferencia de edad marcaba una diferencia de poder, sobre todo cuando el pololeo femenino se iniciaba muy joven como en el caso de Caterina (CM), quien empezó a pololear con el que fue su marido a los 16 años. También es el caso de Magdalena (CM), quien cuenta que no solo tiene 9 años de diferencia con su
marido, sino, sobre todo, que empezó a pololear con él cuando ella tenía apenas 13 años y él 22, una diferencia de edad que, por supuesto, y para seguir en su compañía no duda en explicarla en términos del sentido común psicoanalítico.240 Habiendo vivido, y mal vivido, la separación de sus padres, buscó antes que nada una seguridad afectiva en el matrimonio. “Eso lo viví intensamente en la época de la adolescencia, el mismo hecho de yo enamorarme de un hombre mayor, yo siempre he dicho que fue producto de que busqué seguridad, te fijas, o sea yo ahora me pongo a mirar un poco para atrás, en ese minuto yo… me encantaba Ramiro, claro era un gallo que llegaba en auto, te invitaba a comer, era súper entretenido además, era súper atractivo”. Lo esencial es que desde este imaginario la búsqueda de seguridad se inscribe como “el” horizonte de la conyugalidad. El marido “protector” es, si escuchamos con atención los testimonios, una virtud. En estos casos, y resulta indispensable reiterarlo, la disimetría no se traduce, necesariamente, en un sentimiento de subordinación. El Protector puede tomar la forma de una valorada y sincera solicitud amorosa e incluso puede proveer de una relativa independencia cotidiana –y ello a pesar de que muchas veces connota, a causa de la disimetría en acción, una pérdida efectiva de libertad–. Lo esencial, empero, está en que la pareja se construye siempre desde la búsqueda de una seguridad indisociablemente afectiva y material. En este imaginario, la pareja es aquel que protege y sostiene, en el cual es posible “apoyarte, es saber que el otro está al lado tuyo, es saber que hay un horizonte (…) Es eso, que te llamen y que te digan ‘¿cómo estás?, ¿qué estás haciendo?’” resume Marta (SP). El ideal del marido-Protector es lo que permite sentir que una está “acompañada, es no sentirse así como sola”, lo cual hace que se aprecien dimensiones que no son necesariamente resaltadas desde otros imaginarios. Aprender, por ejemplo, “a valorar” la simple presencia del otro, el que esté ahí, “sentir que la persona, con todos los defectos del mundo, lo puedo tener al lado, saber que está ahí” Cristina (SP). Insistamos: lo importante es que el otro esté allí. “El apoyo, el que, a pesar de todo, está ahí, aunque sea apretando los dientes, pero está ahí” Isabel (CM). Los afectos son tranquilos. Así, el Protector es aquel que asume responsabilidades y que “respeta”. Un término aquí también equívoco y que connota tanto la ausencia de violencia como de infidelidades, una sensación de igualdad y un trato a la altura en
medio de una relación estructuralmente disimétrica e incluso de marcada asimetría jerárquica. “Nunca me ha faltado el respeto, nunca me ha tratado mal, nunca me ha pegado, nada de eso, entonces eso es lo que llevó a estar todavía juntos” Paula (SP). Vale la pena señalarlo: en este ideal el buen marido puede brillar por tener cualidades asociadas a cosas… que no hace o no exige. “No es malo mi marido, me acepta las cosas, de repente me pongo mañosa y me las acepta igual, como sea, como le digo, él no quería quedarse solo, formar su familia, tener un hijo y él hubiese aceptado tener más, pero por mi enfermedad, igual me aceptó, de hecho, él nunca me obligó, porque hay matrimonios que como que le obligan a la mujer a tener más hijos, pero él no, él me ha aceptado toda mi enfermedad, porque así me casé con él” Bernardita (SP). El ideal del Protector puede ser también un importante antídoto contra la tentación de la separación. Margarita (SP) comenta, así, cómo poco antes de tener su segundo hijo, “pensé en separarme”. Hizo entonces un balance, y concluyó que su vida estaba bien con su marido. Vistas las cosas de cerca, opuso dos ideales conyugales y terminó abandonando el ideal romántico de la Fusión (que presentaremos en un momento) para escoger el ideal del Protector. “Me fui dando cuenta que en realidad soy mamá, a mí no me falta nada, lo tengo a él al lado, él nunca ha salido de mi lado, yo sé que me quiere. Entonces, de repente me decía ‘¿qué quiero yo de él? Bueno, realmente estoy falta de madurez. Y, bueno, fui dándome cuenta sola que realmente son cosas, son etapas que van pasando, etapas en la vida que uno va pasando, y uno se dice, pa’ que voy a estar calentándome la cabeza”. La seguridad, la estabilidad, se oponen –y priman– sobre la pasión. En algunas, el ideal sentimental del marido-protector se decanta en una elección de razón que puede, como en la cita anterior, ser reveladora de los límites de los sueños. El buen cónyuge Protector, tal vez no está rodeado de la aureola de la pasión (Kaufmann, 1999), pero protege, respeta… y asume. Quizás no conduce a las nubes, pero está en la tierra de manera constante, dispuesto y presente. Después de todo, piensan sin duda estos actores, es de este material terrenal del que están hechos todos los días. SI POR EL MOMENTO nos hemos casi exclusivamente centrado en la versión femenina del marido-Protector, el mismo modelo fue traído a colación por varios hombres. Lo que hemos evocado en el capítulo anterior a
propósito de la paternidad, se reproduce, al menos en parte, con respecto a este imaginario de conyugalidad. Aquí, también, hay que asumir y asegurar. El ideal del hombre-como-protector es aquel que asegura. Que “está ahí”. “Yo trabajo para mi casa, mi señora, mi perrito, mis hijos”, resume Aldo (SP). En este mismo registro, la confesión de Enrique (CM) es diáfana: “Yo creo que el objetivo principal de mi vida es encontrar una mujer con la que yo pueda tener familia. Para mí el negocio (su lugar de trabajo) es importante pero no es mi razón de vivir, yo trabajo mucho porque tengo que hacerlo… pero lo principal es encontrar una mujer para hacer familia”. Como a propósito de la paternidad, este imaginario somete a los hombres a una fuerte exigencia. Una exigencia que toma intensidades muy distintas entre los grupos sociales: su realización es marcadamente más difícil entre los sectores populares, cuando se asocia principalmente a la dimensión material. Francisco (SP) manifiesta, así, sus dudas sobre cómo comportarse con su actual polola. “Luego del trabajo”, no sabe si debe ir a verla o no, “también no ir a verla se me hace complicado. Si no la veo, pienso que ella piensa que yo no la quiero ver, y no. Yo la llamo y yo puedo decir que a mí me gusta invitarla, pero si no tengo dinero me carga, incluso es una mala costumbre la que estoy haciendo porque va a llegar un momento en que no voy a tener plata… Ella me dice ‘todos los hombres lo primero es tener plata para sacar a pasear a la polola, tonto’, me dice, ‘eres un tonto’”. Si los recursos económicos dificultan la encarnación de este modelo, no son por supuesto el único factor. Desde este ideal, la constitución de una pareja sella, como en el caso de la paternidad, el fin de una época de despreocupación. Resulta imposible minimizar la fuerza de este ideal aun cuando los individuos no son del todo conscientes de su realidad. El ideal del maridoprotector es un verdadero imperativo normativo. Un ideal que genera profundos sentimientos de culpa, atizados o no, por elementos religiosos o por convenciones sociales, como cuando se trata de asumir un embarazo no deseado.241 Desde este ideal, la responsabilidad conyugal prima por sobre cualquier otra consideración. Por lo menos, se considera que debería primar. La experiencia de Adolfo (CM) es sintomática por lo que quiso asumir, por lo que no pudo aceptar. Viniendo de una familia “digamos con costumbres súper cartuchas (…) yo nunca tuve una sexualidad normal con mi mujer y me casé con ella igual y duré casado sin tenerla, digamos”. Había que asumir. Proteger. Hasta que no pudo más. El choque fue duro. “Yo nunca pensé que
me iba a separar y me sentí muy mal”. Una culpa que amainó gracias a la situación económica de su compañera: “me sentí con cierto alivio porque a mi mujer le iba muy bien económicamente y a mí más o menos”. No es un detalle ni una cuestión aislada. Como algunas de nuestras entrevistadas lo enunciaron, el buen-marido es y sigue siendo un buen-marido, incluso después de la separación… si sigue protegiendo y asumiendo. “Yo estoy separada, con muy buena relación, una excelente relación. El papá de mis hijos es un gran papá, es un gran hombre, es un súper papá, podría decirte”, que asume sus responsabilidades, resume Daniela (SP).242 En este ideal, la expectativa femenina coincide con lo que los hombres interiorizan como responsabilidad, pero solamente algunos hombres. Visto desde la perspectiva financiera, progresivamente, y a medida que la asimetría económica se debilita, muchos hombres expresan un malestar frente a lo que juzgan es una actitud pasiva femenina. La amargura de Rodolfo (CM) no es atípica. “Yo quería estudiar un doctorado (…) y mi señora al final hizo todo lo posible para que yo no lo hiciera, la idea era que ella trabajara y no trabajó, y no va a trabajar nunca porque eso ya lo tengo claro. Es una mujer que no le gusta trabajar”. En esta pareja el tema se ha convertido en un objeto de disputa. “Mi mujer me dice que no va a trabajar porque no le gusta, que le da mucha lata”. La pareja “que es un compañero para caminar juntos” se trastrocó, “yo ahora siento un bulto. Claro, mi señora dice ‘soy una mujer moderna’… Moderna para todo menos para trabajar. En eso sí que sigue pensando en las mujeres de los años 20 que deben conocer un hombre y casarse bien para que las mantengan, y eso es algo que me molesta profundamente y me voy a encargar de formar a mi hija con otra perspectiva, ella no puede ser una mujer mantenida”. LA MUJER-PROTECTORA REPRESENTA EL ROSTRO FEMENINO de la disimetría. Sin embargo, en este modelo la expectativa de soporte económico no está tan presente como en el caso recién revisado. Por cierto, esta dimensión interviene en las parejas a medida que ciertas mujeres incrementan sus ingresos económicos. En estos casos, que son minoritarios, la disimetría cambia de género. La mujer se convierte en la proveedora del hogar. Jorge (SP) nos hace partícipes de una experiencia de este tipo. Es su mujer la que, gracias a su trabajo, estabiliza económicamente la familia. Sin embargo, y a pesar de esta inversión explícita en el régimen de fuerzas, bajo
esta modalidad la figura no logra ser un ideal. Si la mujer asume el rol de protectora material de facto, no por ello el hombre se inclina ante un nuevo ideal de pareja constituida por esta dimensión. En estos casos se trata de una necesidad, por lo general vivida en silencio y con vergüenza. El ideal de la protección material continúa siendo, como imaginario, sexualmente connotado. No obstante, lo anterior no debilita en absoluto a la Protectora como ideal de pareja. Si la dimensión material no es lo central, lo son otras dimensiones. La Protectora es un ancla vital: “Si algo ha dado estabilidad ha sido mi pareja, de lo contrario no sé, siempre he sido, te lo dije antes, muy suelto, muy etéreo, muy volado” Jorge (SP). Si ella no necesariamente asegura económicamente, estabiliza. Ella actúa como una posibilidad de detener el vagabundeo que ha llevado de mujer en mujer, como en el caso de Luis (CM), quien “cambiaba mucho de pareja, siempre era inestable emocionalmente, hasta que me casé, y cuando me casé (…) muy consciente de que estaba buscando otra cosa, no estas relaciones tan, tan, temporales”. Pero, también, por ejemplo, permite poner coto a la deriva de bar en bar. Patricio (SP) lo expresa con claridad: “Hasta que me di cuenta que no sé, llegar solo a la casa y encontrar la cama helada y no encontrar con quién conversar de repente te da… te vas rayando, además, te lleva a otro círculo” al de los amigos y a la rutina en la que se trata casi cada día, empezando por el lunes, de “partir a la fuente de soda, terminar a las dos de la mañana, volver a la casa…”.243 Las razones de la elección de pareja en este ideal no difieren mucho del caso de las mujeres. También entre los primeros la elección pasa por una evaluación pensada de la pareja, ya sea en las versiones más tradicionales “yo decía quiero tener mi casa bonita, quiero tener mi auto, tener eso, tener hijos, darles educación”, Alfredo (SP), o en aquellas más alejadas de expectativas de tipo estatutarias, “bueno, la pareja es la persona que uno eligió para pasar toda su vida, para que lo acompañe, para que sea cómplice, el amigo, el hacer cariño, el afecto, bueno, el tema sexual… la pareja, la verdad, es tu cable a tierra” Alejandro (CM). Aunque el relato del amor y de la atracción no está ausente, el motor de la decisión no aparece aquí colocado principalmente en estos términos. Es la idea de que la pareja será capaz de sostener el modelo de vida que se espera llevar adelante lo que resulta vital para la elección. La Protectora es una fuente surtidora de apoyo, pero, del mismo modo, y
de manera importante, en ella se encarnan las expectativas de ser protegido del mundo. Se espera que la pareja se haga cargo de una parte importante de las fricciones que el mundo depara, aliviando lo emocional, lo doméstico, la vida cotidiana. Este ideal se sostiene y alimenta como discutiremos enseguida, gracias a la transmisión intergeneracional madres-hijos presentada en el capítulo anterior, la que se vincula con una percepción de sí como un niño necesitado de cuidado, especialmente en el ámbito doméstico (Sharim, 2005). Se trata, como dijo uno de nuestros entrevistados, de ser “cobijado”. Es el modelo de la pareja femenina fuerte el que se reclama desde aquí, independientemente del grado de reciprocidad que se reconozca en la relación. EL IDEAL DE LA PROTECCIÓN, como los testimonios lo muestran, se encuentra fuertemente estructurado en un momento como el actual a partir del principio de la reciprocidad. Se trata de tenerse el uno al otro. Contar con la pareja y que ella cuente con uno. Ser compañeros en la vida. Un rasgo que aboga por la presencia en la pareja de un ideal de ayuda mutua y de proyecto vital conjunto. Pero lo que es importante recordar es que la estructura de la reciprocidad acoge, sin embargo, un modelo muchas veces disimétrico, y en ocasiones asimétrico jerárquico: la pareja fuerte que da seguridad en la versión femenina; la pareja fuerte que estabiliza y resguarda de los riesgos del mundo en el caso masculino. Si la presencia de razones socioeconómicas es por eso evidente en la sobrevivencia de este ideal, su vigor actual es, empero, indisociable de muchos otros elementos interpersonales e intrapsíquicos que reenvían a modelos de socialización que favorecen la prolongación de ciertas expectativas. En el caso de las mujeres: “Me criaron en colegio de monjas, y me prepararon para que el hombre me mantuviera y todo ese tema” Verónica (SP), es un testimonio que revela un modelo sigilosamente confirmado por una miríada de gestos y alusiones cotidianas (desde la galantería hasta el control social informal, sin olvidar la dinámica misma de los juegos infantiles o el simple funcionamiento del mercado de trabajo). Un modelo que hace que se imponga, desde muy temprano, la silueta del hombre-comomarido que tiene que “regalonear” y “cuidar”. Es la toma en consideración de esta desprotección femenina, y, más allá de ella, la realidad de la inconsistencia posicional, lo que otorga una indudable legitimidad a este
ideal y que hace posible la evocación pública, sin ningún romanticismo, de las estrategias matrimoniales practicadas. En el caso de los hombres: “porque antes como yo era el regalón, mi mamá me hacía todo” Cristóbal (SP), es una afirmación que pone sobre el tapete un modelo en el que se hace sentir toda la resonancia de las experiencias primarias. Como discutimos en el capítulo anterior, en el contexto de las transmisiones intergeneracionales ellos han estado, con frecuencia, colocados en posición de inhabilidad práctica para un conjunto de actividades asociadas con el mundo doméstico. Gracias a estas experiencias, los signos de amor de una mujer terminan siendo asociados con la magnitud de la disposición de ésta para hacerse cargo y liberarlos de las cuestiones prácticas de la vida cotidiana. Un modelo que es además conformado y fortalecido por la vigilancia de otras miradas masculinas, las que se afirman en figuras como el “macabeo”, o por la naturaleza de las actitudes de autonomía masculina que deben replicar. En conclusión, la búsqueda del Protector o la Protectora (una variante aceptable de la antigua obsesión del “buen partido”) legitima, en aras de las dificultades económicas y sociales, la consolidación de actitudes sostenidas desde un ideal de pareja susceptible de alejarse del ideal, como lo veremos en un momento, de la Fusión romántica. No obstante, este imaginario está hoy por hoy sometido a presión por los cambios que ha conocido la sociedad chilena, en los cuales los sentimientos y su papel en la realización personal han ganado cada vez más espacio, y, sobre todo, se ha dado un importante proceso de horizontalización del lazo social. Sin embargo, sería un error concluir que el ideal de la Protección ha desaparecido o siquiera que está en vías de extinción. Nada es menos preciso. Su salud es aplastante, e incluso su sombra es bastante visible entre los partidarios más decididos del modelo de la Independencia.244 ¿La razón? Esta protección, si bien es cierto que contribuye a dar forma y base a la división social de géneros en el país, también sintetiza en la pareja, y esto no es menor, una respuesta posible al conjunto de inseguridades que los individuos deben enfrentar. Finalmente, la seguridad se opone –y prima– sobre la pasión. Tal vez se impone incluso sobre la sexualidad. En algunos casos, incluso, el ideal sentimental del marido-protector se degrada en una elección de razón que puede, como en ciertos testimonios, tomar un “tufillo” amargo: hay que quedarse –siempre– con el marido-protector o la esposa-protectora. El buen cónyuge es un
Protector. Tal vez es un “poquito guatón” o está algo avejentada, pero seguriza. Protege. Asume. El segundo imaginario: el ideal de la Fusión El ideal de la Fusión es un modelo particularmente múltiple por lo que es necesario comprenderlo en toda su ambigüedad. Por un lado, este ideal integra la idea del amor en las versiones más generalizadas y masificadas por la literatura, primero, y por las industrias culturales, luego. El relato del amor inventado en el siglo XII, si seguimos la interpretación dada por Denis de Rougement (1993), hace de éste una relación imposible. Se trata de una relación en la cual los amantes solo se aman mientras no se pueden amar. En el amor, durante el amor, gracias al amor, los individuos se afirmaban a sí mismos contra el mundo y sus convenciones. El heroísmo fue consubstancial a este relato (Martuccelli, 1995). Lo que se subraya en esta versión no solo es el carácter agónico del amor en occidente sino, también, la necesidad de expulsar la fuente del conflicto fuera de la propia pareja. Desde Tristán e Isolda hasta Titanic, sin olvidar por supuesto Romeo y Julieta, éste ha sido, y es, un gran relato del amor que ha logrado atravesar siglos y países. El ideal de Fusión encontrado en nuestra investigación es, pero solo parcialmente, una variante de esta versión del amor trágico, pasional y enigmático que se produce como un rechazo y una lucha contra el mundo (Campbell, 1987: 182). De esta versión del amor hay ciertas trazas en nuestras entrevistas, pero se trata mucho menos de huellas de lo trágico y opuesto al mundo, y mucho más de aquellas que apuntan al enigma y a la pasión amorosa. El amor, que en este imaginario es posible rastrear, es uno que se quiere misterioso e irreverente: el que brota en una fiesta a la que no se quería ir, el que llega inesperado en la situación menos aconsejable o por un improbable malentendido sentimental. Elena (CM) cuenta así, por ejemplo, cómo conoció a su actual marido por “un amigo que estaba enamorado de mí y yo no lo pescaba, y en el cumpleaños (ríe) enganchamos con el otro amigo…”. En el ideal de la Fusión, el enamoramiento triunfa sobre el juicio, ya sea porque ciega, momentáneamente, el entendimiento, ya sea porque suspende la necesaria evaluación. “Yo siento que no evalué nada, no evalué nada, yo solo me casé porque me enamoré y no pensé en nada. Yo me casé como un pajarito de Dios. No fui consciente” Gabriela (CM). El Amor-Fusión es, bajo esta luz, fulgurante. “Nos conocimos tres meses y nos casamos
enamoradísimos, así como con locura” Luis (CM). Los relatos del encuentro son la contracara de los que escuchamos en el marco del imaginario de la protección. Sin embargo, la Fusión es una ilusión que a muchos les cuesta reconocer. Es por ello que pocas cosas señalan con más fuerza el vigor de este ideal que las declaraciones enfáticas en cuanto a su inexistencia o imposibilidad. Ahí donde los corazones se dicen estar blindados contra el amor, contra “esta” forma de amor. Definitivamente. Se lo declara. Tal vez se cree. Y, de pronto, en el lapso de una frase, la falla abismal del amor aparece. Lo que se decía y se quería congelado para siempre retorna o estalla. Ante la vida que se lleva todos los días con el marido-Protector, la pregunta aparece en su indecencia moral y en su virtud ética, ¿y por qué no? Susana (CM) lo confesó. “Estoy acostumbrada a vivir con alguien, yo soy mucho de tocar, entonces me gustan mucho los afectos, entonces no podría vivir sola, pero es contradictorio porque no me gustaría empezar una relación nueva si se terminara ésta. Entonces es una cuestión como medio rara esta mina…” Hace una pausa. Sonríe. Los ojos le brillan: “Ahora, si fuera una relación light espectacular, podría empezar una relación nueva…”. La Fusión en su vertiente pasional exige una disposición absoluta. En ella, la entrega reemplaza a la seguridad. Lo importante no es “asegurar” sino “entregarse”, aunque sea brevemente: “Yo me entrego absolutamente, pero es como un ratito que me dura este enamoramiento, luego empiezo a ver los detalles, empiezo a ver que no es lo que yo creía, que no habla como pensaba, que ya no me interesa como piensa, y ya muere” Denisse (SP). Verónica (SP) habla todavía con los ojos brillantes de un romance que no pudo dar paso a una relación durable: “Fue bonito el romance, fue algo que a mí me trajo mucha alegría, felicidad, muchas cosas lindas y me siento muy feliz de haberlo vivido. Porque, ponte tú, creo que hay mujeres que se han casado y han estado toda la vida al lado de un hombre y que, quizás, nunca han vivido lo que yo viví en un lapso de 4 años”. La fusión, la entrega, la vida. Incluso cuando la pasión perece, queda el recuerdo de algo diferente. Único. No obstante, bajo esta modalidad el amor no consigue ser sostén de un ideal de pareja. Para que el amor lo sea se requiere ampliar su espectro y comprenderlo como el núcleo de un imaginario conyugal que, progresivamente desde finales del siglo XVIII (Stone, 1990), impuso la idea de que era posible basar la familia, en todo caso el matrimonio, sobre y
alrededor del triunfo del amor. Un ideal que consiste en hacer de dos personas, una sola. O, para ser más exactos, asociar dos individuos en un único y solo proyecto común. El imaginario de la Fusión en su segunda vertiente, la vertiente conyugal se apoya en esta ilusión. Mujer romántica y amante de telenovelas, Viviana (SP), una bella mujer, cuya película preferida es Los puentes de Madison, lo resume mirándonos a los ojos: “La pareja es una sola, nosotros somos uno solo”. Una confesión que Magdalena (CM) entregará con verdadera pasión.245 “Mi pareja es como la mitad de mi cuerpo. Yo aprendí a crecer con él, tuve mis primeras relaciones sexuales con él, es el papá de mis hijos, es mi media naranja a todo dar, es mi otra parte, yo sin él me siento coja absolutamente, aparte de que es él el que me ha hecho más feliz y es él el que me ha hecho sufrir más también, porque uno cuando mucho ama, mucho llora también. Pero yo no entendería la vida sin él al lado”. Continúa: “No es que necesite a una pareja, yo necesito a Jaime, ¿te fijas?”. El amor desde esta vertiente del imaginario de Fusión es un absoluto sentimental romántico y conyugal. La Fusión, a pesar de sus variantes, tiene dificultades para constituirse en un modelo durable de relación. Muchos factores conspiran contra esta posibilidad, comenzando, por supuesto, por las maneras extremas como tiende a concebirse a veces este imaginario y por las rupturas que exige con y en la vida cotidiana, pero, también, por las formas de entrega de sí (las “pruebas de amor”…) que demanda, sin olvidar, por cierto, los letargos de la convivencia, la rutina o el primado de los hijos sobre la relación conyugal. Sin embargo, y éste es el caso principalmente de las mujeres, este anhelo no les parece en sí mismo imposible. La Fusión, para muchas, existe, debe existir, dentro de la conyugalidad. Ella, entonces, es imaginada, y exigida, desde este ideal: “De verdad yo creo que no hay nadie que me conozca como Manuel, me conoce y sabe perfectamente lo que me pasa, sabe cómo amanezco, él me mira y puede no preguntarme nada todo el día y sabe si algo me pasa y al revés” Carolina (CM); “Tu pareja llega a ser una parte tuya, es tanto así que tú te mimetizas mucho con la persona. Y es que hay cosas que ya no las hablas, porque te miras y ‘¡ah, ya, claro!’, eso es una sincronía, el conocerse” Soledad (CM). ¿Y LOS HOMBRES? ¿Cómo se pliegan a este imaginario? ¿Cómo intentan encarnarlo? Principalmente desde la primera vertiente, esto es, desde el
imaginario de la Fusión en tanto pasión. En algunos, el modelo de la Fusión hace carne con lo imposible, como en Patricio (SP), quien confiesa que viene “enamorado de ella desde hace exactamente 21 años, desde que la conocí, ella tenía pareja”, una historia de amor que nunca ha podido vivir, pero a la que nunca ha renunciado. En otros casos, los menos, el ideal de la Fusión pasional masculina es voluble y pendenciero y conquistador: toma el rostro de Don Juan. El conquistador-de-mujeres se convierte en una variante del ideal de la Fusión pasional. El presente prima sobre el futuro. Uno de nuestros entrevistados no dudó en emplear un lenguaje abiertamente machista. Samuel (SP) reconoce: “Soy un seductor empedernido, ando haciendo ojitos por todos lados. Me gusta mucho el juego de la seducción, me gusta mucho seducir, no me gusta hacer sufrir, creo que cuando la mujer se siente bien atendida uno disfruta de eso, gracias a Dios tengo buena llegada”. Pero, principalmente, la Fusión en cuanto pasión aparece como una condición indispensable para dar el paso hacia el establecimiento de una relación estable, en particular en los hombres más jóvenes de los sectores medios. El modelo pasional se concreta en una voluntad que los supera y en un rebasamiento de sus convicciones gracias al encuentro inesperado con una mujer. El compromiso es presentado, así, como resultado de un arrebato amoroso. Pablo (CM) cuenta: “soy una persona que estaba acostumbrado a vivir solo, y no tenía la menor intención de comprometerme con nadie”, pero conoció a su actual pareja y “me dieron ganas (…) yo creo que es la persona con la que yo tenía que estar, la verdad es que no tuve miedo al compromiso, no tuve miedo a nada”. Javier (CM) lo dice de manera resumida: “La pareja te dice que dos cosas son iguales, al mismo nivel, que por eso es tu pareja, al mismo nivel de compromiso, al mismo nivel de enamorado”. Él también encuentra una pareja con la que decide vivir sintiéndose profunda y enigmáticamente enamorado después de muchos años de no querer comprometerse. En su relato, luego de una época de búsqueda, la decisión se asocia con la aparición de un sentimiento “irracional”, de una certeza que “va más allá de él”, con el peso de la piel, la corporalidad, las sensaciones y la intuición. En este caso, el imaginario de la Fusión aparece colocado al inicio de la relación. El amor irracional se constituye en el argumento central porque la ilusión es que solo a partir de esta base, la convivencia y sus avatares serán posibles de ser sobrellevados.
En todo caso, lo que es común tanto a los hombres como a las mujeres, es el lugar de la sexualidad en este imaginario. Si la sexualidad no está ausente en los otros imaginarios, en ninguno de ellos toma la fuerza y la centralidad que tiene en el ideal de la Fusión. La historia es indisociable, se insiste y se repite, de “una atracción física importante”, como nos lo comenta Patricia (CM): “el amor, la química”, eso de tener “la guata al estómago”. Sin embargo, contra esta dimensión también conspira el tiempo. “Eso es muy rico pero duró un tiempo; por lo menos para mí en el sexo al principio uno toca el cielo, el techo, y después la cosa se va poniendo más calmada e igual puede ser muy bueno, pero se pasan etapas”. EL IDEAL DE LA FUSIÓN ES EL MODELO conyugal más vulnerable. En él la decepción se expresa de manera más acentuada porque la desilusión amorosa es más intensa. La pareja eran dos y para siempre, pero la realidad hace descubrir una verdad distinta. “Yo me casé con la ilusión del amor, contigo pan y cebolla, y para toda la vida… no se ha dado, nunca se ha dado” Olga (SP); “Yo busqué un hombre que me amara locamente, pero no… no estuvo, pero no importa, en otra vida (ríe)” Myriam (SP). Para muchos, habría que decir muchas pues son las mujeres las que principalmente sostienen este ideal en la conyugalidad, el final del ideal de la Fusión es una sorpresa. Una resignación necesaria. Una nueva filosofía de vida que impone la vida. Beatriz (CM), ha tenido que aprenderlo a su costa. Hacer un duelo difícil de este ideal. Aceptar, por ejemplo, viajar sola porque a su marido no le gusta desplazarse. En rigor, ha tenido que cambiar de ideal de pareja. “Lo que más te echa a perder la vida de pareja es la vida doméstica, la parte doméstica y el hecho de creer que tú estás aferrado a otra persona, o sea que tienes que hacer todo con la otra persona. Hay una poesía que yo leí una vez y que habla de dos columnas paralelas pero que no van pegadas”. Nos explica: no hay “que esperar tanto del otro, porque el otro es así nomás, uno no lo puede cambiar”. El fin de la Fusión es siempre un duelo. A veces, un duelo imposible o jamás concluido. O, incluso, un duelo que, más o menos consumado, no encuentra sustituto posible o aceptable. Las distancias se imponen progresivamente a partir de escollos distintos. En primer lugar, por la sobreimplicación laboral que diseña un universo, para volver a retomar la expresión de François de Singly (2002), de verdaderas infidelidades profesionales. Patricia (CM) lo reconoce: “A él (su
marido) en realidad le importa poco lo privado, hay que vivir, pero su vida es el hospital”. Reconoce que dados los horarios de trabajo de uno y otro, tienen poco tiempo para verse como pareja aunque “claro, claro… hablamos mucho por teléfono”.246 Pero la principal asechanza contra el ideal de la Fusión proviene, paradójicamente, de uno de los principales objetivos que animó inicialmente la unión: el proyecto de tener hijos juntos.247 La llegada de éstos, y más tarde, la dinámica familiar que instituyen, y que se instituye alrededor de ellos, desestabiliza el ámbito conyugal. “Como pareja no vivo grandes problemas, los problemas vinieron después cuando tuvimos a nuestro primer hijo; ahí me costó mucho, me costó mucho acostumbrarme”, reconoce Claudio (CM). El tema aflora muchas veces, y bajo distintas modalidades, pero siempre denota un desequilibrio conyugal: uno de los dos miembros padece más que el otro el desliz de la pareja hacia la parentalidad. El otro transforma el fin de la pareja en un proyecto familiar consistente.248 No obstante, este desliz de la pareja hacia la familia no siempre es una fatalidad, un desafío o incluso un asunto de mala fe, como diría Sartre (1943), o sea de mentira de sí a sí mismo. En muchos otros casos, se trata al contrario de un aspecto absolutamente consciente e incluso estratégico. Marisol (CM) lo asume con transparencia y coraje afectivo. Su vida de pareja, si la escuchamos, no ha sido sino un lento e inevitable proceso de distanciamiento. “Los primeros años de matrimonio nosotros éramos pero lo máximo, o sea, yo, hasta que nació nuestra primera hija él era lo que yo más quería en el mundo”. Y luego los hijos, el trabajo, hicieron que se empezaran a distanciar. Al punto de decirse que cuando el marido le dice “‘oye, salgamos solos’ y yo como que digo ‘de qué vamos a hablar…’”. Lo reconoce con lucidez: “yo creo que cuando quede el nido vacío, no sé qué cagada va a quedar (entre nosotros)”. Reconoce que si su vida de pareja aún existe es “porque hicimos una familia, que nos queremos, nos respetamos… Si no esto hubiera cagado hace rato”.249 El testimonio de Ingrid (SP) y sobre todo de Victoria (CM) es similar: “Con mi marido estuvimos veinte años casados, fundamentalmente nos dedicamos a ser familia y no a ser pareja”, lo que implicó, en última instancia, el fin de su historia conyugal. La pareja desaparece bajo el peso de los roles parentales. La rutina y las mañas El ideal de la Fusión está amenazado por otros dos grandes procesos. En
efecto, tendencialmente, nuestro material nos permite observar una tensión entre la denuncia de la rutina, esencialmente masculina, y el fastidio, básicamente femenino, por las mañas de sus parejas. ¿A qué se refieren los hombres con rutina? Al sentimiento de la caducidad del primado de su relación conyugal en aras del vínculo familiar. Ya hemos abordado este punto a partir de la relación con los hijos en el capítulo anterior, es preciso ahora profundizarlo desde la óptica de la pareja, y, esencialmente, desde una mirada masculina. Si la importancia de la paternidad no está en cuestión, los hombres expresan por esta vía un sentimiento de desencanto conyugal. La compañera se aleja por la “rutina”: por los imperativos de la vida cotidiana, del trabajo, de los hijos. En resumen, ella también se desliza a una serie de infidelidades múltiples que hacen que él –el marido– pierda su estatus de centralidad en la vida de ella –la esposa–. Mientras más fuerte es la enunciación del ideal de la Fusión, más ansiedad produce la erosión que trae sigilosamente la rutina. “La pareja”, dice Alejandro (CM) “es la persona que uno eligió para pasar toda su vida (…) Al final la pareja pasa a ser lo más importante”. Un ideal de Fusión que vive mal, muy mal, el paso del tiempo. “El amor en la pareja se puede ir desgastando, entonces, cuando ya pasa. Yo llevo 6 años casado, tampoco es tanto… pero hay una rutina, cuando no hay novedad… la verdad que siento que se puede volver una costumbre. Entonces, lo difícil es justamente trabajar para que no se vuelva una costumbre”. Una costumbre. La rutina es también simplemente la monotonía de una vida personal sumida en la inconsistencia posicional e invadida por los tiempos del trabajo-sin-fin. Lo difícil de la pareja es, entonces, como sostiene Carlos (CM) “la monotonía, la rutina, la rutina, la rutina es como demasiado difícil, me carga la rutina, me carga la rutina…” El ideal de la Fusión se desvanece progresiva y sigilosamente en ese cúmulo cotidiano de rutinas incontroladas.250 Entre las mujeres, y sin que el tema de la rutina esté ausente, lo que irrita son esencialmente las mañas. Las “mañas” sintetizan a sus ojos las imposiciones sigilosas con que los compañeros y maridos las cargan durante la convivencia. “Cuando tienes una vida en común, tienes que aprender a aguantar (…) Lo que cuesta es el carácter de la otra persona, las mañas…” Claudia (CM). Lo que se revela tras esta amenaza es la dificultad que
representa para la Fusión, como también para el imaginario de la Independencia que discutiremos a continuación, la diferencia y la gestión de la misma. Tolerar que el otro no sea lo imaginado, es una de las aristas de lo que ello exigiría y es reconocida como una de las tareas más difíciles. La otra, el hecho de que dadas las formas en que se producen las atribuciones de género, la diferencia, el carácter singular y su legitimidad tenga más cartas de nobleza en el caso de los varones que en el de las mujeres, lo que hace que ellas vivan estas mañas que los hombres reclaman como legítimas como una carga y un lastre. La diferencia, la distancia con el ideal, la evidencia de que no es posible cambiar al otro son vividas como heridas al ideal de Fusión. Pero las heridas se profundizan en la medida en que estas diferencias son vividas como imposiciones inapelables… El ideal de la Fusión no sale intocado de esta realidad, pero debe por lo menos sobreponerse a ella para que se pueda preservar un mínimo de comunicación al interior de la pareja. Detrás de la letanía de imposibilidades, este ideal persiste. No resulta, de este modo, sostenible afirmar el declive del discurso romántico (Giddens, 1998). Por el contrario, su eficacia simbólica es indudable en la sociedad chilena actual. ¿No estaríamos, entonces, en presencia de una “dualidad cultural” propia del amor contemporáneo? Un proceso en el cual, si seguimos la interpretación de Ann Swidler (2001), los individuos dispondrían de dos marcos culturales para expresar sus sentimientos, uno romántico y otro prosaico: el primero sería de uso en los momentos de inicio o de ruptura del vínculo conyugal, mientras que el otro serviría para describir la vida cotidiana de la pareja.251 O en una interpretación un tanto disímil, ¿no sería necesario reconocer, dada la alternancia que hemos observado entre la Fusión y la Protección, la coexistencia, por compleja que sea, de la “razón” y de la “pasión” en el imaginario amoroso contemporánea? (Illouz, 1997). Sin desconocer estas situaciones, nuestras entrevistas indican una situación distinta. Los imaginarios en cuestión son cada uno de ellos totales, al punto de que, como lo hemos visto, los mismos eventos (el encuentro, la decisión marital, las dificultades de la vida en común) son enunciados de manera radicalmente opuesta según se adhiera a uno u otro. Lo que en el modelo de la Fusión muchas veces, por ejemplo, se denuncia como un escollo romántico (la “rutina”) es reivindicado desde el modelo de la Protección como una virtud mayor (“estar ahí”). Sin embargo, y aquí está una
de las tensiones importantes, pocos actores solo comulgan con uno de ellos: la coexistencia y acción simultánea de modelos antagónicos es de rigor. El tercer imaginario: el ideal de la Independencia A estos dos ideales, se le añade un tercero: la Independencia. Ana (CM) entrega una buena caracterización: “Somos muy libres en nuestro, entre comillas, matrimonio; muy libres en el sentido de que cada uno se mueve, pero hay una presencia muy importante”. La independencia recíproca supone, en efecto, reconocer ámbitos específicos para cada miembro de la pareja, aunque esto no sea, como argumentaremos, lo que define esencialmente este ideal. El reconocimiento de los ámbitos propios por género ya era una realidad, como es posible recordar, particularmente fuerte en las familias tradicionales (Bourdieu, 1980). No obstante, la asignación de ámbitos se ha modificado con el ingreso masivo de las mujeres a nuevos espacios –laborales, políticos, para el esparcimiento, entre otros–, lo que suele resumirse como el ingreso de las mismas al mundo público y la ruptura de la estricta división público-privado (Pateman, 1995; Castells, 1996), como también se han transformado las formas de habitar estos espacios. Estos cambios han supuesto el empuje a un reacomodo de las expectativas masculinas, reacomodo que se ha desarrollado de manera lenta y zigzagueante, como lo muestran algunos estudios.252 Si éste es un proceso en curso que toca ciertamente a las relaciones entre hombres y mujeres y que no puede no considerarse, nuestros resultados revelan, no obstante, que el ideal de Independencia apunta, y esto tanto para hombres y mujeres, también en otra dirección. Lo que la Independencia como ideal en la pareja supone en el caso chileno es ser capaz de lograr armonizar y construir una vida en común respetando la alteridad. La “otredad” de la pareja. El problema de la libertad, traducida por buena parte de la discusión feminista en términos de autonomía, está presente pero de manera secundaria. Lo esencial, y lo que es percibido como extremadamente difícil en las relaciones de pareja, es la admisión que el otro es otro. Pero no solo es arduo admitir la alteridad sino también su consecuencia directa que es renunciar a los esfuerzos de transformar al otro, o, dicho de manera más precisa, renunciar a someterlo a un proceso de homogeneización a partir de las propias expectativas. Como señala Matías (CM), cuesta encontrar a alguien que quiera ser pareja “pero respetando al
otro como es, sin querer modificarlo”. Desde su raíz, el ideal de Independencia es siempre un reto. Un difícil desafío, porque la aceptación de la diferencia aparece como una tarea extremadamente ardua. “En la vida de pareja, para mí lo más difícil ha sido el reconocimiento, el reconocimiento del otro, de la individualidad. Al menos para mí ha sido así el respeto por el espacio del otro y por lo que quiere hacer. Apoyarlo o compartir los tiempos para que el otro haga lo que también quiere hacer”, resume Luis (CM). El ideal de Independencia tiene como obstáculo lo que el Ideal de Fusión pone en el centro: la tendencia a ser uno, a borrar las diferencias. Es éste un obstáculo que se encuentra estrechamente relacionado con lógicas actuantes en las relaciones sociales chilenas que hacen de cualquier diferencia una amenaza (Araujo, 2009a). Tras el ideal de la Independencia es pues la individualidad y su reconocimiento lo que aflora en la pareja. Loreto (SP) lo resume a cabalidad: lo difícil es “aceptar las diferencias, aceptar las diferencias de tu individualidad”.253 Desde esta perspectiva, el ideal de Independencia privilegia un tipo de dinámica conyugal particular que es imposible separar completamente de la revolución de la horizontalidad relacional que hemos discutido en otro capítulo (tomo 1). Hasta es posible arriesgarse a proponer que la fuerza de este imaginario en el país se explica, por lo menos en parte, porque la vida privada se convirtió en un dominio en el cual se buscaron espacios personales de libertad que no podían darse en otros espacios bloqueados por la dictadura y que luego la democracia no abrió del todo. En todo caso, en los relatos de nuestros entrevistados hay más democracia conflictiva en las parejas que en las narraciones sobre la sociedad… La igualdad dirían algunos, la horizontalidad en todos los casos, viene a tensionar desde el ideal de la Independencia las relaciones de pareja. Este último punto está particularmente bien reflejado por la cantidad de testimonios que evocaron tanto el respeto como un factor central de la conyugalidad como la legitimidad de las aspiraciones femeninas a que ahora “los dos tienen derecho a soñar, los dos tienen derecho a volar con otras cosas que no es solo la pareja, no solo la familia” Victoria (CM). En cualquier caso, este ideal es tanto más exigente cuanto que las relaciones conyugales se basan en general aún en fuertes asimetrías. A los hombres les cuesta, como lo reconoce Roberto (SP), darse “cuenta de que la otra persona tenía los mismos derechos que yo”. El control masculino se constituye en uno de
los síntomas más relevantes de estas asimetrías, y genera una tensión respecto a la aspiración de independencia por parte de las mujeres. La lectura femenina de esta asimetría se hace muchas veces en oposición a lo que vivieron sus madres, una manera de indicar que la tensión actual es el resultado de una transformación social. “Mi mamá, por ejemplo”, contó Gabriela (CM) “llegaba mi papá y mi mamá corría, como que llega o el troglodita o el rey, no sé cómo llamarlo, y había que atenderlo porque venía, no sé, de una guerra… Mi mamá corría a atender porque eso era lo de mi mamá: atender al marido. Entonces, cambia porque mi marido, si yo estoy trabajando, haciendo algo y él llega, él se atiende, si tiene hambre se calienta la comida porque es una relación más de igual”. El ideal de la independencia trastroca las bases mismas de la tradicional sumisión femenina. Incluso los mecanismos más sutiles por los que generalmente pasó la iniciativa femenina ceden el paso a actitudes más abiertas si no necesariamente de confrontación, por lo menos de afirmación personal. “Yo creo que fue mi error, no puedo hablar del de él, sino que el mío fue hacer el juego por mucho tiempo a la vida que él quería tener. Y entonces me empecé a aburrir porque no era lo que yo quería jugar” Victoria (CM). La oblación de sí, posible en y desde el ideal de la Protección o de la Fusión, es una violencia excesiva a sí misma en el marco del ideal de la Independencia. Los habituales discursos ocultos y secretos de injusticia que se producen entre los dominados (Scott, 2000), se convierten en afirmaciones abiertas de denuncia y reivindicación. “Cuando yo llegaba de mi trabajo ‘hazme esto, hazme lo otro’ pero yo llegaba cansada igual que él, porque yo igual trabajaba y él quería que yo le planchara la ropa, que le preparara la comida, así que un día me desperté y le dije ‘no po’ tú te aprendes a cocinar, te aprendes a planchar y te lo haces todo solo. Y aprendió, po’ (ríe) porque un día me dijo ‘no tengo comida’ ‘no es problema mío’ le dije ‘es problema tuyo, porque yo igual trabajo’. Porque él me decía ‘¡yo trabajo!’ y yo le decía, ‘ah, no, si yo ando jugando al luche’ Hasta que aprendió” cuenta con orgullo María (SP). Estas narraciones dan testimonio tanto de los empujes femeninos hacia la independencia como de las activas aspiraciones masculinas de control, las que se extienden desde el trabajo hasta la circulación urbana,254 desde las amistades hasta las reuniones sociales, la apariencia física e incluso, las actividades religiosas. La independencia bajo estas circunstancias es objeto
de una lucha en la que más de una transacción es necesaria. No obstante, para aquellas para las cuales la primacía de la independencia personal se impone frente a las exigencias de control, sus posiciones van incluso en contra de toda lógica conyugal: en última instancia, el hombre es considerado como alguien prescindible en la vida de una mujer. El desafío se transforma en dilema. Del anhelo de ver reconocido un espacio de independencia en la pareja se pasa a una afirmación soberana de la independencia fuera de la aspiración conyugal. Carmen (SP), divorciada – luego de una infidelidad de su marido– y con un nuevo compañero en el momento de la entrevista, lo asume: “Yo estoy convencida de que el hombre no hace falta, por lo menos a uno como persona, como mujer, yo pienso que en este momento yo sé que la vida la puedo seguir sola sin él, y que la podría seguir sola en muchos aspectos”. Una historia de violencia conyugal La violencia conyugal, actitud extrema que posee causas múltiples, también puede leerse, en algunas de sus manifestaciones, como una consecuencia de la redefinición de las relaciones que el ideal de la Independencia introduce. Forma última de control masculino sobre las mujeres, este tipo de violencia, ampliamente practicada aún, es hoy objeto de importantes campañas de sensibilización. Los frutos, al menos a nivel discursivo, son manifiestos tanto entre las mujeres como entre los hombres entrevistados. Lo cual, por supuesto, no niega su existencia actual, en todas las categorías sociales, pero indica el fin de una forma de tolerancia social.255 La experiencia de Olga (SP), sin ser lamentablemente la única, fue particularmente emotiva.256 Evoca largamente un marido híper controlador. “Mira yo estaba recluida por muchos años, yo no salía a ninguna parte, fueron yo diría treinta años en mi casa, si yo conversaba en la esquina, él se enojaba; si yo llevaba amigas, él se enojaba. Teníamos que ser él, mis hijos y yo y nadie más, no cabía más gente en ese núcleo. Entonces, bueno, entré en una depresión horrible, he estado con psiquiatra, con psicólogo y ya con todo lo que me han dicho he decidido hacer mi vida”. Cuando la entrevistamos, hacía 8 años (sobre un total de 38 años de casados…) que “he optado, entre comillas, por hacer cosas que me gusten, igual me trae un montón de problemas, igual él habla, pelea, él
es un ser humano súper ofensivo”.257 “Mi marido era muy agresivo, me pegaba por todo, eh, hasta que ya decidí demandarlo y qué sé yo, dejó de pegarme, harán como unos 15 años atrás que dejó de pegarme… De hecho, yo hace muchos años vivo, duermo en dormitorio separado de mi marido, cosa que a él no le agrada, quiere que siga siendo un matrimonio, pero no, no, lo siento”. Aceptó todo esto durante años, piensa, “a ver, cómo podría decirte, creo que fue una cosa de cobardía, de mucha cobardía, porque ni siquiera tuve una chorrera de hijos”. En ese trance su único apoyo fueron sus hijos, no así su propia madre que era en el fondo muy machista. La denuncia fue “por mi hija, que me llevó a la comisaria y después me llevó a la posta a constatar lesiones”. Insiste, “me pegaba por todo, me pegaba por todo. Sacaba el azúcar, se enojaba; sacaba el pan, me pegaba”. Solo “como que tenía permiso de trabajar en las etapas cuando estábamos mal económicamente. Pero cuando él ya se arreglaba ya no quería que saliera más a trabajar y, de hecho, yo, sumisa, me quedaba”, a pesar que a ella, nos dijo, siempre le gustó mucho salir a trabajar. Incluso en el momento de la entrevista, y ya obtenidos espacios de autonomía, el tema seguía siendo problemático. “Acá para él no es trabajo, es libertinaje, que ‘claro’, me dice, ‘ya conseguiste lo que querías, libertinaje’ que ‘claro, que conversái con otra gente’, que eres así, eres así. Y de repente, mi marido yo estoy aquí y llega (en el trabajo), y se queda, se queda y puede estar hasta que yo me vaya, y yo le digo “es mi lugar de trabajo, cómo puedes venir a instalarte acá’ ‘que no, que tú crees que yo soy hueón’ que como yo soy supuestamente tan regia ‘que ando con todo el mundo’”. “Con él (mi marido) no se puede hablar. Qué es lo que pasaba, cómo te explico, estábamos, estaba él en la cama, yo me ponía a su lado, le hacía cariño y entonces él salía diciendo ‘déjame de huevear’; me decía, ‘ya estái caliente’, entonces decía ‘ah ya, hasta aquí llegó todo’; de hecho yo no me volví a acercar a mi marido a hacerle un cariño, entonces si yo me sinceraba con mi marido, me decía cosas así, en cualquier momento, él me sacaba en tono de burla, no se podía confiar en él, o sea uno lo hacía una vez pero no lo volvía a hacer más, mi marido era súper ofensivo; bueno, antes era castigador, pero cuando ya no me podía pegar, me ofendía… Si tú conversas con él, yo he sido la mejor mujer del mundo, pero yo para él he sido puta, maraca, lesbiana, he sido todo, de todo, de
todo ha habido”. Los celos excesivos la hicieron abandonar progresivamente su vida social, como por ejemplo, los matrimonios de las hijas de sus amigas, porque una vez “yo me había mandado hacer ropa, zapatitos y cuando llego ‘no’, me dijo, ‘no voy a ir, si quieres vai tú’, y yo sabía que si yo iba me sacaba la mugrienta; entonces optaba por no ir, optaba por no ir; de todo él me daba tremendos cachuchazos y quedaba con los ojos así, y me daba plancha, porque una es tan tonta… en vez de denunciar se esconde porque le da vergüenza”. La historia extrema, muy probablemente clínica de este marido, va sin duda más allá del desafío específico que plantea el ideal de la independencia, pero incluso en ella es preciso advertir lo que esta actitud femenina refleja como dificultad para muchos hombres y sus expectativas y demandas de control sobre las mujeres. Frente al ideal de la independencia y sus obstáculos, el mecanismo conyugal imaginado como camino para la realización del mismo es la búsqueda de arreglos.258 “En todas las cosas de la vida, uno tiene que engranar y tomar posición dentro de esta relación, no es fácil, hueón; no es fácil estar todos los días con una persona”, confiesa Felipe (CM). Toda pareja supone un conjunto de arreglos más o menos cotidianos, más o menos definitivos, más o menos heterogéneos en sus términos. A veces, en efecto, ellos toman la forma de una negociación en el sentido de su función en la definición de los términos del intercambio: se intercambian bienes o protecciones por afecto, también afectos por afectos, e incluso algunos terminan por negociar los proyectos. Otras veces, los arreglos toman la forma del don, fuera de toda medida de lo justo y lo administrable. Otras, todavía, se rigen, inevitablemente, a partir del principio de la ley del talión. Recordar lo anterior es indispensable para evitar un contrasentido mayor, a saber, considerar que es la evocación en sí misma de los arreglos dentro del ámbito conyugal lo que es novedoso. No es ésta la novedad. Lo particular es que, en mucho a causa del empoderamiento plural femenino, la búsqueda de estos arreglos adquiere una elevada importancia. Su relevancia proviene del hecho de que ellos son indispensables para tramitar un ideal que apunta a estar no solo libres juntos (De Singly, 2000), sino, por sobre todo y de manera radical, a admitir al otro como otro y admitirse a uno como otro en la
vida en común: otros e iguales. Frente a la generalización del imperativo de la búsqueda de arreglos, dos grandes estrategias, marcadamente distintas en función de los géneros, se imponen como medios para la realización del ideal. PARA LA MAYOR PARTE DE LAS MUJERES entrevistadas, y solo para algunos hombres, la realización del imaginario de la Independencia recíproca pasa por la palabra. La confianza inusitada de las mujeres en la magia de la palabra en el ámbito conyugal ya ha sido constatada por muchas otras investigaciones.259 Ésta es una tendencia femenina que ha sido explicada como resultado tanto de una práctica más recurrente de intimidad comunicacional por razones de género históricamente determinadas como vinculada con la influencia directa del movimiento feminista en la construcción de un estilo cultural terapéutico-emocional (Touraine, 2007; Giddens, 1998; Illouz, 2007). Pero la función de la palabra en la pareja se potencia en la medida en que el anhelo de complicidad ha aumentado, en que la expectativa de satisfacción emocional y sexual se ha incrementado y transformado (Marquet, 2004) y que la libertad enunciativa se ha afirmado porque “antes las mujeres no se atrevían a contarles muchas cosas a los maridos”, como dijo Blanca (CM). En los relatos de nuestras entrevistadas, en efecto, las tensiones se imaginan solubles en la conversación y en el análisis de las situaciones. Se trata de hablar, pero, por cierto, no de cualquier cosa ni de cualquier modo. Las expectativas de comunicación requieren de ésta que sea dialógica y sustantiva.260 Hay que poder escucharse mutuamente, interesarse por lo que dice el otro y expresar en lo dicho algo relevante e introspectivo sobre sí mismos. Las debilidades de esta estrategia se revelan en que la creencia en esta vía –y la adhesión al menos implícita al modelo normativo de pareja que esto conlleva– se expresa, de manera importante, en forma de quejas y críticas, particular y masivamente aquellas que reciben el mutismo y la indiferencia masculina. El mutismo: Myriam (SP), quien llama a su marido mi “viejo” o el “caballero”, nos dice, por ejemplo, “mi viejo es un amor, pero hay temas que no los puedo tratar con él, o sea, no se puede. Pero es un amor de hombre… Mi viejo es callado, es sumiso”. Gabriela (CM) va en la misma dirección: “Un par de veces le he dicho a mi marido ‘no logro conocerte profundamente. No
logro conocerte, sé que eres una bellísima persona, sé que eres muy noble, pero no logro conocerte, de repente estás tan ensimismado’. Y él me dice que a lo mejor es medio autista, esa es la frase, él mismo se autodefine así. Yo le digo de repente ‘¿dónde estás?’ ‘¿dónde está tu pensamiento?’ Y él no es de filosofar, de conversar de la vida, de sus penas, de conversar de cómo está su estado, su persona, no, esas cosas no las habla”. Frente a este mutismo, ella habla. Y mucho. Y su marido se ve obligado a escucharla: “Él me escucha y me dice ‘que son complicadas las mujeres’” (ríe). La indiferencia: María (SP) es enfática al respecto. “Cuando le hablaba (a su ex compañero) era como si le hablara a una pared, porque ellos (los hombres) hacen oídos sordos a lo que uno habla o dicen que una está loca. Porque cuando la mujer reclama, la mujer está loca, o que habla por las puras tonteras, porque el hombre, es típico de los hombres que la mujer le reclame a él porque la mujer está loca”. Prosigue locuaz: “No se podía hablar con él, es muy cerrado”. Sigue y reconoce, en una construcción en donde curiosamente los tiempos verbales se traslapan: “Lo tenía aburrido (ríe) porque yo le peleaba más que le conversaba, porque como que no entiende, o no quiere entender”. Se está frente a una indiferencia que si bien tiene en la palabra su vehículo principal, abre a una crítica más general respecto de la sensibilidad masculina. “Javier, que yo considero que aparte de ser mi pareja es mi amigo, en el que confío, con el que he estado 20 años de mi vida, he tratado, sin lograrlo del todo, de enseñarle lo que yo creo le falta a él: el cuidado de los otros”, dice Claudia (CM).261 Frente a lo que sin duda muchos perciben como una guerra de guerrillas conversacional cotidiana, los hombres no solo se protegen en el mutismo,262 también se apoyan estratégicamente en los estereotipos. Daniel (CM) lo hace con humor. “El tema es que ella es más, tiene un grado de profundidad, parece según ella que yo no la puedo entender (ríe), no sé si eso será típico entre hombre y mujer o no (ríe), pero también se podrá haber acentuado porque yo soy ingeniero, de repente soy, como dicen las mujeres, como medio básico, he tratado de superarme, pero, claro…”. La independencia se llena de sombras. FRENTE A LAS EXIGENCIAS DE ESTE IDEAL conyugal, muchos hombres aportan una respuesta que propugna el incremento de la libertad recíproca como la llave maestra de las relaciones. Sin embargo, y visto de cerca, la
Independencia que por lo general se evoca en estos testimonios, no es de la misma índole que la reivindicada por las mujeres. Esta Independencia es en verdad doble. Por un lado, testimonia sobre la aceptación y sin duda el deseo de algunos hombres de tener una vida marital más igualitaria. Pero, por el otro, y probablemente en complemento con lo anterior, el modelo de Independencia en juego es también la continuación sobre nuevas bases de la habitual y tradicional separación de esferas masculinas y femeninas. De cara al empoderamiento femenino, y allí donde las mujeres se inclinan por el modelo de la conversación permanente, los hombres plebiscitan masivamente la estrategia de iguales… pero separados. Desde la experiencia masculina pareciera no existir otra posibilidad que la de autorizar y autorizarse espacios de libertad y autonomía personales. La pareja es viable en la medida en que se respete la independencia del otro, pero, también, y en muchos casos especialmente, que se tengan espacios de libertad propios. El ideal de Independencia, no solo se asienta en una concepción más igualitaria, sino que se engancha con un deseo de libertad personal que es la contracara del agobio masculino por las exigencias femeninas de presencia e implicación emocional. Sin embargo, esta estrategia tiene sus impedimentos internos, particularmente debido al conflicto percibido entre esta libertad y las exigencias provenientes de los otros dos ideales. José (CM) explica su posición, una sutil alquimia de independencia y, vale la pena subrayarlo, de protección: “Dejar que el otro tenga su propia vida pero sin dejar de preocuparse por ella, y es difícil para mí. Yo creo que ha sido difícil, relativamente difícil congeniar proyectos”. La ecuación será retomada por muchos otros. ¿Cómo proteger a su propia pareja sin asfixiar la independencia recíproca? Por supuesto, las respuestas personales importan tanto como la modalidad por la cual este desafío es percibido. Es la contraposición entre los dos términos lo que debe retener la atención, como si el primero se opusiera necesariamente al otro. Como si, para lograr articular ambos, fuera necesario romper con el peso de la disimetría en donde el eje es la protección. Pero la libertad y los espacios propios a los que ella autoriza también contrastan con el ideal de la fusión, pues en él la independencia es vista como una amenaza. De este modo, en aras de un ideal de independencia se requiere abandonar el ideal de la Fusión. Se necesita dejar de pensar, como
resume Virgilio (CM), que la pareja es creer “que los dos somos uno” y aceptar, con madurez, un nuevo ideal: “para que la pareja funcione, es muy importante que cada uno mantenga su espacio y su individualidad, porque la pareja es de a dos”. Sin embargo, romper con uno y otro, y particularmente con el ideal de protección, es difícil aun si se es consciente del impasse. La ecuación es incluso aporética para algunos. “Soy demasiado obsesivo con ciertos temas, demasiado sobreprotector, pero a la vez requiero mi distancia”, Juan (CM) se toma la cabeza para hacernos comprender la dificultad en la cual se halla, antes de ensayar una nueva formulación verbal: se trata para él de buscar su propio espacio sin dejar de ser, al mismo tiempo, el “típico marido híper involucrado”.263 Es probablemente esta tensión la que hace que en los hombres, en todo caso masivamente entre la generación de hombres entrevistados, la independencia recíproca no sea sino muy raramente un modelo inicial de pareja. La mayor parte de los que lo enunciaron lo descubrieron tras una experiencia conyugal difícil, la que, haya o no derivado en una separación, los obligó a revisar su ideal de conyugalidad. Proceso difícil, en parte inédito, fruto de una dificultad, la ecuación pocas veces se resuelve sin tensión. De allí que muchos buscan inventar, o aceptar, el nuevo ideal apoyándose en viejos principios. Reinventar y traducir, por ejemplo, la tradicional separación de esferas genéricas, en un compromiso entre dos singularidades. En este punto, si bien nuestro material nos permite afirmar que el tránsito hacia el ideal de la independencia es, entre los hombres, por lo general, el fruto de un primer fracaso,264 difícilmente nos permite hacer conjeturas en lo que respecta a la profundidad y duración de la adhesión a este ideal. El triple espacio imaginario de la prueba conyugal Son, entonces, tres los ideales que concurren a nutrir los imaginarios de pareja. Por un lado, aquel que ve al cónyuge como “protector”. Por el otro, aquel que se afirma en la pasión y en que es posible vivir en la “comunión” permanente. Por último, aquel que busca un “reconocimiento”, una “igualdad” y una “libertad” recíprocas. El primero, disimétrico; el segundo, fusional; el tercero, igualitario. El desafío que se presenta es, entonces, cómo resolver la tensión entre el ideal del marido-Protector, el anhelo del ideal de la Fusión amorosa y el incremento del ideal de la Independencia, de filiación
principalmente femenina, y las expectativas de igualdad que trae consigo. Este reto se enfrenta buscando y tanteando formas de articulación más o menos estables entre ellos. En la vida concreta de unos y otras los compromisos y las equidistancias entre los ideales conocen formas distintas en función de las trayectorias y de las experiencias, haciendo de ellos ecuaciones más o menos difíciles de armonizar entre sí. Es, precisamente, la pluralidad imaginaria de estos ideales de pareja la que explica la dificultad específica e histórica que la vida conyugal tiene hoy en día en Chile. Sin embargo, vale la pena subrayar aquí que lo que se juega entre estos tres ideales no es meramente una versión local del combate entre el espíritu y la materia, la razón y la pasión, la seguridad y la aventura, la protección y la independencia. Éste es un tipo de lectura que adhiere sin distancia al imaginario romántico occidental, el que, desde la sociología, ha tendido a describir el amor como un fenómeno termodinámico que transita inevitablemente desde el “calor” inicial hasta la “frialdad” de los finales (Alberoni, 1981) y como una tensión dual. En el caso chileno, por supuesto, muchas historias de amor conocen la trayectoria propuesta, pero no todas. Pero más importante aún es que la conyugalidad no aparece organizada en torno a las dualidades antes enunciadas sino procurando estructurar un espacio en los entresijos de los tres ideales analizados. Un espacio poblado de tensiones. La inusitada y sorprendente fuerza de los estereotipos de género La pareja es un campo privilegiado para revelar la vigencia de los estereotipos de género. Las desilusiones o dificultades respecto a la pareja son explicadas mucho más a partir de estos estereotipos que en relación con características propias del otro. La versión femenina: Denisse (SP) explica sus experiencias insatisfactorias de pareja debido a que: “el hombre chileno para mí es un tipo tan fome, tan egoísta, tan machista, flojo, poco jugado, poco decidido”. Beatriz (CM), porque “los hombres son más cobardes que las mujeres”. De manera extendida, es el machismo el que se distingue en estos estereotipos. “Hay mucho machismo todavía. Como los hombres tratan a sus esposas, no es mi caso, pero he visto compañeras, vecinas y todo eso ¿ya? Las maltratan mucho psicológicamente, o sea no les pegan pero igual las humillan y todo. Entonces todo eso todavía, no, le falta al chileno pa’ que se le quite
eso” Paula (SP). El machismo aparece no solo como una forma de abuso sino también como una actitud generalizada de irresponsabilidad. “Yo digo hay hombres que hacen hijos por el mundo y no saben donde dejó la semilla” Mariana (SP). Un machismo que obviamente genera a través del modelo de masculinidad por el que se impone (Mosse, 1997; Carver, 2000; Olavarría, 2001), la dificultad para los hombres de carne y hueso de expresar sus afectos, de tener el coraje de sus emociones. “Los hombres son como poco cuidadosos, no sé… entonces uno tiene que estar ahí diciéndoles cosas” Claudia (CM). “El problema es que el molde de los hombres lo hicieron una vez (tradición) y siguen usando el mismo”, lo que obliga a las mujeres a “acomodarse, amoldarse, tienes que ceder muchas veces” Susana (CM). La versión masculina: “Yo te digo una cosa, las chilenas están locas, no digo todas, pero toda la clase de mujeres a que yo accedo que son de clase media y clase media alta, mayores de 30 (…) una cosa es la relación con una mujer y otra cosa es la pareja. Las mujeres me encantan hasta que son parejas mías, me dejan de encantar” Rodrigo (CM). Los vicios femeninos, distintos, no son menos importantes, y, sin duda, es el tema de la envidia y los celos el principal equivalente crítico del machismo. El estereotipo es masivamente movilizado tanto por hombres como por las propias mujeres. Las mujeres no solo serían más envidiosas sino también más rencorosas. En todo caso, “las mujeres son más complicadas” Alejandro (CM). No hay que minimizar la fuerza de estos estereotipos. Si es plausible que este vigor pueda ser considerado como herencia del pasado,265 parece indispensable preguntarse por su fuerte activación en la sociedad chilena hoy. Y, en este sentido, es posible hacer la hipótesis de que la fuerza de los estereotipos es, por lo menos en parte, proporcional a las dificultades que experimentan los individuos para articular los tres grandes ideales de conyugalidad entre los cuales se encuentran presos. La imposibilidad por estabilizar una relación de pareja satisfactoria reactiva las representaciones tradicionales estereotipadas del otro. Se diseña, entonces, un sutil juego entre, por un lado, una experiencia sobresingularizada del otro (el otro en cuestión no es jamás cualquier otro, es la pareja elegida) y, por el otro lado, una representación extrañamente sobreestereotipada de éste (el Otro en cuestión es antes que muchas otras
cosas percibido privilegiando su sola identidad estandarizada de género). Si las tensiones entre estos tres ideales son múltiples, éstas se reflejan, empero, particularmente bien en dos grandes dinámicas conyugales. Como veremos más adelante con detalle, la primera concierne a la gestión del dinero en la pareja; la otra, a los riesgos de fisión conyugal. La primera traza la tensión entre la remanencia de la Protección y los anhelos de la Independencia; la segunda, los cortocircuitos entre la Protección, la Independencia y la Fusión. Ambas revelan la importancia que, por lo general, le corresponde al ideal de la Protección. Que se lo reivindique, se lo niegue o se lo denoste, éste aparece, tarde o temprano, en los relatos. Es en contra de su presencia y su sombra que deben posicionarse los otros dos imaginarios conyugales. ¿EL DESENLACE MÁS FRECUENTE, aunque no único, del enfrentamiento a la prueba? Teniendo como marco constrictivo el imperativo estatutario, tener pareja, las tensiones entre ideales y sus reverberaciones en las relaciones concretas terminan, con demasiada frecuencia, por hacer que la pareja sea vivida más que como un espacio de encuentro íntimo como un instrumento ortopédico. Una muleta social. Un bastón para el enfrentamiento de la existencia. Un desafío y un desencanto, extrañamente sereno y resignado, íntimo y personal. Una prueba donde se combinan elementos culturales disímiles. En este sentido, y a pesar de que la prueba conyugal también exige en Chile hoy una mayor singularidad en la articulación de demandas y expectativas, este proceso difiere sustancialmente de aquel que ha sido descrito por la tesis de la individualización, sobre todo en el marco de sociedades del norte, y que ha sido asociado ya sea al “normal caos del amor” (Beck y Beck-Gernsheim, 1998), o al establecimiento de relaciones de pareja más basadas en la reflexividad (Giddens, 1998), fenómenos que le serían, según esta tesis, consustanciales. En vista de nuestro material, la fuerza de esta interpretación debe ser matizada para el caso chileno. Los debates sobre las sociedades occidentales del norte, especialmente europeas, han sostenido que la familia nuclear propia de la sociedad industrial se basó en una versión domesticada del amor. Una en la cual se suponía, como en las películas de los años cuarenta o cincuenta, que éste era perfectamente compatible con la familia y sus responsabilidades. Los
intereses y la pasión congeniaban entre sí asegurando la armonía entre el orden social y los sentimientos. El modelo de la familia nuclear se basaba, en los hechos, durante lo esencial del siglo XX, más en el primado de las obligaciones estatutarias que en la búsqueda de la intensidad íntima. Los hombres tenían formas de autoridad indiscutidas (al menos en principio) y les cabían muy pocas responsabilidades internas en la familia; las mujeres incluso cuando trabajaban, debían priorizar el hogar (Schkolnik, 2004). Sin que sea necesario adherir a las versiones más extremas que hacen del amor una ideología patriarcal instrumentalizada por los hombres para dominar a las mujeres (Atkinson, 1974; Firestone, 1976; Dayan-Hersbrun, 1992; Jónasdóttir, 1993), es necesario reconocer que en este marco, si el amor “dulcificaba” las relaciones sociales entre hombres y mujeres, no cuestionaba jamás, al fin y al cabo, lo bien fundado del desequilibrio de poder existente entre unos y otras. De unos sobre las otras. De esta realidad habría trazas, y mucho más que trazas, aún en el momento actual, pero un conjunto de cambios se hizo evidente. Frente a ellos un nuevo relato se impuso, influido más o menos explícitamente por la tesis de la individualización. Los individuos se verían hoy obligados a fabricar de manera autónoma sus compromisos, en medio de una igualdad creciente entre los cónyuges. La familia se basaría, así, antes que nada, en la fuerza de los afectos y en la conversación cotidiana (Berger y Kellner, 1988). Los sentimientos habrían triunfado. El amor excluido de la familia antes e integrado armónicamente en la familia nuclear, se habría convertido en el nuevo imperativo ético de la conyugalidad, en el fundamento mismo de la familia (Beck y Beck-Gernsheim, 1998). En rigor, la intersubjetividad con ese otro privilegiado que es el cónyuge se convertiría en el pivote de este nuevo modelo de pareja: el otro terminaría siendo percibido como indispensable para la construcción de la identidad personal (De Singly, 1996). La sexualidad se habría incorporado como dimensión relevante y la fidelidad se constituiría en una expectativa central, ya no desde una perspectiva moral social, sino desde la ética individual debido al peso de la pareja para la afirmación y el sostén del yo (Marquet, 2004). Este proceso, sigamos aún en compañía de este relato sociológico, habría sido posible por varias causas, entre las cuales sobresale la creciente igualdad obtenida por las mujeres. Una igualdad ganada gracias a su ingreso en el mercado de trabajo, lo que asegura una indispensable independencia económica. Una igualdad
obtenida, también, gracias a la posibilidad de controlar la reproducción, lo que hizo no solamente que la filiación dejara de ser un destino para ser un proyecto, sino que, al mismo tiempo, incrementó el poder de las mujeres sobre sus propias vidas. En breve, se habría asistido dentro del espacio doméstico a la expansión no solo de los principios de igualdad y libertad, sino, también, e inducidos por ellos, a un nuevo tipo de pareja confluente basada en relaciones puras (Giddens, 1998; Fraisse, 2007). Hasta aquí y en breve el relato canónico de la tesis de la individualización. Ahora bien, si su plausibilidad se encuentra sujeta a crítica en los países mismos en donde ha sido enunciada (Jamieson, 1998), su veracidad en Chile nos parece particularmente cuestionable. En este contexto nacional, es históricamente más justo hablar de un modelo por lo menos dual: un modelo patriarcal próximo al tradicional europeo y un modelo familiar popular históricamente caracterizado por una mayor informalidad. Una división que a la vez que alimentó variados intentos de rigorismo moral, sobre todo pero no solamente en dirección de los sectores populares, en los que el modelo de la pareja conyugal participó de un proyecto de disciplina social (Valdés, Caro y Peña, 2001; Salinas, 2006). Si esta dicotomía ya no permite describir en la actualidad lo esencial de las configuraciones en acción, al menos en lo que concierne a la morfología de las familias, su realidad invita a inscribir, ya en el pasado, la situación actual en un relato distinto al de la tesis de la individualización. Por otro lado, y esto es lo esencial, cuando se aplica la perspectiva de la individualización se tiende a subrayar en exceso los criterios modernotradicionales para dar cuenta de los conflictos e hibridaciones en curso al interior de las relaciones de pareja (Valdés, Castelain-Meunier y Palacios, 2006; Sharim, 2005). En este marco, la interpretación dominante, en los escasos estudios disponibles sobre Chile, es que la pareja se encontraría impactada por las transformaciones en las identidades de género asociadas a los cambios estructurales, entre los cuales, también aquí, el ingreso al mundo laboral y la ganancia de autonomía tendría uno de los papeles más relevantes. Sin negar la importancia del debate moderno/tradicional, nuestro material arroja una conclusión bien distinta: la conyugalidad debe ser comprendida menos desde la perspectiva de aquella tensión, y mucho más por la existencia de tres grandes ideales en conflicto (la Protección, la Fusión, la Independencia), los que no pueden reducirse al eje antes
mencionado. Ideales que en su función imaginaria, y sea cual fuere su parecido con modelos existentes en otras sociedades (Chaumier, 1999), toman carices muy particulares en el contexto de la sociedad chilena actual, y que sobre todo cortan transversalmente el debate entre la modernidad y la tradición. En cada uno de estos imaginarios es posible observar, en efecto, aun cuando en dosis distintas, elementos tanto “modernos” como “tradicionales”. Es desde estos universos culturales disímiles que se construyen configuraciones conyugales altamente singularizadas: los individuos armonizan sus vidas reales de pareja, o por lo menos lo intentan, circulando, de manera contradictoria, entre ellos. Un proceso en el cual, es posible reconocer, empero, la preeminencia –conflictiva– que le corresponde, por lo general, a la Protección sobre los otros dos. La pareja, el dinero, el poder: protección vs. independencia Toda relación social está atravesada por el poder. Pero no toda relación social hace del poder el objetivo central de un vínculo. Entre estas dos afirmaciones se juega el destino del poder en la pareja. Entre el discurso de aquellos que pretenden que el poder no existe gracias al amor (Paz, 2006) y quienes solo ven poder y dominación en los intercambios amorosos (Jónasdóttir, 1993), se halla la realidad efectiva, banal y cotidiana del poder dentro de la vida conyugal. En la sociedad chilena actual, las relaciones de fuerza entre cónyuges se evocan con mucho énfasis, especialmente entre las mujeres. Isabel (CM) intentó explicarlo: “Mira yo veo a esas parejas mayores, en donde él está viejito sentado y la viejita, ya chuñuscos, setenta, ochenta años, no me vengan a contar de que no han tenido problemas; lo más probable es que hasta tengan dormitorios separados, pero por algo se mantuvieron, es porque alguien resistió más, porque uno de los dos cedió más… Y yo sé que tú y yo sabemos (dirigiéndose a Kathya Araujo) quién. Porque normalmente quien cede, ‘normalmente’ es la mujer. Es extraño que el hombre sea el que ceda, el que otorga es más que nada la mujer. Esta sociedad es machista”. Si es cierto que no se entra nunca en la economía subjetiva de una pareja, sin embargo, y en lo que atañe a nuestro propósito actual, es posible describir algunas de las facetas de estas relaciones de fuerza siguiendo como señuelo el rol que el dinero ejerce en tanto que mecanismo de poder. Que alrededor del dinero se juega algo esencial, lo revela el que a pesar de
la generalización de las dificultades económicas, la inconsistencia posicional en el país, y la dificultad creciente de muchos varones en asumir un rol de proveedor familiar único, hasta 60% de chilenos entrevistados en una encuesta CEP efectuada en el 2002, declaraban una actitud negativa frente al trabajo remunerado de la mujer, un porcentaje que llegó hasta el 79% de las personas con escaso nivel de instrucción. Alrededor del control del dinero, las asimetrías jerárquicas y los juegos de poder conyugales son particularmente fuertes y visibles,266 y lo son porque activan la tensión entre los ideales de Protección e Independencia. Si el trabajo es uno de los temas menos abordados en las conversaciones familiares (Testenoire, 2009), por el contrario, el dinero es un elemento omnipresente en la vida de las parejas. Alrededor de él se estructura un conjunto muy sutil de afectos y de intercambios. Estudiando, por ejemplo, las relaciones que existen entre el dinero y la intimidad, Viviana Zelizer (2005: 20-29) muestra cómo la articulación entre ellos da lugar a configuraciones muy precisas y muy distintas en el seno de cada familia, engendrándose una gran variedad de relaciones, marcadas por grados específicos de confianza, de posibilidad de perturbar o herir al otro, de gobernarlo. En nuestras entrevistas, el tema del dinero fue en muchos casos espontáneamente abordado y descrito, por lo general, como un elemento de pugna y de poder en la pareja.267 LA “PLATA COMO PODER”, en su versión más cruda asociada al par dominación masculina y subordinación femenina, aparece casi exclusivamente en los relatos de las mujeres de sectores populares. Es posible que situaciones similares sean vividas por mujeres de capas medias; sin embargo, entre nuestras entrevistadas de este sector, el tema no fue evocado sino en un solo caso.268 Entre las mujeres de sectores populares, por el contrario, la situación de asimetría de poder articulada en torno al dinero aparece como una evidencia cotidiana, incluso cuando las mujeres desarrollan una actividad económica: “Ese es el pensamiento de las mujeres cuando le temen que el marido se vaya o que las deje, porque, de partida, tienen una dependencia económica enorme, y no es fácil juntar plata cuando tú tienes que mantener un hogar y tienes que tener tus cosas” Daniela (SP). La subordinación y la dependencia hacia el marido se evocan constantemente en un contexto en el que la Protección en su versión
asimétrica jerárquica se impone sobre la Independencia. En estos casos, el dinero funda y sustenta de manera inequívoca el poder masculino en el ámbito doméstico. El dinero y la asimetría de recursos materiales que impone, han sido un pivote principal de la desigualdad en la relación. Como lo cuenta Loreto (SP), “yo siempre era menos que mis parejas, estas parejas tenían un colchón de seguridad mayor que la mía, siempre estaban titulándose o titulados, entonces siempre era mejorada su situación a mi condición de precariedad, entonces en estas relaciones se daba la relación de dominio”. Sin embargo, la lectura que se desprende de estos relatos por justa que sea, es incompleta. En efecto, si en este modelo el hombre se arroga el rol de proveedor más o menos exclusivo, la gestión ordinaria del presupuesto familiar revela una situación distinta. Aquí también la especificidad de los sectores populares es de talla.269 El tema es lo suficientemente importante para que muchas de las entrevistadas lo cuenten y lo comenten con detalle. Ellas son las administradoras patentadas del presupuesto familiar. Paula (SP) nos cuenta, por ejemplo, que ella administra la plata porque a él “le pagaban un día y ya mañana no tenía ni un peso, y me decía ‘y no sé qué hice con la plata’. Entonces, después, me dijo ‘vamos a optar por otra cosa, yo te voy a pasar la plata a ti y tú la administrái mejor’. Y, así, no hemos tenido problemas, gracias a Dios”. Los testimonios concuerdan.270 ¿Cómo interpretar conjuntamente estas dos experiencias radicalmente opuestas? Por un lado, el dinero engendra una actitud de poder casi despótica. Por el otro, el dinero alimenta una delegación cuasi absoluta de su gestión. La economía doméstica es el teatro de un juego de roles en donde se ejerce y se matiza el poder masculino. En el ámbito familiar, y entre los sectores populares, la lógica es abiertamente bifronte. Hay a la vez que afirmar la dependencia económica de la mujer, quitándole toda independencia (prohibiéndole, por ejemplo, que salga a trabajar), y, al mismo tiempo, y dados los imperativos de la vida cotidiana (“la mujer es la que sabe los gastos que hay en casa”), dotarla de un poder efectivo de gestión. El hombre asume, en medio de limitaciones económicas sensibles, su rol de Protector; la mujer conserva, en medio de una dependencia más o menos aguda, márgenes de iniciativa. Esta lectura subraya el espacio de independencia que la delegación otorga, especialmente si tomamos en cuenta la relevancia que le dan las propias mujeres y el énfasis con que lo
incorporan en su presentación de sí. En este sentido, la delegación cumple una función de dignificación importante. Sin embargo, una interpretación positiva como ésta requiere ser inmediatamente matizada. Estos espacios relativos de independencia se inscriben en el marco más general de una economía de escasez y no solo como una transferencia efectiva de recursos de poder. DENTRO DE ESTE MODELO UNA TRANSICIÓN ha ocurrido. ¿De qué se trata? De la realización de uno de los más tenaces y ancestrales temores masculinos; a saber, que el ingreso de las mujeres en el mercado del trabajo en situación de asalariadas o de trabajadoras independientes termine erosionando el poder de los maridos (Valdés y Araujo, 1999). La evolución del capitalismo en las últimas décadas debilitó el patriarcado. La independencia femenina con respecto a los maridos, como Simone de Beauvoir (1981) lo anticipó, pasó por la generalización progresiva de la actividad económica de éstas, y, más tarde, por un conjunto de políticas públicas que consolidaron esta independencia. Por supuesto, esta independencia económica con respecto a los maridos no se confunde con la emancipación plena de las mujeres, pero ella ha cuestionado seriamente la lógica de sumisión. Primer signo inequívoco de la transformación de poder en curso, el reparto de los dineros deja de estar al libre arbitrio del hombre. Como lo venimos de señalar, en el modelo más asimétrico, su ejercicio pasa por una delegación efectiva, pero en el origen de esta delegación se encuentra la voluntad masculina soberana. La situación se modifica. El reparto es una negociación, a veces una lucha. “A mí me criaron siendo independiente, entonces, como se dice vulgarmente, ‘me gusta llevar el cencerro’ y, lamentablemente, a mi pareja también le gusta llevar el cencerro, entonces, ahí es donde hacemos cortocircuito” Carmen (SP). Para tratar de evitar estos conflictos y los desacuerdos asociados al uso del dinero, sobre todo cuando las familias o los amigos respectivos se invitan en el reparto, algunas parejas tratan de innovar. Para regular este problema, Elena (CM) organiza, por ejemplo, una verdadera mini-ceremonia conyugal. “Cuando llegan las platas, que nos pagan el mismo día, nos juntamos los dos arriba de la cama a poner el sobre, que yo soy tan ordenada (ríe), más o menos ya sabemos los gastos de cada cosa, entonces son quince lucas de luz, claro, esto pa’ la bencina,
esto pa’ la comida, esto pal’ arriendo y dividimos todo y lo que sobra, una plata se va pal’ ahorro del departamento que queremos comprar ahora, otra cosa para gastos de carretes y de cosas así como entretenidas, lujos en el fondo, un copete rico, cosas x y las mesadas de cada uno”. Lo importante en la repartición, por supuesto, son las mesadas de cada uno. “Mi mesada (ríe) se gasta en taller de yoga, taller de orfebrería que empecé ahora, en eso como que se me va la mitad de mi mesada… y gustitos también como de comprarme algo que no necesito y que me gusta o que puedo comer en un lugar caro”. Lo importante a notar es la lógica de conflictividad que se relata. El dinero es un indicador de los cambios operados en la pareja y que ninguna ecuación estándar logra describir. Para algunos, el dinero, y más allá de él, las carreras profesionales de uno y otro, pueden engendrar procesos de competitividad en el seno de una misma pareja, lo cual puede conducir, como fue la experiencia de Alicia (CM), a la disolución de la relación. Pero en muchas otras, y en proporciones probablemente inéditas con lo que fue la experiencia en el pasado, el dinero es una fuente nueva de poder. Sobre todo cuando la mujer termina teniendo mejores ingresos que el marido. Susana (CM), confrontada a una situación de este tipo, explica el tacto permanente del cual debe hacer gala en su matrimonio: el hecho de que “la mujer pueda ganar más lucas que el marido, igual es súper complicado. Hay que ser súper sutil, pero yo creo que antes eso era pecado mortal, ni una posibilidad de que ocurriera”. Ya no es pecado mortal. No es posible minimizar lo que este cambio implica, pero, sobre todo, lo que supone en dirección del ideal del Protector asimétrico jerárquico y sus privilegios de poder. La mujer descubre, para emplear el término que fue tantas veces usado por las entrevistadas, que no necesita más del marido. “Entonces ahí ya la mujer empieza a pensar que ya no necesita al marido. Y te lo digo, he escuchado a mis amigas decir, o sea ‘yo no sé por qué estoy con él si lo miro en la noche y lo veo tan viejo. Y digo, pucha le tengo cariño pero en realidad no sé por qué estoy con él, si ya no lo necesito’” Gabriela (CM).271 Esta inversión de las relaciones de poder entre los géneros produce incluso representaciones más o menos fantasmáticas, particularmente visibles a propósito de relaciones sexuales pasajeras. Ciertas mujeres, al decir de algunos hombres, manifestarían actitudes que hasta hace poco eran consideradas exclusivamente masculinas. El tono de los relatos no termina por decidirse
entre la sorpresa y la ofensa. Guillermo (SP), cuenta de “un affaire que tuve; a ella le gustan los affaires, y ella no quiere proyectarse con nadie y vivir con nadie más, y ella habló con una amiga de ella, y la amiga le dijo ‘quédate sola y déjamelo a mí’ (ríe), porque ella no está dispuesta a comprometerse”. Algo que no deja de producirle extrañeza. Eduardo (SP) da un testimonio en la misma veta, pero sin duda con más enojo cuando evoca una relación con una mujer “bien independiente. Ella quiere terminar su carrera, ganar millones de dólares, comprarse un auto, tener una hija, tiene como el panorama armado de aquí pa’ adelante. En ese tipo de cosas yo soy solamente el amante por decirlo de alguna manera, ¿cachái?, soy el amante, llego en el momento dado los fines de semana no más y le ponemos sexo y eso”.272 COMO ERA DE ESPERAR, SON SOBRE TODO LOS HOMBRES los que expresan la transformación del poder en curso con cierta amargura. Descubren una realidad que durante mucho tiempo temieron. A saber, que la independencia económica de la mujer trastroca el juego de poder de la pareja. Aldo (SP) lo expresa con sinceridad: “Por eso le digo, la mujer trabajando piensa diferente a una mujer que no trabaja. Al final se van cambiando sus pensamientos, la mujer depende de su dinero y uno tiene que mirar y tener más cautela en todo”. Patricio (SP) lo enuncia con más violencia e incluso rencor. Para él, la pareja se ha convertido en un puro lugar de poder: “Teniendo el poder adquisitivo interesa una raja lo que piensas tú, perdóname la expresión”. Entre los hombres de sectores medios una posición así de explícita aparece solamente cuando la función de proveedor está completamente puesta en cuestión. Mientras que el lugar de proveedor principal no es conmovido, la tendencia es a presentar posiciones más comprensivas y de mayor aceptación. Cuando lo entrevistamos, Néstor (CM) conocía una fase de desempleo y de irregularidad de ingresos. La inseguridad afectó su vida marital. “El tema de la inseguridad, el hecho de no tener ingresos, eso se traslada un poco a la inseguridad en la relación. O sea la presión que existe de ‘hagamos esto, hagamos lo otro’, a ver ‘sí, po’ yo estoy poniendo la plata, tú no; entonces, eso genera conflicto’”. El relato es explícito. El hecho que él no tenga ingresos en el momento de la entrevista, es un tema “que cobra relevancia en este momento. Es una herramienta de presión (ríe)… Es el que toma las decisiones definitivamente. O por lo menos es un elemento de
negociación”. La risa cede pronto el paso a un relato más oscuro. Sí, el despido “me complica en el sentido que me empieza a decir (su pareja) ‘no, pero haz esto’ ‘haz lo otro’, ‘haz lo de más allá’ ‘postula aquí’. Se convierte en una presión muy fuerte”. La consolidación de una actividad asalariada femenina desestabiliza profundamente los antiguos acuerdos tácitos y las dinámicas internas del ideal del marido-protector en su versión asimétrica jerárquica. Detrás de los conflictos de dinero que hemos señalado es posible ver la coalición entre el viejo ideal hegemónico del Protector y las transformaciones que en términos de independencia e igualdad han conocido las mujeres. Un nudo. La pareja no es necesariamente un campo de batalla, ya lo dijimos, pero hoy debe lidiar con el problema estructural de ser un campo de juego entre voluntades dispares con poder. ¿El poder femenino? El cambio actual desestabiliza el acuerdo tácito que se estructuró alrededor, por un lado, de una representación sobreexagerada de la potestad masculina (el machismo) y, por el otro, un rol activo, pero relativamente invisible, de poder entre las mujeres. La estilística cotidiana de muchas parejas estuvo, así, orientada a gestionar esta realidad contradictoria, a saber, que en el ámbito doméstico la mujer es “todo” y el hombre “nada”, pero que, dadas las representaciones sociales dominantes, era preciso que el hombre, en público, “sea algo” y la mujer un “poco menos” que él.273 La mujer estaba obligada a poner en práctica una estética de relaciones con el fin de dar la apariencia en el seno de cada pareja de respetar este código social. Margarita (SP), sonriéndose, nos lo explica con detalle: “Trato yo de aceptarlo como es y él aceptarme como soy, o sea, en el sentido que yo le tengo que aguantar cosas que él dice, ya como decimos muchas veces, uno tiene que ser inteligente, hacer que el hombre piense que él manda…”. Pero “claro, al final yo siempre he hecho lo que he querido”. Detrás de una indudable continuidad, los relatos revelan un cambio de tono. La gestión doméstica no se enuncia ya solamente como una relación de sujeción sino también como un espacio transparente de poder femenino.274 La puesta en escena de las relaciones de pareja, sin descuidar asimetrías de poder, tiende a ser matizada al hacer aparecer de manera
más legítima el ejercicio tradicional de poder femenino. “Jorge es cero machista; cero machista entre comillas: me deja funcionar a mi manera o si no lo mato. Pero le gusta que la casa esté bien, le gusta que lo regaloneen, es regalón, él paga por tener una nana porque él no hace nada… no tiene idea de hacerse un huevo frito, no tiene idea… Es un encanto, yo lo quiero, lo amo hasta el último medio hueso, pero es fregado” Magdalena (CM). En otras, incluso, es posible la afirmación pública de una nueva línea de mando: “Mi matrimonio yo lo manejo así”, dice Mariana (SP). “Cuando me casé le dije, mira nos vamos a casar, pero las cosas se hacen así ¿cierto? Sí, me dijo, bueno. Y así ha sido”. El tránsito del poder en curso, y el profundo cuestionamiento que implica a la figura masculina tradicional, tiende a ser expresado por algunos de los entrevistados con humor, una manera hábil de reconocer públicamente la abdicación de toda iniciativa familiar. Juan (CM) lo cuenta risueño: “Ropa compro poca, porque como típico hombre la mujer lo viste a uno, te traen un día zapatos, te visten a lo que ellas creen que es tu look, pero ahí yo no peleo”. Para hacernos entender hasta qué punto el asunto es “grave” (o sea, hasta qué punto en su casa manda su mujer), Felipe (CM), también con humor, explica: “Mira, yo pillé a la nana que me tomaba el copete, pero la pillé, hueón. Yo hoy día tomo re-poco, pero en una época en que me gustaba tomar buen whisky y la hueá y yo decía: ‘no puede ser, no puede ser’. Yo le decía ‘Mariana, la nana…’ ‘pero cómo y la hueá’ (ríe). Le dije ‘le voy a marcar el trago’ y la pillé, hueón, la pillé… y (me dijo) ‘tú no te metas’, ni siquiera eso pude dominar, no, calladito, hasta que un día hasta curada la encontraron… Yo la verdad de las cosas del telemanejo doméstico…”. Se ríe, nos mira y agrega. Apasionado de fútbol “hueón, yo en una época llegué a jugar el domingo y el sábado, tenía que dejar una foto en la casa… y bueno, me leyeron la cartilla y se acabó no más…”. Se acabó no más. En otros términos, la pareja se produce en el entrecruce de un aumento de espacios efectivos de poder femeninos y una mayor legitimación del poder tradicional de ellas. El horizonte de la pareja fisional La conciencia de que la pareja es mortal hace hoy parte del sentido común.275
Pero los fantasmas que acompañan a esta mortalidad no son homogéneos en todas las sociedades. En este punto, nuestro material de investigación arrojó un resultado particular. Los fantasmas conyugales y las separaciones efectivas de pareja estuvieron asociados de manera masiva con un factor: el adulterio. En efecto, el adulterio como experiencia o como fantasma hizo constantemente parte de las narraciones de nuestros entrevistados, al punto de poder considerarlo como un elemento revelador de las dinámicas actuales de pareja.276 El adulterio tiene significaciones distintas. La afirmación puede parecer contraintuitiva (¿no se trata acaso simplemente de un engaño al cónyuge?), sin embargo, muchos estudios han mostrado, en este punto, la existencia de distintas lógicas. Lógicas que se explican en función de diversos modelos conyugales (Bozon, 2002; LeVan, 2004). A veces, por ejemplo, es la perennidad de la relación lo que es un valor en sí mismo; en otros, es la satisfacción de cada uno de los miembros de la pareja y la calidad de la relación lo que prima. A lo anterior se añade una dificultad suplementaria: la infidelidad es particularmente difícil de evaluar. Su definición es susceptible de ser muy elástica subjetivamente. ¿Cuándo empieza verdaderamente la infidelidad? ¿Cuando se fantaseó; cuando se ingresó en un juego de seducción; cuando se iniciaron las relaciones sexuales; cuando se instauró la relación en la duración o cuando intervinieron los afectos…? (LeVan, 2010). El problema de la fidelidad reside, también, en que la sinceridad se lee hoy en relación no solamente con una norma moral intangible sino en referencia a un ideal ético personal. Hay que ser honesto con el otro, pero es preciso serlo también en relación consigo mismo. A la mentira hacia la persona amada se le contrapone la mentira hacia sí mismo. El adulterio cambia de significación: es a la vez una traición hacia el otro, y una exploración de las múltiples facetas del yo (De Singly, 2000). El proceso está lejos de ser unívoco. En todo caso, la fidelidad en Chile, como en otros lugares, es un valor.277 Ernesto (SP) lo expresó con ahínco. De su relación de pareja dice que él es “incondicional, y yo me tomo un trago pero soy incondicional, cuando tú engañas a tu señora, tú ensucias tu sangre, no vas a pasar a ser nunca el mismo, nunca”. Pero, por otro lado, y sin que esto cuestione la condena del adulterio, la fidelidad es un valor percibido siempre en riesgo. La alerta a esta amenaza es tan alta que atestigua que la fidelidad es una virtud concebida
como frágil. En el contexto de la prueba conyugal el adulterio puede analizarse desde dos grandes perspectivas. En primer lugar, es posible advertir en su problematización la tensión, más bien el cortocircuito, entre el ideal de la Protección (en su versión asimétrica), las presiones de la Independencia y las exigencias del ideal de la Fusión romántica. En segundo lugar, la centralidad de la inquietud manifestada hacia el adulterio entre nuestros entrevistados invita a proponer una interpretación social e histórica respecto del vigor de los celos en el país. El adulterio: desencuentros entre ideales El adulterio en el contexto de la asimetría relacional tiene una larga historia en el país. Fue un símbolo del poder masculino y de la tolerancia del orden social al deseo sexual masculino. La “amante” encarna a cabalidad esta situación. Refiriéndose al pasado, e incluso a experiencias en sus propias familias, algunos entrevistados lo evocaron: “En Chile somos campeones del doble estándar. Sabíamos, por ejemplo, que había mucha gente que tenía una, que estaba separado, digamos, o que tenía una relación, digamos, paralela” Ricardo (CM). Sin embargo, si es cierto que situaciones de este tipo aún existen, no es bajo esta modalidad de tolerancia consuetudinaria que el tema fue abordado (Centro de Estudios Sociales y de Opinión Pública de la Universidad Central, 2011). El juicio sentimental, en oposición retórica al pasado, aparece como más severo. Explicitémoslo sirviéndonos del modelo del doble estándar tradicional. En él, la asimetría de poder entre los cónyuges, en el marco ambivalente de la Protección masculina, llevaba a que las mujeres tuvieran que aceptar situaciones dolorosas. En un universo abiertamente asimétrico, la infidelidad podía percibirse como el costo de la protección femenina. Obviamente, y en este mismo contexto, toda veleidad de adulterio femenino en la medida en que venía a cuestionar la jerarquía de poder entre los sexos era intolerable. El “cornudo” simbolizaba bien este universo, en donde el desaire recaía sobre aquel que era incapaz de defender su honor (Lavrin, 1991; Rivière, 1967). En el universo de la Protección asimétrica jerárquica, el adulterio es un asunto de poder, no de sinceridad. Por ello, lo esencial no es el estado real de la relación conyugal, lo importante es que no se atente contra el honor y la asimetría que la sustenta, incluso si esto supone, como lo
atestiguan tantos crímenes pasionales cometidos en nombre del honor, el recurso a la violencia (Goivovic, 2006; Katz, 1977). Todo esto cambia, y lo hace con la cobertura retórica del imaginario de la Fusión. El amor aquí impone una lectura muy distinta del adulterio.278 Si, por un lado, los amantes reciben una legitimidad cultural inédita (los individuos obtienen un espacio en el cual se reconoce la legitimidad del amor incluso por fuera de los compromisos institucionales), el significado del adulterio, esta vez desde el matrimonio agraviado, se reviste de una nueva connotación: la traición no es estatutaria sino personal. En su nombre, el adulterio se vacía de la antigua tolerancia social y de la sumisión femenina que gozaba. La posición se asume claramente en nombre de la nueva autoimagen adquirida por las mujeres. La contraposición con el antiguo modelo abiertamente asimétrico –“el de las madres”– es explícito. “Me casé enamorada y me separé enamorada también; sí, lo que pasa es que yo soy de la idea que uno le puede aguantar cualquier cosa a un hombre que es el peor defecto que tenga, pero si el defecto es otra mujer, no” Susana (CM). Una decisión que inscribe en un cambio de épocas: “Yo creo que las mamás de uno las aguantaban o era más una norma (las infidelidades), que lo que es ahora, ahora eso ocurre y queda la escoba”.279 El adulterio deja de ser principalmente un asunto de poder y de amenaza estatutaria, y se convierte en un asunto de traición personal, puesto que desde este imaginario amoroso, la autenticidad de los sentimientos es el principal criterio de juicio de una historia de amor. En ella, la mentira hacia la persona amada no tiene cabida. La fusión implica ser uno y la mentira tiene un efecto profundamente fisional. Es la sinceridad hacia la persona amada lo que define el perímetro del amor. El centro de lo inaceptable es el engaño. Mariana (SP) lo enuncia así: “Yo siempre le he dicho, el día que tú me decepciones, dímelo porque hay solución. Pero, engañada así, hacer más daño, o hacer una cochinada, eso no, no, no”. El adulterio traiciona un compromiso de transparencia mutua. Transforma el acuerdo inicial, quiebra afectos. Frente a la traición y desde el influjo de este ideal, la separación se impone como un destino. Incluso cuando es difícil por razones económicas, morales o afectivas. La separación, nos dice Cristina (SP), “fue súper difícil para mí, venía de una familia tradicional, nadie de mi familia era separado, por lo tanto pasé a ser, entre comillas, la oveja negra de la familia y la verdad es que yo, no, no… Pero se dio (el adulterio) y no pude, y pasó que no, no
soporté. Hubo de por medio una infidelidad de parte de él y la verdad es que eso lo rompió todo, yo no lo pude superar y nos separamos”. El cambio en las relaciones de género no admite de manera tan simple ya el marco de la asimetría desde la cual, y en nombre del ideal ambiguo de la Protección jerárquica, durante tanto tiempo, se pudo imponer el doble estándar asimétrico masculino. El adulterio fue, ayer, y para los hombres, una solución en la vida conyugal: el adulterio es hoy, y para todos, un problema conyugal. Apuntes para una sociología de los celos Para entender la significación más importante del adulterio es necesario poner atención a la fuerza de los fantasmas respecto a las tentaciones fisionales que acechan hoy a la pareja. El adulterio abre a una sociología de los celos. Por cierto, éste es un sentimiento de muy larga data en la historia de las pasiones humanas y, sin lugar a dudas, su existencia no es ninguna novedad en la sociedad chilena. Pero lo que resulta interesante es interrogar el lugar que este sentimiento es susceptible de tomar en un contexto histórico particular. En este marco y para empezar, su inusitada frecuencia en las narraciones de las personas entrevistadas hace posible tomarlos como un analizador privilegiado del estado efectivo de las relaciones sentimentales entre hombres y mujeres en Chile hoy. Los celos expresan el temor de que el compañero o compañera se vaya o se involucre con otro. Los celos, en su expresión más sexual, señalan una aprehensión de índole posesivo-carnal, y tras ella, el temor al fin de un ideal fusional. Los celos revelan, también, el miedo a perder la seguridad y estabilidad procurada por la pareja. Los celos, asimismo, están allí para mostrar el riesgo constante de la frontera borrosa entre la independencia y la indiferencia.280 No nos referimos por cierto a individuos celosos. El discurso sobre los celos no puede ser reducido a una cuestión idiosincrática: éste tiene significaciones colectivas que es relevante desentrañar, aunque dada la novedad del tema y el hecho de que se requieren más estudios específicos sobre él, esto implique hacerlo con un máximo de prudencia. A partir de un registro histórico, se está frente a la larga tradición del imaginario del vagabundeo sexual masculino presente en el país, e incluso al rol que el adulterio ha tenido, sobre todo entre las mujeres, en tanto que rebelión contra el código moral familiar (Salazar y Pinto, 2002: 115-116).
Desde aquí, es posible hacer la hipótesis de que el mito de la madre y del huacho (Montecino, 2007; Salazar, 2006), y la presencia de una memoria colectiva en torno a la imagen del “roto” como padre huidizo y cónyuge escurridizo (Salazar y Pinto, 2002: 53) participan, a su manera, en sostener la realidad de los celos. Pero, más allá de las hipótesis históricas que puedan construirse, sociológicamente la generalización de los discursos de los celos se sitúa en la encrucijada entre, por un lado, la centralidad de la familia y, por el otro, la toma de conciencia progresiva de las fragilidades que atraviesan a la pareja. Fragilidades que enuncian, a su manera, por un lado la difícil estabilización conyugal y por el otro, el extraño sentimiento de vivir en medio de lo que es posible caracterizar como un acecho sexual generalizado. [A] Los celos como confesión de la desestabilización conyugal. En primer lugar, la centralidad de los celos puede interpretarse como un mecanismo que confirma el sentimiento de estar viviendo en un universo en donde la pareja tradicional se encuentra particularmente desestabilizada. En rigor, son necesarios trabajos suplementarios al nuestro para comprender las modalidades por las que el habitual control masculino se tiñó en el pasado, y se tiñe hoy día, de celos a medida que, justamente, la independencia de la mujer se incrementa. Verónica (SP) explica el fracaso de su convivencia de dos años por razones de idiosincrasia: “Estamos hablando de un hombre muy machista, y yo no podía tolerar que alguien viniese a manejar mi vida, a controlarme”. Sus experiencias la llevan a afirmar que “lo más difícil en una pareja son los celos, yo creo que es una enfermedad, una debilidad, una inseguridad, porque lamentablemente en mis relaciones ese factor era el que más pesaba. Como yo soy extrovertida, amistosa, no soy muy apagadita, entonces era muy complicado”. Independiente. Su independencia, su apertura, activan la fragilidad emocional de sus compañeros. La fragilidad percibida en la relación de pareja y, quizás, la nostalgia por un modelo más asimétrico de conyugalidad, se expresan como celos.281 En muchos relatos, detrás de los “celos” lo que se enuncia es pues una voluntad de control y el anhelo de restringir posibles márgenes de independencia femenina. Es así como, por ejemplo, Margarita (SP) solo pudo desarrollar de manera esporádica una actividad laboral “porque él (su marido) como hombre machista tenía el concepto de que si las mujeres trabajaban eran las mujeres que iban a engañar al marido. Y a mí eso me daba rabia, porque yo le
decía ‘mira, si yo te quisiera engañar pa’ mí es más fácil engañarte estando aquí en la casa que saliendo a trabajar po’. Yo le decía ‘mira, piénsalo, que si yo trabajo no voy a tener tiempo para un amante porque voy a tener que hacer cosas” (ríe). [B] Los celos y el imaginario del acecho sexual permanente. La segunda gran interpretación de los celos conduce a lo que es percibido como un riesgo constante. La vida de la pareja es vivida, por muchos, a la sombra del fantasma de acecho sexual constante. Mariana (SP) nos confiesa riendo, por ejemplo, que ahora que su marido está en el extranjero trabajando, cuando reza le pide a Dios “que me niegue toda tentación carnal, porque humana soy”. Un temor exacerbado por el jardinero de la casa en la que trabaja como nana, quien le dice “‘ah, ¿y usted cree que le va a ser fiel…?’” “Sí”, le digo yo, antes de corregir ‘sí, creo’”.282 La seducción aparece como un verdadero código relacional, un modo de relacionarse con los otros.283 Un arte que algunas mujeres reconocen utilizar explícitamente en el ámbito laboral: “Si la mayoría de los clientes son hombres, entonces tú puedes usar muchas artimañas, ahí hacerte amiga, no sé, coquetear un poco de repente, te haces simpática” Marisol (CM). Sobre todo, y esto es lo más significativo, la seducción es un código usual a ojos de muchos, y esto más allá de que se lo reconozca legítimo o no. La seducción tiene, en efecto, un exiguo espacio de ambigüedad, a tal punto en este aspecto los códigos interpersonales son muy codificados y la significación de las situaciones cargadas eróticamente legibles con facilidad (ir a tomar un café en la tarde o, aún más, aceptar una cena a un hombre tiene una significación inmediatamente equívoca, o sea inequívoca, para muchos…). Para Magdalena (CM), por ejemplo, el equívoco es inexistente. “A mí me da como pena chiquillas que se sienten súper solas y van a tomarse el cafecito y encuentran a alguien y después dicen ‘chuta pero va contra mis principios…’ A ver, flaca, si voy a tomar cafecito, me voy a tomar un traguito, estoy dando la entrada de que estás buscando a alguien, entonces no me vengas con los principios después de que te enamoraste… Tiene que ser antes”. Por supuesto, la seducción así como la iniciativa femenina en asuntos de amor siempre existieron, pero la legitimidad de la iniciativa fue durante mucho tiempo básicamente masculina y, por lo demás, enmarcada por normas sociales más o menos severas. La situación actual sería, si seguimos a muchos de nuestros entrevistados, otra, y daría lugar a un sentimiento de
acecho permanente. Extraño temor: en muchos de los relatos, la pareja se encontraría por doquier amenazada por los avances sexuales tanto masculinos como femeninos. El desorden sexual aparece, entonces, como parte constituyente de la imagen del mundo social cuando éste es percibido desde el punto de vista de la pareja. “Nosotros llegamos aquí y teníamos un grupo de vecinos súper buenos, venían hombre o mujer, a veces nos juntábamos en la calle y nos tomábamos una cerveza, un trago y yo siempre a las mujeres las miraba como amigas o vecinas, pero, entonces, de repente, otras personas del grupo empezaron a intercambiar miradas y yo dije que no porque si el día de mañana seguimos en esto van a mirar a mi mujer y yo voy a perder yo… Y ahí empezamos a alejarnos del grupo”, cuenta Roberto (SP). El relato de Victoria (CM), al evocar las amistades entre hombre y mujer, es en parte similar. “Los amigos que tengo son pocos hombres. Siento que no es fácil, a mí me ha costado, a mí me ha costado no involucrar el tema de la cosa… más atracción”. Lo que importa subrayar no es, por supuesto, la “aparición” de una cultura de la seducción en Chile hoy, sino el hecho de que el erotismo y la sexualidad sean vistos, con tal frecuencia, como una herramienta de asedio externo a la pareja, y por lo tanto una amenaza suplementaria a la conyugalidad y a la familia. Un abanico que va desde la tentación hasta la oportunidad, desde la mirada hasta el abordaje directo, desde el “pinchar” hasta el “pinchar” en toda su ambigüedad, desde el flirt hasta el affaire, desde la inquietud por la apariencia hasta la ansiedad por gustar… Es esto lo que hace que, para tantos, el “sexo” sea un peligro y los celos, una alarma indispensable. La tentación y el acecho “El matrimonio es un tema fuerte para mí, pero pa’ los otros es un tema de que aunque haya matrimonio, aunque haya convivencia si no resulta no nomás po’ y me calenté con otro… porque ni siquiera es que me enamoré de otro, y me voy con ese otro, me embalé con otro y me separo nomás’” sentencia Elena (CM), una joven mujer profesional. En ella, esta visión de las cosas se inscribe en la descendencia de una tradición católica crítica contra la “modernidad” y sus seducciones. A pesar de la desaprobación moral que expresa, la tentación le asusta. “De lo complicado de cachar de que a pesar que tenís una relación sólida y todo mirái pa’l lado, y te gusta un otro y te pasan cosas con otro que no son tu pareja ni son… de tener
también la capacidad de decirle a tu marido ‘oye, ¿sabís’? como que me gusta un poco éste, no me gusta, pero me pasan cosas y no… todos esos lados… Es como complicado, digamos, como mantener… Además que esos otros de afuera no te la hacen más fácil tampoco, como tú eres casada, entonces… no, coqueteo permanente y si agarro… entonces, tampoco es fácil. A mi marido le han ofrecido pero así con claridad la infidelidad y él no lo toma porque es su opción, pero otra persona lo toma po’”. Duda. “Mi marido siempre me dice que es como el anillo de poder y que lo protege y qué sé yo, porque es su opción, digamos. Pero es complicado, es complicado (ríe)… por cómo está el resto, también, o sea, y cada uno buscando su felicidad… también… Si me ven un tipo bueno y me tinca que puedo hacer familia con él, que esté casado o no esté casado es secundario, digamos…”. Testimonio ejemplar: en él se combinan, de manera explosiva, el “nuevo” acecho cultural de la seducción y la “vieja” tentación pecadora de la carne. Dos discursos para una misma experiencia, los celos. *** Terminemos con una nota de optimismo.284 En medio del triángulo trazado por los ideales de Protección, Fusión, Independencia, así como por todos los riesgos de usura y de asechanzas, internas y externas que la cercan, la esperanza en la pareja y el amor conyugal se abre camino. La pareja, nos dicen entonces los testimonios, se quiere más una lucha que una aventura. No es una digresión dentro de la intriga central de una vida. Es, para muchos, por el contrario, el escenario principal de la existencia. Aquel que, para retomar los términos con los que hemos comenzado este capítulo, es la prueba que más trabaja a tantas y tantos; la prueba ante la cual, llegada la noche y hecho el balance de una vida, muchos piensan que se jugará su juicio existencial. Buena parte de los testimonios transcritos en este apartado no solo revelan, por eso, una auténtica profundidad afectiva, sino también se expresaron a través de declaraciones de belleza formal. En todo caso, es en la vida cotidiana que todos enfrentan la prueba conyugal. Es en ella que todos terminan persuadiéndose de que la prueba imposible de la pareja, porque es imposible, y porque no se puede resolver… se resuelve todos los días: la vida.
Conclusión
El objetivo de la imaginación sociológica es describir una sociedad histórica a escala de los individuos. Permitirles comprender el mundo en el que viven, y a través de él, los actores que son y pueden llegar a ser. Se trata, sin lugar a dudas, de un esfuerzo sin término, pues las inquietudes personales son móviles y los desafíos estructurales se transforman sin cesar, pero no por ello se trata menos de la voluntad de diseñar, desde las experiencias individuales y en consonancia con la historia, la cartografía de una sociedad. Al final de este trabajo, no está de más regresar sobre las principales etapas de este proyecto. Describir una sociedad Contrariamente a lo que el uso común y corriente del término “sociedad” pareciera indicar, la sociedad, en rigor, la idea de sociedad, es una representación analítica particular e históricamente situada de la vida social. La vida social se ha desarrollado siempre en grandes conjuntos sociohistóricos, pero no es sino en el siglo XVIII, y en Occidente, que se impone progresivamente una representación política e institucional particular que da forma a la idea de sociedad como sistema. El conjunto sociohistórico es concebido, por medio de la noción de sociedad, como un sistema que se caracteriza por interrelación de las partes y por la afirmación de que la interdependencia de las relaciones sociales tiene efectos sobre la voluntad humana. La idea de sociedad es, desde esta perspectiva, una construcción particular de la realidad que señala que los diferentes ámbitos sociales interactúan entre ellos, como las piezas de un mecanismo o las partes de un organismo, y que la inteligibilidad de cada una de estas piezas es dada justamente por su lugar en la totalidad. Para una teoría de la sociedad, en el sentido fuerte del término, las principales transformaciones sociales deben poder ser referidas a una totalidad de la cual extraen lo
esencial de su comprensión. La sociedad es un sistema.285 La institucionalización de la mirada sociológica ha terminado por naturalizar esta representación. Esta identificación ha hecho que, a menudo, se tomen de facto las fronteras entre los diversos sistemas sociales o instituciones, dentro del Estado-nación, como las únicas pertinentes para el análisis social. Esta idea de sociedad ha entrado progresivamente en crisis desde comienzos de los años ochenta.286 Contra la afirmación largo tiempo dominante según la cual los diversos niveles de una sociedad se “correspondían” o eran “funcionales” entre sí, se impuso la necesidad de dar cuenta de conjuntos sociales más o menos desarticulados, atravesados por dosis crecientes de contradicciones, caracterizados por una yuxtaposición contingente de sistemas sociales cada vez más autónomos entre sí o que conocen una apertura institucional y morfológica importante dada la multiplicidad de las redes que los constituyen.287 La noción de sociedad desde estas perspectivas es más contingente y menos compacta que lo que la noción clásica propuso. El intento emprendido en este libro, como ya lo discutimos en la introducción del primer volumen, se inscribe en esta filiación: traspasar los límites del estudio de la vida social por medio de la idea clásica de sociedad, sin, al mismo tiempo, renunciar a la voluntad de dar con una representación de conjunto de la vida social. Para lograrlo hemos privilegiado la perspectiva de la individuación, es decir, el estudio de los procesos estructurales por los que se produce el individuo en una sociedad. El estudio de esta realidad, por intermedio de las nociones de pruebas y del trabajo de los individuos como operadores analíticos, permite restituir el conjunto de condiciones estructurales que configuran los desafíos y condicionantes comunes a una sociedad al mismo tiempo que la singularidad de las respuestas de los individuos a ellos. La sociedad, desde esta perspectiva estructural, puede ser entendida como una máquina de producción de pruebas comunes, pero, y al mismo tiempo, en cada sociedad se asiste a una alta diversificación de las repuestas de los individuos a estos retos. El carácter común de las pruebas es inseparable de la singularización de las respuestas. ¿Por qué? Porque la vida social tiene una consistencia elástica. En el mundo contemporáneo, y como Marx y Weber lo entrevieron, es imposible desconocer el papel de las
estructuras sociales en el formateo de los desafíos comunes a los que están confrontados los individuos. Sin embargo, reconocer plenamente este aspecto no significa que éstas gobiernan las conductas de los actores. Las pruebas son desafíos, no determinismos.288 Los contextos de acción de los individuos no cesan de variar, los recursos de multiplicarse y, tras ellos, el trabajo de los actores. En otras palabras, si la racionalización es activa a nivel de las estructuras, el proceso no nos encierra en ninguna jaula de hierro. Por formateados que sean los desafíos, éstos, al no declinarse nunca de manera uniforme en la vida social, abren a un abanico plural de respuestas. El espacio para la acción es dado por la textura de lo social mismo. El estudio de la vida social, desde una perspectiva como la enunciada, implica y permite una conversación analítica entre dos niveles: “hacia lo común”, se trata de poner en relación al individuo con la dimensión estructural; “hacia lo singular”, se trata de abrir al estudio efectivo por el cual los individuos de una sociedad se constituyen como individuos –lo que exige abordar las diversas maneras por las que los individuos se encuentran historizados de forma peculiar por las pruebas que enfrentan y cómo las enfrentan. Este libro se ha concentrado en producir una cartografía de la sociedad chilena a escala de los individuos. Se ha abocado a identificar el conjunto estandarizado de pruebas estructurales en acción en esta sociedad, partiendo del trabajo de los individuos. Dicho en otros términos, si el trabajo de los individuos no está de ningún modo ausente en lo desarrollado aquí, no ha sido su objeto principal, él ha sido, más bien, su material principal; ha sido movilizado como vía para arribar a definir el conjunto de pruebas que caracteriza esta sociedad y que le pone marco a los procesos de individuación en juego en ella. Esto nos ha permitido, en más de una ocasión, ilustrar las maneras en que ciertos individuos particulares enfrentaban las pruebas y salían o no airosos de ellas. De hecho, la pluralidad de los procesos por los que se declinan las pruebas en función de las posiciones, identidades o recursos nos obligó a dar cuenta de esta realidad a lo largo de toda nuestra investigación. Y con el fin de respetar la heterogeneidad de las experiencias, hemos abordado la relación entre la historia y la biografía evitando realizar una articulación inmediata y directa entre niveles.
Las pruebas en la sociedad chilena Es a partir del proceso de individuación que esta investigación restituye una visión de conjunto de la sociedad chilena y de sus individuos. No está por ello de más señalar el hilo conductor y las principales etapas del razonamiento desplegado, los que constituyen la trama analítica de la visión macrosociológica que nuestro trabajo devuelve de la sociedad chilena contemporánea. Las nueve pruebas estudiadas se articulan alrededor de cuatro grandes temáticas sociales. La primera temática, abordada en el primer tomo, no es otra que la condición histórica. En las últimas décadas, la sociedad chilena ha sido el teatro de dos grandes revoluciones. Por un lado, un conjunto de transformaciones asociadas con el giro hacia el neoliberalismo efectuado en los años setenta, tanto en un plano político como económico, y que marca la certidumbre del cambio histórico que poseen los actores. Por el otro, un conjunto de reivindicaciones asociadas con la democratización del lazo social: aspiraciones de horizontalidad relacional que entran en choque con una variedad de funcionamientos institucionales e interpersonales que las contradicen. La interpenetración de estos dos procesos, que pueden ser considerados en sí mismos pruebas, describe una condición histórica particular que se declina de manera muy variada a nivel de las experiencias, según los distintos ámbitos de la vida social. En cada uno de ellos, la prueba estructural resultante es no solamente más o menos equidistante de una u otra de estas dos revoluciones, sino que toma rostros particulares en función de las problemáticas tratadas. Sin embargo, por importantes que sean –y lo son– estas dos pruebas, no permiten describir a cabalidad, o sea con todos sus matices, el modo de individuación en plaza. Por un lado, porque el peso de una y otra difiere en función de las pruebas estudiadas, y por el otro, porque dada la consistencia de la vida social, esta marca estructural, por dirimente que sea, se abre a otras influencias sociales y culturales en cada uno de los desafíos abordados. La segunda temática concierne a los lugares y los tiempos. En el caso de la inconsistencia posicional, la prueba se produce por la generalización del sentimiento de desasosiego entre los individuos, derivado de la percepción de que los emplazamientos que ocupan son porosos e inestables. El sentimiento es que todas las posiciones pueden sufrir procesos activos de
desestabilización, lo que implica una “transferencia” hacia los individuos de la problemática de su nivel y tipo de integración social. Esta inconsistencia está fuertemente vinculada a diversos factores, algunos sin duda ligados a transformaciones económicas (flexibilidad en el ámbito laboral, endeudamiento…) pero también con factores políticos, urbanos y de contingencias vitales, y constituye un fertilizante importante del “trabajosin-fin”, mandato y coerción que es el sustrato central, aunque no único, de la prueba tempo-vital en la sociedad chilena. La gestión del tiempo es un desafío significativo porque la vida social está expuesta a una serie de desequilibrios temporales y vitales. Los individuos están obligados a producir una articulación temporal de las diferentes esferas de vida en un contexto en el que el trabajo-sin-fin se instala de facto como imperativo social pero entrando en tensión con la importancia normativa indiscutida de la dedicación a la familia, pero imponiéndose de manera definitiva respecto a otras dimensiones como la participación social, la sociabilidad y el tiempo libre. Como a propósito de la inconsistencia posicional, les toca a los individuos lograr –o no– articular estas tensiones. Por su parte, y ya en el presente volumen, la tercera temática hace referencia a las maneras como se articulan esfuerzos laborales y recompensas en la sociedad chilena. La flexibilidad laboral, la competencia generalizada entre asalariados y las transformaciones del sentido del trabajo, consecuencias del giro neoliberal, ponen marco al trabajo leído como prueba, un desafío que no puede ser comprendido a cabalidad sin, al mismo tiempo, tener en cuenta cómo es tallado por las aspiraciones de horizontalidad que topan con modelos de interacción jerárquicos y antagónicos, pero sobre todo por la tentación, de múltiples aristas, de la desmesura laboral. El trabajo como prueba está, así, marcado por sobre requerimientos temporales, trayectorias profesionales inestables, culturas y ambientes laborales signados por el conflicto y la irritación, frustraciones salariales y exigencias altamente individualizadas de producción de sentido. En este registro, la justicia es otro ámbito de prueba, y lo es, principalmente, en torno al reconocimiento diferencial del mérito. Alrededor de él se constituye una tensión entre el imperio creciente del ideal de la competencia y un conjunto de experiencias sociales que ponen en cuestión la realidad de este principio. La prueba del mérito somete así a los individuos a una presión individualista de nuevo tipo, a una exigencia de
justicia más personal que colectiva, en verdad a un sentimiento de frustración que enhebra sin solución de continuidad experiencias individuales y juicios críticos hacia el colectivo nacional. La cuarta y última temática, estudiada a través de tres grandes pruebas, concierne a las relaciones sociales, desde las más anónimas hasta las más íntimas. El primer gran desafío concierne a las relaciones con los otros. Las expectativas de horizontalidad del lazo social, las lógicas de competencia y de usura que impone el modelo económico y productivo, los nuevos contenidos de la concepción de justicia, complejizan los códigos y la legitimidad de las lógicas interactivas. Ello fricciona las relaciones con los otros, principalmente anónimos o a mediana distancia, y eleva la magnitud de las expectativas depositadas en los otros más próximos, generando formas diversas pero constantes de irritación: ya sea por la desconfianza, por la decepción, por la amenaza física y moral o por la competencia que ellos encarnan. A este reto se le añade la problematización de la relación con los otros más significativos en el marco de la familia. La familia es probablemente el ámbito institucional más importante en acción en la sociedad chilena actual, y ella es una prueba múltiple para los individuos. Dos de sus facetas son particularmente relevantes. La primera está asociada a las relaciones intergeneracionales (sobre todo padres e hijos), a la sociabilidad y a la función de ayuda intrafamiliar. En esta primera faceta, la prueba familiar se carga de demandas de protección frente a la incertidumbre de la vida social, al mismo tiempo que las aspiraciones de horizontalidad relacional, los modelos individualistas de la competencia, las demandas de respeto personal, conducen a vivir la familia como lugar de encierro y asfixia por el encorsetamiento estatutario que impone, dada la pregnancia de los patrones institucionales y de los roles que exige que cumplan los individuos. La segunda faceta de la prueba familiar, la conyugalidad, es un desafío que, sin menoscabo de lo que precede, posee un componente específico. La prueba conyugal se organiza desde ideales de pareja que estructuran expectativas contradictorias entre sí, obligando a los individuos a encontrar modalidades singulares de articulación entre imaginarios y experiencias. La prueba de la conyugalidad revela el agudo desconcierto al que se enfrentan los actores en un momento en que las dimensiones estatutarias en este ámbito se debilitan dada la sobrecarga de demandas de igualdad que
ingresan en este campo. El listado de las pruebas que venimos esquemáticamente de resumir no tiene ninguna pretensión de exhaustividad. Sin embargo, y en función de nuestro material, son significativas a la hora de describir el modo histórico de individuación en acción en la sociedad chilena hoy. Se trata de pruebas que no se corresponden necesariamente con ámbitos institucionales delimitados. Por el contrario, en varias ocasiones muchos ámbitos institucionales se encuentran enhebrados simultáneamente en cada una de ellas. Estas pruebas no están sometidas a una jerarquía o a un orden concéntrico pre-establecido aunque su peso para configurar la condición histórica de base pueda eventualmente ser diferencial. Por otro lado, las pruebas no están aisladas unas de otras necesariamente, aunque sus lógicas sean autónomas: ellas se interpenetran, se potencian o se neutralizan. El trayecto realizado ha producido una inteligencia específica sobre la sociedad, una en la cual ninguna identidad o experiencia particular recibe un tratamiento central. En trabajos más circunscritos o sectoriales, incluso cuando se controla la generalización, el riesgo de ver transformarse una problemática específica (el trabajo, la participación política, la familia…) en una temática universal es alto. La explotación sufrida en el ámbito laboral, por ejemplo, no solo transforma, en ciertos análisis, a todos los asalariados en explotados, sino que también reduce sus vidas a una experiencia interminable de opresión. Lo que vale para el mundo del trabajo, vale también, por supuesto, para la experiencia urbana, las relaciones de género, las demandas de justicia… Cada una de estas experiencias tiene, sin duda, un impacto significativo en la trayectoria continua de una vida, pero no es la única experiencia que la impacta. Por cierto, los individuos están sometidos a diversas dominaciones cotidianas, pero esto no les impide reír, amar o hacer deporte… Sin duda, tanto en el trabajo como en la familia, existen múltiples formas de control y poder, pero ni uno ni otra pueden reducirse a ellos. Es la realidad siempre plural de la vida lo que una entrada analítica como la puesta aquí a prueba obliga a tener constantemente en mente. Lo que el conjunto de pruebas devuelve, así, es un paisaje plural y rico en torsiones. A partir de él nos es posible dar un paso más en nuestro argumento. En efecto, es precisamente a partir del escenario y la trama en la que se desenvuelve la vida social que es posible acercarse a dos cuestiones fundamentales del proceso de individuación: el carácter sui generis del
individualismo en la sociedad chilena, y los grandes rasgos del individuo producido por ella. Un individualismo no institucional La individuación es una macrosociología de nuevo cuño que articula, sobre bases distintas a las propuestas por la idea de sociedad o el Estado-nación, los recorridos personales y los procesos colectivos. Su objetivo central es dar cuenta, a escala de los individuos, de los grandes desafíos estructurales de una sociedad, una perspectiva de análisis que, sin desconocer el trabajo específico de las instituciones, no hace de ellas, en ningún momento, empero, el pivote de la interpretación. La individuación deja abierta la definición de los factores que participan en la producción de los individuos en una sociedad determinada. En nuestro caso, lo que encontramos es que ni la sociedad chilena ni la producción de sus individuos pueden interpretarse desde una prescripción institucional central. Los resultados ponen en cuestión, de esta manera, la tesis de la individualización, desarrollada en sus inicios sobre todo en Alemania y en Inglaterra, y retomada por algunos en Chile y América Latina, tesis que, como veremos, pone en el centro el papel de las instituciones, cierto que de una manera renovada, para la producción del individuo.289 El punto es lo suficientemente controvertido como para que le dediquemos una atención particular. LA TESIS DE LA INDIVIDUALIZACIÓN asocia la producción de los individuos con el advenimiento de la modernidad, y se interesa dentro de esta visión general por la aparición desde hace décadas de un nuevo modelo institucional: uno en el cual, en la medida en que la sociedad (en verdad las instituciones) no puede ya transmitir de manera armoniosa normas de acción, les corresponde a los individuos darles un sentido a sus trayectorias sociales por medio de la reflexividad.290 Para Ulrich Beck, la individualización está ligada a la segunda modernidad y a la emergencia de lo que, retomando la expresión de Talcott Parsons (1964), denomina un nuevo individualismo institucional. Las principales instituciones de la sociedad (el trabajo, el empleo, la escuela, la familia…) estarían cada vez más orientadas hacia el individuo, obligando a cada persona a desarrollar y asumir su propia trayectoria biográfica. Al calor de este nuevo individualismo institucional y de su mandato constitutivo, “tomar la vida en las propias manos”, el individuo debe constituirse como un individuo
normativamente supuesto a hacerse cargo de las decisiones, al mismo tiempo que de sus consecuencias. Si la sociedad industrial de la primera modernidad produjo estatus sociales asignados como la clase, el sexo, la nación, con el tránsito a la segunda modernidad, estos intermediarios perdieron consistencia. Esto no implica que los individuos sean más libres en sí mismos, sino que están sometidos a un nuevo proceso histórico de societalización que los fabrica a partir de otras prescripciones institucionalizadas. Lo que está en el corazón de este análisis es el hecho de que el individuo es solicitado –y producido– de manera particular por un conjunto de instituciones que lo obligan a desarrollar una biografía personal bajo la impronta de prescripciones a la individualización. Ciertamente, como lo resume Beck, los individuos deben dar soluciones biográficas a contradicciones sistémicas, pero esto no puede hacer olvidar que las soluciones personales en cuestión son siempre una respuesta inducida por una prescripción institucional. Este análisis privilegia, entonces, en última instancia, un solo gran dominio –la transformación institucional– y describe, así, el proceso de producción de los individuos desde las coordenadas tradicionales del proceso de socialización. Por un lado, en efecto, la dependencia es tal con respecto al modelo clásico que es incluso legítimo preguntarse si estamos en presencia de una mera innovación terminológica o delante de una verdadera novedad conceptual (Honneth, 2006). Visto de cerca, es posible sostener que a lo más habría un cambio de grado, pero no de naturaleza: es el advenimiento de la modernidad, desde el siglo XIX, que instaura el tránsito de la adscription al achievement. La segunda modernidad, y la individualización contemporánea, no son, así, sino un avatar dentro de este proceso más general. LA TESIS DE LA INDIVIDUALIZACIÓN PRESENTA varias insuficiencias. Algunas de ellas son “internas”, y visibles incluso, si seguimos las discusiones, en las mismas sociedades en donde fue inicialmente producida (Araujo, en prensa; Martuccelli, 2010b). Pero para efectos de nuestra argumentación, nos interesa centrarnos en el privilegio exclusivo otorgado a las dimensiones institucionales. La primera cuestión crítica en este contexto es que la tesis tiene un efecto de homogeneización. La afirmación de una modalidad de prescripción individualizadora propia de la segunda
modernidad, en tanto que rasgo central de sus principales instituciones, termina por imponer una representación excesivamente homogénea de la sociedad, descuidándose las variantes que esta prescripción individualizadora toma en los distintos ámbitos sociales (y, por ende, la disimilitud observable). En los estudios sobre la individualización, con frecuencia, todos los gatos terminan por ser pardos: curiosamente, la prescripción a la individualidad termina siendo la misma en la escuela y en la familia, en el trabajo o en la práctica religiosa. Finalmente, la heterogeneidad institucional es negada y, tras ella, el grado efectivo de singularización de los individuos. Bien vistas las cosas, la tesis de la individualización propone un estudio asombrosamente homogéneo de los procesos contemporáneos. A pesar de lo importante que resulta lo anterior, no es la dimensión crítica esencial en lo que se refiere a nuestro estudio. Lo central es que la tesis de la individualización tiene dificultades para dar cuenta de muchos otros fenómenos estructurales que participan activamente en el proceso de producción de los individuos. Por supuesto, las instituciones también participan en este proceso, pero lo hacen al lado de otros factores sin duda más amplios, plurales y contradictorios.291 Como lo muestran nuestros resultados, una entrada que privilegia el trabajo de las instituciones, incluso en el caso de una sociedad como la chilena, que es una de las más institucionalizadas de la región, termina por velar otras dimensiones especialmente relevantes. El individuo en Chile no puede, sino a fuerza de amputaciones considerables, ser aprehendido desde una variante del individualismo institucional.292 Puesto que a lo largo de todo este estudio (ya sea a nivel del trabajo, el consumo, la protección social, el respeto, la sociabilidad…), hemos indicado con detalle las falencias de un tal abordaje, nos abocaremos en lo que sigue a extraer una conclusión general. En Chile, un conjunto significativo de iniciativas individuales tienden a afirmarse por fuera o en contra de las instituciones. A veces, por ejemplo, la conjunción de la dialéctica entre las expectativas y las iniciativas anuncia indudables progresos (piénsese en la fuerza del proceso de democratización del lazo social); otras veces, su separación se traduce en peligros reales y profundos (como a propósito del mérito y el sentimiento de injusticia, o el consumo). Se trata de experiencias particularmente significativas en un país en donde a causa de un conjunto de transformaciones (consumo, escolarización, urbanización, extensión de los derechos ciudadanos, entre
otros), muchos individuos se sienten por “delante” de sus instituciones, o, por lo menos, sienten que tienen habilidades o méritos insuficientemente reconocidos por éstas. La dialéctica entre las instituciones y los actores no se produce, pues, sino muy transitoriamente, bajo la figura del acuerdo. No se trata solamente de que los actores, en ciertos casos y dentro de ciertos límites, “colmen” las brechas de las instituciones. Se trata de que, de manera recurrente y por razones estructurales, el individuo tiene que constituirse teniendo en cuenta las falencias –y las oportunidades relativas– de éstas. El actor a la vez que “depende” de las instituciones, se concibe a “distancia” de ellas, por eso no cesa de sentirse asaltado por un desafío mayor. Saberse – sentirse– en el fondo solo, pero de una soledad que no es de índole existencial, sino que es el fruto de una experiencia plenamente social. Resulta imposible minimizar la importancia de este sentimiento de solipsismo. Bien vistas las cosas, él condensa una de las grandes experiencias transversales de los individuos hoy en Chile. A saber, que las instituciones generan, para los individuos, insumos ambivalentes. Una realidad que los estudios neo-institucionalistas, hoy tan en boga en la región, no logran asir, puesto que tienden a observar los procesos sociales desde una matriz que acentúa o bien en exceso la continuidad de los marcos institucionales o bien solo lee en términos deficitarios la situación latinoamericana. Al mismo tiempo, es ésta realidad de las instituciones, la que muchos trabajos teñidos de culturalismo penan en aprehender dada su tendencia a leer el cambio social desde las maneras como las transformaciones –el nuevo vino– se insertan en modelos previos de socialización –los viejos odres. Como nuestro estudio lo muestra, ninguna imagen simple permite describir la pluralidad de los procesos en curso. Los actores no solo se perciben desprotegidos por las instituciones, sino que, a veces, tienen que protegerse de los abusos de ellas o, como lo hemos visto por ejemplo a propósito del consumo o el trabajo-sin-fin, de sus prescripciones. Sin embargo, detrás de esta variabilidad empírica, es posible subrayar una tendencia central: en rigor, lo que prima en la experiencia de los individuos, muchas veces de manera probablemente excesiva, es el sentimiento de que “el” colectivo se desresponsabiliza de la suerte personal de cada uno de ellos. Es en este sentido como debe comprenderse que el individualismo chileno no es un individualismo institucional. La dependencia y la distancia simultánea de las instituciones debilita su potencia prescriptiva. Es ésta una realidad que
cuestiona radicalmente –o sea desde su raíz– la pertinencia de la tesis de la individualización. Fernando Robles (2000) ha subrayado también, desde una mirada teórica distinta a la nuestra y basado empíricamente en el caso de mujeres de sectores populares, y con razón este punto. Los individuos enfrentan solos, en todo caso más solos que en otros lugares, la vida social, puesto que se ven obligados a buscar respuestas por sí mismos a una serie de falencias (como las del mercado de trabajo formal, lo que los obliga, por ejemplo, a hacer del trabajo temporal, de la subcontratación, del trabajo a domicilio o clandestino, una forma forzosa de subsistencia). Una realidad que el autor no duda en contraponer a la experiencia de muchos países del Norte, hablando para unos de una autoconfrontación asistida (por las instituciones) y para los otros, en el Sur, de una autoconfrontación desregulada que incrementa las inseguridades ontológicas. En este contexto, los soportes y el apoyo no se encuentran principalmente en las instituciones, sino que tiene que ser producido (o al menos sostenido y recreado) por el propio individuo. Para describir estos apoyos, Robles habla de un “sistema funcional alternativo”, o sea de la necesidad a la cual está confrontado cada cual de tener que desarrollar modelos alternativos de inclusión social desde los cuales poder paliar las insuficiencias sistémicas. En última instancia, el peso de las respuestas individuales es puesto en la activación de ciertas modalidades de acción colectiva y de solidaridad interpersonal. Como lo veremos, aun cuando nuestro material nos permite concordar con la tesis de la autoconfrontación desregulada, ella arroja una imagen algo distinta respecto de los modos en que los individuos se producen en esta situación. Si la realidad estructural alimenta el peso de los “otros” y la gestión relacional de estos vínculos, como lo propone Robles, por otro lado, exacerba la obligación de sostenerse desde la propia acción, y por tanto desde las habilidades pragmáticas para enfrentar el mundo. Son estas dos aristas las que figuran al individuo en la sociedad chilena actual. Vale la pena precisar este punto: obviamente existen instituciones en Chile y, obviamente, ellas son operativas, pero no es desde ellas como se puede definir sociológicamente al individuo. Los individuos son producidos menos por mandatos institucionales que producidos por las maneras en que se ven empujados en medio de la ambivalencia institucional a enfrentar las pruebas. Se constituyen menos como sujetos que incorporan prescripciones
institucionales en el marco de férreos dispositivos de disciplina y control (aunque puedan sufrir de sus coerciones), y más como actores que deben enfrentar, de maneras múltiples y lábiles, un conjunto dispar de desafíos estructurales. Para describir este modo de individualidad, es necesario darle una centralidad particular y decisiva a las fluctuaciones de la vida social, y comprender cómo, en ella, y desde ella, se produce societalmente un individuo que tiene que hacerse cargo por sí mismo de un conjunto de desafíos que, en otras realidades sociales, tienden a ser o bien tomados a cargo por las instituciones o bien amortiguados significativamente por ellas. El individuo en Chile En el marco de la sociedad chilena, los individuos deben constantemente hacer frente a imprevistos y desafíos tanto macrosociológicos (el recuerdo de las inflaciones, inestabilidades políticas, cambios ligados a la globalización…) como micro-sociológicos (despidos, evoluciones familiares, problemas de salud…). Se podría argüir, con razón, que éste es un hecho transversal a muchas sino a todas las sociedades. Cierto, pero lo importante es reconocer que detrás de la aparente similitud de estas situaciones, es, precisamente, en los modos de enfrentarlos propios de cada sociedad que se perfilan diferentes modelos de individualidad. En el caso de Chile, la situación produce un individuo que tiene que hacerse cargo de sí mismo, pero de una manera distinta a la reseñada en otras experiencias nacionales. Por supuesto, también aquí el individuo es hecho responsable de su vida, pero, a diferencia de lo que ha sido discutido para otras sociedades, no es su capacidad de elección y de autonomía la que es interpelada. El individuo se siente arrojado en la sociedad. En medio de un combate en el cual se ve obligado a estar siempre en vigilia y al acecho. En este contexto, los individuos son empujados a ser actores en el sentido más fuerte del término. Dicho de otro modo, para el individuo en esta sociedad no se trata esencialmente de “elegir” o “decidir”, sino de “hacer”. Como lo hemos ido viendo, cada cual está impelido a producir, sosteniéndose particularmente en su trabajo como individuo, la consistencia de la posición social que ocupa, como también las jerarquías para el uso del tiempo, la articulación de ideales disímiles en las relaciones de pareja o las fronteras y límites legítimos para el consumo. En Chile hoy, el individuo para poder ser un individuo tiene que ser un
híper-actor. Está llamado a rendimientos tan diversos como la autolimitación, el autocuidado, la sobrevivencia material o la producción de sentido.293 El híper-actor es un individuo sostenido en sus habilidades. No nos referimos con ello a la autoestima psíquica, sino a una forma peculiar de confianza en las capacidades prácticas de cada uno, en las habilidades que se posee para ir manejando situaciones. Una fuente de seguridad pragmática en medio de una sociedad que se percibe como fuente permanente de inseguridad. La confianza en sí mismo es un principio para enfrentar la vida, una habilidad y una herramienta más que un estado cognitivo. El individuo se sostiene y se construye en su capacidad de hacer, al punto de que este híper-actor, incluso cuando critica a las instituciones, no lo hace necesariamente desde una posición de espera a lo que éstas podrían –o deberían– darle. Las instituciones en este contexto son un recurso más a movilizar pragmática y puntualmente y no el eje del sostén del individuo en sus formas de enfrentar los desafíos que se le presentan. Por supuesto, desde siempre, todo individuo es un actor, o sea, alguien que transforma y reacciona a su entorno. Pero en el marco de la tradición occidental, esta dimensión del individuo fue subordinada a la noción de sujeto dada la fuerte impronta institucional de dispositivos que interpelaron justamente a los individuos para que se constituyan en sujetos (desde el mercado hasta la ciudadanía, pasando por la escuela o los sentimientos). En este punto la coincidencia analítica es profunda entre Durkheim y Weber, Parsons y Bourdieu, Elias y Foucault, Althusser o Touraine. Esto es, en Occidente el proceso de individuación fue concebido como indisociable, y, por lo general, subordinado, al proceso de subjetivación. En este universo social y cultural, el individuo es un actor que tiene que convertirse en un sujeto. En verdad, el individuo es un actor porque es un sujeto. No es este el proceso central que nuestra investigación restituye para el caso chileno. Por cierto, los individuos se configuran como sujetos. Hay una producción moral de sí. Se orientan en el mundo y se legitiman a partir de ciertas configuraciones de sujeto (Araujo, 2009a). Pero lo esencial es que el individuo enfrentado al mundo social se presenta y concibe prioritariamente como un actor. O mejor dicho, las figuras del sujeto a las que se recurre, se subordinan, porque se desprenden, del conjunto de desafíos prácticos que el individuo en tanto que actor debe constantemente afrontar. En tanto híperactor, yugula sin descanso situaciones adversas y lo hace no al calor de una
prescripción institucional (como es el caso en la tesis de la individualización) sino de manera muchas veces independiente de éstas. Los individuos en la sociedad chilena no son actores que se encarnan bajo la impronta de figuras normativas consensuales institucionalmente provistas. No aparecen impulsados a sostenerse como individuos en el despliegue de su subjetividad. Los individuos se constituyen como individuos porque son actores capaces de lidiar prácticamente con desafíos estructurales, y lo hacen porque han aprendido, durablemente, y desde la diversidad de sus experiencias sociales, a enfrentar estas pruebas. Como lo revela la retórica que caracteriza nuestras entrevistas, la pasión narrativa del hacer reemplaza la pasión testimonial de las profundidades del alma. La diferencia es mayúscula. A diferencia de otras realidades, en las que el trabajo institucional es central, y en la cual por ende el individuo –como ente moral, o sea sujeto– es el fruto de una interpelación institucional, en Chile, el individuo aparece antes que nada como alguien que se las arregla, que tiene por sobre cualquier cosa que arreglárselas, y es en relación a los contextos de esa acción que se definen las coordenadas morales que la ordenan. El individuo debe, pues, constantemente, incluso cuando, obviamente, utiliza herramientas institucionales, colmar sus brechas o sobreponerse a ellas. Dada la inconsistencia de las posiciones sociales y los cíclicos movimientos coyunturales, así como la manera particular como las instituciones lo secundan, el individuo está obligado a enfrentar diversas contingencias de manera profundamente personal, incluso cuando recurre a ciertos recursos institucionales, solidaridades o redes grupales. Es desde aquí que, progresivamente, unos y otros recorren sus caminos: buscan soportes; tejen redes; encuentran o no –o parcialmente– insumos en las instituciones; enfrentan estereotipos identitarios y se marcan y desmarcan de las presiones del rol. Este combate es social y no meramente existencial. Ciertamente, cada individuo también libra un combate permanente contra las vicisitudes de la existencia (la muerte, la angustia, el amor…), pero por sobre todo libra una batalla contra los avatares de la misma vida social. El individuo en cuestión está menos arrojado en el mundo –como dijeron los existencialistas– que arrojado en la sociedad. Es esta realidad la que es fundamental y explica sin duda los límites que históricamente ha tenido la vía de la subjetivación, pensada desde un modelo que la concibe como anterior y fundamento de la acción, para dar
cuenta del individuo en la región. La producción de los individuos no se efectúa esencialmente desde una interpelación institucional que los convoca en tanto que sujetos. Los sujetos, en última instancia, se producen al calor y a la sombra del actor. Aquí está el verdadero meollo de la especificidad del tipo de individuo que hemos estudiado. SIN EMBARGO, ESTE INDIVIDUO HÍPER-ACTOR, en la distancia que lo caracteriza hacia la institucionalidad, se construye a partir de una gestión relacional específica. En el fondo, más que un individualismo institucional lo que se vislumbra es un individualismo relacional. Es desde la socialidad, y gracias a las facultades adquiridas merced a sus habilidades relacionales, que el individuo asume su existencia y afirma cotidianamente su posibilidad. El individuo se estructura desde la vida social y en ella, en su dinámica y en sus intercambios. Una situación que produce societalmente un individuo que tiene que hacerse cargo de sí mismo de una manera particular, contando constantemente, dado el trabajo de las instituciones, con sus relaciones interpersonales. El individuo es un individuo relacional. Como lo hemos visto desde diferentes perspectivas (respuestas a la inconsistencia posicional, la centralidad de las redes de influencia, la especificidad del papel de soporte de la familia…), la dimensión relacional es vivida como un recurso básico, si bien sometida a fuertes tensiones y contradicciones. El individuo debe percibirse como un vértice relacional y producirse como un tejedor de relaciones. Es en esta modalidad de producción de sí que se juega su posibilidad de habitar lo social: desmadejar situaciones asimétricas de poder, hacer frente a los laberintos y caprichos de las instituciones, acechar oportunidades en medio de la inconsistencia. La idea de un individuo que se sostiene desde el interior, de manera independiente de su entorno, gracias en mucho al rol plural de la propiedad, no es una figura hegemónica en nuestra región, a diferencia notoria de la experiencia del individualismo en muchos países del Norte (Martuccelli, 2007a; Araujo, 2009c). El individuo en Chile no logra jamás desentenderse enteramente ni de los otros ni de los colectivos. En nuestro material, nada lo ha mostrado mejor que el balanceo entre un discurso heroico sobre sí mismo y el reconocimiento del sostén –decisivo– recibido de parte de ciertas personas. En esta tensión narrativa se advierte hasta qué punto los individuos están muy lejos de adherir a la filosofía del
self made man. La soledad asumida del héroe solitario –quien como el barón de Munchaussen se extrae del pantano tirándose de sus propios cabellos– se matiza con la conciencia de tener que producirse en el entretejimiento de las hebras que constituyen el tejido relacional. Es el individuo que se apoya en los otros. En algunos otros, por cierto. Recibe. Da. Moviliza los apoyos. Cultiva las redes o lamenta no hacerlo en la medida necesaria. Acepta las exigencias, por ejemplo estatutarias de la familia, a cambio de soportes. Se construye, o sabe que debe hacerlo, en el juego relacional. ¿Pero qué tiene de contemporáneo este rasgo de la individuación en el caso de Chile? ¿Acaso no se podría considerar que este carácter del individuo es un remanente de formas tradicionales de relación fundamentadas en un ethos cristiano que hace de la reciprocidad un fundamento del lazo social? ¿Se trata de una formación que le debe todo a la herencia y la nostalgia comunitaria? ¿Es lo relacional solo otro nombre para el capital social? Si ninguna de estas vertientes puede ser ignorada en el entramado del individuo relacional, éste no equivale a ninguna de ellas. ¿Por qué? Porque el individuo relacional no es sus relaciones. Es decir, las relaciones, la posición en las redes relacionales no se perciben como definiendo de una vez y para siempre la sustancia social de los individuos. Aunque tiene extrema conciencia de su posición en el tejido social, el individuo relacional no se concibe como definido exclusivamente desde ellas; su conciencia personal no se enmarca en obligaciones de índole comunitaria. Lo relacional tiene claros rasgos individuales. Es en tanto que híper-actor que el individuo relacional debe entenderse: un actor que, a fin de lidiar con las pruebas y dados los recursos sociales de los que dispone, tiene que articular constantemente la lucha de sus intereses con formas diversas de compromisos, responsabilidades, reciprocidades, dones. Lo anterior permite comprender por qué si es el esfuerzo personal lo que se valora de manera destacada en la sociedad chilena, ello no es realizado desde el ideal de la independencia sino desde el registro de la habilidad. La diferencia es sutil pero decisiva. El esfuerzo tiene, en Chile, raíces culturales plurales que van, por lo menos, de la tradición cristiana a la socialista, pasando por el modelo neoliberal. Pero, si hay un punto básico que lo caracteriza actualmente es que en la idea del esfuerzo propio no está ausente la conciencia de las múltiples dependencias. La imagen del híper-actor no es consustancial a un mandato normativo de autonomía que implicaría la
reafirmación constante de los bordes del yo. Expresado en otros términos, la experiencia del híper-actor, por paradójico que ello resulte, se acompaña siempre de una aguda conciencia de sus dependencias, dado el peso de lo relacional. La contracara del híper-actor no es el individuo autónomo sino el individuo relacional. EL INDIVIDUO QUE SE PRODUCE se yergue pues en medio de una sociedad en la cual, como en tantas otras de América Latina, el individualismo es una tradición cultural que brilla, sino siempre por su ausencia, al menos por su tensión. Este individuo no es empero un individuo sin individualismo (lo que constituiría una nueva versión de las anomalías o carencias del individuo en el Sur), sino un individuo que se fabrica, en mucho, por fuera de toda tradición individualista noroccidental y de sus figuras normativas del sujeto. No se trata, por cierto, que estos aspectos estén necesariamente ausentes; de hecho, históricamente los individuos han debido confrontarse y se confrontan con figuras normativas que vienen de aquellas otras realidades sociales, pero estas figuras no tienen, incluso cuando son propuestas desde las instituciones, una fuerza interpelante dirimente (Araujo, 2009f). Sí, por supuesto, como lo hemos visto a lo largo de todo este estudio, y en cada una de las distintas pruebas abordadas, el individuo tiene que enfrentar desafíos, pero esta actitud es más el resultado estructural más o menos directo de un conjunto variado de situaciones que el fruto de una representación institucional central que lo conmina a constituirse como sujeto. El individuo que no está representado institucionalmente como sosteniéndose desde el interior, tiene prácticamente que arreglárselas sin desmayo. Lo más importante a resaltar a esta altura de nuestra argumentación es que la ausencia o debilidad en Chile de una tradición cultural y política individualista tal como se ha desplegado en otras sociedades, no impide la formación de individuos; simplemente indica que ésta se produce sobre otras bases. El individuo no es esencialmente sostenido por representaciones colectivas que, desde el individualismo posesivo hasta el self made man, sin olvidar tantas otras visiones políticas y culturales del sujeto, le han dado, en otros lares, una consistencia social particular. En Chile, el individuo se yergue como un individuo que en tanto que actor tiene que arreglárselas para poder ser un individuo. Un individuo que, a distancia
de las instituciones, con un sentimiento irreductible de soledad, debe articular sus propios mundos relacionales para enfrentar las pruebas estructurales que lo forjan. El individuo que emerge es un actor que se las arregla ante las pruebas que hemos analizado. Frente a cada una de ellas, es posible advertir diferencias en función de las posiciones sociales ocupadas por unos u otros, sus variantes genéricas o su edad. Cada vez que una de estas dimensiones fue significativa en nuestro material, le dimos el peso necesario, sin descuidar, no obstante, que las pruebas no eran por ello menos comunes y transversales a todos los actores estudiados. Es esto lo que, por lo demás, explica el carácter fuertemente nacional de nuestro estudio. Como lo avanzamos en la introducción del primer volumen, y cualquiera que sea la realidad de los procesos actuales de globalización o cosmopolitización, la experiencia de los individuos sigue siendo, hoy por hoy, profundamente nacional. Los grandes desafíos a los que se confrontan deben leerse en este registro. Por supuesto, es probable que el modo histórico de individuación que hemos estudiado en el marco de la sociedad chilena tenga más de un punto en común con otras sociedades latinoamericanas, pero esto solo puede ser hoy en día, en ausencia de trabajos empíricos semejantes, una hipótesis de trabajo. Ojalá, en verdad, que en los años que vienen futuros trabajos vengan a alimentar esta reflexión. La vocación de una sociología Si solo tiene un interés especulativo, la sociología, según Emile Durkheim (1986), no merece ni una sola hora de esfuerzo. Nuestro trabajo se inscribe, desde la imaginación sociológica, en esta vocación. Su horizonte último no es retrotraer la sociología a la política, sino ampliar la comprensión y la definición de lo que –sea o no definido a priori como político– es significativo y problemático para los individuos en una sociedad. Es este horizonte de lectura al que apuntan las pruebas históricas, estructurales y comunes que hemos estudiado. Subrayar la existencia de un conjunto común de pruebas para describir el modo histórico de individuación propio de una sociedad no es solamente una estrategia de investigación, es, también, una apuesta política. Lo es porque intenta encarnar la vocación de una sociología que coparticipa en la construcción de una representación colectiva que, frente a la fragmentación
creciente de la sociedad en grupos religiosos, étnicos, clasistas, genéricos o etarios, defiende la idea de una comunidad de experiencias más allá de todos estos clivajes. Las pruebas y la comunidad de experiencias sobre las que se apoya no se deducen entonces de lo que se entiende habitualmente por “política”, sino que, al contrario, buscan redefinir esta última al calor de las primeras. En última instancia, si pensamos en la historia social chilena, es lo que, más allá de sus límites, logró proporcionar ayer la noción de clase social. Apoyándose en la concepción de una división estructural irreductible de intereses, entre propietarios y trabajadores, se logró desde las clases dar una cartografía central de la sociedad: una en la cual las disensiones políticas fueron, gracias al conflicto, puestas al servicio de la integración; una en la cual, incluso muchas experiencias personales fueron leídas en clave clasista, como lo atestiguan con genio, en un país como Chile, poemas y canciones. Pero las clases no fueron nunca un elemento natural, fueron siempre el resultado de la construcción política de una experiencia social. Hoy en día, y cualquiera que sea aún su vigencia en la vida política en Chile, las clases sociales no permiten más, creemos, ni superar la fragmentación creciente de las experiencias personales, ni transmitir un principio de unidad a la sociedad, ni tan siquiera, a veces, abordar facetas cada vez más significativas de las vidas individuales. En un contexto de este tipo, la sociología tiene que abrazar su vocación primordial con una responsabilidad particular. También ella, con los límites indudables de su fuerza, pero con todas sus fuerzas, debe coparticipar en el trabajo de producción de nuevos operadores capaces por un lado de afirmar el horizonte de unidad de una sociedad, y por el otro, develar el necesario conflicto entre los actores. Las pruebas, decantadas desde el trabajo de los individuos, y el proceso de individuación son un intento en esta dirección. Las pruebas, por supuesto, no son un lenguaje político, son una herramienta de análisis. Pero a través de ellas, individuos cada vez más singularizados, enrolados desde posiciones distintas en una misma aventura social, pueden, tal vez, eso esperamos, encontrar el camino de lo común, o sea, una otra inteligencia de la polis, una en la cual la comunidad de las experiencias no niegue ni las diferencias ni las desigualdades, pero las comprenda a unas y a otras desde el horizonte de la resonancia interindividual; un sendero que permita comprender la comunidad de las
pruebas que nos convocan a pesar de todo lo que nos diferencia y desiguala, introduciendo así, merced a esta comprensión recíproca de los desafíos comunes, a un debate político de un nuevo cuño. ¿Utópico? Basta quizás, para creer en su posibilidad, levantar los ojos de las páginas de este libro, mirar y escuchar alrededor: las voces femeninas, los reclamos juveniles, las experiencias de las minorías, la frustración de los trabajadores, el silencio de los discursos públicos de tantos otros, pero también la emergencia de nuevas temáticas que desestabilizan las viejas fronteras entre lo público y lo privado, entre lo político y lo no político, entre lo posible y lo imposible. En Chile, hoy, la gramática de la polis empieza a enunciarse con un nuevo lenguaje.
Notas Introducción 1
Realizada en el contexto del proyecto Fondecyt nº 1085006, “Procesos de individuación y configuración de sujeto en la sociedad chilena actual”. Para una discusión más exhaustiva de la noción de pruebas y el trabajo de los individuos, y de la investigación empírica que restituye este libro, cf. la introducción del tomo I.
PARTE 3 Esfuerzos y recompensas La desmesura laboral 2 El tema es una constante en los estudios: el país ocupa un lugar en el ranking, en lo que a competitividad económica se refiere, por lo general juzgado insatisfactorio. Es así como, por ejemplo, comentando el puesto 26 que el país obtuvo en el ranking del World Economic Forum en el 20072008, un ensayo increpa los límites observables a nivel de la economía del conocimiento y la innovación (Matthei y Prieto, 2008, p. 180 y siguientes). Para una visión crítica de conjunto de este punto, cf. Castells (2005). No obstante lo anterior, también es cierto que se constata una disminución progresiva de los trabajadores ejerciendo en sectores de baja productividad (pasando del 38,8% en 1990 a un 31,9% en el año 2003). Cf. CEPAL, 2005. 3 Por ejemplo, Soto (2009: 110-111) ha discutido cómo la apropiación por parte de trabajadores de la noción de empleabilidad presente en los modelos de gestión de personas, es relativa. Para los trabajadores chilenos del sector minero por él estudiado, más que carreras individuales y autónomas, empleabilidad significa el anhelo por conservar el empleo y las buenas condiciones laborales: mejores ingresos y mayor estabilidad. 4 Por supuesto, las experiencias que nos fueron relatadas no son en absoluto exclusivas de la sociedad chilena, pero su sobreabundancia en las narraciones indica hasta qué punto se trata de una dimensión a la cual los individuos le otorgan una gran importancia. Para una profundización de este punto, cf. Araujo, 2009a. 5 Que en lo fundamental y en última instancia el trabajo tienda a ser entendido en esta dimensión, no implica que éste haya dejado de ser un sostén de legitimidad de primer orden de los individuos. El trabajo sigue siendo un elemento central de dignificación, y en mucho las personas siguen sosteniendo su valor y exigencias de reconocimiento por lo laboral. No obstante, ello no impide que sean claras en percibir que, en lo que a lo laboral concierne, están frente a mecanismos que, por razones estructurales, se presentan en una modalidad extremadamente cruda de la coerción. Frente a esta realidad, para muchos, una reestructuración de los fundamentos de la dignificación se impone: más que la tarea realizada o el producto, lo que dignifica es el hecho per se de trabajar y la relación virtuosa con ello. Es el homo laborans por sobre el homo faber, para tomar prestada la relectura de la contraposición de términos de Arendt realizada por Sennett (2009). Volveremos sobre este punto más adelante. 6 Para un estudio que confirma estas dos dimensiones desde la perspectiva de la percepción de los trabajadores, cf. Espinosa y Morris (2002). 7 A pesar del peso de las exportaciones efectuadas por grandes conglomerados, son las pequeñas y las medianas empresas las que constituyen el núcleo del trabajo en el país. Para ser más exactos, a
mediados de la primera década del año 2000, en Chile casi dos tercios de los trabajadores ejercían en una de las 120.000 empresas de más de diez trabajadores; y al mismo tiempo, empero de las 652.445 empresas que había en el país en el año 2000, 535.537 correspondían a microempresas (de menos de diez asalariados). Cf. MIDEPLAN, 2000. 8 En el 2003, los trabajadores en el sector informal representaban un 37% del total en Chile, contra un 54,2% en el Brasil (2004), un 50,1% en México (2004) y un 42,5% en Argentina (2003). Para una presentación y análisis de estos datos, cf. Sorj y Martuccelli (2008: 75-82). 9 Un estudio sobre trayectorias laborales en Chile destaca que entre personas que de estar trabajando de forma independiente pasan a emplearse como asalariados se valora, principalmente, la mayor estabilidad laboral, la regularidad de los ingresos, el disfrute de mayores beneficios laborales y la protección. Mientras que muchos de los que hacen el tránsito contrario, tienen como razones la mala calidad y precariedad de los empleos, la intensificación del trabajo y sus efectos para la salud física y/o mental y la conciliación del trabajo con sus vidas personales. Cf. Acuña y Pérez (2005: 105-107 y 152). 10 Helia Henríquez, Verónica Uribe-Echevarría, “Trayectorias Laborales: La certeza de la incertidumbre”, Cuadernos de Investigación, 28, 2004, Santiago, Dirección del Trabajo. Citado en Acuña (2008: 64). 11 Vale la pena en este punto distinguir la morfología de la vida laboral de las de la tarea. En este último punto, en Chile se observa, desde hace décadas, la expansión de la polivalencia, o sea, la tendencia a que en un puesto de trabajo un asalariado efectúe un conjunto más o menos disímil de actividades. En este sentido, muchos oficios han conocido una indudable –pero no por ello menos polémica– diversificación y enriquecimiento de tareas. De hecho, si en muchos sectores se asiste a una multiplicación más o menos importante de tareas, muchas veces ellas permanecen repetitivas y monótonas. Cf. Ramos (2009: 228-232). 12 En Chile aparece como una característica mayor y común del mundo del trabajo lo que en otras sociedades ha sido presentado como una especificidad de un sector de actividad (por ejemplo, los oficios artísticos). Cf. Menger (2005); Bureau, Perrenoud y Shapiro (2009). 13 En ocasiones ésta no fue nunca verdaderamente ejercida. Una experiencia que, en nuestro material, fue evocada por algunas mujeres, quienes abandonaron una actividad laboral al momento de casarse y formar familia y que retomaron, muchos años después, una actividad distinta, por lo general de servicios a la persona, ya sea porque los hijos estaban grandes o por necesidades económicas diversas. 14 La trayectoria de Daniela (SP) da un buen ejemplo. Migra a Santiago. Después de trabajar 2 años como obrera en una fábrica, se le propuso una promoción como cajera. Ésta se revelará decisiva para ella por lo que le transmitirá en términos de confianza personal. Trabajando siempre en la misma fábrica, sigue un curso de costura y decide poner su propio taller en su casa. Compra máquinas industriales e instala una microempresa en la que, según su propio testimonio, y por razón de sus expectativas de ganancias materiales, se excedió en todas sus formas (no solo en términos de volumen de trabajo, sino también por las presiones que impuso a todo su entorno familiar). En el momento de la entrevista, se encontraba reconvirtiendo sus capacidades empresariales en el rol de dirigente social municipal. En este caso, también, la pega y el pago priman sobre toda dimensión identitaria. 15 Limitémonos a dos otros ejemplos. Sebastián trabajó de junior en un banco y, luego, en el área de seguridad (“un compadre del servicio me dijo que estaban contratando pa’ un banco. Como en ese tiempo ganaba en promedio 48 lucas y ofrecían 100… me fui al tiro”). Su siguiente trabajo fue en una bomba de bencina, “trabajé de bombero”, pero como se aburría, y no le gustó, “volví de guardia pero
ahora contratado por la firma”. Después trabajó como 7 años en una línea aérea, a lo que le siguió un trabajo haciendo mudanzas. En el momento de la entrevista trabajaba en un supermercado. La segunda trayectoria, la de Josefina (SP) es bajo muchos aspectos análoga. “Bueno, yo trabajé en todo, en todo (ríe). Fui temporera en el año, trabajé como un año polinizando melones”. “Después trabajé en un correo privado”. Un trabajo que no le agradó porque “era harto”. Luego empezó a cuidar personas de edad, una actividad que interrumpió para dedicarse a la crianza de sus hijos, antes de retomar un empleo de vendedora. En el momento de la entrevista, obtenía algunos ingresos vendiendo alfajores. 16 Un proceso de ruptura profesional acentuado por la inmigración. El relato de Mariana (SP) es sintomático al respecto. Inmigrante peruana en Chile, y habiendo trabajado como enfermera en su país, tuvo progresivamente que abandonar este oficio, a pesar de que pudo ejercerlo algunos años en Chile en calidad de auxiliar. Para revalidar su diploma tuvo que volver a estudiar en Chile, e incluso nos cuenta que “fui funcionaria 7 años en una clínica en las cuatro áreas, sala, pabellón, urgencias y recuperación”. Frente al nacimiento de su primer hijo, por falta de apoyo, se ve obligada a renunciar a este trabajo, el que solo realiza desde entonces esporádicamente y de manera informal. Una actividad intermitente a la cual se le añade un período en el que trabajó como vendedora e incluso de modista, porque “también soy modista y yo trabajé como modista en Patronato”. Pero dadas las dificultades económicas que tuvo su familia a causa de un sobreendeudamiento y a la necesidad de articular lo laboral con el cuidado de niños, tuvo que buscar un trabajo de empleada doméstica por horas, empleo que efectuaba al momento de la entrevista. 17 De hecho, el 54,8% de los trabajadores del sector privado no gana más de $318.000 mensuales, es decir, no más de 2 IMM. A lo anterior resulta necesario sumar, por lo que ello agrega de incertidumbre, el afianzamiento de la flexibilización salarial. Un dato que lo revela: más de la quinta parte de la remuneración total que pagan las grandes y medianas empresas, lo que comprende al 71,3% de trabajadores del sector privado, es variable (Dirección del Trabajo, ENCLA 2008, 2009). Los salarios bajos y la brecha en el cumplimiento de necesidades y expectativas, se revelan también en que los chilenos gastan en promedio más que sus ingresos (INE, 2008b). Una situación que es compensada, por algunos, con el crédito y la deuda, configurando lo que se ha llamado una insatisfacción salarial encubierta (Espinosa y Morris, 2002). 18 Como lo mostró de manera convincente un estudio a propósito de la conciencia de clase observable entre los obreros peruanos en los años ochenta (Parodi, 1986). 19 Una práctica que busca evitar por malas artes, usualmente el desprestigio, que alguien se destaque o sobresalga. 20 En otros países, en efecto, situaciones de este tipo engendran más bien nuevas formas de conflictividad entre actores en función de sus estatus laborales que rencillas de connotación moral, como es el caso en Chile (Foucauld y Piveteau, 2000; Martuccelli, 2001). 21 La idea está muy expandida entre los empresarios. Cf. testimonios en el mismo sentido en Politzer (2006: 127 y 198). 22 Lo que viene a corroborar Constanza, abogada, que habla de un universo laboral que es un “mundo súper difícil. Es muy sacrificado, muy despersonalizado, muy competitivo”. Una competencia marcada, por lo demás, sobre todo en el sector comercial por un imperativo de resultados. Samuel (SP) lo resume con suspicacia evocando una experiencia que vivió hace unos años como vendedor de tarjetas de crédito: “¿Para qué te voy a mentir? Duré seis meses y me echaron por malo, porque no llegaba al objetivo que me fijaban”.
23 “En Chile ser abogado es difícil, buscar pega es re-difícil, hay seis mil abogados nuevos que salen cada año y que salen sin pega, y salen rebajando precios. O sea, lo que antes costaba 3 millones ahora cuesta 200 lucas con cueva… porque hay gallos que te lo hacen por 200” (Rodrigo, CM). El comentario de esta arquitecta es similar: “Para cualquier carrera es difícil insertarse acá. Salen 900 estudiantes de arquitectura al año y hay cupos para 20, para poner un ejemplo extremo”. Lo que hace que ya durante la carrera “la gente era como muy metida en lo suyo, muy competitiva; todos se iban a estudiar, era muy poca la vida social que se hacía” (Alicia, CM). 24 Los pequeños y medianos empresarios son particularmente sensibles a este punto. “Está siempre la preocupación de anticipar tendencias. Es que si no te mueres (se ríe)… No hay otra, y lo mismo pasa con las tiendas de vestir, si tú no estás constantemente renovando los modelos… Antiguamente, me acuerdo, cuando empecé yo a trabajar en esto, un modelo te duraba 3, 4 hasta 5 temporadas, hoy en día con suerte te dura media temporada” (Felipe, CM). Una experiencia también presente entre los trabajadores independientes, como Jorge (SP), quien, como artesano, dice que “uno tiene que ver el tema de cómo vende, y el tema del cómo vender siempre es complicado porque tienes que enfrentarte a los comerciantes, a los intermediarios y uno siempre siente que sale perdiendo con los intermediarios, porque no siempre es posible vender en forma directa, o sea, cada día es más difícil porque no hay espacios. Además, como la urgencia del efectivo se te plantea a cada momento, uno tiende a ir a vender y vender barato, claro, ya vendí volumen y olvídate del resto, pero siempre queda la sensación de que estás regalando parte de tu trabajo”. 25 El informe PNUD (2002: 78) evoca la realidad de la “sociabilidad conflictiva” en el país, asociándola con la envidia, pero al colocarla al lado de muchos otros factores, no aparece con la centralidad que nuestro material revela. 26 Por supuesto, esta práctica, como se sabe, se inscribe en una larga filiación histórica, pero son sus significados actuales los que nos interesan. Sin que prejuzguemos por eso de la presencia o no, importante o marginal, del chaqueteo en otros períodos (algo que nuestro material nos impide establecer), lo que nos interesa es, dada la profusión de testimonios que indican su presencia hoy en el país, dar con una interpretación susceptible de explicar su carácter estructural. 27 José Victorino Lastarria, “El manuscrito del diablo” (1849). Citado por Larraín (2001: 89-90). Un aspecto también subrayado por muchos inmigrantes extranjeros a la hora de caracterizar los estereotipos nacionales (“no dicen las cosas de frente”, “hablan por la espalda”, etc.). Ibidem, p. 231. 28 En el próximo capítulo abordaremos la dimensión propiamente comparativa de la envidia, sobre todo en su relación con el mérito, aquí nos centraremos en lo que es su principal expresión a nivel del trabajo: la práctica nacional del chaqueteo. 29 Un comentario similar fue afirmado por otros como Bernardita (SP), quien al hablar de una empresa en la que trabajó de singerista se acuerda del “mal ambiente, siempre había como rivalidad, envidia, porque otra persona como que ganaba más”. En verdad, más allá del sector de actividad o el empleo, en la inmensa mayoría de los relatos primó el discurso de lugares de trabajo en los que los asalariados nos dijeron que “el ambiente no, no lo encuentro absolutamente sano… Existe un celo, existe una especie de feudo, no sé” (Daniel, CM). Luis (CM), trabajando en una empresa que juzga muy eficiente, señala también cómo en ella se “generaba una cultura medio competitiva, medio consumista, que compara los autos, gente que ve mucha televisión, de bajo nivel cultural, leen poco, y que genera una cultura de ese tipo”. “Somos muy enrollados, somos muy celosos, somos muy envidiosos… La gente juega y cambia las personalidades las veces que puede. Nos cuesta mucho de repente reconocer o quitarnos esas máscaras, esa actitud como de repente tan soberbia o tan competitiva”. Esta experiencia de la envidia es, para Isabel (CM), engendrada por “mucho celo profesional” sobre todo
por “mucha competencia”. 30 “El mundo es una estrategia, o sea, uno debe manejarse con mucha estrategia en el mundo laboral, uno tiene que tener una estrategia como trabajador”. Por eso, nos dijo Luis (CM) “uno no tiene amigos en la empresa, son todos compañeros de trabajo pero ninguno somos amigos, hay una desconfianza grande y producto de esa desconfianza, uno tiene que desconfiar de todo y con todos hay que ser estratégico”. 31 En 2010 solo un 17% de los chilenos declaraba que se puede confiar en la mayoría de las personas, teniendo menores índices que países latinoamericanos como Uruguay, Argentina y Venezuela (cf. Latinobarómetro, 2010: 71-72). Para un estudio que profundiza los vectores y las experiencias sociales que apoyan la desconfianza en el caso de mujeres jefas de hogar, cf. Könn (2010). 32 Una actitud de desconfianza generalizada, por cierto no solo presente en relaciones horizontales sino también de subordinación laboral en las dos direcciones. Esto es particularmente bien resumido por Victoria (CM). “Yo creo que nos afecta mucho la cultura nuestra de la desconfianza, yo creo que nos afectó muchísimo. Entonces el empleador no confía en sus trabajadores y los trabajadores no confían en su empleador. Independiente de que ambos tengan buenas intenciones, hay una cosa de base. Entonces se ha generado una cuestión que ha sido histórica y que nos va a costar mucho revertir, este como ‘quién caga a quién’ en el fondo, perdona la expresión. Claro eso de que todos los trabajadores son flojos y que todos los jefes son abusadores… No es así, ya, de ningún lado es así. Yo creo que eso es lo que más nos ha afectado, el tema de la desconfianza”. Una desconfianza que no duda en vincular con la generalización de la lógica de la competencia: las relaciones “están basadas en un clima de desconfianza, en donde tenemos que sacarle, estrujar el limón lo más posible”. 33 Luis (CM) precisó con claridad la dimensión estratégica del chaqueteo: “Así son las relaciones en Chile, o te apegas mucho y sabes que te va a pegar por este lado o te aserruchan por el otro, o te das vuelta y el otro te aserrucha y la cuestión, entonces, en eso hay que ser estratégico, es de darle información acá, darle información allá, como de cubrirse porque en cualquier momento te pueden decir chao no más”. 34 En el caso del rumor, Elias lo interpretó como un arma que los grupos más establecidos son capaces de usar en contra de los grupos menos consolidados (Elias y Scotson, 1965). 35 Esteban (CM) reconoce, así, que en las instituciones en las que trabajó, por lo general “había que conspirar mucho, yo tenía mi grupo de referencia, de amigos, de grandes amigos, pero se van generando, diríamos, ciertos grupos para sobrevivir; entonces, tienes que vivir pensando quién te va a liquidar”. 36 Por lo demás, la novedad de esta situación es relativa. ¿Es verdaderamente necesario recordar que, confrontados a los cambios inducidos por el proceso de modernización en el siglo XIX, los discursos obreros no transitaron sino muy progresiva y lentamente de una economía moral de la protesta (y esto en nombre, por lo general, de antiguas tradiciones feudales como la del justo precio) a una economía política de la explotación basada en una concepción clasista de la injusticia? Cf. Thompson (1988). 37 Para una reflexión sobre la complejidad de los caminos históricos que abre la implosión mercantil capitalista en el país, cf. Salazar y Pinto (1999a: 121 y siguientes). Para una presentación que afirma el valor del trabajo en la construcción identitaria en el Chile actual, cf. Díaz, Godoy y Stecher (2005). 38 El significado del trabajo no reenvía, como lo iremos viendo, esencialmente a formas prácticas de comportamiento o de conducta de vida (como en el ethos protestante leído por Weber) sino a la apertura de un horizonte singularizado de sentido. Las evoluciones observadas en las últimas
décadas en el trabajo tanto en Europa como en los EE.UU. se asemejan a las que encontramos en curso en Chile: si bien el trabajo es siempre una coerción, un elemento propio de la sociedad capitalista, éste ya no se vive como un “deber secular” y, sin embargo, no por ello se está desencantado o éste pierde, en términos generales, importancia o significación subjetiva. Pero este sentido se desplaza de una consideración normativa, estatutaria o identitaria hacia una familia amplia de significados personalizados. 39 Por supuesto, la dimensión subjetiva del trabajo no puede aislarse del estudio de las relaciones sociales y de los modelos de organización. En efecto, fue un tipo de producción, en ciertos sectores de actividad y con ciertas características de economía de escala, lo que alimentó tanto la conciencia de clase como la identidad profesional. Sin lugar a dudas, por otro lado, la hegemonía creciente del lenguaje de la competencia económica, y del capital humano, no son ajenas a la consolidación de nuevas experiencias laborales, y ello tanto más en un país como Chile, en donde el sector terciario concentra lo esencial del empleo. 40 El corte transversal de esta dicotomía es particularmente visible a propósito de la expresión de lo que denominaremos una forma ética de la virtud: aquella del buen profesional. 41 El punto merece atención. Como lo hemos visto, detrás de esta preocupación es preciso ver a la vez una voluntad de movilización generalizada de la mano de obra en el país y la voluntad de incrementar la independencia de las mujeres. En todo caso, el incremento de las mujeres en el mercado de trabajo ha sido importante en el país en los últimos lustros (la tasa masculina incluso ha decrecido levemente, mientras que la femenina se ha incrementado de manera importante). Según datos del Informe de Desarrollo Humano, la tasa de participación laboral de mujeres entre 15 y 60 años era de un 38% en 1996, aumentando a un 47% para el año 2008. En el caso de los hombres entre 15 y 60 años, para el año 1996 la tasa de participación laboral era de 81%, disminuyendo levemente para 2008 a un 78% (PNUD, 2010: 118). 42 “Hay que estar muy concentrada, y más encima tú trabajas con la espalda. No puede estar uno derecha, porque imposible… aunque la máquina te quede aquí. Igual, uno tiene que estar pendiente de la costura y todo. Hay que coser derecho. Yo sufrí mucho después de dolor de espalda, sufrí harto, pero allí mismo los médicos nos veían a nosotros, teníamos facilidades para que nos vieran a nosotros, entonces ahí nos hacían unos ejercicios, unas terapias en la tarde, después del trabajo hacíamos todos los días… Ahí nos fuimos recuperando, pero después me dieron muchas veces varios lumbagos fuertes…” (Paula, SP). “Yo sufro de artrosis entonces pa’l descanso me voy a la cama, mi tele… cuando estoy con el dolor lo único que quiero es dormir” (Myriam, SP). Fabiola, banquetera; hablando de un fuerte episodio de estrés cuenta: “Empecé… me hablaban de trabajo y me empezaba a ir pa’l lado, perdía el equilibrio, me pasaban cosas así, taquicardia, y así me enfermé de los riñones que no había tenido nunca, y así sucesivamente… Me salieron quistes en la tiroides”. 43 “Lo que pasa es que cuando uno trabaja en lo que le gusta, es difícil que uno se sienta mal” (Beatriz, CM). Ricardo (CM), médico, indica que, a pesar del exceso de trabajo, lo que hace “en el hospital me gusta”. “Me gusta la consulta”, dice Sergio, psicólogo, quien reconoce sin embargo de qué manera el exceso de trabajo afecta su vida familiar. 44 Para una discusión sobre la distancia entre propuestas teóricas organizacionales, formas de recepción en la empresa chilena y efectos en las experiencias y percepciones de los trabajadores. Cf. Ramos (2005). Resultados más ambiguos sobre los efectos de los principios organizacionales y su capacidad para modelar a los sujetos en Soto (2009). 45 Esta afirmación es compleja y su significado ambivalente, puesto que testimonia evidentemente de una forma de sujeción laboral. En todo caso, y bajo esta modalidad estuvo presente también en otros
relatos. Como lo afirma Roberto (SP), obrero, para ser bien visto en una empresa “lo primero, es el que cumple, el que es respetuoso, buena persona”. 46 Este aspecto es frecuente en el sector de los servicios. Para un ejemplo a partir de las azafatas o steward de compañías aéreas (Hochschild, 1983). 47 También en este caso es imposible no subrayar los posibles elementos de enajenación de sí, pero lo que interesa en este punto de nuestra argumentación es la modalidad de producción de sentido sostenida en la excelencia en la tarea que marca el relato. 48 El profesionalismo en el trabajo también puede expresarse de otra manera, en términos más hedonistas. De sus años de trabajo en el sector de construcción Patricio (SP) nos dijo: “Me encanta el olor de la madera, me encanta el tacto, siento que tienes que trabajar más prolijamente y te da la sensación de hacer cosas po’”. 49 Dentro de los sectores ocupacionales más bajos, el trabajo es percibido como una fuente de dignificación personal, reconocimiento y valoración social que les permite construir una imagen positiva ( Díaz, Mauro y Stecher, 2005: 43-45). 50 Esta mujer insistió en que la acompañáramos a una de las visitas que efectuaba a una persona de edad a su cuidado con el fin de mostrarnos de manera directa la valorización de sí a través de su trabajo. 51 Viviana (SP) expresó con contundencia esta realidad en su faz oscura. Complementando su actividad de ama de casa con un trabajo de empleada doméstica concluye: “es prácticamente lo mismo po’. O sea lo único que te cambia es que sales de tu casa y el trayecto, pero lo demás es hacer lo mismo. Vas a hacer lo mismo de aquí en otro lado”. 52 Esteban (CM) evoca la excitación de participar en la campaña presidencial apoyando a un candidato: “Ritmo, esa es la palabra… Tienes que apagar incendios por acá, tu forma de organizar las cosas es distinta, entonces tú te acostumbras a que quieres resultados relativamente rápidos… Cuando uno se dedica a la política hay que ser más riguroso que nunca, porque un error te cuesta una campaña… Si haces una encuesta y esa encuesta te sale un hallazgo, tienes que revisarlo 2, 3 veces antes de lanzarlo”. 53 Una experiencia que no puede ser disociada, por supuesto, del nivel efectivo de los ingresos en un país en donde, en el 2011, hasta casi el 90% de los asalariados percibe ingresos mensuales inferiores a 650.000 pesos (unos mil trescientos dólares).
La cuestión del mérito 54 Una evolución que es visible a nivel del lenguaje, según Contardo (2008: 290). “En el diario El Mercurio las palabras meritocracia y meritócrata aparecen mencionadas dos veces en 1990; cuatro en 1995; seis en 1996; diez en 2000, 25 veces en 2005 y cincuenta en 2007”. 55 Sobre este punto, cf. las reflexiones de Michaud (2009: 47 y siguientes). 56 En este sentido, resulta interesante inscribir esta reivindicación, al menos en parte, en la estela del individualismo posesivo, y en la manera particular como esta representación del individuo moderno ha sido incorporada en la sociedad chilena desde los años setenta (Macpherson, 1962). 57 Relatos de este tipo fueron abundantes en nuestras entrevistas. La clave está en la ambición. De su cuñado mecánico que le enseñó en buena parte el oficio, Aldo (SP) nos dice que “era una persona que no… son de las personas que llegan hasta ahí no más, no son de las personas que les gusta más, ‘yo quiero esto, lo otro’, eso le faltaba a él, a mi cuñado y antiguo socio”, cualidades que él considera poseer. Para triunfar, comenta Pablo (CM), “yo creo que tienes que tener ganas, tienes que tener
empuje, tienes que tener las ideas y no mucho más. Hoy día yo siento que Chile es un país que por el mismo crecimiento que tiene está repleto de oportunidades”. La impresión de Enrique (CM) es similar: “En Chile, trabajando de verdad, haciendo las cosas bien, se puede surgir en la vida… Obvio que hay los estudios, pero si uno se las da, hay oportunidades”. Constanza (CM), si bien enfática con el carácter individual del mérito, fue más prudente en su evaluación de las oportunidades existentes. “Uno como persona lo único que puede hacer por sí mismo es ser positivo. Y ser positivo, mira, es mucha energía, y mucha fuerza, no dejar pasar las oportunidades porque no es una sociedad de oportunidades. Y por eso hay que estar pendiente de las oportunidades que uno tiene (…) No se pueden dejar pasar. Es irresponsable. Hay que tomarlas inmediatamente porque no vuelven”. 58 Los paralelos con otras experiencias latinoamericanas son evidentes: basta evocar la importancia que tuvo para la carrera política de Fernando Henrique Cardoso el plan real (y su capacidad para yugular la inflación), pero, también, al menos durante cierto tiempo y más en el exterior que en el propio país, el ministro de Economía de Carlos Menem, Domingo Cavallo. Pero es sin duda en México en donde el peso dirimente de los economistas ha sido más fuerte (Whitehead, 2010). 59 Babb (2003) ha descrito este proceso desde el ejemplo mexicano. Para Chile, cf. Huneeus (2000b: 461-502). Para el descrédito del populismo desde un registro propiamente técnico, cf. Dornbush y Edwards (1991). 60 En nuestras entrevistas una sola persona señaló este punto. “La gente que tiene título, la gente que sacó el posgrado, el doctorado, el chupeteposgrado y el profesorado y… Todos esos tipos están ganando buena plata y ¿qué están haciendo? Según ellos bien, pero la están haciendo mal… Toda esa cúpula de gente que tenemos arriba que se supone bien preparada, está mal preparada… Yo lo único que veo son profesionales deficientes” (Eduardo, SP). 61 Las consecuencias para la vida política en el país son más importantes de lo que muchos creen. El tema escapa a nuestra investigación pero notemos que la selección de los centros de estudios de excelencia en el exterior tiene consecuencias sensibles en muchas áreas, como es el caso, por ejemplo, de la economía en donde los estudios en el exterior tienden a reforzar la pregnancia del discurso mainstream y la ortodoxia de la economía standard. Una realidad que, no hay que olvidar, no refleja en absoluto la diversidad de orientaciones intelectuales existentes en los propios centros de estudios en Estados Unidos o Europa, sino que testimonia más bien del monolitismo de las élites en el país. Todos comparten si no necesariamente un mismo credo económico, por lo menos una misma epistemología, una manera compartida para plantear los problemas y estudiarlos metodológicamente (Centeno, 1994: 211-212). Fuera de este “círculo de la razón” experta, no hay solución razonable y atendible. Es ésta una actitud que alimenta, inevitablemente, estilos de gestión política impermeables a la novedad. Para una crítica en esta dirección, cf. Silva (1996). 62 Por supuesto, y como es evidente, es necesario considerar que la distancia entre los ideales de justicia y la realidad social es una constante histórica presente en toda sociedad. Esta brecha explica por qué, finalmente, los sentimientos de injusticia priman sobre los principios de justicia, o mejor dicho, por qué los segundos por lo general tienden a expresarse a través de los primeros (Barrington Moore, 1978; Dubet, 2006). Aún más importante resulta considerar este hecho en América Latina, dado que el sentimiento de lo inevitable de esta separación y el fatalismo que la acompañó tomó su fuerza, como se sabe, de la imagen extendida respecto del divorcio consuetudinario entre el país legal y el país real (Nino, 2005; Girola, 2009). 63 Esta pregnancia mayor de los ideales en los sectores medios (los que no necesariamente se condicen con una orientación individual consistente con los mismos), y su valor fuertemente retórico para la producción de sí ha sido también encontrado en el caso del ideal normativo de derecho (Araujo,
2009a). 64 Sobre la importancia de la certificación escolar como mecanismo de legitimación de la estratificación social, cfr. Collins (1989). 65 “Como se dice ahora nada surge de nada, sin estudios”, corrobora Cristóbal (SP), y Samuel (SP) concluye: ahora “tienes que tener un título, hoy la sociedad chilena se está profesionalizando mucho, yo, gracias a Dios, saqué mi título en ventas, pero si no tienes título hoy día te empiezas a venir abajo”. 66 En Chile un 75% de los hogares requiere de un crédito universitario para poder cursar estudios en educación superior, generándose deudas que demoran una considerable cantidad de años en ser saldadas. Larrañaga (2002: 45-50) ejemplifica lo anterior argumentando que personas que se ubican en un nivel medio de ingresos y que adquirieron un crédito a razón de un arancel de 1.000.0001.500.000 pesos anuales por el lapso de 5 años no alcanzarían siquiera a pagar la deuda en un período de 15 años accediendo a subsidios ex post que fluctúan entre el 10% y 15% de la deuda. 67 Un comentario enunciado casi en los mismos términos por Rodrigo (CM), abogado, fue: “Lo normal, y en todas partes, es que el tipo bueno sea premiado. En Chile es castigado. Cuando un tipo se destaca es castigado porque es una amenaza para el superior, y pasa a nivel de empresas, a nivel público, a nivel social, a todos los niveles”. 68 Espinosa y Morris (2002) señalan que si bien las remuneraciones han tenido aumentos sostenidos a partir de la década de los noventa, el nivel general de los salarios es insuficiente respecto del crecimiento económico del país. Las remuneraciones para la mayoría de los trabajadores dependen, así, del esfuerzo individual y muestran un creciente desequilibrio por tamaño de empresa, siendo los más perjudicados los trabajadores de las microempresas. En la misma dirección, los resultados de la encuesta ENCLA son ilustrativos. Para 2006, un 46,1% de los encuestados ganaba hasta dos o menos salarios mínimos y un 20,5% ganaba sobre dos hasta 3 salarios mínimos. Un 60,6% de los trabajadores de las microempresas ganaba entre 1 y 1,5 salarios mínimos (Díaz y Mella, 2007: 23-26). Cf. también el capítulo anterior para la discusión detallada de este punto desde la perspectiva de la prueba del trabajo. 69 Claudio (CM) no duda incluso en denunciar lo que a sus ojos es una deriva local del capitalismo: “Una mentalidad de mucha racionalidad y mucho foco en lo económico, me da la impresión de que aquí esto es demasiado exacerbado y que no tiene un correlato con la preocupación por las personas. Por ejemplo, en Estados Unidos, aunque sea una estrategia de marketing, se preocupan de las personas, o sea, saben que eso es bueno para aumentar la productividad”. Por el contrario, en Chile, el mérito es insuficientemente premiado, prefiriéndose una estrategia de control: “Los sueldos en general son como bajos, existe mucho, mucho control y mucha medición por resultados, o sea, eso pasa a ser fundamental”. 70 “He visto”, corrobora Carolina (CM), que en ciertas firmas algunos decían “que probablemente por la edad va a tener guagua, entonces no nos conviene contratarla”. 71 El problema, repitámoslo, no es nuevo. Es este desajuste lo que Durkheim (1995) llamó anomia – el “mal del infinito”– o sea, el hecho de que los actores tengan estructuralmente anhelos que la sociedad es incapaz de satisfacer. Pero eso que aterraba a Durkheim y a sus contemporáneos se ha convertido en un elemento de base de las sociedades contemporáneas. 72 Por supuesto, los individuos siguen siendo socializados a través de factores culturales que forman su personalidad. El punto en el argumento aquí es que esta socialización opera en un contexto social en el cual la cultura posee cada vez más un rol ambivalente. Ella ya no es solamente garante del acuerdo
durable entre el actor y la sociedad (como lo fue en las sociedades culturalmente cerradas o aisladas), sino que aparece como un agente permanente de diferenciación. 73 Los mecanismos de solidaridad interindividual son transversales a las sociedades y a la historia, como los estudios efectuados alrededor de la teoría del don de Mauss (1991) lo explicitan de manera convincente desde hace décadas. El asunto está también bien subrayado en los estudios sobre el care y la visión alternativa del lazo social que hay en él. El lazo social se sostiene, desde esta perspectiva, por la preocupación de cuidado recíproco existente entre los actores a todos los niveles de la sociedad (Tronto, 1993). 74 La capacidad para formar parte de un colectivo o una red sería, por ejemplo, para dar una ilustración latinoamericana, y en claro contraste con la experiencia de otros países (Estados Unidos, Francia o Vietnam), un rasgo mayor del lazo social en México (Iribarne, 2003 y 2008). 75 Apoyándose en datos del Informe de Desarrollo Humano del PNUD, Lechner ([2002] 2006: 561) señala que “mientras un 56% del grupo socioeconómico alto posee capital social, solo un 27% del estrato bajo dispone de él”. 76 Espinoza (1995), en el marco de la discusión sobre la lucha contra la pobreza, con otra metodología y en el marco del análisis de redes, constata para el caso de Chile, en efecto, que la eficacia máxima de las redes se encuentra cuando se combinan lazos fuertes y débiles. 77 Para un estudio de las redes en los sectores populares a partir del ejemplo del comercio callejero, cf. Stillerman y Sundt (2007). 78 Citando un estudio del diario La Tercera del 2008, Contardo (2008: 97) señala que en los últimos cien años 625 de los 1.925 parlamentarios chilenos fueron parientes entre sí. Y compara esta cifra: mientras que en la historia de los Estados Unidos un 8,7% de parlamentarios ha tenido antepasados en el Poder Legislativo, en Chile la cifra es de 36%. 79 “Las redes”, sostiene en este sentido Luis (CM), “te salvan en el momento importante. Cuando las uso sale todo, o sea conozco personas que usan esas redes para todo, yo no tengo esa habilidad. De verdad es una habilidad. Todo lo relacionan con teléfono, con amigos”. 80 La lógica es transversal a las dos grandes coaliciones de gobierno. Adolfo (CM) nos dio así, durante la entrevista, una visión fuerte de la imbricación de su destino personal con sus contactos dentro de su partido político (y fuera de él: “Tú te metes a mi facebook y tengo 1.400 personas”) y de la suerte del candidato presidencial que apoyó en la elección presidencial. “Si Piñera gana en las próximas elecciones, entonces yo podría trabajar en su gobierno, como que todo está abierto digamos en mi vida”. Una experiencia que Sergio (CM) nos relató a propósito de la Concertación: “Varios de mis amigos de partido son gerentes de XXX, subsecretarios, esa generación de los ‘90 agarró buenos puestos, buenas becas y buenas cosas. En general están bastante acomodados y algunos críticos, pero bastante bien acomodados”. 81 Para una discusión sobre este punto, Thumala (2007). 82 Barozet (2006: 70) lo define de esta manera: una práctica social que se caracteriza por ser “una forma de reciprocidad entre individuos de un mismo círculo o nivel social, que permite, mediante vínculos informales, mantener una solidaridad orgánica entre cercanos. Se trata de una práctica masiva, determinante e indispensable para obtener un trabajo o bienes y servicios”. 83 Esta situación abre a un complejo proceso de conexiones interindividuales que, a los ojos de algunos, engendran variantes de lo que Wright Mills denominó una élite, sobre todo cuando se aborda el vínculo entre las redes y la política. “Tú lo puedes ver en la parte privada. La venta de todas estas
empresas (públicas) se le vendió más bien al mundo cercano a la parte dictadura, entonces el poder económico lo tiene más o menos esa gente que apoyó al régimen de la dictadura; tiende a cambiar, claro, pero el régimen económico tú lo ves marcado en la gente de derecha y en el lado más conservador de la Iglesia”. “En las altas esferas”, añade, “son más bien de derecha, los Legionarios y estos Opus Dei se tratan de ubicar en los cargos altos” (Daniel, CM). 84 Barozet (2006: 93) ha propuesto que esta práctica en los sectores medios permite bienes y servicios no disponibles por vías más formales o institucionales. Aún más, según la autora, en el caso de Chile, se trata casi de la única forma de obtener un empleo. 85 Como lo precisa Tironi (2005: 158), en el 2002, 44% de padres con formación media tenía hijos con educación superior. 86 Una tensión que ciertos estudios constatan al observar un desfase en la movilidad intergeneracional entre ingresos y estudios (Núñez y Miranda, 2009). 87 A pesar de la importancia del origen social, el sistema está fuertemente orientado por el imaginario de una selectividad basada en las trayectorias individuales: el sistema se jerarquiza según el diferencial de porcentaje de “buenos estudiantes” que captan las instituciones. (Brunner et al., 2005; también, Brunner et al., 2006). 88 Según un estudio realizado en la primera mitad de la década del 2000, un trabajador con educación universitaria completa ganaba más de 3 veces por hora que un individuo solamente con educación media. Cf. Mizala y Romaguera (2004). O sea, a pesar del incremento de la cobertura educativa, durante el período 1990-2002, se constató un fuerte aumento de la rentabilidad de los estudios (Bravo, 2003). Un retorno que se mantiene aún. Según la encuesta CASEN 2009, el ingreso promedio medio mensual de los ocupados sin educación era de 245.128; con básica completa 273.880; con media completa 361.705, mientras que con educación superior completa ascendía a 1.021.984 (cf. MIDEPLAN, 2009: 29). Aún más, como lo muestra el estudio de Núñez, entre los sectores medios y populares la productividad de los estudios universitarios es más alta (dados sus orígenes sociales, el incremento de ingresos es más significativo con respecto a sus familias de origen que entre los sectores medios altos). Algo que obviamente tiene una incidencia importante en el fortalecimiento de la expectativa en la meritocracia (Núnez, 2004a). 89 Para el caso de CODELCO, cf. Soto (2004). 90 Para hacer carrera, como lo muestra un estudio, es preciso manejar de manera durable la satisfacción y la insatisfacción laboral a través de varios mecanismos: la capacidad para soportar la insatisfacción; saber esperar y aprovechar la oportunidad; gestionar redes; hacer estudios suplementarios; apropiarse de las lógicas y discursos de la gestión; saber encontrar su lugar dentro de la competencia entre grupos en el seno de la empresa. Para estos mecanismos, cf. Espinoza y Soto, 2008: 295-299. 91 Bernasconi y Rojas (2004) señalan que a partir de la reforma de 1981 se transformó el sistema antiguo de 8 universidades estatales existentes a un sistema abierto y diversificado. Se crearon universidades por iniciativa privada, nuevas instituciones que derivaron de universidades antiguas, e institutos profesionales y centros de formación técnica que son de tipo privado. De 3 universidades privadas existentes para el año 1985, se aumentó a 38 para el año 2003. Si en 1990 habían solo 2 universidades privadas que tenían entre 3001 y 5000 estudiantes matriculados en pregado, para 2001, esa cifra aumentó a 14, y a 5 universidades privadas que superaban el número de 5000 estudiantes. Según datos del Consejo Superior de Educación, existen actualmente 57 universidades, de ellas 16 estatales (información extraída de www.cse.cl. Sitio visitado el 21/07/2011). 92 Las entrevistas fueron realizadas en un momento en el que la educación no aparecía constituida
como un problema público de envergadura y de enorme resonancia, tal como las movilizaciones transversales del 2011 –momento en que terminaba de escribirse este libro– lo ponían en evidencia. Los individuos, no obstante, mostraron una sensibilidad crítica respecto a la versión oficial en consonancia con lo que los datos muestran desde hace ya un buen tiempo sobre el peso del modelo educativo en cuanto agente de la desigualdad social. Mientras más del 83% de los jóvenes de sectores medios se incorporó al empleo con al menos 12 años de estudio, entre los obreros ese porcentaje alcanza solo al 46% y disminuye al 28% entre los jóvenes de sectores marginales (León y Martínez, 2007: 325). 93 Una transformación que aumenta la presión familiar sobre la escolaridad de los hijos, lo que se traduce, según algunos, en el hecho de que algunos jóvenes vivan mal el colegio, o lo “somaticen” como lo comentó Néstor (CM). 94 “Estudié en una universidad bastante pluralista, muy poco apegada, muy poco… entiendes, no tienen ex-alumnos como La Católica o como la Chile” (Javier, CM). En otros el juicio es positivo: en la universidad, “me fue bien, muy, muy bien, mis amigos, mi socio. Grandes amigos, conocí a mi señora en la Universidad. Me enseñaron todo lo que me tenían que enseñar, me dieron todas las herramientas pa’ hacer lo que estamos haciendo ahora. De la universidad no tengo nada que decir” (Carlos, CM). 95 En el 2009, 350.000 alumnos pasaron de colegios municipales a colegios subvencionados. Fuente: El Mercurio, 24 de agosto del 2009. 96 La situación no es excepcional, pero basta un ejemplo: la elección del colegio “que es un colegio católico, mixto y bilingüe fue determinante para la elección del barrio”, nos dijo Marisol (CM), fue un compromiso entre ella y su marido, quien “quería que fuera católico, y a mí lo que más me importaba era que fuera mixto y bilingüe”. 97 Magdalena nos dirá así que sus hijos, “las mujeres y los hombres han sido educados en colegios católicos de línea firme (uno del Opus Dei y otro Legionarios de Cristo), y respetan las tradiciones y comulgan, van a misas, pero, por otro lado, son todos de misiones”. Una decisión que incluso definió la elección de su comuna de residencia. “Yo siempre sentí que tenía la camiseta puesta por el colegio, pese a que a mis niños no los tengo ahi…” Reconoce que su colegio, católico, “igual es un colegio masivo, y el que sea masivo tiene cosas buenas, tiene más amistades, más contactos, o sea uno concentra a las personas… pero quizás se pierde la educación un poco más personalizada”. Además, “yo sentía que en ese colegio, la mujer ha perdido un poco su femineidad, la Mariana no es el prototipo de dama, por la mezcla, por ser un colegio mixto. Y bueno, lo otro es que además mi señora siempre ha tenido una formación, ella se educó en un colegio que es de formación del Opus Dei, entonces también hay un tema valórico que el colegio en cuestión no nos estaba reflejando como familia y que queríamos un colegio que fuera de una iglesia más marcada, de una iglesia más valórica y que entregara más herramientas de tipo valórico” (Alejandro, CM). Para una discusión sobre la relación entre educación e iglesia como estrategia de clausura de las élites, cf. Thumala (2007).
98 Una encuesta efectuada a los padres de niños que rindieron el SIMCE en 2003 arrojó como resultado que éstos destinaban un 11,8% del presupuesto familiar en la educación (Marcel y Tokman, 2005). Según la Encuesta de presupuestos familiares, Noviembre 2006-octubre 2007 del INE, el gasto en educación per cápita en educación se ubicaba en torno al 20% del presupuesto de las familias en todos los quintiles, excepto en el quinto, en el que constituía el 17%. (http://www.ine.cl/canales/chile_estadistico/encuestas_presupuestos_familiares/2008/Presentacion%20EPF%202 2007.pdf, página consultada el 21/5/11)
99 “La Martina, cuando la pusimos al jardín, vino como toda esta reflexión de dónde meterla y porqué… Porque hay como un proceso porque uno quiere que los hijos tengan mejores cosas que uno, en definitiva, o darles herramientas para que puedan vivir mejor. La educación sigue siendo, pienso yo, el mecanismo de movilidad social, o de integración, o de felicidad si lo quieres poner, entonces es un temazo elegir el tipo de colegio sin que sea un colegio que prepare a un niño, lo formatee para dejarlo, digamos, operativo para un mercado, que yo no suscribo a ese tipo de educación, digamos, pero tampoco puede ser un niño que no pueda tener las herramientas o no pueda tener las redes de contacto o que no pueda tener ese tipo de herramientas”, comentó con sinceridad Luis (CM), quien se reconoce de posiciones más bien progresistas y es crítico a lo que considera la primacía del mercado actual. 100 La importancia de este aspecto sería tal que algunos no dudaron en afirmar que esto explica la expansión de colegios de connotación valórica en el país. “El auge de los movimientos religiosos en Chile tuvo mucho que ver con el estatus social, o sea, si tú te metías en ciertos grupos de gente que había ascendido socialmente con cero cultura católica se hacían Legionarios de Cristo y metían a sus hijos al colegio claramente por una cuestión social”, afirma con convicción Sergio (CM). Continúa: “La otra vez me tocó escuchar en una comida a un tipo que tenía sus hijos en el colegio “x”. Y yo me decía, ¿qué hacen los hijos de este gallo en ese colegio, no tiene nada que ver? Y él lo veía como una inversión. O sea el día de mañana sus compañeros de curso van a ser gente importante, entonces el colegio no es solo para que aprendan matemáticas, sino también para generar redes sociales. En ese sentido el ser Legionarios de Cristo es un estatus pero es también un medio para… sabes que no te vas a quedar solo si tú eres muy metido en eso”. 101 El origen socioeconómico es un importante factor explicativo de la brecha de ingresos en Chile entre personas que poseen las mismas acreditaciones universitarias (un factor que se inscribe por lo general dentro de escolaridades primarias y secundarias particulares). Cf. Núñez y Gutiérrez, 2004. 102 La famosa tesis de Huntington de que las democracias en los países en desarrollo son desbordadas por el exceso de demandas sociales, y que Gino Germani ya había de alguna manera anticipado en su análisis del caso argentino, solo se aplica en los casos en que estas demandas encuentran canales político-ideológicos capaces de presionar y colocar en jaque al sistema político. Una situación que el incremento generalizado de iniciativas individuales debilita en la región. Cf. Sorj y Martuccelli (2008). En el caso de Chile, y a pesar de las movilizaciones estudiantiles del 2011, este desborde requeriría aún de liderazgos y canales políticos que, fuera de los intereses corporativos tradicionales y rompiendo la clausura de la clase política, permitieran darle curso. Este proceso y la naturaleza del desborde que parece anunciar, su mayor o menor violencia, dependerá tanto del éxito de nuevas formas de mediación política e ideológica como de la capacidad de las élites para abandonar posiciones y privilegios, y una concepción a estas alturas nefasta de autoridad política. 103 Una posibilidad que, como ha sido señalado, de persistir el bloqueo de posiciones y la continuidad no cuestionada de ciertas lógicas sociales, podría terminar por realizarse (Cf. Bengoa, 2009: 48; Araujo, 2009a). 104 En el mundo del trabajo se afirma así progresivamente en Chile una concepción particular de lo que Lamont (2002) llama en un estudio comparado la “dignidad de los trabajadores”: ésta no está ni masivamente indexada al mérito (como es el caso en los Estados Unidos), ni ligada a un sentimiento de pertenencia común (como en Francia). El mérito en Chile –y la dignidad que se persigue– es una experiencia y una aspiración en la que se articulan exigencias particulares de horizontalidad social.
PARTE 4
Sociabilidades y familias Irritaciones relacionales 105 La importancia de la relación con los otros en la construcción del yo se encuentra, como se sabe, en el corazón de los trabajos de Mead (1982) sobre la socialización. En este capítulo, como por lo demás en todo este libro, es una realidad distinta la que nos interesa estudiar. No nos centramos en los procesos de fabricación psicosocial de los individuos, lo que nos interesa son los desafíos societales respecto de los cuales se constituyen las modalidades de individualidad. 106 Estudios en Chile han hecho referencia a la existencia de una ética de la autenticidad de los individuos que se establece en directa tensión con la pertenencia de clase y los ideales morales, como puede ser visto, por ejemplo, en el análisis sobre el discurso de movilidad social de los estratos más bajos de la clase media chilena y la fidelidad al origen (Méndez, 2009) y sobre la sexualidad de mujeres jóvenes, en las que existiría una confrontación entre el juicio propio separado de una concepción de moralidad pública y el comportamiento sexual de sus pares como una clave de referencia para sus orientaciones morales individuales (Bernasconi, 2010). 107 La noción ha sido empleada, en un sentido distinto al que aquí le otorgamos, por la teoría de sistemas. En Luhmann (2007: 87 y 626), la irritación designa una molestia del entorno sobre un sistema, pero ésta es exclusivamente producto autónomo del sistema, o sea, no existe transferencia de irritación del entorno al sistema: se trata siempre de autoirritaciones sistémicas. 108 Aunque no se encontraron diferencias significativas en las entrevistas de control realizadas en Concepción y Valparaíso respecto a otras dimensiones, en lo referente a la experiencia urbana la diferencia fue importante. La ciudad no aparecía en éstas como un desafío y lo urbano y las interacciones en el espacio público mostraron un rostro significativamente menos ríspido. Es por lo anterior que este apartado se concentra en la experiencia urbana en Santiago. 109 Para un interesante estudio de la ciudad de Santiago durante el siglo XX a partir de la novela chilena, cf. Franz (2002). 110 Santiago es mal querida como ciudad, “de hecho, odio Santiago” (Pablo, CM). Un mal necesario que se acepta como una fatalidad. “No, no me gusta Santiago. Por el trabajo estoy aquí, no más”, dijo Alfredo (SP). Santiago, simultáneamente, es relevada en su animación por su oferta cultural y de consumo, pero, ¿amada?, por su geografía, y en este contexto por un hito fundamental: la Cordillera. “Debo decir que yo adoro Santiago”, casi sin respirar, Patricia (CM) se lanza en una verdadera declaración de amor a la ciudad: “No hay nada más lindo que la cordillera, mirar la cordillera es un milagro cada día, cuando está roja, cuando está con el sol; me basta… Mirar en el verano con 35 grados y mirar de nuevo la cordillera y verla nevada arriba, ese contraste tú dices ‘pero, ¿cómo es posible?, no puede ser’, tenemos las dos cosas al mismo tiempo, nos estamos asando de calor y tenemos todo nevado arriba en la cima, es precioso”. No se trata de un testimonio aislado ni una cuestión anécdotica, por el contrario. Una ciudad no es solamente una experiencia de vida, es, también, un conjunto de hitos urbanos. 111 La expansión horizontal se pronunció en las décadas recientes. El área urbana construida se duplicó, pasando de alrededor de 330 km² en 1980 a más de 600 km² en 2004. Se acentúan, así, los procesos de dispersión urbana (Heinrichs, Nuissl y Rodríguez Seeger, 2009). Para una lectura optimista sobre el destino de estos procesos urbanos (Galetovic y Jordán, 2006). 112 Para la tendencia a la apropiación privada del espacio público como rasgo central del capitalismo, cf. también Topalov (1979).
113 En la década del 2000, la ciudad de Santiago cubría 60 mil hectáreas; diez años atrás 45 mil –o sea que en una década la ciudad se extendió 15 mil hectáreas (Rodríguez y Winchester, 2005: 127). 114 Por supuesto, la afirmación es excesiva e injusta teniendo a la vista las medidas de regulación del transporte colectivo, taxis, televías, autopistas urbanas o ciertas transformaciones habitacionales impulsadas desde los años 80. Pero una vez más, e incluso recordando estos aspectos, lo que interesa es construir una comprensión estructural de la ciudad, y la relación entre citadinos, desde su experiencia urbana. Una experiencia que a su manera da cuenta de una ciudad que se expande más bajo la dinámica del mercado que de la planificación. 115 “Yo nací en un barrio cuando Maipú era, y eso lo recuerdo cuando voy a Buenos Aires y me da nostalgia, el barrio donde estaba el boliche de la esquina, ‘Don Pepe’. No el barrio de los mega supermercados de los Jumbos… Donde estaba la señora que te conocía y te decía ‘váyase para la casa que la mamá…’ Donde había un cuidado, aunque igual asaltaban y todo, pero la vida de barrio era una cosa distinta, en donde había oficios que ya no existen, y los echo de menos, como el zapatero, las costureras”, dice Juan (CM). 116 Lizama (2007: 11 y 107-109) habla de una huida ecológica o neo-ruralista. 117 Algunos, incluso, no dudan en decir que descubrieron la ciudad, e incluso su sociedad en los transportes colectivos, como Sergio (CM), que reconoce que conoció el país cuando inició sus estudios en la universidad, “porque me demoraba una hora y cuarto de ida, una hora y cuarto de vuelta”. 118 Aunque no estuvo ausente en los relatos sobre la locomoción individual, lo fue en muchísimo menor medida. “Yo me siento inseguro en Santiago”, dijo Pablo (CM). “Hay cosas que no habían antes, o sea, te paras en un semáforo y te tiran un piedrazo y te roban algo… andái en el auto, y yo mismo me he dado cuenta que si paro en un semáforo estai mirando por el espejo retrovisor”. 119 Lo mismo sostiene Sebastián (SP). Cuando sube a una micro “la plata nunca la echo en la billetera, siempre en los bolsillos”. Precisa: “Uno siempre cuando sube a la micro, yo subo con las manos así atrás, por si alguien te… porque ahí se aprovechan entre dos empujones. En sí, claro, es peligroso”. Una actitud de alerta es la respuesta necesaria. como lo expresa Cristina (SP), quien una vez fue testigo de un robo, “y me bajé al tiro y esa cosa me quedó muy fuerte. Entonces le tomé mucho miedo (al transporte público)”. 120 Con la implementación del Transantiago, los usuarios solo destacaron como aspectos mejores que el sistema anterior el modo de pago y el precio. En octubre de 2006 el antiguo sistema tenía una nota promedio de 4,6. La ejecución del Transantiago implicó un descenso a un 4.0 en marzo de 2007. Los usuarios destacaron que los aspectos que más empeoraron fueron la comodidad del viaje, el tiempo de espera y el número de trasbordos. Pese a las mejoras, que incluyen el aumento del número de recorridos y de buses, mejoras al metro con la apertura de nuevas estaciones, y extensión de líneas, la nota para mayo de 2011 era un 4,3, es decir, en 4 años solo ha repuntado en un 0,3 (Covarrubias, 2007; Instituto Libertad y Desarrollo, 2011). 121 Solo como ejemplo, para el año 2011 el tiempo promedio de viaje total en el transporte público (caminata, espera y viaje) fue de 71 minutos. Este es mayor del que se registraba para el año 2006, que era de 62 minutos (Instituto Libertad y Desarrollo, 2011). 122 Éstas, sin ser exclusivas a este grupo social, fueron evocadas esencialmente por los sectores populares. 123 Aunque no estuvo completamente ausente, es importante subrayar que el placer de desplazarse por
la ciudad fue muy rara vez evocado por los entrevistados. Las raras veces que ocurrió, fue más por hombres que por mujeres, percepción que coincide con los resultados de una investigación sobre movilidad urbana diaria en Chile (Jirón, 2008). La diferencia en este punto es sensible con la experiencia que investigaciones en Europa han constatado al respecto, en donde este sentimiento fue esencialmente femenino (Juan 2001: 80). 124 No son aspectos anecdóticos: cada uno de ellos atestigua también una ciudad-valor de cambio. Las concesiones de carreteras hacen que la viabilidad y rentabilidad del modelo recaiga sobre los usuarios. 125 Las cifras son más que decidoras: la tasa vehicular por cada mil habitantes pasó de 59,79 vehículos por mil habitantes en 1977 a 147, 34 en 2001; en el período 1991 y 2001 la tasa de crecimiento poblacional fue de 28,2% y la tasa de crecimiento vehicular de 157,4% (datos extraídos de Greene y Soler, 2005: 52). 126 La noción de espacio público denota por lo general tanto un espacio de deliberación política como un espacio urbano propiamente. Ambos, como el estudio de Habermas (1986) lo mostró hace décadas, se encuentran íntimamente ligados entre sí (piénsese en el rol político de los cafés y tabernas). En lo que sigue, sin embargo, designaremos con esta noción esencialmente el espacio urbano compartido. Para una reflexión de la ciudad de Santiago desde esta doble perspectiva de espacio público físico y espacio público político, cf. Rodríguez y Winchester (2005). 127 Datos de la Encuesta de Paz Ciudadana para el mes de junio de 2011 muestran que el 66,4% de la población se ubica en un nivel “medio” de temor ante la delincuencia. Un 13,9% expresó tener un nivel “alto” de temor, siendo en este porcentaje especialmente influyente el sector socioeconómico de menores recursos con un 18,6% (el sector socioeconómico alto con un 11,1%). En ambos grupos se registró un aumento con respecto a las mediciones de períodos anteriores. Con respecto a las medidas para evitar ser víctima de un crimen, 61,8% se preocupa en reforzar la seguridad de su casa mediante el uso de seguros y alarmas, 61% se pone de acuerdo con sus vecinos como medida de protección, 62,2% deja de ir a ciertos lugares y 61,2% deja de salir de sus hogares a ciertas horas (Paz Ciudadana, Adimark, 2011). 128 Exceptuando, por cierto, el caso de los condominios cerrados que se han construido en zonas que no pertenecen a la región noreste en las que se concentran los habitantes con mayores recursos de la ciudad (cf. para el análisis de este fenómeno, Cáceres y Sabatini, 2004). En estos casos, el lugar de residencia cobra un peso mayor como núcleo de peligro que en los otros sectores. El entorno más directo es evitado y constituido como el “allá”, cosa que es posibilitada por la clausura del lugar de residencia (Jirón, 2008). 129 En 2007, en denuncias por robo por cada 100.000 habitantes hubo 1.147 en Santiago, 2.863,4 en Buenos Aires y 1.173, en Quito. En el mismo año, en denuncias por hurto por cada 100.000 habitantes hubo 525,4 en Santiago, 1.824,8 en Buenos Aires y 1.229, 4 en Sao Paulo (Dammert et al, 2010). 130 La relación entre desconfianza y escasez de soportes para la gestión de la vida, es un aspecto central de este entramado. La desconfianza se acompaña de sentimientos de soledad y prácticas de aislamiento. Para un estudio en mujeres de menores recursos, cf. Könn (2010). 131 “Creo que el chileno ha ganado mucho en prepotencia, la teoría que yo tengo es que un tema que va muy de la mano con el relativo éxito económico que ha tenido Chile… Son tipos que de un día pa’ otro se ven con unos pesos más que el de al lado y ¡a poner la pata al otro!”, piensa Pablo (CM). 132 Por cierto, si la casa se aísla del exterior inmediato, al mismo tiempo la vida dentro de ella está cada vez más conectada con el exterior a través de las tecnologías de la comunicación, como lo muestran
diferentes estudios. La encuesta de Consumo Cultural reveló que el 55,9% de los chilenos utiliza el internet; de ellos, un 49,4% se conecta todos los días de la semana (Consejo Nacional de la Cultura y las Artes, 2009). En mayo de 2011 el promedio de uso de horas de internet fue de 25,3 horas por usuario, siendo 1,4 horas más que el promedio por usuario a nivel mundial. Chile lidera el alcance de las redes sociales en América Latina con un 93%, siendo el cuarto país que más usa facebook y el decimosexto que más utiliza Twitter (Daie, 2011). 133 Un refugio que los individuos de los diferentes grupos sociales se esfuerzan, por lo general, en personalizar lo más posible. Existe una verdadera inquietud por individualizar, apenas se dispone de los recursos necesarios, la vivienda con el fin de dotarse de una casa “bonita” (“mi casa”, nos dijo Javier, que vive en Vitacura, “es casi una obsesión, me entiendes, de tener una casa bonita”). Para muchos lo importante es así, por ejemplo, personalizar la fachada de la propia casa dentro de un conjunto estandarizado de inmuebles. 134 Como lo indica Moulian (1998: 127 y ss) o Bourdieu (2000: 224-230). En todo caso, a mediados del 2000, hasta un 73% de chilenos era propietario de su vivienda (un porcentaje particularmente alto con referencia a los que existen en muchos países europeos e incluso ligeramente superior al que existía en los Estados Unidos). 135 Bengoa (2009: 105) propone una interpretación cultural de esta realidad: la presencia de la hacienda en la cultura del país habría impedido el desarrollo de una verdadera cultura ciudadana. 136 La presencia de una restauración internacional cada vez más cosmopolita es un signo inequívoco, desde esta perspectiva, de la globalización de Santiago. 137 “Años atrás”, recordó Pablo (CM), “salías con un look distinto al de los demás y eras el hazmerreír de todo el mundo”. “Me encanta Santiago”, dijo Soledad (CM), antes de echarse a reír sorprendida por su propia declaración. Nos habló entonces del centro donde “hay mucha gente que va a pasearse, a tomarse un café, y hay esos lugarcitos que uno camina una vez, fíjate que yo he aprendido a conocerlo. La otra vez fui a pagar una cuenta en Bellavista y lo encontré genial, está lleno de Pubs, y lo encontré impresionante, el patio de Bellavista ¡maravilloso!, pero lindo”, se vuelve a reír de su entusiasmo, “lindo como representando al país”. 138 Valenzuela y Cousiño (2000), comparando la sociedad chilena y estadounidense, han defendido la tesis de que la menor confianza exhibida en la sociedad chilena no debería ser leída como un déficit, sino que ello revelaría otras formas culturales de establecimiento y gestión de la relación con los otros extraños (más por sociabilidad que por asociatividad). Según esta tesis, dadas las características socioculturales del país, a las que entroncan con la historia de la sociedad colonial (un contexto donde lo central de las relaciones se concentraría en torno a la noción de don), para poder tener un vínculo aceptable con un extraño se requeriría el recurso a la “familiaridad”. Los autores fundamentan su argumento, que se trata de una forma de regulación y no de un problema en la sociedad, con la afirmación de que el extraño no sería visto como antagonista sino como simple desconocido. La presencia extendida de la irritación y el antagonismo en el cuerpo social, particularmente visible en la relación con los extraños, aconsejaría revisar el alcance de esta tesis. 139 “Está complicando el compartir con las personas, hay un egoísmo, un personalismo, o sea la gente no está viviendo en comunidad… En este barrio, yo convivo hace treinta años, hay gente que no tiene idea quién es el vecino, no se conoce”, constata Verónica (SP). 140 Rosa (CM) cuenta que “mi vecino es viejito, tiene bastante edad… Yo estoy muy pendiente de ellos, ellos muy pendientes de nosotros”. “Yo me llevo súper bien con mis vecinos”, nos contó Gabriela (CM), “mis vecinos, él es músico y ella es bailarina. Acá los vecinos de acá, que no llevan mucho
tiempo, son un amor, un matrimonio que tiene un niño chiquitito. La vecina de al frente es un siete, es un tesoro, es la típica vecina que te dice ‘yo te cuido la casa si vas a salir’. Entonces yo le digo ‘uy, gracias y todo’”. 141 Según un estudio sobre civismo y capital social, un 24,4% de encuestados pertenecientes al sector ABC1 contestó que se podía confiar en las personas, ante solo el 5% del estrato socioeconómico E. Con respecto a la desconfianza interpersonal, los vecinos hombres y mujeres concentran el primer y tercer lugar respectivamente (67,2% del total de los encuestados señaló que hay que tener cuidado y desconfiar de los vecinos hombres, mientras un 63,3% señaló lo mismo en el caso de las vecinas mujeres). Cf. Espinoza y Rabi, 2009: 16-17). 142 Entre 1990 y 2003 se construyeron 1.609.305 nuevas viviendas, de las cuales 75% contaba con financiamiento público. Por lo demás, Chile ostenta un porcentaje significativamente bajo, comparativamente con otras urbes latinoamericanas, de población viviendo en condiciones irregulares (15% contra 30-40%), cf. Ducci, 2009: 295. 143 Esto, por supuesto, no es específico de Santiago. Para una ilustración de este proceso a partir de una visión amplia sobre las experiencias de los habitantes de slums en varias regiones el mundo, cf. Davis, 2006 y Wacquant, 2006. 144 La importancia de este tipo de rencillas ha sido identificada en muchos otros contextos peri-urbanos populares (Dubet y Martuccelli, 2000; Lapeyronnie, 2008). 145 “La gente es atrevida. Por ejemplo, yo con los vecinos de al lado no me hablo porque una vez el caballero me trató mal, me garabateó delante de los carabineros que yo los llamé y le dije ‘yo nunca he tratado mal a nadie, por muy mala que le tenga a alguien, prefiero ignorarlo, pero no tratarlo mal’. De ahí como un año que estoy enojada con ellos, porque yo no permito que gente, que ellos son vecinos, me venga a tratar mal…” (cursivas nuestras, Bernardita, SP). 146 Sobre el anonimato entre vecinos, cf. Ascher (1995: 150). 147 “Conversamos lo que tenemos que conversar (con los vecinos) cuando estamos en el jardín ¿ya?, pero por la reja, porque ella está haciendo sus plantas y yo las mías”, resume Paula (SP). 148 “Converso más con la vecina de este lado”, precisa Viviana (SP), “porque estamos juntas en un curso también, pero nada más. El saludo, claro, a todos, como corresponde, pero nada más”. “La señora de acá al lado es parapléjica, tiene sus problemas y yo la ayudo, qué se yo; la señora de acá al frente también se está muriendo, necesita de vez en cuando que la ayude en algunas cosas, o sea, en ese sentido soy buen vecino, pero no soy comunicativo con ellas” (Eduardo, SP). 149 “En mi caso yo tengo harta, harta, relación con mis vecinos, sobre todo porque en este pasaje nos conocemos todos, somos todos vecinos antiguos, así que hay una relación desde antes, desde antes…” (Josefina, SP). 150 Sobre los “nuevos” como amenaza multiforme (a estilos de vida, el control urbano, el valor de los inmuebles), ver en el tomo 1 el capítulo sobre inconsistencias posicionales. 151 Márquez (2004) ha subrayado con acierto que el Estado si bien abordó la integración funcional en sus políticas habitacionales, ha descuidado su rol en la producción del lazo social, partiendo por las tareas de integración de los sectores más pobres al conjunto de la sociedad. 152 Notémoslo, en promedio los espacios habitacionales en los proyectos de viviendas sociales miden 45 metros cuadrados (Hidalgo, 2007). 153 La falta de privacidad en los sectores populares urbanos no es nueva, como tampoco las relaciones
conflictivas que derivan de la precariedad y el hacinamiento habitacionales, tomando la forma de conventillos, callampa campamentos, allegados o erradicados, como lo ha mostrado la historia urbana (de Ramón, 2007: 188-193 y 250-255; también, Espinoza, 1988). Pero, si bien se encuentran rastros de esta cultura desde la época colonial, esta característica era tradicionalmente compensada por la existencia de redes amicales y familiares que entretejían relaciones afectivamente cargadas y/o de ayuda mutua (Goicovic, 2005). Además de la ruptura de estas dimensiones compensatorias, lo que puede contarse como una diferencia actual es la presencia de expectativas más elevadas de intimidad, y una mayor conciencia del derecho a la privacidad, lo que contribuye al sentimiento de irritación por la intromisión de otros y por estar obligado a ser testigo de la intimidad ajena, cuestiones ausentes de la sensibilidad de la sociedad colonial, como lo ha mostrado, por ejemplo, Mannarelli (1993) para el caso del Perú. 154 Josefina (SP) lo expresó con claridad al evocar los rumores “es como el dicho ‘pueblo chico, infierno grande’. Aquí es población chica e infierno grande también. O sea, hay de todo, de todo, todos opinan de todo, yo creo. Uno trata de mantenerse al margen en realidad po’, por lo mismo, pa’ prevenir de meterse en cahuines, porque aquí es como una chispita y pum lo agrandan al tiro, entonces, uno tiene que estar ahí como al ladito no más”. 155 “No somos mucho de compartir con los vecinos… porque las mamás decían ‘niños afuera a jugar a la calle’ y los niños pelean y ahí empezaron los conflictos ‘que éste le pego a mi hijo’ ‘que esto no puede ser’. Eso es lo que pasa con los pasajes cerrados” (Raimundo, SP). 156 Un elemento que Monsiváis (1994: 142) ha evocado con sensibilidad a propósito del D.F. 157 La amistad no es la misma entre capas medias y sectores populares; entre hombres y mujeres; y en función de los ciclos de vida; se tenga o no hijos o pareja. Señalaremos solo algunas de estas diferencias en este análisis. Para restituir la sutileza de este fenómeno en toda su magnitud se requiere a futuro un estudio detallado y focalizado sobre el tema. 158 Para una lectura de la experiencia de la amistad en otra realidad, pero a partir de la misma noción de prueba que defendemos en este libro, cf. Rebughini (2011). 159 Una versión todavía muy presente en la noción de la amistad desarrollada, desde la sociología, por Francesco Alberoni (1990), aquel que nos revela una parte de nosotros mismos. 160 En verdad se trata del período de la vida en que se considera que se construyen las “verdaderas” amistades, como lo discutimos en el capítulo sobre las esferas tempo vitales en el tomo 1. 161 Notémoslo: el uso del lenguaje de la familia –e incluso de la pareja– para hablar de los amigos, pero solo de los “verdaderos” amigos y no de cualquier otro (conocidos o “amigos”), fue muy frecuente. Ello puede ser leído como una manera de indicar hasta qué punto el lenguaje de la institución familiar es el principal idioma de la intimidad entre los chilenos. “Un amigo es como tu pareja pero con otros intereses, con intereses de compartir… Es como tu pareja, como tu novia, pero sin intereses sexuales, quiere tu bienestar, quiere que estés bien…” (Javier, CM). Amigos “es la familia que uno elige, no es mía la frase, pero es bonita”, sentencia Guillermo (SP). Vale la pena subrayar aquí que, a diferencia de lo planteado por Valenzuela y Cousiño (2000), esta apelación a la familia no aparece en nuestro trabajo como una manera básica de gestión de las relaciones con los extraños, sino como una forma de tratamiento de lo más nuclear de la intimidad. 162 Las declaraciones en este sentido fueron innumerables. Un amigo “es alguien que presente confianza, compromiso, que se puede contar para que me preste una luca o que preste la oreja, o sea, es bien amplio” (Loreto, SP); En un momento difícil de su vida “ahí aparecieron unos amigos mágicamente que me tuvieron afectivamente cuidado, yo creo que eso fue tremendamente
importante” (José, CM). 163 Rodrigo (CM), quien impreca el triunfo de la superficialidad en el país, subraya con fuerza este aspecto de la amistad: “Amigo, a estas alturas, es un tipo con el cual tú podí hablar. Ya a esta altura no es alguien que tenga que mentirle, es el tipo que te conoce y sabe cómo eres y te acepta como eres y tú lo aceptas como es y, por lo tanto, te lo mamas en la buena y en la mala y en lo que sea, y si querí echarlo lo echai, y eso no significa que ‘sabí, estoy cansado, ándate, quiero dormir’ y se va a ofender, ponte tú. Un tipo… son como familiares los amigos cercanos, no hay mucho que esconder”. 164 “Un amigo está en las buenas y en las malas, no está cuestionando nada”, Fernando (CM). 165 Para todos estos datos, cf. PNUD (2002: 228). El impacto del momento del ciclo de vida se refleja en que el porcentaje de personas que declaran tener muchos amigos pasa del 33% entre los 18-24 años a tan solo un 15% entre los de 45-55 años. 166 “Tan, tan amigos no son, digamos, pero sí muchos conocidos muy cercanos”, comentó Adolfo (CM), que se jacta de tener más de 3.000 amigos en su Facebook… “Pocos amigos pero millones de conocidos” afirma en un tono similar Magdalena (CM). La lista es extensa: “O sea, amigas, amigas, amigas, no tengo, dos o tres solamente” (Soledad, CM). “Mira, tengo hartas conocidas, hartas conocidas. Conocidas ponte tú de ‘hola ¿cómo estai?’ ‘¿en qué andai?’” (Margarita, SP). “Amigos poco, mucha gente conocida… por el trabajo, por el colegio” (Enrique, CM). 167 Por cierto, como trataremos de mostrar en el apartado siguiente, ésta es solo una parte de la explicación; la otra remite a los juicios negativos hechos recaer sobre los otros. Lo importante a señalar es que estas dos dimensiones, autoirritación e irritación con los otros, coexisten. 168 En sentido inverso, tener muchos amigos y, sobre todo, saber cultivar verdaderas amistades es una fuente importante de autovaloración personal. “Mi personalidad hace que la gente me tenga confianza y por eso comparto harto con la gente”, resume con satisfacción Marta (SP). 169 Los trabajos que exploran estas dimensiones son innumerables. Véase, entre otros, Goleman (2006); Boltanski y Chiapello (1999); Illouz (2010). 170 Amigo “es una persona, a ver, uno que uno tiene la confianza para relacionarse con él, que le puedes plantear cualquier tema y conversarlo y te aconsejará”. De ese nivel de amistad “yo te diría que pueden ser una, dos personas” (Néstor, CM). 171 “En este minuto, ponte tú amigos que tuvimos de la época de empresario, cuando esto se vino abajo (habla de las graves dificultades económicas de la firma de su marido) desaparecieron”, recordó con serenidad Magdalena (CM). En los últimos años, según Mónica (CM), cuando más necesitó de sus amigos, en medio de una severa depresión, éstos no siempre estuvieron a su lado. En otros, sobre todo cuando la experiencia de la ingratitud empalma con lo que se denuncia como hipocresía colectiva, el desasosiego moral puede ser particularmente profundo. Comentando el fallecimiento de un antiguo amigo militante político, Verónica (SP) da testimonio de su descorazonamiento. “Yo estuve con el Joaquín durante todo el tiempo que estuvo hospitalizado hasta que falleció y me dio mucha lata que gente que jamás vi en el hospital, que nunca se acercaron a verlo, trajeran lo que necesitaba, como pañales, porque llegas a este punto… después tú los ves en el cementerio haciendo homenaje, hablando por el micrófono y diciendo él fue mi gran amigo”. En otros, la defraudación se imbrica con una estafa económica. “Le saqué a un compañero de trabajo, le compré un living, un equipo de música… Y después él se fue, no pagó”… y Sebastián (SP), tuvo que enfrentar con la deuda durante años. 172 “No, amigos no me gusta tener porque siempre he querido tener amigos pero el problema es que
cuando sé que los amigos con un traguito dicen cosas, ya no son de confianza. Entonces, yo me aíslo, prefiero no tener amigos”, confiesa Alfredo (SP). 173 “Es súper complicado considerar amigo a alguien, o sea, para mí la palabra amigo significa muchas más cosas que juntarse a compartir una comida” (Susana, CM). 174 “El exceso de confianza te hace tener problemas”, dice lacónica Daniela (SP), para quien “te tienes que cuidar del compañero de trabajo, te tienes que cuidar del vecino”, pero también “del amigo, porque no hay amistades sinceras”. 175 “Tengo pocos amigos, muchos, muchos conocidos. Es que los amigos deben estar cuando tú los necesitas, no cuando ellos quieren. Tengo buenos amigos, que han estado toda mi vida en momentos complicados, pero soy un gallo súper independiente, individualista, solitario” (Samuel, SP). 176 Para algunas raíces sociales de esta forma de amistad, en lo que concierne la sociabilidad popular de mineros y rotos, cf. Salazar y Pinto (2002: 48 y 67). 177 Algunos estudios concluyen que a medida que la duración se instala, las diferencias entre hombres y mujeres tenderían a desaparecer a nivel de la amistad: en las viejas amistades los hombres hablarían y harían, como las mujeres, confidencias a sus amigos. La principal diferencia sería, pues, más de índole temporal que sexual (Pahl, 2000, capítulo 4). 178 A partir de una importante encuesta es, por ejemplo, el resultado –orientado– de Ray y Anderson (2001: 27), quienes no dudan en asociar un punto de “vista femenino” con la expansión de lo que denominan los “creativos culturales”. En un sentido próximo, Giddens (1998) y Touraine (2007). El tema ha sido ampliamente retomado, desde una perspectiva ideológica en Chile, en los informes del PNUD. 179 Pero no es solo cuestión de mujeres, en algunos hombres también el alcohol terminó generando recuerdos traumáticos. Su madre “se separó de mi papá, porque tuvo problemas con mi papá, porque mi papá era un alcohólico”. Y sin embargo, “después (mi mamá) tuvo otra pareja alcohólica, o sea, no alcohólica, pero tomaba también y ella trabaja y la vida de nosotros fue terrible”. Porque “este caballero le pegaba a mi mamá cuando llegaba curado, entonces yo estaba ahí al medio, entonces, peleas…”. Reconoce que “desde ahí yo no puedo ver vino en la casa, porque eso me ha traído recuerdos, me ha bloqueado, porque resulta que yo no puedo ver el trago y eso, al criar a mi hijo, yo tuve muchos problemas, porque a veces el mayor, el mayor tiene 35 años, yo no lo puedo ver curado y con el menor también he tenido harto problema” (por el trago), contó Alfredo (SP). Tuvo, también una mala experiencia con un ayudante con el cual se entendía bien y al cual “desde que se puso a tomar ya nosotros no éramos lo mismo”. Semejante el relato de Cristóbal (SP): “Mi mamá se vino (del campo a Santiago) porque prácticamente vivía con mi padrastro y (él) se portó mal, o sea un gallo típico campesino, brusco, bueno para el trago, y mi mamá era evangélica, entonces, no aguantó más y nos vinimos donde una tía en Santiago”. 180 Salazar y Pinto (2002: 63) ven en el emborrachamiento, al menos en sus expresiones actuales, una de las maneras por las cuales los hombres de los sectores populares, en la medida en que fracasan en su rol de proveedores familiares, buscan reconstruir su masculinidad. 181 No olvidemos en este punto el rol que los expertos, y el psicoanálisis, han tenido en la expansión del discurso terapéutico en las sociedades occidentales durante el siglo XX. Una realidad que, aunque presente en Chile, está muy lejos de poseer la fuerza que posee en otras sociedades (Illouz, 2007 y 2010).
Familia: modelos y fisuras
182 “Tengo un grupo de amigas mías que son de vida espiritual como le dicen, que nos juntamos todas las semanas, dos horas que nos juntamos, leemos el evangelio y nos tomamos un cafecito y éstas son como las hermanas en crisis, ellas sí, si yo tengo un problema yo las llamo y llegan en un minuto, quien me ayudó a cambiarme de casa fueron ellas, una relación súper personal”, relató Magdalena (CM). 183 Un fenómeno indisociable del contexto social y moral. Si el porcentaje de hijos que la ley calificó de ilegítimos llegó al 30,7% en 1900, su proporción decayó al 25% hacia 1950 y en los últimos 40 años de siglo XX la tasa de nacimientos por fuera del matrimonio pasó de un 15 a un 50%, mostrando la fuerza del proceso de informalización familiar (Valdés, 2007: p. 65; Larrañaga, 2006: 137). 184 A pesar de la diferencia enunciada, el trabajo de Ximena Valdés (2007: 12) tiene el mérito indiscutido de subrayar la ambivalencia y las contradicciones de los procesos actuales en donde se superponen experiencias y modelos familiares disímiles (institucionalización, informalización, etc.). 185 Aquellos que, por ejemplo, crecieron en una familia numerosa, como Roberto (SP), de 13 hermanos, no dudan así en decir que fue “complicado… porque habían más privilegios para los más chicos, porque se comían toda la comida. Por otro lado, no era complicado porque los más grandes mandaban a los más chicos, y nosotros teníamos así que someternos. O sea, había una jerarquía que había que respetar: los papás, después el hermano mayor y así para abajo. Y yo como era el número siete no tenía mucha autoridad… pero después ya me desquité con los más chicos (ríe)”. En este registro, los individuos siguen en mucho siendo percibidos a partir de la alianza que los instituye en el espacio familiar como “cuñado” o “hija política”, y desde ahí, por el respeto que deben. Al hablar de su yerno, con el cual nos dijo se lleva bien, Mariana (SP), afirmó “hay mucho respeto, él sabe donde yo le marco la raya, en ese aspecto no hemos tenido todavía problemas, a Dios gracias”. 186 Otras conocieron una experiencia similar: cuando decide casarse a los 16 años, Margarita (SP) cuenta que “mi papá se enojó y mi papi me echó (de la casa). Se puso bien macho y me dijo ‘te vas’. Y me fui a vivir con mi marido”. 187 “Mi papá era hombre de pocas palabras y más conciliador, producto de que trabajaba tanto, dejaba todo en manos de mi mamá”, concluye Rodolfo (CM). 188 En un sentido próximo, Cristóbal (SP) habla de su dificultad para tomar distancia con su familia, razón por la cual se quedó viviendo en el mismo barrio que su madre “porque, no sé, cuesta desarraigarse de la familia, eso, yo creo que en el fondo es eso, la gente sigue y es muy de lazos sanguíneos, cuesta, cuando hay una buena familia cuesta separarse, yo creo que eso es lo que pasa, que la gente se va quedando, quedando”. 189 Si formas de intensidad filial de este tipo no son inexistentes entre madres e hijas, esta relación conoce formas muy distintas. La proximidad y la distancia, las críticas, las identificaciones, la complicidad se dan en otros términos, como se verá. 190 En una encuesta sobre percepciones de las mujeres sobre sus condiciones de vida en el país, al preguntárseles por los aspectos más importantes para estar satisfechas con su vida, tener tiempo libre para sí misma fue calificado por un 17% de las encuestadas como lo tercero más importante, un 7% como lo segundo más importante y un 3% como lo primero más importante (Corporación Humanas, 2008: 81). 191 En la tipología de las representaciones culturales de género que desarrolla el PNUD (2010: 61), las representaciones machistas y tradicionales tienen respectivamente un 18% de adhesión. En los primeros, un 88% percibe que la responsabilidad del cuidado de los niños y del hogar es siempre de la mujer, ante un 82% de los segundos que declara que en última instancia la responsabilidad del
cuidado de los niños y del hogar es siempre de la mujer. 192 “Yo sentía que mi lugar era al lado de mis hijas. Y la verdad es que las cosas económicamente se podían dar”, entonces, dice Caterina (CM), dejó de trabajar. Gabriela (CM), experimentó algo muy similar: “Intenté salir a trabajar cuando la chiquita tenía un año y medio y, sabes tú, que no pude, porque estaba en la oficina y me dicen ‘señora sabe que la niña no quiere comer’. Era una depre de la guagua, una cosa así, y a la vez yo igual, entonces no era feliz. Mira era feliz por un lado pero con tremenda culpa”. 193 Fabiola (CM) contó cómo cuando llegaba del trabajo a las “siete de la tarde, de verdad, llegaba con una culpa atroz” y, al mismo tiempo, continúa con realismo “yo sabía que si yo me quedaba en la casa, o sea, los volvía locos a todos, o sea yo la primera, o sea yo de verdad sentía como una necesidad básica para mí este contacto con el mundo exterior”. 194 Rosalba Todaro (2010) señala que en la semana el tiempo destinado por las mujeres al trabajo no remunerado triplica al de los hombres, mientras que la carga de trabajo remunerado semanal de los hombres solo supera en media hora diaria al de las mujeres. Sumando trabajo remunerado y no remunerado, la carga total de las mujeres supera en una hora y media diaria a la de los hombres. Todaro, al analizar los resultados de una encuesta a un grupo de trabajadoras vitivinícolas observa la existencia de dos tipos de tensiones: entre la presencia en el empleo y en el hogar, la que deriva de la gestión de los tiempos. Estos problemas devienen de la visión tradicional de que la mujer tendría mayor responsabilidad sobre el ámbito doméstico y del cuidado. Por otro lado, existe una visión positiva del trabajo remunerado por permitirles una mayor autonomía y expandir el concepto de cuidado del otro a la provisión de bienestar al que contribuirían con sus ingresos económicos. 195 De acuerdo a un estudio realizado por Mora (2006), las mujeres chilenas de las generaciones más jóvenes perciben que su desarrollo personal se encuentra principalmente en su participación en el mercado de trabajo como una fuente de identidad y satisfacción que va conjuntamente con la maternidad. Para las generaciones más jóvenes la mujer contemporánea es capaz de realizar múltiples actividades, teniendo una concepción de que para ser una mujer completa la maternidad si bien es un aspecto importante no tiene la misma prioridad y urgencia que la que tuvo para las generaciones anteriores. 196 Como ha sido referido, estos temores de las jóvenes se asocian, también, a factores relativos al mercado de trabajo (Montilva, 2008). 197 En verdad, e íntimamente relacionada con ella, la virilidad (e incluso el machismo). Sobre esta dimensión performativa y prescriptiva de la virilidad sobre las masculinidades reales (Mosse, 1997; Carver, 2000). 198 Esta es una referencia masiva en nuestros entrevistados, mientras en el caso de las mujeres entrevistadas solo una de ellas leyó su maternidad en términos de responsabilidad. Esto por cierto no quiere decir, en absoluto, que no haya conciencia acerca de sus obligaciones maternales, sino que es leída en otros términos. Para resultados en este sentido (PNUD, 2010: 57). 199 Este aspecto ha sido abundantemente señalado en América Latina. Para Chile, cf. entre otros, Valdés (2007), y para una interpretación político-institucional de esta realidad, cf. Rosemblatt (1995). Para la fuerza de este modelo en América Latina, cf. Fuller (2000). 200 “Mira, cuando nació mi primer hijo me acuerdo que tenía un dolor acá en la espalda que uno lo atribuye a la guagua, a no sé qué… pero después me dí cuenta del peso que me había caído… Tenía 27 años. Y yo sentía por primera vez que no podía fallar… Fue muy duro” (Sergio, CM).
201 Morandé (1984); también, Pantelides y López (2005). Sonia Montecino (2007) ha dado cuenta bajo la forma de un mito, o sea de un discurso sobre los orígenes, de la importancia del lazo exclusivo de la madre con el huacho en Chile. 202 En otros, la paternidad, reivindicada discursivamente, se manifiesta en los hechos como una actividad a tiempo parcial. Sin sorpresa, algunos evocan esta situación en el marco de un divorcio (por la separación, nos dice este hombre, “no pude ejercer mi rol de padre las 24 horas” –Ricardo, CM) o a causa de una fuerte implicación laboral o política. “Mi hijo era una cosa que andaba por ahí, formaba parte de… además estás joven y es una época que vas a carrete, y era de los típicos papás que van con la guagua, todos fumando, una paternidad irresponsable… Claro los primeros años no fui un padre ejemplar” cuenta Juan (CM) antes de relatar hasta qué punto cambió, desde hace algunos años, su actitud. Sobre la cesión simbólica masculina, cf. Araujo (2005b). 203 Para una reflexión en este sentido, relativa al tiempo libre en hombres profesionales de los sectores medios, cf. Hidalgo (2010). 204 Una impronta simbólica en la que probablemente es posible advertir más de un eco y más de una sombra, como la novela latinoamericana lo ha mostrado con profusión, de la figura del dictador. Un Padre autoritario y procreador impenitente. 205 Para otras investigaciones que ponen también en relieve la centralidad de los hijos, cf. Valdés, Castelain-Meunier y Palacios (2006). 206 Lo que podría vincularse con una permanencia mayor de la dimensión estatutaria del rol paterno y una menor singularización del vínculo en estos sectores. 207 “Era inesperado para mí el tener mi hija, estaba justo con un cáncer y no tenía muchas expectativas de vida. Y me fue bastante difícil la recuperación, entonces nació mi hija en medio de una situación de un manejo de un cáncer complicado, de problemas laborales más o menos serios, problemas económicos y separación (…). Mi hija no fue pues como el deseo digamos, estaba en un momento de crisis profunda. Sin embargo, cuando llega ella desata una tormenta mágica de sentimientos, de emociones y hemos logrado construir una relación y un sentido de vida”. Dice “mi hija es como la traducción de todas las cosas que yo he deseado” (José, CM). 208 Los hijos “es lo principal de mi vida… Siempre quise tener hijos y los que me salieron son, no concibo mi vida sin mis hijos”. “Yo con mis cabros chicos cuando puedo les doy todo, absolutamente todo lo que ellos quieren, no me restrinjo en nada (…). Les gusta mucho la animación japonesa, a mí también me gusta mucho, nos entretenemos mucho en eso, a mi hijo le gusta mucho jugar play, esas cosas compartimos” (Samuel, SP). 209 La centralidad de los hijos en la propia vida, más allá de la evidencia de las frases, se enuncia con claridad en la profundidad del temor que algo les pueda pasar. Un sentimiento “universal” dirían algunos, en todo caso un sentimiento que, en el marco de la sociedad chilena actual, se expresa como un temor muy fuerte sobre todo entre las mujeres de los sectores populares en virtud de la inseguridad residencial en la ciudad. “Ahora como la juventud está tan perdida, yo, mi hija tengo que saber dónde va, al colegio, a todos lados, no la dejo, porque acá (en el barrio) hay drogadicción”, dice Bernardita (SP). Cristina (SP) está inquieta “porque hay tantas cosas que tientan hoy día a los jovenes” y para que no “caigan” hay que “darles valores”. Por supuesto, esta inquietud no es específica a este grupo. También entre las madres de capas medias esta inquietud está presente, y en el fondo, el mecanismo de protección materna es similar: éste se ejercería mágicamente al saber dónde y con quién andan los hijos… “Mi hijo tiene 22 años pero la polola vive acá, vive acá, porque tiene su espacio, y yo siempre cuando estaba en el colegio yo le decía mil veces, antes de que anden dando
vuelta prefiero que se vengan para acá y se duerman todos acá” (Soledad, CM). 210 Una imagen extremadamente plástica de este copamiento de la escena familiar por parte de los hijos la da Esteban (CM): “Cuando llego (a casa) saludo, toda la cuestión, están todos jugando ‘oye imbécil no te metas’, puro ambiente masculino, golpes a cada rato, gritos y todos en el mismo lugar jugando mientras uno ve televisión”. 211 El relato de Blanca (CM), aunque quizás el más explícito y en un sentido radical, subraya fuertemente este aspecto sobre todo en lo que concierne una nueva complicidad corporal. “Quizás el trato cotidiano, de hecho yo nunca vi muchas veces a mi papá besando a mi mamá, pero mis hijos ven todo el día que el Pablo me da besos y qué se yo… Yo jamás ví a mi papá pilucho hasta el día que falleció, o sea, o un poco antes quizás, pero yo era grande y todo lo que tú quieras, con el Pablo los niños lo veían, a veces los niños se metían a la ducha y el papá se estaba duchando o yo, qué se yo, yo nunca he ocultado que me indispongo, y esas cosas, en mi casa se habla de sexo… qué te voy a decir”. 212 Para el caso de los hombres, Olavarría (2001) ha hecho notar que este modo retórico comparativo en la construcción de la paternidad es un rasgo que afecta a las narrativas de todas las generaciones. Encontró que cambios declarados por los padres, no son notados por los hijos, quienes se construyen a sí mismos como padres nuevamente en contra de sus figuras paternas. No obstante, que esta diferenciación con el padre sea una necesidad retórica para la construcción de sí no anula el hecho de que la legitimidad y deseabilidad de este rasgo en los padres haya efectivamente aumentado, como el propio autor encuentra –algo que es posible también observar en los incipientes cambios institucionales, por ejemplo, los días de licencia de los que gozan los padres en la actualidad frente al nacimiento de un hijo–. Para un trabajo que coincide con la extensión del mandato de proximidad para la figura paterna y su impacto en las paternidades emergentes, cf. Rebolledo (2008). 213 Ricardo (CM) cuenta algo similar: “Cuando mis hijos estaban chicos yo los mudaba, hacía cosas, entendí de alguna forma que era una etapa que yo tenía, que yo quería hacer. Los atendía, los alimentaba, les daba la papa… qué sé yo…”. El contraste con el propio padre es, también, evocado con fuerza. “Mi padre era un muy buen hombre, pienso yo, pero él era el proveedor de la casa (…) Mi padre llegaba tarde en la noche, cansado, digamos, en donde la comunicación con el padre no era mucha, sino que se llevaba a cabo los fines de semana adonde salíamos”. 214 Algo que Juan (CM) corrobora: “Mi padre no hablaba nada. Mi padre era gesto no más. Vamos al estadio o a otra parte, no más”. 215 El relato de Daniela (SP) va en la misma dirección: “Súper regalona, soy de piel, soy de piel. Ahí andan peleando los dos (hijos) porque quieren que la mamá duerma al medio uno de un lado y el otro pa’ este otro lado, amanezco con las costillas adoloridas por… (ríe)… oye te juro, y andan como ya se fue el papá de viaje, ellos son los hombres de la casa ahora, ocupando otras áreas, así que para sacarlos va a ser… bueno”. 216 Muy apegado a sus hijos, Roberto, obrero, lamenta, así, por ejemplo, no aprovecharlos lo suficiente: “Yo ayer y antes de ayer estuve trabajando en la tarde y mi hija va al colegio en la mañana y llega después que yo me voy a trabajar y, prácticamente, yo llegaba y le iba a dar un beso en la cama y eso era todo”. 217 Lo que es, recordémoslo, lo propio de la tesis de la destradicionalización (Giddens, 1994). 218 “Yo pienso que la adolescencia es lo más difícil”, piensa Cristóbal (SP). “Cuando recién empieza la pubertad, yo creo que ese es el tema difícil, cuando hay que empezar a enseñarles que la vida no es tan así como la ven de niños, que hay que decirle ‘estas cosas son así y asá’”.
219 “Las niñitas con mi marido pestañean dos veces y lo que quieran”, comenta riendo Magdalena (CM). “Lo más fácil es regalonearlos y lo más difícil disciplinarnos, me cuesta mucho. Me cuesta mucho, hallo que nada es tan importante (un consejo, un hábito) como pa’ echar a perder una conversación o una comida en la mesa, o sea, nada” (Fabiola, CM). 220 En la Encuesta Nacional Bicentenario UC-ADIMARK un 69.8% de los encuestados declaran estar muy de acuerdo y de a cuerdo con la afirmación “en general, lo paso mejor con mi familia que con mis amigos”. , consultado el 1 de junio de 2011. Para una discusión detallada ver capítulo sobre irritaciones relacionales. 221 Notémoslo: las dificultades evocadas se interpretan desde un registro estatutario e institucional, es desde su situación de hermano menor como es percibida y juzgada. 222 Explicando la relación no muy frecuente con su familia, Victoria (CM) dice: “Lo que pasa es que yo tengo una historia familiar muy compleja. Si te querís meter en eso, yo creo que nos va a dar para muy largo. Entonces yo diría que hoy día es fácil, pero no ha sido fácil en mi vida. A mí me criaron unos tíos, mi papá se murió cuando yo nací”. 223 “Sí, tengo un hermano, me llevo muy mal con él. Mi hermano trabaja para el ministerio publico, ¿cachai?, mi hermano está muy bien, tiene mucha plata, es otra onda y nada po’, me odia, me odia, no nos vemos” (Eduardo, SP). La importancia de la envidia como elemento de fisión relacional aparece claramente. La envidia no solo se revela como causal de distancia, sino que, también, su ausencia es leída como sustento del lazo familiar. Para Sofía (CM), por ejemplo, se trata de compartir porque se es una familia “muy unida”, una experiencia que “yo te diría que pasa por un tema de virtud, que no somos envidiosos, entonces todos disfrutamos de lo que va logrando el otro”. 224 No todas las encuestas dan resultados similares. Para resultados sensiblemente diferentes sobre este punto, contrastar Valenzuela, Tironi y Scully (2006) y PNUD (2002). Según este informe, la familia solo sería un lugar de amor para 15% de los entrevistados, sería un refugio frente a los problemas para un 24%, una fuente de tensiones y problemas para un 28% y una institución en crisis para un 31%. 225 Un proceso que, por supuesto, también tiene sus bemoles: la dependencia hacia el asistencialismo público denunciado por tantos conservadores o, en una enunciación más matizada, el descuido de la solidaridad interpersonal a causa de la expansión de la solidaridad institucional o sistémica (Rosanvallon, 1984). 226 En nuestros entrevistados, como ya lo discutimos, lo que tiende a primar es una fuerte idealización de la figura materna. 227 Para un análisis de los datos del censo del 2002, cf. Tironi (2003: 41).
El difícil espacio de la pareja 228 Entendemos la conyugalidad como el vínculo de una pareja que mantiene relaciones establecidas legalmente o de facto en el marco de una convivencia consentida y que comprende el reconocimiento de compromisos y responsabilidades mutuas entre ellos y compartidas respecto a terceros. Las modalidades de relaciones de pareja exceden, por cierto, las relaciones conyugales, pero las formas de concepción de lo que es una pareja y las prácticas a ella asociadas son el entramado mismo de las maneras en que se vive y juzga la conyugalidad. Es por esta razón que este capítulo se sitúa en el entrelazamiento de ambas dimensiones.
229 Esta reflexión se apoya exclusivamente sobre la prueba en parejas heterosexuales. Nuestra muestra no nos permite abordar esta realidad desde otra configuración sexual. 230 Vale la pena una precisión. En ciertas encuestas de opinión los chilenos no solo expresan, por lo general, un fuerte nivel de satisfacción con sus vidas sino que, dentro de éstas, son los lazos familiares, las relaciones de pareja y la vida sexual, las que constituyen los tres principales ítems de satisfacción, aun cuando en estos dos últimos ámbitos las mujeres expresen mayor insatisfacción (Barros, 2007). Es ésta una afirmación que contradice nuestros resultados, pero que conduce a una misma conclusión: la centralidad indiscutida del ámbito familiar y conyugal en el país, ya sea que se afirme ésta como una esfera de satisfacción o que, como lo permiten las entrevistas en profundidad, se aborde esta realidad subrayando con precisión los problemas a enfrentar. Para resultados más ambiguos en lo que se refiere a la satisfacción en la vida conyugal basados en resultados de encuestas (Encuesta CEP, 2002). 231 Este malestar extendido y explícitamente presentado en la pareja, aparentemente, no es algo que sea propio solamente de la sociedad chilena actual. Manuel Vicuña (2001: 143-159), en un estudio sobre las primeras décadas del siglo XX, ha sugerido interpretar que tanto el ideal de domesticidad como la fundación de espacios de asociación y sociabilidad exclusivamente femenina en aquel momento serían frutos del descontento respecto de las relaciones conyugales entre la clase alta (la ausencia masculina y la tendencia a llevar vidas paralelas) asociado al disminuido estatus de las mujeres en la pareja y no, como en otras realidades, una reacción a la modernización. 232 En esta exigencia es posible ver, también, las consecuencias de la inconsistencia posicional y, más allá de ella, de la conciencia de las dificultades económicas. A fin de cuentas, todo el mundo sabe que es más caro vivir solo que de a dos. La lectura es justa pero es reductora. Cualquiera que sea el peso de este aspecto, resulta esencial el valor afectivo y existencial que se otorga a la vida de pareja en la existencia humana. 233 Cf. las reflexiones sobre esta realidad de Herrera y Valenzuela (2006: 225-263). 234 Como Valdés (2007: 64 y siguientes) lo indica con razón, detrás de estas cifras es preciso constatar la presencia de lógicas sociales radicalmente disímiles. 235 Aunque está principalmente presente y, sobre todo, visible en los ideales de las mujeres respecto de los hombres, se encuentra también como ideal masculino. Aunque tiene la misma estructura imaginaria, la figura de la Protectora difiere en las dimensiones a las que se aplica la protección. 236 Sin que sea posible reducirla a esta sola realidad, la importancia de este ideal debe entenderse en el marco de relaciones sociales marcadas por la sombra permanente de la inconsistencia posicional: la ansiedad posicional es un carburante para esta expectativa respecto de la pareja. El temor difuso que esta situación transmite, y la toma de conciencia estratégica a la cual conmina a los individuos, es tal que esta figura no puede simplemente desaparecer del horizonte conyugal. 237 Sin duda, esta posibilidad de expresión más abierta está vinculada con que este imaginario no entra en conflicto con las maneras de presentación supuestas como legítimas. El modelo de la Protectora, aunque extendido, es convocado de manera menos explícita. Por otro lado, es posible que este ideal esté hoy en mutación y que, sobre todo entre las mujeres de menos de 30 años, se esté asistiendo al abandono tendencial del mismo. En todo caso, nuestro material, en la medida en que excluye este grupo etario no nos permite arrojar ninguna conclusión al respecto, sino constatar, a lo más, que se expande entre algunas de las personas entrevistadas la opinión de que, en efecto, se desarrolla una evolución en este sentido. 238 Josefina (SP) admite, por ejemplo, no haberse casado enamorada. Su marido era una oportunidad:
“Lo que pasa es que yo en ese tiempo tenía otro pololo y por ahí tuve una desilusión, entonces se dio conocer a mi marido, dejar de lado al otro y por ahí me enganché, por eso no estaba tan enamorada (ríe)”. 239 Lo anterior es también válido en las relaciones entre generaciones: ¿hay que mantener a los padres ancianos con uno? Lo que se revela en estas tensiones no es otra cosa que aquello que los individuos, desde sus vidas, consideran, según Hochschild (2005), como siendo particularmente “sagrado”. 240 “Para mí buscar pareja al principio fue medio raro porque andaba buscando entre pololo y papá, di varios tumbos cuando pololeé siendo cabra, me equivoqué muchas veces” (Patricia, CM); “Bueno tú sabes que las mujeres siempre buscan en el marido un reflejo del padre” (Susana, CM). 241 “Yo viví un año primero con mi señora y me casé al año siguiente, tenía 24 años cuando me casé, joven, y mi señora 18. Yo la dejé esperando a mi futura señora. Eso fue un cambio, si tú me preguntas, ese fue un cambio de antes y después, ese sí que fue un cambio, fue un cataclismo en mi vida… Cambió mi vida. Me cambió todo, hueón, yo vivía en un mundo de fantasías, vivía en el mundo de Bilz y Pap, otro mundo, aterricé, puta, de un paraguazo…”. Un matrimonio que explica por la presión familiar que sufrió, pero también porque había “que asumir el embarazo” (Felipe, CM). 242 Sofia (CM) es aún más explícita: “No me interesaba trabajar, en la parte económica no tenía problemas, porque yo daba por hecho que mi marido me tenía que seguir manteniendo, y era así y fue así, y es así hasta ahora, el tipo siempre fue un hombre súpergeneroso, y después de separada, igual”. 243 El testimonio de Jaime (SP) es similar: “Porque los amigos que tenía eran todos separados y me decían ‘qué vas a llegar a la casa, quédate acá macabeo’”. 244 En un sentido cercano a esta interpretación, cf. Gaona (2002). 245 No fue el único testimonio de este tipo: “No cambiaria mi pareja bajo ninguna circunstancia. Estoy súper agradecida de él, creo que es un compañero espectacular, es un compañero de vida súper bien, porque es un compañero no solo con mis hijos, sino conmigo como persona, con mis cambios, con todo lo que nos ha pasado en la vida, que es distinto desde que partimos a ahora, somos otras personas”. Dice “yo lo he querido toda la vida muchísimo, siempre he encontrado que es el mejor, todo, entonces, también creo que eso le ha llegado a él, que ha sido muy mutuo” (Constanza, CM). 246 Una situación que puede desembocar en una separación, como le ocurrió a Mónica (CM), quien explica la suya por el hecho de que su ex marido priorizó en exceso su trabajo: “Yo sentía que todo se olvidaba cuando estaba el trabajo de por medio y que solo se valoraba aquello que era remunerado y bien remunerado”. 247 “Tener alguien con quien compartir tu vida, sobre todo si es el papá de tus hijos, yo creo que no hay nada que se compare con eso, es ideal, o sea, para mí es ideal, vivir con una persona que es el papá de tus hijos y proyectarte con él, planear cosas juntos, yo que creo que es muy satisfactorio” (Claudia, CM). 248 Blanca (CM) comenta así, por ejemplo, que le encanta hacer “muchos viajes familiares, por desgracia de mi marido (ríe) que él preferiría hacerlos en pareja, pero a mí me cuesta dejarlos aquí, incluso ahora que ya están más grandes”. Fabiola (CM) lo expresa de otra manera: “Lo difícil es mantenerse como pareja, sin perderse en esta cosa de papá, mamá”. Ana (CM), quien se dice absolutamente enamorada de su marido, vive este proceso como una verdadera herida conyugal: “Ahora, por los hijos yo me dediqué mucho, mucho tiempo a ellos, entonces te queda poca energía, entonces me desconecté un poco. Mi marido era muy importante, me desconecté, echo de menos esa conexión,
de poder estar solos, a solas”. 249 El reconocimiento de la distancia conyugal se activa dramáticamente cuando los hijos se van del hogar. “A mí me cuesta separar el hecho de la pareja con los hijos, a pesar de que mis hijos no estén acá, es difícil pensar sin ellos, yo no creo que, yo no creo que existimos los dos solos, no sé, ahora existimos los dos solos, y después que se fueron los hijos quedamos mirando para el lado y ‘chuta ahora somos dos no más…’”. Interrumpe el relato. Continúa con la voz queda, “de repente estamos los dos comiendo en la cocina, calladitos como dos viejitos…” (Rosa, CM). 250 Es un aspecto particularmente bien explorado por Kaufmann (2007). 251 Para una presentación analítica de los tópicos del amor “romántico” y “pragmático”, cf. Béjar (1993: 213-215), y para un estudio empírico que arroja precisiones y traza límites a la pertinencia de esta tesis, cf. Bawin-Legros (2004). 252
El Informe de Desarrollo Humano 2010 indicó que un 36% de la población se apega a representaciones tradicionales y machistas de las relaciones de género. Mayoritariamente hombres, un gran porcentaje señaló que es responsabilidad de la mujer el cuidado del hogar y de los niños (PNUD, 2010: 60 y ss). Una encuesta a mujeres realizada en 2009 muestra que un 75,6% de éstas se manifiestan en desacuerdo con la afirmación de que los hombres deben trabajar y las mujeres deben quedarse en el hogar (Corporación Humanas, 2009).
253 En este marco, una pareja, dice Blanca (CM), “es alguien que te acepta como eres, como primera prioridad, con tus buenas y tus malas cosas, que está ahí para tus cosas buenas y para tus cosas malas, igual que al revés… Es también tener un mundo común o haberse formado en un mundo común y tener, y con eso ir a cosas también comunes, o sea a donde ir, qué queremos de nuestra vida, qué queremos con nuestros hijos”. ¿Demasiado optimista? En todo caso añade: lo más difícil de la pareja “es que nos aguanten…”. 254 “No me dejaba ir a ningún lado”, recuerda Ingrid (SP). “No me dejaba ir a ningún lado. Yo me acuerdo incluso que cuando llegaban mis hermanas a verme, no me podía reír ni con mis hermanas porque me decía ‘a donde se ha visto una señora riéndose’, claro, entonces tenía que tener como doble personalidad, me acuerdo”. 255 Según un estudio de la SERNAM (2001), en Chile el 50,3% de las mujeres casadas o en uniones de hecho habían vivido alguna vez violencia por parte de su pareja. Un porcentaje que oscila entre el 38,8% en los estratos altos y medio-alto y un 59,4% en los estratos bajos. 256 “Los hombres son demasiado, emmm, yo no te digo que en mi pueblo no golpean a las mujeres, sí existe, pero no en la cantidad que existe acá (en Santiago), como que la violencia de acá es muy distinta a la del pueblo, porque allá puede ser una violencia de que alguien se tomó un par de copas y se pasó de copas, y no lo justifico pero se da, acá siempre es una violencia psicológica, una violencia física, pero lo que más está matando es la violencia psicológica porque de repente los golpes se te pueden olvidar pero las palabras se te quedan y se van convirtiendo en un círculo en donde vez muchas mujeres con el mismo problema y que no eres la única persona que lo has vivido” (Daniela, SP). Sobre la violencia doméstica en medio rural, Valdés (2007: 296 y siguientes). 257 Precisemos que según ciertos estudios, a la mujer golpeada le cuesta, en promedio, entre 5 y 7 años en dejar definitivamente a la pareja abusiva. (Maria y Rojas, 2007). 258 Es necesario aquí realizar una breve digresión. Como es evidente, hemos preferido hablar de búsqueda de arreglos y no usar una terminología común en los estudios de género y sobre pareja: la negociación. ¿Por qué? Porque creemos que es necesario cuidarse de entender estas estrategias de
solución de conflictos como una acción racional de transacción mutua de posiciones e intereses, tal como el uso del término negociación en una versión basada en la reflexividad lo ha hecho imaginar (Giddens, 1998). En este caso, se lograría un equilibrio entre la aceptación de la otredad y libertad ajena y un vehículo de soterrados pero insidiosos juegos de poder. Por el contrario, por los “arreglos” a lo que se apunta es a la conformación de un orden o coordinación, como un efecto de avenencia y conciliación práctica. 259 La conversación en el seno de la pareja no es solamente un modelo femenino. Es también una dinámica extensamente promovida por instituciones religiosas, así como por muchos dispositivos terapéuticos, los que apuntan a sostener a las familias desde el exterior gracias a un conjunto de consejos y, si es necesario, de intervenciones. El rol de este entramado de instituciones y actividades es, si nos atenemos a muchos de nuestros testimonios, importante en la conservación y en la estabilización de matrimonios. 260 Divorciada, Sofía (CM) recuerda: “Yo todavía tengo esa imagen de él llegando (del trabajo), de hacerlos dormir (ella a los niños) y entonces, que yo lo escuchara (…) y entonces esa sensación de que él no sabía escuchar…”. 261 Josefina (CM) siente que no puede comentar nada de su propio trabajo porque a su marido “no le interesa”. Una situación que desemboca, nos lo confiesa un poco ruborizada, en la frecuente situación conyugal de la mujer que estalla en palabras tarde en la noche. “Cuando estoy en la cama, así en la noche, yo siento que de repente exploto y ahí está mi marido, y ahí le digo las cosas, de repente con pena”, y ahí él, a veces, “me cuenta cosas”. 262 Incluso cuando se habla con buena voluntad, cuando se decortican las cosas, la mayoría de los hombres (en este punto más de capas medias que de sectores populares), terminan sintiendo insatisfacción. “Converso mucho con mi señora”, nos dijo Claudio (CM) “y durante mucho tiempo, yo como que le contaba a ella, y ahora estoy como en el fondo, no dejándole de contar, sino que haciéndome cargo de ciertas cosas, digamos. Porque también contar todos los problemas es una forma de liberarse de alguna forma y yo por mi forma de ser, orientado a la solución, llego al problema y yo busco al tiro la solución y a veces hay que darle vuelta, hay que sufrirla un poquito”. 263 Prosigue: “Yo he vivido con varias mujeres, pero entremedio estuve separado, no soy un don Juan ni nada por el estilo pero me di cuenta que he vivido con varias, y que soy el típico hombre y lo reconozco por todos lados, que no puedo vivir solo, las veces que me he separado al otro día ya estoy parado, un amigo dice que soy el típico separado asegurado, agarro las maletas y tengo casa al otro día, y algunos incluso me decían que me diera una pausa, disfruta, ten una polola un tiempo… pero yo no puedo, porque para mí la cosa es con casa, perro, y solo no funciona”. 264 La experiencia de Sergio (CM) es paradigmática. Llega al ideal de la Independencia luego de una experiencia fallida con una de sus relaciones anteriores frente a lo que él califica como la sobreimplicación de su mujer de entonces (“una relación de pareja medio secuestrona”). “Mi primer matrimonio y mi segundo matrimonio son distintos. Hay mucho menos tabú, mucho menos cosas que no se pueden hablar, creo también, bueno son experiencias individuales pero hay más espacio para demostrar debilidades, sufrimiento, ahora que antes, yo creo que cuando era pendejo no se me ocurría eso a los veinticinco años”. Explica: “No sé, ahora ni se me ocurriría, mi mujer actual tiene sus amigas de toda la vida y ella tiene su grupo que no es el mío y ella sale, y eso tuvo muchos costos en mi primer matrimonio porque como que entre comillas los amigos tenían que ser de los dos. Como que nos juntábamos en pareja y, entonces, claro, las recriminaciones ‘mis amigas te caen mal’, ‘es que tus amigos son aburridos’… Ahora, por ejemplo, mi mujer viaja por su trabajo y le gusta y no tiene ninguna culpa en ese sentido y siente además que mis hijas se quedan con su papá. Hoy en día hay
espacios de libertad en la pareja que no existían hace poco tiempo”. 265 Este punto puede ser puesto en relación, pero solo de manera crítica, con lo que otros estudios han mostrado a propósito de la vigencia del ícono mariano en Chile o el rol que la experiencia del huacho tiene en la producción del machismo nacional (Montecino, 2007: 36 y 59). El riesgo de estas interpretaciones es, como Salazar y Pinto (2002: 15), o Larraín (2001), lo indican con justicia, de deshistorizar los análisis sociales (ya sea dándole un peso esencialista a la conquista o a “las haciendas del Valle Central”) en la explicación de conductas actuales. 266 Una encuesta efectuada en 2008 mostró que el 63% de los hombres consultados están en desacuerdo con la afirmación “si mi pareja ganara bien yo no trabajaría remuneradamente”, frente a un 38% de las mujeres encuestadas que respondieron lo mismo (Consejo Asesor Presidencial Trabajo y equidad, 2008). 267 Insistamos en que no se realizó ninguna pregunta explícita sobre la gestión del dinero en la pareja. El tema fue espontáneamente introducido en la conversación por alrededor de la mitad de las personas entrevistadas. Para un estudio pionero para América Latina que pone el acento en esta dimensión cf. Coria (1998). 268 Es probable que esto se explique, al menos en parte, por exigencias de clase en la presentación de sí, pero también porque el desamparo económico de las mujeres en este sector siempre fue menor (incluso porque disponían implícitamente del posible apoyo económico de sus familias de origen). 269 Entre las capas medias también se encuentra esta gestión femenina del dinero, pero no posee la misma carga de lucha de poder y no es integrada de manera tan transparente y enfática en la presentación de sí. 270 “Él guarda algo para él y me da la plata. Él me dice ‘tú cuidai mejor la plata que yo’, así que él me la da” (Cecilia, SP). “Él da lo que corresponde para la casa, yo pago las cuentas” (Bernardita, SP), porque el hombre, nos explicó Viviana (SP) “no tiene tiempo de andar administrando, no puede. Y uno, la mujer, es la que sabe los gastos que hay en casa”. 271 Es preciso situar esta experiencia en un registro histórico. No es, en efecto, la primera vez que una figura de este tipo se afirma en el país. La independencia económica y sexual de las mujeres, sobre todo entre los sectores populares, fue una realidad en el período colonial y poscolonial y tuvo incluso fuertes remanencias, bien adentrada la era republicana (Salazar y Pinto, 2002: 117 y siguientes). Incluso hoy en día, en todo caso en el mundo rural, y entre los sectores populares, es posible advertir una cierta resistencia femenina al matrimonio a causa del temor al control y la violencia conyugal (Valdés, 2007: 317 y siguientes). La diferencia es, no obstante, el grado de legitimidad que va adquiriendo, lo que testimonia un orden social que se transmuta lentamente. 272 El aumento de encuentros sexuales en el caso de las mujeres bajo la modalidad de amigos ha sido discutido por Palma (2006: 141-148). 273 Esta problemática no es exclusiva de América Latina. También ha sido subrayada a propósito de sociedades mediterráneas, ciertos trabajos explicando esta tensión como una consecuencia de la relación a la madre, cf. Brandes (1980) y Gilmore (1990). 274 Insistamos que detrás de esta realidad es preciso ver, también, una relación de asimetría que perdura. Elena (CM) subraya, así, cómo si en principio el marido se dice igualitario a nivel tareas de la casa, en verdad no es así: “Porque a nivel de discurso lo entiende, pero a la hora de los que hubo, tampoco finalmente lo hace, entonces”. Para análisis sociológicos contrapuestos acerca de esta tensión entre discursos y prácticas masculinas en el ámbito doméstico, cf. Kaufmann (1992) y De
Singly (2007). Para resultados concordantes en el caso de Chile (Araujo, 2005b). 275 Afianzado por el reconocimiento legal del divorcio en el año 2004. 276 Sin embargo, nos es claro, al mismo tiempo, dado el material sobre el que nos apoyamos, que este tema requiere de estudios especiales para poder formular tesis más sólidas que las que podemos ofrecer aquí, por lo que no consideramos nuestros desarrollos en este punto sino como indicaciones y pistas en aras de trabajos futuros. 277 En esta actitud no hay solamente que ver un resabio de la “tradición”. Por el contrario, la condena de la infidelidad es un aspecto mayor de la conyugalidad contemporánea. Para el caso francés, y el aumento de este sentimiento de condena de la infidelidad, cf. Dompnier (2010). 278 Vale la pena subrayar que en el caso estudiado, y a diferencia de como ha sido discutido para otras realidades, la nueva significación de la infidelidad en la economía de la pareja no aparece vinculada con los efectos de un creciente empuje a la afirmación de la individualidad. Cf. Marquet (2004: 3560). Lo inaceptable de la traición adúltera, en nuestros resultados, se legitima en el modelo simbiótico conyugal y en las expectativas que de él derivan. 279 En un sentido similar, Gabriela (CM) nos contó cómo, por ejemplo, una amiga de ella “al vivir una infidelidad (de su marido) salió a trabajar, rompió, y ahora le va muy bien”. Antes de generalizar: “Yo creo que las mujeres se están atreviendo más ahora, porque la mentalidad de divorcio es nueva, se están atreviendo a divorciarse cuando se han dado cuenta que no van a ninguna parte con su pareja, que no tienen ningún proyecto en común, nada, y que están como dos desconocidos”. En cambio dice, “cuando yo me casé la mentalidad era para toda la vida, hasta que la muerte nos separe”. 280 Pero los celos no solo expresan un temor, son también una fuente –peligrosa– de juego entre cónyuges; una estrategia más o menos deliberada y, en algunos, más o menos perversa de poder sobre el otro; un mecanismo particular de valorización del cónyuge, una manera de recordarse, a través de la mirada de otros y otras, de su atractivo o de su poder de seducción… Emociones ambivalentes que Verónica (SP) asume con franqueza. El adulterio es aceptable como fantasía, insoportable como realidad. Sí, le gustó, por ejemplo, que su compañero haya sido mujeriego… pero solo “antes” y no “durante”. “Bromeábamos de eso, él había sido muy mujeriego, entonces tenía su currículo y por eso tenía sus razones, pero lo manejábamos con bromas, que todo era bien y por eso no teníamos problemas, pero después, fue lo que nos mató en la relación. Ahí ya no lo pude tomar en broma ni nada, porque el tipo se fue en la dura y me destruyó todo”. 281 Por supuesto, los celos evolucionan en una pareja. Muchas mujeres afirman, por ejemplo, haberlos vivido con mayor fuerza en el inicio de sus relaciones. “Una va madurando con el tiempo”, dice Margarita (SP) cuando evoca su egoísmo de mujer cuando su marido salía a hacer cosas “porque uno siempre es sobreprotectora y no quiere compartir a la persona con nadie. Ahora no, súper relajada”. ¿La razón? Su marido “no tiene amigos, es como bien de la familia”. 282 Incluso cuando, como es el caso de Ana (CM), que siente que las cosas van bien, muy bien, en su matrimonio la inquietud no desaparece del todo. Su pareja llegaba tarde del trabajo y ella quiso saber sus horarios. “Yo te entiendo perfecto”, le dijo al marido, que tengas que trabajar tarde, “pero quiero saber. Yo me dije ‘puede tener una amante y yo no tengo ni idea’, ¿se entiende? Entonces tengo ese bichito no sé si de mala comunicación, pero es como complicidad, de estar presente en la vida del otro, de conocer lo que le está pasando”. La potencialidad de un tal desenlace es un reconocimiento que la toca: a pesar de declarar sentirse plenamente satisfecha en su vida marital reconoce “que no voy a dejar de conectarme con alguien porque estoy casada”. 283 Lo que explica que en varias oportunidades durante las entrevistas nos encontráramos frente a
explícitos alardes de virilidad o coqueteos insinuantes (e incluso tentativas directas de seducción hacia uno de los investigadores). 284 Indispensable, quizás, ante el desasosiego encontrado, al punto que para algunos, incluso, y desde una perspectiva realista, la conyugalidad es un imposible. El caso de Mónica (CM) es sintomático. Le gustaría “tener una pareja que sea alguien con la cual te entusiasmas con alguna cosa similar, lo pasái bien, con estilos de vida parecidos, capacidad de entender la cotidianidad y de buscar también otros espacios… Pero siento que cada vez es más difícil, o sea, la distancia entre los hombres y las mujeres es tan brutal, en formas de mirar el mundo, de entusiasmos, de compromisos con los hijos, o sea, hay cosas tan difícil de compatibilizar”.
Conclusión 285 La idea de sociedad define de manera general un sistema constituido por una serie de niveles imbricados unos dentro de otros y regidos por una jerarquía que establece una correspondencia entre los estratos superiores e inferiores. No modifica esta concepción el que el rol más importante le sea dado a la infraestructura económica (Marx), al sistema de valores (Parsons) o al mundo de la vida (Habermas). 286 Entre otros, cf. Touraine (1981); Urry (2000); Bauman (2002); Martuccelli (2005); Dubet (2009). 287 Para estas posiciones, cf. Daniel Bell, Niklas Luhmann, Manuel Castells o Bruno Latour. La vigencia de la idea clásica de sociedad es defendida por los partidarios de la sociedad informacional, pero también está presente en los estudios sobre el capitalismo posmoderno tardío (Harvey, Jameson), la acción comunicativa (Habermas); de manera más ambivalente en los trabajos sobre la globalización (Sassen) o la segunda modernidad (Beck, Giddens, Bauman). 288 Deducir directamente consecuencias microsociológicas de una visión macrosociológica –una herencia analítica de la idea de sociedad– no resulta aconsejable. El vínculo nunca es unidireccional entre los diferentes niveles sociales. Lo que se juega a nivel macro no es nunca isomorfo a lo que se observa a nivel micro: la consistencia específica de la vida social hace que grandes cambios tengan repercusiones menores en ciertos actores (gracias a los amortiguadores institucionales y personales que disponen) y, a la inversa, que profundos cambios individuales no logren agregarse al punto de modificar estructuras colectivas. Cf. Latour (2006); Urry (2003); Martuccelli (2005). 289 En verdad, la noción de individualización tiene dos acepciones. La primera, de uso corriente y sin duda la más frecuente, designa el proceso de diferenciación creciente de las trayectorias personales; en este sentido, la noción es descriptiva y observable, por ende, en un plano empírico. Se habría pasado de trayectorias altamente estandarizadas (la tríada: formación, trabajo, jubilación) a trayectorias cada vez más diferenciadas entre sí. La segunda acepción, a consonancia más analítica y a la que hacemos aquí referencia, privilegia el estudio de los individuos desde aspectos propiamente institucionales. 290 Entre otros: Beck (1998); Giddens (1991); Beck y Beck-Gernsheim (2001); Bauman (2001). 291 Muchos de estos procesos no pueden estudiarse desde la sola óptica de la socialización (que subyace en el modelo del individualismo institucional), puesto que se trata de procesos que no son necesariamente internalizados por los actores y que, al ser descuidados, terminan haciendo del primado del individuo una manifestación ideológica que “oculta”, por ejemplo, el rol específico del capital en el advenimiento y la generalización de esta modalidad de individuo (Zizek, 2001). 292 La noción de institución es polisémica y algunos autores dan una caracterización tan amplia de ellas que todo fenómeno social que se reproduce se convierte en una institución. En este estudio,
movilizamos una concepción más restringida y precisa del término: definimos como institución a un número reducido de principios legítimos por lo general encarnados en organizaciones sociales específicas. 293 No estamos postulando que no existan prescripciones y mandatos normativos. Por cierto, existen y están activos. Sin embargo, la distancia con las instituciones, efecto del descreimiento, la desconfianza o la conciencia de su inadecuación o contradicción con lo que sus experiencias les muestran, tienen como efecto el debilitamiento de la acción de los mismos, aun en los casos de acatamiento aparente.
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Anexo. Lista de entrevistados
Muchos de los entrevistados habían tenido varias ocupaciones laborales a lo largo de sus vidas. Si hemos tomado cuenta de ello en nuestro análisis, hemos optado en el cuadro por indicar únicamente la ocupación considerada como principal por el entrevistado. También hemos escogido, con el fin de aligerar la lectura y facilitar la presentación de nuestros resultados, simplificar en el cuerpo del texto la posición de las personas entrevistadas en capas medias (CM) y sectores populares (SP). Un análisis más detallado, conduciría a distinguir por un lado entre aquellos individuos que, en lo que hemos denominado las CM, pertenecen a las clases mediasmedias y a las clases medias altas, y los que entre los SP, pertenecen esencialmente al llamado sector D, pero también a las fronteras de C3. La inserción de un entrevistado en uno u otro grupo tiene en cuenta, además de su profesión, el barrio de residencia, la trayectoria escolar y la autopercepción de los mismos entrevistados. °
Nombre
Sector
Edad
Profesión
Ciudad
1
ADOLFO
CM
32
Concejal
Santiago
2
ALBERTO
SP
55
Taxista
Santiago
3
ALDO
SP
45
Mecánico
Santiago
4
ALEJANDRA
CM
39
Contadora
Concepción
5
ALEJANDRO
SP
34
Coordinador inmobiliario
Santiago
6
ALEX
SP
39
Auxiliar de aseo
Concepción
7
ALFREDO
SP
55
Obrero
Santiago
8
ALICIA
CM
32
Egresada de Arquitectura
Santiago
9
ANA
CM
34
Psicóloga
Santiago
10
ANTONIO
CM
55
Transportista escolar
Concepción
11
AUGUSTO
SP
52
Dirigente social
Santiago
12
BEATRIZ
CM
50
Dentista
Santiago
13
BERNARDITA
SP
48
Cocinera
Santiago
14
BLANCA
CM
54
Kinesióloga
Santiago
15
CARLOS
CM
41
Arquitecto
Santiago
16
CARMEN
SP
40
Cuidadora de adultos mayores
Santiago
17
CAROLINA
CM
32
Profesora de inglés
Santiago
18
CATERINA
CM
51
Ama de casa
Santiago
19
CECILIA
SP
43
Ama de casa
Santiago
20
CLAUDIA
CM
38
Administradora pública
Santiago
21
CLAUDIO
CM
39
Licenciado en comunicación
Santiago
22
CONSTANZA
CM
47
Abogada
Santiago
23
CRISTIÁN
CM
44
Ingeniero en pesca
Valparaíso
24
CRISTINA
SP
54
Funcionaria pública
Santiago
25
CRISTÓBAL
SP
55
Estafeta
Santiago
26
DANIEL
CM
33
Ingeniero civil
Santiago
27
DANIELA
SP
45
Educadora social
Santiago
28
DENISSE
SP
31
Cuidadora y educadora popular de niños
Santiago
29
EDUARDO
SP
35
Diseñador
Santiago
30
ELENA
CM
30
Socióloga
Santiago
31
ENRIQUE
CM
43
Dueño de café
Santiago
32
ERNESTO
SP
35
Cuidador de autos
Santiago
33
ESTEBAN
CM
47
Sociólogo
Santiago
34
EUGENIO
SP
46
Guardia de seguridad
Santiago
35
EVA
SP
32
Procuradora jurídica
Valparaíso
36
FABIOLA
CM
53
Productora
Santiago
37
FELIPE
CM
46
Empresario
Santiago
38
FERNANDO
SP
35
Cocinero
Santiago
39
FRANCISCA
SP
43
Vendedora
Valparaíso
40
FRANCISCO
SP
40
Vendedor de artículos
Santiago
41
GABRIEL
CM
41
Ingeniero comercial
Santiago
42
GABRIELA
CM
50
Ama de casa
Santiago
43
GONZALO
SP
55
Junior
Valparaíso
44
GUILLERMO
SP
35
Trabajador informal, Egresado de periodismo
Santiago
45
HUGO
CM
32
Abogado
Concepción
46
INÉS
CM
52
Ama de casa
Valparaíso
47
INGRID
SP
55
Empleada doméstica
Santiago
48
ISABEL
CM
48
Técnico en gestión administrativa
Santiago
49
IVÁN
SP
35
Conserje
Concepción
50
JAIME
SP
40
Comerciante
Santiago
51
JAVIER
CM
40
Ingeniero comercial
Santiago
52
JORGE
SP
44
Artesano y egresado de antropología
Santiago
53
JOSÉ
CM
55
Médico
Santiago
54
JOSEFINA
SP
36
Ama de casa
Santiago
55
JUAN
CM
46
Periodista
Santiago
56
LORENA
SP
48
Empleada doméstica
Concepción
57
LORETO
SP
32
Funcionaria pública
Santiago
58
LUIS
CM
40
Abogado
Santiago
59
MAGDALENA
CM
48
Profesora y banquetera
Santiago
60
MANUEL
SP
52
Guardia
Valparaíso
61
MARCELA
CM
44
Profesora básica
Valparaíso
62
MARGARITA
SP
42
Auxiliar de enfermería
Santiago
63
MARÍA
SP
35
Empleada doméstica
Santiago
64
MARIANA
SP
41
Empleada doméstica
Santiago
65
MARISOL
CM
38
Periodista
Santiago
66
MARTA
SP
43
Paramédica
Santiago
67
MARTÍN
CM
35
Ingeniero de ejecución en administración
Valparaíso
68
MATÍAS
CM
51
Músico
Santiago
69
MÓNICA
CM
47
Psicóloga
Santiago
70
MYRIAM
SP
50
Aparadora de calzados
Santiago
71
NÉSTOR
CM
39
Ingeniero civil
Santiago
72
NORA
SP
50
Dirigenta social y feriante
Santiago
73
OLGA
SP
55
Encargada de ventas
Santiago
74
PABLO
CM
41
Experto en marketing
Santiago
75
PATRICIA
CM
55
Médica
Santiago
76
PATRICIO
SP
52
Obrero
Santiago
77
PAULA
SP
52
Auxiliar de aseo
Santiago
78
RAMIRO
SP
49
Transportista
Santiago
79
RAÚL
SP
38
Educador en comunicación social
Santiago
80
RICARDO
CM
51
Médico
Santiago
81
ROBERTO
SP
51
Empleado en fábrica papelera
Santiago
82
RODOLFO
CM
35
Profesor de castellano
Santiago
83
RODRIGO
CM
45
Abogado
Santiago
84
ROSA
CM
54
Profesora de matemáticas
Santiago
85
ROSANNA
SP
42
Auxiliar de transporte
Concepción
86
SAMUEL
SP
39
Supervisor de ventas
Santiago
87
SEBASTIÁN
SP
36
Cargador de camiones
Santiago
88
SERGIO
CM
40
Psicoanalista
Santiago
89
SOFÍA
CM
50
Chef
Santiago
90
SOLEDAD
CM
48
Diseñadora de vestuario
Santiago
91
SUSANA
CM
44
Ingeniera en administración
Santiago
92
VERÓNICA
SP
45
Confeccionadora de ropa
Santiago
93
VICTORIA
CM
50
Kinesióloga
Santiago
94
VIRGILIO
CM
55
Economista
Santiago
95
VIRGINIA
CM
37
Periodista
Concepción
96
VIVIANA
SP
47
Recicladora de papel
Santiago